Ranke Heinemann - Sacramento Matrimonio

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UTA RANKE HEINEMANN

PARA UNA TEOLOGÍA DEL MATRIMONIO Ante la crisis del matrimonio en los tiempos modernos, no podemos contentarnos simplemente con seguir destacando bajo todos los aspectos los deberes morales de los casados, sin exponer previamente los más hondos fundamentos teológicos de donde brotan estos deberes, fundamentos que nos señalan la profunda esencia religiosa del matrimonio. A esto último va encaminado el presente artículo. Zur Theologie der Ehe, Trierer Theologische Zeitschrift, 72 (1963), 193-211.

El matrimonio, analogía de la Trinidad El matrimonio es, en el fondo, un misterio. Aunque la más humana de todas las asociaciones, su realidad no se agota en lo puramente natural, porque sus raíces más profundas tocan el misterio mismo de la Trinidad. "Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen, hombre y mujer los creó" (Gen 1,27). Esto es, Dios uno, en quien se halla un "Nosotros" lleno de misterio, crea también al hombre, a su imagen y semejanza, como un "nosotros", "hombre y mujer los creó". Según la Escritura, Adán y Eva, no solo cada uno de por sí, sino en su unión, son imagen de Dios. "La sublime vida comunitaria que existe en el amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo es la realidad originaria, de la que el matrimonio es su analogado secundario" (M. Schmaus). La unidad trinitaria se refleja en la binaria unidad matrimonial. La infinita bienaventuranza de las divinas Personas en el seno de la Trinidad posee su "imagen y semejanza" creada en el encuentro amoroso del hombre y la mujer dentro del matrimonio. Más aún, así como la plenitud del amor entre las Personas divinas se desborda hacia fuera en la creación, así también Dios ha asociado al hombre y a la mujer a esta acción creadora. Mediante su unión amorosa engendran hijos, nuevas criaturas destinadas a participar de la bienaventuranza divina. La nobleza del matrimonio es por ello grande sobre toda comprensión. Y resulta que el hombre, cuyo fin es la unión con el amor de Dios trino, tiene su origen en el matrimonio, imagen creada de este amor.

El matrimonio, sombra precursora de la entrega de Cristo Más todavía que con el misterio de la Trinidad, dice relación el matrimonio con el misterio de la Encarnación, unión amorosa del Verbo con la humanidad, de Cristo con su Iglesia. Nos narra el segundo capítulo del Génesis cómo, no encontrando Adán entre los seres vivos ninguno capaz de hacerle compañía, le hizo Dios caer en un profundo sueño y formó a Eva de su costilla. Al verla Adán exclamó: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne", y añade el Génesis estas palabras: "Por lo cual dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá con su mujer y los dos serán un mismo cuerpo" (Gen 2,24). Estas palabras, cuatro veces repetidas después en el Nuevo Testamento, que a primera vista parecen sólo dichas del matrimonio humano, son interpretadas por san Pablo de un

