SANACION EN LOS SACRAMENTOS-P. HUGO ESTRADA

1 P. HUGO ESTRADA, sdb. SANACIÓN EN LOS SACRAMENTOS EDITORIAL SALECIANA GUATEMALA 2014 2 3 INDICE Pág. Portada

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P. HUGO ESTRADA, sdb.

SANACIÓN EN LOS SACRAMENTOS

EDITORIAL SALECIANA GUATEMALA 2014

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INDICE Pág. Portada ……………………………………………………………………….. 1 Índice…………………………………………………………………………… 4 1.

Sanación en los Sacramentos.............................................. 5

2. Sanación en el 8autismo................................................................ 9 3. Sanación en la Confirmación..................................................... 15 4. Sanación en la Confesión (l).......................................................22 5. Sanación en la Confesión (ll)......................................................31 6. Sanación en la Eucaristía.............................................................40 7. Sanación en la Unción de los enfermos……………………....52 8. Sanación en el Matrimonio.........................................................62 9. Sanación en el Orden Sacerdotal..............................................72 10. Sanación y liberación en los Sacramentos........................ 81 11. Sanación en la Iglesia (l)........................................................... 89 12. Sanación en la Iglesia (ll).......................................................... 96 13. María, madre sanadora en la Iglesia………………………..108 Contraportada…………………………………………………………… 117

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SANACIÓN EN LOS SACRAMENTOS

Después del Sermón de la Montaña, Jesús bajó del monte y comenzó a curar a muchas personas. Jesús no se quedó solamente en la teoría de lo que era el reinado de Dios: descendió al campo de la práctica. La sanación es una evidencia de que el reino de Dios se manifiesta en las personas; en el Evangelio todos pueden apreciar cómo llega la salvación y sanación de Dios a las personas. Ante la sanación, no queda más que decir con frase bíblica: "El dedo de Dios está aquí" (Lc 11,20). Un sacramento ha sido definido como un «signo eficaz de la Gracia». El sacramento por medio del Espíritu Santo, convierte en realidad lo que indica el signo. Todo sacramento, en alguna forma, trae la sanación de Dios para la persona. En todo sacramento desempeña un papel especial la "liturgia de la Palabra". La Palabra de Dios es eminentemente sanadora. San Marcos recuerda que cuando Jesús fue a la sinagoga y comenzó a predicar, un individuo empezó a contorsionarse y a gritar. Algo malo se le revolvió al oír la Palabra viva. .Jesús inmediatamente procedió a liberarlo del mal que lo estaba oprimiendo. En la Ultima Cena, Jesús les dijo a sus apóstoles: " Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les he dicho" (Jn 15,3). La Palabra limpia, sana. Prepara el corazón para ser llenado por la Gracia que confiere el Sacramento. En todo sacramento hay un «ministro» que ha recibido poder de parte de Dios para administrar el sacramento. A sus discípulos Jesús los envió a " predicar, a exorcizar y a sanar a los enfermos" (Lc. 9,1-2). San Lucas narra que después de una misión evangelizadora, los discípulos, emocionados, le dijeron a Jesús: "¡Hasta los demonios nos obedecían en tu nombre!" (Lc 1 0, 1 7). El Señor les contestó que no debían sorprenderse de eso, pues les había dado poder para caminar sobre serpientes y alacranes (Lc 10, 19). El ministro del sacramento va revestido con el poder que Dios le ha dado. Jesús se servía de "signos" para curar a las personas. Empleaba el agua, el lodo, la saliva, los suspiros. Jesús no necesitaba de esos 5

signos para sanar a las personas. Eran los enfermos los que necesitaban de esos signos para que les ayudaran a abrirse a la fe, para que Jesús los pudiera curar. Todo sacramento tiene un signo que indica lo que se opera en la persona. Muchos de los signos sacramentales ayudan a la persona para abrirse a la sanación de Dios. El agua indica purificación, el vino simboliza la sangre de Cristo, que limpia de la lepra del pecado. El aceite tiene relación con el derramamiento del Espíritu Santo, que trae paz, salud. Todos los sacramentos, en alguna forma, contribuyen a la sanación y liberación espiritual o física de la persona. A Zaqueo, que estaba subido en un árbol para ver pasar a Jesús, el Señor de dijo: "Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa" (Lc 1 9,5). Más tarde, cuando Zaqueo hace una confesión de sus pecados ante todos, y promete reparar el mal causado a otros, Jesús le dice: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa" (Lc 19,9). Siete veces, en el Evangelio de san Lucas, se repite el HOY, como momento de Gracia. Cuando nace el Mesías, los ángeles les dicen a los pastores'. "HOY les ha nacido en la ciudad de David, un Salvador" (Lc 2,11) Jesús, al presentarse en la sinagoga de Nazaret, al leer el libro de Isaías, que anuncia lo que hará el Mesías, dice: " Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acaban de escucha/' (Lc 4,21). Ante la curación de los tullidos, la gente gritaba: "HOY hemos visto cosas extraordinarias" (Lc 5,26). El último HOY de Lucas lo encontramos en el Calvario, cuando Jesús le dice al buen ladrón: "HOY estarás conmigo en el paraíso" [c 23,43). Al comentar estos "hoy" de san Lucas, escribe Ansel Crüm: "Podríamos comparar estos siete “hoy” con los siete sacramentos. A través de ellos, hoy nos sucede lo mismo que ocurrió entonces por medio de Jesús. Hoy, nosotros nacemos de nuevo; hoy, somos ungidos por el Espíritu Santo; hoy, son perdonados nuestros pecados; hoy son curadas nuestras enfermedades; hoy Jesús celebra una comida con nosotros, y hoy, nos muestra sus bienes y su amistad. Hoy, experimentamos, en la celebración de la muerte y resurrección de Jesús, que ya hemos sido introducidos en el paraíso, dispuesto para que participemos de la gloria de la resurrección" ("Jesús, imagen de los hombres", Verbo Divino, Navarra, 2003). Karl Ecker, un párroco en la ciudad de Wels (Austria), que tiene mucha experiencia con respecto al don de sanación, apunta: "junto a la oración más personal por la curación, contamos todavía con la 6

gran oferta del Señor en la celebración de los sacramentos. En cada sacramento podemos encontrarnos con el Resucitado. En cada sacramento nos otorga él su salvación, porque, a veces, tiene también efectos curativos para el cuerpo. Aquí se ha de mencionar, sin duda, en primer lugar, el sacramento de la unción de los enfermos, pero también los demás sacramentos son "canales" para la experiencia del Espíritu de Dios, que, en ocasiones, no sólo sana el alma, sino también el cuerpo. El sacramento de la penitencia otorga la curación de las oposiciones contra Dios. Junto con el perdón de los pecados otorga también una curación y una liberación interiores. El sacramento del matrimonio proporciona también un saneamiento de las relaciones personales, con frecuencia, muy dañadas. Un rasgo especial adquiere la celebración de la Eucaristía. El Señor mismo celebra con nosotros el misterio de su muerte y su resurrección, el misterio de nuestra redención. Si nosotros tenemos un anhelo auténtico de él, entonces él podrá inundarnos con su fuerza purificadora, liberadora y salvadora. ("Los dones del Espíritu hoy", Secretariado Trinitario, Salamanca 1987). Aquí, no se trata de algo "automático". Muy bien lo puntualiza el Padre Salvador Carrillo Alday, cuando aclara: "Es diferente recibir los sacramentos que vivirlos. Es necesario recibirlos para poderlos vivir, pero puede darse el caso de que se reciban y no se vivan, o, al menos, no se vivan en plenitud. Es urgente, pues, vivir los sacramentos, esto es vivir lo que significan y causan. Los ritos del sacramento pasan, pero la gracia que producen permanece. Este es el punto capital. También es de suma importancia lo que indica el teólogo Heribert Mühlen: "El que en la recepción de un sacramento se dé una experiencia personal e incluso emocional de la presencia del Espíritu Santo depende de la apertura y disposición personal de cada uno" (El Espíritu Santo y la Iglesia, Ediciones Secretariado Trinitario Salamanca, #9) Por medio de cada sacramento, se hace realidad nuestro “hoy” de Gracia. Jesús se nos acerca para seguirnos salvando, liberando y sanando. Por medio de los sacramentos revivimos el Evangelio en nosotros. Nos sentimos tocados por Jesús, que nos libera, nos sana y reina más en nosotros como Salvador y Señor. Mucha gente, aturdida por su enfermedad, va a buscar sanación en muchos lugares. En su desconcierto, va a caer en manos de brujos, de espiritistas, de muchos engañadores, que lo que buscan 7

no es la salud de la gente, sino su dinero. Es impresionante cómo personas con valiosos títulos universitarios, van a parar a esos lugares y con qué facilidad les "sacan" grandes cantidades de dinero. Se olvidan que Jesús nos entregó los sacramentos para seguir entre nosotros, salvándonos y sanándonos. Tal vez la pregunta sería si la misma Iglesia le está dando la importancia debida a la "sanación" de los enfermos por medio de los sacramentos. Un día, tuve una discusión con un sacerdote que protestaba porque había oído hablar de una "misa de sanación". El sacerdote sostenía que toda misa es de sanación. Y tenía razón. Lo que sucede es que por hablar tanto en "abstracto" de que toda misa es de sanación, se olvida la atención personalizada que hay que ofrecer a los enfermos en misas que son especialmente para ellos, porque ahí encuentran una atención, no en "abstracto", sino en " concreto", con respecto a su sufrimiento, a su enfermedad. En la misa llamada "de sanación" (nombre "vulgar" para referirse a las misas especiales "para enfermos", como también hay misas especiales "para niños", en esas misas, la predicación va orientada hacia la sanación de Jesús, que nos sigue sanando y que nos envía a sanar a los enfermos. Se le da gran importancia a la fe para abrirse a la sanación del Señor. Las personas que atienden a los enfermos en la misa de sanación, lo hacen con mucho amor, que es una parte integrante de la sanación. La pregunta que nos hicimos al principio, nos vuelve a cuestionar seriamente: ¿No será que la gente va a los brujos, espiritistas y charlatanes, porque su Iglesia no los atiende como Jesús le ordenó que lo hiciera por medio de los sacramentos, que son medios inigualables de sanación?

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SANACIÓN EN EL BAUTISMO El Bautismo es la primera gran sanación que recibimos en nuestra vida. Bautizarse quiere decir «hundirse». En el bautismo, por la fe, somos hundidos en Jesús: en la sangre y el agua que brotaron de su costado. La sangre es la que destruye el pecado. El agua simboliza la nueva vida en el Espíritu Santo. En el bautismo, primero, somos limpiados del pecado «original», con el que todos llegamos al mundo. «En pecado me concibió mi madre» (Sal 51), decía el salmista David. En nuestro nacimiento biológico, adquirimos la «contaminación» con la que el mundo nos toca en nuestro ingreso en la vida' Con la «regeneración» del bautismo, somos sanados del pecado original, raíz de mal con que nacemos, y somos llenados con la presencia sanadora del Espíritu Santo. Dice el Catecismo católico: "Este sacramento es llamado también baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo" (Tt 3,5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie puede entrar en el Reino de Dios (in 3,5). "Nos separa del destino colectivo de una humanidad fatalmente sometida al poder del pecado, y borra el pecado original y los pecados actuales, que hubiera podido cometer el bautizado" ("Catecismo para adultos”, BAC, Madrid, 1984). La regeneración es para nosotros la primera gran sanación de la contaminación del mal con el que todos llegamos al mundo. Por medio del Bautismo, el Espíritu Santo inicia su acción sanadora profunda en nosotros. En el Bautismo, el Espíritu Santo nos "sella", como consagrados, hijos de Dios y templos del Espíritu Santo. En el bautismo, se nos hace la señal de la cruz en la frente. La cruz es para nosotros signo de salvación, de purificación y sanación. EI profeta Isaías dice: "Por sus llagas hemos sido sanados" (Is 53,5). La primera gran sanación de nuestra vida nos viene de la cruz de Cristo. Por medio de la sangre de Jesús somos sanados del pecado y de toda contaminación maligna. Muy sabia la Iglesia, cuando antes de bautizarnos, lleva a cabo un "exorcismo". Se pide en nombre de Jesús que seamos librados de toda presencia maléfica, que nos haya tocado en nuestro ingreso en el mundo. Esto es de suma importancia. Muchas veces el niño, ya 9

en el mismo seno materno, es tocado por el mal, por el pecado. Las riñas entre sus papás, las infidelidades matrimoniales, la amenaza de divorcio, el alejamiento de Dios, todo este mal del mundo toca al niño en el mismo seno materno. Por eso, sabiamente, nuestra Iglesia hace un exorcismo antes de que seamos bautizados para que seamos liberados de toda presencia maligna, que nos haya tocado al ingresar al mundo.

Agua y aceite El mismo hundimiento en el agua del bautismo, es símbolo de nuestra muerte al «hombre viejo», que es la raíz de todos nuestros males físicos, espirituales y psicológicos. Según san Pablo, en el Bautismo somos "sepultados" con Jesús para resucitar también como Jesús (Rm 6,4). En el bautismo es sepultado nuestro hombre viejo, y resucita el hombre nuevo con la Gracia del Espíritu Santo. El agua del bautismo también es signo de sanación. Ezequiel, en una visión, observó cómo del templo en ruinas salía un chorrito de agua que se convertía en un torrente, que se introducía en el Mar Muerto. Este mar se caracteriza por sus aguas estériles: no tiene peces ni vegetación alrededor. En la visión de Ezequiel, el agua del templo sanea el Mar Muerto, y comienzan a aparecer peces de varios colores. En las riberas principian a brotar árboles frutales .El agua del bautismo brota del costado de Cristo. Nos sana de la enfermedad del pecado original, y principia a producir en nosotros el fruto del Espíritu Santo: amor, gozo, paz, paciencia, bondad, benignidad, fe, mansedumbre, templanza (Ca 5,22). La unción del bautismo también indica sanación. En la antigüedad, el aceite se empleaba como medicina. En el Bautismo, el aceite simboliza el derramamiento del Espíritu Santo, que nos restaña toda herida espiritual que el mundo nos hubiera causado. Además, nos fortalece contra el mal del mundo que nos rodea. En el rito del Bautismo, hay un momento en que el sacerdote toca los oídos y la boca del que es bautizado, y dice: "Effatá" , que quiere decir: "Ábrete". Por el pecado original, nuestro oído viene enfermo, "bloqueado" para oír la Palabra de Dios. Por medio del Bautismo queda sanado nuestro oído espiritual, habilitado para que en todo tiempo esté atento a la voz del Espíritu Santo, que nos guía por el camino de la voluntad de Dios. También nuestra lengua 10

es tocada y sanada de todo bloqueo para que se suelte totalmente para hablar con Dios, para alabarlo y bendecirlo.

Nuestra nueva familia Por medio del bautismo se ingresa a la Iglesia; se comienza a formar parte del "Cuerpo místico de Cristo". Según san Pablo, la Iglesia es como un cuerpo humano: Jesús es la cabeza y nosotros somos los miembros (1Co 1 2, 12). En el bautismo se nos regala una Iglesia, una «familia espiritual, para que nos acompañe en la vida en el Espíritu, y para que nos sane y fortalezca del cuerpo y del espíritu por medio de los sacramentos. La Iglesia como familia, se compromete a ayudarnos para prevenir que el espíritu del mal nos hiera, y para que sanemos de nuestro corazón, cuando el pecado nos contamine y nos derrote. Por medio del Bautismo, Jesús nos confía a su Iglesia, que como una madre se encarga de cuidar al recién nacido a la vida en el Espíritu. La Iglesia, además, se compromete, como madre, a buscar la sanación constante del bautizado por medio de los Sacramentos, sobre todo de la Reconciliación, de la Eucaristía y de la vida de amor en la comunidad cristiana en la Iglesia. Con el sacramento del Bautismo se inicia la gran sanación, que Jesús opera en nuestra vida por medio de los sacramentos, que son canales de Gracia, de salvación, de salud espiritual, física y psicológica.

En el bautismo se nos entrega una vestidura blanca, que señala que hemos sido limpiados del pecado original y de todo mal que nos hubiera tocado. Dice san Pablo: "Todos los que han sido bautizados en Cristo, se han revestido de Cristo" (Ga 3, 27)." En el bautismo se nos entrega la armadura cristiana: Cristo mismo, que nos reviste, nos defiende contra el mal del mundo, que intentará manchar y rasgar nuestra vestidura blanca. Es sumamente consolador y sanante sentirse revestido con la fuerza de Jesús, que nos cubre y nos defiende de todo el mal, que Satanás quiere ocasionarnos.

La luz de Jesús La vela encendida, que se nos entrega el día de nuestro bautismo, es una luz sanadora, que nos va acompañar el resto de nuestra vida. Los primeros cristianos, al bautismo lo llamaban, en griego, "photism", es decir, "iluminación”. “Dios es luz", dice la Biblia (1Jn 1,5). Ese día se nos entrega la luz de Dios para que nos 11

ilumine en nuestro camino. A los primeros cristianos, el día de su bautismo se les colocaba, al inicio, viendo hacia el poniente, lugar de las tinieblas. Si aceptaban a Jesús, como luz del mundo, como Salvador y Señor, tenían que voltearse hacia el oriente, donde nace la luz. Por medio del bautismo pasamos de las tinieblas de Satanás, a la luz de Jesús: para eso debe haber en nosotros una "conversión" un "voltearnos" de las tinieblas hacia la luz. De Satanás a Jesús. Cuando hay algún apagón repentino y nos encontramos en un lugar público, nos llega el miedo, el pavor. La luz de Jesús se nos entrega desde niños para que nos acompañe siempre. Para que no tengamos miedo, para que sepamos que Jesús va con nosotros. Dice el Salmo 119: " Lámpara es tu Palabra a mis pasos, luz en mi sendero". Mientras nuestra vela permanezca encendida, vamos a caminar sin temor en la vida. Vamos a estar seguros que la luz de Jesús nos acompaña. Vivir en la luz es confortante, nos llena de confianza, ayuda a nuestra salud espiritual y física.

Toda la familia En la ceremonia del bautismo, a los papás y padrinos del niño les toca hacer una "renuncia" a lo malo del mundo. Es una promesa a Dios de buscar un ambiente no contaminado para el niño que es bautizado. La familia más Cercana al niño, se compromete a buscar un ambiente de luz, de pureza, de justicia, para defender del mal del mundo al niño. Si se cumple esta promesa de padres y padrinos, se está entregando al niño una "medicina preventiva", que lo preservará de tantos males, que tocan a los miembros de las familias, que están contaminadas por el adulterio, las borracheras, el odio, la lujuria, la falta de fe y amor en los hogares. Un bautismo es una oportunidad de bendición para la familia. El libro de Hechos recuerda el caso de la familia de un militar romano, llamado Cornelio. El día que fue bautizado con toda su familia, todos experimentaron la presencia viva del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas y a bendecir con gozo al Señor (Hch 10, 46). El bautismo de un miembro de la familia puede traer mucha bendición, purificación y sanación para toda la familia, si se "participa" en la ceremonia del bautismo, no como en un acto puramente social, sino con fe, con verdadera devoción. Es un día de gracia para toda la familia: hay que aprovecharlo.

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Por otra parte, cuando el sacramento del bautismo se toma como pretexto para organizar una fiesta pagana, en donde abunda el licor y lo puramente mundano, entonces, en lugar de bendición y sanación de la familia, se le abre, nuevamente, la puerta de la casa al mal, que acaba de ser expulsado, en nombre de Jesús, en la ceremonia del bautismo. Muchas familias por su paganismo, en lugar de recibir bendición el día del bautismo de su hijo, reciben aumento del mal que ingresa en su hogar. Ese mal repercute, de alguna manera, contaminando a toda la familia, enfermándola.

Revivir nuestro bautismo San Francisco de Sales acostumbraba visitar con frecuencia la pila bautismal, donde había sido hecho cristiano. Se quedaba meditando largamente en lo que ese acontecimiento de gracia significaba en su vida. Lastimosamente, para muchos, el bautismo, que recibieron de niños, se ha quedado como un acontecimiento sin mayor relevancia en su vida. Es porque nunca se les ha enseñado en su familia a descubrir ese tesoro de bendición, que recibieron el día que fueron bautizados. Hay que recordar que el bautismo es un regalo que nadie ganó a puro pulso. No hay necesidad de tener uso de razón para recibir un regalo de Dios. Juan Bautista recibió el don del Espíritu Santo, cuando todavía estaba en el seno materno (Lc 1,15). Hay dos fechas en el año litúrgico en que, de manera especial, nuestra madre, la Iglesia, nos invita a revivir nuestro bautismo: el primer domingo después de Epifanía, cuando meditamos en el Bautismo de Jesús, y la "vigilia pascual", cuando en comunidad, renovamos nuestras promesas bautismales y damos gracias por el don de nuestro Bautismo. En el Bautismo de Jesús, según el Evangelio, se dieron tres signos: se abrieron los cielos, se posó una paloma, símbolo del Espíritu Santo, sobre la cabeza de Jesús, y se escuchó la voz del Padre, que decía: "Éste es mi Hijo amado en quien me complazco" (Mt 3,17). Revivir, a menudo, nuestro bautismo, es recordar que también para nosotros se dieron estos signos el día de nuestro Bautismo. También para nosotros se abrió el cielo ese día. Debido a los méritos de Jesús, que se nos aplicaron en el bautismo, fuimos colocados en "estado de salvación". El cielo se abrió para nosotros. 13

Hay en el cielo una "morada" reservada para mí. Jesús me lo aseguró, cuando dijo: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas... voy a prepararles una" (Jn 14,2). Es muy sanante ver hacia el cielo y estar seguro de que Jesús tiene para mí una morada en el cielo. Este pensamiento no me lleva a evadir mis responsabilidades aquí en la tierra, sino que me da alas para ir por el camino de Jesús, que me obliga a amar a Dios y a mis hermanos. El día de mi bautismo, también sobre mí resonó la voz de Dios, llamándome "su hijo". Esto es sumamente consolador y sanador contra el miedo y temor al futuro. Jesús me ordena que no me debo “afanar" por el vestido y la comida, pues el afán es propio sólo de los que no creen en un Padre que está en el cielo y que vela por ellos. Jesús, únicamente, me invita a buscar primero "el reino de Dios y su justicia", y me garantiza que lo necesario, "la añadidura", no me faltará nunca (Mt 6, 25-33). El día del mi bautismo, también sobre mí se posó el Espíritu Santo, que permanecerá para siempre dentro de mí. El Espíritu Santo es mi "Paráclito", mi abogado para momentos de emergencia; el que levanta mi ánimo cuando me invade la depresión; el que me enseña todas las cosas acerca de Jesús. En mi bautismo, el Espíritu Santo me "selló" como propiedad, que Dios se compromete a defender. Por medio del Espíritu Santo, yo experimento "el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu, que nos ha sido concedido" (Rm 5, 5). Si, como san Francisco de Sales, reviviéramos, con frecuencia, nuestro bautismo, experimentaríamos la presencia sanadora de Dios contra miedos e inquietudes. Descubriríamos en nuestra historia personal ese cielo que Dios nos abrió desde el día de nuestro bautismo. Oiríamos la voz de Dios que no cesa de demostrarnos que somos sus hijos muy amados. Encontraríamos muy dentro de nosotros la presencia del Espíritu Santo, que nos habla y nos guía por el camino que más nos conviene. Vivir el bautismo, es vivir en una actitud de sanación continua contra el miedo y la inquietud. Vivir el bautismo es sentir la presencia fuerte de Jesús, nuestro Buen Pastor, que nos defiende siempre, con su bastón y su vara, y nos lleva a verdes pastos y a aguas tranquilas (Salmo 23). Vivir el bautismo es vivir en la salud espiritual constante, que Dios Padre quiere para nosotros.

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SANACION EN LA CONFIMACIÓN Los judíos, tienen una ceremonia que se realiza junto al "Muro de las Lamentaciones”, en Jerusalén, cuando el joven llega a los l3 años. En esa ocasión, se le entrega al joven la Torá (los cinco primero libros de la Biblia); ya puede leer la Torá, en la sinagoga. El joven, en ese momento, ha llegado a la mayoría de edad religiosa, por eso se le llama a ocupar su lugar en la sinagoga.

Tradición bíblica En nuestra Iglesia, por motivos pastorales, se administra la confirmación, cuando el joven se encuentra entre los 14 y los 18 años, más o menos. Es el momento en que el joven ya tiene la capacidad intelectual suficiente para aceptar a Jesús personalmente. En nuestra Iglesia, el bautismo y la confirmación forman un solo bloque. Lo que se inicia en el bautismo, se complementa en la confirmación. Esta es la costumbre bíblica, que se puede apreciar en el capítulo octavo del libro de los hechos de los Apóstoles (Hch 8,1 117).En este capítulo se narra cómo el diácono Felipe bautiza a muchos en Samaria. Al ser bautizados, ya habían recibido el Espíritu Santo. Pero los apóstoles intuyeron que hay una progresión en la manifestación de Dios y en la comunicación de su Espíritu; por eso mandaron a Pedro y Juan, para que les impusieran las manos y recibieran una nueva efusión del Espíritu Santo. Ésta tradición bíblica es la que se conserva en la Iglesia católica con relación a la confirmación. El cristiano recibe el Espíritu Santo desde su bautismo, que se va manifestando, progresivamente, en su vida conforme va madurando espiritualmente. "Como toda vida, también la vida cristiana basada en el bautismo tiene que crecer y madurar. Este proceso de crecimiento es fruto de la gracia de Dios. El sacramento de la confirmación sirve sobre todo para fortalecer y perfeccionar la gracia del bautismo" (Catecismo para adultos, BAC, Madrid, 1979)

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La sanación interior La confirmación es un sacramento que lleva mucha sanación al joven en su paso de la niñez a la juventud. Es una etapa muy difícil para el adolescente, que comienza a ser joven. Acaba de tener su encuentro con el concepto de pecado, con el mal del mundo. Su despertar a la sexualidad lo ha turbado, lo ha desconcertado. Su fe de niño, de pronto, se ha visto minada por las dudas, que surgen en el adolescente, cuando comienza a estudiar, a escuchar, en la Secundaria y en la Universidad, puntos de vista que nunca había considerado. Se podría hablar de una “sanación intelectual” del joven. De niño ha concebido, muchas veces, imágenes de Dios, que no son las adecuadas. Su familia, el ambiente en que vive, le han presentado, a veces, un Dios tremendo al que se le debe tener miedo. El joven, durante la preparación para su confirmación, a la luz de la Biblia, descubre que Jesús es la imagen visible de Dios, que es invisible, siente un alivio espiritual. Se encuentra con un Dios “papá” bondadoso, que quiere en todo su bien. También el joven experimenta una “sanación de su intelecto", cuando le explican los principales enfoques de la Biblia con respecto a Dios, al hombre, al cosmos. Muchas veces, el joven siente la angustia de tener que confrontar la ciencia con la religión. En su familia y en tu entorno le han explicado, por ejemplo, que el hombre fue fabricado del barro y que Dios hizo el mundo en seis días. Cuando en el bachillerato escucha las explicaciones de sus maestros, a la luz de la ciencia, se siente “angustiado” al tener que sostener lo que se le ha enseñado en un ambiente familiar no puesto al día con lo que expone la ciencia. Durante la preparación a la confirmación, al joven se le aclaran sus dudas. Se le hace ver lo que es un "género literario,, por medio del cual lo único que la Biblia quiere afirmar es que Dios es el creador del mundo y del hombre. Lo que se dice del hombre y del cosmos podría ampliarse a muchos otros tópicos que el joven quiere que se le expliquen a la luz de la Biblia y de la ciencia. Cuando el joven llega a comprender que no hay contradicción entre la ciencia y la religión, experimenta una “sanación de su intelecto". Lo mismo podría decirse acerca de una "sanación de la conciencia". La moral que, muchas veces, exponen las abuelitas y las mamás sin mayores estudios es muy "rigorista". Todo es pecado. Esto crea una conciencia escrupulosa. Cuando el joven en su 16

preparación para la confirmación recibe una orientación madura acerca de la moral cristiana, experimenta también una "sanación de su conciencia". Se siente liberado de muchos tabúes, que la sociedad le había impuesto con respecto a la moral, sobre todo con respecto a la sexualidad.

La nueva efusión del Espíritu Santo Los apóstoles recibieron un adelanto del, Espíritu Santo el mismo día de la resurrección; Jesús sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Pero, en ese momento, los apóstoles no estaban del todo preparados para ser llenados por el Espíritu Santo. Por eso, el Señor los envió a un largo retiro espiritual, en el que en una perseverante oración de amor y meditación acerca de la muerte y resurrección del Señor, se prepararon para recibir la experiencia de la llenura del Espíritu Santo, en Pentecostés. No es lo mismo tener el Espíritu Santo que "estar llenos del Espíritu Santo". Por nuestra debilidad humana y nuestra desobediencia en seguir las inspiraciones del Espíritu, "entristecemos al Espíritu Santo" (Ef 4,30), es decir, bloqueamos su acción en nosotros, impedimos que "nos llene". En el bautismo somos "llenados" por el Espíritu Santo, pero, por nuestra deficiencia espiritual, todavía no se manifiesta con todo su poder y carismas en nosotros. La confirmación es el momento de la apertura mayor al Espíritu. Y, en este sentido, debe ser preparado el joven para la confirmación para que tenga un "Pentecostés personal". Lastimosamente, esto, en la mayoría de los casos, no se cumple porque los jóvenes no llegan a tener una conversión más profunda, ya que están bloqueados todavía por muchas cosas mundanas. La nueva efusión del Espíritu Santo, que el joven recibe en la confirmación, lo lleva a una sanación interior muy necesaria. Podría hablarse de una "sanación de los malos recuerdos", sobre todo de pecados graves de tipo sexual, en los que algunos jóvenes han caído. Es el momento en que el joven logra aceptar el perdón de Dios, y se libera del complejo de culpa; se siente limpio, con una conciencia tranquila.

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Por medio del Espíritu Santo, que se puede manifestar más en él, el joven tiene una experiencia mayor de sentir a Dios como un padre bueno. Muchos jóvenes han pasado por la mala experiencia de su inadecuada relación con su papá. Muchos no conocieron a su papá; otros sufrieron el trauma de ver cómo su papá dejaba el hogar para irse con otra mujer. Otros más, tuvieron una mala relación con un papá sumamente autoritario, Que anuló su personalidad. El encuentro con un Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, lleva a una sanación interior muy grande, a una reconciliación con su padre o con su madre. Dice la Carta a los Romanos: “Ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: ¡Abba! ¡Padre! (Rm 8,15). El encuentro más profundo con un Dios, que es papá bueno, sana al joven de su miedo al futuro, del temor de no saber qué será de su vida. Al encontrarse con la figura de un Dios papá, sabe que ese padre lo ha enviado al mundo con un plan de amor. Ese padre, al "sellarlo" en el bautismo, por medio del Espíritu Santo, se comprometió a no abandonarlo nunca. A guiarlo siempre hacia aguas tranquilas y verdes pastos. La preparación a la confirmación, por eso, no debe consistir sólo en adquirir conocimientos de tipo doctrinal. Sobre todo debe buscarse que el joven llegue a una "segunda conversión”, A una fe de adulto. Hay que propiciar que el encuentro del joven con Jesús no sea sólo de «oídas», sino una experiencia personal. El sacramento de la confirmación logra que el joven se sienta perdonado por Dios. Amado. Fortalecido en su nueva etapa existencial. La gracia propia, que comunica el Sacramento de la Confirmación, le trae al joven cierto equilibrio espiritual y fortalecimiento para sus luchas diarias contra las tentaciones; de manera especial lo fortifica contra la tentación de tipo sexual, que turba a todo joven de manera especial. Esta preparación lo fortalece contra las infaltables dudas contra la fe, que el mundo le presentará. Ésta es una sanación de gran valor para el joven, al iniciar su período tan delicado de la juventud.

