Protagonistas de La Literatura Mexicana

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I En los primeros meses de 1958 principié a trabajar en este libro. Pensaba entonces, y pienso ahora, que una de las tareas previas a la realización de una historia de la literatura mexicana, proyecto con que soñamos historiadores y críticos, consistía en conocer personalmente a los escritores, en dialogar con ellos acerca de su obra, su vida, sus compañeros de equipo y, en general, acerca de cualquier detalle que ilumine su carácter o su personalidad artística. La primera de estas entrevistas, sostenida con don Artemio de Valle-Arizpe, se publicó en “México en la Cultura” (suplemento del periódico Novedades) el 2 de marzo de 1958. A partir de entonces, y durante algunos años, fueron apareciendo en sus páginas varias de las entrevistas que recojo en este libro: once en total. Por razones que escapan de los propósitos del prólogo, el cuerpo de redacción de “México en la Cultura” renunció en masa y mis compañeros y yo, dirigidos por Fernando Benítez, fundamos un nuevo suplemento en la revista Siempre!, “La Cultura en México”. Allí continuaron publicándose estas entrevistas a partir de la entrega número 10, correspondiente al 25 de abril de 1962, fecha en que se dio a conocer la primera de mis conversaciones con Juan José Arreola. En “La Cultura en México” se publicaron las ocho entrevistas restantes que aparecen en este volumen. Del periódico al libro, los diálogos sufrieron cambios sustanciales. El más importante fue éste: refundí en un todo unitario las diversas conversaciones que sostuve con algunos de los diecinueve escritores, por ejemplo con José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes, Artemio de Valle-Arizpe, Salvador Novo, Agustín Yáñez, Ramón Rubín, Juan José Arreola y Carlos Fuentes. Las nuevas conversaciones me permitieron profundizar en algunos puntos clave, tocar otros que por ignorancia había omitido, corregir

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yerros más o menos evidentes y someter a la consideración de los autores mis juicios e impresiones sobre las letras mexicanas del siglo XX. Para mí, este libro vale como una tentativa encaminada a exponer a los entrevistados en forma de preguntas mis certezas y mis dudas, mis entusiasmos y mis reservas, mi deseo de romper con prejuicios que parecen inconmovibles y mi esperanza de aclimatar opiniones que hasta el día de hoy no han obtenido crédito ni fortuna. De esta manera he visto derrumbarse sin estrépito juicios que creía habitados por la razón y mantenerse en pie suposiciones que destinaba a envejecer entre los raciocinios inoperantes. Hoy puedo referirme a determinados momentos de nuestras letras como el Ateneo de la Juventud, el Colonialismo, el grupo de los Contemporáneos, los narradores de la Revolución, los prosistas posrevolucionarios y los grandes maestros dados a conocer a partir de 1949 (año en que se publica Varia invención de Juan José Arreola) con el convencimiento de que puedo agregar a las afirmaciones contenidas en manuales y estudios monográficos las palabras de algunos de los principales actores que hicieron posibles dichos momentos de nuestra historia literaria. En algunos casos, sus palabras invalidan juicios que ningún investigador se atrevía a poner en duda por miedo a que lo acusaran de hereje; en otros, contradicen parcialmente opiniones que por pereza pasaban de autor a autor o de libro a libro sin que nadie se tomase la molestia de verificarlas; por último, iluminan aspectos poco estudiados o confirman intuiciones que a duras penas se abrían paso en el trabajo de los estudiosos. Ésas son, creo, algunas de las características de este libro. Concibo la entrevista como una confesión general. Al ejercitarla he procurado, para que tal examen de conciencia sea posible, estudiar la vida y la obra de cada uno de los escritores seleccionados desde diversas perspectivas. La más segura, y también la más obvia, es aquella que consiste en indagar en las fuentes oficiales de información: los estudios biográficos, las historias de la literatura y los trabajos de exégesis. Más arriesgada porque no pasa de ser testimonial y menos rígida porque la anima la pasión, es la perspectiva que toma en cuenta los juicios y prejuicios que sobre cada entrevistado poseen sus camaradas de oficio, sus amigos y enemigos. Una más, modesta pero necesaria, la constituyen las noticias que acerca del

