Terror Pena y Amnistia

DUC CIÓ NP RO H IBID A Manalich_Terror_FlandesIndiano 20/10/10 15:31 Page1 EDI TOR IAL FLA NDE S IN DIA NO

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TERROR, PENA Y AMNISTÍA

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Registro de Propiedad intelectual N° 197.197 ISBN 978-956-8661-05-2 Impreso en Chile © 2010. Juan Pablo Mañalich | Editorial Flandes indiano. Todos los derechos reservados. Prohibida cualquier forma de reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio sin permiso previo del editor.

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Juan Pablo Mañalich R.

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terror,

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pena y amnistía 010

el derecho penal ante el

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terrorismo de estado

landes indiano

SANTIAGO, 2010

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En la composición de este libro me he visto inmensamente favorecido por la compañía intelectual de muchas personas. Una versión (muy) preliminar de lo que llegarían a ser algunos de sus capítulos fue presentada y discutida en el marco de un curso sobre reconciliación y justicia transicional, dado conjuntamente con Fernando Atria entre enero y mayo de  en la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico. Quiero agradecer especialmente a los estudiantes, que hidalgamente soportaron la – a veces pesada – carga especulativa, por esa posibilidad. Una versión algo posterior fue presentada y discutida en dos seminarios sucesivos organizados por el Centro de Estudios de la Justicia, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en junio del mismo año. Estoy sumamente agradecido por la disposición siempre favorable de su directora, la profesora María Inés Horvitz. Discutiendo formal y también informalmente acerca de varias de las cuestiones que componen el argumento del libro he tenido el privilegio de contar con la crítica generosa e inteligente de José Tomás Atria, Javier Contesse, Rocío Lorca, Francisco Saffie y Samuel Tschorne. Espero que la versión final dé cuenta de al menos algunas de sus importantes observaciones. Por algunas puntualizaciones sumamente útiles acerca de algunas cuestiones de derecho internacional, debo agradecer especialmente a Ximena Fuentes. Igualmente importantes fueron las muchas y muy pertinentes sugerencias editoriales de José Miguel Valdivia. Mi deuda para con Fernando Atria, quien leyó y comentó atentamente varios de los capítulos, formulando observaciones sumamente importantes, es especialmente gravosa. Una versión posterior, más cercana a la definitiva, fue leída y discutida entre un generoso círculo de ayudantes y estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile: Sebastián Aylwin, Javier Contesse, Javier Gallego, Juan José Gatica, Diego Pardo, Ítalo Reyes, Carla Sepúlveda, Guillermo Silva y Julio Tapia. Para cada uno de ellos vale también mi más genuino agradecimiento. Last but (certainly) not least, tengo que agradecer a Francisca Bakovic, quien con una paciencia que a veces parecía infinita, leyendo y discutiendo varios de los pasajes más arduos del texto, contribuyó decisivamente a mejorar la formulación de alguno de sus argumentos más difíciles. A ella está dedicado este libro.

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2. La categoría “violaciones de derechos humanos”



3. El terror y el derecho



3.1. Facticidad y validez  3.2. La DINA como paradigma



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2.1. Crímenes contra la humanidad  2.2. La paradoja de los derechos humanos

CIÓ

1. La transición como normalización de la violencia

PRO



4. ¿Superación del pasado a través del derecho?

010

La “moral de las víctimas” y la paradoja del perdón  La memoria y el conflicto político  Excurso: la pragmática del perdón  ¿Justicia como medio de prevención y reparación? 

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5.1. 5.2. 5.3. 5.4.







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6. Amnesia, o la ideología de la reconciliación

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NDE

 .

1. El concepto de pena



FLA

1.1. Una definición de “pena”  1.2. Implicaciones sustantivas de la definición

2. La justificación prevencionista de la pena



IAL

El problema del chivo expiatorio  ¿Utilitarismo de la regla?  ¿Compatibilidad entre prevención y culpabilidad? Un experimento mental 

TOR

2.1. 2.2. 2.3. 2.4.



3. La punición como acto expresivo



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3.1. La función expresiva de la pena  3.2. ¿Prevención general positiva?  3.3. Culpabilidad como déficit de reciprocidad





TERROR , PENA Y AMNISTÍA • ÍNDICE

5. Verdad, memoria y justicia

• RE

Criminalidad de excepción  La trivialidad de lo jurídico  El ejemplo del genocidio  La punición como sujeción al pasado



4.1. 4.2. 4.3. 4.4.





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4. La pena retributiva como acción comunicativa



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4.1. El reproche jurídico-penal como acto de habla ilocucionario  4.2. La pretensión de validez subyacente al reproche  4.3. La relación entre la irrogación del mal y la expresión de reproche  4.4. Acción comunicativa, acción estratégica y acción instrumental  4.5. El reproche como reconocimiento 

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5. La pena como retribución



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5.1. La punición como realización del derecho  5.2. La pena como institucionalización del reproche de culpabilidad  5.3. La correspondencia entre delito y pena 

6. La estructura de la coacción punitiva



• RE

6.1. Coacción de realización y coacción de aseguramiento 6.2. La coacción punitiva como subrogación 

7. La pena como consecuencia jurídica del delito





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7.1. El carácter “absoluto” de la pena retributiva  7.2. La asimetría entre delito y hecho punible  7.3. Derecho y deber punitivo 

 .

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1. La gracia y la justicia



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1.1. ¿Subordinación de la gracia a la justicia?  1.2. Misericordia y particularidad  1.3. La irreflexividad de la adjudicación: la gracia como intromisión

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2. La paradoja de la gracia



2.1. Aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado 2.2. La gracia como atributo divino 

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3. La gracia como límite de la justicia

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



3.1. La gracia como superación vía desconocimiento 3.2. La gracia entre la teología y la política   .





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4. La amnistía como institución de lagracia



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4.1. La amnistía como acto de gracia  4.2. ¿La gracia como resabio monárquico?  4.3. La amnistía como acto de gracia con la (sola) forma de ley



5. Dos formas de amnistía

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

 

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5.1. Abolición versus gracia en sentido estricto  5.2. Declaración de culpabilidad como presupuesto de la gracia en sentido estricto 5.3. Amnistía propia e impropia bajo el derecho chileno

 

1. El “decreto-ley de amnistía” 2. Estrategias de elusión



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



3. El decreto-ley de amnistía bajo el derecho internacional



 .

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3.1. ¿Invalidez de la amnistía bajo el derecho internacional?  3.2. ¿Mandato de punición irrestricta de violaciones de derechos humanos?  3.3. ¿Protección de derechos humanos vía punición preventiva?  3.4. Consecuencias 

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4. La invalidez inmanente de la auto-amnistía



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4.1. El decreto-ley de amnistía como auto-amnistía  4.2. Alteridad subjetiva como presupuesto de la renuncia a la punición  4.3. La auto-amnistía como contradicción performativa  4.4. ¿Cosa juzgada fraudulenta? 



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Derogación, anulación y retroactividad  Irretroactividad y favorabilidad  El decreto-ley de amnistía como ley intermedia ¿Aplicabilidad de la ley intermedia como exigencia de irretroactividad? 

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5.1. 5.2. 5.3. 5.4.

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5. El decreto-ley de amnistía y la validez temporal de la ley penal



TERROR , PENA Y AMNISTÍA • ÍNDICE

• RE





2.1. La doctrina Aylwin  2.2. El “secuestro permanente”  2.3. Excurso: ¿delitos permanentes “en sentido amplio”?

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.    

1. ¿Imprescriptibilidad de las violaciones de derechos humanos?

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

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2. Los presupuestos materiales de la prescripción de la acción penal





El problema  Esbozo de jurisprudencia constitucional (comparada) Punibilidad versus “perseguibilidad”  ¿Irrelevancia frente a la validez temporal de la legislación procesal? 



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3.1. 3.2. 3.3. 3.4.

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3. La prescripción de la acción penal bajo la prohibición de retroactividad

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2.1. La contingencia de la punición  2.2. La prescripción como promesa del Estado de derecho  2.3. La derrotabilidad de la regulación de la prescripción 

El principio de irretroactividad y la seguridad jurídica  Exigencias de culpabilidad democrática  La protección de la confianza y el Estado de derecho  El DL 2191 como obstáculo institucional a la punición 

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4.1. 4.2. 4.3. 4.4.

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4. Prescripción, retroactividad y protección de la confianza

BIBLIOGRAFÍA

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5. La inaplicabilidad de la “media prescripción”



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INDEX

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nominorum  legum, sententiarum tractatuumque







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Se trata, en el vocabulario de la teoría de sistemas, de la “clausura operativa” del sistema jurídico que es correlativa a su “auto-referencialidad”. Vé. Luhmann, 1993a, 38 ss., 51 ss.

LA TRANSICIÓN COMO NORMALIZACIÓN

1

1.

El efecto reflejo fundamental de lo que en el Chile de la transición se ha articulado como la así llamada “solución jurídica al problema de los derechos humanos” ha consistido en el favorecimiento de una comprensión de la violencia ejercida por los aparatos represivos del Estado entre los años  y , que constituye aquello que aquí recibirá la etiqueta de “el terror”, como un fenómeno estrictamente delictivo, cuyo “procesamiento” por parte del discurso público caería in toto bajo el ámbito de competencia del derecho penal. Contra la mejor de las voluntades de muchos de los agentes activamente comprometidos con “la causa de los derechos humanos”, tal interpretación reduccionista es incapaz de dar cuenta de la dimensión de esos hechos que sobrepasa la capacidad epistémica de la operación ordinaria del derecho. Esto se debe a que el derecho penal, tal como el derecho en general, sólo observa aquello que en virtud de su propia operación está en posición de observar, y esto significa: el derecho penal no sólo no observa todo aquello que no está en posición de observar, sino que además no se observa en ese déficit de observación1. Perder de vista aquella dimensión de los hechos del terror significa desconocer en qué medida el destino de la transición chilena parece encontrarse en la confir-

TERROR , PENA Y AMNISTÍA • I . EL TERROR •

• RE

1. LA TRANSICIÓN COMO NORMALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA

 

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En este respecto, el derecho se asemeja al rey Midas. Así como todo lo que aquél tocaba se convertía en oro, todo aquello a lo que el derecho se refiere, toma carácter jurídico. (Hans Kelsen, Teoría pura del derecho.)

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mación de la asignación de un significado de violencia fundacional al periodo del terror. Esto quiere decir que se trata aquí de una violencia sobre la cual está fundada la comprensión prevaleciente sobre el modo de ser de nuestra vida política2. En la medida en que la punición se articula como la respuesta a los hechos del terror, lo único que alcanza a ser tematizado en cada instancia de persecución y juzgamiento es la objetivación de la culpabilidad aislada que se expresa en el hecho punible respectivo. (Aquí debería ser suficientemente ilustrativo el problema perenne de demostrar judicialmente la “conexión” de Pinochet con los hechos de la DINA – como si la hipótesis originaria fuese la desconexión, exigida, sin embargo, por la presunción de inocencia.) Esto no obsta, ciertamente, a que sobre la base de la recolección de cada una de las sentencias condenatorias pronunciadas quepa extraer una generalización que dé cuenta de la masividad de los crímenes cometidos por agentes del Estado en poco menos de dos décadas. Pero lo que entonces tenemos no es mucho más que un recuento y una estadística. Sin embargo, esa interpretación resulta ya, a esta altura, políticamente irreversible. Siendo éste el caso, entonces cabe sostener, a modo de diagnóstico global, que el triunfo de esa estrategia reduccionista consiste en una normalización de la violencia fundacional sobre la cual descansa el régimen político asociado a la vigencia de la Constitución de . Que algunos constitucionalistas chilenos hayan llegado a hablar, a este respecto, de “la Constitución de ” confirma ese diagnóstico. Pues lo que esto supone es que el orden político así impuesto ha llegado a ser legitimado hasta el punto de que su marca de origen pretende ser obviada a través de la sola sustitución de una firma. En este contexto, el así llamado “desfile de uniformados por los tribunales” resulta ser, contra las apariencias, la manifestación definitiva del triunfo del régimen que nos dio la constitución – esto es, la decisión existencial positiva – bajo la cual el pueblo de Chile, tal como reza el eslogan, atravesara el bicentenario. Contra lo que parece ser un axioma de las fuerzas políticas pretendidamente críticas del “legado del gobierno militar”, la estrategia reduccionista de la punición irrestricta no ha sido ni será capaz de revertir ese asentamiento del terror como violencia fundacional acontecida en el marco de una “gesta histórica”. Para esta noción de violencia fundacional vé. Atria, 2004, 42 ss.

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LA TRANSICIÓN COMO NORM ALIZACIÓN

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1.

Vé. Günther, 1998, 335 s.; 2000, 42. Un análisis de conjunto, no circunscrito al nivel de referencia jurídico-penal, se encuentra en Atria, 2003, passim.

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Pues esto último es posibilitado por la noción de que el problema del terror sería, exclusivamente, un problema de responsabilidades individuales por hechos delictivos. Y ello, porque el concepto clave en el desempeño de esa estrategia, el concepto jurídico de responsabilidad penal, encierra una concepción política de la responsabilidad, que necesariamente permanece presupuesta, y por ende no tematizada, en cada operación de atribución de responsabilidad jurídico-penal 3. La reducción de complejidad que trae consigo la validación tácita de este paradigma (hegemónico) de responsabilidad individual por hechos delictivos garantiza que, en la medida en que la deliberación pública acerca del terror se haya reducido al debate judicial acerca de la punición de quienes hayan de ser sindicados como autores y partícipes en los hechos en cuestión, los hechos del terror vayan a quedar registrados como nada más que desviaciones de estándares normativos, jurídicamente reprochables, atribuibles a agentes individuales. Difícilmente haya un escenario estratégicamente más favorable que el actual para quienes apoyaron sostenidamente, pero sin llegar a “mancharse las manos de sangre”, al régimen que perpetró la violencia, y que hoy esgrimen esa precisa circunstancia para separarse del mismo. Siendo ésta nuestra situación, aquí se pretende ofrecer y desarrollar un instrumental teórico funcional al desempeño de dos tareas: la primera, consistente en un ejercicio de esclarecimiento de las implicaciones fundamentales de la estrategia de solución jurídica del problema de los derechos humanos 4, desde un punto de vista orientado a lo que aquí cabe llamar la gramática profunda de la justificación de la pena; y la segunda, consistente en una propuesta de sententia ferenda orientada al desenvolvimiento técnicamente prolijo de esa misma estrategia en referencia a las coordenadas fundamentales del debate judicial chileno. Previo a ello, sin embargo, es imprescindible intentar desactivar una cierta coraza de resistencia al análisis constituida por una serie de lugares comunes acerca de la especificidad de los contextos de justicia transicional.

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2. LA CATEGORÍA “VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS”

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2.1. CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD

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Ilustrativas las contribuciones contenidas en Weber/Steinbach, 1984, passim. Críticamente acerca del salto conceptual que supone la atribución de un carácter único – en sentido de excluyentemente único – al genocidio nazi en virtud de la constatación de su carácter singularísimo, Feierstein, 2007, 145 ss. Cuestión distinta, empero, es si esto valida la conclusión de que el terror

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La discusión acerca de la posibilidad de superación de un pasado identificado con el ejercicio de violencia criminal por parte de agentes del Estado a través de la aplicación del derecho se encuentra indisolublemente ligada a la experiencia histórica del terror nazi. Al respecto es posible encontrar una copiosa bibliografía referida a la pregunta acerca del papel que podía caber al derecho, y especialmente al derecho penal, en la superación del pasado nacionalsocialista. Parte de la bibliografía parece centrada en la dimensión fáctica de esta pregunta: ¿Bajo qué condiciones era posible, en la(s) Alemania(s) de la postguerra, atendidas las circunstancias sociopolíticas e institucionales dadas, enjuiciar y castigar a los criminales del tercer Reich ? 5 Esta manera de plantear la cuestión, sin embargo, presupone ya una respuesta afirmativa a la pregunta de si podía competer al derecho penal hacerse cargo del horror nazi.Y el solo hecho de plantear esta última pregunta implica la hipótesis de que el fenómeno de cuya pretendida superación se trata resulta susceptible de ser tematizado bajo las categorías del derecho. La determinación del derecho bajo el cual pudiera evaluarse y juzgarse la planificación y ejecución de un programa de exterminio genocida de esas proporciones, empero, está lejos de ser una obviedad. Toda pregunta por la determinación del derecho encierra la posibilidad de una controversia al respecto. Pero esto parece fallar cuando de lo que se trata es de Auschwitz: aquí ya no puede haber controversia, porque no puede haber diálogo; Auschwitz representa, en decir de Jankélévitch, lo impronunciable (Jankélévitch, 2006, 26 ss.). La constatación de esta radical singularidad de lo que Auschwitz simboliza no ha de entenderse, sin embargo, como si ello lo constituyera en un fragmento del mundo – “[e]l mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas (Wittgenstein, 1984b, § 1.1)” – inaccesible al lenguaje 6. Pues de ser así, tal como observa Agamben, quien valida ese carácter im -

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“ VIOLACIONES DE DE RECHOS HUMANOS ”

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perpetrado bajo la brutal dictadura militar argentina constituiría una instancia de genocidio. Vé. t. Benhabib, 2007, 62 s.

 

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pronunciable aparece, sin quererlo, perpetuando solidariamente el gesto de los nacionalsocialistas (Agamben, 2005, 164). Antes bien, de lo que se trata es de advertir lo que cabe designar como la aporía de Auschwitz: “hechos tan reales que, en comparación con ellos, nada es igual de verdadero; una realidad tal que excede necesariamente sus elementos factuales” (Ibíd., 9). ¿A quién competía – o compete – hacerse cargo del horror nazi? Jankélévitch dejaba en claro que los nacionales de Alemania no podían quejarse de una intromisión en “sus asuntos” por parte de la comunidad internacional, porque no se trataba de “sus asuntos”, sino de un asunto que compete a todas las naciones (Jankélévitch, 2006, 11 s.). Y por contrapartida, Hannah Arendt, a propósito de un cuestionamiento a la legitimidad del juicio de Adolf Eichmann hecho valer por Karl Jaspers, reconocía el riesgo de que la monstruosidad de los eventos ahí ventilados fuese minimizada por la circunstancia de que el tribunal de Jerusalén se entendiera a sí mismo representando a una nación solamente (Arendt, 1994, 269 s.). ¿Pero qué quiere decir que hacerse cargo del horror de Auschwitz sea un asunto que concierne a todas las naciones? En principio, podemos suponer que ello quiere decir que aquí se trata de hechos que representan un atentado contra la humanidad toda (Manske, 2003, 333 ss.). Por esta razón, Arendt deploraba que en la traducción al alemán de la expresión “crímenes contra la humanidad” la palabra “humanidad” fuese traducida como Menschlichkeit (y no como Menschheit), sugiriéndose así que lo esencial de estos crímenes sería que su comisión pondría de manifiesto una falta de “humanidad” (humaneness) de parte de sus autores – según Arendt, el understatement del siglo (Arendt, 1994, 275) 7. Lo distintivo de los crímenes contra la humanidad es que ellos representan una violación de los derechos de la humanidad toda actualizados en cada persona humana. Y por lo mismo, que la comisión de un crimen tal sea predicable de un ser humano parece rebasar los parámetros ordinarios de nuestra capacidad de comprensión. Tomado en serio, añade Jankélévitch, el genocidio nazi “no es un crimen según estándares humanos” (Jankélévitch, 2006, 21), pues se trata aquí de hechos que sólo serían imaginables

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como producto de una maldad ontológica. Es esto, sólo esto, lo que explicaría que se trate de crímenes imprescriptibles. En ellos no podría tener influencia alguna el paso del tiempo, porque se trataría de una criminalidad (literalmente) metafísica (Jankélévitch, 2006, 16 s.)8. Tales crímenes sin nombre serían, por lo mismo, inexpiables (Jankélévitch, 2006, 20 ss.); más precisamente, ellos rebasarían todo margen de retribución adecuada, tal como Arendt lo sugería en su correspondencia con Karl Jaspers:

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Los crímenes nazis, me parece, explotan los límites de la ley; y […] eso constituye precisamente su monstruosidad. Para esos crímenes, no hay castigo suficientemente severo. Puede ser esencial colgar a Göring, pero es algo totalmente inadecuado. O sea, esa culpa, en contraste con la culpa criminal, sobrepasa y destruye cualquier sistema legal (Bernstein, 2005, 298).

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Latamente al respecto Ricœur, 2008, 600 ss. Vé. t. Campagna, 2007, 132 s., quien sin embargo reduce la aseveración de Jankélévitch a la proposición de que “tratándose de determinados hechos, la maldad no es un elemento superficial, […] sino que se trata de una determinación ontológica fundamental, de un mal radical en el sentido de Kant”. Esta asociación es errónea. Pues para Kant, lo que la categoría del mal radical identifica es una propensión al mal que está inscrita en la propia condición moral de los seres humanos, esto es, que tiene su raíz en la configuración misma de su capacidad de agencia moral, que posibilita la adopción libre y responsable de una máxima de acción incorrecta – a saber, el amor propio –, cuya consecuencia es la maldad de la totalidad de las acciones particulares a través de las cuales se actualice esa máxima incorrecta. Vé. Bernstein, 2005, 27 ss., 38 ss. Esto no significa que una fundamentación prevencionista (“refinada”) de la punición de los perpetradores de tales hechos resulte más plausible, como sostuviera Nino (1996, 135 ss., 142 s.). En el lugar ya citado, Arendt descar-

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Y como Arendt observaba años después, esta peculiaridad singularísima de los hechos del terror nazi se halla en que en ellos se reconoce una ausencia deliberada de cualquier dimensión personal, como si tras su perpetración nadie fuese a quedar que pudiese ser castigado o perdonado (Arendt, 2007, 123). Por eso Arendt podía llegar a sostener que, tratándose de los hechos del nacionalsocialismo, “[i]ncluso la noción de retribución, la única razón no utilitarista esgrimida a favor del castigo legal […], resulta difícilmente aplicable ante la magnitud de los crímenes”, a pesar de reconocer, simultáneamente, que “nuestro sentido de la justicia encontraría intolerable renunciar al castigo y dejar que quienes asesinaron a miles, centenares de miles y millones quedaran impunes” (Arendt, 2007, 56) 9.

2.2. LA PARADOJA DE LOS DERECHOS HUMANOS

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taba tal plausibilidad, tanto en términos de prevención especial como en términos de prevención general: “esas personas no eran criminales ordinarios, y a duras penas cabe esperar razonablemente que alguna de ellas cometa nuevos delitos; la sociedad no tiene ninguna necesidad de protegerse de ellas. Que puedan reformarse mediante condenas de prisión es aún menos probable que en el caso de los delincuentes ordinarios, y en cuanto a la posibilidad de disuadir a esos criminales en el futuro, las probabilidades son, una vez más, desoladoramente pequeñas a la vista de las extraordinarias circunstancias en las que dichos crímenes se cometieron o podrían cometerse en el futuro”. De ahí, por lo demás, que la pertinencia de un error de prohibición tienda a quedar descartada en este ámbito, tal como lo establece, por lo demás, el inc. 2º del art. 38 de la recientemente publicada Ley 20357, de 18 de julio de 2009, con arreglo al cual “[n]o se podrá alegar la concurrencia del error sobre la ilicitud de la orden de cometer genocidio o crímenes de lesa humanidad”.

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Quien de cara a estos crímenes quisiera levantar la objeción del “nullum crimen” y remitir a las determinaciones de la legislación

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En la caracterización de los crímenes del nacionalsocialismo como crímenes impronunciables, Jankélévitch no está solo. Quien le brinda compañía es, ni más ni menos, Carl Schmitt, teórico constitucionalista del Estado nazi. En un informe en derecho acerca del estatus de los crímenes de agresión o “crímenes contra la paz” bajo el derecho internacional vigente al cese de la Segunda Guerra Mundial, Schmitt – cuyo oportunismo no necesita ser considerado aquí – remarcaba la urgencia de separar claramente estos cargos de aquellos referidos tanto a los crímenes de guerra en sentido estricto como a las “atrocidades” constitutivas de crímenes contra la humanidad. Respecto de estas últimas, Schmitt sostenía que a ellas correspondía un estatus absolutamente singular, en tanto su crudeza y bestialidad “supera la normal capacidad de comprensión humana”, fulminando los márgenes conocidos tanto del derecho internacional como del derecho penal y poniendo a sus autores fuera del derecho (Schmitt, 1994, 16). Esta precisa circunstancia explicaba, según Schmitt, que estos hechos pudieran ser considerados como la instancia paradigmática de mala in se, esto es, de hechos cuya ilicitud criminal no es dependiente de su prohibición jurídica: “es suficiente determinar los hechos y los hechores para así fundamentar una punibilidad sin que sea necesario considerar una ley penal positiva preexistente” (Ibíd., 23)10. Y Schmitt añadía:

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penal positiva preexistente, se estaría poniendo a sí mismo ya bajo una luz sospechosa (Schmitt, 1994, 23).

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Lo que así emerge es, ciertamente, una paradoja, que se deja subrayar con la siguiente observación del propio Schmitt, contenida en una nota final, escrita en inglés, y sólo disponible en alguno de los ejemplares del informe original:

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Más allá de ello, es evidente que el “scelus infandum” de Hitler y especialmente las atrocidades monstruosas de las SS y la Gestapo no alcanzan a ser clasificadas, en su real esencia, bajo las reglas y las categorías del derecho positivo ordinario; ni tampoco con ayuda del antiguo derecho doméstico o del derecho constitucional, ni con ayuda del actual derecho internacional […] (Schmitt, 1994, 81) 11.

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El editor del texto da cuenta de que la expresión latina “scelus infandum” designaría un doble superlativo: “scelus”, un hecho despiadado y vil, el crimen en toda su brutalidad; e “infandum”, lo impronunciable (Schmitt, 1994, 86). A propósito de lo cual cabe anotar, de paso, que la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio recién fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el año 1948. Esto no obsta, sin embargo, a que en la doctrina del derecho internacional haya voces que sostienen que el estatus de crimen internacional del genocidio es preexistente a la convención, en virtud de una norma de jus cogens. Vé. por ejemplo van Schaack, 1997, 2272 ss. Vé. t. Neves, 2004, 158 ss.

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La paradoja se encuentra, entonces, en que la peculiar perversidad de los hechos imputables a la máquina de exterminio del tercer Reich sólo se deja reconocer en atención a ellos mismos: ningún estándar de evaluación preexistente parece capaz de resistir su subsunción12.Y según Schmitt, esto podía explicarse recurriendo a las mismas palabras con las que un célebre legislador de la antigüedad habría respondido a la pregunta de por qué su ley penal no contemplaba el parricidio como delito específico: uno no debería siquiera nombrar tales crímenes atroces ni sugerir la posibilidad de su ocurrencia (Schmitt, 1994, 23). Si los derechos humanos sólo son reconocibles en atención al hecho mismo de su violación (Luhmann, 1995, 229 ss., 234 s.)13, la paradoja es manifiesta. Las violaciones de derechos humanos cuentan, en palabras de Luhmann, como “escándalos con potencia generadora de normas” (Luhmann, 1993b, 31 s.). Esto no quiere decir, ciertamente, que las normas que consagran derechos humanos sean

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Para esta distinción Atria, 2003, 71 ss. Y por eso resulta a lo menos incómoda una de las fórmulas habitualmente utilizadas en el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación para sintetizar la conclusión alcanzada tras analizar el caso de la víctima respectiva, según la cual – para mencionar el primer caso en que ella se encuentra – “Juan Lira Morales fue muerto, por agentes del Estado, en violación de sus derechos humanos” (CNVR, I, 1, 125, cursivas agregadas). Para una discusión de este problema vé. Fuentes, 2004a,123 ss.; 2004b, 284 ss. Puede ser importante tener en cuenta, de paso, que las bases del ejercicio de jurisdicción de la Corte Penal Internacional no se corresponden con un principio de jurisdicción universal, que es típicamente un criterio de ejercicio extraterritorial (excepcional) de jurisdicción por parte de Estados nacionales. El único ámbito en que cabe reconocer un ejercicio de jurisdicción universal por parte de la Corte Penal Internacional se corresponde con su conoci-

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creadas después del acaecimiento de los hechos en cuestión para así posibilitar su valoración retroactiva como violaciones de derechos humanos. Pues esto significaría caer en la tentación de disolver la paradoja. Pero disolver la paradoja significaría, a su vez, perder de vista la dimensión genuinamente constitutiva que cabe atribuir a los derechos humanos en tanto criterios que definen, para usar la expresión de Atria, “la sacralidad de cada ser humano como algo que informa nuestra forma de existencia” (Atria, 2003, 75). Aquí es fundamental destacar dos aspectos de esta formulación. Lo primero es enfatizar el plural del adjetivo posesivo (“nuestra”) de la última cláusula. Los derechos humanos, en el sentido constitutivo en que aquí se emplea la expresión – y no en el sentido prescriptivo que la expresión típicamente adquiere en el marco del derecho internacional de los derechos humanos, o bien en el discurso del derecho constitucional acerca de derechos fundamentales14 –, son los derechos de la humanidad toda inmediatamente presentes en cada persona humana15, lo cual es dependiente de una determinada auto-comprensión de la humanidad como una comunidad cooperativa cuyos miembros se reconocen, recíprocamente, igual dignidad (Tugendhat, 1993, 336 ss.). Sólo así puede entenderse que la violación de estos derechos constituya un ataque a toda la humanidad que autoriza y obliga a cada uno de nosotros a decir: “lo que a uno de mis hermanos le hiciste, a mí me lo hiciste”. Y la plausibilidad de este alegato está en la base de la tan problemática justificación del sometimiento de violaciones de derechos humanos, constitutivas de crímenes contra la humanidad, a una auténtica jurisdicción universal 16.

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Pero aun más relevante es la apelación a la “sacralidad de cada ser humano”. Pues lo que esta frase de hecho expresa es la evidencia de la aparición de una forma de dominación política cuya nota distintiva es, precisamente, la disponibilidad de la “vida desnuda” de quien se encuentra sometido a ella, que así se constituye en homo sacer, a saber, en algo que puede ser matado sin poder ser sacrificado (Agamben, 1998, 93 ss., 106 ss.) 17.Y tal como observa Agamben, sería justamente esta circunstancia, inscrita ya en el surgimiento de la soberanía nacional, lo que el reconocimiento universal de los derechos humanos en definitiva pone de manifiesto:

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Los derechos son atribuidos al hombre (o surgen de él) sólo en la medida en que el hombre mismo es el fundamento, que se desvanece inmediatamente, (y que incluso no debe nunca salir a la luz) del ciudadano. (Agamben, 1998, 163).

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La paradoja de los derechos humanos adquiere así su formulación más aguda. Pues si Agamben tiene razón, el fascismo y el nazismo sólo podrían ser entendidos como una redefinición de la relación entre las categorías “ser humano” y “ciudadano” que descansa en el trasfondo bio-político abierto por los fenómenos de la soberanía nacional y los derechos humanos (Agamben, 1998, 167). De esta estructura de fundamentación de los derechos humanos, autoconscientemente paradójica, es posible extraer desde ya una consecuencia importante de cara al caso chileno. Pues en contra de lo sostenido en el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, de , no tiene sentido mencionar “las insuficiencias de que adolecía nuestra cultura nacional en torno al tema de los derechos humanos” como un antecedente que haga más comprensible el terror practicado por agentes del Estado en el periodo - (CNVR, I, 1, 431)18. El problema de los derechos humanos no puede ser sino co-originario a la experiencia histórica de su violación.

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miento de situaciones referidas al Fiscal por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de conformidad con el art. 13 b) del Estatuto de Roma. Vé. Bassiouni, 2003, 503 ss.; Schabas, 2004, 72 ss. Al respecto también Mañalich, 2009a, 767 s. Vé. t. Girard, 1995, 267 ss. De ahí que Agamben objete la denominación del programa nazi de exterminio del pueblo judío como “holocausto”, precisamente por la connotación sacrificial de este término (Agamben, 2005, 27 ss.; Girard, 1995, 124). Vé. t. CNVR, I, 2, 1268 ss.

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3.1. FACTICIDAD Y VALIDEZ

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El terror se deja entender como disolución de la juridicidad, esto es, como genuino estado de excepción, cuya nota distintiva es la imposibilidad de distinguir aquello que cuenta como observancia del derecho de aquello que cuenta como su quebrantamiento (Agamben, 1998, 78). El problema está, sin embargo, en que la disolución del derecho es invisible para el derecho, el cual no puede tematizar el fundamento último de su validez, porque éste se encuentra siempre fuera de su “provincia”. Desde el punto de vista del derecho, el fundamento último de validez jurídica sólo alcanza a ser postulado, para mencionar las dos sugerencias más conocidas, o bien en el sentido de una norma fundamental hipotética como “presupuesto lógico trascendental” de la validez – en sentido dinámico – del sistema jurídico respectivo (Kelsen, 2002, 201 ss., 208 ss.), o bien en el sentido de una regla de reconocimiento última, que es seguida y aplicada en la praxis efectiva, pero que no puede ser formulada a través de un “enunciado interno” de validez (Hart, 1963, 125 ss.). Se trata aquí de modos en que la teoría jurídica reproduce el punto ciego que lleva a la pregunta por la validez del derecho entendida como pregunta jurídica: el derecho no puede, en última instancia, responder esta pregunta. Por eso, lo que la teoría del derecho produce es una descripción, en el nivel de una observación de segundo orden, de los límites de la validez jurídica, precisamente, como límites, más allá de los cuales la pregunta en cuestión ya no se deja plantear (Pawlik, 1994b, 461 ss.). Pues desde el punto de vista del derecho, la pregunta por el fundamento último de validez jurídica es una pregunta que de hecho carece de sentido: el sistema jurídico, en la recursividad de su clausura operativa, se presupone siempre a sí mismo (Luhmann, 1993a, 42 ss.). En esto, el derecho funciona como el lenguaje, pues como observa Wittgenstein: “toda forma de hacer comprensible un lenguaje presupone ya un lenguaje” (Wittgenstein, 1981, 6). El concepto de validez jurídica puede entenderse, por lo mismo, como el símbolo que provee unidad al sistema en la multiplicidad de sus operaciones (Luhmann, 1993a, 98 ss.), operaciones que consisten en la aplicación binaria del código derecho/no-derecho. Y este código, cuya aplicación binaria es lo que diferencia a la comunicación jurídica como tal, no puede ser identificado con una norma – hipotética o categórica, trascendental o fáctica-

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mente existente – del sistema jurídico en cuestión, sino que representa, más bien, la estructura de un procedimiento de reconocimiento y asignación por el cual el derecho se constituye a sí mismo como la única instancia que determina lo que es o no derecho (Ibíd., 69 ss., 103 ss.). Ésta es la razón por la cual la revolución es necesariamente invisible al derecho. Pues la aplicación del código derecho/noderecho a la propia operación del derecho supondría una aplicación de ese código a su propia aplicación, lo cual es estrictamente imposible (Luhmann, 1993a, 175 ss.). La revolución representa el punto ciego en la auto-observación del sistema jurídico. Por eso, si la pregunta se reformula en términos del fundamento de validez del derecho bajo la constitución de una determinada comunidad, la respuesta ha de ser necesariamente política (Schmitt, 1957, 20 ss.). La vigencia del derecho de una comunidad política bajo una determinada constitución no se deja tematizar como una pregunta interna al ordenamiento jurídico de ese régimen constitucional, sino que depende de la persistencia efectiva de esa decisión existencial positiva, que es la constitución en sentido estricto. En palabras de Böckenförde:

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Ningún ordenamiento jurídico vigente se sustrae a la necesidad de fundamentarse y legitimarse a partir de datos prejurídicos; de otra forma perdería su fuerza y su pretensión de vigencia. La remisión del derecho al derecho puede hacerse, sin duda, dentro del ordenamiento jurídico, por ejemplo entre reglamento y ley, o entre ley y constitución; pero esa remisión no cabe ya para el escalón superior del ordenamiento jurídico. La vinculación del derecho a datos prejurídicos, el problema del missing link entre normatividad y facticidad, se da en el caso de la Constitución de forma ineludible. Tiene en ella, y justamente en ella, su posición sistemática (Böckenförde, 2000, 160 s.).

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La prueba de que la decisión existencial positiva que se corresponde con la constitución stricto sensu no tiene por qué subsistir sub specie aeternitatis la ofrece, entonces, la revolución, que en todo caso conlleva la supresión (Aufhebung) de una constitución. Una revolución no necesariamente conlleva, empero, una sustitución del sujeto titular del poder constituyente – que es siempre poder originario –, que es lo que caracteriza, según Carl Schmitt, a un aniquilamiento (Vernichtung) de la constitución. Pues esto último depende de que también se produzca una redefini-

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Böckenförde, 1999, 135 ss., quien menciona, entre otros, los casos de las dictaduras militares sudamericanas como ejemplo. Marx, 1971, 293, quien añadía que, “en cierta medida, respecto de las demás formas de Estado, la democracia se comporta tal como el cristianismo respecto de las demás religiones”, dado que el cristianismo sería “la esencia de la religión, el ser humano divinizado como una religión particular”.

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ción de la unidad política preexistente, esto es, que no sólo se altere la decisión existencial positiva, sino también el fundamento de ésta – por ejemplo, al abolir el pueblo francés el antiguo régimen monárquico, fundado en un principio dinástico, dándose a sí mismo el estatus absoluto de un Estado democrático, sustituyendo así al monarca como titular del poder constituyente. Pero una revolución siempre trae consigo, en todo caso, una alteración de la definición existencial positiva de la unidad política preexistente, la cual de este modo se constituye a sí misma, auto-conscientemente, de otro modo (Schmitt, 1957, 93 ss.). Lo cual muestra cuán poco plausible es la representación de que sea recién la constitución lo que hace posible la existencia del Estado como unidad política de un pueblo19. En palabras de Karl Marx: “Así como la religión no crea al ser humano, sino el ser humano la religión, así tampoco la constitución crea al pueblo, sino el pueblo la constitución”20. Ahora bien, pudiendo haber superación revolucionaria de una constitución por otra sin alteración del sujeto titular del poder constituyente – esto es, pudiendo haber supresión sin aniquilamiento de la constitución –, podría asumirse, según Schmitt, la continuidad del Estado tanto en términos de derecho internacional como en términos de derecho público interno, lo cual se expresaría en que en tal caso no sea de hecho necesario un acto explícito de recepción del derecho vigente bajo la constitución superada. Schmitt ofrece, sin embargo, una observación crucial que hablaría a favor de la hipótesis de la continuidad del derecho, incluso cuando la revolución en cuestión no sólo entraña una supresión de la constitución – en sentido estricto, no una modificación de “leyes constitucionales” – sino ya también una sustitución del sujeto que se arroga el poder constituyente. Se trata aquí, según Schmitt, de una peculiaridad de la “lógica de una constitución democrática”, que muestra en qué medida el principio democrático es radicalmente excluyente de la legitimidad de cualquiera otra variante de definición política. En tanto una teoría democrática consistente no conoce otra constitución

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legítima que aquella que descansa en el poder constituyente del pueblo, ella tiene que asumir que cada constitución que haya podido existir en el pasado hubo de poder ser reconducida a la voluntad expresa o tácita del pueblo, independientemente de cuál haya sido la respectiva forma de gobierno, es decir, la forma de realización política de esa voluntad (Schmitt, 1957, 94 s.) 21. Esto es exactamente lo que se lee en una temprana “Crítica al derecho del Estado de Hegel” por parte de Marx:

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La democracia es la verdad de la monarquía, la monarquía no es la verdad de la democracia. La monarquía necesariamente es democracia como inconsecuencia contra sí misma, el momento monárquico no es inconsecuencia alguna en la democracia. La monarquía no puede, la democracia sí puede ser conceptualizada desde sí misma. En la democracia ninguno de los momentos adquiere un significado diferente del que le corresponde. Cada uno es realmente sólo un momento del demos en su conjunto. En la monarquía una parte determina el carácter del todo. […] La democracia es contenido y forma. La monarquía debería ser sólo forma, pero ella falsea el contenido (Marx, 1971, 292).

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Lo importante de esta tesis es la constatación de que una vez que irrumpe el paradigma democrático, ya no resulta posible entender la subsistencia de una forma de organización política que falsea su contenido sino asumiendo que ella en definitiva descansa en la voluntad del pueblo. Pues de lo contrario, y esto es lo que aquí hay que enfatizar, bajo un paradigma democrático no podría reconocerse que haya existido una constitución anterior, sino sólo – así Schmitt – “un sistema de despotismo y tiranía” (Schmitt, 1957, 95).Y si Schmitt tiene razón, puede decirse entonces que la hipótesis de la continuidad del derecho a través de la supresión o la destrucción de la constitución anterior necesariamente trae consigo una negación de que entremedio haya habido, precisamente, tiranía, esto es, sola dominación por la fuerza; o bien: por la razón o la fuerza. Así se hace patente la dificultad que subyace al intento de superación del terror a través (de la aplicación) del derecho. La superación tendría que consistir, precisamente, en la demostración concluyente del quiebre definitivo entre la manera en que la En el mismo sentido Böckenförde, 1999, 136 s. Acerca de la conexión interna entre democracia y poder constituyente vé. Böckenförde, 2000, 163 ss.

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3.2. LA DINA COMO PARADIGMA

Una de las razones por las cuales el régimen nazi se encuentraindisolublemente ligado a la significación contemporánea del fenómeno de terror estatal se halla en la radical falta de ambigüedad con que el programa de exterminio de judíos, gitanos y otros grupos humanos fuera asumido como una genuina tarea de la Verwaltung. En esto consiste la absoluta ausencia de toda hipocresía que según Hannah Arendt diferencia a los crímenes de la Alemania nazi, incluso frente a los de la Unión Soviética estalinista, como hito sin parangón en la experiencia moral de la humanidad (Arendt, 2007, 77 ss.). Esta connotación singularísima, vívidamente asociada a la presentación de sí mismo que Eichmann ofreciera ante el tribunal que lo condenó a muerte en Jerusalén como un mero burócrata en desempeño de su función, hace indudable el hecho de la ineficacia sistémica de normas jurídicas (“positivas”) que hubiesen proscrito y sancionado los hechos genocidas. Esta ausencia de ambigüedad en cuanto a la falta de punibilidad de los hechos del régimen superado bajo el derecho (efectivamente) vigente – es decir, practicado – al momento de su perpetración, ciertamente no se da en el caso chileno. El régimen que perpetró el terror en Chile, matando, haciendo desaparecer y torturando masivamente a individuos perseguidos políticamente parece haber descansado, más bien, en un principio de operación irreductiblemente ambiguo, que se deja entender como expresión de la ambivalencia de la propia auto-comprensión del régimen,

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respectiva comunidad política se llegó a auto-comprender antes, en el pasado en que emergió el terror, y la manera en que esa (misma) comunidad política se auto-comprende hoy. Dicho de otro modo, la superación del pasado tendría que consistir en la demostración de la inconmensurabilidad entre el pasado y el presente de la respectiva comunidad política. Pero es exactamente esto, la producción de un quiebre en la auto-comprensión de la respectiva comunidad política, lo que no puede operar jurídicamente, esto es, mediante la aplicación del derecho. Porque cada aplicación del derecho encierra el alegato implícito de una congruencia entre ayer y hoy, entre el tiempo (pasado) del hecho juzgado y el tiempo (presente) del juzgamiento del hecho. Así se produce, en efecto, la constitución jurídica de la memoria: “el pasado recuperado no puede sino estar reconciliado con el presente” (Christodoulidis, 2001, 217 ss., 222 ss.).

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oscilante entre entenderse a sí mismo como dictadura, de una parte, y como tiranía, de otra (vé. Atria, 2005, 60 ss.). Esto encuentra su manifestación más inequívoca en que el obstáculo jurídico fundamental que parece oponerse a la punibilidad de los hechos correspondientes a la época más oscura de su política de persecución y exterminio esté constituido por el DL  de , conocido como “la ley de amnistía”. Que la junta militar recurriera a una amnistía general para asegurar la impunidad de sus agentes en relación con los hechos del periodo que va del  de septiembre de  al  de marzo de , muestra de modo particularmente claro esa ambigüedad. Pues ello admite ser interpretado como un reconocimiento, institucionalmente explícito, de la conciencia de la antijuridicidad del régimen acerca de los hechos imputables a sus agencias represivas. Pero es necesario desentrañar el modo en que esta ambigüedad puede incidir en el análisis del estatus jurídico-penal de los hechos del terror. Para esto puede ser útil concentrarse en la organización cuyo accionar representara el ejercicio más brutal de violencia en los años del terror: la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Desde el punto de vista del derecho penal, por ejemplo, una organización como la DINA, tal como de hecho lo sostuvo el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (CNVR, I, 2, 718), no puede sino aparecer como una “organización ilícita” – propiamente, bajo el Código Penal chileno, como una asociación ilícita. Pero esto desafía el hecho de que la DINA, al mismo tiempo – y ahora desde lo que, con algo de ironía, uno podría llamar la perspectiva del derecho público –, haya sido establecida por un decreto-ley ( de ), dictado por la propia junta, como “organismo militar de carácter técnico, profesional, dependiente directamente de la Junta de Gobierno”, al que competía “reunir todas las informaciones a nivel nacional […] para la formación de políticas, planificación y la adopción de medidas que procuren el resguardo de la seguridad nacional y el desarrollo del país” (CNVR, I, 2, 720 ss.). ¿Qué descripción de la DINA es la correcta? ¿La que concentrándose en su modus operandi conduce a subsumir el desempeño de sus integrantes bajo el tipo delictivo de la asociación ilícita y cada una de sus acciones particulares, por ejemplo, bajo los tipos delictivos del asesinato, del secuestro, de la tortura o de la violación? ¿O la que atendiendo a su configuración “legal” la contempla como organismo técnico destinado a tareas de

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inteligencia y seguridad? Lo crucial es advertir, primero, qué clase de respuesta no está disponible. Por ejemplo, la respuesta según la cual la DINA, habiendo sido creada como organismo técnico con funciones de inteligencia y seguridad, habría degenerado de facto en un aparato represivo ilegal. Esto sería desconocer, con un grado superlativo de candidez, que el modus operandi de la DINA fue algo más que un accidente. A este respecto es suficientemente plástica la siguiente observación, contenida en el Informe de la Comisión Nacional sobre Verdad y Reconciliación:

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Esto no constituye, en modo alguno, una casualidad. La vaguedad de la determinación “legal” de sus funciones no hizo meramente posible que la DINA operase, de hecho, por encima de la ley. El modo de operar de la DINA no se explica porque el DL  haya exhibido, en una medida más alta que lo normal, lo que Hart llamara la “textura abierta” de las reglas (Hart, 1963, 155 ss.). A menos, ciertamente, que por textura abierta también quepa entender el hecho de que el decreto-ley que creó la DINA contuviera, además de los artículos publicados en el texto respectivo, algunos “artículos secretos”. La DINA fue una organización creada por decreto-ley para operar “por encima de ley”, esto es, quebrantando la ley. Desde el punto de vista de las categorías propias de la teoría general del derecho, es claro que esta proposición tendría que resultar insostenible. Si la DINA fue creada por una norma de rango legal, describir su accionar, ajustado a la determinación “legal” de sus funciones, como un accionar por encima de ley, resulta una contradicción en los términos. ¿Cabe decir entonces que el accionar de la DINA, en tanto orientado a la obtención de informaciones dirigidas a la definición de políticas del Gobierno y al resguardo de la seguridad nacional, se ajustaba al derecho vigente de la época? Esto parece igual de absurdo que la proposición contraria. Pues de ser así, la dictación del DL  de , que amnistiara buena parte de los hechos delictivos perpetrados por agentes de la DINA, habría carecido de todo sentido. El decreto-ley de amnistía, contrastado con el tenor del DL  de  de agosto de , por el cual se suprimía la DINA en

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La legalidad formal en esta materia, no sometió la DINA a la ley sino que facilitó, en ciertos aspectos, la acción de un organismo que estuvo, en la práctica, por encima de la ley (CNVR, I, 2, 721).

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atención a “la conveniencia de estructurar de acuerdo a las actuales circunstancias del acontecer nacional las atribuciones de un organismo creado en situación de conflicto interno ya superado”, cuenta como la manifestación definitiva de la ambivalencia de la propia auto-comprensión del régimen. La operación de la DINA no admite ser vista como quebrantamiento ni como ejecución de la ley, sino que parece estar, desde el punto de vista del derecho, en un no-lugar absoluto, que es, según Agamben, lo definitorio del estado de excepción (Agamben, 2004, 99 ss.). Aferrarse a lo contradictorio de la descripción de la DINA como organización “legalmente” creada para actuar contra legem es imprescindible para no abandonar el nivel de descripción que hace posible seguir llamando “terror” al terror, esto es, no convertirlo en bagatela. Pues la idea de la creación legal de una organización que de facto habría de actuar quebrantando la ley sugiere que ya hemos alcanzado el punto en que la distinción entre normatividad y facticidad empieza a disolverse (vé. Günther, 1993, 21 s.). Y es precisamente esto lo que significa la supresión del Estado de derecho: el derecho deja de representar un estándar para la evaluación de la acción del Estado, porque cada acción del Estado pasa a ser potencialmente portadora de una modificación de las bases jurídicas de su propia actuación (vé. Pawlik, 1994a, 114 s.). Aquí hay que enfatizar la relevancia de que los hechos constitutivos del terror sean directa o indirectamente atribuibles a agentes estatales, lo cual cuenta, por lo demás, como elemento distintivo del concepto de crímenes contra la humanidad bajo su concepción más tradicional (Manske, 2003, 152). Pues sólo bajo esta condición tiene sentido redefinir el terror como disolución del derecho. Lo relevante de la intervención sistemática de agentes estatales en los hechos del terror es que ello socava, usando la terminología de Hart, un presupuesto elemental de la eficacia general de un sistema jurídico capaz de regular las condiciones de validez, cambio y aplicación de sus propias reglas, esto es, de cualquier sistema jurídico mínimamente sofisticado, que también contenga reglas secundarias con arreglo a las cuales un grupo de funcionarios se hace distintivamente competente de generar, modificar, aplicar y hacer cumplir las reglas de ese sistema (Hart, 1963, 142 ss.). No se trata aquí de que algunos funcionarios del aparato estatal hayan contravenido de modo más o menos reiterado algunas de las normas que definen la manera en que los mismos deben comportarse en el ejercicio de su cargo – lo cual puede ser dis-

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De ahí que Shklar (1964, 207 s.) pueda sostener que la gran contribución del estudio de los sistemas totalitarios consiste en el hallazgo de que “ciertas ideologías y ciertos regímenes son radicalmente incompatibles con cualquier tipo de reglas jurídicas estables”.

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TE RROR Y EL DE RECHO

La actitud adoptada durante el régimen militar por el Poder Judicial produjo, en alguna importante e involuntaria medida, un agravamiento del proceso de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, tanto en lo inmediato, al no brindar protección a las personas detenidas en los casos denunciados, como porque otorgó a los agentes represivos una creciente certeza de impunidad por sus acciones delictuales, cualesquiera que fueren las variantes de agresión empleadas (CNVR, I, 1, 86).

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Puede ser útil contrastar esta observación de Hart con la siguiente reflexión contenida en el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación acerca de la “actitud general del poder judicial frente a las violaciones de los derechos humanos”:

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Si bien los tribunales del sistema pueden, en ocasiones, apartarse de estas reglas, en general tienen que apreciar críticamente tales desviaciones como fallas frente a los criterios vigentes, que son esencialmente comunes y públicos. Esto no es simplemente una cuestión que hace a la eficacia o vigor del sistema jurídico, sino que es lógicamente una condición necesaria para que podamos hablar de la existencia de un sistema jurídico (Hart, 1963, 144).

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tintivo, por ejemplo, de fenómenos de corrupción –, sino de una prescindencia sistemática de la observación de las condiciones de las cuales depende, con arreglo a las reglas de reconocimiento y de competencia del sistema jurídico supuestamente vigente, la validez de su actuación como la actuación de un funcionario competente, en su ámbito de actuación, por la integridad normativa del sistema jurídico en cuestión 22. Se trata, más bien, de que para un círculo de funcionarios de las fuerzas de orden y seguridad del Estado, por ejemplo, dejen de ser relevantes las condiciones bajo las cuales la detención o el arresto de personas cuenta como una actuación realizada en cumplimiento de la ley. Y es esta circunstancia la que explica la particular significación que puede llegar a tener una renuncia generalizada de los tribunales a pronunciarse sobre la efectividad y las consecuencias jurídicas de la falta de observancia de las reglas del ordenamiento respectivo:

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Para una crítica pormenorizada a las implicaciones de esta forma de entender el problema de la actuación – o mejor dicho: no-actuación – del poder judicial durante el terror vé. Atria, 2003, 52 ss.

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Es importante constatar cuán deflacionaria resulta esta sugerencia: un factor que explicaría la ocurrencia de las “acciones delictuales” de los agentes represivos habría consistido, entonces, en que los jueces no habrían estado completamente a la altura de su magistratura, con lo cual el poder judicial chileno se habría distanciado de su tradición histórica como “tenaz defensor del Estado de Derecho” (CNVR, I, 1, 86)23. Mas esto oculta la pregunta que se hace realmente apremiante, esto es, si tiene sentido en lo absoluto seguir hablando de un Estado de derecho bajo tales condiciones. Pues como observa Luhmann, el ordenamiento jurídico no puede decir por mucho tiempo: “tienes derecho, pero lamentablemente no podemos ayudarte” (Luhmann, 1993a, 153). Lo que así emerge es un contexto en que el derecho comienza a operar en un estado de corrupción estructural, en que lo distintivo no es una renuncia sin más a la aplicación del código derecho/ no-derecho, sino que ella pasa a estar mediada por una distinción preestablecida como “valor de reyección”, esto es, un valor cuya introducción pretende negar la necesidad de asignar binariamente, en cada operación, uno de los dos valores que conforman ese código binario, posibilitando una adaptación oportunista del sistema a una “élite” con capacidad de auto-imposición (Luhmann, 1993a, 81 s., 180 s.). Desde el punto de vista del derecho penal vigente a la época de operación de la DINA, buena parte de la actuación organizada de sus agentes, consistente en una práctica masiva de asesinatos, secuestros, violaciones y torturas, era sin más ilícita y punible. Pero el punto de vista del derecho penal no hace justicia a la dimensión de estos mismos hechos en la cual se hace reconocible el terror, que en relación con la DINA se corresponde con que ésta haya sido creada, por decreto-ley, para operar criminalmente. La creación de la DINA representa así, para usar la expresión de Agamben, el momento de aparición de la anomia al interior del ordenamiento jurídico (Agamben, 2004, 59).

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4. ¿SUPERACIÓN DEL PASADO A TRAVÉS DEL DERECHO?

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4.1. CRIMINALIDAD DE EXCEPCIÓN

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Lo cual equivale a decir: “nuestras oraciones sólo son verificadas por el presente” (Wittgenstein, 1981, 48). Coincidentemente McCall Smith, 2001, 51 s.

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¿Qué espacio existe para que el derecho, a través del recurso a la pena, pueda hacerse cargo de la superación de un pasado que parece jurídicamente inconmensurable? Así planteado el punto, la dificultad emerge de inmediato. Pues en un sentido que todavía debe ser precisado, toda punición pretende ser una superación del pasado. Aquí es importante advertir, sin embargo, que ello encierra una trampa. Todo lo que ocurre, ocurre en el presente24. La trampa consiste, entonces, en que la necesidad de la superación del pasado depende de que el pasado no sea, de hecho, mero pasado, sino todavía presente.Y siendo el derecho un sistema que se reproduce a través de sus propias operaciones, el pasado y el futuro sólo son relevantes, simultáneamente, como horizontes temporales de operaciones necesariamente actuales (Luhmann, 1993a, 45 s., 110). Si el pasado fuese sólo pasado, no habría necesidad de su superación, pues en ese sentido el pasado es siempre lo ya superado por definición: lo que ya pasó. En los precisos términos de Jakobs, en la superación del pasado sólo puede tratarse de la superación de un presente perturbado por el pasado (Jakobs, 1992, 37 s.) 25.Y como Jakobs observa inmediatamente, es exactamente una perturbación tal lo que explica la respuesta al delito a través de la pena. El delito expresa una falta de reconocimiento de la norma quebrantada como razón eficaz para la acción, y la pena declara que esa falta de reconocimiento – que de no ser cancelada valdría (Hegel, 1986a, § 99) – no cuenta como una puesta en cuestión de la vigencia de la norma. A través de esta prestación de la pena, el derecho demuestra coercitivamente la vigencia de la norma quebrantada como una norma que vincula a los miembros de una comunidad en tanto miembros de esa comunidad (vé. infra, II, 5.1.). Esta reconstrucción de la función del derecho penal se ajusta a lo que cabe llamar “criminalidad en el Estado”, esto es, el ámbito en que un ciudadano puede ser llamado a responder jurídicamente por el quebrantamiento imputable de una norma vinculante para los ciudadanos de un Estado “en forma”. Pero esa misma reconstrucción idealizada no se deja ajustar fácilmente a lo que cabe llamar la fenomenología del terror. Pues aproximarse

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al terror desde la perspectiva de la criminalidad en el Estado equivale, según ya se sugiriera, a reducir el terror a un conjunto de hechos delictivos discretos que a lo sumo pueden representar un quebrantamiento masivo de normas jurídicas. Hacer justicia al fenómeno del terror exige conceptuarlo, desde ya, no como criminalidad en el Estado, sino como criminalidad de Estado 26; o más precisamente, como una criminalidad cuyo contexto es la transformación (de al menos parte) del aparato estatal en una mafia criminal, esto es, en un “sistema de injusto constituido”27. Lo cual representa, en cierta medida, una inversión de la noción de criminalidad política, es decir, de aquella forma de criminalidad cuya lesividad se encuentra en un ataque a las condiciones de vigencia del Estado. Se trata de una inversión de esta noción, porque la criminalidad de Estado es precisamente aquella en que el Estado no constituye el “objeto del ataque”, sino la plataforma de producción de la violencia criminal. El terror no es, entonces, criminalidad política, sino “política criminal”, esto es, política operada criminalmente hasta el punto de tener que predicarse el adjetivo “criminal” de la propia acción del Estado (Jäger, 1998, 121 ss.). Se trata, en la muy adecuada formulación de Jäger, de la criminalidad que es propia del estado de excepción (Ibíd., 123). 4.2. LA TRIVIALIDAD DE LO JURÍDICO

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Vé. Jakobs, 1994, passim. Para una aproximación desde la teoría de sistemas vé. Pawlik, 1994a, passim. Así Lampe, 2003, 132 ss., quien postula, sin embargo, la corrección de un reconocimiento de los propios Estados como destinatarios de normas, punitivamente reforzadas, del derecho internacional. Para la distinción correspondiente entre dos nociones metafísicas de “constitución”– “compositiva” y “ampliativa”, respectivamente – vé. Wilson, 2007, passim.

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La descripción de un fenómeno semejante como fenómeno jurídicamente delictivo encierra una trivialización (vé. Christodoulidis, 2001, 223 ss.). Pero es crucial advertir que la trivialidad de una descripción no la hace falsa. Por el contrario, una descripción es trivial, justamente, cuando es tan evidentemente verdadera que como tal deja de ser interesante. El punto es, más bien, que la circunstancia de que la descripción de los hechos constitutivos del terror como hechos delictivos sea verdadera no implica que ésa sea la descripción verdadera del terror. Que el terror esté constituido por un conjunto de hechos en sí mismos delictivos no significa que el terror no sea más que un conjunto de hechos delictivos 28. No

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Vé. Hegel, 1986f, 383 s.: “en su verdad”, la cantidad es “la cualidad misma”. Acerca de la conceptualización de los crímenes contra la humanidad como “crímenes de masa” en términos de la dicotomía cantidad/cualidad, vé.Manske, 2003, 291 ss. Iniciativa del gobierno de Ricardo Lagos que culminó en un acuerdo que contenía una propuesta consensuada acerca del “problema de los detenidos desaparecidos”. Para una mirada de conjunto acerca del proceso de instalación y funcionamiento de la mesa por parte de uno de sus integrantes vé. Zalaquett, 2000, passim. El texto que fijó el acuerdo incorporó una referencia a “las graves violaciones a los derechos humanos en que incurrieron agentes de organizaciones del Estado durante el Gobierno Militar”, a pesar de que los abogados “representantes” de las organizaciones de familiares de detenidos desaparecidos – las cuales rechazaron integrar la mesa – pretendían que el documento reconociese la existencia de una “política institucional y sistemática de violación de los derechos humanos”. Vé. la entrevista a Pamela Pereira en El Mercurio, de 18 de junio de 2000, publicada también en Estudios Públicos 79 (2000), 489 ss., 493. Entrevista publicada en El Mercurio, de 18 de junio de 2000, también publicada en Estudios Públicos 79 (2000), 499 ss., 503.

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reconocer esta diferencia es incurrir en un error categorial. El terror no es, para decirlo plásticamente, la mera suma de hechos individuales o cometidos en coautoría, cada uno de los cuales, siendo subsumible bajo algún tipo delictivo, resulta imputable como injusto culpable a sus perpetradores. El terror no es algo distinto de esto, pero ciertamente es algo más. A lo menos, el terror encierra ya el momento en que, como diría Hegel, la determinación cuantitativa se vuelve cualitativa29. Y el derecho penal no es capaz – y esto es virtud, no defecto – de advertir este salto cualitativo, por el cual la ontología del terror se hace irreductible al conjunto de “hechos puntuales que pudieron haber cometido militares o carabineros”, según la descripción ofrecida por el general Salgado una vez concluida su participación en la así llamada Mesa de Diálogo30, quien mostraba plena conciencia de la relación dialéctica entre cantidad y cualidad cuando negaba que en relación a esos hechos pudiese hablarse de una política sistemática, dado que “lo sistemático implica cifras muy distintas”31. El problema está en que, desde el punto de vista del derecho, es imposible no reducir el terror a un fenómeno puramente delictivo, lo cual trae consigo, se quiera o no, su normalización. Pues el derecho, como observaba Kelsen, es como el rey Midas: todo lo que el derecho toca adquiere, eo ipso, carácter jurídico (Kelsen, 2002, 284). Así, que un suceso sea interpretable como hecho delictivo quiere decir, precisamente, que el mismo puede ser enten-

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dido como quebrantamiento de una norma jurídica cuya vigencia, en términos de su eficacia práctica como razón para la acción, resulta confirmada por la punición del hechor. Esto es lo que significa, por lo demás, toda imputación individual como aplicación del código binario actividad/pasividad: el hecho es atribuido exclusivamente al autor como producto de su agencia, separándolo del contexto de su comportamiento (Luhmann, 1981, 67 ss.) 32. Así se hace evidente una dificultad que es inmanente a la noción misma de crímenes de Estado. La transformación de (al menos) una parte del aparato estatal en un aparato criminal supone ya una supresión de las condiciones de la juridicidad de la praxis de ese Estado, que es directamente proporcional a la magnitud de esa operación criminal, sin que esa pérdida de juridicidad pueda ser radicalmente tematizada, sin embargo, bajo el derecho de ese Estado. El derecho del Estado, en otras palabras, no es epistémicamente capaz de advertir la supresión del Estado de derecho. Pues ni la concepción interna ni la estructura del derecho penal de un Estado democrático de derecho se ajustan a los requerimientos de “asimilación” de un régimen definido, precisamente, por el socavamiento de esa concepción y esa estructura (Zielcke, 1990, 464 ss.). Y la razón para esto se encuentra en que toda atribución de responsabilidad penal descansa, según ya se indicara, en un principio de aislamiento del comportamiento individual de quien o quienes son hechos responsables del suceso delictivo frente a todo el complejo de condiciones que representan el contexto de ese suceso, que sólo así es interpretable como hecho individualmente imputable. Mantener este principio de aislamiento, cuando se trata de hechos perpetrados en el marco de un programa de violencia sistemática desplegado por agentes del Estado, arriesga convertirse en una ficción, que necesariamente oculta la dimensión estructural de la responsabilidad por esos hechos. 4.3. EL EJEMPLO DEL GENOCIDIO

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A modo de ilustración de la tesis precedente en cuanto a la trivialización como disposición de lo jurídico, puede recurrirse al ejemplo más claro que ofrece la moderna evolución del derecho internacional: la definición convencional de genocidio como

Vé. t. Günther, 1998, 323 ss.; Zielcke, 1990, 464 s.

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caso paradigmático de crimen contra la humanidad 33. Esta definición fue formulada originariamente en el art. º de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, siendo después reproducida en el art. º del Estatuto de Roma, de conformidad con el cual por genocidio se entiende

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Acerca del estatus del genocidio como crimen contra la humanidad, y ya como el “crimen entre crímenes”, Manske, 2003, 123 ss.; Schabas, 2004, 37. El carácter problemático de los criterios de determinación del grupo humano susceptible de ser “típicamente” afectado por la comisión de un genocidio ha sido puesto de manifiesto por Bascuñán (2004a, 119 s.). Para una crítica del carácter anti-igualitario de la reducción de los grupos humanos relevantes como objeto de exterminio genocida que hace suya la definición convencional, excluyendo así, por ejemplo, a grupos identificados por referencia a una determinada ideología política, vé. Feierstein, 2007, 42 ss., quien da cuenta del justificado escepticismo que cabe mantener en cuanto a la pretensión de objetividad – en el sentido de una supuesta asepsia política – de las categorías “raza” y “etnia”.

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El problema de esta definición convencional de genocidio es, precisamente, que ella lo reduce a una descripción susceptible de constituir un “tipo delictivo”. Como siempre tratándose de la formulación del supuesto de hecho de una norma de sanción, la descripción de la forma de comportamiento delictivo no puede sino consistir en la identificación de determinadas propiedades – en tanto tales, necesariamente universales –, de cuya predicación de un determinado comportamiento depende, entonces, la subsunción de éste bajo el tipo delictivo en cuestión. De cara a la primera variante típica, consistente en la “matanza de miembros del grupo”, se llega a sostener, a pesar del plural de la expresión “miembros”, que la producción de la muerte de uno o más individuos, del grupo nacional, étnico, racial o religioso de que se trate 34, actuando con

 

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cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento parcial o total del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.

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el propósito de destruirlo total o parcialmente, cuenta como genocidio 35. Es importante tomar conciencia de lo que esto significa. Desde el punto de vista de la definición convencional de genocidio, todo hecho que satisficiera las características recién mencionadas tendría que ser considerado cualitativamente equivalente a lo que ocurrió en Auschwitz, el lugar que simboliza el programa de exterminio industrial mediante cámaras de gas – y que según Eichmann representara una alternativa más civilizada a las ejecuciones masivas con ametralladoras, “demasiado llamativas y demasiado gravosas” para los comandos de las SS (Weinmann, 1990, 11). Bajo la definición convencional de genocidio, la diferencia parece reducirse a una variable puramente cuantitativa: en Auschwitz habrían muerto muchos más seres humanos. Tipificar significa conceptualizar, y conceptualizar significa producir una abstracción, una abstracción que conduce a la tranquilidad de poder subsumir el terror bajo el contenido proposicional de una norma, la tranquilidad de poder entender Auschwitz como una instancia particular de un fenómeno general (vé. Jankélévitch, 2006, 31 s.). Pues como observara Nietzsche, “el reducir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface” (Nietzsche, 1973, 72).

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Así el texto del art. 6º, letra a), Nº 1 de los “Elementos de los Crímenes” (infra, nota 36). Vé. al respecto Byron, 2004, 163 s., donde a la formulación en plural se atribuye un efecto eventualmente (“perhaps”) restrictivo en términos de una exigencia de que se dé muerte a dos miembros del grupo a lo menos. Schabas (2004, 39), añade que la determinación cuantitativa relativa a las “víctimas reales” sólo sería relevante para la inferencia del propósito genocida en el agente, no así para la realización del actus reus. El texto del art. 11 Nº 1 de la Ley 20357, que tipifica crímenes de derecho internacional bajo el derecho chileno doméstico, también favorece la tesis de la suficiencia de la causación de la muerte de un solo miembro del grupo respectivo.

