Sapiens. De animales a Dioses. Breve Historia de la Humanidad

Sapiens. De animales a Dioses Yuval N. Harari 1 SAPIENS. De animales a Dioses. Breve Historia de la Humanidad. Yuval N

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SAPIENS. De animales a Dioses. Breve Historia de la Humanidad. Yuval Noah Harari Debate, 8ª edic. 11ª reimpr. 2018, Barcelona [Traducción: Joandomènec Ros y Aragonès]

Fco. Javier Benítez Rubio El relato que somos: la revolución cognitiva. “Para criar un humano hace falta una tribu” (p. 22). Fuimos siempre animales menesterosos y desvalidos, unos animalillos endebles e insulsos que en soledad no hubieran llegado ni a la panadería de la esquina. Pero el nacimiento subdesarrollado fue la mayor oportunidad para medrar que ningún ser vivo haya tenido nunca sobre la faz de la tierra. Como el barro, como el vidrio recién fundido, nuestra plasticidad y capacidad para retorcernos y moldearnos nos llevó hasta los lugares más alucinantes. Dentro de poco llegaremos a Marte. Siempre en grupo, siempre en cuadrillas, en bandas y tropeles. Siempre adaptándonos. “La capacidad de crear una realidad imaginada a partir de palabras permitió que un gran número de extraños cooperaran de manera efectiva” (p. 47). Para Harari, ésta es una de sus ideas centrales, los mitos fueron los que proporcionaron al hombre la capacidad para actuar en grupo y conseguir lo que en soledad serían incapaces de hacer. La cooperación entre seres humanos que nos hizo medrar en la existencia llegó de la mano de la ficción, de la creación de narraciones compartidas. No fue el raciocinio puro y objetivo lo que nos sacó del lodo, tampoco será lo que finalmente nos desintegré; es la imaginación y la capacidad para fabular. La narración es fundamental desde el comienzo de los tiempos. Vivimos a medio camino de la realidad material del mundo y del cosmos, y la realidad imaginada por nuestro cerebro y desarrollada por el lenguaje. Y, añado, como toda vida vivida en el descuadre de los caminos que se cruzan y entrechocan hay guerra y violencia.

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La revolución cognitiva sacó a la Humanidad del fondo de la pirámide ecológica. La capacidad para componer ficciones es lo que nos coloca arriba del todo. Desde entonces, toda actividad humana necesita de una base ficticia. “Las bandas merodeadoras de sapiens contadores de relatos fueron la fuerza más importante y más destructora que el reino animal haya creado jamás” (p. 79). Esta adaptabilidad casi infinita que nos llenó de éxitos también nos hace ejecutar las mayores barbaridades. Desde muy pronto quedó meridianamente claro que no hay monedas de dos caras en la evolución y que la violencia nos iba a acompañar por toda nuestra existencia. “El momento en el que el primer cazador-recolector pisó una playa australiana fue el momento en el que el Homo Sapiens ascendió el peldaño más alto en la cadena alimentaria en un continente concreto, y a partir de entonces se convirtió en la especie más mortífera en los anales del planeta Tierra” (pp. 81-82). Somos el mayor depredador que haya existido jamás sobre la tierra. No hay barbaridad impensable ni crimen que no pueda ser ejecutado cuando un grupo de sapiens se reúne. No hay obstáculo lo suficientemente grande que detenga a una cuadrilla de cazadores que han unido sus voluntades. Con un mismo pack genético y a pesar de las peores inclemencias climáticas imaginables, no sólo sobrevivimos a todos los hábitats extremos, sino que prosperamos y triunfamos imponiendo nuestra impronta sobre aquellos lugares que fuimos conquistando, o civilizando. Seguramente Rousseau y sus adláteres posmodernos más buenistas no terminen de encajar bien los argumentos de Harari, pero éste lo tiene claro: “El blitzkrieg humano a través de América atestigua el ingenio incomparable y la adaptabilidad sin parangón de Homo sapiens. Ningún otro animal se había desplazado nunca a una variedad tan enorme de hábitats radicalmente distintos con tanta rapidez, utilizando en todas partes casi los mismos genes” (p. 88). No hacíamos otra cosa que no fuera medrar, sobrevivir y prosperar arramplando con todo aquello que estaba dado. Lo que ocurre en la actualidad, esa afrenta contra la ecología, no es una novedad planetaria, precisamente. “Mucho antes de la revolución industrial, Homo sapiens ostentaba el récord entre todos los organismos por provocar la extinción del mayor número de especies de plantas y

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animales. Poseemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la biología” (pp. 91-92). Es una idea que se afianza poderosamente con cada magnífica parrafada que lanza Harari, y que no necesita de mucha más aclaración: no estamos programados para otra cosa que no sea triunfar, tener éxito, y seguir arriba del todo, cueste lo que cueste. Esta adaptabilidad nuestra, tan humana, es lo que tiene. Siempre habrá un nuevo relato, una nueva ficción o una nueva narrativa que nos hará seguir adelante.

El estómago que somos: la revolución agrícola. 1. “No hay ninguna prueba de que las personas se hicieran más inteligentes con el tiempo” (p. 97). Harari no está de acuerdo con el relato tradicional y hegemónico del progreso como el aumento de la inteligencia y la capacidad humana a lo largo del tiempo. Si fuera verdad el sapiens hubiera aprendido de sus errores; algo que, como veremos a continuación, no sucedió. “La revolución agrícola amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en explosiones demográficas y élites consentidas. El agricultor medio trabajaba más duro que el cazador-recolector medio, y a cambio obtenía una dieta peor. La revolución agrícola fue el mayor fraude de la historia. ¿Quién fue el responsable? Ni reyes, ni sacerdotes, ni mercaderes. Los culpables fueron un puñado de especies de plantas, entre las que se cuentan el trigo, el arroz y las patatas. Fueron estas plantas las que domesticaron a Homo sapiens, y no al revés” (p. 98). Está claro, el ser humano no domesticó el trigo, fue éste el que domesticó al Sapiens. Y de qué modo pudo convencerlo –cambiar de vida- si no le ofreció nunca una “dieta mejor”, ni le “confirió seguridad económica”, ni tampoco le ofreció “seguridad contra la violencia” del prójimo. El trigo no ofreció nada al Sapiens si vemos la cuestión desde una perspectiva individual y personal. El trigo posibilitó el éxito evolutivo del Sapiens. Harari entiende que el éxito evolutivo se mide por el número de copias de ADN que tiene la especie. Ni más ni menos. Fco. Javier Benítez Rubio

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“Cultivar trigo proporcionaba mucha más comida por unidad de territorio, y por ello permitió a Homo sapiens multiplicarse exponencialmente” (p. 101). La revolución agrícola hizo posible mantener vivos a un mayor número de individuos. El trigo garantizó la supervivencia del Sapiens. Pero no mejoró su forma de vida. Harari hace especial hincapié en distinguir el éxito evolutivo del éxito individual. Lo hace cuando explica la aparición del cultivo del trigo y cuando aparece la domesticación de los animales. Agricultores y pastores, los sucesores de los cazadores-recolectores, triunfaron evolutivamente pero comenzaron un particular descenso a los infiernos del éxito individual que dura hasta la actualidad. Cada persona de aquel pasado remoto, y de este presente hipertecnológico, calcula de modo individual. No piensa como especie. ¿Cómo explicar entonces el triunfo de los cálculos evolutivos que son contrarios a los cálculos personales? Harari expone con claridad cuál fue el error que provocó el fracaso del Sapiens: pensar que trabajar duro produciría, velis nolis, abundancia. Sin atender ni calibrar las consecuencias que semejante decisión traería a sus vidas. El cálculo básico que se hicieron aquellos Sapiens fue el siguiente: si trabajo más tendré una vida mejor, tendré más cosas. Cada uno pensando en lo suyo mientras se mataban a trabajar de sol a sol; y, mientras, con el excedente de producción y el aporte calórico regular, ocurría una explosión demográfica que lo fue complicando todo poco a poco, sin poder marcha atrás. Una clásica pendiente resbaladiza. Nadie supo, o pudo quizás, integrar de algún modo el éxito evolutivo con el personal. “Esta discrepancia entre éxito evolutivo y sufrimiento individual es quizás la lección más importante que podemos extraer de la revolución agrícola” (p. 116). Dicho de otro modo, el Sapiens fue a lo fácil. Se centró en el lujo y la comodidad, en acumular cosas (riquezas). Y sin embargo lo que le esperaba era el éxito evolutivo a costa de un creciente sufrimiento personal. “Una de las pocas leyes rigurosas de la historia es que los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones. Una vez que la gente se acostumbra a un nuevo lujo, lo da por sentado. Después empiezan a contar con él. Finalmente llegan a un punto en el que no pueden vivir sin él” (p. 106).

