Tropper Jonathan - Todo Cambia

Jonathan Tropper TODO CAMBIA JONATHAN TROPPER Todo cambia Para mis padres, con amor. JONATHAN TROPPER Todo cambi

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TODO CAMBIA

JONATHAN TROPPER

Todo cambia

Para mis padres, con amor.

JONATHAN TROPPER

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ÍNDICE Capítulo 1..........................................................4 Capítulo 2..........................................................11 Capítulo 3..........................................................15 Capítulo 4..........................................................19 Capítulo 5..........................................................25 Capítulo 6..........................................................28 Capítulo 7..........................................................35 Capítulo 8..........................................................40 Capítulo 9..........................................................46 Capítulo 10........................................................49 Capítulo 11........................................................54 Capítulo 12........................................................62 Capítulo 13........................................................65 Capítulo 14........................................................73 Capítulo 15........................................................78 Capítulo 16........................................................83 Capítulo 17........................................................87 Capítulo 18........................................................93 Capítulo 19........................................................99 Capítulo 21........................................................107 Capítulo 22........................................................112 Capítulo 23........................................................115 Capítulo 24........................................................121 Capítulo 25........................................................124 Capítulo 26........................................................129 Capítulo 27........................................................135 Capítulo 28........................................................138 Capítulo 29........................................................143 Capítulo 30........................................................147 Capítulo 31........................................................149 Capítulo 32........................................................153 Capítulo 33........................................................156 Capítulo 34........................................................164 Capítulo 35........................................................170 Capítulo 36........................................................174 Capítulo 37........................................................178 Capítulo 38........................................................182 Capítulo 39........................................................186 Capítulo 40........................................................191 Capítulo 41........................................................198 Capítulo 42........................................................203 Agradecimientos...............................................206 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................207

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Capítulo 1 La noche antes de que todo cambie, un terremoto interrumpe mi sueño a sacudidas. Instintivamente estiro el brazo en busca de Tamara; sólo que no es Tamara, por supuesto, sino Hope. No es que hubiera un tiempo en que ella era Tamara, no. Pero últimamente, cuando me despierto, el primer impulso que siento, medio dormido aún, antes de que el mundo se ponga en su sitio, es suponer que la que está a mi lado en la cama es Tamara. Imagino que en mis sueños, y no me refiero a esos dos o tres que recuerdo sino a los millones esfumados en el olvido como otras tantas moscas cuando ni siquiera has empezado a mover la mano para atraparlas, en esos sueños ella, Tamara, seguramente es mía, mía una vez y otra y otra más. De ahí esa idea un tanto inquietante cuando despierto así, con la sensación de haber sido transportado a otro universo donde mi vida tomó este rumbo y no aquél debido, al parecer, a una decisión personal insignificante pero cósmicamente crucial en relación con una chica, o un beso, o una cita, o un trabajo, o dónde iba a hacer la compra... Entretanto, de vuelta en la vida real, el Upper West Side de Manhattan tiembla como un andén de metro, haciendo vibrar los cristales de las ventanas y bailar el mal de san Vito a los cubos de basura, y por si fuera poco, el penetrante ulular de más de mil alarmas de coche atronando en Broadway, justo en el momento más calmado de la noche, poco antes de rayar el alba. —¡Zack! —grita Hope, sobresaltada, buscándome con el brazo, y su voz me asusta casi tanto como el terremoto, por no hablar del contacto hiriente de sus perfectas uñas en mi hombro. He dicho Hope, no Tamara. Exacto. Hope. Mi querida Hope. Abro los ojos y digo: —Pero ¿qué coño...? —No me sale nada mejor, dadas las circunstancias. Miramos el techo mientras la cama se menea ligeramente bajo nuestros cuerpos, y luego nos levantamos. Mis fieles calzoncillos Félix el Gato y su pijama de raso Brooks Brothers delatan la naturaleza poscoital de nuestro perturbado sueño. No bien bajamos la escalera y llegamos al salón, los temblores cesan. Y allí está Jed, mi compañero de piso, en pelotas y mirando por la ventana con mesurada curiosidad. —¿Qué ha pasado? —pregunto. —No lo sé —dice Jed, frotándose distraído su trabajado abdomen—. Me ha parecido un terremoto. —Se da la vuelta y avanza perezosamente hacia el sofá. —¡Dios mío! —exclama Hope, girando sobre los talones al tiempo que se cubre los ojos. —Ah —dice Jed, reparando en Hope—. Hola.

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—¿No puedes guardarte eso un ratito? —digo en nombre de Hope. —No sabía que ella estaba aquí —se excusa Jed, sin hacer nada por ocultar su cinética desnudez. —Pero ahora sí —dice Hope, con esa especie de insoportable relincho aristocrático. Jed me cae superbien, pero últimamente está un poco pesado con lo del nudismo. Ya ni recuerdo la última vez que le vi llevar una camisa. Uno de los pocos inconvenientes de vivir con un millonario en paro es que no tiene otra cosa que hacer que ver la tele y cultivar excentricidades diversas. Por otra parte, vivo en una típica casa de piedra rojiza del Upper West Side, recién restaurada, y no pago alquiler desde hace más de tres años. En Manhattan, esto me convierte en un mirlo blanco. Si uno echa cuentas, tener que soportar ocasionalmente la visión esporádica de un falo oscilante no es un alto precio que pagar. Agarro un cojín del enorme sofá de piel que rodea el perímetro de nuestro ridículamente amplio salón en forma de media luna, y se lo lanzo a Jed. —Tápate, hombre. Por el bien del país. Él se sienta en el sofá y se limpia las legañas mientras yo tengo arcadas mentales sólo de pensar en su culo desnudo en contacto con el cuero italiano color champiñón. Jed cruza las piernas y coloca el cojín cómicamente sobre sus genitales, enseñando su personal sonrisa de conmigo-no-va-la-cosa. Hope sorbe por la nariz ruidosamente, y luego va hacia la ventana. Jed ha ganado mucha pasta, pero Hope viene de familia de pasta, lo cual es muy diferente. Yo no puedo decir lo uno ni lo otro, así que me limito a suspirar, resignado, como diciendo qué le voy a hacer, pero no sin cierta satisfacción. Jed es mi mejor amigo, pero a veces es un poco gilipollas. Hope es mi novia, y, aunque no la considero una esnob, entiendo que Jed opine lo contrario. Son polos opuestos, triangulados por mi presencia entre los dos. Sin embargo, físicamente podrían ser hermanos. Ambos son guapos sin esfuerzo, altos y delgados, con una buena mata de pelo y rasgos bien esculpidos. Jed, con su frente prominente y su gruesa nariz, tiene un aspecto vagamente europeo, como de modelo de Calvin Klein, y lleva el pelo muy corto para no tener que peinarse. Hope disfruta de una cabellera generosa y obediente, que a menudo se hace peinar de manera sospechosamente similar al último look de Gwyneth Paltrow, aunque ella jamás admitiría influencias tan pedestres. Entre dos personas tan atractivas, yo soy una rareza, algo así como el tipo que mide la luz en una sesión fotográfica, milagrosamente conectado a ellos dos y visiblemente corriente: el tercero en concordia. Jed y yo nos conocimos en Columbia y empezamos a compartir habitación después de graduarnos, en un destartalado piso para cuatro en la esquina de la Ciento ocho con Amsterdam. Él trabajaba de analista en Merrill Lynch y yo escribía largos y tediosos comunicados de prensa para una agencia de relaciones públicas especializada en productos farmacéuticos. Luego Jed dejó su empleo para entrar en una compañía que invertía en puntocoms y, como todo quisque excepto yo, se hizo millonario en opciones de compra de acciones hacia el año 2000. Cuando la burbuja finalmente explotó, Jed había comprado ya la casa de piedra rojiza (que me invitó a compartir con él) y vendido acciones suficientes para ingresar unos cuantos milloncetes. Durante un tiempo habló de -5-

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volver al sector financiero o de crear incluso su propio fondo de inversiones, pero luego nuestro amigo Rael se mató y Jed lo dejó correr, anunciando su intención de dedicarse a estar en casa y mirar la tele durante una temporada. De eso hace más de un año, y, según parece, Jed ha encontrado su verdadera vocación. Lo de la desnudez es más bien un hobby. Rael, mi mejor amigo de la facultad, perdió el control de su BMW regresando de una noche de timbas y ruleta en Atlantic City. El coche derrapó por un terraplén de la Garden State Parkway y se metió entre los árboles hasta caer a un barranco. Eran las dos de la madrugada y la carretera estaba desierta en el momento del accidente, así que para cuando llegó una ambulancia, Rael ya había muerto. De todos modos, dudo que hubieran podido salvarlo, ya que sus órganos internos habían quedado aplastados al empotrarse contra el volante. Sería un consuelo pensar que murió en el acto, pero de hecho tardó un buen rato. Lo sé porque yo iba en el asiento del copiloto. —¿Ha sido un terremoto?, ¿de verdad? —dice Hope, como una chiquilla, mientras contempla la esquina de la Ochenta y cinco con Broadway. El relincho ha desaparecido, y yo la quiero otra vez. —Eso parece —dice Jed. Pone uno de los canales de televisión local mientras Hope y yo miramos por la ventana, barajando la posibilidad de que se trate de un atentado terrorista. Desde el 11-S, uno ya no se fía. El alboroto de las alarmas de coche empieza a menguar, y unos cuantos valientes se han atrevido a salir a la calle para evaluar la situación. En el Canal 55 emiten una vieja peli de Clint Eastwood —el Clint urbano, no el canoso Clint rural — y al cabo de un rato aparece a pie de pantalla la confirmación de que, en efecto, ha habido un pequeño seísmo. No se han producido heridos ni daños importantes. —¿Desde cuándo hay terremotos en Manhattan? —dice Hope con el tono de quien piensa escribir una carta al director—. Llevo toda la vida aquí y no recuerdo que nunca haya habido ninguno. —Quizá no en el East Side —dice Jed—. Pero aquí, en el West Side, los hay de vez en cuando. —Nunca desaprovecha la ocasión de echarle en cara sus privilegiadas raíces—. Hay que visitar los bajos fondos. —Me guiña el ojo, un gesto rápido y practicado que yo trato de cultivar, en vano. Por lo visto, mis músculos faciales carecen de la flexibilidad necesaria y mis mejillas siempre van a la contra, con lo cual más que guiñar el ojo parece que tenga un tic con el que no impresiono a nadie. Hope mira a Jed desde lo alto de su perfecta nariz. —Tonto del culo —declara. —¿De qué culo? —replica él, levantándose brevemente para enseñar parte de sus nalgas—. ¿De éste? —Eres insoportable —chilla Hope, exasperada, y luego me mira como si yo tuviera la culpa, haciendo una mueca que significa «menudos amigos tienes». Sus nobles orígenes no la han preparado para gente como Jed, bueno, ni como yo, y debo reconocer que gracias al amor Hope se ha adaptado admirablemente bien. —Volvamos a la cama —digo, tomándola de la mano. Jed se deja caer de nuevo en el sofá, y el cuero suelta una ventosidad al contacto con su -6-

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piel, o bien ha sido Jed quien se ha tirado un pedo, cosa que no sería impropia de él. No esperaremos para salir de dudas. Jed empieza a recorrer el crudo desierto de la programación televisiva de madrugada—. Buenas noches —le digo desde la escalera, pero Jed ya ha sido tragado por el estupidizante fulgor verdiazul de la pantalla de plasma de cincuenta y dos pulgadas, su verdadero hogar desde hace dos años. —Expediente X —anuncia alborozado—. Mierda. Este capítulo ya lo he visto. —Y ahí se quedará hasta que se haga de día, viendo reposiciones e informativos, redoblando sus probabilidades de toparse con Chuck Norris. En un momento dado echará un sueñecito, se dará una ducha, encargará el desayuno y, renovado y alimentado, podrá reanudar su insensata vigilia. De vuelta en mi cuarto, intento sacar partido del inesperado madrugón y sacar a Hope de su pijama, pero aunque permite que mis manos jugueteen bajo la tela, se obstina en seguir vestida. —He de estar temprano en el trabajo —dice. Sobo suavemente su pecho izquierdo con un movimiento que se pretende seductor, pasando la mano por encima del pezón y bajándola hasta donde la blandura se pierde en las costillas. Luego la subo otra vez, su pecho acomodado a la palma de mi mano, creciendo bajo el empuje de mis dedos como una masa leudada. Hope tiene el cuerpo más perfecto que me ha sido permitido tocar. En su largo y ejercitado torso reinan dos senos supercoquetos tamaño pomelo grande, cuyos pezones en forma de barril se ponen tiesos a la menor manipulación. Sus piernas son esbeltas y armoniosas gracias a las visitas al Reebok Club tres veces por semana, y más arriba un trasero tipo manzana de Magritte, firme pero deliciosamente muelle. —Vamos, mujer —digo, y empiezo a sacarme el instrumento de mis Félix el Gato—. Un poco de Sexo Sísmico. Me mira con cara de escepticismo. —¿Sexo Sísmico? —Pues claro. Yo siempre estoy catalogando el variadísimo cuerno de la abundancia de la actividad sexual. Sexo con Chica Nueva (básico y siempre divertido), Sexo en la Ducha (técnicamente más difícil de lo que parece en Cinemax), Sexo para Amistades Platónicas en Época de Sequía (el equivalente erótico de la cartilla de racionamiento), Sexo Etílico-Chapucero (sobran las palabras), Sexo en Hotel (puedes dejarlo todo hecho un asco, no tendrás que limpiar tú) y Sexo al Despertar (prohibido besos con lengua), por citar sólo unos cuantos. En lo que respecta al sexo, puede decirse que mi yo adolescente es quien maneja el cotarro. A Hope no le impresionan mis tentativas. —Mañana tengo una subasta —dice, y me aparta la mano que tenía bajo su pijama. —¿No te das cuenta de que es una ocasión única? —digo—. ¿Qué probabilidades hay de que vivamos otro terremoto en Manhattan? —Tan pocas como de que tú te salgas con la tuya —dice. Y bosteza, se da la vuelta y cierra los ojos. —Vamos, iré rápido. —Lo siento. Necesito dormir. -7-

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—¿Y yo qué? ¿Me quedo con las ganas? Hope abre un ojo, lo pone en blanco. —Hemos hecho el amor hace tres horas —dice. —¿Y no te gustó? Abre el otro ojo y dice: —Hasta la tierra se ha movido. —Sonríe primorosamente, una sonrisa desprovista de su habitual ironía. Me encanta esa sonrisa, y la sensación de ser a la vez su causa y su efecto. —¿Lo ves? —digo. Se inclina hacia mí y me da un rápido beso en los labios. —Buenas noches, Zack —dice. Su tono no deja lugar a dudas. No es que yo lleve la cuenta, pero tengo la impresión de que practico menos desde que nos hicimos novios formales. Me pongo boca abajo para aplastar la rudimentaria erección y observo cómo Hope se queda dormida. Me encanta su manera de doblar la mano debajo de la mejilla, como una niña que parodiara estar dormida, y su manera de encoger las rodillas, haciéndose una pelota. Es extraño ver a Hope en reposo, y aprovecho para contemplar su belleza y maravillarme, como tantas veces, de que la suerte haya puesto a este ángel en mi cama. «¿Por qué me quieres?», le he preguntado muchas veces. «Porque tienes un gran corazón —suele responder—. Porque te has pasado la vida cuidando de tus hermanos y ni siquiera comprendes la fortaleza y el afecto que eso debe suponer. Porque piensas que todo te lo tienes que ganar, que no te regalan nada, lo cual significa entre otras cosas que siempre sabrás apreciarme como es debido. Porque —añade a veces— todos los novios que he tenido me querían por aquello en lo que esperaban que me convertiría una vez casados, un accesorio de la opulencia. Pero tú no tienes grandes planes para mí. Me quieres por lo que soy ahora, o sea que siempre me querrás al margen de en qué pueda convertirme.» —¿Por qué me quieres? —le susurro ahora. —Porque sabía que ibas a hacerme esta pregunta —murmura sin abrir los ojos. Luego, cuando me quedo dormido, sueño con Tamara. La vida, en general y de forma inevitable, se vuelve rutinaria, relegado casi al olvido el azar que configura caprichosamente sus elementos. Pero, de vez en cuando, veo mi vida por una ventanita y, la verdad, me quedo sin respiración. Todo esto es obra mía, comparto casa con un playboy millonario y tengo una novia despampanante con la sangre tan azul como el cielo despejado en invierno. Me paso los días haraganeando en la oficina y luego vuelvo a casa, a mi espectacular edificio de piedra rojiza, y me codeo con músicos de rock y gente guapa. Esto no es casualidad. Responde al plan que yo mismo tracé. Y ahora estoy a punto de joderlo todo de la manera más espectacular. Por la mañana. No necesito abrir los ojos para saber que Hope se ha marchado hace rato. Se habrá despertado a las seis, pues prefiere ducharse y cambiarse en su piso antes de ir al trabajo. Hope es empleada de Christie's, tasa pinturas del siglo XIX que al final serán adjudicadas en subasta a gente rica y estirada, y aunque ella no me lo dirá, sé que mi ducha le disgusta, con sus pegajosos frascos de champú, sus melladas -8-

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pastillas de jabón Irish Spring y sus maquinillas desechables Bic estratégicamente esparcidas por todas las superficies disponibles. Le he reiterado mi ofrecimiento de proveerla de sus productos favoritos de belleza capilar —Bumble & Bumble y Burberry—, pero Hope palidece ante la mera idea de un cuarto de baño prematrimonial. A decir verdad, hace muy poco que se queda a dormir aquí —sólo los fines de semana—, una graciosa concesión al anillo de diamantes que recientemente, aunque parezca mentira, le puse en el dedo. Me doy vuelta en la cama y examino embelesado, y no poco maravillado también, mi habitación, como vengo haciendo casi cada mañana desde hace tres años. Es una pieza grande y cuadrada de unos cinco metros y medio de lado. Hay pocos muebles porque he querido conservar la sensación de espacio: mi cama tamaño gigante, un pequeño escritorio de cerezo comprado en Door Store y sobre el cual descansa un monitor negro de dieciocho pulgadas y pantalla plana, un cargador de móvil, un teléfono inalámbrico con su cargador, algunas fotografías, recibos y volantes de la tintorería y todo un surtido de correspondencia y papeles que se ha ido amontonando en los últimos seis meses y que tengo intención de ordenar, aunque es posible que no lo haga nunca. Estanterías hasta el techo atiborradas de una ecléctica colección de libros de bolsillo, sobre todo narrativa contemporánea, algunos clásicos para lucir, lo mejor de la serie de novelas Star Trek, guiones bajados de Internet y ejemplares de Esquive y Entertainment Weekly de los últimos tres o cuatro años. Frente a mi cama se halla el centro de entretenimiento, compuesto de una pantalla plana Panasonic de treinta y dos pulgadas con DVD incorporado, un vídeo y un equipo estéreo Fisher. En mitad de la habitación hay únicamente una alfombra gruesa de color burdeos casi siempre sembrada de ropa. En una de las paredes cuelga un póster original de la película Rocky en el que un maltrecho Stallone preesteroides se derrumba en brazos de Adrian, y en la otra pared un conocido grabado de Kandinsky, regalo de Hope. La puerta del baño está entre la librería y el escritorio. El dormitorio de mi piso anterior tenía más o menos el tamaño de mi cuarto de baño actual. Al ir hacia la ducha veo que Hope ha colgado uno de mis trajes del pomo de la puerta del baño con un post-it amarillo en que se lee con su letra elegante: «Perfecto para la fiesta, pero llévalo a la tintorería. Te quiero, H.» Sus padres celebran una fiesta en nuestro honor este sábado por la noche, en su apartamento, para anunciar de manera oficial nuestro compromiso. Y esto a pesar de que les disgusta profundamente la pareja elegida por su hija, aunque creo que empiezo a caerle mejor a su madre, Vivian, a quien mi sensibilidad de clase media extrarradio le resulta cómicamente singular. Considero la nota de Hope y el traje oscuro y triste que ha elegido: está claro que no se ha fijado en la etiqueta de Moe Ginsburg, de lo contrario lo habría descartado. Hoy es lunes. «Joder», digo, sin motivo aparente. Mi cuarto de baño es todo de un relajante gris: baldosas, papel pintado, lavabo, bañera e inodoro, todo apaciblemente monocromático, perfecto contraste con las toallas blancas colgadas del toallero. Es como un punto intermedio entre el sueño y la conciencia, silencioso, funcional, y

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no molesta a la vista. Al orinar reparo en algo inquietante. Mi chorro, que por la mañana suele ser amarillo vibrante, se ha vuelto incoloro a excepción de algún destello ocasional color Coca-Cola. Cuando miro en la taza, los colores se han separado y veo como una pequeña nebulosa flotante, ahora de un inequívoco rojo sangre. Noto una sensación glacial en el vientre, un temblor en los intestinos. Me miro largamente en el espejo, fruncida la frente de consternación. —Esto no puede ser bueno —digo. Al meterme en la ducha empiezo a darle vueltas sobre la posible causa, y si eso podría llegar a salvarme de la fiesta de compromiso.

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Capítulo 2 Mi padre tiene una erección. No le veo desde hace seis o siete años al menos, y se presenta en mi casa a la hora del desayuno con esa cosa sobresaliéndole del pantalón del traje como el mango de un paraguas. —Hola, hijo —dice, como diría Kent padre a Clark-Supermán. Los padres neoyorquinos suelen dirigirse a sus hijos por el nombre de pila. Eso de «hijo» requiere sin duda un trasfondo de maizales al sol. Y en todo el planeta los padres suelen mantener una distancia considerable entre su descendencia y sus erecciones. —Hola, Norm. —El mismo —dice, como si le sorprendiera agradablemente que le haya reconocido—. ¿Cómo te va, Zack? —A mí bien. ¿Y a ti? Asiente con la cabeza y dice: —Todo en orden. A pedir de boca. ¿Sólo de boca? —Se te ha puesto dura —le digo. —Sí. —Baja la vista y menea un poco la cabeza—. Es que he tomado Viagra hace un rato, y no se me pasa. —Sí, claro —digo, como si fuera algo de lo más normal del mundo. —Me gusta lucir tranca cuando voy a visitar a la familia. —Esboza una amplia sonrisa un tanto diablesca—. Es que cambié de planes de repente —dice, a modo de explicación. —Ya, pues parece que nos hemos enterado. Sonríe de buen talante mostrando sus dientes perfectos, de un blanco deslumbrante como en los anuncios de dentífrico. «Dientes y zapatos — solía decir—. Dientes y zapatos. Si vas a una reunión con la dentadura o el calzado en malas condiciones, ya empiezas con mal pie, estás causando una mala impresión.» Lleva barba de un par de días, notoriamente más blanca que el círculo de cabello desordenado que circunda el núcleo brillante de su, por lo demás, calva cabeza. Se ha dejado crecer ridículamente esos mechones que le sobreviven, le caen por detrás y el efecto es como Jack Nicholson haciendo el papel de Benjamin Franklin, cosa que, bien pensado, sería una original elección para el responsable de un casting. Norm tiene una barriga pronunciada, pero lo veo más bajito y en conjunto menos imponente de como lo recordaba. No guardo ninguna foto suya en casa. —Me han llegado rumores de que te casas —dice—. Y de que ella es muy guapa. No tengo ni idea de cómo puede haberse enterado, pero no pienso darle el gusto de preguntárselo. —Así es —digo. —Oye —dice—. ¿Puedo pasar?

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—¿Para qué? La sonrisa le flaquea. —Quisiera hablar contigo —dice. —Llego tarde al trabajo. —¿Has recibido mis mensajes? —Por supuesto. —Norm me ha llamado esporádicamente desde que cayeron las Torres Gemelas, siempre dejando largos y prolijos mensajes para decir que la catástrofe le había hecho comprender lo que de verdad importaba en la vida, y que teníamos que vernos y charlar. Es muy propio de él ver una oportunidad personal en la muerte de unas tres mil personas. Últimamente cribo todas mis llamadas, por si acaso. —Bien, entiendo que no me hayas devuelto ninguna llamada, pero ten presente que mi presencia aquí responde a un intento de dejar todo eso atrás. Sé que te he fallado alguna vez. He sido un padre desastroso, no me cabe duda, pero quería decirte, cara a cara, que ahora estoy sobrio. Llevo noventa días de... —Vaya, ¿ahora eres alcohólico? —digo, desconfiando. —Sí señor —dice mi padre con estudiada humildad—. Y estoy en el punto número nueve, que es hacer las paces. En total son doce puntos. —Bien pensado, Norm —digo, incapaz de disimular mi sarcasmo—. Tu última treta no funcionó, pero quién le va a decir que no a un alcohólico en fase de recuperación, ¿verdad? Muy brillante. —Tienes todo el derecho a dudar de mí, claro. —¿Te parece? Suspira. —Oye, llevo un buen rato de plantón. ¿No puedo entrar a tomar un vaso de agua? Le miro y trato de olvidar todos mis rencores y todas sus chorradas y de verle como realmente es, pero lo único que veo es un timador profesional de capa caída, con sesenta años y un traje viejo y arrugado y que tiene la mala idea de querer hacerse el simpático mientras luce una erección inducida vía fármaco. Parece sucio, casi decrépito, y aunque me repugna sentir una oleada de tristeza y conmiseración, le dejo entrar en casa y él se queda esperando en el salón mientras voy a buscarle un vaso de agua. —Menudo caserón —dice, impresionado—. ¿Es de compra o de alquiler, si no te importa que pregunte? —Es de Jed —digo, y le doy el vaso. Bebe el agua rápidamente, se seca los labios con la manga y me devuelve el vaso. —¿Notaste el terremoto anoche? —Desde luego. —Sabes, ciertas culturas antiguas creían que los seísmos eran momentos para la introspección; los dioses zarandeaban a los hados y de este modo tenías una oportunidad de cambiar tu destino. —Me mira expresivamente. —A lo mejor era que los dioses se estaban tirando a la virgen de trece años sacrificada la noche anterior —digo. Norm amaga una sonrisa triste. —Mira, Zack —dice—, sólo te pido media hora, una hora a lo sumo. Sé

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que estás enfadado, y yo desde luego merezco que lo estés, pero sigo siendo tu padre y, te guste o no, no vas a tener ninguno más. Yo no estoy para bromas y sigo preocupado por mi orina sangrante, preguntándome si debo hacer algo al respecto, así que le digo: —En serio, tengo que ir al trabajo. Se queda mirándome unos instantes y luego asiente con la cabeza. —Está bien. Ahora no es un buen momento. —Mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y me tiende una tarjeta medio doblada—. Mi móvil —dice—. Me marcho unos días a Florida. Un tipo que conozco quiere que me encargue de su tienda de artículos deportivos. Pero antes quería verte; esto es importante, Zack. Por favor. Paro en casa de unos amigos que viven en el centro. Me quedaré unos días más si hace falta. —Lo pensaré —digo, llevándolo hacia la puerta. —Estoy sugiriendo que esto es verdaderamente todo cuanto podría pedir —dice solemne. Con los años, Norm ha ido desarrollando una extraña manera de hablar, rubricando sus frases con floridos despropósitos lingüísticos que, según cree, le hacen parecer más culto, la confusa cháchara del mal vendedor. Me tiende la mano. Le doy un apretón, no porque quiera sino porque ¿qué diablos vas a hacer si alguien te tiende la mano?—. Me alegro mucho de verte, Zack. Estás increíble, en serio, fenomenal. «Y meo sangre», pienso, pero me limito a decir: —Gracias. Sonríe otra vez, como si hubiera ganado una pequeña batalla. —Bien, y tu madre ¿cómo está? —dice. Le respondo que eso no es asunto suyo, no porque me importe sino por ver si puedo borrar de su cara esa maldita sonrisa rastrera. Lo consigo. De chaval despertaba a veces por la noche aterrorizado, pensando que me habían dejado solo en la casa, y entonces iba corriendo al cuarto de mis padres, siempre por el lado de la cama de él. Mi padre me izaba con sus grandes brazos y yo me quedaba con la cabeza apoyada en su pecho, escuchando los latidos de su corazón en el pecho blando y carnoso mientras él me frotaba la espalda, subiéndome la camisa del pijama allí donde la tela se me pegaba al cuerpo sudoroso. Y luego, mientras mi convulsa respiración recuperaba profundidad y lentitud, él me cantaba con voz ronca y amodorrada. Dulces sueños, mi bien, dulces sueños Aquí estoy para velar por ti La luna, las estrellas y yo Y esta canción de cuna Haremos que tus sueños se hagan realidad. No se puede odiar del todo a alguien que te cantaba así hasta que te dormías, digo yo; que te tranquilizaba y mitigaba tus temores. Puedes sentirte traicionado y furioso, pero en algún rinconcito le seguirás - 13 -

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queriendo por estar allí en aquellas noches de terror, por proporcionarte un escondite donde tus pesadillas no podían entrar, el único sitio donde tú finalmente podías conciliar el sueño sabiendo que, al menos de momento, estabas completamente a salvo.

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Capítulo 3 Las cuentas de la casa las llevaba mi madre, de modo que cuando mi padre empezó a acostarse con Anna, su secretaria, tuvo miedo de que el gasto extra en moteles tres o cuatro veces por semana pudiera destapar el pastel. Decidió que lo mejor era llevar a Anna a casa —a nuestra casa— durante la hora del almuerzo y follársela en su propio y cómodo lecho conyugal. Si bien de este modo eliminaba posibles pistas monetarias, algún rastro de tipo forense debió de generar, porque el día que mi madre irrumpió en el dormitorio y lo pilló infraganti, ella ya estaba preparada. En vez de ponerse histérica y empezar a tirar cosas, se limitó a sacarle unas cuantas fotos condenatorias con la Nikon que le había comprado como regalo de aniversario hacía unos años, cuando Norm declaró haber descubierto su gran, mas típicamente breve, pasión por la fotografía. Mientras él y Anna se vestían a toda prisa, mi madre bajó tranquilamente la escalera de nuestra casa adosada y recorrió tres manzanas hasta Ace Pharmacy, donde dejó el carrete para revelar. Como la Nikon, que llevaba colgada del hombro, la ponía de mal humor, la tiró al primer contenedor de basura y luego se compró una lata de Diet Pepsi y fue a dar un largo paseo. En días sucesivos, una calma misteriosa se adueñó de la casa; ninguno de nosotros quería romper la inescrutable y frágil tregua que de alguna manera se había impuesto como secuela del acontecimiento. Mis hermanos y yo conseguimos encajar las piezas del rompecabezas gracias a que las paredes de la casa adosada de Riverdale eran como papel de fumar, y las discusiones de alcoba que mis padres creían tener en voz baja —las desesperadas súplicas de mi padre y las amargas recriminaciones de mi madre— eran perceptibles desde el cuarto de baño del pasillo. Yo entonces tenía doce años, Pete nueve, y Matt ya era un ser furioso a sus siete añitos. Todos sabíamos que habría problemas. Incluso Pete, que era medio retrasado y no siempre captaba, supo que aquello olía a mierda, pero en el fondo ninguno de nosotros creía que la sangre fuera a llegar al río. No era la primera vez que pasaba. Nos sabíamos el cuento, incluso Pete. Unos días de tensión y caras largas tras alguna barrabasada de papá, y luego éste se ocupaba de compensarlo de alguna manera. Una vez había llegado a decirme, con tono confidencial, que él era el rey de la reconciliación. Pero esa vez no hubo reconciliación. Unas semanas más tarde mi madre envió las habituales tarjetas de felicitación del año nuevo judío, y en vez de retrato de familia, la foto de aquel año fue la de mi padre y Anna descubiertos con las manos en la masa. Nada de aerografías, nada de poses estudiadas, sólo la cruda y desagradable realidad de dos cuarentones, hombre y mujer, pillados en un ángulo nada favorecedor, anatomía humana como nunca quiso la naturaleza que se viera.

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Norman King, mi padre, era un personaje popular en el barrio. Iba por la calle con andares de policía, saludando a todo el mundo por su nombre, y, si no sabía cómo te llamabas, se presentaba o bien decía: «Buenos días, jefe.» Era el tipo de persona que trataba de tú a todos los comerciantes y que sabía preguntar por sus consortes, hijos o padres concretando al máximo. Tenía largas charlas con los hombres acerca de sus respectivos negocios, siempre ofreciendo sugerencias y estrategias fiscales. Su trabajo de oficinista en el departamento de contabilidad de una importante empresa de Manhattan le proporcionaba un aura de experto de altos vuelos, y él se afanaba en dar lustre a esa imagen, entre otras cosas porque creía en ella. Llegaba al extremo de ponerse corbata sólo para ir de un salto a la tienda de comestibles por un litro de leche. De puertas afuera era un tipo que sabía cómo funcionaban las cosas, que estaba al loro. El hecho de que llevara a sus espaldas una buena colección de fallidas aventuras empresariales no disminuía esta percepción, ni siquiera desde su propio punto de vista. «Los fracasos son la base sobre la que se construyen los éxitos», decía, así de pomposo. Con el tiempo, a medida que me fui haciendo mayor, me pregunté a qué clase de éxito debía de referirse, pero el hombre hablaba con tal aplomo que al momento dudaba yo de mis propias dudas, y justamente en eso radicaba su mejor don. Mi padre es el mayor y más creíble farolero que he conocido nunca. Norm era, además, en extremo caballeroso con las damas, siempre las saludaba con un gesto galante y un cumplido, siempre a punto para elogiar un nuevo peinado o un vestido nuevo. Se llevaba bien con todas, o la mayoría, de las señoras del barrio, y si alguna vez llegué a pensar que algunas de estas relaciones podían tener un tinte inadecuadamente sexual, al punto desdeñaba esa idea y la achacaba a mi inmadurez. Hasta que mi padre fue descubierto en más de una ocasión. Por regla general, me encantaba ir con él por la calle y disfrutar de su popularidad, me sentía como el hijo de un rey. Así pues, para Norm debió de ser un golpe devastador el que mi madre distribuyera esas tarjetas entre la familia. Iba más allá de la prueba documental; era una humillación del más alto nivel: el emperador al desnudo, con verrugas y todo, en la implacable nitidez de la película Kodacolor 200 ASA. Ella, mi madre, sabía lo que estaba haciendo. Tras años de sufrir en silencio estas infidelidades, no sólo había pergeñado un plan para echar por tierra la fama de su marido, haciendo añicos el personaje que tan cuidadosamente había cultivado y perfeccionado durante años, sino que se estaba pasando de la raya, con lo cual hacía imposible una nueva reconciliación. Porque cuando ella se sintiera desfallecer y por tanto corriera el peligro de ceder a su carácter indulgente, la presión del vecindario le impediría ablandarse. Y aun en caso de que superara esta crisis, sabía que Norm ya no podría seguir viviendo en Riverdale. A mi madre le perdonamos eso y el no darse cuenta, abrumada por su justa ira, de que las fotos incendiarias que había enviado a sus amistades iban a acabar en manos de los hijos de éstas y, finalmente, en los pasillos de nuestra escuela primaria, lo que no sólo convirtió a sus propios hijos en el hazmerreír del cole sino que les proporcionó la imborrable visión de su padre en pleno coito —su trasero con hoyuelos, su - 16 -

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pene encogido por la culpa, sus michelines en todo su esplendor— para toda la posteridad, mientras el pobre se separaba precipitadamente de Anna, congestionada y espatarrada debajo de él. Puedo asegurar al lector que una cosa así no se olvida nunca. Jamás. Hasta entonces, los únicos desnudos que había visto yo eran los que salían en los National Geographic que hojeaba ávidamente con mis amigos en la biblioteca pública, estudiando los oblongos pechos color café con leche de las aborígenes, sus cuadrados traseros como de papel de lija, tan diferentes de lo que creíamos que debía ser un culo, de lo que imaginábamos tenía que haber debajo de las faldas de las chicas de instituto en cuyo honor nos la cascábamos. Pero mi buen día me topé con Mike Rochwager y Tommy Chianello en los servicios de chicos. Estaban examinando la postal de Año Nuevo que Mike había mangado de la correspondencia de su padre. Me pasaron la foto sin decir nada y vieron cómo la miraba y me quedaba absolutamente blanco. Al pie de la foto, en hebreo y en inglés, mi madre deseaba de su puño y letra un feliz y próspero Año Nuevo. —¿En serio es tu padre? —preguntó Mike. —Pues sí. —El mío dice que tu madre le va a sacar hasta el último centavo. —¿Y eso por qué? —Pues por qué va a ser —dijo Mike—. El divorcio. —¡Mis padres no se van a divorciar! —grité, rasgando la foto por la mitad. —¡Eh, eso es mío! —chilló Mike, empujándome contra la pared y arrebatándome las dos mitades, que rápidamente entregó a Tommy para que las guardara. —¡Devuélveme eso! —grité. Me abalancé sobre Tommy, pero éste había alcanzado la pubertad en quinto curso y me llevaba una ventaja de más de un palmo de altura y ocho kilos de peso. Se zafó de mí y me lanzó al pegajoso suelo con una mano mientras con la otra sostenía en alto la fotografía. Me puse en pie de un brinco, dispuesto a recibir una paliza, pero en ese momento se abrió la puerta de los servicios y apareció Rael. Inmediatamente se hizo cargo de la situación y se situó a mi lado. —¿Es ésa la foto? —inquirió. Rael no era tan corpulento como Tommy, pero casi, y lo compensaba con su gran temeridad. —Es mía —gimió Mike, escudándose en Tommy. Rael no hizo caso, atento a los movimientos de Tommy. Tras unos segundos, Tommy dijo: —Al cuerno. —Tiró las dos mitades al suelo y le dijo a Mike—: Larguémonos. Seguramente la quiere para pajearse con la puta de su padre. Una vez a solas, Rael me pasó la foto rasgada con un gesto de solidaridad y se apoyó contra la puerta mientras yo acababa de hacer pedazos la foto hasta convertirla en confeti, ya llorando a moco tendido. ¿Quién carajo decía nada de divorcios? Lo que pasa es esto: tu padre destroza la familia con sus repetidas - 17 -

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infidelidades y luego se larga quién sabe adónde, dejándote a ti y tus hermanos cavilando sobre el misterio de la vida. Tú eres el mayor y, por tanto, te sientes más traicionado que nadie mientras ves la cara exangüe de tu madre, los morros de tu hermano menor Matt, que niega llorar cada noche pese a que se le oye en toda la casa, y Pete, cuya cortedad de entendederas parecería en este caso una bendición, pero en cuya conducta afable e intransigente ves tan sólo un recordatorio de las transgresiones de tu padre. Ves a los miembros de tu familia flotar en sus respectivas órbitas de desdicha y juras reemplazar al inútil de tu padre, proporcionar a tus hermanos la fuerza y la tutela que necesitan, descargas en lo posible a tu madre del peso que le cae encima confiando en devolver a su mirada un poco de alegría, recuperar el buen humor y la afectuosidad que siempre la han acompañado. Tal vez Matt empezará a sonreír otra vez y dejará de jugar a solas en su cuarto con sus muñecos articulables, y quizás esto volverá a parecer una familia, en vez de un funeral en curso. Tienes doce años y todavía ignoras que no sabes una mierda. Simplemente estás decidido a ser todo lo que tu padre no era, por ellos y por ti mismo, y tardas un poco en comprender que no está en tu mano reparar el daño que Norm ha hecho, que las heridas son muy profundas. Para entonces, tu firme decisión de no emular a tu padre se ha convertido en una obsesión, y es una cuestión de orgullo cada vez que puedes constatar de qué manera evitas el carácter felón de tu progenitor. «Yo no soy como él», se convierte en tu mantra personal, y, aunque tú nunca lo suscribirías, en el fondo bien puede haberse convertido en tu filosofía universal reducida a su pura esencia.

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Capítulo 4 Voy en metro, hecho polvo, mis pensamientos condensados en una sucesión de cinco palabras al compás del rítmico estruendo del vagón. Tengo-sangre-en-la-orina. Tengo-sangre-en-la-orina. Me apeo en Times Square y me dirijo al este por la Sexta Avenida. Llego al trabajo sólo media hora tarde, tenso y despistado, sin quitarme de la cabeza la imagen del rojo en la porcelana del inodoro. ¿Qué es lo que tengo? Trabajo en la Spandler Packaging Corporation. Es una empresa de trescientos millones de dólares, con sucursales en doce estados. Tenemos más de quinientos trabajadores. Se nos conoce en todo el país como la empresa líder del ramo. Nuestros clientes confían en nosotros. No fabricamos nada. No vendemos nada. No compramos nada. Si no existiéramos, Kafka tendría que inventarnos. Nos definimos como asesores en la cadena de suministro. Nos definimos como especialistas en subcontratación. Pero nuestra vocación verdadera puede resumirse así: somos intermediarios. Servimos a las principales empresas en la fabricación de productos en el extranjero. Sabemos dónde conseguir todo lo que necesitan. Estamos relacionados con todos los tipos de instalaciones fabriles que quepa imaginar, y con muchas totalmente impensables. Podemos encargar cintas a China, telas a Italia para tapizados en Canadá de troquelados hechos en Los Ángeles, etiquetas de plástico moldeadas por inyección a Corea, bandejas acrílicas a Taiwán, rótulos de aluminio cepillado a Providence, perchas de madera a Eslovaquia que luego serán serigrafiadas en Weehawken (Nueva Jersey). Sabemos quién es de fiar y quién no, quién es caro y quién barato. Sabemos qué errores no cometer, qué escollos salvar. Puedes hacerlo por tu cuenta, pero si quieres que le lo entreguen a tiempo y sin excederse del presupuesto, lo mejor es pedirnos asesoramiento. Yo soy un intermediario. Odio mi trabajo. Soy el conducto entre el cliente y el vasto y estratificado mundo del diseño y la fabricación. Traduzco en términos de realidad necesidades abstractas, conceptos en hechos concretos. Soy la voz de la razón y la experiencia. Aporto al mayorista un trabajo sumamente buscado, y al cliente un producto más buscado todavía. Me gritan mucho. Cuando eres intermediario, tú tienes la culpa de todo. Mi ordenador me dice que tengo cincuenta y siete nuevos e-mails. Borro el spam y los chistes que me envía gente con demasiado tiempo libre, y el correo se queda en dieciocho mensajes. Redacto unos cuantos informes apresurados que envío a un puñado de clientes, poniéndolos al día sobre la marcha de sus proyectos en curso, y luego llamo a algunos proveedores para recordarles que el plazo está a punto de expirar. En la Spandler Corporation nos pasamos el día haciendo tres clases de llamadas

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telefónicas. A nuestros proveedores para acosarlos respecto a programas y entregas pendientes; a nuestros clientes para garantizarles que todo va sobre ruedas o para que te echen las culpas en caso contrario; y a clientes en potencia para besarle el culo a gente que un día te echará la culpa de todo. Cuando eres un intermediario, la única llamada buena es la que no se hace, y eso nunca ocurre. Craig Hodges, mi contacto en Nike, me ha dejado ya dos mensajes urgentes por correo electrónico. Estoy fabricando un cuarto de millón de versiones acrílicas del logo de Nike, el famoso y reverenciado swoosh, que ilustrarán la parte superior de un nuevo expositor de zapatillas con el que Nike piensa inundar las tiendas de calzado de todo el país. Craig ha pedido ver una muestra preliminar antes de facturar el encargo a China, de modo que le he enviado una caja llena vía FedEx. Por lo que se desprende de sus mensajes, algo pasa con las muestras. —El color no va —me dice cuando le devuelvo la llamada. —¿Qué quieres decir? —Pues que no es el color que tiene que ser —responde Craig irritado —. Se suponía que tenía que ser azul, y estas muestras son moradas. — Craig es varios años mayor que yo, un tipo alto, anguloso e irritable. Una vez lo llevé a cenar y bebió más de la cuenta y me explicó lo solo que estaba. Nike le obliga a hacer el trabajo de tres y Craig siempre habla un par de decibelios por debajo del grito. —Espera un momento —digo mientras hojeo mi expediente. Encuentro la hoja de Craig en la que está especificado el color PMS, y luego miro el número correspondiente en mi carta de colores Pantone. Es morado. Vuelvo a comprobarlo y respiro tranquilo, pues es evidente que la metedura de pata no ha sido mía—. Craig, aquí pone PMS número 3234. Según mi carta de colores, es morado. —¿De qué hablas? —dice él, su voz ascendiendo en la escala histérica. Oigo cómo revuelve papeles frenéticamente—. ¡Hostia! —dice al fin, tras encontrar su copia—. El número no es correcto. —Es el que tú me diste. —Esto no va a funcionar —dice—. El mueble es azul. Toda la campaña es en azul. Y el swoosh ha de ser azul. Miro la fecha de embarque del pedido. El viernes que viene, lo cual quiere decir que en Qingdao, China, han fabricado ya un cuarto de millón de swooshes de color morado, los han envasado adecuadamente y los han metido en cuatro contenedores que pueden estar todavía en la fábrica o camino del puerto. Que el pedido llegue a tiempo suele ser una gran noticia, motivo de albricias y enhorabuenas, pero hoy es casi una catástrofe. En alguna parte habrá un cuarto de millón de expositores de calzado deportivo que no serán facturables porque el swoosh no es azul. Si no llegan los expositores no habrá género en las tiendas, lo que significa pérdidas para Nike y que Craig está con un pie en la calle. Existe documentación blindada, tanto en copia impresa como en e-mail, de que esto no ha sido culpa mía, pero lo que está claro es que el problema, ahora, es mío. —¿En qué fase está la producción? —pregunta Craig. No podía haber preguntado nada más estúpido. Ambos sabemos que el pedido tiene que llegar esta semana. - 20 -

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—Tendré que consultarlo con el proveedor —digo—, pero por la fecha de embarque yo diría que ya están de camino, o en el puerto esperando ser embarcados. —Joder. —Se hace el silencio y casi puedo oírlo pensar a toda velocidad, no buscando una solución sino viendo de qué manera puede cargarme el mochuelo—. ¿Sabes? —dice al cabo, y me lo imagino sudando a mares—, la razón de pedir una muestra no era otra que poder dar el visto bueno antes de empezar la producción. Si yo hubiera visto esto antes, jamás habría permitido que empezaran a producir. —Me pediste un plazo de entrega breve —replico—. Tuviste la muestra en menos de dos semanas desde que hiciste el pedido. Es lo habitual. La única razón de que no puedas hacer cambios es que adelantasteis tres semanas la fecha de embarque. Ataque y parada, pero todo en vano. El intermediario nunca puede vencer en estos duelos. Si me mantengo firme, puede que no vuelva a hacer negocios con Nike. —Zack —dice Craig, adoptando un falso tono de sensatez—. Contacta con tu proveedor y mira qué puedes hacer por mí, ¿de acuerdo? Detrás de este pedido hay mucho en juego, pero lo principal es que pueda marcarme un tanto para que tú sigas aquí en el sistema. —Traducción: Craig me culpará de esto cuando hable con sus jefes, yo perderé mi mejor cuenta, y a Spandler Corporation le harán el boicot. Suspiro: —Veré qué puedo hacer. —Gracias, tío. —No me las des todavía. —Gracias, tío —repite con firmeza, y cuelga. Son meteduras de pata como ésta lo que mantiene tan alto aquí el índice de gente quemada. Hace sólo una semana Clay Matthews, que ocupaba un cubículo cercano al mío, se convirtió en la última víctima. Primero oímos los gritos. «¡Hijo de la gran puta! ¡Seréis cabrones! ¡Ojalá te mueras!» Cuando los demás terminamos con nuestras llamadas telefónicas o e-mails, la demolición ya había empezado. El teléfono de Clay salió despedido de su mesa a pavorosa velocidad, dejando una abolladura cónica en el tabique de cartón-yeso antes de caer al suelo. Después Clay salió en tromba al pasillo, enloquecido y hecho una furia, con la melena encabritada, pisoteó el teléfono hasta dejarlo hecho papilla y mandó los trocitos al fondo del pasillo a puntapiés. Si reparó en nosotros asomados para ver qué pasaba, no se le notó, simplemente volvió a su sitio desgañitándose al grito de «¡Joder!». Nos dejó a todos pasmados con la potencia de su voz. Quién lo iba a decir, con lo tranquilo que parecía. Lo que siguió fue su ordenador, y hay que ver el ruido que hace eso, una explosión casi, cuando da contra el suelo. Bill, nuestro jefe, es demasiado ahorrador para proporcionarnos monitores planos, de modo que Clay se benefició del estruendo que supone destrozar un monitor Dell de quince kilos. Cuando la impresora HP LaserJet 2200d siguió el mismo destino segundos más tarde, el tímido ruido que produjo al chocar contra el suelo quedó en ridículo en comparación. Después de esto, Clay se quedó un rato - 21 -

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en su cubículo y sólo pudimos oír el alboroto que hacía rompiendo carpetas y arrojando marcos de foto contra la pared, al tiempo que pateaba el mobiliario de mala manera. Por último, salió al pasillo con la camisa sudada y por fuera, la corbata no se sabe dónde, la cara empapada, y se dejó resbalar al suelo con la espalda apoyada contra la pared, sollozando por lo bajo con la cabeza entre las manos. Cuando llegaron los de seguridad para sacarlo del edificio, se había calmado un poquito, y de hecho parecía casi feliz y relajado cuando se lo llevaron hacia los ascensores, asintiendo con cara de que todo le importaba una mierda. Se veía venir. Clay quebrantó la norma 80/20 y quebrantó la norma del plazo de entrega. Aquí en la Spandler Corporation nos regimos por numerosos principios; puedes pasar de unos cuantos si la ocasión así lo exige, pero hay ciertas normas que no puedes saltarte a la vez o lo tienes claro. Clay dependía en menos de un veinte por ciento de su cliente base para el ochenta por ciento de su trabajo. Permitió que su cliente más importante se convirtiera en el único cliente, y agravó ese error dejándose presionar para aceptar un plazo de entrega que no era factible. El pobre tipo tenía los días contados. Yo, como todo el mundo, meneé la cabeza y chasqueé la lengua pero lo cierto es que envidiaba a Clay. Lo envidiaba por su violencia, por su liberación y, sobre todo, por su huida. Clay necesitaba salir, aliviar la presión que lo estrujaba por los cuatro costados, y vaya si no fue eso lo que hizo. Clay perdió los estribos, Clay se chaló, Clay se volvió majara, sí, pero en el fondo de todo esto había una cosa: Clay se había quitado literalmente de en medio. Era libre. Reviso los papeles en un fútil intento de hallar una solución milagrosa al problema Nike, pero no me chupo el dedo. Es Craig quien la ha jodido, pero a quien dan por el saco es a mí. Todavía veo la expresión de Clay cuando se lo llevaban, sorprendido pero a la vez no poco exultante. Cuando empiezas a envidiarle a la gente sus ataques de nervios, es hora de ponerte a examinar tu propia vida con cierto detenimiento. Y luego esto: he de ir a mear. El cosquilleo que siento en la vejiga es el mismo de siempre, pero ahora es también un síntoma de algo que está por identificar y que me aterroriza mientras clama por salir. Zigzagueo por el laberinto de cubículos con la música de la actividad comercial que suena tras los tabiques tapizados zumbando en mis oídos como un insecto, entro en el servicio y me encuentro allí al director de nuestro departamento, Bill Cockburn, que está lavándose escrupulosamente las manos, pinta de superjefe con su traje azul de rayadillo, su corbata burdeos y sus tirantes a juego. —Hola, Zack —dice secamente, mirándome por el espejo.

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—Hola —digo. —¿Cómo va todo? —De coña. El truco con Bill es decir lo menos posible. Se le conoce por sus prolijos sermones sobre el arte de vender, y uno nunca sabe cuándo una simple frase amable puede provocar un miniseminario Dale Carnegie. Todos conocemos a Bill, también tú, lector. Lo vemos en el avión machacando a su pobre vecino de butaca sobre el mercado de valores o las últimas aplicaciones de la agenda electrónica o los defectos del modelo empresarial de Amazon, y uno se pregunta: si tan cojonudo es, ¿cómo es que vuela en clase turista? A sus cincuenta y pico, con el cutis carnoso y manchado y una calvicie incipiente, Bill cree que no hay problema que no pueda resolverse con una breve presentación en PowerPoint. Bill es un devoto de la gestión colectiva, un firme partidario de los sistemas informáticos, un ardiente usuario de clichés a la moda. Siempre está «tocando base», asegurándose de que «estamos en la misma página» o pidiendo que lo «dejen en el bucle». No piensa más que en hacer la venta, en cerrar el trato. Su método de gestión consiste en dispensar los miles y miles de perogrulladas que ha acumulado en sus treinta años en las trincheras, regalándonos con estos adagios a la manera de un gurú zen que nos guiara hacia la luz. «Vende a las masas, come con las clases», dice Bill. «No vayas con el mentón por delante», dice Bill. «Mide dos veces, corta una», dice Bill. «Véndete tú primero, y luego el producto», dice Bill. «Hasta un viaje de mil kilómetros empieza por un primer paso», dice Bill. Bill sería bastante más convincente si no nos llevara diez años, por lo menos, al resto de ejecutivos en administración media. Despide olor a café rancio y aftershave malo y luce la demacrada expresión de quien se debate bajo el peso de su propia mediocridad. Es intermediario de carrera, y un claro recordatorio de que tengo que largarme de esta empresa antes de convertirme en un Bill Cockburn. —Veo por tu informe de pedido en tramitación que tienes listo el logo de Nike —dice, secándose meticulosamente las manos en una toalla de papel. —Así es —digo. Le convendría quedarse en los servicios, porque va a cagar duro cuando se entere de lo que pasa con el pedido. —¿Qué es?, ¿acrílico estampado en caliente? —No. Serigrafiado. —Ah. —Asiente sabiamente, queriendo dar a entender que sabe de serigrafiados—. Enhorabuena, Zack —dice, agarrando otra toalla—. La cuenta de Nike fue un buen golpe. Yo de ti la cuidaría. —Se mira en el espejo y casi saca un compás y un transportador para ajustarse el nudo de la corbata. —Gracias —digo, con ganas de que se largue de una vez para poder mear en privado. La piel sonrosada que asoma bajo su deteriorado cuero cabelludo me hace pensar en quimioterapias y radiaciones, y la palabra cáncer aparece siniestra en la pantalla de cristal líquido de mi cerebro. Bill decora su partida con un despliegue de aforismos. Me aconseja no descuidar ese pedido. Antes de andar hay que saber gatear. Más vale prevenir que curar. Y, por último, saliendo ya por la puerta, me suelta uno

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de sus favoritos: nunca hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Entro en un excusado mientras me bajo la cremallera. Mi chorro de orina ha recuperado su tono amarillo vibrante habitual y mis esperanzas crecen otra vez, pues no detecto el menor vestigio del tono óxido de esta mañana. Mi pecho se hincha de alivio mientras me subo la cremallera, y una sonrisa juguetea en mis labios. Lo de esta mañana ha sido de chiripa, un breve eructo fisiológico y nada más. Pero luego, al inclinarme para tirar de la cadena, me fijo en una manchita oscura que flota en el agua de la taza, un núcleo rojo con tentáculos que se desparraman y desaparecen en el amarillo translúcido dominante. Mierda. Me lavo las manos y no puedo evitar preguntarme qué aspecto tiene un tumor. La hora siguiente la invierto en mirar páginas médicas en Internet en busca de posibles respuestas. La presencia de sangre en la orina se denomina hematuria. Puede deberse a una lesión en el tracto urinario o al tránsito de piedras del riñón, pero la ausencia de dolor en mi caso parece descartar ambas posibilidades a favor de diversas dolencias vasculares, lesiones renales, tumores y, por supuesto, cáncer de vejiga. El teléfono suena. No hago caso. Localizo el número de mi médico en mi agenda electrónica y llamo a su consulta. Está con un paciente, me dice la recepcionista. ¿Quiero esperar? Le digo que sí. Me ponen la versión hilo musical de Ruby Tuesday de los Rolling Stones. Ruby, como rubí, que es rojo, pienso, y otra vez veo la sangre de esta mañana. —Hola, Zachary —dice el doctor Cleeman—. ¿Cómo te va? Como no estoy de humor para trivialidades, voy directo al grano. Me hace algunas preguntas. ¿Me había ocurrido antes? ¿Cuánta sangre, más o menos? ¿Algún tipo de dolor? Me hace esperar un minuto y luego me pasa las señas de un urólogo. —Doctor Laurence Sanderson. Está en Park Avenue. Ve a verle lo antes que puedas. —¿Cree que es algo serio? —Probablemente no —dice, con menos convicción de la que me gustaría—, pero tienes que hacértelo ver. Dile al doctor Sanderson que te he aconsejado que te viera hoy mismo, ¿de acuerdo? Después de colgar llamo a la consulta del urólogo. Su recepcionista me cuela de mala gana para la hora de comer. —Es posible que tenga que esperar un rato —me advierte con su lacónico acento ruso, antes de colgar.

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Capítulo 5 El doctor Sanderson tiene el pelo entrecano, la barba impecablemente recortada y una mirada penetrante tras sus gafas de montura dorada. Es exactamente como querrías que fuese tu médico, sólo que a los treinta y dos años uno no quiere saber nada de médicos, la verdad, porque ¿para qué necesitas un médico?, vamos a ver, maldita la gracia que te hace tratar de explicar las sensaciones que puedes haber experimentado en tu pilila cuando has orinado sangre por la mañana. —¿Le había ocurrido otras veces? —me pregunta. —No. —¿Ha sufrido recientemente alguna lesión de tipo traumático, en el estómago o el costado? —No. —¿Dolor durante la micción? —No. —¿Fuma usted? —No —digo—. Bueno, fumaba, en la facultad, pero lo dejé. Bueno, quiero decir, no del todo. A veces, ya sabe, en el bar o algo así. Cuando estoy tomando una copa. —¿Se considera usted un bebedor habitual? —No. Bueno, no sé. A veces. Casi nunca. —Debo recordar que esto no es una entrevista para solicitar empleo. —¿Hace ejercicio? —No. —¿Practica algún deporte de contacto? —No. —¿Toma algún tipo de analgésico? —Tylenol o Excedrina, a veces, para el dolor de cabeza. —¿Tiene jaqueca a menudo? Ahora mismo sí, pienso. Pero digo: —No. Ojalá se dejara de preguntas y me examinara de una vez. Ya he rellenado formularios en la sala de espera para solicitar un préstamo y, siguiendo instrucciones de la guapa auxiliar hispánica, me he quitado la ropa y me he puesto una bata del algodón más fino que haya conocido el ser humano. He hecho lo que me pedían; ahora vamos al asunto. El doctor Sanderson me hace tumbar de costado sobre la camilla y me aplica una especie de gel transparente al costado y en la parte inferior de la espalda. El gel está superfrío y todo mi cuerpo se crispa de sorpresa. —Ya sé. Está frío, ¿eh? —dice. —Pues sí —digo. El muy sádico seguro que lo guarda en la nevera para ver cómo se encogen sus pacientes.

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—Esto es sólo una ecografía rutinaria, para ver el estado de los riñones. La hematuria puede deberse a diferentes causas, piedras en el riñón, infecciones del tracto urinario, actividad física violenta... —Empieza a frotarme y en el pequeño monitor de la máquina aparece una imagen en colores. Al cabo de un rato me dice que me tumbe del otro lado. Sería de agradecer que me dijera qué opina del primer riñón, pero por lo visto prefiere acabar del todo antes de dar su veredicto, y aunque podría preguntarle, desconfío de interrumpir su ritual, de modo que obedezco en silencio, con la bata que se me pega al cuerpo allí donde ha quedado un poco de gel. Sanderson examina mi otro riñón durante un minuto o así y luego dice—: Túmbese de espaldas, por favor. El riñón izquierdo le merece menos atención aún que el derecho, lo cual debe de ser buena señal, posiblemente no había nada que ver. A menos que el izquierdo esté tan repleto de tumores malignos, que el doctor sólo haya tardado un instante en saber que estoy bien jodido y ahora me hace tumbar de espaldas por si me desmayo cuando me dé la mala noticia. O quizás es el riñón derecho el que está mal y el izquierdo sólo había que mirarlo por encima, porque el doctor ya ha diagnosticado que tengo cáncer. Me quedo tumbado de espaldas, ahora estoy sudando y noto que el pulso se me acelera. Ni cáncer ni nada, la voy a palmar de un infarto ahora mismo. Me sube la bata como un pervertido y me unta toda la pelvis con un poco más de gel helado. Cierro los ojos y trato de concentrarme únicamente en meter y sacar aire de los pulmones. Estoy un rato así hasta que me doy cuenta de que lleva hurgando ahí abajo un buen rato, presionando la sonda y clicando con el ratón de vez en cuando. Abro los ojos y quedo instantáneamente aterrorizado por su frente fruncida y por el modo en que arquea las cejas. —¿Qué está haciendo? —le pregunto. —Mirarle la vejiga —dice distraído, como si hubiera olvidado que esas ingles que examina pertenecen a una persona. —¿Está todo bien? —Humm —dice. Nunca, bajo ninguna circunstancia, es bueno oír a tu médico decir «Humm». «Humm», en la jerga de la profesión, significa «Hostia». —¿Qué hay? —digo. Gira el monitor hacia mí y me enfrento a esa oscura película de terror de mi vejiga temblorosa. —Ahí —dice, y con el ratón dibuja una pequeña circunferencia en la pantalla—. ¿Ve eso? —¿El qué? —Ese punto más brillante. —Sí —digo—. ¿Qué es? El doctor Sanderson mira la pantalla y asiente despacio con la cabeza. —No estoy muy seguro —responde, y de repente todo cambia. Estoy encharcado de sudor, con la bata pegada a los costados remojados de gel mientras mi vejiga vibra grotescamente ante mis ojos, y todo empieza a dar vueltas. Contemplo ese puntito brillante que el monitor convierte en una nada gris y guardo silencio. El médico está diciendo que podría tratarse de unos capilares, nada importante, y que de- 26 -

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bo volver mañana para una cistoscopia a fin de que pueda examinarlo mejor, sólo para asegurarnos, pero su voz suena distante y hueca. Puede que él no sepa todavía lo que es esa manchita, pero yo sí sé lo que es. Es algo, eso seguro.

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Capítulo 6 Salgo de la consulta medio aturdido, con una exuberancia de ideas sobre el cáncer. Una cosa está clara: yo no seré un buen paciente de cáncer. No descubriré dentro de mí reservas de energía hasta ahora no utilizadas, no levantaré el ánimo al prójimo con mi valor, no seré franco y gracioso respecto de mi enfermedad ni me pondré una gorra ad hoc cuando el pelo se me empiece a caer. Sencillamente, no soy carne de documental de la semana. Lo más probable es que me convierta en una piltrafa humana, vomitando encerrado en mi habitación, hecho una patética pelota fetal mientras dejo que mi vida se extinga. Seré un niño, un puto niño grande. Quiero que venga mi mamá. El móvil me dice que tengo varias llamadas no contestadas. El intermediario debe estar siempre localizable. Resisto el poderoso y casi innato impulso de escuchar mi buzón de voz. No hay modo de trabajar, con este asunto en la cabeza. Me quedo mirando el móvil que sostengo en la mano y me pregunto qué puedo hacer. Debería llamar a Hope. Es lo que se hace en estas situaciones, ¿no? Pero cuando me decido a hacer una llamada, es el número de Tamara el que marcan mis dedos. —Hola, soy yo. —¡Zack! ¿Qué pasa? —¿Te apetece tener visita? —Pues claro. ¿Vendrás a cenar? —Pensaba largarme de la oficina e ir ahora. Podemos llevar a Sophie al parque, dar una vuelta. —¿Te escaparás del trabajo? —pregunta con cierto escepticismo. —No será la primera vez. —De acuerdo —dice—. Pero eso no es verdad. Tú nunca te escapas del trabajo. ¿Qué ocurre? —Nada, que estoy de un humor de perros. —O sea, vas a vendimiar y llevas uvas de postre. —Las desgracias, en compañía, son menos desgracias. —Y que lo digas. Bueno, ven. Procuraré animarte con mis propios problemas. —Cuento con ello. Tamara se ríe. —Vaya equipo formamos —dice—. ¿Quieres que vaya a recogerte a la estación? —No. Iré en el coche de Jed. Nos vemos dentro de una hora. —Vale. Despertaré a la monstruita, que está haciendo la siesta.