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Frente a esto último cabría observar, quizá, que la definición convencional del genocidio como crimen contra la humanidad exhibe una deficiencia de “técnica legislativa”, precisamente por la relevancia que ella otorga al elemento subjetivo en cuestión – a saber, el propósito de destruir total o parcialmente al grupo en cuestión –, constitutivo de una tendencia interna trascendente, que convierte al genocidio en un delito de tipo incongruente por exceso subjetivo, correspondiéndole así la estructura de un delito mutilado de varios actos. La destrucción total o parcial del grupo, que constituye el objetivo perseguido por el

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El texto de los “Elementos de los Crímenes” constituye un documento elaborado y acordado (en junio de 2000) por la Comisión Preparatoria para el establecimiento de la Corte Penal Internacional y posteriormente adoptado por la Asamblea de Estados Parte (en septiembre de 2002), que ha de operar, de conformidad con lo establecido en el art. 9º del Estatuto de Roma, en la forma de una guía para la interpretación y aplicación de las definiciones de los crímenes objeto de la competencia de la corte, precisando el alcance pero sin modificar los elementos esenciales de la respectiva descripción típica. Vé. Bassiouni, 2003, 510 s.; Schabas, 2004, 35 s.

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autor, resulta “mutilada” por la definición típica, de conformidad con la cual el delito se consuma – en la primera variante – ya con la producción de la muerte de dos o más, o de conformidad con la interpretación, siquiera uno de sus miembros. Así, de acuerdo con lo establecido en el texto de los así llamados “Elementos de los Crímenes”36, cabría exigir la satisfacción de una exigencia objetiva consistente en “que la conducta haya tenido lugar en el contexto de una pauta manifiesta de conducta similar dirigida contra ese grupo o haya podido por sí misma causar esta destrucción”. Pero esto está lejos de representar una solución al problema que aquí interesa. Pues no se trata de discutir qué definición de genocidio puede ser más o menos adecuada desde un punto de vista técnico-jurídico, sino de algo mucho más elemental, a saber, de la suposición pragmática que subyace a la tipificación penal del genocidio. El punto se deja advertir más fácilmente por referencia a la incorporación de la tipificación del genocidio bajo el derecho interno de los Estados que deciden cumplir de este modo el deber impuesto por el mandato de incriminación fijado en la convención internacional respectiva. Tipificar el genocidio bajo el derecho penal doméstico significa constituirlo como supuesto de hecho de una norma de sanción del Código Penal o de una ley penal especial, tal como ello ha ocurrido, en el derecho chileno, con la entrada en vigencia de la Ley  (de  de julio de ), cuyo art.  tipifica penalmente el crimen de genocidio. Definir una forma de comportamiento como antecedente de la imposición de una sanción penal, cuyo sentido es la expresión de un reproche a la persona a quien ese comportamiento resulta individualmente imputable, presupone pragmáticamente la formulación – en todo caso implícita – de una norma que prohíbe esa forma de comportamiento, de modo tal que esta norma representa el estándar para su juzgamiento como forma de comportamiento

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Para un análisis de la estructura y la función de las normas de comportamiento sobre la base de la teoría de los actos de habla, vé. Mañalich, 2009b, 37 ss.; 2010a, 170 ss.

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jurídicamente incorrecto. ¿Pero qué significa la existencia de una prohibición jurídica del genocidio? Lo que ello en todo caso significa es la hipótesis de que, bajo las condiciones en que puede ocurrir un genocidio, el derecho penal todavía podría contar como un sistema de pautas de comportamiento que reclaman validez en la situación de que se trata. Y ésta es una hipótesis problemática. Quien pretende prohibir el genocidio necesariamente tiene que presuponer que la norma de prohibición así establecida podrá exhibir validez jurídica cuando se presenten las condiciones para su aplicación – que son, precisamente, las circunstancias contextuales que podrían introducirse para “enriquecer” el tipo objetivo de la definición convencional de genocidio. Esta presuposición es necesaria, porque de ella depende el éxito (ilocucionario) del acto de habla por el cual se pretende establecer la norma en cuestión37. Pero el problema es que, dado cuáles son las condiciones contextuales de las que depende que pueda afirmarse, seriamente, que está teniendo – o mejor: que ha tenido – lugar un genocidio, esa presuposición difícilmente podrá resultar satisfecha. Pues que se produzcan tales condiciones, que tendrían que hacer posible distinguir un genocidio de un mero asesinato (eventualmente) múltiple cometido con un determinado propósito particularmente reprochable (vé. Feierstein, 2007, 43.), significa que la prohibición jurídica de matar a otro, en referencia a los miembros de ese grupo, así como las demás reglas jurídicas que determinan el modo en que el quebrantamiento de esa prohibición puede fundamentar responsabilidad jurídico-penal, ya han perdido buena parte de su eficacia. Como observa Jakobs, en los territorios de dominación nazi de facto ya no regía la prohibición jurídica de matar a otro tratándose de miembros del pueblo judío (Jakobs, 1992, 43 ss.). Un código penal que prohíbe el genocidio es un código penal que pretende poder reclamar validez en un contexto en que el mismo habrá perdido, en un grado sistémicamente significativo, su eficacia. A esto cabría oponer, empero, que es precisamente tal circunstancia lo que explica que la punibilidad del genocidio no esté sujeta a la contingencia de su tipificación legal bajo el derecho doméstico del Estado en cuyo

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Lemkin formuló el concepto de genocidio en un trabajo publicado en 1944, titulado “Axis Rules in Occupied Europe”. Al respecto Hübner, 2004, 54 s.; Selbmann, 2003, 33 ss. Vé. t. Feierstein, 2007, 31 ss. El hecho de que el concepto elaborado por Lemkin haya estado inmediatamente referido a los hechos del terror nazi no obsta que el exterminio armenio a manos del imperio turco otomano durante la primera guerra mundial sea considerado como el primer caso histórico de un fenómeno genuinamente moderno. Feierstein postula la conveniencia metodológica – aunque en el contexto de la matriz disciplinar de las ciencias sociales, no de la teoría jurídica – de sustituir la noción (estática) de genocidio por la noción (dinámica) de una práctica social genocida, de modo de entender el genocidio como un proceso, “el cual se inicia mucho antes del aniquilamiento y termina mucho después” (Ibíd.).

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territorio se produce el genocidio respectivo, sino que descanse en fundamentos de derecho internacional que tienen carácter de jus cogens. Sin embargo, lo único que ello trae consigo es un desplazamiento de la disociación entre la pretensión de validez formal de un determinado conjunto de normas jurídicas, de un lado, y la evidencia de su masiva falta de eficacia, de otro. Esto explica, por lo demás, por qué la prohibición jurídica del genocidio tampoco se hace más plausible si su definición típica pasa a incorporar, como elemento del tipo objetivo, algunas de las condiciones contextuales que hacen posible el fenómeno y convierten al genocidio en un “delito de contexto”. Pues aun así sigue siendo imposible configurar la forma de comportamiento prohibida como susceptible de ser descrita en términos que hagan justicia a lo que significa, sociopolíticamente, la posibilidad de un genocidio. En términos analíticos, esas circunstancias objetivas no dejan de ser condiciones de aplicabilidad de la norma, lógicamente diferenciables del acto normado (vé. von Wright, 1963, 70 ss.). Y el punto es precisamente éste: el genocidio no se deja conceptuar como un comportamiento aislado susceptible de ser interpretado como hecho de un agente. En contra de las apariencias, esta proposición no se aleja demasiado del núcleo del concepto hegemónico de genocidio, originariamente formulado por Rafael Lemkin38, quien ciertamente no lo entendía como la destrucción inmediata del grupo nacional, étnico, racial o religioso afectado mediante asesinatos masivos, pero sí como la realización de un plan de exterminio llevado a efecto a través de una multiplicidad de acciones particulares (Manske, 2003, 111 s.). Lo anterior da cuenta, finalmente, de por qué ha de resultar tan poco plausible determinar el principio de ejecución de un genocidio (vé. Feierstein, 2007, 35 ss.)39. Como categoría de la dogmática de la tenta-

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tiva punible, el principio de ejecución representa el momento en que en el destinatario de la prohibición respectiva da inicio a la ejecución de una acción que es incompatible con la intención de evitar la realización del tipo delictivo. Ciertamente, respecto de cada una de las formas de comportamiento tipificadas como modalidades alternativas del crimen de genocidio, no resulta problemático – al menos no más problemático que tratándose de cualquier otro delito – establecer el momento en que el autor da inicio a la ejecución de una acción que, de tener lugar de conformidad con su propia representación del suceso, conllevaría la realización del tipo delictivo. El problema, más bien, concierne el modo en que ello puede vincularse a la puesta en marcha de un proceso genocida. Esto se hace patente en las determinaciones preliminares del texto definitivo de los “Elementos de los Crímenes”, que establece que la cláusula “en el contexto de una pauta manifiesta de conducta similar dirigida contra ese grupo” habría de comprender “los actos iniciales de una serie que comience a perfilarse”. Ahora bien, ¿pueden actos iniciales corresponderse, de hecho, con una pauta manifiesta de conducta? La idea misma de una “tentativa” de genocidio, o más aún, de un genocidio “frustrado”, parece ridícula 40. En cierto sentido, lo terrorífico del genocidio, a menos que se lo trivialice por la vía de reducirlo a un mero asesinato circunstanciado, es que el mismo sólo parece poder conocer la consumación como “forma de aparición”. 4.4. LA PUNICIÓN COMO SUJECIÓN AL PASADO

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De ahí que Vahakn Dadrian, teórico armenio, propusiera en 1975 una definición alternativa de genocidio cuya primera cláusula reza “intento exitoso de un grupo dominante”. Al respecto Feierstein, 2007, 59 ss. Vé. al respecto Duff, 1998, passim.

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El sometimiento de las manifestaciones más aberrantes de violencia criminal a la lógica del derecho trae consigo su normalización. Nada de ello altera en lo más mínimo, empero, que la punición de los perpetradores de tales hechos se encuentre jurídicamente justificada. Pues esto depende exclusivamente de la satisfacción de las condiciones de su responsabilidad jurídico-penal. Pero el solo planteamiento de esto ya presupone – aunque sólo presupone – una respuesta afirmativa a la pregunta por la satisfacción de las precondiciones de una eventual responsabilidad 41. Y esta última no es una pregunta que pueda tematizarse en el ho-

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4. ¿ SUPERACIÓN

En otros términos, por condiciones de la responsabilidad cabe entender aquellas de las cuales depende que una persona sea o bien absuelta o bien condenada por la comisión de un delito; por precondiciones de la responsabilidad, en cambio, aquellas de las cuales depende que respecto de una persona siquiera se plantee la pregunta de si ella pudiera ser absuelta o condenada.

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rizonte de discurso de la propia aplicación del derecho penal. Pues cada aplicación del derecho penal, sea condenatoria o exculpatoria, presupone que las condiciones de la responsabilidad se encuentran satisfechas. La distinción entre condiciones y precondiciones de la responsabilidad puede entenderse como una diferenciación entre la pregunta – interna a la práctica jurídico-penal – de si respecto de una determinada persona se satisfacen los criterios de los cuales depende una posible atribución de responsabilidad, de un lado, y la pregunta – externa a esa misma práctica – de si siquiera puede plantearse la posibilidad de hacer responder a una persona en el marco de esa práctica (Duff, 1998, 193 s.) 42. Tales precondiciones admiten ser entendidas, por ende, como las condiciones cuya satisfacción es presupuesta cada vez que se plantea la sola posibilidad de que una persona sea llamada a responder por un hecho delictivo ante un tribunal (Ibíd., 195 ss.). Para determinar en qué pueden consistir estos presupuestos, resulta necesario clarificar la estructura de tal atribución de responsabilidad. Bajo una reconstrucción dialógica de su específica operación, la atribución de responsabilidad jurídico-penal produce la confirmación (mas no la generación) de una relación de co-pertenencia a una comunidad cuyos miembros se dan normas que se obligan recíprocamente a seguir (infra, II, 3.3., 5.2). Ciertamente, la confirmación de tal relación de co-pertenencia no es algo que pueda tematizarse dentro del diálogo de atribución de responsabilidad que tiene lugar en la forma institucional del proceso penal, precisamente porque no se trata de una condición sino de una precondición de la responsabilidad, que permanece, por lo mismo, invisible en el contexto de ese diálogo. Lo importante aquí, sin embargo, es advertir que esta precondición encierra una presuposición ulterior, a saber, la de una correspondencia normativa entre el tiempo (pasado) del hecho punible y el tiempo (presente) de su punición. Esta presuposición está en la base de la definición del ámbito temporal de validez del derecho penal, que no se deja articular con

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la sola referencia al principio de irretroactividad de la ley penal. Pues desde el solo punto de vista del principio de irretroactividad, nada se opone a que el hecho juzgado pueda resultar punible de acuerdo con normas vigentes al momento de su comisión, pero que al momento de su juzgamiento ya hayan perdido vigencia. Lo único que explica la exigencia de congruencia normativa entre el tiempo del hecho y el tiempo de su juzgamiento, que se traduce en el así llamado principio de favorabilidad (infra, IV, 5.2), es la necesidad “de que al contenido expresivo del hecho punible corresponda el contenido expresivo del acto de la punición, al modo de un decir y un contradecir” (Jakobs, 1991, 4/49).Y tal como Jakobs lo formula plásticamente, lo que este requisito significa es que el hecho juzgado ha de seguir representando un conflicto en el presente (Ibíd., 4/50) 43, lo cual, según ya se sugiriera, define el sentido preciso en que cabe entender que toda punición es superación de un hecho pasado en tanto perturbación del presente. Es exactamente esto lo que da pie para preguntarse por el significado último del sometimiento incondicionado de los hechos del terror a un régimen de punibilidad – formalmente intacto bajo el derecho penal chileno – cuya aplicación encierra la presuposición contra-fáctica de que el ethos de la comunidad en cuyo nombre se impone y ejecuta la pena no se habría visto decisivamente socavado, de hecho, por la práctica del terror estatal; lo cual equivaldría a decir: que el terror no fue terror. Así se deja entender la observación de que la autonomía sistémica que hace posible diferenciar el derecho de la política muestra, paradójicamente, el sentido en que el derecho es siempre político (Atria, 2003, 49, nota 7). Pues toda aplicación del derecho encierra una determinada comprensión del pasado, del tiempo de los hechos juzgados, precisamente en el sentido de la normalidad del pasado, es decir, de una correspondencia normativa entre pasado y presente. Para hacer posible la generalización de expectativas que puedan ser mantenidas contra-fácticamente – esto es, a pesar de la evidencia de su frustración – el derecho hace predecible el futuro por la vía de sujetarlo al pasado, mostrando así una tendencia inmodificable a la inercia (Christodoulidis, 2001, 217 ss., 222 ss.). Ello contrasta radicalmente con la orientación temporal de la acción política, que exhibe una disposición siempre favorable a la reinVé. t. McCall Smith, 2001, 51 s.

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5.1. LA “MORAL DE LAS VÍCTIMAS” Y LA PARADOJA DEL PERDÓN

Si el diagnóstico de la imposición definitiva e irreversible de la así llamada “solución jurídica al problema de los derechos humanos” es acertado, ello significa que el destino político de Chile se halla inexorablemente ligado al tiempo del terror como un pasado que se perpetúa en su presente. Y si éste es el caso – esto es, si ese pasado ha sido, en definitiva, jurídicamente normalizado – no existe alternativa alguna al desarrollo consistente de la estrategia de la punición irrestricta. Y esto, porque dadas nuestras circunstancias políticas, cualquier alegato en sentido contrario, es decir, que apunte a la relativización de esa punición irrestricta, habrá de ser interpretado como apología de una solución de “punto final”. Puede ser útil partir considerando una defensa de la posibilidad de una amnistía para los crímenes perpetrados por los agentes del régimen militar, en el sentido de un alegato a favor del perdón y

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terpretación del pasado de modo de hacer posible un futuro improbable (Christodoulidis, 2000, 196 ss.). Recién ahora, por lo mismo, es posible explicitar la implicación política fundamental de la “solución jurídica – o más precisamente: jurídico-penal – del problema de los derechos humanos”, que se deja articular en términos de lo que Klaus Günther califica como el peligro de atribuciones ingenuas de culpabilidad en contextos transicionales (Günther, 1997, 81 ss.). El concepto jurídicopenal de culpabilidad desempeña una función de “registro en la ordenación de la memoria colectiva”, en el sentido de posibilitar una adscripción binaria del hecho juzgado, o bien a la respectiva persona como quebrantamiento imputable de una norma, o bien a la situación en que el hecho tuvo lugar. Esto no quiere decir que Günther favorezca una renuncia al establecimiento de culpabilidad jurídico-penal en relación con hechos constitutivos de criminalidad de Estado. Más bien, lo crucial es su advertencia acerca del riesgo de un desenvolvimiento ingenuo de ese establecimiento de culpabilidad jurídico-penal en contextos de transición política, fundado en el desconocimiento de la medida en que la atribución de culpabilidad se constituye inexorablemente en una ligazón al pasado, lo cual, tal como sugiriera Hannah Arendt, puede condicionar negativamente la posibilidad de un “nuevo comienzo” (vé. Arendt, 1958, 236 ss.).

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el olvido, o más precisamente, a favor del perdón como olvido. Se trata del argumento desarrollado por Arturo Montes, presentado como una evaluación crítica de “la moral dominante en materia de violación de derechos humanos” (Montes, 1992, 273 ss.), que sería la moral atribuible a las “víctimas” 44. Esta moral de las víctimas constaría de cinco postulados principales:

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 No se puede perdonar el daño sufrido por otro, únicamente la víctima tiene la facultad de perdonarlo.  Para perdonar es necesario haber conocido la verdad.  No hay que confundir el perdón con el olvido.  No se deben olvidar los crímenes de la dictadura. Y  El culpable, aun perdonado, debe ser castigado, para reparar el daño causado y para constituirse en ejemplo disuasivo de otros crímenes, suyos o ajenos […] (Montes, 1992, 278).

No deja de llamar la atención la razón que Montes ofrece para calificar de dominante la moral atribuida a las víctimas: “en efecto, sería difícil probar que las posiciones de Patricio Aylwin interpretan más a Augusto Pinochet o a Manuel Contreras que a los herederos políticos de Salvador Allende” (Montes, 1992, 275).

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Aquí sólo interesa considerar la crítica de Montes a las tres primeras premisas. Según él, tanto la idea de que el perdón sólo puede ser entendido como un acto personalísimo, imposible de ser asumido por un tercero que actúe por cuenta del ofendido, como también la idea de que el perdón presupone el conocimiento de lo perdonado, así como la idea de que el perdón ha de ser diferenciado sin más del olvido, resultarían infundadas. A este respecto, no deja de ser llamativo que en la presentación editorial de su artículo se sostenga que estas premisas tienden a ser identificadas, erróneamente, con postulados de la filosofía cristiana, de modo que lo que Montes pretende sería “representar la [auténtica] perspectiva del cristianismo” (Montes, 1992, 273). Que es al menos dudoso que Montes tenga éxito en semejante empresa, lo muestra el hecho de que desde la teología protestante se advierta del error en que suele caer el cristiano supuestamente “radical” al confundir la noción de una liberación dialógica de culpabilidad recíproca, capaz de restablecer un vínculo de co-humanidad fraternal, con la noción de una renuncia al castigo, que no es sino la renuncia a un derecho (Rich, 1964, 51). El punto no es que, por definición, resulte excluida la

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Vé. t. Du Bois, 2001, 100 ss.

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posibilidad de que la renuncia al propio derecho se convierta, bajo determinadas condiciones, en una exigencia para el cristiano, sino que esa renuncia será, siempre y necesariamente, un acto personalísimo. Lo cual significa que quien pretende arrogarse una posición ajena, para así renunciar al ejercicio de un derecho a nombre de otro, pretende ejecutar una acción de autoafirmación, que sería exactamente lo contrario a un restablecimiento dialógico de la fraternidad lesionada (Ibíd.). Tal comprensión de la noción de reconciliación no es privativa, sin embargo, de la teología protestante. Dando cuenta del estado del “discurso teológico-sistemático y práctico-pastoral” relativo a procesos de transición política a partir del Concilio Vaticano II, Axel Heinrich tematiza la comprensión de la reconciliación como un restablecimiento del “poder vivir en un mundo compartido” (Heinrich, 2001, 44 ss.). Y aquí no sólo hay que destacar que Heinrich valide el postulado tradicional – pero erróneo según Montes – de que no puede haber espacio para la reconciliación sin condiciones de verdad y justicia (Ibíd., 47 ss.), sino que antes ya, en el contexto de la discusión acerca de la necesidad de proteger el discurso de la reconciliación frente a las tendencias a su inflación, llame la atención sobre la “paradoja del perdón”: puesto que en cada otorgamiento de perdón se halla implícito un juicio moral negativo o despectivo, en un contexto dominado por las nociones de culpabilidad, remordimiento y perdón posiblemente no haya espacio para la reconciliación (Ibíd., 5 ss.) 45. Es justamente la advertencia de la paradoja del perdón lo que subyace a la idea de que la reconciliación presupondría una interpretación de la violencia bajo la cual todos los involucrados, autores y víctimas, pero también “terceros”, puedan verse a sí mismos, en un sentido preciso, como víctimas, esto es, como víctimas de la violencia entendida como destrucción de la fraternidad política (Atria, 2006, passim). Lo fundamental aquí es el hallazgo de que mientras lo distintivo del perdón es la asimetría de las posiciones de quien perdona y de quien es perdonado, la posibilidad de la reconciliación dependería, en todo caso, de identificar un nivel de descripción – políticamente relevante – en que las posiciones de los involucrados sean simétricas, pues de esto dependería, para usar la expresión de Heinrich, la posibilidad

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5.2. LA MEMORIA Y EL CONFLICTO POLÍTICO

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del reencuentro en un mundo compartido. Y es aquí donde se vuelve obvio el riesgo que caracteriza a toda política de reconciliación, en la cual lo que está en juego es una reinterpretación del pasado capaz de redefinir las bases para el uso – político – del pronombre “nosotros”, cuya referencia, sin embargo, es irreductiblemente contingente (vé. Christodoulidis, 2000, 190 ss.).

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Algo no muy distinto vale para la identificación de una comunidad religiosa. Ilustrativo al respecto Halbertal/Margalit, 2003, 179 ss. Ciertamente, tratándose de un proceso penal, lo dogmáticamente adecuado es hablar de “intervinientes”, y no de “partes”. O como observa Paul Kahn en referencia a Carl Schmitt: “La política es una forma de estar en el mundo, pero no contribuye con su propio contenido. No

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Por esto, nada podría ser más errado que la suposición gratuita de que lo que Christodoulidis aptamente llama “la política de las denominaciones” (politics of naming) – esto es, el contexto de disputa por lograr imponer unas y no otras denominaciones sobre aquello cuya (re)interpretación es objeto de conflicto político – necesariamente haya de ser caracterizado como un escenario de conflicto de la propia comunidad respectiva, esto es, de un conflicto que tiene lugar al interior de esa comunidad (vé. Christodoulidis, 2000, 194 ss.) 46. Pues esta descripción presupone ya una determinada adjudicación del conflicto, esto es, la imposición de una determinada interpretación política del pasado. Esto último se explica por la irreductible reflexividad de lo político. La pregunta acerca de qué conflicto cuenta como conflicto político cuenta, a su vez, como objeto de un potencial conflicto político. Y es justamente la ausencia de esta reflexividad lo que, por contrapartida, caracteriza al conflicto jurídico. El proceso judicial, como institucionalización de un conflicto marginalmente admitido, excluye la admisibilidad de una controversia acerca del derecho de la contraparte a la contienda, y así también la posible controversia acerca de una eventual auto-presentación de las partes que ponga en cuestión su rol excluyente como partes del proceso (vé. Luhmann, 1983, 100 ss., 105) 47, quedando éstas prisioneras de su propia participación y perdiendo así la posibilidad de controvertir la legitimidad del procedimiento (Luhmann, 1993a, 208 s.). En estricta contraposición a ello, la reflexividad de lo político explica que nada pueda ser descartado a priori como posible objeto de conflicto político (Böckenförde, 2006, 346)48. Por ello, nada puede alterar el hecho de que la lucha en pos de una determi-

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podemos señalar en abstracto cuál será el contenido de la creencia política; la política puede vincularse con cualquier significado o conjunto de distinciones. […] De acuerdo a Schmitt, la política agrega una dimensión de intensidad a otras creencias. Coloca a esas creencias, de cualquier origen, en el centro de un mundo de valor último a ser defendido a través de la violencia y el sacrificio. Ese proceso de politización es una forma de mover un objeto, evento o persona, desde lo mundano a lo sagrado. No podemos predecir por adelantado dónde lo sagrado aparecerá; no podemos predecir qué vendrá a representar la cualidad sagrada de nuestra política” (Kahn, 2004, 217 s.).

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En todo caso, y aun suponiendo que hubiese un espacio marginal para el perdón como categoría políticamente relevante, la idea

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5.3. EXCURSO: LA PRAGMÁTICA DEL PERDÓN

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nada interpretación del pasado pueda entenderse no como un conflicto de sino como un conflicto por la comunidad, esto es, un conflicto de cuya resolución depende cuál sea, en definitiva, la identidad de la comunidad de que se trata. Pues tal como cada personal individual, cada comunidad es la interpretación de su (propio) pasado (McCabe, 1968, 28.). Tomada en serio, la paradoja del perdón tendría que contar como una razón para la impertinencia del perdón como categoría transicional. Pues el perdón sólo admite entenderse como un acto cuyo sentido es la liberación (unilateral) de culpabilidad, lo cual sólo deja plantearse, empero, en un contexto en el cual los involucrados, quien perdona y quien es perdonado, ya se hallan vinculados recíprocamente. Mas es exactamente este presupuesto el que está en juego cuando de lo que se trata es del restablecimiento de una comunidad políticamente quebrada. Una concepción restaurativa de la reconciliación, que entienda el acto del perdón como la consumación de un proceso re-conciliatorio, resulta ciega, por ende, a la reflexividad potencial que es inmanente al conflicto político, dando por sentado que la comunidad existe con anterioridad a – y no recién como resultado (contingente) de – la interacción política en que tiene lugar la disputa por la interpretación del pasado como un pasado definitorio de la eventual identidad colectiva compartida (Schaap, 2003, passim).Y desde esta comprensión del problema, cualquier alegato a favor del olvido equivale a un alegato a favor de una forma de comunidad que renuncia a registrar el hecho de su fractura y de la contingencia de su eventual reconstitución, es decir, a favor de una forma de comunidad estructurada sobre una falsa conciencia.

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de que el perdón pudiera ser compatible con el desconocimiento del hecho perdonado constituye, desde el principio, una contradicción en los términos. Pues si el perdón se deja reconstruir pragmáticamente como un acto de liberación gratuita de culpabilidad, que presupone ya, por lo mismo, una atribución previa de culpabilidad (Günther, 1997, 86), resulta impensable una instancia de perdón que no dependa de la correspondiente identificación de su objeto. En simetría con la estructura relacional de la atribución de culpabilidad, una liberación de culpabilidad sólo admite entenderse en términos de una estructura triangular. A no perdona a B simpliciter, sino que le perdona algo – ordinariamente, un hecho de B lesivo u ofensivo para A. Puesto en términos analíticos, esto quiere decir que el perdón, como tipo de acto de habla, tiene un contenido explícita o implícitamente proposicional: “te perdono que (me) hayas hecho X”. Luego, ya para la identificación de un acto de perdón como tal resulta indispensable la determinación de su contenido proposicional.Y por lo mismo, para que la declaración en cuestión sea imputable al agente como acción de perdonar es imprescindible que el agente sepa qué es lo que está perdonando. Lo anterior vuelve implausible, por ende, la crítica de Montes a la segunda premisa de la supuesta “moral de las víctimas”, esto es, la premisa de la imposibilidad del perdón sin producción de verdad acerca de lo ocurrido. A este respecto, puede ser oportuno considerar el argumento de “sentido común” en que Montes pretende apoyar su afirmación de que el perdón no requeriría conocimiento de la verdad de lo perdonado:

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Por ejemplo, un hijo miente al padre, el padre lo nota, pide la verdad, no tiene éxito, renuncia a tiranizar al hijo en nombre de ella y a infligirle el sentimiento de la tiranía de la verdad, recuerda sus propias mentiras, comprende, perdona […] (Montes, 1992, 284).

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El argumento es falaz. Pues lo perdonado aquí es una mentira del hijo, de la cual el padre sabe. El padre sabe, en tanto tiene razones para creer justificadamente, que está perdonando una mentira, independientemente que no sepa cuál es la proposición verdadera ocultada por la proposición falsa afirmada como verdadera por el hijo. El padre sabe, en otras palabras, que el hijo ha afirmado, a sabiendas, la verdad de una proposición falsa. La falacia surge por la doble relevancia de la noción de verdad en el ejemplo: de una parte, por referencia a la proposición – verdadera –

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Vé. t McCall Smith, 2001, 54 ss., 57 ss. Al respecto, desde una orientación fenomenológica, Ricœur, 2008, 585 ss., 640 ss.

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El uso del plural de la primera persona evidencia que para Margalit se trata de un perdón que habría de ser relevante políticamente. Que esta noción tenga sentido, sin embargo, es algo con lo cual

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Perdonar […] no presupone olvidar. Por el contrario: el perdón presupone que recordamos el hecho que perdonamos. El perdón representa la superación de un resentimiento que cargamos con nosotros como el resultado de algo injusto que creemos que nos ha sido hecho. Por ello, el perdón no se manifiesta en el olvido de lo injusto, sino que, antes bien, en dejarlo de lado conscientemente en lo que concierne a nuestra relación con el hechor. Una cultura del perdón y de la reconciliación no es en modo alguno una cultura del olvido (Margalit, 1997, 204 s.).

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ocultada por el hijo; de otra parte, por referencia a la pregunta acerca de si el perdón supone o no el conocimiento – “de la verdad” – de lo perdonado. A partir de la consideración anterior puede obtenerse una refutación de la crítica dirigida a la tercera premisa, que consiste en la exigencia de diferenciar perdón y olvido. La autenticidad del perdón exige una cierta disposición de quien perdona a mantener en el tiempo – parafraseando a Strawson – la “actitud reactiva invertida” implicada en la liberación de culpabilidad ajena por el hecho que se ha padecido (Strawson, 1995, 41 ss.) 49. Y por esto, una retractación de un perdón ya concedido cuenta, más bien, como una señal de que el supuesto perdón no era tal desde el comienzo. Esto significa que la autenticidad del perdón presupone que esa disposición a perdonar persiste en el tiempo, lo cual falla, sin embargo, si lo perdonado ha de ser olvidado (como parte del hecho de ser perdonado). Ello no equivale a decir, ciertamente, que la vigencia del perdón suponga que su autor haya de mantener el recuerdo del hecho perdonado – para decirlo en la terminología de la filosofía de la mente – como una actitud proposicional privilegiada en la red de sus estados intencionales. Pero sí significa que una decisión de perdonar no se deja reformular como una decisión de olvidar 50. Una formulación concluyente de esta implicación pragmática del perdón la ofrece Margalit:

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uno no necesita estar comprometido en pos del éxito del argumento aquí esbozado (vé. Ricœur, 2008, 621 ss.). Lo único que interesa es destacar que, aun bajo el supuesto de que la categoría “perdón” pudiese hallar un espacio en la deliberación política, ello no podría implicar en modo alguno el reclamo de un espacio para el olvido. 5.4. ¿JUSTICIA COMO MEDIO DE PREVENCIÓN Y REPARACIÓN?

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Acerca de la justicia restaurativa como categoría de justicia transicional, vé. por ej. Bonet/Alija, 2009, 127 ss. Análogamente Zalaquett, 1999, 5 s., para quien se trataría de “reconstruir un sistema político justo y sustentable”.

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La propuesta de Montes, que se deja entender como un alegato a favor del perdón a través del olvido, encuentra su contrapunto preciso en un artículo de Jorge Correa, publicado casi una década después, donde la misma pregunta aparece formulada bajo una marcada y explícita preferencia por un modelo de justicia restaurativa, que sería funcional al cumplimiento de los dos deberes fundamentales que tendrían que asumir los gobiernos de transición, a saber: un deber de prevención y un deber de reparación (Correa, J., 2001, 122 ss.) 51. Una peculiaridad de la aproximación de Correa se encuentra en el hecho de que él explícitamente adopte una “posición no retribucionista acerca de la pena, sin reproducir ninguno de los abundantes argumentos a favor o en contra de esa tesis” (Correa, J., 2001, 123). Hasta cierto punto, es razonable suponer que esta deliberada renuncia a justificar tal toma de posición se justifica por el hecho de que, en el discurso público que ofrece el contexto en que se sitúan las reflexiones de Correa, domina la idea de la falta de plausibilidad de una justificación puramente retribucionista de la pena. En todo caso, lo relevante por ahora es que Correa asocie inmediatamente esa toma de posición a la tesis, igualmente asumida (y sólo asumida) en su trabajo, de que la realización de la justicia “no es un fin en sí mismo”, sino “el mejor camino para cumplir con los objetivos morales deseables” (Ibíd., 121). Esto se ve reforzado por su afirmación del carácter instrumental que exhibiría la “justicia retrospectiva” (Ibíd., 122). Correa vincula esta última proposición a la necesidad de diluir el “falso dilema entre pasado y futuro” que parecería caracterizar los procesos transicionales. Para Correa, se trataría aquí de auténticos “periodos refundacionales” 52. En el marco de un pro-

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ceso tal de reconstitución del “orden jurídico democrático”, la punición de los perpetradores de las violaciones de derechos humanos adquiriría el carácter de un imperativo hipotético:

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hacerse cargo del pasado es un deber al que nos obliga la convivencia futura. Desentenderse de las violaciones pasadas a los derechos humanos, bajo el pretexto que el pasado no debe entorpecer el futuro es un error no porque sea una injusticia respecto del pasado (como suele presentarse por algunos activistas de derechos humanos), sino porque la inacción configura condiciones de alto riesgo para el futuro (Correa, J., 2001, 124).

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Pero igualmente apremiante sería el cumplimiento estatal del segundo deber moral que los procesos transicionales imponen sobre los gobiernos democráticos, a saber, el deber de reparación a las víctimas, que exigiría: primero, “la difusión de la verdad”; segundo, “la proclamación de la dignidad de las víctimas y de su calidad de tales”; y tercero, “el reconocimiento de la verdad”, cuya “señal más clara y definitiva” sería la propia sanción penal (Correa, J., 2001, 127 ss.). Lo determinante aquí es que la persecución penal de las violaciones de derechos humanos aparecería como una exigencia impuesta tanto por consideraciones de necesidad preventiva – donde se trataría, en lo fundamental, de razones de prevención general – como por razones de “justicia restaurativa”. Es claro, sin embargo, que esta aproximación no hace más que reproducir la trivialización de la violencia. Pues tanto la idea de que la efectiva punición de los culpables pudiera servir a la obtención de efectos de prevención general, como la idea de que ella pudiera contribuir al restablecimiento declarativo de la dignidad de las víctimas afectadas, no dejan de constituir lugares comunes del discurso acerca de la justificación de la pena que en modo alguno pueden entenderse privativamente referidos a la especificidad de los procesos transicionales. Lo notable a este respecto es que Correa llame explícitamente la atención acerca de un riesgo de trivialización, el cual, no obstante, quedaría circunscrito al problema de una indeseable dilación de los procesos judiciales referidos a hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos (Correa, J., 2001, 133). El punto es que, como ya se ha enfatizado, tal riesgo de trivialización es intrínseco a la lógica de la estrategia de “solución jurídica”. Por ende, la cuestión de si los requerimientos de justicia

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a través de la punición han de ser entendidos como requerimientos categóricos, en el sentido de una teoría de la retribución, o bien como requerimientos prudenciales o tácticos, en el sentido de una teoría de la prevención, de ningún modo es específica de los contextos transicionales. Desde el punto de vista de la teoría de la pena, la relevancia de tales contextos es más bien heurística, en tanto aquí como en ningún otro ámbito parecen emerger intuiciones favorables al carácter incondicionado de la pretensión de justicia. Y tales intuiciones típicamente tienden a producir una disposición desfavorable a la posibilidad institucional de una renuncia a esa pretensión, como lo es, paradigmáticamente, una amnistía. 6. AMNESIA, O LA IDEOLOGÍA DE LA RECONCILIACIÓN

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Lo anterior debería bastar para dar cuenta de cuán problemática es la posición de la institución de la amnistía en los debates de justicia transicional. Pues ya etimológicamente, la palabra “amnistía” evoca la noción de amnesia (vé. Ricœur, 2008, 577 ss.). Una apelación particularmente radical a esta evocación se encuentra en un breve artículo de Carl Schmitt, publicado anónimamente en noviembre de :

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La palabra amnistía significa olvido, y no sólo olvido, sino también la estricta prohibición de escudriñar en el pasado y buscar ahí una causa para ulteriores actos de venganza y posteriores pretensiones de resarcimiento (Schmitt, 1995, 218).

La manera en que, a continuación, Schmitt pretendía definir el concepto de amnistía es igualmente sugestiva:

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La amnistía es más que una exención otorgada por el aparato estatal de persecución [penal]. Ella es un acto recíproco de olvidar. Ella no es una gracia ni un obsequio. Quien recibe una amnistía tiene también que darla, y quien la da tiene que saber que él también la recibe (Schmitt, 1995, 219).

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La referencia al carácter supuestamente bilateral de la amnistía deviene aquí determinante, pues deja entrever que aquello a lo cual Schmitt está realmente apuntando no es la noción de amnistía, sino la muy distinta noción de reconciliación. Pero esta identificación es errónea, más allá de que en un contexto determinado una amnistía pueda representar un momento específico de un proceso de reconciliación (Schaap, 2003, 78).

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O LA ID E OLOGÍA DE LA RE CONCILIACIÓN

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Análogamente Campagna, 2007, 135. En términos de un abuso de la memoria, en la forma de una memoria impedida, Ricœur, 2008, 96 ss. Nippel, teniendo a la vista el artículo de Schmitt, da cuenta de que la exclusión del juzgamiento establecida por la amnistía no habría resultado sin más aplicable a los magistrados de la oligarquía, quienes sólo habrían podido beneficiarse de la liberación de pena a condición de someterse a un procedimiento judicial formal, como tampoco a quienes hubiesen sido acusados de asesinato, “porque un hecho de sangre traía consigo una mancha para la polis, que tenía que ser expiada”. Es precisamente este momento de simetría de las partes enfrentadas en un conflicto bélico lo que explica que en la tradición del derecho de gentes la amnistía fuese entendida como componente constitutivo de todo auténtico tratado de paz. En particular en referencia a Grocio, vé. Campagna, 2007, 148 ss.

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Las razones que el teórico del Estado nazi pudo haber tenido para abogar ingenuamente por una reconciliación mediante ley no son de interés aquí. Lo que importa es hacerse cargo del alegato de que una amnistía en todo caso supondría una disposición al olvido, y más todavía, a un olvido “por decreto” (vé. Simon, 1997, 29) 53. A este respecto, resulta estrictamente irrelevante que la noción de amnistía haya aparecido el año  a.C. al cabo de la guerra civil ateniense que enfrentó a demócratas y oligarcas en la última fase de la guerra del Peloponeso, para designar la exigencia de que, al restablecerse la normalidad de las relaciones cívicas, nadie fuese castigado “por haber estado del lado equivocado” (vé. Schmitt, 1995, 218 s.), en el entendido de que tanto hechores como víctimas resultaban ser, por igual, “víctimas del destino” (Campagna, 2007, 141 s.). Y no sólo porque esta descripción no cualificada del sentido original de la amnistía pueda resultar históricamente inexacta (Nippel, 1997, 111 s.) 54, sino fundamentalmente porque la “prohibición de volver a desenrollar el pasado” tenía, ya entonces, un alcance sumamente preciso, que no se ajusta a la noción de un olvido generalizado: dejar de lado la culpabilidad individual presuponía, en todo caso, el recuerdo presente de los crímenes del régimen superado (Ibíd., 112 y 119). Pero tampoco hay que obviar cuán cargada retóricamente resulta la apelación de Schmitt al carácter de (auténtica) guerra civil del conflicto que dio lugar a que emergiera el concepto – y con éste la institución – de la amnistía en la Grecia antigua. Pues una razón para la genialidad política de la solución de la democracia ateniense se encuentra precisamente en la simetría de las posiciones de quienes habían estado enfrentados en la lucha por la forma de la polis 55. Como el caso chileno lo muestra con una

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suficiencia abismante, ésta es una imagen que tiende a hacerse irresistible para los defensores de un régimen que convirtiera la violencia en instrumento de gobierno, donde esa simetría – a pesar de la insistencia en sentido contrario de parte de algunos extremistas – necesariamente falla. Lo que esa ideología de la reconciliación exigiría es que cada uno de los “dos bandos” diera un paso al frente para concertar, como proponía Schmitt, un olvido mancomunado. Es esta asociación tendenciosa con la noción de un “punto final” lo que explica que en Chile la retórica – en estricta contraposición a una pragmática – de la reconciliación sea monopolio natural del pinochetismo. En este escenario, el desafío consiste en ir al rescate del concepto de amnistía, en el entendido de que se trata de una noción imprescindible para la comprensión de la lógica del derecho penal. Y la razón para esto se encuentra, precisamente, en que la efectiva imposibilidad de una amnistía en el contexto de la transición chilena – esto es, el hecho de que una amnistía se encuentre absolutamente descartada como alternativa aceptable, dado que una amnistía, en nuestras circunstancias, no podría significar más que un punto final – amenaza con convencernos de que la institución de la amnistía es, per se, una institución despreciable. Ello exige reconstruir la institución de la amnistía en un nivel de referencia que la ponga en relación directa con aquello que la amnistía suspende: la justicia. El significado último de toda amnistía consiste en un recordatorio de que el dominio de la justicia no es irrestricto, es decir, que la forma de vida distintivamente asociada al imperio de la justicia tiene límites. Y de la correcta determinación del significado de la amnistía depende, por lo demás, la correcta identificación de la base de invalidez de lo que, en el contexto del debate transicional chileno, ha sido conocido como el “decreto-ley de amnistía”.

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.          La pena en general ha sido defendida como medio de mejoramiento o bien de intimidación. Ahora,

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¿qué derecho tiene Ud. a castigarme para el mejoramiento o la intimidación de otros? Y por otro lado, está

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la historia – hay tal cosa como la estadística – que muestra con la evidencia más completa que desde Caín



el mundo no ha sido intimidado ni mejorado a través

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y es la teoría de Kant, especialmente en la fórmula más rígida que le diera Hegel.

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(Karl Marx, “Capital Punishment”.)

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1.1. UNA DEFINICIÓN DE “PENA”

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Parece poco controversial la afirmación de que, en una medida importante, la pregunta por la definición más general del concepto de derecho penal no puede responderse sino por la vía de una respuesta a la pregunta por la definición del concepto de pena. Esta constatación aún no supone, empero, una determinación del punto de vista desde el cual esa respuesta pueda ser elaborada. A este respecto, la disyuntiva se plantea entre la adopción de una perspectiva estructural y la adopción de una perspectiva funcional. Esto significa que la cuestión de la definición del concepto de pena, y consiguientemente, de derecho penal,

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1. EL CONCEPTO DE PENA

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pena que reconoce la dignidad humana en abstracto,

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de la pena. Más bien por el contrario. Desde el punto de vista del derecho abstracto, hay sólo una teoría de la

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En detalle al respecto, Mañalich, 2007, 118 ss. Para esta noción de equilibrio reflexivo, Rawls, 1971, 46 ss. Vé. t. Kindhäuser, 1989a, 153 ss. Vé. t. Pawlik, 2004, 16 s.

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puede presentarse como una cuestión de estructura o una cuestión de función (Moore, 1997, 18 s. ) 1. Determinar la función que cabe atribuir a la sanción penal es el objeto de disputa tradicional entre las diferentes teorías de la justificación de la pena. En esta discusión, empero, no es posible prescindir completamente de algunas características primariamente estructurales que parecen asociadas, al menos en un estadio de pre-comprensión, a la noción de pena. De este modo, la discusión ha de entenderse sujeta a un constreñimiento de equilibrio reflexivo, en el sentido de que en cierto punto ha de ser posible que el objeto de la descripción funcional, a pesar de su denominación, ya no cuente como pena 2. Al efecto, considérese la definición estipulativa de “pena” ofrecida por Kindhäuser: por “pena” habría que entender “la irrogación de un mal como expresión de desaprobación por un comportamiento previo defectuoso” (Kindhäuser, 1989b, 493) 3. El problema de este planteamiento radica en que el mismo parece conllevar una concepción del derecho penal como una clase nominal. Si esta definición del término “pena” no resultara satisfecha por una determinada consecuencia jurídica fijada en una norma de sanción, entonces esta consecuencia jurídica no podría constituir una pena, independientemente de la función que pudiera atribuírsele. Un planteamiento tal se encontraría expuesto a la objeción de representar lo que Hart llamara una “barrera definicional” (definitional stop) en la discusión acerca de los propósitos que guían el ejercicio de la potestad punitiva (Hart, 1968, 5) 4. Partir de una definición de “pena”, tal que necesariamente resulten excluidas por ella una o más teorías que pretenden ser teorías de la pena, no constituiría más que una manifiesta petición de principio. La objeción resulta concluyente en tanto la definición de “pena” se presente como una determinación del significado de la palabra “pena”. Pero es posible sugerir una comprensión distinta del sentido de esa definición. Ésta puede entenderse no como la demarcación de las propiedades semánticas del término “pena” – al modo, por ejemplo, del positivismo lógico, en el sentido de

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una identificación del conjunto de condiciones necesarias y suficientes para que algo sea denotado por ese término –, sino como una determinación preliminar de los elementos que todavía intuitivamente, en un estadio pre-reflexivo, parecen estar asociados a la institución de la pena. Si alguna teoría (que pretende ser una teoría) de la pena resulta descartada por esa definición, la cuestión a resolver es si, en un ejercicio de equilibrio reflexivo, es posible modificar o suprimir la cláusula de la definición que resulta incompatible con la teoría en cuestión, sin que se venga abajo nuestra pre-comprensión mínima acerca de lo que cuenta como una pena. La estrategia argumentativa a seguir, por ende, tiene que ser propiamente holística: la definición de “pena” ha de resultar coherente con un conjunto amplio de proposiciones (tenidas justificadamente por) verdaderas acerca de la configuración de la práctica punitiva. La definición ofrecida por Kindhäuser admite ser descompuesta en tres elementos: la pena sería () la irrogación coercitiva de un mal () que expresa desaprobación () por un comportamiento previo defectuoso. Cualquier teoría de la justificación de la pena, ya sea una teoría retribucionista o una teoría prevencionista, ya sea una teoría de la prevención especial o una teoría de la prevención general, parece soportar bien el enfrentamiento con el primer elemento de la definición. Para cualquiera de estas teorías, la pena exhibe la propiedad de consistir en la irrogación de un mal para quien sufre su ejecución. Esto se explica por cuanto, en el marco de esa definición, este elemento contiene la referencia a una característica primariamente estructural, y no funcional, de lo que cabe entender por “pena”; la irrogación de un mal se corresponde con la particular forma de consecuencia jurídica que tradicionalmente se entiende como pena. El segundo y el tercer elemento, en cambio, contienen referencias a propiedades que, de atribuirse en definitiva a la institución de la pena, necesariamente restringen el abanico de funciones susceptibles de serle atribuidas. Que el sentido de la irrogación del mal sea la expresión de desaprobación, y que el objeto de la desaprobación sea un comportamiento (previo) defectuoso, parecen excluir la posibilidad de que una teoría puramente prevencionista sirva para justificar la institución de la pena así definida, lo cual, empero, y de acuerdo con la objeción de la barrera definicional, podría resultar desfavorable a la definición en cuestión.

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1.2. IMPLICACIONES SUSTANTIVAS DE LA DEFINICIÓN

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Tras ofrecer la definición ya enunciada, Kindhäuser propone y desarrolla algunos criterios de legitimación de la pena que harían inviable una teoría de la prevención especial. La premisa está constituida por la proposición de que la legitimidad de la pena, que es la consecuencia jurídica establecida en una norma de sanción, en todo caso presupone la legitimidad de la norma de comportamiento reforzada mediante esa norma de sanción (Kindhäuser, 1989b, 494). Piénsese, por ejemplo, en la prohibición, dirigida a todo sujeto, de matar a otro ser humano (nacido) como la norma de comportamiento en cuestión, y en la habilitación de la imposición de una determinada pena de privación de libertad como consecuencia de la comisión de un homicidio como la correspondiente norma de sanción. Lo que legitima una norma de comportamiento, cuyo quebrantamiento (imputable) constituye la condición de aplicación de la respectiva norma de sanción, es la protección de un bien jurídico –aquí, la condición de vivo de un ser humano nacido–, entendido como la característica de un ser humano, de una cosa o de una institución que es merecedora de protección bajo un principio de coexistencia de libertad favorable para todos (Ibíd., 496). Lo relevante aquí es la relación entre la legitimidad de la norma de comportamiento y la norma de sanción correspondiente, que es aquella norma que confiere la habilitación para imponer la sanción asignada al quebrantamiento imputable de la norma de comportamiento. La razón por la cual se hace necesario el reforzamiento de (algunas) normas de comportamiento a través de las correspondientes normas de sanción radica, según Kindhäuser, en la inestabilidad del seguimiento de aquéllas. Pues puede ser individualmente ventajoso el quebrantamiento de una norma cuyo seguimiento generalizado sea, sin embargo, ventajoso para todos; pero si cada uno de los destinatarios de la norma la quebranta, desaparece la ventaja que para todos tiene el hecho de que la norma sea seguida, de modo que la situación resultante es peor que aquella en la cual la norma es seguida por todos (Kindhäuser, 1989b, 496). Dada esta falta de seguridad acerca del seguimiento de la norma por parte de los demás, el reforzamiento de la norma mediante una norma de sanción desempeñaría la función de imponer su reconocimiento como vinculante, lo cual en principio resulta legítimo, en tanto aceptable para todos (Ibíd., 497).

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Sobre esta base, Kindhäuser mantiene que una teoría de la prevención especial, en términos de una orientación a la re-socialización, ha de resultar excluida del catálogo de propuestas de justificación plausibles. Esto, porque en la medida en que para todo sujeto puede resultar individualmente ventajoso el quebrantamiento de la norma de comportamiento, la evitación de éste no puede constituir un fin educativo o terapéutico específicamente referido al autor del delito, pues entonces éste sólo habrá actuado como lo haría cualquier agente estratégicamente racional (Kindhäuser, 1989b, 497). Lo que aquí interesa, sin embargo, es mostrar que la clase de teoría que Kindhäuser de este modo descarta no es, en sus propios términos, una teoría puramente preventivo-especial. Pues la teoría a que Kindhäuser hace referencia es una teoría que sí resiste la definición de pena por él propuesta, aunque no es congruente con una de las razones que justificarían el reforzamiento punitivo de normas de comportamiento. En otras palabras, la teoría preventivo-especial que Kindhäuser critica es una teoría de la prevención especial que no pone en cuestión su estipulación sobre el significado de “pena”, o sea, una teoría que prima facie resulta compatible con que la imposición de la pena exprese desaprobación por un comportamiento previo defectuoso. Una teoría tal es una teoría que parece compatible con la exigencia de culpabilidad como condición de la pena, esto es, que puede reconocer el principio de culpabilidad como un límite que ha de observarse al momento de la imposición de la pena. Una teoría que, por el contrario, ofreciera una justificación preventivo-especial de la pena no sujeta al constreñimiento del principio de culpabilidad, no sería una teoría de la justificación de la “pena”, tal como ésta es definida por Kindhäuser. Algo similar cabe decir respecto de la observación de Kindhäuser acerca de la objeción tradicionalmente dirigida a la teoría de la prevención general negativa, que entiende la conminación legal de la pena como una amenaza condicional dirigida a motivar a evitar la comisión de un delito por temor a la sanción posterior. La objeción tradicional en contra de esta concepción consiste en que ella no excluiría la posibilidad de que la imposición de la pena recaiga sobre un sujeto no culpable. Kindhäuser afirma que una objeción tal es incorrecta, puesto que aquí se trataría, en todo caso, de una teoría (de la justificación) de la pena, cuya imposición está condicionada, según la definición preliminar, por

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La razón principal por la cual, de acuerdo con Kindhäuser, una teoría de la prevención general negativa ha de ser rechazada es que la orientación de la conminación y la imposición de la pena a la intimidación puede desconocer la relación interna que debe mantenerse entre la medida de la pena y el peso de la norma quebrantada, además de que ella difícilmente puede dar cuenta del sentido reprobatorio que se atribuye a la pena. Kindhaüser, 1989b, 498 s.

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la verificación de un comportamiento previo defectuoso (Kindhäuser, 1989b, 498). Si se trata de una teoría de justificación de la “pena”, tal como ésta ha sido definida por estipulación, la teoría de la prevención general ha de ser una teoría que respete el límite constituido por la exigencia de culpabilidad del sancionado 5. Es notable la pertinencia de la advertencia acerca de la barrera definicional a este respecto. Hart da cuenta de que un abuso de la definición del término “pena” (punishment) típicamente se encuentra en algunas respuestas a la objeción de que una teoría puramente prevencionista no excluiría la posibilidad de que pueda imponerse una pena sobre un sujeto no-culpable; la respuesta consistiría en que la teoría prevencionista que validara la punición de una persona no-culpable ya no sería una teoría de la justificación de la pena (Hart, 1968, 5 s.). Según Hart, esta respuesta no sólo dejaría insatisfecho al objetor retribucionista, sino que sobre todo mantendría oculta la cuestión cuyo análisis resulta más importante, a saber, la cuestión del estatus racional y moral de nuestra preferencia por un sistema punitivo bajo el cual la imposición de medidas coercitivas sólo tenga lugar respecto de individuos efectivamente culpables (Ibíd.). La tesis de que una teoría ha de necesariamente respetar la exigencia de culpabilidad como condición de la imposición de la pena para ser una teoría de la “pena” se ve expuesta, por ende, a la objeción de la barrera definicional. Para salvar esta objeción, lo que hay que desarrollar es el argumento de que la definición del término “pena” ofrecida por Kindhäuser presupone una teoría de la justificación de la pena, y que ésta es la teoría correcta. La definición que resulta incompatible con una teoría que niegue la exigencia de culpabilidad como condición de la imposición de la pena es correcta, pero no porque el debate acerca de la mejor definición del término “pena” haya concluido con la enunciación de esa definición, sino porque esa definición es el producto de la teoría correcta acerca de la justificación de la institución de la pena.

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2. LA JUSTIFICACIÓN PREVENCIONISTA DE LA PENA

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2.1. EL PROBLEMA DEL CHIVO EXPIATORIO

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Uno de los pocos utilitaristas que ha estado dispuesto a abrazar dicha posibilidad es Smart (vé. Smart, 1973, 67 ss.). Según Moore, esto ha llevado a que en el glosario de términos construidos sobre la base de nombres de filósofos, elaborado por Daniel Dennett, el verbo “to outsmart” aparezca definido como “abrazar la conclusión del argumento de reductio ad absurdum del oponente”, así como en “pensaban que me tenían pero fui más listo que ellos [I outsmarted them]. Concedí que a veces es justo colgar a un hombre inocente”. Moore, 1997, 95.

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En términos generales, toda teoría prevencionista de la pena ofrece una justificación de ésta que descansa en una moral utilitarista. La imposición y ejecución de la pena se justifica si y sólo si el mal constituido por la imposición de la pena es sobrepasado, en términos agregados, por el bien de la prevención de la comisión de delitos futuros, ya sea por el propio individuo penado, en el sentido de una teoría de la prevención especial, ya sea por cualquier individuo, en el sentido de una teoría de la prevención general. Bajo el principio de utilidad, que califica como moralmente correctas aquellas acciones cuyas consecuencias producen un incremento neto de utilidad – más allá de cómo ello pueda determinarse in concreto –, la decisión de imponer una sanción sobre un sujeto al cual no puede imputarse la realización del correspondiente hecho delictivo se justificaría en tanto este costo individual resultara compensado por la obtención de mayor bienestar agregado. En principio, bajo la sola consideración del principio de utilidad, la imposición de la pena sobre un sujeto inocente puede considerarse una externalidad negativa de la decisión punitiva preventivamente justificada6. Esta indagación en las consecuencias de una teoría puramente prevencionista de la pena suele resultar en una objeción a seme jante teoría. La fuerza de la objeción se encuentra en la incompatibilidad de esa teoría con el juicio moral de que un individuo no puede sufrir la imposición de una sanción de la cual no es merecedor. La objeción puede presentarse, siguiendo a Moore, bajo la forma de un argumento de reducción al absurdo (Moore, 1997, 94 s.). La premisa mayor del argumento consiste en la proposición, definitoria de una teoría prevencionista de la pena, de que ésta ha de ser impuesta si y sólo si ella produce una ganancia social neta. La segunda premisa está constituida por la proposición de que, en el caso particular, la punición de un inocente

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produciría una ganancia social neta. La tercera premisa reproduce el juicio moral conflictivo, que indica que la pena no debería imponerse sobre un individuo que no es culpable. La conjunción de las tres premisas produciría, entonces, una conclusión contradictoria: la pena debería y no debería imponerse. 2.2. ¿UTILITARISMO DE LA REGLA?

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Moore reconoce tres posibilidades de evitar tal conclusión absurda. La primera sería renunciar a la premisa según la cual un inocente no puede ser sancionado. El carácter concluyente del juicio moral en contra, sin embargo, tendría que excluir la plausibilidad de esta maniobra. La segunda posibilidad de defensa de una teoría utilitarista frente a la reductio parece mucho más plausible, y se corresponde con una apelación a la distinción entre dos formas de utilitarismo, a saber, un utilitarismo extremo o utilitarismo de la acción, por una parte, y un utilitarismo restringido o utilitarismo de la regla, por otra (vé. Hoerster, 1975, 50 ss.) 7. El argumento consiste en ofrecer una versión de la teoría utilitarista con arreglo a la cual el principio de utilidad pueda entenderse como el criterio de justificación de la práctica punitiva como tal, pero no como el criterio de justificación de una acción particular de punición realizada en el marco de esa práctica. La exposición más célebre de este argumento se encuentra en una temprana contribución de John Rawls (Rawls, 1955, 3 ss.). Tras constatar que apenas se formula la pregunta acerca de la justificación de la pena aparecen dos concepciones contrapuestas, la retribucionista y la utilitarista, Rawls sugiere que uno y otro principio aparecerían comprometidos en niveles distintos: mientras que el principio de utilidad es pertinente para la justificación de la práctica del castigo, el principio de retribución es pertinente para la justificación de cada instancia particular de punición al interior de esa práctica justificada de modo utilitarista (Ibíd., 5, 9 s.). La importancia de la tesis de Rawls, empero, radica en que ella no pretende defender alguna versión de teoría pluralista que combine dos principios contrapuestos, sino que mantiene que la pertinencia de las exigencias retributivas al momento de la imposición de la pena en el caso particular resulta de la propia configuración de la práctica sobre la base del principio de utilidad, en la medida en que éste sea enunciado como referido a la Acerca de la aplicación de esta distinción para el problema de la justificación de la pena, Baurmann, 1987, 202 ss.

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1.2. LA

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Un punto de vista análogo se encuentra en Robinson/Darley, 1997, 453 ss.; Robinson, 2000, 1839 ss. Para esta noción de reglas constitutivas, vé. Searle, 1969, 33 ss.; 1995, 43 ss.

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justificación de una práctica que, por alguna razón, no reproduce esta justificación en cada una de sus operaciones. La razón por la cual las acciones particulares que caen bajo esa práctica no han de ser justificadas (directamente) por referencia al principio que justifica la práctica sería el mismo principio de utilidad. De ahí que pueda hablarse de un utilitarismo restringido: la aplicación del principio de utilidad resulta restringida por el propio principio de utilidad. Así, una práctica punitiva institucionalizada que estuviese diseñada de modo tal que, al menos en determinadas circunstancias, los funcionarios que la administran tuvieran discreción para poder imponer penas sobre individuos que no son culpables – práctica que Rawls sugiere llamar telishment, por oposición a punishment–, resultaría ser una práctica que difícilmente podría ser justificada por el principio de utilidad. Las personas expuestas a caer bajo la operación de la práctica tendrían buenas razones para temer ser sancionadas a pesar de no ser culpables de delito alguno, eventualmente desarrollarían un sentimiento compasivo hacia los individuos de hecho sancionados, etc. La institución no sería funcional a la consecución de un propósito preventivo (Rawls, 1955, 11 s.) 8. Por eso, es razonable suponer que el principio de utilidad exige que la práctica sea diseñada de modo que sólo pueda imponerse pena sobre un culpable, sin que la decisión particular acerca de si un individuo ha de sufrir la imposición de la pena pueda resolverse, entonces, invocando directamente el principio de utilidad. Lo que esto muestra, tal como el propio Rawls lo enfatiza, es que la distinción entre la justificación de la práctica y la justificación de acciones particulares realizadas al interior de esa práctica presupone una concepción de las reglas que definen la forma de operar al interior de esa práctica como reglas constitutivas, esto es, como reglas que constituyen una forma de actividad (en este caso, la punición) que no puede tener lugar a menos que esas reglas sean seguidas (Rawls, 1955, 24 ss.) 9. El principio de utilidad determinaría cuáles son las reglas que constituyen la práctica; la regla según la cual sólo puede ser sancionado un culpable, entonces, sería una regla de la práctica justificada por el principio de utilidad.

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Independientemente de sus méritos estéticos, esta defensa de una teoría utilitarista de la pena ha de enfrentar la objeción de que ella sólo desplaza el punto en el cual se presenta la incompatibilidad entre la primera y la tercera premisa del argumento de la reducción al absurdo. Así, suponiendo que haya algún riesgo de que la población detecte la punición de un inocente y, por ende, algún riesgo de desmoralización que deba ser internalizado en el balance de beneficios y costos totales, ello no obsta a que de hecho puedan presentarse casos en que la utilidad de la punición de un inocente de todas formas fuere positiva – esto es, descontando de los beneficios así conseguidos los costos de desmoralización, desconfianza, etc. (Moore, 1997, 97). Como Hart observa, negar en un caso tal la punición del inocente sería inconsistente con el principio de utilidad, de modo tal que si esa punición ha de rechazarse, ello sólo puede fundarse en un principio independiente (Hart, 1968, 12)10. Si, en la terminología de Rawls, una de las reglas que define qué cuenta como operación de la práctica punitiva no puede mirarse, al menos no en todo caso, como una consecuencia del principio de utilidad, entonces debe admitirse la pertinencia de un criterio de justificación alternativo. La única posibilidad remanente para evitar el absurdo de la conclusión consiste en abandonar el principio de utilidad como único criterio de justificación de la pena. O sea, habría que admitir que la justificación de la pena está condicionada por un principio que no es reducible al principio de utilidad. Que este criterio de justificación pueda ser definido propiamente como un principio de retribución, sin embargo, no es algo que pueda darse por sentado. Que la exigencia de culpabilidad conlleve una fundamentación retributiva de la justificación de la pena supone entender esa exigencia como una condición necesaria y suficiente de la imposición de la pena. Es el caso, no obstante, que las variantes más significativas de lo que puede considerarse una teoría pluralista o combinatoria de la justificación de la pena entienden que la exigencia de culpabilidad sólo designa una condición necesaria, pero no suficiente, de la imposición de la pena, pues ésta en todo caso requeriría la satisfacción de una exigencia de necesidad preventiva. Lo que es distintivo de una teoría retribucionista, por ende, es que en ella la culpabilidad desempeña Para una objeción similar en contra del utilitarismo de la regla, Smart, 1973, 10 ss., 42 ss.; Atria, 2002, 127 ss.

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una función bilateral, en el sentido de que la culpabilidad es condición necesaria y suficiente para la imposición de la pena. Una teoría mixta, en cambio, sólo atribuye a la culpabilidad el estatus de condición necesaria de la imposición de la pena, asignándole una función unilateral (vé. Roxin, 1981, 187) 11. 2.3. ¿COMPATIBILIDAD ENTRE PREVENCIÓN Y CULPABILIDAD?

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Vé. t. Moore, 1997, 88 s.

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En el marco de la teoría penal anglosajona, una teoría combinatoria de este tipo fue defendida, célebremente, por Hart. La premisa de la cual parte el argumento de Hart consiste en la tesis de que resulta imposible producir una justificación de la pena que sea moralmente aceptable a menos que uno distinga dos cuestiones involucradas: por una parte, la cuestión del objetivo general que cabe atribuir a la práctica punitiva; por otra, la cuestión de la distribución legítima de la imposición de la pena en cada caso particular (Hart, 1968, 4 s.). Esto parece evocar la concepción de Rawls, que también descansa en la diferenciación entre la justificación de la práctica (punitiva) y la justificación de una acción (de punición) particular al interior de esa práctica. A diferencia de Rawls, sin embargo, para Hart resulta ineludible reconocer que un mismo principio, independiente de cómo se lo modele, no puede ofrecer la solución a ambas cuestiones. Así, según Hart, debe aceptarse que en la producción de una justificación aceptable de la institución de la pena han de entrar en juego dos principios contrapuestos: el principio de utilidad, que determina el objetivo general de la práctica, y el principio de retribución, que constituye un criterio de justicia de la distribución de la imposición individual de la pena (Hart, 1968, 9 ss.). De este modo, el principio de retribución no constituiría un criterio positivo de justificación de la pena, pues ésta sólo puede entenderse legítima en tanto se orienta a la obtención de consecuencias sociales beneficiosas, sino sólo un criterio negativo de legitimidad de su imposición en cada caso particular. El principio de retribución designaría un criterio de distribución del costo asociado a la producción de esas consecuencias sociales beneficiosas, en el sentido de que sólo aquél que es culpable de un delito puede ser coaccionado a tolerar la “internalización” de ese costo. De esto se sigue que, en el marco de la teoría de Hart, la exigencia de culpabilidad sólo constituya una condición necesaria, pero no suficiente, de la justificación de la (imposición

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de la) pena. Por eso, la teoría de Hart no es propiamente retribucionista. En el contexto de la teoría penal alemana, un punto de vista coincidente con el de Hart se encuentra en la denominada “teoría dialéctica de la unión” defendida por Claus Roxin (Roxin, 1976, 11 ss.). Al igual que Hart, Roxin parte de la observación de que en la elaboración de una teoría aceptable de la justificación de la pena han de combinarse exigencias impuestas por principios contrapuestos. Por esto, la teoría de Roxin es una teoría de la combinación o unión de principios diferentes, cuya relación, sin embargo, es construida en términos de un juego de sucesivas restricciones recíprocas, o sea, como una relación dialéctica (Ibíd., 34). Así, Roxin entiende que habría que diferenciar tres momentos en que, de manera distintiva, para el Estado aparece la pregunta por la justificación de la pena: el momento de la conminación, el momento de la imposición y medición, y el momento de la ejecución de la pena. En el momento de la conminación legal de la pena, se trata de la pregunta por las razones que debe ofrecer el legislador para justificar la decisión de fijar una exigencia de comportamiento reforzada por una amenaza de pena. En este nivel, según Roxin, la justificación sólo puede construirse en términos de prevención general orientada a la protección de bienes jurídicos (Roxin, 1976, 20 ss.). En el nivel de la imposición y medición judicial de la pena, si bien cabe reconocer un reforzamiento del efecto preventivo general de la pena, tanto en términos de una confirmación de la seriedad de la amenaza estatal (= prevención general negativa) como en términos de un reforzamiento simbólico de la norma quebrantada (= prevención general positiva), estas consideraciones se verían enfrentadas al límite impuesto por el principio de culpabilidad, que exige que la pena impuesta sea merecida por el sujeto condenado (Ibíd., 27 ss.). Sólo de esta manera, según Roxin, una teoría que subordina la imposición de la pena a fines de prevención puede salvar la objeción kantiana, esto es, la objeción que apunta a que si la pena se impone por razones de prevención, el individuo que la sufre es degradado a la condición de cosa, siendo sustraído del “reino de los fines”, que es el dominio de la personalidad (Ibíd., 28 s.). La pena se impone porque es preventivamente útil, pero ello queda condicionado por la exigencia de que el sujeto sea culpable y que el quantum de la pena a imponer no sobrepase la medida de su culpabilidad.

