Trayectoria: Recuerdos de un artillero

TRAYECTORIA A N TO N I O C O R D Ó N TRAYECTORIA RECUERDOS DE UN ARTILLERO Edición y presentación de Ángel Viñas E

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TRAYECTORIA

A N TO N I O C O R D Ó N

TRAYECTORIA RECUERDOS DE UN ARTILLERO Edición y presentación de

Ángel Viñas

E S P U E L A S E V I L L A

D E

·

P L ATA

M M V I I I

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura

© 2008. Ediciones Espuela de Plata © Herederos de Antonio Cordón © Edición y presentación: Ángel Viñas Depósito Legal: S. 496-2008 ISBN: 978-84-96956-18-6 ISBN eBook: 978-84-96956-67-4 Impreso en España Printed in Spain

Esta edición quiere ser un homenaje a la memoria de esas dos grandes personas, a esos dos grandes idealistas que fueron Antonio Cordón y Rosa Vilas, mis padres, quienes lucharon por la libertad y la democracia en España. TERESA CORDÓN

PRESENTACIÓN

EL GENERAL ANTONIO CORDÓN. ARTILLERO, REPUBLICANO Y COMUNISTA

L

memorias del general republicano Antonio Cordón se publicaron por primera vez en la Editorial Ebro en París en 1971. Las empezó a escribir en torno a 1963 y no llegó a verlas en forma de libro, ya que falleció en 1969. De la correspondencia con Ebro que he podido consultar se desprende que su proyecto era escribirlas en dos volúmenes, uno dedicado a los años de su formación y otro a los de la guerra. El primero lo terminó hacia finales de 1965. El director de la editorial, próxima al PCE, Jesús Izcaray, argumentó que dos libros serían más difíciles de introducir en España clandestinamente y sugirió que se hicieran en uno, como ya había ocurrido en otros casos (en particular las memorias del ex brigadista checo Artur London y de Enrique Líster). La publicación se retrasó considerablemente en relación con la fecha prevista de 1967. La editorial indicó que había habido una pequeña oleada de memorias y que era mejor esperar antes de que aparecieran otras. Cordón, no obstante, empezó a redactar el segundo volumen. A finales de 1967 lo había completado y lo envió a Dolores Ibárruri, «Pasionaria», y a AS

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Santiago Carrillo, a la sazón secretario general del PCE, recabando sus comentarios. Lo había escrito pensando en los militares españoles profesionales, a quienes creía que podría tal vez interesar. En aquella época todavía estaban vivos muchos de los que habían participado en la guerra civil. Había que pensar, además, en sus hijos, militares y civiles, a quienes la pasada contienda seguiría llamando la atención. En junio de 1968 reiteró explícitamente que un alto porcentaje de los oficiales españoles eran hijos de los profesionales de su Cubierta de la primera edición tiempo. De aquí que se hubiera esforzado en recoger antecedentes de la guerra en el ámbito militar, tratando de deshacer una serie de mitos sobre hechos controvertidos y personajes todavía en activo. También deseaba mostrar los contornos de la trayectoria progresiva de un oficial de carrera. Pensaba, con razón, que podría interesarles saber qué hacían, cómo estudiaban, cómo discutían sus padres. Acudió en apoyo al gran hispanista Pierre Vilar quien por aquella época se había quejado de que no se conocía lo suficiente al Ejército. Cordón refundió los dos volúmenes. A mitad de 1968 había recortado 130 páginas mecanografiadas. La editorial, no obstante, exigió recortes mayores, unas 110 páginas adicionales, al parecer por cuestiones de precio. De mantenerse el número de páginas escritas por el autor debería vender el libro al precio de 25 francos (sic). Este nuevo encogimiento pareció demasiado al autor que defendió su postura de no reducir más su manuscrito. Una obra de poesía publicada por Ebro se estaba vendiendo a 23 francos y, según arguyó, la poesía era más difícil de colocar que la prosa. ¿Era impensable que en España, aunque fuese clandestinamente, y en el extranjero no pudieran colocarse 2.500 ejemplares a 25 francos? 12

Por fin Cordón logró convencer a sus editores y las memorias, menos recortadas, salieron a la luz dos años después de su fallecimiento, prologadas por Santiago Carrillo. Fue, con todo, una tirada pequeña que, además, no se distribuyó adecuadamente. Hoy son una rareza de bibliófilos. Si han llegado a ser conocidas fue, esencialmente, merced a una nueva edición publicada por Crítica en 1977, en los albores de la transición democrática. Una de las personas que más se movió para lograrlo fue José María Rancaño, buen amigo mío, quien por aquella época compartía conmigo sus recuerdos en relación con el envío del oro del Banco de España a Cartagena y a Moscú en septiembre y octubre, respectivamente, de 1936. Rancaño había estado también exiliado en Praga como Cordón. Esta edición de Crítica, que reprodujo la de Ebro, también estuvo prologada por Santiago Carrillo. Contenía una primicia política de cierta trascendencia. Estaba oculta en el lugar y fecha que acompañan al prólogo: Madrid, 14 de febrero de 1977. El PCE seguía ilegalizado y Carrillo se encontraba en Madrid clandestinamente. No extrañará, pues, que el prólogo estuviese ligado de forma directa a las circunstancias. Santiago Carrillo, con toda razón, subrayó entonces que las Fuerzas Armadas «son una institución que no identificamos ni a un hombre, ni siquiera a un régimen político (...) Son del Estado español. Están ahí para garantizar la independencia y la soberanía del país y para defender la libertad, obedeciendo a todo gobierno legítimo que se forme sobre la base del principio de la soberanía popular. En este sentido, si no con estas mismas palabras, se ha expresado el teniente general Gutiérrez Mellado en su reciente viaje a Alemania Federal. Esto es lo que deseaba y esperaba con todas las fuerzas de su alma Antonio Cordón, militar, español y comunista». Intenciones que, ciertamente, convertiría en realidad la democracia española, no sin verse asaltada por unos auto-proclamados defensores de la PATRIA que, alucinados, en el 23-F mancharon la bandera de bochorno. 13

EL PORQUÉ DE ESTA EDICIÓN

La presente edición contiene las memorias íntegras de Cordón, tal y como se conservan. Las ha cedido amablemente su hija Teresa para su publicación. Es una edición que difiere en varios aspectos sustanciales de las precedentes. El texto se ha reproducido de forma tal que esta edición ha quedado estructurada en tres partes. La primera, que se ha titulado «La forja de un artillero», describe la trayectoria vital y profesional del memorialista, desde su nacimiento hasta el advenimiento de la República. Se recoge ahora tal y como la redactó el autor y no como, acotada, había aparecido previamente. Es obvio que en esta publicación completa conviene identificar aquellas páginas que no figuraban en las ediciones anteriores. Para comodidad del lector nos hemos basado como término de comparación en la de Crítica, fácil de encontrar en numerosas bibliotecas. Se ha puesto entre corchetes todo lo que es nuevo. Se ha renunciado a subrayar todas y cada una de las diferencias existentes entre ambas ediciones, ya que muchas de ellas son meramente estilísticas. Los párrafos entre corchetes o son de índole personal o de naturaleza profesional. Estos últimos se refieren a vivencias, reflexiones o situaciones que tuvieron que ver con la condición de militar de Cordón. En su conjunto ofrecen imágenes muy vívidas del entorno en el que se desenvolvió un oficial en el ejército de la Monarquía. Con ello se recupera el propósito inicial de Cordón. La segunda parte, titulada «República y guerra», cubre el período que media entre la proclamación de la República y la salida del Gobierno de Barcelona. Es, naturalmente, la más sustantiva. Aquí también se añade al texto aparecido en Crítica. Todo lo nuevo está igualmente entre corchetes. Una versión de la tercera parte, bajo el título de «El triste fin de una epopeya», que utilizó en alguna ocasión Cordón, figura en la edición de 14

Crítica. Se refiere a los dos meses, extremadamente controvertidos, que van desde la salida del Gobierno republicano de la Ciudad Condal hasta el regreso del memorialista a la zona Centro-Sur y a su posterior marcha fuera de España. En la presente edición, sin embargo, se han puesto los puntos sobre las íes partiendo de un documento previo que está en la base de las memorias publicadas por Crítica. Se trata del informe que, fechado en Moscú el 19 de junio de 1939, elaboró Cordón para el Buró Político del PCE. Se Retrato de Cordón dibujado por Manuela reproduce íntegramente en este Ballester (mujer del cartelista Renaud) libro. Partiendo de dicho informe he incluido los comentarios adicionales posteriores que escribió el memorialista y que proceden de la edición de Crítica. He identificado aquellos puntos en donde hay diferencias, en más o en menos. Lo que no se ha hecho es señalar las divergencias puramente estilísticas. Sólo en una ocasión he añadido una entrada (correspondiente al 12 de febrero de 1939) que no figura en el informe pero sí en una versión previa que conservó el propio Cordón y que hoy tiene en su poder su hija Teresa. Creo que este enfoque, sin duda discutible, permite poner de relieve varias dimensiones que nos parecen importantes. La versión de Crítica ha sido utilizada por numerosos tratadistas ya que no existen muchas otras que narren los últimos avatares de la cúpula militar republicana. Nos hemos abstenido, sin embargo, de hacer un análisis de los mismos. El propósito de esta edición estriba en suministrar un nuevo mate15

«El Buyo» al oír lo que nos contaba el comandante hizo la observación, muy lógica, de que no comprendía por qué, si se habían llevado de Gerona al regimiento de infantería, se creaba en esa ciudad el de artillería al que nosotros íbamos a pertenecer. El comandante explicó que, aunque no se hubiesen extinguido del todo los odios a los militares, habían pasado ya varios meses desde los sucesos y que no había lugar para temer nuevas manifestaciones agresivas de los catalanistas. Y como, por otra parte, a la economía de la población le convenía que hubiera allí un regimiento de guarnición, el Ayuntamiento había pedido que fuese precisamente uno de artillería, no sólo porque las trifulcas habían sido con los oficiales de infantería, sino porque, principalmente, el regimiento de artillería dejaba más dinero en el pueblo que el de infantería, ya que el primero tenía caballos y el segundo no. Después de escuchar al jefe de E.M., y cuando éste se hubo marchado, «El Buyo» resumió lo que ambos pensábamos en esta frase: —¡Estamos aviados, Cordón! Cuando llegamos a Gerona no nos esperaba nadie en la estación. Un chiquillo avispado nos dijo que él sabía donde nos iban a meter. Mandé a un sargento que fuera con el rapaz a enterarse y, en efecto, el sargento volvió pronto y nos dijo que era verdad lo que el chiquillo afirmaba. Fuimos al edificio. Habían preparado a medias los dormitorios. Todo estaba sucio, los suelos llenos de pintura. En las cuadras, recién construidas, había unos cuantos caballos de los destinados al regimiento: unos pequeños percherones que a mí me encantaron. Los cuidaban algunos soldados de un destacamento de sementales de la Remonta que estaba temporalmente en Gerona. Poco después llegó un capitán que hacía de jefe de E.M. en el gobierno Militar. Nos dijo que al Gobierno Militar nadie había anunciado nuestra llegada, por lo cual no había nadie esperándonos. Al día siguiente empezamos a ver que verdaderamente no gozábamos los militares de muchas simpatías entre la población. Un periódico daba 155

la noticia de nuestra llegada sin una palabra de bienvenida. Otro cuyo título era «Clar i net» escribía en catalán: «Con la llegada de los artilleros hemos vuelto a los hipócritas tiempos del Viva España. Nosotros gritamos más fuerte que nunca: ¡Visca Catalunya!». Un sargento al que mandé con varios artilleros a comprar efectos de limpieza y diversos artículos, encargándole que dijera en los establecimientos donde hiciera las compras que nos abrieran una cuenta volvió muy indignado y me comunicó que en un comercio se habían negado a venderle los artículos que pedía alegando que no los tenían, cuando era evidente que sí los había; en otro le habían dicho que solo vendía al contado. Tuve que recurrir nuevamente al fondo particular. «El Buyo» proponía que diésemos al asunto «soluciones radicales», sin precisar cuáles habrían de ser. Decía que no estaba convencido de que debiéramos tener tanta paciencia. No era que yo aprobase la actitud de la población con nosotros, pero me parecía que no debíamos entrar en la ciudad en plan de guerra. Trataba de convencer al «Buyo» que debíamos ganarnos a la gente a fuerza de corrección y de que había que explicar a los artilleros y clases la necesidad de portarse en todas partes con cortesía, de no hacer manifestaciones despectivas cuando les hablasen en catalán, sino tratar de comprender. Esas exhortaciones produjeron efecto, sin duda, porque la mayoría de los artilleros eran gallegos. Al día siguiente fuimos a visitar y saludar a todas las autoridades: gobernador militar y gobernador civil, alcalde, obispo... Todos nos recibieron afablemente y se excusaron de no haber enviado a alguien a esperarnos en su nombre. El gobernador militar, que era un viejo coronel próximo ya a retirarse, nos dijo: —Seguramente que ya cuando se preparaban para venir aquí les habrán hablado de las delicias de este pueblo. Efectivamente, tiene cosas muy bonitas y buenas como otros muchos pueblos aburridos de España: su catedral, con la mayor nave de todas las construidas en la Edad Media, su dehesa entre tres ríos, algo a lo que llaman «baños árabes», muy buenas 156

