Ricoeur Paul - Lo Justo 2[1]

Paul Ricoeur Lo justo 2 Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada E D IT O R IA L TROTTA Publicada pocos año

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Paul Ricoeur Lo justo 2 Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada

E D IT O R IA L

TROTTA

Publicada pocos años antes de su muerte, esta obra de Paul Ricoeur completa el itinerario de una filoso­ fía moral y política dedicada al tema de la justicia y desarrolla los trabajos recogidos en L o justo 1 (1999) y A m or y justicia (1993). Ricoeur parte de un sentido originario de la justicia donde «lo justo» no se plantea como nombre o categoría abstracta sino como adje­ tivo sustantivado. No se trata de un valor abstracto sino de un valor cuyo alcance, precisión y sentido depende de su realización en la unidad de la vida huma­ na. Recuperando el sentido originario que ya aparecía en los diálogos socráticos de Platón, lo justo describe, delimita y realiza la praxis de la justicia. Este análisis es productivo en la ética aplicada por­ que plantea la «aplicación» de una manera originaria y original; no como una actividad posterior o ajena a la fundamentación sino como un ejercicio de inter­ pretación filosófica y creatividad moral. Al entender así la ética aplicada, a través de lo justo surgen las cuestiones centrales de la filosofía de Paul Ricoeur: una antropología del ser humano capaz, una herme­ néutica de la acción y de la imaginación, una recons­ trucción de la historia de la filosofía práctica y, tam­ bién, una ética de la justa distancia. Esta hermenéutica de lo justo como ética aplicada es el hilo conductor de las tres partes de la obra: estu­ dios, lecturas y ejercicios. Continúa en ella Ricoeur el debate con la filosofía moral contemporánea (Raw ls, Taylor, Apel y Habermas), situándolo en una nueva perspectiva filosófica, y ello por dos razones: en primer lugar, amplía el horizonte histórico, retomando la ma­ triz aristotélica de la filosofía moral (saber prudencial, verdad, bondad) y, en segundo lugar, porque abre ho­ rizontes inexplorados para una antropología persona­ lista y comunitaria en tiempos de globalización (solici­ tud crítica, transculturalidad, hospitalidad).

Lo justo 2

Lo justo 2 Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada Paul Ricoeur Traducción de Tomás Domingo Moratalla y Agustín Domingo Morataila

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Esta obra se ha beneficiado del RA.R GARCÍA LORCA, Programa de Publicación del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores

C O L E C C IÓ N ESTRUCTURAS Y PROCESOS S e r i e F ilo s o f ía

Título original: Le Juste 2 © Editorial Trotta, S.A., 2008 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 ó l Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Éditions Esprit, 2001 © Tomás Domingo Moratalía y Agustín Dominqo Mcm ínlio, para la traducción, 2008 ISBN: 978-84-8164-9ÓÓ-Ó Depósito Legal: M. 15.313-2008 Impresión Closas Orcoyen, S.L.

ÍNDICE

ESTUD IOS

De la moral a la ética y a las éticas....................................................................... Justicia y verdad......................................................................................................... Autonomía y vulnerabilidad.................................................................................... La paradoja de la autoridad................................................................................... El paradigma de la traducción...............................................................................

47 58 70 87 101

LECTURAS

Principios del derecho de Otfried H o ffe ............................................................. Las categorías fundamentales de la sociología de M ax W ebcr................... Las promesas del mundo: filosofía de Max Weber de Pierre B ouretz........ El guardián de las promesas de Antoine Garapon............................................ Lo fundamental y lo histórico: nota sobre Sources o f the Self de Char­ les Taylor..............................................................................................................

117 125 138 145 155

EJER C IC IO S

La diferencia entre lo normal y lo patológico como fuente de respeto ... Los tres niveles del juicio médico.......................................................................... La toma de decisiones en el acto médico y en el acto judicial..................... justicia y venganza.................................................................................................... Lo universal y lo histórico......................................................................................

173 183 196 204 212

Epílogo. Citación como testigo: el desgobierno..............................................

227

índice de autores.........................................................................................................

235

INTRODUCCIÓN

L o justo 2 difiere de L o justo 1* en el uso del adjetivo «justo» en el título y en el conjunto de ia obra. En Lo justo 1, el eje principal pasaba por la relación entre la idea de justicia en cuanto regla moral y la jus­ ticia en tanto que institución. En la presente obra el adjetivo «justo» es reconrlucido a su fuente terminológica y conceptual, como vemos en los «diálogos socráticos» de Platón. En ellos, el adjetivo es considerado con tüuá ia íuci¿a uei ueulro griego: Lo dikaiun (que será también la dei neutro latino y alemán), llevado al rango de un adjetivo sustantivado. Es así como haciéndome eco de esta fuerza de apelación digo: lo justo. Esta vuelta al uso propiamente radical del adjetivo neutro, erigido en sustantivo, autoriza una apertura más amplia del campo conceptual explorado que la que llevé a cabo en L o justo 1, como testimonia el primer grupo de trabajos recogidos bajo la rúbrica «Estudios». Las «Lec­ turas» y los «Ejercicios» que siguen exploran con estilos diferentes el espacio de sentido tallado a grandes rasgos en la serie de los estudios. Dejando las «Lecturas» sin más comentario, paso ahora en esta intro­ ducción a centrarme en los «Estudios» y los «Ejercicios». I

En el primer estudio, titu!?.do "O? 1?. mor?.I ¿i ly étic?. y 2 Iss étic3Ss>, trcizo el círculo más amplio de mi exploración: la manera en que estructuro actualmente el conjunto de la problemática moral. Presento esta tentativa sistemática como un complemento y un correctivo a lo que, modesta e

* P. R i co eur, L e Juste , Esprit, París, 1 9 9 5 ; L o justo , trad, de A. Domingo M orata!Ia, Caparr o s/Instituto Emmanuel Mounier, M adrid, 1998. [N. del E.]

irónicamente, llamé la «pequeña ética» al final de Sí m ism o co m o otro*, obra que procede de las G ifford Lectures impartidas en Edimburgo en 1986. El correctivo es doble. En primer lugar, en esta época no había cap­ tado la fuerza del vínculo que une esta ética con la temática del libro: la exploración de los poderes y no poderes que hacen del ser humano un ser capaz, agente y sufriente. La clave reside en esta capacidad específica designada con el término imputabilidad, es decir, aptitud para recono­ cernos capaces de dar cuenta (raíz putare)** de nuestros propios actos a título de verdaderos autores. Me puedo considerar como rquél que da cuenta, imputable, de la misma forma que puedo hablar, actuar sobre el curso de las cosas, narrar la acción mediante una trama de aconte­ cimientos y personajes. La imputabilidad es una capacidad homogénea a la serie de poderes y de no poderes que definen al ser humano como capaz. 'No diré más en esta introducción sobre la imputabilidad, en la medida en que el segundo ensayo la acota mediante el análisis en torno al concepto mismo de justicia y el tercero la sitúa sobre el trasfondo de nuestros poderes y no-poderes, la condición humana más fundamental. Segundo correctivo: en Sí m ism o co m o otro adoptaba el orden cro­ nológico de la sucesión de las grandes filosofías morales: ética del bien — en la estela de Aristóteles— , moral del deber — en la línea kantiana— y sabiduría práctica frente a situaciones singulares de incertidumbre. De esta categorización tomada de la historia de las doctrinas se daba la impresión de una yuxtaposición y de una cenílictividau débilmente arbitrada. El primer ensayo de la presente obra ambiciona reconstruir temáticamente el dominio entero de ia filosofía moral tomando como eje de referencia la experiencia moral a la vez la más fundamental y la más común: la conjunción entre la posición de un sí mismo autor de sus elecciones y el reconocimiento de una regla que obliga; en la intersec­ ción del sí mismo que se afirma y de la regla, la autonomía tematizada por la filosofía práctica de Kant. En relación con este nivel intermedio de referencia veo el reino de la ética desdoblarse entre una ética funda­ mental que se puede considerar anterior y un ramillete de éticas regio­ nales que se considerarían posteriores. ¿Por qué este desdoblamiento que parece, por lo demás, conforme al uso de los términos? M e parece, por una parte, que el enraizamiento de la experiencia moral en el deseo,

* P. R ic o eui;, Soi-méme com m e un autre, Seuil, Paris, 1 9 9 0 ; Sí mismo com o o tro , trad, de A. N eira, Siglo X X I, Madrid, 1996. [N. del E.) ** El térm in o nue utiliza Ricoeur en el original es com ptable. El término castellano «responsable» introduciría un sentido ético que Ricoeur quiere evitar en este momento. Se refiere a algo presupuesto en el mismo «ser responsable»: el poder dar cuenta. [N. de

los T.]

que se puede llamar con Aristóteles razonado o razonable, no se agota en la prueba de la pretensión de validez universa] de las máximas de nuestra acción. ¿Qué deseamos fundamentalmente? Tal me parece ser la cuestión de fondo que Kant quiere poner entre paréntesis en su empresa de purificación racional de la obligación moral. Esta cuestión nos lleva corriente arriba*: de la moral de la obligación a la ética fundamental. Por otra parte, corriente abajo, veo la ética distribuirse entre dominios dispersos de aplicación, como los de la ética médica, la ética judicial, la ética de los negocios y actualmente la ética del medio ambiente. Sucede como si el fondo de deseo razonado, que nos hace aspirar a la felicidad y busca estabilizarse en un proyecto de vida buena, sólo pudiera mos­ trarse, exponerse y desplegarse pasando sucesivamente por la criba del juicio moral y la prueba de la aplicación práctica en campos de acción determinados. De la ética a las éticas pasando por la moral de obliga­ ción, tal me parece que debe ser la nueva fórmula de la «pequeña ética» de Sí m ism o com o otro. Pero, se me preguntará, ¿dónde está Jo justo en todo esto? He aquí mi respuesta: lo justo está operante en cada una de las estaciones de la investigación ética y moral. Mejor: designa su circularidad. La ex­ periencia moral, definida por la conjunción del sí mismo y de la regla bajo el signo de ia obligación, hace referencia a lo que es justo, desde el momento en que se encuentra implicado en la formulación de la regla un otro al que se puede dañar, y que por consiguiente puede ser tratado de forma injusta. A este respecto, no es por casualidad que en los «diálo­ gos socráticos» de Platón lo injusto — to adikon — se menciona regular­ mente antes de lo justo. Es justo, fundamentalmente, quien no comete injusticia, es decir, quien estima que es mejor padecer la injusticia que cometerla. De manera más formal, lo injusto y lo justo son nombrados por Kant en el nivel de la segunda formulación del imperativo cate­ górico: no tratarás a otro solamente como un medio — es la injusticia esencial— sino como un fin; es justa la conducta que respeta la dignidad del otro al igual que la mía: en este nivel justicia quiere decir igualdad en la distribución de la estima. Lo justo reaparece en el camino que va de la obligación moral al deseo razonado y a la pretensión de vivir bien. Pues esta pretensión misma pide ser compartida. Vivir feliz con y para los otros en instituciones justas, decía yo en la pequeña ética. Pero, por debajo de toda institución susceptible de encuadrar !as interacciones en formas estables, reconocidas, más permanentes qu cada una de núes-

* Ricoeur jugará con los sentidos de las expresiones en am on t y en aval que se suelen traducir «río arriba/río abajo», «más arriba/más abajo», «antes/después»; proceden originalmente de mont, monte, y val, valle. Es relevante mantener la amplitud de sentido y plasticidad de estas expresiones. [N. de los T.]

tras existencias singulares, se da la orientación hacia el otro de todas las virtudes. En el libro V de la É tica a N icóm aco dice Aristóteles: «El justo (to dikaion) es, pues, el que vive conforme a las leyes y conforme a la equidad; el injusto (ío adikon) el que vive en la ilegalidad y la desigual­ dad» (1129 b)*.. En efecto, falta a la equidad quien toma más de lo que debe y menos de su parte de males. En este sentido, las demás virtudes — templanza, magnanimidad, valor, etc.— están presentes en la justicia, en el sentido completo, íntegro, de la palabra: La justicia es una virtud en máximo grado completa, porque su práctica es la de la virtud consumada. Y este carácter de virtud consumada nace del siguiente hecho: el que la posee puede manifestar su virtud igual­ mente respecto de otros, y no sólo en relación consigo mismo... Entre todas las virtudes tan sólo la justicia parece ser un «bien de otro», ya que interesa a los demás (1129b).

A este respecto, la justicia y la amistad tienen en común el mismo cuidado de la comunidad de intereses (1129b). Pero, observa ya Aristó­ teles, esta virtud completa, íntegra, indivisa, sólo se deja aprehender en la realidad social en ei plano de la justicia (kata meros) particular (hós meros), ya se trate de distribución de honores, de riquezas o de rectitud en las transacciones privadas (1130b). Es también mi tesis en lo que respecta a la aplicación de la virtud de justicia en esferas determinadas de acción; nos las tenemos que ver entonces con las éticas regionales: ética médica, judicial, etc., como se mostrará en la tercera parte de esta obra. Lo justo y lo injusto avanzan a la vez en esta dialéctica en que la obligación moral asegura la transición entre )a ética fundamental y las éticas regionales. El segundo estudio, «Justicia y verdad», se inscribe en la secuencia de aquellos consagrados a las grandes articulaciones de la filosofía mo­ ral según Sí m ism o com o otro. La distribución entre la ética, la moral y la sabiduría práctica está tomada de esta obra, antes del nuevo orden propuesto más arriba en que la moral de la obligación es considerada como plano de referencia entre la corriente arriba de la ética fundamen­ tal y la corriente abajo de las éticas regionales. Esta revisión, por impor­ tante que sea, no cuestiona ias dos consideraciones fundamentales que estructuran esta filosofía moral: por una parte, la preeminencia de la categoría de lo justo en cada uno de los compartimentos de la «pequeña

Hem o' corregido la referencia de la cita de Aristóteles, subsanando lo que parece ••«r un error de edición (la relerencia del original señala 1228b ). Seguimos la traducción de Aristóteles de F. de P. Samaranch (Aristóteles, Obras, Aguilar, Madrid, 1986). [N. de los 7.]