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Sobre la base de un (nuevo) experimento mental, Moore sostiene que la respuesta a esta última pregunta es negativa, lo cual constituiría una razón para rechazar una teoría combinatoria o “mixta” de la justificación de la pena (Moore, 1997, 97 ss.). La clase de experimento mental que Moore sugiere se asemeja al conocido caso hipotético usado por Kant, relativo a un pueblo de habitantes de una isla cuyos miembros decidieran disolver su vida

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2.4. UN EXPERIMENTO MENTAL

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En el nivel de la ejecución de la pena, finalmente, Roxin reconoce la justificación de medidas que puedan conllevar la supresión o la modificación de las condiciones de cumplimiento de la pena impuesta – por ej., a través de una libertad condicional – en tanto ellas resulten indicadas por razones de prevención especial, esto es, en atención a la maximización de las posibilidades de readaptación social del condenado, sin perjuicio de que en todo caso haya que reconocer, a su vez, una limitación a la aplicabilidad de estas medidas, constituida por una salvaguarda mínima de la finalidad preventivo-general de la pena (Roxin, 1976, 31 ss.). Así, aun de no haber consideraciones de prevención especial que justifiquen el cumplimiento efectivo de la pena impuesta (típicamente, una pena privativa de libertad), el mismo ha de mantenerse si su modificación pudiera conllevar una erosión de la confianza general en el sistema jurídico, es decir, una merma de la función de prevención general. Lo crucial es advertir la correspondencia entre los planteamientos de Hart y Roxin. Lo que resulta común a ambos es la tesis de que la exigencia de culpabilidad ha de condicionar la imposición de la pena, sin que por ello la culpabilidad pueda ser entendida como el fundamento (“positivo”) de la imposición de la pena. La implicación fundamental de una tesis como ésta se encuentra asociada a la posibilidad de que en un caso particular, por más improbable que éste sea, pudiese darse una situación en que no hubiera necesidad de pena por razones de prevención, satisfaciéndose empero las condiciones de la culpabilidad y, por ende, del merecimiento de pena. Una tesis que entiende que la culpabilidad no puede fundamentar positivamente la imposición de la pena tendría que afirmar que en tal situación no ha de imponerse pena. La pregunta que cabe plantear entonces, nuevamente, aparece vinculada a la exigencia metodológica del equilibrio reflexivo: ¿es esa solución compatible con nuestras intuiciones morales básicas acerca de la institución de la pena?

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en común, donde aun así habría que “ejecutar hasta el último de los asesinos que se hallara preso” (Kant, 1977, A 199, 455) 12, para mostrar el carácter incondicional (= categórico) de la exigencia de justicia retributiva. Moore propone imaginar un caso en que ninguna razón de utilidad pudiera ser aducida en apoyo de la imposición de la pena, por ejemplo, porque el asesino ha encontrado a Jesucristo y ya no resulta peligroso, por lo cual no habría argumentos de prevención especial a favor de la pena, así como porque el delito ha pasado inadvertido de manera que ninguna consideración de prevención general habla a favor de la punición (Moore, 1997, 99). Pero Moore también propone la siguiente variación de un caso real en que se trataba de un sujeto al cual se imputaban delitos de violencia sexual y robo. Aquí habría que imaginar que tras los hechos, pero antes de pronunciarse la sentencia, el acusado sufre un accidente que socava las bases fisiológicas de sus deseos sexuales e impulsos agresivos, de manera tal que él ya no represente un peligro relativo a la eventual perpetración futura de delitos similares; además, que el acusado recibe una herencia millonaria que vuelve completamente improbable que él vuelva a cometer un delito contra la propiedad en el futuro; y por último, que resulta posible fingir que el sujeto es sancionado sin que de hecho lo sea, para que así se satisfaga cualquier necesidad de prevención general que pudiera venir en consideración (Ibíd., 100 s.). La conclusión tendría que ser, conforme con una teoría mixta o combinatoria de justificación de la pena, que el sujeto no debería ser sancionado. Moore entiende, no obstante, que ello desafía el juicio moral que ante tales casos parecemos formarnos, en el sentido de que el sujeto sí debería ser sancionado. Esto conduciría a un nuevo argumento de reducción al absurdo, cuya premisa mayor correspondería a la proposición, que recoge la tesis de una teoría combinatoria como la de Hart y Roxin, de que la pena sólo puede ser legítimamente impuesta si de ese modo se obtiene un beneficio social neto dentro de la medida de merecimiento del condenado; cuya segunda premisa consiste en la proposición de que en un caso tal la imposición de la pena no produciría un beneficio social neto; en cuya tercera premisa se recogería el juicio moral de que el sujeto sí debe ser sancionado, y cuya conclusión consiste en que, por lo tanto, la pena debería Al respecto vé. Zaczyk, 1999, 75 ss.

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y no debería ser impuesta (Moore, 1997, 101). A menos que se esté dispuesto a renunciar al juicio de que en tales casos, por más improbables que éstos sean, la imposición de la pena es correcta, la única posibilidad de evitar la conclusión contradictoria sería renunciar a la teoría combinatoria o pluralista (Ibíd.). Es importante que Moore dé cuenta de que en defensa de una teoría combinatoria de la justificación de la pena todavía podría esgrimirse un argumento. Éste apuntaría a la introducción de un criterio de justicia formal, con arreglo al cual, aun cuando en casos como los propuestos la imposición de la pena no resulta preventivamente indicada, ello no obsta a que un beneficio social neto sí se siga de la punición en otros casos similares en los cuales sí se den las necesidades de prevención aquí faltantes, lo cual, combinado con la observancia de un requerimiento de igual justicia, exigiría que el culpable en aquellos casos también sea sancionado (Moore, 1997, 102). Como sostiene Moore, sin embargo, en un argumento como éste necesariamente se ha introducido, de manera subrepticia, una premisa retribucionista. La igualdad exige que los casos iguales sean tratados de igual modo, pero todo el problema consiste en determinar cuáles son las propiedades moralmente relevantes que dos o más casos han de compartir para que sean iguales. Ciertamente, la necesidad preventiva de pena no es una propiedad compartida por las dos clases de casos aquí considerados. La única propiedad común a ambas clases de casos es el merecimiento de pena de los sujetos de cuya punición se trata (Ibíd.). Juzgar las dos clases de casos como iguales presupone la identificación del merecimiento de pena por culpabilidad como la única propiedad moralmente relevante. Que bajo una teoría pluralista o combinatoria se haga imposible evitar el carácter contradictorio de la conclusión acerca de si debe imponerse pena en tales casos, se explica porque la suposición fundamental que subyace a esa teoría, a saber, la suposición de que los criterios legitimadores pueden ser combinados, es falsa: una teoría de la unión necesariamente culmina en una neutralización recíproca de los propósitos preventivos y el sentido retributivo de la imposición de la pena (Jakobs, 1998, 12 s.).

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3.1. LA FUNCIÓN EXPRESIVA DE LA PENA

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La definición de “pena” sometida a examen incluye una cláusula que designa un elemento de expresión de desaprobación. Para la defensa de una versión refinada de una teoría retribucionista de la justificación de la pena, la clarificación de este elemento resulta ser esencial. La afirmación de que la noción de pena necesariamente incorpora una dimensión expresiva fue célebremente defendida, en el contexto de la filosofía penal anglosajona, por Joel Feinberg (Feinberg, 1970, 95 ss.). La constatación inicial del argumento de Feinberg consiste en que las definiciones tradicionales de punishment han tendido a poner el énfasis en la irrogación del mal que conlleva la imposición de la pena, que Feinberg denomina hard treatment. Esto, sin embargo, volvería imposible dar cuenta de la distinción entre lo que puede entenderse propiamente como punishment, por una parte, y lo que puede entenderse como penalty, por otra (Ibíd., 95 s.). La caracterización precisa y adecuada de lo que cabe entender por penalties, de modo de poder diferenciar éstas de aquellas formas de reacción propiamente punitivas, en todo caso, no resulta fácil. Así, Feinberg afirma que si bien en algunos casos las penalties admiten ser descritas como tasas que condicionan una licencia para realizar alguna actividad, y que son aplicadas retroactivamente, en muchos otros casos ello no sería posible; en estos casos, las penalties serían sanciones propiamente tales, aunque esto no sería suficiente para entenderlas como sanciones punitivas (Ibíd., 97.). Lo crucial a este respecto es el reconocimiento de que lo único que hace posible diferenciar éstas de aquéllas es la referencia a una característica funcional, por más similitudes que quepa reconocer desde el punto de vista de sus rasgos estructurales. Lo distintivo de las sanciones genuinamente punitivas, por ende, se asocia a una determinada propiedad funcional. Feinberg mantiene que la marca distintivamente punitiva de algunas sanciones está constituida por una función expresiva. La pena, en tanto irrogación de un mal, sería un dispositivo convencional para la expresión de actitudes de resentimiento e indignación, así como de juicios de desaprobación y reprobación, ya sea a nombre de la propia autoridad sancionadora o a nombre de aquellos en cuyo nombre la sanción es impuesta (Feinberg, 1970, 98). En principio, resulta posible diferenciar analíticamente este elemento expre-

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Esta observación de Feinberg resulta decisiva, pues ella, como ya se anunciara, contiene una validación implícita de la concepción del derecho penal como clase funcional. Que la irrogación del mal constituya el modo de expresión de ciertas actitudes y juicios de desaprobación e indignación implica reconocer una subordinación de la estructura a la función. Esto se mostraría, por ejemplo, en que en el contexto del derecho penal angloamericano se haya consolidado la idea de que respecto de formas de punibilidad por responsabilidad estricta ha de estar excluida la posibilidad de imposición de penas de presidio, dado que contemporáneamente éstas constituirían el modo de expresión de reprobación pública por antonomasia, lo cual estaría fuera de lugar tratándose de delitos de responsabilidad estricta, esto es, delitos cuya configuración no exige la satisfacción de los criterios generales de imputación subjetiva (Feinberg, 1970, 111).

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sivo, por una parte, del elemento de irrogación de un mal, por otra, para determinar el peso de cada uno en la definición de lo que cabe entender por punishment. Mas a pesar de esta posibilidad de diferenciación analítica – esto es, a pesar de que es conceptualmente posible la existencia de formas de expresión de esas actitudes y juicios que no conlleven la irrogación de un hard treatment, así como es conceptualmente posible la existencia de formas de irrogación de hard treatment que no conlleven esa carga expresiva –, lo usual es que la irrogación misma del mal desempeñe la función expresiva de reproche y desaprobación. Lo cual equivale a decir que ciertas formas de irrogación de mal se han convertido en símbolos inequívocos de reprobación institucionalizada (Ibíd., 99 s.) 13. La prioridad de esta dimensión expresiva frente a la característica estructural del hard treatment todavía no puede ser vista, sin embargo, como una redefinición pragmática de una fundamentación retributiva de la pena. Pues no puede descartarse que la dimensión expresiva de la pena sea susceptible de ser cooptada por alguna versión de una teoría prevencionista que apareciese compatible con semejante “giro pragmático”. Y en la concepción del propio Feinberg parece haber un flanco abierto para una interpretación prevencionista de la dimensión expresiva de la pena. Feinberg entiende que identificar esa función expresiva de la sanción propiamente punitiva puede plantear la pregunta acerca de su relación con los distintos “propósitos generales” que tradicionalmente son asignados a la pena, así como puede contribuir a identificar otros propósitos, que generalmente son dejados de lado, los cuales inequívocamente presuponen esa función expresiva (Feinberg, 1970, 101 ss.). Entre los primeros, Feinberg

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menciona la intimidación general, la reforma y la rehabilitación del condenado; entre los segundos, el desconocimiento autoritativo de determinadas acciones por parte del Estado, la manifestación simbólica de que ciertas formas de comportamiento no son toleradas, la vindicación del derecho, y la posible “absolución” de otros sujetos de algún modo involucrados en los hechos juzgados. El problema es que tales consideraciones admiten ser entendidas en términos de que la imposición de la pena, con su correspondiente carga expresiva, sería un medio para la materialización de tales efectos. Es esto lo que lleva a Moore a sostener que las teorías de la función expresiva o denunciation no representarían más que una variante ulterior de una teoría utilitarista de la justificación de la pena. La pena se justificaría como un medio para la obtención de determinados propósitos, aun cuando éstos no sean estrictamente reducibles a la prevención de delitos (Moore, 1997, 84 s., 91 s.).

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3.2. ¿PREVENCIÓN GENERAL POSITIVA?

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Algo similar cabe decir de lo que, en el actual discurso de la teoría penal de influencia preponderantemente alemana, se conoce como la teoría de la prevención general positiva, uno de cuyos exponentes más representativos es Günther Jakobs. De acuerdo con la formulación original de su teoría, por prevención general positiva habría que entender el efecto que tiene la imposición de la pena en términos de un restablecimiento de la confianza en la vigencia fáctica de la norma quebrantada por el autor del delito (Jakobs, 1991, 1/4 ss.). Aplicando la noción, desarrollada en el marco de la sociología sistémica de Luhmann, que las normas jurídicas pueden ser descritas como expectativas de comportamiento estabilizadas contra-fácticamente – esto es, expectativas mantenidas a pesar del hecho de su frustración–, esta versión de la teoría de la prevención general positiva conceptúa la imposición de la pena como un acto expresivo cuyo sentido es la confirmación de la vigencia de la norma quebrantada. Esta consideración tiene importancia en tanto ella se corresponde de modo bastante preciso con la caracterización crítica que Moore hace de una de las dos variantes de teorías “expresivistas” de la pena. Si bien una primera variante entendería que el objetivo que se persigue con la expresión de condena social mediante la pena es la educación de los ciudadanos en cuanto al carácter incorrecto de las formas de comportamiento que el

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Jakobs, 1998, passim. Sobre esto también Pawlik, 2004, 62 ss. Es importante dar cuenta de que, más recientemente, Jakobs ha vuelto a introducir una variación relevante en su concepción de la función de la pena estatal. Vé., Jakobs, 2006, passim, donde el énfasis aparece puesto, en contraste con su formulación precedente, en la facticidad de la pena referida a la salvaguarda cognitiva de la vigencia de la norma. Al respecto Silva Sánchez, 2006, passim.

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derecho penal sanciona, de manera que ésta sería una variante propiamente prevencionista de una teoría expresivista, cabe reconocer una segunda variante, que mantendría que la función de la denunciation sería contribuir al mantenimiento de la cohesión social (Moore, 1997, 84 s.). En la medida en que la conservación de la cohesión social representa un estado de cosas valioso cuya obtención justificaría la imposición de la pena, esta variante de teoría expresiva, a pesar de no ser prevencionista, sí sería utilitarista, en el sentido de que lo que justifica la punición no sería su valor intrínseco, sino sólo su valor instrumental (Ibíd., 92). Que la teoría jakobsiana de la prevención general positiva pueda caracterizarse como una teoría utilitarista, empero, constituye una cuestión sumamente de difícil de establecer, sobre todo atendiendo al giro posterior que el propio Jakobs le diera en una dirección hegeliana 14. Manteniendo la tesis de que la función de la pena es la “confirmación de la realidad de las normas”, Jakobs sugiere que, siguiendo esta concepción, a partir de cierto punto deja de ser acertado hablar de un fin de la pena (Jakobs, 1998, 15). Jakobs reconoce que la concepción de la pena como confirmación de la configuración normativa de la sociedad se acerca bastante a la concepción identificada con la teoría de la prevención general positiva, según la cual la prestación específica que se realiza con la imposición de la pena es la confirmación de que la norma quebrantada sigue rigiendo como un esquema de orientación, esto es, que la confianza en la vigencia de la norma es lo correcto (Ibíd., 32). Sin embargo, esta caracterización de la prevención general positiva resultaría demasiado “psicologizante”, en tanto la referencia a la confianza en la vigencia de la norma parecería encerrar una referencia a estados mentales de la generalidad de los individuos que pueden orientar su comportamiento con arreglo a esa norma. Si ha de conservarse la expresión “prevención general positiva”, agrega Jakobs, el término “general” tendría que entenderse referido a que es lo general, o sea, la configuración de la comunicación que constituye

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a la sociedad, que es garantizada a través de la punición, mientras que el término “prevención” no habría de leerse como connotando un determinado efecto que se pretenda obtener a través de la pena, sino en el sentido de que la pena “como marginalización del significado del hecho en sí misma tiene como efecto la vigencia de la norma” (Ibíd., 33). Esta teoría inequívocamente concede prioridad a la dimensión expresiva de la pena por sobre el hecho bruto de la irrogación de un mal. De hecho, Jakobs se plantea la pregunta acerca de si es necesario que la comunicación operada a través de la imposición de la pena como “marginalización del significado del hecho” se materialice, de hecho, en la irrogación de un mal. La respuesta de Jakobs consiste en que, así como el hecho delictivo mismo no sólo es objetivado en el plano simbólico de su significado, sino también en el “mundo externo”, una marginalización de ese significado a través de una mera declaración simbólica – o sea, lo que quedaría de la pena si se prescindiera de la irrogación de un mal – padecería de un déficit de objetivación en comparación con el hecho que ha de ser negado, de modo que “también la reacción frente al hecho [objetivado en el mundo externo] debe suponer una configuración definitiva” (Jakobs, 1998, 25). Y Jakobs agrega que esto nada tiene que ver con la orientación de la pena hacia algún efecto de intimidación o educación, sino sólo con contraponer la “realidad de la norma” al hecho de su quebrantamiento (Ibíd.). 3.3. CULPABILIDAD COMO DÉFICIT DE RECIPROCIDAD

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La objeción fundamental que cabe oponer a una teoría que entiende que la dimensión expresiva de la pena se encuentra referida a la confirmación de la identidad o configuración normativa de la sociedad, se centra precisamente en la suposición que subyace a esta concepción, a saber, la suposición de que el hecho delictivo, esto es, el quebrantamiento de la norma, habría de ser interpretado como un mensaje en el sentido que la sociedad co-constituida por la norma quebrantada “no debe ser”. Si el comportamiento punible constituye un quebrantamiento de la norma, lo es en el sentido de que ese comportamiento expresa una falta de reconocimiento del carácter vinculante de la norma. El autor del hecho punible expresa, a través de su comportamiento, una falta de reconocimiento de la norma como razón eficaz para la acción. Pero esto no equivale a una toma de posición a favor de un proyecto normativo de un mundo

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(social) alternativo (vé. Günther, 2005, 54 ss.). Antes bien, es posible proponer una redefinición del sentido expresivo del hecho delictivo conducente a la sugerencia, más bien contraria, según la cual lo que su autor hace es aprovecharse injustamente de las ventajas que la coordinación de la acción a través de normas asegura para todos. Ese aprovechamiento injusto de condiciones ventajosas para todos puede justificar, bajo condiciones que aún deben ser establecidas, un reproche de culpabilidad. Si éste es el caso, la pena retributiva podría ser entendida como la materialización de ese reproche. Esto puede conducir a sentar las bases de una teoría expresivo-retribucionista de la justificación de la pena. Una de las implicaciones más significativas de una teoría retribucionista de la pena está constituida por el énfasis que ella ha de poner en la exigencia de la legitimidad de las normas de comportamiento cuya contravención culpable da lugar a la punición. Si la norma de comportamiento no es una norma legítima, su quebrantamiento no puede justificar reproche alguno ni, por ello, conllevar punición legítima alguna. Esta proposición es explícitamente afirmada por Moore, según quien una teoría retribucionista de la pena necesariamente exige que las normas que prohíben aquellas formas de comportamiento cuya realización culpable condiciona la imposición de la pena sean legítimas, o sea, que prohíban formas de comportamiento incorrecto (Moore, 1997, 70). Moore constata, empero, que esto supone contradecir una intuición prevaleciente acerca de esta clase de teorías, a saber, la intuición de que una teoría retribucionista tendría como nivel de referencia la posición y el desempeño del adjudicador, pero no la posición ni el desempeño del legislador. Esta idea, por más generalizada que se encuentre, es infundada. En la medida en que el juicio de merecimiento que gobierna la imposición de la pena retributiva está condicionado tanto por la específica antinormatividad del hecho como por la magnitud de la responsabilidad individual de su autor, una teoría retribucionista de la pena trae consigo exigencias para el legislador en cuanto a la definición de las normas de comportamiento cuyo quebrantamiento ha de conllevar un reproche jurídico-penal (Moore, 1997, 71). Ciertamente, esto no implica que la función de las normas que definen formas de comportamiento incorrecto se reduzca a establecer estándares de evaluación de comportamientos para determinar su merecimiento de pena. Antes bien, las normas funcionan pragmáticamente como directivas de conducta,

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esto es, como razones para la acción, orientadas a la evitación intencional de tales formas de comportamiento. Pues de lo contrario habría que decir, por ejemplo, que la razón por la cual se establecen normas orientadas a la protección de la propiedad sobre bienes muebles sería posibilitar la punición del ladrón15. Siendo el concepto de merecimiento un concepto secundario, su aplicación se encuentra subordinado a la satisfacción de algunos criterios derivados de los conceptos primarios correspondientes. Volviendo a la terminología del derecho penal: el juicio de merecimiento de pena no puede disociarse de aquellos estándares que definen qué comportamiento es justo y qué comportamiento injusto; y estos estándares son las normas que prohíben las formas de comportamiento cuya realización imputable resulta delictiva. Lo que en este punto interesa es la posibilidad de identificar algunos criterios elementales para examinar las condiciones de legitimidad de las normas de comportamiento y la justificación de un reproche penal por su quebrantamiento. En principio, la única razón por la cual una norma puede ser considerada justa es que su seguimiento asegure ventajas para cada uno de sus destinatarios. Desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad, una norma es justa en tanto su observancia sea ventajosa para todos (Rawls, 1971, 314 ss.). Este criterio de legitimación de normas de comportamiento puede ser designado, siguiendo a Kindhäuser, como principio de estricta universalización, que asegura la compatibilidad de la libertad de uno con la libertad de cada uno de los demás (Kindhäuser, 1989b, 494). A pesar de que las normas que satisfacen esta exigencia de universalización pueden ser aceptadas por cualquiera de sus destinatarios como una razón vinculante para la acción, su justicia no obsta a su inestabilidad. Como ya se indicó, Kindhäuser enfatiza el hecho de que toda norma de comportamiento es necesariamente inestable desde el punto de vista de su seguimiento generalizado, en la medida en que si sus destinatarios se comportan de modo estratégicamente racional, para cada uno de ellos resulta individualmente más ventajoso no seguir la norma (Kindhäuser, 1989b, 496). Kindhäuser ilustra el punto recurriendo al bien conocido dilema del prisionero, que muestra cómo en situacioEsto muestra que el concepto de merecimiento moral es secundario frente a los conceptos de derechos y justicia. Vé. Rawls, 1971, 313.

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nes de imposibilidad de coordinación del comportamiento individual de dos sujetos, la decisión estratégicamente racional para cada uno, en un escenario de incertidumbre acerca de cómo actuará el otro, necesariamente producirá un resultado menos eficiente que el resultado que podría haber sido obtenido si la decisión hubiese tenido lugar en circunstancias diferentes (Ibíd., 496 ss.). La confianza de ego en cuanto a que alter no quebrantará la norma es condición necesaria para que su seguimiento sea racional para ego. El sujeto que no reconoce como vinculante una norma cuyo seguimiento generalizado es beneficioso para todos se aprovecha de la confianza depositada ex ante en él como persona moral por parte de los demás (Kindhäuser, 1989b, 503 ss.), constituyéndose en un free rider. Puesto que el sujeto que actúa sin reconocer la norma como una razón para la acción pretende beneficiarse unilateralmente del seguimiento generalizado de la norma, lo que su comportamiento manifiesta es una falta de sentido de la justicia (Ibíd., 501 s.), en la medida en que una de las manifestaciones del sentido de la justicia de una persona se encuentra, precisamente, en la aceptación de instituciones justas de cuya existencia ella y los demás se benefician (Rawls, 1971, 474). Sobre esta base, el reproche de culpabilidad puede ser visto como un reproche por una falla personal que muestra una falta de sentido de la justicia, en circunstancias que ese reproche se expresa en la irrogación del mal en que se materializa la ejecución de la pena. La pena, de este modo, resulta justificada como pena retributiva, pero su justificación no es, en un sentido preciso, “absoluta” sino “relativa” (vé. infra II, 7.1.), en el sentido en que la pena expresa el reproche por una abuso unilateral de la confianza cuya reciprocidad es indispensable para la estabilidad de las normas de comportamiento cuyo seguimiento posibilita la coexistencia de iguales espacios de libertad (Kinhäuser, 1989b, 504). Que la imposición de la pena pueda, de hecho, reforzar las inhibiciones morales de ciudadanos que muestran fidelidad al derecho, sólo puede derivarse de su rol de expresión de juicios reprobatorios por la realización imputable de determinadas formas de comportamiento incorrecto (von Hirsch, 1985, 51).

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4. LA PENA RETRIBUTIVA COMO ACCIÓN COMUNICATIVA

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4.1. EL REPROCHE JURÍDICO-PENAL COMO ACTO DE HABLA ILOCUCIONARIO

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Bajo una concepción retribucionista de la pena, reconstruida en términos de lo que Feinberg denomina su función expresiva, la pena se justifica como la materialización de un reproche merecido por el autor de un hecho constitutivo de un injusto culpable. Esta expresión de reproche no representa un medio para la obtención de una consecuencia ulterior, por ejemplo, la prevención de delitos futuros, sino que se justifica por la sola circunstancia de que ese reproche es merecido. Esto se sigue de la contraposición que, siguiendo a Strawson, cabe reconocer entre la adopción de una actitud reactiva y la adopción de una actitud objetivante frente al comportamiento ajeno (Strawson, 1995, 46 ss.). Si la imposición de la pena constituye una modalidad de expresión de desaprobación e indignación, la pena no puede ser impuesta para que a través de la expresión de reproche el propio sujeto penado o la generalidad sean intimidados o vean reforzada su disposición a observar las normas vigentes. Una expresión de reproche hecha para la obtención de determinadas consecuencias por definición deja de constituir un reproche, aun cuando se lo presente como tal y haya base para el mismo (Ibíd., 47) 16. En tal caso se trata de la ficción de un reproche, y el carácter ficticio del reproche se explica por el predominio de una actitud objetivante, o sea, por la consideración del auténtico destinatario de la imposición de la pena – el propio condenado, en términos de prevención especial; la generalidad de los individuos, en términos de prevención general – como un objeto de táctica social. Toda formulación de un reproche, también cuando se trata de la formulación del reproche mediante pena, descansa sobre una condición de sinceridad inmanente. Para analizar el estatus que cabe atribuir a esta condición constitutiva pude ser útil intentar una reconstrucción de la formulación de un reproche jurídico-penal como la realización de un acto de habla (vé. Nozick, 1981, 370 ss.). En su versión más tradicional, la teoría de los actos de habla desarrolla una distinción entre tres niveles en que puede analizarse lo que un hablante hace cuando dice algo. En la formulación de J.L. Austin, se trata de la distinPara un intento de relativizar esta distinción de cara al problema de la justificación de la intervención punitiva, Baurmann, 1987, 145 ss.

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Así por ejemplo, Searle la ha sustituido por la diferenciación entre actos asertivos, actos compromisorios, actos directivos, actos expresivos y actos declarativos, en el entendido de que el criterio clasificatorio ha de consistir en una determinada dirección de ajuste entre lenguaje y mundo que cabe reconocer en las distintas clases de ilocuciones. Vé. Searle, 1979, 1 ss. Habermas, por su parte, sobre la base de la identificación de una determinada pretensión de validez o una determinada pretensión de poder que el hablante entabla al ejecutar un acto ilocucionario, distingue actos consta tativos, actos regulativos, actos expresivos y actos imperativos. Así Habermas, 1999, 415 ss. Al respecto vé. Mañalich, 2010b, 127 ss.

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ción entre el acto locucionario, el acto ilocucionario y el acto perlocucionario (Austin, 1975, 94 ss.). Por acto locucionario Austin entiende el acto de emitir o proferir una oración que exhibe una cierta referencia y un cierto sentido, o sea, que porta significado. Por acto ilocucionario, en cambio, Austin entiende el acto que se realiza en la ejecución de un acto locucionario bajo ciertas condiciones que, convencionalmente, confieren una cierta fuerza (ilocucionaria) a la emisión del hablante. Así, cuando un sujeto emite una determinada oración en las circunstancias adecuadas, puede estar realizando una aseveración, formulando una pregunta, dando una orden, etc. Por último, por acto perlocucionario Austin entiende el acto por el cual el hablante persigue ciertas consecuencias o efectos a través de un acto de habla. De ahí que, siguiendo a Searle, sea preferible utilizar el adjetivo “perlocucionario” para designar cierta clase de efectos que pueden seguirse de la realización de un acto ilocucionario (Searle, 1969, 25). Tal como lo resume Habermas, lo que así se distingue es “decir algo; hacer algo diciendo algo; causar algo mediante lo que se hace diciendo algo” (Habermas, 1999, 371). La formulación de un reproche puede ser entendida, en estos términos, como la realización de un acto ilocucionario. En el marco de la teoría de Austin, el análisis de este tipo de acto de habla requiere identificar la fuerza ilocucionaria que lo distingue como tal. Y Austin mismo ofrece una clasificación de las fuerzas ilocucionarias que resulta en una diferenciación de cinco tipos generales de actos ilocucionarios: los “veredictivos” (verdictives), los “ejercitivos” (exercitives), los “compromisorios” (commissives), los “comportativos” (behabitives) y los “expositivos” (expositives) (Austin, 1975, 148 ss.). Esta clasificación de las fuerzas ilocucionarias ha tendido a ser dejada de lado en el desarrollo posterior de la teoría de los actos de habla 17. Sin perjuicio de esto, es importante considerar la

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En este contexto, la emisión de “yo reprocho”, por ejemplo, se encontraría en una relación de emisión realizativa (o “performativa”) impura frente a la emisión de “yo censuro”, que sería explícitamente realizativa.

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posición que la formulación de un reproche podría tener dentro del esquema clasificatorio de Austin, pues de esta manera pueden hacerse patentes algunas de sus peculiaridades que han de ser relevantes para el análisis de la función expresiva de la pena retributiva. Que la clasificación sugerida por Austin no puede estimarse satisfactoria, parece quedar claro si se indaga en la clase de acto ilocucionario a la que, en tal marco, pertenece un reproche. Esto, porque el propio Austin menciona el verbo “reprochar” (blame) a propósito de dos de sus cinco tipos de ilocuciones. En primer término, Austin sugiere que el uso de “reprochar” puede, bajo determinadas condiciones, ir aparejado de la realización de un acto “comportativo”, esto es, de una acción que de alguna manera consiste en una reacción frente a un comportamiento ajeno haciendo manifiestas ciertas emociones (Austin, 1975, 83, 160) 18. Pero la emisión de “yo reprocho” también podría contar, según Austin, como la realización de un acto “veredictivo”, cuando la expresión es usada en el sentido de “declarar responsable” a alguien por algo, prescindiendo (en este contexto) de la adopción de aquellas actitudes que son determinantes cuando esa expresión aparece asociada a la realización de un acto “comportativo” (Austin, 1975, 155). Lo que ha de destacarse son las implicaciones que tiene la consideración de que una acción de reprochar algo a alguien al menos desde un determinado punto de vista, aparece como una variante de acto “comportativo”. La nota distintiva de esta clase de acto de habla es, según Austin, el hecho de que su fuerza ilocucionaria está asociada a la manifestación de una reacción personal al comportamiento de otros. Esto determina que en este contexto se plantee, de manera especial, la cuestión de la sinceridad del hablante (Austin, 1975, 78 s., 161). La sinceridad, en el marco del análisis de los actos ilocucionarios, designa una condición que ha de ser satisfecha para que la realización del acto sea “feliz”, esto es, para que el acto sea apropiadamente ejecutado. La insinceridad del autor de la emisión realizativa, por ende, constituye un caso de “infelicidad”, la cual a diferencia de otras formas de infelicidad, empero, no conlleva la invalidez o nulidad del acto, sino que más bien constituye un abuso en su

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ejecución (Austin, 1975, 12 ss., 39 ss.). Al igual que cuando se trata de felicitaciones o condolencias, cuando se trata de un reproche lo crucial es la manifestación de una determinada respuesta emocional frente a la ocurrencia de cierto evento o suceso. Por esto, la falta de sinceridad, aun cuando no obsta a la realización del acto, sí conlleva que éste resulte no apropiado a sus circunstancias, es decir, que sea desafortunado. 4.2. LA PRETENSIÓN DE VALIDEZ SUBYACENTE AL REPROCHE

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En la reformulación de la teoría de los actos de habla efectuada por Habermas, lo anterior puede describirse en términos que, en la formulación de un reproche, el hablante entabla – de modo no contingente – una pretensión de sinceridad. Esto no implica que el hablante de hecho no pueda estar siendo insincero, pero sí que en este último caso se produce una instrumentalización de la comunicación. Que el autor de un reproche necesariamente entable una pretensión de sinceridad al realizar ese acto quiere decir que el reconocimiento de esta pretensión por parte del oyente es una condición indispensable del éxito ilocucionario de la emisión del hablante, en la medida en que el éxito ilocucionario puede definirse como un entendimiento, esto es, la obtención de un acuerdo entre hablante y oyente: este último ha de reconocer qué pretensión ha entablado el hablante para así poder tomar posición crítica, de aceptación o de rechazo, frente a esa pretensión (Habermas, 1999, 379 ss.). Lo que cuenta como la ejecución exitosa de tal acto de habla orientado al entendimiento depende, entre otras cosas, de que el oyente reconozca esa pretensión de validez. Ciertamente, lo anterior no significa que al formularse un reproche sólo se entable una pretensión de sinceridad. Pues si se deja de lado la distinción – analíticamente fecunda – entre casos puros (o idealizados) de actos de habla según la pretensión de validez que determina su fuerza ilocucionaria, es claro que en todo acto de habla orientado al entendimiento han de tenerse por entabladas las tres pretensiones de validez con arreglo a las cuales Habermas efectúa la clasificación entre los casos puros de actos constatativos, actos regulativos y actos expresivos: una pretensión de verdad, una pretensión de rectitud (o corrección) y una pretensión de sinceridad (Habermas, 1999, 407 ss.). Esto ha de resultar suficientemente reconocible en el caso de la formulación de un reproche. Desde ya, en tanto el reproche tiene como objeto, típicamente, un comportamiento por el cual

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En la terminología de Habermas, ello conlleva una caracterización de ese acto de habla como “proposicionalmente diferenciado”. La distinción entre el contenido proposicional y la fuerza ilocucionaria en el análisis de los actos de habla es lo que constituye lo que Habermas denomina la “doble estructura del habla”. Vé. Habermas, 1984, 404 ss.

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alguien es responsable, el hablante necesariamente tiene que presuponer, para que el reproche pueda ser aceptado por su destinatario, la efectividad de estas circunstancias. El éxito ilocucionario de un reproche también está condicionado, por ende, por una pretensión de verdad, a saber, la pretensión de verdad relativa a lo que constituye el contenido proposicional del reproche en cuestión 19. Pero, además, la fuerza ilocucionaria de un reproche también está asociada a la identificación de un determinado horizonte normativo en el marco del cual el reproche conlleva una pretensión de corrección. Al reprocharse a otro haber actuado de determinada manera, necesariamente se presuponen normas bajo las cuales el comportamiento que es objeto de reproche ha de aparecer como incorrecto y, en tal medida, censurable. Es precisamente esta dependencia del reproche respecto de un determinado horizonte normativo que lo valida lo que aparece en la insinuación de la indignación moral como emoción subyacente al reproche penal, que hace posible diferenciarla, por ejemplo, de un ánimo de venganza. La formulación de un reproche jurídico-penal, por ende, puede ser vista como la realización de un acto ilocucionario, y más específicamente, de un acto ilocucionario institucionalmente ligado. Lo que distingue a esta clase de actos de habla es el hecho de que la explicación de lo que cuenta como su ejecución requiere de una referencia a ciertas instituciones (Habermas, 1984, 402 ss.), que en este caso son las instituciones, jurídicamente constituidas, del sistema penal. Una de las implicaciones de que el acto de reproche penal sea institucionalmente ligado es que esta ligazón institucional circunscribe sus posibles contenidos proposicionales, desde ya, en el sentido de que sólo un comportamiento evitable que satisface una determinada descripción fijada en la ley puede ser objeto de reproche jurídico-penal. La cuestión que debe examinarse ahora es por qué la expresión de este reproche ha de materializarse en la irrogación de un mal, en circunstancias que para la expresión de reproche podría parecer suficiente una mera declaración simbólica.Y de ser así, la ejecución de la pena tendría que considerarse injustificada, en tanto excesiva.

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4.3. LA RELACIÓN ENTRE LA IRROGACIÓN DEL MAL Y LA EXPRESIÓN DE REPROCHE

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Esta tesis encuentra cierto apoyo en Feinberg, 1970, 83.

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Un intento de disociar la dimensión expresiva de la pena, por un lado, de su facticidad como irrogación de un mal, por otro, es lo que se encuentra en la teoría de la pena de Andrew von Hirsch (von Hirsch, 1985, 47 ss.). Siguiendo a Feinberg y Strawson, von Hirsch sostiene que es imposible dar cuenta de lo que significa la pena si se pierde de vista el componente expresivo de determinadas actitudes reactivas cuya adopción (generalizada) subyace a su imposición. El punto está, sin embargo, en que bajo la sola consideración de la expresión de un reproche merecido no podría justificarse la irrogación de un mal como algo que tiene lugar adicionalmente al acto de reproche mismo. Si la irrogación de un mal ha de reconocerse como un elemento independiente, su justificación tendría que basarse en una razón distinta. Lo único que podría justificar la irrogación del mal en que se materializa la pena, según von Hirsch, sería la prevención de delitos futuros (Ibíd., 51 ss.) 20. Von Hirsch reconoce que entonces podría emerger, como siempre ocurre cuando se esgrime una justificación prevencionista de la pena, la objeción kantiana de que el condenado no es tratado como un fin en sí mismo, sino como un medio para fines ajenos. La objeción sería neutralizada, sin embargo, por el componente expresivo-retributivo subsistente, que garantizaría que el comportamiento que da lugar a la punición sea un comportamiento censurable del cual el condenado es responsable (Ibíd., 1985, 55 s.). El paso en falso que da von Hirsch se encuentra en la suposición de que sería posible, en definitiva, diferenciar el momento expresivo de reproche frente a la mera irrogación del mal en que se traduce la (ejecución de la) pena. Pues el propio Feinberg, a pesar de reconocer la plausibilidad de la distinción conceptual entre ambos componentes, mantiene que lo apropiado es entender que la irrogación del mal es la manera de expresar reprobación, siendo este aspecto expresivo de la irrogación del mal lo que posibilita conceptuarla como punishment, y no como mera penalty (Feinberg, 1970, 99). A este respecto, es pertinente volver atrás para considerar nuevamente el tipo de ilocución bajo el cual Austin propone clasificar la formulación de un reproche. Según ya se sostuviera, habría

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un cierto punto de vista desde el cual la fuerza ilocucionaria desplegada en un reproche lo acercaría a los “veredictivos”, mientras que desde otra perspectiva el reprochar algo a alguien parecería acercarse a los “comportativos”. Lo primero ocurre, siguiendo a Austin, en tanto lo enfatizado sea la declaración del “hallazgo” (finding) de culpabilidad, o sea, el “veredicto”. Mas no es éste el punto de vista desde el cual aparece destacado el aspecto del reproche que se corresponde con la manifestación de decepción o resentimiento.Y este aspecto es el que distingue al reproche como un acto que se entiende como reacción frente a un comportamiento ajeno, o sea, como un acto de habla “comportativo”. Es en este sentido que Strawson caracteriza la manifestación de la adopción de una actitud reactiva como la suspensión, más o menos extensa o intensa, de una disposición generalmente favorable hacia aquel que es destinatario de la expresión de reproche (Strawson, 1995, 63). La irrogación del mal, entonces, no es más que la materialización de esta suspensión de la disposición favorable que toda persona tiene respecto de otra a quien reconoce como alter ego moral. De esta manera tiene lugar la expresión del reproche merecido, y no a través de una declaración, como el veredicto o la determinación de la culpabilidad. Esta última no constituye la expresión del reproche, sino más bien un requisito procedimental de comprobación de su merecimiento. La irrogación de un mal es el modo por el cual se hace efectiva la expresión de reproche porque, a diferencia de lo que se da en situaciones de relaciones personales de intimidad o cercanía, el reproche jurídico-penal tiene lugar en un contexto social de contactos anónimos, en el cual una mera declaración de reproche no alcanza a materializar un reproche. En un contexto social donde no todo es asunto de todos, una mera declaración de reproche podría padecer de un déficit de objetivación. Puesto en terminología hegeliana: así como el delito es la objetivación de una voluntad particular cuyo valor declarativo es la lesión del derecho en cuanto derecho, la pena ha de consistir en la objetivación de una voluntad (general) de cancelación de esa voluntad, que constituye el restablecimiento del derecho (Hegel, 1986a, §97, §99). De lo que se trata es de advertir, entonces, que declarar que se reprocha puede no equivaler a efectuar un reproche, tal como decir “te insulto” no constituye un insulto: ni “insultar” ni “reprochar” cuentan como verbos explícitamente performativos.

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Para una reconstrucción dogmática de los delitos de calumnia e injuria por referencia a la categoría de los actos ilocucionarios, vé. Mañalich, 2005c, 210 ss. Günther sugiere la posibilidad de una sustitución de la pena por otras reacciones con igual rendimiento expresivo, lo cual en definitiva supone, sin embargo, identificar la noción de pena con la irrogación de un mal. Vé. t. Pawlik, 2004, 66 ss.

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Esto no excluye, ciertamente, la posibilidad de que una declaración de culpabilidad pudiera, bajo ciertas condiciones, expresar adecuadamente un reproche punitivo. Lo que habría que reconocer, sin embargo, es que, bajo tales condiciones, esa declaración ya tendría que contar como la irrogación de un mal. Que es posible, sin más, que una manifestación lingüística cuente, de hecho, como la irrogación de un mal, lo muestra, de modo suficientemente plástico por lo demás, la tipificación penal de los delitos contra el honor21. Que la expresión del reproche jurídico-penal, por ende, tenga lugar de modo no-verbal, no obsta a que la punición cuente como la realización de un acto de habla, pues como Austin mismo lo advierte, existen variados mecanismos convencionales, también no-verbales, para la realización de actos de habla, notablemente tratándose de actos ilocucionarios institucionalmente ligados (Austin, 1975, 119 ss.). Y esto es precisamente lo que afirma Feinberg cuando dice que nuestras convenciones pueden determinar que el hard treatment sea el modo de expresar desaprobación. Disponer de estas convenciones, fijadas institucionalmente, hace posible entender la punición como una institucionalización de la expresión de un reproche merecido. Al institucionalizarse este modo de formulación del reproche, se vuelve irrelevante si quien formula el reproche efectivamente es portador, psicológicamente, de los estados mentales que caracterizan aquellas actitudes reactivas que dan lugar a que se reproche algo a otro (vé. Feinberg, 1970, 67 ss.). Pero es crucial enfatizar el carácter convencional de la ligazón entre la expresión de reproche y la irrogación del mal en cuestión. Que se trate de una conexión convencional implica, entre otras cosas, que se trata de una conexión contingente. Y esto quiere decir que es enteramente posible imaginar otros símbolos convencionales para la expresión institucional del reproche (vé. Günther, 2002, 217 ss.) 22.

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4.4. ACCIÓN COMUNICATIVA, ACCIÓN ESTRATÉGICA Y ACCIÓN INSTRUMENTAL

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En la medida en que la formulación del reproche jurídico-penal sólo se oriente a su específico éxito ilocucionario, el autor del reproche manifiesta una exclusiva orientación al entendimiento para con el destinatario del reproche. En las categorías desarrolladas por Habermas, esto significa que el reproche penal, retributivamente fundado, constituye un caso de acción comunicativa (Habermas, 1999, 378). La cuestión que debe examinarse ahora es la relación que puede establecerse entre esta concepción comunicativa de la pena y sus posibles efectos preventivos. Desde el punto de vista de una justificación retribucionista de la pena, es obvio cuál ha de ser el estatus de los posibles efectos preventivos que pueden seguirse de la imposición de la pena. Se trata, a lo sumo, de consecuencias favorables no perseguidas, una instancia de lo que en el vocabulario de los economistas cabría llamar una externalidad positiva. Que la imposición de la pena pueda de hecho producir tales efectos no supone, en modo alguno, que la imposición de la pena se justifique en atención a ellos. Pues la justificación de la pena retributiva sólo descansa en un juicio de merecimiento (Moore, 1997, 153). Desde el punto de vista de la teoría de los actos de habla, si el acto ilocucionario del reproche jurídico-penal se orientara a la producción de tales consecuencias preventivas, éstas constituirían efectos perlocucionarios de ese acto. Un efecto perlocucionario de un acto de habla es el efecto que el hablante pretende producir en el oyente, por ejemplo, el efecto intimidante que una amenaza tiene para el amenazado. Aquí resulta fundamental reparar en el carácter contingente de la relación que existe entre el acto ilocucionario y sus (eventuales) efectos perlocucionarios: una amenaza (acto ilocucionario) no deja de ser tal por el solo hecho de que su destinatario no resulte, efectivamente, intimidado (efecto perlocucionario). Mientras que la fuerza ilocucionaria del acto se da si una determinada emisión lingüística tiene lugar en las circunstancias apropiadas, la producción de un efecto perlocucionario eventualmente perseguido por el hablante sigue siendo enteramente contingente, en el sentido de que ella no depende de la sola realización exitosa del respectivo acto ilocucionario (Habermas, 1999, 371 ss.). Ahora bien, si el hablante persigue la producción de tales efectos perlocucionarios, entonces aquél ya no se orienta al entendimiento para con el oyente, esto es, a la obtención de un acuerdo

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Aquí se encuentra la razón por la cual la pena retributiva no puede entenderse como penitencia secular orientada al arrepentimiento, como sin embargo ha sugerido Duff, 2001, 106 ss.; el mismo 2003, 298 ss.

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que depende del reconocimiento por parte de éste de las pretensiones de validez que el hablante reclama para lo que dice. La interacción lingüísticamente mediada en la cual el autor persigue la producción de efectos perlocucionarios en el oyente no cuenta como acción comunicativa, sino como acción estratégica (Habermas, 1999, 375 ss.). La punición orientada a la consecución de efectos preventivos en términos de intimidación, por ende, constituye un caso de acción estratégica. Y a este respecto, es irrelevante que el destinatario de tal acto de habla sea el propio condenado, en términos de prevención especial, o la generalidad de los individuos, en términos de prevención general. Pues lo que en todo caso ocurre es que la punición ya no se orienta, de este modo, al entendimiento para con el culpable, sino a la obtención de consecuencias que son sólo contingentes frente al reproche de culpabilidad, el cual de este modo resulta falseado. Esto muestra que las bases pragmáticas de la imposición de la pena son radicalmente distintas cuando la punición se fundamenta retributivamente y cuando ella se fundamenta preventivamente. La punición retributiva constituye un caso de acción comunicativa, que se corresponde con la adopción de la perspectiva del participante en la comunicación, mientras que la punición preventiva constituye, en principio, un caso de acción estratégica, que se corresponde con la adopción de la perspectiva del observador no vinculado a la práctica comunicativa.Y sólo la primera orientación es congruente con la adopción de una actitud reactiva frente a otro que es reconocido como un co-agente moral. Bajo una concepción orientada a la justicia retributiva, la punición encierra una oferta incondicionada de entendimiento para con el destinatario del reproche, cuya aceptación por parte de éste, sin embargo, debe asumirse como contingente (vé. Habermas, 1999, 168 ss.). Esto, porque la aceptación del reproche, entendido como reproche jurídico, no es algo que quepa exigir de su destinatario, precisamente porque su aceptación – en primera persona – de la validez de la norma quebrantada tampoco resulta jurídicamente exigible (vé. Pawlik, 2004, 84) 23. Pero independientemente de que el condenado acepte o no esa oferta de entendimiento, la punición del culpable, en tanto materialización de un reproche personalísimo,

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A esto no se opone el hecho de que una acción orientada al entendimiento también pueda ser descrita como acción orientada a fines, en el sentido de que el fin perseguido por el actor sea, precisamente, entenderse con otro. Vé. Baurmann, 1987, 56 ss. Binding, 1877, 4 s.: “Una teoría del derecho penal, sin embargo, que no es capaz de decir por qué castiga, por qué sólo castiga después de que se ha delinquido, por qué castiga al delincuente, a pesar de que su hecho no representa la razón jurídica de la pena, por qué en definitiva acepta que el Estado castigue al delincuente, una tal teoría no puede seguir reclamando ocupar un lugar en nuestra ciencia”.

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encierra un reconocimiento de su agencia racional como razón suficiente para la respuesta punitiva. En cambio, la punición preventivamente orientada se corresponde con la adopción de una actitud objetivante, bajo la cual el otro aparece como objeto de táctica social, lo cual lleva a la instrumentalización del culpable (vé. Kindhäuser, 1995, 728 ss.) 24. Pues en estos términos, el reproche de culpabilidad no deja de ser una pura ficción. Si la persecución de efectos preventivos tiene lugar a través de la imposición de una pena que se hace pasar como la realización de un reproche, esta ficción de un reproche orientado a la producción de efectos perlocucionarios – como instancia de acción estratégica encubierta – constituye un caso de lo que Habermas denomina “distorsión de la comunicación” (Habermas, 1999, 42 s.). Lo anterior no excluye, ciertamente, que la punición pueda, de hecho, producir efectos preventivos. El punto crucial es que estos efectos no pueden ser conceptualizados, sin que se distorsione el sentido retributivo de la pena, como fines de su imposición y ejecución. Lo distintivo de cualquier variante de una teoría prevencionista, de este modo, es su incapacidad de explicar en qué medida el delito puede constituirse en un presupuesto necesario de la imposición de la pena sin constituir, empero, su razón jurídica. Si el delito no es sino síntoma de la necesidad de una intervención preventiva dirigida a producir seguridad prospectiva, nada permite concluir que el delito tuviera que ser el único síntoma de esa necesidad preventiva 25. Hay que precisar, ahora bien, que la descripción de la imposición de una pena preventiva como un caso de acción estratégica sólo es acertada en relación con una teoría de la prevención de intimidación, ya sea general o especial. Tratándose de otras variantes de prevención especial, tal descripción ya no funciona. Si la pena se entiende como una medida impuesta para la educación, la resocialización o el tratamiento terapéutico del penado, su impo-

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sición pierde toda connotación expresiva, lo cual da cuenta de la dificultad de compatibilizar una concepción semejante de la función de la pena con nuestra noción intuitiva de lo que significa “pena”. Lo mismo puede decirse acerca de la prevención especial de neutralización. Considérese al efecto el suficientemente ilustrativo pasaje tomado de un célebre defensor de la teoría de la prevención especial, Franz von Liszt:

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4.5. EL REPROCHE COMO RECONOCIMIENTO

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La justificación retributiva de la pena es la única que da cuenta, consistentemente, de las presuposiciones pragmáticas implicadas en la formulación del reproche penal. Reprochar algo a alguien supone adoptar una actitud reactiva frente a él, y todo (genuino) reproche se formula asumiendo la perspectiva de un participante en la comunicación. Esto implica que el autor del reproche reconoce al destinatario de éste como un participante en la comunicación. Así, la imposición y ejecución de la pena retributiva conlleva un auténtico reconocimiento de la persona del condenado (Feinberg, 1970, 69 s.). La paradoja del reproche expresado en la pena se encuentra en que el reproche constituye un reconocimiento cuyo sentido es la desaprobación: reconocemos al autor, a través del reproche de culpabilidad, como un participante en la comunicación normativa. Que en esta desaprobación hay un reconocimiento se sigue necesariamente de la suposición de que el reproche debe ser merecido, que es el núcleo de la exigencia de culpabilidad. La pena puede entenderse, entonces, como un honor negativo (Walzer, 1993, 278 ss., 282).

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Lo crucial es que, en todo caso, se trata de una intervención sobre el “penado” que se encuentra libre de toda mediación lingüística. Bajo tal concepción, la punición sólo puede contar como un caso de acción puramente instrumental. Aquí ni siquiera cabe reconocer una utilización estratégica de la comunicación, pues no hay comunicación alguna (Habermas, 1999, 366 s.). Si el componente expresivo de la pena es en todo caso irrenunciable, estas teorías de la prevención especial sólo pueden constituir teorías acerca de una función más bien propia de las medidas de seguridad.

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Pero la pena puede tener también como misión suprimir, perpetua o temporalmente, al criminal que ha llegado a ser inútil a la comunidad, la posibilidad física de cometer nuevos crímenes, separándole de la Sociedad (selección artificial). Aquí se trata de la INOCUIZACIÓN [...] del delincuente (von Liszt, 1927, T.1, 6).

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Vé. t. Pawlik, 2004, 97; Morris, 1976, 31 ss.; Duff, 1986, 262 ss. Así también la interpretación de Köhler, 1986, 57 ss. Lo cual da cuenta, por lo demás, de la injusticia retributiva de la así llamada “pena de muerte”, que necesariamente impide que pueda darse ese reconocimiento. Vé. Nozick, 1981, 374 ss.; también Duff, 2001, 152 ss. Para un argumento de inspiración hegeliana, Brudner, 1980, 337 ss.

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Es precisamente esto lo que subyace a la proposición hegeliana de que el autor del delito tiene derecho a la pena, a través de cuya imposición y ejecución aquél es honrado como agente racional (Hegel, 1986a, § 100) 26. Tal honor o reconocimiento (negativo) no le es concedido, sin embargo, “si el concepto y la medida de su pena no son extraídos de su hecho mismo; – como tampoco si es visto sólo como un animal dañino, que ha de ser vuelto inocuo, o si es visto en atención a fines de la intimidación y la corrección” (Hegel, 1986a, § 100).Y a este respecto, es irrelevante que la peligrosidad del hecho delictivo también pueda incidir como variable en la medida de la respuesta punitiva adecuada, esto es, proporcional (Ibíd., § 218) 27. Pues se trata aquí, en todo caso, de la (eventual) peligrosidad del hecho delictivo, y no de la peligrosidad del hechor. Por eso, para Binding resultaba obvio que el criterio de necesidad de pena jamás puede encontrarse en la personalidad del delincuente: “No es penado el ser humano, sino el criminal, no es penado el delincuente al margen de su hecho, sino como autor de su hecho” (Binding, 1913, 234). Así, la atribución de responsabilidad jurídico-penal exhibe una estructura relacional (Duff, 2005, 441 ss.). Lo cual quiere decir: el condenado no sólo es hecho (penalmente) responsable, sino que es hecho responsable por algo y frente a alguien. La operación pragmática de la pena retributiva supone una estructura de potencial entendimiento triangular, en que el autor del reproche reconoce al destinatario del reproche como alguien que es capaz, a su vez, de reconocer la conexión normativa entre el hecho delictivo que es objeto del reproche y la respuesta punitiva en que se expresa este reproche 28. Y este reconocimiento falla si el fin de la punición es entendido como una corrección de las disposiciones conductuales del condenado, también cuando esto se denomina, eufemísticamente, “educación” (vé. Duff, 2001, 89 ss.). Pues lo que entonces se dice de – y no a – él es que no es visto como un agente racional que participa de un mundo compartido en que agentes racionales respondemos comunicativamente por lo que hacemos o dejamos de hacer.

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5. LA PENA COMO RETRIBUCIÓN

5.1. LA PUNICIÓN COMO REALIZACIÓN DEL DERECHO

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Esto, porque el criterio de reconocimiento de que una pauta de conducta cuenta como norma de comportamiento vinculante para los miembros de una comunidad depende, en último término – esto es, haciendo abstracción de su correspondiente institucionalización –, del modo en que los miembros de esa comunidad reaccionan al comportamiento que se desvía de tal pauta de conducta. Ciertamente, esto no significa que la existencia de tal forma de reacción pase a ser un componente intrínseco de la norma de comportamiento en cuestión, sino que es esa forma de reacción lo que ofrece el indicio para reconocer, haciendo abstracción de los correspondientes criterios institucionales, que esa norma es una norma que fundamenta obligaciones para los miembros de esa comunidad. Vé. Hart, 1963, 107 s. Vé. t. Bascuñán, 2003, 325 ss.

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Hasta aquí se ha ofrecido una reconstrucción idealizada del principio de retribución como criterio de justificación de la pena estatal, que ha hecho abstracción de las implicaciones de su forma específicamente jurídica, es decir, de la manera en que ese principio se encuentra jurídicamente institucionalizado. Para entrar en ello, una vía especialmente prometedora es ofrecida por la teoría de las normas. El hecho delictivo expresa una falta de reconocimiento de la norma quebrantada como razón eficaz para la acción, y la pena declara que esa falta de reconocimiento, que de no ser cancelada “valdría” (Hegel, 1986a, § 99) 29, no cuenta como razón para una merma de la vigencia de la norma. Ciertamente, existiendo criterios institucionales para la validez de una norma, no es posible asumir que su quebrantamiento, más o menos episódico, pudiese bastar para la supresión de su vigencia, pues “del mero hecho de que se quebrante el derecho no se sigue que el derecho no sea derecho” (Luhmann, 1993a, 86) 30. De lo contrario, la pena no podría entenderse como consecuencia jurídica del quebrantamiento de una norma, pues entonces ésta ya no podría reclamar existencia. Pero el nivel de referencia de la norma de sanción penal no es la validez-como-pertenencia-al-sistema-jurídico de la respectiva norma de comportamiento quebrantada por el autor del delito, sino su eficacia como razón para la acción, que por definición se ve comprometida cada vez que tiene lugar un quebrantamiento

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Esta concepción de las normas de sanción como reglas secundarias se corresponde parcialmente con la concepción de Binding, según la cual por ley penal cabe entender “toda proposición jurídica con arreglo a la cual de un determinado delito surge o no surge [para el Estado] o bien un derecho penal subjetivo o bien un deber punitivo” (Binding, 1991, 175 ss., 187 ss.). Por eso, según Binding, el destinatario de la norma de sanción no es el tribunal, como tampoco el órgano competente por la persecución penal, como tampoco el órgano competente por la ejecución de la pena, como tampoco el titular mismo del derecho penal subjetivo. La norma de sanción penal, en estos términos, no constituye norma imperativa alguna, sino una norma habilitante que regula la relación jurídica entre el titular del ius puniendi, que pone en vigencia la respectiva norma de comportamiento, y el autor del delito, que es el destinatario de esta norma a quien resulta imputable su quebrantamiento. Hegel, 1986a, § 95: “El delito, como expresión de una voluntad que lesiona el derecho en cuanto derecho, es un “juicio infinitamente negativo”; § 97: “Si bien la lesión del derecho en cuanto derecho tiene ya una existencia positiva, exterior, ella es en sí misma nula. La manifestación de su nulidad es la negación de aquella lesión, que de igual modo tiene existencia – la realidad del derecho, como su necesidad que media consigo misma a través de la cancelación de su propia lesión”.

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imputable de esa norma (Kindhäuser, 1989a, 134). Y esto no se ve modificado por el hecho de que los criterios institucionales que definen las condiciones de validez de normas de comportamiento como pertenecientes a un determinado sistema jurídico, fijados en lo que Hart llamaría reglas (secundarias) de reconocimiento, puedan ser conceptualmente independientes de las posibilidades de sanción coercitiva como respuesta al quebrantamiento de tales normas o “reglas primarias”, de conformidad con lo que Hart llamaría reglas (secundarias) de adjudicación (Hart, 1963, 113 ss.). La suposición de que sin reglas de adjudicación, incluidas normas de sanción – esto es, “reglas secundarias que especifican, o por lo menos limitan, los castigos por la transgresión” de las reglas primarias que imponen deberes de hacer o no hacer (Ibíd., 121) 31 – todavía tendría sentido “reconocer” reglas de reconocimiento, es una suposición cuyo valor sólo puede ser didáctico. La punición es realización de validez jurídica. La posibilidad del derecho es, en términos de Hegel, la posibilidad del no-derecho, esto es, de lo injusto (Unrecht), entendido como contradicción (de una norma) del derecho. El injusto es la negación del derecho, y el injusto criminal es la negación del derecho en cuanto derecho, que se manifiesta como realización de una voluntad particular cuyo valor declarativo, desde el punto de vista del derecho, se agota en la negación del derecho 32. El injusto criminal,

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Hegel, 1986a, § 94: “Definir el derecho abstracto o estricto, desde el principio, como un derecho que se puede imponer coercitivamente, significa conceptualizarlo en atención a una consecuencia a la que se llega recién por el desvío del injusto”. De ahí que Mohr (2005, 102 s., con nota 2) observe que, de este modo, Hegel impugna la tesis kantiana de que la autorización de la coerción se encontraría analíticamente contenida en el “concepto de derecho”. Que el derecho abstracto resulte ser, en definitiva, necesariamente coercitivo en nada tiene que ver, en todo caso, con su posible descripción imperativista como un conjunto de órdenes respaldadas por amenaza. Pues como se verá más abajo, el carácter coercitivo de la pena es el de una coacción física (vis absoluta), y no el de una coacción psicológica (vis compulsiva).

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2.5. LA

Hasta aquí, sin embargo, las nociones de derecho, delito y pena aparecen en el nivel de su sola determinación conceptual, esto es, como abstracciones. La consumación de la posibilidad del derecho – esto es, para decirlo con Hegel, la realización de su concepto como idea – depende de su concreción como orden efectivamente practicado, como ethos de una comunidad cuyos miembros identifican, reflexiva y críticamente, su voluntad

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5.2. LA PENA COMO INSTITUCIONALIZACIÓN

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como realización de una voluntad cuya pretensión es la cancelación de otra voluntad – a saber, el derecho (“abstracto”) –, es siempre, por lo mismo, coercitivo (Hegel, 1986a, § 92). Lo cual a su vez significa: la cancelación de esta voluntad particular contraria al derecho, por la cual el derecho se restablece a sí mismo, también ha de ser coercitiva, pues sólo entonces aquélla se constituye como refutación de la pretensión de validez que el hecho criminal reclama para sí. La coercitividad así entendida representa, por lo mismo, una característica de todo orden jurídico capaz de restablecerse a sí mismo a través de la cancelación de su propia potencial cancelación 33. Esto hace posible hablar, entonces, de una concepción confrontacional de la retribución coercitiva (vé. Markel, 1999, 421 ss.; 2001, 2183 ss.; 2004, 1445 ss.). La prestación de la pena consiste en el restablecimiento de la vigencia de la norma quebrantada por el delito, a través de la cancelación coercitiva de este quebrantamiento, donde “restablecimiento” significa, dialécticamente, auténtica realización del derecho.Y esto quiere decir, a su vez, que sin la existencia del delito la validez del derecho sería precaria (Hegel, 1986a, § 82.). El delito, como actualización de la posibilidad del no-derecho, hace posible la autoafirmación del derecho. La necesidad del derecho encierra, por ende, la necesidad del delito (vé. ibíd., § 81).

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Para Hegel, la realización del derecho se produce en el tránsito a una autoconciencia de una comunidad que, reconociendo la necesidad de su propia determinación como libertad, se vuelve “eticidad” (Hegel, 1986a, §145, §146; el mismo, 1986b, § 484). Y la “eticidad”, como categoría del “espíritu objetivo”, se halla anticipada ya en la emergencia de la autoconciencia individual como categoría del “espíritu subjetivo”: “el yo que es el nosotros, y el nosotros que es el yo” (Hegel, 1986c, 145). De acuerdo con la interpretación propuesta por Brandom (2004, especialmente 56 ss., 67 ss., 74 ss.), esto significa que sólo puede haber autoconciencia allí donde emerge la reflexividad del reconocimiento de la conciencia por sí misma, que es una implicación de la conjunción de la simetría y la transitividad del reconocimiento de una conciencia por parte de otra. Esto lleva a la conclusión de que en la autoconciencia como prestación subjetiva está implicada la existencia de una comunidad de sujetos que se reconocen recíprocamente (Ibíd., 76). El locus clásico es Hart, 1963, 102 ss.: “el aspecto interno de las reglas”. Ciertamente, la referencia a un “derecho común” resulta aquí hasta cierto punto dependiente del hecho de que Duff escriba dentro del marco de la tradición del common law. Pero esto no significa que su tematización de la noción de derecho común tenga que entenderse circunscrita a esa tradición. Acerca de las implicaciones de la condición de ciudadano del destinatario del reproche vé. Mañalich, 2005d, 63 ss.

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particular con una voluntad que ahora se sabe general en tanto concretamente objetiva, esto es, como “eticidad” 34. (De ahí que la praxis de una comunidad no se pueda interpretar como derecho más que tomando en cuenta el punto de vista interno de quienes se desenvuelven en ella como participantes) 35. En este contexto, el derecho penal tiene por objeto el restablecimiento coercitivo de la vigencia de aquellas normas que son comunes a los miembros de la comunidad en tanto miembros de la comunidad.Y esto significa: las normas cuyo quebrantamiento imputable es jurídico-penalmente reprochable son normas que el ciudadano llamado a responder por ese quebrantamiento ha de poder ver como suyas. En este sentido, el ordenamiento de normas de comportamiento reforzadas punitivamente, que en una democracia ha de ser derecho legislado, admite entenderse como derecho común (Duff, 2001, 59 ss.) 36. Cuál sea la configuración específica del derecho penal de esa comunidad depende, por lo mismo, de cuál sea la configuración específica de la propia comunidad (Hegel, 1986a, § 218). De este modo, el hecho jurídico-penalmente delictivo deja de corresponderse, meramente, con el injusto imputable a una persona, que es titular de derechos y portadora deberes, sino que se trata ya del injusto imputable a un ciudadano (vé. Pawlik, 2004, 76 ss.) 37, cuyo comportamiento frustra la expectativa de lealtad que los

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Hegel, 1986a, § 103; 2005, §§ 102 s.

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ciudadanos mantienen entre sí en tanto se dan normas comunes a cuyo seguimiento se comprometen recíprocamente. En la medida en que el delito cuenta aquí como lesión del derecho de una comunidad política, su cancelación se vuelve cometido de ésta. Este cometido es asumido institucionalmente por el juez, que aplicando la ley de la comunidad se constituye en la garantía ética de que la pena es manifestación de una voluntad que se sabe a sí misma general (Hegel, 1986a, § 220). Así, cabría decir, se institucionaliza la diferencia entre retribución y venganza 38. El reproche de culpabilidad, materializado en la imposición y ejecución de la pena, presupone la integridad de una comunidad política que llama a uno de los suyos a comparecer frente a un tribunal que pronuncia el juicio de culpabilidad en su nombre. Pero aquí cabe anticiparse ya a la objeción de que una fundamentación democrática del reproche de culpabilidad, orientada a la noción de ciudadanía, no podría dar cuenta de la atribución de responsabilidad jurídico-penal a un extranjero (vé. Pawlik, 2006, 284, nota 86). En este punto resulta fundamental advertir lo que esta objeción, formulada consistentemente, supondría, a saber: que el caso paradigmático de atribución de responsabilidad jurídicopenal (= referido al ciudadano) tendría que ser explicado de modo tal de resultar directamente pertinente frente al caso anómalo o parasitario (= referido al extranjero); es decir, que la tarea consistiría en producir un modelo de atribución de responsabilidad en que la posición paradigmática del sujeto eventualmente responsable sea, precisamente, la del extranjero. La condición de extranjero, sin embargo, sólo conserva su sentido en tanto ella se corresponda con una situación que es más o menos marginal. Un auténtico Estado – o al menos, un auténtico Estado nacional – cuyo territorio fuese habitado por una mayoría de extranjeros roza el límite de lo concebible. En tal medida, constituye un error conceptual pretender elaborar un modelo de legitimación de la atribución de responsabilidad jurídico-penal bajo el cual la atribución de tal responsabilidad a un extranjero debiese resultar no problemática. La solución tendría que encontrarse, antes bien, en la aceptación de un cierto espacio para la gradualidad de la distinción entre ciudadano y extranjero, entre miembro y no-miembro de la polis, que resulte susceptible de mediación a través del momento irreductiblemente jurisdiccional

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de la atribución definitiva de responsabilidad jurídico-penal (vé. Mañalich, 2005d, 68 s.) 39. El hecho de que la invocación de un error de prohibición invencible resulte mucho más plausible, como base para un descargo de responsabilidad, tratándose de un extranjero, debería interpretarse como un reconocimiento institucional de esa gradualidad 40. 5.3. LA CORRESPONDENCIA ENTRE DELITO Y PENA

Vé. t. Mañalich, 2007, 190 ss. Una consideración semejante podría hacerse valer, en el contexto específico de la legislación chilena, en relación con el art. 13 de la Ley 16441, también conocida como “Ley de Pascua”, que establece una regla especial de determinación del marco penal correspondiente a delitos tipificados en los títulos VII y IX del Libro II del Código Penal, cuando éstos son cometidos en Isla de Pascua por “nativos” de este mismo lugar, imponiendo una reducción de la pena al grado inferior al mínimo del señalado por la norma de sanción respectiva. “Eventualmente”, porque no todo hecho delictivo supone la producción de un daño, esto es, de menoscabo de un bien jurídico. ¿Tendría el verdugo que errar el blanco para así imponer la pena adecuada, de conformidad con el principio del talión, a una tentativa (acabada) de asesinato? Esto implica, a su vez, que la determinación de las formas de irrogación de un mal punitivamente adecuadas ha de tener lugar en atención a esa función expresiva, lo cual excluye la idoneidad retributiva de formas de irrogación del mal que sean inconsistentes con los presupuestos pragmáticos de la retribución, lo cual no sólo afecta a la “pena” de muerte, sino también a la

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Que la pena pueda ser entendida como la respuesta jurídicamente merecida por el responsable del hecho delictivo explica que la misma, como materialización de un reproche de culpabilidad, no pueda ser entendida como la mera irrogación de un mal que compense, en el sentido de un ius talionis, el mal eventualmente producido por el hecho delictivo 41. La prestación retributiva, materializada en la irrogación de un mal sensible, es ante todo un acto comunicativo que responde al delito en el único nivel de referencia en que éste se deja conceptuar como “negación del derecho en cuanto derecho”, que es el nivel en que el delito adquiere significado como manifestación de una falta de reconocimiento de la norma quebrantada como razón eficaz para la acción. La irrogación del mal en la que consiste, fácticamente, la ejecución de la pena judicialmente impuesta sólo puede ser entendida, entonces, como un dispositivo convencional que es funcional al desempeño comunicativo de la respuesta punitiva (vé. Duff, 2001, 143 ss.) 42. La pena es una respuesta institucional, simbólicamente

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estructurada, al delito como hecho portador de significado, esto es, al delito entendido como hecho igualmente institucional. Y recién en este nivel puede sostenerse que delito y pena se correspondan recíprocamente. La equivalencia se encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a través de la contradicción de la contradicción del derecho, respectivamente (Hegel, 1986a, § 101).