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Actualmente, tratamos de ahorrar tiempo, dinero y esfuerzos. Todo lo que diseñamos y construimos lo hacemos pensando en facilitarnos la vida, pensando que eso nos facilitará hacer las cosas para poder hacer más cosas. Pensamos que ganaremos tiempo y que podemos gastar el excedente de energías en otra cosa. La equivocación es mayúscula. Y es la misma que cometieron los Sapiens que ligaron su existencia al trigo. No hemos aprendido de los errores del pasado. Con todos esos ahorros estamos “acelerando el tráfago” de la vida hasta límites insanos y peligrosos. “El relato de la trampa del lujo supone una lección importante. La búsqueda de la humanidad de una vida más fácil liberó inmensas fuerzas de cambio que transformaron el mundo de maneras que nadie imaginaba ni deseaba. Nadie planeó la revolución agrícola ni buscó la dependencia humana del cultivo de cereales. Una serie de decisiones triviales, dirigidas principalmente a llenar unos pocos estómagos y a obtener un poco de seguridad, tuvieron el efecto acumulativo de obligar a los antiguos cazadores-recolectores a pasar sus días acarreando barreños de agua bajo un sol de justicia” (p. 107). Para Harari la gran víctima de la revolución agrícola fueron los animales. La perspectiva evolutiva, una vez más, se atiene únicamente a los criterios de supervivencia y reproducción. No son criterios válidos ni el sufrimiento, ni la felicidad, ni tampoco la consecución de nuestros deseos (en el caso de los humanos) ni –especialmente en el caso de los animales- funcionar según la programación instintiva natural. El pastoreo y la domesticación se basaron en el quebranto de los instintos naturales de los animales, contener su agresividad, manipular su sexualidad, reducir la libertad de movimientos y favorecer la cría de los más sumisos y mansos. El éxito evolutivo de los distintos animales domesticados (gallinas, ovejas, cerdos, cabras, caballos y vacas) buscado con ahínco para el éxito personal del Sapiens supuso –no podía ser de otro modo- una “catástrofe terrible” para estos. 2. “La agricultura permitió que las poblaciones aumentaran de manera tan radical y rápida que ninguna sociedad agrícola compleja podía jamás volver a sus sustentarse si retornaba a la caza y a la recolección” (p. 117). La revolución agrícola es el punto de no retorno de la Humanidad, ya no hay posibilidad de dar marcha atrás. Con la agricultura, las relaciones con el territorio se

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modifican por completo. Del apego a todo el territorio-mundo del cazador-recolector a un apego extraordinariamente fuerte por el hogar particular. Los agricultores actuaron febrilmente sobre las “tierras salvajes” que circundaban sus cultivos. El “hábitat artificial” que resultó de aquella frenética actividad ya solo valía para “los humanos y plantas y animales”. Y nace la figura del vecino, del intruso, del antagonista, de la frontera, de la plaga y las malas hierbas. La revolución agrícola nos trajo a los Sapiens otro cambio sustancial; esta vez en las relaciones con el tiempo. “Los cazadores-recolectores no solían invertir mucho tiempo pensando en la próxima semana o el mes siguiente. En cambio, los agricultores recorrían en su imaginación años y décadas hacia el futuro” (p. 119). El futuro no debió ser lo más importante para los cazadores-recolectores. Esto no quiere decir que vivieran sin planificación alguna. Los agricultores, por el contrario, siempre tienen en la cabeza el futuro. En primer lugar por el “ciclo estacional de producción”. Y, además, por la “incertidumbre fundamental de la agricultura”: las sequías, las inundaciones, las plagas de insectos, las hambrunas y las enfermedades. Los cazadores-recolectores oteaban el cielo y veían las estrellas; los agricultores trataban de prever cómo vendría el viento y cuánta lluvia caería. Porque tanto el exceso como la carestía le suponía un terrible problema. Y no podían hacer nada al respecto. El campesino que trabajaba para acumular reservas y se preocupaba obstinadamente por el futuro necesitaba algo que nadie podía poder darle: seguridad, estabilidad, equilibrio y orden. Si no lo encontraba fuera –en el orden natural- había que conseguirlo dentro, en su imaginación. Con la agricultura también se modifican radicalmente las relaciones sociales entre los individuos. La diligencia de los campesinos que trabajaban de sol a sol, movidos por tremendas preocupaciones sin solución alguna, provocó que surgieran por doquier élites gobernantes que empezaron a vivir a costa de los excedentes. Para Harari son los excedentes de alimentos y no su carestía lo que provocó –y provoca- las guerras y las revoluciones en la Historia de la Humanidad. “En el año 221 a.C. la dinastía Qin unió China, y poco después Roma unió la cuenca del Mediterráneo. Los impuestos recaudados a 40 millones de súbditos qin pagaban un ejército Fco. Javier Benítez Rubio

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permanente de cientos de miles de soldados y una compleja burocracia que empleaba a más de 100.000 funcionarios. En su cénit, el Imperio romano recaudaba impuestos de hasta 100 millones de súbditos. Estos ingresos financiaban un ejército permanente de 250.000-500.000 soldados, una red de carreteras que todavía se usaba 1.500 años después y teatros y anfiteatros que desde entonces y hasta hoy han albergado espectáculos”(p.123). La revolución agrícola trajo consigo ciudades atestadas de gente y relatos de grandes dioses. Los mitos compartidos por los cazadores-recolectores eran lo suficientemente fuertes como para compartir rutas, útiles, alimentos y conocimientos naturales pero lo suficientemente flexibles como para que la violencia no terminara extinguiéndolos. El objetivo de aquella mitología era la supervivencia. Ahora había que pergeñar un nuevo orden imaginario que procurara sosiego al alma del campesino y le hiciera trabajar para la élite. La cooperación voluntaria e igualitaria estuvo sustentada por mitos compartidos. La cooperación involuntaria y no igualitaria –esto es, la explotación y la opresión- está igualmente mantenida por mitos compartidos. Mitos compartidos más fuertes y compactos, más desarrollados e inflexibles, más minuciosos y complejos. Harari no ve diferencia alguna –como orden imaginario o mito compartido- entre el Código de Hammurabi de Babilonia, la Declaración de la Independencia de Estados Unidos o la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Estos mitos compartidos requieren algo añadido. En el caso del Código de Hammurabi es el principio de jerarquía. En el caso de la Declaración de Independencia es el principio de igualdad. Y en el caso de la DUDH los derechos humanos naturales. Todos estos principios son mitos inventados por la imaginación humana. Son órdenes diseñados para que sea posible el funcionamiento de la realidad práctica. “Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes imaginados no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva” (p. 129). Para la evolución –recordemos lo dicho sobre el éxito evolutivo- ni la jerarquía ni la igualdad son sustanciales. Tampoco el bien y el mal o que se respeten o no los derechos humanos ni la libertad. Lo sustancial son las diferencias, el código genético,

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las influencias ambientales, las mutaciones. Esto es lo que importa a la supervivencia de la especie. El orden natural –la gravedad o la meiosis, por ejemplo- funciona siempre con independencia de que la gente crea o no en ella. Y, usando una expresión coloquial, no necesita mantenimiento. Los órdenes imaginados, por el contrario, deben de ser mantenidos y reparados con regularidad. Gastamos ingentes energías y recursos materiales para mantener los órdenes imaginados. Harari describe dos modos por los que se perpetúan los órdenes imaginarios. El primero es la obligación. “Un orden imaginado se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos. Con el fin de salvaguardar un orden imaginado es obligado realizar esfuerzos continuos y tenaces, algunos de los cuales derivan en violencia y coerción. Los ejércitos, las fuerzas policiales, los tribunales y las prisiones trabajan sin cesar, obligando a la gente a actuar de acuerdo con el orden imaginado” (p. 130). Pero la violencia tiene un límite, un margen de eficacia. Harari entiende que los órdenes que más duran y resisten son los que se implantan por la fidelidad y la creencia sincera. Los “cínicos no construyen imperios” dice, sino que se construyen por la creencia firme de “grandes segmentos de la población”. “¿Cómo se hace para que la gente crea en un orden imaginado como el cristianismo, la democracia o el capitalismo?” (p. 132) Es un intrincado juego en el que hay recordarle constantemente a la persona que vive en un orden imaginado pero sin decirle claramente que lo hace. Ambas dos deben darse. No admitir nunca, bajo ningún concepto, que el orden es imaginado. Y, educar concienzudamente a la gente en los principios del orden imaginado. ¿Cómo se consigue algo así? Primero, los sistemas de valores que emanan del orden imaginado se incrusta inextricablemente del mundo material que habitamos: ropa, alimentación, vivienda, trabajo, tecnología, ocio, relaciones personales, etc. Segundo, nuestra intimidad está programada por el orden imaginado en el nacemos y nos desarrollamos. Todo Sapiens viene a nacer en un orden imaginario preexistente que estaba allí antes de que llegara. Todo nuestro desarrollo posterior se produce dentro de esos mitos compartidos. Los distintos órdenes imaginarios abren en canal nuestro Fco. Javier Benítez Rubio

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espectro de emociones, controlándolos de cabo a rabo. En el largo pasado que llevamos pasado y en cada instante del presente. Visto lo cual, nada hay que nos haga pensar que en el futuro no sigamos funcionando como hasta ahora lo hacemos. Tercero, todos los órdenes imaginados son intersubjetivos. El orden imaginario no está únicamente en mi , existe en “la imaginación compartida de millones de personas”. Cualquier dios o religión, el capitalismo o el socialismo, la ley, la economía y el dinero, las patrias y las naciones son mitos intersubjetivos compartidos por millones de personas. “Lo intersubjetivo es algo que existe en el seno de la red de comunicación que conecta la conciencia subjetiva de muchos individuos. Si un solo individuo cambia sus creencias o muere, ello tiene poca importancia. Sin embargo, si la mayoría de los individuos de la red mueren o cambian sus creencias, el fenómeno intersubjetivo mutará o desaparecerá. Los fenómenos intersubjetivos no son ni fraudes malévolos ni charadas insignificantes. Existen de una manera diferente de los fenómenos físicos tales como la radiactividad, pero sin embargo su impacto en el mundo puede ser enorme” (p. 136). Nadie dice que un orden determinado no pueda ser derribado, ni cambiado, ni modificado. Para hacerlo ha de convencer a millones de personas extrañas de que cooperen contigo y crean en el nuevo orden imaginario que estás planteando. Pero de ahí no escapamos ya nunca. “Para cambiar un orden imaginado existente, hemos de creer primero en un orden imaginario alternativo. … No hay manera de salir del orden imaginado” (p. 137). 3. “En todo el mundo, los cachorros tienen las reglas para el juego violento integradas en sus genes. Pero los adolescentes humanos no tienen genes para el fútbol. No obstante, pueden jugar con completos extraños porque todos han aprendido un conjunto idéntico de ideas sobre el fútbol. Dichas ideas son totalmente imaginarias, pero si todos las comparten, todos podemos jugar” (p. 138). Vivimos con reglas inventadas relativamente simples y concisas como las del deporte, y otras reglas muchísimo más complejas y prolijas como las del comercio, la política o la religión. Los seres vivos llevan en su ADN la programación para su comportamiento. Como el “orden social de los sapiens es imaginado” los seres humanos