ética» y, por otra, la convertibilidad que admiten las grandes ideas de lo justo y de lo verdadero en una especulación de alto rango sobre los trascendentales. La primera consideración proviene aún de una relectura de la «pe­ queña ética», no para modificar el orden de construcción, sino para dirigir cada uno de los pasos de su recorrido hacia lo justo y la justicia. En este sentido, esta relectura conduce a reinscribir la dialéctica entera de la «pequeña ética» en el campo de lo ju sto, tomado en el sentido del adjetivo neutro del griego, del latín y del alemán. El enfoque de lectura propuesto hace aparecer lo justo ei dos relaciones diferentes: una relación horizontal sobre el modelo de la terna del sí mismo, de los próximos y de los otros, y una relación vertical sobre el modelo de la jerarquía del bien, de la obligación y de lo conveniente. La primera terna se encuentra repetida en cada uno de ios tres niveles teleológico, deontológico, prudencial; y en cada nivel la justicia aparece en tercer lugar: posición no inferior, sino verdaderamente culminante. El desdo­ blamiento de lo que se designa con el término englobante de alteridad es de la mayor eficacia en el plano de la filosofía práctica: añade al movimiento de sí níismo hacia el otro el paso del próximo ai lejano. Este paso es realizado desde el nivel de una ética inspirada en la Etica a N icóm a co mediante el movimiento de la amistad a la justicia. La progresión se hace de una virtud privada a una virtud pública, la cual se define por la búsqueda de la justa distancia en todas las situaciones de interacción. En la versión de S í m ism o c o m o otro ai hablar dei de­ seo de vida buena con y para los otros en instituciones justas, refería abruptamente la aspiración a la justicia a las instituciones. Aristóteles lo hacía indirectamente así al incluir en su definición de justicia la con­ formidad con la ley y el respeto de la igualdad. La ¿sores, este equilibrio frágil entre la disposición a tomar más o avidez y la disposición a tomar menos de lo que corresponde de los males, que llamaríamos hoy en día incivismo, se anuncia claramente como una virtud cívica en que la ins­ titución es designada, a un tiempo, como ya instaurada y en proyecto de instauración, la misma palabra es tomada en sentido sustantivo y en sentido verbal transitivo. En este primer nivel lo justo puede ser considerado no como una alternativa a lo bueno, sino como su figura desarrollada bajo los rasgos de la justa distancia. En el segundo nivel, el de la moralidad propia­ mente dicha, la justicia aparece aún en posición tercera. El sí mismo es aquí el de la autonomía, que se erige erigiendo la norma*. El vínculo * Traducimos así la expresión se pose en posant la norme. El sentido es el de «po­ ner», «afirmar», o «aparecer», pero es un poner o afirmar del sujeto y de la norma a un mismo tiempo; lo activo y lo pasivo se imbrican. [N. de los T.]

es tan fuerte y tan primitivo entre la obligación m oral y la justicia que la revisión propuesta en el estudio precedente lo ha convertido en el término de referencia de toda la empresa de la filosofía moral. Con la norma viene, en efecto, la formalización y la prueba del test de univer­ salización de las máximas de la acción. Propongo no separar la fórmula bien conocida del imperativo categórico de su reescritura bajo las tres formulaciones famosas: considerar la ley moral como el análogo prác­ tico de la ley de la naturaleza, respetar la humanidad en mi persona y en la de otro y considerarme a la vez legislador y súbdito en el reino de los fines. Esta tríada de los imperativos constituye el homólogo de la de los deseos de la ética fundamental: vida buena, solicitud, justicia. Sigo brevemente con los análisis contemporáneos susceptibles de dar a la herencia kantiana los desarrollos y correctivos dignos de ella. Evoco solamente, en pocas palabras, la Teoría de la justicia de Rawls a la que consagro dos estudios en Lo justo 1: «¿Una teoría puramente proce­ dimental de la justicia es posible?» y «Tras la Teoría de la justicia de John Rawls». Tras sus pasos menciono el proyecto de pluralización de la idea de justicia en Michael Walzer en Spheres o fju s tic e *. En esta oca­ sión también reenvío al estudio que consagro a esta obra en el ensayo de L o justo 1, «La pluralidad de las instancias», en paralelo con D e la justification: les économ ies de la grandeur de Luc Boltanski y Laurent Thévenot**. Nombro también muy deprisa la obra de jean-ívíarc Ferry L es puissances de Vexpérience* * * (cuyo segundo tomo lleva por título L os órdenes del reconocim iento, y que ya atrajo mi atención en el mo­ mento de su aparición). Esta obra habría podido reenviarnos a la obra de Habermas de la que Jean-Marc Ferry es un excelente intérprete y que concierne muy directamente a la otra discusión sobre el lugar de lo justo y lo injusto en relación al sí mismo. Si se trata, en efecto, de una revisión convincente como nunca se haya propuesto del kantismo histórico en el plano de la filosofía prácti­ ca, nos encontramos con ¡a reformulación de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas de la regla de justicia, de su forma monológica presunta a la forma dialógica propuesta. Los dos fundadores de la moral comunica­ tiva sostienen que una «fundamentación racional de la ética en la era de la ciencia» sólo puede ser enunciada en los términos de una «ética del discurso». La fundamentación que Kant asigna al hecho de la razón

* M . Walzer, Spheres o f Justice. A Defen se o í Pbs entre normas de valor aparentemente igual, los conflictos entre el respeto a la norma y la so­ licitud hacia las personas, las elecciones entre gris y gris más que entre negro y blanco, en fin, y aquí el margen se estrecha, entre lo malo y lo peor. Un estudio entero se consagrará a estos casos ejemplares en la tercera serie de nuestros estudios bajo el título «La toma de decisiones en el acto médico y en el acto judicial»; se verificará aquí la afirmación según la cual, en el marco del proceso, dictar sentencia, pronunciar la palabra de justicia, es llevar la regla de justicia al plano prudencial de la equidad. Juzgar en equidad será la expresión más elevada de la pre­ eminencia de lo justo al término del proceso en el curso del cual hemos visto desplegarse lo bueno según el deseo de vivir bien, pluralizarse, instituirse en el sentido más fuerte del verbo.

Por importante que sea esta peregrinación a través de los compar­ timentos de la filosofía práctica con la intención de subrayar la pre­ eminencia de la idea de justicia y de lo justo, no es, no obstante, el objetivo principal de este ensayo. Este ambiciona, nada m enos, que reinscribir esta idea en el marco de los «grandes géneros», los llamados trascendentales: el bien, lo verdadero, lo bello. Serán pues, según este modo especulativo de pensamiento, tres nociones cardinales suscepti­ bles de convertirse una en otra bajo la égida de la noción más allá de todo género del ser. Esta especulación, lo confieso, no me es habitual. Sin embargo, me la he encontrado en mi enseñanza de historia de la filosofía en los años cincuenta a propósito de diálogos platónicos como Teeteto, Sofista, Parménides, F ilebo, pero también con motivo del famo­ so texto del libro lll de la M etafísica de Aristóteles según el cual el ser se dice de muchas maneras. He sido llevado a esta meditación soberana con ocasión de la dirección del número del centenario de la Revista d e m etafísica y de m oral, dedicado a reactualizar la propuesta de Félix Ravaisson, uno de los fundadores de la revista, que vinculaba en su origen «Metafísica y moral». Deseé entonces, motivado por la viva reflexión de Stanislas Bretón, poner de manifiesto, al igual que él, el prefijo m eta. Lo veía brillar en el punto de encuentro de los diálogos platónicos, evocados antes, y el famoso texto de la M etafísica de Aristóteles. ¿No se podría decir, como vuelvo a sugerir en un artículo no reproducido aquí, y titulado "Inquietante extrañeza», que el ser aristotélico, tomado bajo el ángulo de la actualidad y de la potencialidad, gobierna desde lejos y desde arriba la pirámide de las figuras del obrar, desde el plano de la antropología fundamental hasta el de las modalidades de poder y no-poder evocadas en el ensayo precedente, mientras que los «grandes géneros» platónicos gobernarían las divisiones principales, como las del ser y no-ser, lo mismo y lo otro, lo uno y lo múltiple, el reposo y el movimiento, como lo presupone el título mismo de Sí m ism o co m o o tr o ? M e parece que es en este nivel de radicalidad donde se sitúa la famosa especulación de los medievales sobre los trascendentales y su convertibilidad mutua. De este gran entramado sólo he considerado, en el ensayo evocado aquí, un trayecto: aquel que, tomando lo justo como punto de referencia, hace aparecer lo verdadero. ¿Qué sucede con la verdad de lo justo, una vez que admitimos que en lo justo culmina la visión de lo bueno? Sucede que esta cuestión, tan pacientemente tr bajada por los medievales, vuelve con fuerza en el ámbito de la filóse ía analítica de lengua inglesa preocupada pui el escepticismo y también, como hemos visto más arriba, en el marco de la pragmática trascendental de un Apel o de un Habermas. La preocupa­ ción de los unos y de los otros, al hablar de verdad moral, es preservar las proposiciones morales ya sea de lo arbitrario subjetivo o colectivo,

o ya sea de la reducción naturalista de los enunciados deónticos (lo que debe ser) a los enunciados de forma constatativa (lo que es). A este respecto, me ha parecido que la estructura sintética a priori constitutiva de la autonomía, en tanto que une un sí mismo que se afirma y una norma que se impone, respondía, al precio de la reescritura dialógica antes referida, al desafío del escepticismo y del reduccionismo. Como Ch arles Taylor, al que menciono ampliamente en uno de los ensayos del segundo grupo, veo que el Sí mismo y el Bien se vinculan en una unidad profunda en el plano de lo que el autor llama «evaluación fuerte». Si yo tuviera algo que aportar a este debate, sería algo diferente a una teoría de la verdad moral: una reflexión epistemológica centrada sobre la correlación existente entre las proposiciones morales y las pre­ suposiciones antropológicas que presiden la entrada en la moral. Es­ tas presuposiciones recaen sobre el modo de ser de un sujeto al que le afecta una problemática moral, jurídica, política. Nos reencontramos aquí con la idea de imputabilidad, considerada esta vez no ya desde el punto de vista de su relación con las otras figuras de poder exploradas en Sí m ism o com o un otro, sino desde el punto de vista de su carácter epistémico propio. ¿Cuál es la pretensión de verdad de la proposición que dice que yo soy capaz de dar cuenta de mis actos y por eso mismo su autor verdadero, invitado a reparar los daños y obligado a sufrir la pena? ¿Cuál es la pretensión de verdad de la autoposición del ser hu­ mano capaz? Encuentro aquí el tema de la atestación tal y como había sido elaborado en Sí m ism o com o otro. Reafirmo el carácter fiduciario, en absoluto irrefutable aunque sí discutible, sometido no ya a la duda sino a la sospecha. Añado aquí mi más reciente descubrimiento de los escritos de Thomas Nagel sobre la parcialidad y la imparcialidad. La ca­ pacidad para la imparcialidad ha llamado tanto más mi atención cuanto más Nagel aproxima esta iuca a la de igualdad: «toda vida cuenta y nin­ guna es más importante que otra». Ahora bien, la igualdad es, desde los griegos, sinónimo de justicia; es la capacidad para pronunciar este juicio de importancia la que muestra los presupuestos antropológicos de la entrada en ética. Merece una formulación distinta en la medida en que la capacidad para la imparcialidad no excluye los conflictos de puntos de vista y, por ello, la búsqueda de arbitraje con el fin de establecer una justa distancia entre las partes opuestas. ¿Una capacidad más primitiva aún no está en juego aquí, la de sentir el sufrimiento de otro, lo que nos llevaría a Rousseau y a los moralistas de lengua inglesa del siglo xvni con respecto a la piedad? Pero es más bien de atestación de lo que se tra­ ta en cada estadio de la exploración de los presupuestos antropológicos de la entrada en la moral. En cuanto a los arbitrajes requeridos para las situaciones de conflicto proceden tanto de la interpretación como de la argumentación, como lo muestra la búsqueda de la solución apropia­

da, conveniente, no solamente en los hard cases al estilo de Dworkin, sino también en toda situación conflictiva llevada ante los tribunales, como veremos en los ensayos del tercer grupo de este volumen. Esto niismo es lo que sucede en ética médica, en la práctica h istórica y en el ejercicio del juicio político. En todas estas situaciones, el juicio de con­ veniencia, que designa lo que hay que hacer aquí y ahora, no es menos deudor de la atestación que el más general juicio de capacidad puesto en práctica por la idea de imputabilidad de la que hemos partido. La verdad de la atestación reviste, entonces, la forma de la jlisteza*. Al término de este ensayo expreso el lamento de no haber sabido o podido completar y equilibrar el movimiento de despliegue de lo verda­ dero a partir de lo justo mediante un movimiento semejante que haría ver lo justo emerger de la esfera de lo verdadero, en virtud de la antigua idea de la convertibilidad mutua de los trascendentales. Me gustaría esbozar aquí las líneas maestras de este trabajo que queda pendiente. Al igual que no he buscado para las proposiciones morales en cuan­ to tales un modo de verdad denominada verdad moral, sino solamente para las presuposiciones antropológicas de la entrada en la esfera moral, de la misma manera, tampoco buscaré para las proposiciones científicas una nota moral que ias hiciera no solamente verdaderas sino también justas; buscaré esta nota en las disposiciones morales presupuestas por el acceso a la esfera veritativa considerada en toda su amplitud. La verdad científica se evalúa ella misma como verdadera sin recu­ rrir a un criterio de moralidad. No es objeto de controversia cuando se trata de naturaleza física. Desde Galileo y Newton, no hay otra forma de conocimiento digna de acceder al estatuto de ciencia que aquella que nasa por la formulación de hipótesis, con la ayuda de la imaginación de modelos cuantificables, y mediante la verificación (o al menos la falsación) de estos modelos mediante la observación directa o la experi­ mentación. Y el espíritu investigador se aplica al juego combinado entre modelización y verificación/falsación. Si no puede ser de otra forma es porque el espíritu humano no tiene acceso al principio de producción de la naturaleza por sí misma o por otro distinto de sí misma. Sólo podemos recoger los datos naturales e intentar, como se dice, «salvar los fenómenos». No es poca cosa, en la medida en que es ilimitado el campo de observación y potente la aptitud para extender el campo de la imaginación científica y reemplazar los modelos según el proceso co­ nocido de cambio de paradigma. A esto es a lo que se emplea el espíritu de descubrimiento. * Traducimos con la palabra castellana «justéza» el original francés justesse para m an­ tener así la referencia a la «justicia», en su raíz, que preside todo este trabajo. [N. de los T .]

Con los fenómenos relativos a los seres humanos este ascetismo de la modelización y de la experimentación se encuentra compensado por el hecho de que tenemos un acceso parcial a la producción de estos fenómenos a partir de lo que se comprende como acción. Es posible al espíritu remontar de los efectos observables de nuestras acciones y de ' nuestras pasiones a las intenciones que les dan sentido, y a veces hasta los actos creadores que engendran estas intenciones y sus resultados observables. Así, las acciones y las afecciones correspondientes no son solamente datos que hay que ver, como los demás fenómenos natu­ rales, en los que la acción y la pasión toman parte, sino que hay que comprender a partir de esas expresiones que son a la vez efectos y sig­ nos de las intenciones que les dan sentido, e incluso actos que a veces las producen. Desde ese momento, el espíritu de descubrimiento no se ejerce sobre un solo plano, el de la observación y el de la explicación que como se acaba de decir se emplean en «salvar los fenómenos»; se despliega en la interfaz de la observación natural y de la comprensión reflexiva. En este nivel se sitúan las discusiones como las que he podi­ do mantener con Jean-Pierre Changeux sobre la relación entre ciencia neuron al y conocimiento reflexivo. ¿Quiere decir esto, por tanto, que la investigación de lo verdadero cae bajo la obligación moral y, por consiguiente, lo verdadero bajo el control de lo justo? Tan irreduc­ tible como el conocimiento reflexivo es al conocimiento natural, su pretensión a la verdad es tan independíente de criterios morales como este último. Así, en historia, existen situaciones en que hay que com­ prender sin condenar, incluso a la vez comprender y condenar, pero en dos registros diferentes, como propone uno de los protagonistas de la disputa de los historiadores que evoco en La memoria , la historia,

el olvido*. Dicho esto, la situación en el punto de encuentro de la reflexión consagrada a la simple comprensión y del juicio moral es increíblemente compleja. La reflexión sobre la acción y, su reverso, la pasión, no puede dejar de coincidir con preocupaciones morales desde el momento en que la acción de un agente sobre un paciente es una ocasión de dominio y de daño, y por este motivo debe caer bajo la vigilancia del juicio mo­ ral. No hay identificación entre la dimensión veritativa de la reflexión y esta vigilancia inspirada por el respeto, sino cruce en el mismo punto: así los debates actuales sobre la experimentación con embriones huma­ nos, o la clonación terapéutica, se sitúan en el nivel en que ei espíritu científico.de descubrimiento se encuentra en interacción con la pregun­ ta sobre el grado de respeto debido a la vida humana que comienza. Lo 5 P. Ricoeur, L a m em oria, la historia, el olvido , trad, de A . N eita, frotta, Madrid, 2 0 0 3 . [N. d elE .]

