Rodolfo II, El Rey de Los Alquimistas

Rodolfo II, el emperador de los alquimistas A finales del siglo XVI un controvertido y multifacético personaje heredaba

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Rodolfo II, el emperador de los alquimistas A finales del siglo XVI un controvertido y multifacético personaje heredaba la corona del Sacro Imperio Romano Germánico: Rodolfo II de Habsburgo. Conocido como “el emperador de los alquimistas” y “el rey de las sombras”, convirtió su corte en un centro heterodoxo del saber de la época, en un bastión de ocultistas, profetas, científicos y nigromantes mirados con recelo desde el Vaticano. Enseguida hablaré de un personaje extraño donde los haya, introvertido y extravagante que, sin embargo, convertiría la misteriosa ciudad de Praga en un hervidero de cultura, haciendo de la vieja Bohemia un lugar tan atractivo como lúgubre. Adentrémonos en el estrecho Callejón de los Alquimistas, donde según la leyenda el legendario Fausto invocó a Mefistófeles y el metal impuro fue transmutado en oro y plata, mientras asalariados al servicio de la Corona buscaban la Piedra Filosofal y el elixir de la eterna juventud para un monarca que, lejos de su deber de gobernar, vivió en un sueño perpetuo… Rodolfo II de Habsburgo, hijo de Maximiliano II y de María de Austria y Portugal –hija del emperador Carlos V-, nació en Viena un 18 de julio de 1552, según los astrólogos del momento, bajo una nefasta conjunción de las estrellas. Sus primeros meses de vida no fueron lo placenteros que cabría esperar. Su hermano Fernando, el primogénito y heredero, había fallecido tres semanas antes de nacer éste. De esta forma, el destino entregaba a Rodolfo el privilegio –en su caso más bien la tremenda carga- de poder reinar. Los primeros momentos de su vida se desenvolvieron entre un riguroso luto y unos fastuosos funerales que dejarían una imborrable y traumática huella en su memoria. Sus progenitores tendrían numerosos enfrentamientos por cuestiones de religión, pues Maximiliano, a pesar de que se iba a convertir en Rey de Romanos, se inclinaba hacia el protestantismo, mientras que en el extremo opuesto se hallaba su esposa, María, devota y poco amante de las fiestas y el jolgorio germano, cuya corte, de fuerte contraste con la española, odiaba profundamente. En este ambiente conflictivo y confuso pasó sus primeros años el joven Rodolfo, ya introvertido y extraño. A pesar de las dificultades, el archiduque recibió la educación de corte humanista: aprendió latín, lenguas vivas, esgrima, música, danza y además era un excelente jinete. Con el fin de alejarle de las tentativas luteranas, el monarca Felipe II reclamó a su sobrino desde España para continuar con su educación. Rodolfo, de doce años, fue enviado junto a su hermano menor, Ernesto, a la corte madrileña. Les acompañaba su preceptor, Adam de Dietrichstein. Tras seis meses de duro viaje, Rodolfo –cuya comitiva desembarcó en

Barcelona- se hallaba ante un mundo nuevo, totalmente extraño para él, pero que indudablemente casaba con su carácter introvertido y casi místico. En la corte española, la religión estaba presente en cada momento de la vida cotidiana. Todo el ambiente olía a santidad, una santidad que impresionaría sobremanera a Rodolfo, al igual que lo harían los siempre acechantes hombres de la Santa Inquisición. El Rey Prudente llevaría a su joven sobrino a presenciar un auto de fe en la ciudad de Toledo. Aquella terrible ceremonia de ajusticiamiento atemorizó al archiduque. Jamás levantaría una pira para quemar a los herejes cuando fuera soberano. Por el contrario, acogería a muchos de ellos perseguidos por la Inquisición –el mismo teólogo Giordano Bruno visitaría