SCULLY, V. La Tierra, el Templo y los Dioses - copia.pdf

El paisaje y los santuarios Vincent Scully Título original: The Earth, the Temple and the Gods. Greek Sacred Architectur

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El paisaje y los santuarios Vincent Scully Título original: The Earth, the Temple and the Gods. Greek Sacred Architecture, cap. I, Vincent Scully, Yale University Press, New Haven y Londres, 1962. Este sitio, al parecer, es sagrado. (Sófocles, Edipo en Colona.) Las montañas y los valles de la antigua Grecia estaban matizados por formas blancas y vigorosas, acentuadas con brillantes colores, que se destacaban en geométrico contraste contra las formas naturales. Eran los templos de los dioses. A diferencia del panteón romano (una 'Cúpula Celestial') o de la catedral medieval (una 'Ciudad Celestial'), los templos griegos no estaban destinados a cobijar al hombre en su interior. Albergaban la imagen de un dios inmortal y, por lo tanto, separado de los hombres. Constituían por sí mismos, dentro del paisaje, una imagen de las cualidades de ese dios. En razón de que no proporcionaban un espacio interior confortable, algunos críticos modernos los han catalogado como noarquitectónicos. Al mismo tiempo, a causa de que sus formas eran simples, abstractas, repetitivas y aparentemente canónicas, otros críticos los han considerado como creando un orden puramente hermético, excesivamente limitado en sus variantes expresivas. Sin embargo, la limitación no está en los templos, sino en los alcances de nuestro juicio crítico. A principios de la Edad Moderna, tal como había ocurrido en el último período de la Antigüedad, se gestó el deseo romántico —paradójicamente clasicista en su intención— de ver a los templos como formas puras y perfectas, divorciadas de la vida. Este concepto desempeñó el doble papel de oscurecer muchas de las evidencias importantes que significaban los templos en cuanto al compromiso emocional e intelectual, como así también en cuanto a los específicos tipos de influencia que ejercieron. En efecto, no sólo cumplieron su misión, sino que sus ruinas siguen cumpliendo, tal vez, una función como ningún otro tipo de edificios lo haya hecho nunca. No solamente lograron una total ambientación exterior —una de las funciones primordiales de la arquitectura— más amplia, libre y completa que las obtenidas por otras expresiones arquitectónicas, sino que, en su carácter de elementos esculturales, confirieron al entorno una fuerza que a través de los cambios de enfoques y creencias pudo haberse tornado incomprensible para las civilizaciones posteriores. Pero los templos fueron capaces de corporizar estados de ánimo, y a veces de acción, por cuyo carácter y resultados deben ser juzgados. Por lo tanto, para poder conocerlos es necesario saber qué es lo que pretendían ser y lograr. Toda la arquitectura sagrada en Grecia expone y ensalza el carácter de un dios, o de un grupo de dioses, en un lugar específico. Ese lugar es, en sí mismo, sagrado, y aún antes de que se erigiera el templo el sitio ya encerraba a la deidad bajo la forma de una fuerza natural reconocida. Con la aparición del templo, que cobija la imagen del dios en su interior y se revela en sí mismo como una síntesis escultural de su presencia y su carácter, se duplica el simbolismo del lugar: la deidad tal como existe en la naturaleza, el dios tal como lo imaginan los hombres. Por lo tanto, los elementos formales de cualquier santuario griego son, en primer término, el paisaje sagrado específico y, en segundo lugar, las construcciones que se erigen allí. El paisaje y el templo, en conjunto, formaban el todo arquitectónico; los griegos lo habían determinado de este modo y por lo tanto deben ser analizados a partir de esta relación. Edith Hamilton, siguiendo a Choisy, expuso el problema con claras imágenes descriptivas, cuando escribió: "...para el arquitecto griego el emplazamiento de su templo era de fundamental importancia. Lo planeaba viéndolo recortarse claramente contra el mar o el cielo, determinando su tamaño de acuerdo con su implantación: en una planicie, en la cima de una colina o en la vasta meseta de una acrópolis. No lo pensaba en sí y por sí mismo como si fuera un edificio aislado; lo concebía en relación con las colinas, con el mar y con la bóveda del cielo...Es así como el templo griego, gestado como parte de una totalidad, se elementarizaba hasta llegar a convertirse en el más simple de todos los edificios del mundo"...