que aquí indirectamente tocamos son los presupuestos antropológicos de los que antes señalamos su posición en relación con el juicio moral; y ah ora lo hacemos en relación con el espíritu de investigación, impa­ ciente ante los frenos y censuras. Es el género de discurso empleado en los comités de ética con respecto, antes que nada, al dominio de la vida, pero también en la actividad judicial y penal, y en el ámbito de los negocios y las finanzas. Progresivamente, no es solamente la vida como hecho de la naturaleza y como soporte de la vida psíquica la que pide ser protegida, sino la naturaleza entera como medio ambiente del ser humano; el cosmos entero cae bajo la responsabilidad humana: allí donde hay poder hay posibilidad de nocividad y, por tanto, necesidad de vigilancia moral. Si ahora consideramos que, en estos comités de ética y en otros lugares de discusión y de controversia, los científicos se las tienen que ver con los representantes de familias culturales y espirituales diferen­ tes, y con otros miembros de la sociedad civil, es necesario admitir que la epistemología no agota la reflexión sobre la ciencia. Queda poner el acento sobre la actividad científica como un tipo de práctica, la práctica teórica. Bajo este ángulo la implicación de lo justo en lo verdadero se presenta directa y manifiesta. La cuestión ya no se plantea en el piano de las ciencias humanas, donde se persigue la dialéctica entre la expli­ cación y la comprensión, sino en aquel en que el comprender se cruza con ias preocupaciones antropológicas de la entrada en la moralidad y, a través de ellas, con las exigencias éticas y morales de la -justicia. Finalmente, la cuestión se plantea a la altura de la epistem e, tomada en la amplitud de su proyecto, que es el mismo que el de la razón. Es el nivel de lo que hay que llamar con Jean Ladriére1 una hermenéutica de la razón. No se trata ya de la hermenéutica como método considerado antagonista de la observación natural, sino como uu procedimiento cognitivo distinto vinculado a la reconstitución comprensiva de las ac­ ciones y de las pasiones, de las que intenta captar el carácter de reefec­ tuación conjetural, indirecta y probabilística de los procesos reales. En este nivel, la interpretación figura como una variedad de enfoque ex­ plicativo, que hay que poner en el mismo plano que otras modalidades de la reconstitución de lo real a partir de un principio, efectuable sobre modelo. Ciertamente se trata en este otro nivel de una hermenéutica de la epistem e igualada con la razón. La cuestión es saber lo que sucede con ei proyecto racional, «de lo que lo impulsa, lo inspira, de lo que lo reclama». 1. J. Ladriére, «Hermenéutique et épistémologie», en P R icoeur (bajo la dirección de J. Greisch y R. Kearney), Les m étam orpboses'de h raison herm enéutique , Cerf, Paris, 1591, pp. 10 7 -1 2 5 .

Pues, observa Ladriére, el camino no está trazado de antemano... Se propone en el actuar mis­ mo que lo promueve. Hay que retomarlo a partir de la contingencia de una historicidad hecha de sorpresas e improbabilidades. C ontingencia que reenvía a un momento instaurador... Pero la instauración misma, como acontecimiento novedoso que siempre adviene, debe ser interro­ gada sobre su sentido (op. cit., pp. 123-124).

En este plano de radicalidad, la verdad reivindicada por el saber científico tiene implicaciones éticas que verifican la convertibilidad en­ tre lo . erdadero y lo justo, tomados esta vez a partir de lo verdadero en dirección a lo justo. Esta convertibilidad no hay que buscarla más que en el par buscar/encontrar; éste repite en el plano práctico el par m odelizar/verificar-falsar del plano epistemológico. La ciencia ya no se define sin el científico como persona. Su actividad no es solitaria; implica un trabajo en equipo en los despachos, laboratorios, clínicas, centros de investigación; cuestiones de poder interfieren en todos estos lugares con proyectos de investigación; la ética del discurso se pone a prueba con motivo de una actividad comunicativa muy particular, con sus juegos de lenguaje específicos, bajo la bandera de la probidad intelectual. Estas relaciones interpersonales e institucionales, engendradas por la dinámi­ ca compartida por el conjunto de la comunidad científica, hacen de la investigación científica esa exigencia aleatoria magníficamente descrita por Jean Ladriére: sumergida en la historia, ligada a los acontecimientos del pensamiento, como los grandes descubrimientos, cambios de para­ digma, encuentros, hallazgos, pero también a las polémicas y juegos de poder. De esta búsqueda, definida acertadamente como búsqueda de lo verdadero, y retomada en su normatividad inmanente en la actividad científica en tanto que práctica teórica, se puede decir que no conoce el destino de su camino sino en la medida en que lo traza. La cuestión ulterior es saber cómo esta práctica se inscribe en otras prácticas, no propiamente científicas, ni siquiera teóricas (como es el caso de la especulación sobre los trascendentales que estamos llevando a cabo aquí), sino en las prácticas técnicas, en la actividad moral, jurídi­ ca, política. En este punto de conjunción, práctica teórica y no teórica proyectan, de manera arriesgada y siempre revisable, el horizonte de sentido con relación al cual se define la humanidad del ser humano. Así, lo verdadero no se dice sin lo justo, ni lo justo sin lo verdadero. Quedaría por decir la belleza de lo justo y de lo verdadero y su unión armoniosa en lo que los griegos llamaban to kalonkagathon , lo bello-ybueno, horizonte úl timo de lo justo.

En esta serie de estudios he colocado en tercera posición el ensavo titulado «Autonomía y vulnerabilidad». La noción de autonomía ha comparecido por primera vez en el primer ensayo en la sección relativa a la obligación moral, a propósito de la articulación entre un sí mismo que se afirma y una regla que se impone. Pero esta definición sólo recoge bajo este lema la dimensión activa de la aptitud para la imputabilidad, ancestro de nuestra noción más familiar de responsabilidad; quedaba por esclarecer el lado sombrío de esta capacidad: las formas de incapa­ cidad que provienen de la vertiente de pasividad de la experiencia mo­ ral. Tomar en consideración estos dos aspectos del ser humano capaz es poner frente a frente el lado agente y el lado sufriente de la obligación moral misma. El título del ensayo declara sin ambages el carácter para­ dójico de esta pareja nocional: paradójico, pero no antinómico, como lo son en el orden teórico las «antinomias de la razón pura». Pero ten qué sentido paradójico? En un triple sentido. En un primer sentido, actividad y pasividad concurren a la vez en la constitución de lo que es designado con el término simple de sujeto de derecho en el cartel del seminario del Instituto de Estudios Supe­ riores sobre la Justicia’5' que esta conferencia inauguraba. Tampoco se trata de lo justo en el sentido neutro del término calificando la acción, sino de la persona justa en tanto que autor de acciones consideradas in­ justas o justas. El par autonomía/vulnerabilidad constituye una paradoja cu tanto que presupone !a autonomía ro m o la condición de posibilidad de la acción injusta o justa, y del juicio que recae sobre ésta mediante la instancia judicial; y, al mismo tiempo, como la tarea que hay que reali­ zar por sujetos llamados en el plano político a salir del estado de sumi­ sión o, como se decía en la época de las Luces, del estado de «minoría de edad». Condición y tarea, así aparece la autonomía fragilizada por una vulnerabilidad constitutiva de su carácter humano. El par considerado constituye también una paradoja en el sentido en que la autonomía presenta rasgos de una gran estabilidad derivados de lo que en fenomenología se llama descripción eidética, en la medida en que en ella se revela un fondo nocional característico de la condición humana más general y más común, y la vulnerabilidad de los aspectos más lábiles en ios que concurre toda la historia de una cultura, de una educación colectiva y privada. Es la paradoja de lo universal y de lo histórico. Me ha parecido que los rasgos más característicos de la au­ tonomía, considerados a la vez como una presuposición y como una tarea que h ay que realizar, dependen de lo fundamental, más que de las marcas de vulnerabilidad. Ahora bien, tratándose de la estructura moral

*

Instituí des Hautes Études sur la Justice (IEH J), en ei texto original. [N. de los 7 ].

de la acción, no sabemos componer adecuadamente lo fundamental y lo histórico. Este aspecto de la paradoja me ha parecido tan importante que le he consagrado un ensayo que sitúo voluntariamente al término de la serie de «Ejercicios» que forman la tercera parte de este volumen. Para llevar esta investigación a buen término se necesitaba reto­ mar las cosas desde más arriba y situar la imputabilidad sobre el tras­ fondo de las otras modalidades de poder y de no-poder constitutivas del obrar y del sufrir considerados en toda su amplitud. A !a vez, este ensayo contribuye directamente a la reestructuración de la «pequeña ética» de S í m ism o co m o otro al relacionar más estrechamente la impu­ tabilidad con los tres temas del yo puedo hablar (capítulos 1 y 2), yo puedo actuar (capítulos 3 y 4), yo puedo narrar (capítulos 5 y 6). La imputabilidad añade una cuarta dimensión a esta fenomenología del yo puedo: yo puedo considerarme verdadero autor de los actos que se me atribuyen. Al mismo tiempo que la imputabilidad completa el cuadro de los poderes y de los no-poderes, confirma el rasgo epistemológico asignado a la afirmación que recae sobre la capacidad y los estados de poder y de no-poder. Como los demás poderes, la imputabilidad no puede ser probada ni tampoco refutada, sólo puede ser atestada o ser objeto de sospecha. Hablo en esta ocasión de afirmación-atestación. Esta constitución epistémica, ella misma frágil, áa lugar a la paradoja que acabamos de evocar. Este vínculo entre la imputabilidad y las otras modalidades de poder y no-poder es tan estrecho que las primeras de­ bilidades que recapitulan las experiencias de heteronomía son aquellas que afectan al poder de decir, poder actuar y poder narrar. Se trata de formas de fragilidad ciertamente inherentes a la condición humana, pero reforzadas, o mejor, instauradas, por la vida en sociedad y sus desigualdades crecientes, brevemente, por instituciones injustas en el primer sentido del término, en virtud de la ecuación entre justicia e igualdad sucesivamente afirmada por Aristóteles, Rousseau y "Jocqueville. En cuanto a las formas de fragilidad inherentes a la búsqueda de la identidad personal y colectiva, se relacionan claramente con el poder narrar, en la medida en que la identidad es una identidad narrativa, como propuse en la conclusión de Tiem po y narración lll* . La identi­ dad narrativa es reivindicada como una marca de potencia en tanto que tiene por vis a vis la constitución temporal de una identidad, así como su constitución dialógica. Fragilidad de los asuntos humanos sometidos a la doble experiencia de la distensión temporal y la confrontación con la inquietante alteridad de los otros seres humanos. La imputabilidad n o entra pues en escena como una entidad absolutamente neterogéP. Ricoeur, Temps et récit lll: L e temps raconté , Seuil, Paris, 19 8 5 ; lie m p o y narración lll: El tiem po narrado , trad, de A. Neira, Siglo X X í, M éxico, 1996. [N. del £ .]

nea a la historia de las costumbres, c o m o podría hacerlo creer la refe­ rencia a la obligación, obligación de hacer el bien, de reparar los daños, de sufrir la condena. Lo que es, seguramente, nuevo con esta capacidad constitutiva de la imputabilidad es la unión ente el sí mismo y la regla, donde Kant ha visto justamente el juicio sintético a priori que, según él, define el nivel moral de la acción, y sólo él. De aquí resultan formas inéditas de vul­ nerabilidad en relación con las inherentes a los tres grandes dominios previos del poder hablar, del poder obrar y del poder narrar y, entre ellas, la dificultad para entrar en un orden simbólico, sea el que sea, y dar sentido a la noción cardinal de norma, de regla que obliga. Esquivo en esta ocasión las dificultades vinculadas a la noción de autoridad en su dimensión política, a la que se consagrará el cuarto ensayo. La crisis de legitimación de la que se hablará más ampliamente sólo es abordada en este tercer ensayo bajo el ángulo de la autoridad moral. No dejo, no obstante, sin réplica las perplejidades relativas a la en­ trada en un mundo simbólico. Esbozo muy prudentemente, y sin duda demasiado brevemente, una meditación sobre el símbolo como signo de reconocimiento, en la línea de mis trabajos más antiguos sobre la función simbólica y de mis trabajos más recientes sobre el imaginario social, tal y como se expresa bajo las formas de la ideología y la utopía. Al término del recorrido me pregunto lo que ha sido de la idea de lo justo. En los dos estudios precedentes la idea de lo insto fue conside­ rada bajo la fuerza de lo neutro, to dikaion: es lo justo y lo injusto en las acciones. En el estudio presente, lo justo designa la disposición a las acciones justas de aquél que el seminario del IHEJ designaba como el sujeto de derecho. Con el cuarto ensayo, «La paradoja de la autoridad», vuelve una vez más a escena la paradoja, es decir, una situación de pensamiento en que dos tesis adversas oponen una resistencia igual a ser refutadas y, en con­ secuencia, piden ser preservadas a la vez, o abandonadas a la vez. Al ofrecer esta definición al comienzo de la lección precedente distinguía la paradoja de la antinomia por el siguiente rasgo: en la antinomia es posible referir las dos tesis a dos universos diferentes de discurso, como hizo Kant con la tesis y la antítesis en el plano de la confrontación entre libertad y determinismo. La paradoja de la autonomía y de la fragilidad no permitía esta salida: en el mismo lgj¡ familia no carecen de vigor ni agudeza. « fe Es preciso acudir, finalmente, a Habermas. Hoffe había polem i-'^ zado ya con este último en la Justicia política, y éste último le había '? replicado. En las páginas consagradas a Habermas tan sólo hay un segmentó de una discusión que está en curso. Confrontado con Haber­ mas, Hóffe se confiesa, en primer lugar, abrumado por la masa de los conocimientos empírico-pragmáticos que concurren en el opu s magnum que constituye la teoría de la acción com unicativa. La elección de este concepto como eje de discusión, ¿no corre el riesgo de ocultar lo categórico en la profusión de ciencias sociales y referencias hetero­ géneas a los fundamentos de estas ciencias? ¿La consideración de las figuras de la patología social no inclina a aplazar, quizá a abandonar, el problema de la fundamentación última que Apel había dignificado? A partir de estas dudas, la crítica se hace sinuosa, quizá puntillosa, ex­ presando el malestar de un pensamiento estrictamente crítico ante una empresa que no proyecta nada menos que una teoría general de la sociedad. En una empresa de esta magnitud, el lugar dejado a la fun­ damentación trascendental pragmática de Apel no deja de ser cada vez más y más modesto. Y es cuando Habermas se concentra en la ética del discurso cuando su interlocutor se reconoce confrontado con una obra mesurada, donde la universalización recibe al menos el estatuto de «principio puente» (p. 269). Los dos argumentos dirigidos por turno a los miembros de la gran familia de herederos rebeldes encuentran, entonces, un campo de aplicación mejor delimitado. Lo que finalmente le reprocha a Habermas, es, a la inversa de la crítica dirigida a Apel, un exceso de modestia, entendamos, de modestia trascendental. ¿Cómo se puede denunciar una contradicción pragmática en ios adversarios escépticos de la ética del discurso si no es profesando más alto y firme los «principios categóricos del derech o»? Sólo con esta condición, el momento trascendental puede pretende!/ conservar, en el diálogo con las ciencias sociales, su significado de contrapunto, a igual distancia de la sobrevaloración y la capitulación. Es este alegato tenaz el que confiere al último libro de Hóffe, más que una unidad temática y metódica, la unidad de un tono.

