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Espacios del Saber 24. J. T ono M artínez (comp.), Observatorio siglo X X I Reflexiones sobre arte, cultura y tecnología

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Espacios del Saber 24. J. T ono M artínez (comp.), Observatorio siglo X X I Reflexiones sobre arte, cultura y tecnología 25. E. Grüner, El fin de las pequeñas historias 26. P. Virilio, El procedimiento silencio 27. M . Onfray, Cinismos 28. A. Jmkielkraut, Una voz viene de la otra orilla 29. S. Zizek, Las metástasis del goce 30. I. Lewkowicz, Sucesos argentinos 31. R. Forster, Crítica y sospecha 32. D. Oubiña, J. L. Godard: El pensamiento del cine 33. F. Monjeau, La invención musical 34. P. Virno, El recuerdo del presente 35. A. Negri y otros, Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina 36. M .Jay, Campos de fuerza 37. S. Amin, Más allá del capitalismo senil 38. P. Virno, Palabras con palabras 39. A. Negri, Job: la fuerza del esclavo 40. I. Lewkowicz, Pensar sin Estado 41. M .Jiard t, Gilles Deleuze. Un aprendizaje filosófico 42. S. Zizek, Violencia en acto. Conferencias en Buenos Aires 43. M . Plotldn y F. Neiburg, Intelectualesy expertos. La constitución del conocimiento social en la Argentina 44. P. Ricoeur - Sobre la traducción 45. E. p rim er - La Cosa política o el acecho de lo Real 46. S. Z izek- El títere y el enano 47. E. Carrió y D. Mafia (comps.) - Búsquedas de sentido para una nueva política 48. P. Furbank - Placeres mundanos 49. D. W eschler. y Y. Aznar - La memoria compartida. España y Argentina en la construcciñon de un imaginario cultural

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Slavo] Zizek

Las metástasis del goce Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad Traducción de Patricia Willson

, PAIDÓS d ||

Buenos Aires - Barcelona - México NIr

s Titolo original: The Métastasés of Enjoyment. Six Essays on Woman and Causalityv © Slavo] Zizek, 1994 Londres, Verso, 1994 Cubierta de Gustavo Maori 891.844 Z iZ

Zizek, Slavoj Las m etástasis dei goce : seis ensayos sobre la mujer y la causalidad.- I a ed. 1« reimp.- Buenos Aires : Paidós, 2005. 328 p. ; 21x13 cm - (Espacios dei saber) Traducción de: Patricia W illson ISBN 950-12-6529-3 I. Título - 1 . Ensayo Esloveno

I a edición, 2003 I a reimpresión, 2005 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2003 de todas las ediciones en castellano Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires e-mail: literaria@editorialpaídos.com.ar www.paidosargentina.com.ar Queda heclio el depdsito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Impreso en Primera Clase, California 1231, Ciudad de Buenos Aires, en marzo de 2005 Tirada: 1000 ejemplares ISBN 950-12-6529-3

Introducción: De Sarajevo a Hitchcock... y a la inversa 11 P r im e r a P a r t e

La causa

1. El callejón sin salida de la “desublimación represiva” ........................................ La teoría crítica contra el “revisionismo” psicoanalítico...................................................... La contradicción como índice de la verdad teórica La “desublimación represiva” ................................ Habermas: el psicoanálisis como autorreflexión .. “La preponderancia del objeto” ............................

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2. ¿El sujeto tiene causa?................................................ Lacan: de la hermenéutica a la causa................... Entre la sustancia y el sujeto................................. El silogismo del cristianismo................................ ¿Por qué Hegel no es un humanista ateo?.......... El enigma de la “memoria mecánica”.................. La lógica hegeliana del significante......................

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3. El superyó por defecto................................................ Una Ley que goza................................................. El sujeto escindido de la interpelación................ Kundera, o cómo gozar de la burocracia............. “¡No cedas en tu deseo!”....................................... Mal del yo, mal del superyó, mal del ello............ La mirada impotente y su culpa........................... La guerra de los fantasmas.................................... Atravesando el fantasma........................................

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Se g u n d a Pa r te

La mujer

4. El amor cortés, o la mujer como la Cosa.................. El teatro masoquista del amor cortés.................. El cortés “demonio de la perversidad” ................ Ejemplos................................................................ Del juego cortés a Eljuego de las lágrimas............ Eljuego de las lágrimas va a Oriente.....................

135 135 144 153 158 162

5. David Lynch, o la depresión femenina..................... Lynch como prerrafaelita...................................... Una voz que desuella el cuerpo........................... Una fisura en la cadena causal............................. El nacimiento de la subjetividad a partir de la depresión femenina.................................. La pura superficie del acontecimiento de sentido Deleuze como materialista dialéctico.................. Los problemas de la “génesis real” ......................

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6. Otto Weininger, o “La mujer no existe”................... “La mujer es total y únicamente sexual...” .......... La femenina “noche del mundo”......................... Más allá del falo.....................................................

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Las “fórmulas de la sexuación” ............. ............... 233 A p é n d ic e

Toma de partido: una autoentrevista La destitución subjetiva .............. ¿Por qué la cultura popular?......... ................ El fantasma y el objeto a............................................ Psicoanálisis, marxismo, filosofía................... El sujeto descentrado............ ............... Lacan y Hegel.................. Lacan, Derrida, Foucault........................................... “Falocentrismo” ......................................................... Poder........................................................................... Del patriarcado al cinismo......................................... Bosnia..................................................................... índice analítico.............

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Introducción: De Sarajevo a Hitchcock... y a la inversa ¿Dónde podemos captar el “goce como factor político” en su más pura expresión? Una famosa foto de la época de los po­ gromos antisemitas del nazismo muestra a un aterrorizado muchacho judío rodeado por un grupo de alemanes. El grupo es en extremo interesante, pues las expresiones de sus miem­ bros muestran la escala completa de reacciones posibles: uno de ellos “goza” de una manera inmediata, estúpida; otro está claramente asustado (tal vez tiene la premonición de que él puede ser el próximo); la fingida indiferencia del tercero ocul­ ta tina curiosidad que acaba de despertar, y así sucesivamente, hasta la expresión única de un hombre joven que se siente ob­ viamente molesto, incluso disgustado por toda la situación, in­ capaz de entregarse sin reservas a ella, aunque al mismo tiempo fascinado, gozando con una intensidad que supera de lejos la estupidez del placer inmediato. Es el máspeligroso: su in­ decisión temblorosa corresponde exactamente a la expresión única del Hombre de las Ratas, referida por Freud, mientras relataba la historia de la tortura de la rata: “En los momentos más importantes, mientras estaba narrando su historia, su ros­ tro adquiría una expresión extraña y compleja. Sólo podía interpretarla como una expresión de horror ante su propio pla­ cer, del cual él mismo no era consciente”.11 1. Sigmund Freud, “Notes upon a case of obsessional neurosis”, en Ja-

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Este goce es el elemento generativo primordial, con sus metástasis que se esparcen en dos series interrelacionadas: una política y la otra sexual, que explican la división de este libro en dos partes. Entonces, ¿cómo hemos de concebir esa interrelación? En el otoño de 1992, al cabo de una conferen­ cia sobre Hitchcock que di en una universidad estadouniden­ se, un miembro del público me preguntó indignado: ¿Cómo puede hablar de un tema tan insignificante cuando su país de origen arde en llamas? Mi respuesta fue: ¿Cómo ustedes, en Estados Unidos, pueden hablar sobre Hitchcock? No hay na­ da traumático en que me comporte como conviene a una víc­ tima, relatando los horribles acontecimientos de mi país; esta conducta no puede sino despertar compasión y un falso sen­ timiento de culpa que es el negativo de la satisfacción narcisista, es decir, de la conciencia de mi público de que todos están bien mientras las cosas funcionan mal para mí. Pero violo una prohibición tácita en el momento en que comien­ zo a comportarme como ellos y a hablar sobre Hitchcock, no sobre los horrores de la guerra en la ex Yugoslavia... Esta experiencia personal dice mucho sobre lo que es real­ mente intolerable para la mirada occidental en el actual con­ flicto de los Balcanes. Basta con recordar el informe típico desde la sitiada Sarajevo: los reporteros compiten entre sí por encontrar la escena más repulsiva -cuerpos lacerados de ni­ ños, mujeres violadas, prisioneros famélicos-: todo es buen pasto para los hambrientos ojos occidentales. Sin embargo, los medios no son tan pródigos en palabras para referirse al modo como los residentes de Sarajevo se desesperan por mantener la apariencia de una vida normal. La tragedia de Sarajevo puede resumirse en un empleado de cierta edad que camina hacia su oficina diariamente, pero tiene que apurar el paso en ciertos lugares pues un francotirador serbio se oculmes Strachey (ed.), The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 10, Londres, Hogarth Press, 1955, pp. 166-7. [Ed. cast.: “A propôsito de un caso de neurosis obsesiva”, Ohras Complétas, Bue­ nos Aires, Amorrortu Editores (AE), 1978-1985, vol. 10.]

Introducción

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ta en una colina cercana; en una disco que funciona “normal­ mente”, aunque uno puede oír explosiones de fondo; en una joven que se abre paso entre ruinas rumbo a la corte para ob­ tener su divorcio y poder empezar una nueva vida con su amante; en el número del mensuario bosnio sobre cine que apareció en Sarajevo en la primavera de 1993 y publicaba en­ sayos sobre Scorsese y Almodóvar... Lo insoportable no es la diferencia. Lo insoportable es el hecho de que, en cierto sentido, no haya diferencia: no hay exóticos “balcánicos” sedientos de sangre en Sarajevo, sino ciudadanos normales como nosotros. En el momento en que tomamos nota de este hecho, la frontera que “nos” separa de “ellos” está expuesta en toda su arbitrariedad, y nos vemos forzados a renunciar a la segura distancia de observadores ex­ ternos: como en la cinta de Moebius, la parte y el todo coin­ ciden, de modo que ya no es posible trazar una línea clara y nítida de separación entre nosotros, que vivimos en una paz “verdadera”, y los residentes de Sarajevo, que fingen vivir en paz tanto como les es posible; entonces estamos forzados a admitir que, en cierto sentido, también nosotros imitamos la paz, vivimos en la ficción de la paz. Sarajevo no es una isla, una excepción dentro del mar de normalidad; por el contra­ rio, esta pretendida normalidad es en sí misma una isla de ficr ciones dentro de la guerra común. Esto es lo que tratamos de eludir estigmatizando a la víctima, es decir, ubicándola en el mancillado espacio entre dos muertes: como si la víctima fue­ ra un paria, una suerte de muerto vivo confinado al sagrado espacio del fantasma. Esta experiencia explica el contexto teórico y político de este libro. La Primera Parte analiza el rol estructural de la violencia en el capitalismo tardío, proporcionando un tras­ fondo político-ideológico más amplio a los recientes horro­ res en Bosnia; la Segunda Parte está centrada en las vicisitudes de la figura de la mujer en el arte y la ideología modernos; el objetivo es “rescatar” para el pensamiento pro­ gresista a autores que habitualmente son descalificados como reaccionarios perdidos. Las dos partes del libro, lejos de per-

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íenecer a dos ámbitos diferentes, el del análisis político y el de los estudios culturales, se relacionan entre sí como las dos superficies de la cinta de Moebius: si avanzamos lo suficiente en una superficie, nos encontramos de pronto en la superfi­ cie opuesta. En la Primera Parte, el análisis de la ideología conduce a los lazos entre violencia y jouissance féminine-, en la Segunda Parte, el examen del estatuto discursivo de las mu­ jeres vira continuamente al tópico de las relaciones de poder.

Primera parte La causa

1 . El callejón sin salida de la “desublimación ó jj represiva Uno de los rituales periódicos de nuestra vida intelectual consiste en que, de tanto en tanto, el psicoanálisis es declara­ do démodé, superado, finalmente muerto y enterrado. La es­ trategia de esos ataques es bien conocida, y tiene tres motivos principales: ® alguna nueva “revelación” sobre la “escandalosa” con­ ducta científica o personal de Freud; por ejemplo, su supuesto escape de la realidad de la seducción paterna (véase El asalto a la verdad, de Jeffrey Masson); ® las dudas que surgen acerca de la eficacia de la terapia psicoanalítica: si tal terapia funciona, es el resultado de la sugestión del analista; esta duda está generalmente sustentada por las noticias (que también aparecen re­ gularmente) de un gran descubrimiento en biología: fi­ nalmente, se han descubierto las bases neuronales, etc., de los desórdenes mentales... ® el rechazo del estatuto científico del psicoanálisis: és­ te sería, en el mejor de los casos, una interesante y provocativa descripción literario-metafórica del mo­ do como funciona nuestra mente; en definitiva, no se trata de una ciencia capaz de formular claras relacio­ nes causales.

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Desde el punto de vista del materialismo histórico, mucho más interesante que la crítica inherente a estos ataques es su interpretación como indicadores del estado de la ideología en un momento histórico determinado. Es fácil demostrar que el reciente resurgimiento de la teoría de la seducción (el abu­ so sexual parental del niño como causa de sus posteriores perturbaciones psíquicas) es ciego a la idea fundamental de Freud sobre el carácter fantasmático del trauma; es decir que niega la autonomía del campo psíquico y reafirma la noción tradicional de una cadena causal lineal. Sin embargo, es más productivo ubicar este resurgimiento en el contexto del mo­ do narcisista de subjetividad del capitalismo tardío, dentro del cual el “otro” como tal -el otro real, deseante- es experi­ mentado como una perturbación traumática, como algo que interrumpe violentamente el cerrado equilibrio de mi yo. Todo lo que haga el otro -él o ella me acaricia, él o ella fu­ ma, él o ella me formula un reproche, él o ella me mira con lascivia, incluso él o ella no festejan mi broma sinceramen­ te- es (potencialmente, al menos) una violenta usurpación de mi espacio.1 En el nivel intrínsecamente teórico, todos estos ataques se centran en el problema de la causalidad: o se asume el punto de vista “científico” y se critica el psicoanálisis porque no for­ mula leyes causales exactas y verificables, o se asume el punto de vista de las Geistemissenschaften y se critica el psicoanálisis por “reificar” la dialéctica intersubjetiva en el nexo de las re­ laciones causales, reduciendo así al individuo a marioneta a merced de los mecanismos inconscientes. La única manera de responder a estas acusaciones efectivamente es, por ende, proporcionar una explicación completa de cómo el psicoa­ nálisis se sitúa respecto del par tradicional Naturwissenschaften y Geistemissenschaften, es decir, el determínismo cau­ sal y la hermenéutica. Para mantener viva nuestra conciencia del verdadero alcance de la revolución freudiana, vale la pe-1 1. Resulta evidente, pues, que lo que la comedón política combate es simplemente la manifestación del deseo del otro.

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na volver, de tanto en tanto, a las bases, esto es, a las pregun­ tas más “ingenuas”, más elementales. ¿Es el psicoanálisis la versión más radical del determínismo psíquico?, ¿es Freud un “biologista de la mente”?, ¿denuncia el psicoanálisis a la mente misma como juguete del determínismo inconsciente y, en consecuencia, a su libertad como ilusión? O, por el contrario, ¿es el psicoanálisis la “hermenéutica profunda” que abre un nuevo campo para el análisis del sentido demos­ trando cómo, aun en el caso de (lo que parecen ser) pertur­ baciones puramente fisiológicas, estamos ante la dialéctica del sentido, ante la comunicación distorsionada del sujeto consigo mismo y su Otro? Lo primero que debe notarse es que esta dualidad está reflejada en el edificio mismo de la teo­ ría freudiana, bajo la forma de la dualidad de la metapsicológica teoría de las pulsiones (estadio oral, anal, fálico, etc.), que se basa en las metáforas físicas y biológicas de los “mecanis­ mos”, la “energía” y los “estadios”, y las interpretaciones (de los sueños, los chistes, la psicopatología de la vida cotidiana, los síntomas...), que siguen estando ampliamente dentro del campo del sentido. ¿Prueba esta dualidad que Freud no resolvió el antagonis­ mo de la causalidad y el sentido? ¿Es posible reunir ambos as­ pectos en una “teoría unificada del campo freudiano”, para evocar la adecuada formulación einsteiniana de Jacques-Alain Miller? Evidentemente, ninguna solución podrá encontrarse en la “síntesis” pseudodialéetica de ambos aspectos, ni en la postulación de uno de ellos como clave del otro. Ya no pode­ mos concebir la noción de determínismo causal de la psique como caso paradigmático de la “reificación” objetivista, de la errónea interpretación positivista de la dialéctica subjetiva del sentido, como tampoco podemos reducir el campo de és­ te a una ilusoria experiencia regulada por ocultos mecanis­ mos causales. Sin embargo, ¿qué sucedería si el verdadero alcance de la revolución freudiana debiera ser buscado en su modo de socavar la oposición misma entre hermenéutica y explicación, entre sentido y causalidad? Hasta ahora, la con­ cepción explícita del psicoanálisis como ciencia que cuestio­

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na la oposición de la hermenéuica y la explicación,causal ha provenido sólo de dos fuentes: la Escuela de Frankfurt y Jacques Lacan. L a t e o r ía c r ít ic a c o n t r a e l “ r e v is io n is m o ” p s ic o a n a l ít ic o

Mucho antes de Lacan, la Escuela de Frankfurt articuló su propio proyecto de “retorno a Freud” como reto al “revisio­ nismo” psicoanalítico. Para marcar los contornos de este “re­ torno a Freud” de Russell Jacoby, La amnesia social,2 puede servir como referencia inicial: tal como lo indica el subtítulo (“Una crítica de la psicología conformista, de Adler a Laing”), el libro analiza el “revisionismo” analítico en su to­ talidad, desde Adler y Jung hasta la antipsiquiatría, sin omitir a los neofreudianos y los posfreudianos (Fromm, Horney, Sullivan), así como las diferentes versiones del psicoanálisis “existencial” o “humanista” (Allport, Frankl, Maslow). El ob­ jetivo principal de Jacoby es demostrar que toda esta orienta­ ción equivale a urna progresiva “amnesia” respecto del núcleo sociocrítico del descubrimiento freudiano. De un modo u otro, todos estos autores y analistas le reprocharon a Freud sus supuestos “biologismo”, “pansexualismo”, “naturalismo” o “determinismo”: suponen que Freud concibió al sujeto co­ mo una entidad “monádica”, como un individuo abstracto a merced de determinantes objetivos, como el campo de bata­ lla de “instancias” reificadas. Supuestamente, Freud abrazó tal concepción sin considerar el contexto concreto de la prác­ tica intersubjetiva del individuo, sin ubicar la estructura psí­ quica del individuo dentro de su totalidad sociohistórica. Los “revisionistas” se oponen a esta concepción “limita­ da” en nombre del hombre como ser creativo que se trascien­ 2. Jacoby, Russell, Social Amnesia: A Critique of Conformist Psychology from Adler to Laing, Brighton, Harvester, 1977. [Ed. cast.: La amnesia social, Barcelona, 2 Cultures, 1977.]

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de a sí mismo en su proyecto existencial, cuyos determinan­ tes instintuales objetivos son meros constituyentes “inertes” que adquieren su significación dentro del marco de la activa y totalizadora relación del hombre con el mundo. En el nivel propiamente psicoanalítico, este enfoque equivale, desde lue­ go, a reafirmar el rol central del yo como instancia de la sín­ tesis: la fuente primaria del desorden psíquico no es la represión de los deseos ilícitos, sino más bien el entorpeci­ miento del potencial creativo del hombre. Así, los desórdenes psíquicos incluyen la “realización existencial” contrariada; las relaciones interpersonales inauténticas; la falta de amor y confianza; las condiciones reificadas del trabajo moderno y el conflicto moral provocado por las demandas de un entorno alienado, que fuerza al individuo a renunciar a su verdadero Yo y a usar máscaras. Aun cuando los desórdenes psíquicos asuman la forma de perturbaciones sexuales, la sexualidad si­ gue siendo un escenario en el cual están representados los conflictos más fundamentales (relacionados con la realización creativa del yo, la necesidad de una comunicación auténtica, etc.). (La ninfómana, por ejemplo, sólo expresa de forma alie­ nada y reificada, determinada por la insistencia de la sociedad en que las mujeres sirvan como objetos de satisfacción sexual, su necesidad de un contacto interpersonal estrecho.) Según esta perspectiva, el inconsciente no es un depósito de pulsio­ nes ilícitas, sino más bien el resultado de conflictos morales y de bloqueos creativos que se vuelven insoportables para el su­ jeto. En consecuencia, el “revisionismo” aboga por una “socia­ lización” y una “historización” del inconsciente freudiano: a Freud se le reprocha que haya proyectado hacia la “eterna condición humana” rasgos que dependen estrictamente de circunstancias históricas específicas (el carácter “anal” sadomasoquista está imbricado con el capitalismo, etc.). Con Erich Fromm, esta orientación revisionista adquiere un abierto giro marxista: Fromm apunta a detectar en el superyó la “internalización” de las instancias ideológicas histórica­ mente específicas, y trata de integrar el complejo de Edipo en

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la totalidad del proceso social de producción y reproducción. Sin embargo, los miembros de la Escuela de Frankfurt, en es­ pecial Theodor Adorno y Herbert Marcase, combaten esta tendencia “revisionista” desde el comienzo, en nombre de un estricto enfoque materialista histórico: en el llamado Kulturismus-Debatte, la primera gran escisión dentro de la Escuela de Frankfurt, estaba precisamente en juego el repudio del re­ visionismo neofreudiano de Fromm. ¿Cuáles eran, entonces, las objeciones de la Escuela de Frankfurt a este intento revisionista de “socializar” a Freud desplazando el acento desde el conflicto libidinal entre el yo y el ello hasta los conflictos sociales y éticos del yo? Mientras que el “revisionismo” reemplaza “naturaleza” (las pulsiones “arcaicas”, “preindividuales”) por “cultura” (el potencial creativo del individuo, su alienación en la “sociedad de ma­ sas” contemporánea), para Adorno y Marcuse, el verdadero problema reside en esta “naturaleza” misma. En lo que apare­ ce como “naturaleza”, como herencia biológica o, al menos, filogenética, el análisis crítico debe descubrir los rastros de la mediación histórica. La “naturaleza” psíquica es el resultado de un proceso histórico que, en razón del carácter alienado de la historia, asume la forma “reificada”, “naturalizada” de su opuesto, de un estado de cosas pre-histórico y dado: Los “factores subindividuales y preindividuales” que definen al individuo pertenecen al dominio de lo arcaico y lo biológico; pero no es una cuestión de pura naturaleza. Antes bien, es una segunda naturaleza-, la historia que se ha esclerosado en natura­ leza. La distinción entre naturaleza y segunda naturaleza, si bien no es familiar para la mayor parte del pensamiento social, es vital para la teoría crítica. Lo que constituye la segunda na­ turaleza para el individuo es historia acumulada y sedimenta­ da. Lo que coagula es la historia durante tanto tiempo no liberada -historia tanto tiempo monótonamente opresiva-. La segunda naturaleza no es simplemente naturaleza o historia, sino historia congelada que emerge como naturaleza.3 3. Ibíd., p. 31.

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Tal “historización” del edificio teórico freudiano no tiene nada en común con la focalización en los problemas socioculturales, en los conflictos morales y emocionales del yo; antes bien, se alza contra el gesto revisionista de “domesticar” el inconsciente, es decir, de atenuar la tensión fundamental e irresoluble entre el yo, que está estructurado de acuerdo con las normas sociales, y las pulsiones inconscientes, que se opo­ nen al yo; es la tensión misma la que le confiere a la teoría freudiana su potencial crítico. En una sociedad alienada, el campo de la “cultura” está fundado en la exclusión violenta (la “represión”) del núcleo libidinal del hombre, que asume entonces la forma de una cuasi “naturaleza”: la “segunda na­ turaleza” es la prueba petrificada del precio pagado por el “progreso cultural”, la barbarie inherente a la “cultura” mis­ ma. Esta lectura “jeroglífica”, que detecta en el reservorio cuasi biológico de las pulsiones los rastros de la historia con­ gelada, fue practicada ante todo por Marcuse: A diferencia de los revisionistas, Marcuse se aferra a los con­ ceptos cuasi biológicos de Freud, pero más fielmente que Freud mismo -y contra Freud, los despliega-. Los revisio­ nistas introducen en el psicoanálisis la historia, la dinámica social, desde el exterior, por así decirlo, mediante valores, normas, objetivos sociales. Marcuse encuentra la historia dentro de los conceptos. Interpreta el “biologismo” de Freud como naturaleza segunda, como historia petrificada.4 Es imposible pasar por alto el fondo hegeíiano de esta no­ ción de inconsciente: la apariencia de una objetividad positi­ va, de una fuerza “sustancial” que determina al sujeto desde afuera, debe concebirse como el resultado de la alienación del sujeto, que no se reconoce en su propio producto; en resu­ men, el inconsciente representa la “sustancia psíquica aliena­ da”. Sin embargo, no basta con decir que la Escuela de Frankfurt descubre la historia allí donde Freud sólo veía las pulsiones naturales; decir esto no explica el estatuto efectivo, 4. Ibíd.

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real de la “segunda naturaleza”. La apariencia bajo la cual el inconsciente se presenta como pulsiones “arcaicas”, cuasi “biológicas”, es en sí misma una indicación de una realidad social “reíficada”; como tal, esta apariencia no es una simple ilusión que debe abolirse mediante la “historización” del in­ consciente, sino la manifestación adecuada de una realidad histó­ rica que es en sí misma “falsa”, es decir, alienada, invertida. En la sociedad contemporánea, los individuos no son sujetos efectivamente “condenados a la libertad”, comprometidos en realizar sus proyectos existenciales; son átomos a merced de las fuerzas cuasi “naturales” alienadas, y no están en condi­ ciones de “mediar” ni de extraer sentidos de ellas. Por este motivo, el enfoque freudiano, que priva al yo de su autono­ mía y describe la dinámica de las pulsiones “naturalizadas” a las que está sometido el sujeto, está mucho más cerca de la realidad social que cualquier glorificación de la creatividad humana. Aunque se encuentren en Freud algunos pasajes que apuntan a una “mediación” histórica de la dinámica de las pulsiones,5 su posición teórica implica, sin embargo, la con­ cepción de las pulsiones como determinaciones objetivas de la vida psíquica. Según Adorno, esta noción “naturalista” in­ troduce en el edificio freudiano una contradicción irresolu­ ble: por una parte, todo el desarrollo de la civilización está condenado, al menos implícitamente, debido a la represión de potenciales pulsionales en beneficio de las relaciones so­ ciales de dominación y explotación; por otra parte, la repre­ sión como renuncia a la satisfacción de pulsiones está concebida como la condición necesaria e insuperable de la emergencia de actividades humanas “más elevadas”, es decir, de la cultura. Una consecuencia intrateórica de esta contra­ S. Jacoby cita el siguiente pasaje de una carta publicada por Jones que concibe toda compulsión interna como la internalización de una presión originalmente externa: “toda barrera interna de represión es el resultado histórico de una obstrucción externa. Así pues, la oposición es incorporada dentro [Verinnerlichung der Widerstände]; la historia de la humanidad está depositada en las actuales tendencias innatas a la represión” (ibíd , p. 32).

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dicción es la imposibilidad de distinguir teóricamente entre la represión de una pulsión y su sublimación-, todo intento de trazar una clara línea divisoria entre ambos conceptos funcio­ na como una construcción auxiliar inapropiada. Esta falla teórica señala la realidad social, en la cual toda sublimación (todo acto psíquico que no apunta a la satisfacción inmediata de una pulsión) está necesariamente afectada por el estigma de la represión patológica o, al menos, patógena. Hay, pues, una indecisión constitutiva y radical que corresponde a la in­ tención fundamental de la teoría y la práctica psicoanalíticas: la escisión entre el gesto “liberador” respecto del potencial libidinal y el “resignado conservadurismo” de aceptar la repre­ sión como el precio que es necesario pagar por el progreso de la civilización. La misma impasse se repite en el nivel del tratamiento: en sus comienzos, el psicoanálisis, inspirado por la pasión de un Iluminismo radical, exigía la demohción de toda instancia de control autoritario sobre el inconsciente. Sin embargo, con la diferenciación tópica entre el ello, el yo y el superyó, la tera­ pia analítica apuntó cada vez más no a demoler el superyó, sino a establecer la “armonía” de las tres instancias; los analistas introdujeron la distinción auxiliar entre el superyó “neuróti­ co, compulsivo” y el superyó “sano”, saludable -puro desati­ no teórico, pues el superyó se define por su naturaleza “compulsiva”-. En los trabajos del propio Freud, el superyó ya emerge como una construcción auxiliar cuya función es resolver los roles contradictorios del yo. El yo representa la instancia de la conciencia y el control racional que media en­ tre las fuerzas intrapsíquicas y la realidad exterior: restringe las pulsiones en nombre de la realidad. Sin embargo, esta “realidad” -realidad social alienada- fuerza a los individuos a renuncias que no pueden aceptar de manera consciente, ra­ cional. Así, pues, el yo, como representante de la realidad, opera paradójicamente en apoyo de las prohibiciones inconscientes, irracionales. En síntesis, necesariamente quedamos bloquea­ dos en la contradicción según la cual “el yo -en la medida en

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que representa la conciencia- debe ser el opuesto de la repre­ sión, aunque simultáneamente -en la medida en que es en sí mismo inconsciente- debe ser la instancia de la represión”.6 Por esta razón, todos los postulados acerca del “yo fuerte” adoptados por los revisionistas son profundamente ambi­ guos: las dos operaciones del yo (la conciencia y la represión) están inextricablemente imbricadas, de modo que el método “catártico” del primer psicoanálisis, animado por la exigencia de demoler las barreras de la represión, inevitablemente ter­ mina demoliendo el yo mismo, es decir, desintegrando los “mecanismos de defensa que operan en las resistencias, sin los cuales sería imposible sostener la identidad del yo como oposición a los múltiples deseos de las pulsiones”;7 por otra parte, toda exigencia de fortalecimiento del yo entraña una represión aún mayor. El psicoanálisis escapa de este callejón sin salida por me­ dio de una solución de compromiso, un “absurdo prácticoterapéutico según el cual los mecanismos de defensa deben ser alternativamente demolidos y fortalecidos”:8en el caso de las neurosis, donde el superyó es demasiado fuerte y el yo no es lo bastante fuerte para proporcionar la satisfacción míni­ ma de las pulsiones, la resistencia del superyó debe ser que­ brada; mientras que en el caso de las psicosis, donde el superyó, la instancia de la normalidad social, es demasiado débil, debe ser reforzada. El objetivo del psicoanálisis y su ca­ rácter contradictorio reproducen, por ende, el antagonismo social fundamental, la tensión entre los deseos del individuo y las exigencias de la sociedad.

6. Theodor W. Adorno, “Zum Verhältnis von Soziologie und Psycho­ logie”, en Gessellschafstheorie und Kulturkritik, Francfort, Suhrkamp, 1975, p. 122. 7. Ibid., p. 131. 8. Ibid., p. 132.

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La c o n t r a d ic c ió n

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c o m o ín d ic e d e l a v e r d a d t e ó r ic a

En este punto, debemos ser cuidadosos para no pasar por alto las cuestiones epistemológicas y prácticas que están en juego en Adorno: de ninguna manera apunta a “resolver” o “abolir” esta contradicción por medio de una “clarificación” conceptual; por el contrario, apunta a concebir esta contradic­ ción como índice inmediato de la “contradicción ”, es decir, del anta­ gonismo que corresponde a la realidad social misma, en la cual todo desarrollo de capacidades “superiores” (“espirituales”) se paga mediante la “represión” de las pulsiones en beneficio de la dominación social; en la cual el reverso de toda “subli­ mación” (el redireccionamiento de la energía libidinal hacia objetivos no sexuales, “más elevados”) es una opresión inde­ leble, “bárbara”, violenta. Lo que en primera instancia pare­ ce una “insuficiencia teórica” o una “imprecisión conceptual” de Freud, posee un valor cognitivo inherente, pues marca el punto mismo en el cual su teoría se toca con la verdad. Y es precisamente esta “contradicción” insoportable lo que los di­ versos revisionismos intentan evitar, cuyo aguijón intentan suavizar en nombre de un “culturalismo” que aboga por la posibilidad de una “sublimación” no represiva, de un “desa­ rrollo de los potenciales creativos humanos” no saldado por el mudo sufrimiento articulado en las formaciones del in­ consciente. Se construye, pues, un edificio teórico homogé­ neo y coherente, pero lo que se pierde es simplemente la verdad del descubrimiento freudiano. La teoría crítica, por el contrario, [...] valora a Freud en tanto pensador no ideológico y en tanto teórico de las contradicciones -contradicciones que sus sucesores intentan abandonar y enmascarar-. En esto Freud era un pensador burgués “clásico”, mientras que los revisionistas eran ideólogos “clásicos”. “La grandeza de Freud”, escribió Adorno, “consiste en que, como todos los grandes pensadores burgueses, dejó sin resolver esas con­ tradicciones y desdeñó la afirmación de una pretendida ar­

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monía en la cual la cosa misma es contradictoria. Reveló el carácter antagónico de la realidad social”.9 Aquellos que alinean la Escuela de Frankfurt con el “frendo-marxismo” encuentran aquí su primera sorpresa: desde el vamos, Adorno denuncia la falla y la falsedad teórica intrínsecas en los intentos “freudo-marxistas” de proveer un lenguaje co­ mún para el materialismo histórico y el psicoanálisis, es decir, un puente entre las relaciones sociales objetivas y el sufrimien­ to concreto del individuo. Esta falla no puede ser pensada me­ diante el procedimiento teórico inmanente de la “superación” del carácter “parcial” tanto del psicoanálisis como del materia­ lismo histórico gracias a algún tipo de “síntesis mayor”, dado que registra el “conflicto real entre lo Particular y lo Univer­ sal”,101entre la experiencia del individuo y la totalidad social ob­ jetiva. La “autonomía” del sujeto psicológico es, desde luego, un señuelo ideológico que proviene de la “opacidad de la ob­ jetividad alienada”:11la impotencia del individuo frente a la obje­ tividad social está ideológicamente invertida en la glorificación del sujeto monádico. La noción de sujeto “psicológico”, de reservorio “inconsciente” de pulsiones independientes de la me­ diación social, es, pues, incuestionablemente, el efecto ideológico de las contradicciones sociales. La no simultaneidad del inconsciente y del consciente reve­ la simplemente los estigmas de una evolución social contra­ dictoria. El inconsciente acumula lo que queda rezagado en el sujeto, lo que no es tenido en cuenta por el progreso y el Uuminismo.12 A pesar del énfasis legítimo en la mediación social de to­ do contenido psíquico, es imperativo mantener la tensión dialéctica entre la psique y lo social, con el fin de evitar la 9. Jacoby, Social Amnesia, pp. 27-28. 10. Adorno, “Zum Verhältnis”, p. 97. 11. Ibíd., p. 106. 12. Ibíd., p. 113.

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“socialización” sumaria del inconsciente: el complemento so­ cio-psicológico de la naturalización del inconsciente es meramente la mentira consolidada. Por una parte, la com­ prensión psicológica, sobre todo la distinción entre consciente e inconsciente, está aplanada; por otra, las fuerzas motrices de la sociedad están falseadas en poderes psicológicos, más preci­ samente, en los poderes de la superficial psicología del yo.13 La “socialización” precipitada del inconsciente se venga, pues, doblemente: la severidad de la represión social está des­ dibujada (dado que todo su impacto puede ser descifrado só­ lo a partir de los estigmas del inconsciente excluido de lo Social) y las relaciones sociales están subrepticiamente trans­ formadas en relaciones psíquicas; de este modo, los dos polos del antagonismo desaparecen: la heterogeneidad radical del inconsciente y la objetividad reificada, “no psíquica”, de las relaciones sociales.14 Esta “regresión” teórica del revisionismo emerge clara­ mente a través de la relación planteada entre teoría y terapia. Poniendo la teoría al servicio de la terapia, el revisionismo anula su tensión dialéctica: en una sociedad alienada, la tera­ pia está destinada en última instancia al fracaso, y las razones de este fracaso son proporcionadas por la teoría misma. El “éxito” terapéutico equivale a la “normalización” del pacien­ te, a su adaptación al funcionamiento “normal” de la socie­ dad existente, mientras que el aporte crucial de la teoría psicoanalítica consiste precisamente en explicar cómo la “en13. Ibíd., p. 110. 14. Ni siquiera Freud logra escapar de este “cortocircuito” entre la vi­ da libidinal y la realidad social: el reverso paradójico de su desconocimiento de la mediación social del contenido psíquico es su traducción precipitada del contenido psíquico en acontecimientos sociales supuestamente reales, como es el caso de su postulado del hecho prehistórico del parricidio. Es­ te postulado es posible sólo si uno olvida las premisas básicas de la teoría psicoanalítica, según las cuales “la realidad social entra en el inconsciente sólo en la medida en que éste está ya ‘traducido’ en el lenguaje del ello” (ibíd., p. 112).

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fermedad mental” proviene de la estructura misma del orden social existente; es decir que la locura individual está basada en cierto “malestar” que es endémico en la civilización como tal. Así, la subordinación de la teoría a la terapia requiere la pérdida de la dimensión crítica del psicoanálisis: El psicoanálisis como terapia individual actúa necesariamen­ te dentro del ámbito de las restricciones, en tanto que el psi­ coanálisis como teoría es libre para trascender y criticar ese mismo ámbito. Tomar sólo el primer momento, el psicoaná­ lisis como terapia, es despojarlo de su crítica a la civilización, es convertirlo en un instrumento del ajuste y la resignación individuales.... El psicoanálisis es una teoría de una sociedad res­ tringida que necesita al psicoanálisis como terapia.1S

Jacoby formula, pues, lo que equivale a la versión sociocrítica de la tesis de Freud sobre el psicoanálisis como “métier imposible”: la terapia puede tener éxito únicamente en una sociedad que no la necesite, es decir, una que no produzca “alienación mental”; o, citando a Freud “el psicoanálisis en­ cuentra el máximo de condiciones favorables allí donde su práctica no es requerida, es decir, entre los sanos”.16Se trata de un tipo especial de “encuentro fallido”: la terapia psicoanalítica es necesaria donde no es posible, y es posible sola­ mente donde ya no es necesaria. L a “ d e s u b l im a c ió n r e p r e s iv a ”

La lógica de este “encuentro fallido” aporta pruebas para la concepción de la Escuela de Frankfurt del psicoanálisis co­ mo teoría “negativa”: una teoría de los individuos alienados, divididos, que entraña como objetivo práctico intrínseco el logro de una condición “desalienada”, en la cual los indivi­ duos no estén divididos, ni dominados por la sustancia psí­ 15. Jacoby, Social Amnesia, pp. 120, 122. 16. Ibíd., p. 125.

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quica alienada (el “inconsciente”) -condición que convierte en superfluo al psicoanálisis mismo-. Sin embargo, Freud concebía su propia teoría como positiva, describiendo la con­ dición inalterable de la civilización. Debido a esta limitación, es decir, porque concebía la “sublimación represiva” (la re­ presión traumática qua reverso de la sublimación) como constante antropológica, Freud no podía prever la inespera­ da condición paradójica que tuvo lugar en nuestro siglo: la de la “desublimación represiva”, característica de las sociedades “posliberales”, en las que “los triunfantes deseos arcaicos, la victoria del ello sobre el yo, viven en armonía con el triunfo de la sociedad sobre el individuo”.17 La autonomía relativa del yo estaba basada en su rol como mediador entre el ello (la instancia viva no sublimada de las pulsiones) y el superyó (la instancia de la “represión” social, el representante de las demandas de la sociedad). La “desu­ blimación represiva” logra deshacerse de esta instancia autó­ noma, mediadora, de “síntesis”, que es el yo: a través de tal “desublimación”, el yo pierde su autonomía relativa y sufre una regresión al inconsciente. Sin embargo, este comporta­ miento “regresivo”, compulsivo, ciego, automático, que pre­ senta todos los signos del ello, lejos de liberarnos de las presiones del orden social existente, adhiere perfectamente a las demandas del superyó, y está por tanto al servicio del or­ den social. Como consecuencia de ello, las fuerzas de “repre­ sión” social ejercen un control directo sobre las pulsiones. El sujeto burgués liberal reprime sus deseos inconscientes por medio de las prohibiciones internalizadas y, como resul­ tado de ello, su autocontrol le permite dominar su “esponta­ neidad” libidinal. En las sociedades posliberales, sin embargo, la represión social ya no actúa bajo la apariencia de una Ley o Prohibición internalizada que exige renuncia y au­ tocontrol; antes bien, asume la forma de una instancia hipnó­ tica que impone la actitud de “ceder a la tentación”; es decir, su mandato equivale a una orden: “¡Goza!”. Este goce estú17. Adorno, “Zum Verhältnis”, p. 133.

52 Slavoj Zizek pido está dictado por el entorno social que incluye al psicoa­ nalista anglosajón, cuyo objetivo principal es volver al pa­ ciente capaz de placeres “normales”, “saludables”. La sociedad requiere que nos quedemos dormidos en un trance hipnótico, generalmente bajo la apariencia de la orden opuesta: “El grito de batalla nazi ‘Despierta, Alemania’ ocul­ ta propiamente su opuesto”.18Adorno interpreta la formación de las “masas” en el mismo sentido que esta “regresión” del yo hacia un comportamiento automático y compulsivo: Desde luego, este proceso tiene una dimensión psicológica, pero también indica una tendencia creciente hacia la abolición de la motivación psicológica en el sentido antiguo, liberal. Es­ ta motivación está sistemáticamente controlada y absorbida por los mecanismos sociales dirigidos desde arriba. Cuando los líderes toman conciencia de la psicología de las masas y la toman en sus manos, ésta deja de existir en cierto sentido. Es­ ta potencialidad está contenida en el constructo básico del psi­ coanálisis, en la medida en que, para Freud, el concepto de psicología es esencialmente negativo. Freud define el ámbito de la psicología mediante la supremacía del inconsciente y postula que lo que es ello debe convertirse en yo.19La eman­ cipación por parte del hombre de la regulación heterónoma de su inconsciente sería equivalente a la abolición de su “psi­ cología”. El fascismo profundiza esta abolición en el sentido opuesto, a través de la perpetuación de la dependencia en lu­ gar de la realización de la libertad potencial, a través de la ex­ propiación del inconsciente por el control social, en lugar de volver a los sujetos conscientes de su inconsciente. Pues, si bien la psicología siempre denota alguna sujeción del indivi­ duo, también presupone la libertad en el sentido de cierta au­ 18. Theodor W. Adorno, “Freudian theory and the pattern of fascist propaganda”, en The Culture Industty: Selected Essays on Mass Culture, Lon­ dres, Routledge, 1991, p. 132. 19. ... daß, was Es war, Ich werden soll. Adorno cambia de modo crucial el wo Es war, soll Ich werden, en el cual no hay mención del quidditas, del “qué es el ello”, sino sólo de un lugar, de “dónde estaba”: debo llegar al lu­ gar donde estaba.

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tosuficiencia y autonomía. No es por casualidad que el siglo XIX haya sido la gran era del pensamiento psicológico. En una sociedad completamente reificada, en la cual virtualmente no hay relaciones directas entre los hombres, y en la cual cada persona ha sido reducida a un átomo social, a una mera función de la colectividad, los procesos psicológicos, aunque siguen persistiendo en cada individuo, han cesado de aparecer como las fuerzas determinantes de los procesos sociales. Así pues, la psicología del individuo ha perdido lo que Hegel ha­ bría llamado sustancia. Tal vez el mayor mérito del libro de Freud [Psicología de las masasy análisis delyo] sea que, aunque se limita al campo de la psicología individual y se abstiene sabia­ mente de introducir factores sociológicos del exterior, alcanza sin embargo el punto de inflexión en el que la psicología ab­ dica. El “empobrecimiento” psicológico del sujeto que “se rindió al objeto” con el que “ha reemplazado a su constituyente más importante”, es decir, el superyó, anticipa casi con clari­ videncia los átomos sociales post-psicológícos y desindividua­ lizados que forman las colectividades fascistas. En esos átomos sociales la dinámica psicológica de formación de grupos ha ido demasiado lejos y ya no es una realidad. La categoría de “im­ postura” se aplica a los líderes así como al acto de identifica­ ción por parte de las masas y a sus supuestos frenesí e histeria. Así como la gente en el fondo de su corazón no cree que los judíos son el mal, la gente cree completamente en su líder. En realidad, no se identifican con él, sino que actúan esta identi­ ficación, representan su propio entusiasmo, y participan así en la representación de su líder. A través de esta representación, alcanzan el justo medio entre sus deseos instintuales continua­ mente movilizados y el estadio histórico de iluminísmo que han alcanzado, y que no puede ser revocado arbitrariamente. Es probablemente la sospecha de este carácter ficticio de su propia “psicología de grupo” lo que hace que las multitudes fascistas sean tan despiadadas e inaccesibles. Si se detuvieran un segundo para razonar, la representación completa se de­ rrumbaría, y estarían abandonadas al pánico.20 20. Adorno, “Freudian theory”, pp. 130-131.

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Este largo fragmento ofrece una versión condensada de toda la apropiación crítica del psiconálisis que realiza la Es­ cuela de Frankfurt. La noción de psicología que opera en el psicoanálisis es en última instancia negativa: el campo de lo “psicológico” comprende todos aquellos factores que domi­ nan la “vida interior” del individuo a sus espaldas, bajo la apa­ riencia de una fuerza “irracional”, heterónoma, que elude su control consciente. En consecuencia, el objetivo del proceso psicoanalítico consiste en “que lo que es ello se convierta en yo”, es decir, “que el hombre se emancipe de la regulación heterónoma de su inconsciente”. Ese sujeto libre y autónomo sería, stricto sensu, un sujeto sin psicología; en otras palabras, el psicoanálisis apunta a “des-psicologizar” al sujeto. Es en este contexto donde debemos medir el impacto de la “desublimación represiva”: en él, la psicología es también superada, pues los sujetos se hallan privados de la dimensión “psicológica” en el sentido de una profusión de “necesidades naturales”, de motivaciones libidinales espontáneas. Sin em­ bargo, es superada no a través de una reflexión liberadora que le permita al sujeto apropiarse de su contenido reprimido, si­ no “en el sentido opuesto”: es superada a través de una “so­ cialización” directa del inconsciente provocada por el “cortocircuito” entre el ello y el superyó a expensas del yo. La dimensión psicológica, es decir, la sustancia vital libidinal, es por tanto “superada” en el sentido hegeliano estricto: es mantenida, pero está privada de su carácter inmediato y apa­ rece completamente “mediada”, manipulada por el mecanis­ mo de la dominación social. Como ejemplo, tomemos nuevamente la formación de las “masas”: en una primera aproximación, encontramos aquí un caso ejemplar de “regresión” del yo autónomo, que es presa repentinamente de una fuerza más allá de su control, ante cu­ yo hipnótico poder heterónomo cede. Sin embargo, esta apa­ riencia de “espontaneidad”, de explosión de la fuerza irracional primordial que puede ser aprehendida solamente a través del análisis psicológico, no debe en modo alguno ocul­ tar el hecho de que las “masas” contemporáneas son ya una

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formación artificial, el resultado de un proceso “administra­ do”, dirigido; en síntesis, son un fenómeno “post-psicológico”. La “espontaneidad”, el “fanatismo”, la “histeria de las masas”, son en última instancia fingidas. La conclusión gene­ ral que debe extraerse de estas consi der acicones es que el “objeto del psiconálisis”, su tópico central, es una entidad de­ limitada históricamente, el “individuo monádico, relativa­ mente autónomo, en tanto escenario del conflicto entre las pulsiones y su prohibición”;21 en síntesis, el sujeto burgués li­ beral. El universo preburgués, en el cual el individuo está in­ merso en la sustancia social, no conoce aún este conflicto; el “mundo administrado” contemporáneo, completamente so­ cializado, ya ha dejado de conocerlo: Los tipos contemporáneos son aquellos en los cuales el yo está ausente; en consecuencia, no actúan inconscientemente en el sentido propio de este término; simplemente reflejan rasgos objetivos. Juntos, participan de este ritual insensato, siguiendo el ritmo compulsivo de la repetición, y crecen po­ co afectivamente: la demolición del yo refuerza el narcisismo y sus derivaciones colectivas.22 El último gran acto que cumple el psicoanálisis es, por tan­ to, “llegar al develamiento de las fuerzas destructivas que, en medio de lo Universal destructivo, operan en lo Particular mismo”.23 El psicoanálisis debe discernir los mecanismos sub­ jetivos (narcisismo colectivo, etc.), que, de acuerdo con la coer­ ción social, funcionan para demoler al “individuo monádico, relativamente autónomo” como objeto propio del psicoanáli­ sis. En otras palabras, el último acto de la teoría psicoanalítica es articular las condiciones de su propia obsolescencia... Hay algo que no cierra en esta ingeniosa concepción de la “desublimación represiva”. Adorno se ve obligado una y otra vez a reducir la “des-psicologización” autoritaria a una acti21. Adorno, “Zum Verhältnis”, p. 134. 22. Ibíd., p. 133. 23. íd.

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tud de “cálculo egoísta” consciente o, al menos, preconscien­ te (manipulación, adaptación conformista), supuestamente oculta tras la fachada de la captación irracional. Esta reduc­ ción tiene consecuencias radicales para su enfoque de la ideología fascista: Adorno se niega a tratar el fascismo como una ideología en el sentido propio del término, es decir, co­ mo la “legitimación racional del orden existente”. La llama­ da “ideología fascista” ya no posee la coherencia de un constructo racional que exige un análisis conceptual y una re­ futación ideológico-erítica. La “ideología fascista” no es to­ mada seriamente ni siquiera por sus promotores; su estatuto es puramente instrumental y, en última instancia, se basa en la coerción externa. El fascismo ya no funciona como “men­ tira experimentada necesariamente como verdad”, que es el signo por el que se reconoce una ideología verdadera.24 Pero, ¿es la reducción de la “ideología fascista” a la mani­ pulación consciente o a la adaptación conformista la única manera de comprender la des-psicologización que opera en los edificios ideológicos totalitarios? Lacan abre la posibili­ dad de un enfoque diferente cuando, a propósito de la des­ cripción de Clérambault del fenómeno psicótico, insiste en que siempre tenemos que tener presente su [...] naturaleza ideatoriamente neutra, que en su lenguaje sig­ nifica que está en total desacuerdo con el estado mental del sujeto, que ningún mecanismo de los afectos lo explica ade­ cuadamente, y en el nuestro significa que es estructural [...] El núcleo de la psicosis debe vincularse con la relación entre el sujeto y el significante en su dimensión más formal, en su dimensión como significante puro y [...] todo lo construido alrededor consiste solamente en reacciones afectivas al fenó­ meno primario, la relación con el significante.25

Según esta perspectiva, la “des-psicologización” significa que el sujeto está enfrentado con una cadena significante “inerte”, que no se apodera de él performativamente, afectan­ do su posición subjetiva de enunciación: respecto de esta ca­ dena, el sujeto mantiene una “relación de exterioridad”.26 Es esta misma exterioridad la que, según Lacan, define el estatu­ to del superyó: el superyó es una Ley en la medida en que no está integrada en el universo simbólico del sujeto, en la medi­ da en que su función como orden incomprensible, sin senti­ do, traumático, inconmensurable con respecto a la riqueza psicológica de las actitudes afectivas del sujeto, manifiesta una suerte de “neutralidad malevolente” dirigida hacia el sujeto, indiferente a sus empatias y temores. En este punto preciso, a medida que se enfrenta con la “instancia de la letra” en su ex­ terioridad original y radical, al sinsentido del significante en su estado más puro, el sujeto encuentra la orden del superyó “¡Goza!”, que se dirige al núcleo más íntimo de su ser. Basta con recordar al infortunado Schreber, el psicótico cuyos escritos fueron analizados por Freud, el juez iluso con­ tantamente bombardeado por “voces” divinas que le ordena­ ban gozar (esto es, convertirse en mujer y copular con Dios): el rasgo crucial del Dios de Schreber es ser totalmen­ te incapaz de comprendernos a nosotros humanos, o, para citar al propio Schreber: "... de acuerdo con el Orden de las Cosas, Dios no sabía realmente nada sobre los hombres y no necesitaba sa­ ber”.27 Esta inconmensurabilidad radical entre el Dios psi­ còtico y la vida interior de un hombre (en contraste con el Dios “normal” que nos comprende mejor de lo que nos comprendemos nosotros mismos, es decir, el Dios para el cual “nuestro corazón no guarda secretos”) es estrictamen­ te correlativa de su estatuto como instancia que impone el goce. En el ámbito de la literatura, el ejemplo supremo de

24. Véase Theodor W. Adorno, “Beitrag zur Ideolgienlehre”, en Ge­ sammelte Schriften: Ideologie, Fráncfort, Suhrkamp, 1972. 25. The Seminar of Jacques Lacan. Book 111: The Psychoses (1955-1956), Nueva York, Norton, 1993, p. 251. [Ed. cast.: El Seminario. Libro 3. Las psi­ cosis, Barcelona, Paidós, 1984.]

26. íd. 27. Sigmund Freud, “Psychoanalytic notes on an autobiographical account of a case of paranoia (Schreber)”, en Case Histories II, Flardmonsworth, Penguin, 1979, p. 156. [Ed. cast: “Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia”, AE, voi. 12.]

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este cortocircuito entre Ley y goce es la instancia obscena de la Ley en las grandes novelas de Kafka (que, por esta misma razón, anuncian la llegada de la economía libidinal totalita­ ria).28En ello consiste la clave de la “desublimación represi­ va”, de esta “reconciliación perversa del yo y el superyó a expensas del yo”: la “desublimación represiva” es un modo -el único modo abierto dentro del horizonte de la Escuela de Frankfurt- de decir que, en el “totalitarismo ”, la Ley social asume los rasgos de un mandato del superyó. Es precisamente la falta del concepto explícito de superyó lo que subyace a la continua reducción por parte de Adorno de la “des-psicologización” de la masa fascista a un efecto de manipulación consciente. Esta insuficiencia se origina, en el punto de partida de Adorno, en su concepción del psicoaná­ lisis como teoría “psicológica”, es decir, una teoría cuyo ob­ jeto es el individuo psicológico: apenas aceptamos esta noción, no podemos evitar concluir que lo único que el psi­ coanálisis puede hacer, frente al pasaje del individuo “psico­ lógico” de la sociedad burguesa liberal al individuo “post-psicológico” de la sociedad “totalitaria”, es discernir los contornos del proceso que conduce a la demolición de su propio proyecto. Sin embargo, el “retorno a Freud” de Lacan, basado en el rol clave de la “instancia de la letra en el in­ consciente” -en otras palabras, en el carácter estrictamente no psicológico del inconsciente-, invierte toda la perspectiva: en el punto donde, según Adorno, el psicoanálisis alcanza su lí­ mite y presencia la demolición de su “objeto” (el individuo psicológico), en este punto mismo, la ílinstancia de la letra”emer­ ge como tal en la “realidad histórica” misma, bajo la forma del imperativo superyoico que opera en el discurso “totalitario”. Esta inversión lacaniana del enfoque de Adorno nos per­ mite explicar la llamada “estetización de lo político” fascista: la acentuada “teatralidad” del ritual ideológico fascista revela 28. En cuanto a la noción de superyó y su conexión con el universo de Kafka, véase Slavoj Zizek, Porque no saben lo que hacen, Buenos Aires, Paidós, 1998, pp. 304-314.

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cómo el fascismo “finge”, “pone en escena”, el poder performativo del discurso político, trasponiéndolo en la modalidad del como si. Todo el énfasis en el “líder” y su “séquito”, en la “misión” y el “espíritu de sacrificio”, no debe engañamos: ta­ les exaltaciones equivalen en última instancia a una simulación teatral del discurso preburgués del Amo. Adorno tiene razón cuando destaca este momento de “simulación”. Su error resi­ de en otra parte: en percibir esta simulación como un efecto de la coerción externa y/o búsqueda de una ganancia material (“cui bono?”), como si la máscara del discurso ideológico “totalitario” ocultara a un individuo “normal”, con “sentido común”, es decir, el buen sujeto “utilitarista”, “egoísta” del individualismo burgués, que simplemente finge ser alejado por la ideología “totalitaria” del miedo o la esperanza de be­ neficio material. Por el contrario, hay que insistir en el ca­ rácter completamente “serio” del fingimiento: entraña la “no integración del sujeto en el registro del significante”, la “imitación externa” del juego significante emparentado con los llamados fenómenos como si, característicos de los estados protopsicóticos.29 Esta distancia interna del sujeto respecto del discurso “to­ talitario”, lejos de permitirle “eludir la locura” del espectácu­ lo ideológico “totalitario”, es el factor mismo por el cual el sujeto está efectivamente “loco”. A veces, Adorno mismo tie­ ne un presentimiento de ello; por ejemplo, cuando sugiere que el sujeto “bajo la máscara” que “finge” ser cautivado de­ be ya estar “loco, vacío”. Con el fin de escapar de este va­ cío, el sujeto está condenado a refugiarse en el incesante espectáculo ideológico: si el “espectáculo” se detuviera por un momento, todo su universo se desintegraría...30 En otras 29. The Seminar ofjacques Latan. Book III, p. 251. 30. En el caso de Schreber, el fenómeno correspondiente es su necesi­ dad de un acompañamiento constante del flujo del discurso de Dios: “ya no tiene la seguridad significante habitual, excepto a través del acompaña­ miento de un comentario constante en sus gestos y actos” (ibíd., p. 307). Algunos intérpretes de Freud y críticos de Lacan perciben el texto de Freud sobre Schreber como una simulación patriarcal-reaccionaria de la

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palabras, la “locura” no depende de la creencia efectiva en el complot judío, en el carisma del líder, etc.; tales creencias (en la medida en que son reprimidas, es decir, son el sopor­ te fantasmático inadvertido de nuestro universo de signifi­ cación) son una parte constitutiva de nuestra “normalidad” ideológica. La “locura”, sin embargo, emerge en ausencia de tales creencias vinculantes, en el hecho de que, “en la pro­ fundidad de sus corazones, la gente no cree que los judíos son el diablo”. En síntesis: la locura emerge a través de la “simulación” y la “imitación externa” por parte del sujeto de tales creencias; se nutre de la “distancia interna” mante­ nida respecto del discurso ideológico que constituye la red social simbólica del sujeto. fiAJBERMAS: e l ps ic o a n á l is is c o m o a u t o r r e f l e x ió n

Así pues, la “desublimación represiva” desempeña el rol del elemento “sintomático” que hace posible discernir la an­ tinomia fundamental en la apropiación del psicoanálisis por parte de la Escuela de Frankfurt. Por una parte, la noción de “desublimación represiva” destila la actitud crítica de la Es­ cuela de Frankfurt respecto de Freud, destacando lo que de­ bía permanecer “impensable” para Freud: la siniestra “reconciliación” del ello y el superyó en las sociedades “tota­ litarias”. Por otra parte, la naturaleza autosupresiva, estructu­ ralmente ambigua de esta noción demuestra hasta qué punto insoportable verdad del texto de Schreber: el deseo de Schreber de conver­ tirse en “una mujer llena de espíritu ¡geistreicbes Weib]” ha de tomarse co­ mo presentimiento de una sociedad no patriarcal; sólo una perspectiva patriarcal podría reducir afirmaciones como ésta a la expresión de una “ho­ mosexualidad reprimida” o una “paternidad fallida”. En oposición a tales lecturas, vale la pena recordar la homología estructural fundamental entre las “visiones” de Schreber y la “visión de mundo” de Hitler (el complot universal, el cataclismo general seguido por un renacimiento, etc.): en di­ ferentes circunstancias, uno bien podría haber imaginado a Schreber con­ virtiéndose en un político parecido a Hitler.

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la “desublimación represiva” es un “pseudo-concepto” que señala la necesidad de rearticular todo el campo teórico. ¿Cómo fue resuelta esta tensión extrema en los desarro­ llos posteriores de la Escuela de Frankfurt? Fue jiirgen Habermas quien llevó a cabo el corte radical en la relación entre la Escuela de Frankfurt y el psicoanálisis. Comienza preguntándose: “¿Qué sucede en el proceso psicoanalítico?”; es decir, rehabilita la cura como la piedra angular del edificio teórico del psicoanálisis, en claro contraste con Adorno y Marcuse, para quienes la terapia psicoanalítica equivale apenas a una técnica de adaptación social. Este cambio de énfasis habla de un corte más fundamental: Adorno y Marcuse aceptan la teoría psicoanalítica como es, dado que en el antagonismo dialéctico entre teoría y tera­ pia, la verdad para ellos reside del lado de la teoría. Pero según Habermas, la teoría freudiana está rezagada respec­ to de la práctica psicoanalítica, principalmente debido a que Freud no reconoció la dimensión crucial de esta últi­ ma: el poder autorreflexivo del lenguaje. En consecuencia, Habermas realiza su propio “retomo a Freud” interpretan­ do todo el marco teórico freudiano desde la perspectiva del lenguaje. Su punto de partida es la división de Dilthey de las “formas elementales de la comprensión” en elementos lingüísticos, patrones de acción y expresiones: En el caso normal, estas tres categorías de expresiones son complementarias, de modo que las expresiones lingüísticas “se adecúan” a las interacciones, y el lenguaje y la acción “se adecúan” a las expresiones experienciales; desde luego, su in­ tegración es imperfecta, lo que hace posible la amplitud ne­ cesaria para las comunicaciones indirectas. En el caso límite, sin embargo, un juego de lenguaje puede desintegrarse al punto en que las tres categorías de expresiones dejan de co­ rresponderse. Entonces las acciones y las expresiones no ver­ bales contradicen lo afirmado expresamente... El sujeto actor mismo no puede observar la discrepancia; o si la obser­ va, no puede comprenderla, porque se expresa y al mismo tiempo se comprende erróneamente a sí mismo en esta dis­

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crepancia. Su comprensión de sí debe ajustarse a lo preten­ dido conscientemente, a la expresión lingüística o, al menos, a lo que puede ser verbalizado.31 Si, por medio de un tono o gesto irónicos, damos a enten­ der que no tomamos seriamente lo que estamos afirmando, la brecha entre el contenido de nuestro enunciado y nuestra in­ tención verdadera sigue siendo “normal”; si la refutación de lo que estamos diciendo ocurre “a nuestras espaldas”, bajo la forma de un lapsus linguae “espontáneo”, no buscado, enton­ ces estamos ante un caso patológico. Así, el criterio de “nor­ malidad” reside en la unidad de la intención-de-significación (consciente) que gobierna las tres formas de expresión. Más precisamente, dado que nuestra intención consciente coinci­ de con lo que puede ser expresado en el lenguaje, la “norma­ lidad” reside en la traducibilidad de todos nuestros motivos en intenciones que puedan ser expresadas en público, y reco­ nocidas intersubjetivamente como lenguaje. Lo que causa las discrepancias patológicas es el deseo reprimido: excluido de la comunicación pública, halla una salida en los gestos y ac­ tos compulsivos, así como en el uso distorsionado, “privado”, del lenguaje. A partir de estas discrepancias, Habermas arri­ ba a la falsedad ideológica de toda hermenéutica que se limi­ te a la intención-de-significación (consciente), dejando a la filología los errores y distorsiones del texto interpretado; lo que la hermenéutica no puede admitir es que no basta con re­ parar las mutilaciones y restaurar el texto “original” en su in­ tegridad, dado que las “mutilaciones tienen significado en tanto tales”: Las omisiones y distorsiones que [la interpretación psicoanalítica] rectifica tienen un rol y una función sistemáticos. Pues las estructuras simbólicas que el psicoanálisis busca comprender están corrompidas por el impacto de las condiciones internas?2 31. Jürgen Habermas, Knmkdge and Human Interest, Londres, Heinemann, 1972, pp. 217-218. [Ed. casta Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1992.] 32. Ibíd., p. 217.

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La actitud hermenéutica estándar parece, pues, radical­ mente subvertida: la verdadera posición del sujeto hablante emerge precisamente en los huecos de su autocomprensión, en las distorsiones aparentemente “sin sentido” de su texto. Pero el alcance de esta subversión está estrictamente limita­ da: el modelo estándar de Dilthey de la unidad del lenguaje, los patrones de acción y las expresiones, mantiene su validez, no como descripción del funcionamiento real de las activida­ des comunicativas, sino como paradigma práctico-crítico, la norma por la cual medímos la “patología” de nuestra comu­ nicación real. El error de Dilthey fue usar como modelo pa­ ra describir las estructuras reales de significación uno que podía ser usado únicamente bajo las condiciones de una so­ ciedad “no represiva”, desentendiéndose así de lo que es re­ primido por el discurso real: En sentido metódicamente riguroso, conducta “equivocada” significa todo desvío del modelo deljuego de lenguaje de la acción comunicativa, en el cual los motivos de la acción y las inten­ ciones lingüísticamente expresadas coinciden. En este mo­ delo, no tienen cabida los símbolos escindidos y las disposiciones que ellos requieren. Se presupone que o bien no existen, o si existen, carecen de consecuencias en el nivel de la comunicación pública, la interacción habitual y la ex­ presión observable. Este modelo, sin embargo, puede ser aplicable en general sólo en las condiciones de una sociedad no represiva. Por ende, los desvíos respecto de él son el ca­ so normal en las condiciones sociales conocidas.33 Este pasaje ya sugiere el lazo establecido por Habermas entre el psicoanálisis y la crítica de la ideología. Lo que Freud llamó el superyó emerge como la prolongación intrapsíquica de la autoridad social, es decir, el patrón del saber y del de­ sear, de las elecciones de objeto, etc., sancionados por la so­ ciedad. En la medida en que este patrón es “internalizado” por el sujeto, los motivos que entran en conflicto con él son 33. Ibíd., p. 226.

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“reprimidos”; excomulgados del ámbito de la comunicación pública, asumen una existencia “reificada” bajo la forma del ello, de un poder extraño en el cual el sujeto no se reconoce. Esta defensa del sujeto contra sus propias motivaciones ilegí­ timas no tiene el carácter de un autocontrol consciente sino que es inconsciente; por eso mismo, el superyó se parece al ello, dado que sus símbolos están “sacralizados”, exceptuados de la comunicación argumentativa, racional. Esta concepción entraña toda una “pedagogía”, una lógi­ ca del desarrollo del yo hasta su “madurez”. En los estadios (tanto onto como filogenèticamente) inferiores, el yo no es capaz de controlar sus pulsiones de modo racional, conscien­ te; por ende, sólo una instancia “irracional”/ “traumática” de prohibición puede inducirlo a renunciar al plus irrealizable. Con el gradual desarrollo de las fuerzas productivas y de las formas de la comunicación simbólica, se vuelve posible el en­ foque racional de la renuncia, es decir, el sujeto puede em­ prender conscientemente los sacrificios necesarios. El principal reproche que Habermas le hace a Freud no es que fije la barrera de la represión “demasiado bajo”, convier­ tiéndola en una suerte de constante antropológica en lugar de historizarla; el reproche de Habermas se refiere al estatuto epistemológico de la teoría freudiana: el marco conceptual por medio del cual Freud intenta reflejar su práctica no cum­ ple con tal objetivo. La teoría psicoanalítica le confiere al yo la función de acomodarse inteligentemente a la realidad, y regular las pulsiones; lo que se desatiende es el acto específi­ co cuyo negativo son los mecanismos de defensa: la autorreflexión. El psicoanálisis no es ni una comprensión del significado oculto de los síntomas ni una explicación de la ca­ dena causal que los provoca: el acto de autorreflexión tras­ ciende dialécticamente esta dualidad de comprensión y explicación causal. ¿De qué modo? Cuando las motivaciones libidinales no pueden emerger como intenciones conscientes, asumen los rasgos de causas pseudo-naturales, es decir, del ello qua fuerza ciega que do­ mina al sujeto a sus espaldas. El ello penetra la textura del

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lenguaje cotidiano distorsionando la gramática y confundien­ do el uso apropiado del lenguaje público a través de falsas identificaciones semánticas: en los síntomas, el sujeto habla una suerte de “lengua privada” que es incomprensible para su yo consciente. En otras palabras, los síntomas son fragmen­ tos del texto público encadenados a los símbolos de los de­ seos ilícitos excluidos de la comunicación pública: En el plano del texto público, el símbolo suprimido es obje­ tivamente comprensible a través de reglas que son el resultado de las circunstancias contingentes de la historia de vida del individuo, pero no está conectado con ella según reglas reco­ nocidas intersubjetivamente. Es por ello que el ocultamiento sintomático del sentido y la correspondiente alteración de la interacción no pueden ser comprendidos al principio ni por los otros ni por el sujeto mismo.34 La interpretación psicoanalítica exhuma el lazo idiosin­ crásico entre los fragmentos del texto público y los símbolos de las motivaciones libidinales ilícitas; retraduce estas moti­ vaciones en la lengua de la comunicación intersubjetiva. El estadio final de la cura psicoanalítica es alcanzado cuando el sujeto se reconoce a sí mismo y sus propias motivaciones en los capítulos censurados de su propia expresión, y es capaz de narrar la totalidad de su historia de vida. En una primera aproximación, el psicoanálisis avanza, pues, a lo largo del ca­ mino de la explicación causal: saca a la luz la cadena causal que, desconocida por el sujeto, producía el síntoma. Sin em­ bargo, y en esto reside la noción de autorreflexión propia­ mente dicha, esta misma explicación de la cadena causal anula su eficacia. Una interpretación adecuada no sólo conduce al “verdadero conocimiento” del síntoma; simultáneamente en­ traña la disolución del síntoma y, por ende, la “reconcilia­ ción” del sujeto consigo mismo: el acto de saber es en sí mismo un acto de liberación de la coerción del inconsciente. En consecuencia, Habermas puede concebir el inconsciente 34. Ibíd., p. 257.

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según el modelo hegeliano de la alienación: en el inconscien­ te, la comunicación del sujeto consigo mismo está interrum­ pida, y la cura psicoanalítica equivale a la reconciliación del sujeto con el ello, su sustancia alienada, su objetivación no re­ conocida; es decir, la cura equivale al desciframiento por par­ te del sujeto del síntoma en tanto expresión de sus propias motivaciones desconocidas: Pues la com prensión a la cual el análisis debe conducir es so­ lam ente ésta: que el yo del paciente se reconozca en su otro, representado p o r su enferm edad, com o en su propio ser alie­ nado y se identifique con él.35

Sin embargo, no hay que rendirse demasiado rápidamen­ te a este aparente “hegelianismo”: detrás de él ya opera una suerte de “retorno a Kant”. La coincidencia de las motivacio­ nes verdaderas con el sentido expresado y la concomitante traducción de todas las motivaciones en el lenguaje de la co­ municación pública desempeñan el papel de la Idea reguladora kantiana enfocada en un movimiento asintótico. La represión de los símbolos de los deseos ilícitos, la comunicación inte­ rrumpida del sujeto consigo mismo, la falsedad del Universal ideológico que oculta un interés particular, todo esto ocurre debido a razones empíricas que actúan desde afuera sobre el marco del lenguaje. Para decirlo en términos hegelianos: la necesidad de distorsión no está inscripta en el concepto mis­ mo de comunicación, sino que es ocasionada por las circuns­ tancias contingentes reales de trabajo y dominación, que impiden la realización del ideal; las relaciones de poder y vio­ lencia no son inherentes al lenguaje.36 35. Ibíd., pp. 235-236. 36. Sucede lo mismo con la sexualidad, en contraste con Lacan, para quien la diferencia sexual es lo real no simbolizable que trunca el orden simbólico desde adentro; por esta razón, el sujeto lacaniano del significan­ te es siempre “sexuado”, nunca neutro-asexuado.

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“L a p r e p o n d e r a n c ia d e l o b je t o ”

Mediante la anulación del “peso material” de lo real his­ tórico, mediante su reducción a una fuerza contingente que, desde afuera, afecta la red del lenguaje e impide su funciona­ miento “normal”, Habermas desfigura el proceso interpreta­ tivo psicoanalítico. Lo que se pierde en el proceso es la distinción freudiana entre el pensamiento onírico latente y el deseo inconsciente, es decir, su insistencia en que “un tren normal de pensamiento” -normal y, como tal, expresable en el lenguaje de la comunicación pública- “sólo está sometido al procesamiento psíquico anormal de la clase que hemos descripto” -al trabajo del sueño- “si un deseo inconsciente, derivado de la infancia y en estado de represión, ha sido transferido a él.37 Habermas reduce el trabajo de la interpretación a la retra­ ducción del “pensamiento onírico latente” en el lenguaje reco­ nocido intersubjetivamente de la comunicación pública, sin explicar que ese pensamiento es “llevado” al inconsciente sólo si algún deseo ya inconsciente encuentra en él un eco por me­ dio de una suerte de “cortocircuito” transferencial. Y, como dijo Freud, ese deseo ya inconsciente es “reprimido primordial­ mente”: constituye el “núcleo traumático” que no tiene “origi­ nal” en el lenguaje de la comunicación intersubjetiva y que, por tanto, para siempre, constitutivamente, resiste la simbolización, es decir, la (rejtraducción en el lenguaje de la comunicación intersub­ jetiva. Estamos ante la inconmensurabilidad entre la herme­ néutica (por “profunda” que pueda ser) y la interpretación psicoanalítica: Habermas puede afirmar que las distorsiones tienen significado como tales; lo que es impensable para él es que el significado como tal es el resultado de cieña distorsión, que la emergencia del significado se basa en la negación de un núcleo traumático “primordialmente reprimido”. 37. Sigmund Freud, The Interpretation of Dreams, Harmondsworth, Penguin, 1977, p. 757. [Ed. cast.: La interpretation de lossuenos, AE, vols. 4 y 5.]

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Este núcleo traumático, este resto que resiste la subjetivación-simbolización, es stricto sensu la causa del sujeto. Y es con respecto a este núcleo que la insuperable brecha que separa a Habermas de Adorno aparece más clara que nunca: Habermas resucita el modelo pseudohegeliano de la apropiación por parte del sujeto del contenido sustancial alienado-reificado, mientras que el motivo tardío de Adorno de la “prepon­ derancia del objeto” pone este modelo en cuestión evocando un “descentramiento” que, lejos de demostrar la alienación del sujeto, esboza la dimensión de la posible “reconciliación”. Es cierto que Habermas resuelve la tensión detectable en el último Adorno; sin embargo, no lo hace “poniendo en con­ ceptos” lo “impensado” de Adorno, sino cambiando toda la problemática de modo tal que simplemente vuelve invisible, aplana, la tensión que opera en Adorno. Entonces, en un exa­ men más minucioso, ¿cómo Lacan pone en conceptos lo im­ pensado de Adorno (dado que, si tenemos que poner todas las cartas sobre la mesa, el aporte de Lacan al respecto ha sido la premisa subyacente en nuestra lectura de Adorno)?

2. ¿El sujeto

tiene causa?

LACAN: d e la h e r m e n é u t ic a a la ca u sa

El gesto de apertura de Lacan consistió en una adhesión incondicional a la hermenéutica: ya en su tesis doctoral de 1933, y especialmente en el Discurso de Roma, Lacan se opo­ ne al determinismo en nombre del (psicoanálisis como) enfo­ que hermenéutico: “Toda experiencia analítica es una experiencia de significación”.1Allí se origina el gran motivo lacaniano del futuro anterior de la simbolización: un hecho cuenta no como factum brutum, sino sólo en tanto ya historizado. (Lo que está en juego en la fase anal, por ejemplo, no es la excreción como tal, sino el sentido que le atribuye el ni­ ño: como sumisión a la demanda del Otro -del padre-, como triunfo de su control, etc.) Este Lacan puede traducirse fácil­ mente en la posterior problemática de la antipsiquiatría o psi­ coanálisis existencial: las designaciones clínicas freudianas (histeria, neurosis obsesiva, perversión, etc.) no son clasifica­ ciones “objetivas” que estigmatizan al paciente; antes bien, apuntan a actitudes subjetivas, “proyectos existenciales”, que 1. The Seminar of Jacques Lacan. Book II: The Ego in Freud’s Theory and in the Technique of Psychoanalysis (1954-1955), Nueva York, Norton, 1991, p. 325. [Ed. cast.: El Seminario. Libro 2. Elyo en la teoria de Freud y en la técnicapsicoanaUtica, Barcelona, Paidos, 1983.]

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proceden de la situación intersubjetiva concreta del sujeto y por las cuales el sujeto, en su libertad, es en ultima instancia responsable. Ya a mediados de la década de 1950, sin embargo, esta acti­ tud hermenéutica estaba corroída por la duda. Al menos, el he­ cho es que Freud se resistía sin ambigüedades a reducir el psicoanálisis a la hermenéutica: su interpretación de los sueños tomó forma a través de su ruptura con la indagación tradicio­ nal sobre su significado. Esta resistencia de Freud, su persisten­ te búsqueda de una causa (en el trauma), no puede ser catalogada de prejuicio naturalista-determinista. Del mismo modo, el alejamiento de Lacan de la hermenéutica no entraña una regresión al naturalismo; antes bien, vuelve visible la “extimidad”, el descentramien'co propio del campo de la significa­ ción, es decir, la causa que opera en el seno de este campo. El cambio se produce en dos pasos. Primero, Lacan abraza el estructuralismo: la causa descentrada de la significación es iden­ tificada como la estructura significante. Lo que está en juego en este primer cambio de la hermenéutica al estructoralismo es, pues, precisamente, la pregunta por la causa. Al movemos de la significación a su causa, la significación es concebida como efectode-sentido: es la experiencia-de-sentido cuyo constituyente in­ trínseco es el no reconocimiento de su causa determinante, el mecanismo formal de la estructura significante misma. Este cambio de la significación a la causa significante (co­ rrelativo de la noción de significación como efecto) no redu­ ce la significación a producto del determinísmo positivo, es decir que no es un paso de la hermenéutica a las ciencias na­ turales. Lo que anticipa esta reducción es la hiancia que sepa­ ra lo simbólico de lo real. Así, el próximo paso de Lacan entraña precisamente la idea de que esta hiancia entre lo realy lo simbólico afecta el orden simbólico mismo: funciona como la li­ mitación intrínseca de este orden. El orden simbólico está “barrado”, la cadena significante es intrínsecamente incohe­ rente, “no-toda”, y está estructurada alrededor de un aguje­ ro. Este escollo no simbolizable mantiene la hiancia entre lo simbólico y lo real, es decir, impide que lo simbólico “entre”

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en lo real, y, aquí también, lo que está en juego en última ins­ tancia en este descen'cramieiito de lo real con respecto a lo simbólico es la causa: lo real es la causa ausente de lo simbó­ lico. El nombre íreudíano y iacaniano para esta causa es, des­ de luego, trauma. En este sentido, la empresa teórica de Lacan ya reside “más allá de la hermenéutica y el estructoralismo” (subtítulo del libro de Dreyfus y Rabinow sobre Foucault). La relación entre la causa y la ley -la ley de la causalidad, de la determinación simbólica- es, pues, antagónica: “La cau­ sa se distingue de lo que hay de determinante en una cadena o, dicho de otra manera, de la ley. [...] En suma, sólo hay cau­ sa de lo que cojea’5.2La causa qua lo real interviene donde la determinación simbólica tropieza, falla, es decir, donde un significante cae. Por esa razón, la causa qua lo real nunca pue­ de ejercer su poder causal de un modo directo, como tal, si­ no que debe operar con un intermediario, bajo la forma de perturbaciones dentro del orden simbólico. Basta con recordar los lapsus linguae cuando el autómatm de la cadena significan­ te es, por un breve instante, interrumpido por la intervención, de algún recuerdo traumático. Sin embargo, el hecho de que lo real opere y sea accesible sólo a través de lo simbólico no nos autoriza a concebirlo como factor inmanente de lo sim­ bólico: lo real es precisamente lo que se resiste y elude la aprehensión de lo simbólico y, en consecuencia, lo que es detectable dentro de lo simbólico sólo bajo la forma de sus per­ turbaciones. En síntesis, lo real es la causa ausente que perturba la cau­ salidad de la ley simbólica. En este sentido, la estructura de la sobredeterminacíón es irreductible: la causa ejerce su in­ fluencia sólo como reduplicación, a través de cierta discre­ pancia o brecha temporal; es decir, si el trauma “original” de lo real ha de ser efectivo, debe anclar en, hallar eco en, algún bloqueo presente. Recuérdese la crucial afirmación de Freud 2. Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts ofPsycho-Analysis, Lon­ dres, Hogarth Press, 1977, p. 22. [Ed. casta El Seminaria. Libro 11, Los cua­ tro conceptosfundamentales del psicoanálisis, Buenos Aíres, Paidós, 1986.]

