S Walden - Honeysuckle Love

1 2 Índice Sinopsis Capítulo 1 Capítulo 2 3 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 3 Capítulo

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Índice Sinopsis Capítulo 1 Capítulo 2

3

Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15

Capítulo 3

Capítulo 16

Capítulo 4

Capítulo

17

Capítulo 5

Capítulo

18

Capítulo

19

Capítulo

20

Capítulo

21

Capítulo 8

Capítulo

22

Capítulo 9

Capítulo

23

Capítulo 10

Capítulo

24

Capítulo 6 Capítulo 7

Capítulo 11

Epílogo Sobre la autora

Créditos Moderadora Sttefanye

Traductoras Aria

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Lvic15

Aurose

Maria_clio88

Axcia

Mary_08

Brisamar58

Mimi

Cjuli2516zc

Nelshia

Gigi

Sttefanye

Kath

Recopilación y Revisión Sttefanye

Diseño Kyda

Sinopsis Clara Greenwich es demasiado joven para tomar la responsabilidad de cuidar de sí misma y de su hermana menor. Sólo tiene dieciséis años. Debería estar concentrada en la escuela, saliendo con amigos, enamorándose. En vez de eso, trabaja para pagar la pila de facturas que su madre dejó atrás cuando desapareció a principios del año escolar. Al quedarse sola con su hermana de diez años, Beatrice, Clara descubre que ahora es la madre, la proveedora, y las responsabilidades crecen para ser más de lo que puede manejar. Para complicar las cosas el estudiante Evan Morningstar empieza a perseguir a Clara al comienzo de su penúltimo año. Está confusa por esto. Evan es un chico popular y simpático. Ella se describe a sí misma como nadie, una chica tranquila, intensamente tímida que sufre de ansiedad social. Quiere el amor como cualquier chica adolescente, pero está aterrorizada de dejar que Evan se acerque, que descubra sus secretos. Sin embargo, su suave persistencia gana, y no tiene más remedio que abrir su corazón para él. 5

Cuando las responsabilidades de Clara resultan demasiado grandes, comienza un lento descenso a la depresión, tomando decisiones peligrosas que ponen en peligro sus relaciones. Puede quedar atrapada en su desesperación o descubrir la redención, cómo perdonar el pasado y amar de nuevo. (Esta es una novela YA madura que contiene lenguaje explícito y situaciones sexuales).

Capítulo 1 De una fuente desolada, salta el amor en su curso. ~ W.B. Yeats

C

lara se sentó a la mesa de la cocina esa tarde, pasando su vista por los documentos. Los había extendido, cubriendo cada centímetro de la desgastada mesa de fórmica, un tanto organizado mientras intentaba dar sentido a cada factura. Y cómo las pagaría. Había varios avisos de facturas de electricidad sin pagar. Ésa era su primera preocupación. Tomó una y leyó de nuevo en voz alta: —Esta es su última notificación. Se debe realizar un pago de $ 332.79 a más tardar el 15 de septiembre para evitar la cancelación del servicio.

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Sintió los sordos dolores de pánico apretar su pecho, una sensación de mariposas por el temor, y respiró profundamente. Hoy era doce. Tres días antes de que su casa dejara de tararear con los sonidos de la secadora, el ventilador giratorio, el zumbido de la bombilla. Dejó el aviso en la mesa y agarró otro. Leyó para sí misma: Estimada Sra. Greenwich: Nuestros documentos indican que usted no está al día con su cuenta de gas por un total de $ 126.12. Estos cargos incluyen multa por retraso. Hemos intentado varias veces ponernos en contacto con usted y hemos entregado el asunto a cobranzas. Debe hacer un pago antes o el 7 de septiembre para evitar que su servicio de gas sea suspendido. Cualquier preguntas o inquietudes, póngase en contacto con nosotros. Atentamente, The Blue Flame Gas Co. Clara dejó caer la carta en la mesa y se dirigió a la estufa. El 7 de septiembre. Hace cinco días. Pero había utilizado la estufa la noche anterior. El gas estaba conectado. Giró la perilla de uno de los quemadores y escuchó el clic familiar que arranca la ráfaga de llama azul. Clic clic, pero no hay llama. Su corazón cayó mientras giraba la perilla a APAGADO y luego nuevamente a ENCENDIDO. Clic clic clic…

¡ráfaga! Vio cómo las llamas se disparaban, lamiendo el quemador con avidez. Clara se quedó mirando las llamas, reacia a apagar la hornilla por temor a que no las volviera a ver. Lo apagó cuando se dio cuenta que estaba consumiendo gas. Volvió a la mesa y agarró un sobre sellado. Era el único sobre que no estaba abierto que encontró entre las pilas de facturas sin pagar, y se preguntó por qué su madre nunca lo abrió. Clara temió inmediatamente lo peor, una cantidad que no podría esperar pagar con el dinero que ganaba trabajando en una tienda de ropa. El sobre estaba sellado del Departamento de Avalúo Fiscal y Régimen Tributario del Condado de Baltimore. Clara no sabía lo que eso significaba, pero sonaba oficial y amenazante. Y sabía lo que era un impuesto. Nada bueno. Miró de cerca la fecha del envío: 22 de mayo. Dios mío, pensó dando vuelta al sobre y pasando un dedo tembloroso debajo de la solapa. Sacó una carta de varias páginas y las desplegó cuidadosamente. No se molestó en leer las letras, sólo escudriñó apresuradamente la primera página por un número. No había número. Volteó la primera página. Sin número. Buscó en la segunda página hasta que sus ojos se posaron sobre las palabras en negrita de la parte inferior: $ 1523.63. Clara soltó un grito estrangulado. Se cubrió la boca instintivamente, volviéndose hacia el pasillo. Esperó a que su hermana saliera de su dormitorio. Pero nadie vino. Beatrice no escuchó.

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Sus ojos volvieron a la carta. Esta vez la leyó, rápido e impacientemente. Su boca se movió formando silenciosas palabras. Impuesto sobre la propiedad. Dos pagos. ¡Uno para el 1 de julio! Entró en pánico mientras seguía leyendo. El pago puede hacerse sin intereses antes del 30 de septiembre... La segunda cuota debe pagarse el 1 de diciembre, pero puede pagarse sin intereses antes del 31 de diciembre... Los avisos de morosidad se emiten en noviembre y enero... Los intereses se acumularán... Los intereses se acumularán... Clara no sabía que estaba llorando. No fue hasta que una lágrima cayó en la página, extendiéndose en un círculo desigual sobre una mancha de palabras negras que se dio cuenta de su respuesta física a la información. Colocó la cuenta en la mesa y se secó los ojos con torpeza. Trató de llorar en silencio; no quería que Beatrice oyera. Se acercó al fregadero de la cocina y apoyó la cabeza en el lavaplatos. La sangre corrió a su rostro inmediatamente; lo sintió tirando su cabeza hacia abajo hacia el fregadero como un peso pesado. Pensó que si el fregadero estuviera lleno de agua podría dejar que su rostro fuera tragado. Permanentemente. Observó que las lágrimas salpicaban el fregadero vacío haciendo ruidos suaves en la silenciosa quietud de la pequeña cocina. Un gemido escapó de sus labios, y se golpeó la boca una vez más. —¿Clare-Bear? —preguntó Beatrice desde atrás. Clara se levantó de inmediato y se limpió el rostro. Respiró hondo y se volvió hacia su hermanita. Beatrice, de diez años de edad, estaba de pie en el centro de la cocina sosteniendo un pedazo de papel en sus manos. Sus dedos eran pequeños, sus uñas cortas y gruesas, pintadas de alegre púrpura que ya estaba quebrándose alrededor

de sus cutículas. Sus cejas rubias se fruncieron mientras evaluaba a su hermana mayor. —¿Sabes cuando uno tiene un dolor de cabeza muy fuerte y te hace llorar? — preguntó Clara. —No. —Beatrice entrecerró los ojos azules a su hermana. Cambió su largo cabello rubio a su hombro derecho. —Bueno, ahora tengo un dolor de cabeza así —explicó Clara. —No te creo —dijo Beatrice—. ¿Estás llorando por mamá? La madre de las chicas desapareció hace una semana y media. No tenían idea de adónde se fue, y temían que nunca regresara. Clara descubrió que había empacado una maleta cuando la buscó y no pudo localizarla. Algunas de sus ropas habían desaparecido de su armario y cajones. Dejó una pila de papeles en la cama que Clara no estuvo dispuesta a revisar hasta hoy. Buscó varias veces tratando de encontrar una nota, una especie de carta de explicación. Necesitaba leer las palabras te amo. Pero su madre no las escribió. No escribió nada. Simplemente se fue. Después de una semana y media, era como si nunca hubiera existido. —No estoy llorando por mamá —dijo Clara. —Entonces ¿por qué lloras? —presionó Beatrice. —Ya te lo dije, Bea —dijo Clara—. Mi cabeza. 8

Beatrice escuchó mientras daba la espalda a Clara para echar un vistazo a los papeles esparcidos sobre la mesa de la cocina. —¿Qué son éstos? —preguntó, agitando su mano sobre ellos. —No son nada. Hablaremos de eso más tarde —dijo Clara, moviéndose rápidamente a la mesa y recogiendo las facturas. Beatrice se encogió de hombros y miró a su hermana. —Mamá volverá, Clara —lo dijo con tanta certeza que por un momento Clara le creyó. Le encantaba eso de su hermana, que Beatrice pudiera ser tan decidida a tan temprana edad. El corazón de Clara se hundió pensando que Beatrice necesitaría esa cualidad más que nada en los próximos meses. Eso era si su madre nunca regresaba. —Lo sé —respondió Clara—. Ella solo fue a la tienda, ¿verdad? Beatrice soltó una risita. Era la broma que iniciaron después del cuarto día, la única manera en que podían hacer frente al dolor, la ira y el miedo de no tener un adulto en la casa. La sensación de seguridad se extinguió y Clara decidió ese día que tendría que traerla de vuelta, hacer todo lo posible para que Beatrice se sintiera segura. Y feliz. Fue una mala noche. Clara sostuvo a su hermanita en sus brazos, se balanceó de lado a lado cuando Beatrice gimió su pena, lloró su rabia. —¿Dónde está? —gritó una y otra vez contra la camisa empapada de Clara.

Clara no sabía qué decir, ni qué hacer. Dejó escapar lo único que se le vino a la mente, una respuesta absurda a una situación grave. —Ella solo fue a la tienda, Bea. Beatrice miró a su hermana, se secó torpemente el rostro y abrió la boca para hablar. Pero no dijo nada. En vez de eso, estalló en una risita, el tipo de reacción que sólo una persona inteligente tiene, y Clara, entendiéndola plenamente, también se rió. —Así es —dijo Beatrice, después de recuperar el aliento. Se golpeó la frente con la palma de la mano—. ¡Olvidé que fue a la tienda! —Y luego se rió de nuevo. Se rieron, sus rostros estaban llenos de lágrimas, pero esta vez de lágrimas tontas y felices por la broma que hicieron. En ese momento, Clara se sintió mejor en su corazón. Clara sonrió recordando aquella noche. Observó a su hermana mientras seguía riéndose, con sus pequeñas uñas pintadas presionando sus labios. Beatrice era muy bonita cuando se reía, y Clara pensó que, si ahora era la figura materna, incluso a la tierna edad de dieciséis años, era su responsabilidad mantener a Beatrice fuera de problemas. Una linda risita atraía a los muchachos, y por un segundo, Clara temió el futuro cuando su hermana de diez años comenzara a notarlos. —¿Qué? —preguntó Beatrice después de un momento—. Tienes una mirada extraña en el rostro. Clara negó y señaló el papel en la mano de Beatrice. 9

—¿Qué es eso? Beatrice se había olvidado del papel hasta que Clara lo mencionó. —Mi lista de suministros para la escuela —dijo entregándosela a Clara—. Y recuerdas la jornada de Puertas Abiertas de esta noche, ¿verdad? —Por supuesto —dijo Clara, aunque se le había olvidado. Miró el reloj colgado en la pared—. ¿A qué hora? —A las siete —respondió Beatrice. Clara volvió a mirar la lista. —Bueno, ¿qué dices si vamos a conseguir estas cosas antes de la jornada de Puertas Abiertas? Beatrice estuvo de acuerdo. Le encantaba conseguir cosas nuevas, especialmente útiles escolares. Ella trató de explicarle a Clara que era algo sobre el olor en ellos. En una ocasión, le tendió un paquete de borradores invitando a Clara a olerlos. Cuando Clara se negó, Beatrice se encogió de hombros y levantó el paquete de plástico hasta su propia nariz inhalando profundamente. Ella sonrió a su hermana en confirmación de que los borradores tenían el olor perfecto. Qué excéntrica, pensó Clara en ese momento. Qué excéntrica, pensó ahora, viendo a su hermana bailar alrededor de la cocina ante la perspectiva de comprar carpetas, lápices y paquetes de hojas sueltas

para cuaderno. Se preguntó si Beatrice olfatearía todo lo que había elegido y si el olor de cada artículo sería el factor determinante para comprarlo. —Vamos a salir en veinte minutos —dijo Clara, y Beatrice se apresuró a alistarse.

—¡No papel de rayado angosto, Clara! —dijo Beatrice—. ¿Por qué sigues con esos paquetes? Necesito papel de rayado ancho. ¿Lo entiendes? Rayado. Ancho — dijo con énfasis. —¿Estaría bien si tomo algo de papel para mí? —preguntó Clara—. Sucede que necesito papel de rayado angosto. ¿Entiendes? Rayado. Angosto. Beatrice sonrió a su hermana y continuó por el pasillo, sus ojos escudriñando la variedad de paquetes de lápices colgando delante de ella. —Bea, según tu lista, tenemos todo —dijo Clara—. Sabes que tenemos lápices en casa. Beatrice frunció el ceño a su hermana. —Clara, no puedo empezar la escuela sin lápices nuevos. Me hacen más inteligente. —Explícame cómo te hacen más inteligente —dijo Clara divertida. 10

—No lo sé. Simplemente lo hacen. Me hacen querer hacer un trabajo mejor en mi tarea. —Beatrice ya estaba sacando varios paquetes de lápices de sus ganchos—. Y me gusta la forma en que huelen. Clara sonrió. —Toma uno. Así que elige sabiamente. Miró a Beatrice extender los paquetes en el suelo y deliberar sobre ellos mientras pensaba en los doscientos dólares en su cuenta bancaria. Había comenzado su trabajo hace seis semanas, y aparte de comprar algunos artículos nuevos de ropa para la escuela, así como algunos artículos de tocador y maquillaje, había guardado el resto. Le pareció una pequeña fortuna hace dos semanas. Ahora se preguntaba cómo pagar los suministros escolares por encima de la creciente deuda. Y el impuesto sobre la propiedad. Sólo pensar en el número hizo que sus dedos se estremecieran de miedo. —Lo he decidido —dijo Beatrice, entregándole el paquete a su hermana. Había ocho lápices de color neón No. 2 en el empaque. —Buena elección —dijo Clara calculando el costo total en su cabeza. Después de escribir un cheque por 32.96 dólares, y sentir un ligero hundimiento en su estómago, Clara llevó a Beatrice al auto. —¿Te gusta tu maestra de este año? —preguntó mientras Beatrice se abrochaba el cinturón de seguridad. —Sí, es muy inteligente y simpático —respondió Beatrice.

—¿Él? —Sí, el señor Brenson —dijo Beatrice—. ¿Qué está mal con el señor Brenson? —No hay nada malo con el señor Brenson —respondió Clara saliendo del estacionamiento de Wal-Mart—. Simplemente no se oye de muchos hombres que enseñen en la escuela primaria. —¿Por qué es eso? —preguntó Beatrice. —Me atrapaste —dijo Clara—. Quizás tiene que ver con que los hombres no quieren estar rodeados por un grupo de mocosos todo el día. —Clara sonrió mientras mantenía los ojos fijos en la carretera. —Ja, ja —respondió Beatrice—. Los estudiantes de secundaria son más malcriados que los de primaria. —Tienes razón en eso —dijo Clara—. Toda esa angustia adolescente. —Hizo una pausa antes de continuar—. Sabes que nadie nos entiende. —Por supuesto —dijo Beatrice—. Eres taaaan incomprendida. Si la gente sólo tuviera una pista. —Retorció su cabello y reventó su chicle. —Escupe ese chicle antes de entrar —ordenó Clara mientras entraban en el estacionamiento de la Escuela Primaria Chesterfield. Miró a Beatrice y la vio explotar otra gran burbuja. Estuvo tentada de hacerla estallar, pero temió la reacción de Beatrice. Su hermana era una persona explosiva, al igual que su madre, y Clara estaba segura que Beatrice no hallaría nada divertido en tener diminutos pedazos pegajosos de goma alrededor de sus labios. 11

De camino al auditorio, Clara lo notó. El senior que habló con ella en su primer día de escuela. No fue una larga conversación. De hecho, no fue en absoluto una conversación. Él la saludó y ella tartamudeó algo en respuesta. Pensó que había dicho “hola” en respuesta, pero quién sabe. Se sintió avergonzada e insegura de por qué se tomó el tiempo para decirle algo en absoluto. Él entró en clase de salud, una electiva que compartían, y caminó junto al pupitre de ella. Los estudiantes ya estaban sentados y rodeándola, pero sólo le dijo hola a ella. Y entonces añadió su nombre. “Hola, Clara”, y pensó que se derretiría en el suelo. El recuerdo le provocó una respuesta física. —¡Qué asco, Clara! —dijo Beatrice, sacando su mano de la de su hermana—. ¡Tu mano está sudando! —Dilo un poco más fuerte —siseó Clara. Se sintió instantáneamente irritada, sus terminaciones nerviosas crepitaban mientras miraba al chico girar en su dirección. Debió haber escuchado a Beatrice decir su nombre. Él la saludó y comenzó a caminar hacia ellas. Oh Dios, Clara pensó con pánico. Bajó la mirada a su ropa haciendo una rápida evaluación. Nada bonito o halagador, pero nada fuera de orden. —Hola, Clara —dijo el chico. —Eh, hola —dijo ella, mirando al suelo y luego a la cima de la cabeza de su hermana. —Soy Evan —dijo—. Estoy en tu clase de salud.

—Lo sé —replicó. Se sonrojó furiosamente, mirándolo por solo un momento. Era tan lindo. Alto y atlético. Sus ropas le quedaban perfectamente, observó. Eran a la moda, a diferencia de las suyas. Jeans ajustados y zapatos deportivos. Usaba una camisa de botones con las mangas enrolladas hasta los codos. Su cabello era un rubio oscuro, ondulado y despeinado. Sin colgar sobre sus ojos. No largo y desagradable como algunos cortes de cabello de otros chicos. Notó sus ojos verdes de gato, como los peridotos, y las suaves pecas claras sobre el puente de su nariz. Oh sí. Era lindo. Y se preguntó si él lo sabría. —No sabía que sabías quién era —dijo Evan. Su voz era profunda y tranquilizadora. Clara quería hundirse en esta como si fuera una bañera caliente y se preguntó si él podía oír sus pensamientos. —Todos lo saben —contestó. —No sabía eso.

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No sonaba como si mintiera, así que decidió creerle. ¿Pero cómo en la tierra podría no saber que todo el mundo sabía quién era? No era un atleta; no se movía en ese grupo. Tampoco se movía en los populares o con estudiantes no atletas, pero todo el mundo lo conocía. Y a todos les caía bien. Ella observó cómo se reunían con él en el almuerzo, entre periodos de clases, en las reuniones. Todo el mundo: chicos populares y nerds. Y los don nadie. Él era el genial e inteligente chico tecnológico con verdaderas habilidades sociales. Eso lo hacía monstruosamente atractivo, e incluso Clara, siendo la estudiante antisocial que era, no podía evitar sentirse atraída por él también. Miró en su dirección en una ocasión el año pasado, pero nunca pareció notarla. ¿Pero entonces por qué lo haría? No era extrovertida, alegre ni andaba a la caza. Era reservada, prefiriendo estar en las sombras y soñar. —¿Entonces tus padres también te arrastraron aquí? —preguntó él. —Mmm, sí —dijo Clara. Le dio un vistazo a Beatrice cuyo asentimiento fue imperceptible. —Soy Beatrice Greenwich, por cierto —dijo ella, extendiendo su mano hacia Evan—. Lo más educado habría sido preguntar. Evan se rió mientras tomaba la pequeña cálida mano en la suya. —¡Beatrice! —exclamó Clara mortificada. —No, tiene razón —dijo Evan—. Y lo siento, Beatrice. ¿Podemos empezar de cero? —preguntó mientras apretaba su mano con gentileza. —Supongo —replicó ella, mostrándose indiferente. —Muy bien entonces —dijo Evan, soltando su mano y alejándose unos pasos de las hermanas. Se giró sobre sus talones y se acercó de nuevo a ellas, deteniéndose a unos centímetros de Beatrice—. ¿Y tú quién eres? —preguntó extendiendo su mano. —Soy Bea, pero puedes llamarme Beatrice porque no te has ganado el derecho a llamarme Bea —dijo Beatrice. Estrechó la mano de Evan dos veces y la soltó. —Lo entiendo completamente —contestó Evan—. Beatrice será.

—Oh Dios mío, lo siento —dijo Clara. Le disparó a Beatrice una mirada exasperada tintada de ira. Beatrice se encogió de hombros y se movió el cabello sobre el hombro. —¿Por qué? —dijo Evan todavía riendo. —Por la descortesía de mi hermana —dijo Clara—. Dios, es tan grosera. —No lo soy, Clara —resopló Beatrice—. Ser directa no es lo mismo que ser grosera. —Es una línea fina—dijo Clara entre dientes. —¿Qué edad tienes? —preguntó Evan. Dirigió la pregunta a Beatrice. —Diez años. ¿Qué edad tienes tú? —Dieciocho, y evidentemente no tan listo como tú —respondió Evan. —Bueno, podemos comparar notas mientras llegamos a conocernos. — Beatrice miró al escenario y vio a alguien caminar al podio—. Creo que debemos buscar asientos ahora —sugirió, y comenzó a caminar por el centro del pasillo. —Tu hermana es un poco difícil —dijo Evan girándose a Clara. —No tienes idea —respondió Clara siguiendo a Beatrice por el pasillo. Se acomodaron en dos asientos dejados al azar en medio de una fila del centro, y Clara observó mientras Evan iba hacia su familia. Había cuatro: un padre, una madre, un hermano pequeño y él. La imagen perfecta, pensó Clara, y su corazón sangró un poco por los celos, goteando en su estómago y haciéndolo amargo. 13

Giró su atención al podio, pero no antes de ver a Evan darse vuelta y mirarla. Lo miró a los ojos; tenía que responder. Le sonrió y él lo hizo en respuesta. Quería seguir mirándolo, pero tenía miedo que la hiciera hacer algo estúpido. Giró al podio segura de que todavía estaba mirándola. Se preguntó si debería mover su cabello sobre el hombro como hacía Beatrice. No era buena con esas cosas como Beatrice porque probablemente ella lo hacía automáticamente sin saber lo bonita que era cuando lo hacía. Era natural en ella. Pero no en Clara. Ella hacía pocas cosas en su vida de forma automática. Cada decisión era deliberada y controlada. Sabía que si movía su cabello se vería raro como si hubiera pensado mucho sobre esto y resultaría en algo mecánico e impropio. Mantuvo sus manos en su regazo. Luchó contra la urgencia de mirar en dirección a Evan. Era imposible e injusto sentarse ahí sabiendo que él estaba a unas filas frente a ella probablemente mirándola todavía. No fue hasta que el director envió a todos a las aulas de los maestros que miró en su dirección. No estaba, y su corazón se hundió en su pecho. Beatrice llevó a su hermana al aula del señor Brenson. Rodearon una esquina, y Clara chocó con Evan. —¡Lo siento! —dijo Clara. —No te preocupes —contestó—. Me alegra verte otra vez. —Le sonrió a la hermana de Clara—. Beatrice —dijo, inclinando su cabeza.

—Evan —replicó Beatrice cortésmente, inclinando su propia cabeza. —Oye, no vi a tus padres ahí —dijo Evan—. ¿Dónde están? Clara era mala inventando mentiras de inmediato. Pensó que debería encontrar eso como algo bueno, pero más que nada la enfurecía. En especial en situaciones como esta. Afortunadamente Beatrice estaba llena de engaños, y pensaba rápido también. —Bueno, nuestra madre está en el baño y nuestro padre no está —replicó Beatrice—. Ahora si nos disculpas, debemos ir a ver a mi maestro. —No esperó a que Evan contestara, sino que agarró la mano de Clara, pasó al lado de Evan, y bajaron por el pasillo hacia el salón en el otro extremo. Evan las siguió con la mirada olvidando que iba al bebedero. Observó a las chicas entrar al salón y se quedó afuera del salón contrario. Sus padres y hermano estaban ahí, pero prefirió observar a Clara en lugar de reunirse con la maestra de su hermano menor a pesar que era joven y atractiva. Vio a Clara presentándose con el maestro de Beatrice, estrechó su mano y le hizo un par de preguntas. El maestro le dio una pila de papeles, apuntó una información importante, y luego volvió su atención a Beatrice. Chocó la mano con ella, y las chicas caminaron al fondo del salón fuera de la vista de Evan. Quería esperarlas. Era un deseo extraño; no las conocía, pero estaba reacio a irse sin decir adiós.

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Sabía que le gustaba Clara. Él la notó al final del año pasado. Había algo extraño e interesante en ella, y quería conocerla. Pero todavía estaba saliendo con Amy; una relación que había seguido su curso y estaba más que terminada. Aun así, estaban todavía técnicamente juntos y no sería ese chico. Esperó a que todo se desmoronara, a que ella le dijera que lo odiaba y no quería verlo de nuevo para hacer su movimiento. Pero por ese entonces estaban en medio del verano. Tuvo que esperar por ver a Clara hasta el año siguiente. Decidió no perder más tiempo y decirle hola el primer día de clases. Ella estaba claramente confundida, y se lo tomó como una buena señal. Si actuaba indiferente, sabía que no tendría ninguna oportunidad. Clara. ¿Qué pasaba con esa chica? Era hermosa y no lo sabía. De hecho, era sorprendentemente hermosa, pero lo escondía bajo ropas desaliñadas. Pensó que debería sentirse superficial por estar tan sexualmente atraído por ella. No podía evitarlo. No tenía nada más con que seguir. No sabía nada sobre su personalidad. Todavía no. Sólo sabía la forma en que sus labios llenos se movían mientras leía en silencio para sí misma. La forma en que sus ojos avellanos contenía secretos que quería saber. La forma en que sus largas y gruesas pestañas oscurecían sus ojos cuando bajaba la mirada al cuaderno en su mesa. La forma en que agachaba su cabeza y dejaba que su cabello escudara su rostro. Dios, su cabello. Pensó que quedaría como un tonto algún día, caminando hacia ella y pasando sus dedos por él. Tenía poderes magnéticos, estaba seguro. Su cabello era el positivo y sus manos el negativo. Se sentaba en clase, con sus dedos doliéndole por la necesidad de ir y tocarla, tocar su cabello. Era largo, castaño y ondulado. Llegaba a sus omoplatos. Parecía el tipo de cabello que otras chicas

envidiarían, el cabello que no requiere esfuerzos para verse perfecto. Se imaginaba a Clara dejando secar al aire esas suaves y sedosas ondas que enmarcaban su rostro, y caían por su espalda como la melena de un caballo. Decidió poner sus manos en el cabello de ella. Un día cuando le diera permiso. —¿Estás acechándonos? —Escuchó a Beatrice preguntar. —Bea —dijo Clara. Parecía nerviosa. —¿Estoy acosándolas? —preguntó Evan. Sonrió y negó. Apuntó el pulgar tras él—. ¿Ves ese salón? Es el de mi hermano menor. Estoy aquí esperándolo. —¿Por qué no entraste? —preguntó Beatrice. —Porque la verdad no me importa cómo se ve el salón de mi hermano — contestó Evan. —Eso es un poco grosero —resopló Beatrice. —Bueno, él no fue a ver mi salón —discutió Evan—. Ni siquiera fue a mi jornada de puertas abiertas. —Eso no es lo mismo —dijo Beatrice—. Tú tienes muchos salones. Estás en la secundaria. —Muy cierto, no pensé en eso —respondió Evan. —Bea, creo que ya es hora de irnos —dijo Clara. Sacó las llaves del auto de su bolso.

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—Nunca vi a tu madre —dijo Evan. No podía entender por qué le importaba tanto que estas chicas estuvieran por su cuenta. Estaban por su cuenta, concluyó. No había visto a un adulto con ellas en toda la tarde y no pudo evitar preguntarse por qué Beatrice le mintió. —Ella en realidad condujo por separado —dijo Clara. Ella no podía creer lo que estaba haciendo, mintiendo con facilidad—. No ha estado sintiéndose bien y estuvo en el baño toda la tarde. Me llamó al celular para decirme que iba a casa temprano. Supongo que haré el rol parental esta noche. —Oh —respondió Evan. Miró a Beatrice. Ella estaba mirando a Clara, con la boca colgando ligeramente abierta, una mirada de confusión mezclada con admiración pegada en su rostro. —Vamos, Bea —dijo Clara tomando la mano de su hermana. —Bien. Bueno, supongo que te veré mañana —dijo Evan. Clara asintió y se alejó. Él observó a las chicas caminar de la mano por el largo corredor, el rostro de Beatrice levantado hacia su hermana, su perfil mostrando todavía la boca abierta de incredulidad.

Capítulo 2 —B

ea, te necesito aquí por un minuto —pidió Clara. Trató de calmar el temblor en su voz, pero estaba allí junto con las lágrimas desbordantes. Sabía que la conversación sería difícil, pero no cayó en cuenta de que estaría así de molesta antes de haber empezado.

Bea entró en la cocina y se sentó. Apoyó la barbilla en sus manos y esperó a que Clara continuara. Clara respiró hondo. —Bien, ¿sabes cómo te dije que tuve dolor de cabeza ayer? ¿Y por eso estaba llorando? —Sí, y sé que me estabas mintiendo. Estabas llorando por mamá —respondió Beatrice. 16

—Bueno, algo así —explicó Clara—. Estaba llorando por lo que nos dejó mamá. —Ella extendió las pilas de facturas sin pagar—. Eres demasiado joven para saber algo de esto, pero tengo que decírtelo porque tenemos que trabajar en equipo. Beatrice tomó las facturas de la mano de su hermana. Clara estaba dudosa, pero el rostro de Beatrice no admitió oposición alguna. —Así que debemos mucho dinero a mucha gente —dijo Beatrice, sentándose con su espalda recta, hojeando las páginas como un pequeño contador. —Sí. —¿Y quieres que te ayude a pagar estas facturas? —preguntó Beatrice mirando los papeles. Clara se echó a reír. —Tienes diez años, Bea. —¿Y? Puedo poner un puesto de limonada o algo así —contestó Beatrice mirando a Clara. —¿Un puesto de limonada? ¿Aquí? ¿Has visto nuestro vecindario últimamente? Beatrice se encogió de hombros. —Sólo dime cuánto debemos.

Clara se mordió el labio inferior. Sus ojos ya no nadaban en lágrimas. La actitud de confianza de Beatrice la hizo sentir ligeramente mejor. Retiró las facturas y las apilo ordenadamente delante de ella. —Más de lo que mi próximo pago será —dijo. —¿Cuánto Clara? —Mil novecientos ochenta y dos dólares y cincuenta y cuatro centavos. —Qué mierda —susurró Beatrice, con los ojos entornados y abiertos de incredulidad. —¡Beatrice Greenwich! —replicó Clara—. ¡No digas esas palabras! Beatrice miró a su hermana serenamente. —Clara, esta es una situación de mierda. Y cuando se trata de una situación de mierda, tú dices, “¡Qué Mierda!” —Ella dio unas palmadas en la mesa de la cocina para dar énfasis. La esquina de la boca de Clara subió. —Qué mierda —dijo ella en voz baja y vacilante, sintiendo como si estuviera maldiciendo delante de Beatrice por primera vez en su vida cuando, de hecho, no lo era. —¡Así es! —la animó Beatrice—. Qué mierda, ¿qué vamos a hacer? —¡Qué mierda, no tengo idea! —chilló Clara. Beatrice saltó de la mesa y corrió hacia la sala de estar. Clara la siguió. 17

—¡Qué mierda! ¿Tendremos que vender los muebles? —gritó mientras golpeaba con el dedo el sofá y la silla reclinable de su abuela. —¡Qué mierda! ¡Puede que sí! —¡Bien, porque ODIO este mueble! —gritó Beatrice a todo pulmón. —¡YO TAMBIÉN! —gritó Clara. Beatrice corrió y saltó al sofá. Empezó a saltar sobre los cojines. Clara, arrastrada por la manía de su hermana, siguió su ejemplo. —¡Qué mierda! ¡No tenemos padres! —gritó Beatrice. La risa se interrumpió cuando vio a su hermana mayor saltar tan alto como podía en el cojín adyacente. —¡Qué mierda! ¡No tenemos dinero! —respondió Clara. Empezó a reír histéricamente. —¡Qué mierda! ¡Somos pobres! —gritó Beatrice—. ¡POBRES! —Y rió mientras su rostro se inundaba de lágrimas. —¡Tan pobres! —estuvo de acuerdo Clara—. ¡No tendremos electricidad en dos días! Beatrice se desplomó en el sofá riendo. Clara dejó de saltar y cayó al lado de ella sofocando la risa en una almohada. Hipaban y se limpiaron los ojos. Beatrice observó cautelosamente a Clara. Su rostro descansaba medio oculto en la almohada húmeda.

—Sé que tienes miedo —dijo Beatrice—. Es un trabajo enorme ser padre, especialmente cuando tienes sólo dieciséis años. Clara asintió. —Sin embargo, no tengo miedo —dijo Beatrice—. ¿Me oyes, Clara? Clara volvió el rostro hacia su hermana menor. Sus ojos avellana que antes estaban llorando de la risa, ahora derramaban lágrimas de pánico. —No tengo miedo —repitió Beatrice. Ella era una pequeña guerrera sentada al lado de su hermana con los puños preparados para la pelea—. Así que preocúpate por trabajar y conseguir dinero, y yo me preocuparé por el resto, ¿está bien? —Está bien —dijo Clara. Se arrastró hacia su hermana y apoyó la cabeza en el pecho de Beatrice. Oyó el corazón de Beatrice latiendo rápidamente, pero sabía que no era por miedo. Era por determinación, adrenalina y fuerza. Deseaba poder tener algo de la fuerza de Beatrice, esa capacidad de mirar desolación y ver esperanza. Beatrice puso las manos sobre la cabeza de su hermana. —¿De dónde ha salido tu cabello oscuro, Clare-Bear? —preguntó después de un rato—. Mamá es rubia. Papá es rubio. —No lo sé —respondió Clara. —Bueno, me gusta —dijo Beatrice—. Parecerías rara con el cabello rubio. No te verías bien. Necesitas tener cabello oscuro.

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—Supongo que tienes razón —dijo Clara, sintiendo la somnolencia que se produce antes de un sueño sólido. Pensó que, si tomaba una siesta en el pecho de Beatrice, algo de la fuerza de su hermana se transferiría a ella, la fuerza que necesitaría durante las semanas y los meses venideros. —Bea, no puedes dejar que nadie sepa —dijo Clara después de un momento. —¿Saber qué? —Que mamá se ha ido. Que estamos aquí por nuestra cuenta —explicó Clara— . Podríamos meternos en muchos problemas. —¿Por qué tendríamos problemas? —preguntó Beatrice. —Porque somos menores viviendo solas —respondió Clara—. El estado, vendrían y nos llevarían lejos. —Clara levantó su rostro para mirar a su hermana—. ¿Lo entiendes? —No es culpa nuestra que mamá se haya ido —dijo Beatrice, indignada. —Tienes razón. No lo es —dijo Clara, acomodando su cabeza en el pecho de Beatrice—. Pero no cambia nada. Si alguien descubre que estamos aquí solas, nos llevarán. —¿Qué? —preguntó Beatrice. Clara sintió que los latidos de Beatrice se aceleraban. —Está bien, Bea —dijo Clara—. Sólo tenemos que tener cuidado. Las chicas se quedaron quietas por un tiempo. Beatrice colocó sus manos sobre la cabeza de Clara, su ritmo cardíaco se ralentizó mientras pensaba.

—¿Cómo sabes todas estas cosas, Clare-Bear? —preguntó. —Lo investigué en el colegio —respondió Clara. —¿Alguien te vio? —preguntó Beatrice. —No. —¿Crees que mamá volverá? —preguntó Beatrice. Clara pensó en la mejor respuesta. No la honesta, pero la mejor. —Sí, lo creo. —Bien —dijo Beatrice—. Yo también. Clara luchó por mantener los ojos abiertos, pero no sirvió de nada. El lento y constante latido de Beatrice tamborileaba como un metrónomo en su oído, un estribillo rítmico que la hacía ansiar el sueño. —¿Puedo dormir un poco, Bea? —Sí, Clara.

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Clara se volvió cuando oyó abrir las puertas del Media Center. El último de los estudiantes se marchaba, y se sintió aliviada de tener el lugar para sí misma. Estaba nerviosa de ir a explorar en Internet con todos los ojos a su alrededor. No pensó por un momento que alguien le prestaría un poco de atención, pero todavía la hacía sentir incómoda. Todo lo hacía. Prefería la soledad mientras aprendía sus opciones. Almuerzo gratuito o reducido. Encontró la solicitud en línea y leyó los requisitos. Ella y Beatrice estaban definitivamente calificadas, pero no estaba segura de qué hacer con la parte de la firma de la solicitud. Tendría que encontrar la firma de su madre en algo, practicar su nombre y falsificarlo en el documento. También necesitaba los últimos cuatro dígitos del número del Seguro Social de su madre. ¿Dónde obtendría esa información? Rezó en silencio para que hubiera una caja de seguridad o algo en casa, que alojara la información importante de su madre: acta de nacimiento, tarjeta de Seguro Social, licencia de matrimonio. Sabía que, si sólo pudiera llenar el formulario correctamente, ella y Beatrice podían comer gratis. Clara no podía ver cómo podría pagar dos almuerzos todos los días con su escaso salario. Lo parte difícil sería decirle a Beatrice. Ya podía oír la voz de su hermana, discutiendo, resistente y enfadada. Clara hizo clic en IMPRIMIR en la pantalla y se acercó a las impresoras. Se cernió sobre la impresora B con miedo que alguien se materializara de la nada y agarrara la aplicación una vez que la impresora la escupiera. Cuando los papeles salieron a la bandeja, Clara no pudo evitar pensar por un momento lo que otros estudiantes estaban haciendo en un viernes por la tarde. Quería sentir lástima de sí misma por estar en la biblioteca buscando información para gente pobre mientras todos los demás estaban pasando el rato con amigos en el centro comercial o haciendo planes para ir al cine. No podía recordar la última vez que vio una película en el cine. El cine cuesta dinero que no tenía.

Recogió los papeles y volvió a la computadora que estaba usando. Lo vio merodeando cerca de su bolso y entró en pánico. Aceleró el paso hasta que estuvo a unos metros de distancia de él, arrebatando su bolso de la silla y cerrando sesión de la computadora rápidamente. Rezó para que no hubiera visto lo que estaba en la pantalla. Pero lo vio, y no dijo nada. —Hola, Clara. —Evan estaba en su posición habitual, las manos en sus bolsillos delantero, viéndose feliz. —¿Qué haces aquí? —respondió Clara. Salió como una acusación. —¿Qué? ¿Aquí en el Media Center? —preguntó Evan. Clara negó. —Sólo quería decir que es viernes por la tarde. ¿No deberías estar con tus amigos o algo así? —Tiró su bolso sobre su hombro. —Voy de camino a la casa de Joshua. Justo pasaba por aquí y te vi. —Oh. Clara recordó los papeles en su mano y los agarró cerca de su pecho. —Me preguntaba qué harías este fin de semana —dijo Evan. Salió lo suficientemente casual, pero su corazón estaba acelerado. Se sentía emocionado y avergonzado de estar parado allí frente a ella, emocionado porque era ella y avergonzado por lo que vio en la pantalla de la computadora.

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—Estoy trabajando todo el fin de semana —dijo Clara. No estaría trabajando en la tienda de ropa. No estaba programada. Pero estaría trabajando. Trabajando en la elaboración de un plan para vivir sin electricidad. Sabía que su rostro estaba rojo. También se dio cuenta que no se había maquillado esa mañana. Ella y Beatrice se quedaron despiertas hasta tarde viendo películas y comiendo el resto de las palomitas porque no sabían cuándo podían volver a hacerlas. La electricidad se apagaría en un día. Ambas se despertaron tarde y Beatrice apenas alcanzó el autobús. Clara se metió en el primer período de español justo antes del último timbre. —¿Trabajas mucho? —preguntó Evan. —Sí —dijo Clara. Dejó caer su rostro y Evan quiso tanto tocar su mejilla, levantar su rostro al suyo, y hacerla mirar sus ojos. Sus dedos picaban por tocar su piel. Era una piel impecable, lisa y clara, con un tinte de rosa jugando en sus mejillas. Quería creer que él había puesto el rosa allí. —¿Estarás trabajando todo el próximo fin de semana? —preguntó suavemente. —Tengo que irme —dijo Clara—. Discúlpame. Se marchó con prisa sin mirarlo. Ella murmuró algo inaudible sobre su hombro una vez que llegó a las puertas del Media Center, y él pensó que le deseó un buen fin de semana. —Igualmente —dijo él sombrío y la siguió.

—¿Sabías que esta cosa estaba aquí atrás? —preguntó Beatrice a Clara. Ella tendió el brazo hacia adelante—. Opción número dos. —Beatrice sonrió a su hermana. —Ten cuidado con esas manos, Bea —dijo Clara—. Hollín. Beatrice bajó la vista hacia sus palmas sucias. —Voy a limpiar mis manos y luego limpiaré esta cosa. —No hace falta —dijo Clara—. Solo seguirá ensuciándose. Pero es genial que lo hayas encontrado. Ahora podemos hervir agua en la chimenea. —Y la estufa de leña para cocinar —dijo Beatrice—. Esto será divertido. Clara sonrió. —Si tú lo dices —respondió ella. —Míralo como una aventura, Clara —dijo Beatrice—. Somos mujeres pioneras viviendo en los viejos tiempos. Horneando nuestro pan desde cero y toda esa cosa romántica. —Romántica, ¿eh? ¿Y cómo sabes de las mujeres pioneras? —preguntó Clara caminando con Beatrice a la cocina. Observó que su hermana lavaba las marcas negras de su piel nacarada. 21

—Aprendí sobre ellas el año pasado —explicó Beatrice—. ¿Podemos hornear nuestro propio pan? —No. Somos perfectamente capaces de comprar pan ya horneado en la tienda —dijo Clara. —Mmm —dijo Beatrice pensativamente—. ¿Podemos hacer nuestras propias velas? Clara no pensó en eso. Después de escribir su lista y repasarla una docena de veces, se olvidó de las velas. —No, Bea —dijo ella—. Las traeremos de la tienda. Era una agonía para Clara saber que hoy la electricidad se apagaría. Esperaba que le dieran unos días más como la compañía de gas. Pero eso finalmente había sido cortado también. Sin gas. Pronto sin electricidad. Clara no sabía que el calentador de agua funcionaba con gas. Ella saltó en la ducha hace unos días y notó que el agua se estaba enfriando mientras más tiempo se quedaba. Seguía girando la perilla del grifo hacia la izquierda, pero no hacía nada para generar agua caliente. Cuando Beatrice se quejó de una ducha tibia más tarde esa noche, Clara supo que había un problema. Fue a la lavandería a investigar. Escaneó el calentador cilíndrico grande por cualquier signo o estampado de instrucciones que pudieran ayudarla. Sólo cuando se arrodilló para comprobar un recorte cuadrado hacia el fondo del calentador, notó las palabras, “¡Cuidado! Llama caliente”. Entrecerró los ojos, tratando de ver

dentro del cuadrado, pero no había llama. Examinó el tubo gris que corría desde el recorte cuadrado. No parecía un tubo que condujera electricidad. Se sentía estúpida, como si debería haber sabido que el agua de la casa se calentaba con el gas. Le preguntó a Beatrice si podía soportar baños fríos durante unos días hasta que resolvieran su nuevo sistema. Beatrice estuvo de acuerdo inventando una razón ridícula de por qué las chicas no debían tomar duchas calientes durante los meses de verano de todos modos. Era científicamente poco saludable, explicó. Clara caminó por toda la casa, encendiendo las luces sin ninguna razón excepto para verlas resplandecer una última vez. Encendió los ventiladores, sintió la ráfaga de brisa fresca, la vio jugar con los extremos de su cabello y dar vuelta las páginas de su tarea posada en la mesita de café. Calentó el almuerzo en el microondas, cuencos de sopa, y encendió el horno porque sí. Cada vez que apagaba una luz, su corazón se desvanecía. Estaba convencida de que sería la última vez que lo viera, pero luego daba vuelta al interruptor y la luz se encendía de amarillo de nuevo. ¿Por qué la estaban torturando? Ella y Beatrice trabajaron toda la noche y hasta por la mañana para desarrollar un Sistema Sin Electricidad. Lo llamaron SSE para abreviar. No tenían idea de cómo hacer funcionar la estufa de leña, pero comenzaron a practicar esa mañana, Clara prohibió a Beatrice poner cualquier cosa en ella. Si las manos de alguien resultaban quemadas, serían las suyas. Las chicas determinaron que la “ventana” en la puerta se podía abrir para comprobar que el fuego nunca fuera a apagarse. 22

Sabían que necesitarían mucha leña y papel. La madera podrían encontrarla en su patio trasero. Estaba llena de ramas y diminutos retoños de árboles que Clara pensó que podría cortar. Una vez que la madera se acabara, tendría que reservar dinero para comprarla. El papel era más fácil. Ninguno de sus vecinos reciclaba, pero sabía que muchos lo hacían algunas calles abajo. Unas cuantas calles era un mundo diferente: casas más grandes, bien mantenidas con residentes conscientes que cortaban su césped y arrancaban las hierbas de sus flores. Clara decidió que tarde en las noches, cuando ellos sacaran sus cubos de reciclaje, bajaría por Oak Tower Trail y recogería los periódicos viejos. —Bea, necesito hablarte de algo —dijo Clara después de un rato. Siguió a Beatrice a su cuarto. Ella seguía a su hermana mucho más a menudo estos días, sobre todo para decirle cosas desafortunadas, pero a veces solo para mirarla. Le gustaba ver a Beatrice. Era una niña extraña. Especial. Inteligente como el infierno. Divertida y peculiar en la manera en que organizaba su habitación. Clara se sentó en la cama de Beatrice. —He enviado nuestra solicitud de almuerzo gratis. Estoy esperando la aprobación, pero estoy segura que lo conseguiré. Deberíamos recibir las tarjetas por correo durante la próxima semana. Clara rebuscó por la casa varios días atrás hasta que finalmente descubrió una caja de zapatos escondida en la parte posterior del armario de su madre llena de

documentos importantes. La tarjeta de Seguridad Social estaba allí, y Clara pensó que Dios, si estaba allí afuera, era un Dios misericordioso. —Clara, ¿no podemos llegar a eso cuando lleguemos a eso? —preguntó Beatrice. —Ya estamos allí, Bea —explicó Clara—. No puedo pagar una factura de comestibles que incluya artículos de almuerzo. —No voy a llevar esa estúpida tarjeta —dijo Beatrice. Ella se mantuvo firme, con el rostro ajustado y los brazos cruzados sobre su pecho decididamente. —Nadie se dará cuenta —replicó Clara. Agitó su mano ligeramente. —No hagas eso, Clara —le exigió Beatrice—. No te sientes allí y mientas. ¡Ni siquiera eres buena en eso! —Se quedó pensando por un momento—. Bueno, excepto en la jornada de Puertas Abiertas. Fuiste muy buena en la jornada. —Bea, no puedo pagar los almuerzos. Tenemos que comer la comida de la escuela. Está pagada, y no voy a renunciar a eso porque eres una esnob —dijo Clara. —¡No llevaré esa tarjeta! —chilló Beatrice. —Sí lo harás. —¡No puedes obligarme, Clara! ¡No puedes! ¡Todo el mundo lo sabrá y se burlarán de mí! —¿Así que preferirías morir de hambre? —preguntó Clara. —¡Sí! —gritó Beatrice. 23

día.

—Sé realista, Beatrice. Comes como un caballo. Tendrás que hacerlo algún —No me provoques, Clara —le advirtió Beatrice. —¿Cómo siquiera conoces la palabra “provocar”? —preguntó Clara. —¡¿Por qué todo el mundo piensa que soy idiota?!

Clara sonrió y se acercó a su hermana. Colocó sus brazos alrededor de Beatrice, que se resistió al principio, y luego se relajó mientras Clara le acariciaba la espalda. —No quiero llevar esa tarjeta más que tú, Bea —dijo Clara. Se encogió pensando en las chicas con las que se había tropezado en el baño de la escuela el otro día. Una miró a Clara y le dijo que tenía el cabello bonito, pero Clara estaba segura que no estaba siendo amable sobre eso. Esperaba que la chica sacara un par de tijeras de su bolso y cortara todo el cabello de Clara. No sucedió, pero estaba esperando el día que lo hiciera. Beatrice se echó a llorar. —Yo solo... ¡No puedo mantener el control todo el tiempo, Clara! —lloró. Clara sonrió. —¿Quién te pide que lo hagas? —¡Yo! ¡Te dije que no tengo miedo!

—Sé que no tienes miedo. —Se apartó de su hermana y se inclinó para que ella estuviera a su altura—. Yo mantendré el control, ¿de acuerdo? Tú sólo tienes diez años. —Nunca tendré diez años —dijo Beatrice hipando—. Nací anciana. Clara se echó a reír. —Sí, lo sé. Pero solo inténtalo. ¿Y Bea? —¿Sí? Clara secó una lágrima que se deslizaba por la mejilla redonda de su hermana. —Por favor solo trata de llevar la tarjeta. Puedes deslizarla muy rápido. La gente va a pensar que es una tarjeta de crédito y entonces serás el epítome de genial. —¿Qué significa “epítome”? —preguntó Beatrice, el sonido de una nueva palabra que la distraía de sus lágrimas. —El mejor ejemplo de —respondió Clara. Beatrice tomó una respiración larga e irregular. —De acuerdo. Lo intentaré.

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Clara dejó a su hermana sola para enfurruñarse en su habitación. Oyó los sonidos lúgubres de Beethoven sonando por el viejo reproductor de CD de su hermana. Naturalmente, Beatrice escogería ese CD. Chica petulante, pensó Clara. Se olvidó que además de no haber luces, pronto no habría música en la casa. Salió a dar un paseo porque no podía soportar escuchar la música con toda su hermosa melancolía, tirando de su corazón y haciéndola doler de placer por su grandeza y dolor por su inminente ausencia. Caminó por el patio trasero de la casa de su abuela observando el desorden. No lo habían limpiado por meses. Una vez que su abuela falleció a principios de febrero, la casa entró en un estado rápido de deterioro. Su madre limpiaba el patio en la primavera ocasionalmente durante sus raros ataques de manía. Le gritaba a las chicas que salieran y ayudaran. Pasaban todo el sábado recortando, bordeando y deshierbando hasta que el patio estaba en condiciones prístinas. Y luego crecería, se llenaría de hierba y se volvería una monstruosidad de nuevo. Clara caminó por el patio hasta llegar al bosque de madreselvas. Así es como ella y Beatrice lo llamaron. Era una sección de la esquina del patio trasero rebosante de vides de madreselva, y las chicas iniciaron una tradición hace tres años cuando visitaron a su abuela. Esos eran los años buenos cuando su padre todavía estaba alrededor, vivían en una casa propia, su madre estaba trabajando y feliz. Su abuela seguía viva. La familia de Clara nunca tuvo dinero, así que las vacaciones eran raras. Fueron a Florida una vez, pero casi siempre las chicas eran enviadas a permanecer con la abuela por una semana o dos. Y allí descubrieron las maravillas de las vides de madreselvas. Beatrice pensaba que las vides tenían poderes mágicos, que las flores podían conceder deseos. Las chicas estaban de acuerdo en tres porque siempre leían o escuchaban de los genios concediendo tres deseos. Beatrice dijo que las vides

concederían sus deseos, pero sólo si respetaban las flores. Pide un deseo, bebe el néctar. Nunca lo contrario o tus sueños no se harían realidad. Clara se sentó entre las vides, todavía verdes, pero teñidas de amarillo y ya sin producir las flores fragantes. Cerró los ojos recordando la primavera cuando su madre ya no sonreía y estaba distante y triste. —¡Vamos, Clara! —gritó Beatrice desde la puerta de atrás—. ¡Antes de que se sequen! —Voy, Bea —dijo Clara—. Y no se secarán. Siguió a su hermana por la puerta trasera del descuidado jardín en el borde de la propiedad. Las vides de la madreselva se habían arrastrado en los canteros vacíos y avanzaban lentamente por las huertas de robles cercanos. Las abejas y las mariposas bailaban alrededor de las flores, reposando y alimentándose, luego zumbando y revoloteando nuevamente evocando la imagen de la primavera por excelencia. Beatrice se dejó caer al borde de un macizo desbordado de flores amarillas con forma de trompeta e hizo señas a su hermana mayor para que siguiera su ejemplo. Clara se acomodó junto a Beatrice y alcanzó una flor. —No, Clara —replicó Beatrice. Golpeó la mano de su hermana. —¡Ay! —respondió Clara indignada, pero Beatrice la ignoró. —Tres deseos primero, Clara. Conoces las reglas —dijo Beatrice. Clara respiró hondo y exhaló lentamente. —Yo iré primero —dijo Beatrice—. Desearía que mamá fuera feliz otra vez. —Rápidamente arrancó una flor y chupó los jugos de su base. 25

—Tomaste mi primer deseo —dijo Clara. —Haz otro —dijo Beatrice—. Debes tener un millón de deseos en tu cabeza. —Bien —dijo Clara—. Deseo que la escuela termine pronto. —Alcanzó las flores. —No, Clara —dijo Beatrice—. Tiene que ser algo importante y especial. Un deseo sobre el que has pensado y te has preocupado. Conoces las reglas —dijo por segunda vez. Clara suspiró. —Bien. Quiero hacer un buen amigo en la escuela el año que viene. —Ella esperó un momento, pero Beatrice no se opuso, así que buscó una flor, la arrancó y luego la drenó de su sedoso azúcar. —¿Estás emocionada de ser una estudiante junior el año que viene, ClareBear? —preguntó Beatrice. —Supongo —respondió Clara. No quería sonar pesimista frente a Beatrice, así que trató de dar un tono feliz—. En realidad, estoy muy emocionada por eso. Beatrice sonrió. —Deseo que Jenna me deje tomar prestado su suéter rosado —dijo ella, y drenó otra flor.

—¿Y eso es importante? —preguntó Clara levantando la ceja. —Sí —dijo Beatrice con toda seriedad—. Sí, Clara, lo es. Clara sonrió y asintió. —Deseo poder tener ropa de moda. —Y tomó el líquido azucarado. —Deseo obtener las mejores notas de la clase este año y el próximo —dijo Beatrice. Inclinó la cabeza hacia atrás y bebió el néctar—. Sin embargo, no creo que sea difícil. Soy demasiado inteligente. —Sé que lo eres —respondió Clara. Hizo una pausa por un momento, un destello del chico de ojos verdes chocando con sus pensamientos, provocando un suave “oh Dios” de sus labios. —Clara, tu último deseo —dijo Beatrice con impaciencia. —Deseo enamorarme —dijo Clara tan suavemente que estaba segura que Beatrice no pudo oírla. Pero Beatrice sí escuchó, y sonrió a su hermana. —Bueno, beberé por eso —dijo, entregándole a Clara una flor. Sorbieron el néctar juntas y comenzaron su trabajo en el resto de las flores.

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Capítulo 3 L

ograron llegar hasta el miércoles antes que les cortaran la luz. Beatrice estaba en medio de escuchar la radio; canciones felices esta vez, y Clara estaba secándose el cabello. Eran horas de la tarde, y cuando las luces se fueron, la casa quedó en una tenebrosa oscuridad donde los objetos todavía eran reconocibles, pero parecían extraños y perturbadores. Clara giró a la puerta del baño y vio a Beatrice de pie en la puerta. Las chicas se miraron entre sí. Un miedo no dicho pasó entre ellas, y luego Beatrice tomó una decisión. —Estamos acampando afuera y necesitamos algunas velas —dijo ella. —Eso es correcto —contestó Clara, desconectando el secador y sintiendo su cabello húmedo. Lo recogió en un moño alto, poniéndole horquillas descuidadamente—. Velas serán.

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Siguió a Beatrice a la sala de estar y se acomodó en el sofá junto a ella. Beatrice metió velas en pequeños recipientes que había encontrado en los cajones de la cocina. —Sólo encendamos tres —sugirió Clara. Sabía que era importante ahorrar. Le permitió a Beatrice encender la mecha y se estremeció por el entusiasmo de su hermana. —Estás actuando como una pirómana —dijo Clara mientras observaba a Beatrice sonreír cuando la mecha se encendió. La alzó hasta su rostro, y Clara observó mientras la flama danzaba en sus ojos. Se veía como una bruja en entrenamiento—. Sólo enciende las velas —dijo Clara, estremeciéndose involuntariamente. Las tres velas les dieron suficiente luz a las chicas para completar su tarea. —La leche debería estar bien mañana en la mañana —dijo Clara—. Sólo no abras el refrigerador hasta entonces. —Bien —contestó Beatrice—. ¿Qué hacemos después de eso? Clara suspiró. —Leche en polvo, supongo. —Qué asco —dijo Beatrice sacando la lengua. —Bueno, siempre podemos ir temprano a la escuela por el desayuno. —Tal vez. —Beatrice se encogió de hombros.

Trabajaron en silencio por un rato hasta que Beatrice bajó su lápiz. —Terminado. —¿Quieres que lo revise? —ofreció Clara, colocando el lapicero tras su oreja. —¿Para qué? Sabes que está todo correcto —dijo Beatrice. —Por supuesto —replicó Clara. Miró alrededor del cuarto oscuro y suspiró—. ¿Ahora qué? —¿Estás bromeando? —preguntó Beatrice—. ¡Contar historias de fantasmas, eso es lo que haremos! —Bea, no lo sé —dijo Clara—. Sabes que no me gustan las cosas de miedo. —Clare-Bear, ¿qué es más aterrador que no tener electricidad? ¿Entiendes lo que estoy diciendo? —preguntó Beatrice. Ella sonrió, y estaba vez no se vio tan malvada como cuando encendió la vela. —Bien, pero no tengo ninguna que contar —dijo Clara. —Está bien, porque yo sí —dijo Beatrice—. Espera aquí. ¡Voy por la linterna! Clara objetó, pero Beatrice ya agarraba una vela y caminaba hacia el cuarto dejando a Clara sola. Sólo en los segundos que le tomó ir por la linterna, Clara rompió en escalofríos de anticipación. Observó el movimiento de dos velas en la mesita de café y se estremeció de nuevo.

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—Está bien —dijo Beatrice, regresando y acomodándose en el suelo al lado contrario de su hermana—. Necesitamos luz de ambiente. —Y presionó el interruptor al costado de la linterna. La sostuvo bajo su barbilla y sonrió—. Esta historia no es en realidad una historia de fantasmas. Pero es una aterradora. Chan chan chaaan —cantó, intentando un sonido aterrador. —Oh cielo santo —dijo Clara con poca seriedad, pero agarró la manta tirada descuidadamente sobre el sofá y la puso a su alrededor. —Stacy estaba conduciendo a casa desde una fiesta una noche —comenzó Beatrice—. Era tarde. Los caminos estaban oscuros. Y estaba afuera en el campo. —Por supuesto que estaba en el campo —intervino Clara. —Clara, no puedo contar esta historia si vas a interrumpir —dijo Beatrice. —Lo siento, sigue. —Entonces Stacy estaba afuera en el solitario y oscuro camino rural conduciendo a casa desde una fiesta. Estaba sola —dijo Beatrice. Se detuvo para dar efecto. Clara asintió—. De repente un camión llegó tras ella y encendió sus luces altas —dijo, levantando la voz—. Stacy estaba confundida. Desaceleró, pensando que tal vez el camión quería pasarla, pero no lo hizo. Desaceleró junto con ella, manteniéndose cerca detrás de ella. Clara respiró profundo. Beatrice lo vio y dobló sus esfuerzos por sonar aterradora. —¡Condujeron otro kilómetro más o menos y las luces del camión se encendieron de nuevo! —dijo—. Stacy estaba empezando a asustarse. No sabía qué

hacer, así que siguió conduciendo a casa. Pensaba que, si llegaba a casa, estaría a salvo. —¿Pero por qué iría a casa donde él podría ver dónde vivía? —preguntó Clara. —No lo sé —dijo Beatrice molesta—. Stacy no era tan lista. ¿Ahora me dejas continuar? —Bien. —Entonces Stacy presionó el acelerador a fondo. ¡El camión fue tras ella encendiendo sus luces y asustándola! Beatrice movió la linterna bajo su rostro para un efecto dramático. A Clara no le gustó. —Estacionó en la entrada y salió del auto. Comenzó a correr hacia la puerta, ¡pero el hombre del camión la atrapó! ¡Ella gritó con fuerza! Clara subió la manta a su barbilla. —“Cálmese, señorita. No la lastimaré” dijo él, “¡Pero él sí lo hará! —dijo Beatrice en su voz más masculina. Apagó la linterna, y Clara no pudo distinguir sus rasgos—. “¿Quién?” preguntó la patética chica, ¡luego gritó cuando una oscura figura salió del asiento trasero de su auto sosteniendo un cuchillo brillante! Beatrice encendió la linterna bajo su rostro, sus ojos estaban abiertos y salvajes, sus dientes en una siniestra sonrisa. Parecía un paciente fugado de un manicomio, y Clara dejó salir un grito involuntario. —¡Ja ja! —Se rió Beatrice. Apagó la linterna y la arrojó al suelo. 29

—¡Santo Dios, Beatrice! —gritó Clara—. ¿Cómo demonios haces esas caras? —¿No es estupendo? Tengo planeado ser una actriz, lo sabes —dijo Beatrice. Se movió al sofá para sentarse junto a su hermana—. ¿Estabas asustada? —¡Sí! —contestó Clara, con el corazón aún corriendo—. Aunque tu historia no tenía nada de sentido —espetó. —¿Por qué? —preguntó Beatrice. —Primero, ¿cómo Stacy no es consciente de la figura oscura en la parte de atrás de su auto? Tuvo que entrar al auto. ¿Cómo no pudo verlo? —Su auto estaba estacionado en las sombras —explicó Beatrice. —Está bien. Hay un detalle que dejaste por fuera —dijo Clara—. Segundo, ¿qué tan estúpida tiene que ser una chica para conducir a casa con lo que cree que es una persona loca siguiéndola? ¿Por qué no condujo a una estación de policía o algo? —Te dije que Stacy no era tan brillante —dijo Beatrice. —Mmm. ¿Qué era todo eso de las luces altas? —preguntó Clara. Se quitó la manta mientras la habitación se calentaba por las velas. —Cada vez que el tipo del camión veía a la figura oscura levantarse del asiento de atrás, encendía sus luces para asustarlo —explicó Beatrice—. Nadie quiere ser atrapado en el acto de asesinar a alguien.

—¿Por qué la figura oscura cortaría la garganta de Stacy mientras estaba manejando? Entonces ambos morirían en un accidente de auto —dijo Clara. Beatrice resopló. —Clara, es solo una estúpida historia, ¿de acuerdo? El punto era hacerte gritar con mi rostro aterrador, lo cual logré, por cierto. Clara sonrió. —Tienes razón. Sí me asustaste. Beatrice sonrió. —¿Quieres que haga esa cara otra vez? —¡Dios, no! —replicó Clara—. ¿Por qué no jugamos ¡Sorry! antes de dormir o algo? —Ella estaba pensando en cualquier cosa que hiciera borrar la imagen de paciente mental en el rostro de Beatrice. —¡Hagamos una sesión espiritista! —sugirió Beatrice. —Claro que no —dijo Clara—. ¿Qué te pasa esta noche? —No lo sé —confesó Beatrice—. Son las velas o algo. Sólo quiero estar muerta de miedo. Clara puso los ojos en blanco. —Bueno, yo no. Beatrice se acurrucó con su hermana, recostando la cabeza en el regazo de Clara. 30

—¿Clara? —dijo. —¿Mmm? —Necesitas vivir un poco. Clara se rió. —Supongo que tienes razón —replicó, acariciando el cabello de Beatrice y mirando a las tres llamas danzando.

Clara estaba reacia a entrar a la cafetería. Pero tenía hambre. Ella y Beatrice ya estaban comiendo muy poco en casa, ambas con miedo de quedarse sin nada de comer, así que se esforzaban por no comer nada en absoluto. En su mayor parte comían sándwiches porque eran baratos. Clara almacenó sopas y vegetales enlatados, y los calentaban en la hornilla de madera. Beatrice se quejaba del calor. Los pocos benditos días de frescor a principios de septiembre no duraron. Justo cuando Clara pensó que las estaciones estaban cambiando, el ardiente verano regresó, con más fuerza esta vez, un último rugido del agobiante calor. Sin aire acondicionado y la estufa encendida, la temperatura en

la casa aumentó a un grado insoportable conduciendo a las chicas a quedarse en ropa interior y a recostarse sobre el piso de la cocina. —Esta no es mi idea de acampar —dijo Beatrice la noche anterior. Se limpió su rostro sudado. —Lo sé —dijo Clara. Se recostó al lado de su hermana en sus bragas y sujetador limpiándose el pecho con la camisa que se había quitado—. Hice un pago a la factura de la electricidad. Sólo pude pagar treinta dólares, pero es algo. Clara no estaba segura de por qué pensó que cada centavo que ganara en el trabajo podía ir exclusivamente al pago de la factura eléctrica. Había víveres que debían comprar, gasolina que ponerle al auto para que funcionara, un pago vencido de su teléfono y factura del agua. Se dio cuenta que también debía hacer un cambio de aceite pronto. Recordó a su abuela decirle lo importante que era cambiar el aceite. “A menos que quieras que tu auto muera”, le había dicho, y las palabras se quedaron. Cuando su abuela estuvo muy enferma para manejar, le dio el auto a Clara. Afortunadamente, como la casa, el auto estaba pagado, y Clara sólo necesitaba preocuparse por el mantenimiento y la gasolina que debía ponerle. Beatrice dejó salir un largo suspiro. —Déjame trabajar para ayudarte, Clara. Clara sonrió. —Bea, no eres lo suficientemente mayor para trabajar. —Sí lo soy —discutió Beatrice. Tiró de su top justo por encima de su pecho y rodó sobre su estómago sintiendo las frías baldosas en su cálida piel. 31

—Legalmente, no lo eres —explicó Clara—. ¿Dónde en la tierra crees que encontrarás un trabajo? —Ya he encontrado uno —dijo Beatrice. Clara se sentó sintiendo las gotas de sudor bajar por entre sus pechos. Intentó limpiarlas con su camiseta, pero empaparon su sostén más rápido de lo que pudo secarlas. —¿Dónde? —preguntó ella. —Fui a algunas casas en Oak Tower Trail el otro día —dijo Beatrice—. Toqué algunas puertas y pregunté si buscaban a alguien que paseara a sus perros. Dije que podía hacerlo cada tarde después de la escuela, pero no me necesitan tanto. La boca de Clara cayó abierta con incredulidad. —Cierra tu boca, Clara —dijo Beatrice—. Tengo tres clientes. ¿No es así como se llaman? ¿Clientes? —¿Tú qué? —Les dije a las señoras que debía preguntar primero a mi mamá, pero ya que no está aquí, supongo que debo preguntarte a ti. —Beatrice se detuvo por una respuesta, pero Clara no dijo nada—. Aquí está mi horario. Los lunes paseo el perro de la señora Johnson. Los martes paseo el perro de la señora Peterson. Y los jueves paseo el perro de la señora Levine. Las señoras lo resolvieron. Me van a pagar cinco

dólares por cada paseo de media hora. Así que, si he hecho mis cálculos correctos, y sé que los hice porque es matemática simple, entonces son quince dólares a la semana. —Bea… yo… tú… —tartamudeó Clara. —¿Me dejarías? Conocí a los perros y son dulces, y les caigo bien —dijo Beatrice—. Y las señoras son amables. Quiero decir, me hablan como si fuera una niña pequeña, pero no me importa. Dinero es dinero. Clara pasó por las puertas de la cafetería pensando en la declaración de Beatrice: Dinero es dinero. Tenía razón. Sin importar de donde venía o cómo se conseguía, dinero era dinero. Y necesitaban dinero si iban a reconectar la electricidad algún día. Clara temía cuando el clima se volviera frío; pensó que podía tener la factura paga para ese entonces, ¿pero y si no podía? ¿Cómo se mantendrían calientes? ¿El fuego sería suficiente? Lo notó mirándola e intentó ignorarlo. Pasó por la fila tomando alimentos para su bandeja. En ese momento nada parecía apetecible porque sabía cómo tendría que “pagar” por ello. Y no quería que Evan viera. De repente se sintió culpable por hacer que Beatrice usara la tarjeta. ¿Su hermana estaba experimentando la misma vergüenza ahora?