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no podemos tener almacenados en el ADN toda la información necesaria para que funcione el mundo. Por eso tenemos “leyes, costumbres, procedimientos, conductas”, etc. Para que el mundo-Sapiens funcione correctamente a partir de la revolución agrícola había que encontrar la manera de almacenar la ingente cantidad de información que se iba generando. El cerebro humano no podía almacenar todos los datos necesarios para hacer funcionar correctamente el mundo agrícola. Los sumerios fueron los primeros en inventar “un método para almacenar información mediante signos materiales”: la escritura. Es una escritura parcial con un campo de actividad limitada. Con el tiempo llegarán las escrituras completas y comenzarán los Sapiens a escribir algo más que cantidades de cereales. El incremento de la información es algo que ya no abandonará nunca al Sapiens en su evolución por la Historia. Al invento de la escritura, por tanto, se añade los inventos de guardar y catalogar todos los datos. Se produce una separación progresiva entre la manera habitual de pensar la información y la metodología para procesar esa información. Es la burocratización de los órdenes imaginados que ya había inventado el Sapiens. O lo que es lo mismo, un invento capaz de gestionar y hacer funcionar los otros inventos. Y así hasta llegar al s. IX d.C. y la invención de los números arábigos. “Aunque este sistema de escritura sigue siendo una escritura parcial, se ha convertido en el lenguaje dominante del mundo. Casi todos los estados, compañías, organizaciones e instituciones (ya hablen árabe, hindi, inglés o noruego) utilizan la escritura matemática para registrar y procesar datos. Todo fragmento de información que pueda traducirse en escritura matemática se almacena, se difunde y se procesa con una velocidad y eficiencia asombrosas. Por lo tanto, una persona que desee influir en las decisiones de gobiernos, organizaciones y compañías ha de aprender a hablar en números” (p. 150). 4. “Todas las sociedades se basan en jerarquías imaginadas, pero no necesariamente en las mismas jerarquías” (p. 158). Los órdenes imaginados, que son ficciones artificiales producto de la imaginación humana, no son neutrales. Ninguno de ellos, ni esos que nos parecen ahora injustos ni aquellos que nos parecen justos. El propio concepto de justicia –e injusticia- es un

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mito, una ficción que no tiene correlato en el orden natural. No conocemos ninguna sociedad que no haya establecido jerarquías y divisiones, clasificaciones y categorizaciones o diferenciaciones y discriminaciones. Son los órdenes imaginados – “leyes y normas humanas”- los que afirman que la jerarquía, la diferencia y las divisiones son naturales o justas, progresistas o conservadoras, etc. Sentencia Harari: “Es una regla de hierro de la historia que toda jerarquía imaginada niega sus orígenes ficticios y afirma ser natural e inevitable” (p. 154). Los individuos poseen distintas capacidades naturales y diversas aptitudes y caracteres, aunque todos estos están ya mediados por órdenes imaginados y jerarquías artificiales. Estas capacidades han desarrollarse –mediante otros órdenes imaginados- que las ejercitan y refinan. Ahora bien, no todos los individuos que tienen las mismas capacidades y que las desarrollan y educan de manera similar tienen el mismo éxito social. El mundo de las jerarquías y de las divisiones -esto es, la Historia del Mundo- está plagado de restricciones, techos de cristal, círculos viciosos, estigmatizaciones, etc. “Diferentes sociedades adoptan diferentes tipos de jerarquías imaginadas” (p. 165). En cada caso aparecen un conjunto distinto de “circunstancias históricas accidentales” que hacen que las jerarquías se perpetúen en el tiempo. En la inmensa mayoría de las sociedades han existido los conceptos de amo-siervo, o puro-impuro o dominante-dominado. Y en ese mismo número de sociedades los que están en la parte superior de la pirámide han tratado de justificar su posición frente a los de más abajo. Desde siempre han existido y existirán que pusieron sus conocimientos al servicio de la clase dominante creando órdenes imaginados que apuntalaran las divisiones ficticias. Básicamente, dice Harari: “La mayoría de las jerarquías sociopolíticas carecen de una base lógica o biológica: no son más que la perpetuación de acontecimientos aleatorios sostenidos por mitos” (p. 164). Sobre hechos biológicos irrebatibles que no dependen de las creencias de las personas (que las hembras tiene útero y los machos no, que las hembras paren y los machos no, que las hembras tiene una dotación genética de XX y los machos XY) se han ido acumulando a lo largo de la historia innumerables capas de mitos Fco. Javier Benítez Rubio

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imaginados, de creencias y producciones culturales. Existen órdenes imaginados en los que la homosexualidad es algo execrable, y en otros es algo por lo que no sólo no merece rasgarse las vestiduras sino que es algo “socialmente constructivo”. “La biología tolera un espectro muy amplio de posibilidades. Sin embargo, la cultura obliga a la gente a realizar algunas posibilidades al tiempo que prohíbe otras” (p. 168). Los conceptos que usamos para censurar el comportamiento sexual de algunos Sapiens –natural y antinatural- no pertenecen al orden biológico sino que fueron extraídos de un orden imaginado concreto, el de la teología cristiana. No tiene sentido aplicarlos como concepto biológico a la sexualidad humana toda vez que ésta tiene ya más de orden imaginado que realidad biológica pura. Algo similar dirá Harari de la cuestión del género. “Son los mitos, y no la biología, los que definen los papeles, derechos y deberes de hombres y mujeres” (p. 171).

La ficción que somos: la cultura. 1. Desde el mismo momento del nacimiento, los órdenes imaginados acostumbran a los individuos a una serie de hábitos, de estándares de comportamiento y deseo que crean un inmenso abanico de instintos artificiales. Esta red de instintos artificiales se llama «cultura»” (p. 185). Las culturas cambian constantemente. Se transforma bien por la interacción con otros flujos de instintos artificiales, bien por su propia dinámica interna. Estos flujos, variaciones y modificaciones constantes son vistos como contradicciones. Como si hubiera una especie de esencia o autenticidad que se viera menoscabada. “A diferencia de las leyes de la física, que carecen de inconsistencias, todo orden creado por el hombre está repleto de contradicciones internas. Las culturas intentan constantemente reconciliar dichas contradicciones, y este proceso impulsa el cambio” (p. 186). Las contradicciones, los conflictos y los dilemas irresolubles son parte fundamental e inseparable de las culturas humanas. Harari dice que estos son los “motores de la cultura”, de la “creatividad y el dinamismo de la especie”. También se pregunta si la Historia tiene una dirección, un telos al que se dirige. Harari se responde que sí, que existe una dirección hacia la que se dirige. Si se adopta la posición correcta de visión Fco. Javier Benítez Rubio

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puede verse claramente. Mirar el nivel micro de la Historia nos lleva a ver sólo fragmentaciones y desintegración. El nivel macro cuenta otra cosa. Y ahí, dice Harari, que nos movemos hacia la unidad. Pero, también afirma el historiador, una unidad que no es homogénea. El proceso de unificación global La revolución cognitiva trajo la cooperación regular entre extraños. Pero esta “hermandad” no es universal. Los órdenes imaginados, los mitos que se creaban tenían un eminente carácter local, que no importaban a una parte sustancial de la población mundial de entonces. El proceso de unificación global comenzó en el primer milenio a.C. cuando aparecen tres órdenes universales en potencia. Para Harari son, “el orden monetario”, “el orden imperial” y “el orden de las religiones universales”. “Comerciantes, conquistadores y profetas fueron los primeros que consiguieron trascender la división evolutiva binaria de «nosotros frente a ellos» y prever la unidad potencial de la humanidad” (p. 194). 2. Desde el comienzo de la Historia, en lo que Harari denomina “el mundo afroasiático” –que incorpora a la actual Europa- existe una obsesión por los metales preciosos. Esta fiebre, esta epidemia brutal, se inicia al poco de empezar la revolución agrícola. La del dinero fue una revolución mental, dice Harari: “Implicó la creación de una nueva realidad intersubjetiva que solo existe en la imaginación compartida de la gente” (p. 200). Solemos pensar que el dinero es, únicamente, las monedas y los billetes que usamos a diario. Pero ésta es una de las muchas posibilidades que se han conocido a lo largo de la Historia. En la actualidad, dice Harari, que el 90 del dinero existe en formato digital a nivel informático. Es un producto de la imaginación humana que, además, existe en un plano virtual lejos de las manos o de la vista de las personas. Pero esa potentísima idea fue la que hizo posible el intercambio de bienes entre las personas. Cualquier cosa podía convertirse en dinero y luego el dinero podía convertirse en cualquier cosa. Este eslabón intermedio podía almacenarse en grandes cantidades sin que ocupara tanto espacio como el centeno. Podía guardarse el tiempo necesario para su uso sin que se pudriera como lo hacía el grano de arroz. Y su transporte era cómodo y rápido, mucho más que el transporte del trigo. Fco. Javier Benítez Rubio

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“Debido a que el dinero puede convertir, almacenar y transportar de manera fácil y barata los bienes, su contribución fue vital a la aparición de redes comerciales complejas y a mercados dinámicos. Sin dinero, las redes comerciales y los mercados se habrían visto condenados a permanecer muy limitados en su tamaño, complejidad y dinamismo” (pp. 202203). El valor del dinero no depende de alguna característica de la estructura del billete o la moneda. Harari dice que el dinero funciona “al convertir materia en mente”. ¿Cómo es posible que hagamos todo lo que hacemos por un pedazo de papel coloreado? Harari sentencia enfáticamente: “El dinero es un sistema de confianza mutua, y no cualquier sistema de confianza mutua: El dinero es el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado” (p. 203). Es un punto trascendental de la Historia de la Humanidad el momento en el que la gente empezó a confiar en el dinero. La relación del dinero y la confianza es larga y prolija desde el dinero de cebada sumerio, al siclo de plata mesopotámico, a la primera moneda acuñada por el rey Aliates de Lidia, a la moneda de bronce china, al denario del Imperio Romano o al dinero digital actual. El oro y la plata no se comen ni se beben, no se pueden convertir en tejidos para hacer vestidos, ni transformarse en aperos de labranza. El uso de los metales preciosos era el de transformarse en símbolos de jerarquía y lujo. El valor de estos metales es absolutamente imaginado, su “valor es puramente cultural”. Pero desde el comienzo el dinero une su destino al poder y a los poderosos. “Producir moneda falsa no es solo timar: es una violación de soberanía, un acto de subversión contra el poder, los privilegios y la persona del rey. El término legal era lèse majesté («lesa majestad»), y se solía castigar con la tortura y la muerte. Mientras el pueblo confiara en el poder y la integridad del rey, confiaban en sus monedas. Personas totalmente extrañas podían aceptar fácilmente el valor de un denario romano, porque confiaban en el poder y la integridad del emperador romano, cuyo nombre e imagen adornaban la moneda” (p. 206). El dinero es una de las principales causas del proceso de unificación de la Humanidad. Gente que no son del mismo lugar, que no hablan el mismo idioma, que

