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Práctica No. 10 Ética y Deontología Tema: EL DEBER Dos cosas me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral dentro de mí. (KANT, Critica de la Razón Práctica)

Por: José Ramón Ayllon

PLACERES, BIENES Y DEBERES. La conducta humana está constantemente solicitada por dos llamadas naturales: la inteligencia y el placer. El placer se presenta asociado a las necesidades corporales de supervivencia: las de un cuerpo que ineludiblemente busca el alimento y el descanso. La inteligencia nos descubre otras realidades que, con independencia del placer, piden ser atendidas: los bienes y los deberes. Son bienes, por definición, múltiples aspectos benéficos y deseables de la vida: el bienestar, la cultura, la buena fama, la educación moral, el prestigio profesional, la amistad, el amor. Son deberes las obligaciones que nos impone nuestra propia condición humana. El arte de vivir consiste en saber conjugar placeres, bienes y deberes: eso es exactamente la ética. En capítulos anteriores hemos hablado extensamente del placer y del bien. Ahora le toca el turno al deber. Entre las muchas posibilidades de la libertad, algunas son vividas como obligatorias: eso son los deberes. Sonia y Marta pueden afirmar respecti vamente «me gusta Francia» y «no me gusta Francia». No hay colisión entre ambos juicios, pues las dos amigas están en su derecho de formularlos. Por el contrario, si dicen «rechazo el asesinato» y «defiendo el asesinato», una de las dos no debe mantener su posición. El deber es una posibilidad libre que me impone racionalmente su elección. De nuestra naturaleza social se derivan importantes deberes: debemos respetar la vida de los demás, y también su libertad, su honor, las cosas de su propiedad; debemos cumplir las leyes y respetar los compromisos; debemos ser veraces. Un razonamiento elemental nos dice que lo bueno para nosotros debe ser bueno para 10,5 demás, y de igual forma. lo malo. A diferencia del animal, que ni siquiera sospecha las necesidades ajenas, un hombre normal no puede comer tranquilo mientras tiene a su lado a otro hombre hambriento: su presencia le condiciona y le obliga. Quizá no le apetezca ayudarle, ni obtenga ningún provecho si lo hace, pero se siente obligado a compartir su comida. Es humano tener sentimientos humanos, y estaría embrutecido quien no se sintiera inclinado a socorrer al necesitado. Los pedagogos enseñan que es propio del niño centrar su interés en sí mismo, y que la superación de la etapa infantil sobreviene con la aparición del sentido del deber. La conducta deja entonces de estar exclusivamente guiada por los propios gustos, y acepta las exigencias que impone la realidad. En la juventud, los deberes ocupan un lugar cada vez más importante, y es signo de inmadurez la hegemonía absoluta de los gustos e intereses personales, sin prestar atención a los deberes. Un párrafo de Lorda: Hay obligaciones que se sienten espontáneamente: la queja del hombre herido

nos impulsa a ayudarle. Otros muchos deberes los descubrimos a medida que ganamos en experiencia. Así llegamos a percibir, por ejemplo, que los hombres que nos rodean necesitan, además de comer, una

palabra de aliento, una sonrisa o un rato de compañía. Nuestra experiencia razonada aumenta nuestra sensibilidad para los deberes, para caer en la cuenta de lo que se espera de nosotros (J. L. LORDA, Moral: el arte de vivir).