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Clara se quedó en la fila rodeada por impacientes y hambrientos estudiantes. Preparó su tarjeta; estaba parcialmente oculta en la mano, y esperó a que la trabajadora de la cafetería no dijera nada. No consideró la posibilidad que algo saliera mal una vez que la tarjeta fuera escaneada, ¿pero y si algo sucedía? ¿Y si mostraba error, y le decían a Clara que su madre debía contactar con el estado sobre su certificado de almuerzo gratis? ¿Y si los estudiantes a su alrededor escuchaban el intercambio? Se reirían de ella. Quería morir. Cuando fue su turno en la caja registradora, pensó en abandonar su bandeja y correr al baño. —¿Y bien? —dijo la señora del cafetín. Clara entregó la tarjeta automáticamente. La señora la pasó, se la devolvió a Clara y llamó: —Siguiente. Justo así. Clara metió la tarjeta en el bolsillo y llevo su bandeja a una mesa en la esquina. Su lugar habitual, escondido en las afueras de la habitación, donde pasaría desapercibida, exactamente como quería. El único problema era que hoy Evan tenía una visión perfecta de ella. Se sentó en una mesa en la sección popular de la cafetería. Conversaba con sus amigos mientras mantenía los ojos clavados en Clara. Ella se enfureció cada vez más, preguntándose cómo se suponía que debía comer con él mirándola. Sacó una novela de su bolso y empezó a leer. Sabía que pasaría unas pocas páginas y luego se quedaría absorta en la historia, olvidándose de las miradas de Evan y de sus intentos de verse bonita mientras comía. Leyó sobre la heroína, una mujer arrogante y bella a la que los hombres adoraban. Ellos la adoraban. Por ser

tan superficial y deseable, pensó Clara celosamente. Se preguntó qué habría sentido la heroína al saber que ejercía tanto poder. —Hola, Clara. —Lo escuchó decir. Ella levantó la vista de su novela y se obligó a tragar el tater tot que estaba en medio de masticar. Le hizo doler la garganta al tragar. Miró a la mesa que Evan acababa de dejar, notando que algunos de los estudiantes miraban en su dirección. Estaban claramente confundidos como lo estaba ella. —Hola. —Salió como una pregunta. Se sentó frente a ella. —¿Qué estás leyendo? No podía entender lo que estaba sucediendo. ¿Por qué estaba hablando con ella? ¿Por qué vino a su mesa sabiendo que causaría una pequeña escena? Sus amigos seguían mirándolo fijamente, ahora que se sentaba en el banco frente a ella para tener una conversación. —No lo sé —replicó ella. Evan sonrió. —¿No sabes lo que estás leyendo? —Un libro. —Lo supuse. —Creo que tengo que irme ahora —dijo, empujando la novela de bolsillo en su bolso. 33

—El almuerzo no ha terminado todavía —señaló Evan. —Supongo que no —replicó Clara. Bajó la mirada a sus alimentos a medio comer. Todavía tenía hambre, pero no había manera que comiera delante de él, tan cerca. De ninguna manera en absoluto. Evan se acercó y sacó un tater tot de la bandeja de ella. —¿Te importa? —preguntó él mientras se lo metía en la boca. Clara negó. —Me he dado cuenta de que lees mucho —observó Evan. Eso era cierto. Clara leía mucho. La lectura era su pasatiempo favorito, una forma de escape. Con la lectura podía ser cualquier persona, cualquier cosa, y durante el tiempo en que estaba absorta en sus historias, su ansiedad social desaparecía. Era valiente, aventurera e inteligente. Como Beatrice. —¿Beatrice lee como tú? —preguntó Evan. —Sí —respondió Clara—. Tal vez no tanto. Pero sí. —Me imaginé que sí. Suena muy inteligente. Y no puedes ser inteligente a menos que leas —dijo Evan. Clara asintió. No sabía qué más hacer.

—Debería leer más ficción —prosiguió Evan—. He leído un montón de manuales y libros de texto. Es un poco de cerebritos. Supongo que soy algo nerd. Se detuvo un momento y sonrió mostrando sus dientes blancos y perfectamente rectos. Ella instintivamente pasó su lengua por encima de los suyos, sintiendo la leve torcedura de su incisivo izquierdo doblado un poco sobre su diente delantero. Recordó a un dentista que una vez se refirió a eso como un “lateral pateado”. No le gustaba la forma en que sonaba, como si alguien le diera una patada en los dientes y luego se riera por ello. —Debería leer más ficción —repitió él—. Y trabajo en una librería. Clara lo miró fijamente. Él levantó otro de sus tater tots a su boca y masticó pensativamente. —¿Tal vez podrías recomendarme algunos libros? —sugirió después de un momento—. ¿Te importaría? —preguntó mientras tomaba la leche de Clara. Clara estaba fuera de sí. Ella pensó que negó. Evan tomó un largo sorbo luego lo colocó de nuevo en su bandeja. Ella lo vio lamer sus labios. —No te preocupes. No me retracto. —Él le sonrió y se puso de pie—. Clara, me gustaría mucho que me recomendaras algunos libros para que los lea —dijo, mirando el reloj de la cafetería colgando por encima de ellos—. Ficción —aclaró—. ¿Harás eso por mí? —La miró, sus ojos de gato cortando los de ella.

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Estaba segura que estaba hablando en serio y burlándose de ella al mismo tiempo. En ese momento algo flotó bajo su pecho para descansar en su vientre. Algo brillante y cálido que la hizo emocionar. Y aterrorizar. Ella asintió. —Está bien —dijo Evan—. Nos estaremos viendo, Clara. —Y regresó a su mesa. Clara estaba consciente de dos cosas: primero, el intenso anhelo que sentía de poner sus labios en su cartón de leche donde los suyos acababan de estar, y segundo, las voces bajas que pasaban al lado de ella, que decían “¡Él bebió su leche!”. El timbre sonó, ella no se movió. Sabía que no podría. Temblaba tan violentamente que tuvo miedo de recoger su bandeja y caminar hacia la basura. Sabía que lo haría caer por accidente. Cuando la cafetería se despejó, Clara pensó que era seguro levantarse. Llevó su bandeja hasta el receptáculo, colocándola sobre la abertura de la papelera, y observó lamentablemente que el cartón de leche se deslizó fuera de su vista.

Clara se sentó en el sofá esa noche, balanceando su chequera. Su cuenta bancaria era deprimente. Pagó la factura de su celular y la factura del agua dejando prácticamente nada hasta su próximo pago. Y tendría que esperar una semana por eso. Sintió el creciente pánico y trató de calmarse. Le pediría más horas de trabajo. Era una buena trabajadora y confiaba en que su gerente se las daría. La mayor

parte de su próximo pago iría a la electricidad. El impuesto a la propiedad seguía subiendo dentro de las prioridades en su mente, pero lo empujó a un lado. No podía preocuparse por eso en este momento. La electricidad era lo más importante. Pensó en Beatrice y su plan para pasear perros. Realmente no quería que Beatrice trabajara, pero casi sintió que no tenía otra opción. Quince dólares extras a la semana podrían hacer mucho para recuperar la electricidad más rápido. Sin embargo, Clara se sentía avergonzada de no poder hacerlo por su cuenta. —¿Clara? —llamó Beatrice caminando cerca del sofá para pararse frente a su hermana. —¿Sí? —Me prometiste que me dejarías saber hoy si puedo pasear a los perros. —Lo hice, ¿verdad? —preguntó Clara. Cerró su chequera y miró a su hermana. —¿Y bien? —dijo Beatrice. Ella giró sus rizos dorados alrededor de sus dedos y esperó. —¿Te divertirías paseando a los perros de esas señoras? —preguntó Clara. —Lo más divertido en toda mi vida —respondió Beatrice. Clara sonrió. —¿Alguno de los perros es más grande que tú? —Nop. Todos son perros pequeños. —¿Son perros bien educados? —preguntó Clara. 35

—Los mejores en el mundo entero. Clara consideró algo. —Bea, sabes que tendrías que recoger su caca. —He estado guardando nuestras bolsas de comestibles —respondió Beatrice. —¿Y sólo los pasearas en su vecindario? —preguntó Clara. —¡Por supuesto! —dijo Beatrice. Clara sabía que Beatrice estaría a salvo. Oak Tower Trail era un bonito vecindario con calles arboladas, residentes ricos y un vigilante. No estaba realmente preocupada por la seguridad de Beatrice. Sólo quería que fuera feliz. —Al segundo que digas que estás cansada de pasear perros, no quiero que lo hagas más. —¡Clara! —gritó Beatrice y saltó sobre su hermana. —Uf. —Clara gruñó al sentir que los brazos de Beatrice le rodeaban el cuello y casi la ahogaban. —¡Te amo, Clare-Bear! —gritó en el cuello de Clara—. Y te daré el dinero todos los viernes. Lo prometo.

El corazón de Clara dio un pequeño salto. Sentía la culpa instantánea de tener a su hermana trabajando por dinero que tenía que entregar cada semana. Beatrice se volvería resentida, y con razón, y de repente el plan no pareció tan grandioso. —¿Bea? —preguntó Clara. —¿Sí? —respondió Beatrice alejándose de su hermana. Se quedó sentada en su regazo. —¿Y si guardas cada semana algo de tu dinero? Podrías usarlo para lo que quieras. ¿Una camiseta nueva o pendientes o lápices? —No, Clara. Usas todo tu dinero para nosotras, y yo también —dijo Beatrice. —Pero me haría muy feliz —prosiguió Clara—, si guardas algo para ti. Beatrice levantó la vista hacia el techo mientras contemplaba esta sugerencia. —Bueno —dijo ella—, ¿cuánto debo guardar? —¿Qué tal unos cinco dólares? ¿Es muy poco? —preguntó Clara. —No. Cinco dólares es muy razonable —respondió Beatrice—. Pero sólo después que tengamos la electricidad de nuevo. —De acuerdo —dijo Clara. Beatrice se bajó de su hermana y entró en la cocina. —¿Tienes muchas tareas, Clara? —dijo ella —No, ¿por qué? —¿Quieres venir a jugar conmigo? —preguntó Beatrice. 36

Clara sonrió para sí misma. —Sí quiero —dijo mientras entraba en la cocina. Beatrice sonrió y salió volando por la puerta de atrás, Clara pisándole los talones.

Capítulo 4 P

asó otra semana, y Clara se acomodó a su nueva rutina. Trabajaba todos los días después de la escuela y luego regresaba a casa para hacer la cena. Si usaban la cocina de leña, Clara iba atrás a recoger la leña que empezó a apilar en un lugar fresco y seco debajo del cobertizo. Aprendió rápidamente que la madera húmeda solo hacía humo y ahumaba la casa. También descubrió que la leña recién cortada no ardía tan bien como la leña más vieja y seca. Traía la madera, y encendía el fuego, y luego abría las ventanas de la cocina y la sala para manejar el calor. La hora del baño en las noches era un proceso largo y tedioso. Clara llenaba la bañera con agua fría del grifo y luego añadía dos o tres teteras de agua hervida. Esperar que el agua hirviera en la cocina de leña tardaba demasiado, y Clara se preguntó cuánto tiempo más se tardaría el proceso cuando el clima se pusiera más frío y ella necesitara aún más agua caliente para los baños. Pensó que el proceso sería más rápido si hervía el agua en el fuego de la chimenea, pero aún no estaba lista para hacerlo. El calor sería insoportable. 37

Una noche Clara casi sugirió que compartieran el agua del baño, cada una por turno y luego cambiándose de modo que no fuera siempre la misma persona que usara el agua sucia, pero ella no podía preguntárselo a Beatrice. Se sentía humillante, y la idea de bañarse con el agua sucia de Beatrice le revolvía el estómago. —¿Cómo hago para lavar mi cabello? —preguntó Beatrice la segunda noche que ellas comenzaron con la rutina del baño. —¿En serio, Bea? —replicó Clara—. ¿No te imaginas cómo? —Deja de ser mala y solo dímelo —bufó Beatrice. —Bien. Recuéstate en la bañera hasta que se te moje el cabello. Siéntate y lávatelo, y luego abre el grifo y enjuágate el cabello. —¡Pero el agua está tan helada, Clara! —se quejó Beatrice. —¿Y qué quieres que haga al respecto? —exclamó Clara—. Esa es tu única opción a menos que quieras el cabello sucio. —¡Lo que quiero es una agradable ducha caliente! —gritó Beatrice. —Dijiste que tomar duchas calientes en los meses de verano no era saludable —dijo Clara—. ¿Recuerdas eso? Beatrice la ignoró mientras gritaba de nuevo:

—¡Quiero una ducha caliente! ¡Quiero una ducha caliente! Clara salto del sofá y agarró del brazo a su hermana. —¡¿Y qué crees que estoy tratando de hacer?! —gritó ella—. ¡Cada centavo que puedo ahorrar va a las facturas, Bea! ¡Estoy haciendo lo mejor que puedo! —¡Suéltame, Clara! ¡Me estás lastimando! —Lloró Beatrice. —¡Lo siento, no puedo arreglarlo lo suficientemente rápido para ti! Acostúmbrate, ¿de acuerdo? ¡Ahora esta es nuestra vida! —Soltó el brazo de Beatrice y se dirigió a la cocina. Beatrice la siguió. —¡Entonces tal vez solo voy a escapar! —dijo Beatrice. Clara rió burlonamente. —Sí, claro —dijo mirando la cafetera en la cocina de leña. —Lo digo en serio, Clara. Soy tan seria como un ataque al corazón. —Beatrice se quedó con sus brazos cruzados sobre su pecho. —Y a donde crees que vas a ir, ¿eh? Al minuto en que alguien te vea te agarrarán y te llevarán a un hogar de acogida —dijo Clara—. O peor aún, a un orfanato. Beatrice jadeó. —¿Quieres vivir en un orfanato con otros niños sin hogar? —¿Igual que en Annie? —Suspiró Beatrice. 38

—Sí. Exactamente como en Annie. Solo oigo que aquí las mujeres a cargo de las casas son mucho peores. ¿Es eso lo que quieres? —preguntó Clara. Se sintió cruel sabiendo que estaba mintiéndole a Beatrice para asustarla. Sabía que Beatrice nunca la dejaría, pero solo el peligro de eso la llenó de un intenso miedo y soledad. No podría sobrevivir sin su hermana. No habría razón para eso. Se giró hacia su hermana. Beatrice estaba llorando. —¿Qué pasó con lo de no estar asustada? —preguntó Clara amablemente. —No estoy asustada —contestó Beatrice—. Solo quiero una ducha caliente. — Se limpió el rostro. Clara sonrió. —Pronto tendrás una ducha caliente. Lo prometo. Beatrice asintió. —Mientras tanto, intenta enjuagar tu cabello bajo el grifo. No es tan malo. Beatrice continuó asintiendo. —Y te tengo una sorpresa —dijo Clara—. Pero iba a esperar hasta después de los baños. Beatrice trató de parecer indiferente, pero Clara vio que sus ojos se iluminaban.

—¿Te gustaría ahora? —preguntó Clara. Beatrice pensó por un momento. —Eso puede ser la única cosa en el mundo entero que me haga feliz —dijo ella dramáticamente. Clara se rió mientras se dirigía a un gabinete en la cocina. Buscó en la parte de atrás del estante superior y sacó una pequeña caja. —¿Quieres uno? —le preguntó a Beatrice levantando la caja. Beatrice chilló y aplaudió. —¡Oh, Clara! ¡TastyKakes! Clara sacó un paquete con dos pasteles de chocolate con mantequilla de maní, lo abrió y le entregó uno a Beatrice. Ella lo tomó, el chocolate ya se derretía en sus dedos debido al calor de la cocina de leña. Las chicas estaban paradas en la cocina comiendo sus pasteles, sin hablar. Clara se tomó su tiempo con el suyo; Beatrice devoró el suyo en tres mordiscos. Lamieron el chocolate de sus dedos y escucharon a la tetera mientras silbaba. Clara la quitó y fue hacia el baño. Vertió el agua en el baño preguntándose cómo un TastyKake podía ser una poderosa mejoría.

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Beatrice charló sobre su trabajo durante la cena. Ella tomaba el autobús a casa directamente después de la escuela cada tarde y se iba en bicicleta para Oak Tower Trail los días que paseaba a sus “clientes”. Le gustaba referirse a ellos como clientes. Dijo que la hacía sonar una verdadera mujer de negocios. Estaba Penelope, una Terrier escocés que disfrutaba saltar sobre Beatrice y ladraba hasta el cansancio durante sus paseos. El Schnauzer miniatura de la señora Peterson, Duke, era valiente y adorable. Tiraba de la correa de vez en cuando, pero Beatrice dijo que realmente no le importaba. Era demasiado pequeño para arrastrarla a alguna parte. Y el Boston Terrier de la señora Levine, Brutus, le gustaba lamer a Beatrice por todo su rostro y luego rápidamente tirarse un pedo. —¡¿Que?! —preguntó Clara esa noche, riendo mientras revolvía la sopa de almeja en una olla sobre la cocina de leña. —Eso es lo que hacen —explicó Beatrice—. Los Terrier Boston se tiran pedos. Verás, tienen esas caras arrugadas y cuando comen, inhalan mucho aire. Tiene que salir de alguna forma. —Hizo una pausa y luego con su nariz hizo sonidos de pedos haciendo que Clara se doblara de la risa—. Lo busqué en la computadora de la escuela. Lo llaman braquiocefálicos. —Braquiocefálicos, ¿eh? —preguntó Clara preguntarle a alguien cómo se pronuncia eso? Beatrice lucía verdaderamente ofendida. —Puedo pronunciar las palabras, Clara.

divertida—.

¿Tienes

que

—Lo siento —dijo Clara sonriendo—. Por favor continua. —De todas maneras —continuó Beatrice—, los perros con caras aplastadas se llaman braquicéfalos. —Interesante —replicó Clara, sirviendo la sopa en dos tazones. Derrochó dinero en el supermercado y compró Cheez-Its para ir con la sopa porque eran su bocadillo favorito y ella raramente los llegaba a comer. Sin embargo, se aseguró de usar un cupón que había cortado de los periódicos que había sacado de los contenedores de reciclaje de los residentes de Oak Tower Trail. Descubrió accidentalmente los folletos de los cupones en los periódicos una noche cuando estaba organizando los papeles en el piso de la cocina. Había un montón de ellos dejados descuidadamente en los periódicos. Dinero desperdiciado, pensó Clara, pero entonces ¿por qué los residentes de Oak Tower debían usarlos? Pasó el resto de la noche recortando y organizando sus cupones, guardándolos con avidez en una caja de recetas que encontró en un armario de la cocina. Había entrado en una pequeña habitación en el cielo cuando se encontró con el cupón de Cheez-Its. Podía justificar la compra de una caja, y gritó de alegría. —Me alegro que te guste tu trabajo, Bea —dijo Clara, abriendo la caja de galletas y vertiendo una pequeña cantidad sobre la mesa junto a su plato de sopa. —Realmente lo hago, Clara —respondió Beatrice. Agarró la caja y tiró una cantidad generosa de galletas sobre la mesa.

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—Bea, esas son caras —señaló Clara, pero sabía que quería comer toda la caja y pensó que, dado que había salido al supermercado incluso con un cupón, podía darse el mismo placer en la mesa—. Oh, no importa —dijo, y agarró la caja. La sacudió y vio echar una corriente de galletas naranjas-doradas, juntas en una colina generosa junto a su sopa. —¿Te gusta tu trabajo, Clara? —preguntó Beatrice entre cucharadas de sopa. —Está bien —dijo Clara—. Yo sólo llevo un registro la mayoría de los días y recojo la ropa. Me gusta mirarlas. —¿Te hace desear tenerlos? —preguntó Beatrice, dando sorbos a su sopa. —Bea, no hagas eso. Es de mala educación —dijo Clara. Pensó que tal vez eso era algo que una madre diría. —Pero sólo somos nosotras —dijo Beatrice. —No importa. Debes tener buenos modales, ya sea que estés sola o en público —explicó Clara. Tuvo cuidado de no hacer ningún sonido con su sopa cuando se la bebió de la cuchara. Beatrice la ignoró mientras comía una Cheez-It. —¿Evan te habla alguna vez en la escuela? —preguntó ella de repente. Clara se tensó de inmediato. —¿Por qué lo haría? —No lo sé. Vino a hablar contigo en la jornada de la escuela —dijo Beatrice—. ¿Es tu amigo?

Clara rió amargamente. —No, Bea. Él no es mi amigo. —Metió una galleta en su boca. —¿Tienes algún amigo en la escuela, Clare-Bear? —preguntó Beatrice. —¿Por qué me preguntas eso? —dijo Clara sintiendo que las gotas de sudor se deslizaban de sus axilas. No le gustaba para dónde iba esta conversación. —Porque deberías —replicó Beatrice—. Y eso es lo que deseaste. —Recogió su tazón y lo inclinó junto a sus labios sorbiendo hasta la última gota de su contenido. Clara miró su montaña de galletas. Había olvidado que deseó un amigo en la primavera cuando ella y Beatrice se sentaron entre las vides de madreselva. —No tienes que preocuparte si tengo amigos —dijo Clara mirando a su hermana—. Preocúpate por ti. Beatrice gruñó. —Creo que deberías ser amiga de Evan —sugirió—. Es agradable y lindo. —Bea —dijo Clara. No pudo evitar sonreír—. Creí que no mirabas a los chicos de esa manera. —Yo no —dijo Beatrice. Llevó su tazón al fregadero de la cocina—. Quiero decir, no me importan los niños, pero todavía puedo apreciar cuando son atractivos. Clara se echó a reír. —¿Qué? —preguntó Beatrice. 41

Clara terminó su sopa y llevó su tazón al fregadero. —Nada —dijo ella negando y mirando a la duendecilla rubia de su hermana. —También querías enamorarte —prosiguió Beatrice. Una sonrisa maliciosa jugaba en sus labios. —Bea... —Solo estoy diciendo —replicó Beatrice poniendo el tapón del fregadero en el desagüe y encendiendo el grifo. Llenó el fregadero con agua fría y jabón—. Yo lavo. Tú secas.

Evan no se había acercado a Clara desde el extraño incidente de la cafetería. No estaba segura de lo que él estaba haciendo. Hizo un punto al decirle hola en los pasillos si pasaba cerca de ella, pero no hizo intentos de tener una conversación como lo hizo en el almuerzo. Temía que él perdiera el interés porque era una pobre conversadora. Si solo pudiera ver la forma en que ella interactuaba con Beatrice, pero entonces él tuvo interés, al menos un poco, en la jornada de puertas abiertas hace unas semanas. Al final del día, se paró en su casillero empacando su bolso, riéndose con desdén de sí misma cuando consideró la idea que él perdiera interés. Eso implicaría

que había interés para empezar, y no se atrevía a creerlo. ¿Por qué demonios un chico como Evan querría tener algo que ver con ella? Era sociable y amigable. Ella era torpe y tranquila. No podía creer que se levantara temprano esta mañana para arreglar su rostro. Normalmente llevaba muy poco o nada de maquillaje, pero esta mañana tuvo especial cuidado de verse bonita. Llevaba el cabello fuera del rostro en una cola floja para llamar la atención a sus rasgos faciales, sus pestañas largas y oscuras con rímel, sus pómulos altos con un brillo saludable de rubor. Sus labios llenos relucían con un brillo de cereza que se aplicó en el estacionamiento de la escuela. Él le dijo hola en la mañana, luego sin una segunda mirada pasó delante de ella y decidió que no había necesidad de volver a aplicar su brillo labial en ningún momento durante el resto del día. Cerró la puerta del casillero y saltó. —¡Jesús! —Jadeó Clara—. ¡Me asustaste! —Lo siento —dijo Florence sonriendo—. ¿De camino al trabajo? —Sí, como de costumbre —respondió Clara. —Bueno, ¿qué pasa con nuestro proyecto? —Florence era la compañera de laboratorio de ciencia de Clara. Se quedó mirando a Clara, con los lentes un poco manchados, el cabello lacio colgando sin vida como el cabello de la mayoría de las chicas al final del día. —Supongo que podríamos terminarlo mañana después de la escuela. No tengo programado trabajar. 42

Ella observó que un grupo de cuatro chicas pasaban junto a ellas y se reían. —Raritas —dijo una de las chicas en voz baja. —¿Puedes creer que Evan habló con ella en la cafetería? —preguntó otra. —Un lapso momentáneo de pérdida de juicio —respondió una chica de cabello oscuro, y las cuatro chicas rieron. Clara sintió que su rostro ardió de vergüenza. Estaban hablando de ella. La gente de la escuela estaba hablando del episodio de la cafetería. Probablemente por eso Evan dejó de hablar con ella. Estaba segura de que él estaba avergonzado de eso, pero afortunadamente él tenía buenos amigos que le decían cómo eran las cosas, recordándole que no era un don nadie en la escuela, pero si seguía hablando con ella, lo sería. Lo volvieron a poner en el camino, repasaron la lista de gente aceptable con la que podía charlar y ella no estaba en esa. —¿Clara? —preguntó Florence. —¿Mmm? —Esas chicas son bonitas. Y tienen mucho dinero. Y son populares. Y tienen ropa bonita. Clara esperó el “pero”. —Pero a nadie le gustan. No realmente. Son mezquinas y odiosas. Clara sonrió.

—Y celosas —dijo Florence. —Está bien —dijo Clara suavemente. No creyó por un segundo que esas chicas estuvieran celosas de ella, pero apreció las palabras de ánimo de Florence—. Nos vemos en el laboratorio mañana después de la escuela, ¿está bien? Florence asintió, la luz del sol se filtró por la ventana del pasillo capturando sus lentes y oscureciendo sus ojos. Se veía tonta y dulce. —Adiós, Florence —dijo Clara, saludando mientras caminaba hacia la escalera.

Buscó a tientas las llaves de su auto en su cartera. Odiaba su cartera. No era ni siquiera grande y, sin embargo, perdía constantemente todo tipo de cosas en ella, y por lo general eran cosas importantes. —Maldita sea —dijo enojada. Estaba contenta que Beatrice no estuviera allí. Se esforzaba por no maldecir delante de su hermana, creyendo que como madre sustituta no se le permitía. Pero decía malas palabras silenciosamente en su corazón o en voz alta cuando estaba sola y se imaginó que iría al infierno por eso entre otras cosas. No llevaba a su hermana a la iglesia. No oraban ni hacían ningún trabajo voluntario para ayudar a otros. Beatrice cuestionó su creencia en Dios y quería realizar sesiones espiritistas todas las noches hasta que la electricidad volviera de nuevo. Estaba ansiosa por hacerlo, le dijo a Clara. Oh, sí, pensó Clara. Me voy a ir directamente al infierno. Soy la peor madre del mundo. 43

—Así que es una maldita situación, ¿eh? —preguntó Evan acercándose a Clara. Clara giró su cabeza para ver al chico de ojos verdes mirándola, la luz del sol capturando reflejos rubios pálidos en su cabello. Tenía las manos en los bolsillos, su bolso arrojado descuidadamente en su hombro, viéndose relajado. Como siempre. —No puedo encontrar mis llaves. Llegaré tarde al trabajo —dijo Clara—. Lamento que me hayas oído decir eso. No debería decir esa palabra. —No, no deberías. Eres demasiado bonita para decir algo tan blasfemo — replicó Evan, y Clara decidió en ese instante que nunca volvería a decir “maldita sea”. Se sonrojó y él lo noto. —¿Puedo ayudarte a encontrarlas? —preguntó él. —Están en mi cartera o en mi bolso, y ninguno de los dos tienes permitido revisar —respondió Clara y luego lo miró desconcertada. No pudo creer que le dijo eso. Eso fue mordaz y grosero y lo hizo reír muy fuerte—. Lo siento —dijo Clara en voz baja. —¿Por qué? —preguntó Evan, todavía riendo—. Y de todos modos no quiero hurgar en tu cartera. Las carteras de las mujeres me asustan.

—¿Por qué? —respondió Clara. Una sonrisa surgió en su rostro. —Hay ciertas cosas en ellos, si sabes a lo que me refiero —dijo él guiñándole un ojo. No sabía si era porque estaba afuera en la luz del sol, animada por la naturaleza, o simplemente delirando porque había venido a hablar con ella de nuevo, pero en ese momento, Clara no era Clara. Hundió la mano en su cartera y sacó un tampón. —¿Te refieres a algo como esto? —preguntó agitándolo enfrente de su rostro. —¡Clara Greenwich! —dijo él, agarrando el tampón y volviéndolo a meter en la cartera. Clara rió y negó. Observó que el rostro de Evan se ponía rojo de vergüenza y se sintió ligeramente mal por él. —¿No queda nada sagrado en el mundo? —preguntó él, sonriéndole. Pensó instantáneamente en su desesperada necesidad de dinero y todas las cosas que estaba dispuesta a hacer para ponerle sus manos encima. Se desanimó y se puso seria de nuevo. —No —dijo suavemente—. No lo hay. Evan se movió nervioso. Estaba preocupado que ella se arrepintiera de sacar el tampón y no quería que lo hiciera. Le gustaba verla de esa manera, juguetona y feliz. 44

Clara rebuscó un poco más en su cartera hasta que finalmente encontró sus llaves. —Clara... —Al fin —interrumpió ella, pero no parecía contenta—. Mejor me voy. Evan suspiró y se agachó para recoger el bolso de ella. Se lo entregó y ella lo lanzó descuidadamente en el asiento trasero. Deseaba poder tener solo cinco minutos más con ella. —Te veo más tarde —dijo Clara subiendo a su auto. —Nos vemos, Clara.

Ella miró las dos chicas revoloteando alrededor de un estante contemplando los vestidos exhibidos en él. Hoy no estaba en la caja registradora. En lugar de eso, estaba a cargo de los probadores y estaba en el proceso de colgar una variedad de ropa que recogió, ropa que fue tirada descuidadamente porque a los clientes no les importaba. Sabían que alguien vendría para limpiar su desorden. Odiaba estar a cargo de los probadores. Era doloroso ver a las chicas entrando a los probadores sosteniendo montones y montones de ropa, nueva y a la moda, que ella no podía costearse. Se veían tan ansiosas, tan felices de estar probándose

algo nuevo, saliendo de los probadores con sus camisetas y vestidos para pararse frente al gran espejo de tres lados. Se inspeccionarían a sí mismas, darían la vuelta y examinarían sus cuerpos desde todos los ángulos, dirían cosas estúpidas como “¡Dios, estoy tan gorda!”. Cuando eran realmente las chicas más lindas y más afortunadas que Clara había visto. Clara miró los vestidos drapeados sobre su brazo y frunció el ceño. Caminó hacia las chicas para colgar los vestidos en el estante. —Oh Dios mío. Dime que llevas una talla 0 —dijo una de las chicas. —Um, no lo sé. Vamos a ver —respondió Clara. Revisó los vestidos, y en efecto, había una talla 0. Lo sacó para la pequeña morena. —¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Te quiero, maldición! —gritó sosteniendo el vestido—. ¿No es éste el vestido más hermoso que hayas visto? Quiero decir, no hermoso como un vestido de noche, sino hermoso para lucir-sexy-en-la-escuela. Clara asintió mientras colgaba el resto de los vestidos en el estante. —Oh Dios mío. No hay manera de que Evan no me note ahora —continuó—. Adiós, chica rara de la cafetería. Hola, sexy —dijo riendo. Su amiga le dio un codazo con fuerza. —¡Ay! —dijo ella irritada—. ¿Qué demonios? Su amiga hizo un gesto hacia Clara que se había trasladado a otro estante, pero podía oír cada palabra. —Esa es la chica rara —susurró su amiga. 45

—¿Eh? —respondió la pequeña morena. Miró a Clara, sus ojos se ampliaron al reconocerla, su boca curvándose en una mueca desagradable—. Oh. Dios. Mío. —Ven, vámonos —dijo su amiga, tomando a la morena por el brazo. —¡Suéltame! —espetó la morena, tirando de su brazo. —Brittany, no lo hagas. —¿Que no haga qué? —preguntó Brittany, siguiendo a Clara a los probadores—. Me gustaría probarme este —le dijo a Clara, que estaba en la entrada, organizando montañas de ropa. —Claro, adelante —respondió Clara. Brittany comenzó a caminar hacia un probador disponible, luego se detuvo bruscamente y se volvió. —¿De qué hablaron tú y Evan en el almuerzo el otro día? Clara la miró confundida. —¿Disculpa? —Ya sabes. En el almuerzo —dijo Brittany—. Cuando le pagaste para que caminara hacia ti y hablara con tu lamentable culo. ¿De qué terminaron hablando? ¿O simplemente fingían hablar? ¿Y cuánto le pagaste? Clara estaba boquiabierta.

Brittany se acercó a Clara y quedó a pocos centímetros de ella. —Él ni siquiera en un millón de años te tocaría. Así que trata con alguien más de tu liga, ¿de acuerdo? —dijo—. Un don nadie, como tú. —Ella dejó caer el vestido en el piso a los pies de Clara—. He cambiado de opinión acerca de este vestido. Es horrible. No lo quiero. —Y salió del probador rápidamente con su amiga siguiéndola detrás. Clara pudo oír a la amiga decir: —Por Dios, Brittany. Eres una maldita perra. —Como sea —fue su respuesta. Clara se agachó para recoger el vestido. Lo sostuvo, mirándolo, pensando que no había manera que Brittany pensara que era horrible. Sólo quería dejarlo caer a los pies de Clara porque sabía que Clara tendría que agacharse para recogerlo. Ella era una de esas chicas que disfrutaban ver a otras personas agacharse para recoger las cosas que les arrojaba. La escuela de Clara estaba llena de chicas como Brittany, y no podía entender por qué las chicas que parecían tenerlo todo: buena apariencia, ropa bonita, buenos autos, fueran tan malas. Clara pensó que si tuviera esas cosas sería la chica más feliz del mundo, y el mundo lo sabría porque sería amable con él.

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Solo estaba semi-consciente de las lágrimas que corrían por sus mejillas. Caminó hasta el espejo de tres lados y se limpió el rostro, respirando hondo y tratando de controlarse. Se sentía ligeramente enojada consigo misma por permitir que alguien como Brittany le hiciera daño, pero era sensible. Y pensó que eso era normal. Solo una persona con un corazón insensible sería impermeable a las palabras de Brittany. Y el corazón de Clara estaba lejos de ser insensible. Estaba frágil y maltratado, herido por el abandono de su madre y asustado por Beatrice. Tenía todo el derecho en el mundo a llorar, por lo que se encerró en un probador y se permitió cinco minutos para desmoronarse.

Clara se dejó caer en el sofá esa noche envuelta en la oscuridad, salvo las pocas velas en la mesita de café que emitían un suave resplandor. Se sentía inquieta mientras veía a Beatrice terminar su tarea, el rostro de su hermanita fruncido en concentración mientras hacía los problemas de matemáticas en su hoja de práctica. —¿Terminaste tu novela hoy, Clara? —preguntó Beatrice, sintiendo los ojos de Clara en ella. —¿Eh? —respondió Clara distraída. —Tu novela. La que has estado leyendo —aclaró Beatrice mientras su lápiz se movía sobre el papel. Clara movió su montón de cabello húmedo a un lado de su hombro derecho y pasó sus dedos por él. —Sí.

—¿Y tuvo final feliz? —preguntó Beatrice, terminando su último problema, doblando la hoja y colocándola en su libro de matemáticas. leo.

—Todos los libros de Thomas Hardy terminan bien —dijo Clara—. Por eso los Beatrice consideró eso. —¿Clara? —¿Mmm? —¿Crees que vivimos una vida infeliz?

Clara sintió una bala punzando en su corazón. Dejo de respirar momentáneamente. —No. —Suspiró. Apenas podía decir la palabra. Intentó otra vez—. No —dijo con más firmeza—. Vivimos una vida muy feliz, Bea. Es feliz porque estás en ella. Beatrice sonrió. —Iba a decir que es feliz porque tú estás en ella. Clara no pudo retenerlo. —Sin embargo, quiero un novio —exclamó, y luego en un susurro añadió—: Me siento sola. —Lo sé, Clara —respondió Beatrice. Se acostó de espaldas en el suelo de la sala mirando el techo oscuro. Clara sintió el pinchazo de lágrimas en sus ojos. 47

—Y es terrible porque me gusta alguien en la escuela que no puede gustarme. —¿Por qué? —preguntó Beatrice. —Porque él es demasiado genial para mí —dijo Clara enfurruñada. —Clara, no hay nadie en el mundo que sea demasiado genial para ti — respondió Beatrice—. Solo necesitas tener más confianza. Eres inteligente, bonita y divertida, pero no crees que tengas esas cosas. Eres igual a mamá, ¿lo sabes? Otro disparo a su corazón. ¿Cómo podría Beatrice ser tan perceptiva a los diez años de edad? Siempre le decía a Clara cosas que no quería oír, pero sabía que eran ciertas. Beatrice era demasiado sabia para su edad, y su sabiduría traspasó el corazón de Clara. Clara era como su madre, tenía que admitirlo. Todas las inseguridades provenían de su madre que era tan hermosa, salvaje y apasionada cuando no estaba triste. Beatrice heredó la pasión. Clara temió heredar todas las cosas malas: el corazón triste, la falta de confianza en sí misma. Pero Clara también sabía que no iba a hacer frente a esos desafíos de la misma manera que su madre. Se negaba a hundirse en la depresión. Se negaba a tocar el alcohol. Nunca en toda su vida tocaría alcohol. Nunca sería como su madre. —¿Cómo se llama? —preguntó Beatrice después de un rato. —¿Quien? —¿El chico que te gusta en la escuela? —replicó Beatrice.

—Oh. —Clara se quedó en silencio por un momento—. No importa —dijo y se inclinó para apagar las velas.

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Capítulo 5 C

lara salió volando de la cama la madrugada del sábado con pánico ante el sonido de un fuerte golpe en la puerta de entrada. Se topó con Beatrice en el pasillo que también saltó de la cama a toda prisa.

—¿Están aquí? —susurró Beatrice. No tuvo que especificar. Sabía que Clara entendía que “ellos” significaba los Servicios de Protección al Menor. El miedo impregnó su voz. —No sé —dijo Clara—. No sé lo que está pasando. Otro fuerte golpe, y Beatrice agarró a Clara por la cintura. —No pasa nada —dijo Clara alisando el cabello de su hermana. Apartó suavemente los brazos de Beatrice de su cintura—. Quiero que vuelvas a tu habitación por un minuto. Beatrice negó bruscamente. 49

—Por favor, Beatrice —dijo Clara—. Estaré allí pronto. Beatrice se dirigió a su habitación de mala gana, girando para mirar a Clara una vez más. Clara no había visto nunca a Beatrice tan aterrada, y no quería volver a verlo. Se giró hacia la puerta cuando un tercer golpe sonó. Con mucho cuidado, Clara retiró la cortina polvorienta que colgaba sobre una ventana horizontal a lo largo de la parte superior de la puerta. La retiró una fracción y era lo suficientemente alta para ver si se ponía de puntitas. Dejó escapar un suspiro de alivio. Era la señora Debbie del otro lado de la calle. —¡No hay problema, Bea! —gritó Clara—. ¡Puedes salir! Beatrice ya estaba al lado de Clara cuando le abrió la puerta a su vecina. La señora Debbie era una mujer formidable, vestida con una bata y con el cabello en rulos mientras apartaba a las niñas para entrar en la sala de estar. Se sentó en el sofá y saludó a las chicas. Clara cerró la puerta y se dirigió con Beatrice a la sala de estar. Se acomodaron en el piso enfrente de la señora Debbie. —Niñas, no pueden engañarme —comenzó la señora Debbie—. ¡Señor del cielo, hace mucho calor aquí! —Tiró del cuello de su bata. —Señora Debbie, no sé lo que quiere decir —respondió Clara. Tragó saliva.

—Clara, dame un respiro —dijo Debbie rotundamente—. ¡No he visto a tu perezosa madre en un mes! ¿Dónde está? Clara y Beatrice permanecieron en silencio. —¿Dónde está? —presionó la señora Debbie. —No lo sabemos —dijo Beatrice en voz baja. En ese momento se sintió como si fuera su culpa que su madre hubiera desaparecido. La señora Debbie las observó mientras el rostro de Beatrice caía. —No es tu culpa que tu madre se haya ido, cariño —dijo suavemente—. Ella tiene… problemas. Vamos a ponerlo de esa manera. —Miró a las niñas—. ¿Dónde están las luces? —No tenemos ninguna en este momento —respondió Clara—. Cortaron la electricidad porque mamá no pagó la factura los últimos tres meses. La señora Debbie gruñó. —¿Cómo han estado comiendo? —Sándwiches. Y utilizamos la estufa de leña para cocinar a pesar de que hace mucho calor —explicó Clara. —Santo Dios —replicó la señora Debbie santiguándose—. ¿Y para bañarse? —Calentamos el agua. —Clara bajó la mirada—. Por favor no los llame —dijo en voz baja. —¿Llamar a quién? —preguntó la señora Debbie. Su rostro brillando por el sudor. 50

—Al Estado —dijo Clara—. Estoy trabajando. Estoy trabajando para pagar las facturas, y Beatrice y yo estamos haciéndolo bien. No queremos irnos. Se lo ruego. Por favor no los llame. —Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Clara, no tengo intención de llamar al Estado —dijo la señora Debbie—. Ellos ya están metidos lo suficiente en nuestros asuntos. Pero me preocupa que no tengan electricidad. No sé cómo sentirme por ti encendiendo fuegos en esta casa. —Soy responsable —argumentó Clara. La señora Debbie lo pensó por un momento. —Lo sé. Desearía que no tuvieras que ser tan responsable. —Estoy trabajando también —dijo Beatrice—. Paseo perros. —¿Y dónde paseas con los perros? —preguntó la señora Debbie. Y sonrió a la joven. —En Oak Tower Trail —respondió Beatrice. —Bueno, me imagino que es un negocio muy lucrativo —dijo Debbie. —¿Qué significa “lucrativo”? —preguntó Beatrice. —Beneficioso —explicó la señora Debbie—. Significa que estoy segura que esas personas te pagan bien. —¡Oh, sí! —dijo Beatrice sonriendo.

La señora Debbie se puso de pie de repente. —Vamos —les ordenó—. Vamos a mi casa a desayunar. —Se contoneó hacia la puerta principal. —Señora Debbie, no queremos ser una molestia —dijo Clara. —No digas tonterías. ¿Cuándo fue la última vez que comiste panquecas, Beatrice? —preguntó la señora Debbie. —¡Hace un millón de años! —chilló Beatrice, corriendo hacia la puerta principal. —Señora Debbie… —Clara —interrumpió la señora Debbie—. Vamos a ir a mi casa para desayunar y para discutir la logística de este nuevo arreglo de vivienda. No vas a discutir conmigo. Ahora vámonos. —Vamos, Clara —dijo Beatrice elevando la voz. Clara asintió y siguió a la señora Debbie y a su hermana por la puerta.

—Niñas, creo que deberían vivir conmigo por un tiempo —dijo Debbie mientras las tres estaban sentadas a la mesa de la cocina comiendo panquecas con sirope de fresa y tocino. Beatrice se bebió su vaso de leche y pidió otro. 51

—No, señora Debbie —respondió Clara—. Es muy amable de su parte, pero preferimos quedarnos en nuestra casa. —¡Clara, están viviendo en la oscuridad! —señaló la señora Debbie. —No, estamos acampando —dijo Beatrice. Puso un trozo de tocino en su panqueca y se lo comió como una fajita. —Clara, ¿qué harán cuando haga frío? —preguntó la señora Debbie. —Tendremos de vuelta la electricidad para entonces —dijo Clara. —¿Dónde están almacenando los productos fríos? —preguntó la señora Debbie. —No tenemos ninguno —dijo Clara—. Tenemos productos enlatados. —¿Beatrice no está bebiendo leche? Ella necesita leche, Clara —dijo la señora Debbie actuando como si Beatrice fuera solo un bebé. —Comemos en la escuela —dijo Clara—. El desayuno y el almuerzo. Ella obtiene su leche, señora Debbie. La señora Debbie pareció un poco menos preocupada. —¿Y el baño? ¿El lavar la ropa? —Calentamos agua para lavarnos —dijo Clara—. Se lo hemos dicho, señora Debbie. Y llevamos la ropa sucia a la lavandería.

—Es totalmente absurdo—dijo Debbie. Miró a las niñas sentadas frente a ella—. Así es cómo irán las cosas —dijo con firmeza—. Continuarán con este arreglo ridículo hasta que comience a hacer frío. Si la electricidad no ha vuelto para entonces, vendrán a quedarse conmigo en la noche para que no vaya un día a su casa y encuentre ¡dos bloques de hielo con niñas dentro! Sus ojos estaban muy abiertos y al mando. —Vendrán a mi casa todos los domingos por la tarde para almorzar y una vez a la semana para cenar. —Señora Debbie —comenzó Clara. —¡Clara Greenwich, he tenido suficiente! —dijo Debbie. Respiró profundamente, una respiración entrecortada y larga que sacudió su pecho. Clara rápidamente cerró la boca. —Este es el arreglo —dijo Debbie. Se levantó de la mesa y pesadamente fue al fregadero de la cocina—. Punto. —Sí, señora —dijeron las chicas al unísono.

—¿Interesada en unirte a un club de lectura? —preguntó Florence mientras las chicas se sentaban en clases de ciencias resolviendo ecuaciones. —¿Estás en uno? —respondió Clara. 52

—No, pero pensé que debería leer más —dijo Florence—. Podríamos empezar uno. Tú podrías dirigirlo, ya que lees todo el tiempo. Clara consideró la sugerencia. Un club de lectura. Pero entonces, ¿quién se uniría? —¿Quién se uniría, Florence? —preguntó Clara, pasando al siguiente problema. —No lo sé —dijo Florence—. Podríamos poner algunos volantes en la cartelera de anuncios. —¿Y dónde podríamos quedar? ¿Con qué frecuencia nos reuniríamos? ¿Quién decidiría los libros y las preguntas a discutir? —No lo sé, Clara. No he pensado en los detalles —dijo Florence molesta—. Tal vez podríamos reunirnos en tu casa si diriges el grupo. Clara se tensó. Realmente no estaba interesada en un club de lectura de todos modos, pero ahora definitivamente pensaba que era una mala idea. —¿Quién tiene tiempo de leer más de lo que ya tenemos para la clase de inglés? —preguntó Clara mientras pensaba en más preguntas para desalentar a Florence. —Oh, Dios mío. No lo sé —replicó Florence. Colocó su lápiz sobre la mesa y miró hacia la puerta de la clase. Un club de lectura de repente parecía demasiado

trabajo—. Quizá no un club de lectura —dijo, y Clara sonrió aliviada—, pero tenemos que hacer algo. —¿Por qué? —Porque se supone que debemos hacer cosas en la secundaria además de ir a la escuela —explicó Florence. Clara se sorprendió. Estaba a punto de decir que tenía más que suficiente para mantenerse ocupada sin añadir clubes y actividades extraescolares a la lista. —¿Como qué? —preguntaría Florence indudablemente. —Oh, no lo sé. Cosas como ser una madre sustituta y sustento para mi hermana desde que mi madre huyó. Cosas así —respondería Clara. Y entonces podría ver los ojos de Florence agrandarse y ampliarse como platos. —¿Por qué los chicos populares pueden hacer todo? —Oyó a Florence preguntar. —Porque son populares —replicó Clara—. Y ellos no se unen a clubes de lectura, te puedo decir eso. Florence gruñó y se encogió de hombros. Recogió su lápiz de nuevo y comenzó a trabajar. —¿Por qué Evan fue a hablar contigo en la cafetería? —preguntó de repente. Clara se puso rígida. —No lo sé. Florence esbozó una sonrisa maliciosa. 53

—Creo que le gustas, Clara —dijo bajito. —No creo que eso sea cierto en absoluto —respondió. No quería hablar de Evan con Florence. No estaba segura de por qué Florence le estaba hablando sobre eso. —Bueno, chicos populares no van por casualidad hacia los nerds y comienzan a hablar con ellos a menos de que les gusten —dijo Florence. La piel de Clara se erizó. No le gustaba que la llamaran nerd. —¿Crees que te va a invitar a salir? —preguntó Florence. —No —respondió Clara, y luego preguntó a la profesora si podía ir al baño. Clara se paró delante del espejo del baño, evaluándose. Pensó en las palabras de Florence: Como “los chicos populares no van hasta los nerds y comienzan a hablar con ellos”. Se preguntó si tal vez era una nerd. Prefería no tener ninguna etiqueta en absoluto, pero eso era difícil en la secundaria. Todo el mundo estaba agrupado de alguna manera, de alguna forma. Podría ser una nerd, y eso la enojó. Miró sus ojos. Vio a su madre mirándola fijamente. El mismo color avellana con largas y gruesas pestañas. Nada más sobre su apariencia física era como su madre. Era más baja que su madre, de un metro sesenta y cinco centímetros. Clara no sabía de dónde heredó su cabello oscuro y ondulado. Su madre era rubia y lo tenía liso. El cabello de su padre era rubio. Dios mío, ¿tuvo una aventura?, pensó

Clara de repente. Tendría sentido. Cuanto más se miraba en el espejo, menos veía algo en común con su hermana, madre y padre. Pensó que podría quedarse frente a ese espejo toda la tarde pensando en su madre, en todas las formas en que se parecía y en todas las formas que no. Todas las posibles razones por las que su madre se fue y si alguna vez regresaría. Se preguntó si su madre realmente entendió lo que hacía, dejando a Clara con toda esa deuda. ¿Asumió que las chicas serían entregadas al estado? ¿Y, por qué dejaría que algo así sucediera? ¿Por qué pensaría que era una mejor alternativa? Clara no podía permitirse creer que a su madre no le importaban. Pero entonces ¿por qué se fue, sin dejar un te quiero o ya regreso? Oyó que las puertas del baño se abrían y giró el grifo para lavarse las manos. Se quedó mirando el agua correr mientras escuchaba el parloteo de dos chicas que estaban de pie frente al lavamanos. —No es para tanto —dijo una chica. Clara creyó reconocer la voz. —No lo sé. Parece un poco repugnante —respondió otra. —Bueno, ¿cómo esperas que te lo haga si no se lo haces a él? —Pero no es diferente para ellos. Quiero decir, les gusta eso, ¿no? Clara pensó que ya era hora de secarse las manos y marcharse. —Por supuesto que sí —explicó la primera chica—. Y no, a la mayoría de las chicas no les gusta. Pero lo hacen porque eso es parte del trato. Dios, eres tan inocente —bufó y miró a Clara—. Quizá tú podrías hablarnos sobre eso —dijo con maldad, mirando a Clara arrojar la toalla de papel a la basura. 54

Clara levantó la mirada y se encontró con los ojos de Brittany. —No sé a qué te refieres —dijo, dirigiéndose hacia la puerta. —Sexo oral. ¿Te gusta dárselos? —preguntó Brittany. Sonrió maliciosamente—. Quiero decir, ¿no estás chupándosela a Evan? ¿No es por eso que te habla? —Déjame en paz —dijo Clara, buscando la manija de la puerta. Brittany saltó delante de ella. —¿Tu mamá sabe que se lo estás chupando? —preguntó Brittany—. Probablemente se molestaría mucho. —Por favor, deja que me vaya —dijo Clara pacientemente. Sintió una gota de sudor caer por su lado derecho y sólo entonces notó cuánto transpiraba. —Creo que tal vez la orientadora necesita saber de ti, Clara —continuó Brittany—. Quiero decir, con tan baja autoestima. No necesitas chupársela a un chico para hacer que le gustes. —Sus palabras fueron impregnadas con falsa dulzura y preocupación —. Iré a la orientadora contigo. Podemos hablar sobre eso juntas. Clara pasó por delante de Brittany y salió del baño. La campana sonó señalando el final de la clase. Corrió por el pasillo hasta la clase de ciencias por sus libros sin saber que Brittany estaba pisándole los talones.

—¡Dios, Clara! Sólo estoy tratando de ser tu amiga —gritó ella desde atrás—. ¡Te estoy diciendo que no tienes que dar sexo oral para que le gustes a los chicos! — enfatizó “sexo oral” tan fuerte como pudo. Clara escuchó a los estudiantes jadear y reír mientras pasaban junto a ella. Quería girar y golpear a Brittany en el rostro. Si fuera alguien más, alguien valiente y confiada, haría precisamente eso. Pero era Clara, así que abrazó su cuerpo, bajó la cabeza, y continuó por el pasillo hacia la clase de ciencias, esperando que solo algunas personas hubieran escuchado las palabras crueles de Brittany.

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Capítulo 6 —¿A

lguna vez supiste qué libro estabas leyendo en la cafetería? —preguntó Evan deslizándose en el escritorio al lado de Clara. Alzó la mirada de su cuaderno—. Quiero decir, sé que ha pasado un tiempo. Clara miró a su alrededor. Notó las miradas furtivas e intentó ignorarlas. —Mmm, Lejos del Mundanal Ruido —dijo en voz baja. —Oh sí —respondió Evan—. Ese libro de James Patterson. La boca de Clara se convirtió en una sonrisa. —O Thomas Hardy —corrigió. Evan pensó por un momento. —Creo que vi un aviso publicitándolo en el trabajo —dijo—. ¿Tiene un nuevo libro por salir el próximo mes, ¿verdad? 56

Clara se rió. —¿Qué? —preguntó Evan. Se pasó una mano por sus despeinados rizos. —Ha estado muerto por un tiempo —explicó. —Ohhh. —Evan abrió su cuaderno, y Clara de repente se dio cuenta que planeaba quedarse en el asiento a su lado. Se puso instantáneamente nerviosa—. ¿Y qué estás leyendo ahora? —preguntó, notando el libro a su lado en el escritorio. Clara lo miró. —En realidad no estás interesado —dijo. —Sí lo estoy —contestó Evan. La miró, con las cejas levantadas, esperando respuesta. —Colección de Poemas de W. B. Yeats —dijo—. Es mi poeta favorito. —¿Está muerto o vivo? —preguntó Evan. —No sabes nada, ¿verdad? —preguntó Clara riéndose. —Ni una maldita cosa —dijo Evan—. ¿Por qué es tu poeta favorito? Clara consideró la pregunta, luego abrió su libro. Pasó a un lugar en particular, colocó su separador de libros, lo cerró y se lo entregó a Evan. —Cuando tengas oportunidad hoy lee “El Pescador” —dijo Clara—. Y entenderás por qué.

—Bien —contestó, tomando el libro. —Y luego quiero mi libro de regreso —dijo Clara. Evan sonrió. —Probablemente deberías trabajar en una librería en lugar de yo —sugirió—. Creo que le dije a un cliente el otro día que podía esperar la octava entrega de Harry Potter el próximo mes. Clara se rió. —No hay una octava entrega ¿verdad? —preguntó él bromeando. Clara negó. —Bueno, pregúntame cualquier cosa que quieras saber sobre mecánica cuántica y puedo indicarte la dirección correcta —dijo. Las cejas de Clara se alzaron. —Bien, es mentira —dijo Evan—. Sólo intentaba impresionarte. No sé nada sobre mecánica cuántica, ni dónde encontrar libros en la tienda. Pero soy muy bueno con cálculo y sí sé dónde están ubicados esos libros. Clara asintió. —Vaya, de verdad siento que estoy hablando mucho —dijo Evan. Se pasó una mano por su cabello de nuevo—. ¿Estoy hablando mucho? —Tal vez un poco —replicó Clara—. Pero no me importa. Sus rostros se pusieron de un tono igual de rosa. 57

—¿Qué pasa, hermano? —Clara alzó la mirada al chico que le habló a Evan. —Oh, hola, Chris —replicó Evan. Entrelazaron manos en una especie de saludo invertido. —¿Vienes? —preguntó Chris. —No, voy a quedarme aquí —dijo Evan. —Bien, hombre —dijo Chris indiferentemente—. Te veo después. —Y se fue al otro asiento al otro lado del salón. Evan se giró a Clara. —Entonces ya sé tu poeta favorito. ¿Quién es tu autor favorito? —No tengo uno favorito —contestó Clara—. Hay demasiados buenos. —Imagino que el mío sería Stephen King —dijo Evan—. Si tuviera un favorito. —No puedo leer historias de miedo. Me aterran. ¿Pero supongo que a ti te gustan? —preguntó Clara. —¿Escribe historias de terror? La campana de la tarde ahogó la risa de Clara mientras los estudiantes que quedaban se apuraban a clase. Trató de concentrarse durante la clase, pero era difícil con Evan sentándose tan cerca. Quería que siguiera diciéndole cosas tontas

para hacerla reír. Le encantaba sentir la risa a través de su cuerpo, poniéndola cálida y mareada. La hacía olvidarse de sus problemas. La hacía sentir especial. No entendía por qué decidió sentarse a su lado hoy. Siempre se sentaba con sus amigos en el lado opuesto del salón. ¿También estaban ellos preguntándose, por qué eligió sentarse con un don nadie? No quería estar atrapada en la ridícula idea de que le gustaba. Pero sí dejó en claro un punto al acercarse a ella y sentarse con ella en la cafetería. Enfrente de todos. Y sí le dijo que era bonita. Bueno, las palabras exactas fueron, “Eres demasiado bonita para decir algo tan blasfemo”. Él no podía saber lo que había estado pensando sobre esas palabras desde el momento en que las dijo. Y ahora estaba sentado a su lado en el salón cuando nunca lo hacía. Era como el gato que tuvieron hace años que apareció un día, siguió apareciendo por comida, pero nunca era insistente, y antes de Clara lo supiera, el gato estaba durmiendo con ella en su cama. La imagen cambió a Evan durmiendo con ella en la cama, y saltó en su asiento. —¿Estás bien? —susurró Evan inclinándose cerca de ella. Asintió, con miedo de mirarlo. Estaba convencida que sus ojos delatarían sus pensamientos secretos.

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Evan regresó a su asiento y siguió tomando notas. Miraba a Clara de vez en cuando, pero ella ni una vez lo miró. Se preguntó qué pasaba por su cabeza para hacerla saltar así. Esperaba que se diera cuenta que le gustaba. ¿Cómo podía no darse cuenta de eso ahora? Aun así, quería tomarse las cosas con calma con ella. Parecía tan asustada e insegura todo el tiempo. Deseaba poder sacarla de ella. Tal vez si seguía hablando con ella como estaba haciendo ahora y dándole espacio cuando sentía que lo necesitaba, eventualmente se dejaría convencer. Quería entrar en su vida. Estaba muriendo por ser invitado. Cuando el timbre sonó, le deseó un buen día y luego se fue.

El almuerzo fue mucho menos aterrador una vez que Clara aprendió que las tarjetas de almuerzo gratis o con rebaja no importaban. Nadie le prestaba atención en la fila, y comenzó a esperar por la hora en que pudiera fundirse en el fondo de la cafetería, comer tanto como quisiera, y leer sus libros. No estaba lista para visitantes hoy, pero vinieron sin ser llamados de todas formas, y vinieron con preguntas. —¿Tu nombre es Clara? —preguntó una de las chicas. Era alta con un cabello rubio rojizo. Se veía amable, sin embargo. —Sí —contestó. Las chicas se sentaron en la mesa de Clara y la miraron fijamente. —Bien, lo estoy entendiendo —dijo otra chica. Tenía su cabello negro peinado en un estilo pixie, con mechones sobresaliendo en todas las direcciones. Clara permaneció en silencio.

La tercera chica intervino. —Sí, también yo. Mira su cabello. Clara instintivamente se lo tocó e intentó peinar las ondas fuera de su rostro. —Soy Jen —dijo la rubia rojiza—. Y la pequeña aquí es Katy. Y ella es Meredith. —Hola —dijo Clara. —Entonces, estamos tratando de descubrir en el nombre de Dios qué le hiciste a Evan —dijo Meredith—. Pero ahora lo sabemos. Es tu cabello. Creo que quiere dormir con este. Las chicas se rieron. Clara solo observó. —Clara, deja de lucir asustada —espetó Jen—. No estamos aquí para burlarnos, amenazarte o nada de eso. Clara relajó su rostro y trató de sonreír. —No todas las chicas de esta escuela son unas completas perras —explicó Katy—. Como Brittany —añadió—. Nadie se cree ni por un segundo que vayas por ahí haciéndoles mamadas a los chicos. Es una perra. Clara tragó, pero no dijo nada. —Entonces, ¿eres su novia? —preguntó Meredith. Se inclinó sobre la mesa mirando a Clara con los ojos brillando maliciosamente. —No —respondió Clara. 59

—Ah, entonces está disponible para jugar —dijo Jen. Se rió cuando vio el rostro de Clara decaer—. Solo estoy bromeando contigo. Tengo novio. Clara sonrió tímidamente. —¿Ya te ha invitado a salir? —presionó Katy. —No. —Bueno. Lo hará. Está embelesado contigo probablemente porque eres misteriosa y todo eso. ¿Cómo es que no hablas nada con nadie? Siempre estás sentada aquí leyendo tus estúpidos libros. Necesitas socializar más, Clara. Conocer a la gente —dijo Jen. Su franqueza era inquietante. —Prefiero estar sola —confesó Clara. Tomó su libro esperando que las chicas tomaran la pista y la dejaran. No lo hicieron. Katy le quitó el libro de la mano y sin cuidado lo arrojó a un lado. —¿Clara, sabes que eres una chica linda? —preguntó Katy—. Y conseguiste a un chico verdaderamente sexy a quien le gustas. ¿Por qué te comportas raro al respecto? —Sé por qué se comporta rara al respecto —dijo Meredith. Fijó sus ojos en los ojos de Clara—. No cree que sea la suficientemente buena. —Oh, y aquí vamos con esto —dijo Jen dejando salir un gran y dramático suspiro—. ¿Clara, nos ves saliendo con las chicas populares?

—No —dijo Clara. —Exactamente —replicó Jen—. ¿Y nos preocupa? Clara se encogió de hombros. —¡Claro que no nos preocupa! —dijo Katy—. Y aunque no seamos populares como esos coños de allí, ¿crees que todavía podemos divertirnos y vernos bonitas y salir con chicos? Clara dejó de escuchar después de la palabra “coño”. Lo único que podía pensar era, ¿de verdad dijo coño? Jen chasqueó sus dedos frente a Clara. —¡Clara, escúchanos! Clara sacudió su cabeza y se concentró. —Lo siento. Meredith agarró una galleta de la bandeja. —No puedes molestarte por otras personas y lo que dicen o piensan —dijo, metiendo la galleta a su boca. ¿Qué pasa con la gente tomando comida de mi bandeja y comiéndola?, pensó Clara. —¡Exactamente! —estuvo de acuerdo Katy—. Eres una estrella de rock. Y las estrellas de rock ponen a las perras en su sitio. ¡Entonces ve allá y dile a Evan cómo te sientes! 60

—¡No! —gritó Clara. Un par de estudiantes al final de la mesa giraron para mirarla. Bajó su voz—. No, no puedo hacerlo. No soy como tú en absoluto. No puedo ir con él. Me pone nerviosa. Jen y Katy se sonrieron entre sí. —Oh, Clara. —Suspiró Jen—. Tenemos mucho que enseñarte sobre ser una mujer progresiva. Clara miró con los ojos como platos a las chicas mientras se reían con alegría. Sintió el aleteo en su corazón cuando la comprensión se asentó que iba a convertirse en una mascota proyecto.

Evan fue con ella al final del día. Había cerrado su casillero y estaba por irse. —Aquí está tu libro —dijo, pasándoselo—. Y puedo simplemente decir “Vaya”. No entendí lo que estaba leyendo, pero sabía que estaba leyendo algo importante. Clara sonrió. —¿Me explicarías el poema alguna vez? —preguntó Evan. Pensó que moriría por hacerlo, pero tal vez él solo estaba siendo amable. ¿De verdad quería sentarse a escucharla analizar el poema?

—Claro —dijo, tratando de sonar como si entendiera que nunca hablarían al respecto. —Lo digo en serio —dijo Evan—. Quiero entenderlo. Creo que podría ayudarme a entenderte. Clara se sintió instantáneamente tímida y apartó la mirada. —Muy bien —dijo—. Te veré, Clara. —Y se marchó. Clara bajó la mirada a su libro. Pasó por las páginas, pero no pudo encontrar su separador. Se lo llevó.

—¿Hiciste amigos hoy? —preguntó Beatrice. Se sentó a la mesa de la cocina ayudándole a cortar cupones. —¿Qué? ¿Eres mi madre? —contestó Clara. —No, al contrario —dijo Beatrice sonriendo. Clara hizo una mueca.

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Las chicas se sentaron a la mesa en su ropa interior esa noche ya que la casa estaba caliente. Cocinaron la cena en la estufa de madera porque habían pasado muchas noches comiendo sándwiches. Clara sabía que no estaban comiendo saludable y decidieron calentar vegetales para acompañar el pollo enlatado. Tomaron baños helados después de la cena; un alivio temporal, pero se encontraron sudando de nuevo al momento en que salieron. —No sé si hice amigos hoy —admitió Clara—. Pero creo que tal vez. El rostro de Beatrice se iluminó. —¡Oh cuenta, Clara! —chilló. —Bueno, tres chicas se me acercaron a la cafetería hoy —empezó Clara. —Ajá. —Me preguntaron el nombre y me dijeron que era bonita. Dijeron que era una estrella de rock y las estrellas de rock ponen a las perras en su sitio —dijo Clara. Sus cejas se fruncieron reflexionando. Beatrice frunció las suyas. —No sé qué significa. —Tampoco yo —admitió Clara—. Pero fueron amables conmigo. Me dijeron que tenía mucho que aprender. Creo que quieren enseñarme cosas, pero no sé si quiero aprenderlas. —Suena a que son muy de mundo, Clara —dijo Beatrice—. No creo que eso sea malo. —Oh, ¿no? —preguntó Clara divertida.

—Para nada —contestó—. Sé su amiga y deja que te enseñen. Ojalá tuviera amigos que me enseñaran cosas. Siempre soy quien instruye a los demás y se vuelve tan terriblemente… monótono. —Miró a Clara expectante. —Felicitaciones por conocer un nuevo mundo hoy, Bea —dijo Clara. Beatrice aplaudió y rió. —¿No es un hermoso mundo, Clara? ¿Incluso aunque sea algo aburrido? ¡Sólo me encanta decirlo! Clara se rió, accidentalmente cortando uno de los códigos de barras de su cupón. —Rayos —dijo—. ¿Crees que con cinta estará bien? —No lo sé —dijo Beatrice—. No sé nada de cupones. Clara se levantó de la mesa y fue a buscar cinta. Rebuscó en los cajones de la cocina mientras Beatrice hablaba. —Josey quiere que me quede en su casa el viernes en la noche —dijo—. ¿Puedo? —Claro —contestó, aunque hizo que su corazón doliera un poco. Odiaba cuando Beatrice no estaba. La casa era muy silenciosa, solitaria, y Clara se asustaba fácil. —Deberías salir con tus nuevas amigas —sugirió Beatrice.

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—Bea, no sé si son mis amigas. Y no me invitaron a hacer nada con ellas —dijo Clara, rindiéndose en la búsqueda de la cinta. Caminó a la mesa y metió el cupón dañado en la caja de recetas. —Bueno, sólo era una sugerencia —dijo Beatrice bajando las tijeras—. ¿Podemos terminar con estos? Es tan monótono. Clara sonrió. —Sí, Bea, podemos dejarlo hasta aquí. —Reunió el resto de los volantes y los apiló ordenadamente en el suelo. Beatrice terminó de colocar los cupones recortados en la caja de recetas y luego miró el reloj en la pared. Muy temprano para ir a dormir. —¿Clara? —le preguntó tentativamente. —¿Sí? —¿Podemos hacer una sesión de espiritismo? —No. Beatrice suspiró decepcionada.

Clara fue tomada fuera de guardia de nuevo cuando las tres chicas se acercaron a su casillero la tarde del viernes.

—Probablemente dirás que no, pero insistiremos —empezó Jen—. ¿Quieres venir con nosotras al centro comercial esta tarde y luego ir a mi casa? Clara creyó haber escuchado mal. —¿Disculpa? —Al centro comercial, Clara —dijo Jen—. Ya sabes, ¿ese edificio gigante que tiene muchas tiendas y una plaza de comidas? La mayoría de los jóvenes van allá los fines de semana porque no tienen nada mejor que hacer. —No lo sé… —Oh por el amor de Dios, Clara —dijo Jen—. ¿Tienes un trabajo? —Sí —contestó confundida. —¿Y tienes que ir esta tarde? —preguntó Jen. —No. —Entonces bien. Vienes con nosotras. Deja tu auto aquí. Te traeré para que lo recojas más tarde —dijo Jen. Clara siguió a las chicas fuera de la escuela hacia el auto de Jen. Era un viejo Honda Civic lleno de papeles, contenedores de comida, y vasos vacíos de Slurpie. Clara se subió a la parte de atrás con Katy mientras Meredith se sentaba al frente con Jen. Se sentía sudando y tomó profundas y discretas respiración para intentar calmar sus nervios. Deseó en ese momento ser Beatrice. Beatrice estaría hablando y riéndose y emocionada por salir de compras, incluso si era solo a ver vitrinas. 63

—¿No amas los viernes, Clara? —preguntó Katy. Su cabello estaba especialmente con el estilo pixie hoy, y parecía un hada de un libro de leyendas por la forma en que su camiseta rosa pálida se mezclaba con su cuerpo. —Supongo —dijo, aunque todos los días se sentían iguales para ella. Miró por la ventana mientras las chicas conducían al centro comercial. Esperaba que Jen fuera buena conductora. No quería que sus últimos momentos en la tierra fueran con estas chicas. —Los viernes son lo mejor —dijo Meredith—. No hay escuela por dos días. Completa libertad, y es solo el principio. Las tardes del domingo son lo peor cuando todo llega a su fin. —Me da una completa ansiedad los domingos en la noche —confesó Jen—. Me toma todo el lunes acostumbrarme de nuevo a la escuela. Clara escuchó con curiosidad. —¿Cuáles son tus tiendas favoritas del centro comercial, Clara? —preguntó Katy—. Me gusta Forever 21, The Gap, Express y Charlotte Russe. —Charlotte Russe es una tienda para zorras —dijo Jen. —Como sea, Jen —contestó Katy—. No todas las prendas son de zorra. —De hecho, cariño, lo son —dijo Meredith. —¿Qué piensas, Clara? —preguntó Katy.

