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Gérard Pommier La excepción femenina Ensayo sobre los impases del goce Alianza Editorial Buenos Aires - Madrid Tradu

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Gérard Pommier

La excepción femenina Ensayo sobre los impases del goce

Alianza Editorial Buenos Aires - Madrid

Traducción de Silvia Yabkowski

T ítulo original: L ’exception feminine. Essai sur les impasses de la jouissattce. Esta obra ha sido publicada en francés por Point Hors Ligne (1985).

© Gérard Pommier © Ed. cast.: Alianza Editorial S.A., Buenos Aires, 1986 ISBN: 950-40-0021*5 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en ía Argentina *Printed in Argentina

ÍNDICE

Introducción ; . .........................: .............................................................

9

í. LA EXCEPCION FEMENINA ¿En qué sentido se puede hablar de castración fem enina?........... identificar a la m u je r ............. ........................................................... Un goce en exceso: volver a ser m u je r........................ ■................... Pasividad femenina, actividad m a s c u lin a ........................................ La mística, verdad del goce fem en in o ............................................. Orgasmo, letra del sueño ...................................................................

15 29 41 48 67 81

II. LOS IMPASES DEL GOCE ............................................................. Lo abierto, hasta donde las palabras pueden lle v a rn o s................ El obstáculo del goce dei cuerpo, su resto . ................................. De la angustia a la angustia: advenimiento é t i c o ........................................................................ El Amor, signo de lo im p o s ib le ........................................................ Goce fáiico, p adreversión..............„ ..................................................

93 100 112 124 130 137

INTRODUCCION

Cuando Freud busca el sentido del síntom a, serán inícialmente sus pacientes las que le perm itirán orientarse. Es ei primero en animarse a confiar en sus voces sin tem er a los escolios, empezando por aquel amor descabellado púdicamente llamado transferencia que hará huir a Breuer, su primer compañero de ruta. La palabra femenina se encuentra en pri­ mer piano en la talkm gcure de los Estudios sobre la histeria El psicoaná­ lisis está entonces aún en germen. Se terminará de afirmar con el sueño de la inyección de Irma en la Traumdeutung. Sin embargo, paradójicamente, el esfuerzo teórico de Freud a propó­ sito de las mujeres, que han guiado sus primeras investigaciones, durante mucho tiempo no avanza. Lo propio de lo femenino parece no dejarse encuadrar en las generalizaciones que él elabora y reformuía durante las primeras décadas de su obra. Aún ahora, las fluctuaciones y, las incertidi.mbres que jalonan algunos textos autorizan diferencias de interpreta­ ción que no existen cuando se trata del hom bre. Es a partir de la excep­ ción femenina, pero dejando su especificidad en la sombra, que el descu­ brimiento freudiano se ha desarrollado en un movimiento que parece excluir su punto de origen. Será necesario aguardar los textos de los últi­ mos años para que ;la inspiradora de la obra encuentre el lugar que íe corresponde. Y aun así es preciso detenerse m ucho en sus artículos de 1931 y J 932 para darse cuenta de que Freud eleva allí sus incertidurnbres pasadas a la altura de un axioma: es necesario otorgar un estatuto de excepción a lo femenino, reconociéndole un destino no diferente o complementario, sino suplementario y contingente. Esta posición des­

completa el hermoso armazón teórico que podría ser construido a pro­ pósito de los hombres. La singularidad femenina resiste a su conjunto, pero lejos de ser indecible o inefable, esclarece en cambio los impasses que encuentra tanto el goce de ¡os hombres com o el de Jas mujeres. Su excepción confirma la regía que rige el universo de lo masculino en el síntoma y en el malestar. Es preponderante por un motivo histórico puesto que el psicoanálisis ha sido inventado gracias al discurso de la histérica y lo es también por un m otivo estructural que es im portante delimitar. Las particularidades propias de la femineidad que parecen haber hecho obstáculo a la generalización de ia teoría freudiana son conoci­ das: se trata del problema que plantea el complejo de castración, la iden­ tidad femenina, la especificidad de su goce, rasgos todos que, en grados diversos, parecen hacer objeción a ta primacía del falo. Bs curioso constatar que los detractores de Freud lian querido ver en él un nuevo ideólogo del patriarcado, cuando, lejos üe negar sus carac­ terísticas, ha m ostrado sus resortes. Bs más, conviene partir de la dificul­ tad que éstas representan para situar el falo en la articulación de los goces, posición que, más que desvalorizar lo femenino, le ofrece un lugar dominante. ¿Qué m ejor manera de comprender la diferencia que existe entre el '■"Sano peniano y el símbolo fáiico que partiendo del problema que plan­ tea la “ castración” femenina? ¿Cómo situar la perversión asociada al deseo del hombre sin atrapar a la mujer en el fantasma inasible, en la identidad cambiante en Ía que ella se sostiene? Ln fin, ¿dónde va a parar el paraíso m ítico del cual el hombre cree acordarse, la plenitud original que 1o impulsa a la caza sin 3a particulari­ dad del goce femenino? La femineidad ocupa un lugar dominante por su exclusión misma, tan lejos como rem onten las reminiscencias, ios recuerdos y las construc­ ciones de la infancia, Lo femenino no armoniza con ninguno de los m on­ tajes que proponen las teorías sexuales infantiles. Su realidad forma un agujero en el saber de esas ficciones. ¿La doctrina de Freud se ha limitado a dar valor de verdad a las creencias de los niños? ¿Acaso persigue doctoralm ente un sueño para­ disíaco, del cual podríam os librarnos algún día? Si el sueño infantil se organiza alrededor de la primacía del falo, sus teorías no son sin em­ bargo falsas por contradecir la percepción. Más bien, lo falso de la teo ­ ría devela lo verdadero de una condición de la existencia. En relación a esto, la teoría del niño es verdadera: la ausencia de un símbolo del sexo femenino es necesaria a la existencia, a la vida, pues es en el lugar

mismo de esta ausencia que ei niño responde, con su cuerpo mismo, a la demanda de amor m aterno. Se identifica así al falo e identificándo­ se a él, su madre no podrá ser privada del mismo sin que él desaparezca. De este modo, el niño no puede percibir ia falta, la ausencia de pene, sin temer morir. Si acaso la percibe, un tal desprendimiento deja en su lugar un agu­ jero, al cual nada corresponde en el orden del saber, a no ser una figura de 1a muerte. El desconocimiento del sexo femenino no es entonces el resultado de una ignorancia del órgano, cuya existencia puede ser reco­ nocida m uy temprano. El saber busca definir el instrum ento que el goce exige y el falo viene a prestarle el nombre: el pensamiento ignorará siem­ pre su ausencia, y se “desplegará infinitamente en exclusión de lo femeni­ no. La ignorancia es, en esta medida, femenina. Es a veces reivindicada como rasgo de identificación cuando en realidad la identidad se oculta. Ostentar la ignorancia se convierte así en una carta de triunfo de la femi­ neidad. Las teorías sexuales infantiles, fundadas sobre la primacía .del falo, no son de ninguna manera “ falsas” . Hacen, por el contrario, emerger la verdad de un sujeto que funda su saber en exclusión de su horror a la castración. “Ei ser” de lo femenino muestra esta falta, cuyo lugar se sos­ tiene. Lejos de constituir una nueva ideología falocentrista, el psicoaná­ lisis le concede a lo femenino un lugar central, articulado con el adveni­ miento de un sujeto ignorante de aquéllo que lo determina. Freud habrá sido así el primero en descorrer el veto de este desconocimiento. Identificar lo femenino sigue siendo problem ático en la medida en que el rasgo que le corresponde vuelve a caer en la órbita del falo. La palabra “ femenino” carece de referente: sufre en el orden del discurso el mismo destino que la vagina en el plano anatómico: la palabra existe, el órgano existe, pero la investidura fálica que le sería necesaria para ac­ ceder ai saber falta por definición. Sin embargo, porque esta exclusión corresponde a una pérdida de goce provoca ei deseo, Excluida del saber, la mujer permanece en el centro de su organización. Tal femineidad está en el principio del orden universal, aunque se trate de un principio excluido del discurso mismo. Así el presidente Schreber1 ve en la emasculación, en su futura femi­ neidad, aquello que está en el principio del “ orden del universo” . El pen­ samiento delirante tom a al punto de fuga de la femineidad como perspec­ tiva, y apoya su lógica sobre este goce. No sucede lo mismo en la neuro­

1 Cf. “ Un caso de paranoia autobiográficamente descrito”, S. Freud, Obras completas.

sis: el sujeto de la neurosis encuentra con la ausencia de razón última el sin sentido, el “ no todo” , cuyo resto fantasmático gira sin fin alrededor de lo femenino. Es en este “ convertirse en m ujer” que el delirio otorga una respuesta a la pregunta por el goce, en tanto que el fantasma neuró­ tico, residuo de exclusión de ia mujer, responde con impotencia frente a la significación que ella evoca. Si lo propio de lo femenino está excluido del lenguaje, aunque sea su causa y su efecto, ¿habrá que considerar que escapa también ai psicoaná­ lisis, puesto que éste tiene a la palabra como instrumento? Algunos auto­ res han sostenido este punto de vista. Han considerado que el “ continen­ te negro” escaparía siempre, no sólo al análisis, sino aun más generalmen­ te al m undo de los hombres. Si hubiera que creerles, una mujer no com­ petería al psicoanálisis más que en proporción a su relación con el falo, con lo masculino. Sin embargo, si el análisis tiene como fin no la catarsis de algunos acontecim ientos dolorosos, sino el descubrimiento de un fan­ tasma que rige la existencia, de un fantasma tan generalmente excluido como la mujer, lo femenino estará entonces en su centro, tanto para un hombre como para una mujer. Lejos de pleitearse lateralm ente, y fuera del campo de la cura, lo fe­ menino concernirá al analizante en proporción a su síntoma. Lo que lo enferma encierra la causa no sabida de su deseo. Del mismo m odo que la mujer, el síntom a viene a anudarse en el lugar de un agujero en el saber. La pasividad del síntom a interroga este goce que él soporta en exclusión del saber inconsciente. Porque encarna un polo esencial al fantasma, la Mujer, en este senti­ do m ítica, es la representación que permite articular un punto que, si bien está fuera del lenguaje, no deja de estar en ei lugar mismo de ia causa del deseo. El análisis en su térm ino no describirá otra cosa que la relación femineizada con la letra, con el Padre. Con é!, se propone este tiempo de reconocimiento último de una existencia que escape al destino.

LA EXCEPCION FEM ENINA

¿EN QUE SENTIDO SE PUEDE HABLAR DE “CASTRACION” FEMENINA?

- “N o es conscientemente que m i madre m e ha hecho tanto mal. Con ella, espero una sepa­ ración sin odio... Cuando era pequeña m e gusta­ ba que m i padre se fuera de viaje, tenia la im­ presión de ser el hom bre de la casa... En verano, la puerta quedaba al jardín permanecía abierta. Yo echaba a las ranas que entraban en el departamento. Me gustaba m ucho tocarlas, agarrar lo frío, lo que vive... ~~ El pene no es frío... - Una vez, cuando era chica, m i madre esta­ ba bañándose, y o la veía y , de repente, tuve que

1 La retramcripción de fragmentos clínicos plantea un difícil problema. En efecto, el discurso analítico es un discurso sin palabra, y en esta medida es delicado indicar el lugar del acto analítico. En los fragmentos que siguen, dos tipos de escan­ siones, interrogativas y exclamativas, serán escritas (???) y (!!!). Indican dos lugares que ocupa alternativamente el analista, el de sem blant del saber y el de semblanr de causa del deseo. Los puntos suspensivos indican un signo cualquiera de estímulo a hablar. El fin de la sesión será marcado con una barra (/).

ir indefectiblem ente a robar un caramelo del . armario”.

En esta corta secuencia, dos recuerdos se suceden. Pivotean uno so­ bre el otro alrededor de una escansión que se me ocurrió en el momento en que la palabra se adentraba en su punto de m ayor tensión. Digo algo en ese m om ento culminante en que la sucesión de imáge­ nes, un poderoso recuerdo táctil nos hace deslizar en un espacio de sueño solitario. Basta sólo el recuerdo de una voz, de su despertar, para que el enigma que este recuerdo evoca sea interrogado, y luego a su vez bascule en la reminiscencia que lo bordea. Estos dos recuerdos son de registros diferentes. Uno concierne al alejamiento del padre, lo frío de la ausencia paterna, lo que es frío y lo que sin embargo vive en una relación m ante­ nida con el falo. Lo que vive de la muerte misma. El otro describe el acto necesario a la existencia del niño que se sostiene en la intimidad del cuer­ po m aterno. Frente a este cuerpo le fue necesario robar, probar a través de lo que se oculta, que es posible subsistir a su amor. El robo desplaza al falo que la madre demanda hacia el caramelo. Con el dulce de la demanda dei Otro, el falo se iguala a la demanda. Cuando la memoria bascula de un recuerdo a otro, viene además a paliar la castración, aunque lo que autorice la ausencia del padre, no sea lo mismo que el pasaje al acto invocado por ia visión deí cuerpo materno. Del tótem batracio, frío palpitante agarrado en la mano, al caramelo robado en la angustia, el fantasma opera su sutura, muestra su nudo de resistencia a la castración. Dos presentaciones se suceden, y el fantasma que las sostiene, si bien no está enunciado en términos significantes, es transparente en lo que va de la ausencia del padre a ío que exige la de­ manda materna.

Cuando robé el caramelo de ese armario, m e parece que realicé m i primer acto. Digo mi primer acto poniendo allí un sentido masculi­ no. Este robo del caramelo es m i primer acto masculino. A hora sé porqué tengo tal certeza. Independientem ente del recuerdo del cual le hablé en ia última sesión y al cual recién ahora puedo unirlo, m e acordé de un detalle de mi form a de hablar Durante mucho tiempo fu i incapaz de saber si “armario” era de género

masculino o femenino. Más exactamente, tenia tendencia a poner esta palabra en masculino, * pero cuando lo hacia, inmediatamente dudaba. Para salir de la duda, empleaba una regla truis­ m o técnica, cuyo sentido h oy se m e aparece en toda su extensión. Cuando tenia que escribir o pronunciar la palabra “armario ", pensaba en “incendio” /'incendie/ La palabra “incendíe” termina en “e ” siendo masculina, es una excep­ ción en la lengua Tiene una apariencia fem eni­ na, pero no lo es. - ??? — R obé el caramelo del armario... ' ---■ Desde que empecé a hablar aquí de m i relación con lo masculino, los sueños que tengo con este tema adquieren proporciones asombro­ sas, Vagamente me parece que y o debía tener sueños idénticos antes, pero no m e acordaba. En el sueño de esta noche, por ejemplo, tenia que ir a una fiesta pero estaba preocupada por otro problema. Tenia un órgano masculino enorme, erguido horizontalm ente con seis rami­ ficaciones que m e perm itían acostarme con seis chicas a la vez. Estoy segura de haber tenido sueños idénticos y debía incluso acostanne con otras mujeres, quizás hasta con m i madre.

Me sacudió m ucho cuando m e afirmó que y o debía haber tenido ese sueño de acostarme con m i madre. Tuve esa fuerte gripe en la cual Ud, m e pidió que igualmente viniera a m is sesio­ nes, y esos dos enormes ganglios en la nuca, que desde entonces no se han ido. A noche soñé. Mis dos bultos habían crecido, y el pensamiento que acompañaba el palparlos era que su tamaño * Armario es femenino en francés. (N. del T.)

clebia ser proporcional a la comprensión de m i masadinidad. Por otra parte y o no iba a ver a cualquier médico, sino a m i ginecóloga... ella se llama “Scemama”... Es quizás demasiado fácil oír “es m am ár>( “c c s t m am an’7 en lugar de su nombre, pero es- de todos m odos la idea que tuve cuando me desperté. Esta médica m e man­ da a lo de un cirujano que me explica que hay ■que hacer una intervención enseguida. Me corta la cabeza para sacar los bultos, y como la operación debe durar cierto tiem po, injerta en su lu­ gar un pescado. Lo coloca horizontalmente fi­ jando con Cuidado las junturas. Adm iro su tra­ bajo con m i cabeza cortada, que está sobre la mesa. Veo m i cuerpo que se desplaza con ese pescado suturado arriba del cuello... Ya hablé aquí del pescado com o sím bolo masculino. Es el signo astrológico de m i amigo * pero es tam­ bién un signo masculino independientem ente de él. Hay algo que no entiendo en este sueño. Es como si tuviera que perder ciertos órganos viriles que me atan a m i madre y recuperar otros que estarían más vinculados con el pensa­ miento. En suma, un sexo intelectual.

Cuando se da cuenta de que ha realizado el destino que ie ha sido impartido por los dioses, Edipo se arranca los ojos, como si el acto que lo priva de la mirada debiera contrarrestar el incesto. ¿La visión perdida es el precio pagado por el crimen? ¿Edipo no prolonga en este acto su ho­ rror a la castración materna, que el saber descubre? En la literatura analítica, el complejo de castración es ei resultado de una prohibición ejercida sobre el goce de la madre. Este esquema está estrechamente articulado con el complejo de. Edipo. Cuando Freud lo describe por primera vez, parece otorgar un lugar im portante a la visión de ia diferencia anatómica de los sexos: un niño teme ser castrado por su padre cuando percibe que su madre no tiene pene. Esta reducción de la angustia de castración al descubrimiento de ia desnudez del cuerpo femenino tiene el m érito de la claridad y de la sim¿A * Poisson: pescado y piscis. (N. del T,)

pieza. Alimentó por mucho tiempo la crítica de las nociones freudianas en ia medida en que ia ' ‘castración” femenina parece resultar dei trauma de una percepción visual, históricamente datado para cada uno. Sin em­ bargo, ese trauma sólo adquiere sentido teniendo ias “ teorías sexuales infantiles" como fondo, esas ficciones que inventan las condiciones de un amor sin fin, de una armonía sin discordia. Porque se recorta sobre ei horizonte de esas- noveías uñarías, de ese sueño despierto en que prevale­ ce ei falo, la insuficiencia dei pene merece ser designada con el término de castración. Una falta sólo adquiere significación sobre el fondo de una potencial presencia, la dei símbolo fáiico, y es en esta medida que una niña no va a ser considerada como un individuo de sexo diferente, sino como castrada. Freud no siempre tuvo la misma: opinión sobre la repercusión de la diferencia anatómica de los sexos. Su apreciación siguió una cierta evolu­ ción a io largo de su obra. Cuando la castración es elevada por primera vez al rango de concepto teórico, en 1908, Freud escribirá que cuando el varón descubre el sexo femenino, “escotom iza” la percepción. Ve un pene ahí donde no io hay. En 1923, en ei artículo sobre la organización genital infantil, ei varón percibe en la mujer la ausencia de pene, y ia con­ cibe únicamente como castración en la medida en que éi mismo ha sido ya blanco de una amenaza de castración: a pesar de las apariencias, conti­ núa estabieciendo una sim etría-entre los dos sexos y plantea implícita­ mente la hipótesis de que la mujer ha sufrido aquello con lo cual él mis­ mo está amenazado. Recién en el artículo sobre el fetichismo de 1927 una noción nueva, ia de renegación, permite conjugar a ia vez la castra­ ción y el rechazo de la misma. El fetiche es el resultado de esta doble operación. A pesar de estas pocas variaciones, el complejo de castración es una noción plenamente articulada por Freud en ei análisis de Juanito. Apare­ ce como concepto en 1908 en el artículo sobre las “Teorías sexuales infantiles” -y luego no sufrió ninguna modificación esencial. Fue m anteni­ do a pesar de todas ias críticas a las cuales pudo haberse prestado, sobre todo porque la noción de castración femenina seguía siendo enigmática. El complejo de castración propone, con la amenaza corporal que sig­ nifica, un mecanismo simple para explicar la privación de goce que un padre impone a su hijo. Sin embargo ese término evoca, si no una mutila­ ción, al menos una amenaza, que es a pesar de todo, excepcional. De nin­ gún modo designa, en el discurso corriente, lo que Freud expuso en ella. Hubo que esperar la invención del psicoanálisis, para que esta palabra designara el impasse propio dei goce humano. La angustia que el ser huma­ no puede experimentar no había sido jamás referida antes a la falla de su goce, y menos aun a la castración. Hasta entonces sólo había podido ser

encarada desde una perspectiva mística o metafísica, como crisis existencial de un individuo limitado que se da cuenta de la precariedad de su paso por la existencia. Lo desconocido de la muerte dio nombre durante mucho tiempo al desconocimiento de la castración. Continúa dándoselo, en un malentendido de graves consecuencias. Si hubiera que hacer reposar el complejo de castración solamente en la percepción visual de una diferencia anatómica de los sexos, numerosas particularidades clínicas no encontrarían lugar en ia teoría. Por eso mu­ chos alumnos de Freud intentaron hacer preceder esta prueba por dife­ rentes experiencias de separación;com o el destete o el nacimiento. Freud se opuso siempre, no sin diplomacia, a estas concepciones. Ellas son sin duda testim onio de una intuición; la de la castración del Otro, la madre, que precede a la del sujeto. En efecto, considerar la separación del naci­ miento, del seno, de las heces, como equivalentes de/la castración es una forma de presentir que todas las demandas de la madre están limitadas por el falo. El falo es lo que demanda una madre, él permite nombrar el enigma de pu deseo y, en este sentido, es diferente al miembro viril. La castración no se refiere más que a esta diferencia, y a ningún otro tipo de separación. Así, la castración com porta un primer tiem po esencial, formado por el- descubrimiento .de -la madre, por el deseo de esta última por un pa­ dre. Lo que Freud llama “ traslado sobre ei objeto paterno de los lazos afectivos con el objeto m aterno” , tiene como condición que la madre misma traslade sobre este objeto paterno tales lazos afectivos: sólo este descubrimiento del deseo permite percibir la falta del pene femenino. La castración, lejos de reducirse al tem or de una mutilación anatómica, es efectiva en el m om ento en que el sujeto se da cuenta de que el deseo m aterno se orienta hacia otra parte, hacia algo o más frecuentemente alguien, un Nombre del Padre, que permite situar el misterio del falo. Este últim o es diferencia pura, puesto que su posición es solamente correlativa del deseo, y no puede situarse más que gracias al significante paterno. No es en absoluto la diferencia anatómica de los sexos la que otorga prevalencia al falo, porque, por un lado habría algo, mientras que por el otro, no habría nada. “Falo” designa en principio la falta, el punto de imposibilidad donde un significante no puede definirse a sí mismo y re­ quiere a otro. Por eso ese símbolo de la diferencia pura rige al deseo, y de ese modo, el órgano de la copulación le ha provisto su nombre. Sin embargo “falo” designa a otra cosa que el pene, que es solamente su avatar más visible.^Antes de investir al pene y al clítoris, el falo es el cuerpo propio, y es también el fetiche. La crítica esencial dirigida a las concepciones freudianas concierne

finalmente a la prevalencia que la doctrina otorga al falo para los dos sexos, sin considerar lo que sería propio de lo femenino. Se puede leer, por ejemplo, en el artículo sobre la organización genital infantil (1923), ese pasaje que se refiere a la fase fáiica: “en ese estadio de la organiza­ ción genital infantil, existe un órgano masculino, pero no uno femenino; ia alternativa es: órgano genital macho o castrado” . Entre los que se han dado en llamar post-freudianos, Karen Horney es sin duda la primera en haber intentado dar cuenta del complejo de castra­ ción en la mujer. Antes que ella, otros autores como Abraham habían encontrado una explicación en la anatom ía, como si la naturaleza hubiera gratificado a uno de ios sexos con un órgano deí cual el otro se sentiría privado. Este recurso a la imagen dei cuerpo no permite captar por qué el hombre como la mujer son víctimas de una insuficiencia, la del pene o el clítoris, los cuales se muestran siempre desiguales al símbolo fálico. Las modalidades del descubrimiento de esa insuficiencia se encuen­ tran invertidas según ei sexo, no tanto a causa del traum a anatómico, sino en función de la posición que es atribuida a cada uno en el discurso del Otro. Por eso algunos hombres se alinearán del lado mujer, y ciertas mu­ jeres del iadó hombre, sin tom ar más en consideración las realidades del organismo. Karen Horney intenta dar un soporte metapsicoiógico a la castración femenina refiriéndose a la pulsión. Su primera tesis se refiere al erotismo uretral: la envidia de! pene aparecería porque la niña querría orinar como el varón. Su segunda tesis es relativa a la función escópica y a la imagen del cuerpo: la niña querría verse como se ve el varón. Por último, Karen Horney vincula la envidia del pene a la represión de los anhelos m asturba­ torios, más fáciles de realizar en el niño. Cuando estas tesis son resumidas y enunciadas sucintamente, ia refe­ rencia a ia pulsión parece finalmente secundaria. No sólo lo pulsionai se encuentra puesto al servicio de una anatom ía cuya preponderancia no es cuestionaba, sino que además sólo parece cobrar fuerza en la rivalidad entre los sexos. La fuente de esta competencia misma sigue sin aclararse. La rivalidad es en efecto uno de los destinos posibles en el convertirse en mujer, pero solamente bajo la trama de esa falta cuyo símbolo es el falo. Cualquiera sea el sexo, el niño cree en la primacía de ese símbolo. Imagi­ na durante m ucho tiempo, si no siempre, que las mujeres, comenzando por su madre, están provistas de él. La falta misma, el falo que responde por ella, no son entonces la cau­ sa primera de rivalidad. Son al contrario una condición universal de exis­ tencia, porque todo niño ha sido primero él mismo tal falo. Si puede creer que su madre, y más allá las mujeres, están provistas de él, es por­ que él mismo ha encarnado este símbolo. Una creencia contraria sería

una negación de su existencia. De suerte tal que la casi ración y la muerte están asociadas en los pensamientos, donde se implican m utuam ente. El falo que el niño encarna así por amor responde a la demanda que supone a su madre, es por eso que alucinará Ja presencia de un pene materno. La identificación al falo es esa operación que hace de ía madre una mujer fáJjca. En este primer movimiento, no tiene cuenta alguna de ia 'diferencia anatómica entre los sexos. Esta primacía del falo no significa que Ja castración se plantee en los mismos términos para los dos sexos. Constituye, en efecto, el punto de partida de la sexualidad femenina, en tanto que es el punto de llegada potencial, o más bien la roca, contra la cual el hombre va a chocar. Esta disimetría en espejo, satisfactoria para^el entendim iento y pertinente en tna's de un sentido en la experiencia, no resuelve sin embargo el problema de lo que es la castración misma. ¿Por qué el sexo femenino debe ser con­ siderado como castrado, y no como diferente? En la descripción freudiana, el complejo de Edipo y el complejo de castración siguen un desarrollo inversamente cruzado en sus versiones femenina y masculina.; La amenaza de castración obliga ai niño a salir dei Edipo, mientras que lü niña debe reconocer en primer lugar la ausen­ cia deí pene que, porque ella lo demanda, está en el origen de un amor interminable por el padre. ¿Cuál es el valor de la “ constatación” que organiza esta repartición? ¿Es acaso la anatom ía la que la rige, o el cuerpo sólo va allí u dar forma a una pregunta que precede a su apari­ ción? ¿Lo que muestra la anatom ía puede verse sin esta pregunta? El trauma se resume en ese instante en que lo que no era hasta entonces más que el objeto hipotético de las demandas de la madre apare­ ce bajo la forma particular del pene. Ese m om ento puede sustentarse en la percepción, pero puede también prescindir de ella: basta con que el niño constate que lo que tiene para ofrecer no satisface a la madre, y que ella va a buscar en otra parte lo que él no puede darle. En esta’otra par­ te ella va a encontrar sin duda lo que le falta, ese falo respecto al cual el pene como el clítoris se muestran siempre desiguales. La castración es el resultado de la amenaza implícita que resulta de la comparación entre falo y pene, y la constatación de la diferencia anatómica de los sexos es el accidente secundario que le da forma. Si los niños de ambos sexos pue­ den aventurarse no sin angustia a aceptar el desafío y a sostener la com­ paración, el varón, es cierto, lo hará con más pretensiones, fuerte en la ventaja que la naturaleza parece acordarle. ' La antecedencia del falo al pene permite encarar las modalidades de la castración para una mujer, la cual si no se hiciera esta hipótesis, no se reconocería ninguna falta en cuanto a su anatom ía. En efecto, la priva­ ción que puede ser sentida en un m om ento de rivalidad merece ser dife-

rcnciada de ia castración. Es demasiado simple suponer que la envidia dei pene aparecería en un m om ento de competencia con ei niño. Del mismo modo, una mujer no considera que está privada de pene simplemente por­ que los hombres así ia verían. La castración sólo concierne a la mujer en la relación que ella man­ tiene con su propia- imíigen y no está situada en ei mismo nivel que la angustia que acompaña los torm entos de la rivalidad. Ei miembro viril no podría faltarle si no-es comparado con ese símbolo de la falta que es el falo, y este último estará presente para ella en su ausencia del mismo mo­ do que para todo ser hum ano. Así, la castración no es de ningún modo el resultado de un fantasma de mutilación, y la diferencia anatómica, lejos de aparecer como una causa, no hace más que dar una respuesta contin­ gente a ia pregunta por la falta. Ei cuerpo responde a esta interrogación, se consagra a ella en un total desprecio de io que es. El falo que ese deseo busca está siempre más lejos que la apariencia. Es vehiculizado por la palabra que lo demanda, no existe más que gracias a ias palabras, de las cuales es ei límite. Porque habla, ía m ujer entra en igual medida que un hombre en el goce, fáiico. Este goce provoca un investimiento erótico homólogo del pene o del clítoris y otorga la medida de un valor que es igual para los dos sexos. El fantasma femenino de un crecimiento clitorídeo conve­ niente no es entonces inicial, puesto que ia niña está en principio impli­ cada por el falo tanto como el varón. La entrada en ei goce fáiico tiene como condición el acceso a la palabra, porque el falo es ese símbolo vacío que limita retroactivamente todas las; demandas de la madre. En este sen­ tido, la femineidad estará determinada por una cierta relación con el falo. Como al hombre, ese símbolo le incumbe, aunque ella no mantenga la misma relación con el pene. La comparación deí pene y del falo perm ite dar armazón lógica a los tres destinos de la femineidad propuestos por Freud en su artículo de 1931. Recordemos ias dos primeras consecuencias que siguen al descubri­ miento de la ausencia de pene: esa constatación puede provocar en prin­ cipio, si no un naufragio de toda vida sexual, al menos un daño sensible de ésta. La niña puede también m antener con una “seguridad insolente su masculinidad amenazada...” ... “el fantasma de ser a pesar de todo un hombre sigue siendo esencial durante largos períodos de su vida.., ese complejo de masculinidad puede concluir en una elección homosexual manifiesta” . En cuanto a la tercera eventualidad, abre una vía propia a una femineidad caracterizada por un cambio de objeto y un cambio de órgano. La constatación de la ausencia del pene parece dar una base orgánica a esos tres destinos. Sin embargo, si el pene sólo está ausente bajo la tra­

ma de la presencia del falo, las tres posibilidades de) “convertirse en mu­ je r” podrán escribirse siguiendo eí orden propuesto por Freud „ según tres ordenamientos distintos:^ cuando el descubrimiento de la ausencia de pene es seguido de una catástrofe de la vida erótica, todo ocurre como si esa falta debiera arrastrar consigo la relación con ei goce fálico. La asocia­ ción lógica es entonces Ja siguiente: no tengo pene, luego no tengo falo. no pene = no falo En cambio, la falta de. pene puede provocar una actitud opuesta, caracterizada por el 'm antenim iento de una masculinidad que no está amenazada más que en la medida en que es ligada a Ja presencia del pene. En este caso, el falo es confundido con la presencia del pene: “puesto que tengo el falo, tengo entonces un pene” . Falo = Pene Por último, el destino que seria propio de la femineidad supone que se establezca una diferencia entre ei falo y el pene. Esta distinción signifi­ ca que la ausencia de pene no acarrea con ella la desaparición del goce fálico, ni de la actividad, en particular intelectual, y que sin embargo este m antenim iento del falicismo no está acompañado por la presencia fantasmática de un pene. Este último es aquí diferente ai falo en algo que no es ni una frustración ni una privación, sino la castración. Pene & Falo Las dos primeras eventualidades son el resultado de una confusión que se establece entre el falo y el pene, aunque para cada una según un ordenam iento diferente. El signo de una igualdad les es común. Por eso aquellos dos destinos no son tan contradictorios como parece en una pri­ mera aproximación. Cuando la elección femenina se encuentra presa en la lógica de la pri­ mera ecuación, su desarrollo ulterior le es la mayoría de las veces acorde. Será igual en el caso de la segunda. Sin embargo, una inversión completa de una a otra de estas modalidades es siempre posible según la circunstan­ cia y el m om ento del fantasma. Así de una m ujer que pasa de la más per­ fecta resignación a la reivindicación más violenta, o al contrario oscila entre una extrema seguridad y una desesperación completa. Esta inver­ sión es siempre posible porque estas dos posiciones están tanto una como otra orientadas por el signo de 1a igualdad. Sin duda la fuerza del deseo perm ite esta idea delirante de ver igua­ larse pene y falo. Sin embargo, las condiciones que presiden las dos con­ secuencias permanecen oscuras. ¿De qué circunstancias va a depender 1a ■equivalencia deLfalo y ei-pene? Esta posición subjetiva se apoya no sobre

la envidia dei pene, sino en la certeza de ya tenerlo. Tal convicción resul­ ta de lo que está en juego entre una madre y su hija. Así corno el varón, una niña da el falo a su madre, o al menos su amor busca dárselo, ofrecerle lo que le falta. La fuerza de este amor hace de esta madre una madre fálica. En un segundo tiempo, la joven enamora­ da puede identificarse con esta madre fáiica y gracias a esta identificación ser a su vez fálica. La tenacidad inextricable de este vínculo entre una niña y su madre se debe a ese nudo que permite negar la castración con poco gasto, sin fetiche, sin transgresión ruidosa, sin toda la parafernaüa que reclama la perversión masculina. Este suplicio filial, más tarde desplazado hacia una mujer y otra m ujer, teje un m odo particular de relación que puede evocar a la homosexualidad, aunque no requiera nada físico. Este modo iguala el pene al falo. A quí el significante paterno parece no ofrecer ningún soco­ rro, puesto que ningún deseo le atribuye ese símbolo de la falta que es el falo. No será objeto del am or sino de ía rivalidad, cuando no del odio. Freud observó en uno de sus artículos2 que la renegación de la cas­ tración, la creencia en la presencia de un pene, perm itiría encarar la cues­ tión de la psicosis. Sin embargo, si la renegación permite m antener al falo en el lugar dei pene fallante, ella remite a lo que 1a neurosis comporta de perversión. El resultado de tal organización acarrea una “seguridad insolente” , de ía cual sería demasiado poco decir que reconforta una masculinidad amenazada. En efecto, el falo, si debe ser comparado ai pene, es mucho más que este último, y el pene será entonces más ocasión de burla que de envidia. Si se examina ahora la ecuación “no pene - no falo” , ésta permite plantear las coordenadas del naufragio que sigue al descubrimiento de Ja diferencia anatómica de los sexos. Sólo adquiere valor sobre el fondo de una entrada previa en el goce fálico. Esta segunda equivalencia se distingue de la primera por la introducción de un signo de negación. ¿Cómo va a

2 Freud en “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica en­ tre los sexos”. Obras com pletas, edición Amorrortu, tom o 19. “Aquí se anuda lo que se llama complejo de masculinidad de la mujer... La esperanza de obtener algún día, a pesar de todo, un pene y ser así semejante a ios hombres, puede mantenerse hasta una época increíblemente tardía y convertirse en el motivo de actos extraños que, sin eso, serian incomprensibles. O bien entra en es­ cena ei proceso que me gustaría describir como renovación; no parece ni raro, ni .muy peligroso para la vida menta! y del niño, pero en los adultos, introduciría una psicosis.”

introducirse esta negatívización, cuya escritura da cuenta de ia catástrofe que se abate sobre el goce con la aparición del pene? La negatividad está en relación de dependencia con el deseo del Otro, respecto al cual la niña se encuentra, en igual medida que el niño, en posición de falo imaginario. Para que la negación se escriba, basta con que este falo no agrade a la madre, que no le convenga. De tal modo, el signo de negación es introducido en la ecuación, y adquiere valor retroac­ tivamente en el mom ento de la aparición del pene, que le da sentido al instante de su descubrimiento. Esta lectura retroactiva puede resumirse en una frase: “Es porque no tengo pene que no he sido el falo que hubie­ ra convenido a mi madre” . Este pensamiento adquiere la mayoría de las veces otra forma, tan corriente como este destino femenino: “porque no soy un varón, mi madre no me am a” . Tal frase pierde su connotación psi­ cológica cuando es articulada al deseo y vuelta a poner en el lugar: “ Es porque no he sido el falo que no tengo pene” . La ausencia de pene está así en el origen de una total ausencia de valor, de un sentimiento de per* fecta derelicción, no a causa de la diferencia de los sexos, sino en la me­ dida en que esta diferencia significa retroactivamente en qué lugar abolido una madre instituyó a su hija. La negatividad se establece de este modo de los dos lados de la ecuación pene*falo.

Percibir 1a diferencia anatómica de los sexos hace traum a, y, en el upres-coup de una significación simbólica, da sentido a la diferencia pene ^ falo. Esta escritura es válida para los dos sexos, es motivo de un tiempo de fijación de ía angustia de castración. Esta emergencia angustia­ da se aprehende en la forma del cuerpo femenino, hasta entonces vista por casualidad, y fuente de incredulidad más que de sorpresa. Causa de inquietud, recién adquiere sentido sobre el fondo de las teorías sexuales infantiles, de-esas ficciones forjadas al servicio de la perfección materna. El accidente del encuentro con el cuerpo femenino se realiza bajo esa trama en la cual el significante paterno ya abrió su brecha. Por eso la castración depende del lugar reservado al padre en el discurso del Otro. El Nombre del Padre es extraño, su función excede totalm ente a la persona que lo soporta y sólo constituye ese punto de fijación donde el deseo se apoya. Lugar al que se dirige una falta, la paternidad se encuen­ tra así unida al símbolo falicol Una diferencia se establece entonces entre ese falo simbólico, como significante de la falta, de ía castración de 1a madre, y el falo imaginario como cuerpo entero del niño, instrum ento de la renegación de esta misma castración. El deseo de la madre se orienta así hacia otra cosa que no es el cuerpo dei niño, está a partir de entonces regido por el significante. Una diferencia pura se escribe entonces entre el

falo y el cuerpo. El primero se desprende de ia imagen del segundo, se dis­ tingue de todo lo que pueda soportarlo y afecta al cuerpo de castración. ¿Habría que pensar entonces que la castración plantea un problema idéntico para los dos sexos, puesto que.el pene y el clítoris tendrían el mismo valor, proporcional a esta castración que es condición del erotis­ mo? lina diferencia se instaura entre los sexos cuando el significante hace sentir su efecto. Del lado masculino, un varón puede tom ar un rasgo de identificación de aquel que se supone tiene el falo, es decir el padre. Del lado femenino, una niña puede sin-duda, en la misma medida que un hombre, hacer la misma operación, pero, como mujer, no puede apoyarse en ningún rasgo de identificación puesto que la imagen que le ofrece su madre es solamente la de ía mujer fálica. Como mujer, encuentra una rea­ lidad que se puede seguir llamando “ castración” por comodidad, aunque esté sin embargo situada en un registro cuyas consecuencias son más radicales. La “castración” femenina no se sitúa en la misma dimensión que la castración que encuentra el nino o la niña, en tanto ella está tanto como él comprometida en la fase fálica. Esta castración es diferente, inaugural, porque se apoya sobre una falta del significante. El significante “mujer” existe, pero no es específico de una femineidad que escape al goce fálico. Respecto a esto, ía mujer está quizás castrada, pero no en el sentido de que estaría privada de un órgano que manifiesta su presencia según sus caminos particulares. Si una niña puede darse cuenta de que el pene le falta, ese saber no le impedirá estar en el goce fálico, que acompaña a su entrada en la exis­ tencia. Pero precisamente porque está allí, no podrá jamás encontrar un significante propio de ia femineidad, puesto que toda mujer estará enton­ ces provista de falo. Esta carencia de un significante de la femineidad independiente de la significación fálica constituye lo específico de la cas­ tración de una mujer. Esta falta de representación, lejos de ser análoga a ia forclusión, no permite ordenar en el mismo campo psicosis y feminei­ dad. Es por el contrario puramente simbólica, ya que su efecto es resulta­ do de un lugar particular, que se -encuentra en reserva en el Otro del discurso. En la medida en que está situada en ese lugar, una m ujer encuentra una castración que le es específica en el m om ento mismo en que accede a la fase fálica, en tanto que el varón la encuentra en la declinación del complejo de Edipo. Una mujer entra en el complejo de Edipo en el m om ento del descu­ brimiento de una falta articulada al significante. Así cuando Freud escri­ be que el “complejo de Edipo es en la mujer un resultado... no es destrui­ do, sino por el contrario creado bajo la influencia del complejo de castra­

ción” , es necesario precisar que esta castración no es una privación que sucedería a un sentimiento de mutilación y que precede su acceso a un complejo de Edipo del cual es condición. En cambio, el hombre, incomo­ dado como está por su pene y por la ilusión de que este órgano le da el falo, necesitará más tiempo para que la castración constituya su propio obstáculo. No la reconocerá de entrada.. La femineidad depende de un significante, y esta particularidad per­ mite captar por qué ciertas mujeres parecen estar perfectamente conven­ cidas de que aquello con lo cual ía naturaleza las ha gratificado vale como cualquier miembro viril, y por qué ciertos hombres pueden creer que están desprovistos de él, y organizar su existencia en función de tal creencia.