Como un caballero andante Durante la ceremonia de la confirmación, a veces, el obispo le da una palmada en la mejilla al joven. Con este gesto se quiere simbolizar la fortaleza que el sacramento de la confirmación le 18

comunica al joven, para que no se «avergüence» de su actitud cristiana en toda circunstancia de su vida. Sobre todo en un mundo que se burla del que no sigue sus normas y consignas. En la Edad Media había una ceremonia muy significativa para armar al que deseaba ser un "caballero andante", para ir por el mundo defendiendo a los necesitados y haciendo el bien. Antes de recibir su armadura, el candidato pasaba la noche "velando sus armas". En la confirmación sucede algo parecido. El joven, al salir de la niñez, es llamado por la Iglesia para ser un caballero andante de Jesús, un evangelizador. Por eso, se le prepara y se le entrega su armadura para el combate contra el mal, contra la contaminación de las presencias diabólicas, que según la Carta a los Efesios, pululan en el mundo (Ef 6,12). El día de su confirmación, el joven recibe el "Casco de la salvación", para que en todo momento experimente a Jesús como su Salvador personal y el Señor de su vida. Se le entrega la "Coraza de la justicia", que debe acompañarlo siempre contra las lanzadas de la "injusticia", de lo torcido, de lo que va contra la ley del Señor, que el mundo le estará tratando de hundir. El "Cinturón de la Verdad" debe rodear siempre su cintura, ya que el espíritu del mal buscará enredarlo en sus mentiras. Jesús al Espíritu del mal, lo llama "padre de la mentira". Al mismo tiempo, Jesús se presenta como la Verdad: "Yo soy la Verdad y la Vida"( Jn 14,6 ). El joven recibe el "Escudo de la fe" para que guarde su corazón contra las tentaciones de desconfianza en Dios, con que el enemigo quiere atravesarle el corazón. La fe es el don que ha recibido como semilla en el Bautismo y que debe cuidar y acrecentar por medio de la meditación de la Palabra y de la oración. El escudo de la fe debe proteger al cristiano contra las flechas del fuego de la desconfianza en Dios, que Satanás procura lanzarle, sobre todo, en momentos difíciles de su vida. Al joven también se le entrega la "Espada del Espíritu Santo”, que es la Palabra de Dios, que debe estar siempre en su mente y corazón para defenderse de los engaños, que los falsos profetas predican como emisarios del mal. Al joven la Iglesia le ofrece el "Calzado del Evangelio de la paz". Unos zapatos claveteados, como los del soldado romano, para que por medio de la predicación del Evangelio, se sienta bien plantado en la roca de la salvación, que es la Palabra de Dios. Con esta armadura del cristiano (Ef 6, 13-17), que se le entrega al joven el día de su confirmación, el joven renueva sus promesas bautismales y se compromete a ser un caballero andante, que va a 19

llevar el Evangelio a todos, como "poder de Dios para salvación del que cree" (Rm 1,16). Desde un punto de vista espiritual, la confirmación es un sacramento que le trae al joven la sanación de su mente y el fortalecimiento para vivir como discípulo de Jesús. Sobre todo en el ambiente juvenil, que se encuentra en crisis de valores y desestabilizado por los pecados sexuales y el alejamiento de la Iglesia de Jesús.

En la corriente del Espíritu El profeta Ezequiel tuvo una visión; contempló que del templo en ruinas comenzaba a salir un chorrito de agua, que fue creciendo cada vez más y más. Un personaje le dijo al profeta que se metiera al agua. Al principio, el agua le llegaba al tobillo, después a la rodilla, a la cintura; hasta que tuvo que ir a nado, llevado por la impetuosa corriente. La vida en el Espíritu así es: se comienza con un chorrito, pero lo normal del cristiano maduro es que vaya nadando en el Espíritu. El joven, por lo general, lleva una vida espiritual bastante mediocre. Le falta maduración, compromiso en lo que respecta a las cosas de Dios. La confirmación debe ser para él su "Pentecostés personal". No puede contentarse con que el agua del Espíritu le llegue sólo al tobillo. Debe ir nadando en el Espíritu. Su "Pentecostés personal" debe "sanarlo" de su mediocridad espiritual. Debe aprovechar la gracia de su confirmación para ser llenado por el Espíritu, para comenzar una nueva vida en el Espíritu, que debe caracterizarse por los "ríos de agua viva", que broten de su interior. La confirmación debe ser una "segunda conversión" en su edad adulta. El especialista en la teología del Espíritu Santo, Heriber Mühlen, dice: "El que en la recepción de un sacramento se dé una experiencia personal e incluso emocional de la presencia del Espíritu Santo, depende de la apertura y disposición personal de cada uno." (El Espíritu Santo y la iglesia, Ediciones Secretariado Trinitario, Salamanca, #9). En muchos jóvenes no se perciben los signos carismáticos propios de la confirmación, porque falta una conversión más profunda y una mayor apertura al Espíritu. De aquí que la mayor o menor intensidad de "sanación interior", obrada por el Espíritu Santo, depende de la preparación con que el joven se acerque a recibir este sacramento. El aceite con que se unge a los jóvenes en la confirmación tiene un significado sanador muy importante. El aceite, en la antigüedad, 20

era signo de sanación. El joven llega a la confirmación, al salir de la niñez y la adolescencia. Por así decirlo, lleva dentro "el niño herido", que todos llevamos al entrar en la juventud. Niño herido por haber sido, tal vez, abusado por algún familiar, por la tiranía del padre o por la superprotección de la madre; por todas las cosas adversas que lo han golpeado en su vida. Casi nunca ha podido hablar de estas cosas con ninguno. La preparación para la confirmación es un momento privilegiado para hacer un recuento de esta situación lacerante, y ayudar al joven para una sanación interior. El aceite de la confirmación, el santo crisma, es un aceite oloroso, que le debe correr por la frente como signo de la "sanación interior", que Dios quiere obrar en su vida por medio del Espíritu Santo. Ese aceite perfumado debe recordarle que Jesús lo está sanando y lo envía para convertirse en "sanador" de tantos otros jóvenes heridos, a quienes les puede llevar el Evangelio de Jesús y el testimonio valiente de su vida cristiana. La confirmación, recibida con esta disposición de fe, hace que este sacramento no se quede, como para muchos, en un rito cualquiera al que se llega por costumbre, sino que se convierta en un punto de partida para que el joven tenga un encuentro personal con Jesús, que debe marcar su nueva vida en el Espíritu Santo.

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SANACIÓN EN LA CONFESION (1) La sociedad actual tiene pavor del sida, del cáncer; pero acepta el pecado como la cosa más natural; no ha descubierto que es la "enfermedad" peor de todas, la raíz de todos nuestros males. El pecado nos enferma no sólo el alma, sino también el cuerpo. Recuerdo el caso de una señora a quien después de bastante tiempo de verla en silla ruedas, la vi en una gran asamblea de oración, levantarse de su silla de ruedas y ponerse a caminar. A los pocos días quise preguntarle qué había sucedido. Me contó que durante la asamblea, después de poderosa predicación y mucha oración, había logrado perdonar a su esposo, a quien odiaba desde hacía muchos años. Cuando pudo perdonar de corazón, comenzó a sentir que la sangre corría por sus piernas. Oyó que el sacerdote decía: "Levántate y camina". Ella, de pronto, se puso a caminar. El pecado de odio había sido veneno que había paralizado a aquella señora. Ahora, que había podido perdonar, nuevamente le volvía la salud. En el Éxodo, se recuerda que debido al pecado de murmuración, aparecieron serpientes venenosas, como juicio dc Dios contra su ingrato pueblo, que había olvidado todos los signos y prodigios que Dios había hecho a favor del pueblo de Israel. Las serpientes causaron gran mortandad en el pueblo. Cuando el pueblo reconoció su pecado: y pidió perdón, el Señor le prometió que quedarían sanos los que vieran la imagen de una serpiente de bronce, que había mandado poner en lo alto de un palo. Este acontecimiento del Antiguo Testamento, cobra significado cuando escuchamos que Jesús le dice a Nicodemo: "Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del Hombre tiene que ser levantando para que todo el que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna" (Jn 3, 14-1 5). En el Antiguo Testamento, el remedio contra el veneno de las serpientes consistía en confiar en la Palabra de Dios y ver la imagen de la serpiente en lo alto de un palo. En el Nuevo Testamento, el remedio contra el veneno del pecado, es ver con fe a Jesús en la cruz y aceptar su muerte redentora, por medio de la cual nos sana del pecado y de la muerte eterna. El valor de la sangre de Jesús se nos 22

aplica por medio del sacramento de la Reconciliación, que Jesús entregó a su Iglesia el día de su resurrección.

El Sacramento Los apóstoles se encontraban encerrados en el Cenáculo (lugar de la Última Cena). Tenían pavor de que llegara la guardia romana a llevárselos de un momento a otro. San Marcos afirma que estaban "llorando" por su pecado de haber negado y abandonado a Jesús (Mc 1 6, 10). La agonía había invadido sus mentes y corazones. Eran personas enfermas del alma y del cuerpo, que languidecía. De pronto, sin que se abrieran puertas ni ventanas, se les apareció Jesús resucitado. La primera impresión fue de' miedo: creían que era un "fantasma". Jesús los calmó y comenzó diciéndoles: "Shalom"; "La paz con ustedes". Luego les mostró las huellas de su sacrificio en las manos y costado. De esta manera, el Señor les indicó que el precio del perdón, de la paz, que les estaba otorgando, se debía a su sangre derramada en la cruz. La paz, entonces, comenzó a entrar en los corazones de los apóstoles. Jesús, después de haber perdonado a sus apóstoles, los convirtió en instrumentos de perdón para la comunidad; les dijo: " A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar" ()n 20,23). Ahí estaban presentes sólo los apóstoles, los sacerdotes que Jesús había ordenado en la Ultima Cena. Fue, precisamente, el día de la resurrección, cuando Jesús entregó a su Iglesia el Sacramento del perdón. Los apóstoles, después de ser perdonados por Jesús, se sintieron "sanados" del alma y también de su cuerpo, que comenzó a reaccionar: ya pudieron levantar los brazos con júbilo, diciendo: "¡Aleluya!" Por medio de la sangre de Jesús, fueron sanados del veneno del pecado, que les había traído enfermedad de alma y cuerpo. En el sacramento de la reconciliación, Jesús nos aplica el valor de su sangre preciosa, derramada en la cruz. Nos vuelve a decir: "Miren mis manos y mi costado". Así como los apóstoles quedaron sanados del veneno del pecado y recobraron la salud del alma y del cuerpo, también nosotros, en la confesión, somos sanados del veneno del pecado. Y la salud vuelve a nuestros corazones y a nuestros cuerpos. Con acierto escribió san Agustín; "Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza". Es el mismo Jesús, que fue levantado 23

en la cruz y resucitó, el que nos perdona. El que nos vuelve a decir: "Miren mis manos y costado". No importa que el sacerdote, sentado en el confesionario, se llame Pedro o Judas. En el confesionario el sacerdote es un simple instrumento, un canal por medio del cual Jesús ha querido hacernos llegar el valor de su sangre preciosa, que nos sana del veneno mortal del pecado. La confesión es un sacramento eminentemente sanador, pues, nos cura de la enfermedad más terrible y contagiosa, el pecado. Algunos casos bíblicos nos pueden ayudar a profundizar en lo que significa el pecado y el perdón de Dios en nuestras vidas. En la confesión es el mismo Jesús que nos busca y se vale de todos los recursos de su misericordia para encontrarnos y ayudarnos a confesar nuestro pecado, para que él pueda perdonarnos, sanarnos de ese mal tan deleznable, que origina en nosotros tantos males de tipo espiritual, físico y psicológico.

Hay que salir del escondite El gozo fue la característica de Adán y Eva, cuando recibieron la bendición de Dios en el paraíso terrenal. Un ambiente de armonía los envolvía. Apenas pecaron, todo cambió: sus almas se inundaron de miedo, de depresión. Su cuerpo también languidecía. Lo único que se les ocurrió fue esconderse de Dios. Creyeron que así todo quedaba solucionado. Adán y Eva escondidos, temblando de miedo, angustiados, son el prototipo del enfermo espiritual, que se siente invadido por la depresión. Antes, Adán y Eva rebosaban salud: se desplazaban con agilidad por el jardín del Edén. Ahora, se encontraban totalmente inmóviles, escondidos. En vano eran dueños de un hermoso jardín del que no podían gozar. El pecado enferma: paraliza el alma y el cuerpo. Dios, en su misericordia, no los aniquiló: los fue a buscar. Los dos pecadores escondidos, al ser encontrados, alegaban que se habían ocultado porque estaban desnudos; pero que nada de especial había sucedido. Una de las cosas más difíciles es aceptar que somos pecadores" siempre encontramos una "excusa" a la mano para justificar nuestras actitudes incorrectas delante de Dios. Dios misericordioso no los dejó escondidos, temblando de miedo, muertos de angustia. Los comenzó a "convencer" de pecado. Los ayudó a salir. Cuando, al fin, aceptaron dejar su escondite, 24

cuando reconocieron que eran pecadores, Dios, inmediatamente, les echó encima unas pieles, ya que estaban desnudos (Gen 3,21). Estas pieles simbolizan la misericordia de Dios, que envuelve al pecador que se arrepiente. El caso de los primeros pecadores, Adán y Eva, es típico del ser humano; cree que con esconder su pecado va a solucionar su problema de angustia, de miedo, de complejo de culpa. Dios, en su misericordia, comienza a buscar al pecador por todos los medios posibles, pero no puede echarle encima sus pieles de su perdón, de su paz, hasta que no haya salido de su escondite para reconocer que es pecador y arrepentirse. Adán y Eva, ya perdonados, volvieron a experimentar la paz que habían perdido. Volvieron a sentir deseos de gozar de su amistad con Dios, de las maravillas del Edén. Se sentían, ahora, sanados del alma y del cuerpo. El perdón de Dios es la medicina más eficaz para el alma angustiada por el complejo de culpa. En el santoral de la Iglesia católica oriental aparecen Adán y Eva en la lista de los santos. La tradición ha intuido que los primeros pecadores, que se atrevieron a salir de su escondite para entregarse nuevamente a Dios, aprovecharon la nueva oportunidad que Dios les daba, se convirtieron y fueron santificados. En su misericordia, el Señor también fue a buscar a Caín, después que asesinó a su hermano. El Señor, para ayudarle a Caín a salir de su escondite de pecado, le dijo: "Caín, ¿dónde está tu hermano?" (Gn 1,9). Caín alegó que él no era el custodio de su hermano para saber dónde estaba, y siguió corriendo. No aceptó el diálogo con Dios (la oración); siguió corriendo aceleradamente. No quiso reconocer y confesar su pecado. Caín es descrito en la Biblia como un hombre atormentado por su conciencia, siempre huyendo. Dios lo buscó; también a él quería echarle encima las pieles de su perdón, pero él no quiso confesar su pecado, y siguió corriendo con el gran complejo de culpa que llevaba sobre sus espaldas por el asesinato de su hermano. El poeta francés, Víctor Hugo, tiene un poema en que narra que Caín, después de haber asesinado a su hermano, comenzó a ver un ojo que lo perseguía por todas partes. Había huido a las montañas, a los valles, a los bosques, a la selva: en todos los lugares se le aparecía el ojo que lo atormentaba. Sus hijos le hicieron un refugio subterráneo para que no viera más el ojo perseguidor. Pero, al no 25

más ingresar Caín en su refugio, lo primero que dijo fue: "¡Ahí está el ojo!". También el profeta Jonás pensó que huyendo de Dios podía tranquilizar su conciencia. Dios lo había enviado a predicar a la ciudad pagana de Nínive: pero como él odiaba a los paganos, se fue huyendo en un barco a la ciudad de Tarsis. El método de Dios para buscar a Jonás, fue suscitar una tormenta. Los marineros supersticiosos buscaron entre los tripulantes al culpable por la tormenta. Encontraron al profeta durmiendo en la bodega del barco. Jonás no quería ver su realidad, por eso trataba de dormir mientras los paganos rezaban a sus dioses en lo más rudo de la tormenta. Dios se sirvió de los marineros para hacerle un examen de conciencia a Jonás. Los marineros, al encontrar a aquel raro personaje durmiendo durante la tormenta, le preguntaron: "¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?" Preguntas básicas para todo ser humano. Jonás admitió que debido a su pecado, Dios había provocado la tormenta. Además, él mismo les dio la solución del problema. Les dijo que lo echaran al mar. En todo el sentido de la palabra, Jonás quería castigarse. Es la gran tentación nuestra, cuando el complejo de culpa nos aplasta; queremos castigarnos nosotros mismos. Judas no soportó el remordimiento de su conciencia y terminó suicidándose. Lo que Jonás les proponía a los marineros, propiamente, era un "suicidio indirecto". Al ser lanzado al mar, Jonás fue tragado por un gran cetáceo. El vientre del cetáceo fue para Jonás como la casa de retiro espiritual a donde lo llevó el Señor para que se arrepintiera de su pecado y pidiera perdón. Apenas Jonás clamó al Señor, pidiendo perdón, la ballena lo vomitó en la playa. El Señor lo perdonó y le concedió una nueva oportunidad de rehabilitarse. El confesionario es el vientre de la ballena, a donde vamos a vomitar nuestros pecados. En su misericordia, el Señor, suscita tormentas en nuestra vida, y permite que vayamos a parar al oscuro vientre de ballenas de conflictos para que recapacitemos en nuestra situación de pecado y nos entreguemos en sus manos de Padre. La confesión, precisamente, es entregarse en manos de Dios, para ir por su camino de salvación y abandonar nuestro camino de perdición. El complejo de culpa es terrible: enferma a las personas, les quita el gozo, la paz. De una situación espiritual y psicológica 26

enfermas, nacen muchas otras enfermedades de todo tipo. La confesión fue el gran medio que Jesús nos dejó para reconciliarnos con Dios y con nosotros mismos. Por eso dice la carta de san Juan: " Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1jn 1, 9). Nada tan saludable contra el complejo de culpa como la confesión, por medio de la cual salimos de nuestro escondite de pecado y pedimos perdón a Dios. En ese momento, experimentamos las pieles de perdón de la misericordia de Dios, que nos devuelve la paz, la salud, que el pecado nos había arrancado.

La doble personalidad El caso del Rey David es un caso típico que ilustra lo que le sucede al pecador, que no ha logrado vomitar su pecado. David cayó en adulterio con la bella Betsabé. Cuando Betsabé quedo embarazada, el problema se complicó, pues el esposo de Betsabé era un general del ejército de David, que estaba en la guerra. Lo único que se le ocurrió David, fue poner en lo más arduo de la batalla al esposo de Betsabé; a sus generales, David, les ordeno que lo dejaran solo, y, claro está, lo mataron. David se sintió libre para seguir en su relación con Betsabé. Y comenzó a vivir una doble personalidad. Por un lado era el piadoso rey que componía bellos Salmos, que todos entonaban en el Templo; por otro lado, era el adultero rey asesino, que sabía esconder bien su pecado. Como extraordinario poeta que era. David pudo expresar, maravillosamente, su situación psicológica y espiritual durante el tiempo que vivió en adulterio: su terrible enfermedad del alma que se proyectó a su cuerpo y lo enfermó. En el Salmo 32, escribió David: "Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía desfallecer" (Sal 32 3-4). Muy gráficamente, David hace hincapié en cómo la enfermedad de su alma, "su gemir de todo el día”, se proyecta sobre su cuerpo, que va decayendo; por eso David se siente "como flor marchita”. En otro tiempo, a David lo habíamos encontrado como el jubiloso joven a quien llamaban para que, al compás de su cítara, entonara bellos cánticos, que ahuyentaban la terrible depresión del conflictivo Rey Saúl. Ahora, en cambio, el deprimido era el mismo David; era él que necesitaba que lo ayudaran a salir de su depresión 27

profunda. Aquí se describe, lo que los médicos llaman una enfermedad psicosomática. Una enfermedad del cuerpo, que tiene su origen en el alma. Muchas de nuestras enfermedades tienen su origen en el pecado, que nos ha traído maldición y nos ha privado de lo principal de nuestra vida: la bendición de Dios. Muchos andan buscando la salud de su cuerpo, y se olvidan de buscar, en primer lugar, la raíz de su mal en su alma en pecado. Me viene a la mente el caso de un “religioso” de votos, que durante muchos años había sido atendido por un psicólogo, sin resultados evidentes. Un día, platicando con este religioso, le pregunté: “y ¿qué dice el psicólogo de sus pecados sexuales?” Me respondió que nunca habían tratado el tema del pecado. Me quedé asombrado. Un religioso, que buscaba la solución de su problema sólo por el camino de la psicología, y se olvidaba del camino de la Gracia, que Dios nos ofrece por medio de los sacramentos de la Confesión y Comunión. Un psicólogo cristiano de corazón puede ayudar mucho a su paciente religioso. Un psicólogo, que no toma en cuenta los principios del Evangelio, lleva a la persona a "dar palos" al aire, sin quebrar la piñata, repleta de complejos de culpa. David expresó, maravillosamente, lo que sucedió en su vida, cuando, al fin, logró vomitar su pecado de adulterio ante el profeta Natán, que Dios le había enviado para que lo ayudara a ver su realidad pecaminosa y su juego de doble personalidad. Cuando, al fin, David reconoció su pecado y pidió perdón, el profeta le aseguró que el Señor lo perdonaba. Es lo que hace el confesor con el penitente. Le ayuda a identificar su pecado y a vomitarlo. Luego, en nombre de Dios, le asegura que Dios perdona al que está sinceramente arrepentido y tiene propósito de enmienda. Hay algo más que habría que acentuar en el caso de David. El Señor lo perdonó, cuando lo vio llorando arrepentido ante el profeta Natán; pero por medio del mismo profeta el Señor, al mismo tiempo que le aseguraba que lo perdonaba, le dijo: " Pero como has ofendido gravemente al Señor, tu hijo recién nacido tendrá que morir" (2S 12,14). David comenzó a clamar con gemidos al Señor; durante varios días durmió en el suelo y ayunó; pero el niño murió, como había dicho el Señor. Después de la muerte de su hijo, apunta el texto bíblico: " David se levantó del suelo, se bañó, se perfumó y se cambió de ropa, y entró en el templo para adorar al Señor" (2S 12,20). 28

Esta actitud de David habla muy bien de lo que es una reconciliación total con el Señor. David, no fue al templo para reclamarle al Señor lo que había sucedido con su hijo, sino para adorarlo, para alabarlo. Aceptó el juicio del Señor, como antes había aceptado su pecado y el perdón de Dios. Muchas personas son perdonadas, pero ellas "no perdonan” a Dios por las consecuencias de sus pecados. Como que Dios fuera el culpable de lo que les sucede. Sembraron espinas y quieren cosechar rosas. La sanación profunda nos llega, cuando no sólo aceptamos el perdón de Dios, sino también su juicio contra nosotros, que es expresión de su amor de Padre, que, aunque le duela , necesita “podarnos” para que seamos liberados de las raíces de mal, que podrían retoñar en nosotros y llevarnos nuevamente la perdición. Este aspecto de la sanación por medio de la confesión y el juicio de Dios, muchas veces, se silencia, y hasta se busca ignorar: tenemos miedo de ver la realidad. Lo cierto es que nuestra manera de demostrarle a Dios nuestro agradecimiento por su perdón, es aceptando en todo su voluntad. Alabarlo, aún en medio de la desgracia, como hizo David, después de la muerte de su hijo. El Doctor David Belgum, al comentar que el 75% de los enfermos de los hospitales de Estados Unidos sufren de enfermedades, que tienen un origen de tipo emocional, escribió: "Sus síntomas físicos y sus colapsos pueden ser sus CONFESIONES involuntarias de su culpa". Muchos de nuestros comportamientos enfermizos tienen su origen en problemas espirituales no resueltos. Nuestra alma necesita ser sanada para que no siga sangrando y haciendo sufrir a los que nos rodean. Escribe Ansel Grüm: "Ningún otro sacramento se parece tanto a las entrevistas terapéuticas como la confesión. Y al mismo tiempo, psicólogos y psiquiatras envidian este sacramento en el que no sólo se habla de las propias culpas, sino que, además, por medio de un rito, que se adentra en las profundidades del inconsciente, se concede de manera eficaz, el perdón de esas culpas" ( "La penitencia" , San Pablo, Madrid, 2OO2). Los sacerdotes, que tenemos muchos años de comprobar con los penitentes y en nuestra propia vida la experiencia que narra David, damos gracias a Dios por el regalo del sacramento de la Penitencia, que Jesús entregó a su Iglesia, precisamente, el día de su resurrección. En el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel tenía un día que llamaba de la expiación, el "Yon Kippur"' Tomaban un cordero sin mancha y sin defecto, y todos ponían sobre él sus manos como para 29

transmitirle sus pecados. Luego precipitaban ese cordero en un abismo o hacían que se perdiera en el desierto. De esta manera se sentían liberados de sus culpas. En el confesionario, nosotros, no hacemos otra cosa que echar encima de Jesús nuestros pecados. Jesús, Cordero sin mancha y sin defecto, en la cruz, se llevó nuestros pecados. En el confesionario, nos aplica el valor de su sangre preciosa. Por eso, al salir de un confesionario, como el Rey David, podemos decir: "Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad; decidí confesarte mis pecados, v tú Señor, los perdonaste... Tú eres mi refugio: me proteges del peligro, me rodeas de gritos de liberación" (Sal 32, 5-7). Si los confesionarios pudieran hablar, nos contarían miles y miles de historias de personas que llegaron como "flores marchitas" y se retiraron del confesionario entonando "gritos de liberación"' Por medio del sacramento de la Reconciliación, Jesús sigue sanando a los que estamos enfermos del alma o del cuerpo.

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SANACIÓN EN LA CONFESION (II) Cuando yo era niño, en mi diminuto catecismo de primera comunión, leí: "Para hacer una buena confesión son necesarias cinco cosas: Primero, examen de conciencia; segundo, dolor de los pecados; tercero, propósito de enmienda; cuarto, decir los pecados al confesor; quinto, cumplir con la penitencia". Después de muchos años de confesar a muchas personas, como sacerdote, me admiro de cómo, en tan breves y sencillas líneas, el catecismo de niños presentaba un proceso maravilloso de lo que debe ser la confesión, que implica un itinerario de conversión, que lleva a una de las grandes sanaciones de toda persona que acude al sacramento de la Reconciliación. Cuando leo la parábola del Hijo pródigo, constato que, con una didáctica inigualable, Jesús detalla los pasos esenciales que deben darse para una auténtica conversión y sanación del alma. Según el proceso, que indica Jesús, la conversión se inicia con un examen del corazón, Que lleva al arrepentimiento sincero por la ingratitud contra nuestro Padre, Dios, y culmina con una confesión de los pecados y la aceptación de la fiesta que Dios nos hace para recibirnos nuevamente en su casa.

El cuidador de cerdos El hijo pródigo, de la parábola de Jesús (Lc 15, 11-24), se sintió la persona más infeliz del mundo cuando cayó en la cuenta que había malgastado en diversiones mundanas y lujuriosas, la herencia, que por adelantado, le había pedido con altanería a su padre. Cuando se quedó sin dinero, y lo único que le ofrecieron de trabajo fue cuidar cerdos, evaluó hasta dónde había descendido en el resbaladero del pecado. Fue, entonces, que comenzó a oír más clara la voz de Dios en lo profundo de su conciencia. Meditó en la bondad de su padre, en la paz y abundancia que tenía en su casa .Le dolió el corazón por haberse comportado con su padre con tanta altanería, y haber derrochado el dinero, que tanto trabajo le había costado a su padre. Pero no se quedó sólo en lamentaciones; de pronto dijo: "Me levantaré e iré a la casa de mi padre, y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme tu hijo, trátame como a uno de tus sirvientes" (Lc 15, l9). 31

La soledad del campo, la miseria en que se encontraba, le ayudaron a profundizar en su realidad y aflojar su duro corazón en pecado; en lo profundo de su alma, comenzó a oír con más fuerza la voz de Dios, que trataba de convencerlo de pecado. Este "examen de conciencia" lo llevó a la urgencia de "confesar" su pecado ante su padre: " Le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti " (Lc 15, 18). En nuestra situación de pecado, nos ayuda la soledad, la intranquilidad que Dios pone en nuestro corazón. Es el Espíritu Santo, que trata de "convencernos de pecado" (Jn 16,8). Es la voz de Dios que vuelve a decir'. "Adán, ¿dónde estás?, Caín, ¿dónde está tu hermano?". La voz fuerte de Dios nos lleva a la urgencia de confesar nuestro pecado, de vomitarlo. No es por miedo, sino amor a ese Padre que hemos ofendido gravemente. Es porque no podemos vivir lejos de la casa de nuestro buen Padre.

La figura sanadora del Padre Inigualable la imagen del Padre, que Jesús exhibe en la parábola. El Padre" que se queda oteando el horizonte, día a día, para ver si vuelve el hijo descarriado. El padre que sale corriendo a recibir al hijo, que regresa enfermo del alma y del cuerpo. Viene andrajoso, descalzo, hediondo, hambriento, llorando. El padre no lo deja recitar el discurso que se había venido preparando durante todo el camino. Lo abraza, lo besa, le cambia de vestiduras, le consigue un nuevo anillo y sandalias. Y no sólo eso: le prepara una fiesta grandiosa para que se sienta a gusto en su casa nuevamente. Aquel muchacho frustrado y deprimido, sintió que renacía, al experimentar el amor de su padre, que no terminaba de abrazarlo y besarlo, mientras lloraba de gozo. Fue la mejor medicina contra su frustración y depresión. De pronto, sintió que le volvía la vida, como que le hubieran aplicado algún bálsamo mágico, que lo había librado de su angustia. Se le había ido la fiebre, que casi lo hacía delirar. Por medio de sus lágrimas pudo expulsar todo el completo de culpa, que se había anidado en su corazón. Se sentía una nueva persona.

