Simmel El Rostro Yel Retrato

SIMMEL, GEORG: El rostro y el retrato Madrid, Casimiro, 2011. LA SIGNIFICACIÓN ISTÉTICA ';ROSTRO Para explicar la inc

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SIMMEL, GEORG: El rostro y el retrato Madrid, Casimiro, 2011.

LA SIGNIFICACIÓN ISTÉTICA

';ROSTRO

Para explicar la incomparable presencia del rostro en el arte figuratiVo suele aducirse, de manera somera, el hecho de que el alma se expresa con más claridad a través del rostro. Pretendemos saber aquí en virtud de qué determinaciones, perceptibles por los sentidos, el rostro tendría esa capacidad y, más allá de esto, saber si posee unas cualidades estéticas que justifiquen su relevancia en el ámbito del arte. La principal realización del espíritwcansiste, por así decir, en unificar los múltiples elementos del mundo: reúne las cosas, que seAuceden en el espacio y en el tiempo, en la unidad de una imagen, de up concepto, de una frase. Cuanto más estrechamente las partes de un conjunto se refieren unas a otras, cuanto más viva sea la interacción que las hace pasar de una existencia separada a la recíproca dependencia, tanto más el todo resultante resultará espiritualizado. De ahí que el 9

organismo, a tenor de la estrecha relación de sus partes y de su subsunción en la unidad del proceso vital, represente el primer grado del espíritu. En el cuerpo humano, el rostro es lo que posee en mayor medida esta unidad interna. Baste una prueba: un cambio, real o aparente, en uno sólo de los elementos del rostro modifica de inmediato todo su carácter y. expresión, por ejemplo, la contracción de los labios, la forma de mirar, de fruncir las cejas. Además, no hay ninguna otra parte del cuerpo, que también constituya una unidad estética en sí misma, que por una puntual deformación quede estéticamente arruinada en su totalidad. La unidad, que parte de lo múltiple y lo engloba, significa, en efecto, que ninguna de sus partes puede verse afectada por la suerte que fuere sin que, como a través de una raíz que las uniera, todas las otras partes no se vean igualmente afectadas. La mano, que de todas las otras partes del cuerpo es la que tiene más homogeneidad, no iguala al rostro: no sólo porque la magnífica conexión y colaboración de los dedos les permite, no obstante, una independencia mutua mucho mayor en la impresión estética, sino también porque una mano siempre alude a la otra, es decir, la idea expresada por la mano se realiza en la unión de las dos. La unidad del rostro en sí mismo viene reforzada por su colocación sobre el cuello, lo que le confiere, respecto al cuerpo, una

posición peninsular, en cierto modo autónoma; algo que el vestido, que cubre el resto del cuerpo, viene a recalcar visualmente. Ahora bien, una unidad sólo tiene sentido y relevancia en la medida en que tiene ante sí una multiplicidad a la que precisamente viene a dar coherencia. Y lo cierto es que no hay en el mundo ninguna figura, salvo el rostro, en la que una multiplicidad tan grande de formas y planos confluya en una unidad de sentido tan absoluta, El ideal de toda interacción humana, a saber, que la más extrema individualización de sus elementos se integre en una unidad extrema (unidad que, aunque constituida a partir de esos elementos, existe, no obstante, más allá de cada uno de ellos y en virtud de la interacción entre los mismos), este ideal fundamental de la vida alcanza en el rostro humano la realización más perfecta que pueda existir en el ámbito de lo visible. Y del mismo modo que llamamos espíritu de una sociedad al contenido de la interacción que va más allá de cada individuo particular, pero no de /os individuos (más que la suma de éstos y, sin embargo, su producto), así también el alma, que habita tras los rasgos del rostro siendo, no obstante, visible en ellos, es la interacción, la referencialidad cruzada, de los rasgos particulares. Considerado de un modo puramente formal, el rostro, con esa pluralidad y diversidad en sus partes

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constitutivas, resultaría algo realmente abstruso y estéticamente insoportable de no ser porque esa multiplicidad se constituye al mismo tiempo en una unidad perfecta. Lo que le confiere eficacia e interés estéticos al rostro es que sus elementos están estrechamente agrupados en el espacio y pueden desplazarse sólo en márgenes muy estrechos. Toda configuración particular requiere, para tener un efecto estético, que sus partes sean coherentes, solidarias; toda separación y división de las partes resulta anti-estética porque interrumpe y debilita la ligazón con el centro, es decir, con el imperio visual del espíritu sobre el ámbito de nuestro ser. Si los gestos amplios de las figuras barrocas, cuyos miembros parecen querer desprenderse, resultan tan molestos, es porque desmienten lo propiamente humano: la fuerza del yo central que ejerce su dominio absoluto sobre cada elemento particular. La estructura misma del rostro hace de antemano casi imposible esta centrifugalidad, esto es, la desespiritualización. Allí donde, sin embargo, se da, por ejemplo, en una boca desmesuradamente abierta o unos ojos desorbitados, no sólo resulta anti-estética, sino que esos dos movimientos son precisamente la expresión del '''estar des-espiritualizado", de la parális anímica, de la pérdida momentánea del dominio espiritual sobre nosotros mismos. 12

En este mismo sentido, el hecho de que el rostro muestre menos que las demás partes del cuerpo la influencia de la gravedad, refuerza la impresión de espiritualidad. El fenómeno humano es el lugar en el que los impulsos psíco-fisiológicos luchan con la gravedad, y la forma de conducir esta batalla, y de ganarla en todo momento, es determinante para el estilo en el que se representan tanto lo singular-individual como lo típico-humano. Cuando la necesidad de sobreponerse a esa carga puramente corporal de la gravedad no deja marcas en el rostro, la impresión de espiritualidad queda reforzada. Aquí también valen las pruebas a contrario: los ojos cerrados, la cabeza gacha, los labios colgantes, los músculos flácidos, rendidos a la gravedad, son también síntomas de una vida espiritual menguada. Ahora bien, el hombre no es portador de espiritualidad al modo de un libro que reúne contenidos espirituales sin que su continente sea relevante, sino que su espiritualidad tiene la forma de la individualidad. El rostro es el símbolo no sólo del espíritu, sino del espíritu en tanto personalidad singular, lo cual se debe en gran medida a la ocultación del cuerpo y, por tanto, especialmente al cristianismo. El rostro se convirtió en el heredero del cuerpo, un cuerpo que también participa, más aún si está desnudo, de la expresión de la individualidad, aunque siempre en menor 13

medida que el rostro. El ojo advertido distingue los cuerpos al igual que distingue los rostros, pero aquellos no explican la individualidad como lo hacen éstos. Una determinada personalidad espiritual está ligada a un cuerpo determinado y singular que la identifica en todo momento; pero lo que el cuerpo no nos dirá es de qué personalidad se trata; esto sólo nos lo dice el rostro. Por otro lado, mediante sus movimientos, el cuerpo sin duda puede expresar procesos espirituales, quizás tan bien como el rostro. Pero sólo en el rostro se concretan en configuraciones fijas que revelan definitivamente la psique. Esa belleza fluida que llamamos elegancia, se reproduce en cada instante en el gesto de la mano, en la inclinación del cuerpo, en la ligereza del paso, pero no deja tras de sí una forma duradera, que cristalice el movimiento individual. En el rostro, por el contrario, los ánimos propios del individuo —odio o miedo, sonrisa serena o ávida búsqueda del beneficio— dejan rasgos que perduran; la expresión pasajera del movimiento queda reflejada en los rasgos del rostro, que son expresión del carácter permanente. Gracias a su notable plasticidad, sólo el rostro se convierte, por así decir, en el lugar geométrico de la personalidad íntima, en lo que de visible pueda tener; de la misma manera que el cristianismo, cuya tendencia a cubrir el cuerpo ha hecho del rostro el único 14