Este punto de vista, aunque pueda parecer obvio para la mayoría de quienes hayan visitado los escenarios griegos, no ha estado exento de críticas. Una objeción varias veces planteada es que los griegos de los períodos arcaico y clásico no se preocuparon demasiado por sus paisajes, ya que no existían grabados, pinturas ni descripciones de éstos dentro de su literatura. Esta aseveración, en lo que se refiere a la literatura, no es estrictamente verídica, especialmente si consideramos que en los Himnos de Homero y en muchas otras obras se describen algunos lugares como apropiados para un santuario o como expresivos de una deidad. Las acotaciones que salpican dichos textos atestiguan esos hechos; existe —más allá de las citas— un hondo sentido de la acción y del efecto del paisaje. Por otra parte, la ausencia prácticamente total de representaciones paisajísticas en la pintura de vasijas y jarrones, así como en los relieves, puede tomarse como demostración de que los griegos arcaicos y clásicos experimentaban al entorno tal cual era, en forma natural. Uno podría decir, sin duda, que todo el arte griego, con su habitual enfoque escultural respecto de la vida activa y de la geometría, sólo puede ser adecuadamente comprendido y evaluado si se tiene en cuenta que los griegos guardaban en su mente la experiencia de su tierra. De este modo, las formas que construyeron pueden ser vistas dentro de una lógica no comprometida y en su verdadera dimensión: como sólidas imágenes de acción y voluntad —es decir, como aquello que el hombre es y puede hacer— independientes del entorno natural, pero que requieren ser comprendidas en equilibrio con éste. Por lo tanto, el entorno debe ser considerado como el complemento de toda la vida y el arte griegos y como el componente especial del arte de sus templos, en los cuales las líneas de la concepción humana podían plasmarse a la escala del paisaje. Esta suposición sólo puede sostenerse dentro del conjunto histórico de las culturas antigua y moderna porque sólo en el siglo IV a. C. —cuando las antiguas y más intensas creencias en los dioses decrecían— la poesía romántica y pintoresca, nostálgicamente descriptiva de las delicias del paisaje (como la de los idilios de Teócrito), hace su aparición, aparición que luego será ampliada con algunas tentativas de representación pictórica del paisaje. Y nuevamente, cuando los dioses empiezan a desaparecer de la tierra por completo y cuando muchos seres humanos empiezan a vivir totalmente divorciados de la naturaleza — a principios de la era moderna—, la pintura paisajística, la arquitectura pintoresca y las descripciones del entorno natural (como aquéllas de los románticos redescubridores de Grecia) se convierten en los temas obsesivos del arte. A causa de este cambio, el sentimiento griego de la tierra y de sus usos rituales se transformó para nosotros en algo oscuro, por lo cual toda relación intencional planteada por los griegos entre los templos y el paisaje ha sido ignorada por la mayoría de los críticos modernos o negada por otros. Un historiador de gran capacidad, por ejemplo, se evadió del problema templo-entorno, escribiendo: 'En cuanto a las consideraciones topográficas en el diseño griego, es tan dificultoso arribar a conclusión alguna que debemos prácticamente evadir la cuestión. El suelo helénico abunda en lugares aptos para la implantación de edificios: muchos fueron utilizados, otros fueron ignorados, aun cuando a veces los sitios elegidos no fueron los mejores. Más aún, debido a la rígida tradición formal de estos edificios, no encontramos variaciones en sus diseños que puedan referirse a su implantación natural'. La falacia implícita en esta afirmación ha sido sostenida por muchas de las personas sensibles e informadas que se han dedicado al estudio de la arquitectura griega durante los dos siglos pasados. Ellos también observaron el paisaje e incluso la arquitectura con criterio pintoresquista, como si fueran simplemente cuadros más o menos 'efectivos', desprovistos de formas específicas y de significado. Pero a pesar de ciertas tendencias parciales que pudieran detectarse en este sentido en la pintura y en la arquitectura de los siglos posteriores a la época clásica, no fue ésa la manera en que los griegos básicamente las concibieron. El hecho es que los griegos de la antigüedad en parte heredaron y en parte desarrollaron una capacidad para apreciar ciertas combinaciones sorpresivas del paisaje como expresiones sagradas de particular significación. Esto se produjo gracias a una tradición religiosa en la cual la tierra no era considerada como un cuadro, sino como una verdadera fuerza que contenía físicamente los poderes que regían el universo. Y aunque pudiera objetarse que algunos de los sitios que describiré como sagrados eran comunes en Grecia, aún así, los templos eran muchos también, y su permanencia, en relación con las formas sagradas en cuestión, nunca es casual. Muchos pasos ya han sido dados por otros eruditos para dilucidar este

