S Correa y R Petchesky

Los derechos reproductivos y sexuales: Una perspectiva feminista* Sonia Correa y Rosalind Petchesky En los debates actua

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Los derechos reproductivos y sexuales: Una perspectiva feminista* Sonia Correa y Rosalind Petchesky En los debates actuales acerca del impacto de las políticas de población en las mujeres, el concepto de derechos reproductivos y sexuales es cada vez más fuerte, pero también más discutido y debatido que en el pasado. Entre las personas que se oponen a este concepto figuran los fundamentalistas religiosos, así como los críticos de los derechos humanos en general, quienes asocian éstos con tradiciones individualistas derivadas del capitalismo occidental. Algunas feministas también son escépticas respecto a la facilidad con la cual los defensores de programas para reducir la fecundidad cuya principal preocupación no es ni la salud de las mujeres ni su empoderamiento , han adoptado el discurso de los derechos reproductivos para servir los propósitos de sus propias agendas. Como una feminista del Sur y una del Norte, que por muchos años han escrito acerca de la salud reproductiva de las mujeres y han organizado acciones para favorecer ésta, estamos conscientes de las tensiones y de las múltiples perspectivas que rodean este territorio conceptual. Nuestro propósito en este capítulo no es el de imponer un concepto, sino de explorar una manera diferente de pensar acerca de él con el fin de avanzar en el debate. Definimos el terreno de los derechos reproductivos y sexuales en términos de poder y de recursos: poder para tomar decisiones informadas acerca de la propia fecundidad, de tener hijos, de criarlos, de la salud ginecológica y de la actividad sexual; y recursos para poder llevar a cabo tales decisiones de manera segura y efectiva. Este terreno necesariamente supone algunas nociones básicas como “integridad corporal” o “control sobre nuestro propio cuerpo”. Sin embargo, también supone relaciones de uno con los propios hijos, con las parejas sexuales, con los miembros de la familia, con la comunidad, con los proveedores de atención para la salud y con la sociedad en general; es decir, el cuerpo existe en un universo mediado socialmente. Después de hacer una revisión de los supuestos y antecedentes epistemológicos e históricos de este concepto, abordamos varios problemas fundamentales que los críticos han destacado acerca del discurso de los derechos: su lenguaje indeterminado, su sesgo individualista, su suposición de universalidad y su dicotomización de las esferas “pública” y “privada”. Argumentamos que en vez de abandonar el discurso de los derechos, deberíamos reconstruirlo para que logre especificar las diferencias de género, de clase, de cultura y de otra índole, además de reconocer las necesidades sociales. Nuestra aseveración principal es que los derechos sexuales y reproductivos (o de cualquier otro tipo), entendidos como “libertades” o “elecciones” privadas, no tienen sentido, especialmente para los más pobres y para los marginados, si no se aseguran las condiciones de posibilidad a través de las cuales dichos derechos puedan ponerse en práctica. Esas condiciones constituyen los derechos sociales e incluyen el bienestar social, la seguridad personal y la libertad política. Su puesta en práctica o su aseguramiento es esencial para la transformación democrática de las sociedades con miras a eliminar las injusticias de género, de clase, de raza, y de etnia. Posteriormente analizamos las bases éticas de los derechos reproductivos y sexuales, y proponemos cuatro componentes principales: integridad corporal, ejercer como persona *

Capítulo 8 de G. Sen, A. Germain y L. Chen (eds.), Population Policies Reconsidered (Health, Empowerment, and Rights). Harvard University Press, EUA, 1994. Traducción del inglés de Juan Guillermo Figueroa Perea, revisada por Susan Beth Kapilian. Publicado en en JG Figueroa (coordinador) Elementos para un análisis ético de la reproducción, UNAM y Porrúa, México, 2001, pp. 99-135. 1

(personhood), igualdad y respeto a la diversidad. Al examinar cada uno de estos principios, enfatizamos las implicaciones sociales más amplias que los eticistas, los estudiosos legales y los demógrafos frecuentemente ignoran. Todos estos principios, conforme los interpretamos, se derivan del interés de la sociedad por contar con ciudadanos empoderados y políticamente responsables, incluyendo a todas las mujeres. Por tanto, al relacionar los derechos reproductivos y sexuales con el desarrollo, cuestionamos las nociones legalistas sobre los derechos civiles y políticos que aún dominan el campo de los derechos humanos. A lo largo de esta discusión, planteamos varias cuestiones relacionadas con las políticas. Por ejemplo, ¿en qué momento las decisiones reproductivas y sexuales son tomadas de manera libre y cuándo están sujetas a la coerción? ¿En qué consiste la relación entre los derechos y responsabilidades reproductivos y sexuales de las mujeres y los de los hombres? ¿La posición social y biológica de las mujeres respecto a la reproducción debe darnos una voz privilegiada en la construcción de los derechos? ¿Existe un “derecho a procrear” o una forma “socialmente responsable” de tomar decisiones sobre la procreación? ¿Qué condiciones sirven de fundamento para una toma de decisiones “socialmente responsable”? ¿Cuáles son las obligaciones de los gobiernos y de los organismos internacionales al proveer las condiciones necesarias para las “elecciones libres y responsables”? Lo que sugerimos no es que los derechos reproductivos y sexuales sean absolutos o que las mujeres tengan el derecho a reproducirse en cualquier circunstancia, sino que las políticas para hacer valer tales derechos tienen que abordar las condiciones sociales existentes y empezar a cambiarlas o a transformarlas. Concluimos proponiendo una aproximación a las políticas de población y desarrollo desde una lectura feminista de los derechos sociales. PREMISAS EPISTEMOLÓGICAS E HISTÓRICAS A diferencia de muchos críticos sociales, no estamos convencidas de que los derechos reproductivos y sexuales (o los derechos humanos) sean simplemente un concepto “occidental”. Como Kamla Bhasin y Nighat Khan (1986) lo han argumentado con respecto al feminismo en el Sur de Asia: “una idea no puede ser confinada a límites o fronteras nacionales o geográficas”. Los escritores postcoloniales y los gobiernos del Sur no han vacilado en adoptar y adaptar las teorías de Marx, de Malthus o de Milton Friedman con el fin de servir sus propios propósitos. Los movimientos democráticos en las sociedades postcoloniales fácilmente hablan de los derechos en el caso de las votaciones o de la formación de partidos políticos o sindicatos. ¿Por qué entonces conceptos como “derechos reproductivos”, “integridad corporal” y el derecho de las mujeres a la autodeterminación sexual habrían de ser menos adaptables? En segundo lugar, asumimos que las normas éticas y el lenguaje mismo siempre están sujetos a una variación histórica y al debate político. La participación del feminismo en el debate sobre los significados de los derechos, incluyendo los reproductivos y sexuales, es una parte necesaria de nuestros esfuerzos para transformar la situación de las mujeres como ciudadanas nacional e internacionalmente. El cambiar la retórica de los instrumentos legales o de las políticas oficiales puede ser un paso estratégico hacia la transformación de las condiciones de vida de las personas.

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El término “derechos reproductivos” tiene un origen reciente probablemente surgió en Norteamérica 1 pero sus raíces vinculadas a ideas de integridad corporal y autodeterminación sexual tienen una genealogía mucho más antigua y más amplia desde un punto de vista cultural. La idea de que las mujeres en particular deben ser capaces “de decidir si, cuándo, y cómo tener hijos” se originó en los movimientos feministas de control de la natalidad que se desarrollaron por lo menos desde 1830 entre las socialistas Owenite en Inglaterra, y que se extendieron a muchas partes del mundo a lo largo de un siglo (Chesler 1992; Gordon 1976; Huston 1992; Jayawardena 1993; Ramusack 1989; Weeks 1981). Las lideresas de estos movimientos en los países occidentales, como Margaret Sanger en Norteamérica y Stella Browne en Inglaterra, vincularon “el problema del control de la natalidad”, no únicamente con las luchas de las mujeres por su emancipación social y política, sino también con su necesidad “de apropiarse de y controlar” sus cuerpos y de obtener conocimientos y satisfacciones sexuales (Sanger 1920). Sus contrapartes entre las defensoras de los derechos de las mujeres en el siglo XIX en Europa y en América, y entre las pioneras del control de la natalidad en el siglo XX en Asia, el Norte de África y América Latina, fueron más reticentes acerca de la sexualidad de las mujeres, y enfatizaron en cambio un derecho negativo: el de las mujeres (casadas o solteras) a rehusar tener relaciones sexuales o hijos no deseados. Como supuestos de ambas versiones, tanto las defensivas como las afirmativas de estos primeros prototipos feministas del lenguaje de los derechos reproductivos, estaban los mismos principios básicos de igualdad, ejercicio como persona e integridad corporal. Compartían una premisa común: en la búsqueda de que las mujeres alcanzaran un estatus igual con los hombres en la sociedad, ellas tendrían que ser respetadas como agentes morales completos con proyectos y objetivos propios Por lo tanto, ellas tendrían que determinar por sí solas los usos sexual, reproductivo u otro de sus cuerpos (y de sus mentes).2 1