representante de la figura humana, se ha convertido en escuela de la consciencia individual. Junto a estos medios estéticos formales que le permiten representar la individualidad, el rostro posee otros de sentido opuesto. Al estar constituido por dos mitades, el rostro cuenta con un elemento de serenidad y equilibrio internos que contrarresta la agitación y la exageración propias de la configuración puramente individual. Como ambas mitades, debido a las diferencias del perfil y de iluminación, no son exactamente iguales, cada una anuncia y remite a la otra, de modo que la incomparabilidad de los rasgos individuales queda contrarrestada por la indudable comparabilidad dentro de la dualidad. Como toda simetría, también la de los rasgos del rostro es en sí misma una forma anti-individualista. En la medida en que en las figuras simétricas cada parte puede conocerse desde la otra, ambas remiten a un principio superior que las domina por igual: el racionalismo, en todos los ámbitos, tiende a buscar la configuración geométrica, mientras que la individualidad siempre tiene algo irracional, que escapa a la determinación de un principio preestablecido. Por eso, la escultura, al modelar simétricamente las mitades del rostro, está obligada a un estilo más general, típico, que elude las diferenciaciones individuales extremas, mientras que la pintura, gracias a la diferenciación en la apariencia inmediata 15

actúa no sólo dentro cíe su relación, mediada por su movilidad latente, con la globalidad de los rasgos, sino también en la relevancia que la mirada de las personas retratadas tiene para la interpretación y disposición del espacio en el interior del cuadro. Nada como el ojo, aún permaneciendo tan incondicionadamente en su lugar, irradia tanto: penetra el espacio, lo amplifica, lo envuelve, lo recorre, lo atrae. El modo en que los artistas utilizan la dirección, la intensidad, toda la determinabilidad formal de la mirada, para dividir y hacer inteligible el espacio del cuadro merecería sin duda ser estudiado. A mismo tiempo que el ojo lleva al punto máximo la capacidad del rostro de reflejar el alma, el ojo también lleva a cabo, en el plano puramente formal, la realización más sutil: interpretar el fenómeno sin necesidad de remitirse a una espiritualidad invisible que se ocultaría detrás del fenómeno. Aquí, al igual que el rostro, el ojo trae consigo la intuición, incluso la garantía, de que la solución dada a los problemas artísticos, problemas de pura visibilidad, de representación visual de las cosas, es también la solución a otros problemas que se entrecruzan entre el alma y el fenómeno, problemas de ocultación y revelación. "Die ásthetische Bedeutung des Gesichts" publicado en el semanal Der Lotse, Hamburgo, junio 1901 18

EL RETRATO COMO PRORI A

Se suele explicar la tarea de la pintura como la de hacer visible el mundo mediante la imagen, es decir, representarlo según las leyes de la forma artística. Pero, como esta sencilla explicación ya revela, la visibilidad del mundo es una cuestión problemática. Lo que de hecho vemos de un individuo (aquí nos ceñiremos a la representación artística del individuo), su mera manifestación óptica, lo que los sentidos perciben, no es en modo alguno igual a lo que solemos entender cuando hablamos de lo visible en nuestra vida cotidiana. Lo supuestamente visible no deja de ser una confusa mezcla de lo que está ocurriendo con varios añadidos internos y externos: reacciones sentimentales, valoraciones, interacción con otros movimientos y con el entorno; a esta confusión se añade lo mutable del punto de vista y de la implicación del observador, o los intereses prácticos que unen a los 19

hombres; e l hombre, en definitiva, es para el hombre un complejo fluctuante de impresiones de todo tipo y de asociaciones psíquicas, de simpatías y antipatías, de juicios y prejuicios, de recuerdos y esperanzas. Todo esto se nos hace presente ante la manifestación corpórea del otro; y pretender extraer de esta mezcla sólo aquello que vemos efectivamente, lo puramente óptico, limpio de toda interpretación y añadido, es lo que por lo general ni podemos ni queremos hacer. Lo que comúnmente llamamos la imagen del hombre, eso que creernos ver de él, es al mismo tiempo mucho más y mucho menos que su visibilidad efectiva. Mostrar ese elemento efectivamente visible del hombre, es la primera función del retrato: mostrar lo que vernos de manera puramente sensible, es decir, lo que podríamos ver si nuestra sensibilidad fuera lo bastante autónoma. El ojo del pintor saca una imagen sensible, puramente óptica, de los rasgos imprevisiblemente numerosos y fragmentarios con los que, en la práctica cotidiana, se nos presenta el individuo específico. Ese ojo realiza, partiendo de la realidad enmarañada del hombre, la abstracción del elemento intuitivo; no una abstracción intelectual, por supuesto, sino una abstracción sensible, que tampoco es una reproducción literal, como en la fotografía. Y, como el pintor sólo dispone de ese fenómeno puramente visual que debe reproducir con la forma y el color, su 20

elaboración artística podrá realizarla exclusivamente recurriendo a lo visible. Esto, sin embargo, no parece ser tan obvio, toda vez que una y otra vez podernos oír calificar al retratista como alguien capaz de mostrar lo que está más allá del fenómeno sensible, capaz de representar la esencia psíquica del hombre, o que el cuadro sería como el símbolo de una idea o arquetipo u otras ideas parecidas. Luego veremos en qué medida el retrato puede satisfacer semejantes exigencias. De entrada, cabe decir que carecen de fundamento: el objeto pictórico no es lo que está más allá de lo visible, sino lo visible mismo, como fenómeno puro, realizado, con el atractivo y justeza posibles, mediante la forma y la luz, el desplazamiento o la supresión, el encuadre y la composición. El atractivo y la justeza proceden únicamente de la superficie visible y de relación entre sus elementos. De las remisiones naturales, con las que estas superficies están indisolublemente ligadas con lo no visible de ese cuerpo y de su alma, con la vida y el cosmos, el pintor extrae sólo lo que es exteriormente visible. Las exigencias de la pintura (la nitidez, la fuerza, la armonía visual, etc.) impondrán que la boca quede dibujada de determinada manera o que los ojos se sitúen entre una frente y unas mejillas: la estructura y la dinámica de lo que la piel esconde o de la relación del individuo con el mundo, pueden intervenir en 21

cierto modo en la elaboración de la superficie (como dice Goethe "nada hay en la piel que no esté en los huesos"), pero aunque lo hagan, el artista deberá no obstante acabar reflejándolo en función de la legitimidad y relevancia estética de lo visible: su obra es la realización del acto mismo de ver, es elaboración del sentido, del atractivo y de la legitimidad de ese fenómeno puro y sencillo. Queda, sin embargo, que lo que cabe esperar del retrato no se reduce sólo esto. La frase de Leonardo da Vinci diciendo que la pintura debe representar dos objetos, el ser humano y el alma, expresa de manera sucinta una pretensión que ninguna teoría artística puede obviar. El que desde siempre se espere del retrato que sea capaz de trasmitir una realidad psíquica que está más allá de lo inmediatamente visible, más allá del espacio visual, no puede ser una pretensión infundada, como lo demuestra el que dicho deseo se vea a menudo razonablemente cumplido. Este deseo parece estar justificado por la impresión que el hombre vivo recibe del otro hombre vivo. Sin duda, hay que descartar completamente la opinión que sostiene que esa impresión sería tan sólo fruto de la mera visión del ojo, una percepción directa de una materia coloreada, que se mueve y emite sonidos: en definitiva, una marioneta a la que atribuimos, por asociación y proyección de la experiencia que tene22

