Raymond Bellour - Entre imagenes

ENTRE IM˘GENES ENTRE IM˘GENES FOTO. CINE. VIDEO RAYMOND BELLOUR Bellour, Raymond Entre imágenes : foto. Cine. Video.

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ENTRE IM˘GENES

ENTRE IM˘GENES FOTO. CINE. VIDEO RAYMOND BELLOUR

Bellour, Raymond Entre imágenes : foto. Cine. Video. - 1ª ed. - Buenos Aires : Colihue, 2009. 360 p. ; 22 x15 cm. (A oscuras. Colihue Imagen) ISBN 978-950-563-731-7 1. Cine I. Raymond Bellour. [lo tachado está a confirmar] CDD 070.43

A Nicolas Poussin y Francesco Guardi Directora de colección: Ana Amado Título original: L’ Entre-Images Idea y asesoramiento editorial: Jorge La Ferla Traducción: Adriana Vettier Edición y corrección: Alicia Di Stasio / Mario Valledor Revisión y asesoría técnica: Eduardo Russo Coordinación editorial: Rocío Agra Confección de índice onomástico: Florencia Incarbone Diseño de colección y tapa: Pablo Gauna Ilustración de tapa: Fotograma del film Letter from an Unknown Woman, de Max Ophüls, 1948.

Esta publicación es un proyecto conjunto de Fundación Telefónica, Alianza Francesa y Embajada de Francia en Argentina.

© Editions de lsa Différence, Paris, XXXX 1ª edición ISBN 978-950-563-731-7 © Ediciones Colihue S.R.L. Av. Díaz Vélez 5125 (C1405DCG) Buenos Aires - Argentina www.ecolihue.com.ar [email protected] Hecho el depósito que marca la ley 11.723 IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA

NOTA PARA EL SIGLO De un volumen al otro de L’Entre-Images, de ese primer libro en 1990 a un segundo (L’Entre-Images 2, P.O.L., 1999), se trataba sobre todo de insistir. De un subtítulo a otro (“Foto. Cine. Video”; “Palabras. Imágenes”), significaba delimitar mezclas: aquellas que unían como tales “todas las imágenes” (y, por ende, también la imagen de pintura), y aquellas que, mediante la computadora, hacían, por primera vez en la historia del mundo, que esas imágenes se ligaran a su parte de lenguaje ineluctable. Significaba dibujar las líneas de fuga de un universo en fusión, cuya energía, así como una suerte de moralidad, parecían estar garantizadas, en ese sentido, por esas obras nunca antes vistas. Nada ha cambiado tanto desde entonces como la aceleración cada vez más viva de mezclas tan diversas, a tal punto que, al intentar nombrarlas, a veces nos faltan las palabras. Pero quizá, al querer tomar conciencia de ello, algo cambió secretamente. Este arte casi global, esta estética de la confusión arrastra en su torbellino vago y catastrófico, en el sentido de la teoría de ese nombre, un arte, una industria, una magia, un hecho cultural y de civilización –no se sabe cómo expresarlo–: el cine, que ha cubierto, como ningún otro arte, su siglo. El cine se encontró muy pronto, estando a medio camino, precisamente cuando, parlante o sonoro, lograba su identidad, con un enemigo íntimo, o una amiga “éxtima”,* cuyos destinos se volvieron indisociables, más bien para peor: la televisión. Hoy en día, tiene dos más. La computadora, esa magia realmente íntima, que será el nuevo nombre de la televisión, puesto que, dada su dimensión, ya la está devorando. El otro enemigo, más respetable, más amigable también, pero que podría resultar más hipócrita, parece ser para siempre el museo. Allí, el cine, por un lado, se convierte realmente –pero solamente– en un arte; por el otro, se metamorfosea en dispositivos extraños, constantemente renovados, hasta desaparecer como tal so pretexto de reinventarse con otros nombres. *

N. de la T.: el autor juega con los prefijos “in” y “ex” y obtiene como resultado una palabra inexistente en ambos idiomas pero con un claro sentido. El concepto de “extimidad” y “éxtimo” proviene de la teoría lacaniana. Lacan lo utilizaba para aludir a los contrastes y tensiones entre lo íntimo y lo exterior.

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Tanto que podría ir transformándose en la tensión y la torsión paradójicas de una actividad como esta, bautizada “entre-imágenes”: seguir casi indefinidamente esos movimientos con los cuales se inventan tantas cosas insólitas; pero conservando una única mirada que favorezca, para ese reino sin igual, a ese arte “impuro” que llamamos cine. Junio de 2002.

EL ENTRE IMÁGENES

Alfred Hitchcock, Under Capricorn, 1949.

Estamos en la oscuridad. Sobre el pequeño rectángulo de la mesa de montaje, desfilan imágenes. Ligeramente crispada, sobre el panel de control, nuestra mano siente la imagen. Siente, sabe, cree que puede manejarla. Sí, pero ¿para qué imagen? ¿En nombre de qué imagen? Hay momentos en que la mano lo ha olvidado y en los que la imagen surge casi por ella misma. Una fuerza. Un cuadro. Una mirada. Fijeza que se torna insostenible. Con ojos dilatados, la boca al borde de un gesto que ni siquiera es totalmente imaginable, un rostro cae y nos arrastra en la caída. Hasta recordaremos quizá que es Joan Fontaine en Suspicion [La sospecha] –Lina–, que estamos en esa sala de montaje, con una finalidad reconocida. O tal vez no suceda eso. Es solo un momento de debilidad. Alcanzamos a inclinarnos, a volver la mirada hacia ese agujero de luz donde ese rostro está demasiado presente y ausente al mismo tiempo. Es el miedo, simplemente eso. Estar atrapados así en el círculo sin bordes de ese primer plano fantasma, sin origen ni destino. Esa es a veces, como ustedes saben, la primera fase de la experiencia. Su punto de fijación y su otra cara en la actividad en definitiva muy tranquila que consiste en tomarse su tiempo ante la imagen, robarle su tiempo para ganar en conocimiento, en investigación, en búsqueda de ideas. Pero sabemos que existe también una segunda fase de la experiencia. Por el hecho de ser quizá menos pura –nada es menos tangible que el reconocimiento frío del cuerpo en la imagen congelada–, la prueba no deja de ser violenta; y en un sentido, no es más que el contrario, el doble fondo de la primera. Seguimos nuevamente a Joan Fontaine, en esta historia en la que no tiene nombre porque otra mujer, una muerta, ha devorado previamente su sustancia: Rebecca [Rebeca, una mujer inolvidable], Hitchcock, de nuevo. La protagonista vuelve al castillo de Manderley envuelto en llamas. Casi siguiendo su mirada penetramos en la habitación de Rebecca, donde está Mrs. Danvers, la gobernanta incendiaria, figura rígida y terrible en medio de la maraña de vigas que se derrumban. Al detener la imagen, es posible que esta se torne irreconocible, que la silueta negra de Mrs. Danvers,

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lamida por enormes llamas blancas, solo sea un universo de formas puras. En resumen, por un instante, que podría durar una vida, estaremos ante una imagen inventada, desfigurada, cuya fuerza se basa en su origen –un drama–, para no ofrecernos sino una quintaesencia olvidada, una energía latente, de líneas y zonas, pinceladas y puntos, algo así como una trama sustraída a la acción en curso, pero que constituye su fuerza. ¿Por qué volver nuevamente a la experiencia de la imagen congelada, del congelado provocado que evidentemente no hace más que hablar de todos los otros, de los que se detienen realmente, de todos los instantes exhibidos, las interrupciones flagrantes –sin hablar de las metamorfosis de la imagen a las que están ligados–? ¿Por qué? Desplacemos dos veces la pregunta. ¿Por qué Serge Daney, cierto día de junio de 1982, siente la necesidad de publicar en Libération ocho fotogramas de North by Northwest [Intriga internacional], extraídos de las 3.426 imágenes de la escena del beso entre Cary Grant y Eva Marie Saint, proponiendo así a sus lectores salir de su rutina y compartir una ilusión, el festejo del resurgimiento de un gran clásico? Esta ilusión la inicia dividiendo dos veces el título (en inglés) para hacernos ver lo que solo entrevemos en esa escena en la que el beso, el instante que dura sin dejar de ser un instante, es válido a la vez, evidentemente, para el goce y para la muerte (de allí la belleza brutal del título en francés: La Mort aux trousses [Con la muerte en los talones]: tenemos así el Norte, hacia el cual iría el film (digamos: hollywoodense), y luego el Noroeste, por el que pasa “el verdadero film, el que nos emociona y alimenta nuestros sueños más profundos”, ese film compartido a partir de allí entre el film propiamente dicho, que va hacia el Norte, y el Oeste hacia el cual se dirige “esa sustancia carnal desconocida del film”: los fotogramas.1 Segundo desplazamiento. ¿Por qué Robert Frank escribe que a él le gustaría tanto hacer un film (¿su “verdadero film”?) que mezclara su vida (privada) y su trabajo, “un foto-film”, para “establecer un diálogo entre el movimiento de la cámara y el congelado de la imagen fija, entre el presente y el pasado, el interior y el exterior, el adelante y el detrás?”2 Lo notable aquí está en los tres últimos “entre”. Estos afectan el tiempo, el alma-cuerpo y la posición del cuerpo-mirada, para unirse todos en la fuerza que podría producirlos, o atestiguar al menos su visibilidad: el entre-tiempo de la imagen fija y de la imagen-movimiento. Así, la mirada crítica y el deseo de la obra se reconocen en un gesto común que, al cubrir el espacio elíptico entre foto y fotograma, se convirtió en uno de

los gestos electivos de la conciencia de la imagen –de su destino así como de su supervivencia–. El reproductor de video abre la posibilidad a cualquiera, del mismo modo que la televisión, y el cine que la duplica, no han cesado ni cesan de banalizar (aunque nutriéndolas) las búsquedas intensas mediante las cuales los verdaderos cineastas habrán tratado de delimitar una identidad. Si el congelado en la imagen, o de la imagen, lo que podemos también llamar toma fotográfica en el film, pose o pausa de imagen que expresa el poder de la captación por medio de la inmovilidad, si esta experiencia es tan fuerte, es porque evidentemente juega con el congelado [l’arrêt: fallo judicial, pero también congelado] de muerte –su punto de fuga y, en un sentido, lo único real (todos sabemos que un muerto se convierte en una estatua de cera, en un fragmento de inmovilidad)–. Pero debemos captar lo que se conjuga en el título ejemplar de Blanchot, y sirve de hilo a su relato: la sentencia que pronuncia la muerte es a la vez lo que logra suspenderla, la da vuelta y la hace volver a la vida, el tiempo de una vida indeterminada, y el tiempo que dura el relato, para cambiar la muerte por la fuerza arrebatadora de una plenitud de enigma, allí donde sin ello solo habría abandono, como en un fort-und-da de un nuevo género.3 Sauve qui peut (la vie) [Salve quien pueda (la vida)]: pocas veces un título tan bien elegido. Para Godard, vuelto al cine después de algunas interrupciones y otras experiencias, se trata de marcar que el congelado y la descomposición del movimiento se han transformado de alguna manera en algo inherente a la vida del cine, y por lo tanto a la vida misma, y que se trata de rescatar a ambos. Esto pasa también por la invención de una nueva imagen, que se desprende (en parte, pero es válido como llamado) de su transparencia fotográfica para abrirse a otros materiales, introducir una nueva “fisicalidad”. En resumen, una imagen que, por la desfiguración, lleve a una refiguración. Lo que he llamado la segunda fase de la experiencia. Forzando un poco las cosas para expresar su verdad más activa, se puede decir que no existe pasaje entre móvil e inmóvil (haciendo alusión a la analogía del movimiento) que no suponga una mutación plástica de la imagen (y, por lo tanto, de la analogía en su sentido propiamente fotográfico). No es casualidad que el desarrollo de la detención en la imagen y de todas las formas de fotografía, que invadió el cine a fines de los años 60, haya coincidido con las transformaciones que a partir de ese entonces comenzaron a precisarse gracias al tratamiento de la imagen electrónica. Hay una palabra que centraliza esta mutación: video, abierto hacia las dos vertientes que lo

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Serge Daney, “Ciné-Journal”, Cahiers du cinéma, 1986, pp. 115-116.

Robert Frank, “J’aimerais faire un film…”, prefacio para Robert Frank, Photo-Poche, Centre national de la photographie, 1983.

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Maurice Blanchot, L’Arrêt de mort, Paris, Gallimard, 1948 (trad. esp. Sentencia de muerte, Valencia, Pre-Textos, 1985).

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acompañan: la televisión y el videoarte. Una palabra improbable, cuyo alcance aún no hemos terminado de comprender y que compromete en una situación sin precedentes las artes de reproducción mecánica anteriores a ella –foto y cine–, abriendo un espacio en el que la cuestión de la reproducción está desbordada por las posibilidades apenas avizoradas de la imagen calculada. Es decir, una virtualidad que ignora ella misma cuál es la mutación que afectará en el fondo la capacidad humana –inmemorial– de formar imágenes, y, más precisamente, de definirlas en cuanto arte.

definible: es la variación y la dispersión misma. Es así como las imágenes nos llegan a partir de ahora, y ese es el espacio en el que hay que decidir cuáles son las verdaderas imágenes. Es decir, una realidad del mundo, por virtual y abstracta que sea, una realidad de imagen como mundo posible. El entre imágenes es ese espacio todavía bastante nuevo para ser abordado como enigma, y ya suficientemente constituido como para poder delimitarlo. No se trata aquí de elaborar su historia (como la de todas las mezclas, sería una historia difícil de concebir). Tampoco se trata de formular su teoría, en el sentido de conceptos específicos que el entre-imágenes exigiría, y que serían la condición para poder hacerlo. Se trata más bien, para mí, de tratar de formular una experiencia, tal como se fue construyendo, poco a poco, a partir del momento en que se hizo evidente que habíamos entrado, a través del video y de todo lo que este conlleva, en un nuevo tiempo de la imagen. Como veremos, dos nombres jalonan ampliamente estas páginas: Thierry Kuntzel y Jean-Luc Godard. Es que ambas trayectorias fueron ejemplares. El primero, proveniente de la teoría del cine que lo tiene a él como uno de sus creadores en Francia, se convirtió desde entonces en uno de los artistas de video más seguros de su generación; y todo muestra que ese desplazamiento vivido gracias al video sigue nutriendo las mismas metas por otros medios. El segundo, habiendo pasado por la prueba de la crítica, y habiendo inventado el cine que todos conocemos, fue el primer cineasta que se apropió tan plenamente del video (y de la televisión). Así nos permitió comprender que si algo estaba a punto de terminar en el cine y con él, era que, haciendo cuerpo como nadie con el entre-imágenes, él arrastraba al cine (¿cómo llamarlo de otra manera?) hacia lo que tiene de más nuevo. Llevándose con él al mismo tiempo todas las imágenes, y algo más. Esto para precisar un doble movimiento sin el cual la realidad del “entre imágenes” sería poco concebible. El primero conduce, desde hace un tiempo, al cine y a la reflexión sobre él hacia la pintura, como si la violencia que el video posee en sí (con respecto a la representación en general) hubiera tornado inevitable la cuestión e impulsado a replanteársela, de manera más aguda, sobre todo lo que es cine (y por supuesto sobre el videoarte, que se nutre de la pintura). El segundo movimiento ha acercado la imagen (el cine y el video, y el uno por el otro, pero también la foto) a la literatura y al lenguaje. A la literatura, por las posiciones de enunciación, la naturaleza del gesto creador, la indeterminación de las obras, su capacidad reflexiva. Al lenguaje, en el sentido de que las palabras cada vez hacen más cuerpo con la imagen (en lugar de solo inmiscuirse, como sucedía en el cine mudo, que había presentido este acercamiento). Es la fuerza, ejemplar, de Puissance de la parole [Poder de la palabra], de Godard (y de sus Histoire[s] du cinéma), que toda su obra prepara.

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Este libro no entra en tal debate. O al menos, no directamente. Nació –progresivamente– de la inquietud por comprender lo que le sucedía al cine a partir del momento en el que se le hizo imposible sustraerse a una doble presión: aquella que parecía surgir de su mismo interior, y aquella que lo modificaba por su colusión (directa o indirecta) con el video. La dificultad reside en el hecho de que el videoarte, por más externo al cine que sea, no pueda asumirse independientemente de aquello a lo que él mismo afecta –tanto el cine como las otras artes– (artes plásticas, música); en definitiva, todo aquello de lo que él deriva y hacia lo que vuelve constantemente, tratando de forjarse una identidad propia, pero sin lograrlo aún. A decir verdad, la fuerza del videoarte, que existe realmente (tiene apenas veinticinco años), ya con sus obras y sus obras maestras (aun cuando a veces apenas se perciban), la gran fuerza del video ha sido, es y será la de haber operado pasajes. El video es ante todo un propagador de pasajes. Pasajes (en lo que me ocupa) en los dos grandes niveles de experiencia que he evocado: entre móvil e inmóvil, entre la analogía fotográfica y lo que la transforma. Pasajes, corolarios, que cruzan esos “universales” de la imagen sin corresponderse exactamente con ellos: se produce así entre foto, cine, video una multiplicidad de superposiciones, de configuraciones poco previsibles. Pasajes, en fin, que obedecen al hecho de que todo (o casi todo) pasa hoy por la televisión (o se define por resistencia a ella). La naturaleza misma de un medio capaz de integrar y de transformar a todo el resto, ligada a la particular capacidad de aquellos productos que son el resultado de su constante aparición en una caja a la vez íntima y planetaria, todo esto habrá cambiado en profundidad (ya es evidente) nuestro sentido tanto de la fabricación como de la captación de las imágenes. El entre imágenes es entonces (virtualmente) el espacio de todos esos pasajes. Un lugar, físico y mental, múltiple. A la vez muy visible y secretamente inmerso en las obras que remodelan nuestro cuerpo interior para prescribirle nuevas posiciones, opera entre las imágenes, en el sentido muy general y siempre singular del término. Flotando tanto entre dos fotogramas como entre dos pantallas, entre dos espesores de materia como entre dos velocidades, es poco

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Los textos aquí reunidos han sido, por un lado, primero de circunstancia, ligados al descubrimiento del video, así como a un interés por la relación entre cine y fotografía. Luego (a partir de 1987 y de “L’interruption, l’instant”), aunque publicados primero en revistas, fueron concebidos como formando parte de un plan de conjunto cuyo esbozo se confirmaba. Eso no quiere decir que formarían otros tantos capítulos orgánicos de un libro escrito de una vez. Prueba de ello son las inevitables repeticiones de temas y de autores, que no he querido minimizar (algunas de las obras abordadas eran a menudo muy poco conocidas, y esto podía difundirlas). Tampoco reescribí los textos; en su mayoría, éstos fueron apenas retocados, con algunas notas agregadas. Se trata, por otro lado, esto es claro, de muestras extraídas del interior de un campo que no se debe agotar ni ordenar. Así como está, esta recopilación espera, sin embargo, componer una imagen suficiente del universo sensible y lógico que me pareció ver nacer. Los tres textos reunidos al principio son otras tantas introducciones. El primero hace la transición con el “análisis del film”, mi terreno de origen. El segundo, consagrado a Thierry Kuntzel, remonta mi descubrimiento del video a una relación cercana con su obra. El tercero sitúa el arte del video en su relación insoslayable con la televisión. La segunda sección está por entero dedicada a lo que llamé la primera fase de la experiencia. Fotografía y cine, si se quiere: el cine captado por la fotografía (lo fotográfico), con el movimiento inverso, bosquejado a partir de la foto. Pero las pocas páginas sobre Sauve qui peut (la vie), por ejemplo, sugieren que la experiencia tiene dos fases, y que una no va sin la otra. La tercera sección aborda, entonces, la transformación de la analogía fotográfica por medio del video, esencialmente en tres obras clave que representan una bisagra entre cine y video (La Peinture cubiste, de Philippe Grandrieux y Thierry Kuntzel; Numéro deux, de Godard; Il Mistero di Oberwald, de Antonioni). Pero el tercer estudio, consagrado a un solo video (The Art of Memory, de Woody Vasulka), muestra cómo las dos caras de la experiencia trabajan, indisolublemente, una misma obra. La cuarta sección reúne cuatro instalaciones. La instalación es, en el videoarte, el único espacio que escapa a la difusión televisada; pertenece a la galería y al museo. Es también, por excelencia, el lugar de una mezcla de experiencias en la que se encarna ese nuevo cuerpo de imagen prescrito por las transformaciones que estamos viviendo. El espectador de la instalación es un paseante, tanto más sensible al pasaje entre las imágenes cuanto que su propio cuerpo pasa a veces por la imagen, y que él mismo circula entre imágenes. Los tres textos finales, consagrados (sobre todo) al video, tienen de particular que atraviesan en un sentido todo lo que precede, para mostrar una dimen-

sión que el videoarte ha contribuido a acentuar. Conecta así una evolución del cine en la que participa ayudando a este a transformarse, y actuando de manera de encontrar con mayor razón una vía hasta allí propia, sobre todo, de la experiencia literaria: es la dimensión de lo íntimo, de lo subjetivo, de lo autobiográfico, pero también una cierta forma de reflexión y de ensayo que se reúne en torno de la palabra autorretrato. De los tres términos que componen el subtítulo de esta recopilación: foto, cine, video, diría finalmente lo siguiente: la foto (poco considerada aquí como arte) aparece, sobre todo, a la vez como la más pequeña unidad descomponible de la imagen sometida al desfile (luego, como fotograma) y como la efigie de una dispersión planetaria que le permite ser, en todas partes y para siempre, ese fragmento de iconicidad irreductible unido a toda vida. Es, entonces, tanto más dominante cuanto más crece y se acelera la circulación de las imágenes, cuyo indicador permanece incansablemente inmóvil. Eso es lo que se entiende también en el sueño de Robert Frank.4 En cambio, el video, ampliamente abordado como arte propio, debe sin embargo ser comprendido desde el punto de vista de lo que va a representar, creo, ante todo, históricamente: un lugar de pasaje y un sistema de transformaciones de las imágenes, unas en otras: aquellas que lo preceden –pintura, foto y cine–, aquellas que él mismo produce y, finalmente, aquellas que él introduce, “las nuevas imágenes”, de las que a la vez es parte interesada y constituye ya una suerte de prehistoria. Finalmente, entre foto y video está el cine, ese arte algo antiguo, trabajado por la foto hasta ponerlo de su lado, y que el video ha tomado para proyectarlo hacia un más allá en el que es difícil predecir su destino. También puede optar por mantenerse en lo que cree aún ser en sí mismo, aunque más no sea porque lo fue durante mucho tiempo. Pero, aun así, como socavado desde su interior, cercado por las nuevas fuerzas que lo irrigan, es evidente que está en incesante cambio.

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“…precisamente porque mis fotos flotan en la corriente de mi vida normal, en el film que me propongo hacer, esas fotos se convertirán en pausas en el flujo de la película, brechas para respirar un poco, ventanas abiertas a otro tiempo, a otros lugares” (op. cit.).

EL ANÁLISIS EN LLAMAS

Nicolas Poussin, Le Massacre des innocents, 1625-1626.

El análisis del film se convirtió finalmente en un arte sin porvenir. A decir verdad, en sí mismo, siempre ha sido solo un objeto de ilusión. Es por eso que, paradójicamente, pudo considerárselo como una actividad particular y muy personal. Llegó a reivindicar esa cualidad, sin preocuparse por algunas confusiones y falsas reparticiones que de ello resultarían. Al otro extremo de la cadena, esta tendencia ha sido confirmada por ciertas verificaciones bibliográficas: útiles, pero ambiguas, estas contribuyeron a hacer de los “análisis de films” un género teórico aparte, sin otra justificación que la engañosa plenitud ligada al análisis en sí mismo. Existen dos razones para ello: la naturaleza del “significante de cine”, que distingue efectivamente el análisis fílmico de toda tentativa de la misma índole, y la coincidencia (sobreentendida) entre un nuevo interés por los films y el movimiento general de las investigaciones que en un momento se cristalizaron alrededor de la idea de texto. De entrada, debido a que estas dos razones convergieron, el análisis de film llegó a afectar al texto en su mismo cuerpo. Pero ese cuerpo seductor es un cuerpo huidizo: no se lo puede citar ni abarcar. También es polisémico, de manera excesiva, y su materia, plena de iconicidad, de analogía, hace que el lenguaje fracase. Esta irreductibilidad fascinante, excitante (como todos los objetos fugaces), limita el análisis: las lecturas de films no produjeron ni el equivalente de Chats ni el de S/Z. Esto no solo se debe a la falta de genio de los analistas, sino sobre todo a la resistencia inusitada del material.1 1

Recibí recientemente un manuscrito realmente apasionante. Un análisis al mismo tiempo que una descripción integral de Cat People [La mujer pantera], de Tourneur, en parte inspirada en el estilo de Barthes en S/Z. El autor, Dominique Zlatoff, era consciente y estaba orgulloso, con razón, de haber llegado a un límite, produciendo un trabajo “loco”: poco legible, en lo esencial, pero en gran medida notable, aunque sólo sea por ese límite que él hacía sensible. Desde ese momento, una parte de ese artículo se publicó (bajo el título de “La Féline”) en un número especial sobre Jacques Tourneur de Caméra/Stylo, nº 6, mayo de 1986. Texto excelente, por ser fragmentario, aun bajo la forma de un largo fragmento.

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Esa resistencia ha hecho que, muy a menudo, el análisis de films se encerrara en sí mismo. A las ilusiones, a las fatalidades propias de la acumulación y la repetición de conocimientos, se sumó entonces una fascinación particular por ese círculo en el cual giró desde sus comienzos, y sin poder evitarlo, el análisis de films. A tal punto que sigue a veces tomándoselo por lo que no es. A decir verdad, ya no existen, ni deberían existir, análisis de films. Solo gestos, gestos libres, al fin, gracias a que un día una práctica intelectual nueva, que tuvimos que llamar análisis de film, permitió (a costa de muchas dificultades) detener los films. Y mirarlos con ojos nuevos, limpios. Por fin con una libre fascinación. Pienso que, actualmente, esos gestos se reducen a cuatro. En primer lugar, ese gesto insuperable: la detención de la imagen. No nos cansaremos de repetir hasta qué punto sigue siendo la magia por excelencia. Paradoja: el reproductor de video, instrumento ideal del análisis, es también el culpable de su muerte. Generalización excesiva, pasaje al infinito, a partir de él podemos poseer, detener todas las imágenes. Estando solos, atrapados en nuestros propios pensamientos. En la cama, junto a nuestra compañera, intercambiando con ella y con la imagen una mirada inteligente. Con nuestros estudiantes, en el instante elegido por cada uno (el seminario es quizá el único lugar en el que el análisis de films todavía existe por sí mismo: bajo la coartada pedagógica, en realidad hacemos el aprendizaje de una magia, una experiencia colectiva de encanto y desencanto que, más que regular los datos del saber, los desplaza). La imagen detenida acerca el film al libro, como si lo estuviéramos hojeando. Pero al luchar contra el desfile “natural” de la imagen, es algo más: un juego, una permuta, una deriva. Una creación derivada. De manera natural, la crítica (la buena), en este estado de cosas, resultó modificada. Si leemos cuidadosamente los artículos de Serge Daney (hoy en día el crítico de cine más inspirado), vemos cómo algunas detenciones de sus frases corresponden a imágenes congeladas proyectadas en la mente del lector. Esto, por supuesto, siempre trató de hacerse. Pero no con esa determinación, esa agudeza, y sobre todo con esa connivencia que, ante las imágenes que se mueven, supone que hemos entrado en otra era. Su número ha crecido enormemente y seguirá haciéndolo. Pero también tenemos la impresión de que se mueven cada vez más y de que proliferan, porque nuestra mirada ahora sabe detenerlas. En consecuencia, sabe fijarlas y hacerlas mover de manera diferente. El tercer gesto se refiere al trabajo teórico. Y en primer lugar a la teoría del cine. Esta se ha liberado ahora del fantasma del análisis de films, ya que puede, en el mejor de los casos, incorporarlo a su procedimiento de manera casi natural. Y esto a pesar de la resistencia propia de la imagen, que permanece. Pero eso que era imposible –abarcar tanto el sistema del film como el loco deseo de tocar el film en sí–, esa carencia excesiva, ya no existe, tal como

muere un amor cuando no puede manifestarse con gestos. También hemos prácticamente inventariado la gama de las posibilidades que permiten jugar con lo que falta y lo que sobra de la imagen ausente (en todo caso bajo la forma convencional del artículo y del libro). Le toca a cada uno saber, pues, paso a paso, adaptar su estrategia a sus desafíos (tanto en sí mismo como en función de los materiales a su disposición). Creo que el trabajo de Jacques Aumont, en Francia, ha sido el mejor indicio de ese proceso de descontracción. No hemos podido permanecer insensibles, en el reducido medio de los teóricos del cine, a la desconfianza (simpática) que le inspira “el análisis textual de los films”, hecho que él ha querido destacar (a riesgo de contribuir a canonizar el género).2 Esa desconfianza se debe, simplemente, a que Aumont se orientó desde muy temprano hacia una reflexión de conjunto sobre problemas de montaje y de figuración: tenía que atravesar, a veces de manera muy precisa, ciertos films que inspiraban su trabajo; pero no podía correr el riesgo de que su investigación se definiera en forma excesiva por ese hecho. Sobre todo, no podía permitir que se creyera eso. De allí sus precauciones, que pudieron parecer muy puntillosas, pero que finalmente resultaron preciosas. Otro ejemplo: el trabajo emprendido desde hace tiempo por Marc Vernet en torno al film noir parece haberse desprendido hoy de la tensión que, en general, se mantuvo durante demasiado tiempo entre film y cine;3 ese trabajo también resultó posible, como obra orgánica. Al leer los últimos artículos de Vernet, lo imaginamos pasando desde entonces libremente de film en film, como de un concepto a un fotograma, para contar cómo América se definió, en un momento de su historia, tanto por modas de intriga y dramatización como por lo que él llama tan acertadamente los “parpadeos del blanco y negro”. Y, finalmente, existe el encuentro, a menudo oblicuo, indirecto, pero tan dominante, del análisis del film y del cine. Su transformación, su disolución en el cine y el video. Podemos encararlo de tres maneras. Primeramente, como respuesta de la imagen a la imagen. He hablado a menudo de esto: posibilidad, finalmente, de citar el “texto inhallable”, de hacernos sensibles a esa “verdad” del film alrededor de la cual el análisis solo pudo girar infortunadamente. Algo hay allí que quedó en suspenso. Los mejores momentos de los programas que la televisión dedicó al cine dieron una parte de la respuesta: desde el insuperable Cinéastes de notre temps hasta las emisiones perodísticas actuales. Pero

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2 A partir de entonces escribió, con Michel Marie, L’Analyse des films, Paris, Nathan, 1988 (trad. esp. Análisis del film, Barcelona, Paidós, 1990). 3

Habremos reconocido la famosa dicotomía de Metz: bello ejemplo de la manera en que una distinción, por más útil que sea, puede contribuir a producir, a un nivel diferente de aquel al que fue formulada, una especie de bloqueo mental.

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no es suficiente: la teoría no supo realmente venir al encuentro de la imagen –hablar, mantener, vivir en la imagen–, como tampoco, y mucho menos aún, había podido retener la imagen en sus palabras. Tal vez se trate de una unión imposible. Sin embargo, sigo creyendo en las sorpresas que podrían surgir, a ese nivel, de los encuentros de la palabra y la imagen.4 Muy diferente es la respuesta –pues se trata de un salto– que se dio, gracias al video, a una lectura de los films obsesionada por la idea del desfile de imágenes propio del cine. El ejemplo de Thierry Kuntzel marca un hito en ese sentido: en el videoarte, su obra compite con otras, nuevas e importantes, pero sigue brillando con luz propia. Diferente. Que lleva la marca de su origen. En sus videoficciones-reflexiones, el análisis de films, literalmente, estalló en llamas. El último encuentro es una doble historia, llena de baches e imposible de hilar, pero que vale la pena evocar: el análisis de film que nace y se desarrolla, cree por un instante en sí mismo, para disiparse luego en la teoría del cine; y la historia del cine que evoluciona recibiendo efluvios de esa aventura, para ella evidentemente menor, pero que en parte ha sabido inspirar. Serge Daney recordaba recientemente que Truffaut había terminado su primer gran film, Les Quatre Cents Coups [Los cuatrocientos golpes] con un congelado de imagen (por primera vez quizá en la historia del cine).5 Algunos años antes, Truffaut había adelantado un paso al acercar la crítica al análisis siguiendo de cerca el desarrollo del número “dos” a través de Shadow of a Doubt [La sombra de una duda]. Se había “detenido” en ese film de Hitchcock como lo hizo más tarde en ese último plano de la historia que intentaría contar. Vemos aquí cómo las lógicas se acumulan, de la crítica a la puesta en escena, de la teoría a la creación. A partir de entonces, el cine no ha dejado de evolucionar buscando cada vez más la detención. A través de su propia aceleración precipitada por la de todas las “nuevas imágenes”, el cine quisiera captarse, volver sobre sí, y así se reinventa sin cesar. Visto en perspectiva, ese podría ser el más bello efecto, por mínimo que sea, del análisis de film: haber estallado en llamas también para el cine. Así las cosas, nada podrá impedir a algún soñador decidirse un día a (re)comenzar, con toda simplicidad, el análisis de un film, para hacer oír algo inédito. Pero habría que ser brujo para predecir si de este movimiento va a nacer una nueva propuesta teórica o una forma nueva de relato. 1984. 4 Las Histoire(s) du cinéma de Godard, a este respecto, volvieron a poner el contador en cero: muestran cómo el cine puede pensarse a sí mismo, y lo que puede significar pensar directamente en palabras y en imágenes. 5

En una respuesta a un cuestionario, para el festival “Cinéma-Photo” (Photogénies, nº 5, 1984).

François Truffaut, Les Quatre Cents Coups, 1959.

THIERRY KUNTZEL Y EL REGRESO DE LA ESCRITURA Más tarde, descubrió el valor más alto, el mayor encanto cultivado, y absurdos escalofríos secretos, en esa particular manera de ceder a su obsesión, de abandonarse a lo que él consideraba cada día más como un privilegio. Henry James, El rincón feliz Thierry Kuntzel, Echolalia, 1980.

Al cine siempre le ha costado pensarse. No así representarse. Lo ha hecho de manera casi continua, y las obras más fuertes contienen con frecuencia una parte de autorreflexión y puesta en abismo, que parece ser su más caro tormento. Lang, Hitchcock. En la gran ficción, ese mirarse en el espejo conlleva incluso una suerte de aceleración de la máquina, como si esta no supiera ya dónde parar para tratar de verse. Cuando digo pensarse, entiéndase la detención y el examen retrospectivo, lo que en ese momento implica ubicar y redefinir su arte: en el caso de la literatura, por ejemplo, Mallarmé, Blanchot, Barthes. El cine, que no está desprovisto ni de representaciones ni de palabras, como lo está la música, ni de temporalidad discursiva, como lo está la pintura, sufre permanentemente la tentación y la obsesión de poder pensarse. Y para ello tiene dos posibilidades: la exterioridad de la escritura y un trabajo sobre el desfile de imágenes, que garantiza su ilusión. Eisenstein, Vertov. Ellos han mezclado ambas posibilidades de un modo que explica su posición privilegiada en la historia del cine y en su teoría. Pero permanecen demasiado atados al efecto que quieren producir, a la lección moral, por razones de historia y de ideología. En lo que respecta a la máquina, Michael Snow golpea de una vez, más rápido y más fuerte. Como Mallarmé en su época, y durante mucho tiempo, quizá es en los blancos de la Historia donde se hacen los mayores travellings hacia atrás. Es que el pensamiento tiene que retroceder para ver mejor los objetos. Es aquí que creo determinantes las cintas de video de Thierry Kuntzel. La referencia a Mallarmé no busca ni embellecer ni valorizar; solo situar un movimiento, una separación que tuvo lugar y que se reitera de otra manera. Tal vez llegue

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el día en que se considere que ese desplazamiento del cine hacia el video es comparable a lo que fue en la poesía el pasaje del alejandrino al verso libre. Que de allí surgió una reflexión sobre el destino literario de la lengua, como surge hoy sobre el destino de la imagen. El admirable desplazamiento operado en el sentido de la ficción por la película de Godard –Sauve qui peut (la vie)– es más que una señal. El cine es realmente “la verdad 24 veces por segundo”. Pero a condición de poder descomponerla, analizarla retrospectivamente y desnaturalizarla, para luego reinventarla. Es lo que hace el trabajo de la teoría, en su exterioridad de principio. Es lo que el cine trata de hacer, y lo que hoy el video le ayuda a completar. Es lo que ilustra, de manera particularmente precisa, el método de Thierry Kuntzel.

Pierre) a un objetivo del conocimiento fílmico.3 El “otro film” aparece entre el film-película y el film-proyección, el que no vemos y el que vemos o creemos ver, frente a lo que el film detenido, manipulado, y en relación con los dibujos, manifiesta: las transformaciones más fantasmáticas ordenadas a partir del pájaro entre las partes genitales de los dos sexos. Esta división es una divergencia que solo pueden apreciar el animador y el analista (“el desanimador”) y que el cine mantiene a costa de una “inquietante extrañeza”. La represión que implica, garante de la emoción (de “el emocionar”, el efecto ligado al movimiento), es el objeto del análisis fílmico en el que Appétit d’oiseau nos invita, de esta manera, a poner el acento. De allí la propuesta final: “Lo fílmico de lo cual se tratará en el análisis fílmico no estará, pues, ni del lado del movimiento ni del de la fijeza, sino entre los dos, cuando el film-película engendra el film-proyección, cuando el film-proyección niega al film-película”.4 El análisis tiene lugar entonces con vistas “al otro film” (como lo legible, en Barthes, desemboca en lo escriptible y la obra en el texto). Por ejemplo, a través de The Most Dangerous Game.5 El otro film es lo que el film clásico (americano sobre todo) esconde por excelencia, aquello que necesita como un secreto en expansión, y que el análisis construye, despliega, en el espacio-tiempo recogido ya en las primeras secuencias, momentos privilegiados en los que todo se programa: el deseo insensato del film (su fantasma múltiple, deseo de convertirse en film y de representar escenas) y el sentido que se apropia de él, lo maneja, lo reduce y lo extiende a las proporciones reguladas de un drama orientado hacia su final. El film clásico se convierte entonces en el “lugar a partir del cual se puede imaginar otro film, en el que la figura no se inscribiría en el sentido de un relato, donde la combinatoria a partir de una matriz formal no entraría en una progresión, donde el tema no sería nunca reasegurado. Acinema lyotardiano: en el sistema dominante de producción-consumo, film de terror permanente”.6 Se construye así el concepto de aparato fílmico.7 Concepto clave, totalmente distinto del “aparato de base” o de los “dispositivos” de Baudry y de Metz. El film, en la separación de su masa física y del espesor psíquico de su desfile de

I. Existe, entonces, primeramente ese movimiento: del trabajo sobre el film, “trabajo del film”, al film en sí mismo: el video como respuesta. Los escritos teóricos de Kuntzel tienen esto de singular: no se limitan, como los de Baudry y los de Metz, por ejemplo, al cine propiamente dicho, a un dispositivo que acompaña cualquier film; pero tampoco se mantienen sujetos, como tantos análisis, al film del que hablan. Se trata más bien de hacer surgir, cada vez, “el otro film” que el film esconde y contiene como si fuera un efecto inadvertido que sirve para definirlo. Y esto, no para mostrar una estructura, la lógica ejemplar de un funcionamiento: aun cuando los textos parezcan tomar ese camino, y aunque lo señalen, dicen más que muchos otros destinados a tal fin. Porque más allá, pero dentro del objeto, se trata de un efecto-sujeto, de una escena psíquica a especificar. Esto queda claro desde el primer instante. Kuntzel se detiene en los 27 primeros planos de M. [M., el vampiro].1 Nos dice: el “trabajo del film” se comprende en relación con el “trabajo del sueño”, cuyas operaciones acompaña: asunto que el film destina al cine. Posición teórica, que exige cierto conocimiento. Pero sobre todo un desplazamiento: “Esta lectura de un comienzo de film es el ‘film’ de un comienzo de lectura”.2 La detención, la cámara lenta, las palabras, entre ver y saber, dejan entrever “otro film”. El asunto se refiere al desfile de imágenes. Se define a partir de un dibujo animado de Peter Foldes (Appétit d’oiseau) que permite plantear en otros términos el problema del fotograma: de una idealidad de la significancia (Barthes, Sylvie

3

“Le défilement”, en Dominique Noguez (dir.), Cinéma: Théorie, Lectures, Klincksieck, 1973.

4

“Le travail du film 2”, en Psychanalyse et Cinéma, Communications, nº 23, 1975 ; “Savoir, pouvoir, voir”, Ça, nº 7-8, 1975. 6

1

Thierry Kuntzel, “Le travail du film”, Communications, nº 19, 1972.

2

Ibid., p. 25.

Ibid., p. 110.

5

7

“Le travail du film 2”, op. cit., p. 152.

“Note sur l’appareil filmique”, en Thierry Kuntzel (catálogo), edición Jeu de Paume/ Réunion des musées nationaux, 1993.

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imágenes, se transforma en el aparato mismo. El modelo del aparato psíquico, vuelto a esbozar por Freud en 1925 según una máquina de escritura (“la pizarra mágica”), podría haber sido más exactamente el aparato fílmico que este último ignoró. Y lo es. En la proyección, inscripción, desaparición, proceso constante en la pantalla; en la caja que conserva los rastros: es el propio mecanismo del sistema percepción-conciencia y de la acumulación del inconsciente, el proceso que continuamente, en el desconocimiento, los reúne, como en el film-película y el film-proyección. “Si conecto el aparato psíquico con el aparato fílmico, obtengo dos mecanismos parecidos que se reflejan uno al otro, en espejo”. Y el deseo se reformula, deseo de la teoría dirigida hacia algo distinto de ella misma, de un deslizamiento del film-proyección hacia el film-película, a partir de su separación limitada por el análisis, y como más allá del desfile de imágenes. “En ese reflejo de máquinas, mientras el sistema percepción-conciencia se somete a un efecto-pantalla, ¿no podría el inconsciente, a través del film proyectado, atrapar otro espacio, otro tiempo, otra lógica –el film-película del que está estructuralmente próximo–? […] como un film virtual, el film debajo del film, el otro film. Ese otro film, para seguir con la imagen: la cinta enrollada en bobina, en volumen: un film liberado de las exigencias temporales, en el que todos los elementos estarían presentes al mismo tiempo, es decir, sin ningún efecto de presencia –efecto-pantalla– pero remitiéndose los unos a los otros sin descanso, coincidiendo, cubriéndose, reagrupándose en configuraciones ‘jamás’ vistas ni oídas en el orden del desfile de imágenes”. Lógica de las operaciones: este texto sirve primeramente como introducción al análisis del fragmento de La Jetée, de Chris Marker. Pero un análisis diferente: un re-montaje de planos trabajados (en soporte video), para hacer surgir de ese film, que ya sufre una inmovilidad consciente, toda la violencia de la pizarra-memoria, recuerdos-pantalla que se vuelven unos contra otros: el inconsciente estratificado por los rastros acumulados, convertidos en ficción biográfica y en fugurabilidad por los desplazamientos, las condensaciones, la fuerza de la repetición y la elaboración secundaria. En esta tentativa, La Rejetée, el video es elegido, aun sumariamente, por su plasticidad, su valor de transformación. El objetivo y otra vez el deseo: “Quizás al fin, poder encontrar un método suficientemente lábil para expresar la fluidez, el movimiento, la mezcla, la especificidad del proceso significante del film”.8 Paralelamente, dos exposiciones de arte conceptual o de ambient art.9 Aquí también se trata de modificar: el espacio, la condición de percepción, el cuerpo que guarda el recuerdo. Vuelvo a ver los tres cuadros “Memory”, cuyas letras iluminadas 8

“Le travail du film 2”, op. cit., p. 183.

9

1976, 1977, firmadas “Trans”, con Tania Mouraud, luego Tania Mouraud y Jon Gibson.

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hacían masa a través de la galería para obligar a cada uno a entrar en su propio tiempo. “Trans pone en evidencia al sujeto”. “Trans invierte la relación habitual con el objeto. Esto pierde valor. Sólo funciona como índice; esto pertenece al sujeto”. “Trans sólo remite el sujeto a sí mismo, la acción en curso, el aparato psíquico”.10 1978. “El otro film” (segundo aspecto de la “Nota sobre el aparato fílmico”) se detiene: el texto interrumpido se une a los análisis inconclusos (Chelovek s kino-apparatom [El hombre de la cámara], King-Kong, Vampyr, Letter from an Unknown Woman [Carta de una desconocida], T-wo-men y otros, donde el mismo deseo se reitera). El otro film comienza: el otro del otro, el “verdadero”, nacido de ese intento imposible. “No fue deliberado, vino, volvió: tiempo dilatado, a-cronológico, suspendido, contemplativo, extático. No fue deliberado: el video se me impuso, a mí –en el tiempo largo de esas imágenes que casi no lo son, que, al menos, casi no son imágenes de algo– al término de un tiempo, largo, de silencio, de terror, de ausencia, de abandono. De ese tiempo –esos años– las cintas –todas– conservan la marca. Ese tiempo –esos años– las cintas –todas– intentaron recuperarlo, decirlo silenciosamente, asignando al espectador, un poco, mi lugar, el extraño lugar del observador”.11 Desde hace dos años,Thierry Kuntzel realiza, en el marco del Institut National de l’Audiovisuel, ocho videos (cinco terminados, tres en curso de edición). Nostos I, Still, Echolalia, La Desserte blanche, Time Smoking a Picture, La Desserte noire, bleue, rouge, La Desserte multiple, Nostos II.12 Ellos forman, para mí (tal vez excesivamente), un todo, un primer todo. Haber nacido de la teoría no les confiere ningún privilegio. Pero sí una claridad propia. Muy viva, de la que no conozco precedentes. Evitaremos encontrar allí un deseo de explicación: la teoría reflejada en la práctica. Simplemente, la continuación, por otras vías, de una misma experiencia: convertida en algo invivible, profundizándose, sin ese nuevo soporte que la relanza, pone al sujeto de manera más directa, y por ello más riesgosa, en contacto con sí mismo. Del primero de estos videos, Kuntzel escribe, por transición, marcando así el salto que se produjo, del film interrogado, acorralado, al video realizado: “En 1925, Freud veía en la pizarra mágica una representación casi exacta del aparato 10

Manifiestos “Trans”, 1 y 2, 16 de noviembre de 1976, 8 de enero de 1977.

11

Video about Video, Four French Artists (catálogo), ministère des Affaires étrangères Vidéoglyphes, octubre de 1980.

12 Desde entonces Nostos II se convirtió en una instalación. La Desserte blanche es también una instalación para monitor solo, en un espacio blanco iluminado con tubos flúo, sobreexpuesto (así fue mostrada muchas veces, en particular en Les Immatériaux, Centro Georges Pompidou, 1984). La Desserte noire, bleue, rouge y La Desserte multiple quedaron en suspenso –ver mi recopilación L’Entre-Images 2, P. O. L., 1999–.

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psíquico, en el aspecto de permitir resolver una cuestión de escritura hasta ese momento insoluble: la disponibilidad constante de la superficie receptora, la permanencia de las marcas en la cera de la pizarra. Pero faltaban dos funciones: la velocidad –una mano que escribe mientras la otra borra– y la posibilidad de hacer resurgir las marcas desaparecidas. ¿El video no podría constituir el modelo perfecto, del cual la pizarra era solo una aproximación? El título de trabajo de Nostos I fue durante mucho tiempo Wunderblock”.13

mental. Como si existiera una luz psíquica, y allí, ante nuestros ojos, se convirtiera en percepción porque la percepción solo sería, en sí, una proyección de luz interna. Por ejemplo, al principio de Nostos I, en la pantalla que pasa insensiblemente del azul al blanco, surge una forma, tenue, apenas inscrita, y sube apareciendo y desapareciendo constantemente, como el batir de un ala que se percibe y se pierde en el cielo: pronto lo sabremos, es un fragmento de un brazo, de un hombro, tomado de un cuerpo al que la cámara le sigue el rastro, iluminándolo solo a él. Cuando ese cuerpo se define, por fragmentos ensamblados, siempre separados, cuando se dibuja un marco de ventana, el aleteo se intensifica, evocando un efecto de parpadeo, pero mucho más evidente, ya que está enganchado en el cuerpo de la imagen: una frecuencia eléctrica, modulada en amplitud y en velocidad, sostiene esta continua aparición-desaparición dibujada por la variación de la luz repartida en zonas variables sobre ese cuerpo etéreo cuyas formas esbozadas crean nuestra posibilidad de ver.

II. ¿Representar? “En Nostos I hay pocas representaciones: lo suficiente para permitir trabajar, por debajo y más allá de la analogía, bajo la imagen y entre las imágenes”. No se trata de anular la representación. Muy simple, y ya muy antiguo (“Trans no pone en crisis la representación: 1926, esto ya no es una pipa”). Ya no se trata de aspirar de entrada a ir más allá postulando entre el medium y el cuerpo psíquico (perceptivo, afectivo, neuronal) una analogía estrictamente energética que permita al primero expresar y acompañar al segundo por un puro juego de fuerzas, de ritmos y de intensidades. Sino, más bien, solo representar a medias, hacer fracasar “la ganga analógica”, para trabajar no la representación en sí, sino el hecho de que exista representación, que en el aparato psíquico se efectúe un trabajo constante entre la percepción y la imagen interior (de la marca consciente a la imagen perdida, la “representación de la cosa”). Se ofrece al ojo del espectador, porque el inconsciente ve en él una figuración de la figuración: pasaje continuo, imposible de fijar entre los polos ideales de lo primario y de lo secundario, donde la imagen se forma ocultándose bajo el efecto del deseo y del miedo. Así, si se quiere, lo real existe en estos videos, pero a costa de la desaparición, que es su condición. De esta manera se inventa una imagen que responde a esta doble imposibilidad: representar realmente, no representar. Nace en el rodaje de una extrema atención prestada a la luz, a la mirada de las transformaciones, instantáneas o ulteriores, efectuadas por el sintetizador. Cuando Kuntzel dice: “Algo así como ese deseo insensato, hacer visible la luz”, entendamos la luz como condición de aparición de la forma en la experiencia visual modelada por la producción continua del flujo

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Vidéo: La Région centrale, nueve trabajos videográficos, ministère des Affaires étrangères - Vidéoglyphes, julio de 1980. (Las citas de Kuntzel sin otras referencias fueron tomadas de los tres catálogos citados).

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Cuando, más tarde, aparece un segundo rostro de hombre, ese trabajo continúa, pero de manera distinta: la forma ya no se desplaza, ya no hay parpadeos de luz, sino una variación interna de la masa carnal se que profundiza hasta el vaciamiento, invade el cuadro con su fase oscura (esta vez es un cañón de seguimiento, un pincel luminoso que barre su motivo, esculpe la aparición masiva y evanescente).

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Y cuando la mujer que está en el suelo se extiende, es la combinación de ese tratamiento de los valores descompuestos y del cañón de seguimiento lo que crea ese cuerpo sin nombre, modelado por su desintegración: trabajo exacerbado de la luz que se mete en los pliegues del vestido para lograr perfectamente el efecto buscado: la representación se desvanece y se cristaliza. 3

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Un poco más tarde, uno, luego dos personajes aparecen, pasan, se pierden en la imagen: ni barrido ni frecuencia, la desaparición se produce por el simple tratamiento de los niveles de gris graduados por la iluminación, imperceptibles a la vista ya que todo aquí es negro sobre blanco (azul sobre negro, azul sobre blanco, en colores lisos puros), pero descompuestos por el control de video que modula ese más allá de presencia y de ausencia.

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su caución dispone un espacio mental en el que la imagen, al intentar ser mínima, busca un plus: la ficción de su transformación, que convierte su paso en memoria: olvido, retorno, interminablemente, el aleteo de un pensamiento, su dibujo, su historia.

Ficción(es) 1

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“De este lado y más allá de la analogía, bajo la imagen y entre las imágenes”, quiere decir también: producir, en la continuidad propia del desfile de imágenes trabajado a tal fin, un equivalente ideal del proceso siempre inaudito que, en el análisis, es la transmutación del film-proyección en film-película, en el congelado de imagen y su cámara lenta. La representación vaciada de

Pues estamos, por supuesto, en la ficción. En Nostos I, entre los personajes, el hombre, el segundo hombre y la mujer, ocurre un drama. La trama de los motivos invita a ello, haciendo, por ejemplo, alternar, como en un tiempo que se supone de relato, el “protagonista” sentado ante la ventana con el rostro del segundo hombre, luego esas dos series con el “protagonista” que camina, la mujer que avanza. Primero aparecen solos, luego el protagonista y la mujer se cruzan, bajo el efecto de una acción que los impulsa el uno hacia el otro –pero las palabras son impropias para efectos de superficie donde las formas se mezclan–. No se cruzan realmente, o no solamente.

Se deslizan uno en el otro, como en una imagen de sueño. Así se produce la ficción, la ficción ligada al fantasma, si se quiere, en el sentido en que el sueño cuenta siempre algo. Pero ese algo se debe más a la forma dada a su aparición que a un sentido explícito y, sobre todo, a un sentido latente para formular: aquí ninguna imagen es metaforizada ni simbolizada, tampoco se da una interpretación. El film –el video– nunca busca, por ejemplo, reducirse al sueño, a un deseo de serlo (como tanto insiste en ello Maya Deren en Meshes of the Afternoon); nos dice otra cosa y más sobre el sueño, la inscripción del sueño en el tiempo que lo rememora y revive su trabajo. La banalidad, la simpleza de los gestos son en eso fundamentales (“algunas acciones mínimas: hojear páginas, sentarse, recostarse, atravesar el espacio, encender un cigarrillo, girar la cabeza, abrir la boca, mirar”). La ficción se convierte en la de un funcionamiento, aflora, dice Mallarmé previamente a Coup de dés,* “evita el relato”, se *

Un coup de dés jamais n’abolira le hasard [Una tirada de dados nunca abolirá el azar], poema de Stéphane Mallarmé.

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vuelve ficción de la ficción. Su motivo inicial, en Nostos I, encarna ese destino mental: la intermitencia de imagen que pone al protagonista contra el marco discontinuo de una doble ventana (podría tratarse de un tren) figura en forma muy cercana el tema del desfile de imágenes, del aparato fílmico como doble del aparato psíquico, materializado (inmaterializado, es todo uno) gracias al dispositivo video. Still es ese dispositivo. En inglés: 1. Calmo, tranquilo, silencioso, inmóvil; 2. Todavía; 3. Imagen fija tomada de un movimiento: fotograma. “Imaginemos: el relato deja de fluir, el movimiento se detiene, el silencio se instala. Nos preguntamos: ‘pero, ¿qué sucede?’. Durante veinticinco minutos, esto: luz, color, la constitución lenta, intermitente, de una representación; una puerta se abre, tal vez a un secreto. Un secreto, sí: lo que jamás la pantalla, salvo desajuste del monitor, nos revela: la vibración de la luz, la pulsación del color, tantas músicas insólitas, palabras calladas, historias virtuales”.14

sobre blanco o sobre azul en el video) que se arrastra en el piso sugiere una puerta abierta. Una puerta puede estar abierta y cerrada. Y sobre todo, también, entreabierta. Pero en el cuarto fotograma ya no hay puerta: solo un agujero negro. Tal es la virtualidad de la ficción para aquel que, tal como el protagonista del Rincón feliz, “se proyectaba durante todo el día en pensamiento […] y penetraba en la otra vida, la vida real, la vida en espera”,15 hasta quedar atrapado en su casa de la infancia, sin decidirse a salir, por la “íntima convicción” de que la puerta que “le hubiera abierto el camino hacia la última puerta de la serie, la habitación sin otra entrada ni salida” ha “sido vuelta a cerrar desde su última visita, realizada quizá un cuarto de hora antes”. Para el espectador de Kuntzel como para el protagonista de James llevado a su esencia, por debajo de cualquier despliegue del fantasma, se trata exactamente de “cultivar su propia facultad de percepción […] lo que, por otro lado, no era sino otro término para designar su manera de pasar el tiempo”. Kuntzel dice: “El tiempo que el tiempo se toma para transcurrir”. El tiempo como ficción: ese es el tema de estos videos, tan perfectamente estáticos y, a la vez, tan móviles. Time Smoking a Picture: el tiempo construye la imagen devorándola, como se consume un cigarrillo, el que el protagonista fuma

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Todo sucede aquí entre: la imagen de ese marco de puerta, ese palier, que se construye, se destruye transformándose; la incrustación que es un fragmento suyo porque la “nieve” que vibra allí hasta invadir la imagen es su condición, su posibilidad orgánica, su semilla (como lo sería el alfabeto al convertirse en un texto); y la ficción que se propaga a merced de esas transformaciones. Miremos bien el segundo “fotograma”: la puerta está cerrada, pero la marca negra (negro

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sentado sobre el borde de su ventana después de haber atravesado todo el campo. Allí también se trata de un cuadro inmóvil (que únicamente una inversión de 15

14

French Video Art - Art Vidéo français (catálogo), American Center de Paris, 1980.

Henry James, Histoires de fantômes, Aubier-Flammarion, 1970, p. 135. Las citas que siguen están en pp. 151 y 143.

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barrido hará virar sobre sí mismo); y en ese cuadro un cuadro que lo vuelve a desglosar desmultiplicando el trabajo de la luz y del color (trabajo extremo: el color cambia, a menudo de manera insensible, pero continua, del malva al casi negro, al amarillo, al ocre, al blanco, al azul violáceo, todo esto al capricho de la luz que sirve para modularlo, combinando el artificio de la toma –las aperturas y cierres de diafragma– con la proyección de la luz natural que sigue al final del video, en tiempo real, la curva descendente de un crepúsculo). La relación de estos dos cuadros hace figurar así, lo más cerca posible, lo infigurable: el entre-espacio, o el entre-tiempo, formado por la disyunciónconjunción entre representación mental y percepción, superficie y profundidad, derecho y revés, presente y pasado, consciente e inconsciente. Cuando el protagonista –autor y primer espectador– se inscribe, al atravesar la habitación, en los dos cuadros a la vez, el dispositivo circunscribe el motivo que la representación hace tender hacia la ficción: la mirada del protagonista que está contra la ventana, desde donde ve desfilar su vida, adentro, afuera, como en los últimos versos del poema de Roussel, La vista, desplegados en el final del video:

En el interior del libro, imágenes, apenas percibidas, cuyo aleteo hace eco a la intermitencia de los cuerpos. El libro hojeado redobla así el trabajo del film, presentando las imágenes unas sobre otras, como sucede en la memoria, en volumen, por olvido, acumulación y retorno.

Mis ojos inmersos en un rincón de azul; mi pensamiento sueña, ausente, perdido, indeciso y forzado a ir hacia el pasado; pues es la exhalación de los sentimientos vividos en una estación que para mí surge poderosa de la vista, gracias a la intensidad súbitamente acrecentada del vivo y latente recuerdo de un verano ya muerto, ya lejano, arrebatado.16

Time es así el contrario sin brillo de Nostos I: al fijar en la continuidad disociada del espacio-tiempo la puesta en serie y el retorno de los elementos que hacen de las “imágenes presentadas unas sobre otras” un “volumen de memoria”.

El bloc, el libro El film, así, de varias formas, se transforma en bloc: continuo despliegue de una condensación que no cesa de modificarse. Su imagen es el libro: atrapado en la ficción, porque ese es su principio. Primero solo, luego sostenido por la mujer. Sus hojas pasan, en Nostos I, a una velocidad que se vuelve excesiva (como las hojas de los calendarios que, en las películas de los años 30, se desprenden cada vez más rápido, para evocar el paso del tiempo).

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Por un lado Mallarmé, por el otro Freud; volvemos a ellos. El primero, porque la afirmación del Libro, en su absoluto de lenguaje, apunta a producir un efecto psíquico en el que la puesta en palabras convertida en compaginación es concebida como puesta en escena (“más bien, de subdivisiones prismáticas de la Idea, el instante de la aparición y la duración en alguna puesta en escena espiritualmente exacta”17). Mallarmé puede, con el poder de ambigüedad que le es propio, referir ese efecto “que debe producirse en el espíritu del lector” en lo “cinematográfico, donde el desarrollo reemplazará a cualquier volumen, con total ventaja”.18 De este modo, el libro, abstracto, destinado en la cinta de video a su funcionamiento, es un referente cultural teorizado: lugar proyectivo de la vanguardia, desde que Mallarmé radicalizó su experiencia y su utopía se reorienta según el capricho de las mutaciones históricas y tecnológicas. 17 18

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Raymond Roussel, La Vue, Pauvert, p. 73.

2

Mallarmé, Œuvres complètes, Gallimard, La Pléiade, 1945, p. 455.

“Enquête sur le livre illustré”, ibid., p. 878. Citado por Kuntzel entre otros fragmentos de textos que acompañaron la investigación de Nostos I, y “han aparecido en la imagen” (Vidéoglyphes, nº 2, 1979).

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Y Freud, evidentemente, quien, del Proyecto de psicología (1895, dos años antes del Coup des dés; con lenguajes diferentes, se busca un mismo deseo) a la Nota sobre la pizarra mágica (1925), hace pasar de la utopía de la ciencia a lo real de su teoría la necesidad de una metáfora susceptible de representar el funcionamiento del aparato psíquico, en alguna parte entre la máquina óptica y la máquina de escritura. Freud contenido por Mallarmé, los dos juntos en la imagen electrónica. El libro no es realmente una imagen sujeta a interpretación: es la imagen de la imagen trabajando, el recorrido psíquico de las páginas de las infancias occidentales. Libro de imágenes, porque así lo fue, incita al retorno de la memoria, objeto de la memoria idealizada. Nostos II vuelve al tema, a partir de una inscripción totalmente distinta de la marca, del efecto de memoria. Este video fue rodado con una paluche (cámara miniatura de Aaton) desajustada, que deja en la imagen un arrastre luminoso de las formas después de que pasaron; ese arrastre modelado por las aperturas y cierres de diafragma engendra una materia lechosa de donde parece surgir la representación; está inervada por esa materia, a merced del movimiento constante de la cámara que sustituye los efectos creados en Nostos I por la frecuencia eléctrica y el cañón de seguimiento. La “paluche de acción retardada” se convierte en el pincel luminoso que compone una imagen nunca vista: en los rushes en blanco y negro (destinados en buena parte a quedar así), el blanco y el negro, ya muy contrastados gracias a las cualidades propias de la paluche, nacen uno y otro para desvanecerse el uno en el otro, produciendo un verdadero escurrimiento de la representación. El recorrido de las hojas del libro está sometido a este efecto que lo reactiva. Y luego imágenes: fotografías tiradas, apiladas por la mano de la mujer que las muestra, que componen como un segundo libro, un bloc móvil. Claramente, se trata de fotos sacadas del álbum familiar (se podría, si se quiere, pensar que el protagonista que vimos con los ojos cerrados sueña con ellas).

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Pero el poder propio de este esbozo de novela familiar es el de ser indeterminable. Dicho esbozo nos dice lo siguiente: hay algo de novela familiar, cuyas huellas forman un apilamiento de recuerdos-pantalla. Esas figuras que uno ve están ligadas al proceso de memoria y de olvido del que son objeto. Podemos llegar a pensar que lo son en su origen, que están sometidas a la presión de la imagen por ser y haber sido productoras de imágenes, y que siguen siendo el lugar y el tiempo de referencia de estas. Sí, podemos pensarlo ante esas fotos que se apilan borrándose en el blanco del que nacen. Pero la captación escénica (la novela psicoanalítica, su destino y sus avatares) no tiene más referencia que ese color mate neutro de una aparición, la desaparición que la afecta; solo existe en nosotros, si es que existió, en respuesta a la puesta en marcha de ese funcionamiento. La identificación existe según lo que identifiquemos. El resto

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es virtualidad; un llamado al lector-espectador; a cada uno le toca, atrapado en ese juego del tiempo y según su propia historia, “modularla a su gusto”.19

Video-cuerpo Reverso y complemento de ese proceso de abstracción: el cuerpo de esta imagen, el efecto de cuerpo que impresiona. La identificación, al eludirse, atrapa de otra manera. En Nostos I, el ritmo de la frecuencia que compone los movimientos del protagonista crea una especie de jadeo de una violencia extrema: la intermitencia de la marca y su conversión en memoria producen una pulsación física, una respiración al borde del ahogo. La imagen video así pensada introduce algo nuevo, abordado ya por el film experimental, pero de manera menos clara, sin incorporarlo inmediatamente. Tomemos Echolalia. Una forma agrupada, un doble cuerpo de mujer, blanco y negro (el trazo varía continuamente, del blanco al azul, del azul al blanco), aparece, desaparece, sobre un fondo sin profundidad. Luego los dos cuerpos frente a frente. Luego la forma, de nuevo reagrupada, se vuelve a desplegar en fases sucesivas. Seguidamente se recompone para desplegarse esta vez con un movimiento continuo, cada cuerpo ligado al otro por medio de lo que se convierte al final en un doble y mismo objeto (un círculo, un espejo) en el que aparecen reflejos desiguales.

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Mallarmé, op. cit., p. 363.

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Luego retoman la división, el frente a frente, la desaparición alternada, la fusión, a veces los cuerpos se reducen a una línea, otras brillan como cotas de malla o extraños vestidos de gala, y los colores cambian al ritmo del centelleo. Después aparece nuevamente la masa blanca original, los cuerpos vuelven a elevarse, se separan, se inclinan, se penetran como por un beso, se dividen nuevamente, sosteniendo en sus manos ese loco objeto que gira, doble y uno, y se vuelven a sumergir, después de un último sobresalto, para fundirse en una masa y no moverse más. Digamos, en términos de metapsicología del cine: Echolalia articula primero los dos niveles de identificación, con la figura y con la cámara (secundario/primario), mediante los cuales Metz situó a partir del espejo lacaniano la postura imaginaria del sujeto-cine.20 La simetría-disimetría entre las dos figuras (la misma/la otra) y el círculo-espejo que nace de su despliegue asignan al espectador todas las virtualidades. El cuerpo-espejo nace en la imagen en la que el espectador se mira, para siempre engañado y dividido. Por primera vez quizá Narciso y Eco se vuelven indisociables. Pero el trabajo de imagen representa también ese “modo más arcaico de la identificación”, determinado por la confusión entre alucinación y percepción, en el que Jean-Louis Baudry ve, por debajo de los efectos de espejo, la fuerza del efecto-cine referido así en términos freudianos a la experiencia primordial de la satisfacción oral.21 Kristeva dice, en otros términos: “lo que queda por debajo de la identificación”; ella delimita con esto, a partir de otras referencias psicoanalíticas, más próximas al teatro kleiniano de la agresividad y el terror, el nivel de la apertura somática, de la “pulsión simbolizada”, que ella llama lo “semiótico”.22 Elementalidad del cuerpo difícil de definir, que el cine hace surgir bajo la fascinación de lo especular, en ella, con la condición de no restituirle en demasía el exceso en 20

Christian Metz, “Le signifiant imaginaire”, en Psychanalyse et cinéma, op .cit.

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Jean-Louis Baudry, “Le dispositif ”, ibid. p. 69.

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Julia Kristeva, “Ellipse sur la frayeur et la séduction spéculaire”, ibid., pp. 73-74.

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el orden simbólico. Ella dice: “el anti-film”, como Lyotard “el acinema”, para delimitar, en nombre de la utopía de la vanguardia, esa resistencia al simbolismo, y esa fuerza de surgimiento. “F. tiene un año y habla solo por ecolalias: ritmos, entonaciones, intensidades variables…”.23 Cuerpo primero, lenguaje antes del lenguaje, cuerpo-lenguaje. Es exactamente eso lo que muestran sin palabras los videos de Kuntzel. Lo que dice el “relato” de Echolalia: la aventura del cuerpo-luz recorrido por ritmos e intensidades, atrapado en su destino de imágenes. La captura visual, trabajada, sometida a reflexión, resurge allí en conocimiento y en emoción del cuerpo. Nunca antes había visto nacer y renacer un cuerpo como en este video. Hasta se lee allí una figuración del mismo nacimiento, de un poder-nacer ligado tanto a su violencia material como a su condición imaginaria. Nacimiento a la imagen, nacimiento de la imagen.

La Desserte de Matisse* sirve aquí de emblema, y el pensamiento de un pintor que veía su arte como “una especie de cine perpetuo”.25 Todo se vuelve a jugar en estos tres videos con efectos anteriores de memoria y de olvido, de aparición-desaparición, de percepción y de alucinación, de dispositivo mental y de dominio corporal. Pero se dirigen más directamente a la pintura, obligando a referir a ella las decisiones tomadas en los otros videos (colores lisos de Nostos I, flujos de Still, destellos intermitentes de Echolalia, liquidez móvil de Nostos II y, en todos ellos, la variación cromática continua que culmina en Time…). Y primeramente el hecho mismo de los tres videos concebidos a partir de un solo decorado, que vuelve a representar la tradición pictórica del motivo sometido a una reelaboración, de la serie de múltiples estados. Las Catedrales de Monet, por ejemplo (“pasé una noche llena de pesadillas: la catedral se me caía encima, parecía azul o rosa o amarilla”26). Como las Catedrales, las Dessertes deberían, idealmente, ser vistas en conjunto, con una sola mirada –aunque repartidas en habitaciones iluminadas de manera diferente según tonalidades–. La blanca. Esencias de gestos, en un blanco y negro estratificado por una mezcla de positivo-negativo sometida a infinitas variaciones de iluminación, entre el movimiento y su cese, su arranque fantasmagórico. La puerta por la que aparece la mujer es entonces solo franqueada por la memoria que uno tiene del espacio, de los pasajes, de las posiciones. El gesto en el tiempo, que se eterniza, se convierte en una materia, de instante en instante, por acumulación mental y visual de instantes, produciendo un efecto global de pintura en movimiento, entre el bajorrelieve y la fotografía.

Escribir la pintura Esta imagen también retoma a su cargo la pintura. Es su tentación propia, su deseo insatisfecho. El video, por supuesto, todavía es incierto, grosero, precario. Nada comparable a la virtualidad de una paleta. Y sin embargo. Por lo general, hoy en día no existen más de siete niveles de gris tratados por el sintetizador según un color determinado; pero Bill Etra está trabajando para poner a punto un aparato que debería permitir diferenciar sesenta y cuatro.24 En la imagen electrónica existe una virtualidad inmensa que no deja de tener analogía con la que desde siempre ostentó la pintura. Los videos de Kuntzel trabajan en ese sentido. Con una conciencia de los límites que aún impone el medium tan pronto como se lo utiliza discretamente, sin ceder a sus facilidades de principio (que en un sentido lo acercan a la fotografía, a un riesgo de dispersión en el todo-imagen). Más que creerse ya la pintura, o más allá de ella, por una utilización mecanicista de los efectos en cascada y de los contrastes programados que permite el sintetizador, el esfuerzo de Kuntzel se encamina hacia la pintura, jugando la delicada carta de las relaciones del color, de la forma y del tiempo. De esta manera llega a un verdadero más allá de la pintura: según un movimiento que lleva a esbozar nuevamente su recorrido, a reflejar mediante el video sus gestos, su ser, su historia. Veamos las tres Dessertes: la blanca; la negra, roja y azul; la múltiple. 23 24

Ibid., p. 75.

Citado por Dominique Belloir, “Vidéo Art Explorations”, Cahiers du cinéma fuera de serie, 1981.

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La Desserte [La mesa de postres], obra de Henri Matisse, hoy conocida como La habitación roja o Armonía en rojo. El término francés desserte alude a un mueble en el que se disponen elementos utilizados para el servicio de mesa en un comedor.

25 Matisse, Écrits et propos sur l’art, Hermann, 1972, p. 152. (trad. esp. Escritos y opiniones sobre el arte, Madrid, Debate, 1993) 26

Hommage à Claude Monet (catálogo), Éditions de la Réunion des Musées nationaux, 1980, p. 291.

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Azul: dos tramas de nieve mezcladas (una muy fina, la otra en copos) hacen vibrar esta vez la materia, que se vuelve más pesada, más opaca, borrando, confirmando los contornos de esas actitudes espectrales, según un tempo muy distinto.

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Cuando al final, de repente, un rosa ladrillo invade el cuadro por el lado izquierdo, penetra a medias el cuerpo de la mujer, se reabsorbe, se extiende, el color está en el estado puro de acontecimiento: el advenimiento de la pintura.

Rojo: la incrustación permite aislar un motivo (la parte superior del cuerpo, el rostro, la mano que avanza, la copa de frutas), acentuando efectos de contraste que se vuelven muy violentos (medallón azul ácido sobre un fondo rojo anaranjado violáceo), diversificados, mezclados, atenuados por la combinación de las tramas, de nuevo, y las transformaciones, hasta que el medallón se borra.

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La negra, azul, roja: por bloques diferenciados. Negro: el negro reservado por masas variables reforma esa misma imagen, mezclando tonos de azul, rosa y blanco según una nieve muy fina que produce un verdadero puntillismo del rastro.

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El color ligado al movimiento, a su descomposición espacio-temporal, esas operaciones concentradas en la naturaleza muerta, esas tres manzanas, la “nieve” que dibuja sus tramas de marcas y puntos, son la manera más visible de mostrar que el video, al recuperar del impresionismo al cubismo, y aún más allá, los temas de la pintura, nos lleva aquí a la terra incognita de una nueva determinación de lo visual (ateniéndose solo a la imagen) entre cine y pintura, en vistas a otro cuerpo-memoria. 5

La múltiple. En este video todavía sin terminar, las investigaciones sobre la luz llevan al extremo en ese mismo cuadro la variación de los valores y la de esos gestos retomados entre el pintor y su modelo. Pero lo que nos sorprende sobre todo, en esos rushes, por el trabajo operado sobre un motivo aislado, son las frutas que aparecen, una, luego dos, luego tres, sobre el fondo aún desnudo de la mesa, luego sobre varios fondos decorados. Sobre el primer fondo, parecen animadas por un movimiento interior, gracias a tres cámaras muy juntas, dispuestas alrededor de la mesa y que giran en torno del motivo a velocidades diferentes y graduadas. Las variaciones de iluminación producidas por la conjugación de esos minidesplazamientos ligados entre ellos por fundidos tienen así por objeto engendrar en las zonas de recubrimiento, por la coloración de los niveles de gris, nuevas posibilidades de colores. Trabajo retomado, sobre los fondos decorados, haciendo girar la luz.

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Interrogar a la pintura, responder al cine. Trabajar, con la misma tecnología que lo desmultiplica, ese destino de la imagen que toma cuerpo a partir del siglo XIX por la conjugación de las técnicas de reproducción de lo real y un nuevo estatus de la subjetividad, cuyos efectos, en términos de imagen interior, son ordenados y decuplicados por la psicología (la hipnosis, el psicoanálisis). Podemos, por supuesto, pensar el video en términos de naturaleza propia: existe una especificidad indiscutible de la imagen electrónica. Pero hay que seguir estudiándola, sobre todo en función de los gestos que permite. El gesto de Kuntzel es doble: de recuperación y de desplazamiento. Por medio del video, él retoma y desplaza los ensayos más radicales de la ya larga tradición del cine experimental: Snow, Frampton, Nekes (en los que ha puesto una especial atención). Pero retoma también, para desplazarlos aún más, dedicándolos a la imagen, los logros a la vez teóricos y culturales de una reflexión orientada hacia el cine. Pensamos en un desplazamiento comparable, aunque muy diferente: Jean-André Fieschi en sus Nouveaux mystères de New York. Porque el “salto al cine”, a la edad de ocho años, fue “una búsqueda de las imágenes anteriores”,27 su ensayo de autobiografía filmada vuelve a cruzar las nuevas imágenes que desde ese entonces lo atraparon, al punto de convertirse no solo en los referentes sino en los exponentes formales de las imágenes de la infancia: el famoso enlace de miradas de Nosferatu, que reconstruye gracias a la paluche, con “una variedad inédita de montaje en los planos”,28 como lo subraya Jean-Paul Fargier; la mirada perdida, incomprensible de Vampyr, y tantos otros instantes de cine que reaparecen, dando cuerpo a su ficción, porque él también los ha vivido, dominado, teorizado. De la misma manera reconocemos, en los videos de Kuntzel, pero referidas a su más puro efecto mental, la escena siempre en retroceso de la mirada de The Most Dangerous Game, las imágenes ilusorias del tren de feria de Letter from an Unknown Woman, los efectos de aparato de Chelovek s kino-apparatom, las imágenes 27 Jean-Paul Fargier, “Le grand écart, rencontre avec un Corse des Carpathes”, Cahiers du cinéma, nº 310, abril de 1980, p. 32.

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Ibid., p. 28.

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detenidas de La Jetée, las puertas y ventanas de los films de Lang y de tantos otros, y ese mismo espacio siempre más allá de Vampyr, como impregnado de vibración mental. El uno más cerca de Proust, el otro de Mallarmé, tanto Fieschi como Kuntzel encontraron en el video la fuerza (intelectual, material) que permite desplazar al cine con relación a sí mismo, darle ese suplemento que aún le falta, y que lo ubicaría, finalmente, muy cerca de la escritura. De la escritura no como privilegio, ni para lograr escapar a su obsesión arrebatándoselo. Simplemente, la escritura como expresión, orquestada libremente del ensayo al poema, de la autobiografía al pensamiento. “Un ojo en la punta de los dedos”, así definía Fieschi a la paluche.29 “El ojo, una mano”, decía Manet.30 Pintar uniendo visiones (y palabras) en el tiempo es escribir, es filmar. El video retoma –de manera todavía insegura, muy costosa, muy pesada, pero en un movimiento que se va acelerando y que ya está cambiando muchas cosas– una utopía que viene acompañando al cine desde su nacimiento. La utopía de una escritura insólita, justamente, jamás vista ni oída. Releamos los textos reunidos en L’Art du cinéma31: escuchemos a André Beucler, Artaud, Epstein, Élie Faure, Cocteau, Astruc. Seguramente Astruc pensaba en otra cosa cuando hablaba de “cámara-lapicera” (sus películas, sus referencias lo han mostrado). Y, sin embargo: “He aquí adónde hemos llegado […]: la cámara en el bolsillo derecho del pantalón, la grabación en una cinta imagen-sonido, meandros y lento o frenético desarrollo de nuestro universo imaginario, el cine-confesión, ensayo, revelación, mensaje, psicoanálisis, obsesión, la máquina de leer las palabras y las imágenes de nuestro paisaje personal…”. “Un lenguaje tan riguroso que el pensamiento podrá escribirse directamente sobre la cinta…”.32 No encuentro nada que, según su propia abstracción, responda mejor a esa meta que las cintas de video de Thierry Kuntzel. 1981.

29

Jean-André Fieschi, “Point de vue sur un troisième œil”, Le Monde, 29 de enero de 1976.

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Citado por Mallarmé, op. cit., p. 532.

31

Anthologie, por Pierre Lherminier, Seghers, 1960.

32

Ibid., pp. 597, 589.

Thierry Kuntzel, Nostos I, 1979.

LA UTOPÍA VIDEO –La influencia y el poder del diario sólo está en sus albores, dice Finot, el periodismo está en la infancia, crecerá. Todo, dentro de diez años, estará sometido a la publicidad. El pensamiento iluminará todo… –Alterará todo, dijo Blondet, interrumpiendo a Finot […] Por eso, si la Prensa no existiera, no habría que inventarla; pero aquí está, vivimos de ella. –Usted morirá a causa de ella, dijo el diplomático.1 Balzac La electrónica es un maravilloso instrumento del sueño. He creído abrir una vía por donde toda la televisión podría entrar y soy el único héroe de un combate perdido.2 Jean-Christophe Averty

Que el videoarte esté ligado a la televisión, venga de la televisión, vuelva a ella constantemente, que esté contra ella, totalmente en contra, que ese vínculo, insuficiente por sí solo para definirlo, sea sin embargo lo que los une estrechamente, al punto de convertirse en dos imágenes en espejo, es algo que se ha dicho y repetido hasta el cansancio.3 1

Illusions perdues, Folio, Gallimard, p. 321. Citado por Todd Gutlin, “The Whole World is Watching”, en Peter d’Agostino (ed.), Transmission, New York, Tanaro Press, 1985, p. 68.

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Nam June Paik, TV Buddha, 1975.

Citado en Art Vidéo, Rétrospectives et Perspectives, Charleroi, 1983, p. 59.

Ver, entre otros: Jean-Paul Fargier, “La vidéo, contre (tout contre) la télévision”, catálogo de la Première manifestation internationale de vidéo, Montbéliard, 6-12 de diciembre de 1982; Transmission, op. cit., en particular David Ross, “Nam June Paik’s Videotapes”; Gregory Battcock (ed.), New Artists Video, New York, Dutton, 1978, en particular Douglas Davis, “The End of Video: White Vapor” –retomado en parte en Raymond Bellour y Anne-Marie Duguet (dir.), Video, Communications, nº 48, 1988–. El término “videoarte” no es satisfactorio. Trae problemas. Pero porque existe. El problema no se arregla eliminando simplemente el término (o empleando sólo “video”). Por lo tanto, lo utilizo.

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Lo que, por el contrario, casi nadie se ha preguntado es lo que implicaba esta definición por la negativa. Me gustaría, por eso, remontarme hacia el último tercio del siglo XIX, momento en el que la vanguardia literaria llega a su punto de cristalización y se define en parte gracias a un conflicto del que supo extraer (al menos virtualmente) todas las consecuencias. La relación que el video (como arte, conciencia de arte) mantiene con la televisión, ¿no es acaso el calco histórico de lo que la literatura experimenta en su diálogo con la industrialización de la prensa? Conozco el riesgo de las analogías. Sé que han pasado cien años. Que el modernismo y la vanguardia han sufrido, después de repetidas exaltaciones, todos los desencantos, todas las burlas, todas las contaminaciones que hacen creer en el posmodernismo. Sé que el solo hecho de imaginar cualquier punto de apoyo con respecto al cual concebir la utopía de un modelo suena a broma. En definitiva, que el propio negativo, con las fricciones, las ficciones que él permite (ese negativo que no es realmente reductible al sentido que le viene de la tradición filosófica), ya no es en verdad un valor. El videoarte, nacido del medium en el que se consuma hoy la destrucción de toda referencia, está evidentemente atrapado en esta configuración. Aun así. La manera misma en que el videoarte está unido a la televisión, la manera en que la toma como referencia, podría ser, paradójicamente, lo que le da una consistencia especial. Y al mismo tiempo, un lugar de privilegio dentro de lo que ya no nos atrevemos a llamar la vanguardia. En Francia, donde el diálogo entre la literatura y la prensa fue el más contundente, en el siglo XIX, la partida puede resumirse en dos tiempos, dos nombres, dos experiencias. Alexandre Dumas y el romanticismo; Mallarmé y el simbolismo. Y en cada caso, el Diario y la Obra o el Libro. La relación de Dumas con el diario es simple, aunque desmesurada. Se explica en primer lugar por el súbito desarrollo de la prensa a partir de 1836, simbolizado por el nombre de Émile de Girardin. Fuerte en sus convicciones, tanto sociales como comerciales, Girardin es el primero en optar por un cotidiano, mucho más barato, dirigido a mayor número de lectores y apoyado por la publicidad. Inventa la fórmula de la novela por entregas, que seduce a los mejores escritores románticos (Balzac, Hugo, Sand, Dumas) y se convierte rápidamente en una forma poderosa de industria cultural (prefiguración de las series y del soap-opera). El diario, para Dumas, cumple dos funciones. Publica como folletín sus novelas históricas justificadas por el punto de vista (a la vez ingenuo e inquieto) de un Dios-Historia en el que se proyecta el Yo exorbitado del escritor. Viene a ser otra versión del Ego-Hugo-Yo-Océano o del proyecto micheletista* de “resurrección integral del pasado”. Pero Dumas funda también,

en varias ocasiones, sus propios diarios. No son grandes diarios; más bien diarios-revista, más episódicos o más limitados, aunque impresionantes, y reúne alrededor de su nombre todo el material (aun cuando en ocasiones acepta a otros autores). Nacen así: 1848-1850, Le Mois, “resumen mensual histórico y político de todos los acontecimientos, día por día, hora por hora, redactado en su totalidad por Alexandre Dumas” (la frase “Dios dicta y yo escribo” encabeza la publicación); 1853-1857, Le Mousquetaire, cotidiano de la tarde, “diario del señor Alexandre Dumas”; 1857-1860, Le Monte-Cristo, “diario semanal de viajes y poesía, publicado y redactado por Alexandre Dumas solo”. Dumas, imaginamos, publica allí todo lo que antes confiaba a otros diarios. Experimenta sobre todo la competencia (perdida desde el principio pero mantenida con todas sus fuerzas) entre su trabajo de escritor y la forma social de un medium que se convierte en una de las mayores verdades de su siglo. Sabemos lo que ocurre con la tríada Dios-Yo-Obra a lo largo del siglo: se disgrega bajo la presión de una Historia cada vez menos conciliable consigo misma. El arte y la historia se dividen: desde ese momento tendrán vínculos oblicuos y/o utópicos. Es lo que la famosa doble distinción de Mallarmé confirma –que cada uno tratará, después de él, de diversas formas, de obstruir, de negar, de desplazar o de reformular–. Dicha distinción opone dos estados de la palabra, “bruto o inmediato por un lado, esencial por el otro”, y dos tiempos de la acción: la acción general, la Historia, y la acción restringida, ese suceso interior de la Historia: la literatura. Aunque postule para el arte una autonomía relativa, esta oposición no se encierra en sí misma; se nutre, por el contrario, de la perpetua dislocación entre los dos modos y los dos tiempos de acción, “poniendo en evidencia el conflicto, para sacar algo en limpio”.4 Es en este contexto en el que Mallarmé celebra la “crisis del verso” (la ruptura de la prosodia tradicional) que consagra la liberación de la voz subjetiva y permite unificar el juego literario de las “veinticuatro letras”. Lo interesante, para nosotros, es que las consecuencias que Mallarmé obtiene de esto, “en cuanto al libro”, están directamente ligadas a la extraordinaria aceleración de la prensa del Segundo Imperio y de la Tercera República. El diario obsesionó a Mallarmé. Por una parte, debió de ver allí el ejemplo de “el universal reportaje”, cautivo de la acción general, de lo que la literatura se deberá cuidar, si quiere preservarse. Pero Mallarmé también presintió en el diario una virtualidad, que podemos llamar lógica. El diario, en efecto, simboliza lo ilimitado del mundo; produce, por su misma naturaleza, una especie de reverberación, haciendo resplandecer el Todo irreductible del acontecimiento supuesto en cada uno de sus instantes. Esto se opera según medios cercanos a la palabra inmediata; pero el diario, de por sí, la fija, la

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Se refiere a Jules Michelet, historiador francés del siglo XIX

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Maurice Blanchot, Le Livre à venir, Gallimard, 1959, p. 282.

