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¡Que viva Cristo Rey! o De piedra ardiendo Jaime Chabaud al maestro Gerardo Velásquez in memoriam al maestro Luis de Tav

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¡Que viva Cristo Rey! o De piedra ardiendo Jaime Chabaud al maestro Gerardo Velásquez in memoriam al maestro Luis de Tavira por su paciente solidaridad

“La población estaba cerrada con odio y con piedras, cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubiesen colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas de tan gruesas, de tan de Dios.” Dios en la tierra de José Revueltas.

Obra escrita bajo el auspicio de la Beca “Salvador Novo” del Centro Mexicano de Escritores (1989-1990). Premio Nacional de Dramaturgia “Fernando Calderón” 1991 de la Secretaría de Educación y Cultura del gobierno de Jalisco. Revisada bajo el goce de la Beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), 20012004.

® Registrada en la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM)

Ficha técnica

¡Que Viva Cristo Rey!* de Jaime Chabaud REPARTO POR ORDEN ALFABÉTICO:

Pilar Boliver

Carranza, Obregón, Calles, Juvencia, coro

Héctor Domínguez

Juan, cristero, soldado

Alfredo Escobar

Sacerdote, León Toral, cristero, soldado

Ana María González

Blanca

Gerardo Martínez

Ricardo Güemes

Héctor López Cárdenas Padre Anselmo, maestro, cristero, soldado Roberto Ríos Leal

Nécimo Hernández

Patricia Rivas

Obispo, Loca, Beata, coro

Jorge Saviñón

Teniente, mano de Obregón, cristero

Humberto Yáñez

Próspero, sacerdote, soldado

PUESTA EN ESCENA Y DISEÑOS

GERMÁN CASTILLO

MUSICALIZACIÓN

ROSSANA FILOMARINO

MANEJO DE ARMAS

MARIO VILLA

DISEÑO GRÁFICO

LUIS ALMEIDA

Realización de vestuario

Carolina Sánchez

Realización de escenografía Mariano Castillo * Estreno 16 de mayo de 1992 en el Teatro del Centro Cultural San Ángel, ciudad de México.

PERSONAJES Obispo

León Toral

Obregón

Mano de Obregón

Coronel Güemes

Anselmo

Juvencia

Nécimo Hernández

Blanca

Soldado 1

Pueblo

Sargento

Teniente

Padre

Juan

Soldado 2

Anciano

Maestro

Próspero

Cristero 1

Cristero 2

Cristero 3

Voces 1, 2, 3

Monja

Mujer

Niño

Concepción Argumedo

Calles

La acción ocurre en la zona centro de la República Mexicana, entre 1926 y 1929, durante la guerra cristera.

1

En la sala de la Mitra Metropolitana de la ciudad de México vemos al presidente Álvaro Obregón, sentado ante un tablero de ajedrez. Delante de él, su Mano encerrada en un frasco con formol. Ésta se deberá desplazar con movimientos propios (no se resuelva con un actor oculto bajo el mantel de la mesa: que se vean las patas de la misma mas no a quién la interpreta). Obregón medita sobre la jugada del tablero. La Mano toca en el frasco, impaciente. Obregón: Voy, cabrona, ya voy. Uñas te faltarían… Mmmmmhhh… O te sobrarían… Y a mí me faltarían… Mmmmmhhh … Y te sobraría dedo… Mmmmmhhh… Me faltarían ojos…

Mmmmmhhh… Ojos… Mmmmmhhh…

Cuantos tuviera esos me sacabas con tu dedo… (Tira.) Ahí tienes, caballo a siete alfil. La Mano señala una jugada en el tablero. Obregón mueve una pieza pero la Mano golpea el cristal y hace un gesto negativo. Obregón sonríe y coloca la pieza correctamente. Luego regresa a su actitud meditativa. Silencio largo que es roto por el aullido de unos perros. Obregón se sobresalta, parece un niño indefenso de pronto. Mira a su Mano. Señala sus ojos. Obregón: ¿Cuántos ojos quisieras que tuviera yo…? Mmmmmhhh… Esos mismos querrías sacarme… Mmmmmhhh… ¿Crees que con levantar el dedo y señalar todo se te da, ¿verdad, cabrona…? ¿Piensas que es un dedo omnipotente y…? La Mano señala otra jugada en el tablero. Se escucha aullido de perros. Obregón titubea pero mueve la pieza. Se queda perplejo. Obregón: Mmmmmhhh… Esa ya me la sé… Así la jugaste cuando perdonaste a De la Huerta… Me faltarían ojos para que me los sacaras…

Los perros aúllan. Obregón tira, irreflexivo. La Mano hace una danza festiva y señala una tirada. Obregón obedece y se da cuenta de su error precedente. Se toma con su única mano la cabeza. La Mano lo señala con el índice. Obregón: Uñas te faltarían… Esto no es jaque, ¿lo entiendes…? Y deja de señalarme, cabrona. Con ese dedo me indicaste al turco Calles… Me lo señalaste… Hiciste que me equivocara… Obregón tira el tablero al piso. Las piezas ruedan. Oscuro.

2 En la sacristía, el señor Obispo se viste auxiliado por León Toral. Mientras se produce esta investidura, a cierta distancia, una Monja prepara un chocolate. Obispo: Ríos de sangre en nombre de Dios. León Toral: (Como quien reza misa.) Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Obispo: Piernas clausuradas en nombre de Dios. León Toral: Todas las monturas trotando en nombre de Dios. Obispo: (Morboso.) Fusiles erectos en el nombre de Dios. León Toral: Toda la terquedad del mundo en nombre de Dios. Obispo: Rostros angustiados en nombre de Dios. León Toral: Toda la soledad del mundo en nombre de Dios. Obispo: Sed abrazando los caminos en nombre de Dios. León Toral: Toda la amargura en nombre de Dios. Obispo: La ceguedad más ciega de la historia en nombre de Dios. León Toral: Dios de los ejércitos. Obispo: Dios fuerte y terrible. León Toral: Hostil y sordo. Obispo: Vengativo.

León Toral: De piedra ardiendo. Obispo: De sangre helada. León Toral: Dios de los dientes apretados. Obispo: Del agua envenenada. León Toral y Obispo: (Después de breve pausa se santiguan.) En el cielo, en la tierra y en todo lugar. La Monja se acerca con una charola con una taza de chocolate humeante. León Toral levanta la taza y la servilleta que adorna la charola. El Obispo descubre aprobatorio una pistola que ocultaba la servilleta. Escuchamos prolongado aullido de perros.

3 Frente a una casa de adobe, el Anciano se deja arrullar por el movimiento de una mecedora. Se acerca un Niño que le entrega unos cerillos. El Anciano le acaricia la cabeza mientras enciende un cigarrillo. Niño: Otra vez, abuelo, por favor. Anciano: (Sonríe.) Primero llegó el presidente Madero y dijo que ‘ora sí, que la tierra iba a ser para nosotros... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) También por ahí andaba con que “Tierra y Libertad, Tierra y Libertad”, el sombrerudo de Zapata y la gente lo quería mucho... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) Más despuesito vino Pancho Villa, mi general, y dispuso que la tierra juera pa’ quien la trabajara y todos estuvimos re contentos... (Pausa.) Pero lo mataron. (Pausa.) Luego con la constitución le hicimos prometer a Carranza de que ‘ora hiciera efectivos sus compromisos... Niño: (Se anticipa.) Pero lo mataron. Anciano: (Pausa. Sonríe.) Así han ido matando a todos, m’ijo... Oscuro.

4 Al atrio de la iglesia, entran el Coronel Güemes, el padre Anselmo, Juvencia, varios soldados y gente del pueblo. El padre Anselmo ha sido objeto de violenta golpiza. Güemes lo arrastra hasta un viejo roble. La gente del pueblo los sigue tan cerca como las ballonetas y los soldados lo permiten. El Maestro entra, dice algo al oído de Güemes al tiempo que señala fuera de escena y sale. Dos soldados preparan una horca. Juvencia: (Se hinca frente a Güemes.) No me lo mate, jefecito, no me lo mate por Dios que mira desde el cielo. Coronel Güemes: Ya, anciana, no llore. Este cabrón tampoco le llora a “Dios” por las almas que ha despachado al otro mundo. Juvencia: M’ijo no mató a nadie. Coronel Güemes: Intente convencer a otro tarugo, que a éste, no se lo va a dormir. Anselmo: ¡Cállate, madre! Juvencia: M´ hijo ni disparar la carabina sabe. Anselmo: Vete a casa, cierra las puertas y rézale a tu hijo muerto. Juvencia: Por piedad, coronel, no me lo mate... Es mi único sustento... Coronel Güemes: Parece, vieja, que lo único que le interesa es su sustento. Juvencia: Soy una madre, coronel, y usté también tuvo una. Coronel Güemes: (Grita a la gente.) Es un criminal y recibirá lo que merecen los criminales. Anselmo: ¡Pedí que te largaras, madre! ¡Vete y déjame morir sin mirarte el rostro, por favor! Juvencia: ¿Qué daño hace? No podría matar nada... Coronel Güemes: Pero ha mandado a muchos a luchar con su palabrería divina. Es un conspirador. (A la gente.) Este es el castigo que les prometo, cabrones. Levántense y se los cumplo.

