Rusia y Sus Imperios

RUSIA Y SUS IMPERIOS (1894-2005) Jean Meyer ‘Rusia y sus imperios’. Tusquets, Barcelona, 2007. 597 pp. Publicado por Rod

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RUSIA Y SUS IMPERIOS (1894-2005) Jean Meyer ‘Rusia y sus imperios’. Tusquets, Barcelona, 2007. 597 pp. Publicado por Rodrigo | http://www.hislibris.com/rusia-y-sus-imperios-1894-2005-jean-meyer/

La historia de Rusia en el siglo XX: materia ardua donde las haya. Entre las obras de reciente publicación que la abordan (en el mundo de habla castellana),‘Rusia y sus imperios (1894-2005)’, de Jean Meyer, goza de muy buena reputación. Con el debido tiento, procedo a aportar mi impresión del libro. Jean Meyer (Niza, 1942) es un historiador francés naturalizado mexicano, especialista en temas de historia de México y de Rusia. El libro que reseño es uno de los muchos que ha escrito, en castellano o en francés; consiste en una versiónampliada de la edición original de 1997, publicada en México por la editorial Fondo de Cultura Económica. A las cuatro partes de la primera edición añade una quinta, abocada al período más reciente de la historia rusa. Las cinco partes del libro configuran el siguiente plan cronológico: 1. 1894-1914, el período anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial; 2. 1914-1928, período que Meyer denomina Edad de Bronce; 3. 1929-1953, Edad de Hierro, que se extiende desde el fin de la ‘nueva política económica’ (NEP) hasta la muerte de Stalin; 4. 1953-1991, etapa del Bajo Imperio, así llamada en analogía con la etapa homónima del Imperio Romano (analogía basada en la idea de decadencia pero también en la de ‘imperio en mutación’); 5. 1991-2005, Segunda República, etapa que sigue al fin de la URSS y es protagonizada por los gobiernos de Yeltsin y de Putin. Más que tratarse de una historia general o medianamente exhaustiva de la Rusia del siglo XX (categoría de la que no se distancia tanto como inicialmente creí), ‘Rusia y sus imperios’ es un trabajo de interpretación en el que, en palabras del autor, “se prefiere escoger algunos temas mayores, ya sean relativamente poco conocidos o demasiado controvertidos”. De todos modos, el libro ofrece una estimulante visión de conjunto del panorama ruso en la pasada centuria; cometido en el que, a mi entender, estaría a medio camino entre trabajos como ‘Historia de Rusia en el siglo XX’, de Robert Service (Crítica, 2000), y ‘El siglo soviético’, de Moshe Lewin (Crítica, 2006); si el primero es un buen ejemplo de historia general, el segundo obedece a una inspiración algo más técnica, y proporciona un estudio menos afín al modelo del compendio cronológico y más enfocado en el análisis de los aspectos estructurales del régimen soviético.

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El énfasis puesto por Meyer en el título proviene de la certidumbre de que la historia de Rusia es inseparable de la idea de imperio, “tanto menos cuanto la empresa soviética heredó la construcción imperial anterior” (p. 44). Al respecto, la tesis del autor es que el Imperio de Rusia disocia Estado y Nación al extremo de no haber en él fronteras nacionales ni identificación del Estado con un único grupo étnico. Tesis que, en mi humilde opinión, parece contradecirse (al menos en parte) con los extendidos esfuerzos de colonización y rusificación de las regiones extra rusas –sobre todo no eslavas- y con la represión de particularismosnacionales (ucraniano, de las repúblicas bálticas y otros); por no hablar de las deportaciones masivas de población caucasiano-asiática ordenadas por Stalin, con desastrosos resultados. ¿Cabe preterir la exaltación y utilización del nacionalismo ruso, por Stalin, en la ‘gran guerra patriótica’ contra la Alemania de Hitler?Después de todo, el propio Meyer da cuenta de estos hechos; él mismo afirma que los pueblos no eslavos identificaron el poder soviético con el poder ruso (cfr. p. 466). Considerado en retrospectiva, la –por así decir- ‘etnización’ del imperio ruso habría amenazado su existencia, lo que me parece muy acertado; no así el postulado de Meyer (lanzado a bulto y sin mayor especificación) de que el poder soviético habría entendido la lección. Lo cierto es que Meyer no suscribe en absoluto a una visión complaciente de la Rusia soviética. Todo lo contrario: se manifiesta explícitamente crítico de cierta corriente revisionista que tiende a relativizar la magnitud catastrófica de las consecuencias de la revolución rusa, así como a escamotear el rigor totalitario del régimen soviético. En conformidad con el planteamiento de Meyer, el fallo de autores como Moshe Lewin, Sheila Fitzpatrick y otros sería adherir a un concepto parcial de totalitarismo y pintar a la URSS posterior a Stalin como “[no más que] un país autoritario en vías de desarrollo” (p. 301). Dicho concepto resulta restrictivo al modelo de “un Estado empíricamente todopoderoso”, que en el caso de Rusia sólo cabría aplicar al régimen de Stalin y no a la trayectoria total de la URSS (precisamente el supuesto que subyace a la denuncia, por M. Lewin, de la práctica de “sobreestalinizar” la historia de la URSS; cfr. ‘El siglo soviético’, p. 402). Meyer, en cambio, presta su acuerdo al paradigma ‘tradicional’ (Berdiáyev, Carl Friedrich, H. Arendt, etc.) que concibe el totalitarismo como “resultado de un triple proceso: identificación entre poder y sociedad, homogeneización del espacio social, encierro de la sociedad” (p. 300). En consecuencia, siguiendo a Meyer y habida cuenta de la persistencia de mecanismos de secuestro y represión de la sociedad en el sistema post-estalinista: a) es correcto entender por totalitario –para comenzar y sin ánimo de exhaustividad- un “sistema que pretende absorber todas las funciones de la sociedad” (p. 301); b) el cese del terror a gran escala tras la muerte de Stalin no implicó el fin del totalitarismo soviético; y c) la Rusia soviética fue totalitaria de principio a fin. La perspectiva revisionista que Meyer impugna deriva de una recepción ingenua del proceso de desestalinización llevado a cabo por Jrushov, y de su capciosa caracterización (luego convertida en leyenda) de un Stalin responsable de pervertir la ‘buena obra’ de Lenin. Meyer considera superada esta versión, suerte de operación de blanqueo de la imagen de Lenin y de su obra, afirmando lo siguiente: “No cabe duda de que a Lenin se debe atribuir la paternidad de la dictadura y el terror” (p. 164), tan característicos del régimen estalinista. Nada de desvirtuación ni de ruptura, entonces; Stalin fue –o habría sido- el fiel discípulo de Lenin, y su régimen la maduración del sistema leninista.