El término parece haberse originado con la fundación de la Red Nacional por los Derechos Reproductivos (RNDR) en los Estados Unidos en 1979. Las activistas de RNDR lo llevaron a la Campaña Internacional por los Derechos al Aborto, basado en Europa, a principios de los años 80; en la Reunión Internacional sobre Mujeres y Salud celebrada en Amsterdam en 1984, la campaña cambió oficialmente su nombre por el de Red Global de las Mujeres por los Derechos Reproductivos (Berer 1993b). Desde entonces, el concepto se extendió rápidamente entre los movimientos de mujeres del Sur (por ejemplo, en 1985 el Ministerio de Salud de Brasil, bajo la influencia de feministas que habían asistido a la reunión de Amsterdam, estableció la Comisión sobre los Derechos de la Reproducción Humana). Ver también García Moreno y Claro, 1994. 2

De hecho, el “principio de la propiedad del propio cuerpo y persona” tiene raíces mucho más profundas en la historia del pensamiento democrático y libertario radical de Europa Occidental. La historiadora Natalie Zemon Davis encuentra los orígenes de esta idea en el siglo XVI en Ginebra, cuando una joven lionesa fue llevada ante los ancianos protestantes por haberse acostado con su novio antes de casarse y ella invocó lo que pudo haber sido un refrán popular: “Paris est au roi, et mon corps est à moi” (París es del rey, mi cuerpo es mío). Los radicales Levellers (partidarios de la igualdad social) en la Inglaterra del siglo XVII desarrollaron la noción de “la propiedad de la propia persona”, la cual utilizaron para defender a sus miembros en contra de los arrestos y el encarcelamiento arbitrarios (Petchesky 1994). Pero este principio no tiene únicamente un origen europeo. El concepto de Gandhi de Brahmacharya o “control sobre el cuerpo” estaba enraizado en las tradiciones ascéticas hindúes y en las advertencias de los Vedas de preservar los fluidos vitales del cuerpo. Al igual que las feministas del siglo XIX y la Iglesia Católica, el concepto de Gandhi era teoréticamente neutro en cuanto al género, requiriendo que tanto hombres como mujeres se abstuvieran de tener relaciones sexuales excepto para el propósito de la 3

Al final de los setenta y principios de los ochenta, surgieron movimientos a favor de la salud de las mujeres a lo largo de Asia, América Latina, Europa y Norteamérica (DAWN 1993; García Moreno y Claro 1994). Dichos movimientos estaban centrados en lograr que las mujeres, tanto como individuos como en sus formas organizacionales colectivas y en sus identidades comunitarias, estuvieran posibilitadas para determinar sus propias vidas reproductivas y sexuales en condiciones de óptima salud y bienestar económico y social. No se imaginaban a las mujeres como átomos separados completamente de los contextos sociales más amplios; al contrario, conscientemente vinculaban el principio del “derecho de las mujeres a decidir” acerca de su fecundidad y el tener hijos con “las condiciones sociales, económicas y políticas que posibilitaran dichas decisiones” (Women's Global Network for Reproductive Rights 1991). De manera creciente, conforme las mujeres de color de los países del Norte y las mujeres de los países del Sur han ido tomando el liderazgo en el desarrollo de significados para los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, estos significados se han ido expandiendo. Con el tiempo han logrado incorporar, tanto una gama más amplia de cuestiones que la pura regulación de la fecundidad (incluyendo, por ejemplo, la mortalidad materna e infantil, la infertilidad, la esterilización no deseada, la desnutrición de las niñas y de las mujeres, la mutilación genital femenina, la violencia sexual y las enfermedades de transmisión sexual) como un mejor entendimiento de las condiciones estructurales que restringen las decisiones reproductivas y sexuales (como lo puede ser la reducción en los gastos del sector social derivados de programas de ajuste estructural; la falta de transporte, agua, saneamiento y cuidado de los hijos; el analfabetismo, y la pobreza). Es decir, el concepto de derechos sexuales y reproductivos ha sido ampliado para incluir las necesidades sociales que tienen un efecto negativo en las elecciones reproductivas y sexuales, para la mayoría de las mujeres en el mundo que son pobres (Desai 1994; Petchesky y Weiner 1990). En la década pasada, la relación integral entre los derechos reproductivos y la autodeterminación sexual de las mujeres, incluyendo el derecho al placer sexual, ha ganado reconocimiento, no únicamente en el Norte sino también en América Latina, en África y en Asia.3 Como el Centro de Recursos e Investigaciones sobre la Mujer (Women's Resource and Research Center, o WRRC) en las Filipinas lo establece en su Marco Institucional y Estrategias sobre los Derechos Reproductivos (Institutional Framework and Strategies on Reproductive Rights (Fabros 1991)): “la autodeterminación y el placer en la sexualidad son uno de los primeros significados de procreación (Fischer 1962; O'Flaherty 1980). Las leyes islámicas son más avanzadas en términos de un concepto sexualmente afirmativo de la autopropiedad. Las disposiciones del Corán no únicamente dan a las mujeres el derecho a la satisfacción sexual durante el matrimonio y admiten el aborto y la anticoncepción, sino que también permiten que, a partir de un divorcio que tanto las mujeres como los hombres pueden iniciar una mujer recupere su cuerpo (Ahmed 1992; Musallam 1983; Ruthven 1984). 3

En América Latina, una nueva resolución del Ministerio de Salud Pública de Colombia “ordena a todas las instituciones de salud asegurar el derecho de las mujeres a decidir en todos los aspectos que afectan su salud, su vida y su sexualidad, y garantiza los derechos ‘a la información y a la orientación que permitan el ejercicio libre, gratificante y responsable de la sexualidad, la cual no puede estar limitada a la maternidad’” (citado por Cook 1993a). En África del Norte, la investigación de campo del Dr. Hind Khattab, entre mujeres egipcias que viven en áreas rurales, ha revelado sentimientos fuertes acerca de su entitulamiento (entitlement) al placer y gratificación sexuales de sus esposos (Khattab 1993).

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la idea del ‘control sobre el propio cuerpo’ y una de las principales razones para tener acceso a abortos en condiciones saludables y al control de la natalidad”. Al sustentar la posibilidad del derecho individual de las mujeres a la salud, al bienestar y a la “autodeterminación de sus vidas sexuales” con los cambios sociales necesarios para eliminar la pobreza y para empoderar a las mujeres, este marco de referencia diluye la frontera entre la sexualidad, los derechos humanos y el desarrollo. Por ende, abre de una manera más amplia la lectura no únicamente de los derechos reproductivos y sexuales, sino de los derechos en general. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS: REPENSANDO LOS DERECHOS EN TANTO INDIVIDUALES Y SOCIALES El discurso de los derechos (humanos) ha recibido fuertes críticas en años recientes, entre otras, de fuentes feministas, marxistas y postmodernistas (Olsen 1984; Tushnet 1984 y Unger 1983). Los críticos señalan, inicialmente, que el valor y el significado de los derechos son siempre condicionados por o referidos a un contexto político y social; incluso los regímenes más tradicionales, autoritarios y patriarcales, tienen cierta noción de los derechos y responsabilidades correlativos que en un cierto momento pueden transformarse en ventajas para el Estado o para los poderes corporativos, y con ello contribuir a perpetuar la carga para los ciudadanos o para los que no tienen poder. En segundo lugar, el discurso de los derechos es indeterminado; si las mujeres demandan sus derechos sexuales y reproductivos, sus parejas varones pueden demandar los suyos, los fetos (o los defensores de los fetos) pueden demandar también los suyos, así como los médicos y las compañías farmacéuticas y así sucesivamente. Finalmente, existe el problema del individualismo abstracto y de la universalidad asociados de manera típica al lenguaje de los derechos. En el modelo clásico liberal en el que individuos supuestamente iguales escogen y negocian para lograr la satisfacción de sus derechos, las diferencias en las condiciones económicas, en la raza, en el género o en otras características sociales que le dan forma a la carencia de elecciones entre la población real, se vuelven invisibles (Rosenfeld 1992). Si bien estas críticas son convincentes desde el punto de vista teórico, no ofrecen opciones discursivas para que los movimientos sociales presenten sus demandas políticas colectivas. Al margen de su debilidad teórica, el poder polémico del lenguaje de los derechos, en tanto una expresión de las aspiraciones de justicia a lo largo de una variedad de culturas y de condiciones político-económicas muy diferentes, no puede ser fácilmente descartada (Heller 1992). En la práctica, por lo tanto, el lenguaje de los derechos sigue siendo indispensable, pero requiere una redefinición radical. Las teóricas y activistas feministas han desempeñado un papel importante en los esfuerzos por eliminar la universalidad abstracta, el formalismo, el individualismo y el antagonismo que han entorpecido el lenguaje de los derechos (Bunch 1990; Crenshaw 1991; Friedman 1992; Nedelsky 1989; Petchesky 1994; Schneider 1991; Williams 1991). Estableciendo alianzas entre ellas y las luchas en todo el mundo por la democratización entre las poblaciones indígenas, las minorías étnicas, las minorías sexuales, los grupos de inmigrantes y las mayorías oprimidas todos los cuales invocan el lenguaje de los “derechos humanos” , las feministas buscan replantear el discurso de los derechos dentro de un “universo referencial” más inclusivo (Williams 1991). Su propósito es transformar el modelo liberal clásico de los derechos con el fin de: 1) enfatizar la naturaleza social, y no únicamente individual de los derechos y, por lo tanto, transferir el mayor