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6. LA ESTRUCTURA DE LA COACCIÓN PUNITIVA 6.1. COACCIÓN DE REALIZACIÓN Y COACCIÓN DE ASEGURAMIENTO

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“pena” privativa de libertad, al menos en la medida en que su configuración institucional responda a la lógica de una medida de seguridad impuesta por peligrosidad. Latamente al respecto, Mañalich, 2009b, 213 ss.

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La concepción hegeliana de la relación dialéctica entre derecho, delito y pena favorece una comprensión de esta última bajo la cual ella ha de constituir, en tanto respuesta comunicativa al quebrantamiento del derecho, una respuesta coercitiva: la pena es coacción jurídica. Es importante considerar más detenidamente la manera en que la pena se constituye, de hecho, como prestación coercitiva, lo cual resulta especialmente relevante para la crítica de la teoría de la prevención general negativa como coacción psicológica, atribuida a Feuerbach, que entiende la imposición y ejecución de la pena como el cumplimiento de una amenaza condicional formulada en la ley penal (Feuerbach, 1989, § 13 y ss.). Una refutación concluyente de esta teoría se encuentra en la concepción retribucionista de la pena ofrecida por Binding, que justamente se enmarca en su propuesta de elucidación de la modalidad de coacción jurídica que representa la pena estatal (Binding, 1965, 483 ss.)43. El punto de partida se encuentra en la constatación de que todo ejercicio de coacción en nombre del derecho (objetivo) no puede sino constituir la realización de un derecho (subjetivo) coercitivo, cuya función es contribuir a la realización o el aseguramiento de un determinado derecho (subjetivo) principal. Por esta razón, los derechos coercitivos pueden ser conceptualizados como derechos secundarios, esto es, derechos que refuerzan el ejercicio de determinados derechos primarios. Todo derecho coercitivo es, por lo mismo, accesorio a un determinado

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De aquí resulta una demarcación de los derechos principales susceptibles de ser idóneamente reforzados a través de un derecho coercitivo accesorio, entre los cuales no figura, por ejemplo, el derecho cuyo titular pasa a identificarse con el sujeto paralelamente obligado (como sería el caso, según Binding, tratándose del Estado como titular de un derecho y de una obligación de sancionar penalmente), así como tampoco figuran los derechos reales como tales, y paradigmáticamente el derecho de propiedad, a favor de cuyo titular recién puede ejercerse coerción cuando otro se entromete entre él y el objeto de su propiedad. Y por eso agrega Binding que, en rigor, no hay tal cosa como una acción puramente in rem, esto es, una acción que sólo pretendiera hacer valer un derecho real como tal. Binding entendía que por esto sólo podía haber coerción física a omitir o tolerar, pero no coerción física a hacer (Binding, 1965, 490). Esto presupone, sin embargo, una asimetría entre la estructura del actuar y la estructura del omitir, que admite ser controvertida. Al respecto Mañalich, 2009b, 227 ss.

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derecho subjetivo principal (Binding, 1965, 484 s.). Tales derechos coercitivos secundarios pueden ser, o bien derechos a imponer coercitivamente el respectivo derecho principal por parte del titular de éste, o bien a que otro, a saber el Estado, ejerza coacción por cuenta de aquél – lo cual se vuelve la regla una vez que se consolida el monopolio estatal sobre los medios coercitivos correspondientes (Ibíd., 485 s.). Puesto que toda coacción es coerción ejercida sobre un ser humano a comportarse de conformidad con una voluntad ajena, toda coacción jurídica ha de ser coacción a que alguien se comporte de conformidad con un derecho subjetivo ajeno, sea en la forma de una coacción a hacer, sea en la forma de una coacción a omitir – incluida aquí la coacción a tolerar, pues tolerar (una determinada acción ajena) no es sino omitir una oposición de resistencia frente a una determinada acción ajena (Binding, 1965, 487 s.) 44. Según cuál sea el modo de determinar el comportamiento ajeno, prosigue Binding, cabe distinguir dos formas de coacción, a saber: la física y la psíquica (Binding, 1965, 489 ss.). La coacción física se distingue por el hecho de que su ejercicio suprime, en el sentido de una vis absoluta, la capacidad del coaccionado de realizar una voluntad disconforme con la voluntad (del coaccionador) de cuya imposición se trata. En ella sólo interviene, por ende, la voluntad del agente de la coacción, que se realiza inmediatamente a través del comportamiento del coaccionado, que para éste resulta (físicamente) inevitable 45. La coacción psíquica, por su parte, presupone exactamente lo contrario, esto es, que el coaccionador obtiene el comportamiento ajeno a través de un condicionamiento de la propia voluntad del coaccionado, que realiza la prestación

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Lo peculiar de esta forma distintiva de coacción jurídica es que el mal amenazado, a modo de coacción de aseguramiento, consiste a su vez en un ejercicio de coacción de cumplimiento (Binding, 1965, 498). La racionalidad de la coacción de aseguramiento también admite predicarse de las sanciones típicamente administrativas, susceptibles de ser legitimadas en términos de una prestación de prevención general negativa. Vé. Habermas, 1999, 359 ss., 366 s; 1984, 441, 450 s., 459 ss. Al respecto Mañalich, 2009b, 219 ss.

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impuesta bajo la motivación de evitar un mal cuya irrogación se anuncia (explícita o implícitamente) para el caso de realización del comportamiento contrario. Esto último explica la economía de la coacción psíquica, que con menos recursos es capaz de alcanzar a un círculo mucho más amplio, pero al mismo también su debilidad en comparación con la coacción física, cuyo éxito no está mediado por la decisión de una voluntad ajena (Binding, 1965, 491). Cada una de estas dos formas de coacción se corresponde con una modalidad específica de coacción jurídica: a saber: coacción de cumplimiento y coacción de aseguramiento (Binding, 1965, 496 ss.). La primera es una instancia de coacción (física) por la cual se obtiene, inmediatamente, la prestación que es objeto del derecho subjetivo principal reforzado mediante el derecho coercitivo respectivo – por ejemplo, cuando el órgano jurisdiccional competente da lugar al “cumplimiento forzado” de la respectiva obligación (de dar una especie o cuerpo cierto) por cuenta del deudor. La coacción de aseguramiento, en cambio, es una instancia de coacción (psíquica) orientada a que el sujeto respectivamente obligado se motive a efectuar la prestación debida para así evitar la irrogación del mal amenazado para el caso contrario. La ejecución “voluntaria” de la prestación debida es asegurada, por ende, mediante la introducción del motivo de evitar ese mal – como sería el caso, por ejemplo, tratándose de las distintas formas de caución, en la medida en que la posibilidad cierta de la ejecución de la garantía incida motivacionalmente a favor del cumplimiento de la obligación (principal) respectiva46. Esta contraposición entre coacción de cumplimiento y coacción de aseguramiento admite ser reformulada en términos de la distinción entre dos modalidades de acción racional con arreglo a fines, a saber: la distinción entre acción instrumental y acción estratégica47. En ambas variantes, sin embargo, la obtención de la prestación debida mediante su realización o aseguramiento coercitivo aparece como un sustituto tosco de aquello que el

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titular del derecho principal correlativo puede exigir, que es, agrega Binding, el cumplimiento libremente motivado de parte del obligado. Paradójicamente, por lo mismo, la coacción (física o psíquica) se muestra como un medio absolutamente inidóneo para la imposición del derecho (Binding, 1965, 493), precisamente porque, en sentido estricto, el derecho sólo se realiza a través de la agencia libre de los sujetos jurídicamente obligados. 6.2. LA COACCIÓN PUNITIVA COMO SUBROGACIÓN

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Que no puede tratarse aquí de un derecho subjetivo de la víctima tendría que resultar suficientemente claro si se atiende a la ineficacia general del perdón del ofendido como causa de extinción de la responsabilidad penal, que bajo el Código Penal chileno sólo es operativa tratándose de delitos de acción penal privada (art. 93 Nº 5), lo cual contrasta con la admisibilidad general de la amnistía (art. 93 Nº 3) y – dejando de lado la restricción constitucional que afecta a delitos terroristas – del indulto (art. 93 Nº 4). Esto no supone, sin embargo, validar el modelo de oposición de las categorías “soberano” y “súbdito”, que ciertamente subyace a la concepción bindingiana del Estado. Es suficiente, por el contrario, reconocer la distancia que hay entre la unificación de los roles de ciudadano de una democracia – como titular de autonomía política – y de destinatario de la norma – como titular de autonomía privada – en el nivel de la justificación de la norma, de una parte, y la separación de esos mismos roles en el nivel de la aplicación de la norma, de otra. Esto hace posible entender el reproche de culpabilidad como un reproche por un déficit objetivado de fidelidad al derecho de parte de una persona que no puede invocar su condición de ciudadano y, por ende, de autor de la norma, para eximirse de observar la norma en una situación en la cual ella se encuentra inmediatamente obligada por esa norma. Vé. Mañalich, 2007, 183 ss., 187 ss.

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Para clarificar qué forma de coacción jurídica puede representar la punición estatal, es necesario determinar primero cuál es el derecho principal cuyo ejercicio pudiera reforzarse a través del derecho coercitivo accesorio que corresponde al Estado en tanto titular del ius puniendi. Se trata aquí, según Binding, del derecho subjetivo del Estado que se deriva de la norma que el propio Estado dirige al ciudadano 48, la cual impone a éste un deber de hacer (cuando se trata de una norma de mandato) o de no hacer (cuando se trata de una norma de prohibición) (Binding, 1877, 12 s.) 49. Mas el derecho (subjetivo) del Estado a que el destinatario de la norma adecúe su comportamiento a ésta no es un derecho cuya satisfacción pueda obtenerse coercitivamente, dado que la norma se halla siempre dirigida a la voluntad libre de su destinatario – en el sentido de que un seguimiento de la norma sólo es posible allí donde su destinatario está en posición de formarse y realizar la intención (de segundo orden) de hacer o no hacer

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Vé. t. Mañalich, 2009b, 46 ss. Binding, 1965, 498: “una fatal independencia del derecho a la realización de la amenaza frente al derecho principal”.

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(intencionalmente) lo que la norma ordena o prohíbe (vé. Kindhäuser, 1989a, 41 ss., 50 ss.) 50. De ahí que el derecho estatal a que el destinatario de la norma adecúe su comportamiento a la norma, habiéndose demostrado la imposibilidad de su satisfacción en virtud de la infracción culpable del deber correlativo, resulte sustituido por un derecho, sí susceptible de satisfacción, a que el autor del delito tolere una determinada prestación punitiva (Binding, 1965, 500). Pues lo peculiar de la coacción punitiva es que ella interviene en un momento en que el cumplimiento del deber originario por parte del destinatario de la norma ya es imposible, dado que la pena sólo se impone y ejecuta, como respuesta jurídica, una vez que el delito ha sido cometido. Dado que la ley penal – esto es, la norma de sanción penal – anuncia la irrogación de un mal para el caso de la infracción del deber impuesto por la norma de comportamiento respectiva, podría asumirse que la imposición y ejecución de la pena habrían de operar al modo de un reforzamiento de la seriedad de la conminación legal de la pena (vé. Binding, 1965, 498 ss.), esto es, como medio de “coacción psicológica”, precisamente en el sentido de la teoría de la prevención general negativa de Feuerbach (Feuerbach, 1989, § 16). Pero, observa Binding, esta suposición es infundada. Pues lo que esta idea conlleva es una disociación del ejercicio del derecho coercitivo, regulado por la norma de sanción, respecto del derecho principal que aquél tendría que reforzar. El deber correlativo a este derecho principal, que es el deber que la norma de comportamiento impone a su destinatario, ha sido inexorablemente infringido, de modo tal que su cumplimiento ya no puede ser “asegurado” mediante la irrogación del mal anunciado en la norma de sanción, esto es, mediante la imposición y ejecución de la pena. Frente a esto todavía podría argüirse, no obstante, que lo que así se “asegura” sería el cumplimiento de un deber futuro, de parte del mismo o de otro destinatario de la norma. Pero es exactamente esta disociación entre el derecho principal, correlativo al deber originario ya infringido, y el derecho coercitivo accesorio, cuyo sentido entonces pasaría a ser el aseguramiento del cumplimiento de un deber que es temporal y situacionalmente distinto, lo que Binding denuncia 51.

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Puesto que la coacción física constituye una modalidad de acción instrumental, cabría sostener entonces que la coacción retributiva comparte ese carácter con la coacción de cumplimiento. Pero esto sólo concierne la facticidad de la pena retributiva como irrogación de un mal coercitivamente impuesto, a modo de vis absoluta. Desde el punto de vista de su valor declarativo – esto es, atendiendo a la manera en que la privación coercitiva de un derecho del condenado expresa un reproche categórico de culpabilidad – la pena retributiva constituye, según ya se mostrara, un caso de acción comunicativa. Acerca de la sustitución de la obligación originaria del destinatario de la norma por la obligación secundaria de soportar la prestación punitiva, vé. t. Pawlik, 2004, 90 s.

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La concepción de Binding redefine el sentido en que la ejecución de la pena se relaciona estrictamente con el derecho del Estado que es correlativo al deber ya infringido por el autor del delito, haciendo dogmáticamente operativo el hallazgo fundamental de la concepción hegeliana de la pena, consistente en que a través de la punición retributiva “el derecho se reconcilia consigo mismo” (Hegel, 1986a, § 220). El Estado conserva su autoridad normativa a pesar de la evidencia de la infracción (culpable) del deber por parte del destinatario de la norma, que ya es inmodificable y por lo mismo “inexpiable”, recurriendo para ello al “medio auxiliar más poderoso” que el Estado tiene a su disposición: “la conversión de derechos impracticables en derechos practicables” (Binding, 1965, 499). Lo que así tiene lugar es la sustitución de la prestación ya fallida por un equivalente, a saber, la prestación consistente en tolerar la ejecución de la pena: “el padecimiento del señorío del derecho en el cuerpo del delincuente” (Ibíd., 500). Desde el punto de vista del derecho principal de cuyo reforzamiento se trata, la pena no es coacción de cumplimiento, pero tampoco coacción de aseguramiento, sino coacción sui generis; esto es, coacción retributiva (Ibíd.). Ésta, al igual que la coacción de cumplimiento, opera como coacción física 52, en tanto realiza inmediatamente la prestación impuesta sobre el sujeto respectivamente obligado. Su peculiaridad se encuentra, sin embargo, en que la prestación así inmediatamente realizada no cuenta como cumplimiento del deber originario respectivo – ya infringido –, sino como subrogación del mismo 53. Esto no excluye, desde luego, que la efectiva ejecución de la pena retributiva, cuya irrogación está anunciada en la norma de sanción penal, pueda de hecho motivar al mismo o a otros a actuar, en el futuro, de modo conforme a deber. El defecto de “la teoría del genial Anselm Feuerbach”, que entiende la ejecu-

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ción de la pena como medio para el aseguramiento del efecto de la amenaza de pena, consiste más bien en haber confundido este (potencial) “efecto reflejo” con el fin de la punición:

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La realización de la acción conminada tiene, como siempre tratándose de una acción ejecutada por vía judicial, un fin racional propio: ella es o bien nueva amenaza o bien pena, y precisamente la última no es amenaza potenciada (Binding, 1965, 500).

7.1. EL CARÁCTER “ABSOLUTO” DE LA PENA RETRIBUTIVA

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Pues hay teorías absolutas de la pena que no son teorías de la retribución, a saber, las variantes de la teoría de la expiación, conforme a la cual el fin de la pena sería el saneamiento del delito – y no del infractor, como en las teorías de la prevención especial “positiva”. Vé. Binding, 1913, 205 s., 210 ss.; análogamente Jakobs, 1991, 1/17 ss.

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El debate entre las teorías retribucionistas y las teorías prevencionistas de la pena suele tematizarse por medio de su enfrentamiento como teorías “absolutas” y “relativas”, respectivamente, no obstante la contraposición entre retribución y prevención no agota el catálogo correspondiente 54. Lo absoluto y lo relativo del respectivo fundamento de la punición se encontraría en el modo en que la pena se constituye como consecuencia jurídica del delito, esto es, como una consecuencia incondicionada que se entiende como respuesta al delito, de una parte, o bien como una consecuencia condicionada por la persecución de fines que trascienden la punición del culpable, de otra. Para dar cuenta del sentido preciso en que la fundamentación retributiva de la pena puede reclamar carácter absoluto, resulta imprescindible clarificar qué significa que la pena retributiva represente, en todo caso, una forma de “consecuencia jurídica”. Probablemente, la manera más obvia de aproximarse a este problema sea atendiendo a la tesis kantiana de que la ley penal constituye un imperativo categórico (Kant, 1977, B 226, 453). En los términos de Kant, esto significa que la norma de sanción penal constituiría un imperativo que designa la imposición de la pena,

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7. LA PENA COMO CONSECUENCIA JURÍDICA DEL DELITO

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La racionalidad del ejercicio del derecho a la ejecución de la pena anunciada en la norma de sanción no es, de este modo, la racionalidad estratégica de una coacción de aseguramiento, sino una racionalidad retributiva.

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Kant, 1974a, BA 39, 43. Ésta no es, ciertamente, la única interpretación posible. Vé. por ejemplo Zaczyk, 1999, 82 s., donde se sostiene que lo único que Kant puede haber querido decir con ello es que la ley penal no puede ser sino una máxima de acción que se deja deducir del (único) imperativo categórico, según el cual – con arreglo a la primera de sus formulaciones – cada quien ha de actuar de modo tal que la máxima de su voluntad en todo tiempo pueda valer simultáneamente como principio de una legislación general. Esta interpretación se ve desafiada, no obstante, por el hecho de que el propio Kant, en la Crítica de la Razón Práctica, hable en plural de “imperativos categóricos”, que son todos aquellos imperativos no condicionados que por lo mismo valen como leyes prácticas. Vé. Kant, 1974b, A 3537, 125 s.; al respecto Birnbacher, 2007, 136 ss. Es decir, es posible asumir que la descripción de la ley penal como imperativo categórico se explica primeramente como una descripción estructural, que expresa que el imperativo de imponer la sanción penal a consecuencia de la comisión del delito no está sujeto a condición alguna que pudiera convertirlo en un imperativo hipotético. Precisamente en este sentido argumenta más recientemente Zaczyk, 2008, 250. Ello no excluye, ciertamente, que con independencia de esto también pueda valer la tesis de que la ley penal habría de inferirse del imperativo categórico, esto es, del único principio del cual cabría extraer un sistema de moral “crítica”. Fundamental Moore, 1997, 155 ss. Vé. t. Zaibert, 2006, 175 ss. Esto ciertamente presupone una concepción del consecuencialismo que no requiere que el objetivo de cuya persecución se trata represente un bien independientemente identificable. Vé. sin embargo Duff, 2001, 3 ss. Situar la dicotomía deontología/consecuencialismo en el nivel de la reflexión meta-ética significa entenderla como no directamente referida a la identificación de un determinado juicio o principio moral, sino a dos formas alternativas de fundamentación de juicios o principios morales. Así Birnbacher, 2007, 113 ss. Cabe observar, por lo demás, que el planteamiento tradicional del problema supone entender “deontología” en un sentido incluyente, esto es, entender como éticas deontológicas todas aquellas que fundamentan juicios y principios morales de modo no exclusivamente orientado a las consecuencias, y

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a consecuencia de la comisión de un delito, como acción “objeti vamente necesaria tomada por sí misma, sin referencia a otro fin [ulterior]” 55. De ahí que la ley penal pueda ser definida como “proposición jurídica sintética a priori del derecho público” (Zaczyk, 2008, 251 s.). Esta caracterización presupone una concepción deontológica del principio de retribución, de acuerdo con la cual la norma de sanción penal sería al mismo tiempo una norma de comportamiento dirigida a la persona competente imponiéndole un deber de sancionar al culpable. Por más difundida que se encuentre, esta concepción deontológica del principio de retribución no es la única posible. Pues el principio de retribución es neutral frente a la distinción meta-ética entre deontología y consecuencialismo 56. La tesis indisponible

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para cualquier concepción retribucionista de la pena se halla en la idea de que la punición del culpable es correcta en sí misma, y no por referencia a un fin ulterior que pudiese o tuviese que ser alcanzado mediante la imposición y ejecución de la pena; es decir, que la punición del culpable no es un bien meramente instrumental, sino un bien en sus propios términos 57. Pero la verdad de esta última proposición es independiente de la verdad de la proposición (de segundo orden) según la cual la punición del responsable de un hecho delictivo constituiría una acción categóricamente obligatoria para aquel a quien compete la aplicación de la ley penal 58. 7.2. LA ASIMETRÍA ENTRE DELITO Y HECHO PUNIBLE

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no, en cambio, en un sentido excluyente, esto es, de modo tal que toda ética que fundamente juicios y principios morales con orientación a las consecuencias no cuente como deontológica (Ibíd., 116 s.). Por esto, una fundamentación consecuencialista del principio de retribución tendría que descansar en una variante no teleológica de consecuencialismo, con arreglo a la cual la corrección moral de una acción ha de determinarse por referencia a la cualidad moral de sus consecuencias, en circunstancias que esa cualidad moral ha de determinarse mediante la aplicación de un estándar necesariamente distinto del principio que ordena la maximización de las consecuencias favorables. Sobre esto Birnbacher, 2007, 186 ss. Esto excluye, en todo caso, la posibilidad de una fundamentación utilitarista del principio de retribución. Vé. Pawlik, 2004, 96 s., para quien el sentido de una teoría retribucionista de la pena consiste en (recién) posibilitar, y no en constreñir a, la punición.

 

El análisis de lo que aquí está en juego puede emprenderse recurriendo, una vez más, a Binding, cuyo punto de partida a este respecto consiste en la constatación que “nada hay más humano que el derecho”, para dejar así el camino libre a una concepción de la retribución jurídica irreductible tanto a representaciones de un quebrantamiento de una voluntad divina como a representaciones de un quebrantamiento de estándares de moral social. El objeto de la retribución jurídica sólo puede estar constituido por el quebrantamiento de una norma jurídica (Binding, 1877, 6 s.). La dificultad aparece, sin embargo, cuando se atiende a la vastedad de las instancias de injusto – esto es, de quebrantamiento del derecho – no punible. Lo cual, contra lo que parecería obvio, no admite explicarse por referencia a una eventual gradación de las formas de injusto, ya sea que se considere la entidad de las normas cuyo quebrantamiento puede resultar punible, o bien la magnitud de la culpabilidad de la cual pudiera

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depender la punibilidad de su quebrantamiento, ya sea que se recurra a algún criterio que incorpore ambas variables (Ibíd., 9 ss.). Parte de la dificultad puede encontrarse en que Binding asuma una concepción del injusto penal como quebrantamiento de una norma que no sería, propiamente, una norma jurídico-penal, sino una norma de derecho público general (Binding, 1965, 35 ss.; 1991, 155 ss.). Esta tesis está íntimamente asociada a su hallazgo – que ha de ser tenido por la premisa básica de cualquier teoría mínimamente plausible del hecho punible – de que al autor del delito no puede, por definición, ser imputable un quebrantamiento de la ley penal, esto es, de la norma de sanción penal, precisamente porque a través de su comportamiento él realiza, antes bien, el presupuesto de su aplicación, esto es, el tipo delictivo correspondiente. Por ende, si ha de tener sentido la idea de que el autor del delito quebranta una norma, esta norma ha de entenderse como una norma de comportamiento – en el sentido de una regla primaria que impone deberes de omitir o de actuar – dirigida al autor, la cual representa el estándar (positivo) para la antijuridicidad de la realización del tipo, esto es, del supuesto de hecho de la respectiva norma de sanción. La norma de comportamiento, por ende, no es sino la formulación contradictoria del supuesto de hecho de la norma de sanción, que se infiere pragmáticamente de esta última, pero que a la vez constituye su presupuesto lógico (vé. Binding, 1991, 159, 201). Que la norma de comportamiento, cuyo quebrantamiento imputable constituye el injusto culpable, no se encuentre formulada explícitamente en la legislación penal, quizá alcance a explicar, en parte al menos, por qué Binding postulaba su conceptualización como norma de derecho público general. Pues de sostenerse, por el contrario, que estas normas – en tanto pautas de comportamiento orientadas a la evitación de determinadas formas de afectación de ciertas características o propiedades de personas, cosas e instituciones, constitutivas de “bienes jurídicos” – sí son normas genuinamente jurídico-penales, podría aparecer la tentación de atribuir al derecho penal una función (directamente) preventiva (Ibíd., 162 s.). Pero esto sería un error. Que el criterio de legitimación de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas consista en la evitación de determinadas formas de afectación – en términos de lesión o puesta en peligro – de bienes jurídicos, no implica que la prestación retributiva en que se concreta la aplicación de la norma de sanción en caso de un

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Esto significa que la justicia retributiva constituye una categoría secundaria frente a la justicia distributiva. Vé. Del Vecchio, 1952, 103 ss.; Rawls, 1971, 313. Al respecto también Mañalich, 2007, 141 s.

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quebrantamiento imputable de la norma de comportamiento respectiva haya de entenderse orientada, entonces, a fines preventivos. La medida en que cabe entender el derecho penal como un derecho de protección de bienes jurídicos es necesariamente indirecta. La prestación retributiva, cuyas condiciones (sustantivas) se encuentran fijadas en la norma de sanción correspondiente – así como en las reglas de imputación que la complementan –, asegura la vigencia de la norma de comportamiento correspondiente, cuyo fin es la evitación de menoscabos de bienes jurídicos, como razón eficaz para la acción (vé. Kindhäuser, 1989a, 132 ss.). La tarea de identificar las normas cuyo quebrantamiento imputable es merecedor de respuesta punitiva admite, por lo mismo, ser entendida como una tarea de legitimación intrínseca al derecho penal 59. En este sentido, cabe hablar de una función auténticamente constitutiva de la legislación penal para la determinación del objeto del reproche jurídico-penal, precisamente porque la legitimidad de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas, en el marco de un Estado democrático de derecho, sólo puede reconducirse al modo de su producción legal (vé. Mañalich, 2007, 180 ss.). Esta redefinición del estatus de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas como normas internas al derecho penal no es suficiente, empero, para neutralizar el llamado de atención de Binding. Pues en todo caso hay que advertir que la punibilidad del quebrantamiento imputable de una norma de comportamiento – esto es, de una instancia de injusto culpable – está sujeta al filtro representado por la norma de sanción y por el conjunto de reglas que la complementan, que pueden establecer condiciones (positivas o negativas) de la punibilidad extrínsecas a la constitución del injusto culpable – piénsese, por ejemplo, en determinadas condiciones objetivas de punibilidad, o bien en las excusas legales absolutorias. Y de esto resulta, entonces una nítida diferenciación entre las nociones de delito y hecho punible: mientras el delito constituye el quebrantamiento plenamente imputable de una determinada norma de comportamiento, esto es, un injusto culpable, el hecho punible – o “crimen”

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(Verbrechen), en palabras de Binding – está constituido por todo aquel delito que además satisface aquellas condiciones ulteriores de las cuales puede depender, específicamente, el merecimiento y la necesidad de pena (vé. Binding, 1965, 132 ss., 194 ss., 426 ss.).

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7.3. DERECHO Y DEBER PUNITIVO

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Aquí se encuentra la razón por la cual Binding reprochaba a la variante hegeliana de teoría de la retribución, caracterizada como teoría de la “necesidad dialéctica”, una supuesta representación mecanicista de la pena como consecuencia puramente lógica e inmediata del delito, lo cual desconocería que la punición jurídica en todo caso presupone un doble acto del Estado en el momento de la legislación penal y en el momento de la persecución penal que culmina en el juicio. Vé. el mismo, 1913, 205 s., 217 ss. Ésta no es, sin embargo, una interpretación caritativa de la concepción de la pena de Hegel, por cuanto ella no atiende al hecho de que en los § 90 y ss. de los Grundlinien la coacción punitiva se encuentra exclusivamente tematizada como momento del “derecho abstracto”, sin que eso niegue que la realización del concepto del derecho como idea, como praxis ética institucionalmente mediada, también supone una concreción de la pena como institución del Estado, en lo cual intervienen tanto la legislación (§ 218) como la jurisdicción (§ 220).

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De lo anterior se sigue que la manera en que cabe hablar de la pena como consecuencia jurídica del delito pudiera conllevar la hipótesis mecanicista de que la pena se seguiría espontánea o inmediatamente del delito respectivo: “los seres humanos castigan a los seres humanos, y no los hechos a sí mismos” (Binding, 1877, 11) 60. En los términos de Binding, la punición es un “hecho libre” del titular del ius puniendi, esto es, del Estado, para el cual el delito sólo constituye la fuente de un derecho subjetivo, correlativo al deber del condenado – quien ya ha infringido, de modo reprochable, el deber impuesto por la norma de comportamiento – de tolerar la imposición y ejecución de la pena, pero no de un deber (del propio Estado) de castigar al responsable (Binding, 1877, 11 ss.). A diferencia de su derecho punitivo, el deber punitivo del Estado no surge exclusivamente del delito, sino que está igualmente condicionado por la necesidad de reafirmar la autoridad del derecho quebrantado.Y según Binding, esto último explica que haya un espacio para el ejercicio de una prerrogativa de gracia. Si el delito no sólo fundamentara un derecho, sino ya un deber incondicionado para el Estado de imponer la sanción penal, entonces resultaría inconcebible que mediante una acto de gracia el Estado pudiese liberar al responsable del padecimiento de la sanción punitiva (Ibíd., 13 ss.).

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LA PENA COM O CONSE CUENCIA JURÍDICA D EL DE LITO

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Nada contradictorio hay en que el Estado pueda ser, al mismo tiempo, titular de un derecho y de un deber punitivo de objeto idéntico – esto es, referidos ambos al mismo hecho delictivo, dado que en ninguna de estas posiciones su titularidad se confunde con la titularidad de la posición correlativa. Vé. Campagna, 2007, 48 ss., quien añade, sin embargo, que entre ambas posiciones habría que reconocer una asimetría, en tanto todo deber de hacer X presupondría el derecho a hacer X, sin que a la inversa todo derecho a hacer X presuponga el deber de hacer X ( 49). Campagna confunde aquí, empero, la verdad “analítica” de la proposición de que el carácter obligatorio de una acción implica su permisibilidad, sin que, a la inversa, esa permisibilidad implique una obligación (vé. von Wright, 1963, 158), con la contingencia de que una permisión pueda estar reforzada, a su vez, como derecho de alguien (Ibíd., 88 ss.). Es decir: todo deber de hacer X implica una permisión de hacer X, pero no un derecho a hacer X. Este aspecto de la teoría de la pena de Binding ha sido objeto de un llamado de atención por parte de Jakobs, 1991, 1/22, nota 25.

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Lo que en este punto interesa es considerar la manera en que Binding entendía que podía resolverse el dilema que parece seguirse de la conjunción del carácter “absoluto” de la fundamentación retributiva de la pena, de una parte, con el hecho de que el Estado en principio sólo esté autorizado, pero no obligado, a responder retributivamente, de otra. “En principio”, porque hasta aquí el énfasis ha estado puesto exclusivamente en la relación funcional entre delito y pena, en cuyo contexto el delito representa la base de una autorización para la ejecución de la pena como consecuencia jurídica. Así, puesto que el injusto culpable – esto es, el delito – sólo cuenta como fuente de un derecho punitivo, y no de un deber estatal de sancionar penalmente, la fundamentación de este deber habría de encontrarse en una consideración distinta; a saber: en la necesidad de la afirmación de la autoridad del derecho 61. De ahí que Binding añadiera que en la legitimación de la pena, ésta siempre se presenta con la cabeza de Jano: frente al hechor ella se justifica, exclusivamente, como respuesta merecida a su hecho delictivo, por la cual tiene lugar al mismo tiempo, sin embargo, el restablecimiento de la autoridad de la norma quebrantada. Y este doble condicionamiento de la imposición de la pena constituye, según Binding, el “núcleo de verdad” que contienen las teorías combinatorias de la pena (Binding, 1877, 15 s.) 62, esto es, las teorías que pretenden combinar criterios de retribución y prevención como razones que legitiman la punición del culpable (vé. supra, II, 2.3.). Esta tesis resiste, sin embargo, más de una interpretación, dependiendo de cuánto se subraye la disociación o bien la identificación

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de ambos momentos, a saber: la retribución del hecho culpable y el restablecimiento de la vigencia de la norma quebrantada. En términos hegelianos, el restablecimiento del derecho operado mediante la punición del culpable no se deja conceptualizar como un momento extrínseco a la propia prestación retributiva. En otras palabras, la retribución del hecho culpable es el restablecimiento del derecho. Y esto significa que la afirmación de la autoridad de la norma quebrantada no ha de ser entendida como un fin ulterior, para el cual la punición pudiese aparecer como un medio; el restablecimiento de la norma quebrantada es, antes bien, lo que la punición realiza por sí misma. Por eso Binding podía sostener, categóricamente, que el fin de la pena, entendido como restablecimiento de la autoridad del derecho mediante la retribución del hecho culpable, es necesariamente alcanzado con la ejecución de la pena, de modo que no puede haber fin punitivo alguno que la trascienda (Binding, 1913, 234 s.). Siendo ambos momentos idénticos, tematizar la punición como ejercicio de un derecho estatal a la retribución de culpabilidad, o bien como cumplimiento de un deber estatal de restablecimiento de la autoridad del derecho, dependerá de cuál sea la dimensión a ser específicamente enfatizada. Pues como ya Hegel lo advertía, siendo lo distintivo de la eticidad – en tanto consumación del derecho como orden practicado – la unificación de derechos y deberes (Hegel, 1986a, § 155), ello también vale cuando se trata de derechos y deberes punitivos (Hegel, 1986b, § 486). Sobre la base de esta comprensión unificadora del sentido de la pena retributiva, cabe volver ahora a la observación de Binding acerca de la posibilidad de una renuncia estatal, a modo de ejercicio de una prerrogativa soberana de gracia, a la imposición o ejecución de una pena cuyas condiciones jurídicas se encuentren satisfechas. Pues bajo la hipótesis de la identidad entre el momento de retribución de culpabilidad y el momento de restablecimiento del derecho como dos caras de la misma moneda, la renuncia a una retribución de culpabilidad en atención a razones referidas a la falta de necesidad de afirmación de la autoridad del derecho ha de representar, al mismo tiempo, una renuncia a la punición en atención a razones referidas a la falta de pertinencia de una retribución de culpabilidad, a pesar de su pleno merecimiento en derecho.

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1.1. ¿SUBORDINACIÓN DE LA GRACIA A LA JUSTICIA?

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Para este concepto de forma de vida, vé. Wittgenstein, 1984a, §§ 19, 241.

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El otorgamiento de una amnistía puede interpretarse como una renuncia estatal, directa o indirecta, a la materialización de una pretensión punitiva relativa a un determinado conjunto de hechos delictivos, que extingue la responsabilidad jurídico-penal de aquellas personas a quienes son imputables los hechos respectivos. La fuerza distintiva de la institución de la amnistía, por ende, consiste en relativizar el carácter irrestricto de la exigencia de la punición por razones de justicia retributiva. Si esta proposición es sensata, ella basta para explicar por qué la amnistía, en tanto institución, se encuentra en crisis. La crisis de la amnistía concierne directamente la pregunta de si el derecho, como forma de vida que pretende la realización de lo justo, tiene contornos, esto es, límites 1. Pues como intentará mostrarse más adelante, la gracia puede ser entendida, precisamente, como uno de los límites de la juridicidad.

1.1

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1. LA GRACIA Y LA JUSTICIA

TERROR , PENA Y AMNISTÍA • III . LA AMNIST ÍA •

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Escucha, Señor – así se había expresado Abraham –, o lo uno o lo otro: Si Tú quieres que el mundo exista, no puedes pedir que haya justicia; y si Tú quieres que gane tu justicia, se acabó el mundo. Tú abordas el problema por los dos extremos, Tú quieres al mismo tiempo que el mundo sea y que reine la equidad. Pero si Tú no contribuyes con un poco de clemencia, el mundo no podrá continuar. (Thomas Mann, José y sus hermanos II.)

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El ataque ilustrado al reconocimiento jurídico de una prerrogativa de gracia pervive como lugar común en la teoría penal contemporánea. La cita obligada a este respecto se halla en Kant:

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El derecho de gracia (ius aggratiandi) para con el criminal, ya sea de atenuación o de liberación completa de la pena, es el más obsceno entre todos los derechos del soberano, que demuestra así el brillo de su soberanía cometiendo, sin embargo, injusticia en grado sumo (Kant, 1977, B 236, 459 s.) 2.

No menos categórico es Beccaria, 2000, 321: “A medida que las penas son más dulces la clemencia y el perdón son menos necesarios. ¡Dichosa aquella nación en que fueran funestos! […] Parecerá esta verdad dura a los que viven en el desorden del sistema criminal en que los perdones y las gracias son necesarias a proporción de lo absurdo de las leyes y la atrocidad de las sentencias”. Acerca de la tensión estructural entre los conceptos de ley y gracia sobre la base de la filosofía jurídica kantiana, vé. Köhler, 1990, 60 ss. Vé. t. Agamben, 2004, 23 ss.

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Kant concluía sus breves disquisiciones acerca del derecho de gracia añadiendo, empero, que el mismo “es el único que merece el nombre de derecho de majestad”, algo que Hegel complementaría advirtiendo que se trata de “uno de los más altos reconocimientos de la majestad del espíritu” (Hegel, 1986a, § 282). Cabe suponer, ahora bien, que esta asociación del derecho de gracia con la posición inequívoca del soberano explica el rechazo liberal a su reconocimiento; Kant mismo, de hecho, postulaba limitar su alcance al ámbito de los delitos de lesa majestad, pues sólo aquí tendría el soberano legitimidad para perdonar un atentado cometido (estrictamente) en su contra 3. En el ejercicio del derecho de gracia se hace manifiesta la satisfacción del criterio último que distingue a la atribución de soberanía como tal. En tanto decisión carente de base jurídica previa, irreductiblemente sustraída del dominio de lo universalmente válido, el acto de gracia se deja entender como expresión de una decisión que suspende el régimen de lo jurídicamente previsto, introduciendo la excepción (vé. Campagna, 2007, 163). Y por esto resulta tan manifiesta la conexión entre la prerrogativa de gracia y la posición del soberano. Pues soberano es precisamente “aquel que decide sobre el estado de excepción” (Schmitt, 1934, 11), en circunstancias que la excepción es, ante todo, lo jurídicamente no subsumible (Agamben, 1998, 27 ss.) 4.

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Vé. t. Böckenförde, 2006, 350 s.

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La resistencia al reconocimiento de una prerrogativa de gracia puede contextualizarse en un nivel aún más elemental, esto es, en términos de un rechazo a la noción misma de una manifestación soberana capaz de suspender la operación ordinaria del derecho. Así se explica, de una parte, que en la discusión contemporánea abunden los intentos, de parte de “partidarios” de la gracia, por someter su ejercicio a la lógica de la justicia, es decir, de privarla de su momento límite como operación excepcional y

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1.2. MISERICORDIA Y PARTICULARIDAD

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Aquí deviene fundamental reparar en el carácter de conceptolímite que exhibe la noción de soberanía. Se trata aquí de un concepto de la “esfera más exterior”, cuya determinación, por lo mismo, no puede hallarse referida al caso normal, sino sólo al caso límite (Schmitt, 1934, 11, 19 ss.). Ello quiere decir, en palabras de Agamben, que la excepción es la estructura de la soberanía, que por lo mismo no puede entenderse como un concepto exclusivamente político, pero tampoco como un concepto exclusivamente jurídico (Agamben, 1998, 43). Pues lo peculiar de la situación en que emerge la excepción es que ella no es susceptible de determinación jurídica, como tampoco de determinación fáctica, manteniéndose en un paradójico umbral de “indiferenciación” (Ibíd., 31). El otorgamiento de una amnistía representa, a este respecto, una “aplicación del derecho para suspender el derecho” (Veitch, 2001, 36). Lo crucial es que para tal “aplicación del derecho” no puede haber un “supuesto de hecho” que determine las condiciones de su “procedencia” jurídica. Los presupuestos y el contenido de una prerrogativa auténticamente soberana no pueden encontrarse delimitados al modo de una atribución de competencias en el sentido de la tradición del Estado liberal de derecho (Schmitt, 1934, 12) 5. Así se explica que Binding sostuviera que la idea de que las razones que pueden justificar un acto de gracia pudiesen estar jurídicamente determinadas ex ante resulta una contradicción en los términos (Binding, 1991, 864). Y de ahí, por lo demás, que una de las notas distintivas de todo acto de gracia se encuentre en el hecho de que (ya conceptualmente) su otorgamiento no pueda ser objeto de una exigencia, sino a lo sumo de una petición por parte de su eventual beneficiario (Grewe, 1936, 11).

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Vé. Dolinko, 2006, passim. Vé. t. Morison, 2005, passim. El propio Binding (1991, 861) aparece parcialmente comprometido con esta concepción, al sostener que la gracia no se ejerce “en interés del agraciado, sino en el de la justicia y del Estado”. En referencia al derecho chileno, esta reducción de la gracia a una categoría “correctiva” se encuentra por ejemplo en Labatut, 1963, T. I, 497 s.; Novoa, 2005, T. II, 398; Cury, 2005, 789. Una temprana toma de posición parcialmente crítica frente a la subsistencia de la prerrogativa de gracia, fundamentalmente en la forma del indulto, se encuentra en Fontecilla, 1953, 11 ss.; así como en Brain, 1953, 38 ss. Representativos de esta línea son Hurd, 2006, passim, así como Markel, 2004, 1453 ss., quien defiende, sin embargo, una propuesta diferenciada para el ámbito de “amnistías particularizadas”, paradigmáticamente las otorgadas en el marco de los procesos de verdad y reconciliación en la Sudáfrica post-apartheid, que serían susceptibles de ser justificadas en términos de una teoría retribucionista. Vé. el mismo, 1999, 421 ss., 436 ss.

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entenderla, en cambio, como una especificación de lo (retributivamente) justo en atención a las particularidades del caso juzgado 6. Y la misma pretensión subyace, de otra parte, a cierta línea de “retribucionismo duro”, también de inspiración liberal, que propugna la completa exclusión de la noción de gracia de la esfera pública, en virtud de su supuesta incompatibilidad tanto con las exigencias sustantivas de la justicia retributiva como con el principio formal de igual libertad bajo la ley, reduciéndola a una virtud sólo susceptible de ser desplegada en el ámbito de relaciones privadas 7. Una formulación particularmente refinada del intento de reconducir la gracia a la lógica de la justicia se encuentra en un argumento de N.E. Simmonds, dirigido a validar la posibilidad de un juicio misericordioso como juicio auténticamente jurídico, esto es, como acto de adjudicación en derecho. Lo que Simmonds pretende es disolver la paradoja que parece entrañar la noción de un juzgamiento misericordioso, a saber: la paradoja de la misericordia que o bien constituiría nada más que un afinamiento de una exigencia de justicia de cara a la particularidad del caso (“concreto”, valga la redundancia), con lo cual carecería de significación autónoma, o bien requeriría una desviación de la justicia, y por lo mismo – como ya sostenía Kant – la comisión de una injusticia (Simmonds, 1993, 53). En lo que aquí interesa, el argumento de Simmonds se centra en atacar la idea que estaría detrás de esta paradoja, según la cual el ejercicio de misericordia se encontraría indefectiblemente referido al dominio de lo particular, un dominio que resultaría inaccesible al

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De acuerdo con Detmold – y ésta es una observación sobre la cual descansa, en último término, la posibilidad de entender el ordenamiento de normas cuyo quebrantamiento es jurídico-penalmente reprochable como derecho común –, la posibilidad de atravesar el vacío de la particularidad depende de que la regla universal de cuya aplicación se trata admita ser vista como una regla de aquéllos a quienes afecta su aplicación, es decir, una regla que les concierne particularmente. La razón por la cual el argumento de Detmold interesa a Simmonds se encuentra en la concepción de lo particular que subyacería a ese argumento, con arreglo a la cual tendría sentido asumir – así Simmonds – la existencia de cada (ente) particular como existente absolutamente, esto es, como una existencia no dependiente de descripción alguna, en circunstancias que cada descripción posible de un particular inevitablemente encierra un recurso a universales, esto es, a términos generales con función clasificatoria (Simmonds, 1993, 62 ss.) 8. La idea de la existencia absoluta de lo particular, añade Simmonds, no sería sino una ilusión, la ilusión de la inmediatez de la aprehensión de lo particular, que se ve necesariamente refutada por la evidencia de que toda

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Para un análisis de los predicados – en rigor, de los términos generales – como expresiones con función clasificatoria, vé. Tugendhat, 1976, 35 ss., 176 ss., 197 ss.

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Respeto por cualquier particular es respeto por el misterio de la existencia del mundo: el mundo pudiera ser más simple, i.e., cualquier particular pudiera ser todo el mundo, y aun así el misterio de la existencia del mundo sería el mismo (Detmold, 1989, 458).

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derecho en virtud de la formalidad que caracteriza a la justicia como prestación jurídica (Ibíd., 59 ss.). Para ello, Simmonds se vale de la metáfora del “vacío de particularidad”, mediante la cual Michael Detmold caracterizara la distancia que separa a toda regla jurídica universal – en el sentido de ser válida para un universo de casos – de cada caso particular al cual esa regla pueda ser judicialmente aplicada (vé. Detmold, 1989, 455 ss.). Según Detmold, lo genuinamente distintivo de la acción de juzgar se encuentra en una mediación entre la irreducible universalidad de la regla y la irreducible particularidad del caso, lo cual exige entender la adjudicación como una actividad definida por un “respeto hacia lo particular”:

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Vé. por ejemplo Sellars, 1952, passim. Llevado al extremo, este programa se traduce en lo que Rorty (2000, 139 ss.) llama “panrelacionismo”: “todas las propiedades son hipóstasis de redes de relaciones” (p.142). Una ilustrativa discusión del problema se encuentra en Haack, 2008, 49 ss., 65 ss. Como célebremente argumentara Frege (1994, 48 ss.), todas las oraciones que exhiben un valor de verdad positivo habrían de compartir la misma referencia, de modo tal que, en términos de la noción de verdad como correspondencia, no podría haber más que un solo hecho que hiciera verdadera a

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aprehensión objetual es siempre, por el contrario, una operación conceptualmente mediada (Simmonds, 1993, 64 ss.). Así presentada, la objeción de Simmonds resulta inobjetable. Pues la idea de que un particular pudiese ser identificado como tal sin referencia a propiedad alguna de la cual aquél sea una instancia parece no ser filosóficamente defendible 9. Lo cual descansa, a su vez, en el hecho de que cada ontología, esto es, cada respuesta a la pregunta acerca de lo que hay (vé. Quine, 1963, 1 ss.) 10, es dependiente de un determinado vocabulario, un vocabulario que contiene términos generales que hacen posible producir un inventario del universo, cuyos componentes sólo son individualizables relacionalmente (vé. Quine, 1968, 200 ss.). La referencia a un particular, por ende, siempre esconde un momento intensional (= no extensional), esto es, un momento de dependencia de alguna descripción disponible. Por eso, es acertado que el propio Simmonds presente su crítica a la noción de un particular absoluto como un rechazo a la noción de verdad como correspondencia, la cual precisamente presupone la posibilidad de establecer una correlación directa entre oraciones que expresan proposiciones y determinadas entidades extra-lingüísticas, esto es, “hechos” como condiciones de verdad de aquéllas. Tal correlación es implausible, dado que no hay posibilidad alguna de identificar el hecho “correspondiente” a una oración verdadera sino por medio de otra oración en que se exprese la misma proposición. Esto no quiere decir, ciertamente, que por ello la noción de verdad pierda su radical objetividad – tal como lo sugieren, sin embargo, las distintas variantes de teorías epistémicas de la verdad que pretenden reducirla a alguna noción de “asertabilidad justificada” (vé. Wellmer, 2004, 212 ss.) 11. El problema es, más bien, que el modo en que una oración es verdadera en virtud de su correspondencia con cómo es el mundo no se deja establecer atomísticamente 12.

1.3. LA IRREFLEXIVIDAD DE LA ADJUDICACIÓN: LA GRACIA COMO INTROMISIÓN

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la totalidad de las oraciones que comparten ese mismo valor de verdad. Sobre esto Davidson, 2005, 120 ss., 128 ss.

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La pregunta consiste, entonces, en si a partir de esta validación de un (cierto grado de) relativismo ontológico, que vuelve ilusoria la idea de una referencia a lo particular per se como existente sin mediación conceptual alguna, se sigue de hecho la conclusión que Simmonds pretende alcanzar, a saber, que no habría tal cosa como un vacío de particularidad en la adjudicación. Esta conclusión interesa a Simmonds, porque de ello se seguiría una disolución de la contraposición entre universalidad y particularidad que subyace a la paradoja de la misericordia, cuyo correlato preciso sería, irónicamente, una sublimación del derecho y su justicia que desconocería la medida en que la universalidad del derecho es simétricamente dependiente de lo particular, esto es, de lo particular identificado bajo una determinada ontología (Simmonds, 1993, 67 s.). Para clarificar el punto: mientras la representación equívoca de la misericordia dependería de una concepción fetichista de lo particular, la representación equívoca de la justicia, como contrapunto de aquélla, descansaría en una concepción igualmente fetichista de lo universal. La disyuntiva entre justicia y misericordia tendría que disolverse, por lo mismo, apenas se advirtiera la interdependencia entre universalidad y particularidad, que sólo se dejan tematizar como abstracciones recíprocamente constituidas. Pero la conclusión no se sigue (vé. Christodoulidis, 1999, 236 ss.). Que lo particular no pueda tenerse por existente como tal, esto es, con prescindencia de una determinada descripción disponible, no significa que el vacío de la particularidad desaparezca, al menos si el mismo se entiende, precisamente, como el horizonte de todas sus descripciones (alternativas) posibles (Ibíd., 239). Y ésta es la consideración determinante para mantener, y no intentar disolver, la paradoja del juicio misericordioso: el razonamiento jurídico – propiamente: la aplicación del derecho como adjudicación – descansa en un mecanismo de reducción de la complejidad que opera a través de la selección de determinadas descripciones del objeto del juzgamiento, es decir, a través de una exclusión de descripciones alternativas. La adjudicación en derecho sólo es posible sobre la base de la identificación de las

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Vé. Lafer, 1994, 32 s., 309 ss., 323 ss., quien examina la recepción arendtiana de la Crítica del Juicio de Kant para trasladarla al dominio de la reflexión moral y política.

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propiedades jurídicamente relevantes de los hechos del caso juzgado, que dependen de cuáles sean los estándares bajo los cuales el caso es juzgado, de modo que descripciones alternativas, pero igualmente verdaderas, del complejo fáctico que constituye el objeto de la adjudicación resulten descartadas como impertinentes. Como Christodoulidis observa, todo argumento jurídico de adecuación, orientado a redirigir el acto de adjudicación a la “particularidad” del caso, sigue siendo un argumento que sólo es admisible a modo de un afinamiento de la perspectiva en atención a variables jurídicamente fijadas. Esto, porque el derecho carece del grado de reflexividad que sería imprescindible para una operación de plena reinstalación de la complejidad por la vía de una reapertura de la pregunta acerca de la pluralidad de descripciones disponibles respecto del objeto de adjudicación. Nada más, ni nada menos, es lo que distingue a la formalidad del derecho. El juicio en derecho, si bien no admite ser entendido como juicio “puramente” (en el sentido de “nada más que”) deductivo – dada la indeterminación insalvable de la correspondencia entre las circunstancias de hecho enunciadas en la premisa menor y la descripción del supuesto de hecho de la norma enunciada en la premisa mayor, que constituye el momento oculto en todo silogismo –, sigue siendo, paradigmáticamente, una instancia de juicio determinante. De ahí, por lo demás, la dificultad irresoluble de pretender juzgar en derecho aquello respecto de lo cual resulta inexistente un estándar general13. Por eso, al interior del derecho no hay espacio para un juicio misericordioso, para un juicio cuyo sentido tendría que encontrarse, efectivamente, en una puesta en cuestión de las descripciones que el derecho fija, excluyentemente, como relevantes a la hora de parcelar el fragmento del mundo al cual se halla referida su aplicación.Y es justamente un levantamiento de esa descripción excluyente lo que caracteriza a la misericordia, que en lo que aquí interesa puede ser vista, precisamente, como una dimensión posible del ejercicio de una prerrogativa de gracia. Pues como observara Hegel, la esfera en la cual puede haber espacio para considerar todas aquellas circunstancias que han sido excluidas

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Como locus clásico al respecto, desde lo que cabría llamar un programa de iusnaturalismo formalista, vé. Del Vecchio, 1952, 42 ss., 112 ss., 155 ss. Así, en referencia directa a Hegel, Campagna, 2007, 136.

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Ahora es posible retomar el análisis del carácter paradójico que la gracia exhibe desde el punto de vista de la justicia. Ello resulta de que la gracia o bien es reconducida a la lógica de la justicia, con lo cual su relevancia categorial desparece, o bien es entendida por oposición a la justicia, con lo cual su ejercicio resultaría ser, como sostuviera Kant, una forma de obscena injusticia.Y tal como Simmonds observa en su intento de disolver la paradoja (vé. Simmonds, 1993, 55 s.), ésta parece indisolublemente ligada al nombre de Anselmo de Canterbury, quien en su Proslogion se preguntaba – o más bien, preguntaba perplejo a Dios – “¿[c]ómo puede ser pues justo que castigues a los malos y ser justo también que los perdones?” (Anselmo, 1998a, 26 [ca X]). La respuesta que Anselmo ofreciera a esta pregunta se enmarca en su célebre formulación del argumento ontológico dirigido a

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en el establecimiento de las condiciones de la culpabilidad jurídica no puede ser la esfera del derecho, sino sólo la esfera de la gracia (Hegel, 1986a, § 132). Así, toda prerrogativa de gracia se ubica en el límite exterior del dominio del derecho, y su ejercicio no se deja interpretar, en consecuencia, como un momento interno a la realización de la justicia, “la más jurídica de las virtudes” (Hart, 1963, 208)14. Y esto significa que un acto de gracia por el cual se renuncia a una punición jurídicamente fundamentada no puede interpretarse como una instancia de realización de la justicia retributiva, porque su efecto es, precisamente, remover las consecuencias jurídicas de un hecho que resultan merecidas desde el punto de vista de la justicia retributiva, tal como ésta se halla institucionalmente configurada. El acto de gracia, por ende, sólo puede ser entendido como una intrusión en el dominio de la justicia (Duff, 2007, 364 s., 370 ss.). Y recién en este sentido se hace posible “revisitar” la comprensión de la amnistía como amnesia. Como operación del “poder del espíritu para hacer de lo sucedido algo que no ha sucedido” (Hegel, 1986a, § 282), el acto de gracia produce la invisibilidad de esa intromisión para el derecho15.

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probar la necesidad de la existencia de Dios – según Hegel, el único argumento (Hegel, 1986e, 529). Se impone, por ende, considerar brevemente en qué consiste el argumento, cuya posición en la historia de la filosofía occidental supera por mucho su supuesta refutación por Tomás de Aquino, y que según la propia descripción de Anselmo ha de entenderse como

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un único argumento que no necesita […] de ningún otro sino sólo de sí mismo y que bastara para fundamentar que Dios existe verdaderamente, que es el sumo bien que no necesita de nadie pero que de él necesitan todos los demás seres para ser y ser buenos (Anselmo, 1998a, 3 [prœmio] ) 16.

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De ahí el título de la obra: Proslogion significa, como el propio Anselmo explica, “alocución”. Esto explica que en la reconstrucción lógica del argumento de Anselmo haya quien prevenga que el tradicional operador existencial “Ǝ” ha de ser usado sin implicación de una afirmación de existencia. Vé. Oppenheimer/Zalta, 1991, 514. Éste es un problema distinto del que plantea la tesis de que toda proposición existencial tendría que ser contingente. Como observa Malcolm, 1960, 53 ss., esta última tesis parece estar en la base de la resistencia al argumento ontológico, en el entendido de que si toda proposición existencial ha de ser

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El punto de partida se encuentra en la constatación de Anselmo, que sigue a su imploración a Dios para que éste le conceda el entendimiento de “que existes como lo creemos y que eres lo que creemos”, en circunstancias que “creemos ciertamente que eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado” (Ibíd., 11 [ca II]). Pero esto no podría significar, aparentemente, que por el solo hecho de poder ser pensada una “naturaleza tal”, esto es, la propia naturaleza de Dios, la misma haya de ser pensada como necesariamente existente. Porque de ser éste el caso, tendríamos que asumir entonces que cada vez que emitimos una oración que contiene, por ejemplo, el término “unicornio”, nos mostraríamos (ontológicamente) comprometidos con la existencia de un ente que satisface las propiedades semánticas de ese término, lo cual no es el caso (vé. Quine, 1963, 1 s., 7 ss.). Pensar en algo no implica la existencia de lo pensado 17. Lo anterior es consistente con que una atribución de existencia, esto es, la emisión de una oración existencial, no pueda ser predicativa. Quien dice “X existe” no está predicando una determinada propiedad – la de existir – de un determinado ente particular (en sentido filosófico: de un individuo) designado por

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contingente, la mera noción de algo cuya existencia pudiese ser necesaria tendría que resultar inconcebible de entrada. Tillich, 2004, 35 ss.: etimológicamente, “existir” designa un “estar fuera del non-ser”. Vé. Klima, 2000, passim. Vé. t. Mackie, 1982, 41 ss. La terminología utilizada por Anselmo proviene del Libro de los Salmos, 14,1 y 53, 1: “Dice el necio en su corazón: no hay Dios”. Algunos críticos han llamado la atención sobre el hecho de que Anselmo sustituya, a lo largo del argumento, la descripción indefinida en cuestión por una definida, pasando de usar el pronombre indefinido “algo” a usar el pronombre demostrativo “aquello” (“… mayor que lo cual nada puede ser pensado”). Mackie (1982, 51) observa, sin embargo, que ello carecería de

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el término “X” 18. Antes bien, en esa oración el término “X” no es usado referencialmente, precisamente porque con la aserción de que X existe no se está identificando ente particular alguno que sea designado por “X”. Que la oración “X existe” sea verdadera sólo implica que existe algo que es designado por “X”19, pero ella nada dice acerca de qué o quién pueda ser X. De lo contrario, una oración del tipo “X no existe” sería necesariamente auto-contradictoria (vé. Quine, 1963, 9). Ello significa que las oraciones existenciales, a pesar de su gramática superficial, son siempre oraciones generales, es decir, oraciones cuyo sujeto gramatical no se corresponde con un término (semánticamente) singular que identifique (= que haga referencia a) un individuo (en sentido filosófico); estas oraciones no hablan de individuos, sino del mundo en que esos individuos existen o no existen (vé. Tugendhat, 1976, 309 ss., 377 s.). Por esto, es un error pretender impugnar el argumento anselmiano aduciendo que en la mera enunciación preliminar de aquello que es pensado cuando se piensa en Dios, Anselmo ya habría estado dando por supuesta su existencia 20, que es, sin embargo, una de las falacias que se achacan a la versión cartesiana del argumento ontológico (vé. Tichý, 1979, 411) 21. Precisamente esto, asume Anselmo, es lo que argumentará el “insensato”, esto es, el que alega que Dios no existe 22. Pero Anselmo añade que “el insensato debe admitir que existe al menos en su entendimiento algo mayor que lo cual nada puede ser pensado”, también cuando lo único que hace el insensato es sostener que esta descripción indefinida (“algo mayor que lo cual nada puede ser pensado”) es ontológicamente vacía. Ahora bien, prosigue Anselmo – entendiendo que esa descripción indefinida tendría que resultar sustituible, salva veritate, por la descripción definida correspondiente – 23, “aquello mayor que lo

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cual nada podemos pensar no puede existir [sólo] en el entendimiento”, pues de ser éste el caso, “se podría pensar que existiese también en la realidad, lo cual es mayor”, de modo que habría que concluir que

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si aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado estuviera sólo en la inteligencia, esto mismo mayor que lo cual nada puede ser pensado sería algo mayor que lo cual podemos pensar algo. Pero esto no puede ser (Anselmo, 1998a, 12 [ca II] ).

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El quid del argumento esbozado en el capítulo II del Proslogion parece encontrarse en la idea de que el insensato, al sostener que aquello mayor que lo cual nada podemos pensar no existe, se refuta a sí mismo, porque él podría de inmediato pensar en algo que sería todavía mayor que aquello mayor que lo cual nada podemos pensar, a saber: precisamente ese mismo objeto intencional al cual se atribuyera, además, existencia. Pero así formulado, el argumento aparece comprometido con la muy problemática tesis de que la existencia contaría como (criterio de) perfección, que es justamente una de las tesis que vuelve falaz la versión cartesiana del argumento ontológico. Esto no obsta, sin embargo, a que en el capítulo inmediatamente siguiente Anselmo – aparentemente sin notarlo – ofrezca una formulación sutilmente diferente del argumento, bajo la cual el compromiso con esa tesis desaparece (vé. Malcolm, 1960, 45 ss.) 24.

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Pues puede pensarse que existe algo que no puede ser pensado como inexistente, lo cual es mayor que aquello que puede pensarse como no existente. Por tanto, si [de] aquello mayor que lo cual nada se puede pensar se puede pensar que no existe, esto mismo mayor que lo cual nada podemos pensar no es aquello mayor que lo cual nada podemos pensar; lo que es contradictorio. Así pues, existe verdaderamente algo que mayor no puede ser pensado, de modo que no puede pensarse que no exista (Anselmo, 1998a, 13 [ca III] ).

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relevancia. A favor de esto habla que si el argumento es correcto, lo designado por la descripción (indefinida) “algo mayor que lo cual nada puede ser pensado” ha de ser idéntico con lo designado por la descripción (definida) “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”, sin que la validez del argumento dependa, por ende, de esa variación en la formulación de la descripción en cuestión como indefinida o definida. Vé. t. Tichý, 1979, 412 ss.

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La negación de esta proposición constituye el núcleo de la célebre respuesta pro insipiente, esto es, “en representación del insensato”, de Gaunilo de Marmoutier, monje contemporáneo a Anselmo, al argumento del Proslogion. La respuesta de Gaunilo se encuentra en Anselmo, 1998b, 105 ss., entre el Proslogion y la réplica de Anselmo a Gaunilo. Así Anselmo en su réplica a Gaunilo, Anselmo, 1998b, 111 ss. Klima (2000, passim) sostiene, sin embargo, que habría una posibilidad de mantener una alternativa de ateísmo sensato frente al argumento de Anselmo. Pues lo que el argumento presupondría es que cuando el ateo dice entender el significado de la descripción definida “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”, el mismo comparte los estados intencionales que el creyente tiene cuando usa esa descripción, lo que en términos de Klima significaría que Anselmo presupone que el ateo estará haciendo referencia constitutiva, esto es, referencia a lo designado por esa descripción definida en virtud de lo que esa descripción significa, esto es, en virtud de las propiedades semánticas de esa misma descripción. Mas esto desconocería, observa Klima, que es posible que el ateo haga uso de la descripción definida a modo de referencia parasitaria, consistente en identificar un objeto a través de una descripción que en virtud de su significado, sin embargo, no es aplicable al mismo. Así por ejemplo, si A dice “su marido es bueno con ella” haciendo referencia a un hombre que A tiene erróneamente por el marido de la mujer en cuestión, uno podría utilizar la misma descripción usada por A para corregirle sarcásticamente diciendo “ ‘su marido’ resulta ser su jefe”. Pero justamente aquí se vuelve reconocible el problema del argumento de Klima. En este último uso parasitario de la descripción, ésta ya no es descripción, sino un nombre ad hoc, tal como lo sugiere el hecho de que aparezca entre comillas ( ‘ ’) – dentro de la frase que va a su vez entre comillas (“”). La referencia parasitaria, entonces, consiste en mencionar y no usar la descripción definida, esto es, mencionarla para hacer uso de la expresión como nombre, y no como descripción definida, precisamente porque lo distintivo de un nombre es que su uso referencial no está mediado por lo que el nombre significa o puede significar: que el término “Juan Pablo” haga referencia a la persona que escribe estas líneas es independiente de que “Juan Pablo” tenga significado – o más precisamente, sentido. Luego, “el ateo” – y éste

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Aquí ya no se encuentra la proposición de que la existencia cuente como (criterio de) perfección, sino la muy diferente proposición de que la imposibilidad lógica de inexistencia contaría como (criterio de) perfección (Malcolm, 1960, 46). Aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, para efectivamente satisfacer su propia descripción, tendría que existir necesariamente. Luego, y a modo de reductio ad absurdum, si el insensato entiende el significado de la descripción definida “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”, él no puede aducir que esa descripción pudiera ser ontológicamente vacía 25. Es decir, el insensato, entendiendo esa descripción definida, se contradice a sí mismo al pretender tenerla, no obstante, por ontológicamente vacía 26.

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Lo anterior no implica que quien entiende el significado de la descripción “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado” conozca, por eso mismo, la esencia divina, esto es, el conjunto de las propiedades necesarias y suficientes para que algo cuente como designado por el término “Dios”. Ello sólo implica, antes bien, que aquél sabe algo acerca de la esencia divina, esto es, que – entre otras propiedades – lo designado por el término “Dios” ha de ser algo mayor que lo cual nada puede ser pensado (Tichý, 1979, 413 s.). Y lo que el argumento muestra es que la existencia atribuible a lo designado por esta descripción no puede ser contingente. Por el solo concepto de que se trata, esa existencia es o bien lógicamente necesaria, o bien lógicamente imposible. Pero de ser este último el caso, la descripción en cuestión resultaría ser auto-contradictoria, lo cual se ve desafiado, sin embargo, por el hecho de que el insensato entiende el concepto. Por esto, como sostiene Malcolm, es un error interpretar el argumento como si hubiese que pensar que la proposición “Dios necesariamente existe” significara que hay algo de lo cual necesariamente se sigue que Dios existe contingentemente (vé. Malcolm, 1960, 49 s.). Antes bien, lo que el argumento muestra es que la existencia de Dios no puede ser contingente, porque de esto depende que Dios pueda ser pensado como algo – y por ende como aquello – mayor que lo cual nada puede ser pensado (Ibíd., 57 s.) 27. Es crucial observar aquí, siguiendo a Tichý, que como término co-extensivo con la descripción “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”, “Dios” no puede ser un término singular que nombre un ente individual – un individuo (en sentido filosófico) –, sino un término que designa un estatus, a saber, el estatus (de primer orden) al cual, en virtud de sus propiedades, superviene el estatus de segundo orden designado por la descripción definida en cuestión (“aquello mayor que lo cual nada puede ser

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también es, para quien asuma la validez del argumento de Anselmo, un caso de referencia parasitaria – no puede pretender estar utilizando la descripción definida de Anselmo como descripción definida (y no como nombre propio ad hoc), sin compartir, a su vez, sus estados intencionales, esto es, sin estar haciendo referencia a aquello que la descripción definida designa en virtud de sus propiedades semánticas. De ahí que detrás de la proposición condicional “si Dios existe, entonces existe necesariamente” se esconda una auto-contradicción, dado que la cláusula antecedente implica la posibilidad de la inexistencia de Dios.

