Testimonios: Victoria Ocampo

Victoria Ocampo TESTIMONIOS segunda serie / 1937-1940 Aquellos a quienes nada dice por sí mismo el recuerdo del ademá

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Victoria Ocampo

TESTIMONIOS segunda serie / 1937-1940

Aquellos a quienes nada dice por sí mismo el recuerdo del ademán de una mano para nosotros querida, llevan tal vez consigo el recuerdo de otras manos cuyos ademanes les conmueven con igual c a riñ o ... Q uizá lean sus recuerdos en los nuestros. C uando Narciso se mira en el río, se mira en los ojos de Narciso. Todos estamos hechos de la misma pasta. Tan cerca los unos de los otros sin saberlo, sin consentirlo a veces. Unidos por nuestra común condición humana. Victoria Ocampo

Diseno de tapa:

M A RIA C R IST IN A BRUSCA

Coordinación gráfica: A R T IG A S SU A R E Z

© 1941 by Ediciones SUR © 1984 by Ediciones Fundación SUR I.S.B.N. 950-9092-06-1 IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Ediciones Fundación SUR Bulnes 1730 Buenos Aires

LA M U J E R

“EL DESPUNTAR DE UNA VIDA” For then the base woman will be she who takes from her country more than she gives to it; the comm on person will be she who does not more than replace what she takes; and the lady will be she who, generously overearning her income, leaves the nation in her debt and the world a better world than she found it. By such ladies and their sons can the human race be saved, and not otherwise. B E R N A R D SHAW

Hace algunos años, mi paso por Nueva York coinci­ dió con el nacimiento de la hija mayor de un gran escritor yanqui, amigo mío. Fui a ver, en el sanatorio en que se les asistía, a la niña y a la madre. Era la primera vez que yo veía a ésta: una masa de pelo rubio sobre una almohada blanca, ojos azules en una suave cara sonriente, joven, feliz y cansada. Al entrar en el cuarto —cama, cuna— pensaba yo que ese espectáculo, del que muchas veces había sido testigo indiferente, conmovido o rebelado —según las circunstancias—, sólo había tenido significado para mí en razón directa del afecto que me ligaba a la madre. De otro modo, los brincos de los corderos en primavera, en el campo, me divierten más. Los hombres, al comienzo de su existen­

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cia, si se les mira con sangre fría, resultan mucho menos graciosos que los carneros. Mi visita fue bastante larga, contra todo lo que había previsto. Y de pronto comprendí que lo que me retenía en ese cuarto escrupulosamente vacío, limpio y blanco, era la atmósfera que en él se respiraba; atmósfe­ ra creada por algunas palabras, por algunos ademanes sencillísimos de esa mujer rubia que, de golpe, dejaba de serme desconocida. Es difícil explicar lo que nos ha sido comunicado no exactamente por las palabras empleadas sino por el halo que las rodea, como si esas palabras, al no tener suficiente capacidad para su contenido, se aureolasen con lo que de ellas se desborda. Cuesta menos describir ademanes, aunque la fuente del poder que ejercen y hace que nos sintamos por ellos apaciguados, encanta­ dos, soothed (la palabra inglesa es intraducibie), perma­ nezca tan misteriosa como la de la belleza. Todo lo que unas manos muy seguras de mujer pueden poner de habilidad, de inteligencia, de ternura al manejar un recién nacido, lo vi ese día en las de aquella joven americana. Pero este hecho por sí mismo no me hubiera impresionado. Había visto a menudo manos muy seguras de mujer posar su calma y su suavidad sobre la carne nueva que parece por todas partes vulne­ rable ( ¡ah ese lugar del cráneo en que los dedos se asustan de no encontrar ninguna resistencia! ). Lo que me maravillaba y hacía nuevo a mis ojos el espectáculo era que las palabras (palabras que se me dirigían) esta­ ban de acuerdo, exactamente de acuerdo con los adema­ nes; que esas palabras hacían alrededor de la niña y de su reciente nacimiento ademanes que por su precisión, su lucidez y su amor recordaban los de las manos. Y eso era, para mí, obra de encantamiento. Encantamien­ to en que no entraba ninguna magia. Ninguna magia,