aguas y bonitos alrededores. Pero, créanme a mí, lo mejor de todo es el tren que va a Barcelona. Como ustedes van a venir muy pronto a pedirme permiso, en tanto no lleguen sus jefes, yo les autorizo a ir por turno a Barcelona desde el sábado por la tarde hasta el lunes por la mañana. Cada semana uno, y el servicio no se alterará. Como era fin de año y, por consiguiente, fin de ejercicio económico y comienzo del siguiente, principio también de la existencia de un nuevo regimiento, era preciso llenar multitud de tablas, relaciones, estadillos, con decenas de columnas, unas con encabezamiento y otras sin él, pero que en ningún caso podíamos llenar ni «El Buyo» ni yo, que no entendíamos de eso ni una palabra. Confiamos en el único brigada y en un sargento de oficina que teníamos para desempeñar ese cometido. Pero la suerte también en esto nos fue adversa: el 2 de enero me mandó llamar el coronel gobernador y me comunicó el texto de un telegrama secreto, cifrado, en el que le decían que el día 3 de enero (o sea, el siguiente) deberían quedar acuarteladas todas las fuerzas de todos los regimientos. Quedaban suspendidas todas las comunicaciones telefónicas y telegráficas. El Gobierno había declarado disueltas todas las juntas de las clases de tropa, que se denominaban «Unión de Clases de Tropa». Los jefes de los regimientos deberían licenciar a todas las clases que aquel mismo día no prestaran juramento de abandonar la Unión. Las clases que fueran licenciadas deberían ser enviadas el mismo día a otros lugares de residencia elegidos por ellos, distintos a aquellos en donde servían. El gobernador militar me dijo que, dado que yo desempeñaba funciones de jefe del regimiento, tenía que resolver la papeleta. Me preguntó si tenía pistola, y, como le respondiese que no, sacó de un cajón de su mesa de despacho un viejo pistolón y me lo entregó. Me dio por escrito la orden de proceder al cumplimiento de las instrucciones del Gobierno, recibidas a través del capitán general de la región. Comuniqué la orden al «Buyo» y le dije que aquella noche me quedaría yo en el cuartel. Él quería quedarse también, pero yo me opuse, pues 157

sería demostrar una alarma excesiva. A eso de las diez de la noche llamé a las clases; muy sereno aparentemente, pero muy turbado interiormente, les comuniqué la orden. Me pidieron permiso para cambiar impresiones a solas durante unos minutos. Se lo concedí. Un cuarto de hora después volvieron y el brigada, en nombre de todos, dijo que ninguno quería prestar juramento, pero que acatarían el resto de la orden, es decir ser licenciados y enviados a otro lugar, esperando que sus efectos fueran transitorios. De madrugada los acompañé a la estación. Tomaron el tren para Barcelona, desde donde seguirían viaje a otras poblaciones, con billetes militares extendidos por el jefe de estación, previamente avisado al efecto. Uno por uno me estrecharon la mano, y al darles yo las gracias por su comportamiento, me respondió el brigada. —Pronto volveremos, mi teniente, esté seguro. Di cuenta al gobernador de haber ejecutado la orden y le pedí ayuda. Me envió a un oficial de oficinas militares, gracias al cual fueron rellenados los malditos estadillos y papeles. Pronto empezaron a llegar los oficiales y jefes destinados al regimiento. [Con dos de ellos había de estar ligado por circunstancias de la vida que mencionaré en su lugar. Uno era el capitán Abaroa, bastante mayor que yo. Era una buenísima persona, un vasco católico practicante sincero que, con una buena fe digna de respeto, trataba de evitar que yo cayese en lo que él llamaba «vacío del ateísmo». Abaroa tenía entonces tres hijos pequeños y una sobrina un poco mayor que sus hijos. El matrimonio Abaroa me invitaba a comer los domingos, generalmente cocido, y siempre me mostraron afecto. El otro artillero con quien trabé amistad, y con el que en tiempo de la dictadura de Primo de Rivera habría de estar ligado, era González Besada, de mi promoción, hijo del célebre político gallego que fue presidente del Consejo y varias veces ministro González Besada. Vivíamos los tenientes en el Hotel Comercio y comíamos en la mesa redonda, por lo general con viajantes de comercio. Casi todos ellos eran catalanistas y algunos lo proclamaban y defendían sus ideas muy firme158

mente ante nosotros. La verdad es que a mí me parecían justas y empecé entonces a preguntarme por qué razón tenía que ser un militar español opuesto a ellas. Hice amistad con algunos civiles de Gerona, entre los cuales figuraba un joven marqués muy simpático y su amiguita, una jovencita tan bonita como desenvuelta. Iba a visitarla con frecuencia, unas veces en compañía de mi amigo y otras sin él. El marquesito no era nada celoso, y en verdad que en este caso no tenía por qué serlo ya que a mí la muchacha me hacía tan poquísimo caso que pensando que mis visitas pudieran molestarla, las suprimí. Pero un buen día, por conducto de su amigo, se quejó de mi actitud y me pidió que fuera a visitarla. Lo hice, un poco inflado en el fondo por mi éxito. Me recibió ella con mucha más amabilidad que la que hasta entonces me había mostrado, pero que tenía ¡ay! un objeto bien definido: hacerme hablar del «teniente nuevo, uno que tenía unos ojazos muy grandes», que ella había visto en la calle y que le gustaría mucho conocer. Se trataba de Besada, quien por lo visto habla dado el flechazo a la muchacha. Dos o tres días después se lo presenté. No recuerdo exactamente si tuvo o no consecuencias la presentación. Desde el primer sábado pude hacer uso del permiso para ir a Barcelona todas las semanas, porque el anticatalanista «Buyo» se echó inmediatamente una novia gerundense y renunció al que por turno le correspondía. Algún tiempo después se casó con su catalanita. Entre los otros tenientes había uno apellidado García, si no recuerdo mal, que era la persona más insensatamente presumida del mundo. Y digo insensatamente porque de lo que presumía era de cosas que parecía inverosímil que nadie pudiera presumir; yo por lo menos no había visto ni oído a nadie presumir de ellas. Por ejemplo, de estar tísico, aunque dichosamente para él no lo estaba; pero le gustaba alardear de estarlo delante de los viajantes. Llegaba un día tarde a comer y decía: —Perdonen el retraso, pero es que he tenido un par de vómitos de sangre... No, no me preocupa gran cosa... A veces son cubos los que lleno... 159

Otras veces el retraso era porque se había entretenido en el cementerio leyendo los epitafios. —Sí, es que colecciono nichos –decía poniéndose muy serio.] Empezó a funcionar por entonces un nuevo procedimiento, que era justo, para la concesión de destinos. El que deseaba un destino llenaba una papeleta dirigida al ministro. Este destinaba al puesto vacante al solicitante de mayor antigüedad en el servicio. Hasta entonces el que deseaba ir destinado a determinado regimiento debía presentar su solicitud al coronel del mismo. El coronel hacía la propuesta del oficial que le parecía al ministerio. Así, por ejemplo, al Regimiento a caballo de Madrid, el único de ese tipo existente, la mayoría de los oficiales no tenía la menor posibilidad de ir destinado. Los que pertenecían a él jugaban al polo con el rey y, aunque la mayor parte de ellos no lo fueran, se consideraban todos aristócratas. Los artilleros de provincias los llamábamos, un poco irónicamente, «los húsares de artillería». Eché papeleta para ir destinado al 15º Regimiento Ligero, de guarnición en Pontevedra, y pocos meses después me incorporaba a él. Antes de que yo saliera de Gerona ya había cambiado mucho la actitud de la población respecto a nosotros. Incluso el Casino había organizado un baile en nuestro honor, al cual asistieron muchas familias burguesas. Por cierto que, terminado el baile, ya de madrugada y cuando no quedaba nadie en el salón, se desprendió del techo la enorme araña de cristal, de un peso respetable, y se hizo polvo. En el regimiento, claro está, se le atribuyó a la gafancia del «Buyo», que había asistido a la fiesta, [el desgraciado hecho, felizmente acuñado en retraso esa vez.] Llegué a Pontevedra cuando estaba todavía constituyéndose el regimiento. La plana mayor se había instalado en una casa particular. Una galería que tenía la casa hacía de cuarto de estandartes. Pero el alojamiento definitivo del regimiento debía ser un enorme cuartel construido en la cima del Monte Figueirido, que enlazaba con la ciudad por medio de una empinada y tortuosa carreterita de unos 8 kilómetros de longitud. Era del 160

todo absurdo establecer un regimiento ligero, con piezas tiradas por caballos, en aquel pico. Decían que el primitivo proyecto aprobado por el ministro era establecer allí una brigada de infantería de montaña destinada a la defensa de las Rías Bajas. Un ulterior informe del E. M. había echado abajo, por inadecuado, el proyecto defensivo, cuando ya estaban construidos casi por completo los edificios en que debía alojarse la brigada. Para aprovechar, mediante las correspondientes obras de adaptación, y sobre todo para satisfacer la solicitud del ayuntamiento, que apoyaban políticos como el marqués de Riestra, Montero Ríos y Besada, el conjunto de edificios fue destinado a alojamiento de un regimiento de nueva creación, sin tener para nada en cuenta sus características. Cuando yo llegué sólo había ganado y material para constituir una batería, la cual, hasta que quedaran terminadas las obras del cuartel, se alojó en una antigua casa de baños, con un barracón anejo que servía de cuadra al ganado; el material quedaba al aire libre. Era todo no un absurdo, sino una serie de absurdos. Cuando, pasado algún tiempo, estuvo el regimiento completo instalado en Figueirido, durante varios meses no se atrevían las baterías a salir de la gran explanada del cuartel, porque cuando descendían el monte, al regreso tenían que agregar a los esfuerzos de los caballos los de los artilleros por medio de tirantes, para que las piezas subieran la pendiente. Pero como uno se acostumbra a todo, también como los hombres se acostumbraron los caballos a su fatiga inútil de tirar de las piezas monte abajo y monte arriba, y las baterías acabaron haciendo el descenso y la ascensión como pudieran haberlo hecho las de un regimiento de cabras monteses dotadas de la fuerza necesaria. Pontevedra es la guarnición donde más tiempo serví. Recuerdo siempre con cariño esa ciudad cuya población no llegaba entonces a treinta mil habitantes, casi la mitad de la de Vigo. Pontevedra era, y supongo que seguirá siendo a pesar del turismo, una de las ciudades más tranquilas, apacibles y baratas de España. [Bien se apercibieron de las muchas cosas 161

buenas de Pontevedra los frailes benedictinos que fundaron en sus alrededores una serie de conventos.] Mandaba entonces el regimiento un pobre coronel cuyo nombre no quiero escribir porque sus chifladuras, algunas de tipo inmoral, eran tantas y tan seguidas que, a petición de todos los jefes y oficiales, el teniente coronel, que se llamaba Vicente Puga, dio cuenta a la superioridad, y el coronel fue destituido de su cargo y obligado a pedir el retiro. Estoy seguro de que los que entonces pertenecían al 15 ligero recuerdan a aquel señor pequeñito y excesivamente nervioso, que parecía mentira pudiera ser el padre de dos muchachas, dos beldades, de 17 y 18 años, morena una y rubia la otra como las chulaponas de la Verbena de la Paloma que traían de cabeza a más de un oficial. Ya al presentarme a él, el coronel me dio la sensación de que estaba un poco tocado. Lo primero que me preguntó, en tono conminatorio, fue que porqué no llevaba puestas mis condecoraciones, como era de rigor llevarlas al presentarse por primera vez al jefe de la unidad al que uno iba destinado. Yo le respondí que porque no las tenía, que no había estado todavía en ninguna campaña. Me replicó que todos teníamos varias medallas: la de los Sitios de Gerona, la de los Sitios de Zaragoza, la de Puente Sampayo, etc. En efecto, ya en la Academia habíamos ido recibiendo unos papeles en los que se nos comunicaba que nos concedían sin que las hubiéramos solicitado todas esas medallas, mediante el pago por el papelito de cinco o diez pesetas, según la medalla de que se tratase. Pero sólo los oficiales que tenían otras condecoraciones efectivas y que les gustaba lucir mucha chatarra en el pecho se compraban las medallas y pasadores citados para que hicieran bulto al lado de las otras placas y cruces. Al escuchar el coronel mi respuesta de que yo no había comprado esas medallas, me ordenó muy serio que me las comprara. Seguidamente me preguntó si hacía mucha gimnasia. Contesté que no, y entonces me largó un discursito sobre la necesidad de que un oficial practicara intensamen162

te determinados ejercicios, y me afirmó que por haberlo hecho él así todavía podía subirse de un salto a la mesa del despacho. Temí que lo hiciera, pero felizmente no quiso demostrar su aserto. Cuando al salir de presentarme fui a tomar un vaso de jerez a la galería uno de los oficiales que estaba allí me dijo: —Supongo que te habrás dado cuenta de que el coronel está como una cabra... A continuación me contó una colección de sucedidos que reforzaban su afirmación. [Entre los actos que acreditaban que estaba chiflado me refirió el oficial que el coronel se había liado con la amiga de un sargento y que este lo había amenazado más de una vez en su propio despacho. El coronel, para aplacar al sargento, lo protegía en todas formas; se decía incluso que le daba dinero. Los oficiales consideraban que eso no podía tolerarse, pero seguía tolerándose todavía.] Era además el coronel de una incompetencia profesional asombrosa. No conocía nada absolutamente del oficio militar, hasta el extremo de que parecía verdad lo que decía uno de los tenientes: que el coronel era un escapado del cercano manicomio de Conjo, un loco que se creía coronel de artillería y se había vestido de uniforme. Todos los que eran entonces mis compañeros recordarán la serie ininterrumpida de meteduras de pata del coronel en los actos oficiales. Baste un ejemplo: El pueblo de Pontevedra regaló un estandarte al regimiento. Los actos solemnes de la entrega se habían preparado mucho antes de que ésta se hiciese efectivamente. Actuaba de madrina la marquesa de Riestra, esposa del gran cacique de la provincia. Era presidenta de la Junta de Damas y había encabezado la suscripción popular del ayuntamiento para el regalo del estandarte. Años antes, en 1914, había regalado otro al cuerpo de bomberos. Por lo visto le daba por las bombas, de agua o de fuego. A mí me habían nombrado habilitado del regimiento, contra mi voluntad. Me correspondió el honor de hacer de portaestandarte. Como todavía no estaba organizada más que una batería, al coronel se le ocurrió una idea que dejó pasmado al capitán que la mandaba, pues demostraba la absolu163