problema. Lehmann y Hartleben, en un artículo decisivo publicado en 1931, identificaron ciertas combinaciones de elementos tales como montañas, cuevas, vertientes de agua, etc. como características de los lugares sagrados en Grecia. Paula Philippson, en un breve y hermoso ensayo publicado en 1939, que nada tiene que ver con la arquitectura, trató de describir su erudita impresión acerca de un limitado número de paisajes que corporizaban aspectos particulares de la diosa de la tierra y de la relación de los hombres con ella. Debemos ir aún más lejos para descubrir que no sólo ciertos escenarios eran indudablemente considerados por los griegos como sagrados y representativos de determinadas deidades, o como corporización de su presencia, sino también que los templos y demás construcciones que componían los santuarios estaban tan logrados en sí mismos y tan bien ubicados en relación con el paisaje y entre ellos mismos, como para realizar, perfeccionar, complementar y aun a veces contradecir el simbolismo básico atribuido a la tierra. De aquí se desprende que los templos y otros edificios eran sólo una parte de lo que podía llamarse 'la arquitectura' de un lugar determinado, y que el templo mismo se desarrollaba dentro de una forma estricta que era, sin embargo, la más apta para obtener este tipo de relación. Pero para poder lograr su plenitud, el templo debía constituir una corporización y no meramente una construcción, o una perfecta forma abstracta, o un elemento puramente pictórico. Este es el motivo por el cual las variaciones específicas de forma, propias de cada templo, derivan a la vez de su adaptación a un emplazamiento particular y de su intención de personificar el carácter de la deidad que al mismo tiempo está representando. Por lo tanto, cada santuario griego difiere necesariamente de todos los demás no sólo porque está implantado en un lugar diferente, sino también porque los templos que lo componen difieren en ciertos aspectos formales o en sus relaciones entre sí o con el paisaje. Esto debió ser indudablemente así porque el templo de Apolo en Delos, por ejemplo, no era exactamente igual al de Apolo en Delfos, ni el de Hera en Paestum igual al de Hera en Olympia. Por otra parte, no hay duda de que se evidencia también un arraigado esquema general, tanto en la elección del entorno como en las formas constructivas de los templos. Una constante repetición, que es a la vez eco de antiguas tradiciones y sintaxis de un arte nuevo, anima la totalidad de las obras expresando los enunciados específicos que les dieron vida y que, en la época clásica, produjeron un diálogo sin par entre la unicidad y la diferenciación, el hombre y la naturaleza, el hombre y los hechos de la vida, el hombre y los dioses. Así es como el santuario de Apolo en Delos comparte sus características (en su entorno, sus templos y su organización) con las del santuario de Apolo en Delfos. Otro tanto sucede con el templo de Hera en Paestum respecto del templo de Olympia, mientras que el de Zeus de Olympia difiere, a pesar de estar relacionado con él, del de Dodona. Mi insistencia acerca de la existencia de una concepción intencionada en cuanto a cómo debía ser la organización de un santuario en su totalidad trae a colación un punto que ha sido objeto de considerable discusión. Se refiere al problema de la relación entre los edificios de los santuarios griegos de las épocas arcaica y clásica, en cuanto a si se los puede considerar o no como resultado de una planificación consciente. Al respecto se han planteado posiciones diametralmente opuestas. Von Gerkan, que comienza sus consideraciones sobre el urbanismo griego con el desarrollo del reticulado de Hipodamus, en el siglo V, ve los antiguos santuarios como conglomerados de edificios ligados sin planificación previa, y su punto de vista es compartido, en mayor o menor grado, por otras autoridades. La negativa de Von Gerkan a considerar que existía planificación en los santuarios clásicos y arcaicos puede derivar, en parte, de una idea restringida acerca de lo que es la planificación arquitectónica: los elementos compactos regularmente dispuestos en el espacio estarían planificados, mientras que aquellos otros, dispuestos irregularmente se considerarían como hijos de una situación casual, no planificada. Este criterio, ciertamente desconocido para los griegos, quienes no concebían los vacíos y los llenos en términos tan fácilmente transferibles, como veremos más adelante, puede ser llevado hasta el absurdo, como lo hace un escritor contemporáneo hablando de Olympia: 'Las construcciones estaban ubicadas sin cuidar sutilezas en sus relaciones, en medio de una desaforada multiplicidad de estatuas de todos los períodos. Sin embargo, existen dos circunstancias que debieron haber contribuido a un mejor ordenamiento del conjunto: el hecho de pertenecer más probablemente al siglo V que al VI y el hecho de que el sitio sea llano.'

