Shua, Ana Maria - Soy Paciente

S o y p a cie n te A n a M aría S h u a em ecé escritores argentinos S h u a , A n a M a ría S o y p a c ie n te .-

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S o y p a cie n te

A n a M aría S h u a

em ecé escritores argentinos

S h u a , A n a M a ría S o y p a c ie n te .- 1a e d . - B u e n o s A ire s : E m e cé, 2010. 152 p . ; 23x14 cm . IS B N 978-950-04-3280-1 1. N a rr a tiv a A r g e n tin a 1. T ítu lo C D D A 863

© 2010, Ana M aría Shua Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para ' odo el m undo © 2010, G rupo E ditorial Planeta S.A.I.C. Publicado b ajo el sello E m ecé® Independencia 1682, C1100ABQ, Buenos Aires, Argentina w w w .ed ito ria lp )aneta.com. ar' Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Ed itorial Planeta I a edición: octubre de 2010 2.000 ejem plares Im preso en Artesud, Concepción Arenal 4562, Capital Federal, en el mes de setiem bre de 2010. Queda rigurosam ente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del "C op yrigh t” , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra p or cualquier m edio o procedim iento, incluidos la reprografía y él tratam iento inform ático.

IM P R E S O E N L A A R G E N T IN A / P R IN T E D IN A R G E N T IN A Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 IS B N : 978-950-04-3280-1

M e gusta leer en el colectivo. Sentado es fácil. Parado es d ifícil pero no im posible. Las cosas se com plican cuando la letra es chica y el colectivo va por una calle em pedrada. Las palabras b ailo ­ tean, se vu elven b orrosas, y para distinguirlas se hace necesario un esfu erzo coordinado entre la vista y el resto del cuerpo. Se trata de endurecer los m ú scu los del brazo para sostener el libro con firm eza — m ientras el otro brazo dedica toda su te n sió n a m an ten erse p ren d id o de la agarra­ dera— y, al m ism o tiem po, aflojar ciertos m ú scu ­ lo s de las piern as — separadas y con las rodillas levem ente flexionadas— para com pensar por un efecto de su sp en sió n el traqueteo del vehículo. El resultado es com o éste: ahora, acostado y todo, m e resulta m u y d ifícil concentrarm e en lo que leo. Claro que en este caso lo que bailotea y se v u e lv e b orroso no son las letras sino el sign ifi­ cado. D ebe ser el efecto de los sedantes. El calor

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no ayuda. Si estu viese en m i casa ya m e hubiera sacado el p iy am a: aq u í no m e sien to en c o n ­ fianza. Entretanto, en u n pueblo de la Florida, B on d acaba de descubrir el cu erp o de su am igo Leiter con vertido en u n a m asa san g u in o len ta m al envuelta en ven das sucias. Tengo la sospecha de que en esto in tervin o u n tibu rón. El pobre Lei­ ter tiene sobre m í u na so la ven taja: él y a tiene diagnóstico y yo todavía en verem os. Cuando lo internen, ¿quién lo irá a visitar? O jalá v in ie se m ás g en te a v isita rm e a m í. Hablar m e resu lta m ás fácil que leer y si tengo ganas de quedarm e callado siem pre puedo pedir que m e cuen ten algu n a an écd ota del exterio r. Estando aquí, no tengo ganas ni de m irar los dia­ rios. Las sábanas son m ías. M e las traje de casa para tener la se g u rid ad de q u e estén lim p ia s. U n defecto: son de poliéster. Q u ién tuviera sábanas de hilo, tanto m ás frescas. Las de p oliéster son una porquería: las p elotitas que se form an en la tela dan la sen sació n de que la cam a estu viese llena de m igas. Y m igas seguro que no son p o r­ que para eso m e cuid o m u y b ien de com er las galletitas de agua sobre u n plato. La alm ohada tam bién es m ía. Tener algunos objetos co n o cid o s ayu d a a d o m esticar a los demás. Si estuviera com pletam ente solo en esta pieza, sin m is sábanas flo read as, sin m i buena

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alm ohada de siem pre (que en casa m e parecía tan dura y hablaba de cam biar), los p o co s m u eb les de m etal despintado m e resultarían todavía m ás am enazadores. Esta cam a, p o r ejem p lo , no m e in sp ira n in ­ guna co n fian za. S ien to que ap en as acepta m i peso, com o u n caballo recién dom ado acepta el peso de un jinete desconocido. Es lo bastante alta com o para lastim arm e si se le ocurre tirarm e en m itad de la noche. Para ponerse a la par, a la m esita de lu z le crecieron m u ch ísim o las patas. Si tu v ie ra que q u ed arm e u n tie m p o largo pediría que m e trajeran pósteres para adornar las paredes. V erlas así, tan blancas (o, m ejo r dicho, tan gris sucio), m e deprim e. C o m o m e p ien so ir lo m ás pron to p o sib le, es m ejo r que no m e trai­ gan nada. A m edia tarde una señora entra en m i h ab i­ tación sin golpear. U n pañuelo am arillo con p re­ tension es de elegancia le cubre la cabeza, segú n la técnica que usan las m ujeres cuando no tu v ie ­ ron tiem p o de la varse el pelo. U sa u n a p o llera escocesa, tableada, que le da u n aire vagam en te in fan til. H asta que se saca lo s an teojos su edad es indefinible. D esp u és, las arrugas alrededor de los ojos cantan la verdad. Cuando m e ve, la señora se queda rep en tin a­ m ente in m ó v il, com o si la h u biesen con vertido en estatua de sal. Palidece, está descon certad a, p or m ilagro no se le cae de la m an o u n a b olsa de

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red llen a de d u razn o s go rd os, atercio p elad o s. M ecánicam ente m e p aso la m an o p o r la cara, com o si pudiera encontrar allí el m o tivo de esa m irada que se m e agarra a la piel y m e lastim a. A l tacto, salvo las m ejillas m al afeitad as, todo parece estar en orden. — ¡Está m uerto! -—-dice la señora. En su horror, se o lv id a de su cu erp o . Los dedos de su mano derecha, abandonados, se aflo­ jan. La bolsa cae al suelo y los durazn os ruedan por todos lados, gordos, aterciopelados, in co n ­ tenibles. A pesar de todo, sus palabras m e tran­ quilizan porque com prendo que no se refiere a m í sino al anterior ocupante de la pieza (el m is­ m o director del hospital). — N o, señora — le explico— . Ya está m ucho m ejor y lo m andaron a la casa. Ella se calm a. Poco a poco va recobrando el control de su cuerpo. Secas las avanzadas, el resto de las lágrim as desconcentran sus fuerzas. A p e ­ nas se siente m ejor, la señora m e pide disculpas. D espués recuerda los duraznos y los busca uno por uno para ponerlos otra vez en la bolsa. Parece conocer su núm ero exacto porque no descansa hasta haber encontrado el últim o rezagado. M e m ira ahora de otra m an era, com o p re ­ guntándose si yo soy una persona digna de com ­ partir tanta alegría. Lo que ve no parece con ven ­ cerla totalm ente. ¿Por qué no m e habré afeitado esta m añana? Y, sin em bargo, su felicidad la des­

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bord a; am ablem ente m e con vida con un d u raz­ no. C o m o le explico que la cáscara m e hace m al, b u sca u n c u c h illo y se p o n e a p elarlo sobre la m esita de luz. — Por favor, señora, sobre u n plato — le ruego. Pero ella está tan conm ovida que no m e escu­ cha. Pela con o bstin ació n , com o si en con trase u n in m en so placer en su tarea, desparram ando la cáscara de durazno sobre m is libros y dejando caer al piso algunas gotas de ju go . Si fu ese con ­ sid erad a y u n p o co m ás p ro lija, m e cortaría el d u razn o sobre u n plato y m e lo alcanzaría con u n ten ed o r: para eso traje m i p ro p ia v a jilla . C o m o no es prolija ni considerada m e lo entrega en la m ano, desnudo, ju go so y entero. A l m o r­ derlo, el ju g o m e corre por la barbilla y el cuello. M e hace sen tir su cio y p eg a jo so p ero no m e atrevo a rechazarlo. — U sted no se im agina qué alivio saber que está b ien — dice la señora— . U n a p erso n a m ag­ n ífica, el señor director. A m i h ijo, propiam en te lo h izo nacer de nuevo. — ¿Q u é tenía su hijo? — le pregunto, por cor­ tesía. — Tenía que hacer la con scrip ció n en el sur im agín ese, un m uchacho acostum brado a todo lo m ejo r, p erd id o en esas soled ad es. G racias a D io s y al señor director que le p u siero n inapto. — Y o no lo llegué a conocer — le aclaro, para evitar n uevas con fu sion es.

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— No sabe lo que se perd ió . U n hom bre así, cada m il años. Pero claro, h ay que tener un poco de sensibilidad hu m an a para darse cuenta. — V iene m ucha g en te a v e rlo — le digo y o , sintiéndom e d em asiad o d é b il co m o para r e s ­ ponder debidam ente al ton o sin duda agresivo de su últim a frase. — ¡Por supuesto que viene gente a verlo! ¿Q ué pretende? ¿Q ue v en ga n a verlo a usted , que ni siquiera sabe com er u n du razn o sin ensuciarse todo? —-Señora, ¿con qué derecho m e habla en ese tono? — protesto yo, un poco m olesto por reci­ bir un trato tan injusto. — Y usted, ¿con qué derecho está aquí en esta habitación? ¿Q uién le dio p erm iso para ven ir a ocupar su lugar? ¡Im postor! A m í no m e engaña. M ientras habla, la señ ora se enardece. Se le pone la cara colorada y m e salpica con saliva. En la mano derecha em puña el cuchillo que usó para pelar el durazno. A u n q u e tiene poco filo, igual me resulta antipático. Por suerte, com o y a es la h o ra del té, v ien e una mucama a buscar el plato en el que traerá, como todas las tardes, cuatro galletitas de agua y una cucharada de jalea de m em brillo . — Pero, ¿qué clase de visitas tien eu sted ? ¿N o sabe que está prohibido gritar? ¿D ó n d e se cree que está, en la cancha de fú tb o l? — grita fero z­ mente la mucama.

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Y o no v o y a negar que en una cancha de fú t­ b ol se grita fu erte, pero tam b ién h ay m o m en to s de m u ch o sile n c io . M e parece que la m u cam a está m ás en o jad a de lo que c o rre sp o n d e . Lo bueno es que entre p rom esas y em pu jon es logra hacer salir a la señora. Y a está en el p asillo y sin em b argo m e lleg an to d a v ía ráfag as de su v o z vo ciferan d o alabanzas para el director del h o s­ pital. M e pregu n to dón de estarán los m éd ico s en esta in stitu ció n . Y o todavía no v i a n inguno. Lo p e o r es que n in g u n o m e v io a m í, que so y el e n fe rm o . A l p rin c ip io p en sab a e xig ir que m e atendieran ú n icam en te profesion ales d ip lo m a­ dos y, si fu era p o sib le, con m ucha exp erien cia. A h o ra m e con fo rm aría con practicantes. Podría preguntarle a la en ferm era jefe, pero le tengo u n p o co de m ie d o : es seria y n e rv io sa . Si h asta m añana no tengo n o ved ad es, le pido a la Pochi que hable por m í. La ú nica m ed icació n que recibí h asta ahora consiste en sedantes por vía oral. Son u nas cáp­ sulas de color ro jo y am arillo que a veces se m e quedan atragantadas, raspándom e la faringe. D e a ratos m e repite u n gu sto am argo que m e im a ­ gin o anaranjado. N o m e tom aron m u estras de sangre para analizar, no m e pid iero n que orine en n in g ú n fra sc o , no m e sacaron n i u n a sola radiografía. C u an do lo vea al doctor Tracer, v o y a tener m u ch os m o tivo s de queja. Para no o lv i­

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dárm elos, los v o y anotando en una libretita con tapas de hule. P rim ero escribo las quejas en el orden en que surgen, del lado del revés. A l final del día, antes de dorm irm e, las num ero de acuer­ do a su im portancia y las anoto con m ás p ro liji­ dad del otro lado. Hasta el m om ento aquí no ha pasado nada que justifique m i internación: podría estar en m i casa lo m ás campante. N o es el caso de Félix Leiter. En cuestión de segundos, Bond ha logrado que una am bulancia lo lleve al hospital: aquí no hubiera tardado m enos de una hora. U n m édico lo atiende en el acto. Según él, Leiter tiene el 50% de proba­ bilidades de sobrevivir. Pero yo creo que se va a salvar: en parte porque es m u y am igo de Jam es Bond, en parte porque creo haber leído otra novela en la que trabaja con u n brazo artificial, y sobre todo porque en Estados U nidos todo se hace con más eficiencia. Claro, tam bién los sueldos son otra cosa. Los m édicos, allí, ganan lo que quieren. E sto y en un prim er piso y m i ventana da a un patio interior. Cuando em pieza a oscurecer, todo se vu elve azul. A esa hora llega a m i pieza una m onja v ie jita , con la cara redon da com o u n a manzana que de lejos parece lisa y colorada. Vista de cerca tiene m u ch as arru g as fin itas que se hacen m ás profundas cuando sonríe. Su exp re­ sió n es m u y dulce, p ero habla con un acento extranjero tan cerrado que apenas se le entiende. Su idiom a natal debe ser centroeuropeo: se tiene

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la sensación de que su lengua, dem asiado c iv i­ lizada, se negara a doblegarse ante la barbarie de nuestro idiom a. D ebe ser por eso (porque le fa l­ tan palabras) que sonríe tanto. — ¿M iedo ústed tiene? — m e pregunta. — Sí, tengo m iedo, herm ana. Y o no com parto su religión y ni siquiera so y creyente, pero necesito desesperadam ente ayuda y com pasión: sus palabras dan en la clave de m i angustia. Me siento enferm o, olvidado, y esa cara tan com prensiva m e hace pen sar en m i abuela, que escondía caram elos en el fondo del ropero y se m u rió hace m uchos años. — N o ten err m iedo. H o m b rre jo v e n com o ú sted , en operración irrá bien, m ucho bien. Es una operración sencillo. En lugar de asum ir sus dificu ltades para p ro ­ nunciar la ere, la herm ana prefiere com plicarlas en una erre duplicada y violenta. — Pero a m í no m e tien en que operar — e x ­ plico— . M e internaron solam ente para hacerm e algunos estudios. Todavía no saben lo que tengo. E lla m u eve com pasivam ente la cabeza y sus ojos dicen que no m e cree. Porque so y hom bre y he sid o parid o por m u jer, no m e iré de este m u n d o sin ser o p erad o , parecen afirm a r con d ecisión. C om o tarde o tem prano m e veré o b li­ gado a aceptar m i destino, ella está dispuesta por el m om en to — ya que m i tranquilidad espiritual lo exige— a seguirm e la corriente.

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Hasta en lo cabeza dura se parece a m i abuelita. Sin vo lver a m en cion ar la o peración se re­ fiere a ella com o u n suceso fu tu ro que hubiéra­ m os convenido en no nom brar. C o m o no tengo ganas de discutir y, de todos m o d o s, su cara ya no me parece tan dulce, doy por term inada la con­ versación diciéndole que tengo m ucho sueño. Se va sin ofrecer resistencia. A u n q u e intenta probar con su actitud atenta que dispone de todo el tiem po del m undo para dedicárm elo, m e d o y cuenta de que está apurada. Tendrá que v isitar todavía a m uchos fu tu ro s operados que son, al parecer, su especialidad. A n tes de irse m e desea buenas noches y m e encom ienda a D ios. Esta noche v o y a estar solo, pero m añana m i prim a Pochi m e prom etió quedarse a dorm ir en la cama de al lado. Se lo agradecí de corazón: de todos los castigos que conozco, el de la soledad es el más largo.

Y o no quería in tern arm e. N adie quiere. H ay san atorios que parecen hoteles de lu jo , con p ie ­ zas am plias, cortin as de colores y cam as lin d as y cóm o d as en las que sin em bargo no h ay q u ien d u erm a p o r propia vo lu n tad . D e tod os m o d o s yo n o tenía din ero com o para pagar u no de esos sa n a to rio s y el h o sp ita l m e parecía u n castigo d ign o de un tango triste. «Prejuicios tuyos», m e decía la P och i, que estaba u n poco can sad a de v e n irse h asta m i casa a p rep ararm e la com id a. Pero co m o v e ía que el tem a m e p o n ía de m al h u m or, seguía pisán d o m e las papas para el pu ré y no insistía. E n m i departam en to tenía teléfono y de v e z en cuando pasaba algún conocido a visitarm e: el h o sp ital, en cam bio, quedaba com p letam en te a trasm ano. Lo único que m e hacía dudar era verla a la P ochi m o lestarse tan to p o r m í, p ero com o

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ten ía d ecid id o cu rarm e p ro n to , con cu alq u ier excu sa iba aplazando la in tern ación . M ien tras m e quedara en casa, podía m an te­ ner la ilu sió n de estar sano, o casi. Todos los días hacía algunos ejercicios gim n ásticos para que el reposo no m e debilitara. M is com pañeros de tra­ bajo m e llam aban para decirm e vago, fiaca, vag o ­ neta, y y o m ism o dudaba de las razon es que m e hacían q ued ar tod o el día en la cam a leyen d o, escuchando la radio, pensando. A veces m e sen ­ tía un poco m ejor y m e levantaba para hacer algu­ nas com pras. El almacenero, que m e conoce bien, m e encontraba delgado y m e preguntaba por m i salud. En el h o sp ital, ¿a quién le iba a im portar de m í? Por otra parte una razón legal m e retenía en el departam ento. En u nos m eses vencería el con­ trato de alquiler y la dueña estaba interesada en recuperar su propiedad. Si el departam ento no estaba o cu p ad o , a M ad am e V eró n ica le iba a resultar m ucho m ás fácil desalojarm e. La idea de q u ed arm e sin v iv ie n d a m e asu stab a y quería tom ar todos los recaudos posib les. U n día, sin em bargo, am anecí tan débil que apenas podía levantarm e de la cama. Esa mañana m e fu e im p o sib le hacer m is ejercicios, in cluso lo s m ás se n cillo s, y llegar h asta el con su lto rio del m édico m e costó un triu n fo. Cuando el doc­ tor Tracer m e vio en esa situ ació n , no m e dejó opción:

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— O se interna o ... Yo le tenía m iedo al hospital, pero m ás m iedo les tenía a los puntos su sp en sivo s, así que m e di por vencido y m e entregué. Preparé un bolso con dos piyam as, ropa interior y algunos libros; puse tam bién algo de vajilla, porque m e habían dicho que en el hospital daban com ida pero no platos. A la radio la m etí y la saqué del bolso varias veces: p o r tan poco tiem po no quería correr el riesgo de que m e la robaran. Con las sábanas y las alm o ­ had as hice un paquete aparte. M i p rim a Pochi m e llevó al h ospital en su auto y m e sentía tan descom puesto que durante la m itad del cam ino estu ve respirando hondo para no vo m itar sobre el tapizado nuevo. R ecién pintada, la fachada del hospital habría parecido im ponente. D escu idada com o estaba, parecía solam ente pobre. Tenía unas escalinatas largu ísim as y tam bién ram pas para las sillas de ruedas. Su bim os por las escaleras y cuando lle ­ gam o s arriba la P ochi estaba tan agitada com o yo. Su rítm ico jadeo m e produjo una cierta satis­ facción, porque lo consideré una prueba de m i b u en estado. D ecid í segu ir d iscip lin ad am en te con m is ejercicios durante m i perm an en cia en el hospital. D e sp u é s de registrarm e n os in d icaro n que fu éram os a la Sala de H om bres, donde había una cam a disponible. U na enferm era bastante jo v e n n os acom pañó. En los chistes y en algunas p e lí­

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culas las enferm eras son m u y lindas. E n los h o s­ pitales, no. La Sala de H om bres era m u y grande, con las paredes pintadas de un color pardo sufrido. C on tiza, con lápiz, raspando la pintura, habían escrito en la pared toda clase de tonterías. H abía cora­ zones, obscenidades, p o em as, frases célebres, leyendas que indicaban la orientación política de sus autores, nom bres con la fecha abajo. C om o el techo era m u y alto, las paredes no estaban gara­ bateadas, en general, m ás que hasta la m itad. Sólo de tanto en tanto se destacaban lo s d ib u jo s de algunos pacientes m ás atrevidos que habían tra­ bajado, probablemente, parados sobre sus cam as. U n gran órgano sexu al m ascu lin o , p in tad o en colores, debía haber sido dibujado desde una esca­ lera. Las camas estaban tan pegadas que apenas había lugar para pasar entre ellas. Por falta de espa­ cio los internados guardaban sus p erten en cias debajo de las camas; aquí y allá asom aba una olla, un bulto de ropa, una tabla de lavar. Pero lo prim ero que m e im presionó no fu e lo que vi: m i nariz había reaccionado m ucho antes que mis ojos. Había olor a rem edio, a tran spira­ ción, a suciedad. H abía olor a e n fe rm e d a d y m iseria. En un rincón, cuatro viejito s jugaban al truco. Un hom bre de cara colorada, tan alto que no hubiera podido estar acostado con las p ie r­ nas exten didas, tejía una carp etita al crochet. Muchos leían el diario. Contra la pared del fondo,

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en el m ín im o espacio del p asillo , algu ien había p u esto una pava que h ervía sobre u n P rim u s. La en ferm era m e señaló una de las cam as que estaba vacía, con las sábanas y las frazadas hechas u na p elota contra el respaldar de hierro . M ie n ­ tras y o pensaba cóm o m e las iba a arreglar para llegar hasta allí, m e fu e presentando a los pacien ­ tes m ás antiguos, con los que parecía tener gran fam iliarid ad . D e p ro n to , u n o de lo s e n fe rm o s h iz o u n a señal y tod os (excepto lo s que ju gab an al truco) se p u sie ro n a can tar m ás o m e n o s al m ism o tie m p o una esp ecie de can ció n de b ien ven id a. C o m o tenían conciencia de las im p e rfeccio n es del coro y sabían que en una p rim era v e rsió n no m e resultaría fácil distinguir las palabras, la rep i­ tieron dos o tres veces. La can ció n tenía m ú sica de m u rga. El coro era d esafin ad o p ero alegre y dem ostraba u n alto grado de o rgan ización : E l que entra en esta, sala ya no se quiere ir, quedate con nosotros que te vas a divertir. Catéter p o r aquí, y plasma p o r allá el que entra en esta sala no sale nunca más.