UTA RANKE HEINEMANN modo más profundo: "Este misterio es grande; yo lo declaro de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5,32). Nos hallamos en un punto básico para la interpretación teológica del matrimonio. San Pablo supera el sentido inmediato del pasaje del Génesis y nos descubre, a la luz de la Encarnación, toda la plenitud de su significado. Cristo hecho hombre, constituido cabeza de la Iglesia, su esposa, pone de manifiesto quién es aquel hombre que todo lo deja para juntarse con su mujer: entonces se hace patente qué significa aquello de ser un mismo cuerpo. Por eso llama León XIII al matrimonio "anteproyecto de la Encarnación del Verbo", a la letra "sombra precursora" (adumbratio). Lo mismo manifiesta la oración nupcial en la misa de los esposos: "Oh Dios, que predestinaste la unión conyugal para signo de la unión de Cristo con su Iglesia, y santificaste así por tan sublime misterio la alianza matrimonial; oh Dios, por ti es asociada la mujer con el hombre, y su asociación, fundada en el comienzo del mundo, es colmada con una bendición que ni el castigo del primer pecado, ni la condena del diluvio han arrebatado". Todo matrimonio, pues, incluso el natural, el pagano, es un signo precursor de la Encarnación de Cristo, es una señal santa. De los cuatro evangelistas es san Juan el que más acusadamente deja de lado el interés puramente histórico, para mostrar los acontecimientos y las circunstancias ante todo en su carácter significativo y simbólico, en su íntima relación con el Verbo, fundamento y revelación de todos los misterios. Resulta por tanto significativo que, en su Evangelio, comience Jesús la vida pública en unas bodas, las de Caná. "¿Qué tiene de sorprendente que vaya a aquella casa a unas bodas quien a bodas vino a este mundo?", escribe san Agustín en su comentario de san Juan. La unión de Cristo con su Iglesia, que debía consumarse en la cruz, es aquí simbolizada por su participación en una boda humana, y al mismo tiempo todavía por otro símbolo: la conversión del agua en vino, que es alusión a su sacrificio eucarístico. Jesús se manifiesta públicamente por primera vez en una boda, que desde siempre era el símbolo de su unión con la humanidad. Y en esta boda cambia el agua en vino, el elemento natural en aquella misteriosa alusión a su sangre, que ya ahora significará sus nupcias con la humanidad en su ejecución definitiva. Hemos hablado del matrimonio como anteproyecto, sombra precursora. Hay que entenderlo, por tanto, no como el prototipo, no como el modelo original de la unión de Cristo con la Iglesia, sino al revés. No se ha inspirado la unión de Cristo con su Iglesia en el matrimonio humano, sino todo lo contrario. Antes de la institución del matrimonio humano, es más, antes de la creación, existe ya la voluntad amorosa del Padre, que predeterminó las bodas del Cordero con la Iglesia. Cuando san Pablo dice: "yo declaro este misterio de Cristo y de su Iglesia" (Éf 5,32), da a entender que, cuando Dios instituyó el matrimonio, tenía ante los ojos la íntima unión de Cristo con la Iglesia, cuerpo suyo, como el prototipo al que ajustó el matrimonio humano. Las nupcias entre el hombre y la mujer son una reproducción de aquellas bodas a las que estamos predestinados en Cristo. Por eso la esencia del matrimonio sólo puede ser entendida a la luz del Verbo hecho carne, principio de nuestra redención. El que en el Nuevo Testamento se hable a menudo de las bodas -"el reino de los cielos es semejante a un rey que celebró las bodas de su hijo" (Mt 22,2)- no es que se aplique a estas realidades divinas un nombre en sentido translaticio. No, las bodas en sentido propio, de las que todas las demás bodas reciben su nombre, son las Bodas del Cordero

UTA RANKE HEINEMANN (Ap 19,7). Y el vestido de bodas propiamente dicho es el que confiere el bautismo, en el que nacemos para participar de la naturaleza divina, para unirnos con Cristo; vestido que mantenemos inmaculado en buenas obras: "A su esposa le fue dado vestirse de finísimo lino blanco, porque el lino son las obras justas de los santos" (Ap 19,8). Y todo ornamento nupcial es imitación de aquel ornato de que habla san Juan: "Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén como descendida del cielo de cabe Dios. Iba preparada como una desposada que se ha engalanado para su esposo" (Ap 21,2). En el mismo sentido propio y no translaticio Juan Bautista se llama a sí mismo "amigo del esposo". "Yo no soy el Mesías, sino el que va delante de él. Quien tiene la esposa, éste es el esposo; mas el amigo del esposo, el que le asiste y le oye, se goza grandemente por la voz del esposo" (Jn 3,28). Más tarde, este amigo del esposo será mandado decapitar en la prisión por causa de una adúltera. También Jesús se llama a sí mismo esposo, y a sus discípulos invitados a las bodas (Mt 9,5; Me 2,19 s; Le 5,34 s). Así pues, del mismo modo que, conforme a otro pasaje de san Pablo, toda paternidad recibe su nombre del Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), también todo casamiento recibe su nombre de aquellas eternas nupcias que Dios nos ha dispuesto en Cristo. La unión Cristo-Iglesia es el Matrimonio en sentido pleno y originario, y cualquier otro matrimonio lo es precisamente como realización participada de aquél. Dice el catecismo romano: "Cuando el mismo Cristo nuestro Señor quiso darnos una clara imagen de aquella intimísima unión entre Cristo y la Iglesia y también de su infinito amor, expresó este sublime misterio sobre todo por la santa unión del hombre y la mujer" (2, c 8, q 15). La amorosa conjunción de lo divino y lo humano, las bodas del Verbo con la humanidad; idea y verdad central del cristianismo, el término final ya antes de la creación del mundo, no ha quedado así sin representación dentro de lo creado.