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pero quizás un milagro: la conciencia. La conciencia perfecta de un hecho bajo su doble aspecto fisiológico y espiritual. A mi salida de aquel sanatorio, Diógenes de la mujer, hubiera podido apagar mi linterna. Estas impresiones no fueron nunca comunicadas —al menos de manera explícita— a la que las inspiró. Pare­ cía ser tan naturalmente lo que yo sabía excepcional, que se volvía imposible observárselo. A su lado, se sentía más bien la tentación de encontrar que eran la gran mayoría de las mujeres (las que ponen en el mundo a los hombres sin saber bien cómo ni por qué y sin que intervenga el “querer” o el “no querer”) las que no eran naturales. Este recuerdo y estas reflexiones me asaltan a medi­ da que voy haciendo profusión de trazos al margen de Lo sboccio di una vita, que el correo acaba de traerme. Gina Lombroso no había destinado al público estas notas que fijan los menores detalles del desarrollo y del crecimiento de su primogénito hasta los veinte años. Pero la muerte súbita de Leo en plena juventud ha hecho aún mucho más precioso para ella esta especie de diario, y ha querido ofrecerlo a quienes habían conoci­ do y querido a su hijo. He leído Lo sboccio di una vita como pueden leer este género de libros los que están ligados al protagonis­ ta por profunda amistad. Lo he releído después, procu­ rando conservar una actitud puramente objetiva. Y en esta segunda lectura descubrí un nuevo interés no me­ nos vivo y de orden general. Desde este punto de vista el libro es muy sugestivo. Una mujer cultísima, hija de un gran hombre de ciencia (es decir, acostumbrada desde siempre a respirar ese ambiente), casada con un gran historiador, da a luz a su primer hijo. Con un propósito a medias científico

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(hace alusión, en el prefacio, al deseo de Cesare Lombroso de recoger una serie de notas de esta índole a lo largo de varias generaciones) e inspirado más que a medias en la avidez de proteger contra los desfalleci­ mientos de la memoria los más ínfimos detalles de una existencia querida que va a florecer ante sus ojos, se propone como tarea seguir y trazar su curva en los distintos períodos de su desarrollo. Estamos, pues, fren­ te a una obra que hace pensar en ciertas películas documentales como, por ejemplo, el misterio vivo de la planta (UFA). Cierto que hay gran diferencia entre el ojo impasible de la máquina que registra sin un temblor la milagrosa germinación de los vegetales, y la inteligencia, el cora­ zón de un ser humano empeñado en tarea análoga y cuyo sujeto de experiencia es aquello ante lo cual no puede menos de temblar. Pero, simple máquina o máquina humana —aparatos registradoies al acecho del pimpollo que se abre o de la palabra que brota—, nos lanzan luego un eco de la vida sobre la cual se ha inclinado su fría exactitud o su estremecida atención. Y lo que volvemos a encontrar de esa vida, trasladado a la pantalla o al libro, ha tomado su ritmo, es decir, se ha vuelto poema. Lo sboccio di una vita empieza el 16 de octubre de 1903, día del nacimiento de Leo. Encontramos en esa fecha detalles materiales muy sucintos, tales como: “No se mueve ni siquiera en el baño; no llora; no tiene sensibilidad táctil, ni dolorífica, ni acústica, ni visual. Si se le toca, no reacciona. Los ojos no siguen la luz. Los rumores no le sobresaltan”, etc. Y esta observación que nos hace sentir que estamos frente a la hija de Lombroso: “ Cabeza dolicocéfala, ligeramente acrocéfala”. Luego, algunas líneas más abajo (un mes más tarde): “Comprobamos que ve la luz; sigue la vela y mira

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largamente la cara de las personas. Comprobamos tam­ bién que los rumores le sobresaltan”. Un buen día, empieza a agitar las piernas en el baño, se ríe, háce “ro-ro-ro”, el azúcar parece gustarle, mientras que el olor del tabaco le disgusta. Aparecen los primeros signos de temor, de alegría. Destellos de conciencia (es el título que les da Gina Lombroso). El sábado 9 de abril se pone en serio a querer hablar. Dice: “dla-dla” y “bla-bla” en un largo monólo­ go. Golpea una mano con otra. Empieza a tener celos, a asustarse de los ruidos. Si se hace como que se pega al perro, ríe, y si se le pega de verdad, llora. Al año, reconoce la puerta de su casa, luego un perro en un almanaque. A los 17 meses grita ante la fotografía de Ferri que le había dado dulces: “bonbon” y esconde, mientras se le viste, uno de sus zapatitos y se ríe cuando hacen que lo buscan. A los 19 meses usa siempre acertadamente la pala­ bra no, pero se equivoca al usar sí. Empieza a distinguir los colores y a preferir el rojo. A los dos años, no distingue los sucesos recientes de los lejanos. Todas las cosas inanimadas son para él animadas. El 7 de enero advierte que la vela encendida hace una sombra en la pared. Cuenta historias de chicos juiciosos o malos. A los dos años y ocho meses, brusco cambio de carácter. Aparición del espíritu de iniciativa. El día de su cuarto aniversario, esta reflexión de Leo a sus padres: “ Si un día digo una cosa y al siguiente la repito de otra manera, ustedes sostienen que digo una mentira. Ayer debía decir que tenía tres años y hoy que tengo cuatro. O decía una mentira ayer o la digo hoy”. A los siete años, habiéndole explicado su madre la