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filtra y la sintetiza, la remodela y la redistribuye. Por medio de ese trabajo que él ejecuta, nos guste o no, sobre la lengua y la página, el diario, imagen del mundo, es también una imagen del Libro, destinado a “la explicación órfica de la Tierra”. El diario se transforma así en el negativo del Libro (o el Libro, más bien, en el negativo del diario; lo que tiene la ventaja de poner en perspectiva el proceso de negatividad que el lenguaje poético opone a la palabra ordinaria para “remunerar” lo arbitrario de la lengua con relación a la realidad del mundo sensible). En definitiva, el Libro y el diario, en espejo, con la debida distancia, están a la par. Todo lo que la utopía del Libro tiene de social, el Libro como fiesta, teatro, religión nueva (al superar y transmutar la subjetividad) se lo debe, en buena parte, a la idea del diario. Mallarmé, divagando así sobre el Libro, llega a profetizar, en “la extraordinaria sobreproducción actual” de la prensa, la idea de “un concurso para la fundación del Poema popular moderno”. Él también vivió muy pronto la experiencia del diario, experiencia que relata, significativamente, en su breve Autobiografía: “En un momento, sin embargo, desesperado al ver el despótico librejo salido de mí mismo, traté, sobre la base de algunos artículos divulgados aquí y allá, de redactar yo solo, hablando de toilettes, joyas, mobiliario, y hasta de teatros y menús para la cena, un diario, La Dernière Mode, cuyos ocho o diez números aún me sirven, cuando los desempolvo, para hacerme soñar largo rato”. ¿Con qué sueña Mallarmé ante ese diario concebido por él solo, como fue años antes el caso de Dumas (aun cuando su objeto, la Moda, y la palabra “última” en su título, muestran hasta qué punto la Historia se encuentra allí reducida a un presente inconsistente, siempre renovado, pero relativo, evanescente)? Mallarmé sueña con el Libro, con la utopía del Libro. Sueña con el Coup de dés que todavía no osa imaginar: ese “libro futuro” en el que “la visión simultánea de la Página […] tomada como unidad, como lo es en otro lado el verso o línea perfecta”, debe tanto a la página móvil y múltiple del diario que se trata de metamorfosear. Oponiéndole la violencia de la idea, la seducción de la palabra como música, el espaciamiento de los enunciados, el libre juego de los elementos; en resumen, la provocación –utópica– del arte.

de la copia y del modelo). Por potentes que sean, esos efectos no destruyeron tanto como algunos se complacieron en decirlo la distancia entre el mundo exterior y lo que lo reitera. Y la aceleración de los medios de comunicación, a pesar de su carácter extremo, no es un fenómeno enteramente nuevo: es por eso que la explosión de la prensa en el siglo XIX tuvo (como en el caso de la foto) un impacto tan grande sobre la definición del arte. Podemos así formular una equivalencia y ver lo que puede aclarar: de la misma manera que existieron el mundo, el diario y el poema o el texto como utopía del Libro, existen hoy el mundo, la televisión y el videoarte como marca de la utopía del arte. Siguen existiendo, también –interiores a la mutación de nuestro tiempo, de nuestra idea del tiempo–, dos tiempos. Y esos dos tiempos siguen siendo, en ambos casos, uno con respecto al otro, irreductibles y antagonistas. Tomemos, para mayor claridad, tres videos, todos americanos.5 Y en primer lugar, naturalmente, el que, por excelencia, vuelve atrás el tiempo instituido: el noticiero. En 1979, Doug Hall, Chip Lord y Jody Proctor se instalan en Amarillo, Texas, invitados por uno de los canales locales. “Su objetivo, en calidad de artistas” (dice el video): analizar, hacer la disección de lo que constituye la actualidad en ese contexto, mezclarse con los profesionales y compartir su experiencia. Pero para transformarla.

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Quedémonos (para simplificar las cosas) en esta cuestión del tiempo, del doble tiempo y los dos tipos de palabra que lo materializan. Ignoremos adrede la ley primera de la imagen electrónica, que permite construir un doble instantáneo y virtualmente infinito de la “realidad”. Ignoremos esos desafíos perversos de lo directo y de la vida que hacen del video uno de los instrumentos más seguros de nuestro sentimiento de disolución de la Historia. Olvidemos incluso los efectos de hiperrealidad que refluyen de la televisión sobre lo que resta del mundo sensible (reversiones-confusiones

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Pero podríamos tomar también, por ejemplo: Notes d’un magnétoscopeur, de Jean-Paul Fargier (1980), y Tout près de la frontière, de Danielle Jaeggi (1983, Francia); Passagiate Romane, de Caterina Borelli (1985, Italia); Der Riese, de Michael Klier (1983, RDA), etc.

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Mimándola, minándola por medio de transgresiones groseras y sutiles a la vez, pero infalibles en ese cuadro. Repeticiones, por ejemplo: ya sea que el procómplice (Don García) interrumpa a su álter ego, el artista presentador (Doug Hall), que tropieza con una palabra (apostolic), para enseñarle el buen ritmo, el tempo que corresponde a su papel (voz inverosímil, hipercodificada, de las News); ya sea que las tomas se repitan, como por gusto, revelando la arbitrariedad, la falsa naturalidad, la paranoia invisible del código. Pero se asiste, además, a variaciones muy libres. El reportaje se desliza hacia el poema, la ficción científica y la investigación experimental, con imágenes improbables, que se autonomizan, se paralizan, viran al blanco y negro. Eso es lo que permite una retrospección, provocada por el acontecimiento, sobre los doscientos cincuenta tornados que asolaron el estado de Texas entre 1951 y 1975. Todo el arte (discreto) de The Amarillo News Tapes consiste en mantener la realidad del noticiero y convertirla en irrealidad para demostrar a la vez lo que hay de demasiada y de poca realidad.

yúsculas rojas: “Un final - Más allá de todo lenguaje - Pues no hay ni pasado ni presente ni futuro - El lenguaje es la vitalidad ligada al tiempo - A los tiempos El mismo silencio es una forma de palabra como el blanco de los intervalos El espacio que existe entre los signos de escritura forma parte de la escritura, tanto como las mismas letras - La ruta es eterna, pero no puede prescindir del tiempo - La eternidad y el tiempo se enlazan continuamente, aunque constantemente separados solo por el ojo humano - Un principio”. El texto, extraído de Croire en l’esprit, es de Sang-Tan, un escritor zen del siglo II.

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Media Ecology Ads. Todo está en el título y la ejecución. Muntadas eligió la publicidad del concepto como transposición. En tres planos, tres movimientos. Fuse [Fundir]. Una línea clara cruza horizontalmente la pantalla oscura. Una llama, a la izquierda, se enciende y la consume. Cuando la llama, a la derecha, termina de consumir la línea (5’40’’ más tarde), la publicidad concluye. Hay un texto que desfila, durante ese tiempo, de derecha a izquierda, en letras ma-

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Los otros dos fragmentos, Timer [Reloj de arena] y Slow Down [Disminuir la velocidad] repiten esta estrategia: el primero, haciendo desfilar verticalmente, de un extremo al otro del reloj de arena, y mientras este se va vaciando, conceptos figurativos (al componerse letra por letra, son difíciles de leer); el segundo, variando la velocidad del desfile de las palabras (demasiado rápidas o 1

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demasiado lentas), paralelamente a la del agua que pasa por un tubo de vidrio y corre para terminar goteando (todo dura 14 minutos).

ensayos, Blanchot se preguntaba qué pasaría si llegara un día en que muriera el último escritor.7 Se escucharía no un gran silencio, sino, por el contrario, un murmullo incesante, un rumor, un ruido inevitable, obsesivo: una “voz extraña”. Muy cercana, agrega, a las voces de la autoridad y del dominio, del dictador; en definitiva, de la dictadura. El escritor es aquel que impone silencio a esa voz, acercándola como ningún otro y retrayéndola en sí misma. El artista de video podría ser aquel que impone silencio a la televisión. Como Viola con Reverse Television. ¿No trata acaso, literalmente, de hacernos escuchar silencio en el momento preciso en que la televisión dicta su voluntad con más fuerza? Como lo hace Muntadas al conceptualizar ese silencio mediante un cambio de la forma publicitaria. Como Doug Hall y sus comparsas al practicar un juego de ironía y de contrapunto con la estrategia de las News. El fantasma de los tres californianos es claro, por más irreal que sea y por modesta que sea su tentativa. Así como Dumas soñaba, en escala mayor, con ser el Diario, se trata de ocupar, en escala menor, en forma a la vez realista y lúdica, el lugar de las News. Imposible, evidentemente. Su video no fue difundido allí donde se suponía que debía dar cuenta de la actualidad. Pero sí tiempo después, en otro canal público (Channel 9, San Francisco); y no en el lugar de las noticias, sino después, para delimitar bien (y limitar) los efectos de desplazamiento. Los elementos más personales, y los menos paródicos, de The Amarillo News Tapes sirvieron como punto de partida a la reflexión-ficción de Doug Hall en torno de las nubes y los huracanes, en Prelude to the Tempest y en su último video, Storm and Stress. Como Viola, Muntadas hubiera querido que sus Media Ecology Ads ocuparan el lugar reservado a los espacios publicitarios en un canal público, o al menos interfirieran con ellos. En lugar de eso su video, difundido varias veces en Canadá, España y los Estados Unidos, siempre ha sido mostrado (de manera diferente según los contextos) en el marco de programas específicamente reservados al videoarte o a la imagen. Comprendemos el reflejo de la institución. Releamos el texto de Fuse. ¿Qué es ese tiempo sin principio ni fin, que transcurre pero que es reversible y donde el vacío cuenta tanto como lo lleno, el silencio tanto como el sonido? Es una imagen del lenguaje como cuerpo en expansión. Y una (re)figuración del tiempo como puro tiempo especulativo, que se acerca lo más posible al del flujo televisual para invertir su tempo, su mensaje y sus valores. “Estamos allí… viendo, creyendo (?), maravillándonos, especulando”.8

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Reverse Television, de Bill Viola, no es un verdadero video, sino el miembro fantasma de un proyecto inaceptable. Cuarenta y cuatro sujetos de entre 16 y 93 años, sentados frente a la cámara, en el lugar donde habitualmente miraban televisión, tenían que aparecer un minuto cada uno, en silencio, sin ser anunciados ni en modo alguno localizados, en un canal público (WGBH Boston), cada hora, durante varias semanas, entre los programas, en el espacio en que el canal realiza su publicidad interior. En lugar de eso, esos retratos fueron difundidos durante dos semanas (14-28 de noviembre de 1983), cinco veces por día, durante treinta segundos cada uno, y firmados Bill Viola.6

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¿En qué consiste el reverso de la televisión? No solo en su espectador que se vuelve visible, el contracampo de un campo omnipresente. Consiste también, y sobre todo, en el silencio que invade el propio campo. Una calidad de silencio cuya necesidad Viola –poco amigo de esos cambios inmediatos del medium, más concentrado que otros en el silencio de su propia obra– quiso marcar especialmente, de manera súbita y muy directa. En uno de sus más bellos 6

A partir de eso, Viola hizo un video, como testimonio de su proyecto: allí lo explica y nos muestra luego 15 segundos de cada uno de los 44 retratos.

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En Le Livre à venir, op. cit., inmediatamente antes de su comentario sobre Mallarmé, que cierra el libro.

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Robert C. Morgan, “On the Activity of Slowing Down or the Media Becomes the Media”, Exposición, Madrid, Fernando Vijande, 1985, p. 22 (a propósito de una instalación de Muntadas).

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Mallarmé decía, en el Coup de dés, “velando dudando avanzando brillando y meditando”.

Tal es el espectador al que se dirige Viola durante ese minuto de silencio improbable arrancado al rumor incesante de la televisión. Minuto, no lo olvidemos, que se supone anónimo. Como le gustaba a Mallarmé pensar el Libro “sin nombre de autor” para marcar bien el carácter absoluto y el fondo de utopía sobre el que se construye la obra personal. El espectador ideal al que apunta Reverse Television es entonces el de Hatsu Yume. Ese para quien la televisión se habría convertido en Hatsu Yume de Bill Viola. Esa meditación de 60 minutos sobre los conflictos de la oscuridad y la luz, sobre los ciclos del tiempo. Así, el hecho de ser una obra sobre el tiempo es lo que hace a Hatsu Yume simbólicamente imposible de asimilar para la televisión, aun cuando lo programe en sus márgenes. Al igual que el diario, la televisión como tal apunta a dominar el tiempo, a sustituirlo. Es decir, a ser el tiempo, en lugar de a afirmar, por diferencia, su presencia. Pero ¿cómo situar esa diferencia? Esta no se construye solo con respecto al tiempo de la vida que la televisión, sin decirlo, transforma y asimila; sino con respecto a la televisión misma, en la medida en que la televisión tiende a producir un tiempo homogeneizado que no admite (o muy poco, casi nada) la diferencia. Existen, fundamentalmente, solo dos maneras de ser de la televisión –aun cuando sus fórmulas, sus modas, sean cada vez más múltiples y variables, según los estatus, los países, los supuestos públicos, etc.–. O bien la televisión se somete a su propio flujo, vive su flujo como una ley incontrolable; o bien resiste al flujo. Por todos los medios posibles e imaginables. El campo sin contracampo de Godard es un ejemplo de ello. La aceleración-deformación del lenguaje en la obra de Gary Hill es otro. También lo es el tiempo desacelerado y cíclico, descompuesto-recompuesto, de Thierry Kuntzel. O la asociación de imágenes-ideas de Juan Downey… Por citar solo algunos. Ninguno de estos medios tiene en sí mismo un valor absoluto (aunque se tienda hoy históricamente a privilegiar la lentitud, ante la aceleración general del tiempo). Una de las grandes fuerzas de la televisión es también la de ser capaz de relativizar (más o menos rápidamente) tal o cual figura, reciclarla y apropiarse de ella nuevamente. Pero dicho proceso, permanente, es también, de hecho, limitado: como al diario, a la televisión le cuesta admitir lo que se vuelve contra ella, afirmando realmente la exigencia de otro tiempo. Una de

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las tareas de la crítica es justamente la constante evaluación de la relación de fuerzas entre lo que el flujo asimila y lo que se le resiste. Hay dos maneras de resistirse al flujo. Situándose en el interior, en la televisión como institución del flujo. O fuera de ella. Es curioso ver que casi todos aquellos que se resisten al flujo, de verdad, desde el interior, para poder hacerlo tienen que situarse también en el exterior. La instalación es, para la gran mayoría de los artistas del video, el lugar de esa resistencia. La instalación induce un espacio a la vez físico y virtual en el que el espectador se vuelve a apropiar, a su gusto, de los conceptos que toman a la institución de forma oblicua, abriendo el camino hacia una interacción tanto crítica como imaginaria. Pero esto concierne también, en galerías y museos, a la proyección de videos, arrancados al flujo y presentados a menudo en condiciones muy diferentes: por ejemplo, ¿por qué tanto Viola como Kuntzel quieren mostrar sus videos en la oscuridad, en las mismas condiciones del cine, si no es para preservar una cierta calidad del silencio? Una calidad comparable a lo que globalmente es, para Godard, el cine, si se lo opone como arte a la televisión. Esto también puede convertirse en el tema de un video, y ser mostrado en la televisión, cuando un canal (Channel 4) está decidido a correr el riesgo: es el caso de Soft and Hard. Existen así dos modos de concebir las relaciones del videoarte y la televisión. Estos se oponen, a pesar de todos los grados que van del uno a la otra en la realidad y de todas las eventuales mediaciones. Un signo particularmente claro de esta oposición es que, en cada caso, una palabra busca destruir o reducir a la otra, como si videoarte y televisión no pudieran coexistir lógicamente, fantasmáticamente. La primera de estas dos posiciones resiste a la televisión para (re)afirmar allí, aunque más no fuera sin ilusión, la necesidad del arte. La segunda, a la inversa, apunta a confundir, como pretendía Averty, videoarte y televisión. Por eso nunca aceptó la palabra “arte” ni la palabra “video”. Para él, solo existían la imagen electrónica y ese sueño, abortado: arrastrar consigo a toda la televisión. Aunque en términos diferentes (otro país, otro contexto, otra mentalidad), es también lo que implica John Sanborn cuando pide que desde ese momento se lo considere como un “TV-artist”.9 En todos lados, hoy en día está tomando forma el pedido de una televisión diferente, que seguiría siendo, sin embargo, la televisión.10 Esta posición, que 9

Entre otros, en ocasión de una presentación de su trabajo en el festival de Salsomaggiore (Italia), abril de 1985.

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Por ejemplo, muy recientemente, el texto, muy significativo, de Beverly Houston “Television and Video Text: A Crisis of Desire”, en Patti Podesta (ed.), Resolution, Lace, Los Angeles, 1986.

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pretende ser realista, adecuada a las necesidades de la época, es sostenida (más allá de que sus preconizadores lo sepan o no, y sean cuales fueren sus motivaciones) por una utopía bien específica: la utopía del fin del arte como utopía. Esto quiere decir esperar de la televisión una redefinición social del arte. Nada más y nada menos. Nos gustaría creer en esto, pero nos cuesta mucho. El encuentro del arte y la televisión se enfrenta a dos obstáculos. En primer lugar, evidentemente, la lógica de las ganancias, cuando las ganancias, a través de la publicidad, se vuelven la forma visible del tiempo. Esto convierte a la televisión comercial, la verdadera, la americana (o la italiana, o…), en imparable e insoportable, una vez que se agotan los recursos humorísticos (y lo hacen rápido, salvo que se transforme el humor en la delicadeza de una desesperación infinita). Y aun cuando se construya allí un arte (el arte publicitario). La lógica del gran número (incluso del más pequeño gran número) tiene efectos sordamente comparables en el canal o el cable: se hace cada vez más la publicidad, no de tal o cual producto, sino de los programas, del canal, y a través de ellos del flujo y de la institución misma. De manera que el medium no es más ese medium que el video intentaba ser, como en el programa pionero de Fred Barzyk en 1969 (The Medium Is the Medium): el medium que va hacia su esencia, su virtualidad, por provocación, juego, diferencia, exceso, expresión directa y sin compromiso de la voz de los artistas. El medium, muy a menudo, tiene la función de mensaje; la profecía de McLuhan se cumple, opuestamente al mito que pretendía mostrar, cuando la voz publicitaria y la voz de los programas tienden a reunirse, se justifican, se arrastran mutuamente (como en algunos programas más recientes donde se presentan obras de artistas).11 La televisión corre el riesgo, entonces, de volver a ser lo que quisiera dejar de ser: rumor, voz extraña, instancia de un tiempo homogéneo e indiferenciado. La televisión en sí, en su versión estadounidense, tendenciosamente universal, no se convertirá nunca en nuestra mitología. El cine norteamericano ha podido hacerlo, apuntando a las ganancias, porque circunscribió un espacio onírico propio, basado en una capacidad inmensa, pero delimitada, de ilusión (es por eso que el cine resiste a la televisión en sí mismo, y en la televisión misma, aun cuando está sometido a ella, destruido por la publicidad).

La televisión no es una lengua en mayor medida que lo es el cine. Pero tiene sobre el cine la superioridad (dudosa) de haberse transformado en ese lenguaje universal que el cine creyó ser y que en sus comienzos (en su versión idealista-revolucionaria soviética, por ejemplo) lo hizo soñar con ser una lengua. Por eso la televisión es más como una lengua de lo que jamás fue el cine. Tomó, históricamente, bajo los auspicios de la comunicación, la sucesión de los juegos de la lengua y de la palabra. Por eso puede ser, en una época en la que la utopía está muy debilitada, uno de los últimos refugios de utopía, y de utopías contradictorias. El romanticismo ha muerto. Ya nadie puede imaginar ser por sí solo, aun de manera semirreal, como Dumas, un diario o un canal de televisión. Pero la utopía del Libro sí ha sido bien reformulada (por un efecto de historia en bucle, sobre el que tendremos que volver, entre la Historia y la historia de las diferentes artes o los distintos medios de comunicación). Paik fue el primero en soñar con ello (su “Utopian Laser TV Station”, de la que nacerá Global Groove) y supo hacer visible ese sueño (Tricolor Video, con sus cuatrocientos monitores, vendría a ser su símbolo: “Terminal ilimitado de todas las imágenes del mundo. De todas las imágenes pasadas, presentes y futuras”).12 Si verdaderamente hemos entrado en el posmodernismo, el videoarte sería, pues, uno de los signos más vivos de un posmodernismo de la resistencia13: simplemente porque tiene la oportunidad (difícil) de tener realmente algo a lo cual resistir. Esto podría bastar para calificar todavía a una vanguardia: hagámoslo, en todo caso, en los márgenes del diálogo abierto entre Habermas y Peter Burger, para hacer del videoarte una variante aguda del modernismo.14 Mallarmé decía, de la utopía del Libro y de la diferencia de la época que abría: “con vistas a más tarde o a nunca”. Decía del Coup de dés: “sin presumir del futuro que saldrá de aquí –nada o casi un arte–”. Casi un arte solamente. El arte como tiempo de la separación y de la diferencia. Ya que el arte integrado a la sociedad, y que vive con ella un pacto “natural”, es “algo del pasado” (Hegel). A menos que suceda poco a poco esa cosa im-

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Por ejemplo, Alive From Off Center, producido desde 1985 por Melinda Ward para KTCA Minneapolis: a una famosa presentadora de los medios norteamericanos se le pidió que vinculara las obras, para hacer que se deslizaran mejor, si podemos decirlo así, y quedaran, en consecuencia (la elección de las obras también invita a ello), en la vibración de la voz publicitaria.

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Jean-Paul Fargier, “Un drapeau en moins”, Nam June Paik, Tricolor Video, Centro Georges Pompidou, 1982. Recordaremos también el sueño expresado tantas veces por Godard (y perseguido, bajo su forma más manifiestamente utópico-política, hasta en Mozambique) de que le confiaran la dirección de un canal de televisión. 13 Reivindicado por Hal Foster en H. Foster (ed.), The Anti-Aesthetics, Essays on Postmodern Culture, Bay Press, Washington, 1983 (trad. esp. La posmodernidad, México, ColofónKairós, 1988). 14

Ver New German Critique, nº 22, 1981.

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probable (es la otra utopía, que ni siquiera tiene nombre): que la televisión pueda reinventar ese pacto bajo una forma nueva. 1986.

Bill Viola, Reverse Television, 1983.

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Francesco Guardi, Gondole sulla laguna (laguna grigia), 1790.

Roland Barthes hubiera apreciado este libro.1 Porque habla de Proust, el escritor al cual finalmente Barthes habrá estado más cercano. Porque habla de la fotografía, cuya idea lo persiguió constantemente. Pero sobre todo porque, refiriéndose a Proust y a la fotografía, Jean-François Chevrier trata cuestiones de alguna manera internas a los procedimientos de Barthes, aunque más no fuera porque su libro busca establecer entre la imagen y el escrito un vínculo que Barthes siempre ha rechazado, pero cuya existencia y riesgo siempre percibió. Jean-François Chevrier nos propone una ficción: En busca del tiempo perdido relataría tanto una vocación de fotógrafo como una vocación de escritor. La obra proustiana se convertiría entonces en un modelo para los fotógrafos contemporáneos, a los que incitaría a una especie de conciencia superior de su arte, en lo que este tiene de incierto y de frágil (Chevrier se sitúa allí, aclaremos, del otro lado de Barthes, o de la mirada de Barthes; del lado de la foto por hacer más que de la foto hecha, y así, más ligado a la creación que a la lectura). Esto encamina su ensayo por dos vías entre las cuales decidió mantener un equilibrio difícil, en función de los siete postulados que según él definen el imaginario fotográfico (mirar, registrar, inscribir, reproducir, imitar, revelar, imaginar). Por un lado, se trata de volver a trazar la génesis del movimiento (real y metafórico a la vez) que, en la obra, vincula a Proust y al narrador con la fotografía; por el otro, el autor alimenta constantemente esta vocación ficticia que trata de construir recurriendo a la experiencia de los verdaderos fotógrafos (la imagen contribuye a ello, como en todos los volúmenes de la colección Écrit sur l’image, aquí a través de dos series de fotos consideradas como ejemplares, de Pierre de Fenoyl y Holger Trülzsch). Proust, y esto se manifiesta de manera brillante, vivió la fascinación de la fotografía. Como muchos de sus contemporáneos, escritores y pintores, antes 1

Jean-François Chevrier, Proust et la photographie, Cahiers du cinéma, Éditions de l’Étoile, col. “Écrit sur l’image”, 1982.

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que él (Baudelaire, Balzac, Delacroix), conscientes de que se trataba de uno de los grandes temas del siglo. Pero él estuvo más próximo a dicho arte que cualquiera de ellos, porque apostó como nadie lo hizo su vida y su capacidad de escribir a una relación entre memoria y mirada: lo que en un sentido constituye el objeto propio de la fotografía. Por esta misma razón, Proust rechaza la fotografía. Su carácter mecánico es lo que la hace, en primer lugar, inexacta (Chevrier cita este famoso ejemplo: el narrador llega por sorpresa a casa de su abuela y no la reconoce, “por un instante”: “Lo que se produjo mecánicamente en mis ojos cuando vi a mi abuela fue una fotografía”).2 Luego, la foto, aun siendo parecida, siempre lo es de manera superficial, su mismo parecido es superficial: la fotografía es un simulacro. En el mejor de los casos, un recuerdo, con lo que ello implica de añoranza y de separación (esta vez es la verdadera foto de la abuela tomada por Saint-Loup, a través de la cual Marcel es incapaz de encontrar la presencia real de la muerta).3 En definitiva, “nada de proustiano en una fotografía”, dice Barthes, resumiendo así en una palabra4 el recorrido complejo que Chevrier traza después de Proust entre “recuerdo” y “memoria involuntaria”. El recuerdo es irrelevante, nada tiene de verdaderamente presente. No es más que la descomposición del pasado. La foto, por naturaleza, es esa descomposición; atenta contra el olvido de donde surge la revelación de la memoria involuntaria. Solo esta, nacida de la casualidad, de la disponibilidad, metamorfosea el pasado en presente y los hace encontrarse en la escritura, que tendrá como meta basar ese logro en la duración. Sin embargo, ese movimiento debe mucho a la fotografía de la que intenta separarse. A tal punto que no es exagerado decir que la fotografía vendría a ser el negativo de la revelación proustiana. Lo es primeramente de manera empírica: Chevrier subraya así en qué medida las “instantáneas de la memoria” (de las que la fotografía constituye una especie de esencia) contribuyen, tanto como los datos de la observación, a la formación de la memoria involuntaria. En este sentido, hizo un descubrimiento sorprendente: unos apuntes redactados por Proust destinados a En busca del tiempo perdido muestran que es a partir de una foto del baptisterio de San Marcos como descubre la famosa “desigualdad de las baldosas” que su ficción sitúa más tarde en el patio del hotel de Guermantes. Proust prefiere a lo visual, demasiado ligado según él a la inteligencia y a la memoria involuntaria, efectos táctiles y auditivos, más aptos para precipitar los verdaderos retornos al pasado. Pero la imagen está allí,

agazapada en la oscuridad, de donde está pronta a salir. Esto explica por qué, más profundamente, el proceso fotográfico (registro y revelación) metaforiza también, y en muchos casos, el proceso de escritura. Como si fuera por la propia química, o alquimia, que uno pasa de un orden a otro: como si la escritura, al condensar los dos tiempos de la operación fotográfica, y conservar sobre todo los rastros que conducen de uno a otro, se transformara ella también en una foto-grafía. Finalmente, Chevrier muestra bien hasta qué punto el rechazo de la fotografía, así como su presencia frecuente, se deben en Proust a una obsesión por “la imagen única”. La misma que en el baptisterio de San Marcos, bajo la forma inmutable de un mosaico, representa para él a su madre: “el ícono de un amor único” es la imagen cuya carencia representa toda fotografía, pero debería o podría ser un índice tangible.5 Tal como la fotografía del Jardín de Invierno, que representa para Barthes “la ciencia imposible del ser único”. Aquella a partir de la cual escribe, porque no la muestra. Igual que Blanchot, en El espacio literario, liga la escritura, de manera más abstracta y general, a la “fascinación de la imagen”, refiere también él esta fascinación a la Madre, y la concentra en la mirada del niño.6 La vocación del fotógrafo, que para Chevrier se encuentra en En busca del tiempo perdido, realiza así una suerte de utopía de la fotografía. Es una tentativa de fundarla como arte, es decir, de conferirle el alcance de una obra de imaginación, sin ignorar sin embargo hasta qué punto su naturaleza la obliga, como dice Barthes, a ser ante todo “una magia”. Allí donde para él la foto divide, irremediablemente, al que la mira, Chevrier intenta, con su ficción, que es de esta manera una propuesta, encontrar en la fotografía real algo del poder del que está dotada la imagen en cuanto ausencia (en Proust, como en Blanchot o en Barthes). Esto implica apartar la foto de lo instantáneo (que sin duda se

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Pléiade (ed. 1954), II, pp. 140-141.

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Ibid., II, pp. 758-759.

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Roland Barthes, La Chambre claire, Cahiers du cinéma - Gallimard - Seuil, 1980, p. 129 (trad. esp. La cámara lúcida, Barcelona, G. Gili, 1982).

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“Para mí ha llegado un tiempo en que, cuando me acuerdo del baptisterio, ante las aguas del Jordán donde San Juan sumerge a Cristo, mientras la góndola nos esperaba frente a la Piazzetta, no me es indiferente que en esa fresca penumbra, a mi lado, haya estado una mujer vestida de luto con el fervor respetuoso y entusiasta de la mujer de edad que suele verse en Venecia en la Santa Úrsula de Carpaccio, ni que esa mujer de mejillas rosadas, ojos tristes, con sus velos negros, y que nada podrá hacer salir jamás para mí de este santuario apenas iluminado de San Marcos donde estoy seguro de encontrarla porque ella tiene allí su lugar reservado e inmutable como un mosaico, sea mi madre” (Chevrier, op. cit., p. 108, Marcel Proust, À la recherche du temps perdu, Gallimard, La Pléiade, III, 1954, p. 646; trad. esp. En busca del tiempo perdido, Madrid, Alianza Editorial, 1998). 6

“Es porque el niño está fascinado, porque la madre es fascinante, y es por eso también que todas las impresiones de los primeros años tienen algo de fijo que se debe a la fascinación” (Maurice Blanchot, L’Espace littéraire, Gallimard, 1955, p. 24; trad. esp. El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992).

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convirtió en su ley más fuerte), o descubrir en lo instantáneo una profundidad que nunca tendría por sí solo. Una fina oposición recorre así este libro, entre Doisneau y Depardon: el primero, al apuntar claramente a “la autentificación de lo imaginario”, lo que las fotografías del segundo no alcanzan realmente a obtener, a pesar de sus esfuerzos. Así Chevrier piensa que hoy es posible lo que él llama un retorno al siglo XIX: en el mismo sentido en que Baudelaire, en nombre de la imaginación, no aceptaba ser engañado por la fotografía. Esto es lo que tratan de testimoniar, como contrapunto, las fotografías de Pierre Fenoyl y Holger Trülzsch, en el correr de esas páginas donde ese razonamiento y ese deseo se entrelazan. Y es allí donde algo cambia en este libro, curiosamente, esclareciendo un obstáculo propio de la fotografía. Esas imágenes (bellas, poderosas, por otra parte; la cuestión no está allí) solo parecen adquirir toda la fuerza que Chevrier les confiere a través de lo que él dice de ellas: juegan el juego de Proust porque el autor me habla de ellas y porque, en la página que miro, esas imágenes están llamadas a llenar un vacío, del que ellas son la señal. En resumen, son proyectivas; y no solo una por una (sometidas a los juegos azarosos y crueles del studium y del punctum), sino de forma global, como soporte de un discurso. La situación extrema de estas fotos, tomadas así como testigos, recuerda hasta qué punto la fotografía se nutre de palabras (títulos, leyendas, comentarios, confidencias, charlas, exégesis, deseos de teoría). De esta forma, busca escapar ya sea a un uso demasiado simple de la estética, ya a la banalización que acecha a cualquier imagen; responde sobre todo a la amenaza (que pesa sobre toda foto) de materializar lo que Barthes llama al final de La cámara lúcida “el despertar de la intratable realidad”. Ahora bien, ¿qué producen todas esas palabras en las fotos que ellas acompañan? Las dotan de un punto de vista (que desdobla el que la foto muestra); proveen de indicios (biográficos, estéticos, morales, etc.) que a menudo la foto no da; organizan vínculos entre las fotos de las secuencias; las dotan de un movimiento, de una especie de doble profundidad de campo; las temporalizan, como para escapar de ese tiempo muerto e invertido en el que Barthes percibe el “noema” de la fotografía. En una palabra, las ponen en escena. Casi tengo ganas de escribir: las animan. Es tiempo de decirlo: al leer ese libro, estuve tentado también de imaginar que relataba una vocación que Proust no cuenta. ¿Y si, más que una vocación de fotógrafo, fuera una vocación de cineasta la que transmite En busca del tiempo perdido? ¿Y si la fotografía, arte ligero (no digo: menor) y a la vez fenómeno inmenso, estuviera en condiciones de enseñarnos de este modo algo esencial sobre el cine? ¿Y si en ese movimiento incesante por el que buscamos constantemente animar su terrible fijeza el cine pudiera pensar en desacelerar el suyo?

Sabemos que Proust ha condenado el cine más claramente aún que la fotografía. El cine suprime esa relación única entre sensación y recuerdo que forma la “realidad”, y que la escritura tiene por objeto eternizar.7 El cine es intratable. “Y nada podía detener su lenta cabalgata”: así nos recuerda el narrador, en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido, los efectos de su linterna mágica.8 Y allí está lo que Barthes siempre reprochó al cine, oponiéndolo a la foto: su histeria, su voracidad, su falta de pensividad (esto es lo que lo conducía al placer del fotograma). Es imposible detener la máquina y vivir en ella. Por supuesto que esto no es totalmente cierto. Existen en todos los grandes cineastas, desde siempre, en el cine de ficción, tiempos de detención durante los cuales la fascinación fílmica, de repente, parece volverse sobre sí misma para producir efectos (más o menos visibles) de contemplación y de pensamiento. Pero el desfile de imágenes sigue siendo lo más fuerte mientras no tratemos realmente de detenerlo. Hubo, así, en algunos de aquellos que desde hace algunos años han querido “analizar films”, no tanto una pretensión de verdad (aun cuando haya sido real) sino un deseo de experimentar. El trabajo vinculado al congelado de la imagen crea efectivamente las condiciones de otro tiempo: inventa (en el mismo momento en el que el trabajo se realiza; no hablo de los textos que nacen de allí: únicamente los de Thierry Kuntzel se han aproximado a esta experiencia) las condiciones de una lectura, suscita un espacio favorable para las asociaciones a la vez libres y controladas; en definitiva, desplaza la histeria del cine produciendo lo que podemos llamar, plagiando a Hugo, un espectador pensativo. Diría, en este sentido, que allí hay una actividad proustiana; y no se trata, evidentemente, de una casualidad si todo un sector del cine que hoy en día se busca a sí mismo va en el mismo sentido, desarrollando una pasión por la imagen fija y por la fijeza (de la que el cine mudo ha dado –pero ya como en otro tiempo– los más bellos ejemplos. Proustiano, con respecto al cine, implica (de manera demasiado general, pero para fijar un marco) dos cosas. Primeramente, desplazar el régimen de enunciación que es el de la ficción clásica (y toda verdadera ficción, en el cine, es sin duda despiadadamente clásica, por moderna que sea según otros conceptos: se forma, en cuanto contamos una historia como si fuera lo más

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“Lo que llamamos realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos rodean simultáneamente –relación suprimida por una simple visión cinematográfica, que se aleja así tanto más de lo verdadero cuanto que pretende limitarse a él–, relación única que el escritor debe encontrar en él para coordinar para siempre en su frase los dos términos diferentes” (Marcel Proust, À la recherche du temps perdu, op. cit., p. 889).

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Ibid., I, p. 10.

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natural del mundo, una suerte de capa ideal, un segundo film que satura el espacio entre el ojo y la pantalla; ser proustiano es eliminar este film, no aceptar su ilusión). Eso implica seguidamente atacar la materia de la imagen, su inclinación irrefrenable a lo natural, y su consentimiento mecánico al dispositivo (hay varias maneras de hacerlo, pero la voz –las palabras, el texto– es sin duda uno de los accesos privilegiados: al tocar la imagen por su exterior, la altera y la reconstruye, modificando su enunciación). Finalmente, ese desplazamiento está ligado, por supuesto, a las condiciones de la lectura. Supone la ruptura (al menos virtual) del pacto tan bien designado por la palabra proyección. Mallarmé decía, para calificar el nuevo juego posibilitado por la aparición del verso libre: “modular a su antojo”. Proyectar a su antojo es casi leer a su ritmo (y dar una de las respuestas posibles al “aburrimiento” y a la duración “excesiva” de los films, a través de los cuales un nuevo cine se busca a sí mismo). También significa, singularmente, acercar el nuevo cine a la fotografía (considerando como logrado el manejo generalizado de todas las relaciones entre las palabras y las imágenes). Nunca han estado tan ligados: volviendo a trabajar sus diferencias, que son quizá irreductibles, pero menos de lo que hubiéramos pensado; y moviéndose juntos, sobre todo, con respecto a la “realidad”, para sostener una misma utopía. Esto es lo que me dicen (a mí; otros tal vez harían una elección distinta), a través de Proust, Godard, Snow, Syberberg, Marker, Duras (o también, a través del video, que retoma el tema a su manera, Fieschi y Kuntzel). 1982.

Hollis Frampton, Nostalgia, 1971.

EL ESPECTADOR PENSATIVO

Alfred Hitchcock, Shadow of a Doubt, 1943.

De un lado, el movimiento, el presente, la presencia. Del otro, la inmovilidad, el pasado, una cierta ausencia. De un lado, el consentimiento de la ilusión; del otro, una búsqueda de alucinación. De un lado, una imagen que huye pero nos atrapa en su huida; del otro, una imagen que se da plenamente, pero cuyo todo me despoja. De un lado, un tiempo que duplica la vida; del otro, un retorno del tiempo que termina tropezándose con la muerte. Tal es la línea divisoria trazada por Barthes entre cine y fotografía. El espectador de cine, ese ocioso, es un ser apurado. Sigue un film que a veces puede parecerle demasiado lento, pero que seguramente se vuelve demasiado rápido si trata de detenerse en él. “¿Es que acaso en el cine añado algo a la imagen? – No lo creo; no me deja tiempo: ante la pantalla no soy libre de cerrar los ojos; si no, al abrirlos otra vez no volvería a encontrar la misma imagen”.1 A la inversa, ante una fotografía, uno siempre cerrará más o menos los ojos: el tiempo (teóricamente infinito, y que sobre todo podemos repetir) de producir el “suplemento” gracias al cual el que observa la imagen logra situarse en ella. ¿Qué sucede cuando el espectador de cine encuentra la fotografía? Al principio se vuelve un objeto entre otros; como todo lo que participa en el film, la foto es tomada en su desfile de imágenes. Sin embargo, la presencia de la foto en una pantalla produce un desconcierto muy particular. Sin dejar de continuar a su ritmo, el film parece fijarse, suspenderse, creando en el espectador un retroceso que va acompañado de un aumento de la fascinación. Este efecto muestra que el poder de la fotografía, inmenso, se mantiene en una situación en la que ella no es realmente ella misma. El cine, que reproduce todo, reproduce también el dominio que la fotografía ejerce sobre nosotros. Pero en ese movimiento, algo le sucede al cine. Tomemos como ejemplo Letter from an Unknown Woman (Max Ophüls, 1948, con Louis Jourdan y Joan Fontaine). El poder del cine se manifiesta 1

Roland Barthes, La Chambre claire, op. cit., pp. 89-90.

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allí al máximo: construido sobre un flashback (el pretexto es una carta que el protagonista recibe al comienzo de la primera secuencia), el film nos trae así al presente momentos del pasado. El flashback se repite constantemente: vemos al protagonista que lee la carta de la mujer desconocida (en realidad olvidada); pero es sobre todo la voz en off de la carta la que vincula unas con otras la mayoría de las escenas. Más o menos en la mitad del film, el protagonista se entera de que esa mujer a quien él abandonó luego de una noche de amor dio a luz a un niño, cuyo padre es él; el protagonista mira, en primer plano, con una lupa, unas fotos que acompañan la carta: tres fotos, que la imagen muestra al espectador. Primero, en un óvalo, un niño de alrededor de un año, de frente, con los ojos muy abiertos. Luego, el niño más crecido, con su madre, en la barquilla de un globo aerostático. Finalmente, de nuevo el niño solo, ya casi adolescente. ¿Para qué sirven esas fotos? Para la historia, por supuesto. A partir de la secuencia siguiente, encontramos a la protagonista y a su hijo en una escena de la vida cotidiana; las fotos hacen de bisagra entre las dos grandes partes del relato; expresan el paso del tiempo. Sin embargo, esas fotos parecen también resistir al tiempo. Y no solamente, como podríamos pensar, porque lo simbolizan. De hecho, las fotos abren otro tiempo: un pasado del pasado. Un tiempo segundo y diferente. De esta forma, fijan por un instante el tiempo del film; al arrancarnos a su desarrollo, nos sitúan con respecto a él. Y esto por tres razones. Primeramente, la fijeza repentina de la imagen. No tiene nada que ver con la de tantos planos en los que objetos inanimados esperan el paso del hombre. Esta fijeza es contraria al movimiento del film, que exige que las figuras se muevan. En segundo lugar, esas imágenes nos miran (la primera sobre todo) desde el fondo del tiempo perdido de la infancia (el tiempo de la foto por excelencia), con esa mirada a cámara que entonces no se veía nunca (o casi nunca) en el cine. Finalmente, el protagonista, ante esas imágenes, es la prueba fehaciente de la fascinación fotográfica. En cuanto personaje, estamos tentados de decir que él agrega algo a la imagen (aun cuando el film no insista en ello): lo que estas fotos demuestran lo conmueve; a partir de lo que revelan, queda petrificado. Yo, que me identifico con él, también me quedo petrificado. Pero no de la misma manera. En la ilusión fílmica se produce una división: al mismo tiempo que la historia me transporta (con la participación de la foto), entro en contacto directo con la foto. Esto no quiere decir que el film me permita agregar algo a la imagen en sí, como sucedería con una foto (de todas maneras, no me deja tiempo). Pero el contacto de la foto da, en cambio, el tiempo, precioso, de agregar algo al film. Y esto de modo inesperado: por sustracción. La foto me sustrae a la ficción del cine, aun cuando ella participe en esa ficción y hasta la acreciente. Creando una distancia, otro tiempo, la

foto me permite pensar en el cine. Entendamos: pensar que estoy en el cine, pensar el cine, pensar estando en el cine. En definitiva, la presencia de la foto me permite ubicar más libremente lo que veo. Me ayuda (un poco) a cerrar los ojos dejándolos abiertos. La única foto de Shadow of a Doubt (Hitchcock, 1943) crea este mismo efecto. En este caso, es el diálogo el que lo propaga, como una onda de choque.2 En este film, la foto está en el corazón del sistema simbólico, ella concentra su energía, su sentido: nos remontamos al origen, al traumatismo que (todo lo sugiere) transformó al niño juicioso en psicópata. Pero pensamos también (aquí igualmente tomando distancia) como el tío Charlie puede hacerlo al tener en sus manos ese marco varias veces encuadrado en el cuadro: pensamos en la infancia que nos miró por un instante. Y el efecto-foto se propaga, desde allí (pero eso nos lleva hacia otro lado), al cuerpo del protagonista: el tío Charlie, cuyo rostro, en primer plano a la izquierda, se inmoviliza poco a poco, contrastando así con las dos mujeres que se agitan detrás de él; hasta que esa cara, alrededor de la cual pivota la cámara, no es más que un rostro de piedra. El efecto de la voz es tan fuerte, en esa relación con la foto, que el film puede a veces prescindir de la misma imagen. En Fanny (Pagnol, 1932), Marius, de vuelta en su tierra, cuenta a su antigua novia cómo, después de una ausencia 2

El diálogo comienza en el momento en que Emma Newton, la hermana del tío Charlie, le pide que lo fotografíen en el marco de una encuesta sobre la familia americana (disimulando la investigación llevada a cabo por la policía). Charlie Newton (su hija) está enamorada de su tío Charlie, cuyo comportamiento la pone un poco incómoda. “Charlie: Él tomaría tu foto y la conservaríamos. Tío Charlie: Me niego a ser fotografiado, nunca fui fotografiado en toda mi vida y no quiero serlo. Emma: No digas eso. Yo tenía una foto tuya y se la di a Charlie. Tío Charlie: No existe ninguna foto mía. Emma: Olvidaste esta. Charlie, tráela. Tío Charlie: Yo sé que nunca fui fotografiado. (Charlie sale, vuelve con la foto, se la da. Él la mira.) Charlie: ‘Calle Burnham Nº 6’. Emma: Fue tomada el mismo día en que sufriste tu accidente de bicicleta. Charlie: ¡Qué lindo eras! Emma: ¡Y tan tranquilo! Siempre leyendo. Papá nunca tendría que haberte comprado esa bicicleta. (A Charlie) Derrapó en la escarcha, y se fue contra un tranvía. Creímos que moriría. Charlie: ¡Por suerte que no fue así! Emma: Tuvo una fractura de cráneo. Y lo cuidamos durante tanto tiempo… Una vez que se curó, no había forma de retenerlo, después de ese reposo forzado. Ya no leía tanto. Esta foto es del día de su accidente. Cuando recibimos la foto en casa, mamá lloró. Temía que ya no volviera a ser el mismo”.

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demasiado larga, le resultaba imposible recordar su imagen. Evoca, como algo intolerable, la “oscuridad” que le ocultaba su rostro. Por eso se decidió a escribir a Fanny para pedirle una foto. Apresada entre esa pantalla negra y la foto que la reemplaza, la escena entre los amantes vira un instante y nos hace sentir un temblor particular: el cine atrapado por la fotografía. Los films que toman la foto como tema (o al menos como pieza maestra de su dispositivo) no hacen más que propagar el efecto de esos instantes en los que sirve de soporte pasajero. El Blow up de Antonioni, film prínceps. O esa película poco conocida de Rossellini, La macchina ammazzacattivi [La máquina matamalvados, 1947]. O Beyond a Reasonable Doubt [Más allá de la duda, 1956], de Fritz Lang. O el final de L’Amour en fuite [El amor en fuga, 1979], de Truffaut. En esos films, por un lado, el espectador es literalmente atrapado por la foto usada como ficción. Pasado el primer shock, entra jubilosamente en las trampas que la foto permite tender (triunfo de la foto-prueba, indicio, etc., aun cuando conserve su valor de símbolo o de fetiche). Lejos de detener el tiempo del film, la foto se convierte en su instrumento: ella precipita, regula el suspenso. Veamos Call Northside 777, de Hathaway (1948). Desde que el periodista ( James Stewart) comprende que la foto de prensa que utiliza para su investigación encierra, tal vez, la prueba buscada (una fecha en el título de primera plana de un diario), el suspenso implacable del film clásico se pone en marcha. Nada lo detiene; salvo, en el curso del proceso fotográfico en sí (se agranda la foto 100 veces, luego 140), los momentos (aquí demasiado breves) en que la materialidad de la foto se manifiesta. Pero, por otro lado, desde que la ficción-foto es suficientemente trabajada, se tiene la impresión de seguir una ficción desdoblada. Para ello se necesitan directores fuertes, lo bastante perversos. Lang, Rossellini. En Beyond a Reasonable Doubt, con el pretexto de un debate sobre la pena de muerte (siempre se corre el riesgo de condenar a un inocente), se toman fotos como piezas probatorias para que el protagonista pueda acusarse sin riesgo de un crimen del que en realidad es culpable. Las fotos se destruyen en un accidente en el momento en que van a ser adjuntadas al expediente del proceso.Tanto antes como después del accidente, aparecen obsesivamente en el film, creando una especie de doble fondo. La foto, reluciendo en la memoria, juega con la verdad del cine. Rossellini, por su parte, desarrolla una parábola fabulosa: hechizado por un diablo de opereta, un fotógrafo de pueblo descubre que él mata al sujeto representado en una foto cada vez que la vuelve a fotografiar. El sujeto muere literalmente, por una detención de imagen, ya que es inmovilizado en la pose de la foto. La operación se repite, in crescendo, hasta la liberación del hechizo (y al final del film). Más netamente aún que en la película de Lang (preocupado sobre todo por la verdad engañosa de las apariencias), el cine, aquí, está pensado a partir

de la fotografía. Allí donde la foto detiene el tiempo y mata lo que ella ve, el film produce la ilusión de la vida y nos hace acompañar su movimiento. Pero así se aclara desde el interior, por la sucesión de esos pequeños crímenes de ficción. Pensemos en cualquier film en el que el cine se representa a sí mismo: no se produce esta inquietante extrañeza. Cuando el film se mira, no se ve nunca de soslayo, como lo hace a través de la foto. En el otro extremo, la foto se convierte en el soporte material del film. En su totalidad o por fragmentos bastante significativos para hacer efecto por ellos mismos (como la bella secuencia de ampliación en Blade Runner, de Ridley Scott, 1983). En esos films se produce una inversión. La inmovilidad se transforma allí en el principio (de ahí la ironía, y la fuerza, del famoso plano de La Jetée, de Chris Marker (1963): el ojo que se entreabre, única vibración de un mundo fijo). Es por eso que la movilidad de la cámara suple a menudo la fijeza de la imagen. Pero esa inversión es de todas maneras mucho más limitada de lo que allí parece, pues no es el movimiento lo que define más profundamente al cine (Peter Wollen tuvo razón, recientemente, en recordarlo3), sino el tiempo. El encadenamiento, el desfile de las imágenes en el tiempo (un tiempo sobre el que el espectador no tiene ninguna influencia). La música y la voz en off concuerdan de maravillas en los films compuestos de fotos. No es solo porque ellas los animan; es sobre todo porque sus respectivos desfiles tienen en común el movimiento del tiempo, y esos movimientos se refuerzan el uno al otro. ¿Cuál es la diferencia, a partir de entonces, en esos films en los que la materia de la foto se convierte en la ficción del cine? Simplemente esta: su fijeza relativa suaviza “la histeria” del film. Ese es el secreto de su seducción (para quien es sensible a ella). Se piensa con una acrecentada intensidad en lo que el film evoca al mismo tiempo que uno se incorpora a su deslizamiento. En esa ligera digresión, también se puede pensar en el cine. La presencia de la foto, diversa, difusa, ambigua, produce de esta manera el efecto de despegar (aun de manera ínfima) al espectador de la imagen. Aunque más no fuera por el suplemento de fascinación que ella ejerce. Arranca al espectador de esa fuerza poco precisa pero dominadora: el término medio imaginario del cine. La foto no es la única que permite ese despegue. En el cine de relato (dejemos de lado la cuestión del cine llamado experimental), lo que se denomina “la puesta en escena” produce, por diferentes medios, efectos de suspensión, de detención, de retorno de la ficción, gracias a los cuales el espectador adquiere la facultad (que no es evidente) de pensar lo que ve. Seguramente es por esto que se reconocen los verdaderos autores y los grandes films. La foto transformada en cine no es siempre el más fuerte de esos medios. 3

Peter Wollen, “Feu et glace”, Photographies, nº 4, marzo de 1984.

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Ni, sobre todo, el más frecuente (aun cuando su frecuencia es asombrosa). Pero, en cambio, es el más visible. Y el único que persiste cuando uno decide detener el film. Gracias a su brillo material, único. Y aquí tocamos el punto, fascinante, a partir del cual quizá podríamos formular mejor (desde el punto de vista de una teoría de la imagen, hoy en día) la relación entre cine y fotografía. No bien detenemos el film, comenzamos a encontrar el momento para añadir algo a la imagen. Pensamos de modo diferente el film, el cine. Nos encaminamos hacia el fotograma. Que constituye, él mismo, un paso más hacia la foto. En el film detenido (o en el fotograma), la presencia de la foto resplandece, mientras los otros medios de los que se sirve la puesta en escena para trabajar a destiempo se volatilizan. La foto se convierte, así, en una detención en la detención; entre ella y el film del que surge, siempre, inextricablemente, se mezclan dos tiempos, pero nunca se confunden. En esto, la foto tiene un privilegio sobre todos los efectos gracias a los cuales el espectador de cine, ese espectador apurado, se vuelve también un espectador pensativo. 1984. Max Ophüls, Letter from an Unknown Woman, 1948.

Chris Marker, La Jetée, 1963.

Fritz Lang, Beyond a Reasonable Doubt, 1956.

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Willam Klein, La Plage de Saint-Torin, 1956.

Hay magia en la imagen movida, en el borroneado.“Yo tiemblo (eso tiembla), infinito incesante que se estremece”.1 Cuando la foto decide integrar el rastro del movimiento visible, darle su lugar en la toma y la composición, cede a una fuerza ambigua. Existe, por un lado, esa parte salvaje, elemental, que arrastra al fotógrafo ante lo “real” que él eligió, para favorecer allí lo imprevisible, lo que sería artificial e inútil querer reducir a la pureza, en definitiva imaginaria, de la instantánea y de sus líneas claras, demasiado claras, que harían pensar en una visión translúcida de la vida. Pero, por otro lado, nada es menos natural que esas líneas temblorosas, esos espesores, esos empastes por los cuales la imagen se dota, en todo o en parte, de una vida segunda, irreductible a la simple mirada, a lo inmediato de la visión. La imagen movida, que parece la impulsión misma, es también una de las maneras más seguras que tiene la fotografía para designarse como artificio, para desearse como arte. En esto, la imagen movida es comparable a lo desenfocado. Después de haber sido durante mucho tiempo la extraordinaria aura fantasmal en la que varias generaciones han reconocido sobre todo el precio a pagar para que la fotografía existiera y para que todo lo preexistente pudiera someterse a ella, lo desenfocado se convirtió, a menudo, en la práctica moderna y contemporánea –en la que, por lo general, se hace de él un uso relativo y parcial–, en un índice de lo real y lo inmediato, una especie de garante moral de la instantánea. Prueba su carácter de suceso y de evidencia, confirma al fotógrafo en su posición de testigo, ligado al instante que pasa, a sus accidentes posibles. Pero el fuera de foco permite también ver mejor o, más bien, ver de otra manera lo que es claro; se convierte así en el instrumento de una investigación que puede llegar hasta a informar lo esencial de la foto y firmarla diferenciándola –como antes hacían los pictorialistas al elegir, ante el uso cada vez más frecuente de la instantánea, el fuera de foco generalizado como signo manifiesto de una afirmación de arte–. 1

Henri Michaux, “Pensées”, en Plume, Gallimard, 1963, p. 88 (trad. esp. La noche se agita y Plume, precedido de Lejano interior, Barcelona, Círculo de Lectores, 1994).

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Si lo desenfocado, la imagen movida, son testigos entonces a la vez de una parte de primitivismo y de lo que hay quizás en la foto de más artificial, es porque el ojo, en estado corriente, ni ve realmente borroso ni menos aún conserva inscrito en él el rastro materializado de un movimiento. Mientras que el objetivo, ese ojo falso, puede hacerlo, y puede más que eso, según las condiciones en las que se decide utilizarlo. Será entonces algo más profundo que el ojo, del que sin embargo depende todo, lo que lo borroso pone en evidencia y marca, en el fotógrafo y en aquellos que son sensibles a ello. Es el ojo como cuerpo, el ojo haciendo cuerpo con su paisaje, el ojo-cuerpo con su paisaje, el ojo-cuerpo, ese del que habla Merleau-Ponty en sus últimos escritos y que invoca Deleuze, inspirado por Bergson, en sus libros sobre el cine. El ojo del espíritu moldeado en su materia. Tomemos, por ejemplo, a Hervé Rabot, sus paisajes de gran formato que parecen replegados sobre sí mismos, recorridos por un estremecimiento que desborda la parte sólida del objeto para extenuarse en un linde espectral, una especie de doble. Para lograr ese efecto, que a veces llega hasta lo abstracto, sin dejar de ser sensorial, Rabot delimita físicamente paisajes (aquí el fondo de un estanque en Bretaña, rocas) y calca los instantes de la toma sobre sus desplazamientos (saltos, recorridos, etc.). “Filma” con velocidades lentas de manera de tener para la misma imagen varios tiempos de exposición; utiliza rollos de doce tomas destinadas a cercar la imagen única que presintió cada vez. Vemos allí que el cuerpo no delega en el ojo su poder interior (en verdad no lo hace nunca, aun en los retratos más fijos); por el contrario, trata de exteriorizarlo directamente captando una analogía figurada por el movimiento que se inscribe en la imagen. Así proceden más o menos los jóvenes fotógrafos que, desde hace unos años, desarrollan cada uno su estrategia basada esencialmente en el alargamiento del tiempo de exposición con el fin de crear una relación, que ellos esperan resulte novedosa, entre su aparato, su cuerpo y su objeto. A menudo, el movimiento es literalmente creado, como en el caso de Rabot, o de Didier Morin, que aguarda pacientemente del ritmo de su respiración un impulso que se transmite al paisaje a través del gran aparato de placas que coloca sobre su vientre. O el caso de Ève Morcrette, que hace girar su cámara para imprimir a sus motivos una vibración circular. Puede suceder que el movimiento del cuerpo encuentre un relevo, como, por ejemplo, en las fotos de Eric Hartmann, construidas a partir del paso de un tren. O que el cuerpo ceda a un frío cálculo, como en las fotosíntesis de Krzysztof Pruszkowski y de Yves Lavalette, en las que el movimiento nace de la superposición de un número equis de tomas que dividen el tiempo de exposición. Con más frecuencia, se tratará de trabajar un movimiento preexistente, ya sea en lo real, como se dice, ya sea creado según las

necesidades de la puesta en escena. Y aun allí, uno puede captarlo manteniéndose exterior a él, para mostrarlo y situarlo por contraste, o puede incorporarse a él desde el interior para amoldarse a sus modulaciones. Tendríamos entonces, en los dos extremos, las presencias masivas de cuerpos o de objetos que surgen en un cuadro definido (caballo, escoba de Steve Murez), o las construccionesdisoluciones de rostros y cuerpos reunidos en un espacio indefinido (Martien Van Beeck, Didier de Nayer). Pero sean cuales fueren el pretexto y el resultado final, se trata siempre de una irrupción de lo que la instantánea esconde, de la fijación en la imagen de un movimiento que supone una especie de resonar interno y, si no un encuentro, al menos una fricción entre el cuerpo-mirada y la realidad que aparece, en un estremecimiento. William Klein, gran iniciador de la imagen movida, da la fórmula más clara cuando dice que el gesto de fotografiar es para él “un momento de trance”.2 Lo que supone esa agitación, más o menos material y mental, del cuerpo que busca aplicarse directamente a la imagen, a pesar de todas las astucias técnicas. Pero ¿por qué la imagen movida, de repente; por qué esa obsesión del movimiento inscrito (aun cuando los efectos de movido y de borroneado han hecho siempre apariciones sintomáticas en la historia de la fotografía, como si hubiera sido necesario verificar, puntualmente, que existía allí una dimensión consustancial, un dato de la casualidad que se podía aceptar, una situación que se podía provocar)? Recordemos primeramente que Klein fue pintor antes de ser fotógrafo, y que se convirtió en cineasta casi inmediatamente después de la aparición de su primer gran álbum. Que “poco tiempo antes, al salir del taller de Fernand Léger, había realizado un álbum de imágenes haciendo mover en cámara oscura […] diversos triángulos, círculos y cuadrados sobre el papel fotográfico”.3 Y que en la breve nota biográfica con la que se presenta, Klein se pregunta, en 1954: “A ejemplo de Moholy-Nagy y Kepes, ¿por qué no hacer foto figurativa paralelamente a la pintura abstracta?”. Dos veces ya, en su historia, la foto se ha determinado explícitamente con respecto al movimiento como tal. Una primera vez con Muybridge, Marey, etc., por un celo científico, para descomponerlo. Una segunda vez, y después de ellos, pero con un fin artístico, para componerlo: es toda la aventura de los hermanos Bragaglia y de su fotodinamismo, construyendo sistemáticamente, en los márgenes del futurismo, una imagen movida (esencialmente en sucesión) para conferir a la foto los poderes de abstracción y la profundidad material de la pintura. De modo más general, una de las dimensiones de la vanguardia en 2 Citado por Christian Caujolle, “Le témoin et le hasard”, William Klein, C.N.P., col. “Photo-Poche”, 1985. 3

Christian Caujolle, ibid.

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el primer tercio del siglo (dadaísmo, surrealismo, constructivismo) es la búsqueda de una superación de fronteras entre pintura, foto y cine. Con la carga de utopía, política, social, espiritual, que conocemos: se destaca allí la figura demasiado secreta de Moholy-Nagy, con su profecía del “cinetismo”, nombre que él da a sus ensayos de fotografía (“fotogramas”) y los tres términos asociados de su libro: Malerei, Photographie, Film. Parece que cuando la fotografía se abandona por tercera vez de modo explícito a la pasión del movimiento, con Klein y los fotógrafos que (curiosamente, años más tarde) se sitúan hoy más o menos en la línea que él abrió, el problema no es tanto descomponer el movimiento ni componerlo, sino más bien impresionarlo. Dejarlo impresionarse, dejarse impresionar por él. Sin un fin utópico y sin demasiadas conjunciones teóricas, pero con una pasión pragmática que encuentra en las condiciones del arte contemporáneo una incitación favorable a nuevas mezclas. En la conciencia crítica del posmodernismo existe al menos esto de positivo: las confrontaciones, las comunicaciones se establecen a partir de ellas mismas entre las diferentes artes, y la ironía generalizada que supuestamente cada uno manifiesta con respecto a los gestos que lo precedieron confiere una libertad en definitiva positiva cuando no es caricatural, una especie de frescura en los efectos de recuperación que no son simplemente reductibles a un reciclaje cultural. Por ejemplo, en esas fotos de las que digo que se dejan impresionar por los movimientos de lo real (o lo real del movimiento), es fácil reconocer que L’Arbre en bordure de la Seine, de Yves Lavalette, evoca la textura de las más impresionistas entre las telas impresionistas, justamente. O que los primeros planos del rostro de Martien van Beeck nos recuerdan inmediatamente los derrapes atormentados de Francis Bacon. O también que tal imagen de Thierry Blandino (un retrato de mujer dividido de modo espectral para hacer que aparezcan una serie de señales mezcladas) está muy cerca de ciertas composiciones de los Bragaglia en su diálogo con la pintura.4 O que otra foto de aquel sugiere, concentradas en uno de sus motivos (un saxofón dividido por los rayos de luz) las estratificaciones móviles de Duchamp en su Desnudo bajando una escalera (que encontramos también en una imagen de Bruno Vereyken). Estas referencias (existen seguramente muchas otras que se me escapan) son útiles para sugerirnos que la foto, más que buscar competir con la pintura, puede encontrar, descubrir, a su manera, algo de lo que ya ha hecho la pintura, para intentar abrirse a lo que todavía no ha realmente logrado.

Lo que me gusta, en esas imágenes “movidas”, o más bien lo que me interesa (estoy lejos de que me gusten todas, y muy pocas me conmueven realmente), es que restituyen a la foto las aventuras de la línea y la profundidad, que inducen una duración, más allá de la captación de la mirada y de la inversión del tiempo, que no se encierran en la fuerza a la vez indeterminada e intransitiva ligada a las figuras mudas, tan pregnantes en las grandes fotografías. No es que las fotos “movidas” hablen, pero su silencio es quizá menos puro, o menos entero. Menos loco, diría Barthes, ya que la imagen movida lleva manifiestamente la foto hacia el arte, aunque sea para hacer surgir un fondo salvaje.5 De hecho, la imagen movida, con el fin de obtener su propia expresividad, capta la parte de drama que supone toda representación figurada, aun la de las cosas. Para hacerlo, se parte de ese grado cero de la imagen movida: el estremecimiento. Tal como aparece, por ejemplo, en una foto de Klein, Candy Store (1955). Ante un muro compuesto de cuadrados blancos y negros, semicubierto de publicidades, un niño agachado, otro de pie en un encuadre de medio cuerpo.6 La foto está trabajada de tal manera que la sombra de los cuadrados negros desborda sobre los blancos, se propaga en ellos, los anima, se difunde sobre la imagen aspirada en una especie de torbellino. Un efecto como este acentúa, concentra, desarrolla el estremecimiento invisible que recorre, en mayor o menor grado, todas las verdaderas fotografías y forma, en el interior mismo del tiempo captado e inmovilizado, una fina película de tiempo en estado puro. La imagen movida concentra, a su vez, un estremecimiento como el que capta Klein, entre móvil e inmóvil, y ofrece a la percepción tiempo visible, es decir, una duración. Tiene, tendencialmente, dos formas de hacerlo. Una conduce más bien hacia la pintura, la otra más hacia el cine –aunque estas distinciones se vuelven cada vez más difíciles de sostener cuando la pintura experimenta de lleno la fascinación de la foto tanto como la del cine (todas las formas de hiperrealismo), cuando la foto se mezcla directamente con la pintura complaciéndose en pervertir sus posiciones respectivas (toda una parte del trabajo reciente de Duane Michals), y cuando el cine, que a su vez se ha adentrado en una crisis de relato y de representación, experimenta el ascendiente moral y formal de la pintura, sin olvidar jamás de señalar, dando todos los rodeos posibles, la connivencia que lo liga a la fotografía. El camino que conduce a la foto hacia la pintura tiende a tomar dos vías. O el efecto de movido se extiende al conjunto de la imagen y afecta cada motivo, como lo hace la pincelada cuando capta en el cuadro un fragmento homogéneo de representación (como es el caso de las fotos de Rabot, Lavalette,

4 Como A Turning Face, 1911, en Van Deren Coke, The Painter and the Photograph, University of New Mexico Press, 1972, p. 166, o Le Salut, 1911, y Un pas en avant, 1928, en Giovanni Lista, Photographie futuriste, pp. 39 y 20, musée d’Art moderne de la Ville de Paris, 1981.

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La Chambre claire, op. cit., pp. 180-181.

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William Klein, op. cit., foto nº 9.

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Morin, Guillermin, y de todos aquellos que trabajan principalmente el paisaje), o bien el efecto queda circunscrito a una parte del motivo –pero en ese caso un motivo abstraído de todo contexto–; y allí encontramos otra tradición de la pintura (como en los retratos baconianos de Martien van Beeck, o los de Didier de Nayer). En ambos casos, es la calidad de analogía de la imagen fotográfica (o mejor dicho: su cantidad de analogía) la que es afectada de manera más o menos viva: ese movimiento dota de un código fuerte al “mensaje sin código” que vendría a ser la foto en estado bruto,7 y la acerca, pues, a la pintura. Pero en cuanto la imagen movida, circunscrita, fragmentaria, ya no hace más que combinarse, en una representación de conjunto, con elementos que permanecen totalmente sometidos al poder de la analogía fotográfica, en cuanto es circunscrita, fragmentaria, en una proporción variable, pero de todos modos limitada a una parte bien reconocible de la imagen, es hacia el cine hacia donde uno tiende con una evidencia irrefutable, aun cuando esa relación sea más enigmática. Allí también una antigua (y magnífica) foto de Klein nos indica el camino.8 Una playa, una multitud sentada, la mitad de frente y la mitad de espaldas, algunos volviéndose para ver al fotógrafo. Más cerca, y hasta en primer plano, algunos niños. Y tres puntos de imagen movida, en tres cuerpos, a la izquierda, a la derecha, en el centro; tres puntos diferentes, en intensidad y en homogeneidad. Nos encontramos ante la imagen movida en estado naciente, y sentimos realmente cómo el tiempo propio de la instantánea, en cuanto choca con esa materia heterogénea que surge de su ordenamiento realista, se pliega, se dilata se desfleca; resumiendo, se desdobla sobre sí mismo, no ya con la regularidad o el efecto puntual que experimentamos ante las fotos que van hacia la pintura, sino creando una sensación de vértigo, como si por ese (esos) contraste(s) se abriera un abismo en la imagen que hace temblequear la escena captada por cada uno de sus dos bordes inconciliables (encontramos efectos similares en las fotos de moda de Klein, y en Jacques Penom, Bruce Gilden, Eric Hartmann, Claude Caroly, Jim Bengston). Allí también habría que afinar el análisis, dependiendo de que el corte entre los dos bordes sea completo, claro, o, por el contrario, procure transiciones que acrecienten la extrañeza más que atenuarla; según que la imagen movida, el borroneado, se concentre en un punto o constituya un fondo. (Por ejemplo, la estación, en una foto de Hartmann, que temblequea imperceptiblemente por sus tres lados a partir de un primer plano central y de un punto de fuga netos; el efecto de agujero, de soplido, de aspiración del espacio producido por los cuerpos, en

Penom y Caroly; la doble escena, de frente nítido y fondo movido, en Gilden, con ese sorprendente sombrero desdoblado sobre uno de los personajes, a la izquierda, que produce una interpenetración parcial pero conmovedora de los dos espacios disociados; y algunas de las fotos de las series de Klein tomadas entre bastidores, en las casas de los grandes modistos: de tanto multiplicarse de manera casi impalpable, los puntos movidos terminan por constituir, aunque discontinuos, una verdadera trama, mezclando íntimamente el efecto-cine y el efecto-pintura).9 Me podrán decir: “¿Por qué el cine?”. No se trata de una verdadera equivalencia material, como sucede con la pintura, sino más bien de una incidencia mental. Se debe, por un lado, a la capacidad de dramatización que afecta a estas imágenes, en la medida en que hay relato, es decir, tiempo, que parece dispuesto a desarrollarse entre sus partes desglosadas (en las fotos de Caroly, por ejemplo, el personaje distorsionado en el espacio parece portador de un drama, evidentemente virtual, pero que enseguida pensamos en alimentar, aunque más no sea para percibir que se reabsorbe en la distorsión de la imagen). Pero creo que este efecto-cine se debe igualmente a la manera en que el film se fractura no bien se lo manipula, se lo desacelera, se lo detiene, se lo desglosa a su vez en fotogramas y en fotos; en una palabra, se interrumpe el desfile de las imágenes para someterlo a operaciones que fragmentan su homogeneidad material e imaginaria. Recordemos hasta qué punto estas operaciones se han vuelto cada vez más integradas a los propios films, internas a su desarrollo. Aunque más no sea por la manera en que la foto, como soporte físico y como instancia narrativa, obsesiona cada vez más al cine, al haber sido siempre su objeto de fuga (por ejemplo, el film emblemático L’Image, de Feyder: la fotomujer como búsqueda y vagabundeo). En definitiva, así como la foto se anima al desbaratar sus apariencias de inmovilidad, también el cine se interrumpe y se congela para reflejar sus cambios de condición. Nos preguntábamos antes: ¿por qué existe la imagen movida a partir de Klein, y por qué hoy en día se insiste tanto en ella? No es por casualidad que podemos datar de la misma época (primero en los años 50, y de modo intenso desde hace una década) esa nueva manera que tiene el cine de torcer el cuello

7 Roland Barthes, “Le message photographique”, Communications, nº 1, 1961, p. 128 (trad. esp. “El mensaje fotográfico”, en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, Paidós, 1986). 8

William Klein, op. cit., foto nº 46.

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Pero evidentemente no es tan simple. El efecto de temblequeo generalizado que se extiende sobre el conjunto de una foto de Hartmann (árboles y paisaje) evoca a la vez el tipo de imagen “temblorosa” que encontramos en los films daneses primitivos y en los de Stiller, en algunas películas de la vanguardia francesa de los años 20 (Delluc, y Epstein sobre todo) y en los cuadros de Turner. En cuanto a los efectos de movido limitados, nos recuerdan, aun cuando no sean figurativamente significantes, la presencia inquietante de la anamorfosis en pintura.

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para mirarse, y de transformarse integrando los datos aparentemente más contarios a su naturaleza de espectáculo ilusorio fundado en la continuidad y la transparencia del movimiento (el desarrollo, hasta el exceso y la fatiga, de la detención de la imagen es uno de sus principales signos). En cuanto a la foto, o más bien entre foto y cine, la mejor respuesta sería, una vez más, la de Klein, al elegir para su gran retrospectiva de 1982, en Beaubourg, proyectar sus fotos en tres pantallas, en la oscuridad, en lugar de colgarlas de las paredes. O, en su reciente exposición en el Palais de Tokyo, al imaginar un dispositivo en espiral, de tal modo que cada una de sus inmensas fotos podía aparecer como el fotograma de un film continuo, con la serie de la moda (toda en movido-borroneado) perturbando la mirada como lo hace el punto de movido en toda foto. Finalmente, no podemos olvidar hasta qué punto la imagen-video, por su principio mismo de un tiempo instantáneamente reproducido y que vuelve visible un redoblamiento de espacios, así como una cualidad de remanencia tendiente a conservar el rastro del objeto durante los desplazamientos del cuerpo o de la cámara (lo que muestra de la mejor manera posible la utilización de la paluche, la minicámara de Aaton, en los videos de Jean-André Fieschi o de Thierry Kuntzel), acrecienta vertiginosamente el carácter de doble fantasmal de la representación; la imagen-video contribuye así al desarrollo de la relación de incertidumbre entre el movimiento y lo inmóvil (como entre lo nítido y lo borroso), que es hoy, sin ninguna duda, el rasgo dominante de una metamorfosis de la imagen entre cuyos signos se encuentra el efecto de movido fotográfico. En el bello texto de Alain Bergala que contiene el comentario de Correspondance new-yorkaise, de Raymond Depardon, aquel distingue dos tipos (a la vez históricos y estructurales) de fotografías y de fotógrafos: el que cree en la realidad y hace de la foto un arte de la presencia (llamémoslo fenomenólogo), y el que solo cree en lo real como imposible y no hace más que fijar la ausencia (llamémoslo lacaniano).10 El fotógrafo del efecto de movido, de borroneado, de lo desenfocado, no encarna realmente una tercera especie, pero la sugiere en la medida en que tiene la singularidad de encontrase por principio en las dos posiciones a la vez, casi independientemente de sus tendencias personales. Ya sea por un compromiso físico en la toma o (y) por una atención particular al movimiento en la elaboración de su trabajo, el fotógrafo capta, a través del efecto de movido, una materia, más que una forma de creer con ello agregarse por pura transparencia o figurar como ausente. Existe en su gesto una consistencia que lo lleva a creer, si no en lo real, al menos en algo

real, el flujo de tiempo marcado por el efecto de movido, la distancia material introducida en la capa translúcida de la imagen fotográfica. Siguiendo los términos de Barthes (en La cámara lúcida), se podría decir que el pasaje del efecto de movido busca especificar un punctum que ya no estaría solo abierto a la pulsión aleatoria del que mira las imágenes, sino un punctum regulado, a pesar de la parte de azar que entra en su concepción. La imagen movida no dice: yo soy la realidad, en la que hay que creer; tampoco dice: soy la falta de realidad. Propone una realidad inmediatamente duplicada por una distancia con respecto a ella misma: un signo reconstruido, un signo de arte que trata de expresar una pulsión del cuerpo que se inscribe en el tiempo que se volvió visible. Tal es la magia del efecto de movido: captar un efecto de lo real, sin tomarlo nunca como la realidad. En uno de sus capítulos más inspirados, titulado “Tratado de las ciencias ocultas”(en El primo Pons), Balzac emite la siguiente opinión: “Si alguien hubiera ido a decir a Napoleón que un edificio y que un hombre son representados incesantemente y a todas horas por una imagen en la atmósfera, que todos los objetos existentes poseen un espectro captable, perceptible, habría alojado a ese hombre en Charenton* […] Y eso es, sin embargo, lo que Daguerre probó con su descubrimiento”.11 El siglo XIX, que creía en los espíritus, creyó en ese doble espectral; la novedad inaudita de la fotografía se había convertido en su garante. Y podía hacerlo tanto más cuanto que el pasaje de los fantasmas parecía materializado en las mismas imágenes, sobre las que la extensión de los tiempos de exposición hacía descender una luz densa, recorrida por una suerte de vibración intermitente que actuaba como movimiento imposible de delimitar, y que vendría a ser la forma irremplazable del estremecimiento. Tan pronto como la instantánea permitió fijar el movimiento, los espectros desaparecieron de la imagen. Reaparecerían bajo una forma laica: a través del efecto de movido, de borroneado o de desenfocado, la fotografía sigue pagando la deuda del fantasma que debe a sus orígenes, y que trata así de saldar, a riesgo de parecer a veces como algo forzado. “A falta de aura, al menos desparramar sus efluvios”.12 1987.

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N. de la T.: asilo de alienados situado en la ciudad de Charenton-le-Pont, cerca de París, actualmente convertido en hospital psiquiátrico.

11 Honoré de Balzac, Le Cousin Pons, Folio, Gallimard, 1973, p. 146 (trad. esp. El primo Pons, Valencia Pre-Textos, 1999). 10

Les Absences du photographe, Libération/Éditions de l’Étoile, col. “Écrit sur l’image”, 1981, en particular pp. 46-52.

12

Henri Michaux, “Mouvement”, en Face aux verrous, Gallimard, 1967, p. 19 (trad. esp. Frente a los cerrojos, Valencia , Pre-Textos, 2000).

Bruce Gilden, New York, 1983. Didier de Nayer, Claire, 1983.

Jim Bengston, Slow Motion, 1997.

Eric Hartmann, The Train Journey…

LA DURACIÓNCRISTAL La secuencia, en la fotografía, es la distorsión más natural, y a la vez más extraña, infligida a su supuesta esencia. Natural porque, después de todo, un rollo de película con sus 6, 12 o 36 exposiciones es siempre una especie de secuencia programada. Klein, nuevamente él, lo sabe bien cuando decide barrer sus planchas de contactos con una cámara falsamente desenvuelta para mostrarnos la diferencia entre una mala secuencia, aquella que no es trabajada y presenta solamente una sucesión de aproximaciones, y una verdadera foto (Contacts, 13’, 1983). En este sentido la foto, que en un comienzo era única, cuando no existían los rollos sino solo las placas, vuelve constantemente a su esencia (al mismo tiempo histórica y metafísica) cada vez que deja de lado la posibilidad de varias tomas de un mismo acontecimiento, para centrarse en una sola imagen. Klein, otra vez él, maneja esta paradoja dibujando para su última exposición un gigantesco círculo cerrado de imágenes que se asimila tanto más a un film cuanto que está dividido en series de 2, 3 o 4 imágenes tomadas en un mismo lugar y ligadas por una unidad de acontecimiento, a falta de relaciones más fuertes de forma o de relato. De lo cual deducimos claramente que, despedazada entre la representación del film como secuencia virtualmente infinita y la búsqueda del instante único, la idea de secuencia fotográfica no es una idea clara. Esta podría ser la razón por la cual, después de haber estado relativamente poco presente a lo largo de la ya extensa historia de la fotografía (salvo en el momento en que esta se conjuga con la prehistoria del cine), la secuencia suscita hoy en día más interés, ya que estamos en un tiempo que debe su fuerza a la confusión, a la disgregación de las especificidades, si bien estas aún están garantizadas (es el caso entre foto y cine) por diferencias reales entre las condiciones técnicas. La secuencia de movimiento presenta primeramente el interés de obligar a la secuencia a explicar mejor lo que ella es: una serie de imágenes en relación, y que solo tienen interés en serlo si esa relación es fuerte. Tomemos la secuencia histórica de Kertész. Seis imágenes: un caballo en el suelo, delante de una carreta;

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le sacan sus arneses; cuando se pone en pie, vuelven a colocárselos. Kertész no puso su interés en el movimiento propiamente dicho (la caída y el momento en que el caballo se levanta), probablemente para evitar el efecto MareyMuybridge. Su secuencia, realista, no está por ello menos cerca de una muestra de fotogramas sobre un instante virtual de film: un film de un interés relativo, que quita por sí mismo a la escena la virtud de la instantánea, el instante realmente único, sin ofrecer en contrapartida ningún principio formal o funcional que justifique su desglose. La secuencia-foto, que no es justamente el film, que por lo tanto nunca tiene realmente tiempo para ella, solo soporta la excepción plástica, como sería una secuencia de imágenes movidas (las fotos de escaleras de Jacques Penom se le parecen, pero no representan un mismo movimiento, contrariamente a lo que hace Duane Michals con el retrato de Warhol, en tres imágenes); o la excepción dramática (pero allí se necesita el drama limitado de las emociones lógicas, en cuyo arte Michals es un maestro). La secuencia de movimiento debe ser elíptica, intermitente, es decir, debe marcar fases que procuren otro tanto de grandes vacíos en los que la imaginación se precipite y trabaje, a la vez con respecto a un antes y a un después, contrariamente a lo que sucede con la foto aislada, que no es más que un instante dilatado, o tiempo vuelto hacia la nostalgia y la muerte. Barthes señalaba que “la fotografía solitaria es muy raramente (es decir, muy difícilmente) cómica”, porque lo cómico necesita movimiento, porque “la secuencia (y solo la secuencia) da a leer algo cómico, que surge, según un procedimiento muy conocido, de la repetición y de la variación de las actitudes.1 Y es cierto que la secuencia de movimiento tiende por sí misma a ser graciosa, lo vemos tanto en un Ton Huijbers como en Michals. Graciosa de dos maneras. A causa de la fuerza intrínseca de la idea, por supuesto, que se concentra en general sobre todo en la última imagen, más o menos sorprendente, programando casi sin esfuerzo alguno una vuelta atrás, a través de las imágenes anteriores (por ejemplo, en Rencontre fortuite, de Michals, donde el efecto es muy discreto, la vuelta atrás que concentra de repente en el segundo personaje, en la sexta imagen, el punto de vista o, más bien, el punto de mira hasta entonces reservado al primero, y nos invita a comprobar cómo eso fue posible, es decir, a comprender que no existe desde el comienzo ningún cambio de encuadre y que allí se encuentra lo que da su eficacia a esta puesta en dobles). Pero lo gracioso, o mejor dicho lo divertido, en la secuencia, resulta más sutilmente del efecto de las distancias en el movimiento de una imagen a otra, del ritmo a la vez intelectual y físico del sacudón impuesto a los cuerpos. Existe así un efecto Keaton en Michals, no tanto por un cierto acercamiento a la continuidad del cine, sino porque Keaton ha sabido jugar como nadie con los

efectos de discontinuidad corporal, tanto de un plano al otro como en el interior del plano. La secuencia obtiene su fuerza mágica, su ritmo tan único y tan difícil de delimitar, gracias a su capacidad de suscitar tiempo puramente virtual entre sus fases, tiempo que no tiende ni hacia la ilusión ni realmente hacia la duración, sino más bien hacia la abstracción lógica de los ciclos y de las metamorfosis (lo que Deleuze llama “los cristales del tiempo”).2 Pero la secuencia de movimiento puede también integrar la duración en sí misma en el desarrollo del tiempo lógico, y nunca resulta tan bella como cuando lo logra. Y lo que lo permite es el efecto de movido. Lo vemos aparecer en estado bruto en el retrato de Warhol, que no cuenta ninguna historia, salvo la invasión pura de la instantánea por la sucesión de imágenes movidas. Se lo ve llegar como Death Comes to the Old Lady, en un paradójico momento de vida. Observen cómo, en la cuarta imagen, el hombre que se deja ver al final del pasillo en la segunda se transforma de repente en una sombra que se funde en el decorado porque se produce un acontecimiento, o está por producirse. Y cómo ese acontecimiento, al comunicarse por medio de la imagen movida, cambia de cuerpo, arrancando a la anciana inmóvil de su asiento, en un movimiento cuya supuesta causa nunca sabríamos si el título no lo indicara, como a contrario de lo que se ve, ya que, si “la muerte llega a la anciana”, nosotros tenemos la impresión de que es la condición en la cual la vida llega a la fotografía. Como para hacer honor en todo sentido al hermoso título de Blanchot, L’Arrêt de mort. “Si Duane Michals apeló tantas veces a las secuencias, no es porque vea en ellas una forma capaz de reconciliar lo instantáneo de la fotografía con la continuidad del tiempo para contar una historia. Es más bien para mostrar, por medio de la fotografía, que si bien el tiempo y la experiencia juegan siempre juntos, no pertenecen al mismo mundo. Y el tiempo bien puede aportar sus cambios, el envejecimiento, la muerte, pero el pensamiento-emoción es más fuerte que él; este pensamiento, y solo él, puede dejar ver sus invisibles arrugas”.3 1987.

2

Gilles Deleuze, L’Image-temps, Éditions de Minuit, 1986, pp. 92-128 (trad. esp. La imagen-tiempo, Barcelona, Paidós, 1987). Deleuze resume así la concepción: “Un régimen cristalino, que es el de la imagen-tiempo, procede por cortes irracionales y sólo tiene reencadenamientos, y reemplaza el modelo de lo verdadero por el poder de lo falso como devenir” (“Sur le régime cristallin”, Hors-cadre, 4, 1986, pp. 44-45). 3

1

“Le message photographique”, op. cit., p. 133.

Michel Foucault, “La pensée, l’émotion”, prefacio del catálogo de la retrospectiva Duane Michals, musée d’Art moderne de la Ville de Paris, 1982, p. VII.

“YO MISMO SOY UNA IMAGEN”1

Jean-Luc Godard, Sauve qui peut (la vie), 1979.

