Todorov y La Teoria Literaria

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Todorov y la filosofía de la crítica literaria María Elvira Sagarzazu Esta presentación gira en torno de algunos conceptos y pensamientos del pensador búlgaro Tzvetan Todorov que a nuestro criterio han cumplido un importante papel en la configuración de su manera de encarar la crítica y el análisis literario. Todorov es un filósofo de la existencia, que quizá hubiera podido llamarse existencialista de no haberse dado antes ese nombre a un conjunto de ideas muy distintas de las suyas. Cuando él llega para radicarse en París, en 1963, continúa vigente el existencialismo liderado por un todavía indiscutido Sartre. Precisamente serían las contradicciones de éste y otros referentes intelectuales contemporáneos las que llamarían la atención de Todorov, orientándolo hacia la búsqueda de criterios analíticos más comprometidos con la sociedad y el individuo, en contraposición a cuanto venían haciendo no sólo los existencialistas sino también los estructuralistas y deconstructivistas, empeñados en aislar al texto de la realidad con la esperanza de evitar el subjetivismo sin conseguirlo. Estas corrientes a primera vista interesadas en someter el texto a un análisis más riguroso, acabarían renunciando a conectar al autor con su obra, su medio y su tiempo, desentendiéndose de la complejidad de la existencia y reduciendo así lo literario a su discurso. La crítica comenzaba a perder sentido. Todorov gradualmente iría descubriendo el camino para aproximarse al texto con un criterio más realista e integrador, no sin observar que entre las declaraciones postuladas públicamente por sus colegas y cómo aquéllos enfrentaban la realidad, había una distancia que ellos mismos no parecían notar pero que hacía que cuanto afirmaran en teoría, poco tuviera que ver con lo que practicaban, situación que alertaría a Todorov sobre la posibilidad de que otro tanto pudiera ocurrir entre las motivaciones del autor y su discurso. Por ello, entendió que era desaconsejable practicar la crítica literaria exclusivamente sobre el texto, dejando en la sombra todo aquello que la precede y acompaña y que también tiene estrecha relación con el autor por formar parte de su experiencia íntima y social. ¿No es finalmente esa experiencia viva la que dispara las motivaciones a la hora de crear el texto? ¿Cómo podría conocerse un texto divorciado de esas coordenadas fundamentales? Todorov madura su perspectiva analítica en silencio pero reaccionando frente a la

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incoherencia

de

aquellos

miembros

del

movimiento

existencialista

que,

proclamándose al servicio de la condición humana y a favor de la emancipación intelectual (como Sartre y Beauvoir), simpatizaban no obstante con el totalitarismo soviético. Todorov observa que guardaban silencio sobre la degradación de la existencia tras la Cortina de Hierro, sin rebelarse ante la censura impuesta a los artistas y al arte, que sólo podía existir sometido a los dictados del partido comunista. Los intelectuales franceses aceptaban invitaciones a Moscú sin expresar su disgusto ante el encarcelamiento de los artistas y las apremiantes condiciones en que vivían, mientras ellos mismos desde París decían promover los derechos y libertades que les eran sistemáticamente negadas a sus propios colegas chinos, cubanos o de la Unión Soviética. Estas claudicaciones fueron inmediatamente notadas por el joven e ilustrado Todorov que, gozando de su recién adquirida libertad, no podía comulgar con este silencio de los intelectuales marxistas de moda frente a la censura y represión soviéticas; tampoco adhería a la dosis de desaliento generalizado que daba tono a la aquella elite, una elite más comprometida con el esnobismo que con el conocimiento. Tanto Todorov “campesino del Danubio” como le gustaba describirsecomo su padre, habían experimentado la satisfacción de la labor intelectual aun cuando la hubieran tenido que realizar bajo las limitaciones inherentes a la censura. Desde París evaluaría positivamente los esfuerzos realizados entonces para escapar a la censura búlgara, revalorando las actitudes propias del intelectual comprometido, que no pasaban por la retórica sino por el ejercicio discreto de investigar y resistir para no caer en el desaliento, y siempre ilusionados con esa felicidad que los intelectuales de París parecían ya no buscar. Todorov, sin embargo, estaba en ese mismo París que dedicaba juicios laudatorios a Bonjour, tristesse y prefería la voz lánguida de Juliette Greco; más tarde él reconocerá (Deberes y delicias, 2002) que no había podido sustraerse por completo a la seducción de aquellos ideólogos. Hubo de esperar hasta 1973 para concretar su alejamiento de ellos, de sus códigos, y de aquella retórica de la solidaridad entre pueblos y demás expresiones de fraternidad universal que creía ver teñidas de significados más ideológicos que humanitarios.