ta ignorancia en que estaba nuestro jefe de lo que era una batería ligera. El coronel para que figurasen más caballos en el desfile, pues eran muy vistosos (estoy repitiendo lo que él dijo) ordenó al capitán que enganchase aparte las piezas (los cañones) y los avantrenes, que él llamaba «carritos», es decir separados unos de otros y cada parte con sus caballos. Era eso imposible porque precisamente el avantrén es la parte a la que delante se engancha el tiro de tres parejas y detrás la cureña del cañón. A mí me llamó el coronel varios días antes de la ceremonia para ordenarme que me aprendiera el discurso que tenía que pronunciar él al jurar fidelidad a la bandera en nombre de todos los componentes del regimiento. Claro está que el que tenía que aprendérselo era él, pero yo tuve que cumplir la orden, por si tenía que hacer de apuntador. Era el discursito una pequeña arenga reglamentaria que terminaba con estas palabras: «Y en prueba de que así lo prometéis ¡Baterías en descarga! ¡Fuego!» En ese momento, tres cañones de otra batería (los únicos sobrantes que habían llegado ya) debían disparar con proyectiles de instrucción, desde un lugar próximo, veinticinco cañonazos, mientras la banda municipal, la del regimiento de infantería y la de clarines y trompetas de nuestro regimiento interpretaban la marcha real. Para que a la ceremonia pudiera asistir un público lo más numeroso posible se había dispuesto que tuviera lugar en una de las amplias avenidas laterales del Paseo de la Alameda. Allí estaría formada en línea la batería y a su costado derecho se situarían las autoridades e invitados de honor, en una tribuna levantada al efecto. Enfrente de la batería se instalaría un altar para la bendición de la enseña. Para que todo saliese a punto, se le ocurrió al coronel dar instrucciones: en el momento en que terminase su arenga, levantaría el bastón de mando; esa sería la señal para que un artillero, que debería estar apostado sobre el muro que cerraba el Paseo de la Alameda, levantara una banderita de señales a fin de que la batería oculta al otro lado del muro comenzara inmediatamente a disparar las salvas; al oír el primer cañonazo, las bandas lanzarían al aire las 164

notas solemnes de la marcha real y los coheteros aprestados para ello una lluvia de cohetes para mayor lucimiento de la fiesta. El teniente coronel quiso hacer ver al coronel que el procedimiento era demasiado complicado, pero como el jefe era también muy testarudo insistió en que todo debía hacerse como él ordenaba. Lo prescrito para la ceremonia de la bendición era que el coronel, con el estandarte que le entregaría el alcalde, llevando a su izquierda a la madrina y seguidos ambos por el abanderado, avanzara hasta el altar. Allí entregaría el estandarte a la madrina, que lo sostendría mientras el sacerdote lo bendecía, pasando el coronel a situarse a su izquierda. Seguidamente, yo, como abanderado, debía recoger el estandarte de manos de la madrina y llevarlo, con el coronel a mi izquierda y seguido de una escolta, frente a la batería que representaba al regimiento para que el coronel hiciera el juramento y el discursito. Llegó el día de la ceremonia y todo empezó a realizarse como había sido repetidas veces ensayado. Pero pronto el coronel iba a convertir el que debía ser un acto solemne y emotivo en un espectáculo regocijante. La primera víctima del coronel fue la marquesa, ya que al pasar aquél a sus manos el estandarte para que fuera bendecido pasó por delante de la señora, en vez de pasar por detrás, y dejó caer el sable, que al parecer llevaba mal sujeto sobre el pie de la marquesa, con un golpe que le hizo lanzar un involuntario ¡ay! bastante fuerte y la tuvo cojeando después todo el resto de la ceremonia. Pero éste no fue el incidente más visible. El coronel no dejó que yo tomase el estandarte de manos de la marquesa; lo tomó él y se dirigió, seguido por mí y por la escolta de la enseña no hacia donde estaba la batería, como debía hacerlo, sino hacia la tribuna de las autoridades. Yo intenté susurrarle que se estaba equivocando, pero me hizo callar. Una vez ante la tribuna de las autoridades, se dirigió a sus ocupantes, asombrados, y gritó la primera palabra de su arenga: —¡Artilleros! Pero al hacerlo, mientras con la mano derecha sujetaba el estandarte, con la izquierda levantó el bastón de mando, sin duda para dar mayor impulso a 165

la palabra. ¡Y allí fue Troya! El artillero que estaba sobre el muro alzó la banderita y desencadenó el tumulto de cañonazos, música y cohetes, que respondieron a la señal de un modo instantáneo. El coronel intentó primero dominarlo, desgañitándose para decir su discurso, pero al fin, convencido de que no podría hacer nada, se encogió de hombros y murmuró entre dientes: —¡Baterías en descarga! ¡Fuego! Los jefes y oficiales que para hacer bulto ocupaban puestos en la tribuna estaban indignados, pero al mismo tiempo les costaba trabajo contener la risa. El remate a la fiesta lo puso el coronel con el discurso que pronunció, o, mejor dicho, que no pronunció, en el banquete que aquella tarde reunió a las autoridades civiles y militares, personalidades pontevedresas y jefes y oficiales del regimiento. No era yo el solo que conocía ese discurso; todos los oficiales lo habían oído decenas de veces, porque desde hacía varias semanas el coronel lo ensayaba muchas veces al día en su despacho, separado de la galería por una sencilla puerta de cristales, casi siempre abierta; desde la galería se oía hasta la palabra que dijera en voz más baja el coronel. El discurso lo había ido tejiendo con frases altisonantes. Empezaba así: «Señores: Al ronco son de los cañones se ha elevado hoy en los aires de esta querida ciudad de Pontevedra la nueva enseña de la Patria que el regimiento de mi mando»... A los postres, se hizo el silencio. El coronel se levantó y después de carraspear y beber un sorbito de agua, lanzó un estentóreo: —¡Señores! Hizo una pausa, y siguió —Al son-con-ron... Al ron-con-son... Al con-son-ron... De allí no podía salir. Estallaron estrepitosos aplausos benévolos, y un tanto chungones, que empezamos nosotros para cubrir el ridículo de nuestro jefe. Cierto que el coronel era un caso. Jefes tan atontolinados y tan desconocedores de la profesión no existían corrientemente en artillería. Pero 166

era una realidad que a medida que se avanzaba en el escalafón de esa y de las otras armas los conocimientos profesionales de los militares, en lugar de aumentar, iban borrándose. A pesar de mi todavía escasa experiencia, yo notaba ese fenómeno y trataba de explicármelo. En el conjunto de causas, una por lo menos se iba haciendo cada vez más clara para mí: la de que aquel ejército no estaba capacitado para desempeñar la misión fundamental para la que debía estar destinado, la de la defensa efectiva de la independencia nacional, del suelo y de las riquezas del país contra quienes intentaran invadir el primero o arrebatar las segundas. No pocos oficiales, y quizás más concretamente los que habían elegido con entusiasmo la profesión de las armas, al comprobar en los relatos de los militares más viejos, los de la guerra de Cuba y de Filipinas, del barranco del Lobo, la ineficacia de nuestro ejército, se preguntaban: —¿Para qué sirve? ¿Para qué se derrochan tantas vidas y tanto oro en sostenerlo? —Para nada o para muy poco –era la respuesta que la realidad les daba. Y el oficial, intelectualmente, se iba embotando cada vez más en la práctica de la vida castrense, se alejaba de cuanto oliese a arte militar y cultura profesional. —¿Estudiar? ¿Para qué? –se decía el oficial joven si tenía alguna vez veleidades de hacerlo. Así se daba el caso irracional de que cada ascenso, a partir del de capitán lo considerásemos la mayoría de nosotros como un paso más hacia la incultura profesional, para llegar a la conclusión, absurda pero cierta, en la mayoría de los casos, de que un general, salvo rarísimas excepciones tenía por hipótesis muchos menos conocimientos profesionales que, por ejemplo, el comandante de Estado Mayor que lo asesoraba y que era el que en realidad mandaba. [Era difícil realizar un esfuerzo continuado de autoinstrucción de cualquier disciplina o de un conjunto de disciplinas durante años y años cuando uno estaba convencido de que no iba a servirle para nada. Como si a un nombre le propusieran aprender un oficio, 167

el de carpintero o ebanista digamos, y él supiera de antemano que jamás iba a manejar después ni un escoplo ni una sierra. De ahí que, tal vez injustos algunas veces, nos acostumbráramos a mirar a los generales como si fueran unos perfectos analfabetos en la profesión, a los cuales debíamos respetar y obedecer por disciplina formal, pero que en el fondo no estimábamos. Por eso eran corrientes las bromas que los capitanes gastaban a sus colegas próximos a ascender a jefes sobre que iban pronto a ponerle el ronzal y los dichos tan frecuentes entre los oficiales de: «capitán aunque sea de ladrones», «del jefe y del mulo cuanto más lejos más seguro». Todas esas expresiones reflejaban un estado de cosas deprimente en el Ejército.] La vida de guarnición en Pontevedra se deslizaba monótona y tranquila. Yo no fui nunca un joven juerguista y tomaba las cosas de la vida bastante en serio. [Así mis relaciones amorosas tomaron enseguida carácter formal. En septiembre de 1918, o sea cuando acababa de cumplir 23 años, me casé con una joven santanderina, Consuelo Pujol de la Torriente, que vivía en Vigo con sus padres y con dos de sus tías. Una de ellas, a quien todos llamábamos «la Madrina», era muy rica y era la que en realidad sostenía la casa. Mi suegro, hijo de un armador, había quedado huérfano siendo niño y había sido despojado poco a poco de su fortuna por un tutor, que al morir se la legó a los jesuitas. Mi suegro era un católico ferviente, pero a los Padres los tenía entre ceja y ceja. Estaba muy enfermo del corazón y no podía trabajar. Consuelo era la segunda de seis hermanos (cinco mujeres y un hombre). Se celebró la boda en una preciosa finca que tenía la madrina frente a Vigo entre los pueblecitos de Cangas y Moaña. Se llamaba la finca «El Foxón». Allí nacieron 4 de los 8 hijos que he tenido. Además de la familia de la novia y la mía, asistieron a la boda numerosísimos invitados. Como yo era todavía teniente, tuve que depositar la fianza reglamentaria, en papel del Estado, cuya renta debía ser igual a la diferencia entre el sueldo de teniente y el de capitán. La ley que establecía ese requisito para que los tenientes pudieran casarse decían que la había hecho dictar Weyler, a fin de dificultar o evitar la boda de 168

uno de sus hijos. Tenía dos, ambos oficiales de caballería que, si no me equivoco, fueron ayudantes suyos durante varios años.] Las reformas de La Cierva, entre ellas más concretamente las que establecían la creación de nuevos regimientos se tradujeron para mí en que ascendí a capitán en abril de 1920, cuando aún no había cumplido 25 años. No se realizaron los pronósticos de los que decían cuando salí de la Academia que mi promoción estaría doce o trece años en el empleo de teniente. [Mi primer hijo, que había sido esperado por toda la familia como hubiera podido serlo un príncipe heredero, murió a las dos horas de nacer. El segundo nació en Vigo el 4 de diciembre de 1920, el día de Santa Bárbara. Me entregaron el telegrama con la noticia precisamente a la puerta de la iglesia de la Peregrina, donde estaba formada la batería que yo mandaba para asistir a la misa en honor de la Patrona. Aunque el resto de los festejos tenían lugar en Figueirido, la misa se celebraba siempre en Pontevedra.] La monotonía de aquella vida profesional, que se reducía a las continuas revistas e instrucciones, a la rutina cuartelera, que me parecía cada día más insípida y aburrida, [sin más lucha que la que tenía que sostener contra las terribles moscas de Pontevedra para defender contra sus ataques a los caballos de mi batería,] fue interrumpida bruscamente el año siguiente, y precisamente el día de mi cumpleaños, por un trueno que resonó en toda España: el trueno de Annual.