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teoría del abuelo sobre los delincuentes, vuelve un día de la escuela compadecido de la suerte de un compañe­ ro que había sido castigado: “El pobrecito, no tiene la culpa si se porta mal; se porta mal porque Dios lo ha hecho así”. A una amiguita le declara: “Te quiero mucho, pero tienes las piernas demasiado gordas”. Esta anécdota está anotada en el diario de Gina Lombroso bajo el título de “ Sentido estético”. Por lo demás, desde el comienzo del libro, todas las notas llevan títulos que las catalogan, como: “Atavismo”, “Afectos”, “Diversiones”, “ Lengua­ je”, “Celos”, “Comprensión de las bromas”, “Imita­ ción”, “ Desarrollo de los sentidos”, “Espíritu de obser­ vación”, “ Confusión del tiempo”, etc., etc. La mayor parte de las observaciones inscritas al margen de los primeros años hubieran podido ser inspi­ radas por otros niños de la misma edad. Pero aquí y allí aparecen algunas sutiles características —como las hay en ciertos seres en formación (si nos tomamos el trabajo de escucharlos y mirarlos atentamente)— que señalan y singularizan al pequeño Leo. Valéry cree que las verdaderas partes del estilo son: las manías, la voluntad, la necesidad, los olvidos, los expedientes, el azar, las reminiscencias. Yo diría de buena gana que las verdaderas partes del niño son tam­ bién, entre otras, sus manías, sus expedientes, sus olvi­ dos, sus reminiscencias, sus voluntades . . . Y la prueba es que nos será fácil encontrar sus huellas en el adoles­ cente y aun en el adulto. Yo, lo hubiera comprobado —si estuviera por comprobarse— leyendo Lo sboccio di una vita y comparando lo que encuentro en él con lo que he conocido de Leo. Otra anécdota profundamente significativa es este diálogo de él con su madre a los 15 años: “ ¿Sabes, mamá? Juan dice que no quiere casarse

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con una mujer inteligente como tú o como la mamá de él; que quiere casarse con una mujer estúpida, hasta más no poder, pero que toda la vida no haga más que adorarlo y elogiarlo y hacerle ricas comidas”. “ ¡Y! —digo yo—. Es el ideal de la mayor parte de los hombres; para ellos la inteligencia es un obstáculo en la mujer”. Y él: “Pero no; yo no quiero una mujer estúpida. Me gusta más una mujer inteligente. No me importa que me critique. Me bastaría que me quisiera y estuviera contenta de vivir conmigo”. La actitud que tuvo más tarde Leo frente a la mujer está ya ahí. No cabe duda de que la influencia de Gina Lombroso es aquí manifiesta. Y conste que no aludo a consejos, a imposiciones, que nunca son eficaces, y que la madre de Leo era demasiado inteligente para no haber evitado. Lo que importaba era lo que emanaba de la presencia de ella, de la vida de ella, y en que el niño estaba inconscientemente envuelto, como nos envuelve un clima. Las influencias verdaderas sólo son, sólo pue­ den ser climas más o menos propicios al desarrollo de una personalidad dada. Pero obsérvese que la influencia del clima —como suele suceder para el restablecimiento de un equilibrio físico— es a menudo decisiva. Estas breves indicaciones bastarán para establecer el interés de un libro como el de Gina Lombroso, pero no bastan para expresar lo que sugiere al margen. La actual tendencia regresiva de algunos países que se jactan de muy civilizados, principalmente Italia y Alemania, a reducir la mujer a su más elemental expre­ sión, al mero papel de hembra prolífica en perpetua gestación, se erige en amenaza contra la cultura. Hay la misma diferencia entre una excelente ponedora y una madre consciente que entre el hombre de Cromagnon y Shakespeare. ¿Y quién se atrevería a sostener que hay