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Girando hacia otro aspecto del mismo período, en las décadas del 60 y 70, por su parte, en las humanidades no se debatía la importancia del método como en otras disciplinas, ni se sentía en profundidad el impacto que razonablemente debía esperarse que causara La investigación científica (Scientific Research, 1967), obra capital del epistemólogo Mario Bunge. Allí trata detalladamente el porqué de los métodos adecuados a cada disciplina. La particular problemática de las humanidades naturalmente era abordada en la obra, pero los estudios del área permanecieron ajenos a los conceptos centrales enunciados por Bunge, sin acceder, por lo tanto, a las técnicas investigativas que hubieran contribuido a exactificar sus conclusiones. Quizá pueda hablarse de un cortocircuito en el mundo de las letras de esa época, un momento en que los estudios literarios comienzan a conformarse con describir lo particular, desestimando la posibilidad de hallar regularidades o intentar producir datos contrastables, eligiendo en su lugar tomar atajos, como el de adoptar conceptos de otras disciplinas para explicar sus propias cuestiones. En física, la teoría de la relatividad ya era clásica, y una sombra de ella se proyectaría en las humanidades quizá hasta en virtud de su nombre. En cualquier caso, lo concreto es que en la práctica, la investigación literaria se apropiaría del relativismo sin más como metodología, mostrando un creciente alejamiento metodológico con la secuela de incapacidad para dar a sus afirmaciones un aceptable grado de certeza. De la relatividad se había descendido a un relativismo que inhabilitaba para generar datos comprobables; los estudios literarios no volverían a alcanzar el nivel de solidez y coherencia que le había otorgado el método filológico, por ejemplo, y el tratamiento de textos se convertiría en un escurridizo ejercicio sin más posibilidad que la de generar opiniones autorreferenciadas. El relativismo no había reparado que el aspecto capital de la teoría de Einstein consistía en establecer nuevas y comprobables relaciones. El ingreso del relativismo en los estudios literarios significaría la introducción de la indefinición como marco teórico general. Las humanidades adoptaron perspectivas y un léxico relativista, pero nada de ello alcanzaba para cubrir la cuota de cientificidad que legitima las conclusiones. Haya o no operado este extraño reflejo de la teoría de la relatividad sobre las teorías aparecidas en las humanidades y ciencias sociales alrededor del 70, resulta cuanto menos sugestivo que la popularidad de aquella teoría coincidiera con las