Anselmo: (Grita.) ¡No se dejen intimidar, conserven su fe...! Coronel Güemes: ¡Cállenlo! Anselmo: Luchen por sus tierras y por la fe. Defiendan a Santa Rosa como el mejor pueblo de Cristo… ¡Los changos del gobierno no pueden ganarle a Dios! Un Soldado golpea al padre Anselmo en la boca del estómago. Algunos hombres del pueblo, entre ellos Nécimo Hernández, se adelantan. Las ballonetas los hacen retroceder. Coronel Güemes: ¡Brínquele y vamos a ver de qué lado masca la iguana! Dos soldados colocan la cuerda al cura. Un joven finalmente se arroja y cae de un disparo. Gritos. La gente del pueblo murmura. Pareciera por un momento que están a punto de atacar a los soldados, pero se contienen ante el amago de los fusiles. Coronel Güemes: Salven a su pastor, jijos de la chingada… Juvencia: (Inicia mutis.) Usté, “chango” de la ley terrena, ¡quebranta la ley de Dios! (Pausa. Sibilina.) A partir de hoy, te maldigo. Coronel Güemes: ¡Vieja loca! Anselmo: Llévame una flor cada domingo, madre. Reza por los muertos. Juvencia: Mejor por los vivos, lo necesitan más. (Sale.) Todavía van a ir echando otros pocos pecados por el mundo. Un Hombre toca la campana de la iglesia. Alboroto de la gente. Anselmo: (Llora.) ¡Lárgate, madre, haz de cuenta que nunca me pariste! Coronel Gëmes: ¡Disparen! Descarga de fusiles. La campana cesa. Coronel Güemes: (Al pueblo.) Está estrictamente prohibido enterrar el cuerpo de este revoltoso. Quedará colgado hasta que se pudra su carne. Y no intenten retarme. Soldado: (Se cuadra.) Listo, mi coronel. Coronel Güemes: (Palmotea en la espalda del padre.) Ahí me saludas a diosito nomás lo mires. Le dices que nos vemos en unos años…, cuando me toque.

Anselmo: (Con voz extraña.) No vas a esperar tanto como imaginas, Ricardo Güemes. El Coronel empuja el banquillo que separa a Anselmo de la muerte. La luz titubea, se escuchan truenos de tormenta que se aproxima. Un viento ensordecedor cunde haciendo huir a pueblo y militares.

5 En la sala de la Mitra, Obregón intenta resolver el enigma ajedrecístico. La Mano toca en el frasco primero discreta, luego groseramente. Obregón la manda al diablo con un gesto. Entra el señor Obispo acompañado de León Toral vestido de camarero. Obispo: ¡Buenas! Obregón: Ni tanto, me confunden sus jugadas. Obispo: Es indicio esperanzador, señor presidente… Obregón: ¡Poner ese caballo tan al tiro! Obispo: Su presencia aquí… Obregón: Quezque no le sabe y se las sabe todas, señor Obispo, al reverso y al derecho… Y con dios detrás…, peor. Obispo: ¡Ah, que usted! Si sólo es un juego… Obregón: ¡Ah, qué bonito juego el mentirle a sus fieles! Obispo: Leoncito. León Toral: Su Eminencia. Obispo: El general trae prisa y mejor le damos ya su chocolatito. León Toral asiente y sale. La Mano toca en el cristal y urge a su antiguo dueño. Obregón: La traje sólo porque me lo pidió usted y como acto de buena voluntad.

Obispo: ¡Pero mire qué cosa tan curiosa! Obregón: No se a qué vine, ni la partida me divierte. Obispo: (Por la Mano.) Ella es una opinión parcial, puede mediar entre usted y nosotros. Obregón: ¡Se la regalo…! Mientras formó parte de mi cuerpo fue la más valiente y juguetona… (La Mano simula dispararle.) ¡Y traicionera, claro! Obispo: Seguro…, la más…, larga. Obregón: ¿Quién resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos, dígame? Pero deje eso, la de muertitos que me fabriqué con ella. (Pausa.) También firmó mi adhesión a la Carta Magna y lo que en ella se regula a las iglesias. Obispo: Lo llamamos a la reflexión, por tanto. Obregón: (Se levanta de la silla.) Conoce como es esto de las adhesiones, las concertaciones. Obispo: (Nervioso, lo detiene.) Nadie quiere confrontación, don Álvaro… Obregón: (Ve el tablero de ajedrez.) Partida mala…, y usted con sus rarezas. Obispo: ¿Y…, lo de la historia de su Mano con la mujer del Embajador gringo? (Agita presuroso una campanita.) Quedó muy formal, acuérdese. Obregón: ¡Nooo, padrecito! Ahí otro día. Obispo: ¿Se va sin platicarnos eso? (Transición.) León, hijo, el general Obregón carga prisa. León Toral: ¡Voy! Obregón: ¡Pinche gringo, tan pendejo! Otro día… Obispo: O lo de la bala que le arrancó el brazo y, claro, lo de su mano... Obregón: Lo de esta cabrona Mano fue un divorcio. Le platiqué y requete platiqué. Ella mocha y yo hereje… ¡¿Quién entiende nada?! Obispo: (Juega sobre el tablero.) Es tiempo de ceder…, rectificar y perdonar. ¡Jaque, general! Obregón: ¡Olvide el juego! Es hora: parto. (Se pone en pie.) Le dije: no era buena idea. Obispo: Va a haber sangre, don Álvaro… Obregón: Pues le conviene, ¿no? Habrá más santos. Y le juro que se los vamos a patrocinar. Obispo: (Amenazante.) ¡Termine la partida, carajo! Obregón: Los santos siempre fueron buen negocio, ¿no?

Obispo: ¡Leoncito…! La Mano hace una seña obscena a Obregón que suelta una risotada. Obregón: ¡Mírela, mírela! ¿La vio? Muy creyente y lo que usted guste y mande pero una majadera, asesina y, para colmo, beata. Obispo: ¡Leoncito! Obregón se dirige a la salida en el momento que entra León Toral con el servicio. Al percatarse de que el general se va, Toral saca la pistola. Obregón lo empuja sin percatarse del arma y el chocolate candente cae sobre Toral que aúlla de dolor. Oscuro.

6 Es de noche en el atrio de la iglesia. Se oye un grillo cantar. El cadáver del padre Anselmo se balancea. Blanca termina de colocar veladoras en semicírculo en el momento que entra Nécimo. Nécimo: Ya mujer, vámonos… Blanca: Aquí es mi puesto, Nécimo… Nécimo: Tus hijos no prueban bocado desde ayer. Blanca: Si no hay quien le rece al padre en todo Santa Rosa, entonces seré yo la que se enterque. Nécimo: ¿Qué quieres de mí? Nécimo detiene el cadáver. Quita la soga del cuello del padre Anselmo que cae pesadamente. Blanca: Deja: Nécimo, oíste lo que dijo el coronel ese. Nécimo: No oi nada, no oigo nada, no voy a oir nada. El padre Anselmo defendía a su pueblo. Ahora su pueblo le paga con miedos. Blanca: El miedo, sube las paredes y cierra las ventanas. Pa’ qué buscas problemas sin que se tenga beneficio. Nécimo se echa a la espalda el cuerpo. Blanca se santigua.

Nécimo: Este problema nos va a dar cosecha. Ya verás. Blanca: ¿Qué vas a hacer nomás? Nécimo: Me lo llevo a enterrar al monte. Ahí el padre Anselmo podrá mirar pa’l pueblo y los carrizales le harán compañía. Blanca: Tienes tres hijos sin frijoles ni tortillas y te vas a enterrar al que no le hace falta nada. Nécimo: Y así los tenías por rezarle, ¿no? Blanca: Te van a buscar hasta matarte. Nécimo: (Abrazándola.) No, Blanca, no me agarran. Me voy a luchar con el padre Herculano, que anda cercas en las montañas. Blanca: Un puño de bandoleros. Nécimo: Será el puño de Dios porque quinientos levantados son un puño muy grande. Blanca: ¿Y nosotros, qué? ¿Vamos a caminar de arriba pa’ bajo sin un hombre en casa? Nécimo: Mandaré lo que se pueda cuando se pueda. Blanca: (Le toma las manos y las frota contra sus senos.) Si no te vuelvo a ver... No vayas, Nécimo, que siento como comienza a crecer aquí, en mi vientre, el rencor de la tierra. Nécimo: Si no defendemos hoy la religión mañana no la tendremos pa’ dársela a nuestros hijos. Blanca: No te voy a perdonar si no vuelves. Tus hijos no te van a perdonar tampoco y tu alma no va a reposar. Nécimo: No entiendes nada. ¿Tú crees que mi felicidad está en ver cómo el temporal se retrasa y las barrigas de mis hijos se hacen menos, y además de todo nos quitan el consuelo de Dios? Blanca: Mis labios te acompañarán todas las noches. Esto no está bueno: hay rastrojos de hiel y fuego. Nécimo: No me perdonaría dejarlos si no supiera que Dios se queda al cuidado de los míos. Él no va a dejar que les pase nada. Él es la tierra que ve crecer el maíz. No puede dejarnos desamparados.

Nécimo inicia mutis pero Blanca lo alcanza y le entrega unas tortillas. El la acaricia. Blanca: Pa’ que tengas algo que distraiga lambre. Nécimo sale. Blanca toma una veladora. Camina envuelta por la penumbra y rezos de una multitud.

