Rosenzweig, Franz - El Nuevo Pensamiento

Franz Rosenzweig El nuevo pensamiento Incluye seis ensayos introductorios al pensamiento de Rosenzweig Mariana Leconte

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Franz Rosenzweig

El nuevo pensamiento Incluye seis ensayos introductorios al pensamiento de Rosenzweig Mariana Leconte Ramón Eduardo Ruiz Pesce Francesca Albertini Francesco Paolo Ciglia Ángel Enrique Garrido-Maturano Bernhard Casper

Edición al cuidado de Ángel Garrido-Maturano

Adriana Hidalgo editora

Rosenzweig, Franz El nuevo pensamiento - Ia. ed. Buenos Aires : Adriana Hidalgo editora, 2005. 272 p. ; 19x13 cm. - (Filosofía e historia) ISBN 987-1156-23-5 1. Filosofía Occidental I. Título C D D 190.

P ró lo go

filosofía e historia

Editor: Fabián Lebenglik Diseño de cubierta e interiores: Eduardo Stupíay G. D.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2005 Córdoba 836 - P. 13 - Of. 1301 (1054) Buenos Aires e-mail: [email protected] www.adrianahidalgo.com Impreso en Argentina

Printed in Argentina, Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723 Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Al comienzo de El nuevo pensam iento declara Rosenzweig que le espantan “los usuales prefacios de filósofo con su cacareo satisfecho después del huevo puesto y su descortés menospre­ cio por el lector, aun cuando éste todavía no haya podido hacer nada, ni siquiera leer el libro”. Más de una vez experimenté el mismo espanto, por lo que trataré de no cometer aquí o, al menos, de no abundar en el pecado que el propio Rosenzweig supo evitar, y me abstendré de perturbar al lector con largas páginas que no le ahorrarán la fecunda tarea de leer el libro y lo fatigarán con el estéril trabajo de soportar superfluas síntesis. En el medio filosófico universitario hispanoparlante —para mi gusto demasiado susceptible de poner proa en dirección hacia donde soplan los vientos de la m oda- el pensamiento del filósofo judío Franz Rosenzweig había caído hasta fines de la década de 1990 en el más injusto de los olvidos. Sin embargo, el interés por su filosofía se ha reavivado notoria­ mente durante los últimos años. Estimo que son dos los fac­ tores que contribuyeron de manera decisiva a este renacimiento del interés por la obra de Rosenzweig y, ante todo, por su libro capital: La Estrella de la Redención. En primer lugar, el hecho de que Emmanuel Levinas, cuyo pensamiento ha

signado la filosofía de fin de siglo (y que, además, y por suer­ te, actualmente cuenta en nuestro medio con los beneficios de la moda) haya señalado en el prefacio a su Totalidad e infi­ nito que La Estrella estaba demasiado presente en su libro como para ser citada. En segundo lugar, la aparición en 1997 de la excelente traducción española de La Estrella d e la Re­ dención realizada por el estudioso español Miguel García-Baró. Sin embargo, a pesar del creciente interés, faltaba aún en nuestra lengua una traducción fácilmente accesible de El nuevo pensa­ miento-, una obra por cierto pequeña en extensión, pero fun­ damental en contenido, en la cual en pocas páginas se aclara el sentido del sistema de filosofía desplegado en La Estrella, y se elucida en qué medida esta obra representa un quiebre respec­ to de la entera historia del pensamiento, a la vez que abre las puertas a una nueva racionalidad, a una racionalidad “que ne­ cesita del otro y toma en serio el tiempo”. Faltaba, además, un estudio que pusiese de relieve la vigencia de este nuevo pensa­ miento (que, sin temor a desbarrar, se puede calificar como uno de los más profundos e innovadores del siglo XX) para los diversos ámbitos del debate filosófico hoy en curso. A estas dos falencias intenta dar respuesta el presente volumen. En lo que a esta versión española de El nuevo pensam iento respecta, ofrecemos aquí una traducción cuidada, cotejada palmo a palmo con las traducciones al francés y al italiano, y que ha intentado en cada oración alcanzar el necesario equili­ brio entre la fidelidad literal que exige un lenguaje tan esen­ cial como el filosófico, y la legibilidad que, con igual dere­ cho, requiere el respeto por el lector. En cuanto a los estudios que incluye, todos ellos se hallan unidos por un mismo hilo conductor y responden a una misma declarada intención, a saber, la de poner el acento en lo significativo del pensamien­

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to rosenzweigiano para los temas clave de nuestra civilización actual. Se dividen en tres grupos. El primero de ellos procura introducir al lector no especializado en los ejes del pensamiento del autor. Así, Mariana Leconte, desde una perspectiva afín al pensamiento de Levinas, explícita los trazos fundamentales de la ética de Rosenzweig, cifrada en la praxis concreta del amor al prójimo, y muestra el sentido escatológico que este amor tiene en el contexto de la redención del mundo por Dios a través del hombre. Ramón E. Ruiz-Pesce, por su par­ te, se sirve de un figurado y emotivo diálogo con Edith Stein para introducirnos en la estructura de La Estrella, haciendo hincapié en la comprensión rosenzweigiana del judaismo y del cristianismo en tanto dos formas irreductibles y comple­ mentarias de la única Verdad, que a los dos contiene, pero que, al mismo tiempo, a los dos trasciende. El segundo gru­ po de artículos sienta las bases para poner en diálogo la obra de nuestro filósofo con las de otros dos pensadores señeros: San Agustín y Walter Benjamin. Así, Francesca Albertini nos muestra en qué medida la lectura que hace Benjamin de la historia trasunta una fuerte influencia “política” de parte de La Estrella y da testimonio de la importancia del pensamien­ to de su autor para todo análisis político-crítico de la socie­ dad, en tanto y en cuanto la demoledora reprobación de Rosenzweig a los sistemas filosóficos que pretenden “aclarar­ lo todo” por anticipado esconde también una aguda reflexión sobre “aquellos que quieren imponer al mundo y a los otros su visión a fuerza de espada y fuego”. Francesco Paolo Ciglia reconstruye la secreta relación existente entre el hebreo con­ temporáneo Rosenzweig y el cristiano tardo-antiguo Agustín en lo atinente a la noción de milagro. Sobre la base de dicha noción, su trabajo intenta articular una comprensión filosófi­

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ca adecuada al sentido total del cristianismo y del judaismo, y constituye así un aporte a la cuestión “particularmente com­ pleja y borrascosa del diálogo interreligioso judeocristiano”. El tercer y último grupo de artículos muestra cómo Rosenzweig abre nuevas perspectivas para la ética y la estética en función de su peculiar noción de libertad y de su original concepción del arte. De esta manera, el autor de este prólogo se ha esforzado por exponer sistemáticamente la teoría del arte de La Estrella y por realzar los aspectos hoy día más vitales de la descripción integral que Rosenzweig hace del fenómeno artístico, es de­ cir, aquellos que, anticipando por ejemplo la hermenéutica de Ricoeur, hoy día nos siguen ayudando a comprender qué es la belleza y en qué radica la plenitud de una obra. Final­ mente el Prof. Dr. Bernhard Casper, uno de los más recono­ cidos especialistas a nivel mundial en el pensamiento de Rosenzweig, ofrece un espléndido estudio acerca de la con­ cepción rosenzweigiana de la libertad y su relación con la idea de la misma en Kant, Schelling y Hegel. Casper nos muestra cómo la reflexión sobre la libertad conduce a Rosenzweig, por un lado, a ese núcleo de su pensamiento que él indicó con la expresión “acontecer aconteciente de la Revelación” y, por otro, lo lleva a comprender que el térmi­ no ser sólo puede significar “desde lo indicado formalmente con la palabra Redención". La reflexión en torno de la libertad se vuelve así una cuestión clave en la que se aúnan el pensa­ miento ético, teológico y metafísico del autor, y constituye el cierre más apropiado que podría pretender nuestro trabajo. Esta obra es fruto de la cooperación entre el Instituto de Filosofía de la Religión Cristiana (A rbeitsbereich Christliche Religionsphilosophie ) de la Universidad de Friburgo, en Ale­ mania, y el Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional

del Nordeste, en Argentina. Como compilador al cuidado de la misma, quiero agradecer al profesor Bernhard Casper, que posibilitó y apoyó este trabajo conjunto. Mi gratitud tam­ bién para con la Lic. Mariana Leconte y para con Federico Ignacio Viola, quienes con generosidad y desinterés asumie­ ron la tarea de traducir respectivamente las colaboraciones del Prof. Casper y del Prof. Ciglia. Agradezco finalmente a la editorial Adriana Hidalgo por haber apoyado esta quijotesca empresa, y al Dr. Walter Bongers, del Servicio Alemán de In­ tercambio Académico (DAAD), que siempre confió en ella y me alentó a realizarla. Y, por sobre todo, agradezco a los auto­ res de los distintos artículos que la componen. Si su lectura acercase al lector a este nuevo pensamiento de Rosenzweig, a este pensar dialogante que es lúcidamente cons­ ciente de “no poder anticipar nada, de tener que esperarlo todo, de depender del otro para lo más propio”, este prologuista se daría por satisfecho.