Estos pálidos juicios, basados en conceptos a priori de 'orden', pueden destruir nuestra percepción sobre la profundidad de las intenciones griegas, como cuando el mismo autor dice de Delfos: 'La disposición se complicó por el excesivo declive del terreno'. Es totalmente claro que el excesivo declive, lejos de 'complicar' la 'disposición' para los griegos, no hizo sino guiarlos, darles la oportunidad, ayudarlos a gestar la obra. Doxiadis, ya en el otro extremo, ha descubierto un sistema de planificación de los santuarios griegos al que considera consecuentemente en uso desde el siglo -VII, y que, aun habiendo sido modificado, no ha sido totalmente reemplazado por las tendencias hacia la simetría axial desarrolladas desde el siglo -V en adelante. Su teoría se basa sobre las vistas de los edificios que se obtienen desde los propíleos de un santuario, a las que considera basadas en la concepción griega de un universo circular y en la capacidad de la visión humana de abarcar, como realmente sucede, un arco de 180°. Las construcciones compactas están entonces ubicadas dentro del arco de máxima visibilidad individual y emplazadas a intervalos rítmicamente relacionados, basados en la división jónica del círculo, en diez partes, y de la dórica, en doce partes. Según Doxiadis, el sistema experimentó ciertos refinamientos y desarrollos posteriores, pero sus líneas esenciales se mantienen tal como las he descrito, aunque algo crudamente, en estas líneas. La teoría de Doxiadis es altamente recomendable: primero, en cuanto a su insistencia sobre el amplio arco visual, con lo cual refuta las críticas de los santuarios griegos basadas en la limitada y rectangular vedutta de la perspectiva renacentista, con la cual la concepción griega ha tenido muy poco —o nada— que ver, realmente, hasta el siglo IV; segundo, en cuanto asegura que la visual del observador se siente, normalmente, guiada fuera del santuario hacia el paisaje que lo rodea. Como él mismo lo dice: 'Es así como siente toda persona al penetrar en un recinto; pues es guiado inevitablemente hacia la meta del conjunto y hacia la clara percepción de sus formas puras; el conjunto en su totalidad se levanta frente a él, pero brindándole una amplia libertad para elegir el camino en que habrá de percibirlo, un camino que no está influido por la pesadez de ninguna masa, sino en total comunión con la Naturaleza.' Por otro lado, las pretendidas visuales de Doxiadis hacia el interior del santuario están en algunos casos bloqueadas por monumentos subsidiarios (tales como bases de estatuas en Olympia) o, lo que es más serio, por accidentes del terreno (como en el caso de la Acrópolis de Atenas). Además, muchas experiencias importantes se obtienen caminando a través de los santuarios y penetrando en áreas donde el sistema de Doxiadis no puede aplicarse con precisión, o donde él mismo no lo hace en forma adecuada. Tampoco Doxiadis considera las diferencias de significado que encierran las diversas disposiciones que se observan en cada lugar. Stillwell resumió fríamente, en 1954, la mayoría de las opiniones al respecto vertidas con anterioridad, promoviendo al mismo tiempo sus propias y sonadas versiones, y le dio a Doxiadis pocas oportunidades de agregar algo nuevo. No obstante, ya que las observaciones relativamente abstractas debidas a Martienssen, Needham y Smithson (quien ataca a Choisy), han contribuido en escasa medida a clarificar el problema, las teorías de Doxiadis parecerían ser hasta el momento las más desafiantes. Lo más rescatable de su planteo es, probablemente, la implicación de que este sistema de organización —si es que realmente existió alguno— tenía por objetivo fundamental precisamente el de no revelarse como sistema. Por tal motivo, las construcciones individuales tenían la posibilidad de relacionarse entre sí como agresivas masas compactas, mientras que las visuales podían moverse alrededor de ellas — como se pretendía realmente que sucediese— y contemplar aquellos elementos del paisaje ubicados fuera del propio santuario y que eran componentes esenciales del significado del sitio como un todo. Los edificios de los santuarios griegos deberían ser considerados, por lo tanto, como frases de un lenguaje en desarrollo. Cada una de ellos plantea una proposición, a la cual se incorporan otras, a medida que se agregan nuevas edificaciones, a veces a través de varias generaciones. El lugar es, normalmente, una constante; pero su significado también evoluciona a medida que se le incorporan nuevas construcciones. Cada santuario es un hecho completo en cada una de las etapas de su crecimiento, pero aquello que intenta transmitir acerca del lugar, el dios y la vida humana se hace cada vez más profundo y preciso a medida que las frases se van haciendo más claras, se van encontrando unas a otras hasta dar forma a la