—No lo sé —confesó Clara—. No compro en Charlotte Russe. —Oh. Bueno, ¿dónde compras? —preguntó Katy, observando la ropa de Clara. Clara tenía un par de jeans que compró en Wal-Mart y una camiseta gris que consiguió en rebajas por cinco dólares en Old Navy. —En realidad no compro —dijo en voz baja. Sintió su rostro ponerse rojo. —No importa —dijo Meredith notando la vergüenza de Clara—. Las ropas están completamente sobrevaloradas. Prefiero pasar tiempo en la tienda de velas. Jen.

—Vas a ser esa triste mujer con gatos y velas cuando seas mayor —bromeó —Cállate. —Se rió Meredith.

—Solo bromeo. Prefiero las tiendas de joyería —dijo Jen—. Joyería a la moda barata. Extravagante joyería. ¿Has visto mi anillo? —preguntó alzando su mano derecha. Su dedo índice tenía una gran flor que ocupaba tres cuartos de la longitud del dedo. —Muy dramático —dijo Meredith. —Bueno, a mí me gusta la ropa —dijo Katy—. Y me gusta comprarla. Y ojalá mi papá me diera más dinero para comprar. —Ya sabemos —dijeron Jen y Meredith a la vez. —¿Por qué simplemente no compras en consignación? —preguntó Jen a Katy—. Conseguirías mucho más por tu dinero, y las ropas todavía son de diseñador. 64

—Mmm, nunca lo pensé —dijo Katy. —Eso es porque eres una esnob —replicó Jen. —No es justo, Jen —resopló Katy—. Soy una chica muy dulce. ¿No soy dulce, Clara? Quiero decir, solo porque me guste la ropa de moda eso no me hace una esnob. —Eres amable —dijo Clara, y Jen se rió. —Eso suena tan genuino como si Evan le dijera a Amy que todavía la ama — apuntó Jen. —Ah, estoy tan feliz que la haya dejado y le guste Clara —dijo Katy. Tomando la mano de Clara en la suya. —Él no la dejó. Ella fue —corrigió Meredith. —No importa —dijo Jen—. El punto es que está enamorado de Clara, y es nuestro trabajo juntarlos. Clara sintió su corazón acelerarse. —No creo que… —Clara, vamos a comprarte nueva ropa para la escuela —dijo Meredith emocionada—. ¡Y la vas a usar el lunes y te vas a ver completamente sexy y harás que Evan se corra en sus pantalones!

—¡Oh Dios, Meredith! —exclamó Katy—. ¿Tenías que ir hasta allá? —Se giró a Clara y apretó su mano—. No la escuches. —No quiero ropa nueva —dijo Clara nerviosa. Pensó en el billete de cinco dólares en su bolso y el dinero de su cuenta corriente que se había ido a la factura de la luz. —No discutas —dijo Meredith—. Vamos a hacerlo y va a ser asombroso. ¡Yo invito! Clara negó. —No puedo dejar que… —No discutas —repitió Meredith. —Dios, Meredith —dijo Jen—. Si no quiere ropa nueva, no quiere ropa nueva. Deja en paz a la pobre chica. Estás asustándola. —Como sea —murmuró Meredith—. Pensé que sería agradable. Clara se removió en su asiento, atrapada en la mano de Katy y exasperada por la insistencia de Meredith. ¿Qué tanto jodido tiempo toma llegar al centro comercial?, pensó. Planeaba dejar a las chicas y usar sus cinco dólares para tomar un bus en la ciudad de regreso a la escuela para ir por su auto. Pero no lo hizo. Fue arrastrada al centro comercial por tres chicas determinadas que querían ser sus nuevas amigas avasalladoras. Caminaron por un largo corredor abierto, y Clara intentó recordar la última vez que estuvo en el centro comercial. Tenía ese olor que recordaba, la promesa de salir con algo nuevo doblado organizadamente en una bolsa de compras. 65

Fue arrastrada de tienda en tienda y escuchó a Katy hablar sobre las nuevas tendencias de moda. Se sentó afuera de los vestidores con Jen y Meredith y observó a Katy montar un espectáculo de modas, siempre saliendo con una nueva blusa y diciendo lo mismo: “Bueno, ¿qué piensan?” y Clara siempre decía lo mismo, “Es bonita”. Clara se esforzó por apartar la sensación de celos, sabiendo que tendría que mirar a Katy dejar un montón de prendas en la registradora sin pensar dos veces si tendría suficiente dinero para pagar por todo. —Escoge algo, Clara —insistió Katy—. Necesitas consentirte. Clara había tomado todo lo que podía soportar. Quería gritar. No tenía dinero para consentirse. Y estaba cansada de la felicidad ajena de Katy. Quería irse a casa. No tenía idea de por qué estás chicas la invitaron a salir. No pertenecía, y no estaba segura que quisiera amigas después de todo. ¿Por qué había deseado un amigo en medio de las madreselvas la pasada primavera? Sintió como si Dios le estuviera jugando una broma cruel. “Querías amigas, te estoy dando amigas”, podía escucharle decir mientras se reía en su trono de oro. —Bueno, al menos un par de aretes —insistió Katy—. ¡O este adorable collar! —chilló apuntando al accesorio colgando de un puesto de joyería. Clara explotó.

—¡No puedo! ¿Bien? ¡No puedo permitirme ropa, velas o aretes! Las tres chicas se quedaron mirándola con los ojos como platos. —¡O collares! ¡No puedo permitirme nada! —continuó—. ¡Ni siquiera una maldita Coca Cola de la feria de comidas! Se giró sobre sus talones y salió de la tienda pasando al lado de varios estudiantes que reconoció de la escuela. La miraron boquiabiertos y susurraron, y no le importó. —Ni siquiera una Coca Cola, ¿eh? —preguntó un chico robusto, molestándola en la entrada de la tienda que acababa de salir. —Vete al diablo —espetó y caminó hacia la salida más cercana del centro comercial. Escuchó risas explotar tras ella. Caminó por el estacionamiento sin rumbo hasta que un carrito de golf de seguridad del centro comercial se detuvo a su lado. —¿Olvidó dónde estacionó? —preguntó el hombre. —No —contestó Clara—. Estoy buscando la parada de buses. —Sube y te llevaré —dijo. Clara le agradeció. Se dio vuelta pensando que Jen, Meredith y Katy habrían venido para buscarla. Pero no fue así. Resopló con desdén. Ni siquiera se molestaron es asegurarse que regresara a mi auto, pensó. Pero ellas no son perras. Claro. 66

Clara estaba demasiado furiosa para siquiera llorar, aunque se sintió completamente humillada. Estaba tan cansada de sentirse humillada todo el tiempo y se preguntó si sería mejor estudiar por su cuenta en casa. ¿Podría hacerlo? ¿Cómo funciona la escuela desde casa exactamente? —¿Mal día? —preguntó el guardia de seguridad mirando hacia Clara. —Algo así —murmuró. —Bueno, el mundo no es nada más que una mierda cuando eres adolescente —explicó—. Pero mejora. —¿Lo hace? Él abrió su boca para decir algo positivo, pero entonces decidió no hacerlo después de mirar la cara de Clara. —No sé de qué demonios estoy hablando —admitió—. Mírame. Soy un maldito guardia de seguridad en un centro comercial. Clara sonrió ante eso. —Mejor que ser una chica de dieciséis años impopular y sin dinero —dijo Clara—. Ni siquiera puedo comprar una Coca Cola. —Miró su regazo, avergonzada por sentirse mal frente a un extraño. El guardia detuvo su carrito y estiró la mano al suelo. Abrió la tapa de una pequeña nevera y sacó una botella de veinte onzas sin abrir de Coca Cola. Se la entregó a Clara y luego siguió conduciendo.

—Bueno, ahora no tienes que hacerlo —dijo.

La casa estaba en silencio cuando Clara finalmente llegó. El bus estaba sin horarios; no regresó al estacionamiento de la escuela hasta una hora y media después de despedirse del guardia de seguridad. Bebió su Coca Cola en el bus y decidió guardar la botella. No sabía por qué, pero pensó que era lo correcto. De esa forma cada vez que la viera recordaría la amabilidad del guardia de seguridad. Recordaría que personas amables todavía existen en los lugares más improbables. Olvidó que Beatrice estaba pasando la noche con Josey. Y las chicas iban a ir a ver una película al día siguiente. Clara fue firme en que Beatrice usara algo del dinero por pasear perros para comprar su boleto y algún dulce que quisiera en el teatro. Ella se lo ganó, dijo Clara. Ya extrañaba a Beatrice y no la vería hasta la tarde del día siguiente. No tenía con quien hablar y se sentó en el sofá sosteniendo la botella vacía de Coca Cola en el ensordecedor silencio de la sala de estar. Pensó en la risa que la siguió mientras salía de la tienda en el centro comercial. La humillación floreció en su rostro rojo de nuevo, y saltó del sofá, arrojando la botella, y corrió al baño. Abrió el grifo y se echó agua fría en la cara. Se miró en el espejo y solo pudo notar el carboncillo gris coloreando sus mejillas en la oscuridad del cuarto, pero sabía que el rojo todavía estaba ahí. Se salpicó el rostro de nuevo. Y de nuevo supo que sus mejillas todavía estaban sonrojadas. 67

Agachó su cabeza sobre el lavabo y gritó tan fuerte como pudo. Dejó salir todo su aire con ese grito y luego lo hizo de nuevo. Y de nuevo hasta que su garganta se sintió en carne viva. Sintió las cálidas lágrimas caer por sus mejillas, sonrojadas y molesta ahora, y se salpicó agua sobre estas una vez más. Miró su rostro goteando en el espejo. —Estoy bien —dijo con la voz ronca, pero estaba negando cuando lo dijo.

Capítulo 7 U

n bendito alivio llegó al final. Una mañana fresca y gélida que hizo que Clara se sintiera esperanzada, y por primera vez en semanas, no despertase cubierta de sudor. Se levantó de la cama y fue a la ventana, abriéndola y sintiendo la frialdad instantánea en la brisa mientras flotaba hacia el interior de su dormitorio. También se sentía optimista sobre su deuda. Gracias a Beatrice —¡la dulce Beatrice!— iban por el buen camino para cubrir el coste de la factura de la luz pendiente. Clara estaba segura que, a mediados de noviembre, tendrían luz. Y calor. Se vistió y fue por toda la casa en busca de ropa sucia. Trataba de ir a la lavandería los sábados por la mañana, justo cuando abría, para evitar la multitud. No era su idea pasar horas allí esperando a que las máquinas se abrieran. Además, las personas que frecuentaban la lavandería eran extraños, y prefería entrar y salir lo más rápido posible. 68

Se dirigió a la habitación de Beatrice y buscó por los alrededores cualquier cosa que pareciese necesitar un lavado. Una vez que la cesta estuvo llena, se dirigió a la puerta principal. La abrió para encontrar a la señora Debbie allí de pie, con la mano en un puño, puesta y preparada para llamar. La señora Debbie tomó nota de la cesta en el brazo de Clara y negó. —No ahora, Clara —dijo ella, entrando a la casa. Clara se alejó de la puerta y dejó la cesta en el suelo. Estaba a punto de abordar a su vecina cuando escuchó un camión parar frente a la casa. La señora Debbie estaba en la puerta, como si estuviera esperando algo. Clara no estaba segura de por qué, pero se sentía más segura parada a un poco de distancia, lejos en el otro lado de la sala de estar. Un hombre se acercó a la puerta y comenzó una agradable conversación con la señora Debbie. Clara oyó las palabras “iglesia” y “caridad” y pensó que los dos juntos no sonaba nada mal. De hecho, le gustaba la forma en que sonaba. Tuvo la breve y divertida experiencia pensando que las donaciones estaban llegándoles. Un mes y medio atrás había fruncido el ceño, había sido demasiado orgullosa para tomar nada de nadie, pero había aprendido a ser humilde debido a su desesperación. A ser pobre y a pedir. Se acercó para pararse al lado de su vecina en la puerta. —Yo vigilo a las chicas mientras su madre está fuera —explicó la señora Debbie, su figura voluminosa ocupando la mayor parte de la puerta de modo que era imposible que el representante de la iglesia viese el interior. Sus mentiras eran suaves como la seda, y Clara quiso abrazarla por ellas—. Sé que la señora

Greenwich mostraría toda la gratitud en el mundo si estuviera aquí. Es tan bueno que piensen en esta familia. ¡Son tan buenas chicas! —Bueno, ya sabes tan bien como yo que a la iglesia le encanta dar durante todo el año. No sólo en los días festivos. Queremos que sepan que nos preocupamos por ustedes… —miró a Clara mientras lo dijo—, y la señora Greenwich es siempre bienvenida a venir al servicio con sus hijas —concluyó mirando a la señora Debbie. —Muy amable —contestó la señora Debbie—. Se lo haré saber. Clara sonrió con dulzura. El representante de la iglesia le acarició debajo de la barbilla y se volvió hacia el camión estacionado en la calle frente a la casa. Agitó la mano y dos hombres aparecieron. Se dirigieron a la parte de atrás y comenzaron a descargar las bolsas de papel llenas de comestibles. La boca de Clara se llenó de agua por instinto al pensar en toda esa comida. Algo que su precioso dinero no tenía que comprar porque todavía había buena gente en el mundo que quería hacer cosas buenas por los demás. No se fijó en los hombres mientras caminaban hasta la pasarela de hormigón. Estaba en medio de una conversación con el representante de la iglesia. Pero entonces oyó la voz familiar y su corazón explotó. Era él.

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Se quedó paralizada por el miedo. Pensó que tal vez podría volverse invisible si se quedaba completamente inmóvil. No muevas ni un músculo, pensó con desesperación, y lo vio subir los escalones hasta el porche, con su cara fijada en algo dentro de la bolsa que llevaba. La colocó a sus pies y sólo entonces alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de ella, y ella no pudo pensar en nada que hacer o decir. La humillación impregnaba cada parte de su cuerpo haciendo que sus ojos se llenasen de lágrimas inoportunas. No soy nadie, no soy nadie, no soy nadie, pensó desesperadamente, creyendo que podía empujarle las palabras silenciosamente. Pensó absurdamente que podía hacer que las oyese y las creyera, que no la reconociera, o al menos, no le importase. Él sonrió, una sonrisa que decía. —Está bien. No es gran cosa. —Ella quería devolver una sonrisa, pero de repente sintió que su corazón se llenaba de maldad. Apartó la cara, caliente por la vergüenza y el resentimiento. No podía soportar estar tan cerca de él, no podía soportar la idea de aceptar la caridad que llevaba en una bolsa de papel hasta los escalones del porche para ella. Se excusó y entró en la casa para ocultarse detrás de la cortina que cubría la ventana de la sala. Tiró de la cortina a un lado, asegurándose de ocultar su cara lo mejor que podía, y observó a Evan alejarse de la casa hacia el camión. Sus ojos ardían mientras lo vio subir en el lado del pasajero y ponerse el cinturón de seguridad, a continuación, miró hacia la casa mirando los detalles del revestimiento exterior desgastado y podrido, el césped descuidado, la pintura saltada sobre los escalones de concreto que llevaban a un ruinoso porche frontal. Ella pensó que estaba tomando notas mentales. Notas que le recordarían que no hablase con ella en la escuela de nuevo.

—Hola, Clara —dijo, acercándose a ella el lunes siguiente. Ella miró a izquierda y derecha—. Eres la única Clara con la que estoy hablando —dijo, y luego se rió entre dientes. Ella se encogió de hombros y le dio una sonrisa evasiva. —Hola —logró decir. Quería irse. —Me preguntaba qué harías este fin de semana —dijo Evan—. He pensado que, si no estabas ocupada, tal vez podríamos ir a tomar yogur helado o algo así. Eso parece ser lo correcto ahora; yogur. Yogur helado. No lo sé. ¿Esas barras de yogur helado con todos los sabores y coberturas y todo? —Pronto se sintió nervioso. Ella no decía nada, pero le miraba como si fuera un idiota—. ¿Sabes de qué estoy hablando? —No como yogur helado. —Su corazón se apretó cuando las palabras salieron. No quería ser desagradable sobre ello, pero estaba segura que pareció de esa manera. Evan sabía lo que quería decir. También decidió que no lo disuadiría. —Sé que no comes yogur helado —dijo—. Te pregunto si te gustaría. Él le sostuvo la mirada, dispuesto a permitirle que lo hiciera sentir tonto por su oferta. —¿Por qué? —preguntó. Empezó a enfadarse. 70

Evan pensó que cualquier chico en su situación hubiera dicho simplemente, “Lo que sea”, y se hubiera ido, pero también entendía su resistencia. Él sabía de dónde venía. Sabía que estaba enfadada porque él había visto dónde vivía, pero no fue intencional. Ayudaba en la caridad todo el tiempo. ¿Cómo iba a saber que iba a entregarle alimentos a su casa el fin de semana? —Pensé que sería divertido —dijo. —Tengo que cuidar a mi hermana —respondió Clara. Deseaba que él le dijera que se fuera a la mierda y después se fuera. —Bueno, Beatrice puede venir también —ofreció Evan. Jesús con este tipo, pensó Clara. ¿Por qué no puede dejarme en paz? —No estoy segura —dijo Clara. Cambió su mochila al otro hombro. —Puedo ir a buscarlas —ofreció Evan. Él vio el cambio abrupto en su cara. Pasó de la incertidumbre a la más profunda vergüenza en un segundo. —Prefiero que no —dijo Clara en voz baja—. Estaré ocupada. Creo que no puedo ir. Se volvió para marcharse y él le agarró del brazo. La sorprendió, y saltó. Nunca la había tocado antes, no deliberadamente, no como cuando accidentalmente se topó con ella en la clase abierta de Beatrice. Se sentía atrapada entre desear desesperadamente que la dejase ir y la sostuviera al mismo tiempo.

—Realmente me gustaría que vinieras, Clara —dijo Evan—. Puedes traer a tu hermanita. Está bien. Clara no lo miró mientras decía. —No necesito que sientas lástima por mí. Por favor, déjame ir. —Pero ella no creyó decirlo en serio. Pensó que quería que él la siguiera sosteniendo. Evan apretó con más fuerza su brazo y la obligó a darse la vuelta y mirarlo. Ahora quería que la dejase ir. Sintió la profunda mancha roja en sus mejillas, un hormigueo que quemaba, y supo que él lo vio. —No siento lástima por ti —dijo. —¿Oh en serio? Vi esa sonrisa que me dirigiste el otro día fuera de mi casa. Estaba llena de compasión. Sientes lástima por mí —respondió con vehemencia. —Te sonreí por ser amable —respondió Evan soltando su brazo. Ella respiró aliviada. —¿Amable? Ni siquiera me conoces. Has hablado conmigo sólo un par de veces —espetó Clara. —No creo que sea justo decir que no te conozco —dijo Evan—. Sé algunas cosas sobre ti. —Sí. Como el hecho que soy pobre —gruñó. Evan respiró profundo. —Iba a decir que sé que te gusta leer. 71

—Sí —respondió Clara—. ¿Y dónde está mi marca páginas, por cierto? — preguntó con rabia. Evan ignoró la pregunta. —Pero me gustaría aprender más cosas sobre ti, Clara. Quiero hablar más contigo, pero ni siquiera me das la oportunidad. —Porque es raro, ¿de acuerdo? —¿Qué es raro? Clara no quería decirlo en voz alta, que ella se sentía inferior y siempre se sentiría inferior a su alrededor porque él tenía dinero y ella apenas podía permitirse el lujo del jabón. Sentía que no debería tener que explicárselo, que debía entenderlo de manera intuitiva y ser un caballero y dejarla en paz. —Olvídalo —murmuró—. Tengo que ir a trabajar. —Está bien —dijo Evan—. Iré a tu casa el sábado alrededor de las dos. Clara ya se alejaba cuando ella se congeló. —No —dijo sin mirar detrás de ella—. Estaré ocupada. —Puedes tomar un descanso para el yogur helado —dijo Evan—. No se necesita mucho tiempo para comer yogur helado. Se dio la vuelta y lo miró. Escuchó el sonido de su teléfono zumbando en el bolsillo de su pantalón.

—Alguien te llama —dijo. —Es poco importante —respondió, sonriendo—. En este momento estoy hablando contigo. Por más que trató de empujarla hacia abajo, la abrumadora ola de vértigo llenó su corazón a punto de estallar. ¿Cómo? ¿Cómo podían cambiar sus emociones tan bruscamente; que podría pasar de sentirse avergonzada y enfada a eufórica en un instante? Sabía que no debería dejarle entrar. Todavía no podía entender por qué era tan insistente. Pero no podía negar la forma en que su corazón se sentía en ese momento, como si su madre hubiera vuelto a casa y su hermana tuviese ropa linda para llevar a la escuela. —Está bien —dijo. —¿Está bien? —Sonrió—. ¿Vas a dejar que te lleve? Ella asintió. —Realmente tengo que irme ahora. No puedo llegar tarde al trabajo. —Te acompañaré a tu auto —ofreció Evan. —Muy bien —dijo Clara. No tenía la fuerza para luchar contra él. El vértigo en su corazón también la hacía débil, y pensó que si él le preguntase si la agarraba y la llevaba a su auto, no se resistiría. Caminaron juntos fuera del edificio escolar. Pasaron junto a varios estudiantes que se quedaron mirando, algunos saludaron a Evan una vez que él les saludó. 72

—La gente piensa que es raro que hables conmigo —dijo Clara. No podía creer su propia audacia. —No me puedo imaginar por qué —respondió Evan. Saludó a su amigo Chris, que estaba sentado en una mesa de picnic con algunas chicas. —Yo sí —dijo Clara. —Bueno, realmente no me preocupan esas otras personas, Clara —dijo Evan una vez que llegaron a su auto—. Y tú tampoco deberías. —Brittany comenzó un rumor desagradable —espetó Clara. Ella quería que estuviera al descubierto. —Lo sé —respondió Evan—. Y a nadie le importa. —Claro —dijo sin estar convencida. —Es cierto, Clara —insistió Evan—. Nadie le hace caso. Ella es simplemente mala y odiosa. A nadie le importa lo que diga. —Le gustas —dijo Clara. Evan pensó por un momento. —Bueno, eso es una lástima porque a mí no me gusta. Clara quería preguntarle si ella le gustaba. Si esa era la razón por la que seguía viniendo para hablar, para sentarse con ella. Si esa era la razón por la que le pidió

que fuera a tomar yogur con él. Pero no pudo. En su lugar, se metió en su auto y cerró la puerta. Comenzó a encenderlo, bajó la ventanilla, a continuación, lo miró. Él le estaba sonriendo. —No te devolveré tu marca páginas, Clara —dijo. Quería llorar por sentirse tan frustrada. Era rabia por no tener control sobre la forma en que la hacía sentir. Vergüenza por su pobreza. Vértigo por la atención que le prestaba. Era… sexual. Quería que lo dijera otra vez: “No te devolveré tu marca páginas, Clara”. Sintió que su corazón latía muy rápido bajo su pecho y temía que él pudiese verlo. Tenía que salir de allí, temerosa de lo que diría o haría si se quedaba. Como si él lo sintiera, se inclinó, apoyando los antebrazos en la puerta del auto, a centímetros de la cara. Ella se tensó ante la cercanía. —¿Está bien que me quedé tu marca páginas, Clara? Él le estaba tomando el pelo, y ella lo sabía. Buscó frenéticamente una respuesta ingeniosa, pero no tenía ninguna. Todo en lo que podía pensar era en su cuerpo cerniéndose sobre ella, su cara tan cerca, y quería a la vez golpearlo y acercarlo para darle un beso. —Lo cuidaré —continuó, suavemente atormentador—. Está justo en el medio de mi libro de física. Acabo de abrir mi libro y lo coloqué justo allí. Sonrió, sabiendo lo que le estaba haciendo, sabiendo que estaba siendo totalmente inadecuado, queriendo besarla justo entonces por el profundo rojo que pintó sobre sus suaves mejillas. Ella no pudo soportarlo. 73

—¡Es sólo un estúpido marca páginas! Evan se levantó de nuevo, y ella dejó escapar todo el aire que no sabía que estaba conteniendo. —No es estúpido para mí —dijo pensativo. ¿De qué diablos estamos hablando?, se preguntó Clara. No creía que se tratase todavía de un marca páginas, y sabía que era hora de irse. —Me tengo que ir —dijo. —Lo sé —respondió Evan. Observó mientras puso el auto en marcha—. Te veré, Clara —dijo mientras ella subía su ventana. Miró mientras se alejaba sonriendo ante su éxito al desmontarla por completo. Él quería darle algo en que pensar, y sabía que iba a pensar en ello toda la noche. Bien, pensó. Ya es la maldita hora de que ella lo sepa.

—Recuerda lo que dije, Bea —dijo Clara. Estaba en el borde, mirando por encima de ella hacia el pequeño espejo que colgaba torcido por encima del lavabo del baño. No había un espejo de cuerpo entero en ningún lugar de la casa; así que no podía mirarse entera, pero sabía que no importaba. Ninguna de sus ropas estaba

a la moda o era halagadora, pero al menos quería que su cara y su cabello tuvieran un aspecto decente. Se frotó una mancha en la mejilla. —Lo sé, Clara —dijo Beatrice—. Me lo has dicho un millón de veces. —Es solo que no quiero que vayas pidiendo cada maldito complemento en el bar —dijo Clara—. No seas codiciosa y no digas nada ridículo. —Ya sé lo que pediré, así que solo relajarte —dijo Beatrice. —¿Cómo sabes qué pedir? —preguntó Clara—. Nunca hemos estado allí antes. —Josey me lo dijo —dijo Beatrice—. Le dije que íbamos este fin de semana y me dijo qué tipo de cosas tienen. Clara puso sus ojos en blanco. —¿Por qué tienes que hablar con Josey sobre ello? Como si fuera una gran cosa ir a una tienda de yogures. —Comenzaba a sentirse ansiosa y temía que el sudor empezaría a aparecer en sus manos y brazos. —Es una gran cosa —argumentó Beatrice—. Nunca hemos podido ir. Ni siquiera cuando mamá estaba aquí y tenía un trabajo. —Bueno, tengo diez dólares que ni siquiera debería estar gastando hoy, así que no enloquezcas —dijo Clara. —Ya te he dicho que sé lo que pediré. Yogur de fresa con Oreo y osos de gomita —dijo Beatrice. Clara miró a su hermana. —¿Oreo y osos de gomita? 74

—Sí. ¿Tienes un problema con eso? —preguntó Beatrice. Arqueó sus cejas rubias hacia Clara y ladeó la cabeza. —No, en absoluto —respondió Clara, sonriendo—. Creo que suena perfecto. Echó un último vistazo en el espejo y luego salió del baño con Beatrice en sus talones. Clara estuvo vigilando por el auto de Evan. No tenía idea de cuál conducía, pero la hacía sentirse menos ansiosa estar mirando por la ventana esperando algo. No podía cruzarse de brazos. No había televisión que pudiera ver. No había revistas para hojear. No había un ordenador en el que jugar. No podía concentrarse en una novela. No tenía nada que hacer sino esperar y vigilar si venía. Le dijo a Beatrice que estuviera lista en el instante en que vio un auto estacionando. No quería invitarle dentro. No quería que él descubriera que no tenían electricidad. Haría preguntas, querría saber dónde estaba su madre, y luego todo lo que tan cuidadosamente ocultaba podría quedar expuesto; a un extraño. Tenía cuidado con las intenciones de él. Quería llegar a conocerla mejor, y quería saber por qué. Un Volvo se detuvo en la casa y estacionó en la calle. Estaba segura que era él. Alegría mezclada con miedo intenso estalló en su corazón, haciendo que sus manos se sacudieran violentamente a su lado. Contuvo la respiración y esperó que llamase. Se esforzó por escuchar la puerta del auto cerrarse. Después nada. Lo imaginó

yendo por el camino de entrada, y esperaba que no tropezase con el hormigón agrietado. Realmente necesitaba respirar. Le pareció oír unos ruidos en los escalones de la entrada. Apretó la oreja a la puerta para escuchar. Le pareció oír su respiración en la puerta… Un fuerte golpe. El corazón le dio un salto en su garganta. Exhaló bruscamente, respirando rápidamente el aire que se había negado, y puso sus ojos en blanco. Instantáneamente se irritó por su reacción. Sólo entonces se dio cuenta que Beatrice estaba a su lado. —¿Y bien? —dijo su hermana menor, con la mano sobre el picaporte. —Adelante —dijo Clara, con un tono agudo y agitado. —No actúas como si estuvieras emocionada por ir a comer yogur helado — espetó Beatrice. —Cállate, Beatrice. —Tenía miedo que Evan pudiese oír cada palabra a través de la puerta. Beatrice levantó la cabeza desafiante y abrió la puerta. —¡Hola! —gritó. —Hola, Beatrice —dijo Evan. —He decidido que me puedes llamar Bea. Es decir, a veces dejo que la gente me llame Bea, aunque no los conozca tan bien. Pero creo que comenzaré a conocerte más, bueno, dado que te gusta mi hermana… 75

—¡Bea! —interrumpió Clara, su cara enrojeciendo. Nunca había sentido el impulso de abofetear a su hermana hasta ese momento. —¿Qué? —preguntó Beatrice volviéndose a mirar a Clara—. Él te invitó a salir. Yo creía que significaba que a él… —Deja de hablar —exigió Clara. Beatrice se volvió de nuevo hacia Evan. —Mi hermana dice que hablo demasiado. —Bueno, me gusta la gente que habla mucho. Eso significa que tienen algo que decir. Y eso significa que siempre están pensando —respondió Evan. Le guiñó a Beatrice, haciendo que ella se riese. —¿Así que sí? —preguntó Beatrice, una sonrisa maliciosa plasmada en su rostro. Evan sonrió. Sabía lo que estaba preguntando, pero decidió que quería que fuese más específica. Disfrutaba viendo a Clara retorcerse. Estaba adorable allí de pie nerviosa. —¿Sí qué? —preguntó, fingiendo confusión. —¿Te gusta mi hermana? ¿Es por eso que la invitaste a comer yogur helado? —respondió Beatrice. —¡Beatrice Greenwich! —gritó Clara. Su cara se volvió de un tono carmesí aún más oscuro.

Evan decidió fingir que Clara no estaba allí de pie. —Sí —le respondió a Beatrice—. Y eso es exactamente por lo que la invité a comer el yogur conmigo. Clara estaba fuera de sí. No podía ignorar la explosión de sentimientos dentro de su corazón y de su mente: la humillación y la ira y la deliciosa calidez. —Bueno, espero que seas amable con ella —dijo Beatrice—. Siempre — enfatizó, empujando a Evan y caminando hacia el auto estacionado en la calle—. ¡Lo digo en serio, Evan! —gritó detrás de ella—. ¡Ahora desbloquea estas puertas y vámonos! —Yo… estoy mortificada —susurró Clara. —¿Por qué? —preguntó Evan—. No hay nada como una persona directa para conseguir sacarlo todo. Me gusta. Y me gustas. ¿Está bien que te lo diga? La cara de Clara se volvió de una sombra de color púrpura del mismo tono de los grandes tomates que su abuela solía cultivar en el jardín trasero. —¿Vas a contestarme? —presionó Evan. Oyó una sonrisa en su voz y se preguntó cómo las sonrisas podían tener tonos. —Sí —dijo en voz baja, mirando a sus zapatos—. Está bien que me lo digas. —Bueno —respondió Evan—. ¿Estás lista? Asintió y se dirigieron a su auto. Beatrice estaba parada al lado de la puerta trasera esperando impacientemente. 76

Evan sabía que había hecho que Clara se sintiera incómoda, y no podía negar el poder gentil que sentía al hacerla enrojecer, hacerla retorcerse de incomodidad. Pensó que debería avergonzarse por tener esa sensación, pero no lo estaba. Miró a su mano mientras caminaban. ¿Qué iba a hacer si él la tomaba? ¿De repente? ¿Entrelazando sus dedos con los de ella antes que tuviera la oportunidad de alejarse? Miró a su cara de nuevo y decidió no sostener su mano. Sería demasiado en poco tiempo. —Muévete —le siseó Clara entre dientes a su hermana una vez que se acercó al auto—. Yo voy en la parte de atrás. —¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Beatrice. —No, Beatrice. No estoy enfadada contigo —dijo Clara, pero era una mentira, y estaba segura de que Beatrice lo sabía. Se metió en la parte trasera del auto, mientras Beatrice se sentaba tentativamente en el asiento del copiloto. Beatrice miró a Evan quien negó ligeramente, luego ella hizo el gesto de cerrar sus labios y lanzar la llave. —Clara, ¿estás cómoda ahí? —preguntó Evan. Se giró hacia ella, con una sonrisa juguetona en los labios, y ella respondió con un gruñido—. Muy bien, entonces —dijo Evan, riendo entre dientes mientras encendía el auto. Evan le hizo a Beatrice una avalancha de preguntas sobre la escuela mientras llevaba a las chicas a YoTreats. Beatrice respondió felizmente, asegurándose de evitar cualquier tema relacionado con Clara. Sabía que estaba en problemas, y

deseaba poder hacer que Clara la perdonase por ser tan franca. No era su culpa trató de decirle a Clara una y otra vez. Dios la hizo de esa manera. —Oh, ¿es así? —le había preguntado Clara meses atrás después que descubrió que Beatrice le dijo a su mejor amigo que su madre no había salido de su habitación durante tres días seguidos porque estaba “triste”. —Es exactamente así, Clara —respondió Beatrice—. Exactamente. —Me dijiste que no creías en Dios —dijo Clara rotundamente. Cruzó sus brazos sobre su pecho y esperó una respuesta. Sabía que Beatrice tendría uno. —Bien… tal vez tomé esa decisión demasiado rápido. Tal vez Dios existe. Debe hacerlo si él me hizo así. Clara quería retorcerle el pescuezo a su hermana. En cambio, se inclinó hasta que estuvo al mismo nivel de sus ojos. Se aseguró de hacer hincapié en cada palabra. —Deja de contarle a Angela sobre nuestras cosas. ¿Me entiendes? Beatrice asintió lentamente. Se santiguó y luego arrugó la cara dejando escapar unos gemidos lastimeros. —Por el amor de Dios, Bea. Deja de tratar llorar. No creo en tu contrición ni por un segundo —espetó Clara—. ¿Y por qué te santiguas? Ni siquiera eres católica. Beatrice relajó su rostro y miró hacia su hermana. —¿Qué es “contrición”? —Arrepentirse. Tener remordimientos —explicó Clara. 77

—Contrición —se dijo Beatrice a sí misma—. Muy romántico. Voy a tener que recordar eso. —Recuerda esto —advirtió Clara—. Para de hablar o te arrepentirás. —Trataré, Clare-Bear. Trataré de verdad. Clara frunció el ceño, su cerebro dividido entre recordar el episodio de la “contrición” y escuchar la conversación de la parte de adelante. —Ciertamente tienes algunas metas académicas altas este año, Bea —dijo Evan mientras estacionaba en un lugar vacío. —Sí, las tengo —respondió Beatrice—. Pero déjame decirte algo, Evan. Las alcanzaré todas. Evan asintió y se inclinó para desabrochar su cinturón de seguridad. —Esto se queda atascado mucho —explicó cuando Beatrice trató de apartar su mano para desabrocharse a sí misma—. Y sé que las lograrás. Serás nuestra primera mujer presidente. Los ojos de Beatrice se iluminaron, y sonrió como un pequeño demonio. —Ahora eso es algo a considerar —dijo. Clara no había hablado en todo el viaje en auto, y YoTreats estaba a veinte minutos de su casa. Se sentó en el asiento trasero miserablemente preguntándose

por qué siquiera aceptó ir. Estaba enojada por haber sido humillada por su hermana y seducida por un chico que no sabía nada de ella. Sentía la transferencia tácita y no deseada de energía, su control pasando a ser de él, y lo odiaba. Ella estaba a su merced emocionalmente, y quería llorar y gritar por ello. Él le sostuvo la mirada, atrapándola con su sonrisa, inmovilizándola con el suave sonido de su voz. A ella no le gustaba sentir su poder yéndose. Quizás nunca lo tuvo, en primer lugar, pensó. —¿Clara? —preguntó Evan. Le había abierto la puerta del auto y estaba esperando que saliera. —Lo siento —respondió lacónicamente y salió a toda prisa. Él la agarró del brazo y la atrajo. Miró a Beatrice que ya había entrado en la tienda. —No te enfades —dijo en voz baja. —¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? —preguntó Clara. Trató de sonar distante, pero Evan la conocía mejor. —No has dicho ni una palabra en el viaje hasta aquí. Estás enfadada con tu hermana por ser tan directa, y estás enfadada conmigo por engatusarla. —Estoy segura que no sé a qué te refieres —dijo Clara, sacando su brazo de su agarre. —Oh, se realista —respondió Evan—. Te dije que me gustabas. Me dijiste que estabas bien con que dijera eso, pero está claro que no lo estás. —Él esperó a que ella respondiera. 78

—Yo… estoy confundida. No deberías haberlo dicho. No delante de Beatrice — dijo. Estaba nerviosa, alisando la parte delantera de su camisa por hacer algo. —¿Por qué? ¿Se supone que ella no tiene que saberlo? —preguntó Evan. —¡Es la forma en que lo hiciste! —soltó Clara—. Fue humillante. Evan suspiró. Observó que Clara ponía nerviosamente su cabello detrás de su oreja. Quería hacerlo por ella. —Tienes razón, y lo siento. Sólo te estaba tomando el pelo, Clara. —No me gusta ser objeto de burlas —respondió con vehemencia. Apartó su cara. Se imaginó que sonaba como una niña malcriada. —Lo siento —dijo Evan—. De verdad. Clara no dijo nada. No le dijo a Evan lo que realmente sentía. Se sentía excluida, como una niña a la que no le invitaron a jugar con el grupo en el recreo. Envidiaba la relación que se había desarrollado de manera natural y rápida entre Evan y Beatrice. Deseaba poder ser inteligente alrededor de él, pero nunca fue la hermana que tenía las palabras. Beatrice siempre tuvo las palabras, y Clara se sentía como la tartamuda y tonta hermana mayor a quien Beatrice tenía que dar de comer con cuchara en privado. Se sentía enjaulada en su torpeza social. Buscó salvajemente la llave para escaparse, pero no había ninguna. Lo único que podía hacer era mirar a Beatrice desde detrás de las barras, ver a la chica sabia e inteligente hacer y decir todas las

cosas que ella nunca sería capaz de decir y hacer, pero que deseaba poder decir y hacer. —¿Clara? —Escuchó a Evan preguntar desde muy lejos. Volvió al presente, miró a Evan, y trató de poner una sonrisa genuina. —Estoy bien —mintió—. ¿Vienes? —Y comenzó a caminar hacia la puerta de la tienda. —Clara —susurró Beatrice. Ella miró detrás rápidamente, pero Evan estaba todavía en las máquinas de yogur decidiendo un sabor. Se volteó hacia su hermana—. Clara, sólo sé que moriré si no puedo tener un poco de todo. —Miró a su hermana implorante. —Bea —respondió Clara en un susurro—. No puedes agregarle todo a tu yogur. —Pero tengo que intentarlo —insistió Beatrice. Su nariz estaba casi oprimida contra el separador de cristal, sus ojos observando todos los colores y texturas de las coberturas deliciosas. De repente los ositos de gomita y trozos de galleta Oreo simplemente no eran suficientes. —Bea, hemos discutido esto —dijo Clara—. Tengo diez dólares y... Rápidamente cerró la boca cuando Evan se acercó. —Es abrumador, ¿no? —le preguntó a Beatrice. Notó la expresión de desesperación en su rostro. Beatrice asintió mirando a Clara. Clara entrecerró los ojos. 79

—No puedo decidir solo una o dos coberturas, así que trato pedir todo lo que pueda —continuó Evan—. ¿Quieres ver quién puede poner más? Clara trató de interponerse. —No creo que sea... —Clara me dijo que no fuera codiciosa —dijo Beatrice con aire malhumorado—. Y tiene razón. No debería ser tan codiciosa. Es la forma que Dios me hizo, pero aun así… —Su voz se desvaneció en un patético susurro. Clara puso los ojos en blanco. —Bueno, afortunadamente para ti, YoTreats es el único lugar donde puedes ser tan codiciosa e indulgente como quieras —dijo Evan. Miró a Clara y sonrió. —Bien —dijo ella derrotada. No tenía idea si podía permitirse lo que Beatrice estaba a punto de meter en su vaso de yogur, pero se preocuparía por eso en la caja. Beatrice colocó coberturas: ositos de gomita y trozos de galleras Oreo, trozos de Snickers, cacahuetes, M&Ms, fresas frescas, caramelo y chocolate. Quería más, pero decidió detenerse. Ella ya sabía que tendría que lidiar con eso cuando llegaran a casa. Caminó lentamente hacia una mesa disponible, con cuidado que no salieran fresas de su montaña de felicidad de yogur. Clara fue más reservada, escogiendo sólo fresas y bocadillos de chocolate para su yogurt con sabor a cheesecake. No podía ignorar la aceleración en su corazón

cuando llegó a la caja. Sacó su cartera y esperó que la chica que estaba detrás del mostrador anunciara un total que no podía pagar. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Evan a Clara, su tono ligeramente molesto. Miró a la chica detrás del registro—. Yo pago estas —dijo, agitando una mano entre el yogur de Clara y el suyo—. Y la de ella —dijo, señalando a Beatrice. —Puedo pagar mi propio yogur —dijo Clara en voz baja, con el rostro rosado de vergüenza y adulación. —Sé que puedes. —Evan sacó su billetera—. Pero te invité. —Le entregó un billete de veinte dólares a la chica que sonrió mientras escuchaba el intercambio. Clara se preguntó cuántos billetes de veinte dólares tenía Evan en su cartera. Negó instantáneamente, avergonzada de la idea, pero no podía negar su buena ropa, su buen auto. Se preguntaba lo que sus padres hacían para ganarse la vida. Evan parecía estar bien, no era rico, pero ciertamente cómodo. —Gracias por el yogur —dijo Clara. Ella y Evan se acercaron a Beatrice, que ya estaba a mitad de terminar el suyo. —Gracias por el yogur, Clara —dijo Beatrice dulcemente—. ¡Está muy bueno! —No me lo agradezcas —respondió Clara—. Agradécele a Evan. —Era la primera vez que dijo su nombre en voz alta frente a él. Le gustaba la forma que sonaba en sus labios, en su boca. Evan se sentó frente a Beatrice y observó su copa. —Creo que tengo una cobertura extra —dijo—. Así que supongo que gané. 80

Beatrice se inclinó y contó las coberturas de su yogur. Evan tenía razón. Se sentó y sonrió. —Te dejé ganar —dijo—. Si hubiera agregado uno más, entonces la mezcla entera de sabores habría estado disipada. ¿Lo ves? —Ya veo —contestó Evan. Miró a Clara, y esta vez le sonrió, una cálida sonrisa genuina. —Gracias por mi yogurt, Evan —dijo Beatrice. —Cuando quieras, Bea.

Clara yacía en su cama aquella noche sintiendo que las lágrimas corrían por los lados de su rostro hasta sus orejas. No las limpió; No le importaba. Ya no estaba molesta con Beatrice y se sentía culpable de haberla tratado con tanta furia. Sabía que Beatrice la amaba ferozmente, y de la única forma que su hermana sabía, consideró conveniente asegurarse que Evan amaría a Clara con la misma ferocidad. Eso era si decidía amarla. Era devoción de hermana, y Clara deseaba ahora poder haberla apreciado entonces. También deseaba que no fuera tan tímida y avergonzada todo el tiempo.

Nunca había tenido a nadie interesado en ella antes, y no sabía cómo actuar. Ni siquiera sabía si se le permitía gustar a Evan o si dejaría que le gustara. ¿Por qué le gustaba? No lo podía entender. No había nada especial en ella. Era una chica tranquila que caminaba por los pasillos de la escuela como un fantasma. Nadie le prestó atención jamás. No era nadie, y no le importaba. Era más fácil lidiar con su ansiedad de esa manera. Pero era más que sentirse invisible. Todo cambió en casa una vez que su madre desapareció. Clara era la madre-padre ahora, el sostén de la familia, la responsable de mantener a Beatrice alimentada, vestida y feliz. Se encontró en la precaria posición de tener que cuidarla. No podía permitir que nadie se acercara demasiado por temor a que lo descubrieran. ¿Y si Evan supiera que su madre había desaparecido? ¿Qué pasa si notificaba a las autoridades y se las llevaran? O peor aún, ¿las separaran? No podía imaginar ese escenario; Parecía ridículo y exagerado, como un drama televisivo, pero podría suceder. Clara se obligó a confrontar eso: no podía permitir que Evan entrara en su mundo. Simplemente no podía, al menos no ahora. Tenía que hacerlo por Bea. Tenía que proteger a Bea. Evan tendría que irse. Lo iba a rechazar. Dejaría de hablar con él, no lo dejaría invitarla a salir. No le dejaría ser amable con ella. Lo ignoraría, fingiría que no existía. Podría lastimarlo, pero había muchas chicas en la escuela que con gusto arreglarían su corazón roto. Muy feliz de regresarle su salud emocional con besos y palabras dulces. Pensó en Brittany y frunció el ceño.

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Clara se volvió y enterró el rostro en su almohada. La desesperación que se esforzó por mantener apartada, se abrió camino, deslizándose entre las grietas y las lágrimas de su débil corazón. Envolviéndose alrededor de su núcleo y ahogándola. Soltó un sollozo ahogado, sólo dándose cuenta que era la primera vez que lloraba con fuerza y no le importaba si Beatrice la podía oír.

Capítulo 8 H

izo todo lo posible por combatirlo. Intentó ser razonable. Él había visto su casa. No le importaba. Les había llevado a comer yogur. Le había dicho que le gustaba. Pero el hundimiento. Luchó y luchó, pero el hundimiento empezó de todas formas. Era una nueva sensación que nunca había experimentado. Como si su corazón estuviera sumergido en agua helada, y pensó que se detendría y moriría. Lo buscó en la biblioteca. Recordó lo que Beatrice había dicho: “Has sacado eso de mamá, lo sabes”. El pánico dolía en medio de su pecho, y no podía respirar bien. Respiró larga e irregularmente pero no podía. Leyó las palabras en la pantalla del ordenador: La depresión típicamente se establece entre las edades de 15 a 35. Los síntomas incluyen, pero no se limitan a fatiga, pérdida de interés, miedo a lo desconocido, ansiedad, ideas de inutilidad, ideas de suicidio…

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Clara cerró la sesión del ordenador rápidamente. No se permitiría creerlo. Sí, se sentía extraña, pero siempre se sentía extraña. Miró a sus manos. Temblaban ligeramente. Nunca antes habían hecho eso, no cuando estaba sola. Y estaba sola incluso ahora. El Centro de Medios estaba silencioso aquella tarde sin contar el latido de su corazón moviéndose por su cabeza y saliendo por sus orejas como un tambor. Se sentó mirando a la pantalla del ordenador, consciente que estaba llorando. Se limpió el rostro sabiendo que estaba manchado con suaves riachuelos de rímel negro. Tenía miedo, se encontraba en medio de una histeria total cuando Beatrice no estaba alrededor. La deuda que parecía tan manejable hace tan solo unos pocos días ahora parecía imposible. Nunca podría pagarla. Recibió un aviso de las Colecciones en el email ayer por las facturas de electricidad. Un nuevo cargo. Intereses acumulados por la deuda pendiente de pago. Se estaba ahogando, y no podía gritar. Evan se sentó junto a ella toda la semana en salud. Intentó hacer todos los esfuerzos por ser indiferente a su conversación. No quería hablarle, hacerle pensar que iba a alguna parte. Pero él era implacable de una forma agradable. No se rendía, y cada día se sentaba con ella en clase y le revelaba algo nuevo sobre sí mismo con esperanza de que ella le devolviera el favor. Rara vez lo hacía. Se limpió el rostro mientras las lágrimas continuaban cayendo. No podía recordar la última vez que había llorado tan fácilmente. Ni siquiera había forzado las lágrimas, ni un poco. Se derramaron involuntariamente, incluso más desesperadas que aquella tarde que lloró contra su almohada después del viaje del yogurt cuando se dio cuenta por primera vez que no podía estar con Evan. No, estas

lágrimas no eran solo por Evan. Venían de otra parte, un hueco oscuro y profundo de su corazón donde la depresión se sentaba como un monstruo, silenciosamente esperando hasta el momento oportuno para salir de su frágil habitación, salir disparado a su cerebro y explotar con locura. —Oye, Clara —dijo Evan. No le había oído entrar. Se dio la vuelta para mirarle, olvidando que su rostro estaba sucio con rímel. Saltó del asiento y agarró su bolso de libros. Evan bloqueó su escape. —¿Qué pasa? —le preguntó, su rostro lleno de preocupación. Puso su mano en su brazo, y se perdió por completo. Era un sollozo ahogado; intentó desesperadamente acallarlo, pero salió contra su voluntad. Él la tomó entre sus brazos. Se lo permitió al principio, sin haber sentido nunca el roce de los brazos de un chico a su alrededor, y por un breve y emocionante momento, olvidó el infierno al que estaba entrando. Como si su cuerpo hubiera estado cayendo en espiral, pero luego Dios había cambiado de opinión en el último minuto y la volvió a levantar hacia el cielo en su lugar. Quería sus brazos alrededor de ella para siempre. Eran amables y tranquilizadores y protectores. La convencieron por un momento de que estaba bien. Pero luego sintió su mejilla presionada contra la parte superior de su cabeza y se echó hacia atrás abruptamente. No se había lavado el cabello en tres días. No se podía convencer para hacerlo. No le veía la razón para hacerlo y no le importaba. Se preguntó si era por la depresión o si simplemente estaba agotada. Temía que su cabello oliera, sabiendo que sus raíces estaban resbaladizas con aceite, y empujó contra él con más fuerza intentando escapar de su agarre. 83

—Lo siento —susurró. Estaba disculpándose por su cabello, pero sabía que él no lo sabía. —Está bien. Solo dime qué va mal —le dijo, soltándola. Su voz sonaba baja y tierna. —Yo… tengo dolor de cabeza —dijo. Se puso el bolso sobre el hombro y se volvió para irse, evadiendo su mano extendida y se apresuró hacia la salida. —¡Espera! —le llamó—. ¡Clara! —Pero ella salió corriendo del Centro de Medios y desapareció.

Despierta, Clara. Despierta. ¿Clara? Despierta. Clara… Clara… ¡DESPIERTA! Clara se sentó en la cama, con los ojos abiertos, la piel y la ropa empapada de sudor a pesar del frío de la habitación. Como si la Madre Naturaleza hubiera decidido mezclar, del verano fue directamente al invierno, o eso parecía. Las noches se hicieron terriblemente frías en medio de octubre, y Clara sabía que ella y Beatrice tendrían que empezar a encender el fuego por la noche en el hogar.

La silenciosa oscuridad de la habitación hizo que Clara quisiera acurrucarse bajo las sábanas y esconderse. Pero estaba completamente mojada y necesitaba cambiarse de ropa. Salió de la cama, inspirando con brusquedad cuando sus pies tocaron la fría madera del suelo. Fue de puntillas hasta su vestidor y sacó un pantalón de algodón y una nueva camiseta. Se quitó la ropa del cuerpo y la dejó caer al suelo, quedándose de pie un momento para ver lo fría que podría ponerse. Pensó que merecía sentirse tan fría por decepcionar a Beatrice. Por fallar en pagar la deuda. Era el castigo estar de pie desnuda y soportar el frío que se envolvía dolorosamente alrededor de su cuerpo. No sabía si las voces estaban dentro de su cabeza o de su sueño o si eran lo mismo. Había leído sobre episodios psicóticos, cómo era común tenerlos en una depresión, y temía por su sanidad. Los intentó escuchar, si le hablaban mientras estaba despierta, entonces sabría que tenía un gran problema en sus manos. Pero si solo le hablaban en sus sueños, pensó que estaba a salvo. La habitación estaba silenciosa. Cerró los ojos y escuchó con fuerza. Nada. —No estoy loca —dijo en voz alta. No creía su propia voz. Lo dijo otra vez, esta vez intentando sonar más convincente—: No estoy loca. —Y casi lo creyó. Se puso la ropa seca y volvió a la cama. Recorrió las sábanas con la mano y descubrió que el sudor las había mojado también. Consideró dormir en el sofá, pero era incómodo, y se congelaría. Pensó que podría apretujarse en la cama de Beatrice. A Beatrice no le importaría.

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Fue silenciosamente a la habitación de su hermana y se deslizó en la cama junto a ella. Era una cama doble que tenía poco espacio, pero a Clara le gustaba la cercanía. Beatrice se movió. —¿Clara? —preguntó medio dormida. —Shhh. Vuelve a dormir —le susurró Clara. —¿Estás bien? —murmuró Beatrice. —Sí —respondió Clara—. Acabo de mojar la cama —dijo y luego se rió. Beatrice no lo entendió, pero se rió como ella. Las chicas se durmieron, Clara acunando a su hermana contra su cuerpo y sintiéndose segura.

Beatrice no sabía cómo abordar el tema, así que simplemente lo soltó. —Clara, no es poco común que los adolescentes mojen la cama —dijo la mañana siguiente mientras Clara veía cómo chisporroteaba el tocino en la estufa. Había perfeccionado esto hace dos días, aprender a cocinar tocino y huevos en la sartén usando la estufa de leña. Realmente no era diferente de usar la estufa de gas, aunque tardaba más. No podía entender por qué no había cocinado con la sartén desde el principio. Se les abrió todo un nuevo menú, y sintió una punzada de felicidad.

La señora Debbie había acordado guardar las compras de Clara que requerían refrigeración, y Clara enviaba a Beatrice a buscar la comida cuando la necesitaba. Clara evitaba ir ella misma lo más posible porque la señora Debbie quería hablar constantemente sobre nuevos arreglos de vivienda para las chicas. Clara apreciaba la generosidad de la señora Debbie, pero apreciaba más su propia cama. —¿Bea, de qué estás hablando? —le preguntó Clara distraída. —No tienes que avergonzarte —dijo Beatrice. Se sentía avergonzada y jugueteaba con los platos y los tenedores de la mesa. —¿Avergonzarme de qué? —Me lo confesaste anoche —dijo Beatrice—. En la cama. En la oscuridad. Lo puedo entender. ¿Quién quiere admitir que moja la cama a plena luz del día? Clara se echó a reír. —¿Qué? —le preguntó Beatrice. —¡Oh Dios mío, Bea! —gritó Clara—. No mojé la cama. Hice un chiste. ¡Un chiste! —No lo entiendo —dijo Beatrice. Frunció el ceño con frustración. —Me desperté sudando —le explicó Clara—. Sudando mucho. Tanto que mojé la cama con mi sudor. ¡Tuve que cambiarme de ropa porque estaba empapada! —Ohhh —dijo Beatrice—. No pensaba que hubieras mojado la cama —mintió. Estaba muy aliviada. Clara se rió mientras daba la vuelta a los trozos de tocino. 85

—Confieso que no habría podido mirarte de la misma forma otra vez, ClareBear —dijo Beatrice. —Sí, bueno yo tampoco podría mirarme de la misma forma, loca —le respondió Clara. —Solo por favor nunca mojes la cama, Clara —le suplicó Beatrice. —Ni siquiera cuando sea vieja y canosa —respondió Clara mirando a su hermana—. ¿Huevos revueltos o sumergidos? —Tú eliges porque me alegro muuuucho que no te mearas en la cama —dijo Beatrice, y Clara se echó a reír otra vez. Comieron la mayor parte de su desayuno en silencio hasta que Beatrice lo rompió con una pregunta. —¿Clara? —preguntó. —¿Sí? —¿Por qué sudaste tanto anoche? —Tuve un mal sueño, eso es todo —respondió Clara. —¿Tienes muchos sueños malos? —le preguntó Beatrice. —No.

—Bien. —Llevó su plato a la cocina y miró por la ventana—. ¿Clara? —¿Hmm? —¿Por qué está Evan en nuestro jardín trasero? —¿Qué? —Clara saltó de la mesa y corrió hacia la ventana. Presionó el rostro contra el cristal y observó mientras Evan abría la puerta del cobertizo que ella nunca se molestaba en cerrar y entraba. Llevaba un jeans viejo que portaba un par de manchas de pintura y unos cuantos desgarros en las rodillas y una suave camisa de franela con las mangas enrolladas hasta los codos. Salió con un rastrillo, una pala y unas tijeras de podar y lo apiló contra un lateral del cobertizo antes de desaparecer en la oscuridad. Salió unos segundos después empujando un cortacésped y sujetando una lata de gasolina y Clara decidió que era momento de enfrentarse al nuevo jardinero. Salió atropelladamente olvidando que no llevaba sujetador y se acercó a Evan. —Oh, hola Clara —saludó alegremente. —Hola, tú —respondió ella—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y por qué estás en mi cobertizo? —Me imaginé que sería tu madre o tu padre quien saldría aquí fuera para preguntar qué estoy haciendo —contestó Evan. Clara se sintió acalorada. —¿Por qué estás aquí? —exigió. —¿No es obvio? —inquirió Evan—. Pensé que ayudaría hoy con el patio. 86

—No necesitamos ninguna ayuda —aseguró. Evan tomó nota de lo que le rodeaba. Ramas de árbol desperdigadas, hojas por todas partes, malas hierbas floreciendo. Volvió a mirar a Clara, con gesto interrogante. —¿Estás segura? —preguntó sonriendo. Clara intentó una contestación, pero fue inútil. El patio era un desorden y posiblemente no podría lograr limpiarlo ella sola. Miró a su alrededor y suspiró. —¿Clara? —llamó Evan. Él intentó ignorar su camiseta azul cielo. La abrazaba en todos los lugares correctos y pudo divisar los pezones duros bajo la tela muy fina. —¿Sí? —respondió, volviéndose hacia él. —¿Dónde están tus padres? —preguntó. Clara lo consideró. Tenía dos opciones. Esperaba elegir la correcta. —Ven dentro —pidió con resignación—. Hablaremos. Evan se sentó tranquilamente, pensando. —Si nos denuncias, te mataré —advirtió Clara. Sostuvo en alto el cuchillo que estaba usando para untar sus tostadas. Realmente no tenía nada que ofrecerle

excepto el pan que tostó en la sartén con un poco de mermelada de fresa que compró con uno de sus preciados cupones. —Baja el cuchillo —pidió Evan, pensando en lo doloroso que sería ser apuñalado con el cuchillo para untar de punta roma—. Y no las denunciaré. Beatrice se sentó cerca de Evan, esperando que las invitase a Clara y a ella de nuevo a un yogurt. —Sé que es mucho para asimilar —comentó Clara, untando mermelada sobre los tres trozos de tostada—. Ni siquiera puedo creer que te lo conté. —Estoy contento que lo hicieras —afirmó Evan. —¿Por qué? —cuestionó con agresividad—. ¿Por qué alguien querría saber sobre esto? ¿Qué puedes hacer con esta información excepto herirnos? Evan parecía profundamente ofendido. Todo su cuerpo se tensó e instintivamente cerró las manos en puños. —No vuelvas a decir eso —demandó—. Nunca te haría daño. Beatrice notó el comportamiento de Evan y le puso suavemente la mano en el antebrazo. —Evan, ¿eres una persona apasionada como yo? Siento que lo eres —musitó ella y Clara quiso abofetearla. Evan sonrió a Beatrice. —Sí, Bea. Soy apasionado. —Se giró hacia Clara—. No voy a hacerte daño — insistió, incapaz de ignorar sus acusaciones. 87

—Te creo —aseguró ella suavemente. Les entregó un trozo de tostada y comieron en silencio. Evan consideró qué sé esperaría de él en esta situación. Debería denunciarlas. Eso es lo que debería hacer cualquiera. Era injusto para ellas que tuviesen que vivir por sí solas. Solo eran niñas… dos chicas jóvenes. No deberían tener que vivir así. En la oscuridad. Tan pobres. Clara tomando responsabilidades que deberían estar reservadas para adultos. Pero no estaban asustadas, notó. De hecho, ambas parecían bien adaptadas y saludables. Y luego se dio cuenta de lo que podría pasar si lo notificaba a las autoridades. Podrían separarlas, quizás en dos casas diferentes. ¿Cómo podía ser responsable de eso? No le extrañaba que Clara fuera tan reticente. La comprensión fue como una bofetada en el rostro. Ella no quería que él se acercara. No quería que él supiera nada. No le extrañaba que actuara tan reservada y nerviosa a su alrededor. Él comenzó a creer que realmente no le gustaba. Ahora se daba cuenta que eso no era completamente así. Solo estaba siendo protectora consigo y su hermana. Era una buena hermana para Beatrice, responsable, leal y amable, y sintió un torrente de admiración por ella. Clara era una buena chica y él no quería nada más que besarla en ese momento de descubrimiento, ese momento cuando su corazón se hinchó con lo que pensó que podría ser amor por ella. Amor verdadero. —¿En qué puedo ayudar? —pregunto Evan.

—Nada —contestó Clara—. No es tu trabajo ayudar. —Sé que no es mi trabajo, Clara —indicó Evan pacientemente—. Pero te lo estoy preguntando porque quiero. Beatrice no pudo soportarlo más. —Bueno, realmente nos gustó el yogurt y tal vez en algún momento podrías llevarnos a conseguir uno. —Inmediatamente se arrepintió de sus palabras y miró a Clara. Evan también miró a Clara y negó. Ella apretó firmemente los labios luchando contra la urgencia de reprender a su hermana. —Me encantaría llevarte por un yogurt en cualquier momento —afirmó Evan—. ¿Qué dices si limpiamos el patio y más tarde nos premiamos con uno? —¡Bueno, esa es la única manera posible! —aseguró Beatrice—. No puedes premiarte con algo hasta que haces algo para merecerlo, ¿verdad, Clara? Clara se encogió de hombros y bajó la mirada a sus pies. Solo entonces consiguió un vistazo de sus pezones presionando firmemente contra la tela de su camiseta. —Oh Dios mío —exclamó para sí y corrió a su habitación. Cerró la puerta de golpe y abrió el cajón superior del tocador—. Oh Dios mío, oh Dios mío, oh Dios mío —se lamentó tomando un sujetador y lanzándolo sobre la cama—. Joder, joder, joder, joder, joder —susurró, quitándose la camiseta y poniéndose el sujetador. Escuchó un golpe en la puerta. 88

—¿Qué? —preguntó alarmada—. ¡No entres! —¿Qué está mal, Clara? —preguntó Beatrice—. ¿Vas a volver a salir? —Sí. Solo me estoy cambiando —contestó Clara. —Oh. —Beatrice sonó aliviada—. Yo también iré a cambiarme y no vemos fuera. Clara no respondió. Se sentó en el borde de la cama sintiéndose horrorizada, mirando la puerta de su armario, llevando solo el sujetador y un pantalón de algodón intentando reunir el coraje para salir de su habitación. Una vez que estuviera completamente vestida. —¿Estás bien, Clara? —insistió Beatrice. No se marcharía hasta que Clara le contestara. —Sí, Beatrice. Me encontraré fuera contigo. Con el tiempo salió de su habitación y estaba vestida con un viejo jeans que eran demasiado cortos y una camiseta de manga larga, sus pechos agradablemente seguros con un sujetador, sin mostrar los pezones. Se recogió el cabello en una coleta alta y a Evan le gustó inmediatamente. Nunca la había visto llevar su cabello así. Llevaba coletas en la escuela, pero siempre bajas cubriéndole la nuca. Sencillo o serio. No este. Este era coqueto y quería que él lo mirase. El deseo de él por ella se intensificaba mientras más miraba.

Caminó con ella hasta el patio trasero y Beatrice pronto los siguió. Los tres de pie en el centro del patio y considerando el trabajo por delante. —¿Quizás asignando tareas? —ofreció Evan. —Quiero usar el cortacésped —indicó Beatrice. —Absolutamente no —respondió Clara—. Es peligroso y puedes cortarte los pies. ¿Es lo que quieres? ¿No tener pies? Evan sonrió. —Yo usaré el cortacésped —propuso él—. Estoy seguro que no tiene gasolina, así que necesito ir a la gasolinera para obtener un poco. —Te daré el dinero —dijo Clara. Evan la ignoró. No iba a tomar dinero de Clara, no después de lo que vio. Estaba sorprendido de comprender que las chicas habían estado viviendo las pasadas siete semanas sin electricidad. No vivían en desorden, pero desde el momento que entró podía decir que todo era viejo y desgastado. Los muebles se veían como si necesitaran ser retirados. Notó el papel de pared colgando en las esquinas de la cocina y puntos de humedad en varias zonas de la pared. Aun así, las chicas mantenían la casa limpia. Se estaba desmoronando a trozos, pero estaba limpia. —Entonces rastrillaré —comentó Beatrice—. Aunque sería mucho más divertido con el cortacésped.

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Clara ayudó a su hermana con otro rastrillo que encontró metido al fondo del cobertizo. Había muchas hojas, notó de repente, cuando juraría que el día anterior los árboles estaban repletos de ellas. Ahora los árboles estaban desnudos, despojados de su ropa colorida y Clara se sintió avergonzada de ello. Las chicas solo consiguieron rastrillar parte del patio trasero cuando Evan volvió con la gasolina para el cortacésped. Preparó el equipamiento, comprobando esto y aquello, Clara no tenía idea, luego se acercó a Beatrice. —Yo acabaré esto —dijo, quitándole el rastrillo—. Puedes comenzar a recoger todos los palos. Y si te encuentras con piedras grandes, agárralas también. Me gustaría mantener los ojos mientras corto el césped. —¿Dónde pongo todo? —preguntó Beatrice. Evan miró alrededor. —En la esquina de atrás —respondió, señalando hacia la madreselva muerta. —¡No! —exclamó Clara. Corrió hacia Beatrice—. Allí no, Bea. Ahí —sugirió, señalando una zona en el lado opuesto del patio. —Lo sé, Clara —contestó Beatrice—. Evan no lo entiende. —Y comenzó a trabajar. —¿Un lugar especial? —preguntó Evan cuando Clara volvió a rastrillar. —Sí —musitó, y Evan no fisgoneó.

Trabajaron todo el día y aunque el tiempo era frío, estaban respirando pesadamente y empapados de sudor cuando terminaron todo. Pero el patio parecía hermoso, limpio y bien cuidado y Clara se alegró que hubiese una cosa menos de la que tenía que estar avergonzada en su larga lista de cosas embarazosas. —Creo que hablamos de un yogurt helado —mencionó Evan mientras se sentaban a la mesa de la cocina por la tarde bebiendo vasos de agua. Clara deseó que tuviesen hielo. —Tal vez en otro momento —discutió Clara—. Estamos sucios. Beatrice hizo un puchero. Evan pasó la mirada sobre Clara y pensó que nunca estuvo tan sexy. Tenía las rodillas del pantalón manchadas de tierra de arrodillarse y quitar las malas hierbas. Tenía manchas marrones en el rostro de secarse el sudor con los guantes de jardinería sucios. Tenía la coleta despeinada, enmarañada y con trozos de hierba y agujas de pino. La miró lamerse los labios después de otro trago de agua, la humedad brillando en sus gruesos labios y deseó arremeter contra ella al otro lado de la mesa, tumbarla en el suelo y probar el polvo y el sudor salado en ella. Deseó que Beatrice estuviese en cualquier otro lado alejado. —Por favor, Clare-Bear. —Escuchó suplicar a Beatrice y se forzó a salir de su fantasía. —No me importa ir así si a ti tampoco —intervino Evan. —Bueno, lo hace —replicó Clara. —Oh, Clara —dijo Beatrice—. Te ves hermosa como siempre. 90

Evan quería estar de acuerdo con un “Joder, sí”, pero mantuvo la boca cerrada. —Por favor, vayamos por yo-hela —rogó Beatrice. —¿Yo-hela? —se burló Clara—. ¿Ahora es yo-hela? —Bueno, es como lo llama todo el mundo —contestó Beatrice, frunciendo el ceño. —Pero tú no, Bea —dijo Clara—. Porque no eres idiota. Beatrice se enfurruño y se cruzó de brazos. Evan miró a Clara como diciendo, “Sabes que vas a perder en esto”. —Está bien —cedió Clara, y Beatrice chilló.