7 Blanca es empujada por una procesión de mujeres y ancianos que, en tono agudísimo e inteligible, cantan. Traen estandartes, machetes, sirios, azadones, etc. Fieles: La Virgen María Es nuestra salvadora Ella es nuestra guía No hay nada que temer Somos cristianos Y somos mexicanos Guerra guerra Contra lucifer… Tropas de María Vamos a la guerra No desmaye nadie No hay nada que temer Somos cristianos Y somos mexicanos La procesión se detiene al fin. Flotando en el vacío se ilumina un púlpito bellamente tallado en madera. Un sacerdote surge de las entrañas del púlpito. Sacedorte: (Se santigua.) “Disírae, díes illa, solvent saeclumin favílla: Téste Dávid cum Sibylla. Quántus trémor est futúrus, Quando jú-dex est ventúrus, cúncta stricte discussurus.” (Fraternal.) ¡Queridos hermanos, Dios es el ser más elevado del Universo! Él mismo es el creador de todas las cosas, de los mares y los cielos, de la

tierra que vuestras manos siembran con paciencia y riegan con el sudor de las frentes. (Pausa. Seco.) Así como vosotros irrigáis los suelos de este mundo con la sangre que os dio el Creador, así Él riega los corazones de la humanidad con sus infinitos amor y piedad. Él deposita la semilla de la esperanza en vosotros. Él desea le sirvamos y le demos frutos con nuestra fe a través de la Santa Madre Iglesia, que es como si los depositárais en sus divinas manos. Sed generosos y la recompensa os llegará. (Después de doloroso gemido se saca unas barbas hirsutas. Pausa.) Pero no todas las semillas de esperanza dan lo suficiente. ¡Existen corazones perversos...! ¡Sí..., contaminados por el espíritu demoniaco, por el espíritu del dragón que busca perder vuestras almas! (Pausa.) ¡Vuestras almas redimidas con la preciosísima sangre de Jesucristo Nuestro Señor! (Silencio.) La hora del infierno va llegando ya. Entre las siluetas, el pueblo, se oyen exclamaciones de espanto. El Sacerdote sonríe al tiempo que las sombras se pasean inquietas. Sacerdote: ¡Sí, no dudéis! (Pausa grandilocuente.) El juicio final se acerca vertiginoso. La semilla que dio espinas ha sembrado la discordia. Esos corazones putrefactos, esos árboles torcidos y sin agua, son nuestros secos gobernantes. (Levanta una mano que es más una garra. Apocalíptico.) No desean que exista ni iglesia ni religión ni esperanza ni la fe... (Pausa prolongada.) Quieren quedarse con el patrimonio de la iglesia. (Pausa.) Esos malditos no se conformaron con las leyes de reforma. Os advierto, están sedientos como bestias del averno... (Pausa. Jadea.) Quieren apropiarse de la riqueza de Dios moneda por moneda. No dudéis un instante de la amenaza terrible que se cierne sobre nuestras cabezas! Nos cerrarán las iglesias. ¡Morirá la gente sin el amparo de Dios! ¡La peste y la sequía asolarán estas tierras traidoras y sin fe! Los niños morirán con las panzas hinchadas como tamboras y se les llenarán de moscas... (Corta abruptamente su discurso por un intenso dolor abdominal. Silencio. Se repone. En voz muy baja.) El viento no soplará. (Pausa.) El agua se envenenará sola y los vivos preferirán no estarlo. Los estandartes religiosos son consumidos por el fuego. Sacerdote: (Sonríe satisfecho.) La defensa de los bienes de la Santa Madre Iglesia es la defensa de la vida, de la fe, de la religión..., ¡de Dios! (Una descarga

eléctrica pasa por su cuerpo y un par de protuberancias surgen de su frente. Pausa.) Sacad esas carabinas llenas de herrumbre y de fe. Las armas del pueblo de Santa Rosa apuntarán solas a los federales y por uno de vosotros, caerán cien de ellos. (Pausa.) Vivirán en pecado mortal quienes desafíen a Dios, porque Dios los aplastará con sus enormes dedos de encina y de rabia. ¡¡Que se cuide el gobierno, que se cuide de vuestras balas porque Dios está en todas partes, en el norte y en el sur, inventando puntos cardinales!! La muchedumbre desfila frente al Sacerdote arrancando fragmentos de sus ropas, como si fuesen reliquias preciosas. El Sacerdote queda completamente desnudo aunque su cuerpo conserva poco de humano. La luz se desvanece pero el rumor le sobrevive unos segundos más.

8 En un espacio neutro, Álvaro Obregón fuma un puro, pensativo, en tanto arma el tablero de ajedrez para nueva partida. Después de un momento acaricia el frasco donde su Mano le hace signos de interrogación. Obregón: (En intimidad.) ¿Sabes? (Pausa.) Antes de venir pa’ cá, los perros estuvieron ladrando tres días completos en la hacienda, con sus noches enteras y luna llena. (Silencio prolongado.) No pararon ni cuando mandé que les dieran carne cruda... (Pausa. Transición.) Sólo a ti te cuento esto, pinche tramposa. (Pausa.) Y no hay traidora como tú, culera... Con ese afan de pensar que tu índice es la máxima autoridad… (Transición.) Los vigilantes de mis sueños ladraban sin parar, ¡contra mí! (Toma aire.) Pedí al Fulgencio primero, y luego le supliqué a gritos que les metiera de plomazos..., ¡a mis perros, carajo..., los míos de siempre...! (Silencio. Cuenta inútilmente con los dedos las piezas de ajedrez.) ¡Llenos de plomazos...! (La Mano se mueve inquieta.) ¡Mis perros..., úta, como hermanos...! (Pausa.) Y no se callaron. (Silencio.) ¡Y ya estaban muertos, con una chingada, y todavía ladraban! (Silencio. A punto de llorar.) El Fulgencio y la treinta treinta humeando miraban mi cara asustada... con sus ojos que me acababan de matar mis perros de pura raza. (Pausa

prolongada.) ¡Y seguían ladrando aunque no pudieran respirar, carajo! Lo conoces bien al güey, al Fulgencio, el capataz…, y que me dice: “Sé lo que quieren los perros, patroncito. Quieren su sangre, con su perdón.” Oscuro.

9 En la sacristía, el Obispo y la Monja escuchan atentos al Sacerdote, en conversación iniciada. Sacerdote: Cortó sus venas y les dio de beber, su Eminencia. Monja: Como nuestro Cristo Rey… Obispo: (Hace un gesto furioso para que se calle.) ¿Y ellos…, su gente? Sacerdote: Pues ya podrá imaginarse. Obispo: Está fuera de control, en desobediencia. Sacerdote: Sienten que es un mensajero, un enviado… Nadie lo derrota por más tropas que le echan encima. Cuando prometimos al gobierno la tregua no declarada hizo pedazos a los federales en Yurirícuaro. Está convocando a otros líderes diciendo que si la iglesia le falla a Dios ellos no lo harán. Obispo: ¿Y se llama? Sacerdote: Nécimo Hernández… Monja: Habrá algo que le duela, ¿no? El Obispo y el Sacerdote la miran sorprendidos. Monja: Me refiero… El pecado de soberbia se castiga… Obispo: Vaya a calentar el chocolate y no se meta, madre. Monja: (Inicia mutis.) Yo sólo decía que el dolor bien aplicado es… (Ante la mirada fulminante del Obispo.) Perdón, su Eminencia Obispo: Es un peligro esta monja: imagine que León Toral la oyera. Me arruina el entrenamiento. ¿Qué sabe de él, de su vida, de su fragilidades? Sacerdote: ¿De Hernández? Ninguna fragilidad le conocen, que yo sepa. Obispo: Por Dios, no me venga con que cree en santos, padre, no sea pendejo. Algo habrá. Y quiero que lo descubra y lo use, ¿me expliqué? Sacerdote: Entiendo.

Obispo: Pues actúe en consecuencia. Como dice la madre: debe dolerle algo al tal Nécimo, ¿no? Un punto flaco. Oscuro.

10 Campamento cristero. Nécimo saca los casquillos de su revólver. Entra Próspero, guarachud, con amplio sombrero de charro y escapularios enormes. Mientras hablan, Nécimo se ocupa de cargar su arma con parque nuevo. Próspero: (Se cuadra.) ¡Mi teniente! Nécimo: ¿Hubo trancazos con los pelones, sargento? Próspero: Ahí nomás, en la loma de Roca Colorada, mi teniente. Nécimo: ¿Hay almas que lamentar? Próspero: Ninguna, bendito sea Dios. Nécimo: Y, ¿qué pues? Próspero: Nos dimos rete duro contra treinta y un “changos”. Nécimo: Ajá. Próspero: Nos jalamos treinta y un jusiles y tres pistolas. Nécimo: Ajá. Próspero: (Se rasca la cabeza y ríe estúpidamente.) Pos... colgamos los cadáveres de treinta y un dijuntos, mi teniente. Nécimo: (Ríe. Lo ve fíjamente.) ¿Cómo te llamas? Próspero: Próspero. Nécimo: ¿Y tienes hijos? Próspero: ¡Uy, una criaturita ansína nomás! Nécimo: Pues mañana te la bautizo, Próspero. Se escucha el corrido: “Tropas de Jesús, / sigan su bandera, / nodesmaye nadie, / vamos a la guerra.” Oscuro.

11 El canto cristero se funde con redobles o una diana militares. En el extremo opuesto del escenario se desarrolla una escena similar, pero ahora entre el Coronel Güemes y un Sargento. El primero desarrolla la misma tarea que Nécimo en la escena anterior. Sargento: Salieron de improviso... Ni el teniente Sánchez ni el subteniente Ramírez se dieron cuenta de nada... Coronel Güemes: ¡Pendejos, ¿cómo se dejaron?! Sargento: (Desconsolado.) Los mataron a todos... Yo iba hasta la retaguardia... Coronel Güemes: (Iracundo.) Y ¿qué hacía usted, con un carajo? Sargento: (Titubea.) ¿Yo…? Re... rezar, mi coronel. El Coronel Güemes apunta con su revólver al Sargento y entra el oscuro antes que el disparo.