El imperativo kantiano. La realidad nos habla de muchas maneras, y el deber es uno de sus lenguajes. Más imperativo que indicativo, exige una respuesta, como una orden que pide ser atendida. En concreto, cuando la inteligencia nos informa sobre las condiciones que hacen habitable la misma realidad, esas condiciones son captadas como exigencias: entendemos que es nuestro deber respetar la vida, la libertad y los compromisos, si lo que deseamos es un mundo humano. Kant se admira ante la nitidez e insistencia de esa llamada. Hemos abierto el tema con palabras memorables que hoy se leen sobre su tumba: «Dos cosas me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral dentro de mí». Ese orden moral es para Kant un aspecto evidente de la psicología humana, un hecho indudable que se manifiesta a la razón práctica bajo la forma de imperativo categórico: Kant reconoce que el deber moral no es una imposición externa, sino el convencimiento interno de lo que naturalmente me conviene. Un deber que me habla de lo que debo ser y hacer, y que pide ser respetado por lo mismo que respetamos la finalidad natural de los ojos o de los pulmones: porque ver y respirar son sus mejores posibilidades. ¿Cómo pasar del deber general al obrar concreto? Kant responde que puedo reconocer la moralidad de una acción cuando su validez es universal. Si miento para evitar un daño debo preguntarme si se podría vivir en un mundo donde todos mintiesen. Si robo o asesino me preguntaré si es posible vivir en un mundo donde todos roben o asesinen. Con este criterio práctico, la realidad se convierte en fuente de obligación. A esa obligación moral, no física ni biológica, se la denomina deber. . Respetar el deber moral significa sustituir la fuerza bruta por el respeto mutuo: «puedo», pero «no debo»: Ese compromiso recíproco nos convierte a todos en deudores y acreedores: debo y me deben respetar. Así entendido, el deber se presenta como la deuda contraída con los demás por ayudarme a mantener mis derechos, como la cuota que hemos de pagar para ingresar en ese club social que llamamos sociedad. Pero el deber moral es, sobre todo, una exigencia racional, un descubrimiento de la razón que advierte lo que absolutamente conviene y beneficia al que obra.

La crítica de Hume. Al decir que nadie debe robar y asesinar si no es viable un mundo donde todos roben y asesinen, Kant reconoce que es la realidad quien pone condiciones. Pero algunos años antes, Hume había roto el puente entre la realidad y el deber. Uno de los dogmas esenciales de su empirismo moral es la imposibilidad de pasar del plano del «ser» al del «deber ser». Se trata de un postulado conocido en la literatura filosófica actual como «ley de Hume», porque fue él quien, en su Tratado sobre la naturaleza humana, insinuó que no era legítimo pasar del «es» al «debe»: «Si es un asesino, debe ser juzgado». Al concebir la realidad corno mero conjunto de hechos materiales, Hume niega por exclusión los valores, pues no son empíricos. Pero esta conclusión es muy precipitada. Es fácil ver que la

existencia humana muestra un ilimitado conjunto de hechos que no son materiales. Cualquier promesa, contrato, ley o reglamento es, ante todo, un deber ser. La ley de Hume tiene una parte de verdad: entre los hechos empíricos y los valores hay una distancia evidente. Pero del hecho de que «este reloj se estropea con frecuencia», se sigue la valoración verdadera «es un mal reloj». Si el hombre tiene, como el reloj, una función propia, que no hace indiferentes todos sus actos, entonces existe un fundamento para valorar su conducta. Si ello es así, el paso del «ser» al «deber ser» no es una falacia, como tampoco es una falacia médica pasar del «está enfermo» al «debo curarle». La ética empirista prescinde de la realidad como fuente de eticidad, y propone como criterio ético lo emocional. La valoración moral ya no será un juicio racional sino un' impacto emocional. «Sea el caso de una acción reconocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por ejemplo. Mientras os dediquéis a considerar el objeto, el vicio se os escapará completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de desaprobación que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho: pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto» (Hume, Tratado sobre la naturaleza humana). En Hume, el criterio de conducta es sentimental y estrictamente individual: será malo lo que me desagrada a mí, y bueno lo que a mí me agrada. El bien y el mal son expulsados del mundo real y buscan nueva nacionalidad en el reino particular y caprichoso de los sentimientos.