mos de nosotros mismos, una vida, una manera de ser y propiedades propias del alma. Estoy convencido de que el cuerpo y el alma no son dos "partes" del ser humano que lo componen y de la que una se percibiría de manera sensible e inmediata, mientras la otra debe ser previamente descubierta. El ser humano es, más bien, una unidad viva, compuesta de dos elementos sólo en virtud de una abstracción derivada, y es en cuanto unidad como lo percibimos. No es el ojo, en cuanto instrumento anatómico aislado el que ve; es nuestro ser unitario, el ser humano como un todo el que ve al otro ser humano, y los distintos sentidos no son sino canales por los que pasa el flujo de la fuerza perceptiva total de nuestro ser. Al igual que el ser que percibe es una existencia total que, sin embargo, vive plenamente en cada una de sus funciones particulares, el ser percibido es, de entrada y para el observador, un cuerpo dotado de un alma, una unidad que nos es fruto de una síntesis abstracta. Sin duda los avatares, las dispersiones e imperfecciones de nuestra vida empírica hacen que dicha unidad no tenga la eficacia redonda de la unidad herméticamente cerrada: está desviada y desgarrada de manera unilateral y fragmentaria por las oscilaciones de nuestras fuerzas e intereses, pero la unidad subsiste como hecho fundamental, como elemento decisivo desde el principio hasta el final, más allá de 23

toda percepción parcial y de todas las diferencias, divisiones y arreglos con los que el ser humano se muestra ante su semejante. El arte, en definitiva, vive de esta base: cuerpo y alma son una unidad desde el punto de vista antropológico, igual que realidad e idea lo son desde el punto de vista metafísico. Todos los esfuerzos de los pensadores por comprender la armonía del alma y del cuerpo, ya sea como una acción recíproca, como un paralelismo o de otro modo, sólo son intentos de recomponer a posteriori los elementos separados de esa armonía que vivimos como experiencia cotidiana e inmediata, es decir, la unidad vital del ser humano, que sentimos en todos los empeños del alma y del cuerpo por hacerse independientes. Pero si esta división del ser humano se toma como punto de partida, entonces cada una de sus dos vertientes puede servir para comprenderlo, pero ya no desde la aprehensión de la intuición inmediata, sino desde la interpretación. La práctica de la vida y del arte tiende hacia ello por vías concurrentes y convergentes. El interés práctico del hombre se alía, por lo general, con su comportamiento psíquico; en la concepción y realización de nuestros proyectos, en nuestras alegrías y sufrimientos, en el devenir y en el trabajo, estamos determinados casi exclusivamente por la 24

manera en que los demás, las otras almas, se sitúan con respecto a nosotros: si son más listos o necios, si nos quieren u odian, si favorecen o frenan nuestros anhelos. Cuando un hombre tan realista en lo práctico como Napoleón dice que la guerra es una cuestión psicológica, quiere decir precisamente eso. En última instancia, además de nuestra propia alma, son las de los demás, las que deciden nuestro destino. De ahí que, en la acción práctica, el cuerpo del individuo, su apariencia, sus movimientos, sus expresiones exteriores sean para los demás individuos como un texto escrito que cobra sentido en las actitudes y humores, en los designios y energías de su alma. Nos fijamos en la corporeidad del ser humano, por razones estéticas o sensoriales, pero en la práctica que determina la vida la obviamos para centrarnos en las estructuras y mudanzas de su alma, respecto de las cuales su corporeidad nos sirve sólo como puente, símbolo o intérprete. Pero esta tendencia en la relación entre alma y cuerpo se invierte, como veremos, en el arte; de ahí que el arte, desde sus premisas mismas, suscite un problema especialmente complejo. Esta unidad de vida, que está más allá de la distinción entre los dos "campos", vale sólo para el individuo real, ya que la imagen no contiene esa unidad. El espectador no tiene ante sí una existencia total que pueda percibir como una psí25

que y un físico indiferenciados, sino una yuxtaposición de manchas de colores, formas y colores sobre una superficie. La pregunta, entonces, se impone: ¿cómo una apariencia sobre una tela, una abstracción, puede, no obstante, evocar la representación de una vida interior, de una alma determinada? Suponer que se debe a una simple asociación, derivada de la costumbre de ver el cuerpo humano siempre unido a un alma, se antoja una explicación ciertamente insuficiente, pues, aunque sea genéricamente cierta, esto no nos permite reconocer el alma específica asociada al cuerpo retratado.. Esto supondría sostener que dos cuerpos idénticos tienen idéntica alma; una idea tan insostenible y fantasiosa como la de llegar a conocer una experiencia dada juntando retazos de experiencias similares, como si el elemento decisivo, es decir, la unidad de la apariencia orgánica, pudiera explicarse recomponiéndolo mecánicamente mediante fragmentos. Debemos, por tanto, buscar otro camino que nos permita comprender esa "cualidad de alma" adscrita a algo con un carácter óptico exclusivamente exterior como es el retrato. De lo dicho hasta ahora, se desprende que el elemento psíquico tiene en las artes plásticas una significación muy distinta que en la poesía. En ésta, la vida del alma constituye la materia de la forma artística: organiza y estiliza esa vida, hasta elevarla por encima 26

de toda realidad, como una visión armoniosa, puramente artística. En las artes plásticas, por el contrario, el elemento psíquico no es el objeto de elaboración, sino que es una secuela en la representación del fenómeno corporal: el logro de un retrato radica en comunicar el alma del cuerpo mostrado, pero se trata de un logro que, a diferencia de la poesía, no puede alcanzar directamente. Este logro lo alcanza, y esto es lo decisivo, mediante la unidad del rostro, es decir, la totalidad de los rasgos retratados, en su viveza, en su comunión y ligazón, revela, o da a entender, que está expresando un alma específica. Cuando los medios de la pura visibilidad, que son los únicos a los que puede recurrir el pintor, logran alcanzar una determinada organización y una determinación mutua de los elementos formales, un reenvío mutuo de los trazos y una regularidad en sus relatciones, entonces surge la representación de la penetración a través de la corporeidad en un alma. Dicho inversamente, basta que la cualidad del alma se desprenda de las superficies pintadas para que provoque en esta superficie una unidad extraordinariamente reforzada, una suerte de vida coherente, como si pudiéramos sentir la raíz única desde la que crecieron todas las formas en superficie. Se produce, así, una especie de acción recíproca: el fenómeno corporal hace reflejar en el espectador la 27

representación de un alma en virtud de su unidad lograda por el arte, y, mediante acción refleja, esta representación confiere al fenómeno una unidad y prestancia más fuertes, una justificación recíproca de los trazos. Esta acción recíproca es la forma artística, en la que la unidad inmediata de la realidad se separa entre cuerpo y alma, para mostrarse de nuevo. La unidad en sentido estricto radica en el alma, pues todo lo corporal queda como estricta exterioridad. El organismo es sin duda una unidad, pero ésta se torna estrecha y estricta sólo en el organismo dotado de un alma. Sólo en el alma, y no en el mundo exterior, se da una compenetración, una intimidad del interior de las cosas, que el alma puede crear simplemente por ser ella misma una unidad. Ahí donde la unidad de los trazos amenaza con desmoronarse, como cuando los ojos están demasiado separados, la boca entreabierta o las mejillas caídas, tendremos la impresión de una vida psíquica abandonada, incluso, "des-espiritualizada". De ahí que en la obra de arte, que con la simple pintura de superficies representa la unidad de la vida, esta unidad de los trazos (unidad necesaria, armoniosa, justa) signifique tan sólo que recurre al apoyo de un alma. En la realidad, experimentamds una unidad ingenua, indiferenciada, inmediata; la obra de arte, al disociar los elementos y confiar en la conducción de uno de ellos, alcanza una 28

unidad, sin duda, más frágil, pero también mucho más profundamente necesaria y con un efecto mucho más consciente y poderoso. El alma rige la organización y composición de los trazos, de la realidad pictórica —al igual que la ley natural ordena, confiere unidad y reciprocidad a las cosas, sin ser ella misma cosa, ni nada exterior a las cosas. El que una superficie con manchas de color pueda parecer traer en sí un alma y que ese alma que se intuye convierta esa superficie en una creación llena de sentido y unidad, se explica por esa consciencia fundamental que tenemos de la vida como algo no indiviso. Pero el modo en que las artes plásticas restauran esa unidad recurriendo a ella para sus propios fines es el siguiente: usan, por así decir, el hecho de que el ser humano está dotado de alma para llevar a un nivel de impresión más fuerte y seguro esa unidad, esa legitimidad, esa inteligibilidad global, al servicio de la imagen visible que proyectan artísticamente. La pintura dirige de modo inverso la práctica de la vida: la modalidad y movilidad del cuerpo le sirven de medio para penetrar hasta el alma e interpretarla. Pero sería un error pensar que en esto mismo consiste el arte del retrato, aunque muchos artistas compartan ese error. Conviene insistir en que la pintura sólo dispone de manchas de colores y que su objetivo no es otro que dar forma con perfección artística a fenómenos ópti29