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obedecen a distintos gobernantes, que adoran a dioses completamente distintos; en definitiva, gente que no se pondría de acuerdo en casi nada creen en el uso del dinero, comparten la creencia en este orden imaginado. “El dinero es el único sistema de confianza creado por los humanos que puede salvar casi cualquier brecha cultural, y que no discrimina sobre la base de la religión, el género, la raza, la edad o la orientación sexual. Gracias al dinero, incluso personas que no se conocen y no confían unas en otras pueden, no obstante, cooperar de manera efectiva” (p.209). Harari también argumenta sobre el reverso tenebroso del dinero, como la causa principal de disolver las tradiciones más antiguas y corromper los valores humanos y las relaciones íntimas. “Si bien el dinero compra la confianza universal entre extraños, esta confianza no se invierte en humanos, comunidades o valores sagrados, sino en el propio dinero y en los sistemas impersonales que lo respaldan. No confiamos en el extraño, ni en el vecino de la puerta de al lado: confiamos en la moneda que sostienen. Si se les acaban las monedas, se nos acaba la confianza. Mientras el dinero hace caer los diques de la comunidad, la religión y el Estado, el mundo se encuentra en peligro de convertirse en un mercado enorme y despiadado” (p. 210). 3. Los Imperios son la segunda causa del proceso de unificación de la Humanidad que propone Harari. No sólo son elementos inevitables de la Historia, son circunstancias que no pueden eliminarse del estudio histórico por la necedad posmoderna. Actualmente, el Imperio no es que esté de moda. Lo que se lleva es criticarlos, no estudiarlos en profundidad. Efectivamente, en la actualidad ‘imperialismo’ y ‘fascista’ son las “palabrotas políticas” preferidas de los intelectuales que dividen la Historia de la Humanidad en buenos y malos, situando al Imperio en la lista de los malvados. Harari entiende que “purgar la cultura humana del imperialismo” es una postura intelectual simplista e ingenua “que no conduce a ninguna parte”. “Nos gusta ver que los que ganan son los más débiles. Pero no hay justicia en la historia. La mayor parte de las culturas del pasado han caído presas, antes o después, de los ejércitos de algún imperio despiadado que las ha relegado al olvido. También los imperios

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acaban por caer, pero tienden a dejar tras de sí herencias ricas y perdurables. Casi todas las personas del siglo XXI son descendientes de uno u otro imperio” (pp. 213-214). “Todas las culturas humanas son, al menos en parte, la herencia de imperios y de civilizaciones imperiales, y no hay cirugía académica o política que pueda sajar las herencias imperiales sin matar al paciente” (p. 228). “En la actualidad, ¿cuántos indios someterían a votación abandonar la democracia, el inglés, la red de ferrocarriles, el sistema legal, el críquet y el té, sobre la base de que se trata de herencias imperiales? Aun en el caso de que lo hicieran, ¿no sería el acto mismo de poner el asunto a votación para decidirlo una demostración de su deuda con los antiguos amos?” (p. 229). Un Imperio es un orden político que tiene, a decir de Harari, dos características centrales, “la diversidad cultural y la flexibilidad territorial”. Los Imperios logran unir bajo una única política distintos grupos étnicos que habitan en ecosistemas diferentes. Los Imperios estandarizan las “ideas, instituciones, costumbres y normas”. Cuando todos los integrantes del Imperio utilizan la misma escritura, un mismo idioma y una única moneda el gobierno se simplifica. Los Imperios son uno de los motores más importantes de la Historia. “El imperio ha sido la forma más común de organización política en el mundo a lo largo de los últimos 2.500 años. Durante estos dos milenios y medio, la mayoría de los humanos han vivido en imperios” (p. 216). Todos los Imperios han justificado sus acciones argumentando que dotaban a “los bárbaros de paz, justicia y refinamiento”, o “extender la revelación” del Dios de turno, o “por el imperativo moral” de llevar a otros países bien la democracia y los derechos humanos o bien la dictadura del proletariado. Ningún Imperio ha permanecido impermeable a las circunstancias de las gentes que conquistaba. Es más, a decir de Harari, ningún Imperio de la Historia se han mantenido en la pureza de unas supuestas esencias auténticas. “En su mayor parte los imperios han producido civilizaciones híbridas que absorbieron muchas cosas de sus pueblos sometidos. La cultura imperial de Roma era tanto griega como romana. La cultura imperial abásida era en parte persa, en parte griega y en parte árabe. La cultura imperial mongol era imitadora de la china. En los Estados Unidos imperial, un

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presidente estadounidense de sangre keniata puede comer una pizza italiana mientras ve su filme favorito, Lawrence of Arabia, una epopeya británica sobre la rebelión árabe contra los turcos” (p. 223). El futuro al que vamos habrá recorrido el camino desde la fragmentación política a un nuevo imperio global. Y puede ser que este nuevo Imperio responda a las “maquinaciones de los mercados globales”. Pero la opinión pública global ejerce una mayor supervisión sobre los acontecimientos globales. Se consolida el proceso de implantación de órdenes imaginados relacionados con los derechos humanos y el cambio climático. El mundo hacia el que vamos estará lleno de problemas globales, del calibre del “deshielo de los casquetes polares”, y del “agujero de la capa de ozono y la acumulación de gases invernadero” que necesitará un imperio global que afronte lo que ninguna instancia independiente puede afrontar. 4. “Hoy en día se suele considerar que la religión es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pero, en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad, junto con el dinero y los imperios. Puesto que todos los órdenes y las jerarquías sociales son imaginados, todos son frágiles, y cuanto mayor es la sociedad, más frágil es. El papel histórico crucial de la religión ha consistido en conferir legitimidad sobrehumana a estas frágiles estructuras. Las religiones afirman que nuestras leyes no son el resultado del capricho humano, sino que son ordenadas por una autoridad absoluta y suprema” (p. 234). Las distintas religiones que han existido en la Historia “sostienen que existe un orden sobrehumano”, orden que no es ni imaginado ni caprichoso. A partir de ese orden necesario y universal se establecen toda clase normas y valores de obligado cumplimiento a todo el mundo. En tiempos de los cazadores-recolectores las religiones tenían una perspectiva local y específica. El Sapiens para sobrevivir en su entorno concreto tenía que comprender imperiosamente el orden humano que regulaba su ecosistema y ajustar su comportamiento en consecuencia. Con la revolución agrícola llega la revolución religiosa. El Sapiens pasa de relacionarse como igual con animales y plantas a entender que es el amo y propietario de todo lo que hay. Y explica Harari:

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“Divinidades tales como la diosa de la fertilidad, el dios del cielo y el dios de la medicina pasaron a ocupar un papel central cuando plantas y animales perdieron su capacidad de hablar, y el principal papel de los dioses era el de mediar entre los humanos y las plantas mudas y los animales. Gran parte de la mitología antigua es en realidad un contrato legal en el que los humanos prometen devoción imperecedera a los dioses a cambio de poder dominar a las plantas y los animales” (p. 236). En el animismo primigenio, el Sapiens es un ser más de los que pueblan el mundo. El Sapiens agricultor tiene ya muchas más necesidades mundanas y va inventar un politeísmo que no hace otra cosa que reflejar la intrincada relación de los Sapiens entre sí y el mundo que los rodea. De alguna manera empieza a pensar que su comportamiento, que su conducta personal y colectiva, determina “el destino de todo el ecosistema”. Al creer firmemente en esto tienen entonces que hacer todo lo posible para que los poderes que dominan y controlan el mundo y la naturaleza se pongan de su parte, con las cosechas, en la guerra, etc. Con el monoteísmo que surge del politeísmo esta idea se afianza con mucha más fuerza. Animistas, politeístas y monoteístas pensaban que “el poder supremo del universo tiene intereses y prejuicios”. Mientras los primeros se dedicaban a pedir favores a ciertos poderes intermedios, los últimos pedían los favores, dirigían sus plegarias al último eslabón de la cadena. Este proceso que aquí se muestra lineal y simple duró mucho tiempo y sangre, sudor y lagrimas. Los creyentes de unas y otras empezaron a competir entre ellos, y no con buenas artes, precisamente. El politeísmo rara vez ha perseguido a los que negaban sus creencias. A diferencia del monoteísmo que fortaleció “su poder exterminando con violencia toda competencia”. Las creencias monoteístas siempre se vieron afectadas por las creencias animistas y politeístas, también por creencias dualistas. Este sincretismo no siempre ha sido reconocido de buen grado por el monoteísmo. Pero son sólo han existen religiones sobrenaturales compitiendo entre sí. La revolución agrícola también nos trajo otra modalidad de religión. El Sapiens fue capaz de inventar religiones que no creen que el orden sobrehumano mande en el mundo. Lo que rige el mundo es la ley natural. Los dioses, si es que existen, están sujetos también a éstas. Harari las llama religiones de la ley natural. Fco. Javier Benítez Rubio