IDENTIFICAR A LA M UJER

-- El sueño que tuve anoche m e parece pro­ porcionar todos los datos del problema que no alcanzo a resolver. N o es sólo la cuestión de la m ujer que soy, sino también del lugar de m i en­ ferm edad ginecológica en relación a esta preo­ cupación. En este sueño voy a visitar a una m ujer escri­ tora de m i país que actualmente vive en París con su marido y su hijo. Me explica que antes de su matrimonio, cuando conocía a un hombre que quería poner a distancia, sacaba del bolsillo a su hijo. “ ??? ~ ... mostrar a su hijo era un medio de hacer huir a alguien que la importunaba. -

/ /

/ Ya veo lo que m e quiere hacer decir. En efecto, ella no podía tener un hijo porque no estaba casada. Tiene razón, se trata solamente de un símbolo de lo masculino qu'e está a hí pa­ ra hacer huir a un hombre. En el sueño, ella lue­ go m e muestra a su hijo. Tiene una apariencia

m uy extraña, aunque parezca normal en el m o­ m ento en que lo veo. lle n e la form a de un me­ lón cuya parte superior ha sido recortada. Esta form a una especie de tapa, que está atada al costado con un cordón. Cuando se tira del hilo, el m elón se ríe y muestra una boca bien son­ riente con dientes en form a de semillas. En ese m om ento, m e pongo la mano en el bolsillo y descubro que tengo un m elón idéntico. Estoy asombrada y decepcionada.

Después de la observación que m e hizo re­ cién... En fin , me parece, como de costumbre... debe ser u m vez más asunto del sexo masculi­ no... Pienso de repente en una particularidad relativa a la palabra melón. En francés, el melón es más bien algo redondo que evoca con más fa­ cilidad a lo fem enino. En m i idioma, “m elón" designa más a una fruta oblonga. Asociaría fá ­ cilm ente esta doble pertenencia vinculando m e­ lón a pezón ( mamelón/, y, a partir de ahí, a los bultos que me crecieron en la nuca, y que son una form a de llevar lo más alto posible uno de los símbolos de m i masculinidad. El melón es para m í redondo en francés, y oblongo en m i idioma, lo cual es una form a de condensar en dos idiomas la totalidad de m i problema. A d e ­ más cuando se tira del piolín, el melón se ríe. Se pueden ver los dientes en forma de semillas. La risa no me evoca nada en particular, en cam­ bio las semillas { pépíns/* me hacen pensaren mis problemas ginecológicos. Ya tenia el presenti­ m iento de esto antes de contar el sueño. No puedo decir si mis problemas ginecológicos tienen un vínculo con m i artritis dentaria, pero en todo caso este sueño plantea la cuestión a causa de los dientes. Quizá sólo haya una rela­ ción entre lo que está agujereado en el cuerpo,

* Pépins: semillas; familiar; problemas, disgustos. (N. deJ T.)

y lo masculino. Es m uy tonto, pero m e parece que el cuerpo es bastante tonto com o para en­ ferm ar de eso... Usted m e detuvo en el hecho de que y o esté asombrada y decepcionada en el m om ento en que m e doy atenta de que, y o también, tengo un melón en el bolsillo. Es cier­ to que esta mujer escritora fu e durante mucho tiem po para m i un sím bolo de la femineidad. Era una mujer de vanguardia atando y o era adolescente y sus libros habían hecho escándalo en su tiempo. Pienso haber tratado mucho tiempo de identificarme con su imagen de m ujer que rechaza la sumisión. Es claro que no puedo es­ tar sino decepcionada al percibir que su fe m i­ neidad vira hacia el otro borde, y y o con ella. Puede ser por eso que el m elón se ríe, y es sin duda también lo que explica la introducción de otro personaje fem enino en la tercera parte del sueño.

A n te s de ese pasaje, hay otro que ahora es perfectam ente claro: la escritora m e explica que está dando cursos de educación fem enina a jó ­ venes aprendices. Creo que los detalles no son importantes. En realidad las obliga a hacer bajas tareas domésticas y costura. Es acá que intervie­ ne otro personaje fem enino. Se trata de una hermana de m i madre que es, en realidad, una señora mayor. R ealm ente es la imagen de mujer opuesta a la de la escritora. Siempre estuvo so­ metida, primero a su madre, luego a su hermano y a su marido. Tengo más bien la impresión de que fu e m u y infeliz y de que murió en una gran miseria afectiva... E n el sueño, sé que es ella, pero no se le pa­ rece. Tiene un aspecto m u y fem enino y lleva puesto un vestido lleno de puntillas y lo que es mucho más curioso, tiene el pelo m uy largo y ondulado...

- !! / - Muchas veces ya le habló del símbolo de la cabellera. Esto remonta a lo que sucedió cuando y o tenía trece años y m i madre quiso cortarme mis cabellos largos. Era la época en que se rebelaba contra el poder de su marido y el largo de m i cabello fu e ocasión de una larga pelea entre ellos. Me acuerdo que finalm ente m e llevó a cortar el pelo sin el acuerdo de m i padre, y que cuando vio el resultado, se decep­ cionó. - !!! ... ¿esto se refiere a m i propia decepción, que usted subrayó hace un rato?... ¿o bien a la de m i madre, que precede a la mía? Si el cabe­ llo corto evoca a los hombres, eso quiere decir que ella también estuvo desilusionada. N o m e contesta, por supuesto... quizás es su decepción de que y o no sea un varón... ¿o sólo que los sig­ nos de lo masculino no son finalm ente gran cosa? - (• ■■) - A lo m ejor la respuesta está en la última parte del sueño. - Yo salgo del curso de educación femenina y le digo a la escritora que vivo en dos departa­ m entos a la vez. L e declaro que tengo la inten­ ción de hacerlos comunicarse y que no m e cos­ tará más caro que si tuviera uno solo. ~ !! ! - ¿Supongo que usted m e quiere hacer aún notar la especie de bisexualidad que hay con el m elón? Es cansador. Yiar lo había comprendido diciéndolo... N o sé si la comunicación de los dos elem entos es una solución... - Hay una últim a escena. E n la calle, obser­ vo un accidente automovilístico, y al acercar­

me, descubro el cuerpo de m i amante. Sé que no está muerto, pero ya no se m ueve ni respon­ de. Dos cables de teléfono le salen de la cabeza. Uno perm ite llamar a los bomberos y otro a la policía. A lo mejor esto evoca por un lado el fuego y el amor, y por otro los im pedimentos en los que todo el tiem po estamos metidos. De­ bo hablar por teléfono, pero estoy aterrorizada. E stoy petrificada por una angustia que va a des­ pertarme, porque al lado del coche hay una em­ bajada, un edificio amenazante, y no sé si es la de m i país. Ya ni siquiera sé cuál as m í país.

La identificación es a veces entendida como un fenómeno de imita­ ción imaginaria relativo sólo a la apariencia. Sin embargo, cuando uno se identifica a uno de los personajes que lo rodean, se conforma con tomar una de sus características. Eí alumno adquiere el tono de su maestro, el amigo el tic de su amigo, el niño la ¡m'mica paterna, etcétera. Así la iden­ tificación es en principio una operación simbólica, tanto en lo que la mo­ tiva -aquel a quien uno se iden tifica- como en su mecanismo —la parte por el lodo. La identificación plantea un problema particular en lo que afecta a la femineidad: porque debe orientarse en el m undo de la palabra, una mujer se identifica primero, de igual m odo que un hombre, con el lugar desde donde habla. Lleva así un nombre que, de donde ie venga, es pater­ no. Por otra parte, porque ama en principio a su m adre, una niña está situada del mismo lado que e} hom bre. Por esta razón, entra como todo ser humano, en el goce fálico. Sin embargo, nada la diferencia como mu­ jer cuando se encuentra situada de tal modo. Si las insignias distintivas de la femineidad deben ser diferenciadas de la identificación con el padre y de los atributos fálicos, ¿cómo van a hacerse reconocer? ¿Dónde podrá identificarse una mujer si su padre le ofrecerá acceso solamente al falo? No encontrará socorro del lado de su madre: su relación con esta úl­ tima no permite aún definir ]a femineidad porque la madre es en princi­ pio fálica. El personaje m aterno está provisto del falo que el niño le da por su propio cuerpo. El ser de lo femenino recibió siempre su definición canónica en la maternidad. Ser madre parece aportar una solución a las incertidumbres de la identidad, aun si tai respuesta no deja de llevar consigo angustia, cuando se realiza. Sin embargo, la maternidad permanece distante de la

mujer que la soporta. No solamente la operación que ella autoriza deman­ da ser reformulada, sino que además el personaje que ofrece este asilo identificatorio no tiene especificidad. Existe una representación imagina­ ria del embarazo, donde el niño es fantaseado en el lugar del pene. Co­ rresponde a la ecuación simbólica planteada por Freud: pene - niño = he­ ces, y se acompaña con una euforia que ha podido hacer pensar en una forma de “virilización” , si se puede llamar así a lo que aparece como una realización de la envidia del pene. La m aternidad se encuentra situada de este modo en el goce fálico. La mujer con un niño no responde aún a la pregunta por la identi­ dad femenina, aun si ofrece una solución momentánea al problema de lo que quiere una mujer. La madre fálica no da respuesta a la pregunta de lo que es una mujer. Ella sitúa en la maternidad un rasgo de identificación que, lejos de ser propio de lo femenino, sigue estando preso en eí orden masculino. Es por eso que tal rasgo ahonda una- división cruel, viene a di­ vidir a la mujer entre ella misma como causa del deseo, y un O tro mater­ no impersonal, persecutorio, porque en su com pletud, significa el fin de este deseo. Si una identificación no es posible sino a partir de ese símbolo único que es el falo, ¿habrá entonces que concluir de ello que no existe sino un solo sexo? Los hombres han pretendido esto desde siempre. Las civi­ lizaciones llamadas matriarcales no han hecho dependep en absoluto su organización de un símbolo de poder propiamente femenino; única­ mente han reservado el espacio excluido de lo materno. En nuestra era cultural, los Padres de la Iglesia han confinado a la mujer fuera del círcu­ lo de la humanidad en ocasión de varios concilios. ¿El psicoanálisis no hace más que retomar y prolongar una concepción falocéntrica de la re­ partición del poder entre los sexos? Ciertas formulaciones de Freud o de Lacan parecen evocar -tal distri­ bución, ya se trate por ejemplo del aforismo lacaniano: “la Mujer no exis­ te” o de esta frase de Freud extraída de las Nuevas Conferencias: in­ dividualmente, la mujer puede ser considerada como una criatura huma­ na” . Nada parece distinguir estos pensamientos del desconocimiento que los hombres han tenido casi siempre de la femineidad. Sin embargo, a pesar de estas analogías aparentes, el psicoanálisis no se une de ningún modo a tales ideologías. Lejos de desvalorizar lo feme­ nino, lo sitúa en el centro de su dispositivo, en su relación con la causa del deseo, con el fantasma que ella encarna, o en la puesta enjuego del falo que ella autoriza. Lejos de estar desvalorizada, una mujer es así como un hombre y ma's qu$ un hombre. Como un hombre, en recuerdo de su primer am or por su madre, que la hace acceder al goce fálico, y más que un hom bre, porque el amor que le es dirigido la sitúa en el centro del sue-

ño masculino, fantasma que la {leva más allá del falo, a Otro goce. Lejos de consagrar o renovar la preponderancia masculina, la significación del falo, símbolo de la pura diferencia, se aleja de la apropiación anatómica. “Mujer” es una palabra que existe, pero no remite a nada que sería propio de la femineidad. “ Mujer” es esa palabra, única en su género e n , la lengua, cuyo punto de referencia falta. Es por eso que evoca lo que íos significantes no podrían cernir, es decir, el fantasma y el sueño. Porque “La mujer” ocupa el lugar mismo del fantasma, ningún significante puede definir io que “m ujer” quiere decir. Esta ausencia de término adecuado deja indeterminada una identificación que no puede establecerse sino gra­ cias al significante. El prototipo femenino es un enigma, cualquiera sea la apariencia que lo imaginario trate, de darle. Las modificaciones incesantes de su presentación encuentran su fundam ento en una ausencia de fundam ento, y su forma evoluciona indefinidamente. Como el deseo, ía femineidad escapa a las palabras y se sitúa en un lugar distinto de aquel en que se muestra. La mujer no tiene identificación, sino identificaciones, que expresan la falta de consistencia del rasgo identíficatorio y develan la imposibilidad de definir un modelo femenino. La femineidad se resume en la presenta­ ción de este ropaje del vacío, en el cual ella inexiste. Sin duda existen diversas referencias de lo femenino. Se trata de sig­ nos seguros, que entrañan una certeza para aquél que los percibe: el tono de la voz, los gestos, la mirada y el andar forman indicios, formas de reco­ nocimiento universal más estables que las contingencias de la moda. Una imagen aparentemente específica es mostrada por ía mayoría de las muje­ res y también por algunos hombres,.Sin embargo, una identificación pro­ pia de lo femenino,no está de ningún modo asegurada. Porque son univer­ sales y porque no tienen anclaje en lo particular, esos signos ocupan el lugar de una ausencia de rasgos de identificación. Ellos cubren ¡a presen­ cia de un vacío que llama a su causa, y bajo su máscara, nada es identifi­ cado. Tales indicios de lo femenino son los de la vacuidad. La voz, la mi­ rada ausente u oculta, el andar, informan al pasante que el fantasma pue­ de allí encontrar su lugar o que ya lo ha encontrado. El peinado, las jo ­ yas, el vestido, el perfume son los ropajes ¿nesenciales que bordean este agujero. Envoltorio de una vacuidad, la vestimenta de io femenino trata inde­ finidamente si no de dar una respuesta, al menos de hacer mascarada a una cuestión msoluble, cuyas facetas testimonian un narcisismo particu­ lar que Freud describió a propósito de la mujer. “Narcisismo” es un tér­ mino ligeramente peyorativo y esta constatación impide comprender que tal amor de sí confina en la desesperación, idéntico a aquel que sostiene todo amor, este narcisismo signa la dereliccíón del que lo lleva, intenta

recubrir un vacío ocasionado por una pérdida de ser. En “ La vida sexual” ,* Freud vincula el narcisismo femenino, la belleza y el sexo: “La forma­ ción de los órganos sexuales femeninos, que estaban hasta entonces en estado de ¡atencia, provoca un aum ento de narcisismo originario, desfa­ vorable a un amor de objeto regular que está acompañado de sobreesti­ mación sexual. Se instala, en particular en el caso de un desarrollo hacia la belleza, un estado en que la mujer se basta a sí misma, io que ia repara de ia libertad de elección de objeto que la sociedad le cuestiona. Tales mujeres,sólo se aman, hablando estrictam ente, a ellas mismas, más o me­ nos San intensamente como'el hombre las ama” . Freud evoca en este fragmento las particularidades deí narcisismo de la mujer, haciendo de £1 la consecuencia de su relación con ei sexo, es de­ cir con ia castración. Una mujer encama ia falta desde dos puntos de vis­ ta: por una parte, en un nivel imaginario, ella es lo que no tiene; por otra, en un nivel simbólico, “m ujer” es una palabra cuyo referente falta. Ella es así el símbolo de la falta. Es en este sentido que ella presen tífica al falo dando lugar así al amor de un hombre como ai suyo propio. “ Es por ser el falo, escribe Lacan, es decir el significante dei deseo del O tro, que la Mujer va a rechazar una parte esencial de la femineidad, en particular todos sus atributos en la mascarada” .3 ¿Por que una adecuación al ser deí falo no podría dar solución al problema de !a identidad femenina? Sin duda, tai eventualidad podría encararse si esta identificación subsistiera independientemente de la mi­ rada del otro. Ahora bien, esto no sucede así. Una mujer no es el falo sino en la medida en que está capturada en el deseo del hombre, alcanza su identidad en proporción a la perversión masculina. En esta medida solamente, las insignias de lo “ femenino” se superponen a una identifica­ ción con el falo, que es en principio el signo evanescente de reconoci­ miento del deseo. El narcisismo de la mujer adquiere dimensión trágica porque se trata de hacer existir en la mirada del hombre una identidad cuya consistencia se limita a ese reflejo. El misterio femenino, el de una falta encarnada, se iguala al misterio antiguo, al velo siempre arrojado sobre el falo. Conser­ varía su secreto aun si e! velo que la recubre tuviera que ser desgarrado, pues detrás de esta pantalla, nada puede ser aprehendido. El misterio sólo tiene existencia gracias a io que lo esconde. Sólo la presentación de la

* “ La vida sexual” es el título de un volumen de la edición francesa de las Obras com pletas de Freud que agrupa diversos artículos concernientes a la sexuali­ dad. (N. del T.) 3 “La ágnificación’üel 'talo” (en los Escritos).

máscara puede dejar creer que más lejos hay algo. El descubrimiento de un más allá de la máscara permanece imposible. Así se descubre la fragili­ dad de la imagen del cuerpo de 1q mujer, que no podría existir sin velo -y sin obscuridad. Con ella, aparece la perversión esencial del deseo masculi­ no, que se aferra a este velo, a su fetiche desconocido?. £1 fetiche, el velo, no tienen valor en sí mismos. Cuando son conside­ rados fuera de su contexto, parecen inútiles, si no ridículos. El deseo no se adhiere a su presentación más que en relación a la fragilidad de la imagen de un cuerpo femenino que es amado en esta medida. Su función es la de una evocación más que la de un ersatz del órgano faltan te. Apor­ ta un valor fálico al cuerpo de la mujer primero, y al pene del hombre luego, que alcanza su misterio tumescente por la vía de esta encarnación. La imagen del cuerpo femenino es frágil, porque ella sólo subsiste dependiendo de este deseo. Porque está tom ada “prestada” , su efecto es dividir a la mujer de sí misma. Esta se desvanece en esta relación, cae en una pérdida que impide hablar de relación, aunque esta pérdida sea sin embargo goce, en la medida en que el falo que ella deviene falta a un Otro con eí que así se une. Sin duda la imagen del cuerpo escapa al saber, y permanece siempre marcada por la extrañeza, pero acá esta alteridad se duplica al ser reque­ rida por el deseo mismo, al imponer tal alejamiento de sí como condi­ ción del goce. La relación de una mujer con su imagen es problemática, fluctuante. Es motivo de preocupación narcisística, solamente en proporción a un deseo masculino que no podría prescindir de esta incertidumbre, de la máscara inconsistente arrojada sobre la apariencia. Amar esta imagen, amarse en ella, necesita el rodeo de la mirada del hom bre, de su amor, pero este amor es también separación, aislamiento. La solución que da este juego de reflejo narcisístíco engendra el deseo al precio de una sole­ dad que sería insoportable, si ía imagen así raptada no fuera la condición de un goce más allá. Una mujer aprehende una femineidad problemática por el sesgo de la mirada de un hombre, pero no sucede solamente así. En efecto, porque su femineidad le es extraña, ella venera a través de su propio cuerpo el misterio de ia O tra mujer, que detenta el secreto de lo que ella es. Si una imagen mítica de lo femenino está puesta en juego en el deseo que un hombre experimenta por una mujer, esta últim a está separada de esta imagen, que cualquiera de sus hermanas, una entre ellas tomada al azar entre una m ultitud, puede pretender investir. Sin duda esta última es entonces una rival, pero sólo en relación a un narcisismo desfalleciente. Tal rival es objeto de am or en el sentido homosexual del término, a con­ dición de que percibamos que la semejante así amada viene a “amoblar”

el vacío de identidad. Ella no es idéntica a nada. Hablar de amor homo­ sexual dice poca cosa: se trata de verdadero amor, amor al vacío vestido del deseo de un hombre. Porque va hasta el extrem o de esta pérdida, donde, como falo, copu­ la con el O tro, el goce femenino se separa del Nombre. Una mujer, como ser hablante, está separada de ía femineidad que ella encama. La parti­ ción que experim enta le impone una elección entre su identidad y su goce. En este vel, la primera no califica a la femineidad que se encuentra en este aspecto bajo la misma insignia que la de un hombre. La segunda supone la pérdida ai menos momentánea de la primera. Si busca ei goce que le es propio, pierde su identidad y su nombre. Si elige solamente el rasgo que la distingue, abomina la pérdida de la cual gozaría. En el entre­ dós de este vel, conoce la crueldad de una partición propia de io femeni­ no. El problema de! reconocim iento, del Nombre, es a veces tan impor­ tante para una muje^ que puede preferirlo a su goce. Ella rubrica con su nombre su amor por ía'O tra mujer, en el cual persiste y firma, identifica­ da con el deseo de un hombre. La ausencia de un significante propio de la femineidad plantea una pregunta que admite respuesta, si se puede llamar respuesta a lo que va del vacío a la falta, de la causa del deseo a la encarnación dei falo. De la ostentación de las insignias de la femineidad al misterio del cuerpo, la falta de identificación femenina encuentra su mascarada en dos lugares que escapan al lenguaje. El primero responde al deseo del hombre, a su goce en el que, en su relación perversa con el falo, él reniega su propia castración. Pero el segundo va más allá, pues el ser del falo así encarnado se pierde en Otro goce, al cual el hombre permanece extranjero. El falo no significa de ningún m odo que no hay más que una rela­ ción con e{ sexo. Constituye el símbolo de la diferencia pura, a la cual los cuerpos sexuados prestan su apariencia. Los hombres y las mujeres regu­ lan su relación sobre él y tal relación dificulta el comercio que ellos espe­ ran m antener entre ellos. El hom bre queda preso en esa dificultad y una mujer no está total­ mente com prom etida en ella. Sin embargo, cuando la mujer accede a lo que le es propio, el territorio que descubre no lleva nombre. La aparien­ cia y la máscara recubren ese vacío de la nominación, balizan un espacio que escapa a la significación del falo, aunque sin embargo su delimitación depende de él. En su artículo sobre “ La femineidad como mascarada” , Joan Riviére es sin duda la primera en haber valorizado, a través de un caso clínico, este más allá del falo que descubre lo femenino. Su analizante es una mu­ jer joven brillante, que a pesar de sus éxitos, sufre de una angustia intensa después de cada una de sus conferencias. En la noche que sigue a sus pre­

sentaciones públicas, está violentamente agitada por el tem or de haber cometido una falta o una torpeza. No puede entonces recuperar su calma y tranquilizarse más que seduciendo a un hombre, en el cual Joan Riviére reconoce una figura paterna. Para esta m ujer, los juegos de la seducción rompen totalm ente con la actividad intelectual que los precede. Este cambio de actitud es asombroso. Mientras que su trabajo está continua­ mente animado p o ru ñ a rebelión consciente contra un padre que ella des­ precia, va a buscar reasegurarse en su imagen en ei m om ento del éxito. Si está en rivalidad con ese padre escritor y hombre político, ¿por qué le demanda consuelo cuando le gana en su propio terreno? ¿La intensidad de la vida intelectual muestra un avatardel pénis-neid, y la depresión an­ gustiada que sigue al éxito debe ser ordenada entre las consecuencias de ia culpa? “ La demostración en público —escribe lo a n Riviére- de sus capa­ cidades intelectuales, que, en sí, representan un éxito, adquiría el senti­ do de una exhibición que tendía a mostrar que ella poseía el pene del pa­ dre después de haberlo castrado” . En este caso la actividad intelectual, del mismo modo que todo lo que responde a “lo activo” - e n el sentido Treu día no de! térm ino--puede ser ubicado en el campo de lo masculino y el acto significará la posesión del falo. La depresión que sigue al éxito; indicará entonces en efecto que una equivalencia ha sido establecida entre el falo como símbolo de la ac­ tividad y el pene paterno. El resultado de esta confusión provoca en este momento particular una inhibición de toda actividad, sin omitir ia que le toca a la vida intelectual. Si tai equivalencia del falo y dei pene ha podido establecerse para esta joven, es legítimo pensar que su padre esgrimía su virilidad como un falo universal. La m ínima actividad de su progenitura significaba, en esta medida, su castración, especialmente cuando llegaba la hora del éxito. Tal castración es inquietante porque abre un camino hacia el incesto, hacia el goce de la madre. En efecto, el padre se ve eliminado por un triunfo que finalmente es fuente de angustia. Parece entonces ne­ cesario buscar en una figura paterna la prueba de que la castración no es el resultado del éxito, y que el incesto sigue estando prohibido. Esta primera interpretación de Joan Riviére merece ser completada puesto que tal como está, favorece, también, una confusión entre el falo y el pene: ¿su modo de exposición no podría acaso hacer pensar que una actividad intelectual es del orden efectivamente de la rivalidad con ei padre y de la castración de este últim o? Esta cuestión merece ser precisa­ da porque la descripción de la actividad, luego de la depresión, podría hacer entender que tal alternancia es específica de la femineidad, cuando en realidad la misma interpretación podría ser pertinente para muchos hombres. La actividad encuentra siempre la figura del padre, y esta constatación no permite aún distinguir lo que es propio de lo femenino.

Para conservar su originalidad, el punto de vista de Joan Riviére debe ser articulado con ei análisis del m om ento de seducción que le sucede. Es a partir del escenario de un sueño que puede desprenderse lo que es propio de lo femenino: “ Una torre situada en lo alto de una colina se desmoronaba e iba a aplastar a los habitantes de un pueblo situado en lo bajo, pero los habitantes se ponían máscaras en su cara y escapaban así a la catástrofe” . Joan Riviére ve en este sueño la consecuencia de ía rivalidad con el padre y de la culpa que acompaña a su castración. Este momento es se­ guido de angustia, luego de la seducción que es indicada por el llevar más­ caras cuya función es asegurar una protección. La paciente se disfraza de “mujer castrada” y lleva entonces la '“máscara de la inocencia”. Esta lec­ tura sigue siendo sin embargo restrictiva, pues no es solamente protección lo que es buscado gracias a la seducción, sino también un goce sexual: ¿el desmoronamiento del falo, que acá está figurado, no caracteriza al mo­ mento en que va a delimitarse lo propio de lo femenino? ¿La máscara no viene a cubrir lo que está más allá dei goce fálico? ¿Dónde estaría sin esto el .¡¿leseó del siieño?- Así;, la puesta enjuego de la mascarada no busca tan­ to reparar la castración del padre, que es de todas formas inevitable. Pone además en escena al goce femenino que está más allá dei falo. La máscara es entonces esta apariencia que cubre a la nada, forma ei soporte de esta vacuidad que es la causa del deseo. ¿Hay otra consistencia de la causa del deseo que el disfraz? ¿Lo femenino, si soporta el fantasma dei hombre, puede presentar otros rasgos que los de la mascarada? Joan Riviére consi­ dera que así sucede: “El lector puede preguntarse cómo distingo yo la femineidad verdadera y el disfraz. En realidad yo no mantengo que tal diferencia exista” . El artículo de Joan Riviére despeja por primera vez en el campo freudiano la inexistencia de un significante de la mujer. Esta ausencia de iden­ tificación angustiante y problemática articula además un acceso al goce propio de lo femenino. La máscara recubre un afuera del lenguaje, que sin embargo la produce. La mascarada ofrece su consistencia a un goce que permanece más allá del símbolo. Se despliega en este revés en que un padre muestra su falta. En este trauma que un hombre encuentra con la castración, una mujer se sitúa en el lugar donde falta y ella es amada por­ que ella simboliza esa falta. Dar apariencia a la causa deí deseo en ese momento en que e! falo alcanza su lím ite no es de ningún m odo una “falsa femineidad” , sino la única posibilidad que queda ofrecida en este punto de desfallecimiento, donde el Nombre se m uestra y se oculta, ostenta su semblante, descubre la vacuidad que bordea.

UN GOCE EN EXCESO: VOLVER A SER MUJER

Metamorfoseado en mujer durante siete años, Tiresias puede compa­ rar el goce femenino- con el del hombre. Esta experiencia le procura un saber más grande que el de los dioses. Consultado por Zeus y Hera, reve­ lará que la mujer encuentra en el amor un placer diez veces más grande que eí hombre. Su respuesta le valdrá ser enceguecido por Hera, furiosa al ver revelado el secreto de su sexo. Es, por el contrario, gratificado con e! don de profecía por Zeus, Más tarde, adivino en Tebas y conociendo el secreto del goce femenino, podrá predecir la suerte reservada a Edipo. ¿Por qué Hera es tan celosa de ese secreto? ¿Es necesario verdadera­ mente que la amplitud de su goce permanezca ignorada, hasta devaluada, para que pueda ella obtener un placer sin medida, comparado al de su consorte? Sin duda hay una especie de secreto, de velo echado sobre el orgasmo femenino, como si su realización estuviera ligada a la ausencia de palabras que lo definieran. Las palabras faltan para decirlo,- aun si lo condicionan; es quizás por esto que .tan pocos testimonios permiten cernirlo. ¿Siguiendo entonces un instante a Tiresias, se dirá que el placer fe­ menino es diez veces más grande, o es necesario más bien pensar que es disímil? En la rivalidad violenta, episódica, que opone a' este hermano y a esta hermana, a este esposo y a esta esposa que son Hera y Zeus, si fuera diez veces mayor, ésta habría solamente triunfado. Y no es así. Este placer no puede ser comparado al de! hombre, del cual debe ser dis­ tinguido, y es por eso que la cólera de Hera estalla, pues la comparación, aun si juega en su favor, la priva de una diferencia irreductible que le es

propia. El goce femenino no está situado en un registro en que pueda ser comparado al del hombre. Cuando Freud se interroga por la sexualidad femenina, la compara­ ción entre el varón y la niña está en el centro de sus propósitos, y le será necesario un tiempo bastante largo para percibir lo que parece propio de lo femenino. Durante toda una ¿poca de su elaboración, concebirá a ia femineidad como uno de los destinos que se encuentra a veces realizado, pero sólo después de represión de una masculinidad primera. En los Tres Ensayos, ése ritos en 1905, existe una primacía del falo para el varón como para la niña, y esta última debe sacrificar este erotismo para acce­ der a la femineidad. “ Si se quiere com prender la evolución que conduce de la pequeña niña a la mujer es necesario seguir las diferentes fases por las cuales pasa la excitación clitorídea (...) lo que es entonces reprimido es un elemento de sexualidad masculina (...) Cuando la transmisión de la excitación erógena es hecha del clítoris al orificio de la vagina, un cambio de zona con­ ductora se operará en la mujer, del cual dependerá el porvenir de su vida sexual, mientras que el hom bre ha conservado 1a misma zona desde su infancia.” Encontram os lo mismo en el artículo de 1908 sobre “Teorías sexua* les infantiles” . : “La anatom ía ha considerado que el clítoris, en el interior de ia vul­ va, era el órgano homólogo del pene, la fisiología de los procesos sexuales ha podido agregar que este pequeño pene, que no crece, se comporta en la infancia de la niña, como un verdadero pene: es en efecto la sede de excitaciones que conducen a tocarlo, su excitabilidad confiere a la activi­ dad sexual de la niña un carácter masculino, y una ola de represiones es necesario en los años de la pubertad para dejar aparecer a la mujer eva­ cuando la sexualidad masculina.” Estos cuadros son poco regocijantes. Ofrecen de la femineidad una descripción que evoca una mutilación, una sustracción, una represión. Exponen la idea de que el acceso a la femineidad se hace por un “ en me­ nos” , y no hay ninguna sospecha de un goce en exceso, evocado por Tiresias. En este punto de su doctrina, la femineidad no se le aparece a Freud como un dato natural con el cual bastaría conformarse. No se nace mu­ jer, uno se convierte en. Este “convertirse en mujer” , que parece dibujar­ se en la teoría freudiana, reclama una cierta prudencia. Este punto de vis­ ta requiere ser revisado a partir de las concepciones que aparecerán des­ pués de 1930, cuando los térm inos de pasividad y de actividad conocerán su elaboración más completa. Se los puede resumir así: el varón como la niña son en un inicio pasivos, son objeto del deseo del Otro materno, lúe-

go son activos y entran en esta medida en ei goce fáiico. Por últim o la^ mujer puede, según vías que ie son propias, volver a la pasividad. La revi­ sión de las primeras concepciones se resume entonces en considerar que no es adecuado hablar de un “convertirse en m ujer” sino de un “volver a ser mujer” , de un retorno a la feminización original que es lo propio del ser humano en su relación con el lenguaje.1 £1 matiz entre “convertirse en m ujer” y ‘Volver a ser m ujer” es im­ portante. Si el destino femenino se cumpliera solamente en un “ conver­ tirse en mujer” , este últim o estaría enteram ente capturado en el comple­ jo de masculinidad. En este esquema, ser mujer sería el resultado de un cierto deseo de ser como un hombre: porque la niña se separa de una ma­ dre que no tiene pene, pero ella misma lo demanda, va a reclamarlo a aquel que lo posee, es decir el padre. Así, la envidia del pene es parte de la femineidad. El anhelo de ser semejante a un hom bre aparece como un elemento motor del “convertirse en m ujer” . Este esquema es satisfacto­ rio en muchos aspectos, sin embargo está minado de un presupuesto: es necesario que esté precedido por la castración tal como ella se articula con la diferencia anatómica de ios sexos: No siempre sucede así, pues esta eventualidad no es sino una de ias tres posibilidades del destino femenino previstas por Freud en el Final de su obra. Además, el esquema que corresponde a la envidia del pene no permite captar la especificidad dél goce femenino, que, para ser delimitado, reclama 1a noción de “vol; ver a ser mujer” . Solamente el retorno a la pasividad primera permite captar cómo la mujer es alcanzada por O tro goce, que no le debe nada a la envidia del pene. Cuando Freud escribe en 1931 su artículo sobre la sexualidad feme­ nina, sus conceptos no conocerán re formulación es im portantes. El esque­ j a de conjunto que él propone se apoya sistemáticamente en el comple­ jo de Edipo, y no aporta ningún elemento nuevo sobre lo que parece definitivamente establecido del lado dei hombre. El varón está ligado al padre del sexo opuesto y es hostil aJ padre del mismo sexo. Su primer amor se dirige a su madre y permanece fijado en ella. El amor inicial de la niña está igualmente dirigido a su madre. ¿Có­ mo va entonces a encontrar un camino hacia su padre? Por otra parte ese cambio relativo a la persona amada se acompaña de modificaciones de las zonas erógenas cuyo investimiento pasa del clítoris a la vagina. ¿Cómo es que tai viraje del amor y de ía erogeneidad del cuerpo puede cumplirse, si es que se cumple, puesto que, escribe Freud: “Cierto número de muje-

1 El análisis del fantasfha “ Pegan a un niño” permite asegurarnos de esta fe­ minización primera.

res permanecen ligadas en su vínculo originario a la madre, y no llegan jamás a desviarlo verdaderamente hacia el hom bre” . El apego del niño a su madre es equivalente para los dos sexos, y la erogeneidad que le corresponde es la del goce fálico, cuyos órganos son el pene y el d íto ris. Sin duda el varón deberá también abandonar el amor por su madre, o más exactam ente sólo guardar de ella el recuerdo de la mujer m ítica que lo soporta. Conserva de ella la memoria de la Cosa que ella 110 es, donde su deseo se apoya. Por el contrario, elegir el amor por el padre y la erogeneidad nueva de la vagina parece imponer a la mujer un cambio de sexualidad. Freud invocará, para explicar este devenir la noción de bisexualidad. Sin duda este término parece en un primer abordaje sorprendente, porque Freud en esta época había, ya desde hacía tiempo, demostrado la prevalencia del falo. ¿Tal concepción corresponde a un resto tardío de su transferencia con Fiiess, doctrinario eminente de una doble perte* nencia sexual del ser humano? Esta noción de bisexualidad es im portante, porque no concierne a la doble pertenencia sexual, sino a un doble goce. Freud se aleja en este punto de Fiiess desde el inicio de su obra. En 1896 por ejemplo, expon­ drá una concepción de bisexualidad que difiere radicalmente de la de su amigo.- En esta época,.,.asociará por una parte, lo masculino, la libido, la perversión, el placer', la obsesión y la actividad, y por otra parte, lo feme­ nino, 1a represión, la neurosis, la histeria y la pasividad. Estas dos series muestran que Freud no concibió jamás fundam entalmente la bisexualidad en términos orgánicos, sino según un modo de división del sujeto por su propio goce. Considerada en esos términos,-la. bisexualidad es una noción que no contradice la primacía deí falo. Todo ser hum ano es bisexuado, y sin em­ bargo, solamente el falo prevalece. Esta concepción es igualmente precoz en la obra de Freud. Es abordada, por ejemplo, en Tres Ensayos: “ La libido es, de forma constante y regular, de esencia masculina, que aparezca en el hom bre o en ia mujer, y abstracción hecha de su obje­ to, hom bre o mujer. Desde que he tenido conocimiento de la teoría de la bisexualidad, he acordado una importancia decisiva a este factor y creo que no se podría interpretar las manifestaciones sexuales dei hombre y de la m ujer sin tenerlo en cuenta.” En la medida en que la “ bisexualidad” freudiana es referida ai ejerci­ cio de un doble goce, escapa a la referencia anatómica. Gracias a esta pre­ cisión, algunas oscuridades aparecen bajo una luz distinta. Por ejemplo, la erogeneidad del cuerpo de la mujer para quien “ la vagina no está, por decirlo así, presente durante numerosos años” . Tal afirmación sería incomprensible si este período no fuera aquel durante el cual prevalece el

goce fálico que acompaña el amor por la madre. D urante el mismo tiem­ po, el primer goce, aquel que depende del deseo del O tro, no ha desapare­ cido, y es porque su presencia insiste continuam ente que un cambio de objeto y de zona erógena sigue siendo posible para un buen número de mujeres. La bisexualidad no es un sexo doble, sino esa articulación del goce del Otro con el goce fálico sin el cual el destino propiamente feme­ nino permanece incomprensible. Freud ha subrayado que la bisexualidad estaba más desarrollada en la mujer. Lo esta, en efecto, no por motivos orgánicos, sino porque existe una indeterminación del significante “mujer” . En esta medida, como lo ha escrito Lacan: “la mujer no toda es” en el goce fálico. Su bisexuaiidad implica Otro goce que el del Falo, en el cual el hombre está entera­ mente tomado. Motivo de un goce suplementario, la vagina no reemplaza al clítoris. Su descubrimiento es solamente la consecuencia de la envidia del pene. El desconocimiento de la vagina, que le valió a Freud tantas críticas, no ■.■.■.concierne tanto su existencia como su erogeneidad. Su presencia puede, ■ en efecto, ser reconocida del mismo modo que la de cualquier otra parte ■: del cuerpo, y, sin embargo, ese órgano permanece sin significación espe­ cial. El uso erótico de esta particularidad anatómica no puede ser recono; cido en tanto el goce pase exclusivamente por las vías del falo. V *■■'El apego por la madre tiene la significación de una entrada en el goce : fálico. El amor que le está destinado es sólo correlativo de una primera identificación, con el nombre propio y. con el padre que lo otorga. Tal identificación se acompaña de la atribución del falo, que hace del clítoris la primera zona erógena. La identificación con el padre, con su nombre o con el significante que le evoca, es el resorte dei apego a la madre. Da $u significación al falicísmo de la niña como al del varón, porque el falo es el símbolo que está articulado a ese nombre. La entrada en el goce fálico da una respuesta al goce primero, frag­ mentante, que el niño de los dos sexos sufre cuando encuentra al Otro del lenguaje, momento en que es gozado en lugar de gozar. Freud evoca tal vínculo cuando observa que está acompañado por una angustia de ser devorado o asesinado por la madre. Sucede lo mismo con el fantasma de evísceración que no es de ningún modo equivalente a la castración. La angustia de ser destruido, devorado, eviscerado, signa la imposibilidad propia de un goce experimentado originalmente por el ser humano. El goce que la relación con el Otro del lenguaje implica es mortífero, porque el cuerpo mismo es entonces lo que viene a paliar la incompletud del deseo m aterno. La identificación con el padre, ei acceso al falicismo ponen un tér­ mino a ese tiem po de devastación. Sin embargo, la farsa que proponen

no se establece definitivamente. La protección que ofrecen, que es tam­ bién una prohibición, puede ser transgredida, y es en su punto de fragili­ dad que puede resurgir el goce en exceso, propio de lo femenino. La identificación con el padre es frágil, porque com porta su propia falla en ese punto en que la pregunta-por lo que es un padre no encuen­ tra respuesta y necesita un recurso a lo imaginario. Tótems y religiones se avocan a cubrir esa ausencia, ofrecen un paliativo a un nombre tan problemático como, el

■> - A m enos que no sea y o quien lo haya en­ contrado... m e acuerdo ahora que había tam­ bién una actriz de cine.