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Jed guarda su Lexus SC430 descapotable en un garaje que está a un paso de nuestro apartamento. Los encargados ya me conocen porque, como Tamara y mi madre viven en Riverdale, suelo usar el coche mucho más que Jed, quien se diría que ya no va nunca a ninguna parte. A veces me pregunto para qué tiene coche, pero imagino que cuando el dinero no es un problema, estás dispuesto a pagar sólo por tener esa opción al alcance de la mano, lo cual es un ejemplo más de las ventajas que su actitud consumista tienen para un tío que vive de gorra como yo. Pero antes de ir por el Lexus me doy una ducha y me paso la maquinilla de afeitar. Tamara me besará en la mejilla y me dará un abrazo, y quiero oler bien cuando esté tan cerca de mí. Cuando Rael y Tamara se casaron, el plan era quedarse en Manhattan, pero al nacer Sophie el apartamento se les quedó demasiado pequeño y compraron un pequeño dúplex en Riverdale, como a un kilómetro de donde Rael y yo nos habíamos criado. Aunque no le gustaba admitirlo, Rael estaba entusiasmado ante la idea de volver a Riverdale, veía un toque de simetría en el hecho de que su hija creciera en la ciudad que lo había visto nacer a él. Pero luego murió, y Tamara se convirtió en una extraña en una ciudad extraña, con una hija y una hipoteca y sin saber a dónde ir ni qué hacer con su vida. En casa de Tamara. Está sentada sobre la mesa redonda de la cocina con un pantalón corto y un top, bebiendo una Diet Coke, con su larga melena oscura tapando parcialmente su rostro mientras lee muy concentrada un ejemplar de la revista People. No le interesan nada los divorcios de famosos ni las planchas de las supermodelos. Sin mirar, sé que está leyendo uno de esos artículos lacrimosos sobre la niña que sufrió quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo cuando un borracho estrelló su coche contra el de su madre; el chaval que estaba siendo tratado de una modalidad exótica de leucemia y cuyos compañeros de clase se raparon la cabeza en solidaridad; o la quinceañera de Camboya que recibió un riñón de un trabajador de correos retirado de Scranton (Pensilvania). Desde la muerte de Rael, Tamara ha cultivado una obsesión por los niños enfermos y moribundos. Ella es todo lo que Sophie tiene ahora, y le aterra no estar a la altura de las circunstancias. Rápidamente me fijo en sus piernas, que son pálidas y no especialmente bien torneadas pero que siempre parece que han de tener un tacto sedoso, las suaves curvas donde sus tríceps enlazan con sus grandes y atléticos hombros y la vigorosa presencia de sus pechos, un tanto oscurecida pero no menos formidable bajo el top. Todas las mujeres hermosas tienen un rasgo concreto que las hace destacar, y en Tamara son sus labios, gruesos y de un rojo oscuro que ningún lápiz de labios podrá imitar jamás. Se diría que se los han moldeado con masilla, tensando su tez de porcelana en un puchero sensual, robusto y no intencionado. De acuerdo, sus ojos color esmeralda, enmarcados por sendas cejas pobladas, son seductores de por sí, pero esos labios constituyen el toque final, y cuando los ves por primera vez tienes que recordarte que no la estás viendo desnuda, porque de entrada es lo que parece, y entonces entiendes a santo de qué los musulmanes inventaron - 29 -

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la burka. Los labios son tan órgano sexual como cualquiera de los demás, y más evidentes. Así ha quedado la cosa, en un secreto inventario reverencial hecho a la velocidad de la luz, como si yo fuera culpable de alguna perversión. La radio suena muy fuerte, y, al tiempo que lee, Tamara tararea una canción de Eminem. En el suelo de baldosas, Sophie ha derramado un envase de leche y está sacando Cheerios de una taza, de uno en uno, mojándolos en el charco de leche y llevándoselos a la boca. —¡Zap! —exclama al verme. Suelta la taza de Cheerios, se pone rápidamente de pie y corre hacia mis piernas, aplastando Cheerios por el camino y tendiéndome sus regordetas manos para que la aúpe. Eso hago, y le doy un beso en cada una de sus suaves mejillas como manzanas. —«Paque» —me dice con voz de apremio—. Zap lleva Sophie «paque». —Es que le he dicho que la llevarías al parque —explica Tamara dejando la revista e inclinándose para darme un beso en la mejilla. Nunca reacciono a estos besos de recibimiento, pero cada vez que me da uno me doy cuenta de que lo he estado esperando, y, aunque me pese, debo reconocer que los recibo con un grado máximo de conciencia. Al principio, estoy seguro, estas visitas eran muestras semanales inocentes de amistad y apoyo, una manera de velar por la viuda de mi amigo y por el bebé que no pudo disfrutar. Pero algo cambió, de un día para otro, y Tamara contrajo una irresistible belleza en su callada pena, en su serena aceptación de las trágicas circunstancias, y algo nació dentro de mí, algo que sólo cobra vida en su presencia, que sueña cosas innombrables y contempla un amplio abanico de posibilidades absurdas. —¿Estás bien? —me pregunta, mirándome con genuina preocupación. —Pues no lo sé. —¿Quieres hablar? —Luego —digo—. ¿Vas a venir al parque? —No —dice—. Limpiaré un poco mientras estáis fuera. —Oye, ¿no huele a algo? Tamara asiente con la cabeza. —Hay que cambiarle el pañal antes de salir. —Zap cambia «panal» —dice Sophie. —Creo que te ha tocado —dice Tamara, y me sonríe dándome una palmadita en el brazo. Ella no es de esas madres incondicionales que arriman la nariz al trasero de sus bebés para determinar, a través del pañal, si se han ensuciado o no. Pasa sobre el charco de leche y se dirige al pasillo; sus pies descalzos suenan líquidos al caminar. La observo por detrás, tan fuerte y a la vez tan vulnerable. El cariño ilícito que experimento de pronto es como un reventar de algo caliente en mi pecho, como inspirar hondo en un baño turco. Sophie se yergue en mis brazos y suelta un pedo en el pañal. —¡Pedo! —exclama muy contenta. En el parque hay toboganes y columpios. Sophie es de columpios. —¡Más arriba! —grita (una observación, no una orden) y se ríe como - 30 -

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una loca cuando le hago cosquillas en las piernas al empujarla. Sus finos cabellos rubios, tan parecidos a los de Rael, caen sobre sus ojos cada vez que va hacia delante, como si fuera una niña mayor haciéndose la coqueta. Mis excursiones semanales con ella al parque se han convertido en algo especial, un escenario en el que me represento a mí mismo en otra vida. Estamos rodeados de niños y madres (alguna que otra abuelita, también), y para todos ellos yo soy un padre responsable que se toma unas horas libres para jugar con su hija. O bien estoy en el paro, lo cual me confiere un aire patético. Claro que quizá soy autónomo, pongamos escritor o músico, y por eso puedo dedicar regularmente unas horas a mi hija. Como no llevo anillo, será que soy divorciado, o tal vez viudo; en cualquiera de los dos casos, eso aumenta mi atractivo. Tamara no quería hijos, pero Rael acabó convenciéndola. Era su especialidad. Rael era capaz de venderle cubitos de hielo a un esquimal, ya me entienden. De modo que tuvieron a Sophie y luego va Rael y se muere y Tamara se queda sola, y con esa carga de por vida, ella, que no quería tener hijos. Como Sophie sólo tenía diez meses al morir su padre, yo soy lo más cercano a una figura paterna para ella, y por más que esto me parezca trágico, no puedo negar que disfruto con la sensación de orgullo y posesión que la niña despierta en mí. Sophie se me agarra cuando finalmente deja que la saque del columpio, y paso la mano libre por la piel suave y mullida de sus pequeños hombros. Noto el olor a champú y loción infantil, y cuando apoya la mejilla en mi hombro es perfecto, como si ese hombro y esa mejilla estuvieran hechos para encajar el uno en la otra. Abrazándola así, me siento una persona más fiable y muchísimo más útil que en ningún otro momento de mi vida. —Abcdefg —me canta al oído con su voz aguda, dulce, desafinando graciosamente. —Y yo me pregunto qué eres —respondo. Es un juego entre ella y yo. —Qrstuv —canta Sophie. —Como un diamante en el cielo. Se ríe, con el estómago, y su risa es más musical que su cantar. —Zap «diver». Zap es divertido. A Zap le pone cachondo tu mamá, quien, incluso si no estuviera tan absorta en la trágica mierda de su propia vida como para notarlo, seguramente tampoco le haría el menor caso. Y es la mujer de su mejor amigo, lo cual complica bastante las cosas, y eso sin mencionar la nadería de que Zap está prometido a otra mujer, cosa que lo excluye de cualquier lista de pretendientes. Zap está metido en un teórico triángulo amoroso, aunque más parece un cuadrado amoroso puesto que no puede descartarse la presencia de Rael, aun a título póstumo. Y para complicar las cosas un poquito más, para echar un poco más de sal y pimienta al culebrón de su vida, podría ser que Zap tuviera un tumor maligno en la vejiga, lo cual, caso de ser así, meterá un palo en la rueda de todo el proceso. Y menudo palo. —Zap «diver» —repite Sophie, cansada de reír y toqueteándome el mentón con sus deditos. Le agarro la mano y hago que apoye la palma en mi mejilla. —Sí... —digo—. Zap histérico.

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Más tarde, Tamara y yo estamos sentados en el columpio del porche, el que Rael compró por catálogo durante un viaje de negocios. La tarde va declinando, y si estamos aquí no es por el paisaje ni por disfrutar del tiempo (está nublado y hace un bochorno desacostumbrado para octubre), sino porque Sophie se ha dormido en el cochecito mientras volvíamos y es mejor no tocarla. Si intentamos trasladarla a la cuna, se despertará chillando y no habrá manera de acostarla durante media hora. Quisiera pensar que Tamara, al igual que yo, prefiere tener dormida a Sophie porque le gusta estar conmigo a solas, pero lo cierto es que sólo quiere evitar los gritos de la niña. Ella ya sabía que no tenía madera de madre, pero Rael le aseguró que se enamoraría de su hija y todo cambiaría. Era lo bastante anticuado como para pensar que toda mujer esconde una madre en ciernes, pero no vivió lo suficiente para que le quitaran esa idea de la cabeza. En realidad, a Tamara se le cae la baba con Sophie, pero se aferra a su papel de mala mamá como un modo de afrontar sus sentimientos de incompetencia maternal. —Bueno, ¿y qué es lo que te pasa? —dice. Le cuento que he orinado sangre, y lo de la manchita en la ecografía. —He de volver mañana para una cistoscopia —le digo. Hope querría conocer datos estadísticos, probabilidades. Querría hacerme pensar en diferentes posibilidades, hablar de especialistas e indagar en antecedentes familiares. Tamara no, simplemente dice: —¿Estás asustado? —¿Del cáncer? —De la prueba. Lo pienso detenidamente. —Sí —digo—. Creo que sí. —¿Quieres que te acompañe? Sí quiero. No porque necesite que me acompañe sino porque su ofrecimiento subraya nuestra cercanía y, como soy tan grotesco, este detalle me emociona a pesar de saber que no ratifica de ninguna manera mis otros, y más secretos, sentimientos. Por un momento me permito fantasear sobre un mundo donde tuviera sentido que Tamara me acompañase al médico. Ella siempre ha sido muy sensata, por no decir quisquillosa, a la hora de dispensar cariño, lo cual hace que sea todavía más bonito franquear los muros de la fortaleza de sus preocupaciones. Claro que ella no puede venir conmigo a causa de Hope. Amo a Hope y Hope me ama a mí, y cuando no estoy en Riverdale eso me parece perfecto. Es mi realidad. Entonces, ¿qué diablos tiene Tamara que pone todo esto en entredicho cada vez que la veo? —Tranquila —le digo—. Creo que no es una situación en la que me interese tener público. —Te entiendo —dice. Qué interesante: por algún tipo de acuerdo tácito, ni ella ni yo mencionamos nunca a Hope. Hablemos de lo que hablemos, siempre conseguimos que ella no entre en nuestra conversación. Que Tamara sepa, Hope no tiene ni idea de mis visitas semanales a Riverdale. Y eso le parece bien. Es como si tuviéramos un pequeño mundo propio, y nos resistimos a que nadie reclame su derecho a entrar en ese círculo privado. - 32 -

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Total, nunca mencionamos a Hope. Rael, que por estar muerto ya no constituye una amenaza, tampoco aparece en nuestra charla más que como pronombre personal. «Él.» Sé por qué lo hago: porque soy un cabrón que, en el rato que paso con Tamara, trata de conservar una fantasía que en el mejor de los casos es del todo inapropiada. Pero ¿por qué lo hace Tamara? ¿Qué secretos designios está protegiendo con ello? Por algún motivo este razonamiento, aun siendo obtuso y defectuoso, me hace estremecer de placer. Estamos ahí sentados viendo dormir a Sophie y capto el aroma de Tamara, el aroma ligeramente afrutado de su champú y la crema hidratante que usa. Me imagino apartándole la melena y hundiendo la cara en el hueco de su cuello, rozando su piel con mis labios, empapándome de sus olores. Seguramente la cosa no acabaría bien. —Mírala —dice, contemplando amorosamente a Sophie—. Parece un angelito cuando duerme. Nadie diría lo diablilla que es. —Tiene mucha energía, eso sí —digo. —Se ha vuelto muy exigente. Si no consigue lo que quiere se pone a chillar con esa voz que tiene y ya no para. Entiendo a esas madres que acaban estampando a sus hijos contra la pared. —La miro sorprendido—. No digo que yo hiciera tal cosa, sólo que comprendo ese impulso. Cuando chillan así, no sabes qué hacer. —Mejor que no lo comentes por ahí. Se ríe. —Ya lo sé. Sólo estoy pensando en voz alta. Mi pierna nos sirve de timón mientras nos columpiamos suavemente. —A veces me pongo furiosa con él —dice.« Él» es Rael—. Qué típico, por su parte, convencerme de que tuviera el bebé y dejarme luego en la estacada. Mira, la quiero muchísimo, ya lo sabes, pero ¿cómo puedo seguir con mi vida teniéndola a ella? Uno no debería morirse dejando a otro atado de pies y manos, ¿sabes? Así no se puede empezar de cero. Y luego están sus padres, que no me dejan en paz porque les parece que no soy una buena madre. Es como si él me hubiera encerrado en este mundo y se hubiese largado con viento fresco. Por eso le odio, pero luego me siento culpable de odiarle y empiezo a desmadrarme. —Yo creo que lo estás haciendo bien —digo. —Soy una mierda de madre. —No; eres una madre soltera, que es diferente. —Digo demasiados juramentos, no le impongo unas normas, le cambio el pañal cuando me viene bien, come lo que le da la gana, y le guardo rencor por mi falta de libertad. ¿Qué ocurrirá cuando empiece a tener ligues otra vez? Mis alarmas se disparan. Sirenas y lucecitas. —¿Alguien lo ha intentado? —Qué dices. Mírame. ¿Quién va a querer salir conmigo con esta pinta que tengo? Cuando lo dice siento una oleada de alivio, y a la vez me doy cuenta de que mis sentimientos posesivos y las necesidades de Tamara pronto irán en direcciones opuestas. —¿Por qué no? —digo, tratando de hacer el papel que hasta hace

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poco creía estar haciendo de verdad. Yo no soy un amigo imparcial, pero hago de eso en la tele—. Cuando se sepa que buscas ligue, te van a salir tantos tíos que no sabrás dónde meterte. Me mira frunciendo el entrecejo. —No sabría por dónde empezar. El único hombre del que me he fiado nunca es él. Antes de conocerle, jamás había tenido una relación en serio. —No hay ninguna prisa —digo—. Cuando llegue el momento, lo sabrás. Me imagino a los hombres con los que puede salir. Todos serán más altos y más corpulentos que yo, con el pelo formando una punta perfecta a la altura de las sienes, como si fueran flechas, y la frente rectangular bajo una espesa mata de pelo oscuro. Tendrán el cuello grueso, serán económicamente independientes y conducirán deportivos de fabricación alemana. Hombres capaces de llevar americanas Armani encima de oscuras camisetas de seda sin parecer amanerados y que no vacilarán en invitarla a un fin de semana en el campo después de salir dos o tres veces. Hombres que serán extremadamente respetuosos del papel que yo he jugado con Tamara, no sin acabar marginándome con su condescendiente camaradería. Tamara apoya la cabeza en mi hombro y me aprieta el brazo. —Tendrás que hacer tú la selección —dice—. El hombre que quiera salir conmigo tendrá que tener antes tu visto bueno. Bien, si es así, nadie pasará la prueba. Sembraré todo un campo de minas, y también cepos, de esos que te dejan la pierna hecha una pena. A ver qué pinta tiene vestido de Armani y con la pata coja. Le palmeo la pierna en plan compañero e inclino la cabeza hacia la suya. —Todo saldrá bien —digo—. Eres inteligente, guapa y compasiva. Cualquier tío mataría por tenerte. —Sin ir más lejos, yo mismo. —Zack —dice en voz baja, cambiando de tema. —¿Sí? —No te pongas enfermo. Eres todo lo que tengo. —Haré lo posible. —Es que... Dios ya me ha jodido bastante. No quiero que me pase otra vez. Sería demasiado. La teología de Tamara abarca todos los campos, desde Dios hasta los horóscopos, y su único hilo consistente radica en la certeza de que existen fuerzas invisibles que moldean nuestro destino y que todo acto tiene consecuencias potencialmente cósmicas. —Bien. Trataré de no defraudarte. Me da un empujón en plan cariñoso. —Ya sabes de qué hablo. —Sí —digo—. Gracias. Levanta la cabeza y me da un rápido beso de amiga en la barbilla antes de apoyarse de nuevo en mi hombro. Nos quedamos callados en el columpio, meciéndonos al ritmo de los suaves ronquidos de Sophie, y me pongo a pensar que acabo de joderla de la manera más absurda y me pregunto cómo diablos voy a salir de ésta.

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Capítulo 7 El día que Rael murió, me llamó al trabajo. —Las Vegas, chaval —dijo. — ¿Qué? —Nos vamos a Las Vegas. —Vale —dije—. ¿Cuándo? —Esta noche. —Ya —repuse, mientras respondía distraídamente a un e-mail—. No me creo nada. —Venga, Zack. Vive un poco, hombre. Eres joven y sin compromiso. —Y tú viejo y casado. No puedo ir. —Me he pasado la vida tratando de que te diviertas —dijo Rael—. Siempre dices que no, después insisto y acabas diciendo que sí, y nueve de cada diez veces te lo pasas mejor que yo mismo. ¿Por qué no me ahorras saliva y hacemos como si ya llevara media hora convenciéndote y reservamos los pasajes? —Bueno —dije—, te voy a ahorrar esa media hora, porque te aseguro que como Dios no lo remedie es absolutamente imposible que pueda volar a Las Vegas esta noche. Estoy trabajando en siete asuntos urgentes a la vez, y mañana por la noche ceno en casa de los padres de Hope. —Que se jodan. Las Vegas nos espera, tío. —Y tendré que confiscarte el DVD de los Swingers. —Sabía que dirías que no —suspiró. —Bien. Ya me conoces, no me gusta defraudar a nadie. — ¡Y por eso mismo vamos a ir al Borgata de Atlantic City! Es hotel, casino y balneario. —Lo dijo como si yo acabara de ganar una sala de estar amueblada en un concurso de la tele. «Muchas gracias. Habrá que ver cómo metemos todo esto en nuestro remolque-vivienda.» — ¿Va en serio? —dije. —Superenserio. —No sé… —Vamos. Será como en los viejos tiempos. —En los viejos tiempos no jugábamos a la ruleta. —Los viejos tiempos que deberíamos haber disfrutado —dijo. —Odio el juego. —No se trata de jugar. — ¿A Atlantic City no se va a jugar? —Se trata de ti y de mí, Zack. Los dos solos en la carretera. Charlar, relajarnos, escuchar música, comer porquerías de bar de carretera mientras contemplamos a las tías buenas con las que no nos acostaremos. — ¿Se lo has preguntado a Jed? —Tiene una cita. —Así que lo descartas a él y me vienes con el cuento a mí.

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—De todos modos, Jed apuesta demasiado alto. Tú sabes que en el fondo quieres venir. Suspiré. Rael podía tenerme al teléfono todo el día. —De acuerdo —dije. —Estupendo. Te recojo a las siete. — ¿Y si hubiera dicho sí a lo de Las Vegas? Rael rió. —¿Estás de guasa? Tamara nunca me lo habría permitido. El hombre corriente, ante la perspectiva de un viaje a Atlantic City, se imagina dos cosas: dinero y sexo en un hotel con una desconocida. No hay ninguna razón para creer que meta muchos goles en ninguna de las dos categorías. Al contrario, la prima por accidente de trabajo lo empuja a hacer apuestas suicidas en las mesas de blackjack, a emborracharse con cócteles aguados, a comerse con ojos irritados por el humo a momificadas camareras que corretean en sus uniformes improvisados luciendo escotes exánimes, las piernas al aire embutidas en pantis color carne para disimular sus venas varicosas. E incluso cuando baja de la nube y acepta lo que hay, tampoco se atreve a insinuarse porque las estudiadas miradas ausentes de las chicas parecen una fachada de algo infinitamente más volátil, algo que de un momento a otro puede convertirse en una agresiva furia antihombres, y si hay algo peor que el rechazo, es el rechazo que viene de manos y gritos del personal de seguridad. De modo que se limita a dar buenas propinas, poniendo en la mano femenina la ficha de diez dólares con una sonrisa educada, como arrepentido de la breve pero sórdida fantasía de un polvo hotelero que hasta hacía unos instantes había acariciado, porque, en el fondo, él no es de ésos. El hombre corriente llegará al trabajo al día siguiente con jaqueca, sexualmente frustrado y resacoso, la garganta rasposa de humo ajeno, y la cartera vacía porque nunca acaba de interiorizar cuándo hay que doblar una apuesta y cuándo no. Pero propónganselo unos meses después y estará dispuesto a repetir, babeando ante la perspectiva de las brevas monetarias y sexuales que allí le esperan. Yo no acabo de entender este fenómeno, la verdad, pero está claro que alguien del departamento de marketing de esos lugares se merece un buen ascenso. El hombre corriente es un idiota al pensar que su noche en Atlantic City acabará con actos pornográficos en una suite del Borgata, pero en cualquier caso está justificada su presunción de que no acabará la noche suspendido boca abajo en un BMW, con el pecho aplastado por el volante y sus órganos vitales perforados por sus propios huesos hechos añicos. Digo yo, ¿qué probabilidades hay? En vista de lo que ocurrió es bonito pensar que Rael pasó sus últimas horas de vida en compañía de su mejor amigo. Bonito, pero no del todo cierto. Que ganamos mucha pasta, o que perdimos pero nos hartamos de reír, o que nos sucedieron cosas increíbles por el camino, que Rael estaba en vena y no paró de hablar de lo feliz que era por estar casado y tener a Sophie, que rememoramos antiguas vivencias y nos contamos chistes privados y bromeamos con mujeres sexy y lo pasamos en grande. Que en sus últimas horas, Rael estaba repleto de vida. Pero, en el fondo, sólo fue - 36 -

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la típica y poco recomendable excursión a Atlantic City del típico currante, que, de no ser por su trágica conclusión, habríamos olvidado enseguida. Gastamos unos cientos de dólares en las mesas de blackjack durante la primera hora, y luego nos dedicamos a buscar mesas más baratas sin conseguirlo. Rael refunfuñó por no poder aprovecharse de las copas gratis que te servían en las mesas de juego porque antes o después tendría que conducir de vuelta a casa, y yo, enfadado, le dije que eso podría haberlo pensado antes. Nos sentamos entre las víctimas y los viejos en las máquinas tragaperras, aturdidos por el humo y el cansancio. Tamara le llamó varias veces al móvil —Sophie le estaba dando la noche— y él buscaba un sitio donde no hubiera tanto ruido para poder hablar. Cuando nos quedamos sin el dinero que habíamos pensado gastar, encontramos un cajero automático y perdimos un poco más, luego entramos en un night-club y estuvimos tomando combinados y mirando a mujeres que no nos devolvían la mirada. Ambos teníamos ganas de marcharnos, pero ni él ni yo queríamos ser los primeros en proponerlo, en expresar de palabra la deprimente mediocridad de la velada. No recuerdo el momento que salimos del casino. Hay partes de esa noche que he olvidado por completo. Serían las dos de la madrugada y sé que paramos a repostar gasolina y comprar algo de comer y cafés extralargos para el viaje de vuelta. Recuerdo que el azúcar de los donuts dibujó un bigote a lo Clark Gable en la boca de Rael mientras cantaba al unísono de los Ramones por la Garden State Parkway, una mano en el volante y la otra en el vaso de café 7-Eleven. Recuerdo incluso la canción, Bonzo Goes to Bitburg. Varios meses después oí esa misma canción por la radio en mi despacho, y me pasé el resto de la tarde temblando y llorando en un retrete de la oficina. Pero eso es todo lo que recuerdo, es decir, que me quedé dormido en el asiento del copiloto. Lo siguiente que recuerdo es el chirrido de los neumáticos del BMW mordiendo el terraplén a gran velocidad, el ruido de hierros, mucho más fuerte de lo que habría imaginado nunca, las ventanas que estallaban sembrándonos de cristales, y el motor que rugía como un oso herido cuando el coche irrumpió zigzagueando en el bosque que había junto a la carretera. Cuando volví en mí, estábamos boca abajo. Rael había perdido el conocimiento y parecía estar sentado en el asiento de atrás, sólo que eso no encajaba, puesto que su cabeza colgaba a unos centímetros del volante. Además, él parecía estar allí en una postura reclinada, mientras que yo colgaba perfectamente sentado. Lo llamé por su nombre. Mi voz fue como un ronquido, y el pecho me dolió del esfuerzo. El cinturón de seguridad me apretaba fuertemente el pecho y los muslos, no podía moverme. Le llamé de nuevo. Esta vez sonó más fuerte, pero las costillas se me crisparon de dolor y pensé que iba a vomitar. El silencio del coche me pareció aciago después del estruendo de la colisión, pero aparte de algún que otro coche que pasaba allá arriba por la carretera y de ocasionales siseos del motor destrozado, no oí nada más. Comprendí que el accidente debía de haber pasado inadvertido, puesto que a esa hora apenas circulaba nadie por allí, y nuestro coche posiblemente no era visible desde la carretera. Estiré el cuello para ver - 37 -

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mejor a Rael. Estaba muy oscuro, pero la geometría de su cuerpo, y la del propio coche, me intrigó. Era como si el vehículo se lo hubiera tragado: veía mucho salpicadero roto y no suficiente Rael. Entonces, de una sacudida, volvió en sí y empezó a toser y escupir mucha sangre. —Zack… —jadeó, filtrando la palabra entre el líquido que anegaba su garganta. —Sí —dije aliviado. —Estoy jodido, tío. —Ya. Yo también. —Casi no puedo respirar. —Tranquilízate. No te dejes llevar por el miedo. —No es fácil —resolló. —No encuentro mi móvil —dije—. ¿Dónde tienes el tuyo? —En el cinturón. — ¿Crees que podrás pasármelo? Un sollozo líquido, forzado: —Zack… —Qué. —No puedo mover los brazos. —No pasa nada —dije, como un idiota—. A ver si lo alcanzo yo. —Joder, Zack, no puedo mover los brazos. Estoy paralizado, coño. —No estás paralizado, Rael —dije, mirando de liberar mi cinturón de seguridad—. Sólo estás encajado en el coche. — ¡No noto una puta mierda! —gritó, sacudiendo la cabeza—. ¡No siento las jodidas piernas! ¡No puedo moverme! —Se puso a chillar, pero estaba expectorando mucha sangre y el sonido no acababa de salir de su garganta, y entonces empezó a darse con la cabeza contra el volante. — ¡Rael! —grité, y todo el torso me tembló al rozar el aire de mi voz tantos músculos heridos—. ¡Cálmate! Se había desmayado otra vez. No sé cuánto tardé en soltarme del cinturón de seguridad. Quizá cinco minutos, o quizá media hora. Cuando por fin pude presionar el cierre, caí de cabeza en el techo del coche y, al enderezarme, empecé a vomitar. Mientras estaba allí, hecho una pelota, con arcadas que me producía la pestilencia de mi propio vómito, la tentación de dormir y dejar que otro se ocupara de salir de aquel embrollo fue tan grande que de hecho llegué a cerrar los ojos y echar un sueñecito. Tarde o temprano nos encontrarían y nos sacarían en cómodas camillas, con esas cosas amarillas para inmovilizar el cuello, y ya en la ambulancia nos dirían palabras de ánimo mientras nos administraban morfina gota a gota. Sacar a Rael de allí no iba a ser nada fácil, pero si era preciso lo sacarían con fórceps. Al fin y al cabo, ése era trabajo para profesionales, y nadie menos cualificado que yo para esas cosas, lo más probable era que en lugar de ayudar empeorara las cosas todavía más. —¡Zack! —Sí. —Despierta, tío. Me incorporé como pude. La chapa destrozada del techo se clavaba dolorosamente en mis rodillas y tuve que luchar contra el impulso de huir de aquel recinto claustrofóbico. Me arrastré hacia Rael, quien, como pude - 38 -

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ver entonces, tenía la cara ensangrentada e hinchada, y el pecho, ¡uf!, el pecho era un amasijo sanguinolento. Tuve que dejar de mirarle pues, de lo contrario, me habría echado a llorar. —Santo Dios, Rael —dije. —Ya sé —dijo él con una voz tan serena que daba miedo—. Tranquilo. No siento nada. En cierto momento conseguí pasar la mano por donde me pareció que tenía la cintura, buscando con dedos temblorosos su teléfono móvil. El jersey de Rael estaba empapado de sangre, y todo él despedía oleadas de calor. La ambulancia tardó una eternidad en llegar. Para entonces Rael perdía y recobraba el conocimiento una y otra vez; hice lo que pude para sostenerle la cabeza sentándome con las piernas cruzadas debajo de él y colocando el hombro debajo de su cabeza como si fuera una mesa. Creo que recé un poco. —Dile a Tamara que lo siento —dijo Rael. —Ya se lo dirás tú. —Vamos, Zack. No me fastidies. Dile que la quiero, y que lo siento. ¿Me harás ese favor? — ¿Quieres que la llame ahora mismo? —No. No quiero que me oiga así. —De acuerdo. Se lo diré. —Estoy casi seguro de que no pudo ver las lágrimas que yo había empezado a derramar. Escupió un poco de sangre, que aterrizó a mis pies con un sonido extraño. Como si aparte de sangre hubiera algo más sólido. —Zack. —Sí. —Me estoy muriendo, tío. Lo noto. —Aguanta un poco más —dije—. Llegarán enseguida. Rael meneó la cabeza. —No. Me estoy yendo. —¡Y una mierda! Quédate aquí conmigo. —Créeme —dijo, y su voz sonó más débil—, me gustaría mucho. —Dentro de unas semanas estaremos charlando en tu casa y te parecerá que dijiste estupideces. —Háblale de mí a Sophie —susurró—. Cuando crezca, quiero decir. Dile cómo era yo, ¿vale? Dile que ella ha sido mi mayor motivo de felicidad. —De acuerdo. Pero, por favor, procura estar conmigo. —Esto no me lo veía venir —dijo, más para sí que para mí—. Nunca en la vida lo habría imaginado. —Por favor, Rael. ¡Maldita sea, aguanta! —Dejé de contener las lágrimas. A lo lejos, oí sirenas—. Ya están aquí, ¿oyes? ¡No te duermas! Las sirenas cesaron y me imaginé a los sanitarios agarrando sus gruesos maletines color naranja y bajando a toda prisa por el terraplén en busca del coche accidentado. —Zack… —Rael. Cerró los ojos por última vez y sonrió. —Tendríamos que haber ido a Las Vegas, joder.

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Capítulo 8 Normalmente, al marcharme de casa de Tamara necesito a Hope de la peor de las maneras. Corro a ella como el yonqui a la metadona, por pura necesidad de creer que mi vida real, aun siendo diferente, es tan buena como las locas fantasías que acaricio en el mundo de Tamara. Antes de poner el coche en marcha ya tengo la mano en el teléfono móvil, listo para abrirlo y llamarla, listo para oír su voz estable y serena, tan arraigada en la realidad que no deja margen para la duda, listo para ser otra vez yo. «Hope», digo al punto. Me sale el buzón de voz y dejo un mensaje; no digo quién soy, sólo que la echo de menos y que me llame cuando pueda. Son las seis y media y sé que hoy trabaja hasta muy tarde. Lo que pasa es esto. Vas en tu coche conduciendo despacio por el lateral de la Henry Hudson Parkway cuando empieza a anochecer y los faros de los coches se adueñan de la autopista. (Desde el accidente, siempre prefieres calzadas laterales a autovías.) Vas pensando en una mujer mientras tratas de alcanzar a otra. Pese a la aparente abundancia de mujeres, te sientes muy solo y muy triste y, casi sin querer, conduces hacia la casa de una tercera mujer, y esta tercera es tu madre. Será cosa del inconsciente, porque conscientemente sabrías que cometes un gran error. En algún lugar hay un terapeuta en paro que mira impotente la puerta de su consulta, esperando que aparezca un paciente como tú. Mi madre y Peter viven a medio kilómetro de Tamara, en la casa donde me crié, la casa de la que Norm fue ceremoniosamente expulsado tras el incidente con Anna. Dicha ceremonia tuvo lugar, en realidad, unos días después de la marcha de Norm, cuando mi madre bajó las sábanas de la escena del crimen al camino particular y, utilizando una lata de gasolina para encendedor, les prendió fuego al pie de nuestra canasta de baloncesto. Las señales que quedaron en el cemento del suelo se convirtieron en nuestra línea de tiro libre y línea de fondo. Peter está en el jardín delantero trabajando con el rastrillo. Cuando me ve su cara se ilumina, y agita el brazo con abandono suficiente como para dar a entender que está ocupado. —Hola, Zack —grita—. ¿Qué cuentas de nuevo y de interesante? —Hola, Pete —digo, apeándome del coche—. ¿Qué tal la vida? —Bien, la muy puñetera —dice con una risita—. Bonito cacharro. —Ya lo conoces. Deja el rastrillo y sube corriendo la pequeña cuesta de césped para saludarme, con los brazos colgando con ese extraño lenguaje corporal de los retrasados mentales. Me planta un beso húmedo en la mejilla y su barba de días me araña la piel. Peter tiene veintinueve años, es bajito y rechoncho, listo a su manera y tan deseoso de complacer como un cachorro. Pero por más contento que parezca, por más tranquilo que viva en la secuela del topetazo cromosómico que tuvo lugar durante su

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gestación, su vida sigue teniendo un ineludible elemento de tragedia. Para él, cada día es como intentar tocar el piano llevando manoplas. —Te echaba de menos —dice, y siento una punzada de culpa. Tomo mentalmente nota de llamarlo más a menudo y pasar algún domingo con él haciendo cosas de hermanos. Querer a los discapacitados mentales significa padecer siempre un sentimiento de culpa. —Yo también te he echado de menos —le digo, y le paso un brazo por los hombros mientras regresamos por el césped—. Por eso he venido. —¿Cómo está Hope? —dice. —Muy bien. Te manda saludos. —Gracias. Salúdala de mi parte. —Lo haré. Al notar el aire limpio y fresco en la cara, el viento contra mi cazadora de ante, las multicolores y frágiles hojas bajo las suelas de goma de mis zapatos, tengo un arrebato de optimismo, una sensación de grandes expectativas. A mí el otoño me da por ahí. Mamá está en la cocina fregando platos. Tiene un estupendo lavavajillas, pero utilizarlo sería rebajar el nivel de los sacrificios que hace por Peter, de modo que eso está descartado. Cuidar de Peter nunca ha sido bastante para ella. Con los años ha desarrollado un finísimo complejo de mártir, y nunca queda satisfecha de su quehacer si éste no va acompañado de alguna forma de autoflagelación. Yo entonces era demasiado joven para saber si dicha tendencia se desarrolló antes o después de la última trastada de mi padre, si fue un efecto o una causa de sus compromisos conyugales, pero no cabe duda de que es el motivo de que se haya quedado sola. Tal vez sea un mecanismo de defensa, o una mal entendida aceptación zen de su papel en la vida; no lo sé. Soy el menos cualificado para comprender las psicosis ajenas. Baste decir que, por regla general, Lela King no es una persona muy divertida. Matt compuso una canción sobre mi madre titulada Santa Mamá. Desde atrás, con su esbelta figura, vaqueros y el pelo teñido de rubio, parece una persona mucho más joven. Pero luego se vuelve hacia mí, con esa expresión de mártir fatigada, y al momento me fijo en sus arrugas, su mandíbula floja, los labios ahora permanentemente fruncidos, y me dan ganas de abrazarla y decirle algo que la haga sonreír mientras reprimo las ganas de escabullirme para siempre de su espantosa cocina marrón, decorada aún con el papel color aguacate de mi niñez. Mi madre ejerce ese efecto en mí. —Zack —dice. —Hola, mamá. Se aparta del fregadero y aleja teatralmente sus manos embutidas en guantes de goma cuando me inclino para darle un beso en la mejilla. — ¿Qué haces por aquí? —Pasaba por el barrio —digo. Me mira muy seria. —¿Ocurre algo malo? —Nada. —No me engañes. ¿De qué se trata? Que quede claro: no puedo decir que mi madre sea un bastión de la intuición maternal, siempre oliéndose, en plan madraza, que algo malo - 41 -

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ocurre en el universo del mayor y, sobre el papel, menos jodido de sus hijos. El de en medio quedó con el cerebro dañado por una misteriosa mutación genética, su marido se tiró a su secretaria en el mismísimo lecho conyugal, y así mi madre vive siempre con la inconmovible convicción teísta de que Dios no ha terminado aún de fastidiarla. Hay personas que dicen «hola». Lela King dice: « ¿Qué ocurre?» —Todo va bien, mamá. Sólo pasaba por aquí. —¿Es Hope? —¿Hope, qué? —No te estarás echando atrás, ¿eh? —Mamá… —Es un decir. —Se encoge de hombros y frunce el entrecejo. Los esquimales tienen cien palabras para decir nieve; mi madre se encoge de hombros y arruga la frente de mil maneras distintas. Podría dar clases. Mi inminente boda se yergue como un tótem en su cabeza. Que yo sepa, mi madre no sigue un calendario de actos sociales, y la boda ha despertado en ella una vanidad mucho tiempo aletargada. Sé que ha estado recortando páginas de revistas sobre vestidos, peinados y maquillaje, elaborando todo un abanico de opciones para ella. Asegura que no quiere que me avergüence de ella, pero ambos sabemos que eso son bobadas. Desde que anuncié mi compromiso, se ha hecho blanquear los dientes por un profesional, ha empezado a usar otra vez lentes de contacto y ha experimentado con diversos tonos de tinte para el pelo. No quiero hablar de mi madre en términos sexuales, pero el hecho es que todavía está de buen ver, es delgada y bien proporcionada, tiene el cutis suave y unos ojos azul cielo, y ningún sesentón normal la echaría de la cama por comer galletitas saladas. Mi madre quiere estar guapa el día de la boda; quiere bailar y reír y seducir a la gente como en otros tiempos, hace una eternidad. Y la idea de que esos deseos la muevan todavía debería conmoverme, pero en cambio me pone triste porque es como si Lela se estuviera permitiendo una brevísima visita a la vida que podría haber llevado si no se hubiera encerrado en sí misma hace un montón de años. —¿Quieres comer algo? —me pregunta. —No, gracias. —Ya estoy pensando en cómo escapar. —Hemos comido espagueti y albóndigas —me informa Pete, aposentándose en una silla de la cocina. — ¿Has estado en casa de Tamara? —pregunta mi madre. —Sí. Es incapaz de disimular su disgusto. Le parece peligrosamente inapropiado que yo vaya a ver a la viuda de Rael, pero, gracias a Dios, rehúye mentar el asunto de su muerte, de modo que no le queda más alternativa que dejarlo correr. —Tamara está como un tren —dice Pete con entusiasmo. —No seas grosero, Peter —le regaña ella. —Pero si es verdad —protesta él—. Tiene un culo imponente. —¡Ya basta! —ordena Lela. —Vamos, mamá —tercio—. Sólo está repitiendo algo que ha oído. Ni siquiera entiende de esas cosas. —Pero yo sí, y tardo un par de segundos en borrar de mi mente la imagen del trasero desnudo de Tamara. - 42 -

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—Quiero decir que tiene las carnes prietas —insiste Pete, y los dos nos reímos mientras nuestra madre suspira exasperada. —Oye —digo—, tengo que irme. —Si acabas de llegar —se queja Pete. —Tu hermano tiene mucho trabajo. —Se lo dice a Peter, pero la cosa va dirigida a mí, entre ceja y ceja. —Matt toca esta noche en Kenny's Castaways —digo—. ¿Queréis venir? —Mi invitación no empieza sincera, pero de repente lo es, y deseo de verdad que vengan los dos, que Santa Mamá se ponga un vestido y se maquille un poco y que ella y Peter se apretujen en el reducido Lexus de Jed y que vayamos a la ciudad y que seamos como una familia de las que salen en la tele. Bajaré la capota del coche y mamá se reirá cuando el viento le alborote el pelo, Pete cerrará los ojos y desafiará al viento y sintonizaremos una emisora de viejos éxitos, y gracias a la velocidad y al aire libre seré capaz de quererlos sin asfixiarme. Pero, ya mientras lo pienso, sé que no va a ocurrir. La última cosa espontánea que hizo mi madre fue prender fuego al cubrecama de su marido hace casi dos décadas, y a Pete le da miedo la gente y suele hacer de las suyas. —Saluda a Matt de mi parte —dice Pete. —Descuida —digo. —Te envolveré unas albóndigas para que se las lleves a Matt —dice mamá—. Está demasiado flaco. Al darle un beso de despedida, me agarra suavemente del pelo y me atrae hacia sí. —Tú no eres el mismo —dice en voz baja, mirándome a los ojos. —Lo mismo digo. Asiente, amaga una sonrisa irónica y como de disculpa. —Yo tengo una lista de excusas poco convincentes —dice—. ¿Y tú? Niego con la cabeza. —Estoy bien, mamá, en serio —digo—. No te preocupes. Me besa en la mejilla y me deja ir, diciendo: —Qué quieres. Es lo único que me dejas hacer por ti. Pete sale conmigo a la oscuridad del porche y pregunta si puede conducir el Lexus. Me ubico en el asiento del pasajero y Pete conduce despacio dando la vuelta a la manzana con las manos a las diez y diez, señalando anticipadamente cada giro a la izquierda, su rostro una máscara de embelesada concentración a la luz ambiental del salpicadero. De repente siento una gran ternura hacia él y tomo la decisión, como hago a menudo, de organizarme la vida de manera que pueda cuidar de Pete, proporcionarle todos los sencillos placeres que, en su mente libre de complicaciones, constituyen el colmo de la felicidad. La ventaja de Pete, por oposición al hombre corriente, es que su felicidad es más fácil de cuantificar y por tanto, a mi modo de ver, más fácil de conseguir. —Satch me deja conducir, a veces. — ¿Satch Bowhan? —Sí. — ¿Y qué pintas tú con ese mamón? Satch Bowhan, que tiene un año más que yo, era la quintaesencia de la oveja negra cuando éramos jóvenes, siempre lo expulsaban del instituto por pendenciero o por uso de drogas, hasta que dejó de asistir a clase. - 43 -

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Siempre tuvo una extraña fascinación por Peter, parecía disfrutar perversamente de manipularlo delante de otros, convenciéndolo para que bebiera de los lavabos de la galería comercial o para que se bajara los pantalones y se pusiera a bailar en la pizzería. Pete, siempre deseoso de agradar, interpretaba esa atención como un signo de compañerismo y hacía todo lo posible por dar gusto a Satch, que le llamaba su «colega pequeño». Yo estaba harto de pelearme con los demás por defender a Pete de la crueldad de nuestros compañeros, pero corría el rumor de que Satch llevaba una navaja y que la había utilizado más de una vez, de modo que cuando nuestras discusiones llegaban al umbral de la violencia, yo siempre me echaba atrás. Cuando iba a la facultad me enteré de que habían arrestado a Satch varias veces y que, para no ir a la cárcel, se había alistado en los marines. —Satch es un buen tipo. —Pete —digo mirándolo—. Satch es un desalmado. Procura no mezclarte con él. —Es mi amigo. Me hace descuento en la ferretería y a veces me deja conducir su coche. Nada más. —De chavales, siempre se portaba mal con nosotros. —Pues ahora es diferente —dice Pete. —Prométeme que no dejarás que se aproveche de ti. Me mira. —Oye —dice—, que yo sea un retrasado mental no quiere decir que sea estúpido. —Mira al frente —digo, señalando al parabrisas—. Ya sé que no eres estúpido, Pete, pero yo soy tu hermano mayor. Es lógico que me preocupe por ti. Sin que se lo diga, Pete sabe aparcar perfectamente junto a la casa de los vecinos, de modo que mi madre no nos descubra. —Ya lo sé, Zack —dice—. Te quiero. —Y yo a ti, Pete. —Es el único hombre al que soy capaz de decirle eso —. Cuando quieras, te dejo conducir. — ¿Por la autopista? —No te pases. — ¡Ja! —Se ríe y aporrea el volante con la mano. Me dispongo a bajar cuando dice—:¿Todavía estás triste por Rael? Vuelvo a sentarme bien y le miro inquisitivamente. —Sí. A veces. —Yo igual —dice—. Siempre fue muy simpático conmigo, ¿sabes? No se comportaba como si yo fuera retrasado ni nada de eso. —Te quería mucho. —Antes Tamara me hacía galletas. —Dale tiempo —digo—. Todavía no está preparada para hacer galletas, ¿sabes? —Ya —dice Pete, bajando la vista—. Siempre me gustaba pensar que tú y yo viviríamos juntos con Tamara y Rael. Noto un nudo en la garganta. —Hubiera sido muy bonito —digo, aunque sus palabras me hieren sin yo saber por qué. Pete me mira. - 44 -

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—Mañana hay inventario después del trabajo —dice muy animado—. Me gano treinta dólares extra. —Qué bien. —Siempre he envidiado su habilidad para salir de un apuro en un abrir y cerrar de ojos. Trabaja en el almacén de Bless My Soles, una zapatería para niños de Johnson Avenue—. Llevas bastante tiempo trabajando ahí, ¿verdad? —Cuatro años —dice, muy ufano—. El señor Breece dice que soy insustituible. —Por eso te pagan tanto dinero. — ¡Ja! —Bueno, Pete. Hasta pronto. —Hasta el sábado. —¿El sábado? —Claro, tonto, tu fiesta de compromiso. —Oh. Es verdad. —Por un momento lo había olvidado. Lo veo alejarse con sus extraños andares y siento una oleada de ese amor puro y contrito que reservo sólo para él, y consigo refrenar a tiempo las ganas de llorar. Estoy en la gasolinera tirando a la basura las albóndigas que mi madre me ha dado en un tupperware cuando suena el móvil. Veo que es Craig Hodges, sin duda llamándome para averiguar si he hecho algún progreso en la debacle de Nike desde esta mañana. No parará hasta que el asunto quede resuelto a su agrado. Como no tengo nada nuevo que decirle, dejo que salga mi buzón de voz. Si se le ocurriera pensarlo, Craig comprendería que es imposible que tenga novedades al respecto, pues en China apenas acaban de levantarse, pero Craig no es hombre de detalles. Como todos los demás, yo incluido, sólo necesita que le digan que todo se va a arreglar, sea como sea.

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Capítulo 9 Cuando el divorcio empezó a ponerse feo, el abogado de Lela contrató a un detective privado que confirmó evidencias de que Anna no era la primera compañera de trabajo con quien Norm se había acostado. Se suponía que esto era positivo para Lela, pero lo único que consiguió fue que despidieran a Norm, y a raíz de ello su incapacidad para durar en cualquier empleo acabó convirtiéndose en una especie de leyenda negra familiar, a la que abuelos y tías aludían sarcásticamente en voz baja durante las reuniones familiares mientras Lela se quejaba de las muchas veces que Norm no le pagaba la asignación. Lo que más la enfurecía era que, en la mayoría de los casos, a Norm no lo despedían: era él quien dejaba el trabajo. «¿Qué quieres decir con que lo dejas? —la oíamos gritar a Norm por teléfono—. ¡No puedes dejar tu empleo!» Pero lo hacía a menudo, siempre con la idea de que le trataban mal, o pasaban de él, o le faltaban al respeto, o, incluso en un caso, que era objeto de una conspiración mañosa. Sus visitas empezaron a ser cada vez más esporádicas, y la mayoría de las veces ya nos tenía a nosotros, vestidos de domingo y esperando en la sala de estar, evitando mirarnos los unos a los otros mientras, en el piso de arriba, Lela intentaba en vano localizar a Norm llamando a todo el mundo. Al final, yo me cansé de esperarle y Pete, como de costumbre, me seguía la cuerda. Pero durante una buena temporada, Matt se vestía de punta en blanco cada domingo y esperaba enfurruñado en el salón con la chaqueta a su lado sobre el sofá, mirando por la ventana panorámica y lanzándonos miradas acusadoras al pasar nosotros en pijama camino de la cocina, como si nuestras frustradas expectativas fueran la causa y no el efecto de la negligencia de Norm. Matt sabía tan bien como nosotros que no se presentaría, pero una especie de masoquismo incipiente le impulsaba a renovar la frustración cada semana, como si estuviera sentando las bases de la ira que posteriormente surgiría en su interior como un hongo atómico. Cuando empezó con los actos de vandalismo, Lela lo llevó a un terapeuta pero lo único que consiguió fue que se volviera más hosco que antes, y nuestra madre no podía permitirse malgastar los setenta dólares de la sesión por algo que parecía no surtir el menor efecto positivo. Un tiempo después, Norm anunció que había aceptado un empleo en una empresa de Boston y, mientras se deshacía en promesas de tiempos mejores para todos nosotros, metió sus cosas en el destartalado Nova que conducía entonces y se largó. Era una pequeña compañía farmacéutica pero con un gran futuro, y él iba a empezar por abajo. Pero no iba a trabajar de contable, no, sino de vendedor (Massachusetts iba a ser en principio su territorio) y daba igual que nunca hubiera trabajado en ventas

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ni que se hubiera tomado ciertas libertades con su currículo, porque en ventas se trataba de forjar relaciones, de mirar a la gente a los ojos y convencerlos de que podían confiar en ti, y ésa era la especialidad de Norm. Lo suyo eran las relaciones públicas, y quién mejor que él para seducir a recepcionistas y almorzar con médicos por cuenta de la empresa. Y en cuanto hubiera demostrado su valía en ventas, tenía pensado pasar al departamento de dirección. Era el inicio de una nueva y prometedora carrera y la solución a todos nuestros apuros económicos. Y que no nos preocupáramos, porque Boston no estaba tan lejos; buscaría un piso grande, allí los alquileres eran más razonables que aquí, y podríamos ir a visitarlo los fines de semana, iríamos a ver partidos de los Red Sox y los Bruins, y él también bajaría a vernos y quizá, cuando ya hubiera acumulado unos días para vacaciones, podríamos ir todos juntos a Disneylandia. Y nosotros sonreíamos forzados y asentíamos con la cabeza por tandas mientras Lela guardaba silencio, la mirada glacial y distante. Ella no tenía nada que decir porque para entonces nosotros vivíamos ya con la conciencia dolorosa de aquello en lo que él se había convertido, o en lo que había sido siempre y que el matrimonio y la paternidad habían mantenido oculto. Sabíamos que al cabo de un año o a lo sumo dos lo despedirían por un malentendido u otro, o por alguna cita secreta en el lugar de trabajo. O que dejaría el empleo porque aquella gente era tonta y no sabía apreciar sus sugerencias. Pero nosotros escuchábamos como si nos lo creyéramos, lanzando vivas en las pausas apropiadas. En algún momento de la separación había tenido lugar una inversión de papeles, y ahora le seguíamos la corriente como si fuera un hijo pródigo siempre necesitado de ánimos y caricias. De modo que le dábamos un abrazo y lo veíamos partir, confiando, como niños que éramos, en que esta vez las cosas serían diferentes. Y lo cierto es que durante los primeros meses pareció que así iba a ser. Norm llamaba regularmente y nos hablaba del estupendo despacho que tenía con vistas al río Charles, y nos contaba anécdotas jugosas sobre sus nuevos compañeros y su vida en la carretera. Algún fin de semana se dejaba caer por Nueva York, y entonces le daba a Lela el dinero de la asignación con un semblante caritativo que le hinchaba las venas del cuello. Vivíamos de lo que Lela ganaba dando clases, y ese dinero añadido debería haber sido una dádiva para nosotros, pero ella lo ingresaba todo en el banco con severa frugalidad, como una ardilla que pensara en los rigores del siguiente invierno. Y transcurrido un año las visitas se fueron espaciando cada vez más y Lela tuvo que pelear para cobrar la asignación, hasta que un día yo llamé al piso de Norm y el teléfono estaba desconectado. No supimos nada de él durante un tiempo, aunque Lela nos aseguró que pronto tendríamos noticias. «Es como el polvo —nos decía—. Siempre vuelve a aparecer.» El caso es que, efectivamente, reapareció al cabo de cinco meses. Estaba viviendo en Inglaterra, nada menos. Yo tenía dieciocho años y me faltaba un mes para terminar el instituto. Aunque no me gustaba reconocerlo, había abrigado esperanzas de que él estuviera presente y comprobara qué bien me habían ido las cosas en los estudios. —He conocido a una mujer maravillosa —me dijo. La voz sonó hueca - 47 -

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y distante al otro extremo del océano—. Se llama Lily y es cantante. Nos vamos a casar y yo seré su representante. — ¿Que os vais a casar? —dije—. ¿Cuándo? —Todavía no hemos fijado la fecha. Lily es muy bohemia, así que imagino que sólo será una rápida ceremonia privada en alguna playa. —No pensaba que hubiera playas en Londres. Norm soltó una risotada. —Bueno, sí, supongo que tienes razón. —El mes que viene termino los estudios —anuncié. —Ya lo sé. No sabes cuánto siento no poder estar ahí, pero ha surgido esta oportunidad y no podía dejarla pasar. Espero que lo comprendas. —No pasa nada —dije, porque, a ver, ¿qué podía decirle? Ojalá se hubiera puesto Matt y no yo al teléfono, porque Matt le habría soltado un exabrupto y habría colgado. Pero en cuanto se enteró de lo de Londres, subió a su cuarto y se encerró allí, pero yo no era como él. Yo era un blando, y Norm lo sabía. —Escucha, iremos a veros lo antes posible, ¿de acuerdo? Quiero que Lily os conozca a todos. Me paso el día hablándole de vosotros. — ¿Por qué no llamaste diciendo que te marchabas? —Todo fue muy deprisa —dijo con un suspiro—. Conocí a Lily, y ella tenía que marcharse, y no podía dejarla así como así, de modo que me fui con ella en el avión, y, sin comerlo ni beberlo, ya me tienes viviendo en Inglaterra. —Así de fácil —dije. —Sí —Norm sofocó la risa—, así de fácil. Bueno, di a los chicos que los quiero, ¿vale? Y a tu madre le dices que os enviaré dinero en cuanto esté instalado, ¿de acuerdo? Colgué el teléfono medio aturdido, y Lela, que había estado escuchando desde la cocina, dejó su crucigrama y dijo: —Si en alguna cosa es de fiar tu padre, es en que no es de fiar. —Pero sigue siendo mi padre —me justifiqué. —No esperes nada de él —dijo, desdeñosa—. Es todo grasa y condimento, como las salsas: de chicha, cero. Sólo si no esperas nada podrás apreciarlo sin sentirte mal cada vez que hablas con él. Asentí con la cabeza, tratando de tragarme el nudo que tenía en la garganta mientras ella me miraba, saboreando la bilis de su propio rencor, desafiándome en silencio a llorar.

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Capítulo 10 Cuando éramos críos Matt tenía una cara angelical, con su pelo rubio y lacio como un manojo de pasta italiana, sus mofletes sonrosados y los mismos ojos azul cielo de mamá. Yo me pasaba horas junto a su cuna mirándole dormir, aspirando aromas de bebé, enamorado de la mera perfección de su cuerpo. Ahora lleva la cabeza rapada, los brazos tatuados por todas partes, tiene la cara flaca y violada en algunos puntos por artilugios metálicos, y se pasea furioso de punta a punta del escenario con sus pantalones desgarrados de camuflaje y una mugrienta camiseta de los Sex Pistols, cantando canciones sobre masturbación y suicidios colectivos. Yo estoy sentado al fondo junto a una mesa repleta de cedés y camisetas del grupo mirando a mi hermanito hacer el ogro en escena mientras su banda, los Worried About the WENUS, desgrana su ardiente repertorio en Kenny's Castaways. Jed ha estado conmigo hasta hace unos veinte minutos, momento en que ha seleccionado —aparentemente al azar— a una de las chicas semidesnudas que bailaban cerca de nosotros, la ha invitado a unas copas y luego se ha metido con ella en los servicios. Jed considera que hacérselo con una groupie es una prebenda de su incondicional dedicación a la banda. Worried About the WENUS tocan sobre todo para estudiantes pre y universitarios, hacen giras por toda la Costa Este en busca de un contrato para grabar, y Jed es un fan apasionado de las universitarias. O lo era, hace tiempo. Desde que murió Rael todo esto le parece muy soso. Todavía viene a los conciertos y sigue ligando con las groupies, pero me da la impresión de que no está por la labor, por decirlo de alguna manera; se observa a sí mismo igual que mira la tele, esperando que la música, o quizás una de esas chicas, encienda alguna cosa en su interior. Nadie considera el nihilismo más desvergonzado un atributo positivo, pero desde que lo abandonó, Jed sólo parece vivo a medias, y si viene y se lo monta con las chicas es por hábito, o por nostalgia de cuando no todo le importaba una mierda. Cuando estamos en el apartamento, su sopor es en cierta medida menos evidente, o será que me he acostumbrado tanto que ya ni lo noto. Pero cuando vamos a los conciertos de WENUS y veo cómo se enrolla y seduce a las chicas con frialdad, pasando por el proceso como un sonámbulo, tengo que resistir las ganas de sacudirlo por los hombros y gritarle que se despierte de una puñetera vez. Yo, en cambio, me quedo sentado a mi mesita aspirando humo de segunda mano y colocándome con copas gratis, que es la otra y menos excitante ventaja de acompañar al grupo. Antes de Hope, yo también ligaba de vez en cuando, pero ni de lejos con el éxito de Jed; normalmente tenía que esperar a que él escogiera pareja para la noche, ya que ninguna chica me miraba más de una vez si él rondaba por allí. El aspecto externo es algo que depende de las circunstancias, y yo resulto mucho más

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atractivo cuando Jed no está cerca. Cómo no, a los pocos minutos, una chica de ojos almendrados y cuerpo de bailarina viene y se sienta en la silla que Jed ha desocupado. Su melena larga hasta la cintura es el rubio estándar, más oscuro en las raíces y con la raya en medio. Su cuerpo es su propio punto de venta, y por la pose y el top ceñidísimo no hay duda de que la chica es consciente de su atractivo. Sí, todo muy patético, pero es todo lo que se necesita: ojos bonitos, pechos vivaces y un tipo delgado. El resto son guindas de pastel. La chica está acalorada de tanto bailar. —Hola tú —dice—, el de la camiseta. Dado que parece un saludo, le respondo del mismo modo: —Hola tú, la de la gota gorda. En vez de ofenderse, echa la cabeza atrás y ríe. La imagino en el dormitorio del college ensayando este gesto delante del espejo, probablemente en imitación de una peli de Sandra Bullock. —Ya sé —dice—. Es que me vuelve loca bailar. Es mi tercer concierto de WENUS en lo que va de año. —La piel le brilla de color rosa con los focos de la sala. Tiene lo que se podría llamar belleza natural, tipo campesina del Medio Oeste, y te imaginas un fondo de praderas azul verdosas reflejado en su mirada. Para ser un ligue de una noche, creo que no he salido mal parado. Lo sé por dolorosa experiencia—. ¿Puedo preguntarte una cosa? —añade. —Claro. —Ambos gritamos para poder oírnos, pues Matt acaba de lanzarse a una demoledora versión de Believe it or Not, el tema de Greatest American Hero. Se lo sugerí yo hará cosa de un año, y al público siempre le entusiasma. Se me ocurre que la chica que se ha sentado conmigo debía de llevar pañales cuando pasaban ese programa por televisión, y eso me hace sentir ridículamente viejo. —¿Qué significa exactamente Worried About the WENUS? —Oh —digo. Suelen hacerme esta pregunta—. ¿Tú ves Friends alguna vez? —Cuando iba al insti —dice. Se ha inclinado hacia mí para oír lo que le decía, y eso me permite una buena vista de las interioridades de su camiseta, mientras me cosquillea en la oreja con su respirar. Los vapores etílicos que despiden nuestros respectivos alientos se podrían encender con una cerilla. —Es una alusión arcana a un episodio en particular. Ella mira a la banda con cara de escepticismo y dice: — ¿Eran forofos de Friends? —Bueno, la alusión es un tanto irónica —confieso. Siempre llega un punto en este tipo de conversaciones en que sabes de alguna manera que la cosa depende de ti, y cuando se inclina de nuevo y dice «Por cierto, me llamo Jesse», sé que está en el bote. —Yo Zack —digo. Nos damos la mano como dos idiotas. Más tarde, después de tropecientas copas, bailamos un lento allí mismo, cerca de mi mesita. Por si necesitas confirmación de que el sexo está al caer, bailar un lento al son de un grupo punk suele ser buena señal. Estoy en ese estado de la embriaguez en que tus menoscabados sentidos ya no son conscientes de la caldera que bulle en tus entrañas, y crees estúpidamente que tu colocón se irá difuminando cual humo en la - 50 -

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brisa, en vez de terminar bruscamente en la violenta acedía de una vomitera. Jesse aprieta su mejilla contra la mía y disfruto la sensación de sus pechos aplastados contra mi tórax. Al poco rato estamos dándonos el lote: besos húmedos y profundos, a boca abierta, de dos desconocidos cachondos. Ella me roza la entrepierna con su muslo mientras su lengua sondea ávidamente mis labios, y se diría que el volumen de la música es un salvoconducto para este comportamiento salaz. En un plano de la conciencia al que el alcohol no ha llegado todavía, la culpa empieza a filtrarse, pero, cosa curiosa, en vez de ver allí la cara de Hope, veo la de Tamara. Mi mente entontecida no está como para analizar la compleja estratificación de esta infidelidad etílica, de modo que opto por hacer caso omiso. Las consecuencias son cosa de gente sobria. Siento el cuerpo ingrávido, suspendido por acción del alcohol, de los altavoces a todo volumen, y por los brazos de Jesse, y al cerrar los ojos me noto zambullir en un olvido placentero. La banda termina su primer pase entre una estridente salva de aplausos, y yo me siento como un crío cuando las luces del cine se encienden al terminar la película. Darse el lote en público con una desconocida resulta más incómodo sin el aislamiento que proporciona la música fuerte y la oscuridad. Jesse y yo volvemos a la mesa, donde rápidamente nos tomamos unas copas más con la esperanza de mantener el nivel erótico mientras la banda se toma un respiro. Jed vuelve de los servicios con la ropa arrugada y manchado de pintalabios, y me guiña un ojo al ver cómo se me arrima Jesse. Acerca una silla para él y otra para su nueva amiga, una morena alta que parece una Christy Turlington en versión pobre. — ¿Cómo va todo en el centro de operaciones? —digo. —Eso, mejor que lo digas tú —responde mirando significativamente a Jesse. Luego le tiende la mano—. Me llamo Jed. Se hacen las oportunas presentaciones y Jed pide una jarra. La camarera nos indica que, como ahora tenemos invitadas, habrá que pagar la consumición. —Me he dejado la cartera en el coche —digo. —Tranquilo —dice Jed, sacando discretamente un fajo de billetes—. Esto es cosa mía. —Me lanza una mirada astuta y dice—: ¿Tenéis furgoneta? Lo que pasa es esto: el aire frío te da en la cara como una bofetada cuando sales tambaleándote del club y enfilas Bleecker Street, donde está aparcada la furgo de la banda. Tienes treinta y dos años y novia formal, y sin embargo te ves montando en la trasera de la furgoneta con la estudiante que se te ha puesto a tiro. Es diez años más joven que tú y está terminando los últimos créditos de su especialidad, nada menos que Religión, y se le nota un aire de sexualidad curtida. Preferirá estar encima —lo sabes por instinto— y no se cortará un pelo en conseguir su propia gratificación. Piensas que no deberías, porque aunque no estuvieras prometido, serías demasiado viejo para ella. Pero tiene la piel suave y perfecta como la nieve recién caída, y en la penumbra de la furgo reluce con una pátina sedosa, y sientes algo más aparte de la culpa y la autocompasión que medran como dos tumores en tu barriga, una desesperada nostalgia de cuando eras así de joven. - 51 -

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La furgoneta de Matt sólo tiene dos asientos en la parte delantera. La parte de atrás es despejada y sin ventanas para facilitar el transporte del arsenal del grupo. Jesse monta y se sienta contra la pared. —¿Puedes encender la calefacción? —dice. El motor tose dos veces antes de ponerse en marcha con un petardeo fenomenal, y el aire gime por los respiraderos como un animal herido. —Pon algo de música —me pide, tiritando al fondo. Busco entre las cintas esparcidas por el suelo del asiento del copiloto. Casi todo es punk, no precisamente música de ambiente. El aire fresco me ha serenado un poco y encuentro ridículo estar a punto de acostarme con una estudiante en esta furgoneta. Finalmente localizo un manoseado álbum de Pink Floyd e introduzco la cinta. Jesse está sentada a lo indio en el suelo metálico de la trasera, encendiendo un porro. Me lo ofrece y doy una calada a fondo. Hace años que no fumo hierba y me deja seco al instante. Noto un escozor en la garganta, las tripas revueltas y un sabor ácido en el velo del paladar. Le devuelvo el porro y me siento delante de ella. No quiero engañar a Hope en la trasera de una furgoneta con una chica desconocida. No sé lo que hay entre Tamara y yo, pero tengo la sensación de estar engañándolas a las dos, a Tamara y a Hope, lo cual no tiene sentido, pero es lo que hay. Además, nadie practica el sexo en una furgoneta desde los años setenta. Está pasado de moda. Con la grandiosa determinación de los ebrios, decido que no voy a hacerlo bajo ninguna circunstancia. Jesse deja a un lado el canuto y se sube a mi regazo a horcajadas, mientras empieza a besarme. Sabe a pintalabios de fresa, a humo y tequila, y celebro mi decisión de no hacer nada con ella devolviéndole los besos. Estamos así un rato, explorándonos con nuestras respectivas lenguas. Será que la calefacción ha empezado a funcionar, porque ella se quita el top y el sujetador con un solo movimiento, y de repente me veo ante sus esplendorosos pechos. Noto cómo mi determinación se viene abajo ante su impresionante desnudez. A ver, yo no quiero hacerlo, pero por otra parte sí quiero, y mucho. Es la historia de mi vida. El socorro lo proporcionan mis jugos estomacales, que de repente se confabulan para subir en forma de espasmódica convulsión. Consigo quitarme de encima a Jesse antes de vomitar profusamente por todo el vehículo. —¡Joder! —grita Jesse, apartándose de mí y retrocediendo sobre su trasero hacia el fondo de la furgoneta. Abro la boca para expresarle mis disculpas pero sólo consigo vomitar un poco más. Jesse abre la puerta trasera y se apea, sin darse cuenta de que va desnuda de cintura para arriba—. ¿Te encuentras bien? —me pregunta, volviendo a montar pero dejando la puerta abierta. Asiento medio mareado y le paso el top. Jesse lo examina para asegurarse de que está limpio, luego se lo pone. El sujetador ha corrido peor suerte: lo tira a la cuneta. —Oye —dice, apeándose otra vez—. ¿Necesitas ayuda? —Enseguida se me pasa —digo, bajando de la furgoneta mientras me limpio la boca en el pliegue del codo—. Lo siento mucho. - 52 -

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—No te preocupes —dice, pero veo que siente cierta repulsión y que ya está pensando en hacer un mutis elegante. —Bueno. Voy a volver al club —digo, tratando de facilitarle las cosas. —Creo que me voy a casa —dice aliviada. —Vale. Ha sido divertido. —Aquí dentro también —dice con una sonrisa irónica. Yo ya me he convertido en un recuerdo unidimensional, nada más que en una anécdota que Jesse contará a sus compañeras en años venideros durante el intercambio de historias pavorosas. Esto me hace sentir tristemente insustancial mientras regreso al club, un poco mareado y con el corazón en un puño. Jed sigue donde antes, mirando su combinado, y a su lado hay otra chica tan despampanante como la primera. The Gin Blossoms suenan demasiado fuerte por los altavoces, y las luces del local están todavía encendidas. Me molestan a la vista. —¿Qué te ha pasado? —dice, mientras me instalo tambaleante en una silla vacía. —He vomitado. —Se nota. La chica nueva, una morena con el pelo estilo duende y piercings en las cejas, mete la mano en el bolsillo y me pasa un Certs con gesto sonriente. Me lo tomo agradecido. —¿Y tu amiga? —dice Jed. —No nos hemos entendido. —Suele pasar. Entonces la chica le mete la lengua en la oreja y yo dejo de existir, pero ella no lo sabe, ni tampoco él, de modo que, como no tengo otra cosa que hacer, voy a la parte de atrás del escenario para decirle a Matt que me marcharé antes del segundo pase.