Capítulo 9 C

lara no había visto a Jen, Meredith, ni a Katy por dos semanas; no desde el vergonzoso estallido en el centro comercial. Supuso que nunca intentarían hablarle de nuevo, y parte de ella estaba aliviada. La otra parte no se decidía. Sí quería amigas, solo no sabía si quería esas chicas en particular como amigas. Ciertamente nunca podría invitarlas a su casa. Sentía que era imposible tener amistades normales por su vida en casa. Pero entonces Beatrice las tenía. ¿Por qué no podía ella? Entonces se dio cuenta que era porque Beatrice era buena mintiendo. Podía mantener a sus amigos lejos de casa con toda clase de historias inventadas. Clara no tenía tanta suerte en mentir bien. Era prisionera en cambio de su secreto, y en ese momento, estaba llena de odio por su madre. Estaba en su casillero guardando libros, apenas consciente de una chica pequeña caminando hacia ella. —Hola, Clara —dijo Katy, acercándose tentativamente a ella. —Hola, Katy —dijo Clara. Cerró la puerta de su casillero con suavidad. 91

—De verdad lo siento por lo del centro comercial —dijo—. No lo sabía. Clara miró al suelo. —Está bien. Lamento haberte gritado enfrente de todo el mundo. De verdad me avergoncé. —No pienso algunas veces —dijo Katy—. Es mi culpa. Algunas veces no pienso en las situaciones de otras personas. Clara se encogió de hombros. —Te buscamos —continuó—. Caminamos alrededor del estacionamiento buscándote. Clara no pudo ocultar su sorpresa. Nunca lo hubiera creído y se sintió instantáneamente avergonzada por pensar que las tres chicas eran unas perras. —Quería que lo supieras —dijo Katy en voz baja—. Nunca te hubiéramos dejado sola. ¿Cómo regresaste a la escuela? —Tomé un bus de la ciudad —contestó Clara. —Oh —dijo Katy. Se removió en sus pies—. Jen y Meredith querían venir a hablar contigo también, pero no quería que pensaras que estamos atacándote en grupo. —Oh. —Fue lo único que Clara pudo decir.

—Lo sentimos mucho por todo —dijo. Esperó a que Clara respondiera, pero Clara se quedó inmóvil, las palabras se atoraron en su garganta—. Bueno, supongo que te veré por ahí —dijo después de un rato y se giró para irse. —Bien —contestó y observó mientras Katy bajaba por el pasillo. Lamentaba que pudiera haber arruinado una oportunidad de ser buenas amigas con las chicas quienes resultaron ser amables después de todo, y por un segundo pensó en llamar a Katy o preguntarle si les gustaría sentarse con ella al almuerzo. Pero entonces recordó que tenía secretos que ocultar. Maldijo suavemente y caminó a su clase de salud. Su humor mejoró cuando vio a Evan. Le encantaba sentarse a su lado en clase. Algunas veces hablaba mucho; algunas veces poco. Pero siempre la saludaba, y siempre decía su nombre. Pensó que tal vez le gustaba decirlo, la forma en que su lengua pasaba por el paladar de su boca para hacer el sonido de la “k”, y como rodaba hacia el frente hasta que su lengua se presionaba contra sus dientes delanteros para formar el sonido de la “l”. Tal vez era por eso que decía tan seguido su nombre. Le gustaba lo que hacía en su lengua. Ella le decía muy poco en clase. Era más que nada por los demás estudiantes. Ya no miraban boquiabiertos, pero todavía sentía su confusión. Y rabia. La rabia era palpable, y la molestaba. ¿Todos estaban del lado de Amy? ¿Y por qué? Ella rompió con Evan, pensó Clara. ¿Por qué ella se interesaría tanto en mí? —¿Qué harás esta tarde? —le preguntó Evan a Clara mientras tomaba su asiento a su lado. —Debo trabajar —contestó. 92

—¿Y a qué hora sales? —A las ocho. —¿Cuándo termina Beatrice de pasear los perros? —preguntó Evan. —A las cinco y media más o menos —dijo Clara—. ¿Qué pasa con todas las preguntas? Evan sonrió. —Pensaba llevar comida a domicilio —dijo—. Comida china. ¿Qué piensas? —Es muy amable de tu parte, pero estamos bien —dijo Clara. ¡Comida china!, gritó por dentro, y sintió su estómago retorcerse en nudos, rogando por una pequeña probada. —Bueno, supongo que la llevaré de todos modos —dijo. Clara sonrió. —Sería tarde, sin embargo, cuando llegues a casa de cenar. Evan se rió. —Clara, tengo dieciocho años y estoy en último año. Y trabajo en una librería que dice abierto hasta las once. Y algunas veces debo trabajar hasta las once… ¡en una noche de escuela! —exclamó con afectada sorpresa, y ella se rió—. Creo que mis padres estarán bien.

—Bien. —Voy a sostener tu mano mientras lo hago —dijo Evan—. Así que sólo piensa en eso. El rostro de Clara se puso de varios tonos de rojos. Instintivamente puso sus manos en puños y luego las abrió sobre sus muslos. Las mantuvo ahí durante toda la clase, con miedo de tomar notar, con miedo de dejar que él las viera, pensando que si ocultaba sus manos de su vida podría olvidarse de su plan. No fue así. Tan pronto como la campana sonó, Clara saltó de su asiento y fue a la puerta. No fue tan rápida. —¡Oh, no lo harás! —dijo Evan, bloqueando su camino. —Por favor, Evan —dijo, y en ese momento él quiso abrazarla. —Sólo quiero sostener tu mano, Clara —dijo, entonces cantó la famosa frase de los Beatles1. Clara se rió. —Lo sé, lo sé. No tengo oído. ¡Y toco la guitarra! —dijo. —Entonces no sabes nada sobre libros, pero trabajas en una librería, y no puedes llevar un tono, pero tocas la guitarra —bromeó Clara. Inclinó su cabeza a un lado. —Lo sé. Estoy constantemente contra mis posibilidades. ¿Sabes lo difícil que es existir de esa forma? —preguntó Evan. Estiró su mano para ella—. ¿Estás lista? 93

No sabía lo que quería decir con esa declaración. ¿Lista para qué? ¿Lista para sostener la mano de un chico por primera vez en su vida? ¿Lista para enfrentar las desconcertadas miradas de estudiantes caminando por el pasillo? ¿Lista para saltar a algo con él? ¿Algo romántico? —Solo sostendré tu mano, Clara —dijo suavemente. Sintió sus largos dedos envolverse alrededor de su mano. Las puntas eran callosas por tocar la guitarra, y se dio cuenta que debía tocar todo el tiempo. Le gustaba la aspereza mezclada con la suavidad de su palma. Apretó su mano con fuerza, enviando oleadas eléctricas por su mano y la guio fuera del aula. Dejó que Evan la acompañara por el pasillo. Él caminaba con confianza, saludando a los amigos que veía mientras pasaba a su lado. Ella mantuvo su cabeza agachada para evitar ciertas miradas de los estudiantes que pasaban, pero no pudo evitar lo que decían. —Oh Dios mío. ¿Estás viendo esto? —Escuchó a una chica preguntar. —Necesito lentes —contestó otra. —¡Está sosteniendo su mano! —chilló alguien tras ella.

1

Mano.

I Want To Hold Your Hand. Es una canción de los Beatles que traduce, Quiero Sostener tu

Continuaron por el pasillo, Y Clara cometió un error al levantar la cara por un breve momento. Amy estaba a su derecha, parada con un grupo de sus amigas, luciendo indignada mientras observaba a Clara pasar. Clara pensó ver a Amy articular las palabras “Maldita perra”. —Estoy incomoda —dijo Clara, girando su rostro al de Evan. —No lo estés —contestó Evan—. Lo superarán. Sintió un poco de pánico. —No lo sé —dijo. Llegaron al casillero de Clara, pero Evan no soltó su mano. —Por favor suéltame, Evan —rogó Clara, tirando su mano. Estaba completamente asustada. Evan la soltó, ignorante a su miedo. —Ese fue el mejor momento que he tenido hasta ahora este año —dijo. Clara deseó poder decir lo mismo, pero no podía quitarse la imagen de Amy mirándola con disgusto. Tenía miedo. —¿Clara? —preguntó Evan. —¿Qué? —dijo un poco demasiado brusco. —No me importa lo que piensen. Lo que digan. ¿Me entiendes? —Sé que no te importa —replicó—. No tiene que importarte. —¿Qué quieres decir? —Les caes bien sin importar qué. 94

Evan lo consideró mientras se pasaba una mano por su cabello rubio arena. —¿Pero yo? —continuó Clara—. No les caigo bien. Al menos no les gusta que sostenga tu mano. Evan no sabía qué decir. Ella tenía razón, y no tenía palabras para animarla, para hacerla creer que no importaba lo que otros estudiantes pensaran. —Te veré esta noche —dijo Clara recogiendo sus libros del casillero—. Si todavía quieres venir. —Sí quiero —dijo tras ella porque ya estaba alejándose.

—¡Clara! —Beatrice sollozó corriendo a los brazos de su hermana. Clara ni siquiera había cruzado la puerta antes que el rostro de Beatrice estuviera enterrado en su pecho. —Está bien —dijo Clara. Cerró la puerta y se movió a la sala de estar con Beatrice aferrada a su cuerpo como un crustáceo. Notó que Beatrice había encendido un fuego en la chimenea. —¡Lo más terrible ha sucedido! —chilló Beatrice.

—Bea, no puedes encender el fuego cuando no estoy —dijo Clara—. Sólo puedes encender velas. ¿Recuerdas? —¡Oh Clara, escúchame! —Lloró Beatrice—. ¡Mi vida se terminó! Clara respiró profundamente y se sentó en el sofá con Beatrice aferrada a ella. —Cuéntame —dijo Clara suavemente. Miró el reloj colgando en la cocina. Evan estaría aquí en cualquier minuto. Beatrice lloró contra la camisa de Clara. —Perdí mi trabajo, Clara. Y fue terrible. Soy la peor paseadora de perros del mundo —dijo entre sollozos. El corazón de Clara cayó. —Dime qué pasó, Bea. Beatrice se sentó y luego se limpió torpemente su cara. Sus lágrimas hacían sus ojos azules traslúcidos, y Clara pensó que su hermana era la única persona en el mundo que se veía hermosa cuando lloraba. —Yo… yo e-estaba pa-paseando a Penelo-lope —tartamudeó. —Para —ordenó Clara—. Toma aire. Beatrice inhaló y lo sostuvo en su pecho por unos segundos antes de exhalar. Clara le pasó un pañuelo de una caja en la mesa de centro. —Suénate. Beatrice obedeció. Hizo una bola con el pañuelo en su puño y continuó. 95

—Estaba paseando a la dulce Penelope —empezó Beatrice—. Y otro perro… un odioso y malvado perro, empezó a caminar hacia nosotros. Nos ladró y eso molestó mucho a Penelope. —Ajá. —Y cuando pasábamos junto a este perro, Penelope tiró muy fuerte de la correa. Quería ir a donde el perro para atacarlo. —Los ojos de Beatrice se inundaron de lágrimas frescas—. Y lo hizo. Se me escapó y atacó al perro. —Oh Dios —dijo Clara—. ¿Qué pasó? —¡Mordió al perro! —gritó Beatrice—. ¡Ese horrible perro se lo merecía! ¡Y el dueño estaba furioso! —¿Qué clase de perro era? —preguntó Clara. —Un Chihuahua —contestó. Clara miró a su hermana sin expresión. —¿El odioso y malvado perro era un Chihuahua? —Sí, Clara. —¿Y Penelope mató al Chihuahua? —Clara de repente se sintió irritada. —No, pero la dueña exigió que le dijera de quién era el perro que paseaba. Y entonces salió como una furia a la casa de la señora Johnson y le gritó. Exigió que

la señora Johnson pagara la factura del veterinario y no quería ver a “esa niñita paseando a ese perro otra vez”. Y entonces la señora Johnson se molestó conmigo y me dijo que no podía pasear más a su perro porque era irresponsable. Y me dijo que me fuera a casa y que no me molestara en pasear a los otros perros porque iba a decirles a la señora Peterson y a la señora Levine sobre esto. —Beatrice tomó aire—. E implore y rogué y le dije que nunca soltaría otra vez la correa y que el Chihuahua fue quién empezó la pelea, y dijo que no importaba, que era mi responsabilidad pasear a su perro a salvo y no dejar que mordiera otros… Un fuerte golpe interrumpió a Beatrice. —¡Oh, Clara! ¡Han venido a llevarme! —gritó Beatrice—. ¡Voy a ir a la cárcel porque Penelope mordió a ese perro! —Abrazó a su hermana desesperada. Clara puso los ojos en blanco. —Bea, es Evan. Trajo la cena —dijo, y Beatrice la soltó. Clara abrió la puerta para encontrar a Evan sosteniendo dos grandes bolsas emanando el delicioso aroma de comida asiática. De inmediato tuvo hambre. —Hola, Clara —dijo, y ella se hizo a un lado para dejarlo entrar. Caminó a la cocina y dejó las bolsas sobre la mesa. Había velas encendidas en todas partes, pero la casa todavía estaba bajo una oscuridad iluminada por amarillo. No le gustaba y quería preguntarle a Clara cuándo tendrían de nuevo la electricidad conectada, pero se refrenó de decir algo cuando notó la cara de Beatrice manchada de lágrimas brillando a la luz de la chimenea. 96

—Beatrice, parece que tuviste un mal día —dijo con suavidad, caminando para sentarse a su lado. —Fue horrible —dijo—. Perdí mi trabajo. —¿Cómo? —preguntó Evan. —Solté la correa. Evan miró a Clara para que le explicara, pero solo negó. Él pensó por un momento. —¿Tienes hambre? —preguntó a Beatrice. Beatrice negó. —Nunca comeré de nuevo —dijo dramáticamente. —Mmmm —contestó Evan—. Qué mal porque ordené justo cada cosa del menú. Beatrice no respondió. —No sé cómo tu hermana y yo nos comeremos todo eso —continuó Evan—. Pero supongo que podemos intentarlo. Caminó a la cocina con Clara. Ella se sentó a la mesa y les sirvió dos vasos de agua del grifo. Se sentó con Evan y esperaron a que Beatrice se les uniera. Sabía que Beatrice lo haría. El olor de la comida china era demasiado, incluso para una niña emocionalmente destruida que dijo que nunca comería de nuevo.

—Gracias por la cena —dijo Clara mientras Evan desempacaba las bolsas. —Cuando quieras, Clara —dijo, acomodando las bandejas de comida en una especie de bufet. Él la miró y sonrió. Empezaron a comer, sirviendo sus platos con varios sabores de pollo, vegetales al vapor y arroz frito. Clara no podía imaginarse cuánto gastó Evan en esto. Trajo cerca de ocho bandejas diferentes. Observó mientras él elegía un pedazo de pollo Kung Pao con un par de palillos. Era un experto con ellos y a ella le pareció fascinante. —¿Cómo comes arroz con eso? —preguntó después de un momento. Él la miró. —Lo levantas como si fueran cucharadas. —Le demostró posicionando los palillos ligeramente separados y luego pasándolos por el arroz. Levantó su mano para mostrarle una limpia porción de arroz sobre el extremo de los palillos—. Es en realidad un utensilio inferior —dijo Evan—. Pero me he convencido que me ayuda a tocar mejor la guitarra. Buenas habilidades motoras o algo así. Clara asintió y le dio un mordisco a su rollito primavera. —¿Tuviste un buen día en la escuela, Clara? —preguntó Evan. Había una sonrisa juguetona en sus labios. —Sí —respondió, insegura de a dónde iba con esta conversación. —¿Y algo en especial sucedió? —presionó. Clara se sonrojó. 97

—Tal vez. —Entonces cuéntame —dijo Evan entre bocados de vegetales. —Alguien sostuvo mi mano —dijo Clara, sin saber bien cómo coquetear, pero pensando que tal vez podría estar haciéndolo ahora. —¿Y te gustó? —preguntó Evan. —Sí —susurró, olvidando todo sobre la fea cara de Amy y los comentarios hechos por los estudiantes mientras pasaban por el pasillo—. Mucho. Evan se inclinó sobre la mesa, con la voz suave y dulce. —Bueno, también me gustó. Mucho. Se sintió en llamas, como si su cuerpo se encendiera y su voz fuera la chispa. Nunca sintió un deseo tan grande por besar a alguien. Nunca hubo nadie en la escuela que le interesara. Pero él era diferente, y tenía miedo de sí misma a su alrededor, cómo la atraía a él con solo el sonido de su voz. Era profundo y hambrienta por ella, y quería extenderse sobre la mesa y dejarlo probarla por todas partes como algo salido de un libro de ficción sobre vampiros. Se sacudió de sus pensamientos y rápidamente miró hacia Beatrice quien estaba mirándolos como un halcón. —Beatrice, puedes estar triste y comer —dijo Clara, feliz por la distracción.

—¿Puedo? —preguntó. —Sí —contestó, y Beatrice saltó del sofá y corrió a la mesa. —Creo que la comida china puede ser mi favorita —dijo emocionada mientras Clara ponía un poco de todo en un plato para ella. —Y yo aquí pensando que era el yogurt —murmuró Clara. Evan se rió. —Evan, quiero comer con palillos también —dijo Beatrice. —No, Bea —dijo Clara—. Estaremos aquí toda la noche. Evan la ignoró y sacó dos pares de palillos de la bolsa. Los abrió, los frotó entré las palmas de sus manos y le dio un par a cada una de las chicas. —Los sostienes más o menos como si fuera un cepillo de dientes —empezó, y Clara decidió que en realidad no le importaría sentarse a la mesa con Beatrice y Evan toda la noche.

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La calidez que sintió mientras Evan estaba ahí rápidamente se desvaneció cuando su auto salió de la entrada. Se recostó en la cama pensando en Beatrice perdiendo su trabajo, esa preciosa adición a sus ingresos, sin importar qué tan pequeña fuera, se fue por un error. Beatrice soltó la correa, y las horas de Clara en el trabajo disminuyeron también. Se enteró ayer, y ya estaba buscando por una segunda fuente de ingresos. Trató de ignorar el pánico creciendo en el centro de su pecho. No había escuchado las voces de nuevo, no desde esa noche, pero la ansiedad aumentaba. Trató de animarse a ser valiente. Pero no veía forma de salir de la deuda. El plan que tenía de pagar la factura de la luz al final de octubre ahora parecía un sueño. Simplemente no podía hacer suficiente dinero para cubrir el costo de las otras facturas combinadas. Pensó en cancelar su servicio de celular, pero no podía. Ella y Beatrice necesitaban una forma de estar en contacto, y sus teléfonos y plan de llamadas eran los más baratos de cualquiera que buscó. No podía dejar de pagar el agua. No podía estar sin agua. Ni siquiera había pensado en guardar dinero para la factura del gas. Fue tonto de su parte, se daba cuenta ahora, cuando podrían haber estado cocinando con la estufa de gas en lugar de rostizarse durante los días de calor del final del verano con la estufa da madera. Y podrían haber tenido agua caliente para bañase. ¿Por qué no pagó primero la factura del gas? No sabía qué estaba haciendo. No sabía cómo presupuestar su dinero. Pensó que estaba haciendo lo correcto, trabajando para pagar la factura de la luz. Guardando algo de dinero para los impuestos de la propiedad. Un poco aquí. Un poco allá. Pero parecía como si no hubiera hecho nada. Todavía les debía a todos, intereses y pagos atrasados acumulándose como hormigas en una rebanada de manzana en el césped.

El pánico aumentó y saltó de la cama. Fue a la cocina y encendió una vela. Sacó las facturas y las extendió sobre la mesa, leyendo los números e intentando determinar qué podía hacer. Todavía debía $187.12 de la electricidad. El corto trabajo de Beatrice paseando perros había al menos ayudado a pagar un poco. Apenas y había tocado el gas. El total que debía con los nuevos cargos por intereses era de $102.44. No se molestó en mirar los impuestos de la propiedad. Y entones había más gastos de vida. Artículos de aseo personal, comida, combustible para su auto. Su cumpleaños se acercaba, y en lo único en que podía pensar era en el dinero que debería por una nueva etiqueta para el auto. ¿Qué hacen las personas para conseguir dinero rápido?, pensó. ¿Qué podía ofrecer? Pensó en robar. ¿Qué podía robar? No sabía cómo hacerlo; qué robar y dónde venderlo. ¿Podría robarle a alguien? Qué idea más ridícula. No tenía más agallas que un bebé conejo. Pero Beatrice sí. ¿Podría Beatrice robarle a alguien? Si le daba instrucciones a su hermana, ¿podría Beatrice hacerlo? Clara negó con fuerza. Estaba horrorizada por los lugares a donde su cabeza la llevaba; las ideas desesperadas eran porque no podía pensar otra forma de salir. Debía de expiar esos pensamientos, la fealdad de su mente y su corazón. Voló a la habitación de Beatrice con pánico y le quitó su cobertor. Beatrice se sentó sorprendida. —¿Clara? —preguntó mareada, con su voz dormida. 99

—Debemos rezar, Bea —dijo Clara frenéticamente—. Rápido, ponte de rodillas. Como yo, al lado de la cama. ¡Por favor apúrate! —gritó mientras Beatrice se sentaba inmóvil. Beatrice se bajó de la cama y se arrodilló al lado de su hermana. —No sé cómo rezar, Clare-Bear —dijo, el miedo cubría su voz. Nunca había visto a su hermana tan asustada. —Tampoco yo —confesó Clara—. Pero debemos intentarlo. Las chicas doblaron sus manos y agacharon sus cabezas. —Querido Dios —empezó Clara—. Yo… no te conozco. Espero que me conozcas. Beatrice escuchó mientras la voz de su hermana temblaba. —Necesito ayuda —continuó Clara—. Necesito que nos ayudes como puedas. Necesito que me perdones por mis malos pensamientos. —¿Qué malos pensamientos? —interrumpió Clara. —No importa —dijo rápidamente. Continuó con su oración—. Por favor trae a nuestra madre a casa. Por favor ayúdanos. Lloró de inmediato, incapaz de ocultar su miedo de Beatrice. Deseó poder ser fuerte para su hermana menor, pero no sabía cómo. El miedo se aferró a ella, y se sintió derretirse en la oscuridad de la depresión.

—Di una oración, Bea —susurró Clara con urgencia. Beatrice agarró las manos de su hermana y las sostuvo con fuerza mientras hablaba. —Dios, soy Beatrice. Mi hermana me despertó para hablar contigo porque se supone que nos ayudes. Sé que no siempre soy buena. He tenido malos pensamientos, como Clara. Clara sonrió con cansancio entre sus lágrimas. —Son más que nada sobre Angela quien es mi mejor amiga, pero estoy celosa porque puede tener cosas que yo desearía tener. Clara sintió el rápido latido de su corazón ralentizarse mientras escuchaba la voz de Beatrice. La tranquilizó. —El punto es que sé que soy mala, pero me gustaría ser mejor. Puedo hacer un trato contigo si quieres —prosiguió Beatrice. Clara se rió y las sorprendió a ambas. —Sería buena si haces lo siguiente: trae a mamá a casa, danos dinero para pagar las facturas, y ayuda a Clara a no tener miedo. Clara se tensó. —Amén —dijo Beatrice. —Amén —repitió Clara. Las chicas se miraron. 100

—¿Te sientes mejor, Clara? —preguntó Beatrice soltando las manos de Clara. Sus ojos eran grandes, redondeados y expectantes. Clara sabía que Beatrice necesitaba que dijera que “sí”. —Sí, Bea. Gracias. Clara volvió a su cuarto. Se recostó en la cama pensando que debería sentirse mejor. Había hablado con Dios, y por alguna razón, pensó que debería sentirse en paz por eso. Pensó que debería escucharlo decirle algo, guiarla en la dirección correcta, o al menos darle una pista. Esperó, pero el miedo permanecía en su pecho. La paz no estaba ahí. La voz de Dios no hizo eco en su habitación. Pensó que tal vez Dios esperaba que descubriera la solución a su problema por su cuenta, y que fuera por eso que estaba en silencio. Buscó en su cerebro recordando una mujer que vio una vez cuando estaba montada en el auto con su madre. Fue hace dos años, y estaba viajando por una calle en el centro de Baltimore y se había detenido en una intersección. Clara vio a la mujer envuelta en un vestido rojo ajustado y altos tacones. Andaba alrededor de la intersección, con la cabeza moviéndose de un lado a otro como si buscara a alguien. —¿Está buscando un aventón? —preguntó Clara a su madre. —Algo así —le contestó su madre.

Capítulo 10 —¡F

eliz cumpleaños, Clara! —gritó Beatrice, corriendo a los brazos de su hermana. —Gracias, Bea —dijo Clara, abrazándola.

Sin embargo, se preguntó qué tan feliz era cumplir diecisiete en verdad. Para cualquier adolescente normal que no experimentara sus problemas, probablemente era un gran evento. Probablemente saldrían a comer. Definitivamente celebrarían con un pastel de cumpleaños decorado con esas velas en espiral de color amarillas, azules y rosas que le gustaba. Y estaba segura que habría algunos regalos especiales. El regalo de Clara vino en un sobre marcado “Contiene documento fechado”. Unos días después de recibir la carta, se obsequió una prueba de emisión de gases y una nueva calcomanía para el auto. Feliz jodido cumpleaños, pensó mientras miraba los diez dólares que le quedaban en su cuenta. —Hice algo bueno y algo malo por tu cumpleaños —dijo Beatrice. Clara frunció el ceño. 101

—¿Recuerdas ese dinero que me dijiste que gastara en las entradas al cine y la comida? —preguntó Beatrice. —Sí —contestó Clara. —Bueno, la mamá de Josey pagó por todo, así que guardé el dinero y te compré un regalo de cumpleaños —dijo Beatrice—. ¿Estás enojada? Sé que probablemente debería habértelo dado y pagado una factura o algo. Clara no pudo creer sus lágrimas instantáneas y alejó su mirada para esconderlos de Beatrice. Caminó hacia su bolso y pretendió estar buscando algo. —No estoy enojada —dijo en voz baja—. Pero no tenías que hacerlo, Bea. —Quería hacerlo, Clare-Bear —dijo Beatrice—. ¡Es tu cumpleaños! —gritó de nuevo—. Y adicional a tu cumpleaños, tengo otra sorpresa para ti. Clara se limpió disimuladamente el rostro y respiró profundo. —Ah, ¿sí? —Mmmm —replicó Beatrice—. ¿A qué hora sales del trabajo hoy? —Solo trabajaré hasta las seis —dijo Clara. Agarró sus llaves junto con su bolso y mochila. —Perfecto —dijo Beatrice emocionada.

—¿Quieres que te lleve a la escuela hoy? —ofreció Clara. —Nop —dijo Beatrice—. Tomaré el autobús. Y sí, Clara, recordaré cerrar con seguro. Clara todavía no estaba acostumbrada a que Beatrice tomara el autobús a casa desde la escuela y se quedara sola en la casa. Creía que nunca se acostumbraría a eso, Beatrice con su propia llave como si fuera una pequeña adulta. No importaba que actuara como una. Todavía era una niña. Clara se preocupaba los días que trabajaba hasta tarde, con Beatrice sola en la oscura casa iluminada por las velas. Hizo que Beatrice repasara un plan de seguridad con ella, asegurándose de estar en la casa antes del anochecer y mantener todas las puertas cerradas hasta que Clara llegara. Varias veces Clara regresaba y no había nadie. La primera vez que pasó, enloqueció de pánico hasta que vio a Beatrice cruzar la calle de visitar a la señora Debbie. —¡Santo Dios, Bea! —le gritó Clara esa noche—. ¡Dime cuando no vayas a estar aquí! —Lo siento mucho, Clara —replicó Beatrice dolida—. Voy a la casa de la señora Debbie todo el tiempo. —Está bien —dijo Clara exhausta de la preocupación—. Sólo dímelo, ¿bien? —Bien. —Y contesta tu teléfono —espetó Clara. —Bien, Clara. 102

Clara revisó la hora en su celular. Si se iba ahora, podría todavía llegar a la escuela para el desayuno. Miró a Beatrice. —No llegues tarde a la escuela —le dijo. —¿Alguna vez he llegado tarde a la escuela, Clara? —preguntó Beatrice. Se paró con sus manos en las caderas. —Y cierra con seguro cuando salgas —dijo. Beatrice dejó salir un dramático y fuerte suspiro. —Y te llamo si voy a estar con la señora Debbie. Y cierro las puertas si voy a estar sola en casa. Y no enciendo el fuego en la chimenea. Y no hago nada más que quedarme perfectamente inmóvil hasta que llegues a casa. —Precisamente —dijo Clara sonriendo, y se acercó para besar a Beatrice en la frente—. Te amo. —¡También te amo, cumpleañera! —dijo Beatrice, y luego corrió a su cuarto para cambiarse por su uniforme de la escuela.

Clara recogió otro bocado de huevos revueltos mientras se sentaba leyendo su último libro de la biblioteca. Quería probar algo completamente diferente y optó por una autobiografía. Le costó mucho encontrar un relato en el libro que no la

hiciera reír. No quería llamar la atención hacia ella y se dio cuenta que tal vez no podría ser capaz de leer este libro en particular en la escuela. Volteó el libro y leyó la reseña superior: “Divertidísimo”; reseña de The New York Times. ¿Ahora por qué no noté eso antes?, pensó. —¿Tienes esa lista para mí? –preguntó Evan, acercándose a ella. Nunca llegaba a la escuela para el desayuno, y no podía entender por qué estaba allí ahora. —¿Lista? —preguntó, levantando la vista de su relato. —Sí. La lista de libros de ficción —aclaró. —Ohhh —dijo Clara—. La tengo, en realidad. —Nunca pensó que él lo pediría. Realmente no. Pero hizo la lista de todos modos con la esperanza que lo hiciera. Buscó en su mochila y sacó una hoja de papel. Se la entregó. Evan rió en voz alta. —Hombre, es mejor que empiece enseguida. Me llevará el resto de mi vida leer todo esto. —¿Demasiado? —No —respondió—. Simplemente no tenía idea que leyeras esto. —Escaneó la lista—. Hmm. —¿Qué? —preguntó Clara. —Simplemente creo que esto dice mucho sobre ti —respondió. La miró—. Gracias por hacer esta lista para mí. —De nada. 103

—¿Debería leerlos en orden? —preguntó después de un momento. —No importa. Miró el libro abierto, puesto junto a su bandeja de comida. —¿Cuál es ese? —Sólo algo diferente —respondió, y después de un momento agregó—. ¿Qué tan horrible crees que sería tu vida si tuvieras tics? Ya sabes, ¿por ser TOC? —¿Como comprobar la cerradura cinco veces antes de acostarse? —No, más como lamer los interruptores de luz y besar gnomos de jardín. —¿Qué diablos estás leyendo? —preguntó mientras sonaba la primera campana del primer periodo.

Evan permaneció cerca de Clara todo el día, o al menos tanto como pudo. Él la encontró entre las clases en su casillero y caminó con ella a almorzar. Se sentó frente a ella mientras comían, y habló con ella sobre su interés en la ciencia —física en particular— y ella no tenía idea de lo que dijo durante la mayor parte de la conversación. No le importaba. Pensó en el tiempo que pasó con él como su regalo

de cumpleaños secreto, un regalo que le dio sin siquiera saberlo. Los estudiantes todavía los miraban fijamente, pero ella comenzaba a pensar que no importaba. —¿Sabías que el agua caliente se congela más rápido que el agua fría? Se llama Efecto Mpemba —dijo Evan. —No tenía idea —respondió, y miró su bandeja para esconder su sonrisa. —¿Y sabías que nadie entiende por qué? Clara soltó una risita. —Esto no te interesa en lo más mínimo, ¿verdad? —preguntó Evan. —No dije eso —respondió Clara—. Es difícil entenderlo. Eso es todo. —Bueno, como dije, nadie lo entiende —dijo Evan—. Eso es lo que lo hace interesante. —Veo por qué no lees ficción —respondió Clara—. Es exactamente lo contrario de todo esto de la ciencia. Evan sonrió. —¿Por qué te gustan tanto las historias inventadas, Clara? Clara se sonrojó. —Solamente lo hago. —Bueno, espero que no sea porque te imaginas como alguien más que tú. Eso sería una lástima —dijo Evan. 104

El rubor ardió profundamente en sus mejillas, e inclinó su cabeza para ocultar su rostro. —¿Te hago sentir incómoda? —preguntó—. ¿Te gustaría que te dejara sola? El rostro de Clara se elevó. Casi gritó: “¡No!”. Pero se controló. —No —dijo en voz baja—. ¿Por qué me preguntas eso? —No lo sé —contestó Evan—. Siento que siempre te estoy avergonzando. —Bueno, sí —respondió Clara sonriendo. Evan se echó a reír. —¿Me hace terrible que me guste hacerte sentir incómoda a veces? —No podía creer que lo dijo en voz alta. ¿Qué decía eso de él, de su persona, de su psique? Y lo que es más importante, ¿la molestaría? Clara pensó por un momento. Lo podría decir, y le haría sentirse incómodo. Tal vez necesitaba un sabor de su propia medicina. —Te gusta el poder que te da. Evan nunca apartó los ojos. Cuando miraba a Clara, la miraba a ella. Nunca miraba a ningún otro sitio. Pero en ese momento, sus palabras; la verdad plana y desnuda de ellas, lo obligaron a apartar la vista. Estaba avergonzado. —Creo que soy un idiota —dijo en voz baja, mirando su comida.

Clara sintió la transferencia de poder por primera vez. Él lo tuvo durante muchas semanas, pero ahora era suyo. Ella se lo quitó con esas palabras simples y honestas. Se sentía embriagada con una mezcla de vértigo y energía sexual. Comprendía y daba la bienvenida al vértigo, pero la energía sexual era extraña y desconcertante. Intentó un equilibrio. —No deberías sentirte así —dijo—. Las relaciones humanas son siempre un juego de poder. Sucede que ahora mismo has perdido tu poder. Evan la miró entonces y sonrió. —Lo quiero de vuelta —dijo juguetonamente. Clara negó. —No lo creo. Me gusta cómo se siente. —¿Y qué planeas hacer con ello, Clara? Quería decir que planeaba hacerle sufrir de la forma en que constantemente la hacía sufrir, pero no sabía lo que eso significaba. Sintió el poder deslizarse mientras buscaba una respuesta inteligente. —Yo planeo… —Pero su voz se apagó. Se dio cuenta que no podía seguirle. No podía coquetear como él. No podía encontrar los comentarios ingeniosos tan rápido como él podía, y sintió que se estaba desvaneciendo en su vieja persona. La tranquila Clara que nunca tiene las palabras correctas. 105

—Me gusta que no sepas qué hacer con ello, Clara —dijo Evan finalmente—. Si lo hicieras, no creo que me acercara a ti del mismo modo. Y con eso, el poder fue transferido de nuevo a él.

Clara fue a la puerta principal y vio la nota pegada: Estoy con la señora Debbie. Ven tan pronto como llegues a casa. Bea. Clara suspiró. Realmente le gustaba la señora Debbie, pero no estaba segura si quería pasar la tarde de su cumpleaños con ella. Estaba preparada para tomar un baño simple e ir a dormir pronto, pero recordó a Beatrice diciéndole que tenía una sorpresa. Y no podía evitar sentirse curiosa sobre su regalo de cumpleaños, a pesar de que estaba segura que ya sabía lo que le había comprado Beatrice. Atravesó la calle. Podía ver el rostro de Beatrice por la ventana del comedor antes que llegase a la puerta delantera. Tocó suavemente. Beatrice abrió la puerta y gritó fuerte: “¡FELIZ CUMPLEAÑOS!”, justo en la cara de Clara. Clara se echó atrás instintivamente y sonrió cuidadosamente. —Gracias, Bea —dijo mientras Beatrice agarraba su mano y la llevaba dentro de la casa de la señora Debbie. Había globos y guirnaldas por todos lados, enganchados a las sillas y al final de las mesas y colgando de esquina a esquina del techo del comedor y la cocina.

Globos llenos de helio estaban atados con bonitos lazos y se movían alrededor de los techos. Había tantos que Clara tuvo que pasar entre ellos como si fueran viñas colgando de árboles de la jungla. Siguió a Beatrice a la cocina donde vio un gran pastel de chocolate en mitad de la mesa. Y a su lado estaba Evan sonriendo de oreja a oreja. —¿Qué haces aquí? —preguntó ella. —Tu hermana me invitó —replicó Evan—. ¿Está bien? —¿Cuándo? ¿Cómo? —En la cena la otra noche —explicó Evan—. Cuando les llevé la comida china. Fuiste al lavabo y ella me contó sobre tu cumpleaños. —Oh. —Clara se sintió un poco avergonzada. Ella no solía hacer una gran cosa sobre sus cumpleaños. De hecho, prefería los tranquilos, y este año no quería celebrarlo. Miró alrededor a los globos y las guirnaldas, la señora Debbie moviéndose por la cocina preparando su cena de cumpleaños. Beatrice parada a su lado, mirando cada una de sus reacciones y sonriendo contenta de haber sorprendido a su hermana con una fiesta de cumpleaños. Clara no pudo evitar sonreír. Era amable de parte de ellos, y se olvidó de la otra persona que no estaba y debería estar allí. —Feliz cumpleaños, Clara —dijo Evan suavemente. —Gracias —replicó Clara, y le miró mientras sacaba algo de su regazo.

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—¡No! —dijo la señora Debbie—. La cena y el pastel primero. Después los regalos. —Echó a Clara y a Beatrice de su camino mientras ponía la mesa—. Feliz cumpleaños, cariño —le dijo a Clara de camino a la cocina. —Señora Debbie, gracias por todo esto —dijo Clara enrojeciendo—. Realmente no tenías que haberte molestado. —No fue una molestia, Clara. Solo cumples diecisiete una vez. Y, de todas maneras, Beatrice lo tenía todo planeado —dijo la señora Debbie—. Todo lo que hice fue seguir sus órdenes. —Seguir órdenes, ¿eh? —preguntó mirando a Beatrice. Beatrice estaba muriéndose por decírselo. —Está bien, Clara, así que primero te engañé para decirle a Evan sobre la fiesta mientras estabas en el baño. —Lo sé. Él me lo acaba de decir. —Y le di la tarea de traer todos los globos y guirnaldas. Tuvo que hacer un montón de viajes porque no podía meter todos los globos en su auto a la vez, ¿verdad Evan? —Verdad —replicó Evan. Él mantuvo sus ojos en Clara. —Y entonces él estaba a cargo de colgar las guirnaldas, pero le enseñé dónde ponerlas porque no creo que los chicos decoren tan bien como las chicas —dijo Beatrice. Clara sonrió.

—Y le pedí a la señora Debbie que te hiciera la cena y un pastel de cumpleaños porque yo no sé cocinar —dijo Beatrice. —Eso fue inteligente de tu parte —replicó Clara, mirando a la señora Debbie. Ella estaba al lado de la cocina sonriendo hacia la salsa de espaguetis mientras le daba vueltas. —Y mi trabajo era mantener todo en secreto lo cual era muy difícil porque no soy muy buena manteniendo secretos —continuó Beatrice. —Lo sé —dijo Clara, riéndose. —¡Oh, Clara! ¡Muero para que abras tus regalos! —dijo Beatrice—. No sé cómo podré aguantar la cena. —Creo que una vez que empieces a comer, te olvidarás de ellos —dijo Clara bromeando. —Hablando de ello —dijo la señora Debbie—. Agarren sus platos y vengan. Todo está preparado. —Y el pan de ajo, Clara —susurró Beatrice mientras iban hacia la cocina—. Creo que es divino. —Es bastante divino —dijo Clara, poniendo un puñado de espaguetis en su plato.

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La cena de cumpleaños de Clara fue todo lo que podría haber esperado. La señora Debbie hacía la mejor salsa casera de espaguetis, pero realmente no era sobre la comida. Disfrutaba de la compañía y escuchaba contenta mientas Beatrice hablaba sobre su día en el colegio y sus planes para cuando se casara. Evan le preguntó a Clara cuáles eran sus planes cuando ella se casara, y Clara enrojeció. No podía pensar en nada que decir, así que comió un poco de pan de ajo en su lugar. Sintió un pequeño movimiento en su corazón mientras veía a la señora Debbie poner unas velas azules, amarillas y rosas en su pastel de cumpleaños después de la cena. Diecisiete de ellas, y Beatrice le dijo que era imperativo que las soplara todas a la vez si quería que su deseo se hiciera realidad. —¿Y cuándo aprendiste la palabra “imperativo”? —preguntó Clara. —Oh, Clara —replicó Beatrice, desestimándola con un pequeño movimiento de su mano—. He sabido esa antigua palabra desde hace años. Clara se rió de Beatrice y después se rió mientras Beatrice, Evan y la señora Debbie le cantaban el “Cumpleaños Feliz”. Nadie comenzó o acabó a la vez, y Clara no estaba segura de si Evan conocía la canción. —Pide un deseo, Clara —dijo Beatrice. Clara lo hizo y sopló las velas de una vez. Beatrice quiso darle su regalo primero. Lo empujó sobre el regazo de Clara mientras se sentaron alrededor del comedor después de comer el pastel. —¡Fui con la señora Debbie a correos, Clara! —gritó—. Cuando estabas en el trabajo un día. ¿Te gusta, Clara? ¿Te gusta?

Clara sostuvo una camiseta rosa pálido de manga larga con algunas flores difuminadas. Flores que brillaban de manera muy tenue, casi iridiscentes. —Quería comprarte algo que pudieras llevar en el invierno —dijo Beatrice—. ¿Te gusta? —Me encanta, Bea —dijo Clara poniendo la camiseta de vuelta a la caja—. Es muy bonita. Beatrice gritó y aplaudió. —Sin embargo, no se ha acabado —dijo, y metió una cajita en la mano de Clara. —Ese es mío —dijo la señora Debbie. Clara dudó antes de abrir la caja. Parecía una caja de joyería, y no podía imaginar qué podría haber comprado la señora Debbie para ella. —¡Vamos, Clara! —dijo Beatrice impaciente. Clara desenvolvió la caja y abrió la parte superior. Jadeó cuando los vio: dos pequeños pendientes de plata con forma de nudos. Los había querido desde hacía años, pero nunca podía comprarlos. Los tomó, mirando los pendientes y después a la señora Debbie. ¿Cómo pudo comprarlos la señora Debbie? —Son de plata esterlina, señorita, así que espero que los cuides muy bien — dijo la señora Debbie. Sus palabras fueron como una gentil amonestación y Clara sonrió. —Señora Debbie —dijo Clara—. Gracias. 108

—Oh, no es nada —dijo la señora Debbie moviendo su mano sin cuidado, pero claramente estaba contenta con la reacción de Clara y consigo misma por haber hecho caso a Beatrice para comprar esos pendientes. Evan dejó su regalo para el último. Esperaba que le gustara. No podía imaginar que no, pero no estaba seguro sobre la nota que le había escrito con ello. Deliberó sobre las palabras durante días. Pensó que era bastante bueno con las palabras, no de manera poética, pero de manera conversacional. Así que escribió y volvió a escribir, tachando frases que pensaba que eran cursis. Comenzó con una larga carta y la redujo a tres líneas. Sí, tres líneas es mucho mejor, pensó. Mucho más suyo. Miró mientras ella desenvolvía el pequeño paquete, su cara enrojecida y brillante de toda la atención que estuvo sobre ella durante la tarde. Clara se sentó sin moverse sosteniendo el libro. Era pequeño, una primera edición notó de inmediato. Podía decirlo por su tamaño, su olor y los bordes usados y encuadernado en azul marino antes de siquiera llegar a la página de los derechos de autor. Las palabras repartidas sobre la cubierta en una filigrana discreta: The Wild Swans at Coole y debajo, W. B. Yeats. Abrió el libro y vio un pequeño trozo de papel doblado dentro. Lo abrió y leyó las palabras para sí misma, no palabras del poeta sino del chico que quería hacer que su cumpleaños fuera especial. Querida Clara,

No creo que alguna vez pudiera escribirte algo “tan bonito y pasional como el atardecer”, pero te he comprado un libro lleno de poemas de un hombre que puede. Y lo ha hecho. Feliz cumpleaños. Tuyo, Evan. Clara miró la nota, incapaz de hablar, incapaz de elevar sus ojos a los de él porque no confiaba en sí misma. —No quería escribir en el libro —dijo Evan suavemente—. Aunque Kathleen Clearwater ya lo hizo. No sabía si mis palabras disminuirían su valor. —Nunca. —Clara le miró entonces. —Clara, ¿qué dice la nota? —preguntó Beatrice. —Es privado —dijo Clara, sin sacar sus ojos del rostro de Evan. —Oh —dijo Beatrice decepcionada. La palabra “privado” hacía que tuviera más ganas de poner sus pequeños dedos en la carta—. ¿Puedo ver el libro, Clara? —No, Beatrice —dijo Clara gentilmente—. Aún no. —Y vio que Evan le sonreía, su corazón lleno y rebosante, sus manos llevando el texto sagrado. —¿Nos leerás un poema a nosotros, Clara? —preguntó Evan. —¡Oh, por favor, Clara! —dijo Beatrice—. ¡La poesía es taaaan romántica! La señora Debbie se rió y tomó un sorbo de su té. 109

Clara abrió el libro y leyó el primer poema, el título del libro. Cuando acabó, escuchó que la voz de la señora Debbie decía desde lejos. —Mi favorito —dijo la señora Debbie. Clara no tenía idea. Se sentaron en el comedor de la señora Debbie hasta bien entrada la noche, riendo y hablando y contando chistes. En ningún momento durante esas preciosas horas Clara no pensó en otra cosa que el hecho que su vida era perfecta. Simplemente perfecta.

Capítulo 11 —C

lara, estoy cansada de sándwiches —se quejó Beatrice. Miró a su plato y frunció el ceño.

—Yo también —respondió Clara—. Vamos a recuperar la electricidad pronto. Lo prometo. Beatrice suspiró profundamente y tomó un mordisco de su sándwich. —Y odio la mortadela —murmuró con la boca llena. —¿Desde cuándo? —preguntó Clara. Tomó un mordisco de su propio sándwich. —Desde siempre —dijo Beatrice de mal humor. Dejó con brusquedad su sándwich en el plato. —Siempre te ha gustado la mortadela, Bea —respondió Clara—. ¿Por qué la odias ahora? ¿Qué sucede? 110

Beatrice miró a su hermana y se encogió de hombros. —¿Bea? —presionó Clara. —¡Porque Maggie dijo que es comida de pobres! —gritó Beatrice, entonces cerró la boca de inmediato. Clara no respondió al principio. Dejó que su hermana pasara por todas las emociones que una siente cuando ha sido atacada por algo que no puede cambiar, algo fuera de su control. Pero Clara podía cambiarlo. Y pensó que había encontrado su solución. Era sucia y equivocada y la enviaría derecha al infierno, pero era una solución. —Mencioné los sándwiches de mortadela y Maggie puso expresión de asco y dijo que era comida de pobres —aclaró Beatrice. —Ya veo —dijo Clara finalmente. —No es tu culpa que tengamos que comerlos —replicó Beatrice. Las hermanas se sentaron en silencio mirando a sus platos. Ninguna tomó otro bocado. Clara consideró la suma en su cuenta bancaria. Realmente no podía permitirse sacar nada. Pero entonces miró a Beatrice, con los codos sobre la mesa y su rostro vacío acunado en sus pequeñas manos. Sus brazos eran demasiado delgados, pensó Clara con alarma. Se veía derrotada y de repente Clara fue espontánea.

—Vamos —ordenó. Se levantó de la mesa y tomó su bolso. Revisó su billetera para asegurarse que tenía su tarjeta del cajero. —¿A dónde vamos? —preguntó Beatrice. —A cenar —dijo Clara. Se detuvo en la puerta delantera con las llaves del auto en su mano—. ¿Vienes? El rostro de Beatrice se iluminó. —¡Sí! —chilló, y pasó a su hermana de un empujón por la puerta. Clara sonrió. No había sonreído desde su cumpleaños hace unos días. Se sentía bien sonreír, saber que iba a hacer a su hermana muy feliz y no preocuparse por el coste. Siguió a Beatrice al auto.

—Tómate tu tiempo, Bea —advirtió Clara—. O te enfermarás. —¿Puedo comer más patatas fritas? —preguntó Beatrice entre mordiscos. —No hables con tu boca llena —dijo Clara—. Y tienes un montón de patatas fritas ahí. Come esas primero y luego veremos cómo te sientes.

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Estaban sentadas en una hamburguesería de barrio, su mesa rebosante de más comida de la que habían visto en toda la semana. Por primera vez en años, Clara no miró los precios de ninguna comida cuando pidió. Sabía que tenía el dinero para pagar. Los billetes estaban hechos una bola en su puño. Ni siquiera se sintió irresponsable por ello. Quería decirles a las compañías eléctrica y del gas que se fueran a la mierda mientras ordenaba hamburguesas y patatas fritas, batidos y grandes refrescos, incluso brownies para el postre. —¿Puedo comer helado? —preguntó Beatrice después de tomar un largo trago de su batido de fresa. Clara rió. —¡Tienes un batido, Bea! Beatrice la miró confusa. —No es helado. Clara sonrió y tomó otro mordisco de su hamburguesa. Era vagamente consciente del grupo de chicas que entraron. Podía oírlas hablando —esa ruidosa y desagradable charla que quería ser oída— e intentó ignorarlas. Pero luego entrevió a una de las chicas y su pecho se apretó con leve pánico. —¿Cuánto más crees que puedes manejar? —preguntó Clara a su hermana ligeramente. Quería irse, pero no deseaba que Beatrice pensara que algo estaba mal. —Mucho más, Clara —dijo Beatrice—. Por favor, no nos vayamos todavía. Clara asintió y echó un vistazo al grupo de chicas. La habían visto y estaban susurrando entre ellas.

—Bien, ¿qué tal si llevamos todo esto con nosotras? —sugirió Clara. —No quiero ir a casa —se quejó Beatrice—. Hace demasiado frío. —Pero podemos hacer una hoguera. Eso sería divertido, ¿no crees? Como acampar —ofreció Clara, luchando contra el pánico acumulándose. —No —discutió Beatrice—. Quiero quedarme aquí. —Bea —rogó Clara, luego se quedó muda. —¿Estás saliendo con Evan? —preguntó la chica, de pie con sus manos en sus caderas. Clara alzó la mirada hacia ella. Reconoció a la chica de educación física. Se llamaba Rebecca y Clara creía que era un nombre demasiado dulce para ser dado a esta chica. —¿Bien? —presionó Rebecca. —No —respondió Clara. No estaba segura, pero pensó que era más seguro decir “no”. —Entonces, ¿por qué te habla en la escuela y se sienta contigo en clase? — inquirió Rebecca—. ¿Por qué sostiene tu mano? —Lo hizo sonar como si Evan sostuviera su mano habitualmente. La verdad era que solo lo había hecho una vez. —Realmente no es asunto tuyo —replicó Clara. Sus mejillas se cubrieron de rojo brillante. Las cejas de Rebecca se alzaron. —De acuerdo, es mi asunto porque, ¿ves a esa chica de allí? 112

Se movió a un lado y señaló a una chica con largo cabello negro azabache que estaba flanqueada por otras dos chicas. Era Amy y parecía una muñeca… una muñeca china enojada. Fulminó con la mirada a Clara. —Sí —dijo Clara. —Bueno, es mi mejor amiga. Y salió con Evan el año pasado. Y está, como, totalmente intentando recuperarlo. Y estás en el camino —explicó Rebecca. Se inclinó sobre la mesa y empujó su rostro en el de Clara—. Así que sal del puto camino. Beatrice saltó de la mesa. —¡No le hables así a mi hermana! —gritó. —Cállate, pequeña mocosa —replicó Rebecca—. Quiero decir, en serio, Clara. Mírate. ¿Crees que en realidad le gustas a Evan? Probablemente sólo esté jugando contigo. No me sorprendería si fuera una gran y vergonzosa broma. Sólo intento ayudarte. —Si es tan malvado, ¿entonces por qué tu amiga quiere recuperarlo? — preguntó Clara con audacia. —Bueno, mira cuán lista eres —dijo Rebecca. Hizo una pausa, luego sonrió con suficiencia—. A Amy le gustan los chicos malos.

—Suena a baja autoestima para mí —replicó Clara, al instante lamentando sus palabras. Rebecca entrecerró sus ojos. —Mira, puta, más te vale apartarte —espetó—. No sé qué intentas probar, hablando con un chico que no saldría contigo ni en un millón de años. No cambiará nada. Todavía eres pobre. ¿Lo entiendes? Basura. Blanca. Pobre —dijo en voz baja, enunciando cada palabra con afilado asco, tres perfectos clavos que salieron de su boca y se clavaron en el corazón de Clara. Beatrice echó un vistazo a su hermana y vio las lágrimas desbordándose. Rebecca las vio también y curvó sus labios en una malvada sonrisa. Y entonces gritó cuando sintió la salpicadura de batido sobre toda su camiseta. Beatrice se congeló con incredulidad ante lo que acababa de hacer. El vaso vacío todavía estaba en su mano mientras alguien caminaba hacia ellas rápidamente. Parecía el encargado. —¿Qué pasa aquí? —preguntó el encargado con enojo. Miró a Rebecca y luego a Beatrice. El vaso delator goteaba el mismo líquido rosa que mojaba la camiseta de Rebecca. —¡Esta es una camiseta de International Concepts, pequeña mierda! —Lloró. —Cuida tu lenguaje en mi negocio —dijo el encargado, y luego se volvió hacia Beatrice y Clara y añadió—: Fuera.

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—Con mucho gusto —replicó Beatrice. Tomó de la mano a Clara y la llevó fuera del restaurante. Clara estaba sin palabras mientras se ponía tras el volante. Se sentó quieta en su asiento. —Las llaves, Clara —exigió Beatrice. Clara se las entregó automáticamente. Beatrice se inclinó y arrancó el motor. Dio un exhausto retumbo antes que el motor girara. Clara se sentó inmóvil. —Ahora conduce —ordenó Beatrice. Clara volvió en sí y puso el auto en reversa. Retrocedió lejos del restaurante lentamente mirando la silenciosa pelea sucediendo entre Rebecca y el encargado. ¿Quién compensaría a Rebecca por su arruinada camiseta de International Concepts? Clara ciertamente no podía permitírselo. Al instante pensó en las repercusiones en la escuela. Solo podía imaginar las horribles cosas que Rebecca diría o haría. Clara condujo lentamente por la calle. Alejó sus pensamientos de Rebecca para centrarse en Beatrice, el recuerdo de su perplejo rostro, con la mano sujetando el vaso vacío, los ojos amplios con la comprensión de que había sido atrapada con las manos en la masa. —Malos modales, Bea —dijo Clara—. Muy malos modales. —Y entonces estalló en risas. Beatrice también lo hizo. Se rieron con tanta fuerza que Clara tuvo que salirse a un lado de la carretera. Rieron hasta que estaban seguras que sus costados se habían abierto. Rieron hasta que las lágrimas llenaron sus ojos y no podían respirar. Tragaron aire ávidamente, intentando controlarse, ráfagas de risitas

saliendo de ellas intermitentemente como los sonidos de los últimos granos explotando en el microondas. —¿Es Evan tu novio? —cuestionó Beatrice después de un tiempo. —No —contestó Clara secando sus ojos. —Pero le gustas, ¿verdad? —Eso creo. —Y es un buen chico —dijo Beatrice. —Lo conoces. Sabes que lo es —dijo Clara. —Entonces, ¿por qué esa chica dijo que no lo era? —preguntó Beatrice. —Para ser mala —respondió Clara. —Así que, ¿la gente es mala contigo también? —Sí, Bea —dijo Clara—. La gente es mala conmigo también.

Llevaban veinte minutos de clase cuando Evan le dio a Clara un papel doblado. Él mantuvo sus ojos pegados al profesor mientras ella la abría y la leía. ¿Serías mi novia? Rodea uno. Sí. 114

No. Quizás (Por favor, no rodees este. Nunca lo entendería). Ella sonrió de oreja a oreja, conteniendo una risa. Rodeó su elección y volvió a doblar el papel, pasándoselo a Evan cuando el profesor estaba de espaldas girado hacia la pizarra. Evan no desdobló el papel inmediatamente. Sin embargo, rompió un pequeño papel de su libreta y apresuradamente escribió algo. Se lo pasó a Clara quien lo leyó. ¿Me va a gustar la respuesta? Ella escribió en el papel y se lo pasó. Evan sonrió mientras leía sus palabras. Tendrás que abrir el papel para averiguarlo. Miró a su potencial nueva novia y sonrió. Ella le sonrió de nuevo, y él pensó en algo más que escribirle. Le pasó la nota y miró su reacción. Creo que eres la chica más guapa de la escuela. Ella se sonrojó salvajemente y le miró. Pronunció las palabras “gracias”. —Tienes que estar bromeando —dijo el profesor yendo hacia Evan y Clara. Le sacó la nota de papel a Clara y estaba a punto de volver al frente de la habitación antes de darse cuenta del papel doblado de la mesa de Evan. Lo agarró también, y Evan se quejó. —Esa no es una nota —dijo él, pero el profesor le ignoró y volvió con la clase.

Después de clase Evan agarró la mano de Clara. —Supongo que tendrás que decirme lo que rodeaste —dijo. Ella negó. —Quizás el señor Stevens te la devuelva. —Clara —dijo Evan exasperado, pero ella sacó su mano de la de él y se fue corriendo de la clase. Él fue a ella a la hora de la comida, una sonrisa tonta en su rostro. Ignoró a Joshua y a Chris, quienes trataron de captar su atención. Pasó por al lado de Amy, quien se acercaba a él y trató de comenzar una conversación. Ni siquiera la vio. Sus ojos peridotos estaban mirando los ojos color avellana de Clara. Dejó su bandeja al lado de la de ella, subiéndose al banco y sentándose tan cerca que sus brazos se tocaban. —Hola —le susurró en su oreja, y ella se estremeció. —Hola —replicó. —¿Cómo estás, Clara? —preguntó. Agarró su mano, enlazando sus dedos con los de ella, y sintió el movimiento en su estómago del amor nuevo y fresco y lleno de promesas. No replicó. Se preguntó cómo comería su comida con él agarrando su mano. Pensó que quizás no le importaba no comer. Que podría llenar el tiempo que tenía pasándolo con él. —Hola, hombre —dijo Chris. Era más una pregunta. 115

—Hola, Chris. ¿Qué pasa? —preguntó Evan. Liberó la mano de Clara y abrió su refresco. —Sólo preguntándome qué harás después —dijo Chris. Miró a Clara y le dirigió una sonrisa incierta. Ella sonrió con la misma incertidumbre. Cola.

—Estoy saliendo mi novia —replicó Evan. Tomó un largo sorbo de su CocaChris le miró dubitativo. —De acuerdo, hombre. Está bien. —Puedes quedarte a comer aquí si quieres —dijo Evan.

—Ehh… —Chris se giró para ver a los estudiantes sentados a su mesa habitual—. Eh, sí. Está bien. —Se sentó tentativamente delante de Evan y Clara—. Así queee… —No puedo ir al cine el sábado, hombre —dijo Evan—. Tengo que trabajar. —Está bien —replicó Chris. Dio un gran mordisco de su sándwich, comiendo mientras miraba a Clara—. ¿Eres de tercero? —preguntó con su boca llena. —Sí —replicó Clara.

—Disfrútalo —dijo Chris—. No es que ser de último curso no sea increíble. Pero, hombre, cualquiera que diga que quiere graduarse ya está mintiendo. Estoy totalmente acojonado. Clara asintió. —¿A dónde aplicarás? —le preguntó Chris a Evan. —Ya he aplicado. Maryland, Duke y Georgia Tech —dijo Evan. —Eres un jodido nerd, hombre —dijo Chris. Evan se rió. —Sí, y tú trabajarás para mí algún día. Chris se rió. —Supongo. —Miró a Clara de nuevo—. ¿Planeas comer? —le preguntó mirando su comida. Ella asintió y tomó su sándwich. —Sólo dime qué es lo que no quieres —dijo Chris.

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Comieron y hablaron, con Clara escuchando durante la mayor parte de la conversación. Compartió sus patatas y galletas con Chris. Él actuó como si fuera la cosa más natural del mundo, compartir la comida con ella. No estaba segura de qué hacer con Chris, pero decidió que los chicos no eran tan complicados. A él no parecía importarle nada que Evan estuviera saliendo con ella, y cuanto más se quedaba sentado a la mesa comiendo su comida y la de ella, más cómoda se sentía con él. Era amable. Deseaba que las chicas fueran tan amables como él. ¿Por qué los chicos eran mucho más amables que las chicas? Bueno, ¿al menos la mayoría?

Evan no pasó la tarde con Clara como pretendía. Su padre le necesitaba para ayudar con el trabajo administrativo en su oficina. Su padre era un ortodontista, y Clara esperaba nunca tener que conocerle. Era muy consciente de sus dientes torcidos y no quería que el padre de Evan le preguntase por qué nunca llevó aparatos. Evan le explicó que su padre esperaba que él se hiciera ortodontista y continuase con el negocio familiar, pero Evan no tenía interés en los dientes. Prefería la ingeniería. Le gustaba construir cosas, no ponerlas rectas Clara entró en su casa esa tarde para encontrar a la señora Debbie sentada en el comedor con Beatrice. —Hola, señora Debbie —dijo Clara, dejando su mochila y bolso en el suelo al lado de la puerta. —Clara, está empezando a hacer frío rápido —dijo urgentemente la señora Debbie. —Estamos bien, señora Debbie —respondió Clara—. Y por favor deja de traer comida. Es muy amable de tu parte, pero tengo cosas para hacer comida.

—¡¿Atún enlatado y patatas instantáneas?! ¡Por favor! —dijo la señora Debbie—. Quiero que vengan a casa conmigo. —Ya hemos discutido esto —replicó Clara pacientemente. Se hundió en el sillón delante de la señora Debbie. —Me gusta lo que estamos haciendo —dijo Beatrice—. Es divertido. Y muy verde. —¿Verde? —preguntó la señora Debbie. —Sí, como el movimiento verde —explicó Beatrice—. Conversar. Esas cosas. La señora Debbie miró a Beatrice después dijo: —¿Qué demonios les están enseñando en esas escuelas? —Señora Debbie, prometo que estamos bien —dijo Clara. —No lo creo —dijo la señora Debbie—. Está empezando a hacer frío y sé que en sus habitaciones hace frío por la noche. Hicimos un acuerdo, y no veo ninguna luz. ¿Sabes qué me dice eso? Me dice que todavía no tienen electricidad. Y está empezando a hacer frío. —No hace frío todavía, señora Debbie —dijo Clara. —Soy una adulta y es mi responsabilidad…

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—Señora Debbie, para por favor —interrumpió Clara. ¿Cómo podía Clara empezar a decirle lo obvio? La señora Debbie tenía todavía menos dinero que ellas. Vivía básicamente por el cheque de la Seguridad Social que casi no cubría sus gastos habituales. Además, probablemente daba dinero a su parroquia cuando no debía hacerlo. Estoy segura que no tienen problema en llevárselo, pensó Clara amargamente. Se sintió avergonzada inmediatamente de condenar silenciosamente a la iglesia que tan recientemente había recolectado comida para ella y Beatrice, y dijo una pequeña plegaria para que la perdonase. Aun así, sabía que la señora Debbie podía mantenerse a sí misma. No tenía idea de dónde encontró la señora Debbie el dinero para sus pendientes de cumpleaños. No quería saberlo. Pero no había manera en el infierno que Clara y Beatrice fueran a vivir con ella y elevasen sus facturas de luz y agua. —Clara, sé lo que estás pensando —dijo la señora Debbie. Miró a Beatrice—. Por favor no lo digas en voz alta. Aun así, soy mayor que tú y merezco respeto, y tengo orgullo. Clara evitó sus ojos. —Estamos bien —dijo suavemente—. Lo prometo. Pero en el momento en que no, te lo diré. Juro que lo haré. Eres muy buena con nosotros. Y estamos muy agradecidas. La señora Debbie se levantó. Respiró profundo y elaborado y fue hacia la puerta principal. —Les haré una tarta de postre —dijo, su mano agarrando el pomo de la puerta—. Beatrice, espero que vengas en dos horas para buscarla.

—Sí, señora —dijo Beatrice. No pudo evitar preguntar—. ¿De qué tipo, señora Debbie? —Cereza —replicó la señora Debbie mirando a Clara, y se fue.

—Hola Clara —se burló Rebecca. Clara se paró delante de la puerta del baño, a punto de marcharse. La puerta se abrió y Rebecca apoyó a Clara contra la pared, dos de sus amigas a cuestas. —¿Por qué es que la mierda siempre cae en los baños en la escuela? — preguntó Rebecca riendo. Esperó a que Clara respondiera, pero Clara permaneció en silencio—. Has estado abriendo tu boca sobre ese incidente en el restaurante, ¿verdad? Clara negó. —Mentira. ¿Por qué Evan se acercó a mí y me dijo que me mantuviera alejada de ti? —preguntó Rebecca. —No le dije que hiciera eso —respondió Clara. —Claro que no —se burló Rebecca—. Te encanta ser la buena pequeña víctima, ¿no? Ve a llorar a Evan y él se encargará de ello. Necesitas crecer y conseguir agallas. —¡No he corrido a Evan por nada! —gritó Clara. 118

Rebecca la ignoró. —Apuesto a que ustedes estaban pasando un buen rato riéndose de mi camiseta. —A nadie le importa una mierda tu estúpida camiseta —replicó Clara. —Y allí está tu problema, Clara —dijo Rebecca, con los brazos cruzados sobre su pecho—. Deberías preocuparte por mi camiseta. Deberías sentirte culpable por lo que pasó. Deberías querer pagarme por arruinar mi costosa camiseta. Quiero decir, sé que no lo entiendes por completo porque eres pobre y no puedes pagar cosas buenas, de marca. Pero otros de nosotros podemos, y realmente nos jodidamente enojamos cuando una buena camiseta se arruina por la hermanita perra de alguien más. Clara sintió una oleada de rabia. —Sabes que no puedo pagarte —dijo—. Tú misma lo has dicho soy una pobre basura blanca. Rebecca sonrió socarronamente. —Cierto. Pero no necesariamente necesitas darme efectivo. Puedo pensar en otras maneras de hacer que pagues. —Levantó su mano con la suficiente rapidez para agarrar el bolso de Clara antes que Clara pudiera detenerla.

—Devuélvelo —exigió Clara. Alcanzó a Rebecca, pero las amigas de Rebecca se apresuraron a colocarse entre ellas—. Devuélvelo —gritó Clara con más urgencia. Rebecca rebuscó el bolso hasta encontrar la billetera de Clara. Lo abrió y frunció el ceño. —¿Tres dólares, Clara? ¿Me estás tomando el pelo? —Y tomó el dinero, guardándolo en su bolsillo. Clara trató de empujar más allá de las chicas, pero la mantuvieron clavada contra la pared. Rebecca abrió la puerta de un urinario y colgó la billetera sobre el inodoro. —¡Detente! —gritó Clara mientras veía que Rebecca dejaba caer la billetera. Salpicó en el inodoro sucio. —Veamos. ¿Qué más? —preguntó Rebecca. Clara tembló violentamente, una explosión flotando justo en el borde de su piel, y temió lo que podía hacer. Ella también le dio la bienvenida. Se sentía valiente y segura y todas las cosas que normalmente no era. Se sacudió de uno de los asimientos de la chica y la abofeteo con fuerza en la cara. La amiga aulló de dolor y retrocedió dándole a Clara la oportunidad de abalanzarse sobre Rebecca. Y lo hizo. La llevó al suelo tratando de sacar su bolso de las manos de Rebecca. Las uñas de Rebecca se clavaron en sus muñecas, y ella abrió una mano, envolviéndola alrededor de la garganta de Rebecca. Apretó fuerte pensando que la mataría. Se sintió empoderada por ese segundo en que vio el terror en los ojos de Rebecca. Fue breve, pero fue glorioso. 119

—¡Maldita perra! —gritó la otra amiga agarrando el cabello de Clara por detrás. Jaló a Clara hacia el suelo de baldosas. Clara gritó de dolor y frustración. Sus manos volaron hacia su asaltante tratando de liberar su cabello. Rebecca se levantó del suelo, su rostro enrojecido de furia. —¡Iba a simplemente poner tu estúpida billetera en el inodoro, Clara! —gritó Rebecca—. ¡Pero entonces tenías que ir y hacer eso! El cuero cabelludo de Clara gritó mientras la amiga retorcía sus dedos más duros en su cabello. Sacudió la cabeza de Clara, obligándola a mirar mientras Rebecca dejaba caer su celular, gafas de sol, llaves de auto y brillo de labios en el inodoro. Rebecca arrojó el bolso de Clara y se inclinó para dirigirse a ella. —Te reto a contarle esto a alguien. El director. Tu mamá. Evan. Sería prudente mantener tu maldita boca cerrada. —Rebecca se levantó de nuevo. —¡Ella me abofeteó, Becky! —dijo su amiga. Rebecca pareció irritada. —Levántate, Clara. —Bésame el culo —dijo Clara, luego gritó cuando las amigas de Rebecca la levantaron del piso. Rebecca tomó el antebrazo de Clara y se dirigió a su amiga Erin.