- // / - Yo preferiría que me dejara hablar... la m ultitu d hablaba de esta actriz en una especie de algarabía, y o oía su apellido... comprendo bnacam ente que Ha actriz soy yo, y también por qué el apellido está separado de ese modo. S oy entonces yo. Yo soy la que actúa y mi ape­ llido está separado de nú. Es el apellido que co­ rre riesgo de muerte. ~

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? - El sueño y las asociaciones de la última sesión se me aparecen de otro m odo ahora. Si la idea del asesinato m e habita y debe ser aleja­ da de m í a causa del apellido mismo que llevo, es a partir del m om ento en que esta muerte so­ breviene que m i cuerpo está de pie como en el sueño... En realidad soy y o la que suicida men­ talmente a un padre para reencontrar el placer del gran bebé im potente del cual uno se ocupa. ~ E l placer de ser un gran bebé perfecta­ m ente pasivo librado a su madre. E l horror del%

sueño, es reencontrarme en ese placer demasia­ do grande.

A través de la ficción novelesca áv El A m o r L o co , André Bretón en­ treteje el vínculo que hay entre el espejo, el amor y lo desconocido: “ El amor recíproco, tal como yo lo veo —escribe- es un dispositivo de espe­ jos que me devuelven, desde ios mil ángulos que puede tom ar para m í Jo desconocido, la imagen fiel de ía que amo, siempre más sorprendente en adivinación de mí propio deseo y más dorada de vida” . La que amo me devuelve de mi reflejo lo que de él me es incompren­ sible, la “adivinación de mi propio deseo” . En este dispositivo de espejos donde yo ía encuentro, su imagen encierra una incógnita que me detiene y con la cual me encarnizo. Es raro que ia visión de un ser humano deje indiferente a alguien, provoca casi siempre un juicio. Más aun cuando se trata de la amada. Su belleza tiende una trampa a aquello de lo cual mi mirada me ex­ cluye. Fija lo que yo no sé de mi propio fantasma, que busca apresarse - en su superficie, y se aprehende en uno de sus rasgos. Así sucede con aquel detalle físico, ese pequeño defecto, querido por su rareza, por su relación a lo no conforme, a lo no conocido: es tanto motivo de amor como pretexto de asco, siempre que las circunstancias se presten a este cambio. No existe belleza bruta. La desnudez de un cuerpo, por más per­ fecto que sea, persiste en una falta de erotismo. El cuerpo está vestido por su falta, por lo desconocido, y la vestimenta está allí para dejar supo­ ner la presencia de una extrañeza, a la cual el fantasma se adhiere. Este se ■patoja en la falta del cuerpo del O tro sexo, así como primero se desplegó en la falta de un goce primero, el deí Otro del lenguaje cuya inaccesibili­ dad se rememora en eí sueño. Lo infinito de la demanda materna, el conjunto de su cuerpo lexical permanece inaccesible. En cambio, el cuerpo de la Mujer es accesible. Lo que está en falta en el O tro encuentra así su punto de fuga, su espejismo en el encubrimiento del cuerpo a condición de que se preste al fantasma. Las imágenes que se presentan cuando las palabras faltan animan un cuer­ po que es el lugar primero de una resistencia al discurso. La pasividad de la imagen encubre una incógnita que la vuelve siempre nueva y atrayente, y ésta se iguala así a la incógnita deí goce mismo. Que eí deseo encuentre un punto de anclaje más allá de las palabras puede parecer extraño. Es sin embargo así porque el sujeto del significan. te debe pasar por la imagen del semejante si quiere confrontarse a un goce del cuerpo que escapa al hablar. Eí que habla pierde su cuerpo. Lo

olvida y sólo ío recupera gracias a la imagen de aquel a quien se dirige. Este último es entonces el motivo de su fantasma, de sus ensoñaciones talladas a la medida del silencio de su interlocutor. Las palabras ocultan el goce, el saber parcial que ellas exponen deja a su sujeto barrado, escin­ dido de sí mismo por un lenguaje que es sin embargo el suyo, su abrigo. Tal relación del sujeto con su goce es primero homosexual. Busca lo idéntico, lo semejante, que es amado y detestado en cuanto se muestra, parque su apariencia excede todo lo que de ella puede decirse: el impera­ tivo del goce no encuentra su solución del lado del sujeto, y esta imposi­ bilidad se le aparece como impotencia. El reprocha a su semejante no sufrirla en la misma medida que él, y hasta le pide una reparación. Lo homosexual, sentim iento extenuante yacente en 1a raíz de un ser en falta, se vuelve hacia lo desconocido del O tro sexo, vira al heteras por su impasse mismo, se vuelca alrededor del símbolo - e l fa lo - que marca su lím ite, y al volcarse entrega el cuerpo que es el objeto de su fantasma al goce que abandona, ■.;< Que una mujer pueda estar para un hombre en el lugar de la causa de su deseo significa que eiia está para él más allá de las palabras, ocultamiento de lo que da sentido a su existencia. Para mantenerse en ese sitio, le basta estar en el lugar de lo que sí espera y cuya naturaleza él ignora. La pasividad de la imagen, su chatura, se adecúa a la relación disjunta del sujeto con su propio goce que él encuentra, si no detrás de un espejo roto, al menos en lo que la relación con el cuerpo tiene de sintomático. Lo “pasivo” es una trampa al goce, porque encubre la causa del de­ seo de quien lo contempla. Cualquiera que sea visto puede beneficiarse con este en más, con este exceso, con la sola condición de que se preste al fantasma del otro. Así sucede en la pasividad femenina, tal corno Freud intentó definirla. Cuando el hombre busca a la mujer tal como ella se da en su imagen, no aprehenderá de ella más que lo poco de su propio fantasma, mientras que una mujer, prestándose a él, se pierde, y perdién­ dose, goza de esta pérdida misma, de ia caída en una alteridad en que su nom bre se deshace. Di huella del goce perdido puede ser reencontrada en el exceso, en el goce suplementario de aquella que se hace soporte del fantasma, receptáculo de la causa del deseo. Porque ella es amada, simbo­ liza el cuerpo del O tro, encarna lo que del Otro permanece como su afue­ ra incomprensible, el más allá de las palabras, el más allá de la Cosa. Acti­ vo, el que goza del Otro sexo por los caminos de su fantasma se designa como hom bre, porque plantea su acto de reconquista a partir de esta li­ mitación5, la castración, :que el falo le impone. Pasiva, una mujer sólo lo eseu a n d o queda como resto de esta operación donde ella se pierde y goza. La mujer es así este m ito encam ado, siempre extraño, marcado

por la rareza, en el cual todo amor cae. Ei acto de amar se dirigirá siem­ pre a la Mujer, que forma el afuera más inmediato de la Cosa. Por eso cuando una m ujer ama a un hom bre, se encuentra en posi­ ción masculina, poniendo en escena, más allá de él, a la Otra mujer. Si no se contenta con ser amada, sino que a su vez ama, lo que ella ama se diri­ ge a la madre impersonal que el acto de amor busca reconquistar. Cuando un hom bre es amado por una mujer, le abre un acceso sesga­ do a su madre. Ei primero conoce ía pasividad, lo femenino, en tanto la segunda despliega una actividad que seguirá siendo desigual a su objeto. La actividad acompaña ai amor. Ser amada, en cambio, no tiene acto y confronta con aquello que de devastador tiene el goce. El goce suplementario, obtenido gracias al hom bre, al falo, requiere la Otra presencia. Este sumergirse en un placer aniquilador podría evocar a la psicosis, a la locura. No sucede así porque la pasividad del tercer tiempo está separada dei primero por el acto mismo que busca alcanzarla: en su encuentro con el O tro, 1a pasividad deí niño es primera, pero por­ que es insostenible, fragmentante, es seguida por esa entrada en la activi­ dad que el falicismo representa. En un tercer tiempo, se plantea la even­ tualidad de una pasividad propiamente femenina. Cuando Freud habla de la “pasividad1’ para describir lo propio de la femineidad, parece agregar un rasgo suplementario a un retrato psicoanalítico de la mujer poco exaltante, al menos en tanto no se despoje a esta noción de su sentido psicológico. Esta pasividad no es el equivalente de una espera, es eí resultado de una actividad compleja, y es diferente del masoquismo. La función de ía “pasividad” es cristalizar la causa del de­ seo. Prestarse a ella no significa de ningún modo ser objeto de caprichos. Además de que su realización reclama tanta energía como ingenio, ésta no implica soportar los antojos de un partenaire al que conviene, por el contrario,,mantener distancia, en el lugar adecuado a la proyección de su fantasma. Cuando Freud evoca en su artículo de 1932 las modalidades del ter­ cer .camino tom ado por la mujer, plantea la cuestión de los fines sexua­ les de la niña respecto de su madre. Ellos son, lo resalta, “activos y pasi­ vos” . Esos fines sexuales determinan su futuro destino, que permanece en el goce fálico en la medida de su actividad primera, y continúa diri­ giéndose más allá del hombre a la madre. La búsqueda activa de la pasivi­ dad abre así el camino de un retorno al espacio del goce materno. Si en principio hay una posición pasiva (goce del O tro), luego una posición activa (goce fálico), eí retorno a una posición pasiva (O tro goce) es ese tercer término que, si bien define en sí a la femineidad, no deja de ser contingente. “El comportam iento pasivo -escribe F re u d - es seguido de un com­

portam iento activo destinado a com pensarlo...” ... “ Esta reversión de la pasividad en actividad... permite extraer conclusiones sobre ia fuerza relativa de masculinidad y femineidad que el niño manifestará en su sexualidad” . La bisexualidad que aq u í es descrita no tiene tampoco significación anatómica. Se refiere a la conjunción disjunta de lo activo del goce fáli­ co, y de esta tercera pasividad que puede recuperarse en el Otro goce. La bisexualidad puede ordenarse enteram ente alrededor deí símbolo fáli­ co gracias a las modalidades activas y pasivas: “El psicoanálisis nos ense­ ña a arreglarnos con la existencia de una sola libido, que, por lo demás, conoce fines, es decir modos de satisfacción, activos y pasivos. Es en esta contradicción, y ante todo en la existencia de tendencias libidinales de fines pasivos, que reside el resto del problema” . El retorno al Edén de una pasividad primera que busca el goce feme­ nino es posible, porque en el primer tiem po de pasaje de lo pasivo a lo activo, 110 es que un goce reemplazó a otro, sino que sólo lo transformó: “ una parte de la libido del niño permanece ñjada a sus experiencias (pasi­ vas), otra parte busca transform ar esas experiencias en actividad” . El ter­ cer tiem po que concierne específicamente a la femineidad, está marcado por un retorno al primer plano de la pasividad, y cuando Freud evoca el problema del cambio de lazo amoroso para la mujer, considera que su motivo debe ser encontrado del lado de una “disminución de la sexuali­ dad activa y un aum ento de la sexualidad pasiva” . Del primero al tercer tiempo está todo el espesor del deseo y el acto que éste engendra. La pasividad propia de la femineidad es buscada activamente. Así Freud des­ cribe “las tendencias activas, masculinas en todos los sentidos del térmi­ no, que se encuentran dirigidas en el camino de la femineidad” . ¿Qué es entonces este acto que consiste en entregarse al fantasma? ¿Por qué una mujer puede comprometerse en una pasividad que, si no puede ser asimilada a la psicosis, no deja de llevarla a conocer un cierto grado de despersonalización cuando su cuerpo reluce como cuerpo del Otro, abrigo de la causa de un deseo extraño? La búsqueda de la pasivi­ dad provoca un abismamiento. Eí fantasma de ser el objeto de un fantas­ ma cubre por este desvío al goce perdido deí cuerpo. La femineidad parece reclamar un acto cuyo efecto contradice lo que lo plantea, puesto que su fin es una pasividad cuya presentación apa­ rente es no tener acto. Esta contradicción agotante parece oponer en el mismo movimiento a lo masculino y lo femenino. Muestra una puesta en escena condensada de la “bisexualidad” , que ha podido hacer pensar en una ambigüedad sexual de las mujeres que la presentan, en tanto que se trata de una confrontación con las aporías de su goce cuyo tercer tiempo es contingente. El goce suplementario de la mujer no es una nece-

sidad de estructura. Puede presentarse regularmente, a veces o nunca. No es lo mismo en el caso del goce fáiico en el cual Jas mujeres están necesa­ riamente tomadas del mismo modo que ios hombres. Estos últimos pue­ den por otra parte estar implicados en un goce idéntico, que lo que tiene de pasivo no se resume en la homosexualidad. .. Lo activo y lo pasivo no son calificativos de lo masculino y lo feme­ nino. Esas modalidades dan forma a la diferencia de los sexos para un inconsciente cuyo único símbolo es el falo. Por eso la liisteria o la neurosis obsesiva están regidas por fantasmas idénticos independientemente del sexo biológico. . Las palabras son los instrum entos de un goce que no conoce la dife­ rencia de los sexos y se plantea idénticamente para todos los seres huma­ nos. Su pregunta asexuada interroga lo que habría que ser para gustar, y haciéndolo, yerra la respuesta adecuada. Un goce original va así a naufra­ gar y la pasividad del cuerpo parece perm itir recuperarlo. Por eso la apa. riencia se presenta como un refugio de la causa del deseo, y la pasividad responde, en lo imaginario, por lo imposible del goce para el sujeto del significante. Así, las modalidades activa y. pasiva corresponden, por un : lado, al acto del sujeto que habla, y, por otro, a ía consistencia dada al fantasma por ese mismo sujeto. Lo activo y lo pasivo, lo masculino y lo femenino están en una posi­ ción de reciprocidad disimétrica. La pasividad primera conforma esta especie de esclavitud cuyo único punto de resistencia es el síntoma. En relación a esta esclavitud que es también goce, el acto de hablar hace conocer al sujeto la posición del amo hegeliano expuesto a la muerte, porque en efecto, la entrada en el lenguaje le hace olvidar su imagen, le quita el soporte de su cuerpo y lo mortifica. La lucha a m uerte hegeliana . del amo y del esclavo evoca el advenimiento de ese sujeto hablante, cuya esclavitud será la de un primer goce ai cual ha debido renunciar. La entra­ da en la lengua es el resultado de este enfrentam iento sexual, cuya prue-. ba es perpetuada por el síntom a. Este amo no posee nada, fuera deí nom­ bre que ha recibido y el esclavo no es siervo de nada, fuera del goce que él espera. Lo femenino ha sido considerado a veces como lo innombrable, tér­ mino que evoca con demasiada facilidad el horror a la castración, cuando tiene sobre todo la ventaja de dar una indicación topológíca: “La Mujer” es indecible porque ocupa el lugar de lo que resiste a las palabras en ía palabra. Ocupa ese lugar vacío que las palabras desplazan, y no alcanzan, la. causa misma de un deseo inaccesible, de la cual su cuerpo constituye el mito. Su apariencia prestada activa el fantasma de un hom bre como el de una mujer. Lo femenino ofrece su forma a un deseo que escapa al significante del cual es producto. La mujer-objeto ocupa sus pensamien­

tos y es por eso, por más innombrable que sea, que lejos de estar fuera det'cam po del psicoanálisis, está en el corazón de su dispositivo. El cuer­ po de la mujer mantiene “ de todos modos” , a pesar de todo, el sueño del goce más allá del signo de la separación que es el falo. En el momento en que el hombre actúa, deja de lado la ensoñación que la mujer encarna, pri­ sionera en el medio de sus proyectos. Su presencia excede sus empresas. El fantasma es femenino ya antes de que una mujer particular le preste su apariencia, lo haga renacer de nada, fénix sobre eí cual el deseo se apoya. Una m ujer puede dejarse capturar por el ensueño del hombre, pero este últim o yerra entonces el objeto de su búsqueda. Su deseo va más allá de esta mujer, que es para él en esta medida un síntoma. Porque una mujer está capturada en el lugar mismo de la causa del deseo, ella es el síntom a de un hom bre. Recíprocam ente, como Lacan lo ha señalado, el hombre es para la mujer un estrago porque la toma por causa de lo que ella soporta, fénix una vez más llevado a la ceniza. ¿Cómo puede reencontrarse el goce del cuerpo? ¿Cómo el amante y la amada pueden recuperar ese terreno perdido, armado solamente con esos instrum entos de la pérdida que son las palabras, y como únicas refe­ rencias a esos residuos que constituyen el sueño y el fantasma? La ausencia de relación entre el hombre y la mujer es uno de los leit­ motivs de la queja neurótica. El hombre y la mujer regulan su goce sobre el símbolo fálico, según caminos que divergen. Lo activo y lo pasivo son las modalidades de lo masculino y de lo femenino que se aparean en ese ■ malentendido, por el nudo dei síntom a. Así sucede en la pareja del obse­ sivo y la histérica que Freud ha descrito en “La herencia y la etiología de las neurosis” : “ La importancia del elemento activo de ía vida sexual para la causa de las obsesiones como la pasividad sexual para la patogénesis de la histeria parece incluso develar la razón de la conexión más ínti­ ma de la histeria con el sexo femenino y de la preferencia de los hom­ bres para la neurosis de obsesiones. Se encuentra a veces parejas de enfer­ mos neuróticos, que han sido una pareja de enamorados en su temprana juventud, el hom bre sufriendo obsesiones, la mujer histeria” . Tal acoplamiento hace gozar, pero solamente en el conflicto porque el objetivo de cada uno no es la relación que podría establecer con el otro, sino la que lo sitúa en relación ai falo. ¿Cómo un cuerpo puede retener un deseo esencialmente huidizo? Si existe un medio de captarlo, ese procedim iento deberá responder por el objeto del fantasma que es incestuoso. Sobre el fondo de tal axioma, en­ carnar la causa del deseo se reduce a un número de escenarios limitados, cuya perspectiva es ese retorno activo hacia la pasividad que define lo propio de la femineidad. Porque acompaña a la prohibición que lo constituye, el fantasma no

se realiza. Ei fracaso es su principio, y es por eso que es cambiante. Cada una de sus figuras se encadena con otra según un movimiento dirigido por el fracaso en el cual cada una de ellas desemboca. La oferta femenina es así inestable. Sin embargo ese cambio de hum or, esta labilidad aparente, lejos de ser desordenados, están por el contrario estrechamente regulados. Ei hombre que, por ejemplo, ayer era único, puede ser hoy ocasión de burlas o de desdén, y esta vuelta y vuelta, lejos de ser el efecto de un capricho, sigue buscando volver a crear el deseo. Ei fantasma exige un cambio incesante de decorado, reclama una pantomima agotadora. La pasividad ofrece una ganancia de goce, pero no permite instalarse en ei tiempo. Desde que un cierto escenario llega a su ¿término, el siguiente debe ya ser establecido. A ia fantasmagoría del asesi­ n ato dei padre sucederá, por ejemplo, el goce de ía madre, a ios dramas de los celos se encadenarán los síntomas orgánicos. Existe así una puesta en escena activa de ia pasividad. Su recorrido está jalonado por diferentes posiciones que permiten cada una a su manera darle cuerpo al fantasma. Una referencia sistemática ai complejo de Edipo permite reducir el número de estas posiciones a tres, puesto que el fantasma resulta dei im­ pedimento deí ternario edípico. En las tres secuencias, una pondrá en escena la relación con el O tro, con ia madre, la segunda muestra el asesi­ nato del padre, la tercera en fin ostenta ei brillo del falo imaginario, gra­ cias al cuai copulan las dos otras posiciones. El fantasma fundamental de la histérica (escena de seducción), ei dei obsesivo (escena primitiva) como .el de ia fobia (angustia de castración) pueden ser referidos a estos puntos . de estructura. La puesta en escena del fantasma significa que el goce está impedido, y io está por culpa de un padre. La realización del incesto consistirá ; entonces en descubrir a este perturbador y en suprimirlo. Bastaría inven­ t a r tantos padres imaginarios como haga falta para justificar en principio una impotencia de gozar, y. luego para poner en escena ei fantasma de un asesinato. Este asesinato mismo autoriza el incesto, que es equivalente a él. La pregnancía de los fantasmas asesinos no demanda demostración particular, se extiende en toda la vida social, y permanece incomprensible si no es articulada al incesto. El fantasma de asesinato del padre puede reducirse a ese mom ento de enfrentamiento en que un hombre se encuentra simbólicamente des­ hecho. Cierta forma de oposición y de contradicción sistemática esteStí.raonio de un tal fracaso. Un asesinato fantasma tico logrado requiere a ■menudo más ingeniosidad y más riesgo. Será necesario, por ejemplo, seducir al amigo del partem ire cuyo fantasma se quiere soportar, o más aun ponerlo en rivalidad con un tercero, detentador de un signo de po­ der. Cuando el asesinato fantasma tico del padre se realiza, un instante de

vacío le sucede, que deja lugar al deseo. Un encadenamiento temporal extraño aparece de tal modo, puesto que el enfrentam iento que parece ser el signo del odio es seguido de un m om ento de deseo violento. Así lo que el am or no obtiene, el odio permite arrancarlo. El deseo de asesinato es m ultiforme, su extensión es amplia en la me­ dida en que su alcance es evaluado a partir del significante paterno. Así sucede, por ejemplo, con el fantasma de seducción de la histérica, cuya presentación es variable. Puede tratarse solamente de un sueño, o a veces del recuerdo de haber sufrido las solicitaciones sexuales de un hombre más o menos cargado de las insignias de la paternidad. Freud creyó sin embargo durante algún tiempo en la realidad de este trauma, antes de situarlo en el corazón del fantasma mismo. La relación de la seducción con el goce permanece opaca si se olvida que el incesto concierne siempre a la madre, y que !a función del padre es prohibir su realización. Para rea­ lizar el incesto, basta hacer caer al padre de esta función, y la seducción obtendrá su resultado. Lo hará caer de su rango, lo anulará en su pater­ nidad. Un hom bre, a partir del m om ento en que juega ¡a seducción, sea seductor o seducido, no puede pretender imponer la ley. La seducción es una presentación sofisticada del fantasma de asesi­ nato del padre y éste puede conformarse con un escenario más brutal. Así p o r ejemplo con,el amor violento, destinado no solamente a los hom­ bres que bordean la m uerte por elección, sino también por ejemplo la pasión que se dirige a la víctima en potencia, al hombre presa de una persecución ya sea social, racial o política. El amor lo toma en su pre­ cariedad, en la inminencia de su asesinato posible. Esta presentación del fantasma tiene sus consecuencias sintomáticas propias. En efecto, matar a! padre no es un ensueño gratuito, puesto que este acto com porta como objetivo ocupar su lugar. Ahora bien, este últi­ mo es el de un m uerto. Así entonces cuando el fantasma parece realizar­ se, por ejemplo en él m om ento de una pérdida o de una separación, o en el juego de la seducción, una identificación al m uerto le sucede, fuente de angustia violenta o de letargía, cuando no de la idea de alcanzar este pa­ dre en el más allá en que permanece. El acto suicida realiza entonces el incesto, entrega a esta madre impersonal de la cual un padre protegía. El brillo del falo, luego, aparece cada vez que los juegos de la seduc­ ción lo evocan en su ausencia. El rasgo del maquillaje, del vestido, de la joya mantienen la distancia erótica, conformar? el abrigo detrás del cual el cuerpo velado se erige, se encierra en ese misterio en que responde por todo lo que se demanda. La imagen del cuerpo está entonces en esta in­ tersección donde la causa del deseo se superpone al falo. La mujer es fait­ ea en la medida en que el deseo le otorga el brillo de lo que falta. La ecuación planteada por Fenichel, girl — falo, evoca tal identidad, que

habla en la intuición más que en la razón. Quizás estaría más cerca de lo cierto en la forma miss = falo, por la evocación de “ lo que falta” que aquélla comportaría. Lo que falta muestra al falo, que ha sido esa falta en el Otro. Mostrarse realiza el incesto, aunque ningún acto sexual se ha­ ya cumplido. £1 incesto con la madre está dispensado de toda' relación física, y porque 1a efracción del sexo perturba su ordenam iento, perturba tese lazo secreto con una madre presente detrás dei am ante, el deseo debe permanecer irrealizado. Provocar ei deseo y dejarlo insatisfecho parece tautológico y no desemboca más que en el reconocimiento del deseo. Ser deseada puede parecer de un interés más grande que una satisfacción que es en principio la dei amante y se asemeja a una especie de fin. Ei deseo de un deseo ^mantenido -form ulación menos peyorativa, menos faiocrática que la de “deseo insatisfecho” — es en principio deseo del deseo del O tro, formula■ción que muestra que la “pasividad” femenina es un acto, y que la insatis­ facción es un goce. Mantener un “deseo de no deseo” establece una posición inestable, en que la huida de la mirada es también su llamado, en que ei ocultamiento reclama con constancia al deseo del cual hay que ocultarse. Porque tal situación es insostenible, siempre corre ei riesgo de bascular en el sín­ toma, que es a la vez este goce y lo que lo limita. La salida del síntom a abre este tercer camino donde el Otro del dominio entra en escena. La puesta en escena gracias a la cual una mujer se identifica con el Otro materno no se reduce a las actividades domésticas. Esta figura es clá­ sica y estable, aunque soporífera, porque el neurótico que se satisface con ella no hace la división-entre ia Cosa y la madre a ia cual su demanda es dirigida. Por eso el fantasma de estar en el lugar del O tro se especifica en una reiación más violenta, cuya apuesta es asegurar el dominio por dife­ rentes medios. Además del m andato, el síntom a puede permitir mantener tal sumisión, y es por eso que esta puesta en escena no retrocederá ni frente a ia enfermedad> ni frente a la m uerte. Aun siendo motivo dfe su­ frimiento, la enfermedad o la amenaza de suicidio tienen su eficacia, anudan un lazo gozoso. Así se establece un circuito del fantasma cuyo recorrido es agotador. La histérica encarna en principio, impasse del am or que le es propio, la causa dei deseo de un hombre, y porque ese deseo permanece irrealizado a los fines del goce, se abre al síntom a. Por últim o el síntom a a su vez, permite aprisionar al hom bre en su deseo mismo. Aunque la haga ama, Otro absoluto, no otorga tal derecho sino más que al precio de un sufri­ miento cuya causa es oscura. Cualquiera sea su presentación, el acceso forzado del fantasma al go­ ce no toma en cuenta la diferencia anatómica de ios sexos. Sólo se en­

cuentran puestas en iuego una vía pasiva, que consiste en hacerse el obje­ to de! deseo, y una vía activa que se resume en buscar al Otro. Estos dos polos oscilan entre una identificación con el ser del falo, y una identifi­ cación donde se tratará de tenerlo. Por eso las vías pasivas o activas pue­ den ser asociadas con lo femenino y lo masculino, aunque estos términos no tengan velación directa con el sexo anatómico. Esta rareza, que la práctica psicoanalítica permite verificar, hace del deseo sexual un desea articulado con e¡ significante, en tanto este último no conoce la diferen­ cia de los sexos ni otro símbolo que el falo. A esta primera impasse viene a agregarse una segunda, pues el goce que el deseo busca alcanzar escapa su registro. El amor que forma la unión de! deseo y el goce realiza este malentendido de! acoplamiento, donde uno desea lo que va a escaparle, y el otro goza de escapar a ese deseo mismo. Más allá del sexo, el aparcam iento, la pareja mantiene abierta la pri­ mera pregunta del goce, que busca su respuesta en la imagen de un cuer­ po o la mirada del semejante. No encuentra salida sexual más que en su impasse misma. En estas tres puestas en escena, la encarnación de la causa del deseo es una apuesta. Su éxito es una proeza, una apuesta abierta cotidianamen­ te por la m ayoría de las mujeres y una parte de los hombres. Para ser banal, la búsqueda de la posición pasiva que sostiene al deseo no deja de ser una hazaña peligrosa y arriesgada pues el deseo no es causa materia!. El cuerpo que le ofrece un abrigo está quebrado por su presencia, abierto a lo que no es. La impostura de la que se presta a ello para aquel que cree está sin duda en el origen de un m alentendido constante, su mentira presenta sin embargo la verdad de un deseo violento. El vodevil, la enfermedad o la agresión que ío expresa, su incomprensible e interminable comedia pone en escena un goce cuya condición paradojal no es nada menos que su pro­ pia prohibición. Una figura impersonal y mítica deí padre preside la génesis de un deseo estructurado por la prohibición. Así, cuando una mujer se rehúsa, su ocultam iento invoca un Nombre del padre, y relanza el deseo con tan­ ta más fuerza cuanto que ella se opone a él. Cuando dice no, una mujer está habitada por un índice del padre cuyo efecto puede parecer parado­ ja!, puesto .que provoca el impulso que va a transmitir su mandato. El rechazo precipita el cumplimiento de lo que es rechazado, la negación estructura el deseo como deseo de transgresión. Los hombres han podido jugar con esta paradoja para volverla irriso­ ria, en la medida en que han querido comprender el rechazo femenino como una aceptación, porque el “n o ” , han pensado, quiere decir “sí”.

Pero lo que ellos comprenden así expresa solamente su propio deseo, que se sostiene más cómodamente en la transgresión sino en la violación. El “no'’ parece abrir la puerta al “s í” y no es la “versatilidad” femenina ía que permite calificar esta oscilación. Su paradoja extraña sitúa a la mujer como el agente de lo que ella soporta. Porque dice no y significa la pre­ sencia del padre de ia Ley, soporta la causa del deseo en una articulación ordenada de lo activo a lo pasivo. El encadenamiento de la ley y de su transgresión es homogéneo ai acto femenino que se abre a ia pasividad. Ei agente y el efecto están unidos por un movimiento único que sólo es comprensible porque concierne a registros diferentes: el “n o ” es simbóli­ co, y lleva su efecto a otro nivel en el fantasma. El agenté y el efecto, el Nombre del padre y la causa del deseo se enlazan alrededor del mismo topos.1 Una palabra y eí cuerpo de ia cuhl proviene forman el punto de origen y el lugar de llegada, donde ia ley provoca la transgresión. La causa dei deseo no tiene relación de contigüidad con la prohibi­ ción sobre la cual este deseo se apoya, y esta división que una mujer soporta a los fines de su goce responde a la estructura dei fantasma del hombre. La torsión que el deseo comporta en él, prohibición y transgre­ sión, Nombre dei padre y causa, implica una división entre su agente y su objeto. ¿Una misma mujer puede soportar sola estas dos vertientes de este movimiento en que el deseo se anuda? En tanto una mujer pone en esce­ na el resorte dei deseo -co m o Nombre del padre— como madre marcada de prohibición- otra puede extraer beneficio de ello en lo que constituye una especie de bigamia fundamental del hom bre. Todas ias mujeres no es­ tán en condiciones de librarse a esta gimnasia agotadora que consiste en ser primero la que rechaza, y luego la que ofrece en ese breve espacio de tiempo, durante el cual ei deseo se despliega a partir de la transgresión de ia Ley.2 Este clivaje del deseo es analizado por Freud, en su artículo sobre ia “más generalizada degradación de ia vida amorosa” . En este texto, la vida amorosa de! hom bre está divada entre dos objetos. Esta división puede ser esquematizada por los sentimientos dirigidos a la madre y a la prosti­

1 La banda de Moebius, superficie unilátera de un borde, permite presentar la relación de la causa del deseo y del Nombre del padre: tal superficie encierra un agujero central que se distingue del exterior con el cual está en continuidad. El dedo que sigue al borde interior de la banda lleva sin ruptura al exterior de ésta. Asimis­ mo el agente y el efecto, lo activo y lo pasivo se engendran en una misma torsión. 2 Una cierta bigamia que puede por otra parte ser soportada por una sola mu­ jer, es necesaria al hombre, ai menos en pensamiento, en tanto que el goce femenino está regido por un solo y único significante. Su ideal seguirá siendo la monogamia.

tuta. Porque hay prohibición del incesto, la que es amada es sobreestima­ da, dice Freud, en tanto que la'que causa el deseo es rebajada. Sobre la madre pesa la prohibición del incesto, ella está marcada por el Nombre dei padre* y el deseo es el resultado de la prohibición que proscribe todo lazo sexual con ella. “ La corriente tierna” se encuentra entonces clivada de la “corriente sensual’"4, y esta ultima no puede manifestarse sin un cier­ to grado de degradación: “En la medida en que es cumplida ía condición, de rebajamiento, la sensualidad puede manifestarse libremente y desem­ bocar en éxitos sexuales y con un alto grado de placer” . Tal clivaje del amor y del deseo parecen necesitar de la bigamia. Dos personas diferentes parecen deber ocupar los dos lugares que ésta implica. Si todo hombre no es bigamo, la mujer que ama debe jugar los dos roles, ai menos para que el deseo sexual se agregue al amor. Cuando tal caso se presenta, el hombre experimentará por la mujer al mismo tiempo que su deseo un sentim iento violento que se parece al odio. Una mujer está así dividida, juega su partida en dos escenas. Para ía que quiere retener a aquel que ella eligió como condición de su goce, una constante oposición de fases es necesaria entre dos posiciones, La libido masculina parece exi­ gir tal gimnasia si, com o escribe Freud: “A hí donde aman, no desean,y ahí donde desean, no pueden amar” . El movimiento giratorio, la espiral dei fantasma, se organiza según este proceso particular: su solución sintomática reside en la conjunción de la prohibición y de la transgresión, su impasse en la disyunción descri­ ta por Freud, en esa “más común de las degradaciones de la vida amoro­ sa” . lista degradación, elevada en este artículo al rango de una “afección universal en el marco de la civilización” , impone a la mujer una posición difícil de soportar. Despedazada entre causa del deseo y marca de ía pro­ hibición, porta el “rasgo, a veces poco visible, (que) recuerda al objeto a evitar” . Sin embargo tal división funda su goce. No es así para el hom­ bre: su confort es quizás más grande. Su bigamia le ahorra su propia divi­ sión, pero, en contrapartida, su goce permanece limitado. En tanto no se encuentre impedido por ningún síntom a sexual y vaya hasta el ñnal de lo que el comercio sexual reclama, ía mujer se presenta para él según las imágenes alternadas "de la madre y de la puta. Ei goce fálico permanece intalterablem ente más acá de ía realización del fantasma que sólo la mu­ jer puede esperar alcanzar. El fantasma perdura más allá del límite que impone el falo. “ Lós fantasmas del varón que rebajan a la madre al rango de puta... son esfuerzos para tender un puente, al menos fantasmático, sobre el abismo que separa las dos corrientes de la vida amorosa, y para hacer de la mujer, rebajándola, un objeto de sensualidad” . El lazo entre la madre y la prostituta es oscuro: ¿por qué la degrada­ ción de la primera podría hacer aparecer la Figura de una mujer cuya fun-

ción es el servicio sexual retribuido de todos los hombres? Ese lazo per­ manecerá desapercibido sin ei significante paterno. La madre sostiene con ef padre una relación de la cual resultan la prohibición del incesto y el deseo. La prostituta permanece a disposición de todos ios hombres, y, entre la universalidad de estos últimos, el padre puede contarse. Así el resorte paterno está en los dos casos en el principio de una Ley que es también su transgresión, se trate del amor o del deseo. El padre es un rival imbatible cuando es cuestión de seducir a la madre, pero a condi­ ción de que su presencia sea desconocida, es igualado, si no superado, en el comercio sostenido con una puta, y más aun si ella goza. El goce de la mujer cautiva a un hombre más allá del amor que él pueda tenerle. Ser el instrum ento del orgasmo femenino lo concierne sin que experimente ningún otro sentimiento que esta fascinación. Lo que el amante' espera, lo que reclama está encadenado a lo que ía ama* da puede alcanzar a través de él. ¿Por qué experimenta tal interés por el goce del Otro sexo y no por el obstáculo que encuentra el suyo? El gri­ to de la mujer une un instante los dos bordes del abismo que “separa las dos corrientes de su vida amorosa...” . Hace signo de la m uerte de este padre, que preside su escisión. Así el hombre se interesa en el goce femenino en lugar de! suyo, en ía medida en que éste signa la presencia abolida del padre. El grito orgástico toma para é! esta significación. El significante paterno se muestra desconocido en lo más fuerte de su aparición, es ocultado en do que une al deseo del hombre con el: goce de la mujer. Forma este puente entre estas dos corrientes de la vida amorosa, evocada en el ar­ tículo sobre la “más común de las degradaciones” . Muy diferente al pa­ dre en persona, el desvanecimiento del Nombre del padre es esta condi­ ción del deseo alrededor de la cual el gozar pivotea. Lo que Freud ha ■podido llamar “continente negro de la femineidad” se articula con la pregunta de lo que es un padre, también ella irresuelta. Lo desconocido de lo femenino, de su goce, se plantea en el lugar mismo en que el padre ya no responde, padre m ítico perdido en este goce. La ausencia de res­ puesta paterna y lo infinito del goce femenino forman este territorio donde el padre poderoso de la horda goza de todas las mujeres, presencia mística que en efecto las ocupa. El hombre se interesa en el goce femenino porque pone en escena un fantasma que el goce fálico no le permitirá jamás alcanzar. Persigue su realización más allá de su propia persona, que es su instrumento. Lo que él alcanza a través de ese cuerpo extraño lo deja afuera de su obra, espec­ tador de lo que ha provocado. Asiste a este retorno que su presencia mo­ tiva, y sigue estando, si no como Moisés en la orilla de la Tierra prome­ tida, al menos como el obrero de una obra que sigue siéndole no sólo

inaccesible sino también opaca. Goza de-esta opacidad, de este velo arro­ jado sobre un fantasma que, si lo conociera, le daría horror. Hablar de horror para cernir el fantasma desconocido que sostiene al goce no evoca nada menos que la extinción deí género humano, que Freud trata en el fin de la “más común de las degradaciones” como consecuencia del clivaje de ia vida amorosa. A ios ojos deí am ante,'el fantasma toma cuerpo quizás gracias a él, pero sin él, e ignora lo que se va con el grito orgástíco: significación de üri Asesinato, desvanecimiento de la Cosa.