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“personaje” han ido apareciendo en periódicos y revistas: esta perspectiva da a la entrevista la atmósfera y, en ocasiones, revela el carácter y la personalidad del entrevistado, por más que éste trate de ocultarlos. Revestido con estas armas defensivas y ofensivas, el entrevistador está capacitado para enfrentarse, en un combate cuerpo a cuerpo, con quien puede ser su asesino o su víctima y en quien siempre le gustaría encontrar un ser comprensivo, lúcido e inteligente. El papel del entrevistador es en sí incómodo para quien lo practica y desagradable para quien lo mira desde la acera de enfrente. Para mí en este caso, entrevistar a diecinueve personajes equivalió a tratar de entender a otros tantos seres humanos famosos o en vísperas de serlo; excepcionales si se piensa que cada artista es un “caso límite”, es decir un hombre o una mujer que funciona mental y emotivamente con tal perfección o rareza que piensa, siente y se expresa como un ser único e irrepetible; quisquillosos porque tienen que soportar a un atrevido insaciable que penetra sin pudor ni urbanidad en sus secretos, debilidades y triunfos: los artistas son fáciles de agraviar u ofender con pequeña causa o pretexto, como afirma el diccionario al definir la palabra “quisquilloso”. (Ese fenómeno me tocó observarlo en varias ocasiones.) Además, el entrevistador es un aguafiestas, un tipo desagradable que en lugar de meter la nariz donde no lo llaman, saca la pluma y el papel (o la grabadora) y apunta lo que es permitido escuchar pero no escribir. Una buena entrevista, por otra parte, principia donde termina el sentido común, la legítima conveniencia y se vislumbra la autenticidad. A sabiendas de que su papel es deslucido e ingrato, el entrevistador permanece fiel a su tarea por razones de orden moral: sabe que al llevar a cabo su trabajo pone en el platillo de la balanza que le interesa el peso de su intuición y experiencia. Si cumple este propósito, su indiscreción es discreta y su impertinencia puede ser considerada como una forma que adopta la cortesía. Por último, indiscreción e impertinencia deben surgir fatalmente, en el momento oportuno, si aspiran a figurar en las huestes del amor y la verdad. Desde el punto de vista de la estructura, este libro está hecho poniendo en práctica cuatro técnicas: la que empleo con mayor frecuencia, y que es la tradicional, consiste en afrontar el diálogo con las herramientas más comunes y corrientes: la pluma y el papel. Así están realizadas las entrevistas con Vasconcelos, Genaro Fernández McGregor, Guzmán, Julio Torri, Jiménez Rueda, Salvador Novo,

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Muñoz, Rubín y Nellie Campobello. Esta técnica, libre de la perturbación que produce en el ánimo del entrevistado el uso de aparatos mecánicos, suma una cualidad a un defecto y el producto no es del todo satisfactorio. La cualidad es primaria: permite al entrevistado que manifieste sus ideas sin miedo a excederse o a que advierta el interlocutor sus lógicas fallas de sintaxis (la sintaxis oral más brillante al traducirse a un orden gramatical escrito es siempre reiterativa, caótica y rudimentaria), sus ideas mal paridas y sus efusiones nunca del todo bien disimuladas. El defecto tiene que ver con la velocidad; no se puede comparar la rapidez del pensamiento y la imaginación del entrevistado con la capacidad manual reproductora del entrevistador. Conversar con Vasconcelos fue para mí una experiencia contradictoria: por una parte sentí desde el primer momento que me encontraba ante un hombre excepcional y, por la otra, que tenía frente a mí a un hombre que había renegado de las ideas de sus mejores años, los de la madurez. Pese a todo, el Vasconcelos que traté conservaba una personalidad fascinante que no pudieron romper sus equivocaciones ni sus claudicaciones. Martín Luis Guzmán me dio una de las más altas lecciones de estilística que he recibido al leerlo y releerlo y, posteriormente, al oírlo conversar. Su sabiduría inviste de austera claridad cada una de las palabras: entre estos escritores es a quien mejor corresponde el adjetivo que a tantos alarma y a tantos otros satisface sin que lo comprendan plenamente: clásico. Es el clásico por excelencia del siglo XX mexicano. Julio Torri hablaba con voz delgada que apenas se oía. Su lenguaje esquivaba las afirmaciones tajantes y las frases rotundas, la brillantez, el humor y las agudezas innecesarias. Se servía, en cambio, como en su obra corta y admirable, del escepticismo, la ironía y la sonrisa. Hablar de sí mismo era para él una congoja y un acto digno de figurar en los manuales de malas costumbres. Genaro Fernández McGregor era un hombre parco en la vida y en la obra. Escribió lo indispensable con las menos palabras posibles. Sus juicios los emitía en forma tajante, inflexible y definitiva. Julio Jiménez Rueda prefería la razón a la imaginación y usaba en todos los casos el sentido común. Si las pasiones lo inquietaban, se llevó consigo el secreto a la tumba. Novo ha sido el conversador más brillante que he tratado. Dueño absoluto del idioma, lo manejaba como le venía en gana, predominando en su conversación el desenfado, el juego de palabras, el epigrama y las referencias sarcásticas. Rafael F. Muñoz era sencillo, llano y sin