12 Explosión y balazos. La luz nos descubre un campo de siembra cosechado de cadáveres militares. Junto una vía del tren. Juan baja de un vagón de mano un costal de maíz, se sienta junto a un muerto y comienza a desgranar las mazorcas. Mira el cadáver y lo incorpora hasta dejarlo sentado. Le arregla el uniforme. Otros cristeros recogen armas, parque, uniformes, botas. Juan: (Sonríe.) ¿Cómo, no lo sabe, “chango”? Mire..., es como..., como si usted viniera y me desviara el curso de mi agua de riego y se me secara la milpa. Pos, es así como que dejar un pueblo sin brazos y sin voces, sin pisadas ni nada. (Continúa

desgranando.) Es re feo ese saqueo de gente que es la leva. Es como una amputación que le hacen a los pueblos. Nomás trae rencores muy macizos, viudas sin muertos y huérfanos por decreto presidencial. (Pausa. Le limpia al cadáver un hilo de sangre que escurre de sus labios.) Mire nomás que mal aspecto da. Espere, espere que tine un poquito de sangre. (Pausa. Desgrana.) Hace poco pasaron otros federales o ustedes mismos, claro que también les nombramos “pelones” o “changos”… Pasaron, pues quezque pa’ recoger gente pero mi primo Justino, el que trabaja en el telégrafo, me avisó con la tal Concepción Argumedo que venían por el río, y que ni lo pienso y que me jalo pa’ la barranca. A la barranca no se meten, dicen que apesta a coyote, pero son puros cuentos. Los coyotes ni apestan ni nada. (Ríe como niño travieso cuando el cuerpo cae de bruces.) ¿Será porque por ahí anda Nécimo Hernández? (Pausa. Lo vuelve a acomodar.) Ustedes los “changos” le sacatean a la barranca porque se rumora que son sus terrenos. (Silencio.) Pero nunca sabe nadie así bien a bien por qué caminos va la gente de Nécimo Hernández. A mí ni me pregunte. Quezque se mete aquí, quezque se mete allá. Luego hasta han dicho, pinches “changos”, que Nécimo anda en Durango y luego que no, que siempre estaba en Guadalajara y luego que no, que se metió en San Juan de Abajo y luego que no, que se fue a esconder pa’ Texolucam y luego que no, que lo miraron por Morelia. (Suelta una carcajada y le da una palmada al muerto que descompone la postura.) ¡Qué pendejos, cómo no! Hasta le hacen a uno creer que Nécimo es como Diosito y que está en todas partes. (Lo velve a arreglar.) Como si yo no lo conociera y hubiera compartido su mesa el día de su santo. ¡Nécimo Hernández es mi compadre! Bueno, Nécimo tiene un titipuchal de compadres en mi pueblo y en Santa Rosa. Tiene el gentío de compadres, porque le encanta bautizar. (Le secretea al oído.) Es como su vicio. Todos sabemos que es rete bueno. A mi comadre Blanca nunca la ha engañado porque no le gusta ser canijo. Yo jamás he visto que le levante la mano a mi comadre; pero no se vaya usté a creer que Nécimo no tiene los pantalones en su lugar, si le buscan se jallan al cabrón más jijo. (Pausa.) Es una mentirota esa de que quezque Nécimo se aparece como aparecido cuando llegan a buscarlo, méndigos “changos”. Si mi compadre no es nada zonzo. Ahí se está los días y las semanas escondidote y, cuando caen, sale de donde anda y zaz y zaz y zaz, y se van corriendo sin armas ni nada los poquitos federales que les quedan. No, compa, ni pierda el tiempo ni me mire feo ni me guarde rencor… ¿Dónde lo puede ver? Mejor pregúnteselo al Todopoderoso y pue’ que ni Él. (Pausa. Vuelve a reír.) ¿El maicito? ¿Qué dónde lo merqué ahora que anda tan escaso? Me lo

emprestaron del que traían otros “changos” amigos suyos y que dejaron aquí como por descuido… Al fin que la barranca es muy ancha. Se escuchan balazos. Ríe socarronamente mientras le cuelga un escapulario al soldado y corre a subirse al vagón de mano que ya sale movido por otros cristeros. Juan: Es bien cabrón el jijo de su madre de mi compadre, pos ¿qué no? Los Cristeros abandonan el vagón ante la entrada de un pelotón de federales que les disparan. Los Soldados 1, 2 y 3 dan impulso al vagón en sentido contrario al que llevaban los Cristeros. El Soldado 4, mientras los otros hablan, se ocupa de guardarse entre las ropas varias mazorcas. Soldado 1: Puros cuentos, mano, puros cuentos te avientas. Soldado 2: (Besa una cruz que hace con los dedos.) Por ésta que no. Soldado 3: ¿Y a poco sí viste clarito clarito a la Virgen montando a caballo? Soldado 2: ¡Pus, cómo no! Venía atracito nomás del tal Nécimo ese. Soldado 3: Se te pasaron los mezcales, manito. Soldado 2: Si hasta le salía una luz que aluzaba a todos los criterios. Soldado 1: ¿Y por eso corrieron? Soldado 2: ¿A poco querías que lucháramos contra la Virgencita de Guadalupe? Soldado 3: (Se baja del vagón mientras los otros hacen mutis.) No, pos así no. El Soldado 4 termina de robar y sale corriendo. Aparece el Teniente disparando sobre el fugitivo. Teniente: ¡Párate, cabrón! (A los Soldados.) ¡Píquenle, güevones! El que me lo traiga muerto sí come hoy! Se oye algarabía de Soldados. Entra el Coronel Güemes, fuete en mano. El Teniente lo mira de reojo y descarga su ira con el Soldado 3.

Teniente: ¿Quién hijos de puta estaba cuidando el forraje de los caballos? Soldado 3: Era yo, mi teniente. Coronel Güemes: ¡Sargento! (Aparece el Sargento.) Este raso está arrestado hasta nuevo aviso o hasta que se le juzgue por complicidad en el robo del forraje. Sargento: ¿Qué hago con él, señor? Coronel Güemes: Amárralo de pies y manos a un árbol y que no pruebe agua. Sargento: (Se lleva al Soldado 3.) ¡Sí, señor! Coronel Güemes: (Le habla en voz baja.) No es la primera vez, Martínez, van muchas, lo sé. Teniente: No volverá a suceder... Coronel Güemes: (Le da palmaditas en la espalda.) Tranquilícese, teniente, esto no es culpa suya. La tropa tiene hambre, está toda jodida. Teniente: Pronto llegarán los refuerzos y los costales con tortillas y frijoles. Coronel Güemes: Parece novato, teniente. Esos víveres no van a llegar. Teniente: Quedaron de mandarnos de la ciudad… Coronel Güemes: (Señala el campo con los cuerpos.) ¿Qué no ve que estos eran nuestros primeros refuerzos? (Arma una mesita-tripie de campaña y extiende un mapa.) Claro que esta el Doceavo Batallón pero mire: nosotros estamos aquí, el tal Nécimo Hernández, acá; y las fuerzas del padre Herculano en este punto. La ruta del Doceavo para encontrarnos, si es que nos lo quisieran mandar, sería por aquí. Teniente: Y los emboscarían en el Paso del Águila. Coronel Güemes: Por fin entendió, Martínez. Teniente: ¿Y mientras tanto, coronel? Coronel Güemes: (Traza sobre el mapa.) Los hombres de los pueblos de Mazateca, Texolucam, San Juan de Abajo, Ojo de Agua y Santa Rosa andan levantados. ¿No es así? Teniente: O están con los hombres de Hernández o con los del padre Herculano. Coronel Güemes: No sé, teniente, se me ocurre algo entretenido... Ahora, más que nunca, las puertas de estos pueblos están abiertas a nosotros. Teniente: Siempre y cuando no nos topemos en el camino con Hernández, que es el más duro de pelar.

Coronel Güemes: No se preocupe, Martínez, no aparecerá. En esos pueblos hay comida, agua, mujeres... Nuestros hombres también necesitan comer, descansar…, divertirse. Teniente: (Sonríe.) Tienen que levantar la moral. Oscuro.

13 Por una calle, en un pueblo, camina el Maestro con papeles y libros bajo el brazo. Entra un grupo de Niños que lo apedrea. Se le caen libros y papeles y atrapa a un Niño. Se sienta con él en una banca. Se pasa un pañuelo por la frente ensangrentada. Maestro: ¿Quieres decirme algo? (El Niño niega con la cabeza.) ¿Cómo te llamas? (El Niño niega.) ¿Quiénes son tus padres? (El Niño niega.) ¿Cuántos años tienes? (El Niño niega.) ¿Dónde está tu casa? (El Niño niega.) ¿Ya estarás contento, no? (El Niño niega primero y luego afirma.) ¿Sí? (Suelta la carcajada.) Me rompiste la cabeza… El Maestro no para de reir. El Niño pasa de la desconfianza a la curiosidad y termina riendo también. El Maestro desenvuelve un caramelo y se lo da. El Niño lo toma tímidamente. Niño: ¿Es cierto que eres malo…? Maestro: ¿Malo….? Niño: Que eres del demonio… Maestro: ¿Quién te dijo eso? Niño: El señor cura… Maestro: A ti nunca te he visto en clases… Niño: No quiero que me castigue Diosito. Maestro: Sí. (Pasua. Le acaricia la cabeza.) Supongo que sí.