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sobre cómo “un tren normal de pensamiento” -que expresa un bloqueo presente- “sólo está sometido al procesamiento psíquico anormal de la clase que hemos descripto” -al traba­ jo del sueño- “si un deseo inconsciente, derivado de la infan­ cia y en estado de represión” -es decir, un deseo concomitante al trauma “original”- ha sido transferido a él”.3 La sobredeterminación significa que esta afirmación también debe ser leída en la dirección opuesta: “Un deseo inconscien­ te, derivado de la infancia y en estado de represión, sólo pue­ de ejercer su influencia si es transferido a un tren normal de pensamiento”.4 En consecuencia, cierta ambigüedad radical pertenece a la causa: la causa es real, es el escollo presupuesto que resiste la simbolización y perturba el curso de su autómaton, aunque la Causa sea simultáneamente el producto retroactivo de sus propios efectos. En el caso del Hombre de los Lobos, el más famoso paciente de Freud, la causa era, desde luego, la esce­ na traumática del coitus a tergo parental; esta escena era el nú­ cleo no simbolizable en torno del cual giraba toda la posterior simbolización sucesiva. Esta causa, sin embargo, no sólo fue eficiente luego de cierta brecha temporal; literal­ mente se convirtió en trauma -es decir, en causa- gracias al diferimiento: cuando el Hombre de los Lobos presenció, a la edad de 2 años, el coitus a tergo, nada traumático marcó esa es­ cena; la escena adquirió rasgos traumáticos sólo retrospecti­ vamente, con el posterior desarrollo de las teorías sexuales infantiles dél niño, cuando se hizo imposible integrar la esce­ na dentro del horizonte emergente de narrativización-historización-simbolización. Allí reside el círculo vicioso del trauma: es la causa que perturba el mecanismo aceitado de la simbolización y lo de­ sequilibra; da origen a una indeleble incoherencia en el cam­ 3. Sigmund Freud, The Interpretación ofDreams, Harmondsworth, Penguin, 1977, p. 757. 4. En este sentido, el estatuto de la libertad en Kant es también real: la libertad es la causalidad de la Ley moral como el objeto paradójico (la “voz del deber”) que suspende la cadena causal fenoménica.

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po simbólico. Por todo ello, el trauma no tiene existencia pro­ pia previa a la simbolización; sigue siendo una entidad ana­ mórfica que gana su coherencia sólo retrospectivamente, vista desde dentro del horizonte simbólico: su coherencia proviene de la necesidad estructural de incoherencia del campo simbó­ lico. Apenas anulamos este carácter retrospectivo del trauma y lo “sustancializamos” en una entidad positiva, que puede ais­ larse como causa que precede sus efectos simbólicos, opera­ mos una regresión al determinismo lineal común. Por tanto, con el fin de aprehender esta paradoja del objeto-causa trau­ mático (el objeto a lacaniano), se requiere un modelo topológico en el cual el límite que separa Adentro y Afuera coincida con el límite interno. Visto desde dentro del orden simbólico, el objeto aparece en su Afuera irreductible/constitutivo, como un escollo que curva el espacio simbólico, que perturba el circuito simbólico; como un trauma que no puede integrar­ se en él, un cuerpo extraño que le impide al orden simbóli­ co constituirse completamente. Sin embargo, en el momento en que “salimos” para aprehender el trauma tal como es en sí mismo y no a través de las reflexiones distor­ sionadas dentro del espado simbólico, el objeto traumático se evapora en la nada.5 Esta paradoja del trauma qua causa que no preexiste a sus efectos sino que es retroactivamente “postulada” por ellos entraña un tipo de bucle temporal: es a través de su “repeti­ ción”, a través de sus ecos dentro de la estructura significante, como la causa se convierte retroactivamente en lo que siempre-ya era. En otras palabras, un enfoque directo falla necesariamente: si tratamos de aprehender el trauma directamente, sin tener en cuenta sus efectos posteriores, nos quedamos con xmfactum brutum sin sentido; en el caso del Hombre de los Lobos, con el hecho del coitus a tergo parental, que no es en absoluto la causa, dado que no entraña una eficiencia psíquica directa. 5. Para una exposición detallada del estatuto ex-timado, “siniestro”, del objeto a, véase Mladen Dolar, ‘“I shall be with you on your wedding night’: Lacan y lo siniestro”, Octohet; 58 (Cambridge, MA, M IT Press, 1992), pp. 5-23.

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Sólo a través de sus ecos dentro de la estructura simbólica el factum brutuin del cotias a tergo parental adquiere retroactiva­ mente su carácter traumático y se convierte en la causa. Esto es lo que Lacan tiene en mente cuando habla de la sincronía del significante, opuesta a la simple simultaneidad atemporal: la sincronía designa la sincronización, la coinci­ dencia paradójica del presente y el pasado, es decir, el bucle temporal donde, mediante el avance, regresamos adonde siempre-ya estuvimos. Allí reside el sentido de la obsesión de Lacan por los modelos topológicos de espacio “curvo” en las décadas de 1960 y 1970 (la cinta de Moebius, la botella de Klein, el ocho interno, etc.): lo que todos estos modelos tie­ nen en común es el hecho de que no pueden ser aprehendi­ dos “de una mirada”, “de un vistazo”; todos entrañan un tipo de temporalidad lógica, es decir, primero debemos dejamos atrapar, convertimos en la víctima de una ilusión óptica, pa­ ra poder llegar al punto de inflexión en el cual, de pronto, la perspectiva completa cambia y descubrimos que ya estamos “del otro lado”, en otra superficie. En el caso de la cinta de Moebius, por ejemplo, la “sincronía” se produce cuando, después de pasar a través de todo el círculo, nos encontramos en el mismo punto, aunque ya en la superficie opuesta. Es imposible pasar por alto los matices hegelianos de esta para­ doja: ¿acaso esta repetición de lo mismo, este retomo a lo mismo, que produce el cambio de superficie, no ofrece la perfecta ilustración de la tesis hegeliana sobre la identidad como contradicción absoluta? Además, ¿no fue el propio Hegel quien afirmó que, a través del proceso dialéctico, la cosa deviene lo que es} Esta superficie-estructura “curva” es la estructura del su­ jeto: lo que llamamos “sujeto” puede emerger solamente dentro de la estructura de la sobredeterminación, es decir, en ese círculo vicioso en el que la causa misma es (presu)puesta por sus efectos. El sujeto es estrictamente correlativo de este real qua causa: S - a. Para aprehender la paradoja constituti­ va del sujeto, por tanto, debemos ir más allá de la oposición estándar de “subjetivo” y “objetivo”, el orden de las “aparien­

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cias” (de lo que es “solamente para el sujeto”) y el “en sí”. El objeto a corno causa es un en sí que resiste la subjetivizaciónsimbolización, aunque lejos de ser “independiente del suje­ to”, es stricto sensu la sombra del sujeto entre los objetos, una suerte de sucedáneo para el sujeto, una pura apariencia que carece de toda consistencia propia. En otras palabras, si el sujeto emerge, debe oponerse a un objeto paradójico que es real, que no puede ser subjetivado. Ese objeto sigue siendo un “no-sujeto absoluto” cuya presen­ cia misma entraña la afánisis, el borramiento del sujeto; aun­ que, como tal, esta presencia es el sujeto mismo en su determinación oposicional, el negativo del sujeto, un pedazo de carne que el sujeto tiene que perder si ha de emerger co­ mo el vacío de la distancia respecto de toda objetividad. Este objeto siniestro es el sujeto mismo en el modo de la objetivi­ dad, un objeto que es la otredad absoluta del sujeto precisa­ mente en la medida en que está más cerca del sujeto que cualquier cosa a la que el sujeto pueda oponerse en el campo de la objetividad.6Esto es lo que no ve la cuasi hegeliana ontología negativa de Kojéve del sujeto qua negatividad, la na­ da, un agujero en la positividad de lo real, etc.: este vacío de 6. La paradoja de este objeto -del objeto a- es que, aunque imaginario, ocupa el lugar de lo real, es decir, es un objeto no especularizable, un ob­ jeto que no tiene imagen especular y que, como tal, impide toda relación de empatia, de reconocimiento simpático. En el curso del psicoanálisis, el analizante tiene que alcanzar el punto en el cual experimenta su identidad imposible con esta otredad absoluta: “¡Tú eres eso!” El hecho de que los objetos lacanianos sean parte de la doxa aceptada hoy tiende a volvemos in­ sensibles a lo sorprendente que es el signo de igualdad entre el plus-de-jouir y el objeto a\ entre el plus de gozar sobre cualquier objeto positivo y, nue­ vamente, un objeto. Es decir que a representa precisamente un objeto “im­ posible” que da cuerpo a lo que nunca puede convertirse en un objeto positivo. Debido a este rasgo, el abismo que separa a Lacan de la línea de pensamiento que va de Bergson a Deleuze no puede superarse: el objeto a significa que la libido tiene que ser entendida no como reservorio de ener­ gía libre sino como objeto, como “órgano incorpóreo” (“laminilla”). Nos enfrentamos aquí con una causa-, el deseo (esto es, el sujeto) tiene causa pre­ cisamente en la medida en que el plus de gozar es un objeto.

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subjetividad es estrictamente correlativa de la emergencia, en lo real mismo, de una mancha que “es” el sujeto. (En el cam­ po de la filosofía, quizás el único concepto que corresponde a este objeto siniestro es el objeto trascendental kantiano: el “en sí” noumenal, el presupuesto absoluto, aunque simultá­ neamente puro ponerse, es decir, el único objeto completa­ mente puesto por el sujeto y no -como en el caso de los objetos fenoménicos ordinarios- algo moldeado trascenden­ talmente bajo cuya apariencia el en sí afecta al sujeto pasivo.7) Ahora podemos ver cómo la teoría de Lacan supera el anta­ gonismo de la explicación y la comprensión, de la significación y el determinismo: lo real traumático es stricto sensu la causa del 7. El verdadero alcance de la revolución kantiana está condensado en la noción de esquematismo trascendental, que es más paradójica de lo que parece: significa el opuesto exacto de lo que parece significar. No significa que, dado que las nociones puras son ajenas a la experiencia temporal, fi­ nita, sensible, tiene que intervenir un mediador entre el marco intelectual de las nociones a priori y los objetos de la intuición sensible. Por el contra­ rio, significa que el tiempo (dado que el esquematismo concierne precisa­ mente a la relación con el tiempo: vincula las nociones con el tiempo qua forma de la intuición pura) es el horizonte insuperable del uso legítimo de las nociones puras mismas-, estas nociones pueden aplicarse sólo a los objetos de la experiencia temporal, finita, sensible. En esto reside el corte de Kant con la metafísica tradicional: lo finito no es simplemente un modo deficiente de lo infinito que persiste en sí mismo fuera del tiempo; entraña simultánea­ mente su propia versión del infinito noumenal. Es por ello que la dualidad kan­ tiana de noúmenos y fenómenos no coincide con el dualismo metafísico tradicional de esencia-sustancia y apariencia: con respecto a este dualismo, Kant introduce una división suplementaria, la división entre el en sí nou­ menal y, no lo fenoménico, sino el modo en que éste en sí aparece dentro del campo fenoménico. Desde nuestra perspectiva -desde la perspectiva de mor­ tales finitos cuya experiencia está limitada a los objetos sensibles tempora­ les-, la esfera noúmenal aparece bajo la forma de la libertad, del reino de los fines éticos, etc. Sin embargo, si tuviéramos acceso directo a la esfera noumenal, salteando el nivel fenoménico, esa esfera perdería esas caracte­ rísticas de libertad: el sujeto sería capaz de discernir su inclusión en el me­ canismo noumenal causal. Esta escisión de lo noumenal en el en sí y el modo como este en sí se aparece a nosotros, sujetos finitos, significa que la “sus­ tancia deviene sujeto”.

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sujeto; no el ímpetu inicial de la cadena lineal de causas que produce al sujeto, sino, al contrario, el eslabón perdido en la cadena, es decir, la causa como resto, como “el objeto intraga­ ble, si me permiten la expresión, que queda atorado en la gar­ ganta del significante”.8Como tal, es correlativo del sujeto qua ruptura en la cadena de la causalidad significante, qua agujero en la red significante: “el sujeto se ve a sí mismo causado como falta por a”.9Este concepto lacaniano de sujeto como S, corre­ lativo de a, también elucida el presentimiento de Adorno de un sujeto paradójicamente concomitante de una “preponderancia del objeto”; este objeto sólo puede ser el objeto a. E n t r e la su s t a n c ia y e l s u je t o

Entonces, ¿cómo tenemos que comprender la proposición hegeliana sobre la sustancia como sujeto, a la luz de este con­ cepto lacaniano de sujeto? En la Escuela de Frankfurt clásica, así como en Habermas, el motivo de la “sustancia como suje­ to” entraña la noción tradicional de desalienación: la “repre­ sión” designa la autoalienación del sujeto, y mediante el gesto de desalienación, el sujeto reconoce en la sustancia alienada, en' esa falsa apariencia de un poder ajeno, el resultado reificado de su propia actividad. En síntesis, la sustancia se convierte en su­ jeto cuando éste se apropia del contenido sustancial alienado. Por “hegeliana” que pueda parecer, esta concepción nunca fue realmente la de Hegel, y es precisamente la noción lacaniana de sujeto la que nos permite evitar este “hegelianismo” tradi­ cional; o, para decirlo en el lenguaje de la tríada de la reflexión ponente-externa-determinante: el hegelianismo de la Escuela de Frankfurt supera la reflexión externa por medio de una vuelta a la reflexión ponente, a la noción de sujeto que pone to­ do el contenido sustancial, mientras que Hegel se opone direc­ tamente a esa resolución. ¿De qué modo? 8. Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, p. 270. 9. Ibid.

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Abordemos el problema en el punto preciso del pasaje de la sustancia al sujeto, en el extremo de la “lógica de la esencia”, donde, con el cambio de la necesidad absoluta a la libertad, la lógica objetiva se convierte en subjetiva. En términos de la tercera y última parte de la lógica de la esencia hegeliana (“Realidad”), el problema de la “sustancia como sujeto” está planteado en los siguientes términos: ¿cómo podemos formu­ lar una contingencia que no se convierta en necesidad?10 Es decir, la comparación abstracta, inmediata, de la necesidad con la contingencia conduce a la identidad abstracta entre ambas, es decir, a la imposibilidad de su diferenciación conceptual: ®El primer intento de diferenciar la contingencia de la ne­ cesidad, “la realidad, posibilidad y necesidad formales”, define categorías de una manera puramente lógico-formal, sin nin­ guna determinación-de-contenido (lo contingente es una en­ tidad real cuyo opuesto también es posible; lo necesario es una entidad real cuyo opuesto es intrínsecamente imposible; lo posible es una entidad esencialmente no contradictoria); el análisis dialéctico de estas nociones conduce a la tautología va­ cía según la cual todo lo que existe existe necesariamente, da­ do que, por el mero hecho de su existencia, su opuesto ya no es posible. De este modo, el pensamiento se reduce a una aser­ ción formal de la necesidad de la realidad empírica más trivial. ®En el segundo intento, “la realidad, posibilidad y nece­ sidad reales”, todas las distinciones volverían a convertirse en necesidad. Aquí se intenta articular la relación entre posibili­ dad y realidad de un modo más concreto, más vinculado con el contenido, en términos de relación entre determinado es­ 10. En esta paradoja es fácil discernir el enfoque típicamente hegeliano: el problema no es cómo probar, a través de una sofística dialéctica, la identidad última de los opuestos, necesidad y contingencia (como la noción común de “hegelianismo” nos lleva a esperar), sino, por el contrario, cómo discernir uno de otro en un esfí'icto nivel conceptual-, la solución de Hegel, des­ de luego, es que la única manera de diferenciarlos es definir la necesidad de la contingencia.

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tado de cosas y sus condiciones ele posibilidad, es decir, aque­ llas circunstancias que deben haber estado presentes cuando este estado particular de cosas se produjo. En este nivel, la posibilidad no designa una simple no-contradicción formal; es real, equivale a la totalidad de las condiciones reales. Sin embargo, un análisis más exhaustivo revela la contradicción intrínseca de la categoría de la posibilidad real: apenas la po­ sibilidad en cuestión es verdaderamente real, es decir, apenas están presentes todas las condiciones de una cosa, ya no esta­ mos ante la posibilidad, sino ante la necesidad; esa cosa ocurre necesariamente. Si, por el contrario, no todas las condiciones están presentes, la posibilidad en cuestión es simplemente no real todavía. ®El tercer intento, la necesidad absoluta, corresponde a la noción estándar de la síntesis dialéctica de necesidad y con­ tingencia, es decir, de una necesidad que se afirme a través de la interacción de las contingencias. Esta necesidad abarca su otredad, “permanece consigo en su otredad”, contiene la contingencia como su momento ideal, superado; en ello resi­ de su carácter “absoluto”. En otras palabras, lejos de ser un proceso en el cual “todo está gobernado por la necesidad ab­ soluta” sin siquiera el más leve elemento de contingencia, la necesidad absoluta es un proceso cuya necesidad misma se realiza no en oposición a la contingencia, sino en la forma de la contingencia. Podríamos invocar infinitos ejemplos de esta necesidad qua totalidad del proceso que domina la multitud de sus momentos contingentes. Basta con mencionar el clási­ co ejemplo marxista: la necesidad del cambio de la Revolu­ ción Francesa al bonapartismo, que se realizó en la persona contingente de Napoleón. Un ejemplo de necesidad absoluta más apropiado que es­ ta desafortunada referencia marxista es el argumento de Marx del sistema capitalista como totalidad: el sistema capi­ talista es una “necesidad absoluta” en la medida en que se re­ produce a sí mismo y a su estructura nocional, a través de un conjunto de circunstancias externas, contingentes. Estas cir-

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cunstancias contingentes presentan la estructura de la nece­ sidad real que corresponde en general a lo que concebimos habitualmente como necesidad mecánica, es decir, una nece­ sidad en la cual la cadena causal es lineal, y va de las circuns­ tancias o condiciones de una cosa a la cosa misma como efecto necesario de esas mismas circunstancias o condiciones. Lo que se nos escapa cuando observamos fenómenos desde el punto de vista de la necesidad real es la totalidad vital que se reproduce a sí misma a través de la interacción de las necesi­ dades lineales contingentes. Para cada acto individual perteneciente al sistema capitalis­ ta, puede encontrarse un conjunto de causas externas que ex­ plican completamente la ocurrencia del acto (por qué se encontró oro en cierto lugar, por qué un capitalista introdujo la primera máquina textil, etc., así ad infinitum). Sin embargo, esta “infinidad perniciosa” de momentos cuya ocurrencia pue­ de explicarse mediante las categorías de la necesidad real es contingente en su totalidad, dado que no proporciona una respuesta a la pregunta crucial: ¿cómo se reproduce el capita­ lismo en tanto totalidad vital a través de esta red de circuns­ tancias indiferentes, externas -indiferentes en el sentido de que su conexión con el sistema capitalista es contingente y no está comprendida en la noción misma de capitalismo-? La ne­ cesidad absoluta qua totalidad vital que se reproduce a través de la interacción de circunstancias indiferentes contiene el momento de la teleología, pero no en el sentido habitual del término. Para explicar cualquier fenómeno particular, no ne­ cesitamos recurrir a sus supuestos objetivos externos; todo fe­ nómeno, por separado, puede ser explicado a través de la necesidad real. El verdadero enigma consiste, sin embargo, en cómo la totalidad hace uso de las circunstancias contingentes previamente dadas para su reproducción. Aquí Marx habla el lenguaje de la necesidad absoluta hegeliana: señala que el ca­ pitalismo es indiferente a su génesis empírica (¿se fundó en el robo, por ejemplo?); una vez que alcanza el equilibrio y em­ pieza a reproducirse, el sistema postula sus condiciones exter­ nas presupuestas como momentos inherentes.

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Ésta no es, sin embargo, la última palabra de Hegel. La síntesis dialéctica de necesidad y contingencia no puede redu­ cirse a la preservación-superación de la contingencia como momento subordinado, parcial, de la necesidad global; el ac­ mé de la dialéctica de la necesidad y la contingencia llega con la aserción del carácter contingente de la necesidad como tal. ¿Cómo debemos concebir esta aserción? Su matriz elemental es proporcionada por la narrativización, el modo en el cual la contingencia de los hechos pasados se halla transpuesta en una estructura simbólica homogénea. Si, por ejemplo, somos marxistas, todo el pasado es percibido como una larga narración cuyo tema constante es la lucha de clases y cuyo argumento tiende hacia la sociedad sin clases que resuelve los antagonis­ mos sociales; si somos liberales, el pasado cuenta la historia de la emancipación gradual del individuo de las constricciones de la colectividad y la Fatalidad, etc. Y es aquí donde la libertad y el sujeto intervienen: la libertad es stricto sensu la contingen­ cia de la necesidad, es decir, está contenida en el “si...” inicial, en la elección (contingente) de la modalidad por medio de la cual simbolizamos lo real contingente o le imponemos alguna necesidad narrativa. La “sustancia como sujeto” significa que la necesidad misma que supera la contingencia postulándola como su momento ideal es en sí misma contingente." Expliquemos este pasaje de una manera más inmanente. La necesidad absoluta como causa sui es una noción intrínse11. Aquí Hegel es más subversivo que aquellos de sus críticos -Schelling, por ejemplo- que le reprochan “superar” la contingencia en la necesidad glo­ bal de la Noción. Schelling limita el alcance de la deducción nocional a la es­ tructura ideal a priori de la posibilidad; la actualización de esta posibilidad depende de la contingencia del fundamento real del ser, la voluntad “irracio­ nal”. Según Schelling, el error de Hegel reside en su intento de deducir el hecho contingente de la existencia a partir de la noción: la noción pura de una cosa sólo puede rendir lo que esa cosa es, nunca el hecho de que sea. Es Schelling mismo, sin embargo, quien excluye así la contingencia del campo de la noción: este campo es exclusivamente el de la necesidad, es decir, lo que sigue siendo impensable para Schelling es ima contingencia que pertenezca a la noción misma.

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camente contradictoria; su contradicción es explicada, postu­ lada como tal, cuando la noción de sustancia (sinónimo de la necesidad absoluta spinoziana) se divide en sustancia activa (causa) y sustancia pasiva (efecto). Esta oposición es entonces superada por la categoría de lá reciprocidad, donde la causa que determina su efecto está en sí misma determinada por el efecto; pasamos, pues, de la sustancia al sujeto: Esta infinita reflexión-en-sí / reciprocidad /, es decir, ese ser es en y para sí sólo en la medida en que se pone, es la consu­ mación de la sustancia. Pero esta consumación ya no es sustan­ cia, sino algo superior, el concepto, el sujeto.12 Esta categoría de reciprocidad, sin embargo, es más in­ trincada de lo que puede parecer: para comprenderla adecua­ damente (esto es, para evitar los lugares comunes habituales acerca de los momentos de una totalidad vital que se condi­ cionan recíprocamente) debemos volver a la relación entre Si La relación entre Schelling y Hegel puede también concebirse como la relación entre los dos aspectos de lo real lacaniano: la contingencia pura del caos “irracional”, prelógico, y un constructo lógico sin sentido. La ló­ gica de Hegel (“Dios antes de la creación del universo”) intenta cumplir lo que Lacan más tarde concibió como “maternas”: no proporciona un tipo de “horizonte de sentido”, simplemente traduce el vacío, el marco sin sentido llenado más tarde por un contenido simbólico (el tema de la Filosofía del Espíritu). A este respecto, la lógica de Hegel es el opuesto mismo de la fi­ losofía de Schelling, en la cual lo real es el campo de las pulsiones divinas (véase el capítulo 5). Es fácil pensar en Schelling como el precursor del úl­ timo Lacan, y establecer un vínculo entre la crítica de Schelling al idealis­ mo (al que le reprocha no tomar en cuenta lo real en Dios) y la insistencia de Lacan sobre lo real como aquello que resiste la simbolización, la inte­ gración-mediación simbólica; sin embargo, esa reducción apresurada de lo real al abismo de las pulsiones “irracionales” pasa por alto el crucial punto de Lacan de que lo real es al mismo tiempo un “materna”, una formación puramente lógica a la que nada corresponde en la “realidad”. 12. Hegel’s Science of Logic, Atlantic Highlands, NJ, Humanities Press International, 1989, p. 580. [Ed. cast.: Ciencia de la Lógica, 2 vols., Buenos Aires, Hachette, 1974.]

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-y a. El objeto a es en sí sólo en la medida en que se pone; co­

mo causa del sujeto, es enteramente puesto por el sujeto. En otras palabras, la “reciprocidad” designa el mismo círculo vi­ cioso de la causa real y sus efectos significantes a partir del cual emerge el sujeto, es decir, ese círculo en el que la red simbóli­ ca de efectos plantea retrospectivamente su causa traumática. Llegamos así a la más concisa definición de sujeto: el sujeto es un efecto que pone completamente su propia causa. Hegel di­ ce lo mismo cuando concluye que la necesidad absoluta es una relación porque es una distinción cuyos momentos son en sí mismos su completa totalidad, y sin embargo sub­ siste absolutamente, pero de una manera tal que sólo hay una subsistencia, y la diferencia es solamente el Schein del proceso expositivo, y este [Schein] es lo absoluto mismo.” La vertiginosa inversión es producida por la última cláu­ sula de la última oración. Es decir que si la oración hubiera terminado sin “y este es lo absoluto mismo”, nos habríamos quedado con la definición tradicional de sustancia como ab­ soluto: cada uno de sus momentos (atributos) es en sí mismo la totalidad completa de la sustancia, “subsiste absolutamen­ te”, de modo que sólo hay una subsistencia, y la diferencia só­ lo afecta la apariencia. (En Spinoza, por ejemplo, todo atributo expresa la sustancia en su integridad, es decir, la to­ talidad de sus determinaciones. La silla y la noción de silla no son dos entidades diferentes, sino una y la misma entidad ex­ presada en dos atributos, es decir, en dos modalidades de la “absolutamente misma subsistencia”.) Sin embargo -y aquí encontramos el pasaje hegeliano de la sustancia al sujeto-, lo “absoluto” no es esta “subsistencia absoluta” idéntica a sí misma que sigue siendo la misma en todos los atributos, co­ mo una suerte de núcleo de lo real. Si aceptamos tal noción de lo absoluto, el momento de diferencia (la diferenciación del contenido de lo absoluto en una multitud de determina13. Ibíd., p. 554.

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dones particulares) afecta solamente el “proceso expositivo”, Darstellungsweise, el modo como nosotros, en tanto sujetos fi­ nitos, desde nuestra posición de reflexión externa, concebi­ mos el absoluto, no el absoluto en sí. La “sustancia como sujeto”, por el contrario, significa precisamente que el “pro­ ceso expositivo” -el modo como, desde nuestra posición de reflexión externa, concebimos lo absoluto- es la determinación inherente de lo absoluto mismo.14 E l s il o g is m o

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Podemos ver ahora cómo la inversión de la necesidad ab­ soluta en libertad, de sustancia en sujeto, entraña una conver­ sión puramente formal: en el nivel de la sustancia, lo absoluto es una subsistencia que sigue siendo la misma a través de to­ dos sus momentos; en el nivel del sujeto, lo absoluto es este mismo Schein de la diferenciación de momentos, cada uno de los cuales contiene en sí mismo la totalidad de la sustancia. La tensión entre reflexión externa y ponente, entre “sustan­ cia” y “sujeto”, aparece en su forma más pura en la paradoja de la causa social, que es el producto de la creencia del sujeto en sí mismo. Declarar “Creo en... (el comunismo, la libertad, la nación)”, ¿qué significa? Atestigua mi creencia de que no estoy solo; existen otros, y también ellos creen en la misma causa. En cuanto a su estructura semántica intrínseca, la pro­ posición “creo en...” es por tanto reflexiva, es decir, autorreferencial; su forma expresa (la forma de una relación inmediata del sujeto con la causa) no debe engañamos: creer en una causa social significa, en última instancia, creer en la 14. En la medida en que el sujeto qua absoluto es este Schein -es decir, en la medida en que el estatuto del sujeto es esencialmente superficial, el de una superficie “espectral”-, la oposición hegeliana sustancia/sujeto sub­ vierte la dualidad metafísica estándar de esencia y apariencia y está, en tan­ to tal, próxima a la oposición deleuziana entre la profundidad corporal impenetrable y el acontecimiento de superficie. Sobre este vínculo inespe­ rado entre Hegel y Deleuze, véase el final de este capítulo.

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creencia (de los otros) misma. A continuación, un pasaje carac­ terístico de la Fenomenología de Hegel: [...] el ser absoluto de la fe no es esencialmente el ser abstrac­ to, el Más Allá de la conciencia creyente. Antes bien, es el Geist de la comunidad, la unidad del ser abstracto y la conciencia de sí. Que este Geist sea el Geist de la comunidad depende esen­ cialmente del hacer de la comunidad. Pues este Geist existe únicamente a través de la acción productiva de la conciencia -o más bien, no es si no ha sido provocado por la conciencia-. Pues aunque tal hacer es esencial, no es sin embargo el único fundamento esencial de ese ser, sino meramente un momento. Al propio tiempo, el ser [de la fe] existe en y por sí mismo.15

Así es como debemos leer la proposición de Hegel de que “el ser es en y para sí sólo en la medida en que se pone”: no como lugar común subjetivista, según el cual todo ser está ya subjetivamente puesto, sino como la paradoja de un objeto que es puesto precisamente como existente en y para sí. (La clave de esta paradoja reside en cómo el gesto de subjetivación-ponente, en su dimensión más fundamental, consiste en el gesto puramente formal de concebir como el resultado de nuestra postulación algo que ocurre inevitablemente, a pesar de nuestra actividad.)16La causa social, el objeto de la fe, es producido por la labor de la comunidad en su capacidad misma como fun­ damento presupuesto que existe en y para sí. Hegel afirma la 15. G.W.F. Hegel, Pbenomenology ofSpirit, Oxford, Oxford University Press, 1977, p. 391. [Ed. cast.: Fenomenología del Espíritu, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1981.] 16. Véase un examen más detallado de esta paradoja en el capítulo 6 de Slavoj Zizek, El sublime objeto ele la ideología, Londres, Verso, 1989. Lo opuesto también se sostiene: el hecho de que algo se nos aparezca como un estado de cosas crudo, sin sentido, injustificado, es también un resultado de nuestra “postulación”. Basta con recordar la temprana oposición burguesa a la represión feudal. Uno de los motivos clásicos del melodrama burgués temprano (por ejemplo, Clarissa, de Richardson) es la lucha desesperada de la muchacha burguesa contra las intrigas del libertino feudal que plantea una amenaza a su virtud. Es crucial la mutación simbólica por medio de la

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misma paradoja con respecto a la relación entre conocimien­ to y verdad: el sujeto no sólo refleja pasivamente la verdad, la “pone” por medio de su actividad cogniíiva, aunque la pone como “lo verdadero existente en y para sí”: “El concepto, desde luego, produce la verdad -pues tal es la libertad subje­ tiva-, pero al mismo tiempo reconoce esta verdad no como algo producido, sino como lo verdadero existente en y para sí ” . 17

En este preciso sentido, la “muerte de Dios” designa pa­ ra Hegel la muerte del Más Allá trascendente que existe en sí: el resultado de esta muerte es Dios qua Espíritu Santo, es decir, el producto de la labor de la comunidad de creyentes. La relación entre causa y efecto está aquí dialécticamente re­ flejada. Por una parte, la causa es, sin ambigüedades, el pro­ ducto de la actividad de los sujetos; está “viva” sólo en la medida en que es continuamente resucitada por la pasión de los creyentes. Por otra parte, esos mismos creyentes experi­ mentan la causa como lo Absoluto, como lo que pone en marcha sus vidas; en resumen: como la causa de su actividad. Por el mismo motivo, se experimentan a sí mismos como meros accidentes transitorios de su causa. Los sujetos ponen, por tanto, la causa, aunque lo hacen no como algo subordi­ nado a ellos, sino como su causa absoluta. Lo que encontra­ mos aquí es nuevamente el paradójico bucle temporal del sujeto: la causa es puesta, pero es puesta como lo que “siem­ pre ha sido”. cual el sujeto experimenta como presión insoportable contra su libre indi­ vidualidad lo que previamente era simplemente el marco social en el que estaba inserta. N o basta con decir que el individuo “se vuelve consciente de” la represión (feudal): lo que se pierde en esta formulación es la dimen­ sión performativa, es decir, el hecho de que, a través del acto de “tomar conciencia”, el sujeto postule que las condiciones sociales ejercen una pre­ sión insoportable sobre su libre individualidad, constituyéndose a sí mismo, por tanto, como “individuo libre”. 17. G.W.F. Hegel, Lectures on the Philosophy of Religión, vol. III, Berkeley, Universíty of California Press, 1985, p. 345. [Ed. cast.: Lecciones sobre filosofía de la religión, Madrid, Alianza, 1984.]

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¿Cómo entender, precisamente, esta unidad dialéctica de Dios qua fundamento sustancial de los individuos transitorios y de estos mismos individuos qua sujetos cuya actividad ani­ ma a Dios? La “reflexión ponente”, que concibe el conteni­ do religioso como algo producido por los sujetos, y la “reflexión externa”, que concibe a los sujetos como momen­ tos pasajeros de Dios-Sustancia religiosa, son ambas en sí mismas la totalidad completa: el contenido religioso entero es puesto por los sujetos, y los sujetos son enteramente momen­ tos de la Sustancia religiosa que existe en sí. Por esta razón, la “síntesis dialéctica” de los dos momentos -la “reflexión de­ terminante”- no equivale a un compromiso que le concede a cada uno de los dos extremos su justificación parcial (“el con­ tenido religioso es en pane producido por los hombres y en pane existe en sí”). En cambio, entraña la mediación absolu­ ta de ambos lados en la persona de Cristo, quien es simultá­ neamente el representante de Dios entre los sujetos humanos y el sujeto humano que pasa a ser Dios. En el cristianismo, la única identidad entre el hombre y Dios es la identidad en Cristo, en claro contraste con la actitud precristiana, que concibe tal identidad como el punto asintótico del infinito acercamiento del hombre a Dios por medio de su purifica­ ción espiritual. En el lenguaje de la especulación hegeliana, este rol intermediario de Cristo significa que el cristianismo tiene la estructura de un silogismo: la tríada cristiana de Doc­ trina, Fe y Ritual está estructurada de acuerdo con la tríada del silogismo cualitativo, el silogismo de la reflexión y silogis­ mo de la necesidad.18 La matriz paradigmática del primer silogismo es S-P-U: el ascenso de lo Singular a lo Universal, con lo Particular co­ mo término medio que desaparece en la conclusión (Sócrates es un hombre; el hombre es mortal; luego Sócrates es mor­ tal). La naturaleza del segundo silogismo es inductiva, es de18. Sobre esta estructura silogística del cristianismo, véase John W. Burbidge, “The Syllogisms of Revealed Religion”, en Hegel on Logic and Religion, Albany, NY, SUNY Press, 1992.

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cir, su matriz es P-S-U: lo Singular es el término medio que nos permite conectar lo Particular con lo Universal (este cis­ ne es blanco; ese cisne es blanco, etc.; luego, los cisnes son blancos). Finalmente, el tercer silogismo es S-U-P, es decir, su término medio es lo Universal, que media entre lo Singu­ lar y lo Particular; por ejemplo, en el caso del silogismo dis­ yuntivo “Los seres racionales son hombres o ángeles; Sócrates, que es un ser racional, es un hombre; luego, no es un ángel”.19 ¿Cómo se vincula esta trinidad silogística con el cristianismo? La respuesta es proporcionada por la tríada cristiana de la Doctrina, la Fe y el Ritual: ® El contenido de la Doctrina cristiana es el ascenso de Cristo a través de su muerte, que significa que el rol del tér­ mino medio es desempeñado por la muerte qua negatividad, que.es el camino de toda carne. La muerte denota aquí el mo­ mento de juicio en el sentido judicial -la sentencia de Cristo a morir- así como en el sentido lógico -la distinción del su­ 19. La lógica de Hegel del silogismo está por tanto basada en la estruc­ tura del “mediador evanescente”: lo que se desvanece en la conclusión del silogismo es el tercer elemento que, gracias a su rol mediador, permite la unificación final (copulación) del sujeto y el predicado. (Hegel diferencia los tres tipos básicos de silogismo precisamente basándose en la naturaleza de su “mediador evanescente”: particular, singular o universal). Uno se siente tentado de explicar la “imposibilidad de la relación se­ xual” de Lacan en términos de esta estructura silogística: contrariamente a la apariencia inmediata, la relación sexual no posee la estructura del juicio, de la copulación entre los dos sujetos involucrados, sino la del silogismo. Es decir, la relación sexual está condenada al fracaso, dado que en ella un hom­ bre no se relaciona directamente con una mujer -su relación con una mujer está siempre mediada por un tercer término, el objeto a: Juan desea a, su ob­ jeto-causa del deseo; Juan presupone que María posee, tiene en ella a-, Juan desea a María. Sin embargo, el problema es que este a está irreductiblemen­ te descentrado con respecto al sujeto al cual es atribuido: entre a -es decir, el fantasma bajo cuya forma el sujeto estructura su relación hacia a—y la mu­ jer concreta, el núcleo real de su ser más allá del fantasma, el abismo sigue siendo infranqueable. Vulgari eloquentia-, un hombre piensa que está copu­ lando con una mujer, pero en realidad, copula con el fantasma adscripto a esa mujer.

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jeto y el predicado, de lo Individual perecedero y lo Univer­ sal perenne-. En este nivel, por tanto, el silogismo es el si­ guiente: “Cristo, este individuo, está expuesto a la muerte, al juicio que espera a todos los seres vivos particulares; pero se levanta de la muerte y asciende al cielo, es decir, se une a lo Universal imperecedero”. En este sentido, uno podría decir que la muerte de Cristo en la Doctrina es “objetiva”, es su te­ ma, y no es experimentada aún existencialmente. En este sen­ tido, seguimos dentro de la oposición abstracta de la Finitud perecedera y la Infinitud trascendente: la muerte es todavía experimentada como la fuerza de negatividad que afecta a un ser finito, particular; no es todavía experimentada como la muerte simultánea del Más Allá abstracto. • El contenido de la Fe cristiana es la salvación, realizada por Cristo cuando asume los pecados de la humanidad y ex­ pira en la cruz como un mortal común; la salvación entraña, pues, la identidad del hombre y Dios. Esta identidad, que en la Doctrina era un mero objeto de conocimiento, ocurre en la Fe como experiencia existencial. ¿Qué significa esto res­ pecto de la estructura del silogismo? ¿Cómo yo, mortal fini­ to, experimento concretamente mi identidad con Dios? La experimento en mi propia desesperación radical que -para­ dójicamente- entraña una pérdida de fe: cuando, aparente­ mente abandonado por Dios, soy llevado a la desesperación, arrojado a la soledad absoluta, puedo identificarme con Cris­ to en la cruz (“Padre, ¿por qué me has abandonado?”). En la identidad del hombre y Dios, mi experiencia personal de ser abandonado por Dios se superpone, pues, con la desespera­ ción de Cristo cuando es abandonado por el padre divino, y es en este sentido que nos enfrentamos con el silogismo de la analogía/inducción: la analogía es trazada entre mi posición miserable y la posición de Cristo en la Cruz. Así, la identidad del hombre con Dios en la Fe no es “inmediata”, consiste en la identidad de dos escisiones. Así, la diferencia entre esta expe­ riencia de la Fe y la Doctrina es doble: aquí la muerte de Cristo no es meramente “objetiva”, sino también “subjetiva”,

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y entraña mi experiencia íntima de la desesperación; en este sentido, me encuentro absolutamente solo, me “contraigo” en la noche del puro yo, en la cual toda realidad se desinte­ gra. Lo que expira en la cruz es, pues, no sólo el representan­ te terrenal de Dios (como apareció en el primer silogismo de la Doctrina) sino Dios mismo, es decir, el Dios del Más Allá, Dios como la Sustancia trascendente, como la Razón divina que garantiza que nuestras vidas tengan Sentido. ®El contenido del Ritual, finalmente, es el Espíritu Santo como unión positiva del hombre y Dios: el Dios que expiró en la Cruz resucita bajo la forma del espíritu de la comunidad re­ ligiosa. Ya no es el padre quien, a salvo en Su Más Allá, regula nuestra fatalidad, sino la obra de todos nosotros, miembros de la comunidad, dado que él está presente en el ritual represen­ tado por nosotros. La estructura del silogismo en este caso es S-U-P: lo Universal, el Espíritu Santo, media entre nosotros como humanos particulares, y Cristo como el individuo singu­ lar. En el ritual de la comunidad cristiana, Cristo resurrecto es­ tá, también en este caso, vivo entre nosotros, los creyentes. ¿P o r q u é H e g e l n o e s u n h u m a n is t a a t e o ?

El rasgo crucial que no debe perderse de vista es el abismo que sigue separando a Hegel del humanismo ateo, según el cual Dios es un producto de la imaginación colectiva del pue­ blo. Es decir, a primera vista podría parecer que Hegel inter­ preta el contenido filosófico del cristianismo como postulación de una “muerte de Dios”: ¿acaso la muerte de Dios en la cruz, y su posterior resurrección en el espíritu de la comunidad reli­ giosa, no equivalen al hecho de que Dios muera, deje de exis­ tir como el Más Allá trascendente que domina las vidas de los hombres (y esto, precisamente, es lo que la palabra “Dios” sig­ nifica en el uso religioso común), para ser restituido a la tuda bajo la forma del espíritu de la comunidad, es decir, como el re­ sultado-producto de la actividad comunitaria de los hombres?

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¿Por qué Hegel resiste tal lectura? Esta resistencia no es prueba de una inconsecuencia por parte de Hegel, debida a su actitud apaciguadora respecto de la teología tradicional o incluso de su conformismo político; antes bien, proviene del hecho de que Hegel imaginó todas las consecuencias de la “muerte de Dios”, es decir, las consecuencias de reducir todo contenido objetivo al puro yo. Concebida de este modo, la “muerte de Dios” ya no puede parecer una experiencia libe­ radora, el retiro del Más Allá que libera al hombre, abriéndo­ le el campo de la actividad terrena, en el que reafirmará su subjetividad creativa; por el contrario, la muerte de Dios en­ traña la pérdida de la realidad “terrenal” coherente. Lejos de anunciar el triunfo de la capacidad creativa autónoma del hombre, la “muerte de Dios” es más afín a lo que los grandes textos del misticismo designan habitualmente como la “no­ che del mundo”: la disolución de la realidad (simbólicamen­ te constituida). En términos lacanianos, nos enfrentamos con la suspen­ sión del gran Otro, que garantiza el acceso del sujeto a la rea­ lidad: en la experiencia de la muerte de Dios, nos tropezamos con el hecho de que “el gran Otro no existe” [IJAutre n'exis­ te pas] (Lacan).20En el Espíritu Santo, el gran Otro es puesto como ficción simbólica, desustancializada, es decir, como en­ tidad que no existe como un en sí, sino solamente en la me20. La reciente crisis ecológica ofrece, quizás, la experiencia más estric­ ta de S qua subjetividad vacía, sin sustancia. En ella, el fundamento mismo de nuestra vida diaria está amenazado, el circuito de lo real que “siempre vuelve a su lugar” está perturbado: de pronto, el más básico patrón y so­ porte de nuestro ser -el agua y el aire, el ritmo de las estaciones del año, etc., el fundamento natural de nuestra actividad social- aparece como algo contingente y poco confiable. La visión iluminista de la dominación comple­ ta del hombre sobre la naturaleza y su explotación llega así a su verdad en una forma invertida: no podemos dominar totalmente la naturaleza; lo que podemos hacer es perturbarla. Sólo aquí la “sustancia se convierte en suje­ to”: el sujeto está privado del fundamental soporte “sustancial” de la natu­ raleza, que siempre encuentra su equilibrio y sigue su camino a pesar de las perturbaciones de la vida social. La reacción habitual a la crisis ecológica -los esfuerzos desesperados por encontrar un camino de regreso al “equi-

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dida en que está animada por la “obra de todos y cada uno”, es decir, bajo la forma de sustancia espiritual. ¿Por qué, en­ tonces, esta sustancia espiritual no es comprendida como el producto del sujeto colectivo? ¿Por qué el lugar del Espíritu Santo es irreductiblemente Otro respecto del sujeto? La res­ puesta aparece cuando invocamos el concepto lacaniano del gran Otro. ¿Qué es el gran Otro? Recordemos la escena del Acto II de Cosìfan tutte, de Mozart, en la cual Don Alfonso y Despi­ na reúnen a ambas parejas y superan la reticencia de estas conversando literalmente en su lugar (Alfonso se dirige a las damas en nombre de los dos “albanos” - “Se voi non parlate, per voi parlerò...”, y Despina da la respuesta afirmativa de las damas - “Per voi la risposta a loro darò...”). La naturaleza có­ mica, caricaturesca, de este diálogo no debe engañarnos ni un instante: las cosas van en serio, “todo es decidido” de esta for­ ma externalizada. Las dos parejas enamoradas se constituyen precisamente a través de los representantes, y todo lo que si­ gue (el reconocimiento explícito del amor) es apenas una cuestión de ejecución. Por este motivo, una vez que las pare­ jas unen sus manos, Despina y Alfonso pueden retirarse rápi­ damente y dejar que las cosas tomen un curso propio; su tarea mediatoria está hecha...*21 En el ámbito totalmente distinto de la novela de crímenes, Ruth Rendell ejerce el extraordinario poder de hacer que una librio natural”- es simplemente un modo de eludir la verdadera dimensión de esta crisis: el único modo de enfrentarla en toda su magnitud es asumir totalmente la experiencia de contingencia radical que entraña. 21. En un nivel más profundo, tendríamos que centrarnos en la enig­ mática relación entre Despina y Alfonso: aparentando desempeñar el papel de mediadores entre las otras dos parejas, ¿acaso no se declaran el amor mutuamente? En resumen, ¿acaso la verdad de Cosifan tutte no reside en el hecho de que su verdadera pareja amorosa, entorpecida en el reconoci­ miento del amor, es la pareja de Despina y Alfonso? ¿No ponen en escena la farsa con las otras dos parejas con el fin de resolver la tensión de su pro­ pia relación? Ésta es la concepción en la que se basa la gran producción que Peter Sellars realizó de la ópera.

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red material funcione como metáfora del gran Otro. En La al­ fombra del Rey Salomón (King Salomones Carpet), por ejemplo, esta metáfora es la red del transporte subterráneo londinense. Cada uno de los protagonistas de la novela está preso en un universo psicótico cerrado, sin comunicación adecuada con otras criaturas e interpretando los accidentes contingentes co­ mo significativas “respuestas de lo real”, es decir, como confir­ maciones de sus presentimientos paranoicos. Por todo ello, parece que sus encuentros están controlados por una mano in­ visible, que todos son parte de un oculto esquema materializa­ do en la red de túneles y trenes subterráneos, ese Otro Lugar nocturno, subterráneo (metáfora del Inconsciente), que dupli­ ca el “mundo cotidiano” de las caóticas calles de Londres.22 Nos enfrentamos aquí con el descentramiento del Otro respecto del sujeto, debido al cual éste, apenas retorna de la “noche del mundo”, de la negatividad absoluta del yo = yo, hacia el mundo “cotidiano” del logos, queda atrapado en una red cuyos efectos a priori eluden su comprensión. Es por ello que la autoconciencia es estrictamente correlativa del incons­ ciente en el sentido ffeudiano del término, que es afín con el juicio infinito kantiano: afirmar que un pensamiento “es in­ consciente”, es totalmente distinto que afirmar que ese pen­ samiento “no es consciente”. En el segundo caso -cuando niego el predicado “consciente”-, el sujeto (lógico) está sim22. Otro ejemplo de este carácter “subterráneo” del Otro es proporcio­ nado por los filmes norteamericanos de Milos Forman. Aunque la mayoría de ellos transcurren en Estados Unidos, no podemos evitar la impresión de que, en cierto sentido, siguen siendo checos: su “sustancia espiritual” implí­ cita, su “humor” elusivo, es checo. El problema al que nos enfrentamos es cómo fue posible para el universo específico del socialismo checo tardío contener una dimensión universal que le permitió funcionar como matriz para una descripción (del todo convincente) de la vida estadounidense mo­ derna. Entre numerosos ejemplos similares, basta con mencionar el filme televisivo sobre Stalin, con Robert Duvall: rápidamente se vuelve obvio que su referencia oculta son las sagas mañosas del tipo de El padrino. Lo que en realidad estamos mirando es una película acerca de la lucha por el poder en una familia mafíosa, en la que Lenin es el anciano y mortalmente enfermo Don, y Stalin y Trotski, los dos consiglieri que pelean por su legado.

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plemente situado en el campo de lo no-psíquico (de la biolo­ gía, por ejemplo; en síntesis, en el vasto campo de todo lo que, en nuestro cuerpo, está más allá del alcance de nuestra conciencia). Sin embargo, cuando afirmo un no-predicado y declaro que un pensamiento es inconsciente, estoy abriendo un tercer campo, siniestro, que subvierte la distinción misma entre psíquico-consciente y somático, un campo que carece de lugar en la distinción ontológico-fenomenológica entre psíquico y somático, y cuyo estatuto es, por tal motivo, tal co­ mo lo señala Lacan en el Seminario XI, “pre-ontológico”.23 E l e n ig m a d e l a “m e m o r ia m e c á n ic a ”

Sin embargo, el Otro lacaniano qua orden descentrado del significante ¿no se define mediante la primacía del sinsentido del significante sobre la dimensión de la expresión? ¿Dónde se encuentra esto en Hegel? La gran sorpresa que nos espera en los párrafos sobre el lenguaje en la Encyclopaedia de Hegel (§ 4S1-464)24es la repentina e inesperada aparición de la lla­ mada “memoria mecánica” luego de la “superación” total del signo del lenguaje en su contenido espiritual.25 23. Por otra parte, esta aserción sobre el estatuto “pre-ontológico” del inconsciente es intrínsecamente ambigua: también puede ser comprendida (como lo hizo Lacan en sus dos primeros Seminarios) fenomenològicamen­ te, como una afirmación de que el inconsciente no es, sino que persiste úni­ camente en el futur antérieur de un “habrá sido”. No existe como entidad positiva; su única coherencia es la de una hipótesis confirmada retroactiva­ mente por el constructo interpretativo que luego confiere sentido a los ras­ tros fragmentarios mediante la atribución de su contexto de significación. Sólo la lectura del estatuto “pre-ontológico” del inconsciente contra el trasfondo del juicio infinito kantiano nos permite evitar esta trampa feno­ menològica, y conferirle al inconsciente un estatuto que elude las distin­ ciones fenomenológicas y ontológicas estándar. 24. Véase Hegel’s Philosophy ofMind, Oxford, Clarendon Press, 1992. 25. Nos basamos aquí en la excelente, aunque un tanto unilateral, re­ construcción de la línea argumentativa de Hegel en el capítulo 7 (“Hegelian Words: Analysis”) de John McCumber, The Company of Words: Hegel,

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Hegel desarrolla su teoría del lenguaje en “Representa­ ción”, sección segunda de la “Psicología”, que delinea los lí­ mites de la transición de la “Intuición” al “Pensamiento”, es decir, el proceso de la gradual liberación del sujeto del con­ tenido encontrado e impuesto externamente y provisto por los sentidos, gracias a su internalización y universalización. Como es habitual en Hegel, el proceso ocurre en tres mo­ mentos. Primero, en “Recolección”, una intuición es arran­ cada del contexto externo espacio-temporal causal y llevada al espacio y tiempo internos y propios del sujeto; de esta ma­ nera, está a su disposición como elemento contingente que puede ser recordado en todo momento. Una vez que la intui­ ción es transpuesta a la Inteligencia, queda bajo su poder. La Inteligencia puede hacer con ella lo que le plazca: puede des­ componer una intuición en sus constituyentes y luego re­ combinarlos en un Todo diferente, “no natural”; puede compararla con otras intuiciones y establecer marcadores co­ munes. Todo esto es el trabajo de la “Imaginación”, que lle­ va gradualmente al Símbolo. Primero, una imagen particular representa una red más compleja de representaciones, o algún rasgo universal (la imagen de una barba, por ejemplo, puede recordarnos la vi­ rilidad masculina, la autoridad, etc.). Este rasgo universal, sin embargo, está todavía teñido por la imagen particular sensible que lo representa; alcanzamos la verdadera univer­ salidad sólo cuando todo parecido entre el rasgo universal y la imagen que representa es abolido. De esta manera, lle­ gamos a la Palabra como signo arbitrario, externo, cuyo vínculo con su sentido es totalmente arbitrario. Es sola­ mente esta degradación del signo a pura externalidad indi­ ferente lo que permite que el sentido se libere de la intuición sensible, y se purifique por tanto en la universali­ dad verdadera. De este modo, el signo (la palabra) se pone en su verdad: como el movimiento puro de autosuperación, Language, and Systematic Philosophy, Evanston, IL, Northwestern Univer­ sity Press, 1993.

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como entidad que alcanza su verdad destruyéndose frente a su significado. La “memoria verbal” luego internaliza y universaliza el signo externo que significa un rasgo universal. El resultado al que llegamos es, pues, un “lenguaje representacional”, com­ puesto de signos que son la unión de dos componentes: por una parte, el nombre unlversalizado, el sonido mental, un ti­ po reconocido como el mismo en diferentes emisiones; por otra, su significado, una representación universal. En el “len­ guaje representacional”, los nombres poseen un contenido universal fijo determinado no por su relación con otros nom­ bres, sino por su relación con la realidad representada. Se tra­ ta de la noción estándar de lenguaje como conjunto de signos con un significado universal fijo que refleja la realidad, noción que entraña la tríada del signo mismo qua cuerpo, contenido significado en la mente del sujeto y realidad a la que el signo refiere... una simple sensibilidad pre-teórica nos dice que fal­ ta algo, que esto no es todavía un lenguaje verdadero, vivo. Lo que falta son principalmente dos cosas: por un parte, las rela­ ciones sintácticas y semánticas entre los signos mismos, es de­ cir, la circularidad. autorreferencial por la cual siempre puede decirse que el significado de una palabra es una serie de otras palabras (si nos preguntan “¿Qué es un camello?”, habitual­ mente responderemos con una serie de palabras: “mamífero de cuatro patas parecido a un caballo, aunque con una joroba en el lomo”, etc.); por otra parte, la relación con el sujeto hablan­ te: no queda claro de qué modo el hablante mismo está ins­ cripto en el “lenguaje representacional” como reflejo de los tres niveles de signos, ideas mentales y realidad. En términos hegelianos, la fatal debilidad del lenguaje re­ presentacional reside precisamente en su carácter representa­ cional: en el hecho de que permanezca bloqueado en el nivel de la Vorstellung, de la externa y finita representación que re­ fiere a un contenido externo y trascendente. Para decirlo en términos contemporáneos: el lenguaje representacional es el medio -que se borra a sí mismo- para representar-transmitir un contenido nocional universal que sigue siendo externo a

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este medio: el medio en sí mismo funciona como trasmisor de un contenido independiente. Lo que falta es una palabra que no represente meramente su contenido externo, sino que constituya, además, una palabra a través de la cual ese conte­ nido significado se convierta en lo que es; para decirlo breve­ mente, un “performativo”. Entonces, ¿cómo pasamos de aquí a un discurso que actúe como medio adecuado para el pensamiento infinito? En este punto nos encontramos con una sorpresa que causa descon­ cierto a los intérpretes de Hegel: entre la “memoria verbal”, que garantiza la unidad concreta del significado y la expre­ sión, y el “pensamiento” mismo, Hegel interpone misterio­ samente, como transición a la actividad de pensar, la “memoria mecánica”, un recitado de memoria de palabras a las cuales no les atribuimos un significado; en resumen, un “abandono del espíritu” [Geistesverlassen]. Habiendo expuesto cómo el signo permanece dentro de los confines de la representación, es decir, de la síntesis externa del significado y la expresión, Hegel no desmantela la “falsa” unidad del signo desechando su lado externo, la expresión como medio externo del conte­ nido designado; por el contrario, descarta, sacrifica, el conte­ nido interno mismo. El resultado de tal reducción radical es que, dentro del espacio del lenguaje, “hacemos una regre­ sión” al nivel del Ser, la categoría más pobre: Hegel se refie­ re a la Inteligencia en la memoria mecánica como “el Ser, el espacio universal de los nombres como tales, esto es, de las palabras sin sentido” (§ 463), que de algún modo desaparecen aun antes de surgir completamente; de “tonos articulados” como “realizaciones transitorias, evanescentes, completa­ mente ideales, que se suceden en un elemento que no ofrece resistencia” (§ 444). Lo que ahora tenemos ya no son las palabras representacionales como tipos universales de la conexión fija de una ex­ presión con su significado (la palabra “caballo” siempre significa...), sino un puro devenir, un flujo de emisiones de individualidad sin sentido: lo único que las une es la “cinta conectora vacía” de la Inteligencia misma. En este nivel, el

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significado de un nombre puede residir solamente en el he­ cho de que sigue y/o dispara otros nombres. Es sólo entonces cuando emerge la verdadera y concreta negatividad del signo lin­ güístico-. para que esta negatividad emerja, no es suficiente que la palabra sea reducida al puro flujo de la autodestrucción; su significado Más Allá de sí debe ser “aplanado”, debe perder su contenido positivo, de manera que lo único que perma­ nezca sea la negatividad vacía que “es” el sujeto. La connotación cristológica de este sacrificio del significa­ do representacional-objetivo es inconfundible: la reducción de la palabra al puro flujo del devenir no es la autodestruc­ ción de la palabra frente a su significado, sino la muerte de este Significado mismo, como sucede con Cristo, cuya muer­ te en la Cruz no es la muerte del Dios terreno representati­ vo, sino la muerte del Dios del Más Allá de Sí Mismo. Aquí reside la idea propiamente dialéctica de Hegel: el obstáculo a la actividad verdadera e infinita del Pensamiento en el nom­ bre representacional no es su visión externa, sino la propia universalidad fija de su significado interno. El vaciamiento que se produce es doble. En primer lugar, todo el contenido objetivo-representacional es evacuado, de manera que lo único que permanece es el vacío de la Inteli­ gencia (sujeto); en términos lacanianos, pasamos del signo, que representa algo (un contenido positivo) para alguien, al significante, que representa al sujeto mismo para otros signi­ ficantes. En el mismo gesto, sin embargo, el sujeto (S) deja de ser la completud del contenido interno experimentado, del significado, y es “barrado”, vaciado, reducido a S, o, como se­ ñala Hegel, la tarea de la memoria mecánica es “aplanar el fundamento de la interioridad al Ser puro, al espacio puro” (§ 464).26Este “aplanamiento”, esta reducción al Ser, a la in­ mediatez nueva de la palabra, es lo único que abre la dimen­ 26. Esto es lo que parece eludir la lectura derrideana, que concibe la “memoria mecánica” como un tipo de “mediador evanescente”, una externalización que subsiguientemente se supera a sí misma en la Interioridad del Espíritu: anulando todo el contenido interno representacional, la “me­ moria mecánica” abre y mantiene el Vacío absoluto como medio del Espí-

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sión performativa. ¿Por qué? Enfoquemos este punto crucial a través del pasaje de Filosofía real, donde Hegel describe cómo a la pregunta “¿Qué es esto?” habitualmente respondemos “Es un león, un burro”, etc. Es, lo cual significa que no es una cosa amarilla que tiene pies, etc., algo independiente por derecho propio, sino un nombre, un tono de mi voz; algo completamente diferente de lo que es en la intuición. Y ese es [su] verdadero Ser.27

Hegel atrae nuestra atención a la paradoja de la nomina­ ción, tan obvia que es en general pasada por alto: cuando di­ go “Esto es un elefante”, lo que literalmente estoy afirmando, en el nivel más elemental e inmediato, es que esta criatura gi­ gantesca con trompa, etc., realmente es un sonido en mi bo­ ca, las ocho letras que acabo de pronunciar. En su Seminario I, sobre los escritos técnicos de Freud, Lacan juega con la misma paradoja: una vez que la palabra “elefante” es pronun­ ciada, el elefante está aquí en toda su masiva presencia; aunritu, como el lugar lleno de contenido espiritual. En resumen, realizando la anulación radical del contenido representacional enunciado, la “memoria mecánica” deja espacio para el sujeto de la enunciación. Lo crucial es la codependencia de la reducción del signo a la externalidad sin sentido del sig­ nificante y la emergencia del sujeto “barrado” qua puro vacío (S): aquí Hegel está inesperadamente cerca de Althusser, quien también articula la codependencia de los aparatos ideológicos del Estado (práctica ideológica qua pura externalidad de un ritual “mecánico”) y el proceso de subjetivación. El problema con Althusser, sin embargo, es que carece del concepto de sujeto del significante ($): dado que reduce al sujeto al reconocimiento imaginario en el sentido ideológico, no ve la correlación entre la emergen­ cia del sujeto y la pérdida radical de sentido en el ritual sin sentido. En un nivel ligeramente distinto, la misma paradoja define el estatuto de la mu­ jer en Weininger (véase el capítulo 6): la mujer es el sujeto par excellence precisamente en la medida en que la posición femenina entraña la evacua­ ción de todo el contenido espiritual; este vaciamiento nos enfrenta con el sujeto qua contenedor vacío de sentido... 27. G.W.F. Hegel, jenaer Realphilosopbie, Hamburgo, Meiner, 1931, p. 183. [Ed. cast.: Filosofía real, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1984.]

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que no está en ningún lugar donde pueda ser visto en reali­ dad, su noción se vuelve presente. Encontramos aquí el as­ pecto inesperadamente estoico de Hegel (y Lacan): a los lógicos estoicos les gustaba señalar que, cuando pronuncia­ mos la palabra “carro”, efectivamente un carro atraviesa nuestra boca. Sin embargo, Hegel piensa en algo más: la simple, aparen­ temente simétrica inversión de “un elefante es... /un mamífe­ ro de cuatro patas con una trompa/” en “esto es un elefante” entraña la inversión de un enunciado constatativo representacional en uno performativo. Es decir, cuando digo “un ele­ fante es... /un mamífero de cuatro patas con una trompa/”, estoy procesando “elefante” como nombre representacional, y señalando el contenido externo que designa. Cuando digo “esto es un elefante”, le estoy confiriendo a un objeto su identidad simbólica; estoy agregando al haz de propiedades reales un rasgo simbólico unificador que transforma este haz en un objeto único, idéntico a sí mismo. La paradoja de la simbolización reside en el hecho de que el objeto es consti­ tuido como Uno a través de un rasgo que es radicalmente ex­ terno al objeto mismo, a su realidad; a través de un nombre que no tiene ninguna semejanza con el objeto. El objeto se convierte en Uno a través de la adición de un Ser completa­ mente vacío, autodestructivo, le peu de réalité de un par de so­ nidos -la mosca que hace al elefante- como sucede con el monarca, ese imbécil cuerpo contingente de un individuo que no solamente “representa” el Estado qua totalidad racio­ nal sino que lo constituye, lo vuelve efectivo. Esta dimensión performativa, por medio de la cual el significante está ins­ cripto en el contenido significado mismo como su constitu­ yente (o, como lo define Lacan, por medio de la cual el significante “entra en el significado”), es lo que falta en el nombre representacional.28

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L a l ó g ic a h e g e l ia n a d e l s ig n if ic a n t e

De lo que acabamos de decir no es difícil deducir que la dualidad hegeliana de los “nombres representacionales” y los “nombres como tales” que emergen en la memoria me­ cánica corresponde perfectamente a la oposición lacaniana entre signo y significante. El signo se define por una relación fija entre el significante y el significado representado por el significante -su significación-, mientras que el significante, a través de su incesante deslizamiento, se refiere a otros signi­ ficantes de la cadena, y produce el efecto de sentido. El signo es un cuerpo relacionado con otros cuerpos; el significante es puro flujo, “acontecimiento”; el signo se refiere a la plenitud sustancial de las cosas, el significante se refiere al sujeto qua el vacío de la negatividad que media en la relación interna de la cadena signicante (“un significante representa al sujeto para otros significantes”). Hegel como deleuziano: aunque parece impensable un contraste más fuerte, encontramos en la “memoria mecánica” de Hegel la noción de Sentido qua Acontecimiento puro más tarde articulada por Deleuze en la Lógica del sentido... La prueba de que la dialéctica hegeliana es realmente la lógica del significante avant la lettre es pro­ vista por John McCumber, quien, en The Company ofWordsfi propone una provocativa y perspicaz lectura del proceso dia­ léctico hegeliano como una operación con “marcadores” simbólicos (el término alemán de Hegel es Merkmal, su equivalente francés sería le trait signifiant, el rasgo signifi­ cante). Llegamos al punto de partida del proceso, la “tesis”, a través de la operación de “inmediación-abreviación”: una serie de marcadores, Mj... Mj, está abreviada en el marcador Mk, cuyo contenido (esto es, lo que este marcador designa) es la serie misma: (l)(M 1...Mj) - M k 28. Véase McCumber, The Company of Words, p. 130-143.

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Lo que sigue luego es la operación inversa de “explica­ ción”, en la cual la serie Mq... Mj explica Mk: (2) Mk -(M 1...M j) Lo que ocurre es, sin embargo, otra inversión, y el punto crucial que no hay que perderse aquí es que esta inversión adicional no nos devuelve a nuestro punto de partida, a (1) (o, en términos hegelianos, la “negación de la negación” no im­ plica un retorno a la posición inicial): (3) (M1...M j) /M k Para indicar este cambio respecto de (1), McCumber usa un símbolo diferente, / en lugar de - ; determina / como la “sín­ tesis” en la cual explicación y abreviación ocurren simultánea­ mente. ¿Qué puede significar esto? En (3), el marcador Mk es stricto sensu “reflexivo”: ya no representa la inmediación que se opone abstractamente a la explicación, ya que explica la serie que explicaba Mj, mismo en (2). Para explicar esta “reflexividad”, re­ curramos a la lógica del antisemitismo. En primer lugar, la se­ rie de marcadores que designan las propiedades reales son abreviados-inmediados en el marcador “judío”: (1) (avaro, aprovechador, conspirador, sucio...) - judío Luego invertimos la orden y “explicamos” el marcador “judío” con la serie (avaro, aprovechador, conspirador, su­ cio...); esta serie proporciona ahora la respuesta a la pregun­ ta “¿Qué significa ‘judío’?”: (2) Judío - (avaro, aprovechados conspirador, sucio...) Finalmente, invertimos el orden nuevamente y plantea­ mos “judío” como la abreviación reflexiva de la serie: (3) (avaro, aprovechados conspirador, sucio...) / judío

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¿En qué reside, precisamente, la diferencia entre (1) y (3)? En (3), “judío” explica la m ism a serie que inm edia-abrevia : abre­ viación y explicación coinciden dialécticamente. Esto equivale a decir que, dentro del espacio discursivo del antisemitismo, un conjunto de individuos no sólo pasan por judíos porque presentan la serie de propiedades (avaro, aprovechador, cons­ pirador, sucio...), sino que además tienen esta serie de propieda­ des PORQUE SON JUDÍOS. Esto se aclara cuando traducimos la abreviatura en (1) como (1) (aprovechador, conspirador...) se llama judío y la explicación en (2) como (2) X es judío porque es (aprovechador, conspirador...) Según esta perspectiva, la singularidad de (3) consiste en que retoma a (1) mientras mantiene la copulativa de (2): (3) X es (aprovechador, conspirador...) porque es judío En síntesis, “judío” designa aquí el fundamento oculto de la serie fenoménica de propiedades reales (avaro, aprove­ chador, conspirador, sucio...). Lo que sucede es, pues, un ti­ po de “transustanciación”: “judío” comienza a funcionar como marcador del fundamento oculto, el misterioso je ne sais quoi, que explica el “judaismo” de los judíos. (Los cog­ noscenti de Marx, desde luego, notarán inmediatamente có­ mo estas inversiones son homologas del desarrollo de la forma de la mercancía en el capítulo I de El Capital: la sim­ ple inversión de la forma “desarrollada” en la forma del “equivalente general” produce una nueva entidad, el equi­ valente general mismo como excepción constitutiva de la totalidad.29 29. Véase el capítulo 1 de Slavoj Zizek, Porque no saben lo que hacen, Buenos Aires, Paidós, 1998.

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Nuestro último comentario es, por tanto, técnico: las fór­ mulas de McCumber ganan considerable claridad y poder de evocación si reemplazamos la serie de marcadores Mj... M; por el materna lacaniano S2, el significante de la cadena del saber, y Mp, la abreviación de la serie Mj... Mj con S j, el sig­ nificante amo. Elucidemos este punto a través de un ejemplo que es estructuralmente homólogo del antisemitismo, el sar­ casmo antisocialista polaco: “Es cierto, no tenemos suficien­ te alimentos, electricidad, viviendas, libros, libertad, pero qué importa a fin de cuentas, dado que tenemos Socialismo.” La lógica hegeliana subyacente aquí es la siguiente: en primer lugar, el socialismo es postulado como la abreviación simple de una serie de marcadores que designan cualidades efectivas (“Cuando tenemos suficientes alimentos, electricidad, vivien­ das, libros, libertad..., tenemos socialismo”); luego se invier­ te la relación y se evoca esta serie de marcadores para “explicar” el socialismo (“socialismo significa suficientes ali­ mentos, electricidad, viviendas, libros, libertad...”); cuando realizamos otra inversión, sin embargo, no volvemos a nues­ tro punto de partida, dado que “socialismo” pasa a ser ahora “Socialismo”, el significante amo, es decir, ya no se trata de una simple abreviación que designa una serie de marcadores, sino el nombre del fundamento oculto de esta serie de mar­ cadores que actúa como una de las tantas expresiones-efecto de este fundamento. Y dado que “Socialismo” es ahora la Causa expresada en la serie de marcadores fenoménicos, uno puede decir en última instancia “Qué importa si todos esos marcadores desaparecen: ¡nuestra lucha no se refiere a ellos!¡Lo principal es que seguimos teniendo Socialismo!” Resumiendo, en (1) el marcador de abreviación-inmedia­ ción es un signo simple, una designación externa de una serie dada; mientras en (3), este marcador es un significante que es­ tablece performativamente la serie en su totalidad. En (1), so­ mos víctimas de la ilusión de que la serie completa es un en sí que persiste independientemente de su signo; en (3) queda claro que la serie es completada, constituida, sólo a través del marcador reflexivo que la suplementa; es decir, en (3), el sig­

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no está comprendido dentro de la “cosa misma”como un constituyenté intrínseco; la distancia que mantiene separados al signo y al contenido designado desaparece. Volviendo a la relación entre Lacan y la Escuela de Frankfurt: ¿acaso la solución lacaniana (objeto a como la causa del sujeto) no es ideológica, sin embargo, en el sentido que este término adquiere en la Escuela de Frankfurt? Es decir, ¿aca­ so no repite el gesto del “revisionismo” psicoanalítico repu­ diado por Adorno, el de proporcionar una teoría nueva, “mejor”, que anule las incoherencias de la teoría previa, de­ jando fuera de consideración los antagonismos sociales que eran la “causa ausente” de esas incoherencias? Lo que se ne­ cesita para responder a este reproche es una mirada más mi­ nuciosa sobre las paradojas del concepto de superyó, concepto que, tal como vimos al final del capítulo 1, conden­ sa el problema de la relación entre Lacan y el legado de la Es­ cuela de Frankfurt.

U n a L ey q u e g o za

El modo apropiado de enfocar el tema del “psicoanálisis y la Ley” es preguntarse: ¿qué tipo de Ley es el objeto del psi­ coanálisis? La respuesta es, desde luego: el superyó. El superyó emerge cuando la Ley -la Ley pública, la Ley articulada en el discurso público- fracasa; en este punto de fracaso, la Ley pública está obligada a buscar apoyo en un goce ilegal. El superyó es la obscena ley “nocturna” que necesaria­ mente duplica y acompaña, como una sombra, la Ley “públi­ ca”. Esta escisión inherente y constitutiva de la Ley es el tema del filme de Rob Reiner Algunos hombres buenos (A Few Good Men), el drama sobre una corte marcial en la que dos marines son acusados de asesinar a uno de sus camaradas. El fiscal militar sostiene que el acto de los dos marines fue un asesinato deliberado, mientras que el abogado defensor lo­ gra probar que los acusados siguieron simplemente el llama­ do “Código rojo”, que autoriza la paliza nocturna de un soldado que, en opinión de sus pares o del oficial superior, ha contravenido el código ético de los marines. La función de este “Código rojo” es extremadamente in­ teresante: tolera un acto de transgresión -el castigo ilegal de un soldado-, pero al mismo tiempo reafirma la cohesión del grupo -apela a un acto de identificación suprema con los va-

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lores del grupo-. Este código debe permanecer oculto en la noche, desconocido, inconfesable; en público todos fingen desconocerlo, o incluso niegan activamente su existencia. Re­ presenta el “espíritu de la comunidad” en su estado más pu­ ro, ejerciendo una gran presión sobre el individuo para que cumpla con su demanda de identificación con el grupo. Sin embargo, simultáneamente, viola las reglas explícitas de la vi­ da comunitaria. (La situación de los dos acusados es que son incapaces de entender esta exclusión del “Código rojo” del “Otro”, el ámbito de la Ley pública: se preguntan desespera­ damente “¿Qué error cometimos?”, dado que simplemente siguieron la orden de un oficial superior.) ¿De dónde viene esta escisión de la ley en Ley pública escrita y su reverso, el código “no escrito”, secreto y obsceno? Del carácter incom­ pleto, “no-toda”, de la Ley pública: las normas explícitas, pú­ blicas, no bastan, y deben por tanto ser suplementadas por un código clandestino “no escrito”, dirigido a aquellos que, aun­ que no violen ninguna norma pública, mantienen una espe­ cie de distancia interna y no se identifican verdaderamente con el “espíritu de la comunidad”.1 Así, el sadismo se basa en la escisión del ámbito de la Ley en Ley qua “ideal del yo”, es decir, un orden simbólico que regula la vida social y mantiene la paz social, y su inverso obsceno, superyoico. Como numerosos análisis, de Bajtin en adelante, han demostrado, las transgresiones periódicas de la Ley pública son inherentes al orden social; funcionan como condición de esta­ bilidad de este último. (El error de Bajtin -o, más bien, de al­ gunos de sus seguidores- fue presentar una imagen idealizada de estas “transgresiones”, al tiempo que pasaba por alto los lin­

chamientos, entre otras manifestaciones, como forma crucial de “suspensión carnavalesca de la jerarquía social”.) Lo que “mantiene unida” una comunidad profundamente no es tanto la identificación con la Ley que regula el circuito cotidiano “normal” de esa comunidad, sino la identificación con m ajom a específica de transgresión de la Ley, de suspensión de la Ley (en tér­ minos psicoanalíticos, con una forma específica de goce). Consideremos las comunidades blancas de los pueblos del sur de los Estados Unidos en la década de 1920, donde el ám­ bito de la Ley oficial y pública está acompañado por su doble sombrío, el terror nocturno del Ku Klux Klan, con sus lin­ chamientos de negros desamparados: a un hombre (blanco) se le perdonan fácilmente las infracciones menores a la Ley, especialmente cuando pueden justificarse mediante un “códi­ go de honor”; la comunidad sigue reconociéndolo como “uno de nosotros”. Sin embargo, será efectivamente exco­ mulgado, percibido como “no uno de nosotros”, en el mo­ mento en que reniegue de la forma específica de transgresión que pertenece a esa comunidad; por ejemplo, en el momen­ to en que se rehúse a participar en el ritual de linchamientos del Klan, o incluso los denuncie ante la Ley (la cual, desde luego, no quiere oír hablar de eso, dado que ejemplifica su propio reverso oculto). La comunidad nazi se basaba en la misma solidaridad-en-la-culpa inducida por la participación en una transgresión común: condenaba al ostracismo a aque­ llos que no estaban dispuestos a participar en el lado oscuro de la idílica Volhgemeinschafi-. los pogromos nocturnos, el ata­ que a los opositores políticos; en resumen, aquello que “to­ dos sabían, aunque no querían comentar en voz alta”.12

1. Esto también arroja una nueva luz sobre la resistencia del ejército es­ tadounidense contra la legalización del estatuto de los homosexuales en sus filas: la propia estructura libidinal de la vida en el ejército es en latencia ho­ mosexual, es decir, el “espíritu de la comunidad (militar)” deviene una ho­ mosexualidad renegada, una homosexualidad contrariada, obstaculizada, de alcanzar su objetivo [zielgehemmte]. Por este motivo, el reconocimiento público, abierto, de la homosexualidad socavaría la “sublimación” perversa que forma la base misma del “espíritu de la comunidad (militar)”.

2. De lo dicho se desprende por qué el marqués de Sade mismo no era un sádico: subvertía, volvía inoperante, la lógica del sadismo exhibiéndola públicamente en sus escritos; este es, precisamente, el gesto intolerable pa­ ra el sadismo propiamente dicho. Este es el reverso “nocturno”, obsceno, del poder institucional; no puede sobrevivir a su propio develamiento pú­ blico. (En este sentido, Lacan señala que Sade no era una víctima de su propio fantasma sádico: era la distancia mantenida respecto de su fantasma lo que le permitía revelar su funcionamiento.) El contenido de la obra de

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Cuando, como consecuencia de la llegada de la ideología burguesa igualitaria al poder, el espacio público pierde su ca­ rácter patriarcal directo, la relación entre la Ley pública y su reverso superyoico obsceno también sufre un cambio radical. En la sociedad patriarcal tradicional, la transgresión de la Ley asume la forma de una inversión carnavalesca de la autoridad: el rey se convierte en mendigo, la locura es presentada como sabiduría, etc. Un caso ejemplar de esta inversión es una práctica habitual en los pueblos del norte de Grecia hasta mediados del siglo XX: por un día, las mujeres asumían el po­ der; los hombres tenían que permanecer en casa cuidando a los hijos, mientras las mujeres se reunían en la taberna local, tomaban en exceso y organizaban simulacros de procesos a los hombres... Lo que interrumpe esta transgresión-suspen­ sión carnavalesca de la Ley patriarcal vigente es, por tanto, el fantasma del poder femenino. Cuando Lacan llama la aten­ ción sobre el hecho de que un término para “esposa” en el francés cotidiano es la bourgeoise, es decir, aquella que, bajo la apariencia de la dominación masculina es quien, en realidad, lleva las riendas, esto no puede de ningún modo ser reducido a una versión de la broma masculina y chovinista estándar se­ gún la cual, después de todo, la dominación patriarcal no es tan mala para las mujeres, dado que -al menos en el círculo reducido de la familia- son ellas las que mandan. El problema es más profundo: una de las consecuencias del hecho de que el Amo sea siempre un impostor es la du­ plicación del Amo; su instancia siempre es percibida como un semblante que esconde a otro Amo, el “verdadero”. Basta con recordar la anécdota de Adorno en Mínima Moralia, acerca de una esposa que aparentemente se subordina a su esposo y, cuando están a punto de abandonar una fiesta, obediente­ mente sostiene la chaqueta de su marido, mientras intercam­ Sade es “sádico”; el elemento no sádico en ella es solamente su posición de enunciación, es decir, el hecho de que haya un sujeto listo para articularlo. Este acto de poner en palabras el fantasma sádico ubica a Sade mismo del lado de la víctima.