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U n a banda no totalm ente im p ro visad a, en la que se destacaban los in stru m en to s de p e rc u ­ sió n , ap o yab a al coro su b ra y a n d o con e n tu ­ siasm o el v e rso final. La m ayoría golpeaba con cucharas lo s respaldos de h ierro y u n señ o r de b ig o te can o so tocaba el p e in e con v e rd a d e ra h ab ilid ad . D u ran te la p rim e ra ro n d a, el gran dote que tejía al crochet dejó su aguja; su s b ra­ zos y su cabeza desaparecieron por un m om en to debajo de la cam a. Cuando la canción se repitió, y a estaba en co n d icio n es de acom pañ arla con dos tapas de cacerola a m o d o de p latillo s. Los que no tenían in stru m en to se lim itab an a p a l­ m ear las m an os siguiendo el ritm o. — ¿V io qué lindo am biente? A q u í se va a sen ­ tir com o en su casa — m e dijo la enferm era orgullosa, m irándolos con cariño. Los en ferm os habían term inado la canción y ahora se desternillaban de risa vién d om e la cara de susto. D o s de los m ás antiguos se pu sieron a discutir en vo z baja. Por algunas palabras su el­ tas que alcancé a oír, pude in ferir el m o tivo: se trataba de decidir a quién le tendría que hacer la cam a el novato. La enferm era alzó la m ano pidien do silencio y tod os se callaron con una p ro n titu d que m e sorprendió. A h o ra se podía escuchar el silbido de la pava h irv ie n d o sobre el calentador. La m uchacha sacó del bolsillo del delantal una bolsa de caram elos de fruta rellenos y la levantó lo m ás

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alto que pudo para que todos la vieran . Su gesto tu v o inm ediata repercu sión . Los in tern ados se p u sie ro n a ap lau d ir y se escu ch a ro n algu n o s v iv a s . N o tod as las e n fe rm e ra s debían ser tan apreciadas en la Sala de H om bres. Sosp ech é que el dibujo de su silueta, notablem ente ensanchado en su parte po steroin ferior, debía tener alguna relación con su popu laridad. Casi olvidándom e, em pezó a repartir los cara­ m elos. Todos los pacientes exten dían las m anos para recibirlos o atajarlos, pero ella debía recor­ dar con p recisió n el régim en de cada u n o p o r­ que a algunos les daba su caram elo y a otros so ­ lam en te les palm eab a la cabeza. E se gesto de sim patía m e hizo supon er que se trataba de p ro ­ teger su salud y no de castigarlos. C om o había tan poco espacio para m overse, para llegar hasta algunos pacientes tenía que saltar por encim a de otros. Era evidente que estaba acostum brada y lo hacía m u y bien. A l h o m bre de tejido al cro ­ chet le dio dos, lo que m e pareció ju sto en rela­ ció n con su tam año. Sin em bargo, m uchos p ro ­ te staro n . A l saltar sobre su cam a, el señ o r del bigote canoso (el v irtu o so del peine) le tiró un p ellizco que ella supo esqu ivar con una agilidad que dem ostraba entrenam iento. U n o de los viejos que jugaban al truco se d iri­ gió a m í. Com o estaba lejos, casi tenía que gritar para que lo oyera. U n o no esperaba que una vo z tan fu erte pudiese salir de ese cuerpito flaco, del

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que colgaba el p iy a m a su cio y arru g ad o co m o una bolsa de arpillera sobre u n espantapájaros. — No les haga caso — m e g ritó — . S ie m p re hacen un poco de espam ento cuando llega uno nuevo, pero son buen a gente. A d e m ás, la letra de la canción es una brom a: h ay m u ch o s que se curan. ¿Sabe ju gar al truco? — ¡Q u iero retru co ! — se apu ró a co n te sta r otro de los jugadores. — Quiero vale cuatro — dijo el espan tap ája­ ros, que era un v iejito p rev iso r y tenía el as de espadas. Yo para el truco so y u n tigre, p ero no ten ía ganas de con testarle y m u ch o m e n o s de q u e ­ darme allí a jugar con ellos. D e golpe m e em pecé a sentir mejor, tan anim ado que la idea de la inter­ nación se fue alejando de m í com o una p e sa d i­ lla de la que uno se va desprendien do m ien tras term ina de despertarse m oján dose la cara-en la piletita del baño. M i m alestar desapareció: chau dolores, debilidad y náuseas. Llegué a sen tirm e a tal punto sano que hasta pude hacerle u n gu iñ o al viejito truquero y atajar un caram elo que m e tiró la enferm era de em boquillada desde el cen ­ tro de la sala. La Pochi creyó que estaba entrando en c o n ­ fianza y se puso chocha. D ejarm e en el h o sp ital la hubiera aliviado de u n a re sp o n sa b ilid a d grande. D ebe ser p o r eso que se e n o jó tan to cuando le pedí que m e llevara otra ve z a casa.

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— Sos un vueltero — m e dijo, de m al hum or— . A v o s nada te v ie n e bien. ¿Q u é esp erab as que fu era el h o sp ital, u n palacio? P alacio s co n o zco do s: el de Ju stic ia y el de A g u a s C o rrien tes, y nunca se m e hubiera o c u ­ rrid o im agin arlos parecidos a u n h ospital. — Y o aquí no m e quedo n i ebrio ni dorm ido — le dije a la Pochi, en vo z bajita para no ofender a nadie. Pero alguien m e debe haber escuchado p o r­ que n o s em p ezaro n a llo v e r m ig u itas de pan y pelotitas de papel m ientras el coro volvía a em pe­ zar la canción. M i d ep artam en to es m u y ch ico, tien e p o ca lu z y algu n as cu carach as. En la co cin a no h a y v e n tila c ió n : cada v e z que p o n g o u n b ife en la plancha tengo que abrir la pu erta que da al p a si­ llo para que salga el h u m o . E stá b astan te d e s ­ cuid ado y le falta pin tu ra. Pero igual m e parecía u n p alacio (otra que el de A g u a s C o rrie n te s) cuando v o lv í del h o spital.

U n os días desp ués m e arrastré com o pude hasta el consultorio del doctor Tracer. M is sínto­ m as se habían agravado y ya no podía superarlos, ni siquiera usando los recursos que había apren­ dido hacía u n o s m eses en el curso de C on trol Mental. M e relajaba, reducía las radiaciones de m i cerebro al estado A lfa, unía los dedos en la p o si­ ción Psi, pero seguía sintiéndome m uy mal. Ahora me arrepentía de no haber seguido con la segunda parte del curso, que era u n poco m ás cara pero incluía técnicas de respiración yoga. El doctor Tracer, que cree solam ente en la m edicina tradicional, m e recibió com o si nada, pero en las com isuras de los labios se podía d is­ tinguir esa sonrisita reprim ida que en buen cas­ tellano quiere decir «¿Vio?, yo le dije». Yo m e sen­ tía un poco avergonzado por haberm e fugado de esa m anera del hospital, sin tom arm e la m olestia

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de avisarle, pero estaba dispuesto a defender m is razones. Traté de hacerle entender que no podía haberm e quedado en esa sala, que internarm e así era lo m ism o que enterrarme. N o m e im portó cri­ ticar la conducta de la enferm era y la indisciplina de los internados: siendo todavía uno de afuera, nadie hubiera podido acusarm e de soplón. El m édico m e entendió enseguida. — Por supuesto — m e dijo— . U sted tiene que estar solo. A d em ás, ésas eran m is órdenes. N o sé cóm o pu dieron com eter el error de llevarlo a la Sala G eneral. V u elva pasado m añana y le ase­ guro que va a estar m u y cóm odo. Le vam o s a dar la m ejo r habitación: la que ocupaba hasta ahora el m ism o d irecto r del h o sp ital. U sted será un verdadero privilegiado. — El director ese, ¿no se h ab rá...? -—pregunté yo, desconfiado, pen san do que la yeta se tran s­ m ite tam bién a través del aire y de los objetos. — D e ninguna m anera — m e in terru m p ió el d o cto r Tracer, cazán d o m e al v u e lo — . M ejo ró m ucho y m añana m ism o vu elve a su casa. Yo no estaba m u y entusiasm ado. Lo que tenía ahora contra el h o sp ital no eran solam en te los preju icios de los que la Pochi m e acusaba: había p o d id o fo rm ar u n ju ic io só lid o a través de m i experien cia directa. Pensaba, por ejem plo, en lo que podía sucederm e si alguno de los pacientes de la Sala de H om bres m e reconocía y descubría que iba a tener una habitación privada.

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Pero el doctor Tracer m e tran q u ilizó ase g u ­ rándom e que la in te rn ació n sería m u y b re v e : apenas unos días, hasta que m e hicieran algunos estudios que culm inarían en el diagn óstico. Su voz pausada y sus cejas espesas in spirab an co n ­ fianza. A unque m iró dos veces el reloj durante m i visita, no m e sentí echado. E l ap retó n de m anos con que m e d esp idió se lo deben h ab er enseñado en la Facu ltad de M ed icin a. M e fu i m uy contento de contar con un m édico com o el doctor Tracer, alto, de espaldas anchas, seguro y severo: alguien en quien apoyarse. Sin embargo, de vu elta en casa y sin el d o c­ tor delante, m is tem ores v o lv ie ro n , alegres y rozagantes, a ju gar a las b o ch as d en tro de m i cabeza, que m e dolía bastante. A l h o spital podía haber ido en taxi, pero preferí contar con alguien conocido que pudiera ayud arm e a salir si cam ­ biaba otra vez de idea. Para llam arla a la P och i elegí (inútilm ente) m i vo z m ás dulce. ■ — Vos qué te creés — m e dijo ella— . ¿Q ue v o y a estar todo el tiempo a tu disposición para llevarlo y traerlo cuando al señor se le ocurra? ¿Q uién te creés que sos, el maharajah de Kapurtala? Pero después se arrep in tió y m e p id ió d is ­ culpas, sobre todo cuando le conté la opinión del doctor Tracer sobre m i in tern ació n en la Sala Com ún. El m aharajah de K apurtala, ¿sabrá téc­ nicas de respiración yoga? A la Pochi la perdoné enseguida, aunque

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haciéndole notar cuánto m e dolieron sus palabras. N o es m alo que se sienta un poco culpable, pensé, así se va a ocupar m ás de m í, que la necesito tanto. C on culpa y todo, en la nueva fecha de m i in ter­ nación la Pochi aseguró estar ocupada. A garré m i iibretita de teléfonos para decidir a quién le p e d i­ ría que m e llevara: tenia que ser un am igo co n fia­ ble y tam bién m otorizado. M iré todos los n o m ­ bres y los núm eros y al final pensé en Ricardo, que de tan am igo ni siquiera está anotado. Ú ltim am en te estábam os u n poco alejados y no m e fu e fá c il llam arlo así, de so p e tó n , p ara pedirle u n favor. Cuando escuché su v o z del otro lado estu ve a pun to de cortar. Pero él re sp o n d ió com o u n am igo. A l otro día estaba en casa a las nueve en punto de la m añana, alegre com o siem ­ pre y m u y o rgulloso de su bu en a acción. Le agradecí em ocion ado. — V am os, llo ró n — m e dijo para anim arm e— . Si se te ve bárbaro. V o s, de lo que estás e n fe rm o es de acá — y se tocó la cabeza— . M irá lo que te p asó p o r p erd er el tiem p o con m é d ic o s so m a tistas. A l fin al, v a s a parar al h o sp ital. A m í, en cam bio, el psicoan álisis m e cam bió la vid a . M e en señ ó a d efen derm e. M e so rp ren d ió. — ¿Te estás an alizan do? — le p regu nté. — ¿Q u ié n , y o ? ¡Ja! Y o si lo agarro a u n p sic ó ­ logo lo vu elvo loco. N o, lo que pasa es que yo leo, m e in fo rm o .

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Cuando subim os al auto ya era un poco tarde, pero R icardo no parecía apurado. — Tengo que llevar el coche al taller para que le ajusten la luz de los platinos: sentí cóm o p istonea — m e dijo— . Es aquí n om ás, a diez c u a ­ dras. D espués nos podem os tom ar un taxi h asta el hospital. El coche, en efecto, avanzaba con d ificu ltad . Si el m o to r estaba tan sucio com o la cabina, eso no era sorprendente. Había paquetes de cig a rri­ llos vacíos, colillas, hojas secas, papeles de cara­ m elos, diarios, b olsitas de pan, u n zo q u ete de n ailo n sucio de grasa y h asta u n p ed a z o de m edialuna vieja. En el taller el mecánico estaba ocupado y tu v i­ m os que esperarlo casi una hora. — Lo m ás grande que hay, este tipo — m e ase­ guró R icard o — . Es capaz de agarrar c u a lq u ier albóndiga y prepararla para correr. D espués de revisar el auto escrupulosam ente, el m ecánico m ovió la cabeza con aire de duda. É l no creía que fuese un problem a de platinos. — Usted siempre el mismo — le dijo Ricardo-—. Seguro que ahora m e va a querer desarm ar todo el m otor y cobrarme un ojo de la cara. Y se pusieron a discutir, en vo z cada vez m ás alta. C om o el asunto iba para largo, le p ro p u se a Ricardo tom arm e un taxi yo solo. — Pero sí, por favor, no te hagas n in gú n p ro ­

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b lem a por m í, para arreglarm e con este estafa­ dor m e basto y sobro — m e d ijo — A d em ás, y o al hospital puedo ir en cualquier otro m om ento. Si necesitás algo, no dejés de llam arm e. El taxista, que era un buen hom bre, m e ayudó a subir las escaleras del h o sp ital con el b olso y los paquetes. Solo no hubiera p odido. La pieza que m e ten ían preparada estaba en el p rim e r p iso, doblando a la derecha, al fon do de un p a si­ llo angosto com unicado con el principal por una puerta de vaivén . Pegada en la pu erta, una cal­ com anía con el dibujo de u na en ferm era rubia pon iénd ose el dedo sobre la boca pedía silencio. Por el peinado de la m u jer deduje que la calco­ m anía debía tener com o veinte años. Estaba am a­ rillen ta y en parte arrancada. M i habitación m e pareció aceptable, extrao r­ d in aria si se la com paraba con la Sala G en eral. Era bastante grande, con dos cam as y baño p ri­ vad o . Lo de las dos cam as no m e lo esperaba y no m e gustó: tener un com pañero de pieza puede ser p eo r que tener m uchos. Pero m e aseguraron que la otra cam a quedaría desocupada. La pieza sería para m í solo todo el tiem po que estuviera en el hospital: orden del doctor Tracer. Sigu iend o un consejo de la Pochi, que de la v id a sabe, le di una b u en a p ro p in a a la je fa de en ferm eras. — E sto no era n ecesario — m e d ijo . Y se guardó la plata enseguida. Es una m u jer fu erte,

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alta y m alh um orada. Tengo la in tu ició n de qué en los p ró xim o s días v o y a depender de ella m ás que de ninguna otra person a y pien so en d istin ­ tas tácticas para gan arm e su buena vo lu n tad . A decirle piropos no m e atrevo. C asi no tiene p e ­ chos, pero hasta ahora m e trató m u y bien. D el lado de la ven tan a que no se abre (y que, p or lo tanto, no se lim pia) h ay u n nido de p a lo ­ m as que e m p ie zan a arru lla rse a las 6 de la m añana. N o sé qué hacen aquí, tan lejos de Plaza de M ayo, que debe ser su patria de origen. S o n una m olestia pero tam bién una com pañía: a nada le tengo tanto m ied o com o a la soledad. D u d o un poco pero al fin al las anoto com o m o tivo de queja en m i libretita. M i habitación está ju sto al lado del cuartito de la cocina, donde h ay dos horn allas para que los parientes de lo s e n fe rm o s p u ed an hacerse café, m ate y algu n as com id as. T am b ién allí se producen ru id o s m o lesto s, no desde tan te m ­ prano com o del lado de las palom as pero hasta m ucho m ás tarde, en cam bio. En el cuartito de la cocina la gen te hace relacio n es so ciales. Com entan los progresos (o regresiones) de sus enferm os resp ectivos y les sacan el cuero a los m édicos y las en ferm eras.