su corte un par de años antes de ser quemado vivo en Campo Dei Fiore, en Roma-. No obstante, y a pesar de no gustar de presenciar ajusticiamientos, años después Rodolfo enviaría a algunos de sus consejeros al pie de los cadalsos en busca de raíces de mandrágora. La muerte se había vuelto ya algo común en su vida. Pronto vendrían los coqueteos con la magia negra … A pesar de ser azote del protestantismo, Felipe II fue un rey cultivado y curioso que sintió, como otros soberanos e incluso pontífices del Renacimiento, una poderosa atracción hacia las ciencias herméticas, entre ellas la alquimia. Es casi seguro que el joven Rodolfo, que un día se convertiría en el protector de los adeptos a la Gran Obra, se impregnase de la heterodoxia latente en el “cristianísimo” monasterio de El Escorial, el nuevo “Templo de Salomón” de Felipe II, cuya extensa biblioteca, cobijaba importantes volúmenes prohibidos por la ortodoxia: libros de astrología, alquimia, magia negra, paganismo … Tras su larga estancia en la España gobernada con mano de hierro por su tío, Rodolfo nunca volvería a ser el mismo y partiría hacia su patria convertido en alguien muy diferente. El regreso a Viena Siete años después de desembarcar en Barcelona Rodolfo y su hermano regresarán a Viena. A Maximiliano, exhausto por los problemas en los que estaba inmerso el Imperio, sus hijos le parecerán dos extraños, auténticos extranjeros. Rodolfo, ya hecho un hombre, vestía completamente de negro, como su austero tío. Era altivo, casi nunca sonreía y detestaba las bromas hasta el punto de llegar a expulsar a los bufones de la corte. Maximiliano odiaba el cambio experimentado por su vástago, en quien había puesto todas sus esperanzas sucesorias. Maximiliano, enfermo y presionado por los problemas imperiales y profundamente preocupado por que la corona imperial siguiera en manos de la familia, presionaría a la Liga católica para que su hijo fuese nombrado primero rey de Hungría, el 26 de octubre de

1572, y después rey de Bohemia –camino resuelto para convertirse en Rey de Romanos- el 7 de septiembre de 1575. Rodolfo fue coronado con todos los honores siguiendo un cuidado ritual simbólico en la catedral de San Guido, en Praga, con la corona de San Venceslao. Éste la ceñiría durante treinta y seis años y sus restos acabarán reposando precisamente en el mismo santuario checo, en a diferencia del resto de sus antepasados, sepultados en Viena. Pero Rodolfo no era todavía emperador. Su padre, apremiado por la muerte, intentará acelerar el proceso. Mientras tanto, el joven soberano se entregará a las licenciosas “mujeres imperiales”, prostitutas de las altas esferas, que le contagiarán la sífilis, una enfermedad que unida a la endogamia será fatal para su salud mental, y que él intentará curar años después, sin éxito, a base de ungüentos de mercurio, evocación de sus prácticas alquimistas. Ante sus últimos momentos de vida, Maximiliano optará por morir como un buen protestante, fiel a la religión que verdaderamente profesó y que sin embargo hubo de ocultar ante Roma, rechazando los sagrados sacramentos. Una curandera de nombre Magdalena Streicher administró al enfermo un elixir milagroso. Durante cierto tiempo se produjo una mejoría indiscutible, pero duraría poco. Después, ante el lecho de muerte, se convocó al astrólogo Tadeo Hájek, que buscó la salud de Maximiliano en la conjunción de los astros. Sin embargo, la alquimia y la astrología fracasarían y, renegando del Dios católico, el emperador dejaba este mundo. A partir de entonces, Rodolfo habría de enfrentarse sólo a los conflictos religiosos, al avance imparable de los turcos hacia Europa Central y a las constantes conspiraciones cortesanas