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bia miradas irónicas y condescendientes con otros invitados a sus espaldas, lo que entraña el mensaje “¡Pobrecito, hagá­ mosle pensar que es el amo!”. La oposición del poder mascu­ lino y femenino es entonces percibida como la oposición entre poder aparente y poder real: el hombre es un impostor, condenado a realizar vacíos gestos simbólicos, mientras que la responsabilidad real recae en la mujer. El punto que no hay que olvidar, sin embargo, es que este espectro del poder de la mujer depende estructuralmente de la dominación masculi­ na: sigue siendo su sombra, su efecto retroactivo y, como tal, su momento inherente. Por esta razón, la idea de sacar a la luz el poder sombrío de la mujer y reconocer su posición cen­ tral públicamente es el modo más sutil de sucumbir a la tram­ pa patriarcal. Sin embargo, una vez que la Ley pública se despoja de su vestidura patriarcal directa y se presenta como neutra e igua­ litaria, el carácter de su doble obsceno también sufre un cam­ bio radical: lo que ahora surge en la suspensión carnavalesca de la Ley pública igualitaria es precisamente la lógica patriar­ cal autoritaria que sigue determinando nuestras actitudes, aunque su expresión pública directa ya no esté permitida. El “carnaval” se vuelve entonces la salida para hjouissance social reprimida: persecución de judíos, violaciones en grupo... En la medida en que el superyó designa la intrusión del goce en el ámbito de la ideología, también podemos decir que la oposición de la Ley simbólica y el superyó apunta a la tensión entre significado ideológico y goce: la Ley simbólica garantiza el significado, mientras que el superyó proporciona el goce que sirve como soporte no reconocido del significa­ do. Hoy, en la llamada era “postideológica”, es crucial evitar confundir el fantasma que soporta un edificio ideológico con el significado ideológico. ¿Cómo, si no, habríamos de expli­ car la alianza paradójica del poscomunismo y del nacionalis­ mo fascista (en Serbia y Rusia, por ejemplo)? En el nivel del significado, su relación es de mutua exclusión; sin embargo, comparten un soporte fantasmático común (cuando el comu­ nismo era el discurso del poder, jugaba hábilmente con las

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fantasías nacionalistas, desde Stalin a Ceausescu). En conse­ cuencia, tampoco hay incompatibilidad entre la cínica actitud “posmoderna” de la no identificación, de la distancia respec­ to de toda ideología, y la obsesión nacionalista con la Cosa étnica. La Cosa es la sustancia del goce: según Lacan, el cíni­ co es una persona que cree sólo en el goce. ¿Y no es acaso el ejemplo más claro de ello precisamente el cínico obsesiona­ do con la Cosa nacional? La diferencia entre Ley y superyó también coincide con la que existe entre escritura y voz. La Ley pública es esencial­ mente escrita-, precisamente porque “es escrita”, nuestra igno­ rancia de la Ley no puede servir como excusa, no nos exculpa a los ojos de la Ley. El estatuto del superyó, por el contrario, es el de una voz traumática, un intruso que nos persigue y que perturba nuestro equilibrio psíquico. Se invierte aquí la rela­ ción derrideana clásica entre voz y escritura: es la voz la que suplementa la escritura, funcionando como una mancha no transparente que trunca el campo de la Ley, aunque es nece­ saria para su realización. Otra faceta de este reverso obsceno de la Ley aparece en los hábitos de la elite del poder en los Estados Unidos. Exis­ te el rumor de que todos los años, la elite del poder (los más importantes políticos, empresarios, militares, periodistas, los más ricos...) se reúnen durante una semana en un lugar cerra­ do al sur de San Francisco, con el fin de “socializar”. Lo que en realidad hacen es, en gran parte, permitirse juegos obsce­ nos que suspenden la dignidad de los rituales sociales: be­ biendo, bailando y cantando canciones vulgares en ropa de mujer, contando historias “sucias”... E l s u je t o e s c in d id o d e l a in t e r p e l a c ió n

También podríamos decir que esta ley obscena, nocturna, consiste en el proton pseudos, la mentira primordial que funda una comunidad. Es decir, la identificación con la comunidad siempre está basada en última instancia en alguna culpa com­

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partida o, más precisamente, en la renegación fetichista de esa culpa. Cuando, por ejemplo, un comunista en la Unión Sovié­ tica de la década de 1930 contesta el reproche de que el régi­ men comunista es terrorista, que miles son condenados y ejecutados sin culpa probada, que toda la agricultura está en ruinas, la estrategia real de su respuesta no consiste en una negación directa de esos hechos, sino más bien en afirmar que los autores de esos reproches “son incapaces de penetrar en la esencia de lo que está ocurriendo” y de percibir la emer­ gencia de un Nuevo Hombre, de la solidaridad sin clases. Un comunista sabe muy bien que millones están muriendo en los campos, aunque este conocimiento sólo confirma su creencia en que el sublime “Pueblo verdadero” construye feliz y entu­ siastamente el socialismo... Cuanto más miserable y depresi­ va es la verdad, más se aferra a su fetiche un verdadero comunista estalinista. Toda fidelidad a una comunidad entraña finalmente este fetiche, que funciona como la renegación de su crimen fun­ dante: ¿no es “Estados Unidos” el fetiche de un espacio infi­ nitamente abierto que le permite a cada individuo perseguir la felicidad a su manera? La naturaleza de esta solidaridaden-la-culpa puede también ser mucho más específica; cuan­ do, por ejemplo, el líder es atrapado en una situación embarazosa, la solidaridad del grupo se fortifica gracias a la renegación común de los sujetos de la desgracia que pone al descubierto el fracaso o la impotencia del líder. Una mentira compartida es un lazo incomparablemente más efectivo para un grupo que la verdad. Tal vez uno debería volver a leer “El traje nuevo del Emperador”, de Hans Christian Andersen: por supuesto que todos sabían que el emperador estaba des­ nudo y, sin embargo, era precisamente la renegación de este hecho lo que mantenía unidos a los sujetos; afirmando esta realidad, el niño desafortunado disolvió precisamente el lazo social. Esta paradoja de la solidaridad-en-ía-culpa, sin embargo, está lejos de ser verdadera sólo en las comunidades totalita­ rias; basta con recordar las comunidades de la crítica cultural

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“progresista” de la actualidad: ¿no es acaso su gesto fundacio­ nal una elevación fetichizante de un autor (candidatos típicos: Alfred Hitchcock, Jane Austen, Virginia Woolf...), cuyos erro­ res “políticamente incorrectos” son perdonados de antemano o reinterpretados como subversivos y progresistas de un mo­ do inaudito u oculto...? El goce de la comunidad es provisto por esta renegación colectiva; por ejemplo, por nuestra insis­ tencia en el carácter “progresista” de Hitchcock, que suspen­ de la eficacia simbólica de lo que obviamente no entra en este marco. En este sentido, estamos haciendo lo mismo que el comu­ nista estalinista occidental que, en la década de 1930, seguía fielmente los cambios de la línea partidaria y vio primero al enemigo principal en el fascismo, luego se convirtió en un pacifista comprometido que apoyó de manera entusiasta el pacto germano-soviético y alertó en contra del militarismo inglés o francés, y terminó llamando a un frente común de todas las fuerzas “progresistas”, comunistas y demócrataburgueses, contra el fascismo. Lejos de ponerlo en proble­ mas, estos cambios sólo lo confirmaban en su credo comunis­ ta. O -como afirmó Jean-Claude Milner-5 quizá la función principal del Amo es establecer la mentira que puede soste­ ner la solidaridad del grupo: sorprender a los sujetos con afir­ maciones que manifiestamente contradicen los hechos, afirmar una y otra vez que “lo negro es blanco”... En conse­ cuencia, no es suficiente decir “¡Mi país, equivocado o en lo cierto!”: mi país es verdaderamente mío sólo en la medida en que, en un punto crucial, está equivocado. Esta tensión entre la Ley pública y su reverso superyoico obsceno también nos permite aproximarnos de una nueva manera a la noción de Althusser de interpelación ideológica. La teoría althusseriana de los “aparatos ideológicos del Esta­ do” y la interpelación ideológica es más compleja de lo que puede parecer: cuando Althusser repite, siguiendo a Pascal, “Actúa como si creyeras, reza de rodillas, y creerás, la fe lle-3 3. Véase Jean-Claude Milner, Les noms indistincts, París, Seuil, 1981.

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gará por sí misma”, delinea un intrincado mecanismo reflexi­ vo del fundamento “autopoiético” retroactivo que excede en mucho la aserción reduccionista de que la creencia interna de­ pende de la conducta externa. En otras palabras, la lógica im­ plícita de su argumento es: arrodíllate y creerás que te has arrodillado a causa de tu creencia, es decir, que tu obediencia al ritual es una expresión/efecto de tu creencia interna. En resu­ men, el ritual “externo” genera performativamente su propio fundamento ideológico. En ello reside la interrelación entre el ritual que pertenece a los “aparatos ideológicos del Estado” y el hecho de la interpelación: cuando creo que me arrodillé a causa de mi creencia, me “reconozco” simultáneamente en el llamado del Otro-Dios que ordenó que me arrodillara... Las cosas son aún más complejas en el caso de la interpela­ ción; el ejemplo de Althusser contiene algo más de lo que su propia teorización extrae de él. Althusser evoca a un individuo que, mientras camina por la calle despreocupadamente, es in­ terpelado repentinamente por un policía: “¡Eh, usted!” Al res­ ponder el llamado, esto es, al detenerse y volverse hacia el policía, el individuo se reconoce y se constituye a sí mismo co­ mo el sujeto del poder, del Otro-Sujeto: la ideología [...] “transforma” a los individuos en sujetos (los transforma a todos) por esa precisa operación que he llamado interpelación o saludo, y que puede imaginarse junto con las líneas del más común saludo cotidiano de la policía (u otros): “¡Eh, usted!” Asumiendo que la escena teórica que he imaginado se pro­ duce en la calle, el individuo interpelado se dará vuelta. Por esta mera conversión física de ciento ochenta grados, se con­ vierte en sujeto. ¿Por qué? Porque ha reconocido que el salu­ do estaba “realmente” dirigido a él, y que “realmente era él el saludado” (y no otro). La experiencia muestra que la trans­ misión práctica de saludos es tal que rara vez no dan con el hombre: ante un llamado verbal o silbido, el saludado siem­ pre reconoce que es realmente él el destinatario del saludo. Y sin embargo, es un fenómeno extraño, que no puede ser explicado únicamente por “sentimientos de culpa”, a pesar de que muchos “tienen algo en sus conciencias”.

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Naturalmente para la conveniencia y claridad de mi peque­ ño teatro teórico, he tenido que presentar las cosas en forma de secuencia, con un antes y un después, y por tanto en for­ ma de sucesión temporal. Hay individuos caminando. En al­ gún lugar (generalmente detrás de ellos), el saludo es escuchado: “¡Eh, usted!” Un individuo (nueve de cada diez veces es el correcto) se da vuelta creyendo/sospechando/sabiendo que es para él, es decir, reconociendo que “es real­ mente él” a quien apunta el saludo. Pero en realidad estas cosas suceden sin ninguna sucesión. La existencia de ideolo­ gía y el saludo o interpelación de los individuos como suje­ tos son una y la misma cosa.4

Lo primero que sorprende en este pasaje es la referencia implícita de Althusser a la tesis de Lacan sobre una carta que “siempre llega a su destino”: la carta interpelativa no puede equivocar su destinatario, dado que, debido a su carácter “in­ temporal”, es sólo el reconocimiento-aceptación del destina­ tario lo que la constituye como carta.5 El rasgo crucial del pasaje citado, sin embargo, es la doble negación que está en juego: la negación de la explicación del reconocimiento interpelativo por medio de un “sentimiento de culpa”, así como la negación de la temporalidad del proceso de interpelación (es­ trictamente hablando, los individuos no se “convierten” en sujetos, son “siempre-ya” sujetos. Esta doble negación debe leerse como una denegación ffeudiaria: lo que el carácter “in­ temporal” de la interpelación vuelve visible es un tipo de secuencialidad atemporal que es mucho más compleja que el “teatro teórico” puesto en escena por Althusser en nombre de una coartada sospechosa de “conveniencia y claridad”. Esta secuencia “reprimida” se refiere a un “sentimiento de culpa” de naturaleza puramente formal, “no-patológica” (en 4. Louis Althusser, “Ideology and Ideological State Apparatuses”, en Essays in Ideology, Londres, Verso, 1984, p. 163. 5. Véase una descripción más detallada de cómo “la carta siempre llega a su destino” en el capítulo 1 de Slavoj Zizek, Enjoy Your Symptom!, Nueva York, Routledge, 1992. [Ed. cast. ¡Goza tu síntoma!, Buenos Aires, Nueva Visión, 1994.]

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el sentido kantiano), una culpa que, por esta misma razón, pesa más fuertemente en aquellos individuos que “no tienen nada en sus conciencias”. Es decir, ¿en qué consiste, precisa­ mente, la primera reacción del individuo al “¡Eh, usted!” del policía?6 En una incoherente mezcla de dos elementos: (1) ¿por qué yo, qué quiere el policía de mí? Soy inocente, esta­ ba enfrascado en mis cosas y de paseo... ; sin embargo, esta protesta perpleja de inocencia siempre está acompañada por (2) un indeterminado sentimiento kafldano de culpa “abstrac­ ta”, sentimiento de que, a los ojos del Poder, soy a priori te­ rriblemente culpable de algo, aunque no me sea posible saber de qué soy culpable precisamente, y por esta razón -por no saber de qué soy culpable- soy aún más culpable; o, más exactamente, en esta ignorancia misma consiste mi ver­ dadera culpa. Lo que aquí tenemos es, pues, la estructura lacaniana de la escisión del sujeto entre inocencia y culpa abstracta, indeter­ minada, confrontado a un llamado no transparente que ema­ na del Otro (“¡Eh, usted!”), llamado en el que no está claro para el sujeto qué es lo que el Otro quiere de él (“Che vuoi?”). En resumen, lo que encontramos aquí es la interpela­ ción previa a la identificación. Antes del reconocimiento en el llamado del Otro por medio del cual el individuo se constitu­ ye como “siempre-ya” individuo, estamos obligados a reco­ nocer este instante “intemporal” de la impasse en la que la inocencia coincide con la culpa indeterminada: la identifica­ ción ideológica por medio de la cual asumo un mandato sim­ bólico y me reconozco como el sujeto del Poder sólo se produce como respuesta a esta impasse. Estamos de nuevo ante la tensión entre la Ley pública y su reverso superyoico obsceno: el reconocimiento ideológico en el llamado del Otro es el acto de identificación, de identifi­ carse como el sujeto de la Ley pública, de asumir el propio 6. Sigo aquí las perspicaces observaciones de Henry Krips; véase su ex­ celente manuscrito inédito “The Subject of Althusser and Lacan” (Depart­ ment of Communication, Universidad de Pittsburgh).

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lugar en el orden simbólico; mientras que la “culpa” abstrac­ ta, indeterminada, confronta al sujeto con un llamado impe­ netrable que impide precisamente la identificación, el reconocimiento del propio mandato simbólico. La paradoja es que el reverso superyoico obsceno es, en un único y mis­ mo gesto, el soporte necesario de la Ley pública simbólica y el círculo vicioso traumático, la impasse que el sujeto se esfuer­ za por evitar refugiándose en la Ley pública: para afirmarse, la Ley pública tiene que resistir su propio fundamento, vol­ verlo invisible. Lo que permanece “impensado” en la teoría althusseriana de la interpelación es, pues, el hecho de que, previo al reco­ nocimiento ideológico, tenemos un momento intermedio de interpelación obscena, impenetrable, sin identificación, una suerte de “mediador evanescente” que tiene que volverse in­ visible si el sujeto ha de alcanzar la identidad simbólica, si ha de completar el gesto de la subjetivación. En resumen, lo “impensado” de Althusser es que ya hay un sujeto siniestro que precede el gesto de la subjetivación. ¿No es este “sujeto previo a la subjetivación” una construcción puramente teóri­ ca y, como tal, carente de utilidad para un análisis social con­ creto? Pruebas en contrario aporta el sintagma que se repite regularmente cuando los trabajadores sociales intentan tra­ ducir su experiencia del criminal adolescente “antisocial”, que carece de lo que llamamos ideológicamente el “sentido elemental de la compasión y la responsabilidad moral”: cuan­ do uno mira a sus ojos, parece que “no hay nadie en casa”.7 El texto althusseriano clave es “Trois notes sur la théorie 7. Un caso similar de pura construcción teórica parece ser la noción de libertad como el estado del “entre-dos-muertes”, cuando mi identidad sim­ bólica está suspendida -¿es accidental que todos los ejemplos, de Antfgona al Valdemar de Poe, provengan del campo literario-? El estado del “entredos-muertes” puede, sin embargo, ser ejemplificado por una experiencia cotidiana. Cuando contesto el teléfono y una voz desconocida dice “María, ¿estás ahí?” -un obvio caso de número equivocado-, siempre estoy tenta­ do (nunca lo hago, aunque fue Platón quien dijo que hay dos clases de per-

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des discours” (I960).8En la primera nota, Althusser propone la hipótesis según la cual cada uno de los cuatro tipos funda­ mentales de discurso implica un modo específico de subjetivi­ dad, es decir, produce su propio “efecto-sujeto” [effet-sujet]: en el discurso ideológico, el sujeto está presente en personne-, en el discurso científico, está ausente en personne-, en el discurso es­ tético, está presente por interpósitas personas [parpersonne in­ terposées]; en el discurso inconsciente, el sujeto no está ni sonas, las que hacen realmente cosas horribles y las que sólo sueñan con hacerlas) de dar una respuesta que causaría pánico del otro lado de la línea; decir, por ejemplo: “¿No sabías? ¡Tuvo un accidente, han venido a buscar­ la en ambulancia, no se sabe si sobrevivirá!” o “¡Acaba de irse en brazos de Roberto!”... En casos como éste, y por un instante, tengo permitido hablar como si fuera desde un vacío simbólico (dado que -en Europa, al menosla lista de números a los que uno llama no está adjuntada a la factura de te­ léfono): nadie será capaz de identificarme, y por eso estoy libre de toda res­ ponsabilidad por mis palabras. Lo que es aquí un ejemplo de imaginación mórbida asume trágicos colo­ res éticos en el caso de la comunidad gay. Es decir, la última tendencia en San Francisco es arriesgarse y omitir las precauciones del “sexo seguro”: la certe­ za de que el sida está presente es considerada preferible a la incertidumbre no resuelta de los compromisos defensivos. O -como uno de los gays de Cas­ tro Street afirmó recientemente- “Cuando te enteras de que eres HIV posi­ tivo, eres finalmente libre”. En este caso, la libertad designa precisamente el estado del entre-dos-muertes, cuando el sujeto está “vivo, aunque ya marca­ do por la muerte”; la sombra de la muerte lo libera de los lazos simbólicos. Bku, el filme de Kieslowski, primera parte de la trilogía Tres colores (Trois couleurs), despliega los atolladeros de tal libertad radical: el tema del filme es la “libertad abstracta”, (la imposibilidad de) un corte con toda la tradición simbólica en la cual el sujeto ha sido integrado. Luego de la trá­ gica muerte de su esposo e hijo, la mujer (Juliette Binoche) se esfuerza por deshacerse de los fantasmas del pasado recomenzando su vida a partir de cero (rompiendo con sus amigos, cambiando de residencia, ignorando la herencia artística de su esposo, etc.). El Bku en el título del filme represen­ ta efectivamente “libertad”, el primer término de los tres colores de la Re­ volución Francesa, liberté-égalité-fratemité. Kieslowski eligió sabiamente desplegar las consecuencias de la noción político-ideológica de libertad en el campo más “íntimo”, más evidentemente “apolítico”.^ 8. Publicado por primera vez en Louis Althusser, Ecrits sur la psychanalyse, París, Stock/IMEC, 1993 [ed. cast.: Escritos sobre psicoanálisis. Freud y Lacan, Madrid, Siglo XXI].

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presente ni simplemente ausente, sino que es una hiancia re­ presentada por un portador de lugar.9En la tercera nota, sin embargo, Althusser de pronto e inesperadamente retrocede, y restringe al sujeto al discurso ideológico, enfatizando que uno puede hablar del “sujeto de la ciencia” o del “sujeto del in­ consciente” sólo en un sentido metafórico. En el momento en que aceptamos esta posición estamos, desde luego, obliga­ dos a repudiar la noción misma de “sujeto dividido”: como afirma Althusser, no hay sujeto dividido, hay solamente el su­ jeto más el abismo [Spakung] que se abre entre el sujeto y el orden del discurso: “le manque de sujet ne peut être dit su­ jet”.10En resumen, Lacan identifica ilegítimamente el vacío, la hiancia que socava la identidad del sujeto, con el sujeto mismo. Nuestra perspectiva lacaniana nos obliga a apoyar a Alt­ husser I (el de los cuatro “efectos-sujeto”) contra Althusser II (el del estatuto ideológico del sujeto): la limitación althusseriana del sujeto a la ideología es un claro caso de “regresión” teórica. Los cuatro “efectos-sujeto” en Althusser I no tienen igual peso: dos son candidatos al rol de sujeto par excellence -tanto el sujeto ideológico, presente en personne, como el su­ jeto del inconsciente, un hueco en la estructura (S') que está representado meramente por un significante. Althusser optó por la primera elección (el estatuto ideológico del sujeto), mientras que, desde el punto de vista lacaniano, la segunda elección parece mucho más productiva: nos permite concebir los tres restantes efectos-sujeto como las derivaciones-ocultamientos de S, como los tres modos de aceptar el hueco en la estructura que “es” el sujeto. Un argumento adicional para la elección lacaniana es pro­ porcionada por la lectura sintomática de Althusser mismo: ¿acaso el cambio en la teoría de Althusser, anunciado por su ensayo sobre “Lenin y la filosofía” -el repudio crítico del “desvío teórico”; la afirmación de la lucha de clases en la teo 9. Véase ibíd., p. 131. 10. Ibíd., pp. 164-166.

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ría, la autorreferencialidad de la teoría, es decir, la noción de que la teoría está incluida en su objeto-, no es un tipo de “re­ torno de lo reprimido”, de la dimensión del sujeto del signi­ ficante? Lo indicativo aquí es la nueva definición de filosofía que propone Althusser, que encapsula este cambio: “la filoso­ fía [ya no] es la Teoría de la práctica teórica”, sino que “re­ presenta la política (la lucha de clases) en la teoría”. ¿No es ésta una clara variante de “un significante representa al suje­ to para otro significante”, de Lacan? La lucha de clases como el hueco que impide la totalización es el único “sujeto” ver­ dadero de la historia, mientras que la filosofía es el significan­ te amo (Sj), que representa al sujeto -la lucha de clases- para la teoría, dentro del campo del saber (S2).u K u n d e r a , o c ó m o g o z a r d e l a b u r o c r a c ia

Debemos subrayar la dimensión intrínsecamente política de la noción de goce, el modo en que este núcleo de goce funciona como factor político. Analicemos esta dimensión a partir de uno de los enigmas de la vida cultural en la Europa oriental post-comunista: ¿por qué Milán Kundera, aún hoy, 11. Este desconocimiento problemático del sujeto también marcadla reflexión althusseriana sobre el psicoanálisis. La apasionada afirmación de Althusser de la primacía de la contratransferencia sobre la transferencia apunta precisamente a socavar la barrera epistemológica que separa al anali­ zante, atrapado en las trampas imaginarias de la transferencia, del analista que está ya liberado de sus restricciones. En consecuencia, el analista mismo está involucrado en su objeto, atrapado en la transferencia, dado que -como señala Althusser en su irónico pasticcio de Freud- uno no debería olvidar que la contratransferencia del analista es también una especie de transferencia. (Véase “Sur le transferí et le contre-transfert”, ibíd., pp. 175-186.) Uno se siente tentado de ir un paso más allá y afirmar que lo que “retorna” aquí es la problemática de la autoconáencia, esa hete noire del althusserianismo: ¿no es la aserción de que la transferencia es siempre-ya contratransferencia (en su trabajo con el analizante, el analista continúa con su propio análisis) una va­ riación del motivo fundamental de Kant y Hegel según el cual la conciencia (de un objeto) es siempre-ya autoconciencia?

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luego de la victoria de la democracia, sufre una suerte de ex­ comunión en Bohemia? Sus escritos son rara vez publicados, los medios lo ignoran, todos sienten cierta incomodidad al hablar sobre él... Para justificar este tratamiento, se sacan a relucir viejas historias sobre su colaboración oculta con el ré­ gimen comunista, sobre su refugio en los placeres privados, evitando el conflicto moralmente correcto a la Havel, etc. Sin embargo, las raíces de su resistencia son más profundas: Kundera transmite un mensaje que resulta insoportable para la conciencia democrática “normalizada”. ®En una primera aproximación, el eje fundamental que estructura el universo de su obra parece ser la oposición en­ tre el pathos pretencioso de la ideología socialista oficial y las islas de la vida cotidiana privada, con sus pequeñas ale­ grías y placeres, risas y llantos, más allá del alcance de la ideología. Estas islas nos permiten asumir una distancia desde la cual el ritual ideológico se vuelve visible en toda su vana y ridicula pretensión y grotesca falta de sentido: no va­ le la pena rebelarse contra una ideología oficial con discur­ sos patéticos sobre la libertad y la democracia; tarde o temprano, esa rebelión conduce a una nueva versión de la “Gran Marcha”, de la obsesión ideológica... Si Kundera es reducido a esa actitud, es fácil descalificarlo a través de la idea “althusseriana” fundamental de Yáclav Havel de que la actitud conformista definitiva es precisamente tal posición “apolítica”, que, mientras públicamente obedece el ritual impuesto, en privado se permite una cínica ironía: no es su­ ficiente determinar que el ritual ideológico es una mera apariencia que nadie toma en serio; esta apariencia es esen­ cial. Es por ello que uno tiene que arriesgarse y rehusarse a participar en el ritual público (véase el famoso ejemplo de Havel, en su ensayo “El poder de los sin poder”, de un hombre común, de un verdulero, quien, desde luego, no cree en el socialismo; sin embargo, cuando la ocasión lo exi­ ge, adorna debidamente las ventanas de su tienda con los eslóganes oficiales del partido).

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0 Debemos por tanto dar un paso más y tener en cuenta que no hay modo de apartarse de la ideología: la complacen­ cia privada en el cinismo, la obsesión por los placeres priva­ dos, todo esto marca precisamente cómo la ideología totalitaria opera en la vida cotidiana “no-ideológica”, cómo esta vida está determinada por la ideología, cómo la ideolo­ gía está “presente en ella bajo la forma de una ausencia”, si podemos recurrir a éste sintagma de la época heroica del estructuralismo. La despolitización de la esfera privada en las sociedades socialistas tardías es “compulsiva”, y está marcada por la prohibición fundamental de la discusión política libre; por este motivo, esta despolitización siempre funciona como la evasión de lo que está verdaderamente en juego. Esto ex­ plica el rasgo más inmediatamente sorprendente en las nove­ las de Kundera: la despolitizada esfera privada no funciona en absoluto como el ámbito libre de los placeres inocentes; siempre hay algo ahogado, claustrofóbico, inautèntico, inclu­ so desesperado, en la búsqueda de los personajes de placeres sexuales y de otros placeres. En este sentido, la lección de las novelas de Kundera es el opuesto exacto de una confianza in­ genua en la inocencia de la esfera privada: la ideología socia­ lista totalitaria vicia desde dentro la esfera misma de lo privado, en la cual nos refugiamos. ®Esta idea, sin embargo, dista de ser conclusiva. Debe­ mos dar otro paso, dado que la lección de Kundera es aún más ambigua. A pesar del ahogo de la esfera privada, la situa­ ción totalitaria sigue dando origen a una serie de fenómenos registrados por numerosas crónicas de la vida cotidiana en los países del Este: como reacción a la dominación ideológica to­ talitaria, no sólo había un escape cínico a la “buena vida” de los placeres privados, sino también un extraordinario floreci­ miento de la amistad auténtica, de las visitas, de las cenas compartidas, de apasionadas conversaciones intelectuales en sociedades cerradas -rasgos que habitualmente fascinaban a los visitantes occidentales-. El problema, desde luego, es que no hay modo de trazar una línea divisoria entre los dos lados:

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son la cara y ceca de la misma moneda; es por ello que, con el advenimiento de la democracia, ambos se perdieron. Es mé­ rito de Kundera no ocultar esta ambigüedad: el espíritu de “Mitteleuropa” [Europa Central], de la auténtica amistad y la sociabilidad intelectual, sobrevivió sólo en Bohemia, Hun­ gría y Polonia, como forma de resistencia a la dominación ideológica totalitaria. ° Tal vez debamos aventurar otro paso: la subordinación misma al orden socialista trajo aparejado un goce específico, y no sólo el goce proporcionado por una conciencia de que el pueblo estaba viviendo en un universo absuelto de incerti­ dumbres, dado que el sistema poseía (o fingía poseer) una respuesta para todo. Se trataba sobre todo del goce de la es­ tupidez misma del sistema, una delectación en la vacuidad del ritual oficial, en las gastadas figuras estilísticas del discurso ideológico dominante. (Basta con recordar que algunos sin­ tagmas clave del estalinismo se convirtieron en parte de las fi­ guras irónicas del discurso, aun entre los intelectuales occidentales: “responsabilidad objetiva”, por ejemplo.) Un caso ejemplar de este goce que pertenece a la maqui­ naria burocrática “totalitaria” es el que proporciona una es­ cena de Brazil, el filme de Terry Gilliam: en los laberínticos corredores de un vasto edificio gubernamental, un funciona­ rio de alto rango camina rápidamente, acompañado por un grupo de empleados menores que tratan desesperadamente de seguirle el paso; el funcionario actúa como un hombre súper ocupado, que inspecciona documentos y espeta órdenes a las personas que lo rodean mientras camina rápidamente, co­ mo si estuviera en camino a un encuentro importante. Cuan­ do el funcionario se encuentra con el héroe del filme (Jonathan Pryce), intercambia un par de palabras con él y si­ gue avanzando, ocupado como siempre... Media hora más tarde, sin embargo, el héroe vuelve a verlo en un corredor distante, persistiendo en su marcha ritual sin sentido. El go­ ce es proporcionado por el sinsentido mismo de la actitud del funcionario: aunque su frenética caminata imita el uso “efi-

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dente” de cada minuto libre, carece stricto sensu de finalidad; es un puro ritual repetido ad infinitum. El compositor ruso contemporáneo Alfred Schnittke lo­ gró exponer este rasgo en su ópera La vida con un idiota (Life with an Idiot): el llamado estalinismo nos enfrenta con lo que Lacan llamaba la imbecilidad inherente al significante como tal. La ópera narra la historia de un hombre casado común (“yo”), quien, por un castigo impuesto por el partido, es obli­ gado a llevar a su casa para que viva con su familia a un luná­ tico de un asilo; este idiota, Vava, que parece un intelectual normal, con barba y anteojos, constantemente pronuncia fra­ ses políticas sin sentido, y muestra rápidamente sus verdade­ ra condición como intruso obsceno: primero tiene relaciones sexuales con la esposa de “yo” y luego con “yo” mismo. En la medida en que vivimos en el universo del lenguaje, estamos condenados a esta imbecilidad del superyó: podemos asumir una mínima distancia para que se vuelva más tolerable, pero nunca podemos deshacemos de él... “ ¡N O CEDAS EN TU DESEO!”

En un examen más minucioso, ¿cómo está estructurado este superyó? En su perspicaz lectura de Zinoviev, Jon Elster propone una definición formal de mecanismo “totalitario” elemental: un cortocircuito entre la negación interna y exter­ na, es decir, en el nivel de la lógica deontológica, un cortocir­ cuito entre la no obligación y la prohibición.12 La negación externa de nuestra obligación de hacer H es que no tenemos que hacer H; la negación interna es que tenemos que hacer no-H. En una sociedad totalitaria, toda no-obligación tiende a ser interpretada como prohibición. Esta tendencia puede ilus­ trarse mediante numerosos ejemplos, desde las elecciones y 12. Vease el capitulo 2 de Jon Elster, Political Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, 1993. [Ed. cast.: Psicologia polttica, Barcelona, Gedisa, 1995.]

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la posibilidad de crítica hasta la obsesión totalitaria con las “conspiraciones”. Las elecciones son formalmente libres, to­ dos pueden votar tanto a favor como en contra; sin embargo, todos saben cómo deben votar, es decir, saben que está prohi­ bido votar en contra. Oficialmente, la crítica no sólo está per­ mitida sino que es alentada, aunque todos saben que sólo la crítica “constructiva”, es decir, ninguna crítica, es realmente tolerada. Así, el fracaso de nuestra intención se convierte (en términos hegelianos: “se refleja en sí mismo”) en un fracaso intencional: cuando algún proyecto del régimen comunista fracasa miserablemente porque sus objetivos irreales dan origen a una resistencia pasiva en el pueblo, este fracaso es inmedia­ tamente interpretado como el resultado de una conspiración urdida por los enemigos del régimen. La estructura subyacente de tal cortocircuito entraña un tipo de distorsión psicòtica del “cuadrado semiotico” de la necesidad, la posibilidad, la imposibilidad y la contingencia: en un perfecto universo “totalitario” sólo nos enfrentamos con la necesidad y la imposibilidad. Una decisión contingente del líder pasa por ser una expresión de la Necesidad histórica; es por ello que toda forma de resistencia a esa decisión -aun­ que formalmente posible- es en realidad imposible, es decir, es­ tá prohibida. Esta distorsión da origen, pues, a la paradoja de la elecciónforzada, según la cual se nos permite realmente ele­ gir sólo una de dos opciones, mientras la otra es un conjunto vacío (esta paradoja no es otra que la de la servitude volontaire). Y es este mismo corcircuito el que proporciona la más ele­ mental definición de superyó: el supeiyó es una ley “enloqueci­ da” en la medida en que prohíbe lo que formalmente permite ¿Cuál es el lugar del superyó dentro de la matriz de dife­ rentes actitudes éticas? Aquí puede ayudar una referencia a los 13. En la democracia y en la monarquía constitucional, sin embargo, también hay un punto en el cual la necesidad impuesta asume la forma de un acto libre: cuando el presidente o (en una monarquía constitucional) el rey expresa la decisión0del Parlamento como un acto libre propio. Este fue el problema que preocupó a todos los defensores de la monarquía consti­ tucional: Neeker, por ejemplo, sostenía que el derecho del rey a dos vetos

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filmes de Orson Welles. Welles está obsesionado con la figura de un individuo “más-grande-que-la-vida”, desde Kurtz en su primer (no realizado) proyecto cinematográfico, El corazón de las tinieblas, pasando por El ciudadano (Citizen Kane), El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons), Sed de mal (The Touch ofEvil) y Mister Arkadin hasta Falstaff en Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight). Este individuo “más-grandeque-la-vida” está caracterizado por su relación ambigua con la moral: viola despreocupadamente las normas de la moral co­ mún e ignora al dios de sus semejantes, explotándolos despia­ dadamente para sus propios fines, aunque también está enteramente dedicado a sus metas y es generoso, el opuesto mismo de una actitud utilitaria calculadora. No puede decirse de él que es simplemente no ético; sus actos irradian una “éti­ ca de la Vida misma” más profunda que se desentiende de nuestras mezquinas consideraciones. Welles solía designar a estos individuos “escorpiones”, refiriéndose a la historia del escorpión que pica a la rana que lo lleva a través de la corrien­ te de agua: sabe que como resultado de ello se ahogará, pero no puede evitarlo, dado que ésa es su naturaleza.1314En una en­ trevista para Cahiers du Cinema, Welles incluso insistió en una diferencia entre Góring y Himmler: Himmler era la “banali­ dad del Mal” personificada, un empleado que dirigía la máeonsecutivos era esencial, pues le permitía rendirse a los deseos de la asam­ blea en la segunda Legislatura sin parecerforzado a hacerlo, es decir, sin per­ der su dignidad y majestad. Véase Elster, PoliticalPsychokgy, p. 28. 14. Véase la descripción de Bazin de este tipo a propósito de Quinlan en Sed de mal: “Quinlan es físicamente monstruoso, pero ¿es moralmente monstruoso también? La respuesta es sí y no. Sí, porque es culpable de co­ meter un crimen para defenderse; no, porque desde un punto de vista mo­ ral más elevado es, al menos en ciertos aspectos, superior al honesto, justo, inteligente Vargas, que siempre carecerá de ese sentido de la vida que lla­ maré shakespeariano. Estos seres excepcionales no deben ser juzgados por las leyes comunes. Son a la vez más débiles y más fuertes que los demás... mucho más fuertes por estar directamente en contacto con la verdadera na­ turaleza de las cosas, o quizá deberíamos decir con Dios. (André Bazin, Or­ son Welles: A Critical View, Nueva York, Harper & Row, 1979, p. 74) [Ed. cast.: Orson Welles, Valencia, Femando Torres Editor, 1973.]

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En la parte superior y en la inferior tenemos dos posicio­ nes planas: el santo es ético (no compromete su deseo) y mo­ ral (considera al Dios de los otros), mientras que el canalla es inmoral (viola las normas morales) y no ético (no persigue el deseo sino los placeres y los beneficios, y por eso carece de todo principio firme). Mucho más interesantes son las dos posiciones horizontales que expresan un antagonismo inhe­

rente: el héroe es inmoral, pero ético, es decir, viola (o más bien, suspende la validez de) las normales morales explícitas existentes en nombre de una ética superior de la vida, la Ne­ cesidad histórica, por ejemplo; el superyó, por su parte, de­ signa la antítesis del héroe, una Ley moral no ética, una Ley en la cual un goce obsceno se atiene a la obediencia a las nor­ mas morales (por ejemplo, un maestro severo que atormenta a sus alumnos en nombre de su propio bien, y no está dis­ puesto a reconocer su propio investimiento sádico en este tormento). Esto no entraña, sin embargo, que en el ámbito de la éti­ ca no haya modo de evitar la tensión entre Ley y superyó. La máxima de Lacan de la ética del psicoanálisis (“no compro­ meter el propio deseo”) no debe confundirse con la presión del superyó. Es decir, una primera aproximación puede pare­ cer que la máxima “¡No cedas en tu deseo!”) coincide con el mandato del superyó “¡Goza!” -¿no comprometemos nues­ tro deseo precisamente renunciando al goce? ¿No es una te­ sis fundamental de Freud, una suerte de lugar común freudiano, que el superyó forma el núcleo básico, primitivo, de la instancia ética? Lacan va contra estos lugares comunes: entre la ética del deseo y el superyó plantea una relación de exclusión radical. En otras palabras, Lacan toma en serio y li­ teralmente la “paradoja económica” freudiana del superyó, es decir, el circulo vicioso que caracteriza al superyó: cuanto más nos sometemos al imperativo del superyó, mayor es su presión y más culpables nos sentimos. Según Lacan, este “sentimiento de culpa” no es una ilusión que debe disiparse en el curso de la cura psicoanalítica: realmente somos culpa-

15. La economía libidinal subyacente del héroe wellesiano puede ser detectada a propósito de lo que es, quizá, en su mismo carácter excepcio­ nal, su caso ejemplar: George en El cuarto mandamiento. La interpretación de El cuarto mandamiento como una permutación de Hamlet está totalmen­ te justificada: en este filme, como en Hamlet, la escena clave es la confron­ tación del héroe con su madre. El héroe le reprocha que, por su nuevo matrimonio con el mecánico Eugene, traicionará la memoria de su padre y el honor de su clase. En Hamlet, sin embargo, la madre persiste en su ne-

cesidad sexual y traiciona la noble memoria del padre, mientras que en El cuarto mandamiento, el hijo logra imponerse a la madre: aunque ama a Eu­ gene, ésta renuncia a él en nombre del amor a su hijo; en consecuencia, so­ brevive como una caparazón vacía de su yo anterior. En otras palabras, lo que le confiere la dimensión “más grande que la vida” al sujeto es la victo­ ria sobre el intruso en el duelo edípico por el amor de la madre, victoria que le permite continuar ocupando el lugar estructural del falo de la madre.

quina asesina de la Gestapo como una oficina de correos de un pueblo; Gòring era una personalidad renacentista, un es­ píritu amplio dentro de su propia maldad.15 La matriz nocional subyacente se vuelve evidente si am­ pliamos la oposición de la ética y la moral a un cuadrado se­ miotico greimasiano: ✓

Ética -a* Héroe

SantoN W M oral Superyó

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bles; el superyó extrae la energía necesaria para presionar al sujeto del hecho de que éste no sea fiel a su deseo y haya ce­ dido. Nuestro sacrificio al superyó, el tributo que le paga­ mos, sólo corrobora nuestra culpa. Por esa razón, nuestra deuda con el superyó es irredimible: cuanto más pagamos, más debemos. El superyó es como el chantajista que lenta­ mente nos desangra hasta la muerte: cuanto más obtiene, más influencia tiene sobre nosotros. El caso ejemplar de esta paradoja del superyó es, desde luego, la obra literaria de Franz Kafka: la llamada “culpa irra­ cional” del héroe kafkiano demuestra que, en algún lugar, ha cedido en su deseo. Con el fin de evitar los lugares comunes, sin embargo, podemos referirnos a Las relacionespeligrosas, de Choderlos de Lacios: cuando le ofrece a la marquesa de Merteuil su famosa “ce n’est pas ma faute”, “no es mi culpa”, co­ mo la excusa por su enamoramiento de la presidenta de Tourvel, Valmont confirma que “cedió en su deseo” y se rin­ dió a una pasión patológica, es decir, es culpable. Para redi­ mirse a los ojos de la marquesa, procede luego a sacrificar a la presidenta, repitiéndole las mismas palabras (“no es mi cul­ pa” si ya no te amo, pues está más allá de mi control). Este sacrificio, sin embargo, no le permite deshacerse de su culpa; por el contrario, ésta se ve duplicada: traiciona a la presiden­ ta sin reducir su culpa en absoluto a los ojos de la marquesa. En esto consiste el círculo vicioso en el cual somos arrastra­ dos una vez que “cedemos en nuestro deseo”: no hay un sim­ ple camino de retorno, dado que cuanto más nos esforzamos por exculparnos sacrificando el objeto patológico que nos in­ ducía a traicionar nuestro deseo, mayor es nuestra culpa. La ética lacaniana entraña la disyunción radical entre el deber y la consideración del Bien. Es por ello que Lacan se refiere a Kant, al gesto kantiano de excluir el Bien como mo­ tivación de un acto ético: Lacan insiste en que la forma más peligrosa de traición no es una rendición directa a nuestros impulsos “patológicos”, sino más bien la referencia a algún tipo de Bien, como cuando falto a mi deber con la excusa de que podría comprometer el Bien (el mío propio o el Bien co­

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mún); en el momento en que invoco “circunstancias” o “con­ secuencias desfavorables” como excusa, estoy en mi camino a la perdición. Las razones por las cuales cedo en mi deseo pueden ser muy convincentes y fundamentadas, incluso ho­ norables; puedo invocar cualquier cosa, hasta el daño ecoló­ gico. El artificio de la búsqueda de excusas no tiene límites; puede ser “verdadero” que el bienestar de mis congéneres es­ té amenazado por mi acto, pero el abismo que separa la ética de la consideración del Bien sigue siendo insuperable. El de­ seo y el rigor de la ética kantiana coinciden en su desprecio por las “demandas de la realidad”; ninguno de ellos reconoce la excusa de las circunstancias o de las consecuencias desfavo­ rables; es por ello que Lacan los identifica en última instan­ cia (“esta ley moral, todo bien mirado, no es más que el deseo en estado puro”16). La famosa aserción de Freud de que las mujeres no tienen superyó -o, al menos, que el superyó de la mujer es más dé­ bil que el del hombre- aparece, pues, bajo una nueva luz: la falta de superyó de las mujeres es una prueba de su ética. Las mujeres no necesitan un superyó, dado que no tienen culpa en la cual el superyó pueda parasitar, por ser mucho menos proclives a ceder en su deseo. No es en absoluto accidental que Lacan evoque como caso ejemplar de una actitud ética pura a Antígona, una mujer que “no cedió”: en un nivel in­ tuitivo preteórico, es obvio que Antígona no hace lo que ha­ ce debido a la presión del superyó; el superyó no interviene aquí. Antígona no es culpable, aunque no se preocupa en ab­ soluto por el Bien de la comunidad, por las posibles conse­ cuencias catastróficas de sus actos. En ello reside el vínculo entre el superyó masculino y el hecho de que en el hombre el sentido del Bien de la comunidad se expresa más que en la mujer: el “Bien de la comunidad” es la excusa estándar para ceder en nuestro deseo. El superyó es la venganza que capi­ taliza nuestra culpa, es decir, el precio que pagamos por la 16. Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, Hardmonsworth, Penguin, 1979, p. 275.

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culpa que contraemos al traicionar nuestro deseo en nombre del Bien. En otras palabras, el superyó es el reverso necesa­ rio, el otro lado del ideal del yo, de las normas éticas funda­ das en el Bien de la comunidad.17 Esta ética de persistencia en el propio deseo más allá del Bien común da origen inevitablemente a la ansiedad: esa ac­ titud radical, ¿no está reservada a unos pocos “héroes”, mien­ tras nosotros, personas ordinarias, también tenemos derecho a sobrevivir? En consecuencia, ¿no necesitamos también una “ética” ordinaria del “Bien común” y de la justicia distributi­ va que llenaría los requisitos de la mayoría, por despreciable que pueda parecer a los ojos de la suicida ética heroica pre­ conizada por Lacan?18El temor a este carácter “excesivo” de 17. La referencia a este problema de no ceder en el propio deseo abre un modo de enfocar La doble vida de Verónica, de Kieslowski, sin caer presa del oscurantismo New Age que impregna el filme (la conexión mística “profunda” de las dos Verónicas, el presentimiento de cada una de ellas de que “no está sola”, de que tiene un doble). La primera mitad del filme des­ cribe la corta vida de la Verónica polaca, que sabe que tiene una enferme­ dad cardíaca, pero prefiere el esfuerzo del arte (cantar) a una vida privada tranquila, pagando por esta elección con un ataque al corazón y la muerte en escena. La otra Verónica “aprende” del triste destino de su doble, a tra­ vés de una misteriosa intuición, y se abstiene de seguir su destino hasta el final: evita el error de la Verónica polaca, y elige en su lugar una vida tran­ quila en una pequeña ciudad... Pero, ¿fue realmente errada la elección de la Verónica polaca? ¿No están las dos Verónicas, la polaca y la francesa, re­ lacionadas entre sí del mismo modo en que lo están Antígona e Ismena en Sófocles, o Julieta y Justina en Sade? Su diferencia, ¿acaso no depende del hecho de que la Verónica polaca persiste en su deseo, mientras que la fran­ cesa cede y se apega a las consideraciones cotidianas “humanas, demasiado humanas”? En otras palabras, ¿no nos confrontan las dos Verónicas con las dos historias alternativas de una y la misma persona que hace dos eleccio­ nes éticas fundamentalmente opuestas? La Verónica francesa, ¿no “retro­ cede” porque teme las consecuencias de su propio deseo verdadero, vuelto visible para ella en su premonición sobre el destino de su doble? 18. Yo mismo cedí a esta tentación en el último capítulo de Miranda al sesgo (Buenos Aires, Paidós, 2000), donde propongo la máxima “no violes el espacio fantasmático del otro” como complemento de la ética lacaniana de persistir en el propio deseo.

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la ética lacaniana del deseo, de este fíat desiderium, pereat mundus, puede detectarse incluso en Kant, quien, según Lacan, fue el primero en formular una ética del deseo que igno­ ra las consideraciones patológicas: ¿no es la restricción impuesta por “¿Qué sucedería si todos hicieran lo que yo ha­ go?” la forma elemental del modo en que cedemos en nues­ tro deseo? Renuncia a tu deseo, ¡puesto que no es universalizable! ¿Acaso tomar en cuenta la posibilidad de universalizar nuestro acto silenciosamente introduce la consideración pa­ tológica de las consecuencias de nuestro acto en la realidad? Es en este nivel donde también podemos situar el momento pre­ ciso del compromiso ético del budismo: en el budismo Mahayana, se acepta la diferencia entre rueda “grande” y rueda “pequeña”, es decir, la necesidad de formular, además de una enseñanza “pura” para aquellos que ya son capaces de supe­ rar toda codicia en esta vida, un tipo de ética “menor”, reglas de conducta para personas ordinarias que son incapaces de renunciar a la sexualidad, por ejemplo. En claro contraste con esto, Lacan persiste en el perturbador imperativo “no re­ nuncies a tu deseo”, aunque sabe que no es universalizable.19 M a l d e l y o , m a l d e l su p e r y ó , m a l d e l e l l o

Nuestra experiencia contemporánea nos obliga a complicar este cuadro aún más. Es decir, lo que sorprende en la reciente ola de violencia antünmigratoria es el nivel “primitivo” de la economía libidinal subyacente; “primitivo” no en el sentido de una “regresión” a un estrato arcaico, sino en el sentido de la naturaleza más elemental de la relación entre placer y goce, en­ tre el círculo del principio del placer que lucha por el equili­ brio, por la reproducción de su circuito estrecho, y el cuerpo 19.- Para una lectura lacaniana estricta de la ética kantiana, véase Alenka Zupancic, Die Etbik des Realen, Kant-Lacan, Viena, Turia & Kant, 1994.

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extraño ex-tima do. La economía libidinal que sostiene el fa­ moso grito de batalla “Ausländer raus!” [“¡Extranjeros fue­ ra!”] puede ejemplificarse mediante el esquema lacaniano de la red de anillos, donde a impide el cierre del círculo,2021o, me­ jor aún, con el esquema de la relación entre Ich y Lustf don­ de Unlust se define en términos de (no)asimilación, como “lo que permanece inasimilable, irreductible al principio del pla­ cer”.22 Los términos usados por Freud y por Lacan para describir la relación entre Ich y jouissance se adecúan perfecta­ mente a las metáforas de la actitud racista frente a los extran­ jeros: asimilación y resistencia a la asimilación, expulsión del cuerpo extraño, equilibrio perturbado... Para situar este tipo de Mal dentro de los tipos habituales de Mal, es tentador usar como principio clasificatorio la tría­ da freudiana del yo, superyó y ello: ® el tipo más común de mal es el mal del yo: la conducta motivada por el cálculo egoísta y la ambición, es decir, el desconocimiento de los principios éticos universales; ® el mal atribuido a los llamados “fanáticos fundamentalistas”, por el contrario, en un mal del superyó: el mal realizado en nombre de la devoción fanática a algunos ideales ideológicos; ® cuando los skinheads golpean a los extranjeros, sin em­ bargo, no podemos discernir un claro cálculo egoísta ni una clara identificación ideológica. Todo lo que se dice sobre los extranjeros, que nos roban el trabajo o la amenaza que representan para nuestros valores occi­ dentales, no debe engañamos: en un examen más mi­ nucioso, resulta obvio que esos dichos proporcionan una racionalización secundaria más bien superficial. La respuesta que obtenemos en última instancia de un skinhead es que le hace sentir bien golpear a los extran­ 20. Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, p. 144 21. Ibid., 240. 22. Ibid., 241.

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jeros, que su presencia lo perturba... Se trata del mal del ello, estructurado y motivado por el más elemental desequilibrio en la relación entre Ich y jouissance, por la tensión entre el placer y el cuerpo extranjero de la jouissance en su corazón mismo. El mal del ello pone en escena, pues, el más elemental “cortocircuito” en la re­ lación del sujeto con el perdido objeto-causa elemental de su deseo: lo que nos “molesta” en el “otro” (judío, japonés, africano, turco...) es que parece mantener una relación privilegiada con el objeto; el otro o bien posee el objeto-tesoro, porque nos lo ha arrebatado (y por eso no lo tenemos), o bien plantea una amenaza para nuestra posesión del objeto. En resumen, la “intoleran­ cia” del skinhead con respecto al otro no puede ser con­ cebida adecuadamente sin referencia al objeto-causa del deseo, que está, por definición, ausente. ¿Cómo hemos de combatir efectivamente este mal del ello que, debido a su naturaleza “elemental”, permanece impermeable a toda argumentación racional o incluso pura­ mente retórica? Es decir, el racismo está siempre sustenta­ do por un fantasma particular (de cosa nostra, de nuestra Cosa étnica amenazada por “ellos”, de “ellos” que, por me­ dio de su goce excesivo, plantean una amenaza para nuestro “modo de vida”), lo cual, por definición, resiste la universa­ lización. La traducción del fantasma racista en el medio universal de la intersubjetividad simbólica (la ética habermasiana del diálogo) no debilita en absoluto la influencia de ese fantasma sobre nosotros.23 Para socavar su poder, se re­ quiere una estrategia política diferente, una que sea capaz de incorporar lo que Lacan llamó “la traversée du fantas23. Véase el capítulo 6 de Slavoj Zizek, Tarrying with the Negative, Durham, N C, Duke University Press, 1993. Esta insensibilidad del fantasma ra­ cista para la argumentación racional-simbólica significa que el fantasma sólo puede ser mostrado, no dicho. Nos referimos desde luego a la oposición wittgensteniana en el Tractatus, de aquello sobre lo que podemos hablar y aquello que sólo puede ser mostrado: podemos hablar sobre síntomas, sue-

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me”, una estrategia de sobreidentificación, que tome en cuen­ ta el hecho de que el superyó obsceno qua base y soporte de la Ley pública es operativo sólo en la medida en que perma­ nece no reconocido, oculto para el ojo público. ¿Qué suce­ dería si, en lugar de la disección crítica y la ironía que revelan su impotencia frente al núcleo racista fantasmático, procedemos a contrario y nos identificamos públicamente con el superyó obsceno? En el proceso de desintegración del socialismo en Eslovenia, el grupo post-punk Laibach puso en escena una mezcla agresiva e incoherente de estalinismo, nazismo e ideología Blut und Boden [“sangre y suelo”]. La primera reacción de los críticos iluministas de izquierda fue concebir a Laibach como la imitación irónica de los rituales totalitarios; sin embargo, su apoyo a Laibach estuvo siempre acompañado por un sen­ timiento de incomodidad: “¿Y si realmente quieren decir eso? ¿Y si verdaderamente se identifican con el ritual totali­ tario?” O (en una versión más astuta), transfiriéndole al otro la propia duda: “¿Y si Laibach sobreestima a su público? ¿Y si el público toma en serio lo que Laibach imita burlonamen­ te, de modo que el grupo en realidad realmente refuerza aquello que se propone socavar?” Este sentimiento de inco­ modidad está alimentado por la suposición de que la distan­ cia irónica es automáticamente una actitud subversiva. ¿Y si, por el contrario, la actitud dominante del universo “postideológico” contemporáneo es precisamente una distancia cí­ nica respecto de los valores públicos? ¿Y si esta distancia, lejos de plantear una amenaza para el sistema, designa la for­ ma suprema del conformismo, dado que el funcionamiento normal del sistema requiere una distancia cínica? En ese ca­ so, la estrategia de Laibach aparece bajo una nueva luz: “frus­ tra”el sistema (la ideología dominante) precisamente en la medida en que no es su imitación irónica, sino su sobreidentificación. Sa­ fios, lapsus lingrne, etc., podemos interpretarlos, mientras que el fantasma -el marco fantasmático- es una “forma de vida (psíquica)” que sólo puede ser mostrada a través de un tipo de gesto puramente demostrativo.

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cando a la luz el obsceno reverso superyoico del sistema, la sobreidentificación suspende su eficiencia.*24 El recurso fundamental de Laibach es su hábil manipula­ ción de la transferencia: su público (sobre todo los intelectua­ les) está obsesionado por el “deseo del Otro”. ¿Cuál es la posición real de Laibach? ¿Son verdaderamente totalitarios o no? Es decir, le formulan a Laibach una pregunta y esperan de ellos una respuesta, sin notar que Laibach nofunciona como respuesta sino como pregunta. Por medio del carácter elusivo de su deseo, de la indecidibilidad respecto de “dónde están pa­ rados realmente”, Laibach nos obliga a tomar una posición propia y decidir sobre nuestro deseo. Laibach cumple realmente con la inversión que define el final de la cura psicoanalítica. Al comienzo de la cura está la transferencia: la relación transferencial entra en vigor tan pronto como el analista aparece bajo la forma del sujeto su­ puesto saber -saber la verdad acerca del deseo del analizan­ te-. Cuando, en el curso del psicoanálisis, el analizante se queja de que no sabe lo que quiere, toda su queja está dirigi­ da al analista, con la suposición implícita de que éste sabe. En otras palabras, en la medida en que el analista representa al gran Otro, la ilusión del analizante reside en reducir su igno­ rancia acerca de su deseo a una incapacidad “epistemológica”: la verdad sobre su deseo ya existe, está registrada en algún lu­ gar en el gran Otro, sólo hay que sacarla a la luz y su desear surgirá suavemente... El fin del psicoanálisis, la disolución de la transferencia, ocurre cuando esta incapacidad “epistemoló­ gica” se convierte en imposibilidad “ontològica”: el analizante tiene que experimentar que tampoco el gran Otro posee la 24. Para clarificar el modo en que este develamiento, esta puesta en es­ cena pública del núcleo fantasmático obsceno de un edificio ideológico suspende su funcionamiento normal, recordemos un fenómeno homólogo en la esfera de la experiencia individual: cada uno de nosotros tiene algún ritual, frase (apodos, etc.) o gesto privado, usado únicamente dentro del círculo más íntimo de nuestros amigos o parientes más cercanos; cuando estos rituales se vuelven públicos, el efecto es necesariamente de extrema turbación y vergüenza: queremos que la tierra nos trague...

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verdad acerca de su deseo, que su deseo carece de garantía, de fundamento, y está autorizado sólo en sí mismo. En este sen­ tido, la disolución de la transferencia marca el momento en que la flecha de la pregunta que el analizante dirige al analis­ ta se vuelve hacia el analizante mismo: primero la pregunta (histérica) del analizante es dirigida al analista, quien se supo­ ne posee la respuesta; luego el analizante es forzado a reco­ nocer que el analista mismo no es nada más que un gran signo de interrogación dirigido al analizante. Puede especifi­ carse aquí la tesis de Lacan según la cual un analista está au­ torizado sólo por sí mismo: un analizante se convierte en analista cuando asume que su deseo no tiene soporte en el Otro, que la autorización de su deseo puede venir sólo de sí mismo. Y en la medida en que esta misma inversión de la di­ rección de la flecha define la pulsión, podemos decir (como dice Lacan) que lo que se produce al final del psicoanálisis es el cambio del deseo a la pulsión.25

25. La lógica inherente a la tríada histeria-perversión-psicosis puede ser formulada precisamente por referencia al estatuto de la pregunta- en ca­ da uno de los tres casos. En la histeria, el sujeto mismo tiene el estatuto de una pregunta dirigida al gran Otro, una pregunta que articula su ansiedad acerca de su estatuto a los ojos del Otro: “¿Qué soy para el Otro?” En la perversión, la pregunta está desplazada al Otro, es decir, un perverso tiene la respuesta (un comunista estalinista que sabe lo que el pueblo quiere real­ mente, en oposición al pueblo real, que está confundido y desorientado por la propaganda enemiga), mientras que la pregunta es impuesta al Otro, en el cual el perverso se esfuerza por despertar ansiedad. En la psicosis, la di­ mensión de la pregunta desaparece: el síntoma psicótico (la alucinación, por ejemplo) es una “respuesta de lo real” en el sentido preciso de una res­ puesta sin pregunta, una respuesta que no puede ser ubicada en su contex­ to simbólico. El psicótico rompe el círculo de la comunicación en el cual el hablante recibe del destinatario su propio mensaje en su forma verdade­ ra e invertida, es decir, en el cual el hablante, gracias a su destreza, funda­ menta el espacio de la posible respuesta. En la psicosis, una respuesta emerge sin su contexto simbólico.

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L a m ir a d a l m p o t e n t e y s u c u l pa

El fantasma fundamental de la guerra tecnológica, fantas­ ma que estructura nuestra percepción de la Guerra del Gol­ fo, entraña la suspensión de la violencia física “cruda”. La primera “materialización” de este fantasma fue la construc­ ción de la línea Maginot en la década de 1930. En primer lu­ gar, tenemos una barrera absoluta que nos separa del otro lado, el “enemigo”; impidiendo todo contacto directo con el enemigo, esta barrera despersonaliza totalmente la guerra y vuelve posible su organización como profesión ordinaria. Un soldado pelea ocho horas por día (en su posición detrás del arma); luego se desplaza hacia los barrios residenciales, des­ cansa, lee, va al cine, y luego hace otro tumo de ocho horas... De este modo, “nada real sucede”: la realidad erada de san­ gre y muerte está superada por datos abstractos: la ubicación del blanco, el resultado del bombardeo... El fantasma fundamental de la guerra tecnológica con­ temporánea es, por tanto, el fantasma mismo, dado que en és­ te, el sujeto está reducido a una pura mirada impasible que presencia la escena fantasmática cuya realidad está suspendi­ da. ¿Cómo tenemos que concebir, entonces, el lazo entre es­ ta posición de testigo pasivo -de pura mirada- y el estallido de violencia “real”? Uno de los lugares comunes del feminis­ mo desconstruccionista es el vínculo entre mirada y poder: el que “ve”, aquel cuyo punto de vista organiza y domina el campo visual, es también el que detenta el poder; ya en la fan­ tasía de Bentham del panóptico, el lugar del poder se sitúa en la mirada central. Según esta concepción, la relación de po­ der en el cine está determinada por el hecho de que la mira­ da masculina controla el campo visual, mientras que el estatuto de la mujer es el del objeto privilegiado de la mirada masculina. La lección de las grandes obras maestras de Hitchcock, de Tuyo es mi corazón (Notorias) a La ventana indis­ creta (Rear Window), sin embargo, es que la dialéctica de la mirada y el poder es mucho más refinada: la mirada connota poder, aunque simultáneamente, en un nivel más fundamen­

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tal, connota el opuesto mismo de poder -la impotenciaen la medida en que entraña la posición de un testigo inmoviliza­ do que sólo puede observar lo que está sucediendo. La reciente guerra en Bosnia plantea muy agudamente la cuestión de la culpa de la mirada-, ¿por qué el observador im­ potente forzado a presenciar un horror inenarrable parece inevitablemente infectado con la culpa, aunque “no sea culpa suya”? Tomemos el caso de la violación como “arma”, usada especialmente por los serbios en contra de los musulmanes. La forma que toma -la violación de una niña (o de un niño) en presencia de su padre, forzado a presenciar el hecho- está destinada a poner en movimiento el círculo vicioso de la cul­ pa: el padre -representante de la autoridad, del gran Otro- es expuesto en su impotencia más extrema, lo que lo vuelve cul­ pable a sus ojos así como a los de su hija; la hija es culpable por causar la humillación del padre; etc. La violación entra­ ña, pues, además del sufrimiento físico y psíquico de la niña, la desintegración de toda la red sociosimbólica familiar. La mirada impotente ya funciona en la “escena primitiva” de “La carta robada”, de Poe: el ministro que escamotea la carta en presencia de la reina y el rey; en este caso, la mirada impotente es la mirada de la reina, que sólo puede observar el acto, pues es incapaz de hacer nada para impedirlo, dado que cualquier acción de su parte revelaría su complicidad al rey. La mirada impotente es, pues, un elemento en el trián­ gulo que compromete también la mirada ignorante del otro y el acto del criminal torturador. Hablando estrictamente, ¿quién es impotente en este caso? En primer lugar, desde lue­ go, el sujeto de la mirada impotente. En un nivel más profun­ do, sin embargo, una impotencia más radical pertenece al tercero ignorante, el gran Otro, el agente de la autoridad so­ cial (el rey en “La carta robada”): el acto criminal pone al desnudo la impotencia del gran Otro, sin que éste sea cons­ ciente de ello.26 El sujeto de la mirada impotente sólo puede 26. Es posible extraer la conclusión de que “La carta robada” trata li­ teralmente de la consecuencias de la impotencia del rey: Poe nos da a en­

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observar pasivamente los hechos, dado que sus manos están atadas debido a la complicidad, a la solidaridad oculta con el cri­ minal: sin que el gran Otro lo sepa, él mismo ha obrado en su contra. Esta posición de “testigo impotente” también es un com­ ponente crucial de la experiencia de lo sublime: esta expe­ riencia se produce cuando nos enfrentamos a algún hecho horroroso cuya comprensión excede nuestra capacidad de re­ presentación; es tan apabullante que no podemos hacer otra cosa que mirar con horror. Sin embargo, al mismo tiempo, este acontecimiento no plantea una amenaza inmediata para nuestro bienestar físico, de manera que podemos mantener la distancia segura de un observador. Kant confina la experien­ cia de lo sublime a ejemplos de la naturaleza (el mar embra­ vecido, los precipicios de montaña...), pasando por alto el hecho de que un acto humano también puede disparar tal ex­ periencia: el acto de tortura y asesinato sólo puede observarse con horror. Thomas de Quincey articuló su teoría del “subli­ me arte de matar” a través de una referencia a Kant; en su práctica literaria, tradujo esta dimensión sublime presentan­ do el asesinato desde el punto de vista del observador (la mu­ cama que sabe que el asesino que acaba de matar a su patrón está acechando tras las puertas; el pasajero de hotel que ob­ serva desde un rincón oscuro en lo alto de la escalera cómo el asesino masacra a toda la familia del propietario del hotel).27 Y la lección del psicoanálisis es que tendríamos que agregar la tortura y el asesinato como fuentes de una posible expe­ riencia de sublime e intenso goce (sexual). La posición del observador impotente también es la matriz de una de las escenas estándar del film noir. En El sueño eterno (The Big Sleep), de Howard Hawks, por ejemplo, Marlowe ob­ tender que el secreto de la “carta robada” es el amorío ilícito de la reina. ¿Y por qué la reina buscaría un amante si no fuera por la incapacidad del rey para satisfacerla? 27. Véase el capítulo 1 de Joel Black, The Aesthetics ofMurder, Baltimo­ re, MD, Johns Hopkins University Press, 1991.

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serva, sin ser visto, la muerte, a manos de un asesino a sueldo, de un criminal de poca monta que prefiere perder la vida antes que traicionar a la muchacha que ama. Tal vez el ejemplo más claro ocurre en el comienzo de Mala mujer (Scarlett Street), de Fritz Lang, cuando Edward Robinson es testigo del violento estallido de Dan Duryea contra Joan Bennett: cegado por su marco fantasmático, Robinson malinterpreta una simple “riña de amantes”, que Joan Bennet está gozando claramente, como el subimiento del que debe ser rescatada. Esta escena propor­ ciona la clave para la constelación de la mirada impotente: el elemento insorportable, traumático, de que es testigo la mira­ da es en última instancia el goce femenino, cuya presencia sus­ pende la autoridad del gran Otro, del Nombre-Del-Padre, y el fantasma (el fantasma de la amenaza de la que la mujer debe ser “rescatada”) es un eácenario que construimos con el fin de elu­ dir el goce femenino. El “Pegan a un niño” de Freud debe ser suplementado por lo que es quizás un ejemplo aún más elemen­ tal de escena fantasmática : “lorturan-poseen a una mujer”. ¿Por qué, entonces, el observador es pasivo e impotente? Porque su deseo está escindido, dividido entre la fascinación del goce y la repulsión ante él; o -para decirlo de otro modoporque su ansia de rescatar a la mujer de su torturador está obstaculizada por el conocimiento implícito de que la víctima está gozando su sufrimiento.2829La habilidad del observador pa­ ra actuar -para rescatar a la mujer víctima del torturador o de sí misma- atestigua el hecho de que se haya convertido en “víctima por su propio fantasma” (como Lacan lo expresa a propósito de Sade): el golpe apunta al intolerable plus de gozan19 28. Esta figura misteriosa del torturador que tiene influencia sobre la mujer e impide el acceso del sujeto a ella, blanco final del estallido de vio­ lencia del sujeto, es lo que Lacan llama Padre-goce [Père-jouissance], la imagen fantasmática del amo del goce femenino, el opuesto mismo del pa­ dre simbólico muerto, cuya muerte significa pi-ecisamente que es total­ mente ignorante del goce. Sobre esta figura del Padre-goce, véase el capítulo 4 de Zizek, ¡Goza tu síntoma! 29. Esta constelación está en funcionamiento en una serie de filmes americanos, desde Centauros del desierto (Searcbers), de John Ford, hasta Ta-

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L a g u e r r a d e l o s fa n ta sm a s

La doxa sobre la violencia en la “sociedad del espectácu­ lo” posmoderna funciona así: hoy, nuestra percepción de la realidad está mediada por las manipulaciones estetizadas de los medios hasta tal punto que ya no nos es posible distinguir la realidad de su imagen mediática; la realidad misma es ex­ perimentada como un espectáculo estético. Los estallidos de violencia irracional deben entenderse en este marco: como intentos desesperados de establecer una distinción entre fic­ ción y realidad por medio de un passage a Pacte, es decir, de apartar la telaraña de la pseudo-realidad estetizada y llegar a la dura realidad. Lejos de estar simplemente equivocada, es­ ta doxa es más bien correcta por razones equivocadas-, lo que pa­ sa por alto es la crucial distinción entre orden imaginario y ficción simbólica. El problema de los medios contemporáneos no reside en su capacidad de hacernos confundir ficción con realidad, sino más bien en su carácter “hiperrealista”, por medio del cual sa­ turan el vacío que mantiene abierto el espacio para laficción simbó­ lica. El orden simbólico puede funcionar sólo manteniendo una distancia mínima respecto de la realidad, gracias a la cual tiene, en última instancia, el estatuto de una ficción. Basta con recordar la ansiedad que surge cuando nuestras palabras se realizan “al pie de la letra”. En Festín diabólico (Rope), el filme de Flitchcock, el profesor Cadell recibe una poco grata sor­ presa cuando dos de sus alumnos “toman literalmente” sus teorías acerca del derecho de los superhombres al asesinato y las realizan: esta sorpresa demuestra la “normalidad” de Ca­ dell. Así, si ha de funcionar normalmente, el orden simbólico no debe ser tomado “literalmente”. Cuando por ejemplo, un camarero me saluda con un “¿Cómo está usted hoy?”, el mexi Driver, de Martín Scorsese, donde Txavis (Robert de Niro) recurre a un violento passage a l’acte para resolver la impasse de su relación con la joven prostituta que se rehúsa a ser rescatada (Jodie Foster). Véase el capítulo 4 de Black, The Aesthetics of Murder.

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jor modo de causar sorpresa es tomar esta pregunta seriamen­ te y responderla (“En realidad tuve un mal día. Primero, una terrible migraña por la mañana. Luego...”). En la sociedad del espectáculo, la hipertrofia de las “presentaciones realistas” imaginarias deja cada vez menos espacio abierto para esta fic­ ción simbólica. Lo que se pierde con el realismo mediático, desde los juguetes hasta los videos, es la experiencia de “me­ nos es más”: cuando escuchamos una ópera en un CD, el he­ cho mismo de “no ver todo” nos permite llenar este vacío con ficción creativa. En contraste, siempre hay algo vulgar en una ópera en video, debido al hecho mismo de “ver siempre todo”. ¿Qué es, entonces, lo que se produce cuando esta hiper­ trofia imaginaria satura el espacio para la ficción simbólica? El vacío llenado por la ficción simbólica creativa es el objeto a., el objeto-causa del deseo, el marco vacío que proporciona el espacio para la articulación del deseo. Cuando este vacío está saturado, la distancia que separa a de la realidad se pier­ de: a entra en la realidad. Sin embargo, la realidad misma es­ tá constituida por medio del retiro del objeto a: podemos relacionarnos con la realidad “normal” sólo en la medida en que el goce sea evacuado de ella, en la medida en que el ob­ jeto-causa del deseo esté ausente. La consecuencia necesaria de la proximidad excesiva de a respecto de la realidad, que so­ foca la actividad de la ficción simbólica, es, por tanto, una “des-realización” de la realidad misma: la realidad ya no está estructurada mediante ficciones simbólicas; los fantasmas que regulan la hipertrofia imaginaria intervienen directamente en ella. Y es entonces cuando la violencia entra en escena, bajo la forma del passage à Pacte psicòtico. Cuando Hamlet el histérico, oculto detrás del cortinado, observa al orante Claudio, no puede decidir si lo atacará con la espada o no: esta muerte de Claudio qua carne y hueso, ¿también le asestará un golpe a la sustancia sublime de Clau­ dio, a lo que es “en él más que él mismo”, el objeto ai La du­ da de Hamlet nos permite entender per negationem el passage à Pacte psicòtico. En la psicosis, a no está excluido de la rea­ lidad; no funciona como el vacío de su marco formal. En con­

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secuencia, el psicótico, a diferencia del histérico, no duda, sa­ be que a está contenido en la realidad; es por ello que puede actuar y realmente matar al otro, asestándole un golpe a a. El passage a Pacte psicótico debe ser concebido como un intento desesperado del sujeto de expulsar a a de la realidad por la fuerza, y así ganar el acceso a la realidad. (La “pérdida de la rea­ lidad” psicótica no surge cuando algo se pierde en la realidad sino, por el contrario, cuando hay demasiado de una Cosa en la realidad.) Esta expulsión de « también produce la matriz de una violencia bélica “irracional”. En este punto, la lectura que Richard Rorty hace de 1984, de Orwell, quizá pueda ser de alguna utilidad: a propósito del quiebre de Winston en manos de O’Brien, su torturador, Rorty señala que las perso­ nas pueden experimentar la humillación última de decirse a sí mismos, retrospectiva­ mente, “Ahora que he creído o deseado esto, no puedo nunca ser lo que esperaba ser, lo que pensaba que era. La historia que he estado contándome sobre mí mismo... ya no tiene sen­ tido. Ya no tengo un yo a partir del cual producir sentido. No hay un mundo en el cual pueda describirme como habitante, porque no hay vocabulario en el cual pueda contar una histo­ ria coherente sobre mí mismo”. Para Winston, el enunciado que no puede pronunciar sinceramente y seguir siendo capaz de reconstruirse a sí mismo fue “¡Hazlo a Julia!” y la peor co­ sa en el mundo resultaron ser las ratas. Pero presumiblemen­ te cada uno de nosotros se encuentra en las mismas relaciones con algún enunciado y con alguna cosa.30

Una de las proposiciones fundamentales del psicoanálisis lacaniano es que este enunciado o cosa que encapsula el nú­ cleo del ser del sujeto más allá de las identificaciones imagi­ narias está irreductiblemente descentrado con respecto a la textura simbólica que define la identidad del sujeto: el sujeto 30. Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cam­ bridge University Press, 1989, p. 179. [Ed. cast.: Contingencia, ironía y soli­ daridad, Barcelona, Paidós, 1996.]

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puede enfrentarse a este núcleo ex-timado sólo al precio de su afánisis temporaria. Esto es lo que designa la fórmula lacaniana del fantasma -S' O a--. el borramiento del sujeto fren­ te a este cuerpo, extraño, “ex-timado” (creencia, deseo, proposición) que forma el núcleo de su ser.31Basta con recor­ dar que nos ruborizamos cuando nuestro modo más íntimo de goce es revelado públicamente: querríamos que la tierra nos tragara. En otras palabras, la afánisis atestigua el desa­ cuerdo irreductible entre el núcleo duro y fantasmático y la textura de la narración simbólica: cuando corro el riesgo de enfrentarme con este núcleo duro, “la historia que he estado contándome sobre mí mismo ya no tiene sentido”, “Ya no tengo un yo a partir del cual producir sentido”, o, en térmi­ nos lacanianos, el gran Otro (el orden simbólico) se desplo­ ma en el otro, el objeto a, el objeto-fantasma. La extracción del objeto a del ámbito de la realidad le da a este ámbito su coherencia: en la afánisis, el objeto a ya no es extraído, ad­ quiere presencia plena; en consecuencia, no sólo es la textu­ ra simbólica lo que constituye mi realidad desintegrada, sino que el núcleo fantasmático mismo de mi goce queda expues­ to y puede, por tanto, ser atacado. Tal vez, en cierto sentido no hay mayor violencia que la su­ frida por un sujeto que es forzado, contra su voluntad, a expo­ ner en público el objeto a en sí mismo. Y casualmente, aquí reside el argumento definitivo en contra de la violación: aun si, en cierto sentido, el chovinismo masculino es correcto -aun cuando algunas mujeres de alguna manera y algunas veces quie­ ren ser tomadas brutalmente-, por esa misma razón no hay na­ da más humillante que forzar a una mujer, contra su voluntad, para satisfacer su deseo. Es lo que el Coriolano de Shakespeare piensa cuando se rehúsa a “oír mi nada monstruosa”: prefirió convertirse en traidor antes que recurrir al elogio de sí mismo en público y exponer esa “nada” que era el núcleo de su ser. 31. Véase un vínculo entre afánisis y el motivo de la amnesia (pérdida de la memoria y del sentido de identidad personal) en el film noir, en el ca­ pítulo 5 de Zizek, /Goza tu síntoma!

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La actual guerra en Bosnia, por tanto, es un caso paradig­ mático de guerra “posmoderna”: materializa de modo ejem­ plar la tríada de mal del yo, mal del superyó y mal del ello. Se trata de una extrema violencia física, conquista de territorios, pillaje; de violencia simbólica, la destrucción del universo simbólico del enemigo, el “culturocidio” como consecuencia del cual “la historia que la comunidad ha estado contándose acerca de sí misma ya no tiene sentido”; y, en el nivel más ra­ dical, de un esfuerzo por asestarle un golpe al insoportable plus de gozar, a, contenido en el Otro. Dado que el odio no se limita a las “propiedades reales” de su objeto sino que apunta a su núcleo real, el objeto a, lo que está “en el objeto más que él mismo”, el objeto del odio es, stricto sensu, indes­ tructible-. cuanto más destruimos el objeto en la realidad, más poderosamente surge ante nosotros su núcleo sublime. Esta paradoja, que ya emergió a propósito de los judíos en la Alemania nazi (cuanto más despiadadamente eran extermi­ nados, más horrorosas eran las dimensiones que adquirían los que quedaban), puede percibirse hoy a propósito de los mu­ sulmanes en Bosnia: cuanto más masacrados y hambreados son, más poderoso es el peligro del “fundamentalismo musul­ mán” a los ojos de los serbios. Nuestra relación con este nú­ cleo traumático-real del plus de gozar que “nos perturba” en el Otro está estructurado en fantasmas (acerca de la omnipo­ tencia del Otro, acerca de “sus” extrañas prácticas sexuales, etc.). En este sentido, la guerra es siempre una guerra defan­ tasmas. Con respecto al contexto social de esta guerra “posmoder­ na”, Etienne Balibar32articuló agudamente el doble desplaza­ miento del racismo contemporáneo con respecto al racismo “clásico”. Este último funciona como suplemento del nacio­ nalismo: es una formación secundaria que emerge en el con­ texto de la afirmación de la identidad nacional y designa su intensificación “patológica”, su negativo, su inversión, su cambio de dirección hacia la otredad “interna”, hacia el cuer32. Manuscrito inédito, “Violence et politique”, pp. 24-25.