Angel Enrique Garrido-Maturano Coronel Du Graty, Chaco

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El nuevo pensamiento Observaciones adicionales a L a Estrella de la Redención

He preferido que, en su momento, La Estrella d e la Reden­ ción apareciera sin prefacio. Me espantaban las impresiones de­ jadas por los usuales prefacios de filósofo con su cacareo satisfe­ cho después del huevo puesto y su descortés menosprecio por el lector, aun cuando éste todavía no hubiera podido hacer nada, ni siquiera leer el libro. Incluso el sereno Kant no supo escapar de este peligro, por no hablar de sus altisonantes sucesores, has­ ta llegar a Schopenhauer. Las siguientes páginas no han de co­ meter ahora el error entonces felizmente evitado, por lo que tampoco ellas habrán de ser reproducidas nunca ni como prefa­ cio ni como posfacio de futuras ediciones. Son sólo una res­ puesta a la repercusión que ha despertado el libro en los cuatro años transcurridos desde su aparición. Respuesta no al rechazo -éste no sería mi asunto—, sino precisamente a la aceptación que ha encontrado. Donde a uno no le ha sido en absoluto abierta la puerta, no se ha perdido nada, pero donde se nos ha honrado con un recibimiento cordial, allí se tiene el derecho e incluso el deber, si es que se quiere actuar decentemente, de, después de haber gozado durante un tiempo de la hospitali­ dad ofrecida en las formas convencionales de la presentación y la cortesía, un día, en el momento propicio, desenmasca­ rar el propio rostro y, de ese modo, convocar el momento de la crítica, gracias al cual la relación convencional se con­ vertirá o no en una relación personal. Con plena conciencia de que con este acto de veracidad, necesario en un momento

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dado, se pone naturalmente en juego ia cándida aceptación de la relación social de la que se ha gozado hasta ese entonces. Efectiv; mente, por regla general, y si hacemos excepción del reducid o círculo de aquellos que hubieran podido escribir­ lo quizá me jor que yo, el libro tiene que agradecer la acepta­ ción que hasta ahora ha encontrado a una especie de confusión social. Ha sido comprado y —lo que es más preocupante, leíd o- como un “libro judío”. No leído, y lo que como queda dicho es peor aún, también leído, pasa por ser el libro de la parte de la juventud judía que procura por distintos caminos reencontrarse con la antigua ley. Esto bien puede convenirme a mí personalmente. Lo que los fariseos del Talmud y los santos de la Iglesia han sabido, que la comprensión del hombre no va más lejos que su obrar, se aplica también, para honra de la humanidad, al ser comprendido. Pero de aquel prejuicio surge para los lectores un buen número de innecesarias dificultades y para los compradores una más que necesaria desilusión. Las páginas siguientes aspiran, por un lado, a simplificar par^ el lector aquellas dificultades y, por otro, a aplacar un poco esta desilusión de los compradores, que creyeron adquirir un her­ moso libro judío y que después no pudieron sino descubrir, como lo ha hecho uno de los primeros críticos, que sin duda alguna “no está destinado al uso cotidiano de cada miembro de cada familia”. No puedo describir de un modo más acertado La Estrella de la Redención que como lo ha hecho con lacónica brevedad aquel crítico: el libro verdaderamente no está desti­ nado al uso cotidiano de cada miembro de cada familia. La Estrella no es para nada un “libro judío”, por lo menos no es aquello que los compradores, que se han enfadado tanto con­ migo, se representan como un libro judío. Se ocupa por cierto del judaismo, pero no más detalladamente que del cristianis­

mo, y apenas más detalladamente que del Islam. Tampoco tie­ ne la pretensión de ser algo así como una filosofía de la religión -¡cóm o podría serlo si en él en absoluto aparece el término religión! Antes bien, es meramente un sistema de filosofía. Pero de una filosofía que, como tal, puede plenamente justificar el disgusto del lector, tanto del experto como del lego; precisamente se trata de una filosofía que no quiere pro­ ducir algo así como un mero “giro copernicano” del pensa­ miento tras el cual, quien lo ha cumplido, de hecho ve en derredor suyo todas las cosas invertidas, pero sin embargo sólo ve las mismas cosas que él ya había visto antes; sino que se trata de una filosofía que pretende una completa renova­ ción del pensamiento. No diría esto si tuviera que decirlo sólo de mi libro y no de un pensamiento del que ni me ima­ gino haberlo inventado, ni tampoco creo ser el único en ense­ ñarlo en el presente. Antes bien, el sano entendimiento hu­ mano ha pensado siempre así y también lo han hecho pensa­ dores contemporáneos, por lo menos más de los que permite imaginar hoy en día el manual de Überweg-Heintze.1Y para el libro lo que acabamos de decir no es precisamente una re­ comendación, sino más bien lo contrario. Pues ni el experto ni el lego quieren lo nuevo. El primero está feliz si puede seguir haciendo todo tal cual lo ha aprendido -si no mal po­ dría ser él un experto- y el último, si recién comienza a “inte­ resarse por la filosofía”, no quiere que se ponga delante de sí una nueva y revolucionaria, sino la “correcta”, la “del presen­ te” -si no no sería él un lego. Y dado que el público lector se

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1Rosenzweig se refiere aquí a los clásicos Grundrisse der Geschichte der Philosophie (1863-1866) escritos por Friedrich Überweg (1826-1871) y repetidamente reeditados después con la colaboración de Max Heintze.

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compone de estos dos grupos de personas, puedo decir lo que he dicho sin el temor de haber recomendado mi propio libro. Según los usos sacralizados, un sistema de filosofía está com­ puesto por una lógica, una ética, una estética y una filosofía de la religión. La Estrella de la Redención rompe con este uso a pesar de sus tres tomos -la impresión conjunta en un volumen se debió sólo a dificultades editoriales de aquel entonces pero, de acuerdo con la promesa del señor editor, a partir de la segunda edición se volverá a la división original en tres volúmenes.2Con excepción del cuarto la obra contiene los otros tres restantes in­ gredientes de los que se compone ese verdadero ponche que es un sistema de filosofía: la lógica, fundamentalmente en el se­ gundo libro del primer volumen, en el primero del segundo y en el tercero del tercero; la ética, en el tercer libro del primer volumen, en el segundo y tercero del segundo y en el primero del tercero; la estética en todos los del primer y segundo volu­ men y en el segundo libro del tercero. Pero como ya se puede advertir por esta curiosa división, el principio sistemático al que responde esta filosofía es diferente. Precisamente, trata de ser sugerido también por el título de la obra con su síntesis de los símiles astronómicos de los títulos de cada uno de los tres volú­ menes: elementos, vía y figura. Y es justamente el paso del plan­ teo usual de los problemas al nuevo aquello que se encargan de realizar las formulaciones tan rápidamente desacreditadas del primer volumen, a las cuales y al cual ahora habré de referirme. Las primeras páginas de un libro de filosofía gozan de un respeto muy especial. El lector cree que ponen el fundamento de todo aquello que habrá de seguir. En consecuencia estima también que sería suficiente con refutarlas para refutar el todo.

De allí el desmesurado interés por la forma en que Kant ha desarrollado su doctrina del espacio y del tiempo al principio de la Crítica ; de allí también las ridiculas tentativas de “refu­ tar” a Hegel a partir del primer acto triple de su Lógica, y a Spinoza por sus definiciones. Y de allí el desamparo en que se encuentra el lector común ante las obras de filosofía, que piensa que éstas deberían ser por cierto “especialmente lógicas” y com­ prende por tal la dependencia de cada proposición subsiguiente de la respectiva proposición precedente, de modo que si se retira la famosa piedra basal “el edificio entero se derrumba”. En verdad esto en ninguna parte es tan falso como en el caso de los libros filosóficos. En ellos una proposición se deriva menos de aquella que la precede que de la que la sigue. Poco ayuda a quien no ha comprendido una oración o un párrafo que con la escrupulosa convicción de no dejar atrás nada sin comprender vuelva a leerlos una y otra vez, o incluso comien­ ce todo de nuevo desde el principio. Las obras filosóficas se niegan a caer ante tales estrategias metódicas propias del estilo del a n d en régim e, que pensaba que no debía dejar ninguna fortaleza no tomada a sus espaldas; ellas quieren ser conquis­ tadas al modo napoleónico: en audaz avance hacia el grueso de las tropas enemigas, tras cuya derrota las pequeñas fortale­ zas fronterizas van a caer por sí mismas. Por tanto quien no entiende algo puede con toda seguridad esperar su aclaración si continúa valientemente con la lectura. La razón de esta re­ gla de difícil aceptación para el principiante y, como lo mues­ tran los casos previamente apuntados, también para algunos no principiantes, reside en el hecho de que pensar y escribir no son la misma cosa. En cada pulso del pensamiento real­ mente vibran juntos mil vínculos diferentes, mientras que en la escritura estos vínculos deben ser fina y depuradamente

2 La segunda edición (1930) apareció efectivamente en tres volúmenes.

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puestos en fila en una línea recta formada por miles de seg­ mentos. Schopenhauer lo ha dicho: su libro entero sólo que­ ría comunicar un único pensamiento, que, sin embargo, él no hubiera podido comunicar si no era escribiendo toda una obra.3 Si un libro filosófico merece verdaderamente ser leído, entonces es seguro que, o bien no se comprende el comienzo o se lo comprende mal. Si no es así, el pensamiento que co­ munica difícilmente merezca ser re-pensado. En efecto, si ya al principio de la confrontación con él se sabe “a dónde habrá de conducirnos”, entonces resulta evidente que ya se lo cono­ cía. Esto vale tan sólo para los libros; sólo ellos pueden ser escritos y leídos sin tener en consideración alguna el tiempo que transcurre. Hablar y escuchar están bajo distintas leyes. Naturalmente sólo el hablar y el escuchar real, y no aquel hablar que se denigra a sí mismo calificándose de lección ( Vorlesung),4 en la cual el oyente debe olvidar que tiene una boca y, a lo sumo, queda reducido a una mano que toma apuntes. Mas lo dicho vale en todo caso para los libros. No se puede, pues, prever cuándo el entendimiento librará la batalla principal por la comprensión, dónde el todo podrá ser abarcado en su conjunto con una mirada; es cierto que en gene­ ral esto ocurre ya antes de la última página, pero difícilmente antes de la mitad del libro, y es seguro que casi no hay dos lecto­ res para los que ocurra exactamente en el mismo punto. Por lo menos cuando se trata de lectores desprejuiciados y no de aque­ llos que a causa de su copiosa erudición saben ya antes de la

primera palabra lo que hay en un libro y a causa de su copiosa estupidez aún no lo saben después de haber leído la última. En el caso de los libros antiguos estas cualidades recientemente mencio­ nadas se reparten mayormente entre dos tipos de lectores: aproxi­ madamente profesores y estudiantes, en el caso de los libros re­ cientes, ambas se encuentran a gusto unidas en unos y en otros. Dicho esto podemos volver a La Estrella d e la Redención. Justamente todo lo afirmado acerca del modo racional de leer el comienzo de los libros filosóficos vale para su primer volu­ men. Y, por sobre todo, vale, pues, lo siguiente: ¡Rápido! ¡No detenerse! ¡Lo importante vendrá después! Y lo difícil, acaso el concepto de la nada, de las “nadas”, que aquí parece ser sólo un concepto auxiliar, descubre su verdadera significación en la breve sección que cierra el volumen, y su último sentido incluso recién en el último libro de toda la obra. Lo que aquí se presenta no es otra cosa que una reducción al absurdo y, a la vez, un salvataje de la antigua filosofía. Tal vez le deje mucho más en claro al lector lo que procura el primer tomo si inten­ to aclarar esta aparente paradoja. Toda filosofía preguntó por la esencia. Es la pregunta por medio de la cual la filosofía se separa del pensar no-filosófico del sano entendimiento humano. Este último precisamente no pregunta qué es “propiamente” una cosa. Le alcanza con saber que una silla es una silla. No pregunta si acaso la silla propiamente no es algo por entero diferente. Precisamente esto pregunta la filosofía cuando interroga por la esencia. De ninguna manera el mundo puede ser mundo, Dios puede ser Dios, el hombre, hombre, sino que todos deben ser “propia­ mente” algo diferente. Si no fueran algo diferente sino real y efectivamente sólo lo que son, entonces, al fin y al cabo, la filosofía -¡D ios nos guarde y nos libre!- efectivamente sería

3 Cf. A. Schopenhauer, Die Welt ais Wille und Vorstellung, Leipzig, 1819, p. 1. 4 El término alemán Vorlesung, que aquí traducimos por lección, remite a la lectura ininterrumpida en voz alta que hace un profesor universitario de su clase magistral.