EN CAMPAÑA

Vivimos aquellos días casi sin salir del cuarto de estandartes, recibiendo noticias más o menos fantásticas, comentándolas y discutiendo, en ocasiones agriamente. Del conjunto de las informaciones se destacaba esta verdad: se había derrumbado por completo la comandancia de Meli169

lla. Más del 80 % de los veinte mil nombres que formaban las guarniciones de las posiciones del territorio figuraban entre los muertos y desaparecidos; el general Fernández Silvestre, jefe de la comandancia, se había suicidado. Después de hacer caer la línea Annual-Igueriben-Sidi Dris, dos o tres mil hombres de Abd-el-Krim habían avanzado hasta las cercanías de Melilla, tomando y arrasando las posiciones y pasando a cuchillo a sus defensores. Todas las cábilas habían ido alzándose al avanzar las huestes de Abd-el-Krim, aumentando así los efectivos del jefe marroquí; su armamento se incrementó con el tomado a los españoles. Las noticias decían que el enemigo no hacía prisioneros, que se ensañaba con los que caían en sus manos y los torturaba antes de matarlos. En Melilla cundió el pánico. Millares de habitantes, enloquecidos, se habían agolpado en los muelles y pedían a gritos barcos para huir de las fuerzas de Abd-el-Krim que avanzaban; los periódicos publicaban artículos de crítica al Ejército, a las Juntas, expresaban la amargura y el estupor que producía la comprobación de que las famosas y cacareadas reformas militares de La Cierva no habían sido más que pompas de jabón. Hasta hubo algún periódico que publicó caricaturas hirientes para el honor profesional de los militares, aludiendo a la cobardía de alguno de ellos... Entre nosotros abundaban también los que criticaban en el mismo sentido y arremetían, con injusticia manifiesta contra los «caponíferos»1 de África, acusándolos de cobardía. Otros reaccionábamos contra esa actitud pensando que un desastre tan espantoso no podía atribuirse a causas tan simples. ¿Por qué iban a ser esos oficiales más o menos valientes que los de la Península? ¿No hubiéramos hecho nosotros en su caso lo mismo, rendirnos o morir defendiendo las posiciones? Así habían muerto según aclaraban las noticias que iban llegando, valientemente, aunque inútilmente, muchos de ellos: Fortea,

1. Se llamaba entre los militares «caponíferos» a los que pedían ir destinados a África para obtener ventajas económicas. Los «africanistas» hacían carrera, los «caponíferos» iban a Marruecos a vivir mejor. 170

desesperada porque temía que a su marido le hubiera sucedido algo trágico. A pesar de que me había prometido que no se presentaría, no se había atrevido a desobedecer las órdenes que le habían dado sus superiores y había ido al cuartel. De acuerdo con Saravia, volví allí para tratar de encontrarlo vivo o muerto. Entre los muertos que todavía no habían sido recogidos no estaba, ni figuraba tampoco entre los detenidos. El cuerpo del que había sido mi compañero Carlos Azcárraga estaba en el depósito de cadáveres. No averiguamos nunca lo que había sucedido. Se supo que los rebeldes encerraron o mataron a los que no quisieron sumarse a la sublevación. A mí siempre me ha angustiado el pensamiento de que un hombre que siempre había demostrado profesar ideas democráticas, progresivas, pudiera haber tenido la triste suerte de morir, no frente al enemigo y combatiendo, sino bajo las balas de los que defendían la causa de la República a la cual él se había proclamado adicto. Mucho habrían de hablar y mucha tinta habrían de verter los franquistas acerca del asalto al Cuartel de la Montaña para presentarlo como ejemplo de la violencia y crueldad de los que ellos llamaban los rojos. Violencia y crueldad las ha habido en todas las guerras; en las guerras civiles son más agudas, visibles y dolorosas esas manifestaciones de la guerra, porque ocurren entre hombres que tienen una misma patria, hablan una misma lengua, porque enfrentan al padre con el hijo, al hermano con el hermano... Pero si los cronistas de la guerra de España quieren ser objetivos, al manejar las cifras de las víctimas de uno y otro lado, tendrán que expresar con números mucho más altos el de las que cayeron a manos de los franquistas, y no olvidar que la objetividad exige apreciar no sólo la cantidad, sino la calidad, empezando por hacer las simples preguntas: ¿Quién desató la violencia? ¿Quién utilizó desde el poder la crueldad, la violencia y hasta el sadismo como instrumentos de gobierno? ¿No fue la del pueblo una violencia obligada, respuesta necesaria y justa de violencia 407

para combatir otra violencia injusta? Puede haber habido excesos en el campo republicano, los ha habido también, ciertamente, pero no dictados desde el poder, ordenados a sangre fría. Los pueblos, el pueblo, que trabaja y crea, es generoso. Pero cuando el que ha estado siempre aplastado, humillado, explotado, se encoleriza y se alza contra el ataque de sus explotadores, su ira puede llegar a la crueldad como réplica a la de ellos. Por mi parte, repitiendo con otras palabras el pensamiento de Mariano José de Larra, digo: «Entre violencia y violencia, si ha de haberla, estoy por la del pueblo». Los meses de servicio en el Ministerio, sobre todo los primeros de Madrid, los recuerdo como una pesadilla agotadora. Bastará decir que en poco tiempo adelgacé once kilos. El Ministerio había quedado en cuadro: la mayoría de los jefes y oficiales que servían en las distintas secciones habían desaparecido; de los pocos que quedaban, cada día iban faltando algunos más, ya porque se fueran voluntariamente (unos para pasarse a las filas fascistas, otros con la absurda pretensión de permanecer neutrales) o ya porque se descubría que pertenecían a la UME o a la Falange y que si permanecían en el Ministerio era para servir a los rebeldes y, naturalmente, eran detenidos. El recelo hacia los militares que la sublevación había despertado se hacía más intenso con esas deserciones. Y en no pocos de ellos, incluso en algunos de ideas más o menos progresivas, ese recelo, unido a la influencia sobre su conciencia y su pensamiento de múltiples factores –educación siempre tendiente a mantenerlos separados del pueblo y sus afanes generales, las falsas tradiciones castrenses, los conceptos, no menos falsos, acerca del papel del Ejército de árbitro supremo de los destinos de la Patria, de enderezador de los entuertos nacionales «provocados por los políticos», etc.–, se traducía en angustioso desconcierto, en dolorosa incomprensión de la actitud y de la actuación de las unidades milicianas, en inseguridad personal y profesional. Recuerdo, por ejemplo, que el comandante Moya, que siempre había mostrado sus ideas de izquierda, se encerró en su casa y se pasaba el día acostado, moralmen408

te derrumbado. En vano por dos veces, una de ellas acompañado por Saiz, lo visité para tratar de hacerle reaccionar. Es justo hacer resaltar el mérito que tuvieron aquellos militares que, venciendo todas esas negativas influencias e incomprensiones, se pusieron franca y lealmente al servicio del pueblo y se mantuvieron leales a él hasta el final de la contienda. Hay que agregar que los que así procedieron gozaron, ante los hombres que ellos mandaban y a los ojos del pueblo, de un prestigio, de una consideración y de un cariño que nunca habían tenido antes, en grado ni remotamente aproximado, los militares españoles. En realidad, desaparecieron todas las secciones. Prácticamente, se concentraron en dos pequeños grupos de trabajo: uno, bajo la dirección de Saravia, en el cual trabajaba yo; otro, que trataba de desempeñar funciones, no de Estado Mayor en el verdadero sentido del término, sino de modesto grupo auxiliar que se hubiera contentado con poder dar al ministro informaciones relativamente exactas de la línea de los frentes, poder decir cada día, por lo menos, en manos de quién estaban las localidades donde se combatía y cuáles parecían ser los propósitos del enemigo. Me estoy refiriendo, claro está, a los días iniciales de la guerra. La información en las primeras semanas la proporcionaban al Ministerio diputados y dirigentes políticos y sindicales que iban a visitar a las unidades milicianas en los frentes. A esas informaciones se unían las que procurábamos obtener de las provincias por medio del teléfono y de los teletipos que funcionaban casi sin interrupción. El conato de Estado Mayor se esforzaba en llevar a los planos, que de éstos sí tenía el Ministerio cuantos se quisiera, y excelentes porque la cartografía española era de gran calidad, las informaciones que se recibían y en empezar a trazar así una línea del frente más o menos exacta y que variaba cada día y hasta cada hora. De ese grupo formaban parte militares que ocuparon más tarde cargos importantes; entre ellos estaban los primeros días –y los cito porque aparecerán más de una vez en estos recuerdos– el capitán de E.M. Manuel Estrada, que había servido en la 3ª Inspección General de las tres que creó 409

la República con sus respectivos cuarteles generales en Madrid, el cual había de ser el primer jefe del Estado Mayor Central del Ejército Popular; el comandante de Infantería diplomado de E.M. José Fontán, futuro jefe del E.M. del Ejército de Tierra; el comandante de E.M. Manuel Fe, que había sido jefe de E.M. de la 1ª Brigada de Infantería de Madrid antes de empezar la guerra y que habría de ser más tarde jefe de Operaciones del E.M. Central; el comandante de Caballería diplomado de E.M. Segismundo Casado, llamado a jugar al finalizar la guerra el triste y poco honroso papel de jefe de la sublevación contra la República que asestó a ésta el golpe definitivo y abrió a Franco las puertas del invicto Madrid. Llevaba dos días de servicio en el Ministerio cuando me envió un recado perentorio el capitán al que le había sido encargado, en vista de las deserciones repetidas del personal y la entrada de otros elementos desconocidos, hacer el control político de todos los militares del Ministerio. Yo, que tenía completamente tranquila mi conciencia política y que no admitía que nadie pudiera poner en duda mi lealtad, contesté, un poco infantilmente y con excesiva presunción, que no tenía por qué ir a la oficina de control y que si el capitán deseaba hablar conmigo podía venir a verme. Vino inmediatamente y con cara de pocos amigos. Discutimos un poco ásperamente al principio, pero luego vinimos a las buenas, quizás por la franqueza con que le había hablado, y desde entonces, en los períodos que trabajamos juntos en el Ministerio, marchamos de acuerdo, a pesar de que el carácter seco del capitán y su propio cometido no le creaba muchas simpatías entre el naciente ejército. El capitán Eleuterio Díaz Tendero procedía de la antigua escala de reserva, que, como he dicho en otro lugar de estos recuerdos, por una de las leyes más democráticas de las que publicó Azaña como ministro de la Guerra al proclamarse la República en 1931, había sido suprimida; sus componentes fueron incorporados a la escala activa entre los de esa escala que tenían la misma antigüedad en el empleo. A Díaz Tendero no le favoreció mucho la disposición, tardía para él, pues después de más de 30 410

años de servicio y cuando ya hacía varios que había cumplido los cincuenta de edad se encontraba en el escalafón al lado de capitanes 14 o 15 años más jóvenes. Era un hombre pequeño, de expresión siempre seria y concentrada, de ojos redondos, pequeños y vivos, cabellos blancos cortados en cepillo, de ademanes rápidos. Republicano, masón, amigo y admirador de Largo Caballero, del cual gozó algún tiempo la confianza. Había trabajado mucho en la UMRA. Pacientemente, había hecho un fichero de militares, que con datos cada vez más precisos iba poniendo al día; constaban en él las características personales, profesionales y políticas de cada uno. Más tarde desempeñó el cargo de jefe de la Sección de Personal del Ministerio. Pasó a Francia con el Ejército Republicano y durante la contienda mundial fue internado en un campo de concentración nazi, donde murió de inanición y disentería, pero manteniendo hasta el último momento su firmeza, una gran dignidad y la intransigencia, que, si lo había hecho antipático a algunos militares republicanos, en el campo de concentración era digna de admiración y no de crítica. Al evocar esos días iniciales de la guerra vienen a mi memoria los nombres de otros tres militares que figuraron como directos auxiliares míos. El primero, José Maestre Vidal, era al comenzar la guerra oficial segundo del Cuerpo de Oficinas Militares, con destino en el Estado Mayor Central. Su lealtad, sus conocimientos profesionales y su enorme capacidad de trabajo hicieron que terminara la guerra como teniente coronel y secretario general de la Subsecretaría del Ejército de Tierra. Su ayuda en los primeros tiempos y, luego, al final de la guerra fue valiosísima para mí. Del segundo tengo que decir todo lo contrario. Era un hombre ambicioso, demagogo en aquellos días en que algunos querían aparecer superrevolucionarios para llegar mejor a sus fines ambiciosos y egoístas. Yo había sido nombrado primer secretario técnico del Ministerio y él segundo secretario técnico. Se trataba en su caso, como en el mío, de llevar a cabo un trabajo que era preciso realizar calladamente, modestamente, con 411

entusiasmo y sin descanso, para resolver o tratar de resolver los innumerables problemas, grandes y pequeños, que se presentaban a cada momento. Él se pasaba el día hablando con los visitantes «de categoría», a los que prometía resolver las cuestiones que planteaban, granjeándose así amistades y posibles protectores. Pocos meses después, este sujeto «abrazaba la libertad» marchando a Francia, llevándose buenos dineros del Estado, como explicaré en otro lugar. Se llamaba José Martín Blázquez y era capitán de Intendencia. El tercer militar colaborador mío en aquellos días pertenecía al cuerpo de Sanidad Militar. Era el comandante médico Juan Antonio Cerrada. Guardo de él los mejores recuerdos, no sólo porque por sus cualidades personales y la ayuda que me prestó en todos los aspectos siempre evoco su figura con cariño, sino porque su memoria está ligada a un acontecimiento de grandísima importancia para mí: mi ingreso en el Partido Comunista de España. Ya he relatado cómo había ido madurando en mí la decisión de ingresar en el Partido Comunista, ya antes de la guerra, y cómo había echado un jarro de agua fría a ese deseo mío la conversación que al efecto había tenido con Rexach. En aquellos momentos cruciales de España yo comprobaba, en primer término, que las denuncias precisas y concisas respecto a la maquinación, denuncias que el Partido Comunista había hecho con tenacidad en el parlamento y en la calle, dando incluso los nombres de los principales conspiradores, Goded, Franco, etc., se habían transformado en trágica realidad. Y comprobaba que, desde el primer día de la contienda, el partido se lanzaba entero a la lucha con valor, disciplina, voluntad de victoria, y con total ausencia de demagogia, oponiéndose a los optimismos superficiales que daban como fácil empresa el aplastamiento de los rebeldes. Y, como tantos otros españoles, vi muy pronto que era el Partido Comunista la fuerza política que mejor comprendía el carácter de la guerra que la sublevación de los generales iniciaba. Vi que, contra las falsedades patrioteras de la reacción, era el Partido Comunista 412

el que, en la vanguardia de todas las fuerzas políticas democráticas, levantaba la bandera del verdadero patriotismo, que era la de la unidad de acción de todas ellas contra el fascismo, la de la organización y realización del necesario esfuerzo común para lograr la victoria. Entre los dirigentes políticos que venían diariamente o casi diariamente al Ministerio para resolver problemas relacionados con la marcha de la guerra figuraba el diputado comunista Vicente Uribe. Un día decidí plantearle la pregunta que me daba vueltas en la cabeza. Casi a quemarropa le interrogué: —¿Qué es lo que hay que hacer para ingresar en su partido? —Me parece que habrá que empezar por pedirlo –me contestó en forma que me pareció seca, pero que era su modo peculiar de hablar, como pronto y después durante muchos años pude comprobar; sequedad superficial que no excluía una cordialidad de fondo ni definía el carácter franco y firme de este obrero metalúrgico vasco que consagró toda su vida y sus energías al servicio de su clase, la clase obrera. Me desconcertó la respuesta, y no insistí. Pero, con gran sorpresa mía, me dijo Cerrada apenas me vio el día siguiente: —¿De modo que quieres ingresar en el Partido Comunista, eh? –Y me explicó que él hacía mucho tiempo que era comunista, cosa que yo ignoraba, y me enseñó con orgullo su carnet. Me explicó cuáles serían mis deberes si ingresaba y, al mostrar yo mi disposición a aceptarlos, me dijo cómo debía hacer la petición de ingreso. Algunos días después me presentó a los camaradas que componían su célula, pues había sido admitido. Todos me felicitaron expresándome su satisfacción por mi ingreso en el partido. Su acogida me llenó de alegría y emoción. Han pasado desde entonces más de treinta años. Al cabo de ese tiempo puedo decir que he pensado siempre y sigo pensando que la resolución que tomé entonces fue la más justa que podía haber tomado. Ella ha dado y espero que continúe dando hasta el fin un contenido noble y útil a mi vida en el sentido humano y en el político. 413