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Pero hay más. Esto no se agota aquí. El Sapiens a los largo de los siglos ha ido trabajando sobre su invento corrigiendo y añadiendo cosas. Hasta construir nuevos mecanos religiosos que en apariencia no se parecen a los anteriores. “La edad moderna ha asistido a la aparición de varias religiones de ley natural nuevas como el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, el nacionalismo y el nazismo. A estas creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores humanos que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo” (p. 254). Para Harari las ideologías políticas conocidas entran claramente el ámbito de los órdenes imaginados religiosos, actualizados a los tiempos modernos. Todos estos credos creen en leyes naturales que han de guiar la conducta de los Sapiens. Cada una de estas ideologías tiene sus textos fundacionales sagrados, sus dogmas innegociables, sus festividades, sus gurús, expertos y Profetas, sus herejías y heterodoxias, etc. Han perseguido y sufrido persecución, tienen un claro aspecto misionero y proselitista. Y así podríamos seguir aduciendo elementos comunes. Pero hay más: lo que Harari llama religiones humanistas. Los Sapiens que inventaron estas religiones no colocaron a ningún Dios en el centro, colocaron al propio Sapiens. “El humanismo es la creencia de que Homo sapiens tiene una naturaleza única y sagrada, que es fundamentalmente diferente de la naturaleza de todos los demás animales y de todos los otros fenómenos. Los humanistas creen que la naturaleza única de Homo sapiens es la cosa más importante del mundo, y que determina el significado de todo lo que ocurre en el universo” (p. 256). Harari reconoce la existencia de tres sectas dentro de las religiones humanistas: la liberal, la socialista y el humanismo evolutivo. “Según los liberales, la naturaleza sagrada de la humanidad reside en todos y cada uno de los Homo sapiens individuales. El núcleo interno de los humanos individuales da sentido al mundo, y es el origen de toda autoridad ética y política. Si nos encontramos ante un dilema ético o político, hemos de mirar dentro de nosotros y escuchar nuestra voz interior, la voz de la humanidad. Los principales mandamientos del humanismo liberal están destinados a proteger

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la libertad de esta voz interior frente a la intrusión o el daño. A estos mandamientos se les conoce colectivamente como «derechos humanos»” (pp. 256-257). “Los socialistas creen que la «humanidad» es colectiva y no individualista. Consideran sagrada no la voz interna de cada individuo, sino la especie Homo sapiens en su conjunto. Mientras que el humanismo liberal busca la mayor libertad como sea posible para los humanos individuales, el humanismo socialista busca la igualdad entre todos los humanos. Según los socialistas, la desigualdad es la peor blasfemia contra la santidad de la humanidad, porque confiere privilegios a cualidades secundarias de los humanos por encima de su esencia universal” (p. 257). El principal y más terrible exponente que hemos tenido en la historia de la Humanidad de religión de humanismo evolutivo es el nazismo. Aunque no el único, “Los nazis creían que la humanidad no es algo universal y eterno, sino una especie mutable que puede evolucionar o degenerar. El hombre puede evolucionar hacia el superhombre o degenerar en un subhumano. La principal ambición de los nazis era proteger a la humanidad de la degeneración y fomentar su evolución progresiva. Esta es la razón por la que los nazis decían que la raza aria, la forma de humanidad más avanzada, tenía que ser protegida y alentada, mientras que las formas degeneradas de Homo sapiens como los judíos, los gitanos, los homosexuales y los enfermos mentales tenían que ser aislados e incluso exterminados” (p. 258). “Los nazis no aborrecían a la humanidad. Luchaban contra el humanismo liberal, los derechos humanos y el comunismo precisamente porque admiraban a la humanidad y creían en el gran potencial de la especie humana. Pero, siguiendo la lógica de la evolución darwiniana, aducían que se debía dejar que la selección natural erradicara a los individuos inadaptados y dejara sobrevivir y reproducirse únicamente a los más adaptados. Al socorrer a los débiles, el liberalismo y el comunismo no solo permitían que los individuos inadaptados sobrevivieran, sino que les daban la oportunidad de reproducirse, con lo que socavaban la selección natural. En un mundo así, los humanos más aptos se ahogarían inevitablemente en un mar de degenerados e inadaptados. Y la humanidad se tornaría cada vez menos adaptada con cada generación que pasara, lo cual podría conducir a su extinción” (p. 260).

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La ignorancia que somos: la revolución científica. 1. “El proceso histórico que condujo a Alamogordo y a la Luna se conoce como revolución científica. Durante dicha revolución la humanidad ha obtenido nuevos y enormes poderes al invertir recursos en la investigación científica” (p. 277). Desde el comienzo de su evolución el Sapiens ha tratado de comprender el Universo en el que habitaba. Y, desde entonces, ha invertido tiempo y esfuerzo para descubrir las reglas que rigen el mundo natural. Por esto inventó toda clase de órdenes imaginarios. Para usarlos como tenue luz entre una frondosa oscuridad. Y un día, emulando a Sócrates, el sapiens supo que no sabía casi nada de nada. Por eso dice Harari: “La revolución científica no ha sido una revolución del conocimiento. Ha sido, sobre todo, una revolución de la ignorancia. El gran descubrimiento que puso en marcha la revolución científica fue el descubrimiento que los humanos no saben todas las respuestas a sus preguntas más importantes” (p. 279). El Sapiens corriente y moliente, después de siglos engordando sus órdenes imaginarios, tenía 4 cosas muy claras. La primera es que en los dioses, y los sabios que trabajaban para ellos, estaba la Verdad, la sabiduría y el conocimiento. La segunda es que no tenía necesidad alguna de descubrir lo que nadie sabía todavía. La tercera es que aquellas cosas que los dioses, y los sabios que trabajaban para ellos, no habían explicado carecían de valor e importancia. La cuarta y última es que, normalmente, aquel sapiens que decía que había que saber más cosas de las que decían los dioses, y los sabios que trabajaban para ellos, era marginado y/o perseguido. No sabíamos casi nada de muchas cosas. Aun así medramos y dominamos el mundo. Una de las cosas que no sabían aquellos Sapiens es que no sabían que no sabían gran cosa. Somos ignorantes, grandes ignorantes. Pero lejos de ser algo negativo, este conocimiento cartesiano –ignoro, luego existo- hace que la ciencia sea dinámica y adaptable. La mejor herramienta que puede tener a su alcance una especie que, precisamente, es dinámica y adaptable.

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Los conocimientos que arrojaban los órdenes imaginados científicos procuraron al Sapiens una especie de progresión logarítmica de la que apenas sabemos dónde nos llevará. Más ignorancia. Más ciencia. De los varios miles de millones de Sapiens que pueblan el mundo actual, sólo un pequeñísimo grupo de ellos comprende los conocimientos de ciencia básica. De los sapiens que conocen y se manejan en los conocimientos de ciencia avanzada ni hablamos. Es una cifra nimia, ridícula. Estos conocimientos son auténticos arcanos misteriosos para el resto de los mortales sapiens. Aunque la ciencia pretenda ser la depositaria de las verdades del mundo natural, y lo es, el común de la humanidad la entiende como otro de los muchos órdenes imaginados que pueblan la historia, una suerte de galimatías enigmático propiedad de una élite. Se hace buena la sentencia de Arthur C. Clarke: “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Lo que saben este puñado de hombres y mujeres, de estos elegidos, los convierte en los seres más importantes del mundo, especialmente desde que Bacon enunciara su célebre pensamiento: “el saber es poder”. Y de poder sí que entiende todo el mundo. La ciencia entrega al mundo una importante panoplia de herramientas para comprenderlo y manejarlo: la tecnología. Durante siglos la ciencia y la tecnología se desarrollaron a partir de la prueba y el error por gente muy válida e inteligente pero que carecía de la sistematización que llegó luego con el método científico y con el dinero. Los hallazgos científicos y los avances tecnológicos otorgan al Sapiens poderes insospechados. La humanidad le ha cogido gusto a solucionar uno tras otro los grandes problemas que le acuciaban. Hasta el punto de llegar a vislumbrar que la pobreza o la enfermedad, la guerra y el hambre, la injusticia eran evitables. Y lo eran, una vez más, porque son fruto de la ignorancia. Y seguimos por esta senda, y la ciencia se convierte en el orden imaginario más potente del mundo conocido. Ha convertido la existencia toda en un problema técnico, al que hay que buscar soluciones técnicas. Incluida la muerte, por supuesto. “Vivimos en una era técnica. Son muchos los que están convencidos de que la ciencia y la tecnología tienen las respuestas a todos nuestros problemas. Solo hemos de dejar a los Fco. Javier Benítez Rubio

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científicos y técnicos que sigan con su trabajo, y crearán el cielo aquí en la Tierra. Pero la ciencia no es una empresa que tenga lugar en algún plano moral o espiritual superior por encima del resto de la actividad humana. Como todos los otros campos de nuestra cultura, está modelada por intereses económicos, políticos y religiosos” (p. 300). Antes lo dijimos de tapadillo: la ciencia se desarrolla por el dinero, porque genera riquezas. Ahora Harari va más allá y deja la puerta abierta a lo que vendrá en capítulos posteriores. Como ciencia y poder son inextricables, ciencia y dinero lo son igualmente; mal que le pese a los Sapiens más ingenuos. La ciencia es cara. Se necesita una cantidad ingente de dinero para financiar todo lo que los científicos hacen. ¿Por qué la ciencia ha obtenido todas esas riquezas para financiarse? Harari piensa que no ha sido por el noble y altruista corazón de los Sapiens más poderosos, desde luego. Históricamente, a los científicos se les escapa el entramado de órdenes imaginarios que controlan el flujo del dinero que hace posible su trabajo. Es curioso que unos Sapiens tan listos para una cosa sean tan lerdos para otra. Muy pocos científicos han dictado la programación de los avances científicos. Siguen existiendo dilemas y problemas que no tienen solución técnica ni respuesta científica. “La ciencia es incapaz de establecer sus propias prioridades, así como de determinar qué hacer con sus descubrimientos. (…) Es evidente que un gobierno liberal, un gobierno comunista, un gobierno nazi y una empresa multinacional capitalista utilizarían el mismo descubrimiento científico para fines completamente diferentes, y no hay razón científica para preferir un uso frente a los demás” (p. 303). Y donde no llega la ciencia siguen llegando otros órdenes imaginarios más antiguos y más avezados en cuestiones humanas, la ideología. Son éstas las que influyen sobre las prioridades científicas y ordenan qué hacer con los avances científicos y tecnológicos. 2. “No es en absoluto una coincidencia que la ciencia y el capitalismo formen la herencia más importante que el imperialismo europeo ha legado al mundo posteuropeo del siglo XXI” (p. 312).