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peso de las obligaciones correlativas desde los individuos a las instancias públicas; 2) reconocer los contextos comunitarios (relacionales) en los cuales los individuos actúan para ejercer o alcanzar sus derechos; 3) poner en primer plano las bases sustantivas de los derechos en las necesidades humanas y en la redistribución de los recursos, y 4) reconocer a los titulares de derechos en sus múltiples identidades definidas por ellos mismos, incluyendo su género, clase, orientación sexual, raza y etnicidad. El discurso liberal clásico sobre derechos tradicionalmente ha considerado como obvia una marcada división entre las esferas “pública” y “privada” y una tendencia de los individuos a actuar únicamente con referencia a sus propios y limitados intereses antes que a cualquier concepto del bienestar colectivo. De acuerdo con esta visión dual de la sociedad, los derechos existen en un dominio “privado” en el cual los “individuos” deben ser dejados más o menos en paz por el Estado con el fin de maximizar sus intereses individuales de acuerdo con las demandas del mercado. Las teóricas feministas de la política han criticado ampliamente esta presunta división entre lo público y lo privado, señalando que en la mayor parte de las sociedades ambos dominios han tendido a ser dominados por los varones, y que el dominio masculino en una esfera lo refuerza en la otra (Eisenstein 1983; Elshtain 1981; Kelly 1984; Okin 1979). Entonces la construcción de una frontera legal y normativa, entre lo “público” y lo “privado”, aísla las prácticas cotidianas y rutinarias de la subordinación de género en el hogar, en los lugares de trabajo, en las calles y en las instituciones religiosas. Enmascara, además, las formas en las que el trabajo y los servicios de las mujeres como cuidadoras y reproductoras proporcionan las bases materiales y emocionales para que puedan sobrevivir “los seres públicos”: Para muchas niñas y mujeres, las violaciones más severas de sus derechos humanos están profundamente enraizadas en el sistema familiar, reforzadas por normas comunitarias de privilegios para los varones y frecuentemente justificadas por doctrinas religiosas o bien invocaciones a las costumbres o tradiciones. Estas heridas ocultas de género difícilmente son abordadas en las políticas públicas y en los encuentros internacionales, ya que cuestionan creencias colectivas acerca de la “santidad, armonía y estabilidad” de la unidad familiar (Dixon-Mueller 1993). Los escritos y las acciones feministas en defensa de los derechos humanos de las mujeres han utilizado estas críticas como fundamento para cuestionar la resistencia habitual de los estados y de los organismos internacionales a intervenir en los asuntos tradicionalmente definidos como “de la familia”. A través de campañas internacionales enérgicas previas y posteriores a la Conferencia sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas celebrada en Viena en 1993, esas búsquedas feministas han demandado sanciones nacionales e internacionales contra las violaciones a los derechos humanos basadas en el género y, además, han mostrado cómo dichas violaciones ocurren más frecuentemente en los espacios supuestamente privados de la familia, la reproducción y la sexualidad (por ejemplo, a través de la violencia endémica en contra de las mujeres). La falta de acción de las autoridades públicas como respuesta a tales violaciones --ya sea por parte de las autoridades del Estado, de las organizaciones no gubernamentales o de los esposos-- constituye, en su opinión, una forma de consentirlo (Bunch 1990; Cook 1993b; Copelon 1994; Freedman e Isaacs 1993, y Heise 1992). Al abrir la “ciudadela de la privacidad”, la teoría feminista legal y política ofrece una “cuña” con la cual se pueden cuestionar los argumentos de la “tradición” y de la “cultura local” empleados para descalificar las aplicaciones domésticas de las normas internacionales de derechos humanos (Boland, Rao y Zeidenstein 1994). Las deconstrucciones feministas de la

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división “público-privado” también destacan un modelo de comportamiento reproductivo y sexual socialmente contextualizado, que contrasta marcadamente con el supuesto del modelo clásico liberal y con el de muchos planificadores de la familia y demógrafos (que hacen eco de la lectura de Malthus) en el sentido de que las decisiones reproductivas de las mujeres reflejan solamente intereses personales muy limitados. Al contrario, apoyándose en datos sociológicos y antropológicos, han logrado mostrar que tales decisiones generalmente son tomadas bajo enormes presiones de la familia, de la comunidad y de la sociedad para que las mujeres cumplan con las normas vigentes respecto al género y la reproducción, así como compromisos internalizados de actuar responsablemente respecto a los otros. Un modelo social de comportamiento humano no supone que los individuos tomen decisiones en una cápsula o que las “elecciones” sean igualmente “libres” para todos. Las identidades grupales que son complejas y que se intersectan entre sí (entre género, clase, etnicidad, religión, edad, nacionalidad) ejercen influencias sobre las decisiones de las mujeres en múltiples direcciones. Más aún, debido a las inequidades sociales existentes, difiere enormemente el rango de opciones y de recursos con los que cuentan las mujeres, lo cual afecta su capacidad para ejercer sus derechos (Crenshaw 1991; Eisenstein 1994; Williams 1991). ¿De qué manera este modelo de la toma de decisiones personales interactivo e inmerso en lo social se aplica al entorno de los derechos sexuales y reproductivos? Datos cualitativos, a lo largo de una variedad de contextos culturales e históricos, sugieren que el grado en el que las decisiones reproductivas y sexuales son “libres” dista de poder clasificarse fácilmente; además, cualquiera que sea el significado de “libre” o “voluntario”, ello no es sinónimo de aislamiento o individualismo. En cada caso concreto debemos ponderar la multiplicidad de factores sociales, económicos y culturales que inciden sobre las decisiones de la mujer y que le dan forma a su significado concreto. Las decisiones de las mujeres acerca de si llevarán a término o no un embarazo son hechas más frecuentemente en consulta con, bajo la coacción de y, en algunos casos, en resistencia a redes de personas significativas como las madres, las suegras, las hermanas, otros parientes y los vecinos; en algunos casos, los esposos o las parejas masculinas, si bien en otros casos no (Adams y Castle 1994; Ezeh 1993; Gilligan 1982; Jeffery, Jeffery y Lyon 1989; Khattab 1992; Petchesky 1990). Mientras que algunas comunidades o redes de parentesco de las mujeres pueden funcionar como espacios de apoyo para la libertad reproductiva de las mujeres --por ejemplo, facilitando el aborto clandestino o la anticoncepción, o aprobando el rechazo de las relaciones sexuales no deseadas--, otras pueden representar barreras directas o antagonismos. Los maridos celosos o violentos o los parientes políticos vigilantes pueden evitar que la mujer visite clínicas, use condones, obtenga abortos o asista a talleres sobre salud de las mujeres y, de esta manera, no solamente restringen sus “elecciones”, sino que incrementan sus riesgos de embarazos no deseados, de mortalidad materna, de enfermedades de transmisión sexual, y de SIDA (Heise 1992; Protacio 1990; Ramasubban 1990). De hecho, los movimientos religiosos derechistas que buscan restaurar “los valores familiares” y “las tradiciones comunitarias” pueden albergar la desconfianza de algunos hombres respecto a las agrupaciones formadas por las mujeres, así como su búsqueda de refortalecer la díada conyugal en que las mujeres son aisladas de los vínculos natales y de amistades. Aquí confrontamos un problema insistente, que siempre representa un dilema para las defensoras del feminismo, de cómo criticar los tipos y el rango de elecciones disponibles para las mujeres sin denigrar las decisiones que las mujeres sí hacen por ellas mismas, incluso con