LA MISTICA, VERDAD DEL GOCE FEMENINO

En nuestra era cultural !a experiencia de los m ísticos conoce un flo­ recimiento importante a partir del siglo XIII. Sus experiencias renuevan el descubrimiento de los primeros creyentes, de los cuales forma el dise­ ño. A veces sospechosos para la Iglesia misma, ellos se mantienen en esta cima poco visible donde la prueba oscura de la existencia de Dios es dada. Su vida puede servir de ejemplo, de punto de apoyo transhistórico de la verdad del cristianismo. Gracias a ellos, la llegada de Cristo ya no es ese acontecimiento datado que marca el inicio de una era, sino que crea un lazo camal que puede repetirse para cada uno. La experiencia mística parece sobre todo concernir a las mujeres, y sin duda no solamente porque la femineidad podría encontrar allí una expresión que en esta época le estaba por otra parte negada. Otras civili­ zaciones, otros siglos menos feroces respecto a las mujeres habrán dicho mucho menos que el cristianismo de ese tiempo sobre lo que “el amor que une a Dios” devela de un goce propio a lo femenino. Manifestaciones análogas han existido probablemente en todos los tiempos. Sin embargo serán necesarias circunstancias particulares para que una sociedad dé tanta importancia a una experiencia que escapa al lenguaje, que resiste a la transmisión. Aunque sea indescriptible, el lazo m ístico nunca ha sido separado, sin embargo, de la sociedad de los hombres y de su Iglesia, aun habién­ dose mantenido casi siempre marginal, sospechoso y cuestionado. Después de la evangelización del imperio rom ano, la tortura no es ya

infligida más que excepcionalmente a los creyentes por la mano de ios hombres. Tal prueba ya no es testimonio privilegiado de la comunión con Dios. El misticismo viene a renovar ese lazo en que ía fe se experi­ m enta en un cierto sufrimiento: es en adelante en la relación con Dios mismo, que es también fuente de alegría, que un m ártir hace su demos* tración. ¿Según qué vías el sufrimiento puede renovar ía prueba de la exis­ tencia de Dios? Dios no es solamente ei nombre que el hombre ha podido inventar para explicarse el conjunto de ios fenómenos que rigen, sin que él io sepa, su existencia. Ese Dios de los filósofos y de los matemáticos que preside el encadenamiento de las causas Uegó tarde a la escena de la historia. An­ tes de éí la ignorancia y la creencia que ella engendra develan su vínculo con eí goce, el de las palabras como eí del cuerpo. El éxtasis m ístico sigue siendo oscuro. Como Lacan lo ha señalado: “Es claro que el testimonio esencial de los místicos es justam ente decir que ellos lo experim entan, pero nada saben de ello” . Tai ignorancia es, según la confesión de los m ísticos, su bien más preciado. “Ni siquiera el demonio puede penetrar en esta morada misteriosa, ni saber en qué consiste esta iluminación divina” , escribe San Juan de ía Cruz. El llamado desprendido del nombre divino resiste a la razón, reside en una ausencia de referencias transmisibles. Eí impulso m ístico es inde­ cible porque se apoya sobre un Nombre que pretende escapar a las regías dei lenguaje. Todas las palabras se definen por otras palabras, salvo la de ía divinidad, que se supone responde por el vacío de todas. Dios es así el nombre prestado de la ausencia del Nombre, recubre el agujero de símbolos lingüísticos, incapaces de definirse por sí mismos. El impulso m ístico es indecible porque se funda en ía falta de una pala­ bra que diría todo, y frente al Nombre de Dios que ocupa su lugar, los oíros vocablos muestran su pobreza. “ Mis palabras --ha escrito Santa An­ gela de F o lig n o - me provocan el efecto de una nada. ¿Qué digo? Mis pa­ labras me dan horror, ¡oh, suprema oscuridad!” Para Ruysbroeck, el “abismo sin modos de Dios” es esta “desnudez pura” , esta “claridad des­ nuda” de ía cosa que se da “como en un desierto que no describen, que no alcanzan ni palabras ni pensam ientos” . El nombre de Dios recurre a los otros nombres cuando penetra a Santa Teresa: “ ¡Oh Dios! ¡En qué estado se encuentra entonces esta al* ; :-'ma! Ella quisiera ser convertida toda en lenguas para aíabar al Señor. Ella dice mi! santas locuras que van derecho al corazón de Aquel que así la pone fuera de sí misma” . El m om ento'extático, el vacío del Nombre, elgoce en que él atrae al cuerpo se conjugan con eí flujo de los vocablos y con su construcción en un amor razonado. Cuando el alma se asienta en

el lugar que deja Dios, está en ese sitio de plenitud donde el O tro divino goza. Pero, porque está en el lugar misino de esta vacuidad, del Nombre perfecto que falta para que los nombres formen un todo, porque ella col­ ma ese agujero, se aproxima a unu nada. Así, la plenitud y la vacuidad, el todo y la nada, no forman un par de opuestos sino que expresan un único y solo irrepresen table. “ No veo nada, veo todo - h a cscríío Santa Angela de Foligno-, la certeza es tomada de la tiniebla. Cuanto más profunda es la tiniebla. tanto más el bien excede todo; es e! misterio reservado” . El casamiento del cuerpo con ia Nada divina hace cesar su oposición con el alma; el sufrimiento carnal y la desaparición física ya no son temi­ dos sino esperados, porque la nada que el sufrimiento anuncia es el otro nombre de Dios. En El Adorno de las Bodas Espirituales, Ruysbroeck describe esta alegría, esta ausencia de dominio a ía cual es transportado: “El alma entonces siente la dulzura, y de esta dulzura nace un goce casto que es la iluminación del amor divino que estrecha el fondo dei Alma. Coged todas las voluptuosidades de la tierra, fundidlas en una sola volup­ tuosidad y precipitadla entera en un solo hombre, todo esto no será nada al lado del goce del que yo hablo. Este goce deshace al hombre y ya no es amo de su alegría” . ■ Sin embargo, Dios lleva un nombre de amor incomprensible, paradoJal, si se olvida qué lugar vacante ocupa en relación al lenguaje que sujeta al hombre. En efecto, el amor a Dio^ ha puesto siempre en escena un sacrificio que afecta lo viviente. La ausencia de saber o más bien de un sujeto de este saber perfecto que rige ía marcha del universo, llama a una ofrenda donde el cuerpo tiene su parte. Esta mostración de un cuerpo martirizado descubre el goce que lo anima. En ia cristiandad, el mártir- es un misterio fundante, inaugurado por eí hijo de Dios. Las persecuciones de los primeros creyentes y su santifi­ cación proponen, si no una apología de su sufrimiento, al menos una pro­ mesa de! favor divino proporcionada a las crueldades sufridas. ’ La carne sufre porque ella está en el lugar de un vacío. Nombre de los Nombres, agujero que no es ningún nombre, Dios eleva a su altura un cuerpo quizás martirizado, pero que espera igualarse al lugar vacío divinó en proporción a su sufrimiento. La unión con Dios es un sufrimiento, ya sea porque lo extático se lo inflige deliberadamente, ya sea porque la enfermedad lo agobia. Hadewijch d’Anvers escribe, por ejemplo: “El amor vive, lo sé bien, por ¡as tantas iriuertes que: soporto” . Ningún padre responde, ni responderá jamás, y el sufrimiento del cuerpo es el eco de esta ausencia. El sufrimiento es su presencia, goce del puro significante de la ausencia en el fuego del cual eí cuerpo sufre la transverberación. El padre, el esposo, la madre, el niño, nada resiste a la figura del vacío, la única en mantenerse. Así en Santa

Angela de Foligno por ejemplo, a la cual el Dios purifica de todos sus lazos carnales: “ Dios quiso quitarme a mi madre, que me era, para ir a éí, un gran impedimento. Mi marido y mis hijos murieron también en poco tiempo. Y porque, habiendo entrado en la vía m ística, había rogado a Dios que m e desembarazara dé todos ellos, su m uerte fue para m í un gran consuelo.” Así también en Santa Catalina de Siena, que muere a los treinta y tres años repitiendo la palabra “sangre” , corazón de su experiencia místi­ ca. La obsesión de la sangre tomó en ella una dimensión horrorosa testi­ moniada en su correspondencia. En una de sus cartas relata la ejecución de un joven al cual ella acompañó al patíbulo: “Acabo de recibir en mis manos una cabeza que era para m í de tal dulzura que ningún corazón podría imaginar... Entonces veo al hombre* Dios, estaba ah í heridq y recibía la sangre, y en esa sangre ardía el fuego de un santo deseo.” En otra carta dirigida al hermano Tomás de ia F onte, Catalina escri­ be com o si la pulsación misma de las palabras friera la de la sangre que la obsesiona: ' “Yo, Catalina... esclava de los servidores de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre, con el deseo de verlos bañados en la sangre de Jesús crucificado. Esta sangre preciosa... da calor al Alma... el Alma es fuerte porque en esta sangre se ve iluminada por la Verdad.” La sangre es lo que huye del hijo de Dios. Lejos de ser el signo de un dolor del cuerpo, es la prueba de la comunión. Atestigua su posibilidad, “El Alma embriagada de la sangre de Jesucristo, pierde todo sentimiento:; propio.” La m uerte de Dios, cuya sangre hace signo, abre un acceso al goce de un cuerpo despojado de vida, el del puro significante. Así, el nom bre de Dios es un puro significante no sólo por único -p re te n d e no definirse sino en relación a sí mismo— sino también poique no remite a nada vivo, a nada animado, ni siquiera a nada que pueda ima­ ginarse. El m atrim onio, la comunión con la inagotable nada de Dios, no con­ funde solamente al cuerpo. Engendra la pérdida deí Nombre. Semejante en esto a la pérdida que requiere el goce de la mujer, la unión mística goza de este borrarse particular del cuerpo, que comienza en el punto: mismo en que el significante renuncia. “Cuando ei alma llega ahí-escribe el pseudo-D enys- pierde su nom bre” . Dios es entonces ei vocablo último que queda para norribtar la nada. Maese Eckhart subraya este momento extrem o cuando escribé que el desprendimiento está tan próximo de ia nada pura que no hay nada suficientemente fino para encontrar lugur; en él, fuera de Dios” . Porque pierde toda referencia a la excepción de Dios, el éxtasis místi­

co escapa al saber, y el llamado al Nombre divino sólo evoca eí goce o el sufrimiento. Santa Angeía de Foligno no puede sino gritar ai oírlo: “Ya no podía oír hablar dfe Dios sin responder con un grito, y cuando hubiera visto en mi cabeza un hacha levantada, yo no hubiera podido retener este grito” . Maese Eckhart describe así ese punto de ignorancia: “Sólo este conoci­ miento que no conoce mantiene ai alma en una suspensión y la impulsa a la caza” . Esta aspiración por una falta que el Nombre de Dios designa es de­ seo. Unirse a la inmensidad de este vacío está siempre por encima de lo que el ser viviente puede esperar: “ El abismo llama ai abismo —escribe Santa Teresa-, eí abismo de Dios llama a los elegidos d éla unidad... la luz esencial nos atrae, y nosotros fluimos en 1a tiniebía inmensa de Dios” . El Nombre de Dios ahonda lo que es para siempre deseo: “El deseo está ahí, ardiente, eterno; pero Dios está más alto que él, y los brazos levanta­ dos del deseo jamás alcanzan la plenitud adorada” . En su espera extática, se repite la eterna llegada del deseo místico. Desaparece desde el mom ento en que es percibido, puesto que es enton­ ces algo. Llega y no llega, siempre distante y siempre inmóvil en su carre­ ra^'semejante a la flecha: de Zenón. Su Hígada es perpetuam ente repetida, y ella se deshace en eí instante en que se cumple. La unión con Dios es comunión dei cuerpo. Santa Angela de Foligno .-.descubre el misticismo en su brillo más camal: “ En este conocimiento de la cruz, me fue dado tal fuego que, de pie cerca de ía cruz, me despojaba tígítcdas mis vestimentas y me ofrecí toda a él” . La desnudez del alma, i^ue alcanzan algunos hombres como Ruysbroeck o Maese Eckhart, iguala a la del cuerpo: ella va “desnuda a la cruz” . Las representaciones de mís­ ticos que han podido proponer los pintores o ios escultores que han sido sis contemporáneos han subrayado la unión de su sufrimiento al .goce. Como lo escribiera Sade, frente a ía estatua de Santa Teresa tallada por Eé Bernín... “Es necesario solamente dejarse penetrar viendo que es una santa, pues, frente al aspecto extático de Teresa, al fuego que ilumina sus rasgos, sería fácil engañarse” . El texto, escrito en 1559, donde Teresa des­ cribe su transverberación, y que inspiraría a Le Bernin, ¿no es acaso el de una amante?: “Vi un ángel cerca m ío... Tenía en sus manos un largo dar­ do de oro cuya punta de hierro llevaba, creo, un poco de fuego. Parecía que lo sumergía varias veces en mi corazón y lo hundía hasta mis entra­ bas,.. El dolor era tan vivo que yo gemía y tan excesiva la suavidad de este dolor que no pude desear que cesara. D olor espiritual y no corporal, aunque el cuerpo no deja de tener su parte, e incluso m ucha” . : En el Castillo del A lm a, Santa Teresa entrega una especie de carto­ grafía de Iqs caminos, de las diversas etapas que conducen al goce, hacia

la séptima morada, ia de ia beatitud y de la paz. Santa Teresa compara la primera de estas etapas con el amor laico, y ia alusión ai sexo no falta me­ tafóricamente. La sexta morada no es aún (a de la beatitud, continúa marcada por angustia y sufrimiento, aun si se trata sin duda de ese éxtasis que Le Bernin ha expresado. A quí “el alma parece a veces tocar ia beati-; fud y no ser separada de ella más que por un velo transparente” . Cada uno de los pasos evocados por Teresa describe una gradación en un goce que, hasta el sexto, permanece a merced del ángel y de su flecha. El deseo insatisfecho £s sufrimiento, herida del cuerpo, deseo y aún no goce, toda-: v/a no identidad completa en la nada del nombre divino, nada que requie­ ra la muerte para realizarse. “ Muero de no m orir” escribe Teresa. En ese,; sentido, la m uerte da la imagen de un bien paradisíaco;la felicidad aguar-% da a aquel que muere: con la nada, se une al vacío divino. La séptima morada que Santa Teresa describe interesó poco a los comentadores de la mística, sin duda, porque no presenta casi analogía visible con el goce femenino. El trance ha desaparecido, la angustia, eL deseo de un deseo insatisfecho parecen apaciguados. “Ya no hay seque-: dad, ni trabajos interiores y el alma goza de una verdadera paz en esta casa tan sublime” ... Esta serenidad se extiende... “sin ruido y en tan gran: tranquilidad que me hace a menudo recordar la construcción del templo que fue erigido por Salomón sin que se oyera dar un solo martillazo” . La séptima morada, aunque preparada por aquellas que la prece­ den, parece no deberles nada. “ El alma se ve, sin comprender ese miste­ rio... Constata en su interior como a dos seres distintos...” . Con este últi­ mo término, se ha operado un cambio, todo ocurre como si, después de haber sido tanto tiempo el objeto de amor y de torm ento de un Otro: om nipotente, la mística pasara el lím ite, se reencontrara identificada con-esc mismo Otro, llevando en ella, pero escindida de ella, su alma interior, femenina y sufriente. Tai beatitud está entonces mucho más allá del deseo que sin embargo incluye. Si Santo Tomás puede escribir: “Cuando hayamos llegado a la beatitud perfecta, ya no habrá lugar para el deseo” sin duda está menos cerca de lo cierto que Teresa, cuando expone ia esci*. sión de su alma: “Eso es lo que me asombra: una vez llegada allí, el alma ya no tiene júbilos o, si los tiene, lo que es muy raro... esto no le sucede , nunca en público, cosa que antes le era muy com ún” . Santa Teresa no se explica esta escisión de .su alma, este punto de pasaje donde ella abandona el m undo agitado dei deseo para reposar en la serenidad. Lo que ella escribe permite solamente suponer la identifica­ ción con el O tro divino dei cual ella era antes objeto. En la Subida ai Carmelo, San Juan de la Cruz, autoriza, por el conM rario, unartprecisioñ más grande cuando habla de 1o que equivale a la séptima morada: “Ella llega a estar totalm ente colmada de rayos de la di- :

vinidad y totalmente transformada en su creador... se podría incluso decir que, por esta participación, el alma parece ser más Dios que alma...” . 'Distinta, por últim o, la beatitud, el goce, se separa de un deseo su­ friente que ella incluye, y con ese deseo, el testigo terrestre, el hombre es abandonado. El permanece en su desamparo. La mística alcanza el lugar vacante que comporta el Otro deí lenguaje, ese fundamento sin fondo que su aquiescencia deja aparecer. . El momento de comunión en que,el cuerpo goza parece ser el de la pasividad más total frente ai deseo otorgado a la divinidad. “No soy yo misma -escribe Santa Angela de Foligno—la que me embarco en este océa­ no; no, yo soy conducida por el Señor, conducida y raptada” . Sin embar­ go'este no actuar es eí resultado de un largo querer. La “pasividad” m ísti­ ca, la espera de ser penetrada por la palabra de Dios, demanda tanta pru­ dencia como la que es necesario tener respecto de la “ pasividad” femeni­ na. Freud nunca habló de ia pasividad femenina, sin agregar que se trata de un acto. Gracias a este últim o, el goce de la mujer se distingue del de la psicosis, fragmentante y puramente pasivo. Ei primero hace acto en :tanto que el segundo es actuado. ■. Asimismo, lo extático continúa-su camino -pasivo, si se q u iere- gra­ fías a actos que reclaman larga paciencia. Como Margarita María, amante del Sagrado Corazón, escribe: “Todo mi interior es un profundo silencio para oírla voz de Aquel que am o” . Tales palabras evocan una espera pasivá,"si se olvida que se; requieren esos actos que son el ayuno, la renuncia a los placeres de la vida, el celibato. La palabra que es esperada no es, cómo la locura, impuesta, sino que es: la palabra sustancial que puede advenir sobre el fondo de un silencio largamente preparado. La contemplación mística, el rechazo de todo saber, no tienen nada de-un abandono fácil, sino que son el resultado de un esfuerzo prolonga­ do. El no actuar no basta para alcanzar la pasividad, y el que está en bús­ queda de Dios puede ser llevado a buscar los malos tratos y el desprecio . de sus semejantes. : “Cuando eí hombre —escribe San B ernardo- llega al punto en que ■desea io que poca gente reclama: la vergüenza, la abyección y el despre­ cio, y lo acepta gustosamente y como un bien, llega a la paz y a la verdade­ ra libertad que se debe poseer para la verdadera contemplación del espejo de Dios”, El símbolo del espejo se abre sobre la imagen deí cuerpo, pero este último es ei de un dios que no es visible y no subsiste más que por su nombre. En este reflejo, la proximidad de Dios significa el borramienío final del cuerpo, tema universal de la m ística que conjuga el goce y el aniquilamiento. ; Si Dios es el amo del cual el m ístico soporta su capricho, no es en­ tonces sino ese puro espejo ubicado frente al espejo que busca captarlo.

Personificación del gran O tro, el nombre de Dios, en su vacuidad, deja eclosionar en ei amor que se le profesa, este fantasma de fantasma del cual el cuerpo es finalmente objeto. La repetición de su nombre sin co­ nexión eleva el cuerpo, lo hace levitar a la altura de la imagen dei espejo, y la incógnita que com porta esta última la confunde con todo lo que el Otro demanda. En su Epístola a los Corintios, San Pablo evoca esta relación £ntre el espejo y lo desconocido: “Hoy, nosotros vemos a través de un espejo” es la traducción oficial de un latín más incisivo: “Videmus nunc per speculum in A e n i g m a t e Habría que decir: nos sumergimos en el enig­ ma a través del espejo. Nosotros vemos lo desconocido de lo que somos para Dios.:. “ Hoy conozco de* forma imperfecta, pero entonces conoceré como soy conocido” . Cuando describe tal relación de conocer a ser cono­ cido, San Pablo propone una formulación de la reciprocidad no simétrica que existe entre amar y ser amado en la religión cristiana. (Así en la Se-; gunda Epístola... “ y nosotros todos, quienes, la cara descubierta, refle­ jamos com o en un espejo la gloria del Señor” .) San Pablo ve, es visto en Dios como enigma, es este enigma mismo, vacío y sin embargo cierto, imagen emblemática a partir de la cual # especula. Cuando evoca el m omento de la com unión, describe también su pérdida: “ Si yo estoy en mi cuerpo o fuera de mj cuerpo, no sé si Dios lo sabe” . Cuando el m ístico acepta soportar humillaciones, sin duda finalmen­ te es pasivo, aunque esta significación esté enmascarada por el aspecto masoquista de su acto. Hablar de masoquismo no basta para dar cuenta del goce en juego en el mártir. Habría que evaluar además el lazo de tsia pasividad con la femineidad. “El estado de mujer” es el camino más corto hacia Dios, como lo es­ cribe Hildegarde, una las primeras místicas renanns: “Tú que no ere, n.as, que un limón frágil, el estado de mujer te hace impropia de recibir las lec­ ciones de maestros mortales para leer las letras sin ia forma de instruir de ■>los sabios; pero tocada por mi luz que te ilumina... tú cuentas, escribes esos secretos que.ves...” La femineidad está así más acá de las lecciones de los maestros, pero lo que alcanza en su relación con Dios está más allá de lo que pueden esperar alcanzar los hombres. El saber de los maestros está sobreclasifieav do por el no saber del cual testimonia la comunión divina. Muchos rasgos hacen pensar en un lazo entre el impulso m ístico y la femineidad. El pri­ m ero, como el segundo, requieren esta espera particular, esta pasividad frente a un Otro que, por precio de esta sumisión, permite acceder a un cierto goce. Despejar tal relación permite precisar, a través del más allá del sexo que implica la relación con Dios, lo que el goce de la mujer debe ai,

significante, al mismo tiem po que él parece alejarse de él. Eí místico sirve a Dios, se ofrece a él, su cuerpo soporta su vacío. Una mujer abriga la causa del deseo de un hom bre; ella es en cierta m edida el hábito de su fantasma. En los dos casos, se trata de hacerse el soporte de lo que es el deseo, el fantasma de un extraño, ¿pero qué es entonces tal pasividad? ¿Sigue siendo un fantasma ofrecerse como objeto del fantasma de O tro, y qué acceso va a reservar tal abismamiento? Eí acto, sin embargo sim­ bólico, que conduce a la pasividad frente a un deseo extranjero, se abre así sobre el goce primero, m ítico, que deviene por esta vía del fantasma de ser el objeto del fantasma, goce del cuerpo. El espejo de Dios vacío en el cual el m ístico contem pla la beatitud de/.su disolución carnal no plantea solamente una analogía con el goce de la mujer, que, perdida en el fantasma de un hom bre, encuentra en esta pérdida misma el goce de un cuerpo que se le ha vuelto extraño. En efecto, la proximidad de la mística y del goce femenino es resul­ tado de la inaccesibilidad del “ Padre” . Para acceder a ía femineidad, una mujer abandonará su amor por la madre y amará a un padre. Sin embar­ go* porque ieste último significa la castración, es decir la prohibición del goce, amarlo plantea un dilema insuperable. El deseo sexual que le es dirigido lo anula en su función de padre, que es prohibir el deseo. Este nuevo amor puede ser deseado, pero ese deseo mismo lo destruye. El ■gocéis asesinato del padre. En efecto, si eí deseo es sexual, anula al signi­ ficante de la paternidad. La unión sexual con el padre, o con el hombre que ocupa su lugar, le sustrae su función paterna de la prohibición. El pa­ dre en tanto tal permanece distante, se desvanece cuando uno se aproxi­ ma .a él. Esta inaccesibilidad permite precisar la articulación del goce fe­ menino y del impulso místico. Eí primero diviniza al hombre único cuyo goce es esperado; el segun­ do, sin por eso aferrarse más a lo terrestre, intenta un diálogo sin media­ ción con ese puro significante que es Dios. El primero, al precio de un malentendido que le hace plantear la unicidad de un hombre, postula, por el sesgo de esta mentira, la verdad del goce. El segundo libra al amor .plenamente logrado. Se trata de un goce de puro significante, liberado, si no de su relación con el falo, al menos de la encarnación del falo en el pene. No es solamente una analogía lo que habría que plantear entre la femineidad y la mística, pues no es sino gracias a la segunda1 que se ob-

vPensándolo bien, se trata por otra parte sin duda de la única femineidad lo­ grada en ei sentido de Freud. Tiene com o condición ia existencia de un “puro signi­ ficante'’, delicuai diremos que es inhallable y necesita la invención de Dfós.

tiene la verdad de ía primera; el goce de la mujer permanece más allá del hombre, escapa a su medida, aunque ei falo sigue siendo, si no un punto de apoyo, al menos ese término gracias al cual un padre inaccesible es vanamente deseado. El goce'fem enino contornea una desesperación, una ausencia irremediable tan aguda que las palabras no pueden situarlo. Un hom bre, o Dios, es amado en esta medida. Lejos de ser una figura del narcisismo, el amor propio a io femenino es el otro nombre de la desespe­ ración. Sin duda el hombre que lo soporta puede sentirse agobiado de ser así medido con un térm ino al cual siempre permanecerá desigual. Puede fomentar la idea estúpida de que, porque es llamado a ser el único, loes verdaderamente, y, contando con la inexistencia de la Mujer, perderse en esta creencia. Este sin medida puede también aparecérsele como ia fuente de su deseo, porque él seguirá siendo siempre desigual a lo que le es de­ mandado, a lo cual le será necesario dar sin cesar respuesta. En su libro Extasis fem enino, Jean Noel Vuarnet subraya que convie­ ne distinguir a los místicos según su sexo. “ Al menos no es a ios mismos oídos que se dirigen los hombres y las mujeres” , escribe. En efecto, las; místicas femeninas pasan generalmente por un testigo. Santa Teresa, por; ejemplo, escribe para Juan de la Cruz y Pedro de Alcántara. El testigo ocupa el lugar de lo escrito, de la palabra, de io que se;: comunica en la sociedad de los hombres, en el orden del falo, y la mujer: en éxtasis está aquí en el lugar de su alma, de lo indecible de su relación? con un padre improbable. Por eso el hombre extático no requiere el testi-; monio de un modo idéntico: para él, lo femenino que obedece a Dioses^ su alma misma, a la cual le basta escuchar. La mujer m ística, la mujer sin1;; duda, pasa por lo masculino, por un hombre para ia transmisión de su experiencia. En cuanto al hombre, escucha un alma que pone en femeni­ no. En los dos casos, lo femenino encuentra su expresión por interpósita persona. La fascinación que representa, su “ goce infinito” , reclama una transcripción. En la vía mística, una mujer parece entonces tener una ventaja. Lo que ella parece bajo las apariencias de lo femenino le permite ser más fácilmente la esposa de ese puro significante que el Nombre de Dios evo­ ca. La. verdad de un cuerpo tan profundam ente en aras al Nombre se reve­ la, ahora. Tal ‘Nombre tm' su desnudez, en su ausencia completa de consis­ tencia, levita el cuerpo, lo hace pasar por otro, lo hace aparecer, brillar más allá de todo saber, de todo pensamiento, en el vacío mismo, en el alma de un Otro al que colma. Ella se reencuentra así más allá deí sexo. Su goce podría ser llamado transexual, si se dispensara del testimonio, que la distingue de la psicosis y de lo que, en esta locura, corresponde a lo transexual. El secretario, el hagiógrafo, el confesor forman este punto de límite viril más allá dei cual sólo lo extático estático está en exce*

so,2 sin sucumbir en ia locura. Ella es en esta medida, y en otro registro, similar a la histérica., cuyos síntom as no despliegan su verdad más que en relación al discurso del amo, a la fimtud de sus seguridades. Existe una imagen dei éxtasis místico, autoerótica y aislada, que sncontramos en la pintura occidental, en la escultura y hasta en la litera­ tura moderna. Su rasgo más visible es exponer crudamente el goce. Nadie puede equivocarse en ello. Sería sin embargo erróneo creer que esta expo­ sición es sólo un fenómeno de aprés-coup, esmerándose en transcribir una experiencia resueltamente solitaria. En efecto, la representación, en prin­ cipio escrita, o transcripta, acompaña siempre al acontecim iento extático. Elrtestigo.es necesario a la experiencia. El la precede, porque es necesario que esté allí, para que más allá de él, la abstracción divina sea convocada. La relación con el testigo, y más allá de él, con la sociedad de los hom ­ bres, significa que el goce supremo es dirigido, no ai hombre, sino a Dios. Pios es convocado en el lugar mismo donde el testigo se queda con su pluma, su pincel, el martillo del escultor, trabajando en alcanzar lo que atraviesa la mística. íiv. ,Lo extático no inventa ningún sistema delirante, su experiencia se dkige a la sociedad de los hombres, a su iglesia, a la cual desborda y justi­ fica, semejante en esto al amante que." más allá del falo, encuentra un goee:que está más allá del sexo, en una pérdida única, del cual el hombre es testigo atento y asombrado. . ;. ¿Por qué la unión m ística con Dios está tan profundam ente marcada por lo femenino? ¿Por qué eí hom bre que la evoca la referirá, no como la mística a su cuerpo, sino a su alma, a quien define como su parte femeni­ na, a expensas de tos asaltos de Dios? Sin duda puede él prescindir, con­ trariamente a la mujer en éxtasis, de tener un secretario, un confesor que testimonie por ella entre los hombres. Pero le es necesario hacer valer esta^alma, amante esclavizada, pues no puede de ningún m odo jugar un rol viril frente a Dios. Está femin iza do o, al menos, si no él, su alma. Gomo “el niño pegado” evocado por Freud, que no entra en la relación con su padre sino a condición de ser mujer. ; ' Respecto a Dios, el alma está tomada en una metáfora femenina. El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz manifiesta tal relación del alma con su esposo divino: r “ ¿Dónde os habéis escondido . Oh bienamado y por qué me habéis dejado gimiente? . Como ei ciervo vos habéis huido

2 En el ex, del exceso de goce femenino, y no en eí trans, del tiansexualismo.

Después de haberme herido \ie salido detrás vuestro gritando, y vos habéis partido.” El alma es esposa, ocupa un lugar idéntico al que ocupa el cuerpo transverberado de la m ística, Eí cuerpo es idéntico al alijia; como ella, resiste al saber, ocupa el lugar de un no sabido, en ía espéra del Nombre que le revelará lo que es. Permanece sufriente en esta espera, presa del síntom a, de su dedo divino que permanece depositado en la carne. El hombre m ístico transcribe la experiencia que sufre su alma, pero es como hombre que va a dar este testimonio. Es el secretario de un alma femenina, en tanto que el extático usará los servicios de su confesor. Es dos en uno, femenino y masculino, ah í donde.la mística requiere un hagiógrafo. Porque solamente su alma es mujer frente a Dios, y no su cuerpo y su pensamiento, el místico no está en la psicosis. En esto se dis­ tinguirá de un Schreber. En la unión m ística, lo femenino prevalece. Pone en evidencia la inaccesibilidad del padre a través dei cual la mujer puede alcanzar su goce. Ausencia del padre, presencia de Dios. ¿La pregunta que plantea la inaccesibilidad del significante paterno es entonces un punto común del ■ goce femenino y del goce místico? La insuficiencia del padre es un tema clásico de la queja histérica. Es­ ta insuficiencia puede encontrar motivos en ei com portam iento del hora-; bre que ha soportado el significante de 1a paternidad. Sin embargo, por; más importantes que hayan podido ser sus debilidades, son secundadas en relación a un hecho de estructura: todo hombre sera' siempre desigual: al padre m ítico. Incluso si lo igualara, este padre no otorgaría más que significación fálica, y no dirá nunca nada de lo que es una mujer. Lejos de reducirse a una constatación desoladora, la impotencia del padre responde a un anhelo neurótico. No se trata de un paradigma de la histeria, en el sentido que constituiría una causa de esta neurosis. La pro­ posición se revierte: la impotencia del padre es lo que desea la histérica. En esta conjunción, ella espera gozar más allá del falo. La demostración de la impotencia se ve actuando, por ejemplo, en la insaciabilidad del amor, en ia fugacidad de esas uniones donde un hombre caza aJ otro, de­ m ostrando cada uno de ellos la inaccesibilidad deí padre. El padre im potente, débil o ausente no explica nada, pues la noción misma de paternidad está atravesada por la m uerte y la castración. El pa­ dre de ía histérica ííeva esta marca en ía misma medida que todos los hombres que ella encontrará, y es sobre su cadáver que elia tropezará. Por ejemplo en el síntoma del asco, tal como Freud lo describe en los Estu­ dias sobre la histeria: sé tinta de la ‘■‘visión de un cadáver humano en des­ composición” ,.. “ espectáculo horrible y repugnante de un cadáver” ...

‘‘cadáver de animal repugnante” . El cadáver está unido a la causa dei deseo, insiste con elja, contamina las frases que lo acarrean. Hablando a Freud, Emmy von N, tartam udea y hace oír un chasquido de lengua partícular, signo de su horror. Ella descubre entonces Jo inanimado, ia muerte, que es también el fardo de su deseo, el punto vacío donde se forma el núcleo de la amnesia. El encuentro de Freud y de la Mujer interroga al padre müerto. El psicoanálisis hace contra-reiigión cuando anuda la cuestión de lo que quiere una mujer a lo que es un padre. La experiencia psicoanalítica debuta con este descubrimiento. Así e! análisis de Dora se . interrumpe cuando ia presencia del padre detrás de la mujer amada, es interrogada sin duda demasiado pronto por Fveud. El amor de la mujer cuestiona a un padre ausente pero, si este últímo responde, su palabra es terrible porque ella es fantasmal. Si ese padre habla, su poco de paternidad —muerte y castración— se ie escapa. Cual­ quier yerdad que .él enuncie lo invalida en una función a la cual corres■ponde el silencio. Ardiendo si es necesario la histérica y su pregunta, ei ■aparataje religioso ha ofrecido siempre un refugio, abriendo y recubrienvdo la ausencia del padre. En dos términos cuya etimología es común, ia .mística mistifica. Ella mistifica ia muerte de Dios. Ella sitúa al padre en su lugar, eitjos cielos donde no responderá, librando así a los padres del . 'anhelo de muerte que les cae. ¿Dios está muerto o ausente? Freud apuesta a su m uerte, que él /considera como una elevación sagrada dei asesinato edípico, Da así su ..motivo fantasma tico-a un pensamiento que no fue él el primero en des­ cubrir. Después de Hegel3 el aforismo de.Nietzsche sobre la muerte de Dios aparece en la Gaya Ciencia, enunciado por u n loco: “ ... ¿Nunca oímos nada del ruido de los sepultureros que enüerran a Dios?... Dios está : muerto, ‘[Dios permanece m uerto y somos nosotros que lo hemos mata­ do!... ¿La grandeza, de este acto no es demasiado grande para nosotros? ... (...) Aquel acto está aún más lejos de ellos que el más alejado de los astros, y sin embargo ellos lo han realizador’ La frase de Nietzsche en que la m uerte de D ioses proclamada no es la de un ateo, sino la de un creyente, de un hom bre que busca a Dios. Lo encuentra aun dándose cuenta de su m uerte. La obscenidad divina se devela a través de una existencia que no está puesta en duda, aun siendo cadavérica. “Dios es” ... pero en la forma del... “m uerto” . Esta revelación no impone la apostasía "del dogma cristiano. Ella 3 Hiigel subraya en el fin de su tratado “Fe y Saber” que el "sentimiento so­ bre el cual descansa la religión de la época nueva”... es ..,“ej sentimiento de que Dios mismo ha muerto” .

obliga a dirigir la mirada a un deseo enloquecedor. ¿Qué es entonces en efecto este deseo de los hombres que matan a un Dios, ignoran lo que han hecho y continúan creyendo en una efigie que cada vez se des­ compone más? ¿Cómo pueden desconocer lo que enloquece a Dora y al furioso Nietzsche? El deseo que descubre el asesinato de Dios devela esta forma de nihilismo que trama en secreto el cristianismo: muerte de un padre dos veces ausente, una primera vez en 1a virginidad materna, una segunda en la tortura de su hijo. Es necesaria la palabra de un loco o de una histérica para revelar lo que los creyentes desconocen: no la existen­ cia de Dios sino una novedad menos tranquilizadora aun: el lugar de un! Dios,ausente es aquel-en el que se sostiene la causa eficiente del deseo. Ei conjunto de la realidad está amarrado a ese cuerpo muerto. Los asesinos que rodean al loco no ven lo que funda su existencia, la novedad de su acto está aún lejos de ellos. La inocencia que reivindican hace vivir al cuerpo de Dios, anima una divinidad cuya clemencia les prohíbe perci­ bir jamás su olor de cadáver. Porque este asesinato debe ser olvidado, la marioneta divina se anima y distribuye su gracia. El perdón demandado al m uerto le da vida, y el reclamo de inocencia está en la fuente de la fe; Dios sólo vive pura acordar el perdón del acto realizado contra él. Que “Dios esté m uerto1' no significa entonces que esté alejado, que la fuerza de carácter o la agudeza deí pensamiento permiten prescindirde su presencia. “Dios está m uerto” quiere decir que yo dejé de animarlo, he terminado de reivindicar la inocencia o el perdón. Sin embargo, por ello no habré reconocido más que mi ignorancia, y de ningún modo habré: vuelto a poner su lugar en cuestión. La m uerte es un acto oscuro, un acontecim iento que funda el inicio;; de los tiempos. Permanece desapercibido, aun estando extendido a la lu¿; del día. Gracias ai vacío que su desconocimiento instaura, el mundo toma;; relieve, pero en sí mismo permanece olvidado. Su misterio escapa a toda; inteligencia porque la razón se anula, queriendo aproximarse a él, porque bascula fuera de sí misma buscando asir el agujero que la funda, esa fosa. La muerte del padre, su asesinato reiterado, forma un punto de amnesia que escapa a lo comprensible, y Dios es inventado en este centro blanco, en esta falta de lo simbólico, que es también su fundamento. Al abrigo del padre m uerto se extiende el sueño místico de Otro goce, femineidad verdadera en la medida en que ella termina con este padre al que alcanza;

La versión origina! de las paradojas de Zenón de Elea está hoy perdisólo conservamos huella de sus silogismos a través de los que han .inspirado a Aristóteles, Píatón y Simplicius, así como en otro nivel a Eso;pd y. La Fontaine. En su seminario titulado í4Encore”, Lacan evoca su .ejemplo más conocido, el de Aquiles y ía tortuga: la paradoja consiste en ■demostrar que el primero no puede alcanzar a la segunda en la carrera. Se Jiata del segundo argumento de Zenón, “el Aquiles” , que Aristóteles reía/tá en la Física: .El mas lento nunca será alcanzado en Ía carrera por eí más rápido. .Porque es necesario que persiguiéndole alcance primero eí punto del cual Jia. partido el perseguido, de forma que es necesario que el más lento, ■cada vez, tenga alguna ventaja,..” . Aristóteles no pone a Aquiles en competencia con la tortuga;se confonna con dar la lógica deí argumento. Este animal recién será introduci­ do tardíamente por Simplicius. Es probable que en el texto original de Zenón, Aquiles estuviera lanzado a la persecución de Héctor más que a la de una tortuga.3 Simplicius menciona p o r otra parte este protagonista original, así como el motivo del cambio de personaje: “No solamente Héctor no será alcanzado por Aquiles sino que la tortuga misma no lo

1 Cf. eí artículo de Jcan-Claude Milner aparecido en E l N uevo Comercio Otoüo *84, No. 59-60.

será” . El aparcamiento de Aquiles y de H éctores la figura más verosímil aunque sea menos impactante que la que la historia conservó desde el Parménides de Platón. Aquiles persigue a Héctor, que le ha robado eí objeto de su amor. Lo matará si lo alcanza? En La Iliada, no llegaría sin la intervención dé Ate­ nea. Aquiles ha perdido a aquel a quien amaba, aquel en el cual su goce podría encubrirse, y no podrá vengarse de su asesino sin la asistencia de 1a diosa. La pérdida está en el origen de la paradoja, es ese tiempo detenido que prosigue infinitamente el sueño, su penoso patinar. La lliada restitu-, ye este espacio onírico en que se desarrolla la carrera agotadora de Aquíles hacia lo que ha sustraído el centro de su sueño: “ Así como un hom­ bre, en un sueño, no llega a perseguir a un fugitivo y así como éste, a su vez, n o ;puede huirle más de lo que el otro lo persigue,, Aquiles, en este día, no llega a alcanzar más a Héctor en ía carrera q u e io que Héctor lle­ ga a escaparle” . La tortuga introducida por Simplicíus.nos demuestra quizás una lógi­ ca, pero ella nos hace perder de vista el motivo de la carrera de Aquiles, que es el goce perdido y el asesinato. Aquiles y la tortuga salen del sueño, son retenidos por la leyenda y muestran la oposición del ser más rápido con el animal más lento. Si la tortuga tiene ventaja sobre Aquiles, este último no podrá jamás alcanzarla. En efecto, cuando haya llegado al punto en que el animal se encontraba cuando hubo partido, ésta habrá realizado ya un cierto trayecto. Lo mismo sucederá en la nueva distancia a franquear, y la misma operación se reproducirá hasta el infinito. Aquiles podrá alcanzar a la tortuga en el infinito m atem ático, si la diosa concede darle acceso a este espacio. Zenón de Elea buscaba mostrar la imposibilidad del movimiento y la inmutabilidad del ser, que se puede deducir generalizando la paradoja; antes de alcanzar cualquier objetivo un cuerpo en movimiento debe pri; mero alcanzar la mitad de la distancia que lo separa de este objetivo, y antes de tocar este m edio, debe alcanzar el primer cuarto, y así de seguir do hasta el infinito. Debería entonces atravesar un número infinito de espacios. Como lo infinito no puede ser recorrido en ningún tiempo dado, es imposible pasar de un punto a otro. Aquiles y la tortuga se desplazan en dos espacios diferentes. ¿Es Ip mismo para el hom bre y para la mujer en su goce? Esta analogía merece ser retenida porque la paradoja de Zenón se apoya en una delimitación del espacio: en cada etapa del razonam iento, la distancia que separa a los dos protagonistas está dividida en dos. Esta mitad que los separa es la de sus fantasmas donde ellos no se encuentran, aunque sea sin embargo aquel en que ellos se buscan.