La vivencia sanadora de la parábola El que, después de haberse preparado debidamente, acude con fe al confesionario para un encuentro con Jesús, va a comprobar que la parábola del hijo pródigo no es un mito, sino una vivencia 32

espiritual, que, día a día, muchas personas siguen experimentando. El que con fe se acerca a un confesionario, derrotado por el pecado, sucio, desnudado de la Gracia, hediondo a maldad, con cáncer en el alma, experimenta lo mismo que el joven de la parábola. En el confesionario siente que es Jesús el que le quita sus andrajos y suciedad de pecado. Experimenta el abrazo de Dios, que lo recibe y le consigue un nuevo anillo de Gracia y le regala unas sandalias de misericordia para su nuevo caminar en el Espíritu. Además, como David, después de su "gemir de todo el día" y de sentirse como “flor marchita" (Sal 32, 3.4), comienza a sentir que del fondo de su corazón empiezan a resonar “gritos de liberación" (Sal 32, 7). Esto no es fantasía, ni romanticismo. Todos, un día, experimentamos la parábola del hijo pródigo. Todos damos fe de que todo lo que describe Jesús en su parábola es totalmente cierto. Lo hemos vivido, lo hemos sufrido y gozado. El que nunca haya vivido en carne propia la parábola del hijo pródigo, todavía no es cristiano, porque el auténtico cristiano lo es porque se ha sentido perdonado, salvado y recibido en la casa del Padre. El que crea que nunca ha sido hijo pródigo, debería cuestionarse seriamente, acerca de si, de veras, es cristiano. Nada tan sanador como experimentar la parábola del hijo pródigo por medio de la confesión. El pecado enferma el alma, y el alma enferma se encarga de enfermar al cuerpo. Dios, por medio del Espíritu Santo, pone desasosiego y tristeza profunda en el corazón. Eso lleva al pecador a verse obligado a descender al cuarto oscuro de su corazón para encontrarse con su pecado y tratar de liberarse de él. Cuando logra vomitar con arrepentimiento su pecado, experimenta el valor limpiador y sanador de la sangre de Cristo, que lo purifica y le devuelve la paz que había perdido. Ésa es la gran sanación que Jesús nos proporciona por medio del sacramento de la confesión. Así como el alma enferma se encarga de enfermar al cuerpo, así también el alma sanada proyecta salud a todo el cuerpo.

Lo más difícil de la confesión Después de muchos años de ser confesor de muchísimas personas, he llegado a la conclusión de que lo más difícil del sacramento de la confesión es aceptar, definitivamente, el perdón de Dios, y no castigarse con complejos de culpa. El padre del hijo pródigo no dudó en prepararle una fiesta solemne a su hijo, para 33

que se le fuera todo complejo de culpa, para que se sintiera totalmente aceptado de nuevo en su casa. Pero al hijo, eso no le pasaba por la mente; por eso, al pedir perdón, le dijo a su Padre: "Ya no soy digno de llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus sirvientes" (Lc 15,19) Los sirvientes, en ese tiempo, eran los esclavos. El hijo quería que su padre, como consecuencia de su mala vida, lo tratara como a un esclavo. Quería que lo castigara. Es muy difícil aceptar totalmente el perdón; creer que Dios ya nos perdonó, que no se acordará más de nuestros pecados. Recuerdo el caso de una anciana de más de ochenta años, que estaba a punto de morir. En un tiempo de su vida había sido prostituta. Ya se había arrepentido y confesado varias veces, pero, ahora, en su grave enfermedad, gritaba: "¡Dios no me va a perdonar, no me va a perdonar!" Y nada lograba consolarla. Cuando una persona no se ha aferrado con fe a la Palabra de Dios, es muy difícil que pueda creer en el perdón de Dios, que nuestros pecados nunca más nos serán echados en cara. Eso es, precisamente, lo que el Señor nos promete, cuando por medio del profeta Isaías, nos dice'. "Aunque los pecados de ustedes sean rojos como la grana, quedarán más blancos que la nieve" (Is 1 ,18). También por medio del profeta Jeremías, nos asegura: "No me acordaré más de sus pecados" (Jr 31 ,34). Nada tan consolador y curativo como estar seguros de que nuestro pasado de pecado ha sido sepultado en el fondo del mar (Mi 7,19), que en el libro de la vida, sólo van aparecer nuestras buenas obras y no nuestros pecados. Ésta es la expresa promesa del Señor en su Palabra. El hijo pródigo no pensaba en ninguna fiesta, sino en que su padre lo castigara tratándolo como a uno de sus esclavos. Atreverse a ingresar en la fiesta, que Dios nos prepara, después de haber sido perdonados, es lo más curativo que puede darse para el alma y el cuerpo. Al referirnos a la confesión, nosotros hablamos de "celebrar el sacramento de la Reconciliación". Parece sin sentido que vayamos a vomitar nuestra suciedad espiritual a un confesionario y que, al mismo tiempo, digamos que vamos a "celebrar el sacramento de la penitencia". ¿Se puede celebrar toda nuestra historia de pecado, de ingratitud? No. Lo que celebramos en la confesión es que esa historia negra de pecado ha sido anulada por la sangre de Jesús, que se nos aplica en la confesión. Lo que celebramos es que, sin merecerlo, nuestro Padre nos ha preparado una fiesta de reconciliación, para que no tengamos ningún complejo 34

de culpa. Celebramos que hemos pasado de la hedionda pocilga de los cerdos a la acogedora casa de nuestro padre. El Evangelio afirma que Jesús sacó siete demonios de María Magdalena. Siete, en la Biblia, indica muchos. Según la tradición de algunos Padres de la Iglesia, María Magdalena había llevado una vida licenciosa. Cuando lloró ante Jesús por sus pecados, fue perdonada y tuvo una gran conversión, que la llevó a la santidad. En el Evangelio, a María Magdalena se la encuentra siempre como una mujer gozosa, sin ningún complejo de culpa. Había aceptado con fe el perdón de Dios. No tenía ningún reparo en estar continuamente junto a Jesús. Es impresionante que a la primera persona a quien se apareció Jesús resucitado fue a María Magdalena. No fue a Pedro ni a Juan. Para Jesús la historia negra de María Magdalena había sido olvidada por completo. Jesús ya no se acordaba de sus pecados; sólo tomaba en cuenta su mucho amor, demostrado en toda circunstancia. María Magdalena se sentía "blanca como la nieve". Estaba segura de que Jesús nunca más le echaría en cara sus "muchos pecados". David Seamands, en su libro, "Curación para los traumas emocionales", cuenta el caso de un pastor protestante muy conflictivo; en sus prédicas, indisponía a toda la asamblea, trataba muy mal a su esposa, que era muy buena, la criticaba en todo. Se descubrió el motivo: durante la guerra había estado en Japón en donde había ido varias veces a visitar a una prostituta. Había pedido perdón a Dios, pero él no había podido perdonarse. Su enfermedad espiritual se manifestaba en su manera agresiva de tratar a sus fieles y a su esposa. Se le ayudó a recibir de corazón el perdón de Dios, y, entonces, se notó su cambio en su manera de ser. Mientras alguien no se haya atrevido a ingresar en la fiesta del perdón, a la que Dios nos invita – sólo invita, no obliga a entrar -, no podrá curarse de su complejo de culpa, que lo llevará a sufrir mucho y a hacer sufrir a los que se relacionen con él.

La confesión del buen ladrón Según la tradición, el ladrón, crucificado a la derecha de Jesús, se llamaba Dimas; el Evangelio afirma que al principio, los dos ladrones insultaban a Jesús. Contra él descargaban su odio acumulado contra todo el mundo. Eran dos enfermos graves no sólo del alma, sino también de sus cuerpos agotados y maltratados. 35

¿Qué le ayudó al buen ladrón para sanar su corazón y para tener una conversión impresionante, en horas extra de su existencia? La clave la podemos encontrar en el Evangelio de san Marcos; dice el evangelista que a Jesús lo crucificaron a las nueve de la mañana, y que murió a las tres de la tarde. Durante esas seis interminables horas de sufrimiento, el buen ladrón pudo escuchar "las siete palabras de Jesús". Lo vio sufrir, llorar, clamar a Dios pidiendo perdón por los que lo martirizaban. Fue una evangelización rápida y eficaz. La palabra de Jesús comenzó a convertirse para el buen ladrón en "espada de doble filo" (Hb 4,12), que le fue penetrando hasta lo más íntimo de su ser, hasta dejar al desnudo sus pensamientos e intenciones ( Hb 4,1 31. Cada palabra de Jesús se convirtió para él en martillo, que golpe a golpe, le fue rajando el corazón; por alguna rajadura se le metió la Gracia, que lo llevó a la conversión y a la sanación de su corazón endurecido por sus delitos y pecados. Dice la Carta a los Romanos "La fe viene como resultado de oír la Palabra" (Rn 10,17). Al buen ladrón se le metió la Palabra en el corazón y, de pronto, comenzó a sentirse pecador" Por eso reprendió al otro ladrón, que continuaba insultando a Jesús, y le dijo: " ¿Ni siquiera temes a Dios tu que estás en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos, pero éste no ha hecho nada malo" (Lc 23, 40 41). Propiamente: fue una confesión que hizo el buen ladrón ante todos los que estaban alrededor de su cruz. Una característica de los delincuentes es que no aceptan su pecado, le echan toda la culpa de su desgracia a los otros, a la sociedad. A lo primero que la Palabra al buen ladrón fue a reconocer que era pecador. Cuando la Palabra de Dios se introduce en el alma, como espada de «doble, filo, logramos bajar al oscuro y abandonado cuarto de nuestra subconsciencia. La Palabra, martillazo a martillazo, nos va rajando el corazón de piedra; por la más leve hendidura se nos mete la Gracia y comienza a enfrentarnos con nuestros pecados. El Espíritu Santo nos “convence de pecado" (Jn 16,8), y provoca en nosotros la fuerza para expulsar el pecado por medio de la confesión, con sincero arrepentimiento y propósito de enmienda. El buen ladrón, como el hijo pródigo, no se quedó sólo lamentando su triste historia de pecado. Acudió a quien podía salvarlo. Le dijo al Señor: " Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino". (Lc 23 ,42). A pesar de que veía a Jesús en la cruz, derrotado, ultrajado, humillado, impotente, lo llamó rey: le pidió 36

que lo aceptara en su reino. Como resultado de oír la Palabra, le había llegado la fe al buen ladrón: " La fe viene como resultado de oír la Palabra" (Rom 10,17). Por medio de la predicación, de la lectura de la Biblia, nos llega la fe o es aumentada la medida de fe que tenemos. Es la fe la que nos lleva a confiar en la misericordia de Jesús; por eso no sólo nos atrevemos a confesar nuestros pecados, sino que también nos atrevemos a pedirle que nos acepte nuevamente en su casa. La respuesta de Jesús fue contundente: " le aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). A Jesús le basta ver un corazón arrepentido para darle pasaporte y visa hacia la salvación. Así lo experimentó David, cuando escribió: "Un corazón humillado y contrito, tú no lo desprecias" (Sal 51 ,17). Santo Tomás decía que cuando con las debidas condiciones nos acercamos a un confesionario, ya vamos perdonados, pues apenas Dios detecta el sincero arrepentimiento, nos perdona inmediatamente. Al oír la respuesta de Jesús, cambió, inmediatamente, la actitud del ladrón arrepentido. De blasfemo pasó a ser un alabador de Jesús. Lo llamó rey, cuando los demás lo llamaban engañador, falso profeta. Seguramente los ahí presentes pudieron comprobar el cambio de semblante del ladrón arrepentido. Del odio pasó al amor. Su rostro amargado se volvió un rostro lleno de paz. De mal ladrón se convirtió en un piadoso hombre, que rezaba desde su cruz. De delincuente pasó a ser san Dimas, ya que Jesús lo "canonizó" ese mismo día en el Calvario. Después de su confesión y absolución, le llegó la salud de su corazón angustiado y lleno de odio. La confesión nos libera de la carga más pesada de nuestra vida: el pecado. Después de confesarnos, con sinceridad y arrepentimiento, escuchamos la voz de Jesús que nos dice, como al buen ladrón: ,,Te aseguro ya estás ya en mi reino", es decir: “En este momento yo estoy reinando en tu corazón”. Al avaro Zaqueo, Jesús se le metió en su casa. Él lo recibió por motivos de tipo social: para lucirse delante de la sociedad como el anfitrión de aquel personaje famoso. Jesús, una vez dentro de la casa de Zaqueo, comenzó a hablar. Su Palabra se le hundió a Zaqueo en las profundidades del alma. Cuando se dio cuenta, ya se había puesto de pie. Los demás, tal vez, creían que Zaqueo iba a hacer un “brindis” en la cena que habría organizado. Pero no era un brindis, sino una "confesión" de sus pecados la que hizo Zaqueo delante de todos sus invitados. No sólo se confesó; también prometió reparar 37

con amplitud el mal que había hecho. Cuando Jesús recibió la confesión de Zaqueo, le dilo: "Hoy ha entrado la salvación a tu casa" (Lc 19, 9). Es lo mismo que nos dice Jesús en un confesionario por medio del sacerdote: "Hoy ha regresado la salvación a tu vida”.

Hay que entregarse Raskolnikov es un personaje atormentado, que presenta el novelista ruso Dostoyesvki, en su novela ''Crimen y Castigo". Raskolnikov ha cometido un crimen; la policía durante mucho tiempo no ha logrado descubrirlo; pero Raskolnikov no encuentra paz en ningún lado. l-e parece que todos lo persiguen. La vida se le ha vuelto imposible. Es entonces, cuando Sonia, la mujer que lo ama, le da la clave para que cese su tortura espiritual. Debe entregarse a las autoridades. Es el único camino que Raskolnikov encuentra para recobrar la paz que había huido de su vida. Con el pecado sucede lo mismo. Una vez que se ha caído en el pozo sin fondo del pecado, la paz huye de nosotros v hace su aparición la angustia, que nos enferma el alma y, muchas veces, también el cuerpo. Jesús nos entrega la clave para reconciliarnos con Dios. Les dijo a los apóstoles: " A quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados, a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar" (ln 20,23). Jesús entregó a su Iglesia el ministerio del perdón para liberarnos del pesado fardo del pecado. Por eso san Juan dice: "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1 Jn 1,9). Confesarse es entregarse. Dios promete perdonar y limpiar, pero sólo a los que, como Adán y Eva, salen de su escondite de pecado y confiesan su culpa. El perdón de Dios no está prometido a los que, como Caín, no quieren dialogar con Dios, y siguen huyendo velozmente, creyendo que de esa manera van a sosegar su convulsionada conciencia. Me ha llamado la atención el concepto que tiene acerca de la confesión, el escritor protestante Kurt Koch. El Doctor Koch ha ejercido un ministerio de exorcismo con mucho éxito a nivel internacional. En su libro "Entre Cristo y Satanás", escribe: "En la Biblia la confesión es un acto natural y voluntario. Los cristianos protestantes, a menudo, se oponen a ello; sin embargo, en mi ministerio de consejero espiritual, no he encontrado jamás un caso de persona subyugada por el ocultismo, que pudiera deshacerse de esté poder sin la ayuda de una confesión" (Ob. Cit. Editorial Clie, Barcelona, 38

1974). Los exorcistas católicos, también concuerdan en que la confesión es indispensable para la liberación definitiva del que está enfermo por alguna contaminación diabólica. El enfermo de este terrible mal tiene que comenzar por entregarse en manos de Jesús por medio de la confesión. De otra suerte, le tocará continuar su loca carrera de angustia, como Caín. No puede entrar la Gracia, si antes no se ha expulsado el poder maléfico. No hay nada tan sanador para el alma angustiada y enferma por el pecado como experimentar a Jesús que, como el padre del hijo pródigo, vuelve a aceptar en su casa al pecador, con abrazos y besos y con una fiesta solemne. No es raro observar cómo cambia el semblante del que sale de un confesionario. Se percibe en él la paz, la tranquilidad. Bien decía san Pablo: "El que está en Cristo es nueva criatura, lo viejo ya ha pasado, ahora todo es nuevo"(1Co 5,17). El que sale de un confesionario, es un Lázaro que ha sido rescatado de la tumba y, ahora, se siente liberado de sus vendas mortuorias. Los que vieron a Lázaro salir de su tumba, pudieron hacer la comparación entre su pálido rostro de muerto y el rostro sonriente del que volvía a la vida. A Naamán, alto funcionario en la corte de Siria, que tenía lepra, enfermedad horrorosa e incurable en aquella época, una de sus sirvientas lo animó a ir a su tierra a buscar al profeta Eliseo, que tenía el don de sanación. En lo primero que Naamán pensó fue en deslumbrar al profeta con valiosísimos regalos. Eliseo no lo pudo atender, como Naamán quería; únicamente le dijo que se fuera a bañar siete veces en el río Jordán. Naamán se puso furioso. No era posible que hubiera hecho un viaje tan largo para que sólo le dijeran que se fuera a bañar en el río Jordán. Sus amigos tuvieron que presionarlo para que hiciera lo que le había mandado el profeta. Cada vez que Naamán descendía al río Jordán, bajaba el nivel de su orgullo y subía el nivel de su fe; poco a poco se iba sanando. Hasta que su piel quedó limpia como la de un niño. Quedó totalmente sanado. (2R 5 ,1 -27). Bajar a un confesionario es humillante. Siempre encontramos pretextos para no hacerlo. Los que se humillan y se atreven a confiar en ese medio de perdón y sanación, como Naamán, podrán comprobar la sanación del alma, y, muchas veces también del cuerpo, que brota del Jordán de la misericordia de Dios, que es el confesionario. Betesda significa: "Casa de la misericordia". El confesionario es una casa de misericordia. El que se atreva a hundirse en esa piscina de Betesda, saldrá totalmente sanado. Nada como un confesionario para comprobar que Jesús está vivo, que sigue perdonando y sanando a los que se le acercan con fe y arrepentimiento. 39

SANACIÓN EN LA EUCARISTÍA Cerca de Jerusalén estaba la piscina de Betesda. Dice el Evangelio que llegaban muchos enfermos y que, cuando las aguas eran movidas por el ángel del Señor, el que se metía en la piscina recibía sanación (Jn 5,4). Para nosotros, la santa Misa, es la piscina de sanación que el Señor nos ha dejado. Es el acto de culto más importante de nuestra Iglesia, donde más se mueven las "aguas sanadoras" de Dios. A la Misa se la llama la "renovación del sacrificio de la cruz". No la "repetición" del sacrificio de la cruz, pues, según la Biblia, Jesús murió una sola vez para siempre. En la Misa "se actualiza" por la fe lo que Jesús hizo por nosotros en la cruz. Dice el profeta Isaías: " Por sus llagas hemos sido sanados" (Is 53, 5). De manera especialísima, en la Misa, se nos aplica la salvación y sanación, que Jesús nos consiguió con su muerte expiatoria en la cruz. El buen ladrón fue de los primeros beneficiados por la salvación que fluía de la cruz. Al principio, dice el Evangelio, los dos ladrones insultaban a Jesús; volcaban sobre él todo el odio que tenían contra la sociedad, que los había condenado a muerte. Después de varias horas de escuchar las “siete palabras”, del Señor, el corazón del ladrón de la «derecha comenzó a ser quebrantado. De pronto, reprendió al otro ladrón, que insultaba a Jesús; el buen ladrón afirmó que ellos eran criminales, pero que Jesús era Justo. Propiamente estaba haciendo una “confesión” en público. Pero no se quedó allí. Inmediatamente se dirigió al que podía salvarlo, y le dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23,42) "La fe viene como resultado de oír la palabra de Jesús”, dice san Pablo. L-a fe le llegó al ladrón por la palabra de Jesús, que le abrió el corazón y lo llevó a una conversión profunda en horas extra de su vida. De la cruz le llegó la salvación al delincuente, que estaba a la derecha de Jesús. De la cruz nos llega la salvación, la sanación. Bien decía san pablo: Cada vez que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1Co 11, 26). En la Misa se “actualiza”, por la fe, esa salvación de Jesús. También a nosotros nos llega esa salvación, cuando nos acercamos al místico Calvario de la cruz con fe profunda. 40

Jesús prometió: " Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,2O). El ambiente “comunitario” es algo indispensable para que se manifieste Jesús con su salvación y sanación. Pero para eso hay que cuidar de que, de veras, haya una verdadera comunidad reunida en nombre del Señor. No basta que haya un salón lleno de gente. Es indispensable que los fieles se hayan puesto "de acuerdo”, que se perdonen, que se acepten mutuamente, que se ayuden, que todos canten y oren "unánimes", formando un solo corazón. Éste es un problema, muchas veces, en nuestras eucaristías, en donde hay mucha gente con una piedad "intimista". Muchos sólo piensan en sí mismos y no en el hermano que está a su lado y que es la mejor imagen de Jesús. Donde no hay fieles que se han puesto de acuerdo en nombre de Jesús, allí el Señor no ha prometido manifestarse en salvación y sanación. Durante la semana, por nuestra debilidad humana, nos vamos llenando del lodo de resentimientos, de impurezas, de mundanismo, que nos "enferman" física y espiritualmente. La misa del domingo es nuestra santa piscina de sanación, en la que Jesús se acerca a cada uno de nosotros para ofrecernos la sanación de alma y cuerpo, que tanto necesitamos.

La señal de la Cruz La Misa la iniciamos con el signo de la cruz, un signo ampliamente curativo. Acercarnos a la cruz, quiere decir exponernos a ser limpiados, y sanados por la sangre de Cristo, por el valor de sus llagas. A los que habían sido mordidos por las serpientes venenosas, en el desierto, el Señor, por medio de Moisés, los envió a mirar una serpiente de bronce sobre un palo, para que quedaran sanados. La sanación no venía de la imagen de la serpiente, sino de la fe que ponían en la palabra de Dios. A Nicodemo, el Señor le dijo que también él iba a ser levantado como la serpiente del desierto para traer salvación al que creyera en él. En el Calvario místico de la Misa, de manera especial, vamos a mirar a Jesús en la Cruz. Por eso san Pablo dice: “Cada vez que comen de este Pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva" (1 Co 11 ,26). En la Misa no vamos a ver la imagen de una serpiente de bronce. Vamos a mirar a Jesús, vamos a centrar nuestra atención en lo que significa para nosotros la muerte y la resurrección del Señor. 41

San Juan, que estuvo junto a la cruz del Señor, dio testimonio de que había visto que del costado de Jesús, traspasado por una lanza, había brotado sangre y agua. San Juan Crisóstomo decía que la sangre de Jesús es lo único que puede borrar el pecado, y que el agua de su costado es la nueva vida en el Espíritu Santo, que Jesús concede al que ha sido perdonado, limpiado con su sangre. En la Misa, se nos aplica el valor de la cruz de Jesús, de la que nos llega el perdón de nuestros pecados y la nueva efusión del Espíritu Santo. Todo eso queremos entender, cuando iniciamos la Misa haciendo con devoción la señal de la cruz.

Acto Penitencial A Jesús le presentaron un paralítico, postrado en una camilla, para que lo curara. El Señor le dijo al paralítico que primero tenía que curarlo del alma, pues había pecado en su corazón. El Señor, como buen maestro, lo ayudó a arrepentirse de su pecado, y lo perdonó. Luego lo curó de la parálisis. La enfermedad más terrible es el pecado. Nos puede causar la muerte eterna. El pecado impide que nuestra oración llegue al Señor, que nos dice por medio del profeta Isaías: "Las maldades cometidas por ustedes han levantado una barrera entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se cubra la cara y que no los quiera oír” ( Is 59,2). El pecado nos cierra la puerta a la bendición. Impide que nos llegue la sanación de Dios por eso, antes de pensar en sanación, hay que buscar la purificación de todo pecado. Muy sabiamente, nuestra Madre y Maestra, la Iglesia, antes de iniciar la Eucaristía, nos invita a un serio examen de conciencia. No es fácil aceptar que uno es pecador. Inconscientemente, tratamos de justificar nuestros pecados. Adán y Eva, después de pecar, se fueron a esconder. Dios en su misericordia, los fue a buscar, los llamó. Ellos no querían aceptar que habían pecado; decían que se habían escondido sólo porque "estaban desnudos". Dios tuvo que ayudarlos a reconocer su pecado. Cuando lo hicieron y salieron de su escondite, Dios les echó encima unas pieles para cubrir su desnudez. Esas pieles son el símbolo de la misericordia de Dios, de su perdón. Dios, como Padre, nos busca para sacarnos de nuestro escondite de pecado; pero no puede echarnos encima las pieles de su perdón hasta que no hayamos salido del escondite y reconozcamos que somos pecadores. El Rey David cayó en adulterio. Durante mucho 42

tiempo trató de justificar su situación. Nadie como él, dio testimonio de su "enfermedad de alma y cuerpo", mientras vivió en pecado. En su salmo 32, David describió cómo se sentía con el pecado en el corazón; decía David: "Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía decaer" (Sal 32,3-4). El pecado enferma el alma y el cuerpo. Mientras no extirpemos ese cáncer del alma, no podremos pretender ninguna sanación. David con gozo expresó cómo se, sintió inundado de "gritos de liberación", cuando pudo confesar su pecado (Sal 32,7). El Señor prometió que "si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1Jn 1,9). El profeta Isaías, al verse ante la presencia de Dios, inmediatamente, se sintió de "labios impuros". Apenas el profeta se reconoció pecador ante Dios, un ángel le pasó un carbón encendido sobre los labios para que tuviera la certeza de que Dios lo había perdonado. El mismo profeta dio testimonio de lo que significa el perdón de Dios, cuando dijo: "aunque los pecados de ustedes sean rojos como la grana, van a quedar blancos como la nieve" (Is 1,18). En el salmo 24, los peregrinos hacen una pregunta esencial; "¿Quién puede subir al Monte del Señor?" En el mismo salmo se les da la respuesta: "El de manos limpias y corazón puro". La única manera de poder acercarnos al Señor en la Misa, para implorar nuestra sanación, es con el corazón puro. De otra suerte, el Señor ya nos anticipó que "volteará su rostro para no escucharnos" (Is 59,2) La finalidad del acto penitencial es ayudarnos a ver nuestra conciencia para estar seguros de que nuestras manos y corazón están limpios. Es una lástima que este rito penitencial, muchas veces, se realiza a la carrera, mecánicamente. No se da el debido espacio de silencio para que cada uno oiga la voz del Espíritu Santo, que, primero, nos "convence de pecado", antes de llenarnos de bendición. Con mucha frecuencia se me acercan personas que quieren que haga una especie de oración "mágica", para que sean sanadas de sus males. Cuando, antes de la oración, les pregunto si se encuentran en gracia de Dios, sin pecado grave, viene el problema: quieren ser sanados, pero no quieren confesarse. Están agarrados por el pecado. Bien decía el Señor, por medio del profeta Isaías, que 43

mientras no quitemos el muro del pecado, que nos impide llegar a Dios, no hay que pretender que Dios escuche nuestra oración. El acto penitencial tiene esa finalidad: dejar que el Espíritu Santo nos convenza de pecado y nos ayude para pedir perdón de todo corazón. El himno del Gloria es como un complemento del acto penitencial. En el Evangelio, los que eran liberados, perdonados o sanados, salían gritando de alegría y agradecimiento. El Gloria es un himno de alabanza y acción de Gracias. La oración de alabanza es ampliamente curativa. En la oración de alabanza no tratamos de pedirle cosas a Dios. Lo único que hacemos es centrar nuestra mente en lo bueno que Dios ha sido con nosotros. Por eso le damos gracias, lo alabamos, lo bendecimos. La oración de alabanza le agrada mucho a Dios. No es una oración en la que se busca conseguir los dones de Dios, sino en la que se le da gracias por los dones recibidos. Eso de centrar nuestra atención en el poder y bondad de Dios, abre el corazón ampliamente para ser sanados y bendecidos. Por medio del himno del Gloria, al mismo tiempo que alabamos y bendecimos a Dios, nos vamos liberando de todo el negativismo y frustración, que se han ido depositando en nuestro corazón y que bloquean nuestra sanación física y espiritual. El Gloria, como el salmo l 50, nos invitan, a una grandiosa alabanza a nuestro Buen Dios, con salterio, cítaras, flautas, oboes, panderos y tambores, para demostrarle a Dios que no nos hemos olvidado de su misericordia y su bondad. Esta gozosa oración de alabanza nos va vaciando del pesimismo que bloquea nuestra sanación.

Liturgia de la Palabra Los discípulos de Emaús, ante la muerte de Jesús, propiamente, se escandalizaron, perdieron la fe; por eso regresaban a su pueblo Emaús. Iban defraudados, agresivos, discutiendo entre ellos. Iban enfermos del alma. Lo primero que Jesús hizo para sanarlos, fue aplicarles la terapia de la Palabra de Dios. Comenzó a darles una clase bíblica en la calle. Les repasó todos los pasajes de la Escritura, que explicaban el significado de la muerte y resurrección del Mesías. Los discípulos comenzaron a sentir que les "ardía el corazón”. Estaban experimentando lo que san Pablo había comprobado: "La fe viene como resultado de oír el mensaje que nos habla de Jesús" (Rm 10, 17). El Señor, por medio de una liturgia de 44

la Palabra, estaba suscitando la fe de aquellos discípulos y los estaba preparando para el momento en que "les partiría el pan" y complementaría su sanación, durante una cena. Por medio de la Liturgia de la Palabra, se nos muestra a Jesús, que es " el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 8,13). Eso quiere decir que Jesús es el mismo del Evangelio: no se le ha olvidado perdonar, sanar, liberar. Cuando llegamos a encontrarnos, por medio de la Biblia, con el mismo Jesús del Evangelio, también a nosotros nos arde el corazón: nos llenamos de la fe necesaria para que nos pueda llegar la sanación, que Jesús ofrece al que cree con el corazón y no sólo con la mente. En una visión del Apocalipsis, san luan fue invitado a comerse el libro, que le presentaba un ángel. San Juan recordaba que, al hacerlo, sintió dulzor en la boca y ardor en el estómago (Ap 10,10). La Palabra de Dios, nos causa ardor, nos cuestiona, detecta lo malo, nos deja al descubierto nuestros pensamientos e intenciones ( Hb 4,12 ).Extrae de nosotros lo malo, lo canceroso, y nos llena del dulzor del amor de Dios, de su perdón, de su sanación y liberación. En la última Cena, el Señor evangelizó ampliamente a sus discípulos, luego les dijo: " Ustedes ya están limpios por la Palabra que yo les he dicho' (Jn 15,3). La Palabra de Dios, nos limpia, nos prepara para ser sanados y liberados de lo que le desagrada a Dios en nosotros, y que impide nuestra sanación y liberación. La Palabra nos limpia, nos sana, nos libera. A los predicadores, con frecuencia, se nos acerca la gente y nos dice: "Su sermón era expresamente para mí; el Señor me habló específicamente". Lo que sucede es que el Espíritu Santo es un maravilloso "cartero". Conoce bien las direcciones exactas; a cada uno nos lleva el mensaje apropiado que Dios nos envía por medio de la predicación de su Palabra. San Marcos recuerda que, en cierta oportunidad, Jesús fue a predicar a la sinagoga; mientras lo hacía, un mal espíritu comenzó a revolverse dentro de un hombre, que comenzó a gritar. Jesús, inmediatamente, liberó a aquel hombre. Mientras se predica la Palabra, lo malo se revuelve dentro de nosotros. Es el Espíritu Santo, que por medio de la Palabra, lleva a cabo su obra de purificación. Es el "ardor" de la Palabra, que nos libera de las malas presencias dentro de nosotros. En la liturgia de la Palabra, es Jesús el que nos vuelve a repetir las mismas Palabras del Evangelio. Lo malo dentro de nosotros, no puede resistir la espada de doble filo, 45

que penetra hasta los recovecos más oscuros de nuestra subconsciencia. Un piadoso militar se presentó a Jesús para pedirle que fuera a su casa a sanar a su sirviente, que estaba gravemente enfermo. Jesús aceptó inmediatamente. Pero el militar, sabiendo que a un judío no le era permitido ingresar a la casa de un pagano, le dijo: " Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo quedará sano" (Mt 8,8). Aquel militar pagano tenía absoluta fe en una sola palabra de Jesús para la sanación de su sirviente. Durante la liturgia de la Palabra, es el momento apropiado para que el Señor nos vaya sanando con su Palabra. Sólo nos pide la fe de nuestra parte. Por eso, le pedimos al Espíritu Santo poder decir también nosotros: "Señor, di una sola palabra y mi alma quedará sana".