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que desandar lo andado, en dirección a Cromagnon? ¿Qué Estado se atrevería a tomar este tipo de humani­ dad como arquetipo? Si se mira de cerca, no hay ninguna exageración en lo que digo. El que quiere muchos soldados quiere muchas hembras prolíficas en perpetua gestación. No le importa la calidad sino la cantidad. Todo se equilibra. Por una parte una masa de hombres que van a la matanza sin permiso de tener un pensamiento que no sea obediencia ciega. Por otra parte, una masa de muje­ res que paren sin más conciencia que las bestias de carga y resignadas de antemano a ver llevar a sus hijos al matadero. Todo esto ¿en beneficio de quién y de qué? ¿De la patria? ¿De la civilización? ¡Vamos! Y puesto que aca­ bamos de escribir estas palabras, símbolo de tantas esperanzas, de tantas decepciones, de tanto pasado y de tanto porvenir; estas palabras manoseadas, desnaturaliza­ das hasta volverse irreconocibles, ¿qué deseamos para lo que ellas representan? ¿No es, una vez más, y como siempre, una mejora (ilusoria o no, se verá luego) en el sentido de la calidad? Resignarnos a otra cosa sería hacer el gesto del enfermo que vuelve su agonía hacia la pared. Si el retomo al macho de la civilización paleolítica no es deseable para el hombre que ha llegado al estadio actual de su evolución, tampoco lo es para la mujer, a pesar de los argumentos que puedan hacer los partidarios de teorías retrógradas. Y una regresión de la mujer pone en peligro, me parece, el porvenir inmediato de la hu­ manidad. Muñecas ociosas, bestias de carga y prostitutas: ¿en­ señaréis nunca al hombre a que os permita ser verdade­ ras mujeres? ¿Esperáis de él que os lo proponga? ¿Espe­

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ráis de él que os proteja de él mismo? ¡El, vuestro niño! ¿Qué habéis hecho de él que no sea a vuestra imagen, muñecas ociosas, bestias de carga y prostitu­ tas? ¿No es él siempre, antes de ser el hombre a quien pedís en vano auxilio, el niño que no supisteis auxi­ liar? ¿Olvidáis, mujeres, que de una mujer lo habéis recibido? ¿Olvidáis que este ser sólo es verdaderamente completo si ha nacido dos veces de vuestro amor: por la que da a luz al niño; por la que da a luz al hombre? Por la madre primero, por la amante y la compañera después. Pero el hombre podrá difícilmente desmentir al niño que ha sido. Y el segundo nacimiento está subordinado al primero. Mujeres, eso es lo que importa. El hombre está en vuestras manos, puesto que desde la entraña se os entre­ ga. El hombre es moldeado por vosotras. Y la única modificación lenta que pueda sufrir la humanidad de­ pende de vosotras, pues de vosotras depende que el niño deje de estar —como hasta hoy, en aplastante mayoría— entre manos de muñecas ociosas, de bestias de carga o de prostitutas (la escala de las prostituciones es infinita). Es decir, de seres más o menos irresponsa­ bles, más o menos inconscientes, más o menos sórdidos. ¿Cómo se pueden escribir con sangre fría e¿tas cosas, cuando se las quisiera clamar? Sin que yo haya podido impedirlo, la lectura del libro de Gina Lombroso y el recuerdo de una americana rubia, inclinada sobre una niña que no quería mostramos el color de sus ojos, me han hecho tomar un tono que tiene muy poco que ver con la crítica literaria. No pido disculpas por ello. Octubre de 1935.

LA MUJER, SUS DERECHOS Y SUS RESPONSABILIDADES Je n ’ai pas besoin d ’ordre et me rend de plein gré Ou non p o in t tant la loi que mon amour me méne. . .

A N D R É G ID E:

Perséphone

.

La revolución que significa la emancipación de la mujer es un acontecimiento destinado a tener más re­ percusión en el porvenir que la guerra mundial o el advenimiento del maqumismo. Que millones de. hombres y de mujeres no sepan todavía que se ha producido, o atribuyan este fenómeno a una moda pasajera, o se imaginen que sólo pueden aportar a la humanidad un aumento nefasto de licencia, o sonrían con superioridad ante el enunciado de algo tan inadmisible, todo esto en nada cambia el hecho consumado. Esta revolución ha tenido lugar, puesto que se ha cumplido ya en ciertas conciencias. Lo único que me pregunto es si la palabra “emanci­ pación” es exacta. ¿No convendría más decir “libera­ ción”? Me parece que este término, aplicado a siervos y esclavos, se ciñe mejor a lo que quiero decir. No olvidemos que los intolerables métodos coercitivos que nacen tan naturalmente en los hombres y que las muje­ res soportan con una naturalidad más extraordinaria aún, están todavía en vigor entre la gran mayoría. La historia de la esposa que se indigna porque un especta­ dor apiadado quiere impedir a su marido golpearla se