Slavoj Zizek po extraño que amenaza nuestro Cuerpo-Nación desde adentro. Hoy, la relación parece invertida -o, en términos hegelianos, reflejada-en-sí-misma: el nacionalismo funciona co­ mo una especie o suplemento del racismo, como delimitación res­ pecto del cuerpo extraño “interno”. En esta concepción, el “nacionalismo no racista” es imposible en la actualidad, dado que el nacionalismo, en su noción misma, está planteado co­ mo una especie de racismo (el “otro” contra el cual afirma­ mos nuestra identidad nacional siempre nos amenaza “desde adentro”). Las dudas de la izquierda acerca de un nacionalis­ mo “no agresivo”, “bueno” -acerca de la posibilidad de tra­ zar una clara línea divisoria entre el nacionalismo “bueno” de las naciones pequeñas y amenazadas, y el nacionalismo “ma­ lo” y agresivo- están, pues plenamente, justificadas. Dentro del campo del racismo, el equivalente de este des­ plazamiento es el cambio estructural en el rol del antisemitis­ mo. En el racismo clásico, el antisemitismo funciona como excepción: en el discurso nazi, por ejemplo, la actitud hacia los judíos (que son el doble unheimlich de los propios alemanes y, como tales, deben ser aniquilados) difiere radicalmente de la actitud hacia otras naciones “inferiores”, en cuyo caso el ob­ jetivo no es su aniquilación, sino únicamente su subordina­ ción -tienen que asumir su “lugar apropiado” en la jerarquía de las naciones-. Los judíos son un elemento perturbador que incita a otras naciones inferiores a la insubordinación, de modo que es sólo a través de la aniquilación de los judíos que las otras naciones aceptarán su propio lugar subordinado. También aquí, sin embargo, una inversión específica está produciéndose en la actualidad: estamos ante un antisemitis­ mo unlversalizado, es decir, toda “otredad” étnica es concebi­ da como un doble unheimlich que amenaza nuestro goce; en resumen, el racismo “normal”, no excepcional, no antisemi­ ta, ya no es posible. La universalización de la metáfora del Holocausto (a propósito de toda limpieza étnica se afirma que es comparable al holocausto nazi), por excesiva que pue­ da parecer, está por tanto fundada en la lógica inherente a la cosa misma, en la universalización del antisemitismo. 128

El superyó por defecto 129 Esta inversión, este cambio de lugares entre el género y su especie, depende de la gradual desintegración del Estado-na­ ción qua marco predominante de la identificación con la Co­ sa étnica. Hoy este marco es atacado desde ambos lados, a través de procesos transnacionales de integración así como a través de la emergencia de nuevas formas de identificación locales, intranacionales, étnicas y protoétnicas, incluyendo la “Nación Gay”. Dentro de este marco global, toda diferencia étnica es eo ipso percibida como “interna”; es por ello que to­ do nacionalismo ya es una especie de racismo, y todo racismo ya posee la estructura del antisemitismo. At r a v e s a n d o e l fa n ta sm a

La eminencia gris, de Aldous Huxley, una biografía del Pa­ dre José, consejero político del cardenal Richelieu, debería estar en la lista de lecturas de todo aquel que quiera echar luz sobre la oscura relación entre ética y fantasma. Si, en una re­ construcción ficcional de la historia europea moderna, uno quisiera aislar el episodio que interrumpió el curso “normal” de los acontecimientos e introdujo el desequilibrio cuya con­ secuencia final fueron las dos guerras del siglo XX, el candi­ dato principal para este papel sería indudablemente la fragmentación del Reich alemán en la Guerra de los Treinta Años en la primera mitad del siglo XVII; como resultado de esta fragmentación, la afirmación de Alemania como Estadonación fue postergada. Y si hay una persona que, dentro de esta reconstrucción ficticia, puede considerarse responsable por los resultados catastróficos, el candidato principal para este papel sería el Padre José, quien, a través de su fenome­ nal capacidad para la intriga, logró introducir una ruptura en el campo protestante, que concluyó con un pacto entre la Francia católica y la Suecia protestante, llevando así el centro de la guerra al territorio alemán. El Padre José es la encarnación definitiva del político conspirador, maquiavélico, listo para sacrificar miles de vidas

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y recurrir a espionaje, mentiras, asesinato y extorsión por la raison d’État. Pero -y éste fue el rasgo que fascinó a Huxleyhabía otro lado en el Padre José: no sólo era sacerdote; tam­ bién era un místico auténtico. Todas las noches, después de un día de tortuosas intrigas diplomáticas, se sumergía en una profunda meditación; sus visiones místicas dan prueba de una autenticidad digna de Santa Teresa o de San Juan de la Cruz; tenía una continua relación epistolar con las hermanas de un pequeño convento francés, y siempre encontró tiempo para aconsejarlas en sus penas espirituales... ¿Qué debemos pensar de estos dos lados reunidos? En su punto crucial, Huxley mismo evita la verdadera paradoja y opta por una fácil salida poniendo el acento en el supuesto punto débil de la experien­ cia mística del Padre José: su excesivo cristocentrismo, su ob­ sesión con el Cristo sufriente del Camino de la Cruz son responsables de hacer posible la manipulación temeraria del sufrimiento de otras personas. (Por esta razón, Huxley se ale­ jó del Cristianismo y buscó la salvación espiritual en la sabi­ duría oriental.) Lo que debemos hacer, sin embargo, es precisamente persistir en esta conjunción aparentemente im­ posible: una persona puede ser un monstruoso conspirador; sin embargo, su “comprensión de sí”, su experiencia existencial-religíosa, puede ser impecablemente “auténtica”. Ningu­ na experiencia “no ideológica”, por “auténtica” que pueda ser, garantiza que no se lleven a cabo políticas horrorosas en su nombre. ¿Acaso Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, no es un ejemplo literario supremo de esta paradoja? Tal co­ mo lo sabemos ahora a partir de los fragmentos publicados postumamente, es Alioscha el modelo de esta espiritualidad inocente y humilde, quien, en la continuación no escrita de la novela, iba a convertirse en el terrorista revolucionario. Se ha puesto de moda hoy en día entrevistar a los skinheads “en su hogar”, demostrando que en su entorno hogareño son “gente normal, como nosotros”, miembros de una familia, tiernos esposos o hijos; también en este caso, tenemos que enfrentarnos a una contradicción: una persona puede golpear brutalmente a los inmigrantes, pero en su círculo familiar

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puede ser un amante esposo que cuida a su suegra anciana e inválida... El caso del skinhead en su casa es aún más claro que el del Padre José, dado que se trata de un caso ejemplar de la “coincidencia de opuestos” hegeliana: un skinhead bru­ tal no es la oposición externa a -el otro de- el sentimental hombre de familia, sino este mismo hombre de familia senti­ mental en su otredad; es decir, presenta la brutal reacción de este mismo hombre cuando su seguro refugio familiar es amenazado. En otras palabras, el skinhead que se enfurece y empieza a golpearlos a “ellos” sin ningún fundamento racio­ nal ni ideológico “más profundo”, simplemente porque “lo hace sentirse bien”, no es otro que el individuo narcisista de la llamada “sociedad de consumo” en una modalidad dife­ rente: la línea que los separa es extremadamente delgada; consiste en una conversión puramente formal, dado que es­ tamos ante una y la misma actitud fundamental inscripta tanto dentro como fuera del marco ideológico de lo que es “socialmente permisible”. No es difícil discernir de qué modo este ejemplo del skin­ head difiere de los otros ejemplos previamente mencionados de la escisión constitutiva de la ideología en Ley pública y su reverso obsceno, oculto de la mirada pública (el “Código ro­ jo”, los linchamientos del Ku Klux Klan). El ejemplo del skin­ head invierte casi simétricamente los anteriores: en él, la superficie misma está “manchada”; el skinhead realiza bajo la mirada pública lo que los dos soldados de Algunos hombres buenos (A Few Good Men) o los miembros del Ku Klux Klan hacen en la oscuridad, mientras el lado “honesto”, “huma­ no”, se refugia en la esfera de la privacidad. A pesar de la crueldad de sus acciones públicas, el skinhead es privadamen­ te una persona cálida, como nosotros, que ama a su madre; en lugar de una faz pública de orden con un reverso obsceno, te­ nemos una faz horrorosa que oculta un reverso tierno, hones­ to, “humano”. Algo similar funciona en la hagiografía estalinista de Lenin: los textos estalinistas admiten abierta­ mente que Lenin, en su esfuerzo por cumplir con la Necesi­ dad histórica, se vio forzado a recurrir a medidas firmes, es

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decir, a violar normas morales burguesas y ordenar la ejecu­ ción sumaria de numerosas personas; sin embargo, lo conmo­ vían profundamente las sonatas para piano de Beethoven, le gustaban los niños y los gatos... Esta diferencia es así la dife­ rencia misma entre poder tradicional y poder “totalitario”: en el primero, el superyó es activo clandestinamente, mientras que en el orden “totalitario” se apodera del espacio público, y la llamada “cálida humanidad” aparece como el rasgo pri­ vado de las personas para las cuales la necesidad de la Histo­ ria impone la realización de horrores obscenos... Los recientes acontecimientos en la ex Yugoslavia de­ muestran que uno de los más estúpidos proverbios de que disponemos es el famoso “Comprender es perdonar”. ¿A qué equivale esto en términos de la masacre étnica en Bosnia? “Comprender” a los serbios significa trasponerse en su com­ prensión de sí mismos y “reexperimentar” el modo como perciben y justifican sus actos, sumergirse en el bric-à-brac de los mitos serbios por medio de los cuales éstos narrativizan su experiencia histórica. La paradoja que hay que enfrentar es que la monstruosidad de los crímenes serbios no disminuye en nada la autenticidad y una suerte de belleza trágica pre­ sentes en esos mitos. En esto reside la actitud ética del psicoanálisis, el reverso bautizado por Lacan como “la traversée du fantasme”, la tra­ vesía del fantasma: en la distancia que estamos obligados a asumir respecto de nuestros sueños más “auténticos”, respec­ to de los mitos que garantizan la coherencia misma de nues­ tro universo simbólico.

E l amor cortés, o la mujer como la Cosa o

¿Por qué hablar acerca del amor cortés \Pamour courtois] hoy, en una era de permisividad en la cual el encuentro sexual es a menudo nada más que un “trámite” en un oscuro rincón de una oficina? La impresión de que el amor cortés está fue­ ra de moda y ha sido vastamente suplantado por los hábitos modernos es un señuelo que no nos deja ver que su lógica si­ gue definiendo los parámetros dentro de los cuales los dos se­ xos se relacionan entre sí. Esta afirmación, sin embargo, no implica de ningún modo un modelo evolucionista según el cual el amor cortés proporcionaría la matriz elemental a par­ tir de la que generamos sus últimas y más complejas variacio­ nes. Nuestra tesis es, por el contrario, que la historia debe ser leída retrospectivamente: la anatomía del hombre ofrece la clave para la anatomía del simio, tal como dijo Marx. Sólo con la emergencia del masoquismo, de la pareja masoquista, hacia fines del siglo XIX, podemos ahora entender la econo­ mía libidinal del amor cortés. E l t e a t r o m a s o q u is t a d e l a m o r c o r t é s

La primera trampa que debe evitarse a propósito del amor cortés es la noción de la Dama como objeto sublime: en ge­ neral, se evoca el proceso de espiritualización, el cambio de la

Slavoj Zizek avidez sensual cruda al deseo espiritual elevado. La Dama es así percibida como un tipo de guía espiritual en la alta esfera del éxtasis religioso, en el sentido de la Beatriz de Dante. En contraste con esta noción, Lacan enfatiza una serie de rasgos que contradicen tal espiritualización: es cierto que la Dama en el amor cortés pierde los rasgos concretos y es evocada co­ mo Ideal abstracto, de modo que “muchos autores observa­ ron que todos parecían dirigirse a la misma persona [...] En este campo poético, el objeto femenino está vaciado de toda sustancia real”.1 Sin embargo, este carácter abstracto de la Dama no tiene nada que ver con la purificación espiritual; antes bien, señala la abstracción que pertenece a un compa­ ñero frío, distanciado, inhumano: la Dama no es de ningún modo un semejante cálido, compasivo, comprensivo. La creación de la poesía consiste en plantear, según el modo de sublimación propio del arte, un objeto al que designaría como enloquecedor, un partenaire inhumano. Nunca la Dama es calificada por sus virtudes reales y concre­ tas, por su sabiduría, su prudencia o ni siquiera su pertinen­ cia. Si es calificada de sabia, sólo lo es en la medida en que participa en una sabiduría inmaterial, en tanto que, más que ejercer sus funciones, las representa. En cambio, en las exi­ gencias de la prueba que impone a su sirviente es lo más ar­ bitraria posible.12 136

La relación entre el caballero y la Dama es, pues, la rela­ ción del súbdito, del vasallo, con su Señor feudal, que lo so­ mete a ordalías sin sentido, atroces, imposibles, arbitrarias, caprichosas. Es precisamente para enfatizar la naturaleza no espiritual de estas ordalías que Lacan cita un poema acerca de una Dama que pidió que su siervo literalmente le lamiera el trasero: el poema consiste en las quejas del poeta sobre los malos olores que lo esperan allí (se conoce el lamentable es­ 1. Jacques Lacan, The Ethics ofPsychoanalysis, Londres, Routledge, 1992, p. 149.[Ed. cast.; La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1988.] 2. Ibíd., p. 150.

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tado de la higiene personal en la Edad Media), sobre el peli­ gro inminente de que, mientras él está cumpliendo con su deber, la Dama orine sobre su cabeza... La Dama está, pues, lo más lejos posible de toda espiritualidad purificada: funcio­ na como una pareja inhumana en el sentido de una Otredad radical que es completamente inconmensurable para nues­ tros deseos y necesidades; como tal, es simultáneamente una clase de autómaton, una máquina que enuncia demandas sin sentido y al azar. Esta coincidencia de la Otredad absoluta, inescrutable, y la máquina pura es lo que le confiere a la Dama su carácter siniestro, monstruoso: la Dama es el Otro que no es nuestro “semejante”, es decir, es alguien con el cual ninguna relación de empatia es posible. Esta otredad traumática es lo que Lacan designa por medio del término freudíano das Ding, la Co­ sa -lo real que “siempre retorna a su lugar”- ,3el núcleo duro que se resiste a la simbolización. La idealización de la Dama, su elevación a Ideal espiritual y etéreo, debe concebirse por tanto como un fenómeno estrictamente secundario: es una proyección narcisista cuya función es volver invisible su di­ mensión traumática. En este sentido preciso y limitado, Lacan reconoce que “ciertamente, se ha resaltado el aspecto de exaltación ideal a que la ideología del amor cortés apunta ex3. ¿No es la definición de Lacan de lo real como lo que siempre retor­ na a su lugar “pre-einsteiniano” y, como tal, está des-valorizado por la relativización del espacio con respecto al punto de vista del observador, es decir, por la cancelación de la noción de espacio y tiempo absolutos? Sin embargo, la teoría de la relatividad entraña su propia constante absoluta: el intervalo de espacio-tiempo entre dos acontecimientos es un absoluto que nunca varía. El intervalo de espacio-tiempo se define como la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuyos vértices son la distancia espacial y tem­ poral entre los dos acontecimientos. Un observador puede estar en un es­ tado de movimiento tal que para él hay un tiempo y una distancia entre ambos; otro puede estar en un estado de movimiento tal que sus dispositi­ vos de medición indiquen una distancia diferente y un tiempo diferente en­ tre ambos acontecimientos, pero el intervalo entre ellos no varía. Esta constante es lo real lacaniano, que “sigue siendo el mismo en todos los uni­ versos posibles”.

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presamente, es decir, su carácter fundamentalmente narcisis­ ta”.4 Privada de toda sustancia real, la Dama funciona como espejo en el cual el sujeto proyecta su ideal narcisista. En otras palabras -las de Christina Rossetti, cuyo soneto “En el estudio de un artista” habla de la relación de Dante Gabriel Rossetti con Elizabeth Siddal, su Dama-, la Dama aparece “no como es, sino tal como llena el sueño de él”.5Para Lacan, sin embargo, el acento crucial se encuentra en otra parte: El espejo, dado el caso,, puede implicar los mecanismos del narcisismo y, principalmente, la disminución destructiva, agresiva, que luego volveremos a encontrar. Pero cumple otro papel -un papel de límite. Es lo que no se puede franquear. Y la organización de la inac­ cesibilidad del objeto es realmente la única en la que participa.6 Así pues, antes de adoptar los lugares comunes de que la Dama en el amor cortés no tiene nada que ver con la mujer real, de que representa la proyección narcisista del hombre que entraña la mortificación de la mujer de carne y hueso, te­ nemos que contestar esta pregunta: ¿de dónde viene esa su­ perficie vacía, esa fría y neutra pantalla que abre el espacio para posibles proyecciones? Es decir, si los hombres han de proyectar en el espejo su narcisismo ideal, la muda superficie 4. Lacan, The Ethics of Psychoanalysis, p. 151. 5. Es evidente, por tanto, que sería un error fatal identificar a la Dama del amor cortés, este Ideal incondicional de Mujer, con la mujer en la me­ dida que no está sometida al goce fálico: la oposición entre la mujer coti­ diana, “domesticada”, con quien la relación sexual puede parecer posible, y la Dama qua “pareja inhumana” no tiene nada que ver con la oposición de la mujer sometida al significante fálico y la mujer qua portadora del go­ ce del Otro. La Dama es la proyección del ideal narcisista del hombre; su figura emerge como el résultado del pacto masoquista por el cual la mujer acepta el rol de dominatrix en el teatro puesto en escena por el hombre. Por esta razón, Beata Beatrix, de Rossetti, por ejemplo, no debe percibirse co­ mo la figuración del goce del Otro: como en la muerte de amor de Isolda en Tristán e Isolda, de Wagner, estamos ante un fantasma masculino. 6. Lacan, The Ethics of Psychoanalysis, p. 151.

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del espejo ya debe estar presente. Esta superficie funciona co­ mo un tipo de “agujero negro” en la realidad, como un lími­ te cuyo Más Allá es inaccesible. El siguiente rasgo crucial del amor cortés es que se trata completamente de una cuestión de cortesía y etiqueta, no tie­ ne nada que ver con la pasión elemental que supera todas las barreras, inmune a todas las normas sociales. Es una estricta fórmula ficcional, con un juego social “como si”, donde un hombre finge que su querida es la Dama inaccesible. Y es precisamente este rasgo lo que nos permite establecer un la­ zo entre el amor cortés y un fenómeno que, al principio, pa­ rece no tener nada en absoluto que ver con él: el masoquismo, como forma específica de la perversión articu­ lada por primera vez a mediados del siglo XIX en las obras li­ terarias y en la práctica concreta de Sacher-Masoch. En su celebrado estudio sobre el masoquismo,7 Gilíes Deleuze de­ muestra que el masoquismo no debe ser concebido como simple inversión simétrica del sadismo. El sádico y su víctima nunca forman una pareja “sado-masoquista” complementa­ ria. Entre los rasgos evocados por Deleuze para probar la asi­ metría entre sadismo y masoquismo, es crucial la oposición de las modalidades de negación. En el sadismo encontramos la negación directa, la destrucción violenta y el tormento, mientras que en el masoquismo, la negación asume la forma de rechazo, es decir, de simulación, de un “como si” que sus­ pende la realidad. Dependiendo estrechamente de esta primera oposición, se encuentra la oposición entre institución y contrato. El sadis­ mo sigue la lógica de la institución, del poder institucional que atormenta a su víctima y encuentra placer en su resisten­ cia inerme. Más precisamente, el sadismo funciona en el re­ verso superyoico obsceno que necesariamente duplica y acompaña, como una sombra, la Ley “pública”. El masoquis­ mo, por el contrario, está hecho a la medida de la víctima: es 7. Gilles Deleuze, “Coldness and Cruelty”, en Masochism, Nueva York, Zone Press, 1991.

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la víctima (el siervo en la relación masoquista) quien inicia el contrato con el amo (la mujer), autorizándola a humillarlo de cualquier modo que considere apropiado (dentro de los tér­ minos definidos por el contrato) y comprometiéndolo a ac­ tuar “de acuerdo con los caprichos de la Dama soberana”, como afirma Sacher-Masoch. Es el siervo, pues, el que escri­ be el guión, es decir, quien realmente lleva las riendas y dic­ ta la actividad de la mujer (,dominatrix): pone en escena su propia servidumbre.8 Otro rasgo diferencial es que el maso­ quismo, a diferencia del sadismo, es intrínsecamente teatral: la violencia es la mayoría de las veces simulada, e incluso cuando es “real” funciona como componente de una escena, como parte de una representación teatral. Además, la violen­ cia nunca es llevada a cabo hasta su conclusión: siempre per­ manece suspendida, como la repetición interminable de un gesto interrumpido. Es precisamente esta lógica del rechazo lo que nos permi­ te entender la paradoja fundamental de la actitud masoquista. Es decir, ¿cómo es la típica escena masoquista? El hombresiervo establece de manera fría, comercial, los términos del contrato con la mujer-amo: lo que ella habrá de hacerle, qué escena debe ensayarse infinitamente, qué vestido habrá de usar, cuán lejos habrá de ir en la tortura física real (cuán se­ veramente habrá de azotarlo, de qué modo preciso habrá de encadenarlo, dónde habrá de estampar las puntas de sus tacos altos, etc.). Cuando finalmente pasan al juego masoquista propiamente dicho, el masoquista mantiene constantemente un tipo de distancia reflexiva; nunca da verdadera rienda suel­ ta a sus sentimientos ni se abandona totalmente al juego; en el medio de éste, puede asumir repentinamente la postura del director, dando instrucciones precisas (pon más presión en ese punto, repite ese movimiento...), sin “destruir la ilusión”en 8. Por esta razón, el sadomasoquismo lésbico es mucho más subversi­ vo que el lesbianismo habitual, que exalta las relaciones tiernas entre mu­ jeres en contraste con la agresiva penetración fálica masculina: aunque el contenido del sadomasoquismo lésbico imita la heterosexualidad fálica “agresiva”, este contenido está subvertido por la propia forma contractual.

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lo más mínimo. Una vez que el juego ha terminado, el maso­ quista adopta la actitud de un burgués respetable y comienza a conversar con la Dama Soberana de una manera casual, im­ personal: “Gracias por el favor. ¿Nos vemos el próximo fin de semana?”, etc. Lo que tiene una importancia crucial es la to­ tal externalización de la más íntima pasión del masoquista: los deseos más íntimos se convierten en objeto del contrato y de la negociación. La naturaleza del teatro masoquista es, por tanto, completamente “no psicológica”: el juego maso­ quista, apasionado y surrealista, suspende la realidad social, pero se adecúa fácilmente a esa realidad cotidiana.9 Por esta razón, el fenómeno del masoquismo ejemplifica en su forma más pura lo que Lacan concebía al insistir una y otra vez en que el psicoanálisis no es psicología. El masoquis­ mo nos enfrenta con la paradoja del orden simbólico qua or­ den de “ficciones”: hay más verdad en la máscara que usamos, en el juego que jugamos, en. la “ficción” que obedecemos y seguimos, que en lo que está oculto detrás de la máscara. El núcleo mismo del ser del masoquista es externalizado en el juego puesto en escena, respecto del cual mantiene una dis­ tancia constante. Y lo Real de la violencia estalla precisamen­ te cuando el masoquista es histerizadó -cuando el sujeto rechaza el rol de un objeto-instrumento de goce de su Otro, cuando se horroriza ante la perspectiva de ser reducido a los ojos del Otro a un objeto para escapar de este atolladero, recurre al passage á Pacte, a la “violencia “irracional” que apunta al otro. Hacia el final de Sabor a muerte, de P. D. Ja­ mes, el asesino describe las circunstancias del crimen y per­ mite ver que el factor que resolvió su indecisión y lo impulsó 9. Aquí, la lógica es la misma que en el universo “no psicológico” de Twin Peaks, en el cual encontramos dos tipos principales de persona: la gente “normal”, corriente (basada en los clichés de las comedias de televi­ sión), y los “locos” excéntricos (la mujer con el leño, etc.); la cualidad si­ niestra del universo de Twin Peaks proviene del hecho de que la relación entre estos dos grupos sigue las reglas de la comunicación “normal”: la gente “normal” no está en absoluto sorprendida por la extraña conducta de los excéntricos, los aceptan como parte de su rutina cotidiana.

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hacia el acto (el asesinato) fue la actitud de la víctima (Sir Paul Berowne): ¡Quería morir, maldito sea, quería morir! Prácticamente lo pedía. Pudo haber intentado detenerme, rogarme, discutir, iniciar una pelea. Pudo haber implorado clemencia, “¡No, por favor, no lo haga, por favor!” Eso es lo que yo esperaba. Una palabra solamente... Me miró con tal desprecio... Lo sa­ bía. Por supuesto que lo sabía. Y yo no lo habría hecho si me hubiera hablado como si yo fuera al menos medio humano.”101 Ni siquiera parecía sorprendido. Se suponía que debía estar aterrorizado. Se suponía que debía evitar que sucediera... simplemente me miró como diciendo “Entonces eres tú. Qué extraño que seas tú.” Como si yo no tuviera elección. Apenas un instrumento. Estúpido. Pero tenía elección. Y él también. Dios mío, pudo haberme detenido. ¿Por qué no me detuvo?" Varios días antes de su muerte, Sir Paul Berowne experi­ mentó un “colapso interno” parecido a una muerte simbóli­ ca: renuncia como ministro del gobierno y corta sus principales “lazos humanos”, asumiento la posición “excre­ menticia” de un santo, de objeto a, que impide toda relación intersubjetiva de empatia. Esta acritud fue lo que el asesino encontró intolerable: se aproximó a su víctima como S, un sujeto escindido; en otras palabras, quería matarlo, aunque al mismo tiempo esperaba un signo de miedo, de resistencia, por parte de la víctima, un signo que impidiera al asesino eje­ cutar el acto. La víctima, sin embargo, no dio tal signo, que habría subjetivado al asesino, reconociéndolo como sujeto (dividido). La actitud de Sir Paul de no resistencia, de provo­ cación indiferente, objetivó al asesino, reduciéndolo a instru­ mento de la voluntad del Otro y dejándolo sin elección. En 10. P. D. James, A Tastefor Death, Londres y Boston, MA, Faber & Fa­ ber, 1986, p. 439. [Ed. cast.: Sabor a muerte, Barcelona, Versal, 1989.] 11. Ibíd., p. 440.

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resumen, lo que instigó al asesino fue la experiencia de que su deseo de matar a la víctima coincidiera con la pulsión de muerte de ésta. Tal coincidencia recuerda el modo en que un “sádico” his­ térico justifica sus palizas a una mujer: “¿Por qué hace que le pegue? Ella realmente quiere que la lastime, me obliga a pe­ garle para poder gozar. ¡Voy a golpearla hasta que aprenda lo que realmente significa provocarmei” Se trata de una suerte de cir­ cuito en el cual el efecto (mal) percibido del acto brutal sobre la víctima legitimiza retroactivamente el acto: me dispongo a golpear a una mujer y cuando, en el momento mismo en que pienso que la domino totalmente, descubro que en realidad yo soy su esclavo -dado que ella quiere la paliza y me provo­ có para que se la diera-, me vuelvo loco y la golpeo...12 12. Un caso ejemplar de la constelación inversa -de la mirada qua ob­ jeto a que histeriza al otro- es proporcionada por La dama del lago (Lady in the Lake), filme de Robert Montgomery cuyo interés consiste en su propio fracaso. El punto de vista del detective duro al cual estamos confinados a través de una continua cámara subjetiva no despierta en nosotros, especta­ dores, la impresión de que realmente estamos observando los hechos a tra­ vés de los ojos de la persona mostrada por la cámara en el prólogo o el epílogo (las únicas “tomas objetivas” del filme), o cuando está frente a un espejo. Aun cuando Marlowe “se mira en el espejo”, el espectador no acep­ ta que la cara que ve, los ojos de esa cara, es el punto de vista de la cáma­ ra. Cuando la cámara erra torpe y lentamente, parece que el punto de vista es el de un muerto vivo de La noche de los muertos vivos (Night ofthe Living Dead), de Romero (la misma asociación se ve luego sustentada por la mú­ sica coral de Navidad, completamente inusual en un film noir). Más preci­ samente, es como si la cámara estuviera ubicada cerca o detrás de Marlowe y de algún modo mirara su espalda, imitando la mirada virtual de su som­ bra, de su sublime doble “viviente”. No hay un doble para ver cerca de Marlowe, pues este doble, lo que es en Marlowe “más que él mismo”, es la mirada misma en tanto objeto a lacaniano que no tiene una imagen espe­ cular. (La voz que comenta la historia pertenece a esta mirada, no a M ar­ lowe qua personaje diegétíco.) Esta mirada-objeto es la causa del deseo de las mujeres, que, en todo momento, se vuelven hacia ella (es decir, miran hacia la cámara): las expone de un modo obsceno, o, en otras palabras, las histeriza atrayéndolas y, simultáneamente, repeliéndolas. Debido a esta ob-

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En un examen más minucioso, ¿cómo debemos conceptualizar la inaccesibilidad de la Dama-Objeto en el amor cortés? El principal error a evitar es reducir esta inaccesibilidad a la simple dialéctica del deseo y la prohibición, según la cual codi­ ciamos el fruto prohibido precisamente en la medida en que está prohibido, o, para citar la clásica formulación de Freud: ...la necesidad erótica pierde considerable valor psíquico en cuanto se le hace fácil y cómoda la satisfacción. Para que la libido alcance un alto grado es necesario oponerle obstáculo y siempre que las resistencias naturales opuestas a la satisfac­ ción han resultado insuficientes, han creado los hombres otros, convencionales, para que el amor constituyera verda­ deramente un goce.*13 Desde esta perspectiva, el amor cortés aparece simple­ mente como la estrategia más radical para elevar el valor del objeto construyendo obstáculos convencionales a su accesibi­ lidad. Cuando, en su seminario Aun, Lacan proporciona la formulación más sucinta de la paradoja del amor cortés, dice algo que es aparentemente similar, aunque fundamentalmen­ te distinto: “Una manera muy refinada de suplir la ausencia de relación sexual fingiendo que somos nosotros los que la obstaculizamos”.14El punto es entonces no simplemente que establecemos obstáculos para realzar el valor del objeto: los jetivación de la mirada, La dama del lago no es un film noir: el rasgo esen­ cial de un film noir propiamente dicho es que el punto de vista de la narra­ ción es el de un sujeto. 13. Sigmund Freud, “On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love” (1912), en James Strachey (ed.) The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 11, Londres, H o­ garth Press, 1986, p. 187. [Ed. cast.: “Sobre la más generalizada degrada­ ción de la vida amorosa”, AE, vol. IL] 14. Jacques Lacan, Le séminaire, livre XX: Encore, Paris, Editions du Seuil, 1975, p. 65.

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obstáculos externos que contrarían nuestro acceso al objeto están allí precisamente para crear la ilusión de que, sin ellos, el objeto sería accesible directamente; lo que esos obstáculos ocultan es la im­ posibilidad intrínseca de alcanzar el objeto. El lugar de la Da­ ma-Cosa está originalmente vacío: funciona como un tipo de “agujero negro” alrededor del cual está estructurado el deseo del sujeto. El espacio del deseo es curvo, como el espacio en la teoría de la relatividad; la única manera de llegar a la Da­ ma-Objeto es indirectamente, en un camino desviado, meandroso: proceder directamente garantiza que no daremos en el blanco. Esto es lo que Lacan piensa cuando, a propósito del amor cortés, evoca “el significado que debemos atribuirle a la negociación del desvío en la economía psíquica”: El rodeo, en el psiquismo, no está hecho siempre únicamen­ te para reglar el paso que reúne lo que se organiza en el do­ minio del principio del placer con lo que se propone como estructura de la realidad. También hay rodeos y obstáculos que se organizan para hacer aparecer como tal el dominio de la vacuola. Se trata de proyectar como tal cierta transgresión del deseo. Aquí entra en juego la función ética del erotismo. El freudismo, en suma no es más que la perpetua alusión a la fecundidad del erotismo en la ética, pero no la formula co­ mo tal. Las técnicas en juego en el amor cortés -son lo bas­ tante precisas como para permitirnos entrever lo que, dado el caso, podría ocurrir de hecho en lo que respecta al orden sexual en sentido estricto, en la inspiración de este erotismoson técnicas de la circunspección, de la suspensión, del amor interruptus. Las etapas que el amor cortés propone antes de lo que es llamado misteriosamente -a fin de cuentas, no sa­ bemos qué era el don de merced- se articulan aproximada­ mente con lo que Freud articula en sus Tres ensayos como siendo del orden de los placeres preliminares.15 Por esta razón, Lacan acentúa el motivo de la anamorfosis (en su seminario sobre la ética del psicoanálisis, el título del ca15. Lacan, The Ethics of Psychoanalysis, p. 152.

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pítulo sobre el amor cortés es “El amor cortés en anamorfo­ sis”): el Objeto puede ser percibido sólo cuando es visto desde un lado, en una forma parcial, distorsionada, como su propia sombra -si dirigimos una mirada directa no vemos nada, ve­ mos un mero vacío-. De manera homologa, podemos hablar de anamorfosis temporal: el Objeto es alcanzable sólo por me­ dio de una incesante posposición, como su punto de referen­ cia ausente. El Objeto, por tanto, es literalmente algo creado -y cuyo lugar está cercado- por una red de desvíos, aproxima­ ciones y cuasi colisiones. La sublimación se instala; la sublima­ ción en el sentido lacaniano de elevación de un objeto a la dignidad de la Cosa: la “sublimación” ocurre cuando un obje­ to que es parte de la realidad cotidiana se encuentra en el lu­ gar de la Cosa imposible. En ello reside la función de aquellos obstáculos artificiales que súbitamente estorban nuestro acce­ so a algún objeto ordinario: elevan el objeto a sucedáneo de la Cosa. Es así como lo imposible se convierte en lo prohibido: a través del cortocircuito entre la Cosa y algún objeto positivo convertido en inaccesible mediante obstáculos artificiales. La tradición de la Dama como objeto inaccesible está vi­ va en el siglo XX -en el surrealismo, por ejemplo-. Basta con recordar Ese obscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel, donde una mujer, por medio de un serie de trucos absurdos, pospone una y otra vez el momento final de la re-unión sexual con su amante maduro (cuando, por ejemplo, el hombre finalmente está con ella en la cama, descubre bajo su camisón un antiguo corset con numerosos ganchos imposibles de desprender...). El encanto del filme radica en este cortocircuito sin sentido entre el Límite fundamental, metafísico, y algún trivial impe­ dimento físico. Encontramos aquí la lógica del amor cortés y de la sublimación en su forma más pura: un objeto o acto co­ mún, cotidiano, se vuelve inaccesible o imposible de realizar una vez que se encuentra en la posición de la Cosa; aunque la cosa debería ser fácilmente alcanzable, el universo entero ha sido ajustado de algún modo para producir, una y otra vez, una contingencia insondable que bloquea el acceso al objeto. Buñuel mismo era consciente de esta paradoja lógica: en su

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autobiografía habla de “la inexplicable imposibilidad de cum­ plimiento de un deseo simple”, y una serie completa de fil­ mes ofrece variaciones sobre este motivo: en La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, el héroe quiere cometer un simple asesinato, pero todos sus intentos fallan; en El ángel exterminador, luego de una fiesta, un grupo de personas ricas no pue­ den cruzar el umbral y abandonar la casa; en El disa'eto encanto de la burguesía, dos parejas quieren cenar juntas, pero inesperadas complicaciones siempre impiden la realización de este simple deseo... Debería quedar claro, ahora, aquello que determina la di­ ferencia con respecto a la dialéctica habitual del deseo y la prohibición: el objetivo de la prohibición no es “elevar el pre­ cio” de un objeto dificultando su acceso, sino elevar ese ob­ jeto mismo al nivel de la Cosa, del “agujero negro” alrededor del cual se organiza el deseo. Por esta razón, Lacan está to­ talmente justificado al invertir la fórmula habitual de la subli­ mación, que entraña el pasaje de la libido de un objeto que satisface una necesidad concreta, material, a un objeto que no tiene conexión aparente con esta necesidad: por ejemplo, la crítica literaria destructiva se convierte en agresividad subli­ mada, la investigación científica en el cuerpo humano se con­ vierte en voyeurismo sublimado, etc. Lo que Lacan designa como sublimación, por el contrario, es el desplazamiento de la libido desde el vacío de la Cosa inutilizable hasta algún ob­ jeto concreto, material, que asume una cualidad sublime en el momento en que ocupa el lugar de la Cosa.56 La paradoja de la Dama en el amor cortés equivale en úl­ tima instancia a la paradoja del desvío: nuestro deseo “oficial” 16. “...mediante tina inversión del uso del término sublimación, tengo derecho a decir que vemos cómo aquí la desviación en cuanto al fin se pro­ duce en una dirección inversa a la del objeto de una necesidad” (Jacques Lacan, Le séminaire, livre VÜI: Le mnsfert, París, Editions du Seuil, 1991, p. 250) [Ed. cast.: El Seminario. Libro 8, La transferencia, Buenos Aires, Paidós, de próxima aparición.] Lo mismo sucede con el objeto mismo que funciona como signo de amor: su uso está suspendido, se convierte en un modo de articulación de la demanda de amor.

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es que queremos dormir con la Dama; mientras que, en ver­ dad, no hay nada que temamos más que una Dama que podría ceder generosamente a este deseo nuestro -lo que verdadera­ mente esperamos y queremos de la Dama es simplemente otra nueva ordalía, una dilación más-. En su Crítica de la razón práctica, Kant ofrece una'parábola acerca de un libertino que afirma que no puede resistir la tentación de gratificar su deseo sexual ilícito; sin embargo, cuando se le informa que lo espe­ ra la horca como precio a pagar por su adulterio, descubre re­ pentinamente que puede resistir la tentación después de todo (prueba, para Kant, de la naturaleza patológica del deseo se­ xual; Lacan se opone a Kant afirmando que un hombre de verdadera pasión amorosa se sentiría aún más inflamado ante la perspectiva de la horca...). Pero para el fiel servidor de la Dama, la elección está estructurada de modo totalmente dis­ tinto: quizá preferiría la horca a una gratificación inmediata de su deseo por la Dama. La Dama funciona entonces como un cortocircuito único, en el cual el Objeto del deseo coincide con la fuerza que impide alcanzarlo: en cierto modo, el objeto “es” su propio retiro, su propia retracción. En este contexto podemos concebir el a menudo mencio­ nado, y no menos a menudo incomprendido, valor “fálico” de la mujer en Lacan: su ecuación Mujer = Falo. Es decir, preci­ samente la misma paradoja caracteriza el significante fálico qua significante de la castración. “La castración significa que el goce debe ser rechazado, de modo que pueda ser alcanza­ do en la escalera invertida de la Ley del deseo.”17 ¿Cómo es 17. Jacques Lacan, Écrits: A Selection, Nueva York, Norton, 1977, p. 324. El primero en formular esta “paradoja económica de la castración” en el campo de la filosofía fue Kant. Una de las críticas estándar a Kant es que era un pensador contradictorio que se quedó a mitad de camino: por una parte, ya dentro del nuevo universo de los derechos democráticos (égaliberté, para usar el término de Etienne Balibar); por otra parte, aún atrapado por el paradigma de la subordinación del hombre a una Ley superior (im­ perativo). Sin embargo, la fórmula de Lacan del fetichismo (una fracción con a arriba, menos la phi de la castración) nos permite entender la codependencia de estos dos aspectos supuestamente opuestos. El rasgo crucial

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factible esta “paradoja económica”, cómo puede la maquina­ ria del deseo ser “puesta en marcha”, es decir, cómo puede el sujeto ser llevado a renunciar al goce no por otra Causa, más elevada, sino simplemente con el fin de ganar acceso a él? O -para citar la formulación hegeliana de la misma paradoja¿cómo es que podemos alcanzar la identidad sólo perdiéndo­ la? Hay una única solución a este problema: el falo, el sig­ nificante del goce, tenía que ser simultáneamente el significante de la “castración”, es decir, un único y mismo sig­ nificante tenía que significar tanto el goce como su pérdida. De es­ te modo, se vuelve posible que la instancia misma que nos persuade de buscar el goce nos induzca a renunciar a él.18 que distingue el campo democrático de la égaliberté del campo preburgués de la autoridad tradicional es la infinitud potencial de los derechos: los de­ rechos nunca son completamente realizados o siquiera formulados explíci­ tamente, dado que estamos ante un proceso sin fin de articulación continua de nuevos derechos. En este sentido, el estatuto de los derechos en el uni­ verso democrático moderno es el del objeto a, de un evasivo objeto-causa del deseo. ¿De dónde viene este rasgo? Sólo una respuesta coherente es posible: los derechos son (potencialmente) infinitos porque la renuncia en la cual se basan también es infinita. La noción de renuncia radical, “infinita”, como precio que el individuo debe pagar por su entrada en el universo socialsimbòlico -es decir, la noción de “malestar en la cultura”, de antagonismo irreductible entre la “verdadera naturaleza” del hombre y el orden social-, emergió sólo con el universo democrático moderno. Previamente, dentro del campo de la autoridad tradicional, la “sociabilidad”, en tanto propen­ sión a la subordinación a la autoridad y a alinearse con alguna comunidad, era concebida como parte integrante de la “naturaleza” misma del hombre qua zoon politikón. (Esto no significa, desde luego, que esta renuncia - “cas­ tración simbólica”, en términos psicoanalíticos- no estuviera operando, implícitamente, desde el comienzo mismo. Nos enfrentamos aquí con la lógica de la retroactividad, donde las cosas “se convierten en lo que siempre-ya eran”: el universo burgués moderno de los Derechos hizo visible una renuncia que estuvo siempre-ya ahí.) Y el campo infinito de los dere­ chos plantea precisamente un tipo de “compensación”: es lo que obtenemos a cambio de la renuncia absoluta en tanto precio que tuvimos que pagar por entrar en la sociedad. 18. Esta paradoja de la castración también ofrece la clave del funciona­ miento de la perversión, de su circuito constitutivo: el perverso es un suje-

Slavo] Zizek no Volvamos a la Dama: ¿estamos en lo cierto al concébir a la Dama como la personificación de la pasión metafísica oc­ cidental, como un ejemplo exorbitante, casi paródico, de la hybris metafísica, de la elevación de una entidad o rasgo par­ ticular a Fundamento de todo ser? En un examen más dete­ nido, ¿qué es lo que constituye su hybris metafísica o simplemente filosófica? Tomemos lo que parece ser un ejemplo sorprendente. En Marx, la dimensión específica­ mente filosófica funciona cuando señala que la producción, uno de los cuatro momentos de la totalidad de la produc­ ción, distribución, intercambio y consumo, es simultánea­ mente la totalidad que incluye los cuatro momentos, confiriéndole su color específico a esa totalidad. (Hegel sos­ tuvo lo mismo al señalar que todo género tiene dos especies, él mismo y su especie; es decir, el género siempre es una de sus dos especies.) Lo filosófico o metafísico es esta misma “absolutización”, esta elevación de un momento particular de la totalidad a su Fundamento, esta hybris que “interrum­ pe” la armonía del Todo en equilibrio. Mencionemos dos enfoques del lenguaje: el de John L. Austin y el de Oswald Ducrot. ¿Por qué es legítimo conside­ rar su obra como “filosofía”? La división que hace Austin de todos los verbos en perfcrmativos y constativos no es aún fi­ losofía propiamente dicha: entramos en el campo de la filoso­ fía con su “desequilibrada”, “excesiva”, hipótesis de que toda proposición, incluyendo las constativas, ya esperformativa; que lo performativo, como uno de los dos momentos del Todo, es simultáneamente el Todo. Lo mismo sucede para la tesis de to que asume directamente la paradoja del deseo e inflige dolor con el fin de permitir el goce, el que introduce el cisma con el fin de permitir la unión, etc. Y, entre paréntesis, la teología recurre a un oscuro discurso so­ bre el “inescrutable misterio divino” precisamente en el punto en que es­ taría obligada de otro modo a reconocer la naturaleza perversa de Dios: “los caminos del Señor son misteriosos”, lo que habitualmente significa que, cuando la desventura nos sigue a todas partes, debemos presuponer que Él nos ha sumido en la miseria con el fin de forzarnos a encontrar la posibilidad de lograr la salvación espiritual...

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Oswald Ducrot de que todo predicado posee, por sobre y más allá de su valor informativo, un valor argumentativo. Es­ tamos dentro del campo de la ciencia positiva siempre y cuando intentemos simplemente discernir en cada predicado el nivel de información y el nivel de argumentación, es decir, la modalidad específica de “concordancia” de cierta informa­ ción con una actitud argumentativa. Entramos en la filosofía con la hipótesis “excesiva” de que el predicado como tal, inclu­ yendo su contenido informativo, no es sino una actitud argumenta­ tiva condensadla, de modo que nunca podemos “destilarlo” de su contenido informativo “puro”, libre de toda actitud argu­ mentativa. Aquí encontramos, desde luego, la paradoja del “no-todo”: el hecho de que “todos los aspectos del contenido de un predicado estén afectados por una actitud argumenta­ tiva” no nos autoriza a extraer la aparentemente universal y obvia conclusión de que “todo el contenido de un predicado es argumentativo”; el plus elusivo que persiste, aunque no puede ser aislado, es lo Real lacaniano. Éste ofrece, quizá, otro modo de considerar la “diferencia ontológica” de Heidegger: como la distancia que siempre se abre entre el (rasgo específico, elevado a) Fundamento de la totalidad y lo Real que elude este fundamento, que no puede estar “fundado” en él. Es decir, lo “no-metafísico” no es una totalidad “equilibrada”, desprovista de toda hybris, una totali­ dad (o en términos más heideggerianos: el Todo de las entida­ des) en la cual ningún aspecto particular o entidad es elevado a Fundamento. El campo de las entidades obtiene su coheren­ cia de su Fundamento su-puesto, de modo que la “no-metafísica” sólo puede ser una concepción de la diferencia entre el Fundamento y lo Real elusivo que, aunque su contenido posi­ tivo (“realidad”) esté basado en el Fundamento, no deja por ello de eludir y socavar el reino del Fundamento. Y ahora, volvamos nuevamente a la Dama: es por ello que la Dama no es otro nombre para el Fundamento metafísico sino, por el contrario, uno de los nombres de lo Real retrác­ til que, en cierto modo, fundamenta el Fundamento mismo. Y en la medida en que uno de los nombres del Fundamento

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metafísico de todas las entidades es el “Bien supremo”, la Da­ ma qua la Cosa también puede ser designada como la encar­ nación del mal radical, del mal que Edgar Alian Poe, en dos de sus cuentos, “El gato negro” y “El demonio de la perver­ sidad”, llamó “el espíritu de la perversidad”: La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embar­ go, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien ve­ ces en momentos en que cometía una acción tonta o malva­ da por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay. en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta desca­ radamente el buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? (“El gato negro”) ... es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no moti­ vado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensi­ ble, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría, ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte... Tan seguro co­ mo que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. (“El demonio de la perversidad”) La afinidad del crimen como acte gratuit inmotivado con el arte es un tema estándar de la teoría romántica (el culto ro­ mántico del artista comprende la noción del artista qua crimi­ nal). Es-proftmdamente significativo que las fórmulas de Poe (“un móvil sin motivo, un motivo no motivado”) inmediata­ mente recuerden las definiciones de Kant de la experiencia es-

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tétiea (“determinación sin propósito”, etc.). Lo que no debe­ mos pasar por alto es el hecho crucial de que este mandato - “¡Usted debe hacerlo pues no le está permitido!”, es decir, un fundamento puramente negativo para un acto cumplido sólo porque está prohibido- es posible solamente dentro del orden simbólico diferencial en el que la determinación negativa co­ mo tal tiene un alcance positivo, en el que la ausencia misma de un rasgo funciona como rasgo positivo. El “demonio de la perversidad” de Poe marca entonces el punto en el que la mo­ tivación de un acto corta su lazo externo con los objetos em­ píricos y se fundamenta únicamente en el círculo inmanente de la autorreferencia; en síntesis, el demonio de Poe corres­ ponde al punto de libertad en el estricto sentido kantiano. Esta referencia a Kant dista de ser accidental. Según Kant, la facultad de desear no posee un estatuto trascendental, da­ do que depende completamente de objetos y motivaciones patológicos. Lacan, por el contrario, apunta a demostrar el estatuto trascendental de esta facultad, es decir, la posibilidad de formular una motivación de nuestro deseo totalmente in­ dependiente de la patología (este objeto-causa de deseo no patológico es el objeto a lacaniano). El “demonio de la per­ versidad” de Poe nos ofrece un ejemplo inmediato de moti­ vación pura: cuando realizo un acto “sólo porque está prohibido”, estoy dentro del ámbito universal-simbólico, sin referencia a ningún objeto empírico contingente, es decir, realizo lo que. es stricto sensu un acto no-patológico. Kant, pues, se equivocó en su apuesta: limpiando el ámbito de la ética de las motivaciones patológicas, quería extirpar la posi­ bilidad misma de hacer el Mal bajo la apariencia del Bien; lo que en realidad hizo fue abrir un nuevo ámbito del Mal mu­ cho más siniestro que el Mal “patológico” habitual. E je m p l o s

Desde el siglo XIII hasta los tiempos modernos encontra­ mos numerosas variaciones en esta matriz del amor cortés.

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En Las relaciones peligrosas, por ejemplo, la relación entre la marquesa de Merteuil y Valmont es claramente la relación entre una Dama caprichosa y su siervo. La paradoja gira en torno de la naturaleza de la tarea que el siervo debe realizar con el fin de ganar el gesto de Gracia prometido: debe sedu­ cir a otras damas. Esta ordalía requiere que, aun en el pico de pasión, mantenga una distancia fría hacia sus víctimas: en el momento mismo del triunfo, debe humillarlas abandonán­ dolas sin razón, probando así su fidelidad a la Dama. Las co­ sas se complican cuando Valmont se enamora de una de sus víctimas (la presidenta de Tourvel) y, por tanto, “traiciona su deber”: la marquesa tiene justificativos para rechazar la excu­ sa de Valmont (el célebre “no es mi culpa”: está más allá de mi control, es el modo de ser de las cosas...), pues la conside­ ra por debajo de su dignidad, como un recurso miserable a un estado “patológico” de cosas (en el sentido kantiano del término). La reacción de la marquesa frente a la “traición” de Val­ mont es, pues, estrictamente ética: la excusa de Valmont es exactamente la misma que la que invocan los débiles cuando no cumplen con su deber - “No pude evitarlo, está en mi na­ turaleza, no soy lo suficientemente fuerte...”-. El mensaje de la marquesa a Valmont recuerda la divisa kantiana “Du kannst, denn du sollst!” [Puedes, porque debes]. Por esa ra­ zón, el castigo impuesto por la marquesa a Valmont es apro­ piado: al renunciar a la presidenta, debe recurrir exactamente a las mismas palabras, es decir, debe escribir una carta en la que le explica que “no es su culpa” si su pasión por ella ha ex­ pirado, es el modo de ser de las cosas... Otra variación en la matriz del amor cortés emerge en la historia de Cirano de Bergerac y Roxana. Avergonzado de su obscena deformidad natural (una nariz demasiado larga), Ci­ rano no se ha atrevido a confesar su amor por la bella Roxa­ na; interpone entre ambos a un apuesto y joven soldado, confiriéndole el papel de vicario a través del cual expresar su deseo. Como corresponde a una Dama caprichosa, Roxana exige que su amante articule su amor en elegantes términos

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poéticos; el desafortunado y simplón soldado no está a la al­ tura de la tarea, de modo que Cirano se apresura a asistirlo, escribiendo apasionadas cartas de amor para el soldado desde el campo de batalla. El desenlace se produce en dos estapas, una trágica y otra melodramática. Roxana le dice al soldado que no ama tínicamente su hermoso cuerpo; ama aún más su refinada alma: está tan conmovida por sus cartas que seguiría amándolo aun si su cuerpo estuviera mutilado o fuera feo. El soldado tiembla ante estas palabras: se da cuenta de que Ro­ xana no lo ama como realmente es, sino en tanto autor de las cartas; en otras palabras, ama a Cirano sin saberlo. Incapaz de soportar tal humillación, se lanza a un ataque suicida y pere­ ce. Roxana entra en un convento, donde recibe las visitas re­ gulares de Cirano, quien la mantiene informada sobre la vida social de París. Durante una de estas visitas, Roxana le pide que lea en voz alta la última carta de su amante muerto. El momento melodramático se produce ahora: Roxana com­ prueba que Cirano no lee la carta, la recita, probando así que es su autor verdadero. Profundamente conmovida, reconoce en este deforme personaje a su verdadero amor. Pero ya es demasiado tarde: Cirano ha venido al encuentro mortalmen­ te herido. Una de las más dolorosas y perturbadoras escenas de Co­ razón salvaje (Wild at Heart), de David Lynch, sólo puede comprenderse dentro de la matriz de la lógica de suspensión que caracteriza al amor cortés. En una solitaria habitación de motel, Willem Dafoe ejerce una brutal presión sobre Laura Dern: la toca y la pellizca, invadiendo el espacio de su intimi­ dad y repitiendo de un modo amenazante “Say fuck me!”, es decir, arrancando de ella una palabra que señalara su consen­ timiento al acto sexual. La desagradable escena se prolonga y cuando, finalmente, la exhausta Laura Dern pronuncia un apenas audible “Fuck me!”, Dafoe retrocede abruptamente, asume una amistosa sonrisa y replica alegremente: “No, gra­ cias, no tengo, tiempo hoy; pero en otra ocasión lo haría con gusto...” Logró lo que realmente quería: no el acto mismo, sino el consentimiento de ella, su humillación simbólica. Lo

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que interviene es la función del Otro, el orden simbólico transubjetivo: por medio de su presión intrusiva, Dafoe quie­ re obtener la inscripción, el “registro”, del consentimiento de ella en el ámbito del Otro. La variación inversa del mismo motivo opera en una breve escena de amor de La noche americana (La nuit américaine), de François Truffaut. Cuando en el camino del hotel al estudio es­ tallan los neumáticos de un automóvil, el cameraman asistente y la script-girl se encuentran solos en el borde de un lago. El asistente, que ha perseguido a la joven largo tiempo, aprovecha la oportunidad y lanza un patético discurso sobre sus deseos por ella y sobre todo lo que significaría para él que consintiera una rápida relación sexual; la muchacha dice simplemente “Sí, ¿por qué no?” y empieza a desabotonarle los pantalones... Es­ te gesto no sublime, desde luego, desorienta totalmente al se­ ductor, que la concibe como la Dama inalcanzable: sólo puede balbucir “¿Qué quieres decir? ¿Así como así?” Lo que esta es­ cena tiene en común con la de Corazón salvaje (y la sitúa den­ tro de la matriz del amor cortés) es el inesperado gesto de rechazo: la respuesta del hombre al “¡Sí!” de la mujer, obteni­ do luego de un largo y arduo esfuerzo, es rechazar el acto. Encontramos una variación más refinada en la matriz del amor cortés en Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud), de Eric Rohmer: el amor cortés proporciona la única lógica que puede explicar la mentira del héroe al final. La parte central del filme describe la noche que comparten el héroe y su amiga Maud; charlan largamente hasta la madrugada y hasta duermen en la misma cama, pero el acto sexual no se produce, debido a la in­ decisión del héroe; es incapaz de aprovechar la oportunidad, obsesionado como está por la misteriosa mujer rubia que vio la víspera en una iglesia. Aunque no sabe aún quién es, ya ha de­ cidido casarse con ella (la rabia es su Dama). La escena final se produce varios años después. El héroe, felizmente casado con la rubia, se encuentra con Maud en una playa; cuándo su espo­ sa le pregunta quién es esa mujer desconocida, el héroe mien­ te: aparentemente en detrimento suyo, le dice a su esposa que Maud fue su última aventura amorosa antes del matrimonio.

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¿Por qué esta mentira? Porque la verdad habría despertado la sospecha de que Maud también ocupaba el lugar de la Dama, con la cual un breve encuentro sexual sin compromiso no es posible; precisamente diciéndole una mentira a su esposa, afir­ mando que tuvo sexo con Maud, le asegura que Maud no fue su Dama, sino una amiga pasajera. La versión definitiva del amor cortés en las últimas décadas, desde luego, llega en la figura de lafemmefatale en elfilm noir: la traumática Mujer-Cosa que, a través de sus demandas ávidas y caprichosas lleva a la ruina al héroe duro. El rol principal es de­ sempeñado por la tercera persona (en general, por el jefe de la banda), a quien pertenece “legalmente” la femme fatole-, su pre­ sencia la vuelve inaccesible y le confiere a su relación con el hé­ roe la marca de la transgresión. Por medio de su vínculo con ella, el héroe traiciona la figura paternal que es también su jefe (en La llave de cristal [The Glass Key], Los asesinos [Killers], El abrazo de la muerte [Criss Cross\ Retomo alpasado [Out ofthe Past], etc.). Este lazo entre la Dama cortés y la femme fatale del uni­ verso noir puede parecer sorprendente: ¿no es \&femme fata­ le del film noir la antítesis misma de la noble Dama soberana a quien el caballero jura servir? ¿No está el héroe duro aver­ gonzado de la atracción que siente por ella; no la odia (y se odia a sí mismo) por amarla; no experimenta su amor por ella como una traición a su verdadero yo? Sin embargo, si pensa­ mos en el impacto traumático original de la Dama, no en su idealización secundaria, la conexión es clara: como la Dama, la femme fatale es una “compañera inhumana”, un Objeto traumático con el que ninguna relación es posible, un vacío apático que impone ordalías sin sentido, arbitrarias.19 19. Los filmes que transponen la matriz mire a otro género (ciencia-fic­ ción, comedia musical, etc.) a menudo ofrecen algún ingrediente crucial del universo noir de manera más patente que el noir propiamente dicho. Cuan­ do por ejemplo, en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Whojramed Roger Rabbit?), Jessica Rabbit, un personaje de historieta, responde el reproche a su corrupción con “¡No soy mala, simplemente me vi obligada a serlo!”, está desplegando la verdad acerca de la femmefatale como fantasma masculino, es decir, como criatura cuyos contornos son diseñados por el hombre.

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D e l j u e g o c o r t é s a E l j u e g o d e l a s l a g r im a s

La clave del extraordinario e inesperado éxito de El juego de las lágrimas (The crying game), filme de Neil Jordán, es tal vez la variación que propone sobre el motivo del amor cor­ tés, Recordemos las líneas generales de la historia: Fergus, un miembro del IRA que custodia a un soldado británico negro capturado, desarrolla con éste lazos amistosos; el soldado le pide, en el trance de ser liquidado, que visite a su novia, Dil, una peluquera de los suburbios de Londres, y que le dé sus últimos recuerdos. Luego de la muerte del soldado, Fergus se retira del IRA, se instala en Londres, encuentra empleo co­ mo albañil y va a visitar al amor del soldado, una hermosa mujer negra. Se enamora de ella, pero Dil mantiene una dis­ tancia irónica, soberana. Finalmente, Dil da cabida a sus avances, pero antes de ir juntos a la cama, ella abandona la es­ tancia por un momento, y cuando vuelve viste una túnica transparente; mientras lanza una ávida mirada a su cuerpo, Fergus percibe de pronto su pene: “ella” es un travestí. De­ sagradado, la aparta brutalmente. Conmovida y en lágrimas, Dil le dice que pensaba que él todo el tiempo sabía cómo eran las cosas (en su obsesión por ella, el héroe -al igual que el público- no advierte una multitud de detalles elocuentes, incluyendo el hecho de que el bar donde habitualmente se reúnen es un lugar de encuentro de travestís). Esta escena del fallido encuentro sexual está estructurada como la inversión exacta de la escena referida por Freud como el trauma pri­ mordial del fetichismo: la mirada del niño, deslizándose so­ bre el cuerpo femenino hacia el órgano sexual, se sorprende al no encontrar nada allí donde espera ver algo (un pene). En el caso de Eljuego de las lágrimas, el shock se produce cuando el ojo encuentra algo cuando esperaba encontrar nada. Luego de esta revelación dolorosa, la relación entre am­ bos es invertida: ahora resulta que Dil está apasionadamente enamorada de Fergus, aunque sabe que su amor es imposible. De Dama caprichosa y soberana, deviene la figura patética de un muchacho delicado y sensible que ama desesperadamen­

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te. Es en este punto cuando emerge el verdadero amor, amor como metáfora en el preciso sentido lacaniano;20somos testi­ gos del momento sublime en que erómenos (el amado) se con­ vierte en erastés (el amante), estrechando la mano de ella y “retribuyendo su amor”. Este momento designa el “milagro” del amor, el momento de la “respuesta de lo real”; como tal, quizás permite entender lo que Lacan concibe al insistir en que el sujeto mismo tiene el estatuto de una “respuesta de lo real”. Es decir, hasta esta inversión, el amado tiene el estatu­ to de un objeto: es amado por algo que está “en él más que él mismo” y de lo que no es consciente; nunca puedo res­ ponder a la pregunta “¿Qué soy en tanto objeto para el otro? ¿Qué ve el otro en mí que causa su amor?”. Nos enfrenta­ mos, pues, a una asimetría: no sólo una asimetría entre suje­ to y objeto, sino también en un sentido mucho más radical de desacuerdo entre lo que el amante ve en el amado y lo que el amado sabe sobre sí. Encontramos aquí el ineluctable callejón sin salida que defi­ ne la posición del amado: el otro ve algo en mí y quiere algo de mí, pero no puedo darle lo que no poseo, o, como afirma Lacan, no hay relación entre lo que el amado posee y lo que le fal­ ta al amante. La única manera que el amado tiene de escapar de este atolladero es extender su mano al amante y “retribuir el amor”, es decir, intercambiar, en un gesto metafórico, su esta­ tuto como amado por el estatuto del amante. Esta inversión de­ signa el punto de la subjetivación: el objeto del amor deviene sujeto en el momento en que responde al llamado del amor. Y es sólo por medio de esta inversión que el amor genuino emer­ ge: estoy realmente enamorado no cuando estoy simplemente fascinado por el ágalma en el otro, sino cuando experimento al otro, el objeto de amor, como frágil y perdido, como carente de “eso”, y mi amor sin embargo sobrevive a esta pérdida. Debemos estar especialmente atentos para no pasar por alto lo importante de esta inversión: aunque ahora tenemos a 20. Véanse los capítulos 3 y 4 de Lacan, El Seminario. Libro 8, La trans­ ferencia (1960-1961).

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dos sujetos amantes en lugar de la dualidad inicial del aman­ te y el amado, la asimetría persiste, dado que fue el objeto mismo el que confesó su falta por medio de su subjetivación. Algo profundamente inquietante y verdaderamente escanda­ loso se mantiene en esta inversión por medio de la cual el misterioso, fascinante y elusivo objeto del amor devela su atolladero y adquiere así el estatuto de otro sujeto. Encontramos la misma inversión en los relatos de ho­ rror: ¿no es el momento más sublime de Frankenstein, de Mary Shelley, el momento de la subjetivación del monstruo, el momento en que el monstruo-objeto (que ha sido descripto continuamente como una brutal máquina asesina) comienza a hablar en primera persona, revelando su mísera y lamentable existencia? Es profundamente sintomático que todos los filmes basados en el Frankenstein de Shelley hayan evitado este gesto de subjetivación. Y quizá, en el amor cor­ tés mismo, el largamente esperado momento de la más alta realización, cuando la Dama le otorga la Gnade, la gracia, a su siervo, no es la rendición de la Dama, su consentimiento del acto sexual, ni ningún misterioso rito de iniciación, sino simplemente un signo de amor por parte de ella, el “mila­ gro” de que el Objeto responda, extendiendo su mano hacia el suplicante.21 21. Este momento, cuando el objeto de la fascinación se subjetiva y estre­ cha su mano, es el momento mágico de cruce de fronteras que separa el es­ pacio fantasmático de la realidad “ordinaria”: es como si, en este momento, el objeto que, de otro modo, pertenece a un espacio otro y sublime, intervi­ niera en la realidad “ordinaria”. Basta con recordar una escena de Amor en venta (Possessed), un melodrama temprano de Hollywood de Clarence Brown, con Joan Crawford. Crawford, una pobre pueblerina, mira maravillada el lu­ joso tren privado que pasa lentamente frente a ella en la estación local; a tra­ vés de las ventanas de los vagones ve la rica vida del interior iluminado: las parejas danzantes, los cocineros preparando la cena, etc. El rasgo crucial de la escena es que nosotros, espectadores, junto con Crawford, percibimos el tren como aparición mágica, inmaterial, de otro mundo. Cuando el último vagón pasa, el tren se detiene y vemos a un borracho jovial con una copa de champagne en su mano, que se estira en dirección a Crawford,' como sí, por un momento, el espacio fantasmático interviniera en la realidad...

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Así, volviendo a Eljuego de las lágrimas, Dil está ahora lis­ ta para hacer cualquier cosa por Fergus, y él está más y más conmovido y fascinado por el carácter absoluto e incondicio­ nal del amor de ella, de modo que supera su aversión y sigue consolándola. Al final, cuando el IRA vuelve a intentar invo­ lucrarlo en un acto terrorista, llega a sacrificarse por Dil y asume la responsabiliad por el asesinato que ella cometió. La última escena del filme se desarrolla en la prisión, adonde va a visitarlo, nuevamente vestida como una mujer provocativa y seductora, de modo que todos los hombres en la sala de visi­ ta están atraídos hacia ella. Aunque Fergus tiene que enfren­ tar más de cuatro mil días de prisión -los cuentan juntosella se compromete gozosamente a esperarlo y a visitarlo con regularidad... El impedimento externo -la división de vidrio en la prisión que impide todo contacto físico- es aquí el equi­ valente exacto del obstáculo en el amor cortés que vuelve inaccesible el objeto; equivale, pues, al carácter absoluto, in­ condicional de este amor a pesar de su imposibilidad intrínse­ ca, es decir, a pesar del hecho de que su amor nunca será consumado, dado que él es heterosexual y ella es un homose­ xual travestido. En la introducción al guión publicado, Jor­ dan señala que el relato termina con una especie de felicidad. Digo “espe­ cie”, porque entraña la separación de una celda carcelaria y otras separaciones más profundas, de identidad racial, nacio­ nal y sexual. Pero para los amantes, era la ironía de lo que los dividía lo que les permitía sonreír. De modo que quizá toda­ vía hay esperanza para nuestras divisiones.22 22. A Neil Jordán Reader, Nueva York, Vintage Books, 1993, pp. xii-xiii. La cuestión que surge es también la de insertar El juego de las lágrimas en la serie de otros filmes de Jordán: ¿no son Mona Lisa y Milagro variaciones del mismo motivo? En los tres casos, la relación entre el héroe y la mujer enigmática con la que está obsesionado está condenada al fracaso -porque ella es lesbiana, porque es la madre del héroe, porque no es una “ella”, si­ no un travestí-. Jordán proporciona, entonces, una verdadera matriz de imposibilidades de la relación sexual.

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¿No es la división -la barrera insuperable- que permite una sonrisa hacia el mecanismo más conciso del amor cortés? Lo que tenemos es un amor “imposible” que nunca será con­ sumado, que puede ser realizado sólo como espectáculo si­ mulado dirigido a fascinar la mirada de los espectadores presentes, o como expectativa interminablemente pospuesta; este amor es absoluto precisamente en la medida en que transgrede no sólo las barreras de clase, religión y raza, sino también la barrera última de la orientación sexual, de la iden­ tificación sexual. En esto reside la paradoja del filme y, al mis­ mo tiempo, su encanto irresistible: lejos de denunciar el amor heterosexual como producto de la represión masculina, muestra las circunstancias precisas en las cuales este amor puede hoy conservar su carácter absoluto, incondicional. E l ju e g o d e l a s l a g r im a s va a O r ie n t e

Esta lectura de Eljuego de las lágrimas evoca inmediatamen­ te uno de los reproches estándar a la teoría lacaniana: en todo su discurso sobre la incoherencia femenina, Lacan habla sobre la mujer sólo tal como ésta aparece o es reflejada por el discur­ so m ascu lin o, sobre su reflejo distorsionado en un medio que le es ajeno, nunca sobre la mujer tal como es en sí misma: para Lacan, al igual que antes para Freud, la sexualidad femenina es un “continente oscuro”. En respuesta a este reproche debemos afirmar enfáticamente que si la paradoja hegeliana fundamental de la reflexividad permanece vigente en algún lugar, es aquí: la distancia, el paso atrás, desde la mujer en sí hasta la mujer qua Causa ausente, distorsiona el discurso masculino y nos acerca mucho más a la “esencia femenina” que un enfoque directo. Es decir, ¿no es la “mujer”, en última instancia, apenas el nombre de una distorsión o inflexión del discurso masculino? El espec­ tro de la “mujer en sí”, lejos de ser la casua activa de esta distor­ sión, ¿no es más bien su efecto reificado-fetichizado? Todas estas cuestiones están implícitamente planteadas en M. Butíeifly (dirigida por David Cronenberg, con guión de

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David Henry Hwang a partir de su propia pieza teatral), un filme cuyo subtítulo podría haber sido “El juego de las lágri­ mas”va a la China. El primer rasgo de este film que sorpren­ de es la extrema “improbabilidad” de su narración: sin la información (dada en los créditos) de que la historia está ba­ sada en hechos verdaderos, nadie la habría tomado seriamen­ te. Durante la Gran Revolución Cultural, un diplomático francés de segunda línea se enamora de una cantante de ópe­ ra china que canta algunas áreas de Puccini en una recepción para extranjeros (John Lone). Su cortejo termina en una re­ lación amorosa duradera; la cantante, que es para él el objeto amoroso fatal (en referencia a la ópera de Puccini, él la lla­ ma cariñosamente “mi mariposa”), aparentemente está em­ barazada, y tiene un hijo. Mientras este ajfaire se desarrolla, ella lo induce a espiar para China, afirmando que es el único modo en que las autoridades chinas tolerarían su relación. Luego de un fracaso profesional, el diplomático es transferi­ do a París, donde se lo nombra en un puesto menor como co­ rreo diplomático. Poco después, su amor se le une y le dice que, si sigue siendo espía para China, las autoridades de ese país permitirán que “su” hijo esté con ellos. Cuando, final­ mente, la seguridad francesa descubre las actividades de es­ pionaje y ambos son arrestados, se descubre que “ella” no es una mujer, sino un hombre: en su ignorancia eurocéntrica, el héroe no sabía que en la ópera china los roles femeninos son cantados por hombres. Es aquí donde el relato supera los límites de nuestra cre­ dulidad: ¿cómo puede ser que el héroe, durante años de amor consumado, no haya visto que estaba con un hombre? La cantante evocaba incesantemente el sentido chino del pudor, nunca se desvestía, tenían sexo discretamente (sin que él lo supiera, se trataba de sexo anal), cuando él/ella se sentaba en su regazo... En resumen, lo que confundimos con la timidez de la mujer oriental, era, de parte de “ella”, una hábil mani­ pulación destinada a ocultar el hecho de que no era una mu­ jer. La elección de la música que obsesiona al héroe es crucial: la famosa aria “Un bel di, vedremo”, de Madame But-

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terfly, tal vez.el más expresivo ejemplo del gesto de Puccini que está en las antípodas del ocultamiento púdico, la cándida y a la vez obscena exposición del sujeto (femenino) que siempre bor­ dea lo kitsch. El sujeto declara patéticamente lo que es y lo que quiere, expone sus más íntimos y frágiles sueños, confesión que, desde luego, llega a su apogeo en el deseo de morir (en “Un bel di, vedremo”, Madame Butterfly imagina la escena del retorno de Pinkerton: al principio, no responderá su llamado, “en parte para divertirse y en parte para no morir en el primer encuentro \pernon morir al primo incontro]”). De lo dicho se desprende que la trágica gaffe del héroe consiste en proyectar su imagen fantasmática en un objeto inadecuado, es decir, en confundir a una persona real con su imagen fantasmática del objeto amoroso, la mujer oriental del tipo Madame Butterfly. Sin embargo, las cosas son defi­ nitivamente más complejas. La escena clave del filme se pro­ duce luego del juicio, cuando el héroe y su compañero chino, ahora en un traje de hombre común, se encuentran solos en el compartimento cerrado del carro de policía en su camino a la cárcel. El chino se quita la ropa y se ofrece desnudo al hé­ roe, proclamando desesperadamente su disponibilidad: “¡Aquí estoy, soy tu mariposa!” Se propone como lo que es por íuera del marco fantasmático del héroe de una mujer orien­ tal misteriosa. En este momento crucial, el héroe se retrae: evi­ ta los ojos de su amante y rechaza el ofrecimiento. Cede en su deseo y, por tanto, está marcado por una culpa indeleble: trai­ ciona el verdadero amor que apunta al núcleo real del objeto debajo de las capas fantasmáticas. Es decir, la paradoja reside en el hecho de que aunque amaba al chino sin ningún pensamien­ to turbio, mientras que el chino manipulaba su amor en nom­ bre del servicio secreto de su país, ahora se vuelve evidente que el amor del chino era de algún modo más puro y mucho más auténtico. O, como afirmajohn Le Carré en Un espíaperfecto (A Perfect Spy): “Es amor aquello que aún puedes traicionar”. Como saben todos los lectores de “verdaderas” aventuras de espionaje, un gran número de casos en los cuales una mu­ jer ha seducido a un hombre desviándolo de su deber, para

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165 extraerle información vital (o viceversa), terminan con un matrimonio feliz; lejos de despejar el espejismo del amor, el develamiento de la manipulación tramposa que unió a los amantes sólo fortalece sus lazos. Para decirlo en términos deleuzianos: nos enfrentamos con una escisión entre la “pro­ fundidad” de la realidad, la mezcla de cuerpos en los cuales el otro es el instrumento que exploto sin piedad, en el cual el amor mismo y la sexualidad están reducidos a medios mani­ pulados con fines político-militares, y el nivel del amor qua puro acontecimiento de superficie. La manipulación en el ni­ vel de la realidad corporal vuelve aún más manifiesto el amor qua acontecimiento de superficie, qua efecto irreductible de su soporte corpóreo.23 La dolorosa escena final del filme transmite el total reco­ nocimiento del héroe de su culpa.24En la cárcel, el héroe po­ ne en escena una representación para sus ruidosos y vulgares compañeros de celda: vestido como Madame Butterfly (ki­ mono japonés, la cara muy maquillada) y acompañado por extractos de la ópera de Puccini, cuenta su historia; en el clí­ max de “Un bel di, vedremo”, se corta el cuello con una na­ vaja y cae muerto. Esta escena de un hombre suicidándose en público vestido de mujer tiene una larga y respetable historia: basta con mencionar Asesinato (.Murder, 1930), de Hitchcock, donde el asesino Handel Fane, vestido de trapecista, se cuel­ ga frente a una sala llena luego de terminar su número. En M. Butterfly, como en Asesinato, este acto es de una estricta naturaleza ética: en ambos casos, el héroe pone en escena una identificación psicótica con su objeto amoroso, con su sinthome (la formación sintética de una mujer inexistente, “Butterfly”), es decir, “regresa” de una elección de objeto a una identifica­ ción inmediata con el objeto; el único modo de salir del ato­ lladero insoluble de esta identificación es el suicidio qua passage a Pacte definitivo. Por medio de su acto suicida, el hé23. Sobre esta oposición deleuzíana del acontecimiento superficial y la profundidad del cuerpo, véase el capítulo 5 de este libro. 24. En este punto, el filme difiere de la “realidad”: el héroe “verdade­ ro” está todavía vivo, pudriéndose en una cárcel francesa.

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roe compensa su culpa por su rechazo al objeto cuando el ob­ jeto se le ofrecía fuera del marco fantasmático. Desde luego, sigue esperándonos la vieja objeción: en de­ finitiva, ¿no ofrece M. Butterfly una tragicómica gaffe de fan­ tasías masculinas sobre las mujeres, en lugar de una verdadera relación con una mujer? Toda la acción del filme se produce entre hombres. La inverosimilitud grotesca de la trama, ¿no enmascara y simultáneamente señala el hecho de que se trata de un caso de amor homosexual por el travestí? El filme es simplemente deshonesto y se rehúsa a reconocer este hecho obvio. Esta “elucidación”, sin embargo, no plantea el enigma verdadero de M. Butterfly (y de Eljuego de las lágrimas)-, ¿có­ mo puede un amor desesperado entre el héroe y su compa­ ñero, un hombre vestido de mujer, realizar la noción de amor heterosexual más “auténticamente” que una relación “nor­ mal” con una mujer? Entonces, ¿cómo debemos interpretar esta perseverancia de la matriz del amor cortés? Da prueba de cierto callejón sin salida en el feminismo contemporáneo. Es cierto que la ima­ gen cortés del hombre sirviendo a su Dama es una apariencia que oculta la realidad de la dominación masculina; es cierto que el teatro masoquísta es una mise en scéne privada diseñada para recompensar la culpa contraída por la dominación social del hombre; es cierto que la elevación de la mujer a objeto amoroso sublime equivale a su rebajamiento a materia pasi­ va, o a pantalla para la proyección narcisista del ideal del yo masculino, etc. Lacan mismo señala que, en la época del amor cortés, el estatuto social real de las mujeres como obje­ tos de intercambio en los juegos de poder masculino era pro­ bablemente baja. Sin embargo, esta apariencia misma del hombre que sirve a su Dama proporciona a las mujeres la sus­ tancia fantasmática de su identidad, cuyos efectos son reales: le proporciona todos los rasgos que constituyen la llamada “feminidad” y definen a la mujer no como es en sujouissance féminine, sino tal como ella se refiere a sí misma con respec­ to a su relación (potencial) con el hombre, como objeto del

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deseo de éste. Desde esta estructura fantasmática surge la reacción de pánico -no sólo de los hombres, sino también de muchas mujeres- a un feminismo que quiere deprivar a la mujer de su propia “feminidad”. Oponiéndose a la “domina­ ción patriarcal”, las mujeres socavan simultáneamente el so­ porte fantasmático de su propia identidad “femenina”. El problema es que, una vez que la relación entre los dos sexos se concibe como simétrica, recíproca, voluntaria o con­ tractual, la matriz fantasmática que emergía en el amor cortés sigue vigente. ¿Por qué? En la medida en que la diferencia se­ xual es un Real que se resiste a la simbolización, la relación sexual está condenada a seguir siendo una no-relación asimétrica en la cual el Otro, nuestra pareja, antes de ser sujeto, es una Co­ sa, una “pareja inhumana”; como tal, la relación sexual no puede ser transpuesta en una relación simétrica entre sujetos puros. El principio burgués del contrato entre sujetos iguales puede aplicarse a la sexualidad sólo bajo la forma del contrato perverso -masoquista-, en el cual la forma misma del contrato equilibrado sirve para establecer una relación de dominación. No es accidental que en las llamadas prácticas sexuales alter­ nativas (parejas lesbianas y gay “sadomasoquistas”) la relación Amo-Esclavo reemerja con una venganza, incluyendo todos los ingredientes del teatro masoquista. En otras palabras, es­ tamos lejos de inventar una nueva “fórmula” capaz de reem­ plazar la matriz del amor cortés. Por esta razón, es engañoso leer Eljuego de las lágrimas co­ mo un relato antipolítico de escape a lo privado, es decir, co­ mo una variación del tema de un revolucionario que, desilusionado por la crueldad del juego del poder político, descubre el amor sexual como único ámbito de la realización personal, de la realización existencial auténtica. Políticamen­ te, el filme es fiel a la causa irlandesa, que funciona como su trasfondo intrínseco. La paradoja es que en la esfera de lo pri­ vado, donde esperaba encontrar un puerto seguro, el héroe es obligado a llevar a cabo una revolución aún más vertiginosa en sus actitudes personales más íntimas. Así, Eljuego de las lá­ grimas elude el usual dilema ideológico de “lo privado como

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isla de autenticidad, exento del juego de poder político” ver­ sus “la sexualidad como otro campo de la actividad política”: vuelve visible la complicidad antagónica entre la actividad po­ lítica pública 7 la subversión sexual personal, antagonismo que ya está presente en Sade, quien pedía una revolución se­ xual como realización definitiva de la revolución política. En síntesis, el subtítulo de Eljuego de las lágrimas podría haber si­ do “¡Irlandeses, aún otro esfuerzo para convertirse en repu­ blicanos!”.