' Lo mismo sucede cuando e! amante sueña... “ En el medio de la frase que te es dirigida difiere la imagen en que te veo, en que te tom o, pero este espejismo es también lo que me separa de ti. Hablándote, pensando en ti, alcanzo esta mitad en la que te estrecho, pero cuando te toco, ya estás más lejos. En el medio de las frases, donde corro contigo, se tiende el fantasma, que es ese resto de un goce perdido al cual una mujer va a ¿prestar su cuerpo. Como hombre, el goce fálico que yo percibo está más ¿lejos que el fantasma en el que te mantienes, y donde Otro goce te espera” . ■¿r’p Así, el goce fálico y e! O tro goce están articulados y divergen en una ; mitad en la que no se unen. Sin esta mitad, sin esta torsión entre el hom:bre v la mujer, entre Aqutles y la tortuga, los dos protagonistas realiza­ rá n su carrera en el mismo espacio, en el plato idílico deí goce fálico. /Aquiles alcanzaría entonces a la tortuga, que no gozaría más que él, tampoco menos, y la carrera se encontraría así interrum pida. En efecto, Aquiles no corre tanto para alcanzar a la tortuga como al O tro goce, aquel que él sueña con arrebatar como tercero en el medio de su propio ■fantasma, aquel del cuaí.Simplicius escamotea la obscenidad. Realiza su esfuerzo por aquello que. le permanecerá extranjero, por lo que va a pro­ b a r s e u i otro espacio, pero le permitirá sin embargo continuar su carre­ ra. El goce fálico, que es lo poco que puede alcanzar, se apoya así sobre aquello en lo que falla. El goce femenino es necesario a aquel que corre sin embargo, alcanzarlo jamás, es el punto de apoyo del que proyecta y se adelanta en el pensamiento. No hay pensamiento sin mujer que goce en su pensamiento, a espaldas mismo de aquel que piensa, por más ascéti­ co que parezca. Tal mujer permanece a una distancia infinita del pensa­ miento ai cual anima, provocando este movimiento, esta carrera que sólo le importa en proporción a! goce que de ella obtiene. El goce de la mujer ha sido siempre considerado como diferente al del hombre-, del cual participa sin embargo. Conoce un goce, fálico, que se sitúa en el mismo registro que el del hombre, pero puede también acce: der a un placer orgástico que no le es homogéneo, que está en ruptura con el precedente sobre el cual sin embargo se apoya.2 El hombre como la mujer entran igualmente en un goce que da su erogeneidad a esas zonas homologas que son pene o clítoris. Este acceso idéntico resulta de la imposibilidad de un primer goce m ítico e incestuoso.

p . .2. Cuando Freud escribe que: “ La vida sexual de la mujer se divide regularnten: te. en dos fases, de ia cual la primera tiene un carácter masculino, y sólo la segunda ’j es específicamente femenina” , esta notación sólo indica parcialmente desarrollo temporal, histórico. En efecto, e¡ acceso a la segunda fase significa tanto menos el abandono de la primera cuanto que ella continúa condicionándola:^... “ la función fcffcíciítoris viril prosigue en 2a vida sexual ulterior de la mujer en forma variable”.

Porque tal goce está prohibido se transforma en causa del sueño, del fantasma y del pasaje a este goce cuyo símbolo es el falo. Si una mujer encama el sueño, el fantasma del hombre, no solamente se ubica como él en el goce fálico, sino que, además, accede por la vía del fantasma a otro goce, que es el resto incestuoso del primero. Existen así tres modalidades i del goce. El goce fálico viene a dar una respuesta imposible, y la insistencia de este último provoca la erección, el deseo. Sin embargo, el axioma pri­ mero del goce continúa insistiendo. Mantiene su exigencia por la vía del fantasma. Así se establece esta intersección constante, esta pulsación permanente entre, por una parte, un mito q u e es mantenido en el nivel del fantasma, el del goce del Otro, y, por otra parte, ei goce fálico. Tal pulsación entre estos dos términos crea la posibilidad de un tercer goce,; goce del cuerpo del Otro sexo. Gracias a él, los hombres y las mujeres se encuentran de tanto en tanto en el m alentendido de sus sueños. El goce fálico no funciona en exclusión, en contradicción con el goce del Otro. Ai contrario, lo bordea continuam ente, aunque esté infinitamente separado de él. Si el goce suplementario de ía mujer depende del fantas­ ma que ella encarna para un hombre, estará siempre mal sostenido en re* lación al goce fálico. El hombre y la mujer no se encuentran en el goce, sino en el infinito. Su relación no es complementaria. No existen tres categorías, tres tipos de goces. Si es útil indicar con­ fines didácticos un “ primer” goce, éste es puram ente lógico, y sigue sien*: do m ítico. Su paraíso perdido debe ser inferido a partir de las impasses que encuentra la sexualidad humana. En cuanto al goce que es numerado tercero, el suplementario del O tro sexo, indica solamente el modo en el cual el goce imposible se realiza “ de todos modos"’ por e! rodeo de la que soporta el fantasma. Retroactivamente, el tercero no va sin el segundo, sin el falo al cual se articula. Inconsistente, imposible de soportar, el goce del O tro se engrana ai goce fálico. El segundo plantea sobre el primero una prohibición cuyo correlato es esta transgresión que está figurada en . el fantasma de gozar “ de todos modos” . En la medida en que un cuer­ po, el de una mujer o el de un hombre, se ve vestido con este fantasma, el goce que esta investidura permite no deja de tener relación con el goce del O tro. E n'efecto la proliibición del incesto es transgredida en ese fan* : tasma mismo. El exceso de goce que la mujer obtiene de este modo sigue estando en dependencia del falo, no tiene entonces ninguna relación con la dispersión de la psicosis, que puede ser localizada en el primer tiempo de esta tripartición. El “no todo” , el suplemento de goce de la mujer está articulado con el falo, pero sólo encuentra su destino gracias al goce del Otro, fantasea-:

do. sobre un cuerpo pasivo, perfectam ente femenino.3 Ser la causa del deseo de un hombre, soportar su fantasma no basta aún para acceder al goce que es propio de la mujer. Al ser tom ado en este lugar de sueño, el cuerpo conoce ya una vez la pérdida, pero es entonces eí falo eí que hace obstáculo, que forma finalmente la última barrera que separa del Otro goce. Por eso este últim o no puede alcanzarse sino más allá del goce del hombre, más allá de lo que, para él, pone fin. Cuando el hombre en­ cuentra su límite, cuando su deseo atraviesa el punto mismo en que se sostiene, el falo deja de interponerse entre el cuerpo y el vacío que lo llama. Alcanzar al Otro es entonces un desvanecimiento, esa ausencia completa de significación testimoniada en el grito. Con el grito el orgasmo da dimensión al Otro goce. Un grito no tiene significación particular y este equívoco infinito lo abre a todas las signi­ ficaciones. ¿Un grito es sufrimiento o placer? Los dos quizás. La materia verbal que condensa es informe, puede desdoblarse en cualquier palabra. ,.A;partir de ella un nombre cualquiera podría desplegarse. Es por eso que el.grito en su polisemia evocará el Todo, la plenitud al fin alcanzada. Es .entonces el eco conciso de la totalidad de los sonidos. .:c; ... £íi él yace el primer espacio, la cosa plástica indistinta de la cual las Apalabras se han desprendido, la extensión primera que el deseo recorta y -.modela en vocablos. El grito desanda el camino del deseo, lo retorna, has­ ta ese punto de falta aiudnatoria en el cual se constituye. Nada en parti­ cular se expresa así salvo la parición de una ausencia primera, el vacío divergente a partir del cual se despliega el conjunto que él completa, tota­ lidad del ser alcanzada por su nada. El goce del cual el grito orgástico hace signo está marcado por un m om ento de aniquilamiento, por un pun­ to de vacío polisémico donde todas las significaciones se anulan y se agru' pan. Hace sentido de una ausencia de relación en el punto mismo en que eí. goce está puesto en cuestión, en el instante en que el ser-para-el-goce se muestra homogéneo al ser-para-la-muerte.

;... 3 En álgebra íacaniana, el desarrollo de una cadena significante tiene com o pro­ ducto la causa del deseo (a) y com o efecto el sujeto dividido $ La cadena siguí ficante SjSa tiene como lim ite ía significación fúlica, y ella engendra el fantasma $ 0 a. Estos términos son suficientes para escribir la tripartición del goce, que acaba de ser evocado. Este gráfico muestra la derivación, la intersección del gocc femenino en re­ lación ai goce fáiico. Sería igualmente posible mostrar que el recorte de la cadena SjS^ y la escritura del fantasma $ O a se sitúa en el punto de torsión de una banda de Moébius.

Cuando enuncia que ia “m ujer no es toda” , Lacan condensa, en un aforismo elegante, la complejidad de varías proposiciones freudianas. Esta fórmula indica que ella es “no to d a” en el goce fáiico. Más precisa-, mente, es en tanto que “no toda” que efla está en el goce fáiico. Sin em­ bargo el goce del cual puede sacar partido se articula con otro todo, el que evoca la circularidad semiótica del Otro, completado en un instante, por el grito. La mujer se sustrae de una totalidad, ía de aquellos que están sometidos al falo, para beneficiarse con Otra totalidad, más vasta que la primera aunque no la englobe, puesto que no se produce en el mismo pla­ no. Tal totalidad es imposible de decir, escapa al universo del discurso, aunque esté articulada a él. Algunas palabras pueden conducirá! borde de este goce, pero este último permanece más allá de lo que puede decirse de él. Su relación con las palabras que lo provocan permanece incom­ prensible. El goce femenino es tributario del significante, pero sólo en la medi-. da en que encuentra este límite en que la persona que lo soporta se borra'. Es goce del puro significante más allá de lo vivo, sólo en esta medida es otro. La econom ía amorosa cambia con el significante mismo y no con la persona, que puede seguir siendo la misma. El rasgo de! cual depende el, goce es diverso. Puede tratarse de la función, del lugar social, de un deta­ lle físico o liistórico. Tiene efecto incluso si no es reconocido. Eí momen­ to del orgasmo conduce al hombre a ese rasgo, que es también lo que va más lejos que su vida. Encuentra así su ser para la muerte. Sin duda la: reproducción sexuada implica la noción de la mortalidad: prever la des-Vi tendencia es también reconocer lo efím ero del paso por la existencia. Sin embargo el hombre encuentra su fin en el amor porque el goce de lamu-í jer lo reduce al significante que soporta. El instante en que lo propio de la mujer encuentra su expresión, es también aquel en que eí hombre desa­ parece detrás del rasgo que, superando su existencia, le habla de su muerte. El riesgo que un hombre corre en su encuentro con una mujer es el í de su vida. Esta última pasa a un segundo plano, se muestra inesencial e irrisoria, comparada al rasgo, al blasón que ei am ante debe producir. El amor reclama una heráldica, un punto de absoluto, quizás secreto pero; que balancea la vida y ia muerte'. El amante puede presentir que más allá de su vida, está el Nombre que él lleva, la obra que él realiza, modesta quizás, pero a la cual se consagra sin saber que lo hace para el goce, que su abnegación es expresión de él independientem ente de lo que pueda reclamar una mujer particular. El hombre que pierde su vida, o al menos la arriesga, ejerce una se­ ducción en la medida de lo que lo supera, del puro significante que se leí requiere producir como condición del Otro goce. En tal división del cuer­

po y del significante se reconoce el scr-para-la-muerte, el amo absoluto \con lOj'cual lo femenino sueña por el más allá que promete. El extremo místico permite concebir tal relación al nom bre: Dios es en efecto, ese puro significante que el m onoteísm o ha distinguido siem­ pre de toda imagen, de toda encamación. La religión permite trazar un modelo del goce, que aparentemente está más allá del sexo, puesto que se sitúa continuamente en relación al significante y al falo que lo limita. Se vierte en el campo de lo femenino, cuyo goce se extiende en un olvido paradojal de la carne. ¿Todos los hombres son Dios para la mujer en' el momento del orgasmo? La pregunta es fundamental, pero ella se plantea si se agrega que tal Dios, reducido a su nom bre, está ausente, m uerto desde siempre. Lo que el hombre no puede esperar hacer con la lengua, puede realizarlo con una mujer, pero lo que llega a asir entonces significa su mortalidad. El goce femenino se opera en una extracción de significan* te cuyo correlato es ia m uerte, porque el nombre es eternizante, porque eí precio deí erotismo que él permite se resume en un cara acara con el fin. La enfermedad de la muerte, de Marguerite Duras, retrata la relación deun hombre y de una mujer unidos por un contrato cuyos términos son oscuros: En las últimas páginas solamente, la mujer revelará al hombre la causa de su mal, la naturaleza de aquello que padece: está atacada por esta enfermedad de la muerte que es su propio destino, y habrá sido nece­ sario este encuentro para qué el lo descubra. El había vivido hasta enton­ ces en la ignorancia porque no sabía que su m uerte no tenía que ver de ningún modo con el fin de su vida, sino que se trataba de un aconteci. miento ya pasado. Nunca estuvo vivo, y no se da cuenta sino en aquello que lo une a esta mujer: “ Usted descubre que es allí, en ella, que se fo­ menta la enfermedad de la m uerte, que es esta forma desplegada frente a usted que decreta la enfermedad de la m uerte.” La “enfermedad” reclama ei significante amo, le es necesario este término puro que no esté contaminado por lo vivo. Así sucede con el que se pierde en su tarea y se reduce a lo que él hace. Su acción lo separa. Ella tiene como efecto desembarazarlo de toda relación con su imagen, de reducirlo al significante de lo que ha producido. Su obra lo da a luz, le da un nombre. Tal labor no es del orden de la sublimación, está sin que él lo sepa al servicio del goce de la mujer. En la medida en que el hombre no tiene la misma relación con el goce que esta última, no tiene tampoco la misma unión con lo que hace, con su obra que lo designa, del mismo modo que el falo lo significa. : La obra, la tarea, no representan el trabajo útil que la sociedad reco­ noce. Lo que es hecho puede no ser nada, y sin embargo esa nada será aun para aquel que la esgrime un blasón de su virilidad, la aristocracia

,que él reivindicad Uíi1 Hombre puede estar dispuesto a enfrentarse para defender esa nada, de la cual depende ei goce de la mujer que lo espera en el corazón de su fantasma. El hombre está en un “hacer” incesante. Permanece en este campo de la actividad del cual Freud define la virilidad. Lo que produce lo divi­ de de su propia vida, no solamente de ella, sino también de su obra. Así separada, una m ujer goza del inás-allá de éi. El la hace gozar, en el mo­ m ento mismo en que es sordo a su tarea y en la ignorancia de su acto. Que un hombre sacrifique su vida por una obra, o esté listo a consagrar sus esfuerzos a un icieál que parece a veces magro, puede parecer absurdo e irrisorio. La obstinación viril, el esfuerzo cotidiano, las rivalidades despia­ dadas por apuestas oscuras, el encarnizamiento desplegado en una tarea ínfima pueden evocar,el mito, de Sísifo. Sin embargo, la tarea absurda aparece bajo otra luz, y su objetivo es dar cuerpo ficticio a la enferme­ dad de la muerte, al significante amo del goce. De este último depende el florecimiento del fantasma, y, con él, un goce dilapidado en pura pérdi­ da, un amor de la mujer gastado antes de que su objeto aparezca, porque ninguna en particular está ahí para asistir a esta especie de muerte vo­ luntaria. En el libro de Marguerite Duras, la mujer anuncia la enfermedad de) la muerte. Ella ia anuncia desde un lugar en que era esperada. Ella revela por qué vías vuelve a lo que una vez había sido perdido. Así sucede con este amor: “ ... sin embargo usted ha podido vivir este amor de ia única forma que puede hacerse para usted, perdiéndolo antes de que haya; advenido” . Esta mujer, que ocupa el lugar de una pérdida, informa a su amante la naturaleza del mal que la aflige, el que lleva desde siempre. Su presen­ cia le devela esta inmortalidad del significante que lo mina, y que lo lleva ■ más allá de su vida. “Por el veneno de la inmortalidad se acaba la pasión de las mujeres” (Marina Tsvetaieva; tu ríd ic e a Orfeo) Apoyado en un significante que es primero porque forma el límite de lo vivo, el orgasmo se produce en un punto de báscula en que la sepa­ ración del goce del cuerpo, necesaria a la existencia, se encuentra anula­ da. Actualiza lo que muestra el sueño, el deseo realizado de su tiempo alucinatorio. Como el grito, !a alucinación ocupa el vacío que ella es, y constituye el signo autárquico de un cierre, ese mom ento en que el Otro se encuentra al fin completado por su aparición. Porque el goce femeni­ no no depende de ninguna materialidad y no satisface a nada que pueda llevar nombre, porque es homogéneo al vacío que centra al lenguaje y le

impulsa a su búsqueda, io que él muestre es igual a! tiempo más profun­ do de 1 sueño. Es igual a la primera experiencia de goce, alucina torio, que conoce el ser humano, la que ¡o hace gritar. ■. E! orgasmo, la alucinación del sueño, el grito forman una letra pri­ mera, un descubrimiento traum ático. Tal letra da para siempre al ser hu­ mano una relación particular con su propia existencia: su mensaje des­ cubre la profundidad deí masoquismo erógeno, íntimamente ligado at placer. Este gusto por el sufrimiento es ían original como la existencia, escribe Freud. Ningún sadismo, fuera del de Dios, puede dar cuenta de él. £1 perseguidor al cual este masoquismo responde está en todos iados des­ de donde el discurso vuelve, es llevado por cada una de las letras de la lengua, semejante en esto al Osos del monoteísm o, al cual sus elegidos pueden imputar las crueldades de su destino: ci sufrimiento gozoso que fur.ua el lazo a la existencia, la fascinación por la catástrofe que ella en­ gendra, hacen de nosotros ios iguales" de los primeros cristianos, siempre gustosos de io peor.: Lo posible de la catástrofe, su vacío orgástico, es la prueba por el absurdo de las aporías del goce. Ella prohíbe todo recurso al instinto vital paia explicarlo porque va a encontrar la vida. La prueba original de la existencia se muestra en esta forma de aniquilamiento que representa el acceso a 1o erógeno. El ser humano permanece marcado por un conoci■miento que, aunque sea inconfesado subsiste como un presentimiento y como una interrogaciófi. Su saber permanece ignorado, y sólo revela su fatalidad en lo accidental. El punto donde el goce se realiza está marcado por una imposibilidad de saber. Su centro desvanecido sólo se reconoce cuando un accidente lo descubre. Cuando se dirige hacia él, el deseo se acuerda de lo que no ha aprendido, :es deseo de lo ignorado, de lo anó­ nimo. Sólo lo absolutamente extranjero puede instruirlo. El cuerpo per­ manece marcado por tal incógnita, por la extrañeza del síntom a. La mu­ jeres así ese síntoma deí hombre, ese cuerpo que se iguaia al objeto vacío de su goce, obedeciendo, antes incluso de haber comprendido su orden, : a la exhortación del Otro impersonal que está más allá de él. Este cuerpo entero es todo signo, símbolo de la extrema ignorancia de un cuerpo que se alcanza. El punto de ausencia que marca el extrem o del goce no deja de tener su equivalente. Las descripciones de ciertos estados que la psiquiatría clá­ sica ha designado como “ataques Justé ricos” no dejan de evocarlo. En su artículo de 1909 sobre el ataque histérico, Freud aborda diferentes signi. ficaciones de este síntoma. Estas significaciones, escribe, no son de nin­ gún modo exclusivas una de la otra. La lista que él da de ellas tiene su interés, porque allí se establece una analogía entre el ataque y el orgas-

mo.4 Freud ha escrito muy poco, si no nada, a propósito de la relación sexual. No ha dicho prácticamente nada sobre un fenómeno tan extraño como e l orgasmo. Vale la pena subrayar ei paralelo que él hace no sola­ m ente entre el ataque histérico y el coito, sino también entre estos dos primeros términos y la formación de la imagen del sueño, así como con la bisexualidad. Sin duda esta seriación no es posible sino porque existe entre estos diferentes elementos un punto de homologación. La referencia a la bisexualidad tal como está planteada en 1909 sigue siendo sospechosa de un resto de transferencia con su amigo Fliess, espe­ cialista en la materia. Sin embargo esta bisexualidad no tiene ningún punto de apoyo orgánico, se refiere únicamente al fantasma, y mantendrá siempre la noción, hastíl sus últimos artículos sobre la sexualidad femeni­ na. En el ataque histérico, la “ bisexualidad” significa el arrinconamiento de un fantasma femenino y de un fantasma masculino, que, porque se realiza en un solo cuerpo, permite plantear la equivalencia de! ataque y del coito. Freud retoma ese ejemplo im pactante de una mujer en crisis, que, con una mano -la d o h o m b re- se arranca su vestido, en tanto que con la otra -la d o m u je r- lo aprieta contra su cuerpo. El ataque signa la imposibilidad de una conjunción, de la relación sexual, que se juega sin embargo en ese síntom a y desemboca en la crisis orgástica. Durante el ataque histérico, toda conciencia se desvanece y ¡a escena ^ se despliega en un espacio que evoca el sueño. Freud observa Ja regresión que acompaña a este estado: la escena se desarrolla, escribe, presentando un cierto número de inversiones. Existe, por ejemplo, una inversión de la cronología -y. tal desarrollo invertido se produce igualmente en el sue­ ño. Este último regresa a una misma huella, dei resto diurno al recuerdo de la infancia. La presentación del ataque es idéntico a la del sueño. Es por eso, que si uno prosigue la analogía, la pérdida de conciencia que lo acompaña debe ser ordenada de acuerdo con el goce, puesto que la ima­ gen del sueño es deseo realizado. Se trata de ese... “ retiro pasajero de la conciencia que se puede sentir en la cima de toda satisfacción sexual intensa” . Algo une la imagen del sueño, ei acto sexual, ei síntom a. El ataque histérico realiza ese tiempo del sueño donde el cuerpo entero, a través de la pantom im a que é l presenta, muestra una imagen onírica, orgástica. Puede ser entonces aproximado del tiempo extrem o de goce que está en juego en el encuentro sexual. Sin duda esta serie de analogías nos habla y, en base a la intuición, podría ser considerada com o verdadera. La estructura de ficción de esta 4 Analogía atestiguada por Ja etim ología-de orgasmo, que ha sido utilizada en el sentido del ataque histérico.

verdad merece sin embargo ser llevada hasta ese punto en que otorga una clave, que no aparece en la serie, y válida para todas sus apariciones. ¿Qué princplo único puede haber entre el punto de intensidad máximo del sueño, el orgasmo y el ataque histérico? La imagen del sueño, o al me­ nos su tiempo alucinatorio más intenso, presenta una doble particulari­ dad: por una parte, se trata de la mostración de un deseo realizado, de un goce, por otra tal imagen puede ser leída a condición de que su valor fi­ gurativo sea olvidado: ella funcionará como una letra. Esta letra, figura elemental de un alfabeto infinito, es también la recopilación más depura­ da del goce que está en juego en cada una de sus mostraciones. ¿La ima­ gen del sueño es una letra? Sin duda los hombres han tenido siempre esta intuición oscura de que los sueños ocultaban sentidos, pero su valor con­ tradictorio de imágenes gozosas y de elementos de un alfabeto les ha im­ pedido; hasta Freud, hacer una lectura de ellos. La letra aislada, la imagen, es goce, y por otra parte, la letra asociada a otras letras puede leerse como un “rébus” * Distinguir estas dos vertien­ tes de ía letra es difícil, y hubo que esperar a La Interpretación de los ■■iSueños para que su principio mismo fuera desmontado: la imagen del sueño es deseo realizado, constituye eí elemento de una escritura, que puede'descifrarse como un jeroglífico o un “rébus”. La letra conforma un borde. Cuando es aislada, el goce que ella bor­ dea es semejante al grito del niño, que forma el corazón del Otro, primera : captación de sentido a partir de la cual las significaciones divergen. Cuan­ d o es asociado a otras letras, el todo de tas significaciones se interrumpe, :cae en esta significación cuyo térm ino es el falo. Este clivaje, esta doble ; orientación de la letra puede así dar cuenta de la divergencia del goce deí ^Otro y del goce fáiico. Ella hace borde entre eí desvanecimiento hacia el ; cual lo femenino retom a y el símbolo único del falo, que se refiere a lo masculino. La letra forma una frontera entre estas dos orientaciones. Con ella se verifica la analogía planteada por Freud entre la imagen del sueño, el coito y el ataque histérico. El punto orgástico es semejante al jeroglífi­ co, animal de goce que abriga la escritura de los hombres. Presente en silencio es el momento deí fin, es el punto terminal en que se detiene -la serie de las significaciones del fantasma, desmoronamiento del erotis­ mo en su centro. Semejante al durm iente que remonta, regresa en un espacio onírico hasta ía letra terminal que lo despierta, un goce viene a bascular en otro, del cual difiere. El grito de orgasmo resuena com o una imagen de sueño. Con él cae su letra indi fe rendad a y única, simple vocal

* Juego que consiste en traducir imágenes, figuras, por palabras. (N. del T.)

aún sometida al capricho de una madre impersonal. Existe un punto de ruptura entre dos goces distintos, ruptura que hace grito, y cuando ei fan­ tasma regresando lo alcanza, cuando cumple un trabajo análogo al del sueño, se arrastra con la ayuda de Dios, es decir dei inconsciente, hasta el orgasmo, punto donde el corazón del otro es alcanzado, grito sin padre.

LAS IMPASSES DEL GOCE

“Goce” es una palabra que puede evocar los juegos deí espíritu y el refi­ namiento estético, pero más bien hará surgir la idea de un placer carnal. Existe de éí una representación que sin ser grosera, se desliza del al­ ma a lo animal No se ve menoscabada por el espectáculo que los anima­ les ofrecen: aun cuando están cautivos, aun cuando han envejecido, dan la apariencia de una existencia realizada y de plenitud más que de fatiga. :La enfermedad y la inminencia de la muerte no parece atentar contra ese impulso vital cuya obstinación es a veces asombrosa. Su presencia es una naturaleza de la cual forman parte Íntim am ente, su proximidad sin ruptura, su familiaridad con esta presencia misma están en el origen de la fasci­ nación que ejercen. Cercano al mundo y cercano a ellos mismos, su espa­ cio parece pleno, al menos para el hombre que lo mira habitar un univer­ so sin falla del cual él está excluido. El animal es en esta medida divino. Tal plenitud es propia de todo lo que vive. Puede ser atribuida a la potencia secreta del grano, del árbol, y el hombre que la venera o la con­ templa en las fuerzas naturales confiesa ál mismo tiempo que tal perfec­ ción le escapa. Hace mancha, excepción en lo que él ve. Su existencia de ser vivo permanece heterogénea respecto a lo “natural” , sobre el cual impo­ ne su marca con reforzada violencia. Su aptitud misma para el goce merece ser cuestionada: en él ninguna función, por más vital que sea, procura auto­ máticamente un bienestar. El acto más simple, el de alimentarse, por ejemplo, necesita múltiples rituales cuya significación se nos escapa por haberse vuelto cotidianos. A pesar de su observancia, el hecho de comer

sigue estando cargado de síntomas. Eí sueno también cumple con el soñar una función que Lo aleja de un ritm o de reposo natural. La actividad sexual no escapa a esta regia, su placer encuentra tam­ bién partición. El goce que de ella se espera- es si no la ocasión de angus­ tia, al menos motivo de complicadas maniobras. A pesar de ellas, el resul­ tado esperado no aparece con seguridad. Si hay que creer en lo que dicen las mujeres, el orgasmo es un fenómeno excepcional. En cuanto a los hombres, si bien se preocupan de la cosa constantem ente, se muestran desigualmente satisfechos, por no decir que les es en principio fuente de problemas. El derecho define al goce como el usufructo de un bien, confiando en amplios límites a la discreción de su propietario. ¿Puede tal noción aplicarse ai cuerpo, que es entre todos un bien inalienable? ¿Podemos asegurar nuestra soberanía sin hesitación sobre esta masa de carne y hue­ so que habitamos, o que disponemos de ella a nuestro agrado? La sobera* nía jurídica que cada üno tiene sobre sí mismo encuentra mil obstáculos que tornan caduca tal licencia. Diversas restricciones reducen esta precio­ sa libertad a una simple petición de principio, cuyo ejercicio queda a mer­ ced del otro. Sin embargo, ¿no es acaso exagerado imputar nuestras limi­ taciones solamente a nuestros semejantes? ¿La expresión misma “tener un cuerpo” no es extraña? ¿Por qué no “somos” más bien ese cuerpo? No sólo no somos idénticos a nosotros mismos, sino que además !o :■ que en la duplicidad alcanzamos nos escapa. El dominio de nosotros nos huye, no tanto por las limitaciones que e! prójimo impone como por la división que causa el síntoma. El goce de ser humano, el florecimiento de sus funciones vitales equivalente al del animal parece problemático. Sin duda es por ello que el consunto de drogas, de tóxicos, de excitantes es un hecho de civilización tan universal como la vestimenta, el entierro de los m uertos y la utilización del lenguaje. ¿Es porque habla que el ser humano tiene una relación tan difícil con su propia existencia? ¿Le debe a su captura en un lenguaje que lo precede y le otorga su lugar, una relación tan profundam ente perturbada y pervertida con su cuerpo? Su goce está tomado, capturado en las articu­ laciones de un lenguaje materno que lo deja en su nacimiento en el “sin recurso” , en lo que Freud llamó Hiljlosigkeit. El desamparo del bebé parece ocasionado por su incapacidad de atender sus necesidades más ele­ mentales. Sin embargo esto es también así en un gran número de anima­ les que también pueden conocer un.cierto grado de desamparo fisiológico y de dependencia, y sin que a uno se le ocurra calificar este estado de “sin recursos” . Si la resonancia del Hiljlosigkeit es diferente en el ser hu­ mano, es en tanto está preso en un tejido de signos lingüísticos, cuya sig-

Los im pases dei goce «

nificación última le escapa. Lo que ellos quieren decir y lo que quieren de él lo deja sin recursos. La cuestión que jos signos de la lengua plantean no es sólo la de una falta de comprensión que el tiempo y el aprendizaje podrían remediar. Reside en la polisemia de los vocablos, en el equívoco de su empleo. Los signos que ia componen no dejan de reenviar a otros signos. La lengua no propone al que la emplea ningún puerto de aguas tranquilas, ningún lugar seguro. Es por eso que calificar al que habla de sin recurso no define sola­ mente un, desamparo fisiológico presente en el nacimiento y destinado a esfumarse. Hilflosigkeit describe ese ocultam iento de todo refugio que el ser humano aprende para siempre cuando se encuentra con la lengua materna. Con ella, descubre esta ausencia de protección a la cual el sínto­ ma viene a paliar. En el despliegue infinito de la lengua, el síntoma hace anclar la relación con el m undo: la escribe. La lengua es huidiza, el objeto que ella busca cernir permanece en el equívoco. Cualesquiera fueren las significaciones que forme, conserva en ella misma a io desconocido, un sentido oscuro, no realizado. Lo mismo sucede en ei sueño. Por más lejos que se prosiga su análi­ sis guarda en él algo inexplicado. Exhibe un enigma, la mostración de sus figuras reserva un secreto. Como una letra, la imagen onírica se descifra, ofrece un sentido múltiple. Sin embargo, por más lejos que vaya la polisemia de su lectura, ella no agotará lo que en la ostentación de su imagen es deseo realizado. El jeroglífico dei sueño, su visión alucinada, ■están en el origen de un goce que su desciframiento deja intacto. En el : momento alucinaíorio del sueño, el soñante ve lo que no puede compren­ der, percibe lo que resiste al saber y permanece ilegible. Sin duda que la : imagen del sueño puede atravesarse cuando se lee. Como un róhus, se descifra cuando se une a otras imágenes. En este desfiladero que va de letra en letra una significación se forma, camino cuya pulsación está mar­ cada por el tiempo de ver y por el tiempo de leer. Propulsado en ei sueño por este pulsar continuo, ei soñante se ade­ lanta. Se entrega a esta travesía de 1a imagen que deja detrás de ella un resto, pérdida pura de goce que el pensamiento se esfuerza en ganar. La letra permanece ilegible, conserva el silencio en esta pérdida cerrada en ei punto más profundo del sueño. Es semejante al jeroglífico egipcio, unido para siempre al animal divino que ofreció su cuerpo a las formalizaciones escritas. Su figura gozosa evoca el placer más grande. Expone i una plenitud tan perfecta que aniquilaría a quien capturara si ella no estuviera limitada por la angustia, que encamina al durmiente hacia el despertar y lo hace surgir del punto más profundo de su sueño. Dema­ siado grande, el placer alucinado se autoatraviesa, hace estallar la ima­

gen, y va hacia otra imagen proponiendo una lectura de los signos, una red de pensamientos comprensivos echados sobre el mundo. La imagen onírica que muestra, por ejemplo, un cardo se asociará en los pensamientos a un jilguero.* El pájaro atraviesa la imagen del cardo, y aquel que opera tal transferencia de enigma se aloja entre estos dos vocablos. Puede dormir entre ellos, e inscribir lo posible de su existencia en el punto vacío que separa cardo y jilguero. Recogerá así un saber úni­ co, una verdad sin igual sobre este vegetal o este pájaro. Igualmente olvi­ dará su sueño, esos rébus vivientes quedarán marcados de nostalgia para él solo. Le recordarán lo que ha debido dejar de la planta inmóvil, de su atadura terrestre para volar hacia el despertar. Nunca los conocerá mejor que por ese agujero, a través de la ventana del sueño. Su saber de la plan­ ta y del pájaro no podrá comunicarse, y seguirá siendo secreto: él confor­ ma el resto críptico de una pérdida de goce que va a fundar, paso a paso, el mundo interior de la realidad. La imagen alucinada del sueño ocupa el mismo espacio que lo sagra­ do, ocupa el punto de vacuidad dei O tro. La alucinación no se resume en un trabajo de reminiscencia de imágenes, que no realizan el deseo más que porque ocupan un lugar vacío, y aseguran así una plenitud. La mos­ tración del corazón'1d d T )tro es alucinada, y lo que se devela a través de las figuras que presiden el sueño, los tótems oscuros que limitan el goce, cubre el lugar vacío reservado al dios de las religiones monoteístas. La alucinación muestra este invisible, la causa del deseo, lo irrepresentable que rige la organización de todo lo visible. Ella figura a esta causa última, divina en su inaccesibilidad, esta presentación cuya exégesis no resolverá el misterio, tan infinito como el com entario de un texto sagrado. Lo in­ comprensible del sueño, la mostración de su reserva de desconocido exhi­ ben a un otro pleno y gozante, y el que ve, el durmiente puede proseguir su sueño. Unidad arrancada de'ia conciencia, la alucinación exterioriza una vacuidad, materializa este improbable que durante la vigilia es causa de fe. Su absurdo devela lo que el significante persigue y no puede seguir. El cuerpo del soñante, abandonado en este instante de misticismo del sueño, encuentra un mom ento de plenitud con la pérdida misma de la conciencia; la ausencia del “y 0 ” - Efímera, su imagen pasa por entero en el campo de un O tro, que, brevemente, entonces existe. Eí sueño da una prueba de la existencia de Dios, al precio de la pérdida de la concien­ cia en que el cuerpo está inmerso, así como el sacrificio humano, ya se trate del suplicio crístico, del simple creyente, es el inevitable punto de fuga de la religión.

* En francés chardon y chardonneret. (N. dei T.)

En la Fenomenología del E spíritu, Hegei escribe que los sueños son mejor que el vacío. El lugar del cuerpo en el m om ento de la alucinación del sueño podría ser evocado por este pensamiento que él desarrolla: “Es claro que detrás de la cortina que debe recubrir eí interior no hay nada para ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras ella, tanto para que haya alguien para ver, como para que liaya algo para ver” .