Niño: Tú ni crees en Dios. Maestro: Me cuesta mucho trabajo. Niño: ¿Por qué? Maestro: Me es difícil. Niño: ¿Y por qué? Maestro: No lo entiendo, simplemente. Niño: ¿Y por qué? Maestro: Cómo permite la guerra, por ejemplo. Niño: ¿Y por qué? Maestro: (Sonríe y le ofrece otro caramelo.) No puedo creer en un Dios que manda que apedreen a un simple maestro de escuela…, o peor, en un Dios que castiga a los niños. Oscuro.

14 Entre penumbras y tenue neblina comenzamos a percibir a un grupo de Soldados que cabalga con el Coronel Güemes al frente. Coronel Güemes: La sed abrasa los caminos en nombre de Dios. Todos: La sed incendia las entrañas de los hombres en nombre de Dios. Coronel Güemes: ¡Sargento Romero! La tropa frena y se escucha un rítmico suspiro. Lento, reinician la cabalgata. Sargento: La sed es la infame ausencia del agua, señor. Soldado 1: Resquebraja la tierra, señor. Soldado 2: Angustia a las aves y a los coyotes, señor. Soldado 3: Deseca a los niños, señor. Coronel Güemes: ¡Sargento Romero!

La tropa para de nuevo y se escucha un rítmico suspiro. Sargento: ¡Mi coronel! Coronel Güemes: ¿Qué carajos es, sargento, la sed? Reanudan la marcha. Sargento: (Con fatiga.) ¡Mi coronel! Coronel Güemes: ¡El agua, Romero!... Si ese maldito profesor no cumple lo del agua... Todos: ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! Coronel Güemes: ¿Dónde te dijo el maestro? Sargento: Dijo que luego lueguito, a tres kilómetros de San Fernando. Coronel Güemes: Hace muchos kilómetros que pasamos ese pueblo y nada. Sargento: Sí, ya lo pasamos y nada. Coronel Güemes: “Luego lueguito”... “luego lueguito”... Sargento: Maldito profesor. Coronel Güemes: Maldito es todo, Romero, maldito es Dios y el Universo entero. Sargento: (Con vergüenza toma su pistola.) No diga eso porque le juro que se lo va a cargar la huesuda, señor. Güemes mira al Sargento con odio. Va a decirle algo pero se adelantan los Soldados en un grito salvador. Soldados: ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! ¡A-g-u-a! Coronel Güemes: (Derrotado.) El agua..., nada menos que la vida. Oscuro.

15

En un llano está el Maestro, tirado en el piso, rodeado por Nécimo Hernández, su lugarteniente Próspero y los Cristeros 1 y 2. Estos últimos patean al Maestro. Nécimo: ¡Grita “Viva Cristo Rey”, pendejo! Cristero1: Hazlo, maistrito. Cristero 1: Está de parte de los federales. Nécimo: Pídele a Dios Nuestro Señor que se apiade de tu alma. Maestro: (Con debilidad.) Los están manejando, los están manipulando los curas. Nécimo: ¡Grita “Viva Cristo Rey”, porque ya te llevó la chingada! Maestro: El gobierno no quiere cerrar las iglesias. ¿No entienden? Cristero 2: Nadie nos anda con consejitos ni tonteras porque se va mucho al pinche infierno. Cristero 2: Les dio agua a los “changos” el muy jijo de su chingada madre. Cristero 1: Los llevó donde el aguaje pa’ que llenaran sus cantimploras. Nécimo: (Le patea la cara.) ¡Grita “Viva Cristo Rey”, profesor, y pue’ que te perdone la vida! Maestro: (Desafiante.) Dios no existe. Silencio tenso. Nécimo: (Colérico.) ¡Próspero! Próspero: Pos, tú dirás, Nécimo. Nécimo: Traite una estaca…, bien ancha, ya sabes pa’ qué. Hállate una de lo que quieras pero que aguante el peso de un culero. ¡Ah, y que sea como de a poquito más del metro! Ya sabes cómo. Sale Próspero. Maestro: ¿Qué me van a hacer?

Cristeros 1 y 2 sueltan la carcajada. Nécimo: No pongas cara de crucificado. Sólo a Cristo Rey o a los santos se les crucifica. Tú estás muy lejos de eso. Entra Próspero con una estaca. Próspero: ¿Ésta te cuadra? Nécimo: Saca tu machete. (A Cristeros 1 y 2.) Quítenle los pantalones mientras preparamos esta chiva. Maestro: (Aterrado.) Vienen... Se los juro... Vienen más tropas de federales... Los van a arrasar... Traen artillería... Créanme... Cristero 2: (Le jala el cabello.) Cállate, “chango” con escuela. Maestro: (Con el terror en aumento.) Deberían aceptar la amnistía que les propuso el general Obregón. Nécimo: (Sereno.) La operación en sí, aunque no me los pases a creer, es bien sencilla. Con un machete se le puede ir sacando punta hasta que parezca un lápiz. Te gustan los lápices, ¿no, profesor? Próspero va ilustrando las palabras de Nécimo. Nécimo: Astilla por astilla, poco a poquito, va quedando pero picudo, picudo, como si fuera una grosería de a tiro muy fea. ¡Así de puntiagudo como una gran ofensa! (Pausa.) Pero, viéndolo de lejos…, más parece como un dedo que señala pa’l cielo, ¿no estás de acuerdo, profesor? Maestro: (Aterrorizado.) Si me deja ir… Hablaré, abogaré por usted y su gente ante las autoridades… Me escucharán… El Maestro, ya sin calzones, se dobla de dolor cuando recibe del Cristero 1 un fuerte golpe en los testículos. Próspero: No, parece que no está de acuerdo. Nécimo: Luego, se hace un agujero en el suelo y se encaja la estaca unos veinte centímetros nomás pa’ que aguante.

Maestro: No, por favor... (Titubea.) No, por Dios... Cristero 1: A buena hora se anda acordando de Dios, maistro. Cristero 2: Pus, ya que se le refrescó la memoria grite “Viva Cristo Rey”. Nécimo: Luego se lleva al hombre en cuestión donde la estaca pa’ que entre en conocimiento con ella. Esto es muy pero muy importante, profesor. El Maestro se resiste pero de un golpe lo dejan semiinconsciente. Los Cristeros 1 y 2 ensartan por el ano al Maestro en la estaca. Éste vuelve en sí y grita, aúlla del dolor. Nécimo: La operación, le decía, mi amigo, es bien sencilla. Se tira de las piernas del individuo poco a poco hacia abajo pa’ que encaje bien. Los Cristeros 1 y 2 y Próspero ríen, fascinados por el auto de fe. El Maestro se convulsiona y vomita sangre . Maestro: (Con un hilillo de voz.) “Viva... Viva Cristo Rey...” Nécimo: Bendito Dios que comprendió... Disminuye la luz. El maestro queda ensartado, muerto, con los pies flotando en el aire. Los cristeros han salido. Entra una música de flauta, muy agradable. Oscuro.

16 A la misma sala del Obispo entra Álvaro Obregón muy despreocupado, fumando un puro. Su buen humor es palpable. Toca una musical mentada de madre sobre el cristal del frasco donde su Mano permanecía adormilada. La Mano reacciona violentamente haciendo señas obscenas. Obregón ríe mientras arma el tablero de ajedrez para nueva partida sin hacer caso a la Mano.

Obispo: (Fuera de escena.) Es una suerte, ¿entiendes? Tan a mano y cagarla... Verdaderamente, Leoncito, se necesita ser..., ¿eh? León Toral: (Fuera de escena. Repite instrucciones.) ¡Sí, sí! Entro, saludo al presidente, la madre pone el disco en la sinfonola y entre los frijolitos y el chocolate... ¡Zaz! Obregón intenta escuchar sin éxito. Pega la oreja al frasco y la Mano le hace vocina para oir mejor. Obispo: (Fuera de escena.) ¡Sshhhh! León Toral: (Fuera de escena.) Mejor el chocolatito de una vez. Me pongo nervioso. Obregón: (Carraspea.) Mucho pinche secreto, ¿no? Vénganse a la platicada. Hoy sí le toca derrota, señor Obispo, no como hace ocho días. Obispo: (Fuera de escena.) ¡Sólo hazlo! (Entra sonriente y sin preámbulos inicia la partida de ajedrez.) Me dicen que las ligas de jóvenes cristianos andan desatadas y actúan por su cuenta y... Las cosas se han salido de nuesttro control… Obregón: Ni las ligas ni los ligueros nos espantan. Obispo: Me congratulo por su decisión de limar asperezas, don Álvaro. Obregón: Soy yo quien agradece. Usted es quién para poner a esa canija mano en su lugar… Si es que es justo, claro. La Mano se mueve irritada y muestra nueva seña obscena a Obregón. La partida de ajedrez continúa. Obispo: Por lo mismo me dije: si el general es ateo y su Mano fervorosa creyente, pues... sería pertinente un “arreglo”. Obregón: Le falta disciplina. Otra grosería más de la Mano. El Obispo la reprende con un gesto. Obispo: ¡Niña, no hagas eso! Obregón: ¿La ve? No hay remedio. (Mueve una pieza.) Jaque. Obispo: El arreglo, mire...