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Ello encuentra apoyo directo en la propia réplica de Anselmo a Gaulino, cuando el primero observa que, aun de ser posible que aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado no pudiese ser pensado, de todas formas habría que admitir que la fórmula lingüística “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado” sí es susceptible de ser entendida, en circunstancias que esa comprensión es contextualmente suficiente para la validez del argumento. Vé. Anselmo, 1998b,121 s. Lo cual evoca a Wittgenstein (1984c, 521): “Cómo usas la palabra ‘Dios’ no muestra a quién te refieres, sino a qué te refieres”. Tichý, 1979, 415 s., observa que hay una premisa implícita en el argumento de Anselmo de cuya satisfacción depende la validez del mismo, a saber: que hay un único estatus mayor que el cual ningún estatus puede ser pensado. Esto concierne directamente la cuestión de si la descripción “algo mayor que lo cual nada puede ser pensado” es o no sustituible por la descripción “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”. De acuerdo con Tichý, un doble argumento a favor de esta premisa se encuentra en el Monologion, ensayo previo de Anselmo, en cuyo cuarto capítulo éste sostiene que “necesariamente hay una naturaleza que es superior a las demás de un modo tal que ella no es inferior a ninguna”. Vé. Anselmo, 1998b, 14 ss. Mackie, 1982, 52, sostiene que el argumento de Anselmo no alcanza a mostrar que el que niega que Dios exista, entendiendo la descripción en cuestión, se contradiga a sí mismo, puesto que su creencia de que “Dios” es un término ontológicamente vacío no tendría por qué forzarlo a incluir la inexistencia dentro del contenido de su concepto de Dios. Es decir, su pensamiento en Dios como aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado y su creencia en la inexistencia de Dios serían actitudes proposicionales perfectamente independientes entre sí. Esta sugerencia es difícilmente compatible con una de las características más distintivas de la adscripción de actitudes proposicionales (esto es, de pensamientos, creencias, deseos, expectativas, etc.), a saber, su holismo o coherencia: cada atribución de una creencia a una persona presupone una atribución simultánea de una serie prácticamente infinita de otras creencias (y otras actitudes proposicionales), que se encuentran conectadas por ciertas relaciones de coherencia y sistematicidad, en lo cual descansa, a su vez, la consideración de esa persona como sujeto mínimamente racional. Fundamental Davidson, 2001, 95 ss., 123 ss.; 2004, 3 ss. Vé. t. Mañalich, 2010b, 139 ss.

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pensado”) (Tichý, 1979, 413 ss.) 28.Y esto significa: la existencia necesaria implicada por el significado de la descripción definida no es, por ende, la existencia necesaria de un ente individual, sino la existencia necesaria de un estatus – el divino – que satisface aquella descripción cuya satisfacción conlleva la ostentación del respectivo estatus de segundo orden 29. Disponer del concepto de Dios implica asumir que hay un estatus superlativo que está siempre y en todo lugar ocupado, esto es, que no hay mundo posible alguno en que el mismo pudiese ser ontológicamente vacío 30. Inmediatamente a continuación, empero, Tichý sostiene que, dado que el argumento de Anselmo prueba que la proposición de que Dios – en tanto aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado – no existe es auto-contradictoria 31, la proposición de que

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Dios existe sería, a su vez, tautológica (Tichý, 1979, 418 ss.). Lo cual sugeriría entonces, en contra de la dirección aparente del argumento, que el hecho de existir necesariamente no podría contar como signo de grandeza, pues un estatus que ha de estar ocupado necesariamente – esto es, en todo mundo posible – distaría mucho de ser un estatus que merezca devoción (Ibíd., 420). El problema está, no obstante, en que así se trastoca el punto de vista que subyace al argumento. Pues éste no consiste en la producción racional de la imagen de un ser divino merecedor de devoción, sino más bien, tal como Anselmo lo hace explícito en el proemio del Proslogion, en un esfuerzo por “comprender lo que [se] cree” 32. 2.2. LA GRACIA COMO ATRIBUTO DIVINO

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En el marco de esta articulación del concepto de Dios como idea que se realiza a sí misma 33, cabe contextualizar ahora la aproximación de Anselmo a la paradoja de la gracia, tal como él mismo la presenta al desarrollar las implicaciones de su argumento ontológico. Pues en tanto el concepto de Dios permanezca en su sola abstracción como aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, los atributivos divinos – esto es: la omnipotencia, la omnipresencia, la omnisciencia, la bondad infinita, la justicia infinita, la misericordia infinita, etc. – han de ser necesariamente entendidos, según observara Hegel, como predicados de un sujeto aún no manifestado, los cuales no podrían más que entrar en contradicción recíproca (Hegel, 1986e, 530). En el lenguaje de la Fenomenología del Espíritu:

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En tanto el concepto es el propio sí mismo del objeto, que se presenta como su llegar a ser, él no es un sujeto que permanezca estático y porte inmóvilmente los accidentes, sino el concepto que se mueve y recupera para sí sus determinaciones (Hegel, 1986c, 57).

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O dicho en otros términos: el argumento encuentra su lugar en el ascenso desde el dominio de la representación – la religión –, donde tiene su espacio la devoción, hacia el dominio del saber – la filosofía –, donde el espíritu alcanza la certeza de sí mismo. Vé. Hegel, 1986c, 582 s.; el mismo, 1986b, §§ 572 s. Vé. en este sentido Whitehead, 1978, 343 ss., 349, quien sostiene que a través de la realización de la naturaleza primordial de Dios, ésta superaría el déficit de su mera actualidad conceptual.

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De ahí que Hegel añadiera que en la reflexión filosófica puede ser conveniente evitar valerse del término “Dios”, “porque esta

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Por ello, Agamben (2008, 29) pretende reformular el argumento de Anselmo en los siguientes términos: “Pero existe un ser cuya simple nominación lingüística implica la existencia, y es el lenguaje. El hecho de que yo hable y que alguien escuche no implica la existencia de nada, excepto del lenguaje. El lenguaje es lo que debe necesariamente presuponerse a sí mismo. Lo que el argumento ontológico prueba es, entonces, que si los hombres hablan, si hay animales racionales, entonces hay una palabra divina, en el sentido de que siempre hay ya preexistencia de la función significante y apertura de la revelación (sólo en este sentido –sólo si Dios es el nombre de la preexistencia del lenguaje, de su morar en la arché– el argumento ontológico prueba la existencia de Dios)”. Una concisa explicación de la concepción hegeliana de Dios se encuentra en Leighton, 1896, especialmente 607 ss.

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TERROR , PENA Y AMNISTÍA • III . LA AMNIST ÍA •

Pero poder todo esto ¿no es acaso impotencia en vez de potencia? En efecto, quien puede hacer todo esto puede hacer lo que no le conviene y lo que no debe. Cuanto más puede hacer esto, tanto más poder tienen sobre él la adversidad y la perversidad, y él menos contra ellas. Así pues, quien tiene ese poder, no lo tiene por su potencia, sino por su impotencia. […] De ahí Señor Dios,

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palabra no es inmediatamente y al mismo tiempo concepto, sino el nombre propio, la tranquilidad fija del sujeto subyacente” (Hegel, 1986c, 62). Así, la naturaleza de Dios constituiría “lo no-susceptible de ser conceptuado” (das Unbegreifliche), que sería, sin embargo, el concepto mismo34, esto es, la disolución de la contradicción de sus propias determinaciones (Hegel, 1986e, 230 s.). Y ello sólo sería posible en un movimiento dialéctico, que justamente se escondería bajo el misterio de la trinidad (Ibíd., 221 ss.)35. Una resolución – si bien estática, no dialéctica – de tales contradicciones es lo que emprende Anselmo una vez expuesto el núcleo de su argumento. A modo de ejemplo: Anselmo pregunta (a Dios) “¿cómo puedes ser sensible si no eres cuerpo?”, en el entendido de que es mejor ser sensible que no serlo, de modo tal que Dios ha de ser sensible, si Dios es aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado. La respuesta que enuncia Anselmo reza entonces: “si sentir no es otra cosa que conocer, o al menos un medio destinado al conocimiento […] entonces no hay inconveniente en decir que de algún modo se siente lo que de algún modo se conoce” (Anselmo, 1998a, 18 [ca VI]). U otro ejemplo: “¿cómo eres omnipotente si no lo puedes todo?”, en el entendido de que Dios, en su infinita bondad, no puede corromperse, “ni mentir, ni hacer que lo verdadero sea falso” (Ibíd., 19 [ca VII]). Y la respuesta de Anselmo reza entonces:

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que seas verdaderamente omnipotente, ya que nada puedes por impotencia, y nada tiene poder contra ti (Anselmo, 1998a, 19 s. [ca VII]).

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De este modo, Anselmo va señalando una progresiva especificación del concepto de Dios como aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, que resulta, por ejemplo, en que la omnipotencia de Dios sólo puede entenderse como un poder infinito para obrar de manera correcta, esto es, como una “ortonomía” infinita36. Y es precisamente en este contexto de especificación de los atributos divinos, en pos de asegurar su compatibilidad recíproca, que Anselmo tematiza la paradoja de la gracia frente a la atribución de justicia infinita a Dios: “¿Cómo puede ser pues justo que castigues a los malos y ser justo también que los perdones?” La perplejidad de Anselmo se encuentra primariamente referida al hecho de que Dios “perdona a los malos y se compadece con justicia de ellos”:

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¿Acaso porque tu bondad es incomprensible esto permanece oculto en la luz inaccesible en que habitas? Verdaderamente es en lo más alto e íntimo de tu bondad donde permanece oculta la fuente de donde mana el torrente de tu misericordia (Anselmo, 1998a, 22 [ca IX] ).

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Aquí es importante detenerse en la conexión que, siguiendo a Malcolm, cabe reconocer entre tal atribución de esa misericordia “torrencial” a Dios y el meollo de la versión anselmiana del argumento ontológico (Malcolm, 1960, 60 s.). Preguntándose cómo una frase como “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado” pudo llegar a tener significado para nosotros, seres que habitamos en el lenguaje, Malcolm propone considerar el fenómeno del sentimiento de culpa por algo muy grave que se ha hecho, pensado o sentido. Si bien el deseo de liberarse de tal sentimiento de culpa parece natural, puede ser que a veces éste alcance un grado tal que quien lo padece llegue a pensar que nada hay que él pueda hacer para removerlo. Precisamente en tal escenario, observa Malcolm, esa persona podría llegar a formarse la idea de un perdón “mayor que el cual ninguno puede ser pensado”. El problema está, ahora bien, en que Dios salva a los justos “con la justicia que corresponde”, mientras libera a los injustos “de la justicia que condena”, en circunstancias que la justicia que imparte sobre los primeros exigiría, al mismo tiempo, que conPara esta noción, vé. Smith, 2004, passim.

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denara a los segundos. Por lo tanto, inquiere Anselmo, “¿[c]ómo puede ser pues justo que castigues a los malos y ser justo también que los perdones?” La respuesta que Anselmo ofrece descansa en lo que cabría llamar la omnipotencia de la justicia de Dios:

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3.1. LA GRACIA COMO SUPERACIÓN VÍA DESCONOCIMIENTO

Anselmo concluye que, aun pudiendo atisbarse por qué es justo que Dios perdone, ya que es justo que “seas de tal modo bueno que perdonando también seas bueno”, ello no modifica que “ninguna razón entiende por qué, entre los que son igualmente malos salvas por tu suma bondad a éstos más que a aquéllos, mientras que por tu suma justicia condenas a aquéllos más que a éstos” (Anselmo, 1998a, 28 [ca XI] ). La conclusión de Anselmo apunta a que la gracia no reconoce patrón alguno que pudiera constituirse en criterio general de corrección de su ejercicio. Esto es lo definitorio de la gracia: que “entre los que son igualmente malos”, algunos sean castigados en justicia, mientras otros son liberados del castigo por misericordia.

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3. LA GRACIA COMO LÍMITE DE LA JUSTICIA

TERROR , PENA Y AMNISTÍA • III . LA AMNIST ÍA •

Lo que aquí interviene es el reconocimiento de una asimetría entre el estándar de justicia humana, que sólo conoce el castigo del malo y la absolución del bueno, y el estándar de justicia divina, que para la conciencia humana no aparece como justicia, sino como misericordia. Lo que se esconde detrás de esta asimetría es que el único estándar de justicia divina es puesto por Dios mismo, y por eso Dios perdona, desviándose del estándar de justicia humana, “para ser digno de sí”. Por ello, en el castigo y en el perdón, Dios sólo es justo conforme a sí mismo, “puesto que no es justo que se salven los que tú quieres condenar, ni es justo que se condenen los que quieres perdonar. Pues sólo es justo lo que tú quieres, e injusto lo que tú no quieres” (Anselmo, 1998a, 27 s. [ca XI] ).

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Cuando castigas a los malos es justo porque lo merecen, pero cuando los perdonas también es justo, no porque lo merezcan, sino porque es digno de tu bondad. Entonces, perdonando a los malos eres justo conforme a ti y no conforme a nosotros, así como eres misericordioso conforme a nosotros y no conforme a ti; ya que, salvándonos a nosotros que con justicia podrías condenar, eres misericordioso, no porque te sientas afectado, sino porque nosotros sentimos el efecto. Así pues, tú eres justo no porque nos des lo que merecemos, sino porque haces lo que es digno de ti, sumo bien (Anselmo, 1998a, 26 [ca X] ).

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Ello ofrece la clave para dar cuenta de la ambivalencia fundamental sobre la cual se erige la problemática relación entre la justicia y la gracia. Esta ambigüedad se debe a la circunstancia de que el derecho puede llegar a institucionalizarlas como formas de reacción estrictamente paralelas, a pesar de que se trata de disposiciones recíprocamente excluyentes. El punto de encuentro entre la justicia y la gracia, en el nivel de referencia jurídico-penal, se halla en que tanto la punición como la liberación misericordiosa de la punición producen una invalidación del mensaje expresado en el hecho imputable al condenado o agraciado. De ahí que pueda llegar a describírselas como “equivalentes funcionales” (Mañalich, 2004, 25 ss.). Pero esta equivalencia es, jurídicamente, superficial. Pues la punición se constituye como una respuesta al hecho criminal que lo refuta en la forma de una confrontación de su pretensión de validez. En cambio, el acto de gracia se constituye más bien como una renuncia a la punición que invalida el hecho criminal en la forma de un desconocimiento de esa pretensión (vé. Brudner, 1980, 353 s.). Por ello, la justicia jamás es servida por la gracia, sino que aquélla puede resultar, más bien, derrotada por ésta (Duff, 2007, 387). Pero esto no justifica la suposición apriorística de que todo acto de gracia, en la forma de una cancelación o mitigación de las consecuencias punitivas de un determinado hecho criminal, tuviera que estar fundado en una consideración favorable hacia su beneficiario (vé. ibíd., 364 s.). Pues como ya lo advertía Binding, la gracia jamás se ejerce, en último término, en interés del agraciado.Y no hay razón alguna para pensar que, como acción estatal – y no ya divina –, la gracia hubiera de perder su connotación paradójica desde el punto de vista de la justicia. Un acto de gracia que adopta la forma de una ley de amnistía, por ende, puede ser entendido, parafraseando a Anselmo, como una demostración de que el titular del ius puniendi es digno de sí mismo. La cuestión que se plantea virulentamente en este punto concierne la aceptabilidad de la analogía que subyace a esta última paráfrasis. ¿En qué medida cabe extraer consecuencias para nuestra comprensión de las instancias de gracia soberana a partir de algunos esbozos de especulación teológica acerca de la gracia como atributo divino? Esta pregunta resulta especialmente pertinente frente a la concepción hegeliana del derecho de gracia. Pues para Hegel, el derecho de gracia del soberano, en tanto uno de los más altos reconocimientos de la majestad del espíritu, ha de entenderse como un “reflejo de las determina-

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ciones propias de una esfera más alta” (Hegel, 1986a, § 282), lo cual se corresponde con su tesis de que, frente a la justicia, que tiene su asiento en el mundo terrenal, “la gracia tiene que venir desde afuera” (Hegel, 2005, § 99). Lo fundamental aquí es que Hegel sostenga que el derecho de gracia emana de la soberanía del monarca, porque “sólo en ésta se da la realización del poder del espíritu de convertir lo sucedido en no sucedido, y destruir el crimen en el perdón y el olvido” (Hegel, 1986a, § 282). Esta proposición parece sumamente conflictiva frente al complemento insertado junto al parágrafo respectivo, donde se lee lo siguiente:

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Este pasaje – cuya autoría no corresponde, al menos directamente, a Hegel – constituye una auténtica fuente de perplejidad exegética (vé. Grewe, 1936, 79). Pues lo que aquí se afirma, de un lado, es que la liberación de pena en que se traduce el ejercicio del derecho soberano de gracia no elimina el hecho de que el crimen correspondiente efectivamente ha sido cometido, de modo que su autor “sigue siendo tan criminal como antes”. Pero Hegel sostiene, de otro lado, que (sólo) en la majestad del soberano se actualiza la posibilidad terrenal de transformar lo ya acontecido en no acontecido, a saber, “por el espíritu en el espíritu”. ¿En qué sentido cabe afirmar, simultáneamente, que en virtud de la gracia el delito no es hecho desaparecer, a pesar de que en ella se realiza el poder de transformar lo sucedido en no sucedido? La respuesta puede extraerse de la contraposición entre los dominios de la gracia y la justicia, tal como el propio Hegel la tematiza. La justicia, especificada aquí como justicia retributiva, se encuentra indefectiblemente referida a la culpabilidad como voluntad particular objetivada en el hecho criminal. Recién la gracia, y no la justicia, es capaz de poner esa voluntad particular en la perspectiva de la voluntad del hechor “en su generalidad”

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El otorgamiento de gracia es la liberación de pena que, sin embargo, no cancela el derecho. Antes bien, éste subsiste y el agraciado sigue siendo tan criminal como antes; la gracia no declara que él no haya cometido crimen. Esta cancelación de la pena puede tener lugar a través de la religión, pues lo ya acontecido puede ser convertido en no sucedido por el espíritu en el espíritu. En tanto esto sea llevado a cabo en el mundo, sólo puede tener su lugar en la majestad y sólo puede darse en la decisión carente de fundamento (Hegel, 1986a, § 282).

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aquí es crucial que, no obstante el derecho de gracia asociado al principio monárquico aparezca tematizado como momento de la eticidad, a propósito de la posición del monarca como representante de la unidad del pueblo en el Estado (Hegel, 1986a, § 282)37, Hegel tematice la esfera de la gracia como tal en la moralidad (Hegel, 1986a, § 132; 2005, § 99), esto es, en el estadio de realización progresiva de la idea de derecho en que la subjetividad, a modo de negación, interviene mediando entre la constitución puramente abstracta y la consumación, ya concreta y por ende “verdadera”, del espíritu objetivo. Que Hegel haya defendido la monarquía constitucional como forma de Estado racional y haya asociado el derecho de gracia a la posición del monarca como encarnación subjetiva de la soberanía, no es relevante aquí. En parte, porque este problema será abordado y eventualmente resuelto a favor de la compatibilidad entre prerrogativa de gracia y democracia (infra., 4.2) 38 ; y en

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(Hegel, 2005, § 99). Y

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Esto significa, entre otras cosas, que Hegel sitúa la posición del monarca como representante de la unidad del pueblo en el Estado en un contexto de plena división de poderes, esto es, en un régimen de monarquía constitucional. La función específica del monarca es la de simbolizar la individualidad de la soberanía como subjetividad, la cual “en su verdad” sólo puede ser sujeto; sin esta representación de la unidad del Estado en la persona del monarca el Estado se disolvería en la masa amorfa, que ya no es Estado (Hegel, 1986a, § 279). De ahí que Hegel agregue que la posición del monarca, en un Estado plenamente constituido, se reduce a proveer el “sí, yo quiero” subjetivo referido a la objetividad de la ley, para así conferir a ésta el carácter de decisión (Ibíd., § 280, complemento). En la terminología de Schmitt (1957, 204 ss.), esto significa que en la filosofía hegeliana del Estado el monarca aparece como la realización del principio de representación, que es el principio opuesto al de identidad. Siguiendo a Taylor, lo que aquí se encuentra es un resabio de la concepción medieval del individuo representativo que encarna el principio fundamental de la vida en común, que Hegel entendería como imprescindible para la racionalidad de la constitución de un Estado moderno, sin que esto sea reducible a la necesidad política de una mera decisión última (Taylor, 1983, 522 s., 576 ss.). Taylor sugiere que esto vuelve comprensible la valoración tradicional de la filosofía política de Hegel como reaccionaria, pero insiste en la necesidad de una interpretación (caritativa) que no reduzca su evaluación a su contrastación con las experiencias de nuestra época (Ibíd., 586 ss.); ante todo, su filosofía política tendría que ser leída como una oposición radical a la tendencia liberal hacia la atomización, que sería en definitiva, la disolución de lo público. Para una apasionada defensa de la concepción hegeliana del principio monárquico, vé. sin embargo Yack, 1980, passim. Que la posición que en la filosofía hegeliana del Estado compete al monarca como detentador de la prerrogativa soberana de gracia admite ser transferida a un órgano democráticamente legitimado, es sostenido por Schnädelbach, 2005, 252 s.

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Dicho en términos (post)analíticos, el reproche que Marx dirige a Hegel apunta a la predilección de éste por sustituir términos generales (como “soberano” o “sujeto”) por los respectivos términos singulares abstractos (como “soberanía” y “subjetividad”), confiriéndole primacía a los segundos, lo cual parecería entrañar una estrategia – nada ingenua en el caso de Hegel – de inflacionismo ontológico. Vé. Quine, 1960, 238 ss. Vé. Ricœur, 2008, 627 ss., quien identifica esa posibilidad con la eventualidad del perdón.

LA GRACIA COM O JUSTICIA

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1.3

O sea, literalmente: dime qué has hecho y te diré quién eres. Pero siendo esto así, es sólo a través de la gracia que resulta posible desligar al agente de su hecho, esto es, del hecho que es suyo porque le es plenamente imputable 40. Aquí se vuelve determinante el dictum hegeliano de que la gracia transforma lo acontecido en no acontecido “por el espíritu en el espíritu”. La gracia no suprime, porque nada puede hacerlo, la efectividad del hecho criminal; de ahí que la amnistía y el indulto constituyan causas de extinción (y no de exclusión) de la responsabilidad y que la primera, a pesar de la persistencia del correspondiente lugar común, no “borre el delito”. Pero a diferencia de la punición como realización de la justicia retributiva, por la cual se responde al hecho superándolo por vía de

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Siendo éstas [las acciones del sujeto] una cadena de producciones carentes de valor, así también la subjetividad del querer carece de todo valor; poseyendo, en cambio, la cadena de sus hechos naturaleza sustancial, así también la posee la voluntad interna del individuo (Hegel, 1986a, § 124).

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parte, porque ya en su temprana “Crítica al derecho del Estado de Hegel” Marx sugería cómo revertir la hipóstasis que llevaba a Hegel a la mistificación de la persona individual del monarca a consecuencia de la supuesta necesidad de proveer de un sujeto a la subjetividad requerida por la soberanía – como si “soberanía” no fuese una abstracción de “soberano”, y “subjetividad”, una abstracción de “sujeto” (Marx, 1971, 283 ss., 288 s.)39. La consideración decisiva, antes bien, se refiere al hecho de que Hegel sitúe la gracia como tal – esto es, no como derecho, sino como fenómeno – en el dominio de la moralidad, que es el estadio provisional de la realización de la idea de derecho en que prevalece la subjetividad. La importancia de esto radica en que para Hegel la subjetividad, lo que constituye al sujeto como tal, no es otra cosa que la totalidad de sus acciones:

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contradicción, reafirmándose así la validez del derecho quebrantado, la gracia no constituye una respuesta al hecho en sus propios términos, sino más bien una renuncia a esa respuesta. Si bien el hechor, en tanto autor del hecho, merece – en su dignidad – recibir una respuesta a éste en sus propios términos, el autor del acto de gracia se muestra por encima del hecho y de la necesidad de su refutación, esto es, se muestra digno (nada más que) de sí mismo, renunciando a ejercer su derecho en el diálogo de la punición.

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3.2. LA GRACIA ENTRE LA TEOLOGÍA Y LA POLÍTICA

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Bajo esta interpretación quizá se vuelva menos problemática la tesis según la cual el derecho soberano de gracia necesariamente tiene que ser ejercido a modo de “decisión carente de fundamento”. Una oposición frontal a esta proposición se encuentra en el rechazo de Köhler a la comprensión de la gracia soberana, en analogía a la gracia divina, “como obsequio carente de base jurídica” (Köhler, 1990, 62 ss.). Köhler entiende completamente justificada la crítica ilustrada a tal comprensión del derecho de gracia, bajo la premisa que el soberano no es Dios, de modo que esa asimilación conceptual se prestaría para abusos atroces, pudiendo legitimar cualesquiera fines mundanos, incluida la exhibición del propio poder (Ibíd., 63). Esto no obsta a que Köhler advierta el problema que le presenta la formulación explícita de esa analogía por Hegel, pero su estrategia consiste en intentar neutralizarla mediante la sugerencia de que la concepción de la gracia soberana como reflejo de una esfera superior no modificaría la pretensión de racionalidad inmanente al concepto “liberal” (freiheitlich) de derecho. Antes bien, el ejercicio de un derecho soberano de gracia tendría que ser entendido a partir del principio del derecho, pero superando “la necesaria finitud e imperfección de las funciones parciales” (Ibíd., 64, nota 17). El problema concierne la pretensión de Köhler de asegurar la legitimidad de tal acto de gracia por la vía de su sujeción a la racionalidad inmanente del “principio del derecho”. Esta última expresión debe entenderse como término técnico de la filosofía práctica kantiana, a saber, como designación del criterio de racionalidad práctica de la pretensión de legitimidad del derecho, que exige que la libertad de cada cual sea compatible, de conformidad con una ley general, con la libertad de cada uno de los demás (vé. Kant, 1977, A 33 ss., B 33 ss., 337 s.). Desde este punto de vista, parece obvia la objeción contra el reconocimiento de una pre-

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rrogativa soberana de gracia, por cuyo ejercicio pudiera disponerse la exención de una pena cuya imposición y ejecución, sin embargo, resultan exigidas por el principio del derecho, bajo el cual la punición del culpable se constituye en un imperativo categórico – en tanto el delito es negación de una “norma para la formación de máximas de acción bien fundamentadas” (vé. Köhler, 1986, 44 ss., 50 ss.) – que como tal representa una concreción del “principio del derecho” (vé. supra, p. 102, n. 55). Ello se expresa, desde ya, en el argumento tradicional de que la realización de un acto de gracia, en la forma de una amnistía o un indulto, atentaría insalvablemente contra la exigencia jurídica de igualdad de trato. Mas lo fundamental es que la apelación al “principio del derecho” vuelve innegable la tensión existente entre gracia y justicia (retributiva), que llevaba a Kant a valorar, por principio, el ejercicio del derecho de gracia del soberano como la mayor injusticia susceptible de ser cometida en contra de sus súbditos (Kant, 1977, A 206, B 236, 459 s.), en tanto cada liberación gratuita de una pena jurídicamente merecida resulta, ex definitione, retributivamente injusta. Siguiendo a Brudner, esta discrepancia manifiesta entre Kant y Hegel, en cuanto a la posición relativa de la justicia retributiva frente al ejercicio de un derecho de gracia, puede explicarse como consecuencia de una discrepancia todavía más radical, relativa a la pregunta por el fundamento último de la dignidad humana (Brudner, 1980, 352 ss.). Para Kant, ésta descansaría en el hecho de que cada miembro del género humano compartiría una personalidad moral que hace abstracción de la personalidad empírica dominada por el amor propio. Renunciar a la punición retributivamente justa del autor de un crimen equivaldría a dejar en pie el alegato de egoísmo – la máxima de acción incorrecta per se – que es incompatible con la posesión compartida de personalidad moral. Para Hegel, en cambio, la fuente de la dignidad humana no se dejaría reducir a la sola “esencia” – esto es, a la abstracción – de la personalidad individual, sino que se encontraría referida a la participación subjetiva en el espíritu absoluto, del cual cada ser humano es un mediador a través de cuya agencia aquél se realiza en el mundo. A través de la gracia tendría lugar una reconciliación del espíritu consigo mismo, en el sentido de una declaración de que la pretensión de autoafirmación de la voluntad particular es, en definitiva, pura apariencia. Por eso, añade Brudner, “el derecho de gracia exhibe la majestad, la

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Más adelante, sin embargo, Brudner sugiere que, en definitiva, la gracia se constituiría como una forma de justicia, de modo que ni siquiera desde la perspectiva humana habría oposición entre gracia y justicia (1980, 353). Esto último es difícilmente compatible con el texto explícito de Hegel. Ello explica que Hegel sostenga, dos parágrafos antes en su Filosofía del derecho, que en el tránsito desde el mero concepto de última autodeterminación (política) hacia la inmediatez de su existencia, que es la realización de la soberanía, esté presente la misma operación que subyace al argumento ontológico que demostraría la necesidad de la existencia de Dios. Así Hegel, 1986a, § 280. Vé. Whitehead, 1978, 342 s., quien llama la atención sobre la idolatría impli-

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suprema autoconfianza del espíritu en su autoridad cósmica, y Hegel no pone límite alguno a su ejercicio” (Ibíd., 352) 41. Esto no significa, ciertamente, que sea tal autoridad cósmica la que intervenga en el ejercicio del derecho de gracia del soberano. Pues como Hegel lo sugiere, de lo que se trata es de advertir que en este derecho de gracia se ve reflejado aquel poder del espíritu 42. Así se vuelve posible determinar el sentido en que el ejercicio del derecho soberano de gracia se corresponde con una decisión “carente de fundamento”. El ejercicio de este derecho, como manifestación (marginal) de soberanía, no puede tener una base jurídica preexistente – de ahí que su ejercicio sea necesariamente excepcional. Esto no quiere decir que, empero, el ejercicio del derecho de gracia tenga que resultar arbitrario, en el sentido de irracionalmente arbitrario. Antes bien, de lo que se trata es que la gracia no resulta constreñida por la lógica de la justicia, y por eso, bajo determinadas circunstancias, su operación puede eventualmente aparecer, para usar la formulación de Köhler, como ejercicio de genuina autodeterminación política (Köhler, 1986, 64, nota 17). Lo anterior no impide seguir reconociendo un contexto fértil para la analogía entre gracia divina y gracia soberana. Por el contrario. Lo que quizá quepa sugerir sea una cierta inversión de la dirección en que la analogía funciona. Entender el significado de una prerrogativa soberana en analogía a la posición de la gracia como atributo divino evoca la célebre observación de Carl Schmitt en cuanto a que los conceptos políticos fundamentales de la moderna teoría del Estado, como lo es la noción de soberanía, no serían sino conceptos teológicos secularizados (Schmitt, 1934, 49), es decir, “politizados”. Pero nada asegura que seamos capaces de entender la noción de gracia como atributo divino si no somos ya capaces de entender la noción de gracia como prerrogativa soberana. Nada permite descartar, por lo mismo, que quizá se trate – al revés – de la teologización de un concepto político 43.

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        4. LA AMNISTÍA COMO INSTITUCIÓN DE LA GRACIA

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4.1. LA AMNISTÍA COMO ACTO DE GRACIA

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cada en la atribución cristiana de los atributos propios del césar a Dios. Ilustrativo al respecto Halbertal/Margalit, 2003, 145 ss. Vé. Duff, 2007, passim. Para una decidida defensa de la tesis contraria, sin embargo, vé. Schäfer, 2001, 23 ss.

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“La gran reguladora de los efectos de la ley y la sentencia en el ámbito criminal, es la gracia”, sostuvo Binding (Binding, 1991, 861). Esto, porque lo esencial del ejercicio de una prerrogativa de gracia sólo se deja entender por oposición a aquello que es distintivo de la ley, por una parte, y de la adjudicación, por otra. Lo primero se debe a que “la regla es la enemiga de la individualidad” (Ibíd., 860). Siendo la ley la forma paradigmática de producción de normas universales – esto es, normas válidas para un determinado universo de casos –, un acto de gracia está lejos de privar de validez a la ley respecto de un determinado caso o conjunto de casos, sino que el mismo presupone, más bien, la eficacia de ésta, limitándose a “suprimir del mundo” un efecto de la misma (Ibíd., 862). Pero el ejercicio de una prerrogativa de gracia tampoco puede reconducirse a la noción de juicio, dado que una liberación o mitigación graciosa de una respuesta punitiva jurídicamente merecida no es susceptible de entenderse en términos de la aplicación imparcialmente justa de una regla general (Ibíd.). Lo anterior sugiere que el dominio de la gracia no es el de la validez general que caracteriza a la ley como forma paradigmática de norma jurídica, sino el dominio de la particularidad (vé. Christodoulidis, 1999, passim.), lo cual explica que Binding observara que “nada habría más equívoco que querer determinar a priori los motivos para su ejercicio” (Binding, 1991, 864). El otorgamiento de una liberación o mitigación graciosa de pena no se deja acomodar como un momento interno a la realización de la justicia retributiva, sino más bien como una intrusión en la misma 44. De modo consistente con su punto de partida, Binding rechazaba, en principio, la posibilidad de entender un otorgamiento de gracia jurídico-penalmente relevante al modo de una lex specialis frente a la regulación legal que fija las condiciones – sustantivas

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y procedimentales – de la punibilidad de los hechos a los cuales el acto de gracia pudiera encontrarse referido. Pues de constituir una lex specialis en tal sentido, habría que aceptar que el ejercicio del derecho de gracia generaría excepciones a las normas de sanción penal y a las normas procesales correspondientes (Binding, 1991, 862). Esto, sin embargo, dejaría de ser válido tratándose de una amnistía, esto es, allí “donde el acto de gracia adopta la forma de una ley […]” (Binding, 1913, 312). Pero Binding insistía en que esta circunstancia no determina que la amnistía deje de contar como una instancia de ejercicio de un derecho de gracia. Pues lo únicamente distintivo de la amnistía se encontraría en que aquí el acto de gracia asume la (sola) forma de ley, mas conservando aquellas propiedades que lo hacen irreductible a la noción de ley como forma de norma jurídica general susceptible de ser aplicada imparcialmente en un contexto de adjudicación. Cuando se trata de una amnistía, el acto de gracia sólo revestiría, en la acertada formulación de Adolf Merkel, “la apariencia de una ley (en el sentido formal de la palabra)” (Merkel, 2004, 258). 4.2. ¿LA GRACIA COMO RESABIO MONÁRQUICO?

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Antes de proseguir en la exploración del argumento de Binding, es necesario considerar ya una posible objeción de teoría constitucional, que concierne directamente el hecho de que la amnistía pueda ser entendida como un acto de gracia con la forma de ley. Pues esto parece desafiar la representación generalizada que asocia el ius aggratiandi a la posición del detentador del poder ejecutivo. Tal objeción desconoce, sin embargo, que bajo un paradigma democrático la cuestión de si una determinada prerrogativa se halla radicada en el ámbito de competencia del poder ejecutivo o del poder legislativo no altera en modo alguno el hecho de que, en todo caso, se trata de una prerrogativa que, más allá de su específica configuración institucional, es ejercida en nombre del pueblo. La asociación de la prerrogativa de gracia con “el poder del gobierno”, no es más que un resabio histórico de su representación exclusiva como prerrogativa del monarca (absoluto) 45. Pero que el ejercicio de esa prerrogativa competiera al monarca en tanto soberano no equivale a que tuviera que corresponder al soberano en tanto monarca.

En el marco de la doctrina chilena, y con matices, Novoa, 2005, T. II, 398.

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Lo que Jellinek llama “el poder supremo del Estado” se identifica, entonces, con lo que Heller llama “el poder objetivo de la organización”.

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Esta última observación puede entenderse como una inversión de la crítica de Jellinek a la confusión de “la cuestión acerca del poder supremo en el Estado” con “la del poder supremo del mismo”, es decir, la confusión que se sigue de la combinación de “la doctrina de la soberanía popular” y “el principio moderno de que el Estado necesita un poder soberano” (Jellinek, 2000, 416 ss., 418 s.). La confusión en cuya denuncia se centra Jellinek lleva, ahora bien, a “la identificación del poder del Estado con la soberanía”, esto es, con el poder supremo en el Estado, de modo tal que “del hecho de que el soberano ejercita un derecho, se concluye que se trata de una función del Estado” (Ibíd., 422). Lo que Jellinek critica, entonces, es la hipótesis simplista de que cualquier potestad en efecto ejercida por quien detenta el poder en el Estado deba ser identificada como una potestad inherente al poder del Estado. Según ya se sostuviera, lo que aquí interesa es la inversión de esta última proposición. Para la plausibilidad de esta inversión, hay una precisión terminológica introducida por Heller que resulta relevante. En términos parcialmente coincidentes con Jellinek, Heller exige la diferenciación de () “la cuestión del poder objetivo de la organización”, () “la cuestión del poder subjetivo sobre la organización” y () “la cuestión del poder subjetivo en la organización”, en circunstancias que la distinción aquí relevante se da entre las dos últimas cuestiones (Heller, 1968, 263 ss.) 46. Heller redefine la cuestión del poder (subjetivo) sobre la organización como la pregunta por el soporte de la soberanía: “aquel en cuyo nombre se ejerce el poder actual de la organización”; la cuestión del poder (subjetivo) en la organización, en cambio, como la pregunta por el sujeto de la soberanía: “las personas que, en el caso concreto, aplican y actualizan el poder de la organización y concretan en una actividad individual el poder creado por la acumulación de actividades particulares” (Ibíd., 264). Lo que el argumento aquí desplegado exige es el reconocimiento de la posibilidad de diferenciar la circunstancia de que el monarca absoluto haya podido ejercer una prerrogativa de gracia en tanto portador del (supremo) poder subjetivo en la organización, por un lado, de la idea de que sólo existiendo un monarca sería concebible una prerrogativa de gracia como componente del poder

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objetivo de la organización – esto es, de la “soberanía del Estado” –, por otro (vé. Heller, 1995, 159 ss.). Y que lo segundo no se sigue de lo primero es más fácil de advertir una vez que se dispone de la ulterior distinción entre el titular del poder subjetivo en la organización y el titular del poder subjetivo sobre la organización. En una democracia, el gobierno no es soberano, sino un órgano ejecutor de la voluntad popular, y es en ésta donde tiene que residir, últimamente, la prerrogativa de gracia. Que no hay una adscripción necesaria de las prerrogativas de gracia al poder ejecutivo, por lo demás, resulta suficientemente reconocible en el carácter no problemático de la potestad legislativa de otorgamiento de nacionalidad por gracia, tal como lo prevé, en el caso chileno, el art.  N°  de la Constitución. Por eso, no hay razón alguna para pensar que una prerrogativa de gracia, que es propia del pueblo soberano, tuviera que ser ejercida, siempre y necesariamente, a través de un mismo órgano (vé. Binding, 1991, 863 s.)47. Que esto es evidente, lo muestra el hecho de que la potestad para el otorgamiento de indultos, de conformidad con el régimen de distribución de competencias diseñado por la Constitución chilena, corresponda al poder ejecutivo o al poder legislativo, según se trate de un indulto particular o de un indulto general, respectivamente. Es pertinente dar cuenta, empero, de que la plausibilidad de una reconfiguración no monárquica de una (genuina) prerrogativa de gracia ha sido puesta radicalmente en duda. Una buena muestra se halla en Wilhelm Grewe, quien ofreciera una crítica contundente a la tradición liberal orientada a hacer colapsar la noción de gracia en las categorías de merecimiento y justicia (vé. Grewe, 1936, 28 ss.). En su monografía, publicada el año , se encuentra desarrollado un argumento en contra de esa evolución “moralizante” de la noción de gracia, que en último término se explicaría por el hecho de que la concepción de la gracia como emanación de una potestad de dispensación correspondiente a la posición del soberano estaría destinada al olvido “en el sistema del Estado legal burgués”. Pero Grewe agregaba – en el contexto de la Alemania de  – que la superación del régimen de un Estado legal a través de la instauración de un Estado de conducción o “liderazgo” (Führungsstaat), dotado de una Vé. t. Köhler,1990, 73 s.

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Grewe contrapone esta concepción de la gracia a su comprensión como renuncia a un derecho punitivo estatal, tal como ésta se encuentra desarrollada por Binding, rechazando esta última en atención a una falta de plausibilidad de su presupuesto, a saber, la comprensión de la relación punitiva como una relación jurídica entre el Estado y el condenado. Así Grewe, 1936, 38 s., quien se remitía aquí, explícitamente, a la crítica de Schaffstein al inadmisible traslado de categorías de derecho privado al ámbito del derecho público en que incurriría una concepción como la de Binding. Dejando de lado el supuesto compromiso con la tradición del Estado liberal burgués, denunciado por Schaffstein bajo una optimista recepción de la ideología nazi – que ciertamente tendría que considerar sospechosa la idea de una vinculación entre Estado y ciudadano, que es lo que la noción de derecho subjetivo supone –, que el recurso dogmático a la categoría del derecho subjetivo traería consigo, cabe advertir el non sequitur de la objeción. Pues partir hablando de un traslado de la categoría del derecho subjetivo desde la dogmática del derecho privado a la dogmática del derecho público es incurrir en una petición de principio, al menos si se toma en serio la tesis (crítica) de Villey en cuanto a que, tras el giro copernicano representado por la obra de Guillermo de Occam, la noción de derecho subjetivo, entendida como la especificación de un poder con contenido determinado, es la noción fundamental de toda comprensión moderna del derecho. Vé. Villey, 1976, 158 ss., 169 ss. Acerca de la necesidad metodológica de la reintroducción de la noción de derecho subjetivo en la dogmática jurídico-penal vé. (el prólogo de) Binding, 1991, viii s.

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estructura de dominación personalista, auguraba una recuperación de esa concepción de la gracia como dispensación (Ibíd., 38, 136). La consideración esgrimida por Grewe para sostener la incompatibilidad de una potestad de gracia con un modelo de Estado (legal) de derecho se halla en la premisa de que, bajo una concepción de la gracia como dispensación (Ibíd., 120 ss.), ésta no se dejaría conciliar con un régimen de separación de poderes, esto es, con la tripartición ilustrada de legislación, administración y jurisdicción como actividades estatales funcional e institucionalmente diferenciadas. Esta constatación es correcta, porque el ejercicio de una prerrogativa de gracia supone un desafío (marginal) a ese esquema de separación – piénsese por ejemplo en la facultad presidencial de indultar, cuyo ejercicio puede, bajo determinadas condiciones, hacer decaer (algunos de) los efectos de una sentencia judicial firme. Pero de ello no se sigue que entonces la prerrogativa de gracia no pueda contextualizarse en el régimen de un Estado de derecho (vé. Köhler,1990, 73). Aun validando – por mor del argumento – la concepción de la gracia como dispensación 48, y aceptando que el concepto de dispensación sólo se deja justificar sistemáticamente si se parte

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En referencia directa a la teoría de la justicia de Rawls vé. Scheffler, 2000, 965 ss. Vé. t. Zaibert, 2006, 155 ss. El caso probablemente más sugerente sea el de Jeffrie Murphy, defensor particularmente reputado de una teoría retribucionista de la pena que tras un giro neoliberal asume que esa teoría ya no resultaría defendible. Sobre esto vé. Mañalich, 2007, 197 ss.

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de la hipótesis fundamental de que existe “un señor sobre la ley” capaz de suspender la aplicación de ésta – aunque sin derogarla – respecto de uno o más casos particulares (vé. Grewe, 1936, 124 s.), ello no significa que esa posición de señorío sólo pueda corresponder al monarca absoluto, o bien a un Führer. Y esto último es algo que el propio Grewe tendría que haber estado dispuesto a conceder, al observar que la auténtica gracia sólo puede provenir de una autoridad legítima: “La gracia que es pronunciada por un tirano alcanza a doblegar al afectado más que la pena más severa” (Ibíd., 115). La persistencia de la representación de una supuesta incompatibilidad entre una prerrogativa soberana de gracia y la tradición del Estado de derecho es enteramente congruente con el hecho, estrictamente simétrico, de que, de acuerdo con cierta tradición liberal, la justificación retribucionista de la pena estatal tienda a ser tenida por una empresa que ha de ser descartada, ya sea por exigencias de secularización supuestamente incompatibles con ese modo de justificación, ya sea en virtud de la supuesta prioridad de la justicia distributiva frente a la justicia retributiva 49. Ello encuentra su máxima expresión en la sugerencia, hecha valer por Marxen, que la desaparición de la idea de una “pura retribución carente de fines” explicaría que de la amnistía deba desaparecer también “el componente irracional de la gracia” (Marxen, 1984, 13). El problema fundamental es el mismo en ambos frentes: la hipótesis liberal de la heteronomía del ejercicio del poder político, ya sea en la fundamentación, ya sea en la renuncia a la pretensión punitiva. Por eso, la defensa post-metafísica de una teoría de la retribución tiene que estar asociada a una teoría democrática de la legislación, que haga posible entender que el reproche categórico que se expresa a través de la punición es un reproche últimamente fundado en la autonomía de quienes practican el auto-gobierno.Y lo mismo ha de valer entonces, mutatis mutandis, para el ejercicio de una prerrogativa de gracia, capaz de condicionar negativamente la realización de la justicia retributiva respecto de uno o más casos particulares – lo cual, por lo demás,

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Lo que explica el interés por diferenciar la amnistía del indulto es que bajo la Constitución española rige una prohibición del otorgamiento de indultos generales, en circunstancias que no hay regulación alguna referida a la amnistía. Luego, si “amnistía” no

LA AM NISTÍA COMO GRACIA

La amnistía es una institución sustancialmente distinta del indulto, de tal modo que es posible mantener, en la actualidad, que no constituye el ejercicio de la prerrogativa de gracia que deriva del poder del gobierno, sino una forma de legislación penal que se caracteriza por excluir la pena con efecto retro activo (Pérez del Valle, 2001, 194).

2.4

Según ya se sugiriera, Binding entiende que aun cuando asuma la forma de una ley de amnistía, el acto de gracia sigue estando en una oposición fundamental al concepto de ley. Demostrar que Binding no está incurriendo en una contradicción resulta, por lo mismo, imperativo. Esto, porque es precisamente el hecho de que la amnistía asuma la forma de ley lo que lleva a algunos a sostener que la amnistía se encontraría purgada del “elemento irracional de la gracia” (Marxen, 1984, 13). Un buen ejemplo de esto lo provee la siguiente observación de Pérez del Valle, quien argumenta en atención al problema de la admisibilidad de la amnistía bajo la Constitución española:

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4.3. LA AMNISTÍA COMO ACTO DE GRACIA

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ha llegado a ser reconocido por partidarios de la crítica liberal a la subsistencia de esa prerrogativa (vé. Markel, 2004, 1456 ss.). La explicación del rechazo de la legitimidad de la prerrogativa de gracia asociado al pensamiento liberal puede encontrarse en el hecho de que ella suela entenderse, según ya se indicara, como un resabio de la posición del monarca absoluto, que carecería de toda justificación bajo un paradigma (post-)ilustrado. Pero no hay razón alguna para pensar que, en el marco de un paradigma democrático de justificación del poder político, no pueda haber espacio para reconocer al soberano, esto es, al pueblo que actúa a través de sus órganos representativos, una prerrogativa de gracia similar. Esto, en la medida en que lo distintivo de un paradigma democrático no es – como quisiera entenderlo aquello que Böckenförde llama la tradición del “Estado constitucional material” – una disolución de la pregunta por el soberano, sino más bien su reconducción al pueblo y sus estructuras de representación inmediata (Böckenförde, 1999, 133 ss.).

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fuese sino un nombre distinto para un indulto general, entendido éste como ejercicio de una prerrogativa de gracia, la admisibilidad de la amnistía resultaría necesariamente excluida por disposición constitucional. La estrategia de Pérez del Valle, para sostener la admisibilidad de la amnistía bajo la Constitución española, consiste en enfatizar el carácter legal de la amnistía, esto es, el hecho de que la amnistía adopta la forma de ley, lo cual impediría entender su otorgamiento como manifestación de una prerrogativa de gracia que sería, más bien, propia del poder ejecutivo 50. En atención al derecho chileno, es obvio que la traslación de esta consideración resultaría estéril, dado que la Constitución reconoce simultáneamente la amnistía y el indulto general como materias de reserva de ley (art.  N° ) – y con origen exclusivo en el Senado (art.  inc. º) –, mientras que sólo la facultad de otorgar indultos particulares constituye una atribución privativa del (o de la) Presidente de la República (art.  N° ). Pero más allá de esto, el argumento de Pérez del Valle encierra un salto falaz, y es su diagnóstico lo que aquí interesa. El argumento para sostener que una amnistía, por el solo hecho de revestir forma de ley, no podría entenderse como acto de gracia, tendría que descansar en el hecho mismo de que la amnistía sea una instancia de ley. Justamente esto es lo que esgrime Klaus Günther para descartar la concepción de la amnistía como un acto de gracia:

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Una amnistía no es una regulación para un caso singular, sino que presupone una ley general, para la cual un legislador tiene que haberse desempeñado activamente. Adicionalmente, ella no sólo se extiende a la cancelación de penas ya impuestas, sino también a procesos en cursos y a hechos que aún no han dado lugar a un proceso. Por medio de estos dos elementos se distingue la amnistía de la gracia: ésta es una decisión del ejecutivo para un caso singular, y presupone una decisión con fuerza de cosa juzgada (Günther, 1997, 49).

Para una crítica radical de la admisibilidad de la amnistía bajo su reconducción al ejercicio de un derecho de gracia, vé. sin embargo Sánchez-Vera, 2008, 4 ss.

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Aquí la cuestión aparece circunscrita a la dicotomía entre una decisión legislativa general para un universo de casos, de una parte, y una decisión gubernativa excepcional para un caso

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Para una defensa de un concepto puramente formal, sobre la base de una revisión crítica de un concepto material de ley, vé. sin embargo Carré de Malberg, 1998, 272 ss. Postular tal concepto de ley, propio de la tradición del Estado de derecho, no implica, sin embargo, desconocer que también cabe postular un concepto político de ley, que precisamente no enfatice las propiedades de la ley como paradigma de formulación de una norma general, sino el hecho de que la ley se entiende como declaración de voluntad soberana, que bajo un paradigma democrático es siempre voluntad del pueblo. Así Schmitt, 1957, 146 s.

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particular, ya adjudicado, de otra. Lo importante es la hipótesis de que por el solo hecho de revestir la forma de ley, la amnistía resultaría excluida del ámbito de una prerrogativa de gracia. Es justamente en este punto donde, en contra de la hipótesis de Günther, puede validarse la observación de Binding de que la amnistía, asumiendo la forma de ley, sigue siendo una instancia de acto de gracia. La razón es que el sentido en que una amnistía es ley no es el mismo sentido en que lo son, por ejemplo, las normas que definen las condiciones generales – positivas y negativas – de la responsabilidad jurídico-penal. Una amnistía conserva la sola forma, mas no la sustancia de la ley. Lo anterior supone, desde luego, rechazar la premisa de un concepto puramente formal de ley (vé. Schmitt, 1957, 138 ss.) 51. En la tradición del Estado de derecho, la noción de sujeción a la ley encierra la idea de la vinculación a una norma general, universalmente válida – en el sentido de reclamar validez para un universo de casos –, la ausencia de lo cual es lo distintivo del decreto, característico por exhibir validez local y particular, así como por la pertinencia de su revisión más o menos periódica52. A este respecto, cabe remitirse aquí a la plausibilidad de un concepto discursivo de legislación, de conformidad con el cual la forma “ley”, asociada a la lógica del procedimiento parlamentario de una democracia representativa, simboliza un modo distintivo de producción de normas generales en el marco de una institucionalización de discursos de fundamentación (Habermas, 1992, 232 ss.). Bajo tal concepción de la legislación, lo que ésta tendría que asegurar, institucionalmente, es que las normas producidas legislativamente sean normas que descansan en razones universalizables, lo cual tendría que excluir, entonces, la posibilidad (conceptual) de una ley que descanse en la motivación auto-interesada de quienes intervienen, como representantes del pueblo soberano, en el proceso legislativo.

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Una “ley” de amnistía no se deja reconducir fácilmente a una tal concepción funcional (y no nominal) de la legislación. Esto tendría que resultar suficientemente obvio si se repara en la muy adecuada definición ofrecida por Pérez del Valle en el pasaje ya citado, según la cual la amnistía sería “una forma de legislación penal que se caracteriza por excluir la pena con efecto retroactivo”. Que toda ley de amnistía, ex definitione, haya de operar con efecto retroactivo vuelve claro que ella no se ajusta al paradigma de forma de producción del derecho asociado a la noción de ley que es propia de la tradición del Estado de derecho. Ésta es precisamente una manera de leer a Fuller cuando observa que una regulación general cuyas provisiones hubieran de regir retroactivamente lesionaría la moralidad inmanente del derecho (vé. Fuller, 1964, 51 ss., 53). El carácter excepcional de toda amnistía, independientemente de cuántos sean los casos cuyos hechos queden comprendidos dentro de su ámbito de validez material y temporal, resulta asegurado por la circunstancia de que ella es siempre “legislación” retroactiva con efecto penalmente liberatorio. Y en un sentido relevante, esta “imagen en negativo de los mecanismos legales convencionales” se caracteriza, entonces, por un déficit de aquella normatividad que es propia del derecho (Veitch, 2001, 36 s.). Toda amnistía produce una cancelación extraordinaria del régimen jurídico correspondiente a los hechos amnistiados. Que pueda recurrirse a la forma de ley para efectuar esta alteración del régimen jurídico aplicable no modifica el significado de ese acto como un acto de gracia. Una amnistía no es más que una renuncia a la punición, a modo de un acto de gracia, que vale para una pluralidad de casos y que asume la (sola) forma institucional de ley (vé. Grewe, 1936, 12.) 53.

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5. DOS FORMAS DE AMNISTÍA 5.1. ABOLICIÓN VERSUS GRACIA EN SENTIDO ESTRICTO

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El punto de partida de Binding queda, de este modo, asegurado, también en cuanto a la noción de amnistía como acto de gracia con (exclusiva) forma de ley. Esto significa que es posible identificar una naturaleza común a todas las variantes de acto de gracia jurídico-penalmente relevante, independientemente de cuál sea su respectiva forma jurídica: todo acto de gracia es renuncia Vé. t. Köhler,1990, 61.

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Vé. t. Merkel, 2004, 258 s.

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estatal al ejercicio de un derecho punitivo lato sensu (Binding, 1991, 863; 1913, 312 s.). Ahora bien, la identificación del derecho específico a cuyo ejercicio se renuncia a través del acto de gracia correspondiente hace posible diferenciar dos formas básicas, a saber: la abolición, de una parte, y la gracia en sentido estricto, de otra, que respectivamente representan una renuncia al derecho a ejercer la acción penal, y una renuncia al derecho (judicialmente establecido) a ejecutar la pena ya impuesta (Binding, 1991, 861, 869 ss., 873 ss.) 54. Binding explicita que la amnistía no representa, desde este punto de vista, una tercera forma de acto de gracia, resultando ser, en la misma medida, una categoría “científicamente carente de valor” (Binding, 1991, 861, nota 8). Luego, lo distintivo de la amnistía sólo puede encontrarse en el hecho de que ella asume la forma jurídica de una ley especial retroactiva, ya sea para un otorgamiento de gracia como renuncia al derecho estatal a ejercer la acción penal, ya sea para un otorgamiento de gracia como renuncia al derecho estatal a ejecutar una pena ya impuesta. Esto vuelve necesario un análisis de la relación funcional que cabe reconocer entre el derecho (sustantivo) a la ejecución de la pena y el derecho (procesal) al ejercicio de la acción penal (Ibíd., 192 ss.). La función del acto jurisdiccional al cual conduce el ejercicio de la acción penal es determinar la satisfacción de las condiciones de las cuales depende el surgimiento del correspondiente derecho punitivo estatal – que representa el derecho coercitivo accesorio que refuerza el derecho estatal principal cuya posición correlativa es el deber del destinatario de la norma, cuya infracción culpable conlleva una sustitución de ese deber por el deber de tolerar la irrogación de un mal a modo de prestación retributiva (vé. supra, II, 6.2.). Es esta conexión funcional entre el derecho sustantivo a la ejecución de la pena y el derecho procesal al ejercicio de la acción penal lo que explica, según Binding, que sea tan frecuente la confusión del uno con el otro (Binding, 1991, 192 s.). Mas hay razones poderosas que hablan a favor de su clara demarcación, a saber: la diferencia (necesaria) entre ambos en cuanto al contenido, la diferencia (contingente) en cuanto al titular – puesto que habiendo acción penal privada el titular del derecho procesal a la acción penal no es idéntico al titular del derecho sustantivo a la ejecución de la pena, que es el Estado, y la diferencia (parcial) en cuanto a sus respectivas causas de surgimiento y extinción.

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Binding observa que si bien el derecho a la acción penal, tal como el proceso penal en su conjunto, sirve a la realización de un derecho punitivo (stricto sensu) del Estado, ello no implica que el primero tenga al segundo como presupuesto. En otros términos, que el derecho a la acción penal sea conceptualmente secundario respecto del derecho a la ejecución de la pena no implica que aquél sea accesorio a éste. Pues el derecho a la acción penal no es, por definición, ejercido en contra del culpable del hecho delictivo, sino en contra de alguien que recién es sospechoso y por lo mismo sólo eventualmente culpable, y bajo el principio de presunción de inocencia, no susceptible de ser tenido por tal sino en virtud de sentencia definitiva: “Afirmación de la culpabilidad y acreditación de esta afirmación, y no la culpabilidad efectiva, es presupuesto procesal” (Binding, 1991, 193). Esta relación funcional entre ambos derechos se hace manifiesta en atención a su diferente operatividad jurídica. Quien ejerce la acción penal persigue un doble reconocimiento de parte del tribunal respectivo: el reconocimiento del propio derecho a la acción penal, así como el reconocimiento del correspondiente derecho punitivo sustantivo. A esta doble pretensión corresponden dos juicios distintos, que se verifican en momentos procesales diferentes: el juicio que afirma o niega, exclusivamente, el derecho a la acción penal, sin pronunciarse sobre el derecho penal punitivo sustantivo, y el juicio que afirma o niega este último, cuyo pronunciamiento en todo caso tiene como presupuesto un juicio afirmativo previo acerca del derecho a la acción penal 55. Y que del reconocimiento judicial del derecho a la acción penal dependa la posibilidad de realización del derecho sustantivo a la imposición y ejecución de la pena, muestra que éste se encuentra en relación de dependencia institucional respecto de aquél:

Por esto, lo que la excepción de cosa juzgada siempre destruye, en virtud de su consumición, es el derecho procesal a la acción penal, y nunca el derecho sustantivo a la ejecución de la pena (Binding, 1991, 194).

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Puesto que la acción penal es el presupuesto necesario para la realización de los derechos punitivos hasta su ejecución, así también tiene que significar la extinción definitiva del derecho a la acción penal la extinción de los derechos punitivos [correspondientes] (Binding, 1991, 195).

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Al respecto Duff, 1986, 110 ss. Que ésta es una definición determinante para una teoría de la justicia del proceso penal, impactando directamente la pregunta por la así llamada “verdad procesal”, lo ha advertido Hörnle, 2004, passim, quien concluye validando la tesis rawlsiana de la justicia procedimental imperfecta del proceso penal, descartando, por lo mismo, la plausibilidad del recurso a definiciones pragmatistas de “verdad” (Ibíd., 184 s.). Hörnle asume que la solución consistiría en la combinación de una definición de verdad como correspondencia y un conjunto de criterios de verdad como coherencia, que constituirían el paradigma tradicional de operación del proceso penal. Fundamental para este problema Toepel, 2002, 69 ss.

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Esto último explica que el juicio de absolución sólo pueda pretender tener significado declarativo, no constitutivo, en tanto el mismo se limite a reconocer la inexistencia del derecho punitivo sustantivo afirmado por quien ejerce la acción penal. Esta pretensión, sin embargo, no logra excluir la posibilidad de una absolución que sea, de hecho, sustantivamente injusta. Una absolución sustantivamente injusta – esto es, la absolución de quien de hecho es culpable – destruye un derecho punitivo, pero siendo el ejercicio de este derecho procedimentalmente dependiente de un desempeño exitoso del ejercicio de la acción penal, esa destrucción injusta del derecho punitivo sustantivo sólo se deja entender como un “efecto reflejo no deseado”. Esto equivale a decir que el proceso penal necesariamente representa un caso de justicia procedimental imperfecta, porque la justicia del resultado del proceso está determinada por un criterio sustantivo conceptualmente independiente del curso del proceso, a saber, la inocencia o culpabilidad del imputado – y por eso no se trata de un caso de justicia procedimental pura –, y porque la satisfacción de todas las condiciones y formalidades del procedimiento no asegura, de hecho, la imposibilidad de un resultado injusto – y por eso no se trata de un caso de justicia procedimental perfecta (vé. Rawls, 1971, 83 ss.)56. Por contrapartida, un juicio “condenatorio” también desempeña una función de reconocimiento, esto es, una función declarativa, pero precisamente la inversa. Lo que el juicio condenatorio reconoce – y, por lo mismo, no pretende constituir – es la existencia del derecho sustantivo del Estado a la ejecución de la pena. Mas como correlato de este reconocimiento del derecho punitivo sustantivo surge al mismo tiempo para su titular, el Estado, un deber punitivo – la constatación de lo cual, como el propio Binding lo enfatiza, es imprescindible para la “doctrina de la gracia” (Binding, 1991, 195, con nota 10). Esto significa que el juicio “condenatorio” lo es tanto para el sujeto declarado culpable del

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delito, cuyo deber de tolerar la imposición de la pena se hace de este modo ejecutable, como para el Estado, que queda ahora no sólo autorizado sino también obligado a ejecutar la pena sobre aquél. Puesto que aquí también persiste, sin embargo, la posibilidad de un juicio sustantivamente injusto a pesar de la observancia de todas las condiciones procedimentales exigidas, el juicio de condena pronunciado contra una persona que de hecho no es culpable será el único fundamento de su deber de tolerar la imposición de la pena de hecho (es decir: sustantivamente) no merecida (Ibíd., 196). Lo cual quiere decir que en caso de una condena sustantivamente injusta, también a modo de efecto reflejo no deseado, la decisión judicial sí opera, por excepción, constitutivamente (Binding, 1915, 281 ss., 286, 289 s.) 57. 5.2. DECLARACIÓN DE CULPABILIDAD

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COMO PRESUPUESTO DE LA GRACIA EN SENTIDO ESTRICTO

En tal medida, se trata aquí de una aplicación particularizada (y anticipada) del argumento kelseniano relativo a la así llamada “cláusula alternativa tácita”. Vé. Kelsen, 2002, 273 ss.

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Binding concluye sosteniendo la necesidad de enfatizar, en lo que aquí interesa, la diferencia entre abolición y gracia en sentido estricto: la primera como categoría no referida inmediatamente a la extinción de un derecho punitivo sustantivo, sino sólo a la extinción del derecho a la acción penal; la segunda como categoría referida inmediatamente a la extinción de un derecho punitivo sustantivo.Y según ya se indicara, esta diferencia resultaría imprescindible para la doctrina de la gracia. Pues con la adquisición de fuerza jurídica de un juicio penal condenatorio, cuyo pronunciamiento presupone un ejercicio exitoso del derecho procesal a la acción penal, surge para el Estado un deber punitivo. Luego, una amnistía constitutiva de lo que Binding llama gracia en sentido estricto se encuentra sometida a otra estructura de fundamentación que una amnistía constitutiva de abolición, cuyo efecto es inhibir el ejercicio de la acción penal, impidiendo así el surgimiento de un deber punitivo para el Estado, y no cancelando un deber ya fundamentado por medio de un juicio condenatorio portador de fuerza jurídica. Lo anterior descansa en la asimetría que, según Binding, habría que reconocer entre el surgimiento del derecho estatal a sancionar penalmente, cuya única fuente es el delito, y el deber estatal de sancionar penalmente, el cual resulta condicionado, además, por la necesidad de reafirmación de la autoridad de la

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Al respecto supra, II, 7.3. Para una formulación diferente de esta asimetría entre la permisibilidad y la obligatoriedad de la punición para el Estado, en relación con el estatus de la prerrogativa de gracia en el derecho de los EE.UU., vé. Morison, 2005, 77 ss. De ahí la contradicción en los términos que supone caracterizar la amnistía como “excusa legal absolutoria”. Vé. infra, IV, 1.

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norma quebrantada 58. Un acto de gracia que opera en la forma de una abolición consiste, entonces, en la renuncia al ejercicio del derecho procesal a la acción penal, que sólo reflejamente conlleva una disposición sobre el derecho punitivo sustantivo que surge con la comisión del delito. Un acto de gracia en sentido estricto, en cambio, consiste en la renuncia al ejercicio del derecho punitivo sustantivo, judicialmente reconocido, a ejecutar la pena, que coincide entonces con una cancelación del deber punitivo paralelo. Esto implica, a su vez, que el reconocimiento de una prerrogativa de gracia en sentido estricto supone sujetar el deber punitivo correspondiente a una condición resolutoria (Binding, 1913, 312). La proposición anterior es importante, porque sugiere que la diferencia jurídicamente esencial entre una amnistía como abolición (o “amnistía propia”) y una amnistía como gracia en sentido estricto (o “amnistía impropia”) no puede encontrarse en el mero hecho de que en el segundo caso la amnistía conlleve no sólo la renuncia a un derecho sino también la cancelación de un deber. La diferencia crucial, antes bien, tiene que encontrarse en el sentido pragmático de una y otra forma de renuncia. Pues cuando el Estado renuncia, mediante un acto de gracia stricto sensu, a la ejecución de una pena ya impuesta judicialmente, lo que hace es renunciar directa y no refleja o indirectamente – como en el caso de una abolición – a la reafirmación de la autoridad del derecho. Y es justamente en este punto donde emerge la consideración que es importante para el argumento aquí desarrollado. A diferencia de una abolición, que impide la satisfacción del presupuesto procesal de un juzgamiento acerca de la existencia o inexistencia del derecho punitivo cuya afirmación depende del ejercicio exitoso de la respectiva acción penal, un acto de gracia en sentido estricto, también cuando pueda asumir la forma de una amnistía (“impropia”), representa exactamente lo contrario a un juicio de absolución 59, dado que el acto de gracia presupone, efectivamente, un juicio condenatorio: “el agraciado es criminal acreditado” (Binding, 1991, 875).

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5.3. AMNISTÍA PROPIA E IMPROPIA BAJO EL DERECHO CHILENO

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Novoa, 2005, T. II, 397; Cury, 2005, 791; Ortúzar, 1991, 127 ss.; en contra, acertadamente, Etcheberry, 1998, T. II, 250; Garrido, 2005, T. I, 378. Tal proposición suele hacerse descansar en los antecedentes de la historia fidedigna del establecimiento del art. 93 Nº 3 del Código Penal, lo cual prescinde manifiestamente, empero, de que la disposición legal en cuestión de hecho no reproduce esa imagen de la amnistía.