Al Ministerio iban llegando constantemente noticias de la marcha de los acontecimientos. En Barcelona había sido aplastada la sublevación. Goded y Burriel, que la encabezaban, estaban prisioneros. Después de la de Madrid, era la de Barcelona la guarnición más potente de España, con sus dos regimientos de Infantería, dos de artillería ligera –el de cañones de Barcelona y el de obuses de Mataró–, el de Artillería de Montaña n.° 1 y dos regimientos de Caballería. Todos habían salido de los cuarteles y ocupado la ciudad. Los rebeldes contaban con que ese alarde ofensivo de fuerzas tan poderosas bastaría para someter a la población. Pero se equivocaron. De este modo las dos fundamentales agrupaciones de fuerzas militares sublevadas habían sido vencidas. Una, la de Madrid, había empleado una táctica de defensa y resistencia; otra, la de Barcelona, se había lanzado a la ofensiva. La realidad demostraba que la victoria popular no era debida a errores tácticos de los sublevados, mucho más potentes materialmente en el aspecto específicamente militar que los combatientes populares, sino, en primer término, a la enorme superioridad moral que a éstos daba el saber que luchaban por una causa justa, por un futuro libre y progresivo. Las otras guarniciones de Cataluña, todas ellas comprometidas, se rindieron sin lucha. Valencia, otra población con una guarnición importante, ya que se componía de dos regimientos de Infantería, uno de Caballería y otro de Artillería, también había dominado a los rebeldes. El primer plano de la situación que el pequeño Estado Mayor inicial presentó al ministro a finales de julio justificaba el mayor optimismo. De las cincuenta provincias, sólo en 17 había triunfado la sublevación. Las costas españolas, excepto la parte del Atlántico que baña a Galicia y una parte pequeña del Mediterráneo, la frontera francesa y parte de la portuguesa, estaban en manos de la República, que contaba también con ese elemento con el que se ha repetido tantas veces que se ganan las guerras, el dinero, el oro, del que era rico el Estado español en 1936. Basta echar 414

una ojeada a ese plano para comprender que es justo afirmar que la subversión militar como tal había recibido un golpe mortal, y que hubiera sido totalmente liquidada si no hubiera entrado en juego la intervención y la ayuda del extranjero. Ella fue, en su forma directa, la que transformó la subversión en guerra abierta contra el pueblo español y la que, indirectamente, con la llamada «no intervención» anuló las ventajas económicas y políticas del Gobierno legal, la que hizo, en primer lugar, que el oro español sólo parcialmente y cuando era ya tardío para aplastar la sublevación en sus comienzos, pudiera servir en parte para adquirir armas para la defensa del país, como el Gobierno tenía el derecho y el deber de hacerlo. Las primeras noticias que demostraban la intervención extranjera nos llegaron de Andalucía. Con aviones enviados por Hitler, Franco había hecho pasar el Estrecho de Gibraltar a los primeros destacamentos de fuerza de la Legión Extranjera y Regulares Marroquíes y con ellos había podido el general Queipo de Llano vencer la resistencia del pueblo sevillano y de otros pueblos andaluces. Nuestra pequeña aviación, que se comportaba heroicamente y operaba con algunos viejos aparatos en ayuda de las primeras columnas y destacamentos milicianos, no tenía capacidad para oponerse por el aire y el mar al paso de las fuerzas de África. No se empleó la Escuadra para aislar por mar de Marruecos las costas españolas. Indudablemente, en Marruecos contaban los rebeldes con las fuerzas asalariadas, las más aguerridas y organizadas de cuantas podían disponer, a las cuales ningún escrúpulo podía hacerlas vacilar en actuar contra el pueblo español. Todos conocían el carácter ultrarreaccionario de la inmensa mayoría de los oficiales del Cuerpo General de la Armada que mandaban las unidades navales. Dicha oficialidad estaba comprometida en la sublevación en su casi totalidad. Pero ya en los primeros días de la guerra se supo que, a diferencia de lo que pasaba en el ejército, donde por medio de la amenaza, de la acción de una disciplina terrorista, del engaño sobre cuáles eran los fines de la 415

sublevación, la oficialidad logró arrastrar al levantamiento a los soldados de algunas guarniciones, los marineros, apoyados por algunos oficiales de los cuerpos auxiliares, sometieron en una gesta heroica, que todavía no ha sido resaltada como merece, a la mayoría de los mandos de los barcos, y se hicieron dueños de éstos. Como ya he dicho, el general Castelló estaba enfermo; su estado de salud no le permitía desempeñar su cargo. Para sustituirlo fue designado Saravia ministro de la Guerra; el cargo de subsecretario le fue confiado al comandante Leopoldo Menéndez. Ya me he referido a las características políticas y personales de Saravia. El cargo de ministro de la Guerra le venía demasiado ancho. Iba a desempeñarlo durante un mes escaso, como Menéndez el suyo de subsecretario. La razón de su nombramiento, aparte de la amistad y la protección de Azaña, y como consecuencia también la de Giral, fue que durante los primeros días de la lucha, por la inutilidad de Castelló, era Saravia el que prácticamente actuaba en su nombre y a él se dirigían todos los que tenían algo que exponer o que pedir al ministro. En cuanto a Menéndez, apenas si tuvo tiempo en el corto plazo que fue subsecretario de darse cuenta de cómo funcionaba, forzosamente un poco de manera caótica, el departamento, donde en aquellas horas se concentraban las más importantes actividades gubernamentales. Leopoldo Menéndez, comandante de Infantería diplomado de E.M., que por entonces tenía unos 45 años, era un excelente jefe de Infantería, conocedor a fondo de la táctica de dicha arma, constante en el trabajo y poseedor de otras cualidades de buen jefe militar: energía, amor a la profesión, preocupación por los hombres que mandaba. Pero adolecía de estrechez de criterio, era demasiado «ordenancista» y reglamentario, tenía escasa audacia y muy poca comprensión de las cualidades que poseía el ejército que nacía e iba a desarrollarse a base de las milicias populares. Políticamente, la historia de Menéndez reproducía un poco la de Saravia. La amistad Saravia-Azaña presidió la trayectoria política del primero. La 416

amistad Saravia-Menéndez influyó decisivamente en el último e hizo que, aunque de espíritu y de pensamiento conservador, figurase entre los militares de «izquierdas». Fue la recomendación de Saravia la que lo llevó a mandar el batallón de la escolta presidencial, cargo que desempeñaba al estallar la sublevación; a propuesta de Saravia fue nombrado subsecretario y, más tarde, cuando Saravia fue designado para mandar el sector de Córdoba, jefe de E.M. de ese sector. Después habría de ocupar cargos más importantes. Día y noche nos afanábamos en procurar elementos de transporte, armas, municiones y efectos a las columnas que se iban formando, algunas de las cuales luchaban ya denodadamente en los frentes de Madrid y en tratar de resolver las peticiones de efectos y objetos de todas clases, poco o nada castrenses algunos de ellos. Saravia no sabía decir no a nadie. Cuando no podía dar satisfacción a un peticionario, se lo quitaba de encima diciéndole: «Hable con Menéndez (o con Cordón) y dígale de mi parte que resuelva eso». Eso por lo general era algo que no se podía resolver. Así, más de una vez tuve que entablar verdaderas discusiones para convencer a un solicitante que se amparaba en la «orden del ministro» de la imposibilidad de cumplir tal orden y satisfacer su demanda. Recuerdo, por ejemplo, a un joven anarquista que se presentó muy amable y simpático, diciendo que venía en nombre de una centuria a pedir un vale para que le entregasen 200 plumas estilográficas. No había manera de convencerlo de que el Ministerio no le podía proporcionar lo que pedía. —Entonces, compañero –insistía una y otra vez–, tú opinas, por lo visto, que los milicianos no tienen derecho a escribir a sus familias. La esposa del coronel Mangada constituyó durante varios días una verdadera obsesión para mí. La figura de Julio Mangada nos era muy conocida a los militares republicanos. Todos recordábamos aquel famoso grito suyo ¡tan valiente! de ¡Viva la República! con el que había contestado tiempos antes a un discurso de intención subversiva y antirrepublicana de Goded. 417

Mangada estaba retirado. Poco antes de la guerra había denunciado vigorosamente a la UME en un folleto, definiéndola como realmente era: una organización fascista en el ejército. Al estallar la sublevación, con sus sesenta años a cuestas, se había lanzado al frente a la cabeza de una columna en dirección a Ávila, con la pretensión de tomar esa ciudad, que estaba en poder de los sublevados. Los milicianos lo ascendieron a general. Toda su familia ayudaba como podía al general. Uno de sus hijos se había incorporado a la columna. Era telegrafista, y raro era el día que no llegaba al Ministerio un despacho relatando extensamente las acciones de la columna, y pidiendo, por lo general, refuerzos, ametralladoras, municiones, camiones, etc., de lo cual no podíamos enviarle nada por la sencilla razón de que no lo teníamos. Menéndez había inventado una fórmula de respuesta, que aplicábamos sistemáticamente: «Felicitar por los éxitos y enviar... moral en telegrama». La mujer de Mangada, a la cual queríamos complacer en cuanto nos fuese posible y que, a pesar de sus enfados y brusquedades, nos era simpática porque admirábamos su decisión y su deseo de ayudar, actuaba como una especie de embajadora de la columna en Madrid. Había obtenido ya del Ministerio en diversas ocasiones monos, pistolas, correajes... Un día se presentó una vez más en mi despacho con una frase que me dejó asombrado: —Saravia dice que ordene usted que me entreguen impermeables para los hombres de mi marido. —¿Y de dónde quiere usted que saque los impermeables? –respondí. Pero la señora no se daba por vencida. Era inútil que le explicase que el impermeable, como sabía muy bien Saravia, no había sido nunca una prenda del equipo del soldado. Se enfadó mucho conmigo. Pero un día vino sólo para comunicarme, radiante, que había conseguido los impermeables. Lo que no quiso decirme de ningún modo fue de dónde los había sacado. Pero de todas las peticiones que pasaron por mí la más extravagante fue la de un antiguo condiscípulo mío de Segovia, del que ya he hablado 418

en otras páginas de estos recuerdos. Aquí no diré su nombre. Había propuesto a Saravia, al cual conocía también desde hacía muchos años, formar una columna de 500 hombres. Decía que había reunido ya trescientos. Saravia, naturalmente, había dicho que estaba de acuerdo, y mi compañero traía una relación de armas y efectos que yo, por orden de Saravia, debía proporcionarle: monos, cartucheras, fusiles, pistolas, ametralladoras, municiones, camionetas, etc. Lo de siempre. Y también como siempre no teníamos de dónde sacarlo por el momento. Así, la petición hasta ahí no tenía nada de extraordinario; lo que sí lo tenía era lo que estaba escrito en el último renglón de la lista: Pitos... 500. —¿Aquí dice pitos? –pregunté a mi compañero sin creer lo que veían mis ojos. —Está bien claro, ¿no? –me respondió–. Pitos, pitos de metal como los de los capitanes de batería o los de los árbitros de fútbol. —Pero ¿para qué quieres esos pitos? —¡Ah! Esa es una idea mía. He pensado en un ataque insólito. Mis hombres se alzarán de repente todos a una tocando estridentemente los pitos. El enemigo quedará paralizado psicológicamente y antes de que tenga tiempo a reaccionar nos lanzaremos al ataque y lo derrotaremos. Al ver la expresión de duda con sus matices de guasa de mi cara, agregó: —Creo que habrás oído hablar alguna vez del «efecto de sorpresa», ¿no? —Claro –le dije riendo–. Y también he oído hablar de duchas frías, camisas de fuerza y otras cosas semejantes que me parece te están haciendo a ti mucha más falta que los pitos a los futuros componentes de tu columna. Por cierto que tal columna no llegó a formarse. El que había de ser poco después el primero, el más disciplinado y combativo de los ejércitos republicanos, el Ejército del Centro, que habría de cubrirse de gloria en tantos combates en defensa de la capital, era en aquellos primeros tiempos una serie de grupos, columnas, compa419