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Para Harari está meridianamente claro: Imperio europeo y ciencia son inseparables 1. Lo que trata es, a continuación, explicar las razones por las que este lazo cuajó en Europa y no en otras partes del mundo. En este pequeño apéndice del mundo no gozaron los sapiens, en ningún momento de la historia, de alguna ventaja diferencial; ni política, ni económica, ni militar, ni tecnológica. Y, entonces, a finales del siglo XIX las diferencias se tornaron gigantescas. No pasó en ese momento de manera súbita, ni por que sí, sin más. Fue un largo proceso que comenzó a finales del siglo XIV. El imperialismo europeo naciente tenía algo distinto a otros proyectos imperialistas del pasado: la ignorancia. Pero no una ignorancia de las que abotarga el ánimo y el entendimiento, sino de las que impele al sapiens a salir del terruño. Eso es lo que tienen en común el científico y el explorador europeo del año 1500 en adelante: Conquistar. La Europa imperialista paso a un nivel distinto en cuanto sus más notables prohombres decidieron aceptar la ignorancia y dejar de creerse lo que los órdenes imaginados tradicionales habían venido sancionando hasta ese momento. Y así fueron ellos -y no los chinos, los persas, los mongoles, los musulmanes- los que terminaron llenado los puntos vacíos de los mapas. A todos estos no les importaba el mundo que les rodeaba, seguían apretando hacia dentro. Europa sí salió de sí misma, abandonando el espíritu localista. “El descubrimiento de América fue el acontecimiento fundacional de la revolución científica. No solo enseñó a los europeos a preferir las observaciones actuales a las tradiciones del pasado, sino que el deseo de conquistar América obligó asimismo a los europeos a buscar nuevos conocimientos a una velocidad vertiginosa” (p. 319). Harari no encuentra diferencias significativas entre el espíritu científico y el espíritu imperialista. Es la misma mentalidad la que encontramos en la revolución científica y en la dominación del mundo por parte de los europeos. Ilustra el autor esta cuestión con varios ejemplos en los que las expediciones militares iban acompañadas de gentes ilustradas con afán investigador; y expediciones científicas comandadas por militares al servicio de algún reino europeo que terminaba reclamando como suyo las tierras exploradas. Científicos y conquistadores encontraban tremendamente

1 La ciencia recibió otros apoyos además de los del Imperio; y éste floreció por otros muchos factores, además de la ciencia y los científicos. La relación entre la ciencia y el Imperio no es unívoca, pero sí muy solida.

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estimulante sumergirse en lo desconocido y salir de allí con nuevas tierras, nuevas riquezas y nuevos descubrimientos. Una inquietud insaciable, una avidez imparable, una curiosidad interminable, fue lo que movió a los exploradores y a los científicos europeos. Una ambición desmedida como ninguna otra antes había ocurrido en la historia de los sapiens. “Los científicos proporcionaron al proyecto imperial conocimientos prácticos, justificación ideológica y artilugios tecnológicos. Sin su contribución resultaría muy cuestionable que los europeos hubieran conquistado el mundo. Los conquistadores devolvieron el favor al proporcionar a los científicos información y protección, al apoyar todo tipo de proyectos extraños y fascinantes y al extender la manera de pensar científica a los rincones más alejados de la Tierra. Sin el respaldo imperial, es dudoso que la ciencia moderna hubiera progresado mucho. (…) Si no hubiera sido por hombres de negocios que buscaban hacer dinero, Colón no habría llegado a América, James Cook no habría alcanzado Australia y Neil Armstrong nunca habría dado aquel pequeño paso sobre la superficie de la Luna” (p. 335). Y fue una conquista narrada de cabo a rabo. Sabemos lo que pasó con todo lujo de detalles. Hay tantos datos registrados que podemos elegir los que mejor nos parezcan para concluir que el Imperio fue un monstruo maligno que llevó la opresión al resto del mundo. Y podemos elegir, igualmente, incontables datos y aportaciones que nos llevaran a la conclusión de que el progreso europeo (la medicina, la industria, el orden democrático, etc.) mejoró las condiciones de vida de todos aquellos sapiens no europeos. Pueden muchos sapiens elegir y colocarse en alguna de esas ideologías simplistas y no darse cuentas de que esos órdenes imaginados desde los que opinan han sido creados por la inextricable unión de ciencia y capitalismo. Que no se puede eliminar ninguno de los dos factores de la ecuación. 3. Mucha gente no lo sabe, pero el dinero digital no está cubierto por el dinero tangible (billetes y monedas). Lo que hace que el sistema bancario global no sea un gigantesco fraude piramidal es la confianza en un futuro imaginario. El dinero digital se hace tan real como el dinero tangible por la confianza. Confiamos en que el Banco X haga

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tangible esas cifras que aparecen en nuestras cuentas, que pasen cuando lo pedimos del plano digital al bulto en nuestra cartera. “El crédito nos permite construir el presente a expensas del futuro. Se basa en la suposición de que es seguro que nuestros recursos futuros serán mucho más abundantes que nuestros recursos actuales” (p. 339). Nadie puede decir que el moderno sistema económico y financiero no es optimista: se basa en suponer seguridades, nada más y nada menos. La Banca representa la creación más optimista del Homo Sapiens hasta la fecha. El enfoque de las expectativas fue cambiando de un escenario de pesimismo y desconfianza (que coincide con el localismo anteriormente expuesto) a otro escenario marcado por la confianza y el optimismo (que coincide con la apertura del europeo medio a la ignorancia). La ignorancia y la confianza fueron las indómitas fuerzas que lograron colocar a los europeos a la cabeza del progreso. Porque, además, la existencia de este sistema al que llamamos capitalismo es imposible e impensable sin el concurso de la ciencia. La creencia optimista en la confianza y el futuro imaginario va en contra de los instintos del Sapiens. Sin embargo, Bancos y Estados llevan siglos imprimiendo moneda de la nada más absoluta, inyectando crédito en el sistema, otorgando préstamos sin parar, pero es la ciencia la que hace funcionar todo este juego con el uso de las matemáticas y, actualmente, con la magia de la informática. Y todo comenzó, en su aspecto puramente teórico, en 1766 con Adam Smith y su 'La riqueza de las naciones', donde se enuncia algo realmente revolucionario, aunque actualmente nos parezca algo trivial. Smith exponía, a decir de Harari, que: “Un aumento en los beneficios de los empresarios privados es la base del aumento de la riqueza y prosperidad colectiva. (…) Lo que Smith dice es, en realidad, que la codicia es buena, y que al hacerme rico yo beneficio a todos, no solo a mí. El egoísmo es altruismo” (p. 343). Para este capitalismo primigenio de finales del s. XVIII si la producción produce beneficios estos deben seguir siendo reinvertidos en aumentar la producción, no convertidos

en

riqueza

particular

que

sale

del

circuito

económico.

Lo que hizo Smith fue escribir, y dejar para la posteridad de la Filosofía y la Economía, algo que se practicaba desde poco antes del año 1500. En los mundos Fco. Javier Benítez Rubio

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premodernos, durante eones, el saqueo y los tributos hacían lo que actualmente hacen el crédito y la informática, poner dinero donde no lo había. El Imperio europeo -empezando por los viajes de Colón- financió las conquistas con las futuras ganancias que traerían esas conquistas. Vimos que Europa no solo era hija de reyes y conquistadores, también de exploradores y científicos; ahora sabemos que fue también hija de banqueros y comerciantes. “Este fue el círculo mágico del capitalismo imperial: el crédito financió nuevos descubrimientos; los descubrimientos condujeron a colonias; las colonias proporcionaron beneficios; los beneficios generaron confianza, y la confianza se tradujo en más crédito” (p. 349). Durante algún tiempo muchos pensaron que esto podría seguir así, con este círculo grácil y bonancible. Pero como las alegrías duran poco en el mundo Sapiens empezó a verse que es una ingenuidad pensar que el libre mercado es realmente libre y que puede existir sin control. Si el núcleo del capitalismo es el optimismo y la confianza son demasiados los factores que pueden alterarlo y destruirlo desde dentro del mismo capitalismo. Dejado a su libre azar el capitalismo no hubiera durado nada. “Es tarea de los sistemas políticos asegurar la confianza mediante la legislación de sanciones contra los engaños y el establecimiento y respaldo de fuerzas de policía, tribunales y cárceles que hagan cumplir la ley” (p. 361). La codicia y el egoísmo son beneficiosos hasta cierto punto. Lo es mientras el Sapiens medio haga caso a Smith y el beneficio sea reinvertido. Pero lo que terminó ocurriendo es que los capitalistas de la segunda oleada dejaron de hacer caso a Smith y en vez de reinvertir el beneficio lo convirtieron en riqueza privada. La primera traición contra el capitalismo fue perpetrada por el propio capitalismo, al subvertir su propio ideario. Si no te respetas a ti mismo y a tus principios, no esperes que otro que viene de fuera lo haga. Codicia sí, avaricia no. La avaricia es la primera causa de autodestrucción del capitalismo, y esa apareció mucho antes de que un piquete de fieros anticapitalistas quisieran ponerle las manos encima al capitalismo. Con las siguientes oleadas ya tenemos claro que el capitalismo no puede asegurar a sus inversores, nunca jamás, que el beneficio obtenido lo fue de manera justa. Si las conquistas se financian con las ganancias futuras, de algún modo hay que asegurar Fco. Javier Benítez Rubio