cos, a superficies del ser humano. Es imposible que estos fenómenos sean para el arte simples medios con los que alcanzar lo que no es visible. La pintura no es psicología, y si su propósito fuera el de mostrarnos el alma del ser humano, el retrato resultaría ciertamente prescindible toda vez que otros medios (la observación directa, los testimonios, las confesiones) son más eficaces. Como dice Schopenhauer, el arte está "siempre al final", no es un camino de paso para algo distinto a él mismo. Sólo lo que es exterior al sentido específico de la obra de arte puede convertirse para el arte en un medio, en este caso el alma. De querer usar el concepto de medios y fines propios del arte —asunto siempre espinoso—, habría que decir que todo lo que está más allá de la realización artística del fenómeno, más allá del fenómeno de la forma y el color, puede considerarse como mero medio para dicha realización. De lo contrario, el retrato no podría estar por encima del "arte de tesis", que usa los valores artísticos al servicio de unos fines que no son propios de esos valores artísticos. Si el problema específico del retrato, esto es, saber qué importancia tiene la expresión del elemento psíquico en la reproducción de superficies puramente corporaleS, se explica como hemos hecho, esta explicación no es, naturalmente, más que una respuesta genérica que luego se realiza efectivamente en el arte 30

del retrato mediante incalculables modificaciones y variaciones. La elaboración artística exige que, comparado con el fenómeno empírico, es decir, el rostro vivo, la impresión de unidad de los trazos del rostro pintado sea más poderosa e intensa. Nuestro conocimiento de la esencia unitaria del ser humano se deriva de sus movimientos y expresiones. Pero el retrato debe producir ese conocimiento mediante formas y colores estables, especialmente mediante los rasgos del rostro; debe sustituir la sensación del todo completo que tenemos ante el ser humano con una impresión parcial, específicamente abstracta, ante su representación pictórica. Cabría, quizá, pensar en recurrir a otros medios que no sea la impresión del alma para lograr ese objetivo: la legitimidad del conjunto, la unidad, podría lograrse mediante una elaboración formal situada en un sentido más estricto sólo en la superficie. El arabesco, por ejemplo, se distingue por su simetría exacta, por una determinada armonía y homogeneidad en sus curvas y ángulos, por su carácter unitario, mientras que otras formas son menos unitarias, tiene elementos enmarañados, contingentes, independientes entre sí. La tarea artística de unificación del fenómeno humano quizá podría alcanzarse mediante el ornamento y sin la necesidad de recurrir al alma para generar la unidad. La historia del retrato indica que, 31

cuanto más homogéneo y equilibrado es el fenómeno en un sentido ornamental, más estilizado y más forn-ialmente simétrico será, y menos pretenderá y l ogrará expresar el alma. En gran parte del arte priIllitiVO o del arte hierático egipcio, el fenómeno queda encerrado en una forma, ajena a la figura humana, forma que, en sí misma y por sí misma, tiene un sentido cerrado en sí mismo y genera de entrada, visualmente, la unidad de lo representado en ella: el círculo, el triángulo o el rectángulo, la simetría exacta de dos mitades sobre un eje. La unidad no está aquí tanto en el objeto mismo como en el esquema racional ya provisto de sentido en el que se inserta el fenómeno, para que participe de esa unidad. En el arte clásico de los griegos y del Renacimiento, este tipo de figuración también está presente, si bien, de una manera más flexible, viva y compleja, y va siendo sustituido por la otra forma, por la expresión de la cualidad del alma como principio de unidad. Cabe pensar que el segundo principio domina conforme se va retirando el primero, y será con Rembrandt cuando el hecho de tener un alma alcance un nivel de expresión tal que logre adueñarse del fenómeno para darle unidad. Esto se debe al dominio de Rembrandt en el infinito uso de elementos y matices, ya que si, sin recurrir al alma como única fuerza para conferir unidad, los elementos permanecerían confinados a esquemas 32

geométricos, deberían quedar reducidos y simplificados para integrarse en dichos esquemas. El alma es un principio de figuración tan amplio, tan profundo y conmovedor, que puede irradiar su potencia sobre unos elementos que han quedado libres, que se han multiplicado y no precisan ser fijados mediante el cálculo. Algunos bustos de Rodin son buena prueba de ello: de manera intencionada destruyen el último vestigio del esquematismo; desaparece, casi descaradamente, la simetría del rostro, mostrando la desigualdad de sus dos lados; quizá el alma muestra en esos bustos, por primera vez, lo ilimitado de sus posibilidades. Obviamente, el arte precedente no estaba totalmente desprovisto del elemento del alma para conjuntar la representación del fenómeno humano, del mismo modo que Rembrandt no pudo eliminar completamente lo que he denominado el principio ornamental, es decir, el que las partes de una superficie estén relacionadas de una manera estrictamente formal y se mantengan conjuntadas en virtud de una relación decorativa. Se trata de saber ahora cual de los dos principios, diametralmente opuestos, resulta más efectivo a la hora de unificar el fenómeno humano. La relación de cualquier arte con la vida puede caracterizarse como sigue: frente a la totalidad abigarrada, que fluye tranquilamente y donde se entremezclan incontables elementos heterogéneos, cada arte 33

extrae un u' nico elemento, el mundo de un sentido, na sola posibilidad de sentir y dar forma, y crea así uun círculo cerrado en el que recibe los múltiples contenidos del mundo y les da forma conforme a sus propias leyes. El arte es siempre algo unilateral, afinado en un único tono, mientras que la realidad entrelaza todos sus contenidos y los instala en cada individuo en la gran unidad de su vida. Pero dentro de esta unidad, la vida tiene desgarros, cuerpos extraños, contradicciones irresolubles entre sus elementos y tendencias, todo lo cual es ajeno al cierre sobre sí mismo propio del arte. Como totalidad, el arte es mucho más unilateral, la suma de sus produciones es correlativamente mucho más inmutable y habla un lenguaje mucho más extraño a la vida, pero el arte tiene también mucha más unidad en sí mismo y una afinidad más íntima con los elementos. En el mundo de la vida, hay al mismo tiempo más cercanía y más distancia entre los elementos que en el mundo del arte. Dentro de esta significación del mundo del arte es como puede interpretarse el arte del retrato. La significación de este arte se desprende del significado del rostro que el pintor debe plasmar y una vez hecho esto la pregunta que surge es, entonces, ¿dónde está el alma, ese factor interior e invisible que, sin embargo, el retrato muestra indiscutiblemente en su 34

realidad? Entonces es cuando puede atribuirse al retrato una relación estrecha, artísticamente clara, con el fenómeno corporal. Sin duda, en la realidad de la vida, el elemento del cuerpo y el del alma suelen por principio percibirse inmediatamente como uno, como un todo. Sin embargo, en la experiencia puntual los dos pueden estar separados, juntados por azar, ajenos entre sí o contrapuestos, sin una sólida relación. En el arte, los dos parecen separarse más radicalmente uno de otro, pero sólo para mostrarse como correlativos con aún más eficacia, más significación, debido a que el estar dotado de alma se convierte en el factor unificador de la percepción visual. La realidad de la vida tiene una fuerza interior, una potencia de interpenetración dinámica entre sus elementos, respecto de la cual el arte puede parecer poco más que un pobre reflejo unilateral. Pero la vida es también caos, infinidad de fracturas y de contingencias incontrolables, infinidad de conflictos entre sus elementos. Dentro de la esfera del arte, los elementos están ligados entre sí de manera transparente y sólida en una armonía supracontingente. Y en esto radica la liberación y la felicidad que nos proporciona el arte. Al proceder exclusivamente de la vida, al sacar sus fuerzas del impulso de la vida, la armonía que las cosas encuentran en el reflejo del arte, por parcial que sea, es para nosotros un presentimiento y una prueba 35

de que los elementos de la vida, en lo más hondo de su realidad, quizá no estén abocados a esas desesperantes indiferencias y contradicciones en las que la misma vida tan a menudo nos hace creer.