El sacramento del matrimonio, una cumplida reproducción Es el matrimonio la más perfecta analogía terrestre de la amorosa unión de Cristo con la Iglesia, su más claro símbolo en la creación; y esto vale todavía más para el matrimonio cristiano. A partir del momento en que, llegada la plenitud de los tiempos, irrumpe la salvación de Cristo en el mundo, el matrimonio, signo hasta entonces natural, es elevado al orden sobrenatural, es introducido en la realidad misma del amor de Cristo a su Iglesia. Entre los bautizados, no es ya solamente una prefiguración de las bodas de Cristo, sino una cumplida reproducción de ellas. El matrimonio entre cristianos se ha hecho sacramento. Ahora bien, los sacramentos no son meramente signos, sino signos eficaces de gracia. Contienen la gracia que significan, contienen lo que simbolizan en el signo. En el amor conyugal dentro del matrimonio cristiano está, pues, eficazmente presente el amor conyugal de Cristo y de la Iglesia. En la reproducción entra el mismo original. Este es el misterio del matrimonio cristiano, lleno de la realidad del amor de Cristo: que es ratificación y consumación del matrimonio prototípico de Cristo con su Iglesia. Cristo, en su entrega amorosa, acoge a la mujer en el hombre, y la Iglesia, en su participación de esta entrega de Cristo, acoge al hombre en la mujer.

UTA RANKE HEINEMANN Se puede establecer un paralelo con la eucaristía. Se podría propiamente también hablar aquí de una "transubstanciación", por la que , Cristo se hace presente de un modo especial (E. Walter). Lo que queda transformado es la pareja matrimonial, que se hace portadora de la presencia de Cristo. Así, san Juan Crisóstomo llama al matrimonio "el misterio de la presencia de Cristo (In ep. ad. Col. IV, Hom. XII, 7 PG 62,390). Otra expresión de dicha presencia la encontramos en las palabra., de san Pablo: "Vosotras, mujeres, someteos a vuestros maridos como al Señor; pues el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual es salvador" (Ef 5,22-23). La doble propiedad de Cristo, de ser cabeza y redentor respecto de la Iglesia, es transferida al varón respecto de su mujer. Con la caída en el pecado quedó alterada la armonía de la primera pareja, por cuanto el hombre dominó sobre la mujer en forma arbitraria y despótica. Por eso reza la maldición de Dios: "Con dolor parirás hijos, y tu propensión te inclinará a tu marido, y él mandará sobre ti" (Gen 3,16). Pero ahora no es ya el dominio del hombre sobre la mujer una maldición, sino que éste es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia, y Cristo lo es como redentor. Con ello queda excluida una subordinación despótica; antes bien pertenece al hombre una función liberadora, redentora, sacerdotal respecto de la mujer. Esta función redentora es además, en cierto sentido, recíproca. Así lo da a entender el Apóstol cuando dice,;, "Ni el varón sin la mujer, ni la mujer sin el varón en el Señor".(1 Cor 11;11). Por tanto, a la función salvífica que tiene el hombre respecto a su mujer, corresponde la misión que la mujer tiene respecto a su marido.