Por el a z u l b rilla n te del cielo d e d u zco q ue afuera debe ser una linda m añana. A den tro, nada es lindo. Si escucho la lluvia, m e disu elvo de tris­ teza. Si el aire está tibio y entra u n p o co m ás de lu z p o r la v en tan a, com o ahora, p ien so en u n a pileta profundam ente celeste y el olor a cloro que m i n ariz fan tasea m e trae la im agen de m u jeres en b ikin i: tantas cosas p ro h ib id as m e dan ganas de llorar. Para las palom as es distinto; ellas hacen su vid a. El h o sp ital no se les v in o en cim a: lo e li­ gieron sin presion es. E stán en su p ro p io n ido y p u ed en co m e r lo q u e se le s o c u rra . Y o , en su lugar, m e la pasaría de farra. M e acostaría b ien tarde y dorm iría hasta el m ediodía, con la cabeza debajo del ala para que no m e m oleste el sol. Ellas prefieren hacer vid a de fam ilia y m e d esp iertan bien tem pran o con los ru id o s del desayu n o. D e sp e rta rm e te m p ra n o n o es b u e n o : u n a razón m ás para que se m e alargue el día. M eto la

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cabeza debajo de la alm o h ad a, ap rieto lo s p á r­ p ad os y m e h ago el d o rm id o . P ero al rato m í tengo que levantar para ir al baño y todo está p e r­ dido. D e ahí en adelante lo s m in u to s se estirar com o una gom ita: el tiem po se hace largo, largo, largo, hasta que de repente, clac, suelto la gom ita y un m in uto m ás m e golpea contra lo s dedos. H o y se queda la Pochi a dorm ir: es una noche de fiesta. Todo el día lo v o y a dedicar a esperarla. En el Selecciones leí la h istoria de un señ o r p ri­ sionero de los com u n istas que estu vo reclu ido durante m eses en una celda solitaria y se h izo u n contador con m igu itas de pan: cóm o se v e que a él no le daban galletitas de agua. Parece que ta m ­ bién se entretenía calculando el tiem po en rela­ ción con las visitas p erió d icas del guardián para traerle la com id a. C o n u n reloj p u lsera , ¿q u é hubiera hecho? M irar todo el día las agujas com o un opa, igual que yo. U n practicante vien e a sacarm e sangre. U sa una bata blanca bastante sucia, con m anchas de sangre. Porque m e nota asustado, se explica: no se trata de sangre hum ana. Sucede que acaba de dejar el gabinete de cirugía exp erim en tal donde estuvieron operando un cerdo a corazón abierto. Lam entablem ente el anim al no resistió la in ter­ vención y en este m om en to lo están preparando al asador para el c iru jan o p rin cip al y su s a y u ­ dantes. C om o el hígado de cerdo no le gu sta a nadie, le han perm itido al practicante llevárselo

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a su casa, donde su m am á lo tran sform a en un exquisito paté al cognac. El practicante ju n ta los dedos y los besa en u n gesto de deleite. D el b o l­ sillo de su bata saca una bolsa de n ailo n donde hay, en efecto, u n hígado de asp ecto h ip e rtro ­ fiado y sangriento. M e ofrece traer u n poco de paté en su próxim a visita, pero yo no acepto. M e parece que el cognac m e puede hacer m al. M e gusta que m e saquen sangre. E so quiere decir que no m e han olvidado. Lo que no m e gusta n i m ed io es la aguja. E l practicante m e ata una gom ita en el brazo y m e pide que cierre el puño con fuerza. A prieto el puño sacando m úsculo para que se note que no tengo miedo. La j eringa es descartable, de plástico. Para no pensar en la aguja cla­ vándose en m i vena y chupándome la sangre como una sanguijuela m ecánica, pienso en los avances tecnológicos de la m edicina m oderna. El m ucha­ cho clava la aguja y putea: un m aleducado. Otra queja para anotar en m i libretita. — Q ué v e n ita s frá g ile s tiene u sted — dice, entre enojado y d esp ectivo — . M ire, y a se tu vo que rom per. Tanto coraje para qué. D ejo de sacar m ú scu lo y m iro . U na sangre sucia, de color oscu ro , sale m ansam ente de m i brazo, com o desbordándose. El practican te m e p o n e u n algod ó n y m e hace doblar el brazo. — V am o s, tén g aselo así y no se p o n g a tan pálido.

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M aricón no m e dice p ero lo debe estar p e n ­ sando. D espués em pieza el m ism o trabajito con el otro brazo. Fuerza, le digo a m i ven ita, que esta vez resiste valien tem en te y se deja p erfo rar sin romperse. La jeringa se va llenando con ese líquido amarronado que, aunque parezca increíble, es m i propia sangre. Siento u n dolor pequeño y agudo, como la picadura de u n m o sq u ito gigante. Y y a tengo otra cosa para esperar: los resu ltad o s del análisis. Cuando el practicante se v a m e quedo u n rato acostado sin alm o h ad a para q ue se m e p ase la lipotim ia. Linda so rp resa se va a llevar m i h e r­ mano cuando v u elva de su viaje y m e en cu en tre así. Pensar que m e dejó sano y lleno de p ro y e c ­ tos: ahora, m i ú nico p ro y ecto es v o lv e r a estar sano. Y salir lo m ás p ro n to p o sib le de este h o s ­ pital que ya odio. En el cu rso de C o n tro l M en tal aprendí que la volu ntad y el deseo de curarse son las arm as m ás p o d ero sas para ven cer a la e n fe r­ medad. V o y a concentrar toda m i energía m e n ­ tal en pon erm e bien. Si da resu ltado, cuando m i hermano llegue v o y a estar en Ezeiza. A lo m ejor, hasta le con sigo u n a cuñ a para que pase p o r la aduana. Sigo recibiendo v isita s eq u ivocad as que v ie ­ nen a v e r al director del h o sp ital. La gente q ue espera encontrarlo aquí no es ju stam en te la que mejor lo conoce: los am igos íntim os y los p arien ­ tes ya saben que está en la casa. E s u n h o m b re

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m u y querido y tam bién m u y im p ortan te. C o m o m éd ico, lo v ie n en a v er m u ch o s de su s p acien ­ tes. C o m o d u eñ o de u n la b o ra to rio , lo v is ita n colegas, p ro v e ed o res, clien tes, je fe s y e m p lea ­ dos de su em presa y de otros lab o rato rio s de la com petencia. A nadie le hace gracia encon trarse conm igo, sobre todo si vien en desde lejos. A lg u ­ nos se p o n en con ten tos a! en terarse de que está con valecien te. A otros (que a veces so n los m is ­ m os) les da rabia haberse llegado hasta acá tran s­ portan d o el regalo. La casa del director está del otro lado de la ciu ­ dad y a lo s q ue v ie n e n p o r c o m p ro m iso les resulta m ás práctico librarse del regalo d eján d o ­ m elo a m í. Y a tengo un ram o de rosas rojas ater­ ciopeladas de La O rquídea, y dos ram o s de cla­ veles de florerías de barrio, una caja de b om bones de fru ta y otra de b o m b o n es su rtid o s, u n c h o ­ colate im portado de Suiza, tres novelas de espías (una repetida) y una bolsa grande de caram elos ácidos. A los presos cuando los v a n a v isita r les llevan cigarrillos y hasta p o llo al h orn o: a los e n ­ ferm o s, n i eso. C o n tanta flor en la pieza, ya está oliendo a velo rio . P ien so com p artir lo s regalo s con la en ferm era jefe: em pezar, así, a c o n q u is­ tárm ela. U n rato antes del m ed io d ía entra a m i cuarto u na m u je r m u y atra c tiv a , m o ro c h a y de p e lo largo. A u n q u e u sa delantal blan co, n ad ie p o d ría c o n fu n d irla con u na en ferm era. E n p arte p o r ­

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que no lleva la cofia blanca y los zapatos regla m entarlos, pero sobre todo por la form a de cami nar: tran qu ila, segu ra, sin apuro. En el bolsilL izq u ierdo tien e u n a lapicera fu en te. Las en fer m eras, a lo su m o, tend rán b irom es. — M ucho gusto. S o y la doctora Sánchez O rti — m e dice. Y m e e strec h a la m an o con tan t fu erza com o si y o fu e ra u n lep ro so al que ha; que d em o strarle q u e n o con tagia. — E l d o cto G oldfarb y yo h em o s tom ado su caso y n os va m os a ocupar de u sted . La d o cto ra se a so m a a la p u e rta y lla m a ¡ alguien que, a ju zg ar p o r las voces que v ien en de p asillo , parece estar en treten id o conversandc con una de las en ferm eras. — Le presen to al d o cto r G oldfarb. El doctor tiene m ás o m en os m i edad y parec< m u y am able. E s del tip o de los m éd icos ch isto sos. Cada vez que hace u na brom a, guiña el ojc derecho para que n o q u ed e n in g u n a duda. Mí pone el term óm etro , m e tom a el p u lso, m e a u s­ culta. — Flor de b atería — d ice, gu iñ an d o el o jo m ientras desliza el estetoscopio sobre m i pecho Cuando u n m é d ic o an u n cia su s c h iste s, s í entiende que el pacien te tiene la o b ligación de reírse. M e siento u n p o co inquieto. — P erdón — les d ig o , tratan d o de no o fe n ­ derlos— . Pero yo so y pacien te del doctor Tracer Paciente particular.

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— Por supu esto — dice la doctora— . El d o c­ tor Tracer es el jefe de nuestro equipo y él co n ­ trola nuestro trabajo. — A d e m ás el d o cto r T racer tien e tan to s pacientes que si le sacam os u n o o dos ni se v a a dar cuenta — dice el doctor G oldfarb guiñando el ojo derecho. A n tes de que term in e de hablar em piezan a entrar en la hab itación otros m édicos. M uchos m éd ico s. M u ch os m ás de los que m e h u biera atrevido a desear. H ay dos con corbatas llam ati­ v a s, v a rio s con an teo jo s y siete m u jeres. La m ayoría fu m a. Se apretujan contra las paredes, se sientan sobre m i cam a y encim a de la m esita de luz. Por falta de espacio, la doctora Sánchez O rtiz se acom oda sobre m i alm ohada cruzando las piernas, que son lindas. U sa un p erfu m e que m e gusta, pero m u y pronto la pieza está tan llena de h u m o que ya no lo siento. Q ué falta de re s­ peto por el paciente. H asta m e tiran ceniza sobre las sábanas, un detalle que en m i libretita de que­ jas no va a faltar. La doctora carraspea para im pon er silen cio y en v o z m u y alta inicia su exp osició n . H abla de m í señalándom e in ú tilm en te con el dedo: entre tantos m édicos, el único paciente soy yo. A veces m e hace abrir la boca. Los otros asienten con la cabeza y son ríen cuando es necesario para que se n ote que están sig u ien d o su s p alab ras. Sin em bargo, a los que están distraídos se los reco ­

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noce por los ojos: tienen la m irada baja, d irig id a a las piernas de la doctora y no a su cara. La d o cto ra tiene la bata en trea b ierta y u sa debajo una cam isa m u y escotada. C ada v e z q u e se inclina sobre m í le m iro el c o m ie n z o de lo s pechos. Y o soy así: hasta de la p eor situ ació n m e gusta sacar algún provech o, alguna en señ an za. A h ora la doctora m e palpa el v ie n tre , a p re ­ tando con m ás fuerza en ciertas zon as. La falta de espacio la obliga a exten derse a m i lado. Si su gesto no fu era tan p ro fesio n al, sería excitan te. Cuando grito ay, se detiene contenta y, sacando la lapicera fuente del b o lsillo , m arca ese p u n to con una crucecita de tinta roja. D esp u és, in vita a palpar a los dem ás. N o es fácil acercarse a la cama estando todos tan apretados. Los d esp la­ zam ientos que se producen m e hacen p en sar en un colectivo m u y llen o que llega a u n a parada im portante que no es, sin em bargo, la term in al. Van pasando de uno en fo n d o y p re sio n a n m i vientre donde m ás m e duele. D esp u és se abren paso dificultosam ente para salir. Sospecho que son estudiantes de m ed icin a, aunque para estudian tes m e resu ltan b astan te m ayorcitos. Se entiende: la facultad de m ed icin a no es brom a y no es extraño que m ien tras e stu ­ dian vayan envejeciendo. Cada vez que uno de ellos m e aprieta la c ru ­ cecita roja, repito con m ás ganas el «ay» que p u so contenta a la doctora. U no de los que u san cor­

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bata llam ativa m e son ríe m ien tras palpa: parece m ejor que los dem ás y aprovecho para p rotestar m ás exten sam en te. — ¡Ay, m e duele m ucho! — C laro que le duele m ucho, eso ya lo sabía­ m os. N o había n in gu n a n ecesidad de que u sted d ijera ay — dice la d o cto ra Sán ch ez O rtiz , con gan as de b a jarm e lo s h u m o s— . Y ah o ra, a v e r si m e hace el favo r de quedarse u n ratito en s i­ lencio. A las doce, cuando m e traen la com id a, esto y tan agotado que la m iro sin in terés. Para re c u ­ perar fu erzas m e obligo a tragar u n poco de sopa pegajosa y espesa, una especie de engrudo dem a­ siado líq u id o . D e l p u ré p re fiero o lv id a rm e . D esd e que esto y en ferm o m e he con vertid o en un experto en purés: hay algunos que son un pre­ m io, otros, u n castigo; con sólo m irarlos los reco­ nozco. A m e d id a q u e m e v o y rea n im a n d o (si n o p ie n so en el g u sto , la so p a c alien te ayu d a) la in d ign ació n aum enta. Y o so y una p erso n a pací­ fica, pero si m e b u scan m e en cu en tran: a la d oc­ tora Sánchez O rtiz no le hablo m ás, no le pien so decir n i ay. A p e n a s lo vea al doctor Tracer m e va a escuchar. ¿Q u é clase de equipo tien e? La queja c o rre sp o n d ien te a este su ceso o cu p a tod a u n a hoja en m i libretita. V u e lv o a Jam es B o n d y m e da en vid ia: con el dedo m eñique roto se las arregla para descolgarse

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por el techo de un depósito donde h a y p escad o s ven en o so s y tibu ron es en gran d es ta n q u e s de vidrio. Es fuerte, valiente, y tiene un arrastre bár­ baro. Si estuviera en m i lugar, a la doctora y a la tendría con él, aunque fu era so ld ad o del e n e ­ m igo. M i nom bre es B on d, Jam es B o n d , diría. Y la doctora, toda suya. No alcanzo a leer m ucho. Bajo el efecto de lo s sedantes m e quedo d o rm id o . S o ñ an d o co n la doctora Sánchez O rtiz m ancho las sábanas. M e d espierto hú m edo y p egajo so cu an d o en tra la enferm era jefe. D ebe ser triste para una m u jer tener el p ech o tan chato. ¿Será por eso que nunca se ríe? Para caerle sim pático tengo m uchas p reg u n tas p re ­ paradas. A veces, con una pro p in a no b asta: el dinero no es todo en la vida. Con la gente h ay que tener am ab ilid ad , p eq u eñ as g e n tile z a s, a c o r­ darse de sus problem as y pregu ntarle p o r la fa ­ m ilia. Pero ella habla tanto y tan rápido que no m e da tiem p o a pregu n tar nada. A p e n a s p u e d o seguirla. Es m alhum orada y eficiente. M ien tras habla, realiza un control general de la habitación. Revisa con cuidado las flores y los caram elos. Por un m o m en to tengo m iedo de que m e q u ite el chocolate su izo , pero lo v u e lv e a p o n e r en su lugar. D eshace la cama y la vu elve a hacer ráp i­ dam ente. Controla el placard, el baño y todos los rincones. Me parece bien que se fije en el co n te­

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nido de los frascos de rem edios: abre una capsu lita al azar, huele el p o lvo blanco y la vu elve a cerrar. En cam bio m e m olesta verla revo lver los cajo n es, m eterm e la m an o en el b o lsillo del piyam a y volcar el contenido de m i bolso. M e p regu n ta con ritm o de am etrallad ora cóm o estoy, cóm o m e siento, dónde m e duele, p or qué m e in tern aron , qué esto y leyen d o, de qué trabajo, cuál es m i plato preferido. Se queja de su sueldo, que es bajo, y de su trabajo, que es m ucho. Ju stifica la requisa dicién dom e que los p acien tes tien en p ro h ib id o esco n d er b ebid as alcohólicas en su habitación, que de m í no so s­ pecha porque se ve que so y una person a seria y abstem ia pero que m ás de u n disgusto tuvo en la v id a p o r co n fiar en h o m b res que parecían se rio s y d esp u és eran igu al que to d o s, que el p u esto se lo tiene que cuidar porq ue el sueldo será bajo pero algo es algo y si no se preocupa ella no se lo va a cuidar el vigilan te de la esquina. Q uisiera interrum pirla para explicarle que en las esq u in as no h a y m ás v ig ila n te s, que ahora andan todos en coches patrulleros. Pero ella ya está en otro tem a. D el doctor G oldfarb y la doc­ tora Sánchez O rtiz m e habla m aravillas. — C on u n o s m éd ico s com o lo s que u sted tiene — m e dice, dism inuyendo la velocidad para recalcar m ejor las palabras— si no se cura es p o r­ que no quiere. Para aten uar el ton o de rep rim en d a de su

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ú ltim a fra s e , la e n fe rm e ra je fe m e acaricia la cabeza y m e da u n p ellizco en la barbilla que m e hace saltar: tien e los d ed os su aves co m o te n a ­ zas. A g re g a an tes de irse que b ien p o d ría p e i­ n arm e u n p o co, afeitarm e y lavarm e la cara, que eso m e v a a h acer se n tir m e jo r p o rq u e n o h a y nada peor que m irarse al esp ejo y verse d esp rolijo, que el asp ecto es im p o rtan te para la salud, que ella tu v o u n paciente del que nun ca se v a a olvidar p o rq u e es el que m ás adm iró en su vid a, que se m u rió de cáncer con d o lo res terrib les y que hasta el ú ltim o m o m en to se hacía planchar el p iyam a dos veces p o r día, se lavaba los d ie n ­ tes, se afeitaba tod as las m añ an as y se p o n ía O íd Spice que tiene ese p erfu m e tan agradable y m as­ culino. C o m o y o n o ten g o cán cer y n o m e v o y a m orir, no p ien so afeitarm e nada. La Pochi, una p rim a que m e saqué en la lo te­ ría, llega al rato tra y e n d o algu n as co sas para com er: galletitas de chocolate, una banana, papas y m anteca. V er la com id a m e produ ce gran ale­ gría y salivació n hasta que m e entero de que no m e pien sa convidar. La alegría (y la salivación ) se m e cortan de golpe. — A n tes de prepararte la com id a, tengo que hablar con el m édico. A v e r si te d o y algo que te haga m al. Yo conozco bien m i régim en: sé lo que puedo y lo que no. El doctor Tracer m e lo anotó en una

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receta que guardé en la caja fu erte de m i d ep ar­ tam en to p ara no p erd erla. P ero an tes la cop ié ín tegra en la ú ltim a p ágin a del lib ro de Ja m e s Bond. E sto y seguro, p o r ejem p lo , de que b an a­ nas m ad u ras p u ed o . Lo q u e no p u e d o es c o n ­ ven cerla a la P ochi, n i siq u iera m o strán d o le lo que tengo anotado. — É sta es tu letra — dice la P o ch i— . Y n i siq u iera tien e la firm a del d o cto r. C o n tal de com erte u n plato de papas frita s a caballo, v o s sos capaz de cu alq u ier tongo. Y m e niega n om ás las b an an as m ad u ras. Le pido que, p o r lo m e n o s, se las v a y a a co m er al pasillo para no hacerm e su frir. La P ochi m e anuncia u n a p ró x im a v isita de sus padres,, que están preocupados por m i en fer­ m edad. M is com pañ eros de trabajo, ¿p o r qué no habrán v en id o tod avía? A v isé p o r teléfo n o que m e internaba y los estoy esperando desde el p ri­ m er día. La de c h iste s n u e v o s que ten d rá el D uque-para co n tarm e. Ip arrag u irre y a ten d ría que haber organizado una exp ed ició n . É l diría: un safari. C uando a alguien lo ascien den o le aum entan el su eld o , a Ip arra g u irre sie m p re le p arece in ­ justo: habla de traiciones y de ven d id o s. A Fraga, que se gan ó la lo te ría , n o le d irig ió la p alab ra durante u n b u en tiem po. Si u n a de las chicas se casa, Iparraguirre se niega a participar en el regalo que le hacem os entre tod os.