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perpetúa y se reproduce en mil formas. El pensador inglés que afirma que el sexo masculino es sádico por constitución y el femenino masoquista, ha dado, a mi entender, con la explicación de ciertos enigmas. En otros términos, es verdad que las mujeres se complacen secretamente en permitir a los hombres que las maltraten, como es verdad que, por su lado, los hombres sienten íntima satisfacción en permitirse mal­ tratar a las mujeres. Claro que estos malos tratos no son generalmente físicos sino morales y toman a veces for­ mas refinadísimas. No se puede pretender que los hombres renuncien de buenas a primeras a esta voluptuosidad cotidiana en que se han hundido durante siglos . . . Las mujeres debe­ rán, ellas, tomar la iniciativa y “privarse” de este deli­ cioso estupefaciente al que su naturaleza está no menos acostumbrada. Es increíble, y hablo ahora sin ironía, que millones de seres humanos no hayan comprendido aún que las actuales reivindicaciones de la mujer se limitan simple­ mente a exigir del hombre que deje de considerarla como a una colonia por él explotada, y que llegue a serle “el país en que vive”. En un libro recientemente publicado por tres hom­ bres de ciencia ingleses, Julián Huxley (el hermano de Aldous), A. C. Haddon y A. M. Carr-Saunders, y que trata de los problemas raciales en Europa, he encontra­ do, a propósito de la herencia, páginas que me parecen de extrema importancia desde el punto de vista de los problemas actuales de la mujer. En el capítulo a que aludo se trata de la estatura de los ingleses. Los autores de We Europeans, el libro en cuestión, no se guían sino por los hechos, por las estadísticas, y son émulos de Santo Tomás (“ver para

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creer”). Su religión es la del escrúpulo y de la precisión científica. Pues bien, estos señores nos aseguran: 1. Que el promedio de estatura de los ingleses ha aumentado durante la segunda mitad del siglo pasado (así como el de otras naciones). 2. Que el promedio de estatura de las diversas clases sociales en Inglaterra (y en otras naciones) varía, siendo mayor en las clases altas. Estos señores creen, en cuanto a la primera cues­ tión, que el promedio de la estatura ha aumentado entre ellos gracias a la mejor alimentación y a las mejores condiciones de vida y no a consecuencia de un cambio en su constitución. Con otras palabras, que racialmente el inglés no ha sufrido alteraciones apreciables, y que si se le volviera a colocar en sus antiguas condiciones de vida, volvería a ser lo que había sido. La segunda cuestión es más difícil de resolver. Es claro, dicen estos señores, que gran parte de la diferencia de estatura existente entre las clases sociales se debe a que los niños de las clases privilegiadas gozan de muchas más ventajas. Pero también puede ser que haya un promedio de diferencia genética entre las distintas clases y que pudiera haber un linaje de estatura genéticamente más elevada en las clases altas, descendientes de los invasores normandos, y un linaje de estatura genética­ mente menos elevada en las clases bajas, descendientes del tipo mediterráneo que habitaba la Gran Bretaña antes de la invasión normanda. O bien la selección pudo haber favorecido el tipo de alta estatura en las clases superiores (por la selección de las mujeres altas) y el tipo de baja estatura en el proletariado (este tipo puede adaptarse quizá mejor a la vida en las ciudades y a las condiciones de las fábricas). Es probable que ambas causas, la genética y la de ambiente, hayan actuado a la vez.

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A esta altura de sus deducciones lógicas, estos seño­ res son llevados a considerar la cuestión desde un nuevo ángulo, que es el que nos interesa en cuanto mujeres, porque nos toca directamente y pone a nuestra disposi­ ción argumentos difícilmente refutables. Lo que se aplica a la estatura puede igualmente aplicarse —y con cuánta mayor fuerza, aseguran estos señores— a los caracteres psicológicos, a la inteligencia, a las aptitudes especiales, a los temperamentos. En primer lugar, estos caracteres sufren mucho más el influjo de los cambios de ambiente que los caracteres físicos. En segundo lugar, el ambiente social posee una escala de diferencias mayor que el ambiente físico. Por ejemplo, una extraordinaria habilidad matemáti­ ca innata se encontraría en la impotencia de expresarse en la sociedad paleolítica o entre los salvajes contempo­ ráneos. Los más perfectos dones artísticos tendrían po­ ca aplicación en una isla deseirta. El temperamento que da a su dueño la capacidad de ponerse fácilmente en estado de trance o de tener visiones le expondría, en Gran Bretaña, país industrial, a que se le encerrara en un asilo de alienados o se le clasificara entre los casos patológicos; en cambio, en distintos países americanos, en ciertas tribus asiáticas, favorecería su marcha hacia el poder y le daría gran prestigio como mago, “medecin man” o “shaman”. Un temperamento guerrero, que habría encontrado medios de expresarse en forma ade­ cuada a comienzos de la historia judía, hubiera resulta­ do estéril en la época del cautiverio. En suma, las mismas capacidades de invención, de iniciativa, que llegan a afirmarse poderosamente en cir­ cunstancias francamente favorables, pueden reducirse a la nada en circunstancié francamente desfavorables. En general, la expresión de tendencias temperamen­