L y n c h c o m o pr e r r a fa el it a

En la historia del arte, los prerrafaelitas ofrecen un para­ dójico caso límite de superposición de vanguardia y kitsch: primero fueron considerados portadores de una revolución antitradicionalista en pintura, que rompió con toda la tradi­ ción desde el Renacimiento en adelante; apenas poco tiempo después -con el auge del impresionismo en Francia- fueron devaluados como el epítome del kitsch pseudo-romàntico Vic­ toriano. Esta evaluación peyorativa persistió hasta la década de I960 -es decir, hasta la emergencia del posmodernísmo-, cuando los prerrafaelitas súbitamente experimentaron mi re­ greso crítico. ¿Cómo fue que se volvieron “legibles” sólo re­ trospectivamente, a través del paradigma posmoderno? En este sentido, el artista crucial es William Holman Hunt, habitualmente descartado como el primero de los pre­ rrafaelitas en venderse al establishment para convertirse en un próspero productor de pinturas religiosas “edulcoradas” (El triunfo de los inocentes, etc.). Una mirada más atenta, sin em­ bargo, nos enfrenta con una dimensión siniestra, profunda­ mente perturbadora, en su obra; sus pinturas no dejan de producir cierto malestar, un sentimiento indeterminado de que, a pesar del contenido “oficial” idílico y elevado, hay al­ go que desentona. En Pastor veleidoso, en apariencia un sim-

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pie idilio pastoral que pinta a un pastor empeñado en seducir a una campesina y que, por ese motivo, descuida a sus ovejas (una obvia alegoría de la Iglesia descuidando a sus feligreses). Cuanto más largamente observamos la pintura, más cons­ cientes nos volvemos de los muchos detalles que dan prueba de la intensa relación de Hunt con el goce, con la jouissance como sustancia vital, es decir, su disgusto ante la sexualidad. El pastor es musculoso, rústico y toscamente voluptuoso; la mirada astuta de la joven indica una maliciosa y manipulado­ ra explotación de su propio atractivo sexual; la demasiado vi­ vaz paleta roja y verde predomina en la pintura con tonos repulsivos, como si estuviéramos ante una naturaleza pútrida. Lo mismo sucede con habella y eljarrón de Basil, donde nu­ merosos detalles, como los cabellos como serpientes y las ca­ laveras en el borde del jarrón, contradicen el contenido “oficial” trágico-religioso. La sexualidad que irradia la pintura es húmeda, “malsana”, está impregnada con la putrefacción de la muerte... estamos ya en medio del universo de David Lynch. Es decir, toda la “ontología” de Lynch está basada en la discordancia entre la realidad, observada desde una distancia segura, y la absoluta proximidad de lo real. Este procedimiento elemental entraña un movimiento desde el plano de conjunto hasta una proxi­ midad perturbadora que vuelve visible la asquerosa sustancia del goce, el hormigueo y el brillo de la vida indestructible.1 1. Se trata del motivo lacaniano de la “laminilla”, la indestructible sustan­ cia vital. En Freud, este motivo está anunciado en el capítulo 4 de Más allá del principio delplcccer, donde habla de los “pequeños fragmentos de sustancia vi­ viente... suspendidos en medio de un mundo exterior cargado con las más po­ derosas energías”: la estimulación que mana de ellos lo mataría, si no estuviera provisto dfe un escudo protector contra los estímulos. Adquiere el escudo de esta manera: su superficie más externa deja de tener la estructura propia de la materia viva, se convierte en cierto grado en inorgánica y, por ello mismo, funciona como un envoltorio especial o membrana resistente a los estímulos. (Sigmund Freud, Beyond the Pleamre Principie, Nueva York y Londres, N or­ ton, 1989, p. 30). [Ed. east.: Más allá del principio del placer, AE, vol. 18.] Lo central del argumento freudiano es, desde luego, que esta corteza sensitiva también recibe excitaciones desde adentro.

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Basta con recordar la secuencia inicial de Terciopelo azul (Blue Velvet). Luego de las viñetas del idílico pueblito norteameri­ cano y el ataque cardíaco que el padre del héroe sufre mien­ tras riega el césped (cuando se desmaya, el chorro de la manguera remeda un acto de orinar surrealista, exagerado), la cámara apunta al césped, descubriendo allí la vida: los hor­ migueantes insectos y coleópteros, el modo en que crepitan y devoran la hierba... En el comienzo mismo de Twin Peaks: el fuego camina conmigo (Twin Peaks: Pire Walk with Me), en­ contramos el procedimiento opuesto, que equivale al mismo efecto: vemos primero las blancas formas protoplasmáticas flotando en un fondo azul, un tipo de forma de vida elemen­ tal en su centelleo primordial; luego, a medida que la cámara se aleja lentamente, nos vamos dando cuenta de que lo que vimos fue un primer plano de una pantalla de televisión.12Lle­ gamos a reconocer el rasgo fundamental del “hiperrealismo” posmoderno: la proximidad excesiva con la realidad produce la “pérdida de realidad”; los detalles siniestros resaltan y per­ turban el efecto apacible de la escena total.3 El segundo rasgo, estrechamente vinculado con el prime­ ro, consiste en la designación misma de “prerrafaelismo”: la reafirmación de traducir las cosas como “realmente son”, no distorsionadas aún por las reglas de la pintura académica que 2. El mismo procedimiento fue empleado por Tim Burton en la sobre­ saliente secuencia de créditos de Batmam la cámara vaga por sinuosas e in­ determinadas tuberías de metal; luego se retira gradualmente, adquiere una distancia “normal” respecto de su objeto, y se ve claramente que éste es en realidad la pequeña insignia de Batman... 3. El equivalente de esta actitud de Lynch es, quizá, la filosofía de Leibniz: Leibniz estaba fascinado por los microscopios, porque confirmaban para él que lo que lo que aparecía como un objeto sin vida desde el punto de vista “normal”, cotidiano, estaba en realidad lleno de ella. Uno sólo te­ nía que mirarlo con mayor cercanía, observarlo desde una proximidad ab­ soluta: bajo las lentes de un microscopio, uno puede percibir el salvaje hormigueo de innumerables y minúsculos seres vivos... Véase el capítulo 2 de Miran Bozovic, Der grosse Andere: Gotteskonzepte in der Philosophie der Neuzeit, Viena y Berlín, Turia & Kant, 1993.

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estableció Rafael. Sin embargo, la propia práctica de los prerrafaelitas contradice esta ideología ingenua de retorno al modo “natural” de pintar. Este rasgo necesariamente nos pa­ rece a nosotros, acostumbrados al realismo moderno, un sig­ no de torpeza: las pinturas prerrafelitas de algún modo carecen de la “profundidad” del espacio organizado según lí­ neas de perspectiva que se encuentran en un punto distante; es como si la propia “realidad” que estas pinturas describen no fuera una realidad “verdadera”, sino más bien una realidad estructurada como en un bajorrelieve. (Otro aspecto de este mismo rasgo es la cualidad artificial, mecánicamente com­ puesta, que queda adherida a los individuos descriptos: de al­ gún modo carecen de la profundidad abisal de personalidad que habitualmente asociamos con la noción de sujeto.) El término “prerrafaelismo” debe, pues, tomarse literalmente, como indicador del cambio desde el perspectivismo renacen­ tista al universo medieval “cerrado”. En los filmes de Lynch, esta “chatura” de la realidad des­ cripta, que cancela efectivamente la perspectiva de una aper­ tura infinita, encuentra su equivalente preciso en el nivel del sonido. Volvamos a la secuencia inicial de Terciopelo azul-, su rasgo crucial es el ruido siniestro que surge cuando nos apro­ ximamos a lo real. Este ruido es difícil de localizar en la rea­ lidad; para determinar su estatuto podríamos invocar la cosmología contemporánea sobre los raidos en los límites del universo. Éstos no son simplemente internos al universo; son los restos, los últimos ecos del big bang que creó el universo mismo. El estatuto ontológico de este ruido es más interesan­ te de lo que puede parecer, dado que subvierte la noción fun­ damental del universo infinito, “abierto”, que define el espacio de la física newtoniana. Esta noción moderna de universo “abierto” está basada en la hipótesis de que toda entidad positiva (ruido, materia) ocu­ pa algún espacio (vacío): depende de la diferencia entre espa­ cio qua vacío y las entidades positivas que ocupan el espacio, “llenándolo”. En este caso, el espacio es fenomenológicamente visto como algo que existe previamente a las entidades

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que “lo llenan”: si destruimos o eliminamos la materia que ocupa un espacio dado, el espacio qua vacío persiste. Pero el ruido primordial, el último resto del big bang, es constitutivo del espacio mismo: no es un ruido “en” el espacio, sino un rui­ do que mantiene el espacio abierto como tal. Por ende, si lo borráramos, no obtendríamos el “espacio vacío” que ese rui­ do llena: el espacio mismo, el receptáculo de toda entidad “intramundana”, se desvanecería. Ese ruido es, pues, en cier­ to sentido, el “sonido del silencio”. En la misma línea, el rui­ do fundamental en los filmes de Lynch no es causado simplemente por los objetos que son parte de la realidad; an­ tes bien, forma el horizonte ontológico, el marco de realidad mismo, la textura misma que mantiene la realidad: si este rui­ do tuviera que ser erradicado, la realidad misma se derrum­ baría. Desde el universo infinito y “abierto” de la física cartesiana-newtoniana, nos movemos hacia el universo “ce­ rrado” premoderno, limitado por un “ruido” fundamental. Encontramos este mismo raido en la secuencia de la pesa­ dilla en El hombre elefante (The ElephantMan), cuando se cra­ za la frontera que separa lo interior de lo exterior; es decir, en este ruido, la externalidad extrema de una máquina coincide ominosamente con la gran intimidad del interior del cuerpo, con el ritmo del corazón palpitante. Otro punto que no debe omitirse es que este ruido aparece después de que la cámara entra en el agujero en la capucha del hombre elefante que re­ presenta la mirada: la inversión de la realidad en lo real co­ rresponde a la inversión del ver (del sujeto que escruta la realidad) en mirada; en otras palabras, esta inversión ocurre cuando entramos en el “agujero negro”, en la grieta del en­ tramado de la realidad. U n a v o z q u e d esuella el cu erpo

Lo que encontramos en este “agujero negro” es simple­ mente el cuerpo desprovisto de su piel. Es decir, Lynch per­ turba nuestra más elemental relación fenomenológica con el

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cuerpo vivo, que está basada en la radical separación entre la superficie de la piel y lo que yace bajo ella. Recordemos la sensación siniestra de disgusto que tenemos cuando nos esforzamos por imaginar lo que se encuentra justo bajo la superficie de un hermoso cuerpo desnudo: músculos, órga­ nos, venas... En resumen, relacionarse con el cuerpo impli­ ca suspender lo que está bajo la superficie. Esta suspensión es un efecto del orden simbólico; puede ocurrir solamente en la medida en que nuestra realidad corporal es estructu­ rada por el lenguaje. En el orden simbólico, aunque este­ mos desvestidos, no estamos realmente desnudos, dado que la piel misma funciona como el “vestido de la carne ”.4 Esta suspensión excluye lo real de la sustancia viva, su palpita­ ción: una de las definiciones de lo real lacaniano es que se trata del cuerpo desollado, la palpitación de la cruda carne roja sin piel. Entonces, ¿cómo perturba Lynch nuestra relación fenomenológica más fundamental con la superficie corporal? Por medio de una voz, de tina palabra que “mata”, rompiendo la superficie de la piel para cortar directamente la carne cruda; en resumen, por medio de una palabra cuyo estatuto es el de lo real. Este rasgo es más expresivo en la versión de Lynch de Duna, de Herbert. Basta con recordar a los miembros de la congregación espacial que, debido a que han abusado de la “especia”, la droga misteriosa en torno de la cual gira el rela­ to, se han convertido en seres distorsionados con cabezas gi­ gantes; como criaturas-gusano hechas de carne sin piel, representan la indestructible sustancia vital, la pura encama­ ción del goce. Una distorsión similar surge en el reino corrupto del mal­ vado barón Harkonnen, donde muchas caras están desfigura­ das de manera siniestra, con ojos y orejas cosidos, etc. La cara del propio barón está llena de protuberancias desagradables, 4. Una excepción a esta noción es proporcionada por el cuerpo desnu­ do de Isabella Rossellini hacia el final de Terciopelo azul: cuando, habiendo soportado la pesadilla, deja la casa y se acerca a Jeffrey, es como si un cuer-

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“brotes de goce”, en los cuales el interior del cuerpo emerge en la superficie. La extraña escena en la que el barón asalta a un joven de modo oral y homoerótico también juega con es­ ta relación ambigua entre el interior y la superficie: el ba­ rón ataca al joven tirando del tapón del corazón, de modo que la sangre comienza a manar. (Se trata de la típica fanta­ sía infantil de Lynch, la noción de que el cuerpo humano es un globo, una forma hecha de piel inflada, sin sustancia só­ lida en el interior...) Los cráneos de los siervos de la congre­ gación espacial también empiezan a agrietarse cuando se quedan sin especia, otro caso de superficies fracturadas, dis­ torsionadas. Lo crucial es la correlación entre estas grietas en el crá­ neo y la voz distorsionada: el siervo emite unos murmullos ininteligibles, que se transforman en discurso articulado so­ lamente al pasar por un micrófono o, en términos lacanianos, al pasar por el medio del gran Otro. También en Twin Peaks, el enano del Pabellón Rojo habla un inglés incom­ prensible, distorsionado, vuelto inteligible sólo con ayuda de subtítulos, que asumen el rol del micrófono, es decir, el rol del medio del Otro. Esta dilación -el proceso por el cual los sonidos inarticulados que pronunciamos se convierten en discurso sólo a través de la intervención de un orden ex­ terno, mecánico, simbólico- es habitualmente ocultada; se vuelve visible sólo cuando la relación entre la superficie y su debajo o su más allá es perturbada. Se trata, por tanto, del reverso oculto de la crítica derrideana del logocentrismo, en la cual la voz funciona como el medio de las ilusorias trans­ parencia y presencia: en su lugar, tenemos la obscena, cruel, egoísta, incomprensible, impenetrable, traumática, dimen­ sión de la Voz, que funciona como un tipo de cuerpo extra­ po, que pertenece a otro reino, oscuro, infernal, repentinamente se encon­ trara en nuestro universo cotidiano “normal”, habiendo salido de su pro­ pio elemento, como un pulpo encallado o cualquier otra criatura de los mares profundos; un cuerpo herido, expuesto, cuya presencia material ejerce una presión casi insoportable en nosotros.

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ño que perturba el equilibrio de nuestra vida.5 En Duna, nuestra experiencia como espectadores de la su­ perficie corporal está también perturbada en la experiencia mística del héroe, Paul Atreid, al tomar el “agua de la vida” (el misticismo, desde luego, representa el encuentro con lo real). Nuevamente el interior pugna por entrar en erupción a través de la superficie; la sangre mana no sólo de los ojos de Paul si­ no también de las bocas de su madre y hermana, que saben de su ordalía por empatia directa, no simbólica. (Los consejeros, las “computadoras vivientes” que son capaces de leer los pen­ samientos de la gente y ver el futuro, también tienen extrañas manchas como de sangre alrededor de sus labios.) Finalmente, la voz de Paul tiene un impacto directo, físico: al levantar la voz, no sólo puede perturbar a su adversario, pue­ de incluso hacer estallar la roca más dura. Al final del filme, Paul levanta la voz y rechaza a la vieja sacerdotisa que intenta­ ba penetrar su mente, haciéndola saltar como si se enfrentara con un soplo físico. Paul mismo dice que sus palabras pueden matar, es decir, su discurso no sólo funciona como acto simbó­ lico; también interviene directamente en lo real. La desinte­ gración de la relación “normal” entre la superficie corporal y su más allá o su debajo es estrictamente correlativa de este cambio en el estatuto del discurso, de esta emergencia de una palabra que opera directamente en el nivel de lo real. U n a fisu r a e n l a c a d e n a c a u sa l

Otro rasgo crucial marca esta última escena: la vieja sacer­ dotisa reacciona a las palabras de Paul de manera exagerada, casi teatral, de modo que no está claro si está reaccionando a sus palabras reales o al modo distorsionado, amplificado, en 5. El gran dictador (Great Dictator), de Chaplin, presenta una perturba­ ción equivalente en la relación entre la voz y la palabra escrita: la palabra oral (en los discursos del dictador Hynkel) es obscena, incomprensible, ab­ solutamente inconmensurable respecto de la palabra escrita.

177 que ella las percibe. En resumen, la relación “normal” entre la causa (las palabras de Paul) y el efecto (la reacción de la mujer ante ellas) está perturbada, como si una brecha los se­ parara, como si el efecto nunca correspondiera a su supuesta causa. El modo habitual de leer esta brecha sería imaginarlo como un índice de la histeria de una mujer: las mujeres no pueden percibir las causas externas claramente, siempre pro­ yectan en ellas su propia visión distorsionada... Michel Chion, sin embargo, en un verdadero conato de genio, pro­ pone una lectura completamente distinta de esta perturba­ ción.6 Podríamos “poner en orden” su progresión un poco asistemática, esparcida a través de su libro sobre Lynch, dis­ poniéndola en tres pasos consecutivos. D avid Lynch, o la depresión fem enina

®El punto de partida de Chion es la brecha, la discrepan­ cia, el décalage, entre la acción y la reacción que siempre ope­ ra en Lynch: cuando un sujeto -un hombre, por lo generalse dirige a una mujer o la “electrocuta” de algún otro modo, la reacción de la mujer siempre es inconmensurable respecto de la señal o el “impulso” que recibió. En esta inconmensu­ rabilidad está en juego una suerte de cortocircuito entre cau­ sa y efecto: su relación nunca es “pura” o lineal, nunca podemos estar del todo seguros acerca del grado en el cual el efecto mismo “tiñe” retroactivamente su propia causa. En­ contramos la lógica de la anamorfosis presentada de un modo ejemplar en el Acto II, Escena 2 de Ricardo II de Shakespea­ re, en las palabras de Bushy, el fiel servidor de la reina: Como las perspectivas, que miradas de frente Sólo muestran confusión; miradas al sesgo Distinguen formas: de este modo su dulce majestad Mirando al sesgo la partida de su señor Encuentra más formas de aflicción que él mismo; Las cuales, mirándolas tal como son, no son más que sombras 6. Véase Michel Chion, David Lynch, París, Cahiers du Cinéma, 1992, especialmente pp. 108-117, 227-228.

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De lo que no es. En su respuesta a Bushy, la reina ubica sus temores en el contexto de las causas y los efectos: [...] la fantasía proviene aún De alguna aflicción antecesora; no es el caso de la mía, Pues nada ha engendrado mi pena por algo; O algo tiene la nada que me causa pesar: he heredado, Pero aún no se sabe qué; no Sé nombrarlo; es una miseria sin nombre, lo sé.7 La inconmensurabilidad entre causa y efecto proviene en­ tonces de la perspectiva anamórfica del sujeto que distorsio­ na la causa “real” precedente, de modo que su acto (su reacción a esta causa) nunca es un efecto directo de ella, sino más bien una consecuencia de su percepción distorsionada. ®El siguiente paso de Chion consiste en un gesto “loco”, merecedor de la más atrevida interpretación freudiana: plan­ tea la hipótesis de que la matriz fundamental, el caso paradig­ mático, de esta discrepancia entre acción y reacción es la (no)relación sexual entre hombre y mujer. En la actividad se­ xual, los hombres “les hacen ciertas cosas a las mujeres”, y la pregunta es: ¿es el goce de una mujer reducible a un efecto, a una simple consecuencia de lo que un hombre le hace a ella? Desde los viejos buenos tiempos de la hegemonía marxista, uno puede recordar los vulgares y materialistas esfuerzos “reduccionis­ tas” para ubicar la génesis de la noción de causalidad en la práctica humana, en la relación activa del hombre con su contexto: llegamos a la noción de causalidad mediante la ge­ neralización de la experiencia de presenciar cómo, toda vez que hacemos cierto gesto, el mismo efecto ocurre en la reali­ dad... Chion propone un “reduccionismo” aún más radical: la 7. Véase una lectura más detallada de estas líneas en Ricardo II, en el ca­ pítulo 1 de Slavoj Zizek, Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000.

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matriz elemental de la relación entre causa y efecto es ofreci­ da por la relación sexual. En última instancia, la brecha irre­ ductible que separa un efecto de su causa equivale al hecho de que “no todo el goce femenino es un efecto de la causa mascu­ lina”. Este “no-todo” debe concebirse precisamente en el sentido de la lógica lacaniana del “no-todo ¡pas-tout}”: no en­ traña en absoluto que una parte del goce de una mujer no es el efecto de lo que un hombre le hace. En otras palabras, el “no-todo” designa incoherencia, no incompletud: en la reac­ ción de una mujer siempre hay algo imprevisto, la mujer nunca reacciona del modo esperado; un día no reacciona a al­ go que hasta entonces nunca había dejado de excitarla: otro día la excita algo que el hombre le hace al pasar, inadvertida­ mente... La mujer no está totalmente sometida al vínculo causal; con ella, el orden lineal de la causalidad se rompe, o, para citar a Nicolás Cage cuando, en Corazón salvaje (Wild at Heart), de Lynch, es sorprendido por la reacción inesperada de Laura Dern: “El modo en que tu mente trabaja es un mis­ terio privado de Dios”.8 8. Dado que esta brecha que separa el efecto de su causa no es un ras­ go positivo de una mujer, no sólo sorprende al hombre, también confunde a la propia mujer qua “persona” psicológica, tal como aparece ejemplifica­ do en la escena de Terciopelo azul del encuentro sadomasoquista: Isabella Rossellini primero amenaza a Kyle MacLachlan con un gran cuchillo de cocina, ordenándole que se desvista, y luego se sorprende ante su reacción. El efecto se refleja en su causa, de modo tal que la causa misma está perple­ ja ante su propio efecto. Esto, desde luego, significa que esta causa (la mujer) debe estar en sí misma descentrada; la verdadera causa es “algo en la causa más que la causa misma”. ¿Y acaso esta inversión no demuestra que, en un nivel más fundamental, la verdadera causa qua lo Real es la mujer que, en el nivel de la cadena simbólica de causas y efectos, parece ser el objeto pa­ sivo de la actividad del hombre? Tal vez esta perplejidad de la causa ante su propio efecto proporcione la clave de la categoría hegeliana de la “acción recíproca” [Wechselwirkung]: lejos de entrañar una suerte de interrelación simétrica de causa y efecto, la retroacción del efecto sobre la causa señala un descentramiento interno de la causa misma.

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®El último paso de Chion es doble: una especificación ul­ terior, seguida de una generalización. ¿Por qué es precisa­ mente una mujer quien, por medio de su inconmensurada reacción a la señal del hombre, rompe la cadena causal en pe­ dazos? El rasgo específico de la mujer, que parece ser reduci­ ble a un eslabón en la cadena causal aunque en realidad suspende e invierte la conexión causal, es la depresión femeni­ na, su propensión suicida a deslizarse hacia un letargo perma­ nente: el hombre “bombardea” a la mujer con “shocks” con el fin de sacarla de esta depresión. E l n a c im ie n t o d e l a s u b je t iv id a d A PARTIR DE LA DEPRESIÓN FEMENINA

En el centro de Terciopelo azul (y de toda la obra de Lynch) se encuentra el enigma de la depresión de una mu­ jer. Que la fatal Dorothy (Isabella Rossellini) está deprimi­ da va de suyo, dado que las razones para su angustia parecen obvias: su hijo y su esposo han sido secuestrados por el cruel Frank (Dennis Hopper), quien llega a cortar una de las orejas de su marido, y la extorsiona requiriendo sus favores sexuales como precio para mantener vivos a sus rehenes. Entonces, el lazo causal parece claro y falto de ambigüedad: Frank ha causado todos sus problemas inter­ firiendo en la feliz familia y provocando el trauma. El go­ ce masoquísta que Dorothy experimenta es un simple efecto secundario de este shock inicial: la víctima está tan desorientada y confundida por la violencia sádica a que es sometida que “se identifica con el agresor” y se dispone a imitar su juego... Sin embargo, un análisis detallado de la escena más famosa de este filme -el juego sexual sadomasoquísta entre Dorothy y Frank, observada por Jeffrey (Kyle MacLachlan), oculto en el armario- nos obliga a invertir toda la perspectiva. Es decir, la pregunta crucial que debe ser planteada es: ¿para quién se representa esta escena?

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®La primera respuesta parece obvia: para Jeffrey. ¿No es esta escena un caso ejemplar de un niño presenciando el coi­ to parental? ¿No está Jeffrey reducido a una pura mirada pre­ sente en el acto de su propia concepción (la matriz elemental del fantasma)? Esta interpretación se sustenta en dos rasgos peculiares de lo que Jeffrey observa: Dorothy introduciendo un material azul aterciopelado en la boca de Frank; Frank respirando pesadamente en una máscara de oxígeno colocada en su boca. Estos dos rasgos, ¿no son alucinaciones visuales basadas en lo que el niño oye? Cuando el niño escucha a es­ condidas a sus padres haciendo el amor, oye un hablar hueco y pesado, una respiración entrecortada, de modo que imagi­ na que algo debe de haber en la boca de su padre (quizá un pedazo de sábana, dado que está en la cama), o que está res­ pirando con una máscara...9 ®Pero lo que esta lectura ignora es el hecho crucial de que el juego sadomasoquista entre Dorothy y Frank es una repre9. En el análisis de filmes, por ende, es crucial exponer la realidad diegética homogénea, continua, como un producto de “elaboración secunda­ ria”, para discernir en ella el papel de la realidad (simbólica) y el papel de la alucinación fantasmática. Basta con recordar M i pobre angelito (Home Alone)-. todo el filme gira en tom o del hecho de que la familia del niño -su propio entorno intersubjetivo, el “gran O tro”- y los dos ladrones que lo amenazan cuando la familia está lejos nunca se cruzan. Los ladrones entran en escena cuando el niño se encuentra solo, y cuando, en el final del filme, la familia vuelve a su hogar, toda huella de la presencia de los ladrones se evapora ca­ si mágicamente, aunque como resultado de la confrontación de éstos con el niño la casa entera está en ruinas. El hecho de que la existencia de los ladro­ nes no sea reconocida por parte del gran Otro indudablemente demuestra que estamos ante el fantasma del niño: en el momento en que los dos ladrones aparecen en escena, cambiamos de terreno y saltamos de la realidad social al universo fantasmático, en el cual no hay ni muerte ni culpa; en el univer­ so de las farsas mudas y las historietas, en las cuales un pedazo de hierro cae en nuestra cabeza, y el único daño que sufrimos es que algunos cabellos se nos han chamuscado... Quizá de este modo deba concebirse el notable gri­ to de Macaulay Culkin: no como la expresión de su miedo a los ladrones, si­ no más bien como la expresión de su horror ante la perspectiva de ser arrojado (nuevamente) a su propio universo fantasmático.

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sentación total, es deliberadamente teatral: ambos actúan, no sólo Dorothy, que sabe que Jeffrey está mirando dado que es ella la que lo ha introducido en el armario. En realidad, am­ bos sobreactúan -como si ambos supieran que están siendo observados-; Jeffrey no es un testigo inadvertido, accidental, de un ritual secreto: el ritual es representado para su mirada desde el principio. Desde esta perspectiva, el verdadero orga­ nizador del juego parece ser Frank. Sus ruidosos y teatrales manierismos, que lindan con lo cómico y recuerdan la ima­ gen clásica del archivillano, revelan cuán desesperadamente está tratando de fascinar e impresionar a la tercera mirada. ¿Para probar qué? La clave, quizá, la ofrece la obsesiva frase que repite a Dorothy: “¡No me mires!” ¿Por qué no? Puede haber sólo una respuesta posible: porque no hay nada para ver; es decir, no hay erección, dado que Frank es impotente. Leí­ da de este modo, la escena toma una significación total­ mente distinta: Frank y Dorothy fingen un acto sexual salvaje para ocultarle al hijo la impotencia del padre; los gritos e improperios de Frank, su imitación cómica y es­ pectacular de los gestos coitales, sirven para enmascarar la ausencia de coito. En términos tradicionales, el acento pasa del voyeurismo al exhibicionismo: la mirada de Jef­ frey no es sino un elemento en el escenario del exhibicio­ nista, es decir, en lugar de un hijo presenciando el coito parental, tenemos el desesperado intento del padre de convencer al hijo de su potencia. ®Sin embargo, una tercera lectura se centra en la propia Dorothy. Desde luego, no compartimos los lugares comu­ nes antifeministas acerca del masoquismo femenino, acer­ ca de cómo las mujeres gozan secretamente al ser tratadas brutalmente, etc. Antes bien, nuestra hipótesis es la si­ guiente: dado que en la mujer el lazo causal lineal está sus­ pendido, incluso invertido, ¿acaso no podría ser la depresión el hecho original, lo que está primero, y toda actividad sub­ siguiente -el terror ejercido por Frank sobre Dorothy-, le­ jos de ser la causa de su malestar, es más bien un intento

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“terapéutico” desesperado por impedir que la mujer caiga en el abismo de la depresión absoluta, una suerte de terapia de electroshock que se esfuerza por atraer su atención?10La crudeza del “tratamiento” (secuestrar a su marido e hijo, contarle una oreja al primero, requerir su participación en el juego sexual sádico) simplemente corresponde a la pro­ fundidad de su depresión: sólo shocks de tal crudeza pueden mantenerla activa. En este sentido, Lynch puede pensarse como un verdade­ ro anti-Weininger. En Sexo y carácter, de Otto Weininger, pa­ radigma del antifeminismo moderno, la mujer se presenta al hombre tratando de fascinarlo con la mirada y arrastrándolo así desde las alturas espirituales hasta las profundidades del li­ bertinaje sexual; para Weininger, el “hecho original” es la es­ piritualidad del hombre, mientras que su fascinación por la mujer proviene de su Caída. En Lynch, el “hecho original” es la depresión de la mujer, su deslizamiento hacia el abismo de la autoaniquilación, de la letargía absoluta; por el contrario, es el hombre el que se presenta a la mujer como objeto de su mirada. El hombre la “bombardea” con shocks con el fin de atraer su atención y sacarla así de su parálisis; en síntesis, con 10. Una inversión homologa del orden de la causalidad es uno de los rasgos de la práctica psicoanalítica: su dispositivo estándar es interpretar como causa lo que se presenta como efecto. Si un analizante afirma que no puede abrirse y “decirle todo” al analista, porque encuentra que éste es personalmente repulsivo, o porque no le despierta la necesidad de confi­ dencia, podemos estar seguros de que la relación entre ambos términos es la inversa: el analista es “repulsivo” para que el paciente pueda evitar “cort tarle todo”, es decir, el verdadero núcleo de sus traumas. Lo que viene pri­ mero es la resistencia del analizante a “contar todo”, y el “carácter repulsivo” del analista sólo da cuerpo a esa resistencia, es la forma “reificada” en la cual el analizante percibe (erróneamente) su resistencia. La excu­ sa del analizante meramente confirma, pues, que la transferencia ya está funcionando: bajo la apariencia del “carácter repulsivo” del analista, el ana­ lizante toma nota, de manera invertida, de la repulsión que siente hacia la verdad acerca de su propio deseo, y de su reticencia a confrontarlo. Encon­ trar “repulsivo” al analista implica que éste ya funciona como el “sujeto su­ puesto saber” que sabe la verdad sobre el deseo del analizante.

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el fin de reinstalarla en el orden “apropiado” de la causa­ lidad .11 La tradición de un mujer insensible, letárgica, sacada de su parálisis por el llamado de un hombre ya era vigente en el siglo XIX: basta con recordar a Kundry, en Parsifal, de Wagner, quien, en el comienzo de los Actos II y III, es desperta­ da de un sueño catatónico (primero, gracias a los rudos llamados de Klingsor, luego a través de la atención de Gurnemanz), o -tomada de la vida “real”- la figura única de Jane Morris, esposa de William Morris y amante de Dante Ga­ briel Rossetti. La famosa foto de Jane de 1865 presenta a una mujer depresiva, profundamente absorbida en sus pensa­ mientos, que parece esperar la estimulación del hombre para que éste la saque de su letargo: esta foto ofrece, quizá, la me­ jor aproximación a lo que Wagner tenía en mente cuando creó la figura de Kundry.12 11. Uno también encuentra este motivo de una mujer sacada de sus es­ tados letárgicos donde normalmente no lo buscaría: en Los papeles de Aspem, de Henry James, por ejemplo. El narrador se introduce en un decadente palazzo veneciano, hogar de dos damas: una anciana estadouni­ dense que, años atrás, en su juventud, había sido la amante del gran poeta estadounidense Aspern, y su sobrina, algo más joven. Hace uso de todas las posibles tretas para obtener el objeto de su deseo: un conjunto de cartas de amor de Aspern, cuidadosamente mantenidas en secreto por la anciana da­ ma. Lo que no toma en cuenta, obsesionado como está por el objeto de su deseo, es simplemente su propio impacto en la vida del decadente palazzo-. a través de su actividad introduce un espíritu de vivacidad que despierta a las dos mujeres de su vegetación letárgica e incluso estimula, en la más jo­ ven, un interés sexual... 12. ¿Cómo se relacionan estas tres lecturas entre sí? Son mutuamente excluyentes; no es posible pensarlas juntas dentro del mismo espacio ho­ mogéneo; a pesar de ello, su pluralidad es irreductible y necesaria, es decir, ninguna de las tres lecturas puede ser privilegiada como la “apropiada” y concebirse como la “verdad” de las dos restantes. En ello reside un aspec­ to importante de la revolución de Lynch: en toda la historia del cine, es só­ lo una perspectiva subjetiva la que organiza el espacio narrativo (en el film noir, por ejemplo, esta perspectiva es la del héroe mismo, cuya voz comen­ ta la acción); mientras que en Lynch, la dominación del sonido sobre la imagen (esto es, la banda de sonido) hace posible la multiplicación de los

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De crucial importancia es la estructura formal universal que está operando aquí: la relación “normal” entre causa y efecto es invertida; el efecto es el hecho original, viene pri­ mero, y lo que aparece como su causa -los shocks que supues­ tamente ponen la depresión en movimiento- es en realidad una reacción a este efecto, una lucha contra la depresión. También en este caso, la lógica es la del “no-todo”: el no-to­ do en la depresión proviene de las causas que la disparan; sin embargo, al mismo tiempo, no hay elemento de la depresión que esté disparado por una causa externa activa. En otras pa­ labras, todo en la depresión es un efecto; todo, excepto la de­ presión como tal, excepto la forma de la depresión. El estatuto de la depresión es, pues, estrictamente “trascenden­ tal”: la depresión proporciona un marco a priori dentro del cual las causas pueden actuar como lo hacen.13 Puede parecer que simplemente hemos expuesto los pre­ juicios más comunes acerca de la depresión femenina: la con­ cepción de la mujer que sólo puede ser excitada por los estímulos del hombre. Sin embargo, hay otro modo de con­ siderar el problema: la estructura elemental de la subjetividad depende de cómo el no-todo del sujeto está determinado por la capuntos de vista. Véase, entre otras, la peculiaridad de Duna, que ha sido fuertemente menospreciada por ciertos críticos como un recurso a la inge­ nuidad no fílmica: el comentario de múltiples voces sobre la acción. 13. Esta lógica es exactamente homologa de la articulada por Deleuze a propósito de la dualidad freudiana del principio del placer (y la realidad) y su “más allá”, la pulsión de muerte (¿qué es la depresión de las heroínas de Lynch sino una manifestación de la pulsión de muerte?). Según Freud, no es que haya fenómenos que no pueden explicarse a través del principio del placer (y la realidad) (es fácil para él demostrar, a propósito de todos los ejemplos de “placer en el dolor” que aparentemente van en contra del principio del placer, la ganancia narcisista oculta transmitida por la renun­ cia al placer), sino más bien que, cotí elfin de explicar elfuncionamiento mis­ mo de los principios del placer y la realidad, estamos obligados a plantear la dimensión más fundamental de la “pulsión de muerte” y la compulsión re­ petitiva, que mantienen abierto el espacio donde el principio puede ejercer sus reglas. Véase el capítulo 10, “Frialdad y crueldad”, en Masochism, Nue­ va York, Zone Books, 1991.

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dena causal. El sujeto “es” esta brecha misma que separa la causa de su efecto; emerge precisamente en la medida en que la relación entre causa y efecto deviene “inexplicable”.14 En otras palabras, ¿qué es esta depresión femenina que suspende el lazo causal, la conexión causal entre nuestros actos y los es­ tímulos externos, sino el gesto fundante de la subjetividad, el acto de libertad primordial, por el cual rechazamos nuestra inserción en el nexo de causas y efectos?15El nombre filosó14. Esta “inexplicabilidad” es aquello a lo que Freud apuntaba con su concepto de sobredeterminación: una causa externa contingente puede dispa­ rar consecuencias catastróficas imprevistas reavivando el trauma que siempre-ya brilla bajo las cenizas, y que “insiste” en el inconsciente. 15. Esta suspensión de la causalidad lineal es, al mismo tiempo, el ras­ go constitutivo del orden simbólico. En este sentido, el caso de Jon Elster es muy instructivo. Dentro del marco de un enfoque sociopsicológico “ob­ jetivo”, Elster se esfuerza por aislar el nivel específico del mecanismo, ubi­ cado entre un método ideográfico meramente descriptivo o narrativo y la construcción de teorías generales: “U n mecanismo es un patrón causal es­ pecífico que puede ser reconocido post boc, pero rara vez puede ser previs­ to... Es menos que una teoría, pero mucho más que una descripción” (Jon Elster, Political Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, pp. 3, 5). El punto crucial que Elster pasa por alto es que los “mecanismos” no están simplemente en el medio, es decir que no ocupan la posición me­ dia en la escala común en cuyos extremos encontramos la verdadera teoría universal con poder predictivo y una mera descripción: antes bien, los “me­ canismos” constituyen un dominio separado de la causalidad simbólica cu­ ya eficiencia obedece a leyes radicalmente distintas. En otras palabras, la especificidad de los mecanismos reside en cómo la misma causa puede dis­ parar efectos opuestos: si los hombres no pueden tener lo que querrían te­ ner, a veces simplemente prefieren lo que tienen, o, por el contrario, prefieren lo que no tienen por la razón misma de no tenerlo; si los hom­ bres siguen cierto hábito en una esfera, a veces tienden a seguirlo también en otras esferas (el “efecto de derrame”), o, por el contrario, actúan en las otras esferan de manera opuesta (el “efecto de exclusión”), etc. Este hecho de no poder nunca afirmar de antemano cómo las causas que nos determi­ nan ejercen su poder causal sobre nosotros no tiene nada en absoluto que ver con la generalidad insuficiente y la ímpredicibilidad debidas a la com­ plejidad excesiva: estamos ante una causalidad simbólica específica en la cual el sujeto mismo, de manera autorreflexiva, determina qué causas lo determinarán a él, o determina las causas de aquello que será las causas que lo determinen.

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fico para esta “depresión” es negatividad absoluta, lo que He­ gel llamó “la noche del mundo”, el retiro del sujeto en sí mis­ mo. En síntesis, la mujer, no el hombre, es el sujeto par excellence, 16 Y el lazo entre esta depresión y la indestructible sustancia vital es también clara: la depresión, el retiro-en-símismo, es el acto primordial de recogimiento, de manteni­ miento de una distancia respecto de la indestructible sustancia vital, haciéndola aparecer como un destello repulsivo. La p u r a s u p e r f ic ie d e l a c o n t e c im ie n t o

d e s e n t id o

El eje fundamental del universo de David Lynch consiste en la tensión entre el abismo de la profundidad “femenina” y la pura superficie epidérmica del orden simbólico: la pro­ fundidad corporal invade constantemente la superficie y amenaza tragársela. ¿Qué diada filosófica proporciona las coordenadas de este eje? En su Lógica del sentido, Deleuze se propone desplazar la oposición que define el espacio plató­ nico, la de las Ideas suprasensibles y sus copias sensibles ma­ teriales, hacia la oposición de profundidad sustancial-opaca del Cuerpo y la pura superficie del acontecimiento de senti­ do. Esta superficie depende de la emergencia del lenguaje: es el vacío no sustancial que separa las Cosas de las Palabras. Como tal, tiene dos caras: una está vuelta hacia las Cosas, es decir, es la pura superficie no sustancial del Devenir, de los Acontecimientos heterogéneos con respecto a las Cosas sus­ tanciales para las cuales suceden esos Acontecimientos; la otra cara está vuelta hacia el Lenguaje, es decir, es el puro flujo del Sentido en contraste con la Significación representacional, con la referencia de un signo a los objetos materia­ les. Deleuze, desde luego, sigue siendo un materialista: la 16. La perspectiva infame según la cual la mujer es “ilógica”, “no reac­ ciona racionalmente”, etc., designa pues el modo como esta suspensión fe­ menina de la cadena causal es percibida dentro del espacio ideológico dominante.

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superficie del Sentido es un efecto de la interacción de cau­ sas materiales; sin embargo, es un efecto heterogéneo, un efecto de orden radicalmente distinto del Ser (corporal). Te­ nemos pues, por una parte, la mezcla material generativa de causas y efectos y, por otra, la superficie incorpórea de los puros efectos-acontecimientos que son “estériles”, “asexua­ dos”, ni activos ni pasivos. Esta otra línea antiplatónica que emerge por primera vez en el estoicismo, con la perversión (más que la subversión) estoica del platonismo a través de la teoría del Sentido qua Acontecimiento incorpóreo (nuestra fuente principal, aun­ que escasa, son los fragmentos sobre lógica de Crisipo); rea­ parece triunfalmente en el giro “antiontológico” de la filosofía a comienzos del siglo XX. La oposición deleuziana de los cuerpos y el efecto de sentido abre, pues, un nuevo en­ foque no sólo a la fenomenología de Husserl, sino también a su menos conocido doble, la “teoría de los objetos” [Gegenstandstheorie] de Alexis Meinong: ambos apuntan a liberar los fenómenos de las restricciones del ser sustancial. La “reducción fenomenológica” de Husserl pone entre paréntesis la profundi­ dad material sustancial: lo que resta son los “fenómenos” qua pura superficie del Sentido. La filosofía de Meinong también trata de los “objetos en general”: según Meinong, un objeto es todo lo que es posible concebir intelectualmente, más allá de su existencia o no existencia. Meinong admite, pues, no sólo el célebre “el actual rey de Francia es calvo”, de Bertrand Russell, sino también objetos como “hierro de madera” o “cuadrado redondo”. A propósito de cada objeto, Meinong distingue entre su Sosein (ser-así) y su Sein (ser): un cuadrado redondo tiene su Sosein, dado que es definido por las dos pro­ piedades de ser redondo y cuadrado, aunque no tiene Sein, dado que, debido a su naturaleza contradictoria, ese objeto no puede existir. El nombre que da Meinong a tales objetos es objetos “sin hogar”: no hay lugar para ellos, ni en la realidad ni en el ám­ bito de lo posible. Más precisamente, Meinong clasifica los objetos en aquellos que tienen ser, que existen en la realidad;

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aquellos que son formalmente posibles (dado que no son contradictorios) aunque no existan en la realidad, como la “montaña de oro” -en este caso, lo que existe es su no-ser-; y finalmente los objetos “sin hogar”, que no existen tout court. Además, Meinong sostiene que toda actitud del sujeto, y no sólo la actitud asertiva del conocimiento, posee su correlato objetivo: el correlato de la representación es el objeto [Gegenstand\; el correlato del pensamiento es el objetivo [Objektiv]; el correlato del sentimiento, la dignidad, y el correlato de la pulsión, lo desiderativo. De modo que se abre un nue­ vo campo de objetos que no sólo es “más amplio” que la rea­ lidad, sino que constituye un nivel separado por derecho propio: los objetos están determinados sólo por su cualidad, Sosein, más allá de su existencia real o de su mera posibilidad; en un sentido “despegan” de la realidad. ¿Acaso el Tractatus de Wittgenstein no pertenece a la mis­ ma línea “estoica”? En su primera proposición, Wittgenstein establece una distinción entre las cosas [Dinge] y el mundo [Die Welt] como la totalidad de los hechos [Tatsachen], de to­ do lo que es un caso [der Fal¡¡, que pueden ocurrir: “Die Welt ist die Gesamtheit der Tatsachen, nicht der Dinge”. En su prefacio, que habitualmente se publica con el Tractatus, Ber­ trand Russell se esfuerza precisamente por domesticar este carácter “sin hogar” del acontecimiento, reinscribiéndolo nuevamente en el orden de las cosas. La primera asociación a la cual esta tensión entre la pro­ fundidad presimbólica y la superficie de los acontecimien­ tos da origen en el campo de la cultura popular es, desde luego, el “alien” del filme homónimo. Nuestra primera res­ puesta es concebirlo como una criatura de la profundidad caótica del cuerpo materno, como la Cosa primordial. Sin embargo, el incesante cambio de forma del “alien”, la ex­ trema “plasticidad” de su ser, ¿acaso no señala también en la dirección exactamente opuesta?, ¿no estamos ante un ser cuya coherencia reside en la superficie fantasmática, con una serie de puros acontecimientos-efectos vaciados de to­ do soporte sustancial?

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Quizás esta diferencia de los dos niveles también ofrezca la clave para Cosifan tutte, de Mozart. Uno de los lugares co­ munes de esta ópera es que subvierte constantemente la línea que separa las emociones sinceras de las fingidas: no sólo el heroísmo patético (el de Fiordiligi, que quiere reunirse con su amado en el campo de batalla, por ejemplo) es denunciado una y otra vez como una postura vacía; la subversión también va en la dirección opuesta: el filósofo Alfonso, el cínico supre­ mo, es víctima de su propia manipulación y es arrastrado por sus emociones fingidas, que inesperadamente demuestran ser sinceras (en el trío “Soave il vento”, por ejemplo). Esta pseudo-dialéctica de las emociones sinceras y fingi­ das, aunque no está enteramente fuera de lugar, no toma en cuenta, sin embargo, la brecha que separa la máquina corpo­ ral de la superficie de los efectos-acontecimientos. El punto de vista de Alfonso es el del materialismo mecánico: el hom­ bre o la mujer son una máquina, una marioneta; sus emocio­ nes -el amor, en este caso- no expresan una libertad auténtica y espontánea, sino que pueden ser producidas automática­ mente, por medio de su sumisión a las causas apropiadas. La respuesta de Mozart a este cinismo del filósofo es la autono­ mía del “efecto” qua puro acontecimiento: las emociones son efectos de la máquina corporal, pero también son efectos en el sentido de un efecto-de-emoción (como cuando hablamos sobre un “efecto-de-belleza”), y esta superficie del efecto qua acontecimiento posee su propia autenticidad y autonomía. O para decirlo en términos contemporáneos: aun cuando la bio­ química logre aislar las hormonas que regulan el surgimien­ to, la intensidad y la duración del amor sexual, la experiencia real del amor qua acontecimiento mantendrá su autonomía, su radical heterogeneidad respecto de su causa corporal. Esta oposición entre máquina corporal y acontecimiento de superficie está personificada en la pareja de Alfonso y Des­ pina. Alfonso es un cínico mecanicista-materialista, que cree solamente en la máquina corporal, mientras que Despina re­ presenta el amor qua puro acontecimiento de superficie. La lección del filósofo Alfonso es -como siempre- “¡Renuncia a

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tu deseo, reconoce su vanidad!”: si fuera posible, por medio de un experimento cuidadosamente planificado, inducir a las dos Hermanas a olvidar a sus novios y enamorarse nuevamen­ te con pasión sin igual en el lapso de un día, entonces es inú­ til preguntar cuál es el amor verdadero y cuál el falso: un amor iguala al otro; todos provienen del mecanismo corporal al cual el hombre está esclavizado. Despína, por el contrario, sostiene que, a pesar de todo, vale la pena seguir siendo fiel al propio deseo; la suya es la ética desplegada por Sam Spade, quien, en un célebre pasaje de El halcón maltés, de Hammet, informa cómo fue contrata­ do para encontrar a un hombre que repentinamente había dejado su trabajo y su familia y había desaparecido. Spade es incapaz de rastrearlo, pero unos años más tarde tropieza con él en un bar de otra ciudad, donde el hombre vive bajo un nombre ficticio y lleva una vida notablemente similar a aque­ lla de la cual había escapado. El hombre está convencido, sin embargo, de que el cambio no ha sido en vano...17Una de las arias clave de toda la ópera es “Una donna a quindici anni”, cantada por Despina en el comienzo del Acto II. Si se le pres­ ta la debida atención, como Peter Sellars hace en su mereci­ damente famosa producción, puede comprobarse una inesperada ambigüedad en el personaje de Despina: lo que se oculta tras la máscara de la jovial intrigante es la ética melan­ cólica de la persistencia en el propio deseo, a pesar de su fra­ gilidad y su inconstancia. D e l e u z e c o m o m a t e r ia l ist a d ia l é c t ic o

Tal vez la más aguda experiencia de la brecha que separa la superficie de la profundidad corporal corresponda a nues­ tra relación con el cuerpo desnudo de nuestra pareja: pode­ mos tomar ese cuerpo como puro objeto del conocimiento (y 17. Véase una lectura más detallada de esta historia en Zizek, Mirando al sesgo, pp. 112-114.

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concentrarnos en la carne, en los huesos, en las glándulas ba­ jo la piel), como objeto de un desinteresado placer estético, como objeto del deseo sexual... Para decirlo de modo un po­ co simplificado: la “apuesta” de la fenomenología es que ca­ da una de estas actitudes y/o sus correlatos objetivos posee una autonomía propia: no es posible “traducir” nuestra expe­ riencia del cuerpo de nuestra pareja como el objeto del deseo sexual en términos de su proceso bioquímico. La superficie, desde luego, es un efecto de las causas corporales, pero un efecto que es irreductible a su causa, dado que pertenece a un orden radicalmente heterogéneo. El problema fundamental para Deleuze en Lógica del sen­ tido (y también para Lacan) es cómo concebir teóricamente el pasaje de la profundidad corporal al acontecimiento de su­ perficie, la ruptura que tiene que ocurrir en el nivel de la pri­ mera si ha de emerger el efecto de sentido; en resumen: ¿cómo hemos de articular la génesis “materialista”del sentido? Formular esta pregunta es entrar en la problemática del materialismo dialéctico-, usamos aquí el término en su sentido más pleno, co­ mo el nombre que designa la dimensión que es irreductible a la problemática del “materialismo histórico”.18Este, qua teo­ ría de los procesos socio-simbólicos, presupone el horizonte de la praxis simbólica como siempre-ya ahí, y no plantea la 18. Sin embargo, ¿no es el “materialismo dialéctico” el ejemplo supre­ mo de la estupidez filosófica, la “visión de mundo” ingenua por excelencia, la ontología universal que comprende el materialismo histórico como metaphysica specialis, la ontología regional de la sociedad? Nuestra elección es­ tuvo determinada por este hecho mismo: el materialismo dialéctico debe ser leído como el “hueso” en el juicio infinito de Hegel “El espíritu es un hueso”, es decir, su verdad es producida por el sinsentido mismo que este término evoca. El “materialismo dialéctico” representa su propia imposi­ bilidad; ya no es la ontología universal: su “objeto” es la brecha misma que, para siempre, constitutivamente, vuelve imposible la ubicación del univer­ so simbólico dentro del horizonte más vasto de la realidad, como su región especial; nuestro acceso a la “realidad como tal” está siempre-ya mediada por el universo simbólico. ¿Por qué, entonces, tenemos que recurrir a este término? Es usado como una determinación puramente negativa que re­ presenta el abismo de todo horizonte trascendental: aunque nada está da-

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cuestión de su “génesis”. Así concebido, el materialismo dia­ léctico se opone estrictamente al materialismo mecánico, que es reduccionista por definición: no reconoce la heteronomía radical del efecto con respecto a la causa, es decir, concibe la superficie del efecto de sentido como simple apariencia, la apariencia de una esencia material más profunda y subyacen­ te. El idealismo, por el contrario, niega que el efecto de sen­ tido sea un efecto de la profundidad corporal; lo fetichíza como entidad autogenerada, y el precio que paga por esta ne­ gación es la sustancialización del efecto de sentido: el idealis­ mo califica secretamente el efecto de sentido como nuevo cuerpo (el cuerpo inmaterial de las Formas platónicas, por ejemplo). Por paradójico que pueda parecer, sólo el materia­ lismo dialéctico puede pensar el efecto de sentido, sentido qua acontecimiento, en su autonomía específica, sin una reduccción sustancialista (es por ello que el materialismo mecá­ nico vulgar constituye el complemento necesario del idealismo). El universo del sentido qua “autónomo” forma un círculo vicioso: somos siempre-ya parte de él, desde el momento en que asumimos la actitud de la distancia externa respecto de él y dirigimos nuestra mirada del efecto a su causa, perdemos el efecto.19El problema fundamental del materialismo dialécti­ co es, por tanto: ¿cómo emerge este círculo de sentido, que no admite la externalidad? ¿Cómo puede la inmixibilidad de los cuerpos dar origen al pensamiento “neutro”, al campo simbólico que es “libre” en el sentido de no estar atado por la economía de las pulsiones corporales, de no funcionar como prolongación de la lucha de las pulsiones por la satisfacción? do fuera del horizonte simbólico, este horizonte es en sí mismo finito y contingente. En síntesis, el “materialismo dialéctico” es un recuerdo de que el horizonte de la práctica histórico-simbólica es “no-todo”, que está intrínsecamente “descentrado”, fundado en el abismo de una fisura radical: en resumen, que lo Real como su causa está para siempre ausente. 19. Sobre este círculo vicioso, véase el capítulo 5 de Slavoj Zízek, Por­ que no sahen lo que hacen, Buenos Aires, Paidós, 1998.

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La hipótesis freudiana es la siguiente: a través de la impasse intrínseca de la sexualidad. No es posible derivar la emergen­ cia del pensamiento “desinteresado” de otras pulsiones cor­ porales (hambre, autoconservación...). ¿Por qué no? La sexualidad es la única pulsión que está en sí misma tra­ bada, pervertida: simultáneamente insuficiente y excesiva, con el exceso como forma de aparición de la falta. Por una parte, la sexualidad está caracterizada por la capacidad uni­ versal de proveer el sentido metáforico o sobreentendido de toda actividad y objeto: todo elemento, incluyendo la refle­ xión más abstracta, puede ser experimentado como si estuvie­ ra “aludiendo a eso”. (Basta con recordar el ejemplo proverbial del adolescente que, con el fin de olvidar sus ob­ sesiones sexuales, se refugia en las matemáticas y la física pu­ ras; todo lo que haga, le recordará “eso”: ¿cuánto volumen se necesita para llenar un cilindro vacío? ¿Cuánta energía se descarga cuando dos cuerpos colisionan...?) Este plus tmiversal -esta capacidad de la sexualidad de inva­ dir todo el ámbito de la experiencia humana de modo que to­ do, desde la comida a la excreción, de la paliza a nuestro semejante (o la paliza de él) al ejercicio del poder, puede adqui­ rir una connotación sexual- no es signo de su preponderancia. Antes bien, es signo de cierta deficiencia estructural: la sexua­ lidad puja hacía fuera e invade los sectores adyacentes precisa­ mente porque no puede encontrar satisfacción en sí misma, porque nunca alcanza su objetivo. Justamente, ¿cómo una ac­ tividad que es en sí misma definitivamente asexual adquiere connotaciones sexuales? Es “sexualizada” cuando no logra su objetivo asexual y queda atrapada en el círculo vicioso de la re­ petición fútil. Entramos en la sexualidad cuando un gesto que “oficialmente” sirve a algún objetivo instrumental se convierte en un fin en sí mismo, cuando empezamos a gozar la repeti­ ción “disfuncional” dé este gesto, suspendiendo por ello mis­ mo su propósito. La sexualidad puede funcionar como co-sentido que suplementa el sentido “desexualizado”, neutro, literal, precisa­ mente en la medida en que este sentido neutro está siempre

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ahí. Como lo ha demostrado Deleuze, la perversión entra en escena como el reverso intrínseco de esta relación “normal” entre el sentido asexual literal y el co-sentido sexual: en la perversión, la sexualidad se transforma en un objeto directo de nuestro discurso, pero el precio que pagamos por ello es la desexualización de nuestra actitud hacia la sexualidad; ésta deviene un objeto desexualizado entre otros. El caso ejem­ plar de tal actitud es el enfoque “científico”, desinteresado de la sexualidad, o el enfoque sadiano, que trata la sexuali­ dad como objeto de una actividad instrumental. Basta con recordar el papel de Jennifer Jason Leigh en Vidas cruzadas (Short Cuts), de Robert Altman: una ama de casa que gana dinero extra con sexo telefónico, entreteniendo a los clien­ tes con un diálogo caliente. Está tan acostumbrada a su tra­ bajo que puede improvisar en el teléfono, diciendo que siente la humedad entre sus muslos, etc., mientras cambia a su bebé o prepara el almuerzo; mantiene una actitud total­ mente externa, instrumental, hacia las fantasías sexuales: és­ tas simplemente no la preocupan.20 Con la noción de “castración simbólica”, Lacan apunta pre­ cisamente a este vel, esta elección: o bien aceptamos la desexua­ lización del sentido literal que entraña el desplazamiento de la sexualidad a un “co-sentido”, a la dimensión suplementaria de la connotación-sobreentendido sexual, o bien enfocamos la se­ xualidad “directamente”, convertimos la sexualidad en tema del discurso, por lo cual pagamos con la “desexualización” de nuestra actitud subjetiva hacia él. Lo que perdemos en todos los casos es el enfoque directo, una conversación directa acer­ ca de la sexualidad, que sería “sexualizada”. 20. Se abre aquí la posibilidad de la “resexualización perversa secunda­ ria” (Deleuze): en un metanivel, esa relación instrumental, no-sexualizada con la sexualidad puede “excitamos”. Un modo de animar nuestra prácti­ ca sexual es fingir que estamos frente a una actividad instrumental ordina­ ria: con nuestra pareja, enfocamos el acto sexual como una tarea técnica difícil, discutimos cada paso en detalle y establecemos el plan exacto de có­ mo habremos de proceder...

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En este sentido, el falo es el significante de la castración: lejos de actuar como el potente órgano-símbolo de la sexua­ lidad qua poder creativo universal, es el significante y/o el ór­ gano de la desexualización misma, del pasaje imposible del “cuerpo” a “pensamiento” simbólico, el significante que susten­ ta la superficie neutra del sentido “asexual”. Deleuze conceptúaliza este pasaje como la inversión del “falo de la coordinación” en el “falo de la castración”: el “falo de la coordinación” es una imago, una figura a la que el sujeto se refiere con el fin de coordinar las zonas erógenas dispersas en la totalidad de un cuerpo unificado; mientras que el “falo de la castración” es un significante. Aquellos que conciben el significante fálico se­ gún el modelo del estadio de la mirada, como imagen o co­ mo parte corporal privilegiada que proporciona el punto de referencia central que le permite al sujeto totalizar la multi­ tud dispersa de las zonas erógenas en una totalidad única y je­ rárquicamente ordenada, están en el nivel del “falo de la coordinación”, y le reprochan a Lacan lo que es en realidad su idea fundamental: esta coordinación a través de la imagen fálica central fracasa necesariamente. El resultado de este fra­ caso, sin embargo, no es un retorno a la pluralidad incoordi­ nada de las zonas erógenas, sino precisamente la “castración simbólica”: la sexualidad conserva su dimensión universal y continúa funcionando como la connotación (potencial) de to­ do acto, objeto, etc., sólo si “sacrifica” el sentido literal, sólo si el sentido literal está “desexualizado”. El paso del falo de la coordinación al falo de la castración es el paso de la sexualización total imposible-fallida, del estado en el cual “todo tie­ ne significado sexual”, al estado en el cual este significado sexual se vuelve secundario, se convierte en un “sobreenten­ dido universal”, en el co-sentido que potencialmente suplementa todo sentido neutro-asexual.21 21. Para ejemplificar esta lógica de la connotación sexual, tomemos el significante “comercio”, cuyo significado predominante es “negocio”, “co­ mercialización”, aunque es también un término (arcaico) para el acto se­ xual. El término está sexualizado cuando los dos niveles de su significado

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Entonces, ¿cómo pasamos del estado en el cual “el senti­ do de todas las cosas es sexual”, donde la sexualidad funciona como el significado universal, a la superficie del sentido literal neutro-desexualizado? La desexualización del significado ocu­ rre cuando el elemento mismo que (no) coordinó el sentido sexual universal (esto es, el falo), es reducido a significante. El falo es el “órgano de la desexualización” precisamente en su capacidad de significante sin significado: es el operador de la evacuación del sentido sexual, es decir, de la reducción de la sexualidad qua contenido significado a significante vacío. En síntesis, el falo designa la siguiente paradoja: la sexualidad puede universalizarse sólo por medio de la desexualización, sólo experimentando una suerte de transustanciación y cam­ bio a una connotación-suplemento del sentido literal, neutro y asexual. LOS PROBLEMAS DE LA “GÉNESIS REAL”

La diferencia entre Lacan y alguien que, como Habermas, acepta el medio universal de la comunicación intersubjetiva como el horizonte definitivo de la subjetividad, no está, por tanto, donde se la busca: no reside en el hecho de que Lacan, de manera posmoderna, enfatice el residuo de una particula­ ridad que nos impide para siempre nuestro acceso pleno a la universalidad, condenándonos a la textura múltiple de juegos de lenguaje particulares. El reproche básico de Lacan a alquien como Habermas es, por el contrario, que no reconozse imbrican. Digamos que comercio evoca en nuestra mente la figura de un comerciante de cierta edad que da tediosas lecciones sobre cómo tenemos que proceder en el comercio, sobre cómo debemos ser cuidadosos en nues­ tros tratos, preocupándonos por el beneficio, evitando los riesgos excesi­ vos, etc.; o supongamos que realmente está hablando del comercio sexual. De pronto, todo el asunto adquiere una dimensión superyoica obscena, el pobre comerciante se convierte en un viejo verde que nos da cifrados con­ sejos sobre el goce sexual, acompañados de obscenas sonrisas...

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ca ni tema tice el precio que el sujeto debe pagar por su acceso a la universalidad, al medio “neutro” del lenguaje: este precio, desde luego, no es otro que el traumatismo de la castración, el sacrificio del objeto que “es” el sujeto, el pasaje de S (el su­ jeto pleno “patológico”) a S (el sujeto “barrado”). Esta es también la diferencia entre Heidegger y Gadamer: Gadamer es un idealista, en la medida en que, para él, el horizonte del lenguaje está “siempre-ya ahí”, mientras que la problemática de Heidegger de la di-ferencia [Unter-Schiel] como dolor [Schmerz] inherente a la esencia misma de nuestro habitar en el lenguaje, por oscurantista que pueda parecer, señala la pro­ blemática materialista del corte traumático, de la castración, que marca nuestra entrada en el lenguaje. El primero en formular esta problemática materialista de la génesis real como el anverso de la génesis trascendental fue Schelling: en sus fragmentos Weltalter (1811-1815), desplie­ ga el programa de derivar la emergencia de la Palabra, el Lo­ gar, a partir del abismo de lo “real en Dios”, del vórtice de pulsiones [Triebe] que es Dios antes de la creación del mun­ do. Schelling distingue entre la existencia de Dios y el oscu­ ro, imprenetrable Fundamento de la Existencia, la horrenda Cosa pre-simbólica como “aquello que, en Dios, no es to­ davía Dios”. Este Fundamento consiste en la tensión anta­ gónica entre “contracción” [Zusammenziehung, contractio] -retiro-en-sí-mismo, furor egoísta, locura destructiva- y “ex­ tensión” -la donación, la versión de Amor por parte de Dios-. (¿Cómo no reconocer en este antagonismo la dualidad de Freud de las pulsiones del yo y las pulsiones de amor, que precede su dualidad entre libido y pulsión de muerte?) Este antagonismo insoportable es eternamente pasado, un pasado que nunca fue “presente”, dado que el presente implica ya el Lagos, la Palabra hablada que convierte el latido antagónico de las pulsiones en diferencia simbólica. Dios es entonces primero el abismo de la “indiferencia ab­ soluta”, la volición que no desea nada, el reino de la paz y la beatitud; en términos lacanianos: el puro goce femenino, la pura expansión en el vacío que carece de toda consistencia, la

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“entrega” que nada sustenta. La “pre-historia” de Dios pro­ piamente dicha comienza con un acto de contracción pri­ mordial por medio del cual Dios se procura un Fundamento fírme, se constituye como Uno, un sujeto, una entidad posi­ tiva. Al “contraerse” como mía enfermedad, Dios queda atra­ pado en la alternancia loca, “psicòtica”, de la contracción y la expansión; luego crea el mundo, pronuncia la Palabra, da na­ cimiento al Hijo, con el fin de escapar de su locura. Antes de la emergencia de la palabra, Dios es un “maníaco depresivo”, y esto provee la respuesta más perspicaz al enigma de por qué Dios creó el universo: como una suerte de terapia creativa que le permitió salir de la locura...22 El Schelling tardío de la “filosofía de la revelación” se retracta de su previa radicalidad, aceptando que Dios posee su existencia de antemano: la contracción ya no concierne a Dios mismo; designa única­ mente el acto por el cual Dios crea la materia de la que lue­ go saldrá el universo de criaturas. De este modo, Dios mismo ya no está involucrado en el proceso de génesis: la génesis atañe únicamente la creación, mientras que Dios supervisa el proceso histórico desde un lugar seguro fuera de la historia, y garantiza su resultado satisfactorio. En este retiro, en este cambio de Weltalter a la “filosofia de la revelación”, la problemá­ tica de Weltalter es traducida a los tradicionales términos ontológicos aristotélicos: la oposición de la Existencia y su Fundamento se convierte ahora en la oposición entre Esencia y Existencia, es decir, el Logos es concebido como la Esen­ cia divina que necesita una Existencia positiva para lograr su realización.23 22. Véase una insuperable presentación de esta problemática en JeanFrançois Marquet, Liberté et existence. Etude sur la formation de la philosophie de Schelling, Paris, Gallimard, 1973. 23. Este retiro también entraña un cambio radical en la actitud políti­ ca: en los fragmentos Weltalter, el Estado es denunciado como la encarna­ ción del Mal, como la tiranía de la máquina externa del Poder sobre los individuos (y como tal, debe ser abolido), mientras que el Schelling tardío concibe el Estado como la encamación del Pecado del hombre; precisa­ mente en la medida en que el hombre nunca puede reconocerse en él (en

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En ello reside la “apuesta” materialista de Deleuze y Lacan: la “desexualización”, el milagro del advenimiento de la superficie neutra-desexualizada del acontecimiento de senti­ do, no se basa en la intervención de una fuerza trascendente, extra-corporal; puede provenir de la impasse intrínseca del propio cuerpo sexualizado. En este sentido preciso -por sor­ prendente que pueda parecerles a los materialistas vulgares y a los oscurantistas en su insospechada solidaridad-, elfalo, el elemento fálico como significante de la “castración”, es la categoría fundamental del materialismo dialéctico. El falo qua significante de la castración media la emergencia de la pura superficie del acontecimiento de sentido; como tal, es el “significante tras­ cendental”, el no-sentido dentro del campo del sentido, que distribuye y regula la serie del sentido. Su estatuto “trascen­ dental” significa que no hay nada sustancial en él: el falo es la apariencia par excellence. El falo “causa” la brecha que separa el acontecimiento de superficie de la densidad corporal: es la “pseudo-causa” que sostiene la autonomía del campo del sen­ tido con respecto a su causa verdadera, efectiva, corporal. Aquí habría que recordar la observación de Adorno sobre có­ mo la noción de constitución trascendental proviene de una suerte de inversión de perspectiva: lo que el sujeto percibe (erróneamente) como su poder constitutivo es en realidad su impotencia, su incapacidad para ir más allá de las limitacio­ nes impuestas de su horizonte; el poder constitutivo trascen­ dental es un pseudo-poder que es el anverso de la ceguera del sujeto a las verdaderas causas corporales. El falo qua causa es la pura apariencia de una causa.24 la medida en que el Estado sigue siendo una fuerza externa, alienada, que aplasta a los individuos) es un castigo divino por el engreimiento del hom­ bre, un recuerdo de sus orígenes pecaminosos (y como tal, debe ser obede­ cido incondicionalmente). Véase Jürgen Habermas, “Dialektischer Idealismus im Übergang zum Materialismus -Geschichtphilosophische Folgerungen aus Schellings Idee einer Contraction Gottes”, en Theorie und Praxis, Francfort, Suhrkamp, 1966, pp. 108-161. 24. El esfuerzo por formular esta intersección “imposible” entre la negatividad “simbólica” y el cuerpo parece también ser la fuerza impulsora

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No hay estructura sin el momento “fálico” como punto de cruce de las dos series (del significado y el significante), co­ mo punto de cortocircuito en el cual -como señala Lacan precisamente- “el significante entra en el significado”. El punto de no-sentido dentro del campo del Sentido es aquel en el cual la causa del significante está inscripta en el campo del sentido -sin este cortocircuito, la estructura del signifi­ cante actuaría como causa corporal externa, y sería incapaz de producir el efecto de sentido. Sobre esta base, las dos se­ ries (del significado y el significante) siempre contienen una entidad paradójica que está “doblemente inscripta”, es decir, como plus y como falta, simultáneamente: plus del signifi­ cante sobre el significado (el significante vacío, sin significa­ do) y falta del significado (el punto de no sentido dentro del campo del sentido). Es decir, apenas emerge el orden simbó­ lico, estamos ante la diferencia mínima entre un lugar estruc­ tural y el elemento que ocupa, que llena ese lugar: un elemento está siempre lógicamente precedido por el lugar que llena en la estructura. Las dos series pueden también ser descriptas, pues, en tanto estructura formal “vacía” (signifi­ cante) y la serie de elementos que llenan los espacios vacíos en la estructura (significado). Desde esta perspectiva, la paradoja consiste en el hecho de que las dos series nunca se superponen: siempre encontramos una entidad que es simultáneamente -con respecto a la es­ tructura- un lugar vacío, no ocupado, y -con respecto a los ele­ mentos- un objeto escurridizo, que se mueve rápidamente, un ocupante sin lugar.25 Queda producida así la fórmula lacaniana del fantasma, SO a, dado que el materna para el sujeto es S, un lugar vacío en la estructura, un significante elidido, del “retomo a Melanie Klein” de Jacqueline Rose (véase su Why War?, Ox­ ford, Blackwell, 1993). Por tal motivo, aunque el autor de estas líneas se considera un “lacaniano” dogmático puro, siente una profunda solidaridad con la empresa de Rose. 25. Deleuze, The Logic ofSense, Nueva York, Columbia University Press, 1990, p. 41. [Ed. cast.: Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1994, p. 61.]

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mientras que el objeto a es, por definición, un objeto excesi­ vo, un objeto que carece de lugar en la estructura. Por consi­ guiente, lo central no es el plus de un elemento sobre los lugares disponibles en la estructura, o el plus de un lugar que no tiene elemento que lo llene; un lugar vacío en la estructu­ ra seguiría sosteniendo el fantasma de un elemento que emer­ gerá y llenará ese lugar; un elemento excesivo que carece de lugar seguirá sosteniendo el fantasma de un lugar aún desco­ nocido que lo está esperando. Antes bien, lo central es que el lugar vacío en la estructura es estrictamente correlativo del elemento errante que carece dé lugar: no hay dos entidades diferentes, sino el anverso y reverso de una sola y misma en­ tidad, inscripta en las dos superficies de una cinta de Moebius. En síntesis, el sujeto qua % no pertenece a la profundidad: emerge de una torsión topològica de la superficie misma. ' Sin embargo, ¿no estamos acaso en el opuesto exacto de nuestro punto de partida? Comenzamos concibiendo al suje­ to como la “noche del mundo”, como el abismo de la profun­ didad impenetrable, mientras que ahora el sujeto aparece comoda torsión topològica de la superficie misma. ¿Por qué se produce ,esta ambigüedad? El problema con Deleuze es que no distingue entre profundidad corporal y pseudo-profundidad simbólica. En otras palabras, hay dos profundidades: la opaca impenetrabilidad del cuerpo, y la pseudo-profundidad generada por el “pliegue” del orden simbólico mismo (el abis­ mo del “alma”, lo que uno experimenta cuando mira a otra persona a los ojos...). El sujeto es tal pseudo-profundidad, que proviene del pliegue de la superficie. Recordemos la última to­ ma de Lo que queda del día (The Remains ofthe Day), de Ivory: el lento fundido de la ventana del castillo de Lord Darlington, convirtiéndose en la toma desde un helicóptero del cas­ tillo entero alejándose. Este fundido dura demasiado, de modo que por un momento el espectador no puede evitar la impresión de que una tercera realidad emergió, sobre y enci­ ma de la realidad común de la ventana y el castillo: es como si, en lugar de que la ventana sea simplemente una pequeña parte del castillo, el castillo mismo, en su totalidad, estuviera

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reducido a la reflexión en el vidrio de la ventana, a una enti­ dad frágil que es pura apariencia, ni un ser ni un no-ser. El sujeto es tal entidad paradójica que emerge cuando el Todo mismo (todo el castillo) aparece comprometido en una parte propia (una ventana). Deleuze se ve obligado a ignorar esta pseudo-profundidad simbólica: no hay lugar para ella en su dicotomía de cuerpo y sentido. Lo que se abre aquí es, desde luego, la posibilidad de la crítica lacaniana a Deleuze: ¿no es el significante qua es­ tructura diferencial lo que, precisamente, no pertenece ni a la profundidad del cuerpo ni a la superficie del acontecimiento de sentido? En términos concretos, con respecto a C osí fan tutte, de Mozart: la “máquina”, el automatismo en el cual se basa el filósofo Alfonso, ¿no es acaso la máquina simbólica, el “automatismo” de la “costumbre” simbólica, ese gran motivo de los Pensamientos de Pascal? Deleuze distingue entre la cau­ salidad corporal “propiamente dicha” y el paradójico mo­ mento “fálico”, la encrucijada de la serie del significante y la serie del significado, el sinsentido qua pseudo-causa, es decir, la causa descentrada del sentido inherente al flujo de superfi­ cie del sentido mismo. Lo que no toma en cuenta es la natu­ raleza radicalmente heterogénea de la serie del significante con respecto a la serie del significado, de la sincronía de una estructura diferencial con respecto a la diacronía del flujo del acontecimiento'de sentido. Lo que se vuelve visible es, quizá, la limitación de Deleuze, quien, finalmente, sigue siendo un fenomenólogo -ésta fue la limitación que, en última instancia, provocó su “regresión” teórica en el “anti-Edipo”, la rebelión contra lo Simbólico-. En este preciso sentido, se podría de­ cir que los estoicos, Husserl, etc., son psicóticos más que per­ versos: es la forclusión del nivel simbólico propiamente dicho lo que da origen a los cortocircuitos paradójicos entre senti­ do y realidad (“cuando dices ‘carro’, un carro atraviesa tu bo­ ca”, etc.).2*5 26. La omisión de Deleuze, entonces, ¿no es correlativa de la de Al­ thusser? Deleuze se limita al eje Imaginario-Real y forcluye lo Simbólico,

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Para clarificar esta distinción crucial entre profundidad del cuerpo y pseudo-proíundidad simbólica que determina el estatuto del sujeto, tenemos que descender a lo que es quizás el punto más abominable de la ideología europea moderna, al autor que llevó la lógica del antifeminismo a un acmé insupe­ rable: Otto Weininger.

mientras que la dualidad althusseriana del “objeto real” (esto es, la realidad experimentada, objeto de la experiencia imaginaria) y el “objeto de cono­ cimiento” (la estructura simbólica producida a través del proceso del cono­ cimiento) se adecúa al eje Imaginario-Simbólico: Lacan es el único que tematiza el eje Simbólico-Real, que está en el origen de los otros dos ejes. Además, esta oposición de Deleuze y Althusser, ¿acaso no explica la sinies­ tra cercanía y la diferencia fundamental de sus respectivas lecturas de Spi­ noza? El Spinoza de Althusser es el Spinoza de la estructura simbólica, del conocimiento sin sujeto, liberado de los afectos imaginarios, mientras que el Spinoza de Deleuze es el Spinoza de lo real, de las “anárquicas” mezclas corporales.

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“Esperemos que el público no juzgue indigno de un filó­ sofo y por debajo de él interesarse por el coito...” (p. 237).1 Este enunciado podría ser tomado como una divisa en la obra de Weininger: elevó la diferencia sexual y la relación sexual a tema central de la filosofía. El precio que pagó fue terrible: suicidio a los 24 años, apenas meses después de la aparición de su gran libro, Sexo y carácter. ¿Por qué? Lo primero que sorprende acerca de Weininger es la au­ tenticidad no mitigada de su escritura: no estamos ante una teoría “objetiva”; el escritor está completamente y sin reser­ vas comprometido en su tema. No es accidental que, en las pri­ meras décadas del siglo XX, Sexo y carácter haya encabezado las listas de lectura de los adolescentes con problemas: pro­ porcionaba una respuesta a todas las preguntas que atormen­ taban sus vidas interiores. Es fácil descalificar esa respuesta diciendo que se trata de la combinación de prejuicios antife­ ministas y antisemitas contemporáneos, con algunos lugares comunes filosóficos poco profundos. Pero lo que queda fue1. Los números entre paréntesis se refieren a las páginas de la versión inglesa (muy poco confiable), Sex and Character (Authorized translation from the sixth German edition), Londres, William Heinemann/Nueva York, G.R Putnam’s Sons (sin fecha). Todos los subrayados están en el ori­ ginal. [Ed. cast.: Sexo y carácter, Barcelona, Península, 1985.]