ñías y batallones de composición y número variable cada día. No creo que haya historiador concienzudo que pueda dar nunca una idea exacta del número y la organización de aquellas unidades en embrión. En verdad, las primeras que empezaron a dar consistencia efectiva a la línea de defensa fueron las del 5.° Regimiento. Fue el 5.° Regimiento el verdadero embrión del Ejército Popular. Se constituyeron varios sectores: el de la Sierra, el de Somosierra, el del Escorial y Sierra de San Benito, etc. En los primeros tiempos mandaron el primero, sucesivamente, el coronel Puig, el general Riquelme y el coronel Asensio. De él formaba parte el sector de Guadarrama donde combatían las Compañías de Acero 1.ª, 4.ª y 6.ª, mandadas por el que iba a ser pronto jefe del 5.° Regimiento, el obrero cantero de Calo (Galicia) Enrique Líster, que habría de pasar a la historia de la guerra, y a la de España, por tanto, como uno de los más famosos capitanes que salidos de la entraña del pueblo acreditaron sus extraordinarias dotes de jefes militares. La primera de esas compañías la mandaba un valiente e inteligente militar profesional, leal a carta cabal, uno de los hombres más conscientes, modestos y abnegados que haya conocido en mi vida: el capitán de Infantería Manuel Márquez, que también ingresó en aquellos días en el Partido Comunista. En el sector de Somosierra combatía el batallón Thaelmann, mandado por otro famoso jefe militar popular, el obrero carpintero Juan Modesto, que había de ostentar merecidamente el grado de general al final de la guerra y que fue el jefe del Ejército del Ebro. Casi todos los días, en los partes de guerra que empezaban ya a redactarse y que con frecuencia yo pasaba a la aprobación del ministro, figuraba el nombre del capitán Leopoldo Benito, que se hizo inmediatamente célebre por su valentía y la audacia de las acciones del destacamento que mandaba, pequeñas pero importantes en aquellos momentos. El capitán Benito fue también uno de los primeros que figuraron entre los héroes caídos en aquellos combates. Recuerdo que a Saravia le pareció demasiado seco el parte que el pequeño grupo de E.M. había redactado dando la 420

noticia de su muerte y me encargó el triste honor de redactar otro más expresivo del respeto y la admiración que nos merecía. Uno de los grandes problemas con que teníamos que enfrentarnos, y que se agudizó con rapidez vertiginosa fue el de la falta de municiones y de pólvoras y explosivos para cargar los proyectiles de artillería que, fatalmente, se derrochaban en aquellos primeros combates con los rebeldes. Las peticiones de esos elementos llovían sobre nosotros y sólo en pequeña cantidad podíamos satisfacerlas. La pérdida de Irún, uno de los primeros golpes serios que los rebeldes asestaron a la República, se debió en gran parte a la falta de municiones. Toledo, donde estaba situada la única fábrica de carga de cartuchos, estaba en nuestro poder, pero no recibía de Lugones, aislado entonces, la cartuchería necesaria y, por otra parte, la capacidad de la fábrica no era suficiente para satisfacer las necesidades. Las fábricas de pólvora de Sevilla y Granada habían quedado en manos de los sublevados. Los especialistas de estas ramas militares industriales se habían pasado casi todos a las filas rebeldes. La fábrica de pólvora y explosivos de Murcia, en consecuencia, había interrumpido la producción. Además de todo esto, la mayoría de los dirigentes políticos, sindicales y militares dedicaban principalmente su atención a resolver el problema más inmediato: constituir unidades y organizarías para aplastar a los rebeldes, no pocos de ellos creyendo que la guerra no habría de tener larga duración. Ya entonces creó el Ministerio la Comisaría de Armamento, conato de centralización de las industrias de guerra, pero que quedó durante bastante tiempo en el papel. Iniciamos la tarea de reorganizar los parques, y en primer lugar, contando siempre con el entusiasmo y la buena voluntad de don Rodrigo, el de Madrid, en el cual empezaron pronto a funcionar sus talleres de carga de cartuchos y granadas. El comandante Antonio Caruncho, del cual he hablado ya en estos recuerdos, que por su precaria salud no podía desempeñar cometidos más activos, trabajó en la cuestión del municionamiento. Mi otro amigo, el comandante Álvarez Cerón, 421

seguía entregado, cada vez con amplitud mayor, a la organización de los transportes, y Saiz, retirado desde 1931, envejecido y enfermo (tanto Caruncho como él habrían de morir durante la guerra a causa de las dolencias que padecían ya), aceptó un cargo para el cual lo había indicado Saravia, agotador y nada adecuado ciertamente para un hombre que, según solía decir él siempre, le tenía horror a la lectura de periódicos: el de censor de las noticias relativas a la guerra, cargo que fue a ejercer en el Ministerio de la Gobernación del que era titular entonces el general Pozas. Todos los días partía muy misteriosamente desde el Ministerio una camioneta con una guardia que llevaba el encargo de recoger en el parque las pocas cajas de cartuchos que aquél podía encontrar y fabricar, entre los cuales estaban los que se recibían de Toledo. El problema de su distribución era tan difícil que lo tomó a su cargo el subsecretario Menéndez. En aquellos días, las cajas de municiones las tenía en su propio despacho, para evitar, decía él, «evaporaciones». Recuerdo que un día, para la carga de proyectiles de artillería sólo nos quedaban algunos kilos, muy pocos, de trilita. Pasé horas agarrado al teléfono o frente al teletipo tratando de encontrar trilita por cualquier parte de España. Sostuve una larga conversación al efecto con el coronel Díaz Sandino que pocos días antes había sido nombrado Consejero de Defensa del nuevo Gobierno catalán presidido por Casanova, así como con algunos jefes de Sagunto, Murcia y Valencia. Díaz Sandino –diré en un inciso– era jefe de Aviación y había contribuido al triunfo inicial de la República en Barcelona. Todo sin resultado. Al fin, de Cartagena me dijeron que podrían obtener cierta cantidad descargando algunas bombas de inmersión. Durante varios días estuvo llegando de Cartagena en coches ligeros la trilita obtenida de ese modo. La iniciativa popular actuaba cada vez con más ímpetu, aunque forzosamente en forma desorganizada, para proporcionar a los combatientes armas y elementos de combate de todas clases, que sólo con cuentagotas 422

llegaban del extranjero, y muy pocos seguían hasta Madrid. Se multiplicaban los pequeños talleres en los que se fabricaban granadas de mano. Aquí se afanaba un grupo en hacer morteros, allá otro ideaba un nuevo tipo de mina. A hacer estas últimas se mostraban muy aficionados los anarquistas. En una ocasión, un grupo que raro era el día que no venía a pedir algo al Ministerio, respondiendo a las explicaciones que yo les daba para hacerles ver que no debían derrocharse los explosivos en fabricar minas, me pidió que fuera a ver el ensayo de lo que habían ideado, para demostrarme que era tan potente que con unas cuantas de ese tipo bien colocadas Madrid estaría más defendido de lo que pudiera estarlo con varios ejércitos. Fui con ellos al campamento de Carabanchel. La mina no la vi, porque estaba puesta en el terreno perfectamente cubierta y disimulada. Me invitaron a unirme a ellos en la operación de tirar de un larguísimo cable que llegaba hasta el otro extremo del campo y al que habían atado un viejo auto inservible. Avanzó éste arrastrado por nuestro esfuerzo, sonó una tremenda explosión y sobre nuestras cabezas cayó una granizada de trocitos de metal y tierra. Milagrosamente, sólo uno de nosotros salió con rasguños; los demás resultamos ilesos. Los experimentadores estaban entusiasmados; yo quedé convencido de que si el enemigo hubiera estado dentro del coche hubiéramos ganado la guerra. Sin embargo, siempre esperé mucho de la iniciativa y el ingenio popular, que aquellos días se desbordaban torrencialmente. Por otra parte, no rechazaba nunca con escepticismo, como sistemáticamente hacía Menéndez, las informaciones de los milicianos. Un día recibimos a uno de ellos que, muy misteriosamente, nos comunicó que un grupo del que él formaba parte había descubierto y ocupado una fábrica de caretas antigás cerca de la Marañosa. Nuestro comunicante traía la información a fin de que el Ministerio se hiciese cargo de la fábrica. Nadie conocía la existencia de ésta. Me ofrecí yo a ir a verla y, a pesar de las señas que a espaldas del miliciano me hacía Menéndez moviendo negativamente la cabeza, y con el índice de la mano derecha puesto en la sien como si quisiera perforár423

las localidades conquistadas: Puebla de Albortón, Codo, Mediana, Pina, Quinto, Belchite. La cifra de prisioneros enemigos pasó de 3.000; el adversario tuvo 6.000 bajas y se pasaron a nuestras filas 636 soldados. Nuestras fuerzas se posesionaron de abundante material de guerra, entre el que había 26 cañones, 50 ametralladoras, gran número de fusiles y municiones. En Cataluña el pueblo celebró con grandes manifestaciones de alegría esta primera victoria obtenida en el teatro de guerra catalán-aragonés. En cuanto al plan de operaciones, los hechos demostraron: 1.° Su carácter realista, es decir, la posibilidad de su realización con los medios y fuerzas –unos 80.000 hombres– empleados en la ofensiva. Así lo reconocieron inmediatamente y después no pocos militares de las propias filas enemigas. Testigo de mayor excepción, por ejemplo, el general Fadella, jefe del E.M. de Roatta en las operaciones contra Málaga, en un libro publicado en 1939, apenas terminada la guerra, escribía, entre otras cosas, refiriéndose a aquellas acciones: «No hay duda de que la elección de Zaragoza como objetivo para la ofensiva era lógica y oportuna; en pocos días, o quizás en pocas horas, dado que la ciudad estaba bastante próxima a las líneas rojas, podía ser conseguido un éxito territorial claro y clamoroso, y un amplio éxito militar»... 2.° Justas mostró también la realidad que habían sido la idea de la maniobra y la forma de su ejecución propuesta en el plan. Esa idea se materializó en la primera fase de la ofensiva positivamente. «El concepto operativo del general Pozas –escribía el autor citado– había obtenido un éxito verdaderamente importante.» 3.° A pesar de las dificultades que el terreno y el clima impusieron, y no obstante las debilidades y fallos de algunos de los mandos de las Agrupaciones A y B, las unidades, especialmente las de las Agrupaciones C y D, mostraron extraordinaria capacidad ofensiva, y aunque no lograron rematar su avance con la entrada en la capital aragonesa «crearon una 553

amenaza efectiva y próxima contra ella». Numerosos informes, entre ellos los de nuestros guerrilleros, muy activos en ese sector, comprobaron, en efecto, el pánico que reinaba en la ciudad aquellos días. Zaragoza empezó a ser evacuada por la población civil. Yo tuve una información personal inmediata y muy responsable, en mi concepto, de esos hechos: la del capitán de Artillería Eusebio Arbex, antiguo condiscípulo mío en Segovia y amigo de mis tiempos de Zaragoza. Este capitán republicano vivió mucho tiempo oculto en una cueva pues los fascistas lo buscaban. Un campesino que –según creo– había trabajado unas tierras de su padre, le llevaba de comer y lo atendía. El día 25 de agosto se presentó diciéndole: —Le traigo la llavecica de su casa, porque ya están los nuestros a la puerta... A favor de la confusión, Arbés pudo pasar a nuestras filas, y vino a verme en cuanto pudo. Estando aún en curso las operaciones, Constancia de la Mora, que trabajaba en la sección de Prensa de la Subsecretaría de Propaganda, me envió varios periódicos y recortes de prensa, especialmente italianos, en los que se daban noticias de la marcha de las operaciones. Recuerdo que un corresponsal de Il Popolo decía que el 24 de agosto Zaragoza parecía en serio peligro. La amenaza a la ciudad fue, pues, efectiva. Y cabe preguntarse por qué, sin embargo, tal amenaza no logró el objetivo de atraer fuerzas importantes de las que operaban en Santander. La respuesta es obvia, a mi parecer: la operación se realizó tardíamente, fue propuesta su realización por el Estado Mayor Central al Ejército del Este tardíamente. Como ya he dicho, la ofensiva no podía en modo alguno emprenderse antes de la madrugada del 24 de agosto y, aun suponiendo que se hubiera podido entrar en Zaragoza el 25, no era presumible que la víspera de entrar en Santander sus fuerzas hubiera detenido Franco su ofensiva para acudir en socorro de la capital aragonesa con una parte importante de las fuerzas empeñadas en el Norte. Lo lógico era que, en tal caso, el mando fascista, 554