LAS CATEGORÍAS FUNDAMENTALES DE LA SOCIOLOGÍA DE MAX W EBER*

Mi intención no es dar una visión de conjunto del pensamiento de M ax Weber, como hace Pierre Bouretz cuando trata del desencantam iento del m u n do; mi empresa es más limitada; se centra en un comentario de rexto aplicado a los primeros parágrafos del capítulo 1 de la primera parte de «Teoría de las categorías sociológicas» en E conom ía y socied ad (Wirtschaft und G esellscbaft), a la que uno los primeros parágrafos del capítulo 3 «Tipología de la dominación» («Die Typen der Herrscfiaft»). Pero r¡o propongo esta lectura, que es de hecho de gran alcance, sin un hilo conductor. Disponemos aquí de un texto completamente estableci­ do, basado en la notas del mismo Max weber, y excelentemente editado por Winkelmann. Mi hilo conductor responde a un doble interés, temá­ tico y metodológico. Desde el punto de vista temático, la construcción tiene por asunto más importante el par dominación-legitimación (H errscbaft-Legitim itát). (Podemos uuuar sobre la traducción de H errschaft; adoptamos la de «dominación», en parte en recuerdo de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo en la Fenom enología d el espíritu.) Desde el punto de vista metodológico, es interesante seguií a Weber en su tra­ bajo de conceptualización. En esto, no prejuzgo nada en lo que respecta a los problemas planteados por Heinz Wisman concernientes a la racio­ nalización a gran escala de la historia. Se trata del trabajo del concepto en un texto relativamente corto. Descansa en una estrategia de la argu­ mentación, que consiste en el entrecruzamiento de dos procedimientos: uno lineal, que apunta a la determinación conceptual progresiva de la noción de dominación, la cual trabaja a la par con la de legitimación, * Texto presentado en la c onferencia o frecida en S o fía (Bulgaria) en el Coloquio M ax Weber (marzo de 1 9 9 9 ) y publicado en Divinatio , Casa de las Ciencias del H om bre y de la Sociedad, Sofía, 2 0 0 0 .

o incluso en tríada, si añadimos el papel de la creencia (Vorstellung). otro procedimiento consiste en una distribución tipológica de las noc|Í nes que añaden al procedimiento lineal un procedimiento expánsií^j Mostraremos cómo esta estrategia compleja es apropiada para eí ten de la dominación. Comencemos por la primera secuencia, de los parágrafos 1 a 6 ; sé" desarrolla en tres tiempos. Viene, en primer lugar, la definición del prb^r yecto sociológico como ciencia que se propone comprender por i nter-V prefación (bedeutendes Verstehen). Es necesario insistir sobre este;etñw parejamiento entre interpretación y explicación: «Llamamos sociología!® a una ciencia que se propone cornprender por interpretación (bedeutenfy des Verstehen) la actividad sociaí, y mediante ella explicar causalment e j su despliegue y sus efectos». ^ iB il En esto reside la diferencia con Dilthey, que opone explicar a cora-.», prender. M ax Weber nos ayuda a salir del atolladero creado por esta ' oposición sin matices. Para él, el factor causal está incluido en el movir miento de la interpretación. Y es porque la sociología es interpretativa por lo que puede proporcionar una explicación causal. Es cierto que en la continuación del texto la interpretación se opone, a veces, a la causalidad: pero es a una causalidad desligada de su vínculo con la Deutung. Dicho esto, tde qué hay interpretación? Respuesta: de la acción (Handlung). (Prefiero el término acción al de actividad, para acercarme al uso del término en que gusta situarse una corriente importante uc la hísroria y de ia sociología contemporánea.) En este contexto, la acción es opuesta al simple comportamiento, en la medida en que éste es un conjunto de movimientos en el espacio, mientras que la actividad tiene sentido para el agente humano: «Entendemos por actividad un compor? tamiento humano cuando, y en la medida en que, el agente o los agentes le comunican un sentido subjetivo». La etapa siguiente, decisiva, es aquella en que la definición de la ac­ tividad incluye la noción del sentido que ésta tiene para el agente. Pero al mismo tiempo, y es el tercer momento, la acción debe, por otro lado, tener sentido en relación con otros sujetos. La actividad es, así, a la vez, subjetiva e intersubjetiva. La noción de actividad social procede de esta interacción de lo subjetivo y de lo intersubjetivo: «Llamamos acción social (soziale Handlung) a la actividad que, desde su sentido apuntado por el agente o los agentes, se relaciona con eí comportamiento de otro, co n relación al cual se orienta su desarrollo». il elemento intersubjetivo está, así, presente desde el comienzo, y la soci logia es interpretativa en la medida en que su objeto implica, por una parte, un seinido subjetivo y, por otra, la consideración de las mo­ tivaciones de los otros. La correlación es fuerte enffe el Verstehen inter­ pretativo y su objeto específico: la acción con sentido. Resumiría estos

cres elementos en la idea de un modelo motivacional que no se opone a ja causalidad en general, sino sólo a la causalidad mecánica, determinis­ ta. Podríamos entrar aquí, siguiendo a M ax Weber, en una multiplicidad je detalles que especifique este concepto de actividad social, en parti­ cular lo que concierne a la distinción entre adhesión activa y adhesión masiva, que recibe una aplicación en la tipología de la H errschaft: no actuar, sigue siendo actuar, como en los comportamientos de omisión o de alejamiento de la esfera de acción; entre las otras determinaciones importantes, hay que situar las determinaciones temporales; conciernen a la orientación de la actividad social, por ejemplo en relación con un comportamiento esperado de otro. Hay aquí un rasgo que será anali­ zado por Alfred Schütz al hablar de la triple orientación de la acción: hacia los contemporáneos, hacia los predecesores y los sucesores; de este modo se introduce una dimensión no solamente histórica sino más precisamente transgeneracional.Esta primera tríada es seguida por una pausa, que ofrece la primera ocasión para introducir la noción de tipo ideal, de hecho ya operante en ¡a obra: consiste en un concepto reflexivo aplicado a la noción de sentido en tanto que constitutiva del objeto de estudio, el obrar con sentido. Lo que tiene sentido para los agentes, es también lo que ofrece sentido reflexivamente para el sociólogo — a saber, la posibilidad de construir ti­ pos—. Son construcciones metodológicas, ciertamente, pero en absoluto arbitrarias. Se puede. es cierto, cuestionar la consistencia epistemológica de este concepto proponiendo interpretaciones alternativas. Digamos, en una primera aproximación, que se trata de un medio para identificar, inventariar, clasificar las formas de acción y, al mismo tiempo, un pro­ cedimiento que abre un espacio de dispersión para una tipología. Al res­ pecto, es necesario situar bien los tipos ideales, a la vez sobre la trayec­ toria lineal dei concepto y sobre las redistribuciones expansivas de las tipologías. Hay que partir del hecho de que, para M ax Weber, lo que es real siempre es el individuo; los tipos ideales no deben ser disociados de lo que se puede llamar el individualismo metodológico de M ax Weber. Siempre nos las tenemos que ver con individuos que se orientan en fun­ ción de otros individuos, desde el momento en que la noción de acción social implica la intersubjetividad. En esto, M ax Weber no está alejado de la tesis de Husserl en las M editaciones cartesianas, en el punto de la «comunalización de las relaciones intersubjetivas» (Quinta Meditación). En este m o m e n to del texto aparece sobre el trayecto lineal la pri­ mera tipología (de hecho, encontramos muchas tipologías más o menos concordantes en los quince primeros parágrafos; las discordancias im­ portan menos que la operación d° proceder de manera tipológica). Esta primera tipología concierne a la noción de actividad social; precede a las de los tipos de legitimación de la dominación:

C omo toda actividad, la activ i dad social puede estar determ inad a:^,, manera racional en su finalidad (zweckrational) mediante sus expect|^‘ tivas, en lo que atañe a los objetos del mundo exterior, el de los otrof^. h ombres — de manera racional en sus valores (weltrational), mediantelf| creencia consciente en el valor intrínseco de un comportamiento ético1!» estético, religioso u otro, independientemente de su éxito esp erad o-^ según los afectos, particularmente las emociones, a partir de las p asió n nes y de los sentimientos específicos de los actores. Y según la l radición1 (traditional) en virtud de las costumbres inveteradas.

é m Ahora bien, distingue aquí cuatro tipos, en otros momentos tresTnoli hay ninguna rigidez conceptual, sino una operación en el fondo muy*í exploratoria. Un instrumento es puesto a prueba, que conducirá más le­ jos en los sistemas de legitimación: no es azaroso que se haya nombrado en primer lugar el zw eckrational, al que corresponderá ulteriormente el sistema de tipo burocrático. La virtud de estas tipologías es la de exhibir una fuerte correlación entre la estructura conceptual, en el plano epis­ temológico, y el vínculo entre autoridad o dominación y legitimación, en el plano temático. De hecho, la primera tabla es ya, si se puede decir así, una tabla de la legitimación (Geltung). El interés del texto, de su funcionamiento, es el de no comenzar por la legitimación, sino llegar a ella por grados. Vamos a reparar ahora en los conceptos intermediarios entre esta trilogía — orientación hacia un sentido, orientación hacia otro, noción de acción social— y la noción de dominación. Tres conceptos interme­ diarios son propuestos antes de la entrada en escena de la noción de H errscbaft. Tenemos, en primer lugar, la noción de orden. El término alemán Ordnung significa más que mandato: no habrá mandato, imperativo, si no es con la H errscbaft. El concepto más fundamental de orden desig­ na una organización o un organismo dotado de estabilidad propia. E l cc?,acepto de Ordnung está a la espera de su complemento, el predicado legítimo: el orden exige ser legitimado para ser orden. En efecto, el parágrafo Ordnung propone una nueva tipología que descansa precisa­ mente en la legitimidad. El concepto de Geltung, que pasará progresi­ vamente al centro de atención, consiste primariamente en una exigencia de reconocimiento. El alemán Geltung juega sobre el carácter activo de la demanda, de la reivindicación, de la pretensión; lo que en ing ís se llama claim . Bajo el título de Ordnung, esta exigencia de legitin :dad figura bajo eí concepto de garantía: el orden puede ser garantizad o (garantiert) por unos afectos, por un abandono de orden sentimental, o de manera racional según ios valores, o en virtud de la fe en su validez, o de manera religiosa, o únicamente en función de la espera de ciertas consecuencias específicas externas, por ejemplo, situaciones que ponen

en juego un interés. Una vez más la operación de distribución mediante tipos se revela extraordinariamente inestable, gracias a una elaboración conceptual cada vez más acotada, por determinación progresiva. Lo im­ portante sigue siendo que el problema de ia legitimidad sea introducido mediante el del orden. En este sentido, no tiene que ver con una vista desde arriba, si se puede decir así, sino desde abajo, la que llevan a cabo los agentes sociales — por anticipar la comparación con otras empresas más recientes sobre las que volveremos para terminar— ; son los agentes los que pueden otorgar a un orden una validez legítima: en virtud de la tradición, en virtud de una creencia de orden afectivo, en virtud de una creencia racional en los valores, en virtud de una disposición positiva a ia igualdad, poco importa, una vez más, las discordancias entre tipolo­ gías: no se trata más que de clasificaciones exploratorias que se imbrican entre sí. El segundo concepto intermediario es el de la diferencia entre dos funcionamientos del Ordnung, del orden, según sea integrador o sim­ plemente asociativo. Y estarnos aquí propiamente en el trayecto de la legitimación. La diferencia es la siguiente: o bien los agentes tienen el sentimiento de una pertenencia común, forman una G em einschaft (po­ demos utilizar el término sustantivo de Vergemeinschaftung, de comunalización), o bien consideran su vínculo recíproco como una relación cuütrsctncií, siendo el vínculo más exterior e implicando de manera menos personal a los agentes: es la G esellschaft. Coincidimos aquí con una distinción clásica en la sociología alemana de la época, y que des­ graciadamente ha tenido terribles consecuencias: aunque no haya sido la intención de Weber, los sociólogos nazis han magnificado ía comuni­ dad contra la asociación; un mal uso de la famosa dicotomía propuesta por Tónnies. A este respecto, se puede afirmar que Max Weber se sitúa del lado G esellschaft que figura en el título de la obra, más que del lado G em einschaft. De hecho la preferencia dada a la relación asociativa proviene de la tradición jurídica del contrato en Hobbes, Rousseau, Kant. Es necesario recordar también que todos estos conceptos están destinados a cubrir a la vez el campo económico, el campo jurídico, el campo político, como vemos en la continuación de la obra de M ax Weber. Son necesarios, en efecto, operadores suficientemente potentes para cubrir al menos estos tres campos, quizás también el de la religión. Lo que cucnta, además de la formalidad del contrato, es la naturaleza opositiva entre el vínculo de G esellschaft y el de G em einschaft, culmi­ nando el primero posteriormente en el sistema administrativo. Pode­ mos, por otra parte, reservarnos la idea de que la combinación entre estos dos conceptos es más fecunda en lo que concierne a la producción del vínculo social, del querer-vivir juntos, como es el caso en Hannah Arendt.

Viene a continuación, como concepto vinculante, el de cierre; signa el grado de clausura de un grupo o agrupación (Verband). Lo que" está en juego aquí, es la identidad colectiva, en la medida en que depen-*^ de de la existencia de límites, territoriales u otros, que deciden sobre! la pertenencia o no de tal o cual individuo. Pienso aquí en la obra d ? Michael Walzer, Spheres o f Justice, que comienza precisamente con u n í capítulo titulado «Membership»; se trata aquí de reglas que regularizar inclusión y, por consiguiente, también la exclusión, igualmente signifi-1 , cativas, de ía constitución de la identidad de un grupo. A este respectosla elaboración dei grado de clausura de un grupo se prosigue en J espa-“ ció conceptual de la motivación (cf. los «motivos de cierre»). Llegamos al tercer concepto intermediario, el de jerarquía. Procede” de una diferenciación en el seno de grupos cerrados entre ios dirigentes y los que son dirigidos: «El orden es reforzado por una parte específica del grupo que es el portador del poder». Ciertamente, estamos aquí en el umbral del concepto político; pero la distinción entre dirigir y ser di­ rigido opera en los tres niveles: económico, jurídico y político; destacar que la acción de dirigir es nombrada antes que a su portador, el dirigen­ te, y antes que el acto de mandar que estará unido a la especificidad del concepto de H errscbaft. La determinación progresiva de los conceptos mayores avanza así al mismo paso que el problema de la legitimación. A propósito de esto, la problemática hegeliana deí reconocimiento perma­ nece constantemente en el trasfondo de ía cuestión de la legitimidad: es ella la que está anticipada mediante la contestación eventual de toda po­ sición dirigente con respecto a la posición de subordinación. Al mismo tiempo, vemos dibujarse la unión entre la problemática de la legitima­ ción y la de la violencia: ningún poder directivo se establece solamente sobre reglas formales; es instituido, por otra parte, por imposición de constricciones: la amenaza del uso de la fuerza se sigue encontrando en el horizonte del problema de la autoridad. M ax Weber hace aquí una larga pausa y se pregunta si pueden existir sociedades exentas de reglas constrictivas. No es plausible, dice, que una forma de gobierno pueda satisfacer absolutamente a todos. Hay diferencias de interés, de edad, etc. Y la suposición por la que la minoría querrá someter a la mayoría reintroduce el elemento de coerción. Se podría pensar que sólo en el seno de un grupo unánime la constricción estaría ausente; en realidad, tal grupo podría ser el más coercitivo que existiera. La ley de la unani­ midad es más peligrosa que la ley de la mayoría, la cuai es la única que permite identificar a la minoría, y así definir sus derechos. Por utilizar la retórica de Orweil, podríamos decir que en 1793 todos los franceses eran iguales, con la excepción de los que eran más iguales que otros, los cuaics eran enviados a la guillotina. La fuerza del razonamiento de Max Weber, a favor de la regla de la mayoría, es el siguiente:

Es impuesto (en e l sentido de nuestra terminología) todo reglamento que no sea establecido po r una estipulación libre y personal de todos los participantes, consecuentemente, también sobre una decisión tomada por la mayoría a la cual la minoría debe someterse. Por ello, la legiti­ midad de la decisión tomada por la mayoría no ha sido frecuentemente reconocida y sigue siendo problemática durante largos periodos.