Obregón: Hoy si le cuento lo del embajador gringo. Fíjese que cuando me llega, recién desembarcado, con sus cartas credencial y…, ¿qué cree? Obispo: ¡Ni idea, hijo! (Toca una campanilla.) ¡Leoncito, el chocolate! Obregón: Venía con su esposa, una güerota chula de a de veras. (La Mano niega sistemáticamente los hechos.) Yo nomás le eché un ojito, uno sólo, se lo juro… Digo, para no enojar al señor embajador pero..., ¿qué cree? Entra León Toral con el servicio del chocolate en bandeja. Obispo: ¡Dicen que tiene buen ojo, general, como de ave de presa…! León Toral: Bu… Buuuenas noches… Obregón: ¡Imagínese nomás si no, señor Obispo: alcancé a ver la silla presidencial desde mi hacienda de Huatabampo, desde Sonora hasta la capital! El Obispo bendice a León Toral mientras éste sirve. Obispo: Gracias, Leoncito, que Dios pague tu sacrificio con la eterna bienaventuranza. Obregón: ¡Ah! Le decía: entonces esta condena Mano que le agarra las asentaderas a la esposa del gringo. Obispo: Ya va siendo hora de que el general tome su chocolate, León. Obregón: (Entre risas.) El pinche gringo me dice “tenquiu” y la mujer, del gusto, pasó al susto. Obispo: (A León Toral.) Sirve ya, hijo, sirve. Obregón: (A carcajadas.) Voltea la pinchi güera muy sonriente y feliz y que ve que esta jija de la chingada fue quien le hizo el favorcito…, y se nos desmaya…, y que se me arma un santinquín diplomático... León Toral da una taza con chocolate al Obispo. Obispo: No me des tanto. ¡Todavía tienes que darle su chocolatito al general! Obregón: Pero si ya me sirvió, hombre de dios. Además… (Mueve una pieza y toma su sombrero.) Rico el desayuno pero por mí ni se preocupe: jaque mate y me voy.

Obispo: (Fuera de sí.) ¡Que le des su chocolate, coño! León Toral saca una pistola de debajo de la servilleta y dispara sobre el cráneo de Obregón que cae sobre la taza humeante de chocolate. Se oscurece la zona pero una pequeña luz ilumina la Mano que danza jubilosa unos momentos más.

17 Entra un humo espeso que por un momento oscurece todo el escenario. El espacio ha quedado transformado en un bosque de iconos cristianos, algunos de ellos vestidos y / o en pedestales. Es la casa del Diosero, del fabricante de imágenes. Se verán por todos lados veladoras encendidas, son la única iluminación del lugar. Nécimo Hernández entra. Nécimo: ¡Buenas tardes! (Pausa.) ¡Buenas tardes! Nécimo aparece por un costado del escenario y camina indeciso entre los iconos. Nécimo: ¡Señor diosero! Fuera de escena se escucha ruido de objetos que caen. Nécimo: No vengo a importunarlo. Soy Nécimo... Nécimo Hernández, pa’ servir a Dios y a usted. (Silencio.) Destruyeron los santos del pueblo de Texolucam y venía a ver si tiene algunos... (Pausa. Se pasea buscando con la mirada.) Oiga, señor diosero, vengo a mercar con usted una Virgen María y un San Martín de Porres. (Pausa.) De a tiro ya no los pudimos pegar de lo despedazados que nos los dejaron las tropas del coronel ese. (Pausa.) Quezque muy pantalonudos pero nomás con mujeres y ancianos se meten... Hasta la sombra de un hombre de a de veras los espanta.

(Silencio largo.) El otro día mi compadre y yo bajamos a Durango y nos hicimos pasar por campesinos de ahí cercas. Nos sentamos en la plaza y platicamos con dos “changos”. (Pausa.) Se pusieron a decir un montón de cosas pero mi compadre casi se carcajea cuando platicaron que un jinete que es Diosito anda de arriba pa’ bajo con nosotros. (Ríe.) ‘Ta bueno que piensen eso los “changos”, así más miedo nos tienen. Cae un gran icono que se desmembra junto a Nécimo Hernández que reacciona con temor. Se escucha una risa ronca. El humo cada vez es más denso. El Coronel Güemes asoma por entre los santos. Coronel Güemes: ¿Qué sucede, Nécimo Hernández? ¿Por qué miras con esos ojos si Dios está contigo en todas partes? Nécimo: ¿Es usted, señor diosero? Coronel Güemes: Pero también el miedo que cala hasta lo más hondo de los huesos, ése que le entieza a uno los pensamientos… Ese miedo también está en todas partes, mi querido Nécimo Hernández. Nécimo: ¿Quién jijos de la chingada anda ahí? Coronel Güemes: ¿Quién más ha de ser sino tu amigo el santero? Nécimo: Esa no es la voz del diosero. Coronel Güemes: Ya se me quemaban las habas por conocer al azote de los federales. Nécimo: Pa’ broma ya estuvo bueno. Coronel Güemes: No sé para qué mataste al profesor Sánchez, si tan útil nos había sido. Nécimo: ¡¿Quién chingaos es?! El Coronel Güemes entra y se queda a unos cuantos pasos de Nécimo Hernández que busca inútilmente su pistola. Coronel Güemes: ¿Se le perdió algo a Nécimo Hernández? Nécimo: No más de lo que usted y su ateo gobierno van a perder. Si bien y bonito que los hemos traído atareados. Coronel Güemes: Pues hace rato que los defensores de Cristo Rey no ven la suya.

Nécimo: Es mentira, nos lo chingamos en Tierra Colorada hace mes y medio. El Coronel Güemes avienta sobre Nécimo Hernández un icono que se hace pedazos haciéndolo caer. Coronel Güemes: Un mes es mucho tiempo en una guerra. A partir de este momento los movimientos de los actores corresponderán a los del cazador (Güemes) y a los de su presa (Nécimo), con el consecuente placer del matador y el pánico de la víctima. Nécimo: Dios nos protegerá. Coronel Güemes: No con estos santos de palo. Nécimo: Dios nos protegerá. Coronel Güemes: Patrañas de los curas. Nécimo: (Aprieta sus sienes.) Dios nos protegerá. Coronel Güemes: Hasta que a los obispos les convenga. Nécimo: ¡Dios nos protegerá! El Coronel Güemes tira un icono que se hace pedazos cerca de Nécimo Hernández. Esta acción se repetirá después de cada respuesta del cristero. Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Mazateca? Nécimo: Se llevaron las siembras y los animalitos. Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Texolucam? Nécimo: (Comienza a llorar de rabia.) Incendiaron la iglesia y colgaron al cura. Coronel Güemes: ¿Así como protegió al pueblo de Ojo de Agua? Nécimo: (Impotente, desamarado.) Quemaron al pueblo entero, los metieron a sus casas, las rociaron de petróleo y les pretendieron fuego pa’ que se chamuscaran toditos.

Coronel Güemes: Ahí luego platicamos, luego de Santa Rosa... Nos vemos luego de Santa Rosa, Nécimo Hernández. El Coronel Güemes sale riendo. Apaga a su paso todas las veladoras excepto una. Nécimo Hernández toma ésta y la acerca a su rostro. Durante el parlamento siguiente tira sobre su mano cera candente. Nécimo: (Casi sin voz.) La gente... Los niños gritaban que los sacáramos de sus casas en llamas… Que por favor, que les dolía mucho... Pus, si ni pudimos acercarnos por la cantidad de federales... Los viejos rezaban... Las mujeres lloraban en rincones donde el humo las ahogaba más aprisa... Todos... Todos chamuscados y ni qué hacer... Mordíamos desde la loma nuestros sombreros, con una vergüenza... Y no pudimos... Y no hicimos nada... Sopla a la veladora. Oscuro.

18 En el campammento cristero, Nécimo Hernández duerme alterado, perturbando el sueño de los Cristeros 1, 2 y 3 y de Concepción Argumedo. Nécimo: (Delirante.) Todos... Todos muertos..., y no pudimos…, y no hicimos nada... Cristero 1: (Lo despierta.) Tranquilo, Nécimo, ya pasó todo. Nécimo: Los van a matar uno por uno. Concepción Argumedo: Pero ¿ya pa’ qué acordarse? Cristero 2: ¿Pa’ encorajinarse nomás? Cristero 3: Es mucho estarse jorobando la existencia. Lo que ya jue, pos ya jue. Nécimo no los escucha, está perdido en el laberinto de sus pesadillas.

Cristero 1: La hora de la venganza no está lejos… Ni te preocupes porque a la de a juerzas les va llegar la suya a esos jijos... Cristero 2: Ahí, arriba Dios se las tiene guardadita a los federales. ¡Eso que ni que! Cristero 3: (Ríe.) Sin juicio sumario ni nada. Cristero 2: (Ríe.) San Pedrito no necesita de consejos de guerra pa’ cerrarles la puerta. Cristero 3: Ni pa’ ajusticiárselos. Nécimo: (Con la mirada perdida.) Hilario, búscate al Ramiro, a ver si ya llegó de Santa Rosa con Próspero. Esta tardanza no me gusta. Güele a “changos”. Cristero 1: Pero si la gente de Güemes se quedó en Ojo de Agua y de ahí pa’ Santa Rosa son más de dos días de camino. Nécimo: ¡Vete, Hilario! Tuve un sueño que me está martilleando la cabeza. Es un nudo muy gordo el que me juguetea en la garganta. Yo mismo no sé ni qué... En el sueño me habló uno que dijo ser el tal Güemes y yo no podía ni dispararle ni nada porque estaba desarmado. No sé, es como si algo fuera a suceder. Cristero 1: Pero el... Nécimo: Ni pienses cosas que no sabemos porque la maldad del hombre puede hacer cosas peores. ¡Vete, llévate hombres, que Santa Rosa no tiene más hombres que mi compadre Próspero y el Ramiro! Salen los Cristeros 2 y 3. Concepción Argumedo se acerca a Nécimo Hernández y le tiene una anforita con licor. Este bebe un trago y regresa el envase. Nécimo: Gracias, mujer… No te había visto antes. Concepción Argumedo: (Coqueta.) Yo sí te había mirado. Te miro y te miro, Nécimo, y no sé qué chingaos te pasa. Nécimo: ¿Cómo es que te llamas? Concepción Argumedo: Es como si te trajeras algo muy jodido. Nécimo: ¿Cómo te nombran, pues? Concepción Argumedo: Y tú sin probar mujer. Cristero 1: Se llama Concepción Argumedo…, y es una puta.