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— Para qué — dice— , si h o y en día los m atri m o n io s no d u ran seis m e se s. Y a v a a n ecesita que le d em os u n a m an o cuando se d ivorcie. Porque lo que a él le gu sta es ju stam en te esc dar una m an o, ayudar, colaborar, p o n er el h o m bro, y para sacarse las ganas necesita que la g en t se en ferm e, que la d esp id an , que su fra acciden tes au tom ovilísticos o con yugales. Entonces est. en su salsa. O rgan iza colectas y v isita s con jun tas: es el p rim e ro en a p o rta r y e stim u la a lo; dem ás para que no se q u ed en cortos. Por eso m< extraña que no h aya traído tod avía a lo s m u cha chos. Estará d ejan do p asar u n tiem p o p ru d en cial para a se g u ra rse de la au te n tic id a d de m enferm edad. E s p o sib le, in clu so, que sospeche una sim u lación . O tros casos ha tenido. C o n la P o ch i n o s q u e d a m o s h ab la n d o dt asuntos de fam ilia m ientras ella prepara sus cosaí para acostarse en la cam a de al lado. D ice que u r día de ésto s m e v a a traer a su n o v io para p r e ­ sen tárm elo . D e a c u e rd o a su d e sc rip c ió n e' m uchacho parece u n candidato ideal para el altar «Para la guillotina», diría el D u q u e, que es solterito y sin apuro. — M i novio es m u y celoso: que venga a hacerte com pañía no le gusta nada, pero se las tiene que aguantar — dice la P och i, b astan te o rgu llo sa de que alguien pueda estar celoso de ella. M ientras estam o s con versan d o llega la m o n jita, haciendo su ron d a d iaria. La recib o con m i

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sonrisa especial. Es la son risa de m i m ejo r foto (todos tenem os u n a): la llevo en la billetera para no o lvid árm ela y cuan do q u iero q u ed ar b ien , trato de im itarla. — ¿M ied o u sted tien e? — p re g u n ta la h e r­ m ana, que debe repetir siem pre el m ism o libreto. — N o -—contesto yo, para variar. — A s í gu sta a m í, m u ch ach o fu e rrte com o ú sted , ¿p o r qué ten ierra m ie d o ? ¿Ya d ije ro n cuándo van a operrar? — M i caso es clínico, no quirúrgico — le digo secam en te, esp eran d o que en tien d a m e jo r el vocabulario técnico que el coloquial. Y no es que no en tien da. E s que no está de acuerdo. Su certeza m e hace dudar. ¿Sabrá algo que yo ignoro? Es posible que en este piso estén solam ente los pacientes operados y los p acien ­ tes operab les. Pero tam b ién es p o sib le que se hagan, de vez en cuando (y hasta con frec u en ­ cia), infracciones a la regla que a ella, con su poco flexible m en talidad cen troeuropea, le resu lten tan d ifíciles de entender com o nuestro idiom a. A la Pochi n i siquiera le dirige la palabra. Es e v i­ dente que no aprueba su presencia. A ntes de irse, m e recom ienda que tenga m ucha pero m ucha fe. Fe grrande, dice ella. Le cuen to a la P och i, ayu d án d o m e con la libretita de quejas para no olvid arm e de n in gú n detalle, los sucesos de esta m añana y los m alos tratos a que m e so m etiero n la d o cto ra y su s

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alu m n o s. E lla se en oja tanto que m e asusta. La Pochi en p ie de gu erra es p eligrosa. A h o ra que y a m etí la pata no pu ed o retroceder, si trato de calm arla se la tom a con m igo. — A m i p rim o n ad ie lo v a a u sar de con ejito de Indias — grita. — C o n e jito no: co n e jillo — le d ig o y o , m a r­ cando la elle. — A m i p rim o n a d ie lo v a a u sa r de c o n e ji­ llo ni de coballo. Y o , que esto y sana, te v o y a d e­ fender. — Coballo no, cobayo —-le digo y o , m arcando la ye. La P ochi prepara u n p lan de batalla. P rim ero v a a hablar con la d o cto ra Sánchez O rtiz. D ice que la va a poner en su lugar. D espués lo va a b u s­ car al d octor Tracer en su con su ltorio. D ice que a él tam bién lo v a a p o n er en su lugar, que es al lado de su s p acien tes au n qu e estén en u n h o s ­ pital y no en un san atorio privad o. E s b u en a p ero b rav a esta P ochi. D esd e c h i­ quita: en cuarto grado la echaron de la escuela por pelearse con la directora. C óm o lloró la m am á. E sp ero que no m e ech en a m í del h o sp ita l. Y o quiero irm e pronto, pero curado y p o r las m ías.

La m u jer que reparte la com id a m e dio a ele­ gir entre puré de papas y b u d ín de sém ola. C o n ­ sulté m is anotaciones y com probé que la sém ola, si bien no form aba parte de la lista de alim en to s p e rm itid o s, tam p o co figu rab a entre lo s p ro h i­ bidos. Elegí b u d ín de sém ola. A h o ra lo ten g o aq u í, d elan te m ío . E s u n m azacote denso, de alto p eso específico y escasa porosidad. ¿Q u é au toridad tenía esa m u jer para p ro p o n e rm e se m e ja n te o p c ió n ? ¿ Y q ué e le ­ m en to s tenía y o para to m ar una d e c isió n fu n ­ dam entada? N ada m ás que el m al recuerdo del puré: tendrían que h ab erm e traído u n a m u estra o, al m en o s, u n a foto. U n ped acito de carne yace ju n to al b u d ín . E s un o b jeto ch ato y d u ro , de co lo r o sc u ro , seco com o c artó n p re n sa d o y con g u sto a m ad e ra. C o n sid e ro q u e la a lim e n ta c ió n in flu y e en el estad o p síq u ic o d el p a c ie n te : este a lm u e rz o

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m erece por sí solo u n o s cinco ren glo n es en m i libretita de quejas. E l doctor Tracer m e v a a e sc u ­ char. M i libretita in clu ye y a u n o s d iecisiete M o ti­ vos de Q ueja, sin con tar a las p alo m a s p o rq u e finalm ente las taché. A h o ra a la m añ an a y a no las oigo y hasta m e resulta sim pático el ruido que hacen cuando se arrullan. A tod o se acostum bra uno. Si no fuera por el lío que se arm ó esta m añana, le p ed iría a la P och i q u e h ag a g e stio n e s p ara m ejorar m i com ida. A ltern an d o protestas y p ro ­ pinas p odría c o n se g u ir carn e m ás tiern a y, tal vez, un m enú m ás variado. C on sideran do lo que pasó, m ejor no le pido nada: con la gen te de la cocina no conviene pelearse. A n d an siem pre con cuchillos. H o y m i p rim a m e d e sp e rtó te m p ra n o , en batón y despeinada. La cara, gordita y fea, la tenía toda colorada. Estaba tan enojada que h asta las palom as se d iero n cu en ta y se las e scu ch a b a revolotear, alteradas, go lp eán d o se las alas c o n ­ tra el vidrio de la ventana. La Pochi se había p ele­ ado con la doctora Sánchez O rtiz. -—A sí que ayer te vin ieron a revisar u n os estu ­ diantes de m ed icin a —-fue lo p rim e ro q u e m e d ijo, d e sp reciativ a— . V o s so s u n m io p e de la cabeza: no sos capaz de d istin gu ir u n p o ro to de un zapallo. Yo creo, sin em bargo, que so y capaz de d is ­

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tin g u irlo s m u y b ien , p o rq u e el zap allo no m e gusta y los porotos sí, pero m e hacen m al. Por si fuera poco, el zapallo tiene u n color anaranjado im p o sib le de c o n fu n d ir. La co m p aració n m e pareció injusta: los estud ian tes no llevan una E sobre la frente com o para reconocerlos con tanta facilidad. C om o estaba tan fu rio sa, no le quise discutir. — Y pen sar que p o r tu cu lp a quedé tan m al con la doctora — siguió ella. En resu m en , los que e stu viero n aquí con la doctora no eran estu d ian tes de m ed icin a sino auténticos m éd icos recibid os. A l parecer debí haberme dado cuenta por la edad. A hora recuerdo que ese detalle m e llam ó la atención. N o sólo tenían todos ellos su título habilitante, sino que se trataba, además, de especialistas renom brados: una delegación de m édicos extranjeros, asisten­ tes al Congreso Latinoam ericano que está sesio­ nando en el Sheraton. — En el Sh eraton , ¿te das cuen ta? — dice la Pochi— . Se m olestaron en ven ir desde el Shera­ ton hasta este hospital p io jo so para verte a vos. Podrías estar orgulloso de ser un caso tan in te­ resante. Para m í que la Pochi al Sheraton no lo conoce m ás que de nom bre. Y o , en cam bio, fu i un par de veces y no es para tanto: en la cafetería sirven unas h am b u rgu esas z o n z a s com o si fu eran la séptim a m aravilla.

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Cuando la Pochi em p ieza a d iscu tir, no h ay quien la pare. Las p alab ras c recen , se d e sb o r­ dan, form an una corren tad a in co n ten ib le que arrastra la bronca de m i p rim a h acién d o la cre­ cer. Su tono de voz sube, agita los b razos y su in ­ terlocutor tiene d erech o a te m e r p o r su in te ­ gridad. Yo, que la co n o zco d esd e q ue era así, puedo asegurar que la P ochi no le p ega a n ad ie: que un desconocido se pon ga en guardia resu lta justificable. Por eso, aunque su con clu sión fin al sobre los hechos la haya vu elto en m i contra, no h ay que pensar que ese cam bio de fren te haya su avizad o su entrevista con la doctora. C o n ella siguió d is­ cutiendo hasta el final, negándose a darle la razón y descargando sobre su cabeza m iles de m etros cúbicos de in d ig n ació n con la p re sió n de u n a catarata. La acusó de im p re v iso ra , de im p r u ­ dente, de im provisada, de irrespetuosa, de irres­ ponsable, de im p ú d ica, y h asta am en azó con denunciarla. Qué im p u lsiva esta Pochi. — La doctora Sánchez O rtiz está fu rio sa co n ­ migo y m uy m olesta con vo s. D ice que en estas condiciones prefiere no aten derte m ás. D e las cosas que le dije esto y arrepen tida: la cu lp a es tuya porque m e h iciste c o n fu n d ir. Pero p e n ­ sándolo bien, es m ucho m ejor que no te atienda: esa chica me parece demasiado joven . C om o doc­ tora no debe tener gran e x p erien c ia: en o tras cosas s í —-dice la Pochi.

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Pensar que, aunque m e quedara en el h o sp i­ tal, no la vería m ás a la doctora, m e dio pen a. A l fin y al cabo ella cum plía con su obligación. A los invitados extranjeros h ay que tratarlos m u y bien para que se lleven una buen a im p resió n del país. A d em ás de triste, m e qued é p reo cu p ad o . Si se corre la vo z de que so y u n paciente difícil, ¿quién m e va a q u erer aten d e r? «Con ese p o lle ru d o m ejor no m eterse», se dirán los m éd ico s u n o s a otro s. « D esp u és v ie n e la p rim a y te p o n e de vu elta y m edia.» U n m o tivo m ás para irm e del h o spital cuanto antes. A pesar de m is tem ores, el d o cto r G o ld farb se com p ortó en fo rm a m u y gentil. — U sted todavía haciéndose el enferm o, pica­ rón — m e dijo al entrar—-. C ó m o se v e que tiene quien lo m im e. Y la m iró a la P o ch i g u iñ an d o u n o jo . M e revisó bien a fon do y m e an unció que iba a p e d ir varias radiografías. El doctor se q ued ó en la pieza u n rato largo, charlando con los dos y con tán donos esas an éc­ dotas de hu m or m acabro que les hacen tanta gra­ cia a los cirujanos. M ientras hablábam os, la Pochi se peinaba las cejas con saliva, se arreglaba el pelo, acom odándose u n m ech ó n sobre la fren te, y se estiraba la po llera para p o n er en evid en cia su s piernas, que tienen form a de m aceta. ¡ Q ué fuerte se reía de los chistes del doctor! H asta en el p a si­ llo se debían escuchar su s carcajadas d_e caballo.

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Se fueron ju n to s, el doctor siem pre haciendo gracias, encantado con las riso tad as de la Pochi Hasta se o freció a lle v a rla en su coche h asta ei centro. Ella debe haber v e n id o con el su yo p e ro : vaya a saber p o r qué, n i siq u iera lo m en cio n ó. E] novio, que es tan celoso, ¿qu é diría si lo supiera? Y aquí estoy, otra v e z so lo , sin aliad o s pa ayudarm e a h acer fre n te a este a lm u e rz o , que parece resum ir en su trágica in sip id ez la m iseria de m i situ a ció n . M a stic o p e n o sa m e n te , con esfuerzo. M i m a n d íb u la d esh ace sin gan as las fibras de la carn e, ap retad as fu e rtem en te entre sí como la hiedra y la pared del bolero, com o h er­ m anos que se dan el ab razo fin al de desp edida m ientras se escu ch a y a la siren a del barco. Sin piedad las o b lig o a se p a ra rse , las d iv id o , las machaco entre m is m u elas fatigadas. N ad a tan mecánico com o el m o v im ie n to de d eglu ción de m i garganta. Sin em b argo, e sto y decid id o a ter­ m inarlo todo, h asta el ú ltim o b ocad o de carne seca y correo sa. H e lle g a d o ap en as a la m ita d cuando vien e la m u cam a a llevarse el plato. — U sted es u n descon sid erad o — m e dice— . ¿Se cree que vam o s a estar esperan do hasta que se le ocu rra te rm in a r p o r el su eld o que n o s pagan?

H o y sí que m e llevé una sorpresa: nada m enos que Ricardo. U no cree que conoce a la gente y se equivoca. De Ricardo estaba seguro que no le iba a ver el pelo m ientras estuviera internado. —-Q ué hacés, loco — m e d ijo — . ¿Segu ís con tus ñañas? R icard o no se tom a m u y en serio m i e n fe r­ m edad, pero igual fue una alegría verlo, un soplo de aire fresco. — Y o te v o y a hacer el diagn óstico — se o fre ­ ció, generoso— . Vos sos un depresivo. En vez de largar la agresividad para afu era, te la tragás y la dejas que actúe com o saboteador interno. Y tam ­ bién, inconscientem ente, estar enferm o te gusta un poco: es una defensa que te p erm ite m an te­ ner a todos pen dien tes de vo s. A m í m e gusta, claro que m e gu sta que todos estén p en d ien tes de m í. Y no « in co n scien te­ m ente»: m e gu sta de alm a. Lo que R icard o no

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quiere e n te n d e r es q ue p o r m u y e n fe rm o que esté, pendiente de m í no tengo a nadie. A m edida que m i in tern ació n se alarga, las v isita s se hacen más espaciadas. La P ochi vien e segu ido, pero y a no sé si es para ve rm e a m í. Para c o rre sp o n d e r al relato de las ú ltim a s aventuras erótico-sentim entales de R icardo (que siempre tiene alguna) le conté que la doctora Sán­ chez O rtiz se acostó al lado m ío para p alp arm e el v ie n tre . N o le d ije , en cam b io , q ue en ese m om ento había unas treinta person as en la pieza porque n o m e iba a creer. La v erd ad siem pre se ve obligada a hacer ciertas con cesiones a la v e ro ­ sim ilitu d . El d o c to r G o ld fa rb m e h ab ía d ejad o u n a receta in d ican d o m ed icam en to s que en el h o s­ pital no hay. C o m o tod avía no ten go d ia g n ó s­ tico se trata, p o r el m o m en to , de atacar los sín ­ tom as. R icard o se ofreció a co m p rárm elo s. Le di la receta y el d in ero y le in d iq u é la u bicació n de la farm acia. — C on tá h asta diez y esto y de v u e lt a -—p ro ­ m etió. Conté h asta 15.82.8 y n i n oticias. Segu í c o n ­ tando u n rato para hacerle n otar su retraso con cifras e x a c ta s p ero al fin a l m e di p o r v e n c id o . Espero verlo antes de la noche: la plata y a no m e im p o rta. Lo q u e m ás m e p re o c u p a es q u e m e devuelva la receta. Q u isiera d o rm ir. La tarde se hace larga y el

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sueño n o v ie n e. R ic a rd o tam p o co . D esd e que em pecé m i cu rso de C o n tro l M en tal, es la p r i­ m era vez que tengo in so m n io . ¿Q u é frecu en cia tendrán ahora las ra d ia c io n e s de m i cereb ro? Tanta rad iografía ¿las habrá afectado? Trato de distraerm e para darle al sueño la oportun idad de sorpren derm e, p ero h o y no quiere jugar. T am ­ poco ten go g an as de leer. E ste B o n d se hace m ucho el v iv o : m e gu staría verlo en m i lugar. A él no lo están por desalojar de su departam en to, por ejem plo. La en ferm era jefe pasa por m i pieza m u y seguido. A s í ju stific a la p ro p in a y de paso m e tiene b ien co n tro lad o . H o y d esc u b rió u n a caja de b o m b o n e s que h a sta ah o ra se le h ab ía pasado p o r alto. M e co n fiscó tod os los de licor. — U sted no tiene la cu lp a — m e tra n q u iliz ó —-. Yo siem pre digo que las v isita s son tod os u n o s inconscientes. M e d ijo tam b ién que con b om b o n es de licor nadie se em b orrach a p e ro que cu an d o se trata de u n v ic io tod o es em p ezar que h o y u n borriboncito y m añana u na sopa in glesa con m oscato pasado un licorcito de cerezas después u n v e rm ú con in gred ientes al otro día u n v asito de w h is k y m ás ad elan te u n a b o te lla de gin eb ra y el día ■m enos pen sado m e en cu en tra robando alcohol en la farm acia, que el cam in o de la degradación no se sabe dón de em p ieza y que si tengo algo de v a lo r m e jo r que se lo dé p ara que ella m e lo guarde en su ro p ero con can dado p o rq u e en el

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hospital hay de todo com o en botica que le teng confianza que m e v a a dar u n recibo que m e port bien y que m e cure pron to. M ientras se desp ide m e arregla lo s alm oha dones y m e da p alm ad as en la esp ald a con su manos enorm es com o palas. Las palm adas, aun que am istosas, m e d u e le n u n p o co y cada v e que se va m e deja con tos. Eso sí, visitas para el d irector del h o sp ital n< vienen m ás, se v e q u e y a a v isa ro n a to d o s. L< lamento por los regalos: p o r la gente no. R ecib í visitas ajenas m e daba tristeza. Lo ú n ico que le interesaba era tener n oticias del ausen te y n ad i se quedaba a charlar con m igo. Mis tíos, los padres de la Pochi, entran tím i damente trayendo una carta de m i h erm an o coi el sobre roto. —T u vim o s que ab rirla — dice m i tía, dán dome la carta— . A u n e n fe rm o no se le pued< dar cualquier noticia. Mi herm ano está en París. La carta habla d< los días feos y nublados, de m u jeres y m ed ialu ñas y de las calles de P arís, que so n tan lin d as Algunas frases están tach ad as con tin ta negra Gracias a m i tía, m e entero de cuál fu e el crite rio de censura. Se trataba de d escrip cio n es esca brosas y frases en las que se describía el gu sto de paté de foie gras tru fad o , las m asitas de alm e n ­ dra y las de fru tilla. — Las taché para que no te h icieran su frir.