El concepto subyacente de reconocimiento aparece aquí absoluta­ mente central. Pero se ve también que un acuerdo, incluso voluntario, implica una parte de imposición. Podemos hacer balance; hemos seguido el recorrido conceptual siguiente: acción social, alternativa asociación-integración, cierre de gru­ po, jerarquía, la cual incluye a su vez una estructura de autoridad. Es en este momento, solamente, en que M ax Weber introduce la H err­ scbaft como concepto de pleno derecho, a saber — y la precisión es muy importante—, la relación mandato-obediencia. Algunos traducto­ res, Parsons en particular, traducen H errscbaft por autoridad, otros, por control imperativo. Reservo dominación, entre otras, por la razón ya evocada más arriba, de la proximidad con la problemática hegeliana. Cito: «Dominación (Herrscbaft) significa la probabilidad (Chance) de que una orden con un contenido específico dado sea obedecida por un grupo determinado de personas». Son, pues, centrales las ideas de mandato y de obediencia. La H err­ scbaft es definida por la expectativa de la obediencia de otro. E! sis­ tema del poder debe, pues, disponer de una cierta credibilidad que le permita contar con la obediencia de sus miembros. Pero la cuestión de la constricción física queda constantemente emparejada con la de la legitimación, de la Geltung. Es necesario insistir sobre este punto, pues con demasiada frecuencia se ha leído aisladamente del texto que a con­ tinuación menciono, en que M ax Weber parece ligar la definición del Estado, no a su finalidad, sino a su único medio, como lo hará Lenin en E l E stado y la revolución-. No es posible definir una organizació n política, tampoco el Estado, en virtud del fin al que su actividad está ordenada; por ello se puede definir el carácter «político» de una organización únicamente por el medio que le es propio, el uso de la fuerza. Este medio le es, ciertamente, específico e indispensable desde el punto de vista de su esencia. Y en uertas cir­ cunstancias, es elevado a un fin en sí.

Pero si lo restituimos al contexto, el predicado importante es el de «legítimo». Leemos una página más arriba: «La estructura aei poder estatal depende del hecho de que reivindique con éxito, en la aplicación de los reglamentos, el monopolio de la coerción física legítima».

Todo lo siguiente verificará que la problemática de la H errschaft es, de principio a fin, una problemática de legitimación en relación con; amenaza de la utilización de la violencia. Hasta el extremo de que, áe hecho, tenemos un sistema de cuatro términos: dominación, legitinjidad, violencia y creencia. »» Podemos detenernos nuevamente en el uso que se hace aquí de cier­ tos tipos ideales, como lo hemos hecho tras una primera pausa; tsé puede objetar algo contra este recurso a conceptos, si no ahistóricos, menos transhistóricos, válidos para todas las sociedades precolombinas*' asiáticas u otras? Podemos dar la siguiente respuesta provisional: en una perspectiva que siguiera siendo historicista, seríamos simplemente inca-í paces de hablar de organización diferente de la nuestra, si no pudiéra-> mos identificarlas sobre la base de conceptos analógicos, susceptibles dedar cuenta en nuestro universo lingüístico de lo que se elabora en otro campo cultural. Si nos mantuviéramos en un estado de total indiferencia, como quisiera una ideología de la diferencia, no podríamos ni tan siquiera nombrar las diferencias, además de que éstas se convertirían en indiferentes. Se puede articular otra crítica: además de su carácter ahistórico, ¿tienen estos conceptos un valor puramente descriptivo o no tienen también un valor crítico disimulado? La Escuela de Frankfurt se va a sumergir de lleno en este asunto, confiriendo a los tipos ideales un valor de denuncia, que recaerá precisamente en el par violencia-le; mación. Dejemos estas cuestiones en suspenso. Y pasemos al tercer gran capítulo de la obra, «Legitimitát der Geltung». La legitimación figura aquí como requerimiento, reclamación, reivindicación (claim ). La tesis central es que todo poder reclama una adhesión, que esta reclamación pretende ser legítima, y en este sentido apela a la creencia. Ái comien­ zo del capítulo, Weber procede a una recapitulación de los conceptos necesarios para la estructuración del concepto de exigencia de legitimi­ dad; son los que acabamos de recorrer: Ordnung, ordenamiento, dis­ tinción entre comunalización y socialización, apertura versus clausura, amenaza de uso de la violencia. Viene a continuación el examen de la reivindicación de legitimidad. Lo que es muy interesante, y quizás acabe siendo sorprendente, en este texto —y que nos conducirá enseguida a desplazar la noción de tipo ideal más allá de su simple función de clasificación— , es que la creencia por la que los agentes responden a la exigencia de legitimidad está presentada como un suplemento — cate­ goría trabajada, dicho sea de paso, por Jacques Derrida— . Suplemento '-de qué? De las formas conocidas de motivación: «A la costumbre, a las ventajas personales o estrictamente afectivas de credibilidad, se añade el factor suplementario de la creencia en la legitimidad»; la creencia en la legitimidad indica algo de más, y es este más el que debe intrigarnos.

En un sentido, toda la tipología que se va a presentar (tiene que ver con este más. Por otra parte, en el texto citado, leemos un poco más arriba: «La experiencia muestra que ninguna dominación se contenta de buen grado con fundar su perennidad sobre motivos o estrictamente materiales, o estrictamente afectivos, o procediendo estrictamente de ideales»; son enumerados aquí tres casos de garantía de acción social. «Más bien (zumal) todas las dominaciones buscan despertar y mantener la creencia en la legitimidad.» Es la experiencia, dice, la que lo muestra. Como si no pudiera derivar este factor de los conceptos fundamentales que han sido elaborados con tanta precisión. La creencia en la legiti­ midad es un suplemento que debe ser tratado como un hecho puro y simple derivado de la experiencia. Quizás este hecho está destinado a permanecer enigmático. La creencia añade algo, que permite a la reivin­ dicación ser entendida, admitida, por los que ejercen esta Geltung, esta demanda. Como vemos, no deja de tener relación con la problemática del reconocimiento. Pienso en un bello texto de Gadamer donde dice que toda obediencia a una autoridad descansa en el reconocimiento de su superioridad (Uberlegenheit). Si, en efecto , dejo de creer en la supe­ rioridad de la autoridad, ésta retorna simplemente a la violencia. Me pregunto, por otra parte, si no podríamos encontrar aquí algo de la noción marxista de Mehrwert, de plusvalía, pero extendida más allá de su limitación al mercado, que hace que la plusvalía consista en una retención operada sobre la fuerza del trabajo vivo, engendrando así la acumulación del capital; en el fondo, Marx consideraba este mecanismo enigmático, sospechoso aquí de algún residuo de teología, como yernos en el famoso capítulo sobre el «fetichismo de la mercancía» al final del tomo I de El Capital, De la misma manera que el poder sólo funciona si un plus se vincula a las motivaciones conocidas, lindamos aquí con la raíz del fenómeno ideológico, con la búsqueda de una plusvalía de valor que amenaza siempre con faltarnos. Althusser aporta a este respecto una contribución importante en su teoría de las instituciones simbólicas de la dominación. Sobre la base de este enigma se despliega ia famosa tríada de los tipos de dominación legítima: Hay tres tipos de dominación legítima. I.a validez de esta legitimidad puede principalmente basarse: uno, sobre motivos racionales, que des­ cansan en la creencia en la legalidad, de ¡os reglamentos instituidos y del derecho a dar directivas que tienen los que están llamados a ejercer la autoridad con estos medios; dos, sobre motivos tradicionales, que descansan en la creencia cotidiana en la salud de las tradiciones inme­ moriales y en la legitimidad de los que están llamados a ejercer ia auto­ ridad mediante estos medios (autoridad tradicional); tres, sobre motivos carismáticos, que descansan en !a devoción con respecto a la santidad

excepciona l , a la virtud hero ica o al carácter ejemp lar de una persoriá individual o, incluso, al orden revelado o emitido por e lla (autoridácT carismática).

El orden de presentación es aquí importante: es un orden descen'dente en claridad y creciente en opacidad. Quizás este rasgo tenga que », ver, finalmente, con el funcionamiento de los tipos ideales, en la medida k en que éstos están íntimamente acordes con la racionalidad potencial de*= su referente. Sigamos el orden descendente, que no tiene carácter his- ¿ tórico alguno; hay incluso razones para pensar que, históricamente, las"?: cosas han sucedido en orden inverso: de lo carismático a lo tradicional, y de lo tradicional a lo racional. Efectivamente, hay toda una parte de la sociología de M ax Weber de la que podemos sospechar que está motiva­ da por consideraciones de filosofía de la historia, o incluso de teología de la historia, o de teología invertida de la historia. Pero permanecemos aquí en el cuadro de una tipología, y es importante que sea una tipo­ logía ordenada según grados de racionalidad creciente. Lo que es más pensable, es la motivación racional que descansa en la creencia en la legalidad. Con lo carismático, a través de lo tradicional, rozamos lo que se presenta más opaco. Los desarrollos más amplios están, en efecto, consagrados a la autoridad que descansa en la creencia en la legalidad de los reglamentos y en el derecho a dar órdenes. Se proponen cinco criterios de los que aquí sólo consideraremos ei primero: No importa que la norma legal pueda ser establecida por consentimien­ to mutuo o por imposición por motivos de oportunidad o racionalidad según valores o los dos, con la pretensión de ser seguidos, al menos, por los miembros de la organización.

Lo que aquí es tenido en cuenta es únicamente la estructura formal de la creencia. La exposición de los otros criterios procede, a su vez, por orden de racionalidad decreciente, partiendo de los aspectos más despersonalizados a los más personalizados de la organización, en la medida en que la creencia en la formalización sigue siendo, al mismo tiempo, creencia en la calidad de aquel que ejerce esta reivindicación. Podemos desde ahora preguntarnos si, en cada sistema efectivo de do­ minación, no subsisten, a título residual, los signos de lo carismático en lo tradicional y de lo tradicional en lo legal. Si subrayamos simplemen­ te la conjunción entre lo que es llamad' dirección administrativa, que caracteriza ai sistema burocrático en su conjunto, se puede decir que representa en el plano tipológico ei punto extremo de ia racionalidad según la legalidad. Podemos preguntarnos aquí si la tipología está ver­ daderamente desprovista de evaluación, si es ciertamente wertfrei: se puede sospechar un prejuicio de racionalidad que se expresa más clara-

mente en el funcionamiento de la autoridad. Es cierto qnc M ax Weber no disimula la importancia de las cuestiones de persona y de carisma, adheridas al ejercicio de lo que el autor llama control: la cuestión no deja, en efecto, de plantearse, de si todo trazo de carisma o de tradi­ cionalidad ha desaparecido del poder de control ejercido sobre los sis­ temas burocráticos existentes. Y, siempre, tal control es posible sólo de una manera muy limitada, por parte de no especialistas sobre expertos, que acaban, las más de las veces, superando al ministro falto de cono­ cimiento, siendo, en principio, su superior. Este texto es muy notable: la cuestión de saber quién controla el aparato burocrático resume toda la relación del experto y del político. La hipótesis que me formo en la lectura de esta tipología es que el tipo ideal de la legalidad sigue siendo una forma de dominación, en la medida en que en ella se discierne algo de las otras dos estructuras de reivindicación, la legalidad que tiende a disimular algunos residuos de dominación tradicional y de motivación carismática. Estaríamos, entonces, en el terreno de Norbert Elias, para quien la confiscación de la amenaza de la fuerza, del uso de la violencia, permite establecer un orden simbólico que habría escondido su violen­ cia bajo su simbolización. Encontramos algo parecido en el sociólogo Pierre Bourdieu. Pero en M ax Weber permanecemos en el plano de una pura tipología abstracta y neutra. No hay en él la sombra de un ejercicio de sospecha, como sucederá con la Escuela de Frankfurt. Digamos, al menos de manera prudente, que ningún poder funciona sobre la base de un tipo único y aislado, y que todos los sistemas reales de poder impli­ can, sin duda, en proporciones diferentes elementos legales, elementos tradicionales y elementos carismáticos; el tipo legal sólo funciona sobre la base de lo que subsiste en él de tipo tradicional y carismático. Llegamos, pues, rápidamente, a lo más conocido, a la definición de los tipos tradicionales y carismáticos. Lina dominación es calificada de tradicional cuando su legitimidad es reivindicada y admitida en virtud del carácter heilig ligado a la vetustez misma del poder antiguo. El ca­ rácter opaco de lo tradicional en relación con lo racional está marcado con el término sagrado. Dejo de lado muchos detalles concernientes a los medios de funcionamiento. Insisto solamente sobre el carácter des­ cendente, decreciente, de racionalidad de la clasificación entera. Aca­ bamos con la definición del proceso de legitimación de la dominación carismática: descansa en el abandono extraordinario en la sacralidad, en la fuerza del heroe, en el carácter ejemplar de una persona o en el orden de las cosas revelado o creado por eíia. Para esclarecer este pasaje propongo evocar el momento de los Prin­ cipios de la filosofía del derecho de Hegel en que la racionalidad, ligada a la idea de constitución (Verfassung), desemboca en la figura del prínc'pp. la cuai no está ligada a la monarquía, sino que constituye el punto ciego

de toda estructura de poder: a saber, la capacidad de tomar decisiones?" la- cual en un sistema de poder permanece siempre subjetiva hasta cierto" grado (Principios de la filosofía del derecho, § 273). Se puede sospechar del fenómeno de la personalización del poder: es abordado en términos ■ vecinos a los de Hegel por Eric Weil en su Filosofía política, donde dice ’ que «el Estado es la organización de una comunidad histórica. Organi-’s zada en Estado, la comunidad es capaz de tomar decisiones» (§ 3 3 ). ¿Lat' capacidad de tomar decisiones no concierne siempre a algo tradicional, es decir, algo carismático? Toda la problemática es así, de principio aM;fin, una problemática de credibi';dad. Citemos un último texto de Max Weber: «Sobre la validez del carisma decide el reconocimiento de los que están sometidos a la autoridad». Es destacable que sea en el parágrafo sobre el carisma cuando se hable de reconocimiento; pero, quizás, éste constituye la problemática que gobierna todo el imperio de la Geltung, en tanto que pretensión de todo aquel que ejerce una autoridad, un mando. Quisiera, para concluir, volver a nuestro hilo conductor: la relación entre el interés temático y el interés metodológico, que concierne a la marcha de la construcción conceptual. Debemos preguntarnos aquí sobre el carácter apropiado de la estrategia de argumentación en rela­ ción con la problemática de la dominación, de su legitimación y de su credibilidad. La construcción lineal, por una parte, y arborescente, por otra, ¿no se da en una relación de intimidad profunda con la temática misma de la dominación/legitimación? ¿La pieza clave escondida no sería el dominio, mediante ia racionalidad sociológica, de la irracionali­ dad residual vinculada con el fenómeno mismo del ejercicio del poder? Hemos notado el orden de racionalidad decreciente de la tipología de la legitimación. ¿Este orden no es, por el contrario, un orden de opa­ cidad creciente frente a lo que nos ha aparecido como un suplemento, el zu m al de la creencia, en el cual se refugia el enigma mismo del reco­ nocimiento? ¿El trabajo de racionalización no opera, si se puede decir, a contra-pendiente o a contra-esfuerzo de la opacidad de los conceptos examinados, hasta este último residuo de la creencia? Confrontados a estas cuestiones, ¿qué recursos encontramos en la lectura de otros sociólogos menos sometidos a una lectura de arriba aba­ jo del fenómeno de la autoridad — aunque una lectura de abajo arriba, partiendo del fenómeno carismático, subsiste en filigrana en la tipología de Max Weber— ? Entre las otras lecturas de arriba abajo, encontramos •a obra de Norbert Elias, consagrado a la manera en que el sistema estatal se impone de manera imperiosa gracias a la monopolización de la violencia física camuflada en violencia simbólica; lo importante con­ siste, entonces, en la correlación entre el progreso de la civilidad en el nivel de los sistemas de poder y el autocontrol intelectual, práctico y afectivo, en el nivel de los funcionamientos individuales.