LA CARICATURA

Das Problem des Portrats

Die neue Rundschau, núm. 29, 191.8

El hombre nació para superar sus límites. Un ser divino no podría ir más allá de sus propios límites, por cuanto lo infinito carece de ellos. El animal, abocado a unos límites inamovibles, tampoco podría, por la razón opuesta. Sólo los límites que cercan al hombre parecen poder ampliarse indefinidamente, parecen existir para ser superados. Esta es la esencia de nuestra configuración: sin duda, nos sabemos limitados, en nuestras cualidades y en nuestra capacidad de pensar, en nuestro valor tanto positivo como negativo, en nuestra voluntad y nuestra fuerza, pero también nos sabemos capaces y llamados a ir más allá de nuestras limitaciones. Este rasgo esencial de nuestro ser determina, en todo momento, la manera en que formamos imágenes de las personas, cosas y hechos ajenos que nos rodean. Creemos en teoría que todo tiene unos contornos bien definidos, dentro de los 36

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cuales cada cosa participa en pie de igualdad y con los mismos derechos de la realidad. Pero tan pronto hemos de algún modo de vérnosla en la práctica, en cuanto individuos concretos, con objetos concretos, que de alguna manera forman parte de nuestra vida, entonces el equilibrio y la intrínseca igualdad de las imágenes desaparecen. Y, así, algunos objetos nos resultarán importantes y otros indiferentes, unos merecerán nuestra atención y otros se nos pasarán desapercibidos; y aunque sepamos que estas luces y sombras sólo atañen a los ojos de nuestra alma, lo cierto es que la imagen final, tal y como la vemos, queda marcada por el desplazamiento de sus elementos, rompiéndose así el mencionado principio de igualdad: lo que acaba estructurándola es la presencia esencial de un centro o núcleo, al que se remiten apéndices más o menos visibles. Pero el hecho de que, de este modo, algunas partes queden borradas demuestra que las que perduran son recalcadas más allá de la medida y del valor que les corresponde en el orden objetivo de las cosas. La esencial desigualdad de nuestra vida, la fuerza y debilidad de nuestro proceso orgánico, nuestros impulsos y sentimientos, todo esto se refleja en el mundo objetivo de las cosas (donde todo está sometido a la misma ley de la necesidad), exagerando algunos rasgos, cargando, hasta desplazarlos hacia un lado u otro, los límites del con-

junto. Con nosotros —y como hacemos con nosotros mismos—, los objetos trasgreden sus propios límites. El simple proceso de existencia permite que, desde el momento en que queda conformado el objeto, su forma se expanda y, sin atender a la estabilidad de su equilibrio objetivo, subraye un rasgo o altere su proporción. Parece, por tanto, que un principio muy profundo, que rige los movimientos de nuestra alma, hace de nosotros exageradores vocacionales: es como si cada uno de los caminos por los que nos conducen nuestras sensaciones o nuestra voluntad, cada una de las ideas con las que trazamos líneas con las que guiarnos por entre el torbellino caótico de las cosas, quisiera seguir libremente su curso y proyectar su visión hasta el infinito. El anhelo humano de alcanzar lo absoluto no es sino reflejo de esta genérica capacidad de nuestros impulsos, máximas y pasiones de convertirse, por sí solos, en absolutos o, mejor dicho, de creerse absolutos. Su extensión alcanza, sin embargo, sólo una medida finita, y no sólo porque la fuerza no sacia la intención, sino porque impulsos, máximas y pasiones se contradicen entre ellos. Precisamente porque nuestro espíritu puede elevarse por encima de si mismo, sabemos perfectamente que nuestros principios más radicales, que los impulsos y sentimientos que nos arrebatan, están, de alguna manera, sometidos, por la idea y la naturaleza misma de las cosas, a

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u n I i te, a una medida. Y, sin embargo, cada impulso, al dominar nuestra conciencia, pretende forzar esa medida, aspirar a lo ilimitado, como llevado por la i nercia; y deberá chocar c'on otro impulso para moderarse —moderación que a menudo llega cuando la barrera que la razón objetiva interponía ya ha sido derribada y largamente rebasada. Cuanto menos "cultivado" sea el hombre, menor será el conjunto de los motivos, ideas e intereses que lo mueven, mayor y más abierto el espacio por el que un motivo puntual podrá expandirse, mayor será, en definitiva, su propensión a "exagerar"; así lo vemos en los niños, en los pueblos primitivos y los estratos menos cultos de toda nación, o, también, en los sueños, cuando un rasguño se torna tan doloroso como la herida abierta alcanzada por el plomo fundido, y la caída de un libro resuena como un cañonazo. Esta tendencia a la exageración es, por tanto, una característica propia de nuestra naturaleza psíquica. Pero también puede tener una aplicación consciente y finalista: la caricatura. Esto no quiere decir que toda exageración sea caricatura: esta consiste en recalcar un único rasgo en un único sentido, dentro de un ser que combina equilibradamente una pluralidad de rasgos que se limitan mutuamente y componen una unidad. La caricatura obedece necesariamente a este principio: las proporciones naturales que la realidad 40

confiere al fenómeno caricaturizado deben poder reconocerse; la unidad del conjunto, aunque rota, no debe desaparecer simple y llanamente. La exageración que forzara todos los rasgos al mismo tiempo no sería una caricatura. De hecho, incluso cuando consista en agigantar el cuerpo de un individuo (manteniendo, no obstante, sus proporciones), la caricatura sólo surtirá efecto si el espectador percibe que la personalidad espiritual del individuo conserva unas proporciones normales. Así, la forzada apariencia exterior se entenderá como el elemento de la personalidad total que genera el efecto sarcástico o cómico de la caricatura, ya que ese elemento exagerado contrastará con la unidad y proporcionalidad que de alguna manera seguimos percibiendo. La condición necesaria de toda caricatura es la llamada unidad de la personalidad, y la proporción fija que rige la multiplicidad de aptitudes, movimientos y experiencias. No se trata, por supuesto, de una proporción matemática fijada una vez por todas, sino que, como todo lo vivo, es lábil: cada vez que un elemento muta otro también lo hace de modo que, intercambiándose proporciones y complementándose armoniosamente, se produce y mantiene la unidad del conjunto. La caricatura nace cuando una de las cantidades es llevada a un extremo sin que otros elementos la contrarresten ya sea con igual cantidad o de alguna otra manera, de modo que se desen41

tiende del resto de los elementos y se erige en imagen fija y duradera, destruyendo la unidad implícita o esperada. Pero no es la presencia de un elemento desmedido lo que genera la caricatura sino la falta de compensación, de esa compensación o reconfigura-ción que genera la unidad de la forma y del proceso de la vida; la caricatura consiste en dar fijeza y permanencia a un estado extremo: radica en fijar una relación incompatible entre la parte y el todo. De ahí que sintamos la caricatura como una deformación, como la destrucción de la forma misma de la vida. La caricatura ingenua o humorística no realiza plenamente la potencia de la caricatura ya que se queda a medio camino: por así decir, retrasa sólo momentáneamente el proceso de compensación que, más allá de la desproporción dibujada, sigue, no obstante, perceptible y promete reintegrar la unidad. Lo que aterra de la caricatura propiamente dicha, lo que vemos en Aristófanes y Cervantes, en Goya y Daumier, es precisamente la crudeza y el modo implacable con que el rasgo exagerado rompe la unidad del ser, erigiendo como duradera esa deformación: convirtiéndola, en cierto modo, en la normalidad del ser o, más exactamente, haciendo de la deformación normalidad. Esto precisamente distingue la caricatura del mero énfasis artístico. Cuando el escritor o el escultor confieren a un rasgo de carácter una intensidad y un