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especulaciones de los teóricos estructuralistas empeñados en aislar el discurso como se había hecho con un fotón para estudiar su estructura. De aquellos años, Todorov recuerda que Barthes “mandaba a los demás a quedarse con su vago impresionismo afirmando: nosotros vamos a hacer ciencia (Deberes, p. 68). Todorov, amigo íntimo de Roland Barthes, conoció bien a Derrida, pero se desilusionó del deconstruccionismo también y acabó sospechando de cualquier enfoque que suponga “que en el discurso no hay más que discurso, sin ninguna relación significativa con el mundo” (Deberes, p 81), porque de allí partía un nuevo divorcio entre la verdad y lo literario. Todorov seguirá buscando la verdad dentro y fuera de la literatura, con lo cual estaba haciendo concretamente un requerimiento de tipo científico; se niega a creer que no pueda decirse nada concreto de un texto, se niega a considerar a la obra como un universo impenetrable, una caja negra. En 1975, Paul Feyerabend publica Contra el método, destinada a convertirse en otra contribución al ya deturpado instrumental teórico de las humanidades y ciencias sociales. Entre el relativismo metodológico y la invitación a tirar por la borda el método, se cerraron las pinzas que dejarían a los estudios de humanidades, a nivel de planteos teóricos, en una situación deplorable. No parecía recordarse que el conocimiento exige datos y que aunque hablar de precisión en ciencia no sea lo mismo que en las humanidades, el dato sigue siendo la unidad mínima de conocimiento en cualquier disciplina y que sin él no hay conocimiento. Sin esa exigencia mínima, las afirmaciones no son científicas, aunque puedan ser creíbles, porque las creencias sólo requieren fe, mientras para obtener datos es preciso seguir algún recorrido que no prescinda de la razón y la lógica. Aquello que no se puede contrastar ni evaluar con algún grado de certeza pertenece al campo de las verdades dogmáticas, no de la investigación, aun cuando ésta goce de licencias metodológicas particulares. Pero las humanidades había llegado a un ground zero metodológico que estaba moviendo a los investigadores a 1) aceptar cualquier engendro como método, sin requerimientos de demostración y a tenor de simples afirmaciones dogmáticas, o 2) a prescindirse por completo de él. La invitación a olvidarse del método tuvo amplia acogida. El debate, sin embargo continúa abierto. Porque afirmar sin pruebas no produce conocimiento, o peor, entroniza el dogmatismo si obliga a aceptar lo no demostrado, es decir, a creer. Creer sigue

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siendo distinto de saber. En algún momento el investigador debe plantearse si la tarea que realiza se apoya en dogmas o en hipótesis demostrables; ambos caminos son divergentes, como lo son los resultados de seguir uno u otro. Comparando la forma de hacer crítica de Todorov con la de sus contemporáneos franceses, se destaca la claridad del primero en relación a los segundos, pareciendo confirmar lo que Bunge ha venido mostrando, que las teorías cuanto menos científicas necesitan de más palabrerío. Las jergas otorgan un barniz de originalidad a cualquier afirmación, aunque se trate de simples “predicciones de tipo intuitivo” (Bunge, 1955:53). Claro que, como también advierte Bunge, esas predicciones desembocan en el mero dogmatismo (“dogma es toda opinión no confirmada de la que no se exige verificación porque se la supone verdadera” (Bunge, 1995:53). La incoherencia sería el primer síntoma de la práctica de aquella crítica relativista, textual y presentista como la quería Blanchot, de quien Todorov dice: “Habiendo repudiado los viejos valores, Blanchot mete en el mismo saco a los defensores y los adversarios del totalitarismo (...) La ideología relativista encuentra en él una especie de culminación y sus textos, lejos de no decir nada, dicen abiertamente lo que podría permanecer sobrentendido en otra parte; no son oscuros, son oscurantistas.”(Crítica de la crítica, p.71.) Todorov encuentra parecida confusión en Sartre, “encerrado en su propio monólogo”, en sus propias definiciones que lo hacen ir del dogmatismo al escepticismo por falta de claridad en los criterios que emplea. Cuando utiliza subjetivo-objetivo en oposición, a veces los confunde con particular-universal, y hasta con voluntad-determinismo. (Crítica de la crítica, p.61). La crítica moderna se apoyaría, más que en el marxismo, en marxistas que, como Sartre, se colocaban bajo la advocación teórica de un marxismo del todo peculiar por lo elitista- pero al que respondía la intelectualidad francesa mimada dentro y fuera de Francia. Eso, a lo que se añade el relativismo metodológico, permearía tanto las posturas objetivistas como las subjetivistas. El análisis marxista tampoco seduciría a Todorov que venía escapando del comunismo en todas sus formas, lo que constituiría otro motivo para que su forma de encarar la crítica tomara otros caminos que también lo apartarían de sus contemporáneos. Buscaba nuevos puntos de partida para el análisis literario. La