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complicaciones: llamaba pan al pan y vino al vino. Ramón Rubín conversó en los suburbios del eufemismo y el sentido común. Generoso en todo, al hablar escatimaba lo que se refería a sí mismo. Pese a que se juzga sinceramente un escritor aficionado, creo que el tiempo al transcurrir lo colocará como uno de los escritores auténticos de los años cuarenta y cincuenta. Nellie Campobello vivía en una dimensión distinta. Miraba a las cosas y a las personas con los ojos sin mancha de la infancia. Su literatura está escrita con temple de ánimo infantil, de infancia que conoce la crueldad de la Revolución y la ternura de las relaciones familiares. Usé la grabadora para registrar mis diálogos con Valle-Arizpe, Carlos Pellicer, Octavio G. Barreda, Yáñez, Arreola, Rosario Castellanos y Carlos Fuentes. Este método, que cuenta con panegiristas y detractores ilustres, me permitió, una vez superado el temor a la máquina, natural y fácil de vencer en casi todos los casos, entrar en contacto con la verdadera personalidad del entrevistado. Así pude gozar las bromas y exageraciones de Pellicer, las reticencias caedizas y las evocaciones severas de Agustín Yáñez, las palabras de don Artemio cargadas a veces de maledicencia y a veces de candor, el conflicto permanente en que vive Juan José Arreola contado con emoción y arte, la lucidez mental y expresiva de Castellanos, la agudeza demoledora de Barreda (implacable con los demás y consigo mismo) y la inteligencia y la cultura fulminantes y desquiciantes de Fuentes. La entrevista grabada tiene además otra ventaja: permite que no se pierda ninguna de las palabras dichas por el entrevistado, lo que posteriormente ayuda a reconstruir sus mecanismos mentales y sus formas de expresión más características. (He donado copias de estas cintas a la estación de radio de la UNAM.) En dos casos, los de Jaime Torres Bodet y José Gorostiza, puse en práctica un método que no me satisface: aquel que consiste en que el entrevistado conteste las preguntas por escrito. Gorostiza porque no confía en la palabra oral y Torres Bodet porque no dispuso del tiempo suficiente me impidieron conversar con ellos en varias ocasiones y poner en práctica, indistintamente, técnicas que considero más efectivas: la transcripción a mano o la cinta magnetofónica. De todas las entrevistas, sólo una está hecha de acuerdo con un procedimiento absolutamente heterodoxo y, en ciertos casos, permitido, el de la entrevista imaginaria. (Como aquella que Ama-