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M is tíos m e preguntan qué es lo que tengo y no se dan por satisfechos con m i respuesta. A m í m e da v e rg ü en za co n fe sa rle s que to d avía no tengo d iag n ó stico y de to d as m an eras no m e creen. Están con ven cidos de que trato de o cu l­ tarles la trágica verdad. — Pienso que todavía no hace falta escribirle a tu herm ano sobre tu enferm edad — dice m i tío: a él habrá salido tan práctica la Pochi— . Se v a a am argar al pedo si sabe que estás aquí y por ahí hasta in terru m pe el viaje. — La que tendría que estar in tern ada so y yo — dice m i tía, que no se pinta para parecer m ás pálida. C on gran concentración m e describe sus ú lti­ m os y fascinantes dolores de cabeza, que em pie­ zan con un dolor agudo, com o un pinchazo, en la ceja derecha y se extienden después, com o Juan por su casa, por todo el hem icráneo izquierdo: verdaderas m igrañas. M i tía sabe m u ch o de e n fe rm e d a d e s y m e aconseja bien. D e tanto estar en ferm a, ya habla m ás d ifícil que m uchos m édicos. A las encías les dice corión gingival, a la piel le dice epiderm is, a los m oreton es los llam a eq u im o sis y a las ra s­ paduras, escoriaciones. M aneja los conceptos de á n te ro -p o sterio r, in fe ro -a n te rio r y decú bito supino con una fam iliaridad que m e da envidia. Yo, para saber cuál es la derecha, tengo que hacer con la m ano el adem án de escribir. Ella fu e la que

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me recom endó al d o cto r Tracer. Le- ten go c o n ­ fianza porque es m ás que una sim ple aficionada: es una enferm a profesion al. A la hora en que suele v e n ir la m o n jita, m is tíos todavía están conm igo. C uan do ella entra se ponen de pie. Los hace sentar con u n gesto y m e mira sonriente y arru gad a para d em o strar que som os am igos desde hace tiem po. — jCarram ba, qué v isita s tien e ú sted ! — d i­ ce— , Y ayer chica lin da tam bién . Com o noto en su v o z cierto m atiz de acu sa­ ción, m e adelanto para no quedar m al delante de m is tíos. — Éstos son m is tíos — p resen to — . Y la que estaba ayer era m i prim a, la hija de ellos. La convido con caram elos ácidos de m i b olsita pero los rechaza com o sí fu e ra n u n in te n ­ to de soborno. Y ya está a p u n to de salir de m i cuarto cuando de pronto se da vu elta com o si la conciencia la hubiera tironeado de la toca. — B ien m e sé q u e ú sted de o p e rra c ió n no quierre hablarr. H ablarr es b u en a cosa. H o y m e voy, m añana ven go , ú sted pien sa. — Sí, seguro — le digo yo, ya con la firm e deci­ sión de no perm anecer ni un día m ás en este h o s­ pital— . V u elva m añana y le pro m eto que hab la­ m os de la operación todo lo que quiera. — ¿C ó m o , te v an a operar? ¡Y n o m e dijiste nada! Siem pre tengo que ser la ú ltim a en en te­ rarme de todo. M e lo estabas ocultando, desgra-

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ciadito. Q ué suerte que tienen algunos — dice m i tía— . A m í m e operaron una sola vez, del ápéndice, y era tan chica que no m e acuerdo nada. — V am os — dice m i tío, que no le deja pasar una— . ¿ Y de la estética de las arru gas no te acordás tam p o co? Y o te aseguro que no m e la olvido así n om ás, con la guita que m e salió. — Pero no, tía, m e van a hacer solam ente u nos estu d io s. Si n o m e creés, p reg ú n tale al d o cto r Tracer. Q u isiera de verd ad que le p regu n te, a v e r si se en tera de algu n a n o v ed a d : y o m ism o e sto y em pezando a dudar. C uando se van , el p eso del aburrim iento cae sobre m í com o u n a m ontañ a. Intento en tab lar c o n v e rsa c ió n co n u n a de las m u cam as p e ro ella se lim ita a b a rre r fu r io s a ­ m ente el p iso de la h ab itación , hablando entre dientes de las cosas que tien e que hacer p o r el sueldo que le pagan. El sueldo parece ser la p re ­ ocupación principal de todo el personal. N o sería raro que en cu a lq u ie r m o m e n to e sta lle u n a huelga. C o n todo, siento esas palabras m u rm u ­ radas en v o z baja com o u n in su lto p erso n al. E s el ú ltim o e m p u jó n que n e ce sitab a p ara d e c i­ dirm e: m e v o y de aquí. M e v o y ahora m ism o . M e levan to de la cam a y en sayo u n o s p aso s por la hab itación . Las piern as m e so stien en con firm eza. E n el ro p ero no e n c u e n tro m ás q u e p iy am as; m i ro p a se la deb e h ab er lle v a d o la enferm era je fe en la ú ltim a requisa.

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H ace c a lo r y el m ás n u e v o de m is p iy a m a s p u ed e p a sa r p e rfe c ta m e n te p o r u n c o n ju n to d ep o rtivo. C o m o si estu viera practican do aerob ism o, salgo a correr p o r lo s p asillo s del h o sp i­ tal. M e so rp ren d e en con trarm e con otros co rre­ dores, solos o en gru pos, que m e saludan al pasar levan tan d o la m an o. (M ás tarde m e enteraré de que p arte del p e rso n al m éd ico y algu n o s e n fe r­ m o s se están en tren an d o para c o m p e tir en u n m arató n in terh osp italario .) C uan do nadie m e ve, m e apoyo agotado con ­ tra c u a lq u ie r p ared para d escan sar y recu p erar aliento. Llego p o r fin a la gran p u erta de entrada, donde m e d etien e u n anciano u n ifo rm ad o . — Señ o r, ¿ad o n d e v a ? — S a lg o — n o c o n sid e ro n e c e sa rio dar m ás exp licacion es. — U s te d n o tra b a ja a q u í — d ic e , m ir á n d o ­ m e fijam en te com o si tratara de recon ocer m is rasgos. — N o, no trabajo aquí. S o y paciente. O, m ejor d icho, era. — ¿T ien e la tarjetita? — ¿Q u é tarjetita? — La tarjetita rosa. Lam entablem ente yo no tengo, por el m o m en ­ to, n in g u n a tarjetita — Lo siento m u ch ísim o , señor, pero sin la tar­ jetita rosa de aquí no sale nadie. N ingú n paciente, quiero decir.

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— Lo que quiere decir es que estoy encerrado, ¿no es cierto? — -Pero no, hombre, cóm o va a estar encerrado, esto no es una cárcel. Todo lo que tiene que hacer es conseguir su tarjetita rosa. U n trámite. El hom bre no m e p erm ite ni siquiera in d ig ­ narm e contra la burocracia. — N o es porque sí, señor. Im agínese. Es por el bien de todos. N o es bueno que anden por ahí, sin estar reg istrad o s, e n fe rm o s c o n tag io so s. E n ferm o s, por ejem plo, de lepra o saram pión. — ¿A usted le parece que yo esto y en edad de tener saram pión? El viejo m e observa otra vez con m ucha aten­ ción, enfocándom e la cara con la linterna. Pero d esvía enseguida la m irad a, com o si al e x a m i­ narm e se hubiera excedido en sus atribuciones. — N o sé, no sé. Y o no so y m éd ico , au n q u e D ios sabe que m e hubiera gustado. Y o so y el que cuida la puerta y no lo puedo dejar pasar sin su tarjetita rosa. — ¿ Y cóm o la consigo? — A h , eso es m u y fácil — m e dice, aliviado de verm e entrar en razón— . Y o le doy este fo rm u ­ lario, u sted lo llen a, se lo hace firm a r p o r el m édico que lo está atendiendo y por el director del hospital y después va a A d m in istración don ­ de se lo cam bian en el acto por una tarjetita rosa. T ien e que adjuntar una foto cuatro por cuatro m edio p erfil con fondo negro.

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— ¿Con fondo negro? ¿ Y de dónde quiere que saque una foto con fondo negro si no puedo salir del hospital? — Señor, u sted se ahoga en u n v a so de agua. D éjem e n o m ás su n ú m ero de cam a y y o m e encargo de m andarle al fotógrafo de la m a te rn i­ dad. ¿V io qué fácil? M añana m ism o está afu era.

A l día siguiente m e desp erté m u y tem pran o, y después de llenar el fo rm u lario m e senté a leer en la cam a m ien tras esperaba al fo tógrafo . E n su lugar, una enferm era que nunca había visto entró a la habitación agitada. T en ía la m a n d íb u la in fe rio r ab su rd am en te alargada y su cara de caballo estaba cub ierta de tran sp iració n , co m o si h u b iera g a lo p a d o p o r todos los p asillos y las escaleras del h ospital. Fue su resp iració n anhelante lo que m e h iz o n o tar su m al aliento, — E sto y m u y atrasada — m e d ijo , h ab lan d o desagradablem ente cerca de m i cara— . Sáquese el p iyam a rapidito. N o po d ía dejar de p regu n tarm e si u n aliento tan feo sería sim p lem en te de o rig e n b u cal. Y o soy u n p acien te d ó c il y ra z o n a b le , sie m p re y cuando los dem ás sean razonables conm igo. For­ m ado en la escuela del d o cto r Tracer, que n unca

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m e m andó sacarm e u na rad io g rafía , ja m á s rr pidió que orine en una b o tella, sin e x p lic a r a antes en té rm in o s claros y se n c illo s p o r qué para qué debía hacerlo. C uan do p ro ced en cor m igo de ese m odo, u tilizan do argu m en to s ló g eos, jam ás m e resisto. En este caso, el ton o de enferm era era violen to y peren torio : d ecid í ex gir una explicación. — Sáquese el p iyam a p o r las b u e n a s o pid ayuda — gritó ella com o única resp u esta. — Q uiero hablar con la en ferm era je fe — dij yo con vo z firm e, m ien tras segu ía p re g u n tá r dom e sobre las causas del m al aliento de Cara d Caballo. ¿Las m uelas cariadas o uxi m al fu n cic nam iento del aparato digestivo? Con un gesto de im paciencia, la m u je r sali corriendo. Nunca creí que alguien pudiera tom : tanto im pulso en tan poco espacio. V o lv ió co el practicante que m e saca sangre todas las maña ñas. Esta^vez no debía ven ir de C iru gía E xperi m ental porque las m anchas sobre su bata blanc tenían un color m ás sem ejante al v in o que a 1 sangre. Traía una jeringa m ás grande que de eos tum bre, con una aguja m ás chica. A l verm e, pareció so rp ren d id o . Se detu ve jerin ga en ristre, y cam bió u n as palabras en v o baja con la enferm era. D esp u és se d irig ió a mí. — Me extraña de u sted , que es tan buei paciente. ¿Se va a dejar afeitar por la señora o pre fiere que lo duerm a?

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N atu ralm en te, p referí d ejarm e afeitar d e s­ pierto. H ab ien d o sido in fo rm a d o , aun de ese m odo poco ortodoxo, de las razones por las cua­ les se exigía que m e desvistiera, no tenía por qué seguir resistiéndom e. Con todo, m e hubiera g u s­ tado saber con qué fin debían afeitarm e y qué zona. Pese a m i nueva y dócil actitud, la en fer­ m era le pidió al practicante que se quedara cerca por si vo lvía a necesitar ayuda. D el b olsillo de su delantal sacó u na m aq u inita de afeitar y u n envase de talco p erfu m ad o. — ¿M e saco el p an taló n , el saco o las dos cosas? — pregunté yo, m u y obediente. Ella se quedó un instante desconcertada. Su mirada iba de la m aquinita de afeitar a m i cuerpo, com o tratando de recordar. — ¿U sted se acuerda de qué lo iban a operar? — le preguntó al practicante. — N o m e co rresp o n d e recib ir ese tip o de in form ación — contesto él, interesado en esp e­ cificar sus fun cion es. -^-Ah, era eso — dije yo, aliviado de que todo fuera un sim ple error— . Pero m e hu bieran p re­ guntado a m í: no m e tienen que operar de nada, me internaron para hacerm e algunos estu d ios y todavía ni siquiera tengo diagnóstico. El practicante y la en ferm era se m iraron con una sonrisa. —-Eso dicen todos — m e dijo ella, m o vien d o com pasivam ente la cabeza.

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— U n m o m en to — in sistí y o — . S o y pacien te del doctor Tracer, paciente particular, y e x ijo ... Pero el practicante, sin hablar, v o lv ió a a m e ­ nazarm e con la jerin g a. Lam enté haber p ro n u n ­ ciado el n om b re del doctor Tracer en v an o . D eb í reservarlo para u n a situ ació n m ás grave. La en ferm era sacó de! b o lsillo u n a lista m u y larga escrita en u n a letra p e q u e ñ ísim a y casi im posible de entender. Entre los dos estu v iero n un buen rato tratando de encontrar la clave con ayuda de una lupa, pero la u rgencia p u d o m ás. — Si lo afeito tod o — con clu yó ella— n o m e equivoco seguro. Me quité el saco y el p an taló n de! p iy a m a y tam bién lo s calzo n cillo s y las m ed ias. C u an d o Cara de C aballo m e entalcó tod o el c u erp o , m i sexo, que había casi o lv id ad o las b o n d a d e s de sem ejante tra ta m ie n to , e m p e z ó a rea n im a rse cómo una oruga que se despereza en una m añana de prim avera. U n hábil papirotazo lo v o lv ió a su abatim iento de costu m bre. D ando m u estras de gran p ericia, la e n fe rm e ­ ra me afeitó el pecho. O jalá tu viera y o tanta m u ­ ñeca: con m o vim ie n to s rápidos y segu ros m e lo dejó todo pelado. — P órtese com o u n h o m b re y ag u an te u n p oq uito —-me d ijo , cu a n d o e m p e za b a co n la zona boscosa in ferior. A h í sí que m e d o lió , a p e sa r de lo s g e sto s im previstam ente delicados de Cara de Caballo.

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A guanté callado. Creo h aberm e po rtad o com o todo u n hom bre y hasta m ejor que un ho m bre cualquiera. Fin alm en te, m e rapó el cráneo y las cejas. A pesar del talco, de la excelente hojita de afei­ tar (co m p letam en te n ueva) y de la in esp erad a su avid ad de C ara de C aballo, p ro n to sen tí que toda la piel m e ardía, especialm ente en las regio ­ nes m ás sensibles. Pero el ardor era lo de m en os; lo que m e im portab a era la o peración. Sin levan tar el tono de vo z, exp resan do en la h u m ild ad de m i actitu d tod o el resp eto que la jeringa m e inspiraba, les rogué que llam aran al doctor G old farb. — Lo e sp era en el q u iró fa n o — m e a se g u ró Cara de Caballo. Eso m e tran qu ilizó. El doctor nun ca p e rm i­ tiría que m e o p eraran sin n ecesid ad . El p ra c ti­ cante parecía no con fiar en m i n u ev o estado de apacible e x p e cta c ió n y para aseg u rarse de que tragaría el sedante que m e daba la en ferm era, m e apoyó am en azadoram en te la aguja en el cuello. Q uise sonsacarle in form ación a Cara de Caba­ llo, halagándola en su am or p ropio. — Tiene usted dedos de hada — le dije, m irán ­ dole lo s v a s o s h e n d id o s q u e ten ía en lu g a r de m anos. Ella relin chó de placer y v o lv ió a sacar la lista del bolsillo, haciendo u n verdadero esfu erzo p or leer cuál era la zon a de m i cu erp o que debía q u e ­

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dar disponible para la operación. H asta m e p res­ tó el papel para que y o m ism o b u scara m i n o m ­ bre. Encontré u n jero glífico que p o d ría c o n fu n ­ dirse con m i apellido, pero nunca hubiera podido adivinar lo que decía al lado. Mi cerebro se esforzaba en desasirse del pesado abrazo del sedante cuando llegó la cam illa. S en ­ tía la lengua to rp e y los b razo s y las p iern as m e respondían sin gan as, com o en lo s ú ltim o s tra­ mos de una borrachera. M i propio yo, lúcido y ate­ rrorizado, se agazapaba en las p ro fu n d id ad es de mi cuerpo, que ya no obedecía a sus controles. En el p asillo la en ferm era jefe m e saludó so n ­ riente con la m ano. La m onjita pasó al lado de m i cam illa. -—Feliz o p erració n — m e d ijo con ten ta. Y m e apretó la m an o con afecto , com o pa dem ostrarm e lo orgu llo sa que se sen tía de m í. D e p ron to m e pareció que las fig u ras e m p e ­ zaban a d ism in u ir de tam añ o: la cam illa rodaba hacia atrás p o r el pasillo. Traté de concentrar m is últim as fu erzas en u n objetivo único: hablar con el doctor G old farb . C u an d o lle g u é al q u iró fa n o lo s o b je to s m e parecían lejan o s, b o rro so s. Las p ared es az u le ja ­ das m e recordaron una heladería o u n baño. Creí ver m ucha gente, m u ch a m ás de la q ue y o c o n ­ sideraba necesaria para una o p eració n ; h om b res y m u jeres con las caras tapadas p o r lo s b arb ijo s y los ojo s b rillan tes.

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M e pareció reconocer al doctor G oldfarb en una figura de verde que apoyaba el filo de un b is­ turí contra la piedra cilin drica de una m áquina de afilar. G rité su nom bre y el hom bre se vo lvió hacia m í con el b isturí en alto: supe que nunca había visto esas cejas esp esas, esos ojos verdes. — N os dio un poco de trabajo — dijo el prac­ ticante, que había ven id o co n m ig o — es m ejo r anestesiarlo enseguida. Cara de Caballo había desaparecido en el tra­ yecto entre m i pieza y el quirófan o. D o s m u je­ res con las m angas subidas hasta los codos ju g a­ ban en una pileta pasándose u n jab ón am arillo que despedía un vago olor a azu fre. Y o m iraba a todos con d esesp eració n , b u s ­ cando alguna cara conocida. — Es un error -—em pecé a decir. Pero m i vo z se perdía en el con jun to de so n i­ dos del quirófano. El equipo de m ú sica fu n cio ­ nal hacía escuchar en ese m o m en to los acordes de la M archa N upcial. M ientras el anestesista preparaba la inyección de pentotal y uno de los ciru jan o s se entretenía en ejercitar su b istu rí sob re u n a rata m u erta alguien em pezó a contar un chiste. La carcajada general fue lo últim o que oí antes de que la anes­ tesia subiera, negra y con u n olor m u y fuerte a anís, desde m is pies hasta el ú ltim o rincón de m i cabeza.

De los últim os días m e acuerdo b ien . A los anteriores (ni siq u iera sé cu á n to s), lo s ten go borrosos. Recuperé la con cien cia en la Sala de Terapia Intensiva. A justando el foco de la m e m o ­ ria apenas alcanzo a d istin g u ir ciertas fig u ra s, algunas sensaciones. Mis recuerdos de ese período de in co n scien ­ cia tienen el carácter de los de la p rim era in fa n ­ cia: algunas historias, a fuerza de haber sido escu ­ chadas y repetidas, se vu elven de carne. Palabras disfrazadas de im agen que fingen ser recuerdo. Sé, porque me lo co n taro n , que d esp u és de la operación estuve grave. En la m uerte no quiero pensar: si no la olvido, podría im agin arse que la estoy llamando. Pero tengo la sen sación de que anduvo revoloteando alrededor de m i cam a, m u y blanca, con cara de G reta Garbo d esvistién d o se detrás de un biom bo. Me siento cam biado. Es raro haber p erd id o

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tantos días (y quién sabe qué otra cosa) así, esca­ pados de la m em oria. A veces, en el cin e de m i barrio, el operador se equivocaba y m ezclaba los rollos de la pelícu la: dos am igos ín tim o s se c ru ­ zaban sin saludarse, u n h o m bre que había sido ajusticiado en la silla eléctrica raptaba a u n niñito, los n a c im ie n to s p rec e d ía n a lo s e m b a ra z o s. A h o ra, en la tram a de m i c o n c ie n cia , a lg u ien cam bió los rollos de lu gar y se p ro d u jo u n bache en el argum ento. Lástim a grande que la p elícu la que falta no m e la p asen al fin al. La p rim era p erso n a que v i en la Sala de T era­ pia In te n siv a fu e u n a e n fe rm e ra . H acerle p r e ­ guntas no sirv ió de m u cho. — C on lo m al que está usted, tendría que estar incon sciente y no charlando — m e con testó de m al m o d o — . Las cosas que h ay que hacer p o r el su eld o que m e p ag an —-agregó, m ie n tra s m e sacaba la sonda u rin aria. A l lado de m i cam a había u n so p o rte so ste ­ niendo una b olsa llen a de líq u id o de la que salía un tubito term in ad o en una aguja in sertad a en m i brazo. El líq u ido goteaba en m i v en a y y o no podía m o v e rm e m u ch o. Traté de d e sm a y a rm e otra vez para darle la razó n a la en ferm era. E se m ism o día m e trasla d aro n a m i p ie z a y pude recibir v isita s. — Q u é v e rg ü e n z a — m e d ijo la P o c h i en cuanto m e vio — . M e dijeron que te quisiste esca­ par. U n h o m bre grande. 7

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A pesar de las tres frazadas que tenía en cim a, los dientes me castañeteaban de frío. —-Es normal —me decía la Pochi, cariñosa— . Todavía estás en estado de shock. A mí tanta norm alidad no m e servía de c o n ­ suelo. Si un hombre se cae desde un décim o piso, lo normal es que se destroce contra el su elo , y nadie espera que eso lo tranquilice. Me dijeron que m ientras estuve inconsciente el doctor Tracer me vino a ver casi todos los días. Desde que estoy despierto no lo vi, pero el d o c­ tor Goldfarb me aseguró que lo tiene al tanto de mi evolución. Es linda la palabra e v o lu c ió n : suena muy positiva; hace pensar en algo que v a hacia adelante o hacia arriba. —Pégueme — fue lo prim ero que m e d ijo el doctor Goldfarb— . Pégueme que m e lo m erezco. En ese m om ento yo no tenía fu e rz a s p ara obedecerlo, pero me prom etí pegarle apenas m e encontrase más repuesto. —No sabe el bien que m e va a hacer: m e siento tan pero tan culpable. Lo c o n fu n d iero n con un paciente de otra habitación. Si yo hubiera estado presente, ese error no se hubiera co m e­ tido. Y como para dem ostrarm e que la operació no había tenido nada que ver con m i intento de fuga, me firmó inm ediatam ente el fo rm u lario en el que solicito el pase de salida, es decir, la tarjetita rosa. Ya no m e faltan m ás que la firm a del

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d ire y la fo to. Pero para sacarm e la fo to v o y a esperar que m e crezca un p o co el pelo que m e rapó C ara de C aballo . T o tal, p o r ahora no m e puedo m o ver y ya no tengo tanto apuro. A p ro vech é las m u estras de arrepen tim iento del d octor G o ld farb para fo rm u larle una duda que m e horm igueaba en la cabeza y había llegado a dolerm e m ás que la herida. — D o c to r — le d ije— . En la operación, ¿qué m e sacaron? El m édico se puso pálido y le cam bió la expre­ sión. — ¿Q u ién le dijo que le sacaron algo? Seguro que an d u vo escu ch an d o p avad as. U sted es un inocente capaz de creerse cualquier cosa. — Y ya m ás repuesto añadió, guiñ án dom e un ojo: — A u sted , lo único que le falta es u n torn illo.