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Capítulo 11 Sam, el bajista, y Otto, el batería, están apoltronados en sendas sillas, sudorosos todavía de la actuación, metiéndose vodkas y hablando del repertorio para la segunda parte. Matt es el compositor y líder de la banda, pero deja las otras decisiones en manos de Sam y Otto, lo que probablemente explica por qué siguen tocando en los mismos clubes desde hace seis años, cuando fundaron el grupo. Son buena gente y buenos músicos, pero también drogotas habituales y estudiantes inmaduros, y sus vagas ambiciones no van mucho más allá de dar conciertos y acostarse con groupies. Matt, por el contrario, quiere llegar muy lejos y cuenta con ello más de lo que deja entrever, pero parece incapaz de salir del callejón sin salida profesional en que se encuentra el grupo. Jed les ha propuesto hacerles de manager, y, aunque los chicos no se fían de un intruso, yo creo que podría aportar fondos y perspicacia empresarial al grupo, que buena falta les hace. Pero a mí nadie me pregunta. —Hola Zack —dice Otto. Es un chico gordo y bajo con el pelo que ya le ralea y unas gafas negras de montura cómicamente gruesa. Sam, macilento y colocado, me saluda con un solemne gesto de cabeza. Los bajistas siempre son los más callados, a malas con el mundo y convencidos de que su aportación no es bien valorada. —Bueno, chicos —digo—. Esto suena muy bien. —No ha sido una mierda —dice Otto, orgulloso. —Matt está muy mosqueado por algo —dice Sam mientras escribe una lista de temas en una servilleta. —¿El qué? —Tendrás que preguntárselo. —Tío, más vale que hables con él. Está muy raro —dice Otto. Entro en el camerino y me encuentro a Matt sentado en la mesa de tocador, afinando distraídamente su Gibson. Detrás de él, hecha un ovillo en el sofá, una guapa pelirroja está charlando en voz baja por un móvil con lucecitas de neón. Siempre experimento una gran sensación de alivio cuando veo a Matt solo después de bajar del escenario, el gesto sereno y en reposo, y no con ese visaje de mala leche que no le abandona cuando actúa. Toca con tal rabia y desolación que temo que un día me lo encontraré llorando después de tocar y con el cañón de una pistola metido en la boca. Los hermanos pequeños y el punk son una mala combinación para un sentimental como yo. —Hola, Matt —digo—. Ha sonado de coña. —¿Qué cojones pasa, Zack? —dice él. —¿Cómo? —¿Qué es lo que tratas de hacerme? —¿A qué viene eso?

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Se me queda mirando. —¿En serio no lo sabes? —¿Saber, qué? Salta del tocador y deja la guitarra. —Acompáñame. Esto no te lo vas a creer. Me lleva apresuradamente hacia la puerta, haciendo caso omiso de la chica cuando le pregunta que adónde va. Matt me conduce hasta una esquina del escenario, lejos de la vista del público que se agolpa abajo, y señala hacia una mesa del fondo. —Se ha presentado durante la última canción —me informa. A pesar de la escasa luz del local, es imposible no distinguir a Norm. —Mierda —digo. Debe de haber entrado mientras yo vomitaba en la furgoneta. —No pareces sorprendido de verle —dice Matt, con un tono en el que pesan variadas acusaciones aún no formuladas. —Pues no. Bueno, sabía que estaba en la ciudad pero no pensé que vendría. — ¿Cómo que sabías que estaba en la ciudad? —Esta mañana ha venido a mi casa. Matt se queda boquiabierto. — ¿Invitaste a ese mamón? —No; se presentó por las buenas. —No me creo nada. —Oye, Matt, ¿para qué te voy a mentir? —Empiezo a notar una jaqueca de campeonato—. ¿Tú le has invitado? No. Se ha presentado. Lo mismo que en mi caso, sólo que en un sitio diferente. —Pues podías haberme avisado —refunfuña. Matt, por ser el benjamín y una estrella en ciernes, tiene la desafortunada tendencia a creer que sigue siendo el centro de todos los universos, que yo sigo allí junto a su cuna cual fiel centinela, esperando a que se despierte para jugar con él. Bastantes problemas tengo, me dan ganas de decirle, he visto primeros planos de mi vejiga con manchitas que no deberían estar allí, estoy a punto de joder una cuenta de millones en el trabajo, y estoy enamorado de la última mujer de la que debería enamorarme. Pero lo único que le digo es: —En serio, si hubiera sabido que pensaba venir, te habría llamado. Matt sólo tenía siete años cuando Norm se piró, lo cual quiere decir que le costó mucho más tiempo darse cuenta del elemento que tenía por padre, y que cada visita olvidada o cada promesa rota sólo le servían para redoblar sus esperanzas. Y cuando por fin se dio cuenta de por dónde iban los tiros, se lo tomó fatal. Así, mientras yo me contenté, al menos de puertas afuera, con descartar a Norm y desarrollar una callada pero viva amargura a largo plazo, Matt pasó directamente a un odio sin ambages que nunca parecía menguar, igual que, cuando era niño, podía seguir llorando con desconsuelo mucho después de haber olvidado por qué había empezado a llorar. Cuando estaba deprimido se desquitaba a su manera haciendo travesuras, como indagar en los recursos económicos de mi padre, sacar tarjetas de crédito a su nombre y acumular deudas enormes, llamar para cancelar el teléfono de Norm, encargar que llevaran a su piso pedidos carísimos, o suscribirle a veinte revistas de golpe. Norm, a buen - 55 -

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seguro, debía de pasarse horas al teléfono con diversos servicios de atención al cliente tratando de desenredar la tupida telaraña de consumismo que Matt no cejaba en tejer a su alrededor. Matt me mira. — ¿Qué pasa, ahora os entendéis, tú y él? —Vamos, hombre —digo, volviendo hacia el camerino. —Entonces, ¿por qué está aquí? —Yo qué sé. Será que quiere vernos. — ¿Se está muriendo o algo? —Ni idea. No hemos hablado tanto. Sam y Otto nos están esperando. —¿Todo guay? —pregunta preocupado Otto. —Venga, tío —dice Sam—. A las diez salimos, y tenemos que repasar la lista. He hecho algunos cambios. —Me la suda —dice Matt—. No salimos. Yo no puedo tocar. —Tú estás loco —dice Sam—. Claro que tocamos. —Que no puedo, tío. —Matt me mira—. Con ése ahí fuera, ni hablar. —¿Quién? —dice Otto—. ¿De quién estás hablando? Matt menea la cabeza y se deja caer en el sofá. La chica, que ha terminado con el móvil, le pone la mano en el regazo y le mira inquisitivamente, pero él no me quita ojo. Lleva años lanzando sus secretas ofensivas contra Norm y aunque supongo que ha llegado a imaginar un enfrentamiento cara a cara, redactando y editando sus invectivas tal como yo hice en su momento, está claro que Matt nunca ha creído que eso pudiera ocurrir. Y ahora sus ojos reflejan la vulnerabilidad y el miedo de un crío asustado. — ¿Quieres que intente convencerle de que se vaya? —digo. Matt asiente con la cabeza. — ¿Convencer a quién de que se vaya? —chilla Sam—. ¿Se puede saber quién cono ha venido? —Tranqui, Sam —dice la chica. —¡Estarías mejor calladita, Yoko! —le espeta Sam—. Tú aquí no pintas nada. —Sam —dice Matt, dolido—. Cálmate un poco, joder. —Veré qué puedo hacer —digo, y salgo del camerino. —Hombre, Zack —dice mi padre en plan campechano, como si no hubiera gato encerrado en su manera de localizarnos. Me indica la silla que tiene al lado—. Siéntate un rato. —No puedo. ¿Qué haces aquí? —He venido a escuchar a Matt —dice, como si fuera de cajón—. Y para serte franco, no esperaba que fuera a gustarme tanto. Es mucho más melódico de lo que me imaginaba, y las armonías son bastante sofisticadas. —Me alegro de que te guste —digo—. Ahora tendrías que irte. —Siempre tuvo mucho oído —dice Norm desoyendo mi petición—. Yo ponía un disco de Sinatra y tú y Pete seguíais con vuestras cosas, pero Matt no, Matt se sentaba en el suelo al lado del altavoz, con los ojos cerrados, y se ponía a marcar el ritmo. Es increíble lo concentrado que - 56 -

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estaba. Le dije a tu madre, más de una vez, que le pusiera un profesor de piano. Podría haber llegado muy lejos. No sé por qué no se decidió a hacerlo. —Íbamos mal de dinero —digo, tal vez con más mala leche de la que pretendía. Me mira, asiente, y dice «Touché» con afectada seriedad, claramente convencido de que eso forma parte de su absolución. Ahora entiendo que se interesara por Alcohólicos Anónimos, es más que perfecto para él. Norm puede dar todos los pasos de la contrición luciendo su prefabricada humildad como si fuera un distintivo, e incluso cuando no cuela, al final consigue hacerse perdonar y que le den unas palmaditas en la espalda por los servicios prestados y por tener la serenidad de aceptar las cosas que no puede cambiar y el valor de cambiar las que sí puede. Y seguro que en las reuniones de AA lo abruman a elogios y parabienes, hasta puede que le den uno de esos chips conmemorativos por su trabajo. Y el muy cabrón se dejará querer, es más, se abonará a ello creyéndose un héroe por tener agallas de revelar que en el pasado hizo cosas que no estaban bien. Si los embusteros realmente buenos, los grandes maestros del gato por liebre, son tan convincentes es porque se creen sus propias mentiras. —Tendrías que irte —insisto—. Matt no está preparado para esto. Vas a hacer que la cague. Norm bebe un sorbo de su vaso largo, no tiene ninguna prisa. —Yo de aquí no me muevo —dice—. El chico es un profesional. ¿Has visto cómo maneja esa guitarra? —Creía que ya no bebías. Levanta el vaso y dice: —Es agua de seltz. —Me aguanto las ganas de cogerle el vaso y ver si contiene ginebra. Puede que nuestra relación sea un enorme interrogante, pero un test de alcoholemia implicaría una intimidad que no estoy dispuesto a aceptar—. Claro que, si vamos a eso —continúa, mirándome de arriba abajo—, parece que tú has bebido más de la cuenta. —Que te jodan. Levanta las manos a la defensiva. —Tienes razón. Demasiado pronto. Lo siento. —Norm. —¿Norm? —dice—. Soy Norm para los amigos, tú puedes llamarme papá. —Papá. —¿Sí? —Haré que venga el segurata. Da un respingo al oírlo, deja caer los hombros, y durante el segundo en que su gesto flaquea veo dolor y miedo grabados en su cara, veo cuan frágil es la determinación que lo mantiene en este local. —Zack —dice, lo bastante fuerte para vencer el volumen de la música de fondo—, ya sé que tenéis muchos motivos para estar enfadados, y piensa que lo siento más de lo que imaginas, no sabría ni cómo expresarlo. Pero de alguna manera tengo que empezar. Al menos, cuando haya muerto, recordaréis que en cierto momento comprendí la naturaleza de mis agravios e intenté compensarlo, quizá sin fortuna, pero al menos lo intenté. Sois jóvenes todavía, tenéis muchos años por delante para dar - 57 -

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rienda suelta a vuestra ira. Yo nunca pensé que llegaría a mi edad, y te diré algo, la única cosa de la que estoy seguro, lo único por lo que pondría la mano en el fuego, es que ya no hay tiempo que perder, ni para hacer planes. Quiero decir que entiendo tu postura, pero procura entender tú la mía. —Inspira hondo, veo que las manos le tiemblan—. He venido a oír tocar a mi hijo, y eso es lo que pienso hacer. Si no toca, pues mala suerte, pero yo no me acostaré esta noche sabiendo que me he echado atrás al primer signo de resistencia. Si quieres que Maurice me eche, dile que venga. Tampoco esperaba que esto fuera coser y cantar. Su soliloquio me ha dejado mudo. Me lo quedo mirando y digo: —¿Cómo sabes que el segurata se llama Maurice? —Hago amigos con facilidad. —Oye, ¿te estás muriendo? Norm suspira y se mira las manos sobre la mesa. —Todos nos morimos, Zack. Me dispongo a arremeter contra esta perogrullada cuando de pronto las luces del local bajan de intensidad y la banda salta a escena entre gritos y aplausos. —Bueno —dice Norm batiendo palmas con entusiasmo y lanzando un silbido penetrante—. Después de todo, parece que Matt ha decidido tocar. Matt se cuelga la guitarra y va hacia el micrófono. Detrás de él, Otto empieza un redoble lento en la caja, y no puedo evitar arquear las cejas cuando reconozco la introducción de Santa Mamá. Parece que Matt ha visto la presencia de Norm entre el público como una oportunidad única. ¿Qué sentido tiene escribir una canción cargándote a tu padre si nunca ves la cara que pone cuando la escucha? El público, que ha reconocido que la cosa va de balada lenta, toma asiento. Matt rasguea los primeros acordes y mira hacia la mesa de papá con los ojos encendidos y una sonrisa perversa en los labios. —Esta canción va sobre mi familia —anuncia por el micrófono. Aplausos dispersos entre el público, quizá porque algún fan empecinado sabe de qué canción se trata, o quizá porque la gente que va a conciertos de rock jalea cualquier cosa que diga el cantante. El caso es que se hace el silencio cuando Matt empieza a cantar: Santa Mamá recuerda cuando su vida era algo más que estar tumbada Antes de que papá rompiera sus promesas y empezara a follarse tías Y que todos los sueños de sus hijos se fueran a hacer puñetas Y que mamá se cargara la cruz para morir por los pecados de papá. Norm se queda tieso como un cadáver a medida que oye la letra; tiene la vista fija en el escenario, el semblante carente de toda expresión. No hace falta más luz para saber que está blanco como el papel. Matt se retira del micrófono para completar el compás y luego se aproxima de nuevo para la segunda estrofa.

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Y qué íbamos a hacer nosotros, cómo sobrevivimos Recordando el brillo de antaño en los ojos de mamá Yo me pasaba el día tumbado en la cama mirando las musarañas No sabes lo que es el infierno hasta que intentas querer a una santa. Entonces Sam y Otto empiezan a corear «Santa Mamá», a dos voces por sus micros, mientras Matt canta el estribillo: Santa Mamá Si tan buena eres por qué duele tanto Santa Mamá Si me quieres por qué no siento tu calor Santa Mamá El amor de papá fue una bomba atómica Que te dejó las tripas hechas añicos Y sólo quedó ese caparazón de Santa Mamá. La guitarra de Matt empieza a soltar alaridos mientras Otto aporrea la batería con feroz precisión, y, aunque la canción no estaba en el repertorio, el chico de los focos ha sabido improvisar un infernal halo amarillo sobre el escenario y la música va desgranando sucesivas ondas sónicas, cada vez a mayor volumen, de tal manera que se diría que vibra de pura intensidad, y Norm está inmóvil en su asiento como una estatua, abofeteado y paralizado por la onda expansiva de la música. Y aunque la escena me ha dejado temblando, viendo a Matt arrojar su dolor desde el escenario y viendo a mi padre absorberlo, se me ocurre que esto es lo que, en esencia, debería hacer la música y, maldita sea, Matt se lo monta genial. La canción tiene una tercera estrofa, pero Matt no la canta sino que hace un break arrollador con la guitarra, todo su cuerpo contorsionándose mientras obliga a la Gibson a sacar notas cada vez más agudas, y finalmente, en el clímax del solo, deja de tocar y suelta la guitarra mientras agarra el micrófono con ambas manos. Sam mantiene firme la línea de bajo y Otto baja el volumen del ritmo para que Matt repita el estribillo, ahora con los ojos cerrados y más despacio, escupiendo veneno. Cuando termina, da unos pasos atrás y escapa del foco principal para perderse en las sombras, dejando que Sam y Otto terminen la canción con un lento hundido. Se produce entonces un momento, un cristalino instante de silencio absoluto, cuando la música cesa y el público no ha reaccionado aún, y es como si todo el local se hubiera quedado mudo de asombro. Y entonces, de repente, llega la ovación, no paulatinamente sino de golpe, una salva de aplausos y vítores que resuena con el estruendo de una tronada. Y en cabeza de esta avalancha de sonido está Norm, que se ha puesto de pie y grita mientras bate palmas de manera muy efusiva, casi cómica, agitando los brazos como si quisiera hacer señas a Matt, cosa que pretende, por supuesto. Me pregunto si es posible que no haya captado la - 59 -

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intención de la letra, si es tan obstinado como para haberla pasado voluntariamente por alto, pero entonces las luces del escenario barren al público y puedo ver que mientras aplaude y grita, hay lágrimas en su cara y más que saltan todavía de sus ojos. Y cuando veo estas lágrimas noto las mías propias, calientes, al contacto con mi piel. La ovación dura más de un minuto y luego Matt empieza Bring Your Sister, un tema muy rápido de rock duro sobre amores adolescentes, que el año pasado emitían algunas emisoras de radio universitarias. El público se pone de pie y empieza a batir palmas y bailar, enseñando dedos agresivos y blandiendo puños en el aire al compás de la canción. Matt no deja de mirar hacia la zona donde estamos, y, al cabo de un rato Norm asiente para sí, se seca la cara con la manga y da media vuelta para marcharse. —Ya nos veremos —me dice, esforzándose por alzar la voz. — ¿Te vas ahora? —digo. Y al mirarlo, noto por primera vez que los cabellos que le quedan están agrupados en un entramado simétrico que recuerda la cabeza de una muñeca, la inequívoca trama de un fallido trasplante de pelo. Que Norm haya tomado medidas radicales para frenar su calvicie no me extraña nada, pero es el hecho de poder mirarle la cabeza desde arriba lo que me deja pensando. Hasta hoy no me había dado cuenta de que soy más alto que él. Me pregunto cuántos años debía de tener yo cuando eso pasó. —Creo que ya he visto lo que quería ver —dice. —Está enfadado —digo, mientras lo acompaño hacia la salida, enfadado conmigo mismo por decirlo, por creer que debo buscarle una excusa o una justificación a Matt—. Te podías imaginar que lo estaría. Que todos estaríamos enojados. —Sí —dice. Está todavía bajo los efectos de la acometida musical y mira la puerta de salida como un borracho mira la playa a lo lejos. Da unos pasos más y luego vuelve la cabeza y dirige la vista al escenario, con las luces bailando en sus mejillas húmedas, y me mira a los ojos maliciosamente—. Hay que reconocer que es bueno, eso sí. —Desde luego —asiento. Norm menea la cabeza en un gesto de asombro y añade: —Bueno, y por lo demás, ¿cómo está? Reflexiono antes de responder; no sé si debo entrar en detalles, no sé si él tiene derecho a saber, y si quiero que esa información hiera o no sus sentimientos. —Pues, por lo demás —digo—, está hecho una verdadera mierda. Norm asiente con gesto triste. Salimos a la calle. —Bien, dile que hoy me he sentido muy orgulloso de él, ¿de acuerdo? Que nunca me había sentido tan orgulloso. —No sé si es eso lo que querrá oír… —Hazme el favor —dice Norm—. Díselo de mi parte. Nuestras miradas se encuentran. —Está bien —digo. —Gracias, Zack. Lo veo alejarse calle abajo, con la cabeza gacha y la espalda encorvada contra el frío, y noto que algo se me remueve por dentro, - 60 -

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emociones que todavía no puedo identificar, mezcladas con mi sangre, zambulléndose aquí y allá en la corriente de mi conciencia, tocándome los cojones. Ha sido un largo día; parece que ha pasado una semana desde que meé un río de sangre esta mañana. Noto que mis últimas reservas de energía se van agotando, pero mientras veo perderse de vista a mi padre en las tinieblas de Washington Square Park, lo raro es, que pese a lo mucho que cuesta estos días concretar lo que siento respecto a cualquier cosa, ahora estoy seguro de que me sabe mal verlo partir.

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Capítulo 12 Es cuando subo al taxi que me doy cuenta de que he olvidado comentarle a Matt la vomitera en la furgoneta. Marco su número en mi móvil, pero aunque él lo tenga conectado, no va a oír nada dentro del local. Me sale su buzón de voz y cuelgo. Mi buzón parpadea, así que marco para escuchar los mensajes. Sólo hay uno: es de Hope. «Hola, Zack. Siento no haber llamado antes. He estado reunida hasta pasadas las nueve. He intentado localizarte en el trabajo y luego en tu piso. ¿Adónde has ido? Normalmente te puedo localizar. Sé que ahora debes de estar en la actuación de Matt, así que llámame cuando llegues a casa. Dejaré el teléfono conectado aunque esté durmiendo, así podré decirte al menos buenas noches. Te quiero, cariño. Adiós.» Su voz abre las compuertas y mi sentimiento de culpa se abre paso como un maremoto. ¿Qué diablos me pasa? ¿Qué me impulsa a cortar la relación con esta mujer tan hermosa, apasionada e inteligente, que ha desafiado el orden natural encaprichándose tanto de mí? Hace unos años yo era el típico soltero, un pobre miembro de la infantería del Upper West Side que patrulla los bares en grupos de dos y de tres, buscando y a veces encontrando. Por regla general acabo fijándome en mujeres ligeramente defectuosas, ya sean demasiado grandes, ya un poco regordetas, de torso pequeño o cutis imperfecto. Básicamente, mujeres atractivas pero que no tienen esa expresión resignada en la mirada, ese cansancio fruto de ser demasiado guapas y con demasiado éxito. Si las mujeres hermosas no quieren tanta atención, ¿por qué van a los bares? La ineludible conclusión, por supuesto, es que ellas también querían encontrar a alguien. Sólo que yo sabía por instinto que ese alguien no era yo. Si una mujer era demasiado guapa, siempre me parecía que estaba de más abordarla, que revelar mis intenciones provocaría un rechazo instantáneo. E incluso sin nada que perder, evitaba patológicamente dicho rechazo escondiendo mis intenciones a base de ignorarlas, lo cual funcionaba, sí, pero a cambio de no acostarme con ninguna. Hope, sin embargo, es un gol que sólo se marca una vez en la vida. Es la encarnación de ese dechado de virtudes que siempre he mirado desde lejos, la clase de chica que, como mucho, aceptaría ser mi amiga y hablarme de sus novios. Y yo lo soportaría, porque la clase media sexual practica un tipo de amor completamente distinto, tipos como yo que toleran relaciones tan unilaterales como ésta porque somos optimistas irredentos o simples imbéciles que necesitamos estar cerca de esa clase de mujer, aun platónicamente, para alimentar la cosa fea y deforme que llevamos dentro, el jorobado de nuestro particular Notre-Dame que vive para experimentar esa belleza de la manera que sea y que se nos permita. Pero yo ya he vivido ese sueño; he superado mi fase sexual y he atrapado a una mujer así, y ella me quiere a mí también. Sólo un insensato pondría

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en peligro esta relación. Siempre he sabido que llevo la infidelidad en la sangre, incrustada en mi ADN, y he dedicado toda mi vida —más conscientemente de lo que quisiera admitir— a hacer todo lo posible por no parecerme a Norm. Pero heme aquí, prometido a una mujer y obsesionado con otra, y, aunque todavía no entiendo por qué, poniéndome cachondo con una estudiante dentro de una furgoneta y haciendo el papelón. Como si la mera proximidad de mi padre acelerara el destino genético contra el que he luchado siempre. Marco el número de Hope. Contesta con voz de sueño y me la imagino en su cama con dosel, hecha un ovillo bajo la colcha floreada con su camisón de Victoria's Secret, sus sábanas limpias y frescas que huelen a lilas, la piel restregada y limpia, sus cabellos rubios recogidos en una coleta, las piernas desnudas recién depiladas e hidratadas, su cuerpo tibio de sueño. Se me pone dura sólo de pensarlo. —Hola —digo. —Te echo de menos —murmura—. ¿Dónde estás? —En un taxi. Hope bosteza, y visualizo su cuerpo felino cuando se despereza. —Mmm —dice—. Ojalá estuvieras en la cama conmigo. —Puedo decírselo al taxista. Se ríe. —No. Necesito dormir. Mañana tengo una reunión a primera hora. —Vaya —digo. —No es que no quiera tu compañía, por supuesto que sí. —Lo sé —digo. No puedo quitarme su cama de la cabeza, todo tan limpio y tan liso y tan fragante. Desde la primera vez que me acosté con ella en su cama, el olor a sábanas recién llegadas de la lavandería me pone caliente—. Te quiero, Hope. —Yo también, cariño —susurra. Noto que se está quedando dormida. —Me alegro de tenerte —digo en voz baja, un poco avergonzado delante del taxista, aunque lo más probable es que no entienda una palabra de lo que estoy diciendo. —Eres un amor —dice Hope—. Me quedo contigo. —Mañana te llamo. —Buenas noches, cielo. Esto lo puedo arreglar, pienso con furia mientras cierro el móvil. Está al alcance de mi mano. Lo único que he de hacer es dedicarme de nuevo a Hope, poner cierta distancia respecto a Tamara y procurar por todos los medios no cometer planchas como la de esta noche. En otras palabras, vivir mi vida como se supone que debo vivirla. Ser el antiNorm. Pero luego me pongo a pensar en los ojazos de Tamara, tan sensuales y plenos de etérea ternura, de inteligencia, dolor y (estoy casi seguro) pasión. No pasión por mí, claro, sino por la vida, por el amor, por una pareja —quién, ya se verá—. Y cuando pienso que esa pareja no puede ser nadie más que yo, cuando pienso en esos labios, húmedos y llenos como uvas, besando a otro hombre y ella apoyando la cabeza en su hombro, en la pierna de otro empujando el columpio de su porche, todo se marchita dentro de mí y me vengo abajo. Me miro en la ventanilla del taxi mientras los rótulos de los comercios - 63 -

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van pasando frente al triste y amorfo fantasma de mi reflejo, y el fantasma me hace pensar en Rael y me pregunto si él estará viendo todo esto, si está preocupado o cabreado o simplemente partiéndose de risa porque sabe que nada de eso importa. En la calle, una mujer pasea un cachorro de labrador que tira nervioso de su correa, de un lado al otro de la acera, con un entusiasmo exagerado para un perro. Mientras veo orinar al cachorro en mi imagen reflejada, me pregunto cómo es que me encuentro en semejante estado de desdicha cuando hace sólo unos días todo marchaba bien. Y se me ocurre, un momento antes de cerrar los ojos, que quizás hace tiempo ya era desdichado, pero las cosas me iban demasiado bien para darme cuenta de ello.

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Capítulo 13 Me despierto el martes por la mañana con los ojos hinchados, la garganta como una lija de todo el humo no fumado en el club y una resaca fenomenal que me taladra el cerebro. Me quedo en la cama paralizado, tratando de colarme bajo el radar de mi espectacular jaqueca mientras imágenes inconexas de la víspera parpadean en mi cabeza en orden inverso. Recuerdo vagamente los empujones y el olor a curry del taxista, musitándome con un acento imposible de descifrar mientras trataba de despertarme en el asiento trasero, el trayecto en medio de un delirio semiconsciente, el sabor y el olor de la estudiante en la furgoneta. Por más que lo intento, no logro recordar si pagué al taxista, cómo entré en casa ni cómo subí a mi habitación. Tampoco recuerdo que vomitara otra vez, pero las hediondas pruebas que descubro en mi pecho y en las sábanas son concluyentes. Entra sol por mi ventana iluminando toda una galaxia de esporas flotantes. Aturdido como estaba al llegar, no pensé en bajar la persiana, una omisión que a buen seguro me ha costado unas cuantas horas más de bendito abandono. La luz se cierne sobre mi cama como lluvia radiactiva y, cuando me da en la cara, los ojos me duelen como una patada en los testículos. El dolor es una manta gruesa, que asfixia. Y entonces pienso: así debe de ser el cáncer día tras día. Poco a poco se me hace consciente una intensa pulsación en las ingles, y aunque sé que sólo es la vejiga demasiado llena, imagino esa manchita oscura dentro de mí, latiendo malévola como un corazón negro que va asimilando y devorando células a su antojo. Me arrastro hasta el cuarto de baño y orino con los ojos cerrados, sujetándome la cabeza con las manos. Cuando vuelvo a la cama, me fijo en los grandes números color sangre de mi radio-despertador y me sorprende ver que son más de las nueve. Debería llamar a la oficina, pero no tengo fuerzas ni para buscar el teléfono. Mi móvil está en el suelo, junto a la cama, pero conectarlo supondría un dolorosísimo esfuerzo. Imagino mi cubículo vacío, los e-mails que se amontonan como ladrillos en mi monitor, el teléfono sonando sin parar, mi buzón de voz lleno de frenéticos mensajes de Craig Hodges sobre la inconveniencia de swooshes de color morado. Abro la boca y pronuncio esa palabra: swoosh. El sonido, al atravesar mis carrillos de caucho, mitiga un poco la jaqueca, y dedico unos minutos a repetir la palabra en voz baja. Finalmente me quedo dormido. Poco después de las diez me despiertan sonidos amortiguados de actividad sexual en el piso de arriba. Por lo visto, Jed se trajo a alguien a casa ayer por la noche. Presto atención: grititos de la chica anónima, rítmico gruñir de somier, ligeros golpes de la cabecera de la cama contra la pared. Desde donde estoy, todo suena tremendamente enérgico, y no me imagino a mí mismo con fuerzas de hacer el amor nunca más.

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Mi resaca parece haberse reducido a un insidioso dolor de cabeza, de modo que me levanto despacio, me tomo unas cuantas excedrinas y me doy una ducha. Parece que lo hago todo a cámara lenta, como si ensayara para hacerlo de verdad. Contemplo el chorro de agua, los dedos de mis pies en las baldosas, el vello de mi vientre mientras me enjabono. Desecho un chándal y me pongo un pantalón holgado y un jersey, reconociendo a regañadientes que no voy a llamar diciendo que estoy enfermo. De todos modos he de ir al centro para la cistoscopia. Tardo más de una hora entre despertar y bajar a la cocina a hidratarme un poco. —¡Está vivo! —proclama Jed cuando bajo lentamente la escalera. Está en el suelo del salón en calzoncillos y nada más, estrujándose las articulaciones de los dedos mientras mira una serie televisiva de juicios. —No tan fuerte, por favor —digo, medio gruñendo. —La cosa es grave, ¿eh? —dice, aposentándose en el sofá. —No te lo imaginas. —Voy a la cocina y lleno una jarra de cerveza con agua de la nevera. Jed asiente y empieza a hacer zapping. —Ha llamado tu jefe preguntando por ti. —¿Mi jefe? —Un tal Bill, creo. —Sí, es él. —Las noticias no podían ser peores—. ¿Qué le has dicho? —Que tenías un problema de familia. —Muy bien. ¿Y crees que se lo ha tragado? Jed se encoge de hombros. —Es posible. No me ha parecido el tipo más listo de la reunión, la verdad. En fin, ha dicho que le llames cuando te vaya bien en relación con un asunto urgente. O algo así. Al parecer, lo de Nike ha llegado a oídos de las alturas. Tomo sorbos de agua mientras medito, con una sensación desagradable en el estómago. —Hablando de asuntos familiares —dice Jed—. El que estaba ayer en el local era tu padre, ¿no? —Sí. —¿Y qué pasa? —Nada. Es un pobre viejo que se siente triste y solo —digo, sorprendido de mi propia aspereza. Jed se me queda mirando. —Eso no es ningún crimen —dice. Las oficinas de la Spandler Corporation son exactamente como debería ser el sitio donde uno no escribiría el guión que le valdrá un premio. Las paredes son de un blanco sucio que parece viejo incluso recién pintado, las moquetas de un marrón caca para contrarrestar la mierda urbana que entramos cada día con los zapatos. Los ejecutivos de cuentas son todos hombres alrededor de la treintena que visten trajes baratos y exhiben sus agendas electrónicas, sus portátiles y teléfonos móviles con la ferviente esperanza de que los tomen por gente de la - 66 -

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banca de inversiones. No hay en todo el espacio el menor asomo de creatividad ni de color, sólo la mugre básica del comercio en su forma empresarial más inferior. Rael y yo tuvimos una idea genial para un guión. Pero él trabajaba de vendedor en la fábrica de papel de su padre y yo estaba aquí, y aunque nos hartamos de hablar de ello, de personajes y escenas y tramas argumentales, era imposible que aquello pudiera fructificar. De modo que hicimos un pacto. Esperaríamos hasta que terminara el año, y entonces dejaríamos nuestros respectivos empleos, nos instalaríamos en el apartamento y nos pondríamos a escribir. Jed, a quien la idea le gustaba pero no tenía paciencia para escribir, nos prometió que se encargaría de vender el guión en Hollywood cuando llegara el momento, o que pondría el dinero para producirlo de manera independiente si era preciso. Era un gran plan, y cuando nos reuníamos los tres, no hablábamos de otra cosa. Aunque fracasáramos, decía Rael, sería un ejercicio que valdría la pena. Pero luego vino el accidente y así, valiera o no la pena, parece que el sueño murió con él. Me siento a mi mesa y saludo brevemente a Tommy Pender, que ocupa el cubículo contiguo al mío. —¡King! —me grita desde el otro lado del tabique. —¡Pender! —Bill está en la reunión de producción. Quiere que vayas. —Joder. Mi buzón de voz parpadea, pero no me atrevo a escuchar los mensajes. Tengo ciento treinta nuevos e-mails. Al menos la mitad no son más que invitaciones para comprar toner, hacerme miembro de varias páginas porno o comprar Viagra genérico. Me imagino un almacén colosal en algún lugar de América, repleto de cartuchos de tinta, píldoras para la erección y material porno. El resto de los e-mails son de clientes, para saber cómo van sus proyectos o pedir actualizaciones, suponiendo que yo no tengo otra cosa que hacer que responder a sus insignificantes preguntas, decirles que todo va sobre ruedas. ¿Cómo he podido dedicarme a esto tanto tiempo? Son poco más de las doce y tengo hora en el médico a las cuatro. Decido saltarme la reunión y ver si puedo solucionar lo de Nike antes de ir a ver a Bill. Una de las desventajas de hacer la fabricación en China es que, debido a la enorme diferencia horaria, no hay manera de conseguir una respuesta rápida. Y hoy, a saber por qué, no hay ninguna respuesta al email urgente que escribí ayer antes de marcharme. Tampoco importa demasiado, pues sé que la producción ya está terminada. Craig no aceptará nada que no sea una nueva producción, que encima no tiene intención de pagar. Habrá que desechar la primera serie, a un coste bruto de unos ciento veinte mil dólares, que tendremos que apoquinar nosotros. También tendremos que pagar la segunda serie, con un probable recargo del veinte por ciento en concepto de urgencia así como de embarque inmediato para entrar en el plazo original previsto por Nike. Yo había calculado la comisión de la Spandler Corporation nada menos que en ochenta mil dólares, doce mil de los cuales habrían sido para mí. Ahora no sólo no habrá ganancias, sino que vamos a contraer importantes pérdidas en la segunda producción, aunque consiga convencer a Craig de que - 67 -

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pague el recargo del embarque inmediato, cosa poco probable. La Spandler Corporation amortizará las pérdidas, reduciéndolas así a la mitad, pero eso no afectará a mis propias pérdidas. Existe otra alternativa. Puedo pasar de Craig y presentar toda la documentación a sus superiores. Después de todo la plancha fue de Nike, y tenemos la hoja de especificaciones que así lo demuestra. Nike tendría que pagar el primer pedido y hacer un pedido nuevo en el color correcto, y yo les propondría magnánimamente reducir nuestro margen de beneficios en ambos pedidos de modo que sólo recuperáramos los gastos, como gesto de buena voluntad. Un montonazo de trabajo extra del que no sacaríamos nada, pero de este modo los ayudamos a salir del atolladero — una manera de demostrar que somos socios más que vendedores— y ellos nos recompensan con futuros contratos. Naturalmente, esta estrategia implica que a Craig lo despidan, porque en caso contrario me va a lanzar la caballería y nunca más volveremos a ver ni un céntimo de Nike. Yo estoy entre el dinero y el cliente, entre Craig y sus jefes. Haga lo que haga, habrá repercusiones negativas para mí y todo porque otro metió la pata. El intermediario lleva en su camiseta una enorme diana, nuestra versión del swoosh nikeano. Y lo peor de este maldito embrollo es que Bill va a tener que intervenir y que, de una manera u otra, encontrará el modo de hacerme pagar el pato igual que hizo Craig. Al margen de cuáles sean los hechos, no veo la manera de salir de ésta. Al final siempre pasa lo mismo, como en aquel dicho: payasos a mi izquierda, bromistas a mi derecha, y yo en medio. Y el caso es que hoy me importa todo un carajo. Mis vísceras se han puesto al sesgo, y luego está esa manchita, ese grupo microscópico de células rebeldes que han decidido agruparse donde no deberían. Y allí están, fumando y bebiendo y haciéndose tatuajes, y mutando y jodiendo todo el organismo. Mi organismo. Sé que probablemente no es nada, pero ¿y si es algo? Sanderson dijo que sería curable, pero aun así, que haya salido una vez significa que puede volver a salir —es lo más probable, estadísticamente hablando— y me pasaré el resto de mi vida pendiente de cuándo se me va a caer el otro zapato. Me quedo mirando la pantalla del ordenador hasta que mi visión se torna borrosa. Hoy no sirvo para nada. Cojo el teléfono y marco el número de Hope con la intención de decirle lo que pasa y pedirle que nos encontremos esta tarde en la consulta del médico, pero cuelgo después del primer tono. No quiero añadir a mis preocupaciones el peso de que ella se preocupe por mí. Esta actitud me deja pensando. ¿De veras me inquieta tanto su bienestar? La maldita mancha me tiene tan preocupado que no me vendría mal pasarle a otro una parte de mis cuitas. Entonces, ¿por qué no me decido a llamarla? Se me ocurre otro motivo, menos altruista. Tamara lo sabe. Hope no. En cierto modo (vale, un tanto retorcido e insignificante) esto me sitúa más cerca de Tamara que de Hope, y decírselo a ésta cambiaría la situación. Hope se preocuparía mucho —insistiría en acompañarme al médico y le cosería a preguntas—, lo cual invalidaría mi nuevo territorio de intimidad con Tamara, haría tambalear la realidad de que últimamente parece que estoy inclinado del lado de Tamara. Pues llama a Tamara, me digo. Llama a alguien antes de que - 68 -

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explotes. Pero tampoco puedo llamarla porque pertenezco a Hope, y mi renuencia a ejercer mi derecho a preocuparla hace que telefonear a Tamara sea poco más que un burdo sustituto, lo cual acentúa mi posición ridículamente precaria en el mundo de las relaciones humanas. No se me escapa que mis lealtades, por más que secretas y, hasta ahora, no plasmadas, han conseguido sin embargo aislarme por completo. Así, me enfrento a esta crisis totalmente solo, y, la verdad, no estoy a la altura de las circunstancias. Bill me ha enviado un alud de e-mails pidiendo un ISC sobre el tema Nike, y, a juzgar por el tono y la frecuencia de los mensajes, todos enviados antes de que yo llegara al despacho, Bill se da cuenta de que la hemos jodido irremisiblemente. Ese mamón de Hodges no me ha consultado antes. Como muchos intermediarios jefe, Bill cree que la mejor manera de tener control y eficacia es inventar una impresionante colección de informes internos, a los que asigna títulos abreviados para que parezcan sofisticadas herramientas profesionales en vez de una simple manifestación de su miedo compulsivo a perder el puesto que ocupa. Un ISC es un Informe de Status de Cliente, o sea un documento de una sola página donde se registra la actividad actual de una cuenta en concreto, para tener al día a Bill. Se supone que los ejecutivos de cuentas debemos darle un informe por cliente cada semana, orden que nos pasamos por donde ya se imaginan. El propio Bill se olvida de reclamar dichos informes hasta que algo se tuerce, y entonces insiste en ellos cuando lo más práctico sería una rápida puesta al día de viva voz, como si el propio proceso burocrático pudiera mantener a raya el caos. Cuanto más papeleo puede interponer entre él y los clientes, más contento está Bill. Les tiene pánico a los clientes. Me dispongo a mandarle un e-mail cuando suena mi intercom. —Zack. —Qué hay, Bill. —Estamos a punto de terminar la reunión de producción en la sala de conferencias. Ya sé que has llegado un poco tarde, pero pensaba que podrías venir y ponernos al corriente sobre el problema Nike. Convendría hacer un poco de brainstorming. No estoy de humor para Bills. Seamos francos, a Bill no lo soporta nadie, pero ahora mismo, a mí podría ponerme de los nervios. —Precisamente estoy ocupándome de eso mientras hablamos —digo. —Pues opino que deberíamos aunar esfuerzos —dice Bill. Me habla por el manos libres, y mentalmente veo a los otros ejecutivos con la mirada fija en el aparato, todos muy serios y dando gracias a Dios de no ser ellos los que están de mierda hasta las cejas—. Las reuniones de los martes son por una razón muy concreta, Zack, y tanto si lo entiendes como si no, te espero aquí para que participes. Suspiro y digo: —Ahora voy. Hay dieciséis ejecutivos de cuentas en la sección de identidad corporativa que Bill supervisa, y doce de ellos están sentados en torno a la mesa pasándose dosieres y garabateando en blocs de la empresa o picoteando melindrosamente en sus aparatos de e-mail inalámbricos. Yo soy el número trece; Len Schaktman y Mike Wharton están de viaje, y Clay - 69 -

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ni se sabe dónde está, tal vez en Central Park, disfrutando de una novela que quería leer hace tiempo, o repasando los anuncios por palabras, o sentado en su cocina contemplando la pared, su café hecho en casa incapaz de escaldar el pánico que siente en las tripas mientras se pregunta qué demonios va a pasar ahora. Entre el cenagal de vasos de plástico, Diet Cokes y botellas de agua, puede verse a Bill sentado a la cabecera de la mesa, haciendo anotaciones en su libreta mientras sus gafas de montura dorada se empeñan en resbalar hacia abajo por su patricia nariz. Los de cuentas me miran todos a una al entrar yo, miradas que algunos, sólo algunos, desvían rápidamente, y enseguida notas el inequívoco olor del placer que producen las desdichas del prójimo, un olor tan intenso como una sobredosis de aftershave. —Siento llegar tarde —digo, confiando en dejar el tema zanjado, pero qué va, de eso nada. Bill no permitirá que salga impune de tan palpable desconsideración hacia su sacrosanta reunión de los martes. —Zack —dice, sin levantar la vista de su libreta—. Éstos son colegas tuyos. Todos están muy ocupados, tanto como puedas estarlo tú. Y eso no les impide robar unos minutos a sus apretadísimos programas para asistir a la reunión del martes. Porque es importante. Y porque yo, como su jefe que soy, así lo exijo. Ponernos al día, compartir nuestros respectivos triunfos y batallas, hace que pasemos de ser un grupo inconexo de personas a ser un formidable equipo. Y este salto cualitativo hace que la suma de nuestras experiencias se transforme, por así decir, en una memoria colectiva a la que todos podemos recurrir cuando estamos en nuestro ámbito de acción. Tus colegas han buscado un hueco en sus agendas para estar aquí por ti, y lo menos que podías hacer, como miembro de este equipo, es devolverles el favor. Yo creo —concluye, levantando por fin la vista de su libreta, con lo cual se diría que ha estado leyendo el discursito— que nos debes a todos una disculpa. —De ahí mi frase inicial, «Siento llegar tarde» —digo. Bill arruga el entrecejo. —Muy bien, Zack, no voy a insistir porque sé que estás pasando por un mal momento. Bien, por qué no nos pones al corriente sobre el asunto Nike. Les explico lo ocurrido con el color del swoosh y la resistencia de Craig Hodges a asumir la responsabilidad de la metedura de pata, sin mencionar el hecho de que he estado evitando las llamadas de Hodges (el intermediario nunca debe dejar una llamada sin responder). La breve sesión subsiguiente de preguntas y respuestas entre Bill y yo parece una sátira de uno de los seminarios de gestión a los que la dirección de Spandler nos hace asistir en moteles por todo el país: Gestión de Crisis 101 acompañado de donuts y café gratis. —¿Quién es el proveedor? —Qingdao Target. —¿Qué margen de maniobra tenemos? ¿Alguien más lleva proyectos importantes con Qingdao? Nadie abre la boca. Yo ya sabía que era el único. —¿Cuál es la extensión de riesgo si Hodges gana la batalla? —Entre una cosa y otra, del orden de los cuarenta mil —digo—, eso sin contar los costes de activar la entrega del pedido. - 70 -

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—¿Hodges planea algún otro pedido después de éste? —Es un programa piloto —suspiro. —Maldición. —Bill reflexiona un momento—. ¿Y vale la pena tener a Hodges en nuestro banquillo? —No hay conversación con Bill que esté a salvo de peregrinas analogías deportivas. —Hodges es un mamón. Bill inspira hondo. —Vamos, Zack —me reprende, con una voz que da a entender que no está en absoluto descartado que el cliente haya instalado pequeños micrófonos en nuestras oficinas, con microscópicos swooshes en la parte inferior. —Lo siento —digo, exasperado—, pero ¿tú no te hartas de bajarte los pantalones delante de los Craig Hodges del mundo empresarial? Has creado toda una red de sistemas informáticos (estamos inundados de ellos) precisamente para evitar lo que está pasando ahora, para asegurarnos de que no pase nunca. Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto si hemos de cargar con las culpas de los errores ajenos? —Discrepo, Zack —dice Bill, acalorado—. Yo no me bajo los pantalones por nadie. Sólo estoy buscando la solución fiscalmente más sensata para nosotros. En eso consiste mi trabajo. Nuestro trabajo. Somos profesionales. No puedes desdeñar una cuenta importante porque te parezca que tu contacto con el cliente es un mamón. Desde el punto de vista de nuestra empresa, cuarenta mil dólares sería una gota dentro de un cubo, un pequeño precio que pagar por seguir trabajando con Nike. Lo que quiero decir es que en esto no podemos ser ni tacaños ni manirrotos. —No, claro, eso sí que no —digo, quizá con más ironía de la que debiera. —Zack —dice Bill, quitándose las gafas despacio y adoptando un tono paternalista deliberadamente falso—. ¿Tienes algún problema? Todos mis instintos me dicen que ponga el freno. Debería dejar que Bill me someta a este ejercicio de masturbación intermediaria, responder a sus preguntas, agachar la cabeza y hacer lo que él proponga. Le estoy faltando al respeto delante de su departamento en pleno, cosa que él no merece y que, además, lo obligará a reafirmar su autoridad con energía. Una actitud poco recomendable, se mire por donde se mire. Pero hoy me van a meter un tubito por la pilila hasta la vejiga y, aunque no me lo han hecho nunca, estoy casi seguro de que preferiría que me marcaran los ojos a fuego, y esa manchita de la vejiga podría tener graves implicaciones para mi vida futura, de modo que no me culpen de que me cueste pensar coherentemente sobre otros temas. Y, a fin de cuentas, él me ha hecho una pregunta. —Pues sí, Bill —digo, poniéndome de pie—. Tengo un problema de cojones. Estoy hasta el moño de besar el culo a tipos repelentes, incultos y gandules, de pagar por la indolencia y la incompetencia de otros, y todo por conseguir una puta venta. ¿Desde cuándo tener razón no vale para nada y tener la culpa es irrelevante? Tragamos mierda cada día, y empieza a preocuparme los efectos a largo plazo de ingerir tanta fibra. Puede que no sea más que un intermediario, pero, joder, soy un intermediario profesional ¡y eso debería llevar consigo cierto grado de dignidad y juego limpio! - 71 -

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Mi diatriba es recibida con un silencio estupefacto, y todos levantan la vista para determinar hasta qué altura he metido la pata esta vez. Yo no pretendía que sonara como una llamada a las armas, desde luego, pero que me aspen si el resto de los de cuentas no están asintiendo en señal de aquiescencia. Hay incluso un leve atisbo de ovación, pero Bill lo corta descargando el puño sobre la mesa y levantándose lentamente. Me lo imagino rastreando nervioso su base de datos de respuestas estereotipadas en busca de algo apropiado para la ocasión. —Mira, Zack —dice, como si se rindiera—. No sé qué te pasa, y se podría organizar un foro para debatir nuestra política y nuestras estrategias respecto de temas como éste, pero esto no es ningún foro. Tienes que tranquilizarte y centrarte en el problema que nos ocupa. No es momento para quitarle el ojo a la pelota. —Analogía deportiva número dos, si llevan la cuenta. Yo la llevo—. Se trata de trabajo, no puedes tomarlo como un asunto personal. —Parece que sí puedo. —Bien, independientemente de lo que opines de Hodges, él sigue siendo tu cliente, tuyo y de la Spandler Corporation. No olvides la regla de las tres Ces: Crisis más Comunicación igual a Control. Sé un buen profesional y devuélvele las llamadas —dice muy serio—. Busca una solución. Suspiro, lamentando toda esta conversación. Se pasarán el día hablando de ello con el resto del personal, haciendo la pelota cada vez más grande: ¿acabará Zack volviéndose majara como Clay? Acabo de escalar muchos puestos en el ranking de gente quemada. Pero, ahora que lo pienso, creo que yo también tomaré ciertas medidas. —Le llamaré —digo. —Y cuando acabe el partido quiero oír tus declaraciones, ¿de acuerdo? —Analogía deportiva, y van tres. Ya tenemos un hat trick. —Descuida. Bill empieza a decir algo sobre que no hay problemas, sólo oportunidades, pero salgo de la sala antes de que termine la frase. Oigo que grita enfadado mientras me apresuro por el pasillo y sé que debería haberme quedado unos segundos más, pero la vida es condenadamente corta para seguir escuchando esta mierda.

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Capítulo 14 El doctor Sanderson me enseña algo que parece un forro para pasar cables como los que usan los fontaneros y describe la horrorosa prueba a la que me va a someter. —Se llama cistoscopia —dice—. Básicamente consiste en entrar en la vejiga a través de la uretra, y con esta pequeña cámara vemos lo que pasa ahí dentro. Me cuesta prestar atención porque en ese momento una joven hispana de cabello negro me toquetea el pene con sus manos enfundadas en guantes de látex. Empieza a untármelo con algo, tirando ligeramente, y me entra pánico de tener una erección. Si eso te puede pasar en el metro, o sentado inocentemente a tu mesa, ¿por qué no aquí? Estoy reclinado sobre una mesa de reconocimiento con las piernas separadas, completamente desnudo aparte de la delgada bata que la ayudante del médico me ha dado antes de empezar a tocarme. Se nota que es una profesional, y me pregunto qué consecuencias (si las hubiere) puede tener en su vida sexual pasarse todo el tiempo manoseando penes encogidos. «Cariño, aparta esa cosa. ¡Bastantes he visto ya todo el santo día!» —Esto es un anestésico tópico —continúa el doctor—. En cuanto haga efecto, Camille le administrará anestesia local y procederemos con la prueba. —Me mira—. ¿Se encuentra bien? —Hombre, primero suelen besarme —bromeo patéticamente. La sonrisa de Camille es como si dijera: «Éste ya lo conozco, cuéntame otro.» Sólo cuando ya estoy tumbado de espaldas y con las rodillas separadas caigo en la cuenta de que el cistoscopio me será introducido en uno de mis más pequeños orificios. Un terror sordo empieza a adueñarse de mí, y me echo a temblar sin poder evitarlo. —No se preocupe —dice despreocupadamente Camille—. Apenas lo notará. —Para ella es fácil decirlo, porque no son sus genitales los que sufrirán la intromisión de una horrible jeringa metálica tan larga como un pequeño bate de béisbol. El doctor se aproxima. Descanso la cabeza y cierro los ojos. —Tendrá usted que relajarse —dice. Vaya, me temo que lo voy a decepcionar—. Procure aflojar los músculos, como hace cuando orina —me dice. Inspiro hondo varias veces, y de pronto noto un pellizco caliente—. Bien. Hemos entrado. —Permanezco con los ojos cerrados. Estoy decidido a no mirar lo que pasa ahí abajo. Bastante tengo con oír los ruiditos que hace al manipular el cistoscopio y conectar el monitor de televisión. —Creo que tengo ganas de orinar —digo, pasados unos minutos. —Le estoy llenando la vejiga de agua —me comunica—. Necesito ensanchar las paredes para poder verlo todo. —No sé si seré capaz de aguantarme.

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—Procure —me aconseja—. Sólo será un momento. Al cabo de varios minutos, el doctor me toca la pierna y me dice que abra los ojos. En algún momento, mientras los tenía cerrados, Camille ha desaparecido de la sala, y ahora estamos el doctor y yo a solas. Noto que se ha formado un charquito en el papel protector que tengo debajo. —No se preocupe por eso —dice—. Sólo es agua sobrante. Imagino las continuas humillaciones de un tratamiento médico a largo plazo, la manipulación clínica de tus partes más íntimas, los residuos y secreciones privados que te saldrán sin que tú lo quieras, a la vista de todo el mundo. Y entretanto, el doctor hurgando por allí, haciendo su trabajo sin prisas, esperando hasta el último momento para informarte de sus averiguaciones. —¿Qué ve? —le digo. Frunce el entrecejo. —No resulta fácil decirlo —responde—. Desde luego, hay un pequeño bulto, muy cerca de la pared de la vejiga. Me sorprendería mucho que fuese cancerígeno, pero... Haremos una biopsia, para descartarlo. E incluso mientras hago acopio de fuerzas para seguir recibiendo malas noticias, me doy cuenta de que hasta ahora yo no había creído realmente que existiera esa posibilidad. Pero ahora que el doctor ha empleado las palabras «bulto» y «biopsia», noto un escalofrío de terror que sube de mis hipercrispadas entrañas. Pero, al menos, ya es demasiado tarde para orinarme encima. Carraspeo antes de hablar: —Cuando dice que quiere descartarlo, ¿es en el sentido de «vivimos tiempos difíciles y más vale curarse en salud», o más bien en el de «ese bulto tiene toda la pinta de ser un tumor maligno y, lógicamente, la biopsia es el siguiente paso en el diagnóstico»? El doctor deja de mirar el monitor y dice: —Escuche, Zack, entiendo que esté preocupado. Es muy poco probable que alguien de su edad, y con su historial médico, tenga cáncer de vejiga. Pero lo que veo ahí dentro es algo que normalmente no debería estar. Me preocupa un poco, y lo mejor es determinar de qué se trata. Siento no poder darle una respuesta más concreta por el momento. Aunque sea duro, tendrá que pensar que probablemente no es nada y esperar el resultado de la biopsia. —Todo eso lo entiendo —digo—, pero, fuera de cámaras, ¿su intuición qué le dice? —¿Cámaras? —Usted ve cosas de ésas todo el día. Alguna corazonada tendrá, digo yo. Sanderson suspira despacio. —Sólo sé que eso no debería estar en la vejiga de alguien de su edad y que me sentiré mejor cuando sepa lo que es. —Gracias —digo—. No me ha ayudado ni un ápice. —Aunque resultara que se trata de un tumor canceroso o precanceroso, debe saber que en la mayoría de los casos tiene tratamiento. —Estupendo. Para ser un tipo que lleva tanto tiempo metido en esto, se le ve - 74 -

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bastante desorientado. No quiero oír que «tiene tratamiento», porque eso implica que hay algo, e incluso si se puede curar o extirpar o como sea que se diga en el caso de un cáncer, eso no cambia el hecho de que la cosa está ahí, que mi cuerpo me ha apuñalado por la espalda, que nunca volveré a sentirme seguro en mi propia piel. ¿No dicen que no hay mal que por bien no venga? Pues que me lo expliquen. Soy como Craig Hodges y sus malditos swooshes morados, me encasqueto las anteojeras cuando se trata de ser racional, únicamente interesado en hacer ver que el problema no es tal problema. Hace la biopsia a través del telescopio cistoscópico, me corta un trocito microscópico de tejido. Noto otro pellizco caliente —esta vez en las profundidades de mi abdomen—, una ligerísima convulsión, y luego ya está. Ahora que llevo un rato con el cistoscopio dentro, me entra pánico de pensar cuando me lo saquen, imagino el recorrido que hará al salir, pero la anestesia todavía dura y apenas siento nada. Después, orino durante una eternidad notando que el chorro vibra al recorrer mi aturdido instrumento. Ahora hay bastante más sangre, pero el doctor ya me ha advertido de que esto puede durar un par de días. Me seco con una toalla y vuelvo a vestirme. Me examino los genitales, pero todo parece en orden. El doctor dice que, además de la sangre, es posible que en días sucesivos experimente sensación de escozor al orinar. Si el dolor o la sangre persistieran, tengo que llamarle. Los resultados de la biopsia estarán el viernes. Y que procure no preocuparme. —Estadísticamente hablando —me repite—, las probabilidades de que alguien de su edad tenga cáncer de vejiga son muy escasas. Puede, pienso mientras bajo en el ascensor, pero ¿vale esto cuando ya se ha determinado que ahí dentro hay algo que merece una biopsia? Tengo la impresión de que estamos ante un caso por completo distinto, y, aunque no me interesa saber nada al respecto, estoy casi seguro de que las noticias serían muy poco alentadoras. En cuanto lo conecto, el móvil empieza a pitar y aparece el icono de mensajes. Tengo tres urgentes de clientes que necesitan saber de mí a primera hora de mañana. Cuando eres un intermediario, todo es urgente. Siempre. El último mensaje es de Hope, preguntándome dónde estoy. Como son casi las seis, decido hacerle una visita sorpresa a la oficina. Voy a la Quinta Avenida y luego tuerzo hacia el centro, hasta el Rockefeller Center. Las aceras están repletas de gente que sale del trabajo, todo el mundo serio y mirando al frente, hablando por el móvil o mirando la dudosa mercancía exhibida en las tiendas de electrónica de inmigrantes. Aguardo en el vestíbulo del Rockefeller Plaza, apoyado contra la pared mientras observo el éxodo que vomitan los ascensores, los hombres vestidos de yuppie, las mujeres como si fueran todas a una audición de Sexo en Nueva York, ataviadas para deslumbrar con sus faldas agresivamente cortas, sus peinados caros y zapatos de marca que resuenan autoritarios en el suelo de mármol. Al cabo de unos quince minutos aparece Hope con dos mujeres que no conozco, charlando y riendo las tres. Ella está espléndida, como siempre, con su pantalón de vestir oscuro y un cárdigan ligero ceñido al - 75 -

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cuerpo. La observo unos segundos deleitándome en sus andares, en el vaivén de su melena y en las furtivas y no tan furtivas miradas que provoca en los hombres a su paso. Experimento entonces una oleada de orgullo y de inevitable escepticismo. Todavía no he superado el hecho de que una mujer tan guapa quiera tener algo que ver conmigo. Se me ocurre que Hope puede haber hecho planes, que no recibirá bien mi imprevista llegada, pero al verme su rostro se ilumina, y viene rápidamente hacia mí para darme un beso. —¡Qué sorpresa! —dice—. ¿Qué haces aquí? —Tenía una cita por esta zona. —¡Fantástico! —Me besa de nuevo, en un insólito despliegue público de afecto. —Estás de muy buen humor —digo. —¿Por qué no iba a estarlo? Yo podría darle más de un motivo. En este momento, Hope se acuerda de sus dos amigas, que esperan detrás de ella con una sonrisa anticipada como diciendo: «Ah, éste es él.» —Oh, perdón —dice Hope, separándose de mí—. Zack, te presento a Dana y a Jill. Un placer conocerte, nos han hablado mucho de ti, enhorabuena por el compromiso, qué emocionante, ¿verdad? Bajo la atenta mirada de Hope, sonrío y me empleo a fondo con mis encantos, deseando ser más alto e ir mejor vestido, menos por mí que por Hope. Después de todo, la chica ya es mía. Mientras nos alejamos del centro, descubro lo que la tiene tan entusiasmada. —Me han propuesto que ayude a catalogar una colección privada con obras del siglo diecinueve —me cuenta—. Es la primera vez que me mandan a mí sola. —Es estupendo —digo—. ¿Y dónde está la colección? —En Londres. —¿Inglaterra? —Ni más ni menos. —¿Cuándo te marchas? —Esta noche —responde muy animada—. Me voy ahora mismo a casa a hacer la maleta, y luego en taxi al aeropuerto. Qué locura, ¿no? —Pues sí. ¿Cuánto tiempo estarás fuera? —Regreso el viernes por la noche. Así tendré todo el sábado para descansar antes de la fiesta. —Se detiene y me mira—. ¿Qué te pasa? El efecto de la anestesia se ha pasado del todo, y parece como si me hubieran clavado en las partes una aguja de hacer media. —Hoy me han hecho una prueba —digo. —¿Una prueba? ¿De qué clase? —pregunta, preocupada. Le explico lo de la sangre en la orina y la manchita y la cistoscopia, pero me salto lo de la biopsia. —Resulta que no era nada —digo, quitándole importancia. —Bueno, tenías que salir de dudas. —Claro. Hope me sonríe y me toma la mano. —Yo iba a proponerte un polvo rápido de despedida, pero me parece - 76 -

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que no estás en condiciones. Siento un escalofrío sólo de pensar en un coito en mi estado actual. Sería algo así como meter el pene en una máquina de picar carne. Pienso en mi conato de infidelidad durante la actuación de los WENUS y me pasan fugazmente por la cabeza ideas de justicia poética y castigo divino. —No, no lo estoy —digo—. Pero se agradece la idea. —¿Y si llamo un taxi? Me acompañas y luego te vas a tu casa y descansas. —De acuerdo. En el darwiniano colapso circulatorio de Manhattan, sólo alguien con el aspecto de Hope puede conseguir un taxi en tan poco tiempo en una esquina como Park Avenue con la Cincuenta y tres. Me arrimo a ella en el asiento de atrás y ella me rodea con el brazo, frotándome la espalda mientras su perfume entabla una valiente pero fútil pelea con el pestífero olor corporal del taxista. Durante el trayecto le cuento el regreso de mi padre. —¿Cómo no me lo has dicho antes? —pregunta. —No sé. Es que no acababa de creérmelo. —¿Qué tal está? —No sabría decirte. Imagino que igual que siempre. —Ya —dice, asintiendo con la cabeza—. ¿Le has invitado a la fiesta? —No. —¿Piensas hacerlo? —Él allí no pinta nada. —Es tu padre, ¿no? ¿No te parece que yo debería conocerlo? —Créeme —digo—, más vale que no vaya a la fiesta. Ella me mira con extrañeza y parece que va a decir algo, pero no lo hace, se limita a darme un beso suave en el cuello. —Bueno, vas a tener unos días para pensarlo. El taxi para frente a su casa, en la Ochenta y nueve con la Quinta. —Ciao. —Me besa, un beso largo pero ardoroso—. Procura descansar. —Me da unas palmaditas en la entrepierna—. Espero que estéis los dos en plena forma para cuando regrese. —Haremos lo que se pueda. —Te llamaré desde el aeropuerto. Le digo que la echaré de menos, pero ella ya ha bajado del taxi y la puerta se cierra a media frase. Mientras cruzamos Central Park hacia el oeste, empiezo a preguntarme si he hecho lo que debía al no mencionar la biopsia. Hope estaba tan excitada con el viaje a Londres, que he preferido no estropearle el día. No habría sido capaz de irse a Londres sabiendo que yo estoy aquí mordiéndome las uñas a la espera de los resultados. No obstante, me sabe mal no habérselo dicho. O quizá me siento así porque sospecho que Hope se habría marchado igual.