La novedad fundamental de Sauve qui peut (la vie) (iniciada a lo largo de France Tour Détour Deux Enfants) se debe al desplazamiento sufrido por el cine. Primer verdadero final de la maldición analógica, de la reproducción regulada del movimiento. Más allá de la pura, demasiado pura división de las ficciones experimentales, la verdad atenta, veinticuatro veces por segundo, contra su principio, se destruye ella misma, se recompone un cuerpo nacido de la descomposición, compone una ficción, distinta y hasta incierta, no porque dude sobre el camino a seguir, sino porque ese camino bordea constantemente el abismo de una desnaturalización espontánea de la ilusión mecanizada del movimiento. Bastan diecinueve derrapes orquestados de la imagen (a veces muy cerca uno del otro, formando casi series cortas) para hacer diferente esta ficción. Desde la primera serie de planos de Denise en bicicleta (pero “plano” se vuelve impropio: el deslizamiento hacia la pintura se opera por una redistribución quizá desde ahora imposible de deshacer entre plano y fotograma) hasta el cuerpo de Paul que cae contra el guardabarros del auto por seguir con la vista a Cécile que se aleja con su madre. Para recordar –salvo error que se debería a lo demasiado natural de esas rupturas, que un día serán sin duda imposibles de detallar, al confundirse totalmente en un ser nuevo de la imagen–: Denise en bicicleta en la carretera de montaña - los jugadores de hormuss en la cancha durante el diálogo entre Denise y Piaget - Denise que se va, después de su diálogo con Piaget en la cancha - las manos de Piaget que manejan los caracteres de imprenta - por segunda vez Denise en bicicleta - la mujer golpeada por los dos motociclistas en el andén de la estación - Cécile en la cancha con su pelota - el abrazo de Paul y Denise ante el edificio de la televisión - autos que avanzan, de noche (después de la comida de Paul con Cécile y su madre) - el movimiento de 1

Godard, “Propos rompus”, Cahiers du cinéma, nº 316, octubre de 1980, p. 15.

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Paul hacia Isabelle, en la fila de espera, en la puerta del cine - de nuevo autos (durante el tiempo ficticio de esa misma noche en la que Paul se acuesta con Isabelle) - Isabelle atrapada por los proxenetas que la golpean - en la calle, el encuentro de un hombre y una mujer (mientras Isabelle ofrece sus servicios al señor Personne) - en el cuarto de hotel, Isabelle que se da vuelta, luego Isabelle y el paisaje, cuando muestra su trasero a Personne - Isabelle en auto, de noche - el abrazo/agresión entre Paul y Denise en el departamento - Paul ve a Cécile y su madre, corre hacia ellas, luego se retira y cae golpeándose contra un auto que parte. Las ondas de choque de la imagen de ese cuerpo que se desploma son llevadas por unas palabras, la voz de Paul que se desvanece o muere o se torna inmemorial, doblemente ficticia, dándole sentido a la ficción: “Un poco tontamente me puse a pensar… no me estoy muriendo… mi vida no desfiló ante mis ojos… no me estoy muriendo… puesto que no he visto nada…”. nada visto, en ese instante en que nosotros vemos demasiado, en que los bordes de la pantalla parecen hacer implosión bajo la vibración de los espacios-tiempo interiores al desfile de imágenes desposeído de su dominio. Es cuando “yo” está (estoy) muriéndose que las imágenes desfilan, de modo distinto, como un film condensado de la vida imposible, como la posibilidad que se le pide al cine de reinventar la vida. (Paul) Godard debe morir en la imagen para que ( Jean-Luc) Godard renazca para el cine. Privilegio acordado, mendigado al arte, como último recurso. El arte pensado una vez más con respecto a la muerte, la transmutación de la muerte conjurada en una forma nueva. Pero desbaratando la ilusión propia de las religiones del arte. El cine muere a sí mismo, y se metamorfosea echando por tierra el último refugio que lo identificaba con el realismo de la representación: fin de “el cine es la vida”, garantizado por la naturalidad del movimiento; rechazo del desde ahora demasiado simple “esto es cine” (el cine no es la vida), coartada inversa de lo natural construida sobre el código del movimiento; recurso a un “Sálvese quien pueda (la vida)”, trabajando la imagen animada a partir de su muerte, allí donde todo recomienza, entre el cine y la fotografía, la “verdadera vida”, reconciliando a los hermanos enemigos. “Caín y Abel. Cine y video”, el cine que siempre recomienza. “(Existo más como imágenes que como ser real, ya que mi única vida consiste en hacerlas. Y cuando digo que el cine es más importante que la vida, es de cierta manera lo que mis allegados han llegado a reprocharme: no te interesas por la comida, el deporte… Y yo respondo: me interesa filmar la comida y es importante para mí. Y como hay algo en la vida que pasa por allí, pues soy otro representante de la vida. Es una vida que no existe. Cuando Rimbaud dice: ‘la verdadera vida está en otra parte’, no es solo una palabra, ese ‘en otra

parte’ es también la buena vida. El cine está en los medios de comunicación, está en ese ‘también’)”. Pero esa muerte es igualmente, de manera destacada, la de un hombre: el protagonista (o lo que queda de él). La fuerza del film de Godard, su efecto violento y masivo, es haber hecho cruzar (entre otras cosas, pero principalmente) esa lucha entre las imágenes con la lucha entre los sexos. Ante ese vértigo final de instantes paralizados como una eternidad en movimiento, la voz de su ex mujer sustituye a la de Paul que se eclipsa: “¿Qué miras? Eso ya no nos concierne. Vamos, ¿vienes, Cécile?”. Y Cécile se va, sin padre, hacia la vida donde las imágenes, como por sí mismas, se componen descomponiéndose: en la ruta, por ejemplo, por donde Denise avanza, sin hombre, ya sin ningún Paul, como impulsada por la fuerza de sus propias palabras al fin ganadas (su proyecto de escritura), a fuerza de imágenes-paisaje, de sacudones de líneas y de colores.

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Esos congelados de imágenes en cadenas más o menos desarrolladas no tienen una causalidad verdaderamente determinada. Es su fuerza, rítmica, pasional, de estar ligadas a la casi neutralidad de la mirada misma, a su virtualidad. Toda imagen, siempre, puede, podría detenerse, fragmentarse (como las manos de Piaget, los jugadores de hormuss, los autos). Pero las detenciones de imagen, en su mayoría, se dividen también en dos grandes opciones evidentemente ligadas: exaltación y agresión de la mujer, según la línea del guión que opone a Paul la serie de figuras femeninas –Isabelle, Denise, su ex mujer, Cécile– sustituibles y solidarias en el circuito de la dependencia-independencia, de la movilidad física y psíquica, de la positividad histórica. (Para ser más preciso, digamos: Isabelle golpeada resalta ciertamente la agresión; Denise en su bicicleta, la exaltación; pero existe también en el cuadro, en la actuación de las actrices, una mixtura indisociable de agresión y de exaltación). Por ser hombre, él muere, y ellas, por ser mujeres, se salvan, acechadas, violentadas por la imagen y en la imagen. Como si uno fuera la revancha del otro, el retorno inesperado de una obsesión y de una culpabilidad sociohistóricas: el precio a pagar por el enunciador, el hombre que dirige la escena, que desea y que golpea. Por eso, en un principio uno se sorprende de que la gran escena de prostitución escape a este cuestionamiento del desfile de imágenes, esta ficción de la imagen detenida donde la mujer está en juego. Pero se comprende enseguida que la escena mima la descomposición del movimiento por la reproducción exacerbada del dispositivo-cine. Que todos los movimientos del film –Bonitzer lo entendió bien– parecen concentrarse en ese montaje sexual que se convierte en el análogo y el emblema del cine.2 Los cuatro cuerpos en cadena participan en la producción de una imagen ordenada por el P.D.G.*-director (“me vas a pintar los labios, pero solo cuando él te lama el culo… y tú, Thierry, le lames la raya del culo, solo cuando el otro te chupa, y tú chupas cada vez que te toco las tetas con el pie…”. Todos participan en la producción de una imagen y de un sonido que la acompaña (“Bueno, la imagen está bien, ahora vamos a hacer el sonido”). Y cuando recomienzan, cuando la cadena funciona, imagen y sonido juntos, el P.D.G.-director vuelve a decir a Isabelle: “Y después, me pones un poco de rouge, una sola vez, y si por casualidad te hago una sonrisa, tú me besas”. Pero él no sonríe. No puede sonreír. La muerte no sonríe. Se trata, de esta manera, de producir una imagen imposible. La imagen sobre la cual el cine ha sentado su poder imaginario a partir del famoso close up de Jones

2

Pascal Bonitzer, “Peur et commerce”, ibid., p. 6.

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N. de la T.: presidente-director general.

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C. Rice y May Erwin en el film de Edison3: un beso, o la representación de dos cuerpos conciliados. El beso que la descomposición de la imagen impide. Sálvese quien pueda (la imagen): porque las detenciones fragmentadas impiden la unión de los cuerpos, como en la fábula de Aquiles y la tortuga; porque, paradójicamente, las detenciones no se detienen, impiden la pausa imaginaria que necesita la imagen para saciar su falsa plenitud. Así tenemos, en la calle (contrapunto encartado en la otra gran escena de prostitución entre Isabelle y el señor Personne), el encuentro de un hombre y una mujer, que comienza por breves fragmentos hasta el casi-beso, o casicontacto natural e irrealizable de los cuerpos y de los sexos. También el abrazo entre Paul y Denise (en la puerta del estudio de televisión), tan increíblemente exacerbado por la ficción de los planos descompuestos que parecen no cesar de nacer y renacer el uno del otro, componiendo una división del espaciotiempo amoroso enloquecido por su propia indefinición. Y podemos agregar, respondiendo hacia el final del film a ese abrazo transformado enseguida en enfrentamiento, el abrazo-agresión en el departamento (Paul, sentado a la mesa, se abalanza de repente sobre Denise), que hace precipitar a los dos cuerpos al piso en una desquiciada agitación. “Tenemos deseos de tocarnos pero solo lo logramos golpeándonos el uno al otro” (dice Paul a Isabelle, que entra al departamento). También las imágenes parecen golpearse una contra otra, musicalmente, pictóricamente, admirablemente, chocarse para impedir toda continuidad del movimiento que produciría, no bien comenzados los juegos sexuales, una idealidad imaginaria convertida en letra muerta. Godard lleva así al exceso, para dinamitarla, la idea tan cara a Bazin de una imposibilidad de representar en el cine una relación erótica.4 El beso aquí se vuelve irrepresentable porque en el otro extremo la imagen sexual se afirma allí en una crudeza documental que se opone totalmente a la función imaginaria del cine tal como la concibe Bazin. El beso mítico imposible de la cadena de prostitución es el garante de la imagen clínica que lo precede: la puta MarilynNicole avanzando debajo de la mesa para chupar al hombre de “cara de marfil” y ofreciendo a la imagen su trasero como un primer plano de rostro idealizado. (No es un primer plano, pues estaría frisando el porno y mataría el efecto; pero ese cuadro más largo, por lo que muestra, funciona como un primer plano; corresponde al llamado sexual, pero idealizado, concentrado, en la tradición hollywoodense por ejemplo, en los primeros planos de rostros femeninos: el momento del beso, o su garante sádico, el crimen, tenso, prometido, permitido

al espectador). Violencia extrema infligida a la mujer, ahora y siempre, cuyo diálogo asume la crítica histórica (“¿Sabes cómo llamaban a las mujeres en la Edad Media? […] –Bruja. –¿Y qué más? –Horizonte del diablo, tizón del infierno”). Pero violencia de imagen plena y continua, que la imagen detenida no podría interrumpir porque ella le responde, en un sentido, a lo largo de todo el film: réplica de la representación exacerbada por el fantasma frío de un exceso de poder, “de una desesperación inmensa y sin remedio”.5 El renacimiento de la imagen, ese pasaje de la ficción de cine hacia una escritura-pintura liberada de la engañosa plenitud imaginaria prescrita por el desfile de la máquina, se efectúa así en la brecha histórica surgida entre dos miradas: la mirada de Cécile sobre su padre que muere en la imagen y de la imagen (“¿Qué miras? Eso ya no nos concierne”); y la mirada insostenible sobre ese trasero que se vuelve hacia al espectador con toda su violencia de visión excesiva y, literalmente, lo, me mira. Como el ojo fijo de Isabelle, aislado por el rostro de Godard-Dutronc que se agranda en el cuadro, cuando ella le pregunta para levantárselo: “¿Tiene ganas de ir al cine?”.

3 4

Joseph-Marie Lo Duca, L’Érotisme au cinéma, Pauvert, 1957, p. 9.

André Bazin, “En marge de L’Érotisme au cinéma”, en Qu’est-ce que le cinéma, III, Éditions du Cerf, 1961, pp. 68-82 (trad. esp. ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp S.A., 2001).

1982.

Jean-Luc Godard, Sauve qui peut (la vie), 1979.

5

Voz de Isabelle en off, hacia el final de la escena: “Miraba esa cara de marfil, y descubría en ella la expresión de un oscuro orgullo, de un poder salvaje, de un terror abyecto, y también de una desesperación inmensa y sin remedio”.

LA INTERRUPCIÓN, EL INSTANTE Si digo al tiempo que pasa: retrásate, instante, eres tan bello, entonces podrás cargarme de cadenas, entonces consentiré gustoso perecer. Goethe, Fausto (Fausto a Mefisto) Hubiera sido tan agradable poseer algunas buenas piezas fotográficas (tomadas en el mismo momento en que ocurrió el fenómeno) de Josué deteniendo el sol, por ejemplo. Villiers de L’Isle-Adam, La Eva futura (Edison)

Ingmar Bergman, Persona, 1966.

Este texto nació, por un lado, de puntos de encuentro y de confusión. Atraído por el deseo de delimitar en ciertos films un modo de presencia de la imagen que podemos llamar (para decirlo en una palabra) “fotográfica”, me vi llevado de manera natural por lo que Barthes había podido decir o hacer sentir al respecto; a riesgo, a veces, de una indecisión que se debe al carácter de límite de lo que él mismo intentaba abordar, entre foto y cine, como entre imagen y lenguaje. Por otro lado, yo leía y releía entonces a Deleuze, fascinado por el extraordinario poder del desplazamiento con el que él afectaba el pensamiento del cine. Digamos que Deleuze arrancaba de repente el todo del cine, para devolvérnoslo más entero y más presente, transformado. Tampoco pude dejar de conmoverme ante la manera en que se encontraban excluidos los términos que a mí me parecían propios para traducir mi impresión sobre lo “fotográfico”. Hubiera podido detenerme allí. O hacer de ello el objeto de un comentario propio. Pero, por una lógica apenas reprimida, las dos cosas terminaron por confundirse; a tal punto que yo encontraba en esa distancia con las formulaciones de Deleuze una manera de ubicar mejor lo que me preocupaba. De todo esto resultó una fusión un poco extraña, que podría dar la impresión de que yo trato de tomar al revés lo que en realidad me ayudó a avanzar y a comprenderme mejor. De allí estas pocas líneas, para disipar, si no la rareza (hubiera tenido que reescribir demasiado el texto, y casi separarlo de él mismo, lo que me pareció erróneo), al menos lo que sus efectos hubieran tenido de engañoso.

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Existe un estado del tiempo que Deleuze no considera en su taxonomía activa de las imágenes: la interrupción de movimiento. Es decir, el instante, a veces único, fugitivo, pero quizá determinante, en que el cine da la ilusión de luchar contra su principio, si se lo define como imagen-movimiento. Sin embargo, hay que distinguir dos “caras” del movimiento. Primeramente tenemos el movimiento que se produce en la misma imagen, y parece reproducir a cada instante las condiciones de la percepción natural. Eso es lo que Bergson toma en La evolución creadora (1907) por un falso movimiento, en el que solo ve una sucesión de cortes inmóviles (los fotogramas) orientados hacia la producción de un tiempo abstracto (el desfile de imágenes).1 Es que el cine, en sus comienzos, dice Deleuze, todavía no había inventado su propio tiempo, como lo haría poco después gracias al montaje, la cámara móvil y la emancipación de la toma. Bergson no puede, pues, reconocer allí la imagenmovimiento cuyos términos había fijado, sin embargo, diez años antes en Materia y memoria: una imagen que excede las ilusiones del espacio divisible y del tiempo abstracto para hacer del verdadero movimiento y, por lo tanto, de cada uno de los instantes indivisibles en él, el corte móvil de un todo eternamente abierto, cambiante, expresión de “la duración misma, en la medida en que no cesa de cambiar”.2 Tal es la segunda fase del movimiento, que dota de autenticidad a la primera y permite a Deleuze arrastrar a Bergson en su cometido de caracterización del cine. Pero ¿qué sucede cuando el instante, ese “corte inmóvil del movimiento”, se especifica por una interrupción de movimiento –tanto del movimiento en la imagen como de la imagen misma (ya que no del mismo desfile de imágenes, puesto que él no se detiene nunca)–? ¿No significaría esto producir una contradicción entre los términos, introducir un defecto en su circularidad? Diremos que tales instantes dependen siempre de una especie de montaje interior; quedan captados en la duración, el todo del film, y siguen siendo sus cortes móviles. Puede ser. Pero ¿cómo eludir su diferencia, proyectarlos hacia aquello de lo que se distinguen tan fuertemente? ¿No podemos, de modo inverso, traer, atraer el film, el cine, hacia el punto que ellos designan? Esto conduce a volver a traer la segunda cara del movimiento a la primera, convertida en movimiento inmóvil; lo que significa modificar el término propio para definir el cine, es decir, pasar del movimiento al tiempo. Es lo que hace Peter Wollen al comentar La Jetée, de Chris Marker (donde pre-

cisamente sucede lo inverso, como sabemos: un solo movimiento real –la joven que entreabre los ojos– viene a romper un encadenamiento de fotos). Concluye así que “el movimiento no es una necesidad propia del cine”, que “la impresión de movimiento puede también ser creada por un recorte de imágenes fijas”.3 Pero ¿no es acaso lo que hace el mismo Deleuze, cuando describe admirablemente el pasaje de la imagen-movimiento a la imagen-tiempo, de una imagen indirecta del tiempo expresada a través del movimiento, a esa expresión del tiempo captado en sí mismo y para sí mismo que caracteriza al cine moderno? Creo que hay que responder: sí y no. Sí, porque el estudio de Deleuze capta de ese modo en su punto más candente un deslizamiento global de perspectiva, eso mismo que permite a Peter Wollen redefinir el cine a partir de La Jetée (y que permitió a La Jetée existir). No, porque no por ello está menos presente la distancia que abren la materia inmóvil y la interrupción de movimiento en esta captación generalizada del tiempo. Para establecer su perspectiva, podemos volver a partir de la noción, conocida pero reactualizada por Deleuze, de la que este se sirve al comenzar su libro para calificar al cine como imagen-movimiento: el instante o el momento cualquiera. “El cine es el sistema que reproduce el movimiento en función del momento cualquiera, es decir, en función de instantes equidistantes elegidos de modo de dar la impresión de continuidad”.4 Esto no impide al cine, precisa enseguida, nutrirse de instantes privilegiados (como quería Eisenstein, que los designaba con una bella palabra: “patético”). Pero esos instantes privilegiados no son para nada poses o posturas, generales o trascendentes (comparables a las que caracterizaban, por ejemplo, el galope del caballo en las formas antiguas); son, como las instantáneas equidistantes de Marey y de Muybridge, puntos inmanentes al movimiento; pueden solo ser extraordinarios o singulares (por oposición a ordinarios o regulares), sin por ello dejar de ser cualquier instante. El congelado de imagen (o el congelado en la imagen), con la ambigüedad particular que le hace interrumpir el movimiento aparente sin por ello romper el movimiento fundado en el desfile automático de las imágenes; el congelado de imagen, ¿no es pues solo un instante privilegiado entre otros, es decir, un instante cualquiera? ¿O podría ser un instante privilegiado que ya no sería totalmente cualquiera? No creo que exista a esto una respuesta formal. Una evaluación semejante solo puede ser histórica (la historia de la detención de la imagen todavía no

1

Para más detalles, ver Gilles Deleuze, L’Image-mouvement, Minuit, 1983, capítulo I, “Thèses sur le mouvement, premier commentaire de Bergson” (trad. esp. La imagen-movimiento, Barcelona, Paidós, 1984).

2

Ibid., p. 21.

3

“Feu et glace”, op. cit., p. 21.

4

Deleuze, op. cit., p. 21.

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fue hecha),5 o más o menos singular (depende entonces del contexto de una obra o de un film). A lo sumo, podemos esbozar aquí, previamente a las evocaciones que siguen, los lineamientos de una genealogía. En el cine primitivo, que descubre el movimiento de los cuerpos, es evidente que la detención de imagen es difícilmente concebible (habría que precisar su estatuto, si es que existen ejemplos). En cambio, en cuanto el cine se desarrolla, la detención de imagen se convierte en una de sus figuras posibles. Lo vemos en Vertov, tal vez el primero en practicarla a gran escala, en Chelovek s kino-apparatom (1929), como también, de manera diferente, en René Clair, en su famoso Paris qui dort [París que duerme, 1924].6 Esas imágenes nos conmueven hoy de manera específica, porque ya ha pasado medio siglo de cine. Pero parece que el congelado de imagen fue entonces una manera entre otras de tratar libremente un tiempo de cine apasionado por la conquista de sus movimientos. Se lo puede concebir como una forma, extrema por cierto, pero no verdaderamente particularizada, cercana a esos otros efectos especiales o modificaciones de ritmo que son la cámara lenta, la aceleración, las inversiones de movimiento, etc. Al tratar de situar las descomposiciones de Sauve qui peut (la vie), Godard calificó bien esa posibilidad, propia del cine mudo, de variar la velocidad de su movimiento aparente. Impulsado por el deseo “de otras velocidades”, no puede hacer otra cosa que desacelerar el movimiento y fijarlo, allí donde el cine, porque era mudo, y nuevo, le daba la libertad de metamorfosearlo.7 En el cine hablado, donde la representación está aparentemente sometida a los efectos homogeneizadores de la palabra y el sonido, el tiempo primeramente se despliega sobre todo como movimiento (más o menos) lineal; la detención de imagen es (virtualmente) extraña al cine “clásico” (aunque cuenta con ella, entre otras maneras de administrar las fascinaciones de lo inmóvil y las inversiones

del tiempo).8 En el otro extremo, hoy en día, en los clips, en la publicidad y en tantos films que los tomaron como modelos, a la hora de la transacción-video y de las imágenes de síntesis, el congelado de imagen se ha vuelto una de las formas de un intercambio entre imágenes tan vago como generalizado (cuya naturaleza no es fácil de precisar). Pero mientras tanto, ese congelado sirvió y sirve aún de soporte a la búsqueda obstinada de otro tiempo, de una fisura en el tiempo en la cual el cine moderno (ese cine del tiempo que nace después de la guerra y de la guerra, a través del neorrealismo y la Nouvelle Vague) tal vez se ha precipitado buscando su secreto más íntimo. Serge Daney señalaba así que “Truffaut tiene (y parece ser el primero) una intuición genial al terminar su primer film, Los cuatrocientos golpes, con una detención de la imagen de Jean-Pierre Léaud frente al mar. […] Una manera de hacer volver el film a su esqueleto de imágenes fijas, como un cadáver a las cenizas, lo que en realidad es de todos modos (ashes to ashes, frames to frames)”.9 Se abre entonces un tiempo que para la teoría del cine será, en un movimiento paralelo, el del análisis de films y el del asunto de los fotogramas (dos maneras de detener el film). Un tiempo que es también de fusión con la fotografía, a la que se pretendió comparar con el cine y, a la vez, diferenciar vigorosamente de él.

5

Como se acaban de hacer finalmente, en Estados Unidos, la historia del flashback (Maureen Turim, Flashbacks in Film, Routledge (1989) y la del tren en el cine (Lynne Kirby, Parallel Tracks, The Railroad and Silent Cinema, Duke University Press, 1997). Philippe Dubois intervino en ese sentido en el coloquio de Chantilly “Cinéma et peinture”, junio de 1986 (“Ralenti et arrêt sur image”), situando la detención de imagen en tres films: Chelovek s kino-apparatom; Les Visiteurs du soir; Sauve qui peut (la vie). 6

Ver Annette Michelson, “De la magie à l’épistémologie”, en Cinéma, théories, lectures, op. cit., donde establece la relación entre Vertov y Clair.

7

Jean-Luc Godard par Jean-Luc Godard, Cahiers du cinéma, 1986, pp. 461-465. Tal vez es lo que anuncia proféticamente Vertov en sus Tri pesni o Lenin [Tres cantos a Lenin] (1934): la detención de movimiento y el deslizamiento hacia lo inmóvil trabajados en el film no son sólo la figura interior del duelo provocado por la muerte de Lenin (y de la Revolución) sino, ya, la de una primera “muerte” del cine.

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Se me ocurren, a posteriori, cuatro ejemplos, repartidos en dos épocas del cine clásico. En Liliom (1934) y Fury (1936), de Lang, dos reportajes, proyectados en dos tribunales, uno en el cielo, otro en la tierra, justifican dos congelados de imagen de la misma naturaleza: la detención del movimiento es allí garante de un suplemento de verdad (en cuanto a la inocencia o la culpabilidad del protagonista). Permite en particular comentar la imagen y marcar así una suerte de irrupción del documental en la ficción. En It’s a Wonderful Life (1946), de Capra, la imagen que se congela sobre James Stewart-George Bailey captado en plano americano, en un gesto cotidiano, posee perfectamente el factor de distancia propio de toda detención (la voz en off lo subraya: “Miren bien este rostro”). Pero ese plano es también un referente de ficción: permite acelerar el pasaje entre el niño y el adulto, e introducir un elemento de suspenso, que el retorno al movimiento se apresura a aprovechar. En All about Eve (1950), de Mankiewicz, finalmente, dos congelados de imagen, idénticos al principio y al final del film (sólo que el primero se repite dos veces), señalan fuertemente el instante en que Eva recibe el trofeo de la Sarah Siddons Society, que consagra su talento como comediante. La imagen es ambigua, sobre todo al principio. Alternada con un plano de George Sanders que comenta en off el montaje de la historia y la transforma doblemente en flashback, la imagen detenida puede de esta forma tener el estatus de imagen mental del narrador interviniente. Tiene también el valor de una foto que hubiera inmortalizado el instante. Pero de todos modos, dicha imagen privilegia el instante que podría conferirle al film su sentido, en la medida en que permite justificar retroactivamente la conducta y el personaje de Eva (por eso es al mismo tiempo repetido y retomado). 9

Respuesta a “Questions sur: Photo et Cinéma”, Photogénies, op. cit.

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Es sorprendente que al calificar el movimiento Deleuze use una sola palabra, pero muy clara, para la foto: establece, como una de las condiciones determinantes para el nacimiento del cine, “no solo la foto, sino la foto instantánea (la foto de pose pertenece a la otra línea)”. Por otra línea, Deleuze designa las “poses” o las “posturas generales” a partir de las cuales, en la visión antigua y clásica del mundo, se recomponía el movimiento “a partir de elementos formales trascendentes” (y volvemos al ejemplo del galope del caballo…). La foto de pose tendría, pues, históricamente, pero también formalmente, una naturaleza opuesta a la de la instantánea, que el cine convierte en su materia. Eso es lo que pensaba Barthes, pero en la medida en que toda foto resulta finalmente, según él, una forma de pose.10 El contraste entre su visión y la teorización de Deleuze justifica que nos detengamos unos instantes. En el capítulo de La imagen-tiempo, que retoma y amplía la presentación de las tesis inaugurales de La imagen-movimiento, vemos a Deleuze dejar de lado todo aquello que tiende a inmovilizar el film. Enfoca en particular la mirada semiológica que, al asimilar la imagen cinematográfica a un enunciado, opera como una suspensión de movimiento.11 Más fundamentalmente, precisa que “una presentación directa del tiempo no implica la detención de movimiento, sino más bien la promoción del movimiento aberrante”. Entiende con esto un movimiento muy autónomo, que nada debe a la lengua ni al discurso, y que da prueba directamente de un tiempo anterior “a todo movimiento normal definido por la motricidad”. Agrega que la imagenmovimiento ya contiene en sí misma ese movimiento aberrante que el cine moderno trabaja y pone de relieve.12 En definitiva, Deleuze desarrolla la idea de una imbricación sin fallas del movimiento y del tiempo, donde las discontinuidades, las rupturas son integradas en una expansión continua. Dice: una modulación, y hasta una operación de lo Real, que excluye toda interrupción, todo instante abusivamente privilegiado, toda instancia que correría el riesgo de fijarse en elementos trascendentes. En el caso de Barthes, sabemos que él ha tratado de fijar en el film un movimiento aberrante de otro orden: “el tercer sentido” (lo compara a “la aberración” que obligaba a Saussure a escuchar la voz enigmática del anagrama en el verso latino).13 Opuesto al “sentido obvio” (de donde viene la significación), fragmentario, puntual, imprevisible, deliberadamente subjetivo, el “sentido obtuso”

(que nace aquí de una confrontación con los fotogramas) pretende primero ser indiferente y hasta contrario al movimiento del film, tanto a su desarrollo como a su desfile. Parece que solo se puede acceder a él mediante la imagen detenida, y hasta dispersa (como se mezclan al azar las cartas en un juego). Sin embargo, el tercer sentido constituiría también lo que Barthes llama lo “fílmico”: una suerte de virtualidad utópica captada en el movimiento mismo del film, al revés y a destiempo. En esto, ni la fotografía ni la pintura pueden hacerlo surgir, porque les falta el horizonte diegético. Es mostrar hasta qué punto Barthes apunta aquí a un objetivo paradójico: un sentido anterior a toda significación, irreductible al lenguaje articulado, pero sin embargo, contenido en él. De este modo, deja abierta la contradicción que le hace encontrar primero el tercer sentido fuera del film para luego exhumarlo de su interior. Sabemos también que Barthes reformuló en La cámara lúcida una oposición muy similar, esta vez a propósito de la fotografía. De la misma manera, el studium va hacia el sentido de la foto, su tema, su significado visible; mientras que el punctum designa el fragmento irracional, innombrable, en la foto, el “punto”. Este afecto, por naturaleza disperso, se une sin embargo y termina por conservar su fuerza, si se puede decir, debido a la presencia-ausencia de una sola imagen: la figura de su madre muerta. En este punto, último, Barthes encuentra en su propia experiencia lo que en otro tiempo él mismo había reconocido como la fractura producida por la fotografía en las artes de la representación: una inversión del tiempo que se transforma en el instrumento del “esto ha sido”; con ello, coloca en la intimidad de la muerte el afecto muy libre y muy fuerte que se atribuye a la fotografía. Lo instantáneo se convierte en pose, se vuelve la pausa del tiempo. El instante captado, cualquiera sea, resulta así afectado de una extrema singularidad –tal vez habría que decir una trascendencia– debida a la detención del movimiento, la interrupción del tiempo. Barthes vuelve también, en ese mismo raudal de impresiones, a la oposición que él siempre ha hecho, mucho antes de su concepción del tercer sentido, entre el cine y la foto: el uno, simple proveedor de ilusiones; la otra, que abre una búsqueda de alucinación. Vemos hasta qué punto esta marcada oposición vuelve equívoca la relación (formulada anteriormente) entre la detención del film, productor del tercer sentido, y la detención más fundamental que la foto produce en ella misma con relación al film. Podemos sentirnos tentados, a través de estas formulaciones, a exponer más directamente la idea del film como fotografía. Es decir, captado a través del espectro de la fotografía. La cuestión puede entonces reformularse de la manera siguiente: ¿qué le sucede al film cuando lo instantáneo se convierte a la vez en la pose y la pausa del film? El singular privilegio de la detención de imagen, ¿no es el de hacer resurgir, en el movimiento del film (de ciertos films) lo fotográfico, lo fotogramático? O, más precisamente: lo fotogramático como fotográfico. Es decir, no el fotograma arrancado al film, o que dobla utópicamente lo que el film

10

Peter Wollen insistió en ello, justamente, op. cit.

11

Deleuze, op. cit., pp. 40-41.

12

Ibid., p. 53.

13

Roland Barthes, “Le troisième sens”, Cahiers du cinéma, nº 222, julio de 1970 (trad. esp. “El tercer sentido”, en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, Paidós, 1986).

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cuenta, como lo proyectaba Barthes; sino el fotograma que surge a través de la fotografía, la evidencia fehaciente de lo fotográfico sumergido en el film, que se impone en el sentido y el hilo de su historia. Esto implica además preguntarse: ¿qué instantes supone la interrupción del movimiento, a qué tipo de instantes se refiere?

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Partamos de un film poco conocido de Rossellini, La macchina ammazzacattivi (1948). Mucho menos angustioso, pero en un sentido más sorprendente que Roma, città aperta [Roma, ciudad abierta] (1944) o Viaggio in Italia [Viaje a Italia] (1953), dicho film invita sobre todo a volver a verlos, en la medida en la que esboza allí una especie de contraprueba. En efecto, lo que hace es abrir al cine la perspectiva de un tiempo dividido, fracturado, más que asegurar la imagen de una marca global de la creación, cuya visión Bazin contribuyó a fijar. Aun cuando La macchina… fue aparentemente para Rossellini un film menor (no fue él quien terminó su rodaje), no por eso tiene menos repercusión con respecto a todo lo que pudo pensar, desde entonces, sobre el cine.14 Se puede ver un signo de ello en la manera en que el decorado es literalmente montado (en los primeros planos) por una mano artificial, con una insistencia teatral, teórico-lúdica, para que uno sepa a qué atenerse; como para desbaratar por anticipado el crédito acordado a esa creencia exagerada en la realidad, a eso que haría tomar al cine como la vida misma. La acción se sitúa en un pueblito de pescadores, al sur de Italia, donde los americanos desembarcaron durante la guerra. Junto a un ítalo-americano que vuelve allí unos años después, el alcalde tiene proyectos inmobiliarios: quisiera utilizar una eventual dotación ministerial para comprar el “castillo”, una gran casa suspendida sobre el mar, y construir allí un complejo turístico. La gente del pueblo no aprueba el proyecto: cada uno tiene su propia opinión en cuanto a la utilización de esos fondos. Doña María, propietaria del castillo, desea dar su dinero a los pobres. El castillo sirve también como lugar de culto: se depositan allí las cenizas de los muertos después de un breve paso por el cementerio, demasiado pequeño para albergarlos a todos. En este contexto, un extraño anciano viene una noche a pedirle hospitalidad a Celestino, el fotógrafo. Celestino es la memoria del pueblo; 14

Don Ranvaud (ed.), Roberto Rossellini, BFI - Dossier nº 8, London, 1981, p. 12.

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relacionado con Doña María, es conservador, piadoso y hasta supersticioso. Le muestra al anciano “las fotos de dos generaciones” que cubren las paredes de su estudio, y vitupera a Agostino, el policía, que quiso impedirle, esa misma tarde, fotografiar la procesión en honor de San Andrés, el santo patrono del pueblo. El anciano le pregunta: “¿Tienes una foto de él? Vamos a hacer que se tranquilice”. Celestino toma una chinche y clava la foto en la pared; el anciano le dice: “Debes fotografiar esta fotografía”. Celestino accede al pedido, y el anciano concluye: “Mi meta es destruir a los malvados”. Entonces se escuchan ruidos, un rumor. Celestino se precipita fuera del estudio: en la terraza de un café, ve a Agostino con el brazo tendido a modo del saludo fascista, exactamente en la misma actitud que tenía en la foto. Cuando lo tocan, cae muerto. Celestino vuelve al estudio; el anciano ha desaparecido. Descuelga la foto de Agostino y la esconde; luego, al encontrar en el suelo un cliché de la estatua de San Andrés que había fotografiado el día anterior durante la procesión, reconoce al anciano y exclama: “¡Jesús! ¡Era él! ¡He visto a San Andrés!”. A partir de allí, este extraño principio de la foto vuelta a fotografiar se difunde en el film. Celestino hace primero una prueba con un asno vivo, que está parado frente a su puerta: lo fotografía subrepticiamente y de inmediato vuelve a fotografiar la foto: la súbita inmovilidad del animal le confirma su nuevo poder. Celestino “matará” así sucesivamente a cuatro personas, elegidas según los conflictos que agitan a la comunidad. Finalmente, alcanzado por la locura que se va apoderando del pueblo, se apresta a fotografiar a cualquiera al azar de sus archivos, incluido él mismo, preparándose así a una forma inédita de suicidio. Sin embargo, antes quiere destruir a aquel que le confirió ese poder mortal. Pero cuando clava la foto del anciano en la pared, este aparece; y cuando Celestino apoya su dedo en el disparador de la cámara, San Andrés se transforma en diablo. Un diablo moderno, desarmado y lúdico, que puede resucitar a su antojo a sus víctimas y convertirse nuevamente en el santo que era. Ese retorno a lo “real” anuncia el final del film: la mano gigante del principio vuelve y planta a sus personajes de cartón en una maqueta antes de alejarse hacia las nubes de las que había salido para contar esta historia. Así, volver a fotografiar una foto produce una detención de movimiento en el plano. Esto reproduce el efecto de un congelado de imagen, pero concentrado en un motivo extraído del plano (durante el entierro de una de las víctimas, un hombre, paralizado por el efecto, se inmoviliza, con las manos en los bolsillos de su chaleco, mientras detrás de él el cortejo desfila y desaparece). Encontramos también en el congelado de imagen la posición exacta de los cuerpos en la foto (esto se acentúa hasta el absurdo cuando el alcalde es tomado en la actitud que lo muestra, de niño, desnudo sobre unas pieles). La paradoja es

que este efecto “detiene” el film, y hasta hace pensar en el gesto material de la detención en una mesa de montaje. Pero no se lo puede captar deteniendo el film, pues se desvanece. De este modo uno tiene la impresión de que se busca aquí figurar algo imposible. Nada menos que una foto que aparecería como instante o momento del plano, o como fotograma, uno de los fotogramas que lo constituyen. Este fotograma es evidentemente virtual, pero su efecto no es por ello menos real: inscribe en la profundidad y en la duración del plano un equivalente de lo que sería su valor casi nulo de imagen inmóvil imposible de captar en el desfile. Estas fotos transformadas en fragmentos de imágenesfilms producen así un efecto de ida y vuelta entre la pose y la instantánea. En sí mismas, imágenes en la imagen sobre las que la cámara se detiene más o menos, oscilan ya de la una a la otra: en general el sujeto es tratado en pose (Agostino haciendo el saludo fascista, Doña María pavoneándose vestida de novia burguesa) más que captado en el pasaje del instante cualquiera al instante decisivo. Incorporadas a la imagen como motivo aberrante (a pesar de la fábula que las justifica), estas fotos atacan así mucho mejor la unicidad del movimiento fílmico basado en el encadenamiento y la equidistancia de las instantáneas. El entierro de Agostino propaga este efecto de un modo irónico: en uno de sus lados, el féretro tiene una protuberancia que figura el brazo irreductiblemente extendido del muerto. De esta manera el cuerpo fotográfico se desplaza en el cuerpo del film y lo hace vacilar. Podríamos decir que esos momentos en que el film es penetrado de ese modo por la fotografía resultan los instantes más pregnantes. En pintura, el instante pregnante ha sido para Lessing el instante significativo, ese que se supone representa a la vez el término medio y el apogeo de una acción dramática, y la expresa totalmente. En el cuadro, el instante pregnante no se refiere a algo verdaderamente real, es una ficción, una suerte de imagen de síntesis.15 Opuestamente, el instante de la fotografía, por desgarrador que sea, y cercano a la pose, como lo sentía Barthes, es siempre, por la fuerza de las cosas, “un instante decisivo” arrancado a la realidad. Solo se lo puede llamar pregnante en relación con la inversión del tiempo y la inscripción de la muerte, en cuyo índice se transforma, y que es el trauma, el sujeto secreto que dobla a su sujeto aparente. Si no, es, en el mejor de los casos, la forma sublimada pero inmanente de un instante cualquiera. No existiría entonces en el cine un instante pregnante en sentido propio, ya que el instante privilegiado, como hemos visto, solo nace del instante cual15

Gotthold Ephraim Lessing, Laocoon, Hermann, 1964, pp. 109-111 (trad. esp. Laocoonte, Iberia, Barcelona, 1957). Jacques Aumont comentó esta noción en L’Œil interminable, Librairie Seguier, 1989 (trad. esp. El ojo interminable, Barcelona, Paidós, 1992).

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quiera, de la foto reducida, en vistas al movimiento, a su más pura calidad de instantánea. ¿De dónde me viene, sin embargo, el deseo de llamar pregnantes a esos instantes que suspenden el tiempo del movimiento, abriendo, en el interior del tiempo, otro tiempo? Es primeramente porque hacen bascular el film hacia el lado de la fotografía y de su fuerza para inscribir la muerte. Lo hacen tanto más cuanto que están directamente orientados, como en el film de Rossellini, por una refiguración de la fotografía, y que el efecto significante de la detención es prescripto por el guión y su tema. Pero, sobre todo, esos instantes poseen una cualidad de abstracción y de irrealidad que me parece que introduce en el film un sobrecogimiento comparable al que estremece de entrada (en) la pintura. Son, por cierto, esencialmente fugitivos, mientras que el instante pregnante del cuadro ocupa todo su tiempo. Pero de otra manera, el instante que detiene el film se refiere también al todo del film. Se propaga más allá de su pura inscripción material, haciendo volver el film sobre sí mismo, captando su drama singular, subrayando su irreductibilidad al tiempo demasiado natural de la ilusión, induciendo un espacio-tiempo en la frontera de lo visible y de lo invisible. La caracterización del instante pregnante de cine, ligada a las condiciones globales de cada film particular, resulta ser a la vez amplia y restringida, difusa y puntual. Pero hace siempre eco, en un tiempo por naturaleza desplegado, en el desprendimiento perceptivo, en la vibración de irreal que se produce para el ojo ante los movimientos ficticios de los cuerpos en la pintura. Podemos tomar como ejemplo (amplificador) Los embajadores, de Holbein. La calavera afectada por una anamorfosis con la que se completa el sentido del cuadro, que confiere su razón de ser a la pose de dos hombres, y que constituye así su pregnancia, esa calavera no es realmente visible sino a través de un recorrido: supone primeramente al espectador colocado oblicuamente con respecto a la tela, identificando el cráneo, entreviendo ya los cuerpos y los objetos que verá plenamente cuando, de frente a la tela, el objeto que flota en la parte baja de la imagen, desfigurado, se le vuelva reconocible por el recuerdo que acaba de formarse. Este dispositivo ayudó a Pascal Bonitzer a mostrar que si la pintura se mueve más de lo que pensamos, el cine podría moverse menos de lo que creemos, y que habría así entre ellos una relación más estrecha de lo que parece.16 Pero el ejemplo de Holbein tiene sobre todo la ventaja de mostrar, por exceso, lo que sucede en realidad ante todos los cuadros: un despegue de la percepción con relación a ella misma, que es una superposición de imágenes, y se debe a la distancia entre la pregnancia del instante buscado y lo verosímil de lo que se

quiso representar. Tal es el proceso visual (mental) que el film desplaza, fractura, modifica, pero acompañando su disposición fundamental: la proyección de una imagen sobre otra, de un estado de la imagen sobre el otro. Y, por ende, de un movimiento (de emoción y de intelección) producido en lo inmóvil. Es la razón por la cual no solamente la detención de imagen tiende siempre más o menos hacia un efecto próximo a la pintura, sino, además, por la que tantos cuadros nos parecen, hoy en día, similares a la detención de imagen. Esta oscilación entre fijeza y movimiento que se encuentra en el corazón de La macchina ammazzacattivi se inscribe en el relato de tal manera que hace circular todas las dualidades de las que se nutre el film: la tradición y el modernismo, América e Italia, los buenos y los malos, el bien y el mal, el cielo y el infierno, Dios y el diablo, la luz que crea y la que destruye, la vida y la muerte (Celestino, protagonista de esa confusión, de esos pasajes, dice bien: “Ya no sé si estoy vivo o muerto”). Sin que uno llegue alguna vez a reducir el cine o la foto a una correspondencia estricta con uno u otro de los términos opuestos (ni a organizar todos esos términos en un credo sin fallas), queda claro que es la fotografía la que lleva a través del film el poder de muerte. Celestino fotografía, luego vuelve a fotografiar, matando animales, hombres y mujeres, y atenta así contra el movimiento del film. Puede hacerlo porque San Andrés, protector del pueblo, representante de Dios, es también el diablo. Así el cine sólo puede ser una gracia y descender del cielo, como lo hace en el prólogo mediante esa mano que penetra las nubes, a condición de reconocer en él esa intimidad de la muerte que amenaza su movimiento (lo que se creyó era la plenitud de su movimiento). La muerte como figura a la vez de realidad y de estilo: es decir, jugando tanto con la idea de la verdadera muerte como con la de una muerte del arte (o de una de las dimensiones del arte) que la convierte en su motivo. Recordamos que en Viaggio in Italia una pareja desamparada llega a Pompeya y está ante unas excavaciones de donde emerge (gracias a una inyección de yeso, y tal como uno ve surgir la imagen en el revelador) la forma de una pareja enlazada. Así se forma, en lo real, una fotografía. Este abrazo detenido en la muerte se convierte en el pasaje obligado hacia el beso, hasta allí imposible, que el marido y la mujer se darán al fin, en medio de la procesión donde parecen, en un movimiento loco y repentino, inmovilizarse en la imagen. Ese momento privilegiado, patético, ha sido posible porque antes y como desde siempre una imagen se detuvo para ellos. Una imagen que se vuelve para el film un instante pregnante, porque ella lo contiene en sí misma, y por la conexión y la circulación que establece entre algunos de sus momentos. Esta imagen de abrazo inmóvil es tan fuerte, además, porque reúne las dos grandes series de imágenes que hasta allí han conmovido a la protagonista: por

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Pascal Bonitzer, Décadrages - Peinture et cinéma, Cahiers du cinéma, 1985 (trad. esp. Desencuadres. Pintura y cine, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2007).

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un lado, los instantes pregnantes del arte y del culto de los muertos (esculturas del museo de arte antiguo, pared de osamentas y de cráneos en la iglesia); por el otro, las mujeres encintas que atraen su mirada en las calles. Tres términos y tres tiempos se entrelazan así como en un solo instante: el goce, el nacimiento y la muerte.

II. Existe en Persona (Bergman, 1966) una imagen famosa: el niño, el adolescente, con el torso desnudo, estira, como en vano, su mano para tocar un rostro de mujer. La singularidad de ese rostro en un gran primer plano, cuyos rasgos apenas se destacan sobre un fondo blanco lechoso, reside en que parece estar a la vez muy cerca y muy lejos, estar fijo y sin embargo animado por una suerte de movimiento difícil de localizar, y finalmente parece cambiar como si no fuera realmente la misma mujer que el niño intentaba alcanzar al principio y al final del plano. Una mirada atenta, y advertida por la continuación del film, comprende que allí están, sucesivamente, las dos protagonistas de esta historia, elegidas en función de una similitud latente de sus rasgos: se trata probablemente de dos fotos (o de dos fotogramas) colocadas bajo un vidrio (lo que explicaría el efecto de fijeza). Pero un muy lento fundido encadenado asegura el pasaje de una imagen a la otra, induciendo un casi movimiento, acentuado por variaciones de lo borroso a lo nítido. Todo esto relaciona esa extraña impresión de movimiento fijado con el único sujeto que se mueve verdaderamente en la imagen, y por ende con el espectador. Es fácil ver en esta imagen una ilustración (pero es evidentemente la teoría la que ilustra el film) de la interpretación que propone Jean-Louis Baudry sobre el último recurso del dispositivo-cine. Su efecto se debe al hecho de que produce una representación que oscila entre alucinación y percepción; y como en el sueño cuyo deseo es acompañado por el cine, la representación reproduce para el niño el goce de la satisfacción (pero también el drama de su pérdida) vivida en la relación con el cuerpo materno (en particular en la lactancia, cuya imagen sería reproducida por “la pantalla del sueño” convertida en pantalla del film).17

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Jean-Louis Baudry, “Le dispositif ”, en Psychanalyse et cinéma, op. cit.

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Esto no sería nada (o muy poco) si este plano no viniera al final de un pregenérico particularmente sobrecogedor, sin vinculación aparente con el film, compuesto de una serie extremadamente rápida de representaciones obsesivas, centradas a su vez en lo esencial, en una descomposición (física e histórica) de las fases del dispositivo-cine. Se trata al mismo tiempo de los mecanismos de una (o de varias) proyección(es), y de las imágenes que la(s) componen. Dos grandes rasgos las caracterizan. Por un lado, una oscilación entre imagen móvil e imagen detenida: ya sea que se trate simplemente de una representación petrificada, o verdaderamente de una imagen detenida, como en el plano, invertido en acetato, de un dibujo animado (los comienzos del cine). Asistimos, por otra parte, a una tematización muy viva de la muerte (por ejemplo, en el caso de las imágenes de persecución de un sketch de un film “primitivo”). Pero, de todos modos, ni la muerte ni la vida son seguras, como tampoco lo son en sí mismas la imagen inmóvil (o inmovilizada) ni la imagen móvil. Testigo de ello, ese primer plano de cabeza de mujer invertida, que podríamos creer muerta, y cuyos ojos cerrados se abren, por un fragmento de segundo, inmovilizando al espectador, haciendo convertir con mayor razón la percepción en alucinación. De todo esto surge claramente que el plano del niño de las mujeres (como decimos La Virgen de las rocas) es ciertamente la síntesis viviente de un dispositivo-cine obsesionado con la muerte y su propia muerte. Sería aún demasiado poco si ese niño-fantasma no fuera proyectado a través del relato (del que está físicamente ausente) bajo la forma más apropiada para

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responder a su aparición: una fotografía que su madre rompe por la mitad, mostrando así el fantasma de entradas múltiples del que el film es portador. Se aclara al final, cuando las dos mujeres, frente a frente, repitiendo dos veces la misma escena, encuentran nuevamente sus dos rostros fusionados, y las dos partes de la foto rota vuelven a unirse. Ese fantasma supone un deseo trabado de la madre hacia su hijo, que ella no acepta, ni durante el embarazo ni en el momento del parto. Ese deseo trabado viene así a funcionar como eco del deseo imposible del niño hacia la madre y la mujer, representado al principio. Ese ida y vuelta que implica a dos mujeres afecta igualmente a la segunda protagonista: el extenso relato (sin ninguna imagen visible) que Bibi Anderson hace a Liv Ullmann se concentra alrededor de dos imágenes-instantes desplegadas y eludidas al mismo tiempo: su goce sexual (en una miniescena de orgía sexual en la playa, seguida de un coito con su novio) y su aborto. Entre esos dos deseos que se cruzan a pantallazos de imágenes improbables, se forma el deseo del sujeto (director y espectador) por la obra: el film dividido, fracturado, escindido, atormentado en su naturaleza, su historia y su prehistoria.

televisión, retransmitida en directo, que conmueve a la protagonista, muda en su cama de hospital. Entre esas dos imágenes el cine arde y renace (al principio del pregenérico, un arco voltaico hace surgir su luz entre dos carbones); se transforma en el cine de posguerra, en el cual el movimiento no está más garantizado que la palabra, víctima de un estremecimiento que siempre puede condenarlos a detenerse.

Porque existe una segunda foto en el film: la imagen (muy conocida, que se volvió emblemática) de un niño judío de mirada acorralada, con las manos levantadas, solo en la muchedumbre, en un andén de estación. La foto es mostrada en detalle, fragmentada, trabajada como al infinito por la cámara (y la mirada de Liv Ullmann), que busca un secreto imposible de captar: un horror comparable al del bonzo que se inmola con el fuego, en una imagen de

III. Curiosamente, es a propósito de Numéro deux, donde no hay casi ninguna imagen fija, como Serge Daney ha circunscrito el punto de fuga de la “pedagogía godardiana”. “Esta tiene como horizonte, como límite, el enigma de los enigmas, la esfinge de la foto fija: lo que desafía la inteligencia, que no la agota nunca, lo que retiene la mirada y el sentido, lo que fija la pulsión escópica: la retención en acción”.18 De Les Carabiniers a Photo et Cie (el décimo episodio de Six fois deux - Sur et sous la communication), pasando por Ici et ailleurs y Comment ça va, Godard ha elaborado un estado literal y vertiginoso de los estados de la foto en el mundo contemporáneo. Y por lo tanto también en el estado del cine. Pero es en Sauve qui peut (la vie) y Je vous salue Marie donde las cuestiones abiertas por Rossellini y Bergman resurgen directamente (y, principalmente, en cuanto al guión), como interrupción de movimiento y búsqueda del instante. Las descomposiciones en cascada de Sauve qui peut… (al igual que anteriormente las de France Tour Détour Deux Enfants) son otras tantas detenciones de imagen que no se detienen verdaderamente, ya que recomponen un movimiento. Se trata de un movimiento distinto, y de otra velocidad, que atenta contra el desfile de imágenes sin poder sustraerse a él más de lo que lo hace la detención de imagen. El cine sigue siendo, pues, en este aspecto, a primera vista, como dice Deleuze, “el sistema que reproduce el movimiento en función del movimiento cualquiera”; pero ya no es “en función de instantes equidistantes elegidos de manera de poder dar la impresión de continuidad”. Los momentos del plano sometidos al efecto de descomposición son seleccionados, por el contrario, de manera de lograr producir una impresión de discontinuidad, o una continuidad de otra naturaleza; se transforman, según términos de Deleuze, tanto en cortes móviles como en cortes inmóviles del movimiento (pero que, como tales, siguen siendo visibles). ¿Podemos entonces decir realmente 18

Serge Daney, “Le thérrorisé (pédagogie godardienne)”, Cahiers du cinéma, nº 262-263, enero de 1976 (trad. esp. El cine, arte del presente, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2004).

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que son concebidos en función del momento cualquiera? Y, en caso contrario, ¿cuál sería el instante no cualquiera, el equivalente moderno de la pose o de la postura trascendente, en función del cual esos momentos del plano serían tomados como instantes sobreprivilegiados? Podemos dar una primera respuesta, y decir, como Daney: la foto. No ya la foto en su facticidad, su materialidad, su unicidad, sino la foto como límite absoluto, cuerpo interior del film que ella constituye y reconstituye, por diferencia, virtualmente. Así se perfila nuevamente la foto como imposible fotograma, de manera diferente que en el apólogo de Rossellini. Esos tiempos de detención (que dan sin embargo la impresión de estar soldados entre ellos) designan un punto de fuga: este nace de la divisibilidad propia del espacio, en cuanto uno atenta contra la continuidad y contra la ilusión de su movimiento “natural”. Esta divisibilidad va incluso más allá del fotograma, en un sentido, ya que supone un espacio entre los fotogramas, aunque sea en el fotograma donde ella encuentra su límite material, si se sale del film y del tiempo de proyección. Cuando uno se limita a ello, es una suerte de fotograma mental, virtual, lo que se ve entonces proyectado, una imagen de imagen dejada al cuidado del espectador, aunque programada por el film a cada momento. Pero eso no basta. Uno no puede limitarse a la forma abstracta de esos momentos, hay que pensar también lo que ellos designan. Paradójicamente, su fuerza se debe a que son tomados de lo neutro, de la confusión de lo cotidiano de la vida y del tiempo, a que son verdaderamente momentos cualesquiera. Y, sin embargo, designan al mismo tiempo un espacio imposible de aislar: el instante de contacto entre los cuerpos, entre los sexos, en el amor (y la violencia que es su opuesto). Tanto en las escenas entre Paul y Denise (el abrazo frente al edificio de la televisión; el cuerpo a cuerpo durante el desayuno) como a través de esa pareja anónima que se roza sin poder besarse realmente (breve escena encartada, en la calle, durante la escena entre Isabelle y el señor Personne). O también en la escena final, donde Paul se cruza con su ex mujer y su hija, en el instante de su muerte hipotética, suspendida, desprovista de realidad por la detención, precisamente, la detención que no se detiene, índice de un film que no se detendría jamás, porque rompió el pacto que unía su movimiento al espectador. Recordamos también que un beso virtual, proyectado, descrito pero nunca dado (entre Isabelle y el P.D.G.-director),sirve como acto-instante asintótico a la gran escena porno donde Godard delimita con un trazo cruel el destino del dispositivo-cine. Le es entonces inútil recurrir a la descomposición de la imagen porque la hace actuar, como tal, en la continuidad de la representación, herida en sí misma por la imposibilidad de los cuerpos de reunirse. Así, los instantes “neutros” de descomposición son trasladados, aunque más no sea por el trabajo de la mirada que ellos suponen, a los instantes privilegiados en los que esa descomposición se convierte en tema

alrededor de ciertos gestos y de ciertos momentos. Del mismo modo en que una mirada dispersa se vuelve a centrar en aquello que la captura. Todo se cristaliza entonces alrededor de dos instantes que se vuelven irrepresentables a partir del momento en que el cine ya no puede evitar abordarlos como tales, en su puro valor de interrupción: el instante del goce (cuya imagen ha sido siempre el beso del cine) y el de la muerte. Estos serían los instantes (pregnantes) a los que Sauve qui peut (la vie) se refiere. No son verdaderamente delimitables, sino por defecto; no por ello dejan de ser proyectados y reproyectados muchas veces, ni incansablemente virtualizados. Por eso Passion toma el relevo: implicando esta vez directamente a la pintura, dedicándose a la tarea paradójica de representar, como cuadros vivientes, planos de cine, robando así a la gran pintura verdaderos instantes pregnantes, mostrando que esta manera de reconducirlos es una preocupación (nueva) del cine. Los volvemos a encontrar en Je vous salue Marie, en su más pura vocación de instantes presentes-ausentes, informando el recorrido del film, modelando el trayecto mental del espectador. Se trata, esta vez, de la relación entre dos instantes. Por un lado está el instante que tuvo lugar, pero fuera de campo y fuera del film, inmaterial, trascendente si lo hay, el instante de un goce eludido (es por milagro que Marie, la única y la llena de gracia, ha sido fecundada por Dios). Por el otro, está el instante que no puede tener lugar, en el que José tocaría a María, en el que ese acercamiento sería válido a los ojos de Dios: el leitmotiv recorre el film (“quiero besarte”, “déjame tocarte”, etc.). La famosa secuencia en que José intenta tocar a María sucede así directamente a las escenas de abrazo y de lucha de Sauve qui peut (la vie).19 Godard no tiene ninguna necesidad de recurrir esta vez a la descomposición del movimiento y del tiempo para delimitar una imagen imposible de alcanzar, porque la operación se trasladó al contenido del plano y a los gestos de los protagonistas. Del mismo modo que tampoco tiene ya necesidad de la pintura, ni de reconstituir en un (falso) cuadro ese instante pregnante ejemplar que es la Anunciación, ya que está incorporado en la historia de su nuevo relato. José tiende su mano hacia el vientre de María y pronuncia al mismo tiempo las palabras que ese gesto supone: “Te amo”. María grita: “No” cuando la mano la toca por primera y única vez; “No”, repite cuando la mano se aproxima nuevamente; dice “Sí” en cuanto la mano se retira, hasta el momento en que José puede casi tocar, y todo 19 Ha sido muy bien analizada por Alain Bergala, “Si près du secret”, Cahiers du cinéma, nº 367, enero de 1985, “La passion du plan selon Godard”; y Philippe Dubois, “Passage : le ventre et l’écran, ou le désir d’origine et le chemin vers la grâce dans le cinéma de Godard” (en Jean-Luc Godard le cinéma, Revue belge du cinéma, nº 22-23, 2ª edición, 1989).

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está en el casi, el vientre de María, a partir del retiro que ella le impuso, al ritmo de ese fort-und-da de un género nuevo. Esa repetición del retiro de la mano, que simboliza la prohibición (del incesto, como insiste Alain Bergala), mima una descomposición del tiempo determinada por la imagen imposible de la concepción de Cristo; ella designa (Philippe Dubois lo ha visto claramente) la utopía de una imagen virgen, una imagen para impresionar, que permitiría a la mirada tocar con total inocencia un cuerpo de mujer. Solo una imagen, dice Godard, que sería finalmente una imagen justa. Pero ¿qué quiere decir, realmente, “solo una imagen”? ¿No sería también un fotograma, una foto, un fragmento destacable, único, ideal, que designa un instante ya pasado, pero siempre virtual, y que toma de allí lo que puede revelar? Como, por ejemplo, la imagen que se convirtió en el afiche del film, en la que no se sabe bien si la mano de José está por tocar el vientre de María, o si ya lo tocó, o no lo tocará nunca. Quizá nunca fueron tan confusos el instante cualquiera, el instante privilegiado, o decisivo, y el instante pregnante –que nunca ha merecido mejor ese nombre (en el sentido inglés de la palabra–).20 Su confusión, en un punto a la vez determinado y diseminado, es el tema, o más bien el motivo del film.

Era ya el motivo trazado hace algunos años en La Marquise d’O… [La marquesa de O, 1976]. Siguiendo a Kleist al pie de la letra, Rohmer se confrontaba allí a un instante-elipse que sirve de secreto al relato: la violación de la marquesa por el oficial ruso, su salvador. El gesto eludido se realiza (en el film) entre dos planos. El primero sigue el punto de vista de la marquesa amenazada por los soldados que la maltratan; ella ve al conde, todo vestido de blanco, aureolado de una especie de claridad sobrehumana, como si cayera del cielo y precipitándose hacia ella (es ese plano el que designa la frase final: “¡No me hubieras parecido un diablo si, en tu primera aparición, no te hubiera tomado por un ángel!”). El segundo plano muestra a la marquesa dormida, atacada por ese “diablo” que evidentemente nosotros no vemos. Al introducir una imagen que no está en la novela, imitando un cuadro famoso de Füssli, Rohmer ha puesto especial cuidado en suprimir el (los) demonio(s) que sugiere(n) la pregnancia (difícil de delimitar) de la pesadilla, oscilando entre el deseo de amor y el miedo a la muerte. Esto lo hace porque el punto culminante de ese film obsesionado por la plasticidad de la pintura, la capacidad del cuadro de captar gestos que expresan, por la deducción del tiempo, el énfasis y la profundidad del drama, ese momento se sitúa entre los dos planos que acabo de evocar: en su ida y vuelta cuyo efecto es desarrollado por el film hasta el abrazo final de los esposos por fin reconciliados, recuperando, si se puede decir así, interiorizando esta imagen invisible que cruza el film como un rayo, y alrededor de la cual el tiempo, un día, se detuvo para ellos, en realidad como en un sueño.21

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“Encinta”. Jacques Aumont lo destacó en su libro, op. cit., p. 76.

21 Es válido recordar que Barthes ha querido primeramente tomar como texto-tutor de su gran tentativa de detención del texto la novela de Kleist, que finalmente él sustituyó por Sarrasine. Así también, apenas para atar algunos cabos, podemos señalar que el motivo del incesto (hermano/hermana, madre/hijo) que recorre el relato de Balzac se vuelve a encontrar en el núcleo del de Kleist (bajo la forma de una relación excesiva entre el padre y la hija, en el momento del perdón concedido por el padre; relación que al film, por otra parte, le cuesta mucho más mostrar que al texto expresar. Esta misma figura de incesto (padre/hija) corre en filigrana en Sauve qui peut (la vie), y persigue a Godard al punto de que su opuesto (el incesto madre/hijo) sería su desplazamiento en Je vous salue Marie, por un retorno a la gran figura de origen (Bergala siguió su rastro, en particular en la charla en video Godard-Sollers de J.-P. Fargier, Le Trou de la Vierge).

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En cuanto al tiempo en sí mismo, el instante como tal, le correspondió recientemente a Rohmer expresar su estremecimiento, en una óptica muy rosselliniana. Existen dos maneras de referirse a ello, del mismo modo que existen (al menos) dos Rossellini: el del cine como impresión global de la realidad (el preferido de Bazin) y aquel que fue uno de los primeros en pensar la discontinuidad de su relación. El rayo verde (en el film del mismo nombre), la hora azul (en la primera historia de Reinette et Mirabelle) son esos momentos únicos, y poco frecuentes, en los que el tiempo se suspende a través de un acontecimiento que los personajes y la cámara querrían fijar en el presente, para solo vivir su virtualidad o su recuerdo. Es sin duda por eso que, en la pantalla de Rohmer, fiel a la obligación de lo real hasta en sus elipses, esos momentos están tan poco presentes, mucho más aparentespregnantes en el texto (los diálogos) que en la imagen. A tal punto que ante el sol que va cayendo sobre el mar, o ante el amanecer, tenemos la sensación de un congelado de imagen que en verdad no sucede, porque no atentamos contra las apariencias; pero no podemos, al mismo tiempo, captarlo tal cual, como una foto que pudiera durar, un fotograma extendido en el tiempo, porque no se puede detener el instante, que es tan bello. Estaba terminando ese texto cuando vi L’Ami de mon amie. Allí todo parecía simple, claro, liso, continuo. La obsesión del instante parecía reabsorbida en una pura álgebra de los sentimientos que esperaba el final para resolver sus ecuaciones. Apenas un momento, en la selva, el humor tembloroso de Blanche, una de las dos protagonistas de esta historia de cuatro, dejaba planeando una impresión de afecto a la Murnau, que ya se había notado en Reinette et Mirabelle. Y luego, de repente, llega el final: en el restorán al borde del lago, las parejas se reconcilian. Alexandre y Léa se alejan hacia el fondo a la derecha; Blanche y Fabien, encuadrados en un medio plano, se dan vuelta para verlos partir. Y de golpe la imagen se inmoviliza, como en tantos films en los que eso no tiene ya (mucha) importancia. Raramente he tenido tal impresión de brutalidad ante un plano: los personajes, tan concretos una fracción de segundo antes, parecían dislocados, clavados como mariposas. Cuando nada lo hacía prever (solo una cierta dificultad de Rohmer para filmar, tal vez la de creer en su film), uno se encontraba unos treinta años antes, frente a la imagen profética del final de Les Quatre Cents Coups que anunciaba que todo había acabado, que nunca más se podría filmar como antes. Pues la imagen demasiado fija, la suspensión del tiempo, por ser demasiado visible, conduce irremediablemente hacia el lado de la pérdida y de la muerte. Es la lección de La Jetée. Si hay tal cantidad de imágenes detenidas (todo un film, aunque sea corto), es también porque se reúnen alrededor de una imagen única, la de la muerte del protagonista. Para hacerla surgir, hace falta una serie

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descompuesta de imágenes, que la vuelven virtualmente inaprensible –como en el final de Sauve qui peut (la vie)–; pero se la reconoce por su movimiento propio. Peter Wollen ha captado bien cómo esta foto reproduce una instantánea famosa de Capa, convertida, dice, en “un momento pregnante, según Diderot o Greuze” (existe de este modo un destino variable de las imágenes, del carácter de pregnancia que se les atribuye, o puede atribuírseles).22 Y el texto lo aísla, para captar su violencia de instante determinante (“comprendió que uno no se evadía del Tiempo y que ese instante que se le había concedido ver de niño, y que nunca había dejado de obsesionarlo, era el de su propia muerte”). Por el trayecto que se efectúa así entre todas las fotos que cuentan esta historia y la foto (es decir, la imagen que recorre el film en todos los sentidos, reconduce 22

Peter Wollen, “Feu et glace”, op. cit., p. 19.

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desde el final hacia su principio: “Esta es la historia de un hombre marcado por una imagen de infancia”), La Jetée parece por sí sola volver a recorrer todo el espacio de la brecha abierta en el cine desde sus comienzos, si no desde sus orígenes, por la presencia inmóvil de la fotografía (como cuerpo y a la vez como idea). Ella siempre ha designado allí, como en ese film de Feyder de elocuente título, L’Image (1923-1925, consagrado a la mujer-imagen), el objeto del deseo más fuerte, el índice de realidad más emocionante.

se los apropia. Algunos se encuentran así compartidos hoy entre la visión que él les ofrece y la que hasta ese momento había sostenido su enfoque del cine. Ya sea una visión ideológica (hoy en día rápidamente escondida en las ruinas de la Historia), ya, más profundamente, una visión que podemos llamar psicoanalítica en sentido amplio, freudiana, lacaniana. Ahora bien, es evidente que la concepción de Deleuze disuelve los puntos de apoyo (explícitos o implícitos) subtendidos por la perspectiva psicoanalítica. Digamos, para ser breves, en cuanto al cine: un tema psicológico, un espectador definido con respecto a un dispositivo, una puesta en juego de la diferencia sexual, y sobre todo la visión del tiempo que se le atribuye, hecha de puntos de anclaje esencialmente caracterizados por su anterioridad, su fijeza y la capacidad de inversión que producen. De allí la existencia, en esta perspectiva, de instantes privilegiados, y privilegiados por lo que hay que llamar una especie de trascendencia, ya que no dominan el tiempo, lo orientan, por su propia existencia, pero sobre todo afectándolo de una función vectorial (del presente hacia el pasado, de lo comprensible hacia lo incomprensible) que engendra ella misma una tonalidad, entre la nostalgia y la melancolía. A todo esto el pensamiento de Deleuze opone un Tiempo unitario, global, aunque infinitamente estratificado y disperso, un tiempo a la vez material y abstracto sobre el cual no tienen influencia ni el futuro de ninguna utopía ni el pasado de ninguna regresión. Un tiempo en el que el film no se detiene jamás, ignora las ilusiones del instante, los puntos de vacío y de carencia, en una palabra, el rastro del negativo y la obsesión de la fotografía. Nos encontramos aquí ante dos concepciones opuestas del tiempo y de la memoria (podríamos decir, también, dos maneras de leer a Proust): por un lado, Freud y todo lo que se relaciona con él; por el otro, de nuevo Bergson. Por un lado, la visión energética, objetivante, de Deleuze (con lo que ella excluye). Y por el otro, una visión subjetivante, nostálgico-melancólica (con lo que ella perpetúa). Benjamin, por ejemplo, dividido entre la proyección de un retorno del aura y su inclinación a repetir incansablemente “el gesto de Josué”.23 O el doble gesto de Barthes implicándose en la utopía del fotograma como para ceder mejor y por completo a la captura de la fotografía. Si sobre este diferendo hubiera que dar una imagen-film, yo la proyectaría con gusto en la distancia entre dos films de Michael Snow. El primero sería La Région centrale, con su movimiento giratorio interminable, abierto como una pura positividad sin límite, que muestra en una naturaleza inhabitada un punto de vista extrínseco a toda interioridad. El otro, Wavelength, en el cual

Se estarán preguntando quizá lo que he querido decir al encadenar así, a través de algunos films privilegiados, esas figuras variables que son el congelado de imagen y en la imagen, la presencia y el tratamiento de la foto, y tal o cual instante, tal o cual gesto. Hemos visto que se trata de diversas formas de interrupción del movimiento: la imagen o el cuerpo que se congelan; el gesto que se detiene, o toca sin tocar; la foto ya inmóvil. Luego, está claro que esas formas se refieren a actos, a momentos excepcionales, o fundamentales: el rayo verde, la hora azul, el nacimiento, la muerte, el beso, el goce, el incesto, la Anunciación, la toma fotográfica y cinematográfica. Algunos me dirán que tales actos (al menos la mayor parte) se ven todos los días en los films sin ser afectados por semejante tratamiento formal. Puede ser. Pero la inversa no es cierta, al menos en estos films de los que hablo, que dan muestra, todos, de un cierto estado del cine, ya histórico y a la vez todavía contemporáneo. Las formas de inmovilización del movimiento están referidas allí, precisamente, a esos actos y a esos momentos (aun cuando suceda que su campo es mucho más extenso, y se multipliquen las perspectivas, como en Sauve qui peut o La Jetée). Es la correspondencia entre esas formas y esos momentos, muy diversa, ya lo vimos, pero también reiterada muchas veces, lo que me ha parecido importante, y que valía la pena destacar. Designa una constelación que forma solamente, creo, la parte más visible de lo que podríamos llamar el tratamiento de lo inmóvil en ese arte del movimiento que es el cine: existe allí algo que aún no ha sido encarado con suficiente celo, bajo sus distintos aspectos, estilísticos, estéticos, psicológicos, históricos. Si he mezclado a Deleuze en este debate, que él ignora, y hasta deja de lado, porque desarrolla en otros términos los aspectos de la imagen-tiempo que podrían unirse a los que yo he evocado, es porque él retomó, como vimos, hasta sus fundamentos esas cuestiones difíciles del movimiento y del tiempo, porque habló mejor que nadie de las fracturas formales e históricas que poco a poco han compuesto un cine del tiempo visible y un destino particular del cine moderno y contemporáneo. Pero tal vez haya aún que precisar lo siguiente: en sus libros sobre el cine, Deleuze toma elementos de otros y

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Como lo percibió Pierre Missac en uno de los capítulos de Passages de Benjamin, Éditions du Seuil, 1987.

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un movimiento hacia adelante, a la vez continuo y discontinuo, se constituye a fuerza de vibraciones luminosas, atraviesa acontecimientos enigmáticos –la muerte de un hombre, por ejemplo– y termina por llegar al punto que lo orientaba, sin que uno lo sepa, desde el principio: en una pared, una foto del mar, animado por olas inmóviles, en la cual la cámara entra y se fija. Pero, además, sobre esta foto hay que tener una mirada similar a la de quienes ven en la foto una captación y una inversión del tiempo; así como yo sólo he podido conceder a los films que me han “detenido” una mirada cautivada por la fuerza de su deseo de interrupción. Existe, por ejemplo, en “el angelismo” del cine contemporáneo, cuyo signo precursor parece haber sido el film de Rossellini, una mezcla de utopía desesperada y de regresión que me hace difícil verlos desde otra óptica que la de un tiempo dividido, trasladable a instantes que lo fundan, como puntos de trascendencia, probados, reconducidos a través de las elipsis, las descomposiciones, las inmovilizaciones que los atraviesan. Que el cielo se llame Hollywood (Godard de nuevo, Soft and Hard), el siglo XIX (La Marquise d’O…), un rostro de mujer (Persona) o el Occidente cristiano (Je vous salue Marie). 1987.

Ingmar Bergman, Persona, 1966.

SEIS FILMS AL PASAR1 “Contacts”, William Klein ()

Winston Link, NW 1103 August 2, 1956 Hot Shot East Bound at Laeger West Virginia.

“Una hoja de contactos, una bobina de treinta y seis exposiciones, seis bandas de seis fotos, las fotos tomadas una tras otra. Se leen de izquierda a derecha, como un texto, es el diario del fotógrafo. Raramente vemos los contactos de un fotógrafo, vemos solamente la foto elegida. No vemos el antes y el después”. Vemos hojas de contactos, la cámara avanza para aislar un cuadro, e inicia un movimiento que solo termina con el film: un desplazamiento lateral (izquierda-derecha) recorre, mimando el movimiento del ojo, las planchas de contacto “como un texto”, deteniéndose solamente por momentos, en otras tantas estaciones privilegiadas, cuando aparece “la” foto, la buena foto. Las condiciones que la hacen aparecer son diversas. Pero en cada caso, elocuentes, irrefutables. Estrechamiento del espacio, dramatización de los cuerpos, dirección de las miradas, recurso a la ficción, perspectivas, detalle emocionante (el punctum de Barthes). “Una pose de álbum de familia, líneas de fuga, el niño de hace un instante en la puerta del fondo, y sobre todo el pañuelo en el bolsillo del sacristán. El azar produce una foto”. Hemos visto, de un cuadro al otro, el cuerpo que se fija en la puerta entreabierta del fondo, a los dos niños que se ponen realmente en pose, al sacristán que entreabre la puerta de la izquierda y va desapareciendo, dejando en su espalda el rastro blanco de ese pañuelo que tiene en la mano. “Fotografío a una mujer con un pulóver floreado. No es una foto, sino un reflejo, un detalle. Pasa el tiempo, ella sigue allí, pero todo ha cambiado, todo se ha organizado. La luz, las escaleras, los actores, es una foto”. Sucede que mientras tanto, sobre todo, una 1

Estas notas sobre films han sido redactadas en el marco de un programa de obras audiovisuales de carácter documental (y de producción francesa), destinado a destacar el importante papel que desempeña la fotografía en el campo de las otras artes visuales, y en particular del cine: Marges de la photo (para la referencia, ver p. 346).

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mujer surgió a la derecha, exponiendo su cuerpo a la toma en una suerte de actitud ofrecida, extática. Pero el “azar” también puede retrabajarse, precipitarse. De la famosa Candy Store que muestra, en Nueva York, a dos niños ante una pared con cuadrados blancos y negros, Klein produce una imagen desdoblada: “Pongo el negativo en la ampliadora, juego con el ajuste, los blancos se mueven, hago aguar los negros. Es otra foto”.

foto y cine. Klein tomó la medida de esta paradoja temporal a su manera, al principio del film, diciendo: “Una foto tomada a 1/125”. ¿Qué conocemos del trabajo de un fotógrafo? Un centenar de fotos. Quizá 125. Resultado total 1”. Tal vez 250 fotos. Eso ya sería una obra consecuente y el resultado sería 2”. La vida de un fotógrafo, aun la de un gran fotógrafo, como suele decirse: 2”. Y vuelve a insistir al final del recorrido, para hacernos recordar lo que hemos visto: “Aquí está. Unas veinte fotos, un centenar de no-fotos. Algunas planchas de contactos, algunos segundos”. Entre el instante y la eternidad de la imagen-foto, 13 minutos de cine construyen un tiempo implosivo que asediará largamente nuestra memoria.

“Les Photos d’Alix”, Jean Eustache () 1

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Vemos, de esta forma, lo que casi nunca se ve: instantes decisivos que parecen tanto más extraídos de la continuidad imaginaria de planos de cine cuanto que nos encontramos precisamente en el cine (o en una situación de cine) en el momento en que Klein nos propone captar su aparición: es decir, en un tiempo en que la imagen desfila sin poder ser detenida (salvo en un magnetoscopio) ni manipulada. Al seguir el hilo del movimiento, se ve a menudo el trazo de marcador que separa los cuadros cuya barra de separación franqueamos: un buen modo de acordarnos de que estamos en la foto cuando la cámara hace surgir ese objeto improbable que se parece a la imbricación entre dos fotogramas, aunque solo hace que se sucedan dos tomas, simplemente más distantes una de la otra (sobre todo en Klein, que nunca utiliza motor, prefiere rearmar, para dejar a lo real la posibilidad de reformarse e intentar captar mejor un instante). Nos encontramos así en un tiempo un poco loco, muy forzado (el movimiento lateral que parece no tener fin) y vacilante a la vez, por todas las interrupciones, los saltos que provoca, en resumen, lo más cerca que podemos estar entre

“Alix Cléo Roubaud murió el 28 de enero de 1983; a las cinco de la mañana, de una embolia pulmonar. Sufría de un asma muy grave desde que era una niña. Acababa de cumplir treinta y un años”.2 La mujer joven que es la protagonista de este cortometraje filmado en 1980 por Jean Eustache, la fotógrafa que nos mira y nos habla, se convirtió así en una muerta filmada por un muerto, el único verdadero cineasta que haya elegido matarse. Coincidencia única de destinos que tiene su peso en el film y lo hace más único aún de lo que es, por lo que dice de la fotografía y de la imagen. Desde el principio, la propuesta es clara: dos fotos contra una pared, él entra por la derecha (él, Martín –Boris en la vida real–, es el hijo de Eustache, adolescente algo tímido), ella por la izquierda (es Alix, su voz es fuerte, casi indiscreta por demasiada presencia, pero uno se acostumbra, hasta desear que esa voz nunca lo abandone). A una observación que él le hace, ella responde: “Es un viejo negativo que recuperé de mi madre. Es una fotografía de infancia que ella me tomó. Aquí estoy yo. ¿No me reconoces?”. En la foto de la izquierda, se percibe entre los árboles una pequeña mancha, motivos confusos, dispersos, ahogados en blanco. En la foto de la derecha, solo se ven los motivos. La estrategia de este film apabullante se anuncia: la división entre lo que uno reconoce y lo que no reconoce, porque una imagen no es igual a sí misma según lo que se dice de ella. Lo que dice aquí la que hace estas fotos, las retoca, las vuelve a menudo ambiguas con el fin de obligarnos a ver lo que sin ella no podríamos ver, pero también para llevarnos a ver otras cosas, todo lo que somos 2

Son las primeras palabras de la contratapa escrita por Jacques Roubaud para la publicación del Journal de Alix Cléo Roubaud, su mujer (Éditions du Seuil, 1984).

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capaces de ver y de imaginar. Por ejemplo, cómo “una fotografía puede ser personalmente pornográfica siendo al mismo tiempo públicamente decente”. Campo: Alix y Martin, sentados (después de la presentación y el genérico), hablando de cada foto que miran. Contracampo: la foto en cuestión. Habrá dieciocho. El arte será la deriva, la variación de la deriva. A las preguntas de Martin, Alix responde esclareciendo las circunstancias de la toma, la naturaleza de las transformaciones efectuadas, de las decisiones tomadas. Pero a partir de la foto número 3, de manera subrepticia, la duda, y con ella un drama sordo y liviano a la vez, acerca de un detalle, se insinúa: un hombre en el fondo, medio cuerpo; se lo supone desnudo, Martin cree que forma parte de un cuadro, pero estaba realmente presente en la toma, y “no estaba desnudo, precisa Alix, contrariamente a lo que la foto puede sugerir; está perfecto allí, ¿no?”. Después, brutalmente, a partir de la foto número 4 y luego varias veces, pero no siempre –sería demasiado simple–, se instala una separación más o menos evidente entre lo que se dice y lo que se ve, sin que ninguno de los dos observadores se preocupe, pero que hace que comience a surgir en nosotros una inquietud que es también fascinación.

sentimentales”), de la muerte (“toda la foto lucha contra la muerte”), de imágenes y de acontecimientos de uno (“todas las fotografías son yo”), la foto es demasiado todo eso como para no obligar a cada uno a hablar. Es el punto más fuerte de Les Photos d’Alix, tan cerca en ese aspecto de todas las estrategias de lenguaje montadas excelentemente por Eustache: hacernos comprender que todo verdadero discurso sobre la foto está condenado a ser, por algo que le es esencial, y a pesar de todo, puro palabrerío.

Esta impresión tan fuerte es doble, aunque no sea fácilmente divisible. Primero concierne al cine: entre el campo y el contracampo, la mirada y su objeto, el espectador y la pantalla, el cuerpo y su imagen en el espejo, sobreviene una fractura. Pueden estar al mismo tiempo unidos el uno al otro e irreconciliables, como desconectados. Herida narcisista. La verdad del cine ya no es lo que era. Está minada, emblemáticamente, por la fotografía, también ella afectada, es la segunda fase de la operación. Está afectada no como arte, sino porque su arte es demasiado violento, demasiado íntimo como para no ser soporte de proyección (en Passion, de Godard, Hannah Schygulla dice con su acento inimitable a su amante-director, que desearía introducirla desnuda en uno de sus cuadros: “Lo que me pides es algo demasiado cercano al amor”). La foto está demasiado cerca de la infancia (“las únicas verdaderas fotografías son las fotografías de la infancia”), del sentimiento (“todas las fotografías son

“News From Home”, Chantal Akerman () En News from Home no hay foto(s), sino algo fotográfico. Esto quiere decir que cada uno de los planos, o casi, es como una toma fija y a menudo muy larga en la cual se produce movimiento, sin duda, pero una especie de movimiento aleatorio, abierto, documental, comparable al desarrollo de lo que capta una instantánea. Los pocos movimientos de cámara son panorámicas que barren la superficie sin entrar en el cuerpo real de la ciudad, Nueva York, donde vive la autora-protagonista del film, lejos de su Bélgica natal. Podríamos, por ejemplo, comparar los famosos travellings hacia adelante de Resnais en Hiroshima mon amour para señalar lo que ha podido ser la incorporación propiamente cinematográfica de una ciudad (de dos ciudades: Nevers, Hiroshima), por oposición a lo que en el film de Chantal Akerman se convierte en su captación fotográfica. Pero por necesidad, debemos aquí establecer distinciones, como antiguas maneras de hablar: el film de Akerman no deja de ser un film como lo es el de Resnais. Se trata, simplemente, de un instante del cine, a partir de ese momento captado por la fotografía. La impresión cobra fuerza por el hecho de que no se ve al autor, sino solo su ojo, que uno supone identificado con esa cámara que se posa y espera, con un muy seguro sentido del cuadro y del tiempo, que llegue lo real –aun cuando haya que esperar mucho, y en la indiferencia opaca atravesada de estupores que es propia de la actividad fotográfica. Hay así un plano extraordinario, muy largo, en el subterráneo: en el andén, cinco pilares repartidos en forma desigual delimitan tres planos de espacio, según los cuales se escalonan las dos vías, el doble andén que las separa (contrariamente a la disposición del metro parisiense), y los dos andenes que las bordean de uno y otro lado. La fuerza del plano se debe al hecho de que todo parece chato y como aplastado en un solo plano, a pesar de las profundidades que se adivinan; y ellas solo cobran vida cuando algo sucede (gente que circula, trenes que llegan a la estación), para diluirse nuevamente. Y así, ese plano interminable es similar a una serie

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de instantáneas que duraran, atravesadas por breves momentos en los que la vida se reanuda.

observándose a sí mismo mientras descubre la ciudad; por el otro está su voz. Y uno tiene la impresión de que ella va soltando así las palabras de la madre ausente solo para devolverlas más eficazmente, con una especie de sadismo calculado, a su entera soledad.