por el contrario, insistiera con mayor presión en tomar rápidamente Santander para compensar ante la opinión pública mundial y ante sus propias fuerzas el fracaso en Zaragoza con la toma de la ciudad del Norte. Otra cosa hubiera sido si la operación de Zaragoza se hubiera realizado quince días antes. Pero también sería superficial achacar la causa de no haber logrado el objetivo estratégico al Estado Mayor Central, en el sentido de culparlo de que no hubiera calculado con mayor precisión el ritmo del avance enemigo sobre Santander y, por lo tanto, haber decidido tardíamente la ofensiva de Aragón. El Estado Mayor Central tampoco hubiera podido adelantar nuestra ofensiva quince o veinte días. Entre la operación de Brunete y la de Zaragoza sólo hubo el plazo de un mes. Y en ese período el E.M.C. tuvo que completar las unidades con efectivos de las quintas de 1931 a 1937 y con algunos contingentes de voluntarios internacionales que habían llegado a España en julio. En ese mes tuvo que organizar, además, el traslado de muchas unidades a la zona de operaciones de Aragón. Así, pues, aun suponiendo que el E. M. C. hubiese calculado bien el ritmo del avance del enemigo en el Norte –el 19 de agosto su vanguardia ya había entrado en Reinosa–, no podría haber adelantado la fecha en que podía comenzar nuestra ofensiva. El origen del malogro estratégico había que buscarlo a más altura que era donde estaba, como estuvo esencialmente también en Brunete y habría de estarlo posteriormente en Teruel: en una política de guerra, en una dirección político-militar de la guerra, practicada en primer término por los ministros Largo Caballero y Prieto que tenía, entre otras manifestaciones fundamentales negativas, estas dos: 1.° La resistencia a realizar una movilización general que hubiera permitido constituir reservas estratégicas para emplearlas inmediatamente donde fuese necesario. Hasta comienzos de 1939, cuando ya era tardío hacerlo, no fue decretada la movilización general. Y sólo en 1938, después de haberse constituido los grupos de ejércitos, fue ordenada la formación 555

de reservas generales –no menos de 2 cuerpos de ejército– para cada grupo. 2.° La resistencia a establecer el mando único. Aunque ya se habían dado algunos pasos en ese sentido, no existía aún el mando único con autoridad efectiva en todos los frentes y capaz por ello de coordinar en escala estratégica las operaciones en los diversos teatros de guerra. El ataque a Zaragoza no fue, por tal razón, secundado por otros simultáneos en los frentes de Andalucía, Extremadura y Madrid, lo que hubiera fijado, sin duda, las reservas enemigas y ampliado la acción de freno del ataque enemigo en el Norte. Esto, con una ofensiva única en un solo teatro de guerra, o con ofensivas sucesivas, como las de Brunete y Zaragoza, era difícil de conseguir. Lo inefectivo que era todavía el mando único se manifestó en el hecho de que, por ejemplo, apenas iniciada la ofensiva y por petición mía apoyada por Rojo, a la orden dada por Prieto a Miaja de enviar refuerzos, éste, extraordinariamente engreído y que consideraba al ejército que mandaba como propiedad personal que nadie tenía derecho a emplear o reducir, pusiera cuantas trabas pudo en el cumplimiento de la orden y la única unidad que llegó a nuestro frente fue una que por su composición y por la calidad de algunos de sus mandos dejaba mucho que desear: la 24.ª División, mandada por el comandante de Infantería Miguel Gallo. Este militar, con el empleo de capitán, había servido en el cuarto militar del presidente de la República. Era un hombre de izquierdas, de probada lealtad, la cual habría de llevarle después de la guerra frente a un tribunal faccioso que lo condenó a muerte. Pero el sacrificio de su vida que hizo con valor y dignidad en servicio de su pueblo, si bien obliga a respetar su memoria, no puede ocultar que profesionalmente los mandos que ejerció en la guerra eran superiores a sus capacidades. En la operación de Zaragoza mostró negligencia. Una de sus brigadas se desbandó al mero contacto con el enemigo y hubo de ser disuelta. Tal fue a grandes rasgos la ofensiva republicana en Aragón. 556

Prieto me llamó un par de veces por teléfono durante el ataque a Belchite, las dos para comentar irónicamente «lo difícil que resultaba, por lo visto, la conquista». Y no se contentó con eso. Un día, sin tomarse la molestia de llamar al Estado Mayor del Ejército ni al Estado Mayor Central para confirmar la noticia, admitió como buena una falsa información sobre la toma de la plaza y envió a nuestro Estado Mayor a una nube de periodistas para que la visitaran. Reuní a los periodistas y les expliqué que no podían ir a Belchite todavía porque estaba aún en manos del enemigo, pero ante la insistencia bastante impertinente de algunos que se apoyaban en «la autorización del ministro a la que no podía oponerme», les autoricé también yo en nombre de Pozas a aproximarse a la ciudad bajo su responsabilidad y riesgo. Los tres o cuatro que lo hicieron volvieron muy pronto. Los morteros enemigos les convencieron de que Belchite no estaba todavía para visitas. Prieto felicitó al general Pozas, «a las fuerzas, a los mandos y a los órganos asesores del mando» sin citar nombre alguno. La temperatura anticomunista del ministro había empezado a elevarse impetuosamente y como las felicitaciones debían recaer en nombres bien conocidos como comunistas, más valía callar. Los fascistas dieron gran importancia a la batalla de Zaragoza. Posteriormente, como al Alcázar de Toledo y al Santuario de la Virgen de la Cabeza, a Belchite le fue concedida la Laureada colectiva y, con carácter póstumo, como a Cortés, la Laureada individual al que había sido principal proveedor desde el aire de los sitiados de la Virgen de la Cabeza y que halló la muerte en uno de los combates sobre el campo de operaciones de Aragón, el aviador Carlos de Haya. Varias veces en el curso de la ofensiva visitó el frente Dolores Ibárruri, alentando como siempre, con su presencia y sus palabras, a los combatientes y a los mandos. Uno de los últimos días –no recuerdo bien si fue la víspera de la toma de Belchite o el mismo día– coincidí con ella en el puesto de mando adelantado que Modesto había establecido en las cerca557

nías del pueblo. Como a él, a mí también me preocupaba que Dolores se expusiera demasiado, pero era difícil convencerla de que no debía hacerlo. Cuando se marchó la acompañé un trozo de camino en su automóvil. Recuerdo que de camino compusimos una jota que Dolores acabó cantando a toda voz. Plagiando una conocida jota que cantaban los aragoneses en la lucha contra Napoleón, ésta decía: La Virgen del Pilar dice: No quiero ser italiana que quiero ser española como Belchite y Mediana.

Quinto no cabía en los límites que marcaba la métrica. ¡Lástima! Días después, por dos conductos distintos e independientes, lo que me hacía creer en la veracidad de la noticia, recibí una dolorosa información: mi hijo mayor Antonio, que aún no había cumplido los 18 años y que, movilizado por los facciosos, figuraba entre los soldados que luchaban en contra de nosotros en las trincheras de Aragón, había resultado gravísimamente herido en la cabeza. Durante bastante tiempo los médicos temieron que quedase ciego, pero felizmente no fue así.

III . N UEVAS OPERACIONES . O TRA VEZ EN EL MINISTERIO

El Ejército del Este realizó durante el resto del mes de septiembre otras operaciones locales, ya para mejorar nuestras posiciones ya para rechazar ataques enemigos. A principios de octubre Pozas fue a Barcelona a operarse y yo recibí una comunicación del jefe del XXI Cuerpo diciendo que se hacía cargo interinamente del mando del Ejército por corresponderle, según las ordenanzas, en ausencia del general. Evidentemente, había contado con Prieto 558

para sacar a relucir las ordenanzas. El ministro había olvidado voluntariamente lo que me había dicho, al designarme para el cargo de jefe de E. M., acerca de la efectividad de mi mando. Pero la cosa no paró ahí. Inmediatamente después fui convocado por el Estado Mayor del XXI Cuerpo a Alcañiz, donde me comunicaron que el jefe de dicho Cuerpo de Ejército había sido encargado de realizar un nuevo ataque en dirección a Zaragoza, partiendo de la zona Mediana-Fuentes de Ebro. La ofensiva la había planeado con su Estado Mayor el jefe del XXI Cuerpo al cual había sido agregada la 11.ª División, mandada por Líster. Mandaba el cuerpo el teniente coronel Segismundo Casado, perteneciente al arma de Caballería. Era inteligente y culto, tanto profesionalmente como en sentido general. Era diplomado de Estado Mayor y durante algún tiempo había desempeñado el cargo de ayudante de profesor de la clase de táctica general en la Escuela Superior de Guerra. Poseía dotes de mando. Pero todas esas cualidades positivas quedaban nubladas por su soberbia y su desmedida ambición. Él se creyó siempre el «hombre de la guerra» postergado a puestos inferiores a los que creía le correspondía desempeñar y atribuía a la influencia de Rojo esa por él supuesta postergación. Presumía de apolítico y era masón. No obstante las manifestaciones de alabanza que en aquel período hizo de las unidades mandadas por comunistas, no sentía hacia éstos la menor simpatía. Al comenzar la guerra era jefe del escuadrón de caballería de la escolta del presidente de la República, Azaña, y antes había ocupado el mismo cargo durante la presidencia de Alcalá Zamora. Yo lo conocí en los primeros días de la guerra, porque al igual de Menéndez y algún otro oficial de la casa militar del presidente se había incorporado a los servicios del Ministerio. Había actuado como jefe de operaciones del Estado Mayor Central desde la creación de ese organismo; con ese cargo había visitado Andújar durante mi estancia allí y había chocado con Pérez Salas al tratar de imponer a éste la realización en el sector de Córdoba de las operaciones que él había ideado muy teóricamente. Largo Caballero lo designó después para que 559

se ocupara en Albacete de la organización de las seis primeras brigadas de nuestro Ejército. Con Martínez Cabrera siguió desempeñando el cargo de jefe de Operaciones hasta que, en mayo de 1937, fue nombrado Rojo jefe de Estado Mayor Central. Rojo declaró su incompatibilidad con Casado, quien fue designado inspector general de Caballería, puesto meramente representativo. En septiembre, después de la ofensiva sobre Zaragoza, Casado fue encargado de mandar el XXI Cuerpo de Ejército. Expuse a Rojo, que estaba también en Alcañiz, que consideraba disparatado el proyecto de operar de nuevo sobre Zaragoza cuando nuestras fuerzas apenas se habían repuesto de la anterior ofensiva y el enemigo había reforzado mucho su defensa. Me contestó que la mayoría de los jefes militares tenían la misma opinión que yo, que la operación no había sido propuesta por él, sino ordenada directamente por el ministro, al cual, por lo visto, había presentado la propuesta Casado. Rojo agregó que se contaba para realizarla con cuarenta nuevos tanques soviéticos, de último modelo, que tenían capacidad, decían, para apoderarse rápidamente de Fuentes del Ebro y abrir así el camino a Zaragoza. El Ejército del Este propiamente dicho sólo debía proporcionar una brigada de apoyo a los tanques y un grupo artillero. Todo mi cometido en esas operaciones se reducía, pues, a proporcionar esos medios. La operación, como era de esperar, fracasó. La infantería no había sido instruida en el seguimiento de los tanques. Éstos se despegaron de ella. Llegaron sin dificultad, efectivamente, a las trincheras enemigas de Fuentes de Ebro. Pero solos. Desde el otro lado del río, yo seguía su avance con un anteojo de batería. Vi cómo los soldados enemigos, que parecían muñequitos, salían de algunas trincheras con las manos en alto y, según todas las apariencias, rindiéndose. Pero como los tanquistas no podían salir de sus tanques, el adversario se rehizo y empezó a tirar de nuevo contra ellos con todo lo imaginable. Los tanques retrocedieron. Algunos, sin embargo, quedaron en el terreno, y varios de ellos no inutilizados, sino clavados allí porque los fascistas habían soltado algunas acequias y con560

vertido el sector donde operaban en un espeso barrizal en el que se hundían y patinaban los tanques. Durante varios días hubo que realizar combates locales para recuperarlos y casi todos fueron recuperados. Casado, que había sido utilizado por Prieto, fue sacrificado por él; lo destituyó del mando, a propuesta de Rojo. Nunca he podido comprender por qué Prieto, sistemáticamente escéptico respecto a la posibilidad de que obtuviéramos buenos éxitos con nuestras ofensivas –y que si accedía a que se realizasen era presionado por las circunstancias, un tanto por Negrín y bastante por la justa opinión de Rojo de que era necesario realizarlas–, había ordenado en aquella ocasión una tan absurda, contra el parecer de su propio Estado Mayor. ¿Buscaba un éxito personal y había sido convencido por Casado de que con los nuevos tanques podía ser conseguido fácilmente? Que hubiera aceptado, o más bien decidido, que dirigiera la ofensiva un mando apolítico, ante la perspectiva de un brillante resultado, era perfectamente explicable en cambio, pues el apoliticismo de Prieto por aquellos días precisamente se manifestó ya en varios decretos aparecidos en la primera quincena de octubre. Tales decretos prohibían a los militares participar en mítines, hablar por la radio, escribir en la prensa. Otras disposiciones arremetían contra el organismo político del Ejército, el comisariado. Suprimían el cargo de comisario general y muchos puestos de comisarios. Los jóvenes no podían pasar del cargo de comisario de brigada. Así, por ejemplo, un comisario muy joven que se había distinguido en Guadalajara, Brunete y Belchite, Santiago Álvarez, que era comisario de división –la mandada por Líster–, tuvo que dejar de serlo. Todas esas medidas, dado el carácter de nuestro Ejército y el revolucionario de nuestra guerra, no podían traducirse sino en la más negativa de las consecuencias: en la ruptura del enlace entre el Ejército y el pueblo, entre el Ejército y su indispensable retaguardia. Nosotros, en el frente de Cataluña y Aragón, durante la época de la dictadura de Ascaso, habíamos comprobado prácticamente lo que significaba en orden al debilitamiento 561