Al don del sacramento corresponde una misión A la configuración esencial con Cristo que da el sacramento a los esposos debe responder una configuración existencial. Al don del sacramento corresponde una misión. Cuando se contempla al amado con la mirada del amor, la imagen que se percibe no es ni mucho menos una ilusión, un falso espejismo. El amor verdadero no es ciego, sino que permite ver lo más íntimo y profundo del ser amado. Ve a éste, al menos en parte, como es él a los ojos del amor de Dios, le ve con los ojos de Dios (H. Kuhaupt). Amor y conocimiento se relacionan entre sí. Por eso en muchas lenguas se designa la más íntima relación de los esposos con el nombre de "conocimiento" -en hebreo jadah: ("Adán conoció a Eva"; en griego gignòskó, y en latín cognosco-, incluso fuera de la Biblia en autores como Menandro, Plutarco, Ovidio, Tácito. De hecho es esta expresión del todo exacta, porque el amor matrimonial es capaz de ver al otro de un modo singular, por él se abre el hombre en su íntimo misterio y en sus más profundas posibilidades. Este conocimiento profundo sólo se mantiene, sin embargo, por un fiel amor que se vaya profundizando. Si por el conocimiento que viene del amor no se aumenta a su vez el amor, entonces decrece con el tiempo también el conocimiento. La tarea de los esposos es mantener siempre viva la imagen profunda del otro mediante él amor, y ayudarse con ello mutuamente a realizarla cada vez con mayor perfección: La colaboración a la santidad de la persona amada se convierte así en él centro del amor conyugal. Ya lo dice Pío XI en la encíclica Casti Connubii: "La mutua conformación

UTA RANKE HEINEMANN íntima de los esposos, la continua solicitud por llevarse mutuamente a la perfección interior puede señalarse como la causa y razón primaria del matrimonio (primaria matrimonii causa et ratio)".

Entrega de sí mismo y cruz La esencia del amor conyugal se hace más clara todavía cuando añade el Apóstol: "Vosotros hombres, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5,25). La oblación de Cristo en cruz es presentada al hombre como prototipo y modelo de su amor a la mujer. ¿Cuáles, pues, la relación entre el sufrimiento de Cristo crucificado y el matrimonio? Ciertamente que no está en aquello de que también el matrimonio es una "cruz". Parece en efecto, dice santo Tomás, que entre el matrimonio y el sufrimiento de Cristo no hay ninguna relación, por cuanto que el matrimonio tiene en sí placer. Pero el hombre en tanto es configurado en el matrimonio al dolor de Cristo en cuanto este dolor proviene del amor. Por amor sufrió Cristo cuando tomó a la Iglesia por esposa (Sup q 42, a 1). Se trata del más puro y radical amor, pues "nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Al explicitar, por tanto, san Pablo el amor en la entrega, indica que el amor del hombre a la mujer no debe tener límites, como no los tiene el amor de Cristo a la Iglesia. En el matrimonio cristiano se abren caminos que para un amor puramente natural son imposibles. porque el matrimonio sacramental no es sólo referencia al amor de Cristo a su Iglesia, sino que es causado por él, participa de él: "Vosotros hombres, amad a vuestras mujeres como y porque Cristo amó a su Iglesia". El griego kathòs encierra ambos sentidos, comparación y causalidad. El amor conyugal, por tanto, no se entiende sólo como una analogía, sino como ratificación y consumación del amor de Cristo a la Iglesia, que lo hace posible y lo mantiene. En el amor mutuo de los esposos ama con ellos Cristo, se hace presente y eficaz el amor de Cristo. Incluso cuando marido y mujer no tienen conciencia de ello, también entonces su amor está configurado por el amor de Cristo. Pero así como Cristo no se entregó por una humanidad idealizada, sino ponlos pecadores, así como no amó a los hombres porque fuesen éstos justos y dignos de amor, sino para hacerles tales, así también pueden estar juntos en el matrimonio amor y cruz, amor y dolor, para que los esposos permanezcan unidos. Si el sacramento del matrimonio es participación y consumación del amor de entrega de Cristo a su Iglesia, entonces es posible amar incluso donde no hay correspondencia alguna. Este amor se convertirá entonces en amor redentor, y quien es amado de esta manera por su consorte permanece por ello en el amor salvador del mismo Cristo. Es éste el sentido y realidad más profunda del amor matrimonial.