“Le Sphinx”, Thierry Knauff ()

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La impresión de foto se debe al tema mismo del film, su principio: una madre, en Bruselas, envía cartas asiduas y banales a su hija que ha dejado la casa familiar para intentar vivir y trabajar en Nueva York. Es la joven que lee las cartas de su madre, con voz cantarina, monocorde e indiferente, esas cartas en que la madre se queja (dulcemente) de que su hija le escriba tan poco. También le reclama fotos, por supuesto, y esto acentúa aún más el efecto-foto de la carta, esa conversación inmovilizada en el tiempo, esa forma de detención del texto. De esa manera, entre la imagen y el texto se instaura una extraña circulación estereotipada. Una división. Por un lado está la mirada captadora, fragmentada, silenciosa, elíptica, de la joven, una especie de ojo en estado bruto que trabaja

La cámara avanza a lo largo de los macizos, en una terraza, en un jardín a la francesa, descubre la estatua de una esfinge ligeramente elevada sobre el parque, en lo alto de algunos escalones, inicia un movimiento giratorio, se inmoviliza. La esfinge está ahora encuadrada de frente, en un plano verdaderamente fijo. Una serie de planos más cercanos, todos absolutamente fijos. “Una fotografía tiene dos dimensiones, la pantalla del televisor también. Ni la una ni la otra pueden ser recorridas. De una pared a la otra de una calle, arqueados o apoyados, con los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra, los cadáveres negros e hinchados que yo debía sortear eran todos palestinos y libaneses”. Se oye el zumbido de las moscas. “El primer cadáver que vi era el de un hombre de 50 a 60 años”. Un hombre de la misma edad está ahora parado delante de la esfinge. El plano es extrañamente fijo. Tal como los numerosos planos cercanos y primeros planos que siguen, siempre del mismo hombre. Es casi imposible saber si se trata de fotos o de fotogramas vueltos a filmar (la rareza de algunas posturas, más tarde, hace inclinarse por esta segunda solución, que sin embargo no es la adecuada). Pero lo único que cuenta, fijeza “natural” de la esfinge o poses-movimientos fijados en diversos actores, es la presencia de lo fotográfico: producido como más acá o más allá de la fotografía, da testimonio de la impotencia de esta para realmente encarnar aquí la muerte, a pesar de ser su síntoma, su rastro, su signo instintivo. Por eso en este film no se ven más verdaderas fotos que verdaderos cadáveres, sino su principio encarnado, y comentado. “La fotografía no capta las moscas ni el olor blanco y denso de la muerte. Tampoco cuenta los saltos que hay que dar cuando uno va de un cadáver al otro”. Este film grave y puro lo dice, con una literalidad que no excluye múltiples desplazamientos, cuando pasa de una serie de planos a otra, de un motivo a otro, y muestra, por ejemplo –después de una mujer de cabellos grises que podría ilustrar lo que el texto enuncia, y representar de nuevo ficticiamente una de las víctimas designadas–, una pareja de enamorados con cuerpos conmovedores sentados al pie de la esfinge, ya sin relación alguna con el “cuerpo de un hombre de 30 a 35 años [que] estaba acostado boca abajo”. Hacia el final se crea un momento de una fuerza particular, por medio de una larga secuencia con

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niños: una niñita que rellena los ojos ya inefablemente cerrados de la esfinge; la cabeza o partes del animal que aparecen separadas en medio de una masa de niños agrupados como en una foto escolar. De esta manera se introduce la idea de lo más fijo que lo fijo, de grados en la fijeza, como existen grados en la muerte, en la percepción de la muerte, la terrible rigidez fotográfica de la muerte. Y el director tuvo el arte de interrumpir, cinco o seis veces, ese diálogo tenso entre fuerzas inmóviles, por medio de algunas tomas de la naturaleza, árboles, cielo, fijas o en movimiento, conmoviendo así lo más íntimo de la tensión entre móvil e inmóvil. Hasta lo intolerable.

olor de la carroña. Estaba solo con algunas ancianas palestinas y algunos jóvenes fedayines sin armas. Pero si esos cinco o seis seres humanos no hubieran estado allí, cuando descubrí esa ciudad abatida, los palestinos horizontales, negros e hinchados, me hubiera vuelto loco. ¿Esa ciudad destrozada y en ruinas que yo vi, o creí ver, que recorrí, asqueado, llevado por el fuerte olor de la muerte, ¿todo eso había sucedido? Solo había explorado, y mal, una vigésima parte de Chatyla y de Sabra”.

“Ici et ailleurs”, Jean-Luc Godard y Anne-Marie Miéville ()

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“Había pasado cuatro horas en Chatyla, dice finalmente Jean Genet, quedaban en mi memoria alrededor de cuarenta cadáveres. Todos habían sido torturados, probablemente en medio de la borrachera, el olor a pólvora y ya el

Ici et ailleurs anuncia dos rupturas. La primera es el fin de la política militante, de la exportación de conceptos y de su credo: ya no le corresponde a ici (Francia) decir la verdad sobre ailleurs (Palestina), ni aun poder ser todo uno con palabras e imágenes que tuvieran que encargarse de expresar una verdad en lo político, la política como verdad. La segunda ruptura, corolario (al menos para Godard que la vive y la expresa así), es la del cine en sí mismo, que ya no puede ser uno con su desfile de imágenes. De allí la fotografía: “la verdad”, que viene a interrumpir y a realizar el ser del cine, “la verdad 24 veces por segundo” –Michel Subor a Anna Karina en Le Petit Soldat [El soldadito]–. Godard, al volver del film militante e ir hacia un cine que él presiente pero aún ignora, no se interroga (solamente) sobre la foto (como lo hizo en Letter to Jane o como lo hará en Comment ça va y Photo et Cie, el quinto episodio de Six fois deux); redefine el cine a partir de la foto, pero también del fotograma, en una secuencia lo suficientemente ejemplar como para haber podido sentir la necesidad de hacer, doce años más tarde, una segunda versión, más voluptuosa y nostálgica, en la cual pone al cine simultáneamente ante la cuestión de la foto y del video (Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma). En esta secuencia emblemática, cinco extras reunidos alrededor de una cámara, cada uno con una foto en sus manos, se vuelven hacia una pared y la clavan, al compás de una leyenda: “La voluntad del pueblo”; “La lucha armada”; “El trabajo político”; “La guerra prolongada”; “Hasta la victoria”. Luego se vuelven hacia la cámara, cada uno debajo de su foto. Godard comenta: “Allí se pueden ver todas las imágenes juntas, en el cine eso no se puede hacer, uno está obligado a verlas separadamente, una tras otra, y este es el resultado”: una proyección, primero mostrada como tal (el aparato de proyección abajo, a la izquierda; la minipantalla contra la pared, arriba, a la derecha); luego, gracias a ella, uno penetra en pantalla completa en el interior de las cinco fotos, en

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cinco planos sucesivos (pero cada vez separados por un plano negro). Y la voz de Godard nuevamente: “Pero este es el resultado, porque, de hecho, cuando uno hace un film, las cosas suceden de esta manera. Una imagen va remplazando a la otra, cada vez la imagen que sigue suprime a la anterior, toma su lugar, sin dejar de conservar, por supuesto, al menos su recuerdo. Pero es posible porque el film se mueve, y las imágenes no se graban juntas sino separadamente, una tras otra, en su soporte”. Mientras pronuncia estas palabras, los extras van avanzando uno tras otro, cada uno siempre con su foto en la mano, ante la cámara que la filma.

términos de espacio entre las fotos clavadas en la pared o sostenidas (en una segunda fase) por los extras alineados que se van desplazando ante la cámara, formando así una línea continua-discontinua (un sonido continuo sustituye la discontinuidad de los cinco eslóganes). Y es, pues, esa relación espacio-tiempo lo que Godard comenta (tercera fase), con una paciencia exacta que muestra hasta qué punto él entiende con esto poder captar y restituirnos una verdad elemental e inapelable: la reversión del espacio en tiempo (de cada extraeslogan-foto-espacio en extra-eslogan-foto-tiempo) es una metamorfosis, pero sigue siendo de parte a parte actual y visible; de tal modo que el espacio de la filmación concedido al tiempo de proyección subsiste en él e inscribe allí su marca, ineluctablemente. La segunda cosa que sorprende es que cada una de esas imágenes esté representada por un cuerpo. Godard traduce así, al arbitrio de las astucias de su pedagogía, la relación entre el film y su movimiento (“el film se mueve”, como los cuerpos se mueven), pero para reabsorberlo enseguida en imágenes congeladas encargadas de expresar una verdad fundamental (el film también es constantemente detenido, como pueden serlo los cuerpos; y esos cuerpos solidarios están también tan ineluctablemente separados unos de otros como lo están los fotogramas). “Y el film, es decir, en definitiva, unas imágenes en cadena, da debida cuenta a través de esta serie de imágenes de mi doble identidad: espacio y tiempo encadenados el uno al otro, como dos obreros que hacen un trabajo en serie, en el que cada uno es al mismo tiempo la copia y el original del otro”. Esto es lo que se desplaza y se profundiza al seguir el hilo de dos preguntas que (se) hace luego Godard. Primera pregunta: “¿Cómo se organiza una cadena?”. En primer lugar hace desfilar imágenes (fotos: una verdadera cadena de autos, una escena de guerra, una imagen de campo de concentración, una publicidad Jacques Borel, una estructura de ADN, una familia nuclear), imágenes a cuadro lleno, pero algunas de las cuales conservan el negro de la barra de separación entre fotogramas (la continuidad que las anima remite así a su fijeza, como también a su separación).

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Aquí hay dos cosas que sorprenden. Las imágenes proyectadas primero en la pared y “montadas” están sin embargo separadas por planos negros: esto hace que se conserve la autonomía propia de cada foto, como también que se materialice la separación entre los fotogramas en la película, lo que la proyección impide ver. Es proyectar, en la línea del tiempo, la separación visible en

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“La Jetée”, Chris Marker ()

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Luego Godard dispone simultáneamente en una misma pantalla tres imágenes (un intervalo horizontal sucede así al intervalo implicado por la barra de separación); esas imágenes aparecen y desaparecen, se transforman, marcadas por el disparador sonoro de un aparato de diapositivas donde una mano –apenas perceptible– las introduce (una vez más, son marcadas como fotos y dotadas cada una de un sonido propio).

Segunda pregunta: “¿Cómo encontrar su propia imagen en el orden y el desorden de las otras, con el acuerdo o el desacuerdo de las otras? Y para esto, ¿cómo fabricar su propia imagen? ¿Su imagen de marca, es decir, una imagen que marca, una imagen que deja rastros?”. Basta con acentuar el movimiento: tener, no ya tres minipantallas en la pantalla, sino nueve (monitores), hacer, según el mismo principio, que se sustituyan una a la otra, ir redistribuyendo el tiempo en el espacio, que a su vez es llevado en el tiempo, según una nueva distribución. Basta con retomar, intensificándolo, el efecto de la barra de separación entre fotogramas, y llevar al final del recorrido todo el proceso a un objetivo de cámara fotográfica (que uno ve y escucha “y que se convertirá en ti, y que se convertirá en ti o en mi, tú y yo”): un objetivo encargado entonces de representar nuestra mirada “cuando miremos esta imagen”. De este modo, el cine es la verdad 24 veces por segundo solo porque la fotografía, en él, y por ende el fotograma, ostenta su verdad paradójica: a la vez fija (en el espacio) y en movimiento (en el tiempo).

Se ha dicho casi todo sobre el film de Marker; a tal punto nos conmueve, desde hace más de veinticinco años, con una extrema singularidad que terminó por parecer evidente. También ha sido muy útil, en especial a los teóricos, para redefinir un cierto estado del cine. Para mostrar cómo la banda de sonido puede darle al cine de ficción lo que la fotografía tiende a sacarle.3 Para comprender, por ejemplo, que lo más interno en el cine no es el movimiento, sino el tiempo.4 Para captar un nivel de “monstruosidad” que hace surgir, a través de los fundidos, en negro y sobre todo encadenados, la locura del “pictograma”, una especie de irrepresentable originario.5 Y no olvido tampoco que fue al tratar de analizar La Jetée, primero por medio de las palabras, luego por el de un nuevo ensamblaje de las imágenes del film, llevando así hasta el final un emprendimiento crítico de por sí extremo (aun cuando su proyecto La Rejetée tuvo que ser abandonado), como Thierry Kuntzel pasó de un enfoque teórico sin igual a la concepción de una obra por la cual el video desplaza y renueva las condiciones de la imagen del cine. A esto habría que agregar lo que este film condensa, en veintinueve minutos: una historia de amor, un trayecto hacia la infancia, una loca fascinación por la imagen única (lo único de la imagen), una representación combinada de la guerra, del peligro nuclear y de los campos de concentración, un homenaje al cine (Hitchcock, Langlois, Ledoux, etc.), a la fotografía (Capa), un estudio de la memoria, una pasión por los museos, una atracción por los animales y, entre todo eso, un brillante sentido del instante. Pero quisiera sobre todo decir por qué este film de ficción (y aun de ciencia ficción) pudo parecer indispensable en una selección de carácter documental (esto valdría también, por ejemplo, para Colloque de chiens [El coloquio de los perros], de Raoul Ruiz). La cosa es simple, aunque extraña: sucede que la foto, en sí misma, pero también por su diferencia con el film, y tanto más, sin duda, cuando el film es un film de ficción, posee una dimensión documental ineluctable. No duplica el tiempo, como lo hace el film; la foto lo suspende, lo fractura, lo congela y así lo “documenta”. Constituye, podríamos decir, una verdad absoluta de cada uno de los instantes sobre los que asegura su toma. 3

Roger Odin, “Le film de fiction saisi par la photographie et sauvé par la bande-son”. A propósito de La Jetée de Chris Marker, en Cinémas de la modernité, films, théories, Klincksieck, 1981. 4 5

Peter Wollen, “Feu et glace”, op. cit.

Réda Bensmaïa, “Du photogramme au pictogramme: à propos de La Jetée de Chris Marker”, Iris, nº 8, 1988.

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“La foto es la verdad” (hacía decir Godard a Michel Subor al acorralar a Anna Karina con su cámara en Le Petit Soldat). Pero ¿qué quiere realmente decir lo que sigue: “El cine es la verdad 24 veces por segundo”? Una cosa imposible, ya que el cine esconde lo que la foto muestra: cada imagen por sí misma, en su verdad desnuda, que sucumbe al desfile de imágenes. A menos que el cine pueda, en su desfile mismo, acercarse a esa verdad, por diversos medios; imaginamos que el más seguro y en todo caso el más conmovedor sería el de contar una historia hecha de instantes congelados, desde su toma, cualquiera sea “la vida” de la que están dotados por el montaje, la música, el texto y la voz. Es lo que hace La Jetée, dos años después de que “Le Petit Soldat” de la revolución del cine lanzara su fórmula. Es al mismo tiempo una manera (insisto, no es la única, pero sí una de las más radicales y sin duda la más conmovedora, de modo a la vez abstracto y material) de verificar una segunda propuesta de Godard que hay que articular a la primera (se aclaran mutuamente): un film debe ser siempre el documental de su propio rodaje. 1989.

Chris Marker, La Jetée, 1963.

LOS BORDES DE LA FICCIÓN

Bill Viola, Chott-el-Djerid. A Portrait in Light and Heat, 1979.

Tratando de reflexionar sobre esta cuestión, a decir verdad bastante inextricable, de la ficción de video situada entre el cine y la televisión, me vinieron primeramente dos imágenes (o dos series de imágenes): imágenes de nieve; una procedente de una cinta de video, la otra de un film. El video es Chott-el-Djerid, de Bill Viola: al principio, muy lejos, en la pantalla blanca de nieve, se adivina un punto negro tembloroso, primero de manera casi infinitesimal, pero que avanza a pesar de todo suficientemente y durante bastante tiempo (el plano dura cuatro minutos) como para que uno pueda finalmente adivinar una forma humana.1 El film es Citizen Kane [El ciudadano], de Orson Welles: un niño que juega a lo lejos en la nieve se acerca y acude al llamado de su madre, para saludar al hombre que le anuncia que él será uno de los hombres más ricos de los Estados-Unidos.2 ¿Qué sucedería si, en lugar de estar separadas por los códigos más extremos de arte y de cultura, estas dos imágenes llegaran a reunirse un día en un mismo film, un mismo video, es decir, a ser compatibles en un mismo espacio? ¿Es incluso posible? Le hice la pregunta a Bill Viola, bajo otra forma, durante una conversación. Le pregunté: “¿Qué sucedería si tu personaje, viniendo así de 1

Citado de memoria (después de haber visto el video tres o cuatro veces), este ejemplo no es válido. El error muestra una vez más cuán difícil es recordar series de imágenes (y el video lo hace aún más difícil). He preferido decirlo pero conservar mi ejemplo. En realidad, los siete primeros planos de Chott-el-Djerid se sitúan efectivamente en la nieve, y hacen aparecer por pequeños toques los motivos evanescentes de una aldea. El plano del que hablo es el primer plano de desierto que sigue a la secuencia de la nieve: de allí la confusión, acrecentada debido a que la tonalidad cambia poco; ligeramente rosada, la imagen está apenas dividida por la línea de un médano que se dibuja, muy arriba en el cuadro, contra el horizonte. 2

Orson Welles, Citizen Kane, 1940.

La secuencia dura seis planos y mezcla efectos de proximidad y lejanía: Kane visto primero jugando en plano general medio, luego percibido a lo lejos en la famosa perspectiva de la ventana durante toda la discusión entre Thatcher, la madre y el padre; termina con el plano del trineo que va desapareciendo bajo la nieve.

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muy lejos, siguiera avanzando hacia nosotros, no para figurar simplemente una silueta, sino para tomar realmente forma humana, y viniera a hablarnos, o más bien simplemente a hablar como se hace en una historia, de un acontecimiento del que él fuera partícipe, una historia de vida, de muerte, de sexo?”. Bill Viola eludió la pregunta, no pudo sino eludirla, oponiendo, como se ha hecho tantas veces, dos modos de ficción. Aun cuando el límite sea en sí mismo difícil de trazar y solo se defina por sus extremos: por un lado la ficción como grado cero, por el otro la narración. La ficción tendría, pues, dos centros. Un centro abstracto (podemos decir también: el más concreto), allí donde comienza: especie de drama mínimo que crea una relación de acontecimiento entre al menos dos elementos: en este nivel, un punto y una superficie son suficientes. Y, opuestamente, un centro concreto (se lo puede sentir como uno de los más abstractos y en todo caso más ilusorio): el acontecimiento se convierte en una historia vivida por personajes situados en un tiempo y en un decorado dotados de un efecto de realidad que parece natural, que nos pareció y nos sigue pareciendo, hacia y contra todo, natural, aun cuando sea, por supuesto, cultural. El cine (el casi todo del cine) se ha definido (más o menos) y se define todavía a partir de ese segundo centro. El principio del video de Viola se define a partir del primero, aun cuando, como él me lo recordaba, ese muy largo plano facilite al espectador una cosa esencial: un punto de identificación con respecto al cual este se sitúa y puede así reconocerse. Entonces me surgió, junto al alegre deseo de complicar las cosas, una tercera imagen. De nuevo, una imagen de nieve, nacida esta vez de un film experimental: Zorms Lemma, de Hollis Frampton. Se trata aquí del último plano del film. Sucede a una serie de planos fijos, a través de los cuales se declinan, según un juego hábil y desfasado, las relaciones entre el alfabeto de las palabras y el de las cosas del mundo. Al final de ese proceso de deriva entre lenguaje e imagen, se perciben de pronto, en una inmensa extensión nevada, un hombre, una mujer y un perro: los tres se alejan cada vez más, mientras se acumulan en la banda de sonido, procedentes de varias voces, fragmentos de lenguaje que parecen condensar, desplazar, enloquecer a todas las palabras leídas y escuchadas hasta entonces. Buscando comprender qué era lo que me había llevado a asociar esas tres imágenes, traté de ver algo diferente de lo que para mí las unía a la nieve, lo que me impulsaba a jugar con la idea de la nieve, el grado cero de la trama electrónica de donde salen en video todas las imágenes. Y cuanto más me resistía a esta idea, más sentía sin embargo que allí estaba el nudo de la cuestión, a riesgo de tener que hacer previamente algunos ajustes. El cine experimental o de vanguardia (ninguna palabra es la adecuada) y el videoarte (esta palabra no es mejor) tienen en común una voluntad de escapar

por todos los medios posibles a tres cosas: la omnipotencia de la analogía fotográfica; el realismo de la representación; el régimen de creencia del relato. Se ha dicho y vuelto a decir: allí está lo que a menudo ha acercado a ambos, más a las artes plásticas o a la poesía que al cine, sin dejar por ello de estar involucrados con este último. Esto gracias a un conjunto de procedimientos, de figuras, de modelos expresivos que, de manera esquemática, podemos resumir en dos palabras: adición y sustracción. Así se deshace en la mayoría de los films experimentales y de los videos el “contrato natural” entre la imagen y el sonido. Siempre existe sustracción, adición: aceleraciones, desaceleraciones, excesos, ausencias, perturbaciones múltiples que apuntan a desnaturalizar ese contrato celebrado hace casi un siglo entre el film de ficción y su espectador. Pero hay que precisar que esta operación de resistencia y de distanciamiento que permite concebir un tiempo y un espacio de otra naturaleza, y construir un arte –o un nivel de arte– específico, es en realidad muy diferente en el cine experimental y en el videoarte. Esto, a pesar de sus puntos comunes y de una filiación que no se ha destacado lo suficiente (como si los artistas del video y los críticos hubieran preferido ser un poco amnésicos). Ella obedece al hecho de que el cine experimental y el video hayan tenido que definirse, uno con respecto al cine; el otro, como Jean-Paul Fargier ha insistido largamente, con respecto a la televisión (aunque esto también pueda ser discutible, en particular para lo mejor del video francés). Pero esto exige precisiones. ¿Qué quiere decir realmente tener que situarse con respecto a la televisión? ¿Qué es la televisión, sino ese lugar por donde hoy transitan todas las imágenes, incluidas las imágenes de cine (los films) que constituyen una buena parte de los programas, y a menudo la favorita de los telespectadores? Tratemos de imaginar por un segundo la proporción de imágenes de cine que se ven en televisión (y no solamente imágenes de films), y todas las imbricaciones y todos los deslizamientos que eso acarrea entre las éticas y las estéticas. Un solo ejemplo, que considero central: los clips, en su mayoría rodados en 35 mm, y que son vistos, reconocidos y recibidos como televisión. Esto implica que si al principio el videoarte se situó, sobre todo, con respecto a la televisión como dispositivo, con una idea de proximidad con las artes plásticas y a favor del espíritu contestatario al que históricamente estuvo ligado en sus comienzos, este le concierne de hecho cada vez más a la televisión como lugar por donde transitan todas las ficciones, y en especial las del propio cine. Y es por cierto con respecto a la televisión concebida como un inmenso cuerpo de producción y de distribución de imágenes que el video se encuentra dotado virtualmente de un poder inmenso, mucho más perturbador de lo que jamás pudo ser el del cine experimental con respecto al cine.

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Esto a causa de la nieve, de la naturaleza misma de la imagen electrónica. Por un lado, esta imagen puede ser puesta al servicio de la ilusión de realidad como lo es mayoritariamente la imagen-film. Aun cuando su materia sea diferente, y su vibración diferente, en el fondo está muy próxima a la imagen-film cuando juega la carta de la analogía y de la representación. Pero, por otro lado, la imagen electrónica es esa imagen en la que todo puede componerse y descomponerse (y, lo que es más, simultáneamente, en directo) de manera tal que la ilusión de realidad se ve no solo transgredida (o negada, ignorada, desbordada, etc.), como en el caso del cine experimental, sino sobre todo relativizada, llamada a vacilar interminablemente sobre ella misma. Y creo que es allí donde se produce el mayor desconcierto, al situarse el video en una perspectiva de ficción, lo que podrá evitar cada vez menos a causa del contrato de ficción que siempre ha ligado a cualquier sociedad con sus sujetos. A este respecto, hagamos todavía una distinción entre lo que podríamos llamar la ficción como sistema y la ficción como cuerpo. Los videos de Gary Hill son un buen ejemplo de lo que es la ficción como sistema. Estos funcionan a un nivel de abstracción formal e intelectual que los hace poco sensibles al problema de la representación y al desorden que allí puede producirse; se encasillan, de manera muy fuerte, en la lógica de su propio mundo, como en una suerte de metaficción permanente. Digamos que los videos de Gary Hill tratan la ficción como los libros de Raymond Roussel tratan el relato literario. En cambio, todo es diferente cuando la ficción no es captada a priori como sistema, sino que se da como cuerpo, es decir, en cuanto se abordan la escenificación, la materialización y la dramatización de los cuerpos. Tomaré rápidamente dos ejemplos simples, en dos videos de Danielle Jaeggi: Tout près de la frontière y Mon tout premier baiser. En el primero, la escenificación (sostenida por un trabajo muy fino sobre el encuadre y la actuación de la comediante) pone a la protagonista/actriz en posición de suplencia y de duplicación con respecto al dispositivo del noticiero de televisión: ella se dirige a nosotros como a sus oyentes, pero está hablando de su propia vida. Hay un momento que me interesa en este video –porque participa de lo que Fargier llama “las aventuras de la trama”–, que en muchos aspectos está dividido como un film y cuyo genérico (desfile de trenes, largos travellings sobre los lugares atravesados) da realmente una impresión de film. La protagonista se duerme, después de haber mirado el noticiero, y su voz acompaña tres imágenes (la última es una imagen de televisión): “En el montaje, uno no está obligado a mostrar las imágenes que veo antes de dormirme”. Cuando ella se despierta, es una imagen tratada, llena de líneas y colores, la que se vuelve dos veces hacia nosotros, antes de que la imagen “real” del rostro se recomponga, acabando su movimiento (la voz vuelve: “Esta noche tuve una pesadilla”).

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En Mon tout premier baiser, Danielle Jaeggi desarrolla más a fondo con su propio rostro un juego de pasaje y de contrapunto entre imagen trucada e imagen “real”. El contexto es esta vez una encuesta por la cual la autora toma la posición de una periodista entrevistadora (recordemos el tema del video: una mujer, la misma Danielle Jaeggi, decide encontrarse con el hombre que veinte años antes la besó por primera vez; ella conservó en su diario de jovencita un relato detallado del acontecimiento. Le propone a este hombre, que se ha convertido en investigador en física nuclear, una entrevista-video sobre sus trabajos. Él acepta. Pero a partir de la segunda pregunta, la falsa periodista se descubre y comienza la verdadera encuesta: ¿recuerda él a esta mujer que tan bien lo recuerda?).

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Lo que es sorprendente aquí es que las líneas de color rojo que (sobre todo en la primera parte del video) sirven para componer y descomponer la imagen “real” del rostro constituyan también el tema de la historia: el beso, rojo de los labios y rojo del beso. De este modo, la imagen-video juega con “la imagen del primer hombre que me besó”. Estos dos ejemplos simples plantean, me parece, una cuestión central, que relaciona las dos preguntas formuladas por Fargier como referencias de ese coloquio (él precisa que la experiencia, hasta allí, respondió por la negativa). Recordémoslas: 1) ¿Es posible, formalmente, que el video tienda hacia la ficción sin seguir preocupándose por las aventuras de la trama? 2) ¿Es posible que la ficción de video tome sus temas fuera del video en sí mismo (considerado, como lo es cada vez más, como nombre genérico y bastante vago de los nuevos medios: televisión, informática, clip)? A partir de allí, he aquí mi propia pregunta, que podría servir de respuesta (provisoria) a este estado de cosas: la garantía que constituye la referencia al medium (en este caso, la televisión), ¿no es necesaria para evitar la irrealidad y el ridículo (tal vez es todo una sola cosa) de un trabajo de la trama sobre los cuerpos, desde el momento en que están implicados en una escenificación, en un drama que nos los hacen creíbles como cuerpos? En otras palabras: la referencia al medium, ¿no es lo que nos sirve de ilusión de realidad para justificar la irrealidad de los cuerpos producida por el trabajo de la

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trama? Creo que aquí está el meollo del problema de “la ficción video entre el cine y la televisión”, en la medida en que la ficción como narración solo puede convertirse, a un cierto nivel, en demonio permanente del video, después de haber sido, y de seguir siendo, la vocación “natural” del cine. Es por eso que el término “ciencia ficción”, utilizado en el programa del coloquio para calificar (por comparación) lo que podría llegar a ser la ficción de video como género, no es bienvenido. No se trata de un problema de género, sino de algo mucho más esencial, vinculado a la redistribución general de la función-imagen y de la función-relato a la que hoy en día estamos confrontados (aun cuando el problema, en el fondo, sea tan viejo como el cine mismo: prueba de ello, el cine experimental y tantos conflictos que han agitado al cine mudo). De allí las observaciones siguientes, muy rápidas, que solo sirven para ver de cerca cómo puede plantearse el problema. Pensemos, por ejemplo, hasta qué punto es difícil, una vez que la imagen se despega, desde el principio, de la analogía fotográfica, volver a una imagen más o menos realista. Me ubico en la perspectiva en la que el dispositivo-televisión (o video) no se toma ya como coartada, soporte o mediación para garantizar la irrealidad de la imagen, asegurar el ir y venir entre los dos niveles de imágenes (el mismo problema se plantea, aunque de manera diferente, con respecto al régimen de creencia del relato; y, por supuesto, en la mayoría de los casos, las dos cosas se combinan). A partir del momento en que uno se instala en el trabajo de la trama, una vez que se ha inventado “otra imagen”, ¿cómo no tratarla solamente por ella misma, como un espacio interior, con sus propias leyes de desarrollo, su propia gravitación? ¿Es posible, concebible, volver (más o menos) al cuerpo imaginario construido por la ilusión fotográfica tal como la conocemos (en general) en el cine? Pienso, por ejemplo, en los videos de Thierry Kuntzel: estos deben su fuerza al hecho de que suponen ese retorno imposible, nacidos como son de un deseo de más allá del cine, con respecto a la materia misma de lo visible así como a toda ficción concebida como escenificación. Un ejemplo, apasionante, es el video-film, el film-video (¿cómo llamarlo?) que Kuntzel realizó sobre el cubismo (en colaboración con Philippe Grandrieux). De manera casi simbólica, las partes-film se hacen cargo del guión mínimo que sirve de soporte al trabajo: la aventura de un hombre, de una pareja, inmersa en el espacio de la pintura cubista. Y las partesvideo tienen a su cargo la dimensión a la vez más abstracta y más material de la aventura, esa que, precisamente, como la pintura cubista, construye otro espacio, otra imagen, que no es la del realismo fotográfico. La pintura y la historia del arte tienen aquí el papel desempeñado por el dispositivo-televisión en tantos videos, con el suplemento de abstracción que ello implica. Pensemos también en el famoso debate abierto en el pasado por Bazin, y nunca tan actual: ¿bajo qué condiciones se puede representar el erotismo

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en el cine? Sin estar satisfecho con su respuesta, Bazin pensaba que “el cine puede decir todo pero no mostrar todo”, que para poder evocar la pasión de los cuerpos, era necesario que “la imagen no pueda nunca tomar un valor documental”. Tenía esta frase turbadora: “La única censura decisiva de la que el cine no puede prescindir está constituida por la misma imagen”.3 Es como si, sin detenerse en razones morales, sino en ella misma, la demasiada realidad de la imagen fotográfica pusiera en riesgo, más allá de cierto límite, el contrato de ficción que trata de cumplir. Encuentro conmovedor, a este respecto, que en Sauve qui peut (la vie), la imposibilidad de filmar un beso esté ligada a la descomposición, la desnaturalización de la imagen, tal como permite trabajarla el video. La imagen-film retrabajada por el video, ¿será algún día capaz de filmar un beso y de mostrarnos ese material-inmaterial de los cuerpos que el cine muestra demasiado y que el video no ha mostrado lo suficiente? Aquí entramos en un campo difícil y oscuro, que pone en juego la relación del sujeto con el cuerpo, con todas las imágenes del cuerpo. Y al hablar del cuerpo de los actores, estamos hablando también de los fundamentos mismos del cine, tanto de su ideal como de su economía. Tratemos de dar un gran salto, puramente virtual, para ver hasta dónde llega la cuestión (todo ese nudo de cuestiones), si la planteamos a la vez en términos de escenificación, de producción, de inversión, de imaginario social. Estoy pensando en un video que me gusta mucho: Modern Times, de Max Almy. En una de las secciones que lo componen, “Modern Communication”, una mujer habla con su amiga, a propósito de un drama (sentimental) que acaba de vivir. La primera mujer habla, en plano americano, frente a cámara, a la amiga, que no se ve. Pero los labios de la amiga aparecen en incrustación, recortando un cuadrado que se inscribe (cuatros veces y en cuatro lugares diferentes) en el cuerpo que nosotros vemos. El efecto es tanto más fuerte cuanto que, debido a la manera en que las dos voces están repartidas, estas dos mujeres dan tanto la impresión de ser la misma como de ser dos mujeres diferentes (como si una se convirtiera en una de las voces interiores de la otra). Imaginemos lo que pasaría si esas dos mujeres distintas, en lugar de ser, como sucede casi siempre en el videoarte, la misma autora, una amiga, o una artista de performance –en definitiva, gente más o menos utilizada como ustedes o yo–, fueran Isabelle Huppert e Isabelle Adjani. Si esos labios separados, aislados, transformados en un fragmento de cuerpo casi irreconocible, tuvieran que dar testimonio por sí solos del cuerpo de Adjani en la pantalla. Si algún día sucediera eso, se acabaría sin duda el videoarte como tal, se acabaría el cine, y algo habría cambiado para siempre en el reino de las imágenes (sin ha3

André Bazin, “En marge de l’érotisme au cinéma”, op. cit.

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blar de la sociedad que las consume). Desgraciadamente, nunca se llegará a eso. Pero, a pesar de todo, hay que intentar pensar en esos términos. Es en esa perspectiva que las dos imágenes de nieve de las que hablaba al principio, la de Bill Viola y la de Orson Wells, podrían finalmente vincularse y coexistir en una misma obra, o al menos, ser captadas en un mismo espacio mental. 1983.

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Jean-Luc Godard, Scénario du film Passion, 1982.

Existen, existieron varias maneras de decir: el cine, ese arte del movimiento y de la imagen analógica, viene de la pintura, o va hacia la pintura, esa presencia inmóvil, pero tanto más libre de su relación con todo lo real representado. Se ha podido ver en un principio al cine, como lo hizo Élie Faure, en el tiempo del cine mudo, como una “animación” de la pintura, pero también se pudo presentir muy pronto en la cineplástica (a pesar de lo que la misma palabra trata aún de designar) “un fenómeno demasiado radicalmente nuevo como para que se pudiera seguir pensando […] en la pintura”.1 Se ha podido, también, como Jean George Auriol, buscar en la pintura “los orígenes de la puesta en escena”, hacer de Giotto, de Miguel Ángel o de Brueghel los héroes de un precine atento a la calidad del movimiento, del detalle, del fuera de campo, limitando (y complicando) de entrada la comparación con la siguiente proposición: “El cineasta absoluto, que espera la grabación directa de las producciones de la imaginación, por captación de las ondas mentales, el único cineasta que puede mostrar su film tal como él lo vio y creó personalmente en su mente, es quizá el realizador de ‘dibujos animados’: el hombre que dispone de los medios para tomar sus imágenes móviles de su cabeza, estudio de magia, y de arreglarlas, armonizarlas, animarlas, ponerles ritmo de acuerdo con sus propósitos”.2 Se ha podido, finalmente, como André Bazin, retomando la cuestión, oponer los dos artes trazando entre ellos una línea divisoria que ha hecho correr mucha tinta, la del cuadro y la de la máscara, la de la pantalla centrípeta y la del cuadro centrífugo.3 Con un movimiento más bien inverso, actualmente, hemos visto a Pascal Bonitzer, llevado por las transformaciones del cine moderno, que propende 1 Élie Faure, L’Arbre d’Éden, 1922, citado por Pierre Lherminier, L’Art du cinéma, op. cit., pp. 75-77. 2

Jean George Auriol, “Faire des films, 1. Les origines de la mise en scène”, Revue du cinéma, nº 1, octubre de 1946.

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André Bazin, “Peinture et cinéma”, Qu’est-ce que le cinéma?, II, Éditions du Cerf, 1959.

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sobre todo a mostrar que si bien el cine podría moverse menos de lo que creemos, la pintura se mueve más de lo que pensamos; tal es el indicio de una proximidad (a la vez nueva y antigua) que se debe tanto a una pasión común del ver como a maneras comparables de abordar los componentes de la imagen.4 Esa es también la perspectiva adoptada por Jacques Aumont, cuando sitúa a la pintura y al cine en una historia de lo visible en la que participan juntos de lo que él llama el ojo interminable.5 Lo hace según una visión genealógica, y de manera sistemática, distinguiendo los diferentes aspectos (el cuadro, el espacio, la luz y el color, la forma y la expresión) según los cuales se opera entre los dos artes una contaminación más o menos viva. Dicha contaminación da pruebas, evidentemente, de la crisis actual de su especificidad tanto como de una verdad retrospectiva sobre la naturaleza de los soportes. Hay una cosa que me llama la atención en estos dos ensayos. Ateniéndose (es su interés) al cine de ficción, es decir, un cine de las acciones y de los cuerpos visibles, no encaran (o muy poco) la manera en la que el cine, al transformarse por el video, se acerca como nunca antes a la pintura. Y, más precisamente, a la pintura (antigua o moderna, antigua y moderna) en la medida en que esta acerca los cuerpos y sus decorados por otras vías, que no son las de la analogía fotográfica (y de lo que ha sido su sustrato en la pintura misma). Así, ninguno de los dos ensayos trata verdaderamente la materia, el cuerpo del cuerpo, si se puede decir, la materia de los cuerpos y de lo que los rodea en su relación con lo real-irreal de la representación. Allí vemos a Bonitzer vacilar de manera interesante (yo lo veo así). Primero ataca (en un libro anterior) con una violencia concentrada lo que él llama “la superficie video”: la imagen sin realidad ni distancia, sin sombra y sin historia.6 Luego (esta vez en Décadrages), inspirándose en un momento de L’avventura donde el protagonista vuelca un tintero sobre el dibujo de un joven arquitecto, hace un elogio de la “mancha” en Antonioni: “La mancha expresa la entropía, la degradación, la irreversibilidad de los acontecimientos; pero también es creación de una figura singular, aunque informe y sin nombre”.7 ¿No está acaso allí precisamente lo que hace y puede hacer el video? ¿No busca dibujar en la figura (la figura de los cuerpos, de los objetos y de los paisajes) lo que (todavía) no tiene forma ni nombre? El video no es solo una superficie, aun cuando contribuya a sacar a la imagen algo de su

antigua profundidad, singularmente a la imagen-film. Es también lo que dota al cine de una profundidad nueva, difícil de designar. Permite hacer aparecer y desaparecer, como por arte de magia, los cuerpos, lo que ha sido en todas las épocas uno de los sueños (traumático) de la imagen. Pero, sobre todo, extiende hasta el infinito el registro de lo que el trabajo de la luz y un limitado número de trucajes han permitido esencialmente hasta allí al cine (es la parte por siempre magnífica del cine mudo). En suma, el video hace aparecer la verdad (o la ilusión, la locura) de la imagen de entre los cuerpos. He aquí lo que tendría que aparecer a través de tres films (o tres videos) que he yuxtapuesto, porque creo que forman un cuadro, (pre)figuran juntos este nuevo estado de cosas. Digamos: cómo el video capta al cine como pintura.

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Pascal Bonitzer, Décadrages, Peinture et cinéma, op. cit.

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Jacques Aumont, L’Œil interminable, op. cit.

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Pascal Bonitzer, “La surface vidéo”, en Le Champ aveugle, Cahiers du cinéma - Gallimard 1982.

7

Décadrages, op. cit., p. 101.

I. “Solo en la noche” ¿Por qué elegir primero este video, este film, La Peinture cubiste (1981, 49’), para tratar de delimitar el efecto de un pasaje entre pintura y cine? La decisión adoptada por Thierry Kuntzel y Philippe Grandrieux a partir del texto de Jean Paulhan es tanto de ficción como discursiva o documental. Los dos autores han imaginado una división, una alternancia entre cine y video (Philippe Grandrieux toma a su cargo las partes-film, Thierry Kuntzel las partes-video); esta división tiene el mérito de permitir una interpretación coherente del texto pero también de tomarlo como pretexto. De manera que la relación de los dos términos clásicos, pintura y cine, introduce un vals de tres términos de donde emerge, a través de esa pintura y de ese texto pero más allá de ellos, la cuestión propia de la relación, a la vez actual y virtual, entre cine y video. Veamos lo que sugiere la historia de este amateur de arte (un Paulhan tan verdadero como imaginario) que, al volver un buen día a su pequeño departamento, prefiere no encender la luz para no molestar a su mujer dormida, y se encuentra viviendo en su ambiente familiar una experiencia que él resumirá así, al final del recorrido y al final del film: “Entonces, en el preciso instante en que daban las dos en un tercer reloj, me invadió un curioso sentimiento: que había atravesado el espacio de un cuadro cubista”. A partir de allí, surgiría en cascada la cuestión de una genealogía de los soportes de la imagen. La alternancia ajustada entre las zonas-film y las zonasvideo supone, en efecto, que el video (tratado como se lo hace aquí gracias al sintetizador) opera con respecto a las normas más o menos implícitas de la imagen-film una transgresión comparable a la de la pintura cubista, al fracturar a principios de siglo lo que quedaba del espacio pictórico clásico. Podemos

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entonces preguntarnos hasta dónde es exacto decir que la superación de la representación realista, radicalizada en la imagen animada por el video, repite o reproduce la que ha ido invadiendo la pintura a partir del momento en que la fotografía y luego el cine se volvieron más “reales” de lo que jamás había sido la pintura. Con una intención similar, pero permaneciendo mucho más cerca de la obra en sí, podríamos tratar de delimitar cómo los componentes de las zonas-video responden a las racionalizaciones del texto (la voz del narrador, y la de la “doxa” pictórica, que sale de un aparato de radio); comprenderíamos así en qué medida la imagen-video trabajada de este modo corresponde (más o menos) a la mutación de la mirada proyectada en el pasado por el cubismo. Pero podemos también interrogarnos sobre la manera en que film y video se encuentran aquí invitados a cohabitar por sí mismos en un espacio común. Se atraen el uno al otro, pero al mismo tiempo se excluyen, empujándose hacia sus mutuos bordes. Es siempre según un espíritu de alternancia, lo acabamos de ver, como el video sucede al film. La repartición es bien clara: procede por conjuntos de planos, bloques autónomos de amplitud variable (digamos, prudentemente, “secuencias”) entre los cuales no se han previsto transiciones. Pero la alternancia nunca surge de plano en plano (eso sería ir, como en la narración clásica, hacia secuencias más o menos unificadas); de todos modos, no se resuelve nunca en el interior de un mismo plano. Como si se tratara de una condición previa para pensar la relación entre cine y video (y encontrar, bajo otro ángulo, la idea del cine frecuentado de nuevo por la pintura). Este tercer aspecto es el que me interesa, aun cuando solo aparezca a través de los otros dos. El desafío es evidente. Por un lado, nos encontramos ante una imagen “normal”, realista, donde los objetos se escalonan según sus tres dimensiones usuales, con sus caras visibles y sus caras ocultas, sus líneas de fuga y sus relaciones de tonos, según leyes fijadas desde el Renacimiento y la racionalización operada por la óptica a partir de las condiciones de la visión natural. La imagen que se opone a esta imagen moderada no tiene ya ojo visible: no tiene superficie ni profundidad, es indiferente decir que en ella las superficies se desvanecen o que las profundidades se reducen a una película. Tampoco hacemos allí verdaderamente la distinción entre la luz y la oscuridad (en la que la ficción encuentra su pretexto); se trata más bien de un escalonamiento de negros y de vibraciones coloreadas, que están como iluminadas o apagadas desde el interior, en la masa de las formas y de las líneas. Esta imagen es densa, móvil, translúcida, está hecha de capas que se superponen, de estratos que se disocian. Se podrá decir: no tiene cuerpo. O, al contrario: no es más que eso: cuerpo, con el que el cuerpo real, el del protagonista perdido, hace cuerpo, a tal punto que se atraviesan.

El espectador nota enseguida que los dos autores han sido lo bastante hábiles como para no hacer nacer sistemáticamente las partes-video de las imágenes-film, lo que no sería más que su reinterpretación. Muy a menudo, por el contrario, introducen primero en la imagen flotante del video tal o cual objeto que luego encontramos en la fijeza del cuadro-film (la mandolina, por ejemplo, el tablero de ajedrez, o ese libro esencial para el propósito: La historia de la pintura, que el protagonista hojea varias veces). Esto reduce las veleidades didácticas. Confiere una igualdad de principio a la imagen-video que solo aparece primero como una imagen segunda (lo que es históricamente). Y es, finalmente, una manera de ligar los dos espacios, visual y narrativamente. Y de delimitar mucho mejor lo que los separa.

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La cuestión que se impone es, entonces, la del pasaje. ¿Cómo pasar de un tipo de imagen a otro? ¿Cómo justificar, autentificar ese pasaje? O, de manera más simple: ¿en qué condiciones es posible, deseable, hasta soportable? A través de la pintura (y más precisamente la cubista), se plantea una pregunta a la representación del cine. Esta se encuentra al mismo tiempo con una imposibilidad, algo en el orden de una virtualidad: ¿cómo unir en un mismo espacio (a la vez concreto y físico) el cuerpo representado y el cuerpo des-representado? En su preocupación por descubrir las fallas, los puntos de resistencia de la mirada en el interior del cine clásico, Stephen Heath cita un ejemplo extraído de Suspicion que le sirve para hacer de Hitchcock el héroe de una “visión turbia”.8 Dos policías llegan a la casa de Cary Grant para interrogarlo sobre un asunto turbio, justamente, y la mirada de uno de ellos, de repente, se fija y se detiene más de lo razonable en un cuadro colgado en la entrada (un cuadro “poscubista”, dice Heath, parecido, por ejemplo, a Naturaleza muerta con jarro, bol y fruta, de Picasso). La inserción del cuadro en el cuadro, de la pintura en la imagen-film, preserva evidentemente entre ellos una exterioridad de principio; pero la mirada por un instante sorprendida que los une muestra bien que la realidad escapa también a ella misma al tropezar con aquello que, por convencionalismo o por naturaleza, le es extraño.

La “realidad”, cada uno sabe lo que es, aun cuando se elija no saberlo. Aunque en el cine uno tenga solo la ilusión o la impresión de esa realidad (a falta de la sensación, como del sentimiento interno, que el video podría muy bien querer darle). La realidad es, lisa y llanamente, todo aquello que, en la visión, se acerca más a la percepción natural. Y a la imagen analógica que la encuadra y la reconduce. Es lo representado. Lo des-representado es lo que la perturba, provocando en el espectador ya sea la emoción más profunda, una verdadera seducción, ya la hilaridad, la molestia o el ridículo, así es de violento todo lo que concierne a la integridad del cuerpo humano, como a la del mundo material que lo rodea. Existe entonces una dificultad para representar y des-representar en el interior de un mismo espacio. En el interior de un mismo film, en el transcurso de una secuencia, en la sucesión de un plano al otro, y hasta en un mismo plano. Ya sea que los pasajes en cuestión, según las inflexiones del guión, se deban a una mutación de la visión, a un surgimiento del afecto, a un desvío de sentimiento, a una búsqueda de símbolo, a un deseo de abstracción. Si nos atenemos (por un instante) al video en sí y, dentro de él, a las obras que se abren a la ficción (por ejemplo, las que Jean-Paul Fargier reunió un día bajo el título de “De la trame au drame”),9 constatamos que a la mayoría de ellas no les cuesta nada des-representar. Pero esto queda sujeto a varias condiciones previas. En primer lugar, es conveniente que el grado de realidad de la ficción sea mínimo, por diversas vías cuya lista sería relativamente simple establecer (una de las más evidentes es la ausencia de diálogo, que conlleva un defecto de encarnación; es también uno de los rasgos más interesantes, que nos vuelve a conectar con las circunstancias del cine mudo, tal como ya lo hacían muchas obras del cine experimental). Por otra parte, basta con que la des-representación se establezca desde el principio, y se imponga de manera homogénea. Es una manera de evitar los problemas de transición (esto no es para nada un juicio de valor), y en particular el riesgo de un repudio demasiado brutal de la creencia en la imagen del cuerpo (pensemos en Nostos I, por ejemplo, para atenernos a la obra de Kuntzel: el cuerpo desvanecido, agujereado, destrozado, disgregado, y de pronto el único cuerpo que allí aparece). En cuanto a los pasajes propiamente dichos, con todo bastante frecuentes, de un nivel de imagen a otro, parecen siempre tributarios de dos modalidades. La primera es una referencia (omnipresente) al dispositivo tecnológico (la televisión, el monitor, la trama, etc.). Esta referencia es mucho más que una cita: permite reinscribir el factor de creencia en la medida en que el dispositivo

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Stephen Heath, “Droit de regard”, en Raymond Bellour (dir.), Le Cinéma américain, II, Flammarion, 1980, pp. 90-91.

En ocasión del coloquio de Montbéliard “Vidéo, fiction et Cie”, C.A.C. Montbéliard, 1983.

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está dotado en sí mismo de la capacidad de metamorfosis que la imagen está produciendo en el mismo instante; el dispositivo la motiva, la secunda y la hace aceptar. La segunda modalidad, más lábil, está ligada a situaciones particulares que poseen en sí mismas un valor de incitación: ya sea que afecten estados psíquicos (el sueño, la ensoñación, etc.) cuyo dispositivo es más o menos la emanación (ya que es el equivalente material de una escena psíquica); ya que posean un valor simbólico o fantasmático susceptible de ser aislado en una figura (el acto sexual, por ejemplo). Encontramos aquí el problema que ha obsesionado al cine (en particular bajo la forma del trucaje). El ejemplo mediador entre cine y video podría ser a ese respecto Liquid Sky, el film de Slava Tsukerman (1982): el asesinato por parte de la protagonista de sus numerosas parejas sexuales está acompañado allí por una figura compleja y reiterada (un trucaje obtenido ya sea con el sintetizador, ya por tratamiento de imágenes numéricas) que transforma los cuerpos, los verdaderos cuerpos, en una pura vibración de colores, de líneas y de luz. La cuestión que se plantea es, pues, la de saber cómo se puede, en una ficción (cine o video, cine y video), trabajar, variar, transformar la realidad, a nivel del propio cuerpo y de los decorados donde se inscribe. Esto, evidentemente, de modo proporcional al grado de realidad del que uno se ha cerciorado, y tanto más cuanto que ese grado sigue siendo elevado, como es, de todos modos, el caso si uno se basa en la omnipotencia de la analogía fotográfica (o de su equivalente en la reproducción electrónica). Esto equivale, por ejemplo, a preguntarse: cómo operar, para la materia y la figura de los cuerpos, de modo comparable a lo que hizo Godard en Sauve qui peut (la vie) para la velocidad del movimiento. Es decir: interviniendo en el devenir mismo del relato sometido a una serie de rupturas, y respetando tanto momentos aleatorios o secundarios de la narración como sus instantes fuertes y sus líneas culminantes. Es aquí donde creo que La Peinture cubiste tiene un valor de sugestión muy intenso. Por supuesto que los pasajes se efectúan solo por medio de saltos de un estado al otro. Entre los personajes no hay diálogo, y la creencia en la encarnación está minimizada. Y sobre todo la pintura desempeña allí el papel del dispositivo tele-video en la mayoría de las otras obras. Y lo hace por partida doble. Por su abstracción (las ideas que representa y supone) y por su materialidad (los cuerpos y los objetos pintados que la constituyen), la pintura cubista (y a través de ella toda la pintura) se convierte en la mediación que vuelve naturales y posibles esos pasajes de la imagen “real” a la imagen imposible de tornar real. Este video (este film) no des-representa entonces sino bajo condiciones, como tantos otros. Y, sin embargo, la confusión inducida es enorme. Va más allá (al menos para mí).

Primeramente, la voz en off del personaje (representado por Constantin Jelenski con extraordinaria exactitud) confiere a su doble vivo (y aun dos veces doble: en cada una de las dos imágenes) una real dimensión de experiencia; sobre todo porque esa voz va y viene libremente (¿existe algo más libre que una voz?) entre las zonas-film y las zonas-video. Por otra parte, cuanto más avanza la cinta (es relativamente larga, para lo poco que parece decir, pero su lentitud, sus repeticiones, su tono soñador forman parte de una estrategia), más se deja uno llevar, más se acentúan para el espectador los efectos de impresión y de reversión psíquica, entre las dos imágenes y los dos espacios. Orientada por la voz del protagonista, sometida a la vacilación un poco loca que resulta siempre de la figura aparentemente tan moderada y tan ajustada de la alternancia, la memoria comienza a proyectar, uno sobre otro, los dos tipos de imágenes tan minuciosamente adosados el uno al otro. La repartición de los fundidos (fundidos en negro y fundidos encadenados) acentúa esta confusión: producidos para aislar, parecería en un primer momento, las partes-film de las partes-video, los fundidos también dividen poco a poco y de tal manera cada uno de los segmentos en sí mismos que terminan acercando lo que en realidad deberían separar. Todo esto actúa tanto más cuanto que algunos momentos privilegiados, aquí y allá, favorecen ese pasaje mental, esa virtualidad. Voy a elegir dos de ellos. El uno, puntual; el otro, más desarrollado. Sabiendo muy bien que lo que le estoy pidiendo al lector imaginar es un proceso casi impalpable (y, sin embargo, muy real). El primero se sitúa casi al final del octavo segmento. Desde el principio, como siguiendo la voz, la mano del protagonista retoma su recorrido en el espacio nocturno del departamento. Su movimiento obedece a las modulaciones de la imagen de video, oscura y translúcida a la vez, que subraya cada línea con un contorno de luz vibrátil. El relato de Paulhan explica la teoría de esta experiencia, en la que él encuentra la pintura cubista; pero sus términos anticipan también lo que el video produce –y singularmente el efecto de la paluche, esa cámara que se convierte en “un ojo en la punta de los dedos”, con la que Thierry Kuntzel (como Jean-André Fieschi) concibió casi todo su trabajo–. “Parecería, pues, que el tacto le gana de mano a la vista, el espacio táctil por encima del espacio visual. Todo sucede como si nuestra mirada fuera solo una prolongación de nuestros dedos, una antena en nuestra frente”. Luego la cámara abandona la mano del protagonista, se detiene largamente en los objetos mezclados, estratificados, licuados, que su cuerpo-mirada descubre, y solo vuelve a su mano al final del segmento. Y sucede entonces que, en un último movimiento, la mano vuelve y recorre la arista de un mueble: siempre esa mano de luz cruda que se parece a una onda.

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Pero de repente el efecto se diluye, como la luz de una lámpara que baja su intensidad (es al menos lo que uno cree); y el extremo del plano, un instante, antes de que todo se oscurezca en un fundido negro, muestra una mano “real”, totalmente analógica: una mano de cine, que, sin su mirada táctil e interior, solo vería en la medida en que es vista. El segundo momento sigue al primero (es el noveno segmento: film). El protagonista, recostado en su cama, en plano muy cercano, mira hacia arriba y a su alrededor. Uno ve con él lo que él ve, en tres planos que alternan con su rostro preocupado: tres espacios compuestos de cortinas y telas plisadas que dibujan líneas netas en el cuadro, como para marcar bien el corte de la mirada. Sus ojos se cierran. Fundido. Y se pasa de nuevo al video (segmento 10). Un primer plano trucado (muy bello) muestra el rostro de su mujer, Germaine, que da vueltas en la cama, en una serie encadenada de fases cuya trama parece permanecer en memoria en la imagen a medida que el movimiento se desarrolla. Lo mismo, en dos planos siguientes, con un vaso y un pequeño cubo (ya vistos) que giran en la mano del protagonista. Es entonces cuando los tres planos subjetivos del segmento precedente se repiten: muy rápidos, uno tras otro, y en un orden diferente; pero sobre todo, y allí está lo más interesante, casi idénticos a los precedentes (no están sometidos a ningún efecto verdaderamente sensible). La única variación tiene que ver con la luz: allí mate, aplastada; aquí matizada, apenas temblorosa. En ese instante, por ese efecto de interferencia, la imagen-video y la imagen-film se acercan, se atraen, utilizando (actual y virtualmente a la vez) su más pequeña diferencia para expresar separaciones de régimen sostenidas, físicas y psíquicas, afectivas. La voz del protagonista habla entonces como en sueños, enlazando por medio de la ficción vigilia y sueño, estados de percepción “normal” y de sensación táctil-mental; reintroduce, situando a la vez el juego y la apuesta de la cinta, la distancia que en ese momento está hasta casi conjurada en la imagen: “El espacio por el que avanzaba me parecía enigmático, y así habría permanecido si, justo en el momento de dormirme, no me hubiera acordado de la pintura moderna”.

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Entre esos dos segmentos, se opera así un retorno, según una curva variable, hasta la nivelación de lo idéntico, entre superficies (o espesores) y profundidades: entre cine y video. A través de lo que representan, material e históricamente a la vez, los cuadros introducidos entonces sirven como soporte físico y como metáfora al emprendimiento que permite confrontar la imagen-cine con la imagen-video que la duplica y la transforma. Pues la pintura sigue siendo el agente y el motor de la confrontación, aun cuando el juego se lleve más lejos. Es lo que Godard sintió tan fuertemente en Passion (curiosamente, el mismo año). En cuanto a la parte del film que atañe a la pintura, él encara únicamente (y esta vez solo por el cine, pero porque se apoya también, para concebir el proyecto y agregarle luego una posfase, en la superficie-profundidad del video) la ubicación de los cuerpos en los decorados. Busca así producir, entre movimiento y fijeza, vida y muerte, instante cualquiera e instante pregnante, representación y re-representación, una confusión que desarrolle la que él ya introdujo (esta vez más directamente por el video) en Sauve qui peut (la vie). Y tanto en un caso como en el otro, persigue de manera distinta la des-representación que algún día quiso lograr, quizá del modo más vital, penetrando en el interior de los cuerpos.

II. Las intermitencias del cuerpo

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Corresponde señalar que el efecto de acercamiento y de interferencia (el efecto del no-efecto) se prolonga, idéntico, en tres planos de cuadros (que suceden a los tres planos de telas). Adquieren así un valor paradójico de efecto de real (son objetos entre muchos otros) a partir de su misma función de dispositivo (son imágenes de cuadros cubistas). Esos planos tienen, efectivamente, tanto menos razón de ser tratados por el sintetizador para expresar la idea (la sensación) de una realidad desde múltiples puntos de vista, cuanto que los cuadros realizan ya por sí mismos lo que la imagen-video puede hacer de otra manera. Esta última lo hace a riesgo de dar la impresión, como ellos, de engendrar otra “superficie”: es decir, de transformar en volumen aberrante el volumen ilusorio (esa especie particular de superficie) al que ha sido reducido el volumen enigmático del espacio vivo, cuando el film lo somete a la pura dimensión perceptiva, a los códigos perspectivos que lo aíslan y lo focalizan.

Cuando salió aquel día de la sala de cine, caminaba por la calle sin comprender lo que le sucedía. Al abrir la puerta de su departamento, oyó gritos, ruidos, chocó con cuerpos y conflictos. Comprendió entonces que, contrariamente a lo habitual, no había salido de su casa para perderse, en otra parte, en el espacio de un film, sino que la singularidad del film que acababa de ver consistía en obligarlo a encontrarse en su casa dentro del film, desde siempre y para siempre. Hay que recordar primero hasta qué punto Numéro deux, que no tuvo desde su aparición en 1976 ni el privilegio de las distribuciones en sala ni el de las difusiones televisadas, es una de las obras en las que se inicia más claramente el pasaje del “cine” hacia otra cosa y se prefiguran en Godard tanto el trabajo de las series de televisión como algunos de los films de su tercer período, con todos los gestos nuevos que los acompañan.10 10

Ver el hermoso dossier de los Cahiers du cinéma, nº 262-263, de enero de 1976, el único a la altura del acontecimiento, y aún vigente hoy en día, con textos de Serge Le Péron, Serge Toubiana, Thérèse Giraud, Louis Skorecki y sobre todo Serge Daney, “Le thérrorisé (pédagogie godardienne)”, y esta nota extraordinaria: “Le son (Elle). L’image (Lui)/La voix (Elle). L’œil (Lui)”.

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Casi siempre uno, dos, tres cuadros sobre un fondo de pantalla negra: una imagen fragmentada, plural, inestable, imprevisible; tal es la ley de este relato, que no es un relato pero se convierte en la matriz de relatos posibles –entre los hombres y las mujeres, los padres y los hijos, los jóvenes y los viejos, la imagen y el sonido, el cine y la televisión–. Al principio, al final, en dos largas secuencias (las dos únicas en plano entero, aun cuando estén invadidas por monitores-pantalla), una presencia insistente de animador: el que recibe las imágenes y los sonidos y los redistribuye, dueño y esclavo a la vez de los dispositivos. Regularmente, algunas palabras forman imagen, letras-pantalla en ese “film-pantalla”, representando su voz ya presente en la voz de los personajes: pedagogía activa, asociativa, irreprimible, irritante, que hace circular todos los sentidos y nos obliga no a elegir uno, sino a transformarnos en nuestro propio espectador. Es en ese recorrido fragmentado donde, cuatro veces, en cuatro escenas de amor (o de sexo), la imagen cambia de naturaleza (tres veces más bien al principio, la cuarta cerca del final). Ya no solo la imagen aligerada, o sobrecargada, por ser siempre la imagen de una imagen, o un fragmento de imagen. Sino la imagen en su propio cuerpo. El cambio reside en su materialidad, y abre posibilidades nuevas a la representación, por medio de la des-representación. Es por mixtura de las formas y de los colores como se precipita el relato, como es mostrada, reinventada, la realidad más interna de la vida de familia. Una realidad particularmente delicada para transmitir en palabras y en imágenes congeladas, a tal punto aquí todo depende de la fluidez del flujo, de los pasajes de tonalidades. Pero el desafío es lo bastante importante como para que, aun de manera inapropiada, se busque delimitar sus contornos. Sabiendo que su importancia reside también en la imposibilidad de refigurarlo.

1. El film comenzó hace alrededor de diez minutos. La imagen que precede la escena muestra el dispositivo: proyectores, mesa de montaje, dos monitores en los que desfila la imagen. Abajo, a la izquierda, el noticiero, el presentador incrustado en escenas de multitud. Arriba, un film porno, que evoca un Mizoguchi desnudo o un fragmento de El imperio de los sentidos: una mujer gozando, con su cuerpo convulsionado en el espacio y su rostro que mira al espectador. Uno no llega a entrever la imagen-pretexto –Pierrot que penetra a Sandrine por detrás– cuando esta ya se ve turbia, invadida por lo negro (que llega por la derecha, como surgido del borde negro del cuadro), y donde ya comienza a verse un rostro. Un rostro de mujer, o más bien de niña. Dicho rostro no está, como lo dejaría creer el fotograma, constituido en

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parte por el blanco pleno de una forma que recubriría los cuerpos de la pareja; se compone con ayuda de sus cuerpos modulados por el sintetizador y la distribución de los negros, de tal modo que la segunda imagen introducida a través de la primera parece literalmente su emanación (la parte izquierda del rostro, la mejilla, está en parte formada por las nalgas y el muslo de Sandrine). Este rostro resulta así un rostro hecho de sus cuerpos sin cabeza, cuyo ojo fija en nosotros su mirada intermitentemente; ojo que se mueve entre vida y muerte, que representa, pasmoso-pasmado, el supuesto gozo. Rostro voyeurista, en un sentido, ya que introduce una mirada que sustituye a la nuestra con respecto a la escena, y por ende la reconduce; pero nos lleva al mismo tiempo más allá del voyeurismo, en la medida en que está hecho de la sustancia interna de lo que no ve y no se ve, lo que él observaría por nosotros pero escondiéndonoslo (tanto real como metafóricamente). Esta es la extraordinaria impresión que persiste cuando el efecto se diluye y queda solo un poco de negro a la derecha del cuadro, en el lugar donde estaría la cabeza truncada de Sandrine. Una manera de subrayar que el efecto puede reaparecer y que se encuentra tanto más cerca de la alucinación como la misma escena en su brevedad (alrededor de 15 segundos). La imagen del dispositivo vuelve. El film porno y el noticiero. Luego solo desfila nieve, y la barra que delimita las imágenes. Imagen virtual. Podría ser la imagen entrevista. La imagen-film montada entre las imágenes-tele, convertida por el video en una imagen enigmática, que renueva y metamorfosea

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las antiguas virtudes mágicas de la sobreimpresión, haciendo de la mezcla de los cuerpos una alianza que nace de entre los cuerpos.

sexo y con la mirada que los ve al imaginarlos. De la “superficie-video” sube así una profundidad inusitada, que el cine no lograría sin ella. El efecto es tanto más fuerte cuanto que la escena es sustituida enseguida por el cartel que sigue, donde esta vez montage entra en una serie de transformaciones: “montage / jontage / usntage / usitage / usinage / usinege / usine e / usine”. Se reconoce aquí la idea, tan cara a Godard, de la superposición de producción (cine/industria) y placer. Solo se hace el amor en serie, y se monta a una mujer como se monta un film. El cuerpo es una fábrica (usine). Pero la metáfora se sostiene, quiero decir, existe, encarnándose para el ojo tanto como para la mente, porque en el corazón del proceso de montaje (aquí sobreimpresión + trucaje de video) vemos o creemos ver los engranajes de esta fábrica, de la misma manera que en un cuadro de Bacon vemos el interior de un rostro y de un cuerpo en el desarrollo de su movimiento exterior. Por otra parte, en la progresión que conduce de “montaje” a “fábrica”, en el teclado electrónico, se pasa por palabras o parapalabras, acrónimos que encierran sentido y a la vez lo obstaculizan (“usntage”) y lo multiplican (“usinege”, donde bajo “usinage”, término que contiene “usine” y también “montage”, uno oye, o más bien ve, también “neige”, la nieve “video”*).11 Existe allí, en lo verbal tratado como figura, un efecto de “tercer sentido” que se repite, que prolonga lo que acaba de nacer a la imagen: esos fragmentos de entre-cuerpos, que desafían cualquier atribución de persona e inducen al espectador a una ensoñación a la vez sobresignificante y sin término, porque es ilimitada.

2. Una vez más la misma imagen: Pierrot que penetra a Sandrine por detrás. La precede un cartel: montage. Allí también, desde el comienzo, aunque no se ve bien en el fotograma, está Vanessa, su pequeña hija, que aparece, pulóver rosa y cabellos rubios, bajo la imagen azul pálido - verde oscuro de los padres. La imagen aumenta sensiblemente su valor hasta casi hacerlos desaparecer:

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luego el juego se invierte para volver a imponer la primera imagen. Así se afirma, de manera mucho más directa, la mirada de la niña (ella dice: “A veces esto, mamá y papá, me parece lindo, y a veces me parece caca”). Aquí, aparentemente, estamos frente a un efecto de sobreimpresión más clásico, equivalente a lo que sería un “montaje” entre dos o tres planos. Si no fuera que, gracias al trucaje video, que se combina con la sobreimpresión, en particular por el tratamiento de los colores que se entremezclan, se tiene la sensación sobrecogedora de encontrarse ante planchas anatómicas que muestran miembros desollados. Ya no estamos solo en la superficie exterior de los cuerpos; nos deslizamos también en su interior, creemos penetrarlos tal como ellos se penetran a la vez con el

“Sucedió una cosa terrible. Sandrine se había acostado con otro tipo y no me quería decir quién era él. Y tuve ganas de violarla. Ella no se resistió; y finalmente la penetré por atrás. Entonces se puso a gritar. Después nos dimos cuenta de que Vanessa había visto todo. Asuntos de familia, es eso tal vez”. Nuevamente vuelve el mismo plano. Pero esta vez, aclarado por el comentario de Pierrot, que le añade la violencia que resurge en las dos escenas ante-

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N. de la T.: juego con las palabras montage (montaje), usinage (fabricación, mecanización) e usinege, donde se encuentran usine y neige (fábrica y nieve). 11 De hecho, montage, que introduce esta escena, es ya una transformación de réglage (ajuste, regulación), que concluye una escena donde Vanessa pregunta a Sandrine: “¿Yo también tendré sangre entre las piernas cuando sea grande?”. [N. de la T.: en este contexto, réglage también puede asociarse con règles, menstruación].

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el film nunca puede articular si no es a través de varios planos (en Psycho, por ejemplo: el ojo dilatado de Norman aplicado en el agujero hecho en la pared; luego Marion vista bajo la ducha, y más tarde las órbitas vacías del cráneo de la madre). Hace visible que el ojo que ve es un agujero, como el agujero de la vagina y el del culo, cuando ve lo que uno no puede ver, y uno quisiera saber lo que pasa allí. 1

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riores y se trasluce en el tratamiento de la imagen. Lo esencial, una vez más, depende del rostro y del ojo. El rostro se forma a través de la materia de los cuerpos; podría parecer real pero es un perfil que se vacía, una silueta de rostro en el que al ojo le cuesta tomar la mirada, convertirse en mirada; y de repente el rostro está allí, en su presencia casi material, con una mirada fija que parece ver más allá de lo posible; pero el rostro sigue moviéndose, tiende de nuevo hacia ese perfil de rasgos que lo compone descomponiéndolo; hasta llegar al instante más fuerte, fugitivo pero abierto, hacia el que la escena parece tender, en su juego de transformaciones casi imposible de delimitar: el instante en el que, en el perfil todavía carnal pero ya amenazado por la abstracción, el ojo nos mira de frente y enseguida se borra, y en su lugar aparece solo un agujero, a través del cual lo visible-invisible tiene lugar. Godard nos muestra así lo que ninguna imagen fotográfica puede mostrar directamente (aun en las iluminaciones más extremas del expresionismo), lo que

4. El cuarto momento se diferencia claramente de los otros tres. Por primera vez la imagen cambia, cambia hasta dos veces, como extenuada después de esa mirada azorada de Vanessa y de esa confesión de la violación y la sodomía. De nuevo Pierrot y Sandrine, todavía desnudos: él sumerge su mirada entre las piernas abiertas de ella, apoyadas en sus hombros. Luego se los vuelve a ver, esta vez en el baño: se hablan, es sobre todo Sandrine la que habla (como en casi todo el film). “Sabes, en el fondo, me doy cuenta de que no sé hacer nada, bueno, nada no, exagero. Sí, sé fabricar ternura, sé cocinar, sé también, en fin, sí, sé hacer los deberes de Nicolas, y además sé chupar un pene”. De una escena a la otra, un mismo principio de transformación, aunque esté mucho más desarrollado en la segunda: esta vez es el rostro de Sandrine que se forma a partir del negro que invade la imagen, repite la representación o la oscurece, la sustituye, y se dirige a nosotros con la mirada. Aceptemos la arbitrariedad parcial de la elección de los dos fotogramas, en la primera escena, para tratar de delimitarla (sigamos teniendo en cuenta que estos parecen agrandar lo que allí sucede porque están en falta con respecto a la totalidad de lo que pasa: es el precio a pagar por toda captación por escrito que no se conforma con ideas generales). El negro que surge a la izquierda en la imagen, siempre a partir del reborde negro que rodea el marco restringido de la imagen visible, ese negro parece dirigirse hacia el negro de la vagina, como lo hace la delgada franja negra que une la vagina a la parte baja del rostro de Pierrot. De manera tan directa como metafórica, tenemos allí la doble mirada del hombre orientada hacia la vagina de Sandrine: mirada de Pierrot, y a través de él, ante él, mirada de Godard truquista-enunciador. En la segunda imagen, el rostro de Sandrine acostada, que no se ve en la primera, aparece en sobreimpresión, como un rostro real, fotográfico (aunque en parte formado por la curva del brazo de Pierrot y una de sus propias piernas, según el mismo principio que en el primer y en el tercer momento): pero simultáneamente es desdoblado en sí mismo, esbozado con trazos esquemáticos, redibujado por el trucaje de video.

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En ese enlazamiento, esa superposición de formas y de líneas heterogéneas, por obra de la cual la cabeza de Pierrot aparece como insertada en la de Sandrine, el ojo izquierdo de Sandrine está a la vez tapado por el ojo derecho de Pierrot y refigurado en él mediante el trazo del video. De tal modo que, al difundir una doble mirada a partir de un mismo ojo, hay una doble lectura de la imagen. La mirada de Pierrot está dirigida al sexo. Y la de Sandrine, in y off a la vez, responde sin responder, abstracta y dirigida a ninguna parte, salvo hacia nosotros, que quedamos atrapados en ella. En la extrema belleza de estas transformaciones, la segunda escena reorienta esa mirada. Al principio es una mirada puramente interior, o sentida como tal, que sigue las variaciones del rostro de Sandrine, en primer plano, de perfil, cubriendo o descubriendo la escena con su masa negra que crece y decrece. Una escena de la cual, de este modo, ella es juez y parte. Lo más sorprendente aquí es que esas variaciones parecen una expresión plástica de las palabras que Sandrine pronuncia. Como si ella estuviera dos veces presente en el espacio y el sonido de su voz en su primer cuerpo (real) modulara la aparición del segundo (virtual). Pero cuando, por algunos instantes, su rostro se deshace en la oscuridad, la mirada de Sandrine se convierte en un ojo. Un ojo que parece entonces, de nuevo –a la vez de frente y de perfil, como un ojo cubista–, cubrir en su conjunto la escena de la que, sin embargo, solo es un fragmento. Con un efecto perturbador de mirada a la cámara, dirigida tanto más al espectador cuanto que este no deja de captar la escena a través y alrededor de ese ojo interpuesto.

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Estas cuatro escenas o momentos, que son los únicos en los que la imagen cambia así de naturaleza, son también cuatro escenas de amor y de sexo. Sin embargo, no son, y están lejos de serlo, las únicas escenas de relaciones (o de no relaciones) sexuales entre Sandrine y Pierrot. Está la escena del “río” y de la “orilla”, donde Sandrine está en cuclillas sobre Pierrot, recostado, que le mira el culo. Está aquella en la que ella lo chupa (en una pantalla minúscula, solo se ven la parte baja del cuerpo de Pierrot y la cabeza de Sandrine). La de la cama, en la que ella lo masturba (la cabeza de Pierrot está fuera de campo). La escena en la que, al volver del mercado, ella se masturba en su dormitorio y rechaza a Pierrot, que quisiera entrar en el juego. Y está esa escena en la que, acostados, el padre y la madre enseñan a los dos hijos, la niña y el niño, los primeros rudimentos del deseo ilustrado. De manera general, hay sexo y hay cuerpo, cuerpo muy sexuado, continuamente en el film (y en los diálogos o los monólogos, cuando no en la imagen). Aparece Vanessa bañándose, y preguntándole a su madre si todas las niñas tienen un agujerito. Está el trasero taponado de Sandrine, que no puede cagar. Está el abuelo, que enuncia una de las moralejas de la historia: “Sí, a veces miro mi pito… Hay momentos en que todo pasa por el pito…”. Están los films porno, su insoportable y fascinante monotonía. El verdadero punto en común de todas estas escenas, sobre todo aquellas que reúnen a Pierrot y Sandrine, es que en el cuerpo, en la idea que uno se hace de él, siempre hay algo que obstaculiza, que falta, que uno no ve ni conoce. En suma, hay en el sexo, entre los sexos, una diferencia, un vértigo, un agujero

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negro. Idea banal, está bien. Pero lo es menos al decirlo, de todas las maneras posibles, implacablemente, recorriendo desesperadamente las metáforas. Y, sobre todo, lo es menos al mostrarlo de manera nueva y turbadora, y de modo que aparezca la dificultad bien conocida de representar el erotismo y la vida sexual en la pantalla.12 Esto se traduce primero en el trabajo del cuadro (decuplicado por el juego entre los cuadros, las pantallas múltiples y el contorno negro que delimita la imagen): siempre se hace un corte en los cuerpos, para inscribir físicamente esa presencia-relación de la falta y de lo incognoscible, esa relación entre (no) ver y (no) saber. Además –ya hemos insistido en ello–, es la fuerza propia de los efectos de video la de captar en la materia moviente de los cuerpos ese punto de insatisfacción y de inalcanzable, y, por ende, también, de imposibilidad de filmar. Notaremos que, de manera sutil, Godard parece haber reservado primero esos efectos a lo que podríamos llamar la escena traumática o primitiva del film y, así, a lo que allí se anuncia (para él) del dispositivo cine. Pero el interés de la cuarta escena reside en el hecho de que extiende ese efecto a la generalidad de la escena sexual y sobre todo a la escena conyugal durante la cual el deseo o/y el sexo, nunca ausente en verdad, se encuentra reabsorbido en la inquietante banalidad de la vida cotidiana. Significa conceder al efecto mucha más fuerza con respecto al conjunto del film, en cuyo punto de cristalización se convierte así –un poco como las descomposiciones de Sauve qui peut (la vie), de manera más sutil aún, orquestarán las relaciones de tensión entre los sexos, la imposibilidad de los cuerpos de encontrarse, deteniéndose al mismo tiempo en instantes más comunes de la vida, de modo que su efecto se propaga, virtualmente, a todo el film–.13 Al modular la representación de los cuerpos por su des-representación, al trabajar en su interpenetración, al punto de dar la ilusión de captar a veces hasta el interior de los cuerpos; en resumen, penetrando en la superficie fotográfica para dotarla de una profundidad material que la acerca a la de la pintura, a la de la aventura del cuerpo en la pintura, Godard propone a la ficción una forma nueva de montaje. Reinterpreta así los antiguos principios del montaje

de atracción (de Eiseinstein), poniendo el acento en la relación entre elementos (la dimensión didáctica es asumida por una pedagogía visual que sería la versión táctil de la pedagogía godardiana). Godard inventa o reinventa, sobre todo, una forma nueva de plano secuencia, que permite un salto en la expresión siempre problemática de la relación entre el que ve y lo visto. Clásicamente, solo existen dos maneras de expresarlo. Ya sea por el cambio de planos (cuya figura a la vez soberana, captadora, cansadora y torpe es el campo/contracampo), ya por el movimiento de cámara que dirige según otra continuidad la relación (y la desvinculación) entre los elementos. Pero siempre, en los grandes cineastas, el film tiende en mayor o menor grado a anular esa distancia entre los planos (o momentos de planos), como para inscribir todo en una sola superficie (un solo volumen) y transgredir de este modo en última instancia la posición que mantiene al espectador en espejo con respecto a la pantalla del film (en el dispositivo como campo/contracampo original). Si retomamos el ejemplo de Psycho, vemos claramente que Hitchcock fue todo lo lejos posible en esta dirección, a partir de los límites de su cine. ¿Qué sucede en la escena de la ducha? En su pieza fetiche, en la que está vigilado por los ojos inmóviles de los pájaros embalsamados, Norman Bates, recordamos, desliza por la pared un cuadro, una de las innumerables versiones de Susana y los viejos (situando así el film en la filiación de la pintura como escena de mirada, lugar fundador del voyeurismo en la cultura occidental). Debajo del cuadro hay un agujero, al que acerca su ojo, y a través del cual ve, como nosotros, en otro campo (otros numerosos planos), a Marion en la ducha. Marion filmada de manera tal que se proyecta (para Norman y para el espectador) el espectáculo de un goce (imaginario) de la mujer. Es (en) esta imagen donde Norman-la madre penetrará con su inmenso cuchillo de tragicomedia, para apropiársela y para suprimirla. De manera que, primer cierre, el ojo muerto de Marion, que yace en el piso, se corresponde con el ojo dilatado de Norman contra el agujero de la pared. Y que, segundo cierre, esos dos ojos se anulan en el ojo vaciado del cráneo de la madre (cuando se produce la tercera muerte, y al final del film). ¿No encontramos allí aquello cuyo equivalente Godard logra filmar, cuatro veces, pero cada vez en un solo plano? El efecto pintura como referente (histórico y material) se encuentra, por medio del video, inscrito esta vez directamente en el plano, convirtiéndose en su agente formador y transformador; y los diferentes planos se conjugan en una sola masa óptica en cuyo interior las variaciones de líneas y de tonalidades siguen intentando obstinadamente captar la misma historia de la mirada como sexo y la de sus avatares. Excepto que la historia también cambia tanto en su contenido como en su forma. Y no solamente porque la “escena” del sexo se vuelve allí explícita, sino porque se produce en ella, tal vez hasta lo imposible, una inversión de sexo.

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Ver André Bazin, “En marge de L’Érotisme au cinéma”, en Qu’est-ce que le cinéma?, III, op. cit., en particular pp. 73-74. “…el cine puede decirlo todo, pero no mostrarlo todo […] pero a condición de recurrir a las posibilidades de abstracción del lenguaje cinematográfico, de tal manera que la imagen nunca pueda tomar valor documental”. El video sería entonces, como veremos, respuesta de Godard a Bazin, lo que permite tanto mostrar como ocultar: encarnaría la posibilidad de abstracción del cine, contrariamente a la tendencia que tienen sus imágenes, sobre todo de sexo, de volverse cada vez más documentales. 13

Ver antes, p. 103.

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En su extensa nota al “Thérrorisé”, Serge Daney hacía la siguiente propuesta: “Le son (Elle). L’image (Lui)/La voix (Elle). L’œil (Lui)”.14 Es una manera de resumir que frente a la posición clásica, fálica, que hace del hombre el eterno protagonista de la pulsión escópica, un “ojo exorbitado”, hay en Godard, en Numéro deux y otros, una voz de mujer que interviene y lleva la batuta, se desprende, nos desprende de la imagen y se convierte en la protagonista de la pedagogía godardiana. “Cruel sobreprotección materna”, dice Daney, que lo hace gozar, y obtener con eso el beneficio del masoquismo; corre por cuenta de la mujer, en ese extraño feminismo, el pensar que “tiene la sartén por el mango”. Creo que esta propuesta, justa y fuerte, queda desmentida (al menos) en los cuatro momentos esenciales en los que el film cristaliza sus representaciones del sexo, de los sexos y de su diferencia, a partir del efecto-video-pintura. Podría ser que el masoquismo de Godard fuera aún más intenso de lo que Daney imaginaba, y la inversión que aborda más extrema. Porque en esos momentos en que el deseo-mirada del hombre regula la escena sexual (en los tres primeros y en la primera parte del cuarto), existen constantemente, duplicando esa primera imagen, incorporándose a ella, juzgándola, ocultándola, atravesándola, ahondándola, ese rostro y ese ojo de mujer. Ya sea la hija o la madre, Vanessa o Sandrine. El ojo femenino problemático. El ojo de mujer que ve. El ojo agujereado que soporta todas las metáforas de la inscripción de la mirada y de su desasimiento. El ojo virtual a través del cual se efectúa la misión imposible que nos haría escapar al imaginario del dispositivo-cine para encontrarnos finalmente ya no frente a la imagen, sino en la imagen misma. Sobre este ojo tomado como síntoma, signo y apuesta del film y de sus transgresiones, podemos en realidad proyectar una doble mirada. Podemos hacer de él un ojo-discurso que estaría, como el lenguaje, del lado de la ley (suponiendo que Godard no haga del lenguaje, también, un uso distinto). La mujer se convierte en su soporte, por una inversión que afecta los roles y la representación de lo simbólico sin perturbar su lógica. En esta óptica, podríamos decir que el efecto-video se vuelve el agente de ese suplemento de discurso, al pasar más allá de la analogía fotográfica y constituir así una especie de metaimagen. Pero, opuestamente, podemos sentir que la imagen se mantiene (uno tiene ganas de decir que se sostiene) por debajo de su realismo fenomenológico y de los efectos discursivos ligados a él. Dicha imagen permite así el acceso a una infraimagen, en la cual el ojo aparece como un ojo-materia, fragmento a la vez visible, vidente y ciego de materia, sin fijarse en su función separadora. Un ojo de entre

los cuerpos, tanto como un ojo entre los cuerpos. Bajo el ojo simbólico, un ojo semiótico, en suma.15 Podemos de este modo, y es lo que más me interesa, reconocer en esos momentos el principio obligado de una vacilación. Esta afecta tanto más a los soportes de representación cuanto que se debe a la representación del sexo y de los sexos, y expresa una cosa por la otra, como preguntas hechas al cine y a la imagen. Esto es, entre otras cosas, lo que hace de este documental obsesivo sobre la vida de familia de Pierrot el moderado, así como sobre la mirada de su testigo –el Godard que divaga al principio del recorrido sobre “una cosa y otra” antes de, finalmente, sostenerse la cabeza y ponerse a pensar ante su dispositivo–, un film bisagra que podría muy bien llegar a ser más loco que el que lo antecedió.

III. El color provocado La tentativa de Antonioni es totalmente diferente. Allí donde Kuntzel opone dos regímenes de imagen, dos estados del cuerpo y del mundo, según una alternación que termina por producir un efecto virtual de interferencia generalizada, y por algunos instantes un rozamiento real; allí donde Godard perfora su film con momentos de una violencia extrema para hacer surgir por intermitencia un suplemento de ser del interior de los cuerpos mismos, Antonioni opta por provocar la imagen por medio de un escalonamiento, un empolvado, una desnaturalización, tal vez una simbolización del color. Lo hace con artificio. Un artificio deliberadamente consentido, aceptando rodar con un notable entusiasmo una historia que no le gusta, y a la vez la única de sus películas que se sitúa fuera del mundo inmediatamente contemporáneo del que fue un testigo tan seguro (“no es un film de, es un film dirigido por”).16 Queda claro que el mismo argumento (L’Aigle à deux têtes, de Cocteau) le permite tomar distancia: oficia así de dispositivo mediador, y se vuelve un equivalente (debilitado, desviado) de lo que para Kuntzel/Grandrieux es la pintura cubista, y para Godard la maquinaria video-televisión. Pero lo que Antonioni proyecta de este modo en su pantalla no deja de tener una consecuencia profunda, en la misma línea de intuiciones anteriores.

15 En los términos de Julia Kristeva. Ver, en particular, “Ellipse sur la frayeur et la séduction spéculaire”, en Psychanalyse et cinéma, op. cit. 16

14

“El sonido (ella). La imagen (él)/La voz (ella). El ojo (él)”. Op. cit., p. 40.

Entrevista con Serge Daney y Serge Toubiana, Cahiers du cinéma, nº 342, diciembre de 1982.