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tales parece estar determinada casi siempre desde los primeros años de vida, a lo cual se debe que los cam­ bios que afectan a la atmósfera del hogar y las teorías y prácticas educativas tengan repercusión profunda en los niños. Así también —y sigo transcribiendo las opiniones de estos señores— la afirmación perentoria, repetida hasta la saciedad, que establece la diferencia de aptitudes y caracteres del hombre y de la mujer se refiere las más veces a diferencias creadas por la diferente educación que se da a los varones y a las mujeres y por la diferencia de situación económica y social de los dos sexos. Ejemplo divertido de lo que afirmamos, esta indignada exclamación de un griego del siglo III, Ate­ neo: “ ¡Quién ha oído hablar nunca de una mujer co­ cinero! ” Es evidente, prosiguen, que los individuos dotados de una excepcional combinación de “genes” vencerán probablemente los obstáculos que se les opongan. Pero es también evidente que la cantidad de talento innato que una persona posee depende para su realización, su expresión, de las facilidades que encuentre para su de­ senvolvimiento, y éstas, a su vez, dependen de los facto­ res relativos al ambiente, tales como los recursos econó­ micos, el clima social, los sistemas de educación existen­ tes. Una razón evidente que explica por qué los niños de las clases altas obtienen, en proporción, mejores resulta­ dos en sus estudios que los de las clases pobres, es que han tenido más oportunidades de recibir una educación mejor, hayan sido o no mejor dotados por herencia. Dejemos ahora a estos señores. Por mi parte, estimo que todo lo que acabamos de decir a propósito de los niños puede decirse exactamen­ te de las mujeres.

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Ellas han tenido, tienen todavía, en su contra, fren­ te a los hombres, el mismo “handicap” que los niños del proletariado frente a los niños de las clases privile­ giadas. Y lo tienen desde hace siglos. Nada justifica hoy ese estado de cosas, admitiendo que alguna vez haya tenido razones de existir. Ni en un caso ni en el otro. Lo que los hombres, fuera de una minoría que bendigo, no parecen comprender es que no nos interesa en absoluto ocupar su puesto (error que la extrema reacción a que nos han obligado ha podido contribuir a crear), sino ocupar por entero el nuestro, cosa que hasta ahora no ha ocurrido. Esta revolución que se está cumpliendo hoy en el mundo —la de las mujeres, la más importante— no es de ningún modo un “ ote-toi que je m’y mette” como la mayoría de las revoluciones. No se hace, absolutamente, para que la mujer invada el terreno del hombre, sino para que el hombre deje por fin de invadir el terreno de la mujer, lo que es muy distinto. Lo mismo que la otra revolución (la que ha nacido en Rusia y que ha creado también errores, actitudes brutales, malentendidos terri­ bles, por la extrema reacción que forzosamente la hizo estallar), no debiera hacerse —por lo menos así lo en­ tiendo yo— para que el proletariado abuse de las clases privilegiadas como las clases privilegiadas han abusado de él (lo que crearía un círculo vicioso), sino para que todo niño, habiendo recibido la misma riqueza de cuida­ dos en lo que atañe a su salud física, a su salud moral y a su educación, pueda alcanzar a desarrollar lo mejor posible sus dotes innatas (y sólo en éstas radicará en adelante la desigualdad del reparto), y, llegado a hom­ bre, pueda colocarse en el escalón que corresponda a su verdadera vocación y a su auténtico valer. Creo que el gran papel de la mujer en la historia