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situación del crítico como mediador entre la obra y los lectores, el problema de la libertad individual y colectiva, la responsabilidad intelectual en la elaboración de conceptos, la necesidad de ordenar realmente el pensamiento, reemplazando los juegos intelectuales por pensamientos comprometidos con la sociedad, irían perfilándose como un buen programa desde el cual interpelar al texto. Todorov buscaba un análisis que superara el monólogo sartriano y fuera capaz de introducir el diálogo, pero para eso había “que creer que la búsqueda común de la verdad es legítima” (Crítica de la crítica, p. 62). El programa de Todorov contemplaría al texto y su autor en relación a compromisos, no de tipo ideológico, sino anclados en la filosofía y los valores humanos. Cuando Todorov evoca su vida en Bulgaria, bajo el comunismo, destaca el esfuerzo por sobrevivir sin ceder mucho al régimen pero sin oponerse demasiado tampoco, una situación no exenta de exigencias. Con el tiempo hará una evaluación positiva de aquel ejercicio marcado por conductas que no eran heroicas pero tampoco indignas. Todorov encuentra en aquello algo afín al justo medio aristotélico. Lo denomina “la zona gris” de la existencia, una revaloración de las conductas dictadas por la racionalidad y la moderación. En esa zona gris importa la práctica de comportamientos que sin ser revolucionarios ni heroicos, tampoco se desentiendan de las responsabilidades frente al otro y a la sociedad. A través de su crítica, va desgranando un programa realista que muestra la contribución que la literatura puede hacer al mejoramiento social; Todorov no sueña en vano, y con sentido común, concluye que su forma de ayudar a la humanidad es ocupándose de los seres humanos uno a uno (Deberes, p. 278). Descree de los movimientos masivos, de las imposiciones desde arriba, de los consejos dictados al margen de la realidad. Lejos de las utopías, el reconocimiento a los límites de la acción es central para Todorov, y la moderación un camino viable. Al contrario de las religiones monoteístas, Todorov no ve maldad innata en el ser humano: lo considera neutral, de allí la importancia que adquiere su formación, el medio en que vive, los ejemplos de responsabilidad y virtud que recibe de la sociedad, de la política y en especial, a través de la educación. Su concepto de límite adquiere un significado más amplio que el habitual; subraya en él la propiedad de frontera que incluye: allí donde se tocan dos

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realidades diferentes. La frontera así concebida deja de ser sólo una línea que separa para ser un espacio de realidad a definir, a consensuar. Esta idea se complementa con otra basada en la observación de que, con frecuencia, la realidad misma no presenta barreras claramente definidas entre ciertos fenómenos existenciales: el mal suele estar próximo al bien y viceversa. Un ejemplo de eso lo halla en el caso de una joven judía que, pudiendo haberse salvado de la muerte bajo el nazismo, en lugar de escapar, decide subir al tren que lleva a su madre a un campo de exterminio, porque le resulta insoportable aceptar la idea de dejarla morir en soledad. Según Todorov, la joven facilita de algún modo el nefasto plan de exterminio, por un lado, pero su conciencia moral y su amor filial son humanamente valiosos. Observa también que en circunstancias normales, la existencia transcurre en una zona gris, donde el conflicto ético es menos agudo o puede ser hasta inexistente. Con todo, no se trata de un gris producto de la indefinición o la ambivalencia. Todorov lo explica así: “ Sé que el consenso no tiene buena prensa, pero le recuerdo que los extremismos son siempre malos. (...) La presencia inevitable del bien dentro del mal y viceversa (...) no anula la oposición entre el bien y el mal, niega su posesión en exclusiva y de allí nos hace sensibles a las consecuencias perversas de las buenas intenciones, así como a los rasgos de humanidad de aquellos cuyo proyecto general condenamos” (Deberes, p. 256). El gris de Todorov es resultado de un examen de cada situación que le permite reconocer cuánto de blanco y de negro, o de bien y mal interviene en ella. Todorov adhirió al estructuralismo hasta que escribió Teorías del símbolo en 1977, después ya no se mostrará conforme con ese enfoque que sale del texto para regresar a él, sin pasar por la realidad. Y explica las razones del cambio : Durante los años sesenta (...) para mis colegas literatos, o filósofos, o sociólogos, el discurso no existía por sí mismo, era considerado como un simple vehículo, totalmente pasivo e inerte. (...) Por un movimiento de compensación comprensible, el estructuralismo invirtió esa tendencia, ignorando enteramente al mundo y al sujeto. Barthes llegó a eso al final de las Mitologías, al afirmar que todas las formas sociales provienen de un sistema de signos. (...) Yo no compartía esa posición, pero me llevó a sacrificarme a ciertas paradojas, impulsado por ese encanto que da la radicalidad (Deberes, p. 81).