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La imagen tiene demasiado de real, demasiada seguridad en su representación analógica, Antonioni lo ha dicho más de una vez.17 Es así como hay que recibir ese “vértigo de la mancha” que tanto seduce a Bonitzer en el blanco y negro de L’avventura. Hay mucho más de real en la imagen color, demasiada fidelidad, desde que su representación ganó en sutileza y “los colores se volvieron más refinados”. Vemos así a Antonioni discurrir y preguntarse, en cuanto al color: ¿cómo hacer para volver a ser un cineasta del cine mudo en un cine moderno que tratara de reinventarse? ¿Cómo trabajar el color en un sentido narrativo, como se ha hecho, con una tendencia casi natural, en los films mudos “coloreados”? (con una especie de arrebato dice: “Creo

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haber visto todas las películas mudas en colores. Hasta llegué a ver el primer film rodado en colores […] Era un cortometraje muy curioso que databa de los años 1906-1907. Había grandes efectos muy violentos, pero interesantes para la época”). ¿Cómo hacer para filmar como pintaba Piero della Francesca, su pintor preferido? La palabra que él emplea es “violencia” (la repite a menudo). Cómo fabricar violencia en la imagen, cómo hacerle expresar (más que reconocer) un suplemento de verdad, o de ser, que ya no se debiera solo a las circunstancias exteriores reagrupadas delante del objetivo para que uno capte un sentimiento interior, sino que fuera susceptible de surgir de sí mismo como una emanación directa de vida interior. Recordamos Il deserto rosso. Ya desde el primer film en colores, el color como título y obsesión. De lo más motivado a lo más arbitrario. Los decorados pintados (la boutique de Giuliana). Las verduras y las frutas pintadas (el vendedor en la calle). Y hasta los paisajes pintados (el bosquecillo “blanco” que no quedó en el film, pero sobre el cual Antonioni escribió algunas páginas que lo hacen ejemplar, donde aparece claramente la mezcla de razón demiúrgica y de burla que existe en el hecho de querer “de veras” reinventar la naturaleza: durante toda la noche los obreros pintaron los árboles, por la mañana la lluvia se llevó todo).18 Recordamos también Blow up. “Tomé los árboles, la hierba, los lugares un poco secos, algo quemados, y los hice volverse verdes. Luego necesitaba una mancha blanca, entonces fabriqué esas casas cuyas fachadas se ven en el fondo. Para el estudio del fotógrafo, quería colores puros, violentos, que definieran el carácter más bien rudo del personaje. Ciertos negros, ciertos amarillos, los creé yo mismo. Parecen ser colores realistas, porque un estudio puede efectivamente ser como ese. Pero no lo era, fui yo quien lo hizo. Y lo mismo para el color de las grandes hojas de papel”. Pero surge allí un problema que resulta de lo que dice Antonioni a propósito de Zabriskie Point, y luego de Identificazione di una donna. Para el primero de estos dos films, elige colores “determinados, pero reales”; no es él quien los impone “a la realidad”, aunque el resultado, dice el cineasta, pueda parecer cercano a lo que hizo en Il deserto rosso. El segundo es un film “normal”, en el cual “no hay ninguna búsqueda de efectos de color”. Esto no impedirá a Sylvie Blum escribir (en un texto corto y bello, que parece haber sido en parte imaginado, lo que le da una profunda calidad de sugestión) que en esta película “cada sentimiento tiene su luz, cada afecto su color, o más bien a cada sensación corresponde un tono o un medio tono”.19 Como si se tratara allí de un escalonamiento que se

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Casi todas las siguientes palabras de Antonioni han sido extraídas (salvo excepción señalada) de dos entrevistas: de Aldo Tassone, Le Cinéma italien parle, Edilig, 1982; de François Cuel y Bruno Villien, Cinématographe, nº 72, noviembre de 1981.

18

Michelangelo Antonioni, “Le bosquet blanc”, Caméra/Stylo, nº 3, noviembre de 1982.

19

Sylvie Blum, “La couleur de l’identification”, Caméra/Stylo, op. cit.

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pudiera obtener sin efecto, y de ese modo fuera posible pasar, según dice ella, de la fotografía a la pintura, sin perder al mismo tiempo la completud de lo real que prevalece a pesar de todo en este film sobre el deseo de sustraerse a él. El problema es que al disponer ante el objetivo tonalidades pretendidamente concertadas, cuando se trata a pesar de todo de no desconcertarlo demasiado, uno queda por debajo de la violencia que Antonioni deseaba y con respecto a la cual él no sabe si es mejor pintar lo real que describirlo, volverlo más bien verosímilmente abstracto o inverosímilmente figurado. Los más bellos films que existen resultan de esta tensión. Pero esta deja intacto el deseo de culpar a la ilusión de lo real que no cesa de imponerse, con lo que ella da, pero también con lo que prohíbe (aun cuando, en Identificazione di una donna, el testimonio del director de fotografía muestra a las claras que se intentó eliminar colores; lo que quiere decir: poder afirmar colores).20 La respuesta de Antonioni a este problema es la tentación del video. Primero la tentación: se trata ante todo, de la manera en que él lo expresa, de una virtualidad. Pero esta es esencial. Escuchémoslo (en esas charlas publicadas con motivo de Identificazione di una donna, es decir, al menos tres años después de Il mistero di Oberwald). Allí cuenta (con un placer poco propio de un cineasta) cómo “con el equipamiento electrónico se obtiene exactamente lo que uno quiere: en cualquier momento uno puede agregar, sacar, modificar el color de la imagen o de una parte de ella. La ‘telecámara’, en suma, permite que la realidad sea mucho más maleable”. Se trata, dice, de individualizar esta materia. “Se pueden rodar tomas –ya se ha hecho– haciendo perder a los personajes su ‘corporeidad’, y dejando sólo los contornos, signos luminosos en un contexto real”. En este contexto, vuelve a un proyecto concebido después de Professione, reporter, y titulado “Celos” o “El color de los sentimientos”. Ese viaje de un hombre obsesionado con los celos, que va a buscar a su amante, atravesaba tres niveles: lo real, el recuerdo, la imaginación. “Esta estructura me daba la posibilidad de colorear, si se puede decir así, los acontecimientos con colores que variaban según el nivel al que pertenecían: el color de una escena imaginada cambia según el sentimiento que experimentamos mientras la imaginamos”. Vemos el desafío de tal propuesta. Se trata, sin mediación de ninguna clase, sin red, de conservar por un lado lo real, la historia, el (los) personaje(s), los

cuerpos, la subjetividad, los sentimientos; pero, por el otro, se trata de inventar (como en las más bellas épocas del cine mudo, pero mucho más radicalmente) una manera de interpretarlos para sugerir su modalidad interior: es decir, acceder a un grado de materialidad (física y psíquica) que se sitúa a la vez de uno y otro lado del contorno de realidad impuesto por la captación fotográfica. Se pretendería sustituir ese carácter ineluctablemente macizo (por sutil que sea) por una visión que sería a la vez discreta (en sentido lingüístico) e imperiosa (porque queda marcada, con todos los riesgos que ello comporta). Antonioni precisa muy bien que si el video sólo es por el momento un factor técnico, “da la posibilidad de un impacto diferente de la materia, la posibilidad de ser más violento que la misma materia que uno trata”. Esta violencia, con tal que se desarrolle, es susceptible de permitir “cosas de las que, con el film, uno no tiene la menor idea”; implica “una nueva relación entre el autor y la realidad, entre el autor y las imágenes”. Antonioni ilustró un día, de manera profética e indirecta, esta violencia que hay que animarse a ejercer en la imagen. Tomó algunas palabras de Oppenheimer con las que este trataba de defender a sus colegas que habían construido la primera bomba atómica, y las utilizó para titular una de sus películas (que nunca rodó). Lo comenta de esta forma, negándose a aclarar el sentido de una elección que él prefiere mantener en la oscuridad, pero a través de la cual muestra el riesgo de explosión al que hay o habrá que someter la imagen, tarde o temprano: “Todo lo que significa un paso adelante hacia el conocimiento de la verdad, una verdad científica, cualquiera sea, es justamente justificable porque es técnicamente agradable, irresistible”.21 Y después viene Oberwald. Esa historia en la que él no cree, en la que pudo ejercer violencia, sin duda con mucha menos dificultad que en otras. Señalemos que es él, Antonioni, quien no cree en ella. Veinte años antes, sobre un tema similar (siglo XIX, política, sentimientos, fatalidad, romanticismo), Rossellini filma Vanina Vanini. Para Antonioni, pues, la empresa va a estar marcada por dos riesgos contrarios, e indecidibles: o uno no logra creer, como él, en la intriga datada, convencional, a pesar del trabajo de imagen al que él la somete; o es al mismo trabajo de imagen al que podemos acusar de impedirnos creer en esa tragedia de época. Y es verdad que presenta un obstáculo. Y que la “verdad” de los cuerpos desaparece. Y que parece desaparecer a veces precisamente cuando el efecto aparece. Pero en su lugar nace algo muy difícil de definir. Una verdad en menos o en más, como uno quiera, pero seguramente muy distinta. Un sentimiento raro y fuerte cuyos efectos uno puede tratar de repartir bajo

20 Es interesante ver cómo la tensión entre artificio y realidad (de lo que habla Sylvie Blum, es ella quien cita al operador de Antonioni) se encuentra reabsorbida (aunque los términos no son verdaderamente contradictorios) por Alain Bergala al escribir: “Si existe un film moderno en el que no queda ningún rastro de la rigidez de un cineasta riguroso con su proyecto, ese es Identificación de una mujer”.

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Michelangelo Antonioni, Techniquement douce, Albatros, 1977 (citado por Aldo Tassone, pp. 28-29).

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algunos títulos. Yo encuentro cinco: el ridículo, la opacidad, la excitación, la fulminación, el éxtasis. Estos títulos no son aislables. No solo pueden coincidir en el momento de tal o cual efecto, sino que virtualmente están siempre presentes (más o menos) en el film en su conjunto. Definen de este modo una posible posición del espectador. Es decir que su proporción, como su distribución, es muy subjetiva, según la parte de aceptación o de rechazo que cada uno experimenta con respecto a lo que se intentó. El ridículo se debe a la irrupción misma de la desnaturalización. ¿Por qué ya desde el prólogo los verdes exacerbados del bosque de pronto son traspasados por nubes rosas? ¿Por qué el paisaje en el que el protagonista (Sebastian, el joven anarquista que quiere asesinar a la reina y terminará amándola y siendo amado) sube hacia el castillo de repente es color malva, luego cambia al azul, si en un principio era presentado de modo casi normal? ¿Por qué la imagen, hasta allí en tonos gris-verde-pardo (una de las dominantes “naturales” de este film disfrazado) cambia completamente al verde cuando Edith de Berg abre la ventana de los aposentos de la reina? ¿Será tal vez que el verde designaría el elemento “ventana” o el elemento “reina”, como parece indicarlo luego una segunda aparición de verde cuando la reina (interpretada por Mónica Vitti) abre ella misma una ventana? Pero entonces, ¿por qué la reina es invadida por el azul cuando se duerme en su sillón, y por qué es una luz malva y azul la que entra, en otro momento, por la misma ventana? El problema se vuelve arbitrario o tiene un motivo. Antonioni lo planteaba en estos términos: “Cuando alguien está furioso, se dice que ve ‘rojo’;* pero también podría ver ‘amarillo’ si las circunstancias se lo sugirieran”. Antonioni parece no haberse fijado aquí ninguna regla, sino más bien haberse dejado guiar por las circunstancias para ensayar colores, experimentar diversos modos de transición y de empleo que tanto terminan por expresar su sentimiento del color, como por traducir “el color de los sentimientos” (a veces más lo primero que lo segundo). Nos encontramos en presencia de una dinámica, de una oleada de color como emoción, ritmo, pulsión del film como cuerpo de color, más bien que ante la búsqueda de una correspondencia término a término, o aun una manera de destacar instantes privilegiados. Es entonces sorprendente que la única escena de sexo un poco sensual (en el parque, entre Sebastian y la reina) esté rodada sin efectos. Antonioni evitó el ridículo de una traducción demasiado literal. Prefiere el ridículo de lo arbitrario, que siempre lo es solo a medias; basta con confiar en el sentido innato del espectador que le permite crear un excedente

de sentido, acordar por sí mismo (si acepta el juego, riesgoso) un sentimiento al color que se le propone. Puede pasar que este no pueda hacerlo, o que le sea indiferente. La opacidad es esa indiferencia, que vale tanto para la afluencia del sentido como para su ausencia. Yo no pude interesarme en el plano en el que la sangre que gotea del cogote de las gallinas decapitadas en el patio del castillo cambia hacia un rojo oscuro. ¿Exceso de sentido? Quizá, pero el humo azul con que concluye sin razón manifiesta la subida de Sebastian no me atrae tampoco. ¿Será que todavía no conozco lo suficiente al personaje y que el color tendría que estar ligado, si no a un sentimiento reconocible, al menos a un afecto posible, que se dirija a alguien o que pase a través de alguien? Tampoco. La decoloración súbita, muy viva, operada en el paisaje a partir del movimiento de una muchacha campesina, que nunca apareció antes, de repente me oprime; mientras que las variaciones cromáticas, aunque bellas (del verde brillante al azul, al malva), que parecen surgir del catalejo de la reina enfocado hacia el jardín me dejan más bien indiferente. La alquimia de los colores parece tanto más misteriosa cuanto que sus efectos se destacan, son visibles, apelan a una sensibilidad no formulada. Sin embargo, queda claro que la excitación nace más bien de las escenas en que el color engendra sistema. No sentido, sino sistema, producido por efectos puestos en el tiempo, de tal manera que trabajan figuras (más o menos retóricas) propias del mismo cine. Contrariamente a Aldo Tassone, me cuesta ver en el halo “violeta” (de hecho, azul en una primera escena, malva en la segunda, lo que ya tiende a quitarle sustancia) que acompaña al conde de Föhn, el jefe de policía, una traducción del “carácter hipócrita del personaje”. Pero la manera en que el color lo anuncia (la puerta azul que se recorta, aun antes de que uno lo perciba, en la primera escena con la reina), la manera en que lo sigue, se desplaza con él, se extiende y se retrae, llenando todo el cuadro o solo una parte, esta misma variable según sus movimientos y los de la persona con la que dialoga (la reina en la primera escena, Sebastian en la segunda), todo esto confiere al color el cuidado de manifestar en términos de influencia visible esta parte misteriosa que es el aura de los cuerpos en el espacio del plano y de las relaciones de planos. Tenemos entonces un caso de figura particularmente excitante: el momento en que solo queda en la imagen del conde (uniformemente azulada) o de la reina (un tono amarillo-pardo-verde relativamente realista) una franja, un borde del tono de la imagen del otro, para señalar, fuera de campo, su presencia: emana entonces del otro ausente, en el mismo interior del cuadro, lo que habitualmente viene de la memoria inmediata de la imagen sostenida por el diálogo. Es imposible decir lo que traduce exactamente tal variación, o tal movimiento del cuerpo en el interior del cuadro. Pero el “plus” que esta variación al convertirse en color que invade, que rechaza el color del

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N. de la T.: en italiano y en francés, las expresiones “vedere rosso” y “voir rouge”, respectivamente, quieren decir tener un fuerte acceso de cólera.

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otro, da la idea de un espacio interior materializado, aunque uno no sepa qué nombre ponerle. Antonioni ha sabido jugarse en esta mano, prolongar su excitación: aprovechó, por ejemplo, el pasaje del conde ante una ventana para traspasar con un verde estridente el azulado uniforme que lo rodea (crea así una imagen improbable, un collage mental); y al final de la secuencia, la masa de ese azul se reduce súbitamente a la silueta del ministro, como para marcar su desaparición, pero sin hacerlo realmente, ya que el azul se difunde de nuevo suavemente alrededor de él cuando atraviesa la puerta del apartamento. Estas variaciones destacan el valor virtual, polémico, casi conceptual, de tales efectos: en la escena con Sebastian, los dos hombres son primero captados durante varios planos en el mismo color (que se torna entonces una-casi-ausencia-de-color), antes de que el malva rosado se vuelva a apoderar del conde según el mismo principio que en la escena anterior. Pero los dos hombres también serán precipitados juntos, durante algunos planos, en el color, luego en la decoloración, antes de que un azul ácido, introducido aprovechando la parte alta de una puerta, trabaje a su vez toda la imagen, para borrarse después. Alguien podrá decir: Antonioni hace cualquier cosa. No: ensaya soluciones variadas, elaborando, pero también limitando, un principio de composición que podría depender de la motivación rígida tanto como de la pura arbitrariedad. Y eso es lo que lo hace excitante para el ojo y para la mente. La fulminación deja poco tiempo a la reflexión, es su oportunidad para triunfar sobre el ridículo. El verde que invade la pantalla cuando Edith de Berg abre la ventana es de esta naturaleza. O el muy bello azul malva que surge cuando la reina solo se aproxima, más tarde, a la misma ventana. Estos dos ejemplos están tomados de la vertiente de la arbitrariedad. Opuestamente, las variaciones de intensidad del color en el interior de un mismo tono están vinculadas al sentido de la historia y al destino de los personajes: cuando unas flores rosa pálido, aisladas en un primer plano, se oscurecen hasta llegar al rojo, esto marca el aumento del deseo entre Sebastian y la reina; cuando el conde de Föhn toma una flor violácea y, pasando al interior del campo de Sebastian (en la escena ya citada), su color desaparece, es la muerte que se anuncia. Si esa fulminación se prolonga, y se mantiene, es el éxtasis. Como en la cabalgata de la reina. Un prado demasiado verde. El bosque que se vuelve azul a medida que el caballo avanza, que la cámara sigue su movimiento, para desembocar en un cielo verde. Ese verde flota sobre las crines del caballo. El follaje, los campos cambian al rosa pastel y al malva. Planos muy cercanos. Planos lejanos. Regueros amarillos sobre la grupa del caballo avanzan hacia un cielo de nubes amarillas. Hay allí una audacia conmovedora en el encadenamiento de los colores, su progresión, su ritmo; esta manera de jugar el color como elemento portador de las relaciones de distancia entre los planos

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realmente nos deja sin aliento. A este loco éxtasis responde a veces el éxtasis tranquilo. El color realista se sumerge entonces en un azul pálido matizado de rosa: se diría un pastel, una suerte de decoloración coloreada que se amolda a la suspensión de los gestos. Una semimotivación hace lugar a la semiarbitrariedad: al contraste de los colores vivos arrastrados por la cabalgata le sucede un momento de ilusión amorosa en la reina, de melancolía enternecida en su amante. La escena dura, juega el juego de un découpage variado que fija poco a poco la tentativa; la vuelta a lo real del color, delimitando el efecto, refuerza su intensidad. Aquel espectador que no permaneció ajeno, o que nunca antes había sido aludido tan directamente, se ve sumergido en algo jamás visto: las variaciones del color salen en busca de las del sentimiento. Antonioni ha insistido en mostrar que su referencia es la pintura. Y lo hizo en el mejor momento. En la escena final, donde la muerte de los amantes es objeto de un constante deslizamiento, a veces en el límite de lo indecidible, entre color natural y color interpretado. La reina pasa ante un tapiz del que solo retenemos rostros petrificados (pero la impresión es fuerte); luego se acerca a un cuadro que no he podido identificar, pero en el que se reconoce el patético desenfreno de los cuerpos en la pintura antigua (una mujer amenaza, espada en mano, a un hombre abatido en el suelo). La reina gira, siguiendo la escalera, se vuelve y mira largamente la pintura; en la parte derecha del cuadro la posición de su cuerpo equivale a la del motivo y este, a su vez, nos refiere a la trama del film. Trama por trama, drama por drama.

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Y, sin embargo, la pintura no basta para calificar el desplazamiento que el video permite de este modo al cine. Como tampoco es suficiente en el caso de La Peinture cubiste y de Numéro deux. El problema esencial, ya lo hemos visto, es el del pasaje, que las tres obras manejan cada una a su manera. ¿Cómo pasar de una imagen que “representa” (respecto de la norma implícita de la percepción natural sustituida por la del objetivo) a una imagen que “des-representa” (es decir, que trabaja contra esta norma, aunque sea una norma imprecisa)? Recordamos la ensoñación de Élie Faure: esa “animación de la pintura” que la cineplástica parecía realizar la tomaba también como un fenómeno demasiado radicalmente nuevo como para poder “seguir pensando en la pintura”. Invocaba la arquitectura, en la que él veía la expresión principal de la forma de “civilización plástica” propia de un mundo nuevo (el cine es entonces “una arquitectura en movimiento”). Pero según él, es hacia la música que la cineplástica debería tender. Es la manera en que Élie Faure reintroduce en la pintura, previa revisión desde el punto de vista del cine, un tiempo que jamás es el suyo. Un tiempo que plantea al cine, vuelto a frecuentar por la pintura como lo es hoy en día, un problema que la pintura no conoce realmente, ya que nunca produce (a pesar de todo lo que se pueda decir en contra) más que fragmentos de espacio, y que su relación con la analogía es otra (aun cuando el arte moderno haya consistido en parte en desnaturalizar esa frontera –y en terminar con ese problema–). En esos dos aspectos, la pintura ignora la cuestión del pasaje entre niveles de realidad heterogéneos dispuestos en el tiempo. Es así como de repente surgen

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las ganas de buscar un eco del lado de la única forma de arte que mantiene con esos niveles de realidad y su desarrollo temporal una relación soberanamente libre, porque su materia es una sustancia volátil: la literatura. Parecería que es hacia una posibilidad de este orden hacia donde tienden las tres obras aquí reunidas: liberarse de lo demasiado real de la imagen para poder inventar vínculos de otra clase entre lo actual y lo virtual, lo material y lo inmaterial. Evidentemente, la analogía no se puede tomar al pie de la letra. Pero cuando el cine sobrepasa de este modo la frontera de los cuerpos para reanimarlos, desde el interior (como en Kuntzel y Godard) o por una presión cromática exterior (en Antonioni), ¿no postula acaso una capacidad de variación con la que la literatura ha jugado de manera espontánea, porque puede hacerlo naturalmente, desde el momento en que ella misma se interroga insistentemente (quizá bajo la influencia de la foto y del cine) sobre la representación de los cuerpos, su imagen y la imagen misma? A propósito de esto, recordemos que Antonioni había pensado asociar a Barthes a su búsqueda sobre “el color de los sentimientos”, y que lo hizo al tratar de mantener su proyecto con pasajes de ese libro dedicado al cuerpo-imagen que es Fragmentos de un discurso amoroso. Tomaré (muy brevemente) tres ejemplos. Cada uno de ellos trata de delimitar, en el procedimiento literario, un momento o una postura de transformación que el cine podría estar preparado hoy para expresar más directamente, más libremente de lo que lo ha hecho, cuando, sobre todo gracias al video, es frecuentado nuevamente por la pintura. En El rincón feliz, de Henry James, hay un momento en el que el protagonista, a fuerza de vagar por la casona de su infancia y de observar con una mirada más allá de la mirada en lo que se hubiera convertido su imagen si nunca hubiera abandonado esa ciudad y esa casa, percibe finalmente algo que se va formando en la textura de su percepción. “La penumbra densa y oscura servía virtualmente de pantalla a una figura tan silenciosa como una imagen erguida en un nicho o un centinela con visera negra que custodiara un tesoro. Más tarde, Brydon sabría, recordaría y comprendería ese algo particular que había creído percibir durante el resto de su descenso. Vio que, en su gran margen gris tornasolado, el centro se reducía vagamente, y sintió que iba tomando la forma de aquello a lo cual, desde hacía tantos días, aspiraba su apasionada curiosidad. Eso se adivinaba, se dibujaba siniestramente, era algo, era alguien, el prodigio de una presencia personal”.22 Se podrá decir que tales efectos evocan irresistiblemente aquellos que el cine fantástico, desde hace mucho tiempo, no ha dejado de manejar. Y que Ruiz hoy en día, o David Lynch o Garrel… Por supuesto. Pero cómo no ver, si hacemos viajar ese instante ejemplar, si aumentamos su presión en el interior de 22

Henry James, Histoires de fantômes, op. cit., p. 149.

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la obra, y si sobre todo prestamos atención a la manera en que trata el cuerpo mismo y, a través de él, la materia más interna de la imagen, cómo no ver que él representa el punto en que el video, apoyándose en el cine, le permite entrar en la imagen como lugar manifiesto de vibración y de metamorfosis. Tomo el segundo ejemplo de la evocación que hacen Deleuze y Guattari (en El Anti-Edipo) del lento proceso que, a través de algunas decenas de páginas, conduce al narrador proustiano hacia la mejilla de Albertine, a quien trata de darle su primer beso. “El rostro de Albertine es en un principio una nebulosa, apenas extraída del común de las muchachas. Luego aparece la persona de Albertine, a través de una serie de planos que son como sus distintas personalidades, el rostro de Albertine que salta de un plano al otro, a medida que los labios del narrador se acercan a la mejilla. Finalmente, en la proximidad exagerada, todo se desdibuja como una visión en la arena, el rostro de Albertine estalla en objetos moleculares parciales”.23 Este estallido, ¿no es el del exceso de analogía, no marca la necesidad de un paso más allá para delimitar el inframundo de una percepción afinada que hace de la proyección interior del que ve la condición de formación de una nueva imagen? Y luego estaría, como línea de fuga, el entremundo de Michaux. El universo de transformación de los estados del “yo”. Este tiene la consistencia de un primer doble del autor (y a partir de ese punto vacilante, de una infinita hilera de dobles). Pero su materialidad va mucho más allá de los contornos de la persona; se vuelve traslúcido, se disuelve, es absorbido por el color o reabsorbido en el rasgo, como lo vemos en sus acuarelas y sus tintas. Y nos lleva así al límite de la historia, allí donde, en la multiplicación y la disgregación infinita de las historias, la ficción solo pende de un hilo (sería, por ejemplo, la historia de los “hombres de hilo”). Pero ese hilo es sólido, figura de porvenir. ¿No puede uno pensar que el día en que el cine, por el video (y, más allá, por lo que lo prolonga, la imagen de síntesis, cuyo solo nombre es la virtualidad misma), haya en verdad domesticado a la pintura podrá, si no pierde en el camino el arte que ha adquirido de tratar el tiempo contando historias, hacer así lo que hasta entonces solo podía hacer la literatura, aun cuando sea por medios muy distintos? Esto implica poder mantenerse al mismo tiempo en el plano de la narración (el hilo de la ficción) y en la pura dimensión del afecto, expresado a partir de su cuerpo interior. Que nadie vea allí un deseo de programa o de norma. No más de lo que lo había en Jean George Auriol (llevado por una de las numerosas olas que se desarrollan desde el cine mudo, y que preparó la “política de los autores”) cuando reconocía en el realizador de

dibujos animados al “cineasta absoluto, que espera la grabación directa de las producciones de la imaginación, por captación de las ondas mentales”. Como tampoco lo había en Antonioni al proyectar “una nueva relación entre el autor y la realidad, entre el autor y las imágenes”. Se trata a lo sumo de aceptar (de nuevo) una virtualidad cada vez más necesaria, ya que sabemos desde ahora que la imagen no puede más que ir, también, a otra parte. Que ya no es, como antes, una imagen que se defendería de ella misma. Tal deseo no va por principio en contra de un cine de la transparencia y de lo visible. Es más bien una forma de darse cuenta, definitivamente, de que este arte no ha sido menos “abstracto” porque se haya apoyado en la analogía fotográfica. Es también la ocasión de ver a la imagen analógica volverse cada vez más preciosa desde que está realmente amenazada. Como si existiera en esta amenaza una “violencia” positiva a la vez para la analogía en sí misma y para lo que se perfila a través de ella de un cine visitado por fuerzas quizá más extremas que las que hasta ahora lo han impulsado.

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Gilles Deleuze y Félix Guattari, L’Anti-Œdipe, Éditions de Minuit, 1972, p. 82 (trad. esp. El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós, 1998).

1987.

Jean-Luc Godard, Scénario du film Passion, 1982.

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Raoul Walsh, Battle Cry, 1955.

He aquí nuevamente las imágenes del mundo. Todas las imágenes. Las de la Historia y las de la leyenda. Como las del cuerpo-máquina que las recibe y las emite. Llegan con una violencia que acrecienta el sentimiento de urgencia. Hay que saber en qué se transformaron y cómo nos vuelven, hoy que el mundo ha desaparecido, devorado por su propia expansión. Hoy que no creemos más en este mundo, dice Deleuze, porque el vínculo entre el hombre y el mundo ha sido roto, ¿cómo creer en la fe, nuestro único vínculo, cómo creer a pesar de todo en este mundo en el que estamos “como en una situación óptica y sonora pura?”.1 Existen en este video, Art of Memory, al menos cuatro planos de memoria que forman un bloque, que ante todo hay que desenredar. El primero es el niño Woody Vasulka, que vuelve a través de un recuerdo de manera insistente: es el final de la guerra, tiene diez años, vive cerca de un aeropuerto militar convertido en un cementerio de aviones; en los cazas alemanes encuentra, hechas pedazos, algunas máquinas de guerra ultraperfeccionadas que él desarma y vuelve a armar, sometiéndolas a una interminable autopsia. “Después de la guerra, Europa era un inmenso basurero. Allí se podía encontrar de todo, desde un arma hasta un dedo humano en un vertedero”.2 Luego viene el adulto que recuerda a este niño sometido al poder de las máquinas de guerra. Se transformó en un prodigioso constructor-manipulador de máquinas de producir visiones, un investigador de nuevas imágenes. Hace ya varios años que con su mujer, Steina, arma, compone, desarma los elementos de base de un lenguaje, soñando a veces que puede llegar a convertirse en un nuevo idioma. Digamos, como él: un “vocabulario” susceptible de fijar y luego desarrollar la fisicalidad inmaterial de imágenes concebidas en tiempo real 1 2

Richard Fleischer, Between Heaven and Hell, 1962.

Gilles Deleuze, L’Image-temps, op. cit., p. 223.

Entrevista con Woody Vasulka, por Ken Ausubel, en Steina et Woody Vasulka vidéastes, Ciné-MBXA/Cinédoc, 1984, p. 26.

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tanto a partir de la simple realidad como de la pura señal de video, gracias a la fuerza mitad ciega, mitad extralúcida de las máquinas. Jean-Paul Fargier mostró muy bien cómo estas investigaciones de base pudieron un día convertirse, para Woody Vasulka, en obra por “la elección de un tema”: se dedicó a mostrar la degradación y la muerte de un virtuoso, confiriendo a esta historia un destino particular que se sostiene por entero en su tratamiento (para Steina, por un proceso comparable, ese tema será “el Oeste” como pérdida de límites).3 El cuerpo vivo, que declina y luego agoniza, de Paganini aparece en The Commission víctima del movimiento perpetuo de una figuración-desfiguración (como el de Berlioz que contribuye a su caída): “En la pantalla hay siempre dos imágenes: la imagen virtualmente entera y uno de los estados parciales y transitivos que nos presenta su movilidad constante”. Esa es la novedad: concebir estados aún desconocidos de la imagen para un trabajo de ficción que utiliza y reinterpreta tanto los efectos de la luz contrastada (por líneas y playas) del gran cine expresionista alemán como los de su difusión (por medio de pinceladas y puntos) en la pintura impresionista o fauvista. Muy cinematográfica en su pretensión de ópera, The Commission vuelve a dar en ese sentido una vitalidad insospechada a los arquetipos narrativos de la subjetividad romántica que jamás, creo, el video había osado volver a afrontar de manera tan directa (muerte, contrato, culpabilidad, castración etc.). Este es el punto a partir del cual Art of Memory retoma otro tema, que también da testimonio de una experiencia del mundo y de un tratamiento propio. Esto se opera incorporando al procedimiento el medium que históricamente se encargó de acompañar esta experiencia, traducirla, memorizarla para el niño, luego el adolescente, nacido de la guerra: el cine, testigo de esa guerra y, más allá, de todas las guerras del siglo cuya memoria trata aquí de renovar y de difundir el video. Doble memoria, entonces: de la guerra, y del cine convertido en lugar de pasaje entre una antigua y una nueva manera de hacer la guerra, a pura imagen tanto como a andanadas de proyectiles, a andanadas de imágenesproyectiles, al borde de la desaparición, como lo mostró Virilio. La tercera memoria de Art of Memory, que nos hace penetrar más directamente en el interior de la obra, es la del actor-personaje al que Woody Vasulka encargó que fuera su intercesor. El hombre de rostro profundamente marcado que aparece en la segunda sección del video para desafiar a la criatura de 14 enigma –ángel, demonio, esfinge, Espíritu de la Historia, Ícaro o Superhombre– instalada en el paisaje, ese hombre lleva inscrito en sus arrugas el tiempo de la experiencia de la que la obra hizo su tema. Más adelante, en otra imagen

fuerte, hasta se ve confrontado a su doble con arrugas que le habla desde atrás con la voz de Oppenheimer, como desde el interior de una conciencia-cerebro materializada: ser de pura trama a través del cual la memoria electrónica se confunde con la trama de la Historia.4 El cuerpo del actor oscila allí entre los dos extremos de la representación, de manera todavía más franca que en The Commission: es uno o el otro para poder aparecer mejor ante el espectador como el uno y el otro. De la misma manera que la cinta en su conjunto combina de modo sorprendente cine y video. Esto se manifiesta al principio de la segunda sección. El protagonista se enfrenta, desde el primer plano, a la criatura mítica; de repente, el cielo, como fondo de paisaje, se transforma, cambia a un gris abstracto descompuesto en partículas y una especie de lluvia metálica se abate, formando una cortina. El plano siguiente está hecho en montaje cut, por una unión ultrarrápida; el protagonista, hasta ese momento visto de espaldas en tres cuartos, es vuelto a tomar en plano cercano, de costado, tirándose al suelo en medio de los arbustos para escapar a la amenaza de un objeto volador que pasa a través de la imagen. Se trata de un auténtico plano de cine, sin ningún efecto de tratamiento de video (podríamos creer que salió de las secuencias de acción de Close Encounters of the Third Kind [Encuentros cercanos del tercer tipo]). Después de eso se vuelve al trucaje electrónico que divide cada plano del video, por la mitad, asegurando la transición de plano a plano. El personaje de la ficción-ópera es así singularizado de entrada. La elección que lo hace tomar conciencia del drama se encuentra especificada a la vez en términos de construcción (del plano) y de materia (de la imagen); de modo que los conflictos y las transformaciones que afectan la imagen y el plano se convierten en uno de los desafíos de la ficción. Finalmente, está el espectador, cuya memoria es puesta a prueba. Como sujeto moral, debe volver a recorrer mentalmente el espacio aterrador abierto por la desreglamentación metafísica de la guerra moderna, a partir de la Primera Guerra Mundial hasta el final de la Segunda, reabsorbida en la imagen del apocalipsis nuclear. Como sujeto psicofísico, debe sobre todo tratar de memorizar lo que ve en el mismo momento en que lo ve para tener acceso a la lectura del acontecimiento. Vasulka da, en efecto, a la experiencia de lo incomprensible (o de lo mal comprensible) de la cosa mostrada un carácter sobreagudo. El vértigo es menos sutil en un sentido que en The Commission; pero conceptualmente se vuelve más interesante (aunque solo fuese al precio 4

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Jean-Paul Fargier, “Zéro un”, en Où va la vidéo?, Cahiers du cinéma, número especial, 1986.

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Ese rostro que habla con la voz de Oppenheimer es quizá simplemente el de Oppenheimer que reaparece más adelante en el video. Pero en ese plano, tal cual, copia a tal punto, físicamente, el rostro del actor que aparece también como su doble.

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de una cierta pesadez didáctica) a causa del movimiento de conciencia al que es impulsado el espectador para tratar de mantener la coherencia visible de lo que ve en lugar de abandonarse a ello. De este modo, haciendo eco a la tensión que se produce entre cuerpos “reales” y cuerpos de trama, debemos tratar de delimitar en dos niveles el diálogo circular que se teje entre cine y video, como entre analógico y digital. El primero es una tendencia al plano (y al segmento): irrumpiendo sobre sí mismo, el plano no deja de constituir unidades (de narración, de drama) cuyas divisiones sensibles fijan lo inasible del acontecimiento. El segundo nivel, interior al primero, pero específico, consiste en volver a desplegar un pensamiento de lo fotogramático y de lo fotográfico que forma lo más íntimo de la relación entre video y cine. Art of Memory está dividido en siete actos o secciones perfectamente delimitadas. Las secciones III a VI corresponden cada una a un tema particular (la violencia nuclear; la Guerra de España; la Revolución Rusa; la Guerra del Pacífico). La primera sección constituye una especie de obertura; la segunda introduce al actor-personaje (se lo vuelve a ver en las secciones III y IV, luego desaparece); la última lo reintroduce, modifica su estatus creando una suerte de epílogo.5 El trucaje utilizado para pasar de un plano a otro (todos los planos con excepción de uno) es una especie de “postigo” de forma sinusoidal: se abre (o se cierra) a partir del centro, horizontalmente, confiriendo una nueva flexibilidad a los antiguos postigos del cine mudo (una imagen sin motivo, en un gris liso, producida por el mismo trucaje, delimita las secciones). A partir de la quinta sección, el proceso se complica. A veces la parte alta de la imagen parece ser la única que cambia, porque la parte baja de las dos imágenes que se suceden es idéntica. Con mucha mayor frecuencia, en lugar de desaparecer por la parte de arriba, la parte superior de la imagen desechada se reduce y se transforma en una especie de echarpe que parece flotar en el cuadro antes de salir por la izquierda (o de entrar: todo trucaje puede siempre ir en sentido doble). Esta segunda separación puede ser muy perturbadora para el ojo de la memoria: en efecto, acrecienta la confusión entre los dos planos que ella divide, aumentando el tiempo de persistencia de la primera imagen, ya como aspirada por

su desaparición. Pero esto no es nada aún con respecto al proceso que domina la sexta sección: una banda desflecada de imágenes penetra lateralmente en el plano y lo atraviesa, lo escinde, se extiende, imponiendo la nueva imagen por combinación con el postigo separador, de modo que uno asiste a una suerte de dilatación del espacio-tiempo común a los dos planos, a la manera de los larguísimos encadenamientos que tanto sorprendían al ojo a comienzos del cine. Este tipo de trucaje, de este modo, va hacia el plano, como siempre lo ha hecho en el cine –lo demarca–, pero cuestionando sus límites: “video” es uno de los nombres del pasaje que conduce de la demarcación a la pérdida de límite. Pero, lo adivinamos, es desde el interior del plano desde donde viene el cuestionamiento más fuerte; atenta contra la unidad del plano, porque la descompone, abriendo la perspectiva a los dos niveles conexos del fotograma y del dispositivo. Casi todos los planos, en efecto, se dividen entre dos motivos. El paisaje de Nuevo México (montañas y desiertos) constituye el fondo, el cuadro: imagen plenamente fotográfica, aunque el color está a menudo desnaturalizado. Y sobre ese fondo se inscriben grandes formas grises, digitales (o más bien digitalizadas). Su complejidad se debe a la relación que mantienen con la representación analógica: ya sea que la aumenten mimando sus motivos, ya que la capturen y la redistribuyan.6 Primer caso: el primer plano (en el que desfila el genérico) muestra a la vez un fondo (montañas rojas y cielo amarillo) y una serie de olas grises animadas de un ligero movimiento giratorio, que figuran un primer macizo montañoso. La identidad de los motivos, su aparición simultánea inducen una reversibilidad entre naturaleza y artificio, figura-forma y fondo, lo que no impide que se siga sintiendo su separación. Segundo caso, a partir del segundo plano: sobre un fondo de desierto y de rocas, se destaca una forma gris, geométrica, hecha como de una doble pantalla plegada; en una cara se percibe una sigla oscura, revolucionario-fascista; en la otra, un globo terráqueo que gira, y sobre el que se proyecta la sombra de la sigla (mientras que el sonido de guerra, de los idiomas, de las palabras que los acompañan va aumentando: “Stalingrado… África…”).7 A partir de allí, todo el interés surge de lo que les sucede a las grandes formas grises. Estas tienen como característica ya sea la de representar algo,

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Voluntariamente he hecho trampa en la división. Sintagmáticamente, stricto sensu, hay ocho secciones, si uno sigue la lógica segmentaria demostrada por la instancia de demarcación: el postigo gris que se vuelve a cerrar (con un crujido que refuerza el efecto-imagen). Pero desde el punto de vista del tema, la sección III y lo que sería la III bis o la IV son homogéneas, las dos están dedicadas a la violencia nuclear y se apoyan en elementos comparables. Encontramos allí, de manera divertida pero significativa, problemas de segmentación del cine más clásico.

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Constituyen una excepción a esta omnipresencia de la forma gris: el plano único “de cine”; un cierto número de planos del ángel-demonio en el paisaje (por ejemplo, seis en la primera sección); dos planos de Oppenheimer en la tercera sección (un tercero hace, en parte, cambiar a Oppenheimer a la forma gris); y algunas solarizaciones coloreadas detrás del protagonista en esta misma sección III. 7

El que la conoce puede adivinar la sigla de la UFA, el más grande productor del cine alemán, que a partir de 1933 se encargará de la propaganda y la máquina de guerra nazis.

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animado o inanimado, ya la de servir de soportes (y una cosa no excluye la otra). En el primer caso, inducen un trastorno, permitiendo mezclas, favoreciendo pasajes entre diversos niveles (de ideas, de categorías, de materias). En el segundo caso, de manera mucho más profunda, esas formas afectan el funcionamiento de la memoria, de la imagen-memoria; hacen resaltar la experiencia constituida por la visión del video y por la doble historia que allí se representa: historia del siglo e historia de los medios –pasaje del cine al video y a la imagen numérica, pasaje de lo que transita entre ellos: lo fotográfico–. Un plano ya citado va a servirme de guía: el primero de la segunda sección. El protagonista hace frente al ángel-demonio, le lanza una piedra, luego lo fotografía, cinco veces. Es entonces cuando el cielo, que hacía de fondo del paisaje, cambia a la forma gris (es el único ejemplo, creo, de transformación franca de lo analógico a lo digital, de lo figurativo a lo abstracto); se convierte en una especie de pantalla de lluvia metalizada cuyas gotas imaginarias, animadas por un movimiento constante (de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo), son sin embargo microfragmentos sólidos, yuxtapuestos, soldados. Se tiene la impresión de que cada fragmento de esta parte de imagen artificial que nace de la toma fotográfica se vuelve el equivalente de un fotograma, y que el conjunto es entonces una imagen simultánea del mismo plano como suma de fotogramas (o también, por extensión, del video como conjunto de planos). Fotogramas tratados de manera uniforme, como en un cuadro, aunque conservan su valor de movimiento. Fotogramas que componen, representan al mismo tiempo la pantalla que los recibe. El poder de este efecto motiva, pienso, que enseguida se pase al único plano puramente “cine” del video. La forma gris tiene justamente la función de figurar la mutación del cine: al penetrarlo desde el interior, agita y regenera su memoria. A partir de la tercera forma gris de la primera sección, se juega la partida: la máquina célibe acodada que franquea el paisaje está compuesta de partes desiguales rodeadas de rasgos que simulan otras tantas soldaduras; pero sobre toda esa superficie se proyecta película, que se va modulando según los recortes, recomponiendo otros tantos planos y/o fotogramas, a la vez actuales y virtuales. Se detallan ocho formas de ese tipo (sobre trece) en esta primera sección. Las imágenes que se acumulan y se suceden allí están constantemente en el límite de la visibilidad (o de la legibilidad). Se amoldan a las disposiciones más inesperadas de las formas grises, y se convierten así en los instantes de una suerte de cuerpo fenomenal global, mutante, vidente, interno-externo, tanto como en fragmentos de percepción procedentes de una visión autónoma. Están al mismo tiempo animadas de un movimiento constante y recorridas por detenciones –podríamos decir–, por puntos-momentos de fijeza que suponen tanto pasajes bloqueados de una escena a la otra como

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deducciones operadas en el interior de una misma escena. No se sabe finalmente si la escena cambia (mínimamente) o se reproduce (puramente) de un plano, de un fotograma al otro, si se trata de una pura repetición o de diferencia constante (se presiente más bien que uno pasa más allá, como hacia una imagen posible, algo visible más allá de lo divisible y sin embargo hecho de él, próximo a la repetición como diferencia sin concepto de la que habla Deleuze).8 Nada aquí es verdaderamente descifrable, aun para el espectador-analista que trata de luchar contra esa descomposición de la memoria para decir cómo está compuesta. Todo pasa o demasiado rápido, o demasiado oscuramente, o demasiado indefiniblemente, aunque uno adivine o uno “vea” el todo de lo que escapa: los movimientos de las tropas, las ciudades incendiadas, los portaviones, las descargas, los asaltos, las explosiones, los disparos de cohetes, los vuelos, los despegues, las siluetas, los miedos, los rostros. Las variaciones de figuras, de ritmos, de frecuencias, equivalen en sí mismas a otros tantos ecos posibles en los contenidos de las escenas. Pero la forma gris parece sobre todo abrigar el cuerpo del film, su sustancia material, la película misma; de este modo hace desfilar el film debajo del film, “el otro film”.9 Por otra parte, la forma gris materializa las mil y una formas de ese cuerpo a la vez real y virtual –el film– en la medida en que se presenta también, claramente, como pantalla. Allí está lo que anuncia el plano de la toma fotográfica y de la lluvia de acero. Allí está lo que se concretiza en la tercera sección, justo des- 15 pués que termina la segunda con la más bella de las formas imaginables: una máquina digna de En la colonia penitenciaria, que atraviesa el desierto como 18 un rastrillo o un insecto loco, en la que se inscriben escenas de una extrema violencia que parecen desvanecerse y reaparecer a la vez contra el borde de los paneles receptores, detenerse allí como también atravesarlo. El efecto se vuelve tanto más fuerte cuanto que la máquina parece seguir en travelling, gracias a un movimiento lateral que barre el paisaje en el que se destaca: hecho rarísimo en el video, donde el movimiento nace casi siempre desde el interior de la imagen.10 8

Es la fórmula emblemática de Différence et répétition, Gilles Deleuze, P.U.F., 1968, p. 36 (trad. esp. Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2002).

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Thierry Kuntzel designa como “aparato fílmico” un espacio a la vez material y mental, entre “el film-proyección” y “el film-película”.

10 Se comprende hasta qué punto esta tercera sección, muy corta con sus tres planos singulares (el conflicto entre el protagonista y la figura mítica, con la lluvia de acero; el plano “cine” del protagonista, y esa forma gris), constituye como el corazón del video, su momento envolvente, que delimita la mayoría de los puntos de tensión entre cine y video.

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En la tercera sección, la pantalla está primero detrás del actor, tal como un recuerdo hacia el cual este se vuelve: inmensa pantalla cóncava, cinemascope 21 que se entremezcla en el paisaje, como un gran panel forjado de Richard Serra que hubiera encontrado finalmente su ámbito natural. El gris liso poco a poco se enloquece, transitan las nubes, surge la luz, se concentra allí y desaparece. La bomba atómica explota. Toda la memoria del mundo, toda la energía en un solo movimiento, en un inmenso fotograma.

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La pantalla entonces vuelve como leitmotiv en toda la tercera sección, con protagonista o sin él, con el espectador como intermediario. Pero el interés se debe sobre todo a las otras formas grises con las que entra en resonancia, en el seno de una alternancia borrosa pero fuerte: todas son prácticamente formas giratorias, en espiral, y la mayoría prismáticas, compuestas de microelementos dispuestos según el capricho de sus curvas; están recorridas por vibraciones intensas que recuerdan la pantalla-cortina de acero que nace del cielo. La explosión atómica, comentada por la voz y el rostro digitalizado de Oppenheimer, es a la vez figurada en la pantalla y por la subdivisión infinita de células abstractas que escoltan una energía pura en equivalentes-pantallas. Todas estas pantallas funcionan como una repetición, una amplificación de las formas grises-soportes de proyecciones difundidas en la primera sección. Nos encontramos entonces (más o menos a la mitad de la cinta) ante tres modelos de formas grises: – la pantalla simple, con el acontecimiento único que parece reabsorberse en el fotograma-plano; – la forma-miríada, vacía de acontecimiento, cuyo acontecimiento propio es el tratamiento de la pantalla: la forma oscila entre la pura torsión-vibración de luz y una división prácticamente ilimitada de células; producidas según un modelo de progresión geométrica, estas células, sin embargo, son desiguales a causa de los cuerpos incurvados de las formas grises; designan otras tantas singularidades; – la forma gris en pantalla divisible (en promedio unas diez pantallas desiguales, estas también dependientes de las variaciones de cada forma), sobre la cual se proyectan las escenas de la historia, según un despliegue extremo de velocidades estremecidas por breves momentos inmóviles. De esta manera, el espectador atento será sensible al trabajo que continúa alrededor de la pantalla-fotograma. Un fotograma por 24, 25 o 30 fracciones de segundo. Una pantalla por fotograma. Esto es lo que se debería hacer sensible. Por ejemplo, en la secuencia española (IV), la foto (¿o el fotograma?) de ese rostro masculino que desfila, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo.

La cadena interrumpida por espacios oscuros (similares a los negros de la película) sigue pasando de modo tal que el tiempo de una sola imagen (aunque uno la perciba ligada a las otras) parece ocupar él solo toda la pantalla (cada pasaje está además subrayado, marcado mecánicamente por la voz que repite, como en un disco rayado: “Por la Revolución, Durruti!”). Lo mismo ocurre en la secuencia soviética (V). La forma gris consiste allí primeramente en dos imágenes idénticas (de Lenin, Trotsky, etc.) que giran sobre sí mismas. Esos fragmentos de película que se enrollan y se desenrollan, esos principios de series limitadas al desdoblamiento de una imagen se sitúan exactamente en la separación del fotograma (simple o múltiple) y de la foto (única). La impresión se refuerza cuando el modo de desfile de imágenes utilizado en la secuencia de España se retoma, en la quinta sección, de manera más pregnante. Esta vez en forma horizontal, las imágenes ocupan casi toda la pantalla (uno entrevé solamente el paisaje coloreado del desierto), ellas mismas tienen forma de pantalla: dos rostros de mujer desfilan, de derecha a izquierda, fotos-fotogramas que hacen ondular el plano que ellas materializan casi por sí solas. Este álbum-desfile remata de manera simbólica en la imagen del libro convertido en emblema del hojeado psíquico producido por el aparato fílmico: imagen familiar desde hace mucho tiempo en el cine, reconocida por su teoría (Kuntzel, etc.), y retrabajada por el video como un después del cine (Acconci, Kuntzel, Hill, etc.). Como decía antes, como introducción a este recorrido de las formas grises: del fotograma al dispositivo. La pantalla-fotograma es su corazón; pero solo lo es porque la pantalla en sí misma se retrabaja como elemento del dispositivo foto-cine-video. Quizá recordemos la pantalla bifaz en la que se inscriben, al principio de la cinta, la sigla revolucionario-fascista y el globo terráqueo. Este efecto no se debe solo al desfile de imágenes y a la estratificación de estas, sino también a su ubicación en el espacio en términos de dispositivo: pone en juego la posición visual del ojo-espectador. Cuando la pantalla se vuelve, no polimorfa como en las formas grises de imágenes múltiples donde la mirada se confronta a una suerte de multiplicidad táctil, sino que es solo (y diversamente) doble, se apunta directamente a la estructura en espejo de la visión en el dispositivo. En efecto, ¿qué sucede con mi cuerpo-espejo que continúa funcionando, aun cuando mi ojo ya se haya convertido en cuerpo polimorfo? La sexta sección (Guerra del Pacífico) se concentra en este problema instalando dos veces una doble pantalla (y mostrándolas conjuntamente). A la izquierda está la pantalla bifaz, muy cerca de su primera aparición (si no fuera porque las variaciones de tamaño entre sus dos partes se multiplican): pero en el medio, en la línea perspectiva del ojo, se percibe una pantalla doble más extraña. La parte de la imagen que esta cubre está dividida en dos y replegada en ángulo recto en el

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sentido de la altura, de modo que la fracción superior aparece como una pantalla normal, de frente, mientras que la otra, mucho más importante, se alarga en sesgo hasta la parte inferior de la imagen. La acción (aquí sobre todo se trata de los bombarderos en vuelo) se produce entonces dos veces –la segunda vez, por un lado en espejo y por el otro en el prolongamiento fantasmagórico y excesivo de la primera–. Mientras tanto, en el otro par de pantallas dobles, la acción persigue otros motivos (el sucio trabajo de los soldados). La mirada parece así volver constantemente de un cruce-fractura del espejo frente al cual sigue estando. Sin duda se comprende que cada sección del video hace adelantar un paso la exploración sistemática de imágenes posibles preparando una extensión del teatro de la guerra. La séptima y última sección da un salto decisivo al hacer entrar en el campo de la memoria al actor-personaje, precipitado en las formas grises como si fuera un ser de trama. A su vez, el personaje está encerrado en 37 una pantalla dividida, una de las dos imágenes detrás de la otra; en el cuadro, 38 en primer plano, más joven, convertido así en espectáculo para sus propios ojos, sufre un retroceso de imagen. Este doble rostro torturado es confrontado a otros dos desdoblamientos –solo retendré esto, lo que pude ver, adivinar, en esta sección al límite de lo enigmático, donde las pantallas desdobladas tiemblan sobre sí mismas, se multiplican y se sustituyen las unas a las otras, habitadas por figuras que se 39 intercambian, ellas y sus propiedades–. El primer desdoblamiento muestra al protagonista, mitad reconocible y mitad ser hecho de fibras y de pliegues, entregándose a una danza-performance que lleva así las imágenes del mundo hacia el videoarte y sus orígenes, el trabajo del cuerpo propio, que parece victorioso en el interior de su jaula-pantalla; el segundo desdoblamiento transforma ese cuerpo de pie en un cuerpo sentado, que se vuelve espectador, su propio espectador. Entre esas tres figuras de él mismo que se metamorfosean, que se deslizan una por debajo de la otra, realmente no podemos decir que se cierra el círculo, ya que ninguna de las imágenes da pie para prescribir un sentido de conjunto. Sin embargo, uno siente que las imágenes del mundo están cautivas de una memoria y que se está tratando de mostrarnos el lugar que ella ocupa con respecto al arte mismo que tiene la facultad de hacerlas resurgir. Quedan por ordenar algunas observaciones (a riesgo de complicar un poco más las cosas) para cerrar este recorrido que ha pretendido en parte ser descriptivo; aunque más no fuese para hacer sentir hasta qué punto las palabras tienen dificultad para evaluar algunos de los nuevos estados de la imagen, y cómo aquí se compone un texto realmente inhallable. Texto: la palabra misma ya casi no tiene sentido si no es para recordar que el lenguaje puede siempre

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–es su único privilegio– intentar decir algo, dar una lección a todas las cosas. Lo primero que sorprende es la interdependencia que se crea, en las formas grises, entre la función de figuración y la de soporte: lo que figura, o va hacia la figuración, es también soporte. Algunos de los momentos más conmovedores del video se deben a la manera en que los soportes-pantallas se vuelven en sí mismos objetos que adquieren sentido, sentidos posibles. Así sucede con varias formas grises cargadas de films, de fotogramas. O con esa inmensa masa estratificada (en la sección de España) en la que se inscribe, como sobre un inmenso cenotafio, una proyección fija, que se podría tomar por un fresco. Al final se ve aparecer una masa comparable, que sirve de falso soporte al genérico; pero esta vez surcada, desflecada desde el interior, como cargada de toda la memoria deshecha que se fue acumulando, para el espectador, para el protagonista ficticio y para el autor que este representa, a medida que pasaba la cinta; una masa que vendría a ser indistintamente –es su fuerza virtual– tumba, monumento, cerebro, roca, rostro, bloque de historia indiferenciada. Luego viene la materia misma de las formas. Singularmente de las formassoportes de proyección. Hasta aquí he dado de esto una imagen más bien plena, y plana (a pesar de los perfiles extraños que se pueden ver en las ilustraciones). Una parte de su fuerza deriva de su maleabilidad, de su capacidad de transformación. La forma gris puede volverse espesa, como una pared, y la pantalla entonces figurar ser una masa que acumula la memoria y parece formar parte de las verdaderas cosas del mundo, aun cuando haga reverberar sus imágenes. La forma gris puede ser translúcida, como esos papeles engrasados o esas placas-pantallas que transforman los cuerpos en siluetas y en sombras chinescas (curiosamente, entonces, la forma ya no es en realidad gris sino que se colorea, manteniendo con el paisaje una relación menos contrastada). Finalmente, la forma gris puede ser desflecada, algodonosa, agujereada: entre diversas proyecciones con pantallas múltiples, la secuencia de España recurre a falsas pantallas divididas en las cuales las imágenes proyectadas parecen desplomarse en el espacio-tiempo en el que se forman. Esto se torna vertiginoso cuando la acción de los cuerpos contradice el soporte que los retiene: los soldados que van al combate con bayoneta calada, o cavan la tierra inestable de la pantalla, siempre lista para entreabrirse bajo el peso de su propia ligereza. Existe un momento sorprendente en la secuencia soviética: fotos-planos de mujeres desfilan, de derecha a izquierda, ocupando casi toda la pantalla; una imagen de hombre los sigue, pasando y multiplicándose según un principio similar, salvo que la forma gris se volvió a la vez más espesa, formando como una pantalla-pared, se agujereó, se distendió, dejando abiertas sus líneas de memoria. Esta imagen en la que rivalizan volumen y superficie, consistente al borde de la desaparición, a su vez da nacimiento a la serie de pantallas-

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palabras-imágenes-libros (evocadas antes); la imagen misma de la memoria cultural hojeada como un libro, estratificada, que podría ser aquí el emblema de todo el “arte de la memoria”. El que no vio el video (o lo tiene un poco olvidado) deberá imaginarse que estas últimas transformaciones se añaden a todas aquellas de las que ya hablé, y sobre todo que esta continua mutación de las formas grises (tanto en el interior de su espacio propio como en el conjunto del cuadro) se combina incesantemente con el trucaje constante pero variable que asegura la transición entre los planos. De allí resulta una movilidad continua, hecha de intersecciones y de cruces incesantes, que casi puede parecer que desafía cualquier distinción. Y sin embargo –y en ello reside la fuerza del video–, el sentimiento del plano, desdoblado, fracturado, casi volatilizado, no deja de persistir. Sigue siendo la instancia de découpage y de memoria, para el espectador que recorre así mentalmente la historia de este siglo de guerras capturadas por el cine, convertida en una suerte de historia del propio cine. El esfuerzo que aquí se opera en dirección al plano como unidad de intelección es muy similar (en este sentido, y solo en este) al realizado por Marcel Odenbach a partir de la forma-faja: igual reposesión, igual toma de distancia del mundo, a partir de una rearticulación formal de grandes obras anteriores, por el video: en Odenbach, Hitchcock, aquí Eisenstein y Vertov. Destruir-reconstruir el plano, y hacer visible este trabajo, es también el arte de reconocer la memoria del cine. Pero existe, en este movimiento en sí, una manera más profunda de ir hacia el cine proyectándose como más allá de él. Hemos visto cómo la figuración del dispositivo cine –pantalla, lugar escénico, volumen de memoria– es incesantemente llevada hacia una materialización del aparato fílmico y, en él, hacia una captación (actual y virtual) del fotograma. Más precisamente: el fotograma es mostrado aquí al mismo tiempo en su multiplicidad y en su singularidad, pero sobre todo a la vez en su inmovilidad y en su movimiento. Uno capta, como en los congelados de imagen, en Vertov, que esta inmovilidad hace movimiento, pero también uno siente hasta qué punto, en el arrebato mismo del movimiento, aquí muy acelerado, la inmovilidad tiende a volver hacia sí misma. Lo fotográfico surge así como elemento visible e invisible, pero siempre divisible, del proceso de transformación que lo lleva al infinito. Es fundamental. Todo el arte de Vasulka se orienta, en efecto, hacia un tratamiento de la imagen que apunta virtualmente a determinar su materia y el modo en cada uno de sus puntos, mucho más allá de la economía “natural” de la toma fotográfica y de su corolario: la analogía. Designa, en suma, lo que sería un arte sin cámara. La fuerza de esta obra, que permite entrever lo que sería el dominio de un tiempo abstracto desprovisto de toda relación con uno visible, reside en el he-

cho de que nos devuelve de este modo, en tiempo real, las condiciones de una memoria. Podríamos enunciarlo así: mientras la línea y el punto lleven la marca de lo fotográfico que les es preexistente, la memoria seguirá siendo materia de una historia, y el cine seguirá siendo captado en su propia trayectoria. 1988.

LA MEMORIA QUE ARDE Hay imágenes que arden. Ya en Nostalgia, de Hollis Frampton, las fotos se consumen una a una ante el objetivo. Rastros de una vida recuperada en voz off después de que la foto, cada vez, ya ha desaparecido. En Nostos II, la imagen arde en su mismo ser, retorno del retorno de la nostalgia, hasta lo insostenible. Hace seis años, Thierry Kuntzel comenzaba con Nostos I su trabajo sobre el rastro, la desaparición, las recuperaciones de la memoria. Hoy nos muestra cómo arde una memoria. Tal es el efecto único de su instalación. La imagen mental, la verdadera imagen que consume el cuerpo, se construye allí en el tiempo sin dejar de conservar su espesor instantáneo. Nostos II cuenta una historia. Pero esta historia tiene como único tema el tiempo. Cuatro partes, cuatro tiempos, cuatro aspectos o funciones del tiempo. La mujer, la desconocida, fuma un cigarrillo: es el puro tiempo que pasa, el tiempo consumido. Se acumulan fotos, se apilan, desaparecen, vuelven: tiempo del recuerdo, anamnesis del tiempo perdido. Las páginas de un libro se suceden, continuamente: el tiempo es hojeado, tiempo conjugado de la cultura y del ocio. La desconocida tira unas cartas al fuego, en la chimenea cuya imagen sirve de leitmotiv a las cuatro partes: a través de esta acción que une presente y pasado, como en el tiempo de las fotos y del libro, se entra de nuevo, de modo diferente, en el tiempo consumido. ¿Cómo se convierte esta historia del tiempo en un espectáculo de nuestra actividad mental? ¿Cómo el espectador, proyectado fuera de sí mismo, llega a vivir el funcionamiento de su propia mente? En primer lugar está el “tramado” de la paluche desajustada que da a la imagen en blanco y negro una materia propia. Una luz que se arrastra, delimitando en cada movimiento (de la cámara, del cuerpo de la actriz, de los objetos manipulados) los contornos de un rasgo fantasmagórico. Esa materia blanca desdobla y une entre ellos todos los elementos de la representación: insiste en lo que se ve; a la vez lo vuelve irreal, pero hace creer aún más en esa irrealidad misma. Nunca aparece en el cuadro, hablando con propiedad, una imagen, sino un espesor de imagen; cada

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plano posee un tiempo interno, que no corresponde realmente a su duración, sino más bien a la mezcla de las capas de materia. Así sucede en la secuencia de las fotos: sustituidas una a la otra, apiladas una sobre otra, se funden una en la otra. Por momentos, esto llega a producir vértigo, cuando esta fusión prosigue contra un marco de ventana que parece venir de otra imagen, pero que pertenece sin embargo a la misma: ese marco móvil, fluctuante, huidizo, pero presente, figura el espacio abierto, la pantalla material y psíquica en la que vienen a depositarse todas las imágenes, y de donde surgen. Espesor, la luz también es irradiación. El humo del cigarrillo, la llama de la chimenea, por ejemplo, crecen en el cuadro, lo invaden y allí mueren, haciendo del tiempo una materia cuya energía crece y decrece, del demasiado blanco a su desvanecimiento en el negro. Ese tiempo de rastros, de capas, de huellas, está recorrido por intensidades. Pero ese espesor, esas intensidades, ese tiempo que no cesa de durar y de transformarse, todo eso tiene la violencia y el brillo de lo instantáneo. O, más bien, se crea, a partir de lo instantáneo, un tiempo inalcanzable, indeterminable. Nueve pantallas: la imagen llega aquí o allá, aquí y allá, como surge el recuerdo en la memoria, de manera lógica o en cualquier momento. Hay 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 o 9 imágenes, siempre más o menos diferentes y que juegan con ese más o menos de diferencia (salvo una excepción: el plano leitmotiv de la chimenea, cuatro veces idéntico); se agregan, se cruzan, se responden, se enloquecen en esa pantalla de pantallas. Bloque de imágenes que cubre todo (a veces, también la chimenea, o el hojeado de un libro), porque el vacío regula su circulación. Lo esencial aquí es, pues, el negro, los negros, largamente preservados, cuya imagen puede nacer, menos, más, siempre inesperada. El montaje de los nueve videos es, entonces, la operación paciente, hábil, implacable, por la cual se instala en el espacio el estallido del tiempo psíquico. En todo el exceso y la arbitrariedad de su insistencia. Nostos II, en este sentido, se convierte en una de las expresiones más directas de la “pizarra mágica” por la cual Freud trataba de representarse el aparato psíquico. Thierry Kuntzel se preguntaba hace algunos años: “el aparato fílmico” (“el inconsciente” del film, el film desplazado, condensado, detenido, analizado, el film del film, “el otro film”), ¿no vendría a ser esa pizarra mágica que Freud no supo adivinar? A partir de su primer video (el título del trabajo de Nostos I fue durante mucho tiempo Wunderblock), Kuntzel se obstinó en hacer visible esta pregunta por la cual el video relanza el destino de la máquina de imágenes y realiza el cine. Pero solo hoy, con esta instalación, lo encaró de frente. Es por eso que el cine puede volver a este punto. Último tiempo de Nostos II: el cine como memoria y cita. Y con una violencia increíble, el llamado a la ficción. Al principio y al final, basta con una música y

una voz (y en la imagen leitmotiv, con algunos breves acordes musicales). Aquel que no reconoció el film creo que recibirá una impresión confusa pero muy viva de “déjà vu”; entrará de pronto, como por un disparador hipnótico, en un espacio anterior: el fantasma portador del gran cine americano. El espectador familiarizado con Letter from an Unknown Woman vivirá algo más agudo: se acordará, entre escalofríos, de que en esta película (con Vertigo, quizá la más cruel del cine americano) una mujer agonizante –la desconocida– escribe una carta inmensa de la que surge todo el film. Una carta dirigida al hombre que no ha sabido amarla y que hasta terminó por no reconocerla porque siempre vio en ella tan solo una imagen. 1984.

Thierry Kuntzel, Nostos II, 1984.

EL VIDEO SEGÚN SAN JUAN

Bill Viola, Room for St John of the Cross, 1983.

La habitación está a oscuras (o casi), es inmensa. En una gran pantalla, que cubre a medias la pared del fondo, desfilan imágenes de montaña, en blanco y negro, animadas por un movimiento inestable, rápido, perpetuo. El viento sopla, el ruido es ensordecedor. En el centro de la habitación, un volumen, apenas de la altura de un hombre, reproduce la celda en la que San Juan de la Cruz fue encerrado durante nueve meses en 1577 (secuestrado por unos religiosos que no podían admitir su exceso de santidad, de ascesis, su pretensión de acercarse demasiado a la divinidad). La mirada del espectador atraído penetra, si se asoma, por una pequeña abertura que representa una ventana ficticia, en el interior de un cubo débilmente iluminado: una mesa, un vaso, una jarra de agua, un minúsculo monitor color. Percibe una montaña, filmada en plano fijo y en tiempo real (viene de Ancient of Days, uno de los videos más fuertes de Bill Viola, uno de aquellos donde se expresa en el estado más puro la metamorfosis del tiempo con la que está obsesionado: pasaje del tiempo de visión, luego de grabación, al tiempo de imaginación del montaje final que desearía encontrar en la percepción misma las condiciones de la memoria y de la anticipación de las imágenes mentales, para entrar en el tiempo absoluto, global, del afecto sensorial-conceptual). En esta imagen apenas se adivinan el movimiento que agita los árboles y los arbustos, la lenta, muy lenta mutación de las nubes. Siempre en la celda, una voz que parece subir del piso recita poemas en español, fragmentos del Cántico espiritual que San Juan escribió durante su largo encierro: una voz apenas audible si uno hace el esfuerzo de asomarse un poco más, pero siempre recubierta por el rugido del viento que sopla afuera. Hemos comprendido que todo se debe a la relación entre dos espacios. De la misma manera que uno oye el viento en la celda, difícilmente puede ver la imagen entera en la gran pantalla sin sentirse “molesto” por uno de los ángulos del volumen central. A menos que uno pase del otro lado del cubo y quede entonces demasiado cerca de la imagen demasiado grande,

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que uno abandona para recuperar un sentimiento de conjunto, descomponer, recomponer, según sus diversas “estaciones”, un recorrido que conserva su calidad de masa sensible, porque afecta al mismo tiempo la percepción, el cuerpo y la memoria, y da una concepción virtual de sus relaciones. Todo se juega según la posición (física y psíquica) que el espectador es llevado a inventar, dividido al azar de su deambular entre un adentro y un afuera, varios adentro y varios afuera. ¿Pero por qué San Juan de la Cruz? Digamos: para intentar expresar lo que hoy en día ha tomado el lugar de Dios. En su celda sin ventana, de la que solo sale para ir al refectorio donde es sometido a presiones psicológicas y corporales, podemos imaginar que San Juan conserva en su mente el recuerdo de un paisaje: tiene la imagen interior de una percepción. Allí está lo que puede sugerir, primeramente, aunque sea de manera demasiado realista, la presencia del pequeño monitor color: lo que queda del mundo, inalterablemente, cuando ya no hay mundo, cuando este se reduce a una imagen (casi) fija, que sirve de escalera interior hacia la luz. He aquí el punto del que partiría San Juan para sumergirse en la “noche oscura” y encontrar allí a Dios. Metamorfosis de la imagen en poema, de toda imagen demasiado visible en imágenes indirectas de aliento y de verbo, abolido todo cuerpo orgánico. Obsesionado por “el irresistible poder del paisaje”, Bill Viola tiende a inventar con el video una relación del mismo orden. Al poner el pequeño monitor en la celda, y la celda en una inmensa caja negra, Viola construye una maquinaria que busca representar tanto el funcionamiento de la imaginación, y de la inspiración, como el de la herramienta-video que las simula y las efectúa. Viola nos recuerda así que el video es en sí mismo un doble permanente del paisaje, de todo aquello que mira en tiempo real la cámara transformada en el ojo posible del nuevo místico. Es la segunda cosa que sugiere la pequeña imagen color de la montaña. Viola nos dice luego que esta percepción continua está conectada a un fragor interior: una suerte de furor orgánico, una ola ininterrumpida de imágenes-sonidos. Imagen bruta y viva; de alguna manera, una especie de imagen-cuerpo sin la cual ninguna transmutación es posible. Es al recibir esta fuerza cuando uno metamorfosea la percepción-video y la transforma en poema. Cuando uno pasa y vuelve a pasar del adentro al afuera de la imagen, cuando uno transforma su exterioridad de principio en una forma de animación visionaria. Esto es lo que supone la continuidad hecha de contrastes tan netos entre la imagen orgánica en blanco y negro, fundada en una suerte de jadeo, como lista siempre para desbordar el marco de una pantalla a la que no parece realmente destinada, y la imagen en colores, encuadrada, aplacada, inmóvil y muda, casi demasiado simple, que aparece en el monitor, sobre la mesa, en la celda.

La confusión, para el espectador-paseante, si se toma el tiempo de reflexionar un poco, viene de la situación respectiva de las dos imágenes, que no se pueden ver juntas, y que sin embargo se reciben de una sola pieza, y sobre todo una en lugar de la otra; pero esto en un solo sentido, cuando se pasa de la imagen grande a la pequeña, de la inmensa camera obscura a la celda iluminada. Evidentemente, es la imagen arcaica, nocturna, que materializa más directamente que la viñeta tecnológica la turbulencia interior que se resuelve en poema místico, y que ocupa en este sentido el lugar de Dios, o más bien la función del estado de imagen (y de cuerpo) que conduce a Dios. Por eso es tan importante el sonido del viento que penetra con el espectador en el interior de la celda y le permite vivir al mismo tiempo las dos imágenes, obsesionado por el recuerdo de la grande que ese sonido lleva consigo, en el momento mismo en que mira la pequeña y confunde esta doble visión con el murmullo del poema que parece salir de la tierra. Pero la imagen tiene que aparecer, en el monitor, a la vez como un reemplazo apaciguado de la gran imagen y como una imagen de televisión, en la celda misma, para que la analogía opere; para que el recorrido que conduce hacia la “noche oscura” del poema sea acreditado al video, capaz de reproducir su experiencia, en la medida en que su capacidad de simularla ofrezca una especie de garantía, de poder revivirla y metamorfosearla. Eso es lo que sucede cuando el espectador sale, podemos decir, de la celda, cuyo recuerdo comienza a obsesionarlo, y, ante la imagen inmensa, vibrante y oscura, en esa noche segunda (pero para él previa) de la instalación, encuentra a la vez la oscuridad de la celda de San Juan y una libertad psíquica (traducida por su libertad de movimiento). Versión tumultuosa, así, antes, después, del adagio kantiano, sin otra ley (moral) que la del éxtasis posible: el cielo estrellado transformado en cielo de imagen encima de nuestras cabezas. 1984-1989.

EL ÚLTIMO HOMBRE EN LA CRUZ

Gary Hill, In Situ, 1986.

¿Por qué Blanchot? ¿Por qué Thomas l’Obscur? Porque en los primeros capítulos de este libro, los que lee el protagonista, está el actor-autor de In Situ, un encuentro de una extraordinaria violencia entre la mirada y el lenguaje. Thomas –quizá de allí le viene su nombre de Obscur– se hunde, desaparece en la intimidad de su propia mirada que le parece que, más que de su cuerpo, viene del exterior, de la noche, del silencio de las cosas; y las palabras, pues Thomas es también un lector, las palabras entran en esa mirada triunfante y amenazante a la vez, emanan de ella como de los ojos, de los seres vivos, de los animales (“una rata gigantesca, de ojos penetrantes, de dientes puros”), que ejercen en él una atracción cercana a la lucha a muerte. Se comprende que Gary Hill, obsesionado desde hace años con la materialidad del lenguaje al punto de haber hecho de este la herramienta mayor de sus composiciones, haya sido tentado por una ficción que él opone aquí, de manera real y metafórica a la vez, a la ficción y al dispositivo de la televisión. ¿Qué ve el espectador privilegiado, a quien Gary Hill ofrece un cómodo sillón, en el video que aparece y desaparece, por pequeñas secuencias, en el único monitor de In Situ? Primero el mar. Luego los ojos de aquel a quien llamaremos el protagonista: el ojo izquierdo y el ojo derecho, alternativamente, en gran primer plano, totalmente abierto, pero que se cierra dos veces con violencia, con exceso, como para anular una visión insostenible que sin embargo hay que mantener. Un zoom in detalla un fragmento de página de Thomas l’Obscur y deja adivinar las palabras “staring into the…”. Luego, nuevamente, el mar, el cielo. Y primeros planos de frente, de manos febriles del protagonista, invadidos de repente por una voz inaudible de banda de sonido pasada al revés. Dicho sonido introduce la segunda serie de imágenes del video: imágenes de televisión, sobre la crisis del Irangate, las ventas de armas a los “Contras”, se ve a Reagan, etc. Por dos veces algunas imágenes se mezclan a las de la primera serie: primero en una larga serie de sobreimpresiones y de encadenamientos; luego en un montaje alternado (los dos grandes principios de implicación de

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todo relato de imágenes). Entre esas dos intervenciones de la televisión, el protagonista, sentado ante una mesa, come mientras lee Thomas l’Obscur. Y dos veces se desploma en su silla y se cae hacia atrás. La primera vez, retoma su lectura, tirado en el piso. Pero la segunda, se levanta como de una zambullida en el agua y nada, un largo trecho, penosamente (es el momento del montaje alternado). Evidentemente, es muy sencillo, demasiado sencillo, ver en este montaje una crítica a la información, a su desinformación televisada, hábilmente preparada por elementos del dispositivo de conjunto. En esta habitación que reproduce las proporciones del monitor, la moqueta, de un gris muy chic, está surcada de rayas que recuerdan las líneas de la trama video, y el sillón tapizado en pana gris es tan cómodo que su ocupante se desliza naturalmente hacia el aparato y se desploma en la imagen. Para destacar esto, Hill imaginó modificar de la misma manera el monitor y el sillón, reduciendo el tamaño del almohadón en el segundo e incluyendo el primero en un cuadro que lo excede según proporciones idénticas. De allí el efecto reforzado de las propias imágenes de televisión, en la mayoría de los casos reducidas a un cuadro parcial en el centro de la imagen en la cual, además, retroceden, con el mismo movimiento que hace que se desplome hacia atrás el lector de Blanchot. De modo que cuando el protagonista nada, como si fuera a ahogarse, lo hace en la información, es esta la que lo atrae y lo asfixia. Pero también (y la crítica se vuelve aquí realmente interesante, es decir, inteligente) lo que él atraviesa es el texto de Blanchot, en el cual nada y sobrevive. El lector de Thomas l’Obscur no habrá olvidado que Thomas, en el primer capítulo de la novela, es tan fuertemente atraído por el esfuerzo que hace de resistir al mar que va creciendo, que en un momento dado podría dejarse morir. Y el espectador atento de Hill habrá podido ver, en las numerosas páginas del libro encuadradas y que temblequean de modo que se dificulta la lectura del texto, una parte de la primera frase del relato: “(Thomas se sentó) y miró el mar”. El mar que aparece desde el primer plano del video y vuelve varias veces (ya, en 1979, la primera frase de Processual Video: “He knew the ocean well”). De manera que estamos frente a dos muertes en curso, metafóricas la una y la otra, pero no por ello menos pregnantes: la que procede de la televisión (Gary Hill se mantiene allí en una posición conocida, que los artistas americanos han desarrollado a su antojo) y la que llega a través del texto de Blanchot. Lo que es mucho más original y reproduce de modo muy preciso (no sé hasta dónde Hill estuvo informado y fue consciente de ello) la manera misma en que Blanchot introduce en sus ensayos la relación entre la palabra literaria y lo que él llama el “rumor” o “la voz extraña”. Evidentemente las opone, como se ha podido hacer desde el siglo XIX en nombre de la especi-

ficidad y de la autonomía del arte; pero introduciendo la idea de que desde entonces la literatura no logra su identidad ni muestra su diferencia sino en la medida en que puede poner a prueba total y hasta excesivamente el rumor, aun a riesgo de confundirse con él. Porque son de la misma fuente, excepto que la palabra literaria tiene como único desafío el de oponer al rumor y, en él, a todas las formas de la dictadura, la única fuerza que le queda: el silencio. De allí su poder de contracción, y su intimidad particular con la muerte. Gary Hill ha sabido dar a esa intimidad una expresión directa en una instalación cuya elaboración se produjo antes y después de la de In Situ. En Crux, cinco monitores reproducen las imágenes parciales de cinco cámaras atadas al cuerpo del autor-actor, en un paisaje desolado de isla y de castillo en ruinas: dos en los pies, dos en las manos y una contra el vientre, enfocada hacia su rostro. El texto que acompaña la marcha de ese cuerpo desconectado es en sí mismo un texto “blanco”, que no tiene la virtud esencialmente maquínica de la mayoría de los otros videos de Hill: es un texto de desesperanza y de vagabundeo, similar a ciertas escrituras del nouveau roman, y sobre todo de Blanchot, en el cual encuentra el poder de dislocación y de descentrado.1 El protagonista lleva la cruz de ese destino solitario, que no es un destino, ya que no tiene ni comienzo ni fin (una cruz dibujada en la instalación por los cinco monitores). Se convierte en uno de los Cristos posibles en los que Michaux reconoció uno de los puntos fijos de su escritura (citamos Quatre cents hommes en croix), como también en Le Dernier Homme de Blanchot, que es su homólogo. Cristo como último hombre. Los dos últimos planos de In Situ, como separados del resto, tienen esta misma cualidad errática: primero, un avance rápido, rasante, en un parque, sobre el suelo alfombrado de hojas secas; luego un movimiento similar, esta vez, por el contrario, descubriendo los árboles y centrado en la espalda del personaje, que parece soportar el peso del mundo. Se lo comprende mejor cuando se da vuelta y acciona el control remoto y la imagen desaparece: su cruz es a la vez su loca carrera –el equivalente de su palabra errante que recoge Blanchot– y la televisión. Esto es lo que surge de la confusión muy sutil dispuesta entre los actos y las posiciones que acercan a estas dos series de imágenes opuestas. Pero Hill, para lograr la conceptualización que quiere producir, incluyó este primer dispositivo en un segundo sin el cual solo tendría un sentido limitado, y a través del cual expresa algo que Blanchot no puede decir de la misma manera, porque eso depende de lo visual y de lo táctil. Hill, en efecto, dispuso en su espacio cuatro pilares que pueden sugerir los puntos cardinales del campo de 1

Desde entonces, ese texto, arrancado a Crux, que vuelve a ser mudo, reapareció como voz en el último video de Hill: Site Recite (a prologue) (1989).

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la información. Pero esos pilares tienen cada uno un ventilador que se agrega a otro, más potente, que se interpone entre el espectador y la televisión. Juntos, tienen como función la de dispersar unas hojas que caen a intervalos regulares de un distribuidor y cubren poco a poco el suelo, girando de manera aleatoria alrededor del espectador. Ahora bien, esas hojas, y allí está lo genial de esta instalación, reproducen las imágenes (y los textos) del video que en el mismo momento se proyecta en la pantalla. Prefiero dejar librado a la imaginación de cada uno todo lo que se podría decir sobre el modo en el que el dispositivo cine, o video (aquí es todo uno, salvo que el video, una vez más, logra decir o mostrar mejor que el cine lo que el cine es y en lo que se convierte, a través de él), está ilustrado por ese efecto de reduplicación. Esas hojas que se arremolinan son fotogramas, las impresiones sucesivas de la “pizarra mágica” en la que Freud veía la más exacta de las representaciones del inconsciente, son los estratos vueltos visibles del “aparato fílmico” en el que Thierry Kuntzel ha visto tan bien una réplica aún más exacta de lo que Freud trataba de representar. Son también las páginas del Libro (todos los libros y cualquier libro) en su caída aleatoria, su dispersión, su “tirada de dados”. Pero quisiera destacar, sobre todo, el júbilo que se apodera del espectador-cobayo cuando comprende que esas hojas que caen casi sobre su cabeza son las imágenes que penetran en su cerebro, algo así como los pelos de su cráneo. Gary Hill me contaba que cuando estaba creando In Situ en Los Ángeles, el ojo que es la primera imagen reproducida sobre papel se pegó, al caer, sobre el ojo que aparecía en el mismo instante en el monitor. Y allí quedó hasta que el espectador se levantó para sacarlo. Cuestión de no dejar que sus percepciones creen demasiada locura en sus ideas. O quizás al revés. 1987.

Gary Hill, In Situ, 1986.

EL ARTE DE LA DEMOSTRACIÓN

Antoni Muntadas, The Board Room, 1981.