contra su persona, muchas de ellas instigadas por su sibilino hermano Matías con la intención de derrocarle, receloso de aceptar la última voluntad de su progenitor, que entregaba todas sus posesiones y bienes al heredero. Un gran imperio en sus manos Nuestro protagonista fue elegido emperador el Sacro Imperio Romano Germánico el 27 de octubre de 1576. Apremiado por los problemas que acechaban al territorio y temeroso de una posible traición, se hizo consagrar precipitadamente el día uno de noviembre, Día de los Difuntos, sin tener en cuenta el mal augurio que muchos achacaban a la inapropiada fecha, pues todos los actos relevantes eran entonces regidos por los astros. Rodolfo II era ya era emperador del Sacro Imperio, sueño que anhelaría cualquier mortal, y sin embargo, no se sentía emperador. El historiador galo Philippe Erlanger apunta que: “su mente, sus ambiciones, se encaminaban hacia el arte, el misticismo, el descubrimiento de lo desconocido”. Ser intermediario en las disputas religiosas, luchar, dominar a sus súbditos y controlar a sus enemigos… en definitiva, gobernar, le espantaba. Prefería,

costumbre probablemente adquirida en España, reunir reliquias y objetos misteriosos. Reacio a contraer matrimonio a raíz de un vaticinio realizado por el astrónomo y a la sazón adivino Tycho Brahe, según el cual uno de sus legítimos descendientes lo asesinaría, Rodolfo tomó como concubina a la hermosa pero nunca regia Catarina da Strada, hija del que sería proveedor oficial de antigüedades del misterioso emperador, Jacopo da Strada. Con Katarina el emperador tendría cinco hijos, deformes y extraños, el mayor de los cuales, Julio César, más conocido como don Giulio, un verdadero sádico, complicaría aún más las cosas al soberano. Pero antes de que los problemas familiares y los entresijos del imperio minaran por completo su salud, se entregó a las prácticas alquímicas, la magia, la astrología y la casi patológica búsqueda de objetos de arte y piezas de extraña utilidad. No en vano, le gustaba que le llamaran “el emperador de las sombras”, aunque pasaría a la Historia con el sobrenombre de “el emperador de los alquimistas”. La corte del saber prohibido Antes de emprender su labor como mecenas de artistas y protector de magos, Rodolfo II decidió tomar la polémica decisión de trasladar la capital del imperio, tradicionalmente Viena, a la misteriosa y exótica Praga. Esta resolución no gustó nada en la primera de las ciudades y años después pasaría una terrible factura al emperador. En Praga, Rodolfo se sentía plenamente cómodo. El bullicio y la frenética vida cortesana de Viena que tanto odiaba –con los años desarrollaría un odio casi patológico al ruido- desaparecían allí, entre las paredes del castillo conocido como Hradschin, la residencia de los reyes de Bohemia que, erigido sobre la cima de una colina, estaba completamente aislado del mundanal ruido. Allí encontró el monarca la tranquilidad que necesitaba para entregarse por completo a sus quehaceres mágicos y experimentos alquímicos… Además de una gran pasión por la pintura, convirtiéndose en un gran coleccionista, en su corte florecieron las artes y las ciencias. Rodolfo reunió a algunos de los más grandes pintores de entonces. Además del célebre pintor de cámara Giuseppe Arcimboldo, que realizó el extravagante retrato de su mecenas a partir de frutas y vegetales, conocido como Vertunno, Jacqueline Dauxois cuenta que había treinta y nueve pintores y escultores de diversas nacionalidades trabajando para él al mismo tiempo. Además, dio forma a uno de los más imponentes Gabinetes de las Maravillas de todos los tiempos, un antecedente de los modernos museos de curiosidades –ver recuadro-.