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superflua. Por lo menos una filosofía que busque extraer a toda costa algo “enteramente diferente”. Esto, por cierto, es lo que ha querido toda la filosofía hasta el día de hoy, al menos hasta donde mi formación universitaria alcanza; y si yo me puedo fiar de la rigurosa y abnegada revi­ sión trimestral suministrada por los Kantstudien, los cuervos siguen volando siempre alrededor de la montaña (y, lamenta­ blemente, encuentran siempre jóvenes pinzones5que, sin pres­ tar atención a sus propios lindos picos, se esfuerzan, y por des­ gracia con éxito, en graznar como ellos). Aún hoy son infatiga­ blemente permutadas una y otra vez las posibilidades de “re­ ducción” de cada uno de los tres fenómenos mencionados al otro respectivo; posibilidades que, grosso modo, caracterizan a las tres épocas de la filosofía europea: la cosmológica antigua, la teológica medieval, la antropológica moderna. Y, en espe­ cial, naturalmente al pensamiento preferido de la modernidad: la reducción al yo. Esta fundamentación en o reducción al yo experimentante de la experiencia del mundo y de Dios es hoy día para el pensamiento filosófico algo tan obvio que, quien no crea en este dogma y prefiera remitir su experiencia del mundo al mundo y su experiencia de Dios a Dios, simple­ mente no es tomado en serio. Esta filosofía tiene la reducción en general por algo tan obvio que si se toma el trabajo de que­ mar a un hereje tal, es porque lo acusa de haber practicado una forma prohibida de reducción y lo asa como si fuese un “craso materialista” que ha dicho: “todo es el mundo”, o como a un “místico extático” que ha dicho: “todo es Dios”. Que alguien

5 Aquí Rosenzweig hace un juego de palabras con el término Finken (plural) que usualmente significa “pinzón” pero que designa también a los estudiantes no afiliados a una asociación.

no quiera en absoluto decir “todo es ...”, esto no le entra a esta filosofía en la cabeza. Pero en esta pregunta por lo que es apli­ cada a “todo” se esconde ya el entero error de las respuestas. Una proposición que afirma que algo es esto o lo otro, si es que vale la pena de ser pronunciada, debe necesariamente po­ ner después del “es” un predicado nuevo, es decir, algo que antes aún no estaba presente. Por tanto si se formula tal tipo de preguntas por lo que es respecto de Dios y mundo, no hay que extrañarse que el yo salga a la luz -¿pues qué otra cosa queda? Todo lo otro, mundo y Dios, ya está dado antes del “es”. Y lo mismo cuando el panteísta y su socio, el místico, descubren que mundo y hombre son de esencia divina, o cuando la otra firma, la integrada por el materialista y el ateo, descubre que el hombre sólo es producto y el Dios sólo reflejo de la naturaleza. En realidad estos tres primeros y últimos objetos de todo filosofar son cebollas, que se pueden pelar tanto como se quiera, pero de las que siempre se obtiene sólo hojas de cebolla y nunca algo “enteramente diferente”. Sólo el pensamiento se extravía por estos caminos errados a causa de la fuerza transformadora de la palabrita es. La experiencia, por profun­ da y penetrante que sea, una y otra vez descubre en el hombre sólo lo humano, en el mundo sólo lo mundano, en Dios sólo lo divino. Y sólo en Dios puede encontrarse lo divino, sólo en el mundo lo mundano, sólo en el hombre lo humano. ¿Finís philosophiae'í ¡Si así fuera, entonces tanto peor para la filoso­ fía! Pero yo no creo que el asunto sea tan grave. Antes bien, en este punto en el que la filosofía pensada habría efectivamente llegado al final, puede comenzar la filosofía experimentada. En todo caso éste es el punto culminante de mi primer volumen. No tiene otra intención que la de enseñar que nin­ guno de estos tres grandes conceptos fundamentales del pen­

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sar filosófico puede ser reducido al otro. A fin de hacer expresa y notoria esta enseñanza, ella es expuesta de modo positivo: es decir, no se muestra que ninguno pueda ser reducido a los otros dos, sino inversamente, que cada uno sólo se deja redu­ cir a sí mismo. Cada uno de estos conceptos es él mismo “esen­ cia”, cada uno es él mismo substancia, con toda la pesantez metafísica de esta expresión. Cuando Spinoza, al principio de su obra,6 transmite a los grandes idealistas de 1800 el concep­ to de substancia de la escolástica (en este punto fue Spinoza el mediador decisivo entre dos épocas del pensamiento europeo, precisamente porque no entendió el concepto de substancia teológicamente como en la época dejada atrás, ni antropológica­ mente como en la por venir, sino cosmológico-naturalísticamente y, de ese modo, lo formalizó e hizo transmutable), la define del modo conocido (aquí se puede reproducir esta fórmula desvergonzada sin que el lector deba sonrojarse, pues ya suele conocer las primeras frases de las obras filosóficas) como lo que es en sí y es concebido por sí mismo. Tal vez yo no po­ dría esclarecer mejor la intención de las difíciles partes cons­ tructivas de los tres libros del primer volumen que diciendo que aquí se muestra para cada uno de los tres posibles porta­ dores del concepto de esencia cómo cada uno de ellos cumple a su modo particular con esta definición. Lo que yo llamo “sí” corresponde al in se esse, lo que llamo “no” al p er sepercipi de la definición de Spinoza. Naturalmente no como si fueran más o menos lo mismo. En el presente trabajo ofrezco al lector tan sólo algunas señales; si quiere saber lo que hay dentro, entonces debe leerlo; no puedo aquí ahorrarle ese esfuerzo. 6 Rosenzweig se refiere a la Ética demostrada a l modo geométrico, aparecida por primera vez en 1677.

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Pero en todo caso creo haber bosquejado con lo reciente­ mente dicho la tendencia del primer volumen -del mejor modo que lo puede hacer el autor, es decir, seguramente peor que un lector sensato. Para la pregunta por la esencia sólo hay respues­ tas tautológicas. Dios es sólo divino, el hombre sólo humano, el mundo sólo mundano; se pueden excavar en ellos pozos tan profundos como se quiera, que siempre se los va a encontrar de nuevo a ellos mismos. Y esto vale igualmente para los tres. El concepto de Dios no tiene, como podría creerse, una posi­ ción particular. Como concepto de Dios no es más inasequible que el de mundo y el de hombre. A la vez la esencia del hom­ bre y la esencia del mundo -¡la esencia!- no son más inalcan­ zables que la esencia -¡la esencia!- de Dios. De ellos sabemos nosotros tanto y tan poco, esto es, todo y nada. Sabemos del modo más exacto, lo sabemos con el saber intuitivo de la ex­ periencia lo que Dios, lo que el mundo y lo que el hombre tomados por sí mismos “son”. Si no lo supiéramos, ¿cómo podríamos hablar de ellos y, ante todo, cómo podríamos, to­ mando dos de ellos, “reducir” uno al otro respectivo o impug­ nar las otras dos respectivas posibilidades de reducción? Y no­ sotros, valiéndonos del saber insidioso y “transformante” del pensamiento, no sabemos en absoluto que Dios, hombre y mundo pudiesen ser otros que sí mismos. Si lo supiéramos, ¿cómo se podría mantener contra este saber aquel saber intui­ tivo de tal suerte que nos indujera a formularnos una y otra vez este tipo de cuestión, estas tentativas de reducción? Los fantasmas desaparecen cuando canta el gallo del conocimien­ to. Estos fantasmas nunca desaparecen. El que creamos de es­ tas esencialidades que unas están más cerca de nosotros y otras más lejos, como así también el concomitante mal uso de las absurdas palabras inmanencia y trascendencia, reside en la con­

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fusión de las esencialidades con las realidades efectivas de Dios, mundo, hombre. Entre éstas existen efectivamente cercanías y lejanías, aproximaciones y alejamientos, pero que no se anqui­ losan en propiedades esenciales al punto de que pudiese decirse que Dios, por ejemplo, “sería” trascendente. No como realidades efectivas sino como esencialidades son Dios, mundo y hombre mutua y en un todo igualmente trascendentes, mientras que de las realidades efectivas no se puede decir lo que ellas “son”, sino sólo... pero todavía no es tiempo de tratar este punto. ¿Pero aparte de todo y nada y entre aquel todo y aquella nada, qué sabemos nosotros de ellos? Al menos, sin embargo, sabemos también algo, precisamente esto que referimos con las palabras divino, humano, mundano. En efecto, nos referimos con cada una de esas palabras en cada caso a algo en un todo determinado, no intercambiable con los otros algos. ¿A qué, pues? ¿Dónde encontramos nosotros las tres esencialidades a la vez tan irreales e intuitivas que se corresponden con estos tres términos que las cualifican distinguiéndolas en su singularidad unas de otras? Aquí se vuelve visible un segundo motivo que se anuda con el primero, el lógico-metafísico, y que, en este en­ trelazamiento, domina la arquitectura del primer volumen. ¿Dónde, pues, hay tales esencias, a las que sin embargo les falta verdad, vitalidad o realidad efectiva? ¿Dónde hay un Dios que no es el verdadero y el efectivamente real, dónde un mun­ do que no es el vital ni es verdadero, dónde un hombre que no es efectivamente real ni es vital? ¿Dónde hay un Dios, un mundo y un hombre, cada uno de los cuales nada sabe ni nada quiere de los otros dos respectivos? ¿Sombras, pues, que no habitan el mismo espacio que nuestra realidad efectiva, nuestra verdad, nuestra vida, y que sin embargo se infiltran como fantasmas en todo lo que acontece en nuestro espacio?