LO A B I L R T O . H A S T A i X X N D b LAS P A L A B R A S PU HD LN L L L V A R N O S

Darle un nombre a las cosas permite hablar de ellas a nuestros seme­ jantes, pero tal uso las deja intactas, olvidadas en lo que ellas son. Sin duda es necesario un accidente como el de la emoción estética para que nos acordemos de ellas, para que su nombre muestre su insuficiencia* La belleza, es a veees,»evocad;l "de una forma que puede ocultar el resorte de aquello que nos conmueve. Sin embargo, su evocación descubre nuestra distancia respecto a lo que nos rodea, exterioriza una privación, que es consustancial a nuestra presencia en el mundo. La belleza de las cosas, de los simples objetos, habla del goce de un modo que no deja de evocar lo efím ero, el tiempo deí pasaje, la muerte. Estos temas han podido inspirar al escritor y al poeta en un tono que puede parecer ahora romántico o pasado de moda. El hombre de letras busca describir, a través de la emoción estética, una verdad cuyo saber permanece oculto. Fórjá y lega así un nuevo objeto, fuente de un senti­ miento idéntico. ¿Por qué, en ciertos mom entos favorables, las cosas aparecen bajo un ángulo que emociona particularm ente? ¿Por qué algunas de ellas, que se conviene en encontrar bellas, tienen este privilegio con más constancia, y pueden llegar a nosotros a pesar de las circunstancias a veces poco pro­ picias? Las circunstancias, en efecto, no son cualesquiera en el advenimiento del m om ento de emoción estética. Si ellas se prestan a él, el decorado más anodino, sí no el más desolado, tomará este aspecto familiar particu­ lar, a la vez próximo y lejano donde nos habla. ¿Pero de qué habla enton­

ces, que nos es tan íntimamente extraño? ¿CirJi es este mensaje que puede si no deshacernos aj menos dar testimonio de una defección tan central ,de nuestra existencia? Una piedra, un jarrón, un cuadro aparecerán en su belleza solamente en un momento de vacío. No veremos el árbol si atravesamos ei bosque con la prisa de una cita. La piedra no es visible más que cuando se mues­ tra fuera del camino. La presencia de las cosas no está dada con su perte­ nencia al mundo. Este jarrón que está en mi campo de visión sólo se me aparece ocasionalmente. Puedo verlo sin mirarlo, y puedo también mirar­ lo sin que se me aparezca aún. Su presencia es sólo ese momento de intru­ sión donde se impone a m í antes de que yo me haya dado cuenta. Me toma en mi ausencia. Su presencia es esta ausencia, y porque no hace más que acudir a este lugar, la cosa muestra su valor cualquiera. Una u otra habrían podido ocupar este espacio. Cuando ella no aparece, equivale al vacío que me ocupa, ella es lo más íntimo, de mí. Así, las cosas que nos llegan no sirven ía mayoría de las veces para nada, nada quieren de nosotros. Más bien, pueden alcanzamos en el ins­ tante en que no podrían ayudamos porque nosotros estamos entonces ■en el sin recursos, en el Hiljlosigkeit. No haríamos uso de ella si se trata­ ra de objetos útiles. ^ Lo que nos llega de este modo entrega como único mensaje esa nada que sólo se muestra porque nosotros estamos en el desamparo. Por eso volvemos a encontrar frente a este vacío nuestra relación primera con el ^oce y el conocimiento oscuro de nuestro ser para la muerte, experiencia inicial inigualable de nuestra entrada en la existencia. ¿Puede haber una experiencia más alta de ia existencia que este m om ento de descubrimien­ to? Conquistar, captarse en las insignias del poder, abrir un campo nuevo a la acción o incluso ai conocimiento, seguirá estando siempre, si no debajo, al menos sin'igual, sin común medida con el instante donde esa nada se devela. Cuando las cosas aparecen bajo su luz propia, despojadas de toda uti­ lidad, su presencia es proporcional a una especie de peso de muerte, que es su afuera más inmediato. Hablar de una presencia de la muerte designa solamente el goce que la belleza mantiene hasta en la separación. La intuición une fácilmente a ia muerte, el goce, y la emoción estéti­ ca, que parecen confrontadas a una única pregunta. En efecto, porque no encuentra respuesta a la pregunta por el goce, el primer descubrimiento del ser humano atañe a lo improbable de su existencia y su mortalidad. ^Sucede lo mismo con la belleza. Porque nos deja sin palabras, ella viene a instalarse en el centro de una vacuidad. La relación estética es aquella que recuerda en io sensible la distancia infranqueable que nos separa de nuestro ser, que rememora un abandono primero.

La belleza presenta un punto de resistencia a la nominación, no se piiega a las restricciones de los símboios, cuya inconsistencia evoca. Per­ manece fuera üe la ley. Sin duda es por ello que su privilegio es también el origen de su exclusión: la obra preciosa o el objeto de arte, por ejem­ plo, se encuentran fácilmente expuestas a la degradación, a la iconoclas­ i a , y reclaman una protección particular. Ya sea que la cree o que ia contemple, cualquiera que permanezca en una promiscuidad demasiado grande con la belleza renace, si se puede lla­ mar nacimiento a este trauma primero del encuentro con la lengua y el Otro que ia anima. ¿La estética puede entonces diferenciarse de una ética, que invita, también ella, a soportar la causa de un deseo cuyo objeto se escabulle? Estética y ética exponen una y otra lo que se reitera de una pérdida ori­ ginal. Sin embargo, 1a primera da consistencia a esa falta: la pulsión del ver, del oír, forman ei resto de un goce de la cual la segunda realiza su econom ía. La relación ética no se acuerda de nada; sorda, muda, se sos­ tiene en la falta que está en el centro de su causalidad. Dispensado de lo sensible, evoca a Edipo en Colona, con los ojos arrancados, soportando aún un instante una especie de horror de existir.1 Él goce estético se extiende en este lugar donde las palabras faltan y esta falta es también lo que la llama. Alrededor de este agujero ancla la relación con el mundo. El perceptum , las sensaciones, se hunden en esta falla que es la condición de su reconocimiento. La pulsión, agujero de órgano, agujero de lo simbólico, llamado de la mirada, de la voz, organiza este vacío donde se refugia lo que, del goce del cuerpo, está perdido, y la sublimación freudiana es el desplazamiento de esta pérdida. Las palabras se llaman entre ellas alrededor de este vacío, alrededor de la cosa que, tomada en las mallas de su red, lo abre. El objeto estético adquiere un valor cuando aquel que lo considera ve en él la huella de un mensaje que se le dirige. Lo que existe así puede aparecer com o un signo hecho para ser leído, como una letra puede ser difícil de descifrar, pero guardando a pesar de ello en ella el sentido de una marca de la providencia, de una manifestación de un Otro divino. Ile­ gible, este objeto ha sido puesto*ahí en una intención que quizás se me escapa, pero que sin embargo me está dirigida. Cuando más opaco perma­ nezca su sentido, más crecerá mi interrogación, y con ella, mi derilicción,

1 Deseo y pulsión articulan ética y estética alrededor del mismo objeto: en el álgebra lacaniana. Se trata del objeto a, que es a la vez causa del deseo y objeto de la pulsión. Si la ética es la posición de un sujeto habitado por la causa de un deseo sin objeto, la estética se enlaza al objeto de la pulsión com o a aquello que queda de un goce perdido.

mí vacuidad frente a lo infinito de la significación que él evoca. La inten­ ción de significación que el sujeto puede percibir en tal objeto le habla de su propia existencia. Buscando leer en el libro dei m undo, es el alfabeto de su presencia que va a hacerle retom o. “Frente a estas cosas intenciona­ les, este jarrón, esta planta, esta silla, que me hablan una lengua incom­ prensible, no soy entonces nada” . Pregunta de aquel que percibe, plantea­ da desde siempre en el O tro del lenguaje, lo deja en esta vacuidad estética cuya nada sostiene el universo del discurso. La cosa lleva un nombre y me espera. Su afuera comprensivo y próxim o enuncia un saber secreto sobre lo que yo soy, y que a m í me escapa. Saber cierto, intraducibie, que no puede transmitirse porque se funda en la presencia más vacía, “idiocia” de una experiencia que sólo puede ser interpretada, librada a la exégesis o a la poesía. La emoción estética cuestiona la precariedad del abrigo que parece ofrecernos la lengua. Su resistencia a las palabras vuelve incierto el uso de los símbolos, Gracias a los nombres, podíam os pensar que estábamos en casa en esta casa bastante extraña que constituye el conjunto del lengua­ je. Extraña, porque los vocablos que nos toman así llaman siempre a los vocablos: el abrigo que ofrecen de este m odo parece en principio tan vasto como todo lo que puede nombrarse. Es incluso m ucho más vasto que el universo, cuya expansión está precedida por la invención de las pa­ labras. Tal casa es más grande que todo lo que la ocupa, todas las cosas y-todos los pensamientos. Su apertura, su desborde, introduce a su habi­ tante en lo inacabado y le da su sentido del infinito. En su escrito titulado “Por qué poetas en tiempos de penuria” , Heidegger explica que nada de lo que nos rodea, nada de aquello hacia lo cual avanzamos podría alcanzarnos, podría ser alcanzado por nosotros, sin pasar por la nominación. “Cuando vemos a la fuente, cuando atravesamos el bosque, ya atra­ vesamos siempre el nombre ‘fuente*, el nombre ‘bosque’, aun si no enun­ ciamos estas palabras.” ¿Por qué debería ser así? ¿Por qué la materialidad del verbo debería autorizar el acceso al m undo? Sin duda tal pensamiento impacta por su valor poético, y la intuición que contiene da a la precariedad del lenguaje su fuerza y su intensidad: el m undo no parece pertenecem os más que por estar revestido del m anto de símbolos que nosotros hemos forjado. Sin embargo el término de símbolo es ambiguo. Si hubiera solamente que entender por él el signo vocal —o escrito - que permite reconocer una cosa como idéntica a lo que ya ha sido, su vaior sería solamente una for­ ma particular de memoria. Poca cosa lo diferenciaría entonces de la sensación, que, también ella, puede ser memorizada. ¿A partir de qué momento los vocablos adquieren este privilegio de

abrir la casa dei mundo? Si las palabras fueran iguaies a las cosas, habría entre estos dos términos, cosa y palabra, una adecuación, una conjunción equivalente a la de un juego de espejo. Las palabras serían solamente el doble, el reflejo de Jo que es nom brado. Y no es así. El símbolo nada refleja. La escritura, por ejemplo, no es un espejo, y aquel que se entrega a ella, descubre en el papel una cara del afuera que él ignoraba, o un pen­ samiento del cual nada sabía. El símbolo evoca otra cosa de lo que pre­ tende nombrar. El trigo es también tu cabellera, la riqueza o el dinero. Su color evo­ ca a tu cabello, pero también al pan, al oro, a la sobreabundancia de iodo lo que puede intercambiarse gracias a ese metal. La conexión de las pala-\ bras entre ellas forma un tejido cuya relación con las cosas es laxa, secun- i daria. Tales símbolos hablan entre ellos antes de hablarnos, y, haciéndo- j lo, forman este abrigo, protección materna de la lengua, en la que habita- / mos separados de un afuera. Este afuera será sin embargo accesible, en la medida en que al menos una de las palabras de la lengua no apele a ninguna de sus semejantes, per­ manezca muda en cuanto a su significación. Así sucede con el tótem o con cl.jjombre patroním ico, que preexiste a la vida y sucede a la muerte dtp aquel que fo porta. Él abrigo de los vocablos deja de ser una prisión, y se abre a la condición de tal nombre. Porque escapa a lo visible, la rela­ ción de las palabras y de las cosas se encuentra desfasada, subvertida. Percibir el mundo sin estar ai mismo tiempo entrampado en él se vuelve entonces posible. Puedo mirar el bosque que atravieso a partir de él. Nombre divino, nombre del tótem ; nombre patroním ico, signo de una ausencia que, cuando es invocada, abre la protección de la lengua, ta! nom­ bre autoriza la percepción: ver las cosas, nombrarlas, está así permitido. .... Este umbral de Uulengua, fundam ento que protege y abre al mundo, reside en un Nombre cuyo modo de presencia es particular porque, consi­ derado en sí mismo, no responde a nada, no significa nada. Cualquier sonido, cualquier palabra ha podido servir de nombre propio/ Nuestros nombres han sido hechos así. Son independientes de la significación de las otras palabras que empleamos y detienen así la hemorragia de su aso­ ciación indefinida. El Nombre del Padre los reúne juntos en frases. Dejan así de abrirse a la totalidad de sus semejantes. Porque puede asociarse a todo, cualquier palabra, cuando es tomada aisladamente, es en sí misma un abismo. Si la hiancia que presenta nor­ malmente no se ve, es porque su contigüidad con otra paiabra viene a obturarla un tiempo, en nombre de un padre que no será jamás conocido por otras vías. El abismo es así lo que marca a todos los vocablos, es, como ha podido escribirlo Holderlin en El H im no de los Titanes, “aquel

que marca todo” . El abismo es el signo de la ausencia de un padre, “la huella de ios dioses que han huido” , para retomar la expresión de Hei~ degger. El que obra sobre ¡a sonoridad de las palabras bordea de este modo un abismo. Se acerca a la locura, porque trabaja en esta ausencia de ga­ rantía, este ateísm o.no sabido que marca la falta siempre en el lenguaje común. Cuando considera las palabras en sí mismas, cuando trabaja su materialidad, el poeta relega a un segundo plano su significación. Corre entonces uno de los riesgos más grandes, porque, haciendo esto, invoca un nombre, convoca un padre que no responderá, que permanecerá sordo a su plegaria atea. Así, la poesía muestra lo que la emoción estética, la relación al goce, debe a la materialidad contrariada del significante a ía cual ofrece abrigo. Para aquel que obra sobre la lengua, el goce, la totalidad del O tro no se evoca sino en el tiempo m ítico en que un significante en su belleza sono­ ra, se aísla y se abre a todas las significaciones posibles.2 El poeta muestra hasta dónde las palabras nos llevan para quien sabe abrirlas y percibir la totalidad que ellas evocan. “Percepción” es uno de los términos esenciales de la obra de Rilke. Se trata dé la “ganze ¡Bezugy\ de la entera percepción, que sería “pura” , o “real” . Ella es también nombrada “la otra percepción” , y ese sentimiento de un percibir pleno corresponde a lo que Rilke llama “lo Abierto” , “das Offene \ Entre ía percepción y lo abierto, se impone una equivalencia de la cual el poeta, artesano deí lenguaje,¡tiene intuición. ¿Qué es lo Abierto? Se trata de este instante, en el cual, sin que nin­ gún límite haga .obstáculo, los seres y las cosas entran en el espacio de una percepción pura. Nada los opone; entre ellos, así como nada impide percibir su totalidad infinita. En este espacio sin lím ite, cada término, por más modesto que sea, aparece igualmente mostrándose, a la luz de su unicidad, de su esplendor único. Así sucede con simples objetos, con “co­ sas de gran costumbre” ... “die grosae gewohnten D i n g e Lo Abierto les da su brillo, y, sin embargo continúan llamando a otras cosas; su brillo es esta infinidad misma. Por más aislada que esté, ia cosa está abierta, y ape­ la a la infinidad de una esencia que no reniega ninguna otra esencia. Sin duda no es fácil concebir al mismo tiem po la percepción, que supone lo finito, y lo Abierto, que significa el sin lím ite. La noción de lo infinito en lo finito es ese m om ento precioso, en el cual, a partir de una mirada dirigida a una simple.cosa, todo es aceptado, consentido.

2 Esta cuestión interroga la escritura de Lacan s(A.) colocada en. el grato del deseo. (“Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en Escritos.) Esta escritura

Lo A bierto,no es un espacio más allá de la cosa, como Rilke señaia en una carta del 25 de febrero de 1926: “Con lo Abierto, entonces, no entiendo el cielo, el aire y eí espacio, pues éstos también son, para el contem plador y el censor, “ objeto” , y, por consiguiente, opacos y cerra­ dos” . ¿Si lo Abierto no es lo del cielo y del espacio, dónde podría resi­ dir? ¿Dónde podrem os encontrar lo infinito en lo finito, si no es en las palabras mismas? Estas últimas son en efecto lo que acude a nosotros cuando percibimos una cosa, pero con ellas aparece también la infinidad de los vocablos que le están asociados. Si las dejamos andar, si nosotros soltamos sus amarras, se desarrolla la circularidad que despliega la asocia­ ción de las palabras entre ellas. Si aislamos una palabra de una frase, evo­ ca el todo de las otras palabras. Sin embargo, no sucede así en cada una de nuestras percepciones, que la m ayoría de las veces permanece cerrada, ¿Cuándo lo Abierto se muestra entonces? ¿En qué instante una palabra evocará el todo de las otras palabras y aparecerá en lo Abierto? Se revela bajo esta luz cuando cae fuera de su utilidad, fuera de su significación. En efecto, cuando la palabra es útil, se detiene y se cierra sobre su uso. Así sucede en el caso del poeta que oirá la palabra por su valor plástico más que por lo que ella designa. Asimismo, puedo percibir la belleza en la medida de la inutilidad de los objetos que la llevan: flores, cosas antiguas, música. Lo Abierto aparece cuando yo tom o una palabra en el hueco de mí miaño, com o artesano, y cuando yo espero. Lo A bierto de ía nominación, del “n am ing'\ se muestra entonces en este tom ar en el hueco, que es un acto. La palabra tomada en la mano resuena con su resonancia singu­ lar, y se abre al todo de las otras palabras. Todos los vocablos son unidos en algunos sonidos y entonces se despliegan. Pueden evocar a estas flores de papel japonesas, que se abren cuando son puestas en un poco de agua. La percepción pura, su infinidad, se palpa hablando sobre este umbral donde el padre es usualmente invocado para formar frases. En este equí­ voco donde un ausente manifiesta su presencia en su falta misma: al abrigo de Dios, las palabras sé muestran en sus caminos. Abierto es el hablar del ateo, o, más bien, de aquel que, reservando al dios su lugar absolutam ente vacío, percibe. ¿Por qué querer lo Abierto, esta plenitud de la percepción, y cuál es su significación? Lo Abierto responde a un querer,

plantea una cuestión porque, com o conjunto de significantes, A debería estar siem­ pre marcado por una falta A - Sin embargo, la significación de la totalidad de tos sig­ nificantes. es decir del goce del Otro, puede ser evocada en las circunstancias que son objeto de este capítulo.

más aun que la planta o el animal nosotros andamos con ese riesgo, nosotros !o queremos” , escribe Riike. Ese querer que quiere ia afirmación, ia aceptación deí Todo, es esta búsqueda activa de un recibir todo, de una pasividad, que se asemeja así a lo que es propio de lo femenino. Hablar aquí de lo femenino puede parecer asombroso para quien conoce 1a vida de Rilke. Sin duda sería me­ jor hablar de un goce en exceso, que es propio de io femenino, pero no solamente de ia mujer, goce que está más allá del falo, más allá de la signi­ ficación. Ei querer de lo Abierto procura este goce, porque su acto se establece más allá de la significación; fálica, es por eso que puede aseme­ jarse a lo femenino. En efecto, io Abierto está barrado cuando las pala­ bras permanecen presas en su utilidad, cuando se aparean en el uso, en la materialidad, en la visibilidad de la designación. El empleo que ei poeta llega a hacer de las palabras no es de este orden: si alcanza io Abierto, es prestando atención en principio ai sonido, a su plasticidad. Privilegia así k> invisible. En una carta del 13 de noviembre de 1925, Riike escribe: “Somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel de lo visible, para acumularla en el gran panal de oro de lo invisible.” ¿Esta metamorfosis de lo visible en lo invisible no puede compren­ derse como ese punto donde el más allá de la significación, ei más allá de la designación de un referente es alcanzado? La transformación de lo visible en lo invisible es expresada por ejem­ plo en esos versos de la novena elegía: ‘Tierra, no es Iq que tú quieres; invisible en nosotros renacer?... ... qué otra cosa, sino metamorfosis es tu misión indiferible?” La metamorfosis pasa por las palabras, pero las palabras mismas pier­ den su visibiidad. Su sonoridad las separa de ella. Las palabras pasan su límite, y se reúnen con lo semióíico de la lengua Otra, materna en su goce, aunque esta última no desemboque en la psicosis porque resulta de un acto. De tal modo, la versión interior de aquel que se expone a este acto lo ilimita. Lo abierto que él alcanza lo abre al instante donde cuestiona la validez del Nombre, su punto de apoyo paterno. El que realiza este acto hacia lo abierto, hacia la pasividad, se encuentra amenazado en el momento mismo en que goza de estar así diseminado en la intimidad ¿leí mundo. Asimismo, una m ujer expuesta a soportar la causa del deseo de un hombre, encuentra su gocé en una pérdida de identidad que la abre a más que ella. El poeta es así echado fuera del todo en el instante mismo en que él

lo percibe, en el m om ento de la “percepción pura” . Su acto es la condi­ ción de lo abierto, de esta percepción infinita de la cual él puede gozar terriblemente, en tanto está ahí perdido. Lo que es amenazante crece al mismo tiem po que lo que salva. Como Hólderlin ha escrito, “Pero donde está el peligro, ahí' crece también lo que salva” . El m undo se da, adquiere su sentido infinito que es el de las pala­ bras, en el instante de ía pérdida de aquel que lo abre. El deseo del poeta es la condición de un sentido reencontrado. Lo que nos salva ai fin es estar sin abrigo y es tenerlo, ese ser, tornado en lo abierto, viéndolo amenazado, para que, en alguna parte, en el círculo más vasto, aquel donde el estatuto nos toca, decirle sí” . (Rilke, Spáte Gedichte) Sin duda “el ser vuelto a lo abierto” está más cerca de decir lo ver­ dadero sobre un goce que se presenta en un más allá del sexo. Si este ser tornado hacia un vacío es goce, éste último es además el signo de una pérdida, de una pérdida que dice sí, al “estatuto que nos toca” en “ el círculo más vasto” . Así, algo que puede aún apenas nombrarse el ser es salvado, salvado en la falta de abrigo, en lo que Rilke llama “el riesgo que a todo se anima” . El más vasto círculo que se abre entonces, aquel al cuai un consenti­ m iento es dado, se despliega en la totalidad semiótica. Tiene como condi­ ción el “ sin abrigo” . Es por. eso que la dereiícción más completa es dada por ¿1 poeta como el signo de una redención. “ El abismo” de Hólderlin debe ser experim entado, soportado, porque en él se funda el universo del discurso, así como en otro nivel, en una falta de acto, la feminización de Schreber es la clave de bóveda del orden universal. Sólo la falta de acto diferencia una mujer o un poeta de la locura, el acto los distingue de la psicosis. El poeta, un m ístico, una mujer, muestran de tal modo, en esa elección del “ sin abrigo” , de un fundamento sin fondo, la región esencial donde el hablar presenta su acuerdo con ej goce de un Todo que se apoya sobre la Nada. El riesgo tomado por el ser, su pérdida de identidad en ese m om ento de sin recursos, ofrece la huella de lo que otros siglos han podi­ do reservar a lo sagrado, cuya región esencial está sustraída a nuestra época. ¿Por qué el ser toma tal riesgo, por qué está tan amenazado en el ins­ tante de lo abierto, en el mom ento de la “pura percepción” ? Para que las palabras aparezcan en este distanciamiento de una pura intensidad donde

son percibidas, discernidas en su totalidad circular y su igualdad, en su completud, es necesario el acto, el “ decir sí” de alguien, del poeta. Sin embargo, en este instante de estabilización, este últim o se sostiene en el lugar mismo de una falla, ia del código que está en la base de! lenguaje. Porque ocupa el lugar de la causa del deseo, del lugar vacío que da su relieve al Otro del lenguaje, el poeta conoce una forma de aniquilamien­ to. Esta otra vertiente de la existencia le da lo que Rilke llama “el todo de la pura percepción” , cuyo acceso es aquello mismo que io separa de él. Está entonces más allá de lo que puede contarse. En el último verso de la novena elegía a D uino, Rilke describe lo que es esta conciencia inusual de una existencia supranumeraria, superilua, echada en un afue­ ra sin límite: “En eí corazón, me nace una existencia supranumeraria” , escribe. Su ser se borra en provecho de la percepción, de ia presencia de un mundo agudo, que lo excluye. Ya no es más que este m undo, su inte­ rior ese afuera donde se alcanza el “W eltinnenraum”, el mundo interior de la realidad. “Por más extenso que pueda ser el exterior, no sufre comparación, a pesar de todas sus distancias siderales - c o n la dimensión de profundi­ dad de nuestro interior” ... (Rilke, carta del 11 de agosto de 1924). El ser es abolido en su m om ento de existencia más intenso porque es entonces la condición misma, orgástica, de una totalidad de goce que lo aniquila. El sentimiento de la m uerte es entonces lo que acom­ paña al acto de “decir sí” . La apertura, así como el orgasmo femenino, está siempre próxima de la desaparición, del desvanecimiento en su asen­ timiento mismo. En los Sonetos a Orfeo, Rilke habla de esta conjunción de lo femenino y de la pulsión de m uerte: 44¡Estad siempre m uerto en Eurídicc, y cantando más, oh sube! ;y alabando más, vuelve a subir en la relación pura! Entre los que perecen, aquí, en el reino del declinamíento, Sé un cristal tintineante, y que ya se rompe con eí sonido” . Una forma de aniquilamiento es también la existencia -cu a n d o está llevada por el acto que lo distingue de la locura. Rilke observa la conjun­ ción de estos valores opuestos, en una carta del 6 de enero de 1923: “Como la luna, la vida también tiene ciertamente una cara que no es su contraria, sino su com plem ento, com plemento para la perfección, para la completud, para la real y salva plenitud de la esfera del ser” . La imagen de la esfericidad acude a la pluma del poeta para definir esta especie de presencia sin retiro, donde conoce su m uerte dando forma

a la circularidad de los vocablos. Sin duda, hablar de “ m uerte” para nom­ brar ese m om ento de aniquilamiento, no es más que una aproximación de lo que el poeta contradice cuando habla en el fin de su frase de ia “esfera del ser” . ¿Pero cómo aproximarse de otro modo a ese momento que es a la vez abolición y plenitud de exisiencia? Riike emplea diversas metáforas para definir el estado de aquel que percibe lo abierto. En las Elegías a D uino, utiliza un término que es nota­ ble porque evoca una forma particular de goce. Este ser para ei cual lími­ tes y diferencias se diluyen, que hace aparecer la esfera, está campeado por el ángel. La carta del i 3 de noviembre de 1925 da una descripción de él: “El ángel de las elegías es la criatura en la cual la transformación de lo visible en io invisible, que nosotros llevamos a cabo con esfuerzo, ya está realizada. El ángel de las elegías es el ser que se hace garante para reconocer en Jo invisible un rango más elevado de realidad” . Así, ei ángel es aquel en quien y por quien se opera una transm uta­ ción de lo visible en invisible. Forma un punto de pasaje, un lugar donde las palabras pasan su lím ite: es esta frontera misma. El ángel es ese ser asexuado que constituye el límite de lo representable, así como el falo limita retroactivam ente todas las demandas de la madre: gracias a él, ías palabras quieren decir ótta cosa de io que designan, conduce io visible de la demanda hacia lo invisible del deseo. El ángel es el apodo de lo que no tiene nombre. Personifica el falo que sostiene abierto al O tro del significante y hace resonar los términos que lo constituyen, que aparecen así en su intensidad, en su carga de de­ seo. Esta intensidad no es la de la significación, no es de ella que proviene el brillo de las palabras, sino de la enunciación que las porta. Revela sola­ mente el sentido angelical que acompaña al acto de hablar: ab-sentido* del sujeto perdido en su decir, que resurge y brilla en las palabras mismas. El puro valor de los sonidos evoca ei acto de decir, más allá de todas las significaciones que puede tener ia lengua y contra ellas también. Sin duda es por eso que Riike puede definir ía existencia como lo que está sostenido por la sonoridad, por la música. El “Canto es existen­ cia” , escribe en los sonetos a Orfeo. “Cantar” es así 1a respuesta a la pre­ gunta que él plantea finalmente, en su última estrofa: “ ¿cuándo somos?” . El canto consagra lo que él ha podido llamar la “esfera del ser” . El sonido da su consistencia a la existencia, le da su peso. Sin embargo, el goce que el trabajo de las palabras, que el trabajo sobre las palabras con­ voca es terrible, porque su condición es la ausencia. Excede a cualquier

*

Ab-sens: hom ófono de absence: ausencia. (N. del T.)

significación, y este exceso mismo, que ordena al poeta del lado de la mujer o del místico, permanece tributario del acto de aquel que a él se expone. El canto de tu enseñanza no es deseo, ni la Búsqueda de un bien que se pueda alcanzar por fin. El canto es existencia. Y el Dios lo tiene fácil. ¿Pero nosotros, cuándo somos?

EL OBSTACULO DEL GOCE DEL CUERPO, SU RESTO

El primer Otro del lenguaje que nosotros encontramos es diferente de la persona que lo soporta. Los signos de la sensación que registran las :■ actividades de aquellos que nos rodean se distinguen de las palabras que significan el deseo y la constelación donde toma forma. El impacto de los olores, del contacto camal, de la textura sonora tropieza, a pesar de su\ fuerza simple, con la polisemia y con el olvido. En cambio los signos del lenguaje permiten la formación de una memoria, porque pueden ser re-i producidos por aquel que en principio lo soporta. Dependen de su acto, es por eso que se acuerda: el recuerdo no se mantiene más que con el dominio de la lengua, si se puede llamar dominio la relación que mante­ nemos con las palabras, y si el nombre de memoria conviene a lo que se establece con la represión. El Otro se resume bastante rápido en un conjunto de signos, reside en un no-ser relativo, o más aun, en un ser prestado, que, considerado en sí mismo, no tiene común medida con lo que él representa. Existe una ; separación entre la persona y el Otro m aterno a la cual ella ha dado su consistencia, su voz, su olor, y esta separación forma un primer trauma. Frente a ella, algo falta, algo es disimétrico a su recuerdo. La intuición de un vacío, de una falta que la habita, el sentimiento de que ella es disímil de un recuerdo más grande que ella, del cual ella es soporte, in­ troducen ya la noción abrupta de su castración. La castración puede ex­ presarse simplemente con la noción de una inadecuación, de un trauma­ tismo, en el m om ento en que, frente a la persona que aparece, acude el recuerdo del Otro al cual ella soporta, que le es inconmensurable y com-

. promete en esía búsqueda interminable de la cosa y del nombre que diría su falta. El Otro difiere de la persona que lo encarna. Pura exterioridad, se presenta como un lugar, constituido por los signos de la palabra, por esos signos que reclaman algo más allá de ellos, baño de ía lengua, magma sonoro abierto, abierto para la pregunta del niño que los oye. Los voca­ blos no se parecen a preguntas, no apresuran con su demanda sino en la medida en que permanecen incomprendidos. Los sonidos no se abren así más que porque alguien los interroga sobre lo que es para ellos..Algo 110 está incluido en eí conjunto de las palabras, y esta ausencia se articula a la castración. La demanda, por una parte, y ía cosa ausente, por otra, for­ man un todo discordante que es el correlato de ia inadecuación deí Otro a la persona que lo soporta: el objeto de las demandas ocupa eí lugar de ,esta inadecuación. Es por eso que la falta que es inherente al lenguaje se refiere finalmente ai cuerpo. La vacuidad que agujerea ía lengua concier­ ne en principio al cuerpo de la m adre, a su castración. ¿Un niño puede .comprender, si no lo que dice su madre, ai menos que lo que ella pro­ nuncia se dirige a él, y que él está obligado de responder allí? ¿Puede .entrever que está preso por lo que le es dicho, encontrando así fuera de éí ía imagen de lo que él debería ser? No será nunca posible saber sí5 desde que nace, el ser humano se inte­ rroga sobre lo que éí es. Por el contrario, una respuesta lo espera antes de .que se plantee tal pregunta. La antecedencia de una respuesta incompren­ sible, la alienación que ella programa, no son tan paradojales como parece iniciaímente. Las respuestas preceden generalmente a las preguntas; las dei síntoma, por ejemplo,, se manifiestan antes que las preguntas se plan,teen a propósito de é l . . Lo que ya está ahí es incomprensible y sigue siéndolo, insiste en su silencio. Todo lo que se expresa se agota, si no en definirlo, al menos en .conformarse o en oponerse a la cosa que está presente pero que no dice sin embargo su nombre. El “ yo” (je) busca su lugar en ese lugar de inde­ terminación. La vacuidad de un puro deber, incomprensible en su movi­ miento, se anima y se tiende sobre este agujero. Si la cosa permanece ininteligible, no es porque el niño no compren­ de nada de la significación de cada una de las palabras que componen .esta lengua extranjera que es en principio la lengua materna. Si ignorara ¡solamente el sentido de las palabras, tal desconocimiento podría fácil­ mente encontrar su solución. La correspondencia de ciertos fonemas y de ciertos objetos particulares, el valor de signos de ciertos sonidos, puede ser aprehendido bastante rápido por el niño, como por numerosos anima­ les. Todo lo que vive debe por otra parte aplicarse en traducir, en decodificar signos.

No es porque existiría una falta de comprensión de las palabras que comienza el enigma. Lo desconocido se descubre a partir del instante en que el significante muestra su diferencia con el signo. Contrariamente ai signo que designa un objeto, cada térm ino de ia lengua se define en rela­ ción a los otros términos, y se encuentra así opuesto a estos últimos. Una sola palabra será definida poco a poco por el conjunto del vocabulario, se opone a la totalidad de los vocablos. Lo que dice una madre es incom­ prensible porque cada una de sus palabras se refiere a tan vasta totali­ dad.1 La significación, y no la cosa nom brada, es hermética, circular. La respuesta que espera el niño permanece impenetrable porque significa ese todo, esta plenitud de los vocablos que se llaman entre ellos. La multípli-: cidad de los nombres encadenados evoca un goce opaco, esférico. Asila primera interrogación de un niño no será una pregunta filosófica sobre el ser, ni una pregunta teológica sobre el origen del verbo. Tratará de com­ prender lo que podría adecuarse a este goce... y el pensamiento se detiene aquí, porque no podría haber una: ninguna palabra puede definir el todo de las palabras. El nombre de Dios mismo debe entonces ser callado. Si fuera pronunciado, no formaría nunca más que un nombre suplementa­ rio, caparazón vacío en el mar de lo que se nombra. ¿Qué respuesta pue­ de entonces haber frente a tal vacio, frente a tal ausencia de lo que diría­ la significación del goce? ¿El cuerpo es aquello que viene a paliar tal va­ cío, y su ser se ofrece en holocausto a la falta de pensamiento, se desplie­ ga vatjfunente a causa de esta falta de fundamento? / Así ha sido en el caso de los primeros significantes que se han im­ puesto a nosotros: el pretexto de la alimentación, de la limpieza, del can­ to no nos habrá dicho por qué el amor nos ha sido dirigido. No porque la oferta de alimento haya conservado en ella algún equívoco, lo que quiere decir es claro: se trata de comer porque el alimento remite a la totalidad de una significación que permanece enigmática. Así la boca es arrancada, recortada, al filo de la navaja significante, dejando abierta más allá de ella el enigma de lo que quiere el Otro. Nada puede recubrir ese agujero, pendido de todos los órganos, si no es aquel que los descubre. Los descubre y los recubre en un mismo movimiento. Ocupa el lugar exacto cuyo contorno fue trazado por la pregunta. La imagen del cuerpo se encuentra entrampada en el lugar mis­ m o en que resuena el llamado de la totalidad. La significación enigmática del O tro, el goce, se encuentra en principio articulada a la Imagen del 1 En álgebra lacaniana, la referencia a tal significación total se escribe S(A). E3 interés de esta escritura es mostrar que el conjunto teóricamente abierto de una se­ rie de significantes definidos uno por otro al infinito puede sin embargo totalizarse en el nivel ds la significación evocado por uno de ellos.

.cuerpo en la que se hace reconocer. Lo que permanece irresuelto en el nivel del lenguaje va a entram par a la carne en su falta de respuesta. Eí enigma del goce es transvasado en ia imagen. Por eso ella capta ai cuerpo del prójimo, lo inviste con la omnipotencia de una significación total. El conjunto de las palabras y las demandas formuladas por la madre en­ gendra esta pregunta, esta especie de hondonada en la cual la erogencídad del cuerpo se encuentra capturada, ¿Cómo es que el significante pue­ de tener un impacto tan inmediato sobre el goce? Porque el Otro del lenguaje forma un conjunto abierto por el objeto mismo de las demandas que lo constituyen, colmar esta hiancia, hacer a partir de ella una totalidad, engendra ese primer sueño de goce donde el sujeto copula con la lengua. El todo del O tro, su autarquía, es el horizon­ te inicial dispuesto por el universo de las palabras. ¿Tai sueño de felicidad simbiótica puede alguna vez ser realizado y cuáles son las vías que se abren a él? Si pudiera ser com pletado, el O tro no podría serlo más que por un término homogéneo a lo que lo constituye, es decir por un voca­ blo. Sin embargo, ninguna palabra podrá ser adecuada, ninguna de ellas puede pretender ofrecer plenitud: cualquier térm ino puede siempre remi­ tirá una palabra que lo define o a la cual se asocia;la hiancia del Otro no liará nunca otra cosa que ser expulsada cada vez más lejos en un proceso infinito que es inherente al lenguaje. La asociación de las palabras entre ellas, sea según los pensamientos que evocan o según sus amistades sonoras, se extiende en un movimiento .■■ :indefinidamente circular. El afecto qué los vocablos se prodigan es fuente ; de un placer estético que aparece en el trabajo poético. El juego de pala­ bras, sus copulaciones homofónicas, puede también ser motivo de risa. Existe por último en la locura un m om ento extrem o en que la materia ■:verbal se asocia indefinidamente a sí misma, engendrando angustia, o más bien un placer angustiante. A través de estas experiencias, un goce total es perseguido a través de las palabras. Sin embargo, porque un significan­ te remite siempre a su hermano, la madre lexical, el O tro lenguaje al que ella encama permanece incompleto. El goce de esta madre es imposible, e intentar alcanzarla al fin del vocabulario atrae hacia la m uerte o la locu­ ra. La alucinación de un cuerpo fragmentado, de un desperdigamiento orgánico responde por el punto de imposible que encuentra esta forma de goce. En efecto, el cuerpo no puede satisfacer lo que las palabras reclaman. Para hacerlo, sería necesario que fuera homogéneo a la lengua que lo rap­ ta, y si tuviera que estar preso en su cadena, estaría expuesto a la disemi­ nación del significante: su representación se encontraría fragmentada. Tal fragmentación, signo del goce del O tro, transexual, está acompañada de una angustia de eviración, de destripamiento, del horror de perder los sig­

nos de la sexuación, de estar vaciado de sangre. Así, por una parte, la de­ m anda.de la madre, del O tro del significante, convoca al cuerpo a su altu­ ra, le da su erogenéidad; la estructura misma de ia lengua, su dinámica, describe un vacío al que ei ser humano es llamado a habitar. Pero, por otra parte, aunque este movimiento es en sí mismo goce, el principio sobre el cual se ordena descubre su límite en una circularidad infinita. En él, un imposible se realiza, ya que el cuerpo está entonces diseminado en la infinidad de las palabras. Aquel que busca comprender lo que quiere su madre, el que busca leer un significante leído en el Otro, va a agregar su cuerpo al vacío de lo que le escapa. A

+

x

La “ x ” de su pregunta se agrega al todo de las palabras, al que se ve confrontado. Como cuerpo, está perdido por su lectura, identificado coa su propio acto, que lo libera: haciendo esto, hace gozar al Otro al que él completa por un instante. Lo llena, no gracias a ía palabra nueva que aca­ ba de leer, pues esta última planteará de inmediato un problema idéntico,; sino gracias a su presencia. El goce del cuerpo que de tal modo se establece es terrible, porque atrae a ese cuerpo hacia lo infinito. En efecto, cuando la lectura de un primer térm ino se acaba, la palabra que habría debido permitir la com­ prensión apela a la siguiente. Tal movimiento se repite así, indefinida-m ente idéntico a senilismo. A A

4-

X

A

+

X

A

+

x , etc.

Cuando un significante busca cernir el objeto del goce, provoca una regresión al infinito, a través de- la cual se reitera una misma pregunta so­ bre el valor del signo. Un vacío, un agujero, forma la primera constante del universo del.discurso. El O tro del lenguaje permanece incom pleto. Si su goce es pensable, es sin embargo imposible de soportar. Cuando el cuerpo se expone a él, se ve preso en este fragmentamiento que acompaña a la regresión al infi­ nito de las palabras. Los vocablos se hunden, su consistencia es tan huidi­ za porque cada uno de ellos se refiere a la totalidad m ítica que persiguen. Su sucesión hace retroceder indefinidamente un vacío y nada parece au­ torizar en principio una puntuación conclusiva. Desgranar el rosario de

ios significantes parece constituir una operación sin remisión. Si eiia conocerá aigún respiro, no será diferente del que conquista Sísifo antes de ver a su roca voiver a caer en ei abismo. Sin embargo, el goce indefinido- de las paiabras, su asociación polisémica, se interrumpe un instante cuando una frase se forma. ¿Cuáles son ias condiciones particulares que permiten tal suspensión? ¿En qué m o­ mento algunas palabras entablan entre ellas esta relación desigual don­ de una frase va a encontrarse amarrada? Los vocablos se estabilizan cuan­ do cesan de remitir al conjunto lexical, al bullicio semiótico del cuerpo mítico materno. Para que las paiabras dejen de apelar al goce de la madre, un signo de su ausencia es suficiente. Esta condición tiene su m ito, presentado por Freud a través del complejo de Edipo; ei deseo de la madre ya no atañe entojiees ai cuerpo dei niño, sino que se dirige a un significante paterno que no es reductíbie al genitor. El Nombre del Padre significa una inte­ rrupción de la presencia de la madre, o sólo de sus demandas. A condi­ ción de una invocación implícita dei Nombre del Padre, un significante se . define por otro, una frase puede ser form ada.3 En la frase “el cielo es azul” , la primera palabra es “cielo” {cid). Cuan­ do este término es considerado aisladamente, puede ser asociado mental­ mente con una infinidad de otras paiabras, por ejemplo ojos, o incluso . mar. Por asociación sonora rimará con alas, elia, miel (ailes, elle, miel)', se ve arrastrado así tan lejos como esta sonoridad lo llama y, cada vez, vol­ verá a encontrar un relevo del pensamiento. El significante “cielo", lleva­ do por sus contigüidades o por su sonoridad, entraña una significación ¿total, es pleno, unario. Sin embargo si está ligado al “azul” , se verá defi­ nido por uno solo de sus rasgos. Ei cielo es azul porque no es negro, ni ¿blanco. E! “azul” se define en relación a un par implícito, es binario, y su duplicidad detiene la polisemia dei significante. Esta frase es el acto de un suje.to. Define al ser del cielo y, planteando este juicio, significa en principio su presencia. Toda frase es una puesta en escena implícita del ser, de ia esencia. Sin embargo, este ser resulta solamente de un acto, que no agrega nada y que pone en escena un punto de nada. En la frase: “el cielo es azul” , la cópula del verbo se puede reemplazar por una coma: “ei cielo, azul” . Un ser abolido se muestra en un acto que es el del sujeto cuando nombra.