Rodolfo se refugiaba entre sus inmensas colecciones atónito, magnificente, completamente solo, olvidando la labor de gobernar un imperio que comenzaba a desmembrarse inexorablemente. Su madre, la piadosa María, le recriminaba que pasaba demasiado tiempo recluido, cual un loco, en sus salas del tesoro, y le insistía constantemente en la idea del matrimonio y en la importancia de la descendencia para mantener la esperanza de la sucesión imperial. Rodolfo, sin embargo, siempre encontraba excusas, y aunque llegó a estar convencido en más de una ocasión de la idea de contraer matrimonio, jamás se casó. Los asuntos mundanos no le interesaban lo más mínimo… Al igual que Felipe II, Rodolfo buscó en la alquimia –antecedente directo de la química moderna-, convertir los metales innobles en oro y plata para cubrir las cada vez más crecientes deudas del imperio y obtener un elixir que sirviese para calmar los achaques del delicado soberano. El emperador quería aprender por sí mismo el arte de transmutar los metales –visitaba muchas veces los laboratorios para tal menester– y por ello se rodeó de un gran número de auténticos alquimistas, sopladores y también charlatanes que pretendían enriquecerse a costa de la pasión secreta del soberano. El doctor Tadeus o Tadeás Hájek, matemático, astrónomo, botánico e iniciado en la ciencia hermética, que tratara a su padre en el lecho de muerte, gozaba de la total confianza del monarca que fue el encargado de recibir a los que decían ser alquimistas y desenmascarar a los impostores. En muchas ocasiones Hájek descubrirá a estafadores, los cuales recibían un castigo ejemplar, pero otras veces la picardía de los allegados al castillo era tal que ocupaban un puesto de alquimista en las destilerías reales. El matemático inspeccionaba los instrumentos de trabajo de los solicitantes, e incluso el carbón de los hornos. A veces descubría crisoles y copelas trucadas, dobles fondos de arcilla que contenían polvo de oro y de plata, espátulas ahuecadas llenas de dicho polvo y cerradas con cera… Durante su reinado se produjo el máximo esplendor del arte alquímico en Chequia. No sólo el castillo de Praga fue un centro de reunión de iniciados y sopladores, los aristócratas checos Guillermo de Rozmberk y Jan Zbynek Zajíc de Hazmburk, en sus respectivas propiedades, alentaron y promovieron la práctica alquímica. En la corte trabajaron también importantes alquimistas como Martín Ruland, entre cuyas obras destacan el tratado Lapididis Philosophici Vera Conficiendi Ratio (1606), sobre la búsqueda de la piedra filosofal y la compilación Alchemiae sive Dictionarium Alchemistrarum (1612), considerada una verdadera enciclopedia del saber alquímico de la época. También los judíos de Praga gozaron con Rodolfo de una “edad de oro” exenta de las persecuciones religiosas a las que siempre se vieron expuestos, y el emperador también tenía alquimistas hebreos entre sus súbditos. El más importante de ellos fue el converso Mardochaeus de Delle.

Aunque los más destacados, quienes ya gozaban de renombre antes de formar parte del círculo rudolfino fueron Michael Maier –o Michel Mayery Michael Sedivoj. Maier era miembro de la recién formada cofradía de los Rosacruces y un destacado paracelsista y alquimista. Llegó a ser conde palatino y secretario privado del emperador y dejó escrito un importantísimo texto sobre la Alquimia y la iniciación en el Arte Sagrado, conocido como Atalanta Fugiens. Por su parte, el polaco Michael Sedijov, más conocido como Sendivogius, publicó entre 1604 y 1614 numerosos trabajos sobre la alquimia. Pero entre grandes iniciados y adeptos de la Gran Obra también se mezclaron charlatanes y embaucadores de diversa índole. Es el caso del mago inglés Edward Kelley –ver recuadro-, que se aprovechó del pensamiento mágico del emperador para obtener riquezas de forma sencilla. Magia y astronomía Algunos eruditos de renombre que sentarían los pilares de la ciencia y la astronomía modernas también tuvieron un lugar en la corte y gozaron del favor imperial, a pesar de que entonces, no se podía hablar de