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limitaciones sociales y económicas severas.4 El debate relacionado con las tasas de prevalencia de la esterilización en Brasil ofrece un ejemplo complejo e intrigante. En un contexto de rápido descenso de la fecundidad, la esterilización femenina se ha convertido en un método “preferido” en Brasil, usado por el 44% de las usuarias actuales de anticonceptivos. En algunas regiones, la tasa es superior al 64% como sucede en el Nordeste, y la edad promedio a la esterilización ha descendido rápidamente desde principios de los años 80 (15% de las mujeres esterilizadas en el Nordeste eran menores de 25 años de edad). Esa tendencia se explica por una compleja combinación de factores: temor acerca de los efectos colaterales o la eficacia de la anticoncepción reversible, las fallas del sistema de salud pública en el sentido de no proporcionar información adecuada acerca de otros métodos y el acceso a ellos, condiciones económicas críticas, los patrones de empleo de las mujeres y las normas culturales y religiosas que hacen a la esterilización menos “pecaminosa” que el aborto (Correa 1993; Lopez 1993, y Petchesky 1979). En su análisis de las tendencias de la esterilización, las feministas brasileñas han quedado atrapadas entre la necesidad urgente de denunciar las inequidades en las tasas de esterilización particularmente entre mujeres negras y la evidencia de resultados de investigación en el sentido de que muchas mujeres han escogido conscientemente y pagado por el procedimiento, y que además están satisfechas con su decisión. Por una parte, esto es un claro ejemplo de las “elecciones coaccionadas” que resultan de circunstancias de género, pobreza y racismo; la noción misma de que las mujeres en tales condiciones están ejerciendo sus “derechos reproductivos” fuerza el significado de este término (Lopez 1993). Por otra parte, la demanda de que se ejerzan sanciones penales en contra de la esterilización, hecha por ciertos grupos en Brasil, pareciera una negación de la autoridad moral de las mujeres en su búsqueda de autodeterminación reproductiva. Necesitamos desarrollar marcos analíticos que respeten la integridad de las decisiones reproductivas y sexuales de las mujeres al margen de sus restricciones, que a la vez condenen las condiciones sociales, económicas y culturales que pueden obligar a las mujeres a “escoger” una vertiente en lugar de otra. Tales condiciones prevalecen en una variedad de situaciones, frenando las opciones reproductivas y creando dilemas para los activistas por la salud de las mujeres. Las mujeres que están desesperadas por trabajar pueden exponerse a riesgos para su reproducción con conocimiento de causa, riesgos químicos o algunas otras toxinas en su lugar de trabajo. Las mujeres que están restringidas por la dependencia económica y la preferencia cultural por hijos varones pueden “escoger” el aborto como un medio de selección de los hijos de acuerdo con su sexo. En los lugares en donde la mutilación genital femenina es una práctica tradicional, las mujeres deben “escoger” para sus hijas jóvenes entre los riesgos severos para su salud y pérdidas para su sexualidad por una parte, y que tengan un estatus de mujeres o de parias que no pueden casarse, por otra. Para que las decisiones reproductivas sean “libres” en un sentido real, más que constreñidas por las circunstancias o la desesperación, se requiere de la presencia de ciertas condiciones de posibilidad. Dichas condiciones constituyen los fundamentos de los derechos reproductivos y sexuales, y son a lo que las feministas se refieren cuando hablan del 4

La teoría y la práctica feminista han experimentando una larga historia de divisiones sobre esta cuestión; ya sea con respecto a la legislación laboral proteccionista, a la prostitución, a la pornografía o a la posibilidad de proporcionar implantes anticonceptivos a adolescentes o a mujeres pobres, los conflictos entre las “liberales” (promotoras de la “libertad de elección”) y las “radicales” (defensoras de la protección social o la prohibición legal), han sido enconados y prolongados.

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“empoderamiento” de las mujeres. Incluyen factores materiales e infraestructurales tales como transporte confiable, cuidado de los hijos, subsidios financieros o apoyos para los ingresos, así como servicios de salud integrales que sean accesibles, humanos y bien provistos de personal. La ausencia de un transporte adecuado por sí solo puede ser un factor que contribuya significativamente a una tasa más alta de mortalidad materna y obstáculos para el uso de anticonceptivos (ver Asian and Pacific Women's Resource Collection Network 1990; y McCarthy y Maine 1992). Dichas condiciones también incluyen factores culturales y políticos tales como el acceso a la educación y a los ingresos, la autoestima y los mecanismos para la toma de decisiones. Cuando las mujeres no tienen escolaridad, capacitación o estatus más allá del que se deriva de tener hijos varones, la crianza puede seguir siendo su mejor opción (Morsy 1994; Pearce 1994; Ravindran 1993). Dichas condiciones de posibilidad, o derechos sociales, son esenciales para los derechos reproductivos y sexuales, y directamente hacen precisa la responsabilidad de los estados y de las instituciones mediadoras (por ejemplo, las instancias de población y desarrollo) para su implementación. Los derechos suponen no únicamente libertades personales (dominios en donde los gobiernos deben dejar que las personas obren por sí mismas) sino también procesos de entitulamiento social (dominios donde la acción afirmativa de carácter público se requiere para asegurar que los derechos sean alcanzables por todo mundo). Por tanto, implican necesariamente responsabilidades públicas y un renovado énfasis en las relaciones entre el bienestar personal y el bien común, incluyendo el bien del apoyo público para lograr la igualdad de los géneros en todos los ámbitos vitales. Con esto no se pretende sugerir una mística “armonía de intereses” entre las mujeres individuales y las autoridades públicas, ni negar que los conflictos entre los intereses “privados” y “públicos” continuarán existiendo. En sociedades gobernadas por valores de mercado competitivos, por ejemplo, las parejas de clase media y los empresarios pueden plantear serias cuestiones éticas al explotar las tecnologías reproductivas para producir el “sexo correcto” o el “hijo perfecto”. Mientras tanto, en regímenes represivos o dictatoriales, los deseos reproductivos de los individuos pueden ser sacrificados por completo en función de una ética de la conveniencia pública: una prueba de ello es la dura campaña antinatalista en China. Estas realidades nos invitan a repensar la relación entre el Estado y la sociedad civil, así como a delinear un marco ético para los derechos reproductivos y sexuales en un espacio en donde se intersectan lo social y lo individual. EL CONTENIDO ÉTICO DE LOS DERECHOS REPRODUCTIVOS Y SEXUALES Proponemos que los fundamentos de los derechos reproductivos y sexuales para las mujeres consisten en cuatro principios éticos: la integridad corporal, el ejercer como persona, la igualdad y la diversidad. Cada uno de estos principios puede ser violado a través de actos de intromisión o de abuso por autoridades del gobierno, por médicos y otros proveedores, por las parejas varones, por los miembros de la familia, entre otros o a través de actos de omisión, negligencia o discriminación por autoridades públicas (nacionales o internacionales). Cada uno de ellos también plantea dilemas y contradicciones que sólo pueden ser resueltos a partir de arreglos sociales radicalmente diferentes de aquellos que prevalecen actualmente en la mayor parte del mundo.