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El análisis de Meyer comprende los temas inevitables: el panorama político, económico y social de la Rusia de los zares, previo a su participación en la Primera Guerra Mundial; la génesis del proceso revolucionario y la revolución misma; las políticas económicas del régimen soviético (comunismo de guerra, NEP, plan quinquenal, colectivización agraria, etc.); las purgas y los procesos tan espectaculares como amañados de los años 30; el asalto a las religiones; los despropósitos y errores de cálculo de Stalin con respecto a Hitler; su proceder en la Segunda Guerra Mundial; las dificultades de la sucesión gubernamental a la muerte del tirano; tras la fachada de superpotencia, el estancamiento socioeconómico y el rezago científico-tecnológico; la ‘fuga hacia adelante’ representada por el gobierno de Gorbachov; por supuesto, la crisis que desembocó en el desmoronamiento de la URSS. Meyer resta crédito a la tesis de la excepcionalidad rusa, que entiende los males y excesos del sovietismo como algo específicamente ruso y por completo ajeno a lo europeo; tesis que explica dichos males y excesos por las extravagancias de lo que pudiera tenerse por una ‘Rusia eterna’ cuya historia, desde este reduccionismo, estaría plagada de elementos protobolcheviques: Iván IV y Pedro I como antecedentes de Lenin y Stalin, el fanatismo religioso de ciertas sectas como antepasado del fanatismo bolchevique, etc. Meyer admite cierta continuidad entre la Rusia anterior a 1917 y la surgida de la revolución,pero considera que el totalitarismo soviético tiene también raíces europeas.Por otra parte, arguye en favor del paralelismo entre los totalitarismos soviético y nazi (“hermanos enemigos” o “las dos caras del diablo en el siglo XX”, según dicho popular). Según Meyer, ningún interés de clase explica las matanzas comunistas, y el sistema soviético tuvo demasiadas semejanzas con el nazismo (voluntarismo, nihilismo, rechazo de la democracia liberal, etc.). Una de las líneas conductoras del guión desarrollado por Meyer concierne al patrón autoritario-paternalista de la cultura política rusa. Patrón que imbrica con la tradición rusa del hombre de hierro que (supuestamente) salvará al país de la crisis de turno. Es una tradición que cristaliza en un frecuente culto a la personalidad y en la propensión a mitificar el poder central, lo que tiene su contraparte en una sensación de desconcierto – y desprecio- frente a gobiernos de signo liberal, tal que parece que desacralizasen la autoridad estatal (y cometiesen, con esto, el ‘sacrilegio’ de cancelar la distancia entre el gobierno y el individuo de a pie). El síndrome del preso, la dificultad de aprender a vivir en libertad, en complicidad con la decepcionante –e incompleta- transición a un sistema abierto y liberal, explicarían en buena medida las manifestaciones de nostalgia de la URSS verificadas en años recientes. No obstante carecer de suficiente distancia temporal y de la consiguiente perspectiva, cosa que el propio autor admite, creo que la quinta y última parte del libro aporta un panorama esclarecedor de lo sucedido con posterioridad a 1991. La bibliografía temática que sigue a cada capítulo (en vez de acumularse al final del libro) da fe de un riguroso trabajo de documentación cuyo resultado nunca me ha resultado pedante ni tedioso. Mucho se beneficia este ensayo de una equilibrada mixtura de sobriedad y desenfado, avivada por la oportuna nota polémica. Para mi gusto, un punto a favor del libro reside en las citas literarias: un logrado aprovechamiento del patrimonio novelístico ruso, que diera en los dos últimos siglos obras de notables intuiciones y gran poder testimonial –sin olvidar su considerable estándar estético-.

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