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ra de esa descalificación es el efecto de reconocimiento provo­ cado por la lectura de Weininger: era como si “llamara por su nombre” todo lo que el discurso “oficial” tácitamente presu­ ponía, y no se atrevía a pronunciar públicamente. En síntesis, Weininger proclamó a la luz del día el soporte fantasmático “sexista” de la ideología dominante. “La m u je r e s t o t a l y t ín ic a m e n t e s e x u a l ...” Para Weininger, la diferencia sexual está basada en la opo­ sición ontològica entre sujeto y objeto, entre espíritu activo y materia pasiva. La mujer es un objeto pasivo, impresionable, lo que significa que está enteramente dominada por la sexua­ lidad: La mujer es total y únicamente sexual, dado que su sexuali­ dad se extiende a todo su cuerpo y es en ciertos lugares, pa­ ra ponerlo en términos físicos, sólo más densa que en otros: está sexualmente afectada y penetrada por todas las cosas, siem­ pre. y en toda la superficie de su cuerpo. Lo que habitual­ mente llamamos coito es meramente un caso especial de la mayor intensidad... La paternidad es, por tal motivo, una de­ cepción miserable: siempre tenemos que compartirla con otras innumerables cosas y personas... Una entidad que pue­ de ser en todos los puntos sexualmente penetrada por todas las cosas también puede quedar embarazada en todas partes y por todas las cosas; la madre es en sí misma un receptáculo. En ella, todas las cosas están vivas, dado que fisiológicamente todo actúa sobre ella y forma su hijo. (pp. 258-259)

(Encontramos ya aquí la fuente de todas las dificultades de Weininger: su confusión del goce fálico con el goce del Otro femenino: éste no está centrado en el falo, y bombardea el cuerpo desde todas las direcciones. Todo el edificio teórico de Weininger se basa en la posibilidad de reducir el goce del Otro al goce fálico.)

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Por esta razón, la idea de apareamiento es la única concepción que tiene un valor positivo para las mujeres... El apareamiento es el bien supremo para la mujer; busca realizarlo siempre y en todo lugar. Su sexualidad personal es sólo un caso especial de es­ te instinto universal, generalizado, personal. (p. 260)

Esta universalidad debe ser conceptualizada de dos mane­ ras. En primer lugar, el coito tiñe toda la actividad de la mujer con su tonalidad específica. La mujer no es capaz de una acti­ vidad espiritual pura, no puede apuntar a la verdad por la ver­ dad misma, al cumplimiento del deber por el deber mismo; no puede sostener una contemplación desinteresada de la belleza. Cuando parece asumir tal actitud espiritual, la observación más atenta nunca deja de discernir un interés sexual “patológico” oculto en el trasfondo (una mujer dice la verdad con el fin de impresionar a un hombre y facilitar la seducción, etc.). Incluso el suicidio qua acto absoluto es cometido por consideraciones narcisistas patológicas: “Tales suicidios están acompañados ca­ si siempre por pensamientos de otras personas, qué pensarán, qué duelo harán, cuán apenadas -o furiosas- estarán” (p. 286). No hace falta decir que lo mismo también es cierto y más intensamente en el caso del amor, que siempre esconde el motivo de la relación sexual: la mujer nunca es capaz de ad­ miración pura, desinteresada, por la persona amada. Además, para una mujer, la idea del coito es eí único modo de superar su egoísmo, la única idea ética disponible para ella; “ética” en el sentido de expresar un ideal hacia el cual la mujer tiende más allá de su interés particular “patológico”: Su deseo de actividad para su propia vida sexual es el impul­ so más fuerte, pero es sólo un caso especial de su profundo, de su único interés vital, el interés de que se produzcan las uniones sexuales; el deseo de que ocurran tanto como sea posible, en todos los casos, lugares y momentos. (pp. 257-258)

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El coito es, por tanto, el único caso a propósito del cual la mujer es capaz de formular su propia versión del impe­ rativo ético universal: “Actúa de modo que tu actividad contribuya a la realización del ideal infinito del aparea­ miento general”. A diferencia de la mujer, que está completamente domi­ nada por la sexualidad, es decir, por la noción del coito, el hombre, en su relación con la mujer, está escindido entre los polos mutuamente excluyentes de la avidez sexual y el amor erótico: El amor y el deseo son dos condiciones diferentes, mutuamente ex­ cluyentes y opuestas, y durante el tiempo en que un hombre real­ mente ama, el pensamiento de la unión física con el objeto de su amor es insoportable... Cuanto más erótico es un hombre, me­ nos estará perturbado por su sexualidad y viceversa... hay únicamente un amor “platónico”, porque cualquier otro “amor” pertenece al reino de los sefitidos. (pp. 239-240) Sin embargo, si por la naturaleza misma de la mujer, el al­ cance de su interés está limitado al coito, ¿de dónde viene la belleza de la mujer? ¿Cómo puede funcionar como objeto de un amor puramente espiritual? Aquí Weininger llega a una conclusión radical: la naturaleza de la belleza de la mujer es “performativa”, es decir, es el amor del hombre el que crea la belleza femenina: El amor prodigado por el hombre es el estándar de lo que es bello y lo que es odioso en la mujer. Las condiciones de la estética son totalmente distintas de las de la lógica o la ética. En la lógica hay una verdad abstracta que es el estándar del pensamiento; en la ética hay un bien ideal que proporciona el criterio de lo que debe hacerse... En la estética, la belleza es creada por el amor... Toda belleza es realmente más una pro­ yección, una emanación de los requerimientos del amor, y así la belleza de la mujer no está separada del amor, no es un ob­ jetivo al cual está dirigido el amor, sino que la belleza de la

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mujer es el amor del hombre; no son dos cosas, sino una y la misma. (p. 242)

Una inevitable conclusión ulterior es que el amor de un hombre por una mujer -su amor “espiritual”, “puro”, opues­ to al deseo sexual- es un fenómeno completamente narcisista-, en su amor por una mujer, el hombre sólo se ama a sí mismo, ama su propia imagen ideal. El hombre es consciente de la brecha que separa para siempre su realidad miserable de este ideal, de modo que lo proyecta, lo transfiere a otro, a una mujer idealizada.2Es por ello que el amor es “ciego”: se basa en la ilusión de que el ideal al que aspiramos está ya realiza­ do en el otro, en el objeto del amor: En el amor, el hombre se ama solamente a sí mismo. No su yo empírico, no las debilidades y vulgaridades, no los fraca­ sos y las pequeñeces que exhibe en apariencia, sino todo lo que quiere ser, todo lo que debe ser, su más verdadera y pro­ funda naturaleza inteligible, libre de todas las cadenas de la necesidad, de toda contaminación de la tierra... Proyecta su ideal de existencia absolutamente digna, el ideal que es incapaz de aislar dentro de sí, sobre otro ser humano, y este acto, y sólo este ac­ to, no es otro que el amor y la significación del amor. (pp. 243-244)

El amor, no menos que el odio, es por ende un fenómeno de cobardía, una salida fácil: en el odio, externalizamos y transferimos al otro el mal que reside en nosotros mismos, evitando así toda confrontación con él; mientras que en el amor, en lugar de esforzarnos por realizar nuestra esencia es2. Éste es quizás el lugar adecuado para denunciar uno de los malenten­ didos cruciales a propósito de Lacan: Lacan no afirma de ninguna manera que el amor puede ser reducido a un fenómeno imaginario, a una obsesión narcisista con el propio yo ideal. En un nivel más radical, el amor qua pa­ sión apunta al núcleo real del otro más allá de las identificaciones imagina­ rias y/o simbólicas: al amarte, amo lo que es “en ti más que tú mismo”.

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piritual, la proyectamos sobre el otro en tanto estado del ser ya realizado. En este sentido, el amor es cobarde y tramposo, no sólo en relación con el hombre mismo, sino, sobre todo, en relación con su objeto: desprecia completamente la verda­ dera naturaleza del objeto (la mujer), y sólo lo usa como una suerte de pantalla de proyección vacía. El amor por una mujer es posible únicamente cuando no considera las cualidades reales de ésta, y es por tanto capaz de reemplazar la realidad física por una realidad diferente y completamente imaginaria. El intento de realizar el pro­ pio ideal en una mujer, en lugar del de la mujer misma, es una destrucción necesaria de la personalidad empírica de la mujer. Así pues, el intento es cruel para una mujer; es el egoísmo del amor que desprecia a la mujer, y no se preo­ cupa en absoluto por su vida interior real... El amor es un asesinato. (p. 249)

Aquí, desde luego, Weininger está diciendo en voz alta la verdad oculta de la figura idealizada de la Dama en el amor cortés.3 El enigma clave del amor es, entonces: ¿por qué un hombre elige a la mujer como objeto idealizado en el cual percibe (erróneamente) la realización de su esencia espiri­ tual? ¿Por qué proyecta su salvación en el ser que es justamen­ te responsable de su Caída, dado que -como ya hemos vistoel hombre está dividido entre su esencia espiritual-ética y el deseo sexual que despertó en él la permanente invitación de la mujer a la relación sexual? El único modo de resolver este enigma es aceptar que la relación del hombre hacia la mujer como objeto de amor erótico y su relación con ella como ob­ jeto de avidez sexual son ambas “performativas”. Hablando estrictamente, la mujer no es la causa de la Caída del hombre: es la Caída del hombre en la sexualidad misma lo que crea a la mujer, confiriéndole la existencia: 3. Sobre la figura de la Dama en el amor cortés, véase el capítulo 4.

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Sólo cuando acepta su propia sexualidad, niega lo absoluto en él, se vuelve hacia lo más bajo, el hombre da existencia a la mujer.

Cuando el hombre se volvió sexual formó a la mujer. Esa mujer ha tenido lugar simplemente porque el hombre ha aceptado su sexualidad. La mujer es el mero resultado de es­ ta afirmación; es la sexualidad misma... Por tanto, el objeto de la mujer debe ser que el hombre siga siendo sexual... ella no tiene más que un propósito, el de continuar la culpa del hombre, pues desaparecería en el momento en que el hom­ bre hubiera superado su sexualidad. La mujer es el pecado del hombre.

(pp. 298-299)

Aquí la relación normal entre causa y efecto está inverti­ da: la mujer no es la causa de la Caída del hombre, sino su conse­ cuencia.* Por este motivo, no es necesario combatir a la mujer activamente, dado que ella no posee consistencia ontológica positiva: “Por ende, la mujer no existe” (pp. 302). Para que la mujer cese de existir, basta con que el hombre supere el de­ seo sexual en sí mismo. Ahora podemos ver con precisión por qué el hombre ha elegido a la mujer como objeto de su amor: la falta insoportable de haber creado a la mujer por medio del reconocimiento de su sexualidad pesa sobre él. El amor no es más que el intento cobarde, hipócrita, del hombre de com­ pensar su culpa respecto de la mujer: El crimen que el hombre ha cometido al crear a la mujer, y que sigue cometiendo al asentir al propósito de ella, a tra­ vés de su erotismo, excusa a la mujer... La mujer no es más que la expresión y la proyección de la propia sexualidad del hombre. Todo hombre se crea una mujer, en la cual se en­ carna a sí mismo en su propia culpa. Pero la mujér no es ella misma culpable; se vuelve culpable por la culpa de los otros, y todo aquello por lo cual se condena a una mujer debería ser puesto en la cuenta del hombre. E l amor se es4. Sobre esta inversión en la relación entre causa y efecto, véase el ca­ pítulo S.

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fuerza por disimular la culpa, en lugar de superarla-, eleva a la

mujer, en lugar de anularla.

(p. 300)

La existencia de la mujer demuestra que el hombre “cedió en su deseo”, que traicionó su verdadera naturaleza como su­ jeto ético autónomo, al dar rienda suelta a la sexualidad. En consecuencia, la verdadera naturaleza de la mujer consiste en el apetito ilimitado por las relaciones sexuales, expresión de) modo como el falo “domina enteramente -aunque a menudo de manera inconsciente- toda la vida de la mujer”. Según es­ ta sumisión constitutiva al falo, la mujer es heterónoma en el estricto sentido kantiano, es decir, no es libre, está sujeta a la fatalidad externa: El órgano masculino es para la mujer el ello cuyo nombre no conoce; su destino reside en él, en algo de lo que no puede escapar. Por esta razón, no le gusta ver al hombre desnudo y nunca expresa una necesidad de verlo: siente que está perdi­ da en ese momento. El falo priva a la mujer completa e »revo­ cablemente de su libertad.

(p. 269)

La mujer no es libre: en última instancia, el deseo de ser vio­ lada por el hombre de algún modo siempre prevalece en ella; la mujer está gobernada por el Falo. (p. 274)

En consecuencia, cuando una mujer resiste su deseo se­ xual y se avergüenza de él, está suprimiendo su verdadera na­ turaleza. La internalización de los valores espirituales del hombre puede llegar hasta expulsar fuera de la conciencia de la mujer la percepción de su propia naturaleza verdadera; sin embargo, esta naturaleza lucha por volver violentamente, re­ tomando bajo la forma de síntomas histéricos. Lo que la mu­ jer histérica experimenta como deseo extraño, maligno e inmoral es, pues, su naturaleza más interna, su subordinación al Falo. La prueba definitiva del carácter amoral de la mujer

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es que cuanto más desesperadamente se esfuerza por asumir los valores espirituales del hombre, más histérica se vuelve. Cuando una mujer actúa de acuerdo con preceptos morales, lo hace de manera heterónoma, por miedo al Amo masculino o en un esfuerzo por fascinarlo: la autonomía de la mujer es fingida, es una imitación impuesta externamente de la auto­ nomía. Cuando dice la verdad, no lo hace por veracidad, sino para impresionar al hombre, para seducirlo de manera más sutil: “De modo que la mujer siempre miente, aun cuando, objetivamente, diga la verdad” (p. 287). Allí reside la “false­ dad ontològica de la mujer”; en este sentido, el “amor [de la mujer] por la verdad es sólo un caso especial de su mendacidad” (p. 291). La más alta percepción que una mujer puede alcan­ zar es una oscura premonición de su esclavitud constitutiva, lo que la lleva a buscar la salvación a través de la autoaniquilación. Para el lector familiarizado con la teoría lacaniana de la sexualidad femenina, no es difícil discernir en este breve bos­ quejo algunas de las proposiciones fundamentales de Lacan. ¿No podemos ver en el “Por ende, la mujer no existe” de Weininger el anuncio de “la femme n’existe pas” de Lacan? ¿Acaso la noción de que la mujer da cuerpo a la falta del hom­ bre -su propia existencia se basa en la traición del hombre hacia su postura espiritual y ética- no presenta una variación de la tesis lacaniana “la mujer es un síntoma del hombre”? (Según Lacan, el síntoma como formación de compromiso demuestra que el sujeto ha “renunciado a su deseo”.) Cuan­ do Weininger insiste en que la mujer nunca puede estar to­ talmente integrada en el universo espiritual de la Verdad, el Bien y la Belleza, dado que ese universo es para ella un orden heterónimo impuesto externamente sobre ella, ¿no está seña­ lando la aserción lacaniana de que la mujer no está totalmen­ te integrada en el orden simbólico? Y finalmente, con respecto al motivo de la total subordinación de la mujer al Falo (a diferencia del hombre, que está sólo parcialmente so­ metido a su regla): las “fórmulas de la sexuación” de Lacan,

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¿acaso no afirman que ninguna parte de la mujer está exenta de la función fálica, mientras que la posición masculina en­ traña una excepción, un X que no está sometido a la función fálica? L a f e m e n in a “ n o c h e d e l m u n d o ”

Desgraciadamente, un examen más detenido desestabiliza esta aparente homología, sin desvalorizarla completamente. El gran mérito de Weininger, que debe ser tenido en cuenta por el feminismo, es su ruptura total con la problemática ideológica del “enigma de la mujer”, de la feminidad qua se­ creto que supuestamente elude el universo racional, discursi­ vo. La aserción “La mujer no existe” no se refiere en absoluto a una esencia femenina inefable más allá del campo de la exis­ tencia discursiva: lo que no existe es este Más Allá inalcanzable. En síntesis, jugando con la un poco gastada fórmula hegeliana, podríamos decir que “el enigma de la mujer”, en definiti­ va, esconde el hecho de que no hay nada que esconder.s Lo que Weininger no logra es una inversión reflexiva hegeliana, reconociendo en esta “nada”la negatividadmisma que define la no­ ción de sujeto. Recordemos la conocida broma sobre un judío y un pola­ co, en la cual el judío le saca dinero al polaco con el pretexto de transmitirle el secreto de cómo los judíos logran extraer de5 5. Véase un rechazo ejemplar de esta lógica del “secreto femenino” desde una perspectiva feminista en Mary Ann Doane, “Veiling over Desire: Close-ups of tlie Woman”, en Femmes Fatales, Nueva York, Routledge, 1991. Entre paréntesis, una mistificación homologa opera en el llamado “orientalismo”, la admiración occidental por la sabiduría oriental y su ele­ vación a cura para nuestra obsesión occidental con la producción y la do­ minación. El infausto “enigma de Oriente” sigue la misma lógica que el “enigma de la M ujer”. En síntesis, el primer paso para romper con el eurocentrismo debe ser repetir mutatis mutandis “La mujer no existe” y afir­ mar “Oriente no existe”.

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la gente hasta el último centavo.6El violento estallido antife­ minista de Weininger - “No hay secreto femenino en absolu­ to; detrás de la máscara del Enigma ¡simplemente no hay nada!”- es paralelo al nivel de la furia del polaco que estalla cuando finalmente se da cuenta de que el judío, posponiendo interminablemente la revelación final, estaba extrayendo más y más dinero de él. Weininger no realiza el gesto que corres­ pondería a la respuesta del judío al estallido del polaco: “Bien, ahora ya sabes cómo nosotros, los judíos, le sacamos el dinero a la gente...” -es decir, un gesto que reinterpretaría, reinscribiría el fracaso como éxito-; algo así como “Mira, es­ ta nada detrás de la máscara es la negatividad absoluta por la cual la mujer es el sujeto par excellence, ¡no un objeto limita­ do, opuesto a la fuerza de la subjetividad!”.7 El estatuto de esta Nada puede ser explicado por medio de la distinción lacaniana entre sujeto de la enunciación y suje­ to del enunciado. Lejos de ser una paradoja sin sentido, el enunciado “No existo” puede adquirir un auténtico peso 6. Véase una interpretación de esta broma en el capítulo 2 de Slavoj Zi­ zek, El sublime objeto de la ideología, ob. cit. 7. En este caso, a propósito de esta broma con doble desenlace, debe­ ríamos recordar que el proceso del pase (el pasaje del analizante a analista) está caracterizado por la misma escansión del doble desenlace. A propósi­ to del pase, Lacan distingue entre passeur [pasador] y passant [pasante] co­ mo sus dos momentos sucesivos. El analizante se convierte en passeur al asumir su no ser como sujeto, es decir, al renunciar al apoyo de las identifi­ caciones imaginarias y/o simbólicas, y asumir plenamente el vacío de la subjetividad (S); se convierte en passant al emprender la “destitución sub­ jetiva”, al identificarse con el objeto a, el resto no-simbolizable del proce­ so de simbolización; al reconocer en este “excremento” el soporte único de su ser. Y en la broma acerca del judío y el polaco encontramos la misma “vuelta de tuerca” suplementaria desde “No soy nada” a “Soy ese objeto que da cuerpo a mi nada”. Primero, el polaco advierte que el judío lo está engañando: detrás de las palabras del judío no hay nada, no hay secreto; el judío está apenas postergando las cosas con el fin de obtener más dinero de él. Lo que sigue és la experiencia crucial de cómo el judío, a través de este engaño, entregó el objeto prometido («), es decir, cumplió con su promesa de develar cómo los judíos...

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existencial en la medida en que señala la contradicción del su­ jeto en el vacío y evanescente punto de enunciación que pre­ cede toda identificación imaginaria o simbólica: puedo encontrarme fácilmente excluido de la red simbólica inter­ subjetiva, de modo que carezco del rasgo identificatorio que me permitiría declarar victoriosamente: “¡Soy yo!”. Es decir, en un sentido que está lejos de ser simplemente metafórico, “Soy” sólo lo que soy para otros, en la medida en que estoy inscripto en la red del gran Otro, en la medida en que poseo una existencia socio-simbólica; fuera de esta existencia ins­ cripta no soy nada, nada más que el punto evanescente del “Pienso”, vacío de todo contenido positivo. Sin embargo, “Soy yo el que piensa” ya es una respuesta a la pregunta “¿Quién es el que piensa?”, es decir, ya explica una mínima identidad positiva del sujeto pensante. Esta misma distinción subyace a la aserción de Wittgenstein de que “yo” no es un pronombre demostrativo: Cuando digo “yo siento dolor”, no señalo a una persona que siénte dolor, dado que en cierto sentido no sé en absoluto quién siente dolor... No dije que tal o cual persona siente do­ lor, sino “yo siento”...8 La palabra “yo” no significa lo mismo que “L.W.” aun si yo soy L.W.9

Es en el contexto de esta brecha donde las aserciones de la autoridad simbólica deben concebirse: cuando afirmo patéti­ camente: “Yo, Ludwig Wittgenstein, presidente de esta socie­ dad, por la presente nomino...”, evoco mi mandato simbólico, mi lugar dentro de la red socio-simbólica, con el fin de legi­ 8. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, Oxford, Blackwell, 1976, § 404. [Ed. cast.: Investigaciones filosóficas, Barcelona, Laía,1983.] 9. Ludwig Wittgenstein, The Blue and the Brown Book, Oxford, Black­ well, 1958, § 67, [Ed. cast.: Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1993.] Véase un análisis más detallado de esta distinción de Wittgenstein en el capítulo 4 de Slavoj Zizek, Porque no saben lo que hacen, Buenos Aires, Paidós, 1998.

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timar mi acto de nominación y asegurar su poder performativo. La idea de Lacan es que una brecha insuperable separa para siempre lo que soy “en lo real” del mandato simbólico que procura mi identidad social: el hecho ontológico primor­ dial es el vacío, el abismo por el cual soy inaccesible a mí mis­ mo en mi capacidad de sustancia real, o, para citar la formulación de Kant en su Crítica de la razón pura, por el cual nunca puedo saber lo que soy en tanto “Yo o él o ello (la co­ sa) que piensa [Ich, oderEr, oder Es (das Ding), welches denkt]”. Toda identidad simbólica que adquiero es, en última instan­ cia, nada más que un rasgo suplementario cuya función es lle­ nar este vacío. Este puro vacío de la subjetividad, esta forma vacía de la “apercepción trascendental” tiene que ser distin­ guida del cogito cartesiano, que es una res cogitans, un peque­ ño pedazo de realidad sustancial milagrosamente salvada de la fuerza destructiva de la duda universal: sólo con Kant se hi­ zo esta distinción entre la forma vacía de “Pienso” y la sus­ tancia pensante, la “cosa que piensa”.10 Entonces, Weininger yerra su blanco: cuando, en su inter­ pretación ontológica de la seducción del hombre por parte de la mujer como “apetito infinito de Nada por Algo”, concibe a la mujer como objeto. En esta búsqueda de la Nada por con­ vertirse en Algo, Weininger no reconoce la lucha misma del su­ jeto por el soporte sustancial. O, en la medida en que el sujeto es un “ser-de-lenguaje”, Weininger no reconoce en esta búsque­ da el movimiento constitutivo del sujeto qua vacío, falta del significante, es decir, la búsqueda por parte de un agujero, de un eslabón perdido en la cadena significante, (S) de un repre­ sentante de la significación (Sq). En otras palabras, lejos de ex­ presar el temor del sujeto a una mancha “patológica”, a la positividad de un objeto inerte, la aversión de Weininger ha­ cia la mujer demuestra el temor a la dimensión más radical de la subjetividad misma: el Vacío que “es” el sujeto. 10. Sobre este cambio de Descartes a Kant, véase el capítulo 1 de Sla­ voj Zizek, Tarrying with the Negative, Durham, NC, Duke University Press, 1993.

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En un manuscrito para Jenaer Realphilosophie (1805-1806), Hegel caracterizó esta experiencia del puro Yo qua “negatividad abstracta”, este “eclipse de la realidad (constituida)” esta contracción-en-sí-mismo del sujeto, como la “noche del mundo”: El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que contiene todo en su simplicidad, una riqueza interminable de muchas representaciones, imágenes, ninguna de las cuales le perte­ nece, o que no están presentes. Esta noche, el interior de la naturaleza, que existe allí -puro yo- en representaciones fan­ tasmagóricas, es la noche alrededor, donde emerge una ca­ beza ensangrentada -donde otra aparición blanca y espantosa, repentinamente, y luego desaparece. Uno obser­ va esta noche cuando ve a los seres humanos a los ojos -en una noche que deviene horrible.“

Y el orden simbólico, el universo de la Palabra, el Logos, puede emerger sólo de la experiencia de este abismo. Como afirma Hegel, esta interioridad del puro yo “debe también comenzar a existir, convertirse en objeto, oponerse a esta in­ terioridad para ser externa; retornar al ser. Este es el lengua­ je como poder de nominación... A través del nombre, el objeto como entidad individual nace del yo”.1112 Debemos ser cuidadosos y no pasar por alto que el modo como Hegel rompe con la tradición iluminista puede ser dis­ cernido en el reverso de la metáfora misma de sujeto: el suje­ to ya no es la Luz de la Razón, opuesta a la no transparente, impenetrable Materia (de la Naturaleza, de la Tradición...); su núcleo, el gesto que abre el espacio para la Luz del Logos, es la negatividad absoluta qua “noche del mundo”. ¿Y qué son las infames “hénidas” de Weininger -las confusas repre­ sentaciones femeninas que no habían alcanzado aún la clari­ dad de la Palabra, la identidad de la Noción- sino las 11. Citado de Donald Phillip Verene, Hegel’s Recollection, Albany, NY, 1985, pp. 7-8. 12. Ibid., p. 8.

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“representaciones fantasmagóricas” mencionadas por Hegel, es decir, las formaciones fantasmáticas que emergen donde la palabra fracasa, dado que su función es precisamente llenar el vacío de su fracaso? En esto reside la paradoja del antifemi­ nismo de Weininger: lejos de ser el resultado de su actitud oscurantista antiiluminista, su antifeminismo demuestra su adherencia al ideal del Iluminismo, su evasión del abismo de la pura subjetividad.13 Lo mismo sucede con el notorio antisemitismo de Wei­ ninger, que tampoco puede anular su deuda con el Iluminis­ mo. A pesar del voluntarismo ético de Weininger, el hecho es que su principal referencia filosófica es Kant, el filósofo del Iluminismo par excellence (el lazo entre el antisemitismo y cierto tipo de pensamiento iluminista ya fue sugerido por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica del Iluminismo). En el nivel más fundamental, el antisemitismo no asocia a los ju­ díos con la corrupción como rasgo positivo, sino más bien con la falta de forma misma, con la falta de una definida y de­ limitada disposición étnica. En esta vena, Alfred Rosenberg, el principal ideólogo de Hitler, afirmó que todas las naciones europeas poseen una bien definida “forma espiritual” [Gertalt] que le da expresión a su carácter étnico, y esta “forma es­ piritual” es precisamente lo que no tienen los judíos. También en este caso, ¿no es la “falta de forma” [Gestaltlosigkeit] el ras­ go constitutivo de la subjetividad? Por definición, ¿la subjeti­ vidad no trasciende toda forma espiritual positiva? Queda claro, pues, que el antisemitismo y el corporativismo fascista 13. El lazo entre la femme n ’existe pas y el estatuto de ésta como puro sujeto también puede ser determinado a partir de una referencia precisa a Kant. En la filosofía de Kant el pasaje de sujeto a sustancia se produce a través de la “esquematización”: el “sujeto” es una entidad puramente lógi­ ca (sujeto de un juicio), mientras que la “sustancia” designa el sujeto esque­ matizado, sujeto qua entidad real que persiste en el tiempo. Sólo la sustancia existe en el significado preciso de entidad que es parte de una rea­ lidad empírico-fenoménica; un ser que es un puro sujeto -es decir, que no está esquematizado, atrapado, en el continuum causal-temporal de la reali­ dad- stricto sensu no existe.

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forman las dos caras de una única y misma moneda. En su re­ pudio del “universalismo abstracto” judeo-democrático, opuesto a la noción de sociedad qua forma orgánica armonio­ sa en la que cada individuo y cada clase social tiene su propio lugar bien definido, el corporativismo se inspira en la idea que muchos demócratas prefieren esquivar: sólo una entidad que es­ tá en sí misma trabada, dislocada -es decir, una que carezca de su “'propio lugar”, que estépor definición “fuera de quicio”-puede re­ ferirse inmediatamente a la universalidad como tal. O, para poner la cuestión en términos de la relación entre lo Universal y lo Particular: ¿cómo participa lo Particular en lo Universal? De acuerdo con la ontología tradicional, lo Uni­ versal garantiza la identidad de lo Particular: los objetos par­ ticulares participan de su género universal en la medida en que “verdaderamente son lo que son”, es decir, en la medida en que realizan su noción o se adecúan a ella. Una mesa, por ejemplo, participa de la noción de mesa en la medida en que es “verdaderamente una mesa”. Aquí la universalidad es un rasgo “mudo”, indiferente, que conecta las entidades particu­ lares, un en sí que no es planteado como tal. En otras pala­ bras, lo Particular no se relaciona con lo Universal como tal, a diferencia del sujeto qua “autoconciencia”, que participa de lo Universal precisa y únicamente en la medida en que su identidad está trunca, marcada por una falta, en la medida en que no es totalmente “lo que es”; esto es lo que Hegel pien­ sa cuando habla de “universalidad negativa”.*14 Recordemos 14. Se trata de la diferencia entre Universal en sí -el rasgo universal “mudo” que reúne los elementos de un género- y el Universal postulado como tal; es decir, el Universal con el cual el sujeto se relaciona en su opo­ sición con el Particular. De acuerdo con Hegel, esta diferencia es lo que distingue el enfoque dialéctico: “Una tarea primaria es siempre distinguir claramente entre lo que es.simplemente en sí y lo que es postulado-, entre có­ mo son las determinaciones en el concepto, y cómo son cuando son postu­ ladas o cuando existen para otro. Esta es una distinción que pertenece solamente al desarrollo dialéctico, y que el modo metafísico de filosofar (y que incluye el modo crítico) no conoce”. (Hegel’s Science of Logic, Atlantic Highlands, NJ, Humanities Press, 1969, p. 122.)

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un caso ejemplar de la dialéctica política: ¿cuándo es que una minoría particular (étnica, sexual, religiosa, etc.) apela a lo Universal? Precisamente cuando el marco existente de rela­ ciones sociales no satisface las necesidades de esa minoría, y le impide realizar su potencial. En ese punto preciso, la mi­ noría se ve obligada a fundamentar sus demandas en lo Uni­ versal y en los principios ' umversalmente reconocidos, afirmando que a sus miembros se les impide participar en la educación, en las oportunidades de trabajo, en la libre expre­ sión, en la actividad política pública, etc., en la misma medi­ da que los demás. Esta crucial distinción entre el en sí y el para sí nos permite elucidar la lógica hegeliana de la autorreflexión, de la reflexión en otro como reflexión en sí. Recordemos la crítica hegeliana a la democracia representativa: su ilusoria, falsa presuposición es que, previo al acto eleccionario, los indivi­ duos ya saben lo que quieren, lo que es su verdadero interés, como si, por medio del voto electoral, eligieran a alguien que pudiera transmitir este in­ terés, del que ya son completamente conscientes, a la esfera política propia­ mente dicha. Al oponerse a esta noción, Hegel señala que la representación (política), lejos de simplemente realizar un interés ya consciente, trae este interés a la conciencia. En otras palabras, el representante político realiza la conversión de mí interés de un “en sí” a un “para sí”: proporcionando una clara formulación pública de mi interés, sirve como medio de su reco­ nocimiento por mi parte (“Sólo ahora tengo claro lo que siempre quise realmente”). Cuando elijo a mi representante, en cierto sentido, me elijo a m í mismo, mi propia identidad política. En este sentido preciso, la elección de un representante no es mi reflexión en otro, el reflejo de mi interés en la esfera política, sino simultáneamente mi autorreflexión. Un ejemplo de este para sí del Universal, desde un ámbito totalmente distinto, es la relación refleja de una obra literaria respecto de su género. En nuestra opinión, no se trata únicamente del explícito juego con las re­ glas del género, sino más bien de casos más refinados, como por ejemplo, El temblor de la falsificación, de Patricia Highsmith, el retrato de una esta­ dounidense solitaria de vacaciones en Túnez. La identificación de Highs­ mith con el thriller psicológico cambia totalmente nuestra percepción de lo que, de otro modo, sería recibido como un estudio psicológico estándar: el lector está mucho más atento a los signos de locura, a los potenciales de te­ rror de las diferentes constelaciones subjetivas.

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Un caso ejemplar de este para sí de lo Universal, es de­ cir, de la relación dialectizada respecto de lo Universal, es el que ofrece la afirmación de Malcolm X de que “el hombre blanco como tal es malo”. El significado de este pronuncia­ miento no es que todos los blancos son malos, sino más bien que, debido a las injusticias cometidas por los hombres blan­ cos contra el pueblo negro, el mal pertenece a la noción uni­ versal de hombre blanco. Esto, sin embargo, no me impide, como hombre blanco individual, convertirme en “bueno” tomando conciencia del Mal que define la sustancia misma de mi ser, asumiendo completamente esta culpa y trabajan­ do para superarla. (Lo mismo sucede con la noción cristiana de pecado inscripta en el corazón de la naturaleza humana en la medida en que todos somos “hijos de Adán”: el cami­ no de la salvación consiste en asumir reflexivamente esta culpa.) Citemos la pertinente formulación de Ernesto Laclau (una formulación completamente hegeliana, a pesar del de­ clarado antihegelianismo de Laclau): lo universal es parte de mi identidad en la medida en que estoy penetrado por una falta constitutiva, es decir, en la me­ dida en que mi identidad diferencial ha fracasado en su pro­ ceso de constitución. Lo universal emerge de lo particular no como un principio que subyace a él y que lo explica, sino como un horizonte incompleto que sutura una identidad particular dislocada.15

En este sentido, “lo Universal es el símbolo de una completud perdida”:16puedo relacionarme con lo Universal sólo en la medida en que mi identidad particular es contrariada, “dislocada”; sólo en la medida en que algún impedimento me impida “transformarme en lo que ya soy”. Como ya hemos señalado, la prueba per negationem es proporcionada por la in­ 15. Ernesto Laclau, “Universalista, particularism, and the question of identity”, October 61, p. 89. 16. Ibid.

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terrelación de los dos rasgos que distinguen el corporativismo fascista: su obsesión con la imagen de la sociedad como comunidad orgánica cuyos constituyentes supuestamente “ocupan su lugar apropiado”; su resistencia patológica contra la universalidad abstracta como fuerza de desintegración so­ cial, es decir, contra la idea de que un individuo pueda direc­ tamente, a despecho de su lugar dentro del organismo social, participar de lo universal (la idea, por ejemplo, de que poseo derechos inalienables simplemente como ser humano, no só­ lo por mi capacidad como miembro de cierta clase, corpora­ ción, etc.). En un pasaje de la Fenomenología cuyos matices “weíningerianos” son inconfundibles, Hegel formula esta relación negativa entre lo Universal y lo Particular precisamente a propósito de la mujer como “enemigo interno” de la comu­ nidad ética: Dado que la comunidad se procura la subsistencia sólo inte­ rrumpiendo la felicidad de la familia y disolviendo la con­ ciencia de sí en lo universal, se crea a sí misma sobre lo que reprime [erzeugt es sich an dem, roas es unterdrückt\ y sobre lo que es al mismo tiempo esencial para ella: las mujeres en ge­ neral, su enemigo interno. Las mujeres -la eterna ironía de la comunidad- convierten mediante la intriga el propósito universal del gobierno en un fin privado.17

La relación de lo Particular (la familia) con lo Universal (la comunidad) no es una incorporación armoniosa de la fa­ milia en la comunidad más amplia, sino que está mediada por la negatividad: un individuo (“conciencia de sí”) puede rela­ cionarse con lo Universal más allá de la familia sólo a través de su relación negativa respecto de ésta, es decir, su “trai­ ción” a la familia, que entraña su disolución (esta negatividad es exactamente lo que la metáfora corporativa de la sociedad qua gran familia intenta anular). En este sentido, la eomuni17. G.W.E Hegel, Phemmenologp ofSpirit, Oxford, Oxford University Press, 1977, p. 496.

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dad universal, su espacio público, “se crea sobre lo que re­ prime”, sobre los despojos de la familia. Lo que sorprende de este pasaje es que Hegel mismo presenta como parte in­ tegrante del movimiento dialéctico aquello mismo que sus críticos se esfuerzan por denunciar como su debilidad fatal, es decir que el gesto de superación [Aufhebung] nunca suce­ de sin cierto resto: luego de la “superación” de la familia en la comunidad universal, no sólo la familia sigue existiendo como fundamento inmediato de la sociedad universal, sino que la relación negativa entre la familia y la comunidad univer­ sal se ve reflejada en la familia misma, bajo la forma de la mu­ jer, que reacciona negativamente a la comunidad universal con su “eterna ironía”. La mujer es la cínica capaz de discer­ nir, en las pomposas afirmaciones sobre el bienestar público, los motivos privados de aquellos que propalan tales afirma­ ciones. Puede parecer que Hegel simplemente adscribe a la mu­ jer la estrechez de un punto de vista privado: la mujer es el “enemigo interno” de la comunidad en la medida en que no comprende el verdadero peso de los propósitos universales de la vida pública, y es capaz de concebirlos sólo como me­ dios de realizar los fines privados. Sin embargo, esto dista de ser el cuadro completo: es esta misma posición de “enemigo interno” de la sociedad lo que hace posible el sublime acto ético de exponer la limitación inherente al punto de vista de la totalidad social (Antígona).

tenido (características positivas que oponen las dos figuras), sino que es de naturaleza puramente formal; en otras pala­ bras, designa las dos inscripciones, las dos modalidades, de una misma entidad. Sus coordenadas ideológicas se vuelven claras cuando las relacionamos con la escisión del hombre en Aventurero, destructor de la familia, en la esfera privada, y en Héroe Ético en la esfera pública: la mujer qua Madre (el so­ porte confiable de la familia) entraña la oposición con el hombre qua Aventurero dislocado (en contraste con la iner­ cia y la permanencia sustancial femenina, el hombre es acti­ vo, sale al exterior, se trasciende a sí mismo; el marco familiar lo restringe, está listo a arriesgarlo todo: en síntesis, él es el Sujeto); en cambio, la mujer qua Prostituta dislocada (super­ ficial, inconstante, no confiable, ser de apariencia engañosa) entraña la oposición al hombre qua agencia de la confiabili­ dad ética (la palabra del hombre es su vínculo, él es la encar­ nación misma del compromiso simbólico confiable, posee la profundidad espiritual apropiada, en contraste con el parlo­ teo femenino...). Obtenemos así una doble oposición: la Sus­ tancia femenina contra el Sujeto masculino y la Apariencia Femenina contra la Esencia Masculina. La mujer representa la plenitud sustancial y la inconstancia de la Apariencia; el hombre representa la fuerza perturbadora de la negatividad y la honestidad de la Esencia. Estos cuatro términos, desde lue­ go, forman un cuadrado semiótico greimasiano: Sustancia

MÁS ALLÁ DEL FALO

En esta dualidad de las esferas privada y pública está arrai­ gada la escisión de la mujer en Madre y Prostituta. La mujer no es Madre y Prostituta, sino que la misma mujer es Madre en la esfera privada y Prostituta en la esfera pública -y cuan­ to más Madre es en la esfera privada, más Prostituta es en la pública-. En otras palabras, a pesar de las apariencias, la di­ visión Madre/Prostituta no se refiere a la diferencia de con-

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Otto Weininger.; o “La m ujer no existe ”

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mujer hombre

' /

Sujeto (no-Sustancia)

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¿Cómo desplaza Weininger estas coordenadas ideológi­ cas tradicionales? También aquí está más cerca del feminis­ mo precisamente donde parece ser más antifeminista que la ideología “oficial”. A diferencia de ésta, Weininger niega aun el valor ético (limitado) de la Madre, el pilar de la fa­ milia, y reformula la escisión tradicional: el hombre está di­ vidido en una actitud espiritual autónoma y una sexualidad fálica (dentro de la heteronomía); la mujer está dividida en su “verdadera naturaleza” (que consiste en su falta misma de naturaleza propia: no “es” nada más que apetito del hombre, existe sólo en la medida en que atrae su mirada) y la moralidad heterónoma, impuesta externamente. Sin em­ bargo, si reconocemos en el Vacío ontològico de la mujer el vacío mismo que define la subjetividad, esta doble divi­ sión se convierte en las “fórmulas de la sexuación” de Lacan: ®La división de la mujer es de naturaleza histórica, asume la forma de la incoherencia de su deseo: “Pido que rechaces mi demanda, dado que esto no es eso” (Lacan). Cuando, por ejemplo, la Kundry de Wagner seduce a Parsifal, en realidad quiere que él resista sus avances; ¿acaso esta obstrucción, es­ te sabotaje de su propio intento, no corrobora en ella una di­ mensión que resiste la dominación del Falo? (Weininger mismo habla de un oscuro deseo de la mujer de liberarse, de sacudirse el yugo del Falo a través de la autoaniquilación.) El terror masculino a la mujer, que tan profundamente marcó el Zeitgeist en el paso del siglo XIX al XX, de Edvard Münch y August Strindberg a Franz Kafka, se revela entonces como el terror a la incoherencia femenina: la histeria femenina, que traumatizó a esos hombres (y también marcó el nacimiento del psicoanálisis), los enfrentó a una multitud de máscaras in­ coherentes (una mujer histérica se mueve inmediatamente de ruegos desesperados a una cruel y vulgar irrisión, etc.). Lo que causa tal malestar es la imposibilidad de discernir detrás de las máscaras a un sujeto coherente que las manipule: de­ trás de las múltiples capas de máscaras no hay nada; o, a lo su­

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mo, nada sino la falta de forma, la materia mucosa de la sus­ tancia vital. Basta con mencionar el encuentro de Edvard Münch con la histeria, que le dejó una marca tan profunda. En 1893, Münch estaba enamorado de la bella hija de un comerciante en vinos de Oslo. Ella se aferró a Münch, pero él temía tal vínculo y estaba angustiado por su obra, de modo que la de­ jó. Una noche tormentosa, un velero vino a buscarlo: le in­ formaron que la joven estaba a punto de morir y quería hablarle por última vez. Münch estaba profundamente con­ movido y, sin preguntar, fue a su casa, donde la encontró en la cama, entre dos velas encendidas. Pero cuando se aproxi­ mó a la cama, ella se levantó y comenzó a reír: toda la escena no era más que una farsa. Münch dio media vuelta y se dis­ puso a partir; en ese momento, ella lo amenazó con matarse si la dejaba; y sacando un revólver, apuntó a su pecho. Cuan­ do Münch se inclinó para arrancarle el arma, convencido de que eso era también parte del juego, el arma se disparó y lo hirió en la mano...18Aquí encontramos el teatro histérico en su más pura expresión: el sujeto es atrapado en una mascara­ da en la cual lo que parece mortalmente serio se revela como un fraude (la agonía), y lo que parece ser un gesto vacío, se revela como mortalmente serio (la amenaza de suicidio).19El pánico que invade al sujeto (masculino) frente a este teatro expresa el terror de que, detrás de las muchas máscaras, que caerán una a una como las capas de una cebolla, no haya na­ da, ningún Secreto femenino último. 18. Véase J2P, Hodin, Edvard Münch, Londres, Thames & Hudson, 1972, pp. 88-89. 19. Asesinato, de Hitchcock, ofrece un caso ejemplar del mismo movi­ miento doble en el cual la realidad demuestra ser ficticia y la ficción, real. En la última toma del filme podemos ver la pareja felizmente unida en un salón; cuando luego la cámara retrocede, se ve que lo que acabamos de pre­ senciar estaba sucediendo en un escenario. El suicidio del asesino Fane diez minutos antes entraña el movimiento opuesto: presenciamos una es­ cena teatral (el número de un trapecista) que súbitamente termina mortal­ mente; Fane se suicida en público, colgándose de la cuerda del trapecio.

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Sin embargo, debemos evitar un malentendido fatal. En la medida en que estas máscaras histéricas son el modo que una mujer tiene de cautivar la mirada masculina, la conclusión inevitable parece ser que el Secreto femenino inaccesible pa­ ra la economía fálica masculina -el “eterno femenino” [das ewig Weibliche] (Goethe) más allá de las máscaras simbólicasconsiste en la sustancia femenina que elude el reino del “falogocentrismo”. La conclusión complementaria es que en la medida en que no hay nada detrás de las máscaras, la mujer está completamente subordinada al Falo. Según Lacan, sin embargo, sucede lo contrario: el “eterno femenino” pre-simbólico es un fantasma patriarcal retrospectivo (como la no­ ción antropológica de un Paraíso matriarcal original, que fue destruido por la Caída en la civilización patriarcal y que, des­ de Bachofen en adelante, sostiene firmemente la ideología patriarcal, dado que se basa en la noción de la evolución teleológica desde el matriarcado hasta el patriarcado). Es, pues, la falta misma de toda excepción al Falo lo que vuelve la eco­ nomía libidinal femenina incoherente, histérica, y, por tanto, socava el reino del Falo. Cuando, como afirma Weininger, la mujer es “penetrada por todos los objetos”, este extensión ili­ mitada del falo socava el Falo como principio de lo Univer­ sal y su Excepción fundadora. La “subversión del sujeto...” de Lacan termina con el am­ biguo “No iré más allá aquí”.20 Ambiguo, dado que puede considerarse que implica que más tarde, en otro lugar, Lacan irá “más allá”. Este señuelo sedujo a algunas críticas feminis­ tas de Lacan, que le reprocharon hacer un alto en el punto preciso donde debía dar el paso decisivo más allá del faloeentrismo freudiano: aunque Lacan habla del goce femenino eludiendo el campo de lo fálico, lo concibe como un inefable “continente oscuro” separado del discurso (masculino) por una frontera imposible de atravesar. Para las feministas como Irigaray o Rristeva, este rechazo a atravesar la frontera, este 20. Jacques Lacan, Écrits: A Sélection, Nueva York, N orton, 1977, p. 324.

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“No iré más allá aquí”, señala el continuo tabú de las muje­ res; lo que ellas quieren es “ir más allá”, desplegar los contor­ nos de un “discurso femenino” más allá del orden simbólico “fálico”. ¿Por qué esta operación -que, desde el punto de vista del sentido común, no puede sino parecer completamente justi­ ficada- no da en el blanco? En términos tradicionales, el Lí­ mite que define a la mujer no es epistemológico, sino ontològico, es decir, más allá no hay nada. Lo “femenino” es esta estructura del límite como ta% un límite que precede lo que puede o no existir en su Más Allá: todo lo que percibimos en este Más Allá (el eterno femenino, por ejemplo) son nues­ tras propias proyecciones fantasmáticas.21 La Mujer qua Enigma es un espectro generado por la superficie incoheren­ te de las máscaras múltiples -el secreto del “Secreto” mismo es la incoherencia de la superficie-.22Y el nombre lacaniano para esta incoherencia de la superficie (para un espacio topo­ lògico complicado como la cinta de Moebius) es simplemen­ te el sujeto. 21. En El ocaso de los dioses, de Wagner, el momento de la intrusión del superyó en su obscenidad socíopolítica sucede con el llamado de Hagen a los hombres \Mdnnermj\ y el consiguiente coro: una escena de cruda vio­ lencia jamás oída antes en la ópera... Sin embargo, cuando procede a legi­ timar la violencia que está instigando, Hagen apela a la diosa Fricka. Fricka, la protectora de la familia y el hogar, es desde luego una proyección fantasmátíca del discurso masculino. Esto no significa, sin embargo, que debamos oponer a la mujer como es “para el otro”, para el hombre (“la proyección narcisísta masculina”, etc.) y la “verdadera” mujer en sí.” Uno podría afirmar exactamente lo contrario: “La mujer en sí” es en definitiva un fantasma masculino, mientras que estamos mucho más cerca de la mu­ jer “verdadera” siguiendo simplemente hasta su conclusión los atolladeros inherentes al discurso masculino sobre la mujer. 22. Habría que releer el ensayo de Mary Anne Doane sobre Gilda (en Pemmes Fatales)-, el strip-tease de Gilda está sostenido por el fantasma mas­ culino de que, después de que haya arrojado todas sus ropas, nosotros -los hombres- encontraremos su núcleo intacto, una “buena esposa” que esta­ ba sólo “fingiendo” ser una libertina. Al contrario, el rasgo básico de lo que Lacan llama “sujeto” es precisamente que no hay tal núcleo: el sujeto es co­ mo una cebolla, cuyas capas no ocultan nada...

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®En el caso del hombre, por el contrario, la escisión está, por así decirlo, externalizada: el hombre escapa de la incohe­ rencia de su deseo estableciendo una línea de separación en­ tre el ámbito del Falo, es decir, el goce sexual, la relación con una pareja sexual, y lo no Fálico, es decir, el ámbito de los ob­ jetivos éticos, de la actividad “pública” no sexual (la Excep­ ción). Encontramos aquí la paradoja de los “estados que son esencialmente subproductos”: el hombre subordina su rela­ ción con una mujer al campo de los objetivos éticos (forzado a elegir entre una mujer y el deber ético -bajo la forma de obligaciones profesionales, etc - inmediatamente opta por el deber); sin embargo, es al mismo tiempo consciente de que sólo una relación con una mujer puede procurarle genuina “felicidad” o realización personal. Su “apuesta” es que la mu­ jer será seducida más eficazmente precisamente cuando él no subordine toda su actividad a ella; lo que ella sexia incapaz de resistir es la fascinación por la actividad “pública” de él, es decir, su secreta conciencia de que él lo está haciendo en rea­ lidad por ella. Se trata de la economía libidinal invertida del amor cortés: en el amor cortés, me consagro directamente a la Dama, planteo mi servicio a ella como mi Deber supremo, y por este motivo la mujer es una Déspota fría, indiferente, ca­ prichosa, una “compañera inhumana” (Lacan) con la cual una relación sexual no es posible ni deseable, mientras que aquí vuelvo posibles las relaciones sexuales precisamente porque no las planteo como mi objetivo explícito...23 Esta paradoja emerge en casi todo melodrama que inter­ prete la disposición del hombre a sacrificar a su amada por la 23. Una de las versiones apócrifas del mito de Tristán e Isolda lleva es­ ta paradoja al punto de la autorreferencia: la relación entre el deber y la mujer se superpone con la que existe entre la Dama y la mujer “ordinaria”. Tristán, casado con la Isolda rubia, a la que no ama, erige un fetiche de pie­ dra en el bosque cercano a su castillo: una estatua de la verdadera Isolda, su Dama. Visita la estatua regularmente de noche; esta veneración del fe­ tiche restaura sus capacidades sexuales con la Isolda rubia, y le permite mantener la apariencia de una vida marital normal. Quizá el Ideal inacce­ sible (la Beatriz de Dante, etc.) como tal es una instancia puramente nega-

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Causa (pública) como prueba suprema de su amor por ella, es decir, de que “ella lo es todo para él”. El momento sublime del reconocimiento se produce cuando la mujer finalmente se da cuenta de que el hombre la ha dejado en nombre de su amor por ella. Una variación interesante de este tema es la que ofrece la versión de Vincent Minnelli de Los cuatrojinetes del Apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse): Glenn Ford tiene el papel de Julio, un rico argentino que lleva una vida alegre en París durante la ocupación nazi, codeándose con los oficiales alemanes y viviendo con la bella esposa de un líder de la Resistencia ausente (Ingrid Thulin). Aunque está apasionadamente enamorada de Julio, la mujer siente que el hombre con el que vive es un débil, que se refugia en los pla­ ceres privados, mientras el esposo, al que abandonó por el amante, es un verdadero héroe. Súbitamente, todo el guión está expuesto como mascarada: en una emergencia, Julio es contactado con urgencia por un hombre que ella sabe que es parte de la Resistencia, entonces la mujer supone que Julio estaba fingiendo ser un hombre de placer con el fin de tener trato con los más altos oficiales alemanes y ganar acceso a preciosa información sobre el enemigo. Formalmente, Julio traicionó su amor, aunque a pesar de esta traición, ella le per­ mite seguir en su última y probablemente suicida acción: ella es consciente cíe que en un sentido más profundo, él lo está haciendo por ella, con el fin de ser digno de su amor...24 ova cuya función es hacer posible la relación sexual “normal” con otra mu­ jer, “ordinaria”. Esta versión del mito de Tristán e Isolda también confir­ ma que el fetiche qua objeto parcial no genital, lejos de ser un obstáculo para la relación sexual “normal”, puede incluso funcionar como una de sus condiciones de posibilidad. 24. En general, la inversión crucial de casi todos los melodramas ocu­ rren cuando la instancia que representa al gran Otro reconoce la verdad sobre el sujeto y por tanto deshace lo erróneo. Tomemos un ejemplo (quizá sor­ prendente), El amor de Alyosha (Alyosba7s Lave), un filme soviético de prin­ cipios de la década: de 1960 (la época del llamado “deshielo de Kruschev”): su inversión sublime se produce cuando el amor apasionado del héroe es finalmente reconocido públicamente por el aparentemente ignorante y cí-

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Lo que Lacan designa como la “función fálica” es esta es­ cisión entre el ámbito del goce fálico y el ámbito “público” desexualizado que lo elude, es decir, lo ‘fálico ”es esta autolimitación del Falo, este planteo de una Excepción. En este sentido, el Falo es el significante de la castración: la “castración simbó­ lica” es, en última instancia, otro nombre para la paradoja de los “estados que son esencialmente subproductos”: si hemos de alcanzar la plenitud a través del gocefálico, debemos renunciar a él como objetivo explícito. En otras palabras, el amor verdadero puede emerger solamente dentro de una relación de “compa­ ñerismo” que está animada por un objetivo diferente, no se­ xual (véanse las novelas de Marguerite Duras). El amor es -una respuesta imprevisible de lo real: (puede) emerge(r) “de la nada” sólo cuando renunciamos a todo intento de dirigir y controlar su curso. (Aquí, desde luego, como con todas las ins­ tancias de lo real, los opuestos coinciden: el amor es al mismo tiempo el producto previsible de un mecanismo absoluto, co­ mo lo demuestra el carácter absolutamente previsible del amor transferencial en el psicoanálisis. Este amor es producido “au­ tomáticamente” por la situación analítica misma, a despecho de las características reales del analista. En este sentido, el ananico Otro; lo que se confirma es el hecho de que el cinismo del Otro era fingido, que funcionaba desde el comienzo mismo como la Ordalía a la cual el gran Otro súmete al héroe. El amor de Alyosha transcurre en un campamento de geólogos cerca de un pueblo en medio de la Siberia. El joven Alyosha se enamora de una jo­ ven del pueblo; a pesar de todos los problemas que atraviesa su amor (al principio, la joven es indiferente; los compañeros del antiguo novio de ella le dan a Alyosha una brutal paliza; sus propios colegas se burlan de él cruel­ mente, etc.), Alyosha utiliza todo su tiempo libre en largas caminatas al pueblo, de modo que sólo puede lanzar una rápida y distante mirada a la joven. Al final del filme, ésta se rinde a la fuerza del amor: pasa de ser la amada a ser la que ama, da ella misma largas caminatas y se une a Alyosha en el campamento. Los colegas de éste, que están trabajando en la colina cercana, detienen las excavaciones y siguen en silencio a la joven, que se acerca a la tienda de Alyosha: la distancia cínica y la burla han terminado, el gran Otro mismo es obligado a reconocer su derrota, su fascinación pol­ la fuerza del amor.

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lista es el objeto a, no otro sujeto: debido a su carácter “auto­ mático”, el amor transferencial prescinde de la ilusión de que nos enamoramos por las propiedades positivas de la persona amada, es decir, por lo que él o ella es “en realidad”. Nos ena­ moramos del analista qua lugar formal en la estructura, vacío de “rasgos humanos”, no de una persona de carne y hueso.25) L as “ fó r m u l a s d e l a s e x u a c ió n ”

La noción de diferencia sexual abre una serie de conexio­ nes filosóficas; lo primero que impresiona al ojo es la homo­ logía estructural entre las “fórmulas de la sexuación” lacanianas y la dualidad kantiana de las antinomias matemá­ tica y dinámica.26 En la filosofía contemporánea, una de las posibles asociaciones es ofrecida por la oposición de la signi25. El automatismo del amor es puesto en movimiento cuando algún objeto (libidinal) contingente y en última instancia indiferente, ocupa un lugar fantasmático predeterminado. Este rol del fantasma en la emergen­ cia automática del amor se basa en el hecho de que “no hay relación se­ xual”, no hay fómula universal ni matriz que garantice una relación sexual armoniosa: debido a la falta de esta fómula universal, todo individuo tiene que intentar un fantasma propio, una fórmula “privada” para la relación se­ xual; para un hombre, la relación con una mujer es posible sólo en la me­ dida en que ésta corresponde a su fórmula. La fórmula del Hombre de los Lobos, el famoso paciente de Freud, consistía en “una mujer, vista desde atrás, hincada de rodillas y lavando o limpiando algo en el piso frente a ella”; la visión de una mujer en esta posición daba origen automáticamen­ te al amor. En el caso de John Ruskin, la fórmula que seguía el modelo de las estatuas griegas y romanas antiguas produjo una desilusión tragicómica cuando Ruskin, en su noche de bodas, vio el vello pubiano que no existe en las estatuas: el descubrimiento lo vuelve totalmente impotente, dado que es­ taba convencido de que su esposa era un monstruo. En el filme de Jennifer Lynch M i obsesión por Helena (Boxing Helena), el ideal fantasmático no es otro que la Venus de Afilo: el héroe secuestra a la joven amada y realiza una operación con el fin de hacerla corresponder con el ideal, y hacer posible la relación sexual (le corta las manos, hace una cicatriz para emular el lugar donde la estatua está trunca, etc.) 26. Véase un desarrollo detallado de esta homología en el capítulo 2 de

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ficación objetal (el significado universal de los términos) y el efecto incorpóreo del sentido, articulado por Deleuze en Ló­ gica del sentido. Deleuze asocia esta oposición a los dos tipos de paradojas que se adecúan perfectamente a la dualidad kan­ tiana de antinomias: Las paradojas de significación son esencialmente el conjunto anormal (que se comprende como elemento o que compren­ de elementos de diferentes tipos) y el demento rebelde (que forma parte de un conjunto cuya existencia presupone y per­ tenece a los dos subconjuntos que determina). Las paradojas de sentido son esencialmente la subdivisión ad infinitum (siempre pasado-futuro y nunca presente), y la distribución nómada (distribuir en un espacio abierto' en lugar de distri­ buir un espacio cerrado).27

¿No es el sujeto libre kantiano precisamente ese “elemen­ to rebelde”: en su capacidad como entidad fenoménica no es parte del encadenamiento causal, completamente sujeto a las leyes naturales, mientras que como entidad noumenal es li­ bre, es decir, interrumpe la cadena de causas y comienza una nueva serie de sí mismo? ¿No es el problema de Dios el he­ cho de que, en un sentido, sea parte del mundo y su causa? ¿Y no es el problema de la segunda antinomia de la razón pu­ ra, por otra parte, precisamente el problema de la infinita di­ visibilidad de la materia? En un nivel más general, esta noción de la diferencia se­ xual nos permite situar adecuadamente la aparentemente pa­ radójica aserción de Lacan de que el sujeto del psicoanálisis no es otro que el sujeto cartesiano de la ciencia moderna. Es­ te sujeto emerge por medio de una desexualización radical de la relación del hombre con el universo. Es decir que la SabiZizek, Tarryine with thè Negative, y Toan Copiée, Read My Desire, Cambrid­ ge, MA, M IT Press, 1994. 27. Gilles Deleuze, The Logic ofSense, Nueva York, Columbia University Press, 1990, p. 75. [Ed. cast.: Lògica delsentido, Barcelona, Paidós, 1994, p. 92.]

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duría tradicional era completamente antropomórfica y “se­ xuada”; su comprensión del universo estaba estructurada por oposiciones con una connotación sexual indeleble: yin-yang, Luz-Sombra, activo-pasivo... Este fundamento antropomór­ fico hizo posible la correspondencia metafórica, la relación especular, entre el micro y el macrocosmos: el establecimien­ to de homologías estructurales entre el hombre, la sociedad y el universo (la sociedad como organismo con el monarca como la cabeza, los obreros como las manos...; el nacimiento del universo gracias al apareamiento de la Tierra y el Sol, etc.). En el mundo moderno, por el contrario, la realidad aparece como inherentemente no antropomórfica, como me­ canismo ciego que “habla el lenguaje de las matemáticas” y, por consiguiente, puede expresarse únicamente en fórmulas sin sentido; toda búsqueda de un “sentido más profundo” de los fenómenos es ahora experimentada como un resto del “antropomorfismo” tradicional. El sujeto moderno ya no es­ tá “en casa” en el universo; la dificultad de sostener esta sole­ dad queda atestiguada por el retorno recurrente de la visión de mundo antropomórfica-sexuada bajo la forma de una Sa­ biduría pseudo-ecológica (“nuevo holismo”, “nuevo paradig­ ma”, etc.). Y es nuevamente contra este trasfondo donde podemos medir la magnitud del aporte lacaniano: simplemente, Lacan fue el primero en trazar los contornos de una teoría no ima­ ginaria, no naturalizada de la diferencia sexual; de una teoría que rompe radicalmente con la sexualización antropomórfica (“macho” y “hembra” como los dos principios cósmicos, etc.) y, como tal, es apropiada para la ciencia moderna. El proble­ ma que enfrentaba Lacan era: ¿cómo pasamos del aparea­ miento animal, guiado por el saber instintivo y regulado por los ritmos naturales, a la sexualidad humana, poseída por el deseo que está eternizado y, por esta misma razón, es insacia­ ble, está inherentemente perturbado, condenado al fracaso, etc.? (Aun la lección de una novela pastoral idílica como Daf­ ne y Cloe es que uno no puede lograr una relación sexual “nor­ mal” siguiendo los apetitos naturales o imitando la conducta

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sexual de los animales: lo que se requiere es la instrucción de una mujer experimentada, es decir, la referencia a la tradición simbólica. También en ello se basa la doctrina freudiana del complejo de Edipo: lo que nosotros -o al menos, la mayoría de nosotros- experimentamos como la relación sexual más “natural” es algo aprendido, internalizado a través de una se­ rie de cortes traumáticos, de intervenciones de la Ley simbó­ lica.) Así pues, la respuesta al problema de Lacan es: entramos en la sexualidad humana gracias a la intervención del orden simbólico qua parásito heterogéneo que irrumpe en el ritmo natural del apareamiento. A propósito de las dos antinomias asimétricas de la sim­ bolización (el lado “masculino”, que entraña la universalidad de la función fálica fundada en una excepción; el lado “feme­ nino”, que entraña un ámbito del “no-todo” y que, por esta razón, no contiene excepciones a la función fálica), una pre­ gunta se impone como evidente: ¿cuál es el lazo que conec­ ta estas dos antinomias puramente lógicas con la oposición femenino y masculino, que, aunque simbólicamente media­ da y culturalmente condicionada, sigue siendo un hecho biológico? La respuesta a esta pregunta es: no hay tal lazo. Lo que experimentamos como “sexualidad” es precisamente el efecto del acto contingente de “injertar” el atolladero fun­ damental de la simbolización a la oposición biológica de masculino y femenino. La respuesta a la pregunta: ¿no es ilí­ cito este lazo entre las dos paradojas lógicas de la universa­ lización y la sexualidad?, es por tanto: ése es precisamente el punto en Lacan. Lo que Lacan hace es simplemente traspo­ ner este carácter “ilícito” del nivel epistemológico al nivel ontológico: la sexualidad misma, lo que experimentamos como la más alta, la más intensa afirmación de nuestro ser, es un hricolage, un montaje de dos elementos heterogéneos. En esto reside la “desconstrucción” lacaniana de la sexuali­ dad. Este “injerto” parasítico del atolladero simbólico en el apareamiento animal socava el ritmo instintivo de éste y le confiere una marca indeleble de fracaso: “No hay relación

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sexual”, toda relación entre los sexos se produce solamente contra el trasfondo de una imposibilidad fundamental, etc. Este injerto es radicalmente contingente, en el sentido de que se basa en la homología entre el pene del hombre y el he­ cho de que, en las fórmulas “masculinas”, estamos ante la ex­ cepción que funda la universalidad: el cortocircuito entre ambos convierte al pene en soporte material del significan­ te fálico, el significante de la castración simbólica. Enton­ ces, ¿cómo están estructurados los lados “masculino” y “femenino”? Un ejemplo estándar del ámbito del “no-todo” es propor­ cionado por la noción marxista de lucha de clases: toda posi­ ción que asumimos respecto de esta lucha, incluyendo la teórica, ya es un momento de ella, entraña “tomar partido”; es por ello que no hay punto de vista imparcial y objetivo que nos permita delinear la lucha de clases. En este sentido, la “lucha de clases no existe”, dado que “no hay elemento que la eluda”: no podemos aprehenderla “como tal”; nos enfren­ tamos siempre a los efectos parciales cuya causa ausente es la lucha de clases. (En el universo discursivo estalinista, por el contrario, la lucha de clases existe, pues hay una excepción a ella: la tecnología y el lenguaje son concebidos como instru­ mentos neutros a disposición de todos y, como tales, externos a la lucha de clases.) Volvamos, sin embargo, a un ejemplo más abstracto, el de la filosofía. Una mirada rápida a cualquier manual de filoso­ fía demuestra que toda noción universal, abarcadora, de filo­ sofía está arraigada en una filosofía particular, que entraña el punto de vista de una filosofía particular. No hay una noción neutra de filosofía que pueda ser dividida en filosofía analíti­ ca, filosofía hermenéutica, etc.; cada filosofía particular se abarca a sí misma y a (su visión de) otras filosofías. O -como Llegel lo expresa en su Lecciones de historia de la filosofía- cada filosofía de una época es de algún modo el todo de la filoso­ fía, no es una subdivisión del Todo sino ese Todo mismo en­ tendido en una modalidad específica. Entonces, no tenemos una simple reducción de lo LTniversal a lo Particular, sino más

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bien un tipo de plus de lo Universal: ningún Universal único abarca el contenido particular completo, dado que cada Par­ ticular tiene su propio Universal, es decir, contiene una pers­ pectiva específica de todo el campo. Y la posición masculina designa precisamente el esfuerzo por resolver esta impasse de “los demasiados Universales” por medio de la exclusión de un Particular paradójico; este Parti­ cular excepcional da cuerpo inmediatamente al Universal co­ mo tal y, simultáneamente, niega su rasgo constitutivo. Así es como el Universal homo tal”, en su oposición al contenido particu­ lar, llega a existir. Un caso ejemplar es la figui'a de la Dama en el amor cortés, que pertenece completamente a la economía simbólica masculina. En la figura de la Dama, la mujer qua objeto sexual alcanza la existencia, aunque al precio de ser postulada como la Cosa inaccesible, es decir, desexualizada, transformada en un objeto que, precisamente en la medida en que da cuerpo a la sexualidad como tal, vuelve impotente al sujeto masculino.28 Un modo privilegiado de mantener la ficción de la exis­ tencia de la mujer como la excepción que inmediatamente da cuerpo a lo Universal es el aria operística: su momento de clí­ max, cuando la soprano “se entrega entera en la voz”, quizá la ejemplificación más neta de lo que Lacan llama jouis-sense, el momento en el cual el agudo goce de la voz eclipsa el signi­ ficado (las palabras del aria). En ese momento, uno puede brevemente alimentar la ilusión de que la mujer “tiene en sí misma” el objeto a, la voz-objeto, la causa del deseo, y, por consiguiente, existe. La clave de estas paradojas del Universal fundado en una Excepción es proporcionada por la noción hegeliana del pa­ ra sí del Universal, es decir, de la diferencia entre un Univer­ sal “mudo”, que constituye un lazo impasible que vincula los

términos individuales, y el giro reflexivo por medio del cual este Universal es postulado como tal. En su introducción a Grundrisse, Marx afirma que es posible formular la noción universal abstracta de trabajo sólo cuando la “indiferencia real” respecto de las formas particulares de trabajo reina en la vida social real, cuando los individuos reales experimentan su trabajo particular como algo contingente, en última instancia indiferente a su esencia; en resumen, como una “profesión” (libremente elegida). O, con respecto al eurocentrismo: el multiculturalismo real puede emerger únicamente en una cultura dentro de la cual la propia tradición, el legado comu­ nitario, parece contingente; es decir, en una cultura que es in­ diferente respecto de sí misma, respecto de su propia especificidad. Por esa razón, el multiculturalismo es, stricto sensu, “eurocèntrico”: sólo dentro de la subjetividad de la era moderna es posible experimentar la propia tradición como elemento contingente que deba ser metodológicamente “puesto entre paréntesis” en la búsqueda de la verdad. En es­ to reside la paradoja del Universal y su excepción constituti­ va: la noción universal de la multiplicidad de pueblos, cada uno imbricado en su propia tradición, presupone una excep­ ción, una tradición que se experimenta como contingente. En Hegel mismo, esta paradoja está articulada de un mo­ do ejemplar a propósito del Estado, de la tensión inherente que pertenece a la noción misma del Estado en la medida en que está escindido entre la universalidad “muda” (la noción neutra abstracta de Estado, cuyos ejemplos son Estados par­ ticulares) y la noción empática de Estado como la idea de Ra­ zón que se realiza gradualmente y para la cual ningún Estado existente, positivo, es totalmente adecuado.29En la medida en que la noción de Estado es “planteada como tal”, deviene “para sí”, necesariamente entra en una relación negativa res-

28. Por esta razón, el hombre como objeto amoroso en las canciones de las mujeres trovadoras nunca es planteado de un modo simétrico como la Cosa-Ideal inaccesible, sino que obedece a mía economía completamen­ te distinta.

29. U n malentendido fatal debe evitarse aquí: el “universal concreto” de Hegel no designa un Estado particular, “concreto”, que finalmente se corresponde con la noción universal de Estado, sino la totalidad de los in­ tentos fallidos de realizar la noción de Estado.

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Slavoj Zizek

pecto de los Estados particulares realmente existentes; en otras palabras, estos Estados particulares parecen inadecua­ dos, deficientes, con respecto a su Noción. (Quizá esta misma tensión también provea la matriz de lo que Heidegger designaba la estructura onto-teológica de la metafísica: ontorepresenta la universalidad neutra de la noción abstracta de Estado, y teo-, el Estado totalmente realizado, opuesto a los imperfectos Estados existentes.) En otras palabras: la “tram­ pa” de lo Universal reside en lo que secretamente excluye. El “hombre” de los derechos humanos universales excluye a aquellos que no son considerados “completamente humanos” (salvajes y bárbaros no civilizados, locos, criminales, niños, mujeres...). Esta lógica fue llevada a su extremo en la época del Terror jacobino, cuando todo individuo concreto era al menos potencialmente excluido: todo individuo está marca­ do por alguna mancha “patológica” (de corrupción, egoísmo, etc.) y, como tal, no se ajusta a la noción de Hombre, de mo­ do que la culpa, en última instancia, pertenece a la existencia individual. Hace unos años, la revista Mad publicó una serie de cari­ caturas que ejemplificaban los cuatro niveles posibles en los cuales un sujeto puede relacionarse con una norma simbólica adoptada en su comunidad. Limitémonos a la norma de la moda. En el nivel más bajo están los pobres, cuya actitud ha­ cia la moda es la indiferencia: su único objetivo es evitar te­ ner aspecto pobre, es decir, mantener un estándar de decencia. Luego están las clases medias bajas, que luchan de­ nodadamente por seguir la moda; debido a la restricción eco­ nómica, sin embargo, siempre llegan “demasiado tarde” y usan lo que estaba de modas una temporada atrás. Luego es­ tán las clases medias altas, que pueden pagarse la última mo­ da, pero que no representan el nivel más elevado; por encima de ellas están los ricos, que fijan las tendencias y que también (como ocurre con el nivel más bajo) son indiferentes respec­ to de la moda, pero por una razón muy distinta: no tienen normas externas que cumplir, dado que son ellos los mismos los que fijan la norma. Lo que usan es la moda.

Otto Weininger, o “La m ujer no existe ”

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De significación especial para la teoría del significante es el cuarto y último nivel, que, como una suerte de plus para­ dójico, agrega una perfecta conformidad con la última moda. Este nivel entraña una suerte de reverso reflexivo del nivel precedente: en cuanto al contenido, los dos últimos niveles son exactamente el mismo; la diferencia entre ellos es de na­ turaleza puramente formal. El rico que marca las tendencias se viste de la misma manera que la clase media alta, pero no por las mismas razones: es decir, no porque quieran seguir la última moda, sino simplemente porque todo lo que usen es la última moda. Encontramos los mismos cuatro niveles con respecto al poder legal: más allá de aquellos que son indiferentes a las le­ yes, aquellos que violan las leyes mientras permanecen inte­ grados en el sistema legal, y aquellos que se atienen estrictamente a la letra de la ley, están aquellos en el vértice cuyos actos siempre son de acuerdo con la ley, no porque la si­ gan con obediencia, sino porque su actividad determina lo que es la ley de un modo performativo. Lo que (quiera) que hagan simplemente es la ley (el Rey en la monarquía absoluta, por ejemplo). Este punto de inversión es la excepción que funda lo Universal.30 La tesis de Hegel de que todo género tiene sólo una espe­ cie, siendo las demás especies el género mismo, apunta a es­ te mismo punto paradójico de inversión. Cuando, por ejemplo, decimos “Los ricos son pobres con dinero”, esta de­ finición no es reversible -no podemos decir “Los pobres son ricos sin dinero”-. No tenemos un género neutro “personas” 30. Otro ejemplo es el más notorio caso de juicio universal: “Todos los hombres son mortales”. En su economía libidinal-simbólica implícita, este juicio siempre me excluye: es decir, la singularidad absoluta del hablante qua sujeto de la enunciación. Es fácil determinar, desde la distancia segura del observador, que “todos” son mortales; sin embargo, este enunciado mismo'entraña la excepción de su sujeto de enunciación. Como señala Lacan, en el inconsciente, nadie cree verdaderamente que es mortal; este co­ nocimiento es negado, se trata de una escisión fetichista: “Sé muy bien que soy mortal, pero aun así...”

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Slavoj Zizek

dividido en dos especies, “ricos” y “pobres”: el género es “po­ bres”, para quienes debemos agregar la differentia specìfica (el dinero) con el fin de obtener su especie, los “ricos”. El psi­ coanálisis concibe la diferencia sexual de una manera bastan­ te homologa: “La mujer es el hombre castrado”. También en este caso, la proposición no puede invertirse en “El hombre es la mujer con falo”. Sería erróneo, sin embargo, concluir que el hombre qua masculino posee algún tipo de prioridad ontologica. La paradoja propiamente hegeliana es que el “corte” de la diferencia especifica es constitutivo del género mismo. En otras palabras, la castración define el género del hombre; la universalidad “neutra” del Hombre no marcado con la cas­ tración ya es un índice de la renegación de la castración. El aporte de Lacan consiste en concebir la diferencia se­ xual en el nivel trascendental en el sentido kantiano del tér­ mino, es decir, sin referencia a ningún contenido empírico “patológico”. Al mismo tiempo, su definición de la diferencia sexual evita la trampa del “esencialismo” concibiendo la “esencia” de cada una de las dos posiciones sexuales como una forma específica de inconsistencia, de antagonismo. La “esencia de la mujer” no es una entidad positiva, sino una impasse, un callejón sin salida que le impide “devenir mujer”. En este sentido, Lacan simplemente sigue a Hegel, cuya res­ puesta al reproche del esencialismo habría sido que la esencia misma es una noción no esencialista -la “esencia de la esencia” reside en su inconsistencia, en su escisión intrínseca; o, como Derrida habría afirmado, la esencia misma puede afirmar su carácter “esencial” sólo recurriendo a las estrategias inconsis­ tentes, como el argumexrto de Freud acerca del paraguas prestado de su sueño sobre Irma (le devuelvo el paraguas en buen estado; ya estaba dañado cuando me lo prestó...). Un caso ejemplar de tal “desconstrucción” es proporcionado por la crítica de Hegel a Kant en su Fenomenología del Espíritu-. Hegel demuestra que Kant, con el fin de afirmar su “forma­ lismo ético”, se ve obligado a cumplir una serie de Verstelhmgen “ilegítimas” (cambiar la significación de los conceptos clave en el medio de una deducción, etc.).

Otto Weininger.; o “La mujer no existe ”

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Es por ello que se justifica plenamente el paralelo entre las “fórmulas de la sexuación” de Lacan y las antinomias kantia­ nas de la razón pura: en Lacan, “masculino” o “femenino” no es un predicado que proporciona información positiva acerca del sujeto, es decir, que designa algunas de sus propiedades fenomenológicas; antes bien, es un caso de lo que Kant con­ cibe como una determinación puramente negativa que sólo designa, registra, cierto límite -más precisamente, una moda­ lidad específica del fracaso del sujeto en su tentativa de iden­ tidad que lo o la constituiría como objeto dentro de la realidad fenoménica-. En este sentido, Lacan está lo más le­ jos posible de la noción de diferencia sexual como relación de dos polos opuestos que se suplementan y forman juntos el to­ do del Hombre: “masculino” y “femenino” no son las dos es­ pecies del género Hombre sino más bien los dos modos del fracaso del sujeto en lograr la identidad plena del Hombre. “Hombre” y “mujer” juntos no forman un Todo, dado que cada uno de ellosya es en sí mismo un Todofallido. Debería estar claro ahora por qué la conceptualización de Lacan de la diferencia sexual evita la trampa de la infausta “lógica binaria”: en ella, “masculino” y “femenino” no están opuestos bajo la forma de una serie de predicados contrarios (activo/pasivo, causa/efecto, razón/sentimiento, etc.); antes bien, “masculino” y “femenino” entrañan una modalidad di­ ferente de la relación antagónica entre estos opuestos. El “hombre” no es una causa del efecto-mujer, sino una moda­ lidad específica de la relación entre causa y efecto (la sucesión lineal de causas y efectos con un elemento único exceptuado, la Causa Ultima), en contraste con la “mujer”, que implica una modalidad diferente (un tipo de “interacción” compleja, donde la causa funciona como efecto de sus propios efectos). Dentro del campo de los placeres sexuales propiamente di­ chos, la economía masculina tiende a ser “ideológica”, cen­ trada en el orgasmo fálico qua placer par excellence, mientras que la economía femenina entraña una red dispersa de place­ res particulares que no están organizados en torno de un principio central teleológico. Como resultado de ello, “mas­

Slavoj Zizek culino” y “femenino” no son dos entidades sustanciales posi­ tivas, sino dos modalidades distintas de una única y misma entidad: con el fin de “feminizar” un discurso masculino bas­ ta con cambiar -a veces, casi imperceptiblemente- su “tona­ lidad” específica. Es aquí donde los “construccionistas” foucaultianos y Lacan se separan: para los “construccionistas”, el sexo no es un dado natural sino un bricolage, una unificación artificial de prácticas discursivas heterogéneas; mientras que Lacan re­ chaza esta perspectiva sin volver a un sustancialismo inge­ nuo. Para él, la diferencia sexual no es una construcción discursiva, simbólica; antes bien, emerge en el punto mismo donde la simbolización fracasa: somos seres sexuados porque la simbolización siempre se choca con su propia imposibili­ dad inherente. Lo que está en juego no es que los seres “rea­ les”, “concretos”, nunca puedan corresponderse plenamente con la construcción simbólica de “hombre” o de “mujer”: el punto es, más bien, que esta construcción simbólica suplementa cierto atolladero fundamental. En síntesis, sifuera po­ sible simbolizar la diferencia sexual, no tendríamos dos sexos, sino solamente uno. “Masculino” y “femenino” no son dos partes complementarias del Todo, son los dos intentos (fallidos) de simbolizar ese Todo. El resultado de nuestra lectura de Weininger es, pues, una paradójica aunque inevitable inversión del aparato ideológi­ co antifeminista abrazado por Weininger, de acuerdo con el cual las mujeres están totalmente sometidas al goce fálico, mientras que los hombres tienen acceso al campo desexualizado de los objetivos éticos más allá del Falo: es el hombre quien está totalmente sometido al Falo (dado que postular una Excepción es el modo de mantener la dominación uni­ versal del Falo), mientras que la mujer, gracias a la incohe­ rencia de su deseo, alcanza el ámbito del “más allá del Falo”. Sólo la mujer tiene acceso al goce (no fálico) del Otro. El elemento traumático que Weininger se rehusó a reco­ nocer, aunque se sigue de su propia obra, es esta inversión in­ 244

Otto Weininger.; o “La mujer no existe ” 245 herente a su posición “oficial”: es la mujer, no el hombre, la que puede alcanzar el “más allá del Falo”. Weininger optó en cambio por el suicidio -por este ejemplo único de represión exitosa, una represión sin el retomo de lo reprimido-. Por medio de su suicidio, Weininger confirmó dos cosas: que en algún lugar “profundo en él”, en su inconsciente, lo sabía-, y, simultáneamente, que este saber le era totalmente insoporta­ ble. La elección para él no era “vida o muerte”, ni “dinero o muerte” sino más bien “saber o muerte”. El hecho de que la muerte fuera el único posible escape para su saber demuestra la incuestionable autenticidad de su posición subjetiva. En otras palabras, la insoportable tensión en la posición subjeti­ va de Weininger, ¿no atestigua la naturaleza histérica de su discurso? Por esta razón aún vale la pena leerlo.