La herencia de Hume: los positivistas. La herencia empirista de Hume es recogida en el positivismo de Augusto Comte. También Durkheim y Lévy-Bruhl, continuadores de Comte, excluyen la posibilidad de normas y valores vinculantes, y sostienen que hablar de una ética normativa es algo absurdo. Para el positivismo, la ética solo cabe como ciencia de las costumbres, encargada de describir los usos y las valoraciones morales propias de cada sociedad. De ningún modo podría arrogarse la función de prescribir leyes. Así, el positivismo no advierte que una cosa es el valor de un comportamiento y otra bien distinta su aceptación social. Si la moralidad estuviera determinada por el consenso social, sería inrnoral la crítica, la disidencia, la idea de régimen injusto o la objeción de conciencia respecto a pautas legislativas mayoritariamente aceptadas. El positivismo clásico reaparece como neopositivismo, después de la Primera Guerra Mundial, en el Círculo de Viena y en la filosofía analítica de Oxford y Cambridge. El nuevo criterio de verdad es la verificación empírica, y conduce a relegar como pseudoproblemas las cuestiones éticas. Siguiendo a Hume, algunos neopositivistas entendieron por pseudoproblema toda valoración moral de cuestiones que se suponían meramente emotivas. Así, afirmar que «el asesinato es malo» viene a ser lo mismo que decir «detesto la lluvia», «prefiero el café con leche» o «me apasiona el ciclismo». Afirmar que «el asesinato es malo» no expresa ninguna verdad, pues dicho juicio solamente significa que el asesinato no me gusta, no me convence, no me agrada. Esta postura positivista se apellida emotivismo. Está admirablemente expuesta por Alfred Julius Ayer en su obra Lenguaje, verdad y lógica. Con veintiséis años y una fe ciega en el empirismo, Ayer afirma que la proposición «robar dinero es malo» no tiene sentido fáctico, y, por tanto, no es verdadera ni falsa. «Robar dinero» es un hecho real. En cambio, «malo» no expresa ningún hecho real, sino mi sentimiento de desaprobación. Por tanto, «los conceptos éticos son pseudoconceptos», y «no puede haber nada que se pueda llamar ciencia ética, si por ciencia ética

se entiende la elaboración de un sistema moral verdadero. Lo único que se puede investigar legítimamente a este respecto es cuáles son los hábitos morales de una persona o de un grupo, y cuál es la causa de que tengan precisamente esos hábitos y sentimientos. Y esta es una investigación que cae por entero dentro de las ciencias sociales existentes». El prejuicio antimetafísico del empirismo ha constituido un lastre para la ética. Cada vez son más numerosos los autores que pertenecen a esa tradición y se lamentan de su esterilidad. Bertrand Russell puso de manifiesto un punto débil e insalvable: que la verificación del propio principio de verificación es imposible,' pues no parece que un principio sea un hecho empírico. También atacó a aquellos neopositivistas que parecen haber olvidado que el objetivo de las palabras «consiste en ocuparse en cosas diferentes de las palabras».

Crítica de Nietzsche. «Existe un feroz dragón llamado tú debes, pero contra él arroja el superhombre las palabras yo quiero». Si Hume cortó las amarras con el deber, el propósito de Nietzsche será firmar su partida de defunción. Es el gran profeta de la ética concebida como expresión de la autonomía total del individuo, el responsable de un tipo de conducta peligrosamente desvinculada. Muy consciente de sus consecuencias: «Mi nombre estará un día ligado al recuerdo de una crisis corno jamás hubo sobre la Tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una voluntad que se proclama contraria a todo lo que hasta ahora se había creído, pedido y consagrado. No soy un hombre, soy una carga de dinamita». Nietzsche cumplió su palabra y llevó a cabo una gigantesca operación de demolición cultural, un desguace donde no dejó títere con cabeza. Su objetivo central fue la religión cristiana, pero de paso arremetió contra la Grecia clásica, el positivismo, el evolucionismo, la democracia, el Estado moderno y la música de Wagner. Fue la bestia negra de todo lo que se cruzó en su camino, el retrato perfecto de la intolerancia y el fanatismo: defectos que hoy no se perdonan, salvo en su caso, porque sabemos que era un enfermo incurable y genial que vivió a la desesperada. Como Sísifo, Nietzsche vivió condenado a sopcrtar la carga de una enfermedad crónica y progresiva, que le llevó hasta la locura y la muerte prematura. La obra de Nietzsche se abre con una apasionada afirmación de la vida, dramática si se tiene en Cuenta que es la proyección de la impotencia de un enfermo. la vida es un valor que se afirma sin más lógica que su fuerza de surgimiento. Yel símbolo escogido es el dios griego Dionisos, exponente máximo de una civilización que se embriaga en los instintos vitales, de espaldas a todo deber moral, a toda responsabilidad. Nietzsche piensa que el deber es una idea inventada para dominar a los demás. En concreto, inventada por los judíos: un pueblo muy inteligente, históricamente humillado por sus enemigos políticos. Con los judíos comienza la venganza intelectual de los débiles la rebelión de los esclavos, la inversión de los valores de los vencedores. Desde que los judíos inventan la religión y el más allá, los poderosos son malos, y los hombres vulgares son buenos. El cristianismo hereda esta corrupción judía del odio contra los fuertes. Hasta que llega Nietzsche. Con él se desvanecerán las ,mentiras de varios milenios, y el hombre se verá libre del autoengaño de la ilusión . El ataque al cristianismo ocupa un lugar privilegiado entre las obsesiones destructivas de Nietzsche, quizá como reacción Contra la atmósfera pietista que respiró en su niñez. No se trata de una crítica académica sino de una oposición visceral: «Yo considero al