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Le reconoce al estructuralismo haberle devuelto materialidad a la obra a través del lenguaje y el discurso, pero agrega “simplemente me tomó un poco de tiempo poder distinguir entre un cierto rigor de pensamiento y la objetividad del saber”. Ya no lo convence la mera organización interna de las teorizaciones, Todorov comienza a reclamar referentes objetivos que puedan revelar algo concreto de las obras, exclamando “Quiero conocer la literatura, no la literaturidad. ¡Qué me importa la especificidad ...”(Deberes, p. 91). Se ha alejado de lo “científico” en Barthes: construcciones referenciadas en el discurso, encapsuladas en una jerga para iniciados y sin contacto concreto con la realidad a la que el texto pertenece; Todorov ya para entonces piensa que el comentario crítico inevitablemente participa del mundo de los valores (Deberes, p.82). De la otra parafernalia discursiva dice hoy Todorov: Con frecuencia el vocabulario especializado, la jerga incomprensible tanto como la construcción compleja están para delimitar un territorio, un poco como los perros que orinan para delimitar el propio. El psicoanalista inventará un vocabulario que le permita ser reconocido entre los iniciados, el sociólogo, otro. Sin hablar de los lingüistas o de los economistas. Desde ese punto de vista, Benveniste era un buen contraejemplo: lograba ser bien preciso sin dar jamás la impresión de caer en una jerga inútil. Se servía, en la medida de lo posible, de la lengua de todos los días, no tenía ese uso terrorista de la especialización (Deberes..., p. 263). La periodista a cargo de la entrevista a que corresponde el párrafo precedente (Catherine Portevin) le recuerda que los intelectuales se resisten a ver sus conocimientos simplificados por el lenguaje ordinario. Todorov reconoce que es legítimo ese deseo, pero añade: ... en muchas otras clases de circunstancias, académicos y filósofos practican una escritura opaca, lo que podría justificarse por una concepción del mundo jerárquica, elitista (guardar nuestros secretos entre sacerdotes iniciados), pero no si se adhiere a los principios del humanismo democrático. Si mi doctrina me dice que hay que tratar al otro como a un sujeto, comparable al sujeto que soy yo, entonces nada justifica que me reserve una posición de privilegio en mi discurso, ayudado por un vocabulario hiperespecializado (...) Éstas fueron mis reticencias (...) frente a Lacan: creo que su manera de manipular al interlocutor no es respetable (Deberes, p.264).