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Toma de partido:

una autoentrevista

El diálogo que sigue es un juego en el cual yo mismo, ba­ jo la apariencia de un interrogador, trato de asumir el rol del “gran Otro” lacaniano: me miro con los ojos del “saber co­ mún”, planteando todas las cuestiones que parecen preocu­ par a ese “saber” a propósito de la teoría íacaniana. L a d e s t it u c ió n su b je t iv a

¿En qué consiste el impacto más elemental del psicoa7iálisis, de la terapiapsicoanalítica, como experiencia subjetiva específica? Es habitual sostener que elpsicoanálisis socava el narcisismo del sujeto, pues le permite a éste experimentar su descentramiento, su depen­ dencia del Otro... Todo esto se produce aun antes del psicoanálisis propia­ mente dicho, en los llamados encuentros preliminares. Esta “corrección de la actitud subjetiva”, como la llama Lacan, es doble: el sujeto tiene que reconocer una imposibilidad inhe­ rente en lo que se le aparece como obstáculo contingente, co­ mo resultado de circunstancias desafortunadas, y -la misma operación al revés- reconocer el éxito en lo que parece su fra­ caso. Basta con recordar las figuras retóricas que abundan en los textos teóricos: “Las restricciones del presente libro no

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Slavoj Zizek

permiten una explicación más detallada...”, “Aquí sólo po­ demos delinear un esbozo de lo que debe ser completa­ mente sustanciado en un desarrollo conceptual más exhaustivo...”, etc. En todos estos casos, uno puede estar seguro de que la referencia a limitaciones externas, empíri­ cas, es una excusa que oculta la imposibilidad esencial: la “explicación más detallada es a priori imposible -o, más precisamente, socavaría la tesis misma que se supone viene a explicar-. Un caso ejemplar de tal posposición sintomáti­ ca son los títulos de los numerosos libros marxistas de la década de 1960, que presentan el temor obsesivo de en­ frentar la “cosa en sí”: nunca directamente “Teoría de la ideología, sino siempre “Hacia una teoría de la ideología”, “Elementos para una futura teoría de la ideología”, etc. Con respecto al acto opuesto de reconocer el éxito en los aparentes fracasos, en lugar de confiar en el ejemplo estándar de un lapsus en el cual el verdadero deseo del sujeto se mani­ fiesta, volvamos al ámbito político-ideológico. Oficialmente, el objetivo de la “educación socialista” en la Europa oriental comunista era producir a un nuevo Hombre Socialista -ho­ nesto, dedicado al bienestar de la sociedad, capaz de sacrifi­ car sus mezquinos intereses personales por el bien del futuro, etc.-. Su resultado real, desde luego, fue un individuo cínico que, mientras públicamente participaba en el ritual ideológi­ co oficial, mantenía su distancia interna, se mofaba de la im­ becilidad de la ideología socialista y confinaba su interés verdadero a los placeres privados. Así, medida por sus objeti­ vos proclamados, la “educación socialista” fue un fracaso la­ mentable. ¿Y si su verdadero objetivo fuera precisamente un cínico individuo despolitizado, dado que se adecúa a la per­ fección a la reproducción de las relaciones de poder existen­ tes? Mucho más peligroso que el cínico era alguien que ingenuamente creyera en el sistema y que, dado que estaba dispuesto a aceptar literalmente lo que éste decía, estaba a medio camino de ser un disidente. Conozco personalmente a una mujer en la ex Yugoslavia que perdió su empleo en el Co­ mité Central debido a su sincera creencia en la autogestión:

Toma de partido: una autoentrevista

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los cínicos burócratas del partido se sintieron amenazados por ella... ¿No es esta pérdida narasista -o, más radicalmente, la “desti­ tución subjetivauna versión sublime de la humillación extrema, de la “desubjetivación”descripta por Orwell, entre otros, en 1984, cuyo caso ejemplar en “realidad” eran los procesos del estalinism.o? ¿No designa el cambio que fuerza al sujeto a renunciar al núcleo interno de su dignidad? ¿Por qué no? En un sentido muy preciso, las cosas son aun peor en el psicoanálisis que en el estalinismo. Sí, tenemos que renunciar al tesoro secreto en nosotros mismos, al ágalma que nos confiere nuestra más interna dignidad, todas esas co­ sas tan queridas del personalismo; tenemos que experimentar la conversión de este tesoro en un “poco de mierda”, en pú­ tridos excrementos, e idenficarnos con eso. Sin embargo -y es por ello que las cosas son peores en el psicoanálisis-, el analizante tiene que cumplir esta conversión por sí mismo, sin la coartada de circunstancias monstruosas que puedan ser culpadas por ello. La “destitución subjetiva” que entraña la posición del ana­ lista qua objeto a puede ser ilustrada por un relato del sur es­ tadounidense anterior a la guerra civil. En los burdeles de Nueva Orleans, el sirviente negro no era percibido como una persona, de modo que la pareja blanca de la prostituta y su cliente no se sentía perturbada cuando el siervo entraba a la habitación para llevar las bebidas; simplemente seguían con la copulación, dado que la mirada del negro no contaba co­ mo la mirada de otra persona. Y en un sentido, es lo mismo con el analista: nos deshacemos de toda nuestra vergüenza cuando hablamos con él, somos capaces de confiarle los se­ cretos más profundos de nuestros amores y odios, aunque nuestra relación con él sea enteramente “impersonal”, caren­ te de la intimidad de una verdadera amistad. Esta dialéctica de la intimidad es en general extremada­ mente interesante: la verdadera intimidad sexual no es alean-

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zada cuando, a la luz de la luna, mi pareja y yo nos rendimos a la pasión sensual; me expongo mucho más radicalmente a mi pareja cuando develo la intimidad de mi goce a su mirada que mantiene una distancia respecto de mí. Vulgari eloquentia, se necesita mucha más confianza en mi pareja cuando le permito observarme durante la masturbación que cuando realizo el acto de copulación con él o ella. Quizá sea por ello que Brecht prefería el orgasmo no simultáneo: primero tú, para que pueda observarte, y luego tu puedes observarme a mí alcanzando mi clímax... Se necesita confianza, pues me ex­ pongo al peligro de que a los ojos del que me observa repen­ tinamente parezca ridículo; para un observador indiferente, el acto sexual no puede sino parecer una repetición sin sentido de gestos mecánicos, acompañados por suspiros dolorosos. Para que el acto sexual parezca ridículo, basta con asumir una distancia “formanesca” con él: estoy pensando en el procedi­ miento de “extrañamiento” aplicado por Milos Forman en sus primeros filmes checos, procedimiento que se basa en la “malevolente neutralidad de la cámara”. Forman mismo evo­ ca el cambio en nuestra recepción que se produce cuando, de pronto, el sonido de un televisor falla debido a algún desper­ fecto mecánico: el apasionado discurso de un político o la deslumbrante aria operística se convierten en un absurdo y cómico movimiento de manos... Volvamos a la figura del analista. El analista también es “impersonal”, pues es absolutamente responsable por los efectos de sus palabras. Cuando el resultado de nuestra acción es el opuesto a lo que teníamos en mente, nosotros, personas co­ munes, cada uno con nuestras limitaciones, tenemos dere­ cho a decir: “¡Dios mío, no es esto lo que quería!”; el analista, por el contrario, es alguien que nunca tiene permi­ tido refugiarse en decir “¡No es esto lo que tenía en men­ te!”. Por tal razón, el discurso analítico -lazo social- es algo excepcional y sorprendente. Lo que tiene de inusual no es que bien podría desaparecer; mucho más inusual es el hecho de que emerja.

Toma de partido: una autoentrevista

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¿Có?no afecta esta “destitución subjetiva ”la posición del Amo? En uno de los recientes thrillers tipo “pesadilla empresaría”, The Virtual Boss, una compañía está dirigida en realidad (y sin que lo sepan sus empleados) por una computadora que repentinamente “enloquece”, sale de control y comienza a implementar medidas contra los ejecutivos principales (insti­ ga conflictos entre ellos, da órdenes para que sean despedidos, etc.); finalmente, establece un complot mortal en contra de su propio programador... La “verdad” de este complot es que el Amo es, en cierto sentido, siempre virtual, una persona con­ tingente que llena un lugar predeterminado en la estructura, mientras que el juego es en realidad dirigido por el “gran Otro” qua máquina simbólica impersonal. El Amo debe tomar nota de esto a través de la experiencia de la “destitución sub­ jetiva”: que él es por definición un impostor, un imbécil que percibe como el resultado de sus decisiones lo que en realidad surge de la dirección automática de la máquina simbólica. Y en definitiva, lo mismo sucede con todos los sujetos: en su autobiografía, Althusser escribió que durante toda su vida adulta lo persiguió la idea de que no existía, el temor de que otros se dieran cuenta de su no-existencia, es decir, del hecho de que era un impostor que sólo fingía existir. Su gran temor luego de la publicación de Para leer “El Capital”, por ejemplo, era que algún crítico perspicaz revelara el hecho escandaloso de que el autor principal del libro no existía... En cierto sentido, el psicoanálisis trata de esto: la cura psicoanalítica terminó efectivamente cuando el sujeto pierde su temor y libremente asume su propia no existencia. Así pues, el psicoanálisis es el exacto opuesto del solipsismo subjetivista: a diferencia de la noción de que puedo estar absolutamente seguro sólo de las ideas de mi propia mente, mientras la exis­ tencia de la realidad exterior a mí siempre es una inferencia no conclusiva, el psicoanálisis afirma que la realidad exterior a mí existe definitivamente; el problema es, más bien, que yo mismo no existo... En este sentido, la “destitución subjetiva” está estrecha­ mente vinculada con otro motivo clave hegeliano-lacaniano,

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Slavoj Zizek

el del “sacrificio del sacrificio”. En una de las historias maca­ bras de Roald Dahl, una esposa cuyo marido murió joven le dedica toda su vida a él asumiendo el rol de guardiana de su memoria, elevándolo a objeto perdido idealizado; veinte años más tarde, sin embargo, descubre accidentalmente que justo antes de morir, su marido había tenido un apasionado affair amoroso, y había intentado abandonarla... Este vacío en el cual la mujer se encuentra es la “pérdida de la pérdida” hegeliana. Allí reside el interés de Bleu, la primera parte de la tri­ logía Tres colores, de Kieslowski, en la cual la esposa de un famoso compositor (Juliette Binoche), traumatizada por la pérdida de su esposo e hijo en un accidente automovilístico, descubre que su esposo tenía una amante a la que amaba y que ahora, después de su muerte, está esperando un hijo de ' él; la belleza ética del filme reside en el hecho de que la espo­ sa, con este descubrimiento inesperado, no se enfurece con­ tra la amante, sino que se reconcilia con ella, en cierto modo, e incluso se regocija ante la perspectiva del último hijo de su marido... Por otra parte, Bleu también es interesante por un rasgo formal notable: el uso poco común del fundido. El uso están­ dar del fundido es marcar el pasaje de una secuencia (conti­ nuidad espacio-temporal) a otra. En Bleu, sin embargo, uno pasa de una secuencia a la siguiente a través de un corte di­ recto; en medio de una conversación continua, la toma del hablante se funde de pronto, y el siguiente fundido nos lleva a una continuación de la misma toma. Estamos aquí ante al­ go que se parece a la práctica lacaniana del final variable de la sesión psicoanalítica: el gesto del analista de señalar que la se­ sión terminó, como el fundido de Kieslowski, no sigue una lógica externamente impuesta (los cincuenta minutos prees­ tablecidos), puede cortarse de pronto en medio de la escena y así actuar como gesto interpretativo sui generis, resaltando un elemento especialmente significante en el flujo discursivo del analizante (o, en Kieslowski, en el discurso de una perso­ na en la pantalla).

Toma de punido: una autoentrevista

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Entonces ¿hay, en esta “destitución subjetiva” lacaniana, al •menos un eco distante del renunciamiento al “vuelo leve de la sub­ jetividad” -es decir, de la demanda de una completa auto-instrumentalización- que el partido estalinista dirige al sujeto? Después de todo, la mayor parte de los lacanianos nucleados en tomo dejacques-Alain Miller, al menos la primera generación de sus camaradas, son ex maoístas... Uno debería reconocer abiertamente que gran parte de la crítica a la supuesta naturaleza “totalitaria”, “estalinista”, de las comunidades lacanianas hace de ello un mundo proce­ diendo por alusión: sí, el “espíritu”, el principio estructurante, que se expresaba distorsionadamente en el partido estalinis­ ta, encontró su propia forma en la comunidad de analistas la­ canianos, en el reverso del travail du transferí, el trabajo de la transferencia que se produce durante una cura psicoanalítica, en el transferí du travail, la “transferencia del trabajo” qua externalización absoluta del resultado del autoanálisis del ana­ lizante en el “materna”, en una formulación teórica que es liberada de la última sombra de la “iniciación” y, como tal, completamente transparente para la comunidad de analistas. En este sentido, el pase equivale a la disolución de la transfe­ rencia. Mientras está en la transferencia, el analizante reco­ noce en cada enunciado o gesto del analista un de te fabula narratur: “él está realmente hablando de mí, están apuntan­ do a mi ágalma, el secreto inefable de mi ser”. La cura analí­ tica alcanza su conclusión cuando el analizante es capaz de formular el resultado de su análisis en un materna que ya no “habla de él”, sino que es, en un sentido radical, imperso­ nal. En ello reside la apuesta del pase: conferir al núcleo más íntimo de nuestro ser la forma de una anónima fórmu­ la “sin sentido” en la cual no resuene ninguna subjetividad única. La elección aquí es inevitable; es decir, ¿qué sucede luego del pase, cuando el psicoanálisis ha terminado? Por un lado, está la elección “oscurantista”: el pase es una experiencia ín­ tima, un momento extático de autenticidad que sólo puede

Slavoj Zizek transmitirse de persona a persona en un acto iniciático de comunicación. Por otro, está la elección “estalinista”: el pase como acto de externalización total a través del cual re­ nuncio indeclinablemente al precioso núcleo inefable en mí que me hace un ser único, y me abandono sin reservas a la comunidad analítica. Esta homología entre el analista lacaniano y el comunista estalinista puede desplegarse aún más: por ejemplo, el analista lacaniano, como el comunista estalinista, es, en cierto sentido, “infalible”; a diferencia de las personas comunes, no “vive en el error”, el error (la ilu­ sión ideológica) no es un constituyente inherente de su dis­ curso. Así, cuando está empíricamente “equivocado”, las causas.son puramente externas: “fatiga”, “sobrecarga ner­ viosa”, etc. Lo que necesita no es una iluminación teórica de su error, sino simplemente “hacer un descanso” y resta­ blecer su salud... 256

Esta “infalibilidad” del analista lacaniano, ¿no implica que el discurso lacaniano esté totalmente dominado, impregnado, por el significante amo? Muy por el contrario: por paradójico que pueda parecer, implica que la comunidad psicoanalítica es la única comuni­ dad capaz de prescindir del significante amo. ¿Qué es el sig­ nificante amo, estrictamente hablando? El significante de la transferencia. Su caso ejemplar ocurre cuando, mientras se lee un texto o se escucha a una persona, asumimos que cada oración guarda algún significado profundo escondido; y dado que lo asumimos de antemano, generalmente también lo en­ contramos. 'Tomemos el siguiente fragmento de las memorias de Wittgenstein, de M. O’C. Drury: El día siguiente estuvo templado y soleado; caminamos por la colina hasta la playa de Tully.

WITTGENSTEIN: Los colores del paisaje son maravillosos. ¿Por qué aun la superficie del camino está coloreada?

Cuando llegamos a la playa, caminamos a lo largo de la costa.

Toma de panido: una autoentrevista

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WITTGENSTEIN: Puedo entender perfectamente por qué los niños adoran la arena.1

Comentarios comunes, completamente cotidianos y, sin embargo, el modo como están citados nos lleva a buscar en ellos alguna profundidad insospechada... Es decir, ¿se moles­ taría alguien en escribirlos si estuvieran hechos por un tío se­ nil? Esta relación transferencia! es lo que la comunidad de analistas lacanianos evita a través de su “infalibilidad”: esta comunidad no está fundada en un conocimiento supuesto-, es simplemente una comunidad de aquellos que saben. En síntesis: es la “destitución subjetiva”, la externalización completa del sujeto, lo que vuelve superfluo al Amo: un Amo es un Amo sólo en la medida en que yo, su sujeto,2 no estoy completamente externalizado; sólo en la medida en que con­ tenga el ágalma en algún lugar profundo de mí, el tesoro se­ creto que explica el carácter único de mi personalidad -un Amo se convierte en Amo cuando me reconoce en mi carác­ ter único-. La ilusión constitutiva del discurso religioso, por ejemplo, es que Dios se dirige a cada individuo por su nom­ bre: sé que Dios me tiene presente... ¿P o r q u é l a c u l t u r a p o p u l a r ?

Los dos leitmotiv de su enfoque de Lacan son ya discernibles en lo que ha dicho. El primero es que usted no oculta la incohe­ rencia de Lacan: siempre parece estar al acecho de cambios inespe­ rados de la posición lacaniana. Su Lacan es un teórico comprometido en una polémica continua contra sí mismo, sus pro­ pios enunciados previos... 1. M. O ’C. Drury, “Conversations with Wittgenstein”, Rush Rhees (ed.) en Recollections of Wittgenstein, Oxford, Oxford University Press, 1984, p. 125. 2. En inglés, la palabra subject -que aquí se traduce como sujeto- signi­ fica tanto “sujeto” cómo “súbdito” [N. de la T.].

Slavoj Zizek Es cierto, la presuposición fundamental de mi enfoque de Lacan es la extrema incongruencia de una lectura “sincróni­ ca” de sus textos y seminarios: el único modo de comprender a Lacan es enfocar su obra como una obra en proceso, como una sucesión de intentos de asir el mismo núcleo traumático persistente. Los cambios en la obra de Lacan se vuelven ma­ nifiestos en el momento en que uno se concentra en sus grandes tesis negativas: “No hay Otro del Otro”, “El deseo del analista no es un deseo puro”... Cuando uno encuentra estas tesis debe siempre plantear la simple pregunta: ¿quién es el idiota que afirma que hay otro del Otro, que el deseo del analista erun deseo puro, etc.? Desde luego, hay una única respuesta: Lacan mismo, un par de años atrás. La única manera de abordarlo es, por tanto, leer a “Lacan contra Lacan” (el título del seminario Jacques-Alain Miller de 19931994). A propósito de la primera tesis, “No hay Otro del Otro”, por ejemplo, habría que recordar que aparece más bien tar­ díamente en la obra de Lacan, al comienzo de la década de 1960, como correlato de la noción del Otro incoherente: “No hay Otro del Otro”, dado que el gran Otro, el orden simbólico, carece de un significante definitivo que garantice su coherencia. En franco contraste, la tesis fundamental del Seminario III sobre las psicosis (1954-1955) es precisamente que hay otro del Otro, es decir, el nombre-del-padre qua sig­ nificante central que garantiza la coherencia del campo sim­ bólico. Y lo mismo sucede con la tesis de que “el deseo del analista no es un deseo puro”, desde la última página del Se­ minario XI sobre los cuatro conceptos fundamentales: su te­ sis discute implícitamente el Seminario VII sobre la ética del psicoanálisis, en el cual el deseo de Antígona está determina­ do precisamente como deseo puro, como un deseo purifica­ do de todo contenido imaginario “patológico”, como un deseo cuyo único ímpetu es el corte del significante [coupure]. En consecuencia, el deseo del analista está también determi­ nado como deseo puramente simbólico (la pureza es, por su naturaleza misma, siempre simbólica); es decir, el analista re­ 258

Toma de partido: una autoentrevista 259 presenta aquí el gran Otro, todavía no el “otro”, el objeto a, el cuerpo extraño, la mancha, dentro del orden simbólico. La tensión interna del Seminario VII sobre la ética del psicoanálisis concierne a la relación entre deseo y ley. Por otra parte, tenemos la noción “paulina” de la relación anta­ gónica o “transgresiva” entre la Ley y el deseo: mediante una referencia a San Pablo, Lacan afirma que un objeto se con­ vierte en el objeto del deseo sólo en la medida en que está prohibido (no hay deseo incestuoso previo a la prohibición del incesto, etc.); el deseo mismo requiere la Ley, su prohibi­ ción, como el obstáculo a ser transgredido. En un nivel más profundo, sin embargo, está la noción mucho más radical de una identidad directa del deseo y la Ley, la afirmación de que la Ley moral kantiana es el deseo en su estado puro. En am­ bos casos nos encontramos “más allá del principio del pla­ cer”, en el ámbito de una pulsión que persiste y se abre camino sin tener en cuenta el bienestar del sujeto. En ello reside la idea de Lacan de “Kant con Sade”: la afir­ mación de Sade de un deseo ilimitado entraña un imperativo que cumple plenamente los rigurosos criterios kantianos pa­ ra un acto ético. Es así como Lacan subvierte la oposición y proporciona el eje de toda la historia del psicoanálisis: o bien la aceptación resignada-conservadora de la Ley/Prohibición, de la renuncia, de la “represión” como el sine qua non de la ci­ vilización; o bien el esfuerzo por “liberar” las pulsiones de las restricciones de la Ley. Hay una ley que, lejos de oponerse al deseo, es la Ley del deseo mismo, el imperativo que soporta el deseo, que le dice al sujeto que no renuncie a su deseo: la única culpa que esta ley reconoce es la traición del deseo. Otro cambio crucial en las preocupaciones docentes de Lacan se refiere a la relación entre el inconsciente y el len­ guaje. Uno de los topoi clásicos de las décadas de 1950 y 1960 es el “ga parle”, ello habla: el inconsciente está “estructurado como un lenguaje”, los procedimientos del trabajo del sueño (condensación, desplazamiento) corresponden a la metáfora y la metonimia en tanto figuras retóricas fundamentales. Es profundamente significativo, sin embargo, que Lacan nunca

Slavo] Zizek desarrolle esta homología en detalle; todo lo que tenemos es la habitual afirmación inespecífica de que estamos ante un hecho que es obvio para todo aquel que se acerque al proble­ ma con una mente abierta, acompañado por una vaga refe­ rencia al ejemplo de Signorelli... En el Seminario XX (Aun), Lacan cambia radicalmente su posición (probablemente bajo la influencia de Discursofigura, de Lyotard); en lalangue (“Mengua”), “ello” no habla, “ello” goza: en el desciframiento psicoanalítico de las formaciones del inconsciente, no estamos ante una interpretación que apunta a alcanzar el significado oculto, sino ante el desplie­ gue de las cifras del goce. La fórmula del Hombre de las Ra­ tas, “Gleisamen”, por ejemplo, proporciona claramente la matriz de su goce en relación con su Dama. Lalangue opera no en el nivel de una estructura significante diferencial, sino en el nivel de los juegos de palabras, las homonimias, etc.; es por ello que Lacan está al acecho de nuevos términos que di­ ferenciarían lalangue del orden del significante: su inesperada reafirmación del “signo”, su uso de “letra”, opuesto a “signi­ ficante”... Entre paréntesis, no deberíamos confundir goce con placer. Si su oposición no parece clara, basta con recordar la diferen­ cia entre la actitud protestante y la católica frente al adulterio. En los países católicos, el adulterio -en la medida en que per­ manece oculto a los ojos públicos- proporciona placer sin cul­ pa; el único problema es guardar el secreto, dado que “ojos que no ven, corazón que no siente”. En los países protestantes, por el contrario, los adúlteros se sienten terriblemente culpables; experimentan su acto como una monstruosidad que amenaza con romper el equilibrio del orden natural, y este sentimiento de culpa aumenta su goce inmensamente... 260

El segundo leitmotiv de su enfoque de Lacan es su obsesión por proporcionar ejemplos del ámbito de la cultura popular... Recurro a esos ejemplos sobre todo con el fin de evitar la jerga pseudo-lacaniana, y para alcanzar la mayor claridad po­

Toma de partido: una autoentrevista 261 sible no sólo para mis lectores sino también para mí mismo: el idiota para quien intento formular un punto teórico tan claramente como sea posible es, en última instancia, yo mis­ mo. Para mí, un ejemplo de la cultura popular tiene el mis­ mo rol funcional que los dos passeurs en el procedimiento lacaniano de la passe: en la cura psieoanalítica, puede afirmar efectivamente que he ganado el acceso a la verdad acerca de mi deseo sólo cuando soy capaz de formular su verdad de tal modo que cuando lo paso a los dos passeurs -dos idiotas, dos hombre promedio que representan la imbecilidad esencial del gran Otro-, ellos a su vez son capaces de transmitirlo al comité de la passe sin perder ningún elemento del mensaje. De manera homologa, estoy convencido de mi propia compren­ sión de un concepto lacaniano sólo cuando puedo traducirlo satisfactoriamente a la imbecilidad inherente a la cultura po­ pular. En ello -en esta plena aceptación de la externalización en un medio imbécil, en este rechazo radical de todo secre­ to iniciático- reside la ética de encontrar una palabra ade­ cuada. Tomemos la noción kantiana de juicio infinito; cuánto más iluminador que una pura exposición conceptual es una simple referencia a la escena de El ciudadano, en la cual Kane responde el reproche de que incita a las clases bajas a la de­ sobediencia y despierta sus bajas pasiones, afirmando que él meramente habla por ellos y articula sus quejas, a lo cual aña­ de, significativamente: “Tengo los medios y la riqueza para hablar por ellos. Si no lo hago, ¡entonces alguien sin medios ni riqueza lo hará!”. En resumen, la negación determinante ha­ bría sido: “Si no lo hiciera, ellos no tendrían a nadie que ha­ blara por ellos y articulara sus quejas”, mientras que la negación infinita niega la presuposición muy común del jui­ cio positivo y negativo -que uno tiene que tener los medios adecuados y riqueza si ha de hablar por los desposeídos-; así, la negación infinita anuncia el siniestro espectro de la revo­ lución... O tomemos la otra noción kantiana crucial, la del Mal radical; ¿no nos da acaso la clave de Macbeth? Es decir, el enigma principal de Macbeth es el vacío motivacional de su

Slavoj Zizek personaje principal: ¿por qué Macbeth realiza el terrible acto del regicidio, aunque carece de la motivación psicológica apropiada? En el comienzo de este siglo, A.C. Bradley resol­ vió este misterio cuando observó que Macbeth comete su cri­ men como si fuera “un deber espantoso”.3 262

Uno de los prejuicios comunes acerca de la teoría y los ejemplos de arte elevado o de la cultura popular es que demasiado conoci­ miento daña de algún modo nuestro goce. Si vamos a ver un filme con un bagaje excesivo de preconceptos teóricos sobre lo que vamos a ver, ¿no se arruina nuestro goce espontáneo del espectáculo? El argumento más persuasivo contra este prejuicio es pro­ visto por el modo en que nos relacionamos con el film noir o con las películas de Hitchcock: este goce nostálgico está siempre mediado teóricamente. Hoy, sólo la teoría puede en­ señarnos a gozar de ellos; si nos acercamos directamente, nos impresionan como ingenuos, ridículos, “intragables”... Otro reproche gastado se refiere a la supuesta incapacidad de la interpretación psicoanalíticapara explicar la especificidad de las obras de arte: “Aun si Dostoievski era realmente un epiléptico con un com­ plejo sin resolver con la autoridad paterna, no todo epiléptico con un complejo sin resolver con la autoridad paterna fue Dostoievski”... Es un poco extraño considerar este lugar común como un reproche contra Lacan, dado que, a propósito del amor cor­ tés y la poesía trovadoresca, Lacan dice exactamente lo mis­ mo: lo crucial es recordar que, en la época de los trovadores, el sujeto tenía a su disposición el medio de la poesía y el amor cortés como institución social por medio de la cual era capaz de articular, simbolizar, su relación traumática con la Dama qua la Cosa. Es cierto, no todo epiléptico con un complejo sin resolver con la autoridad paterna es Dostoievski; sin em­ 3. A. C. Bradley, Shakespearean Tragedy, Londres, St. Martin’s Press, 1985, p. 358.

Toma de partido: una autoentrevista 263 bargo, es en vano buscar la respuesta al enigma de por qué fue precisamente el epiléptico Dostoievski quien devino tan grande artista únicamente en la psique de Dostoievski; esta respuesta debe ser encontrada “afuera”, en la red simbólica radicalmente no psicológica que formó el espacio de inscrip­ ción de su actividad. Esta red decidió que el modo de Dos­ toievski de articular sus traumas psíquicos funcionaran como gran arte; es fácil imaginar cómo, en un espacio simbólico distinto, este mismo Dostoievski habría sido considerado un tonto y confuso escritor menor. E l fa n ta sm a y e l o b je t o a

De acuerdo, tenemos que renunciar alfetiche del tesoro oculto res­ ponsable de mi carácter único, y aceptar la extemalización radical en el medio simbólico. Sin embargo, ¿no halla el carácter único de mi personalidad una salida en el fantasma, en mi modo absolutamente particular, no universalizable, deponer en escena el deseo...? Sí, pero ¿el deseo de quién? No el mío. Lo que encontra­ mos en el núcleo mismo del fantasma es la relación con el de­ seo del Otro, con la opacidad de éste: el deseo puesto en escena en elfantasma no es el mío, sino el deseo del Otro. El fantasma es el modo que tiene el sujeto de responder a la pregunta sobre qué objeto es él mismo a los ojos del Otro, para el deseo del Otro; es decir, ¿qué ve el Otro en él, qué rol desempeña en el deseo del Otro? Un niño, por ejemplo, se esfuerza por resol­ ver, por medio de su fantasma, el enigma del rol que desem­ peña como punto medio de las interacciones entre su madre y su padre, el enigma de cómo madre y padre libran sus ba­ tallas y saldan sus cuentas a través de él. En resumen, el fan­ tasma es la prueba más evidente de que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. Es en este nivel donde tenemos que ubicar la versión del neurótico obsesivo del Cogito ergo sum: “Lo que yo pienso que soy, es decir, lo que soy a mis propios ojos, pa­ ra mí mismo, también lo soy para el Otro, en el discurso del

Slavoj Zizek Otro, en mi identidad sociosimbólica, intersubjetiva”.4 El neurótico obsesivo apunta al control completo sobre lo que es para el Otro: quiere impedir, por medio de rituales com­ pulsivos, que el deseo del Otro emerja en su heterogeneidad radical, inconmensurable respecto de lo que él piensa que es. El elemento clave de la neurosis obsesiva es la convicción de que el nudo de la realidad es mantenido sólo a través de la actividad cumpulsiva del sujeto: si el ritual obsesivo no es rea­ lizado adecuadamente, la realidad se desintegrará. Encontra­ mos esta economía entre los antiguos incas, que creían que su negligencia al efectuar sacrificios humanos provocaría una perturbación en el circuito natural (el sol no volvería a salir, etc.); y en la madre solícita, pilar de la familia, convencida de que, después de su muerte, la vida familiar se desintegrará. (La “catástrofe” que están tratando de evitar no es, desde lue­ go, sino la emergencia del deseo.) Escapamos de la economía obsesiva en el momento en que somos conscientes de que eppur si innove-, no todo depende de mí, la vida continúa aun si no hago nada... En este sentido, el neurótico obsesivo es el opuesto mismo del histérico: cree que todo depende de él, no puede aceptar el hecho de que su desaparición no cambiará mucho el curso normal de las cosas. El histérico, por su par­ te, se percibe a sí mismo como observador neutral, víctima de circunstancias desafortunadas que son independientes de su voluntad; lo que no puede aceptar es el hecho de que las cir­ cunstancias de las que es víctima puedan reproducirse sólo a través de su participación activa. Volviendo a la noción de fantasma: lo primero es desha­ cerse de la noción simplificada de fantasma como imagen idealizada que esconde la horrenda realidad subyacente -el “fantasma corporativo de una sociedad armoniosa, libre de antagonismos”, por ejemplo-. El “fantasma fundamental” es, por el contrario, una entidad extremadamente traumática: ar­ ticula la relación del sujeto con el goce, con el núcleo trau­ 264

4. Véase Stuart Schneiderman, The RatMan, Nueva York, NYU Press, 1986, p. 115.

Toma de partido: una autoentrevista 265 mático de su ser, con algo que el sujeto nunca es capaz de re­ conocer plenamente, de integrar en su universo simbólico. El develamiento público de su núcleo fantasmático entraña una insoportable vergüenza que lleva al sujeto a la afánisis, a la desaparición. El objeto delfantasma es elfamoso objeto a... Nunca deberíamos olvidar que el objeto a emerge para re­ solver la dificultad del sujeto de encontrar sostén en el gran Otro (el orden simbólico). La primera solución, desde luego, es: en un significante, es decir, identificándose con un signi­ ficante en el gran Otro, un significante que luego represente para él los demás signficantes. Sin embargo, en la medida en que el gran Otro es en sí mismo incoherente, no-todo, y es­ tá estructurado en torno de una falta, una falla constitutiva, se abre una nueva posibilidad para el sujeto: encontrar un ni­ cho en el Otro mediante la identificación con este vacío en el medio, con el punto en el cual el Otro falla. Y el objeto a positiviza, da cuerpo, a este vacío en el gran Otro: encontramos el objeto donde la palabra falla. El concepto de Lacan del objeto a invierte entonces la no­ ción estándar del orden simbólico (el significante) como ins­ tancia que media, se interpone, entre el sujeto y la realidad de los objetos: para Lacan, el sujeto y el Otro se superponen en el objeto (o, para decirlo en los términos de la teoría de los conjuntos: el objeto es la intersección de S y el gran Otro). El “objeto” da cuerpo al vacío que es el sujeto qua S, y al va­ cío que se abre en medio del gran Otro. También en este ca­ so estamos ante la topología de espacio “curvo”, en el cual el interior coincide con el exterior: la identificación con el ob­ jeto no es externa a lo simbólico, es una identificación con el núcleo ex-timado de lo simbólico mismo, con aquello que es en lo simbólico más que simbólico, con el vacío que está en su propio corazón. Lo primero que habría que recordar a propósito del obje­ to a es que, como suele ocurrir con las categorías de Lacan,

Slavoj Zizek estamos ante un concepto que se comprende a sí mismo y tam­ bién a su opuesto y/o su simulación. El objeto a es simultánea­ mente la pura falta, el vacío en tomo del cual gira el deseo y que, como tal, causa el deseo, y el elemento imaginario que oculta este vacío y lo vuelve invisible mediante su llenado. Desde luego, el punto es que no hay falta sin el elemento de llenado: el relleno sostiene aquello que disimula. Más que un puro “esto”, un objeto sin propiedades, a es un haz de propiedades que carece de existencia. En un bri­ llante ensayo, Stephen Jay Gould -un biólogo lacaniano, si es que algo así existe- extrapola ad absw'dum la tendencia a lar­ go plazo en la relación entre precio y cantidad de las barras de chocolate Hershey. Por algún tiempo el precio sigue sien­ do el mismo, mientras la cantidad disminuye gradualmente; luego, de pronto, el precio aumenta y, con él, la cantidad, aunque la nueva cantidad es todavía menor que la que había­ mos obtenido con el aumento previo... La cantidad de la ba­ rra de chocolate en un lapso de tiempo sigue un zigzag: disminuye gradualmente, luego aumenta súbitamente, luego vuelve a disminuir, y así sucesivamente, con la tendencia a largo plazo a la disminución. Extrapolando esta tendencia al extremo sin sentido, podemos calcular no sólo el momento exacto en que la cantidad llegará a cero -es decir, cuando ob­ tengamos un vacío primorosamente envuelto-, sino también cuánto costará ese vacío. Este vacío -que, sin embargo, está primorosamente envuelto y tiene un precio definido- es una metáfora casi perfecta del objeto a lacaniano. En este sentido, el objeto a es un objeto anal. En la teoría lacaniana, uno habitualmente concibe el objeto anal como elemento significante: lo que importa efectivamente es el rol de la mierda en la economía intersubjetiva -¿funciona como prueba para el Otro del autocontrol y la disciplina del niño, de su cumplimiento de la demanda del Otro, como un rega­ lo para el Otro...? Sin embargo, antes de este estatuto simbó­ lico de regalo, el excremento es el objeto a en el sentido de un plus no simbolizable que resta luego de que el cuerpo es simbolizado, inscripto en la red simbólica: el problema del 266

Toma de panido: una autoentrevista 261 estadio anal reside precisamente en cómo habremos de des­ hacernos de ese resto. Por esa razón, la tesis de Lacan de que el animal deviene humano en el momento en que enfrenta el problema de qué hacer con sus excrementos debe ser toma­ do seriamente y en sentido literal: para que este plus plantee un problema, el cuerpo ya debe haber sido atrapado en la red simbólica. No menos crucial es evitar confundir el objeto a con un objeto material ordinario. Aun a fines de la década de 1950, Lacan distinguía entre el cuerpo común y el cuerpo sublime, distinción que, quizá, sea ejemplificada de la mejor manera por la posición subjetiva de una monja. Una monja rechaza radicalmente el estatuto de objeto sexual para otro ser huma­ no; este rechazo, sin embargo, afecta únicamente su cuerpo común, material, mientras le permite ofrecer tanto más apa­ sionadamente su cuerpo sublime, aquél que es “en ella más que ella misma”, a Dios qua Otro absoluto. También habría que tomar en cuenta el estatuto intersub­ jetivo radical del objeto a\ el objeto a es algo “en mí más que yo mismo” que los otros ven en mí. En El secreto detrás de la puena (Secret Beyond the Door), de Fritz Lang, así es como Joan Bennett describe su traumática experiencia de la mirada de Michael Redgrave: “Repentinamente, sentí que alguien me estaba observando... Sentí ojos que me tocaban como de­ dos. Había una corriente fluyendo entre nosotros. Caliente y suave. Y también atemorizadora. Porque él veía detrás de mi maquillaje lo que ningún otro había visto nunca. Algo que yo no sabía que estaba allí”. Ella no lo sabía, y era capaz de dis­ cernirlo sólo a través de la mediación de la mirada del otro. El objeto hitchcockiano, ¿no es el ejemplo definitivo del objeto a? ... que se encuentra no sólo en Hitchcock, sino también donde no esperaríamos encontrarlo, por ejemplo, en Jurassic Park. Este filme fue considerado por la mayoría de los críti­ cos como un tecno-espectáculo cuyo único interés reside en los efectos especiales, mientras las relaciones intersubjetivas

Slavo] Zizek entre los personajes son completamente chatas y poco desa­ rrolladas. Sin embargo, ¿es así? ¿Y si, también en este caso, el mal residiera en la mirada misma que percibe el mal, es de­ cir,, y si la crítica zjurassic Park en tanto tecno-kitsch expresa­ ra no tanto la calidad del filme como la limitación de la propia mirada crítica? El primer rasgo que debería llamar nuestra atención es el inusual carácter estático del film: la acción pronto “queda pe­ gada” a un lugar con repetidos ataques de dinosaurios. Si Jurassic Park es un espectáculo, entonces, representa la paradoja de un espectáculo de cámara. Es decir, mi tesis es que Jurassic Park es un drama de cámara acerca del trauma de la paterni­ dad, al estilo del primer Antonioni o de Bergman. Esta di­ mensión se vuelve visible apenas dirigimos nuestra atención al objeto hitchcockiano del filme: el pequeño hueso de dino­ saurio utilizado por Sam Neill en la primera escena para for­ talecer su posición contra el chico que está acosándolo a preguntas. Este hueso, en su rol de objeto hitchcockiano (no está en la novela de Crichton; fue agregado por Spielberg), condensa el trauma de la paternidad de Neill, su rechazo a asumir la función paterna. ¿Y qué es lo que atacan los dino­ saurios, sino este mismo objeto, convertido en un monstruo resucitado que materializa el superyó paterno, es decir, la fu­ ria destructiva del padre dirigida a sus hijos (análoga a Los pá­ jaros, de Hitchcock, donde los pájaros materializan el superyó materno)? Por esa razón, la otra escena clave del filme sucede cuan­ do, luego de la lucha contra el mal, los dinosaurios carnívo­ ros, Neill y los dos niños se refugian en un gran árbol. Allí, en las seguras ramas, Neill se reconcilia con ellos y acepta su paternidad, su rol simbólico de padre; su conversión está se­ ñalada por el hecho de que una vez que los tres se han dor­ mido, el huesito, el objeto del mal, cae de su bolsillo al suelo, y se pierde de su vista. No debe sorprender, entonces, que a la mañana siguiente, la atmósfera adquiera milagrosamente una maravillosa paz: los dinosaurios que se aproximan ahora son buenos, herbívoros, dado que ha cesado la furia paterna. 268

Toma de partido: una autoentrevista 269 En términos de su economía simbólica intersubjetiva, el fil­ me ha terminado; todo lo que sigue es la mezcla de fragmen­ tos de diferentes géneros que carecen de todo impacto libidinal coherente. Tampoco es difícil establecer el lazo con otros filmes de Spielberg, dado que la mayoría de ellos, desde El imperio del sol (Empire ofthe Sun) hasta La lista de Schmdler (Schindler’s list), están centrados en el trauma de la paternidad. ET, por ejemplo: ¿qué es ET mismo sino un tipo de “mediador eva­ nescente” que permite a la familia sin padre reconstituirse en familia completa (ET aparece en una familia abandonada por el padre, que huyó a México; al final del filme, el científico “bueno” asume claramente el rol del futuro padre: ya tiene el brazo alrededor de los hombros de la madre...)? ¿En qué difiere el objeto a de la Cosa primordial? Tal vez la mejor manera de distinguirlos sea a través de la referencia a la distinción filosófica entre los niveles ontològi­ co y óntico. El estatuto de la Cosa es puramente óntico; re­ presenta un exceso irreductible de lo óntico que elude la Lichtung, la claridad ontològica dentro de la cual aparecen las entidades: la Cosa es la paradoja de una X óntica en la medi­ da en que no es aún una entidad “intra-mundana”, que apa­ rece dentro del horizonte trascendental-ontológico. Por el contrario, el estatuto de a es puramente ontològico; es decir, a como objeto fantasma es una forma vacía, un marco que de­ termina el estatuto de las entidades positivas. (Así es como debemos interpretar la afirmación de Lacan según la cual el fantasma es el soporte definitivo de nuestro “sentido de la realidad”.) En esto reside el enigma de la relación entre la Cosa y a: ¿cómo puede el plus de lo óntico respecto de su ho­ rizonte ontològico convertirse en el plus de lo ontològico? ¿Cómo puede la plenitud de lo real convertirse en una pura falta, en un objeto que coincide con su propia ausencia y, co­ mo tal, mantiene abierto el espacio dentro del cual las enti­ dades ónticas pueden emerger?

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Slavoj Zizek

P sic o a n á l isis , m a r x is m o , f il o s o f ía

Hemos llegado ahora al tema de lafilosofía. La primera impre­ sión que provoca su obra es que se esfuerza por resucitar elfreudomarxism.o, una empresa claramente fuera de moda, superada... El lazo que conecta el marxismo con el psicoanálisis está suficientemente justificado por el paralelo entre el movi­ miento político marxista y el movimiento psicoanalítico. En ambos casos estamos ante la paradoja de un saber ilustrado no tradicional, fundado en la relación transferencial con la insuperable figura del fundador (Marx, Freud): el conoci­ miento no progresa a través de refutaciones y reformulacio­ nes graduales de las. hipótesis iniciales, sino a través de una serie de “retornos a... (Marx, Freud)”. En ambos casos, esta­ mos ante un campo del saber que es intrínsecamente antagóni­ co-. los errores no son simplemente externos al conocimiento verdadero, no son algo de lo que podemos liberarnos una vez que alcanzamos la verdad y, como tales, son de un interés pu­ ramente histórico, es decir, irrelevantes para el estado actual del saber (como es el caso en la física, la biología, etc.). En el marxismo, como en el psicoanálisis, la verdad emerge literal­ mente a través del error; es por ello que en ambos casos la lu­ cha con el “revisionismo” es una parte inherente de la teoría misma. La “estructura” entera de la relación entre el campo de saber y la subjetividad del “científico” implicado en él di­ fiere radicalmente de la ciencia positiva contemporánea, así como de las formas tradicionales de conocimiento (sabiduría iniciática, etc.) En resumen, en el marxismo y en el psicoanálisis encon­ tramos lo que Althusser llama topique, el carácter tópico del pensamiento. Esta topicalidad no afecta únicamente -ni si­ quiera principalmente- el hecho de que el objeto del pensa­ miento tiene que ser concebido como un Todo complejo de instancias que no pueden ser reducidas a ningún Fundamen­ to subyacente idéntico (la interrelación intrincada de base y superestructura en el marxismo; el yo, el superyó y el ello en

Toma de partido: una autoentrevista 271 el psicoanálisis). Antes bien, la “topicalidad” se refiere al ca­ rácter tópico del “'pensamiento mismo la teoría siempre es par­ te de la coyuntura en la cual interviene. El “objeto” del marxismo es la sociedad; sin embargo, la “lucha de clases en la teoría” significa que el tema fundamental del marxismo es la “fuerza material de las ideas”, es decir, el modo como el marxismo qua teoría revolucionaria transforma su objeto (provoca la emergencia del sujeto revolucionario, etc.). Esto es análogo del psicoanálisis, que tampoco es simplemente una teoría de su “objeto” (el inconsciente), sino una teoría cuyo modo intrínseco de existencia entraña la transformación de su objeto (a través de la interpretación en la cura psicoanalítica). Ambas teorías están, por ende, completamente justificadas cuando les contestan a sus críticos con lo que una mirada ex­ terna percibe erróneamente como una petitio principa: la opo­ sición al marxismo no es una simple refutación de una teoría errónea que hace uso de las herramientas neutras de la argu­ mentación racional, sino que es en sí misma parte de la lu­ cha de clases, y expresa la resistencia de la ideología dominante al movimiento revolucionario, como la resistencia al psicoaná­ lisis, que participa en los mecanismos de la represión... En resumen, una teoría “tópica” reconoce completamen­ te el cortocircuito entre el marco teórico y un elemento in­ terno de ese marco: la teoría misma es un momento de la totalidad que es su “objeto”. Por esta razón, el marxismo y el psicoanálisis son dos casos ejemplares de un pensamiento que se esfuerza por entender su propia limitación y dependencia, un pensamiento que continuamente plantea la pregunta por su propia posición de enunciación. En contraste con la có­ moda posición evolucionista -siempre lista a admitir la limi­ tación y el carácter relativo de sus propias proposiciones, aunque hablando desde una distancia segura que le permite relativizar toda forma determinada de conocimiento-, el mar­ xismo y el psicoanálisis son “infalibles” en el nivel del conte­ nido enunciado, precisamente en la medida en que cuestionan continuamente el lugar mismo desde el cual hablan.

Slavoj Zizek Mi único reproche a Althusser es su ceguera al lazo intrín­ seco entre esta noción de “topicalidad” del pensamiento y la problemática hegeliana de la “conciencia de sí” qua inscrip­ ción reflexiva de la propia actividad del sujeto en su objeto: Althusser es la clara víctima de una concepción ridiculamen­ te inadecuada de la conciencia de sí (total autotransparencia del sujeto, etc.). ha relación entre el marxismo y el psicoanálisis está sin embar­ go marcada por una tensión irreductible. Entonces, desde el punto de vista del psicoanálisis lacaniano, ¿qué es lo que sigue vivo en el marxismo? 272

Lo primero que hay que hacer es invenir la forma están­ dar de la pregunta “¿Qué es lo que sigue vivo hoy del filóso­ fo X?” (como Adorno hizo a propósito de la pregunta torpe y condescendiente “¿Qué es lo que sigue vivo y qué es lo que ha muerto de Hegel?”). Mucho más interesante que la pre­ gunta sobre qué del marxismo está aún vivo, sobre qué signi­ fica el marxismo aún hoy, es la pregunta sobre qué es lo que significa nuestro mundo contemporáneo a los ojos de Marx. El avance teórico clave de Marx, que le permitió articular el desequilibrio constitutivo de la sociedad capitalista, fue su idea de que la lógica misma de lo universal, de la igualdad formal, entraña desigualdad material, no como un recuerdo del pasado que debe ser gradualmente abolido, sino como ne­ cesidad estructural inscripta en la noción formal misma de igualdad. No hay “contradicción” entre el principio burgués de igualdad ante la ley, el intercambio equivalente entre indi­ viduos libres y la explotación material y la dominación de cla­ ses: la dominación y la explotación están contenidas en la noción misma de igualdad legal e intercambio equivalente; son un elemento necesario del intercambio equivalente unlversali­ zado (dado que en este punto de universalización, la fuerza de trabajo se convierte también ella en una mercancía que puede intercambiarse en el mercado). Esto es lo que Lacan tiene en mente cuando afirma que Marx descubrió el síntoma.

Toma de partido: una autoentrevista 213 ¿Cómo se relaciona el psicoanálisis (lacaniano) con lafilosofía en un nivel más general? ¿Necesita relacionarse con la filosofía? Y en caso afirmativo, ¿por qué? Lacan no apunta a un “fundamento filosófico del psicoa­ nálisis”, ni a la operación inversa de un “descubrimiento” psicoanalítico de la filosofía como ilusión paranoica-megalomaníaca, sino a algo mucho más preciso: el discurso analítico es un tipo de “mediador evanescente” entre el universo tra­ dicional, prefilosófico, del mythos y el universo filosófico del logos. En su Seminario VIII sobre la transferencia, Lacan des­ pliega esta idea de un modo ejemplar a propósito de Sócrates en tanto punto de partida de la filosofía. Sócrates -al menos el Sócrates de los primeros diálogos de Platón, que afirma sa­ ber únicamente que ño sabe nada, y ser versado en materia de amor- proporciona la primera encamación de la posición del analista: lejos de impartir a su interlocutor -el sujeto que afir­ ma saber o que cree que sabe- un conocimiento verdadero, lo enfrenta con la incoherencia de su posición, con el he­ cho de que su pretensión de saber es mera apariencia; más precisamente, lo fuerza a reconocer que su deseo (de Ver­ dad) no está garantizado por la Verdad misma, de modo que la responsabilidad de sus afirmaciones recae entera­ mente en él. La “ignorancia” de Sócrates no es, por tanto, una simple ignorancia de un humano mortal para quien la Verdad-Logar eterna es inaccesible; representa la incoherencia del campo del propio Logos: Sócrates no habla desde el lugar de la Ver­ dad completa; el lugar que ocupa es el de la incoherencia, el agujero en el Logos. Esta experiencia intermedia de lo que -mucho más tarde- Lacan llamó la “no existencia del gran Otro”, esta experiencia del “Otro barrado”, se vuelve invisi­ ble apenas el gran Otro restaña sus heridas y se presenta co­ mo el garante de la Verdad. El psicoanálisis -más precisamente, la posición del analista- representa por ende el núcleo ex-timado de la filosofía, por su gesto fundacional ne­ gado.

Slavej Zizek En la filosofía contemporánea, la “metafísica ” es habitualmen­ te concebida como un tipo de cierre: hay que ir más allá de ella, o al menos “atravesarla”y perforarla hasta las raíces. Aun cuando se admite que una salida simple no es plausible (Detrida), el objetivo sigue siendo atravesar continuamente el cierre... 214

¿Y si el ímpetu metafísico fundamental se preservara en esta misma pulsión por atravesar el cierre metafísico; es de­ cir, y si este ímpetu consistiera en el esfuerzo mismo hacia una meta, más allá del ámbito percibido como cierre? En otras palabras, ¿no es acaso el único modo de salir efectiva­ mente de la metafísica renunciar precisamente al impulso transgresor y someterse al cierre sin reservas? E l s u je t o d e s c e n t r a d o

¿Por qué Lacan, a pesar de todo el trabajo “desconstructivo” realizado por Heidegger y Derrida, entre otros, mantiene el con­ cepto de sujeto? Toda la tradición, desde la prefilosofía (Parménides: “el ser pensante es uno y el mismo”) hasta la posfilosofía de Hei­ degger (“ser-en-el-mundo”), se basa en un tipo de “acuerdo” primordial entre pensamiento (“hombre”) y mundo; incluso en Heidegger, el Dasein está siempre-ya “en” el mundo (o, como afirma Heidegger en su célebre inversión de Kant: el escándalo no es que el problema de cómo pasar de las ideas o representaciones en nuestra mente al mundo objetivo quede sin resolver; el verdadero escándalo es que este pasaje sea percibido como problema, dado que supone tácitamente que una distancia infranqueable separa al sujeto del mundo...). Sin embargo, Lacan insiste en que nuestro “ser-en-elmundo” ya es el resultado de cierta elección primordial: la experiencia psicòtica demuestra el hecho de que es posible no elegir el mundo; un sujeto psicòtico no está “en el mundo”, carece de la claridad [Licbtung] que se abre al mundo. (Por es­

Toma de partido: una autoentrevista 215 ta razón, Lacan establece un vínculo entre la Lichtung de Heidegger y la Bejahung freudiana, el “Sí” primordial, la aserción del ser, opuesta a la Verwerfung psicótica.) En sínte­ sis, “sujeto” designa esta elección imposible-forzada por me­ dio de la cual elegimos (o no) estar “en el mundo”, es decir, existir como el “ahí” del ser. ¿Dónde encontramos, dentro de lafilosofía, al sujeto “descentra­ do”, “barrado”, por primera vez? En la filosofía de Kant. La clave de este “descentramiento” del sujeto kantiano es proporcionada por su noción de objeto trascendental. Como se sabe, el objeto trascendental -esa forma vacía de la unidad del objeto, cuya referencia con­ vierte la multitud de afecciones sensibles en un objeto deter­ minado, idéntico a sí mismo- es posible sólo con el trasfondo de la unidad de la apercepción del puro yo: el objeto trascen­ dental es en un sentido idéntico al yo, es el yo mismo -la sín­ tesis primordial que “es” el yo- en su externalidad, bajo la apariencia de una objetividad opuesta al yo -o, como habría dicho Hegel, en su otredad-. Sin embargo, si hemos de disi­ par el enigma del objeto trascendental, no es suficiente evocar el hecho de que está construido según el modelo de la unidad del yo; el verdadero enigma -hegeliano- es, antes bien, ¿por qué el objeto trascendental emerge en primer lugar? En otras palabras, ¿por qué el yo se opone a sí mismo bajo la aparien­ cia de un objeto externo, por qué proyecta su propia sombra fuera de sí? La única respuesta coherente entraña una escisión radical del yo: contrariamente a lo que el propio Kant afirma ocasio­ nalmente, uno tiene que mantener incondicionalmente la di­ ferencia entre el yo de la pura apercepción y su soporte noumenal, el sujeto qua Cosa; la relación del yo trascenden­ tal de la pura apercepción con el yo fenoménico no es la re­ lación de un entidad noumenal con una fenoménica. Y es por ello -porque el yo no es accesible para sí mismo qua Cosa­ que está constitutivamente predispuesto a proyectar su pro­

276

Slavoj Zizek pia unidad fuera de él. En otras palabras, el Objekt primordial no es un Gegen-Stand sino el yo mismo como Cosa.

Toma de partido: una autoentrevista 277 ¿Es el objeto trascendental, entonces, la versión kantiana del ob­ jeto a lacaniano?

¿No estáya resuelto este problema en la refutación de Kant del idealismo (empírico), por medio de la cual demuestra que la intui­ ción interior necesariamente, en su noción misma, viene después de la intuición exterior: si he de ari'ibar a la intuición de mí mis­ mo qua yo fenoménico, debo ya estar relacionado con la realidad “externa”a través de mi intuición sensible...?

Sí; la prueba suprema es el enigma de la teoría kantiana del esquematismo: ¿por qué las categorías a priori deben ser “esquematizadas” a través de su relación con el tiempo, si han de estructurar en una realidad la multitud de efectos sensibles? En otras palabras, el enigma del esquematismo reside en el hecho de que, en un sentido, es superfino: si nuestra experiencia está siempre-ya estructurada a través de las categorías trascendentales, si nunca está dada en estado “puro” (dado que sin la intervención de las categorías no habría experiencia en absoluto), el gesto de Kant -que con­ siste primero en oponer la experiencia sensible y las catego­ rías, y luego en tratar de resolver el problema de cómo podemos aplicar las categorías a la experiencia-, ¿no cons­ tituye un caso ejemplar de quedar atrapado en un pseudoproblema? Y sin embargo, a fin de convencerse de la inevitabilidad del esquematismo, basta con focalizar nuestra atención en el paralelismo entre el esquematismo como mediador entre las categorías de la razón y la experiencia en Kant y el fantasma como mediador entre el orden simbólico puramente formal y la realidad en Lacan. Es decir, el enigma del fantasma es es­ trictamente homólogo del enigma del esquematismo: si nues­ tra experiencia de la realidad está siempre-ya estructurada por el orden simbólico, si nunca está dada en su pura “ino­ cencia” pre-simbólica (dado que como tal sería la experiencia no de la realidad sino de lo real imposible), entonces, oponer nuestra experiencia de la realidad al orden simbólico y plan­ tear el problema de la “aplicación” de la red simbólica a la realidad significa embarcarnos en un pseudo-problema arti­ ficial, autogenerado... Sin embargo, Lacan proporciona la clave de este enigma cuando concibe el fantasma como correlato estricto de la in­ coherencia, del carácer “defectivo” del gran Otro, el orden simbólico. El esquematismo es requerido debido a lo “defec­

No, porque estamos ante la relación entre la intuición inter­ na y la externa, es decir, entre dos entidades empírico-fenomé­ nicas. Fichte, el inmediato continuador y crítico de Kant, habría señalado que el yo empírico/finito depende, desde luego, de la objetividad externa, del no-yo opuesto a él, aunque el yo abso­ luto está definido por el hecho mismo de que trasciende esta oposición. El problema de Kant, por el contrario, es cómo y por qué el objeto trascendental qua entidad inteligible es un corre­ lato necesario no para el yo empírico, sino para el yo de la pura apercepción. Mi tesis es que Kant comprende esta correlación -el hecho de que no haya un yo de la pura apercepción sin su correlato objetal- precisamente debido a su rechazo de la intui­ ción intelectual: es decir, debido a su insistencia en que, en la conciencia de sí, el yo no accede a sí mismo qua Cosa. Para el saber común, una noción como la conciencia de sí no puede sino parecer extraña. ¿Por qué? Porque la mayoría de nosotros somos todavía víctimas del prejuicio persistente que reduce la conciencia de sí en el idealismo alemán a la problemática posterior, decimonónica, de la conciencia de sí qua “introspección”, es decir, del sujeto volviendo su mirada hacia adentro y convirtiéndose en objeto de su intuición. De­ be señalarse que la conciencia de sí kantiana consiste en un gesto formal vacío de reflexión que no tiene nada en común con la introspección psicológica.5 5. Véase Zdravko Kobe, “The unconscious within transcendental apper­ ception”, The American Journal of Semiotics, vol. 9 (1992), n° 2-3, pp. 33-SO.

Slavoj Zizek tivo” del marco trascendental; su necesidad prueba que el marco trascendental mismo está ligado al horizonte de la finitud y/o temporalidad del sujeto. Lejos de funcionar como un tipo de escalera auxiliar que nos permite franquear la brecha que separa nuestra experiencia sensible finita del reino de las categorías suprasensibles de la razón pura, el esquematismo demuestra una escisión mucho más radical: la brecha que se­ para el orden a priori trascendental del ámbito noumenal. En otras palabras, el esquematismo demuestra que lo que expe­ rimentamos como el ámbito suprasensible de la razón pura es radicalmente heterogéneo respecto del orden noumenal inaccesible: nosotros, sujetos finitos, siempre lidiamos con lo suprasensible tal como éste aparece dentro del horizonte de nuestra finitud/temporalidad. Usted insiste siempre en una relación estrecha entre Kanty Hegel, en cómo Hegel es “más kantiano que Kant”, en aquello que “en Kant es más que Kant mismo”; entonces, ¿por qué las opiniones de Hegel sobre Kant combinan la más alta apreciación (Kant como el primerfilósofo queformuló el verdadero principio especulativo, etc.) con el peor abuso? Hegel suele denostar a Kant más que a cualquier otro fi­ lósofo, ya sea a un metafísico pre-crítico o a Fichte y Schelling, por la misma razón que compele al verdadero estalinista a denostrar a un trotskista más que a un liberal burgués: por­ que un trotskista está, en un sentido, infinitamente más cerca de él. Hegel se enerva precisamente porque Kant ya estaba allí, dentro del principio especulativo, y sin embar­ go, pasó por alto radicalmente la verdadera dimensión de su propio acto, y abrazó los peores prejuicios metafísicos. 278

L acan y H eg el

Pasemos a Hegel. Una objeción ingenua - aunque difícil de con­ testar- a Hegel es: ¿qué es lo que “pone en movimiento” el proceso

Toma de partido: una autoentrevista 279 dialéctico? ¿Por qué la “tesis”no persiste simplemente en su identi­ dad positiva? ¿Por qué disuelve su identidad satisfecha de síy se ex­ pone a lospeligros de la negatividady la mediación? En síntesis, ¿no está Hegel atrapado en un círculo vicioso; no logra disolver toda identidad positiva sólo porque la concibe de antemano como algo mediado por la negatividadí’ Lo erróneo es la presuposición implícita de esta objeción: que hay algo emparentado con la inmediatez plena de la “te­ sis”. Para Hegel, por el contrario, no hay “tesis” (en el senti­ do de identidad plena y unidad orgánica de un punto de partida). Es decir, una de las ilusiones que caracterizan la lec­ tura estándar de Hegel se refiere a la noción de que el proceso dialéctico de algún modo avanza desde lo que es inmediata­ mente dado, desde su plenitud, a su mediación; digamos, des­ de la conciencia ingenua, no-reflexiva, que es consciente sólo del objeto opuesto a ella, hasta la conciencia de sí que impli­ ca la comprensión de la propia actividad en tanto opuesta al objeto. La “reflexión” hegeliana, sin embargo, no significa que la conciencia está seguida por la conciencia de sí, que en cierto punto la conciencia mágicamente vuelve su mirada a sí mis­ ma, convirtiéndose en su propio objeto, e introduciendo así una distancia reflexiva, una escisión, en la previa unidad in­ mediata. Para Hegel, la conciencia siempre es conciencia de sí. no hay conciencia sin una mínima reflexión sobre sí del suje­ to. Hegel está en contra de Fichte y de Schelling y, en cierto sentido, vuelve a Kant, para quien la apercepción trascenden­ tal del yo es una condición inherente de la conciencia que el yo tiene de un objeto. El pasaje de la conciencia a la conciencia de sí entraña, pues, una suerte de encuentro fallido: en el momento mismo en que la conciencia se esfuerza por establecerse como con­ ciencia “plena” de su objeto, cuando se esfuerza por pasar del confuso presentimiento de su contenido a su clara represen­ tación, súbitamente se encuentra dentro de la conciencia de sí, es decir, se encuentra compelida a realizar un acto de re­

Slavoj Zizek flexión, y a tomar nota de su propia actividad, en tanto opues­ ta al objeto. En ello reside la paradoja del par “en sí” y “para sí”: estamos ante el pasaje de un “no aún” a un “siempre-ya”. En el “en sí”, la conciencia (de un objeto) no está plenamen­ te realizada, sigue siendo una confusa anticipación de sí mis­ ma; mientras que en el “para sí”, la conciencia es en cierto modo pasada por alto, la comprensión plena del objeto está enturbiada por la conciencia de la propia actividad del sujeto que simultáneamente hace posible e impide el acceso al ob­ jeto. En síntesis, la conciencia es como la tortuga en la lec­ tura que Lacan hace de Aquiles y la tortuga: Aquiles puede fácilmente superar a la tortuga y, sin embargo, no puede al­ canzarla. Otro modo de ver la cuestión es enfatizar que el pasaje de la conciencia a la conciencia de sí siempre entraña una experiencia de fracaso, de impotencia: la conciencia vuelve su mirada ha­ cia adentro, hacia sí misma, se vuelve consciente de su propia actividad, sólo cuando fracasa la aprehensión directa, no pro­ blemática, de su objeto. Basta con recordar el proceso de co­ nocimiento: la resistencia del objeto al conocimiento fuerza al sujeto a admitir la naturaleza “ilusoria” de su conocimien­ to; lo que confundió con el en sí del objeto es en realidad su propia construcción. 280

¿Quépiensa acerca de la teleología de Hegel, de su noción de telos como ímpetu intrínseco del proceso dialéctico? ¿No es su idealis­ mo completamente explícito? Más que repetir como loros las gastadas frases sobre la te­ leología hegeliana de la noción que domina el proceso de su propia actualización, vale la pena leer atentamente la sección sobre teleología en la Parte II de la “Lógica subjetiva” de He­ gel. La primera sorpresa que nos espera es que, en la tríada de fines, medios y objeto, la unidad efectiva, la instancia me­ diadora no es el fin, sino los medios: efectivamente, los medios dominan todo el proceso mediando entre el fin y el objeto ex­ terno en el cual el fin ha de ser realizado-actualizado. El fin

Toma de partido: una autoentrevista 281 está, por tanto, lejos de dominar los medios y el objeto: el fin y el objeto externo son las dos objetivaciones de los medios qua medio móvil de la negatividad. En síntesis, el resultado de Hegel es que el fin es en últi­ ma instancia un “medio de los medios mismos”, un medio autopostulado para poner en marcha su actividad mediadora. (Lo mismo sucede con los medios de producción en Marx: la producción de- bienes materiales es, desde luego, un medio cuyo objetivo es satisfacer las necesidades humanas; en un ni­ vel más profundo, sin embargo, esta satisfacción de las nece­ sidades humanas es un medio postulado por los medios de producción para poner en marcha su propio desarrollo. El verdadero fin de todo el proceso es el desarrollo de los me­ dios de producción como aserción de la dominación del hombre sobre la naturaleza, o, como afirma Hegel, como “la auto-objetivación del Espíritu”.) Otro punto que merece una mención es cómo Hegel pa­ sa de los medios al objeto: “medios” designa una objetividad externa que ya está subjetivada, al servicio de un fin subjetivo interno. Sin embargo, dado que el fin es una noción mera­ mente subjetiva, “interna”, opuesta a la objetividad externa, real, se sigue de la lógica inherente de esta estructura que el fin no impregna ni domina toda la objetividad; de otro mo­ do, no habría un fin meramente subjetivo. En consecuencia, debe existir, además de los medios, una objetividad externa que ya está bajo la dominación del fin- otra objetividad, indiferente-externa, que no esté aún bajo la dominación del fin: esta objetividad indiferente-externa es el objeto qua material que el fin se esfuerza por transformar mediante el uso de los medios, confiriéndole así una forma en la que encuentre una expresión adecuada. Una conclusión especulativa muy precisa se sigue de esto, es decir, de la identidad última del fin y el objeto: son una y la misma entidad, su diferencia es meramente formal y concier­ ne a la modalidad; en otras palabras, el objeto es en sí lo que el fin es para sí. Es crucial recordar esta coincidencia del fin (la interioridad subjetiva aún no externalizada en el objeto a

Slavoj Zizek través de los medios) y el objeto (la objetividad indiferente externa aún no internalizada, transformada en una expresión del fin interno a través de los medios): los medios son literal­ mente el mediador, el medio de una conversión puramente formal del fin en el objeto gracias a la cual el objeto “deviene lo que siempre-ya era”. 282

Nuevamente, ¿no es el uso regular de Hegel del sintagma “re­ torno a sí” (que sigue a su pérdida en la alienación de sí, el espíri­ tu vuelve a sí mismo, etc.) un signo inconfundible de la “metafísica de la presencia”? Es aquí donde debemos estar al acecho de la más pérfida trampa de la lectura de sentido común de Hegel. Sí, en la “negación de la negación” el Espíritu “retorna a sí mismo”; es absolutamente crucial, sin embargo, recordar la dimen­ sión “performativa” de este retomo: el Espíritu cambia su propia sustancia a través de este retorno-a-sí. Dicho de otro modo, el Espíritu al cual retornamos, el Espíritu que retorna a sí mismo, no es el mismo que el Espíritu que previamente estaba perdido en la alienación. Lo que ocurre en el medio es una suerte de transustanciación, de modo que este retorno-a-sí marca el punto en el que el Espíritu sustancial inicial se pierde definitivamente. Basta con recordar la pérdida, la alienación de sí del Espí­ ritu de una comunidad sustancial que se produce cuando sus lazos orgánicos se disuelven con la emergencia del individua­ lismo abstracto. En el nivel de la “negación”, esta disolución es medida según el estándar de la unidad orgánica y, por tan­ to, es experimentada como pérdida. La “negación de la nega­ ción” ocurre cuando el Espíritu “retorna a sí”, no por medio de la restitución de la comunidad orgánica perdida (esta uni­ dad orgánica inmediata está perdida para siempre), sino por la consumación plena de esta pérdida, es decir, por la emer­ gencia de la nueva determinación de la unidad de la sociedad, ya no la unidad orgánica inmediata, sino el orden formal le­ gal que soporta la sociedad civil de los individuos libres. Es­

283 Toma de partido: una autoentrevista ta nueva unidad es sustancialmente distinta de la perdida uni­ dad orgánica inmediata. Para decirlo de otro modo: la “castración” designa el hecho de que S, el sujeto “pleno” inmediatamente idéntico a la sus­ tancia “patológica” de las pulsiones, tiene que sacrificar la sa­ tisfacción libre de éstas, subordinar la sustancia de pulsiones a las órdenes de una red ético-simbólica ajena. ¿Cómo “retoma a sí mismo” este sujeto? A través de la consumación plena de esta pérdida de sustancia, es decir, cambiando el “centro de gravedad” de su ser de S a S, de la sustancia de las pulsiones al vacío de la negatávidad: el sujeto “retoma a sí mismo” cuando ya no reconoce el núcleo de su ser en la sustancia de las pulsio­ nes, sino que se identifica con el vacío de la relación negativa. Desde este punto de vista, las pulsiones parecen algo externo y contingente, algo que no es “verdaderamente él”. También hay otro modo de reiterar la diferencia entre Derrida y Hegel: Derrida varía incesantemente el motivo de que retornar a sí está condenado al fracaso, que el gesto de internalización entraña una diseminación que nunca puede ser superada-reapropiada. Hegel, por el contrario, afirma que el retorno a sí es totalmente posible; el problema es más bien que el “yo” al cual retornamos ya no es el mismo que el que estaba previamente perdido... En cuanto al propio Tacan, su enfática afirmación de que “una carta siempre llega a su destino”, ¿no entraña cieno tipo de teleolo­ gía? Véase la elaborada lectura que Derrida hace de Tacan...

Una carta no “llega a su destino” por una oculta teleolo­ gía que regula su deambular: s.e trata de una construcción siempre retrospectiva, fundada en el errar fortuito de la car­ ta. Por ejemplo, en la novela Posesión, de A. S. Byatt, cuando Maud, una joven historiadora de la literatura que ha descu­ bierto unas cartas desconocidas de la poeta victoriana Christabel LaMotte, encuentra que Christabel era su tatarabuela, se reconoce a sí misma como la destinataria de la última car­ ta de Christabel a su gran amor, el poeta Randolph Ash:

Slavoj Zizek

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"... él nunca pudo leerla, ¿no? Escribió todo eso para nadie. Debe de haber esperado una respuesta -y ninguna pudo ha­ ber llegado-.” [•••]

“Ella no sabía qué hacer, quizá. No se la dio a él, y no la le­ yó -puedo imaginarlo- simplemente la guardó-.” “Para Maud”, dijo Blackadder. “Finalmente. La conservó, para Maud.”6

Por otra parte, el principal encanto de Posesión reside en el típico gesto posmoderno del desdoblamiento: los dos héroes de la novela (Maud y su colega, el historiador Roland) pue­ den constituirse como pareja sexual sólo por medio de la re­ ferencia al romance pasado entre Christabel y Randolph: el amor directo no es posible; siempre necesitamos el marco fantasma tico de Otra Pareja a ser imitada... Otra variación inesperada del tema de la carta que “llega a su destino” está en el filme de Jane Campion La lección de piano (The Piano), cuando la pequeña hija (Anna Paquin) en­ trega a su padrastro, Stewart (Sam Neill), la tecla del piano que su madre Ada (Holly Hunter) le pidió que entregara a su amante Baines (Harvey Keitel), desencadenando la trágica agravación de su relación: para la niña, determinada por la imagen fantasmática de una familia feliz que ella, su madre y su padrastro podrían haber constituido, Stewart es el verda­ dero destinatario. Sin embargo, ¿es este fantasma única y simplemente la ilusión de una hija ciega a las tensiones libidinales reales de sus padres? Las cosas son mucho más ambi­ guas. La prueba de que La lección de piano es un retrato de mujer, no sólo la ilustración de nociones “feministas” políti­ camente correctas, es proporcionada por el hecho de que evi­ ta la condena simplista a la violencia patriarcal masculina: el filme es muy sensible a la impasse libidinal que subyace al es­ tallido de violencia masculina. La figura más compleja es la del infortunado Stewart; la oposición entre él y Baines no puede ser reducida a una tri6. A. S. Byatt, Possession, Londres, Vintage, 1991, p. 504. [Ed. cast.: Posesión, Barcelona, Anagrama, 1993.]

285 Toma de partido: una autoentrevista vial oposición entre un varón chovinista patriarcal blanco y “malo” y un “buen” hombre blanco convertido en nativo, que es, por este motivo, más susceptible al goce femenino. Cuan­ do observa la interacción sexual de Ada y Baines a través de una grieta en la pared, Stewart en un sentido se quiebra; es decir, su reacción no es en absoluto la de la simple furia pa­ triarcal dirigida al goce femenino. Al contrario: sólo ahora, a través de este descubrimiento de una nueva, imponente y ve­ nerable dimensión en Ada, comienza a respetarla y a tratarla como un sujeto por derecho propio, de modo que cuando más tarde, en la casa, se esfuerza por acercarse a ella sexualmente, estamos ante un intento desesperado de entrar en contacto con esa dimensión, cuya intensidad lo excede. El posterior estallido de violencia de Stewart (le corta un dedo a Ada) está lejos de ser una simple persecución mascu­ lina y chovinista de la mujer: antes bien, expresa su impasse, su pena por ser incapaz de hacer contacto con ese “goce del otro”. De algún modo, tiene el presentimiento de la dimen­ sión del “goce del otro” y, sin embargo, quiere capturarlo en el goce fálico; consecuentemente, Ada lo rechaza disgustada cuando, incapaz de aceptar su sensualidad táctil, comienza a bajarse los pantalones para saltar sobre ella. La desdeñosa mi­ rada que ella le lanza en ese preciso momento lo dice todo: a pesar de la violencia real de él, es ella la que vence, y él se re­ tira avergonzado. Así, cuando la hija “entrega la carta a su destinatario”, lo hace con la esperanza utópica y/o presenti­ miento de que Ada y Stewart serán capaces de encontrarse en el nivel del “goce del otro”... L a c a n , D e r r id a , F o u c a u l t

Mordamos ahora la manzana de la discordia: la traumática re­ lación entre Derrida y Lacan... Sigo sosteniendo que la crítica de Derrida a Lacan es un caso prodigioso de lectura errónea. Sin embargo, si deja­

Slavoj Zizek mos de lado las confrontaciones principales y abordamos la naturaleza problemática de su relación en détail, como corresponde a los freudianos, se abre una serie de inespe­ radas conexiones. Basta con mencionar la característica fundamental de la noción lacaniana de orden simbólico: este orden de los intercambios simbólicos está basado en un gesto agregado constitutivo que elude el equilibrio de los intercambios. En última instancia, de eso se trata la “castración simbólica”; es aquello a lo que Freud mismo apuntaba a propósito de la “paradoja económica del ma­ soquismo”. Un acto excesivo que perturba el equilibrio simbólico es la condición misma de emergencia de la economía del inter­ cambio: el primer movimiento es, por definición, superfino. (Y quizás el problema de cierto tipo de utilitarismo pragmáti­ co-ilustrado resida en el hecho de que se esfuerza por des­ hacerse de este exceso sin estar preparado a pagar el precio: reconocer que una vez que anulamos el exceso perdemos el campo “normal”, equilibrado, de los intercambios, respecto del cual el exceso es excesivo...) Este gesto excesivo que de­ sencadena el círculo de intercambios mientras sigue siendo externo a él no “precede” simplemente al intercambio sim­ bólico: no hay modo de aprehenderlo “en sí mismo”, en su desnuda inocencia; sólo puede ser reconstruido retrospecti­ vamente como la presuposición inherente de lo simbólico. En otras palabras, este gesto es “real” en el sentido lacaniano preciso: el núcleo traumático “segregado” por el proce­ so de simbolización. Puede señalarse lo mismo en términos de la dialéctica del Bien y el Mal, como la coincidencia del Bien con el Mal supremo. El “Bien” representa el orden equilibrado de los intercambios simbólicos, mientras que el Mal su­ premo designa el gesto excesivo (el gasto y/o pérdida) de la dísrupción, disyunción, que no es simplemente lo opuesto al Bien; por el contrario, sostiene la red de inter­ cambios simbólicos precisamente en la medida en que se vuelve invisible una vez que estamos “dentro” del orden 286

Toma de partido: una autoentrevista 281 simbólico.7 Desde dentro del orden simbólico, los espec­ tros, las apariciones, los “muertos vivos”, etc., señalan las cuentas (simbólicas) no saldadas; como tales, desaparecen en el momento en que estas cuentas se saldan por medio de la simbolización. Sin embargo, hay una deuda que nunca puede ser satisfecha, dado que sostiene la existencia misma de un sistema de intercambio-indemnización. En este nivel más ra­ dical, los “fantasmas” y otras formas de apariciones demues­ tran el carácter virtual, ficcional, del orden simbólico como tal, el hecho de que este orden exista “a crédito”, de que, por definición, sus cuentas nunca sean saldadas completamente. Esto es lo que Lacan tenía en mente cuando afirmaba que la verdad tiene la estructura de una ficción. Hay que distin­ guir estrictamente entre ficción y espectro-, la ficción es una for­ mación simbólica que determina la estructura de, lo que experimentamos como realidad, mientras que los espectros pertenecen a lo real; su aparición es el precio que pagamos por la brecha que separa para siempre la realidad de lo real, por el carácter ficcional de la realidad. En síntesis, no hay Es­ píritu (entendimiento, razón, etc.) sin espíritus (“fantasmas”, aparecidos, muertos vivos), no hay espiritualidad pura, racio­ nal, autotransparente, sin la mancha concomitante de pseudomaterialidad obscena, siniestra, espectral.8O, con respecto a la distinción entre la Ley simbólica pública y su nocturno rever­ so superyoico obsceno:9el superyó es el “fantasma” que moles­ ta, el doble sombrío que siempre acompaña a la Ley pública. Me parece que en este nivel específico es posible estable­ cer el vínculo entre Lacan y la problemática articulada por Derrida en Dar el tiempo,10 problemática centrada en torno 7. En cuanto a la coincidencia del Bien con el Mal supremo, véase el capítulo 3 de Slavoj Zizek, Durham, NC, Duke University Press, 1993. 8. Véase un enfoque derrideano de los espectros en Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993. [Ed. cast.: Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 1995.] 9. Véase el capítulo 3 de este libro. 10. Véase Jacques Derrida, Dar el tiempo. La moneda falsa, Barcelona, Paidós, 1995.