Sería necesario, por tanto, hacer entrar en juego lecturas cruzadas, que procedieran a la vez de abajo arriba y de arriba abajo: encontraría­ mos, entonces, estrategias de negociación, de apropiación, en que se restituiría a los agentes sociales un poder decisivo de iniciativa. Pienso aquí en los trabajos de microhistoria de los italianos Cario Ginzburg (Le from ags et les vers, Uunivcrs d ’un m eunier du XVF siécle)*, de Giovanni Levi (Le pouvoir au village)** o, incluso, en algunos trabajos de socio­ logía de la acción, como el de Luc Boltanski y Laurent Thévenot (De la justificatíon: les économ ies de la grandeur). Se aprende de ellos que los agentes persiguen la legitimación de su acción en una pluralidad de ciudades o de mundos, apelando a una tipología de un nuevo género, ya no en términos de modelo de obediencia a la autoridad, sino de tipos de argumentos de legitimidad ejercidos por los agentes sociales mismos, actuando sucesivamente en la ciudad de la fama, en la de la inspiración, la del intercambio comercial, la de la industria, la de la ciudadanía; se encontrará en Michael Walzer (Spheres o f Justicé) la misma pluralidad de los órdenes de legitimación, y un parecido interés acordado a las es­ trategias de la negociación y del compromiso, irreductibles a la simple relación de dominación y obediencia. Podríamos, entonces, ensanchar el espacio de constitución del vínculo social y de la búsqueda de identi­ dad colectiva explorando con Michel de Certeau y Bernard Lepetit las múltiples estrategias de apropiación de las normas puestas en práctica por los actores sociaies. Todos estos trabajos tienen en común la preo­ cupación por la constitución del vínculo sociai, gracias a una gran varie­ dad de procedimientos de apropiación y de identificación. ¿Estaríamos completamente alejados de M ax Weber y de su teoría de la dominación legítima? No lo creo. Habríamos, simplemente, si­ tuado sus análisis en un espacio social recorrido por una multitud de estrategias apropiadas cada vez a transacciones de un género diferente. Quizás, incluso, encontráramos en estos trayectos diversificados, otras contribuciones de M ax Weber en la exploración de la formación del vínculo social y político, como en E l político y el científico. A lo que quizás hayamos renunciado es a la neutralidad axiológica fieramente reivindicada por la teoría de las categorías sociológicas fundamentales de E con om ía y sociedad.

* C. Ginzburg, E l queso y los gusanos. El cosm os según un molinero del siglo XV1, trad, de F. M artín, El Aleph, Barcel o na, 31 9 9 4. [N. del E.] ** G. Levi, L e pouvoir au village, Gailimard, París, 1989. [N. del £ .]

t? •u LAS PROMESAS DEL MUNDO: FILOSOFÍA DE MAX WEBER -v* I)E PIERRE BOURETZ*

Píerre Bouretz me ofrece el gran placer de decir a sus lectores lo que me ha parecido ser la fuerza y la originalidad de su libro. Muchos trabajos excelentes se han centrado en la contribución de M ax Weber a la episte­ mología de las ciencias sociales, ya se trate de la relación entre la expli­ cación y la comprensión en la noción mixta de «explicación comprensi­ va», o del individualismo metodológico, permitiendo una reducción de las entidades colectivas a construcciones derivadas de las interacciones humanas. Otros han puesto el acento en la ética adyacente a esta epis­ temología, bajo el título de la «neutralidad axiológica». P. Bouretz ha optado por subordinar estas dos importantes innovaciones a la cues­ tión que le parece subyacente a las demás, la del desencantamiento del mundo. M ax Weber se encuentra así situado en compañía de grandes pensadores de lo puhtiCG; ílo b b c S , MacjUiáVcIu, ílc^ cl, xvíaL'X_Uuá vez elegido este eje, P. Bouretz se ha dedicado a «verificar» su hipótesis principal transportándola sucesivamente a los campos de lo económico, de lo político y de lo jurídico. Espera convergencias y correlaciones entre los resultados recogidos en estos tres campos que suministren el equivalente filosófico, único disponible, de lo que sería la verificación y la refutación en la ciencia política descriptiva. Para reforzar la estrategia de la prueba, E Bouretz se dispone a una confrontación con las inter­ pretaciones más importantes, tanto en lengua francesa como en otras lenguas, de la sociología weberiana, o de ia filosofía subyacente en su gran obra. El lugar ocupado por ei autor en este concierto crítico se en­ cuentra, así, claramente delimitado: adoptando en sus grandes líneas el diagnóstico «escéptico» dirigido por M ax Weber sobre el destino de la * P. Bouretz, Les Promesses du m onde: philosophie de Max Weber, prefa c io de P. Ricoeur, Gallimard, París, 19 9 6 , pp. 9 -1 5 .

racionalidad moderna, resiste vigorosamente a la fascinación «nihilista» a que induce el neonietzscheanismo weberiano. Se puede, en efecto, hablar de resistencia en la medida en que el asunto filosófico de toda la obra consiste en localizar los momentos en los que el análisis weberiano de la Modernidad entrega a una especie de desánimo especulativo la ca­ pacidad de la racionalidad para seguir constituyendo, todavía en nues­ tros días, un instrumento de liberación. De ahí el tono patético conte­ nido en un libro escrupuloso y analítico, que descubre a un pensador implicado vivamente en el tema del desencantamiento del mundo y bus­ cando razones fuertes para no desesperar de la razón. No es por azar si, en el epílogo, -,e deja una última palabra a un visitante inesperado, Walter Benjamin, cuya palabra clave en filosofía de la historia era Rettung, salvación, salvamento. P. Bouretz parece, entonces, decirnos: si M ax Weber tiene descriptivamente razón, ¿cómo no darle axiológicamente ia razón? «Cuestión mortal», habría dicho el filósofo Thomas Nagel... Si la tesis del desencantamiento del mundo es la verdadera clave de !a obra de Max Weber, se impone entrar no por los Ensayos sobre la teoría de la ciencia, tal y como los había reunido para nosotros Julien Freund en 1965, sino por los escritos consagrados a la sociología de las religiones. Es, en efecto, en la esfera de la motivación religiosa de la acción donde deben buscarse las raíces del desencantamiento. La idea misma de desencantamiento aparece sobre el trasfondo de un mundo encantado, el de la magia y los ritos, en el cual el ser humano habita armoniosamente. Se vuelve, entonces, al profetismo judío, rompiendo con este mundo encantado, al iuuodudr, a la vez, las promesas de la racionalidad y las fuentes lejanas del desencantamiento. Desencanta­ miento doble, en la medida en que a la pérdida del jardín encantado se suma la pérdida de nuevas razones para vivir vinculadas a la racio­ nalización de la vida ética por el mandamiento moral. Será un tema constante en M ax Weber: la vuelta de la racionalidad contra sí mis­ ma es contemporánea de su triunfo. P. Bouretz sitúa con precisión el momento del giro: es contemporáneo del nacimiento de las grandes teodiceas del próximo-oriente; ¿cómo, preguntan estas últimas, la im­ perfección del mundo puede ser soportada, si este mundo es la obra de un dios único poderoso y bueno? Esta decepción abre una alternativa: o la huida fuera del mundo, o el ascetismo intramundano. Esta segunda rama de la alternativa triunfa con el puritanismo anglosajón. La impor­ tancia de este momento no debería ser subestimada: es, como se sabe tras la lectura de L a ética protestante y el espíritu del capitalism o, el tiempo eje, si podemos tomar esta expresión de Karl Jaspers, aquel en el que el motivo que domina la economía moderna se articula sobre una motivación religiosa fuerte, portadora de toda la ambivalencia ulterior, vinculada al tema de la racionalización del mundo. La confrontación

con la explicación materialista de Marx cesa, entonces, de constituir eí 51 motivo principal de la controversia: es la posición simultánea de lafe ética protestante y de la motivación económica, en la trayectoria de^alfF racionalización y del desencantamiento, la que da su sentido fuerte,>aj| la conjunción de lo religioso y de lo económico. Pero se puede, desde» 1 este estadía, preguntar si es cierto que el recorrido de Max Weber. afS, través de !a.%figuras de lo religioso, hasta el punto de confluencia con"'l|^ problemática económica, no admita ninguna lectura alternativa. En la’* misma perspectiva, que será finalmente la de Pierre Bouretz, a saber,* lafjf: de la resistencia al nihilismo inducida por la tesis de la vuelta contratsíjff misma de la racionalización del mundo, podemos preguntarnos si Max Weber no ha eludido sistemáticamente la cuestión de la univocidad de'S * su interpretación global del fenómeno religioso, y si no ha usurpado losl^ títulos de la neutralidad axiológica del científico en beneficio de uná~-“ interpretacíón global altamente problemática, que sitúa la tesis del des­ encantamiento del mundo en el mismo nivel que la astucia hegeliana. ¿La teodicea ha sido verdaderamente la cuestión más importante ligada al profetismo judío? ¿La preocupación por encontrar una garantía y un seguro contra el riesgo de condena ha sido la motivación religiosa ex­ clusiva del cristianismo y, más específicamente, del puritanismo? ¿Qué ha sido de la salvación por la gracia, y de la fe sin garantía, con relación al tema, quizás sobrevalorado, de la predestinación? Sería interesante saber si M ax Weber ha encontrado en su obra, que Pierre Bouretz de­ clara muchas veces ambivalente, el problema de la equivocidad en la interpretación de los fenómenos culturales a gran escala. Podríamos plantearnos, desde el lado económico, cuestiones simé­ tricas. Concernirían al otro término del par que Weber recompone, cuando añade, junto a tal motivo religioso de ia inversión de la fe en la vocación terrestre, el motivo racional generador de la empresa capita­ lista: la acumulación del capital bajo la égida del espíritu de empresa. ¿Es este motivo el único foco generador de la racionalidad económica? ¿Qué sucede con las virtudes vinculadas al intercambio y al comercio y a la ligazón percibida por Montesquieu entre estas virtudes y lo que este último llama la «libertad inglesa»? La cuestión recurrente de la plurivocidad podría así plantearse a propósito de los dos términos de la ecuación: etica protestante y espíritu del capitalismo. Volviendo del soportal real de la sociología de las religiones a la puc ta de servicio de la epistemología de las ciencias sociales, pode­ mos preguntarnos si las cosas son tan claras en el plano epistemológico como parecían en ia época de Raymond Aron y de Henri Irénée Marrou. ¿Cómo mantener conjuntamente la postura wertfrei, reivindicada por Weber, con el recurso a las significaciones vividas por los actores sociales en la identificación del objeto de las ciencias sociales? Cierta-

mente, se puede dar cuenta con imparcialidad de lo que parece cargado de sentido para estos actores. Pero ¿se puede sostener la misma impar­ cialidad cuando estas significaciones muestran ser, como C harles Taylor las llama en Snurces o f t b e Self, «evaluaciones fuertes»? Ahora bien, se trata, es cierto, de evaluaciones fuertes cuando las significaciones en cuestión recaen sobre el curso entero del proceso histórico de racionali­ zación del mundo. Es también de evaluaciones fuertes de lo que se trata en el mundo económico del trabajo, de la riqueza y de la diversión. Es, más aún, de evaluaciones fuertes de lo que se trata en el registro de lo político, bajo la figura de los grandes motivos de obediencia, que con­ tribuyen a la legitimación de la dominación. Y, también, cuando Pierre Bouretz reproche, in fine, a Max Weber haber desconocido los recursos de sentido incólumes en el proceso de desencantamiento, petrificación, deshumanización, mortificación. Dicho de otra manera, ¿la sociología comprensiva está ai abrigo, en su postura epistemológica, del presunto desencantamiento, el cual no sería sólo resultado sino también presu­ posición? Se podría sostener que el desencantamiento atañe solamente — si se osa decir así— al sentido dei sentido, al sentido reflexivo, no al sentido directo de las conductas. No obstante, la cuestión sigue siendo saber hasta qué punto la epistemología weberiana ha logrado inmuni­ zarse por medio de la neutralidad axiológica contra ía mordedura del nihilismo. Así, después de haber aislado los Ensayos sobre la teoría d e la ciencia del resto de la obra, quizás fuera hoy necesario protegerlos, me­ diante una lectura crítica sistemática, contra la contaminación nihilista engendrada por el resto de la obra1. Una nueva serie de cuestiones se plantea por el grado de convergen­ cia entre lo que se llama en este trabajo las «vías del desencantamien­ to»: la esfera económica, la esfera política y la esfera jurídica. A decir verdad, las vías de ia racionalización quedan bastante inconexas. Se ha visto lo que sucede con los problemas planteados por «el espíritu del Ca­ pitalismo». Lo político plantea problemas específicos, una vez admitida la prevalencia de la problemática de la dominación. Parece claramente que en Weber el momento de la violencia es inicial, media y terminal: nos la cruzamos en un extremo como matriz de poderes, a medio cami­ no como fuerza confiscada por el Estado, y surge como decisionismo en el otro extremo de la historia política; en cuanto a la legitimación, no se trata más que en los motivos de obediencia. Pero ésta no se eleva nunca al rango del reconocimiento hegeliano, asegurada, en última instancia, en los Principios de la filosofía del derecho, por la constitución; ahora 1. Es ílamativo que en la tipología de los m otivos de obediencia se privilegie ei adjetivo rav.onal (wert-rational, etc.); no obstante, es el proceso de racionalización el que es foco del desencantamiento.

bien, esta problemática no se muestra nunca, según parece, en Max-t Weber. Se puede lamentar con razón, con Habermas, que, de principio'-” a fin, el análisis de la «racionalidad en finalidad», es decir, el análisis' de la razón instrumental, ocuita la «racionalidad en valor», única qué "i podría haber alimentado una problemática distinta de legitimación. De esto se sigue que sea en el fenómeno buroci ático solamente donde sej; concentren a la vez la racionalización del poder y la transformación de *' este último en su contrario (cf. el título lll, 2, «Las razones del Estado burocrático»). El fenómeno burocrático es, así, directamente incluido en la «lógica de objetivación de la coacción», o lo que es lo mismo, en 'la dominación, y no en relación con los aspectos racionalizantes de la legitimidad, que esperaríamos ver identificados con los recursos de libe­ ración ofrecidos por el Estado de derecho. No sin razón Pierre Bouretz coloca su análisis del fenómeno burocrático bajo el título del «racio­ nalismo desencantado en el universo moderno, de la economía, de la política y del derecho» (p. 317). Desde ese momento, la convergencia entre los tres órdenes de fenó­ menos considerados consiste menos en un carácter inteligible que en un enigma insondable, a saber, que es en la misma instancia y, podríamos decir, en el mismo instante, que la racionalización alcanza su punto cul­ minante y que se desarrolla la transformación en su contrario. Se habrá ya notado esta extraña superposición con motivo de! análisis del puri­ tanismo, el cual marcaba la extrema racionalización del ascetismo ultra­ mundano y el comienzo de su transformación. Ahora bien, no se propo­ ne ninguna interpretación de este fenómeno que es llamado unas veces paradoja, otras, enigma, y otras, giro, y del que se dijo, al comienzo, que constituía el elemento estrictamente simétrico de la astucia hegeliana de ia razón. ¿Qué puede significar realmente esta exacta superposición de la racionalización y de la pérdida de sentido? ¿Se trata de un fenómeno de inercia en virtud del cual un proceso, una vez lanzado en la historia, sobrevive a su motivación inicial y produce efectos perversos fuera del control de su justificación primordial? Se comprende que el autor vuel­ va repetidas veces sobre las «tinieblas», el «secreto» o el «silencio» de Max Weber en lo que concierne al sentido global de su empresa. Estas perplejidades, que conciernen a la interpretación de la obra de M ax Weber situada bajo el signo del desencantamiento del mundo, tienen su repercusión en el trabajo de reconstrucción por el cual e au­ tor se emplea en aceptar el reto «nihilista» contenido en el diagnó ico escéptico que lanza Max Weber sobre el curso de la M o d ern id ad . T,a cuc'-tión es ésta: ¿en qué momento de la larga secuencia de las proposi­ ciones analíticas de M ax Weber, Pierre Bouretz va a establecer la línea de resistencia? Me ha parecido que lo que llamo aquí sus argumentos de resistencia se dejan distribuir en tres planos.