de la combatividad esa separación, esa ruptura. Y acabábamos de comprobar, por el contrario, en la ofensiva contra Zaragoza, cómo ese enlace se había restablecido y se había traducido en ayuda entusiasta y efectiva de la retaguardia al frente. Ello no sólo merced a la intervención de la 11.ª División –a la que ya me he referido– en la disolución del Consejo de Aragón, sino en toda la ayuda que esas fuerzas– y también otras de predominio anarquista– prestaron a los campesinos y a las localidades de la región, a las fiestas, mítines y reuniones populares en las que participaban mandos y comisarios de las unidades organizadoras en muchos casos de esos actos. Con ellos se afianzaba la unidad de los combatientes de diversas concepciones políticas. Acompañando al general Pozas, yo asistí a varios de esos actos. Y no obstante las prohibiciones del ministro, siguieron haciéndolo, como yo, no pocos jefes militares. Estaba claro que el apoliticismo prietista no era otra cosa que sectarismo anticomunista, voluntad y actuación dirigidas a debilitar la influencia comunista en el Ejército y en el comisariado. Todo ello con un fin que cada día se hacía más claro: abrir el camino a una negociación, alentada por Inglaterra y otras potencias, lo que, respecto a los franquistas, no podía significar para la República más que una completa claudicación. Numerosos hechos demostraban que, después de la pérdida del Norte, la presión inglesa profranquista se acentuaba. Indudablemente, al gobierno capitalista inglés le interesaba salvaguardar, con su actitud favorable a Franco, los intereses ingleses en Vizcaya. Más de una vez me dijo Pozas que en Barcelona se comentaba, entre «personas enteradas», que también Francia sostenía bajo cuerda la supuesta tendencia de Cataluña a romper la solidaridad con el Gobierno de la República, abriendo así el camino a una posible negociación por separado. Fuera eso más o menos cierto, lo que sí era verdaderamente más grande que nunca era el derrotismo de Prieto. Ciertamente, la actitud del Gobierno catalán contribuyó a que Negrín decidiese trasladar la sede del Gobierno de Valencia a Barcelona. Pozas 562

que fue quien me dio la noticia del inminente traslado –siempre práctico y siempre atento conmigo– me dijo que numerosos organismos se aprestaban a ocupar casas en Barcelona para oficinas y viviendas. Que en uno de sus viajes había ya obtenido sendos alojamientos para él y para mí, uno frente al otro en el barrio de la Bonanova. En los primeros días de noviembre se celebró un gran acto público en el teatro Olimpia de Barcelona para conmemorar el primer aniversario de la defensa de Madrid y el vigésimo aniversario de la Revolución Socialista de Octubre. La comisión organizadora nos había invitado con mucha insistencia a Pozas y a mí, y el general, que no podía asistir por estar aún convaleciente de su operación, me encargó que llevase también su representación. Asistí con otros militares populares y profesionales. Invitado por la presidencia dije unas palabras de saludo a los combatientes de Madrid y de reconocimiento hacia el país del socialismo. Mi intervención sirvió de pretexto a Prieto para desposeerme del cargo algunos días después. Al mismo tiempo destituyó también a otros militares del Ejército del Este, pero sólo a los comunistas. Algunos de los destituidos ni siquiera habían asistido al acto. Por ejemplo, todos los componentes de la Sección de Información del Estado Mayor fueron destituidos. Con la indudable intención de zaherirme, me destinó Prieto al Ministerio, asignándome un cargo muy inferior al que antes había ocupado allí, el de jefe de una de las secciones de la Subsecretaría, la de Material. Los jefes de las divisiones del ejército, todos ellos anarquistas menos uno, vinieron al cuartel general cuando se enteraron de mi destitución para expresarme su disconformidad con la medida del ministro. Me dijeron que pensaban dirigirse a éste y manifestar rotundamente su oposición. Les agradecí su actitud, pero les hice ver que su deber y el mío era acatar la orden. En apoyo de lo que yo decía intervino el subcomisario general Antonio Mije, que se encontraba entonces allí, convenciéndoles de que no debían hacer lo que se proponían. Pozas, contra lo que yo esperaba, no hizo el menor movimiento para mostrar su solidaridad conmigo. 563

Para sustituirme en la jefatura del E. M. del Ejército del Este fue designado el teniente coronel de E. M. Javier Linares, que había servido en el Ejército del Norte. Le entregué el puesto y el Chrysler del que por cierto poco habría de gozar, pues unos días después quedó destrozado en un accidente. Me trasladé a Barcelona y me presenté al subsecretario del Ejército de Tierra, que era entonces el teniente coronel de Ingenieros Antonio Fernández Bolaños, perteneciente al Partido Socialista. Estaba también retirado al estallar la guerra y se había incorporado al nuevo ejército. Me recibió muy afablemente, e incluso criticó al ministro, si bien con suavidad, pues era un prietista notorio, su proceder respecto a mí. La Sección de Material había realizado una labor positiva en los primeros tiempos de la guerra, pero desde que había sido creada otra sección similar en el Estado Mayor Central, la de la Subsecretaría no servía más que para entorpecer y retardar la llegada a los ejércitos del material, por medio de un inútil y burocrático papeleo. En definitiva era la primera la que actuaba activamente. Reuní a los jefes de los cuatro negociados. Su opinión coincidía con la mía. Les pedí que cada uno hiciera un informe sobre el trabajo de su negociado, sin ocultarles mi propósito de demostrar la inutilidad de la sección y proponer su supresión, pero prometiéndoles que conseguiría del subsecretario que fueran destinados a otros cargos equivalentes de la Subsecretaría. A base de sus informes redacté mi propuesta de que fuera suprimida la sección. Bolaños estuvo de acuerdo con ella en todos sus puntos. Presentó la propuesta a Prieto, quien la aprobó. La sección fue suprimida y yo quedé prácticamente cesante. Bolaños hizo que me pusieran un despacho al lado del suyo y me habló de la ayuda que esperaba de mí para su trabajo. Lo cierto era que en aquel despacho yo nada tenía que hacer. Así, a los pocos días le pedí permiso para no ir a la oficina más que si él me llamaba por teléfono porque me necesitase para algo. Accedió de buen grado; 564

en el fondo, creo que le agradaba más tenerme un poco a distancia y no tan cerca. Dediqué mi tiempo a escribir artículos sencillos sobre temas militares dirigidos a la educación profesional de los combatientes y a ayudar como asesor técnico a la Comisión político-militar que había creado el PSU de Cataluña. Los meses que hube de estar alejado del frente fueron los de la batalla de Teruel, que sólo de lejos pude seguir en sus dos fases: victoriosa la primera para nosotros, que nos llenó de entusiasmo; negativa para nuestras fuerzas la segunda. Pese a esto, la batalla de Teruel, en su conjunto, tuvo extraordinaria repercusión internacional favorable para la causa popular. Porque ella reforzaba ante el mundo entero, y más particularmente ante los protectores alemanes e italianos de Franco, la prueba ya dada en Guadalajara, Brunete y Belchite, de que el Ejército Popular, a pesar de todas las trabas y dificultades que se habían opuesto a su creación, era una realidad capaz de cambiar a favor de la República la suerte final de la guerra. En Teruel, una vez más, el mando republicano había mostrado su capacidad y la del Ejército para arrebatar al enemigo la iniciativa estratégica. Creo que, por lo que se refiere a Rojo –con quien pude hablar, amistosamente como siempre, días antes de dar comienzo a la ofensiva–, en esa batalla que él mandó oficialmente, por delegación del ministro y sin intromisión de éste, realizó con audacia e inteligencia el concepto operativo justo de no acudir con las fuerzas disponibles a Madrid para parar allí el ataque enemigo que todos esperábamos en aquel teatro de operaciones, sino atacar Teruel, haciendo para ello una concentración rápida de fuerzas y medios y logrando la sorpresa. Pero la segunda etapa, por falta de reservas suficientes y el empleo en escalones de las que había, a más de por otros errores que hay que dejar al estudio de los historiadores militares, fue para nosotros una batalla de agotamiento. De Teruel salimos bastante agotados, tanto como para no poder resistir la potente ofensiva que en un amplísimo frente no iba a tardar en emprender y desarrollar el ene565

migo. Cierto que también éste salió de Teruel muy quebrantado, pero el ritmo y la cantidad de los recursos en armamento y medios de combate que nosotros recibíamos eran sin duda alguna mucho menores que los que recibía el adversario. Yo me encontraba a disgusto en aquella situación de «disponible» y creí llegado el momento para presentar directamente a Prieto mis quejas por su actitud hacia mí y solicitar que me diera un mando. Le pedí una entrevista, que me concedió. Me recibió, más que sentado, reclinado sobre el respaldo del sillón tras su mesa de despacho. Sin apenas incorporarse me tendió la mano perezosamente y me indicó que tomara asiento. Dejó pasar unos segundos, siempre como adormecido, antes de invitarme a hablar con un: —Usted dirá, Cordón. Llevaba preparado, bien se entiende, mi discursito. Empecé por pedirle permiso para hablarle con toda franqueza. Asintió con un movimiento de cabeza. Entonces le dije sin ambages que no consideraba justo lo que había hecho conmigo. Le recordé que era un militar que me había incorporado voluntariamente al Ejército republicano el 18 de julio porque así me lo exigían mis ideas y mi conciencia. Que poco después de haberme felicitado, me había destituido en forma, además, evidentemente despectiva para mí. Que creía tener derecho a que me fuera confiado un mando y eso era lo que venía a solicitar del jefe del Ejército. Que el acto al que había asistido y al que, al parecer, se debía mi destitución, era un acto de homenaje al Ejército de Madrid. Aparte de sentirme honrado de haber participado en él, creía que, como jefe del Estado Mayor del Ejército del Este, no podía negarme a asistir. Molesto y quizás un poco contagiado por la viveza de mis palabras, me respondió que mi relevo no había sido consecuencia del acto al que yo me refería, sino de otro en el que, dejándome llevar, como neófito en las lides políticas, de un excesivo celo, había defendido el proselitismo del partido al que pertenecía, sin tener en cuenta que las circunstancias internacionales vedaban las manifestaciones de ese tipo... 566

Repliqué: —Ante todo, señor ministro, yo no soy tan neófito en las lides políticas como usted cree. En cuanto al acto al que alude, debo decirle que no le han informado bien sino con manifiesta mala fe. En el acto, un acto de confraternización entre combatientes, varios oradores habían hecho mención del proselitismo. Después, el general Pozas, requerido por la presidencia para que hablara, dijo unas palabras sobre la necesidad de reforzar más la unidad y la disciplina en el ejército. A continuación, yo, invitado también a hablar por la presidencia, dije unas frases recalcando lo expuesto por el general y añadí que ese era y debía ser nuestro proselitismo: el de la unidad, el de la disciplina. Prieto concedió que no le habían informado verazmente y agregó que, dado que había considerado mi destino al Ministerio como una medida transitoria «para llamarme la atención», estaba dispuesto a concederme el mando que solicitaba y me preguntó si tenía yo preferencia por alguno determinado. Le respondí que unos meses antes le hubiera dicho que deseaba simplemente un mando, cualquiera que fuera, pero que, recordando sus palabras cuando me confió el cargo de jefe de E.M. del Ejército del Este, creía que podía solicitar el mando del Ejército de Extremadura que, según me habían dicho, había quedado o iba a quedar vacante. Prieto, ya en el terreno de la amabilidad, me prometió que hablaría con Rojo y que si éste estaba de acuerdo me confería el mando que deseaba. Al día siguiente fui a ver a Rojo y le conté mi entrevista con Prieto. Me aseguró que sería su candidato para el Ejército de Extremadura, ya que en verdad él había considerado siempre que yo era más apto para ejercer funciones de mando que cometidos de Estado Mayor. Pero estaba visto que un hado más o menos adverso y con fajín de Estado Mayor había decidido otra cosa. La euforia y el entusiasmo que habían producido la conquista de Teruel se iban transformando en desánimo y en una verdadera ola de críticas al ministro y al Estado Mayor 567

Central desde que la plaza fue reconquistada por el enemigo. Más o menos justamente, las críticas señalaban como elementos poco o nada afectos a la causa popular a varios de los colaboradores inmediatos de Rojo e insinuaban algunos que en la pérdida de Teruel había influido el mal trabajo desarrollado por tales elementos. Las críticas subieron de nivel al llegar las primeras noticias de la nueva ofensiva enemiga en el frente catalán, que se iniciaba con la pérdida por nuestra parte de Belchite, el Belchite que meses antes habíamos conquistado a costa de tanto esfuerzo y tanta sangre.

IV . L A OFENSIVA FRANQUISTA EN A RAGÓN

El 9 de marzo me llamó urgentemente Rojo. Cuando llegué a su despacho comprendí por su semblante que algo serio sucedía. Sin preámbulos, me informó de que el Frente del Este había sido roto por el enemigo, el cual, con fuerzas muy superiores a las nuestras, atacaba la cuña que habíamos establecido al sur del Ebro como resultado de nuestra anterior ofensiva sobre Zaragoza en el amplio frente al oeste de las zonas OseraMediana-Belchite-Azuara-Muniesa-Montalbán-Mezquita. No tardamos mucho en comprobar que en aquel sector, de unos 90 kilómetros, que cubrían sólo cuatro divisiones nuestras, atacaban 16 divisiones enemigas de efectivos mayores que las republicanas, con aviación, tanques y artillería varias veces superiores a los nuestros. Rojo me dijo que había solicitado de Prieto que me designara para asumir el cargo de jefe de la Sección de Operaciones del E.M.C., a lo cual había accedido el ministro. Por su parte, me pedía que aceptase el cargo pues consideraba necesaria mi ayuda. Naturalmente, me mostré conforme. El que hasta entonces había desempeñado el cargo, el teniente coronel Fe, quedó incorporado a la sección, a petición propia, a la que yo no puse inconveniente siempre y cuando Rojo aceptara. Fe me puso al 568