cristianismo como la peor mentira de seducción que ha habido en la historia». Dios es «una objeción contra la vida», y «la fórmula para toda detracción de este mundo, para toda mentira del más allá». El cristianismo es la religión de la compasión, pero «cuando se tiene compasión se pierde fuerza». La compasión favorece a los débiles y entorpece la selección natural, por eso «nada más malsano en nuestra malsana humanidad que la compasión cristiana».

El superhombre. Para enterrar el deber moral hay que negar su fundamento divino, y Nietzsche no duda en decretar la muerte de Dios, un acontecimiento cultural de máximo rango, que dividirá la historia de la humanidad: «Cualquiera que nazca después de nosotros pertenecerá a una historia más alta que ninguna de las anteriores». Es un suceso cósmico, del que son responsables los hombres, y que les libera de/las cadenas de lo sobrenatural que ellos mismos habían creado. La muerte de Dios es la muerte definitiva del deber y la victoria de la autonomía absoluta. Sobre las cenizas de Dios se levantará el superhombre, el hombre dominado de nuevo por el ideal dionisiaco, el que ama la vida y vuelve la espalda a las quimeras del cielo. No es un individuo sino el símbolo de la nueva raza que encarnará la voluntad de poder y estará más allá del bien y del mal la raza de la bestia rubia que duerme en el fondo de todas las razas aristocráticas. Él destruirá y creará los valores, como César, como Barbarroja, como Napoleón. «Ahora es cuando la montaña del devenir humano se agita con dolores de parto. Dios ha muerto: ¡viva el superhombre! ». Después de Nietzsche, muchos han pensado que, si como hombres nos es negada la felicidad, quizá como superhombres podamos alcanzarla. y seremos superhombres si nos atrevemos a .rechazar la mentira del deber. La pretensión no es nueva. Sabemos que el sofista Calicles la formuló ante Sócrates: «En mi opinión, son los hombres débiles y la masa los que establecen las leyes para su propia utilidad. Con las leyes atemorizan a los que son más fuertes que ellos, a los que están más capacitados para tener más» (Platón, Gorgias). El mensaje de Calicles es repetido por Nietzsche dos mil años más tarde: «Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus inclinaciones. Naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala conciencia. Habría que in tentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural. ¿Pero quién es lo bastante fuerte para ello? Algún día! sin embargo, en una época más fuerte que esté presente corrompido, vendrá un hombre redentor, que nos liberará de los ideales y será vencedor de Dios y de la nada» (Genealogía de la moral). Críticos modernos han visto en la teoría del superhombre ideas morbosas con explicación en la acentuada psicopatología del autor. Su biografía corre paralela a su enfermedad, instalada de forma crónica desde los veintinueve años: depresiones, fuertes jaquecas y dolores de estómago, reumatismos, cegueras, etc. A los treinta y cinco años, después de constantes ataques graves, dimite de su cátedra de Filología Griega y se dedica a buscar por el sur de Europa descanso para su desequilibrada naturaleza. A los treinta y nueve, su lucidez mental se extingue en Italia un 3 de enero. Moriría once años más tarde, en 1900, sin haber recobrado la razón. y su fama empezó a extenderse por Europa hasta colocarle en los primeros puestos de la filosofía contemporánea. Por una cruel ironía del destino, lo que Nietzsche ofreció al mundo fue su propia tragedia de enfermo doliente en su exaltación del ansia de vivir.