* En álgebra lacaniana, la igualdad de las palabras y su asociación indefinida se escribirá como una sucesión de significantes unarios(Si S i..,). Este encadenamien­ to significa el goce del Otro. La formación de una frase, pasaje de St a S 2 tiene co­ mo condición la ausencia dei Otro, o el Nombre del Padre. Se inscribe en e! goce fálico.

Poesía tí prosa, entre lo imposible de la evocación de! cielo, del azul malíarmeano, y la posibilidad de enunciar una simple frase, se abren dife­ rentes relaciones al goce. Permiten evaluar ia ganancia de la operación obtenida gracias a la binaríedad, al cualitativo, o incluso gracias a la gramaticalidad. Lo que era en el origen falta abrupta del O tro, llamado frag­ m entante al goce, se reencuentra en eí final de este recorrido como falta del sujeto mismo, desvanecido en su acto,,.ausentado en el trabajo que efectúa sobre el signo. En el instante que nace como sujeto del significan­ te, desaparece coom .cuerpo de goce. Hablando se produce como existen­ cia, y el goce del cual es separado se refugia en el m ito de un paraíso per­ dido que se arrastra con las palabras, encadenado al significante y se en­ cuentra, como él, exilado fuera del cuerpo. Las frases son a partir de entonces una condición del goce del cual el sujeto está separado por todo el espesor de la lengua. Porque este nuevo goce, situado fuera del cuerpo, tiene como condición al Nombre del padre, puede ser calificado de fálico, término que evoca al símbolo de la paternidad. El deseo y el goce develan en esta coyuntura su relación sesgada/El deseo resulta de una prohibición realizada en Nombre del Padre sobre un goce primero del cuerpo lexical de la madre, operación que fonna la estructura del complejo de Edipo. No existe sin embargo oposición entre el primero y el segundo, porque se articulan en el mismo punto de estruc­ tura. La invocación del Nombre del Padre tiene esa curiosa función de plantear una prohibición sobre aquello que, aunque imposible de alcan­ zar, no deja de constituir un retrospectivo. El padre echa de un perdido paraíso de ficción. No solamente el hombre sueña con recuperar lo que no ha tenido jamás, sino que aquello con lo cual sueña significa su desaparición.3 La articulación del Nombre del Padre y del falo aprehende al goce como a ese mito paradisíaco, como a esa figura de un vacío yacente en una falta de la nominación. A la significación vaga e indeterminada de lo que el Otro demanda, todo y cualquier cosa podría responder. Sin embargo, porque existe tal indeterminación, el cuerpo mismo es llamado a este lugar. Corresponde entonces a esta significación vaga misma: define a este objeto de goce que se nominará falo en la retroacción del Edipo. La primera consistencia del símbolo fálico es así la del cuerpo, y este emblema, enigma de la signifi­ cación del O tro, debe ser distinguido dei pene. El cuerpo entero es el primer avatar de un falo cuya característica es ser m aterno, porque delimita el objeto de su goce. Por eso el varón como 13 Por eso puede ser angustiante dormirse, como si el dormir fuera el umbral de una muerte inminente, en el m om ento en que el sueño muestra el objeto de deseo.

la niña tendrán esa certeza de que la madre tiene ei falo. Tal símbolo se muestra cada vez que la madre habla, es en principio efecto de significa­ ción y se encuentra diseminado en cualquier lado de donde el discurso retorne. Una significación sexual resuena con todo acto de nominación. Si fuera solamente así, la totalidad del universo estaría habitada por la significación fálica, de la cual el cuerpo de aquel que nom bra, semejante al del presidente. Schreber, sería el lugar de copulación. Para que tal dispersión de la significación se interrumpa, es necesario que pueda ser localizada, fijada en un punto, y no podrá serlo más que por otra significación, puesto que esta última equivaldrá siempre a la pri­ mera y la acom pañará.El padre circunscribe la significación del falo. La aúna bajo su nombre: de imaginaria, se vuelve simbólica porque designa en ese momento la falta en que el deseo se origina. ‘'‘Falo” pasa así por dos valores sucesivos que es necesario oponer. El pasaje de uno a otro libera al cuerpo de su valor fáiico, que investirá al pene. El Nombre del Padre es motivo de una inversión de la función falica. Su ruptura m etafó­ rica nombra una ausencia y delimita un nuevo goce que está fuera del v.cuerpo, que es significante sólo porque el “ padre” no tiene existencia más que por su nombre. El significante de la paternidad hace ruptura en la infinidad de las significaciones, testimonia de la presencia de una falta en el Otro del len­ guaje. Salvando todas las distancias, el pasaje de la polisemia de las pala­ bras a la metáfora paterna evoca la ruptura que el m onoteísm o ha intro­ ducido. El politeísmo que lo precedió sigue siendo siempre de alguna for­ ma oscura, m aterno. La invención del Padre funda ei primer movimiento místico del “parlé tre'\Jorm a. una primera reserva de absoluto. Porque con eí significante paterno el goce se localiza y diverge, la imagen del cuerpo es liberada de un valor fáiico que desde entonces es deportado a la lengua. £11 este pasaje, lo que el Otro reclama queda sin nombre, y esta falta delimita la fuerza de un deseo que, porque no puede saberse, permanece siempre diferente de io que puede alcanzarse. Frente a la impasse esencial que encuentra, ¿en qué se transforma el goce del cuerpo? ¿Está destinado a desaparecer cuando se transforma en goce fáiico? ¿El cuerpo no escapa a la dispersión más que ai precio de una pérdida que lo excentra para siempre? No es así. En eí proceso que acaba de ser descrito, la represión del goce del cuerpo se produce de for­ ma tal que este goce se recupera en el nivel de la pulsión. La operación ejecutada sobre lo que significa el deseo de la madre conduce a traducir los signos que emanan de ella en otros signos, y este trabajo comprensivo, desde entonces limitado por el significante paterno, modifica el valor de las palabras. Antes del pasaje del significante unario al significante bina­ rio, cada palabra tiene un valor universal, evocando al Todo de la signifi-

caeión. Librada a ¡a polisemia sonora, ei conjunto gozoso de la iengua será convocado para definirla. No sucede lo mismo cuando el sujeto bus­ ca traducir un signo por uno de sus rasgos. Las palabras dejan entonces de sejr esquizofrénicas, ..y:áa-significación obtenida, relativamente unívoca, pone en falta a la resonancia universal que en un principio se oye. Cuando un significante cualquiera es utilizado para formar un mensa­ je, su universalidad, el goce del todo que éste programa potencialmente se encuentra interrum pido pero permance no obstante disponible. El pa­ saje de una significación total a su paríicularización en una frase significa un fracaso del goce del cuerpo, que tiene com o condición la universalidad de las asociaciones verbales. E! m ito paradisíaco, el incesto queda en reserva detrás de cada frase, detrás de cada palabra'que guardarán siempre su poder de despliegue, el deseo incestuoso constituye una reserva de sentido acumulada detrás de !a significación de cada frase, de cada pensamiento. El vocabulario termodinámico de Freud conserva acá un valor meta­ fórico irreemplazable: esta reserva de sentido constituye un potencial ‘‘energético” , acumula una cierta fuerza, cuya constante es fácil de defi­ nir, ya que se establece en el diferencial que va de la significación al sen­ tido, trabajando en el nivel de la fuerza pulsíonal, que Freud llama el “Drang”. La fuerza de la pulsión no tendrá entonces nada del instinto vital o de la exigencia fisiológica. La fuerza pulsional es el resto de esta sustracción del goce del cuer­ po, cuya operación constituye la represión originaria. En tal proceso, uno o varios significantes no son reprimidos por la captura en la significación. La represión se efectúa únicamente sobre la universalidad de las conexio-' nes de un significante cualquiera, y concierne al goce del Otro. La signifi­ cación de una frase ordinaria, separa el significante de su simbiosis con ei Todo, con el Uno de la lengua m aterna. Freud jamás consideró a la represión como un acontecimiento histó­ rico cuyo mecanismo se establecería de una vez y para siempre. La repre­ sión reclama, al contrarío, un trabajo constante, que por otra parte no será nunca suficiente para contener al sueño, al lapsus, al chiste: al retor- ; no de lo reprimido. Este proceso permanece oscuro en tanto no sea refe­ rido al efecto del significante. Cada pensamiento y cada palabra, cuando se forman, dem andan,un cierto trabajo de reflexión, que es relativo ala universalidad cié las conexiones de las palabras que la componen. Al con­ trario, cuando una palabra es liberada de la significación de una frase, descubre su polisemia; su sonoridad autoriza entonces tantos juegos de palabras y de asociaciones verbales como uno quiera. Este movimiento expansivo de la materia significante, siempre potencial, exterioriza la fuerza puesta en reserva con el sentido. Esta fuerza rige formaciones del

inconsciente como e! lapsus, o el chiste, y ésta es detenida cuando, en una frase, una palabra califica a otra, discriminación que necesita del jui­ cio, del acto de un sujeto. /E l goce tota i del cuerpo encuentra una imposibilidad lógica, porque se sitúa en el nivel de una pregunta para la cual no hay respuesta. Engen­ dra angustia. Por el contrario, es posible interrogar al deseo materno con sus propias armas, con los significantes. El goce es puesto en reser/a a ni­ vel de lo pulsionai. La discriminación, lo diferencial del pensamiento, detiene a la poli­ semia de ios signos, cuya fuerza sustraída vuelve a surgirá la altura de la pulsión, la que se encuentra entonces en un espacio que escapa para siem­ pre al lenguaje, aunque este último la condicione. La fuerza pulsionai se ejerce en exclusión de la dimensión significante, a la cual está articulada. El latido pulsionai, refugio del goce, está marcado por el movimiento del significante, por su pasaje incesante de lo mismo a lo diferente, por su ■Vdesplazamiento alternativo de lo unario a lo binario. La vuelta de la pul­ sión describe su juego, despliega su fuerza en este espacio en el que lo diferencial del pensamiento al formarse se separa, se excluye del univer­ so de las paiabras. La palabra desplegada no comprende nada de esta fuer­ za que sin embargo produce. Los significantes son así Otros que ia pul­ sión que gravita en su centro. Esta recupera en su nivel una fuerza en la que el Otro muestra su poderío, en ei instante mismo en que su vacío aparece. Lo que el O tro m ítico, el Otro del sueño, habría debido encar: nar fluye en su centro, se revierte en fuerza pulsionai. Así, la pulsión es Una, constante, indestructible. A través de ella se reencuentra la irreductibilidad del deseo inconsciente, el mito de un O tro sin falla. La tensión hacia el goce del cuerpo confiere su unidad a la pulsión y lo imposible mismo de su objeto hace de ella esta fuerza vacía que anima a un sujeto en fadm g, dividido: porque el goce pleno del cuerpo está barrado, la fuerza de la pulsión no encuentra consistencia. A falta del cuerpo entero, se expande por los agujeros de sus órganos. Los orificios : dei organismo forman así el refugio, el abrigo vacío y constante del goce, que se aferra a la boca, ai ano, a la mirada... ; La estructura de borde de algunos órganos exterioriza la fuerza que /está en reserva a causa de la imposibilidad de la universalidad semiótica. Ofrece esta pura potencia siempre exterior, fuera del lenguaje, que insí trunienta un cuerpo y le da una armadura, siendo que ninguna realidad permite captarla. Forma la huella muda, indeleble, de una represión que no podrá jamás dar sus pruebas por otras vías. En el instante en que el significante pierde su valor universal, sus derechos sobre ei cuerpo, la pulsión viene a funcionar como Uno, como rasgo agujereando indefinidamente el orden del universo en el lugar mis­

mo de su falta. Lo que se encuentra relegado ai rango de un mito paradi­ síaco en el orden del lenguaje resurge en los agujeros del cuerpo, en el comer, el ver, el ser visto, en que el sujeto se goza a través del “ hacerse” sin pensamiento de la pulsión. La pulsión se constituye en el instante de una represión originaria sobre el goce dei cuerpo, y conserva la huella de esta Urverdangiing -re s to de una simbiosis m ítica centrada sobre un vacío. Permanecerá marcada por su objetivo de origen, que es incestuoso. Es por eso que So real de un síntom a toma consistencia en este nivel. Sucede así por ejemplo en la ceguera histérica. La percepción es enceguecida por lo que, de la mirada, erige una relación, hace cópula con un Otro oscuro, disperso en lo real. Más aun, la pulsión, la Urverdrangung continúa viendo mientras la mirada se obnubila; “los que están atacados de ceguera histérica no son ciegos sino para la conciencia; en el incons­ ciente ven” , decía Freud.4 El clivaje de la percepción da como resultado la ceguera cuando lo que es visto, cualquier real, adquiere valor de inces­ to, y así sucede cada vez que un padre desfallece. El enceguecimiento histérico permite develar lo que la nominación del padre gana sobre lo real. Si el padre es aquel que es im plícitam ente invocado en el momento del acto de nominación, este acto es también io que rige el acceso a la conciencia. La ceguera “consciente” sobrevendrá cuando un padre se muestre en falta. La seducción, por ejemplo, tendrá tal efecto sintomáti­ co; seducir a un padre o a su semejante libra al incesto, oscurece io visible. Todo lo que lo real tiene de sexual se devela en esta articulación. Para el ser humano, la dimensión sexual, la impasse de su goce y su resto son los instrumentos de aprehensión de un real que no se resume en la materialidad que precede al acto de su nominación. Retroactivo, lo real sólo está ya ah í en el aprés-coup que lo delimita. Forma el resto deí acto de hablar, presente en este intersticio que Jas palabras no ifegan a nom­ brar. Cualquier frase lleva en ella el agujero que lo real instituye. Cuando escribe el “Esquema” en 1938, Freud describe lo real como lo que será... “ siempre no reconocible” . La precisión del término es im­ portante, porque muestra que lo real escapa, no a ia percepción, sino al reconocim iento, al saber cuya armazón esencial es el del significante. Cuando se despliega, la palabra intenta responder al enigma que plantea el goce, cuyos significantes son los verdaderos órganos. Esta palabra se despliega infinitamente, el pensamiento prosigue sin tregua porque no puede delimitar qué objeto le sería adecuado. Así, lo real que las palabras pierden y el goce que buscan definir se recortan y muestran su homoge4 “ La perturbación psicógena de la visión, según ei psicoanálisis". Obras Com ­ pletas, Ed. Amorrortu, tom o II.

neidad. Lo real es sexual en esta medida. El sentido sexual se pega al sig­ nificante que lo enmarca y al que desborda. Ciertas palabras, algunas representaciones parecen más particular­ mente próximas de un sentido sexual. Sin embargo, limitar la orientación de la sexualidad humana a la inflexión que le dan ciertos términos es demasiado restrictivo. En efecto, todos los vocablos han sido tomados, en principio, en una significación única, la de las demandas de una madre, y todos han sido subsumidos por el símbolo fálico. Es por eso que el con­ junto de ios actos de lenguaje se desplegará siempre en este espacio del cual el más allá está limitado por el falo, y del cual el más acá esta abierto al goce mítico. Todo lo real está preso en estas tenazas. Cualquier frase forma este instrumento de aprehensión, esta pinza cuyas mandíbulas -mito paradisíaco del goce y falo patern o - vienen a ceñirlo. El sentido'sexual de lo real se descubre entonces en su ambigüedad. Por una parte, está marcado como ese punto desde el cual la pregunta por el goce puede retornar, y, por otra parte, permanece imposible de alcanzar, pues el instrum ento que se le aproxima es también el que lo separa de él. El mundo devela así su erotismo, muestra su proximidad a la causa del deseo que nos permanece distante. El causa solo, hace cau­ sar.;^} lugar de lo “no reconocido” evocado por Freud es propicio al des­ pliegue del fantasma. La efracción que él descubre, centro de la ensoña­ ción en que se forma el mito de la Mujer, es el lugar del encubrimiento de lo que no es cognoscible. El fantasma, la Mujer, ocupan el lugar de lo real, insisten en ese lugar en que permanecen incomprensibles. Una mujer fantasma tica rige el desarrollo de las frases de ias cuales ella es la exclui­ da, Ocupa el lugar que la significación fálica no llega a alcanzar, y escapa en esta medida a lo razonable, a lo que se comprende, al significante. La causa del deseo está en lo real, y sin duda es por eso que el hom­ bre se esfuerza en conquistarla como si se tratara de una mujer. El hombre de ciencia, que busca ganar un saber nuevo, el filósofo, inclinado sobre un concepto nuevo o sobre su especulación, descubren un nuevo espacio, avanzan con un placer angustioso idéntico al de aquel que está atorm en­ tado por la mujer. Experimentan un donjuanismo deí pensamiento, que da su sentido sexual a lo real.

DE ANGUSTIA A LA ANGUSTIA: •ADVENIMIENTO ÉTICO

¿Cómo pudo Adán en su estado de inocencia comprender la noción de pecado? En efecto, todo le está perm itido al inocente y su único freno / no debería residir más que en las imposibilidades que pueda encontrar/ Para él una prohibición no tiene significación moral puesto que la idea misma del mal le es extraña; el dolor, los perjuicios de la existencia se va- : cían de la dimensión ética que pueden tener para aquel que lee en ellas el rigor del destino, cuando no las recibe como un castigo secreto. ¿Cómo es que la idea de un pecado, de un acto culpable que no hay que cometer pudo haber tenido sentido para Adán? ¿De dónde habrá provenido la pa­ labra que le muestra el lugar del mal? En su reflexión ética, Kierkegaard, ei primero quizás, ha sabido dar a este acontecim iento del Génesis un alcance que rompe con su dimensión de mito: “ La cuestión de saber cómo ha podido ocurrírsele a alguien la idea de. decir a Adán lo" que; según su esencia, no puede comprender, ese de­ facto cae cuando consideramos que aquel que le habla es el lenguaje, y que es entonces Adán mismo que habla." Eí estado de inocencia se pierde con la palabra. E! primer hombre, el / que nosotros hemos sido, aprende hablando que existe prohibición. Sin duda la naturaleza de lo que de este modo está prohibido va a seguir sien­ do oscura, y el desconocimiento mismo de lo que el lenguaje revela está en el origen de la angustia. ¿El Génesis propone una ficción adecuada de la relación primera de! ser hum ano con su goce? La cuestión merece ser planteada, porque el mi­ to bíblico pone en paralelo una entrada en el saber y el descubrimiento

de ia sexualidad. El conocimiento engendra una culpa que concierne a io sexual, porque el saber está ligado, no ai descubrimiento de una diferenca anatómica entre los sexos sino a la pura diferencia, simbolizada por el falo, que rige ei uso del significante. Ei sentimiento de falta que pesa so­ bre el ser humano y engendra su angustia es puramente ético. Hecho de lenguaje puesto a la luz cada vez que aflora el saber que él detenta, no tiene nunca motivo exterior. El heteras dei saber es sexual, porque evoca el enigma que busca resolver en cadu uno de ios que lo esperan. Muestra la caída de aquel que, hablando, tropieza con cada una de sus palabras, y cae en una pecabilidad de ia cual nunca podrá desembarazarse. La “falta” así develada es extraña, pues ninguna causa la motiva; pre­ guntarse sobre ella ia refuerza. Es inalienable y resiste a la transferencia. Es un escollo dei análisis homogéneo a la “roca de ía castración” evoca­ da por Freud. Escollo que sigue siendo incomprensible, porque todo saber nuevo acompaña a su operación. Traspasar este punto comporta un desprendimiento que deja a aquel que lo comete sin inocencia y sin espe• ranza. La transferencia no se contenta con interrogar el saber inconscien­ te pues en eí mismo tiempo el amor que la acompaña prohíbe la respues­ ta, se opone al advenimiento del saber. Ese mom ento en que el amor hace ^obstáculo es aquel en que el amante aboga por su inocencia, en el cual echa indefinidamente la culpa a su destino. El compromiso en la lengua descrito por el m ito de Adán resuena ;con más fuerza que la historia de Edipo, que sólo no encuentra un más ■allá de su destino en el fin de su vida. El primer hombre no descubre la “falta”, como esa culpa ligada al deseo incestuoso. Echado dei paraíso, Adán sale del orbe á ú Fatum pagano y de su vía ciega; abandona su saber : a los oráculos. La soledad le llega en el instante mismo en que el destino no es más su Otro, en que Dios lo ignora. Entra en su propia historia y en su propio tiempo, limitado por la mortalidad. La irrupción en la culpa marca un salto que es el tiem po mismo. La pecabilidad significa ia tem­ poralidad: existe así un lazo entre el sentido de ia duración y lo sexual, entre el erotismo y la muerte. Sin duda el inocente goza de un mundo del cual nada lo separa, pero esta comunión misma es fuente de una angustia: sigue siendo una cosa ; entre cosas que se le parecen. Las cosas paradisíacas le hablan y lo cauti­ van, y si él a su vez habla, se separa y cae, aprende la novedad de un exi­ lio incomprensible. Pasa así de una angustia objetiva a una angustia subje­ tiva. La angustia del inocente, que se topa con un goce que finalmente lo mortifica, abre el camino de otra angustia, la que se muestra con el saber y la pecabilidad. De la angustia a la angustia, adviene un saber de los más elevados, saber cierto, aunque incomprensible, cuya apuesta es ética. Pri­ mera, la angustia es ese vértigo óntico ocasionado por la ignorancia de lo

que soy yo para el goce del O tro del lenguaje. Estado de inocencia de un paraíso que está a punto de ser perdido, su primera determinación es e! .desconocimiento. La ingenuidad de este estado se acompaña de una nada, la de una angustia que no puede saberse a sí misma. Diferente es la angus­ tia que resulta de la discriminación del bien y del mal, deí saber, porque la culpa acompaña a su objeto. La falta no atañe tanto a lo sexual como al saber que lo descubre, porque la búsqueda del saber acude al lugar de la falta de goce. Entre la ignorancia primera, paradisíaca, y !a culpabilidad que acom­ paña al conocim iento, hay un salto cualitativo. El objeto de ía angustia, la nada a la cual se confronta, estará desde entonces determinado, y esta discriminación está ligada a ;una culpa frente al padre abstracto invocado en el instante de la formación del saber. La culpa adviene hablando. Sólo el silencio puede pretenderla inocencia. El que habla debe excusarse, invocar la abstracción paterna, divina, que preside a la formación de su frase. Una nada de ignorancia, de inocencia, significa desde entonces aigo, deviene el saber inconsciente de la falta. Se trata de esta culpa que los mi­ tos y las religiones han podido elevar al rango de un misterio incompren­ sible cuyo origen, tan oscuro como el del verbo, no manifiesta su presen­ cia sino a través de la repetición de los ritos sacrificiales. En la obra de Freud, la angustia conoce una reversión tópica. Hasta el texto titulado “ Inhibición, síntom a, angustia” , la angustia es el efecto de la represión, es ese sentimiento que acompaña a la culpa de la neuro­ sis. Freud va a considerar en ese giro que él ha com etido un error de apre­ ciación y que conviene proponer un ordenamiento diferente: “ Es la an­ gustia -escrib e— la que produce la represión,y no la represión la que pro­ duce la angustia” . Sin embargo, no se trata de una reversión completa de posición, sino de dos etapas sucesivas de la cual la segunda prolonga y modifica la primera: ... “la angustia no es producida en el momento de la represión como una manifestación siempre nueva, sino que ella reproduce ... una imagen mnémica preexistente” . Sin duda esta modificación tópica que opera Freud a propósito de 1a angustia va más allá de una búsqueda de precisión cronológica. Funda una ética. Antes de esta modificación, la culpa permanece ligada al com* piejo de Edipo; después de ella, el sujeto sale de la casa del Padre, su an­ gustia es existencia. Ya no es un efecto, un avatar patológico de la repre­ sión, sino que es solamente consustancial a la presencia en el mundo del lenguaje. Tal modificación otorga el destino, a lo que está escrito antes del nacimiento, la medida de su relatividad, de su contingencia. La angus­ tia que está presente antes de la represión apela a una ética, porque plan­ tea a aquel que la soporta, la cuestión de una falta de la cual se siente culpable, aunque no pueda jamás saber en qué. Contrariamente a lamo-

ral, cuyo idea! está aferrado a ia justicia, esta ética se confronta a la injus­ ticia incomprensible "que resulta de la relación en impasse del sujeto a su goce. Ciertamente, es posible atribuir tal injusticia al padre, o a uno de sus avalares. Pero puede también darse cuenta de que este padre detestado es entonces su último abrigo, y que el odio que es siempre posible consa­ grarle le ofrece un refugio último. El odio delimita todavía un campo elíseo, paradisíaco. El padre sigue siendo un últim o recurso, porque la falta conserva gracias a él, no solamente un juicio, sino también un reden­ tor eventual. Esta “ falta” tan curiosa apenas parece merecer ese nombre. El termino es conveniente, sin embargo, aunque más no fuera por su reso­ nancia con lo que desfallece, con lo que cae en lo falso, en el senihlant. El campo de una culpa consustancial a un deseo paulino se encuentra li­ mitado por una ley que prohíbe ei obje to. ¿Qué lógica preside a esta caída en ei saber, y cómo se encuentra conjugada con ia sexualidad? El pensamiento busca asegurarse una res­ puesta a una pregunta que permanece irresuelta: “Pienso porque no sé quién soy” , se podría escribir al lado del cogito cartesiano. “Y más pien­ so, menos soy” , puesto que el pensamiento, por más aforístico que sea, siempre apela a su comentario, que busca expiieitar lo que no dijo. La ausencia de ser condiciona ei pensamiento, y su función es buscar pro­ ducir este ser en un movimiento que sigue siendo vano, puesto que no es del orden del pensamiento mismo: le es exterior, aunque este exterior sea su centro más íntimo. De día como de noche, del nacimiento a la muerte, el pensamiento se encarniza en esta pregunta, cuya solución concierne al goce en lo que tiene de más realizado, en lo que tiene de más inaccesible. /“No gozo, luego pienso” es ei aforismo que podría convenir al intermina: bie desarrollo de las ideas. Me pregunto qué ser sería adecuado ai goce y : permitiría una interrupción del pensamiento en un “ya no pienso, luego gozo” . Cuando el niño se interroga sobre los primeros signos que puede leer en el Otro materno, y cuando busca responder a sus preguntas, cuando busca calificarlas, dos tipos de significantes se encuentran distinguidos: por una parte, el significante unario, amo, plantea la pregunta del goce, y, por otra parte, ei significante binario busca calificar el primero. En la frase “la leche es buena” , por ejemplo, el primer término (S t ) plantea la cuestión del goce, y el segundo busca definir el primero (S2 ). Los índi­ ces “primero” y “segundo” no indican una sucesión, una progresión en lo ordinal. El cualitativo S2 es el pensamiento a partir del cual el sujeto se pregunta 1o que puede ser el significante amo (S j). Lo unario plantea una pregunta al pensamiento, que da su respuesta a partir de su rasgo hipoté­ tico. No hay entonces sucesión temporal simple entre estos dos sígnifi-

cantes, que no hacen cadena, que permanecen heterogéneos, y no están unidos sino por el acto dei sujeto. Ei mundo se encuentra conformado en el espacio que va del significante unario ai significante binario, en el lugar mismo en que el acto deí sujeto une su heterogeneidad. Todo el perceptum será regido por esta falla que existe entre Sj y S2 , toda la realidad en su articulación al fantasma se constituirá en este pasaje. Por otra par­ te, el acto mismo será ocasión de certeza, que, antes de ser certeza de otra cosa, será certeza de existir. Las- asociaciones-.de pensamientos corren indefinidamente detrás de la definición del ser que sería adecuado ai goce. Sin duda tal definición escapa y escapará siempre. Sin embargo su pregunta tiene un efecto de separación: gracias a ella, el sujeto cesa de ser el objeto de un mito del goce, y se vuelve sujeto de significante. El movimiento asociativo de los pensamientos es correlativo de una pérdida, que marca una caída eñ el saber. Calificar un signo de goce -p o r ejemplo, la leche- por uno de sus rasgos —puede ser “buena"- permite saber algo a propósito de ella, y tal juicio significa no sólo una independencia, sino también una separa­ ción. EI significante cuyo uso es calificar puede ser así llamado bíyectivo. La biyección hace referencia al conteo, significa que a todo elemento de un conjunto corresponde abstractamente el elemento de otro con­ junto. Por ejemplo, contar el número de cabezas de ganado podrá hacer­ se gracias a un número de piedras equivalente. Una vez creada ia abstrac­ ción numérica, su doble relación a dos conjuntos distintos desaparece de la conciencia. Sucede lo mismo con el significante binario, es único aunque remita a dos elementos distintos: en el caso de la leche, la cali­ ficación “ buena” remite implícitamente a “ maía” , y esta doble relación es inconsciente. En su texto sobre la negación, Freud, aunque no habla de significan­ te biyectivo, considera que la discriminación de 1o bueno y lo malo es co­ rrelativa de la distinción de un afuera y un adentro: “La función de! jui­ cio, escribe, tiene esencialmente dos decisiones que tomar. Debe decir de una cosa o desdecir una propiedad, y debe de una representación otorgar o cuestionar la existencia en la realidad. La propiedad sobre la cual debe decidirse podría haber sido originalmente buena o mala” . El pensamiento discriminante no es inconsciente sólo porque la biyección del significante escapa a la conciencia, sino porque su operación se establece en Nombre dei padre, y porque ella provoca una represión que apunta al saber mismo. Existe una articulación del saber y del senti­ do sexual, en la medida en que la adquisición del primero tiene como condición la castración: el saber es reprimido en el instante mismo en que / s e adquiere^ El m ito de un paraíso perdido ofrece esc montaje en que la

caída es el resultado de una discriminación deí bien y del mal, y esta dis­ tinción tiene, al mismo tiempo, un sentido sexual. La sexualidad es descubierta como falta, y este advenimiento es en principio el del .saber. Así, el desarrollo de una frase cualquiera realiza nuevamente la caída fuera de un goce paradisíaco: con esta articulación deí saber y del sentido sexual, la sexualidad pierde toda connotación de naturalidad. La relación con el sexo no tiene nada de “ natural” , a causa de la interposición del falo y la castración, en su articulación al saber inconsciente. Es por eso que e! falo puede ser considerado como el significante de la castración, y la angustia que lo acompaña es el afecto primero que experimenta el ser humano.

EL AMOR, SIGNO DE LO IMPOSIBLE

Porque el goce es oscuro, problemático, las primeras evocaciones que lo conciernen recurren al mito. Sus ficciones cubren una ignorancia de la relación sexual, e incluso si esta última es percibida, aparece como una violencia oscura, cuyo sentido se revelará más tardíam ente. Las preguntas que interrogan al goce lo hacen con palabras que remiten siempre a otras palabras en un proceso cuyo fundam ento no tiene fondo. Su axioma apa­ rece como falta de axioma, y será en el lugar mismo de esta falta que la imagen del cuerpo es requerida. Tal cuerpo es extraño, porque tiene ini* cialmente una función de suplencia, palia la inconsistencia de las palabras y ocupa el lugar que ellas no pueden nombrar. La imposibilidad de saber continúa siendo así la marca esencial de la relación con lo corporal. La ausencia de respuesta funda una primera unidad del cuerpo, si se puede designar así esa especie de fatalidad que se abate sobre él: estar en ese lugar donde escapa al lenguaje del cual es el centro. Esta imagen dei cuer­ po, tallada para habitar el lugar vacante de lo simbólico, está a su vez habitada por la causa del deseo. En relación a este cuerpo fantasmal, la imagen del espejo, o una foto serán siempre sorprendentes, si no insidiosamente inadecuadas. Falta algo en la imagen que sin embargo ha sido llamado a ese lugar. Por eso el ata­ vío, la máscara, el tatuaje, incluso la herida, forman umversalmente parte de la apariencia humana. La imagen lleva así ese signo de su inadecuación al lenguaje que es también el de su alianza. La marca en la piel, el tatuaje, la cicatriz son el signo de una relación oscura con el goce, heridas de lo simbólico más que heridas simbólicas. El cuerpo porta la huella de esta alianza, pero permanece inaccesible,

está paradojalmente en el exterior de nosotros, como ese afuera más íntimo que reconocemos en ei reflejo, en Ja mirada del otro. Usualmcnte ignoramos que tenemos un cuerpo, necesitamos verificarlo. La verdad del cuerpo como cuerpo de goce es la primera significa­ ción que se descubre, y ella se hace reconocer en el lugar de una falta. Esta vacuidad apela al espejo, es necesario el reflejo, o la mirada de un semejante para asegurarse de uña existencia tan problemática, para verifi­ car una presencia comúnmente sumergida en el olvido completo. El cuer­ po ocupa el lugar de un agujero en el saber. El espejo o el reconocimiento del semejante permite que se afirme la idea de su totalidad y de su finítud, en el sitio en que su presencia irreflexiva no podrá conocerse, si no es por las vías dei sufrimiento y del placer. El cuerpo del otro, en cambio, se muestra y su visibilidad misma exhibe un goce que escapa a aquel que lo ve. Por eso el odio se aferra con tanta fuerza a la imagen del alter ego. Así sucede no sólo respecto ai semejante. Toda representación de lo vivo evoca esta pérdida, que es mo­ tivo de un sufrimiento secreto. Este odio ambiguo dirigido a la imagen ha podido motivar los rigores del monoteísm o y las violencias de la icono­ clasia. Más ce rúanos aun y más simples son esos celos que San Agustín descubre en el niño que ve mamar a su hermano. ‘Frente al ser-para-la-muerte descubierto en el otro, el sujeto fomenta la farsa del recurso a la imagen, y ésta, antes de ser fuente de amor, es motivo de odio. Existe un odio del ser, que encuentra su sustancia en el lugar mismo en que el amor se originará y, cuando accede a él, el amante pierde su inocencia. Con su amor, aprende el gusto de la destrucción. El amor y el odio no forman una pareja de opuestos; la imagen del cuerpo que soporta la causa del deseo pierde su imparcialidad, está hecha para soportar ser estrechada y abrazada, cuando no torturada, para que apa­ rezca Jo que oculta. Porque el objeto de amor no podría responder por sí mismo, es también apasionado motivo de detestación. El cuerpo ofrece ese punto límite en donde el odio como el amor muestran su ineficacia y motivan una repetición del pensamiento. La ru­ miación, el encadenamiento de las ideas encuentran un alimento sustan­ cial en la ausencia de respuesta a la pregunta por el goce. El apareamien­ to le ofrece una solución sufriente. El goce del cuerpo requiere el aco­ plamiento por un motivo que no parece incumbir a la sexualidad. Más acá del resorte sexual, el acoplamiento parece fundarse en un gusto por lo semejante, io homosexual, y más allá, ei heteras del sexo establece su contrariada ley contra ese amor de lo idéntico, del cual conservará un ras­ go esencial. Si el sentimiento amoroso ha podido ser calificado de narcisístico, no es en el sentido en que permitiría asegurarnos de una cierta imagen de

nosotros, sino en eJ sentido en que quien es amado ocupa el lugar de una falta de ser. Cuando el amante se declara, declara su pérdida, que ya no es él mismo, legítima su propia ausencia en el Otro que siempre ha cono­ cido, que siempre ha sentido. Tal amor no restituye ai cuerpo, sólo reconoce su desvanecimiento. Se contenía con la confesión de la mirada, que no podría explicarlo.* El amaule sigue siendo el que no es, aun si a su vez es amado. Pasión de lo imposible, su amor se a Ierra a un cuerpo al cual pide que testimonie por el ser: en este sentido es siempre carnal y este rasgo lo, distingue de la amistad. No hay amistad posible para quien ama y tampoco para quien es amada. Al amigo se dirige el pensamiento; lo hace posible porque le otorga su lugar de destino y su eficacia. La amada en cambio, se aloja en la fal­ ta de pensamiento, en ese punto en que todo razonamiento naufraga y se declara vencido. Su cuerpo permanece incomprensible. El amor será así solidario del odio, sentimiento que testimonia la imposibilidad que lo rige, en tanto que el amigo estará más protegido de é!. El cuerpo de la amada excede y contradice el pensamiento. Está siempre en exceso, y su presencia está cargada de violencia. Su testim onio excesivo del goce del cuerpo no concede dc-scanso. La sexualidad humana, es cierto, no exige amor, del que puede prescindir. Lo mismo podríam os decir de la belleza. Porque al contrario pueden ser origen de su impedimento, el amor y la belleza dan a la sexualidad una especie de brutalidad, que hace del cuer­ po dei otro lo que debe ser reducido, aniquilado. El goce obtenido toma entonces el sentido de esa nada, precio paga­ do por lo que queda así irresuelto y vacilante, por todo lo que, para el hombre, no encuentra su camino en el ser, en un reposo del ser. El goce del cuerpo debe pasar por otro cuerpo, que no podrá jamás entregar el complemento que a él también le falta. Ninguna reciprocidad puede presidir esta relación, de parte a parte violenta. Decir que soporta la mar­ ca deí sadismo, o bien del masoquismo, sigue estando en el dominio de la psicología y no nos proporciona sus resortes. ¿En qué lugar va a encontrarse la amada, y cómo podemos esperar nombrarla si se sostiene en un lugar que escapa, resiste al pensamiento? La pasión por un cuerpo, innombrable, cierne ese punto oscuro que pue­ de ser llamado la Cosa. La Cosa freudiana, “das Dingy\ es el receptáculo y el afuera incomprensible de los pensamientos que condiciona; perma­ nece siempre exterior lo que puede calificarla, cuyo movimiento sin em­ bargo comanda. En .este punto.* la Cosa, la Mujer, resiste a ia razón, per­ manece sorda y muda a la palabra. La Cosa se opacifica, tom a consistencia cuando un cuerpo se ofrece en su lugar y en la mudez que lo evoca. Su mostración nada demuestra, queda sin prueba, pues la Cosa no es demostrable. Muestra solamente su