Concepción Argumedo llora abrazando los pies de Nécimo Hernández. Nécimo: ¿Y tú quién eres, pendejo, para señalarla? Cristero 1: Pero si nos ha sacado los centavos a todos los de la tropa… Nécimo: ¿Quién es más de culpar: la que peca por la paga o el que paga por pecar? El Cristero 1 se retira cabizbajo. Concepción Argumedo levanta el rostro y Nécimo Hernández le seca las lágrimas. Ella le toma las manos y comienza a besárselas con dobles intenciones. Él la detiene con gentileza pero firme. Nécimo: Me has dado de beber y me has lavado los pies con tus lágrimas… Concepción Argumedo: ¿Nada te interesa de mí? Nécimo: Sí, una cosa. ¿Por qué no te enminendas, mujer? Concepción Argumedo sale. Se apagan las luces y Nécimo Hernández queda iluminado por un cenital. Voz 1: Dicen que eran como cien soldados con carabinas bien apetrechadas. Voz 2: Y que venían con su decreto presidencial. Voz 3: Y con su constitución a cuestas. Voz 2: Venían por todos los senderos. Voz 1: Traían los ojos rojos de mariguana y de furia. Voz 3: Colgaron al padre Crecencio igual que lo hicieron con Anselmo, ¿te acuerdas, Nécimo? Voz 1: Su verde olivo disimuló la sequía por varias horas. Voz 2: Después dejaron el fuego sobre los tejados, pero no era el fuego entero. ¡Bendito hubiera sido Dios! Voz 3: Mataron a doña Juvencia, la mamá del padre Anselmo. Voz 1: También jusilaron al hijo de Hilario, a Ernestito. Voz 3: Se cogieron a la Antonia y a la Claudia. Voz 2: Y se llevaron pa’l monte a la Elia y a la Martina.

Voz 3: Se llenó todito de llanto Santa Rosa. Voz 1: Tiraron el Cristo y los otros santos de la iglesia y los quemaron. Voz 2: También tocaron en tu casa... Voz 1: Se metieron... Voz 3: Mataron a tus hijos porque ya sabían que eran tuyos. Voz 2: Querían que la Blanca les dijera dónde estabas. Voz 1: A ella se le secó la boca y no dijo nada. Voz 3: Las tumbas estaban más ruidosas que los labios de Blanca. Voz 1: Los “changos” se enojaron mucho, sobre todo el coronel que iba con ellos... Voz 2: Se violaron a la Blanca, compadre, aunque Próspero intentó defenderla. Voz 1: Al Próspero le dieron un balazo en los güevos y pos, ya no pudo. Voz 3: Al Ramiro lo golgaron de ahí mismito y, pos, tampoco… Voz 2: Ni te lo queremos decir... Voz 1: Total, ya ni tiene remedio... Voz 3: Dios los ha de tener en la gloria. Nécimo: (Enloquecido.) ¿Y Blanca? (Silencio.) ¿Y Blanca? (Silencio.) ¿Dónde está Blanca, chingada madre? (Silencio.) Hablen, hijos de mala madre. ¿Por qué no dicen nada? (Mirando al cielo.) Habla tú, cabrón todo poderoso por quien he luchado y he matado con estas manos. Menéate para algún lado. (Solloza.) Echa un trueno o pon negro el cielo... ¿Por qué no me contestas?... ¿Por qué todo está en silencio?... Voces 1, 2 y 3: (Alternadamente.) Lo sentimos mucho... Mi más sincero pésame... El ánimo en alto, compadre... Era tan buena... No les dijo nada. ¡Dios te salve María, llena eres de gracia!... ¡Cuánto lo siento!... De haber imaginado... ¡Dios la tenga en su gloria con todo y sus críos!... En lo que te pueda ayudar, ya sabes... Nécimo llora como un niño, en medio de la luz que se desvanece poco a poco hasta el oscuro.

19

El escenario permanece a oscuras y sólo lámpara ilumina una pared de ladrillos. Más allá de esa luz se percibe una braza de un cigarrillo que se intensifica de vez en vez. El Teniente aparece en la luz, se cuadra y sale para regresar un momento después con una Monja, que se deslumbra. Rasga las vestiduras de la religiosa y aparecen, cruzándole los pechos, dos cananas llenas de balas. El militar la saca y trae a una Mujer, presumiblemente de posición acomodada. Le levanta las enaguas y se ven dos pistolas amarradas una a cada muslo. El oficial la saca y mete a empellones a un Niño. Éste introduce las manos en los bolsillos de su pantalón y extrae unas cuantas balas que ruedan por el piso. A empellones, el militar lo hace salir y entra con el Anciano. El oficial comienza a registrarlo desde los pies, lo cual le da oportunidad al Anciano de darle un empellón. De debajo de su gabán, saca una carabina y, al grito de “¡Que Viva Cristo Rey!”, dispara contra la lámpara y se hace le oscuro acompañado de un sonido de cristales rotos.

20 En un confesionario, el Sacerdote escucha a Concepción Argumedo que viste muy ligeramente. Concepción Argumedo: Pero sí soy culpable, padre. Sacerdote: Me desconciertas, hija, no entiendo... Concepción Argumedo: Las beatas de su parroquia dicen que las calles, cuando yo las camino, se alargan para ir gritando mis pecados... Sacerdote: ¿Cómo es eso? Concepción Argumedo: Sí, quezque los pecados la vienen corretando a una y por eso, si la calle se alarga, el sufrimiento es mayor... Sacerdote: Arrepiéntete en estos tiempos difíciles, hija.

Concepción Argumedo: ¡Difíciles: úta! Con las gorras de los cristeros un rato y a luego los federales se posesionan… Pus, las otras muchachas y yo andamos en la pura quiebra. Sacerdote: (Severo.) ¡No metas a quienes luchan por Cristo Rey, hija! Concepción Argumedo: Sí por uno de ellos es que estoy aquí. ¡Ya sé que en sí es ofensa bastante que las putas nos confesemos! (Silencio.) Pero él me cambió, padre... (Titubea.) Porque lo amo aunque para él no sea nada… Sacerdote: Amar no es pecado, hija. Concepción Argumedo: Amar a Nécimo es pendejada, no pecado, padre… Sacerdote: ¿Nécimo Hernández? (Ella asiente.) Salta la libre donde menos lo espera uno. Concepción Argumedo: ¿Perdón, padre? Sacerdote: ¿Dónde es que te encontraste con él? Concepción Argumedo: (Seca.) Donde yo sé. Sacerdote: Entiendo tu desconfianza, pero me urge hablar con él. Es encomienda del señor Obispo. Concepción Argumedo: (Silencio.) Quizá él no quiera hablar con usted. (Pausa. Agacha la cabeza.) Dice que ya está pactando el clero con el gobierno. Sacerdote: ¿Lo ves? Por esas ideas es que nos dividen. ¿Te importa que no le pasa nada, no? (Ella asiente.) Entonces traelo a mí. Concepción Argumedo: (Sincera. Besa una cruz que hace con los dedos.) Si santos existen en la tierra, padre, él es uno. Está iluminado. Sacerdote: (Ruborizado.) ¡Vamos, hija, acaba de una buena vez! Deja la luz en paz. Concepción Argumedo: No, padre, la luz se hizo para brillar. Sacerdote: Los servicios como el que te pido ganan el perdón de los pecados, Concepción Argumedo… Así que has lo que mando o que te sigan correteando tus pecados. Concepción Argumedo: Está bueno, pero nomás no le diga que lo amo… Sacerdote: En el nombre del Padre... Concepción Argumedo: (Sumisa.) ... del Hijo... Sacerdote: ...y del Espíritu Santo... Concepción Argumedo: (Se persigna y hace mutis.) ¡Amén!

Se oscurece la zona bajo un murmullo de rezos incomprensibles.

21 En un acantilado. Luz espectral. Aparece el Coronel Güemes agotado. Tras él viene Blanca vestida de un blanco pulcrísimo, salvo a la altura del pecho y el vientre, manchados con sangre. Está muerta y su rostro es de extrema lividez. Sigue al oficial como una sombra. El Coronel Güemes desenfunda y dispara contra Blanca, su sombra, pero ella no cae. Güemes: (Al borde de la locura.) ¡Vete, sombra de mierda, no me persigas! ¡Cómo te odio, sombra de mi sombra! El Coronel Güemes intenta salir pero por cada posible ruta de fuga aparece un Cristero vestido de blanco con cinto rojo y armado con un par de machetes. Güemes: ¡Desaparece, sombra maldita! Blanca sale y entra la luz de día. Güemes: ¡Déjame salir! ¡Llévate a toda esta indiada, sombra de mierda! Entra Nécimo Hernández con un machete en cada mano. El Coronel Güemes se petrifica. Nécimo: Aquí no hay más sombras que las de tus culpas, Ricardo Güemes. Güemes: Yo no la violé. Nécimo Hernández se avalanza sobre el Coronel Güemes pero los Cristeros 1 y 2 lo detienen.