astronomía y ciencia como las conocemos hoy en día, pues los astros no habían perdido el carácter sagrado que les reconocían los primeros cristianos, y a la promulgación de leyes físicas se unía la superstición, la providencia y la concepción aristotélica del universo. Uno de los más conocidos astrónomos que encontró en la figura de Rodolfo a un mecenas fue Tycho Brahe. Durante años dicho personaje estuvo al servicio de Federico de Dinamarca, quien construyó para él el observatorio de Uranienborg, uno de los más célebres de la época; pero a la muerte del soberano sus trabajos fueron cuestionados, se congelaron sus ingresos y Brahe huyó ante la amenaza de ser investigado por la Inquisición. Cuando llegó a Praga, en 1599, dicen los cronistas que era un vanidoso insoportable, pero fue uno de los más brillantes astrónomos pretelescópicos. Gracias a sus conocimientos y al afán de mecenazgo de Rodolfo, consiguió pronto convertirse en astrólogo y matemático imperial, obteniendo grandes riquezas y un observatorio. Pero sin duda lo que más llamó la atención del emperador fue la capacidad profética de Tycho. Nadie dudaba entonces en la corte de que el astrónomo predecía el futuro y era capaz de penetrar en los misterios celestes, al igual que de curar las enfermedades. De hecho, un elixir que llevaba el nombre del matemático y que supuestamente tiene virtudes terapéuticas se vendía por aquel entonces en toda Praga y sus alrededores. Brahe preparó a su vez un brebaje para

Rodolfo que contenía melaza, oro potable y tintura de coral, y el emperador atribuyó al bebedizo durante toda su vida facultades milagrosas. El soberano bohemio se guió siempre por las predicciones del astrólogo, sin embargo, éstas fueron normalmente de signo funesto. Brahe predijo que Rodolfo moriría poco después que su león, la mascota imperial, y que sería asesinado por un hombre de la Iglesia, lo que provocó un auténtico delirio en el soberano, que siempre se creyó perseguido, y provocará también consecuencias diplomáticas nefastas, cuando expulsó a los capuchinos de Praga, al creer que tramaban un complot para asesinarlo. Más relevante aún para la ciencia del futuro que la presencia de Brahe en la corte imperial sería la llegada de Johannes Kepler, quien trabajaría mano a mano con el primero. Kepler, siguiendo la obra de Copérnico De revolutionibus orbium caelestum libri VI, estaba convencido de que su sistema doctrinal era correcto. Afirmaba que la Tierra giraba alrededor del Sol y que no era el centro del universo, corriendo el peligro de ser quemado por hereje. Nueve años después de la muerte de Brahe –que nunca aceptó los postulados de su pupilo, aún sabiendo que eran correctos, debido a sus convicciones religiosas–, Kepler, ya convertido en astrónomo y matemático imperial, publicó Astronomia Nova, enunciando las dos primeras leyes que permitirían más tarde a Newton enunciar el principio de atracción universal. El ocaso de un imperio Aquella tolerancia con personajes sospechosos de herejía o que rozaban la heterodoxia, unido a las concesiones que Rodolfo II daba a los protestantes –a pesar de considerarse siempre un buen católico–, provocó que la Santa Sede interviniera en el asunto y que se convirtiera en persona “non grata” en los círculos papales, planeando sobre su persona las sospechas de que coqueteaba con la magia negra. Los nuncios enviados por la Santa Sede, que el emperador se negaba a recibir en audiencia, pronto informaron al pontífice de que Rodolfo II estaba endemoniado. Las gentes del pueblo comenzaron a creer también que había sido hechizado; casi nadie dudaba ya de que Su Majestad estaba poseído, pues daba cobijo en su castillo a astrólogos, espiritistas, videntes, magos, nigromantes, alquimistas… e incluso concedió una audiencia secreta –quizá fueran más, aunque no tenemos evidencias documentales– a Yehuda Löw, el gran rabino famoso en Praga por ser el artífice, según la leyenda, de la mítica criatura conocida como el Golem, un ser con vida propia fabricado a partir de materia inanimada célebre en los relatos del misticismo judío.