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Décadas de existencialismo y posmodernismo dejarían bibliotecas de títulos y muy pocas ideas firmes, muy poco conocimiento. Pero lo más grave no estaba en la crítica, sino en que aquel palabrerío relativizante se extendía a la historia, la sociología, la antropología, disciplinas con más razones para no prescindir del método científico y que sin embargo se fueron recluyendo en discursos de mucha “doxa” y nula “episteme”. Aquella gimnasia intelectual gustaba aunque no sirviera. ¿Por qué gustaba, entonces? Todorov, reflexionando sobre esa paradoja a la que él mismo había contribuido al principio, confesará que a su llegada a París había sacrificado su propio parecer “impulsado por ese encanto que da la radicalidad” (Deberes..., p.81) Quizá uno de los problemas del análisis literario en general estriba en que se practica sobre algunos aspectos del lenguaje pero no sobre otros, porque ni siquiera la Lingüística tiene una definición única de qué es el lenguaje. Así, mientras para los estructuralistas es un conjunto de fonemas que forman símbolos aptos para la comunicación, para la psicología biosocial es un sistema de señales significativas y para el psicolingüista es un fenómeno psicológico. La ausencia de una definición del lenguaje a nivel de la ciencia madre que engloba los estudios relacionados con las palabras y su significado, podría conspirar contra los intentos de exactificación en el campo de los estudios literarios. “La diversidad de concepciones del lenguaje está no sólo relacionada con la diversidad de escuelas lingüísticas, sino también con la actual fragmentación del estudio del lenguaje en una media docena de disciplinas diferentes”, señala Mario Bunge (Lingüística y filosofía p.15). Lo que no parece es que estas dificultades puedan superarse sin investigación, o que ésta pueda realizarse sin un método científico. Concretamente y dentro de la literatura, el modo como Todorov propone superar los inconvenientes que supone tener que explorar la vastedad de la existencia reflejada en un texto, no consiste en aislar el texto de la realidad sino todo lo contrario, en ampliar el horizonte de búsqueda: “para comprender una actitud humana, hay que apelar simultáneamente a la antropología, a la psicología, a la historia, a la política, a la moral, al derecho. Entonces ¿por qué aislarlos?. Idealmente, el enciclopedismo es la perspectiva que mejor se adapta a todo investigador en ciencias humanas: debería ser la regla, no la excepción” (Deberes,

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p.262). Con Todorov el texto pierde esa condición de misteriosa caja negra para iniciados: es un objeto de investigación, contiene experiencias conocibles y puede estudiarse como parte de la realidad humana. La lectura de Todorov transmite confianza por el esfuerzo personal, confianza en los pequeños progresos cotidianos, y es una invitación a la renuncia de dogmas y absolutos para perseguir la búsqueda de certezas. La voluntad personal resulta elevada a primer plano. Sin esta voluntad, pierden potencia otros mecanismos con que cuenta el ser humano para resolver sus problemas. En definitiva y a pesar de las fallas, la civilización sigue siendo la suma de éxitos acumulados (si sólo se hubieran coleccionado fracasos, continuaríamos frotando piedras para encender el fuego). Todorov en un antídoto a esa mirada peyorativa de la posmodernidad hacia el progreso humano, perspectiva que lejos de descubrir nuevos métodos para resolver los problemas de la realidad, rechaza el método incluso allí donde no se puede prescindir de él: en la investigación. Semejante ausencia de parámetros prohija lo caótico, con la anomia social, la ausencia de valores y lo marginal, en el intento por configurar un perfil humano alternativo, que por desconocer los valores y cuanto hay de positivo y hasta excepcional en los seres humanos, acaba impidiéndole comprender los motivos e mecanismos que intervienen en su compleja vida social. Una fascinación por lo negativo, por cuanto pervive de irracional e impulsivo caracteriza la crítica posmoderna y su concepción de la sociedad más apta a profundizar conflictos que a resolverlos. Con esta perspectiva del mundo social se afianzan identidades por contraste y un ejército de antihéroes y situaciones caóticas deslegitiman experiencias y valores, derribando a su paso lo existente sin generar alternativas positivas. Nuevos dogmatismos, más anomia es cuanto puede esperarse de perspectivas caóticas y antihistóricas. La literatura al reflejar apenas esta posibilidad, desconoce los resortes de la vida social y lo que deberá saberse de ella para comprender sus problemas para nada simbólicos sino al contrario: muy concretos. La negación del método y la indiferencia por las certezas encaramadas en el proceso mismo de investigación, constituye una invitación al oscurantismo, aunque todo haya empezado como un juego del ambiente literario, fascinado al descubrir que todo era pasible de interpretación y que la verdad podía ser tan personal y