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—desempeñado hasta ahora de modo más bien subte­ rráneo— comienza hoy a aflorar a la superficie. Pues es ella, hoy, quien puede contribuir poderosamente a crear un nuevo estado de cosas, ya que está, con todo su ser físico y espiritual, inclinada sobre las fuentes mismas de la vida, inclinada sobre el niño. Vive, por consiguiente, más cerca del hombre futuro, puesto que el niño, sobre el cual se ejerce su poder, consciente o inconsciente­ mente, es ese hombre. Por eso estimo que si el mundo actual, vuelto al caos, debe recobrar un orden, un equilibrio perdido, es la mujer, hoy, la que se encuentra —admítase o no, tómese o no a broma, ignórenlo o no las masas— en la primera línea de trincheras. Sin su colaboración, sin el despertar de su conciencia a la parte de trabajo, de responsabilidad, de lucha que le incumbe, no veo posibi­ lidad de salvación. La mayoría de los hombres hechos no se transforma, sólo se disfraza. Llegados a cierta edad, los hombres son tan intransformables como lo es, físicamente, un niño salido del vientre de su madre. Se podrá teñirle el pelo, pero no cambiar el color de sus ojos. Creo, pues, que todo lo que lleve a despertar la conciencia de la mujer para darle noción exacta de sus responsabilidades, para elevar su nivel espiritual, para que su educación se haga en las condiciones más perfec­ tas posibles, análogas a las del hombre; para que se le acuerden todos los medios que ayuden al desarrollo de todas sus facultades, sean las que fueren, eso es lo que nos interesa esencialmente. Lo demás vendrá por añadi­ dura. Por esta razón creo también que en el programa de toda persona deseosa de luchar por esta causa debe ir, en primer término, lo que se refiere a la elevación del nivel espiritual y cultural de la mujer y que al trabajar

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por esto se trabaja por la paz entre las naciones y dentro de las naciones. La guerra es una abominación que despierta la rebel­ día de la mujer mucho más que la del hombre, porque es la mujer quien con su propio cuerpo construye el del hombre. Y cuando el hombre mutila, reduce a jirones informes ese cuerpo que con todo su instinto de mujer ella siente necesidad de amparar, de conservar, el hom­ bre mata también a la mujer, y de la manera más cruel: obligándola a sobrevivir a esa muerte. La mujer es capaz de heroísmo y es capaz de comprender el heroísmo del hombre. Sabe muy bien que a veces, para vivir plena y dignamente la vida, es menester sacrificarla. Pero la guerra, la guerra actual, se ha vuelto tan monstruosa, tan tonta, amenaza en tal forma al género humano entero, que ya no puede verse heroísmo en ella, sino la locura más peligrosa, más contagiosa que haya jamás padecido el planeta. ¿Qué hacer para contrarrestarla? Mientras la conciencia del hombre no sé transforme —y en esta transformación uno de los factores principa­ les ha de ser la mujer, madre no sólo por la carne y en la carne, sino madre por el espíritu y en el espíritu—, todas las grandes declaraciones pacifistas, los planes de acción abstractos, las Sociedades de las Naciones, en una palabra, fracasarán. La paz entre las naciones no podrá llegar a una realidad material mientras no adquie­ ra en los individuos una realidad espiritual suficiente­ mente pura para crearla. La actual Sociedad de las Naciones no ha tenido fuerza suficiente porque no tenía suficiente pureza. Dominada por naciones que fingen olvidar que su prestigio actual se debe a violencias pasadas, mal puede, por consiguiente, ejercer poder mo­ ral alguno sobre naciones que, por sus actuales violen­ cias, se esfuerzan en conseguir un prestigio futuro.

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Tratemos de poner en claro estos errores. Como lo acaba de decir magníficamente Aldous Huxley en un folleto sobre la “Paz Constructiva”, se necesitan hom­ bres y mujeres que piensen, sientan y quieran, es decir, con cabeza, corazón y voluntad, y todos tienen que agruparse con un espíritu de sacrificio y un fervor absoluto en tom o de esta causa. Porque esto de la paz, o se ha de tomar como una nueva religión (nuevo parece lo que dijo Cristo, de tan olvidado que se tiene en la práctica) o más vale ni mencionarlo, de inútil que resulta. Para que la conciencia del hombre-niño se transfor­ me o se aclare a través de la conciencia de la mujer, es preciso que la mujer misma se ponga a la altura de esa tarea, de esa tarea que es la suya. No podemos crear nada fuera de nosotros sin antes haberlo creado en nosotros. Que el hombre acabará por llegar a ser lo que debe, frente a la mujer, no lo dudo. Pero lo que es más urgente aún es que la mujer llegue a ser frente a sí misma lo que debiera ser. Lo uno será consecuencia de lo otro. De esta nueva actitud nacerá una unión, entre el hombre y la mujer, mucho más verdadera, mucho más fuerte, mucho más digna de respeto. La unión magnífi­ ca de dos seres iguales, que se enriquecen mutuamente, puesto que poseen riquezas distintas. La unión que sólo puede existir entre los que aceptan, con conocimiento de causa, su interdependencia. Para que el hombre y la mujer puedan cooperar el uno con el otro es menester que desaparezcan, de parte del hombre, su moral coercitiva y patriarcal (en el mismo sentido en que se emplea la palabra matriarcal, es decir, imposición y predominio absoluto de un sexo sobre el otro); de parte de la mujer el punto de vista