A m í el p o so p e ra to rio m e p arece largo . El doctor G oldfarb, en cam bio, está m u y satisfecho y m e asegura que esto y h acien d o ráp id o s p ro ­ gresos. A u n q u e todavía no tengo diagn óstico, la operación ha p erm itid o d escartar u na serie de enferm edades de nom bres largos y d ifíciles. — C u alq u ier día de ésto s se n o s cu ra y lo vem os saltando en una pata alrededor del O b e­ lisco — m e dice, alentador. En algo está equivocado el doctor: cuando y o m e cure, no p ien so p erd er el tiem p o saltan d o en una pata alrededor del O b elisco ; v o y d erechito al Tropezón y m e m ando u n p u cherazo de gallina. La en ferm era je fe m e d em u estra u n a gran estim ación de la que no m e considero m erece­ dor. Para hacerm e olvidar en parte m i situ ació n de sem iin validez, revisa la h ab itación por tod os los rincones, tal com o si yo estu viera en co n d i­

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ciones de esconder u na botella de w h is k y en el taparrollos de la p ersiana o dentro del d epósito del in o d o ro . A m ed id a q u e n u estra rela ció n avanza, m e v o y en terando de m u ch o s detalles de su vid a privada. Sé, p o r eje m p lo , q ue le g u sta n m u ch o las plantas de interior que ojalá tuviera una casa con jardín que com o no la tiene ha cubierto de potus, helechos y enredaderas su departam ento que y a parece una selva que está casada con un h om bre bebedor y poco serio, que por las plantas de in te­ rior no siente nada, que a veces patea las m ace­ tas cuando se le cru zan en el cam ino que la hace su frir y que u na n och e terrib le en q u e lleg ó al hogar en estado de ebriedad le arrancó dos hojas a! gom ero grande y q uem ó con u n cigarrillo u n o de los tallos del p o tu s. S ien te u n a gran a d m ira c ió n p o r el d o c to r G o ld farb , que p o r lo v is to tien e u n e sp e c ia l ascendiente sobre las m u jeres, aunque tengan el pecho tan escaso com o la en ferm era jefe. — Q ué tipo sim pático — dice la Pochi. — U n gran m éd ico y u n cab allero — dice la en ferm era jefe. Y las dos se ríen de sus chistes, que a m í cada día m e parecen peores. La d o cto ra Sán ch ez Q rtiz v ie n e a v e rm e de v e z en cu an d o . C o m o n o n o s h a b la m o s, m e revisa en silen cio y se v a sin salu d arm e. Salía el otro día de m i cuarto cuan do entró R icard o.

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— ¿Q uién es la h isteriq u ita ésa? — m e p r e ­ guntó. Estaba tan enojado con él por el asunto de lo s remedios que no le quise contestar y m e di vuelta mirando a la pared, donde h ay unas m an ch itas que de tanto verlas ya son com o am igas; u n a parece un caballo y otra una m ontaña. Pero Ricardo sacó un fajo de billetes y m e los puso delante de la n ariz, com o si lo m e jo r del dinero fuese su exquisito perfum e. — ¿Te das cuenta de lo que es una buena in ­ versión? En vez de tirar la plata en rem edios te hice ganar unos cuantos m angos a la quiniela. — ¿A qué núm ero ju g aste ? —-le p reg u n té, contando la plata. — A l cuarenta y ocho, qué pregunta. Había ganado una sum a im portante y no se quedó más que con u n pequeño porcentaje de comisión por haber elegido el núm ero. El resto de la plata me la pidió prestada. -—R etener, retener, siem pre retener — m e dijo, cuando intenté negarm e— . Cóm o se ve que quedaste fijado en la etapa anal, petiso. Y se volvió a guardar la plata en el bolsillo. Sin embargo quedó m u y im presionado con el relato de mi operación. — Los cirujanos son todos unos sádicos, pero si te operaron por algo será. Desde entonces respeta m ucho más lo que él

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llam a lo s com pon en tes som áticos de m i e n fer­ m edad. La que está chocha conm igo es la m onjita. M e m ira con orgullo y alegría. — M uchacho valiente ú ste d — m e dice todas las tardes. Y m e convida con pastillitas de lim ón. M i herm ano está en viaje de vuelta. Qué ganas de verlo tengo. Ahora está en Río de Janeiro, donde se piensa quedar unos días para llegar tostado. N o me da envidia porque esté en R ío. M e da envidia porque está sano. M i tía, en cambio, que m e trajo su últim a carta, m e envidia a mí. Llegó con un brazo en cabestrillo. — ¿Q u é te pasó? — le pregunté, un poco alar­ m ado. — M e fisu ré un huesito de la m u ñeca: el ig ­ n oran te del trau m ató lo g o ni siq u iera m e q u i­ so en yesar— explicó ella— . Q uién sabe, a lo m e ­ jor m e queda la m ano arruinada para toda la vid a — agregó esperanzada. A p e n a s se enteró de m i o p eració n , Iparraguirre p id ió una tarde libre eñ el trabajo. C u al­ quier otro m e habría hecho una visita de co rte­ sía y aprovechado el resto de la tarde para irse a su casa o al cine. Iparraguirre, un hom bre co n s­ ciente de su s resp o n sab ilid ad es, m e d ed icó la tarde en terita. M e trajo saludos de los m u ch a­ chos, que cualquier día de éstos se aparecen p o r aquí, tres docenas de orquídeas y una lapicera de oro con m is iniciales grabadas.

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— Com o la se m a n a p a sa d a se te v e n c ió la licencia y te d esp id ieron , ap ro vech am o s la plata de la indem nización para com p rarte los regalos —me dijo— . Y o traté de o rgan izar u n a colecta pero estam os a fin de m e s y n ad ie tien e u n mango. Eso sí, atenti: lo con sid eram o s u n p ré s­ tamo de honor. A p e n a s salg as del h o sp ita l te devolvemos la su m a íntegra. , Una desgracia: y a h a y u n m o n tó n de gente que no tiene n in g ú n ap u ro en que y o salga de aquí. La libretita d o n d e an o tab a m is M o tiv o s de Queja no la puedo encontrar. Em p ecé a buscarla para anotar a u n a lauchita gris que se aso m ó el otro día a m i pieza. (Las ratas no m e asustan por mí sino por las p alo m as.) A la lib retita la tenía debajo de la alm ohada: la debe haber confiscado la enfermera je fe en u n a de su s v isita s de c o n ­ trol. No me p reo cu p a: en p arte p o rq u e con tra ella no decía nada y en parte p o rq u e y a no tengo tantas quejas com o al p rin cip io . Después de tod o esto es u n h o sp ital y cu a l­ quiera sabe que los h osp itales son m alos, que no hay gasas ni alg o d ó n , que a las en fe rm e ra s les pagan poco. M uchas circu n stan cias que em p e­ zaron siendo m olestias se v a n transform ando en costumbre. A las p alo m a s, sin ir m ás lejo s, les tomé cariño y ahora le p id o siem p re a la P ochi que les ponga m ig u itas de pan en el alféizar de la ventana.

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D esd e que el doctor G oldfarb m e firm ó el fo r­ m ulario (y yo que pensaba que ése sería el p aso m ás co m p licad o del trám ite) m e sien to m u y cerca de la lib e ració n . A h o ra tod o d ep en d e de m í, es decir, de m i recup eración . Por de p ro n to , y a p u e d o le v a n ta rm e de la cam a y estar u n rato sen tad o en el silló n , au n ­ que la h e rid a to d a v ía m e d u ele b astan te . La m andé a la Pochi con el fo rm u lario para co n se­ guir la firm a del director p ero vin o con la n o ti­ cia de q u e el trám ite es p e rso n a l. M e p ica la cabeza: señal de que m e está creciendo el pelo. C ualquier día de éstos lo m an do p. llam ar al fo tó ­ grafo. E l d octor G o ld farb no se da por ven cid o con respecto a m i diagnóstico. Todos los días m e hace sacar sangre y los estu d io s, análisis y rad io gra­ fías se suceden a u n ritm o intenso, agotador. C on tan to s v ia je s a la sala de ra y o s y a m e e sto y haciendo am igo del rad ió lo go . Pocos m e con o­ cen p o r dentro tan b ien com o él. M e p rom etió regalarm e una de las placas en las que salí m ás favorecido para que la ponga de adorno en la v e n ­ tana. A h o ra que m i estado lo ju stifica, la Pochi se queda a d o rm ir bastan te seguido. Cuando pasa la n o ch e aq u í, d u e rm o de u n tiró n , p acífico y contento. Si de repen te abro lo s ojo s, la o scu ri­ dad no m e parece tan grande. D o rm ir solo no es lindo pero y a esto y acostum b rado. D o rm ir solo

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y enfermo es horrible. La oscuridad se en rosca alrededor de lo s b razos y uno siente que se le mete por todas las grietas del cuerpo, que lo v a hinchando y ennegreciendo por dentro. D e n o ­ che todo duele m ás, el silencio pesa, es d ifíc il reconocer la propia respiración, se escuchan so ­ nidos inexplicables. N i siquiera tengo un tim bre para llamar a la enferm era. Lo que no pude conseguir de la Pochi es que comparta m i indignación con respecto a la o p e ­ ración. Ella es partidaria de las soluciones d rás­ ticas. —En prim er lugar, si uno tiene que ir al cu ch i­ llo, cuanto antes m ejor. Es ideal que te h a y a n operado ahora, cuando te sentías bien y estabas fuerte, y no m ás adelante en medio de una c ri­ sis— me dijo, en presencia del doctor, que asen ­ tía en silen cio aprobando sus palabras—-. E n segundo lugar, a nadie le hacen lo que no se deja hacer.

En m itad de la noche m e despiertan los ru i­ dos que vien en del cuartito de la cocina. Si abro los ojos, no se m e cierran m ás. Esta noche esp e­ raba dorm ir de un tirón, en parte porque la Pochi se quedó a hacerm e com pañía, y en parte p o r­ que m e acosté can sad ísim o . Para sacarm e u n electrocardiogram a de esfuerzo m e hicieron ras­ quetear todo el piso de la oficina del director. Cuando m e asignaron la tarea sentí una gran em oción: era m i oportunidad de obtener la firm a que m e faltaba para sacar la tarjetita rosa. Lam en­ tablem ente el director (o, m ejor dicho, el d irec­ tor suplente, porque el titular todavía no se ha recuperado de su enferm edad) no estaba. Fue un trabajo pesado: recién habían term inado de p in ­ tar y el suelo estaba m u y m anchado. Los p in to ­ res eran dos pacientes am bulatorios a los que les tenían que hacer el m ism o estudio. C o m o uno de ellos había padecido un infarto y el otro sufría

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de in suficien cia coronaria, les d ieron una tarea más liviana. Entre los internados hay m ucha so li­ daridad: si los p in tores h u biesen sido gen te de adentro, seguro que se preocupaban por no m an ­ char el piso. A lo s e x te rn o s, en cam b io, no les im porta nada. Tengo m ucha sed y no p u ed o v o lv e r a d o r­ m irm e. Siguiendo las in struccion es del curso de Control M ental relajo u no p o r u no lo s m ú sc u ­ los de m i cuerpo, tratando de aislar m i m en te de los sonidos externos para escuchar sólo el ritm o de m i sangre. T eóricam ente eso debería p e rm i­ tirme conciliar el sueño en p ocos m in u tos. E n la práctica, la sed y la curiosidad pueden m ás y sigo deplorablemente despierto. La fuente del sonido es sin duda el cuartito de la cocin a y n o, co m o pensé en un m o m en to , la p ieza del o p e ra d o nuevo. El operado nuevo es u n desconsiderado que debe sufrir mucho pero que no tiene respeto p o r los demás. A n teayer lo trajeron del q u iró fa n o . Lo v i pasar en cam illa p o r el p a sillo , d o rm id o como un ángel pero m ás gran d e, m ás g o rd o y más barbudo. A p en as se le pasó el efecto de la anestesia, de ángel no le quedó nada. Por los g ri­ tos me hacía acordar m ás bien a un an im al raro, por ejemplo, una foca. U na foca con ham bre. Tanto se quejaba y tan fu e rte que lo s o tro s enfermos del piso (privilegiados com o y o , p o r­ que en este piso hay solam ente habitaciones para

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dos o cuatro personas) decidieron nom brar dele­ g ad os y fo rm ar u na co m isió n para so licitar su traslado. N o pu d e dejar de sen tirm e o rg u llo so de h aber sido, cuando m e tocó el turno, u n o p e ­ rado discreto y aguantador. E l Presidente de la C o m isió n es un en ferm o que está en el hospital desde hace m ucho, m ucho tiem po. C onoce a todos los m édicos y las e n fe r­ m eras, se sabe tod os los chism es del h osp ital, y suele andar por los pasillos em pujando el soporte de su b o lsa de su ero , que le gotea c o n sta n te ­ m en te en el brazo. Y o lo. conocí cuando m e v in o a traer el petitorio de traslado para que lo leyera y lo firm ara. M e pareció apropiado: estaba redac­ tado en térm in o s correctos y tam bién severos. P ero lo s ru id o s que escu ch o ahora no so n gem id o s de operado. N i de puerta. (A la p u erta de m i cuarto le falta aceite en las bisagras y c h i­ lla co m o u n gato. A v e c e s escu ch o de n o ch e v ario s m au llid os: serán otras pu ertas o, q uizás, otros gatos.) A h o ra se su m an a la sed las gan as de hacer p is, y p en san d o en las m alas n o tic ia s que m e d io el P resid en te de la C o m isió n m e resu lta tod avía m ás d ifícil v o lv erm e a dorm ir. Seg ú n él (y si él no lo sabe, en ton ces quién) al director suplente es m u y d ifícil ubicarlo. Llega tem pran o a la m añana, firm a y se va sin recib ir a n ad ie . U n a v e z p o r sem an a se o cu p a de lo s reclam os y los fo rm u lario s. A u n q u e en u n caso se trata sim p le m e n te de p o n e r u n a firm a y en

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otro de m an ten er u n la rg o c o lo q u io co n lo s pacientes quejosos, todos deben esperar su tu m o en el m ism o orden. E s n ecesario so b o rn ar a la secretaria para conseguir una audiencia, h ay que hacer cola toda la n och e y, de tod os m o d o s, a los acom odados lo s atien d e p rim e ro . T en go que com unicarm e con el d o cto r Tracer com o sea: él firm ó m i o rd en de in te rn a c ió n y él tien e que sacarme de acá. Está decidido: si no hago u n cam bio de aguas no vo y a poder pegar lo s ojo s. La P ochi d u erm e como un tronco; m e levan to descalzo y cam ino despacito para no d esp ertarla. A u n q u e lo s ru i­ dos se siguen escuchando n ítid am en te y o trato de ser m u y silen cioso. Si la P ochi m e oye m e va a retar: por no despertarla para p ed irle el agua a ella y por despertarla sirvién d o m ela yo. Recién cuando v u e lv o a m i cam a en pu n tas de pie (para hacer m e n o s ru id o p e ro ta m b ié n para no apoyar toda la plan ta contra el p iso frío) m e doy cuen ta de que la cam a de la P och i está vacía. Me c o n fu n d ió la a lm o h ad a debajo de la frazada, u na alm ohad a gorda que se parece a la Pochi durm iendo. Com o d o rm í con ella v a ria s v e c e s (¡sí m e escuchara el n o vio !) ya le con ozco las c o stu m ­ bres. Sé que suele ten er in so m n io : habrá ido al cuartito de la co cin a a c a le n ta rse u n p o c o de leche, o a dar una v u e ltita p o r lo s largos co rre­ dores del h ospital.

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Y dale con los ru id o s, ahora m ezclados con son id os de voces. U na vo z de hom bre, una vo z de m ujer. N o d istin go las palabras. La c u rio si­ dad m e agarra de las so lap as del p iy am a y m e hace levantar otra vez. En pu n tas de pie salgo al pasillo y m e quedo parado al lado de la puerta de la cocina. D ebo haber hecho m ás ru ido del que su p o ­ nía porque la pu erta se abre de golpe y aparece la cara fu rio sa del d o cto r G o ld farb . M ien tras pon e en orden su s ropas m e grita tanto que le tiem bla el bigote. — Usted tiene prohibido, absolutamente p ro ­ hibido levantarse de la cam a, ¿m e o yó? — dice, com o si con sem ejantes gritos hubiese podido evitar oírlo. Si el doctor sigue hablando en ese tono, va a despertar a todos los enferm os del piso. Una falta de consideración que la C o m isió n no dejaría de tener en cuenta. Lo que m e parece incorrecto es el volum en: por lo que dice no m e quejo, un poco de razón tiene. — ¿D e qué sirve todo el esfuerzo que estam os haciendo por u sted si no cum p le con m is in s ­ trucciones? ¡Irresponsable! M irando por sobre el hom bro y a través de la in dignación del doctor G oldfarb veo en un rin ­ cón del cuartito, sentada sobre una m esita reba­ tible, a una m u je r que se arregla el p elo y m e esconde tím idam ente la cara. M i prim era reac­

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ción es la com p ren sió n y la in d u lgen cia. El d o c­ tor es un h om bre jo v e n y atractivo . Q ue tenga algún asuntito con una en ferm era no es de extra­ ñar. Me siento gen ero sam en te cóm plice. Pero él sigue vociferando contra m í sin prestar atención a m i buena d isp o sició n . — Lo ú n ico que m e faltab a: u n pacien te sin d iagn óstico p a se á n d o se p o r lo s p a s illo s en la m itad de la n o ch e. C u an d o sep a lo que tien e, ¿qué m e espera? Tanta fu ria m e obliga a sospechar. ¿E s p o s i­ ble que y o m ism o esté in v o lu c ra d o de algú n m odo en los deslices del d octor? Trato de reco ­ nocer a la m u jer que se refu g ia en la oscuridad. Y sí, es la P ochi. La b u e n a de m i p rim a P o ch i. Oscilo entre el asom b ro y la in d ign ació n h asta que veo al doctor G o ld farb en arbolar una je rin ­ ga: la aguja in d icad o ra cae en to n ces d e c id id a ­ m ente en el sector «m iedo». La P ochi, que m ás que prim a es una am iga, trata de p ro tegerm e. — No te pongas así, pobre m uchacho — le dice al doctor— . Segu ro que n o lo h izo a p ro p ó sito . — ¿A h , n o? ¿N o lo h izo a p ro p ó sito ? ¿ Y en ­ tonces qué? ¿E s so n ám b u lo ahora? El doctor parece haber p erdid o de golpe todo su sentido del hum or. N i siquiera es capaz de gu i­ ñar un ojo. Por su erte la P ochi pien sa en tod o y en un m inuto se le o cu rre una so lu ció n que m e evita la in yección de sedante. En tre lo s dos m e traen el colchón y la alm oh ad a y lo p o n en en el

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cuartito de la cocina, sobre los m osaicos. Por esta noche, el doctor m e p erm ite d o rm ir ahí, así se evita que deba trasladarm e (descalzo, sobre los m osaicos fríos) otra vez a m i pieza, por lo m enos hasta que am anezca. C uando el doctor G oldfarb m e v e otra ve z acostado, se tran qu iliza y hasta v u elve a ser capaz de sonreír. —-No se m e vaya a m o v er de acá hasta que lo vengam os a b u scar— m e dice— . Y que tenga lin ­ dos su eños. — Si escuchás ru id o s, no te asustes — agrega la Pochi. Y se v a n a m i pieza. D o rm ir aquí no es tan m alo. El piso tiene sus ven tajas y sus desven tajas. Q ue sea duro es una v e n taja: re su lta b e n e fic io so para la colu m n a. M ien tras trato de n o p e n sa r en las cucarachas (las hay en toda cocina que se precie), m iro in tri­ gad ísim o la m esita rebatible del fondo. N o m e explico cóm o podía so sten er el p eso de la Pochi: yo en casa tengo una igual y apenas apoyo cu a l­ quier pavada, se vien e en banda.