Plegaria Eucarística Por medio de la presentación de las ofrendas, se nos va preparando para ingresar en la parte central de la Misa: la consagración y la comunión. Por medio de las ofrendas, que se presentan, nos queremos ofrecer nosotros mismos a Jesús para unirnos a la actualización, por la fe, de su sacrificio. Ofrecer algo a Dios, es desprendernos de algo material, para entregarlo a la casa de Dios para servicio de la comunidad, para atención a los pobres, obras de evangelización, gastos propios de una comunidad, que debe proyectarse a los necesitados. La ofrenda para que valga debe "dolernos", decía la Madre Teresa. En nuestra Iglesia muchos, a la hora de las ofrendas, dan "limosna" en todo el sentido de la palabra. Pero Dios no es "limosnero", para que le entreguemos los "desperdicios" de nuestra vida. Es por eso más adecuado hablar de una "ofrenda", que debemos entregar al Señor. Algo de lo que nos desprendemos, que nos duele, pero, que, al mismo tiempo, nos sirve de liberación de lo material que nos ata. Esta actitud de generosidad, abre nuestro corazón a la sanación, que le pedimos al Señor. El libro del Eclesiástico es muy concreto, cuando, al que pide sanación, le señala un camino directo para llegar a Dios. Dice el Eclesiástico: "Hijo, cuando estés enfermo, no seas impaciente; pídele a Dios, y él te dará la salud. Huye del mal y de la injusticia, y purifica tu corazón de todo pecado. Ofrece a Dios sacrificios agradables y OFRENDAS CENEROSAS de acuerdo con tus recursos" (Eclo 38,9-11). No podemos pretender que Dios sea 46

generoso, cuando nosotros nos mostramos tacaños al no colaborar para las obras del Señor. La ofrenda generosa es una condición para abrirse a la sanación que le imploramos al Señor. La Plegaria Eucarística es un grandioso himno de alabanza, que nos va llevando al momento de la consagración, cuando el sacerdote invoca al Espíritu Santo para que convierta el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Sólo por la fe se puede llegar a aceptar este milagro. Ahora, la presencia de Jesús no es sólo espiritual, sino real. Es el momento esencial de la Misa en que nos postramos de corazón, y como el apóstol Tomas, decimos con fe: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28)" Los amigos del paralítico, que lo llevaron a Jesús, en lo único que pensaron para la sanación del enfermo, fue en acercarlo lo más posible al Señor. Todo el rito de la Eucaristía nos va llevando y preparando para acercarnos a Jesús por medio de la Consagración en la Misa. Ese acercamiento real se complementa en la santa Comunión. Antes de la comunión con Jesús, por medio de su cuerpo y de su sangre dentro de nosotros, se nos invita a rezar el Padrenuestro, que nos enseñó el mismo Jesús. Los Padres de la Iglesia afirmaban que antes de la comunión, por medio de esta oración, nos referimos, sobre todo, a dos peticiones "Danos nuestro pan" y "Perdónanos como nosotros perdonamos". El Padre nuestro nos ayuda a recordar que Jesús nos reveló que a Dios debemos dirigirnos con la confianza que un hijo se dirige a su papá. Ese Papá es el que nos entrega a Jesús como alimento. Por eso, antes de recibir la comunión, pedimos al Padre que sea él mismo el que nos dé el Maná del Nuevo Testamento, el Cuerpo y la Sangre de Jesús. También le pedimos que no haya ningún rencor en nosotros, ningún odio, pues, Jesús mismo nos anticipó que nuestra ofrenda sería rechazada por Dios, si detectaba falta de perdón en nosotros. De esta forma, nos disponemos a cruzar el umbral de la Eucaristía, que nos lleva directamente al encuentro más íntimo, personal y físico, con Jesús en la comunión.

La Comunión Una mujer, que sufría de hemorragias desde hacía 12 años, al ver que no se podía acercar a Jesús para hablarle y pedirle su sanación, pensó, únicamente, en tocar la punta de su manto con 47

toda la fe de su alma. El Evangelio narra que quedó sanada instantáneamente. Muchos eran los que apretujaban al Señor buscando ser sanados; pero, en esa oportunidad, sólo la mujer de las hemorragias fue sanada. Sólo ella se dejó tocar por la fe en Jesús. Muchos tocaban a Jesús, pero no tenían la fe necesaria para ser tocados por la sanación de Jesús. Para llegar a la comunión, tratamos de prepararnos lo mejor posible, para no ser del montón que apretuja a Jesús, pero que no tienen la fe necesaria para ser tocados por la bendición del Señor. La comunión es el momento más apropiado para la sanación del alma o del cuerpo. Fátima, Lourdes son testimonios fehacientes de los milagros de sanación, que se obran en el momento de la comunión, de la procesión con el Santísimo Sacramento. A los que habían sido mordidos por las serpientes venenosas del desierto, para ser sanados, se les pedía que vieran una serpiente de bronce, colocada en lo alto de un palo. En la comunión no vamos a ver a Jesús en lo alto de la cruz; vamos a ser tocados por é1. Vamos a tratar de dejarnos tocar por la fe. Hemos sido mordidos por tantas enfermedades físicas, psicológicas, y espirituales. Acudimos a Jesús, como la mujer hemorroísa, tratando de ser tocados por él. Hubo un tiempo en que san Agustín se dejó tentar por el racionalismo. Llegó a decir que los milagros eran únicamente para la iglesia incipiente, porque los necesitaba para su expansión. Pero Agustín tuvo que cambiar su manera de pensar. Cuando fue nombrado obispo y le tocó estar más cerca del pueblo fervoroso, dio testimonio de los muchos milagros que había comprobado, sobre todo, en el momento de la comunión. Creo que muchas veces, nos acercamos a la comunión como el gentío que apretujaba a Jesús, tratando de conseguir alguna gracia. Pero por su falta de fe, la mayoría se quedaba solo en novelería. Lo importante es acercarse a Jesús como la hemorroísa. Esa fe que mueve montañas, no la podemos fabricar nosotros mismos con todos nuestros libros de teología ni con la Biblia en la mano. Es un don de Dios. Ante la triste constatación de nuestra débil fe, no nos queda sino imitar al padre del muchacho epiléptico, en el Evangelio. Casi llorando, le dijo a Jesús. “Señor, si tú puedes hacer algo..." Jesús le respondió: “Todo es Posible para el que cree" (Mc 9, 23). Aquel padre afligido hizo un examen de conciencia y comprobó que su fe era muy poca; por eso dijo, apenado: “Señor, yo creo; pero ayuda a mi poca fe” (Mc 9, 24). Al Señor le bastó esa oración sincera; le concedió la sanación de su hijo. Al Señor le agrada que nos 48

presentemos a él sin máscaras. Como somos. Que no confiemos en nuestro poder, sino en su misericordia.

Momento de Liberación La carta a los Efesios nos revela que vivimos en un mundo poblado de presencias diabólicas, que nos circundan y quieren derrotarnos (Ef 6,12). Muchas personas se han acercado, más de la cuenta, al mal; le han abierto las puertas de su vida por medio del pecado, del espiritismo, de la adivinación, del mundanismo. La comunión, el contacto con el Cuerpo y la Sangre del Señor, es poderosísimo para ahuyentar esas malas presencias. Los que tienen experiencia en exorcismo y liberación, dan testimonio del poder de la Santa Comunión contra las fuerzas del mal. En la sinagoga bastó que Jesús se hiciera presente para que un mal espíritu se agitara dentro de un individuo y para que luego saliera dando gritos (Mc 1,23-17). En la comunión, Jesús, de manera extraordinaria, está presente. No hay fuerza del mal que pueda resistirlo. Razón tenía san Ignacio de Antioquía (+ año 1 10), que conoció a alguno de los apóstoles, cuando escribió: "Pongan empeño en reunirse con frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque cuando, apretadamente, se congregan en uno, se derriban las fortalezas de Satanás, y por la concordia de su fe, se destruye la ruina que les procura". El gran genio de la humanidad, santo Tomás de Aquino, por su parte, también anotó: "Los que comulgan son leones que soplan fuego, temibles a los demonios". Fue san Pedro el que describió al demonio como un "león rugiente” (1P 5, 8), que anda viendo a quién devorar: quiere causarnos mal, apartarnos de Dios. Cuando nosotros con fe recibimos la Santa Comunión, nos volvemos leones que soplan fuego, el fuego del Espíritu de Jesús que está dentro de nosotros. La liberación de presencias maléficas es parte de nuestra sanación. Esas malas presencias quieren impedir que Dios nos toque. El poder del fuego del Señor ahuyenta y destruye esas malas presencias. La Santa Comunión, sin lugar a duda, es sobremanera liberadora. El espíritu del mal no puede resistir la presencia de Jesús en nosotros.

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Vayan en Paz Después de la muerte de Jesús, los apóstoles se encontraban encerrados en el cenáculo, lugar en donde.se había realizado la Ultima Cena. Estaban temblando de miedo, con un gran complejo de culpa por haber negado a Jesús, y llenos de angustia. Estaban enfermos del alma y del cuerpo. De pronto, Jesús resucitado se les apareció. Lo primero que les dijo fue: "Shalom", " La paz con ustedes". Al principio se asustaron; creyeron que era un fantasma. Jesús los tranquilizó. Inmediatamente les mostró las manos y el costado ( )n 20, 20). Por medio de este gesto, Jesús los invitaba a aceptar el valor de su sangre derramada en la cruz. La paz, que les daba, se debía al valor de su sangre derramada por ellos en la cruz. Por medio de su sacrificio redentor, Jesús les estaba entregando la sanación de su alma y de su cuerpo. Los apóstoles, de la angustia, del complejo de culpa, pasaron a cantar aleluya con todo el gozo de su alma. Les llegó la salud del alma y del cuerpo. A la Misa llegamos, el domingo, agobiados por el peso del "duro cotidiano" de la vida. Nos sentimos manchados por nuestras flaquezas humanas, por nuestras infidelidades. Durante la Misa, Jesús nos va sanando con el poder de su sangre. La Misa es la "actualización", por la fe, del sacrificio de la cruz. Por eso procuramos vivir lo que decía san pablo: "Cada vez que comen de este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que vuelva". Es durante la comunión, de manera especial, que Jesús nos vuelve a aplicar el valor de su sangre, y nos repite: "Shalom", que, significa: "Reciban mi paz"', que es salud de alma y cuerpo. Purificación, restauración, fortalecimiento contra el mal. Después que Jesús les partió el pan a los discípulos de Emaús, ellos comprobaron que su angustia, su frustración, su cólera se había evaporado. En vez de seguir huyendo hacia Emaús, regresaron a Jerusalén para compartir con los demás el Evangelio, la buena noticia de su encuentro personal con Jesús resucitado. Eso significa: "Pueden ir en paz”, el saludo con el que el sacerdote concluye la santa Misa. Propiamente quiere decir: "Como los discípulos de Emaús, después de haber sido bendecidos y sanados, vayan a llevar, su paz, su gozo a todos los demás. Vayan a evangelizar". Todos los domingos, acudimos a la casa del Señor. Nos sentimos manchados por nuestras debilidades humanas, nos sentimos agobiados por preocupaciones y problemas de toda índole. Como 50

en la Última Cena, Jesús les lavó los pies a sus apóstoles, así, ahora, durante la Misa, Jesús nos lava los pies, nos sana nuestras heridas; la sangre de Cristo, en la comunión, nos limpia de todo pecado, que no es grave. La santa comunión es eminentemente curativa, cuando se recibe con fe. Todos los domingos acudimos a la Misa como a nuestra gran piscina de Betesda. Sabemos que no hay acto de culto en que se muevan más las aguas sanadoras de Jesús, que nos limpian y nos proporcionan salud de alma y cuerpo. A veces, tenemos mucha fe en pastillas, jarabes e inyecciones. Nos falta la fe en la medicina más efectiva, que Jesús nos ha entregado, su Cuerpo y su Sangre que, por la fe, nos actualizan el valor de sus llagas sanadoras. "Por sus llagas hemos sido sanados", dice Isaías (53,5). En la Misa, en nuestra piscina de Betesda, todos los domingos, Jesús se nos vuelve a acercar y nos pregunta. " ¿Quieres ser sanado"? Un 5,6). Nosotros, por nuestra falta de fe, como el enfermo de la piscina de Betesda, le respondemos: " Señor, no tengo quién me meta en la piscina" (Jn 5,7). El Señor nos responde: "No te pregunto si tienes quién te empuje a la piscina” Sólo te pregunto si crees que yo, en este momento, te puedo sanar". Es por todo esto que afirmamos con gozo que la santa Misa es nuestra piscina de Betesda, en la que el Señor se nos acerca para sanarnos'

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SANACION EN LA UNCION DE LOS ENFERMOS La Unción de los enfermos es un sacramento acerca del cual hay mucha ignorancia y deficiente apreciación acerca de su poder curativo. El nombre antiguo de "Extremaunción" fue un mal enfoque de la finalidad con la que Jesús entregó este Sacramento a la Iglesia. Expresamente el Evangelio de san Marcos afirma que desde la primera misión evangelizadora, Jesús envió a sus discípulos con órdenes expresas de ir a sanar a los enfermos. Dice san Marcos: "Ellos salieron a predicar y exhortaban a la conversión. Expulsaban muchos demonios, UNGIAN con aceite a muchos enfermos y los SANABAN" (Mc 6,12). Lo mismo se colige de la Carta de Santiago, en la que se ordena llamar a los presbíteros de la Iglesia para que oren por los enfermos; se promete que cuando se ore con fe, el Señor restaurará al enfermo (St 5, 14-16). Jesús, entonces, no entregó el Sacramento de la Unción para los moribundos, sino para los enfermos. Fue en la Edad Media, cuando se le dio el nombre de "Extremaunción" a este sacramento. Con el nombre se introdujo también la mentalidad de que debía reservarse para los que estaban gravemente enfermos, a punto de morir. Fue un desacierto. Algunos Padres durante el Concilio de Trento protestaron contra esta mentalidad con respecto al Sacramento de la Unción; pero no logró cambiarse ni el nombre ni la mentalidad con respecto a este sacramento. Fue el Concilio Vaticano ll el que sugirió el cambio de nombre para la Extremaunción' Propuso que se le llamara "Unción de los enfermos". Con el cambio de nombre se introdujo una nueva mentalidad. Ahora, ya no es el Sacramento para los moribundos (la Extremaunción), sino el Sacramento para los enfermos. No obstante, hay que hacer constar que muchos continúan con la idea de que este Sacramento es para el que ya está al borde de la muerte. Además, muchos le aplican un sentido "mágico" a este sacramento. Basta que el enfermo lo reciba - aunque sea en estado de coma - y ya todo queda arreglado. No es así. La fe es indispensable para que el sacramento pueda comunicar la “Gracia”. Cuando se administra al que está inconsciente es porque no sabemos si escucha o no lo 52

que se está diciendo. Porque creemos en la oración de intercesión a favor del que se encuentra en un estado, que para nosotros es totalmente desconocido.

La Historia Según el estudio de Greshake , desde el año 200 consagraba el aceite, para que el Espíritu Santo obrara por medio de él la sanación de los enfermos. Según una carta del año 416, el Papa Inocencio I llama Sacramento a la Unción de los enfermos. Según este documento, este sacramento no era administrado sólo por los sacerdotes. Eran los mismos fieles los que lo llevaban y administraban a los enfermos. Desde el siglo V, el jueves santo, el obispo consagraba el aceite y lo entregaba a los fieles para que lo llevaran a sus casas para atender a sus enfermos. Ansel Grün escribe: "Sería conveniente reconsiderar esta práctica en un momento en que buscamos formas adecuadas para la Unción de los enfermos y discutimos sobre su administración por parte de agentes pastorales". ("La unción de los enfermos", San Pablo, Madrid, 2000). Habría que recordar la carta del Papa Inocencio por la que se nos informa que en los primeros tiempos de la Iglesia también los laicos administraban el sacramento de la Unción de los enfermos.

La Enfermedad Antes de reflexionar en el Sacramento de la Unción de los enfermos, es preciso reflexionar sobre la situación del enfermo. La enfermedad provoca, por lo general, una crisis en el enfermo. Es tiempo de tentación, en que el espíritu del mal aprovecha para sembrar la cizaña del temor, de la desesperanza. El enfermo se enfrenta, primero, con el dolor, la debilidad; luego con sus consecuencias: a veces, escasez de dinero para médicos y medicinas; imposibilidad de trabajar, de movilizarse. El enfermo se da cuenta de que los demás no lo pueden atender como él quisiera, que se olvidan de él. El enfermo, entonces, comienza a sentirse como "una carga pesada" para su familia. Piensa que los demás lo abandonan. Hasta llega a pensar que Dios lo ha abandonado también.

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El caso de Job es muy típico al respecto. Al principio, Job, ante todas sus calamidades, decía: " Dios me lo dio, Dios me lo quitó" (Jb 1 ,21). Todo muy ejemplar. Pero, conforme fueron arreciando las interminables desgracias, Job comenzó a cuestionar la acción de Dios. Job se consideraba bueno, ¿por qué, entonces, Dios lo castigaba de esa manera? En sus razonamientos negativos, Job pensaba llevar a Dios a un juzgado con la seguridad que ganaría el pleito, pues él era bueno: no había motivo justificado para que Dios lo tuviera en esa calamitosa situación. A Job le fallaron su familia y su comunidad. Su esposa, exasperada por todo lo que sucedía, le dijo: " Maldice a Dios y muérete" (Jb 2,9). Sus amigos, con complejo de teólogos, lo hundieron más, porque se empecinaron en que si lob estaba pasando por esa situación tan espantosa, debía ser porque tenía algún pecado grave escondido. Más tarde, cuando interviene Dios, les dice a estos falsos teólogos: "Ustedes hablaron mal de mí" (Jb 42,7). Es decir, ese Dios que ustedes presentan, no soy yo. Una familia poco cristiana, le va fallar a su enfermo. Personas con criterios antievangélicos con respecto a la enfermedad, no son las personas apropiadas para "consolar" al enfermo. Un enfermo con conceptos no cimentados en la Biblia, puede hundirse más él mismo. Algunos, por ejemplo, dicen: "Esta enfermedad que Dios me envió..." Esto va contra la revelación del mismo Dios en la Biblia. Dios es un "papá" bueno. Un padre bueno no le envía enfermedades a sus hijos' Los que creen que Dios se está vengando de ellos, manifiestan un concepto de un Dios futbolista, que devuelve las patadas que le dan. Este concepto de Dios no le ayuda para nada al enfermo para su sanación. Hacia el final del libro de lob, ante los cuestionamientos, llenos de rebeldía de Job, Dios interviene y somete a Job a un test como de unas setenta preguntas. En resumidas cuentas, Dios le preguntaba: "¿Dónde estabas tú cuando yo creaba el cielo, la tierra, los montes, los animales?" Job quedó apabullado. Se dio cuenta de su error. Hundió la frente en el polvo y pidió perdón por su proceder retador. En ese momento, Job quedó totalmente sanado. Pero Dios no le dio ninguna "explicación" de por qué había permitido todas esas calamidades para él. Y eso es lo que no debemos perder de vista. El mal, el sufrimiento son un misterio. A Dios no lo podemos someter a un test de retadoras preguntas. Ante Dios, no nos queda más que, como Job, taparnos la boca y permanecer hincados, sabiendo que él 54

es Padre bondadosísimo, y que "todo resulta para bien de los que aman a Dios" (Rm 8,28).

Encontrarle sentido a la enfermedad Pablo tenía una "espina", que lo hacía sufrir. Algunos creen que fueran ataques epilépticos o enfermedad de la vista. Pablo, después de rezar muchas veces para obtener la sanación, sin lograrla, recibió la revelación de Dios: el Señor le dijo que esa espina la había "permitido" para que no se envaneciera por sus muchos dones espirituales. Pablo, entonces, decía que se sentía fuerte cuando se sentía débil, porque lo que prevalecía en él era el poder de Dios (2Co12, 10). Pablo, de esta forma, le había encontrado sentido a su "espina". Walter Scott y Lord Byron eran dos famosos escritores. Los dos eran cojos. Walter Scott se mostraba sereno, con gozo. Era un cristiano convencido. Byron, en cambio, era un hombre lujurioso y amargado. No había logrado encontrarle sentido a su enfermedad. Junto a la cruz de Jesús había dos ladrones. Los dos, al principio, insultaban y maldecían a Jesús. Uno de los ladrones, al oír a Jesús y verlo cómo se entregaba a Dios por la salvación del mundo, se convirtió. De la maldición pasó a la oración. Le encontró sentido a su sufrimiento. No basta sufrir para santificarse. El dolor a unos los hace mejores, a otros les endurece el corazón. La diferencia consiste en que los cristianos, a la luz de la cruz, le encuentran sentido a su enfermedad, a sus sufrimientos, y pasan de la rebeldía a la oración. Esta conversión abre sus corazones para la salvación, que Jesús quiere llevarles.

Jesús viene a sanar Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo como el buen samaritano, que con aceite quiere sanar sus heridas. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo se acuerda de que Jesús afirmó que venía a "vendar los corazones heridos" (Is 61, 1). Se acuerda también del Señor' que, al acercarse al enfermo de la piscina de Betesda, le dijo: " ¿Quieres ser sanado?". O le viene a la mente el caso del leproso, que se acerca a Jesús y le dice: "Si quieres, puedes sanarme", y al Señor que le responde: "Sí, quiero. Queda limpio" (Mc 1,41). Todas estas escenas le pueden

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ayudar al enfermo para sentirse como uno de los enfermos a los qrre se le acercó el Señor y lo sanó. Jesús no sólo vino a sanar, sino que también envió a sus discípulos a sanar a los enfermos y a expulsar espíritus malos. En lo que respecta a los laicos, esto se evidencia mejor en el capítulo décimo de san Lucas, en donde el Señor envía a otros 72 discípulos también a sanar y expulsar espíritus malos. A los72 discípulos Jesús les ordena: " Sanen a los enfermos que haya allí, y díganles: el reino de Dios se ha acercado a ustedes" (Lc 10,9) San Marcos describe con exactitud qué fue lo que hicieron los discípulos en su misión; dice Marcos: "Ellos salieron a predicar y exhortaban a la conversión. Expulsaban muchos demonios, UNGIAN con aceite a muchos enfermos y los sanaban" (Mc 6,12). Según este texto de Marcos, parte integrante de la evangelización era la sanación de los enfermos. Esto también se ve reflejado en la orden que da Santiago de llamar a los presbíteros para que unjan a los enfermos en una oración de fe para que sean sanados. Cuando Jesús envía a sus discípulos, los respalda con su poder. Por eso dice Jesús: "En mi nombre impondrán las manos y los enfermos quedarán sanados" (Mc 16,18). Todo cristiano es enviado por el Señor con "su poder" , para evangelizar, para sanar y para expulsar espíritus malos. Esto no es algo "optativo", sino un "mandato" del Señor para todos sus discípulos. Habría que preguntarse si nos sentimos enviados con el poder del Señor, no sólo para evangelizar, sino también para sanar a los enfermos y expulsar espíritus malos. La experiencia demuestra que en nuestra Iglesia la inmensa mayoría, de sacerdotes y laicos, no se siente incluida en este mandato del Señor.

La fe del enviado Y, aquí, un problema muy delicado. El enviado, muchas veces, tiene que suplir la poca o nula fe del enfermo. En el caso del paralítico, que le llevaron en camilla a Jesús (Mt 9,2), lo que contó fue la fe de sus amigos. Se valieron de todos los recursos para acercar al enfermo a Jesús. El texto bíblico anota que Jesús "viendo la fe de ellos, sanó al paralítico" (Mt 9, 2). Lo que contó fue la fe de los amigos. Fue la fe de la madre cananea, la que valió ante el Señor para la sanación de la hija (Mc 7,26). Fue la fe del centurión romano, la que obtuvo la sanación de su sirviente. Fue la fe del alto oficial, la que logró que Jesús sanara a distancia a su hijo, que estaba 56

gravemente enfermo (Jn 4 ,50)' Por eso, cuando un cristiano, cruelmente, le dice al enfermo: "Usted no se cura porque no tiene fe", se está acusando él mismo, ya que ante Jesús cuenta, de manera especial, la fe del intercesor, del enviado a sanar. Los enfermos, muchas veces, se encuentran en una crisis muy grande de fe, y lo que cuenta, en ese momento, es la fe del que ha sido enviado por Jesús para sanar'.

Sentido de la Muerte Hay circunstancias en que el enviado a orar por el enfermo tiene que aceptar que al enfermo le falta poco tiempo, que tiene una enfermedad terminal. Entonces, sin ningún temor, debe industriarse para ayudarlo a ver la realidad y a prepararse para ese paso tan decisivo de su vida. Al profeta Isaías le tocó, de parte de Dios, llevarle la noticia al Rey Ezequías de que pronto iba a morir. Ezequías se deprimió totalmente, pero con fe inquebrantable comenzó a clamar a Dios entre lágrimas, suplicándole que lo sanara. El profeta Isaías ya estaba por salir del palacio, cuando el Señor le ordenó que regresara y que le dijera al rey que le concedía quince años más de vida. Este caso es sumamente aleccionador. A veces el médico ya dictaminó que al enfermo le quedan pocos días, pero resulta que es el médico el que muere y el enfermo continúa viviendo. Lo cierto es que sólo Dios sabe la fecha exacta de nuestra muerte. El tema de la muerte, por lo general, se elude en nuestra sociedad. El hombre moderno cree que con sólo no hablar de la muerte, las cosas se van arreglar solas. No es así. Hay que ayudar al enfermo con enfermedad terminal a prepararse para ese paso importantísimo de su existencia. No se le hace ningún mal. Todo lo contrario, se le hace un gran bien. La Unción de los enfermos, en este caso, se convierte en la extrema unción, que prepara al enfermo para que no se sienta solo, para que confíe en que Jesús lo acompañará. Él dijo: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararles una, y cuando la prepare volveré para llevarlos, para que ustedes estén donde yo estoy" (Jn 14,2-3). Sería el caso de enfocar la muerte como nuestro encuentro tan deseado con Jesús. La consecución de la salud total, ya no habrá médicos, ni medicinas, ni ambulancias. Dice el Apocalipsis que en nuestra nueva y definitiva morada no habrá "luto, ni dolor, ni lágrimas" (AP 21 ,4). 57

San Juan Bosco estilaba hacer, mensualmente, con sus jóvenes, lo que llamaba el "ejercicio de la buena muerte". Cada mes se hacía un breve retiro espiritual, en el que cada uno se preguntaba cómo se encontraba en ese instante, si Dios lo llamara a la eternidad. Los jóvenes habían asimilado con naturalidad el tema de la muerte. Tanto es así, que cuando Don Bosco, con su don de "palabra de ciencia", anunciaba que dentro de dos meses iban a morir dos jóvenes del oratorio, no cundía el pánico; al contrario, todos se aprestaban a encontrarse en buena relación con Dios por si acaso les tocaba pasar a la eternidad. En ese trance hacia la eternidad, la Unción de los enfermos, más que nunca, tiene el sentido de viático, para sentirse acompañados y dirigidos por Jesús hacia la morada que nos ha preparado en la eternidad.

EL RITO DE LA UNCION DE LOS ENFERMOS La Aspersión Un Sacramento es "un signo eficaz de la Gracia”. Lo importante es que no se quede sólo en signo, sino en que la Gracia pueda llegar al que recibe el Sacramento. En la Unción de los enfermos, hay variedad y riqueza de símbolos, que deben ayudar al enfermo a abrirse a la sanación, que se está implorando por él. Se inicia el rito con una "aspersión" con agua bendita, que nos recuerda que en nuestro Bautismo hemos sido hundidos en Jesús, limpiados con su sangre preciosa, constituidos templos del Espíritu y, Santo y hechos hijos de Dios. El pensamiento de nuestro Bautismo, que nos ha limpiado y convertido en hijos de Dios, es sumamente curativo. Nos recuerda que estamos en manos de Dios Padre, que nos envió al mundo con un proyecto de amor, y quiere que ese proyecto se cumpla al pie de letra en nosotros. Quiere lo mejor para nosotros, a pesar de que las circunstancias de la enfermedad y el dolor, tal vez, lleven a pensar en lo contrario. En su bautismo, Jesús escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado". En nuestro bautismo resonó la misma voz; Dios dijo: "Tú eres mi hijo amado". En la enfermedad, este recuerdo nos ayuda a

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confiar en la bondad de Dios, que se sigue preocupando por nosotros. Debe ser una "vivencia sanadora". El agua bendita con que se rocía la habitación del enfermo, también es símbolo del poder de Jesús contra las presencias malignas. La carta a los Efesios, expresamente, nos asegura que estamos rodeados de influencias diabólicas, que quieren destruirnos, pero que contamos con la armadura de Dios para no ser vencidos. El agua bendita nos invita a invocar el poder de Jesús contra toda mala presencia que quiere impedir nuestra sanación y liberación. Hay que tener presente que muchas casas están contaminadas de presencias malas por culpa de sus habitantes, que han frecuentado centros de espiritismo, de adivinación, de brujería; por vivir constantemente desligados de la bendición de Dios. El agua bendita debe invitar a invocar el poder, que Jesús nos ha dado contra el mal.

La proclamación de la Palabra Por medio de la lectura y comentario de algún pasaje de la Biblia, el enfermo puede volver a escuchar a Jesús que habla. Si se escoge un pasaje de sanación, seguramente, el enfermo escuchará la "buena noticia" de Jesús, que lo ayudará para el aumento de su fe, ya que, como dice la misma Biblia: "La fe viene como resultado de oír el mensaje que nos habla de Jesús" (Rom 10,17). Si el corazón del enfermo está cerrado por el pecado, la Palabra se le va hundir como espada de doble filo y llegará hasta los rincones oscuros de su corazón para iluminarlos. Sobre todo, lo importante es que el enfermo pueda escuchar a Jesús que le dice: "Vengan a mí los que están agobiados y cansados, yo los haré descansar. Tomen mi yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas" (Mt 11 ,28-29). También la Palabra le ayudará a visualizar a Jesús, que le dice: " ¿Quieres sanarte?" (Jn 5,6)Cuando Ezequiel se "comió" el libro de la Palabra, la sintió como miel en sus labios (Ez 3,3). La Palabra de Jesús por medio de la Biblia será para el enfermo consuelo, fortalecimiento, sanación.

Rito Penitencial Todo lo anterior, prepara al enfermo para que el Espíritu Santo lo "convenza" de pecado, y lo ayude a sacarlo de su corazón. Cuando 59

a Jesús le llevaron un paralítico para sanarlo, el Señor detectó pecado en el enfermo, y, por eso, antes de sanarlo, lo ayudó a arrepentirse de sus pecados. Luego lo sanó. El pecado en el corazón, impide que ingrese la sanación de Dios. Es de suma importancia que el enfermo comience por limpiar su corazón. El libro del Eclesiástico, muy claramente, indica que el enfermo para obtener la sanación, debe comenzar por "purificar su corazón de todo pecado" (Eclo 38,10). Santiago promete curación para el enfermo, cuando hay oración de fe, pero también dice: "Confiésense unos a otros sus pecados y oren unos por otros para ser sanados" (St 5, 1 6). La confesión ayuda a limpiar el corazón y a abrirse a la sanación. Muchos de los enfermos, llevan mucho tiempo sin confesar sus pecados. Este momento de crisis física y psicológica es propicio para que se afloje su corazón y acepten confesarse y recibir el perdón y la sanación. La Unción de los enfermos no es un "rito mágico", que surte efecto con sólo administrarlo. Se necesita la cooperación del enfermo: la fe, el arrepentimiento, la confesión de los pecados.