Nadie supo de qué hablaron pero es bastante probable, casi seguro, que el tema versaría sobre algo relacionado con las ciencias ocultas. No es descabellado pensar, como señalan algunas fuentes, que además el rabino iniciara al emperador en la cábala hebrea. Rodolfo consiguió burlar en varias ocasiones la vigilancia de la Santa Sede pero a medida que se acercaba al ocaso de su reinado eran demasiados los problemas que se cernían sobre él: el imperio turco, que no dejaba de avanzar y conquistar tierras; la cuestión religiosa, con el eterno enfrentamiento entre católicos y protestantes; la situación caótica de Polonia y Transilvania… además de las numerosas y retorcidas conspiraciones de su hermano Matías con la intención de derrocarle. Rodolfo II ya no aguanta más, cada vez estaba más trastornado, ya no recibía a los embajadores extranjeros, no gobernaba… Tenía plena convicción de que todos sus agentes y súbditos conspiraban contra él para matarle. En una ocasión intentó acuchillar a uno de ellos, de nombre Rumpf, que logró salvarse por los pelos. Inmediatamente después de la agresión, rompió un cristal de la estancia en la que se encontraba y con uno de los pedazos intentó seccionarse la garganta, aunque sus sirvientes se lo impidieron. En una sociedad de fuertes valores religiosos, ya nadie dudaba de que estaba endemoniado. Asimismo, su hijo ilegítimo, Julio César, completamente enajenado, acostumbraba a maltratar a los animales hasta la muerte y atacaba sin piedad a los criados. Era casi inevitable que acabara cometiendo un crimen. Avisado por los sirvientes de las tropelías de su hijo, Rodolfo decidió enviar a Julio César al castillo de los Rozmberk, un lugar extraordinario de Bohemia del Sur donde su señor, Guillermo, también reunió a una gran multitud de artistas y de alquimistas. Muy cerca de la fortaleza se encontraban los baños del cirujano-barbero Pichler, cuya hija, Marketa Pichlerova, una hermosa joven, despertó la pasión del depravado Julio César. Éste consiguió embaucarla y llevarla a sus dependencias. En una ataque de furia, le arrancó los vestidos, la violó y la atacó con un cuchillo, con el que le causó múltiples heridas, para después arrojarla por una de las ventanas del edificio. Milagrosamente, la joven salvó su vida y, gravemente herida, huyó del castillo y se dirigió a la barbería para pedir ayuda a su padre. Obstinado a la vez que loco, Julio César no cedió ante la negativa del barbero a entregarle de nuevo a su hija; prendió a Pichler y le condenó a muerte, pena que ejecutaría a no ser que Marketa volviese a su lado. No le quedó más remedio a la desdichada joven, que hubo de regresar al castillo. Una vez allí, Julio César no tardó en vengarse de lo que consideraba una afrenta: apuñaló a la muchacha en el vientre, le sacó los ojos, le arrancó las orejas y los dientes y la despedazó, tras aplastarle el cráneo a patadas. El asesino, cubierto de sangre y excrementos, lloraba y besaba los pedazos

para después aferrarse a los barrotes de la ventana aullando como un animal salvaje. El adjetivo dantesco se queda corto para imaginar tamaña escena. Los sirvientes, aterrorizados, avisaron después al emperador. A pesar de ser su hijo, don Giulio fue sentenciado a cadena perpetua. Encerrado en prisión, murió sólo y loco a los 24 años. Rodolfo II ya no podía más. Derrotado y sin fuerzas para afrontar las conspiraciones y las luchas por el poder, además de su propio infierno personal, se vino abajo. Ya no recibía a nadie, sufría de alucinaciones, ataques de pánico y trastornos de tipo obsesivo compulsivo. Convencido de que existía una conspiración para acabar con su vida, llegó un día en el que comía solo en su habitación –cuyas ventanas hizo cubrir con cortinas completamente negras para no ser visto desde el exterior–. Se hizo servir siempre por el mismo mayordomo, la misma comida, en el mismo plato y en el mismo rincón. Al no ocuparse de los asuntos de Estado, la administración central del Imperio quedó paralizada por completo. Como anteriormente hizo su padre Maximiliano, jamás volvió a recibir a un sacerdote y cogió un auténtico pánico a Dios y a los sacramentos; una