Yo sabía que Iparraguirre no m e iba a fallar. Los m uchachos vin iero n a ve rm e tod os ju n to s a la salida del trabajo. La visita m e dio una gran ale­ gría y tam bién una diarrea m u y fu erte, porque m e cam biaron por laxante u n o de los frasco s de rem edios. A n te s de lo s ú ltim o s su c eso s h ab ía estad o esperando esa visita con m ucha ansiedad. P en ­ saba pedirles ayuda a lo s m u ch ach o s para salir del hospital. Tenía dos p lan es que quería c o n ­ su ltar con ellos antes de p o n e rlo s en práctica. U no consistía en p o n erm e la ropa de cualquiera (de Puntín, por ejem plo, que es m ás o m en os de m i tam año y m e da la im p resió n de que se baña m ás seguido que otros), dejarlo a él en la pieza vestido con m i piyam a y salir d isfrazad o , m e z ­ clado con los dem ás. El otro plan era m ás arriesgado y m ás sim ple: entre todos m e sacarían por la fuerza. Pero las nue­

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vas relaciones de la Pochi con el doctor G oldfarb me hicieron desistir de todo proyecto de fuga. Ella prom etió usar su influencia para conseguirm e en breve una recom endación que m e perm itirá ver al director suplente. Yo, que soy un buen ciuda­ dano, opto por la legalidad siem pre que puedo. C u an d o lleg aro n , m is com p añ ero s estaban tím id o s y no se an im ab an a en trar a la p ieza . Lógico: a m í tam b ién m e p o n ían n e rv io so lo s h o sp ita le s. Se q u e d aro n a m o n to n a d o s en el p asillo , hab lan do en v o z bajita y o b stru yen d o la circu lació n . — Pasen — les decía yo. Pero ellos no se decidían. M e p u se contento cuando lo v i al D u q u e con la guitarra. Canta fo l­ klore que es una m aravilla. Iparraguirre entró prim ero para dar el eje m ­ plo. M e ap o yó la m an o en el h o m b ro y apretó fuerte. — Te v as a curar pronto, pibe, te lo prom eto yo — m e dijo, con esa vo z seria y p ro fu n d a que se usa para darle confianza a los desahuciados. D esp u és fu eron entrando los otros, de a uno. T o d avía h ablaban b ajito y n in g u n o se d irig ía d irectam en te a m í, excepto para p reg u n tarm e cóm o m e sentía. La pieza se llenó de olor a lim ón : era el p e rfu m e que usa C ecilia para d isim u lar la transpiración. A Cecilia, eso sí, nadie se anim a a cargarla porque es la jefa de personal: si se hacen m ucho los v iv o s, los vu elve locos con el horario.

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Una chica que no conocía m e entregó e! ram o de flores con un beso en la m ejilla. Lástim a que por llevarle la contra a la en ferm era jefe yo e stu ­ viera tan mal afeitado. So sp ech é que se trataba de mi reem plazante: p o r algo e stu v o tan c a ri­ ñosa. Poco a poco em pezaron a tom ar con fian za y se largaron a con tar ch istes: Fraga y el D u q u e siempre tienen alguno nuevo. Tantos contaron y tan verdes que de a ratos m e parecía estar en un velorio. C ecilia se reía m ás fu e rte que lo s demás para dem ostrar que, aunque la hubieran ascendido, seguía siendo com pañera. — Cuando controla la plan illa del horario, te juro que no se ríe tanto la m u y turra — m e dijo bajito Puntín. Fraga sacó del b o lsillo u n largo p e d a z o de papel higiénico enrollado, donde habían escrito el poema com puesto en m i honor. El que escribe los poemas es el D uque, tiene una facilid ad b ár­ bara para la rima. En este poem a rim aba vago, con lumbago y fiacuna con vacuna. Estaban especialm ente alegres porq ue al día siguiente había asueto. A m í el trabajo nunca m e entusiasm ó, pero p o r lo m e n o s ten ía d ías de asueto, vacaciones y los fin es de sem ana. En el hospital, en cambio, no hay d om in go que valga. Una de las chicas bajó a com prar algo para fes­ tejar y volvió con varias botellas de vin o , pan y fiambre. En dos m inutos m e llenaron la cam a de

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m igu itas. Y o por el v in o tenía m iedo: si llegaba a en trar la e n fe rm e ra je fe , n i p e n sa r la que se arm aba. E l D u q u e d esen fu n d ó la vio la y em pezaron a cantar. Los v a so s no alcan zab an y m u ch o s tom aban directam ente de la botella. Puntín 'trató de hacerm e tom ar a la fu erza, pero yo tenía los dientes bien apretados y al vo lcarm e el v in o en la b oca m e ensució todo el piyam a. Las m anchas de v in o , m e preguntaba yo , ¿saldrán en el lavarropas? Prim ero cantaron folklore, guiados por la vo z fin ita y bien entonada del D u q u e. Y o trataba de seguirlos pero no m e daba el aliento y m e em p e­ zaba a doler la cabeza. En cualquier m om en to se pod ía aparecer el Presidente de la C o m isió n de P iso p ro testan d o p o r lo s ru id o s m o lesto s. Les pedí que bajaran la vo z, pero estaban dem asiado en tu siasm ad os. Por falta de lugar no se arm ó u n bailongo. — ¿S e acu erd an cu a n d o lo vin im o s, a v e r al flaco M en docita? — pregu ntó Fraga. A lgu n o s se acordaban y otros no, porque hace ya m u ch o s años que el flaco M en docita se cayó de cabeza por las escaleras y los nu evos no lo lle ­ garon a conocer. — Calíate, lech u zó n — le dijo C ecilia, que es de las v iejas y se acordaba bien de cóm o salió del hospital el pobre flaco: con los pies para adelante. — C o n la e x c u sa de la c o n m o c ió n cerebral,

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el desgraciado del d o c to r n o s h iz o sa lir de la pieza en lo m ejor de la farra. Y p en sar la falta que le hacía al pobre flaco u n p o co de a n im a ­ ción. Para cambiar de tem a Z u lem a se pu so u na de las flores en el pelo y em pezó a zapatear a la espa­ ñola. El Duque la acom pañaba con la gu itarra y los demás formaron una rueda alrededor. «Olé», le gritaban. Desde la cam a yo m e estab a p e r­ diendo lo mejor del espectáculo. M ientras se pasaban u n a b o tella de v in o em pezaron a cantar esa m u siqu ita que se oye en los estriptís. Zulem a se sacó la flor del pelo y se la tiró a Puntín, que la olió h on d o con cara de embobado. Después se sacó el saco y lo dejó caer con un m ovim ien to que a ella debía parecerle lánguido y sensual. — Que siga, que s ig a — gritaban todos. Pero ella volvió a pon erse el saco rién d ose y no les hizo caso. — ¿Q ué m édico te está aten d ien d o ? — m e preguntó Iparraguirre, que había tom ado m enos que los demás pero igual tenía el aliento bastante fuerte. Le m encioné al d o cto r T racer y al d octor Goldfarb. Iparraguirre m o vió la cabeza com pa­ sivo. — Es un error: tendrías que estar en m an os de mi prim o G oyo: jefe de sala a los treinta p iru ­ los, un carrerón.

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— Perdón, pero nunca puede ser m ejo r que el d octor B asualdo, G erv asio B asu ald o , u n h o m ­ bre m ayor y con m uchísim a experiencia — inter­ v in o C e c ilia — . A m i cu ñ ad a la sacó a flo te cuando tod os la daban por perdida. Fraga, que tam b ién estaba escu ch an d o , m e recom endó a su oculista. — H ay m ile s de cosas que al fin a l so n de la vista y los clínicos no se avivan . A u n conocido m ío lo iban a operar de un tu m o r en la cabeza y al final lo arreglaron con un buen par de an teo­ jos. Z u lem a conocía a un den tista m u y buen o y P u n tín se acordó de que tenía u n p lo m ero que ven ía a la prim era llam ada. —-Eso sí que es una perla — com en tó Fraga. Y tod os estu viero n de acuerdo. El p lom ero de P un tín fu e un éxito. H asta y o tom é n ota de su n ú m e ro de teléfo n o , p en san d o que en m i d ep a rtam en to siem p re ten go p ro b le m a s de hum edad en las paredes. Creo que lo m ejor de la reu nión fu e la llegada de la m onjita. Por la puerta entornada se asom ó su carita de m an zan a arru gad a y so n rien te . C o m o es tan discreta, no quiso in terru m p ir y se hubiera retirado si entre P untín y la chica nueva no la hubieran agarrado para m eterla adentro de la pieza. — ¿M iedo ústed tiene? — m e d ijo la m onjita, un poco desconcertada pero tratando de dem o s­

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trar que a pesar de todos los cam bios h a y v a lo ­ res en la vida que perm anecen in m u tab les. —Hágase amiga, h erm an a— le dijo Fraga, sin dejarme contestar. Y la convidó con un vaso de vin o . Pensé que no iba a aceptar, pero ella lo tom ó tím id am en te y bebió unos sorbos. Z ulem a v o lv ió a llenarle el vaso enseguida. Al principio la herm ana p erm an e ció sile n ­ ciosa y apartada. Cuando el D uque v o lv ió a tocar una zamba, no participó en el coro con los dem ás. Pero después de un rato, con su carita-m an zan a colorada com o un tom ate, p id ió sile n c io . Y comenzó a recitar: Erre con erre guitarra, erre con erre barril, qué rápido ruedan las ruedas, las ruedas del ferrocarril. Los muchachos le enseñaron a decir «María Chuzena su choza techaba »»y la felicitaron calu ­ rosamente al despedirse. Todavía no se habían ido cuan do em p ecé a sentir los prim eros esp asm o s y re to rc ijo n e s. Ahora pienso que ya debía estar haciendo efecto el laxante que me p u sieron en el fra sco de lo s remedios. Apenas llegaron m e había tom ado una capsulita. Me metí en el baño para aliviarm e y tam b ién

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para descansar un poco. C uan do quise salir, m e di cuenta de que m e habían encerrado por fu era. Para serenarm e respiré h on do y ju n té los dedos en la p o sició n Psi, pen san do que m e iban a dejar salir enseguida. El bañito es m u y chico y tenía la sen sació n de que las p ared es avan zab an sob re m í. Por debajo de la pu erta, los m u ch ach os m e p asab an p a p e lito s que d ecían , p o r e je m p lo , «Fuerza, h erm an o, fuerza». A g u an té todo lo que pu de, p ero cuando m e di cuenta de que pensaban irse dejándom e en ce­ rrad o , a flo jé y m e p u se a g rita r y a p atear la puerta. — Si cantás el arroz con leche te dejam os salir — decía P un tín, ven gán d o se de m ás de u n a que y o le hice cuando estaba sano. C anté dos veces el arroz con leche y siete veces el arrorró h asta n otar que los ru id o s em pezaban a d ism in uir. A la m añ an a sigu ien te la en ferm era je fe m e abrió la puerta del baño con u n a de las gan zú as que suele u tilizar en su s v isita s de in sp ecció n . C am iné por la pieza tam baleándom e y caí sobre la cama. Por prim era vez desde que entré en el h o s­ pital, sentía una extraña sensación de libertad.

Y o pregunto: ¿cómo se las hubiera arreglado P ap illo n para guardar su «estuche» si cada d o s por tres le hubieran hecho un colon p o r en em a? Papillon está en el baño de la p risió n cuan do u n com pañero se acerca para pedirle que le guarde su estuche por unos días: tiene disentería. Él, que es un m uchacho generoso, acepta in tro d u cirse los dos. N o sé si hago bien en leer este libro: todo el tiem po m e hace pensar en m is h em o rro id es. D ebería vo lver a una dé las novelas que m e rega­ laron por error: transcurre en el Polo N orte y eso resulta refrescante. Desde m uy tem prano siento h oy una picazón que me recorre tod o el cu erp o. Trato de no rascarm e. La Pochi se lleva cada tanto m is sábanas flo ­ readas para m eterlas en su la va rro p as y ten g o que u sa r las que tienen aquí. So n b lan cas, con algunos rem iendos, pero no de poliéster. Y o creí que m e había acostum brado y h asta les e m p e ­

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zaba a tom ar cariño. Sin em bargo, ya les esto y echando la culpa de la picazón : quién sabe qué tuberculoso las habrá usado. Otro fracaso de m is ejercicio s de C o n tro l M en tal: p o r m ás que m e relajo, no deja de picarm e todo el cuerpo. D ejo los libros sobre la m esita de luz y reviso las sábanas. Cuando veo a los bichos chiquitos y negros corriendo sobre la superficie blanca, pienso prim ero en una alucinación. Son tan chicos que las patitas no se distinguen. Se deslizan como gotitas de m ercu rio negro. A p elan d o a todos m is recursos consigo ejercer control sobre los m o v i­ m ientos espasm ódicos de m i cuerpo. Siempre m e desagradaron los insectos. A las avispas les tengo m iedo. Los grillos y las langostas no m e gustan ni m edio. Los caracoles no son insectos-pero m e dan asco. Estos bichitos negros cam inando sobre m i cuerpo m e aterrorizan. Para dom inar el pánico es m ejor m antenerm e así, in m ó v il, tratando de olvidarlos. N o existen. N o son reales. Son un producto de m i fantasía. So n b ich ito s m ad e in b o ch o , trato de p en sar, m ientras los siento deslizarse sobre m i piel como si fu era una pista de-patinaje. Y la picazón , sin parar. A la hora de costum bre pasa la en ferm era de la m añana. ¿Se lo digo? Tengo m iedo de que se ría de m í, de que m e grite, de que se enoje, pero sobre todo tengo m iedo de que no vea lo. m ism o que v e o yo.

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Por suerte ella no n ecesita m ás que m i silen ­ cio y una m irada a m i cam a para hacerse cargo de la situación. — ¡Sarnoso! — m e dice con d esp recio— . Las cosas que h ay que hacer p o r el su eld o que n o s pagan. Y se v a a lla m a r a la e n fe rm e ra je fe , le v a n ­ tando el ruedo de su g u ard ap o lvo blanco com o si en lu gar de c u b rirle a p en as las ro d illa s, se arrastrara p o r el p iso in fe c ta d o . E n to n c e s, lo s bichos son reales. U n escándalo: lo p rim ero que le voy a reclam ar al d o cto r T racer en cuanto lo vea (¿lo veré?) es u n p o co m ás de higien e. A m i libretita de anotacion es no la extrañ o: h ay q u e­ jas que no se olvidan . La enferm era jefe, una m u jer de agallas, no se asusta cuando v e a los in vaso res. E n realidad, n i siquiera se sorpren de. T om a u n o de los b ich itos entre el índice y el p u lgar y lo exam in a con una . lupa. Parece que le gu sta lo que ve, p o rq u e so n ­ ríe como si se hubiera en con trado con u n v ie jo conocido. Es una vergü en za, m e dice, que u n ho m bre grande com o yo se asu ste p o r u n o s b ich ito s tan chiquitos que son an im alito s de D io s y tam bién tienen derecho a v iv ir en este m u n d o que una persona com o ella am an te de la s p la n ta s está acostumbrada a tratar con lo s in secto s que algu ­ nos serán una plaga p ero otros so n u n b en eficio para los vegetales y para toda la com unidad com o

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por ejem p lo el gu san o de seda que tam b ién es un bicho. — Le v a m o s a d e sin fe c ta r la p ieza — m e explica— . Se hace tod os lo s años: son los p io jos de las palom as. M e p o n g o u n p iy a m a lim p io y m e sien to afuera, en un banco del p asillo , a esperar que lle ­ gue el personal de desinfección. Parece que todos los años les deshacen el nido a las palom as y ellas v u e lv e n a arm arlo siem p re en el m ism o lugar. A n tes las quería y las en vidiaba. A h o ra las odio pero las com p adezco: y o , que corro p eligro de que m e d e sa lo je n , las c o m p ren d o b ien . E n la jerga del h ospital, a esta habitación la llam an «La Piojera». H aberlo sabido. — A rrib a las m an os y afu era la len gua — m e dice el doctor Goldfarb que pasa en ese m om ento por el p asillo , apu n tán d om e con el dedo com o si fu era u n revó lver. D e golpe, una revelació n : ésta es m i o p o rtu ­ nidad. Y a la o p o rtu n id ad h ay que cazarla de las orejas. Le pro p on go al d octor G o ld farb (d istraí­ dam ente, com o si no tu viera m ucha im p o rta n ­ cia para m í) que m e dé u n pase tran sitorio para irm e a m i casa m ien tras p o n en la pieza en co n ­ diciones. N ada tan fo rm al com o la tarjetita rosa, nada tan irrevocable. U n papelucho sin im p o r­ tancia, válid o solam en te p o r vein ticu atro horas. — D e ninguna m a n e ra — dice el doctor G o ld ­ farb m u y serio— . E so es com p eten cia del d irec­

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tor. Yo no puedo autorizar que u n paciente m ío se vuelva a la casa enferm o — y agrega, guiñando, el ojo izquierdo— : ¡O m uertos o curados! Con la ayuda de la enferm era jefe, el do cto r trata de encontrarme otra ubicación en el h o s ­ pital, una cama donde pueda esp erar q ue te r­ mine la desinfección. Si pretenden hacerm e que­ dar un solo día en la Sala de H om bres, m e v o y a resistir. Los internados no son m ala gente, pero tengo la im presión de que son m u y d u ros con los novatos. Estar allí por un día solo m e ob liga­ ría a pasar por todas las penurias de la in iciación sin llegar a disfrutar nunca de las ventajas de los iniciados. Pero ni siquiera en la Sala G en eral h ay una cama libre. El hospital está com pleto, llen o de enferm os hasta el tope. — ¿Q ué pasa? — pregunto yo , que hace mucho que no leo los diarios— . ¿H ay una e p i­ demia? — No, qué epidemia — se queja la enferm era jefe— . Es que al final no se puede atender bien a la gente. Se sienten tan cóm odos que ya no se quieren ir. _ — No es sólo eso: también uno les va tom an- . do cariño, diga la verdad — dice el doctor, p a l­ meando amigablemente sus anchos hom bros— . ¿O me va a decir que a sus preferidos usted los deja irse así nomás? —y guiña un ojo. En todo caso, tenemos que enfrentarnos con