Existe una voluptuosidad propia del arte de la demostración. Todo está en la manera. Y la elección de las materias. La demostración sería entonces el arte de vivir, de sobrevivir entre los monstruos. Un arte de defensa y de mostración. El que practica, por ejemplo, Godard en France Tour Détour Deux Enfants. Allí él viaja regularmente entre los monstruos: aquellos que han olvidado el sentido de las palabras y de las preguntas más elementales, los adultos, o los espectadores de televisión; allí está lo que él demuestra con sus dos niños. Todo está en la manera. En las materias. No debemos subestimar a los monstruos. La demostración solo será justa, es decir, eficaz, si es sensual y generosa, capaz de competir con aquello de lo que habla, o sea, de ponderar por medio de la seducción el atractivo propio de la monstruosidad. En Godard, es el arte de los colores. Gran lección de Brecht, también: la dialéctica de los conflictos será mucho más clara si los pobres realmente parecen pobres; necesitarán pues trajes confeccionados con las más ricas telas, tan ricas como las de los ricos, que atraigan perfectamente la luz. The Board Room confía de entrada en esa voluptuosidad de la pedagogía. Una atmósfera de lujo y de calma atrapa al espectador que se aventura en la penumbra iluminada con una luz cálida, reverberante. La larga mesa oval, iluminada desde abajo por una luz roja invisible, parece flotar. Su superficie refleja como un gran espejo las imágenes turbias de los trece retratos que la rodean, cuyos destellos se reflejan sobre las estructuras metálicas de los trece asientos repartidos alrededor de la mesa. Una mirada atenta se percatará, gracias al retrato central, al fondo, el único que se encuentra exactamente en el eje del asiento de la cabecera de la mesa, de que los respaldos de los asientos fueron concebidos en proporción al tamaño de los retratos, como en una sala donde el consejo de administración míticamente reunido in abstentia hubiera querido dotarse, según sus propios ojos, del máximo de eficacia simbólica. Es hacia los retratos, todos juntos y uno por uno, hacia donde va el segundo movimiento. De ellos proviene lo más claro de la luz, con su iluminación de

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hogar: una pequeña lámpara, dispuesta en la parte de arriba de cada imagen, que dispensa una luz pareja; y la llama variable que surge de cada uno de los micromonitores que hace las veces de boca de cada uno de los oradores. Se supone que un ojo ordenado supera tres estadios, y atraviesa así los tres grandes modos (históricos) de la representación y del retrato. Se detiene primero ante el marco dorado de un cuadro. Penetra luego en la imagen “real” de una fotografía; pero todo ha sido dispuesto para que figuren allí los emblemas atribuidos al retrato desde la Edad Media y el Renacimiento (y que entonces la pintura continúe a través de la fotografía): nubes, drapeados de terciopelo rojo, paisajes esfumados, inscripciones, imágenes en la imagen, algunos fondos uniformes. Finalmente, el espectador entra en la televisión. Así desplazada, se convierte paradójicamente en un elemento pictórico más en el interior de la foto-cuadro: arte del videoarte, el de mezclar y hacer volver sobre sí mismos los diferentes niveles de representación. En la televisión, en cada uno de los pequeños monitores, el espectador ve primero la luz. Un blanco azulado que encandila y salta a la vista contrasta con lo que lo rodea. El espectador muy atento distingue seguidamente algunos actos: guiones, lecciones, llamados, estrategias de seducción que le parecen unas más inconcebibles que las otras, a la vez que curiosamente naturales. Los trece líderes carismáticos que Muntadas ha reunido para figurar un consejo de administración, una suerte de comité central del delirio político-religioso y de la comunicación audiovisual, se entregan a sus grandes maniobras. Dos de ellos están allí para ampliar el campo, proyectarlo desde América hacia el resto del mundo y hacernos soñar con esa proyección: Khomeini, Juan Pablo II. Los once restantes son evangelistas americanos, transformados en sorprendentes hombres de negocios, que tienen un enorme poder basado esencialmente en la televisión. En estas cintas montadas en sinfín (de duraciones muy variables: de 5” a 45”), recibimos el choque de la estrategia publicitaria en estado puro (varios videos fueron concebidos por los propios líderes, se los puede comprar o alquilar). Se descubre allí la fuerza persuasiva de un género retórico probado, que oscila entre la autobiografía mítica y la vida de los hombres ilustres. Se ve el poder que se distribuye por parejas, linajes, familias (Billy Graham y Schuller tienen ya hijos listos para reemplazarlos). Es admirable el abanico de razas (Maharishi llega directo de la India, el reverendo Ike es negro, Rabbi Schneerson es judío, Moon es coreano). Se pasa del californiano cool (Schuller) a la manipulación intelectualizada (Erhard), del profetismo todo terreno (Graham) a la derecha poderosa (Falwell, Robertson, Swaggart). Se escucha anunciar los enormes presupuestos de esas corporaciones de una nueva clase que poseen cadenas de televisión, hospitales, universidades (Roberts, 50 a 70 millones de dólares de presupuesto anual, Falwell, 100 millones). Y se ven cosas

efectivamente inconcebibles. Swaggart en estadios llenos a reventar, que reúnen hasta 90.000 personas. Moon casando a 4.000 parejas. Falwell, completamente vestido, con el agua hasta las rodillas, bendiciendo las cartas de sus fieles, preparando pequeñas bolsitas de agua con la que podrán bautizarse nuevamente frente al televisor, y el hijo bendiciendo la billetera de su padre. El reverendo Ike enviando pañuelos que hay que devolverle al día siguiente (preferentemente con un cheque) después de haberlos dejado toda una noche bajo la almohada. Pat Robertson, candidato a la presidencia de los Estados Unidos, a la cabeza de la cuarta cadena de medios de difusión del país (Christian Broadcasting Network), está allí, improvisando (o simulando improvisar) en el pizarrón un spot publicitario-lección-de-cosas sobre los orígenes de la creación, Dios y la grandeza del hombre, cuya estupidez llevada a lo sublime hace realidad, de una vez, los sueños de Flaubert y de la pedagogía godardiana. Pero sobre todo, en todos estos videos que desfilan como micropesadillas mientras se está despierto, el espectador verdaderamente muy atento descubrirá cuerpos. Verdaderos cuerpos que trabajan. Cuerpos creyentes, activos, histéricos. Cuerpos plenos de violencia, de odio, de incultura. Cuerpos ávidos de poder visible, de manipulaciones groseras, de ganancias inmediatas. Observen bien a Roberts en sus aguas bautismales. Miren a Swaggart en escena, caminando a grandes pasos, deteniéndose, vociferando, manejando su micrófono como un roquero (es, además, primo de Jerry Lee Lewis). Escúchenlos a todos, renovando las más viejas ideologías del mundo. Dios. Jesús. Los profetas. La moral. La pureza. El poder. El dinero. Esto trae viejos recuerdos. Muy recientes también. El cuerpo de Le Pen está hecho de la misma materia. Los dos Serge de Libération ( July y Daney) lo han repetido a su antojo durante la campaña presidencial francesa: este hombre gusta, cree en la sensualidad de la palabra, llega hondo; su éxito no se debe solamente a conflictos reales que sufre la sociedad francesa, sino a la manera en que sabe explotarlos, representarlos directamente, con una vulgaridad que desarma, con un sentido profundo del cuerpo-espectáculo, sirviéndose de la televisión como de una caricia sexual. Voluptuosidad del horror. Nosotros también podríamos tener nuestros predicadores de un nuevo género (ya tenemos, desde hace poco, nuestros cristianos apostólicos). Esto es lo que atrapa si nos acercamos lo suficiente a estas pequeñas pantallas, si nos detenemos durante algún tiempo. Cada vez que tomamos distancia para reanudar el recorrido, no dejaremos de observar el efecto que estas imágenes tan tranquilamente obscenas producen con relación a la imagen entera, los cuadros de medio cuerpo que ellas perforan: son el complemento natural de las poses idealizadas, con sus ojos fijos ya sea en los de ustedes, ya en la línea azul del cielo que ellas prometen. La imagen en movimiento sirve a la imagen fija,

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EL ARTE DE LA DEMOSTRACIÓN

el estereotipo, la imagen-ícono que se esconde en ella, en la medida en que esta recibe de aquella su cuerpo, su verdadera semilla de realidad, que funda así su valor (ilusorio) de intercambio y de comunicación. Finalmente, en esas pantallas, el espectador habrá visto aparecer palabras. En mayúscula, palabras clave; nombres propios, abstracciones, a un ritmo variable (repentance, money, financial, political, power, television, gift, education, degree, prophecy, resource, package, para Falwell, por ejemplo; otros tendrán más; Khomeini, solo una: revolution). Estas palabras tienen una función de análisis, y de catálisis. Aceleran la relación de los momentos del discurso, la producción de los efectos de discurso sobre los cuerpos de los actores. Y así, se inscriben imaginariamente para nosotros en los cuerpos de los espectadores, esas decenas de millones de americanos con carencias que envían regularmente a sus gurús el dinero necesario para su prosperidad. Estas palabras tienen su eficacia, su sensualidad propia. Prueban una vez más hasta qué punto la función de ida y vuelta del videoarte pasa por la escritura. Esta última se encuentra aquí concebida como una clase particular de imagen, fragmentaria, intermitente, como una red de significaciones brutas que permite despegar la imagen de ella misma sin por ello hacerle perder su peso de seducción. Discurso crítico mínimo que suelda así un dispositivo de conjunto, este a su vez concebido enteramente como un redoblamiento. En Monkey Business [Vitaminas para el amor], Howard Hawks había encontrado el medio para, gentilmente, violentar el decorado falsamente majestuoso de la sala de directorio de una compañía americana especializada en la investigación de los sueños y de la ilusión; había hecho entrar allí a Cary Grant y Ginger Rogers vueltos a la infancia gracias a las virtudes de un filtro de juventud, a Marilyn en estado natural, y a un mono, autor inconsciente del producto, el B4 (el Before!). Virtudes de la ficción y de la comedia. Era la época en la que el cine, espejo de una sociedad americana aún no invadida de parte a parte por la televisión, todavía sabía integrar, basándose en la reinvención lúdica, la crítica social en el desarrollo de su propio mito. Hoy en día, la instalación de video ofrece a Muntadas la elección deliberada de una pedagogía voluptuosa, fundada esencialmente en una mimética. Su vivacidad crítica se debe a una capacidad de operar desplazamientos entre elementos y hacerlos insistir, para que seduzcan significando, y aun sobresignificando; pero a condición de que el discurso así producido sepa conservar también una calidad de silencio. El recorrido depende de ello. En el catálogo de su reciente retrospectiva en Madrid (Hybridos), Muntadas reunió en una doble página veintiocho veces tres fotos: una representa un motivo de arquitectura urbana, la otra una sala de directorio o un lugar de trabajo, y la tercera, encuadra en un primer plano y en formato más pequeño una (o dos o varias) mano(s) captada(s) en forma

natural, con todo el tono de lo real, e imprime con ello una circulación entre las otras dos imágenes. De este modo, en The Board Room uno va de la pantalla al retrato y a la pieza entera, después de haber hecho el camino inverso, trece veces, si uno quiere. 1988.

Antoni Muntadas, The Board Room, 1987.

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Marcel Odenbach, Der Widerspruch der Erinnerungen, 1982.

En Versalles, en los apartamentos de María Antonieta invadidos por el silencio, aquellos que asistieron al rodaje de Marcel Odenbach vivieron un extraño momento: pudieron ver al operador, en su dolly, intentando colocar una cinta adhesiva en medio del monitor de control, bajo el ojo irónico y sagaz de un director que basaba en ello su “truco” y se divertía mirando y pensando en el resultado. Siempre es fascinante ver a un artista definir una forma hasta el punto en que parece dominarla, puesto que se dejó devorar por ella. En Marcel Odenbach, es interesante ver aparecer esa forma, observar cómo se busca, se establece, culmina y se apronta quizás a desaparecer. En un video que acaba de rodar para la televisión alemana (Die Einen den Anderen), contemporáneo del proyecto que desarrolló para Beaubourg (Dans la vision périphérique du témoin, a la vez instalación y video), Odenbach ha dejado de lado la división geométrica que utiliza, desde hace casi cinco años, para repartir más o menos y según diversos modos la mayoría de sus planos. Para pasar de una imagen a otra, de una serie a otra, para disimular, como siempre intentó hacer, lo demasiado lleno, el exceso de presencia de la imagen, prefirió una forma nueva, menos formal, más limitada a las circunstancias y a la situación del momento: es un plano de candelabro encendido que de repente se anima con un movimiento pendular y deja aparecer los planos de cada lado de su “marco” transformado en abanico, convirtiéndose así en su pantalla separadora. Pues, de todas maneras, siempre hay que ocultar, escindir, separar la imagen de ella misma, con el fin de mantenerse “en la visión periférica del testigo”. Para Marcel Odenbach, muy tempranamente, no bien sus videos comienzan a dejar atrás el universo de la performance, del cuestionamiento crítico de los años 70, los primeros movimientos de afirmación frente al medium, el problema será dividir el espacio. Para ver de otra manera. Más y menos. Ya sea el testigo, autor, narrador, personaje, protagonista, presencia, silueta (él es indistintamente todo eso), o el espectador en espejo.

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En Der Widerspruch der Erinnerungen (1982), video de transición, es sorprendente que la división del espacio nazca, desde los primeros planos, en el continuo mismo de la imagen, ataque el cuerpo, la materia, las líneas y las luces. Lo que se convertirá en la faja separadora, receptora de otras imágenes, existe, o preexiste, motivo interior de la representación.

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Observemos cómo se forma esa faja entre las piernas del protagonista; cómo, cuando este se aleja, la forma es enseguida sustituida por las líneas que se dibujan a lo largo del escalón de la escalera y debajo de la puerta. Observemos cómo de manera más abstracta la faja sirve de soporte a la firma. Y cómo, sin ser todavía imagen, sirve para modelar, para modular el cuadro con el fin de asegurar la transición de un plano al otro –y no cualquier plano: de espaldas, frente a una ventana-pantalla, en alguna parte, alguien tiene una visión–. Transición y coexistencia, aparición-desaparición, evitando tanto la tradicional sobreimpresión del cine como la incrustación demasiado simple del video. Es en Als könnte es auch mir an den Kragen gehen (1983) donde la faja aparece como tal. Para este video por encargo, cuyo título fue durante mucho tiempo “1.000 asesinatos”, Marcel Odenbach quería poder mostrar realmente dos imágenes a la vez,sin recurrir a la doble pantalla y conservando la sobreimpresión y el fundido para combinaciones más complejas. Así, creando sentido por el choque de dos planos (como Eisenstein, pero de manera muy diferente), inventaba un espacio nuevo por medio de una suma de fueras de campo. Por ejemplo: después del primer plano que aísla en un minicuadro, arriba y a la derecha, los ojos del espectador-testigo, aparecen dos dibujos de Goya que prefiguran, por su disposición, dos fajas virtuales (horizontal y vertical); casi enseguida los dibujos son divididos por una faja central (vertical) que se corre y muestra a una mujer asustada (Angie Dickinson en Dressed to Kill [Vestida para matar], de Brian de Palma). La secuencia-film prosigue, largamente (una serie alternada de campos y contracampos a partir de la mirada de la mujer), mientras que las reproducciones se suceden, según configuraciones variadas (se podría decir, para terminar, que es como un libro que uno hojea). El efecto de terror, fuera de la realidad, fuera de contexto (no se sabe nada del film si uno no lo ha visto, y se ve poco de lo que la protagonista ve), se atenúa entonces en un sentido; sin embargo, también se acrecienta, al ser reproducido de otra manera, a causa del fuera de campo sutil creado por el estrechamiento del cuadro; y dicho efecto alcanza al mismo tiempo los cuadros y dibujos de Goya librados a la anticipación y al trabajo de la memoria. Un doble fuera de campo interior se combina así con los fueras de campo culturales; ellos determinan juntos los efectos intelectuales y sensibles nacidos de la fricción de las imágenes.

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“la visión periférica del testigo” se estrecha de repente (en el video nacido de la instalación) con la violencia y la confusión de un texto latente.

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Que la forma-faja esté de entrada ligada al voyeurismo es claro. Ella induce efectos de plano subjetivo entre los diferentes fragmentos del cuadro: en sí misma, por su aspecto de fisura, de borde en el que se posa la mirada, se desliza hacia los fueras de campo; pero también en la medida en que los motivos de la imagen suponen siempre, más o menos, la presencia activa de una mirada. Sucede entonces que la forma-faja aísla el propio ojo. El ojo que mira y el ojo visto. Uno de los momentos más fuertes de Als könnte es auch mir an den Kragen gehen muestra en la faja (horizontal, tirando al rojo, casi en la parte más alta de la pantalla) unos ojos de mujer asustados y muy bellos que una mano va despedazando compulsivamente a grandes cuchilladas (es el gesto, aquí también enviado al fuera de campo, de Pascale Ogier en Le Pont du Nord, de Rivette), mientras que en el resto de la imagen se acumulan escenas de violencia. El espectador se ve así confrontado a una actividad constante de visión. “Decepcionado por el enemigo, el combate, la masacre… nuestro pueblo purga sus sentimientos de culpabilidad en el laboratorio psicológico de una serie televisiva”. Hitchcock –para mí, el más grande cineasta, dice Marcel Odenbach– es la referencia central de esta televisión-cine, tan presente. Él experimenta, incorpora, redistribuye la psicosis-neurosis-perversión del dispositivo visual, reciclando a su vez el loco reciclaje del que fue objeto Hitchcock (De Palma, etc.). Ya en Der Widerspruch der Erinnerungen, los planos de Janet Leigh (Psycho [Psicosis]) enceguecida por las luces y la tormenta se imbrican en los del protagonista mirón-conductor-soñador; participan tanto mejor en la génesis de la forma-faja cuanto que la disposición interior de los cuadros la prefigura (repartición de blancos y negros, ventanas-pantallas de los autos). Lo mismo sucede en Vorurteile (1984); los pocos planos citados de Strangers on a Train [Pacto siniestro] muestran un efecto sorprendente (imposible de aislar por medio de un fotograma): la calesita disparada dibuja una faja móvil que barre el cuadro y descubre de repente a nuestro ojo fascinado el primer plano del niño aterrado aferrado a su caballo de madera. Y así, sobre imágenes vislumbradas de Dial M for Murder [Crimen perfecto] y de Frenzy [Frenesí] (las agresiones a mujeres),

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La fuerza más profunda de la forma-faja es la de producir una cristalización entre la pasión de la mirada y los elementos de la representación. Tomemos Vorurteile. Tratemos de describir, con una minuciosidad algo excesiva, pero necesaria para captar ese funcionamiento, los primeros minutos del video. Después de algunos planos de paisaje en blanco y negro azulado acompañados de una sucesión de músicas y de ruidos (música clásica, ruidos de taller, música hollywoodense, música africana), la faja aparece, en un azul pálido, sobre un fondo de persianas oscuras que parece entreabrir. Algunas formas se dibujan sobre esos fondos: dos cruces que evocan la faja en las dos caras de la imagen: simplemente el efecto de la luz a través de las ranuras de los postigos. Rápidamente, aparece, manejado por unas manos que apenas se adivinan, un objeto ritual exótico, que ocupa casi todo el espacio vertical de la faja; el objeto gira, y la faja se alarga hasta delimitar de cada lado de la pantalla dos delgadas bandas negras sensiblemente iguales a la primera forma clara. El objeto gira y figura, a su vez, por su forma, como una segunda faja en el espacio central, tanto más claramente cuanto que se desdobla sobre sí mismo, proyectando una sombra. Luego esa ancha faja se estrecha, vuelve a su forma primitiva; y, de repente, por inversión, una de las hojas de los postigos, iluminada, ocupa el espacio hasta entonces reservado al objeto, mientras que otra imagen, todavía indiscernible,

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viene a ocupar los dos márgenes estrechos a los que se habían reducido antes los postigos oscuros. Detalle notable: el eje vertical circunscrito por las ranuras reproduce en el postigo claro una suerte de faja, igual a la que separaba los dos postigos oscuros, y la cruz formada con la faja horizontal delimitada también por las ranuras reproduce la doble cruz negra de las imágenes anteriores. Seguidamente, esa ancha faja central formada por el postigo se reduce a su vez y termina por ocupar el mismo espacio circunscrito, al principio de todo, entre los dos postigos. Con esta pequeña diferencia: un pliegue en el centro y el fino festón que desfleca la faja en las orillas recuerdan el motivo de los postigos casi desaparecidos, en medio de las imágenes divididas pero legibles que se suceden de un lado y de otro: fotos, planos de films, de series televisivas; imágenes de materias, de fábricas, de guerra, de oficinas, de minas, de cuerpos activos y pesados. Esto, hasta que el postigo, siempre claro, tapa por primera vez todo el campo.

misma e incansable pregunta: ¿hasta dónde se puede mostrar menos para ver más? ¿Hasta dónde se puede anticipar, adivinar, proyectar, sustraer algo de lo visible para reconstruir su parte de ausencia a partir de los fragmentos de su presencia? Una presencia activa, múltiple, móvil, virtual, infinita: siempre hay ya algo de imagen, algunas imágenes, debajo y en la imagen. Toda imagen es a la vez forma y fondo de otra, que nace de un fondo ilimitado de imágenes. La disposición de la forma-faja en esta primera parte de Vorurteile muestra bien que la realidad representada (aquí los postigos, el objeto exótico) y la formarepresentante (la faja como forma variable) están en una constante relación de reversibilidad. Se engendran una a la otra. Tal es la fuerza que pone en marcha y sostiene el relato. Tal es la regla del juego que persigue Vorurteile: obra muy depurada, teórico-lúdica (como lo son, en grados diversos, todos los videos de Marcel Odenbach). La elección del postigo traduce mucho mejor allí que lo que muestra es al mismo tiempo lo que esconde; se produce entonces entre la máscara y el cuadro una nueva situación. Los efectos de fuera de campo interiores a la imagen transforman y multiplican las relaciones clásicas de plano a plano (siempre latentes, allí reside todo su interés), como para agotar a partir de una misma posición de mirada la virtualidad de los dispositivos cine-video, en un proceso incesante de composición-descomposición. La regla de este juego aparece tanto mejor en Vorurteile cuanto que, entre las series de imágenes de films y de televisión, el juego es tomado como tema después del objeto ritual, la mano del protagonista invisible manipula varios objetos, en el mismo cuadro formal, de manera suavemente obsesiva. El efecto culmina en el último plano: la mano hace girar una matraca; una ronda cíclica de luz traduce en un movimiento continuo los efectos del ocultar-mostrar por medio de la luz-cuadro, hasta allí orquestada por la forma-faja.

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¿Qué resulta de tal disposición de la forma-faja? Evidentemente, su único interés es el de la gran musicalidad del trabajo de Marcel Odenbach, su sentido agudo de las relaciones del sonido y el sentido, de los contrapuntos, del ritmo, y su modo tan personal de utilizar materias que produzcan tanto crónicas del tiempo presente como “consideraciones inactuales”, en la tradición alemana del ensayo (Nietzsche, Musil), a la que supo dar una forma nueva y ágil. La faja, como hemos visto, materializa la función de la mirada, su cesura, sus fueras de campo, su exceso y su falta. Forma y formula, variándola, la

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De este modo, no existe elemento de lo “real” que no sea por sí mismo función de un dispositivo de mirada. Una mirada-forma tanto como una mirada-ojo. Un ojo-forma. Todo está irrealizado, relativizado, a la vez que fuertemente fijado, sometido a las variaciones con las que la forma-faja afecta

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la representación. Dichas variaciones obedecen a un doble movimiento, crítico y poético, de análisis y de desviación, favoreciendo así lo que yo llamaba una cristalización. Esta opera por sustitución, cruzamiento e interpenetración de signos, orquestados de manera que los cuerpos y el sexo resulten siempre inductores de la inmersión que cada obra hace en la realidad sensible y la memoria sociocultural. En este aspecto, esta cristalización tiene un carácter fuertemente simbólico. Propaga efectos de sentido, a la vez continuos y discontinuos: por un lado sumamente libres, casi volátiles, gracias a la movilidad extrema, la plasticidad, el carácter semiarriesgado de la forma; pero también muy claros, y hasta insistentes, a causa del carácter tajante, casi brutal, de la relación. En Die Distanz zwischen mir und meinen Verlusten (1983), por ejemplo, donde el juego sobre la elasticidad de la forma-faja variada por la luz está llevado al extremo, existe un momento muy interesante: en la faja vertical, que hace allí de soporte de imagen entre dos paneles negros que la bordean, aparecen una serie de figurillas, quizás un juego de cartas popular. Por medio de un proceso seguro, pero que provoca aquí una verdadera puesta en abismo en la faja redividida en tres, la parte central de la figurilla queda intacta, mientras que las otras dos cambian; un número infinito de cuerpos inesperados se produce así según el mismo principio formal que organiza todo el cuadro, y el conjunto del video. En Ich mach die Schmerzprobe (1984, una obra en parte dedicada al fisicoculturismo), la faja central muestra una máquina en la que un pistón se activa de arriba hacia abajo con violencia, mientras que el protagonista, boca abajo, levanta y deja caer sus piernas al suelo, con un movimiento regular. Al dividir el cuerpo con la faja, la máquina parece penetrarlo y llevar a cabo el acto sexual que el personaje, así encuadrado-oculto, sugiere aún más con su propio movimiento. Asimismo, en Als könnte es auch mir an den Kragen gehen, la faja nace del ojo del protagonista; pero es entre sus piernas separadas al final por la forma-faja (como lo estaban al principio de Der Widerspruch der Erinnerungen por un rayo de luz) por donde desfilan todas las imágenes y las referencias del video, los “1.000 asesinatos” de nuestra cultura de imágenes. De este modo, de momento en momento, de video en video, se propaga la cristalización. El sexo-cuerpo. La cultura-memoria. Así toma forma “la visión periférica del testigo”. A partir de As if Memories Could Deceive Me (1986), la forma-faja no divide ya solamente el plano creando una doble imagen dividida por otra; compone a menudo tres imágenes, por un efecto sorprendente de oscilación. Pues las dos imágenes de marco constituyen tanto dos fragmentos de realidad heterogéneos como el mismo espacio escindido según dos ejes divergentes. Era asombroso, en Versalles, ver a Marcel Odenbach pedir al operador que encuadrara (iluminara, etc.) sucesivamente los dos lados (derecho e izquierdo) de lo que podía parecer cada vez un único travelling hacia adelante. Esto

en previsión de un efecto de montaje interior de los más perversos, ya que Odenbach opone en su nueva instalación no solo dos veces tres imágenes, sino también, frecuentemente, dos espacios en espejo quebrado en cada uno de los dos monitores en espejo.

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De un monitor al otro, sentado entre los dos, inmerso en una “conversación” que le muestra irónicamente su doble lugar, el espectador-testigo solo puede ir y volver, girando su cabeza, atrapado “en la visión periférica” de la que se convierte en centro fragmentado, al precio de un perpetuo desfase entre la pantalla que ve y la que vio. En una (pero puede elegir la otra) verá primeramente al protagonista, en la faja central (blanco y negro), alejarse, de espaldas, al ritmo de una carrera desacelerada, en el espacio preservado por líneas blancas entre dos hileras de autos que avanzan, deslizándose fuera de cuadro, hacia la cámara; mientras que en las dos imágenes de los bordes (color), la cámara avanza por la galería de la reina. Disposición enseguida invertida: la faja central, en Versalles, muestra personajes, contemporáneos y luego vestidos de época, que se alejan de espaldas por la galería, siempre seguidos por la cámara; mientras que en el paseo de las Tullerías las dos hileras de autos llegan a nosotros, de un lado y otro del protagonista desaparecido. Si el espectador se vuelve entonces hacia el segundo monitor para observar la otra ficción que allí se desarrolla, percibirá, en el centro, dos personajes vestidos de época que dialogan, se van y vuelven a paso lento por el sendero de un gran parque; y a cada lado una serie de “vistas de París”, muy variadas, que mezclan presente y pasado, motivos de arquitectura

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y gestos de la vida cotidiana. Esta disposición, al igual que la primera y en el mismo momento, se invierte, según un efecto similar de enmascaramiento y desenmascaramiento. Sería simple, largo y fastidioso inventariar este juego de formas y de fuerzas. Las simetrías, diferencias, inversiones, todas ellas fruto de un azar minuciosamente calculado, que hacen de esta instalación muy sencilla un volumen fascinante. Lo esencial, a mi entender, es su claridad, su virtud polémica. Creo que nunca fue tan evidente la intención de Marcel Odenbach. Quizá porque por primera vez hay un texto que la subraya, aun cuando, nos dice él mismo, “las palabras mueren ante las imágenes”. El diálogo entre los dos hombres sugiere el carácter limitado, fragmentario, arbitrario y personal de toda representación; defiende la calidad inductora de la idea, el valor irreducible del tiempo de la emoción, la agudeza del encuadre intelectual y sensible que hace posible “un campo de visión”. Se convierte así en el garante de la circulación y de la cristalización que se operan entre todos los elementos. Mirada sobre la mirada de la forma-faja. Esta puesta en abismo hace de él, no sin ironía (gracias a las palabras elegidas, al tono, a la situación de mascarada cultural), una especie de texto-programa: Dans la vision périphérique du témoin marca en su autor un punto culminante y un tiempo de pausa. Circulación, cristalización. El arte de Marcel Odenbach se basa en su manera muy personal de situarse entre lo aleatorio y lo absoluto. Gracias a una elaboración estricta llevada a cabo alrededor y a partir de la forma-faja, ha concebido un mundo singular: muy clásico en un sentido, porque en él todo parece responder a todo y de todo, y cada detalle tiende a hacer resplandecer el conjunto. Los elementos se despliegan allí, unos en relación con los otros, como en una partitura, pero con efectos de sentido, que inducen así una constante reverberación simbólica. Entonces: al jadeo del corredor que cubre la mitad del primer video de la instalación responde, durante todo el final del segundo, un jadeo similar, nacido esta vez de las escenas de violencia y de sexo cuyo sonido invade la imagen. Pero ese mundo saturado de sentido, en contacto con múltiples niveles de realidad, no tiene una exterioridad real, no parece darse a sí mismo ni validez ni justificación de ninguna clase: se desvía, expresando el punto de vista de una sensibilidad puesta a prueba de una forma, reconociéndose gracias a esa forma. Testigo, pero siempre a la distancia, del mundo tal como se difunde en él. “Creo que me dejaré invadir cada vez menos por cosas terminadas, decisiones, hechos. Los hechos se me han vuelto extraños. Me nutro cada vez más de emociones”.1 Y esas palabras del “testigo”: “Solo me quedan emociones”.

Este mundo es un lugar de pasaje, y esta obra, una serie de pasajes. Tiene sus temas, sus constantes: la infancia y sus juegos, un gusto por el bricolaje, por los objetos; una fascinación por la cultura, erudita y popular: el alma alemana, sus pompas, sus horrores y sus mitos, nazismo, terrorismo, músicas, arquitecturas, una muy fuerte cultura de imágenes, cine (americano sobre todo, Hitchcock, etc.), televisión (soporte de todas las imágenes), pintura (Goya ante todo); una atracción confusa por los cuerpos, fragmentados, dislocados, entre perversión y pornografía (muchos films porno, en la forma-faja y/o en los planos de fondo); un gusto por el exotismo, africano, sudamericano (muy fuerte en las músicas); un sentido agudo de la vida cotidiana, de los gestos, de las posturas; un balanceo pendular entre presente y pasado, imaginario y realidad, materia y memoria. Todo esto se repite, más o menos, en cada obra, sin determinar, hablando con propiedad, un sujeto, sin volverse nunca hacia el relato, pero sin convertirse tampoco en el pretexto de operaciones formales demasiado puras ni agotarse en una atención excesiva (aun cuando sea intensa) en el proceso de creación en sí. ¿De qué habla, por ejemplo, esta instalación, sino de varias de esas cosas a la vez, que “prenden” gracias a la fuerte cohesión del dispositivo formal elegido para reunirlas? ¿Del presente y el pasado? Evidentemente. ¿Del punto de vista que cada uno puede adoptar? Por supuesto. ¿De la arquitectura? También. ¿Del cuerpo? Así es. Si hay que terminar por darle un nombre a lo que hace Marcel Odenbach, digamos: autorretrato.Tal como la tradición literaria le ha dado forma, tal como un cine de autor lo ha reformulado, y tal como el video hoy en día lo permite de manera más clara y más natural. El autorretrato es ese género literario singular cuya lógica y genealogía han sido descritas por Michel Beaujour.2 Contrariamente a la autobiografía, que cuenta una vida, el autorretrato solo cuenta un Yo; sucede que no resulta de los acontecimientos y su progresión se identifica con el único movimiento alrededor de la pregunta incesantemente repetida: “Quién soy?”. El autorretrato nace, con Montaigne, de una transformación de los procedimientos por los cuales la antigua retórica había organizado la representación del mundo y del discurso, y fijado en particular las reglas de la invención y de la memoria. Todo esto, en el autorretrato, refluye hacia el que escribe para conocerse mejor, pero no descubre en el acto de escribir sino una prueba inaprensible de su identidad. El sistema de los lugares y de las imágenes, las funciones analógicas y enciclopédicas, tan potentes en la retórica, están siempre en la fuente del texto: pero viven allí una vida autónoma, y el libro se vuelve como su propio fin. Aun cuando el autorretrato evolucione poco (Beaujour insiste en su valor de modelo

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Principio del texto de Tip, Tip, Tip, What Is This Man Supposed to Be?, 1983, catálogo Walter Philips Gallery, p. 34.

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Michel Beaujour, Miroirs d’encre, Éditions du Seuil, 1980.

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transhistórico), es un género eminentemente moderno, que abarca a partir del siglo XIX todos los avatares de la crisis de la representación y triunfa en la literatura actual, de Nietzsche (Ecce Homo) a Leiris (La regla del juego), a Malraux (Antimemorias) o a Barthes (el Barthes “por él mismo”). Participa incluso, en ese sentido, en su definición: el autorretrato no es realmente un género, porque es más que un género. El cine ha sido considerado como impropio para la autobiografía: “Siempre resultaría o demasiado objetivo o demasiado subjetivo, dividido entre una verdad puesta en escena y una verdad grabada, entre lo expresivo y lo descriptivo; el espectador es siempre exterior al cuadro y la barrera entre el que ve y el que es visto sigue siendo infranqueable; en suma, “la subjetividad desaparece ante el objetivo”.3 Pero parece que en algunos de sus márgenes el cine se habría acercado a esa otra subjetividad, menos franca y mucho más retorcida, que habla en el autorretrato. Cuando se mantiene, entre documental y ficción, testimonio y relato, obsesionado con la presencia insistente, constante y sin embargo intermitente, escondida, de una voz y de un cuerpo. En la obra de Robert Frank, por ejemplo. O de Godard, cada vez más evidente. El video, por sí mismo, facilita tal movimiento. Permite de modo mucho más simple mantener varios discursos a la vez (ese trenzado de las voces es una de las condiciones del autorretrato). Y la presencia material del cuerpo del autor es allí mucho más natural (es un elemento indispensable de ese trenzado). Muchos artistas del video (Bill Viola, por ejemplo, o Marcel Odenbach) dijeron que aparecían como figuras o como actores de sus videos porque era más sencillo, y podían así preservar mejor el sentimiento de intimidad necesario para su experiencia. Bajo la coartada práctica, ¿triunfo de “la estética del narcisismo”?4 Puede ser. Pero más profundamente, un régimen expresivo complejo trata así de inventarse (desplazarse, encontrarse) en el campo de las imágenes-sonido. Algún día habrá que contar su historia, trazar su mapa, precisar en qué se acerca al autorretrato literario (y pictórico) y en qué difiere de él. En el video, por ejemplo, en Jean-André Fieschi o Thierry Kuntzel, en Juan Downey o Bill Viola. En Marcel Odenbach, que es quien parece aproximarse más a él. 3

Elisabeth W. Bruss, “Eye for I: Making and Unmaking Critical Autobiography”, en James Olney (ed.), Autobiography: Essays Theoretical and Critical, Cambridge, Princeton University Press, 1980 (trad. fr. “L’autobiographie au cinéma: la subjectivité devant l’objectif ”, Poétique, nº 56, noviembre de 1983). 4

Rosalind Krauss, “‘Video’: The Aesthetics of Narcissism”, October, nº 1, primavera de 1976, retomado en John Hanhardt (ed.), Video Culture, Rochester, Visual Studies Workshop Press, 1986.

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Fragmentado pero presente. Amo del juego pero poseído por él. Un enunciador devorado. Tal es el cuerpo del autor-narrador-testigo-personaje-protagonista-figura-silueta, nacido de la performance, difractado en los videos y en las instalaciones. Ojos que ven: una mano invisible que sostiene el volante; manos que juegan a mil juegos infantiles y provocadores; pies, piernas, un medio cuerpo que camina, gira, atraviesa puertas; más piernas, replegadas en una cama, y animadas de un movimiento constante, bajo las cuales desfilan imágenes de violencia y de homicidio; un rostro que duerme, que vela; un hombre dormido sobre un piano; un cuerpo de gimnasta apenas percibido; un convidado irónico (de frente, en plano mediano, rápido); un hombre que sale corriendo, jadeante (se pasa insensiblemente, en cámara lenta, de un primer plano de su brazo a un plano alejado, durante unos tres minutos). Ese cuerpo, mezclado con otros cuerpos, pero que se reconoce, que se adivina constantemente, ese cuerpo se amolda al trabajo de la forma-faja. Esta lo atraviesa, él nace de ella, ella lo conduce, él la determina. Él marca la búsqueda del “¿Quién soy?”; es la parte visible de la situación de enunciación, la cara sensible del nombre que cautiva a Marcel Odenbach en sus genéricos y pregenéricos. Se podría pensar: por narcisismo; yo preferiría decir: para no ignorar nada de los avatares de la postura narcisista, desde el momento que su práctica de arte se concentra tan fuertemente en él mismo y ordena el mundo que él nos muestra a partir de ese punto tan aleatorio y frágil como indudable y decisivo. Observemos los efectos de firma, muy cercanos a los de Hitchcock en

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los genéricos dibujados por Saul Bass. Pero allí donde, en el caso de Hitchcock, el nombre, refractado en los cuerpos-miradas, se diluye en una historia, con la aparición simbolizada de la figura del amo como única evocación, en Marcel Odenbach el nombre permanece a través el cuerpo personal que sostiene el desarrollo de la obra.

reciclajes culturales, las derivas y los desvíos de la condición posmoderna. El autorretrato, por naturaleza, sería definitivamente posmoderno. En cuanto a la tonalidad más íntima de esta obra, habría que buscarla, si uno quisiera realmente sugerirla, por el lado de la referencia que Marcel Odenbach se da a sí mismo para delimitar su “visión periférica”: en Musil. Su sensibilidad nerviosa, inquieta y exacta de “testigo”, la veo oscilar entre los dos extremos, las dos edades de la mirada musiliana: por una parte Törless y sus desconciertos, su ardor, su tensión, su identidad muy física, su inmadurez ya penetrada de cálculos; por la otra, Ulrich y su falta –decía muy acertadamente Blanchot– de particularidades más que de cualidades, ya que es por sí mismo ese lugar vacío e inestable, vibrante, abierto por indefinición a todas las virtualidades.6 El protagonista moderno, “el hombre posible”. En suma, un ser de pasaje. Marcel Odenbach: un joven muy personal, un hombre sin particularidades.

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“El autorretrato sería en primer lugar un deambular a lo largo de un sistema de lugares, depositario de imágenes-recuerdos”.5 Para Marcel Odenbach existen en ese registro dos grandes categorías de imágenes. Por un lado, integra en su trabajo material que filma aquí y allá, durante sus viajes, y al azar de su vida cotidiana: para la obra, dichas imágenes se vuelven otras tantas imágenes-recuerdos, porque siguen –al menos así podemos imaginarlo– el rastro de recuerdos más antiguos; forman algo así como recuerdos-pantallas. La cita, por su lado, es la forma cultural de ese deambular: se confunde tanto mejor con las imágenes privadas cuanto que Marcel Odenbach tiende actualmente a construir sus propias citas, a volver a representar la escena por su cuenta, acrecentando así su valor de actuación y de desdoblamiento (en Die Einen den Anderen y Dans la vision périphérique du témoin). Paradójicamente, la fuerza que atrae al autorretrato hacia el pasado es también lo que lo hace ineluctablemente moderno: asimila, al renovar la energía que le viene de una tradición, tanto las pulsiones utópicas que apuntan al acercamiento del arte y de la vida como los 5

Michel Beaujour, Miroirs d’encre, op. cit., p. 110.

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Maurice Blanchot, Le Livre à venir, op. cit., p. 169.

“LA CARTA DICE MÁS” Para Jackie, Takae, André, Barbara y Tone, que me hicieron conocer Video Letter.

Shuntaro Tanikawa y Shuji Terayama, Video Letter, 1982-1983.

La carta dice más y más. No termina nunca, dice, quiere, quiere siempre decir más, desde el momento en que es una verdadera carta. La carta de cine, muy a menudo, es única. Representa a cuerpo descubierto una suerte de esencia de la carta, un espacio elíptico de la pérdida alrededor del cual han construido su guión los más grandes films (Letter from an Unknown Woman, de Ophüls, el ejemplo mismo de la carta llevada hasta el vértigo, o A Letter to Three Wives [Carta a tres esposas], de Mankiewicz, donde tres cartas, dirigidas por una mujer a otras tres mujeres, abren ese mismo surco del secreto en la superficie demasiado simple de las cosas). La carta tiene sentido único. Y aun cuando designe a un interlocutor supuestamente “verdadero”, y tienda por ello a multiplicarse, a fragmentarse, es decir, a relativizarse, siempre tiene como meta un punto de fuga ideal, un lugar vacío alrededor del cual sus palabras podrían juntarse, porque es allí donde nacieron (por ejemplo, el lecho abandonado de Lettres d’amour en Somalie, de Frédéric Mitterrand). Y si la carta alcanza un grado aún más “verdadero”, es decir, produce un verdadero intercambio (entre una hija y su madre, que se escriben y se responden, como en News from Home, de Chantal Akerman), siempre se ve, en la imagen, o sea, en el punto más vivo de la “carta” dirigida al espectador, uno solo de los puntos de vista (el espacio neoyorquino, donde la hija vive el distanciamiento que ocasiona el intercambio con su madre). Vendría a ser, pues, el privilegio de la carta de video (¿será solo casualidad?) el haber permitido (al menos una vez) un intercambio “real”. Las líneas de fuga y de pérdida propias de toda carta se dibujan allí de manera aleatoria, a merced de una cotidianeidad evidentemente simulada, disfrazada, elaborada (no se trata de una simple correspondencia, publicada a posteriori, etc.), pero que no es por ello menos crucial para llegar al cuerpo más interno de la carta.

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Durante alrededor de dos años (1982-1983), el poeta, hombre de teatro, cineasta más o menos de vanguardia Shuji Terayama y el poeta Shuntaro Tanikawa conciben juntos en Tokio esta videocarta que termina tristemente pero “naturalmente” con la muerte de uno de los dos corresponsales. Es Katsue Tomiyama, productora, cofundadora de Image-Forum, quien impulsa a los dos hombres, amigos de larga data, a experimentar una forma popularizada en Japón gracias al extraordinario desarrollo del video para el gran público (aunque su tentativa evoca también la antigua tradición del intercambio de poemas, conocida como renga, uno de los equivalentes del ritual occidental de la correspondencia literaria). Entonces, cada uno de ellos rodó en su casa, con un mínimo de equipo, cartas de imagen y de sonidos que serían enviadas poco a poco al otro, y sus respectivas respuestas. Luego de la muerte de su amigo, Tanikawa hará los ajustes de montaje necesarios y el doblaje sonoro. El video está así compuesto de dieciséis cartas-fragmentos que se encadenan según un principio muy sencillo de alternancia y que comienzan con un encabezamiento que lleva el nombre del emisor y el del destinatario.

uno pasa de página en página, como un folio, aquí solo aparece una vez, al principio de la carta, donde no se lo puede encontrar tan fácilmente como en un libro (esta disposición no tiene nada de obligatorio: podemos muy bien imaginar nombres inscritos en la página-pantalla-video, dotados así de una estabilidad análoga a la del libro). Podemos, pues, olvidar el nombre. Lo olvidamos con más razón en las cartas sin palabras (hay varias), o con pocas palabras (hay muchas), donde la imagen se vuelve muy ambigua, turbia y a la vez abierta a demasiado sentido. Sucede también, a menudo, que se ven aparecer en el cuadro, no rostros o cuerpos irreconocibles, sino fragmentos de cuerpos: piernas, una espalda, manos sobre todo, concentradas en tareas, en objetos. Es una de las maneras de hacernos perder el hilo del intercambio, ligado a nombres que escapan, a cuerpos que no los sostienen. Pero la fragmentación, mucho más allá, afecta la representación en su conjunto: introduce una suerte de incertidumbre generalizada sobre lo que es percibido en la imagen y, principalmente, sobre el punto de vista que la hace visible. La tendencia natural de la imagen a objetivarse, y a encerrarse en su opacidad, es decir, a abrirse hasta el infinito, sin que se atribuya a alguien, está aquí profundamente reforzada. Entra así en conflicto con las numerosas marcas de identidad que jalonan el intercambio. De manera que uno se encuentra en la extraña situación de oír a dos hombres dirigirse uno al otro, pero también, por momentos, de creer no oír a ninguno y, por ende, de dudar de la identidad de quien escribe, como si los dos fueran uno. Dos secuencias inducen así una confusión particular: la primera, en la que Tanikawa escribe, pero en la que se ve largamente a Terayama, con un álbum de fotos (encontradas por Tanikawa, este lo precisa después, pero una vez creada la confusión); y la penúltima: nuevamente Tanikawa escribe, pero uno ve (¿cómo es posible?) a Terayama que se dirige, sin que uno lo oiga, a un fuera de campo indefinido, mientras una voz femenina grita, fuera de campo, cada vez más fuerte. Se comprende con mayor razón que uno de los corresponsales haya intentado nombrar una vez para sí mismo ese deslizamiento, esa mezcla de identidades, propia de tal intercambio singular de cartas de video (pero quizá afecta así, más allá, el resultado propio de todo intercambio de cartas). Es Terayama quien escribe. En la imagen se perciben signos de escritura, y la voz se pregunta: “¿Soy yo? ¡No, es mi nombre escrito en caracteres!”. Se percibe una figura de hombre; la cámara retrocede y la voz dice: “No, no es más que una fotografía”. Y, de signo en signo, la pregunta se va desplazando para fijarse en varios documentos de identidad, algunos en los que se reconoce el nombre, otros en donde es ilegible (invisible). Y la voz se pregunta: “¿Tal vez soy un poeta? / ¿No soy quizá Shuntaro Tanikawa? / ¿Tal vez soy simplemente un hombre?”.

Y, sin embargo, la primera cualidad de Video Letter es la de introducir una duda sobre lo que parece más seguro en un intercambio epistolar: la identidad de cada uno de los corresponsales. No es que sean irreconocibles. Se los ve aparecer, físicamente, de manera muy clara, en al menos dos secuencias. Varias marcas de enunciación subrayan el intercambio (Terayama dice varias veces: “Sr. Tanikawa…”). Y, sobre todo, para un espectador japonés, a quien se supone que se dirige en primer lugar esta obra, la separación de las voces, de los tonos y aun de los registros de lenguaje, poco perceptibles para el espectador europeo, establece con claridad quién es el que habla. Además, también se esbozan dos vidas, y a través de ellas dos estilos, dos maneras de relación con el tiempo: una especie de biografía nula, en el caso de Tanikawa, más adusto, más desconcertante, como concentrado en el instante; en el caso de Terayama, algunos signos parcelarios pero fuertes, que desarrollan una historia, una duración: fotos de juventud y de infancia, la enfermedad, el envejecimiento de una madre. Y, sin embargo, persiste una confusión (espero no ser el único en percibirla). Uno se encuentra, por algunos instantes, por momentos más o menos largos, en un extraño intervalo: ya no se sabe bien quién habla. El efecto se debe casi enteramente, aun cuando sus modalidades sean cambiantes, a la facultad de autonomía de la imagen, que no llega por sí sola a garantizar la división de identidades cuando esta no está realmente reafirmada. Dicho deslizamiento se ve facilitado por el hecho de que, contrariamente a lo que sucede con la correspondencia impresa, en la que el nombre de cada

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Es evidente, la confusión de las identidades supone una interrogación, a la vez esencial, lancinante y muy simple, sobre la no identidad subjetiva: es la segunda cualidad de Video Letter. La identidad se reduce allí a lo que aparece, a las preguntas formuladas (en el texto) y sugeridas (al espectador-lector) por el contenido de las imágenes. Es decir, inmensamente y poco: signos diseminados como arena, que oscilan entre la pura contingencia y algunos enlaces, algunos puntos de anclaje. “¿Soy un hombre invisible? Puede ser”, se pregunta Terayama mientras un movimiento de cámara recorre su departamento. Esto permite sobrentender que Terayama puede ser tanto él como el otro a quien escribe (o finge escribir), y que su no identidad común es lo que se devana en la imagen, la segmentación de lo visible desnudo y adosado a las palabras. Cuando las hojas cubiertas de signos caen al suelo, Terayama se sigue preguntando: “Tal vez soy un enfermo del hígado. Tal vez soy un habitante de la Tierra. El que madure la mejor respuesta, ¿podría decirse que soy yo?”. Tres secuencias que rodean a esta (hacia el final del video) dan, a gusto, respuestas que no lo son, disolviendo, diseminando, reduciendo a una opacidad atrapada en sí misma. En la primera, Tanikawa deja caer al suelo, uno por uno, los objetos que lo califican (termina con su pie izquierdo), nombrándolos uno a uno (“Esto es…”). Cubre todo con un gran plástico, y dice: “Esto podría ser mi cielo azul”. Y mientras la imagen se funde al negro, se pregunta: “¿Quién soy? ¿Esto es mi poema?”. En la segunda secuencia, Tanikawa, de nuevo, esta vez frente a la cámara-pantalla-espejo, reproduce los gestos fundamentales del video americano de los años 60-70 (indexación, declaración y mostración de sí mismo); se sirve con visible placer de las únicas palabras que pronuncia (“Té de menta”: nos dice lo que bebe) para situar el carácter de pura denotación del que su presencia física satura la imagen. En la tercera secuencia una voz pregunta a cada uno, en la calle: “¿Quién es Tanikawa?”. Esto provoca respuestas inesperadas, una dispersión de identidades que se opacan cuando la voz termina interrogando a una flor y a un perro. Las dos primeras de estas tres secuencias son cartas de Tanikawa. La tercera, una carta de Terayama, pero cuyo tema es Tanikawa. Recordamos la confusión inducida por otras dos secuencias (ya citadas) donde se ve a Terayama en la imagen, cuando es Tanikawa quien le habla y nos habla. Así, dirigiéndose al otro, cada uno se interroga sobre la identidad del otro para definir –o para indefinir– la suya. Tanikawa se inclina más bien hacia la no persona; Terayama, hacia el lado del sujeto nostálgico. Pero ambos, juntos y separadamente, apuntan a, y actualizan, estados de presentes cuyo efecto es la reducción de la parte imaginaria propia de la subjetividad. Nos encontramos ante estados puntuales, sucesivos, fragmentados, que no paran de calificarse y de calificar

a los que los atraviesan indexando la vida como tal, es decir, la vida posible en la única medida en que existe y se mantiene. La correspondencia de los dos hombres, su diálogo, tan concreto como enigmático, mantiene el espacio de esa posibilidad. La tercera cualidad de Video Letter es la de haber sabido encontrar, gracias a una especie de instinto corporal compartido de manera desconcertante, un modo de inscribir en la imagen lo que los dos amigos tratan juntos, y desesperadamente, de comprender y de evaluar. Un debate los inquieta, banal pero imposible de eludir: el del sentido y el absurdo. Sentido y absurdo de las palabras, obrando en la cuestión de lo que estaría de este lado, en el cuerpo y en la imagen, pero también (toda la fuerza del video está contenida en ese estremecimiento) en las propias palabras como cuerpo e imagen. Por un lado, aparecen así, como anteriores al sentido y al absurdo (aun cuando nazcan a partir de su conflicto), algunos “temas” (que son evidentemente otras tantas imágenes que se imponen por sí mismas): el cuerpo enfermo, singular de una identidad exclusiva; el animal, límite de la definición de una humanidad distintiva (tanto Terayama como Tanikawa tienen perros, que nos muestran como muy cercanos a ellos –pensamos en Nietzsche abrazándose al cuello de un caballo martirizado, en la “piedad” que Barthes notaba en ese gesto y que consideraba el ser mismo del afecto como singularidad individual e identidad mínima–); la madre, primer cuerpo del afecto; el afecto proveniente de las propias cosas, sordo e irreducible. Por el otro, las palabras muestran su presencia inquieta: la palabra que no es una “letra” o una “voz”, sino que es un “sentido”; la palabra que encierra su parte de cuerpo y su parte de lógica. Lo difícil es hacer visible ese debate interminable, como en el esquema de letras que se compone para hacer figurar en la imagen (es decir, como materia e idea a la vez) lo que se profundiza en palabras entre los dos corresponsales alrededor del sentido y del absurdo. T H L W I O NO MEANING R G I BODY C Pero la fuerza más íntima procede de la respiración de la imagen misma, su materia, su piel. “No sostengo mi cámara correctamente y no puedo analizar la situación como se debe. ¿Es esto prueba de que estoy vivo?”. Este defecto

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convertido en estrategia es una de las tres maneras que tiene la imagen de decirnos lo mismo y más de lo que las palabras tratan de delimitar: el pasaje (frecuente, insistente) de lo claro a lo confuso (de lo confuso a lo claro) traduce a la vez la presencia del cuerpo y la materialización de la idea (se pasa y se vuelve a pasar de uno al otro “como” se pasa del sentido al absurdo). Una inestabilidad no menos pregnante entre fijeza y movimiento recorre todo el video: al punto de que muy a menudo no se sabe (y uno sólo se percata más tarde del efecto de esta indecisión) si la imagen se mueve o no, como cuando la respiración de alguien es irregular (esto no quiere decir que la imagen no sepa también ser fija o móvil). Finalmente, tercera característica, la masa de fundidos al negro que no cesa de hacer desaparecer y renacer esta imagen confrontada a cada instante, en su presente mismo, sostenido y testarudo, a la conjugación del sentido y del absurdo.

es tratada en el mismo tono de azul utilizado para las fotos); confrontada a las palabras de los poemas que se inscriben en la página-pantalla; asociada a representaciones mixtas, a los contornos a veces difíciles de delimitar (afiches, calendarios, libros, esculturas, collages); aun a veces difícil de distinguir del paisaje (como lo es la misma pintura); en resumen, distinta y sin embargo mezclada, la foto participa de ese universo general del signo trabajado con bricolaje que es quizá la última y más distintiva cualidad de Video Letter (en la medida en que parece conjugar todas las otras). De esta manera, este video está muy cerca de la obras, literarias o pictóricas, que son otras tantas pasarelas entre los mundos del lenguaje y de la imagen, y gracias a las cuales un proceso generalizado de fragmentación, de diseminación, de confusión de los signos produce un doble efecto: de desconexión y de reconexión. El signo, fracturado, triturado, mezclado, pierde dureza, definición, gana en coalescencia. Todo se resuelve allí, sin cesar, utilizando el pasaje y el intermediario. Klee, Michaux, Barthes, Marker, Godard.

La cuarta gran cualidad de Video Letter es la de efectuar entre los soportes de expresión el mismo tipo de fusión (de confusión) que la que se crea entre las modalidades de la imagen y entre los que hablan. Aparentemente, la foto tiene un privilegio. Y sirve más bien a “la parte de Terayama”. Conozco pocas imágenes tan conmovedoras como aquella en la que el niño pequeñito, protegido por el cuerpo de su madre, nos mira, pero esa mirada inmóvil parece enloquecer poco a poco, porque en el mismo momento, como en las fotos políticas trucadas, la parte de la foto formada por el cuerpo de la madre se separa, retrocede y se desliza fuera de campo. El cuerpo materno como imagen del dispositivo video-cine, el espectador sumido en la mirada del niño: la representación conmueve con tanta más violencia cuanto que es sustituida por la insistencia de Terayama en las fotos de su madre bella y joven, diseminadas sobre la misma cama donde se ve luego a la anciana enferma, entre la vida y la muerte. Por otra parte, las primeras imágenes del video son todas fotos. Es Tanikawa quien escribe, como vimos, pero vemos aparecer, sin una palabra, una serie de fotos de Terayama. Fotos sacadas de un álbum, que desfilan con un movimiento lento, brusco, como otros tantos fotogramas, antes de que la cámara penetre allí. La foto tiene entonces un privilegio: indicio del dispositivo-imagen según el cual se escribe la carta, también es análoga a la carta en cuanto objeto de pérdida, y se convierte así en el índice mismo de la carta del tiempo. Y, sin embargo, la fotografía no tiene realmente un rol de centro, de dominio. Al mismo tiempo, no es más que un objeto entre otros, signo entre signos. Mezclada con la pintura, de la que no siempre se puede distinguir (así tal imagen, en la que uno termina por reconocer un cuadro de la escuela flamenca, deformado por algunos objetos que lo ocultan y lo metamorfosean,

Hay algo más que Video Letter hace posible, y que uno vacila en considerar una cualidad: la posibilidad de la muerte como fin e interrupción del video. Y, de allí, como signo de vida, porque la muerte es real, no representada, como en una verdadera correspondencia. Cuando Terayama muere,Tanikawa escribe una tras otra dos cartas; rompe así la alternancia que ha servido de regla y de ritmo al video. En la imagen, sin ninguna palabra, la cámara sigue durante mucho tiempo un trazado: una curva médica libremente reinterpretada, que se vuelve a la vez escritura y dibujo. Enseguida se comprende que se trata de una línea de vida; cuando se vuelve una recta, Terayama está muerto. La única metamorfosis posible es entonces la del poema. Terayama muerto lee uno de sus poemas, en la última carta de Tanikawa, en la que la cámara, pasando de lo desenfocado a lo nítido, descubre una hoja cubierta de palabras-signos, en un poste, justo en el medio de un terreno baldío. P. D. 1. – Encuentro en mi contestador un mensaje de mi amiga Liz Lyon, a quien acabo de mostrar Video Letter. Me dice: “Mira la página 168 de Roland Barthes par Roland Barthes, es increíble”. Miro y, en efecto, es increíble. Pero también tan normal. Japón, signos, lenguajes, imágenes, poesía, utopía de la lengua. Esto es lo que Barthes escribe en este fragmento (titulado “Le shifter comme utopie”): “Recibe una postal lejana de un amigo: ‘Lunes. Vuelvo mañana. Jean-Louis’. ”Tal como Jourdain y su prosa famosa (escena por lo demás bastante poujadista*), se *

N de la T.: este término viene de Pierre Poujade, quien encabezó entre 1953-1958, en Francia, un movimiento para reivindicar a los comerciantes y artesanos, afectados por la aparición de los primeros supermercados. Hoy se usa, sin relación con dicho movimiento, para calificar negativamente cierto tipo de populismo, corporativismo y demagogia.

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maravilla al descubrir en un enunciado tan sencillo el rastro de los operadores dobles, analizados por Jakobson. Pues si bien Jean-Louis sabe perfectamente quién es él y qué día escribe, su mensaje, para mí, es totalmente incierto: ¿qué lunes? ¿Qué Jean-Louis? ¿Cómo lo sabría yo que, desde mi punto de vista, debo elegir instantáneamente entre varios Jean-Louis y varios lunes? Aunque en código, para no hablar sino del más conocido de esos operadores, el shifter aparece así como un medio retorcido –provisto por la misma lengua– de romper la comunicación: hablo (noten mi dominio del código) pero me envuelvo en la bruma de una situación de enunciación que les es desconocida; preparo en mi discurso fugas de interlocución (¿no vendría a ser lo que siempre sucede cuando utilizamos el shifter por excelencia, el pronombre ‘yo’?) De allí, él imagina los shifters (llamemos así, por extensión, a todos los operadores de incertidumbre formados por la misma lengua: yo, aquí, ahora, mañana, el lunes, Jean-Louis) como otras tantas subversiones sociales, concedidas por la lengua, pero combatidas por la sociedad, a la que asustan estas fugas de subjetividad, que ella obstruye siempre imponiendo la reducción de la duplicidad del operador (el lunes, Jean-Louis) por la referencia objetiva de una fecha (el lunes 12 de marzo), por la referencia (Jean-Louis B.). ¿Puede uno imaginar la libertad y, si se puede decir, la fluidez amorosa de una colectividad que solo hablara con pronombres y con shifters, en la que cada uno dijera solo yo, mañana, allá, sin referirse a algo legal, y donde lo confuso de la diferencia (única manera de respetar su sutileza, su repercusión infinita) fuera el valor más precioso de la lengua?”. P. D. 2. – Tanikawa compuso en 1982 un libro conmovedor que es como un doble (solitario) de Video Letter: Solo (Tokio, Daguerreo Press). Habiendo alquilado un departamento para retirarse a escribir, se encuentra lejos de su casa, solo, y se pregunta cada vez más quién es él. Reúne los signos, todos los signos posibles (por lo tanto, solamente algunos como pruebas) de su huidiza identidad: imágenes (fotos sobre todo, muchas polaroids pinchadas en las paredes, pero también un poco de todo lo que ve en su casa y afuera), palabras (poemas, recortes de diarios, páginas de manuales). Imágenes reductibles a pocas palabras, y palabras encuadradas como imágenes. P. D. 3. – “La lettre dit encore” (La carta dice más) es un título de Henri Michaux, en Épreuves, Exorcismes (Gallimard, 1946).

1988.

1 Ta. a Te.: “Encontré algunas viejas fotos de ustedes…”.

2 Te. a Ta.: “Gracias por su carta video”.

“Palabras”.

3 Ta. a Te. (voces): “Por supuesto, a largo plazo…”.

4. Te. a Ta.: “15 de septiembre. Gracias por todas esas palabras”.

“Me gustaría pensar así, ¿que piensa usted, Sr. Tanikawa?”.

5. Ta. a Te.

“Hay una parte física en la palabra…”.

“Sr. Tanikawa, a propósito de la ‘falta de sentido’…”.

7. Ta. a Te.

6. Te. a Ta.: “Un lemming”.

8. Te. a Ta.: “24 de septiembre”.

“Me pregunto qué clase de ‘falta de sentido’…”.

9. Ta. a Te.: “Sabe qué hay entre el ‘sentido’ y la ‘falta de sentido’…”.

10. Ta. a Te.

“Noviembre de 1927. Mi madre”.

“Esto es mi pie izquierdo”.

12. Te. a Ta.: “No, es solo una foto”.

“Octubre de 1982. Mi madre”.

“Tal vez soy de la prefectura de Aomari”.

13. Ta. a Te.

14. Te. a Ta.: “¿Qué es Tanikawa? Un poeta”.

11. Ta. a Te.: “Esto es mi muñeca…”.

“Esto es mi foto”.

“¿Qué número es?”.

“Tradujo el libro de Snoopy”.

“No lo sé”.

“¿Qué es Tanikawa? ¿Qué alimento es?”.

“En tales momentos las palabras van a dormir”.

16. Ta. a…

13 Ta. a Te.

(Tanikawa lee poemas de Terayama).

“Tengo veinte años. Nací en mayo”.

“Usted no puede enterarse de lo que es”.

AUTORRETRATOS En la imagen de video, en su principio, en su propio ser, existe un vértigo. En los millares de puntos que figuran la trama, cómo no ver también el hormigueo de ideas que atrae a aquel que trata de reconocerse en el interior de esa imagen y tiende a tomar caminos más cortos, para producir un encuentro al menos entre algunos de esos puntos. La imagen de video, por lo que invita a concebir tanto como por lo que hace posible figurar, es una de las manifestaciones más vivas de lo que es el pensamiento, con sus cambios bruscos y su desorden. A través del pensamiento como imagen, ella nos ofrece una imagen inestable y vibrante del pensamiento. En Still, de Thierry Kuntzel, en un pequeñísimo cuadrado en la parte baja del cuadro azul liso hay una cantidad indeterminada de puntos que hormiguean; crece sin cesar, luego disminuye hasta desaparecer y aparece nuevamente. Los motivos, escasos, precarios y difícilmente reconocibles que surgen poco a poco (el más claro se transformará en un palier, una puerta que se entreabre) parecen así programados por ese minicuadro intermitente que late, vibra y se vuelve como la imagen de la imagen. Es ese pequeño cuadrado lo que me gustaría retener en mi mente y pedir al lector que fije mientras yo trato de bosquejar un trayecto que me pareció que el video puede hacer posible.

I. Ficción Existen libros imantados, por la vacilación que mantienen con la imagen, a partir de la imagen, por la manera en que sostienen, entre palabras e imágenes, una vibración que podría prefigurar la del pequeño cuadrado azul. Hormiguean de sentido,se desplazan,como más allá de ellos mismos,se convierten en libros testigos. Vida de Henri Brulard, de Stendhal, es en mi opinión uno de esos libros.1 Francis Bacon, Four Studies for a Self-Portrait, 1967.

1

Estas notas sobre Henri Brulard fueron publicadas en una primera versión bajo el título “L’Entre-vu”, Photographies, nº 4, abril de 1984. Luego leí el hermoso libro de Louis Marin

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A los 52 años, lo sabemos, Stendhal busca una manera de decir “Yo”. Constata: “Qué he sido, qué soy, en verdad no sabría decirlo”.2 Con su agudeza habitual, él presiente allí un problema de época. Sabe también que él da a la cosa un giro extremo y se asusta, por el lector, de “esa espantosa cantidad de Je y de Moi* […] esa espantosa dificultad de los Je y de los Moi”. Existe la posibilidad, para hablar de sí mismo (sobre todo con un seudónimo) de utilizar la tercera persona. “Sí, pero ¿cómo dar cuenta de los movimientos interiores del alma?”. Así se anuncia la obsesión autobiográfica de Stendhal: el autor quisiera recuperar la verdad original de los instantes vividos. Presiente allí la garantía, frágil pero preciosa, de una identidad que lo obsesiona y se le escapa. Existen en él, ante su ojo interior, imágenes. Dice: “Veo la escena”; “De repente me veo”, etc. La fuerza de las imágenes precipita el deseo de escritura, que a su vez ayuda a hacerlas resurgir. Precisa que la claridad de las escenas, su nitidez, sobre la que vuelve constantemente, a menudo no guarda relación con las explicaciones, las interpretaciones que debe dar de ellas. Porque la imagen, tan fuerte, no dice lo suficiente: “Solo es imagen”. Pero Stendhal está tan fascinado con el valor propio de las escenas que desconfía de sí mismo y de todos los relatos de segunda mano (recuerdos constituidos, contados, enriquecidos por terceros o basados en referencias culturales) que corren el riesgo de interponerse entre sus visiones y el libro que nace de ellas. Repite además, como un experto: no es cuestión de que, para poder ver más claro, “caiga en la facilidad de la novela”. Se niega a estar paseando un espejo por una gran ruta para producir lo continuo de una ilusión.3 Pues aquí, escribe en dos oportunidades, “el sujeto sobrepasa al dicente”. Prefiere tomar un camino más corto, que le permita “pintar exactamente”. Ahora bien, ¿qué hace para lograrlo? Colma su texto de imágenes, justamente. Dibujos a

pluma, que se vuelven otros tantos puntos de fijación, pero también de ruptura y de dispersión; dejan volar su imaginación, estableciendo el trazado de la autobiografía. Existen así, en Henri Brulard, 167 dibujos. Todos integrados al texto. A veces Stendhal agrega subtítulos (explicativos); escribe casi siempre, y hasta abundantemente, en el dibujo, precisando emplazamientos, lugares, trayectos, puntos de vista. Se sitúa de este modo como “H”, “Moi”, sujeto que ve y que escribe, se detiene y se desplaza. He aquí algunos ejemplos, que traducen bastante bien los diversos modos de composición (en la elección de las escenas, solo privilegié el efecto de serie). 1. “Un año o dos antes de ese viaje, cerca del Pont-du-Claix, del lado de Claix, en el punto A, había percibido durante un instante su piel blanca dos dedos por encima de su rodilla mientras ella se bajaba de nuestra carreta cubierta. Cada vez que pensaba en ella, se me aparecía como el objeto de mis más ardientes deseos”. (Se trata de su tía Camille Poncet).

inmenso sillón. – M. Sus protegidos los alumnos nobles. – H. Yo, muriendo de deseos de que me llamen al pizarrón, y escondiéndome para que no me llamen, muriéndome de miedo y de timidez. – H. Mi banco. (Escalera, resbaladero sin rampa de hierro (parapeto). – Patio del colegio. – Sala del dibujo)”. 2 bis. La escena del pizarrón se repite, y también se agregan detalles: “Cuando subí ante el jurado, la timidez fue mayor, me sentí turbado al mirar a esos Señores sentados al lado del pizarrón”.

“(Puente. – Drac).” 2. “A. Pizarrón. – B. Examinadores. – E. Multitud de alumnos, 60 u 80 y algunos curiosos. – H. Yo”.

La Voix excommuniée, Galilée, 1981, en el que comenta extensamente el texto de Stendhal, como también su estudio “Images dans le texte autobiographique: sur le chapitre XLIV de La Vie de Henri Brulard” (en Saggi e ricerche di letteratura francese, vol. XXIII, 1984).

2 ter. La escena se repite otra vez y el motivo cambia de escala (se repetirá tres veces más, con mínimas diferencias, aquí elegí el segundo). Es una serie (y hasta una serie de dos pisos). Como esta hay varias en Henri Brulard, según diversos modos.

2

Agrega: “Lo que me consuela un poco de la impertinencia de escribir tantos je y tantos moi, es que supongo que mucha gente muy común de ese siglo XIX hace como yo. Así, hacia 1880 estaremos inundados de Memorias y, con mis je y mis moi, sólo seré como todo el mundo”. Para las citas de Henri Brulard, ver Stendhal, Œuvres intimes, édition établie par V. Del Litto, Paris, Gallimard, Bibliothèque de La Pléiade, 1982, en las páginas siguientes, en este orden: 4, 6, 323, 21, 47, 116, 394, 373, 102. Los dibujos figuran en las páginas 115, 202, 203, 273, 213, 386, 141, 142. *

En francés, los pronombres je y moi aluden ambos a la primera persona; je tiene siempre función de sujeto (yo), mientras que moi puede ser sujeto (yo) o complemento (equivalente a mí o al me enclítico en el imperativo español). 3

Es la famosa definición de la novela en Le Rouge et le Noir (Gallimard, La Pléiade, 1952, p. 557).

“M. Sala de matemáticas. – D.M. Dupuy, hombre de 5 pies 8 pulgadas, con su gran bastón, en su

“(A. Pizarra.)”.

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Es una de las únicas veces en que Stendhal se representa. El relato comenta (hay un deslizamiento natural de las leyendas en el cuerpo del texto): “Yo en el pizarrón, H. y M. Dupuy en su inmenso sillón, celeste, en D”. 3. Stendhal evoca su pasión totalmente ideal por una joven actriz, Mlle. Kubly, vista en el teatro: “Una mañana, mientras paseaba solo al final del sendero de los grandes castaños en el Jardin de Ville, y pensando en ella como siempre, la divisé en la otra punta del jardín contra la pared de la intendencia; venía hacia la terraza. Casi me descompongo y finalmente huí, como si me llevara el diablo, bordeando la reja por la línea F; ella creo que estaba en K y tuve la suerte de que no me viera”.

de 30 a 40 pies. P’. Otros precipicios a 70 o 60 grados, e infinidad de matorrales. Veo todavía el bastión CCC, es todo lo que me queda de mi miedo. Cuando estaba en H, no vi cadáveres ni heridos, sino solamente caballos en X. El mío, que saltaba, y cuyas riendas yo sostenía con dos dedos, tratando de seguir el orden, me incomodaba mucho”. 5. La escena se desarrolla en el atelier de M. Le Roy, donde un paisaje se vuelve para Stendhal “el ideal de la felicidad” (“Allí tres mujeres casi desnudas, o sin casi, se bañaban alegremente”).

“(Edificio de la Prefectura. – Reja. – Reja. – Rue Montorge. – Terraza formada por 15 o 20 castaños soberbios. Estaba en H, la divisé en K)”.

“(Escalera de la casa Teisseire. – Estudio de M. Le Roy. – Place Grenette. – Biombo. – M. Le Roy. – Ventana cubierta con una cortina verde en la parte baja. – Encantador paisaje colgado de la pared a 6 pies de altura. – H. Yo, dibujando mis ojos con sanguina)”.

4. Stendhal pasa el Saint-Bernard, en las columnas de los ejércitos napoleónicos.

En la página siguiente, el protagonista entra en el paisaje (hace penetrar allí a su lector).

“H. Yo – B. Pueblo de Bard. – CCC. Cañones tirando sobre LLL. – XX. Caballos caídos del sendero LLL, apenas trazado al borde del precipicio. – P. Precipicio a 95 u 80 grados, altura

“(Paisaje de M. Le Roy. – Cielo. – Follaje. – Admirable follaje. – Agua. – Muchachas subiéndose las polleras o jóvenes diosas. – A. Grandes árboles, como a mí me gustan)”.

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Estas imágenes, que arranco a su texto y reúno aquí en un semidesorden, tienen sobre la lectura un efecto muy pregnante, siempre que uno se detenga en ellas. Precisamente, ellas detienen la lectura, la suspenden, haciendo pasar entre el texto y el espacio que ocupan en la página tantas líneas de ruptura como las que comportan en sus trazados esquemáticos, en sus conexiones enigmáticas. Si miramos bien, son tantas como las que ya hay en el texto mismo. El relato que Stendhal intenta hacer es, en efecto, no tanto el de su vida, sino el de la búsqueda de una verdad o, más exactamente, de una autenticidad de su vida, dividida entre las imágenes anteriores que serían su fundamento y el tiempo de escritura en el que trata de (re)incorporarlas. Es esta división lo que los dibujos tienen que colmar. Estos redoblan esa división, produciendo hasta el vértigo el efecto de espaciamiento, de interrupción. Y así, Stendhal nos deja en claro algo esencial. Si realmente no cuenta su vida, sino que trata más bien de recuperarla, es porque querría recuperarse a sí mismo en el instante en el que, para escribir, lo asaltan las imágenes, como puede suceder en un sueño. De lo que nos habla Stendhal es de la posibilidad de imaginar vinculada a toda captación de sí mismo; esto es lo que, literalmente, él pone en escena. En un artículo donde retoma sus análisis anteriores para definir mejor la potencia de esta irrupción de las “imágenes en el texto autobiográfico”, Louis Marin ha sabido mostrar, a propósito de un episodio (el paso del Saint-Bernard, que es mi cuarto ejemplo), hasta qué punto Stendhal se extenúa en un proceso en el que la imagen que vuelve puede siempre ocupar el lugar de otra imagen, que sería “la realidad”. Marin precisa particularmente cómo el peligro de la muerte real (el bautismo de fuego), tema del relato, se encuentra transformado en “peligro de muerte de la verdad por lo imaginario” que interpone imágenes mentirosas; y cómo ese segundo peligro se encuentra inscrito materialmente en el manuscrito por “breves síncopas gráficas”: blancos, que representan otras tantas contracciones: “…es la falta de lo real en sí, y con esa falta, la del yo (moi) en el lugar que “yo” (je) lo pienso […]. De allí, en ese texto escrito, en ese lugar y ese momento, que escribe aquí y ahora, ese trabajo de fragmentación de los signos que deja libre en la página el espacio sin forma de lo que Beyle llama una imagen”.4 No puedo evocar, ni siquiera rápidamente, análisis sinuosos que conduzcan –a través de dos cuadros antes entrevistos y que fueron blanco de algunas fantasías– hacia la imagen de una mirada imposible dirigida a la madre en una imagen-recuerdo que trae nuevamente a escena la interrupción misma de la que todas las otras parecen derivar: la muerte precoz de una madre amada con pasión. De igual manera, sería largo mostrar cómo el proyecto autobiográfico se encuentra estremecido por dos proposiciones imposibles, de las que no se 4

Louis Marin, “Images dans le texte autobiographique”, op. cit., pp. 204-207.

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puede tener ni el recuerdo ni la imaginación exacta: nací, morí. En cambio, hay que subrayar cómo, en este proceso, todo contribuye a metamorfosear la autobiografía, “muriendo a sí misma”, dice Marin, en “autotanatografía” (en su libro decía: “autobiotanatografía”). Por ello debe entenderse además la sombra de la muerte real que subtiende la escritura, la muerte del sujeto a sí mismo en la experiencia de esta escritura, y la debilidad de un género literario en pleno desarrollo, que no logra aquí ser el relato que podría ser. Este movimiento –allí reside su fuerza– afecta el proyecto de Stendhal tanto en su disposición de conjunto como a cada instante de su recorrido, en el desarrollo de su texto como en el trazado de sus imágenes, en el intervalo que lo hace oscilar entre aquel y estas. Pues es precisamente la falta que afecta al texto devorado por la imagen lo que conduce a Stendhal a esas imágenes a la vez más reales y más virtuales que son los dibujos de Henri Brulard. Las podemos ver de dos maneras, desde el momento en que uno admira en este libro raro una de las obras clave de una arqueología de lo visible-legible. Podemos, como Marin, reconocer allí “los operadores de transformación de la imagen en signo”. Figuran el pasaje de “la imagen al escrito, de lo visible a lo legible”, y permiten despejar de manera extraordinariamente precisa el punto de visualidad, a la vez deslumbramiento y obstáculo, que se encuentra en el fundamento de la escritura y de la subjetividad modernas. Se puede también, simplemente tomando las cosas desde otro lado, a riesgo de parecer más virtual, entrever en esos dibujos el empuje que, desde la época en que Stendhal los crea, no ha dejado de transformar lo legible en visible, y reconocer así, a través del efecto de deriva en el cual ellos arrastran al texto, un anuncio de las interrupciones tanto como de la mutaciones de la función-imagen. De la foto al cine, y del cine al video, hasta este tiempo de confusión, propiamente contemporáneo, tanto entre imágenes como entre escritura e imágenes, que invita a retornar hacia uno de esos puntos de origen. Digamos que la obra de Stendhal se vuelve aquí una matriz, que funciona como un atajo de ficción. ¿Qué hace Stendhal, al construir este escalonamiento entre palabras e imágenes, pasando de la imagen detenida a las múltiples posturas que la animan? Opera un recorrido de los grados de la imagen mental. Descubre el espacio que se situará entre el recuerdo-pantalla de Freud y Lo imaginario de Sartre. Es una especie de primer Proust. Más primitivo, ya que apela a los dibujos para volver a la verdad de sus sensaciones en lugar de metamorfosear en escritura el retorno de las imágenes. A causa de esto, él quiere ver, aunque sea escribiendo y para escribir; escribe para ver, y esta obstinación de la figura, si la repasamos, parece abrir tres direcciones. Primeramente nos sorprende que ese deseo de fijar fuera de sí instantes decisivos coincida históricamente con los inicios de la fotografía (Stendhal

comienza Henri Brulard en 1835, en la época de los primeros ensayos de Daguerre y de Talbot). Como si el dibujo quisiera competir con una foto que, virtualmente, hubiera podido ser. Pero ese deseo es al mismo tiempo un deseo de movimiento. En eso, Stendhal prefigura también el cine, como otros antes que él y alrededor de él, pero con la originalidad de mantenerse en el punto exacto de cruzamiento entre cine y foto, en la medida en que cada una de las escenas que busca volver a captar puede ser llamada a la vez fija y móvil. ¿Qué hace, en efecto? Pasa constantemente de un plano al otro. Ya sea mediante el cambio de escala en los dibujos que forman secuencia (el episodio escolar, el taller de Le Roy), o por desplazamientos simbolizados por las letras, flechas, punteados: todos trayectos que implican cambios (más sutiles y sobre todo más virtuales) de planos, de ángulos, de puntos de vista. El relato nutre esta virtualidad, nos lleva a actualizarla: abre un espacio mediato entre la serie de instantáneas y el découpage-film. Tal como se formulará su relación, al final del siglo, en torno de la invención del cine, y tal como, desde entonces, siempre ha trabajado la historia hermanada del cine y de la fotografía. Este movimiento virtual “percibido” por Stendhal tiene, incluso, esto de paradójico: que se vuelve cada vez más “verdadero” a medida que la foto y el cine se acercan más la una al otro, y que nos vamos aproximando a la época actual. Por un lado, la fotografía que tiende cada vez más a moverse (buscando el ensamble, el texto, la serie, la secuencia, el libro, el sistema, un movimiento particular conquistado sobre su inmovilidad de principio). Por el otro, el cine obsesionado diversamente con el deseo de detenerse, vaciarse de lo demasiado lleno de movimiento, de plenitud y de continuidad que ha sido y sigue siendo suyo: al punto de que este efecto de contra-tiempo ha llegado a ser uno de los rasgos más fuertes del cine moderno. Vayamos más lejos. En los pasajes que no cesamos de hacer mentalmente del texto-tutor a las imágenes, y siguiendo sobre todo, casi físicamente, los trayectos interiores a los dibujos, tenemos la ilusión de entrar en una imagen que ya no sería ni móvil ni detenida sino descompuesta. Una serie de estados. Como si se tratara ya de la bella respuesta que el cine surcado por el video terminó por darle, gracias a Godard, a la nueva velocidad de las imágenes. Pero las imágenes que Stendhal nos propone, al filo del entre imágenes, esas imágenes en más que podemos proyectar allí tienen el interés de prefigurar también la imagen en menos. No son solo imágenes analógicas. El dibujo que les sirve de soporte no lo es. Es una manera de dar, con los medios que eran los suyos, una impresión fundamental, en la cual Stendhal insiste varias veces: las visiones que le llegan son a menudo “como frescos de los que se hubieran desprendido trozos enteros”. Esas imágenes donde la imagen falta estarían así más cerca de las imágenes tratadas que el video puede producir, cuando hace

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caer, por un borde diferente del que lo haría la foto, la plenitud de la imagen de cine. Lo que la hace más próxima de una imagen mental, o al menos de una posibilidad de mimarla, tal como tenemos la impresión de que lo hace Stendhal con sus trazados, que están unidos a líneas de memoria. Se acercan a la imagen que uno puede escribir, cuando uno la dibuja con una cámara transformada en pincel de luz, o con una paleta gráfica y una computadora. Finalmente, hemos visto hasta qué punto Henri Brulard era de parte a parte una experiencia mixta de palabras y de imágenes, al punto de producir entre ellas relaciones indecidibles. El lenguaje se relaciona allí sin cesar con la imagen, doblemente: primero por la presencia de la letra en el dibujo mismo, de la que participa plenamente; después por la puesta en juego continua, en el interior del propio texto, de esa mezcla de figuras cuya unidad ficticia se crea así con vistas a un espacio distinto y nuevo. Allí también, más que a la imagen de cine, es al video (o al film captado por el video) al que la proyección de Stendhal se acerca, en la medida en que, al hacer penetrar a su gusto la palabra en la imagen, el video realza el carácter de escritura generalizada que debe a su calidad de directo y de imagen testigo. Realiza de este modo el sueño indistinto de la cámara-lapicera, el cine que se busca como cinematógrafo, y en particular el autorretrato tal como yo lo imagino: “… la grabación en una cinta de imagen y sonido de los meandros y del lento o frenético desarrollo de nuestro universo imaginario, el cine-confesión, ensayo, revelación, mensaje, psicoanálisis, obsesión, la máquina de leer las palabras y las imágenes de nuestro paisaje personal…”.5

de preguntas nuevas. De tal modo que el deseo de delimitar en la creación de video un desarrollo comparable que ha estado ligado, de modo casi orgánico, al de ese nuevo medium obliga a un despliegue un poco particular: el video nos lleva de nuevo al cine y él, a su vez, a la literatura, con la cual es posible que el video mantenga una relación privilegiada. Hace, pues, unos diez años que el tema cada vez más complicado y sutil de las relaciones entre el cine y la literatura se enriqueció con una nueva apuesta, con la distancia que existe casi siempre entre la teoría, la historia y la práctica (los films y su crítica); se ha comenzado a hablar de cine subjetivo y de autobiografía.6 Sería largo hacer el inventario de los cineastas que figuran, a uno u otro título, en las primeras tentativas de síntesis, las retrospectivas, los programas, de Maria Koleva a Raymond Depardon, de Boris Lehman a Jonas Mekas, de Chantal Akerman a Chris Marker, de Jim Mc Bride a Joseph Morder, de Welles a Fellini. En su diversidad, las categorías retenidas muestran bien que la literatura es el marco de referencia que permite reunir esas obras. La idea, vaga pero fuerte, que surge es lo íntimo (lo personal, lo privado). Su garante parece ser la noción de escritura, como lo muestra la expresión circular “la escritura del Yo en el cine”. Ella deja sobreentender dos ideas, dos modos de funcionamiento, que

II. Inventario El tema que me preocupa tiene como particularidad que muy recientemente ha adquirido una cierta consistencia en el universo del cine, donde apareció adaptando más o menos explícitamente a la situación de cine las experiencias de una tradición, ella misma muy proteiforme, de la creación literaria. El género o, más bien, el campo que trata de circunscribir –digamos, por el momento, la autobiografía– es, en efecto, lo bastante incierto como para estar constantemente en la frontera de varios otros géneros y afectar así la esencia del acto de escritura. Se constata también que la teoría literaria ha manifestado nuevamente un vivo interés por esos problemas en el momento en que el cine comenzó, por su lado, a vivirlos con una gran efervescencia, provocando una ola 5

Alexandre Astruc, “L’avenir du cinéma”, La Nef, 1948 (citado en L’Art du cinéma, op. cit., p. 597).

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Repasemos: el programa Autobiographical/diaristic experience in cinema, presentado en Anthology Film Archives, Nueva York, junio de 1979 (reproducido en la Revue belge du cinéma, nº 19, primavera de 1987, p. 18). El ensayo de Elisabeth Bruss, “Eye for I: Making and Unmaking Autobiography”, op. cit. (traducido, recordemos, bajo el título “L’Autobiographie au cinéma: la subjectivité devant l’objectif ”, en Poétique, op. cit.). La segunda manifestación “Cinéma et littérature”, del CRAC de Valencia, organizada por Françoise Calvez y Dominique Païni, del 30 de octubre al 4 de noviembre de 1984, titulada Lettres, confessions, journaux intimes. El número 13, otoño de 1985, de la Revue belge du cinéma: Boris Lehman, un cinéma de l’autobiographie. Un programa de Étoiles et Toiles, Le cinéma à la première personne ou Ciné-Je, presentado por Frédéric Mitterrand, con una sección concebida por Philippe Venault sobre los “Journaux intimes” (octubre de 1985). Un coloquio internacional organizado por Adolphe Nysenholc como cierre de la “Semaine du Cinéma et de l’Autobiographie” en la Universidad Libre de Bruselas, el 1º de marzo de 1986, seguido de una publicación en la Revue belge du cinéma, nº 19, primavera de 1987, L’Écriture du “Je” au cinéma. Sin olvidar que, desde hace más de diez años, Dominique Noguez viene insistiendo en varios ensayos sobre la noción de “cine subjetivo” (Le Cinéma autrement, 10/18, 1977) que luego desarrolló a propósito del cine “underground americano” (Une renaissance du cinéma, Klincksieck, 1985). No retomo en este inventario (contrariamente a los autores del nº 19 de la Revue belge du cinéma) el muy buen artículo de Jean-Pierre Chartier “Le cinéma à la première personne”, Revue du cinéma, nº 4, enero de 1947. Sólo concierne, en efecto, a los fi lms de ficción en voz subjetiva, y no a films en los que algunos cineastas se expresan realmente “en primera persona”.