carácter absoluto que la realidad por sí misma no nos permite conocer, deberán al mismo tiempo t ransmi ti mos, en la personalidad retratada, una dimensión existencial en la que ese rasgo no resultará desproporcionado: toda la obra de arte deberá reflejar esa "hipérbole" sin la que, como dijo Goethe, la realidad no merece ser narrada. Vemos aquí uno de los significados más profundos de la llamada estilización: a saber, la existencia individual retratada por el artista es transformada, hasta abarcar la hipérbole del rasgo, en cuanto unidad, es decir, sin romper la armonía, la coherencia del personaje como totalidad. Cuando, como en El avaro de Moliére, la coherencia se pierde, cuando una pasión alcanza la desmesura dentro de una existencia por lo demás mediocre y banal, entonces, surge de inmediato la caricatura. La mente criminal de Ricardo II I, por el contrario, no obstante su desmesura, no es en absoluta caricaturesca, porque Ricardo, a pesar de, o debido a, todos sus crímenes, es una personalidad excepcional en la que la representación enfática de su obsesión encuentra un espacio adecuado. Bien es cierto que el faltar a esta regla de la proporción no produce necesariamente un efecto caricaturesco: un rasgo, bueno o malo, llevado al extremo o una pasión desgarradora si se dan, hasta sobrepasados, en individuos por lo demás corrientes suelen producir un

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fenómeno trágico. Pero lo trágico se da sólo si los estrechos límites de la personalidad en su totalidad estallan o amenazan con hacerlo debido a ese exceso. Si el individuo, logra, por así decir, zafarse de sí mismo ampliando los límites de toda su personalidad podrá reintegrar el exceso provisional en su seno; pero si no logra hacerlo, si los límites son violados pero no ampliados y el exceso permanece como rasgo "exagerado" de su personalidad, lo que surge es lo trágico, no la caricatura. Podemos intuir aquí una gran variedad de categorías humanas. Cuando la superación, en un ámbito específico, de los límites típicamente humanos se debe a una energía inherente al individuo que amplía su ser total (si no en términos reales sí en los percibidos) hasta dimensiones adecuadas y la constante ruptura de los límites (que se reproducen para volver a ser superados) constituye el sentido y razón de su armonía vital, entonces, podemos decir que estamos ante un "gran hombre". La exageración propiamente dicha se da cuando la personalidad, pretendiendo adaptarse al desarrollo excesivo de uno de sus rasgos, acaba quebrándose al no lograrlo; cuando los límites de la personalidad son demasiado rígidos e impiden que la ampliación pueda ser armoniosa, pero no lo suficientemente rígidos para impedir esa expansión: estaremos ante una personalidad trágica. Por último,

son, en definitiva, lo mismo. Cua.ndo el reina() de una persona exagera de ese modo un único rasgo, la intención es sin duda la de señalar que dicha persona es en realidad tal y como aparece en su, retrato intencionadamente irreal. La caricatura "da en el blanco" si la intención de su autor no se percibe como arbitraria, si la forma monstruosa creada permite vislumbrar en su simbolismo los contornos interiores del retratado. La caricatura artística resulta convincente sólo en la medida en que el retratado ya es en sí mismo una caricatura —de no ser así, ¿de qué podría convencernos? Opera aquí un factor que viene a compensar no pocas carencias de nuestra capacidad de conocer, aún cuando parezca oponerse diametralmente al propósito de la actividad cognitiva, esto es, a la verdad. A menudo, ante la falta de agudeza y perspicacia no logramos, por quedar confundidos en. el conjunto o tapados por otros rasgos dominantes, vislumbrar

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cuando el exceso queda insertado en la insu queda ligado a una medid.a mediocre que &ilota esa insuficiencia, y perdura despreocupado (.1(.1it ro de mis estrechos límites, entonces estaremos ante una perso na que se ha convertido en caricatura. No he querido diferenciar esta caricatura en que se puede convertir una persona de la que intencionadamente pueden hacer el. artista o el escritor, porque

determinados aspectos o cualidades de un fenómeno. Logramos ver esta parte oculta, cuando se manifiesta con mayor intensidad o proporción en un fenómeno similar de modo que esta percepción adapta nuestra mirada a lo antes omitido (a su manera de presentar-se, a su esencia) y sólo entonces tomarnos conciencia de su verdadera dimensión. Así, por ejemplo, llegamos a comprender a un individuo cuando un rasgo claramente señalado en uno de sus familiares nos advierte que, aunque en menor medida y menos visiblemente, él también cuenta con esa misma característica, y sólo entonces vislumbramos la verdadera esencia de su personalidad. Esto mismo pretende la caricatura intencionada: es como una lente de aumento que hace visible lo que, sin esa ayuda, el ojo no sabría ver. En este sentido, la caricatura artística es una caricatura de segundo grado: exagera hasta hacerla visible la exageración ya existente en el ser retratado. Esta su pretensión exige una mesura a su desmesura: ya sea literaria o gráfica, la caricatura no debe sobrepasar la línea en virtud de la cual la exageración real, el ser que de por sí ya es caricatura, puede ser percibida por el lector o espectador. De ahí que una exageración pueda resultar exagerada y que una caricatura ptieda resultar "excesiva" (aunque el exceso le sea propio): no se debe tanto a la desproporción dada al rasgo recalcado en exclusión de otros, sino a

que esa desproporción supera el objetivo propuesto no logrando reflejar la proporción psicológica nece u ra y la saria entre la desproporción del ser cal desproporción de la caricatura artística. Retomando nuestras consideraciones iniciales, cabe decir que la caricatura refiere siempre un rent') meno individualizado, pero que la existencia misma de la caricatura viene a ser la caricatura de un rasgo fundamental de nuestra naturaleza humana: el ser seres nacidos para superar límites. Lo que la carica tura manifiesta con claridad es ese instinto del peligro en el que se mueve nuestro espíritu cuando, sin descanso, trasgrede los límites que sin cesar se renuevan. Si la caricatura puntual desplaza los límites de un ser de por sí ya caricaturesco, la caricatura como categoría, más allá del fenómeno individual, nos transmite el peligro que constantemente nos acecha de acabar exagerando una parte de nosotros mismos, de acabar siendo caricaturas reales. Pues sabemos que lo orgánico es "la forma constituida que vive y se desarrolla" —en esto radica su misterio. ¿Cómo puede lo "constituido" seguir "desarrollándose"? ¿Cómo una "forma constituida" puede no perdurar sino estar en constante mutación? Lo entendamos o no, este es el fenómeno fundamental que, en su forma más elevada, espiritual y humana, tengo por nuestra esencia de seres eternamente trasgresores, En

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cada momento, una forma, un contenido, cualesquiera, parecen constituirse y quedar fijados en nosotros. pero al instante fuerzas interiores cruzan y superan esos límites, destruyendo lo que justo antes nos parecía perfectamente ordenado y cerrado, y generando una confusión y un desequilibrio que sólo el trabajo de la compensación orgánica logra abarcar, proponiendo, mediante la reordenación y adaptación del conjunto, una resolución de la contradicción. Tan pronto como este trabajo de compensación falla, en su estática o su dinámica, tan pronto como la trasgresión crece sin reajustarse el conjunto, aparece el ser como caricatura. Cuando la intención artística es la que propone la caricatura, la única diferencia radica en que el peligro del exceso (atmósfera en la que vive el ser, entre el cambio y la fijeza de su forma) se convierte en exageración intencionada de un nuevo exceso: la exageración, al recalcar mediante la creación del espíritu una forma que excede lo real, revela el grado en que el principio de la exageración está profundamente arraigado en el fondo metafísico de nuestra naturaleza. "Über die Karikatur", publicado en Der Tag, Berlín, febrero 1917