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una realidad inm odificable: en el hospital no hay lugar para m í. Tem o que si siguen entrando e n ­ ferm os pronto m e pongan un com pañero de p ie­ za. Y o no soy egoísta, pero en m i cuarto prefiero estar solo. Supon gam os que m e toque un co m ­ pañero que no grite de noche. Su po n gam os que no se le dé por ocupar el baño a las m ism as horas en que lo necesito yo. Su p on gam os que no sea sucio n i desordenado. Supon gam os que la Pochi se pueda quedar a dorm ir de tod os m od o s (aun­ que lo hace cada ve z con m e n o s frecu en cia). S u p o n g a m o s que nun ca m e u se el cepillo, de dientes. Su pon gam os que ni siquiera sea con ta­ gioso. A u n así la idea de recibir otra vez visitas ajenas m e resulta intolerable. A m i pieza, ú lti­ m am en te, entra poca gente, pero todos vien en a ve rm e a m í. E l doctor se sienta al lado m ío y con la cabeza entre las m an os b u sca u n a so lu c ió n a n u estro problem a. M i casa y el h o sp ital están excluidos. En su co n su lto rio p rivad o dice no ten er lu g ar para m í. Por fin se le ocurre una idea en la que u n in terlocutor avisado, com o yo , puede descubrir la in flu en cia de la Pochi y su gran sentido prác­ tico. D ecid e pon er a m i d isp o sició n u na de las am b u lan cias del h o sp ita l para que m e lle v e a p asear p o r la ciu d ad m ie n tra s d e sin fe c ta n la pieza. —-Por favor, no lo vaya a tom ar com o u n a m uestra de desconfianza — dice, m ientras ajusta

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las correas que m e atañ a la cam illa— . Es una sim ­ ple precaución a la que nos obliga el reglam ento. Mientras m e ubican en el veh ículo, el doctor habla con el chofer. Las instrucciones son claras: debe llevarme a pasear durante todo el día y tra­ erme de vuelta al hospital a las ocho en punto de la noche. Le recom ienda evitar las calles del cen­ tro en razón de lo s gases tó xico s que d esp id en los vehículos y, por razones sim ilares, la zona del Riachuelo. Le aconseja en cam bio que m e lleve a Palermo y a la C o stan era, donde el aire es m ás puro. Me gusta el chofer. Es u n h o m bre sen cillo , peludo y amable que m e trata con respeto. C h ar­ lando, entramos en confianza y m e pone al tanto de algunas de las cosas que pasan en el h ospital. Parece m u y b ien in fo rm a d o . E s ló g ico : él se entera de lo que se cocina entre bam balinas. Los enferm os n os te n e m o s que c o n fo rm a r con el espectáculo. Presto m ucha atención para pasarle datos al Presidente de la C o m isión de Piso. De la enferm era jefe no habla mucho: se ve que es un hombre discreto y le tiene aprecio o, tal vez, un poco de m iedo. Contra el doctor G oldfarb se despacha. Si le tengo que creer, el doctor es un picaflor y u n veleta: no deja títere con cabeza. Hasta tiene p en d ien te un sum ario por haberse metido con una paciente m enor de edad. — Por lo m en os la piba ésa estaba b u e n a — aprueba el ch o fer— . Pero al doctor le da lo m is ­

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m o cu a lq u ie r cosa, es capaz de p iro b arse u n a pu erta. C on decirle que se le tiró a la en ferm era je fe . E sta ú ltim a h azañ a m e p arece en v e rd a d in co n cebib le y m e sien to m u y aliviad o (por el doctor) al saber que no logró con su m ar sus p ro ­ p ó sito s. A la Pochi no le v a a gu star enterarse de estas historias. Contárselas ¿es m i deber? N o sé, no sé, la Pochi m e aseguró que está m u y cerca de o b ten er para m í la d esead a e n tre v ista con el director. Si rom pe con el doctor, tem o que pierda parte de su in flu en cia. D e lo s tem as generales p asam os con el ch o ­ fer a lo s tem as p erson ales. M e cuenta, así, algu ­ n os d etalles in teresan tes sobre su trabajo y su v id a p rivad a. C on el su eldo que le pagan no le alcanza para nada, entre otras cosas porque está p ag an d o las c u o ta s de u n d e p a rta m en to que com pró para casarse. — Ese departam entito de m orondanga m e es­ tá saliendo m ás guita que u na francesa loca — se confía— . Por eso tengo que aprovechar la am b u ­ lancia para hacer algunas changuitas. H o y le toca un reparto de prepizzas. Param os ju n to al cordón y el chofer se quita la bata blanca. Sus b razos p eludos saliendo de las m an gas de la cam isa a cu ad ros so n tran q u iliz ad o res. C o n la bata, en cam bio, parecía u n carnicero. — Si m e da su p alab ra de n o e scap arse, le d esato las co rreas y m e da u n a m an ito , así se

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siente ú til. Y o sé lo que es estar en ferm o: lo p eo r es sen tir que u n o no sirve para nada. En la panificadora levantam os las cajas de prep izzas. M e sie n to satisfech o al v e r que están correcta y h erm éticam en te en vasad as. P or u n m om en to tem í que un reparto de prep izzas no fuera u n a tarea lo bastante higiénica para reali­ zar en am bulan cia. El rep arto está m u y bien organizado. C u a n ­ do los alm acen eros escuchan la sirena de la a m ­ bulancia salein a la calle a recibir la m ercadería. Eso le ah o rra m u ch o tiem p o , sin con tar lo s s e ­ m áfo ro s q u e p asa en ro jo con la siren a a tod o lo que da. A l fin al del día m e siento absolutam ente ago ­ tado y a d u ras p en as logro alcanzarle al ch o fer las ú ltim as cajas. M e pregunto si tanto ejercicio me hará bien . — A u sted esto le vien e un kilo —-dice el ch o ­ fer, com o si hu biera escuchado m i pregunta— . Con la su d ació n , la en ferm edad se lé va saliendo por los p o ro s. Cuando m e trae de vuelta al hospital es ya m u y tarde. M e ayud a a subir las escaleras llevándom e a babuchas y m e deja en el p asillo que da a m i pieza. Q u ed am o s en v o lv e r a vern os pronto. Es un buen m uchacho. U n aliado m otorizado den­ tro del h o spital puede llegar a ser m u y útil. Entro a m i p ie z a co n cierta ap ren sió n , d is ­ puesto a d esh acer com p letam en te m i cam a para

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controlar la ausencia de an im alitos de cualquier esp ecie paseán d ose sobre las sábanas. A p e n a s abro la puerta, una vaharada de fo rm o ! m e hace retroceder y ya no tengo que revisar nada: n in ­ gún ser vivien te podría haber sobrevivido en esa atm ósfera, apta sólo para con servar cadáveres. D esp u és de elim in ar el n ido de las palom as, el personal de desinfección ha im pregnado los col­ chones con form ol. El aire tiene un espesor y una rigidez m etálicas: se asienta en los pulm ones con la delicadeza de u n bloque de plom o. E sto y parado en la p u erta de la h ab itación , dudando, cuando una de las nocheras m e ve y se acerca para ayudarm e. Está de m u y m al hum or. A pu n tán d o m e con la lin terna m e hace retroce­ der hasta forzarm e a entrar en la pieza y se pone delante del van o de la p u erta para cortarm e la retirada. — ¿A d o n d e e stu v o tod o el día? — m e p re ­ gunta de m al m odo— . ¿Por qué volvió tan tarde? El doctor Tracer pasó a las siete y no lo en con ­ tró. M e levan tó en peso. ¡El doctor Tracer! Escuchar su nom bre en boca de u n a en ferm era m e resulta tan sorprendente com o oír a un dem onio pronunciando el nom bre de D io s en el in fiern o. La noticia m e sacude: el doctor Tracer ha pasado h o y por el hospital; quién sabe cuándo le tocará su próxim a visita. — U ste d tiene que ten er u n poco de re sp e ­ to p o r la gen te que trabaja — sigu e la e n fe rm e ­

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ra, recordándom e, de p aso , m i co n d ició n de v a ­ go— . Si no se m ete en seguida en su cam a, m e va a com prom eter a m í. Los vapores de fo rm o ! están hacien do de las suyas con m i pobre cabeza. Pero no ten go o p ­ ción. Sé que el chofer está de guardia y que m e permitiría dorm ir en la am bulan cia. Sé tam b ién que por las n oches su ele alq u ilarla p o r h o ras a jóvenes parejas. S e r u n tercero en esto s caso s puede resultar in cóm odo. M areado, llego h asta m i cam a y caigo d e s ­ plomado sobre el colchón com o u n títere al que le cortan los hilos de u n sablazo. P ensando en la carta que v o y a escrib irle al d o cto r T racer (m e importa justificar m i ausencia) para que la Pochi se la lleve, m e quedo d o rm id o o, tal v e z , sem idesmayado.

Por fin m e con sigu ió la Pochi la fam osa reco­ m en d ación para v er al director. Ese m ism o día m e hice m an d ar al fo tó g ra fo de la m atern id ad para que m e sacara la foto que va en la tarjetita rosa. La entrada del fo tógrafo coincidió con una de las raras (y cada v e z m ás raras) v isita s de la P och i. A l p rin c ip io se q u ed ó m irán d o n o s u n p o co aso m b rad o : era evid e n te que no c o in c i­ d íam os con sus clientes hab ituales. Pero en se­ guida se rehízo y asu m ió su rutina profesional. — E s u na lástim a que no m e hayan llam ado antes, señora — le dijo a la Pochi, observando m i cabeza. D esd e que m e la afeitaron para la operación el pelo ha crecido bastante y parezco una esp e­ cie de pu ercoespín. — U n a verdadera lástim a, señora, haber d e­ jado pasar tanto tiem po: ¡peladitos son tan am o­ rosos!

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A los dos días m e entregó las copias, que salie­ ron bastante bien. Ya las adjunté con un clip al form ulario. S in em bargo, la en trevista con el d irector todavía está lejos. Todo lo que consiguió la Pochi es u n a carta de reco m en d ació n para el titular, que por el m om en to sigue ausente. — Es m ucho m ejo r así — m e dijo, para con­ so larm e— . El d irector suplente no es una p er­ sona accesible y quién sabe si hubiera autorizado tu egreso. E s curioso, pero ya no tengo tanta urgencia p or con segu ir el pase de salida. Esta pieza, que al p rin cipio m e parecía tan in cóm oda, ya es m i casa. En el h o sp ital tengo am igos y conocidos. A fu e ra , ¿q u ién se acuerda de m í? Ya ni siquiera m i tía vien e a visitarm e y m e m anda con la Pochi las cartas de m i herm ano. D esde que está en Bra­ sil v ien en tan cen surad as que apenas quedan el saludo inicial y el abrazo de despedida. Las farras que se estará m an d an d o esté desgraciado. . A h o ra q u e y a ten go la carta de recom en da­ ción no tu ve in con venien te en contarle a la Pochi las cosas q u e sé sobre el doctor G oldfarb. Entre otras, que es u n h o m b re casado. A ella no pare­ ció p reo cu p arle m u cho. -— R o m p í co n ese señ or — m e dijo — . Es una m ente b rilla n te , p ero le falta capacidad de amar. M i d iag n ó stico parece tan lejano com o el p ri­ m er día. U n d ía m e sacan sangre del brazo iz ­

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quierdo y el otro del brazo derecho. Y a los tengo tan llen os de pinchazos que parezco u n drogadicto de las películas. M e han hecho innum erables análisis de m ate­ rias fecales, de espu to, de sem en , de orin a, de tran spiración , de la cera que se acum ula en m is oídos, de la secreción m ucosa de m i nariz, de las lá g rim a s, de la m ateria le v e m e n te grasa que exuda m i cuero cabelludo. M e sacaron radiografías de pu lm ón , de intes­ tino, de estóm ago, de huesos, de hígado, de pán­ creas y de otros órganos d iversos; m e hicieron arte rio g ra m as, cateterism o s, cen tello gram as, electroen cefalogram as y electrocard iogram as, dos de ellos de esfuerzo. (Para el segundo tuve que rescatar la pelota con que los m édicos ju e ­ gan picados en el patio del hospital y que siem ­ pre v a a parar al fondo de un vecino.) Tam bién p asé p o r v a ria s en d o sco p ia s, u n a tom o grafía axial com putada, y otros exám enes cuyos n o m ­ bres ya no recuerdo. P ero ahora el d o cto r G o ld farb ha d ecidido em plear conm igo un m étodo n uevo y para eso han dejado de hacerm e pruebas, análisis y estu ­ d io s al azar o relacionados con m is m u y varia ­ d o s sín to m as. D esd e la sem an a pasada se está hacien do u n exam en exhaustivo de cada una de las partes de m i cuerpo, em pezando por los dos extrem o s, la cabeza y las extrem idades in ferio ­ res. A la altura del esternón, los resultados debe­

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rían coincidir en un diagnóstico definitivo. Ayer, por ejemplo, m e h icieron u n n u evo electro en ­ cefalograma y me tom aron m u estras de los h o n ­ gos que tengo entre los dedos de los pies. — ¿Doctor, cuándo vam o s a term in ar con los análisis? — Piense un poco — con testa él, com o si yo pudiera hacer otra cosa que p en sar y p en sar— . En el m undo se realizan con tin uam en te n u evo s descubrim ientos a nivel de diagn óstico clínico. Todos los días, en algún rem oto lu gar de la tie­ rra, un abnegado in vestigad or (que no siem pre cuenta con subsidios de su gobierno) descubre algún nuevo estu d io, u n m é to d o de an álisis nunca antes exp erim en tad o . E se m éto d o será ensayado en prim er lugar en anim ales de lab o ­ ratorio, com o cobayos y aves, lu ego en m o n o s y finalmente en seres hum anos. Los resu ltados se llevan a congresos internacionales, se publican en revistas científicas, se d ivu lgan poco a poco entre los especialistas correspondientes y llegan por fin a usted. Y quiere que yo le diga cuándo vam os a term inar con los análisis. V am os, h o m ­ bre, es casi un insulto. Es com o si m e preguntara cuándo vam os a term inar con la ciencia m édica, o cuándo vam o s a term inar con la c iv ilizació n occidental. Y el doctor Goldfarb m e guiña el ojo izqu ier­ do. Yo m e pregunto, el ojo derecho, ¿no lo podrá guiñar?

— Q ué ojeroso se lo v e — dice M adam e V eró ­ nica solícita— . U sted no está durm iendo bien de n oche, dígam e la verd ad . M ad am e V eró n ica es u n a p erso n a m u y im ­ p ortan te. Su p o d er sobre m í es tan grande que toda m uestra de respeto m e parece in su ficien te: es la d u eñ a de m i d ep artam en to . D e su b u en a vo lu n tad depen de m i fu tu ro . ‘ T ien e cin cu en ta y cinco años y el pelo teñido de negro con reflejo s azu lados. Si fu era valien te le diría que ese color no v a con su cutis de p e li­ rro ja b lan co lech e y co n u n v e llo ru b io m u y espeso que resalta al traslu z. Prefiero ser cortés: una palabra equivocada sería irreparable. M e g u s­ tan sus ojo s, m u y gran des y azu l-vio leta , igu alito s a lo s de E liz a b e th T aylo r. La h ija n o lo s heredó. —-Qué lindos ojos tiene usted, M adam e V eró­ nica — le digo.

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— No hace falta que se ponga zalam ero — dice la hija— . Usted, a m am á, ya se la tiene com prada. — A y — dice M adam e V erónica— . N o sabe lo que me pasa por adentro de verlo así. ¿C ó m o se siente? — Bastante bien — contesto yo , para que no crean que estoy tratando de que m e tengan lá s­ tima. Pero d esm ien to m is p alab ras co n u n a mueca de dolor porque esto y tratando, p re c isa ­ mente, de que m e tengan lástim a. De m i habilidad, de m i pod er de p ersu asió n , depende la posibilidad de con servar el d ep arta­ mento unos m eses m ás. E sto y d isp u esto a ad u ­ lar, a gritar, a sonreír, a com prender, a m entir. Madam e V erónica es u n a señ ora v iu d a que se dedica a la en señanza del fran cés. Por eso la llam an tod os M ad am e V e ró n ic a . Si p u d ie ra hablar solo con ella, m i tarea sería m ás sen cilla. Estando la hija presen te, y a no sé có m o e m p e ­ zar. Ellas no hablan de departam entos n i de con ­ tratos, sino de e n fe rm e d a d e s, o p e ra c io n e s y radiografías. En otra o p o rtu n id ad , el tem a m e resultaría fascin an te. G racias a m i estadía en el hospital he ad q u irid o u n v o c a b u la rio q u e le daría e n v id ia a m ás de u n v is ita d o r m é d ic o . Finalm ente, so y el p rim ero en referirse al v e n ­ cim iento del contrato. — Yo vin e solam ente para hacerle com pañía y no para hablar de n eg o c io s — dice M ad am e Verónica.

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— A d em ás, renovarle el contrato es im p o si­ ble — agrega la hija. — H ija, no hables así, ¿no ves que el señor está en ferm o ? — Y o contra u sted no tengo nada — m e dice la h ija — . Pero el d ep artam en to está b astan te deteriorado. Lo m en os que podría haber hecho en to d o s estos años era p asarle una m an ito de p in tu ra. Lo m en os. — Por favo r, no q u isiera que se fo rm e u n a m ala im presión de m i hija. U sted sabe cóm o son los jó v e n e s, piensan prim ero en ellos. —-Mi m am á es m u y b u en a, pero a veces no sabe defen d er sus intereses. M ire, le p ro p o n go una cosa: yo le v o y a plantear el caso im parcialm en te y u sted m ism o m e va a decir q uién tiene la razón . La hija de M adam e V erónica es dem oledoram e n te im p arcial. Tanto, que cu esta creer que pueda tener algún interés perso n al en el asunto. D escrib e el caso con térm inos ju ríd ico s, rig u ro ­ sos, desapasionados. En vez de decir «mi mamá» dice «el locador». M ien tras habla, la m adre la m ira con orgullo ap lau d ien d o con d iscreció n c ie rto s p á rra fo s. O tros lo s repite a coro con ella, m o v ie n d o lo s lab io s sin em itir son ido. La chica habla de c o ­ rrid o , m u y rápido, sin dar lu gar a in te rru p c io ­ nes. Por las in flexio n es estu d iad as de su v o z y los ad em an es con que acom paña algunas pala­

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S o y p a c ie n te

bras, tengo la sospecha de que está recitan do de priemoria. En los pasajes m ás notables p o r la retórica de ]a frase o por la contundencia de los arg u m en ­ tos, M adam e V e ró n ic a 'm e ro za le v e m e n te el codo para que no m e d istraiga y lo s aprecie en todo su valor. — Ya está en quinto año de derecho — m e dice bajito en el oído. La hija term ina su exposición con una opción tajante. O firm o el contrato de d esalo jo y q u e ­ d a m o s am igos, o m e inicia u n ju icio que no ten ­ go n i n g u n a po sib ilid ad de ganar. Si m e decido por el juicio y lo pierdo, tendré que pagar las cos­ tas m ás daños y perju icios. En e l discurso hay un breve párrafo final sepa­ r a d o por una larga pausa que debe haber sido una n o t a al pie en el m anuscrito original. E se párrafo s e r e f i e r e a las condiciones de abandono en que s e e n c u e n t r a la propiedad, in clu yen d o la rotura del depósito del baño. G racias a ese detalle m e e n t e r o d e que entraron a l departam en to con un a b o g a d o . L a Pochi les a b r i ó la puerta. __Qué buena chica es su prim a. U n encanto: s