La Comunión Nada tan consolador y sanador como la santa comunión en el momento de la enfermedad. La mujer hemorroísa con sólo tocar el manto de Jesús quedó sanada. Hay que hacerle ver al enfermo que él va a tocar el Cuerpo de Cristo; que Jesús lo va a tocar a él. Que la santa Comunión es la mejor medicina para los males de su espíritu y de su cuerpo. Las demás personas, que están presentes, si están preparadas, pueden comulgar también. ¡Qué mejor apoyo para el enfermo que acompañarlo con la santa comunión! En Lourdes y en Fátima, las grandes sanaciones se realizan en el momento de la comunión o de la procesión con el Santísimo Sacramento.

La Unción Con todos estos preparativos, el enfermo ya está preparado para experimentar la Unción con el óleo de los enfermos. Por medio de la imposición de manos del sacerdote y de los miembros de la familia, el enfermo debe experimentar el amor de Jesús, que, como buen samaritano, se inclina hacia él y lo unge con el aceite de su 60

amor. Dice la carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido concedido" (Rm 5,5). Al leproso, que se acercó a Jesús pidiendo sanación, el Señor comenzó por imponerle las manos para que viera que no le tenía repugnancia. Luego oró por él y lo sanó. La imposición de manos de los familiares del enfermo simboliza el amor de Jesús, que se sirve de la comunidad para llegar al enfermo. Jesús prometió que a los que creyeran les acompañarían señales; Jesús detalla una de esas señales, cuando promete: " Impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanados" (Mc 16 ,18). El aceite en la antigüedad era símbolo de purificación y sanación. Se usaba como medicina. El Sacramento de la Unción quiere hacerle experimentar al enfermo el amor y la sanación del Señor, que se acerca a él, para sanarlo totalmente o para fortalecerlo contra la enfermedad y el sufrimiento. El Ritual presenta varias oraciones, que se pueden hacer por el enfermo. Las oraciones espontáneas, que cada uno de los presentes hace, logran que el enfermo se sienta amado, tomado en cuenta, que experimente el amor de Dios por medio del amor de sus hermanos, que lo rodean e interceden por él en ese momento crítico de su vida. La "Bendición final" del rito es como una síntesis de lo que el Sacramento de la Unción realiza en el enfermo. Dice el Ritual: "Jesucristo, el Señor, esté siempre a tu lado para defenderte. Que él vaya delante de ti para guiarte y vaya tras de ti para ayudarte. Que él vele por ti, te sostenga y te bendiga. La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotras y nos acompañe siempre. Amen". Con frecuencia, la gente tiene fe en medicinas, en inyecciones, en hierbas, en brujos, en curanderos, y no tiene fe en el Sacramento de la Unción, que Jesús dejó, precisamente, para los enfermos. El día que, por medio de una "nueva Evangelización", los fieles descubran el valor curativo del Sacramento de la Unción de los enfermos, van a comprobar lo que dice el Evangelio de San Marcos, al referirse a la actividad de los discípulos. Dice el texto bíblico: "UNGIAN a muchos enfermos y los SANABAN" (Mc 6, 13). A través del Sacramento de la Unción de los enfermos, Jesús por medio del sacerdote y la comunidad, sigue sanando a los enfermos, porque "Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre" ( Hb 8,13)

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SANACION EN EL MATRIMONIO Es muy frecuente que se llegue al matrimonio después de un noviazgo de duras peleas e incomprensiones, en que los novios se han herido mutuamente. No es raro que a esto se sume también la experiencia de pecado, de relaciones prematrimoniales o de embarazos prematuros. A todo esto se añade el miedo al futuro, el temor de no haber escogido a la persona apropiada para vivir el resto de la vida, y el nerviosismo familiar que precede la boda. Muchos matrimonios se inician «enfermos», con todas estas situaciones psicológicas y espirituales, que impiden la serenidad, que debería acompañar a los novios antes de hacer una opción tan trascendental, como es la del sacramento del Matrimonio. En estas circunstancias, el sacramento del Matrimonio, recibido con las debidas condiciones, trae un efecto sanador para la pareja de novios. La confesión previa al matrimonio, la oración, la bendición propia del sacramento logran que los novios se sientan perdonados, amados por Dios, bendecidos y equipados espiritualmente para iniciar el peregrinaje por la vida en compañía del cónyuge, después de haberse perdonado mutuamente. El sacramento del Matrimonio introduce en la vida de los novios un efecto sanador, que los ayuda a iniciar algo nuevo en sus vidas.

La fe necesaria Pero el sacramento del Matrimonio no consiste en una simple fórmula de tipo químico que, una vez realizada, produce el efecto esperado. Para recibir la gracia del Sacramento y los efectos sanadores del mismo, se necesita fe. Fara muchos el sacramento del Matrimonio se reduce a un rito religioso, que se realiza por fuerza de la costumbre. Habría que preguntarse si los novios, en estas circunstancias, de veras, han recibido la bendición de Dios para su vida matrimonial. Adán y Eva - la primera pareja -, al principio, recibieron la bendición de Dios; platicaban con él, había armonía con Dios y entre ellos mismos. Luego optaron por un camino distinto del que Dios les había señalado" Escogieron el camino engañoso del 62

pecado. Fue en ese momento en que después del gozo del principio, los encontramos «escondidos», enfermos, temblando de miedo. Dios los fue a buscar. Ellos creían que los iba a aniquilar. En cambio Dios los buscó y les echó encima unas pieles, pues estaban totalmente desnudos, desamparados. Dios no los aniquiló, sino que les dio una nueva oportunidad: podían volver al paraíso, después de una larga purificación. A muchos matrimonios les sucede lo mismo que a la primera pareja: después de los esplendores del principio, se introducen los pleitos, las incomprensiones, los insultos, la infidelidad matrimonial. Vienen, entonces, el resentimiento, el odio, la frustración. Ya no platican con Dios. Se "esconden" de Dios, como Adán y Eva. El matrimonio se «enferma». Un matrimonio enfermo comienza a ser una sucursal del infierno. Afortunadamente Dios nunca nos deja solos. Siempre nos va a buscar, cuando andamos huyendo de su presencia; siempre nos echa encima las pieles de su misericordia. Cuando los matrimonios se dejan encontrar con Dios, él los libra del miedo, del terror, los perdona y los ayuda a perdonarse. Los anima a reanudar el diálogo, que se había interrumpido.

Como en el arca de Noé El arca de Noé es una buena imagen del matrimonio, que pasa por momentos tormentosos. Para Noé y su familia, en al arca, fueron días de crisis durante el diluvio: miedo, incertidumbre, tragedia a su alrededor. Cuando Noé quiso salir del arca para llevar nuevamente una vida normal, primero, envió fuera del arca una paloma y un cuervo para saber si las aguas ya habían bajado. El cuervo no regresó, porque encontró un exquisito plato de podredumbre que flotaba en las aguas. Lo putrefacto le encantó, La paloma volvió inmediatamente. Noé dedujo que las aguas no habían bajado todavía, pues la paloma sólo se puede posar sobre lo limpio. Después de varios días, Noé envió otra paloma, que volvió con un ramo de olivo en el pico. Noé dedujo que las aguas todavía llegaban hasta las copas de los árboles. Esperó unos días más antes de enviar otra paloma, que ya no volvió. Noé, entonces, dedujo que ya habían bajado totalmente las aguas, pues la paloma había podido posarse en lugares limpios. Por eso no había regresado. 63

Con el matrimonio pasa lo mismo. Hay momentos de crisis en los que abundan el temor, la ira, la frustración. Lo primero que hay que hacer para que se pueda volver a la normalidad, es expulsar del arca de la familia el cuervo del pecado: adulterio, borracheras, odios, rencores. Mientras el cuervo del pecado habite dentro del hogar, no hay bendición de Dios. El pecado no puede cohabitar con la bendición. La paloma del Espíritu Santo, que trae el ramito de olivo de la paz, sólo puede posarse en un lugar limpio. Donde reina la Gracia de Dios. El segundo paso que dio Noé, fue abrir la ventana para que ingresara la paloma, que traía un "ramito de olivo", signo de la paz. Una vez expulsado el pecado, hay que abrir la ventana de la humildad. El resentimiento es un taladro que destruye la vida matrimonial. Perdonar quiere decir humillarse, ceder. San Pedro, que tuvo experiencia de casado, les escribió a los cónyuges'. "Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, sean compasivos, ámense como hermanos, sean misericordiosos y humildes" (1P 3,8). Pedro acentúa lo que significa la humildad para que en el matrimonio haya un "mismo pensar y sentir". Mientras por orgullo no se abra la ventana del perdón, no podrá ingresar la paloma del Espíritu Santo, que es portadora de la paz de Jesús. Los psicólogos y psiquiatras pueden ayudar a la familia para que busquen caminos de reconciliación y armonía; pero mientras del arca del hogar no se haya expulsado el cuervo del pecado y no se haya abierto la ventana del perdón, no se puede llegar a una vida de paz y salud espiritual y psicológica en el matrimonio. Está bien que los de la familia busquen ayuda de consejeros matrimoniales, de terapeutas. Lo cierto es que mientras Jesús sea un ausente en el hogar, no podrá ingresar la paz de Dios, que sólo nos puede dar Jesús por medio del Espíritu Santo. Una paz muy distinta de la que ofrece el mundo. Cuando los apóstoles afrontaron la tormenta en el mar, se llenaron de miedo, de terror. Hubo gritos, regaños, nerviosismo. Apenas despertaron a Jesús, que dormía en la barca, todo cambió: la tormenta se convirtió en una paz inigualable. Mientras los de la familia en conflicto no despierten a Jesús por medio de la oración y la reconciliación, no pueden esperar la paz de Jesús. En el Apocalipsis, Jesús resucitado se exhibe tocando a la puerta de una casa y diciendo: " He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye y abre, entraré y cenaré con él " (Ap 3, 20). Jesús quiere 64

ingresar en los hogares enfermos, para llevarles sanación espiritual en las crisis que atacan a los hogares. Jesús ofrece cenar con la familia, pero la familia tiene que abrir la puerta: Jesús no ingresa a la fuerza; respeta la libertad. Toda familia, que se expone a la predicación bíblica o a la meditación de la Palabra de Dios y a la oración familiar, podrá escuchar con claridad los toques de Jesús a la puerta de su casa. Si se atreven a abrirle, no para que sea un huésped, sino el Señor de su casa, van a experimentar lo que es la paz de Dios, que supera todo entendimiento (Flp 4,7). Lo indispensable es que cuando lleguen las tormentas, que nunca faltan, los de la familia, estén seguros de que Jesús va en su barca, y que pueden "despertarlo" con una oración clamorosa salida del corazón. Bien decía san Pablo: " Si el Señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”(Rom 8,31). Si el Señor va en la barca familiar, se tiene la garantía de que toda tormenta se calmará ante la voz de mando del Señor.

El problema económico Uno los problemas más comunes, que enferman a los matrimonios, son los asuntos de tipo económico. Según los investigadores matrimoniales, es un problema que suscita muchas crisis matrimoniales. Un matrimonio cristiano, debe tener muy presente que Jesús se anticipó a sanar, preventivamente, este problema familiar, cuando dijo: "No se AFANEN diciendo: “¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?" (Mt 6,31). Los padres de familia, al oír estas palabras, pensarán: "¿Cómo que no nos vamos a afanar por la comida y el vestido, si es por lo que nos tenemos que matar a diario?" Lo que hay que acentuar en las palabras de Jesús es el verbo "afanarse" es decir, preocuparse más de la cuenta, hasta el punto de llegarse a "enfermar" psicológica y físicamente. Jesús da la solución a este problema familiar, cuando dice: " Por esas cosas se afanan los paganos; su Padre celestial ya sabe que ustedes necesitan de todo eso" (Mt 6, 32). El que cree de corazón que Dios es Padre bueno y bondadoso, no va a pensar que ese Padre bueno lo va a dejar abandonado. Pero... atención: Jesús añade algo esencial. “Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se les dará por añadidura. Así que no se preocupen del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta con su propio afán" (Mt 6,33-34). 65

La promesa de Jesús no es para todos. Es sólo para los que "buscan primero el reino de Dios y su justicia". Por otra parte, Jesús no está prometiendo piñatas de dólares. Está garantizando que “lo necesario", no les faltará a los que crean en un Dios Padre, pero que, al mismo tiempo, vayan por el camino de la bendición, que señala ese Padre bueno. Si alguien va por el camino de la maldición, de antemano, el Señor le dice: "Ahí, no estoy yo. Ahí no está mi bendición". Vivir con este pensamiento en un Dios Padre, es sumamente liberador y sanador para todo matrimonio, para su familia.

Una sola carne "Una sola carne", fue la acertada expresión que empleó Dios cuando habló del matrimonio. Dos que buscan ser una sola persona. “Un mismo pensar y un mismo sentir", dice san Pedro (1P 3,8). La unión íntima entre los esposos es la expresión perfecta de su amor, bendecido por Dios con un sacramento. El castigo sexual, es una de las plagas que enferma a los matrimonios. Produce resentimiento, odio, frustración, desquites. El castigo sexual, muchas veces, empuja a uno de los cónyuges al adulterio. Muchos hijos, "nacidos en la calle", como dice el pueblo, son producto de esos "castigos", que enferman de gravedad a los matrimonios. San Pablo puso sobre aviso a los matrimonios, cuando escribió: "No se nieguen el uno al otro (...) No sea que por no poder dominarse, Satanás los haga caer” (1Co 7 ,5). Muy claro: no es la voluntad de Dios que el "castigo sexual" sea una arma mortífera, de la que se eche mano en el matrimonio. A la larga, la medicina se convierte en veneno. Por el contrario, el perdón, la misericordia, son medicinas espirituales que sanan y devuelven la salud al matrimonio enfermo.

Oración en pareja La Biblia expone el caso de dos novios, que tenían muchas dificultades para su casamiento. Sara había tenido malas experiencias en sus matrimonios anteriores: siempre se le había muerto el esposo la noche de su boda. La Biblia da a entender que existía de por medio una presencia maligna. Por eso lo primero que hizo el novio Tobías la noche de su boda, fue invitar a su esposa a ponerse de rodillas y a enfrentar el porvenir con la bendición de 66

Dios. La oración fue poderosa y logró terminar con la raíz de mal que había en la vida de Sara (Tb 8). La oración de los esposos desata un poder sanador inimaginable. Cuando los esposos están orando de rodillas, se derrama sobre ellos el Espíritu Santo. Dios invade sus corazones, los sana, los protege contra el mal. No hay como la oración en pareja para alejar toda presencia maligna y para atraer las bendiciones de Dios. No hay como la oración de los esposos para que Dios sane sus corazones enfermos y para que los llene de la presencia sanadora de su Espíritu Santo. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la esposa con la que se reza todos los días. Y así es. Porque en medio de ellos está el poder de Dios. Pero, lo cierto es que muchas parejas no conocen lo que es la oración familiar. Tienen «vergüenza»; creen que es algo «raro)), cuando debería ser lo normal de todos los días que esposo y esposa oraran juntos, si de veras creen en Dios. Es muy difícil la sanación espiritual de los matrimonios en los que la oración está ausente, en donde se recurre a la oración sólo en los momentos de emergencia económica o ante alguna tribulación muy grande. Los novios de la boda de Caná de Galilea tuvieron la maravillosa idea de invitar a su fiesta a la mamá de Jesús. Eso los salvó de un chasco muy grande. Cuando se terminó el vino, la Virgen María corrió a donde estaba Jesús, para exponerle el delicado caso de aquel incipiente matrimonio. Jesús cambió el agua de seis tinajas en el rico vino, que tanto agradó a los comensales. La Virgen María ha sido dejada por Jesús como Madre de la Iglesia, de los matrimonios; sobre todo, en favor de los matrimonios con problemas. Todo matrimonio cristiano no deja de imitar a los novios de Caná de Galilea: invita a la Virgen María. Ya se sabe que en los momentos críticos, que nunca faltan en los matrimonios, la Virgen María no se quedará de brazos cruzados. Ella es «especialista» en auxiliar a sus hijos en problemas. La presencia de la Virgen María en un hogar es una presencia sanadora, porque ya se sabe que ella, al encenderse la luz roja de los problemas, saldrá corriendo hacia Jesús para implorar su milagrosa intervención. Son muchos los matrimonios cristianos que pueden dar fe de que la Virgen María no ha permitido que les falte el vino de la armonía, de la bendición de Dios.

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La renovación Es muy saludable que los matrimonios, con frecuencia, «renueven» sus votos matrimoniales. El motivo salta a la vista. Con mucha facilidad, los esposos se hieren mutuamente, se distancian espiritualmente, aunque sigan viviendo bajo el mismo techo. La infidelidad matrimonial una de las plagas de nuestra sociedad moderna, lo mismo que el alcoholismo: han desequilibrado a muchos hogares. Es por eso muy conveniente que los esposos escojan algún momento oportuno, para «renovar» sus votos matrimoniales. Para renovar su juramento de amor, de fidelidad. Para revisar si su «alianza» con Dios no se ha roto o está muy deteriorada. No se trata de «repetir» el sacramento del Matrimonio, ya que este sacramento «imprime carácter» para siempre y, por eso, solamente, se administra una sola vez a la misma pareja. De lo que se trata es de ponerse de acuerdo en la presencia de Dios para renovar la alianza matrimonial, que se ha deteriorado de alguna manera. Para esto se pueden aprovechar las «misas de casamiento», a las que con frecuencia son convidados los cónyuges. Al mismo tiempo que acompañan, espiritualmente, a los novios, pueden revisar su matrimonio en la presencia de Dios. Pueden aprovechar la ceremonia de la misa de matrimonio para renovar sus votos matrimoniales, su alianza con Dios. Un caso muy repetido es el de los matrimonios que asistieron a la ceremonia sacramental de su matrimonio, pero sin tener las debidas condiciones para hacerlo. Algunos carecían de fe auténtica. Otros, recibieron el sacramento en pecado mortal. Dios es tan bueno y misericordioso que, como a Adán y Eva, les da una nueva oportunidad de rehacer sus vidas. Dios tiene "retenida" la bendición matrimonial, que no pudieron recibir por falta de fe o por estar en pecado grave. El Señor está dispuesto a entregarles la bendición matrimonial "retenida” a los cónyuges, que se la vuelvan a solicitar con fe y en gracia de Dios. Debido a un cristianismo «de nombre», y no «de vida», es muy común el caso de los que acudieron a la ceremonia religiosa de su boda, pero que se quedaron sin recibir la bendición de Dios, porque no tenían las debidas condiciones para recibir el sacramento. Es urgente que estos matrimonios, después de una adecuada preparación, renueven sus votos matrimoniales. Que su matrimonio sea sanado «en la raíz» por la misericordia de Dios. Es urgente 68

que su casa deje de estar edificada sobre arena y que comience a estar cimentada sobre la roca la palabra de Dios. Estas «renovaciones» de los votos matrimoniales son de las sanaciones más necesarias para muchos, y que pueden revolucionar su vida cristiana y matrimonial para siempre.

Sanación en la Eucaristía Nada tan sanante para los matrimonios y la familia entera como la Eucaristía del domingo. En el Evangelio se lee que en la piscina de Betesda (Jn 5,2), el ángel del Señor removía las aguas; los enfermos que se metían a la piscina quedaban sanados. Nuestra piscina de Betesda es la Eucaristía semanal. La santa Misa es el acto de culto más importante de nuestra. Iglesia, y cuenta con elementos muy apropiados para la salud espiritual de toda la familia. Durante la misa es cuando más se remueven las aguas de sanación espiritual y física. Al inicio de la Misa, en el acto penitencial, se hace una exhortación a quitar todo lo que impide que la gracia de Dios ingrese en los corazones. En la Eucaristía sólo se puede participar con el corazón limpio. San Pablo, en su carta a los Corintios invita a "examinarse", antes de recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, pues el que comulga en pecado grave, come "su propio castigo” (1 Col 11,29). Se recuerda también lo que decía Jesús: “Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y te acuerdas de qué tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve, primero, a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 23_ 24). Los esposos saben que el Señor les exige "reconciliarse" mutuamente, si quieren que les llegue la bendición, propia de Dios en la misa. Así comienza la sanación espiritual en la Eucaristía. La liturgia de la palabra es también muy cuestionante. San .luan afirma que en una visión, cuando se comió el libro de la palabra, sintió dulzor en la boca y ardor en el estómago (Ap 10,10). Palabra nos cuestiona, nos arde dentro del corazón; nos exhibe lo malo, lo que desagrada a Dios. Luego nos "endulza" con la consolación y la iluminación de Dios. En la liturgia de la palabra el Espíritu Santo habla a los esposos y les pide sacar lo malo de sus corazones para poderlos llenar de su gozo, de su sanación. Por medio de la palabra les indica cuál es la voluntad de Dios para ellos.

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El ofertorio es el momento del ofrecimiento. El pan, el vino, las frutas, lo típico es algo muy simbólico. Pero lo que Dios les pide a los esposos, en ese momento, es su corazón, su yo, que se entreguen ellos mismos para hacer en todo su voluntad. San pablo nos invita a ofrecernos “como hostias puras y agradables a Dios” (Rom 12, l). En el ofertorio, los esposos le ofrecen a Dios su vida matrimonial, su familia, su trabajo. Algo más. Dios les pide a los esposos una ofrenda generosa; no una limosna: Jesús no es limosnero. El desprenderse de algo material para entregarlo a la casa del Señor, es muy sanante. Libera del materialismo, que entorpece la vida espiritual del matrimonio. La Madre Teresa decía que para que valga nuestra ofrenda nos debe doler. Los esposos que con generosidad hacen su ofertorio material, experimentan que eso es parte de su sanación de todo materialismo, que, muchas veces, ahoga su vida espiritual. Antes de la comunión se invita a los fieles a darse el abrazo de la paz. Es una oportunidad de oro para que el esposo y la esposa aprovechen ese gesto para pedirse y darse perdón por las malas circunstancias, que han provocado durante la semana. Más que las palabras, ese abrazo apretado en la presencia de Dios, lo expresa todo. Es como decir: “perdóname lo que te hice sufrir esta semana; tengo la buena voluntad de no repetir esas situaciones”. Todo lo anterior, ha sido una preparación la comunión, para cuando, de manera especialísima, somos. "tocados,, por el cuerpo y la sangre de Cristo. La mujer hemorroísa del evangelio con solo tocar el manto de Jesús quedó sanada de su enfermedad. Los esposos deben confiar en ese toque extraordinario de Jesús en la comunión. Jesús dijo: “el que come mi cuerpo y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6, 54). En el Evangelio de san Juan, “vida eterna”, significa la vida de Dios, que comunica purificación, fortaleza, salud espiritual o física. Los esposos deben estar seguros de que por la fe están siendo limpiados en profundidad por la sangre de Jesús (1 Jn 1,7). Jesús los sana de todo lo que entristece al Espíritu Santo. El mismo Espíritu Santo los llena de la vida misma de Dios. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Jesús es lo más sanate que nos podamos imaginar. Pueden ir en paz es la despedida que el sacerdote hace a todos los fieles, que han participado en la Eucaristía. Todo el que ha vivido la misa, va con la paz de Jesús en su corazón. Siente el gozo del Espíritu Santo. Esa paz y ese gozo son los que los esposos llevan a 70

su casa para iniciar su nueva semana de Gracia. La misa es la mayor sanación que pueda haber para el matrimonio cristiano.

Un Adán y una Eva Cuando Dios vio que Adán se encontraba solitario en el paraíso dijo: "No está bien que el hombre esté sólo; le voy a hacer una ayuda adecuada" (Gen 2,18). Adán, al recibir a su esposa, se emocionó y dijo: "¡Ésta sí que es carne de mi carne!" Dios bendijo el primer matrimonio y les entregó el universo para que fueran felices. La Biblia afirma que ese primer matrimonio "hablaba con Dios" (Gen 3,8-9). Es decir, tenían íntima comunión con Dios; gozaban de su bendición. A través de esta breve frase, captamos la esencia de un matrimonio rebosante de gozo, de salud espiritual y física. Si el matrimonio es una pareja, un Adán y una Eva que hablan con Dios y experimentan el gozo del Espíritu Santo, deben alabar y bendecir a Dios por esa gracia inigualable; pero hay que advertirles a esos esposos que no se duerman, porque "la serpiente antigua" (Ap 20,2) no ha muerto y quiere, a toda costa, meterse en su hogar. Si el matrimonio es una pareja de un Adán y una Eva que ya no hablan con Dios, que se esconden de Dios, que son un matrimonio enfermo porque les falta lo principal: la comunión con Dios, hay que recordarles que Dios fue a buscar a Adán y Eva, cuando se escondieron y estaban temblando de angustia. Hay que invitarlos a salir de su escondite, a confesar sus pecados, y asegurarles que experimentarán las pieles de perdón del Señor sobre sus vidas y que su matrimonio quedará totalmente sanado. Dios no unió a los esposos frente a un altar para que fueran un par de infelices, sino para que fueran una ayuda adecuada el uno para el otro en el peregrinaje de la vida, y para que con el gozo del Espíritu Santo caminaran con toda su familia hacia su morada eterna, hacia la casa no hecha por mano de hombre, que Dios les ha preparado en la eternidad.

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SANACION EN EL ORDEN SACERDOTAL Vocación Todo sacerdote es un "llamado" por Dios para una vida consagrada totalmente a él en servicio de su pueblo. Cuando el profeta Jeremías fue llamado por Dios, se puso a llorar; se consideraba muy niño para poder cumplir con un compromiso tan enorme. El Señor lo consoló y le dijo que no debía temer, porque él lo acompañaría; le daría poderes para "arrancar" y también para "plantar"; lo convertiría en una «muralla de bronce» contra los que se le opusieran (Jn 1, 18). El profeta Isaías también cuenta cómo fue su vocación. Al ver la majestad de Dios, se sintió totalmente indigno del ministerio de profeta al que Dios lo llamaba. Reconoció que era un hombre de «labios impuros». Entonces, el Señor envió un ángel con un carbón encendido para que le purificara la boca (Is 6,2-8). Cuando Dios llama, se compromete a dar la Gracia necesaria - el don _ para el ministerio que confía. Es lo que se llama «la Gracia de estado». El sacramento del Orden Sacerdotal le confiere al sacerdote la Gracia para cumplir el ministerio al que Dios lo llama. Esto es una «sanación» muy grande contra el sentido de indignidad y de temor, que experimenta todo el que es llamado al sacerdocio. Durante todo su seminario, el candidato se pregunta si no se habrá equivocado en enfilar por ese camino; si no será una vana pretensión. Por medio del sacramento del Orden Sacerdotal, el «purifica» Señor lo con el carbón encendido de su misericordia, y lo convierte en «muralla de bronce, para hacer frente a las fuerzas del mal. por medio de la “imposición de manos, del obispo, en el rito de la ordenación sacerdotal, el ministro experimenta la sanación espiritual, por medio de la cual se siente animado a seguir adelante en la vocación a la que el Señor lo ha llamado.

La Biblia Lo primero que Dios le pidió a Ezequiel, cuando lo llamó al ministerio de profeta, fue que se «comiera» el libro de la Escritura 72

(Ez 3,1) El joven profeta experimentó que aquel libro era dulce como la miel (Ez 3,3). También al apóstol Juan se le ordenó que se comiera el libro de la palabra. San Juan testificó que había experimentado «dulzor en la boca» y «ardor en el estómago» (Ap 10, l0). Al que es ordenado sacerdote, el obispo, en nombre de Dios y de la Iglesia, le entrega la Biblia, que lo cuestionará, seriamente, al mismo tiempo que lo consolará. Le servirá para cuestionar a otros y también, para consolarlos. Eso significa el ardor y el dulzor, que produce la Biblia cuando nos la comemos. Para el sacerdote es un gran alivio que, por adelantado, le entreguen el mensaje que debe llevar como profeta a la comunidad. El sacerdote sabe que es un «heraldo» de Dios. Tiene que llevar el mensaje de su Señor y no su propio mensaje. Esto le proporciona seguridad y descanso en su ministerio sacerdotal. Además, sabe que la Biblia será «lámpara a sus pies y antorcha en su sendero» (Sal 119) Está seguro que se le entrega la Biblia en nombre de Dios y de la Iglesia, para que sea su «Espada del Espíritu Santo» (Ef 6,17), para que se defienda del «enemigo», y para que defienda a la grey, que le ha sido encomendada. Esto es un gran alivio para el joven sacerdote, que recibe con alegría la Biblia de manos del obispo. A Jeremías, muchas veces, el Señor lo envió con mensajes de fuego para las ciudades: destrucción, muerte. Esto le acarreó serios problemas no sólo con el pueblo, sino, sobre todo, con los falsos profetas, que, para contentar al pueblo, llevaban mensajes mentirosos de triunfo, que el Señor no les habría dado. Un día, Jeremías se sintió totalmente deprimido, con ganas de tirar la toalla en su ministerio de profeta. Con desilusión, Jeremías comenzó a decirle al Señor: " Señor, tú me has seducido y yo me dejé seducir " (Jr 20,7). Jeremías sufrió inmensamente al ver que todos se volteaban contra é1. También sus amigos sacerdotes. Le dolió que el mismo jefe de los sacerdotes, Pasur, mandara que lo golpearan y le pusieran un cepo. Jeremías quería apartarse de su ministerio de profeta; pero no pudo hacerlo. El mismo profeta nos expone el motivo, cuando escribe: "Si digo: No pensaré más en el Señor, no volveré a hablar más en su nombre, entonces tu palabra en mi interior se convierte en un fuego que me devora, que me cala hasta los huesos. Trato de contenerla, pero no puedo" (Jr 20,9). 73

La Palabra de Dios, que lo había invadido totalmente, no permitió que jeremías abandonara su ministerio profético. Jeremías, después de su terrible crisis, al sentirse interpelado él mismo por la Palabra de Dios, que lo quemaba por dentro, terminó por decir; "Señor, tú estás conmigo como un guerrero invencible". Sentir la presencia fuerte de Dios en su vida, le levantó totalmente al ánimo a Jeremías, y de la queja pasó a la alabanza: " Canten al Señor, alaben al Señor, pues salva al afligido"( Jr 20,13). El sacerdote, como el sacerdote Jeremías, también tiene que afrontar situaciones similares. Le toca pasar por momentos difíciles, por depresiones, por predicar la Palabra, por denunciar la injusticia y no contemporizar con los poderosos. También el sacerdote en sus crisis espirituales, ante las murmuraciones y contradicciones, es fortalecido por la Palabra de Dios, que, como fuego dentro de él, le hace experimentar la presencia viva de Jesús resucitado, que le dice, como al apóstol Juan: “No temas, yo soy el primero y el último y el que vive” (Ap 1,17). Entonces el sacerdote, pasa del lamento a la alabanza. Nada tan sanador para el sacerdote como la oración de alabanza, por medio de la cual renueva su compromiso profético con Dios. La palabra "Eucaristía" viene del griego y significa: "Acción de gracias". Nada tan curativo para el sacerdote en sus crisis espirituales como la Eucaristía, ese culto de alabanza que lo fortalece y sana para continuar siendo portador del mensaje de Dios para su pueblo.