El lector puede encontrar la respuesta si busca consejo en sus conocimientos de Spengler. La cultura apolínea de Spengler comprende exactamente a los dioses, mundos, hombres a los que aquí se alude. El concepto de Spengler de lo euclidiano caracteriza con exactitud la esencial separación, la trascenden­ cia aquí indicada, de cada uno de estos tres elementos respec­ to de los otros dos. Solamente que Spengler interpreta mal, como suele hacerlo a menudo, aquello cuyo acontecer advier­ te correctamente. El Olimpo mítico, el cosmos plástico, el héroe trágico no quedan abolidos por el simple hecho de que han sido; incluso ellos en el sentido estricto del termino no han en absoluto “sido”. Cuando el griego real oraba, por cier­ to que en modo alguno era escuchado por Zeus o Apolo, sino naturalmente por Dios, y en modo alguno tampoco vi­ vía él en el cosmos, sino en el mundo social, cuyo sol, nuestro sol, alumbró también a Homero; y no era ningún héroe ático de tragedia, sino un pobre hombre como nosotros. Pero, a pesar de que estas tres figuras nunca existieron real y efectiva­ mente, ellas constituyen la presuposición de toda nuestra rea­ lidad efectiva. Dios es tan vital como los dioses del mito, el mundo creado es tan real-efectivo y tan poco mera aparien­ cia” como las finitudes cerradas plásticamente en las cuales los griegos creían vivir o deseaban vivir como seres políticos y que ellos, en tanto artistas, crearon en torno de sí; el hombre, al que Dios habla, es siempre y en todo caso el hombre verda­ dero y de ningún modo un receptáculo de ideales como el héroe de la tragedia, fijo en su rígida obstinación. Las figuras espirituales, que en el curso de la historia universal solo aquí, sólo en la cultura apolínea de Spengler fueron aisladas y a través de ello se volvieron visibles, están contenidas en toda vida como sus secretas e invisibles presuposiciones, poco im­

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porta si esta vida es más vieja o más joven, poco importa si ella misma ha llegado a ser figura histórica o si ha pasado inadvertida. He aquí lo que hay de clásico en la Antigüedad clásica y he aquí también la razón por la cual el primer volu­ men de La Estrella, en la medida en que procura poner de ma­ nifiesto los contenidos elementales de la experiencia depurados de las mezclas que el pensamiento trata de introducir en ellos, deba necesariamente desembocar en una filosofía del paganis­ mo. De acuerdo con la deducción constructiva de las tres “sus­ tancias”, el primer volumen reconstruye esta filosofía a partir de figuras históricas, y esto en detrimento de las preferidas de la modernidad: “las religiones del espíritu del lejano Oriente”. El paganismo no es entonces en absoluto en materia de filo­ sofía de la religión un mero cuco infantil para adultos, como lo ha tratado la filosofía de la religión de los siglos pasados y recien­ temente, de manera curiosa, el conocido libro de Max Brod.7 Por el contrario, no es ni más ni menos que la verdad aunque ciertamente en forma elemental, invisible y no revelada. De modo tal que en todas partes donde quiera ser no elemental, sino el todo; no invisible, sino figura; no secreto, sino revelación, el paga­ nismo se convierte en mentira. Pero como elemento y secreto está perpetuamente presente en el seno del todo, de lo visible y de lo revelado. Tan perpetuo como los grandes objetos, las “sustancias” del pensar en la experiencia real-efectiva, inobjetiva e insustancial. Pues la experiencia, en efecto, nada sabe de objetos; ella re­ cuerda, vivencia, espera y teme. A lo sumo al contenido del re­ cuerdo se lo podría comprender como objeto; esto sería entonces un modo de comprensión y no el contenido mismo. Pues éste 7 Max Brod (1864-1968), amigo, exégeta y editor de Franz Kafka. El libro al que se refiere aquí Rosenzweig es Heidentum, Christentum, Jtídentum, Munich, 1921.

por cierto no es recordado como mi objeto. No es nada más que un prejuicio de los últimos tres siglos el hecho de que en todo saber el “yo” tenga que estar presente. Yo no podría, por ejemplo, ver ningún árbol sin que “yo” lo viera. En verdad mi yo sólo está presente cuando él es el concernido, por ejemplo cuando quiero acentuar que yo veo el árbol porque no lo ve ningún otro; enton­ ces, en efecto, en mi saber el árbol está vinculado conmigo; pero siempre que no sea así lo que yo sé sólo lo sé del árbol y de ninguna otra cosa; y la declaración filosófica de la omnipresencia del yo en todo saber desfigura el contenido de este saber. La experiencia, por tanto, no experimenta cosas, las cuales por cierto se vuelven visibles como facticidades últimas mas allá de la experiencia por obra del pensamiento; pero lo que ella experimenta, lo experimenta en estas facticidades. Por ello es tan importante para una representación nítida y completa de la experiencia haber puesto previamente en evidencia aque­ llas facticidades en su pureza y haber salido al encuentro de la tendencia del pensamiento a confundirlas. Ellas son el elenco, el cartel de la obra teatral que, por cierto no forma parte del drama mismo, pero al cual sin embargo conviene leer con an­ terioridad. O, dicho de otra manera: ellas son el “érase una vez” con el que comienzan todos los cuentos de hadas, pero precisamente con el que sólo comienzan y que ni una sola vez vuelve a aparecer en el curso del cuento y en el fluir de su narración. Éste es incluso el símil más exacto. Pues si el primer volumen había respondido la vieja pregunta de la filosofía: ¿qué es?, y después había conseguido que la experiencia le pu­ siera en claro sus límites a los impulsos unificadores del pensar filosófico, ahora, en el segundo volumen, puede ser represen­ tada la misma realidad efectiva experimentada. No con los medios de la vieja filosofía, que no van mas alia de la pregunta

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—generalmente mal y en el mejor de los casos sólo correcta­ mente respondida- por lo que es, por el ente; mientras que lo real no “es”. Por tanto, el método del segundo volumen habrá de ser otro diferente, precisamente el de nuestro últi­ mo símil: un método del relato. Schelling había anunciado en el prefacio a sus geniales fragmentos, Las edades d el m undo ,8 una filosofía narrativa. El segundo volumen procura desarrollarla. ¿Qué significa, entonces, narrar? Quien narra no quiere decir cómo ha sido “propiamente” algo, sino cómo ese algo ha efectivamente acontecido. Aun cuando el gran historiador alemán9 en su célebre definición de su intención científica emplea el primero y no el segundo de estos adverbios, conci­ be no obstante de este modo la narración. El narrador no quiere nunca mostrar que alguna cosa fue propiamente algo por entero diferente -perseguir un fin tal es precisamente in­ dicio del mal historiador, obnubilado por un concepto o ávi­ do de lo sensacional-, sino mostrar cómo propiamente ha acontecido esto y aquello que como concepto y nombre está en boca de todos; por ejemplo, la Guerra de los Treinta Años o la Reforma. También para él se disuelve algo que es mera­ mente esencial, un nombre, un concepto, pero no en otra cosa igualmente esencial, sino en su propia realidad efectiva, más exactamente en su propia realización. Apenas va a cons­ truir proposiciones que afirman que algo es; incluso proposicio­ nes que afirman que algo fue serán construidas por él a lo sumo al principio; sustantivos, esto es, palabras que refieren sustan­ cias, aparecen por cierto en su narración, pero su interés no resi­

de en ellas, sino en el verbo, en la palabra que mienta el tiempo. Precisamente el tiempo llega a ser para el narrador enteramen­ te real. No el tiempo en el que algo acontece, sino el que por sí mismo acontece. La sucesión de los tres libros del primer volu­ men era enteramente accidental; cada una de las otras cuatro po­ sibilidades hubiera sido igualmente factible. La esencia no quiere saber nada del tiempo. Ahora, en el volumen central, la sucesión no es algo meramente importante, sino que es lo propiamente importante a comunicar. Es ya por sí misma el nuevo pensa­ miento del que hablaba al principio. Si, por ejemplo, el antiguo se planteaba el problema de si Dios es trascendente o inmanente, el nuevo procura decir cómo y cuándo Dios pasa de estar lejos a estar cerca y de estar cerca de nuevo a estar lejos. O si la antigua filosofía plantea la alternativa determinismo-indeterminismo, la nueva sigue el camino de la acción: parte de los condicionamientos del carácter y de la escabrosa maraña de los motivos y pasa por el instante de gracia, único e iluminante, en el que se efectúa la elección, hasta llegar a un deber que está allende la libertad y que sobrepasa las oscilaciones de aquella alternativa que se ve obliga­ da a abandonar a los hombres o bien a la condición de parte desfigurada del mundo o a la de Dios enmascarado. La nueva filosofía no hace pues aquí otra cosa que convertir el método del sano entendimiento humano en método del pensamiento cien­ tífico. ¿En qué se distingue, entonces, el sano entendimiento humano del enfermo que, al igual que la antigua filosofía, la filosofía del asombro -asombro significa estar inmóvil-10 se empecina en una cosa y no la quiere dejar suelta hasta que no la

8 F. W. J. Schelling, Die Weltalter. Fragmente. Irt den Urfassungen von 1811 und 1813, hrsg. von Manfred Schróter, Munich, 1946. 9 Leopold von Ranke (1795-1886).

10 Rosenzweig juega aquí con la etimología de la palabra alemana Stuunen (asom­ bro), que originariamente significaba quedarse tieso o inmóvil, y que proviene de la misma familia de palabras que el verbo Stauen (estancar, mantener algo inmó­ vil); de allí también el término Stau (embotellamiento de transito).