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La integridad corporal Quizá en mayor grado que cualquiera de los otros tres principios, el de la integridad corporal o el derecho a la seguridad en, y al control sobre el propio cuerpo forma una parte central de la libertad reproductiva y sexual. Como lo sugerimos en la introducción, este principio se inserta en el desarrollo histórico de las ideas acerca del individuo y de la ciudadanía en la cultura política de Occidente. Pero también está más allá de cualquier cultura o región, en la medida en que una versión de este principio es el supuesto de toda oposición a la esclavitud y a otras servidumbres involuntarias, a la tortura, a la violación y a cualquier forma de agresión ilegítima y de violencia. Como lo señaló la Declaración de la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer en la Ciudad de México en 1975: “el cuerpo humano, ya sea el de las mujeres o el de los varones, es inviolable y el respeto del mismo es un elemento fundamental de la dignidad y la libertad humanas” (citado en Freedman e Isaacs 1993). Afirmar el derecho de las mujeres a “controlar” y a “poseer” sus cuerpos no significa que los cuerpos de las mujeres sean simples cosas separadas de ellas mismas o aisladas de las redes sociales y de las comunidades. Al contrario, ello connota que el cuerpo es una parte integral de la persona cuya salud y bienestar (incluyendo el placer sexual) son una base necesaria para su participación activa en la vida social. La integridad corporal, entonces, no es únicamente un derecho individual sino que es un derecho social, ya que sin él las mujeres no pueden funcionar como miembros responsables de una comunidad (Freedman e Isaacs 1993; Petchesky 1990 y 1994). Empero, en sus aplicaciones específicas el principio de la integridad corporal nos recuerda que, mientras que los derechos reproductivos y sexuales son necesariamente sociales, a la vez son irreductiblemente personales. Si bien nunca pueden ser realizados sin prestar atención al desarrollo económico, al empoderamiento político y a la diversidad cultural, a final de cuentas su lugar es en los cuerpos individuales de las mujeres (DAWN 1993; Petchesky 1990). La integridad corporal incluye tanto “el derecho de la mujer a que no se le prive de su capacidad sexual y reproductiva (por ejemplo, a través del sexo o del matrimonio coaccionado,... [mutilación genital], negándole el acceso al control de la natalidad, practicándole la esterilización sin consentimiento informado, las prohibiciones sobre la homosexualidad), así como... su derecho a la integridad de su persona física (por ejemplo, estar libre de la violencia sexual, de algún tipo de reclusión indebida en el hogar, de métodos anticonceptivos riesgosos, de embarazos no deseados o de una procreación coaccionada y de las intervenciones médicas no deseadas)” (Dixon-Mueller 1993). Tales abusos negativos ocurren en múltiples niveles o lugares, incluyendo no únicamente las relaciones con las parejas sexuales y con parientes, médicos y otros proveedores, sino también las campañas estatales o militares (por ejemplo, programas coercitivos de reducción de la fecundidad o la violación de mujeres como una herramienta de “depuración étnica”). Pero la integridad corporal también implica derechos afirmativos a disfrutar del pleno potencial del propio cuerpo para la salud, la procreación, y la sexualidad. Cada uno de estos elementos genera un cúmulo de complejas preguntas que sólo podemos mencionar brevemente. En relación a la salud, el término “integridad” tiene una connotación de totalidad tratando el cuerpo y sus necesidades actuales como una unidad y no como fragmentos o funciones mecánicas separadas pieza por pieza. El Dr. Rani Bang de la India encontró que en un distrito del Estado de Maharashtra, el 92 por ciento de las mujeres que asistían a clínicas de planificación familiar

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locales sufrían de infecciones o enfermedades ginecológicas no tratadas (Bang 1989, citado en Bruce 1990). ¿Cómo puede suceder esto si los médicos están tratando los cuerpos de las mujeres y la salud reproductiva como algo integral? De manera similar, los programas de planificación familiar que enfatizan los llamados “métodos de anticoncepción médicamente eficaces” a costa de o incluso excluyendo los métodos de barrera, no ofrecen a las mujeres una protección contra las enfermedades de transmisión sexual y la infección por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) y, por lo tanto, las exponen a la morbilidad, la infertilidad o la muerte. Sin duda alguna, la pregunta de si existe “un derecho fundamental a la procreación”, basado en la propia capacidad biológica del individuo de reproducirse, es más complicada que si se tiene el derecho a prevenir o terminar un embarazo por motivos de integridad corporal. No obstante, podemos reconocer que el procrear tiene consecuencias para otros, además de una mujer individual, de un varón o de la estirpe, sin apoyar la afirmación de que las mujeres tienen la obligación hacia la sociedad (¡o hacia el planeta!) de abstenerse de reproducirse. Tal obligación podría empezar a existir sólo cuando todas las mujeres fueran provistas de recursos suficientes para su bienestar, de alternativas viables de trabajo y de un ambiente cultural de realización que fuera más allá de la procreación, de manera que ellas ya no siguieran dependiendo de los hijos para sobrevivir y para su dignidad (Berer 1990; Freedman e Isaacs 1993). Aun así, no serían aceptables las políticas antinatalistas que dependen de la coerción o que discriminan o tienen como población objetiva a grupos particulares. Nuestro titubeo acerca del “derecho a procrear” no está basado en una simple correlación entre el crecimiento poblacional, la degradación del medio ambiente y la fecundidad de las mujeres, argumentos ampliamente refutados en varios capítulos de Sen et al. 1994.5 Al contrario, se deriva de preocupaciones acerca de la forma en que, a lo largo de la historia, los sistemas de parentesco patriarcal han usado tales demandas para confinar y subordinar a las mujeres, quienes son los únicos seres cuyos cuerpos pueden ser fecundados. Sin embargo, los derechos procreativos son una parte importante de los derechos reproductivos y sexuales. Incluyen el derecho a participar en la práctica humana básica de criar y educar a los hijos; el derecho a llevar a término embarazos deseados, en condiciones seguras, dignas y saludables, así como a criar y ver crecer a los propios hijos en tales condiciones, y el derecho de las familias de homosexuales y lesbianas a engendrar, criar o adoptar hijos con la misma dignidad que otras familias. También incluyen una transformación de la división genérica del trabajo que prevalece en la actualidad, de tal manera que a los hombres se les asigne tanta responsabilidad por el cuidado de los hijos como a las mujeres. Finalmente, ¿qué podemos decir de la capacidad del cuerpo para el placer sexual y del derecho a expresarlo en formas diversas y no estigmatizadas? Si el principio de integridad corporal implica tal derecho, como nosotras lo creemos, su expresión seguramente se vuelve más complicada, seguramente acarrea peligros para las mujeres y los hombres en el contexto de que se ha incrementado la prevalencia de las infecciones por VIH y ETS (Berer 1993a; DAWN 1993). Además de estos daños inmediatos exacerbados por el hecho actualmente bien documentado de que muchas de las enfermedades de transmisión sexual incrementan la susceptibilidad de las mujeres al VIH , existe un “círculo vicioso” en el cual “las mujeres que padecen las consecuencias de las enfermedades de transmisión sexual se encuentran en circunstancias sociales que incrementan aún más su riesgo de exposición a infecciones sexualmente transmitidas y a sus complicaciones” (Elias 1991). Este círculo vicioso actualmente afecta más drásticamente a las 5

Nota de traducción: La versión original en inglés del presente artículo forma parte de dicho libro. 11

mujeres en el África subsahariana, pero también se ha ido convirtiendo rápidamente en un fenómeno mundial. Incluye la falta de autodeterminación sexual de las mujeres; el alto riesgo de infertilidad y de embarazos ectópicos derivados de infecciones por enfermedades de transmisión sexual; su dependencia respecto a los hombres y parientes políticos para poder sobrevivir; la amenaza de ostracismo o rechazo por su familia o por su pareja masculina después de una infección o de infertilidad; la amenaza de desempleo, empobrecimiento y prostitución, seguida por una aún mayor exposición a infecciones por enfermedades de transmisión sexual y el VIH (Elias 1991; Wasserheit 1993). La crisis global de VIH y SIDA complica, pero no disminuye el derecho de todas las personas a un placer sexual responsable en un contexto social y cultural que las apoya. Para que las mujeres y los hombres de diversas orientaciones sexuales puedan expresar su sexualidad sin miedo o sin el riesgo de ser excluidos, de enfermedad o de muerte, se requiere de educación sexual y una resocialización de los varones y de las mujeres en una escala hasta ahora sin precedentes. Es por ello que la integridad corporal tiene una necesaria dimensión de derechos sociales que, ahora más que nunca, es una cuestión de vida o muerte. El ejercicio como persona Escuchar a las mujeres es la clave para respetar su ejercicio moral y legal como personas esto es, su derecho a la autodeterminación. Ello significa tratarlas como los actores principales y las tomadoras de decisiones en materias de reproducción y sexualidad como sujetos, y no meramente como objetos, y como fines y no únicamente como medios de las políticas de población y planificación familiar. Como debe quedar claro por nuestra discusión anterior en la que enfatizamos un modelo relacional e interactivo de las decisiones reproductivas de las mujeres, nuestro concepto de la toma de decisiones autónomas implica respeto hacia cómo las mujeres toman decisiones, hacia los valores que aplican y hacia las redes de interacción con las demás personas a las que deciden consultar; ello no implica una noción de soledad o de aislamiento en las “elecciones individuales”. Tampoco excluye una amplia consejería acerca de los riesgos y las opciones asociados con la anticoncepción, el cuidado prenatal, la reproducción, las enfermedades de transmisión sexual y el VIH, y otros aspectos de su salud ginecológica. En el nivel clínico, para que los proveedores respeten el ejercicio como personas de las mujeres requiere que ellos confíen en los deseos y experiencias de las mujeres y que los tomen en serio, por ejemplo, en lo relacionado con los efectos colaterales de los anticonceptivos. Cuando los médicos trivializan las quejas de las mujeres acerca de síntomas tales como los dolores de cabeza, el aumento de peso, o la irregularidad menstrual, violan dicho principio. En estudios cualitativos sobre prácticas clínicas relacionadas con el uso del Norplant en la República Dominicana, Egipto, Indonesia y Tailandia, se encontró que las preocupaciones de las mujeres acerca del sangrado irregular frecuentemente eran minimizadas, y que sus peticiones de que se les removiera el implante no eran tomadas en cuenta (Zimmerman et al. 1990). El respeto al ejercicio como persona también requiere que a las personas usuarias de servicios se les ofrezca un rango completo de opciones seguras, explicadas ampliamente, sin grandes discrepancias en el costo o en los subsidios gubernamentales. Cuando de hecho se eligen para la promoción algunos métodos anticonceptivos (por ejemplo, implantes de larga duración o la esterilización) o cuando las prácticas clínicas manifiestan fuertes sesgos pronatalistas o antinatalistas (como en los programas regidos por metas demográficas), o cuando el aborto legal y seguro es negado, el respeto por el ejercicio de las mujeres como personas es objeto de un abuso