Vestiduras Tres son las vestiduras especiales que recibe el sacerdote para ejercer su ministerio sacerdotal: el alba, la estola y la casulla. EL ALBA - Blanca túnica de lino - le indica al sacerdote la pureza, que Dios le exige en su ministerio sacerdotal. EL CÍNGULO, cordón, que se ciñe alrededor de la cintura, le recuerda que el Señor lo quiere como el fiel servidor, que tiene siempre los «lomos ceñidos» en actitud de servicio al pueblo de Dios. LA ESTOLA es signo del poder, que, en nombre de Dios, se le entrega al sacerdote para servir a la comunidad. Jesús a sus discípulos los enviaba con «poderes». Poder para predicar, para sanar, para expulsar espíritus malos. Estos tres poderes se le confieren de manera especialísima al aspirante a ministro en su 74

ordenación sacerdotal. Un día, regresaron los discípulos emocionados y le dijeron al Señor: « ¡Hasta los demonios nos obedecían en tu nombre!» (Lc 10,17) Señor les respondió que no debían extrañarse de eso, pues les había dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones (Lc 10, 19). Todo sacerdote es apartado y enviado con poder para ser otro Cristo en medio del pueblo. LA CASULLA, que significa «casita», es como una casita en la que se deposita al sacerdote. Una casita de santidad y compromiso con Dios y con los hombres. Esta casulla nos hace recordar el EFOD, que usaba el sacerdote del Antiguo Testamento. Era como una especie de delantal sobre la túnica y el manto. En cada hombrera llevaba una piedra preciosa con seis nombres: los doce nombres de las tribus de Israel. El sacerdote lleva sobre sus-hombros el peso de su pueblo. Sobre el mismo efod, iba el pectoral: una bolsa cuadrada; dentro iban doce piedras preciosas con los nombres de las doce tribus de Israel. El sacerdote, al acercarse al altar, lleva junto a su corazón los nombres de toda la comunidad que representa. La casulla es signo del compromiso con Dios y con el pueblo. El sacerdote está metido dentro de esa «casita» de Dios: ha sido apartado para servir al pueblo en nombre de Dios. Para servir a Dios en nombre del pueblo. Gedeón era un hombre insignificante. El Señor lo llamó para que fuera el líder de su pueblo. Gedeón le pidió al Señor varias pruebas de que era él quien lo llamaba. El Señor se las concedió. Cuando Gedeón comenzó a obedecer las órdenes del Señor, el texto bíblico afirma: «El Espíritu del Señor se revistió de Gedeón» (Jc 6, 34). Según los críticos, ésta es la traducción literal del texto hebreo. Las vestiduras sacerdotales le recuerdan al sacerdote que está revestido de Cristo. Cristo se ha revestido del sacerdote para seguir sirviendo a su pueblo. Esto, sin lugar a duda, es una «sanación» enorme para el sacerdote, que está seguro que es Jesús el que sigue actuando por su medio. El sacerdote tiene muy presente lo que decía san Agustín: «Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautizar». El sacerdote, al verse revestido con ornamentos sacerdotales, sabe que Jesús le ha prestado su vestidura, para que sirva a su pueblo como él lo hacía. Todo esto viene a complementarse con la unción de las manos del candidato a sacerdote, que lleva a cabo el obispo. El aceite significa consagración. Las manos del sacerdote quedan consa75

gradas para servir en las cosas santas. El aceite, en la antigüedad, era considerado como una medicina. Su consagración con aceite, símbolo del Espíritu Santo, le trae consolación al sacerdote. El aceite le habla de la fuerte «unción del Espíritu Santo», que, de manera especialísima, se le concede para el ministerio al que ha sido llamado. Este aceite es «medicina» contra el temor al fracaso, contra el miedo al serio compromiso, que Dios deposita en las manos del sacerdote.

Intercesor Un tipo del oficio de intercesor del sacerdote se encuentra en la escena en que Moisés, en un monte, está orando con los brazos levantados, para que su pueblo gane la batalla. Mientras Moisés tiene levantadas las manos, el pueblo gana la batalla. Cuando Moisés baja las manos por el cansancio, el pueblo comienza a perder. Moisés comprende el valor de su oración intercesora. Pide que le sostengan las manos. Aarón y Hur sientan a Moisés sobre una piedra y le sostienen las manos para que estén siempre levantadas. El sacerdote tiene un ministerio de, “intercesor” por excelencia. Pero es débil; sus manos se cansan y se vienen para abajo. Esto le causa frustración. Pero el sacerdote sabe que sus manos son sostenidas por las oraciones del pueblo. Eso lo cura de su frustración y lo anima, para dejarse sostener las manos por la comunidad. Otra estampa de Moisés como intercesor. El pueblo lo llama para que vaya a la Carpa de los Encuentros, para pedir discernimiento al Señor acerca de lo que tiene que hacer el pueblo (Ex 33, 8-10). Moisés va a la Carpa de los Encuentros. Mientras él está orando, cada uno del pueblo permanece a la entrada de su tienda de campaña, unido en oración comunitaria. Si algo consuela y sana al sacerdote, es saber que su ministerio no es «en solitario». Está respaldado por la oración de la comunidad. Sus fieles saben que su sacerdote, como hermano, es débil como todos; por eso la comunidad se encarga de sostener en alto las manos de su sacerdote por medio de la oración y su comprensión. Eso libera en profundidad al sacerdote del temor que lo invade ante el cansancio, propio del ministerio sacerdotal.

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Sanados del Miedo La ordenación sacerdotal de sus primeros sacerdotes la realizó Jesús durante la última Cena. Después de consagrar el pan y el vino, les dijo expresamente: «Hagan esto en memoria mía» (1Co 11,24). Fue una orden tajante del Señor. Esta ordenación sacerdotal, por así decirlo, fue complementada el día de la resurrección. Los apóstoles se encontraban asustados, enfermos, en el cenáculo, con un gran complejo de culpa porque habían negado a Jesús. De pronto, el Señor se les apareció y comenzó su sanación espiritual. Primero, el Señor comenzó diciéndoles: «Shalom». Con esta palabra quiso que entendieran que los perdonaba y les entregaba su paz. Les hizo ver que esa paz, que les regalaba, era el precio de su sangre; por eso "les mostró las manos y el costado" (Jn20, 2O). Luego añadi6 «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22). A sus primeros sacerdotes el Señor les concedió un «adelanto» de Pentecostés. Después les entregó el «ministerio del perdón», cuando les dijo: A quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar (Jn 20,23). También los volvió a «enviar» como sus heraldos por todo el mundo para anunciar el Evangelio. En la ordenación del sacerdote, se renuevan estos dones espirituales, que Jesús les entregó a sus apóstoles el día de la resurrección. Los que son ordenados, reciben la paz de Dios, su perdón, su amor, como resultado del valor de su sangre preciosa. Luego reciben una «especial unción del Espíritu Santo»; se les entrega el ministerio del perdón, y se les envía para ser «otros cristos, en medio de la comunidad. Cuando los apóstoles vieron aparecer a Jesús resucitado, se asustaron sobremanera. Luego les fue llegando la sanación espiritual, que Jesús les otorgaba por medio de su perdón y de su paz. Se llenaron de alegría y experimentaron el amor de Dios en ellos por medio del Espíritu Santo. En su ordenación sacerdotal, el sacerdote, se asusta por la enorme responsabilidad que implica el llamamiento de Jesús, pero, al mismo tiempo, se siente sanado del miedo y fortalecido por la "Unción del Espíritu Santo", que Jesús le concede. Esto lo anima para cumplir su misión de ser «otro Cristo» en medio del pueblo de Dios.

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La presencia sanadora de la Virgen María Junto a la cruz estaba el recién ordenado sacerdote Juan. Era el único de los apóstoles, que se había atrevido a estar junto a la cruz del Señor. Los demás estaban escondidos; la cruz los había escandalizado. Fue en ese momento en que el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesús, llamó a Juan y le hizo un gran regalo; le dijo: " Hijo, he ahí a tu Madre" (Jn 19, 27). Le entregó a la Virgen María. Dice el Evangelio que Juan se la llevó a su casa. Le tocó vivir bajo el mismo techo de la Madre de Jesús. Ciertamente, la presencia de la Virgen María en la casa de Juan fue para él una presencia sanadora. Juan veía en la Madre de Jesús el modelo de lo que debe ser el cristiano. Jesús dijo: "Bienaventurado el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica" (Lc 11, 28). La Virgen María es descrita en el Evangelio como la que "guarda y medita" en la Palabra de Dios (Lc 2,19). Para Juan, como joven sacerdote, María fue el ejemplo de cómo vivir el Evangelio y de cómo estar pendiente siempre de la Palabra de Dios. Cuando Juan, como sacerdote, celebraba la Eucaristía, muchas veces, observaría a la Virgen María participando con humildad y gozo en la Cena del Señor. Ella había sido Sagrario de Jesús durante nueve meses, ahora, esperaba, como todos, el momento de la comunión para volver a revivir los días en que había llevado en su seno a su hijo Jesús. No es aventurado pensar en la "palabra de consejo" de María para Juan, en su acertada palabra de consuelo en los días críticos, que le tocó vivir a la iglesia perseguida. María era una presencia sanante para Juan. Todo sacerdote, como Juan, recibe a la Virgen María como un regalo para su vida. Se la lleva a su casa. El sacerdote no tiene una esposa, pero tiene una madre constantemente junto a él: la Virgen María, la madre, que Jesús le entregó. Para el sacerdote es muy sanador sentirse acompañado de esa madre "Auxiliadora", que ruega por él, para que no le falte el vino de la unción del Espíritu Santo y de la Sabiduría de Dios. Una madre piadosa que constantemente le señala a Jesús, y le repite: "Hazlo que él diga". Ahí está el secreto para convertir el agua de lo cotidiano en el vino de la bendición para todos.

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Jean Jagot, en una meditación sobre la Virgen María , se imagina a la Madre de Jesús consolando y sanando las heridas físicas de Pedro y juan , cuando salen de la cárcel después de ser azotados y van a la casa de Juan, donde vivía la Virgen María. Nada más normal para el sacerdote, la presencia de la Virgen María en su vida, es la presencia maternal, que experimentó el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesús, cuando tuvo a la Virgen María a su lado en los acontecimientos clave de su vida como redentor. Cuando el sacerdote se siente en la cruz de su ministerio, sabe que al pie de esa cruz, está la Virgen María cumpliendo su misión de ser la madre del sacerdote. Me tocó participar en un congreso de diez mil sacerdotes de todo el mundo, en el Vaticano. Antes de la misa, se introdujo en procesión un icono de la Virgen María. Todos los sacerdotes levantamos nuestros pañuelos blancos para saludar con cariño y emoción a la Madre, que Jesús nos dejó. Pude contemplar que muchos sacerdotes estaban llorando: seguramente recordaban la presencia maternal y sanadora de la Virgen María en sus vidas. Es difícil encontrar a un sacerdote, que no tenga en un lugar de privilegio a la Madre que Jesús le regaló. Todo sacerdote se siente, como un Juan junto a la cruz, y escucha que Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, le dice: "Hijo, he ahí a tu madre". Mientras en la vida y en la casa del sacerdote viva la Madre de Jesús, ahí no faltará nunca el vino de la bendición de Jesús y el aceite sanador de la unción del Espíritu Santo.

¿Cómo le pagare? Todo sacerdote se siente indigno de la «elección» de Dios. Su manera de expresarlo ante la comunidad, es su oración de «postración» durante su ordenación sacerdotal. El sacerdote se tiende en el suelo y le demuestra al Señor y al pueblo que se reconoce indigno del ministerio que el Señor le concede. Ante esta gracia tan grande, que el Señor le ha regalado, el sacerdote, muchas veces, con el salmo 116, se pregunta: « ¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». El mismo Señor le responde indicándole qué es lo que debe hacer. Por eso, el sacerdote, inspirado por el Espíritu Santo, dice: "Levantaré el cáliz de la salvación.... Cumpliré mis votos en presencia de su pueblo". La manera de expresarle al Señor el agradecimiento por la elección es «levantar el cáliz»: cumplir fielmente el ministerio sacerdotal 79

"Cumplir los votos" equivale a dar un testimonio de consagrado ante el pueblo de Dios. Cuando el sacerdote se esfuerza en «levantar el cáliz» y en cumplir sus votos ante el pueblo, experimenta la paz de Dios, pues sabe que en su debilidad está haciendo lo posible por demostrarle a Dios y al pueblo su sincero agradecimiento por haber sido llamado al ministerio sacerdotal. Todo sacerdote sabe que ha siclo llamado de manera especial por Jesús, para ser «pescador de hombres», un evangelizador, que llame a la conversión y a la santidad de vida. Por eso el sacerdote, con frecuencia, medita en las «pescas milagrosas» del Evangelio. Recuerda que Pedro quería darle clases a Jesús acerca de la hora conveniente para pescar. Pero Pedro recapacitó y dijo: «Pero en tu nombre echaré las redes» (Lc 5, 5). Y llegó la pesca milagrosa. Algo que consuela al sacerdote. Es saber que cuando eche las redes «en nombre de Jesús», tendrá pescas milagrosas. El sacerdote también recuerda la escena después de la resurrección, cuando siete sacerdotes en una barquita se sentían fracasados porque durante toda la noche no habían podido pescar nada. De pronto, de la orilla alguien les gritó: "Echen la red a la derecha de la barca". Y hubo otra pesca milagrosa (Jn 21, 6). Recordando este incidente, el sacerdote se consuela en sus momentos de fracaso pastoral. Se anima pensando que el Señor nunca lo abandona. Y que, de un momento a otro, le gritará hacia qué lado de la barca deben lanzarse las redes, para que se repitan las pescas milagrosas. Este pensamiento libera al sacerdote de temores infundados. Lo anima a seguir pescando hombres. A continuar en su misión de sacerdote, que ha sido llamado por Jesús para ser su «doble» - otro Cristo - en medio de su pueblo.

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SANACIÓN Y LIBERACIÓN EN LOS SACRAMENTOS Para muchos el diablo es «un cuentecito medieval, para asustar a los ingenuos. Piensan que es algo anticuado hablar de ese personaje. Lo triste del caso es que hasta algunos teólogos temen tocar este tema: sospechan que se van a desprestigiar. Por eso, muy bien afirmaba un escritor que uno de los grandes triunfos del demonio es hacerse pasar por una leyenda, para poder manipular mejor a los hombres. El Papa Pablo VI, ante cierta desorientación en la Iglesia, con respecto al demonio, se vio precisado a exponer los puntos básicos del magisterio de la Iglesia con respecto al Espíritu del mal. Decía pablo VI que el mal "no es solamente una DEFICIENCIA, sino una EFICIENCIA, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor". Y añadía el recordado pontífice: “Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica, quien se niegue a reconocer su existencia; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias". Por otra parte, nos encontramos a cada paso con personas que en todo quieren ver al demonio; que, le echan la culpa de todo lo malo que les sucede. Esta postura tampoco es cristiana. Ante ciertos fenómenos extraños, misteriosos y desconcertantes, no es adecuado afirmar, simplemente, que es el diablo el autor de todo ese mal. Antes hay que tener un discernimiento muy profundo; debemos dejarnos ayudar por la ciencia, la psicología, la psiquiatría. El Evangelio no nos enseña a presentar al diablo como un "antidios", sino como un ser creado bueno por Dios y que se pervirtió y continúa pervirtiendo a los hombres. Nunca podemos poner en el mismo plano a Dios y al diablo. El Evangelio, a su vez, nos enseña a no centrar nuestra atención en el Espíritu del mal, sino en Jesús, que es el Señor de la vida y de la muerte. En el Antiguo Testamento se habla poco del diablo; los especialistas de la Biblia sostienen que para evitar que el pueblo de Israel creara un «segundo dios». En cambio, en el Nuevo 81

Testamento, repetidas veces, se menciona al Espíritu del mal. Ya el pueblo israelita se había afianzado en la idea de un solo Dios; por eso el Nuevo Testamento habla sin ambages del Espíritu del mal; lo llama Satán (adversario), Diablo (calumniador); también se le menciona como «Espíritu inmundo». San Lucas, después de describir las tentaciones de Jesús en el desierto, apunta... “Acabada la tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno" (Lc 4, 13). Ese “tiempo oportuno”, fue la pasión de Jesús: el combate final de su vida. San Juan identifica el mal con las tinieblas. Al referirse a ludas, asegura que el diablo se le metió en el corazón; y añade Lucas: «Era de noche» (Jn 13,30). También observa que cuando muere Jesús, «las tinieblas cubrían el cielo de Jerusalén» (Mt 27,45). Era la hora del poder de las tinieblas. La gran buena noticia del Evangelio, es, precisamente, que Jesús vence a la muerte y al poder de Satanás, y que Jesús nos comunica a sus seguidores su poder contra el Espíritu del mal; es por eso que nosotros los cristianos, en lugar de hablar en demasía del diablo, hablamos del poder liberador de Jesús. Ese poder de Jesús contra las fuerzas malignas, que "pueblan el cosmos" - frase de San Pablo en Efesios -, se nos comunica, sobre todo, por medio de los sacramentos, que Jesús mismo instituyó para conferirnos su gracia. En cada sacramento, recibido con fe, es Jesús mismo quien se acerca y nos aplica su poder liberador, que nos adquirió con su muerte y resurrección. Muy bien decía San Agustín: «Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza». Lo que cuenta no es el instrumento humano, sino la Iglesia a quien Jesús encomendó los Sacramentos como medios de salvación. Sobre todo, quisiera referirme a cuatro sacramentos que, de manera especial, en nuestra vida cotidiana, nos liberan de las fuerzas malignas y nos protegen contra ellas: el Bautismo, la Reconciliación, la Comunión y la Unción de los enfermos.

Bautismo Los paganos se bañaban en la sangre de un toro, para que les fuera transmitida la fuerza del toro. Nosotros, en el bautismo, nos hundimos, nos bañamos, simbólicamente, en Jesús para ser cubiertos con los méritos, que el Señor nos adquirió con su muerte 82

y resurrección. Bautizarse es revestirse de Jesús. Una de las primeras ceremonias del bautismo consiste en un "exorcismo”. El mundo ha quedado contaminado desde un principio por el pecado de origen de la humanidad. Cuando nosotros ingresamos en el mundo, llegamos a un cosmos contaminado con el pecado, con el mal, que nos toca desde nuestro ingreso en el mundo. Muchas veces somos tocados desde el seno materno. Hay madres que han concebido a sus hijos en condiciones psicológicas y espirituales, que en nada podían favorecer a su hijo. La Iglesia, con el poder que Jesús le ha concedido, pide en nombre de Jesús que ese mal, que ha tocado al niño en el seno materno, sea expulsado. En eso consiste el exorcismo el día del bautismo. Nuestra Iglesia nos hunde desde niños en Jesús, ora por nosotros para que seamos liberados de toda contaminación maligna. Desde el momento del bautismo somos “sellados” (Ef 1, l3) como hijos de Dios, y protegidos contra el Espíritu del mal, que buscará, por todos los medios, echar a perder el plan de amor con que Dios nos envía al mundo. Después de su bautismo, Jesús fue tentado por el demonio; pero no pudo nada contra él; Jesús lo derrotó. En nuestro bautismo se nos comunica el poder de Jesús para no ser derrotados por las asechanzas del Espíritu del mal. El sacramento del Bautismo tiene un poder liberador contra el mal; es también un "escudo" de fe contra las flechas encendidas del demonio. El sello del Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo, es nuestra gran sanación y liberación contra las fuerzas enemigas, que, a toda costa, quieren contaminarnos y enfermarnos del alma y del cuerpo. Al ser hundidos en Jesús en el Bautismo, nuestro hombre viejo, contaminado por el mal, queda sepultado, y del agua sale un hombre nuevo, revestido con la Gracia de Jesús, con el poder de Jesús contra el mal y la muerte eterna.

La Reconciliación K. Menninger escribió un libro titulado: “¿Qué se ha hecho del pecado?" El autor sostiene que el mundo actual ha perdido la noción de lo que es un pecado. Difícil poder definir qué es un pecado. Es un abismo insondable; nuestra mente queda turbada. En última instancia, habría que ver a Jesús en la cruz, escupido, maltratado, sanguinolento, para poder tener una idea desteñida de lo que significa un pecado. Lo cierto es que nuestro mundo 83

moderno le teme a muchas cosas: hechizos, brujerías, maleficios, cáncer, sida; pero no le teme al pecado, que es el “mayor mal” que pueda existir en el mundo; lo peor que nos pueda acontecer. Por el pecado nos zafamos de la mano de Dios, como el niño, que en medio de una feria, en la noche, se desprende de la mano de su papá y queda a merced de mil peligros. Al alejarnos de Dios por el pecado, quedamos totalmente desprotegidos y a merced de las fuerzas malignas, que nos zarandean a su antojo. Una persona, que estaba en adulterio, me pedía un poco de agua bendita para echar en su casa, para que se fuera "lo raro" que estaba sucediendo. Le hice ver que mientras estuviera en pecado, el agua bendita no tenía ningún significado para ella; hasta podría convertirse en una "superstición". El agua bendita únicamente es símbolo de nuestra fe en el poder de Dios; pero ese poder solamente se nos comunica, cuando abrimos nuestra puerta a Jesús. El Señor no puede ingresar en nuestra vida, mientras tengamos tapiada nuestra puerta con el pecado mortal, un pecado grave. Muchas personas llegan pidiendo que vaya un sacerdote a su casa a echar agua bendita, porque se escuchan "ruidos raros", porque se evidencian fenómenos turbadores. Lo primero que hago es preguntarles si se confiesan y comulgan. La casi totalidad de las veces responden que no. Cuando les indico que lo primero que deben hacer es confesarse, ponerse en gracia de Dios, se disgustan, se rebelan; ellos quieren soluciones instantáneas, algo mágico en que no tengan que molestarse mayormente. Estas soluciones "instantáneas" no existen a la luz de la Palabra. El Evangelio exige conversión, sinceridad. No podemos pretender tener paz, cuando hemos introducido, por el pecado, la causa de la mayoría de nuestros conflictos. No podemos gozar de la bendición de Dios, cuando por el pecado cerramos nuestra puerta a la Gracia. Es muy significativo que fue el día de la resurrección, cuando el Señor entregó el "ministerio del perdón" a su Iglesia. Después de mostrarles a los apóstoles sus llagas, símbolo de su cruz, de su pasión, les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados. A quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar" (Jn 20,22-23). Antes, solamente los había enviado con poderes para "predicar, expulsar espíritus malos y sanar a los enfermos". Ahora, después de su muerte y resurrección, les concede el poder para perdonar pecados, es decir, para liberar a los que estuvieran atados por el mal mayor del mundo: el pecado. 84

Dice la Biblia: " Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonamos y limpiarnos de toda maldad" (1Jn 1, 9). Es una promesa explícita de Dios. Cuando con fe, con sinceridad, con arrepentimiento confesamos nuestros pecados, quedamos liberados del mal por el poder de Jesús. Somos limpiados por la sangre preciosa de Jesús, que no mancha, sino limpia. La confesión es una de nuestras principales medicinas contra el veneno del maligno. He mencionado ya que me ha llamado la atención el aprecio que tiene el pastor protestante, Dr. Kurt Koch, muy conocido a nivel internacional por su ministerio de liberación. En su libro "Entre Cristo y Satanás", hace notar, que a pesar de que los protestantes no aceptan la confesión, él ha comprobado que ninguno se puede liberar de las fuerzas del ocultismo, si antes no ha hecho una buena confesión. (Ob. cit. pag.54. Editorial Clie, Barcelona, 1974). Ésta es una experiencia vivida durante muchos siglos en nuestra Iglesia católica. Una de las vivencias más comunes para un sacerdote en un confesionario es comprobar cómo la fuerza maligna, que durante muchos años ha atado a un individuo, queda rota cuando la persona con arrepentimiento y fe confiesa sus pecados. Se evidencia aquí la promesa de la Biblia; "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos” (1Jn 1, 9). Por medio de la confesión la persona queda desatada del mayor mal que puede oprimirla: el pecado. El individuo queda protegido contra las fuerzas del mal, que quieren zarandearlo. Mientras se mantenga en el camino del Evangelio, el Espíritu del mal será, una y otra vez, derrotado como lo fue en el desierto por Jesús.

La Eucaristía La Eucaristía es la cumbre de la vida cristiana; así lo afirma el Vaticano ll. Cuando Jesús, en la Ultima Cena, consagró el pan y el vino, dijo: “Ésta es mi sangre derramada por muchos para el perdón de los pecados" (Mt26, 28). En la comunión, recibida con fe, se nos comunica el valor de la sangre de Cristo. Somos purificados en profundidad. En la santa Comunión nos comemos, por la fe, el poder limpiador y liberador que Jesús nos regala. San pablo indica: " Cada vez que comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva" (1Co 11, 26). Proclamar la muerte del Señor, no es sólo recordarla, sino apropiarse el valor de 85

la muerte redentora de Jesús, que es, esencialmente, liberadora contra todo el mal. Cada vez que comulgamos, somos limpiados de las presencias malignas que nos turban y desarmonizan; somos fortalecidos contra el diablo, contra el mal, que puebla el cosmos. San Agustín, cuando meditaba en el martirio de San Lorenzo, que, serenamente, padecía mientras lo asaban en una parrilla ardiente, decía: "Ya sé de dónde saca su fuerza: se alimenta de la carne del Cordero". Una reunión eucarística tiene una fuerza liberadora inigualable. Tenía razón San Ignacio de Antioquía, que conoció a los apóstoles, cuando escribió: "Pongan empeño en reunirse con frecuencia, para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque cuando apretadamente se congregan en uno, se derriban las fortalezas de Satanás, y por la concordia de su fe se destruye la ruina que les procura" (Ad. Ef 13, 1). San Ignacio de Antioquía destaca varios factores que deben prevalecer en la Eucaristía. Habla de "congregación apretada"; se refiere al sentido de "comunidad de fe y de amor", que es indispensable para que haya una auténtica Eucaristía. Habla también de "poner empeño" en reunirse "con frecuencia". Se trata de Eucaristías vividas, buscadas, y no de aquellas misas a las que se va por compromiso. Dice San Ignacio: "Por la concordia de su fe". Fe y caridad son indispensables para que Jesús se haga presente en la comunidad durante la santa Misa. Cuando se dan estas condiciones, entonces «se vienen abajo las fortalezas de Satanás y la ruina que nos quiere procurar». La Eucaristía es un momento privilegiado para quedar liberados de las fuerzas malignas, sicológicas y espirituales, que nos dominan y desarmonizan. Por medio de la santa Comunión somos liberados del mal y fortalecidos contra la tentación. Los que tienen experiencia de Eucaristías vividas en la fe y el amor, pueden dar testimonio del poder liberador de la santa Comunión en nuestras enfermedades físicas y espirituales. La Eucaristía es el sacramento, en que de manera especialísima se nos aplica el poder liberador, que Jesús nos adquirió con su muerte y resurrección.

La Unción de los enfermos La enfermedad grave es una circunstancia crucial para todo enfermo. Desde un punto de vista psicológico, frecuentemente, el enfermo se siente inútil, abatido, solitario, incomprendido, 86

abandonado por sus mismos familiares. Desde un punto de vista espiritual, el enfermo, con enfermedad terminal, emprende su "batalla final". El demonio tiene que aprovechar su "última oportunidad”. Procura turbar al enfermo, hacerle creer que Dios no puede perdonarlo; que sus pecados de la vida pasada por algún motivo no han sido cancelados. El demonio lucha por convencer al enfermo, para que dude de la bondad de Dios, para que le tenga miedo y no se arrepienta ni se confiese. El apóstol Santiago, como buen pastor, dio algunas normas para esas circunstancias. Escribió Santiago: "Si alguno está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren por é1, que lo unjan con aceite, y la oración de fe salvará el enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados” (St 5, 14-15). Santiago resalta la "oración comunitaria”. Se llama a los presbíteros para que oren con la familia. Es un momento decisivo en la vida del enfermo; necesita ser respaldado por una comunidad. A muchos enfermos les fallan sus propios familiares, porque no saben rezar o no se atreven a hacerlo. El sacerdote no puede estar continuamente presente junto al lecho del enfermo: hay muchas otras personas que lo reclaman. Es allí donde la familia debe poner en juego su "carácter sacerdotal": todos deben perseverar en la oración, ayudando al enfermo a ser fuerte contra el mal, que lo asecha en ese momento crítico de su vida" Santiago habla de la "unción del enfermo”. El aceite es símbolo de la fuerza del Espíritu Santo. En una de las parábolas, el buen samaritano unge con aceite las heridas del que ha sido asaltado por los bandidos. El aceite le indica al enfermo que Jesús el buen samaritano está junto a él, ungiéndolo con su misericordia y su bondad, ahora que se encuentra caído a la vera del camino de la vida. El aceite también le recuerda al enfermo que fue ungido como “hijo de Dios" en el bautismo, que es templo del Espíritu Santo, algo sagrado. Que Dios lo ama como padre y que lo envió al mundo con un plan de amor, que quiere que se lleve a cabo en su totalidad. La unción del enfermo va precedida por la confesión de sus pecados, y seguida por la Santa Comunión. Nada tan liberador como la comunión y la confesión. Recibir el perdón de Dios y la santa Comunión por medio de la Iglesia de Jesús, son de las cosas más consoladoras y confortantes para un enfermo. Por medio de la Unción de los enfermos se le aplica al doliente el poder de Jesús contra la muerte y contra el diablo. Es la mejor medicina contra la 87

turbación y el miedo, que el Espíritu del mal quiere provocar en el enfermo durante su dura enfermedad o durante su batalla final.

El mal se revuelve San Marcos recuerda, en su evangelio, que un día Jesús fue a la sinagoga; mientras estaba predicando, alguien de la asamblea, comenzó a retorcerse; estaba dominado por un mal espíritu. Jesús suspendió, momentáneamente, su discurso y oró por aquel individuo para que fuera liberado (Mc 1, 21-28). Todo sacramento nos pone en contacto con la Palabra, que, como espada de doble filo, se va hasta lo más profundo de nuestra subconciencia. Ante la Palabra de Jesús se revuelve cualquier mal, que haya dentro de nosotros; es expulsado. Todo sacramento nos acerca a Jesús, que es la luz del mundo. Ante esa luz maravillosa, las tinieblas se ponen en fuga. Quedamos totalmente liberados. Jesús nos enseñó a pedir: " Líbranos de todo mal" (Mt 6,13). Cada sacramento, recibido con las debidas condiciones, es una liberación del mal que se opera en nosotros, y un fortalecimiento por medio de la Gracia, que se nos otorga. El cristiano no centra su atención en el demonio y en sus nefastas obras; el seguidor de Jesús tiene su mirada fija en el Señor; por eso no le teme al mar embravecido, sino que camina sobre las revueltas y rugidoras olas del mar. El seguidor de Jesús no teme al demonio, porque se ha puesto el casco de la salvación, la coraza de la justicia, el cinturón de la verdad, y lleva en sus manos el escudo de la fe y la espada del Espíritu Santo, la Palabra de Dios ( Ef 6, 14-16). Nuestro cosmos está poblado de presencias maléficas, pero el cristiano no teme porque está revestido de Cristo, cubierto con su sangre preciosa, que lo fortalece contra el mal y lo inunda de santidad y de poder.