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EL MARCO. UN U,NSAY0

El carácter de una cosa depende, en última instancia, de si es un todo o una parte. Que un ser const ittr ya una unidad propia, obedezca sólo a su propia ley y se baste por sí mismo, o que derive su fuerza y sentido de la relación que mantiene, como parte, con un todo, es lo que distingue al alma de todo lo que es material, al ser libre del mero ser social, la persona li, dad moral de aquella cuya concupiscencia lo convierte en deudor de todo lo que viene dado. Y es también lo que distingue la obra de arte de cualquier Fragniento de la naturaleza. En la realidad natural, cada cosa no es sino el escenario del constante fluir de energías y substancias, se explica sólo en virtud de lo que la precede y tiene sentido sólo en cuanto elemento del conjunto del proceso natural. La esencia de la obra de arte, por el contrario, radica en que es un lodo en sí misma, que prescinde de cualquier relación fuera de 49

si misma y hace converger en su propio centro todos los hilos que ha tejido. Siendo igual que el alma, o que el mundo como totalidad —es decir, una unidad hecha de particularidades—, la obra de arte, como un mundo en sí mismo, se aísla de todo lo que le es ajeno. Sus lí mites significan, por tanto, algo muy distinto a los lí mites tal y como los entendemos aplicados a una cosa natural: para ésta, los límites no son sino el lugar de una perpetua exósmosis y endósmosis con lo que la rodea, mientras que para la obra de arte son un cierre absoluto, que con un sólo gesto aleja un entorno que le es indiferente, y genera una concentración interior en virtud de la cual realiza su unidad. El marco sirve a la obra de arte como símbolo y confirmación de esta doble función del límite. Excluye la obra del mundo circundante y, con ello, también al espectador, generando así la distancia gracias a la cual puede ser apreciada estéticamente. Esta distancia a la que nos mantiene un ser manifiesta, en el ámbito del alma, la unidad intrínseca de ese ser: sólo cuando un ser constituye una unidad por sí mismo posee esa esfera que nadie puede penetrar; su ser-en-sí-mismo lo preserva de todo lo demás.* * A propósito de la cercanía, la distancia y el aura véase de W Benjamin el libro La obrdde arte en la época de su reproducción mecánicay el artículo "Kitsch onírico" reproducido en Tomas Kulka, El kitsch, ambos libros publicados por casimiro. En su ensayo "Meditación del marco" (1921), José Ortega y Gasset retoma muchas de las ideas de Simmel.

La distancia y la unidad, es decir, la antítesis por la cual la obra se pone ante nosotros y la síntesis por la cual se une en sí misma, son conceptos atines; las dos cualidades primarias de la obra de arte tener unidad interior y existir en U n a estera aje:hl a Intel:Ira vida inmediata— son una misma y única cualidad, vista desde dos perspectivas diferentes. Y sólo cuan do, y porque, la obra. se basta a si misma, se nos ofre ce en su plenitud: ese ser-en-sí-misma es la distancia que le permite tomar el impulso necesario pura atra parnos más plena y profundamente. La sensación de inmerecida felicidad. que nos proporciona se debe al orgullo de esa totalidad replegada en sí misma de la que, no obstante, nos acabamos apropiando. Las cualidades del marco recalcan y reflejan la unidad interior del cuadro; empezando por algo tan atmrentemente arbitrario como sus bordes: siguiéndolos, vamos deslizando la mirad.a. hacia dentro; el ojo los prolonga hasta el punto ideal de sus intersecciones, y así la relación del cuadro con su centro queda recalcada desde todos sus bordes. Este efecto centralizador de las intersecciones del marco queda notablemente reforzado cuando los bordes exteriores sobresalen de los interiores, de manera que los cuatro lados formad' planos convergentes. De ahí que no sea partidario de una forma frecuente hoy en día: la de realzar los bor.des interiores, de manera que el cuadro se aplana

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hacia el exterior; como la mirada, siguiendo el movimiento natural del cuerpo, tiende a desplazarse desde arriba hacia abajo, antes que a la inversa, este tipo de marco dirige inevitablemente la mirada fuera del cuadro, sometiendo en la suerte la cohesión del cuadro a una dispersión centrífuga. La duplicación —interior y exterior— del borde sirve no tanto para asegurar la síntesis del cuadro como para reforzar su cierre. Así la ornamentación o el relieve del cuadro puede desplegarse corno una corriente entre dos orillas, lo cual permite, justamente, esa posición insular de que necesita la obra de arte ante el mundo exterior. De ahí la importancia de que el dibujo del marco permita la circulación sostenida de la mirada por el cuadro, como si éste no dejara de refluir sobre sí mismo. La configuración del marco no debe por tanto dejar resquicios ni abrir puentes por los que, por así decir, pudiera colarse el mundo o el cuadro fluir hacia fuera (como ocurre, por ejemplo, cuando el contenido del cuadro prosigue sobre el marco: infrecuente aberración que niega el ser-en-símismo de la obra de arte y por tanto el sentido mismo del cuadro). El que la corriente del marco deba refluir sobre sí misma no implica en modo alguno que la ornamentación del marco tenga que ser paralela a sus bordes. Para resaltar el fluir del marco, que convierte al cuadro en una isla, conviene, por el contrario, que

las líneas de la ornamentación se alejen del paralelis mo, llegando incluso a ser perpendiculares, 'Po das las líneas oblicuas dentro del marco limitan dentro de esa corriente como presas y obstáculos que vienen a realzar y transmitir la potencia estética del moví miento triunfante. La estructura ornamental del marco se rige por la impresión de flujo circular gracias a la cual recalca la separación del cuadro de lodo lo que lo circunda; de modo que cada línea de sepa ración se justifica en la medida en que contribuye a intensificar esa impresión. Así se explica la opción ya tradicional de unir al cuadro de pequeñas dimensiones un marco ancho o, cuando menos, poderoso para prevenir el riesgo de que el cuadro de pequeño formato quede sumergido por un entorno que la mirada percibe simultáneamente; el riesgo de no resultar suficientemente autónomo se ataja con un cierre más contundente que el que pueda necesitar un cuadro de gran formato, que llena por sí sólo gran parte del campo visual; el cuadro de gran formato no teme la competencia de lo que lo rodea y aún un marco con un mínimo efecto de cierre le permite proyectar su potencia. La finalidad misma del marco demuestra que los marcos de tela que de vez en cuando recurren son totalmente inadecuados: un trozo de tela siempre se percibe como un fragmento que se prolonga más allá

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de si mismo; ninguna necesidad interior impone interrumpir el motivo de la tela en un determinado lugar, ya que el motivo representa en sí mismo una continuidad sin límite —de ahí que el marco de tela carezca de un cierre justificado por su propia forma y no pueda, por lo tanto, cerrar nada. En el caso de la tela sin dibujo, aunque la ausencia de unidad orgánica y la incapacidad de servir de cierre son menos evidentes, la debilidad de los bordes, y toda la impresión general que trasmite la tela, acaban generando el mismo defecto. La tela carece de esa estructura orgánica que confiere a la madera una unidad tan convincente y, sin embargo, discreta —esa estructura que se echa tan en falta en las imitaciones, pero que sigue presente aún cuando la madera esté esculpida y recubierta de una fina capa de oro. Este oro, en efecto, no logra esconder las imperceptibles irregularidades del trabajo artesano, en las que se manifiesta la superioridad de lo orgánico y lo vivo sobre cualquier producción mecánica, por correcta que sea. La adecuada comprensión de este principio explica el motivo de que, en los círculos con buen gusto, ya no se encuadren las fotografías siguiendo un marco natural. El marco sirve sólo para las formas que cuentan por sí mismas con una unidad cerrada, algo que un fragmento de la naturaleza nunca podrá tener. Mil relaciones espaciales, históricas, conceptuales y senti-