En un primer plano, el autor se resiste a la univocidad de la lectu­ ra misma del proceso de racionalización que supuestamente vuelve contra sí mismo. A este respecto, está próximo a Leo Strauss, cuando éste acusa de complacencia, o incluso de complicidad, a un análisis que refuerza el fenómeno descrito. Si es el caso, las reservas deberían llegar hasta la postura wertfrei adoptada en el plano de la epistemología de las ciencias sociales. Y nos hemos preguntado más arriba hasta qué punto la neutralidad axiológica estaba al abrigo de la contaminación por el giro nihilista de la obra entera. Se ha podido evocar esta cuestión de ¡a plurivocidad de la interpretación tanto con ocasión del análisis del fenómeno puritano como a propósito del fenómeno político de la dominación o al del Estado de derecho. La cuestión permanece abierta: ¿hasta dónde rendríamos que remontarnos para reabrir la plurivocidad? Esta cuestión me parece esencial, si se quiere resistir al efecto de deslumbramiento creado por las grandes metáforas weberianas: «jaula de hierro», «lucha de dioses», «último hombre», «encantamiento» y «desencantamiento». En un segundo plano, la cuestión planteada es la del rescate de la razón no instrumental, de la «racionalidad en valor». Es el «lado Ha­ bermas» de la obra. Pero ¿hasta qué punto Pierre Bouretz asume, para su propia posición, ei cognitivismo moral de Habermas, y su empresa fundacional que recae en el nivel del consenso sobre los principios de la ética del discurso? Es en este mismo plano en el que se justifica el recur­ so a Rawls, al menos a! de le o n a d e la justicia. Ya se trate de Habermas o de Rawls, o incluso de Popper o de Hayek, la cuestión es saber si esta apuesta por la razón no instrumental es compatible con el diagnóstico escéptico que Pierre Bouretz parece asumir. ¿El corte tiene lugar entre el escepticismo y el nihilismo, o a través de los argumentos generadores de escepticismo? Me parece que Habermas y Rawls se distancian de Max Weber antes de lo que el autor estaría dispuesto a concederle. En un tercer plano, y para terminar, lo que está en juego es nada menos que la posibilidad de reconstruir las categorías del pensamiento y de la acción en el nivel mismo en que se sitúan las primeras pro­ posiciones de Wirtschaft und G esellschaft. En este plano se reagrupan argumentos tomados de la Sittlichkeit de Hegel (teniendo por tema la problemática de la objetivación sin reificación de las relaciones de in­ teracción) o, incluso, la correlación entre los últimos parágrafos de la Quinta Meditación cartesiana de Husserl y las categorías sociales de M ax Weber, o más aún, otros prestamos lomados de Hannah Arendt (sentido común, espacio público, querer vivir juntos). En este tercer pla­ no reaparecen igualmente los préstamos del último Rawls, el del «con­ senso entrecruzado» y de los «desacuerdos razonables», o incluso de R. Dworkin, de su obra Ley e interpretación, con su versión narrativa de la producción de reglas de justicia en un horizonte medio ético-político.

En fin ■—y sobre todo— , es en este plano donde se hace verdaderamente frente a lo patético, en un Epílogo que no sirve como conclusión. El tono de la respuesta es dado por el que ha sido llamado antes «el invi­ tado sorpresa»: Walter Benjamin. Es, verdaderamente, «el ángel de la historia» de Paul Klee quien clama, mediante la voz de Pierre Bouretz," en el «despertar fuera del siglo xx».

E L GUARDIÁN D E LAS PROMESAS DE ANTOINE GARAPON*

El libro de Antoine Garapon aparece en un momento oportuno, en el momento en que la contradicción llega a ser flagrante entre la influencia creciente que la justicia ejerce sobre la vida colectiva francesa y la crisis de legitimación a la que se ven enfrentadas en nuestros países democrá­ ticos todas las instituciones que ejercen una u otra forma de autoridad. La tesis mayor del libro es que justicia y democracia deben ser criticadas y enmendadas conjuntamente. En este sentido, este libro de un juez quiere ser un libro político. La unión entre el punto de vista del ucrech o y el de la democracia comienza ya desde el diagnóstico: con Philippe Raynaud, que había de «la democracia secuestrada por el derecho», rechaza ver en la extrema «juridificacíón de la vida pública y privada» una simple contaminación del espíritu pleitista de los Estados Unidos; en la sociedad democrática misma ve la fuente del fenómeno patológico. Es, en particular, en la estructura misma de la democracia donde es necesario buscar la razón del fin de las inmunidades de que gozaban gentes importantes y el Estado jacobino mismo al abrigo de persecuciones; es en el campo político donde se produce el debilitamiento de la ley nacional, corroída tanto por arriba, por instancias jurídicas superiores, como por abajo, por la multiplicidad y la diversidad de los lugares de juridicidad. Es, pues, a la transformación de la democracia misma a la que hay que vincular el papel del juez. Es, por tanto, a las razones de deslegitimación del Es tado hasta donde hay que remontarse para explicar lo que se present; a primera vista como una inflación de io juc 'cal. Deslegitimación, qn debe ser conducida ella misma a la fuente d I imaginario democrátic * A. Garapon, L e Gardien des promesses. L e juge eí ía dém ocratie , prefacio í P. Ricoeur, Gallimard, Paris, 19 9 6 , pp. 9 -1 6 .

mismo, a ese lugar íntimo de la conciencia ciudadana donde es recono-, cida la au toridad de la institución política. El autor consagra la primera mitad de su libro a justificar un diag­ nóstico que liga los destinos de lo judicial y de lo político en lo que parece, en un vistazo superficial, una simple inversión de lugar entre lo^ír judicial y lo político, en el que lo judicial sólo sería el agente arrogante — el «pequeño juez» se convierte en el símbolo de esta usurpación, en sentido único— . Si el activismo jurisdiccional se hace paradójico, es en la medida en que afecta a «la democracia jurídica» tomada en bloque. Este cuidado en ligar los dos destinos de lo judicial y de lo político^ ^ explica que el autor no acoja lo que se podría llamar «activismo juris­ diccional» sin reserva expresa. Lejos de toda satisfacción corporativa, de \ toda glorificación profesional, son las derivas ligadas a este fenómeno inflacionista las que son señaladas en primer lugar: ya sea que los jueces se sigan erigiendo en nuevos clérigos, o ya sea que personalidades en­ cumbradas por los medios de comunicación se erijan en guardianes de la virtud pública, despertando así «el viejo demonio inquisitorial siempre presente en el imaginario latino». Es sólo en este nivel de alerta donde son válidas las comparaciones entre los sistemas anglosajón y francés, pero permiten solamente distinguir las vías privilegiadas que toman allí y aquí las mismas derivas. A este respecto, A. Tocqueville sigue siendo, desde el comienzo hasta el final del libro, el perspicaz analista de la di- ■ vergencia de las vías que adopta el fenómeno general de la juiidincación de ia vida política. En lo que respecta a nuestro país, Garapon se expresa en términos crueles: «He aquí la promesa ambigua de la justicia moder­ na: los pequeños jueces nos ayudan a quitarnos de encima a los políticos podridos y a los grandes jueces de la política en sentido estricto». No es posible avanzar más lejos en el doble diagnóstico del declive de lo político y del ascenso en poder de lo jurídico, sin haber dicho lo que constituye el núcleo duro de lo jurídico, que es, en definitiva, en relación con lo cual todo el sistema patina. La idea clave del libro es la caracterización del «cimiento jurídico de la justicia» mediante la puesta a distancia, o dicho con más precisión, la conquista de la justa distancia, la cual, comprendemos poco a poco, concierne a la vez a lo justiciable y a lo ciudadano en cada uno de nosotros. Un motivo mayor para tratar el tema de la situación de la justa distancia lo antes posible es que la ilusión de la democracia directa, que el sistema mediático nutre, y que incluso crea, es la tentación mayor que alimenta conjuntamente lo jurídico y lo político: así vemos, al mismo tiempo, bajo la presión mediática, la nue­ va clericatura de los jueces frecuentada por el viejo sueño de la justicia redentora, mientras que la democracia representativa es cortocircuitada por el de la democracia directa. La justicia se encuentra, al mismo tiem­ po, y siempre bajo la presión de los medios de comunicación, desaloja-

da de su espacio protegido, privada del distaneiamiento de los hechos en el tiempo y de la especificidad de sus asuntos profesionales — y que la deliberación política se haya vuelto superflua por el bombardeo pu­ blicitario, que hace las veces de tribunal, y la superchería de los sondeos que reduce la elección a un sondeo de magnitud real— . El lector estará, quizás, sorprendido por la virulencia de este ataque contra los efectos perversos de lo mediático. Pero una vez que se ha comprendido que la posición del tercero en la relación jurídica y la mediación institucional en la relación política están sometidos a la misma amenaza, no nos ex­ trañamos ya de ver a Garapon sumarse a Claude Lefort en su denuncia de la ideología invisible de los medios de comurrcación. Estamos listos para proseguir, más allá de este severo juicio, eí diag­ nóstico de doble entrada, que constituye la originalidad de la primeraparte de la obra. A fin de poner término al proceso unilateral que se está tentado de hacer a la justicia con el pretexto de su intrusión8' en todas las esferas de la vida pública y privada, debemos buscar la falla del lado de la democracia misma. Incluso más, es necesario buscar el comienzo de todas las derivas en lo que Tocqueville ha alabado bajo el título de «la igualdad de las condiciones»; «la igualdad de las condiciones» sólo podía hacerse a expensas de las jerarquías antiguas, de las tradiciones naturales, que asignaban a cada uno sn lugar, y limitaban las ocasiones de conflicto. Queda entonces por inventar, por crear artificialmente, por fabricar (todas estas palabras se leen en Garapon) la autoridad. Y si sigue ausente, la sociedad se entrega a los jueces. La exigencia de justicia viene de lo político que se encuentra en peligro, «ei derecho se convierte en la última moral común en una sociedad que ya no la tiene». Las frases de este mismo tono se acumulan a medida que se avanza en el libro: «La democracia no tolera ninguna otra magistratura que ía del juez»; «¡Una norma común sin costumbres comunes,. -!». Nos preguntaremos, más tarde, si este diagnóstico severo admite aún una terapéutica que recayera a la vez sobre la justicia y sobre la democracia. De individuos dispersos, que un efecto perverso de «la igualdad de las condiciones» obliga a obedecer, ¿podríamos obtener individuos justicia­ bles que fueran ciudadanos? El autor continúa de manera intrépida su descenso a los infiernos de la democracia desnortada; contrato invasor que palia la pérdida de un mundo común, control judicial que ya no puede decir en nombre de qué se ejerce, refuerzo de la función asilar de la prisión en lugar de

* En la edición francesa aparece invasión ; el propio Ricoeur, que corrigió este prefacio a la obra de Á. Garapon, prefirió la palabra «intrusión»; así aparece en un texto dactilografiado. Debemos estas precisiones, y otras de estas páginas, a la cortesía y eficien­ cia de D. lannotta, traductora de la obra de Ricoeur a! italiano. [N. de los T.]

tomar en consideración a los sujetos más frágiles, interiorización de la norma a falta de reglas exteriores reconocidas, todos estos síntomas dan ‘ la razón a Jean de Maillard*: «Cuanto menos seguro es el derecho, más obligada se encuentra la sociedad a ser más jurídica». Pero si la justiciá sirve para reintroducir después mediaciones que faltan antes, ¿de qué se ^ ‘ autorizará la prudencia requerida por los individuos cuando la respon- * sabilidad presunta del delincuente se convierta en objetivo lejano de ^ la gran empresa de tutelarización de los sujetos en la versión nueva del , Estado-providencia que ocupa penosamente el lugar sobre las ruinas de ia precedente? . Estamos aquí en el fondo del círculo vicioso que dibujan conjun- ’v tamente el retroceso de las prácticas democráticas y el avance de las intervenciones judiciales. Lo que se hurta es el sujeto mismo en su doble capacidad de sujeto justiciable y de ciudadano. La verdadera paradoja que plantea la situación presente, tanto política como jurídica, es que la responsabilidad es, a la vez, el postulado de toda defensa de la de­ mocracia y, retroactivamente, de todo encauzamiento de la judicialización rebosante, y el fin perseguido por toda empresa de reconstrucción del vínculo social. En los últimos capítulos consagrados al diagnóstico de la sociedad, a la vez judicializada y despolitizada, se hace balance de las expresiones contemporáneas de la fragilidad que invaden la escena. Todo sucede, a decir verdad, como si la crisis democrática y la hincha­ zón jurídica sólo se suscitasen mutuamente poique proceden de una ter­ cera fuente, a saber, precisamente las nuevas figuras de la fragilidad. El debate entre justicia y política cede su lugar a una inquietante relación triangular: «despolítización, judicialización, fragilidad». Más gravemen­ te, lo judicial es empujado a primera línea por instituciones políticas en proceso de descomposición y confrontadas a una tarea imposible: presuponer esta responsabilidad, que las formas tutelares de la justicia — que toman el lugar de la represión— tienen paradójicamente por fun­ ción despertar, es decir, extraer de la nada. Bajo el ángulo de esta paradoja de la tutelarización del sujeto, y bajo el signo de la imposible tarea que esta función tutelar suscita, a medio camino entre la orden y el consejo, se pueden situar todas las patologías que el libro acumula antes de arriesgarse a la doble reconstitución del ciudadano y del sujeto justiciable.