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SANACION EN LA IGLESIA (I) La "Lumen gentium" llama a la Iglesia "Sacramento de salvación". Porque es un signo eficaz de la Gracia, instituido por Jesús. En la Iglesia, Jesús nos sigue hablando por medio de la predicación bíblica. Por medio de los Sacramentos, Jesús sigue presente en la Iglesia, dándonos su gracia para las varias etapas de nuestra vida. El día de nuestro Bautismo, fuimos insertados en el Cuerpo Místico de Jesús, la Iglesia. Comenzamos a formar parte de la Iglesia de Jesús. La Iglesia comienza a ser nuestra familia espiritual, nuestra Madre, que nos alimenta y nos cuida. La madre se preocupa de la salud de su niño, lo defiende contra toda infección y enfermedad. Lo ayuda a crecer, a fortalecerse contra el mal. La Iglesia es uno de los grandes regalos, que Jesús nos entrega el día de nuestro Bautismo. Por medio de la Iglesia, Jesús sigue cuidando de nosotros, de nuestra santificación, de nuestra salud espiritual y física. Por medio de la Iglesia, Jesús nos atiende de manera especial, en el momento crítico de la enfermedad. La Iglesia, para nosotros, es un sacramento de sanación.

De La iglesia El P. Bernardo Háring tiene un precioso libro sobre la sanación: "La fe, fuente de salud". En este libro, el P. Háring expresa una triste constatación acerca del descuido que, muchas veces, se ha dado en la Iglesia con respecto a la sanación de los enfermos. Dice Háring: "La Iglesia no siempre consiguió en igual medida entender y ver la diaconía de los enfermos como parte integrante de su misión global, ni llegó a entender hasta qué punto existe una relación interna entre la proclamación de la salvación, el servicio salvífico y el servicio sanitario de las personas y de las comunidades enfermas" (Ob. cit. pá9. B). Esto me hace pensar en el enfermo de la piscina de Betesda, al que se refiere el capítulo quinto de San Juan. Aquel enfermo llevaba 38 años junto a la piscina y no tenía quién lo "empujara" hacia el agua en el momento oportuno para su curación. «No tengo quien me empuje hacia la piscina, (Jn 5,7), es el lamento de este paralítico. La misma queja podrían proferir en nuestra Iglesia muchísimas personas, que se sienten como marginadas en 89

su enfermedad. No hay quién los atienda como es debido desde un punto de vista eminentemente evangélico. Nadie se ha acercado, como Jesús, para preguntarles: "¿Quieres ser curado?" (Jn 5, 6). El médico, san Lucas, de manera especial, hace resaltar que Jesús buscó colaboradores, apóstoles y discípulos, una Iglesia para difundir el reinado de Dios. Tanto a los apóstoles como a los 72 discípulos, el Señor les dio la orden expresa de llevar a todas partes el Evangelio; además, les dio «poderes», para que acompañaran con signos su predicación. Con tres verbos se podrían resumir esos poderes que el Señor entregó a sus apóstoles y discípulos; les envió a «predicar», a «exorcizar» y a «sanar». Dice el texto evangélico: “Jesús reunió a sus doce discípulos, y les dio poder y autoridad para EXPULSAR toda clase de demonios y para SANAR enfermedades. Los envió a ANUNCIAR el reino de Dios y a sanar a los enfermos" (Lc9, 1 2). A los setenta y dos discípulos, les dice Jesús: «Sane n a los enfermos que haya allí, y díganles: “El reino de Dios ya está cerca de ustedes”» (Lc 10, B9). El mismo médico Lucas, en su libro Hechos de los Apóstoles, hace ver cómo la Iglesia puso en práctica las órdenes, que Jesús le había dado de predicar, exorcizar y sanar a los enfermos. El P. Háring, en su libro ya mencionado, remarca mucho que la Iglesia debe resaltar el lazo íntimo que existe entre "la proclamación del mensaje y la sanación de los enfermos”. Esto no ha penetrado todavía en muchas esferas. Algunos no quieren oír hablar de la sanación de los enfermos, como que no fuera algo propio de la Iglesia católica. Mucho menos quieren que se mencione la palabra «exorcismo». Es un tabú para muchos. Sería bueno revisar los pasajes del Evangelio, en que se evidencian las tajantes órdenes que Jesús dio, tanto a los apóstoles como a los discípulos, de «predicar, exorcizar y sanar». El mismo Háring anota: “Los enviados de Jesús, encargados de proclamar su salvación, no pueden contentarse con consolar a los pacientes, limitándose a poner la esperanza de éstos en la vida del más allá. En la fuerza del amor y de la fe, deberán SANAR A LOS ENFERMOS por medio de la oración rebosante de confianza y siendo fieles a los carismas recibidos (Ob. cit. pág. 32). El médico Lucas es también el que da importancia al hecho de que, después que Jesús predicó, exorcizó y curó ante sus discípulos, los envió a hacer lo mismo que él había hecho delante de ellos. Pero antes tuvo que instruirlos y prepararlos. No se trata sólo de ir, 90

automáticamente, a cumplir un encargo. Para ser instrumentos eficaces de la Gracia, hay que participar activamente en el poder salvador y sanador de Jesús para hacer frente victoriosamente a las fuerzas del mal. Por eso Jesús a sus discípulos les advierte que deben ir preparados espiritualmente. A los apóstoles les indica que no deben llevar nada para el camino: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni ropa de repuesto (Lc 9, 3). Jesús quiere que sus enviados no vayan confiados en sus propias fuerzas y poderes. Los quiere totalmente desprendidos, humildes. Entonces podrán participar de «su poder», al predicar, exorcizar y sanar. Cuando regresan los 72 discípulos, con gozo afirman: " ¡Hasta los demonios nos obedecen en tu nombre!". Jesús les adelanta que deben tener cuidado: Satán cayó por el orgullo (Lc 10, 17-20). El Señor quiere que no se olviden sus discípulos que sus poderes les vienen de Dios; que el resultado maravilloso no depende de sus propios poderes, sino del poder que viene de lo alto. También les enseña que el Padre revela sus secretos a los humildes y los esconde a los sabios y entendidos (Lc 10, 21). Los que reciben el reinado de Dios con la sencillez de los niños, se convierten en profetas, en exorcistas y en sanadores. Cuando los apóstoles fracasan ante el joven epiléptico, es porque todavía no han logrado introducirse en esa atmósfera de fe y humildad. Ellos creen que bastan unas oraciones y unos gestos para que se cure el joven epiléptico. Fracasan. Jesús llega; cura al muchacho y se lo entrega sano a su padre. Cuando los apóstoles le preguntan a Jesús el motivo de su fracaso, el Señor les suelta una frase muy dura: " ¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos?" (Lc 9, 41). Una característica de nuestros santos, en nuestra tradición católica, es su humildad: se presentan sin aspavientos, sin máscaras, sin escenario. Sin bolsa, sin dinero, sin ropa de repuesto. Y Dios se manifiesta poderosamente en ellos por medio de milagrosas curaciones. Dios les manifiesta sus secretos. Mientras Pedro es un engreído y autosuficiente, no se evidencian milagros en su vida. Cuando pedro llora amargamente y se reconoce pecador, entonces, hasta la sombra de Pedro cura a los enfermos (Hch 5,15). Mientras Pablo cabalga con la frente levantada, lleno de su teología, no hay enfermos que acudan a él. Cuando Pablo ha caído de su caballo; cuando se "gloría de sus debilidades", entonces todos buscan los delantales y pañuelos de Pablo, porque Dios se manifiesta por medio de estas reliquias ( Hch I9,12). 91

En el mundo existen muchísimas piscinas de Betesda, atestadas de enfermos, que no tienen quién los empuje hacia el agua. Se necesitan discípulos que crean en los poderes que Jesús les ha regalado y que se acerquen con fe y amor a los enfermos para decirles, como Jesús: « ¿Quieren ser curados?, Ésa es la urgente misión sanadora de la Iglesia, como madre sanadora, que Jesús ha dejado para sus hijos enfermos.

Participar en los sufrimientos de Jesús El día de la resurrección, los apóstoles estaban escondidos. Como Adán v Eva, pretendían huir de Dios y de su conciencia. Estaban enfermos de angustia y de un tremendo complejo de culpa. Como Dios fue a buscar a los primeros seres humanos, que en su escondite estaban temblando de miedo, así Jesús fue a buscar a los apóstoles. Lo primero que hizo fue mostrarles sus manos y su costado; luego les dijo: "La paz, esté can ustedes". Inmediatamente, les entregó el ministerio del Perdón. Les dijo: «A quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar, (Jn 20, 20-22). Lo primero, que Jesús quiso que los miedosos apóstoles comprendieran, era que las llagas de sus manos y de su costado eran el «precio, de la paz y la salud espiritual que, ahora, les podía entregar. No sólo los perdonaba, debido a esas llagas de sus manos y de su costado, sino que, además, los convertía en instrumentos de perdón y sanación para los que estuvieran atribulados y enfermos como ellos. Más tarde, San Pedro recordaría esto en su carta, cuando escribe: "ustedes no fueron redimidos con oro o plata, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Jesús, cordero sin mancha y sin defecto" (1P 1, 1819). El mismo Pedro, recordando lo que ya había dicho Isaías acerca del Mesías, dirá: "Por sus llagas ustedes fuero,” sanados" (1P 2,24). Ahora comprendemos perfectamente lo que Jesús le había adelantado a Nicodemo, cuando le dijo que sería levantado como la serpiente de bronce, que Moisés había puesto en lo alto de un palo, en el desierto. Al mirar la serpiente, los israelitas quedaban curados de las mordeduras mortíferas de las serpientes.

Al ver a Jesús resucitado, que les mostraba las señales de la cruz en sus manos y costado, los apóstoles quedaron curados de su complejo de culpa, de su neurosis, de su angustia. Una vez que se sintieron perdonados, que la paz volvió a sus corazones, que el gozo del Espíritu Santo había inundado sus almas, comenzaron a 92

celebrar el acontecimiento por medio de una jubilosa cena en compañía de Jesús resucitado. El precio de nuestra salud mental y física está en las llagas de Jesús, que representan lo que significa su pasión y resurrección para concedernos perdón, salvación y salud. Por eso con fe repetimos: “por sus llagas hemos sido curados”. De aquí se desprende una conclusión evidente. Para que una persona pueda ser instrumento muy eficaz de la sanación, que nos viene de las llagas de Jesús, debe estar muy cerca de la cruz del Señor. Todo seguidor de Jesús, que pretenda llevar a otros la salud, que Jesús nos otorga, debe poder mostrar sus llagas. Debe poder decir como Jesús: «Miren mis manos y mi costado». San Pablo llegó a comprender perfectamente esta regla de la vida evangélica; por eso pudo escribir: "Completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1 , 24). San pablo, por el Evangelio, había sido azotado, encarcelado, había naufragado, era perseguido continuamente. pablo, como Jesús, podía decir: "Miren mis manos y mi costado”. Pablo podía mostrar las huellas del sufrimiento por Cristo. Por eso mismo la gente buscaba a Pablo, y la sanación de Jesús se manifestaba hasta por medio de los delantales de Pablo ( Hch 19,12). El padre Pío y San Francisco de Asís llevaban en su cuerpo estigmas, símbolo de las llagas de Cristo. Eran instrumentos valiosísimos de la sanación de Jesús. San Juan Bosco había recibido de manera excepcional el don de sanación; pero é1, como lo había definido su médico, era "un gabinete patológico ambulante". Don Bosco sufría de várices, de terribles jaquecas; casi no veía; sufría mucho al tener que estar sentado en las largas entrevistas que atendía. Estaba muy cerca de los padecimientos de Cristo. Como Pablo, tenía también una aguda «espina» que lo martirizaba; pero también él era un instrumento valiosísimo de sanación para los demás. En la película "Jesucristo Superestrella" hay una escena impactante. Todos los enfermos, los leprosos, los ciegos, los cojos, los sordos se abalanzan sobre Jesús para pedir su curación. Casi lo aplastan. Esta escena responde muy bien a lo que describe San Marcos: los enfermos acosaban en todo momento a Jesús. El ministerio de sanación es muy bello, pero, al mismo tiempo, muy sacrificado. El que recibe ese don de Dios será perseguido por 93

muchas personas inoportunas, que buscarán que Dios las cure por intermedio de su instrumento humano. Aquí es donde el discípulo siente el peso de la cruz de Cristo, al servir a los hijos de Dios con paciencia, amor y mucha fe. Entre más cerca esté el discípulo de los sufrimientos de Cristo, más podrá participar de la gracia sanante que brota de la cruz.

Luz en los ojos y en el alma El ciego de nacimiento, de que nos habla san Juan, estaba a la vera del camino con las tinieblas en sus ojos y en su triste corazón. Pasó Jesús a su lado; no se puso a gritarle, como el ciego Bartimeo, porque, seguramente, no lo conocía. Fue Jesús el que se le acercó y comenzó a ayudarlo, para que reaccionara positivamente para su curación. Le puso lodo en los ojos y lo envió a lavarse a la piscina de Siloé. Todos se admiraban de aquella curación. Cuando la gente le preguntó al ciego por el nombre de su sanador, contestó: " Ese hombre que se llama Jesús” (Jn 9, 11). Los dirigentes religiosos sometieron u un duro interrogatorio al ciego acerca de la persona que lo había curado. Ahora, el ciego dice que cree firmemente que Jesús es “un profeta”. Más tarde cuando ya lo han expulsado de la sinagoga y se encuentra a Jesús por la calle, el Señor le pide que lo acepte como Mesías. El ciego sanado cae de rodillas, ante Jesús, y le dice: “Creo, Señor”. En la vida espiritual del ciego de nacimiento hubo un largo proceso hasta encontrarse personalmente con Jesús como Mesías, como Dios. Primero, cree que sea un simple hombre con poderes maravillosos. Luego, lo considera como un "profeta". Termina llamándolo “Señor”, Dios. El reinado de Dios se manifestó, entonces, en aquel individuo. Por medio de su enfermedad llegó a conocer a Dios y a “postrarse” ante Jesús. Bien les había dicho Jesús a sus apóstoles que ese ciego no había nacido así por culpa del pecado de sus padres o de sus propios pecados. Ese ciego estaba allí vera del camino, para gloria de Dios (Jn 9,3). A algunos el reino de Dios se les manifiesta en sanación, en gozo. A otros enfermos no les llega la curación -misterio de Dios-; pero sí les llega el reinado de Dios cuando, con fe, con amor, aceptan la voluntad de Dios y se convierten en portadores del Evangelio por medio del sufrimiento aceptado con gozo. El reinado de Dios es tanto para los sanos como para los enfermos. Pablo es un enfermo «con su espina», y es también portador de la salud de Dios para muchos. Varios de nuestros santos son enfermos que, con su dolor 94

a cuestas, llevado con fe, con gozo, son «la buena noticia, de lo que significa el reinado de Dios en los corazones de buena voluntad. Todos, un día, como el ciego de nacimiento, estábamos a la vera del camino con nuestra ceguera ante Jesús y su Evangelio. El Señor, amorosamente, por medio de su Iglesia, se acercó a nosotros; comenzó por quitar el lodo de nuestros pecados. Nos hizo ver la luz. Tal vez, al principio, seguimos a Jesús por simple agradecimiento. Pero, un día, por medio de la predicación de la Palabra, descubrimos a Jesús como nuestro Señor y Salvador. Como el ciego, nos postramos ante él y le dijimos: "Creo, Señor"' En ese momento, el reinado de Dios llegó a nuestras vidas, convertido en justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Esa paz, ese gozo en el Espíritu, que nos trae el enviado de Dios, hay que conservarlo. Se puede perder. El "árbol de la ciencia del bien y del mal" siempre se encuentra, tentadoramente, a la vera del camino con sus frutos envenenados. La mejor manera de conservar y cultivar esa salud mental y física, que produce paz, es no indigestarse con los frutos del árbol prohibido. A través de nuestro éxodo hacia la tierra prometida, el Señor nos vuelve a recalcar que si cumplimos sus mandamientos, él se hace garante de ser nuestro SANADOR. Entonces con la Gracia de Dios, la paz y el gozo, que el Señor nos concede, podremos, como Jesús, acercarnos a los millares de enfermos, que están tullidos por el sufrimiento, junto a las inmensas piscinas de Betesda del mundo. Como Jesús, con su poder, podremos acercarnos a ellos y preguntarles con amor y fe: "¿Quieren ser sanados?" Esa es la misión sanadora que Jesús le ha encomendado a su Iglesia. Todos somos Iglesia. Todos, como discípulos de Jesús, hemos sido enviados, no sólo a predicar, sino también a "sanar y exorcizar”. Que en los próximos años alguien, como el P. Háring, no tenga que escribir un libro para criticar a la Iglesia su descuido de los enfermos, sino para alabar la misión sanadora de la Iglesia de Jesús.

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SANACION EN LA IGLESIA (II) A la iglesia se la llama "Sacramento de salvación". Un sacramento es un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesús. La Iglesia fue instituida por Jesús; no sólo es un signo, sino también es eficaz, porque por medio de la Palabra y los sacramentos nos comunica la gracia de Dios. La Iglesia fue dejada por Jesús como madre y maestra para los fieles. Nadie mejor que la madre para preocuparse, cuando su hijo está sufriendo por la enfermedad. La Iglesia es una madre solícita ante el sufrimiento de sus hijos por ataduras de tipo diabólico o por las enfermedades físicas, espirituales o psicológicas. La Iglesia, como "sacramento de salvación", es también "sacramento de sanación", porque la sanación, según se aprecia en el Evangelio, es parte integrante de la salvación, del reino de Dios, que avanza derrotando el reino de las tinieblas. La Historia de la Iglesia es la historia de la madre amorosa, que siempre se ha preocupado de sus hijos enfermos. La historia de la Iglesia es también la historia de los fieles, que han recibido de Dios el "don de sanación" para ser instrumentos de Dios para llevar salud a los enfermos. Michael Green hizo un estudio acerca de la evangelización de los primeros cristianos, titulado "La evangelización en la iglesia primitiva". Este historiador resalta el papel determinante de la sanación de enfermos como parte esencial de la evangelización de los primeros cristianos. Apunta Creen: "Pero había aun otra dimensión de este poder. Era la que involucraba La sanidad y los exorcismos, cosas que resultaban factor de incalculable importancia para la expansión del evangelio en un mundo carente de servicios médicos adecuados y que sufría la opresión de fuerzas demoníacas". Creen añade: "Esto continuó no sólo a través de la era apostólica, sino que penetró en los siglos II y III y también más allá. Los cristianos anduvieron por el mundo como exorcistas, sanadores y, al mismo tiempo, como predicadores. El libro de los Hechos está repleto de señales y maravillas de exorcismo y sanidad, que respaldaban las afirmaciones cristianas relativas a que Jesús había derrotado en la cruz a las fuerzas demoníacas y que había traído la salvación o la salud al hombre íntegro y no meramente a su alma". 96

Desde el inicio del cristianismo, se puede apreciar cómo la Iglesia le da suma importancia a la atención de los enfermos y cómo abunda el don de sanación y de exorcismo en los primeros evangelizadores. Pedro, después de haber sido llenado por el Espíritu Santo en Pentecostés, apenas ve al tullido, que siempre está a la puerta del templo, le dice: "No tengo oro ni plata; pero en nombre de Jesús levántate y camina" (Hch 3, 6). Aquel tullido sanó por el poder de Dios que le cayó encima. El texto bíblico lo presenta ingresando al templo con saltos y alabanzas a Dios. Pedro también resucita a la piadosa mujer Dorcas. Y tanto se evidencia el don de sanación en Pedro, que el libro de Hechos llega a afirmar que "bastaba que la sombra de Pedro tocara a los enfermos para que quedaran sanados" (Hch 5,15). Lo mismo va a suceder con Pablo. También Pablo tiene el don de sanación. Cura a un tullido en Listra (Hch 14,10). Resucita al joven Eutico, que había caído del tercer piso de una casa y había muerto ( Hch 20,10). También el texto bíblico afirma que bastaba que les aplicaran a los enfermos los pañuelos «,r delantales de Pablo para que les llegara la sanación (Hch 19,12). Pablo se enfrenta a una .joven adivina de Éfeso, y la libera del mal espíritu de adivinación que la tenía poseída (Hch 16,18). Los resultados de estas sanaciones en la iglesia primitiva tuvieron como consecuencia la afluencia de muchos, que del paganismo pasaban al cristianismo. Dice Creen: "Pedro y Juan no se limitaron a proclamar la "buena nueva" al lisiado, que estaba a la puerta del templo, sino que en el nombre de Jesús de Nazaret, le concedieron la capacidad de caminar. Debido a las sanidades y exorcismos practicados por los apóstoles, así como a la predicación de éstos, los que creían en el Señor aumentaban más, y el Señor añadía a la Iglesia a los que habían de ser salvos. El auténtico poder del nombre de Jesús para sanar, pronunciado con fe, fue lo que convenció a Simón el Mago, de que era un simple aficionado en asuntos de magia y le hizo solicitar el bautismo; y así, una vez más, la sanidad y el exorcismo fueron los factores gemelos, que produjeron esta convicción de poder divino". Los apóstoles y los primeros discípulos habían aprendido de Jesús que la sanación era parte integrante de la evangelización. Toda sanación, que se operaba en nombre del Señor, era señal evidente de que el reino de Dios iba avanzando en el mundo pagano. Los no cristianos, al ver los signos de sanación y exorcismo, se convencían de que, de veras, Jesús se manifestaba vivo en su 97

Iglesia, madre y maestra, salvadora, sanadora y liberadora. Es alentador rastrear en la historia de la Iglesia, cómo Jesús se sigue manifestando en su Iglesia, sobre todo por medio de sus Sacramentos, que son eminentemente sanadores.

Período patrístico (100.600) La actividad sanadora, física y espiritual, de la Iglesia, como madre y como sacramento de salvación, no concluyó cuando murieron los apóstoles. La era llamada "patrística", de los padres de la Iglesia, santos y doctos cristianos, que conocieron a los apóstoles o que fueron discípulos de los que conocieron a los apóstoles, continuó con esta misión sanadora, que Jesús les había encomendado. Se puede seguir el rastro de cómo la Iglesia, como madre, continuó cuidando con amor de esa porción predilecta, los enfermos. Podemos recordar algunos sanadores y sanaciones, que reporta la historia de la Iglesia. SAN JUSTINO (100-165). Fue un filósofo famoso, que se convirtió al cristianismo. Uno de sus libros se titula "Apología", en el que defiende la causa del cristianismo ante los paganos. En sus libros, dice san Justino: "Muchos de nuestros hombres cristianos han exorcizado a innumerables endemoniados en nombre de Jesucristo el que fue crucificado bajo Poncio Pilato- a través del mundo entero y en vuestra propia ciudad. Allí donde todos los otros exorcistas y expertos en encantamientos y en medicinas han fracasado, los nuestros han sanado y todavía sanan, dejando impotentes a los demonios y expulsándolos” (Cod.6:190) SAN IRENEO (140-203). Fue obispo de Lyón (Francia). Al referirse al don de sanación, que muchos presentan en la Iglesia, escribe en su libro “Contra los herejes": "Sanan a los enfermos imponiéndoles las manos, y quedan sanados. Así es, además, como dijera, hasta los muertos han resucitado y se quedan con nosotros durante muchos años”. TERTULIANO (160-220). Fue un historiador. Su libro famoso se titula “Historia de la Iglesia”. Tertuliano se convirtió al cristianismo. En su libro "A Escápula", capítulo 5, escribe: “Cuántos hombres notables (sin contar a las personas comunes) fueron liberados de demonios y sanados de varias enfermedades. Hasta Severo mismo, padre de Antonio (un emperador romano), fue generoso con los cristianos, porque buscó al cristiano de nombre 98

Próculus, de sobrenombre Torpación, el mayordomo de Euhodias, y en gratitud por haberlo cuidado una vez, por medio de la unción, lo mantuvo en su palacio hasta el día de su muerte,, (Cod.: 3,102). SAN JERONIMO (331-420). Fue un especialista en la Biblia. Tradujo la Escritura al latín, la lengua popular de esa época. En su libro “Vida de san Hilario", narra el caso de una mujer ciega, que había gastado su dinero en médicos sin obtener curación. Se le presentó llorando a san Hilario, para que la curara. El santo, siguiendo el ejemplo de Jesús, le untó saliva en los ojos, y la mujer quedó sanada. SAN AMBROSIO (339-397). San Ambrosio fue nombrado obispo de Milán (Italia). Lo primero que hizo, al ser ordenado obispo, fue repartir sus riquezas entre los pobres .En su libro "El Espíritu Santo", escribe: "Así como el Padre da el don de sanidades, así también el Hijo lo da. Así como el Padre da el don de lenguas, así el Hijo también lo concede". San Ambrosio resalta el don de sanidad y el de lenguas, en un tiempo en que algunos comenzaban a dudar de estos dones. SAN AGUSTIN (354-430). Fue un famoso filósofo y teólogo. Se convirtió del paganismo al cristianismo. El caso de san Agustín es interesante en lo que concierne a los milagros de sanación. Al principio, san Agustín expuso que los milagros eran para los primeros tiempos de la Iglesia. Ahora, ya no se necesitaban, pues, estaban para eso la medicina y los médicos. Cuando a san Agustín, como obispo, le tocó trabajar entre el pueblo, como pastor, cambió totalmente su mentalidad acerca de la sanación. Tuvo que escribir las que se han llamado sus "retractaciones". En su famosísimo libro "La ciudad de Dios", escribe: "Algunas veces se afirma que los milagros que los cristianos afirman que sucedieron, ya no ocurren... La verdad es que aún hoy se realizan milagros en el nombre de Cristo, algunas veces mediante sus sacramentos y algunas veces mediante las reliquias de sus santos" ( "La ciudad de Dios", libro 22, cap. 28). San Agustín afirma que en sólo dos años, se han dado unos 70 milagros en su diócesis. El santo pasa a recordar algunos de esos milagros. Inocencia, de Cartago, fue sanada de cáncer en el seno. Recuerda la sanación total de un niño endemoniado, al que el mal espíritu le arrancó el ojo y lo dejó colgando de una arteria. Menciona al Obispo Lucio Sinite, curado de una fístula. Menciona a un niño, que fue atropellado por un carro y quedó sanado como si nada hubiera sucedido. Afirma que una monja fue resucitada, lo mismo que el hijo de un amigo suyo. El antes incrédulo Agustín, 99

concluye diciendo: "Los milagros no escasean en nuestros días. Y el Dios que obra milagros de los que leemos en las Escrituras, emplea cualquier medio y manera que quiera". GRECORIO DE TOURS (538-594) Este escritor publicó muchos libros; en su obra "Diálogos", narra el caso de un santo monje llamado Eleuterio. Había un niño que tenía un mal espíritu, que lo atormentaba todas las noches. Las monjas del convento, donde vivía el niño, le expusieron el caso a Eleuterio; el monje se lo llevó a su habitación y esa noche el niño durmió tranquilamente. Entonces, las mismas religiosas le rogaron al monje que se lo llevara a su monasterio. Mientras el niño estuvo en el monasterio, el mal espíritu no lo molestó para nada. Un día, Eleuterio, les dijo a los demás monjes: "El diablo bromeó con las hermanas, pero una vez que se encontró con verdaderos siervos de Dios, ya no se atrevió a acercarse a este niño". En ese momento, el mal espíritu volvió a perturbar al niño delante de todos. Eleuterio cayó en la cuenta de que se había dejado llevar por el orgullo. Se puso a llorar y, al instante él y todos los monjes se dedicaron a una intensa oración y ayuno, hasta que el niño fue nuevamente liberado del mal espíritu para siempre. Son innumerables las sanaciones recopiladas en el período de los padres de la Iglesia. Esta época es muy importante, porque refleja la mentalidad de los, que habían sido discípulos de los apóstoles o de alguno que había conocido a los apóstoles. Estas sanaciones muestran una Iglesia, que es consciente de que el don de sanación de los enfermos, es algo esencial de su ministerio de evangelización. Este período de los padres de la Iglesia (los primeros setecientos años de la Iglesia) es importantísimo, porque estos doctos y santos cristianos son tos testigos de primera mano de la tradición de la Iglesia.

Historia de sanaciones A través de toda la historia de la Iglesia, siempre encontramos personas en quienes brilla de manera especialísima el don de sanación. Se recuerda a san Francisco de Asís (1181_1226). Entre las varias sanaciones, se alude al caso de un hombre llamado Pedro, que estaba totalmente paralizado en cama. Sólo podía mover la lengua y abrir los ojos. Francisco le hizo una amplia señal de la cruz en todo el cuerpo y aquel hombre quedó totalmente sanado. Se menciona el caso de Santa Clara de Asís (1195_1253) y las clarisas 100

que sanaban de epilepsia, de lepra (enfermedad incurable en aquel tiempo) y de otras enfermedades. Se podría recordar a San Felipe Neri (1515 - 1595) de quien se cuenta que antes de que el médico impusiera el hierro caliente, sobre el percho con cáncer de una mujer, Felipe le impuso las manos. Cuando llego el médico, ya no encontró el cáncer. Mención especial merecen san Vicente de paúl y María Luisa de Marillac, que, al mismo tiempo que recibieron el don de sanación, juntos se dedicaron con mucha fe y amor a la atención de los enfermos, fundando hospitales para gente de escasos recursos. En los tiempos modernos, hay que recordar, sobre todo, a dos santos con un carisma excepcional de sanación: Don Bosco (18151888) y el Padre Pío (1887-1968). Don Bosco era un enfermo crónico. En su vejez, su médico le dice: "Usted es un gabinete patológico ambulante". Don Bosco sufría de muchas enfermedades, pero era un instrumento maravilloso de sanación. Muchísimos eran curados instantáneamente por medio de Don Bosco. Al Papa Pío IX le llevaron a un niño sordo, mudo y paralítico para que orara por su curación. El Papa, con humildad reconoció que él no tenía ese carisma; indicó que llevaran a aquel niño a Don Bosco. El santo oró por el niño, que quedó totalmente sanado. Don Bosco acostumbraba predicar al aire libre en un lugar de mercado llamado Porta Palazzo. Un joven rebelde de apellido Botta comenzó a burlarse e interrumpir la predicación. Don Bosco le dijo: "Si quedaras ciego en este momento, ¿escucharías las Palabra de Dios? El joven se carcajeó con sorna. Al momento quedó ciego. Comenzó a gritar desesperado. Don Bosco lo ayudó a arrepentirse a confesarse, luego el joven volvió a ver. Este milagro sirvió para la conversión de otros jóvenes, que también se burlaban mientras Don Bosco predicaba. La gente perseguía a Don Bosco; le cortaban pedazos de su sotana para tenerlos como reliquias para ser sanados, como eran sanados los enfermos a los que les aplicaban los delantales de san Pablo. Las sanaciones en la vida de Don Bosco eran el pan de cada día. Caso parecido es el del padre pío. El padre pío desde joven era muy enfermizo. Durante toda su vida sufrió muchísimo por las enfermedades que lo atacaban, comenzando por los dolores, que le causaban los estigmas de Jesús, que le aparecieron en sus manos, pies y costado. El padre pío era un instrumento poderoso de Dios para llevar sanación espiritual y física a millares de personas. El padre pío liberó de malos espíritus a muchas personas, al mismo 101

tiempo, que él mismo era duramente atacado, muchas veces, por el espíritu del mal, que lo golpeaba inclementemente. También Don Bosco fue duramente atacado por el espíritu del mal en una época de su vida. Sor Teresa Salvadores sufría un cáncer en el estómago y tenía una aortitis; su estómago no toleraba ningún alimento o medicina. Según los médicos le quedaban pocos días de vida. Monseñor Damiani, vicario de la diócesis de Salto, Uruguay, le aplicó al corazón y al estómago un guante, que había pertenecido al Padre Pío. La religiosa contó que durante el sueño se le había acercado un capuchino con barba, que había rezado por ella y había soplado sobre su cabeza. La hermana quedó inmediatamente sanada. Cuando le enseñaron la foto del padre pío, la religiosa reconoció al religioso que durante el sueño se le había acercado. Esta sanación está confirmada por el Doctor Morelli, profesor de la Universidad de Montevideo".