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Lo anterior hace posible reconstruir la concepción de la amnistía y el indulto que se expresa en el derecho chileno. El art.  del Código Penal reconoce tanto la amnistía cuanto el indulto como causas de extinción de la responsabilidad penal. Esto quiere decir, por de pronto, que se trata de razones que obstan, en definitiva, a la efectiva ejecución de una pena, pero que no modifican la circunstancia de que a sus beneficiarios resulta imputable un hecho plenamente delictivo, que ha originado, por lo mismo, una responsabilidad jurídico-penal que sólo se ve extinguida en virtud de la amnistía o el indulto respectivo. Así se vuelve manifiesto, desde ya, el error que supone asumir que, en virtud de los principios de unidad del título de imputación y de accesoriedad de la participación, quedando amnistiado uno de los varios intervinientes en un hecho delictivo, la extinción ex tunc de la acción penal tendría que operar igualmente respecto de todos ellos (Fontecilla, 1953, 25 s.). La confusión descansa, en último término, en la imprecisa caracterización de la amnistía como mecanismo que “borra el delito”, que se encuentra sumamente generalizada en la doctrina penal chilena (Ibíd., 7, 15) 60. La clarificación del punto pasa por esclarecer la posición específica que corresponde al indulto y a la amnistía con arreglo al derecho chileno. A este respecto, resulta imprescindible diferenciar tres cuestiones que suelen aparecer superpuestas: primero, la pregunta por el órgano competente para su respectivo otorgamiento; segundo, la pregunta relativa a sus respectivos efectos sustantivos; y tercero, la pregunta acerca del momento en que procede su otorgamiento, a partir del cual puedan operar sus efectos específicos. La primera cuestión, en el contexto del derecho chileno vigente, es objeto de una determinación propia del diseño de distribución de competencias trazado en la Constitución. El otorgamiento de amnistías es materia de reserva de ley (art.  N° ), mientras que la potestad de otorgar indultos se encuentra distribuida dualmente: el otorgamiento de indultos particulares es facultad exclusiva del Presidente de la República

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Vé. Etcheberry, 1998, T. II, 251 s.; Cury, 2005, 793 s. La única anomalía está representada, a este respecto, por la regla del art. 433, circ. 6ª, del Código de Procedimiento Penal, que menciona como posibles excepciones de previo y especial pronunciamiento la amnistía o el indulto, lo cual por definición tendría que obstar, de ser exitosa la invocación de la excepción, al pronunciamiento de una condena. Es importante constatar aquí, en todo caso, que la regulación correspondiente del Código Procesal Penal no presenta problema alguno: el art. 264 e) reconoce, sin ulterior distinción, la “extinción de la responsabilidad penal” como eventual excepción de previo y especial pronunciamiento. En virtud de lo ya señalado, lo razonable es entender que el indulto no podrá venir en consideración en tal carácter.

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(art.  N° ); el otorgamiento de indultos generales, en cambio, también es materia de reserva de ley (art.  N° ). En cuanto a lo segundo, la diferenciación concierne el alcance y la intensidad de los efectos del otorgamiento de una amnistía y de un indulto. Con arreglo al art.  del Código Penal, la amnistía “extingue por completo la pena y todos sus efectos”, mientras que el indulto “sólo remite o conmuta la pena; pero no quita al favorecido el carácter de condenado”. Por ende, la diferencia esencial se refiere a la supresión (en el caso de una amnistía) o la conservación (en el caso de un indulto) del registro del hecho delictivo, que originara la respectiva responsabilidad así extinguida, en la “conciencia activa” del ordenamiento jurídico. Esta diferenciación en cuanto a los efectos sustantivos, expresada legalmente, sólo alcanza a tener impacto en la tercera pregunta, relativa a la oportunidad de su otorgamiento, tratándose del indulto. Esto, porque la conservación de la calidad de condenado de la persona indultada presupone que ésta ya ha sido condenada, esto es, que a su respecto ha sido pronunciada la correspondiente sentencia condenatoria. Ahora bien, del hecho de que sólo el art.  N° , relativo a los indultos particulares otorgados por el Presidente de la República, declare improcedente el indulto “en tanto no se haya dictado sentencia ejecutoriada en el respectivo proceso” no se sigue que, en el marco del derecho chileno, proceda el otorgamiento de indultos generales antes del pronunciamiento de las respectivas sentencias condenatorias 61. Dado que la Constitución reconoce la distinción entre amnistía e indulto, tal como ésta se encuentra explícitamente trazada en el art.  del Código Penal, lo razonable - en pos de evitar el colapso de la noción misma de indulto - es entender que el indulto general es procedente tras el pronunciamiento de las sentencias respectivas, sin que cada una de éstas haya debido adquirir el estado de ejecutoriada 62.

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Etcheberry, 1998, T. II, 248 ss.; Guzmán Dalbora, 2002, 449 s. Vé. sin embargo Szczaranski, 2004, 288 ss., abogando por la tesis de que bajo el derecho chileno sólo cabría reconocer instancias de amnistía impropia. Vé. en contra Etcheberry, 1998, T. II, 249, quien sugiere que la regla del art. 93 “sólo parece ocuparse de la amnistía impropia”. No obstante, Etcheberry de todas maneras da cuenta de que la doctrina y la jurisprudencia reconocen ambas variantes de amnistía. Así ya Novoa, 2005, T. II, 394, nota 6; Cury, 2005, 791; Guzmán Dalbora, 2002, 450.

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El indulto siempre constituye, tal como su conceptualización tradicional parece estar reconocida constitucionalmente, una instancia de gracia en sentido estricto. Lo mismo no es el caso, empero, tratándose de la amnistía. Pues si bien, de acuerdo con el art. , la amnistía comparte con el indulto la característica de producir una extinción de la pena, con la peculiaridad de que aquí ello tiene lugar “por completo” y en “todos sus efectos”, en esa disposición legal no hay referencia alguna a la eventual condena previa de los beneficiarios de la amnistía. Por ende, la amnistía puede resultar procedente tanto con anterioridad como con posterioridad al pronunciamiento de la correspondiente sentencia condenatoria, lo cual se corresponde con la distinción tradicional entre amnistías “propias” e “impropias”, respectivamente 63. Pues que el art.  N°  hable de que la amnistía “extingue la pena” no significa que, en la representación del legislador, la amnistía sólo pueda extinguir una pena ya impuesta 64. En el marco del derecho chileno, la amnistía puede operar tanto al modo de una abolición como al modo de un acto de gracia en sentido estricto, sin que esto se vea modificado por el reconocimiento de la institución del indulto general, cuyo otorgamiento también constituye, según ya se apuntó, una materia de reserva de ley. Pues aun otorgándose con posterioridad al pronunciamiento de una sentencia condenatoria que afirme la responsabilidad penal de uno o más de sus beneficiarios, una ley de amnistía (impropia) podría producir efectos más intensos y de mayor alcance que un eventual indulto general, lo cual explica, por lo demás, por qué una amnistía, a diferencia de un indulto, puede resultar operativa incluso tras el efectivo cumplimiento de la condena correspondiente, a saber: en función de la supresión del registro de la condena, para el evento de una eventual reincidencia 65. La regulación procesal del derecho vigente, sin embargo, atribuye a la amnistía – por razones vinculadas más bien a consideracio-

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 

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nes de economía procesal – las consecuencias propias de una abolición, inhibiendo o bien la iniciación o bien la continuación del proceso penal; es decir, con anterioridad o posterioridad a la constitución de la relación jurídico-procesal correspondiente (vé. Binding, 1991, 870) . Y esto, con total independencia de cuál sea el momento procesal en que ello haya de ocurrir: la amnistía en todo caso produce el efecto de inhibir el eventual pronunciamiento de una sentencia condenatoria que pudiera fijar concluyentemente la responsabilidad penal del amnistiado. Pero puesto que la regulación de los efectos de la amnistía, bajo el derecho procesal chileno vigente, es de rango (“puramente”) legal, es obvio que una ley de amnistía podría sin más establecer un régimen procesal distinto.

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Así también Cury, 2005, 790, quien intenta categorizar de este modo la generalidad de las causas de extinción de la responsabilidad, en atención a que su fundamento tendería a encontrarse “en consideraciones prácticas de utilidad social, que aconsejan prescindir de la imposición de la pena” (Ibíd., 784), que sería lo distintivo de toda (genuina) excusa legal absolutoria. Independientemente de la sensatez de esta última observación, lo que Cury desconoce es que una causa de extinción de la responsabilidad penal necesariamente supone el previo surgimiento de esa responsabilidad. Y esto resulta difícilmente compatible con la noción de una excusa absolutoria.

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1.1 “ D E CRE TO - LE Y

El otorgamiento de una amnistía puede interpretarse como una renuncia estatal, directa o indirecta, a la materialización de una pretensión punitiva relativa a un determinado conjunto de hechos delictivos, que extingue la responsabilidad jurídico-penal de aquellas personas a quienes son imputables los hechos respectivos. Por ello resulta fundamental, desde ya, enfatizar el error categorial que encierra la conceptualización de la amnistía como una excusa legal absolutoria, tal como se lee, por ejemplo, en la monografía de Clara Szczaranski (vé. Szczaranski, 2004, 285 ss.)1. Pues aun si se mantiene que las condiciones de exclusión de la punibilidad

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Yo me hice la siguiente pregunta: ¿por qué nadie, en su momento, dijo nada? La respuesta era sencilla: porque tuvo miedo, porque tuvieron miedo. Yo no tuve miedo. Yo hubiera podido decir algo, pero yo nada vi, nada supe hasta que fue demasiado tarde. ¿Para qué remover lo que el tiempo piadosamente oculta? (Roberto Bolaño, Nocturno de Chile.)

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En contra de esta reducción de las formas de amnistía reconocidas en el ordenamiento jurídico chileno a la así amnistía impropia, vé. Guzmán Dalbora, 2002, 449 s., donde la tesis del reconocimiento de ambas formas de amnistía se entiende como “punto némine discrepante en la doctrina actual”. En rigor, la cuestión resulta irrelevante, en tanto la regulación de la amnistía se mantiene en el nivel legal. Pues aun suponiendo que la regulación legal de la amnistía se ajustara a la tesis de Szczaranski – lo cual no es el caso –, una ley de amnistía, tanto como lex specialis cuanto como lex posteriori, podría asumir sin más una forma discrepante.

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así agrupadas no modifican la constitución de un injusto culpable – sino que tendrían “un fundamento puramente utilitario de política criminal”– (Szczaranski, 2004, 287 s.), esta terminología en todo descansa en la noción de absolución, la ausencia de lo cual es exactamente lo que implica una causa de extinción de la responsabilidad. Y es justamente una absolución lo que la solución propuesta por Szczaranski tendría que excluir, por cuanto ella aboga por la conceptualización excluyente de toda forma de amnistía operativa bajo el derecho chileno como una “amnistía impropia”, que como tal necesariamente presupondría el pronunciamiento de una sentencia condenatoria respecto de cada sujeto beneficiado por la renuncia estatal a la correspondiente pretensión punitiva (Ibíd., 288 ss., 313 ss.)2. A través del DL , promulgado el  de abril de  y publicado al día siguiente, la junta militar otorgó una amnistía que beneficiaba tanto a las personas que “en calidad de autores, cómplices o encubridores hayan incurrido en hechos delictuosos durante la vigencia de la situación de Estado de Sitio, comprendida entre el  de septiembre de  y el  de marzo de , siempre que no se encuentren actualmente sometidas a proceso o condenadas” (art. º), como a aquellas “que a la fecha de vigencia del presente decreto-ley se encuentren condenadas por tribunales militares, con posterioridad al  de septiembre de ” (art. º). Ello pone de manifiesto que el régimen jamás llegó a esbozar una pretensión de legitimidad jurídica respecto de su programa de violencia. Pues en tanto causa de extinción de la responsabilidad penal, toda amnistía presupone que las personas amnistiadas tienen responsabilidad comprometida en los hechos a los cuales ella se encuentra referida. El desarrollo de lo que se ha dado en denominar “la solución jurídica al problema de los derechos humanos” en el Chile de la transición ha estado atravesado por variados intentos de revertir

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el efecto de inhibición de la persecución penal asociado a la vigencia del DL . Entre tales intentos figuran tanto argumentos encaminados a la elusión oblicua de ese efecto, por una parte, como argumentos encaminados a la impugnación frontal de la validez de esa amnistía, por otra. En lo que sigue, unos y otros serán analizados y evaluados en sus propios méritos.

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2. ESTRATEGIAS DE ELUSIÓN 2.1. LA DOCTRINA AYLWIN

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El argumento que se sigue se encuentra desarrollado ya en Mañalich, 2004, 21 ss. Szczaranski, 2004, 313 ss., 349 ss., sobre todo con referencias a la jurisprudencia de la década de 1990. Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (CNVR, I, 1, 92 s.), donde se atribuye el impedimento del esclarecimiento de los hechos constitutivos de violaciones a los derechos humanos del periodo 1973-1978 al desconocimiento judicial (anterior a la recepción jurisprudencial de la doctrina Aylwin) de esta supuesta precondición de la dictación del sobre seimiento definitivo por amnistía.

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Antes de proseguir la acción penal, cualquiera que sea la forma en que se hubiere iniciado el juicio, el juez examinará si los antece-

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La primera de las estrategias de elusión estuvo constituida por lo que llegó a conocerse como la “doctrina Aylwin” 3. Según ésta – llamada así por haber sido propuesta por el entonces Presidente de la República a través de una carta enviada a la Corte Suprema en marzo de  –, la aplicabilidad de la amnistía otorgada a través del DL  tendría que sujetarse, en todo caso, al agotamiento de la investigación orientada a la determinación precisa del hecho punible y de los sujetos eventualmente responsables, quienes recién entonces podrían verse favorecidos por esta causa de extinción de la responsabilidad penal, tal como la cataloga el art.  Nº  del Código Penal 4. En los términos del antiguo Código de Procedimiento Penal, esta tesis implica que la aplicación de la amnistía requeriría el agotamiento de la investigación en la etapa del sumario, pues recién entonces, de conformidad con el art.  Nº , resulta procedente un sobreseimiento definitivo en virtud de la satisfacción de una causa de extinción de la responsabilidad penal 5. El problema de la doctrina Aylwin es que ella resulta conflictiva frente a otra regla del mismo Código de Procedimiento Penal, a saber, la del art. :

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dentes o datos suministrados permiten establecer que se encuentra extinguida la responsabilidad del inculpado. En este caso pronunciará previamente sobre este punto un auto motivado, para negarse a dar curso al juicio.

Esta tesis se halla pormenorizadamente desarrollada por Ortúzar (1991, 131 ss.), quien asume como premisa, sin embargo, la noción de la amnistía como mecanismo que “borra el delito”.

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La defensa de la doctrina Aylwin supone postular una antinomia entre la regla del art.  y la del art.  N° , y defender su solución a favor de la segunda. Pero no es correcto afirmar la existencia de tal antinomia, dado que la aplicación de la regla del art.  no supone que el reconocimiento de la amnistía antes de darse inicio al proceso conlleve el pronunciamiento de un sobreseimiento definitivo. La regla prescribe, antes bien, que en tal caso el juez ha de pronunciar “un auto motivado, para negarse a dar curso al juicio”. Es razonable afirmar, por ello, que a cada una de las dos reglas corresponde un ámbito material de validez distinto: el art.  es aplicable a casos en que ya antes de iniciarse el sumario es claro para el juez que respecto del inculpado se satisface una determinada causa de extinción de responsabilidad penal, por ejemplo, una amnistía; el art.  N° , en cambio, a casos en que ello recién puede determinarse después de agotada la investigación – por ende, al cese del sumario 6. El hecho de que el art.  del Código de Procedimiento Penal se refiera al “inculpado”, y no al “autor” (vé. Szczaranski, 2004, 353 s.), no alcanza a desvirtuar la aplicabilidad de esa regla cuando ya al inicio del proceso hay antecedentes que posibiliten tener por configurada una extinción de la (eventual) responsabilidad penal de una persona en virtud de una amnistía. De lo contrario, semejante regla carecería de todo ámbito de aplicación posible, precisamente porque ella sujeta la negativa del tribunal a “dar curso al juicio” a la satisfacción de las condiciones de una causa de extinción de la responsabilidad, que es siempre una responsabilidad que sólo puede ser concluyentemente atribuida a quien ha intervenido en el hecho como autor o partícipe. De nada sirve apelar en este punto a la historia fidedigna del establecimiento del art.  N°  del Código Penal. Pues aun asumiendo que la gramática profunda de esta disposición se correspondiera con una concepción de la amnistía como amnistía impropia

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Además de que, ciertamente, cualquier ley de amnistía, en tanto “ley”, podría establecer un régimen procesal particular que prevalecería por especialidad. Así, en relación con el derecho penal español bajo la vigencia del código de 1944, Cuello Calón, 1960, 698.

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– esto es, como una cancelación de la ejecución de la pena que en todo caso presupondría su imposición judicial efectiva –, ello no modificaría el hecho de que las reglas procesales pertinentes, de rango igualmente legal, fijen condiciones diferentes para la operatividad de tal causa de extinción de la responsabilidad penal 7. No reconocer esta distancia entre las categorías procesales y las categorías sustantivas, con arreglo a las cuales se define el estatus jurídico de una persona en un determinado momento, implica desconocer el modo en que las primeras son funcionales a las segundas. El sentido de la regla del art.  del (“antiguo”) Código de Procedimiento Penal se deja explicar a la luz de la regulación correspondiente del (“nuevo”) Código Procesal Penal, cuyo art. , letra d), dispone que una extinción de responsabilidad cuenta como razón para el sobreseimiento definitivo al cierre de la etapa de investigación, y cuyo art. , letra e), prevé la oposición de una causa de extinción de la responsabilidad como excepción de previo y especial pronunciamiento, que en tanto tal, con arreglo a lo dispuesto en el inc. º del art. , admite ser resuelta en la audiencia de preparación del juicio oral, pudiendo el juez de garantía proceder de inmediato a dictar el sobreseimiento definitivo en tanto haya antecedentes suficientes que así lo justifiquen, o bien dejar su resolución pendiente para la audiencia del juicio oral. Pero el art.  del mismo código confiere al fiscal la “facultad para no iniciar la investigación” siempre que “los antecedentes y datos suministrados permitieren establecer que se encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado”, decisión que, además de ser fundada, debe ser aprobada por el juez de garantía. Esta regulación pone de manifiesto que las razones para una determinación anticipada acerca de la satisfacción de una causa de extinción de la responsabilidad penal, como lo es la amnistía, que excluya entonces un pronunciamiento definitivo sobre la inocencia o culpabilidad del imputado, están asociadas a criterios de economía procesal – y eventualmente, también de justicia procedimental – que no conciernen el fundamento material de

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En contra de lo sugerido por Guzmán Dalbora, 2002, 449, la regla del art. 279 bis del Código de Procedimiento Penal no obsta a esta consideración. Pues la posibilidad de que el juez de instrucción continúe con “las indagaciones del sumario hasta agotarlas”, a pesar de no someter a proceso al inculpado cuando se encontrara establecido a su respecto “alguno de los motivos que dan lugar al sobreseimiento definitivo previstos en los números 4º a 7º del artículo 408” (art. 279 bis inc. 1º del Código de Procedimiento Penal), presupone que el sumario en cuestión ya se halla en desarrollo, que es precisamente lo que la regla del art. 107 del mismo código está dirigida a impedir. Vé. Marxen, 1984, 8 s., 53 ss.; Günther, 1997, 48 ss. Latamente al respecto, supra III, 5.1.

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la extinción de responsabilidad en cuestión. Si ab initio es evidente que el proceso penal en cuestión necesariamente ha de terminar en una declaración de la extinción de la responsabilidad penal del sujeto eventualmente declarado culpable, la regulación prevé la prescindencia del desarrollo ulterior del proceso (vé. Horvitz/ López, 2002/04, I, 485 s.) 8. La doctrina Aylwin pretendía hacer posible que, aun no pudiendo culminar el proceso respectivo en una sentencia condenatoria (dada la consecuencia inexorable del sobreseimiento definitivo que la regulación procesal atribuye a la amnistía), se llevase a efecto, de todas formas, una investigación que pudiera producir una determinación judicial precisa de los hechos delictivos. El problema propiamente jurídico – esto es, de aplicación del derecho – que esta estrategia lleva consigo sólo concierne, por lo mismo, la determinación del momento procesal en que la amnistía se hace operativa como razón para la no-iniciación, o bien para la terminación (anticipada) del proceso penal respectivo. Lo cual no obsta a la plausibilidad de la distinción sustantiva entre una amnistía como abolición, de una parte, que opere impidiendo el inicio o la prosecución de la persecución penal de los hechos en cuestión, y una amnistía como instancia de gracia en sentido estricto, de otra, que sólo opere una vez establecida concluyentemente la responsabilidad del imputado y suprima la ejecución de la pena, además de otras consecuencias jurídicas asociadas, eventualmente, a su imposición 9. Esta última distinción categorial, congruente con la clasificación tradicional de las amnistías en propias e impropias, respectivamente (vé. Szczaranski, 2004, 288 ss.), no puede esgrimirse, empero, como razón para estimar inaplicables las reglas legales que establecen el modo en que una determinada amnistía se vuelve procesalmente operativa. Como toda distinción dogmática, la función de

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Esto podría darse en relación con la amnistía del DL 2191, por ejemplo, si hubiese base suficiente para sostener que la víctima de un secuestro con homicidio, por ejemplo, también pudo haber sido víctima de una violación en el transcurso de su privación de libertad, dado que el art. 3º del DL 2191 exceptúa, entre otros, el delito de violación como título de punibilidad respecto del cual el sujeto responsable pudiese resultar amnistiado. Novoa, 2005, T. II, 397: “Si la amnistía se dicta antes de que se inicie el proceso, no podría deducirse acción penal alguna”.

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esa distinción es servir de canon para la reconstrucción racional de la regulación, y no para imponer una determinada conclusión contra legem, a saber, por ejemplo, la conclusión de que “en Chile, la normativa vigente [sólo] establecería la procedencia de la amnistía impropia, esto es, aquella que exime de pena al condenado, sin extinguir la acción penal” (Ibíd., 292). Las reglas procesales que fijan el modo en que una amnistía se hace operativa en el transcurso del proceso penal, correctamente determinadas, vuelven inviable la tesis de aplicación del derecho que encierra la doctrina Aylwin, al menos si se la entiende como postulación de una regla general. Es indudable que puede haber casos en que al inicio del proceso respectivo todavía no sea posible establecer si la eventual responsabilidad penal del imputado se encuentra extinguida respecto de todos los cargos que pudieran concurrir a su respecto 10, así como también es enteramente posible que una amnistía sea otorgada una vez iniciado el proceso relativo a un hecho cuyos responsables queden comprendidos por ella. Pero es igualmente claro que también puede darse el caso en que al inicio del proceso sea suficientemente manifiesto que cualquier responsabilidad que pudiera atribuirse al imputado resultaría necesariamente extinguida por la amnistía en cuestión.Y en un caso tal, el art.  del Código de Procedimiento Penal exige al juez no dar curso al proceso 11. Lo anterior no obsta, ciertamente, a que pueda haber razones poderosas para preferir una configuración de los efectos de la amnistía que sujete la declaración de la extinción de la responsabilidad al establecimiento previo y público de la culpabilidad definitiva de los afectados. La doctrina Aylwin, sin embargo, no representa la solución adecuada para ello: primero, porque distorsiona el sentido de las reglas procesales relevantes que son efectivamente aplicables; y segundo, porque en ningún caso hace posible una declaración judicial de culpabilidad, ya que su único efecto es postergar el momento en que ha de ponerse término

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al proceso antes de una eventual sentencia definitiva. Pues bajo el art.  N°  del Código de Procedimiento Penal, el efecto procesal de una amnistía es, inexorablemente, el sobreseimiento definitivo respectivo. Pero, además, no hay que obviar el hecho de que la doctrina Aylwin conduce a la terminación del proceso respectivo por sobreseimiento definitivo, constitutivo de sentencia interlocutoria que produce efectos de cosa juzgada. Esto es determinante, porque significa que, a diferencia de lo que se sigue de la aplicación de la regla del art.  del Código de Procedimiento Penal, una eventual impugnación de los efectos sustantivos del DL  no podrá resultar operativa tratándose de casos en que la extinción de la responsabilidad penal por amnistía haya sido declarada una vez investigado el hecho delictivo y determinado los responsables, que es lo que esa doctrina exige. 2.2. EL “SECUESTRO PERMANENTE”

Vé. t. Bascuñán, 2005a, 372 ss. Así ya en la sentencia de 17 de noviembre de 2004 (rol 11821-03), recaída en uno de los casos referidos a la operación de la “Caravana de la Muerte”, como también en la sentencia de la Corte recaída en el caso conocido como “Londres 38”, de 10 de mayo de 2007 (rol 3452-06).

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La segunda estrategia para obviar el efectivo impeditivo de la persecución penal que tendría que seguirse del DL , tratándose de hechos correspondientes a los emblemáticos casos de detenidos desaparecidos, está constituida por la construcción jurisprudencial de lo que en los medios de comunicación ha sido conocido, equívocamente, como la doctrina del “secuestro permanente” (vé. Mañalich, 2004, 11 ss.)12. Se trata de una denominación equívoca, porque todo secuestro constituye, ex definitione – esto es, en virtud de su sola estructura típica – un delito permanente, por lo cual la sugerencia de la posibilidad de un secuestro que no fuese un delito permanente no es sino una contradicción en los términos. (Bajo toda redundancia se esconde una potencial auto-contradicción). “Secuestro permanente” es, en otras palabras, un pleonasmo. Clarificar qué significa atribuir al secuestro, correctamente, el carácter de delito permanente, resulta crucial para detectar la falacia argumentativa que encierra la construcción en cuestión, a la cual la Corte Suprema terminara recurriendo para validar el pronunciamiento de sentencias condenatorias por secuestro13.

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Acerca del problema procesal referido a la prueba del homicidio en caso de falta de hallazgo de un cadáver de conformidad con las reglas del Código de Procedimiento Penal, vé. Mañalich, 2004, 19 ss.; análogamente Szczaranski, 2004, 175 ss.

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El reconocimiento de la aplicabilidad de la regulación del secuestro como delito común de privación de libertad, no desplazada por la regulación del delito especial (impropio) de detención ilegal por funcionario público, tipificado en el art.  del Código Penal, constituye la determinación sustantiva más relevante de la jurisprudencia de la Corte Suprema en este ámbito. La Corte ha reconocido que el privilegio implicado en la punibilidad de un hecho a título de detención ilegal por funcionario público – que es enteramente simétrico al tratamiento privilegiado que el art.  del Código Penal establece tratándose de particulares que se exceden en el ejercicio de una facultad de detención pro magistratu – requiere la satisfacción de un criterio de conexión del comportamiento del autor con el sistema institucional de vulneración estatal legítima de la libertad personal. Si el comportamiento del autor no satisface este criterio de conexión, resulta aplicable sin más el tipo delictivo general de la privación de libertad, que bajo el art.  del Código Penal recibe la denominación de “secuestro”. La doctrina hecha suya por la Corte Suprema, cuya autoría doctrinal corresponde a Antonio Bascuñán (vé. Bascuñán, 2005b, 540 ss), se encuentra referida, tal como ya se indicara, a la estructura de delito permanente del secuestro – que es, en todo caso, compartida por los delitos privilegiados respectivos (arts.  y  CP). El argumento parte de la premisa de que lo distintivo de los delitos permanentes sería el hecho de que su consumación perduraría en el tiempo. Tratándose de una privación de libertad constitutiva de secuestro, la consumación del delito se extendería hasta el momento en que la víctima ve modificada su situación de privación de libertad, ya sea por su liberación o por su muerte. Puesto que en los procesos correspondientes estaría probado el punto inicial de la privación de libertad, pero no su cese – por ejemplo, porque no se ha hallado un cadáver que se pudiera corresponder con el cuerpo de la víctima –, habría que asumir que el secuestro sigue cometiéndose hasta el presente14. Y esto significaría, entonces, que durante todo el lapso en relación con el cual pudiera asumirse la perduración de la consumación del secuestro después del  de marzo de , fecha

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Así por ejemplo Yuseff, 2005, 90 ss., quien critica, sin embargo, la argumentación jurisprudencial conducente a tener por configurada la realización típica del secuestro más allá del punto de tiempo en que cesa “el estado de consumación”. La argumentación de Yuseff es tan problemática como la argumentación jurisprudencial aquí criticada, en tanto desconoce la necesidad conceptual de diferenciar el instante de la consumación del instante de la terminación del delito, que es precisamente el momento hasta el cual perdura la realización típica en unidad de acción. Esto no obsta, empero, a que la insistencia de Yuseff en cuanto a que la perduración de la privación de libertad ha de resultar (subjetivamente) imputable al agente, de modo que éste pueda ser hecho responsable de la realización típica en toda su extensión temporal, sea enteramente correcta. El punto es que esa perduración no se corresponde con un “periodo consumativo”, sino con la prolongación de una misma realización típica susceptible de ser interpretada como una sola acción (u omisión). Donde el concepto de “instante” puede ser definido, siguiendo a Whitehead (1920, 56 s.), como designación de un punto de referencia temporal que carece, a su vez, de toda extensión temporal.

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que fija el límite del ámbito de aplicabilidad temporal del DL , el hecho en cuestión ya no quedaría comprendido por la amnistía, de modo que nada se opondría al juzgamiento y a la eventual condena de los responsables por el hecho circunscrito al lapso respectivo. Es enteramente posible que una privación de libertad, constitutiva de secuestro en el sentido del art.  del Código Penal, cuyo principio de ejecución haya tenido lugar antes del  de marzo de , se haya seguido cometiendo hasta un punto de tiempo posterior a esa fecha, con lo cual tal hecho no resultaría amnistiado respecto de todo el lapso de comisión posterior a esa fecha. El problema es que ésta es una circunstancia enteramente contingente, que de ningún modo se sigue de la sola estructura típica del secuestro como delito permanente. Para entender por qué, hay que clarificar qué es lo que implica esta descripción general – y no referida a esta constelación específica de casos – de la estructura típica del secuestro. El argumento pretende descansar en la premisa de que, en los delitos permanentes, la consumación no se correspondería con un instante, sino con un “periodo consumativo”15. Pero esto desconoce la función del concepto de consumación (vé. Muñoz Sánchez, 1992, 141 ss.). Pues este concepto designa el momento en que queda realizada la totalidad de los elementos del tipo delictivo en cuestión. La consumación es, en otras palabras, el instante preciso en que el tipo delictivo se realiza completamente, de manera imputable16.Y esta

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Que son aquellos delitos cuya consumación configura un estado de cosas que puede perdurar en el tiempo y que como tal es desvalorado jurídicamente, pero que no representa una continuación de la ejecución del hecho típico; por ejemplo, el hurto. Como un “mero detalle técnico”, sin embargo, califica Hernández (2004, 25) esta última puntualización. Vé. t. Muñoz Sánchez, 1992, 143 s. Latamente acerca de los criterios de reconocimiento de una unidad de acción, Mañalich, 2005b, 1027 ss., 1105 ss.

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determinación conceptual es enteramente aplicable a la estructura de los delitos permanentes. En el secuestro, la consumación se produce en el preciso instante en que la víctima es privada de la posibilidad de desplazamiento espacial conforme a su voluntad (actual o potencial). La peculiaridad de los delitos permanentes no se encuentra, por ende, en una supuesta especificidad de su consumación, sino que en una característica que se hace explícita en su contraste con los así llamados delitos de ejecución instantánea, incluidos aquí los “delitos de estado”17. Un ejemplo paradigmático de delito de ejecución instantánea es el homicidio. Aquí, por definición, la realización típica no puede extenderse instante alguno más allá de la consumación, la cual se produce con la muerte de la víctima. Lo distintivo de un delito permanente, por contrapartida, es que a su respecto ha de postularse una disociación necesaria entre el instante de la consumación y el instante de la terminación del delito, por más breve que sea el intervalo (Hruschka, 1968, 202)18. Es crucial, sin embargo, advertir que esta contraposición estricta entre delitos de ejecución instantánea y delitos permanentes sólo se plantea en el nivel de las correspondientes estructuras típicas (Hruschka, 1968, 196 ss.)19. Por lo mismo, la distinción no es exhaustiva frente a toda instancia de hecho delictivo: no todo delito tiene o bien la estructura típica de un delito instantáneo o bien la de un delito permanente. El delito de lesiones es un ejemplo. Aquí, la consumación puede coincidir con la terminación del delito (como es necesariamente el caso en los delitos instantáneos), pero es igualmente posible que, tras la consumación, prosiga la realización típica en unidad de acción (como es necesariamente el caso en los delitos permanentes) – por ejemplo, si después de haber golpeado una vez a la víctima, causándole una lesión corporal, el autor prosigue haciéndolo de modo más o menos inmediato, en el sentido de una unidad “natural” de acción, en virtud de una “unidad de dolo”20.

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La propia Corte Suprema ha recurrido a esta expresión en su intento por refutar la objeción en cuestión. Vé. el considerando 51 de su sentencia de 10 de mayo de 2007 (rol 3452-06), recaída en el caso “Londres 38”. Recién con fecha 7 de enero de 2010, el Estado de Chile ratificó la convención, cuyo decreto promulgatorio fuese publicado el 24 de febrero del mismo año. Vé. sin embargo Mañalich, 2004, 15 ss., donde erróneamente se asume que la convención en cuestión había sido ya ratificada por Chile. Esto no modifica, en todo caso, la validez de la crítica ahí ofrecida, que subsiste habiéndose producido la ratificación.

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Ahora bien, y en el ámbito específico de los delitos permanentes, de la identificación del momento de la terminación dependen algunas cuestiones fundamentales tanto para la punibilidad (lato sensu) como para la penalidad del hecho, por ejemplo: hasta cuándo resulta imputable la realización de alguna circunstancia calificante del respectivo delito base; hasta cuándo es posible una coautoría (“sucesiva”) o una participación accesoria a título de complicidad; o a partir de cuándo corre el plazo de prescripción de la acción penal correspondiente. Lo fundamental, en todo caso, es que por la sola estructura típica de los delitos permanentes, entre el instante de la consumación y el instante (posterior) de la terminación ha de reconocerse una “unidad típica de acción”; o más propiamente: una unidad de realización (permanente) del tipo delictivo. Pero esta peculiaridad de los delitos permanentes, que de ningún modo es exclusiva del secuestro – sino que también se predica, por ejemplo, del delito de usurpación (arts.  y  CP) y del delito de manejo en estado de ebriedad –, no puede significar que respecto de la determinación judicial del momento de su terminación rijan reglas diferentes en cuanto a la “carga material de la prueba”21, que es a lo que en definitiva lleva la construcción jurisprudencial aquí criticada (vé. Hernández, 2004, 254 s.). Ésta ha pretendido apoyarse en una determinación del contenido de injusto del secuestro por medio de una referencia “ilustrativa” a la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas. Pero esta convención, aun prescindiendo del hecho de no haberse encontrado ratificada por el Estado de Chile a la fecha del pronunciamiento de las sentencias aquí consideradas,22 de ninguna manera hace posible la redefinición subrepticia de las consecuencias procesales de la estructura típica del secuestro que la jurisprudencia chilena ha pretendido extraer de ello. Pues un secuestro no puede tenerse por cometido, tampoco en el marco de un proceso seguido bajo el procedimiento propio de

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un sistema inquisitivo, más allá del último punto de tiempo respecto del cual haya antecedentes para afirmar la perduración de la situación de privación de libertad de la víctima condicionada por el comportamiento imputable al autor.

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2.3. EXCURSO: ¿DELITOS PERMANENTES “EN SENTIDO AMPLIO”?

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A propósito de esta última exigencia, puede ser oportuno clarificar un posible malentendido en cuanto a las implicaciones dogmáticas de la estructura típica del secuestro (y en general de la privación de libertad) como delito permanente, que ha sido objeto de un llamado de atención por parte de Bascuñán (Bascuñán, 2005a, 374, nota 24), relativo a un caso hipotético discutido por Jakobs (Jakobs, 1991, 6/82). El caso consiste en que alguien arroja a otro a un pozo, del cual le es imposible salir, ya sea por sí mismo o con ayuda ajena. Jakobs sostiene que en este caso la privación de libertad sólo constituiría un delito permanente “en sentido amplio” (Ibíd.), dado que el comportamiento delictivo del autor ya habría concluido, a pesar de seguir intensificándose el resultado (lesivo) por él condicionado. Por esto quedaría excluida, por una parte, la posibilidad de una intervención delictiva (a título de coautoría o de complicidad) en el hecho, a pesar de que éste no habrá alcanzado su terminación; pero seguirían siendo aplicables, por otra, aquellas reglas que sólo se encuentran referidas al último momento de la producción o intensificación del resultado: el plazo de prescripción de la correspondiente acción penal no empezaría a correr aún (Ibíd.). En sus consecuencias, el diagnóstico de Jakobs es enteramente correcto, pero ello no suprime el problema conceptual, que se origina en la contraposición de las categorías “comportamiento delictivo” y “resultado delictivo” (Jakobs, 1991, 6/82). El comportamiento delictivo es, trivialmente, el comportamiento que realiza el tipo delictivo. Ahora bien, dada la estructura de delito permanente (“en sentido estricto”) de la privación de libertad, la realización típica se extiende, necesariamente, hasta el momento en que cesa la situación de privación de libertad de la víctima cuyo condicionamiento es imputable al autor.Y el comportamiento del autor, como comportamiento que realiza el tipo delictivo en cuestión, tiene que describirse por referencia a la concreta situación de privación de libertad de la víctima así condicionada. La particularidad del caso ficticio propuesto por Jakobs radica en el hecho de que, con posterioridad al lanzamiento de la víctima al pozo, ésta no puede ser sacada de ahí, tampoco por el autor.

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De acuerdo con el régimen de numerus clausus que el Código Penal establece para la punibilidad de la imprudencia, el secuestro imprudente no es punible, con lo cual se hace irrelevante indagar en la eventual responsabilidad del propio sujeto, en virtud de la infracción (manifiesta) de una incumbencia de cuidado, por su incapacidad de rescatar (activamente) a la víctima. En contra, sin embargo, Hruschka (1968, 198), quien razona a partir de la “función preventiva del derecho penal”, para concluir sugiriendo que sólo la producción o falta de impedimento de menoscabos, y no éstos mismos, sería aquello a lo cual se refieren las normas de comportamiento cuyo quebrantamiento es jurídico-penalmente delictivo. Esto no basta, sin embargo, para revertir el argumento desarrollado en el texto principal. Pues aquí la pregunta es justamente cuál es el menoscabo cuya producción el autor debía evitar omitiendo la acción que en definitiva ejecutara. Justamente en este sentido Muñoz Sánchez, 1992, 142 s., especialmente en nota 144.

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Lo único que esto significa, sin embargo, es que al autor no podrá imputarse una realización típica, por todo el lapso que dure la situación de privación de libertad, como omisión contraria a deber, en el sentido de un delito de omisión impropia, dado que al autor resultará (físicamente) imposible poner término a la situación de privación de libertad de la víctima mediante la ejecución de la correspondiente acción de salvamento 23. Pero esto no significa que por ello resulte necesariamente excluida la imputación de la realización del tipo al autor, en toda su extensión temporal, como acción contraria a deber, esto es, en el sentido de un delito de comisión activa 24. Pues aquí, arrojar a la víctima al pozo cuenta como condición que explica causalmente la producción de la situación de privación de libertad, que perdurará hasta el momento en que la víctima deje de estar imposibilitada de desplazarse; tomando en serio el ejemplo de Jakobs, hasta el momento de la muerte de la víctima, posiblemente por inanición, lo cual, presumiblemente, también tendría que haber sido previsto por el autor. La resistencia a reconocer la imputabilidad de la realización del tipo delictivo en toda su extensión temporal – a título de acción contraria a deber – puede explicarse, eventualmente, por referencia a la hipótesis según la cual, constituyendo el secuestro un delito permanente, sería en todo caso necesario poder reconocer una unidad de acción (“ininterrumpida”), que se corresponda con toda la extensión de la situación de privación de libertad de la víctima 25. Pero esto supone invertir la cadena de inferencia. Es efectivo que la estructura típica de un delito permanente hace

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Vé. por todos Jakobs, 1991, 32/27; Mañalich, 2005b, 1029 s. Lo distintivo del resultado delictivo de la privación de libertad, por ende, se encuentra en que ese resultado consiste en un estado relativo a la posición de la víctima; en la violación de domicilio, en cambio, el resultado delictivo está constituido por un estado relativo a la posición del autor. Nótese, por lo demás, que la descripción típica de la violación de domicilio hace explícito que lo “permanente” no es la ejecución de la acción delictiva, descrita como “entrar en morada ajena contra la voluntad de su morador” (art. 144 del Código Penal), sino (a lo sumo) el estado generado como resultado de esa acción. Nótese que ello no altera la clara diferenciación conceptual entre delitos permanentes y delitos de estado. Pues lo distintivo de un delito de estado es, precisamente, que el estado de cosas a que da lugar la realización del hecho no queda cubierto por su descripción típica. Con ello desaparece la base sobre la cual descansa la distinción, propuesta por Jakobs, entre delitos permanentes en sentido amplio y delitos permanentes en sentido estricto. Pues si el caso ficticio se modifica – volviéndose verosímil –, en el sentido de que para quien lanza a la víctima al pozo sí sea posible su rescate posterior, sigue siendo inexistente algo así como una acción continua o “permanente” de privación de libertad. La única diferencia, antes bien, pasa a estar constituida por que en tal caso el sujeto, como garante, puede realizar un acción de salvamento, cuya no-ejecución, por lo mismo, podría ser imputable a título de secuestro en omisión “impropia”. Ello podría tener relevancia, ciertamente, si en el tiempo intermedio entrase en vigencia, por ejemplo, un régimen de penalidad más severo para el secuestro.

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posible, eo ipso, fundamentar una unidad (típica) de acción, que revierte el eventual reconocimiento de un concurso de (varios) delitos 26. Sin embargo, de ello no cabe deducir, a la inversa, que el reconocimiento de un delito permanente dependa, necesariamente, de la posibilidad de postular una unidad de acción entre varias unidades más elementales (o atómicas) de comportamiento delictivo. En la medida en que el resultado unitariamente delictivo se corresponda aquí no con un evento sino con un estado (de cosas) – a saber, la privación de libertad de desplazamiento de la víctima – 27, cuya magnitud lesiva dependerá de cuál sea su extensión temporal, la pregunta esencial es si al sujeto resulta imputable la producción de ese estado en toda su extensión 28. Por ende, más que una unidad de acción (“ininterrumpida”), lo genuinamente distintivo de un delito permanente ha de identificarse con la unidad de la realización (“ininterrumpida”) del tipo 29. La trampa del ejemplo de Jakobs se encuentra, ahora bien, en el ocultamiento del hecho de que, pragmáticamente, la tematización de una punibilidad a título de un delito de omisión (impropia)

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El error consiste, en otros términos, en invertir una relación de inferencia desde una proposición relativa a la estructura típica de un hecho punible (= problema de la dogmática de los delitos permanentes) hacia una proposición relativa a las consecuencias jurídicas de la realización única o múltiple de uno o más tipos delictivos (= problema de la dogmática de los concursos de delitos). Una crítica – parcialmente coincidente con la aquí esbozada – del argumento de Jakobs se encuentra en Schmitz (2001, 47 ss.), quien, sin embargo, cae en la trampa al concluir, concediendo así la premisa de Jakobs, que la situación de privación de libertad de la víctima no resulta susceptible de ser considerada como resultado delictivo del comportamiento del autor en todo el lapso en que aquélla no haya podido suprimirse mediante acción.

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presupone – en el sentido de la dogmática del concurso aparente – la falta de satisfacción de los presupuestos de una punibilidad a título de delito de comisión activa 30, de modo tal que el comportamiento eventualmente no imputable como acción contraria a deber – el lanzamiento de la víctima al pozo que condiciona la situación de privación de libertad irrevocable – pueda venir en consideración como base de una posición de garante – por injerencia –, bajo la cual la no-supresión de la situación de privación de libertad pudiera imputarse como omisión contraria a deber. Pero todo esto presupone, pragmáticamente, que ese comportamiento activo, bajo la descripción relevante, no sea imputable como acción contraria a deber, y esto depende – en la imputación a título de dolo – de lo que el sujeto efectivamente haya sabido en el momento relevante para su decisión (de actuar u omitir). La pregunta determinante, entonces, es una de imputación subjetiva, esto es, de dolo: ¿se representó el autor, al momento de disponerse a lanzar a la víctima al pozo, la posibilidad concreta de condicionar así una situación de privación de libertad que sería de hecho irreversible? Pues si la respuesta es afirmativa, puede decirse que, al momento de lanzar a la víctima al pozo, para el autor era actualmente evitable la producción de esa situación de privación de libertad irreversible. Que la posibilidad de una intervención delictiva de otro sujeto resulte excluida en el caso del ejemplo se explica exclusivamente, entonces, por la circunstancia puramente fáctica de que todo impedimento de la prolongación de la situación de privación de libertad de la víctima resulta imposible ceteris paribus, lo cual excluye cualquiera eventual imputación de ese no-impedimento como omisión contraria a deber, en tanto la imputación siempre depende de la capacidad individual de realizar lo jurídicamente debido 31.

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3. EL DECRETO-LEY DE AMNISTÍA

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3 .1 . ¿I N VALIDEZ DE LA AMNISTÍA BAJO EL DERECHO INTERNACIONAL?

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D ECRETO - LE Y BAJO EL DE RECHO INTERNACIONAL

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La inadecuación técnica de las dos estrategias dirigidas a eludir el efecto impeditivo de la persecución penal, conducente a una efectiva punición por los crímenes perpetrados por el aparato represivo del Estado entre septiembre de  y marzo de , se deja explicar, hasta cierto punto al menos, por el hecho de tratarse de estrategias de elusión, esto es, de estrategias de solución oblicua. Lo que cabe plantear, por el contrario, es si hay espacio para una solución frontal, esto es, una solución que consistiera en impugnar las bases de la validez misma del DL . La jurisprudencia chilena más reciente ha dado este paso. En un emblemático fallo del año , en el cual la Corte Suprema recurrió a la ya criticada concepción del delito de secuestro – como delito cuya comisión perduraría hasta que se pruebe la cesación de la privación de libertad de la víctima – para validar así las sentencias condenatorias pronunciadas contra Manuel Contreras, Miguel Krassnoff y otros, en relación con uno de los casos vinculados a la operación “Caravana de la Muerte”, ya se insinuaban, aunque sólo a modo de obiter dicta, algunas consideraciones acerca de la posibilidad de producir un argumento judicial en contra de la validez de la amnistía. Algunos años después, la Corte ya ha actualizado esta posibilidad. Uno de sus fallos más significativos a este respecto, pronunciado el  de marzo de  y referido al así llamado “caso Chena” (Rol N 3125-04), consistió en la invalidación de la resolución de segunda instancia que confirmaba el sobreseimiento definitivo de Víctor Pinto Pérez en el proceso referido al caso de Manuel Rojas Fuentes, muerto en diciembre de , acogiéndose de esta manera el recurso de casación interpuesto por el abogado Nelson Caucoto en representación de la parte querellante. Puesto que aquí no venía en modo alguno en consideración una posible privación de libertad que se hubiese extendido más allá del  de marzo de , la discusión se centraba directamente en la validez del DL  respecto de un hecho que inequívocamente caía dentro del periodo comprendido por la amnistía. En concordancia con la estrategia de fundamentación sugerida previamente a modo de dicta, la Corte construyó la base para su decisión apelando, en lo fundamental, al derecho internacional de los derechos humanos – y específicamente al derecho inter-

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Sentencia pronunciada con fecha 26 de septiembre de 2006. Para un análisis de la decisión, vé. Zalaquett, 2007, passim. Hay buenas razones para poner en cuestión tal falta de diferenciación con cargo a la mejor comprensión de los principios de derecho internacional aquí involucrados. Sobre el problema vé. por ejemplo Zalaquett, 1990, 639 s.; el mismo, 2007, 193 s.

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nacional humanitario –, el cual, en opinión de la Corte, proscribiría absolutamente el otorgamiento de una amnistía como la adoptada por la junta militar el año . La estrategia de fundamentación seguida por la Corte es problemática, por dos razones principales. Primero, porque la plausibilidad de su recurso al derecho internacional, en orden a producir un argumento judicialmente operativo que haga posible tener por inválida esa amnistía, resulta sumamente dudosa, independientemente de cuán sólidamente fundada esté la reciente sentencia condenatoria pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado de Chile, en el así llamado “caso Almonacid” 32, precisamente referida a la incompatibilidad de la aplicabilidad del DL  con determinadas normas del derecho internacional de los derechos humanos .Y segundo, porque la Corte no reconoce una diferencia cualitativa entre los casos de auto-amnistía y los casos de hetero-amnistía, pudiendo inferirse de su fallo que una amnistía democráticamente legitimada, y otorgada por medio de una ley en sentido estricto, estaría sujeta a los mismos reparos que cabe dirigir contra el DL  33. El argumento de la Corte descansa en la premisa de que la ejecución sumaria de la víctima, acaecida en diciembre de , habría tenido lugar en una situación de conflicto armado interno, reconocida por la junta militar desde la dictación del DL , del día  de septiembre del mismo año, por el cual se estableciera que el estado de sitio por conmoción interna declarado el día anterior, mediante el DL , debía entenderse como estado o tiempo de guerra, lo cual habría sido posteriormente confirmado por la dictación del DL , el día  de septiembre de . En virtud de esto, en tal situación habrían resultado aplicables las normas de los Convenios de Ginebra, ratificados por el Estado de Chile en . Es aquí donde emerge el punto crítico en el argumento de la Corte. Pues ésta asume que los convenios en cuestión resultarían aplicables en virtud del art. º común (a los cuatros convenios), referido a los casos de conflicto armado sin carácter internacio-

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nal, tal como lo volviera a sostener en su sentencia de  de mayo de , recaída en el caso conocido como “Londres ”, por la cual la Corte validó las condenas por secuestro pronunciadas contra los imputados Krassnoff Martchenko, Moren Brito, Zapata Reyes y Romo Mena (Rol N 3452-06). Del hecho inequívoco de que esa disposición se refiera expresa y específicamente a las situaciones de conflicto armado interno, la Corte quiso concluir, sin embargo, que los convenios en cuestión “resultan plenamente aplicables” a los hechos del caso.Y por esto la Corte asumió sin más que las reglas del art.  del Convenio IV, relativo a la protección de civiles en tiempos de guerra, serían igualmente aplicables, de modo tal que la prohibición de auto-exoneración de los Estados partes establecida en esa disposición invalidaría la amnistía dictada en marzo de  34. Desde ya hay que reconocer que la aplicabilidad del art. º común se encuentra fuera de discusión, siempre que se asuma la existencia de una situación de conflicto armado interno al momento de los hechos. Ello significa que, satisfecho este presupuesto, tanto el homicidio como la ejecución sumaria de una persona “fuera de combate por detención” resultaban proscritos por la regla del art. º común. Pero de esto no se sigue sin más, como ha mostrado Ximena Fuentes (vé. Fuentes, 2005, 1193 ss.), que entonces también haya de ser aplicable el art.  del Convenio IV, que impone ciertos deberes de persecución penal y penalización de lo que cuenta como infracciones graves a las reglas del convenio, definidas como tales en el art. , entre las cuales se incluyen el homicidio y la ejecución sumaria. Pues hay antecedentes de peso que hablan en contra de la aplicabilidad de las reglas del Convenio IV, más allá del art. º común, a las situaciones de conflicto

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El art. 146 del Convenio IV dispone lo siguiente: “Las Altas Partes Contratantes se comprometen a tomar todas las oportunas medidas legislativas para determinar las adecuadas sanciones penales que se han de aplicar a las personas que hayan cometido, o dado orden de cometer, una cualquiera de las infracciones graves contra el presente Convenio definidas en el artículo siguiente. Cada una de las Partes Contratantes tendrá la obligación de buscar a las personas acusadas de haber cometido, u ordenado cometer, una cualquiera de las infracciones graves, y deberá hacerlas comparecer ante los propios tribunales, sea cual fuere su nacionalidad. Podrá también, si lo prefiere, y según las condiciones previstas en la propia legislación, entregarlas para que sean juzgadas por otra Parte Contratante interesada, si ésta ha formulado contra ella cargos suficientes”.

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3.2. ¿MANDATO DE PUNICIÓN IRRESTRICTA DE VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS?

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armado interno, precisamente a consecuencia de la decisión de los Estados partes de no imponerse recíprocamente deberes relativos al establecimiento de responsabilidades penales individuales en el ámbito de los conflictos armados sin carácter internacional (Ibíd., 1196 ss.).

Esto se sigue de que, analíticamente, el establecimiento de una norma de comportamiento (“regla primaria”) no implica el establecimiento de una norma de sanción (“regla secundaria”) que habilite la imposición de una consecuencia punitiva para el caso del quebrantamiento de la norma de comportamiento en cuestión. Vé. supra, II, 5.1.

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El salto argumentativo que la Corte comete, al pretender inferir la aplicabilidad del art.  del Convenio IV a partir de la aplicabilidad del art. º común, es característico de las apelaciones al derecho internacional para tener por fundada una proscripción categórica de cualquier amnistía que, en tanto mecanismo de “impunidad de derecho”, se encuentre referida a hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos (vé. Silva Sánchez, 2009, 388 ss.). Aquí puede ser ilustrativo considerar la propuesta interpretativa del DL  que ya en  defendiera Jorge Mera, conforme a la cual aquél habría de ser interpretado restrictivamente, de modo tal que resulten excluidos de su ámbito de aplicación todos aquellos hechos constitutivos de “graves violaciones a los derechos humanos” (Mera, 1994, 28 ss.). Mera recurre a lo que considera “una doctrina consolidada en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”, que haría descansar la exclusión de toda amnistía, tratándose de hechos de tales características, en “la propia naturaleza del deber del Estado”, conforme a la cual éste ha de abstenerse de perpetrar violaciones de derechos humanos, en circunstancias que este mismo deber de abstención incluiría “la obligación de investigarlas y sancionarlas”, obligación cuya existencia resultaría “contradictoria con la posibilidad de que el mismo Estado amnistíe dichas violaciones” (Ibíd., 27). Es claro, sin embargo, que de una prohibición categórica, dirigida al Estado, de perpetrar violaciones de derechos humanos en parte de su población no se sigue sin más una prohibición categórica, también dirigida al Estado, de renunciar a la pretensión punitiva que pueda seguirse de la perpetración de tales violaciones por parte de sus agentes 35. Para ello es necesario un

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Este argumento es aducido por Szczaranski, 2004, 317 s., para validar el decreto-ley de amnistía bajo el derecho de Ginebra.

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1.3

La Corte sostuvo – tal como lo volviera a hacer en su sentencia recaída en el caso “Londres ” – que esta determinación del Protocolo II no puede entenderse como una razón que valide la amnistía del año , dado que ella sólo estaría referida, de conformidad con la interpretación favorecida por el Comité Internacional de la Cruz Roja, a la situación de “los alzados en armas en contra del gobierno legítimo”, quienes quedarían expuestos a las sanciones penales impuestas por el Estado tras el cese del conflicto, típicamente por delitos de rebelión o sedición. El favorecimiento de una amnistía circunscrita a este ámbito específico se explicaría, según la Corte, como una compensación

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amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado 36.

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argumento adicional, el cual tal vez pueda encontrarse – como habrá de discutirse todavía – en la peculiaridad del DL  en tanto auto-amnistía. Pero la propuesta de Mera deja fuera la posibilidad de introducir un criterio semejante, ya que no discrimina entre auto-amnistías y hetero-amnistías, sino sólo entre violaciones “graves” de derechos humanos, de una parte, y violaciones de derechos humanos “que no revisten el carácter de graves”, de otra (Ibíd., 29). La sugerencia de que tendría sentido hablar de violaciones de derechos humanos “relativa y comparativamente menores” (Ibíd.), empero, muestra cuán cierto es el riesgo de trivialización que el recurso irreflexivo a la noción de violación de derechos humanos trae consigo. Y esto es enteramente extensible a la jurisprudencia de la Corte Suprema aquí considerada. En la construcción de su argumento en el “caso Chena”, la Corte Suprema hizo referencia al Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra, de , ratificado por el Estado de Chile el año , invocado por la sentencia confirmada en segunda instancia (e invalidada por la Corte) para demostrar la compatibilidad entre el DL  y el derecho de Ginebra. El art. º N°  del protocolo en cuestión favorece explícitamente el otorgamiento de la

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del hecho de que, a diferencia de lo que ocurre tratándose de conflictos armados de carácter internacional, en las situaciones de conflicto armado interno no se ve alterado el estatus jurídico de las partes en conflicto, tal como lo establece el art. º común a los cuatro convenios. Es precisamente esto lo que explicaría, en términos de la Corte, que el Protocolo Adicional I, aplicable a las situaciones de conflicto armado de carácter internacional, no contemple disposición alguna relativa a eventuales amnistías, pues aquí por definición no podría plantearse la persecución de los miembros de las fuerzas enemigas bajo el derecho del Estado captor, quienes una vez capturados adquieren el estatus de prisioneros de guerra. La interpretación favorecida por la Corte es enteramente plausible. La promoción del otorgamiento de amnistías al cese de un conflicto armado interno puede ser entendida como estrictamente circunscrita a la posición de las miembros de las fuerzas vencidas en cuanto a los hechos de beligerancia que bajo el derecho penal del Estado respectivo pudiesen resultar punibles como delitos contra la soberanía o la seguridad del Estado. De este modo, el art. º N°  del Protocolo II no constituiría un argumento (positivo) a favor de la validez de una amnistía que comprende hechos constitutivos de contravenciones a las reglas del art. º común 36. Pero de ello no se sigue que el mismo artículo º N°  constituya, a la vez, un argumento (negativo) en contra de la validez de la misma. En este punto, la disposición es enteramente irrelevante. Todo depende, en cambio, de la posibilidad de extraer del derecho internacional un principio cuya consecuencia normativa sea la invalidez de toda amnistía referida a hechos como los comprendidos por el DL , lo cual, hasta el momento, no ha sido objeto de una demostración concluyente. El argumento, ofrecido por la Corte en su fallo, que “las normas de derecho internacional humanitario no podrían aplicarse nunca, si se reconociere la atribución del Estado Parte de borrar, a través de la amnistía y utilizando el derecho humanitario internacional, los crímenes de guerra sistemáticamente concretados por agentes del mismo Estado Parte” (cons. ), está lejos de ser plausible. Pues las normas de derecho internacional humanitario no están constituidas, entre otros, por un supuesto principio de proscripción de Vé. Ambos, 1998, 481 ss.; ambivalentemente Matus, 2006, 391 s.

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amnistías al término de un conflicto armado, sino por reglas que definen estándares mínimos de trato a los individuos involucrados en tales conflictos, y que en casos de conflicto interno se encuentran fijados en el art. º común, algunas de cuyas exigencias específicas fueran, inequívocamente, quebrantadas masiva y sistemáticamente por el aparato represivo del Estado durante la dictadura militar. 3.3. ¿PROTECCIÓN DE DERECHOS HUMANOS VÍA PUNICIÓN PREVENTIVA?

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Por resolución del 16 de abril de 1998, la Corte Suprema declaró no ha lugar, por extemporáneo, el recurso de casación interpuesto por los familiares de la víctima.

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La consideración precedente ataca un aspecto especialmente sensible del problema que trae consigo la pretensión de transformar normas de derecho internacional que imponen deberes de protección o garantía de derechos humanos en normas que imponen deberes de punición (irrestricta) de violaciones de derechos humanos (vé. Bascuñán, 2003, 325 ss.). Cuán problemática resulta semejante pretensión se deja ilustrar atendiendo a la reciente decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos recaída en el caso “Almonacid Arellano y otros vs. Chile” (vé. supra, p. 172, n. 32). En lo que aquí interesa, la Corte Interamericana condenó al Estado de Chile por una infracción del deber impuesto por el art. º, en relación con el art.º, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En lo fundamental, el razonamiento de la Corte Interamericana consistió en que, una vez ratificada la convención, el  de agosto de , el Estado chileno contrajo el deber, impuesto por el art. º de la misma, “de adecuar su derecho interno a las disposiciones de dicha Convención, para garantizar los derechos en ella consagrados” (pár. 117), en circunstancias que tal adecuación requeriría “la supresión de las normas y prácticas de cualquiera naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas en la Convención” (pár. 118). La Corte Interamericana resolvió que, al no suprimir el DL  de , el Estado chileno incumplió una obligación legislativa por él asumida, contrayendo así responsabilidad internacional, la cual estaría igualmente comprometida en virtud de la aplicación judicial del DL , que en relación con el caso específico resultó en el sobreseimiento definitivo de los imputados, pronunciado en primera instancia por un tribunal militar y confirmado por la Corte Marcial 38.

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La primera premisa decisiva para la conclusión alcanzada por la Corte Interamericana consiste en la calificación del homicidio de Luis Alfredo Almonacid Arellano, dirigente del Partido Comunista y víctima de una ejecución sumaria a manos de oficiales de Carabineros de Chile, perpetrada el  de septiembre de , como un crimen de lesa humanidad. La segunda consiste en la proposición de que la obligación de garantía que la Convención Americana sobre Derechos Humanos impone a los Estados parte se traduciría en un deber de “prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención” (pár. 110) 39; “[c]onsecuentemente, los crímenes de lesa humanidad son delitos por los que no se puede conceder amnistía” (pár. 114). Y la Corte Interamericana llegó a afirmar, explícitamente, la irrelevancia que tendría el hecho de que el DL  constituya una auto-amnistía:

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un Estado viola la Convención Americana cuando dicta disposiciones que no están en conformidad con las obligaciones dentro de la misma; el hecho de que esas normas se hayan adoptado de acuerdo con el ordenamiento jurídico interno o contra él, “es indiferente para estos efectos”. En suma, esta Corte, más que al proceso de adopción y a la autoridad que emitió el Decreto Ley No ., atiende a su ratio legis: amnistiar los graves hechos delictivos contra el derecho internacional cometidos por el régimen militar (pár. 120).

El precedente directo para esta consideración se encuentra en la sentencia de la propia Corte Interamericana recaída en el caso “Barrios Altos”, pronunciada el 14 de marzo de 2001 en contra del Estado del Perú. Al respecto vé. Bonet/Alija, 2009, 76 s.

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En la significación del carácter de auto-amnistía del DL  no es pertinente entrar todavía (vé. infra, IV, 4.). Lo que en este contexto resulta determinante, sin embargo, es examinar el salto argumentativo en que se incurre cuando se intenta transformar un deber de protección o garantía, como el impuesto por el art. º de la convención, en un deber de punición irrestricta que resultaría infringido por el otorgamiento de cualquier amnistía referida a hechos constitutivos de crímenes de lesa humanidad. El salto se advierte si se atiende a la premisa que el argumento global esconde, a saber: que la punición de hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos constituiría un mecanismo de protección de derechos humanos. Esta última proposición

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Para una formulación canónica de este argumento, vé. Orentlicher, 1990-91, 2541 ss.; Bonet/Alija, 2009, 141 ss. Acerca de la disociación entre la posición normativa que da ocasión a la punición, de una parte, y la posición normativa reforzada mediante la punición, de otra, a que conduce una justificación prevencionista de la pena, vé. supra, II, 6.2. Los derechos en cuestión son aquellos reconocidos en los arts. 8.1 y 25 de la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos. Sobre la línea jurisprudencial en que se apoya tal determinación, vé. Medina, 2008, especialmente 560 ss.

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necesariamente conduce a un dilema. La plausibilidad de la comprensión de la (efectiva) sanción penal de hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos como medio para la protección de derechos humanos supone asumir una concepción de la pena como pena preventiva 40. Pero bajo una concepción prevencionista del fin de la pena, los derechos humanos protegidos mediante la imposición de la pena por definición no serán los derechos humanos vulnerados a través de la perpetración del crimen respectivo 41. Por eso, no es casualidad que en su sentencia la Corte Interamericana haya estimado violados, por la aplicación del DL , derechos humanos de los familiares de la víctima de la ejecución forzada (pár. 128) 45, y no los derechos de ésta. Mas esto muestra claramente, de hecho, la disociación que necesariamente subyace a tal justificación prevencionista de la pena como mecanismo de protección: los derechos humanos vulnerados por la falta de punición estatal del crimen cometido contra Luis Alfredo Almonacid no son los derechos humanos vulnerados a través de la perpetración de ese mismo crimen. El sentido en que la ejecución sumaria de Almonacid constituye una violación de derechos humanos no se corresponde con el sentido en que la falta de punición de los perpetradores de esa ejecución sumaria constituye una infracción del deber estatal de protección de derechos humanos. Pues para la víctima del crimen, tal punición no puede sino llegar tarde. Desde un punto de vista orientado a la prevención cabría replicar, ahora bien, que la punición de un crimen de lesa humanidad, que viola el derecho (“humano”) a la vida de la víctima, sirve a la protección del derecho a la vida de la generalidad de los potencialmente afectados por hechos similares que pudiesen tener lugar en el futuro, con lo cual se restablecería una correspondencia – en un nivel de congruencia abstracta – entre los

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3.4. CONSECUENCIAS

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derechos humanos vulnerados a través de los crímenes y los derechos humanos protegidos a través de la punición de sus perpetradores. Pero entonces no resulta en absoluto claro por qué la punición incondicionada tendría que resultar obligatoria como mecanismo de protección 43, sobre todo atendiendo a la debilidad empírica del argumento favorable a la efectividad preventiva de la pena, en particular en términos de prevención general intimidatoria de cara a los crímenes internacionales de mayor gravedad 44 – sin que haya que entrar aquí en la debilidad normativa del mismo 45. El argumento a favor de un deber punitivo irrenunciable podría volverse considerablemente más plausible si la justificación de la pena pasara a ser entendida como una justificación retribucionista, la cual, sin embargo, no es compatible con un intento de justificación fundado en un supuesto derecho de las víctimas al castigo 46. Pues en términos de una concepción retribucionista, la pena sólo se impone (y ejecuta) porque es retrospectivamente merecida: punitur quia peccatum est 47. Pero entonces deja de ser viable la concepción de la punición como un mecanismo preventivo (punitur ne peccetur) orientado a la protección (prospectiva) de derechos humanos.

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Teitel, 1995, 148: “Those relying on international law to justify an obligation to punish must somehow show that punishment is the only way to prevent future violations of the protected rights, i.e., a deterrence argument. But to the extent the international law argument relies on future-oriented prevention concerns, it does not support a state’s obligation to punish”. A propósito de las bases jurisdiccionales de la Corte Penal Internacional, vé. McGoldrick, 2004, 456 ss. Acerca de la falta de idoneidad del recurso a una justificación prevencionista de la pena orientada a la protección de bienes jurídicos en el contexto del derecho internacional penal – diferenciado del derecho penal internacional–, Pawlik, 2006, 277 ss., 281 ss. Así Silva Sánchez, 2009, 56; Bonet/Alija, 2009, 128. Para la tesis de que una justificación retribucionista de la pena estatal vuelve irrelevante, en términos de la fundamentación judicial de la imposición de la pena, la posición de la víctima, vé. Mañalich, 2007, 166 ss. Esto supondría, empero, asumir sin más un concepto deontológico de retribución, que no es, sin embargo, el único posible. Al respecto supra, II, 7.1.

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De lo anterior se sigue que no hay base suficiente, en el derecho internacional, para dar por fundamentada una proscripción absoluta, con carácter de norma de jus cogens, de toda amnistía referida a hechos susceptibles de ser entendidos como (“graves”)

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Vé. t. Mañalich, 2009a, 777 ss. Como locus clásico se ofrece Roxin, 1976, 11 ss., 20 ss.