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do Nervo hizo a Sor Juana.) Se trata del diálogo con Alfonso Reyes. Frecuenté a don Alfonso, una noche a la semana por lo menos, desde 1953 hasta 1959, unos cuantos días antes de su muerte. Nuestras relaciones estuvieron inscritas, sin que esto implique desconocer las proporciones, en la línea de las que sustentaron Goethe y Eckermann. Sin embargo, nunca tomé papel y pluma para consignar sus opiniones y puntos de vista. Los diálogos que publico son conversaciones que sostuve con sus libros y que posteriormente sometí a don Alfonso para que las aprobara o las corrigiera. En algunos casos, Reyes amplió sus respuestas, pero nunca retocó palabras ni ideas. Entre todas, es ésta la entrevista más difícil. Este libro aspira, dentro de sus proporciones, a ser una historia contada por sus protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX. [1965]

II A partir de 1965, año en que aparece la primera edición de estos Protagonistas, continué estudiando y dialogando con varios de los diecinueve escritores; con otros, que habían muerto antes de esta fecha o morirían a lo largo de los años sesenta y setenta, sólo me quedó el recurso de releerlos y de revisar cuidadosamente mis puntos de vista acerca de ellos y de sus libros. De esta manera puedo decir que revisé sistemáticamente todas las entrevistas y hasta donde me fue posible corregí los errores evidentes y algunos que se escondían mañosamente detrás de ciertas páginas. Nuevos diálogos, pequeños ensayos, la inclusión de cartas sintomáticas se advierten en los textos dedicados a Vasconcelos, Guzmán, Reyes, Torri, ValleArizpe, Pellicer, Gorostiza, Torres Bodet, Novo, Muñoz, Arreola y Fuentes. Una nueva protagonista figura en esta segunda edición, Elena Garro, para mí la escritora más sobresaliente y modificante de las letras mexicanas de hoy día. La técnica que usé para entrevistarla fue la única posible en su caso: las cartas. Elena, en ese momento, residía en Madrid y yo desde entonces vivo en El Contadero, pueblecito de la Delegación Política de Cuajimalpa, situada en los límites del Distrito Federal con el Estado de México, desde donde fecho esta posdata el 16 de febrero de 1986.

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III El 2 de abril de 1994 escribo esta nueva posdata para la cuarta edición de los Protagonistas. (La tercera es una copia de la segunda.) La escribo en mi estudio de Valle de Bravo, aunque también vivo y trabajo en la misma casa donde firmé la de 1986, ubicada en El Contadero, caserío que hace unos cuantos cientos de años fungía como garita: allí se contaba lo que salía y entraba a la ciudad de México por el rumbo de Toluca. Como ciertos libros que leí en la escuela, puedo decir que esta nueva edición está minuciosamente corregida y satisfactoriamente aumentada. Corregí el estilo solamente en los casos en que las frases eran innecesariamente oscuras o definitivamente desacertadas. Corregí, también, errores de información y errores mecánicos, que al cumplir papel de erratas me hacían decir lo que no pensaba. Figuran en ella dos nuevos protagonistas: Mauricio Magdaleno y Juan Rulfo. Además, he agregado trozos significativos en los espacios consagrados a Alfonso Reyes, Salvador Novo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes.

IV En esta sexta edición he corregido morosamente la ortografía, la sintaxis y el estilo. Los menos son errores míos y los más del “corrector de estilo” de la cuarta aparición que “revisó” este libro, quien pienso padece un desconcertante entusiasmo por las comas mal empleadas y por tanto innecesarias. He agregado un nuevo protagonista, Octavio Paz, cuya ausencia era uno de los defectos más de bulto de este libro: el collage mediante el cual lo presento amalgama la entrevista, la polémica y la crítica literaria. Podría titularse, si fuera necesario utilizar un título, encuentros y desencuentros con uno de mis dos maestros; el otro por conocido lo callo. Con Paz mis textos van de la admiración al rechazo. Es un típico caso de parricidio. Otras de las novedades consisten en ampliaciones importantes en mis diálogos con José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet, Salvador Novo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes.

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Creo que esta edición, hasta donde es posible usar esta palabra, es más o menos definitiva. Fecho de nuevo esta obra en El Contadero, ya no tan pequeño pueblecito, entre los años de 2002 y 2004.

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