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sistemático. Las guías o lineamientos “de calidad del servicio” originadas en el activismo por la salud de las mujeres y codificadas después por Judith Bruce, reflejan no únicamente la buena práctica médica, sino una ética de respeto al ejercicio de la persona (Bruce 1990; DAWN 1993; Jain, Bruce y Mensch 1992; Mintzes 1992). En el nivel de las políticas y programas nacionales e internacionales, el tratar a las mujeres como personas en sus tomas de decisiones sexuales y reproductivas significa asegurar que las organizaciones de mujeres estén representadas y que sean escuchadas en los procesos de elaboración de las políticas de población y salud y que, además, sean establecidos mecanismos eficaces para la rendición de cuentas por parte de las instancias públicas, en los cuales participen las mujeres, con el fin de vigilar contra posibles abusos. Ello también significa el abandonar las metas demográficas en función del crecimiento económico, de una contención de costos o de rivalidades étnicas o nacionalistas, para reemplazarlas con metas de salud reproductiva y de empoderamiento de las mujeres (véase Jain y Bruce 1994). Las políticas basadas en metas demográficas que estimulan el uso de incentivos materiales o de desincentivos frecuentemente acaban manipulando o coaccionando a las mujeres, particularmente a aquellas que son pobres, con el fin de que acepten métodos de control de la fecundidad que en otras condiciones podrían rechazar y, por tanto, atentan contra la autonomía en su toma de decisiones. La cuestión de los “incentivos” es claramente un asunto complicado, ya que en algunas circunstancias éstos pueden ampliar las opciones y la libertad de las mujeres (Dixon-Muller 1993). Las feministas y los activistas de derechos humanos han criticado, con justa razón, los programas que promueven métodos particulares de control de la fecundidad o campañas antinatalistas que funcionan a través de estímulos monetarios o ropa para las personas aceptantes, multas o la negación de proporcionar cuidado a los hijos o prestaciones para la salud a los “desobedientes”, o bien, cuotas reforzadas con “premios” para los oficiales locales o para el personal clínico (Freedman e Isaacs 1993; Ravindran 1993). ¿Cuál sería nuestra reacción, sin embargo, a un sistema de clínicas que proporcionan atención integral y que son manejadas por las mujeres, que proveyeran guarderías o transporte gratis para facilitar las visitas a las clínicas? Existe una clara diferencia entre esos dos casos, ya que el primero privilegia las metas y las estrategias promocionales que socavan el ejercicio de las mujeres como personas, mientras que el segundo incorpora el tipo de condiciones de posibilidad que anteriormente notamos como necesarias para igualar la capacidad de las mujeres para ejercer sus derechos reproductivos. Para distinguir entre las condiciones que apoyan o empoderan y los incentivos o desincentivos coercitivos, necesitamos asegurar que respeten cada uno de los cuatro principios éticos de los derechos reproductivos (integridad corporal, ejercicio como persona, igualdad y diversidad). Cuando se espera que las mujeres pobres o encarceladas cambien otros derechos “por el precio de su matriz” (por ejemplo, un trabajo por la esterilización o salir de la cárcel a cambio de un Norplant) los “incentivos” se corrompen, volviéndose sobornos (Williams 1991). La ubicación social de las mujeres determina hasta qué grado pueden tomar decisiones sexuales y reproductivas con dignidad. La igualdad El principio de la igualdad se aplica a los derechos sexuales y reproductivos en dos áreas principales: las relaciones entre los hombres y las mujeres (divisiones de género) y las relaciones entre las mujeres (en las condiciones tales como clase, edad, nacionalidad y etnicidad que dividen

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a las mujeres como grupo). Con respecto a la primera, el ímpetu detrás de la idea de derechos reproductivos, tal como surgió históricamente, consistía en remediar el sesgo social en contra de las mujeres inherente en su falta de control sobre su fecundidad y en su asignación a los roles mayormente reproductivos, a partir de la división del trabajo por géneros. Los “derechos reproductivos” (o el “control de la natalidad”) constituían una de las estrategias dentro de una agenda mucho más amplia para hacer que la posición de las mujeres en la sociedad se igualará a la de los varones. Al mismo tiempo, esta noción contiene las semillas de una contradicción, dado que las mujeres y sólo ellas son quienes se embarazan y, en ese sentido, su situación --y su grado de riesgos-- nunca podrá ser equivalente al que les corresponde a los varones. Esa tensión, que las feministas han conceptualizado en el debate sobre la igualdad versus las “diferencias”, se ha vuelto problemática en el lenguaje neutro, en lo que respecta a género, de la mayor parte de los documentos de las Naciones Unidas relacionados con salud y derechos reproductivos. Por ejemplo, el artículo 16(e) de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer les da a los varones y a las mujeres los mismos derechos a decidir, libre y responsablemente, sobre el número y el espaciamiento de sus hijos y a tener acceso a la información, la educación y los medios que les posibiliten a ambos el ejercicio de tales derechos [énfasis añadido]. ¿Podría este artículo ser usado para obligar a los esposos a consentir el aborto o la anticoncepción? ¿Por qué los hombres y las mujeres deberían tener los “mismos” derechos relacionados con la reproducción, cuando por una parte, las mujeres son las procreadoras de los hijos, y aquellas que en la mayor parte de las sociedades tienen la responsabilidad del cuidado de los mismos?, por otra parte, tienen un interés mayor en este asunto y de hecho, un número cada vez mayor de mujeres crían a los hijos sin contar con ningún beneficio de las parejas varones. (En la literatura sobre planificación familiar, el lenguaje de “las parejas” genera el mismo tipo de interrogantes). Si tomamos el tema de la anticoncepción como ejemplo, el principio de la igualdad parecería requerir que, cuando los métodos anticonceptivos implican riesgos o producen beneficios, dichos riesgos y beneficios sean distribuidos en forma equitativa entre las mujeres y los hombres. Esto apuntaría a una política de población que pone mayor énfasis en promover la responsabilidad de los varones en el control de la fecundidad y en investigaciones científicas sobre anticonceptivos efectivos “para los varones”. De hecho, muchas mujeres expresan una sensación de injusticia, ya que se espera que ellas asuman casi todos los riesgos médicos y las responsabilidades sociales asociados con la prevención de los embarazos no deseados (Pies s.f.). Sin embargo, tal tipo de política también podría entrar en conflicto con el derecho básico de las mujeres a controlar su propia fecundidad y la necesidad sentida por muchas de mantener dicho control, a veces ocultándolo y sin “compartir de manera igual” los riesgos. En la superficie, este dilema parecería ser una contradicción dentro de las metas feministas, entre los principios opuestos de igualdad y ejercicio como persona. La agenda feminista que privilegia el control de las mujeres en los derechos reproductivos parecería estar reforzando la división del trabajo por géneros que confina a las mujeres al dominio de la reproducción. Pero al explorar más profundamente el problema, se descubre que, si bien las mujeres desconfían de que los varones tomen la responsabilidad del control de la fecundidad y son renuentes a abandonar los métodos que ellas mismas controlan, eso se origina en otros tipos de desequilibrios de poder entre los géneros que actúan en contra de un enfoque que apoya la “igualdad de los géneros” en las políticas de salud reproductiva. Éstos incluyen los sistemas sociales que no ofrecen incentivos educativos o económicos respecto a la participación de los