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Capítulo 15 Lo que pasa es esto. Viernes por la noche, vas a un bar con tus dos mejores amigos, sintiéndote inferior y desesperanzado porque uno de ellos, Jed, es el semental indiscutible y el otro, Rael, acaba de casarse y sólo ha venido por aquello de la nostalgia de los viejos tiempos. De modo que uno no se juega nada y el otro no tiene nada que demostrar, y tú estás en medio, con mucho que arriesgar y todo por demostrar aún, y muy pocas perspectivas de éxito. Han pasado ocho meses desde tu última relación, seis meses desde la última actividad sexual (que fue en plan desesperado y de rebote), y ya empiezas a sentirte invisible en la Gran Manzana, deseando no haber salido de tu pueblo natal, donde todo era más sencillo y las chicas estaban mucho menos saciadas y eran mucho más tratables. Pero el caso es que tú no eres de un pueblo; tú eres de aquí, o, en el mejor de los casos, de un insípido barrio de la periferia, y no hay sitio adónde volver, de modo que vas a tener que seguir adelante, superar tu miedo al rechazo y encontrar a alguien que sepa ver en ti esa cosa, esa cosa que ni tú mismo puedes ver pero que sabes que tienes, ese algo que te hará parecer una inversión interesante, la cosa que moverá a una chica a llevarte a su casa e intercambiar fluidos y contar historias y después secretos, con la esperanza de encontrar un amor que os llene a ambos hasta el extremo de no tener que seguir buscando. ¿Quién te recriminaría que estuvieras un poco bebido? Bien instalados los tres sobre sendos taburetes junto a una mesa alta, en la ventana, veis cómo pasa la gente y tú bromeas ruidosamente con Jed y Rael confiando en aparentar que sois tres tíos a los que les daría lo mismo que no hubiera una sola mujer en el local, sintiéndote tímido aunque sabes que no hay motivo para ello puesto que nadie te está haciendo un repaso. Y entonces la ves allí de pie con una amiga, junto a la pared, sosteniendo su botella de Coors Light de manera quizá demasiado perfecta, no orgánica, no como quien tiene una relación auténtica con botellas de cuello largo. Y te fijas en su impresionante melena color arena y en su mandíbula cuadrada que da un marco perfecto a sus facciones, facciones de una delicadeza casi infantil y que delatan una infancia de privilegios y aislamiento. Sus ojos son azul tejano descolorido, su nariz menuda y ancha, como la de un gatito, y sus mejillas sólo un poquito abultadas, mejillas de ninfa. E instintivamente sabes que la chica odia esas mejillas, que suele mirarse en los espejos cuando está a solas y trata de chuparlas hacia dentro, y te gustaría decirle que es mejor que no lo haga porque, tal como destacan en lo alto de su cuerpo esbelto y atlético y bajo esos ojos azules que hipnotizan, son dos pequeñas masas de carne suave e impecable que parecen contener una promesa de infinitos placeres, igual que el trasero perfecto sobre sus piernas esbeltas y

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musculosas, o los pechos ufanos y tirando a pequeños más arriba de su liso abdomen. Sabes cómo será rozar esas esplendorosas mejillas con las tuyas, cómo se verán desde arriba cuando ella cierre los ojos y separe los labios mientras tú estás encima y bajes la cabeza para besarla en la boca. Tan grande es tu entusiasmo que descuidas los controles de tu desinterés y la chica te sorprende mirándola, de modo que no te queda más remedio que abandonar el taburete, copa en mano, y acercarte a ella, y es entonces cuando tienes esa extraña sensación de algo que se acomoda perfectamente, como la puerta de un coche de lujo al cerrarse, y puesto que ya estás lanzado te convences de que no hay nada que perder. —Me llamo Zack —dices, subiendo la voz por encima de la máquina de discos, las conversaciones a gritos y el frenético revoloteo de mariposas en tu estómago. —Hope —dice, tendiéndote la mano, y por un momento no te das cuenta de que «esperanza» es su nombre sino que imaginas que ha intuido sabiamente el motivo que ha hecho que coincidáis todos esta noche. —Bien, como no va a ser fácil decírtelo, mejor voy al grano —dices—. Estoy aquí para seducirte. Hope se ríe, y su risa es vibrante y melodiosa, franca y confortable, como si fuerais dos viejos amigos. En absoluto lo que tú esperabas. —Agradezco tu franqueza —dice. —¿Puedo empezar? —Adelante. Y lo que sigue son dos horas de conversación ideal (aunque hubieras querido no habrías podido escribir un guión mejor), esa clase de conversación donde enseguida ves que vuestras respectivas sensibilidad e inteligencia encajan de maravilla, y cuando pasáis a la broma, todo es fluido y gracioso, nunca se aparta de la cuestión de fondo. Y Hope no tarda en tocarte la muñeca cuando se ríe, inclinándose hacia ti cuando la gente la empuja al pasar. Y luego, al cabo de un rato, compruebas que tus amigos se han marchado y la amiga de ella también, y no sabes a qué atenerte cuando oyes que tocan los últimos timbrazos señalando el cierre del local, porque, por un lado, ¿cuándo fue la última vez que estuviste hasta tan tarde en un bar?, pero, por otro, ¿qué demonios haces ahora? Ya has decidido que esta noche no irá de sexo (como si eso dependiera de ti), y no porque tú no lo desees, por supuesto que sí, sino porque no quieres echarlo a perder con una cosa rápida y mal hecha. Pero, por otra parte, no quieres que la noche termine pese a que ya lo ha hecho. Por eso te ofreces a acompañarla a pie a su casa y ella accede, y la cosa funciona porque fuera hace mucho frío y ella, más que colgarse de tu brazo, se abraza a él y el viento agita su cabello y lo lanza contra tu cara, y eso hace que te salte más de una lágrima, y la sensación es de intimidad, en mucha mayor medida que si os hubierais acostado sin más. El edificio donde vive es de esos muy elegantes que hay en la Quinta Avenida, y cuando ya te despides de ella, con la voz ronca de tantas horas de forzar la voz en el bar, ella tira de ti, saluda a los porteros («Hola, Nick. Hola, Santos») y os metéis en el ascensor. Y antes de que te decidas a darle un beso de despedida, ella se adelanta y lo hace, un beso ávido y profundo, acorralándote contra la pared del ascensor, todo su cuerpo pegadito al - 79 -

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tuyo, y de pronto desearías no llevar tanta ropa. Esto dura nada menos que quince plantas y luego un poquito más, pues ella no para de besarte cuando la puerta del ascensor se abre en su piso. Entonces se aparta, deliciosamente desgreñada y sin aliento, y dice: «Ha sido muy bonito.» Saca de su bolso una pluma de plata marca Cross y escribe su nombre y su teléfono en tu mano, y añade «continuará...». Luego se pone seria y dice: —Oye, Zack, no me van los trucos y no me gustan los comediantes. Si te caigo bien, me llamas tú, ¿vale? No hay período de espera que valga. Si no tengo noticias tuyas mañana, deduciré que no te intereso. —Hace tres horas que he superado la fase del interés —le dices. Ella sonríe y te da un beso en la nariz. —Entonces hablamos mañana. Y da media vuelta y la puerta del ascensor se cierra, y dejas doblar las rodillas paladeando el dolorcillo de la erección que te aprieta en los calzoncillos y rezas una breve oración de gracias mientras desciendes poco a poco a la tierra. Empezamos a salir a partir de entonces, de forma intensa y exclusiva, y yo esperaba que la burbuja reventaría tarde o temprano, que Hope me miraría detenidamente y se daría cuenta de que había algún error, que me había tomado por alguien que yo no era. Pero su sonrisa siempre parecía del todo sincera, me reía los chistes y devolvía mis besos con ardor, y cuando paseábamos siempre me buscaba la mano mientras yo me demoraba pensando en lo que supondría tomar la suya. Así fue, más o menos, la cosa: Hope llevando siempre la delantera mientras yo me reprimía por miedo a dar un paso en falso, aterrado de llamar la atención sobre mí, no fuera que ella se lo pensara mejor. Pero eso no llegó a suceder, y al cabo de tres semanas, al subir a un taxi saliendo del cine un viernes por la noche, ella me interrumpió cuando me disponía a dar su dirección al taxista, y dio la de mi piso, sonriendo de cara a la ventanilla mientras yo temblaba en silencio a su lado. Cuando llegamos a casa, la desnudé como quien desenvuelve un regalo y nos tendimos en la cama, y en algún momento de aquel emocionante fin de semana de poco dormir, dejé de preocuparme y acepté sin más el hecho de que Hope fuese mía, de que todo podía ser así de fácil, y el modo en que ella me devoró no me dejó la menor duda de que yo también le pertenecía. —Ven a conocer a mis padres —me dijo, pasados unos meses. Vivían también en el Upper East Side, a unas manzanas del piso de ella. Cuando llegué, el portero de uniforme dijo que me esperaban. —¿Qué piso es? —dije. —El quince. —¿Qué puerta? Me sonrió y señaló el ascensor: —Sólo el quince. El ascensor se abrió a un vestíbulo particular con una sola puerta, y allí estaba Hope esperando, radiante en su jersey blanco y su pantalón negro ceñido y botas negras. Me condujo a una impresionante antesala con suelo de mármol y un enorme tragaluz en forma de diamante abierto - 80 -

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en el techo alto. Había puertas a ambos lados, y al fondo de la sala una imponente escalera que subía a la segunda planta. Había oído hablar de apartamentos como aquél, los había visto en cine, pero nunca creí que dentro viviera gente de carne y hueso. —Bonita casa —dije. —No dejes que te asuste —repuso ella con tono de disculpa. Negué con la cabeza. —Es una preciosidad. Jack Seacord, el padre de Hope, había heredado la empresa de suministros médicos de su padre para convertirla en una multinacional con negocios en todo el mundo, de la cual seguía siendo el socio mayoritario y su consejero delegado. Era un hombre corpulento y atlético de cincuenta y tantos años, frente y barbilla prominentes que delimitaban sus facciones menudas pero regias. Tenía una sonrisa artificial, de político, y sus modales eran vigorosos y eficientes, como comprobé cuando me estrechó la mano y me miró de arriba abajo. Las únicas muestras de afecto las reservaba para su hija, y a mí me parecieron un tanto anormales, pues le plantó un beso en la boca mientras su mano descansaba en el trasero de ella, acariciándola distraídamente con los dedos. La madre de Hope, Vivian, era una mujer de bandera. Morena, de huesos grandes, tenía un cutis de porcelana tratado con Botox, llevaba un corte de pelo moderno y su expresión era lánguida y felina, una gata en enfurruñado reposo. Ahora pertenecía a la junta de varios museos y fundaciones filantrópicas, y tenía ese aire pragmático que suele resultar muy artificial tratándose de mujeres obscenamente ricas, pero que en su caso parecía genuino. Él ni se inmutó. Ella me encontró gracioso, y así me lo dijo repetidas veces, subrayando sus palabras con sonoras carcajadas. Ninguno de los dos pensaba que yo fuera lo bastante bueno para su hija, pero, como es lógico, eran demasiado corteses para decirlo. Quedó claro en el modo como Jack asentía muy serio mientras yo explicaba mi trabajo en la Spandler Corporation; su aparente falta de condescendencia no era sino una forma muy estilizada de la misma. «Conozco la empresa —dijo—. Pequeña pero importante.» A Vivian le pareció que tenía los pies en el suelo, cosa que estaba bien para pasar el rato, pero que en ningún modo me convertía en una pareja adecuada para Hope. Claire, la única hermana de Hope, mayor que ella, vivía en Los Ángeles y era lesbiana militante, cosa que Vivian no dejó de mencionar con forzado orgullo a la menor oportunidad, pronunciando la palabra «lesbiana» con un floreo bien ensayado. La partida de Claire había convertido a Hope en la única integrante de la dinastía Seacord que podía llevar el peso de los sueños paternos de sucesión, y ése era un listón muy alto para las posibilidades de un intermediario como yo. Así pues, la cena fue amistosa, incluso cálida, pero hubo un generalizado encogimiento de hombros al estilo de quien no se ha dejado impresionar. Después de la cena, Hope y yo nos aposentamos en el sofá de uno de los varios estudios recargadamente decorados que había en el laberíntico apartamento. —Bueno —dijo, acurrucándose a mi lado—. ¿Qué opinas? - 81 -

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—Me han parecido estupendos. —Vamos, Zack —dijo, propinándome un puñetazo en broma—. Se han portado fatal. Pero son de buena pasta. —Yo no he dicho eso. —Oye, Zack, que no soy ciega. —Me refería a lo de la buena pasta. A mí no me lo ha parecido. Se rió y me dio un beso. —Tu padre parecía decepcionado. —Sólo trata de protegerme. Y yo pensé: «Eso es porque no quiere perderte.» —Sí —dije—. Ya lo he notado. —Por suerte para ti, no tienen opción a voto. —¿Ah, no? —No. —¿No te van a desheredar o algo así? Hope rió. —La cosa no va por ahí. Además, como soy la hija buena, se puede decir que tengo el mundo a mis pies. Disfruto de cierta libertad de movimientos. —Y supongo que eso va en mi favor. —Me tienes a mí en tu favor. Me besó, yo la besé, y al momento estábamos toqueteándonos en el sofá como dos adolescentes. —Vamos a mi cuarto —susurró. —¿Lo dices en serio? Tus padres están en el salón. —Ya lo sé —dijo, con una mano en mi paquete y la lengua en mi oreja —. Venga, vamos.

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Capítulo 16 Llego tambaleándome a casa alrededor de las siete y me encuentro a Jed espatarrado como siempre en el sofá, metiéndose chocolatinas en la boca mientras mira Entertainment Tonight. Vivir con Jed es como tener una mascota. Llegues a la hora que llegues, siempre está allí para recibirte. —Hola, tío —dice con la boca llena. Al ver la pinta que traigo, añade —: ¿Qué te ha pasado? —Acaban de meterme un tubo por la polla —digo, derrumbándome a su lado. —Una cistoscopia —dice, como si supiera de qué se trata. —¿Te han hecho alguna? —Qué va, pero lo vi una vez en Learning Channel. —Jed se ha vuelto muy polifacético desde que le dio por mirar todo el día la tele—. ¿Y por qué te la han hecho? —Tenía sangre en la orina. —Hematuria —dice, asintiendo con la cabeza. —Impresionante —digo. —Si sale ahí —dice señalando el televisor, y luego se señala la cabeza —, lo tengo aquí. —Oye, ¿crees que podrías hacer el sacrificio de ir a buscarme un Tylenol? —No es necesario —dice, hurgando en un recoveco del sofá. Su mano emerge momentos después con un frasco de Aleve—. A veces me da jaqueca de tanto mirar —dice en respuesta a mi incrédula mirada. Trago tres comprimidos con un resto de lata de Coca-Cola, de las muchas que hay sobre la mesita baja. —Bien, ¿cuál es el veredicto? —pregunta. —Han encontrado una mancha. Jed, cuesta creerlo, aparta un momento la vista del televisor. —Joder —dice, preocupado. —Seguramente no es nada. —Seguramente —dice—. ¿Te han hecho una biopsia? —Sí. —¿Y cuándo saldrás de dudas? —El viernes. —¿Hoy qué es? —pregunta. —Martes. —Mala cosa, tío. —Ya. Nos quedamos en silencio viendo cómo Mary Hart habla febrilmente del último embarazo de una famosa. Estoy pensando que Mary debería reducir su dosis de cafeína antes de grabar el programa. Cada vez parece

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más una parodia de sí misma. —Oh, por cierto —dice Jed pasados unos minutos—. Está aquí tu viejo. —¿Qué? —En tu habitación. —¿Y qué demonios hace aquí? Jed se encoge de hombros. —Estaba cansado. Ha dicho que quería tumbarse un rato. —¿Y le has dejado subir a mi cuarto? —¿Qué puede hacer, robarte? Me levanto del sofá. —No puedo creer que lo hayas dejado subir. —Pues así es, Zack —dice, enfadándose—. He tenido los cojones de dejar que un viejo descanse un rato en el cuarto de su hijo. —No me vengas con ésas, Jed. Tú no lo conoces. No sabes lo que nos hizo. Jed asiente con la cabeza. —Tienes razón. Perdona. No he querido herirte. —Me mira—. Yo casi no me acuerdo de mi padre, ¿sabes? Murió cuando yo tenía siete años. Pero la verdad es que echo de menos tener padre. Cuando mi empresa empezó a triunfar, siempre echaba de menos un padre que se sintiera orgulloso de mí. Todo me parecía, no sé, un poco vacío. Y tras la muerte de Rael, pues... —Sí, ya sé. —A ver si me entiendes —dice, mirando de nuevo el televisor—. No voy a estar mirando la tele toda la vida. Pero a veces pienso que ojalá tuviera un padre, ¿sabes?, alguien que viera lo que estoy haciendo, que me dijera que moviese el culo del sofá. Que me enderezara, supongo. —Pues mi padre no es de los que pueden enderezar a nadie —digo. —Es un desastre, ¿no? —Se encoge de hombros—. ¿Y nosotros qué? El caso es que él todavía está ahí y tú también, y como los dos sabemos, ésa es una ecuación que puede cambiar de la noche a la mañana. —Jed —le digo. —Qué. —Es la primera conversación con sentido que tenemos en un año. —¿Lo ves?, tu padre ya está ejerciendo un efecto positivo. —Sonríe, pero sus ojos vuelven al televisor, y la oportunidad se pierde. Mi habitación es un paraíso de olor a aftershave y flatulencias, combinación nociva donde las haya y que, de hecho, me deja tieso durante un minuto entero. Mi padre está sentado a mi mesa, sin zapatos, el cinturón desabrochado y la barriga pegada a la mesa como un zepelín. Está inclinado sobre un dietario con los bordes deshilachados, garabateando copiosamente y tarareando desafinado por lo bajo. Le observo unos instantes —todavía no ha reparado en mi presencia— tratando de percibir alguna verdad en su postura, tratando de relacionar a este hombre hinchado con la versión que quedó grabada en mi cabeza cuando yo tenía doce años, tratando de justificar el anhelo y la tristeza inmensos que siempre he sentido respecto a mi padre. —¡Zack! —exclama, cerrando el dietario y girando en la silla—. Hola, - 84 -

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hijo. —Santo Dios —digo, yendo a abrir la ventana—. ¿Cómo soportas este olor? Me sonríe. —Es un desafortunado efecto secundario de mi adicción al frappucino. —¿Qué haces aquí, Norm? —Oh —dice—, espero que no te importe. He aprovechado para hacer un poco de trabajo mientras llegabas. —Tú ni siquiera sabías que iba a venir. Mi padre amaga una sonrisa a la vez triste y retadora. —Después de tantos años, ¿crees que pueden importarme unas cuantas horas más? No quiero sentarme porque eso no hará sino ratificar su presencia en mi cuarto, pero parece que lo único que calma los ardores de mi entrepierna es estar sentado, de modo que lo hago, en la cama. —Bueno, ¿qué pasa? —digo. Norm se levanta, se arregla los pantalones y empieza a remeterse su camisa a cuadros. —Vamos a cenar algo. Invito yo. —No, gracias —digo—. Sólo tengo ganas de acostarme. —Vamos, Zack, que no hay para tanto. Sólo es ir a cenar. —Sí —digo, cabreado, y uno no pensaría que la voz le sale de la entrepierna pero, al levantarla, siento allá abajo una descarga de dolor—. Sí hay para tanto. Hay para esto y para muchísimo más. Porque resulta que nosotros nunca lo hacemos, eso de ir a cenar. No somos esa clase de padre e hijo, ni lo hemos sido nunca. Y tú no puedes materializarte así como así, presentarte en la actuación de Matt, o aquí en mi cuarto, como si ésa fuera tu jodida especialidad, como si estos últimos quince años no te hubieras largado por ahí, como si antes de hoy te hubiéramos importado algo... Y dicho esto, no puedo seguir hablando, porque maldita sea si la voz no se me quiebra y ya me veo soltando lágrimas, y eso sí que no puedo permitírmelo delante de él, porque seguro que saldrá a celebrarlo a la calle saltando y brincando, impresionado consigo mismo, pensando que tenía razón en volver y que sabía cómo tocarme la fibra. He tenido un día de perros, estoy de los nervios por muchas y muy diversas razones, y lo último que quiero es ratificar involuntariamente esta idea absurda que él siempre ha suscrito: que con unos cuantos gestos grandilocuentes se puede lograr lo que llevaría años construir y reconstruir. —Tienes razón —dice, incómodo delante de la cama mientras se alisa los anoréxicos cabellos que le quedan—. Sí hay para tanto. No pretendía minimizar tus sentimientos. Te pido disculpas. —Olvídalo —digo, desconcertado ante mi reacción y molesto con su tono. —Zack, siempre me he jactado de mi habilidad para interpretar a la gente, y te voy a decir lo que interpreto en ti. —Ahórratelo, por favor. —Obviamente, tu hostilidad hacia mí es considerable. —Caramba. Sigue así y te sacarán en la tele. —He dicho que era obvio, pero hay más —dice—. No es la primera - 85 -

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vez que alguien me rechaza... —Vaya, no me digas. —... Así que conozco bastante bien lo que se siente. Pero yo diría que lo que estoy recibiendo de ti es muy disperso y poco concreto. Parece como si estuvieras demasiado distraído para odiarme como Dios manda, por así decir. Fíjate en Matt —dice admirativamente—: ese chico sí que sabe odiar. —¿Criticas mi manera de rechazarte? —No, sólo la estoy analizando. Y lo que veo es que, aunque tienes cosas contra mí, cosa que no discutiré, no es eso lo que domina tus pensamientos. Anoche, en la actuación de Matt, estabas borracho, pero la tuya no era una borrachera divertida sino desesperada. No sé si me entiendes. Me pareciste un hombre con demasiados problemas en la cabeza. —Me sonríe—. De chico ya eras así. Cuando había tormenta, siempre pedías una linterna. Tenías cinco años y te preocupaba que cortaran la luz. ¿Te acuerdas? —No —miento. —Bueno, da igual. Yo creo que, ahora mismo, en la lista de cosas que te preocupan yo no soy la principal. No sé si es el trabajo, tu boda o qué, pero una cosa es segura: no soy yo. —No te subestimes. Sigues en los primeros puestos. Norm suelta un suspiro de cansancio, coge su libreta y cuadra algunas de las hojas semirrotas que asoman por los lados. —Oye, ¿qué es eso? —le pregunto. —Estoy escribiendo mis memorias —dice sin el menor asomo de timidez, y algo en su manera de expresarlo me hace reír a carcajadas—. ¿Qué? —dice, a la defensiva. —Tus memorias —repito, incapaz de aguantarme la risa. —Exacto —dice—. Y te hago saber que ya las he enseñado a un par de amistades del mundo editorial, y están muy interesados. —No me extraña. —Sonrío aún, y veo que eso lo mortifica. —Bueno —dice, enojado—, ¿vamos a comer algo o qué? Y quizás es la locura de las últimas doce horas, quizás es mi angustia acerca de mi condición de mortal, quizás estoy asustado y quiero un padre, sea cual sea, o quizás es la primera vez que recuerdo haberme reído en las últimas semanas, pero el caso es que de repente todas mis resistencias se agotan. —Vale —digo—. Vamos a comer algo. —¡Aleluya! —exclama Norm.

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Capítulo 17 Cenamos en Arnie's Deli, un pequeño restaurante de Broadway con un deliberado aire de cafetería. —¿Cómo va la vida, chicos? —dice la camarera, entregándonos la carta. Es alta y delgada y lleva el pelo, rubio platino artificial, remetido por el agujero posterior de su gorra de béisbol. Norm se la come con los ojos mientras sonríe. —Yo muy bien, Penny —dice, leyendo su nombre en la pechera de la blusa—. Gracias por preguntar. ¿Y tú qué tal? —Bien —responde ella con mucho menos entusiasmo. —Esta noche estás muy guapa —prosigue Norm. —Gracias. ¿Qué va a ser? —¿Qué hay de bueno? —No lo sé. ¿Qué le apetece? —Normalmente prefiero conocer mejor a una mujer antes de responder a eso, pero ya que lo preguntas... —Se ríe como un bobo de su pequeño chiste, dándome un codazo para que me solidarice y sonriendo a los otros parroquianos, inadvertidos beneficiarios de su ingenio. —Norm —digo en voz baja. —Perdón —dice, sin quitarle los ojos a la camarera—. A mi hijo no le gusta ver coquetear al carroza de su padre. —Pues se le da muy bien —dice Penny. Ajeno a su sarcasmo, Norm lanza una risotada, como si la chica estuviera de broma. —Que yo sepa, nadie se ha muerto porque alaben su belleza. —Yo estoy agonizando —digo, y Norm va y se carcajea otra vez. Miro de reojo a Penny y quisiera explicárselo todo, que no veo a mi padre desde hace muchos años, que me ha obligado a venir aquí, que lamento mucho tantas molestias. —Denos unos minutos para decidir —digo. —Bien, pues ahora vuelvo —dice Penny con una sonrisa, y da media vuelta. —No te pierdo de vista —dice mi padre, adelantando el cuerpo sobre la mesa. —Compórtese, Norm —dice ella, y le dedica una mirada traviesa. —Ya lo hago —replica él, sonriendo al tendido como si fuera su público e interpretando la indiferencia general como un síntoma de aprobación. Luego mira una vez más el trasero de Penny y vuelve a sentarse bien—. Vaya, con eso seguro que no se pasa frío por la noche — dice arqueando las cejas. —Por el amor de Dios... —digo. —¿Qué? —Bastante jodido es este trabajo como para encima tener que soportar a viejos ligones.

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—No parece que a ella le importe. —Trata de ser educada porque éste es su lugar de trabajo, y si te mandara a tomar por culo podría perder una propina, o el empleo. —Y yo opino que la noche es larga y el trabajo duro, y que un poco de coqueteo sirve para romper la monotonía y para que se sienta a gusto consigo misma. Además, creo que le he gustado. —¿Tú? Pero ¿de qué vas? —digo, inexplicablemente frustrado por sus fantasías—. ¿Me estás diciendo en serio que crees tener alguna oportunidad de salir con esa chica? —¿Y por qué no? —replica Norm, turbado—. ¿Qué tengo yo de malo? —¿Crees que una chica de veinte años como ella se pasa la noche soñando con el sesentón gordo y calvo que entrará un día en el restaurante y la volverá loca de pasión? La herida es instantánea: su mirada pierde brillo, la sonrisa se desvanece, sus mandíbulas se derrumban. De inmediato, lamento lo que acabo de decir. —Perdona, Norm, no he querido decir eso. Verás, yo vivo en este barrio, ¿entiendes? Vengo a comer aquí a menudo, y me ha dado un poco de vergüenza. —Siento que te avergüences de mí. Soy una persona extrovertida, es mi manera de ser. Cuando veo una chica guapa siento el impulso de decirle que lo es. De vez en cuando tengo suerte, y la cosa va a más. Si no, bueno, sólo le he lanzado un piropo, le he alegrado un poquito el día. En cualquier caso, no voy a pedir disculpas por eso. —Nadie te pide que lo hagas —replico al ver que la camarera se acerca; lo mejor es cambiar de conversación. —¿Se han decidido ya? —dice la camarera. —¿Está bien la sopa minestrone? —pregunta Norm. —Desde luego. —Para mí, sopa y sándwich de queso. Yo pido una ensalada y sándwich de queso. —Siempre hemos tenido los mismos gustos en cuanto a comida —le dice Norm a Penny con orgullo. —Bueno —digo, una vez que ella se ha ido—. ¿De qué querías hablar? —Todavía me duele haberlo tratado mal hace un momento, me persigue la profunda tristeza que ha acompañado a la desaparición de su sonrisa. Comprendo que, al margen de que él crea realmente o no en la posibilidad de ligarse a una chica joven, o de que se trate de una postura que ha adoptado como mecanismo de supervivencia, su conducta es sintomática de una soledad profundamente arraigada que permea hasta el último de sus impulsos. —De ti, en general —dice—. ¿Cómo te va en la Spandler Corporation? —¿Cómo has sabido dónde trabajo? —He husmeado en tu mesa mientras te esperaba. —Vaya por Dios —me enfado—. Menudo elemento estás hecho. —Parece una empresa muy importante. ¿En qué consiste tu trabajo? —No tengo ganas de hablar de trabajo. —Pues háblame de Hope. —Tampoco tengo ganas de hablar de ella. —¿Todavía piensas en escribir guiones? - 88 -

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—Bah, nunca lo pensé en serio. Asiente con gesto desanimado. Luego dice: —Mira, Zack, los dos grandes amores de un hombre deberían ser su mujer y su trabajo. Parece que no quieres hablar de una cosa ni de la otra. Bien, si yo fuera hijo de un inútil de padre que se presenta de improviso en mi casa, querría hacerle ver lo bien que me ha ido sin él; me encantaría mostrarle que he triunfado en la vida, que estoy muy contento de mi trabajo y que estoy enamorado de una gran mujer. Sería lo más natural del mundo, sentir ese impulso. Pero, ya ves, no consigo que me cuentes nada de ninguna de las dos cosas. ¿Cuál dirías que es la razón? —No te he importado una mierda en todos estos años —digo, en voz más alta de lo que pretendía, y reparo en que los otros comensales hacen una pausa para mirar hacia nuestra mesa—. ¿No te parece un poco presuntuoso presentarte en casa y creer que voy a compartir contigo mi vida personal? Tú no formas parte de ella, no pintas nada en mi vida, eso es todo. ¿Los dos grandes amores son la mujer y el trabajo? Cojonudo, Norm. Tú engañaste a tu mujer más veces de las que recuerdas, y, a menos que las cosas hayan cambiado mucho en los últimos años, en toda tu vida no has durado en un empleo más de un par de años. Y ya que estamos en eso, quizás uno de tus grandes amores deberían haber sido tus hijos, ¿no crees? Te habría resultado mucho más difícil perdernos, pero ya veo que eso no te ha costado mucho. Me mira a los ojos aguantando mi diatriba pero colorado por el esfuerzo. Después asiente, arrugando el entrecejo. —Todo lo que dices es verdad —admite—. No voy a negar nada. No es ningún secreto que mi vida ha sido un desastre, pero que todo eso sea cierto no cambia mi percepción de que estás pasando por un mal momento, y que no todo te va bien. Me preocupas, Zack. —Eso es puro egoísmo —le digo, gritando casi—. Te preocupo porque quieres estar preocupado, porque quieres sentirte como el padre que nunca fuiste. —Y que sin embargo soy. —Ya, pues no hace falta. Créeme, estoy bien. Muy bien, gracias. Bebe un poco de agua y esboza una sonrisa seca. —Parece que sí —dice. Antes de que yo pueda reaccionar, llega la camarera y sirve la sopa y la ensalada con la actitud de quien saca un poco la cabeza de su escondite, dispuesto a ocultarse rápidamente otra vez. —Bueno —dice, nerviosa—. Vamos a calmarnos todos un poquito. La familia es la familia, ¿no? —Penny —le dice Norm—. Te pido disculpas si algo de lo que he dicho antes ha podido ofenderte. Desde luego no era mi intención. —No diga tonterías, Norm —dice, frotándole un hombro—. Es usted un encanto. Comemos en un incómodo silencio sólo enturbiado por los chupeteos de Norm engullendo agresivamente la sopa. Al cabo de un rato, levanta la vista entre cucharada y cucharada y dice: —¿Cómo está Pete? —Estupendamente. —Siempre le envío una felicitación por su cumpleaños. - 89 -

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—Ya, eso lo cambia todo, ¿verdad? —replico. Deja el cubierto y me mira. Tiene la frente perlada de sudor, no sé si de la sopa o de la tensión que comporta conversar con este cabrón de hijo primogénito. —Esto no va bien —empieza. —No jodas —digo. Se seca la calva sudorosa con una servilleta y se limpia luego los labios. Me pregunto si notará su propio sudor. —Mira, Zack, no descarto que podamos hablar de manera civilizada durante lo que se tarda en comer un emparedado de queso, de algo que no te haga enfadar. Hasta ahora he empezado yo. ¿Por qué no haces tú un intento? Le observo rebañar el plato de sopa con movimientos circulares de un panecillo a la cebolla y darle luego un mordisco. Odio que mi padre tenga razón, que después de tantos años se haya presentado de repente y me cante las cuarenta. ¿Cómo alguien tan obtuso puede calarme de esa manera? No es más que mera coincidencia, mis dramas personales han coincidido con su manera de engañarse respecto a que aún puede reclamar su derecho a ser un buen padre. No quiero ponérselo fácil, no quiero admitir que sus palos de ciego han dado en el maldito blanco. Tiene migas en la camisa y un par de manchas de sopa un poco más arriba de la panza. Los escasos mechones de pelo color de polvo se le han alborotado de inclinarse sobre la sopa, y cuando agarra otro panecillo me doy cuenta de que lleva las uñas melladas y mordidas. Igual que yo. —Es posible que tenga cáncer —digo. No sé cómo, a vueltas con la posibilidad de la muerte, termino hablando de mi vida, y, al cabo de unos cuarenta minutos se lo he contado prácticamente todo: el trabajo, Hope, Tamara. Ahí están mis temores y mis secretos, expresados en voz alta, expuestos ante la persona a quien menos podía pensar que acabaría confiando mis conflictos personales. Lo único que me guardo es la abortada infidelidad de anoche en la actuación de WENUS. Si Norm quiere hacerse el padre conmigo mientras comemos un bocadillo, vale, pero no permitiré que tengamos eso en común. Me escucha con atención, la frente arrugada, interviniendo sólo para darme algún predecible consejo sobre mi situación laboral. Cuando termino, pedimos café y nos quedamos un rato en silencio. —Probablemente no es nada —dice al cabo. —Probablemente. —Oye, Zack. —Deja su taza sobre la mesa con un aire de conclusión —. Ya sé que soy la última persona de la que querrías oír un consejo... —Me temo que no dejarás que un detalle tan nimio te impida dármelo. —He de ser fiel a mí mismo. —Sonríe. Por primera vez, me fijo en que tiene la misma sonrisa que Matt, y quizá la mía, ya que estamos—. Te confesaré algo que normalmente no suelo reconocer, ni siquiera para mis adentros. Dejar que mi matrimonio con tu madre se fuera al cuerno fue el error más grande de cuantos he cometido en mi vida. Tengo sesenta años cumplidos, que son muchos, y una carretada de errores acumulados, pero - 90 -

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todo se remonta a ese enorme error en concreto. A partir de ahí mi vida tomó el rumbo que tomó y todo lo malo que me ha sucedido después ha sido consecuencia de ese error. Sé que piensas que estás en una mala situación, pero yo me cambiaría por ti ahora mismo, porque todavía estás en el «antes». Has de tomar decisiones, pero todavía no las has tomado. Tienes una oportunidad (justo la que yo desprecié) de hacer todo lo posible por mirar en tu interior, me refiero a mirar de verdad en tu corazón y tomar la decisión correcta. Deberías aprovechar lo que tienes ahora, tómalo como una bendición. Yo he estado en mi «después» durante veinte años, y te aseguro que no ha sido un paseo. Muchas veces me acuerdo de cuando aún estaba casado, y ojalá hubiera aparecido alguien como yo y me hubiera hecho ver que aún estaba en el «antes». Quizá me habría esforzado más en comprenderme a mí mismo y en averiguar lo que realmente sentía por dentro. Se retrepa, un tanto jadeante después de su discurso. —Norm —digo. —Sí. —Lo tendré en cuenta. Gracias. —De nada —dice, contento ahora. Antes de marcharnos, va personalmente a darle la propina a Penny. Toma su mano en las de él, le susurra algo, y luego, aunque parezca increíble, se inclina hacia ella y le da un beso rápido en la mejilla, mirando significativamente hacia mí. En ese momento puedo verle a través de los ojos de la camarera, ver su agradable sonrisa, su expresión afable, y me doy cuenta de que le he menospreciado. —¡No lo olvides! —le grita a Penny cuando vamos hacia la puerta—. ¡Los gordos siempre perseveran! —Se palmea la tripa y su carcajada hace que las ventanas traqueteen. Salimos a Broadway en silencio, hace una noche ventosa. Los días son más cortos desde hace semanas pero la brusca caída de la noche me sigue inquietando. Me gustaría que todo fuera más despacio. En un Hummer trucado, unos chavales cabecean al ritmo de un rap que suena a todo volumen por sus altavoces, y Norm se pone a bailar allí mismo, dando palmas. Está acalorado de andar y el viento le revuelve todo el rato los cabellos, que ahora asoman desaliñadamente tras sus orejas. Camina por la acera como un derviche, comiéndose con los ojos a las mujeres y saludando a extraños y conserjes de edificios como si los conociera de toda la vida. De pequeño, a mí me parecía que era así, y ahora me pregunto si mi padre fue el personaje popular que yo recuerdo, o si ya entonces era un pobre tipo despistado como ahora y yo, sencillamente, no estaba en condiciones de darme cuenta. Sigo bajo los efectos de nuestra charla. Sincerarme de esta manera no entraba en mis cálculos, y la cosa me ha dejado un tanto decepcionado. Siempre soñé con que mi padre volvería, deshecho y arrepentido, y me encontraría en la cresta de la ola, triunfando en todo aquello donde él había fracasado. Sería rico gracias a mis varias empresas, estaría felizmente casado con una mujer hermosa, tal vez incluso sería padre yo también. A pesar de mi rencor, me mostraría indulgente, le pasaría un cheque cuantioso para sacarlo de apuros y saborear la expresión de su cara cuando leyera la cantidad. Y ahora ha llegado por fin, como si dijéramos en el momento justo, y lo único que he - 91 -

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hecho es explicarle que soy una calamidad. No sé cómo me ha convencido de que hablara, pero da igual, el sueño se ha roto. Y ahora, mientras lo observo con mi visión periférica pavonearse por la acera como si encabezara una banda militar, sin duda entusiasmado por haber roto mis defensas, noto que la malquerencia de siempre vuelve a hacer mella en mí, llenándome como de mercurio, y si me mira ahora, si se atreve siquiera a encender esa sonrisa de mentecato en las sombras de mi cueva, juro que lo estrangularé con muchísimo gusto. Y les diré una cosa: esa erección que exhibe perennemente no me está ayudando en absoluto.

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Capítulo 18 Por la mañana. El doctor Sanderson me advirtió de que podía sentir molestias al orinar en los días posteriores a la prueba. Resulta que el buen hombre se quedó corto. Un dolor atroz me traspasa, como si estuviera meando plomo fundido, y suelto un grito agónico mientras me doblo de dolor, salpicando el suelo y mis propias piernas. La poca orina que he conseguido dirigir hacia el váter está teñida de sangre. Me tambaleo hasta la ducha y termino allí, gruñendo por lo bajo mientras vacío la vejiga. Las últimas gotas atraviesan el conducto como astillas de cristal y luego, ¡milagro!, el dolor desaparece. Si tuviera que hacer un pronóstico, diría que hoy no va a ser un buen día. Lo que pasa es esto. Llegas a la oficina y lo encuentras todo diferente. Nada lo es, por supuesto, pero el lugar te parece extraño, como si lo hubieran sustituido por una réplica perfecta de sí mismo. Saludas a tus compañeros igual que siempre, avanzas por el laberinto de tabiques hasta el santuario de tu puesto de trabajo y te dejas caer en tu gastada, raída y ergonómicamente correcta butaca, réplica barata de un popular diseño alemán, mirándolo todo con expresión pasmada. Luego está tu workstation en forma de L, tu monitor y tu teclado, una estructura metálica que contiene carpetas en bandejas superpuestas, un teléfono Toshiba y una foto de Hope en el marco de Crate & Barrel que ella te proporcionó porque de ninguna manera iba a dejar que la clavases a la pared de tu cubículo, para perderse entre presentaciones de diseño asistido por ordenador del departamento de ingeniería. Eso es todo, el nicho que has conseguido hacerte después de casi una década en el tajo. La luz del buzón de voz parpadea insultantemente; tu ordenador emite un campaneo cada vez que llega un nuevo e-mail con una inquietante frecuencia rayana en el ritmo. Éste es el empleo que se supone mencionarás en entrevistas con Entertainment Weekly como la monótona y fatigosa actividad a que te dedicaste antes de hacer realidad tu sueño de ser guionista. Aparte de eso, ¿para qué otra cosa puede servirte? El ruido amortiguado de los correteos de mis colegas de trabajo se convierte en un sonido uniforme y me quedo con la mirada ausente, en un estado de animación suspendida, esperando que algo, una intervención cósmica, me empuje en una dirección u otra. Mi mirada se posa en la foto de Rael, Jed y yo vestidos de etiqueta en la boda de Rael y Tamara: Rael en el medio, radiante de felicidad y sólo un poco borracho; Jed a un lado, tan apuesto como siempre, un joven James Bond; y yo al otro lado, distinguible de los demás únicamente por la flor ajada que llevo prendida de la solapa. Oye, Rael. ¿Y qué coño hago ahora?

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Entre mis temores al cáncer y mis miras puestas en hacer carrera en lo que sea, me siento incapaz de concentrarme en nada. Una enorme y nerviosa energía agita mis piernas y me hace tamborilear con los dedos en la melamina de la mesa. No quiero terminar como Clay, acabar loco por culpa de una carrera nebulosa en un campo inexistente Yo quiero hacer algo que me guste. Me quedo ahí sentado, inquieto, mirando a la nada mientras algo indefinido se cuece siniestramente dentro de mí. Se diría que el cerebro no me cabe en la cabeza, que mis vísceras pugnan por salir de mi cuerpo. Los tabiques tapizados de mi cubículo empiezan a darme claustrofobia, y sé que tengo que salir de aquí cuanto antes. Tamara me llama al móvil: —Mi alarma Zack acaba de dispararse. —Caramba, qué oportuna. —¿Ocurre algo? —Se me están aflojando los tornillos —digo. —Estoy abajo. —Gracias a Dios.

Tamara está en el vestíbulo, va vestida con vaqueros, chaqueta de punto con cinturón y botas que la hacen ser cinco o seis centímetros más alta. Casi me zambullo en su abrazo. Últimamente he notado un cambio cualitativo en nuestros abrazos. Si antes era una cosa rápida, ahora nos demoramos unos segundos y existe más contacto corporal. Y luego está su manera de apoyar la mejilla en la mía, y cómo me pasa el brazo por los hombros de manera que sus dedos toquen mi cuello, lo cual es un tanto revelador y, qué sé yo, un poco atrevido también. Estos abrazos han pasado a ser otra cosa, una expresión no verbal de un sentimiento tácito de... ¿de qué? No lo sé, pero que Tamara me abrace así me aterra y me emociona a la vez, y, aunque no lo hemos hablado ni una sola vez, se ha convertido en parte integrante de nuestro ritual común. Estos abrazos no son fortuitos; no son ni un saludo ni una despedida, sino un fin en sí mismos. —Bueno, ¿qué te han dicho? —me pregunta. —Todavía no está claro —digo—. Podría ser que hubieran encontrado algo. Noto como si algo se estremeciera alegremente dentro de mí al ver cómo su rostro se entristece. —¿Qué? —dice en voz queda. Le hablo de la mancha y de la biopsia, sin entrar en los detalles truculentos de la prueba. —Seguramente no será nada —dice. —Las estadísticas están a mi favor. —Lo dices como si fuera una mala noticia. La miro. —Fui al médico para que me dijeran que no era nada. Estadísticamente hablando, eso sería mucho mejor, ¿no te parece? —Te entiendo —dice, y sonríe un poco. Por alguna razón, hoy me he quedado como traspuesto al verla, me recreo en sus rasgos personales en

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vez de en el conjunto de su persona—. ¿Qué pasa? —dice con timidez—. ¿Tengo algo en los dientes? —No. Es sólo que... hoy estás muy guapa. Su rostro se ilumina con una sonrisa de sorpresa. —Eso lo dices porque es verdad —dice. Suena mi móvil. Dejo que salga el buzón de voz. —¿Estás filtrando llamadas? —pregunta, enarcando las cejas. Filtrar llamadas es síntoma de que el intermediario está en orden de batalla. —Es que no tengo el día. Tamara me toma del brazo y me lleva hacia la puerta. —Necesitas una visita a Bloomingdale's —afirma. Rebusca con mano experta entre el laberinto de perchas de la sección de vestidos de noche de los grandes almacenes, seleccionando prendas que me va pasando cuando su brazo ya no soporta más peso, y a todo esto insiste en que las probabilidades están a mi favor. —Puede ser cualquier tontería —dice—. Una piedra en el riñón, un músculo desgarrado, qué sé yo. Aunque se ha despojado casi por entero de su acento de Nueva Jersey, el oído experto capta todavía algunos vestigios en el habla de Tamara: las erres más suaves, las vocales estiradas que denotan una adolescencia de comida rápida, pelo crespado y discos de Bon Jovi. El acento se vuelve más pronunciado cuando habla enérgicamente, ya sea por enfado o, como ahora, por preocupación maternal, y a mí me causa siempre placer oír cómo salen de su boca las sílabas en bruto, es una intimidad verbal que muy pocos pueden gozar. —Ya lo sé —digo. —Procura no sacar conclusiones. Acabarás loco. —No puedo quitarme de la cabeza que pueda ser algo serio. Las cosas me han ido demasiado bien últimamente. Tengo la sensación de que se me viene encima un mal karma. Tamara me mira ceñuda mientras vamos hacia los probadores. —Una manera de ver la vida bastante horrorosa —dice—. ¿Qué sentido tiene tratar de ser feliz si luego te pasas el día pendiente de posibles peligros, esperando el momento de pagar la cuenta? —¿Por qué estamos comprando? —le pregunto desde el otro lado de la puerta del probador, tratando de no pensar en ella medio desnuda allí dentro. —Necesito un vestido para lo tuyo. —¿Lo mío?

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Se abre la puerta y aparece, ajustándose aquí y allá un ceñido vestido de noche negro. —Tu fiesta de compromiso, hombre. Es este sábado. —Ah, claro. —¿Te habías olvidado de tu fiesta? —Sólo por un momento. Me mira sin saber qué pensar, parece que va a decir algo, y al final sonríe con ironía. —Es una chica con suerte, Zack. Vuelve al probador y a los pocos segundos el vestido aparece por encima de la puerta. ¿Qué técnica emplea, me pregunto, que le permite cambiarse tan deprisa? —Entra a subirme la cremallera —dice. ¡Oh Dios! Me meto en el probador y Tamara se vuelve de espaldas a mí, examinándose con ojo crítico en el espejo. Cuando tiro de la cremallera, el vestido se mueve ligeramente permitiéndome un vislumbre del vertiginoso descenso de su espalda camino del trasero, y sin que ella se dé cuenta veo la parte superior de sus nalgas, justo por debajo de la cintura del tanga. Al subir la cremallera a lo largo de la suave extensión de su espalda y las curvas de sus omóplatos, noto que la mano empieza a temblarme. Cuando termino, levanto la vista y me la encuentro mirándome por el espejo con una extraña expresión. Nos quedamos así unos segundos, contemplándonos, y entonces se da la vuelta. —Bien —dice, rompiendo el hechizo con su tono alegre—. ¿Qué opinas? ¿Demasiado putilla? Doy un paso atrás y finjo una pose crítica. —Yo diría que putilla pero sin pasarse. —Pero sin pasarse —repite, encantada—. Es justo lo que buscaba. Son casi las doce cuando Tamara termina sus compras. Salimos de los almacenes y un frío viento otoñal nos golpea las mejillas mientras caminamos hacia el centro en dirección a mi oficina. Las aceras están repletas de gente, profesionales que van o vuelven de sus respectivos almuerzos, decididos y serios, levantando la vista sólo para reivindicar su derecho a cruzar ante la agresividad de los taxis. —Oye —dice, mirándose el reloj—. Tengo que volver a casa. Celia está haciendo de canguro y le he dicho que estaría en casa a las doce. —¿Dónde tienes el coche? —Muy cerca de tu oficina. —Vas a llegar tarde. —Como siempre. Si no, pregúntale a ella. —¿Es que no os lleváis bien? —Tan bien como puede una llevarse con la despótica madre de su difunto marido —dice. —O sea, no. —Eso parece. Celia y Paul están todo el tiempo pendientes de Sophie como si pensaran que no puedo cuidar bien de ella sin estar Rael. Y no sé si son imaginaciones mías o es algo real, pero parece que no se me permite ser feliz delante de ellos. Claro, ¿cómo voy a ser feliz si Rael ha muerto? Ya me entiendes.

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—¿Lo eres? —¿Cómo? —Si eres feliz. Tamara suspira. —A veces. Cuando llegamos al edificio de la Spandler empieza a llover, apenas cuatro gotas, y la Sexta Avenida tiene un aspecto frío y gris. Tamara no lleva chaqueta y se queda tiritando bajo la marquesina, frotándose los brazos para entrar en calor, la bolsa de Bloomingdale's entre las rodillas. Miro inquieto hacia el vestíbulo. —¿En qué estás pensando? —dice. —En que soy incapaz de subir. —Estás preocupado por la biopsia. —Claro. No quiero morirme. Me agarra del brazo. —Zack, tú no te vas a morir. —Ya. De repente, todo me parece que va mal. —¿Qué quieres decir? —No sé. Mi vida, este trabajo, casarme. Es como si nada tuviera sentido. —Hace un momento decías que las cosas te iban muy bien —me recuerda. —Eso es lo que pensaba. Pero ahora nada tiene sentido. Hay muchas cosas que me gustaría hacer y que no hago. Si me muriera, moriría sin haberlas hecho. —¿Y qué solución le ves? —No lo sé —digo—. Creo que necesito salir de aquí unos días, dedicarme a pensar un poco. —¿Vas a quedarte sentado en tu habitación hasta el viernes, esperando los resultados de la prueba? Acabarás loco. —Me estoy volviendo loco ahí arriba —digo—. Si me quedo, acabaré subiéndome por las paredes. Tamara toma mis manos y se sitúa delante de mí. —Zack —dice suavemente—, ¿no será que estás exagerando un poquito? Miro sus grandes ojos oscuros y las suaves líneas de sus labios. Me pregunto por qué hoy la encuentro tan atractiva. —Empiezo a sospechar que he estado haciendo todo lo contrario. Su sonrisa me hace ver que entiende lo que digo. —Todo saldrá bien —dice—. Estoy segura. —Es posible, pero mientras tanto, no quiero estar aquí. —De acuerdo. —La cara le brilla con la llovizna, y ahora está preciosa dando saltitos para seguir en calor. —Tamara —digo, sintiendo una oleada de afecto dentro del pecho—. Eres increíble. Sonríe, da un paso al frente, y ya estamos otra vez con uno de nuestros abrazos marca de la casa. Aspiro el aroma de su champú de almendras y su jabón perfumado. «Verás como todo se arregla», me susurra al oído, y me da un beso en la sien. Y entonces, sin previo aviso,

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me separo un momento y la beso en los labios, un beso con la boca abierta y apenas un breve contacto de lengua; quizá se podría explicar después como algo fortuito, pero mientras la beso mi mano sube hasta su mejilla fresca y húmeda para acariciarla. Sus labios parecen estar hechos para besar, se diría que absorben los míos automáticamente, aunque no podría decir con certeza que ella me devuelve el beso. La lluvia sigue salpicando alrededor, su sonido punteado por el líquido chapoteo de neumáticos en los charcos, y cuando finalmente me separo de ella, tiene los ojos muy abiertos y extrañados y los labios todavía en posición de besar. Nos quedamos mirándonos un largo momento, mis labios impregnados del recuerdo sensitivo de los suyos. Tamara asiente en silencio como si registrara el beso en algún archivo interior, luego exhibe una sonrisa desconcertada y dice: —¿Qué ha sido eso? —No hay cólera en su voz, tampoco sorpresa, para el caso. Su tono es inquisitivo e incluso un tanto divertido. —No tengo ni idea —digo—. Me ha parecido que era lo que tenía que hacer. —Ya. Pues lo has hecho, desde luego —dice. —Perdona... —No. —Me interrumpe con un gesto de la mano—. No te disculpes. Sólo harás que parezca más raro. —De acuerdo. Me abraza de nuevo y me besa ligeramente en la mejilla, como para deshacer el primer beso suyo. —Llámame mañana, ¿vale? —Vale. Sonríe y echa a andar hacia el aparcamiento. La veo alejarse hasta que dobla la esquina y luego me subo el cuello de la chaqueta y voy hacia la boca del metro, sintiéndome extrañamente desarraigado, un espectador de mis propios e inconcebibles actos. Tuerzo por la Séptima Avenida, pugnando por reprimir el poderoso impulso de subir a mi oficina y reclamar la normalidad de mi vida. Todavía puedo sentir, saborear, los labios de Tamara, y eso dibuja una sonrisa loca en mi cara empapada de lluvia. Noto vibrar el móvil e instintivamente lo agarro para mirar la pantalla. Seis mensajes. Sin necesidad de sacármelo del bolsillo de la chaqueta, sé que mi BlackBerry va cargado de e-mails por responder. Desconecto el teléfono mientras suena y lo meto en un bolsillo interior, algo que me parece tan temerario como haber besado a Tamara. A Clay le dio por destrozar el material de oficina y dar patadas a la pared, pero yo pienso que hay otras maneras, más silenciosas, de perder la cabeza.

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Capítulo 19 La boda de Rael y Tamara. Jed, Rael y yo estábamos apoyados en la barra brindando medio ebrios por nuestra amistad, mientras Tamara y sus damas de honor posaban para unas fotos improvisadas en la pista de baile. Jed se fijó en que yo las miraba y dijo: —No, tío. No hagas eso. —Agitó la mano delante de mi cara como para romper el trance. —¿Hacer qué?—dije, sin dejar de mirar a las chicas. Jed dejó su gin-tonic y me miró, masticando un cubito de hielo. —Tengo una regla de oro sobre ligues —dijo. —Bobadas —repuse. —En serio. —Te lo dice el tío que perdió su virginidad con su madrina —se mofó Rael. —Ex madrina —aclaró Jed—. Ya estaba divorciada de mi tío Phil. —Ah, entonces bueno. —Es una buena regla —dijo Jed. —Está bien —dije—. Suéltalo ya. Jed bebió otro sorbo de su combinado. —Pero antes, que quede claro que las reglas para ligar son como las reglas para cuando te atracan a mano armada. El concepto mismo es erróneo, puesto que contradice claramente algo muy simple: tú no controlas la situación. Me recosté ligeramente en la barra y bebí un poco de mi whisky. —Y sin embargo tienes una regla de oro —dije. —Seis palabras —aclaró Jed. Dejó el vaso en la barra, me miró con expresión sombría e hizo una pausa teatral—: No ligues con damas de honor. —Caray —dijo Rael. —Brillante —apostillé yo. —Sí, os podéis reír —dijo Jed meneando la cabeza—. Pero acordaos de este momento, porque algún día lamentaréis no haber hecho caso. —Explícate —pedí. —Una dama de honor es una ilusión óptica, llena de excitantes promesas sexuales, una versión idealizada de la mujer que verdaderamente esconde. Es falsa publicidad. Las damas de honor van peinadas y maquilladas por un profesional. Sus vestidos están pensados para acentuar lo positivo, mientras que sus defectos quedan ocultos bajo todos esos miriñaques. ¿Cómo explicar, si no, por qué están tan buenas con esos ridículos vestidos? Además...—Hizo otra pausa y sostuvo en alto su vaso ya vacío —seguramente estáis borrachos. Rael y yo nos miramos y nos echamos a reír. —Hablo en serio —insistió Jed—. Quitadles esos trajes y todo está ahí:

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el cutis feo, los pechos caídos y un culo que, mágicamente, ha doblado su volumen. Y lo trágico es que si las hubierais conocido así, es probable incluso que os gustaran, pero el contraste con su yo idealizado es muy difícil de superar. —Yo conocí a Tamara cuando era dama de honor. —La excepción que confirma la regla —dijo Jed, desdeñando la cuestión. Pero Jed se había fijado mal. No era a las damas de honor a quien yo estaba mirando, sino a la novia. En aquel preciso momento, Tamara vino hacia nosotros, sonriente, con el pelo recogido de manera que destacaba la línea descendente de sus pómulos, la piel bronceada y luminosa asomando del cuello de su vestido. En el poco más de un año que había durado su noviazgo con Rael, yo me había ido encariñando de ella y, sin duda alguna, era consciente de su belleza a un nivel instintivo, de macho, pero ella era la novia de mi mejor amigo y yo nunca me permití mirarla de otro modo. Durante la ceremonia había estado demasiado absorto en mi papel de padrino como para prestarle demasiada atención. Ahora, sin embargo, no podía quitarle el ojo de encima. —Bueno, Zack —dijo Tamara, agarrándome del brazo—, ¿vas a bailar conmigo o qué? —Adelante —dijo Rael, apoyándose en Jed—. Procuraré aguantar la respiración. Bailamos al son de Wonderful Night, y los reflejos de la araña de luz de la pista de baile brillaron en sus ojos como candelas romanas. —Rael me ha contado lo de Lisa —dijo. Lisa, la chica con quien yo había estado saliendo los últimos meses, había roto conmigo la semana anterior porque, según sus propias palabras, «estaba claro que habíamos llegado al tope de nuestra conexión emocional». Yo no se lo negué, pero lo cierto es que confiaba en que duraríamos un poco más y así tener pareja con quien ir a la boda. —Ya lo he superado —dije. Tamara me miró a los ojos. —¿Por qué no me lo dijiste? —Se lo dije a Rael. Dejó de moverse y levantó la cabeza, mirándome con los ojos muy abiertos y exigentes. —Zack —dijo—, Rael y yo estamos casados. No nos hemos fundido en una sola persona. Después de las noches que me pasé hablando contigo sobre tu vida amorosa, mientras Rael dormía como un bendito, esperaba que me considerarías una verdadera amiga, no una simple extensión de Rael. —Tienes toda la razón. Supongo que, con la boda encima, no quise amargarte la fiesta contándote mis cosas. Asintió, apaciguada, y me dio un beso en la mejilla. —Eres un encanto, Zack —dijo, apoyando la cabeza en mi hombro mientras terminábamos de bailar—. Lisa no te merecía. —¿Y quién me merece? —No lo sé, pero por alguna parte tiene que estar. Y la encontraremos. —¿Quiénes? —Pues nosotros, quién va a ser —dijo, separándose para mirarme de - 100 -

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nuevo a los ojos—. Me siento un poco responsable de ti, ya que eres mi padrino de boda. Y ahora tírame. —¿Cómo? —El final de la canción, hombre —dijo—. Tírame. Y así lo hice, en plan tango, aprovechando para fijarme en el triángulo de piel tersa bajo su barbilla al echar ella la cabeza atrás, y cuando la levanté de nuevo, Rael estaba allí para hacerse cargo de su novia. —Continuaré yo —me dijo, sonriendo. —Es toda tuya —dije, y los vi alejarse por la pista sintiéndome vagamente preocupado por la fuerte sensación de pérdida que al momento se apoderó de mí. Entonces Jed se me acercó por detrás, rodeándome los hombros con el brazo, y la sensación desapareció tan de repente como había surgido. —Y luego fueron dos —entonó con voz grave, y me condujo hacia un grupo de chicas con vestidos de tafetán lavanda reunidas junto a la tarima de la orquesta. —No ligues con damas de honor —le recordé. —No ligues con las putas damas de honor —me corrigió él, sin variar el rumbo de nuestros pasos. —¿La palabrota forma parte de la regla? —Es indispensable. —¿Y eso por qué? De un solo trago salvaje, Jed apuró lo que le quedaba de combinado, suspiró y dijo: —Porque no hay puta forma de que aprendamos.