—Bueno, aquí tienes tu oportunidad. Golpéala ya. Erin le dio una bofetada a Clara. Fue tan contundente que Clara vio puntos blancos. Se quedó parpadeando tratando de reorientarse a su alrededor, sin darse cuenta que Rebecca había soltado su brazo. Otra bofetada rápida pero más dura esta vez, y ella gruñó por el dolor. Rebecca se paró delante de Clara, masajeando su mano, pareciendo satisfecha y presumida. —Ahora has pagado, perra —dijo Rebecca. Salió del baño con sus amigas siguiéndola de cerca. Clara se paró contra la pared frotando su ofendida mejilla con una mano y su dolorido cuero cabelludo con la otra. Oyó que la puerta se abría de nuevo y se tensó, empuñando sus puños una vez más y preparándose para la segunda ronda. Pensó absurdamente que había perdido la primera ronda y necesitaba recuperar puntos en ésta. Florence rodeó la esquina y se congeló. —¿Clara? —Ella dejó caer su mochila y corrió hacia Clara. Clara se relajó y dejó que Florence la abrazara y luego la evaluara. —¿Qué le pasó a tu mejilla? —preguntó Florence. —Nada. —Bologna —dijo Florence, y Clara se estremeció ante la palabra.

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Bologna. Sándwiches de Bologna. Eso es lo que la metió en este lío para empezar. Deseaba que ella y Beatrice nunca hubieran ido a ese restaurante. Nunca se hubieran topado con esas chicas. Nunca hubieran comprometido a Rebecca en una conversación forzando a Beatrice a asaltarla con ese maldito batido. —Clara, dime qué es lo que está pasando —exigió Florence. Clara consideró a Florence. Pensó que podía confiar en ella para guardar un secreto. Florence realmente no hablaba con nadie en la escuela excepto ella de todos modos. —Algunas chicas me estaban cobrando por algo que pasó —dijo Clara. Entró en el urinario y comenzó la desagradable tarea de recuperar sus pertenencias personales del inodoro. —¿Eso es todo lo que consigo? —preguntó Florence—. ¿Eso es todo lo que vas a decirme? —Miró a Clara extraer con cuidado las llaves de su auto goteando y colocarlos en el fregadero—. ¿Qué demonios? ¿Está tu bolso entero ahí dentro? —Casi —dijo Clara, arrojando sus gafas de sol y brillo de labios en la basura. —Clara —insistió Florence. —Florence, te lo diré —dijo Clara pacientemente—. Pero no puedes decírselo a nadie. Y hablo en serio. Si tan solo le dices... —¡No le diré ni a un alma! —interrumpió Florence. —De acuerdo —dijo Clara, luego contó la historia en el restaurante de hamburguesa y lo que acababa de ocurrir en el baño mientras limpiaba las llaves de

su auto, cambio y licencia, tarjeta y tarjetas de almuerzo con agua tibia y jabón. Tiró su cartera y envolvió su celular en ruinas con un montón de toallas de papel—. No puedo creer que voy a tener que comprar un celular nuevo. —¿Eso es lo que te molesta? —preguntó Florence, desconcertada—. ¿Y el hecho de que te acaban de agredir? Clara se encogió de hombros. —Clara, no puedes dejar que esas chicas se salgan con eso —insistió Florence. Miró la brillante mejilla roja de Clara. —Oh, sí puedo. Y tú también. Lo prometiste, Florence —dijo Clara bruscamente. Florence suspiró. —Sería peor para mí si lo dijera, y tú de toda la gente debería saber eso —dijo Clara. Florence se enfureció. —Sí, Clara. Sé que los nerds no pueden defenderse por sí mismos o simplemente volver para morderlos en el culo. —No quería insinuar que eres una nerd —dijo Clara suavemente. —Bueno, lo soy. Y no me importa. Estaba pensando en ti y lo injusto que es. Qué injusto es todo —dijo Florence—. Jodidamente odio la escuela secundaria. —Yo también —dijo Clara. Suspiró mientras secaba su cambio con una toalla de papel. 121

—No lo diré —dijo Florence mientras observaba que Clara recogía sus pertenencias—. Pero espero que sepas que, si Evan supiera, haría algo realmente impresionante para defender tu honor. —No lo quiero defendiendo mi honor —dijo Clara cansadamente, abriendo la puerta del baño para Florence. —Clara, eres una chica realmente inteligente y realmente estúpida al mismo tiempo —dijo Florence. Clara pensó que debería sentirse ofendida por la declaración, pero la hizo sonreír en su lugar. Y entonces se estremeció cuando sonrió porque su mejilla todavía dolía. —¿Quién no quiere ser la princesa que el guapo príncipe rescata? —preguntó Florence. —No lo sé, Florence.

Capítulo 12 —¡L

a cosa más maravillosa ha sucedido, Clara! —chilló Beatrice cuando Clara pasó por la puerta principal. Clara estuvo tentada a preguntar si había sido recontratada por las mujeres en Oak Tower Trail. —Dime —dijo Clara, dirigiéndose a la cocina para tomar un vaso de agua. —Hice una audición para un solo en el concierto de la escuela, ¡y lo conseguí! —Beatrice bailó alrededor de la cocina aplaudiendo. —¡Bea, eso es impresionante! —dijo Clara. Chocó los cinco con su hermana—. Cuéntame al respecto. —Es un concierto que los de tercer, cuarto y quinto grado van a hacer al final de este mes. Hemos estado practicando por mucho tiempo ya, ¡pero no dieron solos hasta hoy! Trata sobre celebrar diferentes culturas, y, ¡oh, Clara! —dijo Beatrice soñadoramente—. ¡Voy a cantar sobre Suiza! 122

Clara miró a su hermana dudosamente. —¿Suiza? ¿Como esquiar y chocolate caliente? Beatrice notó el sarcasmo de su hermana. —No, Clara. Su cultura —explicó. —¿Como esquiar y chocolate caliente? —preguntó Clara de nuevo. Esta vez sonrió. —¡No te rías, Clara! Voy a cantar una bonita canción importante sobre la cultura suiza. Clara abrió su boca para replicar. —¡Y no tiene nada que ver con esquiar y chocolate caliente! —exclamó Beatrice. Clara cerró la boca y sonrió. —Entonces, ¿cuál es tu vestuario, Bea? ¿Tienes que llevar algo especial? Beatrice era reacia a responder. —¿Bea? —Equipo de esquí —murmuró. —Tienes que estar bromeando —dijo Clara, y fue a recoger madera para su hoguera.

La señora Debbie miró fijamente a Clara en la cena esa noche. Clara sintió sus ojos e intentó ignorarlos. —¡No puedo creer este tiempo! —exclamó la señora Debbie—. Noviembre y pensarías que es enero. —Miró a Clara expectante. —¿Me pasas las patatas, señora Debbie? —pidió Clara dulcemente. La señora Debbie agarró el bol con su rechoncha mano y lo empujó bajo la nariz de Clara. —¡Me envuelvo con tres mantas en mi cama y soy tan grande como una casa! —dijo. Beatrice reprimió una risita. —Está bien, Beatrice —dijo la señora Debbie—. Puedes reírte. Todos sabemos que soy una mujer enorme. —Se volvió hacia Clara de nuevo—. ¡El punto es que tengo bastante grasa para mantenerme caliente a cuatro grados de temperatura llevando un traje de baño! Clara intentó bloquear la imagen mental de la señora Debbie en traje de baño. —Y me acurruco bajo montones de mantas porque me estoy congelando — continuó. Clara echó las patatas en su plato y empezó a comer. 123

—No puedo imaginar cómo es para la gente que vive en la calle —comentó la señora Debbie—. O en casas sin calefacción. Clara puso los ojos en blanco y bajó su tenedor. —Señora Debbie, nosotras… —Hicimos un trato —terminó la señora Debbie. —Me gusta dormir junto al fuego —dijo Beatrice—. Es muy romántico. —Beatrice, estoy segura que no lo es —dijo la señora Debbie rotundamente. Miró a Clara—. ¿Entonces? —Señora Debbie, eres la única que se inventó el plan. No recuerdo aceptarlo —dijo Clara. —¡Clara Greenwich! —resopló la señora Debbie. —Estoy a punto de pagar la factura de la electricidad —mintió Clara—, pero le dije que nos quedaríamos si se volvía insoportable. No es insoportable todavía. La señora Debbie tamborileó sus dedos sobre la mesa. —Eres una niña terca —concluyó después de un momento—. Heredaste eso de tu madre, sabes. Clara hizo una nota mental de otro mal rasgo que había heredado de su madre. Se sentó durante una hora escuchando a la señora Debbie continuar sobre

la importancia de la calefacción cuando vives en un estado donde neva. Clara intentó con fuerza entender qué tenía que ver la nieve. Muchos otros lugares en el mundo sin nieve tenían estaciones frías. Se dio cuenta que la señora Debbie no estaba intentando sonar como una experta de nada. Sólo quería asustar a Clara para que viviera con ella. Clara sabía que la persistencia de la señora Debbie estaba avivada por amor y preocupación, pero tenía todo lo que podía tomar. —Bea, te encontraré en casa en un minuto —dijo Clara después de cenar mientras Beatrice abría la puerta principal. Asintió y se fue. Clara esperó unos momentos antes de volverse hacia la señora Debbie—. ¿Heredé algo bueno de mi madre? La señora Debbie se quedó de piedra. —¿Qué? —Me has oído —dijo Clara—. Bea me dice que no tengo confianza en mí misma. Tú me dices que soy terca. Sólo quiero saber si he heredado algo bueno. —Clara —dijo la señora Debbie gentilmente—. Vaya cosa para decir. —¡Y esa es mi respuesta! —gritó Clara. No tenía intención de gritar. Simplemente salió. —¿De qué hablas? —¡No puedes pensar en nada que decir! No hay nada bueno aquí —dijo, clavando su pulgar en su pecho. Su ira creció y supo que cuanto más se quedara más probablemente diría algo que lamentaría después. 124

—Hay un montón de cosas buenas en ti —dijo la señora Debbie—. Eres responsable y leal. Tienes un corazón compasivo. Trabajas duro. Eres un muy buen modelo para tu hermana, Clara. Solo hice el comentario de terca porque estoy preocupada por ti. ¿Por qué sigues intentando hacer todo por tu cuenta? Ni siquiera me permites ofrecerles mi ducha a Beatrice y a ti. tal.

—No eres mi madre —espetó Clara—. No eres mi abuela. Deja de actuar como

—Clara, no voy a permitir que me hables así en mi propia casa —dijo la señora Debbie—. Sé que no soy tu madre. Si lo fuera, nunca te habría dejado. Y si fuera tu abuela, te nalguearía por ser tan irrespetuosa. Los ojos de Clara se ampliaron. —Señora Debbie. No lo haría. —Lo haría. Te pegaría hasta que no pudieras sentarte. Clara miró a su vecina, la imagen de ser nalgueada a los diecisiete años se reprodujo en su mente hasta que soltó una risita. —Oh, ¿es divertido? —preguntó la señora Debbie. —No —replicó Clara, pero soltó otra risita de todos modos. La señora Debbie sonrió. —Supongo que merezco ser azotada —admitió Clara. Estalló en risas.

La señora Debbie también rió. —Ayúdame a lavar estos platos, cariño —dijo entre risas y Clara la siguió a la cocina. —No sé cómo pedir ayuda —admitió Clara después de varios minutos de contento silencio donde la mujer se quedó ante el fregadero, lavando y secando los platos de la cena, ollas y sartenes. —De acuerdo. Entonces, ¿qué tal si te hago preguntas y respondes? —ofreció la señora Debbie. Clara asintió. —¿Pasan frío por las noches? —Aún no. —¿Me lo dirás cuando ocurra? —preguntó la señora Debbie. —Sí. —Bien. ¿Comen lo suficiente para cenar? —Eso creo —respondió Clara. —¿Comen cosas saludables como verduras? —¿Son saludables las verduras enlatadas? —cuestionó Clara. —Sí. —Entonces sí. 125

—De acuerdo. ¿Estás demasiado cansada de ir a trabajar y luego ir a casa y tener que cocinar y cuidar de Beatrice? —preguntó la señora Debbie. —Beatrice puede cuidarse. Y sí, estoy cansada, pero no exhausta —respondió Clara. —Beatrice no puede cuidarse, Clara. Lo sabes. Te necesita a pesar de sus maneras un poco adultas —dijo la señora Debbie. Clara asintió. —¿Cómo les va en la escuela? ¿Cómo son sus calificaciones? —Nos va bien en la escuela —dijo Clara—. Sobresaliente en todo. —¿Qué tal no tener agua caliente? ¿Se está volviendo demasiado duro calentar agua para bañarse? —inquirió la señora Debbie. Clara dudó antes de responder. —Lleva su tiempo —admitió—. Bea no se ha lavado el cabello tanto como debería. Pensé en ducharme en la escuela a veces, pero no puedo arriesgarme a que ciertas personas lo descubran. La señora Debbie guardó la última olla, luego se volvió para mirar a Clara. —Cariño, ¿por qué no vienen Beatrice y tú a ducharse aquí por las noches? —No quiero ser una molestia —dijo Clara. Se alejó porque sintió el familiar picor en su nariz, el preludio antes de las cálidas lágrimas.

—Nunca eres una molestia, Clara —dijo la señora Debbie gentilmente—. ¿Harás esto por mí? Me haría muy feliz que Beatrice y tú empezaran a ducharse aquí. Clara no pudo obligarse a mirar a su vecina mientras asentía. —Bien —dijo la señora Debbie—. Ahora ve por tu hermana y sus cosas para ducharse. Clara limpió su rostro y asintió de nuevo. Caminó hacia la puerta y alcanzó el pomo, entonces, de repente, se volvió y corrió hacia la señora Debbie. Envolvió a la anciana en un desesperado abrazo, llorando en su hombro mientras sentía los regordetes brazos de la señora Debbie rodearla para sostenerla cerca. La señora Debbie se quedó ahí tanto tiempo como Clara necesitó ser abrazada, acariciando su espalda y susurrando cosas divertidas en su cabello hasta que Clara ya no lloraba, sino que reía en su lugar.

—Me frustro dándote cumplidos —dijo Evan pasándose una mano por sus mechones rubios oscuros.

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Él y Clara estaban sentados en el sofá en el sótano de la casa de sus padres viendo la televisión. Clara fue allí después de la escuela y le dijo que podía quedarse solo hasta el final de la práctica de canto de Beatrice. Al principio se mostró reacia a ir. No estaba preparada para conocer a sus padres porque sabía que tendría que mentirles cuando le hicieran preguntas. Pero, por suerte no estaban en casa. Ambos estaban todavía en el trabajo, y el hermano de Evan estaba en la práctica de canto con Beatrice. —Eres tan cínica —continuó Evan—. Piensas que siempre tengo algún motivo oculto, como si la única cosa que me importase fuera meterme en tus pantalones. Clara se sonrojó y sonrió. —Bueno, ¿no es cierto? —preguntó—. Eres un chico, después de todo. Evan puso sus ojos en blanco. —En realidad, no, no es verdad. Me gustas. Creo que eres bonita. Tienes un sentido del humor extraño, y me gusta. Me gusta la forma en que cuidas de tu hermana. —Se detuvo por un momento—. Me imagino que serás una buena madre algún día. El corazón de Clara se apretó con fuerza, una constricción para la que no estaba preparada, e instintivamente puso sus manos sobre su pecho. Dejó escapar una respiración poco profunda preguntándose cómo las palabras de alguien podían afectarla tanto. —Hmm. Te ha gustado ese —dijo Evan sonriendo. Fue un poco una sonrisa de suficiencia—. Te tuve con ese. ¿Qué vas a decir ahora, Clara?

Ella no podía decir nada. Sentía que no podía respirar y trató de inhalar larga y profundamente. Su corazón se relajó entonces, y respiró con avidez, liberando el aire lentamente. Miró a Evan. —No sé cómo tener un novio —dijo en voz baja—. Nunca he tenido un novio antes. Y eres tan bueno conmigo. No lo entiendo cuando hay tantas personas en la escuela que no son buenos conmigo. Empecé a pensar que yo era esa persona con la que la gente no era buena. Evan deslizó su brazo alrededor de la cintura de Clara, y ella saltó. —Esas personas son idiotas. Lo sabes, ¿no? Clara asintió. —Y no tienes que saber cómo tener un novio —continuó—. Sólo tienes que dejarme ser uno contigo. Quieres seguir alejándome, pero no te voy a dejar. Él apretó su brazo alrededor de ella, obligándola a apoyarse contra él. Apoyó su mejilla en la parte superior de su cabeza. —Me gustaría mucho besarte si me dejas —dijo en voz baja. El corazón de Clara aceleró. Ella también quería eso mucho, pero tenía miedo. Nunca había besado a un chico, pero sabía que él probablemente había besado un montón de chicas. Y más. Ella quedaría como inexperta y ridícula. Se preguntó si sólo debía ser honesta con él. Si lo decía rápidamente, entonces no podría devolverlo. Estaría allí para que él decidiera qué hacer con ello. 127

—Nunca he besado a un chico —dijo. Apartó su cara, pero él puso su mano en su mejilla y la obligó a mirarlo. —¿Y qué? —preguntó. —Me temo que seré terrible en ello —confesó, con la mirada baja de manera que él sólo podía ver la negrura de sus largas pestañas. —Bueno, entonces supongo que tendremos que practicar —respondió Evan. Ella sonrió y lo miró. —No le quites importancia. —Oh, no lo hago —respondió y acercó su cara hacia él. Sus labios apenas rozaron los suyos, una caricia de empecemos-a-conocernos. Sus labios eran tan llenos y suaves, y luchó con el deseo de besarle con fuerza, de hundir su lengua en su boca sólo para ver que los ojos de ella se abrían por la sorpresa. Luchó contra el impulso y continuó su examen suave, dándole besitos en sus labios hasta que pensó que se había acostumbrado a la sensación de su boca sobre la de ella. Él apretó los labios más firmemente, tomando su labio inferior en su boca y chupándolo suavemente. Ella lo imitó haciendo lo mismo con su labio superior, y pensó que iba a morir al darse cuenta que él le estaba enseñando. Le daba poder, y tuvo que contenerse. La obligó a que separar sus labios con cuidado, encontrando su lengua con la suya. No estaba seguro de cómo iba a responder. Esperaba que no retrocediera por

miedo, y estuvo feliz al descubrir que le gustaba. Ella le dejó explorar su boca. Su lengua se deslizó sobre la parte posterior de sus dientes superiores, sintiendo la leve tortuosidad de su incisivo. Le encantó. Ella se alejó, poniendo su mano sobre su boca. —Lo siento —dijo Evan—. ¿Hice algo que no te gustó? Clara estaba demasiado avergonzada como para decirlo. Bajó su mirada hacia su regazo. —Me encantan tus dientes, Clara —dijo Evan suavemente. —Me gustaría que mis padres hubieran podido comprarme aparatos — respondió ella. —¿Por qué? Tus dientes son hermosos —dijo Evan—. Y, de todos modos, los dientes rectos son tan increíblemente aburridos. ¿No es que algo Beatrice diría? Clara sonrió. —Tal vez, pero ella tiene los dientes rectos. Evan sonrió. —Tiene suerte. —Tú tienes suerte —corrigió Evan—. Porque eres única. Y encuentro tus dientes increíblemente sexys. Y realmente me gustaría volver a besarte. Y pasar mi lengua sobre tus dientes sexys.

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Clara se cubrió la cara con las manos. Evan la dejó así allí durante un momento antes que le quitase las manos de la cara. No tuvo que esperar por permiso, sino que presionó sus labios contra los de ella otra vez. Él retorció sus dedos en su cabello —¡Dios, su cabello!— agarrándola mientras la besaba con más fuerza, dejando que su lengua entrase y saliese de su boca, chupando sus labios con avidez hasta que le provocó un gemido. Vibró en su boca, y él duplicó sus esfuerzos, sintiendo el hormigueo sordo de dolor en sus labios y sin preocuparse. La depositó suavemente en el sofá, apoyándose en ella para sentir sus pechos aplastados bajo de su pecho. Movió su boca a su cuello y la besó con ternura. Le pasó la lengua, moviendo la punta arriba y abajo por su piel suave hasta que se le puso la piel de gallina en su brazo derecho. Le pasó la mano por su brazo suavemente, haciéndole cosquillas, y ella se retorció debajo de él. Sintió la creciente humedad entre sus piernas, incrédula de que un beso pudiera provocar tal respuesta. Ella se retorció de nuevo, esta vez abriendo sus piernas ligeramente para darle espacio para poner su pierna entre ellas. Quería su pierna entre ellas, sintiendo su cuerpo alejándose de su cerebro, sus caderas moviéndose contra él sin su consentimiento consciente. Él tiró suavemente de su camisa para mostrar su clavícula. La besó y pasó un dedo sobre ella suavemente. La miró preguntándole sin hablar, y ella asintió. Estaba tan feliz porque llevaba su sujetador más bonito. Él levantó su camisa justo encima de él, echándose hacia atrás para mirar las cintas de color rosa. Se fijó en el cierre frontal y la miró de nuevo. Ella sonrió.

—Clara. —Jadeó. Puso una mano sobre su pecho y sintió que su cuerpo se arqueaba hacia él. Puso su muslo entre sus piernas y oyó una brusca inhalación antes que ella dejase ir un jadeante: —Ahhh. Quitó la mano y bajó su camisa. Con gran esfuerzo, se sentó, pasándose la mano por su rebelde cabello y respirando profundamente. —¿Fue algo que hice? —preguntó Clara. Se sentó también, sintiéndose confundida y rechazada. —Dios, no —respondió Evan—. Yo sólo… eres realmente atractiva y creo que deberíamos dejarlo. —¿Por qué? Evan la miró con incredulidad. —Jesús, Clara. ¡Acabas de tener tu primer beso! Clara sintió que se sonrojaba. —Realmente me gustas. Y no quiero ir demasiado rápido —dijo Evan—. ¿Sabes lo difícil que es para un chico? —No sabía que me sentiría de esta manera —dijo Clara en voz baja. —Exactamente —respondió Evan, riendo ligeramente—. ¡Así es como la gente que se acaba de conocer termina teniendo relaciones sexuales! Clara sonrió. 129

—Me gustó. —Sé que te gustó —respondió Evan—. A mí también. —La miró, imaginando lo que le habría hecho, entre sus piernas. Imaginaba que ella era suave y húmeda, y quería sacarle sus bragas, poner su mano entre sus piernas y poner su boca sobre ella—. Dios mío —dijo frustrado, agarrándose a los lados de su cabeza. —¿Qué estás pensando? —preguntó. —Nada —respondió rápidamente—. Clara, debería llevarte a casa ahora. —Conduje hasta aquí —le recordó. —Oh sí. Cierto. —Negó—. Deberías irte entonces. —No quiero —discutió ella. —Clara, si no te vas ahora después sucederán otras cosas para las que no estamos preparados. Debería ser capaz de contenerme. Realmente debería. Pero no creo que pueda. No ahora de todos modos. ¿Puedes entender eso? —Sí. —Sonrió. Era una sonrisa maliciosa, y pensó que era la primera vez que sonreía de esa manera. Sintió la transferencia del poder, pero no era el mismo que cuando se sentaron a hablar en la cafetería. Este poder era peligroso e imprudente. Ella no podía hacer nada con él, y un estremecimiento la recorrió violentamente ante la idea. Pensó que podría hacer que se deshiciera si ella le tocaba el brazo. Una

sorpresa. Una sacudida a otro universo. ¿Cuál sería su respuesta? ¿La tiraría por encima del hombro como un bárbaro y la llevaría a su habitación? ¿Le rasgaría la ropa y luego entraría en ella como una fiera hambrienta? ¿Qué podía hacer con ese toque, ese poder que fluía a través de ella? Pensó que podía obligarle a hacer cualquier cosa. Inclinarse ante ella. Arrastrarse detrás de ella. Besar sus pies después que ella le diera una patada con ellos. En ese momento era Bathsheba Everdeen, y la sonrisa traviesa volvió, jugando en sus labios de una manera cruel que a él le puso imposiblemente duro e imposiblemente frustrado. —Deja de pensar lo que estás pensando y vete —le ordenó, sonriendo dolorosamente. —Está bien —dijo.

—¡El señor Brenson dice que tengo una carrera de canto en mis manos, Clara! —gritó Beatrice en el auto. —Bea, baja la voz —dijo Clara. No estaba concentrada en su hermana en absoluto. Todo en lo que podía pensar era en los labios de Evan, el hormigueo que nunca había sentido antes, su deseo por él tan grande que hacía que su cuerpo se sintiera como gelatina. —¡Soy la mejor cantante de toda la escuela! —continuó Beatrice tan fuerte como antes. 130

—Bueno, eso ya lo sabía —respondió Clara. Beatrice caminó alrededor de la casa cantando constantemente, y a Clara le encantó. La voz de su hermana era suave y dulce. Se acordó de nuevo de su cumpleaños. Beatrice era la única que parecía buena cantando la canción de cumpleaños de Clara, pero era difícil escuchar por encima de las notas desafinadas de la señora Debbie y la voz de Evan estaba completamente perdida en la melodía de la canción. Beatrice definitivamente tenía el don del canto, y el corazón de Clara se hinchaba de orgullo por su hermana. No podía esperar para verla en el escenario en unas pocas semanas. La señora Debbie estaba de pie en el porche de su casa saludando a las chicas mientras Clara se detuvo en el camino de entrada. Clara se preguntó si era una coincidencia que la señora Debbie estuviera fuera en el momento exacto en el que llegaron a casa o si las estaba esperando. Lo más probable era lo último, decidió Clara, y no quería tener otra conversación de tira y afloja con su vecina sobre la electricidad. —¡Señora Debbie! —gritó Beatrice mientras se apeaba del auto. Corrió hacia su vecina para hablarle sobre su práctica de canto. Clara se quedó atrás recogiendo las bolsas de libros y algunos comestibles de la camioneta. Saludó a la señora Debbie y después entró rápidamente en casa. Estuvo tentada de cerrar la puerta, pero dejaría afuera a Beatrice.

Dejó todo en el suelo de la sala y retiró los pocos artículos de alimentación de la bolsa de plástico. Había planeado hacer sándwich de tocino para la cena, y se dirigió a la cocina para encender velas y el calor de la estufa. Se había convertido en algo tan habitual que Clara se preguntó si el pago de la factura de electricidad, importaba siquiera. La única verdadera dificultad era por la noche cuando el frío se quedaba dentro, un frío penetrante que hacía que las niñas temblasen violentamente, sosteniéndose la una a la otra en una bola de piel de gallina y dientes castañeando. Prácticamente dormían encima del fuego. Afortunadamente Beatrice vino dentro sin la señora Debbie. Clara dejó que Beatrice vigilara el tocino mientras cortaba un tomate. —¿Te sentarás con Evan en mi actuación? —preguntó Beatrice, manteniendo sus ojos pegados a las jugosas rebanadas de carne sibilante en la sartén. Se humedeció los labios. —No pensé en ello —respondió Clara. El pensamiento la alarmaba. Realmente no quería sentarse con su familia, introducirse y luego tener que mentir acerca de por qué sus padres no estaban allí. “Un crucero”, podía escucharse decir, y a Evan mirándola con incredulidad—. Probablemente no —decidió mientras caminaba hacia la cocina. Giró las piezas y escuchó el silbido haciéndose más alto y en un tono más urgente.

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—¿Por qué no? —presionó Beatrice—. Él es tu novio ahora. —Se rió de alegría mientras miraba a su hermana. De repente echó los brazos alrededor de la cintura de su hermana, la mano de Clara extendiéndose para mantener la espátula grasienta lejos del rostro de Beatrice—. ¡Oh, Clara! ¡Simplemente sabía que se harían novios! —Oh, lo sabías, ¿eh? —preguntó Clara sonriendo. —¡Oh, sí! —continuó Beatrice—. Evan está tan enamorado de ti. Tiene un espíritu apasionado como yo, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que lo dijo? Clara asintió, su cerebro se había quedado atascado en la palabra “amor”. —¿Vas a casarte con él? Espero que lo hagas, Clara. Quiero que te cases con él. Beatrice miró a su hermana, sus grandes ojos azules brillando con la esperanza que los niños tienen por un futuro mágico donde cualquier cosa es posible y siempre está llena de felicidad. Clara miró a Beatrice. —Pensaré en ello —dijo, y sacó el tocino de la cocina.

Capítulo 13 L

a obra de Beatrice era a las siete en punto. Tres días antes de Acción de Gracias. La señora Debbie insistió en que cenasen con ella. De hecho, les pidió que estuvieran todo el día y la noche, y por primera vez, Clara no discutió. No podía dejar pasar la oferta de un pavo asado con todos los adornos, y ciertamente no haría que Beatrice pasara sin ello. A Clara le pareció extraño que su corazón le doliera más por su madre durante estas vacaciones que en su propio cumpleaños. No recordaba un Acción de Gracias en que su madre no estuviera en la cocina cocinando. Los olores; delicias de cebollas y el apio salteados en la sartén. Ostras ricas friéndose. Oh, las ostras, Clara las recordaba. Mezcladas con el relleno casero. Siempre las buscaba con la cuchara de servir cuando el relleno pasaba, su madre gritándole que dejara algo para los demás. Las ostras eran raras, un gusto caro. Algo que Clara solo veía en la mesa en Acción de Gracias y en Navidad. 132

Podía ver a su madre con un delantal viéndose bonita e importante. Era importante, las cosas que su madre hacía en la cocina, porque ella les daba de comer. Una necesidad humana básica que se reunió con el amor y la habilidad. Este año, sería la señora Debbie en la cocina, trabajando, salteando y friendo y asando y horneando. Clara exigió ayudarla, y la señora Debbie no discutió. —Iba a pedirte ayuda de todos modos —dijo la señora Debbie mientras ella, Clara, y Beatrice se dirigían a la escuela esa noche. Beatrice se sentó en el asiento trasero vestida con su disfraz de Suiza. Clara fue a Goodwill y encontró un pantalón y una chaqueta impermeables a juego que pensó que podría pasar como un traje de esquí. Era de color rosa, el color favorito de Beatrice. Fue a otras tres tiendas de segunda mano, hasta que tropezó con una vieja máscara de buceo y pensó que podía cortarle la parte de la nariz de goma. Podría funcionar –como gafas de esquí improvisadas— apoyadas encima de la cabeza de su hermana. Ya tenían ropa de invierno que incluía botas, trineos, bufandas y guantes. Clara rizó el cabello de Beatrice con su plancha en la casa de la señora Debbie, Beatrice se veía adorable con los rizos que empujan por debajo de la gorra en su cabeza. Clara incluso descubrió un viejo juego de croquet en el cobertizo y utilizó dos mazos como bastones de esquí. Desenroscó el final de los bastones y añadió papeles de disco que cortó de un poster. Con el cabello rubio de Beatrice y sus ojos azules, se veía como la imagen perfecta de una esquiadora suiza. Evan las encontró de inmediato cuando entraron al auditorio.

—Clara, quiero presentarte a mis padres —dijo cuándo se acercó a ella—. Han estado esperando conocerte alguna vez desde que les dije que estamos saliendo. —Saliendo —se hizo eco Beatrice, y se rió. Evan le pellizcó ligeramente en la parte superior de su brazo. —Hola, Bea —dijo—. Me gusta tu traje. —Gracias —dijo con timidez. Clara la miró perpleja. Beatrice nunca fue tímida sobre nada. —Entonces, ¿puedo? —preguntó Evan abordando a Clara. El latido del corazón de Clara se intensificó. Sabía que tendría que conocerles con el tiempo. —No saben nada acerca de mi situación, ¿verdad? —murmuró. —No —dijo—. Dios, Clara, nunca diría ni una palabra. Clara se sintió aliviada y dejó que la llevará con sus padres, que estaban sentados en la tercera fila. La señora Debbie fue a buscar los asientos, y Beatrice desapareció por la entrada lateral del auditorio. —Oh, ¡me olvidé de desearle suerte! —dijo Clara viendo la puerta cerrarse detrás de Beatrice. —Ella sabe que querías desearle suerte —dijo Evan, tomándola de la mano. Clara se apartó. —No —dijo. —¿Por qué? —preguntó Evan. 133

Clara se sonrojó. —Es sólo que no quiero ir de tu mano cuando conozca a tus padres. Me hace sentir incómoda. —Está bien —respondió Evan, pero no lo entendió. Dos personas muy atractivas con los dientes muy rectos y modales muy adecuados saludaron a Clara y extendieron sus manos hacia ella, cada uno a su vez. Le preguntaron si quería unirse a ellos, pero ella les dijo que estaba sentada con su abuela. Miró a Evan que le dio un guiño alentador. Odiaba mentir, y odiaba sobre todo la idea de mentir a los padres de su novio a los que acaba de conocer. Esperaba que no preguntasen acerca de sus padres, pero lo hicieron. —¿Vienen tus padres esta noche, Clara? —preguntó la señora Morningstar. —Mm, bueno, mis padres están divorciados —respondió Clara. Jugueteó con sus dedos. —Oh, Dios, lo siento —dijo la señora Morningstar. Claramente incómoda. —Está bien —respondió Clara—. Y mi madre no se siente bien. Así que por eso vine con la abuela. —Estaba segura que la madre de Evan podía escuchar directamente a través de sus mentiras.

—Bueno, dile a tu madre que espero que se sienta mejor. ¿Tal vez podamos conocerla algún día? —preguntó. Clara sonrió. —Mmhmm —fue todo lo que pudo decir. —¿Y vas a tercero, Clara? —preguntó el señor Morningstar. —Sí, señor —respondió Clara. Realmente no quería hablar con el padre de Evan, temiendo que estuviese mirándola por el rabillo del ojo silenciosamente. Una parte de ella quería gritarle “¡Oh, sólo dígalo ya! ¡Dígame que necesito aparatos!”, pero no lo hizo. —¿Y Evan dice que tienes un trabajo? —preguntó. Clara no estaba segura de hacia dónde se dirigía. —Sí, señor —respondió ella. —Creo que es fantástico. Simplemente fantástico —dijo el señor Morningstar—. Los niños necesitan trabajar. Es bueno para ti, no depender de tus padres para comprar cada cosa que quieres. Clara sonrió. El hombre no tenía idea. —Y apuesto a que eres una señorita responsable con tu dinero, ¿verdad? — preguntó. —Ya está bien, papá —gimió Evan.

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—Sí, señor, lo soy —respondió Clara con entusiasmo. Sabía que estaba siendo una listilla y no le importaba—. Incluso ayudo con las facturas —dijo y observó el rostro del señor Morningstar iluminarse. —¡Dios mío, qué chica más maravillosa y responsable! —gritó, y Clara quiso mirarle mal por el rabillo del ojo. Clara se despidió y comenzó alejarse. Escuchó decir a la señora Morningstar: —Oh, me gusta ella, Evan. Mucho mejor que esa chica Amy. —Y la respuesta de Evan: —Mamá, ¿puedes parar, por favor?

Beatrice fue la mejor solista de todos los del escenario. Convenció a Clara de que todo el público quería pedir la ciudadanía y trasladarse a Suiza inmediatamente después de escuchar su canción. Su pequeña voz sonaba verdadera, clara y fuerte, mientras cantaba. Clara más tarde bromeó sobre que Beatrice cantó sobre las tres C: Celtas, la concordancia democrática y los centavos. Eso resumía la cultura suiza en opinión de Clara, y trató de no reírse cuando Beatrice imitó hacer esquí de slalom por una colina al final de su solo. Al público le encantó, algunos entre la multitud incluso se levantaron para exigir un bis. Clara nunca se sintió tan orgullosa de su hermana pequeña.

—¿Esa era tu hermana? —preguntó la señora Morningstar a Clara después de la obra. Miró a Beatrice y sonrió—. Tienes una carrera como cantante entre tus manos. ¿Lo sabías? Beatrice sonrió ampliamente. —¡Eso es exactamente lo que dijo mi profesor! —Bueno, tu hermana y tu abuela deben de estar muy orgullosas –continuó la señora Morningstar. Beatrice frunció el ceño y abrió la boca para responder. —¿No estuvo ella fabulosa, abuela? –le preguntó Clara a la señora Debbie mientras ponía un brazo alrededor de Beatrice, apretando con fuerza. Beatrice alzó la vista hacia ella, los ojos de Clara suplicantes, y finalmente entendió. —¡La mejor! —respondió la señora Debbie—. ¡Dios, tengo las dos nietas más talentosas, hermosas e imaginativas del mundo! Clara se esforzó para evitar poner sus ojos en blanco. En el auto de camino a casa, Clara dijo: —Mintiendo un poco, ¿eh? —le preguntó a la señora Debbie. —Bueno, ¿hay algo malo de hablar bien de ti ante los estirados padres de Evan? —preguntó la señora Debbie. Clara sonrió. —No son estirados. Tal vez un poco condescendientes, pero no estirados. 135

—Oh —respondió la señora Debbie—. Y yo que pensaba que significaban lo mismo. Clara rió. —Siento haber mentido. Sentí que no tenía otra opción. —Clara, me puedes llamar tu abuela en cualquier momento —dijo la señora Debbie. Clara giró hacia su calle con la canción de Beatrice sonando en su corazón.

—Esta es mi posesión más preciada —dijo Evan, sacando la guitarra de su estuche. Era la primera semana de diciembre —un miércoles por la tarde— y Clara estaba en el sótano de Evan sentada con él en el sofá. Beatrice había ido a casa con Angela para trabajar en un proyecto de ciencias y le dijo a Clara que no la recogiera hasta las ocho. La habían invitado a cenar, y Clara estaba feliz de no tener que cocinar. Nunca cocinaba cuando Beatrice no estaba. No era importante alimentarse a sí misma.

—Es muy bonita —respondió Clara. Realmente no sabía qué decir ya que no sabía nada de las guitarras. Evan se rió. —Sí, bastante —estuvo de acuerdo. La miró, a continuación, dejó la guitarra abajo—. Ni siquiera voy a tener que explicarlo con palabras —dijo mientras se levantaba y se dirigía hacia el otro lado de la habitación. Agarró otra guitarra fuera de su soporte y se dirigió de nuevo hacia ella. Se acomodó en el sofá y colocó el instrumento en su regazo—. Sólo escucha- —dijo, y tocó el acorde de Sol. El acorde de la guitarra sonó, ligero y casi incierto. Hueca, pensó Clara. Evan colocó la guitarra en el suelo y luego recogió la otra, su “preciada posesión”. —Ahora escucha —dijo y tocó el mismo acorde de Sol. Esta vez el sonido resonó en la sala, rico, oscuro y profundo, y Clara pensó que la guitarra tuvo que ser construida en una bodega de roble entre bastidores y bastidores de vino tinto envejecido. —Es magnífica —dijo. Quería alargar la mano y tocar la madera brillante, tan suave y resbaladiza. —Es una Martin D-35 —explicó Evan—. Sin duda la mejor guitarra que jamás se ha hecho, y punto. —No voy a discutir ya que no sé nada de guitarras —respondió Clara—. Parece cara.

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—Lo es —dijo Evan—. Y no, mi padre no pagó por ella. ¿Sabes cuántas horas de dar malos consejos sobre libros a la gente me tomó para conseguir esta cosa? He estado ahorrando desde siempre. Comenzó entonces a rasguear, calentando sus dedos, pensó Clara. —He estado practicando una canción para ti —dijo Evan mientras tocaba algunas escalas—. Sé que es muy cursi, pero si quieres, la tocaré para ti. —Por favor —dijo Clara ruborizándose. Se acomodó en el sofá y cerró los ojos. Quería ser transportada y esperaba Evan estuviera lo suficientemente capacitado como para hacerlo. Empezó, la apertura sonó como una melodía española. Pasó sus dedos sobre las cuerdas tan rápido que Clara no pudo evitar sentarse y mirarlo boquiabierta. ¿Cómo podía hacer que sus dedos se moviesen tan rápidamente, tan seguros sobre las cuerdas? Tan nítido y conciso. No vaciló, nunca tocaba mal una cuerda, nunca tocó una nota equivocada. Era algo más que habilidad. Era un don. Cuando terminó, se sentó en silencio. voz.

—¿Te ha gustado? —preguntó Evan. Había una nota de incertidumbre en su —Fue hermoso —respondió Clara aturdida—. Tan hermosa. Evan dio un suspiro de alivio.

—Me gustaría poder decir que la escribí. No lo hice, pero he escrito un par de canciones. Son malas en comparación con la que acabo de tocar.

—¿Qué es lo que acabas de tocar para mí? Yes.

—Se llama Estado de Mood for a Day —dijo Evan—. Es de una banda llamada —Nunca he oído hablar de ellos —respondió Clara.

—Normal. Son una banda de rock progresivo antigua. Mi abuelo se los presentó a mi padre quien me los presentó a mí. Una especie de cosa familiar. Crecí escuchando esas cosas. Ya sabes, ¿bandas como Pink Floyd y Genesis? Clara parpadeó. —Tal vez no —dijo Evan, y se rió entre dientes. —Me gusta: Mood for a Day —dijo Clara—. Me gusta esa canción. —¿Y en qué estado de ánimo te ha dejado? —preguntó Evan en broma. —Pensativa. —Oh. Mmm, me esperaba algo más. Clara se rió. —Mira, no puedo pensar en nada más que en besarte —admitió Evan—. Toqué esa canción esperando que te dieran ganas de besarme. Clara miró a Evan y sonrió. —Te besaré. —Oh, gracias, gracias —dijo efusivamente, y puso su guitarra en el suelo. 137

—¿No quieres poner eso en su caja? —preguntó. —Oh, Clara —dijo Evan—. ¿No has escuchado nunca la canción Silver Rainbow? Ella negó mientras la tomaba en sus brazos y la besaba suavemente, familiarizándose de nuevo con sus labios carnosos. Él los mordisqueó suavemente sintiendo que su cuerpo respondía a él, y cuando la provocó abriendo su boca con su lengua, gimió en la suya; un gemido que le hizo recordar la primera vez que se habían besado. Él chupó gentilmente sus labios revolviéndole el mismo deseo que ella había tenido antes, y se deleitó ante la sensación de su respuesta. Ella le devolvió el beso con avidez, incapaz de ser tímida sobre ello. Quería que él le hiciera cosas, y se lo pidió metiendo su lengua en su boca. Él se apartó de ella, respirando con dificultad. —No quiero hacer nada que no quieras que haga —dijo con voz ronca. Ella le respondió sacándose su camisa por encima de su cabeza. La colocó en el suelo junto a su guitarra. Sus ojos se clavaron en su sujetador. Era el mismo que antes, con las cintas de color rosa. Y el broche frontal. Las manos de Clara fueron al broche. —No —dijo Evan—. Quiero hacerlo yo. Se inclinó y la besó de nuevo, empujándola suavemente sobre su espalda. Sintió su pierna entre las de ella, el deseo familiar agitándose en la parte baja de su

abdomen. Sus labios dejaron besos por su cuello hasta la clavícula y finalmente llegaron a descansar entre sus pechos. Sintió el chasquido de su sujetador y cerró los ojos mientras el tejido se separaba de su cuerpo. Su corazón latía violentamente mientras estaba allí expuesta sabiendo que él la estaba mirando fijamente, preguntándose qué estaba pensando. Se quedó sin aliento cuando sintió sus labios pegándose a ella, atrayendo su pezón en su boca, burlándose con su lengua con suavidad. Arqueó su cuerpo hacia él, gritando al sentir las sacudidas suaves de la electricidad moviéndose a su estómago y desapareciendo en ese lugar mágico entre sus piernas. La besó y mordió el otro pecho, tomando su pezón en la boca y dándole el mismo respeto que al primero. Ella retorció los dedos en su cabello, halándolo con cuidado pues el placer era casi demasiado grande, y pensó que debería hacerle parar. —Eres tan hermosa —dijo, mirándola. La besó en los labios con ternura mientras su mano se deslizaba por su vientre hacia su cintura. Se detuvo, alejándose de ella para mirarla al rostro. —No voy a hacer nada que no quieras que haga —dijo. Pensó en sus padres, cuándo volverían a casa, cuán mortificada estaría si sus padres vinieron abajo y los descubrieran. —Tus padres… —No están aquí —finalizó Evan—. Y no van a estar aquí por un largo tiempo.

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Le desabrochó los jeans y se detuvo. Ella no se resistió así que los abrió del todo. Y cuando ella siguió sin resistirse, los sacó suavemente por sus piernas hasta que yacieron en la pila con su camisa y su guitarra. Clara yacía completamente inmóvil, con miedo a moverse, sintiéndose excitada y temerosa e incluso avergonzada por las respuestas físicas que sabía que él podía sacar de ella. Pensó que se iba a poner encima de ella otra vez, pero no lo hizo. Se fue del sofá por completo y se arrodilló en el suelo junto a ella. Sintió como si estuviera estirada como un regalo para él. Él inclinó su cabeza para besarla de nuevo, dejando que su mano se deslizara perezosamente sobre sus pechos, sintiendo su cuerpo elevándose ante su contacto. Continuó besándola mientras movió su mano por su estómago, la punta de sus dedos desapareciendo bajo sus bragas. Ella se retorció, y él se detuvo. Se apartó de ella. —Clara, no voy a hacer algo… —Quiero que lo hagas —dijo, y tiró de él de vuelta a sus labios. Él la besó con avidez, deslizando su mano por entre sus piernas y degustando su jadeo en su boca. Continuó besándola mientras la exploraba, empujando suavemente un dedo dentro de ella, con miedo de deshacerse completamente ante la sensación de su suavidad. Sus caderas se movieron contra su mano, y él la apretó, sintiendo su respuesta, el jadeo en su boca mientras ella luchaba para controlar su deseo de ceder ante él.

Él no quería nada más que probarla. No estaba seguro de si ella se lo permitiría. No sabía si podía preguntárselo. Pero sabía que no quería hacer que se viniera con sus dedos. Quería hacer que se viniera con su boca, su lengua. Estaba atado, sintiendo sus músculos hinchándose, transformándolo en un animal listo para dominar. —Clara —dijo apartándose de su boca. Su mano la dejó, y ella quiso gritar. —No te detengas —pidió ella, retorciendo su cuerpo contra él, pidiéndole que la volviera a tocar. Él fue al otro lado del sofá y tomó sus bragas, deslizándolas fuera de sus piernas antes que ella pudiera resistirse. Posicionó su cuerpo entre sus piernas, abriéndolas, y vio que sus manos se pusieron entre sus piernas para esconderse de él. Ella sabía que su cara estaba ruborizada; podía sentir el color rojo brillante. Evan se inclinó y besó su estómago. Besó las manos que estaban entre sus piernas. Besó el interior de sus muslos, moviendo las manos arriba y abajo por el exterior de sus piernas. Se relajó y no se resistió cuando quitó sus manos para dejarla completamente expuesta a él. Ella cerró los ojos con fuerza, imaginando lo que él pensaba al mirarla. No tuvo que imaginar por mucho tiempo. Oyó la inhalación aguda de su respiración. —Jesucristo —susurró él—. Eres tan jodidamente hermosa. El calor se movió sobre su cuerpo como una onda barriéndola, y trató de cerrar las piernas. Él las mantuvo abiertas. —Voy a hacer que te vengas para mí, Clara. 139

Se estremeció y después dejó escapar un gemido cuando sintió un beso allí. Un ligero beso, y luego otro, y luego su lengua, y luego la caja oscura donde entró a confesar sus pecados. Cálida y aterciopelada y sabía que había hecho mal, pero ahhh, tenía que seguir haciendo el mal. Se sentía bien haciéndolo, y quería pagar por ello. Estaba temblando por quererlo, el castigo. Lo diría una y otra vez, una penitencia tan dulce hasta que saldara su deuda. Entonces fue levantada sobre sus rodillas, abrazada por Dios que la elevó, arriba, arriba, hasta que llegó a las puertas de cristal que daban a su perdición, y ella gritaba y lloraba su explosión de placer en la gran blancura.

Clara y Evan se sentaron en el sofá lado a lado. Él pasó una mano por su cabello por hacer algo. Ella, totalmente vestida ahora, miró adelante preguntándose qué demonios acababa de pasar. —Voy a ser honesto contigo, Clara —dijo Evan después de un tiempo—. Nunca he hecho que una chica se venga de esa forma. Quiero decir, no creo que sea todo esto o nada, pero joder. —Cállate, Evan —espetó Clara. —De acuerdo.

—Y no menciones a otras chicas después de haber hecho… eso —dijo ella. —Tienes razón —respondió—. Eso fue desconsiderado por mi parte. Se dio la vuelta para enfrentarse a él. —¿Y exactamente con cuántas chicas has hecho eso? —Oh Dios —se quejó. —¿Qué significa eso? ¿Muchas? —preguntó, sintiendo su temperamento elevarse. —Ninguna, Clara. —Se pasó una mano por el cabello otra vez. —No me mientas —dijo. —No quiero hablar de eso —respondió. —¿Por qué? Tú lo dijiste. Dijiste que nunca has hecho que una chica se corra de esa manera —dijo Clara—. Felicidades. Te tienes que sentir muy bien contigo mismo. —Sí, lo hago —espetó Evan—. ¿Qué diablos está mal con eso? No parecía importarte. —Pensó en quitarle su pantalón y mostrarle de nuevo cuán poco le importaba. —Dime, ¿sabía tan bien como las otras chicas? ¿Sabe un coño pobre tan bien como uno rico? —Clara se levantó del sofá. —¿Qué te pasa? —preguntó Evan—. ¿Por qué dirías algo así? 140

—Porque me gustaría saber contra qué estoy compitiendo —dijo—. Y todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Cuántas chicas? ¿Llevas un recuento? —Oh, Dios mío, Clara. —¿Bien? ¡¿Lo haces?! —Cálmate. —¡No me digas que me calme! —gritó—. ¡Tú dices algo estúpido y después te pido que me digas con cuántas chicas y actúas como si no hubiera habido otras chicas! —Ha habido otras chicas, ¡¿bien?! —gritó—. ¡No soy un puto monje! Clara miró al suelo. Hervía de una ira que sabía era injustificada. Sí, su comentario fue estúpido, pero estaba enfadada con él por haber tenido otras parejas sexuales, y eso no era justo. Sabía que no era justo —ni siquiera le conocía entonces— pero estaba enfadada y celosa igualmente. —He estado con tres chicas, ¿está bien? —confesó. Su sangre hirvió con las palabras que sabía que no debería decir, pero estaba enfadado, así que las dijo de todos modos—. Y tu coño sabía mejor que cualquiera de ellos. Clara se ruborizó, y luego encontró su voz. —Eres un idiota. —De acuerdo, Clara.

Su cerebro la llevó a un lugar al que no quería ir. Un lugar que la obligó a considerar por qué un guapo y popular chico de último curso querría salir con ella. Y entonces se dio cuenta que era porque ella era una conquista fácil. No podía luchar contra él cuando la perseguía. No pudo resistirlo cuando la besó por primera vez. No pudo decir que no cuando le separó las piernas y le contó lo que pensaba hacer con ella. —No te preocupas por mí en absoluto —susurró—. Sólo soy fácil para ti. Evan tuvo suficiente. Se puso de pie elevándose sobre ella y la agarró de la parte de arriba del brazo. —Si no me preocupara por ti, entonces te habría pedido que me devolvieses el favor —dijo entre dientes—. Pero no lo hice, Clara. Hice que lo sintieras. No estaba siendo egoísta. Te estaba mostrando lo mucho que me preocupo por ti. Así que deja de jugar a la víctima. Supera el hecho que estuve con otras chicas. No te conocía entonces. Así que jodidamente supéralo. Ella tiró de su brazo fuera de su alcance. No podía mirarle a la cara. La suya quemaba con un profundo color escarlata, y sabía que, si no se iba ahora, él la vería llorar, y no había manera en el infierno en que fuera a dejarle ver cómo lloraba. Salió del sótano sin una palabra.

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Beatrice parloteaba sobre su proyecto de ciencias y la cena con Angela y su familia. Clara estaba preocupada, sintiéndose culpable por dejar que Evan le hiciera las cosas que le hizo, preguntándose si todavía podía considerarse una “chica buena”. Tampoco podía sacarse de la cabeza sus palabras francas y cómo hizo que su cara quemase por la vergüenza. La hizo sentir bien. Tan bien, y no podía negarlo. Pensó en la casa fría que las esperaba y decidió que iba a pedirle a la señora Debbie si les dejaba pasar la noche. Simplemente hacía demasiado frío, y las chicas habían dormido en la miseria durante los últimos tres días. Incluso Beatrice, que miraba todo como una aventura y podía encontrar lo positivo en todas las situaciones, ya no podía fingir que le gustaba “acampar”. Clara giró en su calle y vio las luces rojas intermitentes inmediatamente. Beatrice que estaba repantigada en el asiento del pasajero se levantó al instante. —¿Qué está pasando, Clara? —preguntó. El latido del corazón de Clara se aceleró. Rezó en silencio que fuera algo menor, pero la urgencia frenética de los técnicos de urgencias le dijo que era cualquier cosa menos de menor importancia. —No estoy segura, Bea —dijo—. Tal vez la señora Debbie acaba de tener un accidente, como resbalarse y caerse o algo por el estilo. Estacionó el auto frente a la casa del vecino de al lado. Salió corriendo fuera del vehículo y corrió hacia la casa de la señora Debbie.

—¿Qué está pasando? —le preguntó a la primera persona que vio. —¿Quién eres? —preguntó una mujer bajita—. Vuelva, por favor. —Pasó al lado de Clara a toda prisa. Beatrice corrió hasta estar al lado de Clara. Agarró su mano instintivamente en la manera en que los niños toman de la mano a sus padres cuando necesitan sentirse protegidos. —¿Qué ha pasado? —respondió Clara sin salir del lado de la mujer. Beatrice fue arrastrada detrás de ella—. ¿Qué pasa? —Señorita, tiene que apartarse —dijo la mujer, y mirando a Beatrice añadió—, y llevársela con usted. —Jesucristo, ¡dígame algo! —gritó Clara—. ¡Soy su nieta! Yo… yo venía a visitarla esta noche. Por favor, se lo ruego. La señora lo consideró por un breve momento, y luego su voz se suavizó. —Lo siento querida, pero tu abuela ha tenido un ataque al corazón. —Oh, Dios mío —jadeó Clara. Escuchó a Beatrice dejar escapar un sollozo silencioso—. ¿Se pondrá bien? —preguntó aturdido Clara. —Cariño, está muerta.

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—Tengo frío, Clara —dijo Beatrice en voz baja. Se acurrucó cerca del fuego envuelta en su abrigo de invierno, bufanda y guantes. Se bajó su gorro hasta las orejas. —Yo también, Bea —respondió Clara, y se levantó para poner más leña. Puso los troncos en el débil fuego e hizo una bola con un periódico. Una vez que lanzó el papel, las llamas se dispararon, ardiendo calientes y enfadadas, y Clara se sentó al lado de Beatrice para ver el brillo. —Ella hacía tartas fantásticas, Clara —dijo Beatrice mirando las llamas. —Sí, las hacía —respondió Clara poniéndose otro par de calcetines. —Le encantaba el libro que Evan te dio —continuó Beatrice—. Me dijo que Yeats era su poeta favorito también. Clara se limpió una lágrima que se coló por el rabillo del ojo. —Tengo frío —dijo Beatrice de nuevo. —Ponte estos calcetines, Bea. Tengo un montón de mantas. Estaremos calientes si nos dormimos acurrucadas muy cerca del fuego —dijo Clara, pero no había suficientes mantas y calcetines en el mundo para calentar el frío en los corazones de las chicas, y Clara lo sabía.

Capítulo 14 C

lara ignoró a Evan cuando se sentó junto a ella en clase de salud al día siguiente. Él le echó un vistazo y decidió cuál era la mejor manera de empezar la conversación. Sabía que tenía derecho a estar enojado por su reacción a su historia sexual, pero ahora deseaba no haber permitido que lo metiera en una discusión. Le molestaba no sentir nada ni remotamente cerca del arrepentimiento por nada de lo que le dijo a ella. Ni siquiera el comentario sobre que sabía mejor que cualquier otra chica con la que hubiera estado. Se dio cuenta que estaba sonriendo y se detuvo. Era la verdad —ese comentario—, pero no tenía derecho a expresarlo en voz alta. Sabía que la había jodido. Sabía que necesitaba disculparse. También sabía que en el fondo de su corazón la disculpa sería falsa. Toda su ira se originaba en el hecho de que se sentía frustrada e inexperta alrededor de él. Lo sabía e intentaba ser compresivo. Pero no había manera de que ella fuera a hacerle sentir culpable por su pasado sexual. Podía ser tan santurrona y casta como quisiera. Él arreglaría eso. 143

—¿Clara? —preguntó tentativamente. —¿Hmm? —respondió ella fingiendo distracción, alzando su última novela hacia su rostro. —¿Vas a bajar el libro? —preguntó él. Ella lo colocó en el pupitre y lo miró. —Lo siento —dijo él en voz baja—. No debería haber hecho ese comentario. —¿Cuál? —cuestionó. Evan respiró profundamente. —El primero —respondió—. Empezaremos con eso. Lo siento por hacer un comentario que sonó como si te comparara con otras chicas. No era mi intención que diera esa impresión. Ni siquiera estaba pensando en esas otras chicas cuando lo dije. Estaba pensando en cuán feliz me sentía por hacerte sentir tan bien. Clara intentó duro poner expresión inescrutable, pero se sonrojó a pesar de sus esfuerzos. Evan lo vio y lo tomó como una señal de esperanza. —De verdad que solo estaba pensando en ti. —¿Y qué hay de ese otro comentario? —preguntó ella. Evan no pudo evitar sonreír. —¿Qué comentario? —replicó. Sabía precisamente a cuál se estaba refiriendo.

Clara entrecerró sus ojos. —Ya sabes. —Realmente no —mintió Evan. Sólo quería oírla decirlo. Clara bajó su voz a un apenas audible susurro. —Ese en el que dijiste que sabía mejor que todas esas otras chicas. Hiciste una comparación entonces. La sonrisa de Evan se amplió. —No estás enojada por ese comentario ni un poquito —replicó—. Estás halagada. Clara resopló. —Y quise molestarte diciendo eso, aunque sabía que secretamente te gustaría —continuó él. Ella se movió incómodamente en su asiento. Evan se inclinó cerca. —Porque es la verdad. Lo haces. Y si dejaras de ser injusta conmigo castigándome por estar con otras chicas, entonces tal vez te mostraría de nuevo cuánto te gusta ese comentario. Ella lo sintió al instante, el calor surgiendo entre sus piernas. ¿Cómo hacía él que quisiera gritarle y gritar por él al mismo tiempo? Intentó ignorar su reacción sexual. 144

—Sé lo que estás haciendo, y no está funcionando —dijo Clara. El profundo sonrojo en sus mejillas decía lo contrario. —Clara, eres tan linda. Y sabes que te adoro. ¿Así que puedes superarlo ya? — preguntó Evan. Esperó a que dijera algo. Estaba pensando, su rostro arrugado en concentración, y él se preguntó si estaba decidiendo dejarlo ir o preguntándose cuánto más necesitaba castigarlo. —¿Te gusto por mí? —preguntó ella finalmente. No lo miró a los ojos cuando lo dijo. Él no esperaba eso. —Sí. Lo miró entonces. Sus ojos le dijeron que le creía. —Bien. Se sostuvieron la mirada por unos momentos antes que Clara hablara de nuevo. —Siento haberte gritado —dijo—. Me sentí muy mal por ello. Simplemente me siento rara a veces contigo sabiendo un montón de cosas que yo no. Sé que esto sonará estúpido, pero me hace sentir que siempre tienes ventaja. Evan lo pensó por un momento.

—No sé qué decir a eso —admitió. Clara pasó las páginas de su cuaderno. —Por favor, no me compares con esas otras chicas. En tu cerebro. No quiero que me compares. Y no te aproveches de mí. Sabes que no sé lo que estoy haciendo. Probablemente apeste en todo eso. Evan estalló en carcajadas. Clara alzó la mirada bruscamente. —¿Qué es divertido? —Lo siento, pero dijiste “chupar” y soy un inmaduro —respondió él riéndose. Clara se sonrojó ante su pobre elección de palabras. Y luego soltó una risita. Evan estaba tan agradecido por ello y exigió que ella se inclinara hacia él. Lo hizo y él le dio un beso. —Nunca te compararé con nadie, ¿de acuerdo? —dijo—. Y nunca me aprovecharé de ti. ¿Confías en mí? Clara asintió. Sonrió y él suspiró aliviado. —Ahora la pregunta es, ¿qué vas a hacer este fin de semana? —preguntó suavemente. La sonrisa de Clara se desvaneció. —Ir a un funeral —susurró. 145

Clara, Evan y Beatrice caminaron hacia la tumba, Evan entre las hermanas y sosteniendo sus manos. Beatrice lloraba incontrolablemente. Clara solo la había visto llorar así de duro cuando su madre se fue, la noche que hizo la broma sobre ir a la tienda. Clara no se dio cuenta de cuán afectada estaría al ver todas las flores en la iglesia, las fotos de la señora Debbie exhibidas en el escenario. Había mucha gente allí, miembros de la iglesia que estaban profundamente apenados por su muerte. Parecían asustados y vacíos y Clara sabía por qué. La señora Debbie cuidó de ellos y ahora se había ido. ¿Quién los cuidaría ahora? ¿Quién cuidaría de ella ahora? La intensidad del dolor de Clara se multiplicó. No dolor del que provoca lágrimas. No, el conmocionado y entumecido dolor del bajo zumbido del miedo. Estaba asustada. Había llegado a depender de la señora Debbie y no se había dado cuenta. A pesar de toda la insistencia de Clara en mantener y proteger a Beatrice por su cuenta, necesitaba a su vecina, y un nuevo miedo trepó al corazón de Clara. El miedo de la exclusiva responsabilidad. No había adultos ahora, sólo ella, y estaba aterrorizada de que el pánico volviera, la oscuridad que casi la atrapó, la desesperación que le robó su voluntad de luchar. Sólo fue temporal, pero recordaba el paso de los días sin lavarse el cabello. No podía recordar cómo salió de ello —creía que las voces le dijeron que lo hiciera—, pero temía el día que esos

sentimientos de desesperación regresaran. Sabía en el fondo de su corazón que lo harían porque lo heredó de su madre, como Beatrice había dicho. Instintivamente puso su mano en su cuero cabelludo, masajeándolo con sus dedos, buscando grasa. Nunca quería sentir eso de nuevo. El pastor dijo unas pocas palabras y luego la señora Debbie fue bajada a la tierra. Beatrice se volvió hacia Evan, quien envolvió sus brazos alrededor de ella, abrazándola, dejándola derramar sus lágrimas por toda la chaqueta de su traje. Clara observó la escena como si fuera una película y ella fuera parte del público, separada por la pantalla, incapaz de comprender la magnitud e irrevocabilidad de lo que estaba pasando porque no era un personaje de la misma. Estaba en el exterior, observando, con los dedos en su cabello en busca de grasa.

Florence se acercó a Clara en su taquilla. —Creo que es genial que salgas con Evan —dijo abruptamente. Florence era así de extraña. A veces buena con las habilidades sociales y a veces aparentemente carente de ellas. —Gracias —respondió Clara sonriendo. —Nos da al resto esperanza, ¿sabes? —dijo. Clara no sabía qué decir. 146

—Quiero decir, no es que todas tengamos que salir con chicos populares ni nada, sino sólo el hecho de que seamos vistas, ¿sabes? —continuó—. Es decir, dudo que sea vista, pero sabes a lo que me refiero. Clara asintió. —Hablando de… —dijo Florence mirando más allá de Clara al pasillo. —Hola, Clara —dijo Evan—. Hola, Florence. La boca de Florence se abrió. Se quedó por un segundo mirándolo fijamente, incapaz de encontrar las palabras que normalmente le resultaba fácil hallar, elegantes o no. —¿Cómo diablos sabes mi nombre? —preguntó. Evan sonrió y se encogió de hombros. —¿Te lo dijo Clara? —No. —¿Alguien te lo dijo? —Creo que no. —¿Sabes el nombre de todo el mundo aquí? —No. —Maldición —dijo Florence.

Clara sonrió. —Le estaba diciendo a Clara que me alegra que ustedes estén saliendo —dijo Florence después de un momento—. Le dije que nos da a todas las nerds algo de esperanza. Clara suspiró pacientemente deseando que Florence entendiera cuándo no hablar. —No eres una nerd —dijo Evan. Sonó completamente genuino. —Bueno, una sabionda entonces —corrigió Florence. —O eso —replicó Evan. Florence lo consideró. —Tienes toda la razón, Evan —valoró ella, y Clara se rió. —Gracias, Florence. —Te veo en ciencias, Clara —dijo, luego se fue.

Clara buscó una sudadera en el cajón inferior. Ya tenía dos camisolas y una camiseta de manga larga, pero estaba helada. Había entrado al salón tres veces para alimentar el fuego, pero no importaba el tamaño o el calor de las llamas, no podía calentar el frío dentro de sus huesos. Le dolía, amenazando con quedarse permanentemente, y estaba frenética por aliviarlo. 147

Rebuscó en su cajón hasta que la encontró. No su sudadera, sino una fotografía que había estado escondida en el fondo, fuera de vista y cualquier recuerdo, hasta ahora. Era una foto de ella y su padre. Tenía diez años. La familia había ido a Ocean City, Maryland, una de las raras vacaciones que tomaron. Fue la primera vez que Clara había estado en el mar. Podía recordar la pequeña habitación de motel con dos camas dobles. Estaba húmeda y lúgubre, y olía a algas. Le encantaba. Nunca pensó que pudiera amar tanto el olor y la viscosidad del agua salada, el viento constante que azotaba el cabello contra su rostro, irritante y delicioso a la vez. Se miró a sí misma tomando la mano a su padre. Estaba sonriendo a la cámara, pero recordó su impaciencia. Él quería que les tomaran la foto para que pudiera llevar a Clara al agua por primera vez. Él estaba bronceado, y su cabello rubio casi parecía blanco bajo la luz del sol. Tenía sus ojos entrecerrados y una sonrisa brillante. Era guapo y lo sabía. —Ahora, no tengas miedo —le dijo. Ella apretó su mano—. No te soltaré. Y la llevó al mar, poco a poco, riéndose cuando ella gritó cuando las olas rompieron contra sus espinillas. —¡Me gusta, papá! —gritó por encima del ruido del agua. —¿Quieres ir más adentro? —preguntó su padre.

—¡No! —dijo ella—. Aún no. Quiero quedarme aquí mismo. Trató de saltar sobre la siguiente ola, pero no pudo llegar lo suficientemente alto. Golpeó contra sus piernas una vez más, y ella rió. Dio una patada al agua y luego saltó una y otra vez, cuando vio una bandada de pececillos que se dirigía a ella. —¡Papá! —dijo, señalándolos—. ¡Mira! Jaló su brazo y levantó la mirada. Él estaba mirando en dirección contraria, y ella giró su cuerpo para ver. Una mujer se estaba acercando. Menuda con piel brillante y dorada por el sol. Tenía un bikini que abrazaba sus curvas, sus pechos rebotando ligeramente mientras caminaba. Pasó detrás de ellos, y Clara observó a su padre siguiéndola con la mirada, girando su cabeza para seguir mirándola mientras ella caminaba por la playa. Como si oyera a Clara por primera vez, distraídamente dijo: —¿Qué pasa, cariño? “Los peces” quedó atascado en su garganta. No podía decirlo, y pensó que no era importante al lado de la mujer de negro. —Nada —dijo simplemente, y su padre le soltó la mano. Se congeló en el agua, ya no le gustaba las formas que las olas golpeaban sus piernas cuando no se aferraba a su padre. —Voy a dar un paseo, Clara —dijo—. Quédate aquí con tu madre y hermana. Era el único mal recuerdo de ese viaje, y tenía la foto para recordarlo. 148

Clara se quedó mirando la fotografía riéndose burlonamente. —De todas las fotos que podía conservar —dijo en voz alta. Sintió una oleada de ira hacia su padre, recordando la forma en que miraba a la mujer, preguntándose absurdamente si era la mujer por la que dejó a su madre. Rasgó la foto por la mitad y su cólera disminuyó. Pero no fue suficiente. Se dirigió a la sala de estar y arrojó las piezas al fuego, observando mientras las llamas las consumían, hasta que desaparecieron. No conocía la brujería, pero esperaba que su padre sintiera su rostro ardiendo. Esperaba que gritase de dolor. Se dejó caer al lado de las llamas, temblando violentamente. No podía entenderlo a él. Nunca pudo. Una vez que fue lo suficientemente mayor para ver lo que estaba haciendo, sus ojos constantemente vagando alrededor, no sentía nada más que confusión. Su madre era hermosa. La mujer más hermosa que Clara había visto. Era inteligente, vivaz y espontánea. Era creativa. Era lista. Era capaz e independiente. ¿Por qué no fue suficiente para él? Y entonces, Clara consideró la inquietante idea que tal vez, ella era demasiado para él. Tal vez debido a que su madre podía hacer todo en lo que él era inútil. Tal vez porque él sentía celos de ella y quería a alguien que dependiera de él. Alguien que estuviera perdida sin él. Clara bufó. Si tan solo su padre supiera cuánto lo necesitaba. Él no estaba cerca para ver las consecuencias. Su lento y firme camino hacia la depresión. Las lágrimas que derramó por él. Lo necesitaba, siempre lo había necesitado, y era una tonta por no demostrarle eso. Y él era un tonto por no

verlo. Clara nunca sacó su sudadera. Tenía miedo de regresar al cajón, pensando que encontraría otra foto que le recordaría a su padre, cuando todo lo que quería hacer, era olvidar.