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hombres en el cuidado de los hijos, y las normas culturales que estigmatizan la sexualidad de las mujeres más allá de los límites de la monogamia heterosexual. Por lo tanto, mientras que una política de salud reproductiva que estimula el desarrollo y uso de “métodos masculinos” de anticoncepción puede incrementar la gama total de “opciones”, a la larga no ayudará a hacer efectivos los derechos sociales de las mujeres ni la igualdad de los géneros hasta que dichas temáticas más amplias también sean consideradas. Para aplicar el principio de la igualdad en la implementación de los derechos sexuales y reproductivos, también se requiere poner atención a las posibles desigualdades entre las mujeres. Esto significa, cuando menos, que los riesgos y los beneficios deben ser distribuidos en forma equitativa, y que los proveedores y quienes definen las políticas deben respetar la autoridad de las mujeres para tomar decisiones sin que ello dependa de diferencias de clase, de raza, de origen étnico, de edad, de estado civil, de orientación sexual, de nacionalidad o de región (Norte-Sur). Regresando a nuestro ejemplo de la anticoncepción, sin duda existen amplias evidencias de que el acceso a métodos seguros y saludables del control de la fecundidad puede jugar un rol importante en el mejoramiento de la salud de las mujeres, pero que algunos métodos anticonceptivos pueden tener consecuencias negativas para la salud de algunas de ellas (National Research Council 1989). Estas cuestiones relacionadas con el tratamiento igual pueden surgir cuando ciertos métodos particularmente aquellos que implican riesgos médicos o cuyos efectos a largo plazo no son bien conocidos son probados y dirigidos a una población determinada o promovidos principalmente entre mujeres pobres de países del Sur o del Norte. De hecho, cuando se realizan pruebas clínicas entre mujeres pobres de áreas urbanas, quienes tienden a mudarse frecuentemente o carecen de transporte, es posible que no existan las condiciones necesarias para un seguimiento médico adecuado y, por lo tanto, las pruebas mismas podrían estar violando el principio de la igualdad. Mientras tanto, surgen cuestiones relativas a la discriminación cuando métodos seguros y provechosos, tales como los condones o los diafragmas, las pastillas hormonales de bajas dosis o el aborto en condiciones higiénicas, están disponibles solamente para las mujeres que cuentan con los recursos económicos para costearlos. Para que los gobiernos y las organizaciones internacionales promuevan los derechos sexuales y reproductivos en formas que respeten la igualdad entre las mujeres, es preciso que se ocupen al menos de las diferencias más evidentes en el poder y en los recursos que dividen a las mujeres en el interior de los países y al nivel internacional. En el caso de los métodos de anticoncepción efectivos y saludables, las leyes que garantizan la “libertad” de todas las mujeres a usar cualquier método que ellas “escojan” son inútiles si no se aseguran el acceso geográfico, servicios y materiales de alta calidad y apoyo financiero para todas las mujeres que los necesiten. Lo que estamos diciendo es que los cambios económicos y políticos necesarios para crear tales condiciones son una cuestión no únicamente de desarrollo, sino de derechos (sociales); de hecho, son un buen ejemplo de por qué el desarrollo es un derecho humano y por qué los derechos reproductivos de las mujeres son inseparables de tal ecuación (Sen 1992). La diversidad En tanto que el principio de la igualdad requiere la mitigación de las inequidades entre las mujeres, en cuanto a su acceso a los servicios o su tratamiento por parte de proveedores de salud y definidores de políticas, el principio de la diversidad requiere respeto por las diferencias entre las mujeres en valores, cultura, religión, orientación sexual, condición familiar o médica, entre

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otras. El lenguaje cada vez más universal de los instrumentos internacionales de derechos humanos, que refleja una tradición liberal occidental, necesita ser reformulado para tomar en cuenta tales diferencias (ver Freedman e Isaacs 1993; Cook 1993 a, b). A la vez que defendemos la aplicabilidad universal de los derechos sexuales y reproductivos, también debemos reconocer que tales derechos frecuentemente tienen diferentes significados, o diferentes puntos de prioridad, en contextos sociales y culturales distintos. Las diferencias en los valores culturales o religiosos, por ejemplo, afectan las actitudes hacia los hijos y hacia la procreación, influyendo en la manera en que diversos grupos de mujeres ven su carácter de titulares de derechos en el ámbito de la reproducción. En su estudio sobre mujeres que trabajan en el mercado en Ile-Ife, Nigeria, la antropóloga Tola Olu Pearce (1994) encontró que el alto valor asignado a la fecundidad de las mujeres y la subordinación de los deseos individuales al bienestar colectivo en la tradición yoruba, convertían la noción de un derecho individual de las mujeres a escoger en algo ajeno. No obstante, durante incontables generaciones las mujeres yoruba en Ile-Ife también han usado métodos de control de la fecundidad para espaciar sus hijos y para “evitar vergüenzas”; sin duda, consideran que esto es parte de sus “derechos” colectivos como mujeres. Una ética comunitaria similar que rige sobre las decisiones reproductivas de las mujeres emerge en un estudio de mujeres latinas solteras en el Este de Harlem (la Ciudad de Nueva York), quienes consideran que sus “derechos reproductivos” incluyen el de recibir asistencia pública con el fin de permanecer en casa y cuidar a los hijos (Benmayor, Torruellas y Juarbe 1992). Los valores religiosos y culturales locales también pueden moldear las actitudes de las mujeres hacia las tecnologías médicas o hacia sus efectos tales como el sangrado menstrual irregular. El personal clínico que trabaja en la difusión del Norplant no siempre ha entendido los significados que el sangrado menstrual puede tener en las culturas locales, y el grado en que el sangrado frecuente un efecto colateral común en el Norplant puede resultar en la exclusión de las mujeres de las relaciones sexuales, de los rituales o de la vida comunitaria (Zimmerman et al. 1990). El imponer estándares de lo que es un sangrado “normal” o “rutinario” (por ejemplo, para justificar rehusarse a remover el implante a solicitud de las personas) podría constituir una violación del principio de la diversidad, así como del principio de integridad corporal y el de ejercer como persona.6 Es importante distinguir entre el principio feminista de respeto a la diferencia y la tendencia de los gobiernos dominados por hombres y de los grupos fundamentalistas religiosos de todo tipo a emplear la “diversidad” y la “autonomía de las culturales locales”, como razones para negar la validez universal de los derechos humanos de las mujeres.7 En todos los casos citados 6

No únicamente los médicos, sino las activistas feministas pueden ser culpables de imponer sus propios valores y de no respetar la diversidad. Los grupos feministas que desaprueban todas las tecnologías reproductivas (por ejemplo, las tecnologías que asisten la fecundidad artificialmente) por ser instrumentos del control médico sobre las mujeres que van en contra de lo “natural”, ignoran las formas en que tales tecnologías pueden ampliar los derechos de mujeres particulares (por ejemplo, las lesbianas que quieren embarazarse a través de la inseminación artificial o de la fertilización in vitro). 7

Nos parece crucial reconocer que los movimientos fundamentalistas religiosos han resurgido en todas las regiones del mundo y en las religiones principales catolicismo, protestantismo, judaísmo e hinduismo, así como el islam. A pesar de amplias diferencias culturales y teológicas, estos fundamentalismos comparten una visión de las mujeres como receptáculos reproductivos, la cual está opuesta a cualquier noción de derechos reproductivos de las mujeres. Lynn Freedman y Stephen Isaacs (1993) desarrollan una 16

anteriormente, la afirmación de las mujeres acerca de sus necesidades y valores particulares, en vez de la negación de la aplicación universal de los derechos, aclara lo que dichos derechos significan en contextos específicos. Las múltiples identidades de las mujeres ya sea como miembros de grupos culturales, étnicos, o de redes de parentesco, o bien, en tanto personas con orientaciones religiosas y sexuales específicas, entre otras características retan al discurso de los derechos humanos a que desarrolle un lenguaje y una metodología que sean plurales a la vez que fieles a los principios básicos de la igualdad, el ejercicio como persona y la integridad corporal. Eso significa que el principio de la diversidad nunca es absoluto, sino que siempre está condicionado por una concepción de los derechos humanos que promueve el desarrollo de las mujeres y que respeta su autodeterminación. Las prácticas patriarcales tradicionales que subordinan a las mujeres independientemente de su carácter local o de su antigüedad, o si son realizadas por las mujeres mismas (por ejemplo, la mutilación genital) nunca pueden invalidar la responsabilidad social de los gobiernos y de las organizaciones intergubernamentales de hacer valer la igualdad de las mujeres, su ejercicio como persona y su integridad corporal, a través de mecanismos que respeten las necesidades y los deseos de las mujeres más directamente involucradas. INCORPORANDO UN ENFOQUE FEMINISTA DE DERECHOS SOCIALES A LAS POLÍTICAS DE POBLACIÓN Y DESARROLLO El análisis anterior ha intentado mostrar que las dimensiones individual (libertad) y social (justicia) de los derechos nunca pueden ser separadas, mientras los recursos y el poder sigan siendo distribuidos de manera desigual en la mayoría de las sociedades. Por lo tanto, las obligaciones afirmativas de los Estados y de las organizaciones internacionales se vuelven primordiales, dado que la habilidad de los individuos para ejercer sus derechos reproductivos y sexuales depende de una amplia variedad de condiciones que aún no están a la disposición de muchas personas y que son imposibles de alcanzar sin el apoyo público. En ese sentido, el lenguaje del “entitulamiento” nos parece demasiado restringido en la medida en que implica demandas hechas por individuos al Estado sin expresar la idea de un interés mutuo público en el desarrollo de ciudadanos empoderados, instruidos y políticamente responsables, incluyendo a todas las mujeres. De la misma manera, el lenguaje de “escoger libre y responsablemente” que aún figura en la mayoría de los instrumentos internacionales que abordan la planificación familiar y los derechos reproductivos es, en el mejor de los casos, ambiguo y, en el peor, evasivo (Boland, Rao y Zeidenstein 1994). ¿Qué significa escoger “responsablemente”? ¿Quién, de hecho, es responsable y cuáles son las condiciones necesarias sociales, económicas y culturales para que los individuos actúen en una forma socialmente responsable? Las obligaciones correlativas asociadas con los derechos sexuales y reproductivos corresponden no únicamente a los titulares de dichos derechos, sino a las instancias o agencias gubernamentales e intergubernamentales encargadas de hacerlos valer.