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Capítulo 20 Me bajo del tren en la Ochenta y seis, pero en vez de ir a casa me dirijo hacia Central Park, deleitándome con la sensación de la lluvia que me cala hasta la piel. El tiempo lluvioso siempre me ha parecido una invitación a hacer cosas extremas, y, puesto que acabo de hacer un par de ellas, recibo la lluvia como grata justificación retrospectiva. Irse del trabajo en mitad de la jornada es, sin duda, una excentricidad, pero nada que no se pueda explicar. Besar a Tamara, sin embargo, ha sido pura temeridad y me ha dejado perplejo, avergonzado, y más que excitado también. Quiero volver atrás y repetirlo, todo al mismo tiempo. Pienso en Hope, que está en Londres examinando cuadros en un sótano mohoso (imagino las motas de polvo que mancillarán su ropa de marca), y siento una dolorosa punzada de culpa. Pienso en Tamara y me pregunto qué estará pensando de mí, si estará reviviendo ese beso una y otra vez, igual que yo. Es mejor que no me caliente la cabeza con eso. Claro que... Una hora después entro en la sala de estar, tiritando de frío, y me encuentro a Matt y Jed dormidos delante de la tele, Matt espatarrado en el suelo y Jed en el sofá. En la pantalla, una comedia romántica: una identificación errónea que ha sido perpetrada por la mujer en nombre del amor no correspondido, pero al final el engaño será perdonado pues los dos (él y ella) son guapísimos y porque sólo un tonto no anticiparía el final feliz que ya se adivina por la banda sonora y el cambio de iluminación. Boca abajo sobre el pecho de Matt hay un ejemplar de Risa en la oscuridad, de Nabokov. Pese a los tatuajes, pendientes y demás accesorios de su oficio, Matt no es lo que uno esperaría de un punk. La literatura le apasiona (de hecho, es su especialidad, aunque lleve sus estudios universitarios de manera harto prolija), lo cual explica el Nabokov, y también que entre sus canciones de título explícito o claramente obsceno haya asimismo referencias literarias a autores como Vonnegut. Subo de puntillas a mi habitación mientras me voy quitando la ropa mojada. Me seco el pelo con una toalla todavía húmeda de la ducha de esta mañana y me enfrento a la realidad. He evitado mirar en el inodoro desde la dolorosa experiencia de mi primera micción esta mañana, pero la delatora vibración de mis ingles me dice que por más que corra, no puedo esconderme. Decido hacerlo sentado. Orino con un dolor penetrante, y en el espejo del lavabo veo mi cara contorsionada, los tendones del cuello sobresaliendo en señal de protesta mientras boqueo de dolor. Pero enseguida pasa, y pienso que, después de todo, no ha sido tan duro como por la mañana, aunque no sé si es así en realidad o si se debe a que ya me lo esperaba y no me pilla de sorpresa. Desde luego, hay menos sangre que la primera vez, claro que tampoco es como para ponerse a dar saltos de alegría. En el contestador hay un mensaje de Hope diciendo que ha llegado a - 102 -

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Londres sin novedad. Parece un poco desconcertada, sin duda esperaba que la hubiera llamado y se extraña de que no esté en la oficina ni haya contestado al móvil. Me deja el número de su hotel, dice que me quiere y cuelga. Debería llamarla ahora mismo. Matt se mueve cuando me oye volver al salón, y se sienta con un gruñido. —Hola, tío —dice, medio grogui. —Hola —digo, poniéndome una sudadera. —Vomitaste en la furgo. —Sí. Lo siento. Se encoge de hombros: Matt es un veterano de las regurgitaciones inesperadas. —¿Llueve? —Sí. —¿Qué hora es?—pregunta, y la rigidez de sus costillas le hace gemir. —La una y media —le digo. Cuando me mira, veo que tiene los ojos inyectados en sangre y que está como demacrado. Se me ocurre, no por primera vez, que mi hermano pequeño está desmejorado, lentamente devorado por la ira que lo corroe. Los cardenales de una paliza que le dieron hace unos meses forman una penumbra en forma de media luna desde su oreja hasta la sien. Sí, mi hermano pequeño ha estado metido en líos: drogas, deudas, tráfico. Matt siente una atracción especial hacia todo aquello que entrañe alguna forma de autodestrucción. Sentado en el suelo se le ve pequeño y hecho polvo, y me dan ganas de rodearlo con mis brazos como cuando éramos pequeños y sentir que puedo protegerlo, decirle que se relaje y descanse un poco, que yo velaré por él. —Tienes una pinta horrible —digo. —Ya sabes, es sólo rock'n'roll —replica con una sonrisa, y se pasa la lengua por los labios resecos—, pero me gusta. ¿Qué haces aquí? —Vivo en esta casa, ¿sabías? Asiente con la cabeza. —Ya, me refiero a estas horas. Me siento en el suelo con la espalda contra el sofá. —Estoy al borde de lo que podría ser una epifanía o bien un colapso nervioso de segundo orden. Me mira y asiente, dejando ver en su breve sonrisa una hilera de dientes manchados de nicotina. —Zack, hermanito —dice con un bostezo—. Bienvenido al manicomio. Cuando Norm se presenta en casa más tarde, estamos los tres colocados gracias a unos porros rancios que Matt ha sacado de las profundidades de su pantalón de camuflaje, mientras miramos Terminator en el canal de ciencia ficción y Jed diserta apasionadamente sobre las contradicciones inherentes a meter mano en el continuo espacio-tiempo. Cuando Norm entra en la sala de estar con un empapado talego de lona al hombro en plan Santa Claus, nos lo quedamos mirando como si se tratara de una alucinación colectiva. —Hola, chicos —dice, dejando caer la bolsa al suelo. Lleva puestos - 103 -

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unos vaqueros y una vieja sudadera roja, y tiene el pelo aplastado por la lluvia. —Hola, Norm —dice Jed con tono hospitalario. —¿Qué haces aquí?—pregunto, demasiado colocado para levantarme. —La puerta estaba abierta. —Norm mira a Matt, que está en el suelo delante del televisor con las piernas cruzadas, su silueta enmarcada por la pantalla extra grande—. Hola, Matt. —Norm —dice Matt, y le dedica un exagerado saludo con la cabeza. —Gran concierto, el de la otra noche —le dice Norm con cautela—. Me sentí muy orgulloso de ti. —Gracias —dice mi hermano, poniéndose precariamente en pie—. Si es así, ya merecía la pena. Norm me mira. —¿Cómo no estás en el trabajo? —Me he tomado unas horas libres —digo—. En bien de mi salud mental. —¿Y por eso te estás poniendo ciego? —No critiques hasta que no lo hayas probado. —¿Adónde vas?—le dice Norm a Matt, que se está poniendo su cazadora. —He de ir a un sitio. —¿Sí? ¿Cuál? —Aquí al lado. —¿No podemos hablar un poco, hijo?—dice Norm, patético. Matt se lo queda mirando con gesto colérico, y luego arremete contra Norm de tal manera que por un momento temo que vaya a pegarle. Pero no, se detiene a unos centímetros de él, los puños apretados a los costados y la cara contorsionada de rabia. —Que te jodan, Norm —le espeta Matt—. Mi vida es una puta mierda y tú tienes la culpa. Es culpa tuya que tuviera que vender droga para comprar una maldita guitarra, es culpa tuya que las novias no me duren ni un mes, es culpa tuya que no pueda mirar a la gente a la cara o decir lo que realmente pienso. —Matt —digo. —Tú te callas, Zack. Sabes que tengo razón. —Pero sigo siendo el único padre que vas a tener nunca —aduce Norm tímidamente, las manos levantadas a la defensiva. Matt esboza una sonrisa que es como una cuchillada en su cara. —No, tú sólo eres el donante de semen —dice, yendo hacia la puerta —. Es para lo único que has servido nunca. Para dar esperma. Matt sale dando un portazo y Norm nos mira a Jed y a mí, colorado de pena. —Dios —dice—. Si llego a saber que iba a pasar esto, habría venido con casco. —Mira la puerta y toma una decisión—. ¡Matt!—grita, y sale en tromba. Oímos las diferentes pisadas escaleras abajo, y luego Jed estira el cuello desde el sofá para mirar por la ventana. —Jope —dice, recostándose de nuevo—. Para el corpachón que tiene, tu viejo corre que se las pela. —Primera noticia —digo. Me levanto del suelo y voy hacia la puerta. Todavía estoy aturdido de - 104 -

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la hierba añeja de Matt, y cuando tropiezo con el talego que mi padre ha dejado tirado, a punto estoy de darme de narices contra el suelo. Son las siete de la tarde, o sea las dos de la mañana en Inglaterra, hecho que sólo se me ocurre cuando me ponen con la habitación de Hope. —Hola, cielo —digo. —¿Zack?—No hay duda. Estaba durmiendo—. Pero ¿qué...? —¿Te he despertado? —Pues claro que me has despertado —rezonga—. Son las dos de la mañana. —Perdona. Creía que tal vez tendrías jet-lag. —¿Qué ocurre?—pregunta. —No, nada. Te echaba de menos. Eso la cabrea. —Pues si me echabas de menos, has tenido todo el día para decírmelo. ¿Por qué no estabas en la oficina?—No está completamente despierta todavía, y su voz suena borrosa e irregular. Por poco le digo que me he largado del trabajo. Que me sentía vacío e infravalorado y que quería hacer algo que significara realmente algo para mí, que me sirviera para responder con orgullo a quien quiera saber a qué me dedico. Hope lo entenderá, eso no me cabe duda, pero no le va a parecer nada oportuno el momento elegido para mi crisis vocacional, teniendo en cuenta que se produce cuando estamos a punto de fundir nuestras vidas en matrimonio. A ella le preocuparán mis futuros ingresos, mis habilidades como proveedor a largo plazo, las opciones que tenemos de que salga anunciada nuestra boda en el New York Times. Pero, al final, la necesidad de ayudarme a solucionar las cosas se impondrá sobre todo lo demás. Hope insistirá en que me entreviste con su padre, y, de buenas a primeras, heme aquí convertido en vicepresidente de Bedpans, paseándome por los alfombrados pasillos de Seacord International en traje y tirantes bajo la controladora mirada de mi suegro, llevando en la frente la odiosa señal del nepotismo, desdeñado sin más por ser un perdedor, el yerno del viejo. —Estoy un poquillo bebido, nada más —digo. Oigo susurro de sábanas, seguro que se ha levantado con el teléfono en la mano. —Zack, ¿va todo bien? Suspiro. —Bueno, verás, es que con mi padre aquí, está todo un poco revuelto. —¿Has estado con él? —Un rato. —Qué bien —dice a medio bostezo—. Oye, voy a seguir durmiendo, ¿vale? —¿Qué tal Londres?—pregunto, sintiéndome de repente muy solo. —Llámame cuando esté despierta y te cuento. —De acuerdo. —Buenas noches, cariño.

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Me meto en la cama muy temprano y hago un barrido de programas informativos y canales de cine. Hay incendios en los alrededores de Hollywood, coches bomba en Irak, y el canal USA pone un telefilm donde una actriz malísima de un famoso culebrón ha perdido la memoria y es perseguida por un asesino enmascarado. Al cabo de un rato, en medio de tanta excitación, me quedo dormido. La voz de Tamara en mi contestador me despierta al cabo de un lapso indeterminado de tiempo. Abro los ojos, desorientado por la oscuridad que se ha cernido sin avisar durante mi no previsto sueñecito. Ni siquiera he oído sonar el teléfono. «En fin —está diciendo Tamara—. Me preocupas, Zack. Llámame cuando tengas un momento, por favor.» Es extraño oír su voz en los confines de mi dormitorio. Casi siempre hablo con ella desde la oficina o por el móvil. Tanteo en busca del inalámbrico, que está enterrado entre los pliegues de mi colcha. «Puedes llamarme a la hora que sea —continúa —. Desconecto el timbre cuando me voy a dormir. —Hay una breve pausa —. Bueno, da igual. Sólo quería que supieras que pienso en ti, ¿de acuerdo? Esto es todo, amigo. Adiós.» Doy con el teléfono justo cuando ella cuelga. Empiezo a marcar su número, pero lo dejo. Todavía estamos flotando en el éter posbeso y si la llamo hablaremos del beso o fingiremos que no pasó nada; en cualquiera de los dos casos eso nos devolverá a la realidad, cosa que en este preciso momento no me interesa. USA está emitiendo ahora una de James Bond, veo a Connery en su descapotable con unos telones de fondo que dan verdadera risa de tan falsos. Zapeo un rato, esperando que algo atraiga mi interés, pero en todas las pelis parece salir Freddie Prinze Jr., lo cual hace que me pregunte por qué demonios me molesto en suscribirme a canales de pago. Voy al baño. Esta vez no duele tanto y hay bastante menos sangre. De todos modos, me tomo tres Tylenol antes de volver a la cama, por si acaso. Tumbado a oscuras, mis pensamientos van erráticos de Hope a Tamara y de ésta a mi padre, antes de volver a la mancha oscura que tengo en la vejiga. La veo cada vez que cierro los ojos y me pregunto si estará creciendo allá abajo igual que crece en mi mente. Pruebo de dirigir unas palabras a Dios, tratando de hacerle ver todos los alicientes que supone tenerme a mí con buena salud. No consigo dormirme hasta varias horas después. Sueño con Camille, la ayudante del médico, que manipula de nuevo mis partes pudendas pero en circunstancias mucho más amistosas esta vez.

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Capítulo 21 —No hagas preguntas —dice mi madre con histeria controlada. Yo no he preguntado, pero el problema no es ése—. Peter se ha comprado un coche. Son las ocho de la mañana, jueves, y su llamada me ha sacado de uno de esos sueños sudorosos donde es la hora del cóctel y toda la gente que conoces está allí reunida, y tú buscas en vano un sitio donde esconderte antes de que se fijen en que no llevas calzoncillos. Tardo un minuto en procesar lo que acaba de decirme: —¿Qué? —Ya me has oído. —¿Y quién le ha vendido un coche a Peter?—digo, enojado. Buena parte de mi niñez la pasé velando por mi hermano Pete, y todavía me enfurezco cuando alguien le maltrata. —Ese tipo, Bowhan —dice con voz cansada—. Satch. Y digo yo, ¿a quién se le ocurre ponerle Satch a un hijo? —¿Se da cuenta ese Satch de que Peter no conduce? —Claro que sí. Nos ha enviado el coche a casa esta misma tarde. —Iré en cuanto tenga un momento —digo. —Siento tener que pedírtelo. —Detecto en su voz toda una vida de callado dolor. Alguien se ha aprovechado de su benjamín, y ella no estaba allí para evitarlo. Nadie enviaría a un crío de cinco años al mundo sin protección, pero tener un hijo adulto y retrasado mental es como si eso ocurriera cada día. —¿Cómo lo ha pagado?—pregunto. —Le extendió un cheque. —¿Peter tiene talonario? —Se saca sus ahorros —dice mi madre a la defensiva—. ¿Por qué no iba a tener talonario? —Claro —digo—. Tienes razón. —Mira, no quiero seguir hablando de esto. Me pone triste. ¿Cómo te va a ti? —Bien. —Me pregunto si mencionar la reaparición de Norm. —Pues el lunes no parecías estar muy bien —dice. —Vaya, gracias. —Era sólo un comentario. —¿Y qué pretendes decir con eso, mamá?—pregunto, mosqueado. —Nada —responde, cansada—. Perdona. No quiero darte la lata. —No, perdona tú. Siento haberte hablado así. —Peter quiere hablar contigo. Se oyen interferencias y luego Peter se pone al teléfono. —Hola, Zack. —Tiene unas glándulas salivares hiperactivas, y cuando habla por teléfono va tragando la saliva extra que segrega. Yo ya estoy

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acostumbrado, pero por teléfono el efecto se hace más pronunciado. —Qué tal, Pete. ¿Qué pasa? —Tengo coche. —Sí, eso me han dicho. ¿Qué modelo es? —Un Ford Mustang del noventa y cinco. Rojo. Ha sido una ganga, mil pavos. Sólo tiene doscientos cincuenta mil kilómetros. Pero mamá me dice que tengo que devolverlo. —Vamos a ver, ¿tú tienes carné de conducir? —No. —¿Qué vas a hacer con un coche sin permiso de conducir? —Es por las chicas —dice, y se echa a reír a carcajadas. Yo le imito. —Pete —le digo luego—, para conseguir chica no hace falta coche. —Pero ayuda. —Fíjate en mí —digo—. No tengo coche. —Uno: tú no necesitas buscar chica porque ya tienes a Hope. —Peter razona por números, y ya me lo imagino con el teléfono aguantado en el hombro, enumerando con los dedos—. Y dos —continúa, pero hace una pausa. —¿Y dos...? —Tú no eres retrasado mental. Encuentro a Norm en la cocina, en calzoncillos y delantal, preparando huevos revueltos. —Hola, hijo —dice muy alegre—. Te estoy preparando el desayuno. —¿Has dormido aquí?—pregunto, incrédulo. —He puesto cebolla y tomate, como cuando eras un chaval —dice muy ufano, sirviendo huevos revueltos de la sartén en un plato con mano experta y generosa—. ¿Todavía te gusta así? —¿Puedes responder a mi pregunta? Se me queda mirando. —He sobado en el sofá. Jed me dijo que no había inconveniente. Quería hablarlo contigo, pero ya estabas durmiendo. —Entonces ¿es que te has mudado aquí? —Sólo por unos días —dice en tono de disculpa, y me pone el plato delante. —Creía que estabas en casa de unos amigos. Se encoge de hombros. —Me parece que he abusado un poco de su hospitalidad. —No me extrañaría. Recibe mi sarcasmo con la misma sonrisa anuladora de siempre, como si participara de la chanza en vez de ser el blanco de ella. —Bueno —dice—. ¿Cuándo te vas al trabajo? —Hoy no iré. —Eso le hace arquear las cejas, y yo levanto rápidamente la mano para impedir que replique—. Y yo en tu lugar, me pensaría dos veces lo que estabas a punto de decir. Podría ser decisivo para que seas aceptado en esta casa o no. Me mira y luego esboza una sonrisa tímida. —Sólo iba a preguntarte si los huevos estaban bien de sal. Los pruebo y mastico con aire reflexivo. - 108 -

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—Falta un poco —digo—. Gracias. Me pasa el salero. —De nada. —¿Conseguiste alcanzar a Matt ayer?—pregunto. —Sí. —¿Y? —Le dije que su padre no era perfecto. —Espero que Matt estuviera sentado cuando lanzaste esa bomba. Se encoge de hombros. —De todos modos, no me escuchaba. —Deja la sartén en la pila y luego, en el momento de darse la vuelta, su pene erecto irrumpe por la bragueta de sus calzoncillos, y heme allí, cara a cara con el instrumento de mis humildes orígenes, el amoratado miembro naciente de Norm. —Se acabó el desayuno —digo, apartando asqueado el plato. —Perdona —dice, sonriendo no sin orgullo, mientras se la mete dentro otra vez. —Está bien —digo—. Te lo preguntaré. ¿Qué demonios os traéis entre manos, tú y la Viagra? Se sienta delante de mí. —Estoy intentando condicionarme. —¿Condicionarte? Asiente con la cabeza y se retrepa en la silla. —Cuando yo tenía tu edad, no tardaba mucho en ponerme caliente. Veía un buen par de tetas, un culo firme, y ya se me ponía tiesa, podía colgar una toalla de ella, ¿entiendes? Pero tengo sesenta años y mi querido amigo me ha fallado en varias ocasiones. Espera a que tengas mi edad, ya verás. No es nada fácil. Lo que hago es programar mi cuerpo para que crea que las erecciones vuelven a ser una función normal y cotidiana. De este modo, cuando surja la ocasión estaré a la altura de las circunstancias, y nunca mejor dicho. —Entiendo —digo, como haría si estuviera hablando con una persona en su sano juicio—. ¿Y esto te lo supervisa algún médico? —Qué va. Es idea mía —dice con orgullo. —¿Y no te parece mal ir por ahí todo el día con la cosa empinada? —Todo lo contrario. Me hace sentir joven otra vez. Vivo. —Yo soy joven —digo —y no voy por ahí con el pene erecto todo el día. Me enseña su sonrisa marca registrada. —No sabes lo que te pierdes. Telefonea Hope, todavía mosqueada por haberla despertado en mitad de la noche, pero más preocupada al comprobar que a estas horas todavía no estoy en la oficina. —¿Por qué estás en casa?—pregunta. —Es que ha venido mi padre. —Ah. Pero hoy irás a trabajar, ¿no? —Ya veremos. Todavía no tengo muchas ganas. Pausa significativa mientras Hope considera sus alternativas al otro extremo de la línea. - 109 -

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—Zack —dice con calma—. ¿Qué está pasando? ¿Voy a tener que volver antes de lo previsto? —Claro que no. Todo va bien. Soy yo, que no acabo de encontrarme demasiado fino, nada más. —¿Qué síntomas tienes? —Malestar general. —¿Y eso qué quiere decir, exactamente? —No lo sé. Me siento un poco... agotado. —¿Tiene algo que ver con esa prueba que te hicieron? —No. —Me estás poniendo nerviosa. —Puedo oír cómo enmudece el discreto murmullo de unas teclas cuando Hope deja de hacer dos cosas a la vez. —¿Por qué? —No sé. Te comportas de un modo extraño. Ayer no me llamaste en todo el día; luego me despiertas y parecías borracho, o colocado. Y ahora haces campana por segundo día consecutivo cuando parece que no te ocurre nada malo. Nada de esto encaja con tu conducta normal. Dime, ¿te han entrado dudas respecto a nosotros? Porque si se trata de eso, es mejor que lo digas claramente. —No es eso —digo—. Joder, ¿es que uno no puede tomarse el día libre sin que el mundo entero se le caiga encima? —Yo no soy el mundo entero, soy tu prometida —replica Hope con una voz fina y glacial que puede derivar en cualquier cosa: o se echa a llorar o me suelta los perros. —Ya lo sé. Perdona. El silencio queda subrayado por las interferencias de una conferencia internacional a doce centavos el minuto. —¿Has visto a Tamara?—me pregunta al fin. —¿Qué? —Tamara. Digo que si últimamente has ido a verlas, a ella y a Sophie. Es una trampa, una pregunta con truco, y no sé qué responder; pero si espero demasiado quedaré en evidencia, de modo que me veo obligado a arriesgarme: —Pues sí. El lunes pasado. —¿Saliste pronto del trabajo? —Aja. —No me dijiste nada. —No había nada que contar. Tamara estaba un poco alterada, de modo que me llevé a Sophie un par de horas al parque. Hope es consciente de que voy a ver a Tamara y Sophie de vez en cuando. No le hace ninguna gracia que mantenga el contacto con la viuda de mi mejor amigo, pero nunca ha dicho nada al respecto. Es demasiado orgullosa para que le adjudiquen injustamente el papel de novia celosa mientras Tamara y yo bregamos noblemente con los importantes y más simpáticos temas de la muerte y la pena. Y, si bien esta delicada dinámica habilita mi conducta, procuro mantener en secreto la frecuencia de mis llamadas y visitas a Tamara, porque si Hope supiera cuan a menudo hablamos o estamos juntos, su instinto de conservación se impondría sobre su orgullo y eso conduciría a un ultimátum entre gritos y lágrimas. - 110 -

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Así pues, mi relación con Tamara se define según una fórmula nebulosa que debe recalcularse constantemente para indicar la cantidad mínima de revelación necesaria a efectos de cubrirme las espaldas mientras sigue la farsa. Hope sólo ve la punta del iceberg Tamara: su impresionante mole se extiende bajo aguas turbulentas, silenciosa y mortal, a la espera. —No, si no tiene importancia —dice—. Me alegro de que puedas echarle una mano. Sólo me preguntaba por qué no me lo habías dicho. —No lo sé. Esa noche era el concierto de Matt, y Jed y yo bebimos un poco, y luego apareció mi padre y, bueno, supongo que entre una cosa y otra se me olvidó. —Claro —dice, no muy convencida—. Oye, tengo que irme. Me esperan para una reunión. Te quiero y no deseo ser plasta, de modo que sólo te lo preguntaré una vez más: ¿va todo bien? Me refiero a ti, a nosotros, al trabajo... Elijo cuidadosamente mis palabras: —Todo va bien, Hope. En serio. Sólo que me siento extenuado, ya sabes, como les pasa a las estrellas de cine cuando ingresan en una clínica y su representante anuncia en rueda de prensa que sufren agotamiento. Por ahí va la cosa. Pero como yo no tengo representante, he decidido tomármelo con calma un par de días y así podré estar bien y descansado para nuestra fiesta de compromiso. Eso es todo. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dice, aplacada por mi mención de la fiesta—. Te quiero, cielo. Llámame más tarde. —Descuida. Colgar el teléfono me parece de mal agüero, como si hubiera perdido una gran oportunidad, aunque no tengo ni idea de cuál. Cinco minutos después, vuelve a sonar el teléfono. Pensando que es Hope, descuelgo. —¿Dónde coño te has metido?—grita Bill, histérico perdido. Hóstia. —Voy a pedir la baja —digo. —¡No puedes desaparecer un día entero y luego pedir la baja!— protesta—. ¡Hodges está en pie de guerra! —Dile que estoy en ello. Lo llamaré en cuanto sepa algo. —¡Yo no soy tu maldita secretaria!—chilla—. Llámale ahora mismo, Zack. Hablo en serio. No sé qué diantres te ha entrado, pero si la cagas con esto, estás acabado. ¿Me explico con claridad? —Ya estoy acabado. —¿Perdón...? —De acuerdo —digo, y cuelgo. Estoy pensando que lo mejor será dejar el móvil en casa.

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Capítulo 22 Hace un calor impropio de octubre, y heme aquí, en pleno día laborable, bajando por Houston en un Lexus descapotable con la capota bajada, Elvis Costello sonando a tope por los altavoces Bose, y con toda la pinta de ser un tío al que le va de maravilla. Me veo brevemente reflejado en el escaparate de una tienda de electrónica y casi consigo engañarme a mí mismo. Matt me espera en los escalones de su edificio del Lower East Side, vestido con unos vaqueros y un desastrado jersey de cuello vuelto —su versión de un aspecto presentable—, fumando un cigarrillo y jugueteando con su iPod. —Hola —dice, y se acerca lentamente al coche. —¿Dónde está Elton? —Hostia. Sube corriendo la escalera y regresa un minuto después con una pequeña bolsa marrón de supermercado. —Elton —dice, y con una sonrisa arroja la bolsa al asiento trasero. La primera vez que nuestra madre vio a Matt con la cabeza rapada, la llorera le duró varios días; le dijo a Matt que era la cosa más triste que le había pasado en toda su vida. —Tu marido te engañaba —le recordó él—. Y tu hermana murió de cáncer de pecho. —Esto es peor —insistió ella, hecha un mar de lágrimas. Matt se afeitó la cabeza como una concesión a su calvicie incipiente, poco apropiada para el líder de un grupo de punk rock, y ya no quiso dejárselo crecer. Pero cada vez que Lela le veía, se echaba a llorar desconsolada. La novia que Matt tenía entonces trabajaba en el departamento de vestuario de Saturday Night Live, y en un momento de inspiración se llevó a casa una peluca hecha para un sketch de Elton John que finalmente no llegó a programarse. Le caía perfecta, y a partir de entonces Matt se ponía la peluca cada vez que iba a ver a Lela. Nunca hablaron de ello, pero está visto que el pelo a lo Elton John sirvió para calmar a nuestra madre, y el asunto quedó resuelto sin necesidad de discusiones. Llegamos a la FDR a todo gas y es estupendo estar aquí los dos hermanos, en una excursión a mediodía, con el viento besándonos la coronilla, a un lado la superficie del East River que reluce como un vestido de lentejuelas, y es sencillo imaginarnos llevando otra vida, los dos en la cresta de la ola, capaces de influir positivamente el uno en el otro, nuestras ambiciones y nuestros deseos expuestos y no enmudecidos por el ingobernable monólogo interior de insatisfacción que es nuestra herencia. Matt enumera los puentes en voz baja. El Brooklyn, el Queensboro, el

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Triboro y, allá a lo lejos, el Whitestone y el Throgs Neck. Es lo que siempre hacía Pete cuando éramos pequeños, volviendo los sábados por la tarde en el LeSabré paterno de visitar a la abuela en Brooklyn, mientras Lela y Norm coreaban las canciones de Simón & Garfunkel y Frank Sinatra que emitía la WPAT-FM 93, y los rítmicos saltitos de las juntas de la calzada nos daba sueño. Es uno de los pocos recuerdos claros que tengo de nosotros como una familia, la sensación de formar parte de un universo cerrado y completo. Tomamos el desvío de Riverdale cuando Matt se vuelve de repente en el asiento del copiloto. —No me lo puedo creer —dice. —¿Qué? Señala: —Mira. Y allí está Norm, caminando por la calzada lateral con el talego al hombro, la cara colorada, jadeando un poco por el esfuerzo. Aminoro la marcha y le observamos desde atrás. —Para ser un padre huido —dice Matt —está hasta en la sopa. —Sí, tiene el don de la ubicuidad. —Como si creyera que todo se puede arreglar por la pura presencia física — añade Matt. —Como sus erecciones —digo—. Cree que puede condicionarnos a que aceptemos un nuevo estándar. Matt me mira como si de repente me hubiera salido una flor perfecta en la nariz. —Oye —dice—, no sé de qué me hablas, pero más vale que busques otra analogía, y a ser posible que no incluya ninguna mención al miembro viril de papá. —Acabas de llamarle «papá»—digo. —No señor. —Sí señor. Has dicho «el miembro viril de papá». ¿Te das cuenta?, su diabólico plan está funcionando. —Era por el contexto. —Vale, tío, y qué más. —Vete a la mierda. Me sitúo al lado de Norm, acompasándome a sus andares. Parece muy concentrado en su caminar, vista fija al frente, testa inclinada al viento, y de hecho tarda un minuto en darse cuenta de que tiene público. —Hola, chicos —dice radiante, mientras traga una bocanada de aire —. Me alegro de veros. —¿Qué haces aquí?—pregunto. —He pensado que quizá necesitarías un poco de apoyo. —¿De qué estás hablando, Norm? Se baja de la acera y se apoya en la puerta de Matt. Suda a mares bajo su canguro de más de veinte años, debajo del cual veo que lleva la misma sudadera roja de ayer. —He venido para ayudaros a que os devuelvan el dinero de Peter. —¿Y cómo te has enterado de eso?—pregunto. —Eh, no pienses mal. Te oí hablar por teléfono con tu madre. —Yo estaba arriba, en la cama. ¿Cómo pediste oír nada? - 113 -

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—¿Ahora vive en tu casa?—pregunta Matt con cara de incrédulo. Le hago callar: —Luego. —Escuché por el teléfono de la planta baja —dice Norm. —¿Estás de invitado en mi casa y te dedicas a espiar mis conversaciones telefónicas?—replico, furioso. —Va a ser que sí, vive en tu casa —refunfuña Matt. —Sólo quería oír la voz de Lela. —Pues haberla llamado tú —digo—. ¡Será posible! Te estás pasando mucho. —No perdamos de vista el tema que más importa —dice Norm. —Ah. ¿Y cuál es? —Que alguien se ha aprovechado de Peter. —No me jodas, Norm. Eso ocurre casi cada día —dice Matt—. Nos ocuparemos de ello, como hemos hecho siempre. Sin ti. Él se endereza y nos mira. —Chicos —dice—, sin duda habréis observado que no os he pedido permiso para venir hoy aquí. Por si os extraña, el motivo es que no necesito vuestra autorización. Lo resumiré: no acudo a vuestra llamada. He tomado un metro y dos autobuses para venir. —Ahora se inclina totalmente hacia delante, los antebrazos apoyados en la puerta del coche y la cabeza justo encima de la de Matt, con una expresión seria y resuelta—. No pienso volver —declara—. Por lo tanto, ya que os he exonerado de toda responsabilidad en cuanto a mi decisión, ahora vosotros deberíais tomar la única decisión respecto a mí que, de hecho, estáis en condiciones de tomar. Matt me mira entre asombrado e indignado. «¡Ni hablar!», veo que me dice sin alzar la voz. Miro a Norm, acalorado de la caminata y su rostro crispado en un rictus de ceñuda determinación. Suspiro y digo: —Sube. —Joder, esto es increíble —me dice Matt. Norm no cabe en el asiento trasero del Lexus, de modo que se sienta sobre el respaldo como un héroe en un desfile, la cara vuelta al sol de mediodía como un perrito contento, mientras Matt se hunde enfurruñado en su asiento. Y así, dando este espectáculo, nos desviamos de la ruta y recorremos sin gracia el barrio comercial de nuestro antiguo vecindario camino de la casa de nuestra niñez.

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Capítulo 23 Los jueves Pete sale a las dos. El plan es parar en casa a saludar y después ir en el Mustang hasta la ferretería de Satch, un Diamond Hardware. Una vez allí, le explicaré la situación a Satch, el cual espero se avenga a razones y ya no sea tan proclive a la violencia como cuando éramos chavales. Entretanto, Matt se quedará a unos pasos con su cara de póquer, luciendo tatuajes y pose amenazadora. No sé qué papel puede jugar Norm, que se ha sumado en el último momento al equipo, pero procuraré cortar cualquier improvisación por su parte. Aparte de eso, no tengo nada concreto en mente salvo la idea de que el plan me parecía mucho mejor antes de llegar a Riverdale. Pero antes que nada está el asunto del encuentro de Norm con Lela y Pete, un espectáculo que de buena gana pagaría por no ver pero del cual no voy a poder escapar. Me encantaría esperar en el coche, pero no podemos entrar así como así con Norm sin avisar a Lela, aunque, si de él dependiera, seguro que ése sería su estilo. —¿Qué diablos es esa cosa?—pregunta Norm cuando Matt se encasqueta la peluca Elton John. Matt me lanza una mirada como diciendo que no piensa tolerar el menor comentario de Norm al respecto. —Tú síguenos la corriente, ¿vale, Norm? —Estás ridículo —dice, lo cual hace que me pregunte una vez más cómo ha podido llegar a la provecta edad de sesenta con la cara intacta. Este hombre no tiene filtro. —Los que están en la trena —dice Matt con saña —deberían cerrar la puta boca. Norm se frota los patéticos vestigios de su fallido trasplante de pelo, pero se abstiene de hacer otro comentario. —Bueno, tú quédate en el coche —le digo—. Matt y yo tenemos que decirle a Lela que estás aquí. —A la orden —dice Norm, comprobando el estado de sus dientes en el retrovisor. Matt y yo tapamos deliberadamente el vano de la puerta cuando Lela abre. Lleva un pantalón de chándal, una blusa blanca con un descolorido estampado de flores, y un delantal, e instintivamente sé que a ella le parecerá el peor atuendo posible para enfrentarse a su ex marido después de tanto tiempo, pero ya no se puede hacer nada para remediarlo. —Hola, mamá —digo—. Tenemos que decirte algo. —Dios santo —susurra, mirando entre los dos hacia el coche—. ¿Ése de ahí es Norman? —Sí. Se queda sin respiración y tiene que apoyarse en la jamba de la puerta.

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—¿Qué demonios hace aquí? —Se ha presentado así, por las buenas —respondo. —No nos lo quitamos de encima ni a tiros —añade Matt. Las manos de Lela se mueven por instinto: una sube para verificar el estado de su pelo, los dedos tratan de peinar a la desesperada, remetiendo mechones rebeldes detrás de las orejas, mientras la otra mano tira del delantal, alisando la blusa que lleva debajo. —Qué... viejo está —dice, toqueteando con timidez sus propias arrugas. La puerta del coche suena a nuestra espalda. Por lo visto, Norm ya no aguanta más tiempo sentado y ahora viene por el camino de grava con gesto hiperbólicamente solemne, los andares lentos y formales, explotando la seriedad de esta reunión en la cumbre. Una media sonrisa peculiar juguetea en los labios de Lela, sus cejas como medialunas, sus párpados a media asta. Esa extraña expresión la transfigura, y me doy cuenta de que, por primera vez, estoy viendo una faceta de mi madre que nada tiene que ver con ser madre, la mujer que existió antes de que se dedicara a procrear hijos con Norm y de que, a la postre, acabaran destruyéndose el uno al otro. —Hola, Lela —dice Norm, entre lúgubre y melancólico—. Estás espléndida. —Qué tal, Norm —responde ella, con una voz más fuerte y más firme de lo que yo habría creído posible—. Cuánto tiempo... Norm asiente, pero antes de que la escena pueda derivar hacia algo más, oímos un grito en el interior de la casa y Pete sale por la puerta en calzoncillos, los ojos desorbitados, la lengua colgando de su boca abierta, y, salvando de un salto los escalones de la entrada, se lanza a los brazos de Norm. —¡Papi!—grita, abrazándolo con furia—. ¡Sabía que volverías! Te echaba de menos. Mira, mamá. Es papi. Ha vuelto. —Hola, hijo —dice Norm con la voz quebrada mientras lo abraza y le da palmaditas en los hombros—. Yo también te echaba de menos. Aparta a Pete para mirarlo de arriba abajo y, de repente, tiene los ojos llenos de lágrimas. Luego baja la cabeza y emite un gemido agudo que parece chuparle toda su energía, y se derrumba en brazos de Pete, que no está preparado para recibir todo el peso de su padre, y ambos caen de rodillas, Norm sollozando en el cuello de Pete y éste con cara de preocupación, frotándole los hombros y diciendo: —No llores, papá. Tranquilo. No llores. Mamá, a mi lado en el porche, dice: —Voy a preparar café. —Da media vuelta y se echa a llorar a moco tendido. Más tarde Pete, Matt y yo nos lanzamos una pelota de béisbol en el jardín mientras Norm y Lela hablan en voz baja a saber de qué en el sofá del salón. Ella no está necesariamente contenta de verle, pero no hay rastro del antagonismo y la amargura que yo habría esperado de ella. Y en vez de sentirme feliz por cómo han ido las cosas, me sorprendo a mí mismo rabiando por el modo en que lo ha aceptado con tanta facilidad, - 116 -

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mientras que yo trataba de evitarle un mal rato con Norm. Después de tantos años de alimentar la rabia que me corroía, ella ha invalidado tácitamente mi amargura desprendiéndose de la suya propia. No he podido librarme de su ira desde que soy adulto, y ahora, de repente, ella me hace a un lado y me deja sin saber qué hacer con mis rencores. Y sé que todo esto no son más que sentimientos egoístas e insignificantes, así que, encima, me siento como un gilipollas. —¿Tú qué opinas?—le pregunto a Matt lanzándole la pelota. —La hemos jodido —dice, indicando por su tono que no voy a sacarle más comentarios. Se inclina hacia atrás y le lanza una bola alta a Pete. —Peter se sitúa para recibir —anuncia Pete, parodiando a un locutor y agachándose exageradamente para atrapar la bola—. Y... ¡atrapa! Eso elimina al equipo contrario. —Pete se ha adaptado instantáneamente al regreso de Norm, como si hubieran pasado días, y no años, desde que se largó. Lela sale al jardín mientras Norm va al cuarto de baño. —No me fío de él —me dice. —Pues parecíais la mar de amigos ahí dentro. —Sólo estaba siendo educada, Zack —dice, cansada—. Cuando se tienen hijos en común, no te queda otra alternativa. —Si tú lo dices... —Qué mal aspecto tiene, ¿eh? —No le vendría mal perder unos kilos —digo—. ¿A qué te refieres con que no te fías de él? —Lo veo raro, tiene una expresión desesperada en los ojos. Trama algo. Me encojo de hombros. —Será que quiere que le perdonemos. Lela menea la cabeza, observando a Matt hacerle un placaje a Pete. Las carcajadas de éste resuenan en todo el patio. —No creo que sea tan sencillo. Tiene un as en la manga, seguro. Quiere algo más. —¿Cómo lo sabes? —Porque con Norm siempre hay algo más —suspira—. ¡Peter! —Sí, mamá. —Estás sacando la lengua otra vez. —Perdona. —Eres un chico, no un perro. —No soy un chico, soy un hombre. Ella asiente y esboza una sonrisa de afecto. —Tienes razón. Pete se ríe y me lanza la bola, recuperándome para el juego. —Lánzame una fly pop. Norm sale al porche y estudia la escena con indisimulada alegría. —Bueno —dice—. Vamos a solucionar este asunto del coche. Se le ve muy orgulloso de sí mismo, diáfano en su alegría y resuelto a ver esta escena cotidiana como un triunfo personal, y si no le abro la cabeza de un pelotazo bien dirigido es porque me contengo.

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Resulta que la familia de Satch es la propietaria de la tienda. Yo esperaba que Satch fuera un simple empleado, el chico del almacén o el encargado de la caja. Era de suponer que un comerciante de la localidad tendría el suficiente sentido de la responsabilidad cívica como para no venderle un coche a Pete. Yo recordaba a Satch alto y rollizo, con pelo rebelde y gesto ceñudo y amenazador. En realidad, el hombre que ahora termina un cigarrillo bajo la marquesina verde de la tienda es medio calvo, tiene una expresión insulsa y mide bastante por debajo del metro ochenta, pero los brazos peludos que asoman de las mangas subidas de su camisa de franela exhiben toda una topografía de venas y tendones, y su tatuaje —Semper Fi— prácticamente elimina la amenaza que en principio parecían sugerir los escuálidos brazos supertatuados de Matt. Satch lleva el poco pelo que le queda cortado al uno, lo que realza esa cabezota enorme que tiene, y esos pómulos pronunciados hacen pensar que seguramente duele tanto pegarle en la cara como que te pegue él. —Hola, Satch —lo saludo. —Zack, ¿cómo te va?—responde, y me estrecha la mano—. Cuánto tiempo sin verte. —Se diría que esperaba mi llegada—. Oye —dice, mirando a Matt y Norm apoyados en el coche de marras, que Norm ha aparcado en plena parada de autobús delante de la ferretería—, Pete es un buen chaval. No es por nada, pero procuro ir a comprarme zapatos a su tienda. Puse el cartel de «en venta» en ese coche hace cosa de dos semanas, y cada vez que Pete pasaba por aquí me preguntaba si se lo vendería, y yo me reía de él. Pero luego va y se presenta aquí con un cheque extendido ya a mi nombre, y él serio que serio. Me dice que se sacará el permiso de conducir. A ver, si el chaval puede trabajar en una zapatería, ¿por qué no va a tener permiso de conducir? Es lo que yo me dije. No es por nada, pero insistí para que entendiera que no había posibilidad de reembolso. Odio la gente que empieza las frases con «No es por nada». Además, ¿qué significa en realidad? —Me hago cargo —digo, en plan simpático—, por eso he querido venir personalmente a hablar contigo. Pete siempre habla muy bien de ti. A su manera es muy listo, y entiendo que consiguiera convencerte de que lo del carné de conducir era algo factible. Pero no lo es, Satch, y Pete no puede hacer absolutamente nada con un coche, de modo que nos gustaría devolvértelo y dejarlo todo en un simple malentendido. Satch parece reflexionar sobre la situación. —Si quieres que intente venderlo en su nombre, creo que a eso sí podría ayudarle —dice al cabo. —No hemos venido a pedirte que lo vendas —digo—. Hemos venido a devolver un coche que de entrada no se le debería haber vendido a Pete. —Lo siento —replica, ceñudo—. Yo le dejé las cosas muy claras. Imposible, no puedo aceptarlo. —No es por nada, Satch —interviene Matt, sarcástico—, pero no hemos venido a pedir. El coche ya está aquí. Ahora queremos el dinero de Pete. —Cállate, Matt —digo—. Vamos a ver si lo arreglamos. —Me vuelvo y miro a Satch con una sonrisa conciliadora. Esto es una negociación, y si algo soy capaz de hacer, es negociar desde una posición intermedia—. - 118 -

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Mira, Satch, comprendo que el coche no ha estado disponible durante dos días, y que es posible que hayas perdido alguna oportunidad de venderlo. ¿Qué tal si te damos cincuenta pavos a tocateja por las molestias? Yo creo que es bastante justo, ¿no? En la cara de Satch aparece y desaparece una sonrisita. Ve de qué va el juego y está dispuesto a jugar. —Me quedo el coche y os doy quinientos —dice. —Y una mierda —dice Matt. —Novecientos —digo yo. —Quinientos cincuenta. —Para empezar, no tenías que haberle vendido el coche —digo—. Ochocientos cincuenta, y es mi última oferta. —Seiscientos —dice Satch—. Además, ¿quién diablos le abre una cuenta corriente a un retrasado mental? —¡Se acabó! —exclama Norm, dando un paso al frente y mirando a Satch con verdadera repugnancia—. No pienso seguir escuchando, bastante tengo con que te aprovecharas de un hombre mentalmente deteriorado. No voy a quedarme cruzado de brazos y dejar que, encima, lo denigres. Aparte de debernos mil pavos, también nos debes una disculpa. Ahora bien, de la disculpa puedo pasar, teniendo en cuenta la clase de tipo que eres, pero vete enterando de que no pienso marcharme de aquí sin el dinero. Podemos hacerlo rápido, o pasarnos todo el día discutiendo. Yo no tengo ninguna prisa. Satch se acerca a Norm y se planta a un palmo de su cara. —¿Y usted quién coño es? —Soy el padre de Pete. Y conozco a George, tu padre... Le ayudé a arreglar ese escaparate después que unos gamberros lo destrozaran en los años setenta. Estoy seguro de que él convendría conmigo en que hay que anular esta venta. —Mire, padre de Pete —dice Satch—, George es mi abuelo, no mi padre, y puede usted ir a hablar con él a la residencia de ancianos, pero no sé si va a tener tiempo porque está muy ocupado cagándose encima todo el día y preguntando cómo se llama, que ya ni se acuerda. —Lo siento —dice Norm, respetuoso. Se acerca a Satch y apoya su tripa en el cinturón del otro mirándole temerariamente a los ojos—. Bien, estoy harto de hablar de esto, así que haz el favor de darme el dinero de mi hijo. —Es increíble —dice Satch, retrocediendo un paso—. Pero usted de qué va, arrimándome la polla tiesa a la pierna. —Y, efectivamente, allí está la protuberancia inequívoca en los pantalones de Norm—. ¡Será maricón! —¡Exacto!—grita Norm, con los ojos desorbitados—. Soy un maricón. Estas cosas me ponen cachondo. Y nada me gusta más que dar por el culo a gilipollas como tú, así que suelta el dinero de una puta vez. —¡Maldito loco!—exclama Satch, y da un empujón a Norm, que pierde el equilibrio y se cae de culo. —¡No lo toques!—ruge Matt, y se lanza sobre la espalda de Satch y le rodea el cuello con los dos brazos. La cosa se pone oficialmente fea. Matt consigue propinarle dos puñetazos a la cabeza antes de que Satch, más corpulento, se eche hacia - 119 -

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atrás, de manera que la cabeza de Matt choca con la fachada de ladrillo de la tienda. Luego intenta agarrar a Matt por detrás, pero se queda con la peluca Elton John en la mano mientras Matt cae al suelo. —¿Qué coño es esto?—exclama Satch, mirando alternativamente la peluca y la cabeza de Matt. Momento que yo aprovecho para soltar un puntapié que, aunque mal ejecutado, conecta sólidamente con la parte baja de la entrepierna de Satch, que gira en redondo, pero enseguida se dobla de dolor, y una segunda patada al pecho lo hace caer al suelo. Me abalanzo sobre él, lo agarro de la camisa con una mano y le golpeo la cara con la otra. Y el caso es que no puedo parar, incluso después de notar que le he roto la nariz al tercer o cuarto puñetazo, incluso al notar el sabor de su sangre que me salta a la boca —abierta en un interminable grito salvaje—, incluso al notar que los huesos de la mano se me hacen añicos contra su cráneo y Satch deja de debatirse con los brazos. Porque en medio del dolor y de la espantosa situación, resulta que me gusta, es como una enorme bocanada de aire, la primera, tras emerger de oscuras y acuosas profundidades, y no deja de gustarme incluso cuando Matt y Norm me apartan, incluso cuando empiezo a vomitar en la acera y aparece la policía con las sirenas a tope y nos conducen a todos, esposados y jadeantes, a los coches patrulla que aguardan a unos metros de la escena.

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Capítulo 24 Mamá y Pete vienen a buscarnos a comisaría en el Honda Civic, y no sé si es coincidencia o el fantasma de un antiguo hábito, pero Norm monta en el asiento delantero mientras Matt y yo lo hacemos detrás, con Pete. Y allí estamos, la familia King al completo, en una típica salida si exceptuamos que las bolsas de hielo no son para refrescar los fiambres y la ensalada de patata, sino para mis puños hinchados y doloridos y el chichón que Matt tiene en la sien. Unas horas antes yo miraba traspuesto cómo un sanitario extraía un fragmento de diente que tenía clavado en la carne entre mis nudillos, antes de cerrarme la herida con tres puntos y una tirita. Matt se las ve y desea para mantener en su sitio la peluca mientras se aplica hielo a una contusión del tamaño de una pelota de golf, pero, menos mal, han retirado todos los cargos. Norm, como no podía ser menos, se presentó en plan guasón al agente que nos arrestó, Jim Sheehan, desde el asiento trasero del coche patrulla como si estuvieran compartiendo un taxi, y al hacerlo se enteró de que hace años, cuando vivía en Riverdale, había hecho unos trabajillos con el padre del policía. Resultó que el señor Sheehan había fallecido el año pasado, y los cariñosos recuerdos que Norm conservaba del hombre conmovieron a su hijo. Tras oír la versión de Norm sobre lo ocurrido, Sheehan nos dejó en una sala de interrogatorios y fue a hablar con Satch, a quien estaban atendiendo en una sala de urgencias. Dos horas más tarde Sheehan volvió tras haber conseguido arrancarle a Satch el compromiso de no presentar denuncia si nosotros accedíamos a quedarnos el Mustang y lo dejábamos en paz. Tuve la impresión, por el modo en que lo explicó el agente Sheehan, que éste había presionado un poquito a Satch al presentar nuestros argumentos. —No es por nada —le dijo a Norm cuando salíamos de la comisaría—, pero venderle ese coche a su hijo fue una putada. Ese tipo merecía más paliza de la que se llevó. De modo que aquí estamos, la familia temporalmente rota reunida en los confines del Civic de Lela sin saber qué hacer ahora, qué forma se supone que hemos de tomar o si queremos intentarlo siquiera. Un silencio incómodo nos envuelve, de modo que Lela pone la radio y Pete canta al unísono de Dave Matthews con temerario abandono. Dirijo a mi madre hacia Jackson Avenue, donde he dejado el coche de Jed. Nos quedamos un rato allí de plantón, sin saber muy bien quién se irá con quién. Finalmente, Norm propone que vayamos todos a cenar, pero yo no estoy para eso; todavía me tiemblan las entrañas mientras reproduzco mentalmente el vídeo de mi arrebato violento, sin cortes. Digo que he de volver a la ciudad, y Matt tiene una actuación, así que Norm decide que seguirá a Lela y Pete en el Mustang y cenará con ellos en casa. Pero primero nos da las gracias a Matt y a mí por respaldarlo (así lo expresa) en el altercado

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con Satch. —¡Menudo equipo!—proclama, hinchado de orgullo varonil—. ¡Los Peleones King! Eso somos. Los Peleones King. Lo que nos falta en fuerza muscular lo compensamos con extravagantes movimientos de diversión: una erección estratégicamente colocada aquí, una cabeza calva por allá, y mientras el otro se queda boquiabierto ante el raro espectáculo que ofrecemos, aprovechamos la oportunidad para machacarle la cabeza. Norm se deleita con nuestras superficiales heridas, olvidando el hecho de que peleábamos por Pete, no por él, y que hemos fracasado en nuestro intento de conseguir que nos devolvieran el dinero. Como siempre, analiza el éxito únicamente en función del drama generado, no de los resultados concretos. Supongo que no debería esperar nada más de alguien para quien el viaje ha sido siempre, a todas luces, mejor que la llegada. Matt y yo nos quedamos en la acera viendo alejarse a nuestros padres, algo que esta misma mañana nos hubiera parecido inconcebible. Norm se presentó hace sólo unos días con planes para un inmediato acercamiento rayano en lo alucinatorio, y sin embargo aquí está, engarzado sin esfuerzo en la dinámica familiar como si nunca se hubiera marchado. Y yo me pregunto: ¿Realmente puede ser tan sencillo? ¿Puede uno saltarse las heridas y las defensas de la gente, las transgresiones de su propio pasado, e irrumpir por la cara en una situación nueva, una situación que a uno le conviene más? La idea no deja de ser atractiva, cosa que me hace considerar mi propia y patética situación. Quizá lo que necesito es un poco de cabezonería alucinatoria. Ayer no me hubiera creído capaz de ello, pero hoy todo me parece diferente. Hoy soy un tío que se enzarza a puñetazos en la calle, que llevan esposado en un coche patrulla, que tiene fragmentos de dientes de adversarios incrustados en la mano. Pero, de momento, no puedo dejar de temblar. —Oye —le digo a Matt, que se ha quitado la peluca Elton John y se frota la sien magullada—. ¿Por qué no vuelves tú en el coche a la ciudad? Tengo algo que hacer aquí. —¿Aquí?—Me mira, incrédulo. —Voy a ver cómo están Tamara y Sophie. Coge las llaves del Lexus y aprieta un botón. Las luces centellean y los seguros se abren cuando el coche recibe la orden. —¿Cómo le va?—dice. —¿A quién? —¿De quién estamos hablando? —Bien, le va bien —digo. Me lanza una mirada impregnada de entendimiento extrasensorial. —¿Y a ti, cómo te va? —Sobreviviré —respondo, agitando mi puño lastimado. —No me refería a eso. Le miro a los ojos, dejando que los míos expresen lo que no puedo decir en voz alta. —Ya lo sé —digo. - 122 -

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—¿Cuándo regresa Hope? —Mañana por la mañana. —Ah. —Su mirada es franca y afectuosa, como si me invitara a sincerarme con él, y sería estupendo poder decir algo en voz alta, hacer que todo fuese un poco más real, un poco más factible, pero no ocurre así. —¿Me acompañas?—digo. Aguanta un momento mi mirada y luego se encoge de hombros. —Claro —dice. Matt conduce el Lexus demasiado rápido para mi gusto, acelerando en los tramos rectos, tomando las curvas a excesiva velocidad. —Vaya día, ¿eh?—digo por llenar el vacío de mi tácita confesión. Llegamos a casa de Tamara. Matt mira hacia el camino particular cuando me apeo del coche, y luego hace un gesto con la cabeza, ofreciéndome una extraña y generosa sonrisa de hermano pequeño mientras arranca. —Todavía no ha terminado —dice, antes de pisar el acelerador y desaparecer en el crepúsculo que ya se cierne sobre Riverdale.

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Capítulo 25 —Tengo el mismo sueño al menos una vez a la semana —dice Tamara —. Entro en el cuarto de baño en mitad de la noche y me doy cuenta de que he olvidado sacar a Sophie de la bañera. Cuando enciendo la luz, allí está, boca arriba debajo del agua. Lleva horas allí, y la saco rápidamente e intento despertarla, pero a pesar de que la sacudo y le hago el boca a boca, Sophie está tiesa y pesa mucho, como si estuviera llena de agua, y yo sé que ha muerto y que es culpa mía. Estamos sentados en el suelo embaldosado de azul del cuarto de baño mientras Sophie chapotea en la bañera. Tamara sostiene en su regazo mi mano magullada y le aplica una bolsa de hielo. Junto a nosotros, Sophie tiene ahora el pelo más oscuro y pegado a la cabeza empapada, y los mofletes le brillan mientras canturrea para sí. —Y el caso es que —continúa Tamara —por más veces que sueñe lo mismo, siempre me quedo horrorizada, y esta pequeña parte de mí, la que es consciente del sueño, se pregunta cómo es posible que haya dejado que suceda otra vez, sabiendo que el sueño se repite. —Me mira con una sonrisa modesta pese a que sus ojos se ponen húmedos al recordarlo—. Hasta durmiendo soy una mala madre. —Esos sueños representan tu miedo a ser una mala madre. Y las malas madres no tienen miedo de ser malas madres. Así que ya ves, eso demuestra que eres una buena madre. Tamara me sonríe. —¿Dónde estaría yo sin ti, Zack? —No tengo la menor idea —digo, pero en realidad estoy pensando: ¿felizmente casada con un marido vivo? Porque, sin mí, Rael nunca habría ido a Atlantic City, o quizá, si yo hubiera dicho que no, se habría decantado por Jed, y éste habría conducido el Lexus, o qué sé yo, un sinfín de posibilidades que no habrían tenido otra cosa en común salvo el no haber terminado en un accidente mortal. Tamara parece leerme el pensamiento y aparta tristemente la vista. No hay nada más limpio que una cría de dos años en la bañera. Sophie se pone de rodillas y estira el cuello para mirar mi mano desde el borde de la bañera, y al hacerlo salpica de agua el suelo y de paso el pantalón corto de Tamara. —¿Zap tiene pupa?—dice. —Sí —dice Tamara—. Zap tiene mucha pupa. —Un beso. Detesto la idea de que mi mano magullada, ahora deforme y cárdena y con una costra de sangre alrededor de los puntos, entre en contacto con esa boca perfecta, rosada y embrionaria de la niña, pero la sonrisa de Tamara me insta a hacerlo y extiendo la mano, inclinándola de modo que Sophie no pueda ver la parte más lastimada. Toma mi mano en sus

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manitas mojadas y mira atentamente la herida. —Oh —dice, admirada—. Zap tiene mucha pupa. Y heme aquí, sentado en el suelo húmedo, rodilla con rodilla de Tamara, y cuando Sophie se inclina y empieza a darme besos en la mano, casi me pongo a llorar. Hay en todo ello una perfección, una plenitud: el rostro y la postura de Tamara, el mullido cuerpecito de Sophie y sus ojos inocentes. El universo de madre e hija está contenido en este cuarto de baño, y yo quisiera incorporarme a él, formar parte de la soledad sin complicaciones que ellas comparten aquí. Puedo amar a Tamara y ayudarla a educar a Sophie, puedo mudarme a esta casa y dejar atrás mi vida de intermediario. En ese momento me parece tan factible, tan a mi alcance, que tengo la sensación de que si pudiera quedarme aquí indefinidamente, todo lo demás se acabaría solucionando. —¿Zack? Tamara me mira con gesto preocupado, y me doy cuenta de que mi cara debe de estar revelando más de lo que yo pensaba. Intento una sonrisa, consciente de que me sale como un intento de sonrisa, y retiro la mano de las de Sophie. Me apoyo contra la pared, y en Tamara, que me rodea con un brazo. —Tengo un mal día —digo. —Mami beso —dice Sophie. Tamara sonríe al llevarse mi mano a los labios. —Bueno —susurra, y presiona mis nudillos con sus labios—. Ya está. Curado. Sophie está de pie en la cuna, en un rincón de su cuarto azul, dándome instrucciones sobre el protocolo correcto de cómo acostarla. Cuando Tamara estaba encinta no quería saber si era niño o niña. Consideraba un gran riesgo exponer al bebé a la perversa mirada del destino. Se negó en redondo a comprar accesorios o ropita de bebé hasta que éste, o ésta, hubiera nacido, convencida de que cualquier dato prematuro era abrir la puerta a la fatalidad. Pero no hubo forma de frenar a Rael. La ecografía parecía indicar un niño, de modo que Rael, ni corto ni perezoso, hizo enmoquetar la habitación de azul, con visillos a juego, y poner motivos deportivos en los topes de la cuna. Luego, cuando nació Sophie, Tamara dijo que le daba igual y que Rael se lo tenía merecido, confiando en que la equivocada decoración bastara para contrarrestar el mal de ojo. Así pues, el dormitorio de Sophie carece de los suaves tonos rosas de un cuarto de niña, cosa que Tamara ha compensado poniendo sábanas de colores pastel y globos en las paredes. —Taza —me exige Sophie, alargando la mano. Le paso la taza y ella bebe y luego apoya la taza en el paragolpes de la cuna—. Pipa —dice, y le doy el chupete. Ella se lo mete en la boca, se tumba y apoya la cabeza en la almohada—. Manta Minnie. —Le subo la colcha de la ratona Minnie y la arropo. Sophie se pone de costado y pasa un bracito regordete sobre la almohada en un gesto posesivo—. ¿Zap frota espalda?—dice. Lo hago pasando la mano en círculos sobre la espalda de su pijama de rizo y la niña cierra los ojos. El rostro de Sophie en reposo es un estudio de curvas: la mejilla - 125 -

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convexa, el párpado cerrado, la boca fruncida. Perfección de formas redondeadas no enturbiadas por la menor preocupación ni el menor pensamiento impuro. Mirándola, noto cómo la violencia que aún anidaba en mi vientre empieza a diluirse, y una oleada de afecto hacia esta niña me empuja a rozar sus mejillas con la yema de mis dedos. «Te quiero, pequeñina», musito. Su respiración es ya la de un sueño tibio y confortable. Me pongo de rodillas para oírla respirar, y al momento noto que se me hace un nudo en la garganta mientras unas lágrimas sorprendidas brotan de mis ojos y me resbalan por las mejillas, dejando manchitas oscuras en la moqueta azul. «¿Qué voy a hacer?», susurro en la silenciosa penumbra de la habitación. La miro dormir a través de los barrotes de la cuna, como un recluso mirando una esquirla de sol a través del ventanuco de su celda. Sophie es la única cosa perfecta de mi vida, y ni siquiera me pertenece. Tamara le pide al hijo de una vecina que haga de canguro para poder acompañarme a casa. Voy en el asiento del acompañante y observo cómo las sombras móviles producidas por las luces de la autopista bailotean sobre los delicados rasgos de Tamara. —¿Qué?—dice, pasándose la mano por el pelo. —¿Qué de qué? —¿Qué estás mirando? Si pudiera decirle la verdad, le confesaría que le busco algún defecto. Porque eso es lo que uno hace cuando se enamora de alguien de quien no quiere enamorarse. Buscas imperfecciones en su piel, algún detalle raro en sus facciones. Te imaginas cómo será cuando envejezca. Tratas de sorprenderla en ángulos poco favorecedores, encontrar algo poco agraciado en el ensamble de las extremidades con el tronco. Buscas estos defectos con cierta desesperación, dispuesto a reivindicarlos, a imaginarlos más grotescos y, con ello, a liberarte de esa persona. Le diría que estoy paralizado, que veo cosas que no están a mi alcance, que tengo picores que no puedo rascarme. Y luego está esa parte de mí que he dejado de sentir por completo; que mis días están llenos de un pánico callado que tiene tanto que ver con ella, o al menos con lo que de ella podría esperar, como con esa cosa que ha aparecido en mi vejiga; que estoy tan enamorado de ella que casi no puedo respirar, y que todo mi mundo se ha vuelto de ese color, un rojo sangre que vuelve blanco y negro todo lo demás, personas y cosas, y que no quiero vivir en blanco y negro pero me aterra pensar que así es como acabare. Le diría que la quiero desde la médula de mi ser, y que ella es la respuesta a unos anhelos que nunca supe que tenía. Insistiría en que nada de todo esto debería tomarse al pie de la letra. Porque ella está destrozada y yo estoy destrozado y ella está sola y yo quizás enfermo, y después de todo lo que ha tenido que pasar, yo no tengo derecho a inmiscuirme, y que esto podría terminar fácilmente en un desastre, todo mal y sin ningún sentido. Que quizá no sea otra cosa que un puro y simple azar de conveniencia y transferencia, una sutil transposición de temores y necesidades, la síntesis accidental de complejo de salvador más desesperación, todo ello envuelto en soledad y atado con - 126 -

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una cinta roja de lujuria en estado puro. Y le diría que, aunque de todo esto no debería fiarse, de mí sí puede fiarse. Quiero decírselo, porque Tamara ya lo sabe. Si abrigaba alguna duda, el temerario beso de ayer las habrá disipado. Entonces, si ella lo sabe, ¿por qué diablos no puedo decirlo? Bien, me figuro que porque una aceptación en bruto nos obligaría a analizar el asunto, y esto nos devolvería rápidamente a nuestras respectivas realidades. Yo no puedo ser suyo, y aunque pudiera, ella no está preparada para ser mía, o quizá lo esté pero yo siga mi camino y me case, o tal vez podría ser suyo pero no le intereso. En cualquier caso, hablarlo lo convertiría en una promesa rota antes de formularla, y después de semejante decepción ya no podríamos recuperar ese amor dulce e intocable que corre por nuestras venas. De modo que no digo nada. Y ella retira la mano del cambio de marchas y la apoya en mi brazo, sin más, y hacemos el resto del trayecto en un complejo pero no complicado silencio, notando la atmósfera dentro del Volvo saturada de pensamientos prohibidos. Aparca en doble fila frente a mi casa y nos quedamos un rato sentados, mirando cada cual por su ventanilla. —Tengo miedo —le digo. —Verás como todo sale bien. —No sólo por la biopsia. —¿De qué, entonces? Miro sus ojos color hoja de nenúfar. —Un poco de todo. Tamara me sonríe y dice: —Eso también se arreglará. —¿Cómo lo sabes? —No puede ser de otra manera. —A veces tengo la impresión de que no puedo respirar —digo. —A mí también me pasa. —¿Y qué haces? —Te llamo —dice—. Eres mi oxígeno. Cuando salgo del coche, ella se apea también para darme uno de esos casi ilegales abrazos a las luces cortas del Volvo. Ha empezado a hacer frío, el invierno llama impaciente a las puertas del otoño, y tirito sin querer entre sus brazos. —Tú también —digo. Me mira sin entender. —¿Qué? —Eres mi oxígeno. —Oh. Me da un beso en la mejilla. Nos quedamos así, con las frentes pegadas, mirándonos con sonrisas de cansancio. Sus labios flotan seductores a unos centímetros de los míos, pero sé que sería un error. Al cabo me da un beso en la mandíbula y vuelve al coche, y me pregunto si esperaba que yo la besara. —Llámame mañana —dice. Le digo que sí y me aparto para que arranque. Cuando doy media vuelta para entrar en la casa, me sorprendo al ver a Jed en la ventana del - 127 -

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salón con el pecho desnudo, mirándome con gesto crítico y enojado. —¿Era Tamara? —me pregunta cuando entro. Está otra vez en el sofá, mirando CSI y con cara de mosqueo. —Sí, me ha acompañado —digo. —Qué amable. —Oye, ¿qué te pasa? —Nada. —Sólo me ha traído en coche. Levanta las manos para hacerme callar, la vista fija en la pantalla. —Yo no me meto, tío —dice.