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coinciden sin superponerse el uno al otro. El primero depende de la elección que hace un cineasta de mantenerse lo más cerca de sí mismo, de contar o de evocar su vida, de circunscribir a partir de su propia experiencia la pregunta del “¿quién soy?”, y de plantearla más o menos explícitamente, con todas las consecuencias que de ella derivan. El segundo depende del carácter privado (él mismo muy variable) de las condiciones de producción y de rodaje. Garantiza a menudo, pero no necesariamente (el contraejemplo de Fellini lo demuestra), esa promoción de lo íntimo; inversamente, la intimidad del rodaje no garantiza la del propósito (aunque siempre haya existido entre las dos posturas un vínculo que conduce gradualmente de lo íntimo subjetivo a lo íntimo objetivo). Es en ese fondo necesariamente confuso donde se destaca la palabra autobiografía. La página final de L’Écriture du “Je” au cinéma pone bien de relieve esa fluctuación: en una columna aparece la bibliografía de la autobiografía (recordando que la semana de proyección con coloquio que tuvo lugar en Bruselas en 1986 se llamó “Cine y autobiografía”); y en la otra se expone la filmografía: la palabra “autobiografía” desaparece entonces, en beneficio de una pléyade de palabras que aparecen allí, repartidas ellas mismas en seis categorías (autorretratos, retratos de amigos, retratos de familia/cartas, diario de viaje, actualidades privadas/diario íntimo/confesiones/recuerdos de infancia, notas de cineasta.) Con una intervención muy medida, que podría constituir (habida cuenta de la personalidad de su autor) el acto de legitimación de la autobiografía en el cine, Philippe Lejeune comenzó a poner un poco de orden, o al menos a aclarar el desorden.7 Empieza por constatar “la elasticidad” del término autobiografía en el campo literario, definido en el siglo XIX de dos maneras muy diferentes. En un caso, se trata del relato que un individuo hace de su vida (con el pacto que eso supone). En el otro, se torna autobiografía todo texto (y no solo un relato) en el cual resalta la intención del autor, secreta o confesada, de contar su vida, exponer sus pensamientos, pintar sus sentimientos. Esto equivale a señalar, tanto o incluso más que la naturaleza de un proyecto de escritura, una evolución de las maneras de leer, que conduce todo el interés hacia la persona del autor, reivindica producciones marginales hasta allí poco consideradas (cartas, diarios, etc.) y participa así del movimiento muy general de subjetivación que tuvo lugar en el siglo XIX; es más propio, entonces, hablar de espacio autobiográfico. A las dificultades que presenta la definición de la palabra en el contexto literario, se agrega la fluctuación particular, prosigue Lejeune, que se produce cuando uno desplaza la palabra de la literatura al cine, a tal punto que podemos preguntarnos si es legítimo

hacerlo. Se enfrentan aquí dos posiciones: una ya un poco antigua, puramente teórica, individual y pesimista, la de la poetisa estadounidense Elisabeth Bruss; la otra, que reúne hoy en día alrededor de numerosos cineastas a cinéfilos que buscan con pasión y pragmatismo promover ese nuevo género, sin preocuparse demasiado por su definición, así como a ciertos especialistas (soy yo quien los agrego) atentos a una comprensión más sutil. Los argumentos que opone Elisabeth Bruss a la existencia y aun a la posibilidad de la autobiografía en el cine ofrecen a aquellos preocupados por estos temas un marco (precioso) de definición y de discusión. Según ella, son tres los parámetros que definen la autobiografía literaria clásica: el valor de verdad (que compromete al autor a decir la verdad, tanto a nivel de la veracidad de las fuentes como de la sinceridad de las intenciones); el valor de acto (que reconoce en el autor a un sujeto responsable de un procedimiento considerado adecuado para ilustrar su carácter); el valor de identidad (que reúne en una única y misma persona a autor, narrador y protagonista). El cine, dice Elisabeth Bruss, va en contra de estas tres actitudes. 1. Aun cuando el cine haya llegado a establecer una distinción entre lo que es ficticio y lo que es real, el film que quiere contar una historia “verdadera” sigue dividido entre dos posturas: la grabación en bruto o la reelaboración del acontecimiento; tiene que elegir entre “una verdad puesta en escena y una verdad directamente grabada”. La imagen está destinada por naturaleza a ser demasiado real o a serlo muy poco, está cruelmente dividida (hasta en el detalle de los elementos que la componen) entre la verdad documental y la ficción. Y siempre puede bascular de una a la otra. Existe allí una dificultad desconocida del lenguaje, que no tiene relación directa con la realidad, y dispone de recursos muy variables para concebir sus relatos “verdaderos”. Por otra parte, existen en el lenguaje modalidades convencionales que permiten traducir ciertos sentimientos; ciertas inflexiones (como la duda, la reticencia, el escrúpulo, etc.). El lenguaje del film no conoce nada de esto: a la imagen le cuesta tanto pretenderse “sincera” como hacer admitir su veracidad. 2. El valor de acto de la autobiografía literaria encuentra dos problemas diferentes. El primero es la división de las funciones: allí donde la obra escrita supone (casi siempre) una fuente única, el cine implica en general una división de tareas: un realizador-autor no es nunca exactamente lo mismo que un autor; el cine hace sufrir una mutación a la naturaleza misma de la “autoridad”. El segundo problema, más determinante, es el de la expresión, que se encuentra en el otro aspecto: cómo marcar en tal imagen, más que en tal otra, no solo su sinceridad, sino su punto de vista, su subjetividad. El film está obligado por eso a marcas excesivas (de lo cual la cámara subjetiva es un ejemplo canónico); está pues siempre dividido entre la descripción y la expresión: las marcas

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“Cinéma et autobiographie: problèmes de vocabulaire”, en L’Écriture du “Je” au cinéma, op. cit. Todas las citas de P. Lejeune que siguen remiten a este texto, pp. 7-12.

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expresivas, si bien son la garantía del autor, obstaculizan el carácter de realidad que él trata de dar de sí mismo y de su historia. 3. Finalmente, el cine no tiene valor de identidad. Allí donde el “yo” hablo se confunde casi naturalmente en el texto con el “yo” del que él habla, existe en el cine una distancia infranqueable entre el que ve y el que es visto. La crudeza de la presencia tanto como lo absoluto de la ausencia prohíben el pasaje insensible, casi sin tiempo ni lugar, que permite al sujeto del lenguaje, indistintamente escritor, narrador, personaje (y para terminar lector) fundirse en una unidad imprecisa. El lenguaje, recuerda Elisabeth Bruss, no es ni objetividad virgen ni subjetividad pura; mientras que en el cine la primera termina allí donde la otra comienza. De allí la fórmula, que podría resumir su propósito: “la subjetividad desaparece ante el objetivo”. A esta posición severa, y en apariencia unívoca, Philippe Lejeune opone una argumentación muy pragmática. Destaca hasta qué punto Elisabeth Bruss ha subvaluado la existencia de un cine que conocía poco, y que se desarrolló también muchísimo desde que ella escribió su texto. Muestra bien cómo la voz en off, bastante frecuente, y a veces abundante, permite recuperar una parte de los beneficios del lenguaje. Hace notar cuán útil resulta el uso de las fotos, muy difundido también, para salvar la dificultad que el cineasta encuentra al querer evocar su pasado. Señala el carácter perturbador, y nuevo, de las sesiones a las que el realizador asiste, según una regla que él mismo se impone, en las que se presenta al público, en un contexto muy íntimo, una autobiografía de la que de pronto él parece surgir, otro y el mismo, cuando las luces se vuelven a encender al final de la proyección. Apoyándose en un cierto número de ejemplos, Lejeune pasa así, como él dice, de los “problemas de vocabulario” a “la realidad de un nuevo género”, haciéndonos sentir su actualidad, su diversidad, su pregnancia. Pero se lo siente (voluntariamente) vacilar en cuanto a los términos, y volver a encontrar al final las cuestiones de las que partió: zigzaguea de este modo en su conclusión entre “Cine-Yo” y “autobiografía”, trasladando sutilmente la responsabilidad del segundo término, que desde siempre fue el suyo, a ese nuevo género, que la reclama; y al mismo tiempo se muestra fascinado por ese nuevo botín que cae en sus manos. Pero termina por no responder a Elisabeth Bruss, si bien tiene especial cuidado en recordar cuál es su perspectiva de conjunto: ella se interroga sobre la desaparición progresiva, en la cultura y, por ende, en la sociedad contemporánea, de una imagen del Yo de la que la autobiografía literaria tradicional había sido durante mucho tiempo uno de sus signos portadores, y que se encuentra particularmente cuestionada por el advenimiento de los medios. No muestra al respecto ningún catastrofismo: se interroga filosóficamente, tratando de pesar el pro y el contra, sobre esta evolución que ella percibe.

La posición muy empírica adoptada por Lejeune no responde a esa inquietud, quizá expresada de manera un poco apresurada, pero fuerte. Él nos dice, en una palabra: el cine, después de haber sido mudo, luego hablado, podría estar aprendiendo a decir “Yo”. “A su manera”. Todo está en la manera. Elisabeth Bruss no dice en realidad que el cine no puede decir “Yo”. Dice tan solo que ese “Yo”, a través de los problemas que encuentra para decirse, no dice precisamente “Yo” de la misma manera, y que eso supone una idea diferente del “Yo” (Je), del “Moi”, o del sujeto. Entonces, de tres cosas una. O las obras recientes a las cuales Lejeune se refiere modifican de modo sustancial las cuestiones de dispositivo y de modo de enunciación que expone Elisabeth Bruss; o la cuestión que la preocupa y la manera en que la expresa en el fondo le resultan extrañas; o él no quiso enredarse en el contexto de ese texto. Ciertamente, hay una parte de verdad en el primer punto: han surgido obras nuevas, y Elisabeth Bruss desconocía muchas de las menos recientes. Pero eso no arruina en el fondo lo esencial de una argumentación con la que Lejeune se muestra más bien plenamente de acuerdo. De tal manera que bajo la diferencia de las palabras, de los humores y de las actitudes, la distancia termina por parecer escasa entre la que declara imposible la autobiografía en el cine y el que se entusiasma al verla triunfar en él, siempre sugiriendo que quizá resulta algo muy diferente de ella misma, sin por ello tratar para nada de sugerir lo que tal mutación introduce (o no) en la subjetividad contemporánea. Su evocación de Les Années déclic, de Raymond Depardon, lo muestra bien. Subraya la eficacia del dispositivo utilizado: alternancia entre un primer plano de Depardon que se dirige al espectador para contarle su vida y una pantalla en la que se suceden primero fotos en las que Depardon interviene señalando algunos motivos con el dedo, luego algunos pasajes de varios de sus films. Hubo un plano que conmovió especialmente a Lejeune, uno de los primeros que el adolescente filmó con su cámara de aficionado: se ven sus piernas encuadradas en picado, subiendo y luego bajando una escalera. “Plano secuencia doblemente autobiográfico: de la cabeza a los pies, y, por la cita que se hace, del presente al pasado…”. Pero omite precisar dos cosas. Ese plano es muy raro, forzado, como incoherente para cualquiera (porque está hecho con cámara subjetiva); en un primer momento uno duda (en todo caso yo dudé) de que lo que uno está viendo sea el propio cuerpo del que habla; y la impresión de extrañeza se mantiene aun cuando uno ya se ha convencido. Por otra parte, la existencia de esa mirada interior, elemento bruto interpolado, tal cual, en toda su facticidad, contribuye a cambiar de manera sensible la naturaleza del acto autobiográfico: al choque de los cuerpos responde la divergencia de los tiempos. La misma naturaleza del pacto es extraña, si uno lo piensa: por un lado, es más directo y más “verdadero” de lo que jamás será un relato escrito, con ese rostro que nos

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mira y nos dice: “yo soy yo y eso fui yo”; por el otro, ese yo anterior no parece volver nunca realmente hacia el yo que nos habla. Además, aunque uno asiste a un retorno ordenado hacia los orígenes (a partir del nacimiento) y aunque afloran aquí y allá algunas notaciones de vida personal, el movimiento de retrospección se concentra en una dimensión de la vida del autor: su vocación de fotógrafo y de cineasta. El tema es central, evidentemente, como lo es el relato de una vocación de escritor. Pero aquí está rezagado con respecto a la imagen (siempre más o menos global) de sí mismo que en general trata de volver a captar el que se decide a contar su vida. Esto se debe tal vez a la naturaleza del pedido hecho a Depardon por Les Rencontres d’Arles. O a su discreción. Pero esa discreción es, a su vez, susceptible de ser cuestionada. Creo que el retroceso se debe ampliamente al hecho de que la verdad puesta en juego se encuentra casi enteramente determinada por las técnicas mismas (la foto, el cine), que conllevan una transformación profunda del sujeto de la autobiografía. El dispositivo cine tiene allí su parte, aunque sus inevitables efectos de divergencia estén atemperados por la voz que nos guía. Las fotos, por el contrario, precipitan esa transformación: fragmentan el cuerpo del film en otros tantos congelados, pequeñas muertes instantáneas: estas hacen del fotógrafo, y del cineasta en el que se convierte a través de ellas, un sujeto de desapariciones, un sujeto intermitente. Esta precariedad del sujeto destinado a la imagen, y singularmente a la foto, que es sin embargo la aliada indispensable del film autobiográfico, se acentúa no bien la forma del relato propiamente dicho, su única referencia estable, desaparece. Esto se manifiesta en las películas de Robert Frank. En Conversations in Vermont, por ejemplo, el más claramente autobiográfico de sus films, en el que evoca ante su hijo su pasado común a través de un conjunto de fotos, Frank opta por un desdoblamiento radical. Su presencia física en la pantalla prorrumpe en gestos y en palabras; construye una especie de presente alucinado en el cual las fotos, en paquetes o en planchas de contacto, son otros tantos instantes fragmentados del pasado que resurgen, cubriendo de una sustancia fantasmal la pulsión del momento, su materialidad, su espacio, su tiempo. El contraste fuertemente acentuado entre movimientos erráticos a flor de materia y la fijeza de ciertos planos o momentos de plano redobla la tensión entre foto y cine; y esto en mayor medida cuanto que ese contraste afecta tanto el presente en su realidad quieta como el tiempo dividido por la presencia de las imágenes anteriores. El encuentro de los dos medios se convierte de una sola vez en el punto de constitución y de desvanecimiento del cineasta-fotógrafo que se vuelve a contar a sí mismo a través del film después de haberlo hecho, de manera necesariamente más enigmática, una primera vez, a través de la foto.

El mejor ejemplo del choque producido por la foto en la formación de un sujeto autobiográfico en el cine es quizá el pequeño film de Alain Jaubert La Flèche du temps. En la imagen, fotos que se encadenan, muchas fotos, desde el nacimiento hasta el momento del rodaje, durante cinco largos minutos. En la banda de sonido, rastros históricos correspondientes a los años vividos (la guerra, Mayo del 68, etc.). Hay un “Yo” que aparece, compuesto de una multitud de rostros, los últimos sin relación con los primeros: identidad (casi) cero. De cualquier lado al que uno se vuelva, parece difícil fijar los rasgos del sujeto que se busca. Tomemos a Brakhage, Morder, Cocteau, Fellini. En diferentes extremos, ellos componen más o menos, con Depardon y Frank, un espectro de posturas; juntos dibujan los contornos de una imposible autobiografía. El primero inventa, después de Maya Deren, un inmenso poder de decir “Yo” en la vanguardia americana. Pero ¿cuál es ese “Yo” que nos habla, sin una palabra (ni un sonido, o casi), acumulando a lo largo de los años una de las masas más impresionantes de imágenes de toda la historia del cine, operando sin discontinuidad una transmutación entre la carga de real de las imágenes y su valor expresivo obtenido gracias a todos los procesos posibles de velocidades, de fusiones, de deformaciones? Filmó, como sabemos, el nacimiento de sus hijos, a su mujer, su casa, su vida de familia, él mismo se puso en escena en su marco natural y espiritual; incorporó en algunos de sus films imágenes documentales y culturales. Pero nunca ningún tratamiento del espacio autobiográfico procedió a tal diseminación de la autobiografía como relato, y aun como testimonio, a tal volatilización del pacto de reconocimiento con el que se compromete ante su lector-espectador. Se trata evidentemente de otra cosa. Curiosamente, situándose a la vez de un lado y del otro de la postura adoptada por Depardon (en Les Années déclic, puesto que existen también otros Depardon), la gran empresa de Joseph Morder no está lejos de operar una destrucción comparable a la de Brakhage, aun cuando se halla en las antípodas de su movimiento. Por un lado, para decirlo rápidamente, hay un diario que nace, como casi todos los diarios íntimos, del ocio, de la crisis, de un deseo inconfesado, y que termina por convertirse en un verdadero diario, sistemáticamente proseguido desde hace años en súper 8 (ya que el autor lo muestra, al menos por fragmentos; he aquí un pariente lejano del Journal de Gide, uno de los primeros publicados en vida de su autor, práctica que luego se volvió corriente). Por otro lado, están los films que nacen del diario, como seudópodos (por ejemplo, Mémoires d’un Juif tropical): tienen esa rara cualidad de ser a la vez autobiografías (pero siempre parciales, dedicadas a tal problema, tal fragmento de vida, tal momento, aun cuando prevalezca el tema de la infancia) y empresas, meditadas y perversas, de destrucción de la autobiografía. La vemos desmoronarse, minada, a la vez estructural y dinámicamente, por la

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ficción, por el deslizamiento lógico, desbordante, hacia la ficción. Sus trampas, sus desdoblamientos, sus equívocos, a mil leguas de toda verdad prescriptible. La ficción que se vuelve el único lugar para aprender, comprender, lo que entrega el relato “verdadero”. Finalmente, estaría –aparentemente en la otra punta del mapa, de hecho muy cerca– el “verdadero cine”de los grandes “autores”, minado desde el interior por la autobiografía soñada. Le Testament d’Orphée es sin duda una empresa de ese orden. Habiendo heredado la ficción anterior (Orphée) para reincorporársela, habitado por la presencia física del autor transformado en personaje de la fábula que construye, comprometiéndose por entero, como él lo dice en su prólogo, al lado de sí mismo, pero sin tratar nunca de encontrarse y contarse por medio de ningún relato retrospectivo que testimoniara por poco que fuera la realidad concreta de su propia vida, decidido, más que a decirla, a prescribir las condiciones que lo destinan a la muerte para que la obra pueda aparecer como la condición de una resurrección: tal es Le Testament. Una autobiografía premetamorfoseada en parábola de la creación poética y cinematográfica, con sus lugares, sus imágenes, sus símbolos y sus dioses. Y está también, por supuesto, Fellini. Uno de los más grandes constructores de paradoja del Yo, con Pessoa, Pound, Michaux y algunos otros (entre ellos Pasolini, su álter ego en una Italia de lo arcaico y del mito). Con su fineza habitual, hace dirigir a Mastroianni, por intermedio de uno de los amigos del productor, durante la famosa sesión de los ensayos de Otto e mezzo [Ocho y medio], estas líneas escritas por Stendhal en ocasión de uno de sus viajes a Italia: “El yo, solitario, que se nutre de sí mismo, muere estrangulado por un sollozo o una risa”. Pero pasa más allá, sin tratar ya de preocuparse por los equívocos del “Je” y del “Moi”, ni de su relación con una realidad que hubiera poseído por sí solo. En una empresa irreductible a todo relato de los orígenes y, sin embargo, determinada por su obsesión, Fellini edifica con una magnificencia cada vez más exacta los círculos de una autobiografía sin ligaduras, desprovista de todo afán de verdad, de identidad. Simplemente es soñada y vuelta a soñar, conforme a la admirable fórmula que permite a cada film profundizar el funcionamiento de la máquina de ilusiones cuya misma naturaleza hace posible tal paradoja: “Me inventé de pies a cabeza una infancia, una personalidad, deseos, sueños y recuerdos, y todo eso para luego poder contarlo”.8 Si hubiera que dar una imagen emblemática de la autobiografía en el cine (evoco a propósito desde el más grande cine de espectáculo hasta la intimidad del film de vanguardia), sería Nostalgia, de Hollis Frampton. Una cámara de fotos que nos mira, un serie de trece fotos que una a una vienen

a posarse ante el objetivo, una voz que cuenta las circunstancias de la toma como la historia de lo que la foto representa y recuerda: fragmentos de pasado discontinuos y escalonados sobre una vida. Tienen esto de singular: cada foto se va quemando lentamente, interminablemente, mientras que la voz trata de volver a captar su escena, hasta que las cenizas se diseminan alrededor del objetivo, que nos observa tanto mejor. Nostalgia: la autobiografía se consume, condenada al retiro por la violencia del dispositivo cine, de la potencia de negativo que lo mina. Y el cine se reduce a cenizas ante el ojo imposible-impasible de la fotografía. ¿Cómo precisar el sentimiento vago que permite decir que el cine, o al menos todo un sector del cine, ha entrado, como lo hizo hace casi dos siglos la literatura, en un “espacio autobiográfico”? ¿Cómo evaluar el estado del “Yo” de cine? Creo que podríamos aclarar un poco las cosas comenzando por oponer dos grandes modos de tratamiento, a menudo muy difíciles de distinguir, de la experiencia subjetiva. Por un lado está la autobiografía: si queremos conservar un mínimo de su sustancia a su definición tradicional, estamos obligados a constatar que en el cine se vuelve fragmentaria, limitada, disociada, incierta –obsesionada con esa forma superior de disociación que nace de los disfraces de la ficción–. Por el otro, cuando su definición se torna realmente dudosa, es porque a menudo abarca una experiencia que, por ser de naturaleza autobiográfica, es también su contrario: el autorretrato. Podríamos hacer alguna aclaración sobre ese sector del cine, lo que no es verdaderamente mi objetivo aquí. Podemos, sobre todo, evaluar entonces precisamente las transformaciones que el video introduce en el espacio que desde ahora comparte más o menos con el cine, acercándose más directamente que él a una cierta tradición de la experiencia literaria.

8

Citado por Elisabeth Bruss, op. cit., p. 481.

III. El autorretrato Tomo la idea de autorretrato del bello libro de Michel Beaujour Miroirs d’encre.9 A través de esta palabra que poco lo satisface, el autor delimita un género propio, o al menos un modo de discurso: es irreductible al autorretrato pintado, aun cuando ambos participen de una configuración de conjunto;10 y 9

Michel Beaujour, Miroirs d’encre, op. cit. La mayoría de las citas que siguen provienen del primer capítulo, “Autoportrait et autobiographie”.

10

Es al autorretrato pintado al que se refiere el único texto dedicado, según tengo entendido, al autorretrato en video: Helmut Friedel, “The New Self-Portrait”, Video by Artists 2, Art Metropole, Toronto, 1986. Asimismo, un trabajo de conjunto tendría que pasar por la

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difiere profundamente de la autobiografía, si retenemos la definición negativa que de ella nos da Philippe Lejeune a partir de los Ensayos de Montaigne. El autorretrato se distingue primeramente de la autobiografía por la ausencia de todo relato estructurado. La narración está allí subordinada a un despliegue lógico, gracias a un ensamblaje o bricolaje de elementos ordenados según una serie de rubros, a los que podríamos llamar “temáticos”. El autorretrato se sitúa así del lado de lo analógico, de lo metafórico y de lo poético más que de lo narrativo: “intenta constituir su coherencia gracias a un sistema de recordatorios, de repeticiones, de superposiciones y de correspondencias entre elementos homólogos y sustituibles, de tal modo que su principal apariencia es la de lo discontinuo, de la yuxtaposición anacrónica, del montaje”. Allí donde la autobiografía se define por un cierre temporal, el autorretrato aparece como una totalidad sin fin, en la que nada puede ser entregado por adelantado, ya que su autor nos anuncia: “No voy a contarles lo que hice, sino a decirles quién soy”. El autor de autorretratos parte de una pregunta que manifiesta una ausencia de sí mismo, a la que cualquier cosa puede terminar por responder; pasa así sin transición de un vacío a un exceso, y no sabe claramente ni adónde va ni lo que hace, mientras que el autobiógrafo es contenido por una plenitud limitada que lo somete al programa de su propia vida. Pero eso no quiere decir que ese todo, ese cualquier cosa que afluye, en migajas, en fragmentos, ese método que cada uno trata de inventarse para contener sus recuerdos y sus fantasmas, esa dialéctica de la memoria y de la invención, sea fruto de lo arbitrario o de la casualidad: según Beaujour –y esta opinión constituye la idea central de su libro–, se trata de una variante de los procedimientos de la antigua retórica, desviados hacia un fin que no es el de la persuasión del otro. De San Agustín (su punto de origen) a Montaigne (su verdadero lugar de nacimiento) y a Leiris (su resultado en la época moderna), la lógica del autorretrato se construye a través de obras tan diversas como las de Jérôme Cardan, Nietzsche, Jacques Borel, Barrès, Rousseau, Roger Laporte, Malraux o Butor. Podemos definirlo rápidamente con cinco grandes caracteres: 1. El autorretrato nace del ocio, del retiro, es “el signo de la culpabilidad de la escritura en una cultura donde la retórica no funciona bien”. A la escritura como acción, intervención, diálogo, opone la escritura como

inacción, divagación, monólogo. Es una deriva solitaria de la retórica, cuya herencia pervierte. 2. El sujeto del autorretrato es un sujeto de tipo enciclopédico. Opera un recorrido de los lugares (en sentido propio y figurado) de los que se constituye la cultura y por los cuales él mismo está constituido. Es el heredero del Speculum medieval y de todos los tópicos de las mnemotecnias retóricas. Esos tópicos están hechos de un conjunto de lugares por los que pasan imágenes. Los lugares son permanentes; las imágenes, provisorias. El autorretrato, que restringe al espacio privado el efecto social de esta mnemotecnia retórica, “vendría a ser en primer lugar un deambular imaginario a lo largo de un sistema de lugares, depositario de imágenes-recuerdos”.11 3. El autor de autorretratos es el protagonista del libro presentado como absoluto, en pos de una memoria y de una búsqueda de sí mismo. El libro se vuelve así a la vez una utopía (pero no tiene su carácter cerrado), un cuerpo (que metamorfosea en cuerpo glorioso el propio cuerpo del escritor, al tratar un corpus del que ese cuerpo participa) y una tumba (que el escritor se construye para conocer y transfigurar la muerte). Sus modelos privilegiados son Sócrates y Cristo, captados en el instante de su muerte. 4. El autorretrato, determinado por lo que es más personal en sí mismo, se convierte así en el libro de lo impersonal. Transforma lo singular en general, oscila entre una antropología y una tanatografía. Se asimila a los ejercicios espirituales y a la meditación religiosa cuya versión laica será la meditación cartesiana. Pero el autorretrato no recibe seguridad ni de Dios ni de su propio pensamiento. De un lado como del otro del cogito cartesiano, se mantiene en la tensión entre pienso y escribo: es “un cogito de las instancias dislocadas”. 5. Finalmente, es “transhistórico”. La exigencia del autorretrato se mantiene, sin cambio, a partir del momento en que aparece, sobre las ruinas de la cultura oral, como uno de los indicios de una cultura de la tipografía y de la biblioteca. Varía repitiéndose, reproduciéndose, aun cuando su historia abarque, a partir del Renacimiento, las fluctuaciones propias de la formación del sujeto moderno. Uno de los problemas de este libro erudito y un poco vertiginoso es el de tratar de reconocer esas fluctuaciones desarrollando al mismo tiempo de manera coherente los rasgos constitutivos de su modelo. Es obvio que en el Renacimiento el autorretrato se elabora en una claridad absoluta, sufre un reflujo a todo lo largo de la época clásica, para resurgir luego de manera más desordenada hacia fines del siglo XVIII. A partir de entonces se acerca más o menos a la autobiografía (Lejeune sitúa allí sus comienzos), y se convierte

forma mediata que es el autorretrato en fotografía (ver L’Autoportrait à l’âge de la photographie, peintres et photographes en dialogue avec leur propre image, catálogo del Musée cantonal des Beaux-Arts, Lausanne, 1985, y Jean-François Chevrier y Jean Sagne, “L’autoportrait comme mise en scène”, Photographies, nº 5, 1984).

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Michel Beaujour, op. cit., p. 110.

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en uno de los componentes de la noción vaga pero potente de espacio autobiográfico. Desde el momento en que toda obra está como iluminada desde el interior por ese “nuevo signo del valor” (cartas, diarios, carnets, etc.),12 adquiere el doble estatuto que le confirió la crítica romántico-positivista y más tarde la crítica moderna. Se convierte primero en el espejo de una vida que se puede recomponer, aun cuando el autor no lo haya hecho, y gira así a lo autobiográfico (la biografía es el género que respondió a esa obsesión de la crítica); la obra se transforma también en la expresión orgánica y sistemática de una subjetividad que busca siempre en menor o mayor grado su propia naturaleza, aunque manifieste el poder de lo impersonal, de la literatura como tal (en el sentido de Valéry y de Blanchot). De tal modo que podríamos decir que hubo, a partir de cierto momento, por supuesto que con variaciones, autorretrato en toda obra, y que allí está la base a partir de la cual algunos escritores se acercan en diferentes grados al autorretrato como obra. También está allí aquello que se vuelve a su vez fluctuante según que el conjunto de la obra se desvíe explícitamente hacia el autorretrato (es el caso, relativamente raro, de Leiris o de Roger Laporte), o que, al contrario, un solo libro (o dos, o tres), pero un libro esencial, muestre en el escritor la pregnancia de esta forma escrita de la relación entre uno mismo y uno mismo (las Meditaciones para Rousseau, Ecce Homo para Nietzsche, El espejo del limbo para Malraux, el Roland Barthes por Roland Barthes para Barthes, etc.).13

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Lacan, Écrits, Éditions du Seuil, 1966, p. 742 (trad. esp. Escritos, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008).

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Precisemos algunos puntos: –Michel Beaujour no se interesa en el desarrollo implícito del autorretrato a partir del siglo XIX. Es explicable, ya que su visión es ante todo transhistórica. No incluye La Vie de Henri Brulard en los autorretratos, y ni siquiera lo discute. Quizá la intención autobiográfica sea demasiado clara, si uno no es atrapado por el efecto de los dibujos. –Philippe Lejeune parte de la palabra “autobiografía”, y le es fiel, aun cuando la modere. Data los comienzos del género hacia fines del siglo XVIII. Emplea el término “autorretrato” cuando le viene bien, ya sea al pasar, ya sea para concederse un instante, pero sin extraer de ello demasiadas consecuencias, con la crítica que le hace Beaujour (a propósito de Leiris, en Moi aussi, Éditions du Seuil, 1986, pp. 19-20), ya sea para designar y describir una obra singular (los Carnets de la drôle de guerre, de Sartre, por oposición a Les Mots, autobiografía, estudiados en Le Pacte autobiographique, Éditions Du Seuil, 1975). –Louis Marin, ya lo hemos visto, resuelve la cuestión a su manera. Habla de autobiotanatografía para caracterizar la muerte de la autobiografía que se pone en juego extensamente en Henri Brulard, a partir de los dibujos. Está muy cerca de la perspectiva de Beaujour, sin pronunciar la palabra autorretrato.

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IV. Lógica Vemos hasta qué punto las preocupaciones de este libro pueden enriquecer los análisis que no dejaremos de desarrollar sobre el cine subjetivo y la autobiografía. Es evidente que allí donde la autobiografía en el cine falta, se fractura, se transforma, se burla a sí misma y se consume, por todas las razones que ya vimos, es holgadamente en beneficio de un proceso que reactiva de cerca o de lejos el del autorretrato literario (aunque su transposición en la situación de cine cambia, evidentemente, muchas cosas). El tratamiento poético de la materia autobiográfica en Brakhage, las modalidades según las cuales organiza por medio de una serie de figuras los elementos materiales y espirituales de su universo, la manera en que los une según principios de choque y de derivación que parecen dirigidos por una perspectiva analógica, todo esto compone una suerte de autorretrato (aunque el término sólo conviene a medias, a causa del carácter de elipsis del sujeto, que parece sin discusión). Esto es también lo que hacen en el otro extremo las autobiografías parciales, semificticias y superpuestas que se construye Fellini, según un movimiento a la vez similar e inverso al del arqueólogo, porque aquel apila las capas que este debe excavar (obligando al crítico a convertirse en arqueólogo, efectuando una buena parte de su trabajo, como lo hace en Fellini-Roma). En cuanto a Nostalgia, desde este mismo punto de vista, vemos cómo la autobiografía se va consumiendo en beneficio de un autorretrato mínimo del que solo quedan los rastros negativos, las cenizas. Por razones que ahora debemos definir, es el video, el videoarte, el que me parece corresponder de más cerca a esta transformación de la tradición retórica en el espacio moderno de la subjetividad. Pero hay que entender “el video” como entre paréntesis. Se trata, en efecto, de una situación particular, que solo habrá servido para una vez y para un tiempo, durante el cual dos regímenes de imágenes (“Caín y Abel, Cine y Video”, decía Godard) se habrán encontrado frente a frente, cada uno influenciando, desplazando al otro, antes de terminar quizá un día, de una u otra manera, fundiéndose en uno solo. Existen al menos cinco razones por las cuales el video parece prestarse más estrechamente que el cine a la aventura del autorretrato. Ninguna de esas razones es en sí misma absoluta: juntas, contribuyen igualmente a modificar la configuración de conjunto, como se operan en física los pasajes de la cantidad a la calidad. 1. La primera es la presencia continua de la imagen, que está allí, sin demora, continuamente, como un doble real que no se detiene. Bill Viola ha explicado bien cómo, desde que él trabaja, la imagen siempre ha estado ahí. “Ronronea, camina”. La grabación solo constituye una segunda decisión, a partir de una

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inmersión en el “tiempo real” que forma un segundo cuerpo.14 Uno está allí en una situación más cercana que en el cine a aquella que nos vincula con el lenguaje. Sobre todo, no hay que llevar muy lejos la analogía, hacerle decir lo que ella no pretende decir. Pero las imágenes elegidas no dejan por ello de formarse sobre un fondo continuo que es uno de los equivalentes más sensibles de la reserva verbal de la que surgen las frases que nos atrapan. 2. La segunda razón deriva estrechamente de la primera: en la situación de video, el autor tiene más facilidad para introducir directamente su cuerpo en la imagen. Esto se debe en primer lugar al hecho de que le basta con entrar en un cuadro preexistente, una imagen que se graba, si quiere, durante tanto tiempo como la duración de la cinta le permita. Puede luego acceder mucho más fácilmente a su propia imagen sin testigos, y unirse a la intimidad de su propia mirada: esto da a menudo a la imagen una cualidad de ser, de presencia-ausencia poco imitable. Finalmente, la mirada a cámara, en video, parece más natural. Sucede que aun el videoarte más austero y más intimista se ve trasladado, directamente o no, al dispositivo de televisión; y esto se traduce tanto en las condiciones de grabación como en las de recepción-consumo. Es obvio que la mirada dirigida a la cámara en un film sigue siendo percibida (un poco) como una transgresión, un pasaje al límite, mientras que en un video parece natural, casi esperada (a pesar de todas las imbricaciones que trabajan cada vez más para borrar la diferencia). 3. La tercera razón está relacionada con la imagen misma. En video es mucho más simple tratarla y transformarla, tanto en la grabación (aunque sea de manera muy modesta, en la mayor intimidad) como en la posproducción (con la combinación de los dos momentos, Thierry Kuntzel ha logrado efectos de imágenes estremecedores trabajando en la toma la luz en blanco y negro con vistas a su paso por el sintetizador). La imagen video, por su naturaleza, traduce más directamente las impresiones del ojo (como más allá de sus percepciones), los movimientos del cuerpo (como más allá de su superficie), los procesos del pensamiento (como más allá de sus racionalizaciones). Las propiedades que permiten a la imagen de video transformar a priori toda reproducción analógica relativizan mucho, en particular, las tensiones descubiertas por Elisabeth Bruss entre expresión de la subjetividad y objetivación de la realidad. Puesto que la imagen ya no depende tan claramente de su dimensión de verdad documental

(lo que Pascal Bonitzer llama “la pizca de realidad” de la imagen-film), tendrá menos de que desprenderse para hacer allí visible a priori la voluntad expresiva, y excesiva, de un sujeto (como sucede en las grandes obras del cine experimental, con Brakhage, con Mekas). La transgresión ligada a toda visión propia es, paradójicamente, más flexible y más natural en video, porque la imagen es por naturaleza más artificial. También en este caso se puede expresar esa diferencia en términos de dispositivo: el cine sigue siendo el lugar donde toda imagen es singular, única, aun cuando su número sea infinito; la televisión es el lugar donde una imagen es siempre sustituible por otra; tal es la base que obliga y autoriza a la vez a la imagen del videoarte a querer ser tanto más singular. 4. Acabamos de ver cómo el autorretrato transforma los datos de la retórica clásica, mediante un proceso general de subjetivación, de distorsión y de deriva. Transforma así en particular el sistema de los tópicos, enciclopédicos y dialécticos, que regulan el funcionamiento de la memoria y de la invención, las relaciones de engendramiento entre los fondos y las imágenes. Si las “comunicaciones de masa” cumplen más o menos en el mundo contemporáneo las funciones positivas que eran antes las de la antigua retórica,15 si la televisión, más especialmente, ostenta hoy en día una función global de regulación de la invención y de la memoria, el autorretrato es naturalmente la expresión más subjetiva de la resistencia que el videoarte opone de manera específica a la televisión (“contra, totalmente contra”).16 A la medida de la universalización propia de la televisión (tanto la de sus contenidos como la de su dispositivo), el autorretrato encarna la necesidad de un cambio que depende a la vez de la utopía y de la desdicha: es la forma y la fuerza por las cuales un individuo singular se ve llevado a reinventar a partir de sí mismo esas formas a la vez tentaculares y restrictivas de lo universal. Si “el pecado original del autorretrato” es “pervertir el intercambio, la comunicación y la persuasión, denunciando al mismo tiempo esa perversión”,17 esta es la cuarta razón que confiere al autorretrato de video su racionalidad. 5. Finalmente, parece claro que el acoplamiento de la imagen electrónica y de los sistemas informáticos está constituyendo (por medio del videodisco y los bancos de datos) una suerte de versión absoluta y última de la memoria artificial pacientemente elaborada por la antigua retórica. Todas las condiciones parecen así reunidas para que nazca, en la frontera del videoarte y del arte de las “nuevas 15

14

“La sculpture du temps”, entrevista con Bill Viola por Raymond Bellour, Cahiers du cinéma, nº 379, enero de 1986, p. 40. También Gary Hill: “Creo que me estaba obsesionando con ese zumbido electrónico. Era como una sinapsis con el resto del mundo”, en “A Manner of Speaking, An Interview with Gary Hill by Lucinda Furlong”, Afterimage, vol. 10, nº 8, marzo de 1983, pp. 9-10.

En su “Aide-mémoire” sobre L’Ancienne Rhétorique, Barthes recordaba, acertadamente, hasta qué punto las “comunicaciones de masa” aseguraban una supervivencia degradada del aristotelismo y de la retórica (Communications, nº 16, 1970, p. 223).

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Jean-Paul Fargier, “La vidéo contre (tout contre) la télévision”, op. cit.

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Michel Beaujour, op. cit., p. 14.

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imágenes” que lo podrá llegar a reemplazar, una forma nueva y, sin embargo, muy antigua del autorretrato. De la misma manera en que se desarrolla una primera vez en la huella de la onda de choque producida por el desarrollo del libro impreso, lo vemos afirmarse en las artes de la imagen en el momento en que estas ganan a la vez en universalidad y en singularidad, saturan de alguna forma todos los niveles posibles a través de los cuales se constituye una individuación, lo que quizá hay que seguir llamando una subjetividad.

y Viola, los de Joan Jonas, Pier Marton, Doug Hall (por no hablar de Joan Logue, quien, después de haber profundizado durante años el arte del retrato, proyecta volver sobre sí misma y comenzar, precisamente, un autorretrato). En Alemania (y en Austria), donde la tradición de la performance, desde los comienzos del videoarte, ha determinado también muchas elecciones, las obras de Ulrike Rosenbach, de Klaus von Bruch, de Rebecca Horn, de Valie Export y, más recientemente, de Gerd Belz, se sumarían a la de Marcel Odenbach. En Canadá, el trabajo de Colin Campbell, a pesar de sus aperturas cada vez más claras hacia la ficción, participaría también de tal punto de vista. En Japón, el admirable Video Letter de Shuji Terayama y Shuntaro Tanikawa inventa, al mismo tiempo que un “real” intercambio de cartas, una forma sutil, mínima y sorprendente de autorretrato de a dos. Vemos ya muchas obras, a las que se van sumando gestos parciales pero muy fuertes, que contribuyen a acentuar el sentimiento de conjunto de una tendencia natural del videoarte a deslizarse hacia el autorretrato (pienso en particular en momentos intensos, de texto y/o de imagen, en el trabajo de Gary Hill: por ejemplo, en sus dos últimas instalaciones, Crux e In Situ, que componen juntas un fantástico retorno al tema del cuerpo crucificado transformado en cuerpo-lenguaje y cuerpo-televisión). Las siete obras que decidí evocar (que representan a cuatro países, y aun cinco si tenemos en cuenta la parte de Chile en la obra de Downey) proceden de horizontes diversos, y la manera en que la perspectiva del autorretrato se perfila en ellas es muy variable. Los intentos de Fieschi y de Acconci se presentan, por ejemplo, bajo la forma relativamente homogénea de obras cuya elaboración está concentrada en algunos años: calificaremos, pues, de autorretrato Les Nouveaux Mystères de New York que Fieschi filma entre 1976 y 1981, así como el conjunto de videos que realiza Acconci entre 1971 y 1977; mientras que en el caso de Nyst, Viola u Odenbach sucede lo contrario: el conjunto de la obra se desvía a medida que evoluciona y se desliza hacia una forma a la vez más global y más sostenida de autorretrato, que es difícil de aislar en tal o cual video. Pero en el primer caso, hay que volver a distinguir entre la obra, por el momento única, constituida por Les Nouveaux Mystères en la trayectoria de Fieschi –primero crítico de cine, luego realizador de films sobre arte y de programas de televisión sobre el cine y el teatro, y destinado quizá, gracias a esta experiencia, a convertirse un día en un cineasta de una nueva especie–, y la obra de video de Acconci, primero poeta, luego “performer” y cineasta independiente, y que concibe a partir de allí, en algunos años, un número impresionante de videos entre los cuales el último, The Red Tapes, se destaca como una obra maestra, que se basta casi a sí misma como autorretrato: punto culminante después del cual Acconci abandona (¿hasta cuándo?) el video para dedicarse a las esculturas, instalaciones y obras para lugares específicos. En la segunda serie de figuras, vemos que Nyst hace algunos films antes de dedicarse

V. Recorridos ego. Es una de las palabras que, en su Arche de Nam June, Jean-Paul Fargier propone a Paik, quien le responde: “Es el mayor problema, es el problema de Stendhal”. Es el problema que el video recibe del cine, que el video dota de una terrible ligereza y de un nuevo peso. Desde el momento en que un cuerpo se transforma, en que su forma se aligera, y en que puede llegar a desaparecer, la cuestión del “¿quién soy?” hace un doble retorno; algunos meses atrás, mientras se esperaba el subte, se la podía leer en “Tube”, como subtítulo de las evoluciones de un personaje que cambiaba a ojos vistas y en el que se acababa por reconocer a uno de nuestros grandes transformadores, Salvador Dalí en persona. Paik conoce bien todo esto, él que fue el primero en separar los cuerpos de su envoltura. Pero prefirió dejar la cuestión en suspenso, y tomar distancia de sí mismo de un modo elíptico y aéreo. Apareció en sus videos para realizar algunos actos de pura performance; los compuso con sus amigos, a través de los cuales entra en escena, y entre los cuales se desliza, como en Allen and Allan, donde pasea su micrófono por una roca, entrevista a Ginsberg y a Kaprow y se ríe como loco cuando Kaprow camina sobre las aguas (es tan fácil en video). Todo esto con voz en off o con breves planos de corte, para mostrar que él está realmente allí y que conoce el paño (inclusive el que lleva a cualquiera a tomarse por Cristo); pero sobre todo para evitar así ceder, por su parte, al peso de ese enorme problema que él llama Stendhal. Jean-André Fieschi, Vito Acconci, Thierry Kuntzel, Juan Downey, JacquesLouis Nyst, Marcel Odenbach, Bill Viola. La primera cuestión del recorrido que voy a trazar a través de algunas obras se debe ante todo a su elección. Me han parecido, cada una en sí misma, pero sobre todo juntas, unas con respecto a otras, muy representativas de un género indeciso y poderoso cuyas diversas posturas ellas definen, en diferentes áreas culturales. Esto no quiere decir –lejos de ello– que sean las únicas. Ni que otras obras dejen de contribuir a enriquecer un campo que es por definición imposible de cerrar sobre sí mismo (y que yo no pretendo, por otra parte, haber agotado). En los Estados Unidos, se podrían agregar fácilmente, a los nombres de Downey, Acconci

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al video; Odenbach comenzó por la performance y prosiguió paralelamente a sus videos e instalaciones con su carrera de dibujante y de pintor; Downey fue durante mucho tiempo un cineasta especializado en el documental antropológico antes de pasar al video; Viola, por su parte, puede ser considerado como el artista de video por excelencia, ligado al medium y solo a él desde el primer día. En cuanto a Thierry Kuntzel, siguió un recorrido imprevisto, de la teoría del cine al video a través de un paso muy breve por el arte conceptual. Estas obras son conocidas de manera desigual (al menos en Francia). Las de Kuntzel, Fieschi y Viola han sido un poco descritas y comentadas. Las de Odenbach y Nyst, menos. Las de Acconci y Downey son casi desconocidas en Francia. Pero todas son aún demasiado confidenciales como para que se haya podido contar con una complicidad del lector (agregué, pues, algunas referencias bibliográficas). Es el segundo elemento con el que tuve que trabajar. Una tercera dificultad se debe a la relación entre la singularidad de la obra y la generalidad de la que ella participa. No existe una forma que tienda menos que el autorretrato a acercarse a un modelo del que cada obra sería su confirmación. Pero si bien cada una de ellas cumple con su contrato de manera particular, corresponden a una concepción global que permite reunirlas. Me encontré, pues, por estas tres razones, atrapado entre dos fuegos: ya sea entrar en la descripción de cada obra, aunque más no fuera para presentarla, y extraer lo que la conduce al autorretrato; ya sea solo acordar a las obras en sí mismas una atención secundaria, para ir directamente a los temas, a las posiciones de enunciación, a las formas culturales que dan al autorretrato de video su consistencia. Me pareció tan impracticable una postura como la otra; entonces hice un zigzagueo entre las dos, persuadido de que la dificultad, en un ensayo de este formato, no se podía realmente eliminar. A esto se agrega que, frente al autorretrato, toda distinción de niveles parece falsa, ya que su vocación de ser todo, en el desorden y la mezcla, como en el caso de Montaigne y de Leiris, solo puede enredar más las cosas. Como en la escritura, la fuerza del autorretrato de video consiste en saber conservar, dice Fieschi, “el rastro de las cosas en el momento en que sucedieron”.

paluche de Aaton.18 Se sostiene en la mano y no contra el ojo, y así libera, de entrada, un cuerpo que no se conoce. “Lo que yo veía en el cuadro no era lo que veía el ojo, el ojo humano, el mío, sino lo que veía el ojo en la punta de mi mano, produciendo al mismo tiempo un muy extraño desdoblamiento de la imagen, la muy curiosa impresión de no estar ante la imagen, sino de ser atravesado por la imagen.19 Esta impresión primera se debe a que el manejo de la paluche disloca naturalmente (es decir: sin que uno deba producir un esfuerzo o un efecto para hacerlo) todos los códigos de orientación que guiaron la construcción de la imagen desde la invención del cine. La impresión se precisa cuando el cuerpo del que filma se entrega a la imagen (por ejemplo, el ojo dilatado, en insert, o la mano que escribe en Enfances, une, o el primer plano, muy largo, del tercer episodio de Les Nouveaux Mystères de New York, La Fée des images: Fieschi se filma en plano cercano, mientras avanza por una calle; aparentemente él no está filmando, ya que en ningún momento se ve la cámara, pero se adivina que lo está haciendo porque se siente la tensión del cuerpo que camina a la vez que se encuadra, sosteniendo la paluche con el brazo extendido). El desdoblamiento muy particular que hace aparecer el cuerpo trabajando del que filma como inscrito ya en la corriente de lo que se filma produce una disolución del efecto de espejo que nace siempre más o menos cuando se pasa de un lado al otro de la cámara. Sin esto, dice Fieschi, no habría imagen. La línea divisoria entre el que ve y el que se ve es, entonces, no realmente franqueada –eso no es posible–, sino dislocada, dispersada, desintegrada, así como la tensión entre expresión y descripción que tanto preocupaba a Elisabeth Bruss: estas ceden al empuje de una visión múltiple que no procede de ningún ojo dominante, porque el ojo está en todas partes, en cada punto del cuerpo que refracta lo exterior (lo “real”) mientras hace su experiencia, y en el que él mismo está inmerso. Semejante proceso es posible porque la luz está “viva”, y la imagen creada aparece a la vez como natural y sobrenatural: se va modificando a merced de la extraordinaria sensibilidad del tubo, susceptible tanto de captar intensidades muy bajas como de producir altas calidades de contraste; antes de cualquier pensamiento y de cualquier cálculo, la luz se vuelve como un instinto del cuerpo.

Primer movimiento 18

Antes que nada, está el cuerpo. El cuerpo visible. Pero también una suerte de cuerpo interior cuyo empuje traduce la obra, y cuyo cuerpo visible se convierte en su emanación. Y ambos se han vuelto posibles a partir de un cuerpo errante, disponible. Blanchot dice: un cuerpo “ocioso”. En el origen, en el caso de Jean-André Fieschi, está esa cámara un poco mágica, muchas veces descrita por el mismo Fieschi y por otros: minicámara

Jean-André Fieschi, “Point de vue sur un troisième oeil”, op. cit.; “Les Noveaux Mystères de New York”, Art Présent, nº 6-7, 1978; Anne-Marie Duguet, Vidéo, la mémoire au poing, Hachette, 1981, pp. 165-174. 19

“Jean-André Fieschi et Les Nouveaux Mystères de New York”, en Vidéo-Babil, programa de Raymond Bellour y Philippe Venault, France-Culture, 19 de abril de 1983. Las citas siguientes fueron extraídas de esa entrevista y de la realizada por Jean-Paul Fargier, “Rencontre avec un Corse des Carpathes”, Cahiers du cinéma, nº 310, abril de 1980.

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Ese cuerpo así enroscado en su imagen filma “según la pulsión”, al descubierto; acepta el descubrimiento de la imagen que sigue, y se convierte en una imagen que vuelve. Fieschi contó muy bien, varias veces, toda la aventura. Nace de un hastío, un escepticismo creciente ante el estado de los sonidos y de las imágenes, el estado del cine en la época de las comunicaciones masivas y de la televisión. Luego viene la fulminación ante el objeto, la posibilidad de imagen (“Tuve una especie de flash. Imaginando, a la velocidad de un relámpago, mil films posibles”). Luego comienza un aprendizaje físico, técnico, una experimentación infantil (“cómo moverse al filmar, cómo comer filmando, cómo escribir filmando”). Finalmente, el hombre-máquina y el niño que renace en él filman en una tarde cuatro planos que serán, casi sin ningún cambio, cuatro de los seis primeros planos de la obra que él todavía no conoce: un muñeco de celuloide que se cae de un cochecito por el hueco de una escalera; un texto manuscrito en un cuaderno, escrito por su compañera en ese momento, rodeado de fotos, de fotogramas de películas mudas, de imágenes de sufrimiento de algunas mujeres; la “boca de sombra”, insert después de los planos de torbellino, donde Fieschi lee de un tirón, con la paluche en una mano y el micrófono en la otra, un fragmento del texto que acaba de filmar, sobre Freud y Caligari, Viena y los sonámbulos; una casa registrada por casualidad mientras hacía algunos ajustes cerca de su ventana, y que reconoce como la casa de Nosferatu. De esos cuatro planos, que muestra a Claude Ollier, quien pasa casualmente por su casa esa misma tarde, y al cual filma enseguida, para escucharlo hablar de ello, obteniendo así el séptimo plano de su video, Fieschi dirá más tarde: “Tenía la impresión de que habían salido naturalmente y del cuerpo”. A un nivel comparable resuena fuertemente la obra de Acconci, tan diferente. A excepción de The Red Tapes, los treinta y tres videos que realiza entre 1971 y 1974 (diecisiete solo en 1972) están prácticamente todos concebidos sobre el mismo modelo: un solo cuadro, en general fijo, sujeto a ligeros desplazamientos.20 Acconci se representa casi siempre a sí mismo: de espaldas, de frente, sentado, de pie, acostado, solo o acompañado, ante un monitor o una pantalla de diapositivas, de manera más o menos fragmentaria, una vez hasta reduciéndose a un detalle (su boca muy abierta). A veces se calla o murmura; casi siempre habla a una interlocutora imaginaria, o más directamente al espectador. El texto se centra generalmente en la situación elegida, la acción (física) en curso, el dispositivo puesto en juego; a veces pasa del otro lado, se vuelve más o menos autobiográfico, o se refiere a épocas, lugares, hechos, 20

9 10 Jean-André Fieschi, Les Nouveaux Mystères de New York (Enfances, une), 1977.

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Podemos encontrar la mejor bio-biblio-filmo-videografía de Acconci, realizada por Madeleine Grynztejn, en Vito Acconci: Domestic Trappings, La Jolla Museum of Contemporary Art, 1987. Sólo pudimos hallar, en ocasión de un reciente montaje organizado por el Whitney Museum (Video Selfportraits, 1989), veinticinco de esos videos.

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contextos. La imagen en blanco y negro es siempre de un gris uniforme, triste, sucio. Los videos son repetitivos, todos muy largos en relación con lo poco que allí sucede; su longitud parece en general predeterminada por el tiempo real del video: 20, 30, o 60 minutos. No hay ningún montaje. Todo es en tiempo real y en circuito cerrado. Rosalind Krauss se basó en dos de sus videos para fundar en parte su tesis, el video como “estética del narcisismo”.21 En Centers, donde trata de mantener su dedo señalando el centro de la imagen, y en Recording Studio from Air Time, donde dialoga con su propia imagen, Acconci transforma el monitor en puro espejo. Está congelado en el eterno presente de un tiempo cerrado sobre sí mismo, sin reciprocidad ni reflexividad, con acceso únicamente al reflejo que le viene de su propia imagen, al eco de su propia voz. Él es el protagonista, o la víctima ejemplar del imaginario (lacaniano). El video así abordado en su esencia sería, entonces, un medium puramente psicológico, allí donde la pintura o el cine estarían preservados de tal captación por la materialidad de sus dispositivos. El argumento tiene fuerza, y afecta algo profundo en las obras de las que habla Rosalind Krauss, en particular las de Acconci; aunque no deja de haber allí algo forzado. ¿No podemos, por ejemplo, decir que el dispositivo material del video, por el contrario, permitiría tocar con el dedo la estructura imaginaria subyacente del dispositivo cine, velada bajo las otras identificaciones, arcaicas y secundarias, que lo constituyen, así como por las ilusiones del tiempo diferido? También podemos volver a lo que Krauss excluye demasiado rápido: ese dedo que señala el centro de la pantalla también está señalando a otro, al espectador; ese reflejo de sí mismo que Acconci contempla es también el soporte de un discurso dirigido (en este caso) a una mujer. Existe así una instancia distinta, exterior, simbólica, que sostiene esa posición imaginaria y ese exceso de narcisismo que busca de este modo captarse y situarse. Tomemos Home Movies. Acconci está de espaldas, frente a una pantalla de diapositivas: proyecta imágenes de su trabajo, es decir, nuevamente de sí mismo, de sus performances a menudo excesivas, agresivas, con violentas connotaciones sexuales. No se sabe a quién habla: a un público imaginario como el de las sesiones culturales de museos, a nosotros que estamos a sus espaldas; de repente, se da vuelta, se inclina hacia la izquierda y se dirige a media voz a una mujer, en apariencia la misma, con respecto a la cual esas imágenes suyas toman un sentido totalmente distinto; a tal punto que él se levanta y –tercera posición– va a ubicarse contra la imagen proyectada en la pared, continuando siempre con su doble monólogo. Asistimos aquí (como en varios de sus videos, en particular gracias al efecto del texto; en Pryings, por ejemplo) a una inversión del narcisismo, hecha posible porque

el narcisismo ha sido llevado primero a un punto de neutralidad opaca y de incandescencia. La materialidad del cuerpo, insistente, a menudo como furiosa, contribuye a ello, dotando de una dimensión arcaica a la postura imaginaria que trata de abrirse hacia lo simbólico. Todo ese movimiento, llevado durante cinco años por horas y horas de video, terminó por concentrarse con fuerza y claridad en The Red Tapes, donde el narcisismo anterior está metamorfoseado: esos videos componen así el verdadero autorretrato de Vito Acconci. El primer plano nos lo muestra de frente, con los ojos vendados: solo si se desconoce, Narciso, más allá de sí mismo, se vuelve el eco del todo indescriptible que lo informa sin que él ni cualquier otro pueda verlo jamás. Lo que sucede, dice Beaujour, es que el autorretrato está menos cerca de Narciso que de Perséfone (el mito de Narciso figura así en Leiris a mitad del capítulo de Biffures titulado “Perséfone”); pero es también la razón por la cual “si Narciso escribe, su escritura es la del autorretrato”.22 El espejo de tinta del autorretrato es lo que evita el solipsismo del narcisismo mudo: victoria sobre la muerte por medio de la escritura, y resurrección. Volveré a hablar de este video. Es una muy buena ocasión para mostrar ahora mismo cómo Narciso cae al agua, cómo esa imagen se multiplica (por un efecto de squeeze zoom), queda abolida en la calavera sin anamorfosis del cuadro Los embajadores, de Holbein, con el fin de que surja en su justo lugar, doble entre los dobles que jalonan ese recorrido de los espejos (por orden de aparición en la imagen: un director de museo, un vendedor de espejos, un artista, un guía, una historiadora de arte feminista, un historiador de arte), pero más fuertemente inscrito, dividido, trucado, multiplicado que ninguno de ellos, el cuerpo-imagen del artista tal como el video lo cambia en sí mismo. Es el comienzo de The Looking Glass, de Juan Downey: un paseo-divagación por los efectos del espejo y del ojo-mirada en el arte y la cultura; un (fragmento de) autorretrato dentro de otro en el que la imagen de quien lo diseña se desliza en la masa de los signos que él convoca.23 Su voz nos sirve de hilo entre las otras voces, su cuerpo se vuelve el maestro de ceremonias barrocas que participan de esas apariciones-desapariciones. Cuatro veces, entre otras más elípticas. Versalles, galería de los espejos: el rostro es captado por el trucaje, una faja-video aísla el ojo o la parte inferior del rostro, una luz late en las fajas, y la nieve reemplaza allí el fragmento de cuerpo aislado. El Balzar, en París –donde Barthes, según dicen, comió por última vez antes de ser atropellado por una camioneta–, es la ocasión de un desdoblamiento, en el espejo-imagen, entre el cuerpo real y su 22 23

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Rosalind Krauss, “Video: The Aesthetics of Narcissism”, op. cit.

Michel Beaujour, op. cit., p. 161.

Sobre Juan Downey, el mejor conjunto es el catálogo del Festival Downey, Video porque Te Ve, Santiago de Chile, Ediciones Visuala Galería, 1987.

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reflejo, pero desplazado y proyectado, vibrando con una luz intensa, sostenido por un diálogo reconstruido a partir de un pasaje de Fragmentos de un discurso amoroso: “Pero yo no me parezco para nada a esto. / ¿Cómo lo sabe? […] Usted es el único que nunca puede verse salvo como imagen […] Me gusta verme el ojo yo mismo. / Para su propio cuerpo usted está condenado al repertorio de sus imágenes”. La tercera escena se sitúa en el Prado: el narrador cuenta cómo, durante el verano de 1962, él iba todos los días a ese museo para ver Las Meninas y vivía una experiencia erótica, cercana al orgasmo (“Sentía que mi cuerpo desaparecía detrás del busto sedoso de la infanta, mi piel se volvía ocre y de una textura pictórica y afiebrada”). Y a partir de allí, ese afecto se propaga, de cuadro en cuadro, de lugar en lugar, según un plano que se repite, en el que el artista-narrador golpea las manos para ordenar la circulación de los elementos. Finalmente, el epílogo: Narciso cae al agua y muere por segunda vez; y es el ojo dilatado del autor de autorretratos el que está sometido al trucaje inicial, como si la mirada fascinada retrocediese en sí misma para traducir la imposibilidad de ver, y de verse. Es verdaderamente ahogando en sí a Narciso como se construye el autorretrato. Así sigue el cuerpo-video su camino. En Marcel Odenbach, de nuevo, de manera distinta, encontramos un cuerpo ocioso, presa de una espera incalificable.24 La performance, desde muy temprano y durante mucho tiempo, dará un espacio a ese cuerpo en busca de sí mismo tanto como de las imágenes que, al emanar de él, que sin embargo solo existe por medio de ellas, podrán, en los videos e instalaciones (a menudo juntos), precisamente formar cuerpo. Tal es exactamente el punto de equilibrio de esta obra que ha sabido combinar como pocas las exigencias de un mercado (una producción abundante, cuidada: cada obra tiene un perfecto acabado) y los riesgos de la deriva personal (los videos se retoman, se suman, por avances sucesivos, agrandando el círculo de la obra que es siempre una, en su misma dispersión). Así, para verse o concebirse, un cuerpo fragmentario espera encontrar a la vez la forma visual y los elementos de referencia que le permitan, no reunirse en una unidad imaginaria, sino aparecer en la imagen y resplandecer en ella. Dos grandes posturas afectan a este cuerpo: el vagabundeo, el deambular, el ocio, el bricolaje; y la mirada agazapada y lista para surgir. No exactamente para poner orden, sino para hacer posible, visible, el rigor de un desorden, de una disposición a la vez firme y aleatoria. Lo que yo llamo en otro lado la forma-faja (una división tal del espacio del cuadro que varios elementos entran allí en juego simultáneamente, y se inventan otros tantos fuera de campo) asegura, entre otras cosas, una circulación entre las dos

posturas. El cuerpo bricolé-bricoleur,* obsesionado con sus juegos de niños, sus piedritas, sus rompecabezas, sus matracas; todos esos fragmentos caídos de no se sabe qué combinación entre autoerotismo y fetichismo se vuelven objetos transicionales, que aseguran el pasaje entre juego y realidad: el cuerpo pulsional-narcisista se abre así a la enciclopedia del mundo, se convierte en su espejo, su speculum. La obra de Nyst (de los Nyst, Jacques-Louis y Danièle, como se dice “los Straub”) viene de un proceso similar; pero aquí el equilibrio entre los elementos se invierte. El cuerpo, al menos el propio cuerpo de Nyst, es uno, aun cuando reúna la indolencia afectada del presentador de juegos televisados y la distracción inquieta del paseante solitario. Sin embargo, ese cuerpo está literalmente diseminado y puesto en posición de búsqueda infinita con respecto a sí mismo en la medida en que sigue las líneas que vinculan entre ellos un cierto número de objetos y de palabras. Objetos que uno siente a la vez como muy íntimos y cargados de un intenso poder de ficción. Palabras que se enganchan allí, pero sobre todo que se desenganchan, derivando según su propia lógica, operando también como núcleos de ficción: núcleos tan consistentes que casi tendrían a su vez estatuto de objetos si el ejercicio de la lengua no apuntara, a pesar de todo, a distinguir las palabras de las cosas. En esas condiciones nace la imagen, ella misma programada siempre por otras imágenes: la imagen que los Nyst buscan y que es el título de su penúltimo video (L’Image, 1987), para amarrarla entre reflexión y ficción. Así se construye una obra “totalmente simple y poética, autobiográfica quizá, en el sentido de que se trata de dar circularidad a un mundo (una historia) del que ignoramos lo que se juega en su centro (allí donde está el origen, o el término)”.25 ¿Cómo explicar mejor lo que hace de la obra de Nyst un autorretrato (y, lo que es más, ese extraño objeto todavía no identificado del todo: un autorretrato de pareja)? Finalmente, existe lo que llamaré los cuerpos-dispositivos.Thierry Kuntzel, Bill Viola. ¿Por qué distinguirlos así, si las descripciones precedentes expresan ya la transformación inevitable de los cuerpos que trabajan en dispositivos de videoescritura? Es que hay un suplemento que se va precisando. En el caso de Kuntzel, dicho suplemento se debe en particular al doble cuerpo

24

Sobre Marcel Odenbach, ver el catálogo Dans la vision périphérique du témoin, Centre Georges Pompidou, 1986.

*

N. de la T.: del francés bricoler, hacer pequeños y diversos trabajos. Bricolé-bricoleur alude aquí al cuerpo que es objeto de dichos trabajos y, a la vez, los realiza. 25 Philippe Dubois, “Les Aventuriers de l’image perdue”, IIe Semaine internationale de vidéo, Genève, 1987, p. 58. Ver también, del mismo autor, “La boîte magique”, en Danièle y Jacques-Louis Nyst, Hyaloïde, Éditions Yellow Now, 1986 (encontramos también allí el texto del video y un fotograma por cada plano).

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que sus imágenes inventan y, a través de él, a la capacidad de integracióntransformación del dispositivo cine en escritura de video. Kuntzel aparece solo dos veces en sus videos, y habla poco o nada de sí mismo. Casi todos rodados con la paluche en una intimidad y una sencillez extremas (de lo que dan cuenta sus breves comentarios escritos),26 bosquejan un autorretrato en el límite de la desaparición y de lo impersonal. Perspectiva mallarmeana, en suma. Pero los dos videos donde se lo ve bastan para inscribir a partir del cuerpo propio, si se puede decir, el doble cuerpo de imagen del que hablo, alrededor del cual oscila toda su obra: el cuerpo agujereado, desmenuzado, que renace y desaparece a perpetuidad, de Nostos I (su primer video), como un puro cuerpo de afectos; el cuerpo “real” de Time Smoking a Picture: tomado en un juego de doble pantalla y de inversión de barrido, de variaciones de tintes y de luces que miman, en un solo decorado (el de su estudio-departamento), un atardecer en tiempo real, cuando el sol se pone y comienza a anochecer, ese cuerpo esencialmente ocioso nos hace entrar, hasta lo insoportable, en la interioridad del tiempo puro que consume la imagen de otra manera que en Nostalgia; también el tiempo durante el que el protagonista fuma (como en Nostos I, ya) su cigarrillo. En cuanto a Viola, sobre el que prefiero volver a hablar más adelante, globalmente, su obra transmite el sentimiento de una adecuación un poco misteriosa. Tiene una manera única de tomarse por objeto sin dejar de observar una real distancia de sí mismo. Esto se debe a que las situaciones personales en las que él elige mostrarse, de modo muy concreto, son otras tantas estaciones en la exploración sistemática del medium, por la que optó desde el primer instante en que se apoderó de una cámara. De tal manera que se vuelve difícil distinguir dónde tiene lugar la dimensión subjetiva, cuya presión, sin embargo, se siente, como si una poética inventara sus reglas ligando sus fases con una nueva forma de pasión. Viola abre así al autorretrato un régimen singular, a la vez muy antiguo y totalmente nuevo, que no es concebible si no se tiene fe en las virtudes catárticas de la tecnología, en su capacidad para dotar de una especie de razón visible a los excesos más singulares de la sinrazón y de la individuación.

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Thierry Kuntzel, 1-5: Nostos I, 1979; 6-8: Time Smoking a Picture, 1980.

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Para los (breves) textos de Thierry Kuntzel sobre sus videos e instalaciones, ver Raymond Bellour y Anne-Marie Duguet (dir.), Vidéo, op. cit., pp. 149-152.

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Lo que sorprende en estos autorretratos es lo poco que tienen de autobiografía. En ellos no se desarrolla ningún relato ordenado en forma cronológica, ni siquiera en estado fragmentario. También es llamativo que todo lo que se refiere al pasado, a la infancia, lo que sostiene en general el retorno a sí mismo y la búsqueda de identidad, esté tan poco definido, totalmente indeterminado. Finalmente, ciertas obras están hasta desprovistas de las señales, de las referencias sin las cuales el autorretrato literario, por opuesto que sea a la autobiografía, sería difícil de concebir. No existe así en la obra de Viola nada que remita mínimamente a un tiempo anterior al rodaje mismo. Ni siquiera a una infancia que hubiera tenido lugar. En el caso de Odenbach, no obstante obsesionado con la infancia, a un punto tal que toda su obra, ubicada bajo el signo del bricolaje, aparece claramente como una reconversión de los juegos infantiles, apenas si hay algo más. Solo veo al niño, muy real pero ficticio, ya que está representado por un “actor”, que se duerme sobre el piano de As if Memories Could Deceive Me para despertarse, una vez terminado su sueño, metamorfoseado en el cuerpo de Odenbach. Enigmático microexceso de ficción, que hace eco a un exceso de discreción, o más simplemente a la dificultad de reconocerse en imágenes cuando uno debe representarse como otro. Es por eso que la mayoría de los momentos de manipulación de objetos solo muestran las manos: el pasaje del cuerpo del adulto a la idea de niño se hace allí más libremente. En el caso de Nyst, en Hyaloïde, donde la infancia llama tan fuerte a la puerta, es la ficción lo que la desvía, la vuelve alegórica: Danièle y Jacques-Louis Nyst, en persona, evocan recuerdos de infancia comunes (que son reconstruidos como tales); pero lo hacen bajo la coartada de sus personajes (Thérésa y Codca). Y la situación del único elemento “verdadero”, la foto de Danièle Nyst niña que finalmente viene a adjuntarse a la pequeña pala rosa para formar un cuadro de fantasma y de infancia (“una fotografía”, dice Codca, “acompañada de una leyenda que me mantiene con vida”), la situación de esta foto es de las más interesantes. En efecto, nada dice, como lo señala Dubois, que se trate de una foto de Danièle Nyst.27 Yo agregaría: ni aun de Thérésa (ya que no se dice, aunque se lo pueda inferir: la palabra “foto-grafía” está inscrita dos veces en un plano de ThérésaDanièle). Mientras que uno no duda ni un instante de que la foto de mujer que abre el Roland Barthes por Roland Barthes sea realmente la de la madre de Barthes (como la de La cámara lúcida que se nos oculta). Aquí, un comentario crítico debe subrayarlo: él fija con palabras lo que debe quedar implícito con

el fin de que la imagen conserve su brillo de imagen privada a los ojos de aquel que, haciéndola pública, quiere sin embargo seguir sintiendo su potencia secreta para poder librase de ella con más seguridad. Lo mismo ocurre en Les Nouveaux Mystères de New York. El sentimiento muy fuerte de infancia que sorprende ya en los primeros planos y que invade L’Île de la Vierge (el segundo episodio, rodado casi por completo en Córcega) sigue siendo indecidible en el mismo video: nada sitúa realmente ni los tiempos ni los lugares. Fieschi no dice nada sobre ello en su texto de Art Présent (solo la palabra “Corsica” figura en un corto fragmento de découpage manuscrito); hace falta una intervención exterior (la de la entrevista, realizada por Fargier) para que la escena de infancia se declare como tal, se precise, se localice. Es quizás una de las razones por las cuales Fieschi siempre ha querido mostrar los videos en su presencia (práctica que sorprendió a Lejeune en el caso de Marcel Hanoun o de Joseph Morder), para dar él mismo sus referencias, pero fuera de texto. El único interés de estos matices es el de enseñarnos algo sobre el frente a frente del autor (y, por ende, del espectador) con sus imágenes y la Imagen. De esta manera Kuntzel (en el que la elipsis de sí mismo es extrema) pudo vincular en el proyecto original de Nostos II (que en un principio debía ser un video) la aparición de sus fotos de infancia con planos de su propio rostro, para desplazarlas luego a una escenografía distinta, Nostos II transformado en instalación, donde él mismo ya no aparece (pero donde un ojo ejercitado reconoce el mismo decorado de Time Smoking a Picture). Puede suceder que la referencia sea más explícita. Al principio de The Red Tapes, en medio del gran teatro que se anuncia, en uno de los intervalos grises donde la imagen se ausenta para dejar lugar al texto, una voz murmura estas palabras, como para cumplir con un contrato indispensable –la caída en el autorretrato del pacto autobiográfico–: “Como todo el mundo, él tenía su historia. Nacido en el Bronx, de origen italiano. Madre viva, padre muerto. Aquel verano, yo sacudía la cabeza parado frente al porche de la casa de mi abuelo. Sí, como todo el mundo, llevaba en mí una novela. Puse en mi novela todo lo que tenía. Estaba repleta de cosas, de la primera a la última página. No podía acceder a lo que tenía. No podía leer la escritura, aun sobre la pared. Tenía que cerrar los ojos y escuchar. Escuchen. ¿No lo oyen? Escuchen. Algo me invade, algo me invade…”. Y la biografía se desvanece en los márgenes de esa novela mítica, ilegible, que se renegocia en temas, en formas, en itinerarios, en redes. Una vez, el tiempo que dura un video corto, el autorretrato parece girar hacia la autobiografía. Juan Downey realizó The Motherland poco después de la muerte de su madre (con respecto a la cual ya situó, con la ayuda de un cartel, su video sobre Bach). Volvió a su casa de Santiago. Se ve una casa, y se lee en la pantalla: “Viví en esta casa durante 21 años”. Se percibe una mujer sentada,

Segundo movimiento

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Philippe Dubois, “La Boîte magique”, op. cit., p. 47.

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la madre, una ficción de madre. Cerca de ella, como una estatua familiar, un ángel le tiende un fragmento de ala que ella chupa. Se vuelve a leer en la pantalla: “Nací en esta cama”. En la cama está acostada la madre; ella separa las piernas y da a luz una oca, asistida por el ángel. Luego, el ángel aparece por la ventana, tiende sus brazos hacia la madre, ella le da un crucifijo que él esconde entre sus vestiduras. Un poco más tarde, el ángel aparece acostado sobre la mesa del comedor; está cubierto de llagas que la madre cauteriza, con un rito pagano: se convirtió en Cristo y es asistido por la Virgen. En el intermedio, entre esos planos del ángel-Cristo, una imagen nos muestra a un hombre cuyo rostro está oculto por una gran fuente de barro adornada por una cabeza de demonio o de dios; él se descubre: Juan Downey, el autor enmascarado, vuelve a pasar así de la autobiografía al autorretrato por la puerta del mito de origen y de sus avatares. Pero hay una segunda puerta de salida: la fábula está suspendida de segmento en segmento por secuencias de actualidad que intervienen abruptamente (pero uno identifica su procedencia gracias a un televisor situado en la casa natal: el ángel hace girar sus botones, la oca es su espectador). Se ven desfiles militares, Pinochet abrazando a los generales de la junta. Es la segunda manera por la que la autobiografía escapa al relato y prefiere un enfoque poético: ofreciendo a la memoria lugares en los que las imágenes se van ordenando.

inconsciente, Thierry Kuntzel reconoció en “el aparato fílmico” la realización más cercana a lo que Freud trataba de ilustrar: o sea, entre el “film-proyección” y el “film-película”, un espacio a la vez material y mental, basado en el rastro mnemónico, su desaparición y su remanencia, su desvanecimiento y su reinscripción.29 El deseo, la necesidad de representar ese espacio es lo que lo llevó hacia el video, hacia una obra que es quizá la más abstracta del videoarte. Ese autorretrato en negativo tiene tres polos, tres lugares: los elementos del dispositivo imagen concebido a la vez como teatro de operaciones visuales y memoria de imágenes anteriores; el cuerpo que es su soporte, y el libro que anticipa y reproduce al mismo tiempo las propiedades del dispositivo. Lo vemos así, interminablemente recorrido hoja por hoja, en Nostos I; luego lo vemos volver en Nostos II, donde el recorrido de las hojas se hace solo (como el libro de Mallarmé: tiene lugar), en una pantalla, luego en dos, luego en tres, y finalmente en las nueve pantallas, cuya imagen reproduce tanto mejor cuanto que él mismo es un libro de imágenes. Había, pues, en la tradición de la antigua retórica, fondos o lugares destinados a acoger imágenes con el fin de memorizarlas. Esos lugares eran en general edificios –casa, palacio, basílica, catedral, teatro– o ciudades, a veces cuerpos humanos, que uno recorría mentalmente para construir a partir de su memoria natural una memoria artificial. Había dos grandes categorías de lugares: los lugares “reales” o acumulativos, destinados a sostener y a regularizar el funcionamiento de la memoria según un modelo arquitectónico (debemos recordar que no existía entonces distinción real entre el saber colectivo, o enciclopédico, y la memoria individual), y los “analíticos”, constituidos por secuencias de operaciones lógicas, destinadas a sostener la dialéctica de la invención. En la extensa historia de la retórica, estos últimos han tendido a menudo a reducirse a los contenidos sobre los que se operaba. Existieron también, entre las dos categorías de lugares, desde el origen, pasajes y amalgamas. De tal modo que uno puede representarse, en forma muy grosera, los tópicos de la memoria y de la invención como reservas formales prontas a acoger tanto el saber de una cultura como los lugares comunes de una sociedad y los datos de la memoria personal. Tal es, en una palabra, el modelo que el autorretrato desvía hacia sus fines propios, pero cuyo funcionamiento reproduce. Repitámoslo: “El autorretrato sería en primer término un deambular imaginario a lo largo de un sistema de lugares, depositarios de imágenes-recuerdos”.30 La imagen-recuerdo es una imagen compuesta, que se despliega según múltiples niveles, a merced de cadenas asociativas que tienden tanto a constituir

Tercer movimiento ¿Cuáles son, entonces, esos lugares, esos tópicos que el sujeto del autorretrato es llevado a atravesar, en el movimiento que lo conduce a apropiarse de todo aquello que le parece un signo de sí mismo, sin que jamás pueda reconocer allí la certeza de una identidad? ¿Cuáles son los lugares a los que él traslada ese cuerpo tan visiblemente pulsional pero tan enigmático que reconocemos a la vez en la imagen, el afecto impreso en la imagen, y las palabras que (a veces) la acompañan? La metáfora mnemotécnica fundamental de la tradición retórica exige que los lugares sean tablillas y las imágenes una suerte de escritura.28 Veremos allí un origen tanto del libro por venir como del dispositivo-imagen foto-cinevideo, en el cual el video tiene el privilegio de producir una imagen a la vez constantemente presente y renovable, ya que se puede siempre (en la grabación y en su tratamiento) sustituirla por otra imagen. Siguiendo la línea que conduce de las tablillas antiguas a la pizarra mágica y de la pizarra mágica al

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Michel Beaujour, op. cit., p. 87. Sobre “los fondos y las imágenes”, ver pp. 86-88, 93-97, 171-178.

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Thierry Kuntzel, “Le défilement”, op. cit.; “Note sur l’appareil filmique”, op. cit.

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Michel Beaujour, op. cit., p. 110.

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esos niveles, como otros tantos estratos autónomos, lugares identificables, como a pasar de uno a otro por medio de un movimiento imprevisible y sin fin. El camino que conduce de la memoria a la invención es circular; los círculos se retoman y se inscriben unos en el interior de otros sin coincidir jamás, según una progresión que no es un progreso, sino una deriva controlada. A merced de las imágenes-obsesión propias de cada uno hasta sus formas objetivadas por segmentos prefabricados de la cultura, el autorretrato gira sobre sí mismo para construirse, ofreciendo a aquel que regula su juego una representación separada de su ser virtual. Insistiendo sobre aquello que lo permite: todos los elementos del dispositivo, soportes de la invención. Esta circulación de lugar en lugar, a través de las imágenes que los nutren, es lo que hace que los autorretratos se parezcan tanto entre ellos, comparándolos con todos los géneros que excluyen; es también lo que los hace tan perfectamente singulares, irreductibles a la reducción y, entre ellos, a toda comparación. Volvamos al principio de The Looking Glass, de Downey. Se trata de esto, en algunos planos: un efecto de squeeze zoom puro, sin imagen / el mismo efecto sobre tres motivos de Las meninas (el hombre del fondo, la infanta, la enana) / el episodio de Narciso, con la calavera de Los embajadores interpolada: termina con un movimiento que conduce desde Narciso ahogado hasta un niño desnudo que juega en la playa rocosa donde se desarrolla la escena –aparece un título: “Mirrors presented by”– / la serie de los seis presentadores, cada uno afectado por un efecto de video particular (imagen que gira, se fragmenta, etc.).

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10 Juan Downey, The Looking Glass, 1982.

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De golpe, varios lugares o temas se desprenden y se imponen: el dispositivo video; el lugar pintura; el lugar museo; el lugar espejo; el lugar mitología; el lugar infancia, como dividido en sí mismo: por un lado el lugar común psicoanalítico que remite al niño del espejo; por el otro, el cuerpo en bruto del niño que juega, anterior a todo lugar, el lugar en sí. Para recorrer ese lugar-infancia en Downey, habrá que relacionar esta imagen con la de The Motherland de la que ya hablé: la verdadera casa natal y de la infancia, pero enseguida invadida por el mito (el niño-oca, el ángel-Cristo), que es una de las líneas de fuerza de la poética de Downey. Uno no da la vuelta alrededor de un autorretrato, más bien vagabundea en él. Downey, más que ningún otro, convirtió ese errar en vértigo. Un vértigo barroco ya en marcha en la larga serie (inacabada) de obras (films y videos) reunidas bajo el título Video Trans America. Pero llega a su punto extremo en la serie The Thinking Eye (abierta por The Looking Glass, trece títulos previstos,

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cuatro terminados). ¿Por qué esa organización preconcebida, que quizá nunca encuentre su final? Porque el autorretrato puede necesitar un imaginario de la totalidad, de carácter enciclopédico y delirante, para temperar el delirio actual, íntimo y profundo, que hace pasar constantemente, en cada video en ejecución, de un lugar a otro, asignando al espectador estupefacto las dos posiciones antagonistas en las cuales se proyecta el enunciador: el Dios que todo lo ve, fuente y efecto de toda mirada, y el Cristo martirizado por deber encarnarlo. “La Cultura como instrumento del pensamiento activo”: tal es el subtítulo dado a ese “Ojo que piensa” (robado a Klee). Los tópicos culturales tomados de la historia del arte, la semiótica, los sistemas de comunicación, la mitología y las “mitologías”(en el sentido de Barthes), todos esos tópicos se enloquecen (entre otras cosas, bombardeados con citas) al seguir la aguja imantada que los hace circular entre varios polos, bajo el ojo narcisista-paranoico que los asocia: el ojo que sería el de Juan Downey si él no supiera que era pensado tanto y más de lo que él se piensa y si a fuerza de tratar de verse allí no se hubiera vuelto desde hace mucho tiempo impersonal. El enciclopedismo de Marcel Odenbach procede, en algunos aspectos, de un manejo parecido. Su vértigo ligero, pero seguro, es una de las versiones de la ironía perversa austroalemana (de Musil) que podríamos oponer al barroco lógico sudamericano (de Borges o de Ruiz). Veamos las dos secuencias dedicadas a Versalles en The Looking Glass y en la videoinstalación Dans la vision périphérique du témoin. En la primera, Downey, ordenador del juego, de frente,

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Marcel Odenbach, 1-2: Als könnte es auch mir an den Kragen gehen, 1983; 3, 5: Der Widerspruch der Erinnerungen, 1982; 4, 6-9: Vorurteile, 1984; 10: Dans la vision périphérique du témoin, 1987.

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golpeando sus manos, se hunde hasta perderse de vista en la reverberación de los espejos, la multiplicación de los planos, la proliferación de los dobles. En la segunda, Odenbach divide mediante la forma-faja el espacio que conduce hacia la galería de los espejos, donde se muestra de espaldas, haciendo jogging a lo largo de las Tullerías; luego mezcla presente y pasado reuniendo en la forma-faja (que descubre entonces la parte del decorado que ocultaba en el plano precedente) un desfile en el que se suceden, siempre de espaldas, personajes de época y extras contemporáneos. En el caso de Odenbach, hay en la imagen cuatro grandes lugares de cultura, que constituyen otras tantas posibilidades de citas y de repeticiones discretas (hoy confiesa su gusto por la reconstrucción de sus propias citas). La pintura (donde

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Goya reina como maestro). La arquitectura (que lo lleva de Versalles a los castillos neobarrocos alemanes, de lo antiguo a lo moderno). La foto como enciclopedia del mundo (recurso que usa poco). El cine (Hitchcock ante todo, y De Palma que lo retoma, en los que se apoya para construir su máquina de miradas; pero también el cine de todo tipo: de las actualidades al western, del film de guerra al porno). Finalmente, la televisión. Esta tiene la particularidad de poder reproducir todos los otros fondos culturales, incluyendo el cine, que ya lo hacía. Pero es por medio de la música, más maleable aún, que puede ser tratada con las imágenes de las que procede o trabajada por ella misma, como se expresa mejor el gusto por el patchwork cultural tan caro a Odenbach. (Se ve en el principio de Vorurteile: música clásica, música hollywoodense, música brasileña…). A través de esta materia polimorfa la Historia se vuelve su lugar. La historia alemana, sobre todo: romanticismo, nazismo, terrorismo. Marcel Odenbach mezcla frecuentemente todo esto con imágenes de la vida cotidiana, concebidas para un proyecto particular, o acumuladas a lo largo del tiempo (diario informal en el que abreva como en un banco personal). Su cuerpo oficia de unión entre esos dos grandes universos de imágenes compuestas, del modo elíptico que ya vimos. Con una elasticidad instintiva (es la cualidad más llamativa de Odenbach, su cualidad de artista), practica un arte de la mezcla que asegura en cada obra y de obra en obra una circulación continua entre esos tres niveles. Así se manifiesta, por un lado, una conciencia aguda de las disposiciones y las formas. Por el otro, un abandono a las sensaciones, a la emoción. Así es como la retórica más sinuosa que existe construye un autorretrato ejemplar, lo bastante sutil como para no dejarnos nunca creer que se trataría del retrato de un sujeto demasiado verdadero. Una mezcla que lo contendría todo: eso es lo que Vito Acconci intentó traer en un solo video de 140 minutos (en blanco y negro) que pone un punto final a los bosquejos acumulados durante cuatro años. A riesgo de desilusionarse enseguida de la unidad imaginaria de ese yo, y de operar con ello una dislocación tanto más radical cuanto que los primeros enunciados hacen pensar que se toma por él mismo.

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10 Vito Acconci, The Red Tapes, 1976-1977.