de los principales “pruebas”, según los nuncios papales, que demostraban que el emperador estaba endemoniado, es que blasfemaba en numerosas ocasiones y palidecía ante la presencia de la cruz… La traición y la muerte En esta lamentable situación, alimentada por la superchería de los que le rodeaban, pasó el emperador de los alquimistas y mecenas de los sabios sus últimos años de vida. Su hermano Matías, que se aliaba con católicos o protestantes según soplara el viento, logró finalmente su objetivo: movilizó un gran ejército que se situó a la mismas puertas de Praga y consiguió que Rodolfo renunciara a los tronos de Hungría, Bohemia y Moravia. El 11 de noviembre de 1611, Matías le obligó a que firmase su abdicación. Rodolfo II de Habsburgo, desolado y triste, estaba cada vez más enfermo; sufría de terribles dolores y sus piernas se hincharon tanto que no pudo quitarse las botas durante dos días. Cuando los médicos de cámara decidieron rajárselas la gangrena ya había hecho acto de presencia. Sin embargo, siguiendo con su habitual e intransigente comportamiento, se negó a que le vendaran las heridas y rechazó los remedios de los médicos. Sólo ingería un elixir preparado por el alquimista Sethon, compuesto de ámbar y bezoar. Sin embargo, ningún elixir pudo burlar al destino y Rodolfo II moría, destronado y abandonado por todos, el 20 de enero de 1612, a las siete de la mañana, poco después que su león y sus dos águilas imperiales negras, como había profetizado años atrás Tycho Brahe.

Por su parte, Matías, viejo y enfermo, reinó poco tiempo y no pudo frenar las cada vez más fuertes disputas entre católicos y protestantes. Parecía temer a su difunto hermano, cuya presencia fantasmal dicen que sentía vagar por las estancias del castillo de Praga. Una maldición parecía vengarse de su soberbia y ambición. Murió tan abandonado como Rodolfo, menos querido aún por el pueblo, que recordaba con añoranza al emperador mago como “el buen señor”. ANEXOS: El gabinete de las maravillas El afán coleccionista de Rodolfo II se vio plasmado en la creación del conocido como “Gabinete de las Artes y de las Maravillas”, una especie de antecedente de los museos modernos que de los siglos XVI al XVIII formó parte de la colección privada de reyes, nobles y eruditos. En unas salas creadas específicamente en el Hradschin, Rodolfo reunió cientos de vitrinas y armarios rebosantes de objetos de todo tipo. Nunca sabremos realmente cuántos formaron parte de su colección privada, pues tras la muerte del emperador muchos fueron desperdigados y el castillo sufrió numerosos saqueos. No hace muchos años se descubrió el inventario realizado por el miniaturista Daniel Fröschl a principios del siglo XVII, que ha arrojado algo de luz sobre el contenido del “Gabinete maravilloso”. La lista es interminable y fascinante, pues sus embajadores y mercenarios le traían curiosidades de todo el mundo: medallas, amuletos, esculturas, péndulos, armas, medallas, piedras preciosas (amatistas, ágatas…) y un largo etcétera entre los que se encontraban piezas a las que Rodolfo atribuía un poder mágico, sobrenatural: manuscritos extraños como el Voynich; el famoso salero de Benvenuto Cellini, la mismísima vara o báculo de Moisés, junto a un poco de lodo del valle del Hebrón, donde según la Biblia Dios modeló a Adán… Dos clavos del arca de Noé, bezoares (la secreción gástrica de un animal a la que se atribuían en la época poderosos efectos terapeúticos); un cocodrilo embalsamado, cálices fabricados con cuernos de rinoceronte que servían para contener veneno, figuras egipcias, anteojos, corales… Además, coleccionaba numerosas reliquias como su tío Felipe II y mostró un gusto morboso por lo horrendo y lo extravagante. Rodolfo poseía en su Gabinete monstruos bicéfalos y raíces de mandrágora. Retorcido y extravagante, el emperador sería también coleccionista de enanos. Los médicos de todo el reino buscaban para él los niños que naciesen con esta enfermedad y, según el autor experto en el Voynich Marcelo dos Santos, ordenó a sus oficiales que reuniesen por todo el imperio gigantes suficientes para formar un regimiento de ejército.