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Lo único que esto muestra es cuán corrosiva para el razonamiento jurídico puede resultar la terminología usual que distingue – además de la conminación (legal) – la imposición (judicial) y la ejecución (judicial o administrativa) de la pena como momentos diferentes en que se hace efectivo el ejercicio del ius puniendi 49. La idea de que la imposición judicial de la pena, a través de la correspondiente sentencia condenatoria, pudiera contar ya como punición “jurídica”, de modo tal que la efectiva ejecución de la misma constituyera un hecho puramente “natural” – esto es, un

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321 ss., 326)

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la sanción penal en el mundo occidental presente, en el que nos insertamos, es jurídica, y se produce al momento de la condena y de la determinación específica de la pena aplicable al sujeto acusado, que deviene, así, en culpable condenado (Szczaranski, 2004,

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violaciones de derechos humanos. El argumento bajo el cual la punición incondicionada de los hechores es entendida como mecanismo de protección de derechos humanos es un argumento que se derrota a sí mismo. Es decir, no hay base suficiente para la formulación de un principio concluyente que prohíba toda forma de renuncia estatal a la punición a este respecto – tal como lo muestra, por lo demás, la discusión acerca del preciso alcance de la jurisdicción complementaria de la Corte Penal Internacional frente al eventual otorgamiento de amnistías por parte de Estados con jurisdicción sobre hechos que pudieran caer bajo el ámbito de competencia de la Corte (Cameron, 2004, 89 ss.) 48. Por lo mismo, la puesta en cuestión de semejante principio de proscripción absoluta de toda amnistía en este ámbito no necesita hacerse depender, como pretende Szczaranski, de una más que dudosa redefinición de la noción de pena o castigo, de conformidad con la cual el Estado aparezca cumpliendo su supuesto deber de punición irrestricta ya por la sola “asignación judicial de una pena específica a un culpable” (Szczaranski, 2004, 321 ss., 326), es decir, por la sola imposición de una pena que no necesitaría ser ejecutada. De acuerdo con Szczaranski, esto dependería de si el castigo de los culpables, obligatorio para el Estado, “es de naturaleza jurídico penal o si es de naturaleza fáctica, natural”, ante lo cual habría que inclinarse por la primera alternativa, ya que

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hecho bruto –, desconoce que la imposición judicial de la pena no representa sino la fijación concluyente, al adquirir valor de cosa juzgada, de la pretensión del Estado que resulta de la comisión del delito, pretensión que recién se realiza, sin embargo, a través de la ejecución de la pena así impuesta (vé. supra, II, 4.3.). La sanción penal es la pena – valga la redundancia – y la pena es pena ejecutada, en tanto la irrogación de un mal sensible en que ésta consiste es, de conformidad con su función expresiva, la materialización del reproche de culpabilidad. Si el Estado de Chile efectivamente estuviese sujeto a un mandato irrestricto de sancionar penalmente a los responsables de hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos, entonces una amnistía “impropia” que excluyera la ejecución de la pena tras el pronunciamiento de la sentencia condenatoria respectiva tendría que contar como quebrantamiento de ese mandato. Pero como ya se ha argumentado, tal mandato irrestricto no se deja fundamentar a través de una apelación irreflexiva al derecho inter nacional de los derechos humanos.Y la carga de la prueba recae sobre quien pretenda construir un argumento que supere esa falta de reflexividad. Es importante advertir, finalmente, que aun asumiendo –por mor del argumento – que, bajo lo que cabría llamar una interpretación (a lo menos) “creativa” del art.  del Convenio IV de Ginebra (vé. Fuentes, 2005, 1196 s.), éste sí resultase aplicable a situaciones de conflicto armado interno, ello tampoco implicaría que sobre esa sola base pudiera construirse una invalidación judicial de la amnistía en cuestión. Pues de ser así, a lo sumo podría hablarse de un incumplimiento por parte del Estado de Chile de un deber de punición, lo cual no equivale a que un tribunal de la República – en este caso, la Corte Suprema – esté facultado para revertir ese supuesto estado de incumplimiento estatal por la vía de declarar la invalidez de las normas de rango legal que supuestamente infringen el deber contraído por el Estado. En contra de lo mantenido por la Corte Interamericana en el “Caso Almonacid”, los tribunales no necesariamente están facultados para “ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos” y las respectivas normas de derecho inter nacional convencional (pár. 124). El principio de inexcusabilidad del incumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas convencionalmente por el Estado, establecido en el art.  de la

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Convención de Viena de Derecho de los Tratados, no se deja reconstruir, simplistamente, como un criterio de solución de antinomias que sea judicialmente operativo 50.Y esto es independiente del rango jerárquico que quepa atribuir a las normas de derecho internacional que imponen los deberes supuestamente infringidos 51.

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4. LA INVALIDEZ INMANENTE DE LA AUTO-AMNISTÍA 4.1. EL DECRETO-LEY DE AMNISTÍA COMO AUTO-AMNISTÍA

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Vé. Bascuñán, 2005a, 377 ss.; Fuentes, 2007, 24 s. Para una discusión de este problema, que de hecho anticipó la manera en que la jurisprudencia chilena terminaría recurriendo a la problemática tesis del carácter autoejecutable de los tratados internacionales sobre derechos humanos, vé. Correa, R., 2001, passim. Para la distinción entre auto-amnistía y hetero-amnistía en términos de autofavorecimiento y hetero-favorecimiento vé. Ambos, 1998, 284 ss. Vé. t. Bustos/Aldunate, 2007, 11 ss., quienes hablan, siguiendo a Rivacoba, de una “amnistía al revés”.

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Hasta este punto, el examen de la posibilidad de elaboración de un argumento judicialmente operativo dirigido a poner en cuestión la validez sustantiva del DL  parece arrojar un resultado negativo. En buena medida, esto se debe a que la generalidad de los esfuerzos para ello ha tendido a reducirse a una apelación irreflexiva al derecho internacional de los derechos humanos. A continuación se explorará una vía alternativa. La observación determinante aquí se refiere al hecho de que el DL  representa una auto-amnistía 52, esto es, una definición unilateral que pretende cancelar las consecuencias de la punibilidad de los hechos cuya planificación y ejecución fuera coordinada desde la cúpula del aparato del Estado, cuyo sentido inequívoco, entonces, es el de una auto-exoneración (vé. Bascuñán, 2003, 340 s.). Las razones que hablan contra la validez de una autoamnistía son razones que conciernen las condiciones inmanentes sobre las cuales descansa la pretensión de validez que toda amnistía reclama para sí.

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Szczaranski añade, a continuación, que tampoco puede desconocerse que “el texto expreso del Decreto Ley de Amnistía permite su aplicación, y se aplicó, a personas de distintas ideologías, contrarias al gobierno militar”. Lo único que esto significa, sin embargo, es que la invalidez inmanente de toda auto-amnistía, que ha de fundamentarse en lo que sigue, eventualmente no sea predicable de todo el ámbito de aplicación del DL 2191.

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Esto supone, por de pronto, validar la calificación de la amnistía del DL  como una auténtica auto-amnistía, lo cual ha sido controvertido por Clara Szczaranski (Szczaranski, 2004, 313 s.). Su tesis niega el carácter de auto-amnistía del DL  con el argumento de que éste, entendido como una amnistía impropia, sólo produciría la extinción de las responsabilidades comprometidas bajo la condición de un pronunciamiento de las condenas respectivas por parte de un órgano jurisdiccional, tercero que es “distinto de quien dictó la amnistía y distinto de los mismos infractores” (Ibíd., 314) 53. Incluso dejando de lado la falacia que lleva a que Szczaranski califique el DL  como amnistía impropia – lo cual se sigue de un desconocimiento fehaciente del alcance de las reglas procesales aplicables – (supra., IV, 2.1), lo que su argumento supone es que, por definición, cada vez que un tribunal sea competente para establecer la satisfacción de las condiciones de aplicabilidad de una amnistía, ésta ya no podría considerarse una auto-amnistía, con total independencia de que haya identidad (total o parcial) entre quien la otorga y quien se beneficia de ella. Esto cuenta, entonces, como reductio ad absurdum del argumento de Szczaranski. La formulación más reconocida de la tesis que postula la invalidez inmanente de la amnistía que encierra un auto-favorecimiento se debe a Marxen (1984, 38 ss.). Éste pretende derivar la invalidez de un auto-favorecimiento mediante amnistía de la racionalidad inmanente que caracteriza a la ley como modo de producción de normas jurídicas, de modo tal que el fundamento último de la invalidez de una auto-amnistía se encontraría en el propio principio de legalidad. Sin embargo, que la tesis de Marxen también puede resultar aplicable a casos de auto-amnistías otorgadas al margen de las condiciones de un Estado de derecho, esto es, por “decretoley”, lo muestra el hecho de que él mismo mencione el caso de Argentina – donde la amnistía otorgada por la junta militar en , poco antes de traspasar el poder al presidente Alfonsín, fuese posteriormente declarada nula por ley – como ejemplo de la imposibilidad de que el auto-favorecimiento mediante amnistía

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pueda reclamar validez jurídica (Ibíd., 42 s.). Esto exige, empero, reconstruir el argumento en un nivel de abstracción superior. 4.2. ALTERIDAD SUBJETIVA

COMO PRESUPUESTO DE LA RENUNCIA A LA PUNICIÓN

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En igual sentido Feuerbach, 1989, § 29: “Una persona soberana comete sólo injurias o lesiones jurídicas, pero jamás un crimen”. Y lo mismo puede valer para la renuncia al castigo. Respecto de la imposibilidad de un perdón de sí mismo, Arendt, 1958, 242 s. Vé. sin embargo Zaibert, 2006, 40 s., quien defiende una concepción del castigo que sería compatible con la posibilidad de la punición de uno mismo. En la medida en que su definición de “castigo” (punishment) exige que el individuo castigado sea sometido a la irrogación de alguna forma de sufrimiento, Zaibert asume que lo que está en juego es si este componente de su definición resulta comprometido o no por el hecho de que un individuo se irrogue alguna forma de sufrimiento por reprocharse haber hecho u omitido algo. En todo caso, Zaibert excluye de su definición todo componente que aluda a alguna posición institucional de autoridad de quien se desempeña como agente del castigo, que es lo decisivo para la tesis kantiana discutida en el texto principal.

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El punto de partida puede encontrarse en la tesis de Kant, según la cual quien “ocupa el lugar más alto en el Estado no puede ser penado, sino que uno sólo puede liberarse de su dominio” (Kant, 1977, B 225, 452) 54. Esta proposición admite reformularse en términos de que no puede haber adjudicación de responsabilidad penal respecto del titular mismo del ius puniendi. Es decir, puesto que la responsabilidad jurídico-penal es una responsabilidad que se impone heterónomamente – esto es, que puede afirmarse aun sin asunción autónoma, en primera persona, del sujeto que es hecho responsable –, cabe reconocer una exigencia inmanente de alteridad entre aquel que impone y aquel sobre quien se impone, por vía de atribución, la responsabilidad en cuestión. Así, toda relación jurídica punitiva cuenta como una relación que no es reflexiva: x no puede punir a x 55. A esto no obsta que el fundamento democrático de un reproche de culpabilidad sólo pueda encontrarse en que el destinatario del reproche haya de ser visto como autor de la norma cuyo quebrantamiento se le imputa como injusto culpable. Pues es precisamente en su rol de persona de derecho, de la cual se espera el seguimiento de aquellas normas cuya validez descansa en el sello democrático de la legalidad, y no en su rol de ciudadano habilitado para participar en el proceso de creación de esas normas, que el destinatario del reproche es hecho jurídicopenalmente responsable (Mañalich, 2007, 183 ss.). En palabras de Kant:

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“Yo, como co-legislador que dicta la ley penal, no puedo ser en absoluto la misma persona que, como súbdito, es penada con arreglo a la ley” (Kant, 1977, B 232-233, 457) 56. Es decir, la identidad entre persona de derecho y ciudadano del Estado, esto es, entre destinatario de la norma y coautor de la norma, se encuentra referida al nivel de fundamentación de la norma cuyo quebrantamiento imputable constituye el hecho delictivo, y no al nivel de aplicación de la norma, por la cual la consiguiente responsabilidad jurídico-penal se hace judicialmente efectiva. En el contexto de aplicación de la norma de sanción penal, entonces, es necesario asumir la falta de identidad entre el autor y el destinatario del reproche de culpabilidad jurídica, al modo de un presupuesto pragmático del establecimiento de responsabilidad, en circunstancias que el primero ha de contar como titular del derecho punitivo correspondiente, mientras que el segundo, por su parte, como portador del deber de soportar la punición. Aquí se trata del deber, que recae sobre el condenado, de tolerar la imposición y ejecución de la pena, cuya posición correlativa es el derecho punitivo del Estado a imponer coercitivamente una prestación retributiva que sustituye la prestación ya fallida, correspondiente al deber infringido a través del hecho delictivo (supra, II, 6.2).

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4.3. LA AUTO-AMNISTÍA COMO CONTRADICCIÓN PERFORMATIVA

Kant agrega que “como tal, es decir, como criminal, es imposible que tenga una voz en la legislación (el legislador es sagrado)”. La salida al dilema habría de ser encontrada, según él, en una disociación de la persona de quien es penado, en tanto homo phaenomenon, respecto de la pura razón jurídicolegislativa que habita en cada uno en tanto homo noumenon.

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La importancia de lo anterior radica en que si el titular de un derecho pasa a ser idéntico con el portador del deber correlativo, este deber tendría que extinguirse, en la terminología del derecho privado, por “confusión”. Ello es relevante, porque la amnistía representa una renuncia estatal al ejercicio de ese derecho punitivo a imponer coercitivamente la prestación retributiva al sujeto a quien se imputa el quebrantamiento de la norma, ya sea en términos de una renuncia directa al ejercicio del derecho punitivo mismo, cuando se trata de una amnistía como gracia en sentido estricto – en la terminología tradicional: una “amnistía impropia” –, ya sea en términos de una renuncia indirecta, mediada por la renuncia al derecho a ejercer la respectiva acción penal, cuando se trata de una amnistía como abolición

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Para esta distinción en la doctrina chilena, vé. Etcheberry, 1998, T. II, 248 ss.; Guzmán Dalbora, 2002, 449 s. Vé. t. Szczaranski, 2004, 288 ss. Así, en la doctrina chilena, Novoa, 2005, T. II, 393 s.

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– en la terminología tradicional: una “amnistía propia” 57. En ambas variantes, sin embargo, la amnistía conserva su naturaleza como resultado del ejercicio de un derecho soberano de gracia – cuya producción legislativa sólo concierne su forma jurídica – por el cual se hace efectiva la renuncia al ejercicio de un derecho (subjetivo) a la punición 58. Dado que el ejercicio de tal prerrogativa soberana de gracia siempre tiene lugar a través de un órgano – aquí: la junta militar – que actúa – aquí: tiránicamente – por cuenta del titular de esa prerrogativa, cabría sostener, en rigor, que nunca sería posible hablar de una auto-amnistía como tal. Pues actuando el órgano que otorga la amnistía por cuenta del titular de la prerrogativa de gracia, jamás podría haber identidad entre aquel en cuyo nombre se concede la amnistía – el soberano – y aquellos que se benefician de la misma, aun cuando entre éstos figuren quienes han ejercido el derecho de gracia por cuenta de aquél. Pero contra las apariencias, es precisamente desde esta perspectiva que la tesis de la invalidez inmanente de la auto-amnistía se vuelve susceptible de clarificación. Quien actuando por cuenta del soberano otorga una amnistía, por la cual se produce una renuncia a un derecho punitivo cuyo deber correlativo recae sobre él mismo, se aprovecha de su posición de mandatario – o tratándose de un régimen tiránico: de “agente oficioso” – para exonerarse a sí mismo de su respectivo deber punitivo. Esto contradice, sin embargo, el presupuesto inmanente de alteridad subjetiva, encerrado en la noción misma de responsabilidad penal como responsabilidad jurídica, que en tanto tal se atribuye en tercera persona. Pretendiendo actuar por cuenta del titular de la prerrogativa soberana de gracia, quien otorga una auto-amnistía asume la posición del titular del derecho punitivo a cuyo ejercicio se renuncia mediante esa amnistía, en circunstancias que él mismo cuenta como el portador del deber correlativo de soportar la imposición coercitiva de la prestación retributiva, que se ve favorecido por esa renuncia. Esto tendría que conllevar, según ya se adelantara, una extinción de esa obligación por confusión de los sujetos activo y pasivo. Mas el otorgamiento de una amnistía presupone, precisamente, que la obligación de soportar

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Este argumento ya ha sido explorado en Mañalich, 2004, 25 ss. Para esta noción de contradicción performativa vé. Apel, 1991, 129 ss.; Habermas, 1998, 102 ss. Para un análisis de la forma lógica de lo que cuenta como una auto-refutación pragmática, Mackie, 1964, passim. Acerca del “principio de caridad” con estándar de interpretación, vé. Mañalich, 2010b, 139 ss. Aquí es importante no perder de vista que esto no sólo concierne los casos de auto-favorecimiento en contextos transicionales. Se trata, antes bien, de una condición inmanente de la validez de cualquier amnistía que haya de ser interpretada como ejercicio de una prerrogativa soberana de gracia. Puesto que no se trata aquí de una invalidación del DL 2191 que descanse en su incompatibilidad con determinadas reglas constitucionales, sino con el fundamento inmanente de la propia institución de la amnistía, la declaración de su inaplicabilidad no compete al Tribunal Constitucional. Vé. sin embargo van Weezel, 2007, 29 s., según quien el fundamento constitucional para esa declaración de inaplicabilidad (y posterior declaración de inconstitucionalidad) serían los arts. 8º y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, a través del art. 5º de la Constitución.

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la punición no se ha extinguido, pues de lo contrario la amnistía carecería de objeto. Quien se amnistía a sí mismo incurre, por ende, en una contradicción performativa (o “realizativa”) 59, esto es, incurre en una auto-refutación pragmática: quien se amnistía a sí mismo efectúa una declaración (lato sensu) que es incongruente con un presupuesto de aquello que pretende hacer al efectuar esa declaración 60. Luego, la única manera de interpretar caritativamente el otorgamiento de la amnistía – esto es, bajo el desiderátum de aproximarse al autor de este acto como un sujeto mínimamente racional que no se contradice a sí mismo al hacer lo que hace 61 – es interpretando la amnistía en un sentido que excluya el auto-favorecimiento 62. Lo anterior exige advertir la relatividad de la invalidación de la amnistía que el argumento trae consigo. En todo el ámbito en que la amnistía en cuestión no cuente como auto-favorecimiento, su aplicabilidad no resulta afectada. En relación con el DL , esto implica estrechar, por vía de aplicación restrictiva, el círculo de personas favorecidas por una extinción de su responsabilidad penal, de modo tal que este efecto extintivo no opere respecto de todos aquellos individuos vinculados a las estructuras del aparato represivo del régimen. Así, el alcance de la amnistía no resulta restringido ratione materiae (vé. Mera, 1994, 28 ss.), sino ratione personae 63. Bajo el argumento aquí desarrollado, en consecuencia, el DL  no puede reclamar validez tratándose de su aplicación a personas respecto de las cuales la amnistía en cuestión no puede sino

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Vé. Beling, 2000, 199 s., quien definía el efecto de cosa juzgada de una sentencia que pone término al proceso, en su aspecto material, como el de conservación de su carácter definitivo y decisorio “más allá del proceso” en que se pronunció. Así Etcheberry, 1998, T. II, 249 s., quien discute el punto a propósito de la posibilidad de una eventual derogación de una ley de amnistía. Etcheberry erróneamente asume, sin embargo, que toda amnistía que pudiera haberse hecho efectiva a través de una sentencia judicial exhibiría la forma de una amnistía “impropia”. Esto es un error, porque lo distintivo de una amnistía

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El único límite a la privación del carácter extintivo de responsabilidad al DL , tratándose de personas a cuyo respecto el mismo haya operado a modo de una auto-exoneración, tendría que estar representado por el efecto de cosa juzgada de sentencias ya firmes. Y esto, exclusivamente en atención a la dignidad jurídicamente superlativa de la institución de la cosa juzgada, entendida aquí como cosa juzgada material 64. Pues circunscribiéndose el recurso de revisión a la invalidación de sentencias condenatorias – en todo caso sujeta a causales excepcionalísimas –, no hay vía jurisdiccional alguna para la reapertura de un proceso que ha concluido, sin condena, a través del pronunciamiento de una sentencia (definitiva o interlocutoria) firme que goce de fuerza de cosa juzgada 65. Y tal como lo dispone el art.  del Código de Procedimiento Penal, el sobreseimiento definitivo “tiene la autoridad de cosa juzgada”.

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4.4. ¿COSA JUZGADA FRAUDULENTA?

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tener el sentido de una auto-exoneración, precisamente porque respecto de ellas el DL  no es (caritativamente) interpretable como ejercicio de una prerrogativa de gracia, que presupone la alteridad subjetiva que aquí falta. El criterio diferenciador no puede consistir, ciertamente, en la pertenencia a la junta militar que dictó el DL , sino que la exclusión del efecto extintivo de las consecuencias de la punibilidad debe extenderse a todos aquellos cuya intervención en los hechos en cuestión admita ser interpretada, más o menos directamente, como un actuar por cuenta de quienes detentaban el control de los mecanismos represivos. Esta determinación puede resultar difícil en los márgenes, pero tal indeterminación marginal es inherente a cualquier criterio que pretende hacer formalmente operativo un principio sustantivo. Respecto de individuos no ligados de ese mismo modo a las estructuras del aparato represivo del Estado, en cambio, queda abierta la vía para interpretar el DL  como una hetero-amnistía.

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La Corte Interamericana de Derechos Humanos ya ha resuelto, sin embargo, en su sentencia condenatoria pronunciada contra el Estado de Chile en el “caso Almonacid”, que la obligación estatal de perseguir y sancionar penalmente a los responsables de hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos exigiría desconocer la excepción de res iudicata tratándose de casos de cosa juzgada fraudulenta (vé. Bustos/Aldunate, 2007, 13 ss.). Así, el Estado tendría la obligación de “dejar sin efecto las citadas resoluciones y emitidas en el orden interno, y remitir el expediente a la justicia ordinaria, para que dentro de un procedimiento penal se identifique y sancione a todos los responsables” (pár. 147) 66. La sentencia plantea la cuestión por referencia al alcance del principio de ne bis in idem, cuya expresión procesal se encuentra en la fuerza de cosa juzgada de la sentencia respectiva. En opinión de la Corte, y en el entendido de que el principio en cuestión no fundamenta “un derecho absoluto”, la invocación de esta excepción tendría que ser desconocida si

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i) la actuación del tribunal que conoció el caso y decidió sobreseer o absolver al responsable de una violación a los derechos humanos o al derecho internacional obedeció al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal; ii) el procedimiento no fue instruido independiente o imparcialmente de conformidad con las debidas garantías procesales, o iii) no hubo la intención real de someter al responsable a la acción de la justicia (pár. 154) 67.

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La Corte sostuvo que, en relación con el caso objeto de su pronunciamiento, se satisfacían dos de los supuestos recién enunciados: por un lado, los tribunales chilenos que conocieron el caso no habrían guardado “la garantía de competencia, independencia e imparcialidad”; por otro, la aplicación del decreto-ley de amnistía habría hecho posible “sustraer a los presuntos responsables de la acción de la justicia” (pár. 155). Éstas pueden ser descripciones acertadas de lo que tuvo lugar en el desarrollo del proceso

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impropia se encuentra en que ella opera después de declarada la responsabilidad de su beneficiario. Habiéndose pronunciado el sobreseimiento definitivo, ello no es el caso. Críticamente van Weezel, 2007, 26 ss.; con matices Silva Sánchez, 2009, 39 s. (especialmente en la nota 26), 43. Esto, sin perjuicio de que, apareciendo nuevos hechos o pruebas “que puedan permitir la determinación de los responsables de violaciones de derechos humanos”, también sea admisible, en opinión de la Corte, un desconocimiento del efecto de cosa juzgada.

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Aquí hay que notar, empero, que la excepción de cosa juzgada sólo puede ser invocada en la medida en que se satisfagan los correspondientes requisitos de identidad entre el juzgamiento anterior, concluido a través de sentencia firme, y el nuevo juzgamiento. Y en lo relativo a la exigencia de la identidad personal del imputado, este requisito no sólo presupone “identidad física”, sino también “identidad en la posición jurídica”. Al respecto, vé. el muy importante y reciente pronunciamiento, la Corte de Apelaciones de Santiago, emitido por sentencia de 3 de julio 2009 (rol Nº 2538-08), publi-

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referido al caso Almonacid bajo la jurisdicción de los tribunales chilenos. El punto es que esas descripciones no son independientes del hecho de que los tribunales en cuestión hayan dado aplicación al DL  (vé. van Weezel, 2007, 27 s.).Y es perfectamente posible, asimismo, que la consecuencia del reconocimiento institucional de la invalidez del DL  deba consistir, en términos de principio, en la invalidación de aquellas sentencias que a través de su aplicación hayan pronunciado los correspondientes sobreseimientos definitivos. El problema se encuentra en que ésta no es una posibilidad reconocida por el derecho chileno. A este respecto, resulta inconducente la referencia al recurso de revisión para apoyar la tesis de que, habiéndose pronunciado un sobreseimiento definitivo con arreglo al DL , cabría impugnar el mismo invocando una cosa juzgada fraudulenta (vé. Bustos/ Aldunate, 2007, 14). Bajo el derecho chileno, el recurso de revisión sólo procede como medio extraordinario de invalidación de sentencias condenatorias. Esto podrá, en jerga leguleya, “indignar el sentimiento jurídico”, mas no debería. Pues como ya observaba Binding, la confirmación definitiva de que la relación jurídica entre el Estado y el condenado, declarada por sentencia firme, “suprime la visibilidad de la relación jurídica original entre el Estado y el acusado”, está en que “la vida jurídica práctica no vuelve a preguntar por ésta una vez que la sentencia adquiere fuerza jurídica”, lo cual sólo puede verse alterado – como es precisamente el caso en el recurso de revisión – por “el miedo a que un inocente haya sido condenado” (Binding, 1915, 292). Y tampoco una ley de anulación podría producir la remoción del efecto de cosa juzgada de las sentencias en cuestión. Pues dada la regla del inc. º del art.  de la Constitución, el efecto de cosa juzgada no resulta alterable por acción legislativa. Una reapertura de los procesos en que la aplicación del DL  haya dado lugar a un sobreseimiento definitivo sólo podría tener lugar a través de una ley de reforma constitucional 68.

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Lo anterior permite cerrar la discusión acerca de las posibilidades (actualizadas y no actualizadas) de una impugnación judicial del DL  con una observación que se remite al primer hito de ese mismo desarrollo. La razón por la cual puede haber casos en que deba reconocerse la fuerza de cosa juzgada de un determinado sobreseimiento definitivo, en el ámbito que aquí interesa, se encuentra, ni más ni menos, en la temprana recepción judicial de la doctrina Aylwin, que propugnaba neutralizar la impunidad, trastocando el sentido y alcance de las reglas procesales aplicables, “en la medida de lo posible”. No deja de ser irónico que esa

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cada en Gaceta Jurídica 349 (2009), 159 ss. La Corte resolvió, por opinión de mayoría, que para la oposición de la excepción de cosa juzgada sería necesario que la persona en cuestión haya llegado a exhibir la calidad de procesado en el marco del juzgamiento anterior (o bien que haya sido sometida a alguna medida cautelar personal). En contra de esta consideración, sin embargo, parece hablar un argumento exegético. Pues es inequívoco que el Código de Procedimiento Penal reconoce la posibilidad de que se dicte sobreseimiento definitivo respecto de un sujeto que no ha llegado a ser procesado, tal como se sigue del inc. 2º del art. 279 bis. Y es igualmente inequívoco que tal sobreseimiento tiene fuerza de cosa juzgada. La única posibilidad de un argumento en sentido contrario tendría que hacerse depender de una referencia al art. 42 del mismo código, que dispone que no podrá ser sometido a un nuevo proceso por el mismo hecho “[el] reo condenado, absuelto o sobreseído definitivamente”. La revisión de la historia de la ley resulta pertinente en este punto. Pues a propósito de las reformas introducidas por las así llamadas “leyes Cumplido”, la disposición fue objeto de tres modificaciones en lo específicamente relativo al término “reo”. La Ley 19047 (de 14 de febrero de 1991) dispuso en su art. 9º que, en toda disposición legal en que figurase el término “reo”, éste debía ser sustituido por “procesado”, siempre que el sentido de la disposición respectiva supusiese la exigencia de un auto de procesamiento; la Ley 19114 (de 4 de enero de 1992), sin embargo, sustituyó ese art. 9º de la ley reformatoria por uno nuevo, en que la sustitución de “reo” por “procesado” no quedaba sujeta a condición alguna; la Ley 19158 (de 31 de agosto de 1992), finalmente, reintrodujo la condición original, según la cual dicha sustitución sólo debía tener lugar en la medida en que la expresión “reo” se refiriera a la persona respecto de quien se hubiera dictado auto de procesamiento. En la medida en que bajo la última formulación del art. 42, la garantía en cuestión sólo beneficie a quien hubiese sido anteriormente procesado (o bien condenado o absuelto), pero no meramente inculpado, por el mismo hecho, entonces tendría plausibilidad el argumento del voto de mayoría de la Corte de Apelaciones de Santiago. La versión del art. 42 del Código de Procedimiento Penal correspondiente a la edición ofrecida por la Biblioteca del Congreso Nacional, sin embargo, conserva la expresión “reo”. Ello, a pesar de que el autor del voto disidente a la opinión de mayoría en la sentencia comentada asume que el art. 42 contiene la voz “procesado”.

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misma estrategia, otrora “progresista” en lo tocante a la persecución penal de hechos constitutivos de violaciones de derechos humanos, hoy aparezca, cuando se abre la posibilidad de impugnar abiertamente la validez del DL , bajo una luz distinta. Cuando se trata de la instrumentalización (de la aplicación) del derecho, la moraleja parece ser: nadie sabe para quién trabaja.

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5. EL DECRETO-LEY DE AMNISTÍA

Y LA VALIDEZ TEMPORAL DE LA LEY PENAL

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5.1. DEROGACIÓN, ANULACIÓN Y RETROACTIVIDAD

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Explícitamente Pérez del Valle, 2001, 194, quien asocia esta tesis, sin embargo, a la negación de que la amnistía pueda entenderse como ejercicio de un derecho de gracia.

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A pesar de que en el Chile de la transición la discusión acerca de la amnistía ha estado fundamentalmente circunscrita al foro judicial, la posibilidad de una anulación legal del DL  de  no ha sido completamente ajena al debate acerca de una eventual “solución política al problema de los derechos humanos”. En lo fundamental, las razones para favorecer una eventual ley de anulación frente a una eventual ley derogatoria se encuentran referidas a las implicaciones que ello supuestamente tendría de cara al problema de la retroactividad de la aplicación de la ley penal. Así, se dice que una ley de anulación implicaría la declaración de que el DL  habría carecido de validez “desde el principio”, mientras que su mera derogación dejaría intacto el hecho de que el decreto-ley tuvo validez durante todo el tiempo de su vigencia. Aquí hay que notar, empero, que, por tratarse de una amnistía, su vigencia ha de estar necesariamente disociada del tiempo de los hechos respecto de las cuales la amnistía resulta aplicable. Una ley (o un “decreto-ley”) de amnistía sólo puede reclamar aplicación retroactivamente 69, en tanto toda amnistía presupone la efectividad de los hechos imputables a las personas respectivamente beneficiadas. Y hay que observar que la constatación del efecto necesariamente retroactivo de toda amnistía se corresponde con el reconocimiento de la invalidez inmanente de una amnistía que pretendiera operar ex ante facto, esto es, suprimiendo la punibilidad de hechos (que fueren) cometidos en un tiempo futuro. Como “ley penal negativa”, esto es, que condiciona negativamente la efectiva punición de una persona jurídico-penalmente, la amnistía se sujeta a un mandato de

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retroactividad, que es el régimen inverso al de la “ley penal positiva”, esto es, que fundamenta su punibilidad, sometida al principio de irretroactividad (Marxen, 1984, 25 ss.) 70. Lo que aquí interesa, empero, es examinar críticamente la hipótesis de que la pérdida de vigencia del DL , a consecuencia de su eventual derogación legal, no podría inhibir que quienes fuesen juzgados por hechos acaecidos entre el  de septiembre de  y el  de marzo de  pudieran aducir que la derogación del DL  importaría una modificación desfavorable del estatus jurídico-penal de los hechos, la cual no podría operar retroactivamente a su respecto. A la idea de que una declaración de nulidad podría obviar el aparente problema de la retroactividad desfavorable de una derogación (expresa) del decreto-ley de amnistía subyace una paradoja. Pues tal como sostuviera Kelsen, en derecho “nulidad” sólo puede significar “anulabilidad” (Kelsen, 2002, 283 s.).Y esto significa: una declaración de nulidad es siempre una operación de anulación, de modo tal que el hecho de que la norma que es objeto de anulación sea tenida por inválida “desde el principio” sólo significa que a esa anulación se anuda un efecto retroactivo. Esto, porque

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[e]l orden jurídico no puede fijar las condiciones bajo las cuales algo, que aparece con la pretensión de ser una norma jurídica, tiene que valer como a priori nulo, y no como una norma que haya de ser anulada en un procedimiento determinado por el orden jurídico (Kelsen, 2002, 284).

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Pero es claro, a su vez, que esta clarificación de la metáfora de la nulidad jurídica no tiene el sentido de controvertir la diferencia categorial que cabe reconocer entre anulación y derogación. Pues lo que distingue a una derogación (expresa) es precisamente la ausencia de una pretensión de desconocimiento de la validez de la norma derogada durante el tiempo de su vigencia, esto es, la ausencia de una pretensión de privación de validez con efecto retroactivo, que en el caso de la anulación es una pretensión jurídicamente justificada, dado que las condiciones – sustantivas y procedimentales – de esa nulidad están fijadas por el derecho. Lo importante, entonces, es controvertir la premisa de que una eventual derogación del DL  dejaría intacta su aplicabilidad Para la distinción entre leyes penales (= normas de sanción) “afirmadoras” y “negadoras” (de la punibilidad) vé. Binding, 1991, 175 ss., 180 s.

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Así por ejemplo Szczaranski, 2004, 297, 333; van Weezel, 2007, 20 s. Vé. en contra Bustos/Aldunate, 2007, 15 ss., quienes recurren, sin embargo, a la misma noción de una nulidad de derecho público para atacar la validez del DL 2191. Para lo que sigue vé. Bascuñán, 2000, 89 ss.; más recientemente Oliver, 2007, 419 ss., quien acertadamente observa, empero, que por “ley intermedia”, a efectos de la pregunta por su estatus bajo el principio de favorabilidad, también cabría entender – en el contexto de una regulación del principio de favorabilidad que lo extienda más allá de la cosa juzgada, como es el caso en el derecho chileno (art. 18 inc. 3º CP) – aquella ley, más favorable al imputado, que entra en vigencia con posterioridad al juzgamiento del hecho, durante el cumplimiento de la condena ya pronunciada, y que pierde vigencia antes de que llegue a modificarse la sentencia (Oliver, 2007, 429 ss.).

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5.2. IRRETROACTIVIDAD Y FAVORABILIDAD

Por ley penal intermedia se entiende, usualmente, aquella que entra en vigencia después del acaecimiento del hecho juzgado y que pierde su vigencia antes del juzgamiento del hecho 73. La pregunta relevante acerca de la aplicabilidad de la ley penal intermedia sólo se plantea, ahora bien, cuando ella tiene efectos favorables para el imputado, pues en caso de tener efectos desfavorables su aplicabilidad resulta excluida sin más por el principio de irretroactividad de la ley penal, que se deriva del principio de legalidad: nullum crimen, nulla poena sine lege praevia. El principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable no provee, sin embargo, una razón para la aplicabilidad de una ley penal intermedia más favorable al imputado. Pues por definición, toda ley intermedia es una ley que no se encontraba vigente al

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como ley penal más favorable respecto de quienes pudieran ser juzgados penalmente por hechos acaecidos dentro del periodo cubierto por la amnistía en cuestión 71. Este argumento vuelve necesario clarificar la posición del DL  como eventual ley penal intermedia. Y si el argumento es exitoso, entonces podrá dejarse de lado la curiosa objeción de que el poder legislativo carecería de una potestad de anular legislación, “de manera que por aplicación del principio de juridicidad (arts. º y º de la Constitución) habría que declarar nula de derecho público la misma ley anulatoria” (van Weezel, 2007, 21) 72 – como si la declaración de una “nulidad de derecho público” sí fuese objeto de una potestad constitucionalmente reconocida. Pues de ser correcto el argumento que aquí se propondrá, las razones para favorecer una eventual ley anulatoria frente a una ley derogatoria se habrán desvanecido.

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Ve. t. Bascuñán, 2005a, 364 s.; Oliver, 2007, 68 s. Aquí hay que apuntar que el concepto de promulgación empleado en los distintos incisos del art. 18 del Código Penal tiene que ser entendido en términos de “entrada en vigencia”, y no como el acto co-legislativo previo al acto de publicación y a la entrada en vigencia de una ley, en el sentido de los arts. 6º y 7º del Código Civil (así, sin embargo, Cury, 2005, 230). Pues no es aceptable entender que el tribunal pueda quedar obligado a hacer aplicable una “ley” a la cual el legislador no ha dado vigencia. En detalle al respecto Bascuñán, 2001, passim; Oliver, 2007, 31 ss. También van Weezel (2007, 20 s.) habla de la “vigencia ultractiva” que el DL 2191 tendría “en virtud del principio de favorabilidad”.

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momento de la comisión del hecho juzgado. Lo cual quiere decir: toda ley intermedia es una ley que de resultar aplicable, lo será retroactivamente. Así, la aplicación retroactiva de una ley más favorable no resulta impuesta por el principio de legalidad, que al proscribir la retroactividad de la ley penal desfavorable se ve complementado, al mismo tiempo, por un principio de “preteractividad” de la ley penal vigente al momento del hecho: ésta es aplicable aun en caso de haber perdido vigencia antes del juzgamiento del hecho (Bascuñán, 2000, 34 s.) 74, tal como lo establece el inc. º del art.  del Código Penal 75. La introducción estipulativa del concepto de preteractividad se explica por la necesidad de diferenciar esta modalidad de aplicación de la ley, de una parte, de aquella designada por el concepto de ultractividad, de otra, esto es, de la aplicación de una norma a un hecho acaecido con posterioridad a su pérdida de vigencia, la cual resulta incompatible con el efecto institucional de la derogación (“expresa”). La conveniencia de esta terminología diferenciada se vuelve manifiesta si se considera, por ejemplo, que a partir de la consideración del DL  de  como ley intermedia más favorable, Szczaranski sostiene que su “ultractividad” resultaría impuesta por el “principio pro reo”, esto es, por el principio de favorabilidad (Szczaranski, 2004, 333) 76. El alcance de este principio de preteractividad de la ley penal, que es el correlato preciso de la prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable, sólo resulta recortado allí donde rige el principio de favorabilidad, que ordena la aplicación retroactiva de la ley penal más favorable (para el imputado). Mas el principio de favorabilidad, a diferencia del principio de irretroactividad – y, por ende, también del principio de preteractividad –, no se deriva del principio de legalidad. Pues éste sólo asegura que las condiciones de las cuales depende la punibilidad del hecho

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Vé. Oliver, 2007, 41 ss., 44 s., quien distingue entre leyes temporales en sentido estricto, cuyo ámbito de vigencia está determinado por la fijación de un plazo, y leyes excepcionales, entendidas como aquellas cuya vigencia depende de la presencia de de determinadas circunstancias específicamente determinadas por el legislador. Vé. t. Silva Sánchez, 1995, 714 ss.

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juzgado hayan estado vigentes al momento de su comisión. Y (sólo) en este preciso sentido, el principio de legalidad admite ser entendido como un criterio estrictamente formal de legitimación de la aplicación de la norma de sanción penal. Lo mismo no puede decirse, en cambio, del principio de favorabilidad. Pues el sentido de éste es asegurar que el quebrantamiento imputable de la norma de comportamiento que es reprochado jurídico-penalmente sea, al momento de la adjudicación, merecedor de la misma respuesta punitiva establecida por la norma de sanción vigente al momento del hecho. De conformidad con el alcance del principio de favorabilidad, con arreglo a los incisos º y º del art.  del Código Penal, tal exigencia se extiende, por decisión del legislador chileno, aun más allá de la conclusión definitiva del proceso penal por sentencia definitiva que exhibe fuerza de cosa juzgada, de modo tal que las sentencias condenatorias en estado de ejecución también resultan modificables en caso de alteración, favorable al condenado, del régimen de punibilidad o penalidad del hecho. Esta exigencia de correspondencia normativa entre el estatus jurídico-penal del hecho al tiempo de su acaecimiento y el estatus jurídico-penal del hecho al tiempo de su juzgamiento no se deja entender como impuesta por un criterio formal de legitimación (vé. Bascuñán, 2000, 46 ss.). Pues la subsistencia del estatus jurídico-penal menos favorable al imputado puede eventualmente disociarse de la vigencia de ese régimen legal al tiempo del juzgamiento del hecho, tal como lo muestran las así llamadas leyes penales temporales 77, que son aquellas cuya vigencia está asociada a la presencia de circunstancias excepcionales que justifican, desde el punto del legislador, someter determinados hechos a un régimen punitivo más severo, de modo tal que la valoración correspondiente de esos hechos subsiste más allá del cese de esas circunstancias (Bascuñán, 2000, 44 ss.) 78. Por eso, si el juzgamiento tiene lugar en un tiempo posterior a este cese y, por ende, posterior a la pérdida de vigencia de la ley temporal respectiva, la aplicación

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Lo cual no significa, empero, que el principio de favorabilidad cuente como “el reconocimiento de la debilidad normativa de la sociedad, que deriva de su historicidad” (van Weezel, 2007, 16); ello sólo significa, antes bien, que el hecho de la contingencia temporal de la validez jurídica – y así de la variabilidad del derecho – es reconocido por las reglas (o “meta-reglas”) que regulan las condiciones de validez de las normas de sanción penal. Esto lo desconoce flagrantemente Szczaranski, 2004, 265 s.

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preteractiva de ésta no puede ser impugnada por referencia al principio de favorabilidad 79. Bajo el derecho chileno, el principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable tiene rango constitucional. La regla del inc. º del art.  del Código Penal no es sino la reproducción legal de la exigencia categórica establecida en el art. N°  inc. º de la Constitución. Lo mismo no es predicable del principio de favorabilidad. Pues el mandato legal de aplicación retroactiva de la ley penal favorable, formulado en los inc. º y º del mismo art. , representa una decisión legislativa adoptada bajo una mera autorización constitucional. La Constitución sólo faculta, pero no obliga al legislador a adoptar esa definición 80. Por lo tanto, el legislador chileno, en el marco de la prerrogativa de decisión que le reconoce la Constitución, podría sin más producir una ley derogatoria del DL  que dispusiese, además, la inaplicabilidad de éste como ley posterior más favorable respecto de los hechos acaecidos entre el  de septiembre de  y el  de marzo de , sin que procediera esgrimir objeción alguna sobre la base del principio (constitucional) de legalidad. Invocar el art.  del Código Penal para objetar la inaplicabilidad del DL  que pudiera seguirse de una eventual ley derogatoria, tal como esto suele esgrimirse por parte de la doctrina nacional (vé. van Weezel, 2007, 20 s.), implica desconocer que el art.  del Código Penal es una (“mera”) disposición legal, que como tal puede ser siempre restringida en su alcance y efectos mediante una ley posterior: lex posterior (specialis) derogat lege priori (generali). La cuestión varía, sin embargo, si a favor del principio de favorabilidad se invoca un fundamento de derecho internacional que pudiera resultar vinculante para el legislador chileno. Esto se plantea en atención a la consagración del principio de favora bilidad tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art.  N° ) como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. º). En la medida en que se sostenga

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que la consecuencia del carácter vinculante de estas normas de derecho internacional convencional sería la correspondiente subordinación de la legislación doméstica de los respectivos Estados parte (i.e. Bascuñán, 2000, 48 s.), cabría concluir que una ley derogatoria del DL , el cual contaría entonces como ley posterior más favorable, no podría reclamar validez para hacerlo inaplicable a hechos juzgados con posterioridad a esa derogación. Pero esto desconocería que, en relación con tales hechos, el estatus del DL  frente al principio de favorabilidad, en caso de producirse su derogación legislativa, sería el de una ley intermedia. Y como habrá de mostrarse a continuación, en tanto ley penal intermedia, el DL  ni siquiera resultaría cubierto por el mandato de aplicación retroactiva de la ley penal más favorable 81.

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5.3. EL DECRETO-LEY DE AMNISTÍA COMO LEY INTERMEDIA

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Esto vuelve irrelevante la pregunta acerca de la posibilidad de una ley interpretativa del DL 2191 como solución eventualmente viable, tal como ello ha sido recientemente discutido por van Weezel (2007, 21 ss.), quien no sólo propone una enigmática tesis acerca del problema de la determinación del sentido de la ley, donde la amplitud de significados posibles sería “el reflejo de una determinada valoración social, cuando no un homenaje del legislador a la complejidad de la vida y un reconocimiento a la misión del juez” – lo cual sugiere que el legislador, como hablante, perseguiría deliberadamente la ambigüedad –, sino que también afirma que el problema de las leyes interpretativas se reduciría al problema de “la facultad judicial contenida en el art. 9º del Código Civil para dar a una determinada ley, que modifica otra, efectos retroactivos ab initio en un caso concreto” (Ibíd., 23). Críticamente al respecto Bustos/Aldunate, 2007, 17 ss.

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El principio de favorabilidad exige una relación de correspondencia entre el estatus jurídico-penal del hecho al tiempo de su acaecimiento, de una parte, y al momento de su juzgamiento, de otra. Pero esta exigencia de correspondencia no admite formularse sin más, como sin embargo ha argumentado Jakobs (Jakobs, 1991, 4/68), como una exigencia de continuidad, que es precisamente lo que deviene problemático tratándose de leyes intermedias favorables, que interrumpen tal continuidad. El punto es que a semejante interrupción no puede atribuirse el efecto que Jakobs pretende atribuirle. Pues el principio de favorabilidad procura evitar una respuesta punitiva excesiva, esto es, no merecida. Y para determinar qué es lo que exige esta relación de merecimiento, entendida como concreción del principio de culpabilidad, los únicos términos de comparación relevantes son la ley vigente al momento del hecho juzgado, que determina su estatus

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Así Bascuñán, 2004b, 212 s.: la pérdida de vigencia de la ley intermedia “acarrea su impertinencia como medida del merecimiento y la necesidad de la pena en el sentido del principio de proporcionalidad”. Así incluso Binding, 1991, 241, aunque sólo para el caso en que la nueva ley hubiera suprimido un tipo de pena anteriormente disponible en tanto contradictorio con el fin (general) de la (institución de la) pena.

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jurídico-penal de conformidad con el principio de legalidad, y la ley vigente al momento del juzgamiento del hecho, bajo la cual, satisfechas las condiciones institucionales apropiadas, puede imponerse la sanción como respuesta punitiva al hecho delictivo. Por ello, el principio de favorabilidad no ofrece fundamento alguno para la aplicación de la ley intermedia como ley más favorable 82. Que el fundamento del principio de favorabilidad se encuentra en la prohibición de exceso que se deriva del principio de proporcionalidad, admite explicarse en términos de que el régimen legal bajo el cual el hecho resulta jurídico-penalmente reprochable al momento de su juzgamiento – esto es, al momento del pronunciamiento de la eventual sentencia condenatoria – ha de representar un régimen legal que el Estado actualmente valide en la determinación de la reprochabilidad de hechos de iguales características. Si el régimen legal actualmente validado por el Estado es más benigno (= menos severo), ya sea porque la ley vigente no prevé punibilidad alguna para hechos de esas características, ya sea porque establece una menor penalidad (en atención a la naturaleza o la cuantía de la pena en cuestión), entonces mantener la aplicabilidad del régimen anterior, ya no validado, y más severo, resultaría excesivo (Jakobs, 1991, 4/51). Y esto, aun cuando, con arreglo al art.  inc. º del Código Penal, la aplicación del régimen legal vigente al momento del hecho se haya hecho efectiva a través de una sentencia firme que haya adquirido fuerza de cosa juzgada 83. En tal caso, a favor de la aplicabilidad del régimen anterior, el Estado sólo podría aducir la necesidad de afirmar la validez de la norma quebrantada, de conformidad con el régimen de punibilidad y penalidad previsto por las normas de sanción vigentes al momento del hecho, que es un régimen, sin embargo, que el mismo Estado ya no estima adecuado para hechos de iguales características. Una respuesta punitiva que disociase estrictamente la validez formal de un determinado régimen jurídico vigente en un tiempo pasado, de un lado, de las razones

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Y esta misma consideración muestra que la aplicación preteractiva de leyes penales temporales, en contra del mandato de aplicación retroactiva de la ley posterior más favorable, sólo representa una excepción aparente al principio de favorabilidad. Pues lo distintivo de una ley temporal (en sentido amplio) es que el Estado asocia su vigencia a condiciones excepcionales cuyo cese, empero, no modifica la valoración legislativa de los hechos perpetrados bajo su vigencia. Así, explícitamente, Mir Puig, 2005, 4/36. Acertadamente en contra, Oliver, 2007, 427 s.

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sustantivas a su favor que ya no son, en el tiempo presente, mantenidas con igual vigor, de otro, sería la respuesta propia de un Estado paranoide acerca de la fuerza vinculante de sus normas jurídicas; esto es, la respuesta propia de un Estado autoritario. En otras palabras, si al momento del juzgamiento del hecho la ley vigente prevé un régimen menos severo que el previsto por la ley vigente al momento del hecho, la materialización de la respuesta punitiva de conformidad con el régimen anterior, más severo, desconocería el presupuesto pragmático que, tal como el propio Jakobs lo ha formulado, subyace a la relación dialéctica entre delito y pena como un decir y un contra-decir, a saber: que, al momento de la punición, el delito representa el mismo conflicto que representaba al momento de su comisión (Jakobs, 1991, 4/50) 84. Lo crucial es advertir, pace Jakobs, que para la explicitación de este presupuesto no necesita recurrirse al adverbio de tiempo “aún” (= “todavía”), pues el presupuesto también se satisface si se emplea el adverbio “nuevamente”. Que entre el tiempo del hecho y el tiempo del juzgamiento aquél haya estado sujeto, durante algún lapso, a un régimen más favorable, no puede significar que el restablecimiento legal del régimen vigente al tiempo del hecho, antes que el tribunal competente pronuncie sentencia de término (art.  inc. º CP), tuviera que resultar estéril en la determinación actual de la respuesta punitiva que el hecho juzgado merece. Pues de lo contrario habría que afirmar que las “expectativas de impunidad o trato más favorable” que el ciudadano pudiese albergar en virtud de la vigencia intermedia de una ley no vigente al momento del hecho, así como tampoco al momento de su juzgamiento, serían expectativas jurídicamente protegidas, en el entendido de que su frustración comprometería la seguridad jurídica 85.

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5.4. ¿APLICABILIDAD DE LA LEY INTERMEDIA COMO EXIGENCIA DE IRRETROACTIVIDAD?

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Correspondientemente Bascuñán, 2004b, 213: imparcialidad respecto de la consolidación del régimen legal más favorable. Explícitamente Roxin, 1997, § 5/61; Hassemer/Kargl, 2005, § 2/23. Vé. Dannecker, 1993, 429 ss., dando cuenta de la jurisprudencia del Tribunal

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Jakobs sostiene, a modo de fundamentación de la aplicabilidad de la ley intermedia como ley posterior más favorable, que habría que garantizar al hechor un juzgamiento con arreglo al régimen más favorable que esté o haya estado vigente al momento de la comisión del hecho, o bien con posterioridad (Jakobs, 1991, 4/68). Pero la pregunta es, precisamente, ¿por qué? Aquí hay que destacar que tras plantear la interrogante acerca de si la ley bajo la cual el hecho es juzgado tiene “que estar vigente, y en qué sentido, en el momento de la sentencia” (Ibíd., 4/49), Jakobs termina sosteniendo que tanto el título de punibilidad como el marco penal aplicable han de estar determinados ya al momento del hecho, “por razones formales asociadas al Estado de derecho” (Ibíd., 4/52). Esto es decisivo. Pues el fundamento que Jakobs ofrece a favor de la aplicabilidad retroactiva de la ley intermedia como ley posterior más favorable no es el fundamento sobre el cual descansa el principio de favorabilidad, sino más bien aquel sobre el cual descansa el principio de legalidad; en términos de Jakobs: una garantía de objetividad (Jakobs, 1991, 4/9) 86. Pero como lo ha mostrado Bascuñán (Bascuñán, 2000, 92), la plausibilidad de esta fundamentación depende, ni más ni menos, de que el desconocimiento de la ley intermedia más favorable como ley aplicable tuviera que entenderse, en consecuencia, como una contravención de la prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable, esto es, del principio de irretroactividad. Luego, el argumento exigiría poder mantener que el desconocimiento de la ley intermedia como ley aplicable conllevaría hacer aplicable, con efecto retroactivo, la ley que cobra o recobra vigencia al perder vigencia la ley intermedia, resultando aquélla más desfavorable para el imputado 87. Pero en la medida en que la ley que recupera vigencia, tras la pérdida de vigencia de la ley (entonces) intermedia, haya estado vigente al momento de la perpetración del hecho, entonces por definición no podrá afirmarse una contravención del principio de irretroactividad. Pues lo que éste prohíbe, precisamente, es la aplicación de un régimen legal distinto de aquel que se encontraba vigente al momento del hecho 88. De resultar aplicable el régimen

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vigente al momento del hecho, se tratará así de una aplicación preteractiva – en todo caso prospectiva – de la ley vigente al momento del hecho, que es, según ya se indicara, el correlato preciso del principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable. ¿Cabría objetar a esto que el tenor literal del art.  del Código Penal impone la aplicabilidad de la ley intermedia como ley más favorable? La determinación del alcance del principio de favorabilidad aquí sugerida, que excluye la aplicabilidad de la ley intermedia, se deja conciliar con el texto del inc. º del art. :

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Constitucional Federal alemán precisamente en este sentido. Al respecto vé. t. Bascuñán, 2000, 91-92. Cuestión distinta es si el tenor literal del § 2.3 del Código Penal alemán en efecto impone la aplicación retroactiva de la ley intermedia. Lo que aquí interesa es que, aun de ser éste el caso, el fundamento para esa aplicación no se deja reconducir al principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable. Así Novoa, 2005, T.I, 191; Cury, 2005, 232; Garrido, 2005, T.I, 113. Acertadamente, empero, Etcheberry (1998, T.I, 148) observa que el tenor literal del inc. 2º art. 18 no hace posible resolver aquellos casos en que la ley vigente al momento del juzgamiento es más severa que la ley intermedia, pero menos severa que la vigente al momento del hecho. Que el tenor literal de la disposición no resuelve la interrogante, lo reconocen partidarios de la aplicabilidad de la ley intermedia como ley posterior más favorable. Vé. por ej. Politoff/Matus, 2002, 267. Análogamente, en relación con el art. 2.2 del Código Penal español, Oliver, 2007, 424 s.

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El tenor literal de la disposición parece favorecer, a primera vista, una interpretación que le atribuya el sentido de incluir la ley intermedia como ley más favorable, esto es, “que exima al hecho de toda pena o le aplique una menos rigorosa” 89. Pero esta consideración resulta neutralizada, en primer término, por la evidencia, ya aportada, de que la inclusión de la ley intermedia bajo el alcance del principio de favorabilidad no se adecúa al fundamento material del mismo. Por ende, la pregunta es si la tesis aquí propuesta, que excluye la aplicabilidad retroactiva de la ley intermedia en el sentido del principio de favorabilidad, es admisible como interpretación del inc.º del art. 90.Y la respuesta es afirmativa 91. Lo único que se requiere para ello es proponer una correlación temporal entre la cláusula referida a la “promulgación” – entendida como

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Si después de cometido el delito y antes de que se pronuncie sentencia de término, se promulgare otra ley que exima tal hecho de toda pena o le aplique una menos rigorosa, deberá arreglarse a ella su juzgamiento.

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La Ley 19241, de 28 de agosto de 1993, que representó la reacción legislativa al secuestro del hijo del dueño del principal medio de prensa escrita del país, aumentó las penas asignadas al delito base y a las modalidades calificadas de secuestro del art. 141 del Código Penal.

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entrada en vigencia – de la ley más favorable (“antes de que se pronuncie sentencia de término”), de un lado, y la cláusula referida al juzgamiento del hecho de conformidad con esa ley, de otro, de manera tal de introducir, a modo de presupuesto implícito, la condición consistente en que la ley más favorable sea la ley vigente al momento del pronunciamiento de la sentencia de término. La inaplicabilidad del DL  como ley intermedia más favorable, que se seguiría de su eventual derogación legal y tendría que conllevar la aplicación del régimen legal vigente al momento de los hechos acaecidos entre septiembre de  y marzo de , en ningún caso supondría, entonces, una vulneración del principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable. Pues lo único que estaría condicionándose a través de tal derogación legal sería el restablecimiento de la aplicabilidad de la ley penal efectivamente vigente al tiempo de los hechos. Sobre esta base cabe examinar, finalmente, cuál tendría que ser la solución para los casos en que la ley vigente al momento del juzgamiento, tras la eventual derogación del DL , no sea idéntica a la ley vigente al momento del hecho, sino una ley más severa que las dos anteriores. Esta situación se da, por ejemplo, tratándose de la penalidad del secuestro con arreglo al art.  del Código Penal, que fuera incrementada en el periodo posterior 92. En un caso tal, la aplicabilidad de este tercer régimen, punitivamente más severo, resulta excluida sin más por el principio de irretroactividad. La aplicabilidad del DL  también resulta excluida, precisamente por tratarse de una ley intermedia, que – bajo la tesis aquí defendida – no puede reclamar aplicabilidad de conformidad con el principio de favorabilidad. El régimen penal aplicable ha de ser, entonces, el vigente al momento del hecho, de conformidad con el principio de preteractividad. En la medida en que el régimen vigente al momento del juzgamiento del hecho encierre ya la valoración del hecho que se corresponde con su estatus jurídico-penal de conformidad con la ley vigente al momento de su comisión, que será en definitiva la ley aplicable, el presupuesto pragmático de la congruencia de la valoración legal del hecho – al momento de su perpetración y al momento de su juzgamiento – se ve salvaguardado.

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DE LAS VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS?

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Sentencia del 13 de diciembre de 2006 (rol 559-04). Vé. t. la sentencia de 13 de marzo de 2007 (rol 3125-04), recaída en el caso del homicidio calificado de Manuel Tomás Rojas Fuentes; la de 10 de mayo de 2007 (rol 3452-06), recaída en el caso conocido como “Londres 38”; y la de 22 octubre de 2007 (rol 516-07), recaída en el caso del homicidio calificado de Ofelia Rebeca Villarroel Latín.

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1 ¿ IMPRESCRIPTIBILIDAD

La circunstancia de que el DL  en definitiva deje de reclamar validez, o bien de recibir aplicación – ya sea a consecuencia de su impugnación judicial o de su posible derogación legal –, de inmediato hace pertinente la cuestión de la eventual configuración de una extinción de la responsabilidad de los afectados en virtud de la prescripción de la respectiva acción penal, según lo dispuesto en el art.  N°  del Código Penal. Plantear esta pregunta, sin embargo, presupone asumir la posibilidad de que una prescripción de la acción penal en efecto venga en consideración como causa de extinción de la responsabilidad penal en este ámbito, algo que la Corte Suprema también ha negado a través de su última jurisprudencia, fundamentalmente a partir de su célebre decisión, de fines del año , recaída en el así llamado “caso Molco”1. Esto, porque más allá de cuál sea el

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1. ¿IMPRESCRIPTIBILIDAD

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Ninguna otra proposición del derecho penal es tenida por tan auto-evidente como ésta: nulla poena sine lege. Nos suena como un legado ancestral; aparece cual eslogan donde es pertinente y donde no lo es, y como tal también oscila en su significado. La legislación y la doctrina se han sometido a sus consecuencias con una extraña unanimidad. Mas ella y su tiranía son de muy reciente data. (Karl Binding, Handbuch des Strafrechts.)

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Vé. por ejemplo Matus, 2006, 393 ss.; Aguilar, 2008, 153 ss. En particular respecto de la primera sentencia referida en la nota anterior, vé. Zúñiga, 2007, 528 ss. vé. t. Nogueira, 2008, 580 ss. Para una visión más matizada, Guzmán Dalbora, 2007, 110 ss., 117 ss. Cabe anotar, de paso, que constituye un error asumir, como sin embargo, sugiere Aguilar (2008, 159 s., con nota 38), que la consagración de semejante principio de imprescriptibilidad en el Estatuto de Roma lo convierte en parte del derecho vigente de los Estados parte que reconocen la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Esto, porque las normas del Estatuto de Roma sólo constituyen el derecho aplicable por la Corte en el ejercicio de su jurisdicción. Esto, con fecha 18 de agosto de 2010.

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encuadramiento preciso de los hechos bajo los tipos delictivos de la parte especial del derecho penal chileno, en todo caso se trataría aquí de crímenes contra la humanidad, respecto de los cuales, de conformidad con el derecho internacional, estaría excluida la admisibilidad de una prescripción de la acción penal correspondiente 2. Sin que en este marco sea posible ni pertinente hacerse cargo cabalmente de esta toma de posición de la Corte, cabe apuntar, sin embargo, cuán débil argumentativamente resulta la afirmación no cualificada de un principio general de imprescriptibilidad de hechos delictivos constitutivos de “graves violaciones de derechos humanos”. Aquí puede ser útil examinar la manera en que en la doctrina chilena reciente se ha intentado fundamentar esa afirmación. En un extenso artículo monográfico dedicado al punto en cuestión, Gonzalo Aguilar ha pretendido sostener que, con arreglo al desarrollo de una cultura de respeto y promoción de los derechos humanos, “la prescripción, ya sea penal o civil, en casos de crímenes internacionales, entra en contradicción con el principio del primado del derecho” (Aguilar, 2008, 156). A este respecto, es importante advertir, de entrada, que la práctica efectiva de los Estados, que podría fundamentar el carácter de norma de jus cogens de tal principio de imprescriptibilidad aplicable a hechos constitutivos de crímenes contra la humanidad – y en general, de seguirse a Aguilar, de “crímenes internacionales” –, no satisface las condiciones de persistencia y consistencia que ello requeriría (vé. Fuentes, 2005, 1197 s.). A este respecto, no puede ser irrelevante que la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los Crímenes contra la Humanidad 3, de , hasta hoy sólo cuente con  ratificaciones – entre las cuales, por lo demás, no figura la del Estado de Chile 4.Y esto, no porque se intente subvertir el supuesto fun-

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Sutilmente, Aguilar observa que, de esta manera, la disposición en cuestión “reconoce la existencia de crímenes internacionales

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no podrá dictar sobreseimiento definitivo respecto de los delitos que, conforme a los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes, sean imprescriptibles o no puedan ser amnistiados […].

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damento consuetudinario de ese principio, sustituyéndolo por un fundamento exclusiva y excluyentemente convencional, sino más bien porque la exigüidad de las ratificaciones de la convención referida en efecto muestra que la práctica de los Estados no hace reconocible un patrón de persistencia y consistencia como el requerido para tener por configurada una norma de derecho internacional con base consuetudinaria. El desiderátum de validez de una determinada exigencia normativa, por más fuerte que sea, no puede equivaler a una constatación de la efectividad de sus propias condiciones de existencia. No obstante lo anterior, aun asumiendo que pudiese fundamentarse un principio de imprescriptibilidad concluyente en el derecho internacional, esto tampoco significaría que tal principio pudiese invocarse, como premisa de un argumento judicialmente operativo, para excluir la aplicación de las reglas legales vigentes en el derecho doméstico. Pues incluso suponiendo que el derecho internacional conociese semejante principio categórico de imprescriptibilidad de los hechos respectivos, de ello sólo se seguiría que el Estado de Chile, al reconocer la prescripción, estaría incumpliendo el deber impuesto por ese principio. Pero esto, una vez más, no significa que un tribunal de la República, como lo es, por ejemplo, la Corte Suprema, esté habilitado sin más para resolver la supuesta antinomia. De conformidad con el diseño constitucional de un sistema diferenciado de distribución de competencias, la tarea de adecuar la legislación a los principios de derecho internacional que pudieran vincular al Estado de Chile cae dentro del ámbito de competencia del legislador, y no de un órgano jurisdiccional. Distinta sería la situación, ciertamente, si el principio de imprescriptibilidad en cuestión estuviese de hecho reconocido como componente del derecho interno vigente, y en tal medida aplicable por los tribunales con jurisdicción nacional. Aguilar menciona aquí la norma del inc. º y final del art.  del Código Procesal Penal (Aguilar, 2008, 171 s.), que dispone que el juez de garantía

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donde la prescripción y la amnistía son improcedentes” (Aguilar, 2008, 171) 5. La sutileza de la formulación radica en su ambigüedad. Pues el reconocimiento que el derecho internacional puede validar un postulado consistente en la imprescriptibilidad de determinados crímenes no equivale a un reconocimiento de ese mismo postulado, como norma de derecho vigente, en el respectivo ordenamiento doméstico. En efecto, el reconocimiento de la imprescriptibilidad – así como de la improcedencia de la amnistía – depende, con arreglo al art.  del Código Procesal Penal, de que el tratado correspondiente haya sido ratificado por el Estado de Chile y se encuentre, además, vigente al momento del eventual pronunciamiento del sobreseimiento. Ninguna de estas dos condiciones copulativamente necesarias se cumple, empero, en el ámbito aquí discutido. Es importante tener en cuenta, finalmente, que la Ley , publicada con fecha  de julio de , que “tipifica crímenes de lesa humanidad y genocidio, y los crímenes y delitos de guerra” 6, establece en su art.  una regla de imprescriptibilidad, tanto de la acción penal como de la pena, en relación con los delitos que esta ley especial tipifica. El art.  de la misma ley, sin embargo, establece una regla de aplicación prospectiva, de modo tal que sus disposiciones (incluido el art. ) “sólo serán aplicables a hechos cuyo principio de ejecución sea posterior a su entrada en vigencia”. Por ende, la entrada en vigencia de la Ley  no afecta la validez del argumento en contra del reconocimiento de un principio de imprescriptibilidad que pudiera ser judicialmente operativo en relación con los casos que aquí interesan. 2. LOS PRESUPUESTOS MATERIALES

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DE LA PRESCRIPCIÓN DE LA ACCIÓN PENAL 2.1. LA CONTINGENCIA DE LA PUNICIÓN

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Vé. t. Matus, 2006, 395 s. De este modo, la ley convierte en parte del ordenamiento jurídico el derecho que define el ámbito de competencia material de la Corte Penal Internacional, cuyo estatuto fuera ratificado por el Estado de Chile una vez introducida, por la Ley 20352 de reforma constitucional, la disposición 24ª transitoria. Para una visión de conjunto acerca de las bases jurisdiccionales de la Corte y el derecho aplicable por ella, vé. Mañalich, 2009a, passim.

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Asumiendo que una prescripción de la acción penal pudiera venir en consideración tratándose de casos respecto de los cuales el DL  dejase de reclamar aplicación, se plantea entonces la

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Vé. t. Horvitz, 2006, 223 ss. Para esta comprensión de la prescripción como renuncia estatal a la punición, que como tal no genera expectativas protegidas (“derechos”) para el imputado, vé. por ej. Novoa, 2005, T.II, 403. Cuál sea el fundamento último de esta delimitación temporal de la posibilidad de persecución penal, no resulta una determinación fácil. Una fundamentación sumamente controversial, conducente a la postulación de una “naturaleza puramente procesal” de la prescripción, se encuentra en Binding, quien sostenía que la única razón que justifica la prescripción de la acción penal se halla en la progresiva disolución de los medios probatorios que el paso del tiempo conlleva: “En el mismo instante en que la experiencia

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pregunta acerca del cómputo del plazo de prescripción correspondiente, que en casos de crímenes es de  ó  años, dependiendo de si la ley prevé o no una pena de presidio perpetuo (art. , inc. º y º, del Código Penal). A primera vista, la respuesta parecería encontrarse, de modo no problemático, en el art.  del Código de Penal, según el cual el plazo de prescripción corre “desde el día en que se hubiere cometido el delito”. Que esta regla no se deja aplicar simplistamente, equiparando las nociones de comisión y consumación del delito, debería resultar suficientemente claro en atención a la estructura típica de los delitos permanentes (vé. supra, IV, 2.2.), y en general en atención a todo hecho punible cuya ejecución, en unidad de acción, trascienda la consumación del delito (vé. Binding, 1991, 836 s.). Esto quiere decir, en rigor, que la prescripción sólo puede correr a partir del momento de la terminación del delito, el cual puede coincidir o no coincidir con el momento de su consumación. Pero lo que aquí interesa es algo más, a saber, que la regla del art.  no se deja aplicar sin más en caso de que la eventual persecución penal haya estado institucionalmente imposibilitada (vé. Mañalich, 2004, 27 ss.) 7. La institución de la prescripción de la acción penal, constitutiva de una causa de extinción de la responsabilidad penal, puede ser entendida como un compromiso del Estado de derecho. En la persecución penal, el Estado se somete a determinadas restricciones, que aquí revisten carácter cronológico. Transcurrido un periodo más o menos extenso, según cuál sea la gravedad del hecho punible correspondiente (manifestada en el marco penal respectivo), sin que la persecución penal se haya hecho, el Estado renuncia a ella 8. Y esto quiere decir: el Estado de derecho no mantiene indefinidamente abierta la contingencia de la punición 9.