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Capítulo 26 Las diez y media de la mañana y estoy que me subo por las paredes. Se supone que hoy llegaban los resultados de la biopsia. Entonces ¿por qué diablos no me llama el doctor Sanderson? Si las noticias fueran buenas, seguro que ya me habría llamado, contento de poder sacarme del purgatorio de la espera. Pero si son malas tal vez prefiera retrasarlo, esperar a tener un rato libre para responder a mis preguntas y hablar del tratamiento. Quizá con los años ha establecido la costumbre de hacer las llamadas buenas enseguida y dejar las malas para el último momento, después de recibir a todos sus pacientes; sólo entonces se apoltrona en su butaca de cuero de calidad, bebe un comedido trago de la botella de whisky de malta discretamente guardada en un archivador de su mesa de caoba y, ya preparado para ello, empieza a repartir malas noticias. Él también es un intermediario, todo lo que hay entre el laboratorio y el paciente (incluso aunque él no tenga la culpa) sigue siendo problema suyo. Siempre tenemos prisa por hacer las llamadas buenas, decirle a un cliente que su pedido llegará antes de lo previsto, o que podemos solucionar un asunto de producción. Pero cuando se trata de malas noticias, lo demoramos al máximo y luego confiamos en que salga el buzón de voz. Soy el Craig Hodges del doctor Sanderson, mis células cancerosas son los swooshes de color equivocado, y aunque él no tenga la culpa, no por ello ignora que la conversación será desagradable. Joder. Tengo cáncer. Estoy convencido. He marcado el número del doctor media docena de veces, pero luego cuelgo antes del primer tono. Me aterra perturbar algún delicado equilibrio kármico, como si el acto mismo de llamar pudiera influir en el resultado. No. Lo correcto es esperar, en plan zen, conservar la calma y esperar a que me llamen. Pero mi espalda sudada, mis manos pegajosas y mis piernas que no dejan de temblar son la antítesis del zen, de modo que me levanto de la cama y voy a la ducha. Debajo del chorro barajo las distintas posibilidades, imagino conversaciones con Hope y con Tamara en las que les revelo mi enfermedad. Hope llora y me abraza y luego telefonea a su familia, llora un poco con su madre y rápidamente pone manos a la obra, insistiendo a su padre para que busque los mejores especialistas y utilice sus contactos para que me vean cuanto antes, con su actitud más decidida. Tamara trata de contener las lágrimas y luego se lanza a mis brazos, liberando toda su pasión contenida en un beso interminable, y después me lleva en silencio a su cama sin otro propósito que el de consumar nuestras tácitas emociones ante mi inminente lucha entre la vida y la muerte. Y finalmente, tras una o dos horas de sexo apremiante y delicioso, se deja abrumar por el llanto y hunde su cara en mi pecho mientras yacemos entrelazados en un húmedo abrazo, los dos desnudos. Y sólo de pensarlo me pongo tan caliente que ya no puedo pensar en

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otra cosa. Qué diablos, tengo que matar el rato como pueda, ¿no? Al salir de la ducha unos minutos después, me digo: Sea como sea, estás jodido. A las once y media me rindo y llamo a la consulta desde la cocina. Jed y Norm están en el salón, viendo la CNN. —Hola —le digo a la recepcionista en plan simpático, como si su buena voluntad pudiera ayudarme—. Quisiera hablar con el doctor Sanderson. —¿Quién le llama, por favor? —Habla con voz grave y acento ruso, pronunciando las palabras con la esmerada precisión del neófito. —Soy Zachary King. Estuve ahí a primeros de semana para una cistoscopia. —El doctor no está disponible en este momento —dice. —¿Sabe cuándo lo estará? —El lunes. —¿El lunes? Se supone que teníamos que hablar hoy. —Hoy no ha venido. —Bien, ¿está en el hospital o algo? ¿Se le puede localizar? —El doctor estará fuera todo el fin de semana. Le sustituye el doctor Post. ¿Quiere que intente localizar al doctor Post? Noto cómo germinan en mis tripas las semillas del pánico. —Oiga —digo—. ¿Cómo se llama usted? La recepcionista parece sorprendida. —Irina —dice. —Irina, hoy tenían que llegar los resultados de mi biopsia. No sé si debía llamar yo o si iba a llamarme él, pero necesito saber algo hoy mismo. ¿Enviarán esos resultados al doctor Post? —No —dice Irina—. Los mandan aquí. —¿Sabe si han llegado ya? —Sólo el doctor abre los sobres del laboratorio. —Por eso mismo le agradecería que intentara localizar al doctor Sanderson. —No tiene localizador —replica Irina—. Este fin de semana no recibe llamadas. —Pero usted sabrá cómo ponerse en contacto con él, digo yo. —No vendrá hasta el lunes —insiste con firmeza. —A ver si lo he entendido. ¿Me está diciendo que tengo que esperar todo el fin de semana para saber sí tengo cáncer porque a usted no le da la gana de hacer una simple llamada telefónica? —El doctor le llamará en cuanto tenga los resultados. —Pero los resultados están ahí —le digo, gritando casi—. Sólo hace falta que alguien llame al laboratorio, o que abra el sobre, lo que sea. —Lo siento, señor King. Yo no puedo hacer nada. Cuelgo de mala manera y lanzo un grito de frustración. —¿Zack? —me llama Norm desde el salón—. ¿Estás bien? Me siento con ellos en el sofá y les cuento lo que pasa. —Bobadas —dice Norm, y se pone de pie—. Vamos. —¿Adónde?—digo. —A la consulta. - 130 -

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—¿Para qué? —Soy más persuasivo en persona —dice, remetiéndose la camisa en el pantalón. —¿Qué piensas hacer? —Lo de costumbre. Cantarle las cuarenta a quien haga falta. Abro la boca para protestar, pero me doy cuenta de que no tengo ninguna objeción. La típica y ciega testarudez de Norm ha demostrado ser muy efectiva en estos últimos días, y no le veo inconveniente a reconducir toda esa energía en bien de mis intereses. Puedo dejar que él se ocupe de todo. He oído contar que hay padres que hacen eso por sus hijos como si tal cosa. Estamos a punto de salir cuando oímos que el televisor se apaga. Me doy la vuelta y veo a Jed levantarse del sofá. Se encoge de hombros y luego me sonríe, como si el encuentro de la víspera hubiera quedado olvidado. —Un minuto, que me visto y bajo —dice. Accedemos los tres al cargado y lúgubre silencio típico de las salas de espera, no un silencio único sino una colección de silencios independientes, mientras los pacientes que van a ver a otros médicos miran por encima de sus Newsweek y sus People para echar un discreto vistazo a los recién llegados antes de volver a sus respectivos olvidos forzosos. Irina es una mujer corpulenta de mediana edad con unos tristes ojos eslavos, una peca peluda en la mejilla y una expresión feroz grabada en sus facciones, tal vez de años y años achicando los ojos contra los crudos y ventosos inviernos soviéticos. Pero por grande que sea su experiencia, Irina no está preparada para alguien como Norm, que desbarata la quietud del vestíbulo como una piedra lanzada a un estanque, vomitando con persuasiva vehemencia una disparatada jerga legal. —El doctor no vendrá hasta el lunes —le dice Irina, arqueando amenazadoramente su única ceja. Su mesa está salpicada de fotografías y de las manitas reseguidas a lápiz de unos nietos que a buen seguro la temen mucho. —Escúcheme con atención —dice Norm, apoyándose en la mesa para hablarle a unos centímetros de la cara—. Si no hace que el doctor Sanderson se ponga al teléfono en menos de cinco minutos, esto tendrá graves ramificaciones legales; no querrá ser responsable de una cosa así, ¿verdad? —Apártese de la mesa, por favor —dice Irina, levantándose indignada. Norm la mira de hito en hito y baja la voz: —Su espacio personal no es lo que importa ahora, como tampoco lo es el fin de semana del doctor Sanderson. ¿Ve a ese hombre de allí? —Me señala, y yo saludo mansamente con la cabeza, inseguro de mi papel en lo que sin duda terminará siendo otro espectáculo Norm—. Ese hombre se ha pasado la semana sin dormir porque está esperando los resultados de una prueba, resultados que le prometieron para hoy. Si tiene que pasar una noche más con ese estrés emocional porque el doctor Sanderson se ha olvidado de él, lo consideraremos una negligencia grave por parte de ustedes. ¿Entiende adónde quiero ir a parar? - 131 -

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—¡A mí no me venga con ésas! —le espeta Irina—. Yo no puedo ayudarles. —Pues telefonee a alguien que pueda —dice Norm muy serio. —¡Deje usted de causar molestias! —Querida, esto no es nada —dice Norm con tono confidencial—. Puro ejercicio de calentamiento. —Yo no puedo localizarle —insiste Irina. En el pasillo que hay detrás de la recepción, se abre una puerta y allí está Camille, la ayudante de Sanderson que me tocó en mi anterior visita, saliendo de una sala de reconocimiento. Mira para ver qué provoca tanto alboroto y entonces, al ver a Norm e Irina en pleno combate, frunce el entrecejo y se aleja por el pasillo. —Eh —dice Jed—. ¿Quién es ésa? —La ayudante de Sanderson —le digo. —Está buena. —Pues ánimo —digo con sarcasmo. —¿Recuerdas cómo se llama? Le miro con cara de incrédulo. —¿Qué? —dice Jed a la defensiva. —Nada —digo—. Camille. —Camille —repite—. Gracias. Oye, ¿puedes distraerme un poco al personal? Hago un gesto significativo mirando a Norm, que ha conseguido agarrar el teléfono de la mesa de Irina y lo sostiene fuera del alcance de la rusa para que ésta no pueda contestar las llamadas entrantes que suenan en dos o tres líneas diferentes. Irina está abalanzada sobre la mesa, maldiciendo en su lengua nativa mientras trata de recuperar el teléfono, pero él se lo impide sosteniendo en alto el auricular y enredándose con el cable al girar sobre sí mismo mientras los otros pacientes observan horrorizados. —Hecho —le digo a Jed. De un salto, Jed se cuela en el pasillo dejándome a mí de pie en mitad de la sala. —Norm —digo, acercándome como el árbitro de la pelea—. Devuélvele el teléfono. —Se lo devolveré —dice, sin interrumpir el contacto visual con la recepcionista—, en cuanto ella me diga que va a llamar al doctor. Mientras las líneas continúan sonando, Norm e Irina se miran fijamente, hasta que ella se deja caer en la silla respirando con agitación. —Es usted un gordo chiflado —dice, meneando la cabeza con perplejidad. —No; sólo soy un padre preocupado —replica Norm con orgullo. Una puerta se abre detrás de la rusa y aparece un hombre barbudo con bata blanca y cara de mosqueo. —Irina, ¿por qué están sonando todos los teléfonos? —Este loco no me deja contestar —dice ella. El doctor nos mira colérico. —¿Qué diablos está pasando aquí?—inquiere con voz de trueno. Norm no ceja: —Es preciso que nos pongamos en contacto de inmediato con el doctor Sanderson. - 132 -

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—Hoy está ausente. Irina puede dejarle un mensaje. —Me temo que eso no servirá. —Pues va a tener que servir —dice el médico barbudo. Es un tipo de planta impresionante, un poco a la Paul Bunyan, cuello de toro y espaldas anchas y una piel rubicunda y pecosa, que sube de color a medida que el individuo se enciende. —¿Podemos hablar en privado? —propone Norm, cambiando de táctica. —¿Están ustedes citados? —No pasa nada, Norm —digo, con vergüenza ajena—. Dejemos un mensaje y marchémonos. Mi padre gira en redondo y se dirige a los pacientes. —Mi hijo Zack tenía que haber recibido hoy los resultados de una biopsia —les explica—. Como se pueden figurar, ha sido una semana de mucha tensión para todos nosotros. —El doctor da un paso al frente y le propina un empujón a mi padre, pero Norm se zafa de él y se sitúa en medio de la sala de espera—. Pero resulta que el doctor se ha tomado el día libre, y ahora tendremos que pasarnos todo el fin de semana preocupados por si Zack tiene o no cáncer de vejiga. ¿Se lo imaginan? Y sólo porque nadie en esta consulta tiene la decencia de romper el protocolo y hacer una simple llamada telefónica. Los pacientes bajan la vista, molestos por haber sido sacados de sus esferas personales para tomar parte de un drama que no les incumbe. La cara del médico está casi morada, sus puños apretados a los costados, y se diría que en cualquier momento se va a quitar la bata para lanzarse sobre Norm. De repente es como si toda la absurda situación fuera a degenerar en violencia real, y en ese momento veo volver a Jed de las consultas internas. —Déjalo correr, Norm —dice al llegar a la recepción—. Larguémonos de aquí. —¿Qué coño estaba haciendo ahí dentro?—le espeta el médico, fuera de sí. —Tranquilo, doctor —dice Jed—. Todo está bajo control. —¿Quién es usted? A diferencia de Norm, Jed es tan alto como el médico y se planta a un palmo de él, aguantando su mirada con osada indiferencia. —Soy el tío que va a llevarse el problema de aquí. El médico retrocede y vamos los dos hacia la puerta, arrastrando de camino a Norm cuando ya empieza a pronunciar lo que parece el preámbulo de una prolija disculpa a los otros pacientes. Mientras bajamos en el ascensor, Jed nos muestra con orgullo un papel arrancado de un bloc de recetas, en el que Camille ha escrito el nombre del club de campo de Westchester donde, está convencida de ello, Sanderson intenta hacer todas las partidas de golf que le sea posible antes de que empiece el invierno. —Larchmont Country Club —lee Norm—. Sé dónde está. —¿Y no podríamos llamarle?—digo, temblando al pensar en una nueva incursión de Norm. —Ella no sabía su número de móvil —dice Jed. —Entonces ¿qué es eso? - 133 -

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—¿Eso? Ah, es el número de Camille. —Pensaba que sería algo importante, por el modo como lo ha subrayado. Jed sonríe arrogante y se guarda el papel en el bolsillo. —¿Ves las cosas que hago por ti?

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Capítulo 27 Me acomodo como puedo en el liliputiense asiento trasero del descapotable de Jed y Norm viaja de guardia armado, cosa que es de lamentar, pues interpreta erróneamente esta circunstancia como una invitación a tomar a Jed bajo su tutela. —¿Cuánto te costó este coche?—pregunta—. ¿Sesenta de los grandes? —Norm —digo. —¿Qué? Sólo es una pregunta. Jed no tiene por qué responder. —Es de mala educación. —¿Por qué? Estamos entre amigos. —Sesenta y tres —dice Jed, sonriéndome por el retrovisor. Norm asiente, satisfecho. —Y hace años que no trabajas, de lo que deduzco que tendrás unos cuantos millones en el banco. —No me va mal. —O sea —dice Norm—, eres un tipo rico y apuesto, en la flor de tu vida. Puedes hacer, literalmente, lo que te dé la gana. Jed asiente, pero ya no sonríe. —Entonces ¿por qué te pasas todo el santo día en tu casa mirando la tele? —¡Norm! Déjale en paz. —¡Vamos!—exclama Norm, exasperado—. Somos hombres. Se supone que hablamos con franqueza. ¿A qué vienen tantos remilgos? Me dejáis boquiabierto con tanta evasiva y tanta sensibilidad, como si fuerais un par de beatas. ¿Queréis saber lo que veo? —No —respondemos Jed y yo al unísono. —Lo que veo es que sois dos jóvenes que vivís en la ciudad más excitante del mundo. Tenéis infinidad de posibilidades, y sin embargo decidís encerraros en ese apartamento de un millón de dólares, tú metiéndote tele en la vena, y tú —señala hacia atrás con el pulgar— perfeccionando el arte del descontento general, demasiado asustado para dar ningún paso positivo que pueda cambiar las cosas. No he visto tipos más patéticos que vosotros dos. Qué desperdicio de vida. ¿Creéis que vais a tener siempre esta edad? Dejadme que os diga una cosa: la vejez llega mucho antes de lo que pensáis. Es como una locomotora a toda marcha. —Estoy reflexionando —dice Jed. —No; te estás escondiendo —replica Norm, no sin cierto cariño—. Los dos tenéis miedo de no sé qué. Vuestro amigo murió y eso fue una tragedia, de acuerdo, pero aparte de pensar en él deberíais daros cuenta de que la vida es un precioso regalo, y que desperdiciarla es un crimen. Miradme a mí, por Dios. Mi familia me desprecia, soy un borracho, he tenido más de quince empleos en mi vida y así lo demuestran los menos

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de diez mil pavos que me quedan en el banco. Si alguien ha de tener miedo a vivir, ése soy yo. Pero yo batallo cada día, hago todo lo que puedo. Unos días consigo algo y otros no, pero cada noche me acuesto sabiendo que el mañana es otra oportunidad para mejorar mi vida. ¿Y sabéis qué? Duermo la mar de bien. Como un maldito bebé. Sí, puede que necesite una pastilla para que la verga se me ponga tiesa, pero vosotros dos necesitáis pastillas para el espíritu. —Norm cabecea, satisfecho de la analogía—. Sí, eso es lo que os pasa. Tenéis disfunción eréctil del alma. — Abre la guantera y se pone a revolver—. ¿Tienes algún boli por ahí? Quiero anotar esto último. Creo que debería patentarlo o algo así. —Norm —digo—, eres un arrogante cabronazo. —Tranquilo —dice Jed—. Tiene toda la razón. —No —replico, lleno de una rabia que se materializa como una tempestad súbita—. ¿Qué es lo que te da gusto, meterte en la vida de los demás, psicoanalizarlos? Si tan sabio eres, Norm, ¿cómo es que tu vida es un desastre? —Tranquilo, Zack —insiste Jed—. Déjalo en paz. —Venga, Norm —digo, desoyendo a Jed—. ¿Cómo puedes suponer que tienes la menor credibilidad? Me deja estupefacto que alguien con una mierda de vida como la tuya crea que puede ir dando consejos sobre el arte de vivir. Norm se vuelve en el asiento y me mira. —A veces hace falta un ciego para enseñarte a ver. —¡Lo que faltaba! —estallo—. Tú y tus malditos aforismos baratos. ¡Eso ni siquiera significa nada! —¡Calma, Zack! —dice Jed. El Lexus va más deprisa. —Significa que tú puedes sacar partido de mis errores —replica Norm, acalorado—. Sólo aprendemos cuando ya es demasiado tarde, de ahí que la sabiduría deba ser impartida. —Vaya, esto viene que ni pintado. Tienes sesenta años y ni una puta cosa buena que aportar, pero tu vida no ha sido del todo una mierda porque tienes tu «sabiduría». —Mi vida nunca será una mierda, Zack, gracias a mis maravillosos hijos. —¿Y se te ha ocurrido pensar alguna vez que tus maravillosos hijos son una auténtica calamidad gracias a ti? Norm asiente con la cabeza, y sus cabellos se agitan desbocados con el viento. —No todos —dice, enigmático—. Aún no. Por eso estoy aquí. —Para salvarnos con tu sabiduría. —¡Cállate, Zack! —grita Jed. Miro y veo que vamos a ciento cincuenta por la West Side Highway. —Afloja, Jed. —Pero lo que hace es acelerar más, serpenteando entre el tráfico. —¡Sooo! —dice Norm, sentándose otra vez de cara a la carretera. —Lo que tenéis que hacer es callaros los dos de una puta vez —dice Jed. Adelanta a una camioneta y está a un paso de embestir a un BMW gris, pero en el último momento lo adelanta por el arcén, haciendo que los surcos de advertencia muerdan con estrépito los neumáticos del descapotable. - 136 -

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—¡Jed!—grito. —Estamos aquí para ayudarte con lo del médico, o sea que vamos a olvidarnos de todo lo demás, ¿vale? Me estáis deprimiendo que no veas. —Vale —dice Norm. —Está bien —digo—. Pero afloja un poco. Jed se incorpora de nuevo a la calzada. La aguja del velocímetro se mantiene en 160 kilómetros por hora mientras seguimos adelantando coches como si estuvieran aparcados. Sin embargo, en vez de pedirle de nuevo que levante el pie del acelerador, nos rendimos a la velocidad, fundiéndonos cada cual con su respectivo asiento. Zumbamos como una bala de cañón, el rugido del motor amortiguado por el viento que cruje al salir despedido del parabrisas y vapulea nuestros cuerpos mientras volamos, o poco menos; tres individuos descarriados dejando que la cacofonía de la velocidad ahogue, al menos temporalmente, la furia rugiente que nos devana los sesos.

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Capítulo 28 El edificio principal del Larchmont Country Club es una mansión colonial de ladrillo rojo con columnas blancas sita en Westlake Avenue, una importante vía comercial. Para marcar distancias hay unos setos de dos metros y medio de alto y una extensa zona de aparcamiento. Para marcar exclusividad, una caseta de guardia y una verja al inicio del camino particular. —Esto es sólo para socios —dice Norm, meneando la cabeza con repugnancia. Norm es de esos judíos que sólo muestran su judaísmo cuando es posible hacerlo de manera heroica ante una muestra de antisemitismo. Observa el edificio con recelo, imaginando toda suerte de rituales arios y reuniones racistas de alto nivel, a puerta cerrada en lujosas salas de conferencias—. Putos nazis. —¿Y tú qué sabes?—digo. —Lo sé —responde enigmáticamente, aludiendo quizás a algún secreto trauma que, como su supuesto alcoholismo, probablemente guarda escaso parecido con la realidad. —Bueno, con dos judíos como vosotros no habrá manera de entrar — dice Jed. Es una broma, pero Norm asiente con gesto fúnebre, como si pudiera haber detectores de judíos en el vestíbulo del club. Restringido o no, colarse en un club de campo es más fácil de lo que uno piensa. El quid está en la pista de golf, cuyos porosos márgenes se adentran en el barrio residencial, lindando con los jardines traseros de las mansiones de estilo Tudor y colonial de Larchmont Estates. Jed tuerce a la derecha pasado el club y va mirando atentamente los caminos particulares y los jardines de las casas hasta que encuentra una adecuada a sus propósitos, y luego aparca el Lexus. —Cuando era un chaval —cuenta mientras nos conduce con paso seguro por el camino de grava de una imponente casa colonial holandesa, blanca como una tarta nupcial, y luego subimos los escalones de piedra hasta la parte de atrás—, nos colábamos en los campos de golf para robar pelotas. Luego nos apostábamos a cien metros de la entrada y las vendíamos a mitad de precio. Detrás de los setos del patio hay una cerca de un metro y medio de alto, que escalamos sin dificultad, y más allá la verde extensión del campo de golf, esmeralda bajo el sol de primera hora de la tarde. —¿Lo ves?—dice Norm—. De niño ya eras un hombre emprendedor. —Y ladrón —señalo. Norm menea la cabeza. —Eso es sólo un tecnicismo. Jed vio que había demanda de un artículo y encontró la manera de ser el proveedor más barato. —No sacábamos pasta —aclara Jed, saltando limpiamente la cerca—. Sólo hacíamos el gamberro.

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—Oye, ¿estás seguro de lo que haces? —le digo, rozando la cerca con los dedos. Jed me está poniendo nervioso con su temeridad—. Esto es propiedad privada. —Y lo de antes también —replica, volviéndose para abarcar con un gesto la pista de golf—. Vamos. Sólo es un delito sin víctimas. Le doy un empujoncito a Norm y Jed lo ayuda desde el otro lado. Luego salto yo. Al tocar tierra noto en la espalda las manos de Norm, asegurando innecesariamente mi aterrizaje, y eso despierta en mí un recuerdo dormido, dulce y nebuloso, de cuando todavía lo consideraba mi padre, y por un momento las piernas me flaquean. —¿Estás bien?—pregunta. Meneo la cabeza y me encojo de hombros. —Un poco mareado. No es nada. —Está bien, hijo. «Papá.» Hemos entrado a la altura del tercer hoyo, y la pista está vacía, de modo que subimos la cuesta hasta el siguiente hoyo. El día está despejado y ventoso, y el viento frío que barre a ráfagas la hierba nos hace abrocharnos las chaquetas. Han regado el campo no hace mucho, y la hierba se pega resbaladiza a las suelas de mis zapatos de ante y con su humedad oscurece las punteras. Expulso el aire hacia el interior de mi chaqueta y noto el sabor metálico de la cremallera, sintiéndome frío y agudamente solo, sin saber qué demonios estoy haciendo aquí. En lo alto del cerro, el campo tuerce a la izquierda, y desde nuestra posición elevada vemos un puñado de pistas. Hay golfistas y carritos desperdigados. Cuando empezamos a bajar hacia ellos, algo me viene a la cabeza. —Todos llevan sudaderas blancas —digo—. Y pantalón blanco. —Normas del club —dice Jed. El y yo vestimos vaqueros y cazadora de cuero, y Norm luce su ridícula sudadera roja. —Se nos notará mucho —digo. Norm se encoge de hombros, jadeando ya por la caminata. —Igualmente nos habríamos hecho notar —comenta. —Haced ver que sois socios —dice Jed. —Me temo que no será fácil —murmuro yo. Estamos ya al alcance de la vista del primer partido doble, dos cincuentones con sus respectivas mujeres. —¿Ves a algún conocido? —pregunta Jed. —Espero que podrás reconocerle —dice Norm. —Al primer tío que te mete un tubito por la verga no lo olvidas nunca —respondo. Los golfistas nos miran. Las mujeres son delgadas, con peinados de estilista y bronceado artificial, y sus discretas alhajas brillan al sol cuando se mueven. Los hombres son tripudos y larguiruchos, con el pelo canoso y reloj de submarinista. Jed saluda con el brazo y Norm les da las buenas tardes. Ellos devuelven el saludo y luego, al pasar nosotros de largo, murmuran en voz baja. Alguien saca un móvil. —¡Estamos jodidos! —dice Jed, aunque no parece que le preocupe mucho—. Dividámonos. —Yo iré por aquí —dice Norm, tomando el sendero pavimentado para - 139 -

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trolleys que se pierde tras unos árboles—. Os llamaré si lo encuentro. Jed y yo seguimos andando pasado el green del tercer hoyo y cruzamos hasta el cuarto tee. —Bonito día —observa tan tranquilo, como si no estuviéramos a punto de ser detenidos por allanar los terrenos de un exclusivo club de campo. Es un verdadero don, pienso, sentirse tan a gusto en cualquier parte, tan despreocupado. —¿Qué tenéis tú y Norm que yo no tengo? —pregunto—. A vosotros nunca parecen importaros las consecuencias. —¿A qué consecuencias te refieres? —Pues no sé, a las que se derivan de transgredir los límites sociales básicos. Norm monta una escena en la consulta del doctor; tú te metes por allí como si fueras el amo de la consulta. Y ahora nos colamos en un club privado, sabiendo que nos van a pillar. —No veo dónde están esas terribles consecuencias —dice Jed. —¿Y si nos detienen? —Ayer te arrestaron, ¿no? Y hoy estás aquí, libre de consecuencias. —Eso fue pura chiripa —digo. —Joder, Zack. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que te arresten y te pongan una multa, o que tengas que pagar una fianza. Sea lo que sea, esta noche dormirás en tu cama. Asiento, convencido. —Pero estoy nervioso, no puedo evitarlo, y en cambio vosotros no tenéis ningún miedo. —Conque yo no tengo miedo, ¿eh?—dice Jed con una sonrisa amarga —. Será por eso que no salgo de mi apartamento desde hace más de un año. —Eh, oye, no dejes que Norm te sorba el seso. Desdeña con un gesto mi comentario, me mira y se rasca la barbilla con aire pensativo. —¿Sabes en qué somos diferentes de ti, Norm y yo? En que no tenemos nada. Y, como dice la canción de Dylan, si no tienes nada, nada tienes que perder. Ni empleo, ni novia, ni amistades. Los dos estamos solos, así que lo que tú consideras temeridad no es, en el fondo, más que soledad en grado sumo. —Tú estás solo porque quieres —replico. —Pues a mí no me lo parece. —Y puede que yo, bien pensado, sí necesite perder algo. Me mira y sonríe, asintiendo con la cabeza. —Siempre queremos lo que no tenemos... Empezamos a bajar hacia la siguiente pista, que desciende en una serie de cuestas escalonadas. A lo lejos divisamos otro grupo de golfistas. —¿Le ves entre esos de ahí abajo? —pregunta Jed. Hago visera con la mano y observo a los golfistas. Son cuatro hombres, pero desde aquí me es imposible distinguir ningún detalle. —No sé. Quizá. Nos disponemos a seguir bajando cuando oímos el ruido de un motor, y un trolley con una luz amarilla que lanza destellos aparece detrás de unos árboles y empieza a subir hacia nosotros. Vemos a los dos hombres con uniforme gris y azul; el conductor nos mira fijamente mientras su - 140 -

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compañero habla por un receptor de radio que lleva pegado al hombro. —O-oh —digo. —Se han dado prisa —dice Jed. —¿Echamos una carrera? Jed niega con la cabeza. —No. Sólo son polis de alquiler. A lo mejor podemos sobornarlos. Llega el trolley y se detiene a unos metros de nosotros. Los guardias desmontan y se nos acercan con cara de póquer, las manos apoyadas en las porras que cuelgan de sus cinturones. El conductor es alto y rubio, de complexión atlética, mientras que su compañero es rotundo y tiene cara de niño, con hoyuelos. —¿Son ustedes socios del club?—pregunta el conductor. —No exactamente —digo. —Esto es propiedad privada —dice Cara de Niño—. ¿Cómo han entrado? —Chicos, ¿queréis ganaros un dinero?—interviene Jed, sacando su cartera. —Perdón, ¿cómo dice? Jed cuenta billetes. —Serán los trescientos sesenta y tres dólares más fáciles de vuestra carrera. El conductor, ceñudo, avanza un paso hacia Jed. —Tenemos que encontrar a una persona —explica Jed haciendo caso omiso y alargándole la pasta a Cara de Niño—. Debe de estar por aquí. Más abajo, en el green, los cuatro golfistas continúan jugando, ajenos a lo que ocurre cuesta arriba. Aun cuando uno de ellos fuera Sanderson, la idea de abordarlo en estas condiciones parece, en el mejor de los casos, problemática. Cara de Niño mira los billetes y luego a su compañero, sin saber qué hacer, pero el gesto del otro corta de raíz cualquier posible duda. El conductor se desprende la radio del hombro y apunta a Jed como si se tratara de un arma. —Pueden hacer dos cosas —dice—. Subir al carro y dejar que los escoltemos pacíficamente hasta la salida, o bien oponer resistencia, en cuyo caso llamaremos a la policía y los retendremos por la fuerza hasta que lleguen. —Vamos a calmarnos un poco —dice Jed, haciendo un gesto apaciguador—. No nos acaloremos. —Entonces, opción dos —dice el conductor, sacándose las esposas del cinto. —¡Hostia!—exclama Cara de Niño, mirando más atrás de nosotros. Nos damos la vuelta y ahí está Norm, bajando muy colorado hacia nosotros en camiseta, los ojos desorbitados y agitando las manos, seguido por dos guardias de seguridad. Uno de ellos lleva en la mano la sudadera de Norm, que ondea con el viento como una bandera de caballería. —A por él —dice el conductor, y los dos guardias le cortan el paso extendiendo los brazos para pararlo. Sería el momento ideal para que Jed y yo escapáramos por piernas, pero la imagen de Norm bajando como alma que lleva el diablo nos tiene hipnotizados, como si fuera un insólito fenómeno de la naturaleza, y nos - 141 -

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quedamos allí clavados mientras carga contra los guardias como un toro de lidia y los tres caen al suelo, resbalando más de cuatro metros por la hierba húmeda antes de que la fricción los frene a unos pasos de nosotros. —Vaya, esto no se ve todos los días —dice Jed. Norm es el primero en levantarse: parece un bicho de los pantanos, brazos y hombros cubiertos de barro y hierba mojada. —¡A correr!—grita como un histérico, y se lanza de nuevo cuesta abajo con los cuatro guardias pisándole los talones. —¡Vaya por Dios!—digo, y echamos a correr detrás de ellos unos segundos después. Norm llega casi hasta el green. Los cuatro golfistas se quedan clavados al suelo, mirando boquiabiertos al grupo que desciende a la carrera. Los guardias alcanzan a Norm cuando éste llega a terreno llano, y entre tres consiguen placarlo. Igual que antes, resbalan por la hierba mojada, un revoltijo de brazos y piernas. Mientras Jed y yo llegamos a todo correr, veo varias porras que apuntan al cielo antes de descargar sobre el cuerpo postrado de Norm, y lo único que podemos hacer es lanzarnos de cabeza sobre la melé, patinando por la hierba con los guardias, intentando agarrarnos a sus brazos resbaladizos a fin de esquivar sus golpes. Acto seguido se produce una especie de refriega líquida, básicamente en tierra puesto que la hierba resbaladiza hace que estar de pie sea una gran desventaja. En un momento dado, los guardias empiezan a gritarnos que nos estemos quietos, que dejemos de resistirnos, mientras nosotros les gritamos cosas sobre brutalidad policial y futuras demandas. Jed y yo nos enfrentamos separadamente a dos guardias, mientras otros dos aguardan junto a Norm, que está rodilla en tierra entre ambos, jadeante y colorado y con la cara perdida de barro. Su postura es un tanto rara, con la cabeza bamboleándose de manera extraña sobre los hombros, y un parpadeo constante y espasmódico. —¡Norm!—grito, zafándome de mi adversario—. ¿Estás bien? El guardia trata de atraparme pero entonces, al ver a Norm, me suelta. Veo que los guardias se apartan de él, abriéndome paso. —¡Norm!—grito de nuevo—. ¡Papá! El me mira, y su expresión se aclara momentáneamente al cruzarse nuestras miradas. —Tranquilo —jadea con un hilo de voz—. Sólo necesito recuperar el resuello. —Luego me sonríe, pone los ojos en blanco y añade—: Jodidos nazis. —Y acto seguido cae redondo al suelo.

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Capítulo 29 Llevan a Norm a la enfermería, donde Jed y yo observamos cómo una flaquísima enfermera negra le ayuda a quitarse la camiseta y procede a aplicarle el estetoscopio. Norm tiene una larga cicatriz perpendicular en el pecho, rosada y cilíndrica, hasta el diafragma. —Le han operado del corazón —dice la enfermera. —Hace seis años —confirma él, muy concentrado en acompasar la respiración, cosa que no ha dejado de hacer desde que ha vuelto en sí cuando lo traían en el trolley. Tiene el vientre rasguñado y sucio debido a la caída, y la piel incrustada de barro y hierba. —¿Qué medicamentos toma?—le pregunta la enfermera. —Lipitor y Toprol —responde. —¿Tabletas de nitroglicerina no? —No tengo dolores en el pecho. —¿Y ahora no le duele?—pregunta ella, escéptica. —Me falta un poco el resuello, nada más. —Por lo visto ha corrido mucho —dice ella, mirándole la panza desnuda—. No parece muy acostumbrado a correr. —En eso lleva razón. —Tal vez no debería hacerlo, con ese historial médico. —Al final voy a echar de menos a mi madre —dice Norm, sonriente. A la enfermera no le hace gracia. —Creo que llamaré una ambulancia. —Preferiría que llamase a mi médico. Se llama Larry Sanderson, es socio de este club. Creo que anda por el campo de golf. —¿Está hoy aquí? —Así es. La enfermera sale de la habitación y, al momento, la cara de Norm se ilumina. —¿Lo veis?—dice sonriéndonos—. Mi locura tiene método. —¡No me lo puedo creer!—dice Jed, meneando la cabeza y echándose a reír—. ¿Has fingido todo esto? —Siempre tengo un plan B —dice Norm. Yo no río. —La cicatriz del pecho no es de broma —digo. —No. —Se la mira—. Esto es de verdad. —¿Qué te pasó? —Tuve un ataque al corazón. Me desmayé durante un almuerzo de trabajo y acabé en el quirófano con un triple bypass. —Se baja de la camilla y se pone la sudadera. —¿Te operan a corazón abierto y ni se te ocurre llamarnos? ¿No pensaste que quizá necesitabas a la familia en un momento así? Norm se me queda mirando, muy serio.

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—Me moría de ganas de llamaros. Estaba muerto de miedo, pensaba que si me moría no podría hacer las paces con mi familia. Créeme, no pensaba en otra cosa. —Entonces ¿por qué no llamaste? Baja la vista, arrugando la frente. —No tenía ningún derecho —dice, y está claro que eso lo lleva muy adentro y le hace sufrir—. Te diré una cosa: no hay nada peor que despertarse tras una operación sin nadie que esté esperando a ver si has salido vivo. Tienes la sensación de que no importas, de que ni siquiera existes. Podría haber muerto ese día y nadie me habría echado de menos. Los médicos vinieron a darme la enhorabuena, y yo mientras deseando haber muerto en el quirófano. —Carraspea, se enjuga una posible lágrima con la mano sucia de barro—. Ése fue el peor día de mi vida, el día que superé la operación —añade—. Y te lo dice alguien con un montón de días malos para escoger. —Deberías haberme llamado —insisto. —Debería, podría, etcétera. —Eres un gilipollas, Norm. —Ya. —Me mira—. Ahora dime algo que no sepa. La conversación se ve interrumpida por la enfermera, que entra con el doctor Sanderson. Su presencia aquí, tras las desventuras del día, resulta tan surrealista, tan fuera de contexto, que de repente me quedo sin palabras. Su aspecto es el de siempre, quizás un poco más ancho de caderas y muslos sin la bata de médico que disimule. Viste como los otros golfistas, sudadera blanca y pantalón marrón holgado, y su expresión experimenta un cambio singular cuando nos ve con la ropa y la cara manchadas de barro. —Perdón —dice, dirigiéndose educadamente a Norm—. ¿Le conozco? —Conoce a mi hijo —responde Norm, y me señala. —Hola —digo como un estúpido—. Soy Zachary King, paciente suyo. —Le recuerdo —dice Sanderson, y su frente se arruga al tratar de ordenar los hechos de manera que ofrezcan algún sentido—. ¿Se puede saber qué pasa aquí? —Se supone que hoy llegaban los resultados de mi biopsia. Pero usted no estaba en la consulta y nadie ha querido decirme nada. Agranda los ojos al comprender. —Un momento. ¿Ha venido aquí para verme? Asiento. —Sí, necesitaba saber los resultados. La vena morada de la sien de Sanderson empieza a latir y los músculos de su quijada se tensan mientras me mira. —Esto es inaudito —dice, enojado—. Completamente inaceptable. Gira sobre los talones, pero Jed se le adelanta y le obstruye el paso. —Oiga —dice—, a veces se cometen errores. Estoy seguro de que usted no dejaría colgado a nadie esperando los resultados de una biopsia tres días más si no hay necesidad. Entiendo que esté molesto, pero me parece que hay cosas más importantes en juego, ¿no cree?—Se saca el móvil del cinturón y se lo tiende—. Haga esa llamada, ¿de acuerdo? Sanderson se lo queda mirando y luego saca su propio teléfono móvil. Se va a un rincón de la sala para hablar en privado. El corazón me late - 144 -

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como una cacofonía de código Morse desbocado y el aire me resulta irrespirable, como si estuviera inhalando jarabe, mientras espero a que Sanderson termine de hablar. Trato de improvisar una oración, un mensaje coherente y con impacto, pero cuando pienso en Dios, me imagino el libro que tuve de niño, el que hablaba de la creación y del paraíso, donde Adán era pelirrojo y de ojos oscuros y Eva era morena y de labios color cereza y grandes ojos azules con una expresión tan candorosa que, incluso siendo un niño, te daban ganas de gritarle que cualquier imbécil podía ver que la serpiente no tramaba nada bueno. Dios estaba representado como un haz de luz que emergía de las nubes como un efecto especial, pero yo entonces no lo entendía así. Asociaba la imagen de Adán con su nombre, y ahora, en este preciso momento, me doy cuenta de que la imagen de Dios que he tenido en la mente desde mi niñez es en realidad ese dibujo malo de Adán, con sus calzoncillos de hoja de parra, y es a él a quien he rezado en esas raras ocasiones en que se me ha ocurrido rezar, y, desde un punto de vista teológico, las implicaciones de este error de identidad son para echarse a temblar. Sanderson cierra su móvil y se me acerca con expresión inescrutable. Hablará dentro de un momento, pero el de ahora mismo parece haberse congelado, no podemos salir de él, y veo los poros oscuros de su nariz como si estuviera mirando a través de una lupa, los folículos de su barba, los pequeños cortes del afeitado que tiene alrededor de la nuez de Adán. Me da tiempo a examinar todas las arrugas de su piel y las grietas que ya se forman bajo la epidermis, los tentáculos de un capilar roto en su ojo izquierdo. —La biopsia ha salido negativa. Norm se abalanza sobre el doctor y le da un abrazo de oso, levantándolo del suelo, mientras Jed lanza un grito ahogado y me palmea la espalda. Dentro de mí se abren y cierran puertas, avanzan y retroceden ejércitos, y a medida que el alivio inunda las calles, mis órganos vitales empiezan a vibrar, reorganizándose, adaptándose a la nueva realidad. —¡Menudo equipo formamos!—dice Norm, exultante, soltando a Sanderson para rodearnos con los brazos a Jed y a mí—. Somos buenos o qué, ¿eh? —Vinimos, vimos, ¡y nos dieron una patada en el culo!—dice Jed riéndose con Norm. Sanderson me hace una seña y dice: —Seguramente se trata de unos vasos sanguíneos. Si la hematuria persiste, podemos extirparlos, pero lo más probable es que se resuelva solo. —Bien —digo—. Muchas gracias. —De nada —dice el doctor—. Y ahora, ¿por qué no se van a casa y se lavan un poco?—Amaga una sonrisa antes de partir, demostrando que hasta el mayor capullo del mundo no es inmune al placer de dar buenas noticias al prójimo. La enfermera nos proporciona tres jerséis del club y nos ordena cambiarnos, un acto de hospitalidad que me parece incongruente hasta que un empleado del club entra en la sala con tres formularios de renuncia a demandas por daños y perjuicios para que los firmemos. Norm se pone a leer con parsimonia, lo cual provoca que el empleado empiece a mover los - 145 -

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pies de impaciencia, pero al final firmamos y salimos del club, esta vez por la puerta grande. —¿Lo ves?—dice Jed, pasándome el brazo por los hombros mientras vamos hacia el coche—. Ni polis, ni cáncer. Todo salió bien. Sonrío y asiento con la cabeza, mientras me pregunto por qué a mí no me parece bien en absoluto.

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Capítulo 30 —No lo entiendo —me dice Jed—. Acabas de enterarte de que no tienes cáncer. Deberías estar estremecido de emoción. Lo estamos celebrando con un almuerzo tardío en el Café Luxembourg. Norm, que no se aguantaba de tantas carreras y emociones, nos ha pedido que lo dejáramos en el apartamento para darse una ducha y dormir un poco, con instrucciones de que le lleváramos una hamburguesa a la vuelta. —Pues claro que estoy estremecido de emoción —digo. —Sólo lo pareces —dice Jed—. Ni siquiera has llamado a Hope para darle la buena noticia. —Hope no está al corriente de nada de esto. Sus cejas arqueadas son como signos de interrogación: —¿No le dijiste a Hope lo de la biopsia? —No. Jed dibuja formas en su ketchup con la punta requemada de una patata frita. —Bueno —dice—, ¿qué pasa entre tú y Tamara? —Nada —respondo automáticamente, pero su mirada inflexible me obliga a probar por otro camino—. Salvo que creo que me he enamorado de ella. Se retrepa en la silla y baja la vista al plato. —¿Te la follas? —¡Joder, Jed! No se trata de eso. —¿De qué, entonces? Suspiro. —La cosa está complicada de cojones —digo—. Quiero a Hope y sé que ella me quiere, pero igual podría haber querido a cualquier otro. Ella tenía una lista de requisitos y yo cumplía algunos; en cuanto al resto, ella supone que se me podrá amoldar con el tiempo. Nos llevamos bien, nos sentíamos atraídos el uno por el otro, y decidimos enamorarnos. Con Tamara es diferente. Nos comprendemos sin tener que dar explicaciones. No es algo que decidiéramos racionalmente; ya estaba allí, esperándonos. Es un amor puro, por así decir, y la sensación es como lo que siempre pensé que debía ser hasta que decidí que no era realista y renuncié a ello. —Hago una pausa para respirar—. Ya ves, quizá renuncié demasiado pronto. —Y seguramente no viene mal que ella esté buenísima —dice Jed, frunciendo el entrecejo. —No voy a negar que existe un fuerte atractivo físico. —Joder, Zack. ¡Estás hablando de la mujer de Rael! —No. De la viuda de Rael. —Eres de lo que no hay —dice, poniéndose de pie—. Ella de luto y

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sola, y tú el caballero blanco que acude a su rescate. Eso no es amor, ¡es una puta tirita! Hope no puede competir con eso porque solamente te quiere; ella no te necesita. Tamara lo pasa mal y está asustada, y en vez de portarte como un amigo tú te aprovechas de la situación porque así te sientes un héroe. —¡Rael murió hace casi dos años!—digo, plantándome delante de Jed —. Y no hace falta que me lo recuerdes, porque yo estaba allí. Le vi morir, ¿sabes? Y a ti te jode que Tamara y yo sigamos adelante con nuestras vidas porque tú, por los motivos que sea, parece que no puedes hacerlo. Sigues escondiéndote detrás del dolor, sólo que ya se ha convertido en otra cosa, en una especie de tributo narcisista a tu dolor. Rael está muerto, Jed. Supéralo, y, puestos a ello, supérate tú mismo. Nos quedamos mirándonos unos segundos. La atmósfera está muy cargada. —¿Sabes qué es lo más triste de esta conversación?—dice. —¿Qué? —Que los dos tenemos razón. Pero te diré otra cosa: eso no hace que estés menos equivocado. —Se saca unos billetes del bolsillo y los lanza a la mesa—. Enhorabuena por no tener cáncer —dice con soma—. Si es que te importa. —Y coge la chaqueta y sale hecho una furia del restaurante. Me quedo allí sentado, bebiendo mi refresco, esperando a que amaine la acidez de rabia que me maltrata el estómago. No tengo cáncer y eso es una gran noticia, pero lo que Jed no entendería nunca es que mi cáncer — o, mejor dicho, la amenaza de cáncer —era una patente de corso para un cambio drástico. Nadie pone en cuestión los actos de alguien que tiene cáncer, es como la inmunidad diplomática. Cuando aún no sabía nada, me convertí en una versión temeraria de mí mismo; mandé a mi jefe al cuerno; me lié a puñetazos en la calle; besé a la chica. Me alegro inmensamente de estar sano, pero no me habría venido mal seguir un tiempo más bajo esta espada de Damocles. Ahora, no sé qué excusa voy a poder poner.

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Capítulo 31 Hope vuelve de Londres pensando en sexo. Me recibe en su apartamento con lencería transparente de color violeta, y en cuanto traspongo el umbral me acorrala contra la puerta para besarme. —¿Me echabas de menos? —Sabes que sí. Me conduce de la mano hasta su alcoba, iluminada por velas, y allí empieza a besarme otra vez, agresivamente, su lengua ávida enroscándose en la mía, mientras mete los dedos por dentro de mi cinturón. —¿Qué tal el viaje?—digo. —Menos hablar y más quitarse la ropa —dice mientras me desabrocha la camisa. Mis manos, llevadas por el hábito, buscan su trasero mientras le devuelvo el beso, pero mi reacción es sólo superficial. Hope ha estado fuera apenas tres días, pero en mi fuero interno es como si hubiera hecho un viaje mucho más largo, y ser devuelto bruscamente a la realidad me desorienta por completo. Se pone de rodillas para quitarme el pantalón mientras su lengua se pasea por mi bajo vientre. Sus dedos me rodean, buscan mi erección, pero cuando ella se pone de pie y me besa de nuevo, me noto blando otra vez. Sólo le habré dado un beso a Tamara, pero el daño ya está hecho porque, ahora, desnudo en los brazos impacientes de Hope, siento como si las estuviera engañando a las dos simultáneamente. Me empuja sobre su cama de cuatro pilares y se pone encima de mí, besándome con apremio sin dejar de trabajarme a conciencia, tratando de resucitar mi instrumento. —Quiero que me la metas —gime en mi oído. Hope tiene diversas encarnaciones sexuales, y a ésta en concreto le gusta decir guarradas, cosa que (lo reconozco) me calentaba mucho al principio pero que ahora me cohíbe siempre un poco, como si estuviéramos filmando una peli porno de aficionados—. Méteme la polla —susurra frotándome con su vulva mojada, pero en vano. Al cabo de un rato se sale de su personaje y pregunta: —¿Qué pasa? —Nada —digo, tratando de esconderme detrás de otro beso. —¿Todavía te duele ahí? —No. Sólo necesito un poco de tiempo. Pero a Hope no se la disuade tan fácilmente. Para ella, el sexo es otro terreno en el que descollar, y se ha empleado a fondo para dominar el arte amatorio, de modo que el fracaso está descartado. Se lanza sobre mí, empleando todo el peso de su ética del trabajo, chupando, lamiendo, acariciando, etcétera, y al cabo de un rato logra la combinación perfecta y salgo del punto muerto. Hace que la penetre, me clava las uñas en el culo,

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grita echando la cabeza atrás. Copulamos como fieras, totalmente concentrados, y es casi como una prueba de atletismo, con sus gruñidos y su sudor y el peligro real de hacerse polvo las ingles. Cuando finalmente se corre, sus gritos de placer llevan consigo un dejo de triunfo. Después se tumba de espaldas, satisfecha de haber hecho bien su trabajo mientras yo yazgo en el barullo de mis contradicciones, habiendo logrado encubrir mis crímenes, espectador incompetente de la farsa en que se está convirtiendo mi vida. Para que luego hablen de bienestar poscoital. Hope me habla de Londres y de nuestro compromiso, de salones para bodas, regalos para las damas de honor y listas de invitados, y ésta es mi Hope, bella, alegre y siempre un poco boba, empeñada con el mayor desenfado en conseguir las metas que se propone. Yo la escucho con una inminente sensación de pánico, atisbando tras el velo de mis pensamientos secretos mientras ella sigue charla que te charla, ajena a la distancia cada vez mayor que nos separa. Me aterra pensar que, pese a todo, yo seguiré adelante con los planes de boda, pero también me da miedo perderla, soy intermediario hasta la médula, a la espera de que un hecho de fuerza mayor me lleve en una u otra dirección, me saque de esta inercia. Hope se vuelve hacia mí y me toma la mano. Yo doy un respingo de dolor. —¡Santo Dios!—exclama, examinando la vistosa magulladura—. ¿Qué te ha pasado? —Tuve una pelea —digo, como si en mí fuera normal. Entonces le cuento lo del Mustang de Pete y nuestro encuentro con Satch, así como nuestra posterior visita a la comisaría. Tan absorto estoy en mi narración, que por poco se me escapa hablarle también de lo de hoy, pero me callo a tiempo al recordar que ella no sabe nada de la biopsia. —¿Sabes?—dice cuando termino—, primero me parecía bien que te vieras con tu padre. Ahora no estoy tan segura. —¿Por qué lo dices? No fue Norm quien empezó la pelea. —Ya, quiero decir, no me parece una buena influencia. —No me ha influido en nada durante veinte años. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? —Oh, vamos, Zack. Estuviera aquí o no, tu padre ha influido en ti durante toda tu vida. —Se incorpora en la cama y se cubre con una sábana por aquello del pudor, cosa curiosa en una mujer que hace sólo unos minutos pedía polla a gritos—. Y no puedes negar que te has comportado de un modo muy extraño desde que ha vuelto. —Define «extraño». —¿Hoy has ido al trabajo? —No. —Pues a eso me refiero: te saltas tres días sin motivo aparente. Y a pesar de tener todo el tiempo del mundo, ni te molestas en llamarme a Londres. Oh, espera, sí me llamaste, una vez, pero estabas colocado. Y ahora vas y te metes en peleas callejeras. —No tiene nada que ver con Norm —me defiendo—. Es que ha sido una semana de aúpa. Hope frunce el ceño y aparta la vista. - 150 -

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—¿Qué te pasa, Zack? Es mi gran oportunidad. Ahí está el momento crítico, esperando a que yo lo atrape, pero tumbado como estoy en la cama con los muslos todavía húmedos de secreciones compartidas no me parece el momento adecuado para confesar mis dudas y pecados. —Puede que haya dejado mi empleo —digo finalmente. —¿Cómo que «puede»? —Me marché de la oficina el martes y no he vuelto. No he contestado a las llamadas al móvil, no he mirado el correo electrónico, nada. —¿Y por qué, si se puede saber?—inquiere, y sus cejas depiladas se tocan casi bajo la frente enfurruñada. —Porque es una mierda de trabajo. Hope menea la cabeza, exasperada. —¿No crees que deberíamos haber hablado antes que nada? —No creía que necesitara tu autorización. Los ojos se le llenan de lágrimas como si la hubiera abofeteado. —¡Por el amor de Dios!—Se levanta y se pone un camisón de raso granate—. Primero se te pasa llamarme a Londres. Claro, estabas demasiado ocupado fumando porros y dando puñetazos. Pero tomaste una decisión importante, algo que me afecta a mí también, te guste o no, y ni siquiera me llamaste para hablarlo. —Está llorando, y la boca le tiembla al hablar—. ¿En qué estarías pensando? —Tú me habrías dicho que no lo dejara. —Te habría ayudado a trazar algún plan. —¡Yo no quiero planes!—le grito, y mi vehemencia nos sorprende a ambos—. Estoy harto de planes. Toda mi vida haciendo planes, y eso no funciona. Sólo quiero tomarme un respiro, a ver si descubro de una vez quién puñetas soy. Hope está inmóvil allí de pie, con la cabeza ladeada, perpleja ante mi exabrupto juvenil. Me preparo para su reacción, pero de momento no la hay. Simplemente cabecea despacio, se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano. Y al mirar sus ojos húmedos, veo con repentina claridad que Hope se lo huele, que pese a todo lo que no le he dicho, ella ha captado mi fastidiosa ambivalencia, además de mi incapacidad para cambiar. Pero aunque lo ve, ella no va a ser la que descarrile las cosas, y si es necesario se vendrá abajo las veces que haga falta. Hope entiende que esto va a ser una guerra de desgaste y no tiene la menor intención de perder. —Yo ya sé quién eres —musita—. Amo lo que eres. No quiero reñir por esto. —Yo tampoco —digo, sintiéndome un gilipollas. Va al cuarto de baño para lavarse la cara. Desde mi posición ventajosa veo la cara posterior de sus largas y bien torneadas piernas, la suave curva de su trasero asomando bajo el corto camisón cuando se inclina sobre el lavabo, y le veo la cara en el espejo: roja, húmeda... y resuelta. No se merece todo esto, me siento fatal por no estar obrando de acuerdo con un plan. Hasta hace unas semanas, yo era un hombre que prometía mucho. Me despierta para hacer el amor otra vez en mitad de la noche. Lo hacemos sin mediar palabras, en esa suerte de limbo en que confluyen sueño y vigilia. Sólo al terminar, cuando noto en la lengua el sabor salobre - 151 -

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de su mejilla, me doy cuenta de que ha estado llorando otra vez.

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Capítulo 32 —¿Qué haces?—me pregunta Norm en mi cuarto mientras me visto para la fiesta de compromiso. —Hope quiere que esté allí temprano. Norm menea la cabeza. —No, quiero decir, ¿por qué lo haces? Tú no quieres casarte con Hope. Lo miro. —Por supuesto que quiero casarme con ella. —¿Y Tamara? —Tamara es una amiga. —Eso no es lo que me explicaste hace unos días. Procedo con el nudo de la corbata Burberry, regalo de Hope. —Olvídate de eso —digo—. Estaba hecho un lío por lo del cáncer. No pensaba con la cabeza. —Pues a mí me parece que todavía estás hecho un lío, con cáncer o sin él, y ésa no es manera de ir al matrimonio. —¿Ahora eres experto en matrimonios? —Soy experto en fracasos matrimoniales, y me veo venir el tuyo como si estuviera ocurriendo ahora mismo. El nudo me queda torcido hacia la izquierda, y tengo que empezar de nuevo. —No te preocupes por mí, Norm. —Trae, deja que te ayude. —Se pone delante de mí y empieza a toquetear la corbata—. Cuando me casé con tu madre no tenía ninguna duda de que era mi media naranja. Me lancé de cabeza sin la menor reserva. —Y ya sabemos lo que pasó después. Mantiene los ojos fijos en la corbata mientras ajusta el nudo, la frente arrugada por la concentración. —A eso iba —dice—. Yo estaba tan seguro como pueda estarlo nadie, y sin embargo fracasé. Por consiguiente, si tú ya tienes serias dudas al respecto, ¿qué se puede esperar de tu matrimonio? —Te olvidas de un detalle. —¿Cuál? —Yo no soy tú. Asiente con gesto triste. —Tienes razón, Zack. No nos parecemos en nada. Tú eres un hombre muy responsable. Tú aguantas, cuánto, ¿ocho años?, en la misma mierda de trabajo porque no eres como el chiflado de tu padre. Y seguirás con tu mujer aun cuando sepas que tal vez nunca la amarás como podrías amar a otra persona. Porque te has comprometido, y eso es lo que importa.

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—¿Qué quieres que haga, Norm?—replico, y la voz me tiembla—. ¿Quieres que sea como tú, de tal palo tal astilla? ¿Piensas que si la jodo esta vez tendremos una cosa más en común, como el gusto por los sándwiches de queso? Tú jamás has sido fiel a un compromiso. Siempre pensabas que tenía que haber algo mejor para ti en alguna parte. Bien, es posible que lo haya, o es posible que no, pero yo no pienso acabar solo y sin blanca cuando llegue a los sesenta por no saber apreciar lo que tengo delante de las narices hasta perderlo. Se echa hacia atrás y me mira detenidamente. —¿Crees que no sé lo que perdí?—dice—. ¿Crees que no lo pierdo cada día? Meneo la cabeza. —Nosotros te queríamos. Éramos tus hijos, tu familia. Y tú nos dejaste tirados como si no te importáramos nada. ¿Qué pensaste que podía ofrecerte el mundo, que fuera mejor que tus propios hijos? Se le crispa el gesto, se le arruga la cara bajo los ojos y en las comisuras de la boca, lesiones antiguas tratando de aflorar, pero en el último momento los aplasta como a insectos bajo la fuerza de su voluntad. Después, como si le costara mucho, vuelve a mirar mi corbata y se acerca para dar los últimos toques al nudo. —Listo —dice, retrocediendo un paso para contemplar su obra—. Un nudo perfecto. —Me vuelve hacia el espejo—. ¿Sabes qué me preocupa, Zack? —No. —Que él no querer parecerte a mí, cosa que sin duda es una loable tarea, te haya impedido ser realmente tú mismo. —Bien, pero puede que yo sea así —digo débilmente. Me siento en la cama y apoyo la cabeza en las manos. —No creo. Tú tienes algo, algo más bueno y más fuerte que yo. Creo que lo que te pasa es que tienes miedo. —¿De qué? —De decepcionar a la gente, como hice yo. —Se sienta a mi lado—. Escucha, Zack, sé que piensas que ya estás comprometido, pero no es así. Todavía no te has casado. Si no estás seguro de que esto sea lo mejor para ti, tienes que pararlo lo antes posible. El daño que puedes causar ahora no es nada comparado con lo que será si llegas a casarte. Me dejo caer hacia atrás, gimiendo; me cubro los ojos. —¿Qué pasa?—dice Norm. —Me duele horrores la cabeza. —¿Por qué no tomas algo? —Hace un rato tomé un Aleve. —Oye, ¿has usado ese frasco que había en el botiquín de tu cuarto de baño? —Sí. ¿Por qué? —Era mi Viagra —dice tras un suspiro. Me incorporo rápidamente, los ojos desorbitados. —Pero ¿qué dices? —Como el frasco estaba casi vacío, lo usé para poner mis pastillas. —¡Norm! ¡La fiesta es dentro de una hora! —Pues más vale que te busques una aspirina, porque si ahora crees - 154 -

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que te duele la cabeza, con la Viagra te vas a volver loco. —No puedo estar en la fiesta con una erección permanente. —Tú procura no tener pensamientos sexuales. El medicamento actúa en conjunción con la calentura. —Pero a ti se te pone tiesa cada vez que la tomas. Norm sonríe: —Es que soy un viejo verde.