discusión sobre los conflictos entre el derecho religioso y el consuetudinario y los derechos humanos, la cual es excelente con excepción del exagerado énfasis que dan a los países musulmanes y a la ley islámica.

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Las políticas y programas de salud que abordan la reproducción y a las mujeres holísticamente, a lo largo del ciclo de vida y con medios apropiados para las condiciones sociales de las mujeres, requieren servicios integrales con un personal bien capacitado y con una infraestructura adecuada para todas las mujeres. Si las mujeres habrán de ser empoderadas para hablar libremente en los contextos clínicos y para hacer demandas acerca de sus necesidades en materia de salud sexual y reproductiva en particular donde la calidad de la atención es inadecuada , deben tener “una cultura de vigilancia de su salud”, la cual puede, a su vez, basarse en que ellas tengan oportunidades de independencia económica y de autodeterminación política (Basu 1990). Al final de cuentas, tales objetivos son una cuestión no tanto de transformaciones económicas sino de prioridades y valores políticos. Como lo plantearon los participantes en la reunión del grupo de expertos sobre población y mujeres, llevada a cabo en Botswana en 1992: “La igualdad de las mujeres depende no del nivel de desarrollo o de los recursos económicos disponibles, sino de la voluntad política de los gobiernos y del contexto cultural en el que tienen que vivir las mujeres” (1992). La conclusión necesaria es que los gobiernos y las agencias de población, que pretenden defender los derechos reproductivos y sexuales de las mujeres, tienen que hacer mucho más que simplemente evitar abusos. Deben hacer incluso más que vigilar el cumplimiento de los lineamientos para “la calidad de la atención”, los cuales atañen solamente a las condiciones en la clínica y no las de las comunidades locales y de la sociedad en su conjunto. Además, deben tratar de alcanzar un reordenamiento de las políticas económicas internacionales (incluyendo los llamados programas de ajuste estructural), de las prioridades nacionales de financiamiento y de las políticas nacionales de salud y población a fin de poner menos énfasis en el servicio de la deuda y en el militarismo, a favor del bienestar social y la atención primaria a la salud. Por otra parte, deben adoptar programas afirmativos que promuevan “una cultura basada en la toma de conciencia respecto a la salud” y el empoderamiento entre las mujeres, así como una actitud de respeto, no violencia y responsabilidad por parte de los varones hacia las mujeres y los niños. Los documentos desarrollados, durante los preparativos de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo celebrada en El Cairo en 1994, han empezado a reflejar la visión de los derechos reproductivos y sexuales presentada aquí, es decir, como derechos sociales.8 Ello es cierto, no únicamente en el caso de los documentos producidos por las organizaciones no gubernamentales de mujeres, sino también de las reuniones preparatorias para la conferencia oficial y de sus relatorías, donde por vez primera en el discurso internacional sobre población se da mayor importancia a la igualdad de los géneros y al empoderamiento de las mujeres que a las metas demográficas y al crecimiento económico, y se reconocen que aquéllos forman parte del “desarrollo sustentable”. Tanto en la guía temática adoptada para el nuevo Plan de Acción Mundial sobre Población y en el resumen del coordinador del Segundo Comité Preparatorio, las cuestiones relacionadas con la igualdad de los géneros, los derechos de las mujeres y los derechos reproductivos aparecen a lo largo de todas las secciones, en vez de limitarse a una o dos referencias simbólicas incluidas habitualmente. En claro contraste con el anterior Plan de Acción Mundial sobre Población, el resumen del coordinador del Comité Preparatorio enfatiza la importancia, en relación a la planificación familiar y a la salud reproductiva, de la sexualidad, la salud sexual y la prevención de enfermedades de transmisión sexual y de VIH/SIDA. Además, a diferencia de la mayor parte de los documentos de las Naciones Unidas, incluye “la orientación 8

Aclaración del traductor: Este artículo fue escrito y publicado en 1994 previo a la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo. 18

sexual” entre las condiciones listadas que “muchas delegaciones” reconocieron como elementos que no deben conllevar la discriminación en cuanto al “acceso de las mujeres a la información, educación y a los servicios que les permitan ejercer sus derechos reproductivos y sexuales”. Es necesario que veamos ese cambio radical respecto a los énfasis de los planes de acción adoptados en 1974 y 1984, como una consecuencia directa de la fuerza y del impacto global de los movimientos de salud y derechos de las mujeres durante la última década (ver García-Moreno y Claro 1994). Los muchos años de organización y de gestión política de los grupos de salud de las mujeres en todo el mundo han tenido un evidente e importante efecto en el nivel de la retórica oficial en foros intergubernamentales que se ocupan de aspectos de “población”. ¿En qué medida es probable que veamos a los gobiernos, a las instancias de Naciones Unidas y a las organizaciones internacionales de población avanzar de la toma de conciencia, hacia las acciones necesarias para traducir esta retórica en políticas y programas concretos que realmente beneficien a las mujeres? Muchos grupos de salud de las mujeres, tanto en el Sur como en el Norte, están preocupados de que la retórica que “suena a feminista” está siendo utilizada por las instancias internacionales de población para legitimar y disimular lo que siguen siendo metas instrumentalistas con un marcado sesgo cuantitativo. Como sienten que a lo largo de su historia, las políticas y programas de control de la población pasan por alto con demasiada frecuencia las necesidades de las mujeres y los principios éticos esbozados anteriormente, tales grupos temen que el lenguaje de la salud y derechos reproductivos pueda simplemente ser cooptado por el proceso de El Cairo para mantener las cosas en su estado actual. Nuestra posición es un poco más optimista, pero sin embargo cautelosa. Las feministas están presionando a los organismos de población y de planificación familiar a reconocer las necesidades autodefinidas y las concepciones de las mujeres sobre los derechos reproductivos y sexuales. Esto debería acercarnos a cambios sociales y políticos que empoderen a las mujeres, pero qué tanto se haga depende de acciones aun más concertadas por las organizaciones no gubernamentales de mujeres, incluyendo alianzas con muchos otros grupos preocupados por la salud, el desarrollo y los derechos humanos. Una de tales acciones debería ser el insistir en la plena participación de los grupos de derechos y salud de las mujeres en todas las instancias pertinentes donde se toman decisiones y en los mecanismos para asegurar la responsabilidad de las mismas. A largo plazo, sin embargo, no basta con que llamemos a cuentas a las agencias y organismos de población. A fin de franquear la brecha entre la retórica acerca de los derechos reproductivos y sexuales y las duras realidades que la mayoría de las mujeres enfrentan, es preciso tener una visión mucho más amplia. Necesitamos integrar, pero no subordinar, tales derechos con las agendas de salud y desarrollo que transformen radicalmente la distribución de los recursos, del poder y del bienestar en el interior de y entre todos los países del mundo (DAWN 1993; Sen 1992). Éstas son las condiciones de posibilidad para convertir los derechos en capacidades vividas. Para las mujeres, la conferencia de El Cairo es simplemente una parada a lo largo del camino. BIBLIOGRAFIA ADAMS, A. y S. Castle. 1994. “Gender relations and household dynamics”, en G. Sen, A. Germain y L. Chen (eds.), Population Policies Reconsidered (Health, Empowerment, and Rights), Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, pp. 161-173.

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