Slavoj Zizek del motivo del regalo qua acto “imposible”, inexplicable, el acto que subvierte la “economía cerrada” de los intercambios simbólicos y es, como tal, “eternamente pasado” -su tiempo nunca es presente, dado que “siempre ya ocurrió” una vez que estamos dentro de la economía simbólica-. El regalo pu­ ro impide todo gesto de retribución, no permite la compen­ sación ni las gracias; tampoco puede y/o debe ser reconocido como regalo; el momento en que un regalo es reconocido co­ mo tal, da origen a la deuda simbólica en el destinatario, que­ da atrapado en la economía del intercambio y pierde, por tanto, la característica del regalo puro. El regalo, entonces, no es; todo lo que podemos decir es que “{ily a/es gibt] lo hay”; como tal, tampoco puede ser atribuido a un sujeto positivo que supuestamente, lo realiza; lo que le conviene es el imper­ sonal alemán “es”. Derrida, desde luego, lee este es gibt contra el trasfondo de es gibt Zeit de Heidegger, del “suceso” [Ereignis]: el regalo “sólo sucede”, podríamos decir. Quizás el rasgo más intere­ sante del enfoque de Derrida sobre Heidegger es el modo en que “combina lo incompatible” -aquí Derrida es posmo­ derno en el mejor sentido del término-. Como señaló Fredric Jameson, uno de los rasgos clave de la “sensibilidad posmoderna” consiste en poner frente a frente entidades que, aunque son contemporáneas, pertenecen a distintas épocas históricas. Una de las figuras míticas del viejo sur estadounidense es el pirata Jean Lafitte: su nombre está asociado con la defensa de Nueva Orleans que realizó junto al general Andrew Jackson, con el romanticismo bucanero, etc. Lo que se conoce menos es que, en su edad provecta, cuando se retiró a Ingla­ terra, Lafitte fue amigo de Marx y Engels, e incluso financió la primera traducción inglesa del Manifiesto comunista. Esta imagen de Lafitte y de Marx caminando juntos en el Soho, un cortocirtuito sin sentido de dos universos completamente distintos, es eminentemente posmoderna. Derrida hace algo muy similar con Heidegger: a menudo lo enfrenta con la pro­ blemática “vulgar”, “óntica”; vincula el regalo heideggeriano 288

Toma de partido: una autoentrevista 289 de es gibt con la problemática “económica” del regalo en Marcel Mauss (Ensayo sobre el don), con las modalidades de su funcionamiento en las relaciones intersubjetivas (el poema en prosa de Baudelaire La monedafalsa), etc. De este modo, Hei­ degger es liberado de la “jerga de la autenticidad”, en la cual los únicos ejemplos adecuados son aquellos tomados de los poemas de Hölderlin o de la vida rural alemana. Con Lacan, sin embargo, las cosas se complican. Como siempre, Derrida opone este il y a del regalo puro al orden simbólico lacaniano que, supuestamente, se mantiene dentro de los confines de la “economía cerrada” del intercambio simbólico: no hay lugar en ella para el exceso de un regalo. Según Derrida, el gesto fundamental de Lacan es ampliar el ámbito del intercambio simbólico, y no volver visibles su li­ mitación y dependencia de un exceso. Lo mejor de Lacan es que logra demostrar cómo, en la otra escena del inconscien­ te, ya está funcionando un intercambio simbólico en el cual, desde el punto de vista de la conciencia y su experiencia ima­ ginaria, parece ser un gasto no económico (por ejemplo, en la economía inconsciente, un acting out “irracional” puede funcionar como el pago de una deuda simbólica). Sin embargo, parece que Derrida paga el precio de su re­ ducción de lo simbólico lacaniano a la economía equilibrada del intercambio, por su rechazo a reconocer en la poción de un “primer movimiento” excesivo que funda el orden simbó­ lico un elemento clave de lo simbólico lacaniano: este precio es su incapacidad para tomar nota del modo como, en su pro­ pio edificio teórico, la noción de regalo, de un “hay” primordial (ily ales gibt: “da”), introduce un aspecto que es heterogéneo a la problemática derrideana estándar de la differance-huellzescritura. Este “hay” qua suceso nombra el equivalente del movimiento de la differance, de la irreductible diseminacióndiferimiento: la presencia misma en su inaccesibilidad defini­ tiva. (Significativamente, en su intento de determinar el estatuto paradójico de este regalo excesivo, Derrida se ve obligado a recurrir a un lenguaje casi trascendental: el regalo como “la condición indesconstruible de toda desconstruc­

Slavoj Zizek ción”.) El “hay” del regalo consiste en el gesto del puro ¡Sí!, de un acuerdo que precede el movimiento de diseminacióndiferimiento. Lo que elude para siempre la brecha del sujeto o el Logos es finalmente la presencia misma y su “hay” no me­ diado, prediscursivo. El exceso definitivo es el del aconteci­ miento de la presencia misma. O, para enfocar este mismo problema a través del motivo derrideano del fenómeno de la voz qua medio de la presencia ilusoria que debe ser desconstruida y denunciada como efec­ to del proceso de la dífférance, de la interacción de huellas, etc.: Derrida es ciego a la ambigüedad radical de la voz. El fe­ nómeno de la voz, en su presencia misma, es simultáneamen­ te lo real lacaniano, la mancha no transparente que pone un obstáculo irreductible en el camino de la autotransparencia del sujeto, un cuerpo extraño en su seno. En resumen, el principal obstáculo de la autotransparencia del Logos es la voz misma en su presencia inerte. Correlativamente a este rechazo de tomar en cuenta la impenetrabilidad de la voz, está el no reconocimiento pleno por parte de Derrida de la identidad definitiva del suplemento y el significante amo. Por una parte, Derrida varía intermina­ blemente el motivo del elemento excesivo que funciona si­ multáneamente como falta y como plus, que es indecidible, inlocalizable, simultáneamente dentro y fuera, parte del tex­ to y a distancia de él, capaz de completarlo y de abrirlo ha­ cia lo externo, etc. Por otra parte, la “desconstrucción” de Derrida apunta a minar la autoridad del significante central que pretende totalizar la textura de las huellas, y restringir así su diseminación; una y otra vez subraya que este signifi­ cante central siempre es subvertido, desplazado, por aquello que supuestamente domina, que depende estructuralmente de sus efectos, etc. Podría parecer, por tanto, que el suplemento y el sig­ nificante amo son opuestos cuya tensión proporciona los contornos del proceso textual: el suplemento es el margen indecidible que elude el significante amo. Lacan, sin embar­ go, ubica esta indecidibilidad en el corazón mismo del signi­ 290

Toma de partido: una autoentrevista 291 ficante amo: con referencia a la serie de elementos “comu­ nes”, el Centro es por definición un elemento excesivo, su­ plementario, cuyo lugar es estructuralmente ambiguo, ni dentro ni fuera. El nombre de Lacan para el suplemento es le plus-un, el elemento excesivo, el reemplazante de la falta, que realiza la operación de sutura-, el significante amo propiamen­ te dicho emerge a través de la “neutralización” del suplemento, a través de la anulación de su indecidibilidad constitutiva. Entonces, ¿cuál es el estatuto de la insistente referencia de De­ nuda a una “condición indesconstruible de la desconstrucción ”? Lejos de demostrar una incoherencia, este motivo de la condición indesconstruible de la desconstrucción echa luz sobre el voto/la promesa, el compromiso, que sostiene el procedimiento mismo de la desconstrucción: la apertura al suceso, a la otredad en su alteridad, previa al círculo de in­ tercambios entre yo y el otro, previo a la justicia qua ajuste de cuentas. Esta idea de justicia es “irrealizable”, en la medi­ da en que demanda simultáneamente el reconocimiento del otro en su carácter único y la formulación de un medio uni­ versal dentro del cual el otro y yo podamos encontrarnos co­ mo iguales. Por esta razón, toda determinación positiva de la idea de justicia es por definición deficiente e inadecuada, dado que ninguna universalidad positivamente definida es siem­ pre verdaderamente neutra respecto de su contenido parti­ cular; siempre introduce un desequilibrio al privilegiar una parte de su contenido particular. (Aquí Derrida está efectiva­ mente cerca de Marx, de la idea marxiana de la complicidad entre forma universal de igualdad y desigualdad material.) En consecuencia, la idea de justicia que sustenta nuestro in­ terminable trabajo de desconstrucción debe seguir siendo siempre una forma sin contenido, la forma de una promesa que siempre trasciende su contenido; en síntesis, deber se­ guir siendo espectral, no debe ser “ontologizada” en una ins­ tancia positiva:

Slavoj Zizek

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[...] lo que es irreductible a toda desconstmcción, tan indesconstraible como la posibilidad misma de la desconstmcción, es quizá cierta experiencia de la promesa emancipatoria; es quizá la formalidad de un mesianismo estructural, un mesianismo sin religión, mesiánico incluso sin mesianismo, una idea de justicia -que distinguimos siempre del derecho e in­ cluso de los derechos humanos- y una idea de democracia -que distinguimos de su concepto real y de los predicados que hoy la determinan-.11

A pesar de todas las negaciones, ¿acaso Derrida no está siguiendo la lógica kantiana de la Idea reguladora? Este kantiano plus de la forma sobre el contenido en su esencia misma, ¿ño es como el plus de la promesa reguladora sobre el principio constitutivo, sobre las determinaciones positi­ vas del contenido material? La insistencia de Derrida en que esta promesa mesiánica de justicia debe seguir siendo espectral, de que no debe ser “ontologizada” en una Enti­ dad presente para sí (el Dios supremo, la promesa del Co­ munismo como futuro orden mundial efectivo, etc.), ¿no repite el mandato kantiano de que la Idea reguladora no de­ be ser malinterpretada como un principio constitutivo? (Ya en Kant, esta distinción es de una crucial importancia polí­ tica: para Kant el horror de la Revolución Francesa reside precisamente en el intento de afirmar la idea de libertad co­ mo el principio constitutivo, positivo, estructurante, de la vida social.) Esta sería, pues, la determinación mínima de Derrida de la ideología: la lectura ontològica errónea del mandato ético espectral. Aquí uno debería “desconstruir” esta misma oposi­ ción de lo espectral y lo ontològico de una manera hegeliana. Derrida demuestra, ufano, que no hay ontologia sin lo espec­ tral, que no hay modo de trazar una clara distinción entre lo espectral y la efectividad-actualidad-realidad. La pregunta que debe plantearse, sin embargo, es: ¿De dónde viene el peli­ gro inminente, incesante, de la “ontologización” de la idea-promey

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11. Derrida, Spectres de Marx, p. 102.

Toma de partido: una autoentrevista 293 sa espectral? La única respuesta lógica a esta pregunta es: del hecho de que tampoco hay espectro sin lo ontològico, sin le peu de réel de alguna mancha inerte-opaca cuya presencia sus­ tente el espectro mismo en su oposición con lo ontològico. O -para decirlo en términos de Hegel- no hay espíritu sin hueso... Desde luego, Kant apuntaba a mantener la brecha que se­ para la Idea ética de justicia de la justicia qua orden legal po­ sitivo; sin embargo, cuanto más purificaba la idea de todo rasgo empírico, positivo, ontològico, mayor era el peligro de la caída, más “totalitario” era el sistema provocado por la caí­ da. Su definición formal de actividad ética liberó el campo de la ética de todo contenido “patológico”; sin embargo, simul­ táneamente abrió el espacio para un Mal radical, incompara­ blemente peor que el ordinario Mal “empírico”.12 Es cierto que Kant proporcionó una definición precisa del cortocircui­ to que condujo al Terror de la Revolución Francesa -la “on­ tologización” de la libertad en principio positivo de la vida social-; sin embargo, simultáneamente estamos obligados a afirmar que, en cierto sentido, no hay Terror revolucionario sin Kant, previo a la revolución kantiana. Aquí estamos ante un tipo de nudo, de concatenación, un “cuanto más puro (no ontologico, formal) eres, más sucio es­ tás”, que culmina en la radical ambigüedad del fuera de quicio, de este motivo central de Espectros de Marx, de Derrida. Por una parte, “el mundo está fuera de quicio” representa “todo lo que está equivocado en este mundo”, pues todo ello causa sufrimiento y alimenta la promesa emancipatoria de una libe­ ración mesiánica. Por otra parte, sin embargo, la más trau­ mática erupción del fuera de quicio es la emergencia misma de la promesa mesiánica -¿no es esta promesa el skandalon defi­ nitivo que trastorna el tributo rutinario que se paga a la muerte? Si el supremo trastorno, el supremo fuera de quicio, es el de la Idea mesiánica misma, entonces -como habría di­ cho Hegel- “combatiendo los males del mundo que parecen impedir su realización, la Idea mesiánica está luchando con12. Véase el capítulo 4.

Slavoj Zizek tra sí misma, contra su propia descendencia” (o, en referen­ cia a la relación entre centro y suplemento: “esforzándose por controlar/dominar el suplemento, el centro está luchan­ do contra su propio gesto fundador”). 294

Abordemos a otro filósofo que suele considerarse cercano a Lacan: Foucault. La crítica (implícita) de Foucault a Locan en elprimer volumen de Historia de la sexualidad es que Lacan permanece dentro de la noción tradicional de Ley que está caracterizada por dos rasgos: es “negativa ” -la Ley como instancia de prohibición- y “emanativa ” -la Ley obtiene su autoridad de un centro único y la transmite hacia abajo-, A esto, Foucault opone su noción de Poder como productivo y constituido “desde abajo”... ...Lo sé, Foucault no se cansa de repetir cómo el poder se constituye “desde abajo”, cómo no emana de una cima única: esta apariencia misma de una Cima (el Monarca o alguna otra encarnación de la Soberanía) emerge como efecto secundario de la pluralidad de microprácticas, de la compleja red de sus interrelaciones. El problema real es, sin embargo, cómo he­ mos de combinar esta problemática del micropoder con el modo como Foucault mismo (en Vigilar y castigar) usa la no­ ción de panóptico como matriz uniforme, como modelo es­ tructurante que puede aplicarse a distintos ámbitos, desde las cárceles hasta las escuelas, desde los hospitales hasta los cuar­ teles, desde las fábricas hasta las oficinas. El único modo de evitar el reproche de incoherencia es introducir la noción dt fantasma como matriz común que le confiere coherencia a la pluralidad de prácticas sociales. En otras palabras, las rela­ ciones sociales “reales” son plurales, consisten en la intrinca­ da red de microrrelaciones que van en todas direcciones, hacia arriba y hacia abajo, hacia la izquierda y hacia la dere­ cha... lo que “reúne” esta pluralidad no es una esencia o fun­ damento subyacente, sino precisamente la superficie pura del fantasma como “no-lugar” (Foucault a propósito del panóp­ tico), como matriz formal que, aunque no se encuentra en ningún lugar en la “realidad”, proporciona su principio es­

Toma de partido: una autoentrevista 295 tructurante. Lo que le provoca tantos problemas a Foucault es, por ende, el espectro, la naturaleza espectral del panópti­ co: el espectro de Derrida se adecúa perfectamente a la no­ ción psicoanalítica de fantasma, cuya emergencia, por definición, da prueba de un deuda simbólica no saldada. “F a l o c e n t r is m o ”

Un reproche crítico a su obra que se impone desde las premisas historicistas foucaidtianas es el siguiente: si concebimos la falta co­ mo “castración”, si planteamos elfalo como su significante, ¿no es­ tamos eternizando una lógica de simbolización históricamente específica, limitada? El punto crucial es distinguir historicidad propiamente di­ cha de historicismo evolucionista. La historicidad propia­ mente dicha entraña una relación dialéctica con un núcleo ahistórico que sigue siendo el mismo, no como esencia sub­ yacente, sino como roca que hace tropezar todo intento de integrarla dentro del orden simbólico. Esta roca es la Cosa qua “la parte de lo real que sufre del significante” (Lacan); lo real “sufre” en la medida en que es el trauma que no puede ser articulado adecuadamente en la cadena significante. En el marxismo, eso “real” del proceso histórico es la “lucha de cla­ ses”, que constituye el hilo conductor de “toda la historia hasta el presente”: todas las formaciones históricas son otros tantos intentos (en última instancia, fallidos) de “aburguesar” este núcleo de lo real. Debemos distinguir cuidadosamente entre Venveifung y Verdrängung, entre forclusión y represión “ordinaria”. Lo real qua Cosa no está “reprimido”, está forcluido o “reprimi­ do primordialmente” [ur-verdrängt]; es decir, su represión no es una variable histórica, sino que es constitutiva del orden mismo de la historicidad simbólica. En otras palabras, lo real qua Cosa representa esa X por la cual toda simbolización fa­ lla —en su misma ahistoricidad, desencadena una nueva sim­

Slavoj Zizek bolización después de otra-. Por esta razón, Lacan está muy lejos de convertir lo real en “tabú”, de elevarlo a entidad in­ tocable exenta de análisis histórico; antes bien, para él, la úni­ ca posición ética verdadera es asumir plenamente la tarea imposible de simbolizar lo real, incluyendo su fracaso nece­ sario. La intersección de la pornografía y la narración realis­ ta “normal”, por ejemplo, es por definición imposible, un conjunto, vacío: en el momento en que “mostramos todo”, nuestra creencia en la realidad diegética queda suspendida, la narración es experimentada como un pretexto ridículo para mostrar “eso”.13 Sin embargo, es por esta misma razón que Lacan estaba tan fascinado por El imperio de los sentidos, una película que se esfuerza por realizar esta intersección imposi­ ble: ofrecer una narración coherente y (casi) hard-core sex... Hay otro aspecto en este “conato” antihistoricista de Lacan. En su clásico análisis marxista de Rojo y Negro, de Stendhal, Georg Lukács sostiene lo siguiente: Stendhal era claramente consciente del carácter alienado de la realidad social capitalista; sin embargo, debido al hecho de que, en su época, el proletariado no se había afirmado como sujeto his­ tórico, era incapaz de ver la posibilidad histórica de la aboli­ ción de la alienación a través de la revolución socialista. En consecuencia, fue capaz de concebir la protesta contra las di­ fíciles condiciones sociales sólo bajo la apariencia de un esta­ llido suicida, autodestructivo, individualista, de agresión “irracional”. ¿En qué es errado este argumento? Según Lu­ kács, la distinción entre “nosotros” y Stendhal se basa en la diferencia en nuestras respectivas situaciones objetivas: las condiciones históricas objetivas le impidieron a Stendhal comprender (el rol histórico del proletariado), mientras que el cambio en las condiciones “nos” permiten comprender... Si algo ha de aprenderse del psicoanálisis es la falsedad de tal distinción: las épocas históricas no están divididas en aquellas que vuelven posible determinada comprensión y 296

13. Véase el captalo 6 de Slavoj Zizek, Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000.

Toma de partido: una autoentrevista 291 aquellas que la impiden. Tal “posibilidad de comprensión” afecta sólo lo “óntico”, el conocimiento positivo (por ejem­ plo, está claro que antes de nuestra época no era posible for­ mular la relatividad del tiempo y el espacio); por otra parte, cada época tiene su propio y directo “acceso a lo Absoluto” a través de la experiencia de su limitación y fracaso inherentes. Este fracaso -la ruptura, la desintegración de cierto horizon­ te histórico del sentido- nunca es simplemente el fracaso de una constelación epocal específica; siempre vuelve posible, por un corto tiempo, la experiencia de lo que Lacan llama la “falta en el Otro”, la incoherencia y/o no existencia del gran Otro, del hecho de que no haya Otro del Otro, ninguna ga­ rantía definitiva del campo del sentido. Apenas los contornos de la nueva época se afirman, la “no existencia del gran Otro” vuelve a ser invisible. Un equivalente fenomenològico de este historieismo mar­ xista es la lectura predominantemente historicista de Heideg­ ger, según la cual cada época está constreñida por el horizonte ontològico de la comprensión del Ser que es su destino; hace cien años, Europa llegó al pico de la época de la subjetividad, mientras que hoy es posible tener un presentimiento del cierre metafisico como tal... Esta lectura está desmentida por el pro­ pio Heidegger cuando se refiere a Hölderlin, quien, en medio de la época de la subjetividad de la era moderna, articuló el Ser como Ereignis; lo mismo sucede con Schelling, quien, en su Tratado de la Libertad, comprendió la dimensión más allá de la metafísica, aunque enturbió esa comprensión articulándola en categorías ontológicas tradicionales. En un nivel completamente distinto, esta noción de “ac­ ceso a lo Absoluto” a través de la experiencia de la desinte­ gración del propio horizonte de sentido nos permite darnos cuenta de la grandeza de una figura como Jerónimo: al per­ seguir la causa perdida de la batalla contra el hombre blanco, Jerónimo experimentó claramente la limitación del horizon­ te del americano nativo; aunque era totalmente consciente de la fragilidad de su universo, persistió en él, desplegando por ello una verdadera actitud ética.

Slavoj Zizek Pero queda un argumento estándar a propósito del significante fálico: Por qué falo?”. Llamando al sigñficante casi trascenden­ tal “falo”, ¿no legitimamos la elevación de una parte del cuerpo contingente a la condición trascendental del sistema simbólico mis­ mo? ¿No suscribimos un cortocircuito “ilegítimo”entre una función puramente formal y estructural y el órgano empírico, contingente, que la simboliza? ¿No estamos restringiendo la “apertura”esencial, irreductible, del proceso significante -la posibilidad de infinitas rearticulaciones del campo simbólico-? 298

En el momento en que oponemos la finitud/cierre de la textura simbólica dada al horizonte infinito de sus posibles rearticulaciones, el lenguaje se reduce a una entidad natural ordinaria y su desarrollo a una evolución gradual de tal enti­ dad. Lo que diferencia el lenguaje de una entidad o sistema natural es la presencia en él del elemento designado por Lévi-Strauss como “significante-maná”: el significante “reflexi­ vo” que, dentro del sistema, tiene el lugar de lo que elude el sistema, de su no-todavía-significado. La “apertura” de un sis­ tema simbólico no tiene nada que ver con la presión de las circunstancias externas siempre cambiantes que obligan al sistema a transformarse; en el caso de un sistema simbólico propiamente dicho, esta apertura tiene que ser inscripta en el sistema “cerrado” mismo bajo la forma de un significan­ te paradójico que represente el sinsentido dentro del campo del Sentido -lo que Lacan llama el significante fálico- Hegel, a su manera “idealista”, dice lo mismo cuando afirma que el Espíritu, en contraste con la naturaleza, contiene la negatividad en sí mismo: la negatividad no es una fuerza externa que descompone las formaciones espirituales desde afuera, dado que el Espíritu es capaz de sustentar una rela­ ción negativa consigo mismo, de “demorarse con lo nega­ tivo”. Nuevamente, el significante fálico no es otro que este sig­ nificante puramente negativo, un “significante sin significa­ do”. En consecuencia, la crítica feminista a la lógica “falocéntriea” de la castración peca de condensar dos gestos

Toma de punido: una autoentrevista 299 diferentes: si bien está plenamente justicada al enfatizar el ca­ rácter en última instancia contingente del hecho de que el sig­ nificante elevado a reemplazo de la falta sea precisamente el falo, tiende a ocultar el hecho de que esta función parádójica del significante que representa su propia falta sea constituti­ vo del orden simbólico. En otras palabras, el falo suspende, vuelve inoperante, la oposición entre identidad fija y el pro­ ceso de su subversión o “licuefacción”: la “identidad” del fa­ lo reside en su propio desplazamiento - “fálico” es el elemento en la estructura que representa su propio opuesto, una identidad que marca la pura diferencia, una presencia que marca la pura ausencia-, Y qué sucede con el argumento aparentemente hegeliano de que lasfamosas fórmulas de Lacan delfalo qua significante (ni órgano corporal ni imagen sino significante) deben leerse como una nega­ ción o “negación determinada”que demuestra el hecho de que elfa­ lo qua significante esta vinculado con, depende de y está marcado por, el pene qua soporte positivo: el significante fálico emerge como una superación-mediación del pene qua imagen que representa la inalcanzable totalidad del cuerpo... Pienso que Judith Butler (quien desarrolla este argumen­ to) es víctima de una obsesión no dialéctica con el contenido, y es por ello que deja fuera de consideración lo que siempre es crucial para Hegel, el “aspecto formal”. Cuando Lacan afirma, en “La significación del falo”, que el falo es el signi­ ficante del gesto mismo de Aufhebung, hay que tomarlo li­ teralmente: “falo” es la forma de mediación-superación como tal. “Falo” no es lo que queda del pene luego de que éste es sometido al proceso de mediación-superación; antes bien, representa este proceso mismo de mediación-supera­ ción. En síntesis, “falo” designa la forma de simbolización en tanto tal. Con respecto a Deleuze, esta diferencia entre forma y contenido puede concebirse como la diferencia entre el “falo de la coordinación” y el “falo de la castración”. Por una par-

Slavoj Zizek te, hay un falo “precastrativo”, el falo como órgano que lucha por coordinar todas las zonas erógenas en un campo global unificado; este falo está sin duda construido sobre la base del modelo de la unidad de la imagen del yo en el estadio del es­ pejo: su emergencia repite meramente la operación de la identificación imaginaria con un órgano idealizado. En este nivel, “todo tiene un significado sexual”, y el falo garantiza la unidad de este significado. Este falo, sin embargo, se convier­ te necesariamente en el “falo de la castración”, en el falo co­ mo significante de la pérdida y/o desexualización: lo que el niño experimenta a través del “complejo de castración” es que el falo -qua punto de cruce del sentido y la sexualidadpuede garantizar una sexualidad “normal” sólo actuando co­ mo el operador de la desexualización, que puede realizar su función de garante del sentido (literal, desexualizado) sólo actuando como significante-ím-significado. Butler omite esta dimensión crucial y esta omisión del “fa­ lo de la castración” la lleva a formular como reproche a Lacan, como lo “impensado” de su concepto de falo, lo que en rea­ lidad es el rasgo fundamental del concepto de significante fálico. Es decir, en su análisis crítico de la noción de angustia de la castración, Butler demuestra de manera concluyente que “tener el falo como sitio de angustia es ya la pérdida que se teme”;14lo que no nota es que es este mismo cortocircuito en­ tre posibilidad y realidad lo que define e-Lsignificante fálico como simplificante de la castración SIMBÓLICA: la angustia “real” del su­ jeto de que perderá el falo, en el nivel simbólico, es “ya la pérdida que se teme”. En otras palabras, el rasgo distintivo de la castración simbólica, en contraste con la castración real y/o imaginaria, es que el temor a la posible castración es ya la cas­ tración misma. 300

14. Judith Butler, Bodies That Matter, Nueva York, Routledge, 1993, p. 127. [Ed. cast.: Cuerpos que importun, Buenos Aires, Paidôs, 2002.]

Toma de partido: una autoentrevista

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P oder

En el contexto de la crítica feminista a Lacan se oculta la pro­ blemática del poder, de la teoría psicoanalítica del poder, de la com­ plicidad del psicoanálisis con los mecanismos de poder. El psicoanálisis -o al menos, su versión lacaniana- enfatiza los meca­ nismos simbólicos, la naturaleza simbólica del poder. Este énfasis, ¿no nos lleva a desatender la diferencia entre poder “efectivo” y “simbólico”? No, nos lleva únicamente a concebir esta diferencia como diferencia intradiscursiva entre lazo social efectivo performativamente y los gestos simbólicos vacíos que lo legitimizan. El caso de Stalin es muy ilustrativo: la investigación histórica reciente llegó a la conclusión paradójica de que Stalin perdió la mayor parte de su poder “efectivo” en 1939, al final del pe­ ríodo de las grandes purgas, es decir, en el momento mismo en que el “culto” de su personalidad se estableció plenamen­ te, como si su elevación simbólica a “cuarto clásico del mar­ xismo” sirviera como una suerte de recompensa por la pérdida de poder “efectivo”. Hasta 1938, Stalin concentraba una enorme cantidad de poder ejecutivo en sus propias ma­ nos por medio de una estrategia muy precisa: utilizaba a los dirigentes de la N.K.V.D. (la policía secreta comunista), esco­ gidos en los estratos más bajos de la sociedad, para realizar continuas purgas en la burocracia gobernante, permitiéndoles el acting out de su frustración ante los privilegios de la Nueva Clase. Finalmente, en 1938, la burocracia gobernante, que había sido incapaz de estabilizarse como fuerza frente a la autoridad personal de Stalin (aun los miembros del Politburó eran arrestados al azar), contraatacó y obligó a Stalin a transferir la mayor parte de su poder ejecutivo real al Politburó qua cuerpo colegiado. Las purgas luego de la Segunda Guerra Mundial (la campaña antisemita, el affair de los mé­ dicos, etc.) fueron entonces un último intento desesperado de Stalin de concentrar poder “efectivo” en sus manos nue­ vamente: un intento que culminó con su muerte.

Slavoj Zizek En el ejercicio del poder habitualmente distinguimos entre la re­ presión directa (la violencia o sus amenazas) y la hegemonía ideo­ lógica. ¿Qué tiene que decir la teoría lacaniana acerca de la violencia política, acerca de la oposición entre violencia y consenti­ miento no violento? 302

La conocida paradoja de violencia (social-simbólica) es que la violencia suprema ya no es experimentada como vio­ lencia, dado que determina el “color específico” del horizon­ te mismo dentro del cual algo debe ser percibido como violencia. La tarea del análisis dialéctico, por ende, es volver visible la violencia que mantiene el marco neutro, “no violen­ to”, que es luego perturbado por las irrupciones de violencia (empírica), el estándar según el cual medimos el grado de violencia. Cuando somos capaces de percibir esta violencia fundamental como violencia, el primer paso hacia la libera­ ción efectiva ya ha sido dado. (La lección del psicoanálisis lacaniano es, desde luego, que esta coincidencia de la más alta forma de violencia con la ausencia de violencia sólo puede ocurrir dentro del universo simbólico, es decir, en un orden donde la ausencia misma de determinación funciona como determinación positiva.) Esta paradoja nos permite dar una explicación precisa del concepto de hegemonía: estamos ante el efecto de hegemonía, esto es, un elemento ejerce hegemonía sólo cuando ya no es percibido como usurpador que ha subordinado violentamen­ te a todos los demás elementos para así comandar todo el campo, sino como marco neutral cuya presencia es algo sis­ temático; “hegemonía” designa la violencia usurpadora cuyo carácter violento es superado. El discurso democrático ejer­ ce hegemonía cuando incluso sus oponentes aceptan tácita­ mente su lógica subyacente, y recurren a ella en sus argumentos en contra de la democracia. En este contexto de­ beríamos poder abordar también el problema de los acting out llamados “terroristas”, de los intentos desesperados de libe­ rarse del doble vínculo del discurso hegemónico en el cual la violencia más cruda pasa por consenso y diálogo no violento;

303 Toma de partido: una autoentrevista el verdadero blanco de los acting out “terroristas” es la violen­ cia implícita que sustenta el marco neutral, no violento. Lo que se abre aquí es otra conexión con Derrida, con su motivo de la violencia performativa “ilegítima”, constitutiva del Sentido mismo, del orden legítimo mismo que retroacti­ vamente lo vuelve invisible o lo legitímiza (lo que en última instancia es equivalente). La violencia suprema reside en este círculo vicioso de un acto que establece el orden, el cual re­ troactivamente vuelve invisible ese acto en su dimensión de violencia constitutiva. En otras palabras, la violencia suprema consiste en la anulación de la doble inscripción de un únicoy mis­ mo acto: del acto que funda, produce, el Orden simbólico y (re)aparece dentro de este orden como uno de sus elementos, legitimado, fundado por él. La pregunta por los “orígenes” es, por tanto, el punto traumático de todo orden legal: es lo que ese Orden debe “reprimir primordialmente” si ha de mantener su carácter de Orden. En este sentido, la “dialécti­ ca” designa el esfuerzo por exhumar, volver visible nueva­ mente, esta violencia constitutiva cuya “represión” es coextensiva con la existencia misma del Orden.15 Además, el psicoanálisis nos vuelve sensibles al contraste potencial entre la estructura manifiesta de dominación y las relaciones efectivas de poder. La más famosa escena en Bajos instintos -el interrogatorio policial a Sharon Stone con el no­ torio cruce de piernas, cuando, por un instante, entrevemos (o no) su vello púbico- merece su fama por su inversión de lo que parece ser una estructura típica de dominación, de rela­ ción de poder (una mujer expuesta a la mirada de los interro­ gadores masculinos que la bombardean a preguntas): el sujeto mismo que ocupa la posición de víctima tiene la situa­ ción totalmente bajo control, y juega con los interrogadores como un gato con ratones... 15. Véase Jacques Derrida, “Forcé of law: The mystical foundation of authority”, en Deconstruction and the Possíbility ofjustice, Nueva York, Routledge, 1992. Véase una articulación diferente (lacaniana) de una línea si­ milar de pensamiento en el capítulo 5 de Slavoj Zizek, Porque no saben lo que hacen, Buenos Aires, Paidós, 1998.

Slavoj Zizek En cuanto al análisis del ejercicio del poder, a menudo se insiste en el paralelo entre la opresión racial y la sexual, entre racismo y sexismo... 304

...olvidando su diferencia estructural fundamental: el hom­ bre y la mujer no son dos “razas” de la humanidad del mismo modo en que lo son diferentes comunidades étnicas. Estas es­ tán estructuradas según el principio de identificación del gru­ po con la Cosa étnica; es por ello que entrañan la noción de vida comunitaria independiente, no antagónica. La diferencia sexual, en cambio, es radicalmente “antagónica”, es decir, la posición de cada sexo se define por su relación antagónica con el sexo opuesto. Si ha de establecerse un paralelo es más bien entre la diferencia sexual y algunos antagonismos básicos que escinden una comunidad (la diferencia de clase, por ejemplo). La identidad sexual se vuelve efectivamente “nacionalista” só­ lo en aquellas formas del feminismo radical basadas en la ca­ pacidad de las mujeres para reproducirse sin la fertilización masculina; en este caso, las mujeres se constituirían efectiva­ mente en “raza” por derecho propio. Por otra parte, la estra­ tegia antirracista que apunta a la emancipación de nuestra propia comunidad a través del apartheid, de la separación cul­ tural, económica, etc., de la comunidad dominante (la estrate­ gia de la Nación Musulmana Afroamericana, por ejemplo) necesariamente entraña la afirmación patriarcal de la subordi­ nación femenina dentro de nuestra propia comunidad (“cada sexo en su lugar”). D e l pa tr ia r c a d o a l c in is m o

Uno de los motivos recurrentes de su obra es que elfimdamentalismo patriarcal-identitario ya no es el verdadero enemigo en la actualidad... Estoy tentado a arriesgar la hipótesis de que hoy, en el ca­ pitalismo tardío, el modelo hegemónico ya no es la familia

305 Toma de partido: una autoentrevista patriarcal con hijos sino, más bien, la pareja contractual. El hijo ya no es un complemento que completa la familia convir­ tiéndola en un todo armonioso, sino un suplemento perturba­ dor que debe ser desechado lo más pronto posible. La crítica habitual del patriarcado fatalmente desatiende el hecho de que hay dos padres. Por una parte, está el padre edípico: el padre simbólico muerto, el Nombre-del-Padre, el padre de la Ley que no goza, que ignora la dimensión del go­ ce; por otro lado, está el padre “primordial”, la obscena figu­ ra anal superyoica que es real y está vivo, el “Amo del Goce”. En el nivel político, esta oposición coincide con la que existe entre el Amo tradicional y el Líder moderno (“totalitario”). En todas las revoluciones emblemáticas, desde la francesa hasta la rusa, el derrocamiento del antiguo régimen impoten­ te del Amo simbólico (el rey francés, el zar) terminó en el go­ bierno de una figura mucho más represiva de padre-Líder “anal” (Napoleón-Stalin). El orden de la sucesión descripto por Freud en Tótemy Tabú (el asesinado Padre-Goce primor­ dial vuelve bajo la forma de la autoridad simbólica del Nom­ bre) está, pues, invertida: el depuesto Amo simbólico vuelve como el Líder obsceno-real. En síntesis, Freud fue víctima de una suerte de ilusión de perspectiva: el “padre primordial” es un fenómeno posterior, eminentemente moderno, post-revolucionario, el resultado de la disolución de la autoridad simbólica tradicional. En la actualidad, los “padres primordiales” abundan en los movimientos políticos totalitarios, así como en las sectas New Age. David Koresh, el líder de la secta dravidiana asesi­ nado por el FBI en Waco (Texas) en 1993, implemento la re­ gla fundamental del padre freudiano primordial: el comercio sexual con las mujeres es su exclusiva prerrogativa, es decir, el sexo está prohibido para los demás hombres. Esto arroja nue­ va luz sobre el famoso sueño freudiano en el cual un hijo muerto se le aparece al padre y pronuncia un horrible repro­ che: “Padre, ¿no puedes ver que me estoy quemando?”, cuyo verdadero significado, desde luego, es “Padre, ¿no puedes ver que estoy gozando?”. En otras palabras, estamos ante un sus­

Slavoj Zizek piro de alivio: “¡Gracias a Dios, mi padre no puede verlo!” Só­ lo un padre simbólico muerto deja espacio para el goce; el pa­ dre “anal”, el “Amo del Goce”, que puede verme también cuando gozo, obtura completamente mi acceso al goce. El padre simbólico qua muerto -es decir, ignorante del gocenos permite mantener a raya los fantasmas que estructuran nuestro goce, guardar un mínimo de distancia entre ellos y el espacio social; mientras que el padre obsceno “anal” anima directamente el soporte fantasmático de nuestro ser, que in­ mediatamente invade todo el campo social. 306

Otro leitmotiv en su obra, complementario del precedente, es que hoy el verdadero enemigo ideológico es la actitud no identitaria (\post-ideológica” de la distancia cínica. Sin embargo, cuando conce­ bimos el mundo actual como la era del cinismo, en la cual nadie toma seriamente el código ético predominante, ¿no caemos inevitable­ mente en la típica trampa ideológica de peiribir erróneamente la época precedente como un tiempo de costumbres auténticas, cuando la gente creía aún plenamente en sus códigos simbólicos y los toma­ ba en serio; en términos de Hegel: como el tiempo en que los indi­ viduos estaban inmediatamente inmersos en su sustancia ética? ¿No es la noción de “viejos tiempos”una ilusión retrospectiva par excellencef En cuanto a la percepción errónea de los tiempos pasados como la era de la “inmediatez” ingenua, La edad de la inocen­ cia, de Edith Wharton, pone las cosas en una perspectiva ade­ cuada. Aunque se trata de una obra canónica de arte elevado, La edad de la inocencia se acerca al melodrama con la inversión que se produce en las últimas páginas de la novela, cuando el héroe se entera de que su supuestamente ignorante e inocen­ te esposa sabía que su verdadero amor era la fatal condesa Olenska. La edad de la inocencia es la historia de un rico abogado en la Nueva York del siglo XIX, comprometido con la hija de una rica familia, que lo ama con toda la inocencia de una mu­ chacha inexperta; él se enamora apasionadamente de una mu­

Toma de partido: una autoentrevista 301 jer de más edad, la condesa Olenska, que ha vuelto de Euro­ pa luego de divorciarse y, por esa razón, no es totalmente aceptada en la alta sociedad. Los dos amantes comprenden que no hay lugar para su amor en el espacio social-simbòlico existente de rígida etiqueta y rígidas reglas de juego, y que no hay otro lugar adonde escapar, ningún lugar utópico donde su amor pueda florecer sin restricciones, de modo que renun­ cian a él: la condesa parte rumbo a París nuevamente, mien­ tras el héroe se casa con , su joven novia y se integra completamente a su sociedad. Al final, luego de la muerte de su esposa, el héroe y su hijo (él mismo un joven y exitoso hombre de negocios) van a París, donde tienen planeado vi­ sitar a la condesa Olenska. Eri el camino, el hijo le dice al hé­ roe que sabe que están a punto de visitar al amor trunco de su vida: su madre le contó todo al respecto mucho tiempo an­ tes... Al enterarse, el héroe decide no visitar a la condesa. En esto reside la “inocencia” de la esposa: lejos de ser una ingenua perfectamente inconsciente de las emociones de su novio, ella sabe todo y, sin embargo, persiste en su rol de in­ genua, salvaguardando así la felicidad de su matrimonio; si el esposo hubiera sabido que ella sabía, su felicidad no habría si­ do posible. Para comprender la “inocencia” del título de la novela correctamente es necesario introducir la noción lacaniana del gran Otro qua campo de la etiqueta y las aparien­ cias sociales: la “edad de la inocencia” no es la edad de la aceptación ingenua e inmediata de la etiqueta social, sino aquella en la cual la etiqueta tenía una influencia tan fuerte en los individuos que, incluso en la esfera más íntima de las relaciones amorosas, las apariencias eran mantenidas; uno no se sacaba la máscara. La “inocencia” de la esposa consistía en su compromiso sin reservas con las apariencias sociales: en cierto sentido, las tomaba más seriamente que a las emocio­ nes. El punto no es entonces que su confianza ingenua fuera fingida: ella confiaba completa y sinceramente en la superfi­ cie de la etiqueta social. Una de las posibles lecturas erróneas de La edad de la ino­ cencia es que el héroe, al enterarse de que su esposa muerta

Slavoj Zizek sabía, cambia totalmente la dirección de su deseo: el noble acto de ella -su fingida ignorancia- la eleva retrospectivamen­ te a objeto verdadero de su deseo, y es por ello que renuncia a la condesa Olenska, aunque ahora ésta es finalmente acce­ sible para él. Por el contrario, habría que insistir en que, en cierto sentido, es sólo ahora que la condesa Olenska es plenamen­ te confirmada como el objeto absoluto del deseo del héroe; al no vi­ sitarla, el héroe repite el gesto de “inocencia” de su esposa, y sacrifica el objeto a la etiqueta social. En resumen, el objeto de deseo es confirmado como absoluto sólo a través de su sa­ crificio. 308

Volvamos al cinismo: ¿cómo, entonces, evita Lacan la Escila de la distancia cínica que concibe el lenguaje como un medio meramen­ te externo que puede ser inanipulado, sin acercarse demasiado a la Caribdis de la creencia ingenua en su poder perfiormativo? Cuando se les preguntó acerca de su actitud respecto de los Estados Unidos, los miembros del grupo post-punk eslo­ veno Laibach contestaron: “Como los estadounidenses, cree­ mos en Dios, pero, a diferencia de ellos, no confiamos en Él” (una alusión a la inscripción en los billetes de dólar, desde luego). En la medida en que Dios es uno de los nombres del gran Otro, esta afirmación paradójica traduce adecuadamen­ te la actitud lacaniana respecto del gran Otro del lenguaje: un lacaniano no es un cínico que sólo reconoce el goce; cuenta con la eficiencia del gran Otro, aunque no confía en él, dado que sabe que está tratando con un orden de semblante... Entonces, en un examen más minucioso, ¿cómo hemos de conce­ bir la fiorma “posmoderna” de la subjetividad:! En La ventana indiscreta (Rear Window), de Hitchcock, la relación de James Stewart con lo que ve a través de la venta­ na está referida por lo general a la centralidad de su m iradaestá en juego su posición de dominación (o impotencia) res­ pecto de lo que ve, los fantasmas que proyecta en ese más

309 Toma de partido: una autoentrevista allá, etc. Sin embargo, hay otra dimensión, la dimensión que se corresponde perfectamente con lo que Lacan designaba con el término “la inmixión de los sujetos” [immixion des sujets]-, para la mirada privilegiada de James Stewart, la realidad social es develada como la coexistencia de la pluralidad de destinos individuales o familiares. Cada una de estas unidades forma su propio universo de significación exclusivo, con sus esperanzas y sus penas, de modo que aunque coexisten como partes del mismo mecanismo global, son completamente in­ conscientes una de otra; lo que las mantiene unidas no es un eje común más profundo de significado, sino numerosas co­ lisiones contingentes, “mecánicas”, que producen efectos lo­ cales de sentido (la melodía del compositor le salva la vida a Miss Lonelyhearts, etc.). Para la experiencia de la “inmixión” es crucial esta noción de sentido como efecto local de un sinsenti­ do global: el entremezclado de las vidas individuales es experi­ mentado como un mecanismo ciego en el cual, a pesar de la falta de todo propósito regulador del flujo de acontecimien­ tos, “todo funciona”, de modo que la visión de la totalidad proporciona una experiencia enigmática, extrañamente apa­ ciguante, casi mística. En un nivel tecnológico más elevado se encuentra un efec­ to homólogo en Sliver: un millonario excéntrico, poseedor de un gran edificio de apartamentos, instala en cada uno de és­ tos cámaras ocultas de televisión, de manera que él puede ob­ servar en las múltiples pantallas de su guarida lo que ocurre en los espacios más íntimos, más privados, de su edificio: re­ laciones sexuales, corrupción de menores, problemas finan­ cieros ocultos... Como en La ventana indiscreta, sin embargo, la “inmixión de los sujetos” está vinculada a una mirada voyeurista central que es parte de la realidad diegética: la mira­ da del millonario en su seguro refugio. La gran revolución de Robert Altman es que independiza este efecto de inmixibilidad de la mirada diegética privilegia­ da. Esta tendencia, que se expresó primero en Nashvitte, al­ canza su culminación en Vidas cruzadas (Short Cuts). Los destinos de nueve grupos particulares (en su mayoría, fami­

Slavoj Zizek lias) son reunidos no por la mirada de algún voyeur oculto, si­ no por helicópteros que fumigan insecticida sobre Los Ange­ les, una metáfora de la decadente megalópolis. Estos nueve hilos se entrelazan de maneras totalmente contingentes, de modo que el mismo hecho adquiere significados absoluta­ mente inconmensurables a través de su inscripción en series heterogéneas. Un niño atropellado por el auto de Lily Tomlin, por ejemplo: este accidente instaura la reconciliación de Tomlin con su marido borracho, la tragedia en la familia del chico, una extraña amistad entre los inconsolables padres y el pastelero que los acosa por haber olvidado la torta de cum­ pleaños del niño (Lyle Lovett), la confesión obscena, fuera de lugar, del abuelo del niño (Jack Lemmon) al padre del niño, el inesperadamente cálido contacto del abuelo con la pareja afroamericana en el hospital, etc. (En un relato de ciencia fic­ ción, esta lógica de la inconmensurabilidad es llevada al extre­ mo: en el futuro cercano, los científicos descubren que el cometa que anunció el nacimiento de Cristo en el cielo de Be­ lén era la huella de una gigantesca catástrofe cósmica, la des­ trucción de una civilización noble y altamente desarrollada.) El tema de Vidas cruzadas, por tanto, no es el fracaso o la imposibilidad de la comunicación sino, más bien, su carácter contingente en extremo: simultáneamente hay demasiada y demasiado poca comunicación, dado que el contacto siempre se produce como un subproducto imprevisto. Lo que Altman ofrece es el más conciso retrato de la inmiscibilidad “posmo­ derna”, tardocapitalista, de los sujetos, donde la colectividad ya no es experimentada como un Sujeto colectivo ni como un Proyecto global, sino como un mecanismo impersonal, sin sentido, que produce, como resultados locales y contingen­ tes, sentidos múltiples y radicalmente inconmensurables. 310

¿Cuál es el destino de la sexualidad en todo esto? Uno de los lu­ gares comunes es hoy que el contacto seocual real con un “otro real” está perdiendo cada vez más ten-eno en beneficio del goce mastur­ batorio, cuyo único soporte es un otro virtual: sexo telefónico, por­ nografía, hasta “sexo virtuaV computarizado...

311 Toma de partido: una autoentrevista La respuesta lacaniana a esto es que, “antes” de llegar al sexo virtual, primero tenemos que exponer el mito del “sexo real”, que supuestamente es posible. La tesis de Lacan de que “no hay relaciones sexuales” significa precisamente que la es­ tructura del acto sexual “real” (el acto con una pareja de car­ ne y hueso) es ya intrínsecamente fantasmática -el cuerpo “real” del otro sirve sólo como soporte para nuestras proyec­ ciones fantasmáticas- En otras palabras, el “sexo virtual” en el cual un guante simula los estímulos de lo que vemos en la pantalla, etc., no es una distorsión monstruosa del sexo real; simplemente pone de manifiesto su estructura fantasmática subyacente. B

o s n ia

Tasemos ahora del caso universal al casoparticular de violencia: la guetra en Bosnia. Uno de los motivos recumntes en los medios es la compasión por las víctimas de la guetra de Bosnia... En el excelente relato de Patricia Highsmith “La tortuga de agua dulce” (de su primera antología, Once), la madre de un chico de ocho años lleva a su casa una tortuga de agua dul­ ce que planea cocinar para la cena. Para que la carne de la tortuga tenga buen sabor- tiene que hervirla viva, y esto es lo que lleva a la catástrofe: en presencia de su hijo, la madre echa la tortuga en el agua hirviendo y cubre la cacerola con una tapa; la desesperada tortuga se aferra al borde de la cace­ rola con sus patas delanteras, levanta la tapa con su cabeza y se asoma; por un instante, antes de que la madre vuelva a su­ mergirla en el agua hirviendo con una cuchara de cocina, el hijo capta la mirada desesperada del animal agonizante; el impacto traumático de esa mirada lo lleva a apuñalar a su ma­ dre con un cuchillo de cocina... El elemento traumático es, pues, la mirada del otro inerme -niño, animal-, que no sabe por qué algo tan horroroso y sin sentido está sucediéndole: no la mirada de un héroe deseoso de sacrificarse por una

Slavoj Zizek Causa, sino la mirada de la víctima perpleja. Y en Sarajevo es­ tamos ante la misma mirada despavorida. No basta con decir que Occidente sólo observa pasivamente la masacre en Sara­ jevo y no quiere actuar, o siquiera comprender lo que está su­ cediendo en realidad: los verdaderos observadores pasivos son los propios ciudadanos de Sarajevo, que sólo pueden pre­ senciar los horrores a los cuales son sometidos sin ser capa­ ces de comprender cómo algo tan horrible es posible. Esta mirada nos vuelve a todos culpables. . La compasión por la víctima es precisamente el modo de evitar la insoportable presión de esta mirada. ¿Cómo? Los ejemplos de “compasión con el sufrimiento en Bosnia”, que abundan en nuestros medios, ilustran perfectamente la tesis de Lacan sobre la naturaleza “reflexiva” del deseo humano: el deseo es siempre deseo de un deseo. Es decir, lo que estos ejemplos presentan sobre todo es que la compasión es el mo­ do de mantener una distancia apropiada respecto de un vecino en problemas. Recientemente, los austríacos organizaron una gran colecta en ayuda de la ex Yugoslavia con la divisa “Nachbar im Notí” (¡Vecino en problemas!). La lógica subyacente de esta divisa era clara para todos: debemos pagar para que nuestros vecinos sigan siendo vecinos a una distancia apro­ piada, y no vengan a nosotros. En otras palabras, nuestra compasión, precisamente en la medida en que es “sincera”, presupone que en ella, nos percibimos en la forma que nos parece agradable: la víctima es presentada para que nos guste vemos en la posición desde la cual la observamos... 312

Entonces, ¿cuál es el estatuto de las “arcaicas pasiones étnicas” balcánicas, habitualmente evocadas a propósito de la guerra en Bos­ nia? En Porque no saben lo que hacen, analizo la conocida histo­ ria de una expedición antropológica que trata de entrar en contacto con una tribu salvaje en la jungla de Nueva Zelanda que, supuestamente, ejecuta una terrible danza guerrera con grotescas máscaras. Cuando llegan a la tribu por la noche, les

313 Toma de partido: una autoentrevista piden que bailen para ellos, y la danza que ejecutan la maña­ na siguiente corresponde a la descripción; satisfecha, la expe­ dición vuelve a la civilización y escribe un elogiado informe sobre los ritos salvajes de los primitivos. Poco tiempo des­ pués, sin embargo, otra expedición llega a la tribu y aprende a hablar su lengua correctamente; se demuestra que la terri­ ble danza no existe en sí misma: en sus discusiones con el pri­ mer grupo de exploradores, los aborígenes de algún modo adivinaron rápidamente lo que querían los extranjeros, y en la noche siguiente a su llegada la inventaron especialmente para ellos, para satisfacer su demanda... En síntesis, los explo­ radores recibieron su propio mensaje de vuelta de los aborí­ genes, en su forma invertida y verdadera. En esto consiste el señuelo que debe disiparse si se preten­ de entender la crisis yugoslava : no hay nada autóctono en sus “conflictos étnicos”; la mirada de Occidente estaba incluida en ellos desde el principio. David Owen y sus compañeros son la versión actual de la expedición a la tribu neocelandesa; actúan y reaccionan exactamente del mismo modo, pasando por alto que todo el espectáculo de los “viejos odios que emergen repentinamente en su crueldad primordial” es la danza puesta en escena para sus ojos, una danza de la cual Occidente es enteramente responsable.

Entonces, ¿por qué Occidente acepta esta narración del “estalli­ do de pasiones étnicas”? Durante mucho tiempo, los “Balcanes” han sido uno de los sitios privilegiados de investimientos fantasmáticos en po­ lítica. Gilíes Deleuze dijo: “si vous étespris dans le reve de Vautre, vous étes foutu” (si quedas atrapado en el sueño de otro, estás perdido). En la ex Yugoslavia, estamos perdidos no por­ que nuestros sueños y mitos primitivos nos impidan hablar el lenguaje iluminista de Europa, sino porque pagamos con vi­ das el precio de ser el tema de los sueños de otros. El fantas­ ma que organizó la percepción de la ex Yugoslavia es que los “Balcanes” son el Otro de Occidente: el lugar de salvajes con­

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Slavoj Zizek flictos étnicos superados hace ya mucho tiempo por la Euro­ pa civilizada; un lugar donde nada es olvidado ni aprendido, donde los viejos traumas son desplegados una y otra vez; donde el lazo simbólico está simultáneamente devaluado (decenas de ceses de hostilidades son violados) y sobreva­ luado (las primitivas nociones guerreras de honor y orgu­ llo). En este contexto, una multitud de mitos han florecido. Para la “izquierda democrática”, la Yugoslavia de Tito era el espejismo de la “tercera posición” de la autogestión más allá del capitalismo y el socialismo de Estado; para los delicados hombres de la cultura, era la tierra exótica de la renovadora diversidad, folclórica (los filmes de Makavejev y Kusturica); para Milán Kundera, el lugar donde el idilio de Mittekuropa se funde con el barbarismo oriental; para la Realpolitik occi­ dental de fines de la década de 1980, la desintegración de Yu­ goslavia funcionó como una metáfora de lo que podía suceder con la Unión Soviética; para Francia y Gran Breta­ ña, resucitó el fantasma del cuarto Reich alemán que pertur­ baba el delicado equilibro de la política europea. Detrás de todo esto se ocultaba el trauma primordial de Sarajevo, de los Balcanes como el polvorín que amenazaba encender toda Eu­ ropa... Lejos de ser el Otro de Europa, la ex Yugoslavia era Europa misma en su Otredad, la pantalla en la cual Europa proyectaba su propio reverso reprimido. Entonces, ¿cómo no hemos de recordar, a propósito de esta mirada europea sobre los Balcanes, el dicho de Hegel de que el Mal no reside en el objeto percibido como malo, sino en la mirada inocente que percibe el Mal en todas partes? El principal obstáculo para la paz en la ex Yugoslavia no son las “arcaicas pasiones étnicas”, sino la mirada inocente de Euro­ pa fascinada por el espectáculo de esas pasiones. Contra el lu­ gar común de la prensa actual acerca de los Balcanes como el manicomio de vehementes nacionalismos, donde las reglas racionales de comportamiento están suspendidas, uno debe señalar una y otra vez que los movimientos de todos los agen­ tes políticos en la ex Yugoslavia, por reprensibles que puedan

315 Toma de partido: una autoentrevista ser, son totalmente racionales dentro de los objetivos que quieren alcanzar; la única excepción, el único verdadero fac­ tor irracional, es la mirada de Occidente parloteando acerca de las pasiones étnicas arcaicas. ¿Por qué Occidente está tan fascinado por la imagen de Saraje­ vo, esa ciudad-víctima par excellencef Sin la economía libidinal de esta victimización, no es posi­ ble explicar lo que ha sucedido en Sarajevo en los últimos dos años. La ubicación geográfica misma de la ciudad es significati­ va: Sarajevo está lo bastante lejos para no ser percibida como parte de Europa occidental propiamente dicha; está teñida por la exótica mística balcánica, aunque está lo bastante cer­ ca para hacernos temblar al pensarlo (un tema permanente de los medios europeos es “¡Piénsese que no se trata de un dis­ tante país del Tercer Mundo; aquí, tan cerca del corazón de Europa, a menos de dos horas de vuelo de nosotros, están ocurriendo semejantes horrores!”). Entonces, ¿cómo proce­ dió Occidente en este caso? Según Alenka Zupancic, miembro de círculo lacaniano es­ loveno, autora de un perspicaz análisis, Occidente proporcio­ nó la dosis justa de ayuda humanitaria para que la ciudad sobreviviera, ejerció justo la presión necesaria sobre los ser­ bios para evitar que ocuparan la ciudad; sin embargo, esa pre­ sión no fue lo bastante fuerte para interrumpir el sitio y permitirle a la ciudad respirar libremente, como si el deseo inconfesable fuera preservar Sarajevo en un bloqueo atempo­ ral, entre dos muertes, bajo la forma de un muerto vivo, una víctima eternizada en su sufrimiento. Hace mucho, Lacan llevó nuestra atención al rasgo fundamental del fantasma sadiano, la eternización del sufrimiento: la víctima -en general, una joven, hermosa, inocente mujer- es interminablemente torturada por aristócratas decadentes y, sin embargo, conser­ va milagrosamente su belleza y no muere, como si, más allá o por debajo de su cuerpo material, poseyera otro, etéreo, su­

Slavoj Zizek blime. El cuerpo de Sarajevo es tratado como un cuerpo fan­ tasmal, eternizado en la fijeza de su sufrimiento, fuera del tiempo y del espacio empírico. Es interesante el marco general que subyace a esta percep­ ción de Sarajevo: la ciudad no es sino un caso especial de lo que es quizás el rasgo clave de la constelación ideológica que caracteriza nuestra época de triunfo mundial de la democra­ cia liberal: la universalización de la noción de víctima. La prue­ ba definitiva de que estamos ante ideología en su forma más pura es proporcionada por el hecho de que esta noción de víctima es vivida como extraideológica par excellence: la ima­ gen habitual de la víctima es la de un niño o mujer inocenteignorante que paga el precio de las guerras por el poder político-ideológico. ¿Hay algo más “no-ideológico” que este dolor del otro en su presencia desnuda, muda, palpable? Es­ te dolor, ¿acaso no vuelve insignificantes todas las Causas ideológicas? Esta mirada perpleja de un niño famélico o he­ rido que se dirige a la cámara, perdida e inconsciente de lo que está sucediendo alrededor -una niña somalí hambrienta, un muchacho de Sarajevo cuya pierna ha sido arrancada por una granada-, es hoy la imagen sublime que cancela todas las demás imágenes, la primicia tras la cual están todos los repor­ teros gráficos. La victimización está, pues, universalizada; va desde el abuso sexual y el acoso a las víctimas del sida; del cruel desti­ no de los sin hogar a los expuestos al humo de cigarrillo; de los niños famélicos de Somalia a las víctimas del bombardeo de Sarajevo, de los animales que sufren en los laboratorios a los árboles que perecen en las selvas tropicales. Es parte de la imagen pública de una estrella de cine o de rock tener su víc­ tima favorita: Richard Gere, el pueblo del Tíbet, víctimas del gobierno comunista; Elizabeth Taylor, las víctimas del sida; la última Audrey Hepburñ, los niños de Somalia; Vanessa Redgrave, los niños que sufren en la guerra civil de la ex Yugoslavia; Sting, la selva tropical; hasta la ya mayor Brigitte Bardot en Francia, preocupada por el cruel destino de los animales muertos por su piel... El caso de Vanessa Redgrave es ejem316

311 Toma de partido: una autoentrevista piar: la vehemente trotskista que ha empezado a hablar re­ pentinamente el lenguage de la victimización abstracta, evi­ tando, como el vampiro evita la ristra de ajos, un análisis concreto de la política que condujo a los horrores en Bosnia. No es sorprendente que, de lejos, el mayor éxito de la músi­ ca clásica de los últimos años (dos millones de CD vendidos en Europa) haya sido la Tercera Sinfonía de Henryk Górecki, un largo lamento sobre el destino de todas las posibles vícti­ mas, adecuadamente subtitulado “Sinfonía de las canciones dolorosas”. La filosofía misma fue rápida en su contribución a esta victimización universal: en su Contingencia, ironía y so­ lidaridad Richard Rorty, el filósofo del pluralismo liberal-de­ mocrático, define al hombre como tal como víctima potencial, como “algo que puede ser herido”. Entonces, ¿qué es lo erróneo, qué oculta esta imagen fantasmal de la víctima? La imagen fantasmal, su paralizante poder de fascinación, contraría nuestra habilidad para actuar; como dijo Lacan, “atravesamos el fantasma” por medio de un acto. La ética “posmoderna” de la compasión con la víctima legitimiza la evasión, el interminable diferimiento del acto. Toda actividad “humanitaria” de ayuda a las víctimas, todo alimento, ropa y medicamentos para los bosnios, están allí para ocultar la ur­ gencia del acto. La multitud de éticas particulares que se mul­ tiplican hoy (la ética ecológica, la ética médica...) debe ser concebida precisamente como un esfuerzo por evitar la ética verdadera, la ética del ACTO como tal. Lo que encontramos es la tensión genuinamente dialéctica entre lo universal y lo particular: lejos de ejemplificar simplemente la universalidad a la que pertenece, lo particular establece una relación de an­ tagonismo con ella. ¿Y no sucede lo mismo con la afirmación posmoderna de la multitud de posiciones-sujeto contra el es­ pectro del Sujeto (denunciado como la ilusión cartesiana)? El muy publicitado “derecho a la diferencia” liberal-de­ mocrático y el antieurocentrismo aparecen en su luz verdade­

Slavoj Zizek ra: el otro del Tercer Mundo es reconocido como la víctima, es decir, en la medida en que es una víctima. El verdadero obje­ to de angustia es el otro ya no preparado para el rol de vícti­ ma; un otro de este tipo es rápidamente denunciado como “terrorista”, como “fundamentalista”, etc. Los somalíes, por ejemplo, sufren una verdadera escisión kleiniana en objeto “bueno” y “malo”; por una parte, el objeto bueno: víctimas pa­ sivas, sufrientes, niños y mujeres famélicos; por otra, el objeto malo: fanáticos caudillos que se preocupan más por su poder o sus objetivos ideológicos que por el bienestar de su propio pueblo. El otro bueno reside en la universalidad pasiva anóni­ ma de la víctima; cuando encontramos a un otro real/activo, siempre hay algo que reprocharle: ser patriarcal, fanático, in­ tolerante... Esta actitud ambigua frente a la víctima está inscripta en los fundamentos de la cultural estadounidense moderna; es discernible en Centauros del desierto (Searchers), de John Ford, y también en Taxi Driver, de Martin Scorsese: en ambos ca­ sos, el héroe se esfuerza por liberar a la víctima femenina de los lazos de Otro malvado (los indios americanos, el macró corrupto); sin embargo, la víctima parece resistirse a su pro­ pia liberación, como si encontrara un goce incomprensible en su propio sufrimiento. ¿Acaso no es el violento passage a Vacíe de Robert de Niro (Iravis) en Taxi Driver un estallido por medio del cual el sujeto evita la difícil situación de una víctima que se resiste a la liberación impuesta? ¿No es el mis­ mo atolladero libidinal el que se encuentra en- las raíces del trauma de Vietnam, donde los vietnamitas también resistieron de algún modo la ayuda estadounidense? ¿Y no es posible dis­ cernir la misma ambigüedad en la “políticamente correcta” obsesión masculina por la mujer como víctima del acoso se­ xual? Esta obsesión, ¿no está gobernada por un temor no re­ conocido de que la mujer de algún modo goce del acoso, de que pueda no ser capaz de mantenerse a una distancia pruden­ cial? ¿No se trata, una vez más, del miedo al goce femenino? (Casualmente, una de las contradicciones propias de los desconstruccionistas políticamente correctos es que, aunque 318

319 Toma de partido: una autoentrevista en el nivel del contenido enunciado saben muy bien que nin­ gún sujeto, ni siquiera el más repugnante racista o sexista, es totalmente responsable -y por tanto, culpable- de sus actos -es decir, la “responsabilidad” es una ficción legal que debe ser desconstruida-, en el nivel de la posición subjetiva de enunciación, tratan a los racistas y sexistas como si fueran to­ talmente responsables de sus actos.) La universalización de la noción de víctima condensa, pues, dos aspectos. Por una parte, hay una víctima del Tercer Mundo: la compasión por la víctima de los fanáticos caudillos fundamentalistas enmarca la errónea percepción demócrataliberal del Gran Cisma actual entre aquellos que están Aden­ tro (incluidos en la sociedad legal de bienestar y derechos humanos) y aquellos que están Afuera (desde los sin hogar de nuestras ciudades hasta los famélicos africanos y asiáticos). Por otra parte, la victimización paralela de los sujetos de las sociedades demócratico-liberales indica el cambio en el mo­ do predominante de subjetividad respecto de lo que es habi­ tualmente designado como “narcisismo patológico”: el Otro como tal es percibido cada vez más como amenaza potencial, como usurpador del espacio de mi identidad (fumando, rién­ dose con demasiada estridencia, dirigiéndome una mirada ávida...). No es difícil afirmar lo que esta actitud intenta elu­ dir desesperadamente: el deseo en tanto tal, que, como sabemos por Lacan, siempre es el deseo del Otro. El Otro plantea una amenaza en la medida en que es el sujeto del deseo, en la me­ dida en que irradia un deseo impenetrable que parece usur­ par el equilibrio aislado de mi “modo de vida”. Marx distinguía la economía política burguesa “clásica” (Ricardo) de la economía política “apologética” (de Malthus en adelante): los “clásicos” volvían visibles las antinomias inherentes a la economía capitalista, mientras que los “apólo­ gos” las barrían bajo la alfonbra. Mutatis mutandis, lo mismo puede afirmarse del pensamiento demócratico-liberal: alcan­ za una suerte de grandeza cuando despliega el carácter intrín­ secamente antinómico de su proyecto. Esta antinomia afecta sobre todo la relación entre universalismo y particularismo:

Slavoj Zizek el “derecho a la diferencia” universalista liberal encuentra su límite en el momento en que tropieza con la diferencia real. Basta con mencionar la clitoridectomía para marcar la madu­ rez sexual de la mujer, práctica de algunas partes de Africa oriental (o -un caso menos extremo- la insistencia de las mu­ jeres musulmanas en Francia a usar el velo en las escuelas es­ tatales): ¿qué sucedería si un grupo minoritario afirmara que esta “diferencia” es una parte indispensable de su identidad cultural y, en consecuencia, denunciara la oposición a la clito­ ridectomía como un ejecicio de imperialismo cultural, como la imposición violenta de los estándares eurocéntricos? ¿Có­ mo debemos decidir entre las afirmaciones en conflicto de los derechos individuales y la identidad del grupo cuando la iden­ tidad del grupo explica una parte sustancial de la identidad del in­ dividuo? La respuesta liberal estándar es, desde luego: que la mujer elija lo que quiere, a condición de que haya sido informada adecuadamente sobre el abanico de elecciones alternativas, de modo que sea plenamente consciente del más amplio contexto de su elección. La ilusión consiste en el implícito de que hay un mo­ do neutral de presentarle al individuo toda la gama de alter­ nativas: la comunidad particular amenazada necesariamente vive el modo concreto de esta adquisición de conocimiento sobre estilos de vida alternativos (educación obligatoria, por ejemplo) como una intervención violenta que amenaza su identidad. (Por esta razón, los amish de los Estados Unidos se resisten a la educación obligatoria de sus hijos: están en lo cierto cuando afirman que la asistencia a la escuela estatal co­ rroe su identidad de grupo.) En síntesis, no hay modo de evi­ tar la violencia: el medio más neutral de información que debería permitimos una elección totalmente libre ya está marcado por una violencia irreductible. 320

A Adorno, Theodor, 200, 272 desublimación represiva, 30-40 Dialéctica del Iluminismo (con Horkheimer), 219 Habermas y, 48 Minima Moralia, 90 revisionismo freudiano, 21-22, 24-30, 85 Althusser, Louis, 100, 272 interpelación ideológica, 94-96 “Lenin y la filosofía”, 100-101

Para leer El Capital, 253 temor a la no-existencia, 253 Altman, Robert Nashville, 309-310 Vidas cruzadas (Short Cuts), 195, 309-310 Andersen, Hans Christian “El traje nuevo del

emperador”, 93 Aristóteles, 199 Austen, Jane, 94 Austin, John L., 150

B

Bajtin, M. M., 88-89 Balibar, Etienne, 127 Bentham, Jeremy, 119 Bradley, A.C., 262 Brecht, Bertolt, 252 Buñuel, Luis Ese obscuro objeto del deseo, 146-148 Butler, Judith, 299-300 Byatt, A.S. Posesión (Possession), 283-284 C Campion, Jane La lección de piano (The Piano), 284-285 Chion, Michel, 177-180 Crisipo, 88

522

Slavoj Zizek

Cristianismo Elster, Jon, 105 Hegel sobre el, 65-71,77-80 Estoicos, 188, 203 Cronenberg, David M. Butterfly, 162-166 F Fenomenología (Flegel), 65 D Fichte, Johann Gottlieb, Dahl, Roald, 254 276, 279 de Laclos, Pierre Choderlos Ford, John Las relaciones peligrosas Centauros del desierto (Les liaisons dangereuses) , (Searchers), 318 110, 154 Forman, Milos, 252 de Quincey, Thomas, 121 Foucault, Michel, 294-295 Deleuze, Gilles, 139, 299-300, Frankfurt, Escuela de 313 freudo-marxismo, 28 Lògica del sentido, 81, 187Lacan y la, 85 188, 192-195, 196, 200, proceso psicoanalitico, 203,234 40-41 Derrida, Jacques retomo a Freud, 20-26, crítica a Lacan, 285-291 34 desconstrucción, 291-293 sustancia y sujeto, 57 Espectros de Marx, 293 Freud, Sigmund retorno a uno mismo, Causa, 52-53 283 contradicción y verdad, Violencia, 303 27-30 Dilthey, Wilhelm desublimación represiva, argumento de Habermas, 30-40 41,43 nominación, 79-80 Dostoievski, Fedor, 262-263 revisionismo, 20-26 Los hermanos Karamazov, Schreber, 37 130 y marxismo, 270-272 Drury, M., 256-257 Fromm, Erich, 21-22 Ducrot, Oswald, 150-151 Duras, Marguerite, 232 G Gadamer, Hans-Georg, 188 E Gilliam, Terry El asalto a la veì'dad Brazil, 104-105 (Masson), 17 Göring, Fiermann, 107-108

Indice analítico Gould, Stephen Jay, 266 H

Habermas, Jürgen ( proceso psicoanalítico, 41-48 subjetividad, 187-188 Hammet, Dashiell El halcón maltes (The Múltese Falcon), 191 Havel, Václav “El poder de los sin poder”, 102

Flawks, Floward El sueño eterno (The Big Sleep), 121-122 ITegel, GeorgW.F., causa y necesidad, 57-64 combatiendo los males, 293-294 conciencia de sí, 278-281 Cristianismo, 65-71 denuestos contra Kant, 278 espíritu, 298 Fenomenología, 65, 223-224 identidad, 55, 149 inversiones del género, 241-242 Jenaer Realphilosophie (Filosofía real), 79, 238 la noche del mundo, 187, 214 Lecciones de Historia de la Filosofía, 237-238 lógica del significante, 81-85 Mal, 314

323

memoria mecánica, 74-81 teleología, 280-281 universalidad, 220,223-224, 237-240 Heidegger, Martín, 151 comunicación, 188 el regalo, 288-289 metafísica ontoteológica, 240 ser-en-el-mundo, 274-275, 297 Highsmith, Patricia “La tortuga de agua dulce”, 311-312 Flimmler, Heinrich, 107-108 Hitchcock, Alfred, 94, 119-120, 262 Asesinato (Murder), 165 Festín diabólico (Rape), 123-124 La ventana indiscreta (Rear Window), 308-309 Los pájaros (The Birds), 262 Hölderlin, Johann, 297 Horkheimer, Max La dialéctica del Iluminismo (con Adorno), 219 Hunt, William Holman, 169-170 Husserl, Edmund, 203 Huxley, Aldous La eminencia gris, 129131 Hwang, David Henry, 163

324 I

Ivory, James and Ishmail Merchant Lo que queda del dia (The Remains of the Day), 202-203

Slavo] Zizek y las referencias culturales, 261-262 Kieslowski, Krzysztof, 254 Koresh, David, 305 Ku Klux Klan, 89, 131 Kundera, Milan, 101-104, 314

Jacoby, Russel, 30 L La amnesia social, 20, 30 La amnesia social (Jacoby), 20 James, RD. Lacan, Jacques amor cortés, 135-149, A Tastefor Death (Sabor a muerte), 141-142 153,159 Jameson, Fredric, 288 castración simbólica, 195Jordan, Neil 196, 200, 232 causa, 49-57 Eljuego de las lágrimas comunicación intersubjetiva, (The Crying Game), 158162, 167-168 187-188 comunidad de analistas, K 255-257 Kafka, Franz, 110 crítica de Derrida a, Kant, Immanuel, 46, 219 285-291 Antinomias, 233-234, cultura popular, 260-262 243 desexualización, 234-235 Crítica de la razón práctica, diferencias sexuales, 242-243 148 discordia de la psicosis, 36-37 Crítica de la razón pura, 215 Discurso de Roma, 49 Escuela de Frankfurt, 85 Estética, 152-153 ética, 110-11 ética, 110-111, 112-113 experiencia de lo existencia, 215-217 fantasma, 116, 127, 132, Sublime, 121 201-202, 277-278, 317 Idea reguladora, 292-293 goce cínico, 92 identidad, 217 gran Otro, 71-73, 117-118, imperativo, 99 126,249, 265-267, 297, sujeto descentrado, 307 275-278

índice analítico ideas cambiantes, 257-258 identificación, 97-98,116-117 incoherencia del deseo, 226, 229-231 inmixibllidad de los sujetos, 309 insoportable plus de gozar, 122 jouis-sense, 238 la carta siempre llega, 96 lo inasimilable, 114 lo real, 295-296 mujer, 162, 166-167 nominación, 78 psicoanálisis," 273-274 retorno a Freud, 38 significante fálico, 298-300 significante y significado, 84, 201-202 sujeto, 57-64, 275 superyó, 109-110 topología, 54 y deseo, 319-320 y el fantasma sadiano, 315-316 y Weininger, 213-214 Laclau, Ernesto, 222 Laibach, 116, 308 Lang, Fritz, 122 El secreto detrás de la puerta (Secret Beyond the Door), 267 Lenin, MI, 131-132 Longus Dafne y Cloe, 235-236 Lukács, George, 296 Lynch, David

325

Corazón salvaje (Wild at Heart), 155, 156, 179 Duna (Dune), 174-175, 176 El hombre elefante (The Elephant Man), 173 la lectura de Chion, 177-178 Prerrafaelismo, 171-173 Terciopelo azul (Blue Velvet), 171, 172,180-184 Twin Peaks, 170, 175 M Mad (revista), 240 Malcolm X, 220 Marcuse, Flerbert revisionismo freudiano, 22-23 Marx, Karl Derrida, 291 economía política, 319320 El Capital, 83 el Todo, 150 lucha de clases, 237 marxismo y psicoanálisis, 270-272 necesidad, 59-60 psicoanálisis y, 28 trabajo y vida social, 239 y Lafitte, 288 Masson, Jeffrey El asalto a la verdad, 17 McCumber, John The Company of Words, 81-82 Meinong, Alex, 188-189 Miller,Jacques-Alain, 19,255,258

Slavoj Zizek Milner, Jean-Claude, 94 Mi noche con Maud (Ma Minnelli, Vincent nuit chez Maud), 156-157 Los cuatro jinetes del Rorty, Richard, 125, 317 Apocalipsis (The Four Rosenberg, Alfred, 219 Horsemen of the Rossetti, Christina, 138 Apocalypse), 231 Rossetti, Dante Gabriel, Morris, jane, 184 138,184 Morris, William, 184 Rostand, Edmond Mozart, Wolfgang A. Cirano de Bergerac, 154-155 Costfan turn, 72, 190, 203 Russell, Bertrand, 189 Munch, Edvard, 227 S N Sacher-Masoch, Leopold Noyce, Phillip von, 140 Sliver, 309 Schelling, Friedrich, 188-189, 279 O Tratado de la libertad, 297 Orwell, George Schnittke, Alfred 1984, 251 La vida con un idiota (Life with an Idiot), 105 P Scorsese, Martin Parménides, 274 Taxi driver, 318 Pascal, Blaise, 94 Sellars, Peter, 191 Pensamientos, 203 Shakespeare, William Platón, 187, 273 Coriolano, 126-127 Poe, Edgar Allan, 152 Hamlet, 124-125 “La carta robada”, 120 Macbeth, 261-262 Ricardo II, 177-178 R Shelley, Mary Reiner, Rob Frankenstein, 160 Algunos hombres buenos (A Siddal, Elizabeth, 138 Few Good Men), 87, 131 Socrates, 273 Rendell, Ruth Spielberg, Steven, 267-269 La alfombra del rey Jurassic Park, 267-268 Salomón (King Salomon ’s Stalin, Joseph, 92, 131, 301 Carpet), 72-73 analistas lacanianos, 256 Rohmer, Eric Stendhal 326

Indice analítico Rojo y negro, 298 T The Company of Words (McCumber), 81-84 Truffaut, François La noche americana (La nuit américaine) , 156 W Wagner, Richard Parsifal, 184, 226 Weininger, Otto, 204, 244245 antisemitismo, 219-220 lucha por la identidad, 216-217 mujer dominada por la

321

sexualidad, 205-214, 226 Sexo y carácter, 183-184, 205-206 y Lacan, 213-215 Welles, Orson, 107 El ciudadano (Citizen Kane), 107,261. Wharton, Edith La edad de la inocencia, 306-308 Wittgenstein, Ludwig, 256-257 Tractatus Logico-Philosophicus, 189 Woolf, Virginia, 94 Z Zupancic, Alenka, 315