El matrimonio, profundización en el amor a Cristo Si Cristo está presente, como hemos visto, en el amor conyugal, es evidente que los esposos, con el amor con que se aman entre sí, alcanzan también al mismo Cristo. Él ama y a su vez es amado juntamente en ellos. La primera carta de san Pedro muestra que la mutua unión de los esposos repercute inmediatamente en su unión con Cristo, cuando exhorta a los hombres a que sean obsequiosos con sus mujeres a fin de que sus

UTA RANKE HEINEMANN oraciones no encuentren estorbo (1 Pe 3,7). Cuanto más crezcan en amor y en unión, tanto más íntimamente se van conformando a Cristo. Lejos de ser el matrimonio un impedimento, es camino para un mayor amor a Cristo. En virtud de su sacramentalidad confiere un aumento de gracia santificante. No siempre en la Iglesia se mantuvo claro este principio. La primitiva escolástica impugnó por lo general el fruto de gracia del matrimonio. Así, para Pedro Lombardo (?1164) el matrimonio es un medio de salvación contra el pecado, pero no transmite ninguna gracia. Stephan Langton (?1228), arzobispo de Canterbury y amigo de Inocencio III, opina que el matrimonio es ciertamente un sacramento, pero que de él no vale decir lo que vale de los otros sacramentos, que produce lo que significa: mientras que los otros sacramentos fueron instituidos para salvación (ad salutem), él es el único instituido como remedio (ad remedium). Semejantes opiniones serán defendidas más tarde extremosamente por Lutero. Santo Tomás de Aquino rechaza la antigua tesis escolástica de que el matrimonio no transmite generalmente gracia alguna. Pero todavía en el comentario a las Sentencias considera la gracia del matrimonio meramente como gracia adyuvante. "Dondequiera que por donación divina sé concede alguna facultad, se dan también los oportunos auxilios para su debido uso. Y como en el matrimonio se le confiere al hombre por disposición divina el uso de la mujer para tener prole, se le da también la gracia sin la cual no podría realizarlo en forma conveniente" (Sup q 42, a 3). Pero unos años más tarde (1264) escribe en la Suma contra Gentiles; "Como los sacramentos producen lo que significan, se ha de creer que por este sacramento se confiere a los contrayentes la gracia que les hace pertenecer a la unión de Cristo y de la Iglesia, la cual les es muy necesaria para que, al buscar las cosas carnales y terrenas, no se separen de Cristo y de la Iglesia" (4 C G 78). Se refiere aquí ya sin duda a la gracia santificante. Es por lo demás definitiva la expresión sanctificare del Tridentino, refiriéndose a Efesios 5 (Denz 969). Frente a toda herencia maniquea y neoplatónica en la Iglesia, y frente a todo prejuicio de los teólogos, se ha ido abriendo camino, cada día más, la recta concepción de la sacramentalidad del matrimonio y de su eficacia santificadora. El sacramento del matrimonio produce una profundización e intensificación de la gracia bautismal una profundización del amor a Cristo. Hay almas piadosas que se acongojan por amar demasiado a su consorte. Dios, en cambio, nunca pide que amemos menos de lo que somos capaces, sino que siempre amemos más, como Cristo a su Iglesia, con extremado amor. El gran amor a una persona no se atraviesa en el camino del amor de Dios, sino que acerca, al amante y al amado, al corazón de Dios. León Bloy escribe en una carta a su mujer lo siguiente: "Amo a Dios en ti y a través de ti, te amo plenamente en Dios como un Cristo ha de amar a su esposa. La idea de separar esa doble llama de amor es para mí una sutileza, una cavilo sidad cuyo sentido no alcanzo a comprender... no tengamos miedo alguno ante el amor que es el nombre del mismo Espíritu Santo, vayamos esforzadamente al encuentro de aquel querer que nos creó de la nada, no para que él se goce en nuestro sufrimiento, sino para glorificarle mediante nuestro amor".