—¿Por qué no podemos quedarnos aquí? —preguntó Beatrice. Llevó su osito de peluche a su pecho. —La abuela necesita nuestra ayuda, Bea —respondió su madre—. Está sola y quiere que vayamos a vivir con ella. —Pero está tan lejos —se quejó Beatrice. lejos.

—Ella vive justo al otro lado de la ciudad —dijo su madre—. No está tan —Tendremos que ir a otra escuela, ¿verdad? —preguntó Clara. Su madre apartó la mirada. —Lo siento, niñas —susurró. —¡No quiero! —chilló Beatrice—. ¡Quiero quedarme con mis amigos! Clara tragó.

—Aún verás a tus amigos —dijo su madre—. Quizás no tanto, pero me aseguraré que los sigas visitando. 149

Clara escuchaba mientras Beatrice sollozaba sobre la cabeza de su oso de peluche. Su madre salió de la habitación, ella la siguió, dejando a Beatrice sola, llorando de frustración. —¿Por qué realmente nos estamos mudando? —preguntó Clara cuando llegaron a la cocina—. La abuela no necesita nuestra ayuda. Su madre se dio la vuelta y suspiró. —No puedo permitirme vivir aquí —dijo. Miró a Clara directamente—. ¿Lo entiendes? —Sí —respondió Clara. Ella solo tenía una amiga en la escuela, pero era su mejor amiga. Clara sabía cómo sería. Ellas intentarían verse cada fin de semana, pero entonces, eso cambiaría a una vez en mucho tiempo. Y luego dejarían de intentar. Clara entró en pánico por la idea. No quería empezar completamente en una nueva escuela. Conocía sus limitaciones, lo dolorosamente tímida que era, y no podía imaginarse tratando de hacer nuevos amigos. —Lo siento, Clara —dijo su madre quedamente. Lágrimas cayeron por su rostro. Clara miró en blanco a su madre. —No es tu culpa —dijo con tono muerto. Quería llorar, pero no pudo.

Capítulo 15 B

eatrice fue invitada a la fiesta de cumpleaños de su mejor amiga Angela en una fría tarde de sábado. Clara retiró un poco de dinero para que Beatrice llevase un pequeño regalo. Habían ido esa mañana para conseguirle un brazalete a Angela, algo brillante y divertido. Algo que Clara realmente no podía afrontar comprar, pero no quería que Beatrice apareciese sin nada. —No es tan importante si no llevo un regalo, Clara —había dicho Beatrice mientras observaban la colección de brazaletes. —Es importante, Bea —protestó Clara—. No puedes aparecer en una fiesta y engullir comida y tarta que no pagaste sin llevar un regalo. Es de mala educación. Beatrice se encogió de hombros. —Y, de todos modos, es una fiesta de cumpleaños. Llevas un regalo. Eso es lo que haces. 150

Clara tomó un brazalete brillante con piedras preciosas de distintos colores. —¿Crees que a Angela le gustaría ésta? —preguntó, mostrándoselo a Beatrice. Beatrice tomó el brazalete y lo giró entre las manos. —Sí —contestó finalmente—. Es este. Clara se aseguró de pedir una caja de regalo en el mostrador de joyería. Las chicas no tenían papel en casa para envolverlo, pero Clara encontró un carrete de cinta navideña en un armario y uso la cinta blanca para atar la caja. Beatrice le hizo una tarjeta de cumpleaños hecha a mano y Clara, al final, pensó que era un muy buen regalo. Cuando Beatrice se fue, Clara se encontró sentada en el sofá y mirando el recibo del brazalete. Miró el total, once dólares con setenta y cuatro, y se preguntó sobre todas las demás cosas que podría haber comprado con ese dinero. Maldita Angela, pensó. Maldita Angela y su maldita fiesta de cumpleaños que su maldita madre tuvo que dar. Golpeó el recibo contra la mesilla de café y miró a la chimenea vacía. La casa estaba fría, pero no podía atreverse a encender el fuego. Pero sabía que lo necesitaría para calentar el agua para su baño. Se preguntó si incluso importaba, lavarse antes de trabajar. Pensó que no era así. Fue sorprendida por un golpe en la puerta. La alarmaba cada vez, el corazón subiéndosele a la garganta, golpeando en su esófago. Su instinto era de correr y

esconderse. En primer lugar, porque que llamasen no sucedía muy a menudo, así que siempre sospechaba de ello o quién podía ser, y dos, no quería que quien fuese descubriese que no había electricidad cuando abriese la puerta. Miró por la ventana del frente y lo vio allí de pie. Sus nervios no se asentaron. Estaba muy al borde, indecisa sobre invitarlo. La última vez que él estuvo en su casa no hacía tanto frío. Clara abrió la puerta. —¿Por qué estás aquí? —Pensé en venir a verte de camino al trabajo —contestó Evan. —Pero no trabajas cerca de aquí —protestó Clara. Estaba de pie en la puerta prohibiendo su entrada. Evan metió las manos en los bolsillos de su abrigo. —Sé que no —aseguró él—. Pero tengo un poco de tiempo. Así que, ¿vas a dejarme entrar? Clara miró detrás de ella y después otra vez a Evan. —¿Por qué no vamos a algún sitio? —ofreció ella. —Clara, aquí afuera hace frío. ¿Me dejarás entrar, por favor? —preguntó y la empujó suavemente para pasar. Entró en la casa y se congeló—. ¿Dónde está el calor? —demandó. Clara cerró la puerta sintiendo que se sonrojaba, incluso aunque la casa estuviese helada. 151

Ella no contestó. Evan se giró y la miró. —Me aseguraste que la electricidad volvía a funcionar. —¿Lo hice? —cuestionó Clara. Evan la miró y ella le devolvió la mirada. —Clara, hace demasiado frío y no puedes vivir así —decidió Evan. Clara ya estaba enfadada por lo de Angela y ahora, tenía a alguien de pie frente a ella para desquitarse. —¡Estoy haciendo lo mejor que puedo! No hago suficiente dinero para pagar todo. Estoy intentando encontrar un nuevo trabajo. No es fácil. Nadie quiere trabajar con mi horario, mi otro trabajo. —¿Cuánto necesitas? —preguntó Evan, y Clara pareció horrorizada. —No te atrevas —reprochó, sintiendo sus ojos humedecerse. —No te dejaré vivir así —contestó Evan—. ¿Cuánto, Clara? —¡No voy a aceptar tu dinero! —¿En cambio vivirás en la oscuridad, con frío? —cuestionó él—. ¿Qué hay de tu hermana, Clara? Piensa en ella.

—¡No te atrevas a hablar de ella! —gritó Clara—. ¡Este no es tu problema! ¡No te pedí que vinieses aquí! Y ni siquiera sé por qué estás aquí. ¿Por qué no te vas? Evan miró alrededor de la sala, luego entró en la cocina. Las facturas estaban allí, esparcidas sobre la mesa junto con el talonario de Clara. Caminó hacia la mesa y Clara corrió detrás de él. Ella intentó reunir rápidamente los papeles, pero él vio lo que necesitaba. —¡Sal de mi casa! —gritó. Estaba más que avergonzada, temblando y sudando. No podía entender por qué tenía la sensación de que acababa de ser atrapada. —Clara, voy a pagar tus facturas de gas y electricidad —dijo Evan calmadamente. —¡No! —protestó Clara—. ¡No lo aceptaré! —Quiero que vayas directamente al banco después de la escuela cuando te traiga el cheque el lunes. —¡Deja de hablar! ¡No aceptaré tu dinero! —¡Sí, lo harás! —gritó Evan. No quería hacerlo y no lo hizo porque estuviese irritado con su resistencia. Gritó porque estaba enfadado consigo mismo, como si tuviese que haber sabido que las chicas aún vivían así, sin calefacción ni luz. Sin agua caliente. Dios mío, pensó, ¿cómo deben haber estado? Se las imaginó pasando frío por la noche, acurrucándose juntas bajo las mantas en su casa, temblando y asustadas.

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Debería haber sabido que Clara le estaba mintiendo. Siempre tenía una excusa para que él no fuese allí. Siempre iban a la casa de él o a algún otro sitio. O, en las raras ocasiones que permitía que fuese por ella, siempre le estaba esperando, apresurándolo fuera de la casa antes que siquiera recorriese el camino de entrada. Se sentía estúpido, solo viendo ahora las claras señales. Debería haberlo sabido y pensaba pagar por su ignorancia. —No es tu responsabilidad ayudarme. —Clara estaba llorando y enfadada consigo misma porque la viese llorar. Otra vez. Él bajó la mirada a ella aferrando los recibos junto al pecho, con los hombros hundidos y derrotada. —No estoy intentando hacerte sentir impotente, Clara —aseguró amablemente—. O avergonzada. Me preocupo por ti y Bea. No puedo salir de esta casa sabiendo que no te ayudé. No puedo permitir que vivas así. No lo haré. Clara tomó una respiración entrecortada. —Iba a estar bien —susurró ella—. Íbamos a quedarnos con la señora Debbie. El pensamiento de la señora Debbie era demasiado. Decir su nombre rompió a Clara y dejó salir un sollozo estrangulado. —La echo de menos. —Lloró—. Era tan insistente, me ponía de los nervios constantemente y nos quería mucho. Evan rodeó a su novia con los brazos y dejó que llorase en su pecho.

—Me siento culpable porque me compró esos pendientes y no tenía dinero — siguió Clara—. Pero nos quería y quería que viviésemos con ella porque tenía un buen corazón. Y la seguía alejando por mi orgullo y mi deseo de probar que podía hacerlo yo sola. Pero no puedo. Estoy muy cansada. No puedo hacerlo. Evan la abrazó. —No tienes que hacerlo tú sola —aseguró, besándole la cima de la cabeza. Ella levantó la mirada hacia él, sus ojos llenos de lágrimas, una mirada de determinación en su rostro. —Te lo devolveré —prometió ella con voz temblorosa—. Lo haré. —No lo harás —dijo Evan. —Por favor, déjame hacerlo —suplicó. —No, Clara —protestó, secándole las lágrimas. —Por favor —susurró, incapaz de seguir peleando. —No —murmuró y le besó los labios. Ella tembló con su toque y por el frío de la habitación. Él la acercó, su cuerpo perfectamente estirado contra el de él mientras ella le rodeaba el cuello con los brazos. Él la besó con urgencia, sintiendo ese deseo masculino de ocuparse de ella, de protegerla. La acercó a él y la besó con más fuerza, pensando que quería ocuparse de ella. Para siempre.

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Clara entró en su habitación y encendió la luz. Entrecerró los ojos ante su brillo, demasiado brillo, pensó, y la apagó rápidamente. Escuchó el familiar clic de la calefacción encendiéndose, retumbando suavemente por toda la casa, serpenteando sus dedos por los conductos y los respiraderos, propagándose y calentando las pequeñas habitaciones de su casa. Clara tomó una cerilla y una vela. Dejándolo sobre su mesilla de noche, luego se sentó en la cama. Levantó la mirada para encontrar a Beatrice de pie en su puerta. —Tampoco me gusta, Clare-Bear —comentó Beatrice—. Pero me gusta la calefacción. Clara sonrió y golpeó el espacio a su lado en la cama. Beatrice caminó y se dejó caer a su lado. —¿Cómo lo lograste, Clare-Bear? —preguntó Beatrice—. ¿Y también el agua caliente? Clara no estaba segura que debiese contárselo a Beatrice, pero también sabía que no podía mentirle. Beatrice lo sabría inmediatamente y luego se sentiría herida por la decepción de Clara. —Tengo un novio muy amable —respondió Clara finalmente.

Beatrice se sentó en silencio durante un momento. —Fue difícil para mí aceptar el dinero de él, Bea —indicó Clara—. Pero insistió y no pude discutir. Bueno, no podía seguir discutiendo. Beatrice se inclinó contra Clara y apoyó la cabeza en el hombro de su hermana. —¿Tendrás que devolvérselo? Clara suspiró suavemente. —No, Bea. No me permitirá devolvérselo. Fue muy inflexible sobre eso. —¿Qué significa “inflexible”? —preguntó Beatrice. Clara sonrió. —Simplemente no puedes soportar no saber una palabra, ¿cierto? —bromeó. —Sólo dímelo, Clara —contestó Beatrice, hambrienta por el significado de las palabras así podía almacenarlas para usarlas en la primera oportunidad. —Significa firme. Implacable —explicó Clara. —Soy inflexible sobre llegar a la escuela a tiempo —dijo Beatrice, probando la palabra. —Lo tienes —señaló Clara, rodeando la cintura de Beatrice. —¿Clara? —¿Ajá? 154

—Tienes un novio agradable.

Prepararon pollo en el horno y tenían una ensalada y Clara puso las sobras en el frigorífico. Seguía comprobando la temperatura del frigorífico diciendo excusas de que necesitaba tomar algo de allí. —¡Déjalo, Clara! —exigió Beatrice—. El refrigerador funciona. Y, de todos modos, estás gastando electricidad cuando sigues haciendo eso. Clara sonrió y cerró la puerta. —Tienes completamente la razón. —Se acercó para sentarse con su hermana a la mesa de la cocina—. ¿Adivina qué? —dijo. —¿Qué? —Tengo otro trabajo —confesó Clara. —¡Oh, Clara! —chilló Beatrice—. ¡Estoy muy contenta por ti! —Se lo pensó un momento—. No feliz de que tengas que trabajar más, sino de que tengas un trabajo porque querías otro. —Se detuvo—. No es que necesariamente quisieses otro trabajo, pero sé que lo necesitabas. Clara se rió.

—Está bien, Bea. Y sí, estoy entusiasmada por ello. —¿Dónde trabajarás? —preguntó Beatrice. —En realidad, al final de la calle —contestó Clara—. En la tienda. —¡Oh, Dios mío! —A Beatrice se le iluminó el rostro—. ¿Consigues descuentos? —No, Bea —dijo Clara—. Pero eso sería increíble. El rostro de Beatrice se descompuso ligeramente. —Bueno, no puedes tenerlo todo —mencionó y Clara se rió. —¿Bea? —¿Sí, Clara? —¿Qué te gustaría este año por Navidad? —preguntó Clara. —Nada, Clara —mintió Beatrice. —Está bien —aseguró Clara—. Podemos tener Navidad, Bea. Una pequeña, pero aun así Navidad. —¿Estás segura? —cuestionó Beatrice. Sentía una mezcla de esperanza e incertidumbre. —Muy segura —contestó Clara—. Así que empieza a pensar en qué quieres. Haz una lista y dámela. Y pronto. ¿Sabías que la Navidad está justo a la vuelta de la esquina? —¡Lo sabía! —exclamó Beatrice, porque había estado contando los días. 155

El nuevo trabajo de Clara les proporcionaba a las chicas unas buenas vacaciones simples. Una vez que se acabó la escuela para las vacaciones de invierno, Clara dobló su trabajo tomando tantos turnos como pudo en la tienda de ropa y en el comercio. Les dijo a sus compañeros de trabajo que le hiciesen saber si necesitaban tiempo para ir de compras o para pasar con la familia así ella podría hacer sus turnos. Vio su cuenta bancaria subir, cierto monto cuidadosamente repartido para la cena de Navidad, los regalos y el resto de facturas. De vez en cuando, el impuesto sobre la propiedad surgía frente a ella, pero intentaba ignorarlo. Incluso logró apartar de su mente el primer aviso de morosidad. Se preocupó por ello varios días después de recibirlo, pero nadie apareció llamando. Aún estaban a salvo. Se sentía culpable por dejar sola a Beatrice tan a menudo, pero Beatrice se mantenía ocupada visitando a Angela y leyendo libros. Clara le decía que no podía pasar tanto tiempo con Angela o su madre comenzaría a sospechar. Siempre era Clara la que la llevaba o la recogía. A veces, Evan aparecía para pasar el tiempo con Beatrice cuando no estaba trabajando. Aunque también trabajaba más a menudo durante las vacaciones de invierno, aprendió Clara, así que se veían poco desde que acabó la escuela.

Clara llegó a casa una noche para encontrar la escalera del ático bajada. —Simplemente no podía esperar, ¿no? —gritó a Beatrice. —¡Clara, es Navidad! ¿Qué esperas? —contestó Beatrice gritando. Caminó hacia la escalera llevando una gran caja de cartón. —No lo creo —señaló Clara—. No vas a bajar esa escalera llevando esa caja. —¡Entonces ayúdame! —contestó Beatrice. Suspiró y comenzó a deslizar las cajas etiquetadas como “Decoraciones de Navidad” y “Adornos de Navidad” hasta el borde de la apertura del ático junto a las escaleras. Se bajó y esperó que Clara subiese y se las pasase, esmeradamente lento y una a una. Una vez que todas las cajas estaban abajo, Clara le entregó a Beatrice la base y la barra del árbol artificial y luego bajó todas las ramas para el árbol. —¿Esto no estaba organizado el año pasado? —preguntó Clara mirando las ramas dispersas. —No —contestó Beatrice y bajó de la escalera. Clara respiró profundo. —Esto será divertido —murmuró. —¡Lo será, Clara! —afirmó Beatrice, ignorando el sarcasmo de su hermana y aplaudiendo—. ¡Pongamos los CD de Navidad y hagamos chocolate caliente mientras decoramos! Clara sonrió ante el entusiasmo de su hermana. 156

—No tenemos chocolate, Bea —señaló Clara y supo cuál sería la respuesta inmediata de su hermana. No esperó por ella, sino que tomó las llaves del auto y se encaminó hacia la puerta. Beatrice ya estaba allí y juntas fueron a la tienda por el dulce. Clara y Beatrice permanecieron en el pasillo del té, el café y el chocolate caliente mirando sus opciones. Beatrice se lamió los labios. —Pensé que el chocolate caliente simplemente era chocolate caliente — mencionó Clara mirando el estante. Había chocolate caliente con malvaviscos, chocolate caliente con sabor a menta, chocolate caliente sin azúcar que Beatrice vetó inmediatamente, chocolate caliente con frambuesa, chocolate caliente de chocolate negro, chocolate caliente con trozos de chocolate. —¡Oh por Dios! —exclamó Clara. —No te enfades por ello —contestó Beatrice. —Simplemente elige uno —pidió Clara y se giró para mirar al pasillo de la caja registradora. Amy estaba caminando hacia ella y se tensó. Nunca vio a Amy en esta tienda. Se imaginó que Amy vivía en el lado de Evan de la ciudad, pero luego recordó que Oak Tower Trail estaba solo a unas calles y se le hundió el corazón. Inmediatamente temió que Amy viviese allí y que viese a Clara robando los periódicos de las papeleras de reciclaje de los residentes. Nadie se había reído de

ella por eso en la escuela, pero temía que Amy lo supiese y estuviese esperando el momento perfecto para humillarla. Observó mientras Amy se acercaba cada vez más, aterrorizada que Amy pudiese intentar entablar una conversación, Clara tartamudeando y balbuceando cada respuesta. Amy era hermosa. No había que negarlo. Se echó su largo cabello negro sobre el hombre mientras caminaba, posando sus ojos azules en el rostro de Clara. Clara podía sentirlos quemándola, instintivamente se tocó la mejilla para comprobar cuán malo fue el daño. Amy permaneció más alta que Clara y vestía su ropa con confianza, envuelta es su abrigo grisáceo hecho a medida que le llegaba hasta las caderas y llevando un pantalón ajustado y botas de diseño. Clara pensaba que era glamurosa y en ese momento, se sintió que toda su existencia era de una gran insignificancia, simplemente era una chica con un abrigo que le era demasiado pequeño llevando un jeans de hacía tres años. Clara volvió a girarse hacia las cajas de chocolate caliente mientras Amy pasaba por al lado. Entonces miró el rostro de Clara y su cuerpo antes de resoplar desdeñosamente. Clara bajó la mirada a sus botas de goma que encajaba con el forro de lana que eran poco favorecedoras y feas, pero mantenían sus pies secos de la nieve. —¿Clara? ¿Quién era esa chica? —preguntó Beatrice—. Se me hace familiar. —No es nadie, Bea —contestó Clara y tomó la caja de chocolate de la mano de su hermana—. Vámonos. —Está bien —dijo Beatrice—. Pero se me hace familiar. 157

Capítulo 16 E

van llegó al día siguiente para ayudar a las chicas a terminar de decorar. Beatrice estaba llena de palabras ese día —más que de costumbre, pensó Clara— y era agotador escuchar divagar a su hermana. No podía quitarse su irritabilidad y trató de ocultarla. Deseaba, sin embargo, que Evan no hubiera venido, y entonces ella podría usar su mal humor abiertamente y sin preocuparse. Podía ir a su habitación y azotar su puerta, y Beatrice sería lo suficientemente sabia como para dejarla sola. Podía llorar sus frustraciones en su almohada, gritar en su almohada si quería, y luego esperaba sentirse mejor. En vez de eso, caminó con rabia reprimida, temiendo explotar de repente y asustar al único chico del que estaba segura que jamás le prestaría atención. —Los cascanueces van en la repisa —dijo Beatrice dirigiendo a Evan, que acababa de sacar dos de una caja. 158

—Entonces, ¿quién empezó a coleccionarlos? —preguntó Evan, colocándolos exactamente donde Beatrice señalaba. —Mamá lo hizo —respondió Beatrice—. Incluso el nombre de Clara es el mismo que el de la chica en el Cascanueces. Un año nos llevó a ver el ballet. —¿Les gustó? —preguntó Evan. —Oh, sí. Fue encantador —respondió Beatrice, y Clara puso los ojos en blanco. Beatrice lo vio—. Fue encantador, Clara —insistió. —Mmm, mucho —dijo Clara con ligereza. Sacó la punta del árbol de otra caja y la tiró al sofá. —Lo que sea —dijo Beatrice—. Tú querías ser bailarina durante años después de ver ese ballet. —No, no quería —argumentó Clara—. Esa fuiste tú. —No quería —replicó Beatrice—. Nunca quise ser una bailarina. Quiero ser una actriz. Tú querías ser Clara en el Cascanueces, y por eso mamá empezó a coleccionar cascanueces para ti. —Deja de hablar de eso, Beatrice —replicó Clara. La mención de su madre era demasiado. —Bueno, esa es la verdad —dijo Beatrice de esa manera malhumorada que tienen los niños cuando quieren tener la última palabra sin provocar más discusión.

Clara estaba a mitad de cerrar la caja cuando se excusó y salió furiosa de la sala de estar. Oyó a Beatrice decir: —Es una locura que no sea una bailarina.

Clara se sentó en su cama sujetando su almohada contra el pecho. Oyó un suave golpe en la puerta, pero no se dio por aludida. —Clara, ¿quieres decirme cuál es el problema? —preguntó Evan metiendo la cabeza en su dormitorio. —Nada —respondió secamente. Evan entró y cerró la puerta suavemente. —Bueno, estamos esperando en la sala de estar por ti. Beatrice no quería poner la estrella encima del árbol sin ti —dijo Evan. Se acercó y se sentó junto a Clara en la cama. —No me importa la estúpida estrella —respondió Clara. Evan tomó la mano de Clara. —¿Es por tu madre? —¿Qué pasa con ella? —preguntó Clara, retirando su mano de la de Evan.

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Él buscó las palabras. Sabía que haría un pésimo trabajo. No era bueno con estas cosas, pero sabía que tenía que intentarlo. Clara necesitaba hablar de ello y quería ayudarla. —Clara, no puedo imaginar cómo te sientes ahora con tu madre desaparecida —empezó Evan—. ¿Es por eso que estás molesta? —En realidad, no, no lo es —dijo Clara. Era una mentira parcial. Estaba molesta por su madre, pero realmente tenía que ver con Amy. Evan intentó con paciencia. —Clara, ¿quieres decirme qué te pasa? —¿Por qué estás saliendo conmigo? —preguntó de repente. —¿Qué? —Me escuchaste. ¿Por qué estás saliendo conmigo? —repitió Clara—. Soy fea, mis ropas son feas, y mi casa es fea. —Giró su rostro lejos mientras sentía el familiar picor en sus ojos. Estaba tan cansada de llorar. Evan tomó su mano y ella no se resistió. —Clara, no sé de dónde viene esto... —Vi a tu ex novia ayer —interrumpió Clara—. En el supermercado. Nunca la había notado antes. Realmente no. Pero ayer lo hice. Y es hermosa, tan hermosa, y popular, y no entiendo por qué rompiste con ella.

—Porque no la quiero. —Era una simple declaración que Clara debería haber sido capaz de entender, pero no lo hizo. No podía. —Bueno, nunca luciré como ella ni tendré ropa bonita como ella —espetó —Bien —dijo Evan—. No quiero que te parezcas a ella, y no quiero que uses las cosas que usa ella. Clara era implacable. —¡No soy lo suficientemente buena para ti! —exclamó—. ¿Has visto la forma en que las personas en la escuela nos miran? Se preguntan todo el tiempo por qué estás conmigo. Piensan que soy una perdedora y que sólo sientes lástima por mí y... Él la hizo callar con un beso. La atrajo hacia sí, sosteniéndola como rehén en sus brazos mientras la besaba con fuerza. Ella se retorció para escapar, pero no la dejó. Cuanto más luchaba contra él, más tiempo sus labios permanecían pegados a los suyos. Él no estaba de humor para oírla hablar más y quería que ella lo supiera. Dejó de luchar y se relajó. A continuación, él suavizó su beso y se alejó lentamente de su rostro. —Clara, estoy contigo porque quiero estarlo. Y no me importa una mierda esas otras personas. Y no puedo quitarte esa inseguridad que tienes con la forma como te ves y te vistes, pero te diré una y otra vez que creo que eres hermosa. ¿Amy? Ella no es hermosa. Tú lo eres. Así que deja de preocuparte por ella. Ella no me importa, y tampoco a ti debería importarte.

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La miró de una manera nueva. Ella nunca había visto esa mirada antes. Se atrevió a discutir, pero no fue amenazante. No le tenía miedo, pero sentía que tenía que respetar esa mirada, respetar las cosas que le decía y confiar en ellas. Ella asintió. Y luego le echó los brazos al cuello y lo apretó. Evan se rió entre dientes. —¿Ya podemos ir a poner esta estrella en el árbol? —le dijo suavemente al oído mientras le acariciaba la espalda. Ella asintió en su cuello.

—No tengo idea de lo que estoy haciendo —dijo Clara. Estaba de pie en el fregadero de la cocina envuelta en el delantal de su madre mirando el pavo descongelado. Beatrice se paró a su lado y miró también al pájaro. —Sí, la tienes, Clara —respondió Beatrice—. Cocinaste ese pavo con la señora Debbie para el Día de Acción de Gracias. Puedes hacerlo. Sólo recuerda los pasos. Clara respiró profundamente. No estaba segura de porqué se presionaba tanto por esta comida. Quería que fuese perfecta, suponía, más por Beatrice que por ella. Sabía que nunca sería capaz de hacerlo como su madre, pero iba a intentar hasta lo imposible. El día de Navidad consistiría en un pavo, presentes, y un maratón de las películas navideñas. Esas cosas siempre existieron en el pasado; tradiciones que

hacían que las chicas se sintieran seguras. Clara nunca se sintió tan desesperada por hacer que ella y Beatrice se sintieran seguras. —Bueno. Recuerdo a la señora Debbie sacando cosas de los extremos del pavo que estaban envueltas en papel —dijo Clara. Metió la mano en el cuello del pájaro y sacó algo. Como lo describió, estaba envuelta en papel. —¿Qué es? —preguntó Beatrice intrigada. Se inclinó para ver mejor. —No lo sé. ¿Tal vez un órgano o algo así? —respondió Clara. Lo dejó en la encimera, delante de Beatrice notando su mirada de disgusto. Clara comprobó el otro extremo y sacó más paquetes. Los alineó en la encimera sin saber qué hacer con ellos. —Está bien —dijo, respirando hondo—. Creo que debería enjuagarlo. —De acuerdo —dijo Beatrice—. Creo que veo sangre y cosas en el agujero allá abajo. —Señaló e hizo una mueca—. Clara, esto es repugnante. Clara se echó a reír. —Sabes, cualquier muchacha de tu edad habría dicho “asqueroso”. —Porque no tienen mi vocabulario —replicó Beatrice, con arrogancia. —Es verdad —dijo Clara, dando vuelta al pavo para enjuagar el cuello. Observó que la sangre y el agua se mezclaban con un color rosa suave y luego serpenteaban por el desagüe—. Recuérdame que desinfecte este fregadero cuando hayamos terminado. 161

Beatrice asintió y luego agarró la sartén y la bolsa del horno. Clara recordó que la señora Debbie repetía y repetía durante el Día de Acción de Gracias sobre la importancia de una bolsa de horno. —Tienes que usarlo, Clara —dijo la señora Debbie—. Caso contrario, tu pavo se secará. —¿Cómo asaban los pavos antes de que existieran las bolsas para horno? — preguntó Clara. —Tenían que sacarlos constantemente y bañarlos en jugo —respondió la señora Debbie—. Demasiado maldito trabajo. —Y Clara la observó mientras ella apretaba la bolsa con un lazo y hacía unas cuantas ranuras en el plástico—. Así no explota —explicó cuando Clara preguntó. Clara miró el pavo que metió en la bolsa. Todo lo que podía imaginar era una enorme explosión en su casa, una Navidad en llamas, y puso más rendijas en la bolsa de lo que probablemente necesitaba. —¡Estoy tan emocionada, Clara! —gritó Beatrice cuando todo el trabajo duro estuvo hecho. El pájaro estaba en el horno, sentado en palitos de apio metido en una bolsa, frotado con aceite y ajo, relleno con el relleno casero que Clara hizo la noche anterior. Le tomó tres horas, siguiendo cuidadosamente la receta: la receta de su madre con ostras. Clara miró alrededor de la cocina. Era un desastre. Soltó un suspiro contento.

—¿Quieres abrir un regalo antes de limpiar todo esto? —le preguntó a Beatrice. —¡Por supuesto! —dijo Beatrice corriendo hacia la sala de estar. —De acuerdo, pero sólo uno —dijo Clara, siguiendo a su hermana.

—Creo que puedo simplemente mantenerte cerca —dijo Evan, tomando otro bocado de su pavo. Cerró los ojos en éxtasis—. Esto. Está. Asombroso. Clara le sonrió. —Bueno, Beatrice me ayudó —dijo, aunque realmente todo lo que hacía Beatrice era estar de pie y observar. —¿Sabías que podías cocinar así? —preguntó, haciendo girar el tenedor alrededor de su puré de patatas, recogiendo un bulto considerable. —No —admitió Clara. Lo observó comer, pensando que le gustaba cocinar para él. No sólo a él. También le gustaba cocinar para Beatrice, pero le encantaba oírle decir que le gustaba, responder cerrando los ojos, seguir y seguir como si fuera la mejor comida que hubiese probado. Se preguntó si eso era inherentemente femenino, querer cocinar algo para alguien a quien amaba y hacerlo amarlo tanto como lo amaba.

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Clara se congeló, temiendo que Evan pudiera oír sus pensamientos. ¿Lo decía en serio? ¿Lo amaba? Amó la forma que respondió a su comida. ¿Pero que lo amara? ¿Él la amaba? —Clara, amo... ¡Dios mío, no con Beatrice sentada aquí! Clara gritó por dentro. —… este relleno. Es el mejor relleno que he probado —dijo Evan—. Ostras en el relleno. —Se volvió hacia Beatrice, que estaba riendo—. ¿Quién lo ha hecho? Beatrice se echó a reír y alzó las manos al aire. —¡Lo sé! —gritó ella—. Es divino. ¡Positivamente divino! —Y miró a su hermana mayor—. Clara, ¿estás bien? Todo el color del rostro de Clara se había drenado, dejándola más blanca que un fantasma sentada a la mesa. Expulsó el aire que había estado manteniendo y logró sonreír. —Estoy bien —dijo, sintiendo que el calor le subía por el cuello. En un momento, se ruborizaría, y se preguntó por qué su rostro no podía ser un jodido color normal cuando Evan estaba cerca. Evan le sonrió como si supiera por qué se había vuelto pálida. La molestó y ella miró su plato. —Las ostras en el relleno es una cosa de Baltimore —dijo, tratando de sonar informada sobre algo que no sabía.

—No, no lo es —respondió Evan—. Mi mamá no pone las ostras en nuestro relleno. —Bueno, esa es tu madre —dijo Clara con voz aireada. Y entonces sintió la punzada en su corazón al sonido de la palabra “mamá”. Tal vez las ostras en el relleno no era una cosa de Baltimore. Tal vez era algo que su mamá hacía. Era su madre. —De cualquier manera, es increíble, y ahora estoy lleno —dijo Evan—. Sin juego de palabras. —¡Y tú tenías que arruinarlo! —dijo Beatrice. Ella rió. —¿Eh? —preguntó Evan. —No tienes que sacar a relucir tu juego de palabras —explicó Beatrice—. Es totalmente poco convincente, y somos lo suficientemente inteligentes como para entenderlo. Podrías haber dicho: “¡Mira, mira! Hice una broma” —dijo con voz profunda tratando de sonar como un niño. Evan se echó a reír. —¿Cuántos años tienes? —Aún tengo diez años. ¿Cuántos años tienes tú? —preguntó Beatrice. —Aún tengo dieciocho años, y evidentemente no soy tan inteligente como tú —respondió Evan. —Bueno, hemos comparado notas —dijo Beatrice pensativa—. Y tienes razón. 163

Clara se echó a reír. No tenía idea de cuándo Beatrice se enteró de los juegos de palabras. No tenía idea de cuándo su hermanita se hizo más inteligente que ella. Pero sabía que en ese momento no podría cambiarlo. Tendría la cena de Navidad de otra manera. Su risa borró el pellizco de su corazón, los pensamientos de su madre, y decidió tomar la receta, tomarla de la mujer que se estaba convirtiendo rápidamente en solo un recuerdo, y hacer que las ostras fueran suyas.

Evan se quedó hasta altas horas de la noche. Beatrice se acostó antes, agotada por la constante alegría de los regalos nuevos. No había muchos, pero eran regalos considerados de Clara y Evan que la hacían feliz. Muy feliz. Ella no podía mantener el ritmo de su felicidad y finalmente se durmió en el sofá. Evan la llevó a la cama y la metió dentro, luego se unió a Clara una vez más en la sala de estar. —¿Tuviste una buena Navidad, Clara? —preguntó, poniendo el brazo alrededor de ella. Se acurrucó cerca, apoyando la cabeza en su hombro. —Sí —dijo ella perezosamente. Se sentía cansada y satisfecha—. ¿Tú? —Bueno, cualquier Navidad que pueda pasar contigo, está destinada a ser agradable —respondió Evan. Le besó la parte superior de la cabeza—. Más que agradable.

—Me siento culpable de haberte alejado de tu familia esta noche —dijo Clara suavemente. —¿Por qué? Nuestra Navidad generalmente se termina alrededor de las cuatro de todos modos. Te dije eso. —Lo sé, pero, aun así. Era algo de todo el día en nuestra casa. Pasamos todo el día juntos —dijo Clara—. Bueno, antes… —Su voz se apagó. Evan la besó de nuevo y apoyó su mejilla en su cabeza. —¿Realmente te gusta cómo cocino? —preguntó Clara después de un momento. Ella giró el rostro para acariciarle el cuello. —Oh, ¿no te dije que te voy a llevar conmigo cuando vaya a la universidad? Porque lo voy a hacer. Vas a cocinar para mí mientras estoy allí —dijo. Ella se rió en su cuello, experimentando una sensación de seguridad que no había sentido durante mucho tiempo. Y luego, se acabó en un instante cuando se le ocurrió un nuevo pensamiento. —¿A qué universidad vas? —preguntó. —Realmente no lo sé. —Fue su respuesta—. ¿Qué tal si no nos preocupamos por eso? —No lo planteó como una pregunta. Miró fijamente las luces centelleantes del árbol de Navidad, titilando en la parte posterior de sus ojos y confundiendo su foco. Todo se volvió amarillo, un resplandor desorientador, y su visión borrosa. 164

—Te vas a ir, ¿no? —preguntó, el sollozo atascado en su garganta. Ella maldijo en silencio, sin darse cuenta que el sollozo estaba allí hasta que fuera demasiado tarde. —Clara —dijo Evan suavemente. Trató de alejarla para obligarla a mirar su rostro, pero ella enterró la cara en su cuello, negando de un lado a otro. Realmente no sabía lo que su futuro tenía, pero sabía que la quería en él. No podía prometerle que no sería difícil para ellos, pero pensó que por ahora debía mentirle, hacerle creer que sería fácil. Conocía a tres personas que ya la habían abandonado. Tres personas que significaban el mundo para ella, y mientras él no se atreviera a jactarse que ella pensaba de él de esa manera, él esperaba que lo hiciera. Necesitaba oírlo decir, que no se iría. Incluso si supiera que lo haría. —No voy a ir a ninguna parte, Clara. —Oyó la mentira salir de su boca. Su sabor era suave, un poco maligno, que en el momento parecía insignificante, pero se convirtió en algo monstruoso en el futuro, una gran y destructiva bola de traición. Pensó que sólo debería decir algo tan malo en unas festividades como Halloween, y no en Navidad—. ¿Me mirarás? Clara levantó su rostro a regañadientes, y él miró sus ojos acuosos. No sabía qué hacer, así que la besó. Ella retrocedió, pero él sólo apretó sus labios contra ella con más fuerza. Quería borrar lo que decía, pensó que podía borrar la mentira de su boca con sus labios. Y entonces entró en pánico que la tragaría, que plantaría una semilla malvada dentro de ella, y lo odiaría para siempre. Se apartó de ella ante el pensamiento aterrador.

Ella se quedó confundida por un momento. Y entonces se lanzó hacia él. Lo besó febrilmente, desesperadamente, y él supo que la mentira ya se había metido en el interior de su vientre, convirtiéndola en una llama perversa. Se quemó los labios con esa llama, la fuerza de su beso, y supo que quería hacerle pagar por poner la mentira en ella, engañándola para que la creyera, aunque sólo fuera por un momento. Ella tembló mientras subía sobre él, a horcajadas sobre sus caderas, chupando sus labios con fuerza, retorciéndose para meterse dentro de él. Él retorció los dedos en su cabello, tratando de tomar algún tipo de control sobre ella, tratando de apartarla para decirle que lo sentía. Ella le dio una oportunidad mientras se tensaba, sus labios apretados suavemente a los suyos, pero ya no lo besaba. —¡Lo siento! —exclamó—. No lo haré de nuevo. Sus palabras resonaron en su boca, y ella las tragó. —Nunca pongas tus mentiras en mí, Evan —dijo Clara—. O si lo haces, hazlas creíbles.

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Capítulo 17 N

avidad parecía un sueño, un tintineo lejano y desvanecido en la negra noche. El silencio descendió tan espeso como polvo blanco, extendiéndose y cubriendo la tierra, silenciando hasta a los pájaros en los árboles que ya no tenían una canción para cantar. Clara trató de evocar la canción suiza de Beatrice; pensaba que podía enseñársela a los pájaros y darles su música de nuevo, pero no podía recordarla. Se había deslizado fuera de ella, una vez que el frío se metió dentro de ella. Caminó a través de la nieve espesa, sus botas haciendo sonidos todo el camino hasta la puerta principal. Sostuvo el sobre en la mano enguantada, con miedo de abrirlo, pero sabiendo que no tenía otra opción. Se puso de pie en el porche mirando a la puerta. No entrar hasta que reorganizase su rostro, pusiese la sonrisa y abriese mucho los ojos con esperanza alegre. Tenía que hacer eso por Beatrice.

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Se quitó el guante derecho y se quedó mirando su mano. Observó cómo se movió hacia la manija de la puerta, y luego la agarraba con fuerza, sintiendo el choque del frío golpear sus dedos. Ellos le pidieron que lo dejase ir, pero necesitaba castigarse a sí misma un poco más. Sintió el enfadado frío viajando por su brazo, a través de su pecho y su cara. Esto hizo que el fondo de sus ojos doliese, y luego lo sintió en su nariz antes que el líquido comenzase a supurar. Debo limpiarme la nariz, pensó. Pero no lo hizo. No era importante. Abrió la puerta y sintió el calor instantáneo. Casi pensó que era demasiado caliente y se giró hacia Beatrice, que estaba sentada a la mesa de la cocina para preguntar si había ajustado la calefacción. —No, Clara —dijo Beatrice—. Y tu nariz está goteando. —¿Lo está? —Clara dejó caer sus bolsas en el suelo y se dirigió a la cocina. Tenía una sonrisa estúpida puesta en su cara y se preguntó si Beatrice era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que era falsa. Dejó caer el correo en el mostrador y buscó un abridor de cartas. —Clara, tu nariz está todavía goteando —observó Beatrice. Había estado observando a su hermana todo ese tiempo. —Bueno, dame un pañuelo. Beatrice desapareció en el baño y regresó con un poco de papel higiénico arrugado. —Gracias —dijo Clara, y, finalmente, se limpió la nariz—. ¿Dónde está el abridor de cartas?

Beatrice la miró perpleja. —¿Eh? —Ya sabes, el abridor de cartas. Se parece a una pequeña espada —explicó Clara, sin dejar de sonreír. —Clara, nunca hemos tenido un abridor de cartas. Sólo tienes que utilizar los dedos —respondió Beatrice. Miró a su hermana con cautela, deseando que dejase de sonreír de esa manera. —Me gustaría uno —dijo Clara. Continuó rebuscando en los cajones. —¿Por qué necesitas un abridor de cartas, Clara? Clara dejó de revolver y se volvió hacia su hermana. —¿No es obvio, Beatrice? Me gustaría abrir el correo con él —dijo, la sonrisa desapareció. Y luego el lodo turbio que llenaba el fondo de su corazón se desbordó, amenazando con cubrir todas sus entrañas con maldad y locura. —¡No entiendo por qué no podemos tener un abridor de cartas de mierda en esta puta casa para que pueda abrir el puto correo! —Miró a Beatrice—. ¿Sabes de qué estoy hablando? Sólo estoy pidiendo un jodido abridor de cartas. ¿Es eso mucho pedir, joder? ¿Un maldito abridor de cartas? Porque no creo que sea demasiado. ¿Pero qué coño sé yo? —Voy a encontrarlo para ti, Clara —dijo Beatrice cuidadosamente—. Ve a quitarte tu abrigo y guantes y todo, y encontraré tu abridor de cartas. 167

La observó mientras Clara se dirigió al armario delantero y colgó su abrigo. Parecía una tarea laboriosa para ella, cada movimiento a cámara lenta, y Beatrice pensó que era un buen momento para llamar. Podía dejar a Clara sola en el armario sabiendo que todavía estaría allí quitándose su ropa de invierno cuando regresara. Se coló en el cuarto de lavado y cerró la puerta. —Hola, Evan —susurró Beatrice en su teléfono—. ¿Estás ocupado? ¿Crees que puedes venir?

—Estoy bien —espetó Clara, y luego miró a su hermana. Lo intentó de nuevo— . Bea, estoy bien —dijo suavemente. Evan se sentó junto a su novia evaluándola exhaustivamente. Estaba visiblemente agitada, sentada con su cuerpo apretado, los brazos y las piernas envueltas en lo que parecía un resto de regalo después de una fiesta que alguien había decidido no dar porque era malo. Intentó abrirla cuidadosamente con dulces palabras tranquilizadoras, pero sus brazos se quedaron envueltos como las cintas aseguradas con nudos que no se pueden desatar, sino que requieren unas tijeras. —¿De verdad, Clara? —preguntó. No le creyó ni por un segundo. Clara le echó con una risa forzada.

—Tuve un momento de enloquecimiento. ¿No los tiene todo el mundo? Estaba cansada del trabajo. He estado trabajando mucho últimamente. —Miró a Beatrice de nuevo—. Bea, lo siento mucho. Nunca debería haber dicho esa palabra delante de ti. —Está bien, Clara —dijo Beatrice. Se sentía aliviada de que Evan estuviera allí y esperaba que pasase la noche. No confiaba en estar a solas con Clara, una sensación que la asustaba más que el comportamiento extraño de Clara. —¿Quieres que te haga té o algo? —preguntó Evan. Clara se rió con frialdad. —No tenemos té. —Bueno, podría calentar un poco de leche para ti —respondió él, y pensó que era la sugerencia más tonta que jamás había hecho. Clara lo miró rotundamente. —No necesito leche caliente. No tengo dos años. Lo que necesito es una ducha de agua caliente y mi cama. Ella se levantó del sofá y se puso al lado de Evan, a la espera de que se fuera. —Creo que voy a quedarme aquí esta noche —dijo casualmente. —Bueno, no me importa si no te importa —dijo Beatrice. La esperanza goteaba de sus palabras. —Es totalmente inapropiado —dijo Clara—. Y tus padres se volverán locos. —Piensan que me quedo en casa de Chris —replicó Evan. 168

—¡Por favor, deja que Evan se quede, Clara! —declaró Beatrice—. ¡Podemos hacer palomitas de maíz y ver una película! —Y quiso añadir: Y no tendré que estar aquí a solas contigo. —Es noche de escuela —dijo Clara. Beatrice miró a Evan. —Clara, es viernes por la noche. Clara se tensó. Rápidamente pensó en el día y se dio cuenta de que Beatrice tenía razón. Era viernes. Recordó las palabras de Meredith, ¿cómo los viernes eran los mejores porque el fin de semana estaba delante de ti esperando con todo tipo de promesa? Era el comienzo, había dicho. El comienzo de algo especial. Pero todos los días comenzaban a fundirse para Clara, ninguno más importante que el otro. No había descanso, no había fines de semana sin preocupaciones. Siempre trabajo o escuela. —Voy a darme una ducha —dijo Clara. Decidió que lo mejor era ignorar el hecho de que se había olvidado de qué día era. Entró en el baño y cerró la puerta. Sabía que Beatrice y Evan estaban hablando de ella. Eso es lo que hacen las personas cuando alguien alrededor de ellos comienza a agrietarse: hablar sobre ello. Quieren ser útiles, pero sobre todo quieren cotillear sobre ello porque es nuevo

y excitante y aterrador. Y a la gente le encanta una buena historia. Clara imaginó la conversación mientras se quitaba la ropa. —Tu hermana se ha vuelto loca —dijo Evan. —¿Quiere esto decir que romperás con ella? —preguntó Beatrice. —Oh, no, no —respondió Evan rápidamente, pensando que nunca había tenido relaciones sexuales con una loca y que le gustaría darle una oportunidad. Clara resopló de risa, y oyó un pequeño golpe tentativo sobre la puerta del baño. —¿Estás bien, Clara? —preguntó Beatrice. Clara podía escuchar a la otra declaración que subrayaba la pregunta. Por favor, no utilices la maquinilla de afeitar para cortarte las muñecas. Debería haberla agarrado antes que cerrases la puerta. —Beatrice, estoy absolutamente bien —dijo Clara. Se llevó una mano a la boca para ahogar otra carcajada. Hubo una pausa. —Comenzaremos la película cuando salgas —dijo Beatrice a través de la puerta. —No, no —respondió Clara—. Comiencen ahora. Me llevará un tiempo de todos modos. Tengo que afeitarme. Pudo escuchar la inhalación brusca de Beatrice. O pensó que lo hizo. —Está bien, Clara. —Y Clara se quedó sola. 169

Abrió la ducha y esperó a que el agua alcanzase una temperatura calurosa y húmeda antes de meterse. La piel de su cuerpo se erizo mientras lentamente se aclimataba al calor. Se puso de pie con la cabeza baja, dejando que el agua empapase su cabello y éste pasase por delante de su cara como pesados grupos de algas. Pensó en cortarse el cabello. Entonces no tendría que lidiar con él. Pensó en un corte pixie como Katy, pero entonces no sabría cómo llevarlo. Y podría terminar pareciéndose a un niño. ¿Cómo sería ser como un niño? Pensó en Evan a sólo unos metros de ella. Ya la había visto desnuda, pero todavía se sentía raro tomar una ducha con él en la habitación de al lado. Sabía que él no estaba pensando sexualmente en ella. Estaba más preocupado por el abridor de cartas. ¿Por qué tenía que volverse loca por un abridor de cartas? Era tan importante en ese momento, estaba segura de ello, pero ahora parecía tonto. Pretendería que nunca había pasado. Le pareció escuchar una voz al otro lado de la cortina de la ducha y se congeló. El champú pasó por sus ojos, pero no se atrevió a limpiárselo. Se esforzó por escuchar. Más voces, y estaban teniendo una conversación sobre ella. Supongo que irá a quedarse a ese orfanato en la parte norte de la ciudad. Han estado queriendo moverlo. Nadie quiere un orfanato cerca de sus casas de millones de dólares. No se puede confiar en esos niños.

Tienen problemas, ¿pero puedes culparlos? Tal vez a su hermana le irá mejor y entre en un hogar de acogida real. Ella lo merece. Es linda y dulce, a diferencia de la otra. —Deja de hablar de mí —dijo Clara entre dientes mientras tiraba de la cortina de la ducha. La habitación estaba vacía, pero los había escuchado. Sabía que habían estado allí. Debían de haberse ido rápidamente, y se preguntó si cerraron la puerta detrás de ellos. Volvió a lavarse el cabello. Tal vez estaban aquí, en su cabeza, y se la restregó con fuerza, haciendo que su cuero cabelludo le doliera, tratando de borrar el sonido de las voces con sus dedos. Se enjuagó el cabello y se convenció que se habían ido de su cabeza y habían caído por el desagüe, desapareciendo para siempre. Paró y escuchó, pero no oyó nada. Sólo el flujo constante de agua saliendo de la ducha. Se dirigió a su habitación envuelta en una toalla. La arrojó descuidadamente en el suelo una vez que cerró la puerta y se paró al lado de la rejilla de ventilación sintiendo el calor atravesar sus piernas y en medio de ellas. Pensó que sentía extraño y delicioso y caliente y quería seguir sintiendo el calor provocando a su cuerpo. Sus pezones se endurecieron y sintió un poco de vergüenza al dejar que su cuerpo fuera un juguete para la unidad de calefacción central. Se preguntó qué estaba mal con ella, incapaz de moverse de su lugar, incluso cuando oyó un golpe en la puerta. —¿Quién es? —gritó con voz ronca. —Soy Evan. ¿Estás vestida? 170

Clara miró su cuerpo desnudo. —Sí. Entra. —Se oyó decir. ¿Lo decía en serio? Evan entró, y rápidamente cerró la puerta con llave, una vez que la vio de pie desnuda. —¡Clara! —jadeó—. ¡Dijiste que estabas vestida! —Él se acercó en busca de algo para darle y que se vistiera. Clara se rió. —¿No te gusta lo que ves? Evan abrió un cajón y encontró una camiseta. —Sí, me gusta —dijo sin mirarla—. Sin embargo, tu hermana está en la sala de estar. —Un nuevo temor le atravesó el corazón. Algo estaba definitivamente mal con ella. No hizo que él se alejara de ella, pero si se quedaba, él sabía que era impotente en cuanto a ayudarla—. Ponte esto —dijo, y le entregó la camiseta. Encontró un pantalón de pijama de franela en otro cajón. —¿Por qué no me besas? —dijo, tirando la camiseta al suelo. El calor seguía acariciándola, haciendo que el deseo sexual creciera mientras se rizaba y le dolía en la parte inferior de su abdomen. Evan recuperó pacientemente la camiseta y la colocó por encima de su cabeza. La ayudó a pasar sus brazos y luego tiró de ella hacia abajo. Ella atrapó su muñeca

con los dedos, y con una sonrisa maliciosa, guio su mano entre sus piernas. Él jadeó ante la sensación de su humedad. Ella se acercó más, con los ojos mirándole a través de sus largas y gruesas pestañas. Su cabello estaba despeinado, y se veía como una seductora descarada. Él se preguntó si ella le mordería, secretamente esperaba que lo hiciera mientras se inclinó para oírla susurrar en su oreja. —Méteme el dedo. Evan se detuvo un momento. Miró a Clara y luego a la puerta. Y luego ignoró su conciencia y la hizo retroceder contra la pared, separando sus piernas con su rodilla. Deslizó un dedo en ella y la escuchó gemir suavemente. Recordó que no estaban solos y colocó su otra mano sobre la boca de Clara. La acarició con suavidad, provocando gritos amortiguados, y observó que sus ojos vacíos se abrieron cuando deslizó otro dedo en ella. Sus dedos la dejaron por un momento sólo para tocarla otra vez, en algún lugar diferente. Un pequeño lugar en ella que dolía y palpitaba, y ella no podía hacer otra cosa que gemir debajo de su mano y empujarse contra sus dedos girando. Él sentía culpa y deseo. Ella no estaba bien, y se aprovechaba de ello. No era Clara con la espalda contra la pared. Esta era otra persona en la piel de Clara, gimiendo y temblando por el toque de su mano. No la reconoció, pero fue atraído por su lujuria, su agresividad. Pensó que ella lo volvería loco, esta impostora, y sus dedos acariciaron las profundidades de ella una vez más buscando a su Clara.

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Sus piernas se sacudieron con la primera oleada de su orgasmo. Era una ola de océano de cristal azul, empujándose hacia la orilla y luego retrocediendo sólo para empujar hacia la orilla una vez más. Una y otra vez. Sus manos se aferraron a sus hombros mientras montaba las olas suaves, empujando luego retrocediendo, y se preguntó si estaría atrapada en el ciclo para siempre, su cuerpo prisionero de las dulces y anhelantes ondulaciones. Nunca se detuvieron, y él nunca retiró su mano. —Sigue viniéndote por mí, Clara —le susurró Evan a la oreja, y lo hizo. Una y otra vez, gemidos suaves alejados uno de otro, y ella estaba cansada. Su cuerpo decayó contra la pared. Y luego se sacudió a la vida mientras se vio obligada a montar la ola entrante. Y montarla de nuevo. Decaer. Volver a la vida. Sacudirse violentamente. Arriba y abajo, dentro y fuera de sus muslos interiores y girando alrededor de su corazón hasta que dejó escapar un grito lamentable y se derrumbó en el suelo por agotamiento. Pensó que lo había hecho. Arrastró fuera lo malo, la fealdad en su mente que amenazaba con robar la Clara que conocía. La miró desparramada en las maderas duras, respirando profundamente, purgada de la impostora. Su Clara había regresado. Se acostó junto a ella sintiendo el aluvión de alivio, los primeros cosquilleos de esperanza. Se encogió contra él perezosamente, provocativamente, su mano serpenteando por el frente de su cuerpo para agarrarlo con fuerza. Él saltó y la miró. —Tu turno —dijo ella, con voz sensual y extraña, y movió la mano para desabrochar el cinturón. Evan la apartó y se levantó. —¿Quién eres? —preguntó aturdido.

—Soy Ellen Greenwich —respondió ella, recostada y estirada en el suelo—. ¿Quién diablos eres tú?

—¿Está bien? —preguntó Beatrice. Se sentó con Evan en el sofá comiendo palomitas de maíz, pero notó que él no estaba comiendo. Estaba distraído. —Ella estará bien, Bea —dijo Evan—. Está muy cansada. Beatrice suspiró. —Ella estuvo bien ayer —dijo en voz baja. —Y estará bien mañana —le aseguró Evan—. Todo está bien. Pero no lo creía. No conocía a la mujer en el dormitorio de atrás que metió en la cama. Ella se extendió hacia él con hambre, le suplicó que la dejara hacerlo, y cualquier muchacho la habría complacido. Cualquier muchacho excepto él, porque su miedo regresó. El deseo por ella desapareció en el momento en que lo tocó. No sabía quién era, y sintió terror por primera vez. Él besó su frente y apagó la luz, y ella se durmió enseguida. Volvió a la sala de estar donde Beatrice lo esperaba, viendo la película, pero diciendo que la regresaría y empezaría de nuevo. Él dijo que no, y fue a hacerles algunas palomitas de maíz. —¿Quién es Ellen? —preguntó Evan después de un tiempo. Beatrice lo miró atónita. 172

—Mi madre. ¿Por qué? —Por nada —dijo Evan—. Tu hermana acaba de hablar de ella. —¿Ha oído hablar de ella? —preguntó Beatrice con esperanza. —No lo creo —dijo Evan—. Y te lo habría dicho, Bea. Beatrice asintió. —¿Evan? —dijo suavemente. —¿Sí? —Esta no ha sido la mejor noche de viernes. Evan miró a la pequeña rubia sentada a su lado. Su corazón le dolía por ella, inmediatamente sacándolo de su estado distraído, y tomó el cuenco de palomitas de sus manos y lo tiró sobre la mesa de café. —Tu hermana está profundamente dormida —dijo—. Así que vamos a la tienda y consigamos un poco de helado y dulces y cualquier otra cosa que piensas que nos dará un dolor de estómago terrible. ¿Qué piensas? —Creo que es una idea espléndida —respondió Beatrice—. ¿Podemos jugar cuando volvamos? He decidido que no estoy de humor para una película. —Podemos hacer lo que quieras —contestó Evan.

Cuando regresaron de la tienda, Beatrice sacó una pila de viejos juegos de mesa del fondo de su armario y le dijo a Evan que eligiera. Decidió por el Scrabble, sabiendo que ella lo aniquilaría, pensando que era exactamente lo que ella necesitaba para sentirse mejor. Jugaron al Scrabble hasta las tres de la mañana, comiendo un surtido de caramelos de chocolate, palomitas de maíz y papas fritas, y reprimiendo la risa para no despertar a Clara. —¿Mejor? —preguntó Evan mientras despejaban las piezas del juego antes de ir a dormir. —¿Qué quieres decir? —respondió Beatriz buscando en el closet principal una manta para que Evan durmiera en el sofá. —Tu noche de viernes. ¿Fue algo mejor? —Mucho mejor. Gracias Evan —dijo Beatriz sonriendo, entregándole la manta y desapareciendo en su habitación.

Clara temía entrar en el salón de clases. No había visto a Evan desde el viernes por la noche. Ella trabajó todo el fin de semana, y él estaba ocupado también. Ninguno de los dos llamó al otro. Sólo recordaba trozos de esa noche, y eso era suficiente para mortificarla. No sabía cómo disculparse o si debería.

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Se despertó el sábado por la mañana para encontrar que Evan ya se había ido. Su cabeza ya no se sentía borrosa. Tenía una imagen clara de su casa y su futuro. Se acercó a la mesa de la cocina y abrió el sobre, el segundo, y último, aviso de morosidad del impuesto a la propiedad acurrucado en el interior. Sabía que vendrían y se llevaría su casa, y el hecho de que se quedara mirando el aviso, desprovista de temor la confundía. Debería estar aterrorizada, asustada. Pero no lo estaba. No por el momento. Era una desesperación sin miedo, si tal cosa podía existir. Sabía lo que tenía que hacer. Vio un vistazo anoche y se dio cuenta de que podía ser esa mujer. Estaba dentro de ella, el animal, y podía conjurarlo de nuevo. Tendría que hacerlo si quería sobrevivir. Se tensó en su camino hacia su asiento. Evan ya estaba allí esperando por ella. Él sonrió tímidamente, y ella le devolvió con la suya. —Clara... —Sólo escucha —interrumpió, y él cerró su boca—. No sé qué me pasó el viernes por la noche. Supongo que tuve un pequeño colapso. Y siento que hayas tenido que presenciar eso. No debería haber sido sexual contigo. Estuvo mal, especialmente con Beatrice ahí. Quiero decir, habría estado mal incluso si ella no estuviera allí. No me sentía bien, y no debería haberlo hecho. —No debería haber hecho lo que hice, Clara —dijo Evan—. Lo siento mucho. Eras tan sexy y no pude resistir. Es una pésima excusa, pero ahí está. —Esperó su respuesta. —Creo que tal vez tengo un tiempo difícil en los meses de invierno. Simplemente me pongo un poco triste.

Se sentía culpable por mentir tan descaradamente. Estar “un poco triste” no provocaba la psicosis que experimentó en el baño. No convertía a una virgen tímida en una sexy seductora. No gritaba sobre un abridor de cartas inexistente y sin importancia. Se preguntó si podía engañar a Evan para que creyera que simplemente estaba triste por el mal tiempo. Él era inteligente, pero entonces tal vez podría querer creerle. Nunca consideró la idea de perderlo por su depresión. —Lo entiendo, Clara —dijo Evan. Él buscó en su rostro. Pensó que ella estaba de vuelta a la normalidad, o tal vez era sólo su deseo superpuesto en ella para que él estuviera viendo la Clara que quería ver. Ella no tenía nada más que decir. Estaba agotada y le preguntó si podía leer su libro durante unos minutos antes de la clase. Evan asintió, observándola por el rabillo de su ojo por si acaso.

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Ella dejó la escuela esa tarde. Condujo hasta la avenida Franklin y estacionó en un lugar vacante en el lado sur de la calle. Apagó el encendido y bajó del auto. Caminó hasta el final de la calle girando una esquina hasta que las vio. Sabía que estarían allí a plena luz del día, escondidas en los profundos huecos del callejón trasero, hablando en voz baja a los pocos hombres que estaban a su alrededor. La noche las sacaría del callejón, a la avenida principal, donde docenas de vehículos vagaban por la calle hasta que los ocupantes en el interior vislumbraban algo que les gustaba. Tal vez pensaran que ella era lo suficientemente mayor. Tal vez no les importaría. Observó a las mujeres durante un rato. Inclinaron la cabeza hacia el lado tímidamente, y Clara las imitó, practicando. Ella se giró el cabello por encima del hombro y sonrió con recato. Lo que arrastró carcajadas de una de las damas. No sabía que la habían visto. Corrió hacia su auto. Se sentía avergonzada, inundada de culpa. Su corazón estaba lleno de suciedad, y se preguntó cómo limpiarla. No pensaba que hubiera alguna manera de limpiarlo, no si quería conservar su casa. Se encerró en el auto y respiró hondo. Ella regresaría, decidió. Otra noche.

Capítulo 18 E

ra la típica noche de enero, fría y poco atractiva. Beatrice estaba pasando la noche con Angela. Clara se sentó en la sala de estar mirando a la chimenea vacía. Necesitaría prepararse pronto. No usaría el agua caliente por la que él había pagado. Simplemente no podía, no para prepararse para lo que planeaba hacer esta noche. Tenía que mantener a Evan aparte, y luego podría convencerse de que realmente no sucedió. Que fue un mal sueño del que despertaría por la mañana, sintiéndose extraña por unas pocas horas, y entonces lo superaría. Caminó hacia el termostato y apagó la calefacción. Oyó el familiar zumbido detenerse y el miedo rodeó su corazón como una boa constrictora, apretando hasta que pensó que su corazón explotaría. Apagó todas las luces de la casa, encendiendo velas y un fuego en su lugar. Esperó por los primeros signos de hervido y entonces quitó la tetera de la estufa. Fue al baño y vertió agua en la bañera, mezclándola con el agua helada del grifo. Haría esto varias veces más antes de llenar la bañera para un agradable y cálido baño. 175

Clara se quitó su ropa y lentamente se hundió en el agua. Se sentó allí por un tiempo mirando fijamente el grifo, consciente que con el tiempo tendría que sumergir su cabello para enjuagar el champú. Se estremeció ante el pensamiento. Lavó su rostro primero, luego agarró una toalla y frotó el jabón sobre la misma varias veces. Empezó por sus hombros, bajando a sus brazos y sus pechos. Hizo una bola de la toalla en su puño y alcanzó su hombro, uno luego el otro, y estrujó el agua jabonosa para que bajara por su espalda. Se recostó en la bañera, descansando su cabeza al final, y sintió el agua envolverla… una cálida y suave ondulante manta. Pasó la toalla por su barriga, dejándola ligeramente entre sus piernas antes de moverla lentamente arriba y abajo. Cerró sus ojos e imaginó la mujer en la que se convertiría esa noche, la mujer cuya sexualidad se apoderaba de sus sentidos y la convertía en alguien irreconocible. La mujer que seducía a su novio para hacerle cosas explícitas mientras su hermana pequeña estaba en la habitación de al lado. Intentó conjurar a esa mujer de nuevo, lentamente acariciándose profundo en el agua caliente, sintiendo un dolor sordo en el interior de sus muslos y a lo largo de su estómago. Clara se sintió regresar, sonrosándose con la comprensión de que la mujer nunca haría nada más que yacer inactiva. Esperando. Realmente soy una chica mala, pensó, y soltó la solitaria lágrima cerniéndose en la esquina de su ojo.

Movió la toalla por sus piernas, restregándola por sus pies y entre sus dedos. Luego inclinó su cabeza más abajo hasta que mojó su cabello, enderezándose y vertiendo una generosa cantidad de champú en sus manos. Frotó su cabello creando una abundante espuma. Una vez que su cabello estuvo lavado, abrió el grifo y destapó el desagüe. Pudo sentir el frío antes de incluso poner sus manos y cabeza bajo el grifo y, por un momento, pensó en lo absurdo que fue no usar agua caliente cuando estaba fácilmente disponible para ella. Simplemente gira la manija más a la izquierda, se escuchó decir. —¡No! —replicó, y su voz sonó extraña en el silencio de la habitación iluminada con velas. Giró su cuerpo y metió su cabeza bajo el grifo antes que perdiera valor. Chilló ante la sorpresa del agua helada, provocándole al instante piel de gallina por su cuerpo. Pasó su mano por su cabello duramente intentando enjuagar el jabón más rápido, maldiciendo en voz baja por algo para distraerse. Pareció pasar una eternidad, pero el agua finalmente corrió clara, y Clara se sentó, temblando violentamente mientras cerraba el grifo.

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Respiró profundamente, agarró una toalla y se envolvió rápidamente. Salió de la bañera y se hundió en el inodoro. Se sentó mirando con fijeza el grifo de la ducha, observando el lento y esporádico goteo del agua. Miró por un largo tiempo. Pensó en las noches frías cuando Beatrice y ella no tenían electricidad o gas, tomando baños cálidos, luego enjuagándose bajo el agua helada. Era una tortura entonces igual que ahora, y se rió desdeñosamente pensando en la promesa que se hizo de que nunca se lavaría de esa manera de nuevo. Clara tomó un cepillo y fue a la sala de estar. Avivó el fuego y se sentó a su lado, todavía envuelta en su toalla, y empezó el laborioso proceso de cepillar su húmedo y enredado cabello. Pensó en qué se sentiría, la primera vez. Esperaba que quienquiera que conociera fuera agradable y gentil. Pensó que, si podía superar esta primera vez, sería más fácil la segunda. Y la tercera. No quería hacerlo para siempre. Sólo hasta que pagara el impuesto sobre la propiedad. Continuó cepillando su cabello en silencio, pensando. Se sentó tan cerca del fuego como podía sin sentir arder su piel. Sabía que era imposible que su cabello se secara completamente, pero quería que algo de la pesada humedad se fuera. Se puso más ansiosa mientras el reloj hacia tic tac lentamente, diciéndole que tendría que irse pronto si esperaba encontrar a alguien. Un cliente, pensó, e hizo una mueca. Desapareció en su habitación y salió con una pequeña bolsa de maquillaje y un espejo de mano. Se acomodó en el suelo de la sala de estar de nuevo y usó la luz del fuego para aplicar un poco de colorete, lápiz de ojos y máscara. Debatió entre pintalabios y brillo de labios y se decidió por el brillo. Se veía más inocente. Sabía que no tenía que esforzarse mucho por parecer inocente, pero pensó que el brillo no podía fallar. Sin sombra de ojos. Nunca se la podía poner correctamente de todos modos. Con el rostro libre de polvos porque no los necesitaba. Aún no.

Se levantó del suelo de la sala de estar y se dirigió a su dormitorio. Cerró la puerta suavemente y dejó caer su toalla. Buscó en su escasa cómoda por el bote de loción. Lo encontró —casi vacío—, pero pensó que podía estrujar lo suficiente para esta noche. Aplicó la crema fragrante sobre su piel, prestando especial cuidado a los lugares que pensó que le gustarían más a él. No tenía nada bonito que ponerse. Buscó en su armario una docena de veces y no pudo pensar en qué llevar. Sabía lo que las otras mujeres llevarían, pero no tenía un vestuario como ese. Se decidió por jeans —el único par que poseía a la moda— y una camiseta sin mangas. Sabía que la camiseta acentuaba sus pechos y mientras que planeaba llevar un abrigo —la temperatura en el exterior sería casi de menos seis grados—, pensó que él podría estar sorprendido y deleitado cuando se quitara el abrigo revelando sus brazos y curvas desnudas. Se puso sus zapatillas Puma blancas de imitación y fue al baño a cepillarse los dientes.

Giró a Frankin Avenue y encontró un estacionamiento cerca del extremo norte. Tendría que caminar un poco. Tocó su cabello. Sólo estaba seco a medias. Pensó que se vería más bonito cuando el aire lo secara. Como ese estilo de ondas de playa que las chicas en la escuela llevaban. Sus ondas eran más prominentes cuando iba sin secar su cabello. Pero deseaba poder haberlo secado esta noche. Tenía frío, sus dientes castañeteaban antes que incluso saliera del auto.