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Capítulo 33 Los Seacord han transformado el salón principal de su ático de lujo en escenario de una fiesta de la cosecha. Banderolas de tonos óxido, oro, carmesí y tierra descienden formando arcos desde la araña de luz hasta las cuatro esquinas de la sala, creando un efecto de entoldado. Se han montado puestos de trinchar carne en la pared del fondo, detrás de la escalera, mientras que otras viandas más ligeras, como pasta y sushi, se sirven en mesas en forma de media luna esparcidas por el perímetro de la sala. Una barra de forma circular, a cargo de dos barman profesionales, ocupa el centro de la habitación entre dos árboles en maceta con hojas multicolores. Camareros de esmoquin aguardan para servir canapés calientes en bandeja de plata. En el primer rellano de la escalera, los integrantes del cuarteto musical han terminado de montar sus instrumentos y esperan con ese aire desmadejado propio de los músicos mientras se ajustan los apolillados fajines y las pajaritas. A ambos lados de la antecámara, las enormes puertas de doble hoja dan acceso, respectivamente, al salón y el comedor. Como con su hija lesbiana, los padres de Hope compensan el desagrado que les produce esta boda con un extravagante despliegue de aceptación, y heme aquí ahora, ante el caos de esta bufonada, con un dolor de cabeza que me está matando. —Hola, Zack —dice Vivian. El contacto de sus labios en mi mejilla es como de kleenex seco—. ¿Qué opinas?—Va peinada y maquillada, pero supervisa los últimos preparativos todavía en albornoz. —Impresionante —digo. —Las banderolas no cuelgan como se suponía que tenían que colgar, pero ahora no se puede hacer nada. Ya han desmontado los andamios. —Yo creo que están muy bien —digo—. Y esos árboles son un bonito detalle. —¿Verdad? Los trajeron en camioneta desde un vivero de Vermont. —¿Dónde está Hope? —En su cuarto, arreglándose. Me ha dicho que subieras cuando llegaras. La encuentro sentada al tocador, pintándose los labios. Se ha hecho una trenza que deja ver las gráciles líneas de su cuello. —Hola —dice mirándome por el espejo—. Estás muy guapo. —Gracias. —Me enderezo la corbata, me acerco a ella y apoyo las manos en sus hombros, estudiando nuestra imagen reflejada. Henos aquí, la feliz pareja, juntos hasta que la muerte nos separe. La novia radiante, el novio con las mejillas arreboladas, sea por la excitación del momento o por la dosis de Viagra que empieza a producirle escozor en la cara, como si hubiera tomado demasiado el sol. No sé cómo me lo he hecho, pero tengo a una mujer de bandera y toda una vida en común por delante. Habrá viajes, habrá hijos, y también una casa propia. Podemos reservar un

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cuarto para Pete, que será un tío adorable y que probablemente pasará largas temporadas con nosotros cuando Lela ya sea demasiado mayor. Haremos amigos en el vecindario, tendremos activa participación en la escuela local, nos sumergiremos en la maravilla de nuestra familia, yo despertaré cada mañana viendo el rostro impecable de Hope, y me acostaré cada noche arropado en el grato calor de su abrazo desnudo. Solamente necesito descartar la ilusión de un amor más completo con Tamara, esta efímera fantasía propiciada por una atracción inoportuna y unos temores sublimados. Hope capta mi mirada en el espejo y sus ojos amables me interrogan. —¿Estás preparado? Asiento con la cabeza y miento: —Por supuesto. Una hora más tarde, aquí no cabe ni un alfiler. Hope me presenta a parejas y más parejas de amigos de sus padres, y, cuando voy por la tercera o cuarta copa, ya todos me parecen iguales: gente mayor, muy bronceada, y muy bien conservada a base de talonario. Renuncio a tratar de impresionarlos. Norm y Lela llegan juntos, lo cual es de por sí la cosa más rara del mundo. Lela va vestida de gala con un glamuroso traje de noche negro y joyas prestadas, mientras que Norm tiene un aspecto insólitamente aseado con su traje oscuro y su corbata veteada. Los sigue Pete, muy pulido y a la moda con su traje negro y corbata nuevos, y sus rizos provisionalmente sojuzgados a base de gel. Norm da un abrazo animal a Hope, besándola de verdad en la mejilla al establecer contacto y luego otra vez al soltarla. —Por fin nos conocemos —dice muy sonriente, sujetándola por encima de los codos. —Me alegro de que haya podido venir —dice Hope, un tanto agitada pero risueña. —Querida, eres guapísima —dice él, moviendo la cabeza, asombrado, sin soltarla todavía. —Gracias —dice Hope, un poco avergonzada. —Despampanante. Lo que se dice despampanante. —Le guiña el ojo —. No te olvides, si la cosa no funcionara, yo siempre estoy disponible. — Se inclina para darle otro beso en la mejilla—. Todo lo que sabe se lo he enseñado yo. Ella se ríe: —Lo tendré en cuenta. Cuando Norm finalmente la suelta para ir a conocer a Jack y Vivian, Hope me susurra, ruborizada todavía: —No me habías dicho que era tan galante. —¿Ahora lo llaman así? A mí me ha parecido un avasallamiento, que es otra cosa. —Oh, vamos —dice ella, dándome un empujoncito—. Tu padre es un encanto, a su manera. —Nunca entenderé a las mujeres —digo. Ella me aprieta la mano. —Una casa impresionante —le está diciendo Norm a Jack entre cabeceos de admiración, mientras le estrecha la mano con energía—. - 157 -

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¿Cuánto tiene, más de mil metros cuadrados? —Exactamente no lo sé —dice Jack, mirando por encima del hombro de Norm. —Oh, ahora entiendo de dónde le viene a Hope tanta belleza —dice Norm, tomando la mano de Vivian entre las suyas. —Gracias —dice Vivian con elegancia. —No, gracias a ti —replica Norm en plan galante, llevándose la mano de ella a los labios. Vivian ríe de nervios y parece suspirar cuando por fin se la suelta. Lela se muestra mucho más circunspecta, saluda a los Seacord con ensayada y envarada elegancia. —Tenéis una casa preciosa —dice. Presento a Pete y los Seacord le estrechan servilmente la mano, pero cuando se abalanza sobre Hope y la abraza efusivamente, Jack pone cara de llamar a los de seguridad. Pete ha traído una pequeña agenda y le pide a Hope su teléfono, cuyo número procede a anotar. «Hasta luego», me dice a mí, y se pierde entre la multitud. Vemos que aborda a todas las chicas y les pide el número de teléfono o su dirección de e-mail. —¿Qué hace?—pregunta Hope. —Tranquila —digo—. Es su manera de enfrentarse a las masas. Colecciona teléfonos de mujeres. —¿Y las llama alguna vez?—pregunta Vivian, preparada para oír todo tipo de vejaciones. —No. Ni siquiera puede leer su propia letra. —Ah. Menos mal. Cuando Pete se encuentre a gusto, si es que procede con su habitual modus operandi, empezará a pedir a todas que le den un beso, pero no veo necesario preocupar a Vivian con esta información. Nos interrumpe la llegada de un grupo de amigas de Hope, que se ciernen sobre nosotros entre grititos y besitos. En medio del barullo, Lela se escabulle para vigilar a Pete mientras Norm ataca el bufet libre. No se sirve en un plato sino que va picando de las bandejas y se mete los canapés enteros en la boca según va caminando, para consternación disimulada de los otros invitados. Hope le mira con ceño, y luego, cuando ve que la estoy mirando, se encoge de hombros y amaga una sonrisa. —Un encanto, ¿no?—digo. —A su manera —dice Hope. —Necesito otra copa. —A los dos nos vendrá bien. Tomo la ruta turística hasta la barra, haciendo un alto en el lavabo de invitados para remojarme la cara. Caigo en la cuenta de que no le he preguntado a Norm si puedes beber cuando vas de Viagra. Me temo que es demasiado tarde. Pido un manhattan para Hope y otro cubalibre para mí. La chica de veintipocos años que sirve las consumiciones tiene ojos de lince y luce un minidiamante en la nariz. Me pasa los vasos con una sonrisa y dice: —Es tu fiesta, ¿verdad? —Y lloraré si me da la gana —digo. Se echa a reír, y al momento estoy envidiando la sencillez que atribuyo a su vida. Cuando termine de aquí se irá a casa, a su pisito en el centro, donde tendrá un novio o tal vez - 158 -

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un gato y un DVD, se tumbará en el sofá con una taza de té y llamará a una amiga, y charlarán y harán planes para ir a comer. Me gustaría sincerarme con ella, ir al bar más cercano y contarle toda mi triste historia, por ver si ella puede echarme una mano. Estoy convencido de que me comprendería. —Enhorabuena —dice. —Gracias. Justo al darme la vuelta, veo entrar a Tamara indecisa y con el vestidito que compró el día de nuestra escapada a Bloomingdale's. Lleva el pelo estirado con secador y va muy maquillada —labios y colorete—, cosa que no es habitual en ella. Con los pies ligeramente torcidos hacia dentro y lanzando miradas a diestra y siniestra en busca de alguna cara conocida, se la ve muy vulnerable, y tengo que hacer un esfuerzo para no ir hacia allá y rodearla con mis brazos. En lugar de eso, me zampo el combinado en cuatro tragos rápidos y le pido otro a la chica de la barra. Veo que Tamara saluda a Hope, las dos sonriendo y hablando animadamente, y de repente me entra tanta nostalgia de Rael que me quedo allí tieso, con una momentánea visión de lo que la vida parecía depararnos antes de que el accidente provocara un cambio de rumbo radical. Allí está Rael, entrando con Tamara, dando a Hope un beso de enhorabuena antes de mezclarse entre la gente y buscarnos a Jed y a mí. Tamara no es más, ni menos, que la mujer de mi mejor amigo, mis sentimientos hacia Hope son puros y sencillos, lo estoy festejando con mis dos mejores amigos, y la sensación es de que tengo el mundo a mis pies, de que estoy donde siempre quise estar. En cambio, Rael está muerto, Jed cabreado (seguramente no se presentará) y yo mirando a Tamara con una mezcla de anhelo y de pánico tan potente que me consume los ojos. Entonces me ve ella y su rostro se ilumina con una sonrisa cálida y confabulada, mientras cruza la sala en dirección a mí. Me da un beso suave y casto en la mejilla, y el aroma familiar de su champú, ligeramente aderezado por el secador, inunda mi nariz y se desparrama por el resto de mi cuerpo. —Hola —dice. —Hola. —Parece como si te hubieras dado colorete. —Son las copas acumuladas —digo, levantando los dos vasos. Tamara me mira. —Tómatelo con calma. La noche es joven. Asiento con la cabeza mientras trato de pensar en algo que decirle. —Gracias por venir. —Sophie te ha hecho un dibujo —dice, sacando de su bolso una hoja de papel rosa decorada con palotes hechos a lápiz. Al pie del dibujo, también a lápiz, dice: «Te quiero Zack.» —No sabía que Sophie supiese escribir. —Eso lo escribí yo. Asiento con la cabeza y ella aparta la vista. —Yo también te quiero —le digo. Tamara se ríe, como si yo lo dijese en broma, y empieza a doblar el papel. —Tienes las manos ocupadas —dice—. Te lo guardaré yo. - 159 -

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—No —digo, dejando los vasos encima de la barra—. Quiero la postal. —Le cojo el papel, hago otro doblez y me lo guardo en el bolsillo interior de la chaqueta. Más allá de Tamara, veo que Hope me está observando—. Oye —digo—. Tengo que dejarte un momento. Mira a ver qué encuentras para picar y hablamos dentro de un rato, ¿de acuerdo? —No te preocupes por mí —dice—. Ocúpate de estrechar y besar manos, hoy es tu día. Me las apañaré. ¿Ha venido Jed? —Todavía no le he visto. —Bueno. Entonces voy a divertirme. Se aleja hacia el ambigú y yo le llevo el combinado a Hope, que me besa en la mejilla. —Ha sido muy amable viniendo —dice, siguiendo a Tamara con la vista—. ¿Quién le hace el canguro? —Me imagino que los padres de Rael. —Está estupenda, ¿verdad? —El instinto femenino de supervivencia, exacerbado ante la vista del supersexy atuendo de Tamara, choca con la generosidad innata de Hope, y la tensión añade una textura compleja a su comentario, que transmite a la vez buena voluntad y repulsa disimulada. Mi respuesta ha de sonar sin costuras, o ella notará algo. —Sí, no está mal —digo. —Ojalá yo pueda ponerme un vestido así después de tener hijos. Es un cumplido indirecto, lanzado como elogio pero recibido como desdén calibrado. —Baila conmigo —pide Hope. Cruzamos la sala y nos sumamos a las pocas parejas que están bailando en el espacio libre frente al cuarteto, que está interpretando una versión lenta y descarnada de The Long and Winding Road. Noto las miradas de la gente pendientes de nosotros mientras bailamos, Hope sonriendo de placer y mirando a su alrededor, y yo pegado a ella, aturdido y colorado, deseando fundirme. Al girar, diviso a Tamara en el umbral del salón con un vaso en la mano, observándonos. Nuestras miradas se encuentran y ella me ofrece una sonrisa agridulce y levanta su copa hacia mí. Los invitados me tapan la visión en su ir y venir, y cuando el campo queda libre, veo que ella se ha ido. —Estás acalorado —susurra Hope, con la mejilla pegada a la mía. —No es nada. —Estás sudando. El cuarteto cambia a Gershwin, y como nadie menor de sesenta años puede bailar Gershwin, nos quedamos allí de pie, incómodos, hasta que Jack se acerca y dice: —¿Puedo? —Adelante —asiento, pero ya padre e hija están girando y me quedo hablando al vacío. Llega Matt con pantalones de cuero, una americana a rayas y la peluca Elton John. Está junto a la mesa de las ensaladas, mojando tallos de apio y zanahoria en el humus con la regularidad de una máquina, mientras lleva el compás con el pie y lo observa todo. —Matt. —Hombre, por fin —dice, y me da un rápido abrazo. Su chaqueta - 160 -

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despide un tufo inequívoco a marihuana—. Siento llegar tarde. —No te has perdido nada. —¿Está mamá? —Sí, con papá. —¿Norm se está comportando? —Todavía no le han pedido que se vaya. —Bueno, algo es algo —dice Matt, mirando hacia la pista—. ¿Esa que está bailando es Hope? —Sí. —¿Y el tío que le toca el culo? —Su padre. —¡Aaaagh!—dice con una risita. —No soy el único que lo piensa... Matt se encoge de hombros. —¿Qué sabemos nosotros de padres, no? Al cabo de un rato, el cuarteto deja de tocar y el cantante habla por el micro. —Damas y caballeros, un momento de atención, por favor. El padre de la novia quiere proponer un brindis por Hope y Zack. Aplausos generalizados mientras Jack sube al escenario improvisado, vaso en mano, y el enorme salón se llena de la gente que viene de otras dependencias para oír al padre de la novia. «¿Dónde está Viv?», pregunta por el micro. Se produce un pequeño alboroto cuando Vivian es animada a subir al estrado. —Buenas noches a todos. En nombre de Viv y del mío propio, quisiera daros las gracias a todos por vuestra presencia. Significa mucho para nosotros poder celebrar esta ocasión en vuestra compañía. —Habla con voz serena y comedida, la de un hombre acostumbrado a hablar en presencia de grupos numerosos—. Hope —dice, mirándonos—. Parece que era ayer cuando eras una niña menuda y regordeta que gateaba por el apartamento con aquel destrozado osito de peluche que llevabas contigo a todas partes. Siempre fuiste una niña muy precoz, muy decidida. Recuerdo la primera vez que te llevé conmigo a la oficina... Jack cuenta anécdotas pausadamente, con lujo de detalles, y la gente escucha extasiada, riendo cuando tiene que reír, mientras Hope, a mi lado, parece radiante de dicha. Tan embebido estoy con el preámbulo al brindis que no reparo en Norm abriéndose paso entre la multitud hasta que llega a la escalera y veo que le susurra algo al líder de la banda, pero para entonces ya es demasiado tarde. Jack termina su brindis, con el vaso en alto. —Que tengáis una larga y dichosa vida en común, llena de amor y de alegría, y que el éxito os acompañe en todo aquello que os propongáis. La gente aplaude mientras Jack da un sorbo con aire regio, y es en ese preciso momento cuando Norm, sin dejar de aplaudir, se acerca al estrado del cuarteto y sonríe a los congregados. Jack pone cara de sorpresa, pero estrecha la mano que le ofrece Norm y le cede el puesto cuando éste se coloca delante del micro. —Gracias, Jack —dice, dirigiéndose al público—. Por estas hermosas - 161 -

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palabras y por esta hermosa celebración. A ti también, Vivian. Está claro que sabéis cómo organizar una fiesta. —Hace un gesto hacia la multitud animándolos a sumarse a una salva de aplausos, que, cuando por fin empieza, suena con demora y un tanto desconjuntada. —Joder —dice Matt, que no acaba de creérselo. —¿Qué hace?—le pregunto a Lela entre mi sonrisa postiza. —Hace de Norm —responde en voz baja, pálida y como resignada. —¿Podemos evitarlo? —¿Es que alguna vez he podido? —¿Qué pasa?—dice Hope, alarmada—. ¿Qué se propone? —Sabe Dios. —Pero seguro que acaba mal —opina Matt. —Vigila la salida más cercana —dice Lela con los dientes apretados. —La mayoría de los presentes son amigos de la familia Seacord — está diciendo Norm—. Sólo quería tomarme la licencia de dar las gracias a todos en nombre de la familia King, por acoger a Zack. —Hace una pausa para secarse la frente con una servilleta, dejando un rastro de partículas blancas pegadas a la piel—. Zack y Hope están enamorados —continúa—, y esto es maravilloso. Es un pequeño milagro que sucede aquí y ahora. Es el Dios de vuestra sangre, el ángel de vuestra alma. Pero el amor es sólo el comienzo. Hace falta mucho más para que un matrimonio funcione. Y, si no, pregunten a mis ex esposas, que Dios las bendiga. —Suelta una carcajada que resuena en el silencio reinante, mientras Lela parece a punto de disolverse en el charco de su vergüenza—. Cualquier tonto puede casarse. Fíjense en mí. Lo he hecho varias veces. La gente ríe por inercia, y yo me pregunto qué ha querido decir con «varias veces». ¿Hubo otras mujeres antes, y nosotros no sabemos nada? —Mecachis...—dice Matt—. La tiene tiesa. —¡Joder! Es verdad. —Pero, ahora en serio —insiste Norm—. Zack y Hope: digo esto sólo para que os sirva de recordatorio. Lo que quiero decir es que el amor no es un fin en sí mismo, sino sólo el comienzo de un largo y a veces peligroso viaje, y no os olvidéis nunca, ni siquiera por un momento, de cuidar el uno del otro. Habrá sin duda momentos de gran alegría, pero habrá también días difíciles, y es por eso que no podéis dar nada por sentado, ni el matrimonio ni a vosotros mismos. Porque en cuanto lo hagáis— agarra el micrófono para dar énfasis a sus palabras—, incurriréis en el error de sentiros satisfechos de vosotros mismos. Y eso es como un virus que va creciendo y mutando hasta que, de la noche a la mañana, te conviertes en un extraño en tu propia vida y estás viviendo con una persona a la que casi no reconoces, y cuando te miras al espejo apenas te reconoces a ti mismo... Hace una nueva pausa, y el silencio que se impone en la sala es algo más que silencio; es como un peso que cae sobre nosotros y nos deja clavados al suelo, sin otra opción que ser testigos de su exteriorizado, y descarrilado, monólogo interior. Entretanto, Norm advierte el bulto delator que afea el pantalón de su traje e intenta componer el cuadro a través del bolsillo, lo cual sólo sirve para que todo el mundo repare en ello, y Vivian, que está a dos pasos de él, en los escalones, da un respingo al apercibirse del agresivo perfil. Esto parece sacar a Norm de su estupor, y ahora le - 162 -

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dedica una sonrisita ufana antes de inclinarse nuevamente hacia el micro. —Bueno, supongo que lo que quiero decir es lo siguiente: Cuidad el uno del otro. Tratad a vuestro amor como el extraordinario y frágil regalo que es. Protegedlo. Montad guardia, si es preciso. Haced el amor a menudo, siempre que os entren las ganas, estéis donde estéis. Pero no olvidéis el sexo, cuanto más mejor. Son cosas diferentes, y un buen matrimonio debería tener ambas cosas en cantidad importante. Así nos aseguramos tener nietos, ¿eh, Jack?—dice, poniéndosela bien mientras se vuelve hacia el padre de Hope, que mira fijamente su vaso ya vacío, deseando llenarlo cuanto antes—. En fin —concluye Norm—. Eres un gran chico, Zack. Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti, y te diré que, personalmente, no sabes la alegría que ha supuesto para mí tenerte de nuevo en mi vida. —La voz se le quiebra al final, los ojos se le llenan de lágrimas mientras asiente con la cabeza para reafirmar sus palabras—. Gracias, gracias a todos. Buenas noches. En la extraña, incómoda ovación que sigue al discurso, Lela, Matt y yo aprovechamos para ir directos al bar.

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Capítulo 34 Voy al baño, vuelvo a remojarme la cara y me quedo mirándome en el espejo como cinco minutos, buscando en mis ojos inexpresivos una respuesta que no está allí. «Haz algo, tío», me digo, asqueado de mí mismo. Me dejo caer hacia atrás y mi espalda resbala por la pared hasta que quedo sentado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, los ojos cerrados, esperando que el mundo deje de dar vueltas. Unos minutos más tarde, buscando un sitio donde esconderme, cruzo la cocina y me meto en el estudio de Jack, donde encuentro a Tamara subida al escritorio, a oscuras, con las piernas cruzadas, sorbiendo un martini y contemplando Central Park por la ventana. Levanta la vista, sobresaltada, cuando la luz del umbral llega a donde está ella, pero se tranquiliza al ver que soy yo. —Hola —dice. —Hola. —¿Cómo estás? —Un poco más borracho de lo que debería —digo, cerrando la puerta al entrar. —Yo sé por qué estoy bebiendo —dice ella—. Es la primera vez que salgo en casi dos años y me da miedo todo el mundo. ¿Tú qué excusa tienes? —¿Has oído el brindis de Norm? —No me digas más. —Oye, quería llamarte, ¿sabes? Resulta que no tengo cáncer. —¿Te dieron el resultado de la biopsia? —Sí. Bueno, menuda historia... Pero no puedo ni empezar a contarla, porque la fuerza y la rapidez con que me tira los brazos me deja sin respiración, y luego sus lágrimas humedecen mi cuello mientras susurra: —Sabía que iba a salir bien. Una vez, en un campamento de verano, me salté el toque de queda para darme el lote con Beth Wallen en el cobertizo de las barcas, sumidos en la profunda noche rural, y luego estuvimos conversando en voz baja de las cosas importantes en la quietud del campamento, nuestra intimidad realzada por el carácter clandestino de la cita y el evidente riesgo que conllevaba. Encontrarme a Tamara en el estudio a oscuras me recuerda aquella vez, y ahora apoyo los labios en su cabeza, prolongando el abrazo. Al cabo de un rato ella se aparta un poco y apoya su frente en la mía. —De acuerdo —dice con ironía, sorbiendo un poco por la nariz—. Creo que estaba un poco preocupada. Tomo su cabeza entre mis manos, le seco las lágrimas con mis pulgares al tiempo que noto cómo las mías afloran a mis ojos, y ella me las seca de la misma manera. Nos quedamos así unos instantes, con la

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cabeza del otro entre las manos, un circuito cerrado de afecto contrito. —¿Qué estabas haciendo?—le pregunto al cabo. —Pensar. —¿En qué? —En las cosas de las que nunca hablamos. —¿Qué cosas? A pesar de la oscuridad, capto la expresión impaciente con la que Tamara me está observando. Rompe el abrazo y se apoya en el escritorio. —Está bien —digo, acercándome a ella y apoyándome a su lado en el escritorio—. Sé lo que quieres decir. Me mira brevemente por encima de su copa de martini. —Estoy segura de que no te sorprenderá saber que he estado a punto de no venir esta noche. —Me lo imagino. —Pero tú eres mi persona favorita, ¿sabes?, y te quiero, y al margen de lo que pueda estar pasando entre nosotros, la verdad es que tú has sido mi salvavidas durante estos dos años y no podía permitirme faltar a esta cita. Mira, Zack, tú me salvaste la vida. Lo digo en serio. No sé qué habría hecho sin ti. Y quiero que sepas que, pase lo que pase, nunca dejaré de amarte por eso. Me inclino para besarla en la mejilla. —Gracias —digo—. Eso significa mucho para mí. —Bien, y ya que me he tomado la molestia de estar aquí por ti —dice, y toma aire de un modo exagerado—, más vale que te diga que en mi opinión no deberías casarte con Hope. —¿Qué? Tamara desvía la mirada. —Si supieras lo que me ha costado decirte esto, nunca me pedirías que lo repitiera. —Perdona —digo—. La pregunta era ¿por qué piensas así? Me mira de nuevo y frunce el entrecejo. —Llevo meses batallando conmigo misma sobre si te decía algo o no. Es difícil saber cuándo es mejor decir algo o callártelo. Créeme, sólo quiero lo que sea mejor para ti. Si te parece que me equivoco, olvida lo que he dicho, por favor, pero no me odies por haberlo hecho, ¿de acuerdo? Porque creo que eso no podría soportarlo. Pongo mi mano encima de la de ella, y no sé si este temblor es suyo o mío. —Descuida —digo—. Eso no pasará nunca. —Bien —dice—. Allá va. Yo no creo que estés enamorado de Hope, o no del todo. Si lo estuvieras, creo que se te vería más convencido. Más enrollado. No me abrazarías como nos abrazamos ni me dirías las cosas que me dices. Y, desde luego, no me habrías besado como lo hiciste el otro día. No estoy diciendo que estés enamorado de mí, solamente que sean cuales sean tus sentimientos hacia mí, eso que los dos tenemos demasiado miedo de pronunciar, no creo que pudiera darse si tú estuvieras locamente enamorado de Hope. Y si es el caso, si no estás locamente enamorado de ella, más vale que no os caséis. Asiento despacio con la cabeza mientras en mi pecho noto una mezcla de nerviosismo y excitación. Hay muchas maneras de reaccionar a - 165 -

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esto (incluso sinceramente) sin entrar en el espinoso sotobosque de mis sentimientos hacia Tamara. Pero estamos a oscuras, y yo me he emborrachado en mi propia fiesta de compromiso, y la franqueza de Tamara me desarma con esa fuerza oculta que gravita tras sus palabras, y si no consigo estar a la altura de su franqueza, ¿quién sabe qué fuerzas cósmicas podrían desatarse? —Entonces —digo—, ¿tú qué crees que es, lo que hay entre tú y yo? —Eso ahora no importa —responde, retirando la mano de la mía—. No estamos hablando de mí. Estábamos hablando de si tú tenías que casarte o no con Hope. —Eso lo entiendo, pero ya que hemos empezado, vayamos hasta el fondo de la cuestión. Necesito saber... ¿tú crees que tal vez sientes por mí algo más que amistad? —Déjalo, Zack —dice ella, separándose del escritorio, alejándose de mí—. No permitiré que me hagas eso. No pienso cargar con responsabilidades que te incumben a ti. Tengo mis propios problemas, y, además, te necesito demasiado para dar crédito a cualquier otro posible sentimiento. Una de dos, o crees, de verdad, que tu sitio está al lado de Hope, o no. Yo estoy al margen de esto. —En absoluto —digo, impotente—. Porque yo te quiero, y no puedo dejar de pensar en ti, y esto me está jodiendo no sabes cómo. Cuando te besé el otro día, tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no continuar. Y esto me pasa cada vez que estamos juntos. Siempre me estoy reprimiendo de hacerte ver lo que realmente siento por ti. —Basta —me espeta, y, aunque no puedo verlas aún, sé que hay lágrimas en su voz—. No sigas por ahí. No puedes hablarme así. —Lo siento —digo—. Se supone que éste era un gran día para mí, el preámbulo a un feliz matrimonio. Pero cuando estoy contigo, no sé, es como si pensara que no puedo ser feliz con nadie más. Y sé que eso está mal, sé que tú no estás en situación de dar reciprocidad, como tampoco estoy yo en situación de tener estos sentimientos, pero, entre tú y yo, eso es lo que siento. Tamara se me queda mirando con los ojos muy abiertos, la cara bañada en lágrimas. —No deberías haber dicho nada, Zack. Ha sido un error. —Coge su copa y va hacia la puerta. —Espera —digo—. No puedes marcharte. Por favor. Ya tocaba que habláramos de todo esto. —Tengo que irme, Zack —dice, dando media vuelta—, ¿es que no lo entiendes? Esto tienes que solucionarlo tú solo; yo no puedo intervenir. —Quédate un momento —suplico, moviéndome hacia ella en la oscuridad—. Sólo un momento. —Topo con ella cerca de la puerta y pongo las manos encima de sus hombros—. Por favor, no me dejes aquí. Sus manos van a descansar en las mías, y, no sé cómo, a pesar de la oscuridad, podemos ver la cara del otro y nos quedamos allí de pie, mirándonos a los ojos, vibrando como la electricidad, y entonces ella dice: —Sólo uno. Y cuando nuestros labios se tocan, los de ella se separan para permitirme la entrada mientras se arrima a mí como si yo estuviera moldeado para adaptarme a sus formas, y sus dedos recorren como raíces - 166 -

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mi cuero cabelludo, acercándome a ella, y nuestras lenguas sondean y exploran con cruda desesperación. —Te quiero —digo, jadeando un poco, sin separar los labios de los de ella. —Lo sé —responde en un susurro. —No, en serio, te amo de veras. Asiente con la cabeza. —Lo sé. —Y volvemos a besarnos con furia y precipitación. Su mano se abre paso bajo mi camisa, sus dedos acarician mi pecho y yo le he subido el vestido hasta las caderas para palpar la piel caliente de su espalda. La Viagra ha hecho efecto (y de qué manera), pero ella, en vez de apartarse, se aprieta contra mí con un gemido grave mientras levanta una pierna para rodearme con ella, mientras acaricia mis labios con su lengua de caramelo. Lo que pasa es esto. Estás a oscuras besando a una mujer que te morías de ganas de besar desde yo qué sé cuándo. Y es tal como te habías imaginado que sería: su boca tiene ese sabor que ya habías intuido a partir de aquel mínimo contacto días atrás. Y quizás es el éxtasis del descubrimiento, el alivio inmenso de poder liberar ese torrente de sentimientos y deseos que has llevado dentro tanto tiempo; o quizás es el alcohol y los medicamentos que siguen bullendo como demonios en tu flujo sanguíneo, pero por primera vez desde hace muchísimo tiempo no temes las consecuencias, no piensas en lo que inevitablemente se derivará de esto, y estás como flotando, suspendido en un momento perfecto y translúcido donde no existe nada más. Por eso no es de extrañar que no oigas abrirse la puerta, que no notes la entrada de tu futuro suegro, que no reacciones inmediatamente cuando se enciende la luz. Después de todo, tienes los ojos cerrados, tu universo está reducido al dulce torbellino de vuestras bocas unidas, tus sentidos están totalmente concentrados en la húmeda esfera de sus mullidos labios. Y cuando te echas atrás, parpadeando en la luz repentina mientras, demasiado tarde, ay, te bajas la camisa, tu futuro suegro ya se te ha echado encima. Jack es muy ágil para la edad que tiene, consigue placarme antes de que yo consiga orientarme. —¡Cerdo asqueroso!—ruge—. ¡Te voy a matar! Chocamos con su escritorio y luego caemos encima, Jack propinándome una lluvia de golpes al pecho y la cara, mientras vuelan papeles y accesorios de despacho. La lámpara de mesa cae sin romperse bañando la habitación de un fulgor verdoso. Le grito que se detenga, pero Jack no hace el menor caso, su puño aterriza en mi mandíbula mientras abro la boca, y noto en la lengua el sabor acre de la sangre. —¡Te voy a matar!—grita de nuevo. En medio de todo el caos, me llegan los gritos de Tamara cuando sale corriendo del estudio. Jack continúa atizándome, pero su ardor le hace perder un momento la concentración, y yo aprovecho para esquivarlo y lo tiro al suelo. Salgo corriendo del estudio, cruzo la cocina, me detengo un instante para - 167 -

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alisarme el pelo y meterme la camisa por el pantalón, y entro en el salón principal. Joder, joder, ¡joder! La fiesta sigue en pleno apogeo, y volver a ella es como entrar en un sueño, los invitados ajenos a lo que se avecina. Todo parece ocurrir a cámara lenta, sin contar los espasmos de mi estómago mientras me abro paso entre la gente. Joder, joder, ¡joder! Calculo que tengo entre treinta y sesenta segundos para encontrar a Hope y largarme con ella para explicarle las cosas a mi modo y evitar un espectáculo de gran magnitud. Mientras cruzo la sala, reparo en que Matt se ha erigido en líder de la banda y tiene a un puñado de espectadores extasiados mientras aporrea bestialmente una guitarra prestada, distorsión incluida, en su versión de Blitzkrieg Bop. Las notas del bajo hacen vibrar todo mi sistema nervioso, al compás de furiosos latidos. Joder, joder, ¡joder! Giro en redondo presa del pánico que se adueña de mí, escrutando la sala en busca de Hope. No la veo por ninguna parte. El pecho parece que me va a explotar, e imagino la sangre salpicando a los desprevenidos espectadores. Y entonces, por fin, la veo al lado del bar, charlando con una amiga. Y sé que no está sucediendo así, pero tengo la impresión de que la gente se aparta en ese preciso instante para dejarme paso hasta ella. Hope ve que me acerco, y noto cómo cambia la expresión de su cara, ahora de consternación y enseguida de alarma, y me doy cuenta de que mi aspecto es mucho peor del que imaginaba. El ruido de la fiesta cesa como si me hubiera vuelto sordo, y lo único que oigo es el aflujo de la sangre en mis oídos cuando llego a donde está ella. Y tengo tiempo de registrar la sorpresa de quienes me rodean y la cara de horror de la amiga de Hope, que se aleja. Hope da un paso hacia mí, y qué guapa esta (puedo verlo incluso en estas circunstancias,) y noto una punzada, como si una mano me apretara el corazón, un vertiginoso anticipo del dolor inminente. «Zack», dice, y antes de que yo pueda abrir la boca, un puño maltrata mi sien y choco contra la barra, tirando vasos y botellas antes de caer al suelo. —¡Cabrón, te voy a matar!—chilla Jack, clavándome las rodillas en el estómago al lanzarse sobre mí y dejarme sin aliento mientras me machaca. Los sonidos han vuelto, pero ahora sólo oigo rotura de cristales y los gritos inflamados de Jack. Entonces le veo empuñar una botella de champán surgida de la nada, sujetarla por el cuello como si fuera una porra, y soy consciente de que si me da con ella me va a partir la cabeza. Consigo liberar un brazo para desviar el golpe, y la botella cae con un golpe sordo. Intento incorporarme pero me tiene atrapado, y al ver que empuña de nuevo la botella me protejo la cara con el brazo. Esta vez las circunstancias parecen aliarse con él y sé que la botella dará en el blanco, partiéndome los dientes, y esa mirada de loco me confirma que, a poco que le deje, Jack me matará a golpes. Muerte por Möet & Chandon, un final adecuado para el hombre a quien sorprendieron besando a quien no debía en su propia fiesta de compromiso. Jack levanta la botella por encima de la cabeza y ya está descargando el golpe cuando otro brazo lo sujeta y detiene la curva descendente. Y entonces, parece mentira, Jack ya no está encima de mí sino que vuela a ras de suelo como una bolsa de lavandería, chocando estrepitosamente con la mesa del bufet libre y - 168 -

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haciendo volar panecillos y salsas. —¡Zack!—dice Jed, ayudándome a levantarme—. ¿Estás bien? —Creía que no vendrías —murmuro, tratando de recuperar el resuello. —Pues adivino que te alegras de que lo haya hecho —dice con una sonrisa mientras me pone bien la camisa y la chaqueta—. ¿Quién es ese tío? —El padre de Hope. Jed mira a Hope mientras Vivian se arrodilla junto a Jack en el suelo. —Estás de guasa —dice. Cuatro de los tipos más corpulentos de la reunión, subordinados en la empresa de Jack, empiezan a acorralarnos sin saber muy bien qué hacer, pero dispuestos a pelear si su jefazo así lo exige. Al principio parecen superarnos en número, pero entonces aparece Matt blandiendo la guitarra como si fuera un ariete y con la peluca Elton John descentrada en su cabeza. —¡Todo el mundo atrás!—ordena, plantándose en posición defensiva delante de mí, ahora con la guitarra al hombro como un bate de béisbol—. ¿Estás bien, Zack? —Sí —digo. —¡Qué coño te pasa!—oímos rugir a Norm con su voz estentórea cuando se destaca de entre los mirones y carga contra Jack con los puños levantados. Los hombres rodean a Norm, le agarran de los brazos y lo empujan de mala manera mientras él se debate furiosamente, lleno de rabia—. ¡No toques a mi hijo, so animal! Te voy a enterrar, ¿me oyes? ¡Te voy a enterrar! Hope y Vivian ayudan al aturdido Jack a ponerse de pie y lo llevan con cautela a la cocina. —Estaba besando a esa chica —masculla, a nadie en particular—. Y en mi estudio, nada menos. Un momento antes de meterse en la cocina, Hope se vuelve para mirarme y sus ojos son como rayos láser perforando piel y huesos para taladrarme el corazón, y su expresión de perplejidad y desconsuelo queda instantáneamente grabada en mi cerebro. Me tambaleo, empiezo a caer, todo me da vueltas, pero entonces noto que alguien me sostiene y una mano suave se desliza en la mía y aprieta mis dedos. —A ver —dice Lela con voz potente y autoritaria—. Matt. —¿Qué, mamá? —Es hora de irnos. Y así, con Matt en cabeza y Norm y Pete en retaguardia, los Peleones King consiguen abandonar el campo de batalla dejando una estela de devastación.

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Capítulo 35 Algo me sucede mientras bajamos en el ascensor, una síntesis final de alcohol, Viagra y el trauma de los últimos minutos, y dejo que mi cuerpo flote sobre nosotros, fijándome en las posturas cambiantes de los demás mientras su adrenalina combinada se disipa como humo en el aire: Norm inclinado contra la pared, colorado y despeinado, todavía jadeante; Matt frotándose el cuello con aire pensativo; Jed metiéndose la camisa por el pantalón —se le había salido al pelear con Jack—; Pete tarareando nervioso mientras estudia mi gesto inexpresivo, preocupado por mí; y Lela agarrándome la mano protectoramente. Su expresión, una amalgama de desasosiego y lúgubre determinación, me haría llorar sin duda si yo estuviera ahí para derramar lágrimas. Salimos a la noche helada, organizamos la partida, se confirma la logística, pero yo continúo flotando, todo sucede fuera de mí. El cielo está despejado pero el fulgor de Manhattan hace difícil ver las estrellas, y yo quiero flotar más arriba hasta que pueda verlas, pero parece que estoy limitado a este nivel inferior, sólo unos palmos por encima de mi cabeza gacha. Jed me palmea en la espalda y me dice que mañana hablaremos, y quiero mostrarle mi gratitud con un abrazo, pero cuando pienso en ello Jed ya se ha ido, y de repente me encuentro en el asiento trasero del Honda Civic con Pete y Matt, Norm en el asiento del copiloto mientras Lela conduce hacia Harlem River Drive. Vamos rumbo al norte, a casa, exactamente como habríamos hecho hace ya una eternidad, antes de que tuviéramos conciencia de hasta qué punto nos alejaríamos los unos de los otros. Apoyo la cabeza en la ventanilla y las vibraciones me hacen castañetear los dientes, y esta sensación resulta ser el hilo que me hace volver por fin a mi cuerpo, donde un infinito cansancio logra por suerte barrer de un plumazo la poca conciencia de mí mismo que me quedaba. Lela toma el mando cuando llegamos a casa, prepara té para todos mientras nos sentamos en el salón aún conmocionados, yo con una bolsa de hielo pegada a la sien, que tengo hinchada de los puñetazos de Jack. Norm y Matt, como no podía ser menos, se embarcan en la reconstrucción paso a paso de los acontecimientos, cada cual desde su punto de vista, hasta que Norm me pregunta: —¿Se puede saber qué demonios ha pasado? Y yo les cuento, y ellos asienten, no muy sorprendidos, la verdad sea dicha, y hablar de ello hace que todo resulte más pedestre, menos calamitoso, y acabo describiendo la escena con todo detalle en mi propia versión editada del encuentro con Jack. Queda claro que no abordaremos el espinoso asunto de por qué estaba yo besando a Tamara, ciñéndonos exclusivamente a los hechos violentos, estableciendo una cronología precisa como atletas que revivieran una victoria reciente en la pista. Pete está sentado junto a mí con la cabeza en mi hombro, cansado y confuso,

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pero no quiere perderse un solo momento de esta insólita reunión familiar. Y es innegable que hay un ambiente de afecto general con los cinco allí sentados tomando té, una intimidad tangible en la que todos nos deleitamos, y entonces se me ocurre que es algo que echábamos mucho de menos. Esta noche volveremos a ocupar las camas de nuestro pasado, a excepción de Norm, que rechaza el ofrecimiento de compartir litera conmigo y prefiere dormir en el sofá cama del sótano, y yo intuyo por el modo como evita mirar la escalera que sube al piso de arriba, que no desea estar tan cerca del epicentro de su vida anterior, la escena del crimen que llevó a la disolución. Cuando por fin nos levantamos para ir a acostarnos, Matt tiene un despiste y se quita la peluca Elton John dejando ver su cabeza pelada. Lela, con los ojos llenos de lágrimas, se lleva la mano a la boca para sofocar un sollozo. —Mierda —dice Matt—. Perdona, mamá. Se me ha olvidado. —Tranquilo —dice ella, secándose las lágrimas con el dorso de la muñeca—. Ni siquiera sé por qué me pone tan triste. —Si quieres me la vuelvo a poner. —No —dice Lela, se acerca y le pasa las yemas de los dedos por la cabeza—. Eres mi pequeño —dice, y luego nos mira a Pete y a mí—. Todos sois mis pequeños. A veces añoro mucho cuidar de vosotros. —Cuidas de mí, mamá —dice Pete, alarmado de verla llorar. Lela le sonríe. —Ya lo sé, criatura. Y tú de mí. Dios te envió para que nunca me sintiera una inútil. Por ser el mayor yo tenía mi propio cuarto, mientras que Matt y Pete compartían otro. No recuerdo que discutiéramos nunca por ese motivo. Las sábanas de mi cama son las mismas de cuando yo vivía en esta casa, es como si Lela hubiera querido conservarlo todo tal y como estaba, para que yo me encontrara a gusto en el hipotético caso de que volviera alguna vez. Mientras me acuesto, percibo los olores de la casa, tan familiares, la sombra en forma de cono que la farola de afuera dibuja en el techo, y paso distraídamente la mano por el papel pintado con relieve, cosa que solía hacer de chaval antes de dormirme. Doy unas cabezadas y al rato me despierto sobresaltado al ver a Lela sentada en el borde de la cama. La luz del pasillo ilumina el estampado de flores de su bata, mientras me frota suavemente las piernas por encima de la manta. —Mamá —digo. —Perdona —dice ella—. No quería despertarte. —¿Cómo no estás durmiendo? —Es que me gusta tenerte aquí —dice—. Ya no recuerdo la última vez que estuvisteis todos en casa, cada cual en su cama. Es como si la vida hubiera vuelto a la casa. Asiento con la cabeza, bostezando mientras estiro los brazos. La debacle de hace un rato no puede traspasar las paredes de mi cuarto de infancia, me siento a una tranquilizadora distancia del fiasco de mi vida real. —Me gusta estar aquí —digo. Ella me sonríe con ternura y veo que las arrugas alrededor de sus ojos son más profundas y que empieza a tener papada, la barbilla colgante de - 171 -

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una mujer vieja. Siento que el pánico me sube a la garganta, una sensación visceral de la inevitable mutabilidad de todo, el tiempo perdido y las muertes que vendrán, y quiero ser pequeño otra vez, sentirme a salvo en el abrazo de mi madre, no tener noción del futuro. —Todo irá bien, Zack. Lo sabes, ¿verdad? —Tengo mis dudas. —Bueno —dice—, no tengo la menor idea de lo que ha pasado esta noche, pero, sea lo que sea, convéncete de que ha ocurrido por alguna razón. —Sí. Y la razón no es otra que ésta: soy un idiota. Se ríe flojito y adelanta el cuerpo para besarme en la frente. —Duerme un poco, ya hablaremos mañana, ¿de acuerdo? Le aprieto el brazo y digo: —Gracias, mamá. Por sacarme de allí y por traerme a casa. —De nada —susurra—. Esta es tu cama, Zack, y por lo que a mí respecta, siempre lo será. Nosotros somos tu familia y siempre nos tendrás —sonríe—, por más idiota que puedas ser. Me besa de nuevo, demorándose un poco en mi mejilla. —Duerme, pequeño. Pero cuando me quedo a solas empiezo a dar vueltas en la cama, incapaz de sentirme cómodo. La radio despertador indica que son más de las dos, y aunque los ojos me escuecen de fatiga, mi corazón late a ritmo de hip-hop, rápido y machacón, noto una nerviosa energía en todo el cuerpo. Los primeros indicios de resaca revolotean como insectos delante de mi cráneo, buscando un buen sitio donde aterrizar y chuparme un poco de sangre. Me levanto y recorro el pasillo en camiseta y calzoncillos prestados, bajo sin hacer ruido a la cocina para tomar un vaso de agua. En el salón, echo un vistazo a viejos álbumes de fotos de cuando Norm aún no nos había abandonado. Él era el fotógrafo, siempre dispuesto a captar imágenes para la posteridad. Después, a Lela no le interesó demasiado la fotografía, probablemente debido a asociaciones negativas con las cámaras, de cuando sorprendió a Norm y Anna en el lecho conyugal. Mientras miro fotos de mis hermanos y de mí, reparo en una pauta: Matt siempre está mirando a la cámara, sonriendo o haciendo el indio, mientras que yo parezco estar siempre pendiente de Pete, diciéndole que mire a la cámara, y así, nunca acabo de sonreír. El efecto es el de tres chicos no sincronizados, como si los hubieran pegado allí de fotografías diferentes. Las únicas fotos que tienen una composición correcta son aquellas en las que aparece Norm, tomadas por Lela, y es como si su presencia nos aglutinara a todos, encajándonos en el encuadre. Los escalones crujen bajo mi peso cuando vuelvo arriba. Miro desde el umbral del cuarto de Matt y Pete. Matt duerme vestido con la cara casi pegada a la pared. Pete está boca arriba bajo las mantas, roncando ruidosamente, y con la boca, incluso en reposo, dibuja una suave media luna de sonrisa. La lámpara de flexo está totalmente estirada sobre la mesa que hay entre ellos, vigilando como un centinela, y encima de ella la peluca de Matt le da un aspecto grotesco. Sobre la mesa hay una foto de cuando yo tenía tres años, con Pete en brazos, mirándolo con los ojos muy abiertos. —¿Qué haces, Zack?—susurra Pete desde la cama. - 172 -

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—Nada. No puedo dormir. —¿Quieres quedarte con nosotros? —Bueno. Se levanta medio dormido aún, y saca con mano experta el plegatín de debajo de su cama, colocándolo de manera que las dos camas queden perfectamente alineadas, y pone encima una de sus dos almohadas. —Ya está —dice. En esta habitación no hay manta de repuesto, pero Pete se coloca al borde de su cama para compartir la suya conmigo—. No vas a casarte con Hope, ¿verdad? —La cosa no pinta muy bien —digo. —¿Te casarás con Tamara? —Creo que de momento no me voy a casar con nadie, Pete. Se tumba en la cama y parece pensativo. —Mujeres —dice—. No se puede vivir sin ellas, y no se puede vivir con ellas. —Amén, colega. Se ríe. —Me gusta que duermas aquí. —Ya lo sé. Debería venir más a menudo. Se pone de lado y bosteza. —Te quiero, Zack —dice. —Y yo a ti, Pete. Me quedo despierto entre ellos dos, y poco a poco noto cómo la conciencia me va abandonando mientras los suaves y rítmicos sonidos del reposo de mis hermanos me producen una modorra que finalmente derivará en un dormir sin sueños.

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Capítulo 36 El domingo muere nada más llegar. Paso la mayor parte del día durmiendo y despertando entre sudores, sufriendo en sueños macabros y vertiginosos en los que indefectiblemente huyo demasiado lento de algo o voy demasiado rápido hacia algo, incapaz de detenerme. Y las pocas veces que me despierto de verdad, sea saliendo de una pesadilla, sea para ir a orinar, estoy hecho polvo y con resaca, los ojos me duelen y tengo el aliento infame y rancio. Son las tres de la tarde cuando por fin me meto en la ducha, y sólo entonces, mientras la lucidez reclama su huequecito después de casi veinte horas, siento en mis entrañas el tremendo vacío que Hope ha dejado en mí. No hay nadie en casa. Miro por la ventana panorámica del salón, vestido con el pantalón de traje y la camiseta que he usado para dormir, y de repente siento un rencor sordo contra mi familia por abandonarme así en este peliagudo momento. Y aunque sé que algunos de ellos volverán pronto, el sofocante vacío de la casa se me hace insoportable. No hay ningún coche en el camino particular, de modo que me pongo la chaqueta y echo a andar. Hace un día espléndido y ventoso, al sol se está muy bien pero el viento es frío para como voy vestido, y enseguida me quedo helado. Sin embargo, siento demasiada desgana para volver a casa y buscar una prenda de abrigo. Cruzo las manos sobre el pecho y levanto la cara al sol, procurando no pensar en el destino final de mi caminata. Riverdale Avenue es un hervidero: coches esquivando a otros coches aparcados en doble fila, esperando un sitio libre, aporreando el claxon en los cruces. Éste es un barrio tristemente célebre por su escasez de plazas de aparcamiento, y en una ocasión Norm intentó reunir a un grupo de inversores para edificar uno, pero cuando el proyecto llegó al departamento de urbanismo, Norm ya estaba pensando en otra idea poco factible, un moderno multicines en el centro comercial. La poca perseverancia de Norm y la predisposición del ayuntamiento hacia el inmovilismo demostraron ser una combinación letal. La avenida es como una colmena congestionada: madres arrastrando niños de la mano o empujando cochecitos, muchachos con pantalones superanchos enchufados a reproductores de MP3, chicas riendo por sus móviles iluminados como árboles navideños. Camino entre ellos cual fantasma, observando sin ser visto desde mi propio infierno intemporal mientras sus vidas se desarrollan inocentemente, y cruzo la calle para evitar la ferretería, no sea que Satch me vea pasar e intente la revancha. Diez minutos más tarde, mientras hago acopio de valor para llamar a la puerta de Tamara, es ésta quien la abre. Al verla ojerosa e impaciente, me dan ganas de abrazarla y besarla una hora seguida hasta que toda esta locura quede atrás y podamos ser otra vez quienes somos, idear juntos la siguiente jugada. Y lo haría, si no fuera por el molesto temor a

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que ella se ponga a gritar no bien mis labios se le acerquen demasiado. Nos quedamos mirándonos un rato, como si tratáramos de establecer en dónde encaja cada cual en esta nueva realidad. —Hola —dice. —Hola. —Dios mío, cómo tienes la cara. —Alarga la mano para tocar la magulladura que luzco en el pómulo, fruto de la sortija de diamantes que Jack llevaba en el meñique, pero retira la mano antes de establecer contacto, como si no supiera si puede tocarme. —Me lo merecía. —Estás tiritando —dice—. ¿Quieres pasar? Entro y nos sentamos en el sofá. —¿Y Sophie? —Mirando Annie en el estudio. Asiento con la cabeza, se me ha terminado el palique. —He de hacerte una pregunta digo al cabo. Tamara cierra los ojos. —No, Zack. Por favor. —Pero si no sabes de qué se trata... —Sí que lo sé —dice con voz quebrada—. Lo sé porque te conozco mejor que nadie. Como me conozco a mí misma. Y sé que no puedo darte la respuesta que tú quieres. De repente me cuesta respirar, y cuando le pregunto « ¿Por qué?» es con un hilo de voz. Se anuda el pelo detrás de la cabeza con impaciencia. —No es culpa tuya, Zack. Yo sabía qué camino llevábamos, igual que lo sabías tú. No soy ninguna cándida. Y no me gusta nada estar haciendo el papel de la otra. Yo no soy la otra. Nunca he tenido que competir con ninguna mujer. —Escucha —digo—. Tú nunca has sido «la otra» y yo nunca he sido un tío infiel. Admito que lo nuestro llegó en el momento más inoportuno, pero te repito que tú nunca has sido la otra. Cuando me enamoré de ti, fue Hope la que se convirtió en la otra. No me siento orgulloso de eso, en absoluto, pero es la verdad. Menea la cabeza sin poder evitar que las lágrimas aparezcan. —Da igual —dice. —No te entiendo. ¿Cómo va a dar igual? Anoche no sólo fui yo. Sé que tú también lo sentías. Levanta la vista, su gesto es de sorpresa. —Tú no me elegiste a mí —dice en voz baja—. Te lo ha parecido todo este tiempo, pero tú no me elegiste a mí. Y si ayer no nos hubieran pillado, aún estarías con Hope. Yo no puedo ser el premio de consolación, Zack. Puede que yo estuviera sola, puede que te amara, pero no voy a vivir lo que me queda de vida siendo el plan B de nadie. Ni que se trate de ti. —Tamara...—digo, pero no sé qué añadir. —Tú no me elegiste —repite—. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? —No, ¿qué? —Encima he perdido a mi mejor amigo. —No tienes por qué —le digo, tomando sus manos en las mías —. Consérvame para ti. - 175 -

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Apoya su frente en la mía, con los ojos cerrados. —No puedo —susurra. Un momento después se levanta y corre escaleras arriba. Entro en el estudio y encuentro a Sophie sentada en el sofá, acariciando un perro de peluche mientras mira Annie. —Mira, Zap —dice señalando la pantalla. No parece en absoluto sorprendida de verme, como si yo formara parte de la familia—. Annie. Me siento a su lado y la subo a mi regazo. Ella se acomoda y aprieta mis dedos con sus manitas. —¿Qué están cantando?—digo. —Hard-Knock Life. Es la parte que más le gusta, canta fonéticamente al alimón con su voz aguda mientras la hago saltar en mis rodillas. Cuando me pongo a cantar con ella, dice: —Zap no canta. —¿Por qué? —Sólo Sophie. —Es injusto —digo, poniendo cara triste. Sophie se ríe. —Es «ingusto»—dice alegremente. Noto cómo la risa recorre su vientre y se expande como agua corriente por el interior de su cuerpo. —Te quiero, Sophie —digo. —Es «ingusto»—dice, y se ríe otra vez. Dejo a la niña mirando el vídeo y vuelvo al vestíbulo. Tamara está sentada en los escalones sonándose la nariz con un kleenex. —¿Te vas?—dice. —Creo que sí. ¿Puedo seguir viniendo a veros? Tamara frunce el ceño. —No. De momento es mejor que no. —Pero ¿puedo llamarte? —Zack, por favor —dice, y se pone de pie—. Estoy colgando de un hilo, ¿entiendes? No me lo pongas más difícil. Viene hacia mí, me rodea con sus brazos y apoya un momento la cabeza en mi hombro. Es, con mucho, el abrazo más triste, más mustio, que hemos compartido, en el mejor de los casos un pobre facsímil de abrazo. Mis dedos se hunden por última vez entre sus cabellos. —Te amo, Tamara —digo—. No sé qué significará eso para ti, pero sí sé lo que significa para mí. Durante una fracción de segundo noto que me aprieta con más fuerza, pero luego vuelve a ponerse tensa. Cuando se aparta, veo que llora otra vez. —Perdona —dice. Me baja la cabeza para darme un beso en la coronilla, y luego susurra—: Ahora vete, por favor. Por la noche, de vuelta en mi apartamento, sueño otra vez con el accidente de coche, con Rael colgando boca abajo mientras se desangra, sólo que esta vez yo también estoy atrapado y mis piernas insensibles se pierden entre el revoltijo de hierros retorcidos. Trato de soltarme, y al caer - 176 -

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las piernas se me parten como barras de regaliz. Mi yo del sueño parece aceptar las cosas por horribles que sean, es equilibrado y estoico; por la manera como gateo por el coche volcado, se diría que lo he hecho toda la vida, pero en un momento dado mi yo onírico cae en la cuenta de lo que pasa, y me despierto con un sobresalto, palpándome rápidamente las piernas (su sólida presencia bajo la manta me colma de placer), temblando visiblemente pasados incluso unos minutos. Me levanto de la cama y doy vueltas por la habitación, necesitado de una prueba empírica de que no estoy mutilado, y bajo a beber un vaso de agua. Lo que pasa es esto. Un día meas sangre y eso te hace pensar que tu vida tal vez no va por donde debería ir y que, a tus treinta y dos años, más vale que te apresures si es que quieres hacer algún cambio. De modo que lo intentas, y es como dar un giro de noventa grados en una lancha rápida, la cosa vuelca y te encuentras sumergido en aguas gélidas y agitadas, dando botes en tu propia estela. Y mires a donde mires, no hay tierra a la vista por ninguna parte, porque de entrada tú no pensabas que ibas a ir tan lejos.

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Capítulo 37 Transcurridos unos días, el vacío que se ha instalado en mi vida es insoportable; no se trata sólo de una ausencia de cosas, sino de algo real, con peso propio, que se me ha alojado detrás de la garganta, donde la columna entronca con el cráneo. Hay un tipo de personas, personas con acceso a enormes recursos interiores, que verían mi situación como una magnífica oportunidad, una ocasión para rehacer mi vida, para poner en juego todo el saber de mis errores a fin de crear algo nuevo y emocionante, una vida aerodinámica que sólo tendrá en cuenta las relaciones más sinceras, las motivaciones más auténticas. Pero yo no soy así. Yo soy el tío que hace necesario que los socorristas se adiestren en el arte de la defensa personal subacuática, el tío que se debatirá violentamente de puro pánico, incapaz de distinguir entre peligro y salvación. No tengo a donde ir, nada que hacer, nadie a quien ver. Me he convertido en una cifra y la única prueba que tengo de que no he desaparecido es que, en caso contrario, seguramente no me sentiría tan desgraciado. Durante los tres últimos días he estado escribiendo y luego borrando las páginas iniciales del guión que, ahora estoy seguro, nunca acabaré de escribir. Veo la película mentalmente, los personajes, la trama, el argumento, y hasta puedo escribir un diálogo divertido y auténtico, de varias páginas. Pero me falta algo imprescindible, el ingrediente que hará avanzar la historia, y mis páginas son como huesos totalmente formados pero sin tendones y tejidos que los aglutinen, no digamos ya que los hagan moverse. En alguna pausa marco el número de la oficina de Hope, pero cuelgo antes de que en su teléfono quede registrado quién la llama. Tengo la línea bloqueada, pero ella sabría que soy yo. Añoro a Tamara. Pienso en Hope. Estupideces. ¿Fue a trabajar el lunes, o se ha tomado un tiempo para superarlo, para reproducir todo lo ocurrido en los últimos meses a fin de ver las señales perdidas, zahiriéndome incluso mientras me quema en efigie? Ella se recuperará pronto, no me cabe duda, y volverá a ligar con renovadas energías, impertérrita ante el giro inesperado de los acontecimientos. Calculo que antes de tres meses encontrará otro novio, un atlético licenciado en empresariales con una buena mata de pelo, un corredor de fondo que lea el Wall Street Journal y folle como un actor porno. Y mientras descansan sudorosos tras el coito, ella le hablará de mí, aduciendo locura temporal, y él escuchará con atención y convendrá en que soy un gilipollas integral, diciendo que le encantaría toparse conmigo y darme una somanta de palos, y mientras tanto le acaricia un pecho con la mano, atizando el fuego de forma que en cuanto ella deje de hablar él se le pondrá encima y la verá echar la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, mientras la penetra por tercera vez en la misma noche, su

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cabeza en la almohada donde yo la apoyaba, y sus manos amasando las carnes de su trasero como solía hacer yo, mientras se la mete hasta el fondo y consigue que desaparezca de la mente de Hope todo recuerdo de mí. Ah, cuánto echo de menos el olor de aquella habitación después de hacer el amor, una amalgama de transpiración, fluidos y sábanas perfumadas. Nunca se sabe cuándo es la última vez que haces el amor con alguien. Si lo supiéramos, prestaríamos más atención. El miércoles, subo en el ascensor con la tropa de la mañana, igual que siempre, todos mirando en silencio las puertas de acero cepillado en una atmósfera de café recién hecho y perfume femenino. Siempre me he preguntado por qué no ponen anuncios en los ascensores de las empresas. La gente miraría lo que fuera por no tener que mirarse unos a otros. Salgo del ascensor y paso mi tarjeta de identificación por la cancela electrónica. No sé qué es lo que espero, tal vez alarmas que se disparen o guardias armados, pero suena un clic mecánico y la cancela se abre, igual que siempre. Recorro los pasillos sin nadie que me acose (todo el mundo está en alguna reunión) y voy hasta mi cubículo, me acomodo en mi butaca y conecto el ordenador. Tengo más de trescientos e-mails apretujándose en mi bandeja de entrada. Al ir hacia el trabajo, no sabía si lo hacía por salvar mi empleo o para recoger mis pertenencias. Pero ahora, mientras leo por encima las airadas minucias de mi correo, los detalles del oficio que elegí, me sobreviene una cierta calma. Selecciono en azul todos los emails y hago clic en «borrar», luego repito genocidios electrónicos en mi teléfono móvil y mi BlackBerry, sintiendo una extraña mezcla de terror y júbilo, como el alcohólico que tira al inodoro el resto de la botella que ha guardado todo este tiempo. No es nada instintivo, pero en el fondo sé que detrás de esto hay algo bueno, y que, por un momento, he tenido la suficiente fuerza de voluntad para llevarlo a cabo. La puerta del despacho de Bill no está cerrada del todo, le oigo hablar por teléfono de idoneidades críticas y soluciones en la cadena de suministros. A Bill le va la jerga. No sé si estoy despedido. Supongo que debería averiguarlo, aunque sólo sea por sus ramificaciones en materia de desempleo e indemnización por cese. Lo correcto sería entrar ahí y dejarlo que se desahogara un poco antes de que me aniquile o, en caso contrario, presentarle formalmente, aun con retraso, mi aviso de que dimito. Hacer las cosas como un profesional. Pero oyéndole pontificar sobre los beneficios de la subcontratación (acceso flexible a activos sin inversión de capital), me siento como acorralado y sé que tengo que largarme de allí antes de que me venga abajo y acabe suplicándole que me deje conservar mi puesto. Tiro la tarjeta de identificación al buzón de su puerta, y para cuando llego a los ascensores, ya estoy corriendo. Hacia qué o dónde, no tengo la menor idea. Hope no me ve enseguida. Sale del vestíbulo de su oficina vestida en plan formal con una falda negra larga y una blusa color naranja suave, el pelo recogido en una humilde cola de caballo. Acaba de torcer cuando repara en mí, recostado precariamente en un edificio de la otra acera, con una pierna doblada como si hubiera estado esperando todo el día, que no es el caso. Sólo hace dos horas. Por si Hope salía antes de lo previsto. - 179 -

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Lo he pensado mucho antes de decidirme a ir. Quizá le gustará verme por última vez, escupirme a la cara y decirme que soy el hombre más patético que ha conocido jamás. Pero es igualmente posible que ya me haya borrado de su disco duro personal, aceptando la, desde luego, menos satisfactoria alternativa de descargar su dolor por otros canales a fin de no pasar el mal trago de verme otra vez. En tal caso, verla ahora podría ser perjudicial, podría hacerla echarse atrás, pero lo contrario podría involuntariamente agravar el daño hecho, dejarla con la idea de que ni siquiera soy hombre para llamarla y pedirle disculpas. No es que una disculpa le fuera a servir de nada, pero yo le debo una explicación, y el único inconveniente es que no tengo otra explicación que la más obvia, que le he fallado y la he engañado, y eso no necesita que se lo diga. Así, sin un plan concreto, el dilema se reducía a esto: ¿adónde iba, si no? Y aquí me tienen, pues, haciéndole señas desde la acera de enfrente, y ella, en lugar de lanzarme una mirada de odio, agranda los ojos de sorpresa, se lleva involuntariamente una mano a la boca, y para cuando logro atravesar la concurrida calzada, ya está limpiándose el rímel corrido con un pañuelo que ha sacado del bolso. —Estoy temblando —dice. —Lo siento. No era mi intención pillarte desprevenida —digo, aunque de hecho creo que sí lo era. —No importa. ¿Por qué has venido? —No lo sé. Necesitaba verte, decirte que lo siento mucho. Todavía no me creo que pasara lo que pasó. —Pues pasó, puedes creerme —dice, curiosamente sin malicia—. Todavía está pasando. —Lo sé. Perdóname. Mira el morado que llevo en la cara y hace una mueca solidaria, sin el menor indicio de la satisfacción que yo había esperado en ella. —Vaya, parece que papá te noqueó, ¿eh? Contemplo la armoniosa arquitectura de su rostro, que tan milagrosa me pareció siempre, y sólo entonces hace mella en mí el impacto de perderla, de que lo nuestro haya terminado, y es como ver impotente cómo tu casa es pasto de las llamas, con toda una vida de recuerdos dentro. —Hope —digo, desesperado. —Sí, ya sé. Sólo dime una cosa. ¿Estás con ella? Niego con la cabeza. —No. Ni con nadie. —¿Llevabais tiempo con esto? —No. Aquella noche fue la primera vez. Asiente, y sus ojos vuelven a colmarse de lágrimas. —¿Sabes lo que no paro de repetirme?—dice. —No. ¿Qué? —Pues que lo que pasó fue sólo un terrible lapsus, un momentáneo arrebato de locura debido a que estabas asustado y nervioso. Y si mi padre no hubiera intervenido, tú después te habrías sentido fatal pero habrías acabado superándolo, y yo no me habría enterado nunca y todo habría ido bien entre tú y yo. Ahora, por las noches, en vez de odiarte, - 180 -

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odio a mi padre por meterse de aquella manera, por echarlo todo a perder. ¿No es increíble? —Lo siento muchísimo, Hope. Abre el bolso y saca un estuche pequeño. —Mira —dice, enseñándome el anillo—, lo llevo siempre en el bolso. De vez en cuando me lo pongo otra vez en el dedo y me pregunto si no hemos perdido el mundo de vista, si no fue todo un simple incidente, agravado por unas circunstancias concretas. No sé, imagínate que la hubieras besado en cualquier otra parte y después me lo hubieras dicho. Me habría puesto furiosa, claro, pero creo que lo habríamos superado. Entonces, ¿por qué esto es tan importante? Veo en sus ojos llorosos una invitación desesperada, una apremiante necesidad de que yo dé aliento a la idea. Me estremezco ante la posibilidad de que lo que creía irremediablemente perdido pueda estar — por increíble que parezca —al alcance de mi mano, de que podría acabar en brazos de Hope, el desconsuelo aterrador de nuestras actuales circunstancias relegado ya a un primer olvido... hasta desaparecer por completo. —No puedo —me oigo decir tristemente, y ella parece tan sorprendida como yo mismo. Nunca confié en que Hope pudiera amarme del todo, y sólo ahora, cuando pongo fin irrevocablemente a nuestra relación, se me hace evidente la realidad de su amor y es como si la hubiera vuelto a perder por segunda vez—. No puedo —repito, con la voz preñada de emoción, mientras todo se pone brumoso a través del prisma de nuestras lágrimas. La gente nos roza al pasar, incesantemente, oleadas de personas que salen de algún lado, que van a alguna parte, riendo, fumando, hablando por el móvil, ajenos al holocausto de un universo que implosiona ante sus mismos ojos.