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“tiene” por completo a su merced? Él puede esperar, seguir expe­ rimentando, él no tiene ninguna “idea fija”, él sabe: hay tiempo, hay remedio. Este secreto es la entera sabiduría de la nueva filoso­ fía. Ella enseña, para decirlo en palabras de Goethe, a compren­ der a su debido tiempo:

que su futuro no sea futuro. Esto vale para las cosas cotidianas, y cualquiera estaría de acuerdo con ello. Cualquiera sabe que, por ejemplo, para un médico que está tratando un caso el tra­ tamiento es el presente, la enfermedad el pasado y la constata­ ción de la muerte el futuro, y que no tendría ningún sentido que él, por obedecer a un tic del conocimiento atemporal, quisiese excluir del diagnóstico el saber y la experiencia, de la terapia la audacia y la obstinación, del pronóstico el temor y la esperanza. Del mismo modo nadie que concreta una compra cree seriamente que se pueden ver las mercancías antes, en el momento en que se está entusiasmado por comprar, con el mismo ojo con que se las ve después, en el momento en que se está arrepentido de haberlas comprado. Exactamente lo mis­ mo vale para las cosas últimas y supremas que, por lo general, se estima poder conocer de modo atemporal. Lo que Dios ha hecho, lo que hace, lo que hará, lo que le ha acontecido al mundo, lo que le acontecerá, lo que le acontece al hombre, lo que él hará -todo esto no puede ser escindido de su tempora­ lidad, como si por ejemplo, se pudiese conocer el Reino de Dios que está por venir como se conoce la creación ya dada, o como si fuese legítimo estar a la expectativa de la creación del mismo modo en que se está a la expectativa del Reino futuro. Tan poco puede el hombre dejar que se carbonice y se vuelva pasado el rayo siempre presente de la experiencia, como puede esperarlo del futuro, pues él se da tan sólo en el presente y esperar por él es el medio más seguro de impedir que caiga; y exactamente lo mismo ocurre con la acción humana que sólo es acción en tanto y en cuanto es inminente, mientras que ya hecha es un mero evento distinto de todos los demás. Así de inconfundibles son los tiempos de la realidad. Cada acontecimiento particular tiene su presente, su pasado y su

¿Por qué la verdad está lejana y distante, oculta y enterrada en los fondos más profundos? ¡Nadie comprende a su debido tiempo! Si a su debido tiempo se comprendiese, entonces sería vasta y próxima la verdad, dulce y grata seria .11 El nuevo pensamiento sabe, al igual que el antiquísimo pen­ samiento del sano entendimiento humano, que nada se puede conocer independientemente del tiempo -lo que, sin embar­ go, fue el más alto título honorífico que hasta el día de hoy la filosofía se había concedido a sí misma. Así como no se puede comenzar un diálogo por atrás o una guerra con el tratado de paz (cosa que, sin embargo, gustosamente querrían los pacifis­ tas) o la vida con la muerte, sino que a las buenas o a las malas se debe aprender a esperar, actuando y padeciendo, a que nos llegue el momento sin saltar un solo instante, del mismo modo también el conocimiento está en cada instante atado a ese ins­ tante preciso y no puede hacer que su pasado no sea pasado ni 11 Warum ist Wahrheitfern und weit, Birgtsich hinab in tiefite Gründe? Niemand verstehtzur rechten Zeit! Wenn man zur rechten Zeit verstiinde: so u/are Wahrheit nah und breit, und ware lieblich und gelinde.

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futuro sin los cuales no podría ser conocido o sólo lo sería de modo desfigurado; y lo mismo cabe decir de la realidad en su conjunto. También ella tiene su pasado y su futuro: un pasado perpetuo y un futuro eterno. Conocer a Dios, al mundo y al hombre significa conocer lo que ellos hacen o lo que a ellos les sucede en los tiempos de la realidad. Lo que cada uno de ellos hace a los otros y lo que a cada uno le sucede a causa de los otros. La separación de su “ser” está aquí presupuesta, pues si ellos no estuvieran separados, entonces de ningún modo po­ dría actuar el uno sobre el otro; si en el fondo más profundo el otro y yo fuéramos el mismo, como pretende Schopenhauer, entonces por cierto yo no podría amarlo; en efecto, sólo me amaría a mí mismo; si Dios estuviera en mí o “sólo fuese mi yo superior” —fórmulas éstas que, junto con el otro dogma propio de ayudante de peluquería, a saber, que él es el gran Todo, se deben suscribir en ocasión de cometer por vez prime­ ra ciertos pecados de juventud-, entonces esto no sólo sería una inútil fórmula lingüística que oscurecería una relación por lo demás clara, sino que, ante todo, este Dios difícilmente tendría algo que decirme, pues lo que mi yo superior tiene por decir yo ya lo sé; y si un hombre fuese divino, como un entu­ siasta profesor alemán ha proclamado impresionado por la túnica de Rabindranath Tagore, entonces a este hombre le es­ taría cerrado el camino a Dios que está abierto para cada hu­ mano. Así de importante es la separación del “ser” que aquí se ha presupuesto y de la que, sin embargo, en lo sucesivo no volverá a hablarse. Pues en la realidad efectiva, que únicamen­ te se nos da en la experiencia, esta separación de Dios, mundo y hombre es superada y todo lo que tenemos son experiencias de sus vínculos. Dios en sí mismo, si queremos asirlo concep­ tualmente, se oculta; el hombre, nuestro sí mismo, se cierra, y

el mundo se convierte en un enigma visible. Ellos sólo se abren en sus relaciones: en la creación, la revelación y la redención. Es ahora, en el segundo volumen, cuando se vuelve a na­ rrar este gran poema del mundo en tres tiempos. Narrado, sin embargo, lo es propiamente sólo en el primer libro del volumen, dedicado al pasado. En el presente la narración deja su lugar al diálogo inmediato, pues de lo presente, ya sea que se trate de Dios o de los hombres, no se puede hablar en tercera persona; ellos sólo pueden ser interpelados o escucha­ dos. Y en el libro del futuro domina el lenguaje del coro, pues el individuo particular también abraza lo futuro, pero sólo donde y cuando puede decir nosotros. Es así como surgen los nuevos métodos de los tres libros del segundo volumen de la temporalidad del nuevo pensa­ miento. Ciertamente esto ocurre en los tres libros, pero de modo más evidente en el segundo, corazón de este volumen y del todo de la obra: en el libro de la revelación presente. En lugar del método del pensar, tal cual ha sido establecido por toda la filosofía anterior, hace su aparición el método del ha­ blar. El pensamiento es atemporal y quiere serlo; quiere anu­ dar mil vínculos de un golpe; lo último, la meta, es para él lo primero. El hablar está ligado con el tiempo, se nutre del tiempo, no quiere ni puede abandonar su suelo nutricio; no sabe por anticipado hacia dónde se dirige; deja que el otro le dé el pie para entrar en conversación. Vive por sobre todo de la vida del otro, ya sea que se trate del oyente de la narración, del interlocutor en la conversación o del cointérprete en el coro, mientras que el pensamiento es siempre solitario, inclu­ so cuando se lo piensa en con ju n to entre varios “cofilosofantes” . Aun en ese caso el otro sólo me formula las réplicas que propiamente yo mismo debería haberme formu­

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blar a alguien y pensar para alguien; y ese alguien es siempre un alguien enteramente determinado y, a diferencia del públi­ co en general, no tiene meramente orejas, sino también boca. En este método se concentra la renovación del pensamien­ to que surge del libro. Fue descubierto por Feuerbach, luego reintroducido en la filosofía por Hermann Cohén en su obra postuma,12 aunque sin conciencia de su fuerza revoluciona­ ria; aquellos pasajes de Cohén ya me eran conocidos cuando yo escribí La Estrella ; sin embargo, no es a ellos a los que tengo que agradecer la influencia decisiva que permitió la con­ creción del libro, sino a Eugen Rosenstock, cuya A ngewandte Seelenkunde,n hoy día publicada, tuve ante mí bajo la forma de un primer boceto un año y medio antes de haber comen­ zado a escribirlo. Desde ese entonces, además de en La Estre­ lla, ha aparecido aun otra exposición fundamental de la nue­ va ciencia en el primer volumen de la obra del propio Hans Ehrenberg acerca del idealismo,14el Fichte, que fue compues­ ta en la forma de un diálogo auténtico que necesita del tiem­ po; lafilosofía d el m édico de Viktor von Weizsácker15 aparece­ rá en breve; la Biología teórica de Rudolph Ehrenberg16plan­ tea por primera vez la teoría de la naturaleza orgánica bajo la

lado. Es ésta la razón por la cual resultan aburridos la mayoría de los diálogos filosóficos, incluso la mayor parte de los diá­ logos platónicos. En el mismo momento en que se desarrolla el diálogo verdadero acontece algo; yo no sé por anticipado lo que el otro me dirá, porque de hecho yo aún no sé lo que yo mismo voy a decir, podría incluso ser que el otro abra el diá­ logo, e incluso es éste el caso en la mayor parte de los diálogos auténticos, de lo que uno puede convencerse fácilmente echan­ do una mirada comparativa a los Evangelios y a los diálogos socráticos; las más de las veces es Sócrates quien pone en cur­ so el diálogo, precisamente durante una discusión filosófica. El pensador ya sabe por anticipado sus pensamientos; que los exprese es sólo una concesión a la insuficiencia de lo que él llama nuestros medios d e com unicación , insuficiencia que no radica en el hecho de que necesitemos del lenguaje, sino en que necesitamos tiempo. Necesitar tiempo significa: no po­ der anticipar nada, tener que esperarlo todo, depender del otro para lo más propio. Todo esto es para el pensador pensante completamente impensable, mientras que es lo que por exce­ lencia caracteriza al pensador hablante. Pensador hablante, pues naturalmente el nuevo pensamiento, el pensamiento hablan­ te, es también un pensar, del mismo modo que el pensamien­ to antiguo, el pensar pensante, no podría haberse dado sin un hablar interior; la diferencia entre el antiguo y el nuevo pensa­ miento, entre el pensamiento lógico y el pensamiento gramá­ tico, no reside en el hecho de que el uno es silencioso y el otro habla en voz alta, sino en la necesidad del otro o, lo que es lo mismo, en tomar en serio al tiempo. Pensar significa aquí no pensar para nadie y no hablar a nadie (o, si a alguien le suena mejor, en lugar de nadie se podría también escribir todos, el célebre “público en general”); hablar, en cambio, significa ha­

12 Hermann Cohén (1842-1918), Religión der Vernunft aus den Quellen des Judentums, 1919, 1929. Vuelto a publicar en el marco de sus obras completas: Hermann Cohén, Werke, Band XI, Hildesheim, 1982. 13 Eugen Rosenstock (1888-1973), AngewandteSeelenkunde. Eineprogramatische Übersetzung, Darmstadt, 1924. 14 Hans Ehrenberg, (1893-1958), Disputatio. Drei Bücher vom deutschen Idealismus, München 1923-1925. 15 Viktor von Weizsácker (1886-1957); muy posiblemente Rosenzweig se refiera a Kranker undArtz, Berlin, 1929. 16 Rudolph Ehrenberg (1884-1969), Theoretische Biologie vom Standpunkt der Irreversibilitat des elementaren Lebensvorganges, Berlin, 1923.