Un caso práctico: Raskolnikov Cuando nace Nietzsche, el superhombre estaba en el ambiente. En 1865 había aparecido en la escena literaria rusa Radian Raskolnikov, decidido a demostrar a hachazos su superhombría. En Crimen y castigo, Dostoiewski nos lo presenta como un joven estudiante de Derecho obsesionado por demostrarse a sí mismo que pertenece a una clase de hombres superiores, dueños absolutos de su conducta, por encima de toda obligación moral. Para ello, Raskolnikov elige una definitiva prueba de superioridad: cometer fríamente un asesinato y conceder a esa acción la misma relevancia que se otorga a un estornudo o a un paseo. Dicho y hecho: una vieja usurera y su hermana caen bajo el hacha del homicida. Él mismo dirá que «no era un ser humano lo que destruía, sino un principio». Y asegura no tener remordimiento alguno por tal acción: « ¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito vil y nocivo? No puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad sitiada que matar a hachazos. Ahora comprendo menos que nunca que pueda llamarse crimen a mi acción. Tengo la conciencia tranquila». Lo cierto es que la vida de Raskolnikov se va tomando desequilibrada, sufre episodios de enajenación mental y acaba en la cárcel. Sin embargo, su postura no ha cambiado: en ningún momento reconoce la inmoralidad de su doble asesinato. Su posición inamovible parece aproximarle al superhombre que quiere ser. Pero Dostoiewski nos desengaña pronto: deja entrever que la conciencia de Raskolnikov estaba tranquila porque estaba estropeada. Tenía la tranquilidad de lo que está muerto o inservible. Por ello, la balanza moral había dejado de sopesar la magnitud moral de los actos. Esta es la pregunta decisiva que Dostoiewski formula de forma implícita al lector de Crimen y castigo: ¿Qué hacemos con un superhombre mentalmente desequilibrado? ¿Merece la pena pagar por el superhombre el precio de un psicópata? Pero la novela no termina así. Hay un remedio para la ceguera patológica del protagonista. Cuando aún le quedaban siete años de condena se enamora de Sonia, una chica muy joven, con un pasado miserable y un corazón de OTO. Antes de ir a la cárcel, Sonia le había echado en cara inútilmente su crimen: «Has derramado sangre», le dijo. Pero él respondió con furia: « ¿No lo hace así todo el mundo? ¿No se ha vertido siempre la sangre a torrentes desde que hay hombres sobre la tierra? Yesos hombres que han empapado la tierra con la sangre de sus semejantes han ocupado el Capitolio y han sido aclamados por la humanidad». Después de enamorarse, todo cambia en Raskolnikov hasta el punto de pensar que Sonia tenía razón. ¿Por qué ese cambio? Dostoiewski nos dice que ahora Raskolnikov «sentía la vida real, y esta vida había expulsado los razonamientos». Estas palabras desvelan sutilmente una de las claves de la psicología humana: algo tan natural como el amor corrige a la razón y desbarata las razonadas sinrazones del superhombre, ACTIVIDADES: 1. ¿En qué consiste el deber? 2. Explique ¿Qué es imperativo Kantiano? 3. ¿Cuál es la crítica que se le hace a la ética empirista (Hume)? Y hable brevemente de la herencia empirista que fue recogida pór el positivismo. 4. ¿Cuál es la critica que se hace a la ética Nietzsche? 5. ¿En qué consiste el Superhombre de Nietzsche? 6. Hacer una reflexión sobre el caso práctico de Raskolnikov.