Kelley, Dee y el Manuscrito Voynich Edward Kelley fue un alquimista inglés conocido principalmente por sus viajes junto al ocultista John Dee y por actuar para éste como médium en sus sesiones espiritistas en el marco de sus trabajos enoquianos. Kelley estuvo encerrado en varias ocasiones por farsante y llegaron a cortarle las dos orejas como pena por falsificación, por lo que se dejó el pelo largo y siempre lucía un gorro que le tapaba gran parte de la cabeza. Dee llegó junto a Kelley a Praga en agosto de 1584, huyendo de las posibles represalias del rey de Polonia Esteban Bathory, cuya sucesión habían jugado a anunciar proféticamente. La presencia de Dee, protestante declarado, en Bohemia, despertó controversias entre los católicos, e incluso el Papa se alarmó por la deplorable fama del mago, sospechoso de practicar la nigromancia y de haber firmado un pacto con el diablo. Rodolfo, protector de heterodoxos, ocultó a Dee en el castillo de Trebon, lugar donde éste prosiguió con sus misteriosas investigaciones. Cuenta la tradición que tanto Dee como Kelley consiguieron venderle por una ingente cantidad de dinero el archifamoso Manuscrito Voynich que, a pesar de no haber sido todavía descifrado ni siquiera por los mejores expertos en criptografía de la NASA, algunos autores apuntan a que pudo ser una brillante falsificación de Dee, un hombre sin duda adelantado a su época. Sin embargo, el mago inglés, acosado por distintos frentes, acabó marchándose de Praga a su país natal, Inglaterra. Kelley por el contrario, se quedó a servir al emperador, obteniendo de él grandes riquezas, haciendo creer al soberano que había logrado la tan ansiada transmutación de los metales, un oro que traería la bonanza económica de nuevo al imperio. Kelley se convirtió en consejero imperial y en 1588 fue nombrado caballero de Bohemia. Gracias a ello, poseyó tierras y aldeas y desposó a una rica heredera. Adquirió además una serie de casas en Praga, incluso aquella que según la leyenda había ocupado el legendario Fausto, la Faustum Dum. A partir proliferaron las leyendas: algunos vieron al nigromante sobrevolando Europa a la grupa de Mefistófeles, convertido en un caballero alado. Pero kelley, agasajado por sus riquezas y su poder político, bajó la guardia. Llegó un momento en el que dejó de persuadir al emperador con falso oro e incluso llegó a matar a un cortesano de origen noble, Jiri Hunkler, durante un duelo, lance prohibido en la corte bajo pena de muerte. El charlatán colmó así la paciencia del monarca y fue arrestado. Pasó en la cárcel dos años y medio, tras los cuales intentó escaparse deslizando una cuerda por la torre de Chuderka, donde se hallaba encerrado, con tan mala suerte que esta se rompió y éste se fracturó gravemente una pierna. La gangrena se

apoderó de la misma y un cirujano hubo de extirpársela, sustituyéndola por una de madera. Por aquél entonces Kelley había caído en desgracia en la corte, y aunque en un último intento desesperado por salvar el pellejo escribió un tratado alquímico para el emperador, titulado De lapide philosophorum, permaneció en prisión hasta que un veneno fulminante preparado por su esposa acabó con su vida en 1597. Texto publicado originalmente en la revista ENIGMAS en 2007. Todos los derechos reservados.