Nécimo: ¡¡Suéltenme, hijos e la chingada!! Cristero 1: Nos sirve vivo, podemos pedir intercambio de prisioneros. Nécimo: No te metas. Él abusó de Blanca y la mató. Cristero 2: Sólo buscas la venganza y eso no está bien. Nécimo: Tiene que pagar. Cristero 1: ¿Pagarte a ti o pagarle a Dios? Coronel Güemes: Sólo cumplía órdenes. Yo no la maté. Nécimo: Esta ira que se acumula en mis entrañas es la ira divina que reclama sangre. Cristero 1: (Lo suelta.) No está bien, Nécimo. Nécimo: ¿Quién se opone a la justicia de Dios? Los Cristeros 1 y 2 se retiran sumisos a los lugares que ocupaban. Nécimo Hernández avienta a los pies del Coronel Güemes un machete. El militar no se mueve. Nécimo: ¡Recógelo! Coronel Güemes: (Toma el machete con serenidad.) Al fin nos vamos a medir palmo a palmo, ¿no, Hernández? Nécimo: Tu cuerpo se va a quedar aquí tirado pa’ que la peste ahuyente a tu gobierno. Coronel Güemes: Veremos. Los Cristeros se ponen en cuclillas y comienzan una danza singular chocando los machetes entre sí, contra el piso, los elevan, los golpean, los hacen cantar. De pronto cesa la danza. Nécimo: ¡Blanca, te brindo la sangre de un hereje! Coronel Güemes: Aunque me mates no te devolveré el brillo de sus ojos. Nécimo Hernández alza su machete y se lanza contra el Coronel Güemes. El baile musical se reanuda. Después de varios ataques tanto del cristero como del militar, éste es alcanzado por el primero. De un

costado y de las comisuras en la boca del Coronel Güemes fluye la sangre. Cae. El baile cristero se torna vigoroso al tiempo que la luz se extingue lentamente.

22 El confesionario se vuelve a iluminar y ahora es ocupado el Sacerdote y por Nécimo Hernández. Sacerdote: En el nombre del Padre... Nécimo: ...del Hijo... Sacerdote: ...y del Espíritu Santo... Nécimo: Amén. El Sacerdote y Nécimo Hernández salen del confesionario y caminan. El segundo se ve muy irritado. Sacerdote: Resígnate a la amnistía. Nécimo: ¡Nos volvieron la espalda, padre, ustedes! (Pausa. El cura no contesta.) Mataron a mis hijos y a mi Blanca... (Silencio.) Se la violaron, ¡a mi mujer! ¿Y qué chingada ganancia se tuvo en nombre de Dios? Sacerdote: Por favor, Nécimo, apacíguate. No hay más opción que esa. La curia dijo... Nécimo: ¡Dios, que no me equivoque! Me dijeron que contara con usté, padre. Sacerdote: Concepción Argumedo. Nécimo: (Agacha la cabeza.) Sí, ella… (Silencio.) Tenemos aún harta fuerza y la voy a usar. Sacerdote: El sacrificio... Nécimo: (Interrumpe.) ¡Sacrificio, pura madre! Sacerdote: ¡Por favor! Nécimo: (Indignado inicia mutis.) Usted y su Iglesia se pueden ir mucho al pinche infierno.

Sacerdote: (Le toma del brazo.) Reza un momento. (Pausa.) Nécimo, en serio, todo va a ser muy difícil. Nécimo: Para ustedes porque yo tengo a mi gente…, y, sobre todo, tengo ¡fe! Sacerdote: Es tu última carta, hijo. Nécimo: Los de arriba, obispos y cardenales, lo perdieron todo. Sacerdote: ¡Cállate! (Pausa. Se encoge en hombros.) De cualquier forma te están esperando. Nécimo: (Helado.) ¿Los “changos”? Sacerdote: (Asiente.) La amnistía tiene... Nécimo: ¡Buitres! Sacerdote: Les pedí hacer el último intento por convencerte pero no tiene el menor caso. Nécimo: ¿Sabes a dónde paran los Judas cuando mueren? Padre: (Le estrecha, afectuoso.) Nada me justifica, lo sé, pero deja las armas y yo te... Nécimo: ¡Te vas a ir al noveno círculo del infierno! Padre: (Señala al Cristo del altar.) Concíliate. Nécimo: ¡En el marrano noveno círculo del infierno lo verán, “padrecito”, lo verán los de su calaña. Padre: (Inicia mutis.) Rézale al Salvador y rinde cuentas. Nécimo: ¡Púdrase! Padre: (Se detiene un segundo.) Te esperan. Nécimo Hernández, desamparado, observa al Cristo sangrante. Los otros santos que decoran la iglesia comiensan a moverse, sacando armas cortas y largas. Disparan sobre Nécimo Hernández decenas de balas. Éste cae en cruz. Una música mozartíana inunda el lento oscuro.

23

En la misma sala de los años 20 en la Mitra Metropolitana, se encuentran el Obispo y el general Plutarco Elías Calles. Al igual que en las dos escenas similares a ésta, estarán frente a una mesita jugando ajedrez. La Mano de Obregón en el frasco de formol estará moviéndose y haciendo comentarios a lo que se diga. Obispo: Pero, ¡cómo son, general Calles! Me dejaron sin servidumbre. Calles: No tenemos la culpa, señor Obispo, a los “leones” se les debe tener bien amarrados para que no se escapen a hacer de las suyas. Obispo: Desde que me quedé sin León me siento más solo, don Plutarco... La Mano toca en el cristal. El Obispo le hace un cariño simbólico en el cristal. Obispo: Se me olvidaba. A la mano del general Obregón le caía muy bien Leoncito. Calles: Jaque al rey y me como su reina. Obispo: ¡Hombre, no era para tanto! Con que lo hubieran metido a la cárcel un rato... Calles: ¡Cómo cree, su ilustrísima, su movimiento ha hecho peligrar al Estado! La Mano le pone unos cuernos a Calles. Éste hace amago de golpearla. Obispo: No se haga, general Calles, que le convino que soltara a mi “leoncito”. Calles: (Ríe a carcajadas.) Al pan, pan, y al vino, vino, ¿no es así? Obispo: (Ríe tímidamente.) Y al chocolate, chocolate. Ya ve lo que se contesta cuando se preguntan: “¿Quién mató a Obregón?” Calles: “Cálles-se, señor.” Nuestro pueblo siempre tan ingenioso. Obispo: Ahora el que va a tener que servirle el chocolate soy yo. La Mano toca el cristal suplicante. El Obispo se enternece.

Calles: (Con fingida sorpresa.) ¡¿Cómo?! Obispo: Parece injusto, ¿verdad? Pero tengo a la mano del general que es muy charladora. Además es de las pocas conciencias que no se apartaron de la idea original del movimiento. Calles: ¡Ah, chigá! ¿Charladora? Obispo: Y coqueta. Calles: Quién viera a la mano del muerto. Obispo: (Transición.) Fíjese qué casualidad. ¡Jaque y me como a su reina! Calles: ¡Ay, jijos! Obispo: ¿Qué caminos tiene Dios, no? Calles: Sí, qué caray. Pero casi nunca los caminos de Dios son los mismos que los de la Revolución. Obispo: (Finge consternación.) Y ¿cómo se podría solucionar? Calles: Mire, su Ilustrísima, el gobierno del licenciado Portes Gil ha pensado mucho tiempo que la Revolución no se debe olvidar de ningún sector. Obispo: (Frotando sus manos.) Me parece muy bien. Calles: Y como las bases revolucionarias me han pedido que regrese a la presidencia por un periodo más… Obispo: Sólo para salvar la situación actual, se entiende… Calles: Exacto… Usted sí, pero ya ve, así como el chistecito de lo de Obregón así mismito dicen que si la “dedocracia” y no sé cuánta cosa. Obispo: Falsedades, general, sólo eso. Calles: Bueno, pues mire que con la creación del partido oficial que proyectamos, no podemos mantener apartada a institución alguna que aglutine a una fuerza considerable, ¿verdad? Tanto la Mano como el Obispo asienten. Obispo: Verdad. Calles: Ustedes ya llevan un buen rato poniéndonos jaque sin ganarnos y nosotros también se los hemos puesto y nada. Obispo: ¿Propone algo concreto, don Plutarco?

Calles: (Escupe.) Pues, ¿qué dicen las reglas cuando ya nos comimos todas la piezas y no se puede dar el mate? Obispo: ¡Tablas! Calles: ¡Exactamente! Obispo: Pero el presidente dijo que el artículo 130 de la constitución... Calles: Es flexible... Obispo: ¿Hasta dónde? Calles: Hasta donde convenga. Obispo: ¿Y el reparto de la tierra? Calles: Puede esperar. Obispo: Pero hace falta un testigo de honor para que esto tenga la solemnidad que amerita el caso. Calles: (Señala la mano.) ¿Y por qué no esta canija? ¡Qué mejor testigo! Alborozados, el Obispo y Calles firman un papel. Destapan el frasco y sacan a la mano que firma. Los dos primeros aplauden. Calles va a regresar a la Mano al frasco de formol pero la mano suplica que no lo haga. El general lo intenta pero ella opone ferrea resistencia aferrándose a la boca del frasco.

Calles: Ay, jija de la jijurria. Obispo: Déjela. (Hace mutis.) Pobrecilla, yo sé lo que necesita. Calles: Como el dueño, don Álvaro, Terca como una mula. El Obispo regresa con una custodia de plata y oro en donde mete con delicadeza a la Mano. La sala va quedando a oscuras mientras la luz se centra en la custodia. La mano se cierra en puño exceptuando el dedo índice que señala al cielo.

Oscuro final