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esa ganancia. A la ignorancia y a la confianza añadimos ahora la violencia. El capitalismo está inextricablemente unido a “innumerables crímenes y conductas reprobables”, también a feroces desigualdades. “Cuando el crecimiento se convierte en un bien supremo, no limitado por ninguna otra consideración ética, puede conducir fácilmente a la catástrofe. (…) El capitalismo ha matado a millones debido a una fría indiferencia ligada a la avaricia. El tráfico de esclavos de Atlántico no surgió de un odio racista hacia los africanos” (p. 364). Queda planteada, lógicamente, una duda, si estamos los Sapiens de ahora en la misma tesitura en la que estuvieron nuestros antepasados en la revolución agrícola. Aquellos se metieron tan a fondo con el cultivo del trigo que no había manera de salir de ello sin autodestruirse. ¿Ocurre lo mismo ahora con el capitalismo, que no olvidemos va de la mano de la ciencia, por ejemplo? ¿Podemos vivir sin todo lo que nos da el capitalismo? Esta es la espada, pero la pared nos deja con otra duda: ¿qué ocurrirá cuando el Homo Sapiens agote al planeta Tierra? 4. “La economía moderna crece gracias a nuestra esperanza en el futuro y a la buena disposición de los capitalistas a reinvertir sus ganancias en la producción. Pero esto no basta. El crecimiento económico necesita también energía y materias primas, y estas son finitas” (p. 367). La tremenda capacidad de adaptación del Sapiens le ha llevado desde el comienzo de la Historia a buscar la manera de romper los límites que le iban apareciendo. El esfuerzo de Sapiens para tener a su disposición toda clase de energías y materias primas se llama revolución industrial. Esta variación de la revolución científica es igualmente inseparable de la revolución capitalista que vimos anteriormente. La revolución industrial es la revolución de la energía. La cantidad de energía que tenemos a nuestra disposición la establece la ignorancia. Contra los más agoreros y apocalípticos que piensan en que se agoten algún día las fuentes de energía Harari les dice que tengan en cuenta esta capacidad del Sapiens de salir de todos los atolladeros en los que se mete. El desastre llegaría si el Sapiens no descubre cómo crear la energía suficiente para cubrir las necesidades. La ciencia es fundamental para mantener este Imperio del Sapiens sobre la Tierra. Fco. Javier Benítez Rubio

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“Durante la revolución industrial acabamos por darnos cuenta de que en realidad estamos viviendo junto a un enorme océano de energía, un océano que contiene billones y billones de exajulios de energía potencial. Todo lo que tenemos que hacer es inventar mejores bombas” (p. 373). Domesticar la energía resuelve el otro problema, el de la escasez de las materias primas. El ímpetu científico, el tesón investigador ha permitido a los sapiens disfrutar del invento de materias primas nuevas: plásticos, silicio, aluminio, etc. Suele pensarse, a día de hoy, la revolución industrial como un paisaje dickensiano de humeantes chimeneas y explotación humana. Es la tendencia posmoderna de fijarse en algunos hechos obviando otros. Sin embargo, los tractores, los fertilizantes, los insecticidas, los medicamentos, consiguieron que los europeos comieran carne casi a diario. Harina de otro costal es que esta explosión demográfica del s. XIX debido a las mejoras nutricionales y sanitarias que surgieron de la revolución industrial sirvieran para que los europeo se mataran por millones en sendas guerras mundiales. La revolución científica que ampara la revolución capitalista y la revolución industrial nos deja a los Sapiens ante un tremendo dilema. Que lo positivo y lo destructivo van de la mano y son inseparables. No hay cirugía posmoderna lo suficientemente certera para eliminar la cruz de la cara de la moneda sin acabar por destruirla. Otro ejemplo que pone Harari tiene que ver con la industria agroalimentaria que nos convierte a los europeos en sapiens saludables y activos capacitados para conquistar el mundo a costa de maltratar a los animales. “De la misma manera que el comercio de esclavos en el Atlántico no fue resultado del odio hacia los africanos, tampoco la moderna industria animal está motivada por la animosidad. De nuevo, es impulsada por la indiferencia. La mayoría de las personas que producen y consumen huevos, leche y carne rara vez se detienen a pensar en la suerte de las gallinas, vacas y cerdos cuya carne y emisiones nos comemos” (p. 377). Durante toda la inmensa época premoderna, sapiens vivió en condiciones de escasez y frugalidad. Tras la revolución industrial, cuando aparece en la historia de la humanidad el concepto de excedente llega otra revolución: la consumista.

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“El consumismo considera que el creciente consumo de productos y servicios es positivo. Anima a la gente a permitirse placeres, a viciarse e incluso a matarse lentamente mediante un consumo excesivo. La frugalidad es una enfermedad que hay que curar” (p. 382). En épocas pretéritas el consumismo hubiera sido profundamente dañino, por antievolutivo. Y sería acusado de “egoísta, decadente y moralmente corrupto”. Pero, desde cierto punto de vista, el consumismo es el resultado de un esfuerzo enconado, de un trabajo denodado sobre los instintos del Homo Sapiens tal y como fueron la aparición de la ignorancia que debe ser superada y de la confianza que nos lleva a la cooperación y al desarrollo global. Ya lo dijimos anteriormente: la revolución científica no hubiera sido posible sin militares, ni reyes, ni banqueros. La revolución capitalista no hubiera sido posible sin exploradores, sin científicos ni matemáticos. Ni la revolución industrial hubiera sido posible sin ingenieros, ni químicos, biólogos. El consumismo no hubiera triunfado nunca si no hubiera tenido la ayuda inestimable de otra ciencia moderna. Es la psicología la que con sus investigaciones de la mente del sapiens dice a los creadores de productos de consumo cómo “convencer a la gente de que los caprichos son buenos para nosotros, mientras que la frugalidad es una opresión autoimpuesta”. En los miles de años anteriores a la época moderna y científica, una ética austera puritana y espartana- dirigía la vida de la mayor parte de los sapiens. Era impensable una forma de vida que no fuera ahorradora, siempre preparada para una hambruna, para una guerra, para una epidemia. Sólo las élites políticas y religiosas, aquellos que controlaban los órdenes imaginarios, disfrutaban de la prodigalidad y de una ética del dispendio y el derroche. Es cierto que la revolución científica añadió la codicia a la ecuación. Una codicia limitada, que no cayera en la rapacidad mezquina. La ética que surge de la revolución capitalista impelía a los sapiens a no malgastar las ganancias sino a reinvertirlas en la producción de modo y manera que ésta llegara a cuantas más personas, mejorando sus condiciones vitales. La revolución consumista es el siguiente eslabón de la revolución científica, tras la capitalista y tras la industrial. El consumismo consigue trasladar al común de los mortales lo que anteriormente estaba previsto para los sapiens más poderosos. Cualquier sapiens puede ser un derrochador. Cualquiera tiene en su mano el poder Fco. Javier Benítez Rubio

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sentirse como se ha sentido un poderoso durante toda la historia de la humanidad. La entrada explosiva de la ética que surge de la revolución consumista produce una curiosa modificación en la sociedad global de los sapiens. Más que una modificación es un cambio en las formas de vida. Mientras que el común de los mortales convierte su vida diaria en un trasiego de consumo y endeudamiento, de extravagancia y derroche, los sapiens más poderosos empiezan a valorar por encima de todas las cosas la austeridad, los recortes y la inversión prudente pensando en un posible mal futuro. Harari entiende que la revolución consumista como orden imaginario consigue algo que hasta ahora parecía imposible: que sus seguidores sigan a pies juntillas lo que pretende. Los distintos órdenes imaginarios del pasado, fueran filosóficos, políticos o religiosos, prometían un paraíso sólo si el sapiens era capaz de refrenar sus impulsos, su ira, su egoísmo. Todos los proyectos religiosos o políticos que han aparecido en la historia no han conseguido la adhesión a sus principios como lo ha conseguido el capitalismo consumista. Este orden imaginario promete el paraíso si el sapiens se entrega a la avaricia y a dar rienda suelta a los anhelos que durante siglos ha tenido reprimidos. “Esta es la primera religión en la historia cuyos seguidores hacen realmente lo que se les pide que hagan” (p. 384). 5. Sapiens se adueñó del mundo, y para ello se embarcó en una revolución permanente. Harari distingue entre la improbable “escasez de recursos” y la evidente “degradación ecológica”. La naturaleza no puede ser destruida pero sí puede ser modificada hasta el punto de que no pueda acoger nunca más al Sapiens. “La revolución industrial dio a conocer nuevas maneras de convertir la energía y de producir mercancías, liberando en gran medida a la humanidad de su dependencia del ecosistema circundante. Los humanos talaron bosques, drenaron marismas, represaron ríos, inundaron llanuras, tendieron decenas de miles de kilómetros de vías férreas, y construyeron metrópolis de rascacielos. A medida que el mundo se moldeaba para que se ajustara a las necesidades de Homo sapiens, se destruyeron hábitats y se extinguieron especies. Nuestro planeta, antaño verde y azul, se está convirtiendo en un centro comercial de hormigón y plástico” (p. 385).