UTA RANKE HEINEMANN El matrimonio sacramental nada pierde por ello de su natural belleza. Conserva su plenitud, su fuerza y su intimidad. Es el único caso en que un orden natural de tal condición ha sido elevado en sí mismo a sacramento. El nacimiento no es todavía bautismo, ni la comida y bebida es todavía eucaristía; pero el matrimonio entre bautizados es siempre sacramento.

Formas pobres y desvalorización del matrimonio sacramental El matrimonio, para ser perfecto, no necesita ser semejante al de san José, aparte de que un matrimonio contraído bajo la condición de continencia es inválido según el derecho matrimonial católico (CIC cc 1087,2;1092,2). La consumación del matrimonio es de gran significación, incluso para el simbolismo del sacramento. En primer lugar la cópula carnal da al matrimonio sacramental la definitiva indisolubilidad, por ser la plena representación de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia. Por otra parte el espíritu cristiano llega en el matrimonio hasta la esfera de la corporalidad humana, para elevarla también al medio del amor divino. Tampoco debe convertirse el matrimonio en aquella forma mezquina de. matrimonio cristiano en que el Eros, o sea, la íntima relación personal y afectiva, alcanza apenas una fase rudimentaria. Matrimonios dispuestos a engendrar hijos y educarles en la piedad, pero en los que el tú del otro cuenta poco en la relación mutua. Le falta aquí a la piedad la base de un verdadero humanismo. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la. perfecciona, y Cristo no echa a perder nada verdaderamente hermoso. Lo que Dios hizo como creador no lo destruye como salvador. Estamos acostumbrados a ver sólo la virginidad, la vida religiosa, como camino para la mayor gloria de Dios. Así dice el teólogo inglés De la Bedoyère: "Por desgracia, desde hace siglos, la casi incontrovertida influencia clerical y sobre todo el sentimiento monacal favorece la opinión de que el laico está tanto más cerca de Dios cuanto más se aproxime a una vida conventual y célibe". Y no hace mucho todavía escribía un conocido laico en sus meditaciones "Para una ascética laical", que la "continencia biológica" coloca "también al laico que vive en estado matrimonial cerca del sacerdote", "como cierta imitación del celibato sacerdotal", y que es un contrapeso contra "el materialismo y la sensualidad de la época". Nada se puede decir ciertamente contra la voluntaria continencia temporal por amor de Cristo, que tiene su claro lugar en el matrimonio cristiano. Pero no es ella la que fundamenta la dignidad "sacerdotal" de los esposos. No sólo el que concibe el acto conyugal como un desconsiderado gozar de la vida, sino también el que lo evita "para elevar el espíritu... sobre lo material y corpóreo", ignora que la unión matrimonial debe ser adecuada expresión amorosa de un afecto profundamente espiritual. Tanto en el sacerdocio como en el matrimonio es decisiva la dimensión del amor a Cristo, que realiza por caminos diferentes el único amor conyugal de Cristo a la Iglesia. Es sabido que durante la época patrística y, a través de san Agustín, en la edad media fue tenido en menos el matrimonio por causa de la influencia maniquea y neoplatónica. "Yo no niego", escribe por ejemplo san Jerónimo, "qué entre las casadas se encuentren mujeres santas, pero sólo cuando han dejado de ser casadas, cuando en la situación forzosa que trae consigo el matrimonio tratan de imitar la castidad de las vírgenes" (Adv. Helv. c 21, PL 23,204). Si con ello sólo se dice que para la santidad del