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Sintió pequeñas gotas de sudor formándose bajo sus brazos, ¡y entonces comprendió con horror que había olvidado depilarse! Era sólo un poco de vello bajo sus brazos, pero no se había afeitado las piernas en cuatro días. Pensó por una fracción de segundo que debería ir a casa. Pero no estaba segura de cuándo tendría otra noche libre como esta y sabía que no podía desperdiciarla. No importa, se dijo Clara, aunque en este momento quisiera llorar. Respiró profundamente sintiendo a su corazón acelerarse, asustada de que se volviera un golpeteo que la gente viera a través de su abrigo. No quería parecer una novata. No la querrían entonces. Pero tampoco quería parecer acabada. Estaba confusa intentando averiguar cuál era la mejor manera de encontrarse con alguien. ¿Qué les gustará? ¿Agresividad? Sólo era capaz de la manera en que era cuando estaba loca. No se sentía loca ahora, sólo asustada. Pero sabía que no podía quedarse en las sombras. Nunca se cruzaría con nadie así. Las otras mujeres, las que tenían experiencia, se llevarían a todos, dejándola sola en la calle rechazada y perdida. —Cálmate —dijo en voz alta con enojo, y salió del auto. Caminó por la calle, con las manos metidas tan profundamente como podía en los bolsillos de su abrigo. Su cabeza y rostro estaban congelados; pensó en su húmedo cabello y se preocupó sobre enfermar. No podía permitirse ponerse enferma. Necesitaba trabajar. Pensó en ponerse la capucha sobre su cabeza, pero estaba asustada que la hiciera verse menos atractiva. No sabía lo que se suponía que tenía que hacer, así que continuó caminando lentamente por la calle, mirando

a las ventanas de las tiendas. La mayoría habían sido cerradas. Pasó junto a las prostitutas inclinándose en las ventanas de los autos, hablando dulcemente a los ensombrecidos rostros en el interior. Como había esperado, la calle zumbaba con autos lentamente buscando arriba y abajo por un postre después de la cena. —¿Estás perdida, cariño? —Escuchó a una mujer decir detrás de ella. —No —respondió Clara, luego se apresuró a seguir por la calle. Caminó tres cuadras más antes de volverse. Pensó que debería mantenerse caminando arriba y debajo de la calle hasta que alguien la notara. Estaba asustada, sin embargo, de que lo hiciera y volviera a casa con las manos vacías. Un auto pasó junto a ella por segunda vez. Reconoció sus características de brillante cromado. Estacionó cerca del bordillo y la persona en el interior bajó la ventana. —¿Necesitas un paseo a casa? —preguntó una profunda voz desde el interior del auto—. No pareces pertenecer aquí. —¿Por qué crees eso? —preguntó Clara. Sus manos temblaban dentro de su abrigo. —Porque esas mujeres son prostitutas. Y claramente no eres una prostituta — dijo el hombre. Sacó su cabeza por la ventana y sonrió. No era feo. Tenía cabello negro y ojos negros y vestía un caro traje negro. Había una oscuridad a su alrededor y Clara pensó que tenía sentido. Encajaba con la sordidez de sus alrededores. Notó que parecía mucho mayor que ella y la asustó. 178

—Yo… n-necesito dinero —tartamudeó. Metió sus manos más profundamente en los bolsillos de su abrigo. —¿Eres una vagabunda? —preguntó el hombre. —No —respondió Clara—. Pero lo seré pronto si no pago mis facturas. El hombre la escudriñó. Parecía preocupado, pero Clara pensó que lo fingía. —¿Cuántos años tienes? —cuestionó él. —¿Por qué importa? No respondió y a ella le asustó que pudiera irse. Todo lo que quería era meterse en su cálido auto. —Tengo diecisiete —dijo. —¿Diecisiete? —dijo el hombre riendo. Echó un vistazo—. ¿Dónde están tus padres? —No tengo —respondió. Él se quedó en silencio de nuevo. Pensando. —Ven aquí —dijo después de un momento. Clara obedeció. Él escudriñó su rostro. Tan joven. Parecía asustada, y le gustó.

—¿No estás asustada de la gente mala aquí fuera? ¿No te asusta que alguien te agarre y te haga cosas horribles y después te mate? —preguntó el hombre. No parecía tratar de asustarla. Le preguntaba con total naturalidad. Clara consideró sus preguntas. ¿Estaba preocupada por esas cosas? La gente desaparecía todo el tiempo, especialmente las personas pobres, inconsequentes. ¿A quién le importa que ella se haya ido? Beatrice. A Beatrice le importaría. Y Evan también lo haría. Pero, ¿dos personas eran suficientes para hacerla regresar y volver a su auto? Pensó que no lo era. Se paró en toda su altura. —No tengo miedo de esas cosas. Las cejas del hombre se elevaron y sus labios se curvaron en una sonrisa. —¿Oh? ¿Y por qué no? —Parecía que estaba tratando de esconder su vértigo, pero Clara podía oírlo en su voz. ¿Quería hacerla desaparecer? Miró directamente sus ojos negros. —Porque no estoy segura que mi vida sea tan importante. Pensó que él podría ver el completo desastre en ella e irse. ¿Quién quiere pasar una noche con alguien que no es divertida? El hombre la miró. —Así que, así luce la desesperación —dijo pensativo. Clara se erizó. —También lo veo aquí —dijo ella con voz caliente. 179

El hombre se rió entre dientes. —¿Qué quieres decir? —Estás aquí buscando una puta. Así estás de desesperado por dormir con alguien —dijo. Sabía que estaba diciendo todas las cosas equivocadas, pero pensó que ya había perdido la oportunidad con él. —Es cierto —respondió el hombre—. Supongo que estoy buscando una puta. Clara miró al suelo y movió los pies. —Pero en vez de eso te encontré —dijo en voz baja. El corazón de Clara se detuvo. No la veía como una puta. Desperdició su tiempo en él, y se estaba haciendo tarde. Iría a casa sin nada. —¿Diecisiete dijiste? —preguntó el hombre. Clara asintió. —Sabes lo que eso me hace, ¿no? —¿Qué? —preguntó Clara. —Un hombre sin conciencia —contestó. Clara pensó por un momento.

—Bueno, soy una chica sin conciencia —respondió—. Así que, tal vez nos llevemos bien. —El hombre se rió. Clara se sintió envalentonada que lo hiciera reír—. Necesito trescientos dólares —dijo. Escogió una suma al azar. Esta vez el hombre gruñó. Clara esperó que recuperara su compostura. —¿Y por qué diablos te daría trescientos dólares? —preguntó el hombre—. Ni siquiera sé si le daría trescientos dólares a una escolta. Y ella sabe lo que hace, por el amor de Cristo. Clara jugó su carta. —Soy virgen. El hombre dejó de reír. —¿Y me importa eso? —preguntó. Había lujuria corriendo debajo de cada palabra. —Sí, sí te importa —respondió Clara—. Luces como un rico. Puedes darme trescientos dólares por lo que estoy dispuesta a darte. Ella no se reconoció a sí misma. Las palabras salieron de su boca con tanta facilidad. Sentía que esa mujer regresaba. ¿Por qué sólo tenía las palabras, los comentarios ingeniosos, la confianza cuando estaba loca? —¿Por qué necesitas tanto? —preguntó. —No es asunto tuyo —respondió Clara. —Es mi asunto si voy a dejarte entrar en este auto —dijo. Clara contuvo el aliento. 180

—Tengo que pagar el impuesto sobre mi propiedad. No pasó por alto la ironía. Él sonrió mientras la miraba de nuevo. Decidió que era bonita. En realidad, ella era hermosa de pie allí con un abrigo que no mostraba nada de su figura y cabello largo y húmedo que enmarcaba un rostro inocente. Imaginó su cuerpo, puro e inmaculado, y de repente trescientos dólares le parecieron peniques. Había planeado una noche barata y rápida, pero se alegró de haberla encontrado. Ella sería mucho mejor. —No te haré daño —dijo el hombre suavemente—. No necesitas tener miedo de mí. Pero quiero dejar una cosa clara. Si te doy tanto, eres mía toda la noche. ¿Lo entiendes? Clara asintió. —Entra —ordenó.

Clara estaba en medio de la cocina oscura. Se alegró por la ausencia de Beatrice. No podría enfrentarse a ella, escuchar cómo Beatrice no dejaba de hacer preguntas sobre su noche, y si vio a Evan y si salieron en una cita. No era tanto la vergüenza de lo que había hecho, sino el sentimiento de vacío absoluto. Pensó que

podía hacerlo una y otra vez hasta que se pagara el impuesto. Eso fue antes que realmente ocurriera. Ahora sabía que nunca volvería a esa calle, nunca volvería a ofrecerse en ese altar pecaminoso, sacrificando algo bueno y puro dentro de ella. Pensó que todavía había un poco de ella allí, la pureza, ya no en forma física, sino una parte de su espíritu. Sin embargo, no podía acceder a ella, no esta noche. Estaba escondida, muy lejos, debajo de toda la suciedad de su corazón, ofendida y silenciosa. Empujó unos pedazos de madera en la estufa de leña y arrugó varias hojas de periódico antes de arrojarlas. Encendió una cerilla y la dejó caer, viendo el papel enrollarse en sí mismo, los bordes ennegrecidos desapareciendo, encogiéndose hasta que no quedaba nada más que pequeños terrones gruesos, adornando la madera debajo. Cerró la puerta de la estufa y se volvió hacia los gabinetes de la cocina. Buscó a través de ellos, en los huecos, hasta que su mano lo encontró. La botella de vidrio con el mal dentro. Lo sacó. Estaba un cuarto lleno. Cristalino, y se preguntó cómo algo tan puro podía ser tan malvado. No se molestó con un vaso. Tiró de una silla de cocina hasta la estufa y abrió la botella. Olió el contenido, y su estómago se revolvió. Dudó, preguntándose si podría tragar el líquido. Contuvo la respiración y tomó un trago. El líquido se deslizó por su garganta, ardiendo a medida que avanzaba. Tosió y escupió, probándolo en su lengua, queriendo que se fuera, pero sin bebidas con sabor en casa para lavar el sabor. Se sentó con una mueca, sintiendo los fuertes dolores en su abdomen de vez en cuando, preguntándose cuándo se irían para siempre. 181

Entonces, el líquido se revolvió en su estómago, y se sintió caliente. Lo sentía en su pecho también, y así, los dolores desaparecieron. Tomó otro trago, este más largo. Luchó contra el impulso de hacer arcadas, tragando el líquido para sentir el calor en su interior, girando en su centro para iluminarla. Se sentó y miró la estufa de leña durante mucho tiempo. Y entonces se puso de pie y se balanceó, una nueva sensación que la hizo reír. Caminó cuidadosamente por la cocina, apretando la botella contra su pecho, respirando profundamente y sonriendo estúpidamente. Cuando llegó al fregadero, se volvió hacia la estufa. La cocina ya se calentaba, y se quitó la camisa y los jeans. Quería quemarlos en el fuego, pero eran el único buen par de jeans que tenía. ¿Por qué los usó para él? Tomó otro trago largo del vodka y dejó la botella en el suelo. Puso sus manos sobre sus pechos tratando de librar su mente de la imagen de su boca sobre ellos. Se llevó las manos a la cintura, sintiendo que él la mantenía inmóvil mientras la penetraba. Le dolía, y ella gritó, pero él le había advertido que dolería. No era que fuera cruel o contundente, pero estaba decidido a tomar el valor de su dinero. Se metió la mano en las bragas y se tocó, luego la retiró cuidadosamente para mirar la punta de sus dedos. Todavía estaba sangrando. Pensó que él sólo se lo haría una vez, pero le dio trescientos dólares, le recordó. Iba a hacerlo varias veces antes de llevarla de vuelta a su auto. La tercera vez que la hizo venir, incluso en su dolor, se sintió inundada de culpa. Lo vio como una verdadera traición contra Evan, que otro hombre podría hacer su cuerpo responder de la manera que lo hizo.

Clara pasó los dedos por debajo del grifo de la cocina. Se volvió hacia la botella que esperaba en el suelo de la cocina. Lo sacaste de mamá, ya sabes, oyó la pequeña voz de Beatrice en la distancia. —Quédate callada, Beatrice —dijo Clara en voz alta y se acercó al vodka. Bebió el resto, se derrumbó en el suelo de la cocina, y cayó en un sueño agitado, soñando con calles frías y hombres oscuros que le prometieron dinero a cambio de su alma. Una semana después, su madre regresó a casa.

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Capítulo 19 E

llen Greenwich era alta y delgada, elegante como una bailarina e impresionantemente hermosa con largo cabello rubio y ojos avellana. Cada movimiento que hacía parecía sin esfuerzo; la manera en que caminaba, la manera en que doblaba la colada, la manera en que pasaba sus dedos por su sedoso cabello. Clara a menudo pensó que su madre hacía la vida parecer fácil; el acto de dar a luz no más difícil que poner una cuchara sucia en el lavavajillas.

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El tranquilo zumbido de energía explotaba en manía de vez en cuando. Siempre maravillosa, desmesurado júbilo y pasión que arrastraba a las chicas, giraban por la cocina y salían bailando por la puerta al patio trasero donde cantaban y aplaudían para su madre. Pero entonces su padre se fue, y la manía se volvió horrible. Las puertas de los dormitorios se abrían y no había nada más que gritos. ¿Qué hacíamos? Clara se preguntó, pero nunca lo entendió. Y entonces no había manía. Sólo silencio mientras su madre se tumbaba durante días y días en su dormitorio, con la puerta cerrada, impidiendo cualquier contacto. Las chicas eran dejadas solas para alimentarse, prepararse para la escuela. Y entonces, un día volvieron a casa y ella se había ido. Clara sostuvo la mano de Beatrice mientras iban por el camino helado hacia la puerta principal. Era jueves por la tarde y Clara no tenía que trabajar. Era el primer día en varias semanas que no tenía que trabajar, y se sintió genial. Quería pasar toda la noche con Beatrice. La extrañaba, sintiendo un espacio entre ellas que no le gustaba, algo un poco incómodo que no podía expresar en voz alta, pero que sabía que Beatrice también sentía. —Creo que deberíamos salir por hamburguesas esta noche —dijo Clara rebuscando en su bolso por la llave de la casa—. ¿Qué piensas? —No a ese lugar, sin embargo —dijo Beatrice—. No donde esas chicas estaban. —No, iremos a un lugar diferente —replicó Clara. Beatrice tembló en el porche mientras miraba a Clara rebuscar en su bolso. —¿Por qué quitaste la llave de casa de tu llavero, Clara? —preguntó Beatrice con irritación. —No puedo recordar —admitió Clara, y no podía—. ¿Dónde está tu llave, Bea? —Me dijiste que la dejara en casa, ¿recuerdas? ¿Porque ibas a recogerme de la escuela? Clara asintió.

Beatrice buscó otras cosas de las que hablar mientras esperaba a entrar en el cálido alivio de su sala de estar. —¿Puede venir Evan esta noche? —preguntó. Había estado preguntando por Evan un montón últimamente, y molestaba a Clara. Sabía por qué. Beatrice todavía no se sentía completamente cómoda con ella. No desde el incidente del abridor de cartas. Evan era el que hacía sentir segura a Beatrice ahora, y Clara se sentía resentida y silenciosamente enojada por ello. Quería ser la confortadora, la protectora, la única en la que Beatrice confiara. Trabajaba en dos lugares por eso, pagaba las facturas por eso, hacía la cena por eso. Pero perdió la confianza de Beatrice cuando tuvo su colapso, y temía que no hubiera manera de arreglarlo. —¡Ajá! —dijo satisfecha—. La encontré. —E insertó la llave en la cerradura. —¿Qué hay de Evan, Clara? —insistió Beatrice. —Le llamaré y le preguntaré —dijo Clara finalmente. —¿Puedo? Clara abrió la puerta. —Claro. Ellen Greenwich se sentaba a la mesa de la cocina revisando las facturas. Había algo cocinándose en el hornillo, algo cubierto con especias y que llenaba toda la casa con un delicioso y terroso olor. Ellen alzó la mirada de los papeles cuando escuchó a sus hijas entrar. 184

—Bueno, ahí están —dijo, y sonrió dulcemente. Clara y Beatrice se congelaron. Se quedaron mirando fijamente por lo que parecieron horas. Clara extendió la mano para tomar la de Beatrice protectoramente, pero Beatrice se apartó. —¿Mami? —dijo Beatrice en un pequeño suspiro. Entonces el reconocimiento se estableció mientras gritaba—: ¡MAMI! —Y corrió a los brazos extendidos de Ellen, saltando en su regazo, abrazando con fuerza el cuello de su madre mientras escuchaba las suaves y bajas risas de Ellen. —Beatrice, has crecido tanto —dijo Ellen, alejando a su hija para poder mirarla al rostro. Los ojos de Beatrice se llenaron de lágrimas. —¿No nos vas a dejar de nuevo nunca, mami? —preguntó Beatrice, su pequeña voz temblando. —Nunca —dijo Ellen—. Nunca me iré de nuevo. —Y acercó a Beatrice a ella, envolviéndola con fuerza, cerrando sus ojos con dicha mientras respiraba la esencia del cabello de Beatrice. Clara permaneció congelada en su lugar. Su cerebro no podía registrar el giro de los acontecimientos. Estaba tentada de llamar a la policía. Había una extraña en su casa y quería que se fuera en este instante. —¿Clara? —preguntó su madre. —¿Qué?

—¿No quieres venir aquí y darme un abrazo? Clara se movió automáticamente sin pensar o sentir. Ellen soltó a Beatrice y se levantó, tomando a Clara en sus brazos y sosteniéndola cerca. Clara mantuvo sus brazos a sus costados luchando contra la urgencia de golpear a su madre. No reconocía su voz, su olor, su cuerpo. Era una extraña sosteniéndola, alguien que pretendía ser su madre, y quería gritar en el hombro de esta mujer que la soltara. —Te extrañé, Clara —dijo su madre tiernamente, besando la cima de su cabeza. —¿También me extrañaste? —preguntó Beatrice. Estaba hambrienta por la atención de su madre y Clara estaba en el camino. Ellen soltó a Clara y se inclinó para mirar a su hija más joven. —Más te vale creer que lo hice —dijo, guiñando un ojo. Beatrice sonrió. —Así que, ¿dónde estuviste, mami? —preguntó Beatrice. Clara quería decirle que se callara y dejara de llamar a su madre “mami”. Ella nunca la llamó “mami”. Siempre fue “mamá”. Ellen invitó a las chicas a sentarse con ella a la mesa. Beatrice lo hizo voluntariamente. Clara se enfureció, fulminando con la mirada a su madre desde el otro lado de la mesa. —Chicas, tuve que irme por un tiempo —dijo Ellen. Extendió la mano para tomar la de Beatrice. No tomó la de Clara, sintiendo que no le dejaría. —¿Por qué? —preguntó Beatrice. 185

—Estaba enferma —replicó Ellen—. No me cuidaba. No sabía cómo. Y si no podía cuidarme, entonces, ¿cómo podía cuidar de ustedes? —¿Así que tu solución fue escapar y dejarnos para que nos las arregláramos con todas las facturas que no te molestaste en pagar? —replicó Clara—. ¡Estábamos muy asustadas! ¡No sabíamos dónde fuiste o cuándo volverías a casa! —Clara, basta —reprendió Beatrice. Clara no miró a su hermana. Mantuvo sus ojos fijados en su madre. —No estoy diciendo que estuviera bien —replicó Ellen—. Cometí un error. —¡Ja! ¡Un error! ¿Oyes esto, Beatrice? —preguntó Clara, perpleja. Beatrice ignoró a Clara y se volvió hacia su madre. —Está bien, mami. Todo el mundo comete errores. —Estoy trabajando en dos sitios por ti. ¡No tuvimos electricidad durante dos meses y medio! ¡Hervíamos agua sobre el fuego! —gritó Clara. —Clara, lo siento —replicó su madre—. No puedo imaginar por lo que han pasado. Esperaba que alguien… alguien como la señora Debbie las ayudara mientras estaba fuera. ¿No puedes entender que, si me hubiera quedado, aun así, no habría sido de ayuda para ti?

—Tal vez no —espetó Clara—. Pero habrías estado aquí. Y la señora Debbie murió. Hubo silencio. Clara sintió la ira recorrer sus venas. Quería dar un puñetazo a la ventana y gritar hasta que su garganta se quedara en carne viva. —Te lo voy a compensar —dijo Ellen en voz baja. —¿Sí? Pues hay cosas que no puedes compensarme —replicó Clara. Estuvo tentada de decirle a su madre justo allí sobre el hombre con el que se había acostado por dinero. Estaba lo suficiente enojada para hacerlo, pero Beatrice estaba allí. —Me puedes compensar a mí —dijo Beatrice alentadoramente. Le lanzó una odiosa mirada a Clara y el corazón de Clara se rompió en diminutas piezas, afilados fragmentos que cayeron en la base de su estómago, perforando el revestimiento y haciendo que doliera. Se levantó de la mesa y agarró su bolso. —Clara, ¿a dónde vas? —preguntó su madre. —No tengo que decirte a dónde voy. No puedes decidir volver a esta casa después de cinco meses y ser mi madre y esperar que te diga lo que hago o a dónde voy —contestó Clara. Su voz era plana, sin emoción. —Clara —susurró Ellen, pero Clara la ignoró y salió por la puerta.

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No sabía a dónde ir. No tenía lugar al que ir. Evan estaba en el trabajo. La señora Debbie estaba muerta. Condujo por ahí sin rumbo, desperdiciando gasolina, sin importarle. Estaba en una carretera familiar, y entonces recordó. El cementerio estaba justo a la derecha. Detuvo el auto en el estacionamiento para visitantes. Se dirigió a la tumba y se hundió junto a la piedra. No había nadie. Hacía demasiado frío y sintió la nieve empezar a filtrarse por su pantalón, helando su piel y provocándole dolor. No había traído flores y buscó alrededor por algo que pudiera dejar junto a la lápida. No había nada. No tenía nada, y las lágrimas se derramaron, enojadas y feroces lágrimas de añoranza y dolor. —Señora Debbie. —Lloró. Abrazó la lápida mientras grandes y altos sollozos escapaban de su boca. Intentó calmarse. No quería perturbar a los otros tratando de descansar en paz—. Señora Debbie —dijo de nuevo, recuperando algo de control—. ¿Por qué tuvo que morir? Esperó por la respuesta. —¿Por qué se fue, señora Debbie? —preguntó Clara de nuevo—. Estoy sola. Ya no le gusto a Beatrice. Me teme. Y ahora mi madre está en casa y cree que va a hacer que todo esté bien. Clara acarició la lápida mientras hablaba. —Pero no puede. No sabe lo que he hecho, lo que hice para conseguir dinero.

Quería confesarle sus pecados a alguien. Intentó con Dios, pero nunca le respondía, así que decidió intentar con la señora Debbie en su lugar. —Tuve sexo con un hombre por dinero —susurró en la lápida—. Necesitaba dinero para el impuesto sobre la propiedad. Estaba desesperada y no sabía qué más hacer. Limpió su moqueo con el dorso de su mano enguantada. —Creí que podría seguir haciéndolo hasta que el impuesto estuviera pagado, pero no podía volver —dijo Clara—. Nunca volveré, y me alegra a pesar de que sé que perderemos nuestra casa. Clara esperó para oír la voz de la señora Debbie, pero sólo hubo el silencio de un día tranquilo de invierno. —Lo siento, señora Debbie —continuó Clara—. Por favor, no piense que soy una mala persona. Quiero ser buena. Sólo no sé cómo ser buena y ser pobre al mismo tiempo. El pantalón de Clara estaba empapado, así que se reposicionó. Se tumbó sobre su costado, el lado derecho de su rostro apoyado en la nieve enfrentando la lápida. Gritó ante el agudo dolor hasta que su mejilla se entumeció. Entonces tuvo un constante temblor, acurrucándose en sí misma para intentar mantenerse caliente. Intentó ignorar la profunda quemadura sorda dentro de sus músculos. No quería dejar a la señora Debbie. Pensó que, si permitía que el frío se hundiera en sus huesos, convirtiéndose en una parte de ellos, entonces sería capaz de quedarse toda la noche, yaciendo junto a la mujer que le había dado los pendientes de plata, los mismos que ahora llevaba. 187

—La extraño —dijo, sus cálidas lágrimas caían hasta el suelo, haciendo profundos agujeros en la nieve. Clara cerró los ojos contra el cortante viento que recorría el cementerio. Sintió el viento estirar algo de ella, lanzarlo en el cielo donde desaparecería para siempre. Pensó que era parte de su alma arrancada de ella, cortada por un dios que no la conocía excepto para castigarla de todos modos, porque no sabía cómo ser buena y pobre al mismo tiempo. Respiró en el helado frío, sintiendo su pecho arder, pensando que algunas personas simplemente eran mejores que otras.

Ella escuchó su voz en la distancia. Sonaba como un punto en el lado más lejano del mundo, y a medida que se acercaba, era cada vez más fuerte y urgente, hasta que se convirtió en un megáfono a todo volumen. Puso sus manos sobre sus oídos para bloquear el ruido. Sintió que su cuerpo mojado era levantado del suelo y llevado a un lugar cálido y suave, y se relajó en el asiento trasero al sentir la explosión de calor que golpeó su rostro. Debo estar en el cielo, pensó. ¡Llegué al cielo!

Sintió que se movía y se quedó dormida rápidamente, creyendo que el cielo era un auto cálido que viajaba por el mundo y nunca paraba.

Algo de plástico con bordes afilados se metió debajo de su lengua. Quería quitárselo, pero sus manos no cooperaban. Así que dejó que permaneciese allí hasta que alguien lo sacó por ella. —Jesús —oyó decir a su madre—. Ciento uno. —¿Hay que llevarla a urgencias? —preguntó un niño. Sonaba como Evan. —Vamos a tratar de conseguir bajar la fiebre con ibuprofeno primero —dijo Ellen. Clara sintió que Evan tiraba de ella suavemente, pidiéndole que abriera la boca, para luego depositar cuatro pastillas en su lengua. —Traga, Clara —dijo, poniendo el vaso de agua al lado de sus labios. Obedeció degustando el metal de las pastillas mientras bajaban. —Voy a ver si come un poco de sopa —dijo Ellen. —Yo le doy de comer —ofreció Evan. —Está bien —dijo Ellen—. Yo lo haré. —Pero permitió que Evan alimentase a su hija cuando Clara negó violentamente, negándose a dejar a su madre acercase a ella. 188

Ellen le trajo a Evan el bol y luego se quedó atrás en las sombras. No quería dejar a Clara. —Sal —dijo Clara con voz ronca, negándose a comer nada hasta que su madre se hubiera ido. —Clara —dijo Evan con dulzura—. Deja que tu madre se quede. —No —dijo Clara, el dolor en la garganta era tan grande que quería arrancarse el esófago. Ellen se deslizó fuera de la habitación, y Clara creyó oír un grito ahogado. Evan miró a su novia y luego al tazón de caldo de pollo. —¿Crees que puedes tratar de comer algo? —preguntó. Ella asintió, y él llevó una cucharada llena de sopa a sus labios. La bebió, sintiendo que llenaba su garganta de calor y se llevaba hacia abajo la quemadura mientras bajaba. —¿Ibas a dormir allí toda la noche? —preguntó Evan, poniendo la cuchara en sus labios una vez más. Clara se encogió de hombros. No sabía de lo que estaba hablando. Evan siguió alimentándola mientras hablaba.

—Tu madre te ama, Clara —dijo. Ella arrugó la cara en una mueca—. Cometió un terrible error dejándolas. Ella sabe eso. Clara se bebió la sopa en silencio. —¿Recuerdas que me perdonaste por decir esa cosa estúpida sobre ti? — preguntó Evan. Clara no pudo permanecer en silencio esta vez. —No es lo mismo —susurró, su garganta gritando con cada palabra. —Sé que no lo es —dijo Evan—. Pero estoy hablando sobre el perdón, Clara. Tú me perdonaste. Tienes perdón en tu corazón. Pero Clara no estaba segura de ello. Pensaba que la parte de su alma que el viento se había llevado ante la lápida era la parte que la dejaba perdonar. Ahora se había ido. Pensó en la traición de Beatrice y supo que no podía perdonarla. Nunca quería volver a ver la cara de su hermana. Pensó en su madre sentada a la mesa disculpándose ante ellas como si simplemente les hubiera gritado y no abandonado durante cinco meses sin explicación ni dinero. No había perdón allí. Sintió su corazón sellándose, el enfado quedándose dentro para convertirla en algo frío e impenetrable. —¿Por qué estás de su lado? —preguntó Clara. —No estoy de su lado —respondió Evan—. No se trata de tomar partido. —Como el infierno que no —gruñó Clara—. Nos dejó durante cinco meses. 189

—Lo sé —dijo Evan en voz baja. No podía decir lo que realmente sentía. Estaba aliviado de que Ellen hubiese vuelto y Clara pudiera ser una adolescente normal de nuevo. Era completamente egoísta, el fuerte deseo suyo de querer más de Clara, de sentirse contento que ella ahora pudiera dejar todas las responsabilidades que le habían pesado tanto durante meses, que habían tomado tanto de su tiempo. Podía tener una novia normal, una relación normal, y estaba eufórico. Ella, por otro lado, se veía como si quisiera matar a alguien. —Pagaste su factura de la luz —continuó Clara—. ¿Te has olvidado de eso? Evan llevó la cuchara a su boca de nuevo. —No estoy diciendo que sea una buena persona, Clara —dijo después de un tiempo—. Pero es tu madre. Y ha vuelto a casa. Y sé que quiere hacer las cosas bien. —No sabes nada —respondió Clara. —Sí, lo sé —argumentó Evan—. Dado que tu madre me lo dijo. Clara entornó los ojos hacia su novio, y luego su rostro se suavizó. No quería pelear con Evan. Él era el único que le quedaba. No era tonta; sabía que sus verdaderas intenciones de pedirle que perdonase a su madre, era para liberarla de su rol como madre. Para su propio beneficio. Eso significaba que ella podría tener más libertad y tiempo para estar con él. Era tan egoísta de su parte, pero no podía pretender que no la hacía sentirse bien.

Terminó el resto de su sopa en silencio. Evan colocó el recipiente vacío sobre la mesita de noche y se inclinó para besarla en la mejilla. Ella le dejó. Todavía estaba roja por estar tirada contra la fría y húmeda nieve. —Vendré mañana después del trabajo para ver cómo estás —dijo, y quería rogarle que se quedase. No quería estar a solas con su hermana y su madre. No quería que la ayudasen y comprobasen cómo estaba y le dijesen cosas bonitas que le hicieran querer gritarles. Evan se levantó de la cama, y ella le tomó del brazo. —No te vayas —dijo con voz ronca. —Clara, tengo que hacerlo —respondió Evan—. Estaré aquí mañana. Lo prometo. —Y se inclinó para besarla suavemente en los labios, sin preocuparse de si ella podía contagiarle.

Clara se perdió una semana de clases. Tenía estreptococos. Su madre la llevó a urgencias en el segundo día y le consiguió los antibióticos que necesitaba. Clara, en su vago mareo, se preguntó cómo su madre pagó.

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Evan la visitaba todas las tardes. Él era el único que hablaba con Clara. Beatrice se quedaba en las esquinas de cualquiera que fuera la habitación en la que Clara estaba en ese momento, queriendo desesperadamente hablar con su hermana. Sabía que Clara estaba enfadada con ella, y no entendía por qué. ¿Por qué no podía Beatrice estar contenta porque su madre estuviera en casa? Sólo en la corta semana que había pasado desde que Ellen regresó, la casa ya se veía mejor. Era como si Ellen estuviera tratando de disculparse de tantas formas como fuera posible. Lo limpió todo, desde el suelo hasta el techo, desinfectando toda la casa, limpiando lugares que Beatrice y Clara nunca limpiaron porque no sabían que existían. Había cena cada noche, siempre algo nuevo, y Ellen se sentaba con Beatrice cada noche, mientras que hacía sus deberes. Beatrice nunca le había pedido a Clara que comprobase sus deberes, pero le daba a su madre cada hoja de trabajo para que se la revisase. Beatrice estaba contenta. Clara era miserable. Ellen entró en la habitación de Clara al final de la semana y se sentó en el borde de la cama. Clara la miró por encima de su libro. —Cariño… —No me llames así —interrumpió Clara. Ellen respiró profundamente. —Clara, quiero que sepas que tengo un trabajo. Clara no respondió. —Es un trabajo de secretaria en la oficina de un quiropráctico —continuó—. Es a tiempo completo y tengo seguro de salud. Para nosotras. —Ella esperó a Clara respondiera. Clara siguió leyendo su libro—. Empiezo el lunes. Necesitaban a

alguien de inmediato —dijo Ellen—. Así que Beatrice todavía irá en autobús a casa todos los días y entrará hasta que tú o yo lleguemos a casa. ¿Está bien? Nada. —¿Está bien, Clara? —insistió Ellen. —Lo que sea. Ellen miró a su hija por un momento antes de salir de la habitación.

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Capítulo 20 L

as siguientes semanas en la escuela fueron difíciles para Clara. Fue duro para ella mirar a Evan a los ojos y cuando la besaba, sentía como que lloraría en su boca. La culpa que sentía sobre esa noche en enero no se iba. Podía suprimirla por un tiempo, pero siempre salía a la superficie como un cuerpo muerto que se negaba a sumergir en las aguas de un río, y su conciencia era el asesino, aterrorizada de que la descubrieran. Evan sabía que ella no se estaba adaptando bien. Le ofreció alguna explicación a él, pero mayormente cambiaba de tema cuando intentaba mencionárselo. La sentía cerrada, una ostra sellada con la perla en el interior, y le asustaba que permaneciera cerrada para siempre en su confusión, ira y dolor. También se sentía egoísta. No habían sido sexuales en mucho tiempo y estaba hambriento por su cuerpo. La deseaba —todo de ella— y no sabía cómo pedirlo. Pensaba que la ofendería, que lo miraría como si estuviera loco. Acababa de cumplir diecisiete años hace un par de meses. 192

Estaba eufórico cuando ella aceptó ir a su casa una tarde. Se sentaron en el sofá de su sótano viendo televisión. Clara parecía distraída, y Evan quería traer de vuelta su atención. Extendió la mano y la tomó en sus brazos. Ella no se resistió cuando él presionó sus labios en los suyos. Abrió su boca para él y sintió su lengua buscar la suya, el familiar cosquilleo en su estómago, y el destello del recuerdo… el hombre en el caro traje oscuro avecinándose sobre ella junto a la cama. Empujó a Evan y limpió su boca. —Clara, ¿qué hice? —preguntó Evan. Intentó duro no sonar frustrado. —No hiciste nada —dijo, mirando su regazo. —Entonces, ¿por qué ya no quieres besarme? —replicó Evan. Pasó una mano por su cabello y suspiró. —Quiero besarte —dijo en voz baja. —¡Acabas de empujarme! —exclamó Evan. Clara pensó por un momento. Podía hacerlo ahora. Podía soltar la verdad, dejar que se enojara y la llamara puta, y entonces salir del sótano y de su vida como si todo hubiera sido un sueño. ¿No era un sueño, de todos modos? Siempre pensó que en cualquier momento sería despertada de un sobresalto, de nuevo en la escuela como la chica tímida sin amigos que se sentaba sola en la cafetería, leyendo. Tal vez le gustaría volver a esa chica. Era solitario, pero era seguro. —Clara, por favor —rogó Evan.

—Yo… quiero decirte algo —comentó. —Dime cualquier cosa —replicó Evan. Pero no podía hacerlo. Estaba más temerosa de contarle a Evan de lo que estuvo de perder su virginidad con un completo extraño. —Sé que he estado actuando raro últimamente —dijo finalmente—. Sigo teniendo problemas con que mi madre esté en casa. No tiene nada que ver contigo. Y lo siento. Evan tomó la mano de Clara. —Está bien, Clara. Ella sabía que tomaría un gran esfuerzo, pero tenía que hacerlo. Se inclinó y besó a su novio. Le permitió que la besara toda la tarde, pero el hombre con el caro traje negro estaba en la parte de atrás de sus ojos, mirando con burla mientras ella pretendía ser una buena y dulce chica cuando él sabía que no lo era.

Clara de repente descubrió un día en la escuela que tenía una amiga. No entendía por qué le tomó tanto tiempo darse cuenta, pero una vez que lo hizo, no sabía qué pensar.

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Florence. Su compañera de laboratorio. Florence con las gafas borrosas y el cabello ralo que siempre pensó que era increíble ver a Clara caminando por el pasillo con Evan. Nunca se acostumbró a ello, a pesar de que Evan y Clara habían estado juntos durante varios meses. Se sonrojó más que Clara cuando Evan envió una docena de rosas amarillas en clase de inglés para Clara el día de San Valentín. —Amarillo significa amistad —dijo Clara intentando desechar el gesto como no tan importante. No tenía idea de dónde ponerlas por el resto del día y le preguntó a su profesora si podía dejarlas en la parte de atrás de la clase. —¿Para recordarme la patética vida amorosa que tengo? —preguntó la señora Grady, luego rió—. Por supuesto que puedes. —Lo que sea, Clara —dijo Florence poniendo los ojos en blanco—. Ese chico está enamorado de ti. —No lo ha dicho. Florence giró su cabeza de golpe y apuntó a las flores en la mesa de atrás. —¿Qué crees que es eso? —preguntó, y Clara se rió. Florence empezó a almorzar con Clara y Evan y, a veces, Chris se les unía. Eran una extraña mezcla de gente: dos confiados estudiantes de último año y dos socialmente torpes estudiantes de penúltimo año. —¿Vas a comerte esas? —preguntó Chris señalando las patatas fritas de Florence. —Como todo en mi bandeja —contestó ella—. Como todo lo que posiblemente puedo mientras soy joven porque sé que cambiará cuando me haga vieja. Me he

resignado al hecho de que probablemente seré gorda, así que voy a disfrutar la comida ahora mientras soy delgada como un palo. Chris había dejado de escucharla y se volvió hacia Clara. —¿Vas a comer esas? —Y ella negó y sonrió. —¿Está alguien más harto y cansado de oír sobre el baile de promoción? — preguntó Florence—. ¿Por qué está todo el mundo hablando sobre eso ya? ¿No es un poco pronto? —Creo que entusiasma a los estudiantes —dijo Evan. —Creo que es un desperdicio de dinero y de tiempo —replicó Florence. Metió una patata frita en su boca. —Sí, y tan pronto como alguien te invite, no pensarás eso —dijo Chris. Limpió su boca con el dorso de su mano. —Oh, no tengo metas de ser invitada —replicó Florence—. Pero gracias por el recordatorio de que no lo seré. Un incómodo silencio cayó sobre el cuarteto. —Es sólo un estúpido baile —murmuró Chris y bebió el resto de su Coca-Cola. —Lo sé —dijo Florence inafectada—. ¿A quién vas a llevar? Chris tragó, luego respondió: —Caroline. —Oh, es linda —dijo Florence—. Será una agradable cita. 194

Chris sonrió, inseguro. —Pero estos dos serán los ladrones de escena —dijo, apuntando a Evan y Clara. Ésta se sonrojó. Evan ni siquiera se lo había pedido todavía y deseaba que Florence dejara de hablar. —¿Y por qué dices eso? —cuestionó Evan. Florence lo miró con incredulidad. —¿En serio? ¡Prueba con la más impresionante historia del año escolar! Chico popular se hace amigo de chica tímida y entonces comienzan un apasionado romance que nadie en la escuela puede entender. Todas las chicas populares están celosas y todas las nerds se sienten reivindicadas. En realidad, debería ser una película. Evan se rió. Clara deseó que Florence parara constantemente de agruparla con las nerds. Prefería ser una nadie que era un grupo totalmente diferente de estudiantes. —¿Quién hará de Clara en tu película, Florence? —inquirió Evan. —¿Me preguntas a mí? —dijo Florence—. No conozco a ninguna celebridad. ¿Por qué no hace Clara de Clara? —No creo que puedes hacer de ti mismo en una película —intervino Chris. —John Malkovich lo hizo —replicó Evan.

—¿Quién? —preguntó Florence. —Sí, pero él puede salirse con la suya porque es famoso —apuntó Clara. —Y ella habla —dijo Chris burlonamente, y Clara sonrió—. Oigan, si van a ir al baile de promoción tal vez podríamos conseguir una limosina o algo. Hacer una cita doble. —Ya te diré, hombre —comentó Evan, pero ya sabía que tenía otros planes.

Esa noche, Evan recogió a Clara para una cita. Iba a ver películas y sentarse en el cine intentando responder las preguntas incluidas en la parte “Before You Watch” anterior a la película. —¿Nunca has visto The Lost Boys? —preguntó Clara. —Nunca siquiera he oído sobre esa película —dijo Evan, rascándose la cabeza. —Mi madre es gran fan de las películas de los ochenta, y solía hacernos verlas con ella. Bueno, Beatrice no tenía permitido verlas todas. Ciertamente no The Lost Boys o Fast Times at Ridgemont High. Bueno, tal vez es parecido a tu música de rock progresivo. Raro que lo escuches. Raro que yo sepa todo sobre las películas de los ochenta. Evan sonrió. —¿Clara? 195

—¿Hmm? —He estado queriendo preguntarte algo —dijo Evan. —¿Sí? —Bueno, pensé que, si no estás muy ocupada el dieciocho de abril, podrías estar interesada en ir al baile de promoción conmigo. Clara sonrió. —No es por el almuerzo de hoy. Planeaba pedírtelo esta noche de todos modos —continuó Evan—. Entonces, ¿qué piensas? La sonrisa de Clara se desvaneció. —¿Son caras las entradas? —Clara, es mi baile de promoción de último año, y me encantaría llevar a mi novia. No me importa lo que cueste. Clara pensó por un momento. —De acuerdo. —¿De acuerdo en que irás conmigo al baile? Clara asintió, y Evan se inclinó para besarla. Ella saboreó la mantequilla de sus palomitas y él pensó que le gustaría comerla a ella en su lugar. Ella apretó el recipiente de palomitas contra su pecho cuando su beso se volvió algo más

enérgico. Era consciente de los otros cinéfilos, las luces que aún no se habían atenuado, y se retiró. —Hay gente a todo nuestro alrededor —susurró Clara. —Oh, Clara —dijo Evan—. ¿Aún no has escuchado Silver Rainbow?

—¿Conoces una canción llamada Silver Rainbow? —preguntó Clara a su madre en el desayuno a la mañana siguiente. Ellen y Beatrice la miraron sorprendidas. Era la primera vez que Clara dirigía una pregunta a su madre en cinco días. Ellen no se atrevió a tener esperanza, pero una parte profunda dentro de ella sugirió que tal vez Clara se estaba suavizando. Intentando adaptarse. Intentando perdonar. —Bien, déjame pensar —dijo Ellen—. ¿Es una canción vieja? —No sé. Eso creo —respondió Clara—. ¿Tal vez de rock progresivo? —sugirió mientras vertía Cheerios en su bol. —Buenos días, Clara —dijo Beatrice. Miró mientras Clara se levantaba de la mesa por una cuchara. —Buenos días —dijo Clara secamente sin mirar a su hermana. —Silver Rainbow… ¡espera! ¡Ya sé! Es una canción de Genesis de los ochenta. ¡Oh, Dios mío, no puedo creer que recuerde eso! 196

Pero por supuesto que ella podía creerlo, pensó Clara, porque su madre conocía cada canción desde el año en que había nacido hasta ahora. Cantaba, o al menos solía cantar, todo el tiempo alrededor de la casa. De ahí es de donde Beatrice heredó su don, pensó Clara con amargura. ¿Por qué ella no pudo haber heredado algo bueno? —Del CD de su mismo nombre. Dios mío, hay formas amarillas en la parte delantera —se dijo Ellen—. Esperen aquí, chicas. ¡Creo que sé dónde está! —Y se apresuró a su dormitorio. Regresó con un reproductor de CD y un CD, uno con formas amarillas en la parte delantera. Enchufó el reproductor y lo dejó en la mesa de la cocina, luego insertó el CD. —Recuerdo esto —dijo cuándo pulsó reproducir—. Me trae un montón de recuerdos. —Y había una nota de lamento en su voz. Clara escuchó mientras la canción se reproducía. El principio era extraño, como si hubiera sido transportada a un planeta diferente, como si esta fuera la música que los alienígenas escuchaban. Y entonces el ritmo aumentó, y pensó que debería sentir sólo la más ligera pizca de pánico. Se concentró en las palabras, intentando entender su significado, aunque al principio la eludió. Nada tenía sentido, y entonces el estribillo sonó, palabras repetidas una y otra vez hasta que entendió. Se sonrojó en el segundo verso

recordando que Evan le preguntó por esta canción cuando colocaba su guitarra — su posesión más cara— en el suelo en lugar de en su estuche protector. Justo antes de besarla. Justo antes que le hiciera otras cosas. Entendió entonces que la guitarra a él no le importaba. No cuando ella estaba sentada a su lado. Él ya estaba allí —al otro lado del arcoíris— y ella quería desesperadamente ir allí con él. La música paró y las chicas se sentaron en silencio. Clara miró el rostro de su madre, sus ojos enfocados en un recuerdo distante, rememorando algo privado y doloroso y hermoso. —¿Lo entienden, chicas? —dijo suavemente, todavía mirando en la distancia— . ¿Entienden que eso es el amor? —¿Qué es el amor? —preguntó Beatrice. No entendió la canción. Ellen miró a Beatrice y sonrió. —El amor es cuando estás con alguien y nunca miras el tiempo porque, para ti, el tiempo no existe.

Le observó acercarse a ella. Se mantuvo junto a su casillero esperando, aunque estaba deseosa de ir hacia él. Él pasó entre los estudiantes hasta que la alcanzó y ella lo rodeó con los brazos, algo tan fuera de lo normal que lo sorprendió. Algunos estudiantes miraban intrigados. Otros tropezaron con ellos sugiriéndoles que se apartasen del camino. 197

—Bueno, hola, Clara —saludó Evan, bajando la mirada a la cima de su cabeza. —Lo escuché —comentó ella en su cuello—. Escuché la canción. —¿Qué canción? —preguntó él. —Silver rainbow —contestó ella y se alejó para mirarlo. Evan permaneció en silencio un momento antes de hablar. Quería quitarle la respiración con sus palabras. —Bueno, entonces supongo que ya sabes lo mucho que te amo. Ella se sintió débil y él apretó el agarre alrededor de su cintura, dejando que se apoyase contra él y escondiese el rostro en su cuello una vez más. —Yo también te amo —susurró ella. —Mírame cuando lo digas, Clara —exigió con dulzura. Apartó el rostro, sonrojado, y lo miró a los ojos. —Te amo —dijo ella y él se inclinó para besarla. Él quería quitarle las palabras de la boca con ese beso, largo y lento, removiendo un deseo en él que era muy inconveniente en la escuela. Era consciente de los pechos de ella presionados contra su pecho y quería tocarlos. Y luego Clara sintió que él se apartaba repentinamente, escuchó un “nada de contacto físico en la escuela” mientras él era escoltado a su siguiente clase. Pero no antes de girarse y gritar todo lo fuerte que

pudo, “¡Te amo, Clara!” asegurándose de que todo el mundo en el pasillo pudiese escucharlo.

Clara no estaba preparada para perdonar a su madre. La tensión en la casa era insoportable. Observaba sin poder hacer nada cómo Ellen volvía a retomar su papel como madre, encontrándose con la profesora de Beatrice, trabajando en su nuevo trabajo, estableciendo citas para el dentista, preparando la cena cada noche, y no podía fingir detestarlo. Su madre era la mejor cocinera, incluso que la señora Debbie. Y Ellen se hizo cargo de las facturas. Creó un plan de pago para la tasa de la propiedad y, de repente, no había nada para que Clara hiciese, excepto ser una chica de diecisiete años normal. Era desconcertante y la hizo enfadar. Ellen sabía que tenía que ser paciente con Clara. Le pedía a Clara ayuda con sus quehaceres en la casa y a veces Clara era agradable y otras no. Ellen era amable con ella, pero nunca permitió que Clara se saliese con la suya siendo irrespetuosa o no hiciese sus tareas. —¡No voy a lavar la ropa! —gritó Clara una mañana. —Está bien, Clara —contestó su madre; y la ropa continuó en el cesto sobre la lavadora hasta que Clara no tuvo ropa interior limpia. Ella irrumpió en la lavandería y puso una carga y Ellen fue a limpiar la cocina como si nada hubiese pasado. —¡No voy a pasar la aspiradora! —chilló Clara otra mañana. 198

—Muy bien, entonces —respondió su madre y colocó la aspiradora al lado de la puerta de su cuarto durante una semana y media, hasta que el suelo de madera amontonó tanto polvo que Clara tuvo un ataque de alergia. Inmediatamente pasó la aspiradora y fregó toda la casa, estornudando inmediatamente entre barridas. También fue duro para ella dejar el papel de madre. Se ocupó de ella y de Beatrice durante cinco meses y luego, de repente, su madre volvió para reafirmar su autoridad. Clara tenía miedo de dejar que Ellen fuese la madre, asustada de olvidar cómo ser un adulto en caso de que su madre las abandonase de nuevo y tuviese que retomar otra vez ese papel. Y Beatrice. Clara aún estaba enfadada con su hermana pequeña. No podía entenderla, por qué Beatrice corrió a los brazos de Ellen en cuanto la vio. ¿No estaba herida ni enfadada por lo que Ellen había hecho? Beatrice la perdonó inmediatamente, asentándose de nuevo en una vida con su verdadera madre en el momento que ella regresó a casa. Era duro que olvidase todo lo que Clara había hecho por ella, cómo Clara se había ocupado de ella todos esos meses, los sacrificios que hizo Clara para mantenerlas a salvo. Ahora reconocía a Clara solo como una hermana mayor y el fuerte nudo que se había forjado entre ellas desapareció en el momento en que Beatrice vio a Ellen sentada a la mesa de la cocina.

Clara se secó los ojos. No quería llorar por Beatrice. Quería seguir enfadada con ella. Parecía más fácil de ese modo, castigar a Beatrice silenciosamente, no llorar por ella. Clara se tumbó sobre la cama y pensó sobre su nueva vida. Sabía que, con el tiempo, tendría que aceptarla. No parecía que su madre fuese a marcharse pronto y mientras Clara no la quería realmente allí, también tenía que admitir que tampoco quería que se fuese. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía que preocuparse por el dinero o, al menos, no de la forma que solía hacerlo. Podía ser una adolescente. Hubo un suave golpe en la puerta. —¿Sí? —gritó Clara, secándose las últimas lágrimas. —Es Beatrice. ¿Puedo entrar? Clara dudó antes de decir que sí. Beatrice entró dubitativamente y se sentó al final de la cama. Fue cautelosa en mantener las distancias con Clara sabiendo que Clara estaba enfadada con ella, pero no entendía el por qué. —Hoy aprendí una nueva palabra —mencionó Beatrice. Esperó a que Clara preguntase. —Eso está bien. La expresión de Beatrice se desmoronó. —Es realmente una buena. —Intentó hacerla lo más tentadora posible. 199

—Bueno, ¿cuál es? —Inocuo —contestó Beatrice—. ¿Conoces esa palabra, Clara? —Sí, conozco esa palabra, Beatrice —aseguró Clara. Miró el techo. ¿Qué demonios significa “inocuo”?, pensó. —¿Crees que es una palabra encantadora? —Es una palabra encantadora. Las chicas se quedaron en silencio, Beatrice intentando reunir el coraje de preguntarle a Clara por qué estaba tan enfadada; y Clara intentando recordar desesperadamente qué significaba “inocuo”. —Está bien —masculló Clara—. ¿Qué significa? —Y sintió a Beatrice tirarse encima de ella y mover los brazos bajo el cuello de Clara para abrazarla fuertemente. —¡Oh, Clara! ¡Sabía que habías olvidado esa palabra y que estabas tan enfadada conmigo que fingías saberlo! —Lloriqueó Beatrice en la almohada. Clara sonrió y abrazó a su hermana. —¿Puedo decírtelo, Clara? —Sí, Bea.

Beatrice se apartó de Clara y se tumbó a su lado en la cama. Clara se giró de costado para enfrentarse a su hermana. —Significa inocente o inofensivo —explicó Beatrice—. Ella consiguió sus sentimientos heridos, aunque él quería que la declaración fuese inocua. —Muy bien —afirmó Clara—. ¿Hiciste tú sola esa frase? Beatrice asintió. —Es una frase muy buena —reiteró Clara y Beatrice sonrió. —¿Clara? —¿Sí? —¿Por qué estás tan enfadada conmigo? —preguntó Beatrice. Sus ojos azules se veían como si fuesen a inundarse de lágrimas en cualquier momento y Clara finalmente lo entendió. Beatrice simplemente era una niña pequeña. Para todo el vocabulario y las declaraciones de haber nacido como una señora, simplemente era una niña de diez años. ¿Cómo podía estar Clara enfadada con ella por querer a su madre? Era una niña pequeña que necesitaba a su madre y de repente, Clara sintió que todo el dolor por ser olvidada por su hermana pequeña se desvanecía. Beatrice nunca intentó hacerle daño. Simplemente se estaba comportando del mismo modo que haría un niño. —No estoy enfadada contigo, Bea —indicó cariñosamente Clara—. Y siento haber estado tratándote mal. No lo volveré a hacer. Lo prometo. 200

El rostro de Beatrice se iluminó. —¿Clara? —¿Sí? —Gracias por ocuparte de mí mientras mamá no estaba. El corazón de Clara se hinchó. —De nada.

—Voy a ir al baile con Evan —mencionó Clara en la cena, tres días después. Beatrice chilló con alegría. —¡Oh, Clara! ¡Qué romántico! ¿Cuándo te lo pidió? —Hace unos días. Mañana después del trabajo voy a ir a comprar un vestido. —¿Puedo ir, Clara? —pidió Beatrice. —En realidad, voy a hacer esto yo sola —contestó Clara. Vio que el rostro de su madre se descomponía, pero Ellen permaneció en silencio. Clara decidió intentarlo en una tienda de segunda mano que encontró en internet en la escuela. Era una tienda que abastecía a chicas con desventajas

económicas, así que Clara sabía que podía pagar un vestido. Seguía funcionando del mismo modo con el dinero aún después que su madre volviese a casa. En parte era un hábito, pero en su mayoría tenía que hacerlo como un miedo subyacente a que su madre se iría de nuevo. Clara no confiaba en Ellen, así que seguía manteniendo sus dos trabajos y ahorrando el dinero, esperando al día en que tendría que volver a vaciar su cuenta para pagar las facturas porque su madre se habría ido. —No voy a trabajar mañana por la tarde —comentó Ellen tentativamente—. Podemos ir todas juntas. Puede ser divertido. Clara se tensó. —No lo creo. Ellen suspiró. Beatrice notó la tensión entre su madre y Clara e intentó un tema de conversación diferente. —Soy finalista para el concurso de deletreo regional —ofreció. Clara nunca apartó la mirada del rostro de su madre mientras respondía: —Bien hecho, Bea. Beatrice pensó que era una contestación distraída, como si Clara no estuviese realmente interesada en su logro. —Clara, desearía que me dejases ir contigo —aseguró Ellen, ignorando aparentemente el comentario de Beatrice. 201

—¿No quieres felicitar a Bea, mamá? Es finalista en el concurso de deletreo regional. Es algo importante. Muy importante —añadió Clara con énfasis. El enfado de Ellen se intensificó. —¿Cuánto más planeas castigarme? Beatrice saltó de su silla y se encaminó a su habitación. —¿Castigarte? —cuestionó Clara—. Umm, déjame ver. ¿Cuánto llevas de vuelta? ¿Alrededor de unos tres meses? Y nos dejaste solas durante cinco. Así que diría que te quedan otros dos meses. —Vigila la forma en que me hablas —advirtió Ellen. Soltó el tenedor sobre el plato. —Estás actuando como una niña —gruñó Clara—. Estás enfadada de no poder salirte con la tuya y venir a comprar un vestido conmigo. ¿Por qué siquiera pensarías que me gustaría que vinieses conmigo? Ellen se levantó de la mesa y caminó hacia el fregadero. Dejando los platos y girándose para enfrentarse a su hija. —¡Lo estoy intentando, Clara! —exclamó—. ¡Estoy intentando hacerlo mejor! ¡Ser una buena madre! Clara miró a su madre con disgusto. Lo sintió en todo su interior, fluyendo por sus venas para reemplazar su sangre, bombeando en su corazón para hacerlo

contraerse con oscuridad, inflando su pecho mientras respiraba, llenándolo con el humo negro del odio. —Inténtalo con más fuerza —contestó, y dejó la mesa.

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Capítulo 21 C

lara permaneció cerca de la puerta de la habitación de su madre. Estaba abierta, y observó a Ellen durmiendo. Todavía era temprano, pero Clara estaba levantada porque no había dormido. Temía al hoy, lo que aprendería, pero tenía que preguntarlo. Y no con Beatrice alrededor. Ellen iba a decirle a Clara por qué desapareció porque Clara la haría decirlo. Sintió una oleada de ira mientras más veía a su madre durmiendo pacíficamente. No puedes volver a esta casa y tomar el control como si nada hubiera pasado y luego dormir profundamente por la noche cuando me estoy volviendo loca con el insomnio, Clara pensó amargamente. —¡Mamá! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y Ellen se despertó sorprendida. Saltó de la cama. —¿Qué sucede? —gritó mirando a su alrededor. Clara cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó en la puerta. 203

—Necesitamos hablar. Ellen respiró hondo. Exhaló lentamente, luchando contra el impulso de golpear a su hija en la cara. —Jesucristo, Clara —dijo con aplomo—. ¿No me podías levantar de otra manera? —Se hundió en la cama y frotó una mano temblorosa sobre su frente. —No, no podía —respondió Clara satisfecha consigo misma. Ellen gruñó. —¿Adónde fuiste? —preguntó Clara. Ellen guardó silencio. —¿Adónde fuiste, mamá? —insistió Clara—. No se lo diré a Beatrice. Nunca lo sabrá. Pero me debes una explicación. Sabes que sí. ¡Toda la mierda que me dejaste! ¡Mi cumpleaños te perdiste! ¡Navidad! ¡Me la debes! ¿Qué tal si no hay calefacción? ¿O electricidad? ¡No teníamos dinero! ¡Sin comida! ¡Nos dejaste sin nada! Ellen se pasó la mano por el cabello y suspiró. —Bueno. Clara se acercó a sentarse junto a su madre. —Sufro de depresión severa —comenzó Ellen.

—Yo también —dijo Clara—. Por lo menos creo que lo hago. Ellen miró a su hija mayor y se echó a llorar. Clara estaba impresionada. Simplemente dejó que su madre llorara, sin tocarla, sin decir palabras tranquilizadoras, solo dejándola llorar. Ellen respiró profundamente y trató de estabilizarse. —Estaba tan deprimida, Clara. Me sentí abrumada. Echaba de menos a tu padre. Extrañaba a mi madre. Sentí como si hubiera destruido todo a mi alrededor. No quería destruirte, también. Tú y Beatrice. Pensé que estarías mejor por tu cuenta. Clara parpadeó su incredulidad. —¿Pensaste en las cuentas, mamá? ¿Las responsabilidades que tendría que asumir? ¿La posibilidad de ser entregado al estado? —No, Clara —respondió Ellen—. Realmente no lo hice. Cuando estás fuera de tu mente, no piensas en cosas como esas. Todo lo que pensé era que necesitaba alejarme de ti. Si estuviera lo suficientemente lejos, estarías a salvo de mí. Serías feliz. ¿Recuerdas lo triste y enojada que estaba? ¿Cómo lo saqué con ustedes? Clara asintió recordando las puertas desgarradas y las malditas palabras groseras lanzadas hacia ella por razones que no entendió.

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—Estaba rota —susurró Ellen. Su rostro se llenó de lágrimas, pero no las limpió. Se quedó inmóvil, salvo por el movimiento de su boca, mientras contaba la historia que esperaba que nunca tuviera que explicar—. Me fui con un hombre. Era un idiota, pero me dio un lugar para quedarme. No tenía auto-respeto así que no importaba. »Yo... traté de suicidarme —confesó—. No estoy orgullosa de eso. Tomé una sobredosis de analgésicos y el idiota me llevó a la sala de emergencias. Me sorprendió que lo haya hecho. Después pensé que tal vez tenía algo por lo que vivir. Alguien. Bueno, dos personas —dijo, sonriendo tristemente. Clara guardó silencio. Estudió a su madre y vio un posible futuro para ella misma, el dolor y la angustia de una enfermedad mental que no podía ni alejar ni controlar. Pensó que podía odiar a su madre por hacerle eso, dándole algo tan devastador que explicaba las voces, la tristeza, su incapacidad para hacer frente a cualquier cosa. —¿Cuándo supiste que tenías depresión? —preguntó Clara de repente. —¿Qué? —Has oído lo que te pregunte —replicó Clara. —Lo supe a los veinte años —contestó Ellen confundida. —¿Así que, antes que yo fuera concebida? —preguntó Clara. —Justo antes. —¿Y me tuviste de todos modos? —prosiguió Clara. Su piel se calentó con el entendimiento. —¿Qué quieres decir, Clara? —preguntó Ellen.

—¿No es la depresión hereditaria? Obviamente lo es, si creo que la tengo — dijo Clara. —Supongo. No es definitivo. —No, pero ¿una posibilidad? —Bueno, sí —dijo Ellen suavemente. —Así que, si supiste que estabas tan jodida, ¿por qué tuviste hijos? ¿No sabías que podrías pasarles eso? ¿Pensaste en eso, o estabas demasiado ocupada siendo egoísta? —¿Me estás preguntando por qué te di a luz? —preguntó Ellen, desconcertada. —Sí. Tuviste una opción. Y te equivocaste. ¿Y adivina qué? Ahora tengo que lidiar con eso. Tengo que lidiar con tu jodida elección egoísta de tener una hija cuando sabías que podrías pasarle tu jodida depresión y... La bofetada fue rápida y mordaz. Clara puso su mano en su mejilla y miró a su madre incrédula. —Nunca vuelvas a hablarme así —dijo Ellen—. ¡Te tuve porque te amaba! Clara saltó de la cama.

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—¡Eso es afortunado, mamá! ¿Amor? ¿Me amaste? ¿Me amabas cuando me dejaste con toda tu deuda? ¿Qué tal cuando te perdiste mi cumpleaños? Beatrice puede perdonarte porque es joven. Su corazón no es una jodida piedra en su pecho como el mío. Pero no puedo perdonarte. El infierno que nos causaste. ¡Ni siquiera me has agradecido por cuidar de Bea! ¡No me importa si estabas sintiéndote triste! ¡No me importa si trataste de matarte! ¡No me importa! —gritó Clara. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Oyó a Ellen sacudirse detrás de ella y se volvió. —Pensé que podía dejar de odiarte. Pensé que podría desaparecer. Pero luego me abofeteaste y me recordaste por qué nunca lo haré. —Sus palabras eran tranquilas, como si las estuviera construyendo mientras hablaba, descubriendo sus sentimientos por primera vez—. Creo que siempre te odiaré. Ellen soltó un grito ahogado. —Clara —susurró, pero su hija ya estaba saliendo de la habitación.

Clara estaba decidida a ir sola. Su madre le suplicó una y otra vez, pero Clara fue implacable. Pensaba que Ellen no se lo había ganado, el privilegio de pasar tiempo con ella, y quería castigar a su madre, creyendo que podría lastimar a Ellen aún más que cuando dijo que la odiaba. Y tenía razón. Oyó a Ellen llorar aquella noche en su habitación después que Clara le dijo por última vez que no podía ir. Observó a las mujeres hablar detrás del mostrador. Hablaban en voz baja, intercambiaban bromas sobre sus maridos y reían en voz baja. Quería acercarse a

ellas, pero estaba asustada. No entendía por qué estaba asustada. Lo único que hacía era comprar un vestido. —¿Puedo ayudarte? —Oyó detrás de ella. Se dio la vuelta y fue recibida por una mujer alta y esbelta. La mujer se veía bastante agradable; sonrió dulcemente a Clara, y se relajó un poco. —Bueno, me han pedido ir al baile de graduación —dijo Clara. Había una nota de incertidumbre en su voz como si no lo creyera—. Se llama Evan. —Sintió la necesidad de decir su nombre en voz alta. Si decía su nombre en voz alta, lo hacía cierto. La alta dama sonrió. —Bueno, creo que es maravilloso. Clara sonrió nerviosamente. —Nunca antes había ido a un baile. Nunca me he arreglado elegante. —No es ningún problema en absoluto —dijo la mujer tranquilizadora—. Te vas a arreglar. Ven conmigo. Clara dudó un momento antes de seguir a la mujer al fondo de la tienda. Fue conducida a una sección de estantes con un surtido de vestidos de noche de todas las formas, tamaños y colores. Observó cómo la mujer buscaba entre los vestidos, sacando varios y entregándoselos a ella. —Soy Jesse, por cierto —dijo la mujer. —Encantada de conocerte —respondió Clara—. Soy Clara. 206

—Qué bonito nombre. No escuchas ese nombre con demasiada frecuencia — respondió Jesse mientras continuaba su búsqueda a través de los estantes. Sacó varios vestidos más y los arrojó sobre los brazos de una silla de club cercana. —Es el de mi abuela —explicó Clara. —Bueno, es muy bonito —dijo Jesse. Dejó de buscar y miró a su cliente—. ¿Te gusta alguno de estos? —Sí —respondió Clara sintiéndose abrumada—. ¿Me los pruebo todos? Jesse sonrió. —Bueno, ¿no es esa la parte divertida? Clara se encogió de hombros. Jesse se quedó contemplándola un momento. —¿Eres de ultimo año? año.

—No, de primero —dijo Clara—. El chico que me está llevando es de último Jesse sonrió. —¿Estás nerviosa por eso?

Clara asintió. Dejó caer su cara para esconder sus mejillas enrojecidas. Que ardieron de vergüenza.

—Todavía no sé por qué está saliendo conmigo —dijo suavemente. —Lo sé —dijo Jesse. Clara levantó la mirada y frunció el ceño. —Sé exactamente lo que necesitas —dijo Jesse—. Espera aquí. Se apresuró cuando Clara se quedó de pie sosteniendo los vestidos. Se sentía incómoda y fuera de lugar entre el hermoso satén, telas de gasa y marcas de diseño. Se dijo no mires, pero sus ojos ya se movían sobre su ropa, jeans que eran un poco demasiado cortos y una camiseta que lucía algunas manchas ligeras. Afortunadamente la camisa era de un gris oscuro, así que las manchas eran casi imperceptibles. Alzó la mirada y se vio en un espejo. No se había dado cuenta de que estaba allí. Se mordió el labio mientras analizaba sus atributos, unos inseguros ojos color avellana, unos labios gruesos, un cabello largo y ondulado que usaba para proteger su rostro en la mayoría de sus clases. No tendría que mirar a sus compañeros de clase, y ellos no tendrían que mirarla. Las viejas inseguridades estaban resurgiendo, pero luego recordó las dulces palabras de Evan para ella, la forma en que sostenía su mano caminando por el pasillo, la forma en que él retorcía los dedos en su cabello cuando la besó con hambre. La forma en que le decía una y otra vez cuán hermosa era. Se dijo a sí misma que volviera a la realidad, para encontrar un vestido que le haría sentirse orgullosa de estar con él y que le haría sentirse orgulloso de tenerla en su brazo. Jesse regresó llevando una bandeja con dos copas de champagne y una botella de jugo de uva burbujeante. Al lado de la botella había una lata de chocolates envuelta en una cinta de terciopelo rojo. 207

—Esto es una celebración —dijo—. Tu primer baile. Jesse hizo señas a Clara para que la siguiera hasta los vestuarios. Colocó la bandeja sobre una mesa cercana y abrió el tapón de la botella. Voló y salió hacia la pared opuesta, las muchachas se agacharon para proteger sus rostros. Jesse se rió y se disculpó. Sirvió el jugo y le entregó una copa a Clara. —¡Salud! —dijo, tintineando su copa con la de Clara. Clara sonrió y tomó un sorbo. Nunca había probado un zumo de uva espumoso antes, y la carbonatación le golpeó la nariz con fuerza haciendo que sus ojos se llenaran de lágrimas involuntariamente. —Ahora, Clara —dijo Jesse—. Tengo que averiguar lo que más te gusta. Pondremos los vestidos de esa manera. No tiene sentido que te pruebes los vestidos que menos te gustan. ¿Sabes a lo que me refiero? —Seguro —dijo Clara. Jesse colocó su vaso sobre la mesa y comenzó a ordenar los vestidos, pidiéndole a Clara que los calificara en una escala de uno a diez. Una vez que todos los vestidos fueron ordenados, Jesse empujó cinco en las manos de Clara y la empujó suavemente a un camerino. —Te ayudaré a subir la cremallera. Simplemente póntelos primero —le dijo a Clara.