“Yo… Yo tengo una declaración que hacer. Sí, quiero decir algo por mí mismo. Para mí, ya no hay espacio para los sentimientos. Entré en otro espacio. Ahora tengo el espacio por forma. No, no, corten, corten, corten…”. 1

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“Bien, bien. Recomiencen. Recomiencen. Digamos, digamos que la revolución fracasó. O.K. La revolución fracasó. Todo el mundo. Larga vida a la Revolución – ¡Larga vida a la Revolución! No, no, corten”. “O.K. Listo. Comencemos aquí. Comencemos aquí. Es él; es Acconci. Pero ustedes saben eso, por supuesto que lo saben. Entonces, no tiene importancia que lo miren directamente a los ojos o no, no tiene importancia que yo gire la cabeza así o asá, aquí o allá”. Esas palabras son pronunciadas ante el plano cercano de Acconci con los ojos vendados, y preceden a las pocas frases autobiográficas que cité antes. Seguidamente, la dislocación comienza. Alcanza al cuerpo, en diferentes decorados, agitado por movimientos incesantes y furiosos, o fragmentado, pegándose a la imagen de manera inquietante, como si le resultara extraño. Pero es por la voz (su voz, sus voces) como ese cuerpo intermitente va sobre todo a entrar en otro espacio, una pluralidad de espacios fragmentarios. El texto es continuo, recitado, soltado, proferido por bloques de longitud variable a los que corresponden ya conjuntos-imagen(es), ya playas de un gris uniforme que los separan y los individualizan según una alternancia regular. Dos grandes principios organizan esta enorme materia. El primero es la pluralidad de los tonos (voz neutra, cuchicheo, etc.) y de los enunciadores (del “yo” al “ellos”). Esa pluralidad origina una serie de ficciones. Armadas-desarmadas, flotando en espacios de referencias borrosas, van de la confesión amorosa al hecho policial, del melodrama intimista a la ciencia ficción, del presente al pasado, de lo actual a lo virtual. Circulan así en una incertidumbre generalizada a través del paradigma de las personas. El segundo principio distribuye series, listas, programas, enumeraciones, paradigmas, de naturaleza y amplitud variables (vemos que el segundo principio se cruza con el primero). La imagen y el texto raramente concuerdan, pero a veces lo hacen fuertemente. En el texto, se trata más bien de nombres propios (nombres de personas, lugares geográficos…), cifras, letras, colores, temperaturas, conjugaciones, formas verbales, nombres comunes, hasta onomatopeyas. En la imagen, se trata más bien de objetos: publicidades de automóviles, naipes, mapas, fotos (de gente, de paisajes), pequeños objetos (figuritas –animales, humanos–, botones, arandelas, bolitas, piezas de rompecabezas). La secuencia que detalla varios de estos pequeños objetos es ejemplar en cuanto al trenzado que se opera y a lo que subtiende. El texto asigna una o varias letras a cada conjunto; el desplazamiento de la cámara que circula de una serie a otra declina así los rudimentos de un alfabeto imaginario en el que la voz de Acconci inscribe la proposición: Pull myself together.* Pero una segunda voz interviene (su voz transformada en

murmullo) y enumera los elementos de una geografía ficticia que se convierte en geografía real: lugares y estados americanos, rápidamente afectados por consonancias históricas y políticas. A todo lo largo de The Red Tapes, Estados Unidos es un lugar para generar (un poco como Alemania para Odenbach). Un poco de todo, furiosamente. Historia, geografía, grandes figuras, literatura, cine, mitologías. Estados Unidos se transforma en un desfile cultural en siete actos, y el video, en una versión existencial, errática y desintegrada de Mobile (de Michel Butor). Sin olvidar, por supuesto, la televisión, que con un fragmento produce un programa. El Yo que se busca con una sed de reconocimiento desaparece ante sus propios ojos en la masa y la red de lugares que lo programan: éstos se convierten en otros tantos puntos de descuartizamiento que componen y recomponen como hasta el infinito la masa imaginaria de su cuerpo martirizado. Existen maneras más concentradas de volverse hacia sí mismo. En el caso de Fieschi, hay ante todo dos grandes lugares: la infancia, el cine, que generan otros (la mujer, el psicoanálisis, los que su vez..., etc.). Entre la infancia y el cine se produce en Les Nouveaux Mystères de New York algo único, que el título despliega. Retorno a la infancia del cine, el cine mudo, el serial, la edad de las imágenes inocentes, abiertas, todavía nuevas. Pero ese retorno fue tal –Fieschi lo ha explicado con gran precisión– porque en su historia personal el cine fue vivido, desde la infancia tardía y luego la adolescencia, como “una búsqueda de las imágenes anteriores”, de los cuerpos, de los paisajes de su Córcega natal; agrega: “quizá hasta del origen de las imágenes”.31 La confusión que oprime se sitúa evidentemente allí: ese intervalo entre infancia y cine, que se convierte, gracias a la paluche, en estremecimiento del cuerpo, centelleo del blanco y negro, quisiera tocar con el dedo hecho ojo el momento improbable en que toda imagen se sigue manteniendo en el umbral de la alucinación. Esto es lo que él trata de delimitar en instantes supremos de miradas de cine que se vuelven la anticipación y la réplica de su ojo dilatado, de la mezcla de deslumbramiento y terror que allí se concentra; instantes que Fieschi a la vez cita y busca reproducir con sus propios medios. Como la famosa continuidad de la mirada entre Nosferatu y Nina en la película de Murnau, por la cual el vampiro responde, en un espacio puramente imaginario, a la premonición teñida de sonambulismo de la mujer. Y la mirada errante, imposible de atribuir, de Vampyr, que termina por adherir al único punto de vista imposible: el punto de vista de un muerto, de la Muerte que se une así al espacio de los terrores infantiles. La voz de Dreyer que se escucha en el tercer plano (el recorrido por las fotos de films

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En inglés, pull together significa reunir, volver a unir, y pull oneself together, calmarse, recuperar la compostura o el control de las propias emociones. La frase podría interpretarse como un juego de palabras que implica ambos sentidos.

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Entrevista por Jean-Paul Fargier, op. cit., p. 32.

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y el texto) testimonia esa paternidad del cine hacia el cual la obra retorna para poder acercarse, a través de “la cultura como recuperación nostálgica del paraíso”, a lo arcaico de la infancia. Semejante relación en el cine como lugar de sí mismo es un asunto puramente europeo, alemán y, sobre todo, francés (o belga). Se lo encuentra como algo inacabado en la obra de Kuntzel. De Nostos I a Nostos II, se reinscribe así en el cuerpo-video uno de los films que ha delimitado más cruelmente la mezcla de goce y destrucción ligada a las capacidades imaginarias del dispositivo cine: Letter from an Unknown Woman. En el video, el protagonista (el propio Kuntzel, descompuesto-recompuesto) se encuentra cerca de la ventanilla de un tren en marcha, como la pareja romántica del film en el tren del parque de diversiones. En la instalación, la banda de sonido del film oficia directamente de doble cultural y de soporte de ficción. No bien comienza la película, la protagonista empieza la carta que anuncia su muerte cercana; y con esa muerte se interrumpe la carta y el film termina (o casi), y se transforma así en su realización. Ese comienzo y ese final de la carta, de un romanticismo exacerbado, coinciden con el desarrollo de los nueve videos; la música de la película sirve también de puntuación al conjunto: delimita los cuatro actos donde se reinscriben, por una especie de repetición, algunos motivos del film. El video actualiza, mediante el trabajo de la paluche y la circulación de las imágenes entre las nueve pantallas, los efectos inconscientes de memoria (de “pizarra mágica”) propios del dispositivo cine (Kuntzel utilizó a tal efecto una paluche desajustada que al más mínimo movimiento agrega una estela blanca a las formas que abarca, produciendo así una imagen carnal del trabajo de la memoria). El momento más fuerte, con el tratamiento del libro del que ya hablé, es la larga secuencia que ve aparecer, interminablemente, contra un marco de ventana que por sí solo ya parece un recuerdo-pantalla, las fotos de familia y de infancia: estas se acumulan unas sobre las otras gracias a diferentes pantallas y forman de nuevo un bloque. De tal modo que cada una de las imágenes se convierte poco a poco en el fantasma de la otra. También es un film –y también una foto, pero esta vez procedente del mismo film– el que sirve de punto de partida a Hyaloïde y precipita la resolución que le permitirá a la foto de infancia aparecer. Se trata de la foto de Lucy Holmwood, la novia de Jonathan Harker, que Van Helsing observa en Dracula, de Terence Fisher, la primera gran remake del Nosferatu de Murnau. Hay en la obra de los Nyst (donde otros films representan roles similares: Poltergeist en Thérésa plane) una diferencia notable: miran ese film en la televisión. Esta se vuelve, como en el caso de Odenbach, el proveedor del cine; afloja así el frente a frente intenso que domina en Fieschi y Kuntzel, retoma la función central que es por naturaleza la suya en la formación del autorretrato de video. Por otra parte, ya lo hemos dicho,

la obra de los Nyst es mucho más abierta, lúdica: uno recorre alegremente lugares variados que se engendran hasta perderse de vista, con una suerte de aceleración que nos recuerda el principio del hojaldrado de los niveles que vimos en Downey. Solo que el proceso es de naturaleza más íntima, como en Odenbach, aunque de manera aún más explícita. Para sugerir su funcionamiento a un nivel privilegiado, se puede, por ejemplo, evocar la serie de las palabras que se encadenan al paso de las imágenes (inscribiéndose, escribiéndose en la imagen) alrededor de la idea de escritura. Se transforma directamente, de este modo, en el lugar de anclaje y de referencia, en esos videos animados por semejante gusto por la palabra y los juegos de lenguaje; muestra asimismo, ligeramente, que uno de los componentes del autorretrato es su apego a las series irregulares que son el eco lejano de las taxonomías enciclopédicas de la Edad Media y del Renacimiento. He aquí, pues, sin contar las palabras que vuelven dos veces en imágenes diferentes, para subrayar el vértigo de esos juegos asociativos obsesionados por las figuras retóricas, congregadas en torno de sus dos grandes hermanas gemelas, metáfora y metonimia: eco grafía, video grafía, hagio grafía, foto grafía, orto grafía, coreo grafía, mecano grafía, cali grafía, caco grafía, cripto grafía, icono grafía, historio grafía, radio grafía, hidro grafía, mono grafía, cristalo grafía, micro grafía. Se habrá observado hasta qué punto la foto penetra la mayoría de esas tentativas. Fotos de infancia, en Kuntzel y Nyst. Fotos de cine, en Nyst y Fieschi. Fotos de la enciclopedia del mundo, en Odenbach y Acconci. Es que la foto, que suspende el tiempo, reduce el film al fotograma y el video a su elemento cero. No importa lo que represente, la foto es la imagen por excelencia, a la vez documento, rastro y enigma. Da al mismo tiempo testimonio de la dispersión del mundo y de la división del tiempo. Es por definición la primera imagen (histórica y materialmente a la vez); y se transforma así tanto mejor en la última, el resto de un dispositivo global que ella metaforiza, operando una reducción que da pruebas también de su fuerza para inscribir la separación y la muerte. Un video de Bill Viola, The Space between the Teeth, lo muestra. Una porción de espacio, un hombre sentado, el propio Viola. Nos mira largamente y de pronto aúlla. Varias veces. La cámara retrocede y descubre un corredor interminable. Finalmente se detiene. El hombre grita; y cada grito, a intervalos regulares, provoca, por sacudidas, un avance vertiginoso de la cámara, que no se detiene sino cuando se ha acercado lo suficiente para descubrir el espacio que el hombre tiene entre los dientes. Después de cada avance, retrocede en el corredor, adoptando gradualmente una posición cada vez más cercana al hombre. Pero con cada grito, al término de cada avance, después de que la cámara ha alcanzado el espacio entre los dientes, se inscribe una ligera separación: como un hipo rítmico, compuesto en un principio de una o dos imágenes nulas. Cuanto más se acerca uno al hombre, más grande es la separación; rápidamente aparece un decorado en ese espacio abierto por intermitencia: una cocina, una

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9 10 Danièle y Jacques-Louis Nyst, Hyaloïde, 1985.

mesa de desayuno. La duración de cada plano pronto se revierte entre los dos espacios: la cámara que está en el corredor se encuentra ahora contra el rostro, cada plano es muy corto; en la cocina, el tiempo pasa, Viola entra y vuelve a salir. Una canilla abierta. El plano sigue allí. Volvemos al corredor: la cámara recuperó su posición primitiva, al fondo del corredor; pero la imagen es ahora blanca y negra, ligeramente balanceada contra un fondo coloreado mate e indefinido. Se escucha un grito, y gracias a un efecto de zoom hacia atrás, la imagen del corredor se destruye: es una polaroid, minúscula, que cae al mar. El plano dura lo que tarda en llegar una ola; esta se lleva la imagen, que se desliza hacia la izquierda, fuera de campo. ¿Qué podemos concluir de esta asombrosa estrategia? La impresión que domina, y permanece, es que todo el video se reduce súbitamente a una foto, apenas entrevista en el tiempo que dura un grito. Como si un instante la resumiera, para poder desaparecer. La foto tiene así una función de verdad: vanidad de la imagen. Pero si reflexionamos un poco más sobre la imbricación de las dos series, percibimos esto: a cada grito la cámara penetra en el cuerpo, circunscribe un instante elíptico y luego hace aparecer, en su lugar, una escena que parece surgir de entre los dientes. Esta escena, primero casi fotográfica por su brevedad, se instala poco a poco y termina por volverse más real que la otra (ya lo es por lo que representa). La irrupción brutal de la foto es un llamado al orden: lo real no está del lado que nosotros creemos; está en el intervalo, entre los dientes, en la cámara negra del cuerpo de donde la fotografía, justamente, cae.

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Thierry Kuntzel, 1-6: Nostos II (instalación), 1984; 7-8: Nostos I, 1979.

Cuarto movimiento Al principio de The Reflecting Pool, un hombre sale del bosque y se queda parado al borde de una piscina. Está de frente, se ve su reflejo en el agua. De pronto salta y su cuerpo se congela, detenido en el aire. El reflejo ha desaparecido. En la piscina, poco a poco, se va organizando una vida de movimientos diversos. El reflejo inicial del cuerpo reaparece, se desdobla y se desplaza. Cuando el espectador mira con ojos desorbitados tratando de comprender cómo esto se relaciona con el cuerpo suspendido, se da cuenta de que este ha desaparecido sin que él (es la reacción más frecuente) lo haya visto desaparecer. ¿Qué podemos deducir, nuevamente, de semejante estratagema? En primer lugar, que la obra de Viola está animada por una pasión por la imagen fija o, mejor aún, por una parte de fijeza en la imagen; es una incitación a la reflexión sobre lo que sucede con la imagen dotada de movimiento cuando, como él (podríamos multiplicar a nuestro antojo los ejemplos), uno ya no la concibe por principio como tal. Llamemos a semejante conciencia lo fotográfico. Seguidamente uno ve que esos efectos están anclados en el cuerpo, el cuerpo propio del autor. Operan de entrada un pasaje más allá del narcisismo: en The Space between the Teeth, dejando atrás la imagen del cuerpo manifiesto por medio de una irrupción en el cuerpo profundo; en The Reflecting Pool, separando (de diversas maneras) el cuerpo de su reflejo. Uno observa también que cada

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uno de los videos corresponde a un tipo de lugar (aunque los dos son lugares de experiencia, tanto para la imagen como para el cuerpo): uno perfectamente cerrado; el otro abierto, en plena naturaleza. Finalmente está claro que Viola exige al espectador una atención particular que debe ejercerse tanto cuando las cosas van (demasiado) rápido como cuando van (demasiado) lentamente. Si preguntamos a Viola por qué se toma como actor-sujeto en un número importante de sus videos (la proporción se sitúa alrededor de los dos quintos, sin contar sus instalaciones, en las que aparece de manera menos regular), responde, como Marcel Odenbach (o Kuntzel, o Fieschi, etc.), que es un modo de preservar una intimidad necesaria para la experiencia del rodaje y, de manera más general, para el conjunto de su experiencia, de creación y de vida. Ha tendido cada vez más a la eliminación de todo intermediario en las diferentes etapas de su trabajo, teniendo acceso a los equipos de avanzada (en Sony, en Japón, para Hatsu Yume), y sobre todo montando poco a poco en su casa (como Godard) una verdadera unidad de producción. Así, cada vez más trabaja solo (con su mujer y colaboradora, Kira Perov). Dice: “Mis trabajos son la expresión de mí mismo”; “mantener mi trabajo tan cerca de su fuente como sea posible”. Dice también: “No existe diferencia entre lo que yo hago y lo que hace un escritor”. Y agrega: “Uno crea esa cosa que existe fuera de uno: el texto”.32 Fuera de uno, pero a partir de uno: es en ese hueco donde se constituye el singular autorretrato de Viola. Al pasar revista a sus diversas apariciones, uno se da cuenta de que ellas se sitúan en el cruce de dos grandes ejes. El cuerpo es el soporte de una experimentación que apunta a determinar las posibilidades del medium; es un cuerpo-dispositivo (los cuatro cuerpos superpuestos de Olfaction, la gota de agua-espejo deformante de Migration, las palomas que levantan vuelo en 32

“La sculpture du temps”, op. cit. Es útil la comparación con lo que dice Bruce Nauman: “Esta obra no es autobiográfica. No habla verdaderamente de mí. Mientras trabajaba en ella, recurría sobre todo a imágenes mías, pero casi cada imagen está al revés, o no se ve la cabeza o solo se ve la espalda. Lo importante era sobre todo tener la imagen de una forma humana, aun cuando utilizara la mía de esa época. Un poco más tarde, cuando comencé a usar imágenes de otra gente, prefería que hubiera un rostro, porque se trataba de un actor –un actor, es decir, no cualquiera– (“Keep Taking Apart, A Conversation with Bruce Nauman by Chris Dercon”, Parkett, nº 10, 1986, publicado en parte en Video, op. cit). Sobre Viola, ver igualmente “L’espace à pleines dents” (continuación de la entrevista precedente con Bill Viola, por Raymond Bellour); J.-P. Fargier (dir.), Où va la vidéo?, Cahiers du cinéma, 1986; Anne-Marie Duguet, “Les vidéos de Bill Viola, une poétique de l’espace-temps”, Parachute, nº 45, diciembre-febrero de 1986-1987. Y los tres catálogos: Arc, musée d’Art moderne de la Ville de Paris, 1983-1984; The Museum of Modern Art, New York, ed. Barbara London, 1987; Contemporary Arts Museum, Houston, ed. Marilyn Zeitlin, 1988.

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cámara lenta para responder a la vibración sonora de la fuente que Viola deja caer al suelo en Washington Square, en Truth through Mass Individuation, etc.). El cuerpo es también (y las dos cosas van a menudo juntas) el lugar de un sufrimiento, cuyas estaciones va recorriendo según un ritual que es una enésima transformación del modelo del vía crucis. El ejemplo más fuerte es Reasons for Knocking at an Empty House, en sus dos versiones, video e instalación, concebidas a partir de una misma experiencia, tres días y tres noches pasados sin dormir: en el video, uno se encuentra en una habitación donde los desplazamientos del cuerpo y las variaciones de luz proyectadas por dos ventanas delimitan otras tantas fases; en la instalación, frente a la silla de inquisición reservada al espectador que participa en directo del sonido, hay un monitor en el que aparece Viola, deshecho, golpeado por detrás a intervalos regulares. El dispositivo es así el lugar de un suplicio y de una experiencia; es también el instrumento de una educación, y el medio de una resurrección. Provee la regla, la disciplina consentida que da acceso al oficio de vivir. La mirada es su ejercicio; el mundo, su teatro; la percepción, su modo de pasaje; la memoria, su condición. Así se llega a la invención. Lo que el autorretrato de Viola tiene de singular es que el trabajo de la memoria que allí se elabora se refiere estrictamente a sí mismo, produce un eterno presente que se está constituyendo. Volvamos a pensar en The Space between the Teeth, donde la cámara, para llegar hasta el interior de la boca, pasa cada vez, en su avance por el corredor, por la serie de las posiciones a las que retorna en orden decreciente, para volver a partir, y así sucesivamente… Tomemos Return. Viola en un jardín, a lo lejos, vestido de blanco, con una campana y un martillo en la mano. Da un golpe, luego dos, luego tres, y cada vez avanza unos metros. Al cuarto golpe, retrocede con una especie de salto a la posición 3 y vuelve de la misma manera a la posición 4. El proceso se repite hasta el décimo golpe (si conté bien): cada vez Viola recorre nuevamente todas las estaciones hasta la tercera, luego vuelve de golpe a aquella en la que acaba de hacer sonar la campana. Está en plano cercano. La cámara retrocede y muestra un inmenso granero. Viola entra; nuevamente un plano general. El mismo proceso se repite hasta el decimoctavo campanazo (hace ya un tiempo que uno ha perdido la facultad de detallar todas las posiciones anteriores por las cuales el cuerpo parece, sin embargo, pasar escrupulosamente, sobre todo porque la segunda parte de su movimiento ahora solo es visible por la puerta del granero). Entonces solo se ve su buzo blanco en primer plano. Va de nuevo hacia atrás, llevado en un movimiento que se torna vertiginoso; pero esta vez el ritmo es más lento y se vuelve a oír en cada una de las estaciones el sonido de la campana. Así es como la memoria puede referirse a su propio funcionamiento, rastro de un eterno presente.

En esta obra donde nada es autobiográfico, todo toma ese carácter debido a su modo de constitución. Y, sin embargo, uno no siente ninguna complacencia, ni tampoco un excesivo encierro (como en el autorretrato literario de Roger Laporte, por ejemplo, La Veille, etc., referido incesantemente a la producción de su escritura). Es porque se ofrece un mundo fenomenal infinitamente rico, empleando el modo singular de una toma de conciencia exacerbada de las condiciones físicas y mentales que implican su captación y su apercepción. De allí el valor a mi criterio tan notable de este título: Chott-el-Djerid (A Portrait in Ligth and Heat). Viola solo aparece en un plano, muy largo, donde un punto, al límite de la invisibilidad, avanza en el horizonte hacia el espectador, aunque sigue estando demasiado lejos como para poder identificarlo. Entonces, ¿de quién es el retrato que compone este video? Del desierto, evidentemente. Pero también del ojo que lo percibe. Un retrato “de luz” y “de calor”, porque el calor y la luz son los componentes materiales que modelan la imagen para el teleobjetivo que suple aquí la función del ojo y capta una realidad constantemente al borde del espejismo. El video se transforma así en el retrato enigmático de aquel que vive y revive al mismo tiempo la experiencia del desierto gracias a las posibilidades tecnológicas de un equipamiento cuya función es clara. Así se dibujan los contornos de su retrato. A la pregunta “¿Quién soy?”, solo puede responder: I Do Not Know What It Is I Am Like. Lo que él es se reduce a la inmensidad que nosotros vemos y a la singularidad de la experiencia que allí se vive, a las estaciones, a los lugares recorridos por aquel que la vive, haciendo pasar y volver a pasar sus imágenes. Podríamos hacer un inventario. Nos conduciría a una especie de tabla de arquetipos, en la frontera del psicoanálisis de Jung y de la tópica sensible de la imaginación esbozada por Vico, en la que Barthes veía un ancestro de la crítica temática de Bachelard.33 Excepto que a los universales de la imaginación caros a Vico y que Viola vuelve a considerar, a su manera, se les agrega una reflexión interna sobre la tecnología que permite expresarlos y una inmersión global en un universo científico. Podríamos simplemente enumerarlos. Nombraríamos primero los lugares de naturaleza, que son otros tantos lugares de soledad: desierto, montaña, bosque, llanura, jardín, extensiones de agua, etc. Vendrían luego todos los lugares de encierro, que forman la otra faz de la experiencia solitaria: corredor, habitación, celda, toda habitación desnuda con algunas ventanas para colocar la máquina de ver. Entre ellos encontraríamos lugares intermedios, habitados, hasta poblados, calles, salas, carreteras, plazas, etc., pero siempre penetrados por esa misma cualidad de soledad: ella se debe largamente al hecho de que la obra de Viola hasta ahora está enteramente desprovista de 33

Roland Barthes, “L’ancienne rhétorique”, op. cit., p. 209.

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lenguaje, y lo reduce a un entorno sonoro (de una extraordinaria calidad de presencia). Finalmente, estarían los lugares de cultura, que se manifiestan tanto en los títulos, los comentarios escritos de sus videos o de sus instalaciones como en lo que éstos muestran (acompañan discretamente una obra que nunca utiliza la cita de manera explícita): las culturas extremo-orientales y las sociedades primitivas, con sus rituales, los poetas y los místicos, las referencias científicas y, finalmente (porque su obra tampoco escapa a la vida cotidiana, ni a Estados Unidos), la televisión. Todo esto también podríamos clasificarlo, jerarquizarlo, de a pares de opuestos de tamaño diferente que se engendran y se conforman según una lógica circular: naturaleza/cultura, cerrado/abierto, muerte/vida, sombra/luz, animado/ inanimado, visible/invisible, móvil/inmóvil, frenado/ acelerado, humano/ animal, humano-animal/vegetal-mineral. Tales son los lugares, materiales y abstractos a la vez, por los que pasan, transformándose a su vez en lugares propios, los cuerpos soportes de imágenes: después el propio Viola, su mujer (una sola vez, pero de manera estremecedora, en Moonblood), otros hombres y mujeres, niños (en dos ocasiones fuertes, en Silent Life y Songs of Innocence), y muchos animales. Pero ¿qué quiere decir, más precisamente, autorretrato sin autobiografía? Tres tiempos se suceden y se superponen en la experiencia de Viola: el “tiempo real”, repartido entre el de su percepción propiamente dicha y el de la cámara que la duplica y focaliza su imagen en el monitor (“la cámara está siempre en funcionamiento, siempre hay una imagen”); el tiempo de grabación, que opera una selección en ese tiempo continuo; el tiempo del montaje final, que trata de producir la ilusión de que el segundo tiempo poseería la continuidad del primero. Existe, sin embargo, un cuarto tiempo del que se ignora todo pero cuya presencia se presiente, y que explica por sí solo la profunda turbación que emana de las obras. Este tiempo atraviesa los tres tiempos hasta el tiempo de percepción, al que se adhiere y abre de este lado un tiempo personal sin rostro del que nada sabemos, que barre el espectro de la vida anterior. De manera que todo parece haber sido “déjà vu”. Si el trabajo de la memoria informa cada video a tal punto que las imágenes aparecen allí como otros tantos recuerdos-pantalla que se engendran unos a otros, es porque ellas mismas sirven de pantalla a imágenes de las que nada se nos dice. Imágenes de las que Viola no pretende ni hacernos compartir su existencia ni aun dejar entrever que él la comparte con sí mismo. De allí la extraña vibración que recorre este eterno presente que siempre se está aboliendo, ese tiempo perpetuamente recuperado porque no confiesa ningún tiempo perdido. Por ello, ese tiempo es de carácter más trágico que nostálgico. A nivel del dispositivo imagen mismo, Viola difiere así de Kuntzel, del que por otro lado está tan cerca en la elaboración de un cuerpo-memoria.

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Bill Viola, 1-2: The Reflecting Pool, 1977-1979; 3-4: Reasons for Knocking at an Empty House, 1983; 5-6: The Space between the Teeth, 1976; 7: Moonblood, 1977-1979; 8: Silent Life, 1979.

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9: Chott-el Djerid. A Portrait in Light and Heat, 1979; 10: The Semi-Circular Canals, 1975; 11-12: Ancient of Days, 1979-1981; 13-16: I Do Not Know What It Is I Am Like, 1986.

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Es lo que hace, creo, tan emocionante la sección central de I Do Not Know What It Is Am Like. Por primera vez, Viola se muestra en su casa, solo, trabajando, en una de esas veladas en las que se alcanza el más alto grado de intimidad consigo mismo. Las otras cuatro partes de este largo video sobre la animalidad hecha hombre (89”, el más largo de sus videos) refluyen más o menos allí, por una convergencia de motivos que pasan en buena parte por el minimonitor instalado sobre su mesa de trabajo. Uno se encuentra en la ilusión de un tiempo real, casi autobiográfico, si no fuera porque la vida allí no se cuenta sino que se muestra, en estado bruto, y trascendente. A través de los actos muy cotidianos que efectúa Viola (leer, ver videos, beber, comer, deambular), surgen dos series de acontecimientos. Por un lado las contracciones, las sustituciones, las mezclas entre representaciones por las cuales (como en The Reflecting Pool) el tiempo real entra en su dimensión de tiempo condensado, mágico, de ultratiempo. Por el otro se suceden las reverberaciones que hacen aparecer por todos lados imágenes extrañas de su cuerpo diseminado: en una canilla, en un globo, en gotas de agua caídas sobre la mesa, en la fuente en la que está servido el pescado que él come. Así como lo hemos visto aparecer filmando en el ojo dilatado del búho que hace la transición entre la segunda parte del video y esta. “El color de la pupila es negro. Es en ese negro donde ustedes ven su propia imagen cuando tratan de mirar atentamente en su propio ojo, o en el ojo de algún otro”.34 Pero ese “Yo” que se ve en su propia mirada como en el ojo de los animales y en los objetos que lo rodean, ese “Yo” no sabe ni quién es ni a qué se parece. Ese espesor que se llama él mismo debe su realidad a la profundidad orgánica del ser vivo de la que él participa, como también a la tecnología susceptible de (re)producir su complejidad y, por ende, de incluirla allí como cuerpo-conciencia y cuerpo-imagen. Viola toma del Rig Veda su título, que podría ser el lema severo del autorretrato. Pero más que a esas culturas ancestrales cuyo padrinazgo le agrada evocar, me parece que, a través de esos nuevos estados del Yo que nacen de la ciencia moderna, y en particular de los nuevos modos de producción de la imagen, Viola opera un retorno hacia los propios orígenes del autorretrato en la tradición occidental, tal como los describe Beaujour. Vuelve a encontrar las preocupaciones del Speculum mundi, de los teatros de la memoria de la Edad Media y del Renacimiento (tituló una de sus más bellas instalaciones The Theater of Memory). Y más que cerca de Montaigne, del movimiento de interiorización que él vincula a sí mismo, por disperso e impersonal que uno se considere, yo lo vería cerca de Bacon y de su “método”, de Loyola y de sus Ejercicios espirituales, o hasta del 34

Extracto del texto escrito por Viola para el videodisco de I Do Not Know What It Is I Am Like (1986).

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Descartes de las Meditaciones. Intenta reformular una versión contemporánea, con los medios que le son propios, a partir del contexto creado por la individualización del Yo moderno. Pero con la diferencia de que la ascesis lógica de la meditación del filósofo, como el ejercicio del santo, están inmersos a priori en el cuerpo del mundo sensible del que participan las operaciones tecnológicas que lo hacen visible. El presupuesto de que yo soy se sostiene en esa inmersión donde las palabras faltan para decirse. La ausencia del lenguaje es fundamental, para que se supla sustituyendo el “yo escribo” por el “yo videízo” que querría ser su equivalente (como en Kuntzel también, aun cuando los presupuestos sean distintos). “El autorretrato pone en escena y da una forma dialéctica a la tensión entre yo pienso y yo escribo, pues el cogito cartesiano no responde a las preguntas: ¿Quién soy? ¿Qué sé?”.35 Esta es la tensión que existe en la obra de Viola, sobre el fondo de la relación de implicación entre la tecnociencia y el Yo-Naturaleza que es su tema fundamental. Este vínculo a la vez lógico y místico con la naturaleza (en el sentido casi alquímico) es lo que hace, por un lado, de esta obra una obra romántica todavía inervada por el fantasma (discreto pero profundo) de una utopía del arte (“El poeta se encarga de la humanidad, de los animales también”). Es la condición en la cual la tecnología puede tomar el lugar de Dios para contribuir a la formación de una nueva subjetividad: entre su suspensión, su diseminación en un arte de deriva (una de cuyas formas es el autorretrato), y su solidificación-disolución en las frías retóricas de la comunicación. “Con la integración de las imágenes y del video en el campo de la lógica informática, emprendemos la tarea de construir el mapa de las estructuras conceptuales de nuestro cerebro a partir de la tecnología”. “Hoy en día, el desarrollo del yo debe preceder al de la tecnología –de otra forma, no llegaremos a ningún lado–, habrá departamentos en copropiedad en el espacio de datos (ya hemos comenzado con la TV por cable)”.36 Pero no deberíamos creer que ese Yo, ideal e idealizado, que en un sentido querría recuperar un estatuto anterior a la gran crisis del Renacimiento (es decir, antes de que la retórica perdiera definitivamente su hegemonía), ignora en algo la lógica austera de la crisis de la que nació. Esta se perpetúa también, sin cambios, en particular a través del autorretrato que es uno de sus signos, a pesar de las mutaciones que la afectan, cualesquiera sean la superación y la transmutación de las que se la quiera dotar. En la quietud obsesiva de su casa californiana, Bill Viola, dedicado al trabajo, se reunió con la imagen de

sí mismo que él se proyectó a través de su representación de San Juan de la Cruz. Entra en la celda, y allí oye mucho mejor el fragor del mundo, las voces de su espíritu. Y, como el santo se murmura allí a sí mismo los Cantos de la noche oscura que él dirige a Dios, Viola entra allí en The Night of Sense (es el título de la tercera parte del video) para decirse a sí mismo: “I Do Not Know What It Is I Am Like”, y hacer de este pasaje obligado por el autorretrato una interrogación dirigida a la creación entera.

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Michel Beaujour, op. cit., p. 19.

VI. Apertura Las obras que hemos analizado se hacen todas, aun cuando no la formulen como tal, la pregunta del “¿quién soy yo?”. Responden haciendo de ese “yo”, a veces apenas percibido, un ser de dispersión, de exceso, de deriva, de juego, y el soporte visible de un anonimato que prepara un acceso tanto a la captación del mundo como a las fuerzas de la inquietud personal. Vemos sujetos atraídos desde lo más íntimo de ellos mismos hacia una forma nueva de “pensamiento del afuera”, a partir de las exigencias y de las posibilidades de la imagen y del sonido. Como bien lo señalaba Elisabeth Bruss, las dificultades que experimenta el cine con respecto a las exigencias del pacto autobiográfico muestran que este podría a cambio “poner al desnudo un misterio más radical que escapa totalmente a la introspección”. Y precisa: “atraer la identidad más allá de lo que puede abarcar una conciencia única, y aun más allá de lo que la conciencia humana puede abarcar sin ayuda de otros”.37 Hemos visto lo que la mutación y la multiplicación de las técnicas precipitan, a través del video y todo lo que este implica: la imposible autobiografía se transforma allí explícitamente en autorretratos de un nuevo género, que se despliegan con una consistencia, una continuidad y una lógica de las que el cine no ofrece en verdad equivalente. Si, para terminar, propongo detenerme en Godard, es porque este, al abordar la cuestión por el otro lado, la envuelve y le da la dimensión que le falta: el autorretrato precipitado, gracias al video, al corazón de la ficción. La ficción, en Godard, siempre ha oficiado de adorno y de alarde; abriga un triple deseo: de mito, de lección y de enciclopedia. Un deseo que progresivamente se fue dividiendo en sí mismo por la irrupción cada vez más flagrante de aquel que se hace de manera imprevista la pregunta del “¿quién soy?”. Esta pregunta implica una revisión. Lo vemos, por ejemplo, en la manera en que Godard se encontró de nuevo proyectado en un retrato cómplice que

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Bill Viola, “Will There Be Condominium in the Data Space?”, Vidéo 80, nº 5, otoño de 1982, pp. 40-41 (y en Vidéo, op. cit., pp. 71-72, 73).

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Elisabeth Bruss, op. cit., pp. 480-481.

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le fue dedicado (por Cinémas, Cinéma, en ocasión del estreno de Soigne ta droite), a través de una de las secuencias más reflexivas de su obra, acompañada de una autorreflexión lúdica y desviada así hacia el autorretrato.38 ¿Qué significa la escena de Les Carabiniers donde los dos protagonistas regresan con una maleta repleta de tarjetas postales, que ellos consideran la prueba de las realidades que muestran? Nada menos que la posesión (ilusoria) del mundo, su proyección como representación. La tarjeta postal es por excelencia un lugar de memoria, en ella desfilan todas las imágenes, por clases y categorías, como en las enciclopedias, los ficheros y los glosarios. Componen juntas un espejo del mundo. Godard se desliza en su circuito, según la misma banda de sonido, por la sustitución de ciertas series del film (en blanco y negro) por series (en colores) dispuestas a partir de su imaginario personal: de este modo transitan sus imágenes del mundo, del cine y de él mismo como agente de esas imágenes. Así redistribuida, imagen por imagen, con soltura, con imprevistos, por medio de tarjetas postales y fotos interpuestas, su imagen invita a abarcar ese movimiento a partir de un retorno a su obra anterior. El documental atraviesa allí la ficción, construye, estremece la ficción de manera muy particular. Por un lado, el cine vuelve sobre sí mismo con una intensidad hasta ahora nunca vista, de modo que la obra se anuncia como recuperación, parodia, pastiche, homenaje a toda su historia (culmina en su viejo proyecto de historia del cine concebido hoy por Canal Plus).39 Por el otro, una mirada sobreaguda se proyecta sobre el mundo actual, se entrega a un inventario loco de los lugares comunes y de los lugares culturales. Esa mirada es salvaje, espontánea, anárquica, desordenada, como el ascenso a través del cine que constituye su nervadura. Pero no por eso es menos obsesiva, sistemática, clasificadora. Muy cercana, globalmente, a lo que Vigo llamaba “un punto de vista documentado”. Es la manera en la que un “Yo” se dice sin decirse aún como tal. Es también la manera en que gira hacia lo impersonal: lugar vacío de todas las voces que pasan y hablan en él. Durante un poco más de diez años, Godard compone y recompone como novelista las Mitologías de Barthes y su Sistema de la moda: elabora a través de las ficciones que animan a sus personajes un informe sobre el mundo contemporáneo. Esos personajes tienen un cuerpo, una voz, fragmentos de destino: es lo que preserva en ellos su singularidad, y de ese modo la ficción, lo novelesco y su mito. Pero son también tejidos de citas, voces ya constituidas, aglutinaciones de códigos, aglomerados de discursos: la ficción se tambalea entre el revoltijo

y la enciclopedia; navega entre los placeres de la enumeración y los de la copia. Se fragmenta siguiendo una línea que va de Rabelais y Don Quijote a Bouvard y Pécuchet, derivando del Pequeño Libro Rojo al catálogo de la Manufacture d’Armes et Cycles de Saint-Étienne.* Durante aquellos años, Godard se muestra poco en su misma obra (aun cuando la rodee de discursos y se reserve allí algunas repeticiones fuertes, como las voces off de Vivre sa vie [Vivir su vida] y de Deux ou trois choses que je sais d’elle [Dos o tres cosas que sé de ella]). Permanece enmascarado detrás de tantos voceros como cuerpos, voces y personajes hay. Este equilibrio inestable se rompe en el curso de su período militante; y la ruptura se traduce esencialmente en una confrontación con el video y la televisión. Toma dos caminos: una retórica de la persuasión, una promoción de lo íntimo y de los pequeños papeles. Ambos emergen a partir de Ici et ailleurs y de Numéro deux, films de transición y films matrices, y de allí modelan, modulan toda la obra, sobre todo desde el momento en que esta opera (es su tercer gran movimiento) un retorno por y hacia la ficción. La retórica de la persuasión desarrolla y racionaliza la lógica de la lección: lección-provocación, lección-conversación, lección-deglución de las obras del primer período (y, más allá, de todas sus “ficciones”); lección-hormigón (pero siempre nutrida de ironía) de la palabra militante. Resulta de allí, cuando la utopía del todo-política se quiebra, una utopía de carácter a la vez público y privado que encuentra en la televisión su lugar natural de desenlace. La lección ya no se dirige solo a los interlocutores privilegiados en el intercambio de la ficción ni a las masas soñadas en el film militante; apunta a una audiencia supuesta, imaginada. La lección quiere persuadir apostando a la construcción de una retórica crítica concebida como búsqueda de la verdad a partir de la singularidad de un punto de enunciación: la voz, la palabra y a menudo el cuerpo de uno solo. Godard autor-entrevistador-lector-improvisador-enunciador. Esta retórica privada va contra la retórica “monstruosa” de los medios; pero no por ello deja de plantearse como utopía, al nivel mismo de la comunicación, tratando de hacer con las palabras-imagen un tipo de trabajo equivalente al que la antigua retórica confiaba al discurso, en un mundo social del que constituía por una parte la coherencia. Contradictoria en ella misma –es su singularidad y su fuerza–, la retórica de Godard postula un nuevo comienzo del mundo a partir del diálogo personal que un sujeto

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La realización de este episodio lleva la firma de Pierre-Oscar Lévy.

Evidentemente, hay que retomar todo esto a partir de los dos episodios ya existentes de las Histoire(s) du cinéma.

Célebre empresa que producía, entre otras cosas, armas, bicicletas, máquinas de coser y artículos de pesca, y cuyo catálogo de ventas por correspondencia era conocido en todo el mundo.

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trata de establecer con otros. Es por eso que esas vueltas y revueltas buscaron dirigirse prioritariamente a los niños. Y siguiendo esa corriente se desarrollaron desde hace diez años, acompañando a sus films, lo que podemos llamar los “pequeños papeles” de Godard. Prefacios-proyectos previos a Sauve qui peut (la vie) y Je vous salue Marie, corolario a Passion, Lettre à Freddy Buache, Changer l’image (en Le Changement), Soft and Hard, entrevista con Woody Allen (Meetin’ WA), fragmentos del Spécial Godard de Cinémas Cinéma, etc. Estas miniobras (que pueden ser largas) tienen varios caracteres en común: dirigidas al Centre du Cinéma o producidas para cadenas, francesas o extranjeras, todas tienen una existencia pública; en eso tienen mucho en común con las dos grandes series televisivas y participan plenamente, a su manera, de la retórica de la persuasión. Pero también poseen una dimensión íntima, que se debe a lo que se muestra, al tono de confidencia. Estas obras están como adosadas a la autobiografía, puesto que casi todas ilustran instantes de vida. Sin embargo, nunca tratan de asumir esa carga, aun en los casos en que expresan la cotidianeidad más contingente; se focalizan en el trabajo de creación, en lo concerniente a la producción, en los caminos de la invención. No cuentan sino que muestran, demuestran; tienen una absoluta calidad de presente, sea cual fuere la nostalgia que las atraviesa (por el cine del pasado, por ejemplo). La manera misma en la que Godard se muestra, trabajando, precisamente, muy a menudo en medio de sus máquinas, lo que él dice, lo que se ve, lo que se siente, todo manifiesta que estas obras fueron rodadas con total libertad, como lo hace aquel que posee sus propios instrumentos y los maneja, como decía Mallarmé hablando del verso libre, “a su antojo”. Finalmente, la obra en curso de elaboración (y a veces esta de la que hablamos) se refiere muy a menudo a la escritura, al texto: aquel que intenta iniciar un combate entre la escritura y la imagen-sonido, enviando a la primera a la muerte e intentando dotar a la segunda de una vida nueva, está siempre tratando de sustituir una por la otra, de intercambiar sus propiedades, de fusionarlas. Muy naturalmente, en cuanto resulta necesario, estas obras continúan el proceso de asimilación de la imagen al escrito, que en parte pasa por la posibilidad de tratar (después de Ici et ailleurs y Numéro deux) la pantalla como una página de escritura, de fundar una suerte de escritura-pantalla (allí también como la televisión y en competencia con ella).

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Jean-Luc Godard, 1-2: Numéro deux, 1975; 3: Passion, 1981; 4: Lettre à Freddy Buache, 1982; 5: Prénom Carmen, 1982; 6: Soigne ta droite, 1987; 7-8: Scénario du film Passion, 1982.

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Todas estas obras, privado-públicas, adosadas a las grandes series de televisión público-privadas, forman un conjunto muy nuevo en la producción de un cineasta que se pretende de ficción. Es evidente que solo lo es a medias y que esas obras, propuestas a la televisión, concebidas a partir de las posibilidades expresivas del video y a menudo de manera muy íntima, atraen de hecho toda la obra, anterior y paralela, hacia lo que es su carácter más distintivo: figurar lugares-temas, cada vez más entrecruzados en forma de redes, en las que se destacan todos los lugares de la producción artística (pintura, música, cine, etc.) que convergen en la producción de la obra, en el tiempo mismo en que esta se constituye. Hay una figura que se vuelve esencial en esta dinámica: el cuerpo, con la voz como testigo, o tal cual es, el propio cuerpo. Invadió “los pequeños papeles” y las obras íntimas. Cuerpo a la vez real, factual, cotidiano, con una suerte de banalidad propiamente televisiva, o cercana a la del film de familia; pero también, de pronto, cuerpo dramatizado al extremo, presa de las ansias de la creación, y que vive como su ficción específica, su sacrificio cotidiano, la crucifixión de la imagen-sonido. Pensamos, evidentemente, en Scénario du film Passion, donde el cuerpo se representa tal cual es frente a la pantalla-página en blanco que el film va a traer nuevamente. O en aquel episodio menos conocido, Changer l’image, que prefigura el dispositivo de Scénario, pero donde, como suplemento, un segundo Godard verdadero alterna con el primero, se hace flagelar en directo en pantalla, por no haber sabido cumplir con la vocación que lo destina a profetizar para la humanidad la posibilidad de nuevas imágenes y de nuevos sonidos. Es con un mismo movimiento como Godard comenzó a aparecer, desde hace algunos años, y siempre de manera muy significativa, en varios de sus films (Prénom Carmen, King Lear, Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma, Soigne ta droite). Al mismo tiempo que se transporta más directamente que nunca a través de esos crucificados de la puesta en escena imposible que son, por distintas razones, el Dutronc-Paul Godard de Sauve qui peut (la vie), el Léaud-Gaspard de Grandeur et décadence, el Jerzy de Passion, la película tan bien bautizada. De esta manera se tejen a través del cuerpo-Cristo vínculos cada vez más estrechos, orgánicos, entre sus ficciones tan particulares y las variaciones intimistas de su vida creativa. De todo esto surge que esta obra, cada vez más brillante, más fragmentaria de un film a otro, parece producida por la tensión de dos fuerzas tendencialmente opuestas (que no corresponden realmente a las dos categorías de obras que la integran –los “grandes films” y “el resto”–, a pesar de la división que se tiende a establecer). En un extremo, la elaboración de matrices de ficción susceptibles de mostrar el mundo desde un punto de vista documental siguiendo la lógica

de un conjunto de lugares; en el otro, una búsqueda obstinada de sí mismo como cuerpo real y punto focal abstracto en los cuales se componen, según un sistema de analogías y de metáforas, los lugares y las matrices. De modo que es extrañamente difícil decir dónde está en esta obra la parte de autorretrato que se siente tan vivaz. La facilidad conduciría a concentrarla en la masa de “pequeños papeles”, sin los cuales, es verdad, esa parte no sería visible. Como se ha sugerido a propósito de las obras literarias entre las que la obra de Godard es una de las primeras, quizá la primera, en el cine, en reproducir tan plenamente el movimiento, podríamos decir que existe en esta obra algo de autorretrato, en estado latente. Pero esto no es suficiente. Tanto por la verdad de la obra en sí como por las consecuencias teóricas que de ella podrían surgir, es mucho más interesante ver cómo se produce allí un trabajo manifiesto, no para constituir un autorretrato propiamente dicho, localizable, destacable, como aparece en las descripciones de Beaujour, sino para orientarse hacia el autorretrato. Esto quiere decir que la dimensión de autorretrato se despliega globalmente, como una especie de capa constitutiva, de movimiento interno, que asegura la circulación entre dos grandes principios opuestos: una retórica de la pedagogía y de la (re)fundación del mundo (como en Rossellini); un deseo de mitos y de ficciones (como en el cine de antaño). Lo importante, aquí, es que un movimiento de esta clase nunca hubiera sido posible sin el frente a frente, tanto en el cuerpo del cine como en el del cineasta que se consagró a encarnarlo, de los dos modos según los cuales el video se entrega: la televisión, el único lugar en que hoy en día se puede reformular directamente una utopía que ha sido durante mucho tiempo la del Libro enfocando por defecto, como decía Barthes, “la transparencia de las relaciones sociales”; y el video como tal, si podemos decir así, donde se prepara una forma nueva de acceso a la búsqueda de sí mismo, que a partir de allí pasa por el todo, indisociablemente mezclado, de las palabras y de las imágenes. Así, Godard responde con mucha precisión a McLuhan, como lo hace Viola en su propia longitud de onda. Pero Godard responde también a Stendhal, que se le anticipa, siempre un siglo adelantado, haciendo pasar la pregunta sobre sí mismo por imágenes cuando las palabras solas son insuficientes. Godard anuncia, y aquí podría estar lo más importante, que ha llegado el tiempo en el que ciertas distinciones, y por ende ciertas representaciones, se han vuelto problemáticas. Después de Henri Brulard, donde trata de tranquilizarse con respecto a la verdad del Yo que le huye, Stendhal escribirá La Cartuja de Parma, donde el Yo se transpone a la mentira novelesca, al mito, a la ficción. Logra allí también hablar plenamente de la Italia que ama, ya que sus relatos de viaje no habían logrado transmitir

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sus sentimientos con respecto a ella.40 La respuesta de Godard a Stendhal sería que hoy ya no existe más distancia, sino solo pasajes insensibles, reversibles, entre el mito, el relato y la autobiografía del Yo, el autorretrato. Esto implica también que ya no hay pasado (verdaderamente) simple, no hay verdadera vida para contar, no hay ni Je ni Moi realmente identificables. El egotismo ya no es la materia de un recuerdo, sino la nota indeleble de un presente perpetuo y suspendido según el cual, por medio de las palabras-imagen, el antes y el después, el interior y el exterior exponen en la superficie la profundidad constituida en otra época por el efecto de contraste entre diferentes modos. Todo se juega ahora como visión intermedia, lenguaje inter-medios. 1988.

Jean-Luc Godard, Scénario du film Passion, 1982.

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Roland Barthes, “On échoue toujours à parler de ce qu’on aime”, Le Bruissement de la langue, Éditions du Seuil, 1984.

AGRADECIMIENTOS Agradezco a todos aquellos que han contribuido, de diferentes maneras, en la realización de este libro: A los artistas del video que generosamente pusieron a mi disposición casetes, documentación y fotos. A aquellas y aquellos con los que trabajo, desde hace algunos años, en proyectos cercanos y paralelos: Catherine Sentis y Sylvain Roumette, para “Photo et cinéma” (Centre National de la Photographie, 1984); Christine Buci-Glucksmann, para el seminario “Entre les images” (Collège International de Philosophie, 1987-1988); Anne-Marie Duguet, para el número Vidéo (Communications, nº 48, 1988); Sylvain Roumette, para Marges de la photo (Intermedia, 1989); y sobre todo a Catherine David y Christine Van Assche, para la exposición Passages de l’image (Centre Georges Pompidou, 1990). A Erwan Depenanster, Philippe Dubois, Paul-Emmanuel Odin, quienes realizaron una buena parte de la iconografía. A Jacques Aumont, Pascal Cuissot (y a la Cinémathèque Française), JeanPaul Fargier, Michel Frizot, Takae Imajo, André Iten, Thierry Kuntzel, Barbara London, Michel Marie, Louis Marin, Marie-Cécile Mazzoni, Christian Metz, Paul-Emmanuel Odin, Kira Perov, Sylvie Pliskin (y al DERCAV de la Université de Paris-III), Patrice Rollet, Catherine Schapira, Danielle Sivadon, Ysé Tran, Lori Zippay. Así como a todas las publicaciones en las que estos textos aparecieron por primera vez: – “L’analyse flambée”, Carte Semiotiche, 1º de septiembre de 1985. – “Thierry Kuntzel et le retour de l’écriture”, Cahiers du cinéma, nº 321, marzo de 1981. – “L’utopie-vidéo”, Où va la vidéo?, Cahiers du cinéma, número especial, primavera de 1986. – “Quand s’écrit la photo du cinéma”, Cahiers du cinéma, nº 342, julio de 1982. – “Le spectateur pensif ”, Photogénies, nº 5, abril de 1984.

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– “La redevance du fantôme”, Le Temps d’un mouvement, Centre National de la Photographie, 1986. – “La durée-cristal”, Le Temps d’un mouvement. – “Moi, je suis une image”, Camera Obscura, n° 8-9-10, 1982. – “L’interruption, l’instant”, La Recherche photographique, nº 3, diciembre de 1987. – “Six films (en passant)”, Marges de la photo, Intermedia, 1989. – “Les bords de la fiction”, Actes du colloque Vidéo-fiction et Cº, Montbéliard, 1983. – “D’entre les corps”, Electronic Arts Intermix Videotapes, New York, 1990. – “Les images du monde”, 3e Semaine Internationale de Vidéo, Genève, 1989. – “La mémoire qui brûle”, The Luminous Image, Amsterdam, 1984. – “La vidéo selon saint Jean”, Cahiers du cinéma, nº 356, febrero de 1984. – “Le dernier homme en croix”, 2e Semaine Internationale de Vidéo, Genève, 1987. – “L’art de la démonstration”, A la Virreina, Barcelone, 1988. – “La forme où passe mon regard”, Marcel Odenbach, Centre Georges-Pompidou, 1986. – “La lettre dit encore”, Vertigo, nº 2, 1988. – “Autoportraits”, Vidéo, Communications, nº 48, 1988.

Victor Sjöström, The Wind [El viento], 1928.

ÍNDICE DE NOMBRES

A A Letter to Three Wives [Carta a tres esposas] ( Joseph L. Mankiewicz), 261. Acconci, Vito, 219, 300, 301, 302, 305, 306, 307, 320, 321, 322, 325. Adjani, Isabelle, 162. Aigle à deux têtes (L’) ( Jean Cocteau), 191. Akerman, Chantal, 143, 261, 285. All about Eve ( Joseph L. Mankiewicz), 115. Allen and Allan (Nam June Paik), 300. Allen, Woody, 340. Almy, Max, 162. Als könnte es auch mir an den Kragen gehen (Marcel Odenbach), 247, 248, 252, 319. Amarillo News Tapes (The) (Hall, Lord, Proctor), 58, 61. Ami de mon amie (L’) (Eric Rohmer), 132. Amour en fuite (L’) [El amor en fuga] (François Truffaut), 80. Ancient of Days (Bill Viola), 229, 334. Anderson, Bibi, 126. Années déclic (Les) (Raymond Depardon), 289, 291. Anti-Edipo (El) [L’Anti-Œdipe] (Gilles Deleuze-Felix Guattari), 202. Antimemorias (André Malraux), 256. Antonioni, Michelangelo, 16, 80, 166, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 198, 199, 201, 203. Appétit d’oiseau (Peter Foldes), 26, 27. Arbre en bordure de la Seine (L’) (Yves Lavalette), 90. Arche de Nam June (L’) ( Jean-Paul Fargier), 300. Art of Memory (Woody Vasulka), 16, 207, 208, 210.

Artaud, Antonin, 50. As if Memories Could Deceive Me (Marcel Odenbach), 252, 312. Astruc, Alexandre, 50, 284. Aumont, Jacques, 21, 121, 130, 166. Auriol, Jean George, 165, 202. Averty, Jean-Christophe, 53, 63. Avventura (L’) (Michelangelo Antonioni), 166, 192. Sentencia de muerte [L’Arrêt de mort] (Maurice Blanchot), 13, 101.

B Bach, Johan Sebastian, 313. Bacon, Francis (Sir), 335. Bacon, Francis, 90, 183, 276. Balzac, Honoré de, 53, 54, 70, 96, 131. Barrès, Maurice, 294. Barthes, Roland, 19, 25, 26, 27, 69, 70, 71, 72, 73, 77, 91, 92, 95, 100, 111, 116, 117, 118, 121, 131, 135, 138, 201, 256, 265, 267, 296, 299, 307, 312, 318, 331, 338, 343, 344. Barzyk, Fred, 64. Bass, Saul, 258. Battle Cry (Raoul Walsh), 206. Baudelaire, Charles, 70, 72. Baudry, Jean-Louis, 26, 27, 43, 124. Bazin, André, 108, 119, 132, 161, 162, 165, 188. Beaujour, Michel, 255, 258, 293, 294, 295, 296, 299, 307, 314, 315, 335, 336, 343. Beeck, Martien van, 89, 90, 92. Belz, Gerd, 301. Bengston, Jim, 92, 96. Benjamin, Walter, 136.

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Bensmaïa, Reda, 151. Bergala, Alain, 94, 129, 130, 131, 194. Bergman, Ingmar, 110, 124, 127, 136. Bergson, Henri, 88, 112, 135. Berlioz, Hector, 208. Between Heaven and Hell (Richard Fleisher), 206. Beucler, André, 50. Beyond a Reasonable Doubt [Más allá de la duda] (Fritz Lang), 80, 84. Biffures (Michel Leiris), 307. Blade Runner (Ridley Scott), 81. Blanchot, Maurice, 13, 25, 55, 61, 71, 101, 233, 234, 235, 259, 296, 302. Blandino, Thierry, 90. Blow Up (Michelangelo Antonioni), 80, 193. Blum, Sylvie, 193. Board Room (The) (Antoni Muntadas), 238, 239, 243. Bonitzer, Pascal, 107, 122, 165, 166, 192, 299. Borel, Jacques, 149, 294. Borelli, Caterina, 57. Bouvard y Pécuchet (Gustave Flaubert), 339. Bragaglia, Anton Giulio y Arturo, 89, 90. Brakhage, Stan, 291, 297, 299. Brecht, Bertolt, 239. Bruch, Klaus von, 301. Brueghel, Pieter, 165. Bruss, Elisabeth W., 256, 285, 287, 288, 289, 292, 298, 303, 337. Burger, Peter, 65. Butor, Michel, 294, 323.

C Caligari (Robert Wiene), 305. Call Northside 777 (Henry Hathaway), 80. Calvez, Françoise, 285. Cámara lúcida (La) [La Chambre claire] (Roland Barthes), 70, 72, 77, 91, 95, 117, 312. Campbell, Colin, 301. Candy Store (Wiliam Klein), 91, 140. Cántico espiritual (San Juan de la Cruz), 229. Capa, Robert, 133, 151. Capra, Frank, 115. Carabiniers (Les) ( Jean-Luc Godard), 127, 338. Cardan, Jérôme, 294. Caroly, Claude, 92, 93.

Cartuja de Parma (La) (Stendhal), 343. Cat People [La mujer pantera] ( Jacques Tourneur), 19. Catedrales (Claude Monet), 45. Caujolle, Christian, 89. Centers (Vito Acconci), 306. Champ aveugle (Le) (Pascal Bonitzer), 166. Changer l’image ( Jean-Luc Godard), 340, 342. Chartier, Jean-Pierre, 285. Chats, de Charles Baudelaire (Les) (Roman Jakobson, Claude Lévi-Strauss), 19. Chelovek s kino-apparatom [El hombre de la cámara] (Dziga Vertov), 29, 49, 114. Chevrier, Jean-François, 69, 70, 71, 72, 294. Chott-El-Djerid. A Portrait in Ligh and Heat (Bill Viola), 154, 155, 331. Citizen Kane (Orson Welles), 154, 155. Clair, René, 114. Claire (Didier de Nayer), 97. Close Encounters of the Third Kind [Encuentros cercanos del tercer tipo] (Steven Spielberg), 209. Cocteau, Jean, 50, 191, 291. Colloque de chiens [El coloquio de los perros] (Raoul Ruiz), 151. Colonia penitenciaria (En la) (Franz Kafka), 213. Comment ça va ( Jean-Luc Godard), 127, 147. Commission (The) (Woody Vazulka), 208, 209. Contacts (William Klein), 99, 139. Conversations in Vermont (Robert Frank), 290. Correspondance new-yorkaise (Raymond Depardon), 94. Crux (Gary Hill), 235, 301.

D Daguerre, Louis Jacques Mandé, 95, 283. Dalí, Salvador, 300. Davis, Douglas, 53. Dans la vision périphérique du témoin (Marcel Odenbach), 245, 254, 258, 308, 318, 319. Death Comes to the Old Lady (Duane Michals), 101. Delacroix, Eugène, 70. Deleuze, Gilles, 88, 101, 111, 112, 113, 116, 127, 134, 135, 202, 207, 213. Delluc, Louis, 93. Depardon, Raymond, 72, 94, 285, 289, 290, 291.

Dercon, Chris, 329. Deren, Maya, 35, 291. Dernier Homme (Le) (Maurice Blanchot), 236. Descartes, René, 336. Deserto rosso (Il) (Michelangelo Antonioni), 193. Desserte (La) (Henri Matisse), 45. Desserte blanche (La) (Thierry Kuntzel), 29. Desserte multiple (La) (Thierry Kuntzel), 29. Desserte noire, bleue, rouge (La) (Thierry Kuntzel), 29. Deux ou trois choses que je sais d’elle [Dos o tres cosas que sé de ella] ( Jean-Luc Godard), 339. Desencuadres [Décadrages] (Pascal Bonitzer), 122, 166. Desnudo bajando una escalera (Marcel Duchamp), 90. Dial M for Murder [Crimen perfecto] (Alfred Hitchcock), 248. Dickinson, Angie, 247. Diderot, Denis, 133. Die Einen den Anderen (Marcel Odenbach), 245, 258. Diferencia y repetición [Différence et répétition] (Gilles Deleuze), 213. Distanz zwischen mir und meinen Verlusten (Die) (Marcel Odenbach), 252. Doisneau, Robert, 72. Don Quijote (Miguel de Cervantes), 339. Downey, Juan, 62, 256, 300, 301, 302, 307, 313, 314, 316, 317, 318, 325. Dressed to Kill [Vestida para matar] (Brian De Palma), 247. Dracula (Terence Fisher), 324. Dreyer, Carl T., 323. Dubois, Philippe, 114, 129, 130, 309, 312. Duchamp, Marcel, 90. Duguet, Anne-Marie, 53, 303, 310, 329. Dumas, Alexandre, 54, 55, 56, 61, 65. Duras, Marguerite, 74. Daney, Serge, 12, 20, 22, 115, 127, 128, 179, 190, 191, 241.

E Ecce Homo (Friedrich Nietzsche), 256, 296. Echolalia (Thierry Kuntzel), 24, 29, 42, 43, 44, 45. Edison, Thomas, 108, 111.

Eisenstein, Sergei M., 25, 113, 222, 247. Ejercicios espirituales (Ignacio de Loyola), 335. El espejo del limbo [Le Miroir des limbes] (André Malraux), 296. Embajadores (Los) (Hans Holbein), 122, 307. En busca del tiempo perdido [À la recherche du temps perdu] (Marcel Proust), 69, 70, 71, 72, 73. Ensayos (Michel de Montaigne), 294. Epstein, Jean, 50, 93. Érotisme au cinéma (L’) ( Joseph-Marie Lo Duca), 108. Erwin, May, 108. Espacio literario (El) [(L’Espace Littéraire)] (Maurice Blanchot), 71. Etra, Bill, 44. Eustache, Jean, 141, 143. Evolución creadora (La) (Henri Bergson), 112. Export, Valie, 301.

F Fanny (Marcel Pagnol), 79, 80. Fargier, Jean-Paul, 49, 53, 57, 65, 131, 157, 158, 160, 173, 208, 299, 300, 303, 313, 323, 329. Faure, Élie, 50, 165, 200. Fellini, Federico, 285, 286, 291, 292, 297. Fellini-Roma (Federico Fellini), 297. Fenoyl, Pierre de, 69, 72. Feyder, Jacques, 93, 134. Fieschi, Jean-André, 49, 50, 74, 94, 175, 256, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 313, 323, 324, 325, 329. Fisher, Terence, 324. Flaubert, Gustave, 241. Flèche du temps (La) (Alain Jaubert), 291. Fleischer, Richard, 206. Foldes, Peter, 26. Fontaine, Joan, 11, 77. Foster, Hal, 65. Foucault, Miche1, 101. Four Studies for a Self-Portrait (Francis Bacon), 276. Fragmentos de un discurso amoroso (Roland Barthes), 201, 308. Frampton, Hollis, 49, 75, 156, 225, 292. France Tour Détour Deux Enfants ( Jean-Luc Godard), 103, 127, 239.

351

350

Francesca, Piero della, 193. Frank, Robert, 12, 17, 256, 290, 291. Frenzy [Frenesí] (Alfred Hitchcock), 248. Freud, Sigmund, 28, 29, 39, 40, 43, 135, 226, 236, 282, 305, 315. Friedel, Helmut, 293. Fury (Fritz Lang), 115. Füssli, Johann H., 131.

G

Hill, Gary, 62, 158, 219, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 298, 301. Hiroshima mon amour (Alain Resnais), 143. Histoire(s) du cinéma ( Jean-Luc Godard), 22, 338. Histoires de fantômes (Henry James), 37, 201. Hitchcock, Alfred, 11, 22, 25, 76, 79, 151, 172, 189, 222, 248, 255, 257, 258, 320. Holbein, Hans, 122, 307. Home Movies (Vito Acconci), 306. Horn, Rebecca, 301. Hugo, Victor, 54, 73. Huijbers, Ton, 100. Huppert, Isabelle, 162. Hyaloïde (Danièle y Jacques Louis Nyst), 309, 312, 324.

Garrel, Philippe, 201. Genet, Jean, 146. Gibson, Jon, 28. Gide, André, 291. Gilden, Bruce, 92, 93, 96. Ginsberg, Allan, 300. Giotto, 165. Girardin, Émile de, 54. Global Groove (Nam June Paik) 65. Godard, Jean-Luc, 13, 15, 16, 22, 26, 62, 63, 65, 74, 102, 103, 104, 105, 108, 109, 114, 127, 128, 129, 130, 131, 136, 142, 147, 148, 149, 150, 152, 164, 174, 179, 183, 184, 185, 188, 189, 190, 191, 201, 204, 239, 241, 256, 267, 283, 297, 329, 337, 338, 339, 340, 341, 342, 343, 344. Goethe, Johann W., 111. Gondole sulla laguna (laguna grigia) (Francesco Guardi), 68. Goya, Francisco, 247, 255, 320. Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma ( Jean-Luc Godard), 147, 342. Grandrieux, Philippe, 16, 161, 167, 191. Grant, Cary, 12, 172, 242. Greuze, Jean-Baptiste, 133. Guattari, Felix, 202.

I Do Not Know What It Is I Am Like (Bill Viola), 331, 334, 335. Ich mach die Schmerzprobe (Marcel Odenbach), 252. Ici et ailleurs ( Jean-Luc Godard-Anne Marie Miéville), 127, 147, 339, 340. Identificazione di una donna (Michelangelo Antonioni), 193, 194. Image (L’) (Danièle y Jacques-Louis Nyst), 309. Image (L’) ( Jacques Feyder), 93, 134. Imagen-movimiento (La) [L’Image-mouvement] (Gilles Deleuze), 112, 116. Imagen-tiempo (La) [L’Image-temps] (Gilles Deleuze), 101, 116, 207. Imaginario (Lo) [L’Imaginaire)] ( Jean-Paul Sartre), 282. Imperio de los sentidos (El) (Nagisa Oshima), 180. In Situ (Gary Hill), 232, 233, 235, 236, 237, 301. It’s a Wonderful Life (Frank Capra), 115.

H

J

Habermas, Jürgen, 65. Hall, Doug, 57, 58, 61, 301. Hanoun, Marcel, 313. Hartmann, Eric, 88, 92, 93, 97. Hathaway, Henry, 80. Hatsu Yume (Bill Viola), 62, 329. Hawks, Howard, 242. Heath, Stephen, 172. Hegel, Georg W., 66.

Jaeggi, Danielle, 57, 158, 159. Jakobson, Roman, 268. James, Henry, 25, 37, 201. Jaubert, Alain, 291. Je vous salue Marie ( Jean-Luc Godard), 127, 129, 131, 136, 340. Jelenski, Constantin, 175. Jetée (La) (Chris Marker), 28, 50, 79, 81, 82, 112, 113, 132, 134, 151, 152.

I

Jonas, Joan, 301. Jourdan, Louis, 77. Journal (André Gide), 291. Juan de la Cruz (San), 229, 230, 337. July, Serge, 241.

K Kaprow, Allen, 300. Karina, Anna, 147, 152. Keaton, Buster, 100. Kepes, Gyorgy, 89. Kertész, André, 99, 100. King Lear ( Jean-Luc Godard), 342. King-Kong (Cooper-Schoedsack), 29. Klee, Paul, 267, 318. Klein, William, 86, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 99, 139, 140, 141. Kleist, Heinrich von, 131. Klier, Michael, 57. Knauff, Thierry, 145. Koleva, Maria, 285. Krauss, Rosalind, 256, 306. Kristeva, Julia, 43, 191. Kuntzel, Thierry, 15, 16, 22, 24, 25, 26, 27, 29, 30, 37, 39, 44, 49, 50, 51, 62, 63, 73, 74, 94, 151, 161, 167, 173, 175, 191, 201, 213, 219, 225, 226, 227, 236, 256, 277, 298, 300, 302, 309, 310, 311, 313, 315, 324, 325, 328, 329, 332, 336.

L Lacan, Jacques, 9, 296. Lang, Fritz, 25, 50, 80, 84, 115. Langlois, Henri, 151. Laocoon (Gotthold E. Lessing), 121. Laporte, Roger, 294, 296, 331. Lavalette, Yves, 88, 90, 91. Léaud, Jean-Pierre, 115, 342. Ledoux, Jacques, 151. Léger, Fernand, 89. Lehman, Boris, 285. Leigh, Janet, 248. Leiris, Michel, 256, 294, 296, 302, 307. Lejeune, Philippe, 286, 288, 289, 294, 295, 296, 313. Lessing, Gotthold E., 121.

Letter from an Unknown Woman [Carta de una desconocida] (Max Ophüls), 29, 49, 77, 83, 227, 261, 324. Letter to Jane ( Jean-Luc Godard - Jean-Pierre Gorin), 147. Lettre à Freddy Buache ( Jean-Luc Godard), 340, 341. Lettres d’amour en Somalie (Frédéric Mitterrand), 261. Liliom (Fritz Lang), 115. Link, Winston, 138. Liquid Sky (Slava Tzukerman), 174. Livre à venir (Le) (Maurice Blanchot), 55, 61, 259. Lo Duca, Joseph-Marie, 108. Logue, Joan, 301. Looking Glass (The) ( Juan Downey), 307, 316, 317, 318. Lord, Chip, 57. Loyola, Ignacio de, 335. Lynch, David, 201. Lyon, Elisabeth, 267. Lyotard, Jean-François, 44.

M M. [M., el vampiro] (Fritz Lang), 26. Macchina ammazzacattivi (La) [La máquina matamalvados] (Roberto Rossellini), 80, 119, 123. Malerei, Photographie, Film (Moholy Nagy), 90. Mallarmé, Stéphane, 25, 35, 39, 40, 42, 50, 54, 55, 56, 61, 62, 65, 74, 315, 340. Malraux, André, 256, 294, 296. Manet, Édouard, 50. Mankiewicz, Joseph L., 115, 261. Marey, Jules-Étienne, 89, 100, 113. Marie Saint, Eva, 12. Marie, Michel, 21. Marin, Louis, 277, 281, 282, 296. Marker, Chris 28, 74, 81, 82, 112, 151, 153, 267, 285. Marquise d’O… (La) [La marquesa de O] (Eric Rohmer), 131, 136. Marton, Pier, 301. Massacre des Innocents (Le) (Nicolas Poussin), 18. Mastroianni, Marcello, 292.

353

352

Materia y memoria [Matière et mémoire] (Henri Bergson), 112. Matisse, Henri, 45. Mc Bride, Jim, 285. McLuhan, Marshall, 64, 343. Media Ecology Ads (Antoni Muntadas), 58, 61. Meditaciones [Méditations] (René Descartes), 336. Meditaciones de un paseante solitario [Rêveries d’un promeneur solitaire] ( Jean-Jacques Rousseau), 296. Medium is the Medium (The) (Fred Barzyk), 64. Mekas, Jonas, 285, 299. Mémoires d’un Juif tropical ( Joseph Morder), 291. Meninas (Las) (Diego Vélazquez), 308, 316. Merleau-Ponty, Maurice, 88. Meshes of the Afternoon (Maya Deren), 35. Metz, Christian, 21, 26, 27, 43. Michals, Duane, 91, 100, 101. Michaux, Henri, 87, 95, 202, 235, 267, 268, 292. Michelson, Annette, 114. Miéville, Anne-Marie, 147. Migration (Bill Viola), 329. Miguel Ángel, 165. Miroirs d’ encre (Michel Beaujour), 255, 258, 293, 307, 314-315, 336, 343. Missac, Pierre, 135. Mistero di Oberwald (Il) (Michelangelo Antonioni), 16, 194. Mitologías [Mythologies] (Roland Barthes), 338. Mitterrand, Frédéric, 261, 285. Mizoguchi, Kenji, 180. Mobile (Michel Butor), 323. Modern Times (Max Almy), 162. Moholy Nagy, Lazlo, 89, 90. Moi aussi (Philippe Lejeune), 296. Mon tout premier baiser (Danielle Jaeggi), 158, 159. Monet, Claude, 45. Monkey Business [Vitaminas para el amor] (Howard Hawks), 242. Monroe, Marilyn, 242. Montaigne, Michel de, 255, 294, 302, 335. Moonblood (Bill Viola), 332, 333. Morcrette, Eve, 88.

Morder, Joseph, 285, 291, 313. Morin, Didier, 88, 92. Mort aux trousses (La) [Con la muerte en los talones] (Alfred Hitchcock), 12. Most Dangerous Game (The), 27, 49. Motherland (The) ( Juan Downey), 313, 317. Mots (Les) ( Jean-Paul Sartre), 296. Mouraud, Tania, 28. Muntadas, Antoni, 58, 61, 238, 240, 242, 243. Murez, Steve, 89. Murnau, Friedrich W., 132, 323, 324. Musil, Robert, 250, 259. Muybridge, Eadweard, 89, 100, 113.

N Naturaleza muerta con jarro, bol y fruta (Pablo Picasso), 172. Nauman, Bruce, 329. Nayer, Didier de, 89, 92, 97. Nekes, Werner, 49. New York (Bruce Gilden), 96. News from Home (Chantal Akerman), 143, 261. Nietzsche, Friedrich, 250, 256, 265, 294, 296. Noguez, Dominique, 27, 285. North by Northwest [Intriga internacional] (Alfred Hitchcock), 12. Nosferatu (Friedrich W. Murnau), 49, 305, 323, 324. Nostalgia (Hollis Frampton), 75, 225, 292, 293, 297, 310. Nostos I (Thierry Kuntzel), 29, 30, 31, 35, 36, 38, 39, 42, 45, 51, 173, 225, 226, 310, 311, 315, 324, 328. Nostos II (instalación) (Thierry Kuntzel), 225, 226, 227, 313, 315, 324, 328. Nostos II (video) (Thierry Kuntzel), 29, 40, 45. Nota sobre la pizarra mágica (Sigmund Freud), 40. Notes d’un magnétoscopeur ( Jean-Paul Fargier), 57. Nouveaux mystères de New-York (Les) ( JeanAndré Fieschi), 49, 301, 303, 304, 313, 323. Numéro deux ( Jean-Luc Godard), 16, 127, 179, 190, 200, 339, 340, 341. NW 1103 August 2 1956... (Winston Link), 138. Nysenholc, Adolphe, 285. Nyst, 297, 298, 320, 321 (Danièle, 308; Jacques Louis, 296, 305, 308).

O Odenbach, Marcel, 222, 244, 245, 247, 248, 250, 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 259, 300, 301, 302, 308, 312, 318, 319, 320, 323, 324, 325, 329. Odin, Roger, 151. Œil interminable (L’) ( Jacques Aumont), 121, 166. Ogier, Pascale, 248. Olfaction (Bill Viola), 329. Ollier, Claude, 305. Ophüls, Max, 77, 83, 261. Oppenheimer, Jacob Robert, 196, 209, 211, 218. Orphée ( Jean Cocteau), 292. Otto e mezzo [Ocho y medio] (Federico Fellini), 292.

P Pacte autobiographique (Le) (Philippe Lejeune), 296. Paganini, Niccolo, 208. Pagnol, Marcel, 79. Paik, Nam June, 52, 53, 65, 296. Païni, Dominique, 285. Palma, Brian de, 247, 248, 320. Paris qui dort [París que duerme] (René Clair), 114. Pasolini, Pier Paolo, 292. Passagiate Romane (Caterina Borelli), 57. Passion ( Jean-Luc Godard), 129, 142, 179, 340, 341, 342. Paulhan, Jean, 167, 175. Peinture cubiste (La) (Philippe Grandrieux Thierry Kuntzel), 16, 167, 174, 200. Penom, Jacques, 92, 93, 100. Perov, Kira, 329. Persona (Ingmar Bergman), 110, 124, 136. Pessoa, Fernando, 292. Petit Soldat (Le) ( Jean-Luc Godard), 147, 152. Photos d’Alix (Les) ( Jean Eustache), 141, 143. Picasso, Pablo, 172. Pierre, Sylvie, 27. Plage de Saint-Torin (La), (Yves Klein), 86. Poltergeist (Steven Spielberg), 324. Pont du Nord (Le) ( Jacques Rivette), 248. Pound, Ezra, 292.

Poussin, Nicolas, 18. Prelude to the Tempest (Doug Hall), 61. Prénom Carmen ( Jean-Luc Godard), 341, 342. Primo Pons (El) [Cousin Pons (Le)] (Honoré de Balzac), 95. Processual Video (Gary Hill), 234. Proctor, Jady, 57. Professione, reporter (Michelangelo Antonioni), 194. Proust et la photographie ( Jean-François Chevrier), 69. Proust, Marcel, 50, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 135, 282. Proyecto de psicología (Sigmund Freud), 40. Pruszkowski, Krzysztov, 88. Pryings (Vito Acconci), 306. Psycho [Psicosis] (Alfred Hitchcock), 185, 189, 248. Puissance de la parole [Poder de la palabra] ( Jean-Luc Godard), 15.

Q Quatre Cents Coups (Les) [Los cuatrocientos golpes] (François Truffaut), 22, 23, 132. Quatre cents hommes en croix (Henri Michaux), 235.

R Rabelais, 339. Rabot, Hervé, 88, 91. Reasons for Knocking at an Empty House (Bill Viola), 330, 333. Rebecca [Rebeca, una mujer inolvidable] (Alfred Hitchcock), 11. Recording Studio for Air Time (Vito Acconci), 306. Red Tapes (The) (Vito Acconci), 297, 301, 303, 309, 319. Reflecting Pool (The) (Bill Viola), 328, 333, 335. Région centrale (La) (Michael Snow), 135. Regla del juego (La) [Règle du jeu (La)] (Michel Leiris), 256. Reinette et Mirabelle (Eric Rohmer), 132. Rejetée (La) (Thierry Kuntzel), 28, 151. Rencontre fortuite (Duane Michals), 100. Resnais, Alain, 143. Return (Bill Viola), 330. Reverse Television (Bill Viola), 60, 61, 62, 67.

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Rice, Jones C., 108. Riese (Der) (Michael Klier), 57. Rig Veda, 335. Rimbaud, Arthur, 104. Rincón feliz (El) (Henry James), 25, 37, 201. Rivette, Jacques, 248. Rogers, Ginger, 242. Rohmer, Eric, 131, 132. Roland Barthes por Roland Barthes (Roland Barthes), 267, 296, 312. Roma, città aperta [Roma, ciudad abierta] (Roberto Rossellini), 119. Room for St John of the Cross (Bill Viola), 228. Rosenbach, Ulrike, 301. Rossellini, Roberto, 80, 119, 122, 127, 128, 132, 136, 195, 343. Roubaud, Alix Cléo, 141. Roubaud, Jacques, 141. Rouge et le noir (Le) (Stendhal), 278. Rousseau, Jean-Jacques, 294, 296. Roussel, Raymond, 38, 158. Ruiz, Raoul, 151, 201.

S S/Z (Roland Barthes), 19. San Agustín, 294. Sanborn, John, 63. Sand, George, 54. Sang-Tan, 59. Sarrasine (Honoré de Balzac), 131. Sartre, Jean-Paul, 282, 296. Sauve qui peut (la vie) [Salve quien pueda (la vida)] ( Jean-Luc Godard), 13, 16, 26, 102, 103, 109, 114, 127, 129, 131, 133, 134, 162, 174, 179, 188, 340, 342. Scénario du film Passion ( Jean-Luc Godard), 164, 204, 341, 342, 344. Schygulla, Hannah, 142. Scott, Ridley, 81. Semi-Circular Canals (The) (Bill Viola), 334. Serra, Richard, 214. Shadow of a Doubt [Sombra de una duda] (Alfred Hitchcock), 22, 76, 79. Silent Life (Bill Viola), 332, 333. Sistema de la moda (Roland Barthes), 338. Site Recite (a prologue) (Gary Hill), 235.

Six fois deux ( Jean-Luc Godard), 127, 147. Sjöström, Victor, 346. Slow Motion ( Jim Bengston), 96. Snow, Michael, 25, 49, 74, 135. Sócrates, 295. Soft and Hard ( Jean-Luc Godard), 63, 136, 340. Soigne ta droite ( Jean-Luc Godard), 338, 341, 342. Sollers, Philippe, 131. Solo (Shuntaro Tanikawa), 268. Songs of Innocence (Bill Viola), 332. Space between the Teeth (Bill Viola), 325, 328, 330, 333. Sphinx (Le) (Thierry Knauft), 145. Stendhal, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 292, 300, 343, 344. Stewart, James, 80, 115. Still (Thierry Kuntzel), 29, 36, 45, 277. Stiller, Maurice, 93. Storm and Stress (Doug Hall), 61. Strangers on a Train [Pacto siniestro] (Alfred Hitchcock), 248. Subor, Michel, 147, 152. Susana y los viejos (Tintoretto), 189. Suspicion [La sospecha] (Alfred Hitchcock), 11, 172. Syberberg, Hans J., 74.

T Talbot, Henry Fox, 283. Tanikawa, Shuntaro, 260, 262, 263, 264, 265, 266, 267, 268, 270, 271, 275, 301. Tassone, Aldo, 192, 195, 197. Techniquement douce (Michelangelo Antonioni), 195. Terayama, Shuji, 260, 262, 263, 264, 265, 266, 267, 275, 301. Testament d’Orphée (Le) ( Jean Cocteau), 292. Theater of Memory (The) (Bill Viola), 335. Thérésa plane (Danièle y Jacques Louis Nyst), 324. Thinking Eye (The) ( Juan Downey), 317. Thomas l’Obscur (Maurice Blanchot), 233,234. Time Smoking a Picture (Thierry Kuntzel), 29, 37, 310, 311, 313. Tomiyama, Katsue, 262.

Tourneur, Jacques, 19. Tout près de la frontière (Danielle Jaeggi), 57, 158. Train Journey (The) (Eric Hartmann), 97. Trans, 28, 29, 30. Tri pesni o Lenin [Tres cantos a Lenin] (Dziga Vertov), 114. Tricolor Video (Nam June Paik), 65. Trou de la Vierge (Le) ( Jean-Paul Fargier), 131. Truffaut, François, 22, 23, 78, 113. Trülzsch, Holger, 69, 72. Truth through Mass Individuation (Bill Viola), 330. Tsukerman, Slava, 174. Turner, Joseph W., 93. TV Buddha (Nam June Paik), 52. T-wo-men (Werner Nekes), 29.

U Ullmann, Liv, 126. Un coup de dés... (Stéphane Mallarmé), 35, 40, 56, 62, 65, 230. Under Capricorn (Alfred Hitchcock), 10

V Valéry, Paul, 296. Vampyr (Carl T. Dreyer), 29, 49, 50, 323. Vanina Vanini (Roberto Rossellini), 195. Vasulka, Steina, 207, 208. Vasulka, Woody, 16, 207, 208, 222. Veille (La) (Roger Laporte), 331. Venault, Philippe, 285, 303. Vereyken, Bruno, 90. Vernet, Marc, 21. Vértigo (Alfred Hitchcock), 227. Vertov, Dziga, 25, 114, 222. Viaggio in Italia [Viaje a Italia] (Roberto Rossellini), 119, 123. Vico, Giambattista, 331. Vida de Henri Brulard [La Vie de Henri Brulard] (Stendhal), 277, 278, 279, 282, 283, 284, 296, 343.

Video Letter (Shuntaro Tanikawa y Shuji Terayama), 260, 261, 262, 264, 265, 266, 267, 268, 301. Video Trans America ( Juan Downey), 317. Vidéo, la mémoire au poing (Anne-Marie Duguet), 303. Vigo, Jean, 338. Villiers de l’Isle Adam, 111. Viola, Bill, 60, 61, 62, 63, 67, 154, 155, 156, 163, 228, 229, 230, 256, 297, 298, 300, 301, 302, 309, 310, 312, 325, 327, 328, 329, 330, 331, 332, 333, 335, 336, 337, 343. Virgen de las rocas (La) (Leonardo Da Vinci), 125. Virilio, Paul, 208. Vitti, Monica, 196. Vivre sa vie [Vivir su vida] ( Jean-Luc Godard), 339. Voix excommuniée (La) (Louis Marin), 278. Vorurteile (Marcel Odenbach), 248, 249, 251, 319, 320. Vue (La) (Raymond Roussel), 38.

W Walsh, Raoul, 206. Warhol, Andy, 100, 101. Wavelenght (Michael Snow), 135. Welles, Orson, 154, 155, 285. Widerspruch der Erinnerungen (Der) (Marcel Odenbach), 244, 246, 248, 252, 319. Wind (The) [El viento] (Victor Sjöström), 346. Wollen, Peter, 81, 112, 113, 116, 133, 151.

Z Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni), 193. Zlatoff, Dominique, 19. Zorms Lemma (Hollis Frampton), 156.

ÍNDICE Nota para el siglo ...............................................................................................  El entre-imágenes .............................................................................................  Créditos fotográficos: Col. L’Avant-Scène Cinéma, p. 131 (1); fotos Jim Bengstom, Didier de Nayer, Bruce Gilden, Éric Hartman, pp. 96 y 97; Col. Cahiers du cinéma, p. 10; Ariel Camacho, p. 84; Cinémathèque universitaire, p. 154 (abajo); CRAC Université de Liège, p. 326 (1-4); CRAC Université de Liège - Yellow Now, pp. 181 a 187, 341; Pascal Cuissot, pp. 118 y 119; Erwan Depenanster, pp. 75, 102 a 109, 148, 150 (abajo); Philippe Dubois, pp. 130, 164, 169 a 178, 192 a 205; Jean-Paul Fargier, p. 334 (15-16); Films du Carrosse, p. 23; Gary Hill, pp. 232 y 237; foto William Klein, p. 86; William Klein CNP La Sept Riff, p. 140; fotos Thierry Knauff, p. 146; foto Winston Link, p. 138; Martine Loubet, Jean-André Fieschi, p. 304; Emmanuel Meynard, pp. 24 a 51, 311, 328 (7-8); fotos Duane Michals, p. 98; MNAM Centre Georges Pompidou, pp. 224, 227, 244 a 258, 318 y 319, 327 y 328 (1-6); Antoni Muntadas, p. 58, 59, 238, 243; Paul-Emmanuel Odin, pp. 45, 46 (arriba), 57, 159 a 163, 260, 267 a 275; Kira Perov, pp. 60, 67, 154 (arriba), 228, 332, 334 (9-14); Col. Vincent Pinel, p. 76; Sylvie Pliskin, pp. 110, 125 y 126, 144; Col. Dominique Rabourdin, p. 206; Patrice Rollet, pp. 316 y 317, 320 y 321; Marita Sturken, pp. 214 a 218; Gérard Vaugeois, p. 131 (2); Yellow Now, p. 326 (5-10). Otras fotografías: derechos reservados.

El análisis en llamas ........................................................................................  Thierry Kuntzel y el regreso de la escritura .............................................  La utopía video ..................................................................................................  Cuando se escribe la foto del cine ................................................................  El espectador pensativo ...................................................................................  La deuda del fantasma .....................................................................................  La duración-cristal ..........................................................................................  “Yo mismo soy una imagen”..............................................................................  La interrupción, el instante .........................................................................  Seis films (al pasar) .........................................................................................  Los bordes de la ficción .................................................................................  De entre los cuerpos ......................................................................................  Las imágenes del mundo .................................................................................  La memoria que arde .......................................................................................  El video según San Juan ..................................................................................  El último hombre en la cruz .........................................................................  El arte de la demostración ...........................................................................  La forma por donde pasa mi mirada .............................................................  “La carta dice más” ..........................................................................................  Autorretratos ................................................................................................. 

Agradecimientos..............................................................................................  Índice de nombres ............................................................................................ 