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ley del tiempo real e irreversible. Sin relación entre ellos ni con los autores nombrados, Martin Buber, en Ich u n dD u ,17 y Ferdinand Ebner, en Das Wort u n d diegeistigen Realitaten ,18 que ha aparecido justo al mismo tiempo que mi libro, han penetrado en el núcleo del nuevo pensamiento, es decir, en la cuestión tratada en el libro central de La Estrella. Instruc­ tivos ejemplos de la aplicación práctica del nuevo pensa­ miento se pueden encontrar en las notas a mi Jehuda H alevi .I9 Un profundo y exacto conocimiento acerca de todas estas cosas está contenido en los fundamentos de las notables obras de Florens Christian Rang,20en su mayor parte aún no publicadas. El interés teológico le ha permitido al nuevo pensamiento hacer su irrupción en todos los autores recientemente nom­ brados. Sin embargo, el mismo no es un pensamiento teoló­ gico. Por lo menos no es en absoluto lo que hasta ahora se entendió por tal. Ni en la meta ni en los medios. No se dirige únicamente a los así llamados “problemas religiosos”, que tra­ ta en el curso de o incluso directamente en medio de los lógi­ cos, éticos y estéticos, ni conoce aquella actitud, mezcla de ataque y defensa y nunca orientada objetivamente hacia las cosas, que es característica del pensamiento teológico. Si el nuevo pensamiento es teología, entonces en todo caso se trata de una teología que, en tanto que tal, es tan nueva como en tanto que filosofía. La introducción al segundo volumen se 17 Martin Buber (1878-1965), Ich und Du, Leipzig, 1923. 18 Ferdinand Ebner (1882-1931), Das Wort und die geistigen Realitaten. Pneumatologisehe Fragmente, Innsbrück, 1921. 19 Sechzig Hymnen und Gedichte des Jehuda Halevi, Konstanz, 1924. 20 Florens Christian Rang (1866-1924), Goethe “Selige Sehnsucht". Ein Gesprach um die Moglichkeit einer christlichen Deutung, Freiburg, 1949. Rosenzweig debió haber leído algunos pasajes de esta obra en los Neue Deutsche Beitrdge de 1922.

ocupa de la cuestión que por excelencia atañe a las tres intro­ ducciones: procura mostrar al lector los caminos que lo con­ ducen desde el universo intelectual que le es familiar al mun­ do del libro. La teología no puede rebajar a la filosofía a la condición de criada doméstica, pero igualmente indigno es el rol de empleada que la filosofía se ha acostumbrado a endilgarle a la teología en tiempos recientes. Como lo desarrolla la in­ troducción mencionada, la relación verdadera entre ambas disciplinas es fraternal en su nueva forma e incluso debe llevar a la fusión en una misma persona de aquellos que las practi­ can. Los problemas teológicos quieren ser traducidos en tér­ minos humanos y los humanos elevados hasta el nivel de la teología. Por ejemplo, el problema del nombre de Dios es sólo una parte del problema lógico del nombre en general; y una estética que no se cuestione si el artista puede llegar a partici­ par de la dicha y la bienaventuranza eternas es por cierto una disciplina urbana, pero también una disciplina incompleta. Ser completo es aquello que de hecho y por sobre todo le confiere al nuevo pensamiento su propia verdad. Desde el punto de vista del antiguo pensamiento los problemas del nuevo son simplemente invisibles, y no los reconoce si se agol­ pan en su círculo visual como problemas científicos; esto vale no sólo para los teológicos en sentido estricto, sino también para la mayor parte de los humanos, los que el método gra­ mático volvió asequibles para la concepción científica, por ejemplo para la lógica del yo y el tú o para la lógica del nom­ bre, a la que acabamos de hacer referencia. Por el contrario, desde la posición del nuevo pensamiento todo el ámbito del antiguo sigue estando bajo su dominio y es susceptible de ser examinado por él. Por ejemplo los de la vieja lógica aristotélica y kantiana como problemas de un orden neutro exclusiva­

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mente referido a objetos, al que podríamos llamar orden del “eso”,21 siguen siendo por completo problemas para el pensa­ miento hablante, y como tales son tratados en el primer vo­ lumen, aunque por cierto sólo en una primera aproximación, pero ya arrancados de la falsa relación con el yo y, por lo me­ nos a grandes rasgos, insertados en la relación correcta que mantienen con el orden de la tercera persona: del “él” o del “lo”. No es precisamente la religión lo que Dios ha creado, sino el mundo. Y cuando El se revela, el mundo sigue estando en derredor; incluso recién después es el mundo cabalmente crea­ do. Aun la revelación no destruye en modo alguno el auténti­ co paganismo, el paganismo de la creación; sólo deja que le acontezca el milagro de la transformación y renovación. Ella es siempre presente y, si es pasada, lo es desde aquel pasado que está al comienzo de la historia de la humanidad: la revela­ ción a Adán. Ella, en tanto “siempre renovada”, es el conteni­ do del segundo volumen, como el paganismo, en tanto “per­ petuo”, lo es del primero. El segundo volumen trata de la realidad audible y visible, precisamente de la realidad revela­ da. Su predecesor da su presuposición muda, oculta y oscura. De las figuras históricas de la revelación en su diversidad, del judaismo y su retoño antipódico, el cristianismo, en absoluto se habla allí aún. Sólo porque y en la medida en que ambos dos renuevan la “revelación a Adán”, sólo en esa medida es el nuevo pensamiento judío o cristiano. Y, por otra parte, sólo porque y en la medida en que el paganismo en sus figuras

históricas ha negado u olvidado esta revelación a Adán, que era tan poco pagano como judío o cristiano, no es en modo algu­ no este paganismo histórico, que se ha solidificado en una fi­ gura, perpetuo. Precisamente en razón de su autonomía y por haber llegado a ser en sí mismo una forma rígida, no forma parte de la realidad efectiva. Con justicia se han desmoronado los templos de los dioses; con justicia se guardan en museos sus estatuas; su culto, hasta donde fue ordenado y reglado, debió de haber sido un monstruoso desatino, pero la jaculato­ ria que se elevó a ellos desde pechos torturados y las lágrimas que el padre cartaginés vertió cuando ofreció a su hijo en sacri­ ficio a Moloch, no pueden no haber sido vistas, no haber sido escuchadas. ¿O acaso Dios tendría que haber estado esperando sentado sobre el Sinaí o incluso sobre el Gólgota? No, así como del Sinaí o del Gólgota no parten caminos sobre los cuales con seguridad Dios pueda ser alcanzado, así tampoco Él puede ha­ berse negado a salir al encuentro de aquel que lo buscó sobre los caminos de herradura en torno del Olimpo. Ninguno de los templos construidos está tan cerca de Dios como para que el hombre pueda confiarse de esta cercanía, ni ninguno está tan lejos como para que su brazo no pueda extenderse con facilidad hasta allí; ninguna dirección desde la cual Él no pue­ da venir, sí, ninguna desde la cual Él no pueda venir, ninguna desde la cual debiera necesariamente venir, ningún tronco caí­ do en el que Él alguna vez no haya fijado morada, y ningún Salmo de David que no llegue siempre a sus oídos. La posición particular del judaismo y del cristianismo con­ siste precisamente en que, aun cuando han llegado a ser religio­ nes, encuentran en sí mismos los impulsos que los conducen a liberarse de su fijación a su condición de religiones particulares y desde la especialidad y sus cercos volver a encontrar el camino

21 El término alemán que aquí traduzco por “eso” es el pronombre neutro de tercera persona es. Es mienta el orden impersonal, cósico y objetivo. Es, en alemán, funciona además como sujeto gramatical de los verbos impersonales, por ejemplo, es regnet, que significa llueve, literalmente “eso llueve”.