Jesse charló con Clara mientras le ayudaba a probarse vestidos. Compartieron los chocolates. Clara cuidó de mantener sus dedos limpios alrededor de los vestidos, y Jesse finalmente hizo reír a Clara y abrirse un poco sobre Evan. Jesse chilló como una adolescente cuando Clara le contó sobre la primera vez que Evan habló con ella en la cafetería. Ya llevaban seis vestidos, antes que Clara saliera con uno de color amarillo suave. Se abrazó a su cuerpo, la parte frontal con un corte sólo para mostrar un poco de escote y ajustándose a su cintura pequeña con una banda de joyas de color rubí. La parte trasera del vestido era impresionante, la tela se hundía en su espalda baja justo encima de la banda de rubíes. Justo debajo de la banda, el vestido se juntaba y tenía una caída ligera y suelta. Jesse se quedó inmóvil, mirando a su cliente. —Oh, Clara —dijo, suspirando—. Este es el indicado. —¿De verdad? —preguntó Clara. Jesse respondió girando a Clara hacia el espejo de cuerpo entero. Clara no se reconoció a sí misma. El amarillo suave del vestido era un contraste perfecto con su cabello castaño oscuro. La banda de rubíes brillaba alrededor de su cintura. Pensó que era una tontería, pero la hacía sentir como una princesa. Tocó las joyas una por una mientras escuchaba a Jessie explicar cómo el vestido rezuma elegancia discreta. Clara se volvió para mirar la caída del vestido, preguntándose cómo caminaría. Jesse sintió su incertidumbre.

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—Mira —dijo, tomando el extremo de la cola y volteando el material de adentro hacia afuera. Enganchó sus dedos alrededor de un elástico cosido en la tela—. Es una pulsera, ¿ves? Lo enganchas a tu muñeca y no saldrás volando cuando estés con el vestido. Clara asintió sintiéndose mucho mejor. Se volvió para mirarse de nuevo. Jesse le entregó un par de sandalias de tiras. —Tendremos que modificarlo un poco. La longitud debe ser acortada un poco. —Ella sacó una pequeña caja de su bolsillo y volteó la tapa mientras que Clara sujetó sus zapatos—. Ponte de pie —dijo Jesse, y se arrodilló para sujetar alfileres alrededor del dobladillo del vestido. Miró de vez en cuando a Clara y sonrió. Esta era su parte favorita de su trabajo, cuando una chica que pensaba que no podía permitirse un vestido bonito para el baile finalmente lo encontraba y se sentía como la chica más afortunada del mundo—. Cabello definitivamente levantado — dijo Jesse, de pie de nuevo—. Tienes un cuello hermoso y necesitas mostrarlo. Clara asintió. —Y maquillaje suave —continuó Jesse—. Que no opaque el vestido. Deja que el vestido haga todo el trabajo. Y nada de joyas. No lo necesitas con esa banda de joyas alrededor de tu cintura. Ni siquiera aretes. —No, tengo que usar aretes —dijo Clara. —No, no tienes que hacerlo.

—Sí, tengo que ponérmelos —insistió Clara suavemente—. Son de un buen amigo que murió recientemente. —Ya veo —dijo Jesse—. Bueno, para no sonar completamente desalmada, pero, ¿coinciden? Clara sonrió. —No importa.

—De acuerdo, Clara. Vas primero esta vez —dijo Beatrice. Clara se sentó junto a su hermana afuera, entre las madreselvas. Crecieron más rápido y más llenas este año, superando los macizos de flores y ahogando a las pocas perennes que intentaron regresar. Las vides eran más fragantes, atrayendo una variedad de insectos que volaban alrededor de Beatrice y Clara. Beatrice los golpeó y les dijo que ella y su hermana no iban a ninguna parte y que los insectos tendrían que aprender a compartir. Clara sonrió. Tomó una flor y se la llevó a la boca. —Deseo una divertida noche de baile —dijo y chupó el extremo de la flor. —Y romántica, ¿verdad? —preguntó Beatrice—. ¿Evan te va a recoger? —Sí —respondió Clara. —¿Estás nerviosa? 209

—Sí —admitió Clara. —Bueno, no deberías estarlo, Clara. Tienes el vestido más bonito del mundo, y serás la chica más linda del lugar —dijo Beatrice con tanta certeza que Clara no objetó—. Deseo que Angela sea mi mejor amiga de por vida —dijo Beatrice succionando el néctar de la flor que acababa de arrancar. —Quiero un buen último año —dijo Clara y probó la dulzura en su lengua. —Quiero lecciones de actuación cuando mamá pueda pagarlas —dijo Beatrice y se deshizo de su flor. —No sé si necesitas lecciones de actuación, Bea —observó Clara—. Eres bastante buena. —Una siempre puede mejorar, Clara —explicó Beatrice, y Clara asintió con total entendimiento. Clara se detuvo pensando en su último deseo. Pensó que quizá fuera demasiado personal para que Beatrice la oyera, pero quería hacer su deseo en el bosque de madreselvas, creyendo que, si lo decía en voz alta rodeado de las flores mágicas, entonces era cierto que se haría realidad. —Quiero estar enamorada para siempre —dijo finalmente, y succionó el néctar. —Oh, lo harás, Clare-Bear —dijo Beatrice—. Tú y Evan se casarán.

Clara sonrió. —Ya veremos —dijo y cayó de nuevo en las flores amarillas, aplastando el azúcar dulce que la rodeaba.

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Capítulo 22 C

lara no estaba segura si podía pedirle a su madre ayuda para prepararse para el baile de graduación después de decirle que la odiaba. No sabía cómo funcionaba eso, si los padres verdaderamente amaban incondicionalmente. Las experiencias pasadas la convencieron de que Ellen no lo hacía, y pensó que debería sentirse avergonzada de pedirle ayuda a su madre. Era arriesgado, y Clara lo sabía. Pero preguntó de todos modos, y su madre estuvo de acuerdo con entusiasmo. Tal vez tomó el pedido de Clara como una especie de tregua, y sólo hizo que Clara se sintiera peor. Secretamente deseó que Ellen dijera que no, le cerrara la puerta en la cara y la dejara por su cuenta. Pensó que se lo merecía. También pensó que debía disculparse, pero no sabía cómo hacerlo. O tal vez para Ellen no importaba. Que le pidieran pasar tiempo con su hija cada vez que pudiera era suficiente disculpa.

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Ellen quería hacer una noche divertida de eso. Hizo palomitas de maíz, abrió el Dr. Peppers y colocó el CD de Grandes Éxitos de Madonna en el reproductor. Beatrice bailó alrededor de la habitación de Ellen cantando Lucky Star y tratando de no derramar su refresco mientras Ellen rizaba el cabello de Clara con una rizadora. —Dios, tienes el cabello más bonito, Clara —dijo Ellen. No estaba tratando de halagar. Realmente lo pensaba. Clara sonrió tímidamente. Dejó que su madre hiciera su maquillaje mientras los rizos estaban listos, asegurándose de decirle que Jesse había sugerido algo ligero y natural. —Bueno, no soy idiota, Clara —respondió Ellen—. El vestido es el que resaltará esta noche. Beatrice se comió todo el tazón de palomitas mientras observaba a su madre trabajar. Ellen terminó el maquillaje, luego soltó los rizos del cabello de Clara. —Jesse dijo que debía usarlo recogido —le dijo Clara a su madre. —Estoy completamente de acuerdo —respondió Ellen—. Tenemos que mostrar tu hermoso cuello. Es como el cuello de una bailarina. —Y Clara se encogió al recordar el intercambio durante la Navidad con Beatrice sobre El Cascanueces. —¿Clara? ¿Estás completamente emocionada? —gritó Beatrice. Tomando otro gran trago a su soda. —Creo que has tomado demasiada cafeína, Bea —respondió Clara.

—¡Esa no es una respuesta! —dijo Beatrice—. ¡Cuéntanos lo que sientes! Clara sonrió. —Me siento realmente emocionada y muy nerviosa. —Bueno, cuando todo el mundo te vea en ese vestido, se van a quedar congelados —dijo Ellen—. ¿Estás preparada para tener todos los ojos puestos en ti? —Se rió mientras el rostro de Clara se congelaba de miedo. Beatrice también lo vio. —Oh Clara —dijo ella—. ¡Relájate! No hay nada malo en ser el centro de atención de vez en cuando. Especialmente cuando es buena atención. Clara trató de relajarse. Miró a su madre en el espejo mientras le llevaba el cabello hacia la nuca, sujetándolo con alfileres hasta que quedó asegurado en un moño descuidado. Le dio a Clara un espejo de mano para mirarlo por detrás. —¿Qué piensas? —preguntó Ellen. —Es tan ordenado. ¿Cómo lo haces? —preguntó Clara, tocando su cabello tentativamente. —Bueno, siempre quise ser peluquera —dijo Ellen—. Y una actriz. Bea, de ahí es donde sacaste tu toque de actuación. Una cantante y escritora. Oh sí, y una escultora. —Le guiñó un ojo a Clara—. Todavía no he terminado. —Y desapareció en otra habitación. Regresó con unas rosas rojas que coincidían exactamente con los rubíes del vestido de Clara. 212

—¿Qué piensas sobre colocar algunas de estas en tu cabello? —preguntó Ellen. Clara asintió y su madre colocó tres rosas en el moño de Clara. —Oh, Clara —dijo Beatrice soñadora—. Te ves tan elegante. —Suspiró y terminó su soda luego se dejó caer sobre la cama de Ellen—. ¿No está elegante, mamá? —Más allá de lo elegante —respondió Ellen. Miró melancólicamente—. Clara, ya estás lista. Sólo tienes que vestirte.

a

su

hija

Beatrice agarró la mano de Evan y lo introdujo en la casa. —Ahora querrás desmayarte cuando la veas porque es tan hermosa, pero no lo hagas —dijo Beatrice—. De lo contrario llegarás tarde al baile. —Naturalmente —dijo Evan. Se paró en el centro de la sala de estar luciendo guapo con un esmoquin negro y cerró los ojos ante la señal de Beatrice. Estaba inquieto por ver a Clara vestida. Nunca la había visto así y se preguntó si la reconocería. También se preguntó si le gustaría. —¡Está bien, Clara! —gritó Ellen, y Clara salió de su dormitorio.

Evan podía oír el chasquido de sus tacones en la dura madera y estaba ansioso por abrir los ojos. Sin embargo, sabía que Beatrice lo observaba y los mantenía bien cerrados, esperando a que ella le ordenara que los abriera. Cuando se detuvo el chasquido, supo que Clara estaba de pie frente a él, y estaba impaciente por extender la mano y tocarla. —Evan, tu princesa te espera —anunció Beatrice, y Clara se rió—. ¡Ahora puedes abrir los ojos! Sus ojos se abrieron y se fijaron en la chica más hermosa y trágica que había visto. Rezó para que su rostro no traicionara sus pensamientos que tuvo sobre su vestido. Lo reconoció al instante, y su corazón se hundió. Era la banda de rubíes que recordaba tan distintivamente, envuelta alrededor de la cintura de otra chica el año pasado, una chica de la que no le importaba pensar esta noche. Pensó en la probabilidad de que Clara eligiera el mismo vestido, pensando que la vida era increíblemente injusta a veces, preguntándose en qué parte de la tierra ella había puesto sus manos en él, y temiendo su respuesta si él le decía. Simplemente no tenía palabras. No podía pensar en nada que decir, aunque sabía que no podía permanecer mudo para siempre. Había tres caras expectantes mirándolo a la espera de una reacción verbal. Tenía que asegurarse que decía lo correcto. —Clara —dijo en voz baja—. Estás impresionante. —Y Beatrice gritó su aprobación.

213

Era la verdad. Clara nunca se había visto tan hermosa y refinada. Evan sacó el ramillete de muñeca que traía. Ellen le dijo que escogiera uno con rosas rojas, y pensó que eso significaba que Clara llevaría un vestido rojo. Deslizó la banda del ramillete sobre su muñeca y entrelazó sus dedos con los suyos. —Sólo quiero tomar unas cuantas fotos —dijo Ellen—. Prometo que no tomará mucho tiempo. —Clara, ¿estás entusiasmada sobre tu espectacular entrada? —preguntó Beatrice. —Sí, Bea —dijo Clara, pensando que la única persona que le importaba que la mirara era Evan. Evan pensó en los escenarios una y otra vez en su cabeza mientras escoltaba a Clara hacia su auto. Podría decirle aquí mismo y arruinar su felicidad. Nunca la vio tan feliz y confiada. Podía llevarla al baile y esperar que Amy y sus amigos no se dieran cuenta de los dos. Era una clase bastante grande que se hacía aún más grande por las citas de todos. Había muchas probabilidades de que él y Clara no se encontraran con ellos. Evan incluso pensaba en la ridícula idea de que Amy no se acordaría. Siempre estaba obteniendo ropa nueva. Ella arrojó ropa de temporada para dejar espacio para todas las cosas que su padre constantemente le compraba. Y Amy obviamente donó el vestido personalizado. Así que, si lo donó, no debió haber significado nada especial para ella. Mientras más lo pensaba, más se convencía de que no era un gran problema como pensó en un principio. Pero no permitiría que su mente contemplara otro escenario: Amy y sus amigas burlándose de Clara. No podía permitir que sus pensamientos fueran allí. Las chicas no eran tan crueles.

Pero Evan era ingenuo.

Clara no estaba segura de qué esperar al llegar al baile. Había tanta gente, y ella agarró la mano de Evan mientras entraban en el salón de baile para no separarse. Enganchó la banda de muñeca en su brazo como lo ordenó Jesse para que no tropezara con su vestido. Notó que algunas chicas la miraban extrañamente. Tal vez no la reconocieron. Apenas se reconoció. Encontraron una mesa en la esquina donde Chris y su cita, Caroline, ya estaban sentados. Chris y Caroline no perdieron tiempo en salir a la pista de baile, y Evan trató de hacer que Clara hiciera lo mismo. —Estoy muy incómoda bailando —dijo Clara, reacia a dejar su asiento. Evan fue implacable y la puso en pie. —No tenemos que bailar con ninguna de las canciones rápidas. Tengo el peor ritmo de todos modos —dijo. —¿Cómo puede alguien que no tiene ritmo tocar un instrumento? —preguntó Clara. —Oh, es sólo con el baile —dijo Evan, acercándola a su pecho—. Pero bailaremos con los lentos —coqueteó—. Porque quiero sentirte cerca de mí. —No puedo bailar, sin embargo —dijo Clara en su hombro. 214

—Sólo sigue mi horrible guía —le susurró a la oreja y ella rió. Se apartó de ella y le tomó la mano, llevándola a la pista de baile. —¿Están viendo esto? —preguntó una chica mientras Clara pasaba. Oyó risitas de algunas de las chicas populares y se esforzó por ignorarlas. Dejó que Evan la acercara de nuevo y movió su cuerpo cuando lo hizo, balanceándose tan suavemente con la música. Se preguntaba si hacerle el amor sería así, suave, lento y sensual. Estaba dispuesta a hacerlo esta noche, sabiendo que eso purgaría el recuerdo de esa oscura noche de enero de su mente para siempre. Ella quería otro recuerdo, bueno, en lugar de eso. Ella se concentró en sus brazos alrededor de ella, sosteniéndola firmemente, las manos extendidas sobre su espalda baja presionándola contra él. Ella se relajó en su abrazo, acarició su cuello y le escuchó tararear la melodía de la canción en su propio tono. Ella rió entre dientes, y él supo por qué. —¿No quieres que tararee? —preguntó. —Puedes tararear —respondió, y sintió que le besaba la parte superior de la cabeza. —Disculpa. —Oyó detrás de ella. Se apartó de Evan y se volvió para ver a Rebecca de pie frente a ella, flanqueada por las mismas chicas que la asaltaron en el baño. Amy estaba a poca distancia mirando.

—¿Qué demonios crees que llevas? —preguntó Rebecca. —Vete, Rebecca —exigió Evan. —Evan, pensé que tenías más clase que esto —se burló Rebecca. Los latidos de Clara se aceleraron. Las chicas estaban buscando una pelea, al parecer, y ella era el objetivo. —¿Qué diablos estás haciendo con ese vestido? —repitió Rebecca. —¡Lárgate, Becky! ¡Ahora! —siseó Evan. Tomó la mano de Clara. —¿Becky? No lo creo, maldita sea. Eso fue el año pasado, Evan, cuando eras un amigo. Seguro como el infierno que ya no lo eres. ¿Cómo diablos podrías elegir esta pobre basura blanca sobre Amy? ¿Y entonces la traes al baile de graduación usando el viejo vestido de Amy del año pasado? ¿Podemos decir, “súper pegajosa”? —dijo Rebecca. Clara sintió que le quemaba la piel. No podía comprender las palabras. Pensó que los oía, pero no entendía lo que querían decir. Miró su vestido y Rebecca lo vio. —Amy donó esa cosa a una tienda de envío para la gente pobre. —Rebecca sonrió—. La gente pobre de la tienda donde tú compraste tu vestido de segunda mano. El que tu novio no se molestó en contarte. —Su rostro se iluminó con una nueva comprensión—. Bueno, ahora, espera —dijo—. Tal vez Evan sabía sobre el vestido y quería humillarte delante de todo el mundo esta noche. Un pequeño grupo se reunía alrededor de Evan y Clara para escuchar el intercambio. Clara miró a Amy cuyos brazos estaban doblados cuidadosamente sobre su pecho. Ella sonrió dulcemente a Clara. 215

—Debes sentirte muy incómoda ahora mismo, ¿eh? —preguntó Rebecca—. Quiero decir, pensando que a Evan le gustabas mucho y todo. —Vamos, Clara —dijo Evan, lanzando a Rebecca una mirada odiosa y tirando de la mano de Clara. Ella estaba congelada como una estatua. —El mismo vestido —replicó Rebecca riendo. Ella no lo dejaría ir—. ¿Sabes cómo todos lo sabemos? Es un vestido personalizado. Ningún otro como él. Así que sé que no lo recogiste en una tienda de mierda como Sears o algo así. Ni siquiera puedo creer que Evan te trajera aquí con el vestido de su ex novia. ¿No te dije que una broma realmente desagradable vendría? ¡Deberías haberme escuchado, pequeña zorra! —¡Cierra la boca, Rebecca! —gritó Evan. Se volvió hacia Clara—. Vamos, Clara. —Pero Clara no pudo moverse. Sintió el suelo girar fuera de control, los rostros de las chicas menudas que se inclinaban sobre ella, los dientes desnudos dispuestos a hundirse en ella. Oyó sus voces, un coro de palabras viciosas que venían de todas direcciones. Le clavaron los dedos en ella. —¡Amy se veía mucho más bonita en ese vestido! —¡Qué idiota! —¿Quién crees que eres? ¡Nunca serás Amy! —Estás tan desesperada por ser popular. ¡Es patético!

—¡Perdedora! —¡Quería avergonzarte! Clara se estremeció ante las palabras, cerrando los ojos como su único escudo. Pero su corazón estaba abierto, desprotegido, absorbiendo los golpes, sangrando por su humillación y dolor. Rebecca se dirigía a la creciente multitud. —¿Ven lo que lleva, chicos? ¡El viejo vestido de Amy! ¡Qué estúpida! Los chicos se encogieron de hombros y se marcharon. Ellos realmente no entendieron. Pero las chicas lo hicieron, y estaban listas para torturar a Clara por ello. Continuaron su asalto verbal, riéndose de su forma encogida cuando finalmente dejó que Evan la llevara fuera del salón de baile, la cabeza colgando baja y vergonzosamente, y dentro en su auto. Ella se sacudió en el asiento del pasajero, su mano derecha agarrando la manija de la puerta como alguna forma de control. Evan condujo en silencio, hirviendo de rabia hacia Rebecca, aterrorizado de que Clara realmente le creyera. Estaba desesperado por poner distancia entre ellos y el baile, y presionó más fuerte contra el acelerador. —Detén el auto —dijo Clara de repente. No lo hizo. —¡Para el auto! 216

Evan se detuvo en un tramo de camino desierto. Había lámparas de la calle, pero todavía estaba terriblemente oscuro. Clara salió del auto y él la siguió. Caminó unos metros más adelante y luego se detuvo. No se dio la vuelta. —¿Cómo pudiste hacerme esto? —susurró. Ella ahogó las lágrimas. —Clara, yo... —Pero no había palabras porque él sabía que nada de lo que dijera estaría bien. Temía que nunca estuviera bien. —Sabías de mi vestido —dijo volviéndose hacia él. Su corazón dejó de latir cuando la miró. Él estaba seguro de ello. Podía ver su dolor, y eso le ponía enfermo en el estómago. Las lágrimas cayeron por su rostro. No respondió. —¡Sabías lo de mi vestido! —gritó y se le acercó con los puños apretados golpeando su pecho mientras él permanecía allí, sabiendo que merecía tomarlo, estremeciéndose a cada golpe—. ¡TE ODIO! —gritó en la oscuridad de la noche. Él puso sus brazos alrededor y ella retrocedió. —¡No me toques! —dijo—. Me has humillado. ¿Querías hacerlo? ¿Querías hacerme parecer una idiota delante de todo el mundo? —¡Dios, no! ¡Clara, por favor! —suplicó—. No lo sabía. No estaba seguro del vestido. No sabía qué hacer. Lo arruiné. —¿No sabías qué hacer? —gritó—. ¡Que me digas que estoy usando el viejo vestido de tu ex novia, eso es lo que haces!

—¿Entiendes que la situación era tan imposible para mí? —preguntó—. Te digo, eres humillada. No te lo digo, eres humillada. ¡Pierdo de cualquier manera! No querrías volver a verme. —¡Oh, Dios mío! —gritó—. ¿Así que me llevas al baile para ser humillada ante docenas de personas en vez de dejarme pasar vergüenza en la intimidad de mi casa? —Quería llevarte al baile de graduación —respondió secamente—. Yo… quería tener más tiempo contigo. No podía comprender las palabras. —¡Eres un EGOISTA! —gritó. Se apartó de él, dejándose hundir en los sollozos bajos y lúgubres que le hacían doler el pecho. Ella quería devolvérsela, hacerle daño tanto como la lastimó. ¿Qué podía hacer, decir para hacerle llorar mientras lloraba? Y entonces la memoria brilló en su mente. —Me acosté con alguien. —Giró para mirarlo. Se quedó allí momentáneamente confundido. —Así es. Me acosté con alguien. —Ella soltó un gemido silencioso. —¿De qué estás hablando? —dijo Evan, desconcertado. —Necesitaba dinero. Así que me acosté con un hombre por ello. Observó cómo su rostro se retorcía de sorpresa a dolor y a ira. Furia. 217

—Necesitaba pagar el impuesto sobre la propiedad. Necesitaba dinero. —Clara tembló al revelar su traición. baja.

—¿Y quieres gritarme por humillarte en un maldito baile? —preguntó en voz

—Oh, es cierto. Sigue adelante y siéntete mejor contigo mismo. Ahora que sabes que te engañé —gruñó—. Ahora que sabes que soy una puta. Hice lo que tenía que hacer para sobrevivir. La ira de Evan explotó. —¿Por qué no te acostaste conmigo, Clara? Te habría dado el dinero. Ella tropezó hacia atrás como si las palabras fueran un golpe físico real. No podía creer que lo hubiera dicho. No se refería a ellos, nunca podría. Quería disculparse de inmediato, pero no pudo. Ella respiró hondo. —Quería decírtelo —dijo en voz baja—. Así no. Quería decírtelo y pedirte disculpas. Me avergüenzo de lo que hice. Traté de alejarlo. Olvidar lo que pasó. — Lo miró, su cara fluyendo con lágrimas frescas—. Pero ya no quiero disculparme contigo. No lo siento. Y me alegro de no haberme entregado a ti. No puedo creer que te dejaría hacerlo esta noche.

Evan la miró y se preguntó si podía ver las lágrimas en sus ojos. —Nunca me entregaré a ti —susurró ella. Buscó una respuesta cruel y aplastante. —No te quiero, Clara. Ella lo miró por un momento, luego le dio la espalda y comenzó a caminar. —No puedes caminar a casa, Clara —dijo Evan. Estaba sin emoción, como si no le importara de ninguna manera. Estaba aturdido en la indiferencia. Ella continuó caminando hacia la oscuridad de la noche. Se levantó y la vio intentar arrastrarse por el camino sucio, cada vez más lejos. Se apartó de la indiferencia y corrió tras ella. —No puedes caminar a casa —dijo con enojo, acercándose a ella y agarrando su mano. La llevó con fuerza a su auto. Ella cavó en sus talones, oponiéndose, gritándole que la dejara ir. Abrió la puerta del pasajero y la empujó y la cerró de golpe. Ella la abrió y trató de salir—. ¡Quédate en el maldito auto, Clara! —gritó a unos centímetros de su rostro, y ella no lo reconoció. Volvió a golpear la puerta, y ella se encogió de nuevo en su asiento, temerosa. Lo observó caminar alrededor de la parte delantera del auto, su cuerpo saltando al sonido de la apertura de su puerta. Subió y encendió la ignición. Condujeron en silencio, excepto por los suaves sonidos del llanto de Clara. Cuando entró en su camino de entrada, salió tambaleándose, caminando como un borracho a la puerta de su casa. Ella no miró atrás, pero lo oyó salir a la calle y alejarse en la noche. 218

Capítulo 23 S

u madre la hizo levantarse. Levántate, levántate, levántate, oyó desde la distancia. Las palabras la irritaban como una mosca zumbando alrededor de su cabeza, y quería apartarla de un golpe. Le quitaron la manta de encima, se sentó, y apareció un rostro frente a suyo. —Sé que estás sufriendo, Clara —dijo su madre suavemente. Sintió que los brazos la rodeaban. Pensó que le agradaría la sensación de ellos, pero en ese momento se sintieron como una trampa, y se retorció desesperada, frenéticamente, hasta que su madre la soltó. —He pedido una cita para que veas a alguien —dijo su madre—. Un médico. Clara no entendía lo que decía Ellen. Pensó que estaba enferma, pero no tenía dolor de garganta. Su cabeza no le dolía. No tenía fiebre. Y entonces pensó que tal vez no era su cuerpo. Era su cerebro. Saliendo con ideas ridículas, que sugiere que huya y se esconda bajo las rocas. Pero necesitaba hacer algunos ajustes menores primero. 219

Oh, Clara, dijo que su cerebro. Eres demasiado grande para esconderte bajo una roca. Pero tal vez podamos convertirte en un insecto. ¿Te gustaría eso? Podría ser una mariquita porque eres tan bonita y las mariquitas son bonitas, entonces podrías ocultarte bajo una roca por tanto tiempo como quieras. ¿Te gustaría eso? —Sí, me gustaría eso —le respondió Clara a su cerebro. —Bien —dijo su madre. Había alivio evidente en su voz—. Se llama doctora Morton, y es muy simpática. —¿Eh? —preguntó Clara. Ellen miró a su hija con paciencia. —Clara, vístete para ir a la escuela.

Caminó por el pasillo sudando profusamente. Estaba segura que la camisa era transparente. El vestíbulo giró ligeramente, y extendió un brazo para equilibrarse. Ellos no pueden verte si tú no puedes verlos, dijo su cerebro, y bajó su cabeza tanto como pudo.

—Al parecer, ellos rompieron —dijo alguien. —Me da igual. Esa era una relación muy rara de todos modos. —Fue la respuesta. —¿Qué vio en ella? Clara caminó más rápido. Se tropezó con alguien mientras doblaba por la esquina a la clase de salud. —Cuidado —gruñó él. Clara respiró hondo y entró al aula. Se acercó a su asiento, temblando violentamente. Oyó voces que venían de detrás de ella. —Amy estaba mortificada —dijo una chica—. Mortificada que Evan le hiciera eso. Quiero decir, su vestido. Llevar a otra chica a un baile con su vestido especial. —Bueno, ¿qué tan especial fue si lo donó a una tienda de ayuda? —preguntó alguien. —Estás perdiendo totalmente el punto aquí —dijo la muchacha—. Era su vestido del año pasado. Ella lo usó sólo para él. —Está bien, veo lo que estás diciendo. Clara sacó su cuaderno. Clara, tal vez deberías darte la vuelta y gritarles a las chicas, sugiere su cerebro.

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Negó. Trató de centrarse en los cincuenta minutos. Sólo cincuenta minutos, y luego podría salir corriendo y estar sola durante el resto del día. No hay otras clases compartidas con él. Iría a la mesa de la esquina en la cafetería. Un nuevo libro. Entró y miró su camino. Lo miró, y él apartó la mirada. —Pero Amy lo perdonó —continuó la muchacha—. Tiene un corazón perdonador. Supongo que se disculpó con ella o algo así. Escuché que tuvieron sexo y están de nuevo juntos. —Siempre estuvieron destinado a estar juntos. Ahora, Clara, ¿vas a dejar que digan esas cosas? preguntó su cerebro. No deben estar juntos. Amy es una puta. Vamos, date la vuelta y dile que es una puta. —No —dijo Clara en voz baja. —¿Qué dijiste? —dijo una voz aguda detrás de ella. Clara se quedó inmóvil. Las dos chicas se acercaron a su escritorio. Uno se sentó. —¿Nos dijiste algo? —preguntó—. Porque no formas parte de la conversación. —Ustedes es… estaban hablando de m-mí —tartamudeó Clara, con la cabeza gacha. —¿Qué está mal contigo?

Clara no respondió, no miró a las chicas. Les tenía miedo. Tenía miedo de Amy. De Evan. Tenía miedo de todo el mundo. —Eres un maldito bicho raro —dijo la chica después de un momento, y se fueron hacia sus escritorios. Bueno, tiene un punto, Clara, dijo su cerebro. Eres un poco rara. No diría un maldito bicho raro, pero rara, sí. Sigue y huye. ¿Recuerdas que hablamos de convertirte en una mariquita?

Clara oyó a Beatrice hablando en la mesa, pero no estaba segura si era importante. —Beatrice, espera —dijo Ellen. Se volvió hacia Clara—. Dos semanas, Clara. ¿Qué está pasando? Has perdido casi tres kilos y no estás haciendo tu tarea. Clara miró su plato. —¿Permiso? —No, no puedes irte —le espetó la madre—. Ahora, sé que tienes tus sentimientos heridos. Lo que Evan hizo fue terrible, pero tienes que superarlo. Esto es mucho viniendo de ella, dijo el cerebro de Clara. Estuvo en cama por un mes antes de desaparecer. Adelante, dile eso, Clara. Pregúntele por qué no puedes tumbarte en la cama durante un mes y luego desaparecer. Podemos hacerte una mariquita. 221

—Deja todo sobre la mesa —dijo su madre—. Sabemos qué no estás diciendo. Beatrice miró a Clara. Los ojos de Clara se quedaron fijos en su plato. —Estaba deprimida. Me quedé en cama durante semanas —dijo Ellen con impaciencia—. Todos lo sabemos. —Miró a Clara—. Clara, mírame ahora —exigió. Clara levantó la vista de su plato. —¿Crees que por un segundo te dejaré hacer lo que hice? —preguntó su madre, pero su tono no era severo. Era amable y suplicante—. Te hice daño. —Miró a Beatrice—. Y te he hecho daño, cariño. Beatrice sonrió tentativamente. —Les duele a las personas —continuó su madre—, cuando te hundes así. Te lastimas a ti mismo. Pero el dolor que causas a los demás es peor. Y lo siento mucho, chicas. Lo siento mucho lo que hice. Y no te dejaré hacerlo, Clara. No lo haré. Dile a tu madre que se vaya a la mierda, Clara. —Está bien, mamá —dijo Clara, ni un poco de humanidad en su voz.

Sólo le quedaban unos cuantos pasos por delante. Estaba comiendo sola otra vez, ahora que Evan se había ido, ahora que efectivamente apartó a Florence. No pretendía hacerlo. No pudo evitarlo. Se había cerrado a sí misma. Y Florence no quería tener nada más que ver con ella, porque tenía apenas diecisiete años y no sabía cómo manejar a una amiga que estaba perdiendo la cabeza. La bandeja se había vuelto demasiado pesada, y sabía que si no se movía rápido la dejaría caer. Tembló con una nueva violencia y observó con horror la bandeja caer, derramando todo en el suelo con un fuerte estallido. La gente sentada en la mesa cercana miró y puso los ojos en blanco. Ella era una molestia, y no querían comida derramada en el suelo al lado de ellos. Clara, mira lo que has hecho, dijo su cerebro. Hablamos de ser invisibles, ¿no? Ahora tienes toda esta gente mirándote. ¿No estás avergonzada? Sus ojos se llenaron de agua. Buscó a alguien que la ayudara. Necesitaba algo para limpiar la ensalada de patatas y la leche del suelo. Pero los adultos de la habitación no la vieron, o si lo hicieron, la ignoraron. Se arrodilló y comenzó a recoger la basura, su plato de plástico y sus utensilios y cartón de leche. Usó su servilleta para tratar de levantar algo de la ensalada de papa. Recogió todo en la bandeja, pero tuvo miedo de levantar la bandeja. Observó que las lágrimas caían sobre su plato vacío. Se preguntó por qué había venido a la cafetería hoy. Ni siquiera tenía hambre, pero quería crear una apariencia de normalidad. Si hacía lo que siempre hacía, entonces no estaría loca.

222

—Aquí —dijo alguien bruscamente. Ella levantó la mirada para ver al guardia mirándola—. No tengo tiempo para limpiar esto. Solo usa este trapeador y luego déjalo en la esquina. Allí. —Señaló una sección de la cafetería en la que nunca se había aventurado. Y tendría que pasar al lado de él en su camino. Su corazón empezó a doler de pánico cuando lágrimas frescas cayeron. —¿Puedo ponerlo allí? —preguntó. Señaló la dirección opuesta. —Chica, ponlo donde dije —espetó el guardia, luego sacó su radio por el sonido de una voz metálica zumbante—. Habla Jeffrey —respondió y se alejó. —¿Podrías, por favor, darte prisa con eso? —dijo una chica detrás de Clara—. Es desagradable. Clara llevó su bandeja hasta la papelera y luego volvió al trapeador y el cubo. Era uno de esos gigantescos cubos sobre ruedas, y no podía imaginar cómo retorcer el trapeador. Se secó los ojos con el dorso de la mano, agradecida que no llevara rímel hoy. Algunos estudiantes observaron y rieron, mientras trataba de averiguar cómo retorcer el trapeador, hasta que alguien se acercó a ella. Les dijo a los estudiantes que se reían que se fueran a la mierda, y la miraron con reproche antes de volver a sus conversaciones. —¿Sabes cuántas veces he estado en detención? —preguntó a Clara. Ella lo miró, un estudiante desgarbado de primer año con acné. Negó.

—Mucho —respondió, y sonrió—. Aquí. Así tienes que hacerlo. —Y giró una manija a un lado del cubo que apretaba el trapeador entre dos gruesas rejillas de plástico. Sacó el trapeador y lo puso en el suelo. —Lo haré —ofreció Clara, alcanzando el trapeador. —No, está bien —dijo el muchacho, moviendo el trapeador y exprimiéndolo de nuevo. Lo volvió a golpear contra el suelo y limpió la leche restante. —Gracias —susurró Clara. Su barbilla tembló y, tanto como intentó, no pudo evitar soltar un sollozo. Lágrimas gruesas rodaban por sus mejillas, y el muchacho se movió inquieto. —Son sólo un puñado de idiotas —dijo—. No dejes que te hagan llorar. Clara asintió. Tomó la manija del cubo y comenzó a rodarlo hacia la esquina de la cafetería, donde el guardia había instruido. Estaba temblando tanto que el cubo se tambaleaba, y el chico, sintiendo que en cualquier momento podía desmayarse, fue detrás de ella. —¿Quieres que lo lleve? —preguntó, cuando ella dudó antes de pasar la mesa de Evan. Evan la miró. Ella le devolvió la mirada. Sus ojos verdes parecían cansados y derrotados. Todavía había enojo, pero estaba decaído, y la tristeza parecía estar en su lugar. Parecía que sentía la humillación que Clara sentía ahora, la comida derramada, la risa, la pérdida de cualquier dignidad que pudiera haber tenido. Cayó al suelo junto con su almuerzo, y el muchacho tomó el trapeador y lo metió en el agua sucia. 223

Apartó la mirada de su rostro. —No, puedo llevarlo —dijo distraídamente—. Aunque, gracias. —Y siguió adelante.

—¡Tuve sexo con un hombre por dinero! —le gritó a su madre—. ¡No se trata de un maldito vestido! Ellen se encogió y dio un paso atrás. Estaban en medio de otra pelea, Ellen discutía que Clara tenía que dejar ir lo que había pasado en el baile de promoción y Clara gritaba que su madre no entendía. —¿Sabes por qué no puedo perdonarte? —continuó Clara—. ¡Me convertiste en una jodida puta! Beatrice se metió en su dormitorio y cerró la puerta. Se deslizó contra la misma hasta que su trasero golpeó el suelo de madera. Puso sus manos sobre sus orejas, pero todavía podía oír a su hermana —una persona que ya no conocía—, gritando obscenidades en la habitación de al lado. —Clara, cálmate —urgió Ellen.

—¡¿Me estás jodiendo?! —gritó Clara, y continuó paseándose por la sala de estar. Miró a su madre con desdén—. ¡No teníamos nada! ¡Mi novio tuvo que pagar para recuperar el gas y la electricidad! ¡Dormíamos junto a la chimenea en nuestros malditos colchones muertas de frío! ¡Y nos dejaste con todo eso! Las facturas. La deuda impagada. El puto impuesto de la propiedad. ¿Qué podía hacer? No podía hacer el suficiente dinero, ¡ni siquiera con dos trabajos! Ellen estaba llorando abiertamente. —Me hiciste vieja. Me hiciste una puta —sollozó Clara. Ellen sabía que Clara podría golpearla. Lo merecía si ocurría, pero en ese momento nada se interpondría entre ella y su hija. Iba a tocar a Clara y sufrir las consecuencias. A Clara ya no le quedaba más lucha cuando sintió los brazos de su madre rodearla. Simplemente lloró en su cuello diciendo una y otra vez lo mucho que la odiaba. —Lo sé —susurró Ellen—. Lo sé. qué?

—¿Por qué? —Sollozó Clara—. ¡Te necesitábamos! ¿Por qué nos dejaste? ¿Por

Ellen caminó con Clara al sofá todavía sosteniéndola con fuerza, incapaz de soltarla por miedo a que fuera la última vez que Clara le permitiría tocarla. —Me fui porque era una mala madre —dijo Ellen. Clara continuó llorando en el hombro de su madre. 224

—Pero ya no voy a ser una mala madre —dijo Ellen—. Voy a cuidar de ti, Clare-Bear. No tienes que preocuparte de nada. Estoy aquí y voy a cuidar de ti. Meció a su hija de lado a lado. —¿Me oyes, Clara? Nunca te dejaré. Siempre estoy aquí para ti. Te quiero, y nunca te dejaré. ¿Me oyes? La voz de Clara salió de un distante lugar profundo en su corazón de cuando tenía seis años y jugaba en las hojas caídas, la brisa meciendo su largo cabello castaño. Su madre estaba en la ventana abierta de la cocina y le preguntó si le gustaría entrar para cenar, y Clara lanzó la pila de hijas al aire. Caminó hacia la ventana de la cocina y miró a su madre, que le sonreía. Le devolvió la sonrisa y respondió en la suave voz lírica de una niña. —Sí, mami.

Clara, tenemos que hablar sobre por qué insistes en llevar ropa poco favorecedora, dijo su cerebro. Déjala en paz. No es su culpa que sea pobre y no pueda permitirse camisas bonitas. Tienes una mancha en tu camisa, por cierto.

Clara no sabía de dónde procedía la segunda voz. Miró a su camisa y notó una pequeña mancha. No podía recordar dónde la recibió. No parecía una mancha de comida y no derramó su comida mientras comía de todos modos. No, sólo la derramaste de la bandeja. Eres tan cruel con ella. Bueno, es el momento de que sepa la verdad. Es un fenómeno y eso es todo. No es un fenómeno. ¡Lo es! Me dijo que quería ser una mariquita y meterse bajo una piedra. Eso es porque la molestas como la mierda. Clara mantuvo sus ojos pegados a su cuaderno. Su cerebro se había dividido en dos, pensó horrorizada. Lo quería muerto. Tal vez entonces dejaría de discutir, dejaría de hablar con ella. No podía pensar con claridad, no podía concentrarse, y todo lo que quería hacer era concentrarse en la lectura. Alzó la mirada a la pizarra blanca. Buscó los significados de las palabras escritas en marcador lavable azul, pero la eludían. Desearía que él hubiera usado un marcador verde. El verde es mi color favorito. Sólo porque Evan tiene ojos verdes. —Basta —susurró, y unos pocos estudiantes se volvieron para mirarla. Se congeló, con los ojos fijados en la pizarra, y se volvieron. 225

Todavía estás enamorada de él, Clara. ¿Por qué no te levantas en este momento y le dices eso? ¿De verdad estás sugiriendo que interrumpa la clase con una declaración de amor? Baja a la tierra. Sería tan romántico. Por supuesto, serías enviada directamente a la oficina del director, Clara, ¿pero a quién le importa? ¿A quién le importa cuando es de romance de lo que hablamos? Tienes un buen punto. Sería terriblemente romántico. ¿Crees que Evan la perdonaría? No lo sé. Ella se acostó con un hombre. Creo que eso es considerado la traición definitiva. —¡CÁLLENSE! —gritó Clara, poniéndose de pie. Cada persona en la habitación se volvió en su dirección, sus ojos amplios con incredulidad mientras Clara temblaba, con el rostro cursado de lágrimas. No sabía por qué lloraba. No sabía por qué estaba de pie junto a su escritorio en mitad de clase. —¿Disculpa? —preguntó el señor Stevens. Clara miró incontroladamente por la habitación. Vio su rostro por una fracción de segundo —el chico con ojos verdes— y quiso correr hacia él, permitirle que la tomara en sus brazos y la sostuviera, que la ocultara de las miradas de todos

sus compañeros de clase. Estaban empezando a revolverse y susurrar, a reír disimuladamente y soltar risitas. —¿Clara? —preguntó el señor Stevens cuando notó la mirada de pánico en su rostro. Era pánico mezclado con algo más. Él no podía precisarlo, pero ella parecía no tener idea de dónde estaba. En ese momento, él lo supo. Supo que no le había dicho a él que se callara. Lo supo. —No me encuentro bien —dijo ella, colocando una mano en su frente resbaladiza por el sudor. Los sonidos de bajas risas sonaron y unos pocos estudiantes se removieron incómodamente en sus asientos—. Por favor, no me encuentro bien. —Tembló mirando al señor Stevens, extendiendo sus brazos hacia él, rogándole en silencio que la sacara de la habitación. —Está bien, Clara —dijo él, acercándose para reunir sus libros. Ella colocó su mano en el antebrazo de él mientras la llevaba hacia la oficina—. Está bien.

—¿Cómo te encuentras hoy, Clara? —preguntó la doctora. Clara la miró con extrañeza y la doctora aspiró un aliento paciente. —¿Recuerdas que soy la doctora Morton? —cuestionó. Clara asintió, luego miró por la ventana. —Tu madre dice que no estás comiendo, Clara —dijo la doctora Morton—. ¿Recuerdas que hablamos sobre eso? 226

Clara asintió, con sus ojos fijos en los cristales de la ventana. No estaba mirando más allá de ellos, a través de ellos. Sus ojos no podían ir tan lejos. —¿Te gustaría decirme que pasó en la escuela hoy? Clara frunció sus cejas. —¿Qué pasa con eso? —Bien, tu madre dijo que tuviste un momento duro en clase de salud. ¿Te molestaste sobre algo? —No. La doctora Morton presionó. —Interrumpiste la clase. Algo debe haberte molestado. —No. —¿Clara? ¿Entiendes que quiero ayudarte? Clara sintió el escozor de las lágrimas. Se enfocó en cada una mientras bajaba por su mejilla para colgar de la línea de su mandíbula antes de caer en su camisa. Miró a su camisa. —¿Sabes que tengo una mancha en mi camisa? —le preguntó a la doctora.

—Me mancho mis camisas todo el tiempo —replicó la doctora Morton. Hizo una pausa antes de continuar—: ¿Clara? Tienes que dejarme ayudarte si quieres mejorar. Las lágrimas de Clara distorsionaron su visión de la doctora. Se inclinó cerca y después de parpadear un par de veces, vio un pañuelo agitándose frente a su rostro. Lo colocó en su regazo. —¿Habló Evan contigo hoy? —preguntó la doctora Morton. Clara negó. —Clara, tu madre está preocupada por tus notas. Eres una estudiante de A, Clara. Dime qué pasa. —¿Te gustaría oír un poema? —preguntó Clara de repente. La doctora se recostó en su silla y suspiró. —Me encantaría, Clara. Clara miró al frente, no a la doctora Morton, sino a algún punto a la derecha del rostro de la doctora. Su voz era débil, pero no vaciló. Dijo las palabras de su nueva plegaria, no a Dios, sino a un lugar lejos al que deseaba poder ir. —Me levantaré ahora e iré, iré a Innisfree, y haré allí una humilde cabaña de arcilla y zarzas. La doctora Morton se levantó de su silla mientras arrullaba a su paciente. —Continúa, Clara. Es muy hermoso. 227

Los ojos de Clara se quedaron fijados en el lugar, fuera de foco, vidriosos con una capa de humedad. —Nueve hileras de judías tendré allí, una colmena que me dé miel y viviré solo en un claro entre el zumbar de las abejas. —Necesito tu permiso para admitirla en una institución psiquiátrica… —Y allí tendré algo de paz, pues la paz viene gota a gota y cae desde los velos matinales a donde canta el grillo. —Es imperativo que sea llevada hoy. Necesita medicación y es mi opinión profesional que está teniendo un colapso nervioso mientras hablamos. —Allí la medianoche es una luz tenue, y un cárdeno brillo el mediodía, y colman el atardecer las alas del pardillo. —Entiendo, señora Greenwich. Oh, señorita Greenwich. Me disculpo. La llevaremos en ambulancia. No, no. Sin sirenas, buen Dios. —Me levantaré ahora e iré, pues siempre, día y noche, oigo el rumor del lago ante la orilla. —Estaremos allí en aproximadamente quince minutos. Sí, señorita Greenwich. Adiós.

—Cuando estoy en la calzada, o en las grises aceras, lo oigo en lo más hondo de mi corazón2. Clara se sentó en silencio, sus manos dobladas sobre el pañuelo sin usar en su regazo, mirando al punto. —Eso es hermoso, Clara —dijo la doctora Morton tranquilizadoramente, acercándose para estar junto a su paciente—. Ahora quiero que tomes mi mano y vayamos por un paseo. ¿Harás eso? Vamos a algún lugar especial. Clara asintió y tomó la mano de la doctora creyendo que iba a ir a Innisfree.

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2

*Nota: el poema que recita Clara es La Isla del Lago de Innisfree de William Butler Yeats.

Capítulo 24 C

lara mantuvo su cabeza agachada mientras caminaba por el corredor. Era extraño estar de regreso a la escuela después de dos semanas, y se preguntó cuál era el punto de siquiera completar el año escolar. Solo quedaban tres semanas, era imposible que le diera vuelta a sus notas. Pensó que no le importaba, que el camino a ser académicamente exitosa fue borrado al minuto en que empezó a tragar las pastillas. No quería verlo en clase de salud. Pero el intenso miedo se había ido. No estaba exactamente entumecida, pero definitivamente era impenetrable. Estaba segura de eso. Pensó que podría dejar que las chicas le jalaran el cabello y le escupieran a la cara y no le importaría. Demonios, tal vez las animaría. Se deslizó en su asiento, consciente que algunos estudiantes estaban mirándola implacablemente. Ellos sabían sobre su colapso y estaban aprehensivos, con miedo de que tuviera una explosión psicótica en clase. Sonrió para sí misma pensando en lo divertido que eso sería. O terriblemente triste. 229

Él entro y ella alzó la mirada. Él nunca giró su rostro hacia ella, sino que se mantuvo enfocado en sus amigos en la esquina opuesta del cuarto. Se dio cuenta de que nunca miró hacia su asiento vacío mientras no estuvo, nunca preguntó dónde estaba. Si lo hubiera hecho, entonces habría mirado ahora para ver si estaba ahí. Pero no lo hizo porque no era importante para él, y sintió una punzada en el corazón. No las había sentido desde que fue liberada, pero afortunadamente, no eran tan fuertes como solían ser. La medicina se aseguró de eso, adormeciendo sus sentidos a un zumbido suave. Algo manejable. Algo seguro. Y estaba feliz por el alivio. Se sentó enfrente de Joshua, ¿era ese su nombre?, y comenzó una conversación. Lo observó pasarse la mano por el cabello y aunque debía de ser un hábito nervioso. Se giró para mirar hacia el frente cuando el timbre sonó. Miró su bolso de libros. Sacó un cuaderno y lo colocó sobre el escritorio. Todo era hecho de memoria, y abrió el libro a una página en blanco. Las líneas eran aseadas, pulcras y derechas, y se imaginó que su escritura arruinaría la perfecta simetría, la blancura del papel. No estaba segura de recordar cómo tomar notas de todos modos. ¿Podría siquiera escribir? Sostuvo su lapicero sobre el papel por un segundo, y luego lo bajo para formar una temblorosa letra “C”. La “L” siguió tentativamente. La “A” era indescifrable. Se detuvo.

Puedes hacerlo, Clara, dijo para sí misma animándose. Puedes hacer cualquier cosa. Y sabía que tenía razón porque había tomado sus pastillas especiales.

Se sentaron en la cena, Beatrice queriendo hablar, pero sin estar segura si las cosas estaban normales. Quería que lo estuvieran. Extrañaba a Clara. Clara empujó su comida alrededor y empezó a comer pequeños bocados cuando se dio cuenta de su madre mirándola. —Tengo otro solo —dijo Beatrice tentativamente—. En la obra de final de año. —Eso es genial, cariño —replicó Ellen. Clara le sonrió a Beatrice. —Estoy orgullosa de ti, Bea —dijo, y Beatrice se sintió más cálida. —¿Podrás ir, Clara? —preguntó Beatrice. —¿Qué clase de pregunta es esa? —dijo Clara—. Por supuesto que podré ir. —No sabía si debías volver al hospital —dijo Beatrice, y luego deseó poder retractarse. Clara sonrió… algo que no había hecho en mucho tiempo. Se sintió extraño y maravilloso. 230

bien.

—Sólo si tengo otro colapso mental, Bea —dijo Clara—. Pero creo que estaré Ellen resopló. —No es algo para bromear, Clara. Clara le guiñó un ojo a Beatrice quien contuvo una risa. —Hablo en serio, chicas —advirtió Ellen.

—Oh, mamá —dijo Clara animadamente—. Tomate un calmante. —Y entonces se estiró por una de sus botellas—. Toma, saca una de las mías —ofreció y estalló en risas. La risa burbujeó desde el interior, y pensó que se ahogaría con esta. Se sintió tan bien, que quiso seguir riéndose de esa forma hasta su último aliento. Beatrice y su madre miraron a Clara. No estaban seguras si era una risa normal o una risa maniática. —¡Hice un chiste! —dijo Clara, y Beatrice se rió. —Muy gracioso, Clara —dijo Ellen, y entones sonrió. —¡Un calmante! —dijo Clara riéndose más. —Ja, ja —replicó la mamá de Clara, pero entonces se convirtió en una risa de verdad. Se sentaron en el comedor y se rieron hasta que la risa trajo las lágrimas.

—Dios, ¿qué pasa con nosotras? —preguntó Ellen entre risas. Se limpió sus ojos—. ¿Estamos locas? Clara no pudo respirar una bocanada de aire fresco. Golpeó la mesa con risa, tratando desesperadamente de tomar aire, sintiendo su cuerpo rendirse a un fantasma del pasado. Podrían llamarla loca, burlarse de ella de cualquier forma, y ya no le importaba. Su madre había hecho un chiste, y a Clara no le importaba nada más que sentarse a la mesa en su pequeña cocina y reírse a carcajadas.

—¿Cómo estuvo el psiquiátrico, Clara? —preguntó Amy. Nunca le había dicho ni una palabra a Clara hasta ahora, y a Clara le gustaba de esa forma porque le tenía miedo a Amy. Pero eso era antes. Clara ya no le tenía miedo a Amy. —Muy relajante —replicó dulcemente—. Gracias por preguntar. Amy no fue disuadida. —¿Entraste gritando y amenazando sus vidas? ¿Te amarraron a una cama? ¿Te pusieron en una de esas camisas de fuerza? Los estudiantes se congregaron en el pasillo a escuchar. Clara notó que Florence estaba entre ellos. —¿Te hicieron una lobotomía? —preguntó Amy, envalentonada por la creciente multitud. Clara pensó un momento. 231

—Todo lo anterior —contestó. Unos estudiantes se rieron. Amy estaba furiosa. —No puedo imaginar cómo te veías echando espuma por la boca —se burló. —No muy linda, déjame decirte —dijo Clara—. Pero sólo metían una aguja en mi brazo, y antes de saberlo, estaba durmiendo como un bebé. Más estudiantes se rieron, y Amy dobló sus esfuerzos. —¡¿Entonces ahora estás tomando pastillas porque era una loca?! —gritó. Clara sonrió. —Tantas que algunas veces no puedo llevar la cuenta, y eso nunca es algo bueno. Será mejor que te cuides —dijo juguetonamente en una voz cantarina. Se giró hacia Florence quien estaba de pie mirando maravillada. Y entonces Florence le sonrió y Clara lo hizo en respuesta. —¡Eres una maldita loca, Clara! —gritó Amy desesperadamente. Clara se giró sobre sus talones y se fue por el pasillo. Escuchó a Florence decir: —Eres una perra, Amy. —Y otros estudiantes murmuraron estando de acuerdo. Ella continuó por el corredor pasando junto a Evan a quien no notó.

Clara estaba absorta en las palabras de una nueva novela y no lo notó. Sólo cuando alzó la mirada ante el sonido de la campana lo vio sentado a su lado. Saltó, pero no dijo nada. Él no dijo nada. Él abrió su cuaderno y sostuvo su lapicero. Ella parpadeó un par de veces, insegura de si estaba alucinando. Pero ahí estaba. En silencio, pero ahí.

Evan se sentó a su lado por el resto de la semana. Nunca dijo ni una palabra, ni tampoco ella lo hizo. Ella las leía, no las decía. Y las pocas que sí dijo fueron robadas, ahogadas en el vaso de agua que usaba para tragar sus pastillas. El timbre sonó, él se sentó. El timbre sonó cincuenta minutos después, y se fue.

Alzó la mirada de su novela mientras se sentaba a la mesa de siempre en la cafetería. Él estaba de pie ante ella, con su bandeja. Esperando. Asintió, y él se sentó frente a ella. Abrió la botella de su agua y desenvolvió su sándwich. No dijo nada mientras comía, sólo le pasó una servilleta extra cuando se dio cuenta que no tenía ninguna. Ella la tomó y le dijo: 232

—Gracias. —De nada.

El timbre sonó y ella se levantó para irse. —¿Puedo caminar contigo? —preguntó él. Asintió en respuesta, y caminó a su lado mientras caminaban por el pasillo. Los estudiantes miraron boquiabiertos y a ella no le importó. Llegaron a su casillero y lo abrió. Cambió sus libros mientras él la observaba. Cuando estuvo lista, cerró el casillero y esperó. No sabía qué esperaba él que hiciera. —Nos vemos, Clara —dijo, y se fue.

Estaban en medio de otro silencioso almuerzo cuando ella estornudó. —Salud —dijo Evan.

—Gracias —contestó. Él regresó a comer su pizza, y ella no pudo soportarlo. —¿Por qué te sientas conmigo? —preguntó. —No lo sé —le respondió. No habló por el resto de la hora de almuerzo.

La alcanzó cuando estaba en su auto. Estaba buscando las llaves. —Hola —le dijo tentativamente. Ella alzó la mirada de su bolso. —Hola. —No me acosté con ella —dijo de improvisto—. Amy. Después que rompimos. No me acosté con ella. Fue un rumor que comenzaron. Simplemente no lo negué. Clara lo miró. —Sólo quería que supieras —dijo, luego se fue a su auto.

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Él vino a clase temprano. Ella ya estaba en su asiento. Se sentó a su lado y sacó su cuaderno. —No lo dije en serio —dijo Clara—. Cuando dije que me arrepentía por lo que hice. No lo dije en serio. —Lo sé —replicó Evan suavemente. Mordió su labio inferior, pensando—. Lamento lo del vestido, Clara. No sabía qué hacer. Tomé la decisión equivocada porque tienes razón, soy egoísta. Clara negó. —Estaba asustada —dijo—. Estaba asustada de todo. La señora Debbie murió. El único adulto que conocía. Ella cuidó de nosotras, ¿sabes? Nos ayudó cuando pudo. Pero entonces la segunda nota de morosidad llegó por los impuestos de la propiedad, y tenía miedo de que nos quitaran la casa. No sabía qué hacer. Estaba aterrada de quedarnos sin casa, y no ganaba suficiente dinero. Evan cerró los ojos. Nunca le había revelado los detalles, y se dio cuenta que no quería saberlos. Eran muy dolorosos. Clara tragó con fuerza. No había sentido ninguna emoción verdadera y fuerte en semanas. —Estaba desesperada —susurró. —Lo sé, Clara. —Lo escuchó mientras el timbre sonaba.

—No quería perderte —dijo Evan en el almuerzo. Clara alzó la mirada de su libro. —Fue estúpido, pero pensé que te perdería de todos modos —dijo—. Si te contaba del vestido en tu casa, estarías tan avergonzada que no me volverías a ver. Elegí mal. Estaba esperando que nadie en la fiesta de graduación se diera cuenta, pero me convencí que Amy y sus amigas no eran tan crueles. Porque soy un idiota. Clara pensó por un momento. —No habría dejado de verte si me lo hubieras dicho. Habría estado mortificada, sí, pero eso no me habría hecho romper contigo. —Cometí un gran error, Clara —dijo—. Desearía saber cómo disculparme en una forma que sea más grande que las palabras. Clara asintió. Era demasiado para que hablara sobre sándwiches y leche. Así que intentó con algo más ligero. —¿Te gustaría uno? —preguntó, sosteniendo sus tater tot. —¿Una ofrenda de paz? —replicó. Ella se encogió de hombros, él la tomó.

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—Pensé en ti todo el tiempo mientras no estabas —dijo Evan antes que la clase comenzara. Clara miró la pared al lado de su escritorio para esconder su cara. Amy se había burlado de ella en el pasillo, y había peleado y ganado. Ya no le importaba lo que todo el mundo pensara de su colapso mental. Excepto por Evan. Estaba avergonzada por eso con él. —Estaba asustado por ti —continuó—. Y pensé que era mi culpa. Clara miró a la pared mientras contestaba. —Lo heredé de mi mamá —dijo en voz baja—. De hecho, no tenía nada que ver contigo. Es… una cosa química. Eso fue lo que dijeron, de todos modos. Creo que lo que sucedió entre nosotros sólo simplemente ayudó a lo inevitable. Iba a suceder de todos modos, como después de Navidad. —Oh. Quedaron en silencio. Clara finalmente se giró a mirarlo. —Escuché voces —dijo. No entendía por qué se lo dijo. Pensó que tal vez él necesitaba saber lo loca que en verdad estaba. Quería ser honesta, sobre todo. Espero a que se levantara y se fuera. Para siempre.

—¿Escuchaste mi voz, Clara? —preguntó—. Porque te hablé en voz alta todo el tiempo. —¿Qué dijiste? —contestó Clara. —Te dije que te amaba.

Cerró su casillero y se dio vuelta. Él estaba de pie ahí, mirándola, con una mirada en su rostro que nunca había visto. Estaba luchando con algo, pero no sabía qué era. Se acercó a ella y acunó su rostro en sus manos. La miró a los ojos buscándolos. Su ceño estaba fruncido mientras la miraba, buscando, buscando en el color avellana hasta que lo descubrió. Y entonces su rostro se relajó, se iluminó, e inclinó su cabeza para besarla dulcemente en los labios. Fue largo, lento y suave. No exigió nada. No forzó nada. Perdonó y pidió perdón. Evan fue apartado por un maestro. Clara escuchó “nada de contacto físico en esta escuela” mientras se lo llevaba por el pasillo, caminando hacia atrás y tropezando con estudiantes porque se negaba a caminar mirando al frente y darle la espalda.

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Esperó en su auto por él. Esperaba que viniera. ¿Cómo podría no hacerlo después de besarla en el pasillo? Necesitaba sentir sus labios de nuevo, llevándola de regreso a un sitio antes de su pelea, y su colapso, el hospital y su soledad. Lo vio desde la distancia. Venía. Se moría de ganas por ir con él. No podía soportarlo. Lo vio corriendo, y entonces se movió. Rápido y tropezando y entonces se estrelló contra él antes de saberlo, su cuerpo presionado contra su pecho, sus brazos sosteniéndola desesperadamente, con miedo de soltarla. Ella lloró como hizo antes de las pastillas, derramando las lágrimas contra su camisa, y escuchó su sollozo, sintió su cuerpo sacudirse con este, y pensó que estaba sosteniéndolo para que no colapsara. —Clara. —Lloró, su voz estrangulada y rara—. Lo siento. Acunó su rostro, mientras observaba las lágrimas deslizarse por sus ojos, bajando por sus mejillas y cayendo sobre ella. Besó su frente, sus párpados, sus mejillas y su barbilla. Besó sus labios con fuerza, y ella envolvió sus manos alrededor de su cintura, se aferró a él mientras la besaba con una fuerza que nunca antes sintió. Quería lastimarla, y ella quería que lo hiciera. —Lo siento —dijo una y otra vez contra su boca, probando sus lágrimas, sus lágrimas en la comisura de sus labios. La levantó, y envolvió sus piernas alrededor de su cintura. La llevó a su auto y los acomodó en el capo. Presionó su dureza contra ella, escuchándola gemir

mientras succionaba su cuello, presionándose con más fuerza entre sus piernas hasta que gritó su nombre. —Quiero que siempre digas mi nombre, Clara —dijo mirándola a los ojos—. ¿Harías eso por mí? —Sí, Evan —dijo suavemente, limpiando bajo sus ojos. Lo acercó con suavidad a sus labios. Él abrió su boca con su lengua y encontró la de ella, jugando con ésta hasta que se retorció con un deseo sexual caliente. Presionó sus caderas más contra ella, y ella respondió igual queriendo que la tomara aquí, en el capo del auto, en el estacionamiento de estudiantes. Lo sintió ser arrastrado de ella, escuchó un familiar “nada de contacto físico en esta escuela”, y Evan protestó que no estaban en la escuela sino fuera de ella. —Chico listo —dijo el entrenador mientras llevaba a Evan al edificio principal. Clara se sentó en el auto viendo mientras Evan se hacía más pequeño con la distancia entre ellos. Se dio vuelta y le sonrío. —¡Nos vemos, Clara! —gritó. Y ella respondió la sonrisa.

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Epílogo T

—¡

u compañero de cuarto suena espantoso! —comentó Beatrice, con el rostro arrugado en una mueca poco atractiva.

—Lo es —contestó Evan. Se sentó al lado de Clara y Beatrice en la suave hierba de primavera rodeado por la madreselva—. Y raramente se ducha —continuó Evan—. Eso también es desagradable, cuando estás viviendo en una celda de doce por doce. Clara rió ante la reacción sorprendida de Beatrice. —Pero pronto estará fuera de mi vida y hay otras cosas sobre la universidad que son fantásticas —aseguró Evan—. Como mi horario de clase. No tengo que presentarme hasta las once. Beatrice suspiró de modo fantasioso. —No puedo esperar a ir a la universidad —comentó—. Aunque, ¿tienes muchos deberes? —Sí —contestó Evan—. Muchos. —Se giró hacia Clara y sonrió.

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—Apuesto a que Clara irá a Maryland para estar contigo —mencionó Beatrice burlonamente—. Fue aceptada, sabes. rió.

Clara inclinó la cabeza y le frunció el ceño en broma a su hermana. Beatrice se

—Estoy esperando que lo haga —afirmó Evan y tomó la mano de Clara en la suya. Clara se sonrojó. Incluso después de todo, se sonrojaba. —¿Estás entusiasmada por el baile de promoción, Clare-Bear? —preguntó Beatrice. —Mmmm —murmuró Clara. —¡Apuesto a que serás la única chica con un universitario! —exclamó Beatrice. Y luego aplaudió con sus pequeñas manos y las apoyó sobre su mejilla—. Oh, Clara. ¿No será muy romántico entrar al baile con tu novio universitario? ¿No desearán todas las chicas ser tú? Clara se rió. —No conozco a ninguna chica en el instituto que desee ser yo. Pero es un pensamiento bonito.

—¡Oh, estoy segura que lo hacen! Demasiado malo que no tengan madreselva —contestó Beatrice y añadió—: hablando de eso, es hora de ponernos manos a la obra. Evan se inclinó y le dio un suave beso a Clara en la mejilla. —Está bien, ustedes dos —dijo Beatrice sacudiendo la mano—. Bien, Evan, te lo hemos explicado todo. Y como eres nuevo, comienzas tú. —Eso es terriblemente generoso por tu parte —comentó él y arrancó una flor. Beatrice intentó esperar pacientemente mientras Evan pensaba su primer deseo. Pero le llevó demasiado tiempo. —Evan, se suponía que vendrías preparado —protestó Beatrice. —Vaya, ¿en serio? Clara se rió. —¿Te gustaría que una de nosotras siguiese adelante mientras lo piensas? — indagó Beatrice. Está determinada. —No, no —se quejó Evan—. Lo tengo. —Miró a Clara mientras pedía su primer deseo—. Deseo que esta noche sea realmente divertida, romántica y todo lo que Clara quiere de un baile de promoción de último curso. —Chupó el zumo de la base de la flor. —Deseo que mamá nunca vuelva a marcharse —pidió Beatrice y bebió el azúcar mágico. —Me quitaste mi primer deseo, Bea —comentó Clara. 238

—Clara, elige otro. Debes de tener un billón de deseos —contestó Beatrice. —Está bien, deseo tener una noche mágica —demandó Clara, pero Beatrice negó. —Evan ya deseó eso —señaló. Clara lo pensó un momento. —Deseo tener un buen primer año de universidad —dijo, luego bebió la dulzura amarilla. —Deseo tener buenas notas en mis exámenes de la semana que viene — continuó Evan y el líquido de otra flor desapareció por su garganta. —Deseo ganar el concurso regional de deletreo dentro de dos semanas —pidió Beatrice y bebió de su flor—. Mary Tenenbaum va a perder este año. Clara sonrió a su hermana, recordando el concurso de deletreo del año anterior. Beatrice y Mary eran las últimas estudiantes que quedaban y Bea falló con la palabra “crisantemo” dándole la oportunidad a Mary, que deletreó su siguiente palabra correctamente y ganó. Beatrice fue deportiva en el escenario, pero lloró en el auto durante todo el camino a casa. Juró venganza y dobló sus esfuerzos practicando palabras cada día.

Clara volvió a centrarse en su deseo y lo pensó un momento antes de decirlo en voz alta. No quería que avergonzase a los otros dos, pero era su deseo. Y era importante. —Deseo no enloquecer otra vez —susurró Clara y echó la cabeza hacia atrás para saborear los dulces jugos. Evan acarició el dorso de su mano con el pulgar y ella le sonrió. —Deseo estar con Clara el resto de mi vida —soltó él y bebió su flor. Clara se congeló ante las palabras, la idea del matrimonio y bebés destellando en su cabeza inmediatamente. Una calidez se expandió a través de su pecho y su estómago que no era por el sol. Era esperanza, algo que la evitó durante mucho tiempo y quiso tumbar a Evan, aplastarlo entre las flores y beber la dulzura de su boca. —Ese, realmente, es un deseo enorme, Evan —aseguró Beatrice con total seriedad—. Esos son el tipo de deseos que se supone que traigas a la arboleda de madreselva. Evan se rió. —Lo recordaré para la próxima, Bea. Bea pidió su último deseo, pero Clara no lo escuchó. Solo escuchó las palabras de Evan repetidas una y otra vez en su cabeza, la línea al principio de una historia, una historia que sabes que quieres leer seguido, sin esperar por el final feliz que te espera. —¿Clara? Tu turno —indicó Beatrice. 239

Clara sabía que quería repetir el deseo de Evan, pero también sabía que Beatrice no lo permitiría. Eso era parte de las reglas. Y luego, consideró que el deseo puede que ya se hubiese cumplido. Se le otorgó la elección hacía mucho tiempo; la elección de con quién quería un futuro. La persona con la que quería pasar el resto de su vida. Y lo hizo. Eligió al chico que la perdonó y le pidió perdón. Bajó la mirada, observando la flor atrapada entre su pulgar y dedo índice. —No necesito decir mi último deseo, Bea —contestó Clara—, porque ya se ha hecho realidad. Bebieron hasta saciarse de las flores de madreselva, hablando, riendo y compartiendo la alegría que llegaba después de la oscuridad, la esperanza que nace eterna para inundar la desesperación y el amor que calma y cura la tristeza, haciéndolo todo de nuevo.

Sobre la autora S. Walden solía enseñar inglés antes de tomar la mejor decisión de su vida y convertirse en una escritora a tiempo completo. Vive en Georgia con su comprensivo marido quien prefiere los libros de física sobre la ficción y le es difícil comprender por qué sus personajes deben tener defectos de personalidad. Ella no se fía de los niños pequeños, por lo que tiene un Westie en su lugar. Sus sueños incluyen la cría de pollos y poseer y operar un hotel junto a la playa en la Costa del Golfo (pollos incluidos). Cuando no está escribiendo, está pensando en ello. 240

Ama a sus fans y le encanta tener noticias de ellos. Ya sea por correo electrónico a [email protected] o por su blog en http://swaldenauthor.blogspot.com donde puedes obtener información actualizada sobre sus proyectos actuales. Facebook: www.facebook.com / swaldenauthor

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