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falseado que ha podido crear en ella el antagonismo del sexo, la rebelión contra el opresor. La emancipación de la mujer, como la entendemos nosotros, no está hecha para alejarla del hombre, sino muy al contrario, para acercarla a él de manera más completa, más pura y más consciente. En la lucha por la vida, tan áspera en nuestros días y que hace alzarse a los individuos unos contra otros en la desconfianza, la competencia, la defensa encarnizada de intereses o doc­ trinas contradictorios, las pequeñas o grandes estrate­ gias, el hombre y la mujer tienen un solo medio naturál para escapar de su intolerable aislamiento: el amor mu­ tuo. Sería necesario que en ese refugio al menos se rindieran las armas. Bien sé que no es fácil ni sencillo. La unión del hombre y la mujer es una proeza humana con algo de milagro y de “tour de forcé” y que aun en las mejores condiciones no se cumple sino gracias a la tenacidad, a la paciencia, casi diría al heroísmo combinado de dos seres, así como la obra de arte nace de la tenacidad, de la paciencia, del heroísmo de un solo ser habitado por un gran amor. Pero para alcanzar las condiciones en que esta unión más perfecta puede cumplirse, es decir, para encontrar­ nos a nosotras mismas y ocupar el lugar que nos perte­ nece, no debemos esperar la ayuda de los hombres. No puede ocurrírseles la idea de reivindicar para nosotros los derechos de que no se sienten privados. Nunca son los opresores quienes se rebelan contra los oprimidos. Ante la rebelión de los oprimidos, la actitud de los opresores es siempre la misma: una pequeña minoría se rinde a la evidencia, comprende, acepta y está pronta a hacer justicia; una gran mayoría se siente desposeída, ultrajada, y lanza aullidos de indignación y de cólera. En estos casos, sólo las minorías cuentan. En estos

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casos y, a mi juicio, en todos los casos. Las minorías serán siempre, quiérase o no, la cabeza del mundo. No sólo no podemos lógicamente esperar por el momento la ayuda de los hombres o, mejor, su iniciati­ va en esas cuestiones, sino que debemos estar prepara­ das para encontrar resistencia o indiferencia (lo que descorazona aún más) de parte de gran número de mujeres. Invocarán mil razones las unas para combatir nuestros propósitos, mil pretextos las otras para conser­ var la neutralidad. Hasta se podrá dar el caso, y creo que será muy común, de que estén con nosotros absteniéndose de tomar, sin embargo, una actitud definida y activa. Muchas mujeres dirán, apoyadas por muchos hom­ bres, que bastante tienen con dar el pecho a sus hijos y prepararles la sopa y cambiarles los pañales. Pero sabe­ mos de sobra que las trabajadoras (excepto, claro está, las que han hecho del cuidado del niño una profesión) ven limitado el tiempo que pueden consagrar a esos quehaceres, mientras que las ociosas, dedicadas en gene­ ral a otras ocupaciones, lo limitan voluntariamente. Una amiga de Madame Curie me contó que fue en la época en que hacía ella misma hervir la leche de los biberones de sus bebés cuando empezó también a traba­ jar de firme con su marido y se hizo la mujer admirable que el mundo acaba de perder. ¿No es de desear que el tipo de mujer de que ella fue representante ejemplar sea estimulado, cultivado? La emancipación de la mujer, como yo la concibo, ataca las raíces mismas de los males que afligen a la humanidad femenina y, de rebote, a la humanidad mas­ culina. Pues la una es inseparable de la otra. Y por una justicia inmanente, las miserias sufridas por una repercu­ ten instantáneamente en la otra bajo aspectos distintos. Que un grupo de mujeres, por pequeño que sea,

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VICTORIA

OCAMPO

tome aquí conciencia de sus deberes, que son derechos, y de sus derechos, que son responsabilidades: tal es mi voto restringido y ardiente. Si las mujeres de este grupo pueden responder por sí mismas, podrán responder dentro de poco por innume­ rables mujeres. Junio de 1936.