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relativa como la no-verdad, equiparando por eso mismo el peso de ambas y su significado. El hecho de que en la modernidad, el neooscurantismo llegue acompañado de una dosis de laicismo, no debiera ocultar lo principal: que cobija perspectivas contrarias a esa herramienta fundamental de los humanos que es su racionalidad, poniendo por eso mismo en peligro logros como la libertad y la tolerancia alcanzados justamente por la práctica de la razón. Todorov desaprueba el apuro de Blanchot por anular el sentido de la historia (Crítica de la crítica, p.66), prefiere seguir aprendiendo de ella.Cuando Todorov objeta el método analítico de sus contemporáneos, es básicamente por no ver precisiones ni principios capaces de organizar los componentes del texto de manera realista y objetiva, y porque sus colegas no desean comprometerse con una búsqueda de la verdad. Lo cierto es que Todorov no quedaría atado a aquel tiempo ni a ese círculo intelectual más que por la amistad. Se libera hasta de Barthes al que admiró y quiso entrañablemente, pero objeta su comportamiento socialmente irresponsable, amen de estar convencido de que “la identidad de Barthes pasaba más por su estilo que por el contenido de sus afirmaciones” (Debates, p. 64). Este tipo de inconsistencia intelectual no sólo preocupa a Todorov, también a Bunge que lo ve como resultado de las debilidades del intuicionismo contemporáneo (Intuición y razón, p.25), que no busca regularidades, “que se conforma con formular juicios individuales en las ciencias del hombre”, que opera apoyada en el sentido común y hasta lejos de él, evitando los problemas cognoscitivos en vez de resolverlos. La negación del marco existencial deteriora también la idea de la racionalidad como vía de acceso al conocimiento de la realidad: la razón pierde protagonismo frente a la intuición y la emotividad y se entroniza a la indefinición como síntesis de la actividad intelectual creativa y liberadora, al tiempo que cualquier cosa con sentido y algún significado vendrá a ser sospechado de pacatería o simpleza intelectual. Todorov

insiste

en

interpretar

las

motivaciones

individuales

pero

sustentándolas en algo más firme que la intuición; busca apoyo en el pensamiento, en la filosofía, de ahí su admiración por Paul Bénichou cuando escribe que “el verdadero significado de un pensamiento reside en la intención humana que lo inspira, en la conducta en que desemboca, en la naturaleza de los valores que

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preconiza o que condena, mucho más que en su enunciado especulativo ”(Morales du grand siècle, p. 124). Un recorrido al credo posmoderno muestra que acabaría eximiendo a la escritura de hacer buen contacto con la existencia real. Cabe investigar si el éxito del absurdo y lo real-maravilloso se debió al estilo que los acompañaba o a la irracionalidad que reflejaban, muy a tono para corroborar lo que la posmodernidad sugería: un mundo marcado por el azar y diferentes relativismos. En vista de ello, Maurice Blanchot había propuesto que la crítica se volviera “invisible”, que

“le

prohiba al crítico asumir una voz propia” (Crítica de la crítica, p.67), mientras Todorov aconseja precisamente lo opuesto. En la entrevista que el propio Todorov le hiciera a Paul Bénichou, expresa las razones por las que admiraba a ese historiador de las ideas: porque más allá del conocimiento que exhibe por el tema y que Todorov adjetiva de preliminar, encuentra en él lo que vuelve significativo el análisis “un deseo de verdad (...). La verdad no solamente en el sentido de la información exacta, sino como horizonte de una búsqueda común al escritor y al crítico” (Crítica de la crítica, p.134). Bibliografía Bénichou, Paul. Morales su Grand Siècle. Paris: Gallimard, 1992. Bunge, Mario. Lingüística y filosofía. Barcelona: Ariel, 1983. Bunge, Mario. Intuición y razón. Madrid: Tecnos, 1986. Bunge, Mario. La ciencia, su método y su filosofía. Buenos Aires: Sudamericana, 1995. Todorov, Tzvetan. Crítica de la crítica. Caracas: Monte Ávila Editores, 2a. edición, 1991. Todorov, Tzvetan. La Conquista de América. Máxico: Siglo XXI, 1993. Todorov, Tzvetan. Mémoire du mal, tentation du bien. Paris: Robert Laffont, 2000. Todorov, Tzvetan. Deberes y delicias. Buenos Aires-Méjico: Fondo de Cultura Económica, 2003.

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