* Esta cita, que en el original francés se ai buye a Francois Ewald, es, en realidad, de Jean de iWaiilard, como podemos comprobar en el libro A.. Garapon. La referencia exacta es: J. de Maillard, «Les maux et les causes. A prepos de la crise du droit pénal»: Comm entaires 6 7 (1 9 9 4 ), p. 6 1 7 . cit. en A. Garapon, I custodi dei dirittí: giudict e deniocrazia, Feltrinelli, M ilano, 1 9 9 7 , p. 132. Gracias de nuevo a D. lannotta por la precisión. [N. de los T.]

Todo el mundo habla de im passe de! individualismo: pero el jurista tiene una manera muy particular de hablar; sin perder de vista el perfil del juez como tercero en los conflictos, ve en la identificación emocio­ nal con las víctimas el síntoma más visible de este desvanecimiento de la posición de imparcialidad — identificación emocional con las víctimas que tendría como contrapartida la diabolización del culpable— . En el límite, se perfila eí linchamiento, este cuerpo a cuerpo al que expone el fracaso de todo distanciamiento simbólico y que marca el retorno con fuerza de la vieja ideología sacrificial. El crecimiento poderoso de la ló­ gica victimaría puede, entonces, ser vista como una traba a la tentativa de que la justicia pueda desempeñar esa función tutelar, función que, como se mostrará más tarde, es inseparable de condiciones precisas de democratización de la sociedad. Nos guardaremos, tras esto, de ceder al simple lamento en la descripción de las funciones sustitutivas de identi­ dad, asumidas hoy por una delincuencia juvenil convertida en iniciátíca, ni sobre otras formas desocializadas de violencia. Nos limitaremos a vincular estos males sociales a las grandes paradojas que estructuran el libro; en efecto, miedo al agresor, identificación con la víctima, diabo­ lización del culpable, son testimonio del mismo desvanecimiento de la posición de tercero ocupada por el juez: «el consenso se forma alrede­ dor de sufrimientos, y ya no alrededor de valores comunes». Se trata, es cierto, y de principio a fin, de despolitización del sujeto, ya sea víctima o acusador, o, lo que es lo mismo, justiciero autoprociamauo. E;> el gran triángulo: demandante, acusado y juez, el que es puesto en evidencia. La nueva fragilidad constituye, es cierto, un desafío de una ampli­ tud inédita, y viene de más lejos que la esfera política. Al menos da que pensar políticamente: es necesario vincularla con el vacío de las refe­ rencias comunes y el descrédito de las instancias políticas, y la inflación de la intervención jurídica, que aparecen, entonces, como efectos de los fenómenos de marginalización, característicos de la nueva crimina­ lidad. Por esto, encontraremos al final de la primera parte, no un juez triunfante sino un juez perplejo, encargado de rehabilitar una instancia política de la que él debería ser sólo el garante. Se plantea, entonces, la cuestión de saber si el aumento de proce­ dimiento sería susceptible de paliar la debilidad de lo normativo, tanto en la dimensión judicial como en la dimensión política. Es la cuestión que domina ia segunda parte del libro. Ahora bien, las terapéuticas conjuntas de lo judicial y de lo político sólo encuentran cierta credibi­ lidad si lo judicial rechaza la sobrevaloración de la que es gratificado pérfidamente, y si es reconducido a su función mínima, que es al mis­ mo tiempo su posición óptima, a saber la tarea de decir el d erecho. No castigar, sino reparar, pronunciar la palabra que nombra el crimen, y así pone a la víctima y al delincuente en su justo lugar, a causa de una

• * acción del lenguaje, la cual se extiende desde la calificación del delito^ hasta el pronunciamiento de la sentencia al término de un verdadero^ debate de palabra. La justicia ayudará a la democracia, que es también'" obra de palabra, de discurso, cumpliendo modestamente, pero firme-,. mente, su «obligación hacia el lenguaje, la institución de las institucio-^ nes». «El juicio significa la repatriación en la patria humana, es decir, > en la patria del lenguaje.» Antes incluso de llevar a cabo su función de autorización de la violencia legítima, la justicia es una palabra y el jaició un decir público. Todo lo demás se deriva de esto: la purgación del pasado, la continuidad de la persona y también — y, casi, sobre todo—-3 §> la afirmación de la continuidad de) espacio público. Entendemos: si el v juicio es un acto de palabra público, todos sus efectos, comprendidos en ellos la detención, que es una exclusión, deben desarrollarse en el mismo espacio público, ya se trate de penas adicionales, de relaciones humanas, de relaciones familiares, laborales, etc. Este alegato es políti­ co: significa que, incluso privado de libertad, el detenido sigue siendo un ciudadano y que la finalidad de la privación de libertad es el amparo de todas las capacidades jurídicas que constituyen a un ciudadano de pleno derecho. Con esto se hace a la comunidad la promesa de su res­ titución como ciudadano. ¿Cómo la autoridad podría constituir un «momento sustraído a la contractualización democrática», si una autoridad indiscutible fuera sim­ plemente sustituida por «la autoridad de la discusión y una autoridad siempre sometida a la discusión»? ¿Y cómo el debate permanente sobre la legitimidad podría engendrar autoridad, si la ética de la discusión descansara sobre el único prestigio del procedimiento de discusión? Si sólo quedara esta salida, la confianza en que el juez pudiera «legiti­ mar la acción política, estructurar al sujeto, organizar el vínculo social, habilitar construcciones simbólicas, cultivar la verdad», no podría más que conducir a las ilusiones de la actividad jurídica denunciada en ei primer capítulo. Es por lo que yo me encuentro nf ás cómodo con otras fórmulas de Garapon como: «La autoridad asegura el vínculo con los orígenes, el poder proyectarse hacia el futuro... La autoridad es funda­ ción, el poder innovación»; «Las reglas guardan el poder, la autoridad guarda la regla»; «El poder es lo que puede y la autoridad lo que auto­ riza». ¿Qué obligación procedimental podría estar en algún momento a ia altura de esta ambición? Creería voluntariamente que e) origen de la autoridad es huidizo, que hereda convicciones ya previas, cuya crítica asegura, respectivamente, la decadencia, la sustitución, la renovación. Si no, la posición tercera del juez se convertiría en la de un tercero ab­ soluto, más desprovisto que cualquier tirano. «L1 juez — dice además Garapon— no debe ocupar el lugar de un tercero absoluto, del que la democracia no dejara de estar en duelo.» Sea así, pues ¿qué es un duelo

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enal, aplica­ ble a todos, incluidos los ministros. En cam bio, el vasto dom inio d el error y de la culpa en el plano del desgobiern o no está tom ado en consideración p or esta penalización de la política. Por mi parte, remitiría al m arco d el desgobierno lo que ha sido pen alizado en exceso a título de negligencia, de retraso en la decisión, etc. Es decir, que todo esto que es d el orden de la om isión del hacer d e­ bería ser pensado políticam ente más que penalm ente. * Jait d ’autrui en el original francés. Se trata de un tipo de respunsabilidad indi­ recta propia del Derecho francés y algunos otros o rdenamientos jurídicos, por ejemplo el belga. [N. de los X ]

Más fundam entalm ente, el disenso no d eb e ser pen sado co m o el m al, sino com o la estructura m ism a del debate. N o es m en or la exigencia de pensar políticam ente que penalm ente, pues, una vez que se h a superado la obsesión p o r el castigo, pueden ser consideradas en toda su am plitud las culpas d e desgobierno, las sospechas de culpas de desgobierno. L a calificación del error o de la culpa pasa a ser, entonces, no ya lo dado, sino el objetivo, a v com o la codificación del debate, de la m ism a m anera que el tercero que juzga no es dado de antem ano. En cuanto a l ejercicio de la responsabilidad, que he puesto co m o tercer punto, en las relaciones jerárquicas de autoridad y d e poder, se trata propiam ente de este am plio dom inio de la gobern abilidad bajo la sospecha de desgobierno. L as cosas se plantean en el plano de la respon­ sabilidad jerárquica. Es en este m arco don de se manifiestan las m ayores dificultades de la tom a de decisiones a las cuales he hecho alusión a l com ienzo, a l ser tan grande la variedad de dom inios donde se puede investigar sobre las dificultades relativas a la relación del ju icio con la acción. Y es en la acción gubernam ental donde son llevadas a l extrem o estas dificultades. Insisto sobre estas dificultades. N o para exonerar a nadie de la res­ p on sabilidad de hacer — im pu tación — , sino para subrayar, con m ás fuerza todavía de lo que lo he hecho hasta aquí, la carencia d e instan­ cias políticas ante las cuales los políticos deberían ser llam ados a rendir cuentas. Esta carencia es la que, precisam ente, abre la barrera a disfun­ ciones que acechan la tom a d e decision es y com prom eten la respon ­ sabilid ad jerárquica. A este respecto, tod o lo que se refiere a l sentido d e la com p lejid ad y — creo p od er decirlo— d e la op acid ad d el p roceso de tom a de decisiones en las estructuras jerárquicas de poder, apunta a la reflexión sobre la necesidad de reforzar, o crear, las instancias an te las cuales los políticos deberían rendir cuentas, explicar, justificar su acción. E l público, a m i juicio, con oce p o c o los problem as ligados a las re­ laciones entre el ministro y su gabinete, el papel de los asesores, de los consejeros técnicos, de los expertos, a l frente ellos mismos de la tecnoestructura; en el caso presente, es todo e l m undo m édico el que está im pli­ cado, sus investigadores, sus oficinas, sus adm inistradores, sus clientes, sus finanzas, sus rivalidades, sus jerarquías ititernas, tam bién sus ries­ gos. Algunos especialistas nos han h ech o penetrar en los arcanos de los gabinetes m inisteriales: delegaciones, com isiones interministeriales, cir­ cu lares*, circulación de inform ación, dependencia de los m inistros con respecto de sus consejeros en función de la com plejidad técnica de los * El texto francés utiliza una sinécdoque, bleus (azules), para referirse a cierro tipo de documentos ministeriales franceses que requieren una respuesta inmediata, y que son designados por su color. [N. de los T.]

problem as2. Sim plem ente quiero subrayar e l peligro consistente en resol­ ver retroactivamente, y no sólo en creer saber cu ál era e l estad o del saber, pues algunos sabían, sino tam bién en definir cu ál era verdaderam ente el aban ico de las opcion es efectivam en te abiertas a la p olítica en aqu el m om ento. Un conocim iento convertido en cierto ha p od id o ser só lo en el m o ­ m en to una opción entre otras. M e reservo aq u í de entrar en los hechos, d on de y o no soy com petente. M e lim itaré a subrayar la dificultad de orientarse en la pirám ide de consejeros y de expertos, en las condiciones de las decisiones tal com o fueron '; y es mejor, en m i com petencia, insistir sobre dos o tres puntos con los que terminaré. 1. C onfrontación de lógicas heterogéneas entre lo p olítico, lo a d ­ ministrativo, lo científico, sin olvidar la adm inistración penitenciaria en las extracciones de sangre en las prisiones, lo técnico, lo industrial, etcétera. 2. C onfrontación entre los ritm os tem porales discordantes, entre la urgencia del peligro sanitario y el tiem po de la circulación de la in form a­ ción, de la verificación, de la gestión adm inistrativa, d el seguim iento de los tests, de su hom ologación . A este respecto, lo m ás sencillo es lanzar pullas contra la lentitud proverbial de la adm inistración. 3. L a discordancia de tiem pos no es quizás la dificultad m ás tem ible. E stá tam bién, más disimulada, la discordancia de las cuestiones sim bó­ licas. Piénsese en la valoración que se hace en Francia de la donación gratuita de sangre, con su aura residual d e sacrificio y de redención. O todavía más, en el rechazo, durante un tiem po, a distinguir los grupos llam ados «de riesgo» p or tem or a discrim inaciones casi raciales. O in­ cluso, en el fantasm a de la preferencia casi patriótica p o r los productos franceses, a llí don de se sospechan intereses financieros. Aunque existen lealtades sim bólicas muy respetables. Todas estas indicaciones sobre los conflictos d e com petencia, de ló ­ gica, de gestión del tiem po, de referencia sim bólica, no m e sirven m ás que para agudizar la cuestión que m e atorm en ta en una cultura política co m o la nuestra: iq u é instancia política es capaz de recibir y, en princi­ pio, pedir cuentas al político?

2. O. Beaud y J.-M . Blanquer, La responsabilité des gouvernants, Descartes et Cié., París, 19 9 9 ; O. Beaud, L e sang contam iné, PUF, París, 1999.

D ejo esta cuestión abierta soñando, con m i am igo Antoine G arap on 3, con una instancia d e debates polém icos que aspire tanto a p re­ venir com o corregir las disfunciones que emergen d el desgobierno. Algo a sí com o un tribunal cívico abierto en la sociedad civil, que aprecie los valores heredados de la época de la Ilustración: la publicidad contra la opacidad, la celeridad contra el retraso, pero, quizás m ás todavía, la p ros­ p ectiva contra el hundim iento en un p asad o que no c/caba d e pasar. L a presente C orte de Justicia d e la República, señor presidente, señ o ­ res jueces, ¿no podría ser el inicio de la instancia que fa lta ? Entonces, no sería sólo excepcion al sino inaugural, cívica, es decir, estaría m ás a llá de le bifurcación de lo político y de lo penal. Permítanme terminar con la evocación de las víctimas, de aqu ellos que sufren, pues la justicia no puede existir sin pasión y es, com o d ije al principio, bajo el horizonte de la muerte co m o estam os reflexionando sobre las carencias eventuales de nuestro pensam iento político, de n ues­ tro sistem a político. ¿Por q u é es preciso escuchar a las víctimas? Porque cuando ellas v ie­ nen al tribunal no es una lam entación vaga la que plantean. Es el grito de la indignación: ¡Es injusto! Y este grito com porta múltiples exigen­ cias. En principio, la de comprender, recibir una narración inteligible y acep table de lo que ha sucedido. En segundo lugar, las víctimas exigen una calificación de los actos que perm ita p on er en su sitio la jp^ta dis­ tancia entre todos los protagonistas. Y quizás es preciso todavía oír, en el reconocim iento de su sufrimiento, la de una petición de excusas dirigida p or quienes sufren a los políticos. Es sólo en últim o lugar cuando vierte su exigencia de indemnización. Pero, por encim a de todo, la sabiduría para todos es recordar que, en nuestras investigaciones, se dará siem pre lo intrincado en la tom a d e decisiones en com ún y, en la desgracia, siem pre lo irreparable.

3. A. Garapon, «Pour une responsabilité civique»: Esprit (mar70-abril de 1 9 9 9 ). pp. 2 3 7 -2 4 9 .

ÍNDICE DE AUTORES

Agustín de Hipona: 162, 165, 193 Alexy, R.: 41, 84, 224 Althusser, L.: 133 Apel, K .-0 .: 14-15, 17, 4 0 , 44, 81, 122-124, 212, 219 Arendt, H.: 27, 30, 72, 75, 81, 89, 90, 93, 94, 98, 107, 129, 143, 152, 214 Aristóteles: 10-13, 16, 17, 24, 48, 50, 51, 52, 54, 55, 60, 62, 61, 68, 72, 92, 93, 119, 184, 193, 205, 2 13, 222, 225 Aron, R .: 39, 140 Askani, H.-C.: 108 Bacon, R : 105, 165, 193 Beauchamp, P: 106 Beaud, O.: 232 Benjamin, W : 35, 104, 106-108, 139, 144, 168,