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hacia el terreno abierto de la realidad efectiva. Toda religión his­ tórica es especializada desde el comienzo, ha sido “fundada”; sólo recientemente el judaismo y el cristianismo han llegado a ser religiones especializadas, y nunca han sido fundados. Fueron originariamente algo enteramente irreligioso: el uno un hecho, el otro un acaecimiento. Religión, religiones vieron en torno de sí, pero habrán estado sorprendidos de ser abordados ellos mis­ mos también como una religión. Recién su parodia, el Islam, es por anticipado religión y no quiere ser otra cosa; él ha sido “fun­ dado” con conciencia. Los seis acápites de este volumen donde es tratado representan la única parte del libro que puede ser ca­ racterizada como filosofía de la religión en sentido estricto. ¿Y qué hay del “libro judío”? ¿Acaso el libro no se anuncia como tal a través de su portada? Yo querría poder hablar tan delicadamen­ te como el poeta -cuando cierra su magna fuga sobre la belleza del cosmos con el tema inolvidable de la obertura: “ella se me apareció en juvenil, femenina figura”—para poder decir en toda su verdad lo que tengo que decir. He recibido el nuevo pensa­ miento en estos viejos términos judíos, de manera que lo he reproducido y retransmitido valiéndome de ellos. Sé que a un cristiano en lugar de mis palabras le hubieran venido a los labios las del Nuevo Testamento, y a un pagano, según pienso, cierta­ mente no las de sus libros sagrados -pues su ascensión se desvía del lenguaje originario de la humanidad, a diferencia del camino terrestre de la revelación que conduce a él-, pero tal vez las suyas propias. Pero a mis labios vinieron aquellas palabras. Por eso mismo bien puede decirse que es un libro judío: no uno que trata de “cosas judías”, pues entonces serían libros judíos los de los estudiosos del Antiguo Testamento de confesión protestan­ te, sino uno que expresa lo que tiene que decir, y, más precisa­ mente, lo nuevo que tiene que decir en las antiguas palabras

judías. Las cosas judías, como todas las cosas en general, son siempre pasajeras; las palabras judías, en cambio, aun cuando sean antiguas, participan de la eterna juventud del Verbo, y cuando el mundo se abra a ellas, ellas lo renovarán. Pero así y todo sigue siendo un milagro que haya algo que tiene una figura permanente y no es pasajero. Aunque no lo hay por cierto en el mundo real de la vida constantemente re­ novada. Allí sólo lo presente es presente, lo pasado sólo es sido y lo futuro sólo adviniente. Pero de estos tres en verdad sólo el presente es tiempo en el sentido más temporal. Y así como las figuras del paganismo, semejantes al pasado de la creación, pe­ netran en el presente, así también el futuro de la redención es anticipado en figuras eternas. El río del acontecer lanza hacia el cielo que cubre el mundo temporal imágenes resplandecientes, y ellas permanecen. No son arquetipos; por el contrario, no existirían si la corriente de la realidad no fluyera incesante desde sus tres fuentes invisibles y secretas. Mas incluso esos secretos invisibles se vuelven gráficos en estas imágenes, y el continuo curso de la vida abraza la forma circular del retorno. Judaismo y cristianismo son los dos cuadrantes eternos bajo las manecillas que señalan los meses y el año del tiempo constantemente renovado. En ellos, en el año judío y en el cristiano, el transcurso del tiempo del mundo, imposible de reproducir por medio de una imagen y sólo vivenciable y narrable, adquiere una figura de formas precisas que lo repro­ duce; en su Dios, en su mundo y en su hombre se vuelve pronunciable el secreto de Dios, del mundo y del hombre, que en el curso de la vida es inefable y sólo puede ser experi­ mentado. Lo que Dios, lo que el mundo, lo que el hombre “son” no lo sabemos, sino que sólo sabemos lo que ellos ha­ cen o lo que a ellos les es hecho; pero sí podemos saber con

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exactitud cómo se hacen presentes el Dios judío o el cristia­ no, el mundo judío o el cristiano, el hombre judío o el cris­ tiano. En lugar de las substancias, que meramente son y que sólo se perpetúan en la medida en que constituyen las secretas condiciones de posibilidad de la realidad efectiva, hacen su entrada las figuras, que eternamente reflejan esta realidad cons­ tantemente renovada. De ellas se ocupa el tercer volumen. La presentación que hace del judaismo y del cristianismo no está, entonces, originariamente determinada por un inte­ rés proveniente de la filosofía de la religión, sino que, como claramente surge de lo que acaba de decirse, obedece en gene­ ral a un interés sistemático y, en particular, está determinada por la cuestión de una eternidad existente y, por tanto, por la tarea de superar el peligro de entender el nuevo pensamiento, por ejemplo, en el sentido o, mejor aún, en el sinsentido de una “filosofía de la vida” y de otras tendencias irracionalistas semejantes. De hecho, actualmente todo aquel que es sufi­ cientemente listo como para escapar de las fauces del Caribdis idealista parece ser tragado por el oscuro vórtice de esta Escila. Consecuentemente, en ninguno de los dos casos la presenta­ ción parte de la propia conciencia que tienen de sí mismos, es decir, en el caso del judaismo no parte de la ley y en el del cristianismo no desde la fe, sino que lo hace de la figura exte­ rior y visible a través de la cual ellos arrancan su eternidad al tiempo; de acuerdo con esto, en el judaismo la presentación toma como punto de partida el hecho de la existencia del pueblo, y en el cristianismo el acaecimiento que funda la co­ munidad; y sólo a partir de estas figuras llegan a hacerse visi­ bles en ellos la ley y la fe. De allí que resulte una presentación que no hace entera justicia a ninguno de los dos, pero que a este costo logra por primera vez ir más allá de la apologética y

de las polémicas usuales en este ámbito. Acerca de esto ya dije lo necesario en otro lugar (en el ensayo Aplogetisches Denkerí),21 de modo que no necesito aquí repetirme. El fundamento sociológico sobre el cual se construye la caracterización del judaismo y del cristianismo prolonga sus efectos más allá de sí y se extiende a los distintos componen­ tes sociológicos que se entremezclan en aquella presentación. Que el pueblo judío repose en el hecho de su existencia y la comunidad cristiana en el acaecimiento en torno del cual se ha reunido conduce en el primer caso a una sociología general y en el segundo a una sociología del arte. Una política mesiánica, es decir, una teoría de la guerra, cierra entonces el primer libro del volumen, y una estética cristiana, es decir, una teoría del sufrimiento, el segundo. De este modo el tratamiento de los problemas éticos y estéticos en los dos primeros libros del tercer volumen con­ cluye con la explicitación de las figuras del judaismo y del cristianismo. Etica y estética atraviesan los tres volúmenes, pero recién aquí, en el tercero, se separan, como es usual, pacífica­ mente la una de la otra, de acuerdo con el carácter del volu­ men, que en cierto sentido retoma el cauce del antiguo pensa­ miento y sus preguntas por el ser. Que, por lo demás, cierta­ mente no se ha llegado aún demasiado lejos de aquí con esta paz lo muestra claramente la estética de este volumen. Mien­ tras que el primer volumen trata los conceptos nucleares esté­ ticos usuales y el segundo libera la estética de su atadura

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22Texto escrito en 1923 en Frankfurt a. M. y aparecido por primera vez en los Neuen Jiidischen Monatshefte, en el tomo correspondiente a los meses de julio/ agosto de 1923. Está reproducido en: Franz Rosenzweig, Zweistromland. Kleinere Schriften zur Religión undPhilosophie, Berlin/Wien, 2001, pp. 63-73.

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- especialmente fuerte por ser inconsciente- a la tradición idea­ lista tanto en lo que respecta a su entero ordenamiento cuanto a su ápice último, pero que, sin embargo, entretanto desarro­ lla el contenido habitual de una estética, el tercer volumen la deja alcanzar su culminación como estética aplicada y, a través de la justificación del arte por las artes útiles, incendia las na­ ves que pudieran tomar el camino de regreso desde este nuevo continente al continente original y clásico de la doctrina del “placer desprovisto de finalidad”. Estimo que tuve razón en detenerme de manera relativa­ mente breve en estas cuestiones que ocupan en lo esencial el primer y segundo libro del tercer volumen; estas secciones, en efecto, pasan por ser comprensibles hasta el punto de que un crítico le recomendó al lector comenzar la lectura con la in­ troducción a este volumen y desde allí seguir leyendo hacia atrás y hacia adelante -contra este consejo no tengo ninguna objeción que formular, suponiendo que tal modo de lectura finalmente conduzca también desde el “hacia adelante y hacia atrás” al “desde el principio al fin”. Y contra los malentendidos que probablemente se esconden en la presunta entendibilidad, creo en lo precedente haber administrado algunos antídotos. Sin embargo, en todo lo que ha sido entendido y mal enten­ dido subsiste una verdadera y auténtica incomprensión. Se trata de la misma incomprensión que debe intranquilizar el ánimo sencillo cuando se ponen uno al lado de otro judaismo y cristianismo, y que también extraña al pensador que aquí se ve exigido a “multiplicar el ente”, y que se ve exigido a ello del modo más serio posible y no con esa cierta provisionalidad que le hacía aún soportable la multiplicación en el primer volu­ men. Pues de la verdad se trata en la conclusión del tercer volu­ men y de la obra toda, de la verdad que sólo puede ser una.

Aún hoy en día se cree que todo filosofar debería comen­ zar con consideraciones de índole gnoseológica. En realidad en el mejor de los casos el filosofar concluye con ellas. Incluso el hacedor de este prejuicio gnoseológico de nuestros días, Kant, no representa con su propia Crítica otra cosa que tal conclusión, precisamente la de la época histórica que comien­ za con la ciencia natural del barroco. Sólo a la filosofía de esta época es inmediatamente pertinente su crítica. Al giro copernicano de Copérnico, que convirtió al hombre en una mota de polvo en el Todo, corresponde el “giro copernicano” de Kant que, para compensar, lo sentó sobre el trono del mundo con mucha mayor precisión de lo que él había pensa­ do. De aquella degradación descomunal del hombre a costa de su humanidad fue ésta la desmesurada corrección, hecha también a costa de su humanidad. Toda crítica llega, así, re­ cién después de la representación. Así como el crítico teatral, por más juicioso que fuere, no tiene nada que decir por anti­ cipado, pues la crítica no tiene por cierto que dar testimonio del juicio que él posee desde antes, sino de aquel que recién ha surgido en él en la representación, así tampoco tiene sentido que la teoría del conocimiento preceda al conocimiento, pre­ cisamente al conocimiento sobre el que ella teoriza. Pues todo conocimiento, si algo es efectivamente conocido, es un acto particular y tiene su propio método. Consideraciones meto­ dológicas sobre historia en general tan poco pueden reempla­ zar una observación basada en una obra histórica en particular como la observación de un historiador de la literatura sobre un drama podría reemplazar a la crítica del redactor de un periódico, la cual fluye de la impresión inmediata que deja una representación, o, aun menos, pues en el caso del drama y la representación se trata siquiera del mismo libro, pero

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“historia en general” —afortunadamente—no la hay. Lo que vale para rada cada obra particular de una ciencia, a saber, que debe abor dar su objeto con métodos y aparatos propios nun­ ca utilizaros anteriormente, si es que quiere arrancarle su se­ creto puntualmente a este objeto, y que sólo el alumno se deja prescribir su método por el maestro en vez de por el objeto, todo esto vale exactamente del mismo modo para la filosofía; sólo que, a consecuencia de la ridicula circunstancia de que filosofía es una disciplina universitaria con cátedras que quieren ser poseídas y principiantes de primer semestre que hacen imprimir en sus tarjetas personales “estudiante de filosofía”, en el caso de la filosofía son los alumnos que nunca superan la condición de alumnos los que juegan un rol deter­ minante, y ellos, incluso hasta el momento de su retiro a los setenta años, no advierten esta verdad y, por consiguiente, tienen el tipo de teoría del conocimiento que posiblemente sea requerido para las tareas escolares por la única existente. Un conocimiento del que se saca algo es como una torta a la que se le ha agregado algún ingrediente. En La Estrella de la Redención lo que se ha agregado al comienzo es la experiencia de la facticidad antes de todos los hechos de la experiencia real. Facticidad que impone al pensamiento, en lugar de su palabra preferida, el término propiamente, la palabra fundamental de toda experiencia, a la que su lengua no está acostumbrada, la palabrita y Dios y el mundo y el hombre. Estejy fue lo primero de la experiencia, por lo tanto debe retornar necesariamente en lo último de la verdad. Incluso en la verdad misma, en la última verdad, que sólo puede ser una, debe esconderse un y. Ella, a diferencia de la verdad de los filósofos, a la que sólo le está per­ mitido conocerse a sí misma, debe ser verdad para alguien. Pero si tiene que ser única, entonces sólo puede serlo para el Unico.