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Esto presupone, sin embargo, que la punición sí ha sido contingente por algún espacio de tiempo, que es precisamente el lapso que se corresponde con el plazo de prescripción. Este presupuesto de la contingencia de la punición vuelve comprensible la regla del art.  del Código Penal, con arreglo al cual en caso de que el responsable estuviese ausente del territorio de la República, el transcurso del plazo de prescripción se computará “contando por uno cada dos días de ausencia”.Y esto, aun a pesar de que en tal caso la punición sigue siendo institucionalmente contingente; el responsable podría ser detenido en el exterior y extraditado, por ejemplo, de haber una orden de captura vigente. Gonzalo Yuseff, monografista sobre la materia en la doctrina nacional, sostiene que la regla del art.  del Código Penal se dejaría explicar por referencia al principio contra non valentem agere prescriptio non currit, de origen civilista (Yuseff, 2005, 56), el cual ofrecería un fundamento para la institución de la prescripción en términos de una presunción de renuncia al ejercicio del derecho correspondiente, presunción que no regiría, sin embargo, si este derecho no es susceptible de ser ejercido (Ibíd., 18 s.).Yuseff sostiene, sin embargo, que este principio no resultaría pertinente para dar cuenta del sentido y alcance de las demás reglas sobre la prescripción de la acción penal. De ahí que Yuseff mantenga, en contra de la “analogía civilista”, que el fundamento de la institución de la suspensión de la acción penal no podría encontrarse en un principio general – como el de contra non valentem agere prescriptio non currit –, sino exclusivamente en la ley (Ibíd., 118), en circunstancias que, bajo el Código Penal chileno, la única causa de

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lleva al legislador al convencimiento de que llega un momento en el cual el ser o no-ser de las pretensiones punitivas ya no alcanza, en promedio, a ser fijado con certeza histórica, él tiene que reconocer una prescripción y este momento como su término. Pues la pena justa es sólo la pena del crimen completamente probado” (Binding, 1991, 822). Este fundamento, sin embargo, no es compartido por la institución de la prescripción de la pena (ya impuesta), a favor de la cual, según el propio Binding, no existirían razones concluyentes. Además, el criterio de la progresiva disolución de los medios probatorios difícilmente parecería poder explicar que el plazo de prescripción sea dependiente de la gravedad del hecho punible respectivo (a menos que pudiera sostenerse que a mayor gravedad del delito, mayor perdurabilidad de los antecedentes para su eventual comprobación procesal). Así Bloy, 1976, 183 s., quien defiende una concepción monista bajo la cual tanto la prescripción de la acción penal como la prescripción de la pena serían categorías del derecho penal material, cuya función unitaria consistiría en la demarcación temporal del ámbito de punibilidad del hecho (Ibíd., 192 ss.).

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Así explícitamente Zimmermann, 1997, 120 s., quien termina rechazando, sin embargo, tanto la vía de la aplicación analógica (147 ss.) como la vía de postulación de un principio inmanente (165 ss.), para favorecer en cambio, de cara al procesamiento jurídico-penal de la criminalidad de Estado de la RDA, la vía de una ampliación (legal) de los plazos de prescripción aún no cumplidos (189 ss.). Vé. Atria, 2002, 125 ss.; 2000, passim.

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2.2. LA PRESCRIPCIÓN COMO PROMESA DEL ESTADO DE DERECHO

Puede ser útil considerar, en este punto, la objeción dirigida por Stefan Zimmermann en contra del argumento – elaborado en la doctrina alemana entre otros por Schroeder y Baumann – a favor de una restricción inmanente de las reglas sobre prescripción de la acción penal, las cuales presupondrían la existencia de una voluntad estatal de persecución de los hechos correspondientes (Zimmermann, 1997, 167 ss.). La objeción de Zimmermann descansa, en lo fundamental, en que la supresión deliberada de esa voluntad estatal de persecución penal no bastaría para excluir a priori la

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suspensión legalmente reconocida consiste en “haberse dirigido procedimiento contra el delincuente”, tal como dispone el art. . Lo que Yuseff ofrece es un argumento en contra de la aplicación analógica de la regla del art.  del Código Penal, que condiciona la suspensión de la prescripción de la acción penal al ejercicio de ésta, en el entendido de que, a diferencia de otras legislaciones, la regulación chilena no reconoce la suspensión de la prescripción “cuando determinados obstáculos legales, y en algunos casos de hecho, impidan, sea la iniciación, sea la prosecución de la acción penal” (Yuseff, 2005, 118). Pero la objeción en contra de tal aplicación analógica no equivale a una objeción en contra de la identificación de un principio inmanente, subyacente no a la regla aislada sobre suspensión de la prescripción, sino a la institución misma de la prescripción de la acción penal como causa de extinción de la responsabilidad10. De ser plausible la identificación de un principio semejante, entonces cabría postular la inaplicabilidad de la regla general, conforme a la cual el plazo de prescripción corre sin interrupción ni suspensión desde el momento de la terminación del delito, en la medida en que la aplicación de esta regla aparezca, desde el punto de vista de su fundamento, como inadecuada frente a las particularidades del caso; o dicho en términos de la teoría del razonamiento jurídico, en la medida en que la regla resulte derrotada por la falta de adecuación de su aplicación11.

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posibilidad de que los hechos en cuestión de todas formas hubiesen de ser dejados atrás por la incidencia del mero paso del tiempo. Esto, en tanto tal relegación histórica de los hechos no sólo revestiría una dimensión objetiva, sino también una dimensión subjetiva, la cual no tendría por qué verse afectada por una omisión deliberada de persecución penal por parte del Estado (Ibíd., 168 s.). El argumento de Zimmermann se funda en una determinada concepción del significado y la función de la prescripción, a la cual subyacería el reconocimiento de un proceso de gradual Historizierung del hecho delictivo, tanto en términos objetivos, lo cual sería determinante para la desaparición de las razones para la punición desde un punto de vista de prevención general, como en términos subjetivos, lo cual sería determinante desde un punto de vista de prevención especial (Zimmermann, 1997, 49 ss.). Pero ésta se halla lejos de ser una concepción de la prescripción que se encuentre más allá de toda objeción posible. En particular, ella podría ser contrastada con una concepción del fundamento de la prescripción que se construyera en términos de una teoría retribucionista de la pena. Zimmermann recurre al lugar común de que la institución de la prescripción carecería de todo fundamento posible si ella se entendiera como razón para la exclusión de una punición retributivamente fundada (Zimmermann, 1997, 55 ss.), esto es, de una punición entendida como “irrogación de un mal, carente de fines, para la compensación de la lesión del derecho cometida culpablemente (Ibíd., 55)”. Aquí es fundamental constatar, por de pronto, que Zimmermann asume la supuesta obviedad de una comprensión estrictamente deontológica del principio de retribución, propia de la tradición kantiana, que lo entiende como un imperativo categórico. Con esto, empero, Zimmermann desconoce la neutralidad meta-ética del principio de retribución (vé. supra, II, 7.1.). Si se entiende, en cambio, que el delito sólo fundamenta, directamente, un derecho a la punición, cuyo titular es el Estado en tanto emisor de la norma de comportamiento cuyo quebrantamiento imputable constituye el injusto culpable – esto es, el delito –, entonces no hay razón alguna para asumir que el Estado no pudiera renunciar al ejercicio de este derecho en caso de transcurrir un determinado lapso sin que se materialice un ejercicio exitoso de la acción penal correspondiente – así como tampoco para asumir que el Estado no pudiese asociar una

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Así se deja explicar, entonces, el fundamento de la así llamada “media prescripción”, que el art. 103 del Código Penal establece como circunstancia de atenuación intensificada en caso de que haya transcurrido la mitad del plazo de prescripción – de la acción penal o de la pena –, debiendo imponerse la pena o modificarse la ya impuesta como si concurriesen “dos o más circunstancias atenuantes muy calificadas y […] ninguna atenuante”. Al respecto infra, V, 5. Así Binding, 1991, 822, quien, según ya se indicara, restringía el fundamento de la prescripción de la acción penal a la progresiva disolución de los medios probatorios. Vé. supra, p. 209, n.9. Como locus clásico para el argumento a favor de la promesa como base de la auto-obligación jurídica del Estado, vé. Jellinek, 2000, 346 ss.

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morigeración de la punición correspondiente a un transcurso parcial de ese lapso 12. Y a esto no obsta que, eventualmente, ese derecho punitivo del Estado pueda coexistir con un deber punitivo que recaiga sobre el mismo Estado. Porque tal como lo sugiriera Binding, al reconocer legalmente la prescripción como razón para la exclusión de la punición, el Estado puede estar renunciando a su derecho punitivo precisamente en atención al decaimiento de las razones para su deber punitivo paralelo, en tanto el ejercicio de la acción penal se haya vuelto innecesario o (fácticamente) inviable 13. Puesto el problema en estos términos, no parece haber razón alguna por la cual la extinción del derecho punitivo respectivo no pueda entenderse sujeta a la condición inmanente de que el ejercicio de la acción penal haya sido, desde el principio, institucionalmente posible. Lo único que esto requiere es no reducir el fundamento de la extinción de la responsabilidad penal por prescripción de la acción penal a la supuesta “fuerza del paso del tiempo”, sino vincularlo a un juicio estatal de prudencia acerca de las condiciones de ejercicio de su propia pretensión punitiva. Precisamente, esta noción de una restricción del horizonte temporal del ejercicio admisible de la pretensión punitiva en virtud de un juicio estatal de prudencia hace posible entender la institución de la prescripción de la acción penal como un compromiso del Estado de derecho 14. Este compromiso consiste en que el Estado de derecho no mantiene indefinidamente abierta la contingencia de la punición, poniéndose un plazo para hacer efectiva su (eventual) pretensión punitiva, plazo que corre con independencia, en principio, de cuán viable de facto sea la mate rialización de esta pretensión. La regulación de la prescripción, sin embargo, descansa sobre el presupuesto de que la persecución

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penal ha sido viable de iure; lo contrario constituiría una contradictio in adjecto. Y justamente este presupuesto aparece manifiestamente comprometido allí donde el ejercicio de la pretensión punitiva resultaba bloqueado por una auto-amnistía que reclamaba validez jurídica, sin que esta efectiva inhibición de la persecución penal pueda resultar modificada, retroactivamente, en virtud de una posterior declaración de nulidad de esa autoamnistía. Desde el punto de vista del fundamento inmanente de la institución de la prescripción de la acción penal, tal situación no puede entenderse comprendida por la regulación de la prescripción, en la medida en que su aplicación sea entendida como una operación que no es ciega al fundamento de esa misma institución. Y este fundamento resulta sobrepasado allí donde la supresión de la contingencia de la punición respondía a una maniobra de auto-exoneración desplegada desde el propio aparato del Estado. 2.3. LA DERROTABILIDAD

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DE LA REGULACIÓN DE LA PRESCRIPCIÓN

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La dificultad argumentativa implicada en una impugnación de la adecuación de la aplicabilidad de la regulación de la prescripción en tales casos, cuyas circunstancias han de contar, entonces, como circunstancias de la derrotabilidad de esa regulación, admite explicarse en términos de lo que cabría llamar, parafraseando a Rawls, la parte no-ideal de una teoría de la justicia de las instituciones (vé. Rawls, 1971, 244 ss.). La vigencia de instituciones legitimadas por criterios de justicia descansa en la efectividad de ciertas condiciones de las cuales depende la justicia del contexto que define el horizonte de aplicación de las reglas sobre las cuales operan esas mismas instituciones. Pero en tanto esas reglas pretendan reclamar vigencia frente a situaciones en que esas condiciones de justicia de trasfondo resultan manifiestamente incumplidas, se vuelve necesario proveer criterios para modular esa aplicación, en términos de una identificación de principios de justicia que den cuenta de la injusticia de las circunstancias que condicionan su aplicación, que no son las de una “sociedad bien ordenada” (vé. Rawls, 1971, 245 s.). Y tal apelación a “la justificación general de [una] institución para hacerla accesible a discriminaciones en el seno de la institución misma”, como observa Dworkin, constituye el procedimiento que hace posible descubrir cuál es la respuesta correcta, en derecho, para un caso difícil (Dworkin, 1984, 176 s.).

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El problema de la derrotabilidad de la regulación de la prescripción de la acción penal no es, por tanto, un problema que concierna el contenido de esa regulación. Que bajo ciertas condiciones las reglas jurídicas puedan ser entendidas como derrotables por circunstancias que conllevan la inadecuación de su aplicación no es un dato de esas reglas, sino de la práctica en el contexto de la cual aquéllas son (o no son) aplicadas (Atria, 2002, 137). Y esto depende, a su vez, de que esta práctica sea reconstruida bajo la adopción de una actitud interpretativa, que se despliega en dos niveles: primero, en términos de una atribución de significado (o “propósito”) a la institución en cuestión; y segundo, en términos de una reestructuración de esa institución a la luz de esa atribución de significado (Dworkin, 1986, 46 ss.). De cara a la institución de la prescripción, esto quiere decir lo siguiente: primero, que la prescripción de la acción penal es la institución que provee la demarcación de la extensión temporal de la contingencia (institucional) de la punición; y segundo, que la institución de la prescripción de la acción penal no puede reclamar aplicación allí donde la punición no ha sido (institucionalmente) contingente. Sería equívoco, según ya se sostuviera, objetar a este argumento incurrir en una analogía inaceptable bajo el principio de legalidad (nulla poena sine lege stricta). Pues el argumento no consiste en hacer extensible, analógicamente, la regla específica sobre suspensión del plazo de prescripción a un caso no cubierto por esa regla, sino en controvertir la aplicabilidad del régimen general de prescripción de la acción penal a una situación en que su presupuesto falla estructuralmente. A esto no cabe oponer que el mandato de aplicación “estricta” de la ley penal dirigido al adjudicador, que constituye el estándar correlativo al mandato de determinación que el legislador ha de observar al formular normas de sanción penal (nulla poena sine lege certa), impediría estimar inaplicable una regulación – favorable al imputado – en contra del “claro tenor literal” de las disposiciones en que esa regulación se expresa. Pues de conformidad con la consagración del principio de legalidad en la Constitución chilena, el mandato de determinación, en tanto exigencia de precisión intensificada de la descripción legal, se halla primariamente referido a la formulación precisa del supuesto de hecho de la norma de sanción penal, esto es, del tipo delictivo: “Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”, dispone el inc. º del art.  N°  de la Constitución.

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Es ciertamente correcto, empero, reconocer una exigencia equivalente de determinación precisa de la pena en la regla del inc. º de la misma disposición, que presupone que la ley aplicable al hecho ha determinado una pena específica, de modo tal que el delito “no se castigará con otra”. Así cabe entender incluida, por vía interpretativa, la exigencia de una indicación precisa tanto de la naturaleza (o clase) de pena como de sus límites máximo y mínimo. Mas ello no basta para poder entender sujetas a los mismos estándares de formulación precisa y aplicación “estricta” aquellas reglas que no conciernen la determinación del objeto ni de los presupuestos un determinado hecho delictivo, como tampoco la determinación de las consecuencias jurídicas específicamente asociadas a ese hecho delictivo. 3. LA PRESCRIPCIÓN DE LA ACCIÓN PENAL

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BAJO LA PROHIBICIÓN DE RETROACTIVIDAD 3.1. EL PROBLEMA

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Vé. al respecto Maurach/Zipf, 1994, § 10/20 ss., a favor de una equiparación del alcance de la prohibición de analogía y el principio de irretroactividad. A favor de la tesis del carácter mixto (sustantivo-procesal) con matices Merkel, 2004, 254 s.; decididamente Mezger, 1957, 420 s., con nota 25. Roxin, 1997, § 5/56. En la doctrina chilena, vé. Oliver, 2007, 220.

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En términos paralelos cabría esperar aquí la ulterior objeción de que el argumento ya esbozado, orientado a rechazar la aplicación del régimen ordinario de prescripción de la acción penal en relación con hechos que hubiesen quedados comprendidos por el decreto-ley de amnistía, contravendría otra exigencia específicamente impuesta por el principio de legalidad, a saber, la prohibición de modificación retroactiva, con carácter desfavorable, del régimen de punibilidad y penalidad vigente al momento del hecho: nulla poena sine lege praevia 15. Y esto, aun dejando en suspenso, por el momento, si a la extinción de la responsabilidad a que da lugar la prescripción de la acción penal (art.  N°  CP) ha de atribuirse “naturaleza” material, procesal o mixta16. Pues es obvio que, en la medida en que el principio constitucional de legalidad penal pretende ser vinculante para el legislador, su alcance no puede depender del etiquetamiento que el propio legislador pueda hacer de una determinada condición de la punición como material o procesal, ya que de lo contrario el principio podría ser eludido sin más17. Para dar un ejemplo: la

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En la doctrina chilena, defendiendo el carácter sustantivo de la institución de la prescripción, Cury, 2005, 799, quien postula la sujeción de su regulación al principio de irretroactividad de la ley penal. Así precisamente Lemke, 2005, ante §§ 78 ss. 4 ss. En estos términos, sin embargo, Roxin, 1997, § 5/58; Köhler, 1996, 98 s. Así explícitamente Hassemer/Kargl, 2005, § 1/63.

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3.2. ESBOZO DE JURISPRUDENCIA CONSTITUCIONAL (COMPARADA)

Aquí puede ser relevante contrastar las decisiones más emblemáticas de los dos tribunales cuya producción jurisprudencial tiende a ser prioritariamente considerada en la discusión constitucional comparada. En una muy importante decisión del año , recaída en el caso Stogner versus California (539 US 607), la Corte Suprema Federal de los EE.UU. tuvo ocasión de pronunciarse al respecto. Aquí se trataba de una ley del Estado de California, que habilitaba la persecución penal de determinados delitos de

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manera en que “la muerte del responsable” constituye una causa de extinción de la responsabilidad (art.  N°  CP) no se ve modificada por la circunstancia de que se la entienda como un obstáculo sustantivo o procesal a la punición – lo cual, por lo demás, se ve suficientemente reflejado en el hecho de que, de conformidad con las reglas del Código Procesal Penal, tales causas de extinción de la responsabilidad puedan constituir causas de sobreseimiento definitivo al cierre de la investigación, así como también oponerse a modo de excepciones de previo y especial pronunciamiento. Esto quiere decir, en otros términos, que la respuesta a la pregunta de si el principio de irretroactividad de la ley penal alcanza o no la regulación de la prescripción de la acción penal no puede depender de una determinación nominal, sino más bien de una determinación funcional.Y lo crucial a este respecto es si, a través de la fijación de plazos de prescripción que condicionan temporalmente el ejercicio de la acción penal, el legislador expresa o no una decisión acerca del específico merecimiento de pena del hecho 18. En la medida en que esta pregunta haya de ser respondida negativamente 19, habrá buenas razones para sostener que una reapertura o modificación de un plazo de prescripción, no sólo cuando éste aún corre sin haberse cumplido (“retroactividad impropia”) 20, sino también en caso de que el mismo ya se encuentre vencido (“retroactividad propia”), no resulta alcanzada por la prohibición de retroactividad en que se concreta el principio de legalidad 21.

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3 US 390: “1st. Every law that makes an action, done before the passing of the law, and which was innocent when done, criminal; and punishes such action. 2nd. Every law that aggravates a crime, or makes it greater than it was, when committed. 3rd. Every law that changes the punishment, and inflicts a greater punishment, than the law annexed to the crime, when committed. 4th. Every law that alters the legal rules of evidence, and receives less, or different, testimony, than the law required at the time of the commission of the offence, in order to convict the offender”.

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abuso sexual de menores en relación con los cuales ya se hubieran cumplido los respectivos plazos de prescripción o “limitación estatutaria”, siempre que la misma se iniciara dentro de un año tras presentada la primera denuncia de la (supuesta) víctima a la policía. La Corte resolvió que la ley resultaba contraria a la proscripción constitucional de legislación penal ex post facto, establecida en los §§  y  del art. I de la Constitución federal – y la cual es entendida, doctrinariamente, como “la esencia del principio de legalidad” (Dressler, 2001, 39 ss.). La Corte recurrió al precedente de su pretérita decisión recaída en el célebre caso Calder versus Bull (3 US 386), de , que había establecido cuatro categorías de legislación contraria a la prohibición de retroactividad 22. Teniendo esto a la vista, en Stogner la Corte sostuvo que la ley de California, que alteraba plazos de prescripción ya cumplidos, constituía una “ley que agrava un crimen, o lo hace mayor que lo que era al ser cometido”, pero también – eventualmente – una “ley que altera las reglas de evidencia y hace admisible un grado de testimonio menor o diferente de aquel requerido al momento de la comisión del delito para condenar al hechor”. Esta fundamentación de la decisión, adoptada por opinión de mayoría, no está exenta de dificultades. Ello resulta manifiesto, desde ya, en atención a la primera de las dos categorías bajo la cual fuera evaluada la ley en cuestión. Para poder decir que la ley californiana agravaba el crimen o lo hacía mayor que lo que era al momento de su comisión, la Corte sostuvo que esa ley imponía penas “allí donde la parte afectada [a consecuencia de la prescripción] no se hallaba sometida, por ley, a punibilidad alguna”. Esto constituye, sin embargo, una petición de principio. Pues lo sostenido por la Corte equivale a decir que una ley hace más grave un crimen por el hecho de posibilitar su persecución una vez transcurrido el respectivo plazo de prescripción, lo cual da por sentado, como premisa, aquello que el argumento debería

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539 US 639, donde se cita a Bishop, 1901, § 266, 294 ss.

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demostrar. A este respecto, es altamente significativa la cita a la autoridad doctrinaria que la opinión de minoría, redactada por el juez Kennedy, invocara en contra de la categorización hecha suya por la opinión de mayoría, la cual explícitamente sostiene que una ley que reabre la posibilidad de una persecución penal clausurada por un plazo de prescripción ya vencido no queda cubierta por la proscripción constitucional de legislación retroactiva 23. Y la conclusión no es más favorable tratándose de la argumentación dirigida a subsumir la ley impugnada bajo la categoría de “leyes que reducen el quantum de evidencia requerido para condenar”. Aquí, la opinión de mayoría razonaba en el sentido de que la ley que habilitaba la persecución tras el cumplimiento de los plazos de prescripción habría hecho posible una condena, en circunstancias que de lo contrario, por estar vencido el plazo en cuestión, “ningún quantum de evidencia sería suficiente para condenar”. Es claro que esta maniobra distorsiona el sentido de lo que constituye un relajamiento de las exigencias probatorias referidas al establecimiento de la perpetración de un determinado delito. Tomado en serio, el argumento de la opinión de mayoría tendría que implicar que cualquier circunstancia que a posteriori conlleva una supresión de la responsabilidad penal es una circunstancia que produce un estado de cosas en que “ningún quantum de evidencia es suficiente para condenar”. Pero con ello – y esto cuenta como reductio ad absurdum – la categoría de “leyes que reducen el quantum de evidencia requerido para condenar” pasaría a redefinir el alcance de la primera de las cuatro categorías de legislación penal contraria a la prohibición constitucional de retroactividad de la ley penal reconocidas en Calder, la cual presupone, sin embargo, que el hecho no haya sido delictivo al momento de su ocurrencia. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal alemán parece encontrarse en mejor pie a este respecto. En una decisión del año  (BVerfGE 25, 269 ss.), el Tribunal afirmó la constitucionalidad de una ley sobre “cómputo de plazos de prescripción jurídico-penal”, promulgada el año , que declaraba suspendidos los plazos de prescripción de la acción penal referida a crímenes sancionados con penas de presidio perpetuo durante todo el lapso transcurrido entre el  de mayo de  y el  de

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diciembre de  – periodo dentro del cual los tribunales alemanes, de conformidad con el derecho impuesto por las fuerzas de ocupación, carecieron de competencia para juzgar hechos punibles perpetrados por nacionalsocialistas en contra de nacionales de las potencias aliadas o de Estados asociados con ellas. En particular, y en lo que aquí interesa, el Tribunal resolvió que la “ley de cómputo” resultaba compatible con las exigencias impuestas por el art.  II de la Ley Fundamental alemana, con arreglo al cual “un hecho sólo puede ser penado si su punibilidad se encontraba legalmente determinada antes de que el hecho fuese cometido”. Para esto, el Tribunal sostuvo que el principio de legalidad así consagrado comprende tanto una exigencia de determinación legal del hecho punible (nullum crimen sine lege) como una exigencia de determinación legal de la pena asociada al hecho (nulla poena sine lege), cuyo fundamento último se encontraría en el principio de culpabilidad (nulla poena sine culpa), que sería inmanente al Estado de derecho (BVerfGE 25, 285). A continuación, sin embargo, el Tribunal mantuvo que la disposición constitucional en cuestión nada indica acerca de la extensión del lapso dentro del cual el responsable de un hecho punible puede ser efectivamente perseguido y sancionado penalmente; el art.  II sólo se ocupa del “a partir de cuándo”, mas no del “por cuánto tiempo” de la persecución penal (BVerfGE 25, 286) 24. De esta manera, el Tribunal Constitucional Federal alemán reconoció una diferencia categorial entre condiciones de “punibilidad” y de “perseguibilidad”, en circunstancias que, de conformidad con la consagración constitucional del principio de legalidad, sólo las primeras habrían de encontrarse legalmente fijadas al momento del hecho (BVerfGE 25, 287). 3.3. PUNIBILIDAD VERSUS “PERSEGUIBILIDAD”

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En contra de esta diferenciación, empero, se alzan voces críticas (Jakobs, 1991, 4/9, nota 20). Categórico, por ejemplo, es el pronunciamiento de Freund, para quien “la distinción entre punibilidad y perseguibilidad suena como simple palabrería” (Freund, 2004, 105). Este juicio descansa en una cierta comprensión de lo que tendría que significar la reconstrucción de un “sistema integral del derecho penal” (Ibíd., 93 ss.), a saber: que el derecho procesal penal no se encuentra al margen del derecho penal sustantivo, que se ocupa de los presupuestos del delito y de la determinación de la pena, Al respecto, y para un balance parcialmente crítico, Lore, 1997, 128 ss., 239 s.

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Pero esto es difícilmente aceptable. Pues en tal enunciado resultan manifiestamente confundidas dos cuestiones que pueden y deben ser nítidamente diferenciadas, a saber: la cuestión (institucional) de si, habiendo prescrito la acción penal correspondiente, puede tener lugar el reconocimiento jurisdiccional del injusto culpable en cuestión; y la cuestión (conceptual) de si, habiendo prescrito la acción penal correspondiente, “desaparece” – esto es, se vuelve imposible reconocer, en cualquier sentido – el injusto culpable en cuestión. De la posibilidad de diferenciar ambas cuestiones depende, en buena medida, la posibilidad de diferenciar, jurídicamente, los presupuestos del ejercicio de la acción penal frente a los presupuestos del pronunciamiento de una sentencia condenatoria 26. El argumento de Freund supone que a partir del reconocimiento legal de una circunstancia – la prescripción de la acción penal – que obsta al pronunciamiento de una sentencia condenatoria, sería legítimo inferir que en tal caso no existe ya el objeto de referencia de esa eventual sentencia condenatoria – el hecho

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Vé. t. Freund, 1998, § 1/50. Fundamental al respecto Binding, 1913, 192 ss., quien llamaba la atención sobre las diferencias esenciales que existen entre las condiciones del ejercicio del derecho a la acción penal y las condiciones del ejercicio del derecho punitivo correspondiente; en igual sentido Beling, 2000, 3 ss. Al respecto supra, III. 5.1.

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en semejantes casos no existe necesidad alguna de reacción penal y, por este motivo, la “constatación” de un injusto merecedor (en sí mismo) de pena no tiene un fin que la legitime y, en consecuencia, carece de función (Freund, 2004, 103) 25.

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“sino que es otro subsistema dentro del amplio sistema integral del derecho penal” (Ibíd., 95). De esta observación trivial, sin embargo, Freund pretende extraer la consecuencia –nada trivial – de que las condiciones procesalmente relevantes, de cuya satisfacción depende el efectivo establecimiento de la responsabilidad jurídico-penal de una persona por un hecho delictivo, tendrían que ser entendidas como condiciones que co-determinan el carácter de injusto merecedor y necesitado de sanción penal de ese hecho: “tampoco puede constatarse un injusto penal relevante […] cuando se produce la prescripción de la acción penal”, de modo tal que habría que concluir que

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En palabras de Beling, 2000, 5: “Para esta distribución no influye ni en lo más mínimo el lugar donde el precepto legal se encuentre (en el Código penal o en el procesal) ni el tenor de la Ley (lo mismo que ésta hable de de la «pena» que de «persecución del delito», etc. […])”. Notablemente, sin embargo, Beling defendía el carácter sustantivo de la institución de la prescripción de la acción penal. En igual sentido Mayer, 2007, 646 s.

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delictivo respectivo. Pero esto vuelve imposible dar cuenta de que la regulación legal puede configurar la prescripción de la acción penal como causa de extinción de la responsabilidad, tal como lo hace el art.  N°  del Código Penal chileno. De tomarse en serio la sugerencia de Freund, habría que llegar a la conclusión que si se produce la prescripción de la acción penal en relación con un hecho delictivo determinado, éste habrá dejado de constituir un injusto penalmente relevante. Pero entonces lo mismo tendría que valer para todas las circunstancias que la regulación equipara a la prescripción de la acción penal, como causas de extinción de la responsabilidad penal. Habiéndose otorgado un indulto particular al autor de un delito, ¿habría que concluir que por esa circunstancia desparece el injusto jurídicopenalmente relevante que le es personalmente imputable? De ser éste el caso, sería incomprensible que el indulto no prive al favorecido del “carácter de condenado para los efectos de la reincidencia o nuevo delinquimiento”, tal como dispone el mismo art.  en su N° . Y esto último vale, ciertamente, con total independencia de que el indulto, en tanto causa de extinción de la responsabilidad penal paralela (entre otras) a la amnistía y la prescripción, aparezca tematizado, como tal, en el contexto de una disposición del Código Penal. Pues la “naturaleza” sustantiva o procesal de un determinado obstáculo a la (efectiva) punición del responsable de un hecho delictivo no puede ser dependiente del cuerpo legal en que el mismo se encuentra reconocido y regulado 27. Es decir, y según ya se sostuviera, la pregunta acerca de si la regulación de la prescripción de la acción penal queda sujeta o no al principio de irretroactividad de la ley penal sólo puede ser adecuadamente respondida en tanto se identifique la función específica que desempeña esa regulación. Y el quid del problema radica en si una determinada extensión de tiempo transcurrido tras la perpetración del hecho delictivo representa o no un componente interno – es decir, constitutivo – de la punibilidad del hecho ya perpetrado. En tanto la institución de la prescripción

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La plausibilidad de tal distinción entre “punibilidad” y “pena” aparece reconocida en una consideración del propio Tribunal Constitucional Federal alemán, referida a la historia del establecimiento del art. 103 de la Ley Fundamental (BVerfGE 25, 288).

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penal sea entendida como un compromiso del Estado de derecho que expresa un juicio de prudencia acerca del horizonte temporal disponible para la persecución penal, esta pregunta tiene que ser respondida negativamente (Lemke, 2005, ante §§ 78 ss./ 4.). Probablemente esto explique por qué Freund, de hecho, pone entre comillas la expresión “constatación” cuando afirma, que habiendo prescripción de la acción penal, la “constatación” de un injusto jurídico-penalmente relevante carecería de función. Pues en tal caso la constatación de un injusto jurídicopenalmente relevante es abiertamente funcional: sólo a partir de la constatación de la realización de un injusto culpable puede, en efecto, computarse siquiera el plazo de prescripción de la correspondiente acción penal. En la medida en que tiene sentido diferenciar las condiciones de constitución de un injusto culpable merecedor de sanción penal, por un lado, de las condiciones de su reconocimiento jurisdiccional mediante una sentencia condenatoria, por otro, se vuelve posible restringir el alcance del principio constitucional de legalidad, especificado como prohibición de retroactividad, al primer conjunto de condiciones, entendidas como presupuestos de la punibilidad del hecho, tal como lo sostuviera el Tribunal Constitucional Federal alemán en relación con la norma del art.  II de la Ley Fundamental alemana. Una conclusión equivalente se deja formular frente la consagración del principio de legalidad en el art.  N°  de la Constitución chilena, cuyo inc. º establece que “ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración”. La diferencia entre el término “punibilidad”, usado en la Ley Fundamental alemana, y el término “pena”, usado en la Constitución chilena, a lo sumo puede implicar una diferencia en cuanto a la exigencia de que la ley respectiva establezca un marco penal específico, exigencia que resulta directamente reconocible en la disposición de la Constitución chilena, no así en la disposición de la Ley Fundamental alemana 28. Pero entre ambas disposiciones no hay diferencia alguna en cuanto a que la determinación del lapso dentro del cual el hecho punible puede ser objeto de persecución penal

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no resulta cubierta por la prohibición de retroactividad impuesta por el principio de legalidad. Y si ello vale para el art.  N° , inc. º, de la Constitución, entonces también vale para el art. , inc. º, del Código Penal: la regulación de la prescripción no cuenta como una “ley que castigue el delito” para efectos del principio de irretroactividad. Lo anterior vale con total independencia de cuán plausible sea la invocación del principio de culpabilidad como fundamento material de la prohibición de retroactividad impuesta por el principio de legalidad. Más allá de cuál sea el fundamento material sobre el cual pretenda hacerse descansar el principio de legalidad constitucionalmente reconocido, de ello no se sigue, sin más, cuál sea el alcance de esa garantía; este alcance lo determina la (respectiva) constitución 29. Pretender ampliar el alcance de la prohibición de retroactividad, también cuando ello se hace en nombre de un principio de exclusión de la arbitrariedad 30, es pretender restringir, ideológicamente 31, el ámbito de decisión exclusiva en cuanto a la producción y aplicación de normas punitivas constitucionalmente reconocido al legislador democrático.

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3.4. ¿IRRELEVANCIA FRENTE A LA VALIDEZ TEMPORAL DE LA LEGISLACIÓN PROCESAL?

Por ende, no basta con aducir, como lo hace Jakobs (1991, 4/7 ss.), la concepción del principio de legalidad, y de la prohibición de retroactividad en particular, como garantía de objetividad, para sostener la inadmisibilidad de toda modificación posterior de plazos de prescripción, sea que se encuentren vencidos o no (Ibíd., 4/9). Lore, 1997, 133 s., quien argumenta muy de cerca a la posición de Jakobs. Donde la expresión “ideológicamente” se halla referida a la ideología – “esencialmente conservadora” – del legalismo, que precisamente se funda en el “temor a la arbitrariedad” (Shklar, 1964, 15). Hay que notar, por lo demás, que la supresión de la arbitrariedad es enteramente compatible con la posibilidad de un régimen represivo: “no puede insistirse suficientemente en que una represión ‘procedimentalmente’ correcta es perfectamente compatible con el legalismo” (Ibíd., 17).

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Cabe apuntar, sin embargo, que en la doctrina chilena reciente se ha sostenido que, en atención al derecho aplicable, la determinación (funcional) del carácter sustantivo o procesal del régimen de la prescripción de la acción penal carecería de importancia, dado que aun en caso de atribuírsele carácter procesal, la irretroactividad de su regulación (en lo desfavorable) de todas formas se seguiría de lo dispuesto en el art.  del Código Procesal Penal. Así se ha pronunciado, en efecto, Guillermo Oliver (Oliver,

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De ser esto correcto, resultaría que la discusión precedente carecería de relevancia, en términos operativos, en el contexto del derecho chileno, pues el estatus de la regulación de la prescripción sería siempre el mismo, independientemente de si la prescripción de la acción penal ha de entenderse como un obstáculo a la punibilidad o bien a la sola “perseguibilidad” del hecho. Pero ello no es el caso. El art.  del Código Procesal Penal establece que la legislación procesal penal es aplicable a procesos ya iniciados, a menos que (“a juicio del tribunal”) la ley anterior fuese más favorable al imputado. Aquí hay que observar, de entrada, que la aplicabilidad in actum de reglas procesales a procesos ya iniciados no constituye una aplicación retroactiva. Pues eso es precisamente lo que significa que la legislación procesal sea aplicable in actum. Desde el punto de vista del tiempo de los correspondientes actos procesales, entonces, la exclusión de esa aplicabilidad in actum conlleva una exigencia de aplicación preteractiva de la norma anterior, vigente al momento del inicio del proceso. Esto quiere decir que por “ley anterior” ha de entenderse la ley vigente al inicio del proceso, pero que ha perdido vigencia al momento de la actuación procesal en cuestión. Lo que Oliver no advierte es la posibilidad de que la regulación de la prescripción de la acción penal se vea modificada después de la perpetración del delito, y antes del inicio del proceso. En tal caso, y asumiendo que las reglas sobre prescripción constituyeran normas procesales, su aplicación resultaría ordenada en tanto se tratase del régimen jurídico vigente al inicio el proceso, a menos que durante el desarrollo de éste hubiese entrado en vigencia una regulación más favorable.

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Hasta aquí, el esfuerzo ha estado puesto en demostrar que es posible trazar una división no arbitraria entre una comprensión de la prescripción de la acción penal como obstáculo a la punibilidad de un hecho, por un lado, y su comprensión como obstáculo a la “perseguibilidad” del mismo, por otro. Como se ha mostrado, de ello ha de depender si la regulación de la prescripción queda sometida a la prohibición de retroactividad de la ley penal. A este respecto, es importante dar cuenta de la muy reciente toma de

PRESCRIPCIÓN , RETROACTIVIDAD Y PROTECCIÓN DE LA CONFIANZA

4.1. EL PRINCIPIO DE IRRETROACTIVIDAD Y LA SEGURIDAD JURÍDICA

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Y PROTECCIÓN DE LA CONFIANZA

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4. PRESCRIPCIÓN, RETROACTIVIDAD

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2007, 220, nota 249).

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posición por parte de Oliver, según quien la regulación de la prescripción de la acción penal quedaría comprendida por el principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable (Oliver, 2007, 218 ss.) 32. El argumento para ello se apoya en una estrategia de fundamentación material del principio de irretroactividad, con arreglo a la cual la única base consistente para la prohibición de vigencia y aplicación retroactiva de normas de sanción penal se encontraría en la noción de seguridad jurídica, entendida subjetivamente (Oliver, 2007, 102 ss., 123 ss.) 33. El resultado al que llega Oliver consiste en una definición del concepto de seguridad jurídica como “cognosicibilidad del ordenamiento jurídico” por parte del ciudadano, en términos tales que las exigencias estructurales susceptibles de ser asociadas a una comprensión objetiva del desiderátum de seguridad jurídica habrían de ser entendidas, en el sentido de una “concepción subjetivo-objetiva”, como mecanismos que “contribuirían a la posibilidad de dicho conocimiento” (Ibíd., 124 s.). Sobre esta base, Oliver concluye que la regulación de la prescripción tendría que quedar cubierta por la prohibición de retroactividad, dado que

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[p]ara que no sea imposible que las personas evalúen los riesgos penales de sus actuaciones y decidan si delinquen o no, es necesario que puedan saber durante cuánto tiempo el Estado puede perseguirlos criminalmente (Oliver, 2007, 221) 34.

Inversamente, Oliver mantiene que la aplicabilidad retroactiva de un nuevo régimen de prescripción de la acción penal, que entrase en vigencia con posterioridad al hecho y que fuese más favorable al imputado, resultaría exigida por el principio de favorabilidad (Ibíd., 385 ss.). Vé. t. Oliver, 2009, passim. Vé. t. Mir Puig, 2005, 4/36. Esto, a pesar de que el propio Oliver rechaza que la “función de motivación de las normas penales” pueda dar cuenta, de hecho, del alcance preciso que ha de atribuirse al principio de irretroactividad (Ibíd., 82 ss.).

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Oliver hace descansar esta observación en un argumento de teoría de las normas. En atención al reforzamiento de la función directiva de las normas de comportamiento a través de las correspondientes normas de sanción, habría que reconocer que el espacio de tiempo dentro del cual puede llegar a hacerse efectiva la persecución penal – o bien la ejecución de la pena, tratándose de la prescripción de ésta – “es un importante factor que incide en que los ciudadanos decidan ejecutar o no los hechos a cuya abstención se les pretende motivar” (Oliver, 2007, 221)35.

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De ahí que Feuerbach (1989, § 86), en todo caso, argumentara a favor de una presunción general de conocimiento de la ley. Crítico al respecto Binding, 2009, 33 ss.

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4.2. EXIGENCIAS DE CULPABILIDAD DEMOCRÁTICA

Lo que se esconde bajo esta última consideración es un compromiso con una visión de la relación entre el Estado y el ciudadano como radicalmente estratégica, hasta el punto de volverse apenas reconocible la posibilidad de dar cuenta del juicio de atribución de responsabilidad jurídico-penal como un juicio de reproche (vé. supra, II, 4.4., 5.3.). Pues el juicio de reproche jurídico-penal tiene condiciones (institucionales) de sinceridad que no resisten el grado de instrumentalización sugerido por una comprensión de la imposición y ejecución de la pena como la mera confirmación de la seriedad de un mecanismo de incentivo disuasivo. Dado que el reproche de culpabilidad, que debe honrar el mandato de neutralidad del derecho (vé. Mañalich, 2007, 183 ss.), no puede imponer al ciudadano motivo alguno para el seguimiento de la norma que de él se esperaba, es necesario reconocer – para evitar así que el reproche de culpabilidad jurídica pudiera colapsar en un reproche de culpabilidad moral – que la norma de sanción penal puede operar como una razón prudencial auxiliar a favor del seguimiento de la norma de comportamiento. Pero ésta no puede ser la razón en atención a la cual el Estado pretenda justificar la imposición y ejecución de la pena como consecuencia jurídica del quebrantamiento de la norma de comportamiento, en la medida en que esa justificación dependa de la satisfacción

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Esta comprensión de la relación funcional entre la norma de comportamiento y la norma de sanción supone adherir, de modo más o menos consistente, a una concepción preventivo-general de la pena, propia de la teoría de la coacción psicológica (vé. Oliver, 2007, 77s.), al menos en el sentido de que la norma de sanción penal ofrecería el motivo (prudencial) para la abstención de la ejecución del hecho 36. Sin prejuzgar todavía la plausibilidad de esta tesis, hay que advertir cuán fuerte es su implicación, que Oliver no duda en validar explícitamente, a saber: que cualquier alteración institucional de una circunstancia que pudiera incidir en la predictibilidad de una eventual punición futura tendría que quedar neutralizada mediante la garantía de seguridad jurídica (subjetiva) que representa el principio de irretroactividad de la ley penal.

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de una exigencia de merecimiento.Y en definitiva, la única razón que puede justificar el reproche de culpabilidad jurídico-penal por la falta de reconocimiento de una norma como razón eficaz para la acción se encuentra en la consideración de que, bajo un paradigma democrático, la norma quebrantada es una norma que el autor del delito tiene que poder reconocer como válida en tanto norma suya. Pues sólo de este modo es posible entender que el objeto del reproche de culpabilidad jurídico-penal consiste en la objetivación de un déficit de la medida de fidelidad al derecho que cabía esperar del destinatario de la norma. Ahora bien, que el ciudadano pueda prudencialmente motivarse a seguir la norma de comportamiento en atención exclusiva a su preferencia por evitar la irrogación del mal que representa la eventual imposición y ejecución de la pena fijada en la norma de sanción, no quiere decir que cualquier expectativa de evitación de la punición que él pueda albergar haya de resultar jurídicamente protegida, en términos de encontrarse cubierta por el principio de irretroactividad de la ley penal. El cumplimiento del plazo de prescripción de la acción penal no trae consigo una modificación del juicio sustantivo de merecimiento de pena, entendido como expresión de un reproche categórico de culpabilidad jurídica. Y esto significa que el autor de un hecho delictivo no puede esgrimir la pretensión de que su eventual punición esté negativamente condicionada por un plazo de prescripción (Lemke, 2005, ante §§ 78 ss./ 4). Por eso, en el caso hipotético ofrecido por Oliver, en que “una persona está evaluando seriamente cometer un delito en un momento en que la legislación establece para el mismo un plazo de prescripción sólo de meses”, no es aceptable sugerir que las “altas expectativas de no resultar sancionado” pudiesen tener relevancia bajo el principio de irretroactividad (vé. Oliver, 2007, 221). Esto, a menos que uno esté dispuesto a entender que la decisión de perpetrar un hecho delictivo es similar a una decisión de “planificación” tributaria. Pues desarrollando consistentemente tal línea de razonamiento, habría que llegar a la conclusión de que una modificación perjudicial de una cierta orientación jurisprudencial en atención a la cual el autor de un hecho delictivo pudiera haber albergado “altas expectativas de no resultar sancionado” también tendría que hallarse sometida al principio de irretroactividad de la legislación penal. Oliver, de modo plenamente consistente, llega de hecho a esta conclusión (Ibíd., 229 ss., 238 ss.). El

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problema es que Oliver no reconoce que esa inferencia debería contar, más bien, como una reducción al absurdo del argumento que pretende determinar el alcance del principio de irretroactividad partiendo de semejante noción de seguridad jurídica 37. 4.3. LA PROTECCIÓN DE LA CONFIANZA Y EL ESTADO DE DERECHO

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Vé. Jakobs, 1991, 4/80 ss.: la mera identidad de efectos no equivale a una identidad de funciones (entre legislación y jurisdicción). En igual sentido Lemke, 2005, ante §§ 78 ss./ 7.

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Lo anterior no obsta, ciertamente, a que la protección de la confianza del ciudadano frente a una eventual arbitrariedad asociada a alteraciones del régimen de persecución penal pueda constituir una tarea irrenunciable para el Estado de derecho. Precisamente en este sentido, el Tribunal Constitucional Federal alemán, en su decisión previamente reseñada, admitió la existencia de una diferencia – constitucionalmente relevante – entre la modificación posterior de plazos de prescripción aún no vencidos (“retroactividad impropia”), de una parte, y la modificación posterior de plazos de prescripción ya vencidos (“retroactividad propia”), de otra. Mas esta diferencia no vendría exigida por la prohibición de retroactividad impuesta por el principio de legalidad – la cual, según la tesis aquí defendida, no se extiende a la modificación posterior de plazos de prescripción –, sino por un mandato general de seguridad jurídica que se deriva del principio del Estado de derecho, del cual se seguirían estándares, oponibles al legislador, relativos a la protección de la confianza del ciudadano (BVerfGE 25, 289 s.). El Tribunal tomó en consideración el hecho de que la “ley de cómputo” no afectara plazos de prescripción ya vencidos – esto es, que sólo tuviera un efecto de “retroactividad impropia” – para concluir que ella no resultaba contraria al mandato de seguridad jurídica derivado del principio del Estado de derecho (BVerfGE 25, 291) 38. Esto insinúa, a contrario sensu, que una modificación posterior de plazos de prescripción ya vencidos – en el sentido de una “retroactividad propia” – sí contravendría ese mandato de seguridad jurídica. Pero aquí es fundamental observar que el Tribunal ya reconocía que este mandato de seguridad jurídica no está libre de excepciones; o dicho de otra manera, que el mismo es derrotable. Notablemente, el Tribunal advirtió que el

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Nótese, en todo caso, que el concepto de Estado de derecho supone algo bastante más fuerte que la sola noción de que el poder estatal se encuentra sometido a determinadas restricciones. Así, por ejemplo, Carré de Malberg, 1998, 223: “El sistema del Rechtsstaat presupone la posibilidad de una limitación del Estado, pero sobrepasa en mucho la simple idea de limitación. Llegado a su completo desarrollo, implica que el Estado sólo puede actuar

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ciudadano no puede invocar tal protección de la confianza, que es corolario del principio del Estado de derecho, allí donde “su confianza en la subsistencia de una determinada regulación legal no puede justificadamente reclamar consideración por parte del legislador” (BVerfGE 25, 291). Esta proposición es decisiva para sostener la falta de pertinencia del argumento de la seguridad jurídica frente a la situación de quienes, a través de una auto-amnistía, pretendieron exonerarse de responsabilidad penal por hechos delictivos cuya punibilidad se encontraba legalmente determinada al momento de su comisión. Según ya se sostuviera, la institución de la prescripción de la acción penal – como también la institución de la prescripción de la pena – puede ser entendida como una promesa del Estado de derecho: el Estado de derecho no mantiene indefinidamente abierta la contingencia de la punición.Y de conformidad con la estructura de distribución de competencias que es propia de un Estado de derecho, la determinación del espacio de tiempo en que la punición es contingente corresponde al legislador democrático. Ello no quiere decir, sin embargo, que esta determinación de la extensión y el cómputo de los plazos de prescripción quede sujeta a los estándares específicos que el principio constitucional de legalidad prevé para la producción (legal) y – por vía indirecta – la aplicación (judicial) de normas de sanción penal. Bajo la Constitución chilena, la regulación legal de la prescripción de la acción penal no queda alcanzada por la prohibición de retroactividad (art.  N°  inc. º), así como tampoco por el mandato de determinación (art.  N°  inc. º), de la ley penal. Esto no significa, empero, que entonces el legislador y – derivativamente – los tribunales no estén sujetos a determinados constreñimientos institucionales a la hora de establecer y hacer aplicable el régimen jurídico de la prescripción de la acción penal. En particular, lo distintivo de un Estado de derecho es que la actuación de sus órganos, competentes por la producción y aplicación del derecho, exhibe un ethos de objetividad e imparcialidad que es incompatible con una praxis arbitraria39.

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Y esto quiere decir, por de pronto, que el Estado de derecho honra sus promesas, paradigmáticamente por la vía de una aplicación imparcial de las normas a las cuales el mismo ha sometido su propia actuación 40.

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4.4. EL DL 2191

COMO OBSTÁCULO INSTITUCIONAL A LA PUNICIÓN

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sobre sus súbditos conforme a una regla preexistente, y particularmente que nada puede exigir de ellos sino en virtud de reglas preestablecidas”. Es sólo en aquel sentido débil de un Estado limitado, en consecuencia, que Kelsen (2002, 315) afirma que “todo Estado es un Estado de derecho, dado que esta expresión es pleonástica”. Vé. Jellinek, 2000, 348: “Todas las normas llevan consigo esta afirmación: que habrán de ser guardadas y tenidas por inviolables, en tanto que no sean derogadas conforme a derecho”. Así Bascuñán, 2003, 340: “Demás está decirlo, la autoexoneración mediante amnistía es la expresión formal ex post de la condición de delitos de impunidad. Y la prescripción por omisión de la persecución, un elemento necesario de esa impunidad”. Similarmente, aunque con diferencias de énfasis, Guzmán Dalbora, 2007, 119.

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La confianza en que el Estado de derecho honrará su compromiso es una confianza que el ciudadano ha de poder esgrimir en contra de aquél. Pero esto no quiere decir que la protección de confianza también haya de tenerse por merecida allí donde falla un presupuesto elemental de la praxis de un Estado de derecho. La confianza en que la regulación de la prescripción de la acción penal será aplicada “normalmente” – y esto quiere decir: como si la situación de aplicación fuese la del caso normal – a favor de quienes se vieron resguardados frente a una persecución penal, y por delitos nada cercanos a la bagatela, a través de una auto-amnistía, no es una confianza que pueda reclamar consideración de parte del Estado de derecho, y ya por la misma razón que vuelve inválida esa auto-amnistía 41. Habiéndose reconocido la invalidez relativa del DL  en su dimensión de auto-amnistía, lo fundamental será que, en tanto esa amnistía haya de facto reclamado validez, la persecución penal, conducente al establecimiento de las responsabilidades comprometidas en los hechos por ella cubiertos, habrá sido institucionalmente imposible, esto es, no-contingente 42. Y ello, con independencia de que el proceso penal respectivo haya podido ser iniciado, por ejemplo, por haberse estimado inaplicable la regla del art.  del Código de Procedimiento Penal, en el sen-

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Esta disposición emplea, en su última parte, el participio “interrumpido”, pero el contexto indica inequívocamente que se trata de una suspensión. Acertadamente Yuseff, 2005, 120, nota 35. La Corte Suprema ha recogido este argumento en su sentencia de 10 de mayo de 2007, recaída en el caso “Londres 38” (rol 3452-06), aunque mezclándolo, de una parte, con un supuesto principio general de imprescriptibilidad de hechos constitutivos de crímenes contra la humanidad, que según la Corte reconocería el derecho internacional, así como, de otra parte, con la consecuencia de una inversión (velada) de la carga (“material”) de la prueba que la Corte extrae falazmente del carácter de delito permanente del secuestro.

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tido de la doctrina Aylwin (vé. supra, IV, 2.1.). En tal caso, el ejercicio de la acción penal habrá suspendido el plazo de prescripción. Pero al terminar el proceso por el sobreseimiento definitivo correspondiente, al que inexorablemente tendría que haber conducido el reconocimiento judicial de la amnistía como causa de extinción de la responsabilidad penal, el plazo habrá tenido que volver a correr como si nunca se hubiese suspendido, tal como lo dispone el art.  del Código Penal 43. Esto último exige reconocer el efecto que la auto-amnistía de todas formas habrá tenido a modo de inhibición institucional de la persecución penal de los hechos en cuestión, en tanto su validez no haya sido (efectivamente) puesta en entredicho. Pues el reconocimiento del efecto inhibitorio de la persecución penal de la amnistía es enteramente consistente con el fundamento para la declaración de su invalidez: a saber, su efecto de autoexoneración. A este respecto es decisivo recordar, para decirlo con Kelsen, que la nulidad sigue siendo la consecuencia retroactivamente operativa de la actualización de una condición de anulabilidad (vé. supra, IV, 5.1.). Que esta impugnación de la vigencia de las normas anuladas se distinga por el hecho de operar retroactivamente, no modifica la efectividad de las (irreversibles) consecuencias institucionales de la falta de reconocimiento de esa nulidad durante todo el lapso correspondiente. En todo el ámbito en que la amnistía otorgada por el DL  haya operado como mecanismo de auto-exoneración, se impone reconocer que ella habrá vuelto institucionalmente imposible hacer efectivas las responsabilidades de quienes aseguraran, de ese modo, su propia impunidad. Bajo tales circunstancias, el plazo de prescripción de la acción penal no puede correr de acuerdo con las reglas generales, por fallar el presupuesto de aplicabilidad de la regulación de la prescripción: la contingencia de la punición 44. La determinación del momento en que el plazo de pres-

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cripción tendría que empezar (o volver) a correr en estos casos necesitaría hacerse depender, por lo mismo, de un reconocimiento institucional concluyente de la invalidez relativa del DL .

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5. LA INAPLICABILIDAD DE LA “MEDIA PRESCRIPCIÓN”

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La jurisprudencia de la Corte Suprema al respecto se encuentra en un estado que hace particularmente difícil diferenciar qué cuenta como ratio decidendi y qué como obiter dictum. Así por ejemplo la sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago, de fecha 9 de octubre de 2009 (rol Nº 3947-08), publicada en Gaceta Jurídica 352 (2009), 185 ss. En general vé. Fernández/Sferrazza, 2009, passim; también Nogueira, 2008, 580 ss. Vé., para la primera terminología, Cury, 2005, 473; para la segunda, van Weezel, 1997, 471. Problema distinto es si tal atenuación resulta obligatoria o sólo facultativa. Esta última tesis es dominante en la doctrina penal chilena reciente. Vé. por

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Sobre la base del argumento precedente, es posible examinar, finalmente, la cuestión de si la regla del art.  del Código Penal, referida a la así llamada prescripción gradual o “media prescripción”, puede resultar aplicable tratándose de casos en que las reglas sobre la “plena prescripción”, en tanto causa de extinción de la responsabilidad, no lo son, de conformidad con la tesis aquí propuesta. A este respecto, lo más llamativo de una reciente cierta línea jurisprudencial, relativa a casos (o “episodios”) de crímenes perpetrados por agentes del Estado durante la dictadura militar, se encuentra en la proposición de que a pesar de tratarse aquí, supuestamente, de crímenes imprescriptibles – en rigor, de crímenes en relación con los cuales la correspondiente acción penal sería imprescriptible –, de todas formas cabría estimar aplicable la regla del art.  45. Aquí es necesario despejar una posible confusión. El hecho de que la (“plena”) prescripción opere, cuando se ven satisfechos sus presupuestos, como causa de extinción de la responsabilidad, mientras que la prescripción gradual, en cambio, como circunstancia atenuante “privilegiada” o de eficacia excepcional 46, no tiene impacto alguno en la cuestión de si, comprometido el fundamento de la primera para los efectos de su aplicación, ha de entenderse igualmente comprometido el fundamento de la segunda. La regla del art.  configura una circunstancia atenuante de eficacia excepcional, que opera por vía de remisión a las reglas de los arts.  y siguientes del mismo Código Penal 47,

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cuyo presupuesto de aplicabilidad está constituido por el transcurso de la mitad del plazo de prescripción correspondiente, ya sea de la acción penal, ya sea de la pena. Pero que la prescripción gradual opere, en estos términos, como una específica circunstancia modificatoria de la responsabilidad –y esto quiere decir, como criterio de concreción del marco penal – no modifica el hecho de que se trata de una institución funcionalmente parasitaria frente a la respectiva modalidad de (“plena”) prescripción de que se trate (vé. Guzmán Dalbora, 2002, 484) 48. Por ende, el argumento a favor de la inaplicabilidad de la regla de la prescripción gradual no necesita hacerse reposar en la supuesta imprescriptibilidad general de los hechos delictivos respectivos, así como tampoco en una invocación del principio de proporcionalidad de la sanción penal 49. Pues de ser esto último plausible, ello tendría que contar, más bien, como un alegato a favor de la derogación misma del art.  del Código Penal. El argumento en contra de la aplicabilidad de la regla en cuestión se reduce, más bien, a la circunstancia de que, no resultando in concreto aplicables las reglas generales sobre prescripción de la acción penal, ello debe extenderse a la regla específica de la prescripción gradual, en la medida en que su presupuesto es – al igual que tratándose de la institución misma de la prescripción – la contingencia de la efectiva punición de los responsables.

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todos Yuseff, 2005, 163 s. A favor de la primera tesis, vé. sin embargo Quezada, 1956, 92 (nota a); Guzmán Dalbora, 2002, 484. Entre ambos planteamientos divergentes del parecer mayoritario existe, empero, una importante diferencia. Pues mientras Guzmán Dalbora entiende que el carácter obligatorio de la rebaja debe afirmarse no obstante el carácter facultativo que ella tendría de conformidad con los arts. 65 y siguientes, Quezada esgrime su argumento para apoyar el carácter obligatorio de esta última rebaja. A favor de esta tesis, vé. en detalle Mañalich, 2005a, 507 ss. Vé. t. Fernández/Sferrazza, 2009, 187. Así, erróneamente, Nogueira, 2008, 583 s.

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 

C-D Cameron, I. ,  Campagna, N. , , , , ,

, , , 

Aguilar, G. , , ,  Aldunate, E. , , , , ,

NP

A Agamben, G. , , , , , ,



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Carré de Malberg, R. , ,  Christodoulidis, E. , , , , ,



Alija, A. , , , ,  Ambos, K. , , , , , ,

, , , , , , , 

DUC

Correa, J , ,  Correa, R ,  Cuello Calón, E. ,  Cury, E. , -, , , ,

, , , , 

Anselmo [de Canterbury] -,

PRO



Apel, K.-O. ,  Arendt, H. , , , , ,  Astrosa, R.  Atria, F. , , , , , , , ,

, , 

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Dannecker, G. ,  Darley, J. ,  Davidson, D. , ,  , ,  Del Vecchio, G. , ,  Austin, J. L. -, -,  Dennett, D. ,  Detmold, M. ,  B Dolinko, D. ,  Bascuñán, A. , , , , , Dressler, J. ,  , , -, , , , , Du Bois, F. ,  ,  Duff, R.A. , , , , , , , Bassiouni, M. C. , , 

S IN DIA

Baurmann, M. , , , ,  Beccaria, C. ,  Beling, E. , , ,  Benhabib, S. ,  Bernstein R. ,  Binding, K. , , , -, -

, , , , 

Dworkin, R. , ,  E-F Etcheberry, A. , , , , , 

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Feierstein, D. , , -,  , , , , , , , , , -, , , , , Feinberg, J. , , , , , ,  Fernández, K. , ,  , , , , , ,  Feuerbach, P. A. von , , , , Birnbacher, D. , ,  ,  Bishop, J. P. ,  Fontecilla, R. , ,  Bloy, R. ,  Böckenförde, E.-W. -, , , Frege, G. ,  Freund, G. -,  ,  Fuentes, X. , , , , , , Bonet, J. , , , ,  , ,  Brain, H. ,  Fuller, L. ,  Brandom, R. , 

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Brudner, A. , , , ,  Bustos, J. , , , , ,  Byron, C. , 

G-H Garrido, M. , ,  Girard, R. ,  Grewe, W. , , -, , 

Günther, K. , , , , , , , , , , , 

Lore, E. , ,  Luhmann, N. , , , , , , ,

Guzmán Dalbora, J. L. , ,

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, , , 

Mackie, J.L. , , ,  Malcolm, N. , -, ,  Mañalich, J. P. , , , , , , ,

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S IN DIA

NO

J-K Jäger, H. ,  Jankélévitch, V. ,-, ,  Jellinek, G. , , ,  Kahn, P. , ,  Kant, I. , , , , , , ,

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, , , , , , , ,  Kargl, W. , ,  Kelsen, H. , , , , , , ,  Kindhäuser, U. -, , , , , , , - N Klima, G. , ,  Neves, M. ,  Köhler, M. , , -, , , Nietzsche, F. ,  , ,  Nino, C. S. ,  Nippel, W. ,  L-M Nogueira, H. , , ,  Labatut, G. ,  Novoa Monreal, E. , , , Lafer, C. ,  , , , , ,  Lampe, E.-J. ,  Nozick, R. , ,  Leighton, J.A. ,  Lemke, M. , , , , 



TERROR , PENA Y AMNISTÍA • INDEX NOMIN ORV M

• RE

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, -, , , , , , , , , , , , , , , , , , - Manske, G. , , , , ,  Margalit, A. , , , , , ,  Markel, D. , , ,  Marx, K. , , , ,  Marxen, K. , , , , ,  Matus, J.-P. , , , , ,  Maurach, R. ,  Mayer, M. E. ,  McCabe, H. ,  McCall Smith, A. , , ,  McGoldrick, D. , ,  Medina, C. ,  Mera, J. , , -, , , , , , , , , , , ,  Merkel, A. , , ,  Mezger, E. ,  Mir Puig, S. , ,  Mohr, G. , , ,  Montes, A. , , , ,  Moore, M. , , , , , -, , , , , ,  Morison, S. , ,  Morris, H. ,  Muñoz Sánchez, J. , , , 



, , , , ,  Haack, S. ,  Habermas, J. , , , -, , , , ,  Halbertal, M. , ,  Hart, H.L.A. , -, , , -, , , , , , , , , , ,  Hassemer, W. , ,  Hegel, G.W.F. , , , , , , , , , , , -, , , -, , , , - Heinrich, A. ,  Heller, H. , ,  Hernández, H. , ,  Hoerster, N. ,  Hörnle, T. ,  Horvitz, M. I. , , ,  Hruschka, J. , ,  Hübner, J. ,  Hurd, H. , 

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O-P Strawson, P. , , , ,  Oliver, G. -, , , , - Szczaranski, C. , -, , , , , , , , , , 

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, 

Oppenheimer, P. ,  Orentlicher, D. ,  Ortúzar, W. , ,  Pawlik, M. , , , , , , ,

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T -V Taylor, C. ,  Teitel, R. ,  , , , , , ,  Pérez del Valle, C. , , , , Tichý, P. , , -,   Tillich, P. ,  Politoff, S. , ,  Toepel, F. ,  Tugendhat, E. , , ,  Q-R Van Schaack, B. ,  Quezada, F. ,  Van Weezel, A. , , , , Quine, W.V.O. , , , , , , , ,   Veitch, S. , , , , , , Rawls, J. , -, , , , ,  , ,  Villey, M. ,  Rich, A. ,  Von Hirsch, A. , ,  Ricœur P. , , , , , ,  Von Liszt, F. ,  Robinson, P. ,  Von Wright, G. H. , ,  Rorty, R. ,  Roxin, C. -, , , , , W-Z Walzer, M. ,  Weber, J. ,  Weinmann, M. ,  Wellmer, A. ,  Whitehead, A. N. , , ,  Wilson, R. ,  Wittgenstein, L. , , , , ,

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

S IN DIA

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S Sánchez-Vera, J. ,  Schaap, A. , ,  Schabas, W. , -,  Schäfer, B. ,  Scheffler, S. ,  Schmitt, C. , , - , , , , , , , , , 

, , 

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Schmitz, R. ,  Schnädelbach, H. ,  Searle, J. , ,  Selbmann, F. ,  Sellars, W. ,  Sferrazza, P. , ,  Shklar, J. , ,  Silva Sánchez, J.-M. , , ,

EDI

TOR

Simmonds, N. E. -, ,  Simon, D. ,  Smart, J. J. C. , ,  Smith, M. , , , , , , 

Steinbach, P. , 



Yack, B. ,  Yuseff, G. , , , , ,  Zaczyk, R. , ,  Zaibert, L. , , ,  Zalaquett, J. , , ,  Zalta, E. ,  Zielcke, A. ,  Zimmermann, S. , ,  Zipf, H. ,  Zúñiga, F. , 

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 ,  

    Sentencia de  ⁄  ⁄ 

, de ⁄  ⁄ , de ⁄  ⁄ , de  ⁄  ⁄  , de  ⁄ ⁄ , de  ⁄  ⁄  , de  ⁄ ⁄

CIÓ

 (rol Nº -), “caso Londres  ” , , , ,  ,  Sentencia de  ⁄  ⁄   (rol Nº -), “caso Molco”

DUC



, 

, , Sentencia de ⁄  ⁄  , , , , , , , , (rol Nº -) ,  -, , , , , -, , , , , , - Sentencia de  ⁄ ⁄ 

     Sentencia de  ⁄  ⁄ 

, de , de , de , de

 ⁄  ⁄  ⁄ ⁄  ⁄  ⁄   ⁄  ⁄

Ley , de  ⁄ ⁄

(rol Nº -) [publ. en Gaceta   Jurídica  (),  ss.]  Sentencia de  ⁄  ⁄   (rol Nº -) [publ. en Gaceta   Jurídica  (),  ss.] 

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Ley Ley Ley Ley

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

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Ley , de  ⁄  ⁄ ,   de reforma constitucional  Ley , de  ⁄ ⁄ ,  Conv. Americana sobre Derechos  , , ,  Humanos IV o Convenio de Ginebra ,     

     Sentencia de  ⁄  ⁄, “caso

, 

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Conv. Interamer. sobre Desapari ción Forzada de Persona  Barrios Altos” Conv. para la Prevención y la Sentencia de  ⁄ ⁄, “caso Sanción del Delito de Genocidio , -, , Almonacid” 

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, , , 

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Conv. sobre Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Crímenes     ..  contra la Humanidad Calder versus Bull (  ), de  ,  Conv. de Viena de Derecho de los de agosto de   Tratados Stogner versus California (  Estatuto de Roma , , , , ), de  de junio de  , 

, 

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Pacto Internacional de Derechos    Civiles y Políticos   Protocolos adicionales a Conv. de BVerfGE ,  ss. , , ,  Ginebra , , 



TERROR , PENA Y AMNISTÍA • INDEX LEGVM , SE NT ENTI ARV M T RACTATVVM QVE

• RE

(rol Nº -), “Caravana de la Muerte”     Sentencia de  ⁄  ⁄    (rol Nº -)      , , , , , , 



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en Chile

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(Quinta Normal, Santiago)

por cuenta de

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www.flandesindiano.com

ISBN : 978-956-8659-£££££££££££££££££££££££££