gran oración. Por eso la palabra 'planeamiento', tal como comúnmente se la utiliza, resulte posiblemente un término demasiado estático para aplicarlo a este proceso. A través de las formas visuales se crea un lenguaje tan específico como el mismo idioma griego. Esto se ratifica por el hecho de que, aun perteneciendo a una familia común, cada templo es una presencia única, moldeada y ubicada de acuerdo con sus necesidades y significados. Una vez más, la convicción griega que confiere a cada cosa un carácter especial y propio es lo que posibilita la dramática elocuencia del todo. En consecuencia, tanto en lo que se refiere a la organización del paisaje como al resto de su cultura, debemos ampliar —nunca disminuir— nuestros conceptos acerca del sentido que la arquitectura griega fue capaz de expresar, cuidándonos de juzgarla a partir de normas menos significativas que aquéllas sobre las cuales está basada. En esta arquitectura, la acción de edificios y paisaje fue igualmente recíproca, tanto en su forma como en su significado, y éste es un hecho esencial: forma y significado eran una misma cosa. Por tal razón ningún estudio sobre los templos griegos puede ser puramente morfológico, ocupándose de las formas sin tocar su tema, ni tampoco puramente iconológico, tratando los temas sin tener en cuenta las formas, puesto que en el arte griego las dos cosas son una sola cosa. La forma es el significado y, sin duda alguna, el pensamiento griego clásico, con una percepción integral que fue perdiéndose en las culturas posteriores que separaron ambos conceptos, los identificó firmemente. Igualmente, el determinismo tecnológico del siglo XIX, que continúa engrosando algunas críticas, no puede considerarse el punto central del problema, ya que ciertamente no tenía esa importancia para los griegos. El problema es, en cambio, de orden escultórico: la contraposición entre el paisaje y la forma de los templos en la clara luz de cada día. Dado que las formas personificaban a los dioses, es lógico que lleguemos hasta ellas a través de los dioses. Si realmente consideramos a los templos como la específica personificación de la religión griega (para la cual los mismos griegos no poseían un término tan generalizador y comunitario), debemos entender claramente que lo hacemos a fin de ver y comprender la arquitectura griega, dado que éste es el verdadero objeto del presente trabajo, más que para realizar una revaluación de la religión griega. Es bastante evidente que muchas manifestaciones de los dioses griegos no podrán ser reveladas por este camino, y no podemos pretender hacer aquí revelaciones demasiado diferentes de aquéllas ya conocidas a través de otras fuentes. Podemos, eso sí, pretender que la arquitectura griega se interprete en relación con tales fuentes, como parte de una misma cultura, cosa que no parece haber sucedido en el pasado. Podemos esperar, incluso, algo más, porque hasta donde el 'ser' esencial de los dioses está comprometido, allí (donde según Otto 'todo es inexplicable'), los templos en su entorno, correctamente interpretados, pueden sernos más útiles que ninguna otra forma de arte griego para interpretarlos visual o literariamente. Porque aquí los dioses, forjadores de los hechos de la naturaleza y del hombre, aparecen en forma más completa de lo que podrían aparecer en cualquier otro lugar; aquí sus misteriosas esencias fueron determinadas, localizadas, a través de una única unión entre la naturaleza y la obra del hombre. Pero ahora se plantea la apremiante necesidad de salvar la grieta que nos separa de la comprensión de esos seres, a pesar de las insuperables dificultades que provocan el tiempo y la distancia. Herman Melville, un hombre moderno como nosotros mismos, pudo haber percibido la esencia del problema cuando escribió las cuatro líneas de su 'Arquitectura griega', poéticamente cuestionables pero conceptualmente exactas: 'Ni magnitud, ni profusión, sino forma, lugar; no voluntad innovadora sino reverencia por los arquetipos.' Tal vez sea menos paradójico de lo que parece el hecho de que Melville, que vio más profundamente que nadie en los profundos flujos del mar, haya sido asimismo capaz de apreciar tan sintéticamente los principios