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A la industria moderna dejó de interesarle el sol y los ritmos lunares, las estaciones, las mareas y las lluvias. Dispuso al mundo bajo un determinado formato de actividad en el que lo que manda es la precisión, la exactitud, la uniformidad. La revolución industrial cambió el destino del tiempo imprimiendo sus horarios al comportamiento humano. El mundo del “horario preciso” es lo que propició el desarrollo de los medios de transporte de masas y, además, empujó definitivamente a los medios de comunicación a controlar las mentes de Sapiens. La red global de horarios es lo que sincronizó el mundo de los Sapiens. “La revolución industrial trajo consigo decenas de trastornos importantes en la sociedad humana. Adaptarse al tiempo industrial es solo uno de ellos. Otros ejemplos notables incluyen la urbanización, la desaparición del campesinado, la aparición y el aumento del proletariado industrial, la atribución de poder a la persona común, la democratización, la cultura juvenil y la desintegración del patriarcado” (p. 390). El otro cambio tremendamente profundo en la vida de Sapiens es el desplome del conjunto familia-comunidad y su sustitución por el complejo Estado-Mercado. Ni reinos ni imperios acabaron con la familia ni con las comunidades locales, que siguieron siendo piezas fundamentales de la Humanidad. El Estado y los mercados sí que han debilitado los tradicionales lazos familiares y comunitarios. Ya no dependemos de estos, dependemos de aquellos. Nos proporciona el trabajo, el sueldo, nos dice qué estudiar y cómo, nos presta el dinero para desarrollar nuestra profesión o abrir un negocio, nos cuida y nos cura, asegura las actividades que hagamos y en la vejez no da una pensión. “El Estado y el mercado son la madre y el padre del individuo” (p. 394). Esta es una situación que Harari cuenta con tono agridulce. El papel de mujeres y niños, durante eones considerados como propiedades de la familia y la comunidad, cambia y comienzan a ser tratados como individuos. Los sistemas judiciales se vuelven progresivamente menos violentos. Los conflictos bélicos se han ido reduciendo. La voluntad individual, de repente, aparece en la historia: se puede uno casar con quien quiera, trabajar en lo que quiera, moverse y trasladarse a vivir a voluntad. Pero comenzaron a vivir en un inmenso contexto paternalista y benefactor que los envolvía y guiaba. Había que pagar un precio por la libertad individual. El Fco. Javier Benítez Rubio

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Estado y el mercado que se entroniza en el siglo XIX quebranta –rápida y brutalmente- los arreglos sociales humanos que estaban establecido desde hace millones de años de evolución. Durante eones el orden social era duro y rígido, estable y discontinuo, inflexible y eterno, los cambios sucedían después de la inmensa acumulación de pequeños pasos. Sapiens sabía que podía cambiar de lugar dentro de la estructura pero nunca llegó a pensar que la propia estructura podía cambiarse. Harari que es historiador no lo dice, pero está describiendo lo que en filosofía conocemos como la ‘Filosofía de la sospecha’ iniciada por Marx, por Freud y por Nietzsche. Y, de repente, se hizo dinámica y maleable, en “estado de flujo permanente”. Lo básico de la sociedad moderna es el cambio incesante: el orden social es algo flexible que puede ser manipulado a voluntad. Con el Estado y el mercado sustituyendo paulatinamente a la familia y a la comunidad, tienen que darle a Sapiens los lazos tribales que antes les eran provistos por estos. Los ordenes imaginarios que siguen existiendo son reforzados por las “comunidades imaginarias”. Que algo sea imaginado no significa que sea mentira. Lo imaginado, lo inventado, es traído a la existencia como realidad intersubjetiva. “Al igual que el dinero, las sociedades anónimas y los derechos humanos, las naciones y las tribus de consumidores son realidades intersubjetivas. Únicamente existen en nuestra imaginación colectiva, pero su poder es inmenso” (p. 398). Estas comunidades imaginadas han existido siempre pero jugaban un papel secundario frente a las comunidades locales, que eran más íntimas y cercanas y proveían a los seres humanos de las condiciones materiales, de apoyo emocional o de sentido existencial. Al caer la comunidad el Estado tiene que proveer a Sapiens de una inmensa oferta de comunidades imaginadas para hacer frente a la demanda de sentido y de necesidades emocionales. Una comunidad imaginada es un conjunto amplísimo de personas que no se conocen ni se conocerán nunca pero que se imaginan entre sí unidos y mancomunados por una serie de necesidades comunes. A decir de Harari las comunidades imaginadas con más éxito en la actualidad son el nacionalismo y el consumismo. Los

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consumidores, por ejemplo, no se conocen entre sí pero comparten intereses y hábitos de consumo. Eso les hace sentirse miembros de la misma tribu. 6. “La ciencia y la revolución industrial han conferido a la humanidad poderes sobrehumanos y una energía prácticamente ilimitada. El orden social se ha transformado por completo, como lo han hecho la política, la vida cotidiana y la psicología humana” (p. 412). Con todo esto, se pregunta Harari, ¿somos más felices?, ¿es el mundo un buen lugar para vivir? Si la respuesta fuera negativa, ¿tiene sentido haber desarrollado la agricultura, las ciudades, la escritura, las monedas, los imperios, la ciencia y la industria? Harari le dedica todo el capítulo 19 a la cuestión de la felicidad, aduciendo que los historiadores le dedican muy poco tiempo a esto. Contamos con el relato oficial del progreso humano: “Las capacidades humanas han aumentado a lo largo de la historia. Puesto que los humanos suelen usar sus capacidades para aliviar los sufrimientos y realizar aspiraciones, de ahí se sigue que hemos de ser más felices que nuestros antepasados medievales, y ellos tuvieron que ser más felices que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra” (p. 413). Contamos con el relato oficial del apocalipsis humano: “Existe una correlación inversa entre capacidades humanas y felicidad. El poder corrompe, dicen, y a medida que la humanidad conseguía cada vez más poder, creó un mundo mecanicista y frío mal adaptado a nuestras necesidades reales” (p. 414). Contamos con un relato mezcla de los dos anteriores, aplicando el optimismo a los tiempos recientes y la incertidumbre a los tiempos pretéritos. “Hasta la revolución científica, no había una correlación clara entre el poder y la felicidad. Los campesinos medievales podían haber sido, efectivamente, más desdichados que sus antepasados cazadores-recolectores, pero en los últimos siglos los humanos han aprendido a utilizar más sensatamente sus capacidades. Los triunfos de la medicina moderna no son más que un ejemplo” (pp. 414-415). Harari rechaza sin ambages estos relatos de la felicidad que se basan únicamente en factores materiales. Contamos también con las aportaciones de la psicología sobre el asunto:

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“El dinero produce realmente la felicidad. Pero solo hasta cierto punto, y pasado dicho punto carece de importancia. Para la gente situada en la base de la escala económica, más dinero significa mayor felicidad” (p. 417). “La enfermedad reduce la felicidad a corto plazo, pero solo es causa de aflicción a largo plazo si la salud de una persona se deteriora constantemente o si la enfermedad implica dolor progresivo y debilitante. Las personas a las que se les diagnostican enfermedades crónicas como la diabetes, suelen deprimirse durante un tiempo, pero si la enfermedad no empeora se adaptan a la nueva situación y valoran su felicidad tan alta como la gente sana” (p. 418). “Las personas con familias fuertes que viven en comunidades bien trabadas y que apoyan a sus miembros son significativamente más felices que las personas cuyas familias son disfuncionales y que nunca han encontrado (o nunca han buscado) una comunidad de la que formar parte” (p. 418). Y también con las aportaciones de la biología: “Nuestro mundo mental y emocional está regido por mecanismos bioquímicos modelados por millones de años de evolución. (…)A nadie le hace feliz ganar la lotería, comprar una casa, ser promovido o incluso encontrar el verdadero amor. A la gente le hace feliz una cosa, y solo una: sensaciones agradables en su cuerpo” (p. 422). “La felicidad duradera proviene solo de la serotonina, la dopamina y la oxitocina” (p. 426). Los anteriores tratan de averiguar, calcular o estimar la felicidad como el exceso y la disminución de los momentos agradables y placenteros en relación a con los desagradables y dolorosos. El historiador toma la vertiente cualitativa, la pregunta por el sentido de la vida. “Tal como lo planteaba Nietzsche, si uno tiene una razón por la que vivir, lo puede soportar casi todo. Una vida con sentido puede ser extremadamente satisfactoria incluso en medio de penalidades, mientras que una vida sin sentido es una experiencia desagradable y terrible, con independencia de lo confortable que sea” (p. 428). Vivimos actualmente bajo el concepto de felicidad que ha impuesto el liberalismo. Desde la infancia, somos criados a base de una dieta rica en eslóganes simplistas del tipo , , , . Todo está determinado por las sensaciones y las emociones de cada uno. De modo

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que parecemos tener meridianamente claro que la felicidad es un sentimiento subjetivo. El mundo actual, de impronta liberal, lo fía todo a los sentimientos. Frente a este relato Harari prefiere el sentido de la vida que propone el budismo. “La clave de la felicidad es conocer la verdad sobre sí mismo: comprender quién, o qué, es uno realmente. La mayoría de la gente se identifica equivocadamente con sus sentimientos, pensamientos, gustos y aversiones. Cuando sienten ira, piensan «Estoy enfurecido. Esta es mi ira». En consecuencia, pasan su vida evitando algunos tipos de sensaciones y en busca de otras. Nunca se dan cuenta de que no son sus sensaciones, y que la búsqueda incesante de determinadas sensaciones no hace más que dejarlos atrapados en la desdicha” (p. 433). La cuestión de la felicidad, a decir de Harari, es la cuestión de conocerse a uno mismo.

El fin de los Sapiens. “Los sapiens están sometidos a las mismas fuerzas físicas, reacciones químicas y procesos de selección natural que rigen a todos los seres vivos. (…) La consecuencia ha sido que, con independencia de cuáles sean sus esfuerzos y logros, los sapiens son incapaces de librarse de sus límites determinados biológicamente.” (p. 435). Pero llegados a este s. XXI Sapiens ya trasciende los límites: no cesa de quebrantar las leyes de la selección natural. Ningún ser vivo sobre la faz de la tierra ha evolucionado sometido al diseño de un creador inteligente. Hasta ahora. La oveja Dolly y el conejo fluorescente de Kac son productos de un diseño inteligente, no productos del azar o de la mano de Dios. Es curioso, cuando menos, observar cómo los científicos se esfuerzan por explicar la selección natural en la , desdeñando toda pátina de diseño inteligente de corte religioso, y por detrás le cuelan la competición tecnológica por ver quién es el primero en llegar a la meta del diseño inteligente. A priori no, a posteriori desde luego que sí. Para Harari el diseño inteligente se desarrolla a través de tres frentes: la ingeniería biológica, la ingeniería de ciborgs y la ingeniería de vida inorgánica (digital-informática). Todas éstas plantean un cúmulo gigantesco de cuestiones éticas, políticas e ideológicas de las que habrá que ocuparse en los años venideros.

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“Hemos avanzado desde las canoas a los galeones, a los buques de vapor y a las lanzaderas espaciales, pero nadie sabe adónde vamos. Somos más poderosos de lo que nunca fuimos, pero tenemos muy poca idea de qué hacer con todo ese poder” (p. 455). Homo Sapiens está a punto de convertirse en Homo Deus.

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