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Capítulo 38 Llego al apartamento justo cuando un deportivo Mitsubishi color cereza se detiene y aparca delante en doble fila. Una mujer alta y guapísima de larga melena negra se apea del coche, vestida, con mallas hasta media pierna, que dejan ver una rosa tatuada más arriba del tobillo, y un jersey corto con cremallera lo bastante ceñido para realzar espectacularmente sus notables curvas, tanto delanteras como traseras. Abre la puerta de atrás y hace salir a un niño de unos cinco años con ricitos rubios y unos ojos grandes y pensativos que parecen más apropiados para un adulto. La mujer le da la mano y empieza a subir los escalones con ademanes de quien tiene plena conciencia de sus innatos atributos físicos. —¿La ayudo?—me ofrezco, subiendo detrás de ella. Se vuelven los dos y me miran. La piel de ella es oscura, y lleva las uñas pintadas de un rojo chillón con las puntas blancas. El niño lleva un juguete en la mano libre, un trenecito azul con cara risueña. —¿Norman King se aloja aquí?—me pregunta la mujer con una voz que delata su hábito fumador. —Se alojaba —digo con cautela, a sabiendas de que si una mujer así está buscando a Norm es porque hay algún lío. —Soy Delia —dice, como si yo tuviera que saberlo—. ¿Tú eres Zack? El niño me mira al oír pronunciar mi nombre, y rápidamente vuelve a su tren. —Sí —digo—. ¿En qué puedo ayudarte? —Norm dijo que te llamara si le ocurría algo —dice Delia. —Ya. —Te he dejado media docena de mensajes. —Lo siento. Hace días que no llevo el móvil encima. —Ya —dice ella—. ¿Es que sí? —Que sí ¿qué? —¿Le ha ocurrido algo? —Norm está bien —digo. —Entonces es un capullo —declara Delia y da un respingo, tapándole tardíamente los oídos al niño—. Mierda. Perdona, Henry. No escuches. —Vale —dice Henry. —¿Por qué no te sientas aquí y juegas con Thomas mientras Delia habla con este señor tan simpático? Henry le suelta la mano y se sienta en los escalones. Pulsa un botón del tren y lo mira rodar despacio por lo ancho del escalón. Cuando choca con la pared, el niño le da la vuelta. —¿Tu hijo?—pregunto. —¡Qué va!—dice Delia, horrorizada, y algo dentro de mí se revuelve, un órgano comprende antes que el resto de mí lo que está pasando—. Es el hijo de Norm.

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—¿Qué? —Oye, Norm me pagó quinientos pavos para que cuidara del crío un par de días, a lo sumo tres. Ya ha pasado una semana, y no puedo seguir ocupándome de él. Ahora entiendo por qué me dio tu número. Entre tú y él no hay manera de que nadie me devuelva una puñetera llamada. Yo bailo por las noches, y he tenido que llevarme a Henry al club. Ya te puedes imaginar que aquello no es Disneylandia. Me apoyo en el pasamano y miro al niño mientras asimilo la información. —Conque Norm tiene un hijo —digo. —Exactamente —confirma ella, hablándome como si fuera un crío—. Creo que esto ya había quedado claro. Asiento, tragando saliva. El niño baja la cabeza y contempla su tren con gran concentración. —¿Dónde está su madre? —¿Cómo coño voy a saberlo?—dice Delia, impacientándose—. Yo lo único que sé, es que un trato es un trato. El crío es simpático y tal, pero no es hijo mío, y yo tengo que hacer mi vida. Bueno, ¿sabes dónde encontrar a Norm? —Puedo intentar localizarlo —digo, sin dejar de mirar al niño—. ¿Quieres esperar un poco? —No puedo —dice ella—. Tengo que irme pitando a Atlantic City. Actúo a las nueve. —¿Trabajas en Atlantic City? Mete la mano en el bolso y extrae una tarjeta arrugada con un artístico dibujo de una mujer desnuda doblada por la cintura, y su nombre y un teléfono en letras grandes. Al pie, pone: «Bailarina exótica. Despedidas de soltero / Espectáculos privados / Satisfacción garantizada.» «Satisfacción» está subrayado. —Es mi número de móvil. Dile a Norm que si no sé nada de él antes de esta noche, llamaré a la policía. El niño es un encanto y no quiero hacerlo, pero puede que lo haga, ¿entiendes? Digo yo, ¿qué clase de padre deja a su hijo con una bailarina? —Puedes dejarlo aquí conmigo —digo—. Tengo que ver a Norm pronto. Levanta las cejas momentáneamente intrigada, pero luego niega con la cabeza. —No te conozco, y no pienso dejarlo con un desconocido. Soy responsable del niño, y quién me dice que no eres un pervertido. Perdona que te lo diga. —Descuida. Norm es mi padre. Eso la sorprende. —Me tomas el pelo. —No. En serio. Mira a Henry, más apaciguada. —Entonces Henry es tu hermanastro o algo, ¿no? —Mi medio hermano —digo. Henry me mira un momento. Cuando el tren da con la pared, el niño hace ruido de explosión. —¿Tú no sabías nada? —No. - 183 -

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Delia reflexiona un rato. —Es mejor que no —dice al cabo—. Yo no conozco a nadie en todo este lío, sólo sé que no pinto nada. —Se inclina y coge la mano de Henry —. Vamos, cariño —dice, ayudándolo a levantarse—. Tú encuentra a Norm, ¿vale? —Vale —digo. Me agacho para mirar mejor a Henry. —Hola —digo—. Yo soy Zack. —Henry esconde la cara detrás de uno de los impresionantes muslos de Delia. —Deberíais salir en el programa de Oprah —dice Delia, empezando a bajar. —Espera. —Mientras ella acomoda al niño en el asiento de atrás, bajo los escalones, me saco la cartera y extraigo unos billetes—. Aquí hay unos doscientos dólares —digo. Delia mira el dinero con suspicacia. —Ya te he dicho que no voy a dejarlo aquí. —Lo entiendo, pero no llames a la policía. Yo lo arreglaré todo, ¿de acuerdo? Me mira de arriba abajo, una chica poco acostumbrada a negociaciones espontáneas por un puñado de dólares. Luego toma el dinero, se baja un poco la cremallera del jersey e introduce los billetes en su sujetador de raso color rojo. —Te doy un día más —dice. —Es todo lo que pido. Mientras se alejan, veo que Henry levanta la mano para saludarme, y aunque es demasiado pequeño para sacar la cabeza por encima del respaldo y ver que yo le saludo también, lo hago igualmente. —¿Quién era ésa?—pregunta Jed cuando entro. Está sentado a la mesa de detrás del sofá, vestido de manera poco habitual mientras trabaja en el ordenador. —Era Delia. —¿Ahora sales con bailarinas de striptease? —¿Cómo has sabido que se dedica a eso? Se da unos toquecitos en la sien: —Es mi sexto sentido. —¿Has visto al chaval? —Sí. —Es hijo de Norm. —¿De Norm y ella?—pregunta, escéptico. —No —digo—. Es más complicado. —Entonces explícamelo. —Otro día —digo, derrumbándome en el sofá—. En cuanto alguien me lo explique a mí. —O sea que no tenías ni idea. —Así es. No sé si aún estoy sorprendido, o sólo sorprendido de estar sorprendido. Jed viene a sentarse a mi lado. —¿Has visto a Hope? - 184 -

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—Sí. —¿Estás bien? Pienso la respuesta. Hoy han pasado muchas cosas, y me está costando ensamblar fenómenos con emociones. —No lo sé. Pregúntamelo dentro de unas semanas. —Hecho —dice Jed. —¿Me prestas el coche?—pregunto—. He de ir a Riverdale. —Tengo una cita —dice—. Te acompaño yo. —Gracias. Guardamos afable silencio durante unos segundos. —Oye —digo—, ¿dónde está la tele? —Ah, sí —dice Jed, frotándose tímidamente la barbilla—. Me he deshecho de ella esta mañana. —Te has deshecho de ella. —La bajé a la acera. No habían pasado ni veinte minutos, que aparece un tipo con un carretón, unos patines y una tabla y se la ha llevado. —¿Y ahora qué vas a hacer? Asiente con la cabeza: se esperaba esta pregunta. —No lo sé —dice—. Pregúntamelo dentro de unas semanas.

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Capítulo 39 Cuando volví a la ciudad, Norm prefirió quedarse en Riverdale y dedicar un tiempo a Pete. En su momento la idea me pareció bien, pero a estas alturas debería haber sabido que todo lo que Norm hace tiene un fin oculto, en este caso evitar a la despampanante canguro a quien había dado mi nombre para casos de emergencia. Entro ahora en la casa y me encuentro a Norm en el sofá mirando un vídeo con Lela y Pete (es como un cuadro de Rockwell pero sin perrito), y me dan ganas de agarrarlo de la camisa y echarlo a patadas. —Hola, Zack —dice Pete—. Estamos mirando Indiana Jones. —Zack —dice Norm, contento de verme—. ¿Cómo tú por aquí? Me pongo delante del televisor y estampo la tarjeta de visita de Delia en la mesita baja. Norm la alcanza, y puedo ver la trayectoria de su reacción: curiosidad, sorpresa, comprensión, defensa. —Mejor que vayamos afuera —dice en tono tétrico. —No, mejor nos quedamos aquí —digo. —¿Qué ocurre?—pregunta Lela. —Estás tapando la tele— protesta Pete, estirando el cuello para ver la película. —¿Cuándo pensabas decírnoslo?—le pregunto a Norm. —¿Decirnos qué?—dice Lela. —Que tiene otro hijo. Lela da un respingo: —¿Qué? Norm cierra los ojos y me dice: —Quería contártelo. Sólo esperaba el momento adecuado. —Ya, e imagino que eso ocurriría antes de que Delia consiguiera localizarme. —¿Delia es la madre?—dice Lela. —Delia hace striptease —aclaro. —Es bailarina —murmura Norm, a la defensiva. —No entiendo nada —dice Lela poniéndose de pie, y en ese momento caigo en la cuenta de un hecho: Lela estaba muy arrimada a él, besuqueándolo casi, de lo que deduzco que había algo más íntimo en el ambiente de lo que yo pensaba. Mira a Norm, expectante—: ¿Delia es la madre? ¿Te has vuelto a casar? Pete nos mira, registrando tardíamente que algo importante está ocurriendo, y pulsa de mala gana el botón de pausa. —Ahora venía lo mejor —refunfuña. —No estoy casado —le dice Norm a Lela, con mucho énfasis. Y estamos en las mismas: la frase transmite un mensaje independiente en una frecuencia privada, y es ahora cuando quedo casi convencido de que Norm no sólo quería estar un rato con Pete. Quizá son

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imaginaciones mías, o quizá fui un ingenuo al no esperarme esto desde un principio: dos antiguos enamorados, uno de ellos drogado con Viagra, durmiendo en camas separadas y bajo el mismo techo desde hace ya cuatro noches. En cualquier caso, yo no preguntaré, ni tampoco ellos me dirán. —Susan murió hace siete meses —añade Norm. —¿Y quién era Susan?—pregunto. —Mi mujer. —Así que ahora eres viudo... —Técnicamente hablando, no —reconoce. —Explícate mejor. Norm asiente con la cabeza. —Nos divorciamos un par de años antes de que ella muriese. —Cuando Henry tenía dos años, aproximadamente. —Sí, supongo. —¿Henry es tu hijo?—dice Lela. —¿Qué pasa aquí?—dice Pete, bizqueando en su intento de seguir la conversación. —Sube a tu cuarto, Peter. —¿Por qué? —Tenemos que hablar en privado. —Pero el vídeo...—protesta. —Acabaremos de verlo dentro de un rato. —Qué lata —dice Pete, pero se levanta del sofá y empieza a subir las escaleras, con cara de no entender cómo ha podido estropearse todo tan deprisa. —O sea, resumiendo —digo en cuanto Pete llega arriba—, te volviste a casar, tuviste un hijo, te divorciaste (y van dos), y estabas otra vez haciendo tu papelón de padre vagabundo cuando tu ex va y se muere, dejándote un niño de cuatro años al que apenas conocías. —Cuidé de ella mientras estuvo enferma —se defiende Norm—. No tenía a nadie más. —Te tenía a ti, claro que contigo nunca se puede contar, ¿verdad, Norm? Su cabeza cae hacia delante como si le hubiera dado una patada en la entrepierna, y junta las manos sobre el regazo. —Creía que ya habíamos hecho las paces —gruñe. —Yo también, pero ahora resulta que no. —Zack —dice Lela en voz baja. —No, mamá. Nos ha estado mintiendo y engañando todo el tiempo. —Porque no sabía cómo explicarlo —dice ella—. Fíjate en ti: ¿cuánto tiempo has tardado en decirle a Hope que no querías casarte con ella? —No se trata de eso —digo, mirando a Norm—. Podía haber traído a Henry consigo, habría sido perfecto: los hermanos y el hermanastro. Menuda escena, y ya sabemos lo mucho que le gustan las escenas a Norm. Pero no, se presenta él solo dejando al niño nada menos que al cuidado de una bailarina de striptease, y más días de los que habían acordado. Esto no encaja, ni siquiera viniendo de una mierda de padre como él. Por eso te pregunto, Norm, ¿quieres decirnos exactamente a qué has venido? Porque yo ya no me trago que fue sólo para hacer las paces. Una línea delgada de sudor ha aparecido en la frente de Norm, que - 187 -

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ahora está blanco como la cera y respira con tanta dificultad, que temo que de un momento a otro empiece a hiperventilar. —Norm —dice Lela—, ¿te encuentras bien? Asiente con la cabeza, inspira hondo varias veces. —Siéntate un momento —me pide, con la voz delgada y rasposa. —Me quedo de pie. —Por favor —insiste, invitándome con la mirada a que me siente en el sofá. Finalmente, cedo y tomo asiento en una otomana. —Viniste para colocarnos el niño, ¿verdad?—le digo. Norm niega con la cabeza. —Vine para ver si era capaz de ser padre otra vez. —Se pasa el brazo por la cara y veo que está a punto de llorar—. Miraba a ese niño, que ahora dependía de mí, y no hacía más que pensar en ti y tus hermanos, en cómo os fallé a todos. Supongo que hay hombres que no estamos preparados para esto; hace tiempo que me resigné a que sea así. Mi padre no valía. Yo tampoco. —Pero eso no te impidió tener otro hijo, ¿eh? —Para mí nunca hay impedimentos —dice, meneando la cabeza patéticamente—. Soy el rey del «esta vez». Esta vez va a ser diferente. Pero luego no lo es. Y me alegré de que Henry tuviera a Susan, pero cuando me convertí en su único custodio, me entró el pánico. Le quiero, y también os quería a vosotros, pero eso no me impidió perderos a todos. Vine para ver a mis hijos, para ver hasta qué punto os había hecho daño, y para ver si podíais perdonarme. Es una estupidez, ya lo sé, pero pensé que si podía volver a formar parte de vuestras vidas, eso me daría la confianza de pensar que esta vez sí que las cosas iban a ser distintas. —O sea que no tuvimos nada que ver —digo con acritud—. Nosotros sólo somos la escena del crimen. Norm mira a Lela y luego a mí, frunce el entrecejo. —Soy viejo, Zack. No sabes lo viejo que soy. —Dilo. —¿El qué? —Que quieres que nos hagamos cargo del niño. Norm sorbe por la nariz, no se atreve a mirarme. —Sólo necesito ayuda. —Chorradas. Quieres desentenderte, como siempre. —No. Quiero lo mejor para Henry —dice, sollozando—. Tengo sesenta años y no espero llegar a los setenta. Estoy mal del corazón y ya no pueden hacerme otro bypass. Cuando miro a Henry, tan hermoso, tan perfecto, pienso: «No, no quiero joderlo a él también.» Mi ira es eléctrica, me recorre vertiginosamente las venas prendiendo fuego a mi sangre. —Que te jodan, Norm. No tenías ningún derecho. —Lo siento, Zack. —Hace ademán de tocarme y yo me aparto como si me diera asco. —Que te jodan. Lo intenta de nuevo, y esta vez le vence el peso y Norm cae de bruces sobre la mesita baja, que se parte en dos, y aterriza de rodillas sobre el cristal hecho añicos. Se queda allí quieto, sollozando por lo bajo con las manos en la cara hasta que finalmente Lela se sienta a su lado, - 188 -

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toma la cabeza entre sus manos y empieza a mecerlo lentamente, como solía hacerme a mí de pequeño cuando lloraba por la noche, vacío y dolido por algo que (y eso mi dura mollera sólo ahora empieza a entenderlo) no había existido nunca. Paso un rato en el cuarto de Pete mientras Norm y Lela conversan abajo en voz baja. Pete no acaba de entender lo del medio hermano. —¿Tiene otra madre?—me pregunta por tercera vez. —Exacto —digo. —Pero si es hermano nuestro, ¿cómo es que no ha estado nunca aquí? —Sólo tiene cinco años. —Yo soy demasiado mayor para tener un hermano de cinco años. —No es verdad —digo. Pete se pone a pensar. —¿Y cómo se llama? —Henry. —Henry...—dice—. ¿Y qué le gusta? —¿Qué quieres decir? —Si le gustan los helados, de qué sabor. —No lo sé. —¿Su programa favorito? —No sé nada de él, Pete. Yo también acabo de descubrir que existe. —¿Crees que pensará que soy imbécil? —Tú no eres imbécil. —A un niño de cinco años puede que se lo parezca. —No creo que a nadie le parezcas un imbécil. —Eso lo dices porque eres mi hermano —replica, y me da con el puño en el brazo. —El también lo es —digo. —Anda, se me había olvidado. Cuando vuelvo abajo, Lela está sentada a oscuras sorbiendo un vaso de té, la mirada perdida. —¿Dónde está?—pregunto. —Has sido muy duro con él. —Nos ha mentido. Me mira, meneando la cabeza. —Sabes, Zack, que alguien merezca tu ira no le priva de merecer también tu compasión. Es difícil hacer las cosas bien, créeme, lo sé mejor que nadie. Y si sólo las vas a hacer bien unas pocas veces en tu vida, ¿con quién mejor que con tu familia? —El ya no es tu familia —digo. —Tú y tus hermanos hacéis que lo siga siendo. Bajo al sótano, donde Norm está dormido en el sofá cama con la camisa puesta, su panza subiendo y bajando al compás de sonoros ronquidos. Ahora que lo veo en estado de reposo, cosa rara en él, puedo examinar su cara, las arrugas, la curva de su nariz, los labios finos y sin - 189 -

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humor, casi una mueca. Su cara, en descanso, es la de un desconocido. Conteniendo el aliento, me siento en el borde de la cama, y doy un respingo cuando los muelles saltan y gimen bajo mi peso. Cuando la cama se acomoda a la carga extra, contemplo el rostro de Norm a la débil luz del pasillo de arriba e intento buscar algún punto de contacto con este ser insondable. Me tumbo de espaldas, con la cabeza a unos centímetros de su diafragma, mirando el techo manchado de humedad. Matt, Pete y yo solíamos quitar los cojines de este sofá cama y ponerlos en fila para dar volteretas mientras Norm, sentado a su mesa, anotaba la puntuación en una libreta después de cada salto y nos mostraba a continuación el resultado con gesto solemne. Lo llamaba las Olimpiadas del Sótano, y entre puntuación y puntuación hacía también de locutor, bautizando con nombres ridículos nuestras evoluciones. Con el tiempo nos dimos cuenta de que Norm puntuaba más alto en función del riesgo, no de la ejecución del salto, y Matt y yo probábamos las cosas espectaculares en nuestra disputa por el segundo puesto. El primero era siempre para Pete. —¿Te acuerdas de las Olimpiadas del Sótano?—pregunto. No contesta —. Hacía siglos que no pensaba en eso. —Le hablo así un rato, rememorando cosas de mi infancia, contándole secretos que no le revelaría si estuviera despierto, hasta que noto que me pesan los ojos y que me estoy durmiendo—. Hablaremos mañana, papá. Ya lo arreglaremos. Pero no. Porque al día siguiente Norm se ha marchado con todas sus cosas y encuentro una nota suya pegada al espejo del cuarto de baño: «Cuida de él, por favor. Su cumpleaños es el 19 de febrero, y le encanta el helado de chocolate y la Justice League. Lo siento. Si sólo hiciera falta el amor, yo sería el padre del año.» Examino agresivamente mi reacción en el espejo. Esto no debería sorprenderme bajo ningún concepto. Luego, dejando la nota donde está, como una pista valiosa que no debe ser tocada, subo al piso de arriba pensando que le daré unas horas para que cambie de opinión antes de llamar a Matt.

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Capítulo 40 —Me olía que en todo esto había gato encerrado —dice Matt. Está en el sofá, inclinado sobre sus rodillas, toqueteando nervioso la cremallera del bolsillo de sus gastados pantalones de camuflaje—. Qué hijo de puta. Si hay alguien en el mundo que no debía tener otro hijo... Son las tres de la tarde. Me ha costado toda la mañana localizar a Matt, pues su móvil estaba fuera de servicio por falta de pago. Finalmente he dado con Otto y le he convencido para que fuera a buscarlo, dando a entender que se trataba de un asunto familiar urgente. —Es nuestro hermano —le informa Pete a Matt, por quinta o sexta vez —. Nuestro hermanastro. Tenemos el mismo padre. —Que sí, Pete —dice el otro, mosqueado, pero enseguida reacciona y sacude con cariño la rodilla de Pete—. Perdona. Es que no me lo acabo de creer. Estamos los tres sentados en la sala de estar hablando de la situación, mientras Lela guarda las cosas de la compra en la cocina. Ha dejado muy claro que esto era una reunión de hermanos, y así, excluyéndose del asunto, se esfuerza por escuchar lo que decimos detrás de la puerta basculante de la cocina. —¿Sabes dónde puede haber ido Norm?—pregunta Matt. —Ni idea —digo—. Hace unos días mencionó algo de un negocio en Florida, aunque podría ser otra mentira. —Conque formábamos parte del plan principal...—dice Matt, asintiendo con aire pensativo. Yo esperaba verlo reaccionar con rabia, que empezaría a despotricar contra Norm y a flagelarse por haber sido tan tontos de dejarnos poner otra vez en situación de ser abandonados. Pero Matt se muestra reservado, incluso diría que sereno, si no fuera por sus manos, que no paran quietas—. ¿Tú le has visto?—pregunta. —Anoche. Fui bastante duro con él. —No me refiero a Norm —dice Matt—, sino al chaval. A Henry. —Me doy cuenta de que no le interesa Norm, que lo ha borrado de su vida. O tal vez es que, a diferencia de mí, Matt nunca le había aceptado de nuevo en su vida. —Sí —digo—. Le vi ayer. —¿Cómo es? —Eso, ¿cómo es?—se suma Pete. La conversación tiene un ritmo típicamente familiar: Matt hace las preguntas y procesa la información, y Pete participa repitiendo lo que dice Matt, y mientras tanto yo hago el papel de oráculo para ellos dos. —No sé —digo. Reflexiono un momento—. Parecía serio. Un poco solo, también. Matt ha empezado a cabecear más deprisa, exageradamente para la conversación que mantenemos, los labios le tiemblan de emoción.

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—Bueno —dice—. ¿Cuándo vamos a buscarlo? —Eso, ¿cuándo vamos a buscarlo?—repite Pete. Aún no hemos entrado en la parte más espinosa, quién se hará responsable de cuidarlo, cómo afectará eso a nuestras vidas. Pero mirando a Matt, veo que, al menos de momento, esto no es una prioridad, y me sorprendo a mí mismo con una oleada de afecto hacia él y Pete, un afecto de hermano, mezclado con un poco de orgullo paterno. —Yo pensaba salir a primera hora de la mañana —digo. —Ya —dice Matt, poniéndose de pie y secándose los ojos con la manga como medida preventiva—. Pues andando. Iremos en el Mustang de Pete, lo cual no deja de tener cierta poesía, el coche que uno de los hermanos nunca debió tener utilizado para ir a buscar al hermano cuya existencia desconocíamos. Estamos a punto de partir cuando Lela baja, a todo correr llevando en brazos un viejo asiento de seguridad para niños y una bolsa grande. —Si pesa menos de quince kilos, tendrá que ir en una silla elevada — dice—. Ponedlo en el asiento de atrás, pero no en medio, y utilizad el cinturón de seguridad. Nos la quedamos mirando. —De acuerdo —digo—. Gracias, mamá. Nos pasa la bolsa. —Son unos bocadillos y algo de picar —dice—. Seguramente tendrá hambre. Matt coge la bolsa. —Gracias, mamá. Nos mira con ojo crítico, jadeando un poco por los preparativos de última hora, la cara encendida, los ojos húmedos, con mechones de su pelo ensortijado flotando de cualquier manera en torno a su cabeza. Luego se acerca a Matt y le quita la peluca Elton John. —Le vas a asustar —dice, haciendo una pelota con la peluca. —Bueno —dice Matt, y le dedica una sonrisa juvenil. La miramos sorprendidos, a la expectativa, pendientes de ella. —¿Qué pasa?—pregunta—. Norm será lo que sea, pero yo me he pasado la vida queriendo a sus hijos. —Nos da un beso a cada uno en la mejilla—. Bueno, id a buscarlo ya. Pete quiere conducir, de modo que en cuanto pasamos el puente George Washington cambio de asiento con él. Matt le da instrucciones mientras yo marco el número de Delia en el asiento de atrás. —Hola —digo—. Soy Zachary King. —¿Quién? —El hermano de Henry. —Ah, sí. ¿Has dado con Norm? —Sí —digo. —¿Y? —Ausente sin permiso oficial. —Qué cabrón. No me lo puedo creer. —Nosotros estamos bastante acostumbrados. —¿Y qué coño voy a hacer ahora? - 192 -

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—Vamos de camino a buscar a Henry —digo, confiando en que mi tono sea lo bastante autoritario. —¿Vamos, quiénes?—dice ella, recelando de inmediato. —Tengo otros dos hermanos. Una pausa al otro lado de la línea. —Te conozco tan poco como ayer —dice. —Mira —digo—, Henry es nuestro hermano y venimos a buscarlo. Cuando conozcas a los otros dos, verás que es verdad lo que digo. Nos parecemos mucho. Mi hermano Matt es calcado a Norm. —Y una mierda —espeta Matt—. No es verdad. —Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora —dice ella, sin decidirse. —Perfecto. ¿Dónde trabajas? Dejamos el coche en el aparcamiento de Tommyknockers, un autoproclamado «club para caballeros con recursos», mientras el día languidece sobre el abandonado litoral de Nueva Jersey. Pete no está preparado para las chicas en topless que hacen cabriolas por la pasarela, se dejan resbalar por columnas o se tumban de espaldas para esparrancarse al son de canciones de Guns N' Roses. Su cara adopta una cómica expresión entre el pánico y la reverencia, especialmente cuando una de las bailarinas le invita a la parte de atrás para bailar en privado. —No, gracias —dice Matt mientras Pete emite risitas incontroladas—. Estamos buscando a Delia. —Tenéis que hablar con Dave —dice la chica. —¿Quién es Dave? —El dueño. —Señala hacia la larga barra que hay en uno de los lados, más allá de las pequeñas mesas redondas. Sólo hay un taburete ocupado por un tipo de enorme barriga y cabellos ralos como alambres, y una barba que parece recortada adrede para lucir la gran papada que cuelga debajo como una bolsa de cigüeña. —¿Es ése?—pregunto. —El mismo —dice ella, y se aleja para seguir ofreciéndose al personal. —Perdón —le digo al hombre—, ¿Dave? —Si lo pregunta es que ya lo sabe —responde. Por la pinta, se diría que hace muchos años se dedicó a la lucha libre. —Necesitamos ver a Delia. Gira en el taburete y me mira de arriba abajo. —¿Vienen por lo del niño? —Así es. Consulta su reloj y frunce el entrecejo. —Delia actúa dentro de diez minutos. —Entonces habrá que darse prisa. Dave tuerce el gesto, baja del taburete y nos conduce hacia el lado derecho de la pasarela, y luego al camerino. Hay un puñado de mujeres desnudas sentadas ante una batería de espejos, maquillándose, vaciando en sus peinados envases enteros de laca y ajustándose desapasionadamente sus pechos sintéticos en sujetadores de encaje. Más mujeres vienen y van precariamente sobre tacones altísimos y poco más, - 193 -

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ajustándose con prisa faldas minúsculas o tops superceñidos, conversando unas con otras mientras se preparan para salir. Henry está sentado en un rincón, en el suelo, ajeno a la jungla de piernas y traseros entangados que le rodea. Tiene su tren Thomas en una mano mientras con la otra colorea a lápiz un folleto con el logotipo de la sala, dos mujeres desnudas, de perfil, doblándose hacia lados opuestos. —Henry —le llamo. Veo por su expresión que me ha reconocido—. ¿Te acuerdas de mí? Asiente con la cabeza y se lleva el tren al pecho. Noto que Matt y Pete están detrás de mí, mirándolo. Antes de que podamos acercarnos más, Delia se aparta de un espejo tamaño natural y se coloca entre el niño y nosotros. Lleva sostén y bragas de lentejuelas, y la cara maquillada de tal manera que parece una marioneta. —Qué tal —dice—, Zack, ¿no? —Sí. —Viene a buscar al niño —informa Dave. —Ya lo sé —replica Delia, mirando a Pete y a Matt—. ¿Tenéis manera de demostrar quiénes sois? Matt y yo sacamos nuestros respectivos permisos de conducir, que ella mira por encima antes de pasárselos a Dave. —¿Tú qué opinas?—dice. Dave le devuelve los permisos sin mirarlos. —Opino que esto es un negocio, no un centro de día. Si han venido por el chico, arréglalo con ellos y sal inmediatamente a escena. Me arrodillo delante de Henry, que lo mira todo con ojos inteligentes. —Henry —le digo—. ¿Tú sabes quién soy? Asiente. —Zack —dice. —Exacto. Y éstos son mis hermanos, Matt y Pete. Henry mete la mano en el bolsillo del pantalón y me da una foto doblada y muy manoseada. Es un retrato de Matt, Pete y yo en Miami, pescando en una barca. Lela había ido a ver a su madre, recién operada de un triple bypass, y yo había aprovechado la ocasión para llevar a mis hermanos de pesca. Es de hace unos seis o siete años, y no tengo la menor idea de cómo llegó la foto a poder de Norm. —Sí —digo—. Esos somos Matt, Pete y yo. —Miro a Henry—. Tú también eres hermano nuestro. —Ya lo sé —dice. —Oye, ¿te gustaría venir a vivir con nosotros? Henry analiza la invitación con el aire experto de quien está acostumbrado a cambios drásticos de vida y domicilio. —Mi mamá murió —dice con toda naturalidad. —Sí, lo sé —digo—. Lo siento. —¿Sabes dónde está mi papá? —Se ha marchado unos días. Henry asiente y vuelve a mirar el tren. —Siempre se marcha —dice. —Ya lo sé. También es mi padre. Por eso es bueno tener tres hermanos, ¿no? Así nunca estarás solo. Pete se le acerca y se pone en cuclillas. - 194 -

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—Yo también tengo trenes —dice—. Un montón. Y vías y puentes y una estación. —¿Tenéis pilas?—pregunta Henry. —Algunas. Henry asiente y alarga la mano. —¿Me devuelves la foto? Se la doy, y veo que la dobla como un preciado talismán, con sumo cuidado, antes de metérsela de nuevo en el bolsillo. Se me hace un nudo en la garganta. —Bueno —dice Delia—. Si me dais otros mil dólares, quedamos en paz. —¿De qué demonios habla?—pregunta Matt. —Ayer le di doscientos —digo. —Y yo te di un día más —replica Delia—. He tenido al crío más de una semana. Ha habido que alimentarlo y vestirlo, para no hablar de las horas de trabajo perdidas. —El trato lo hiciste con Norm —le digo—, no con nosotros. —Vamos a ver —tercia Dave—. Más vale que lleguéis a un acuerdo inmediatamente, porque quiero ver ese culo en escena dentro de dos minutos o mi negocio se verá afectado, y no querréis que eso suceda, ¿verdad? Creo que me explico. —Al cuerno —dice Matt—. Llevémonos al chico de una vez. —Ella tiene derecho a una compensación —dice Dave, plantándose delante de la puerta. —Está bien —cedo, sacando la cartera y empezando a contar billetes —. Llevo ciento ochenta y tres dólares encima. Matt, ¿tú cuánto tienes? —No me parece aceptable —dice Dave. Por lo que parece, ahora representa a Delia. —Yo no soy una pedigüeña —dice ella—. Soy una profesional. —Cobras por enseñar las tetas —replica Matt, que empieza a sulfurarse. —¡Que te jodan, punkie de mierda! Se produce un intercambio de gritos entre Matt, Delia y Dave, pero yo estoy mirando a Henry, que se ha alejado unos pasos, asustado por el griterío. Se me queda mirando un rato, y entonces, sin previo aviso, se lanza corriendo a mis brazos y esconde la cara en mi hombro como si lo hubiera hecho un millón de veces. Y al abrazarlo yo por primera vez y acariciarle los rizos que me hacen cosquillas debajo del mentón, tengo una sensación visceral y familiar, como un recuerdo del futuro. El hechizo pasa cuando Matt y Delia se vuelven y me miran, y al momento se hace un silencio de funeral. —Por favor —digo mirando a Delia—. Lo llevamos a casa. Ella se me queda mirando largo rato, menea la cabeza y coge los billetes de mi mano. —Vale —dice, y me sorprende al acercarse para dar un beso a Henry en la coronilla—. Cuidadlo bien, ¿eh? Miro a Dave y, tras unos segundos de tensión, el tipo se aparta y salimos del camerino. Matt y Pete me hacen de guardaespaldas mientras cruzamos el club, y a todo esto Henry no ha levantado la cabeza de mi hombro, agarrado a mi cuello hasta que salimos al aparcamiento. - 195 -

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Estamos pasando Egg Harbor, hace media hora que hemos dejado atrás Atlantic City. Voy sentado detrás con Henry, que se ha quedado dormido en el asiento elevado con la cabeza en mi hombro. De repente, me inclino hacia delante y le doy una palmada a Matt. —¡Para el coche! —¿Qué? —Para —ordeno—. ¡Ahora! —¿Qué coño te pasa?—exclama, deteniéndose en el arcén. —¡Shhh!—dice Pete, señalando a Henry—. Nada de palabrotas. —Perdón. Salgo del coche y escudriño con la mirada el bosque de más allá del arcén. Subo la cuesta avanzando en diagonal, en dirección a un repetidor de radio. Es aquí, estoy seguro. No había vuelto a pasar por este sitio desde entonces, pero recuerdo esa torre surgiendo de entre los árboles como un dragón contra el cielo nocturno mientras se me llevaban del lugar del accidente. Zigzagueo apresuradamente entre los árboles buscando ramas partidas o restos de automóvil, algo que indique el lugar exacto del choque, pero a oscuras es imposible ver nada. Entonces, en un pequeño claro, encuentro un tronco con la parte inferior desprovista de corteza, dejando ver la carne nacarada como si fuese una herida abierta. Busco en el suelo alrededor del árbol pero no hay nada, el bosque ha expulsado o tragado los últimos vestigios del siniestro. Me siento con la espalda apoyada en el tronco y miro a mi alrededor. Oigo un ruido a mi izquierda, y un conejo sale de la maleza, se queda parado sobre las caderas, tembloroso, examinando nervioso la zona. Sus ojos reparan en mí, y nos miramos largo rato, cada cual pensando en la supervivencia a la manera de su especie respectiva. Me saco el móvil del cinturón y lo abro para buscar el número del móvil de Rael, que hasta ahora no me he atrevido a borrar. Sin dejar de mirar al conejo, pulso «enviar» al tiempo que noto como un aire misterioso en mis tripas. La pantalla indica que este número no está en activo, pero unos segundos después el teléfono suena. «Soy Miguel. Ahora no puedo atenderte. Por favor, deja tu mensaje y veré de ponerme en contacto lo antes posible. Adiós.» —Hola, Miguel —digo—. Este número pertenecía a mi mejor amigo, que murió en accidente de coche hace unos dos años. Tendría que haberlo borrado de mi directorio, pero ya ves. Supongo que pensaba que si pulsaba el botón en el momento justo, me saldría su voz, pero no. En fin, espero que las cosas te vayan bien y que el teléfono te funcione. Por cierto, se llamaba Rael. Qué más da. Seguro que tú tienes tus propios problemas. Te dejo en paz. Adiós. Miro la pantalla y pulso los botones necesarios para eliminar el número de Rael. «¿Está seguro de que quiere borrar definitivamente el número indicado?», pregunta el telefonito. Pulso «borrar» otra vez y el número desaparece. El siguiente número es el de casa de Rael. Tamara responde al segundo tono. «Hola», digo, pero es una de esas conexiones en las que quien llama oye al llamado, pero no al revés. «¿Diga?», dice Tamara. «¿Diga?» Le respondo pero ella no me oye, y me quedo un rato escuchando su voz —parece un poco irritada —hasta que cuelga. Y es - 196 -

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mejor así, porque no sé lo que le habría dicho aunque ella hubiera podido oírme.

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Capítulo 41 Matt está en el salón con su guitarra eléctrica, cantando canciones de Barrio Sésamo con un ligero toque punk, mientras Henry está en el suelo, disfrazado de Buzz Lightyear, riéndose como un histérico. Me miran al verme entrar vestido con un viejo hábito de monje y una careta de duende. A Henry parece inquietarle la máscara, de modo que me la quito, y mis cabellos quedan tiesos de electricidad estática. —Soy yo —digo tímidamente. —Ya lo sabía —responde, pero sin duda le alivia el comprobarlo. Matt toca una versión distorsionada de Elmo's World. —¿Estás listo?—le pregunto a Henry. Se pone de pie. —No te pongas la careta. —De acuerdo. Matt besa a Henry en la coronilla al levantarse del sofá. —Me voy —dice—. Esta noche tenemos baile de Halloween en el Irving Plaza. —Vais mejorando —digo, impresionado por la noticia. —El grupo que tenía que tocar se ha rajado en el último momento — dice Matt, encogiéndose de hombros—. Jed conocía a un tipo. —Buena suerte. —No la necesito. —Matt se cuelga la guitarra al hombro y va hacia la puerta, y luego señala a Henry con el dedo en un gesto de advertencia—. Nada de drogas ni de chicas menores de edad, ¿entendido? Henry asiente muy serio, y eso nos hace sonreír. Las calles están llenas de ruidosos grupos de trick-or-treaters* y sus correspondientes carabinas. Henry me coge la mano con fuerza y se detiene a cada momento maravillado de los fantasmas, monstruos, androides y hobbits con los que nos cruzamos a la media luz de las lámparas de porche. Después de sólo dos semanas, su confianza en mí es absoluta, como si hubiera encontrado por fin un sitio seguro donde depositar una carga que llevaba encima desde hace tiempo. Por enésima vez desde que fuimos a buscarlo al Tommyknockers, me juro en silencio ser digno de mi papel. Hacer el juramento ahora, con este disfraz de monje encapuchado, parece añadirle un cierto peso. —¿Por qué no ha venido Pete?—me pregunta Henry. —Prefiere quedarse en casa y asustar a las pandillas. —Ah. El día que lo llevamos a casa de Lela, instalamos a Henry en mi vieja habitación. Todavía no sabemos bien cómo vamos a organizado todo, pero, mientras tanto, la idea dominante es que Henry se sienta en todo *

En la noche de Halloween, es costumbre recorrer casas en pandilla amenazando con hacer una jugarreta (trick) si no se recibe un regalo (treat). (N. del T.)

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momento rodeado de su familia. Yo he dormido estos días en el sofá de la planta baja evacuado por Norm, y Matt también se presenta casi a diario. Jed apareció hace unos días en una furgoneta alquilada, se presentó a Henry diciendo que era el tío Jed y procedió a descargar un sinnúmero de artículos de Toys «R» Us mientras Henry lo miraba todo con auténtico júbilo. Dejamos a Henry y a Pete examinando los juguetes y fuimos a hablar con Matt, que estaba en el patio de atrás fumando un cigarrillo. —Hola, Matt —dijo Jed—. ¿Le has contado a Zack lo de mi visión? —No —contestó Matt. Había anunciado su intención de dejar el tabaco por Henry, pero de momento la cosa no va muy bien—. Preferiría que lo hicieras tú. Jed se volvió hacia mí. —Estaba con Matt en la tienda de guitarras cuando tuve una visión. Después de la «fiesta de Zack», como mi familia ha decidido llamarlo para siempre, Matt y Jed llegaron a un tortuoso acuerdo según el cual Jed se encargaría de buscar bolos a los Worried About the WENUS y de conseguirles un buen productor para su primera demo. El primer paso fue comprar material nuevo para toda la banda. —¿Ahora te ha dado por tener visiones?—dije. —Parece que la cosa va en serio —dijo Matt. —Me huele a chamusquina. —Se trataría de una especie de grandes almacenes musicales —dijo Jed, haciendo caso omiso de mis palabras—. Una tienda supersurtida de material para músicos, con estudios de grabación para que los grupos graben sus demos y un bar con escenario donde puedan tocar los grupos de por aquí. Asentí con la cabeza. —Interesante. —Las oportunidades para promocionarse son infinitas —prosiguió Jed muy animado—. Tienes cuatro o cinco fuentes de ingresos bajo el mismo techo: el bar, los instrumentos, el estudio de grabación y los conciertos. Organizas actos para presentar nuevos talentos y la gente viene y compra material. Ayudaremos a los grupos a hacer demos y ofreceremos descuentos en horas de estudio si nos compran el material a nosotros. Y podemos negociar con los mayoristas de instrumentos para garantizar las horas de estudio a cambio de publicidad de las diferentes marcas en lugares estratégicos de la tienda. Conozco a varios capitalistas que estarán encantados con la idea. Estoy dando los últimos toques. Ah, y en cuanto tengamos listo el prototipo, ampliaremos el negocio a otras ciudades. —Va a ser increíble —dijo Matt con entusiasmo mientras encendía otro pitillo, pensando ya en las ventajas de todo el asunto. Me acordé entonces de la época en que Jed hablaba en este tono constantemente, pontificando sobre la última empresa descubierta por su compañía de inversiones, o sobre por qué sus productos revolucionarían una industria en particular. Yo no me había dado cuenta de que echaba eso de menos hasta aquel preciso momento, y me dieron ganas de abrazarlo y darle la bienvenida al mundo de los vivos. En cambio, sólo dije: —Suena muy bien. - 199 -

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—Yo redactaré el plan y buscaré también un socio capitalista — continuó Jed—. Tú negociarás el arriendo y te ocuparás de los contratos con los mayoristas. —Oh, ¿así que también formo parte? Jed me miró de mala manera. —¿Tienes algo mejor que hacer? —Cuenta conmigo —dije con una sonrisa. —Estupendo —Jed me estrechó la mano—, porque vamos a montar la oficina en tu habitación. Después de una hora de ir por las casas, la bolsa de Henry está repleta de caramelos y bombones, además de un tubo de dentífrico y un cepillo de dientes eléctrico regalo farisaico de un aguafiestas. Un grupo de niños pasa corriendo mientras el padre de uno de ellos los rocía de serpentinas en aerosol. Henry se queda quieto mirándolos con una sonrisa feliz, disfrutando con sus travesuras, y entonces me pregunto cuántas veces debió de jugar con otros niños el año que estuvo con Norm. Tomo nota de buscarle amigos en el vecindario. De vuelta en casa, Drácula abre la puerta y nos ruge como una bestia mientras tira Milky Ways a la bolsa de Henry. —Hola, Pete —dice el niño. —Hola, Henry. Parece que traes muchas golosinas. Henry asiente con la cabeza y le muestra la bolsa a Pete, muy satisfecho. —Nos queda pasar por un sitio —digo—. Necesitamos las llaves de tu coche. —No hay problema —dice Pete—. Pero antes...—Agarra a Henry y lo sostiene en vilo—. ¡Te voy a chupar la sangre! —Drácula —digo—, ten piedad... —¡Piedad, yo!—chilla Pete con su mejor acento transilvano, y clava sus colmillos de pega en el pecho de Henry, mientras éste se ríe como un loco. —¿De quién es esta casa?—me pregunta Henry desde el asiento de atrás. —Dan muy buenos caramelos. —Oh —dice, y asiente con la cabeza. Con permiso de Henry, me he puesto otra vez la careta de duende bajo mi capucha de monje. Tamara abre la puerta en vaqueros y jersey, con el pelo sujeto de cualquier manera mediante unas horquillas de plástico. —¡Buzz Lightyear!—exclama, arrodillándose para examinar el disfraz de Henry. El niño le sonríe tímidamente. Observo a Tamara a través de la máscara y mi saliva humedece la goma, que se me pega a la cara. Es una sensación extraña, estar tan cerca de Tamara sin que ella lo sepa. Me muero de ganas de acariciarla, de meter los dedos entre los rizos de su pelo, pero Tamara se asustaría de un monje satánico, así que permanezco quieto e impotente. - 200 -

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—¿Cómo te llamas? —Henry. —Aquí tienes, Henry —dice Tamara, metiéndole en la bolsa unos muñecos de miniatura. Levanta la vista al hacerlo, y estoy casi seguro de que puede verme pese a la careta; pero si así fuera, Tamara se tomaría a mal esta intromisión, ¿no? En cambio, la expresión que se dibuja en su rostro está lejos de todo enfado. De repente, se acerca y me da un abrazo. Yo la abrazo también, demasiado sorprendido para decir nada. Al cabo de unos segundos me susurra al oído: —Por favor, dime que eres tú. —Creía que tratabas así a todos los adultos —digo con la voz amortiguada por el disfraz. —Gracias a Dios —suspira, y me abraza más fuerte. —¿Cómo lo has sabido?—pregunto, abriendo los dedos en su espalda. Noto que está temblando. —Mi alarma-Zack estaba fallando. Finalmente nos separamos. —Bueno, ¿qué?—dice mientras me quito la careta—. No me digas que has alquilado un niño para esto... —Te presento a Henry King —respondo, apartándome unos cabellos pegados a la cara mientras Henry se agarra a mi pierna—. Mi hermano. Tamara se me queda mirando y cabecea lentamente. —Vaya —dice—. Habrás tenido unas semanas bastante movidas, ¿eh? —Ni un segundo de aburrimiento. ¿Dónde está Sophie? —Durmiendo. ¿Puedes pasar un rato? —Me gustaría, pero he de llevar a Henry a casa. Ya debería estar acostado. Tamara me abraza de nuevo, con fuerza y sin remilgos, uno de sus abrazos marca de fábrica, y sólo sus brazos me impiden arrugarme como un muñeco de trapo. A veces no hace falta decir nada. A veces, con la persona adecuada, las cosas necesitan un tiempo para infiltrarse, sin todo el ajetreo de las palabras y las discusiones. —Vuelve más tarde —dice Tamara con un gesto esperanzado y los ojos muy abiertos. De repente, e inexplicablemente, volvemos a estar flotando en un mundo de promesas. Henry y yo salimos a la noche estrellada, y no sé si esta fiesta es pagana o no, pero juraría que al mirar arriba veo el cielo de los justos. A Henry hay que acostarlo con dos cuentos, que, una vez se le han leído, deben dejarse en la cama al alcance de su mano mientras se duerme. La puerta del vestidor queda encendida y la puerta entornada: Henry duerme con ese rombo de luz sobre su cama, el tren Thomas en una mano y la foto de sus hermanos perdidos y ahora hallados bajo la almohada. Es un niño de esmerados rituales, dado a buscar el orden y lo predecible en todos los detalles tras haber descubierto que el mundo que le rodea deja mucho que desear en este sentido. Sólo cuando todos estos salvavidas están en su sitio, le doy un beso de buenas noches y salgo de la habitación cuidando de no dejar la puerta demasiado abierta. Mi madre está sentada en la parte alta de la escalera, emparejando - 201 -

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pequeños calcetines blancos de un viejo cubo de la colada. —Te portas muy bien con él —me dice. —Gracias. —¿Sabes?, soy demasiado mayor para criar a otro hijo. Me siento a su lado en la escalera y saco un puñado de calcetines. —Ya lo sé, mamá. Nuestros codos entran en contacto mientras emparejamos calcetines, desprendiendo chispas debido a la moqueta. —Es un niño encantador —dice—. Y yo estoy aquí para ayudar, pero soy demasiado vieja para hacerle de madre. Henry debería tener una vida normal, quizá podría ser el primer King en tres generaciones que tiene un modelo masculino positivo. Apoya la cabeza en mi hombro mientras yo junto dos calcetines blancos y hago una pelota con ellos antes de tirarlos al cubo. —Ya lo sé, mamá —digo.

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Capítulo 42 Tamara me abraza con furia cuando cruzo la puerta. Nos quedamos un buen rato allí de pie, en el zaguán, meciéndonos despacio mientras dentro de mí todo se mueve y se retuerce como si las piezas empezaran a encajar. —Yo te elegí a ti —le digo. —Lo sé —dice sonriendo—. Te he echado mucho de menos, y había llegado a la conclusión de que si no me hubieras elegido, no habrías metido la pata de aquella manera. La miro, incrédulo. —Si eso pensabas, ¿por qué no me llamaste? Menea la cabeza y me abraza de nuevo. —Sabía que si yo tenía razón, vendrías tarde o temprano. —Tengo tantas cosas que contarte...—le digo, tembloroso, con la voz queda e insegura. Se aparta unos pasos, me mira sonriente, y me da un beso. —Después —susurra, y me conduce escaleras arriba. Más tarde, yaciendo entre sus piernas y todavía firmemente hincado en ella, mantenemos una conversación en voz baja que ella interrumpe aquí y allá para besarme dulcemente en el mentón y el labio inferior. —Tengo una idea —digo. —A ver. —Saltémonos todo el proceso de sondearnos el uno al otro, de establecer dónde están los límites y quién tiene sentimientos más fuertes hacia el otro. Convengamos en que estamos enamorados y demos por hecho que no hay trampa ni cartón. Tamara me pasa un dedo por la columna y yo me estremezco y subo las manos allí donde sus senos se funden con mi pecho. —Eso es fácil de decir y no tan fácil de hacer —murmura, rebañando el sudor de mi cuello con la punta de la lengua. —De momento, nada nos ha resultado fácil —digo, y noto cómo me caliento otra vez dentro de ella—. Ya sería hora. Tamara cierra los ojos, arquea la espalda debajo de mí, echando la cabeza atrás y poniendo los ojos a media asta mientras me aprieta hacia ella. Su gesto es de esfuerzo placentero, y, aunque es la primera vez que hemos estado aquí como estamos ahora, sé que siempre asociaré ese gesto a nuestros momentos de amor, y que cuando estemos separados cerraré los ojos y veré esa expresión. —Bien, ¿qué dices?—susurro, estirándome encima de ella. —Que vamos a probarlo —contesta, un instante antes de que sus labios se abran para devorar los míos.

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Mientras Tamara duerme voy de puntillas al cuarto de Sophie y le doy un beso. Ella se vuelve de lado, abre los ojos y me mira, completamente despierta. —Zap —susurra, ronca de sueño. —Te añoraba, Sophie —digo. —Zap vuelve. —Sí. Zap vuelve. —La peli de Annie se rompió —me informa. —Tendremos que ir a la tienda a comprar un dvd nuevo, ¿no? —Sí, comprar un DVD nuevo —dice, bostezando—. ¿Mañana dónde vamos? —No sé —le digo—. A donde tú quieras. —¿Zap dónde va? Le froto la espalda flojito. —Zap no va a ninguna parte —digo. Aunque me encantaría, no puedo quedarme a pasar la noche. Henry se despierta de madrugada, llorando, y baja corriendo las escaleras, aterrado de que yo pueda haberle abandonado. Por más que le tranquilice durante el día, está visto que su subconsciente no lo ve muy claro. Confío en que sólo sea cuestión de tiempo. A diferencia de nosotros, Henry es muy pequeño y probablemente no habrá sufrido un deterioro psicológico duradero a causa de las negligencias de Norm. Se me ocurre buscar algún terapeuta infantil, pero no quisiera ser de esas personas que mandan a sus hijos a un terapeuta distinto cada vez que les pasa algo. Claro que tampoco quiero ser de esos que, por principio, les niegan a sus hijos el beneficio de cualquier terapia. Lo he hablado con Lela, que sabe lo suyo de niños con problemas, pero sólo me dijo «bienvenido a la paternidad, donde la única certeza es la incertidumbre». Quizá sí, pero cuando veo pánico en los ojos desorbitados de Henry, su boca abierta en un grito petrificado mientras le seco las lágrimas, estoy seguro de que odio a Norm con un ardor que amenaza desbordarse en cualquier momento. Pero luego, en otras ocasiones, cuando Henry está jugando pacíficamente con sus trenes o escuchando cómo le leo un cuento, sus dedos jugueteando distraídamente con el vello de mis muñecas, me entra un poco de melancolía al pensar en Norm, le agradezco que me haya traído a Henry y me pregunto si alguna vez volveremos a saber de él. En el tiempo que estuvo aquí, su presencia fue tan poderosa que parece imposible que se haya marchado, o que se hubiera marchado nunca de casa. Yo pensaba que le entendía, pero ahora veo que era mucho más desconocido para mí de lo que yo imaginaba. Haberse colado en la relativa tranquilidad de su familia para alzarse otra vez con nuestro perdón parece indicar un defecto inherente del alma que va más allá de una irresponsabilidad patológica. Y curiosamente, darme cuenta de esto parece facilitar una nueva aceptación por mi parte, una disposición a verlo en sus propios términos. Antes o después tendré que hablar de todo esto con Henry, intentar ayudarlo a comprender a su padre de la manera - 204 -

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menos dolorosa posible, pero todo llegará. El no está preparado para eso, y sé que yo tampoco. Pero confío en que Henry, sin la carga de las expectativas, tal vez crecerá pensando bien de Norm, quizá podrá conocerle un poco mejor. Y, bueno, creo que yo también. Pero al meterme en la cama, deliciosamente cansado de las últimas horas con Tamara, se me ocurre otra posibilidad también factible: que alguna vez en un futuro no muy lejano sonará el teléfono y será un agente de policía, tal vez de Florida, que llamará para decir que han encontrado a Norm muerto en una habitación con cocina de un hotel de mala muerte, que el corazón dejó de latirle mientras dormía, y en ese momento pensaré, con amargura, «le está bien merecido, no podía morir de otra manera que solo». Pero sé que en alguna parte de mí estará la pena (que ya se forma ahora) que todo hijo siente por su padre, y espero para entonces ser lo bastante listo como para darle voz a esa pena y dejar que se oiga, si no por mí, al menos por Henry. Y ahí llega Henry, puntual como siempre, corriendo escaleras abajo con su Thomas en la mano derecha, rompiendo con sus gemidos de pánico la quietud de la casa, despertándome cuando yo no creía haberme dormido aún. Me incorporo en la cama, abro los brazos, Henry se acerca a la carrera, da un salto y aterriza plano a mi lado, y al momento me echa los brazos al cuello mientras los sollozos sacuden todo su cuerpo. Y aunque deseo con toda mi alma que el niño lo supere, sé muy bien que me emociona ser la persona a quien busca en los momentos de pánico, el único que puede enderezar su mundo, su vida. Siento una clase de amor que ignoraba que pudiera llevar dentro de mí. Lo abrazo fuerte, lo mezo, y le hablo en susurros para calmarlo hasta que poco a poco mis palabras consiguen atravesar la bruma sonámbula de su pesadilla. Cuando está calmado me da un beso en la mejilla y se acurruca a mi lado bajo la colcha, descansando el trasero en mi pecho como un cachorrillo, mientras yo le canto: Dulces sueños, mi bien, dulces sueños Aquí estoy para velar por ti La luna, las estrellas y yo Y esta canción de cuna Haremos que tus sueños se hagan realidad. No estoy seguro de qué deseo para mí, pero sé lo que deseo para Henry, y ésa será mi pauta. Los querré a él, a Tamara y a Sophie, y ahora se me ocurre que no sólo de planes vive el hombre, hay otras cosas sobre las que construir tu vida y, milagrosamente, mientras yo me debatía sin saber por dónde tirar, parece que he tropezado con esas cosas. Mañana empezaré a buscar piso o casa en Riverdale, cerca de Lela, para poder ayudarla con Henry mientras mi vida laboral se va asentando. Habrá que ocuparse del colegio, habrá asuntos legales que solucionar, y sin duda otro montón de complicaciones que aún no he descubierto. El futuro me parece repentina, aterradora y majestuosamente inseguro, pero esta noche, a oscuras y en vela, sólo existe el ahora, el sonido de la respiración acompasada de Henry llenando la habitación, y los enérgicos latidos de mi corazón encabritado. - 205 -

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Agradecimientos Gracias A mi familia: mi esposa Lizzie, que tolera mi excéntrico comportamiento y que sabe manejar con tanta delicadeza las a veces incómodas derivaciones sociales de mi «temperamento artístico». Y a mis maravillosos hijos, Spencer y Emma, cuyo cariño y risas constantes hacen imposible cavilar demasiado rato seguido. A Simón Lipskar, mi fantástico agente literario, que me da dos guantazos cada vez que empiezo a dormirme (e incluso cuando no), porque es de ésos a los que les gusta dar caña al prójimo. A Kassie Evashevski, mi igualmente perspicaz agente en la Costa Oeste, capaz de generar entusiasmo en menos que canta un gallo, y que siempre parece conocer a un montón de gente que responderá a las expectativas creadas. A Jackie Cantor, mi efervescente y querida editora, cuya estrafalaria inteligencia hace que sea un placer trabajar con ella. Si Diane Keaton se tragara entero a Woody Alien al final de Annie Hall, el resultado sería alguien como Jackie, la única persona que conozco que puede discutir coherentemente durante diez minutos con mi contestador automático. A Irwyn, Nita, Barb, Susan, Cynthia, Betsy y toda la gente de Bantam que se esmeraron en convertir este texto en un libro. A Ethan Benovitz, que sin querer plantó la primera semilla de la que crecería esta novela. Yo no diré nada, pero tú, amigo mío, tendrás sin duda alguna explicación que dar. A Robert Feiler, por tu amistad e inspiración, que, por más que insistas, no te dan derecho a cobrar royalties. A mis amigos jodidos de las maneras más fantásticas y a mis amigos normales con familias fantásticamente jodidas, por nutrir mi insaciable imaginación día tras día.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Jonathan Tropper

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Jonathan Tropper vive con su esposa y sus dos hijos en Westchester (Nueva York). Es autor de dos novelas previas, Plan y The Book of Joe, de la que actualmente se rueda una película en los estudios Warner Bros. Otro tanto ocurre con Todo cambia, esta vez para Sony Pictures. Jonathan está disponible a través de su página web: www.jonathantropper.com

Todo cambia Una novela divertida, inteligente y tierna sobre los dilemas del amor vistos desde el lado masculino. A todas luces, Zachary King es un hombre de suerte. Tiene un empleo bien remunerado, un apartamento en Manhattan por el que no paga un centavo, y a Hope, su deslumbrante prometida: inteligente, sexy, de otra galaxia. Pero a medida que se acerca el día de la boda, Zack empieza a preguntarse si no será todo una gran equivocación… Una novela aguda, emotiva y sorprendente sobre los dilemas del amor vistos desde el lado masculino, en la que los personajes secundarios son igualmente entrañables. Con sensibilidad, inteligencia y un afilado ingenio, Jonathan Tropper relata una historia seductora, tierna y divertida que emociona y hace pensar.

*** Título original: Everything Changes Traducción: Luis Murillo Fort 1 .a edición: febrero 2006 © 2005 by Jonathan Tropper © Ediciones B, S.A., 2006 para el sello Javier Vergara Editor Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com Printed in Spain ISBN: 84-666-2118-0 Depósito legal: B. 705-2006 Impreso por LIMPERGRAF, SX. Mogoda, 29-31 Polígono Can Salvatella 08210 - Barbera del Valles (Barcelona)

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