opuestos de claridad y permanencia en los paisajes sagrados y quietos sobre los cuales tomaba forma la arquitectura griega. Las profundidades que atrajeron a Melville eran el parámetro de su propia soledad, y la poderosa criatura objeto de sus búsquedas, que se volvió en su contra, sólo podía surgir para destrozar a una humanidad que no exigía más que el poder y la victoria sin alegría ni compasión. El odio de Ahab hacia las cosas había desencadenado sobre sí el rayo fulminante de Zeus; pero su último acto diabólico, al disfrutar de la muerte de la naturaleza a través de la acción de sus arpones, exigía una venganza que sólo podía ser ejercida por una divinidad aún más antigua: el blanco poder que emergía del

mar. Por estas razones, cuando Melville ascendió a la Acrópolis de Atenas un día de 1857, aparentando ser un típico y absurdo turista, pudo comprender en un instante la milagrosa reconciliación del hombre y la naturaleza que se levantaba ante sus ojos. Frente a él, asentada en una plataforma rocosa y contra la inmensa perspectiva del mar, se erguía una blanca presencia. A sus espaldas los conos y picos de las montañas se asentaban en su solemne permanencia, y a su alrededor el amplio horizonte se desplegaba en un arco singular. El mundo resultaba simple, articulado y conocido, con la armonía del templo como centro. El templó, organismo tan complejo en sus partes pero tan serenamente totalizador en su acción como lo es cualquier criatura terrena, era, al mismo tiempo, tan abstracto y geométrico como los barcos de Melville: en fin, una obra del hombre. Esto era 'forma', como lo comprendió Melville, no 'magnitud' ni 'profusión': era la singularidad de la vida misma; y mientras escrutaba el horizonte de la tierra y el mar con su ojo avezado de marino, reconoció el activo complemento de las formas: 'el sitio'. De alguna manera fue capaz de percibir la relación recíproca entre ambos; supo que esto era 'veneración' y adivinó que allí se celebraba algo profundo y esencial para la vida humana. La integración de 'forma' y 'sitio', la identificación del ser humano consigo mismo y la veneración por aquello que está fuera de él, la sensación de soledad, pero sintiendo al mismo tiempo que el mundo es un hogar, son problemas mucho más vigentes hoy en día de lo que lo fueron en la época de Melville. Estos son los temas que trata la arquitectura griega, porque equilibran los productos del hombre con los de la naturaleza, la naturaleza con la voluntad del hombre. Los templos griegos y sus santuarios expresan conceptos que abarcan, sin duda, la totalidad de los aconteceres de la vida, tal como los conoce el mundo occidental, puesto que fueron el resultado de un intento de captar la totalidad de lo real, no para lograr la trascendencia, sino para comprender la verdad aparente de las cosas. Constituyeron la materialización de una actitud religiosa en la cual lo divino, como dice Otto, 'no es una explicación justificatoria del curso natural del mundo ni una interrupción o supresión del mundo; lo divino es, en sí mismo, el curso natural del mundo'. Al materializarla, los templos griegos y sus santuarios dieron forma a conceptos más equilibrados y completos que ninguno de los que la civilización occidental haya podido enunciar posteriormente en ninguna de sus fases. Y esto pudo ocurrir porque, al no estar intelectualmente comprometidos, aún corporizaban las más viejas tradiciones y creencias heredadas de la edad de piedra. Allí están, como la cultura griega que los creó, ubicados en un punto central de la historia, expresando el preciso momento en que el más lejano pasado —arrastrando sus intuiciones, miedos, alegrías y creencias— cristalizó en una armonía desafiante fruto de un pensamiento nuevo, liberado; expresando el preciso momento en que el ser y los objetos fuera del ser se identificaron como realidades objetivas. En sus mejores expresiones, los griegos consiguieron equilibrar estos opuestos y lograron establecer la paz entre ellos; una paz como la de la Hesychia de Píndaro: alegría, amabilidad, sabiduría, justicia y calma. Ese momento jamás volverá a producirse; la sabiduría que lo caracterizó ha dejado un testimonio permanente en los templos que ubicó sobre la tierra. Los templos mismos vinieron después. Primero, como lo sabían los griegos, vino la tierra: 'Tierra bien fundada, madre de todas las cosas, anterior a todos los seres..., madre de los dioses, esposa del centelleante cielo...'. Por eso, nuestro compromiso es, ante todo, con la santidad de la tierra. //