Una corriente de Gracia Después del Concilio Vaticano ll, debido a una nueva y fuerte irrupción del Espíritu Santo en la Iglesia, como una corriente de gracia, se ha renovado de manera excepcional el "don de sanación". De manera extraordinaria se ha manifestado en muchos eclesiásticos y laicos, que, como los primeros cristianos, son usados por Dios como instrumentos poderosos de sanación. De manera especial hay que recordar el caso del Padre Emiliano Tardif, que viajó por más de 74 países, predicando y sanando a millares de personas con los excepcionales dones que el Señor le concedió. El Padre Tardif estuvo al borde de la muerte por cáncer terminal en los pulmones. Un grupo de sencillos laicos de la renovación carismática católica fueron a orar por é1. El Padre Tardif cuenta que él no creía en eso. Su sanación fue inmediata y total. Eso provocó en él una conversión en su ministerio sacerdotal. De pronto comenzó a ver que las personas se sanaban, cuando él oraba por ellas. Además, tenía el don de "palabra de ciencia", por medio del cual Dios le indicaba qué personas se estaban sanando y de qué enfermedad. Somos muchísimas las personas, que tuvimos la gran bendición de comprobar los carismas de sanación y "palabra de ciencia", que de manera extraordinaria Dios le había concedido al Padre Tardif. Los libros del Padre Tardif, "Jesús está vivo" y "La

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vuelta al mundo sin maleta", son preciosos testimonios de que Jesús sigue sanando a sus hijos por medio de la Iglesia, madre sanadora. Recuerdo uno de los primeros retiros espirituales para sacerdotes en Antigua Guatemala. Habíamos unos 73 sacerdotes de varias naciones. Estaba comenzando la Renovación Carismática Católica. Muchos sacerdotes no disimulaban su desconfianza en las sanaciones de las que tanto se hablaba. La primera noche del retiro, el padre Tardif _ cosa que no acostumbraba hacer con sacerdotes el primer día de retiro -, dijo que iba a orar por sanación. Algunos se mostraron molestos. Después de la oración, el Padre Francisco Dardón (+) dio su testimonio. Había llegado al retiro muy atribulado, porque casi no podía ver. Andaba a tropezones y no podía leer la Biblia. Durante la oración, comenzó a ver claramente un cuadro del Vía crucis; sacó inmediatamente la Biblia de letra pequeña y pudo leer perfectamente. Todos dimos gracias a Dios. Pienso que fue una señal fuerte para que los sacerdotes comenzáramos el retiro, cuestionando nuestro acendrado racionalismo ante las señales del Señor. Pasado algún tiempo, le pregunté al padre Dardón que cómo seguía de la vista. Me respondió que desde aquella noche del retiro espiritual se encontraba muy bien. Le escuché al padre Tardif un testimonio muy bello. Se encontraba en una Universidad de Estados Unidos hablando de que Jesús estaba vivo y que seguía sanando a sus hijos. Tomó la palabra uno de los médicos presentes y quiso “aclararle” al sacerdote lo que sucedía, por medio de términos psicológicos, parasicológicos, haciendo ver que todo era de tipo natural. En eso estaba, cuando una señora, muy conocida en la Universidad, porque siempre iba en silla de ruedas, se puso a caminar por el pasillo central del salón. Todos alabaron a Dios. El médico de las "aclaraciones" cayó de rodillas pidiendo perdón a Dios. Dos meses antes de su muerte, el padre Tardif vino a Guatemala. Me tocó la bendición de estar a la par de él en un almuerzo. El Padre Tardif aprovechó para darme el pésame por la muerte de mi hermano, el sacerdote René Estrada, a quien Dios le había concedido el don de exorcismo. En esa oportunidad, el Padre Tardif me dijo que sentía que Dios lo estaba llamando también a é1. Yo le hice ver que todavía lo necesitábamos por mucho tiempo. Él insistió en que le parecía que Dios lo estaba llamando. Dos meses después, nos dieron la terrible noticia de que el padre Tardif habría muerto en Argentina, mientras se preparaba para una segunda plática en 103

un retiro espiritual para sacerdotes. Sin lugar a duda, el padre Emiliano Tardif ha sido uno de los grandes profetas de nuestro tiempo, que el Señor nos envió para hacernos ver que sigue vivo entre nosotros, que ,,es el mismo ayer, hoy y siempre" ( Hb B,t 3), que no se le ha olvidado predicar, sanar y exorcizar. Para muchos ha sido una bendición haber conocido al Padre Tardif y haber comprobado cómo Dios lo usaba extraordinariamente, a nivel mundial, ante obispos, sacerdotes y laicos.

Cómo debe tratar la Iglesia a los enfermos A Jesús le llevaron un sordomudo para que lo curara. Jesús comenzó por aislarlo de la gente, lo sacó de la ciudad. Luego le metió los dedos en los oídos, le puso un poco de saliva en la lengua; suspiró, vio hacia el cielo. Ciertamente, el Señor no necesitaba de tantos gestos para curar al sordomudo. El enfermo no podía comunicarse con Jesús por su mudez y por su sordera. Por eso el Señor se valió de todos estos gestos para poderse comunicar con el enfermo. A Jesús no le interesaba únicamente curar su oído, su lengua; Jesús quería una curación integral: alma y cuerpo. El Señor, en esta escena, parece un curandero de aquellos tiempos. Por medio de los gestos, Jesús quiere ayudar al sordomudo para que «reaccione» positivamente desde un punto de vista psicológico y espiritual. Alma y cuerpo. Muchos enfermos están bloqueados psicológicamente por algún trauma de su vida. Necesitan que se les ayude a desbloquearse. Jesús se sirve de todos los medios humanos de aquel tiempo para ayudar al paciente a superar su embotamiento psicológico. Esto nos hace recordar otras curaciones similares. A un ciego le pone un poco de lodo en los ojos y lo manda a lavarse a la piscina de Siloé. Mientras el ciego va a la piscina, su fe se va acrecentando hasta que ya puede confiar plenamente en Jesús y queda curado. Lo mismo les sucedió a los leprosos. El Señor los envió a presentarse al sacerdote. Mientras van corriendo, su fe se va activando y les llega la curación. Para Jesús los enfermos no eran piezas de un engranaje humano. Jesús atendía personalmente a los enfermos... Se metía en su situación, en su problema. Ante el sordomudo, Jesús «suspira». De esta manera quiere comunicar que se identifica con su pena, con su tragedia. Jesús, además, «mira hacia el cielo». Él no quiere que lo 104

confundan con un «curandero»; el sordomudo debe darse cuenta que Jesús, al mirar al cielo, está orando, y no llevando a cabo una curación de tipo mágico. El Señor nos enseña, en este pasaje de San Marcos (Mc 7, 31-35), cómo la Iglesia, Sacramento de Salvación, debe atender a sus hijos enfermos. El que sufre por la enfermedad debe ser atendido personalmente. Debe tratarse por todos los medios disponibles, de que exista « empatía» con el paciente. El enfermo no debe sentirse como una «pieza» más del enorme engranaje humano. Todos los recursos humanos y sobrenaturales deben emplearse para que el enfermo pueda sentirse «amado», «comprendido», para que pueda superar sus bloqueos psicológicos y espirituales. Jesús no se avergonzó de emplear tantos gestos para curar al sordomudo; no hay, entonces, ningún motivo para que nosotros desperdiciemos esta clase de recursos. La Iglesia en sus sacramentos y sacramentales, hace gala de gestos de tipo visual y psicológico: el agua, el aceite, la sal, la luz, las manos. Santiago en su carta, manda que se unja con aceite al enfermo. La imposición de manos, como lo hizo Jesús, es un medio para que el enfermo se sienta protegido y amado.

Le abrió el oído Lo primero que hizo el Señor con el sordomudo, fue meterle los dedos en los oídos. Le dijo: "Effatá”, "Ábrete'. Dice la carta a los Romanos: “La fe viene como resultado de oír, y lo que se oye es el mensaje de Cristo” (Rm 10, 17). Lo primero que la Iglesia debe hacer con el enfermo, es "abrirle el oído,, j la palabra de Dios. Por medio de la palabra se revoluciona nuestra vida. La Palabra nos entra por el oído y barrena nuestra alma. De aquí viene la conversión. Cuando alguien acude a una predicación, a la lectura de la Biblia, se está «exponiendo» a ser barrenado por la Palabra, y a que la fe venga o se acreciente. Un enfermo, en primera instancia, debe ser expuesto a la Palabra, para que el terreno sea abonado y se encuentre preparado para recibir la curación que Jesús le quiere donar. Un enfermo con su oído bloqueado a la Palabra, va a poner mucha resistencia a su curación, porque le va a faltar la dimensión de la fe.

Le soltó la lengua Luego el Señor le soltó al mudo la traba de la lengua. Una vez que se ha destapado el oído, hay que dejar que el enfermo hable. La Iglesia, madre y maestra, debe ayudar al enfermo a que ,'se 105

desahogue". Al verbalizar su problema, él mismo se está psicoanalizando. Está buscando la raíz de su mal, que, muchas veces, es de origen psicológico o espiritual. Al enfermo le hace muy bien hablar. Es de gran importancia que haya alguien, que «acepte» con paciencia escuchar las interminables historias del enfermo. En el mundo moderno, tan acelerado, nadie tiene tiempo para escuchar al otro. Una gran medicina para el enfermo es que alguien con «caridad» lo escuche. Tiene tanto que decir. Por medio de las palabras quiere desembuchar mucha amargura. Por medio de su hablar interminable ya se está operando la sanación. Sobre todo, hay que buscar que el enfermo intente hablar con Dios. El primer diálogo debe ser una «confesión». El salmo 32 lo dice claramente: «Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día... Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad; decidí confesarte mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste». Una confesión detenida y sincera ayuda mucho para la curación. En el fondo del corazón del enfermo hay un complejo de culpa. A veces piensa que Dios lo está castigando por algún pecado. Por eso hay que ayudarle a que se le «destrabe» la lengua; que después de hablar con nosotros, hable con Dios por medio de una buena confesión sacramental. La paz espiritual derriba bloqueos que impiden la sanación.

EI aislamiento Antes de curar al sordomudo, Jesús lo apartó de la multitud. Hay circunstancias, en que los demás impiden escuchar con claridad la voz de Dios. El médico, a veces, necesita aislar al paciente; aparece en la habitación un rótulo que dice: «NO SE PERMITEN VISITAS». Ni la esposa, ni los hijos. El paciente necesita soledad para poder clarificar su situación. Con algún enfermo sucede lo mismo. Su enfermedad también es producto de su aturdimiento, de su manera vertiginosa de vivir. Necesita ser "hospitalizado" espiritualmente. Tiene que escuchar con claridad lo que Dios quiere de él. Tiene que analizar su relación con los demás. Para este efecto, la Iglesia organiza retiros espirituales, noches de oración, pláticas religiosas, reflexiones bíblicas. Hay que buscar que el enfermo tenga la suficiente soledad y tranquilidad, para que pueda escuchar lo que Dios tiene que decirle y para que pueda clarificar su situación delante de Dios y de los hermanos.

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Dejarse “trabajarte” Dios siempre tiene un plan de amor para cada uno de nosotros. Lo mejor que podemos hacer para nuestra curación o la de otros enfermos, es ponernos en sus manos con confianza. El sordomudo tuvo el acierto de abandonarse en las manos de Jesús. Dejó que el Señor lo «trabajara» a su modo. Jesús le metió los dedos en los oídos, le puso un poco de saliva en la lengua, lo sacó de entre la multitud y lo llevó aparte antes de imponerle las manos Jesús suspiró y vio hacia el cielo. El sordomudo le permitió a Jesús todos estos gestos; no puso ninguna resistencia. Eso es lo que Jesús nos enseña a hacer en la Iglesia, con los enfermos. Hay que ayudarlos a buscar el silencio. El enfermo debe sentir a la Iglesia que se afana en destaparle los oídos para que escuche a Jesús. Debe sentir que la Iglesia toca sus labios y le enseña a rezar, a acudir, en primer lugar, a Dios. El enfermo debe ver que su Iglesia "suspira y mira al cielo": que es una Iglesia, que como madre intercesora ruega por él y lo acompaña en su sufrimiento. Alguien ha dicho que la Iglesia es como un hospital. Todos, en alguna forma, estamos enfermos del alma o del cuerpo. Jesús dejó su Iglesia como ese hospital de misericordia para que, al curarnos unos a otros, sintamos a nuestro lado al mismo Jesús, que es el mismo "ayer., hoy y siempre". El mismo Jesús, que continúa sintiendo compasión y que sigue perdonando y liberando. El mismo Jesús, que, en su primer sermón, aseguró que venía para “sanar los corazones heridos". Cuando la Iglesia obra de esta manera, demuestra que está cumpliendo la misión que Jesús le dejó: ser Sacramento de salvación y sanación para todos.

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MARÍA MADBE SANADORA DE LA IGLESIA Algunos pintores representan a la Virgen María desmayada al pie de la cruz. Es un cuadro lleno de dramatismo, pero no concuerda con la verdad histórica. El evangelista Juan, que estuvo junto a la Virgen María en ese momento trágico, afirma que María "estaba junto a la cruz”. De pie. No era momento para desmayos; la Madre fuerte tenía que animar con su presencia al Hijo, que estaba siendo sacrificado cruelmente por la salvación del mundo. La Virgen María junto a la cruz pudo comprobar el valor de la sangre de Jesús. Pudo ver cómo el ladrón de la derecha, que, al principio, como el otro ladrón, también insultaba a Jesús, de pronto, aceptaba que era delincuente, se confesaba en público y pedía a Jesús que lo admitiera en su reino. El “buen ladrón” fue de los primeros beneficiados con la sangre de Cristo. Fue sanado de la enfermedad más terrible: del pecado. La Virgen María también pudo observar al pie de la cruz, cómo el rabino Nicodemo tuvo un “nuevo nacimiento", al estar junto a la cruz de Cristo. A Nicodemo, una noche, el Señor le había advertido que "s¡ no volvía a nacer del agua y del Espíritu, no podría ingresar en el reino de los cielos". Nicodemo, entonces, le preguntó a Jesús qué debía hacer. Jesús le contestó que debía hacer lo mismo que Moisés, cuando las serpientes venenosas habían mordido a los murmuradores en el desierto. Moisés, por mandato de Dios, había colocado una serpiente de bronce en lo alto de un palo. Los que con fe en la promesa de Dios veían esa serpiente, quedaban sanados. Jesús le dijo a Nicodemo que él mismo iba a ser levantado también, como la serpiente, para que todo el que volviera con fe se salvara (Jn 3, 14-15). En el Calvario, Nicodemo entendió, totalmente, lo que Jesús le había dicho. Él fue de los primeros en ser salvado por la sangre de Cristo. Nicodemo no fue al Calvario a mirar una serpiente de bronce, sino al Cordero de Dios, que en la cruz se había llevado los pecados del mundo. Mientras Nicodemo veía al Cordero del Nuevo Testamento, la Virgen María observaba cómo aquel rabino recibía un "nuevo 108

nacimiento”, una conversión profunda. Mientras los demás discípulos se escandalizaban de Jesús, Nicodemo, valientemente, se exponía a ser expulsado de la sinagoga judía por estar junto a la cruz de Jesús. Nicodemo fue de los primeros en recibir la sanación, que brotaba del costado abierto de Cristo, de su sangre preciosa. Se cumplía así lo que había predicho el profeta Isaías: " Por sus llagas hemos sido sanados” (Is 53,5). La Virgen María, al estar junto a la cruz, quedó totalmente salpicada por la sangre de su Hijo. Fue, en ese momento, que Jesús, la llamó para decirle: " Mujer, he ahí a tu hijo”. Ahora que Jesús ya no iba a estar físicamente presente en la tierra, le encomendaba a la Virgen María al nuevo Jesús místico, la Iglesia, el "Sacramento de Salvación”, Que Jesús dejaba a su nueva familia espiritual. Junto a la cruz, la Virgen María, por la sangre de Cristo, que la salpicó, recibió el encargo de cuidar a su nuevo hijo, Juan, que representaba a toda la Iglesia. Del Calvario, la Virgen María bajó con su túnica ensangrentada. Ahora, que ya no iba estar el Sanador, quedaba la Madre del Sanador, a quien había llevado en su seno y a quien había cuidado maternalmente durante toda su vida terrenal. Propiamente, junto a la cruz, la Virgen María recibió el don de sanación para ser la madre sanadora de la Iglesia, que es Sacramento de salvación, y, por consiguiente, de sanación. Cuando los hijos se enferman, la madre corre inmediatamente a buscar el médico, la medicina. Ésa iba a ser la nueva misión de la Virgen María con sus nuevos hijos, con la Iglesia. Su misión es llevarlos al médico de médicos, a Jesús. Ella no está para mostrar una serpiente de bronce en lo alto de un palo, sino para señalar la cruz, en donde ella vio cómo el buen ladrón y Nicodemo quedaban sanados del pecado y comenzaban una nueva vida.

Intercesora ante el Intercesor En nuestro peregrinaje por la vida, somos mordidos, por las serpientes de las depresiones, del pecado, de las enfermedades físicas y espirituales. La Virgen María repite lo que hizo en Caná de Galilea: nos lleva al Sanador, al que puede convertir el agua del sufrimiento, de la enfermedad del cuerpo o del alma, en el vino de la sanación, de la salvación.

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Dice la 1Tm 2,5, que el único Mediador entre Dios y los hombres es Jesús. La Virgen María, en nuestras enfermedades del alma o del cuerpo, como en Caná, acude al único Mediador: él es el único que puede hacer milagros. A la Virgen María le corresponde poner al servicio de sus hijos el poder de su oración ante su Hijo Jesús. Bien decía Santiago: " La oración del justo tiene mucho poder” (St 5,6) En la Biblia, se llama "justo" al santo. La Biblia, a la Virgen María la llama "Bendita entre todas las mujeres", " Llena de Gracia" Ella es la más santa. La Santísima. Por eso su oración ante el único Mediador es incomparable. Los jóvenes esposos de Caná habían comenzado con mucho gozo su fiesta de bodas. Al poco rato, todo era angustia, desesperación. Se había terminado el vino. ¡Qué vergüenza para la familia: tenían que decirles a todos que se había terminado la fiesta! Pero, pronto la angustia se convirtió en gozo inenarrable: debido a la intervención de María, Jesús había convertido en vino el agua de seis tinajas. ¡Qué sanación de la angustia y del miedo para la familia de Caná! Un día, una madre angustiada acudió a Jesús para suplicar la sanación de su hija, que estaba atormentada por un mal espíritu. Jesús no pudo resistir la plegaria de la madre atribulada. Alabó su fe y curó instantáneamente y a distancia a la Joven enferma. La mujer, que pedía la sanación de su hija, era una pagana, una cananea. La Virgen María es la llena de Gracia, la Madre del Señor. Su plegaria por sus hijos enfermos es atendida inmediatamente por Jesús. Como el Señor se compadeció ante la mujer cananea, que a gritos suplicaba a Jesús que la atendiera, así también se compadece de su Madre, cuando acude a él suplicando por los hijos, a quienes falta el vino de la salud de alma o cuerpo. El día de Pentecostés, la multitud compungida le preguntó a Pedro qué debían hacer para tener el don del Espíritu Santo, como se veía en los apóstoles y discípulos. Pedro les indicó que lo primero era una conversión, un cortar con el pecado; en seguida debían bautizarse para que esos pecados fueran borrados; luego vendría sobre ellos el Espíritu Santo. Lo que Pedro pedía era una religión de conversión y fe. Lo mismo hizo la Virgen María en Cana. Les hizo ver a todos que la solución del tremendo problema que tenían, estaba en "hacer lo que Jesús dijera". "Hagan lo que él les diga", fueron las textuales palabras de la Virgen María. Era como que les dijera, que si querían que su problema se solucionara, se debían abandonar en las manos de Jesús. Debían ir por el camino 110

de su voluntad; debían hacer, puntualmente, todo lo que él indicara. Ése era el secreto. Y ése sigue siendo el secreto para obtener la sanación: comenzar por romper con el pecado, ponerse en las manos de Jesús e ir por el camino del Evangelio. Muy bien se encuentra especificado el mismo mandato en el libro del Eclesiástico, cuando se le aconseja al enfermo.. "Hijo mío, cuando estés enfermo, no seas impaciente: pídele a Dios y ét te dará la salud. Huye del mal y de la injusticia, y purifica tu corazón de todo pecado" ( Eclo 38,9-1 0).

Ministerio de sanación El libro de Hechos expone que pedro y pablo tenían un extraordinario “don de sanación”. Seguramente era tanta la gente que deseaba ser favorecida por ese don, que, por eso mismo, el Señor le concedió a Pedro que con que su sombra tocara a los enfermos, ya quedaban sanados (Hch 5,15). A Pablo el Señor le concedió que los enfermos, al tocar sus pañuelos y delantales, quedaran sanados (Hch 19,12). No es nada aventurado pensar que la Virgen María tenía un don de sanación muy superior al de Pedro y Pablo. La misión que Jesús le había encomendado de cuidar al "Jesús místico”, la Iglesia, era un ministerio de extraordinaria responsabilidad. En el Evangelio de san Marcos, se recoge la escena en que la multitud de enfermos se echan encima de Jesús (Mc 3,.1 0). Todos querían ser sanados; temían quedarse sin la sanación que tanto anhelaban. Ahora, que ya no estaba Jesús, ciertamente los enfermos habían intuido que la Virgen María era la Madre sanadora, que Jesús les había dejado. Seguramente, "perseguirían" por donde quiera a la Madre del Señor, como se persigue a los que tienen el don de sanación. Dura carga llevaría la Virgen María. Pero, ciertamente, ella, al igual que Jesús, sentiría compasión por los enfermos y se entregaría en cuerpo y alma para atenderlos con amor y muchísimo sacrificio. La Virgen María no podía olvidar la misión que Jesús le había encomendado: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Cada cristiano es un hijo de María. Como la madre cuida de manera especial de los hijos enfermos, de los lisiados, de los "especiales", así la Virgen María cumple su ministerio de Madre sanadora con los enfermos del alma o del cuerpo. Por eso, en nuestras enfermedades, pensamos 111

inmediatamente en ella, que siempre está presta para llevarnos a Jesús y decirle: "Les falta el vino de la salud, de la alegría”.

Testimonio de los sanados A través de todo el mundo, se encuentran innumerables templos dedicados a la Virgen María, en donde abundan los exvotos, que son una evidencia abrumadora de lo que significa la oración de la Virgen María ante Jesús. Lourdes, Fátima, Guadalupe, son testimonios fehacientes de la experiencia de sanación, que muchísimos devotos de la Virgen María han experimentado en sus vidas. El indiecito Juan Diego tiene una angustia muy grande. Su tío se encuentra gravemente enfermo. Juan Diego corre, apresuradamente, a buscar un médico. En el camino se le aparece la Virgen María. Le pregunta por su aflicción. Cuando el indígena le comenta que va a llamar al doctor porque su tío se está muriendo, la Virgen María le dice: “¿y no estoy yo aquí que soy tu madre?" El tío de Juan Diego fue sanado milagrosamente. La experiencia de luan Diego es la de muchos devotos de la Virgen María, que se ha manifestado como madre bondadosa, que intercede ante Jesús por la salud de los enfermos. Todo cristiano está seguro de que la oración de la Virgen María ante el Mediador, Jesús, es poderosísima. Se constata lo que afirmaba Santiago. " La oración del justo tiene mucho poder”. Nadie más santo que la Madre del Señor. Nadie más poderoso en la oración de intercesión que la Virgen María. Cada santuario mariano en el mundo es la expresión de tantos cristianos, que experimentaron la mano sanadora de la Madre de Jesús en sus vidas.

Del testimonio de san Juan Bosco Hacia el final de su vida, Don Bosco escribió: "Sean devotos de María Auxiliadora y verán lo que son los milagros". Esta frase de Don Bosco es como la síntesis de las muchas gracias, que Bosco obtuvo de Jesús por intercesión de la Virgen María. Cuando Don Bosco era niño, Jesús, en un sueño visión, le encomendó la tarea de trabajar entre los jóvenes descarriados para 112

convertirlos, de fieras, en mansos corderos. El niño Juan Bosco se puso a llorar, pues lo que Jesús le pedía le parecía una tarea imposible. Jesús le prometió darle una maestra, le entregó a la Virgen María. Lo que sucedió en el sueño, Don Bosco lo comprobó en su vida; experimentó que la Virgen María era una "auxiliadora", que Jesús le había proporcionado para ayudar a muchísimas personas necesitadas. Las sanaciones por intercesión de la Virgen Auxiliadora son incontables en la vida de san luan Bosco. Recordemos algunas. Don Bosco, en señal de gratitud a la Virgen María, quiso levantarle un templo grandioso, lo que ahora se llama la Basílica de María Auxiliadora, en Turín, Italia. Sus recursos económicos eran escasos; pero Don Bosco confió en la Virgen María, que le había pedido ese templo para beneficio de muchas personas necesitadas. Un día, Don Bosco no tenía el dinero suficiente para pagar la costosa planilla de los obreros. Puso a varios niños a rezar ante el Santísimo, y él se lanz6 a la calle a la aventura de Dios. Después de caminar sin dirección, un desconocido se le presenta; le dice que el señor donde trabaja lo mandó a buscar y a llevarlo a su casa, ya que estaba muy enfermo. Don Bosco fue. El enfermo era un rico señor. Don Bosco intuyó que la Divina Providencia lo quería ayudar. De entrada le preguntó al señor si estaría dispuesto a hacer una generosa ofrenda para el Santuario de María Auxiliadora en construcción, si la Virgen María lo sanaba. El enfermo contestó que ya estaba cansado de médicos y medicinas sin obtener ninguna mejoría; que estaría dispuesto a donar una gran cantidad, si la Virgen lo sanaba. Don Bosco lo preparó y le dio lo que él llamaba la "Bendición de María Auxiliadora”. El enfermo quedó inmediatamente curado. La familia se encontró en apuros para buscar pantalón y saco para el enfermo, que tenía que ir al banco para sacar lo que iba a ofrendar a la Virgen María. Hacía muchos años que no se levantaba de la cama. Con la sanación de aquel rico enfermo, la Virgen María sacó de su apuro económico a Don Bosco. Monseñor Costamagna, bajo juramento, dio testimonio ante las autoridades eclesiásticas de lo que había visto en la casa de sus padres, en Cúneo (Italia). Habían invitado a Don Bosco, todos los del pueblo querían recibir su bendición, por eso unas seiscientas personas abarrotaron la casa. Llevaron a una ancianita que, casi arrastrándose, se presentó con sus muletas pidiendo que Don Bosco la bendijera. Don Bosco sólo le preguntó si tenía fe en la 113

Virgen María. La anciana contestó que sí. Entonces Don Bosco le dijo que se hincara. La anciana alegó que ella apenas lograba moverse, que no podía hincarse. Don Bosco la animó a demostrar la fe que tenía en la Virgen, poniéndose de rodillas. La anciana con gran esfuerzo se hincó. Don Bosco le dio la bendición de María Auxiliadora. La ancianita quedó inmediatamente sanada. Regresó a su casa caminando normalmente. Monseñor Costamagna, aseguraba que durante muchos años después había visto a aquella anciana caminando normalmente por su pueblo sin muletas. En Marsella (Francia) le presentaron a Don Bosco a la señorita Perier, que tenía cáncer y estaba desahuciada por los médicos. Don Bosco le dio la bendición de María Auxiliadora; la joven quedó inmediatamente sanada. Los médicos lo comprobaron y dieron fe de la sanación. En agradecimiento por su sanación, la joven sanada se hizo religiosa de las Hijas de María Auxiliadora. Cuando Don Bosco escribió: "Sean devotos de María Auxiliadora y verán lo que son los milagros", no hacía sino exteriorizar lo que él había comprobado, que era la intercesión de la Virgen María ante Jesús.

La bendición de María Auxiliadora Para ayudar a las personas a confiar en la intercesión de la Virgen María ante Jesús, Don Bosco compuso lo que él llamó la “Bendición de María Auxiliadora". Esta fórmula de bendición está constituida por el Ave María, en la que se repiten las Palabras del Arcángel Cabriel, de parte de Dios, a María, llamándola “llena de gracia”. Se mencionan también las alabanzas de santa Isabel, que, inspirada por el Espíritu Santo, le dijo a su prima: “Bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Se concluye con la oración, compuesta por la Iglesia, que, después del Concilio de Éfeso (año 431), comenzó a llamar, oficialmente, a la Virgen “Madre de Dios". Ya antes el pueblo la llamaba de esta manera sin ningún complejo teológico. La otra parte de la fórmula de la bendición está integrada por la oración más antigua que se conoce a la Virgen María, que dice: "Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas nuestras suplicas, antes bien, líbranos de todos los peligros, Oh, Virgen siempre gloriosa y bendita”. Según los investigadores, esta oración data del siglo tercero. En esta invocación ya se llama a 114

María “Madre de Dios”. El pueblo sencillo se adelantó a llamarla así, antes de que la Iglesia declarara como “dogma” la maternidad divina de la Virgen María. La bendición concluye con una oración en la que se recuerda que María Santísima fue sagrario de Jesús, y se pide por su intercesión “ser librados de todos los peligros y de la muerte eterna”. Todo termina con la bendición trinitaria. Esta bendición de María Auxiliadora tiene una larga y rica historia de milagros, de sanaciones recibidas por multitud de personas, que se han confiado a la intercesión de la Virgen María ante su Hijo Jesús.

Madre sanadora en la Iglesia San Agustín decía que la Iglesia nació del costado de Cristo, dormido en la cruz. Fue ahí, junto a la cruz, que la Virgen María fue nombrada Madre de la Iglesia, que es Sacramento de salvación, de sanación. Del Calvario bajó la Virgen María con su título de Madre de la Iglesia. Desde entonces no ha dejado de rogar por sus hijos necesitados, por los enfermos del alma o del cuerpo. A todos, como a Juan Diego, la Virgen, cuando nos ve enfermos o preocupados por nuestros enfermos, nos repite; "¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”. En la historia de sanaciones en la Iglesia, la Virgen María tiene un papel de primerísima importancia. Por eso la llamamos en las letanías "salud de los enfermos". La experiencia de San Bernardo, gran devoto de la Virgen María, está plasmada en la oración en que le dice: “Jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos han acudido a ti, haya sido abandonado por ti". Ésta es también la experiencia de los devotos de la Virgen María. Nadie se ha sentido abandonado por ella en la enfermedad. Todo lo contrario: los enfermos, en su lecho de dolor, han experimentado que la Virgen María sigue cumpliendo a perfección el encargo que Jesús le entregó desde la cruz: "Mujer, he ahí a tú hijo”. El milagro de Caná, sigue repitiéndose para todos los devotos de la Virgen María. y ella, como Madre amorosa y exigente, sigue repitiéndoles a los que acuden a ella en busca de auxilio: “Hagan lo que él les diga".

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