UTA RANKE HEINEMANN matrimonio se fomenta la virginidad como tendencia, como expresión de un amor que es al mismo tiempo entrega inmediata a Dios y entrega al hombre, nada hay que objetar. Esto es justamente lo decisivo del amor virginal entre Cristo y la Iglesia, del que habla a menudo la tradición patrística. Pero seria falso y no cristiano hacer consistir la santidad del matrimonio en tal continencia. La infravaloración de lo natural en algunas meditaciones teológicas del matrimonio, la concepción antigua y medieval, difusa hasta nuestros días aún en el pueblo, de que la concepción no se verificaba sin pecado, ha contribuido en parte a la secularización del matrimonio. Cargado con tal hipoteca moral, no es extraño que el laico tendiese a separar lo sobrenatural de todo este asunto. Mientras que en nombre de lo sobrenatural se hacía sospechoso lo natural, se conseguía que en nombre de la naturaleza lo sobrenatural se hiciese sospechoso. En su libro "Cristiano abierto al mundo" relata A. Auer una anécdota en que se pone de manifiesto la falsa posición frente al matrimonio: a León XIII, entonces todavía obispo, le fue comunicada la muerte de un conocido historiador francés. Uno de los prelados presentes, elogiando la santidad del difunto, dijo: lástima solamente que no evitó la trampa del matrimonio. A lo que respondió el futuro León XIII: no sabía yo que Cristo había instituido seis sacramentos y una trampa. Federico Heer señalaba hace poco que una mirada al santoral muestra que la espiritualidad de la familia está poco desarrollada. Los misales y breviarios conocen sólo de hecho tres títulos positivos de santidad femenina: martirio, virginidad y viudez. El teólogo belga Leclereq opina: "Suscitar entre los esposos la ambición de ser santos y de realizar la santidad en su misma votación de casados hace esperar una cosecha de santidad procedente no sólo de los medios privilegiados de las órdenes religiosas, sino de la masa de los fieles" (El matrimonio cristiano, Madrid 1951, 53-54).

El matrimonio, alabanza de Dios El amor conyugal y el acercamiento a Dios son una misma cosa en el sacramento. del matrimonio. Se dice esto muy hermosamente al comienzo de la misa de los esposos: "Dios mismo esté con vosotros que se compadeció de ambos a una. Ahora, Señor, haz que ellos te bendigan plenamente". Este es el sentido del matrimonio, que la alabanza divina de ambos, ahora que ya no están solos, resuene multiplicada ante Dios, que alaben más a Dios, que amen más a Cristo que se compadeció de ambos en una misma compasión. El sacramento del matrimonio aumenta la gloria de Dios, hace crecer el amor a Cristo. El amor conyugal tiene, según el Apóstol, relación inmediata con el amor de Cristo y a Cristo, porque es un signo eficaz de su amor a la Iglesia. El amor de Cristo brota en las relaciones entre marido y mujer y está allí realmente presente. El matrimonio ha llegado a ser uno de los siete sacramentos por el que la humanidad es conducida a Dios. El matrimonio es, como se formuló en el Congreso del Centro Pastoral de Liturgia en Versalles -septiembre 1957- "un medio para el hombre de vislumbrar mediante su experiencia la ternura de Dios a la humanidad".

UTA RANKE HEINEMANN El testimonio del matrimonio Cuando marido y mujer representan la asociación amorosa de Cristo y de su Iglesia, no es ésta una realidad que se limita m ambos consortes. El amor de los esposos, además de ser el signo más visible del amor de Cristo a su Iglesia, es también una proclamación de este amor. Es para todos los hombres un lugar visible de la alianza de Cristo. Por eso Pío XI, en la encíclica Casti Connub ii, dice siguiendo a Belarmino: "El matrimonio es un sacramento parecido a la eucaristía, que no sólo es sacramento en su realización; sino también en su permanencia. Mientras viven los esposos, es su comunidad un signo misteriosa de-la- gracia de Cristo y de la Iglesia". Así, este signo del matrimonio cristiano, respecto a su carácter de proclamación al mundo, puede también compararse a la eucaristía: "Cuantas veces hacéis esto", dice san Pablo refiriéndose a la Cena del Señor, "proclamáis la muerte del Señor". También el matrimonio presenta en una manifestación clamorosa el amor que se muestra en la muerte del Señor. Por ello es también un público documento del amor encarnado de Cristo, documento que muestra este amor al mundo y le llama y le conduce a este amor. Tradujo y condensó: JUAN COSTA