mentales vinculan al más nimio fragmento de la naturaleza inmediata con todo lo que lo rodea de cerca o dé lejos, ya sea físico o psíquico. Sólo la lórina artística puede cercenar lodos esos hilos y, 1)(1r así decir, tejerlos hacia. su interior. Aplicado a un fragmento de la naturaleza, que por instinto percibimos como mera parte de un todo armónico, el marco resulta tan contradictorio y violento como puede resultar ajustado a, e incluso impuesto por, el princi pio vital inherente a la obra de arte. Otro malentendido del que suele padecer el marco radica en los pecados que en nuestra época se cometen en cuestiones referidas al mueble. El principio que dicta que el mueble sea una obra de arte ha permitido poner fin a no pocos ejercicios de mal gusto y no pocas tristes banalidades; pero la vigencia de este principio no es tan positiva e ilimitada como parece permitir pensar el favor que suscita, ya que si la obra de arte existe por sí misma, el mueble existe para nosotros. Aunque la obra de arte encarne una unidad psíquica, aunque sea una individualidad autónoma, una vez colgada de la pared de nuestra habitación, no interfiere, con nuestras esferas, porque tiene un marco, porque es una isla en el mundo, que espera ' que nos acerquemos a ella, pero ante la cual también podemos pasar sin detenernos ni reparar en ella. Un mueble, por el contrario, se mezcla con nuestra vida,

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resaltar el ser-en-sí-mismo de otra obra de arte: la resignación que esto exige no es compatible con su status. Al igual que el mueble, el marco no debe reivindicar ninguna individualidad, tan sólo debe tener estilo. El

estilo permite aligerar el peso de la personalidad, sus , tituir la particularidad individual con algo más amplio y general; de ahí que el estilo se imponga cuando pensamos en una obra de las artes deeorat 1 vas, y no así cuando pensamos en tina obra de arte, especialmente ante las grandes obras de arte, cuyo estilo nos resulta completamente indife rente: aquí lo individual supera con creces ese universal que llama • mos estilo y que el objeto singular comparte con inri. nidad de objetos; este carácter supra-individual es el que crea esa impresión de mesurada y pausada dulzu ra que desprenden todos los objetos adecuadamente estilizados. En la obra humana, el estilo está a medio camino entre la singularidad absoluta del alma individual y la universalidad absoluta de la naturaleza. 1 )e ahí que el ser humano, tan pronto como la cultura lo aleja del mundo puramente natural, se rodee de objetos estilizados, y de ahí que el marco de la obra de arte, que es ante su entorno lo mismo que el alma en el mundo, deba someterse al principio vital del estilo y no al de la individualización. Si, por tanto, el marco tiende a la neutralidad y, más aún, se caracteriza por esa dinámica de las formas que en su fluir regular recalca su condición de límite de un cuadro, entonces, determinados marcos, especialmente los muy antiguos, parecen contravenir esta posición estética. No es inusual, en erecto, que sus

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lo tocamos constantemente, y no puede pretender ser un ser-en-sí-mismo. No pocos muebles modernos, en cuanto expresión inmediata de una consciencia artística individual, parecen poca cosa cuando nos sentamos en ellos; reclaman literalmente el apoyo de un marco, y, al carecer de ello, solos en la habitación, oprimen al hombre, cuya individualidad debería i mponerse sobre un mobiliario que no es, en definitiva, sino decoración. Este discurso tan en boga sobre la individualidad del mueble, no deja de ser una hipertrofia del sentido moderno de la individualidad.

Y manifiesta un desconocimiento de la jerarquía de las cosas semejante al que se da cuando se pretende conferir al marco un valor estético propio, ya sea mediante decoraciones figurativas, el uso de un color llamativo o el juego de las formas y de los símbolos en cuanto expresión de una idea artística autónoma: todo esto desdice la posición secundaria del marco respecto del cuadro. De la misma manera que el marco del alma sólo puede ser un cuerpo y no otra alma, una obra de arte, si constituye una unidad por sí misma, no puede hacer las veces de marco para

lados adopten la forma de pilares o columnas sobre los que se apoyan frontispicios o cornisas; cada una de estas partes, y todo el conjunto resultante, queda así mucho más diferenciado y caracterizado que el marco moderno, cuyos cuatro lados suelen ser equivalentes. Este vistoso despliegue de motivos arquitectónicos, al crear una interdependencia entre los elementos, contribuye sin duda a extremar el efecto de cierre interior del marco pero a costa de dotarlo de una vida orgánica y de una relevancia que contradicen y merman su función de mero marco. Esto podía acaso tener algún sentido en aquellas épocas en las que aún no se percibía la intrínseca unidad artística del cuadro, que le confiere su cohesión interna y lo aísla del mundo. Cuando el cuadro estaba destinado a una función cultual, como parte de la experiencia religiosa, y con filacterias y otras descripciones apelaba directamente al intelecto del espectador, el riesgo de que esferas ajenas al arte se apoderaran de la obra y rompieran su unidad formal era real. Este es el riesgo que despeja en su dinámica el marco arquitectónico, cuyas partes, al quedar entrelazadas, crean un conjunto fuertemente cohesionado y, así, un cierre eficaz. Cuanto más rechace la obra de arte relacionarse con lo que queda fuera de ella, tanto más podrá prescindir de la potencia del marco, potencia que al tener una

vida orgánica propia acaba desdiciendo la función auxiliar propia del marco. Si el marco moderno, cuyos cuatro lados idénticos denotan un carácter mucho más mecánico y esquemático, supone un adelanto respecto al marco arquitectónico, es porque participa de un principio de evolución cultural mucho más amplio. En efecto, no es común que el elemento particular pase sistemáticamente de una forma mecánica y exterior a otra animada y orgánica que le confiera un sentido propio; pero sí es habitual que, cuando el espíritu organiza la materia de la existencia de manera siempre más completa, generando formaciones siempre más elaboradas, innumerables formas, que hasta entonces tenían una vida coherente en sí mismas y manifestaban una idea propia, se vean reducidas a elementos particulares —a simples agentes mecánicos— dentro de un conjunto más grande, que será el que manifieste una idea, mientras sus elementos no serán más que medios sin existencia propia. Se trata de la misma evolución que del caballero medieval llevó al soldado del ejército moderno, del artesano independiente al obrero de la fábrica, del municipio autónomo a la urbe del Estado moderno, de la producción autárquica y doméstica a la organización de un mercado basado en la economía monetaria y mundial. Ahí donde había una yuxtaposición de seres independientes unos de los

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otros y que se bastaban a sí mismos, acabó levantándose una entidad más amplia a la que esos seres deben, por así decir, acabar cediendo sus almas, su ser-en-sí-mismos, y reajustar el sentido de sus vidas dentro del funcionamiento mecánico que contribuyen a mantener en cuanto miembros de esa entidad. De la misma manera, la concepción mecánica y uniforme del marco al que se le deja de conceder relevancia propia se contrapone a la concepción arquitectónica u "orgánica", y demuestra que la relación entre el cuadro y su entorno se entiende, y por primera vez se expresa de manera adecuada, como un todo. La aparente superioridad espiritual del marco que entraña un sentido propio sólo demuestra la espiritualidad menguada que preside la concepción del todo al que pertenece. La obra de arte está, en definitiva, inmersa en la contradicción real de tener que conformar un todo homogéneo con el espacio que la rodea siendo ya por sí misma un todo; no deja, en este sentido, de reproducir la problemática general de la vida, que consiste en que el elemento de un conjunto reivindica, no obstante, el status de un todo autónomo en sí mismo. El marco exige evidentemente una proporción extremadamente sutil de presencia y discreción, de energía y contención si pretende, en la esfera de lo visible, servir de intermediario entre la obra de arte y su entorno, un entorno respecto del

cual simultáneamente conecta y aleja al cuadro —una tarea, ésta, en la que, en la historia, el individuo y la sociedad se agotan mutuamente.

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"Der Bildrahmen. Ein ásthetischer Versuch", publicado en Der Tag, Berlín, noviembre 1902,