De allí que sea también necesario que nuestra verdad se vuelva múltiple y que la verdad se transforme en nuestra verdad. De este modo la verdad deja de ser lo que es verdadero y pasa a ser lo que quiere ser veri-ficado23 como verdadero. El concepto de veri-ficación de la verdad deviene fundamental en esta nueva teoría del conocimiento; toma el lugar de la teoría de la no con­ tradicción y de la del objeto en la antigua y, en lugar del concep­ to estático de objetividad, introduce el de una objetividad diná­ mica; las verdades irremediablemente estáticas, como las de la matemática, que la antigua teoría del conocimiento tomó como punto de partida sin realmente nunca haber ido más allá de este punto de partida, de ahora en más son concebidas como el caso límite -límite inferior- de la verdad, como el reposo es el caso límite del movimiento, mientras que las verdades más altas y supremas sólo a partir de ahora pueden ser concebidas como verdades, en vez de ponerles necesariamente el sello de ficciones, postulados o necesidades. Partiendo de aquellas inesenciales ver­ dades de Perogrullo del tipo “dos más dos es cuatro”, sobre las cuales los hombres fácilmente concuerdan sin que ello les exija otra cosa que usar un poco su cerebro -un poco menos para la tabla del uno, un poco más para la teoría de la relatividad-, y pasando por aquellas otras verdades que ya nos cuestan algo, el camino conduce a aquellas que el hombre no puede veri­ ficar si no es con el sacrificio de su propia vida, hasta llegar a aquellas cuya verdad recién puede ser veri-ficada si todos los se­ res vivos se comprometen con ella y por ella arriesgan su vida.

23 Traducimos bewáhrt por veri-ficado. La separación con el guión quiere destacar que el término debe ser entendido literalmente como “hacer verdade­ ro” algo, hacer que sea verdadero, y no en el sentido, hoy día corriente, de constatar la verdad de una proposición.

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Esta teoría del conocimiento mesiánica, que valora las ver­ dades según el precio de su veri-ficación y el lazo que crean entre los hombres, no puede, sin embargo, ir más allá de las dos esperas del mesías, desde y por siempre irreconciliables: la del que viene y la del que retorna; no puede ir, pues, más allá del y de estos dos últimos compromisos con la verdad. Sólo en Dios mismo se encuentra consumada la verificación, sólo ante Él es la verdad una. La verdad terrena permanece, pues, escindida -dividida en dos como la facticidad extradivina, como los hechos originarios mundo y hombre. En estos he­ chos finales que son el judaismo y el cristianismo, ellos retor­ nan con su y como mundo de la ley y fe del hombre, como ley del mundo y hombre de la fe. Así, pues, en este retorno de las presuposiciones eterna­ mente invisibles de la experiencia en la claridad final de la verdad supraempírica se establece el verdadero orden del trío y, dejando en claro que Dios, el Dios de la verdad, ocupa el lugar de privilegio, aclara el último libro la confusión del pri­ mero, cuyo Dios no sólo no tenía relación ni con el mundo ni con el hombre, sino que ni siquiera tenía un lugar fijo, de modo que ese Dios no podía significar el Dios de la verdad, sino tan sólo los falsos dioses. Sólo los falsos dioses pudieron aparecer allí para llenar de contenido el concepto de Dios de cara a la pregunta ¿qué es Dios? Ahora, cuando todo concep­ to de Dios desde hace largo tiempo se ha oscurecido bajo la noción del Dios oculto, y cuando Dios mismo se ha revelado como creador, revelador, redentor, arden de consuno en este Dios de la verdad el primer Dios, el último Dios y el del mismísimo corazón del presente, y de este Dios, en el cual se fusiona todo sido real, todo es real y todo “será” real, pode­ mos —recién ahora—decir: Él es.

Aquí concluye el libro. Pues lo que ahora sigue está ya más allá del libro; “Portal” que conduce desde el libro hacia lo que ya no es más libro. Lo que ya no es más libro es el conoci­ miento, a la vez fascinante y aterrador, de que en la contem­ plación de “la parábola del mundo en el rostro de Dios”, en esta captación de todo ser en la inmediatez de un instante y de un golpe de vista, se pisa la frontera de la humanidad. Lo que no es más libro es también el interiorizar que este paso dado por el libro hacia la frontera sólo puede ser expiado terminan­ do el libro. Una terminación que es a la vez un comenzar y un “en medio de”: un entrar de lleno en medio de la cotidianidad de la vida. El problema del filósofo atraviesa el libro entero, en especial las tres introducciones. Recién aquí encuentra su solución definitiva. Sin embargo, de aquí en adelante tam­ bién se tiene que seguir filosofando; sí, precisamente de aquí en adelante. Cada uno tiene en algún momento que filosofar. Todo hombre alguna vez tiene que observar lo que lo rodea desde su posición y desde su situación vital. Pero esta mirada no es un fin en sí mismo. El libro no es una meta alcanzada, ni siquiera una meta provisional. Debe ser responsable de sí mismo en vez de sostenerse a sí mismo o ser sostenido por otros libros del mismo género. Esta responsabilidad acontece en la cotidianidad de la vida. Sólo para re conocer y vivir la cotidia­ nidad (Alltag) como día del todo (All-tag) debió ser recorrido de punta a punta el día de la vida del todo {Lebenstag des Alt). Al escribir estas páginas he experimentado cuán difícil es para el autor hablar sobre su propio libro; apenas puede adju­ dicarse el derecho a decir algo auténtico. Pues de cara a aque­ llo que en su obra es espíritu y, por tanto, es trasplantable a otros espíritus, el autor está en igual situación que cualquier otro. Incluso para el otro, por el solo hecho de ser otro, le será

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siempre legítimo encargarse de, para usar la audaz frase de Kant, que por otra parte no es en absoluto tan audaz, “enten­ der a Platón mejor de lo que él se entendió a sí mismo” . A ninguno de mis lectores querría quitarle esta esperanza. Lo que el autor tiene que decir, por más que haga el sincero es­ fuerzo de decirlo en la forma de un comentario, termina, sin embargo, transformándose siempre con facilidad en notas complementarias. Éstas, de todos modos, van a ser depen­ dientes, tanto en lo que ellas destaquen del libro como en lo que pongan entre paréntesis, de los ecos que hayan llegado a oídos del autor. Y, por tanto, están dirigidas sólo al lector actual. E incluso a éste no lo dejarán satisfecho, justamente en virtud de su actualidad. Pues lo que el lector exige y lo que al fin y al cabo tiene el derecho de exigir es precisamente lo que no le ha sido dado, a saber, una caracterización hecha sobre la base de consignas que le sirva para depositar en el cementerio de su cultura general lo que acaba de ser puesto a la luz, por ejemplo, sobre el nuevo pensamiento. El hecho de que yo no le haya dado estas consignas no se debe a mala voluntad de parte mía, sino a que realmente no dispongo de ninguna. Ciertamente esta obra, en la que he tratado de explicar el nue­ vo pensamiento, se opone a ciertas consignas con una parti­ cular hostilidad, que va más allá del común rechazo a todos los “ismos” . ¿Pero es que acaso por eso debo dejar fijar el libro a las contrapartidas habituales de aquellos “ismos”? ¿Puedo hacerlo? En el mejor de los casos dejaría que se le aplicase la caracterización de empirismo absoluto; por lo menos ésta daría cuenta del singular modo de proceder del nuevo pensamien­ to en cada uno de los tres ámbitos —en el del antemundo del concepto, en el del mundo de la realidad efectiva y en el del supramundo de la verdad- aquel modo de proceder que sabe

que de lo celestial no sabe ninguna otra cosa que lo que ha experimentado -pero esto que ha experimentado lo sabe real­ mente, por más que la filosofía lo denigre calificándolo de saber “más allá” de toda experiencia “posible”, y que sabe que de lo terrenal no sabe lo que no ha experimentado-, pero esto que no ha experimentado no lo sabe en modo alguno, por más que la filosofía lo encomie calificándolo de saber “pre­ vio” a toda experiencia “posible”. Semejante confianza en la experiencia bien podría ser lo enseñable y transmisible del nuevo pensamiento, si no fuera ya, como me temo, esto mis­ mo signo de un pensamiento renovado -y si la consigna que acabamos de dar no fuera una de las observaciones que, como muchas otras hechas en las páginas precedentes, precisamente por provenir del autor le parecerán al lector en parte no tan sólo simples sino excesivamente simples y en parte también de nuevo más complejas que el libro mismo. Ambas cosas son inevitables. De la primera era ya consciente el más grande poeta de los judíos cuando, a través de la boca del sabio, le responde a su rey pagano: “Mis palabras son muy difíci­ les para ti, por eso te parecen tan fáciles”. De la segunda, el más grande poeta de los alemanes, cuyo Mefisto, a la ansio­ sa exclamación de Fausto: “Allí debe descifrarse algún enig­ ma”, replica: “Pero algún enigma debe cifrarse allí también”.24

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Traducido del alemán por Angel E. Garrido-Maturano.

24 Fausto, 4040-4051.