exterioridad en el lugar en que la razón va a tropezar, en el instante mis­ mo en que resiste al pensamiento cuyo negativo íntimo presenta. La mu­ jer amada, ese cuerpo que se ofrece como secreto de la Cosa* aparece en el acto mismo que lo oculta. Es inaccesible al ser accesible. Así sentido, el amor lleva en sí la violencia, pues ¿cómo podría im­ punemente un cuerpo encarnar a la Cosa? La brutalidad misma forma la Cosa, traza la línea divisoria más allá de la cual permanece lo que, del pri­ mer O tro, de la madre, permanece incomprendido, Violencia provocada, el límite que distiende la cosa rige la mediación del falo, su erección. Sin embargo, el goce fáiico, por más brutal y repetido que sea, dejará intacto hasta el final y por completo, la incógnita de' “das Ding", la integridad irritante de su “continente negro” . El am or tiene así su parte de brutali­ dad, pero también libera. Con él, la angustia de lo que soy, narcisística si se quiere, encuentra una respuesta que, siendo provisoria, puede durar. Existir encuentra.con el misterio de la cosa, un punto tope. Libera de esa maldición primera que pesa sobre un cuerpo cuyo lugar sigue ignorado y cuyo valor es incierto. Gracias a él, el signo que somos adquiere una sig­ nificación, y terminamos con esta .vacuidad terrible que Hólderlin ha descrito: “Somos un signo sin significación, liemos perdido casi el lengua­ je en un país extranjero” . Con ei amor, la significación'de “das Ding" adquiere su dimensión corporal, y con ella se esfuma todo lo que el O tro m aterno ha podido re­ clamar. Se borra su demanda inextinguible, puesto que la Cosa es sola­ mente el resto de lo que de la madre permanece incomprendido. Por eso no es cierto que el amor por una mujer produzca simplemente un deseo incestuoso dirigido a la madre. Muy por el contrario, separa de ella. Cuan­ do la mujer amada extiende su dominio al lugar mismo del que la Cosa ha sido expulsada, se sostiene en ese punto en que ía madre permanece in­ comprensible, y todo lo que se dirige a ella no está incluido, escapa a sus demandas. Entonces, lejos de ser incestuoso, el enamoramiento de la Cosa es un tiempo de exclusión del O tro, un tiempo de afirmación de su borramiento y de la existencia de un sujeto ai cual todo puede presentár­ sele a condición de esta exclusión. Los signos del goce, leídos en el Otro materno, cesan de plantear su pregunta cuando la Cosa es encarnada. De­ jan de llamar a una nada en la que el cuerpo se pierde, donde percibir significa verse padre (percevoir, se'voirpére), hacer gozar al Otro, realizar el incesto. Cuando un cuerpo la encarna, la Cosa permanece sin embargo ina­ prensible, más allá de So percibido. Está más allá de la mirada, a la cual se oculta. Sí fuera torturado, este cuerpo tampoco la entregaría. El grito orgástico la dejará intacta. Buscando asirla, el amante jamás sabrá lo que lo impulsa. El pensamiento no dirá jamás nada de ia Cosa, a la cual ince­

santemente pone pantalla, ofreciendo así al amor su punto de infinitud, su más allá del narcisismo. El narcisismo se escota en ese punto en que el amante está perdido, cuando ya no puede ver lo que busca atrapar. Cesa de caminar hacia sus propios ojos, atraviesa su propia imagen y pue­ de olvidür hasta los rasaos de lo que ama. Este punto infinito del amor es aquel en que la percepción se muestra ¡«esencial, se oivida. El amor de la Cosa sustrae al amante de un espacio en el cual, sin el, se disolvería. Impi­ de al cuerpo volverse hacía la visión. Así sustraído, el amante permanece fuera del campo de io visible, existe y puede mirar, semejante en esto al místico que repite sin fin los nombres d.e la divinidad. Cuando el amante se aproxima a la amada y posa los ojos en ella, algo escapa a su mirada, y Jo que no puede ver a pesar de su atención des­ cubre al erotismo que entonces lo anima. Por eso aquello que oculta - el atavío, la ropa, la oscuridad - provoca y apela al goce fálico. Lo ina­ prensible es fuente de angustia, de agresión solapada, de sufrimiento. Estos marcan esa ruptura del narcisismo, ese fracaso de la libido que apela al (teteros¡del sexo. El falo es ese símbolo invocado en esta articula­ ción del deseo del que ama - al goce esperado - d e la que es amado. Así, el amor por io mismo, por lo semejante, encuentra una falla, presenta un punto de discordancia que otorga su móvil al deseo. El sexo encuentra su lugar cuando el amor fracasa, cuando esta viscosidad que Freud llama libido se choca con su obstáculo. El apareamiento es heterogéneo a la sexualidad en tanto la libido no encuentre su impasse. La búsqueda de io semejante, ia atracción incoer­ cible que éste ejerce sobre cada uno, no implica aún de ningún modo al erotismo. Existe una forma de vida en pareja cuya longevidad es certera, aunque no comporte actividad sexual, ni deseo, ni amor que se reconoz­ ca y se confiese. Como tal relación se sostiene en una relación conflictual con el goce continúa siendo fundamental a pesar de su pobreza. Es ese plus necesario de la existencia, ese nudo estrecho de la relación del suje­ to con su propia imagen a la que no reencuentra sino gracias a su seme­ jante. Comparada con las necesidades que tal apareamiento impone, la actividad sexual resulta secundaria. El erotismo, ia actividad sexual pueden vtirse reducidos a ia más com­ pleta indigencia, y sin embargo un goce se satisface en otro nivel. La ten­ sión constante que exige la relación con la imagen solidifica un vínculo cuya única manifestación puede ser ei odio. Tal tensión no es sexual en ei sentido que este término tiene corrientem ente. Permite situar a la libi­ do freudiana, distinta del goce fálico. Forma esa especie de viscosidad que un sujeto expande sin ser, siempre dispuesta a agarrarse a io que pue­ da darle consistencia. La libido expresa esta relación dei deseo con ei goce, este investimiento constante que no deja de imponer sus exigencias

y se extiende de la ‘.‘libido del yo” a la “ libido de objeto” , en ese reco­ rrido en que la imagen del semejante viste a la falta del ser deí sujeto. La libido es testigo de esta relación extraña que existe en el ser hu­ mano entre su goce y lo que concierne propiamente a su vida sexual. Su goce como sujeto hablante no se extiende en el mismo espacio que el que corresponde a una sexualidad cuya representación por esta razón se vuelve barroca, marcada de síntomas. Estas dos dimensiones sin duda se recortan en ciertas condiciones -p a ra salvación de la especie- pero sólo gracias al forzamiento que el amor expone. El torm ento que lo ani­ ma gira bajo la presión de estas fuerzas contrarias, es el lugar discordan­ te de su contrariado encuentro. Que la sexualidad humana escape a toda noción de naturalidad no basta para explicar esta heterogeneidad. En : efecto, si el goce del cuerpo depende del O tro, lo mismo sucede en la relación con el falo, y conviene subrayar la discordancia que existe entre estas dos dimensiones, en lugar de buscarla en un divorcio respecto a uua naturaleza primera de la cual no sabremos nunca nada. La dimensión sexual, regida por el falo, depende del significante, porque este objeto ha formado el límite de todos los enunciados, de todas las demandas formuladas por la madre. Por eso la eficacia de la sexualidad se encuentra en dependencia de ciertas circunstancias signifi­ cantes. Lo que dice o no dirá una mujer, el lugar que ella ocupa, lo que representa o no un hombre, dirigirán el acceso al goce fálico. Este último está fuera dei cuerpo, y su símbolo puede escribirse en la continuidad de las asociaciones significantes. (Si S2 ... $ ). En cuanto a ía relación de! sujeto con el goce deí cuerpo, va a depen­ der de su relación con la imagen, que reclama el comercio dei semejante. Esta imagen está en el lugar en que las palabras faltan, por eso dará su asiento al fantasma. El semejante permite fantasear en el lugar mismo en que el goce es un obstáculo y es motivo de pequeños sainetes, de m onta­ jes imaginarios que permiten representar lo que no puede decirse. El fan­ tasma no prolonga la cadena significante, se intercala en medio de ésta. Es producido por la operación significante de la cual el sujeto se deduce. Cuando alguien había, señala su presencia, lo cual es otra cosa que lo que dice, así como lo que él dice es también diferente de aquello que lo hace hablar. Estos dos elementos, ei sujeto y la causa que lo anima, no están comprendidos en la cadena significante. Permiten escribir el fantasma: 3 0 a, sujeto barrado de ía causa de su deseo. De este modo, la relación con ei goce del cuerpo corta a la relación con el falo:

Hay ciertamente una superposición entre estas dos dimensiones, pero no adecuación. La búsqueda del goce fáiico, sexual, ocasiona la produc­ ción de un fantasma quc; po. le es homogéneo. Existe desacuerdo entre uno y otro: una cosa es el escenario del encuentro, el placer de ver, las preliminares, y otra cosa la relación con e) sexo, no situable en un regis­ tro homólogo. El cuerpo, que soporta al fantasma, va a encontrarse en una posición particular en relación al goce, puesto que este últim o no será faiteo en sentido estricto. Cuando es deseada poi" un hombre, una mujer soporta su fantasma. Tal posición es pasiva, en el sentido que Freud ha dado a este término, y le permite acceder a un goce diferente aunque siga depen­ diendo del símbolo fáiico. Ser deseada por un hombre, encarnar su fan­ tasma, es una eventualidad que se produce en eí movimiento del goce fáiico, cuando el cuerpo del otro sexo hace cuerpo deí Otro, al precio de ser extraño a sí mismo, ya que nada puede saberse de lo que entonces encarna. El hombre entra así en el goce que le es propio bajo ciertas con­ diciones significantes y la mujer, que forma el terreno de su fantasma, se halla en una extrañeza que le permite acceder a un goce diferente. En su encuentro más íntim o, el hombre y la mujer no se juntan, y este divorcio que es fuente de su amor configura ese fondo de desesperación que los une. El amor, o incluso el odio, palian la heterogeneidad de estas dos di­ mensiones. Ninguna relación puede instaurarse entre dos formas de goce tan diferentes si no es en esta discordancia donde el fracaso de una apela a ía otra. La disimetría recíproca conviene para definir tal situación, en la que una mujer funciona como un síntom a para el hombre que la desea, por encontrarse ubicada en ese punto de la causa del fantasma, signo de la prohibición de un goce que, sin embargo, experimenta. Porque ocupa el espacio de transgresión de una prohibición sobre eí goce, ella está habita­ da por un rasgo del padre, de ese “NO” que lleva al extremo el amor que se le dirige, y le confiere su fuerza de ley. Amor que permite reencontrar, gracias a un cuerpo distante, la erogeneidad del cuerpo propio.

GOCE FALICO, PADREVERSfON {PERE- VERSION)

A través de cada una de sus palabras, una madre reclama algo cuya significación permanece incomprensible. Si el cuerpo del niño debe res­ ponder a esta demanda, io que ella dice provocará inquietud. La primera pesadilla, la fobia, ía angustia de fragmentación, se unen en este temor de que el cuerpo sea atrapado, tragado por el agujero que cavan las palabras de sai amor. Tai representación es sin duda el motivo central del miedo deí hombre, deí pánico que puede desbordarlo por una causa a veces ano­ dina. Este poder maléfico, policéfalo, está diseminado, disperso en todas partes de donde el discurso retorna. Todo lo que se nombra lieva el nom­ bre de lo que ella reclama, un falo tallado a la medida del cuerpo. El Nombre del Padre\1 oca liza su significación, libera a la lengua de su consecuencia incestuosa. El tótem delimita el espacio de lo femenino, del harén, y mantiene lo que hay de inquietante en el reclamo materno en el exterior dei circulo del lenguaje. Eí Nombre del Padre es la metáfora del deseo materno, localiza en un punto un falo que no puede nombrarse. El niño abandona entonces su atavío fálico y busca reconquistar gracias a la posesión dei órgano, lo que ha perdido. Sin embargo lo que posee está signado de insuficiencia. El de­ seo de la madre por el tercero paterno significa que ella carece y, correla­ tivamente, el niño pasa de la posición “ de ser el falo” a la de “ tenerlo” . Esta adquisición no deja de estar, desde el origen, acompañada por la an­ gustia de castración, que una rivalidad desigual le hace soportar. Aunque practicable, este nuevo camino no es aún compatible con la reproducción de la especie, puesto que impone un símbolo único, el falo,

al varón como a la niña. Además, está gravado por el síntom a, marca de la prohibición que lo acompaña. En efecto, este segundo, goce no reemplaza al primero. No es tampo­ co su prolongación, sino que se instala en ese lugar en que el primero con­ tinúa haciendo valer sus derechos. El síntom a y más generalmente las for­ maciones del inconsciente dan testimonio de la permanencia de este anudamiento y de su insistencia. No existe relación de exclusión sim­ ple entre el goce y el deseo: ia causa deí deseo concierne a un goce perdido, que insiste continuam ente por los sesgados caminos de la pul­ sión, y reivindica sus derechos en eí fantasma. En el m ito, el cuerpo total, falo perfecto de la madre, gozaba, y lo que de este goce está perdido se mantiene a través de la pulsión. Existe un punto de divergencia entre el goce del cuerpo total, m íti­ co, y su resto pulsional. Esta disyunción que es correlativa a la entrada en el goce fáiico aparece con ciertos objetos, que Winnicolt ha llamado transicionales. No son fetiches, en el sentido que lia tomado esta palabra en la perversión, no obstante lo cual dan una consistencia a ía falta. No reemplazan a la madre, pero permiten asegurarse de que ella pue­ de faltar: por eso son utilizados no sólo en su ausencia, sino también «n su presencia. Porque simbolizan la falta del Otro, tales objetos aseguran la existencia; gracias a ellos, ei cuerpo no corre el riesgo de ser deglutido por la falta develada en cada palabra. Dobles de lo que el niño ha sido en su pasado m ítico, de ese cuerpo fáiico entregado a la completud ma­ terna, a su solicitud, el pedazo de trapo, la muñeca sin forma, el peiuche familiar, esos objetos de onom atopéyicos nombres, tan innombrables como el falo que representan, ya están inmersos en un espacio onírico, en un sueño protector de la pura diferencia. Sin ser alueinatorios, están marcados por esa extrañeza que es propia de las imágenes dei sueño, en ese entre dos donde el que los toca está ausentado, expulsado. Así, el soñante es siempre más o menos extraño a su propio sueño en el cual apenas se reconoce. Dormitando, ve desplegarse la historia de ese doble que encarna, y escribe las figuras mientras satisface su deseo de dormir. Por un lado, el falo diverge del lado del padre, de los significantes, y no ocasiona más que un goce de las palabras, fuera del cuerpo. Por otro lado, el goce del cuerpo se retrotrae sobre la pulsión. La mirada, la voz, el placer de la boca representan esos fragmentos, esos restos de un goce total extraído de algunos órganos. La parcialidad de la pulsión, ei vacío de los agujeros que .ella ocupa tienen su función: evocar una ausen­ cia: .la del falo. El placer pulsional y la castración van juntos. Por eso las preliminares del amor no prescinden ni de la mirada, ni del beso, ni del perfume, de todas esas nadas que su genealogía pulsional

lleva ai campo de las perversiones. El momento perverso del erotismo se instrumenta en, la voz, en la ropa en su función de fetiche insospechado de atemperada violencia. Le es necesario a la puesta en escena del falo como faltante, y lo llama a su lugar. Es idéntico a lo que Freud evocaba para definir la sexualidad del niño: “perverso polim orfo” bajo el efecto de la angustia de castración. Parece existir de ta! modo una especie de deslizamiento progresivo, un movimiento de reconquista del goce del cuerpo. El vacío de la pul­ sión, las nadas que la ocupan requieren el falo, símbolo de lo que ha sepa­ rado y separa del otro goce. Esta graduación no es homogénea. Cada uno de sus momentos se distingue del siguiente por un salto cualitativo. Entre el placer pulsionai y el goce fálico se interpone un hiato que debe ser franqueado, y además existe una ruptura antes del goce que es propio de lo femenino. En lugar de describir un progreso ascendente, este camino se sumerge. Su temporalidad es la de la regresión que es análoga a la del sueño. El pasaje al goce- fálico no es autom ático. La pulsión, resto del goce mítico del cuerpo, se enrosca sobre el vacío autosufíciente de su origen. La mirada, el beso, ¡a voz introducen en el campo de un autoerotismo, que puede llamar al falo a su lugar-, pero el lugar no puede estar vacante. Por eso el placer de la pulsión puede bastarse a sí mismo y el acceso al goce fálico mostrarse imposible. La condición de pasaje de uno a otro se resume en la castración; no podría ser llamado el falo a un lugar ya ocu­ pado. Esto ocurrirá cuando !a mujer tenga el fantasma de que no le fal­ ta. Lo mismo cuando el hombre que ella encuentra tenga una creencia idéntica. A condición de la castración, el pene erecto acude al lugar del falo faltante. En relación al placer de la pulsión, el goce fálico es parasitario, por­ que su condición - la castración- es un efecto del significante que se devela con la confesión de la falta. Es heterogénea al goce del cuerpo con el cual 'rompe. Opera un forzamiento, una intrusión, y los signos de lo que le hace obstáculo -im potencia o frigidez- están sólo engarzados por la combinación de los significantes.. Estos síntom as están regidos por un encadenamiento simbólico cuya significación es unívoca. Se resume en la renegación de la castración del O tro, es decir en la creencia de que la mujer 110 tiene nada que pedir del lado del miembro viril. El paso del goce pulsionai, que es lo que le toca al cuerpo, al que procede del falo, patrimonio del significante, reclama un salto cualitati­ vo. Ninguna continuidad une a estos dos m omentos, y si el primero pone en juego ai objeto parcial, la mirada, ia boca, la voz, el segundo procede a un vaciamiento de esos objetos, a una conversión de la pulsión en fantas­ ma, La pulsión maquina sobre el cuerpo lo que el fantasma sueña realizar.

La pulsión, puesta en acto de ¡o que queda dei placer del cuerpo, se con­ vierte en fantasma, puesta en escena de ese piacer, cuando ia castración vuelve caduca la ganancia del auíocrotism o pulsional. El fantasma forma ese montaje imaginario que acompaña al goce fálico, su escenario se extiende en un espacio onírico que obtura ese agujero que la castración abre. Porque la pulsipiv.c^ parcial, apela a la unidad que el falo representa euyáído, con la castración, esta parcialidad se devela. Lo que un hombre lia perdido en el desfiladero de la castración a causa de su amor por una madre, espera que otro amor se lo restituya y vuelva a dar a!'pene la dimensión íaiíca que su cuerpo ha abandonado. La mujer que puede devolverle su valor erógeno es la que le confiesa su falta, y cuando muestra los signos de ella, es identificada a la falta mis­ ma, a su símbolo que es el falo. Una mujer es el falo de un hombre, el centro de su sueño y el símbolo de ia pura diferencia, en la proporción de la castración que le'es atribuid^. Los signos de ía castración que mues­ tra la hacen deseable. Lo que cubre su cuerpo, al que quiere por su preciosidad, indica este más allá que es un falo en.,.sí mismo onírico. La ropa, las joyas, ei guante, la evocan en su ausencia. Estas huellas, “per- ( p m 1'. padre) -versamente” orientadas, porque recuerdan la castración de un padre, se unen a la pul­ sión: la mirada, el perfume, la voz, la actitud envuelven de una aureola un cuerpo marcado de equívoco, y testimonian la presencia del símbolo fálico. Así, detrás de su pompa, el cuerpo de la mujer se identifica al falo, y la rencgación de la castración acompaña al amor que le es destinado. La renegación marca al amor por el falo, y por la mujer que ocupa su lugar cuando está en el centro del fantasma, cuando ocupa un deseo mar* cado de perversión. Cuando es amada de este modo, ía mujer es una figu­ ra de sueño. Su cuerpo es onírico en esta medida, y el goce esperado de ella está más allá de la carne que lo viste. El placer del cuerpo no puede agotarlo y lo que ofrece permanece inalterablemente distante. Cuando una mujer causa el deseo de un hombre, ella no es de ningún modo su objeto. Ella encam a para él el falo gracias a la huella que la pul­ sión devela, en lo que eí deseo debe a ía perversión. El fantasma de un hombre no se dirige en principio al cuerpo en su desnudez, sino que se cristaliza en las nadas que lo rodean y io adornan. Lo que una mujer ostenta, lo que la oculta, su ropa, sus joyas, su voz enmascaran y develan uña ,desnudez que es Vnásiu del falo que la del cuerpo, que forma el lími­ te cíe lo abierto por el deseo. La pulsión aferrada a esos objetos causa el deseo y, gracias a ellos, el cuerpo de la mujer se erige. Ese falo reniega lo que la causa ocasiona, en el sentido de lo que la “renegación” significa

en la perversión, y esta erección del cuerpo en símbolo del deseo forma eí mito de la Mujer - n o sin placer, ni sin peligro-. Existe un placer en ia mujer de ser erigida en símbolo de lo que le falta. Pero porque escapa un instante entonces a esta faitav la ausencia del deseo, cuando no el horror al deseo del hombre, la amenaza. El deseo de un hombre la rodea de una aureola de 1o que ya no le falta y nada debe turbar esta gozosa frigidez. 81 brillo fálico de la mujer, su erección, y la erección que provoca en ei destello que-la adorna, es erótica pero todavía no sexual. Se opone a lo sexual, porque su operación es la de la renegación. El cuerpo puede bastarse entonces con su mostración, con la ostentación de su belleza dis­ tante, cruel. Encarnar el falo, ser un ángel, hace caminar sobre esa arista donde la castración ya no existe. En esta medida So femenino se parece a la locura. Todo lo que puede mostrar la Mujer, su porte, su aspecto, sus galas, ia extravagancia que su apariencia puede testimoniar, manifiestan esta proximidad, traicionan un deseo mantenido, un deseo de no deseo próximo a la aniquilación. En efecto, en la medida en que el falo encarna­ do reniega la castración, se erige en ese borde más extrem o que escapa al lenguaje,, a la razón. Locura bizarra, que no es la psicosis, poique esta identificación con el faio está apresada en el deseo del hombre, en su per­ versión anónima. La mirada de ios hombres es él motivo de esta erección loca, cuya primera consecuencia es oponerse a lo que la mot iva: engendrada por el deseo, esta erección fúlica puede bastarse a sí misma, y por eso oponerse a la sexualidad. Así, las mujeres que funcionan en el deseo de los hom­ bres escapan a su deseo. Mientras la atención viril apunta a sus cuerpos, ellas conocen esta, forma de aislamiento sagrado, de silencio cuyo espesor aumenta con esta atención misma. Esta forma de belleza erige una mura­ lla, una protección que es terrible, porque el falo que encierra no tiene nombre. Con ella, una mujer está confrontada a la inexistencia, al senti­ miento de reducirse a la nada, de disolverse, de residir en la ausencia, la ceguera, el mutismo, mientras un deseo masculino impersonal la tiene si­ tiada. La belleza fálica sitúa a la mujer en un lugar nulo, m ítico, venerado no sin espanto. Una mujer sólo amará su belleza en la ambigüedad, por­ que constituye una muralla que la aísla. El brillo fálico, signo único de la diferencia pura, se le pega a la piel y hace obstáculo al deseo del cual ella es efecto. Un deseo sin forma precede a la aparición de una mujer, y de su fuer­ za depende la belleza que le es atribuida, así como inversamente, el falicismo de ia mujer se desvanece cuando el deseo se desvanece. Porque hay deseo, deseo aún desordenado, un hombre descubre en una mujer, a tra­ vés del secreto de su belleza, el del falo que él erige. Aquello en lo que

ella se transforma provoca una violencia que es ei destino propio de io que tai belleza causa. La entrada en el goce fáiico es violenta, necesita un forzamiento. Su brutalidad está puesta en escena en esos sueños y esos fantasmas cuyo escenario muestra “ Pegan a un niño” . Cuando lo describe por primera vez, Freud da a este fantasma un valor general. No es privativo de la neu­ rosis obsesiva o de la histeria, tampoco de la psicosis. Acompaña un acce­ so a l goce fáiico marcado por 1a masturbación; la goipiza erótica está ligada a los golpes dados por un padre, y esta violencia es soportada por .un niño. Los castigos corporales éstán acompañados de goce. Los golpes dan ritmo a la masturbación en el momento dei pasaje a la erogeneidad del pene o del clítoris. Los tres tiempos del fantasma son conocidos; “veo un niño golpea­ do por su padre” ... “yo soy golpeado por mi padre” ... “ pegan a un ni­ ño” . En esta sucesión, el segundo tiempo es inconsciente y acompañado de masturbación y debe ser reconstruido en análisis. Freud analizó prime­ ro estas escenografías a partir de fantasmas femeninos, que presentan una simplicidad más grande que su equivalente en los hombres. Ei desmonta­ je de los tres tiempos permite demostrar la división del sujeto por su pro­ pio goce, el pasaje del goce del cuerpo ai del falo. Si se quisiera sistemati­ zar sus diferentes momentos, el primer tiempo correspondería al estadio del espejo; la destitución subjetiva y la represión al segundo tiempo, y el tercer tiempo mostraría el resultado mas gene*" ' M la captura del ser humano en el lenguaje. Este fantasma presenta el montaje imaginario de la relación del suje­ to con el significante, al cual “un padre” abre acceso. Ei primer tiempo muestra a otro niño, un semejante, que es golpeado por el padre. Este alter ego es golpeado porque goza de lo que aquel que mira la escena es privado. El padre reprime un goce que sólo puede ser conferido a un semejante, a otro yo-mismo; concierne a la imagen del espejo, la representación fálica del cuerpo. La imagen del semejante es golpeada, así como el reflejo del espejo debe pasar por el significante para ser reconocido. El saldo de esta operación aparece en ia segunda fase, masturbatoria. El sujeto mismo soporta allí ios golpes del padre. Accede ai goce fáiico en una posición masoquista que es correlativa a la constitu­ ción del inconsciente. La primera fase compromete al goce del cuerpo, la segunda al del sig­ nificante, del falo, y el pasaje de una a la otra muestra cómo lo que es sustraído al cuerpo resurge gracias a la prohibición paterna: por eso los golpes son también un goce reencontrado, recuperado. La mortificación que acompaña el advenimiento del sujeto del inconsciente rige la relación con la imagen, con el semejante y le da, en su erotismo, su crueldad. “Mi

padre golpea ai niño que odio” , y ese niño eres tú, soy yo, accediendo ai placer en ese espectáculo mismo. A condición de que un niño sea golpeado, un sujeto existe, pero de un modo paradoja! puesto que ignora su propio advenimiento. No Io reconoce sino a través deS espectáculo de una tortura. El cristianismo ■ pudo sin duda adquirir valor universa! gracias a ia crucifixión. Cristo es representado en la relación con su padre como este niño a! que se ic pega. Lo es para todos, aun para quien lo ignora, mensaje único en la historia de las religiones, y su m ártir, misterio de la cristiandad, es una promesa de redención. El hijo del padre sacrificado, la imagen crística, ofrece el mito uni­ versal de un niño golpeado, y el amor que la religión propone como le­ yenda de ese espectáculo no es ia menor de sus paradojas. La formulación freudiana de un padre que sóio me ama a m í porque ic pega a un niño que yo odio permite entender el lazo de este amor sin límite. Da motivo a una perversión tan original corno la del Nombre del padre. En la versión original de J. S. Bach de El Evangelio segiin San Juan. la escena de la tortura del Cristo es también ia de un placer con angustia: ‘'Betrachte, meine Seel, mit angstlichem Vergiuigen... Deine Hóchstes gitt in J e m schnienen... ” "Contempla, alma mía, con un placer angustiado... tu bien más gran­ de en los sufrimientos de Jesús,..''’ Este canto responde a la pregunta de Pílalos: Wasist Wurheit?... ¿Qué es la verdad?... Verdad de la entrada en la lengua, de esta entrada en eí goce fáiico comandada por un padre. En su nombre, se produce esta pér­ dida de goce cuyo lugar ocupa el fantasma. El fantasma propone tai fun­ damento, puramente de ficción, a las actividades del sujeto. Sus actos se apoyan sobre esas ficciones, en este rumbo. La perversión ofrece la vela que toma este rumbo, que se tiende en el lugar en que ¡a falta de goce provoca una especie de Mamado de impulso y con él la carrera indefinida del fantasma y del pensamiento. “Pegan a un niño” , tercera fase del fantasma, muestra esa escena donde ei goce del falo, la masturbación, toma la significación universal expuesta por el crucificado, novedad feliz porque gracias a ella hay prue­ ba de un padre. La tortura da testimonio de la existencia de un padre, e introduce en ei universo del goce fáiico, con exclusión de lo femenino. Tal exclusión, varias veces confirmada por los padres de ía Iglesia, no es extraña más que si se olvida que ella afirma la primacía dei falo para el hombre como para la mujer, y deja en el campo dei fantasma lo que es propio de lo femenino. Para los dos sexos, la identificación al tercer tícm-

po es masculina. “ Lüs niñas rompen con ¡a m ayor facilidad de! m undo con su rol fem enino, y en adelante, sólo quieren ser varones” .

La exclusión de la mujer figura solamente lo que se expulsa de goce con la entrada en la fase fúlica, y porque está regida por la relación al semejante del espejo, ella atañe al lazo social. La vida en sociedad, la “civilización” , se organiza alrededor de esta presentación de un niño golpeado, de la castración, de la exclusión de lo femenino. Lo propio de la Mujer es relegado al campo del fantasma, y quizás es por eso que Freud pudo captar en su pureza la escena del niño golpeado en sus pacientes mujeres. : El tercer tiempo del fantasma pone en escena únicamente varones martirizados de diversas formas. Esta escena representa una fuente de erotismo intenso, y constituye, escribe Freud, “la posesión durable de la aspiración libidinal de la niña” . El goce fálico que una mujer siente, el violento fantasma que de él deriva, muestran otra particularidad del lazo social que es resultado de su gravitación alrededor de la escena de! niño golpeado. Cuando una mu­ jer goza de los golpes que,v.e dar a hombres, los que los reciben portan en ellos ese secreto saber. El que se enfrenta y se lastima en las rivalidades cotidianas, el que, de diversos modos, va a encontrarse fustigado por un padre, soporta estos ultrajes en el silencio de un onanismo femenino. En el corazón de su brutalidad y en el m om ento en que deben sufrir, los hombres no pueden ignorar que en ese instante mismo, son objeto de un fantasma femenino, que son conducidos"en sus actos violentos por la mi­ rada que los ve oponerse. La descripción de las tres fases del fantasma no permite comprender su encadenamiento. ¿Que vínculo hay entre el primer tiempo donde otro niño es golpeado “porque el padre sólo me aína a m í” , y el segundo en que el sujeto sufre los golpes? Para explicar tal reversión, Freud invoca la culpa edípica. El hecho de ser golpeado ocupa entonces ei lugar del amor “es ahora un compuesto de conciencia de culpa y de erotismo. Ya no es sólo el castigo por la relación genital prohibida, sino también el sustituto regresivo de esta” En la primera secuencia, el amor del padre es el motivo de los golpes dados sobre el cuerpo de otro al que yo celo. Pero si yo deseo que mi padre pegue a ese niño, es porque él goza del cuerpo de la madre. Si hay esa reversión, si “yo” soy golpeado a mi vez en el segundo tiempo, es por* que el primero ya era incestuoso, “ yo” gozo al menos bajo los golpes. Es necesaria la mediación del castigo, de la ley del padre, para acceder en segundo tiem po a un goce que se revela imposible en un primer tiempo, si no es por una mirada dirigida a las sevicias infligidas al cuerpo del otro.

, La culpa acompaña la segunda parte del fantasma y ocasiona su re­ presión porque el deseo incestuoso esíá presente desde el origen. “ Al mismo tiempo que este proceso de represión, aparece una con­ ciencia de culpa de proveniencia igualmente desconocida, pero sin ningu­ na duda vinculada a esos deseos incestuosos y justificada por su persisten­ cia en el inconsciente’Vescribe Freud. El castigo dei padre tiene el valor de un lazo erótico, pero ese lazo concierne a ¡a madre, y no a aquel que pega. El hecho de ser golpeado por un padre significa la unión con una madre de sueños, y permite con­ c re ta rla . Los golpes son así el único signo de un incesto realizado y pov eso ser golpeado es un.goce. Sufrir el castigo paterno no significa en abso­ luto ser penetrado de un modo femenipo, sino que, revelando la unión incestuosa con la madre, da valor fálico al pene o al clítoris, cuya mastur­ bación acompaña los golpes. Por eso el castigo otorga paradojalmente ese falo gozoso, don que permite transgredir el límite que acaba de ser im­ puesto. La ley se impone con su transgresión: el fantasma del niño gol­ peado, goce del sujeto respecto de lo que lo limita, se significa gracias al Nombre dei Padre. El padre no ama a ese otro niño al que pega. Prohíbe ei goce y me ama porque yo lo rechazo. Si a su vez yo quiero gozar, nece­ sito pasar por el castigo, y el erotismo comienza recién en el instante en que el amor es castigo. Freud localizó primero el fantasma de! niño golpeado en las mujeres. Pudo constatar que su presentación en las pacientes sufría importantes modificaciones. En efecto, si un hombre es golpeado por un padre, ese castigo va a feminizarlo. La presentación dei fantasma debe tener en cuenta esta particularidad para que e! hecho de ser golpeado no entrañe un vínculo homosexual con ei padre. Se trata de estar en una “posición femenina sin elección.de objeto homosexual” . Para que la posición feme­ nina no impida la heterosexual ¡dad, ei fantasma debe ser modificado en su segunda parte: el hombre ya no será golpeado por el padre, sino por una mujer, una Madre. Cuando entra en la lengua, en el goce fálico, el hombre está femin izado por el padre que le pega, y si quiere preservar una posición viril, debe cambiar el sexo del agente. / Sin embargo, lo que permanece detrás de este agente será siempre el padre. Así, esta particularidad de su acceso a la virilidad le impone amar a mujeres cuya característica será poseer un rasgo del padre. No dejará de amar a una mujer- que lo maltrata y rebaja, pero estos malos tratos preservan su virilidad. Tal amor no implica masoquismo, permite conci­ liar el fantasma y la heterosexualidad. No sucederá lo mismo en la mujer, que estará así mucho más cerca de esta verdad de un padre infinitamente ausente, cuyo lugar ningún hombre puede ocupar. La queja que la concierne es incurable. Un hom ­

bre está más alejado de esta verdad de la dereiicción esencial que entraña la ausencia del padre. La heterosexuaiidad le impone esta torsión del fan­ tasma donde una madre cruel reemplaza al padre: la mujer oculta la au­ sencia dei padre, porque encuentra en ella sus atributos fustigadores. En esta medida, ama a una mujer que le hace olvidar que nadie responderá, a pesar dei invento de Dios, por ei llamado paterno. Ei horror al genital femenino es violento, no sólo porque su visión develaría una falta que haría temer sufrir una mutilación análoga, sino porque es necesario que una mujer posea .un pene para pretender jugar el roí del padre fustigador. Con esta condición, un hombre preserva su virilidad a pesar de los golpes. La ausencia de pene femenino significaría que el hombre es no solamente golpeado, sino que además puede a su vez iemev la eviración. ‘ En su acceso al goce fálico un hombre es golpeado por el padre, y permanece afectado por este primer signó. Una mujer no encontrará ja­ más al amante que no lleve esta falta, ia marca de estos golpes que lo muestran para siempre distinto del padre m ítico. La queja femenina será inextinguible respecto de los hombres, que se le aparecen bajo la doble luz de una insuficiencia y de la licencia que autoriza esta deficiencia: por­ que será siempre inferior al padre m ítico, un hombre no podrá jamás sos­ tener sin forzar un rol paterno y prohibir completamente ei retorno a ía madre, el incesto femenino. E¡ goce de la mujer aparece en esta falla. Su queja de los hombres precede al goce que va a obtener de ellos. Cuan­ do el goce fálico se interrumpe para el hombre, comienza para Ía mujer. En esta frontera donde ios golpes son evocados, la mujer goza de la debi­ lidad del orgasmo masculino porque confiesa la imperfección del padre, porque en e¡ lugar en que cede la violencia dei cuerpo se articulan el Otro goce y el incesto. Entonces, ei castigo y los golpes son eróticos, no sólo porque la que se somete a ellos experimenta a través de ellos io que une la culpa y el goce, sino también porque ci que los inflige se muestra desigual a su rol fustigador y zozobra en el goce de aquella que lo sufre. Goza de io que él inflige, y haciendo esto va a caer bajo ios golpes de un padre. Cae a su vez y a! caer libera; su debilidad se abre a un espacio que se encuentra más allá, el de un O tro impersonal cuyo lugar vacío aparece. Cuando Freud escribe “ Pegan a un niño", subtitula ese texto “génesis de la perversión". El término de perversión debe ser despojado de ia colora­ ción psiquiátrica que a menudo evoca, porque atañe a lo más general del deseo humano. La perversión comienza en esta relación con un padre que se hace reconocer por las vías de un sadismo impersonal. Ei masoquismo erógeno es eco de ese sadismo primero y signa la entrada en ei goce fáJi­ co. El falo es la ganancia de esta sumisión. La perversión, renegación de la castración, fetichismo latente o manifiesto del erotismo humano, en­

cuentra así su motivo. Sadismo y masoquismo permiten encarnare! falo por el rodeo del cuerpo tíe un semejante de sexo, por otra parte, indi­ ferente. Su cuerpo m altratado reniega de la castración y este advenimiento dei falo es el efecto erótico de ia brutalidad que soporta. En ei encuentro del Otro sexo, existe un mom ento de violencia quizás muda, quizás sola­ pada, pero no obstante efectiva, durante el cuai se erige un cuerpo instru­ mentado y serviiizado. ¿De qué manera esta unión erótica responde a la perversión? ¿Cómo someter a un sujeto, si no es gracias a la causa de su deseo? La violencia no es goce solamente porque el que la ejerce podría atribuir­ se ias prerrogativas de un primer Otro. Recién comienza con el descubri­ miento de la causa dei deseo, sólo se expone con esta incógnita que alie­ na a la amada y alienándola la libera. Así como eí exhibicionista muestra lo que él cree deseable, y ei fetichista exhibe los objetos barrocos, zapa­ tos, ropa interior, puntillas que evocan a su madre, así la perversión del hombre es exitosa cuando saca provecho de la causa del deseo de la ama­ da. La evocación de otra mujer, por ejemplo, también el hijo, o con más frecuencia aun, el .pene. Delimitar y exhibir ia causa dei deseo del otro forma el primer tiem­ po de la perversión, y el que desea vuelve a encontrarse instrumentado, alienado en este juego: el mismo objeto centra el deseo neurótico y un goce que puede ser llamado perverso, porque realiza una renegación de la castración. En efecto, gozar de este modo permite ocupar el lugar de un Otro al que nada le falta. El perverso hace ai Otro, y se presenta como amo del deseo, y aquel a quien instrumenta gracias a la causa de su deseo, encarna el falo de este Otro. En su vertiente perversa, el erotismo erige al cuerpo de ia mujer, lo lleva hasta la incandescencia dei falo. Este cuerpo activa el deseo en pro­ porción a lo que encarna; “falo” , provoca la erección de un pene que se pretende su igual. En el campo del deseo, una mujer es así- alcanzada por lo que ella es, ¡limita ese espacio donde la separación es también unión. Instrumentada, ella es el instrumento de su propia penetración. En una relación tan próxima a ella su propio cuerpo es alcanzado. Ella lo sabe, aunque nada pueda decir de eso, porque el falo sigue siendo ese término vago y genérico que limita al deseo y no dice su nombre. Porque ella es el faio, pero en una relación que lo excluye, ofrece un cuerpo extraño que es et suyo, levantado en el campo d é la perversión masculina en la evocación del fantasma de un niño golpeado. Erigida por una mirada secreta, lo que ella es forma la fuente de la erección, encarna ese falo que la penetra en un movimiento en que su cuerpo se envuelve, se torna sobre sí mismo.

Este mom ento de autotravesía dei cuerpo es también aquel en que el erotismo tiene fin, .marca ei punto de detención de la perversión prelimi­ nar, ei más allá de la perversión, del goce fálico donde el cuerpo se alcan­ za. En este umbral donde el exceso de goce femenino es esperado, todas las palabras son violentas porque lo preparan, las palabras van a lo largo de un borde cuyo reverso es el grito. Un niño golpeado asiste a la escena, y ei grito solo ya es goce, porque con él el recuerdo de sus tormentos está presente, porque el que lo ira provocado lo oye, lo percibe como lo que es efecto de un golpe, y oyéndolo cae en el recuerdo de la madre imper­ sonal, despertada por el Otro goce. Lo erótico no existe sin perversión, en el sentido de ese polimorfis­ mo que asiste a su génesis, evoca los golpes de un padre, y con ellos lo que puede dar forma a un falo que se desvanece. El polimorfismo dei falo se fija sobre un cuerpo que, como él, debe llevar la marca de lo escondido y ia vestidura pulsional. La mirada, la voz, la boca visten esto que se ocul­ ta, lo cubren con sus fetiches. Las joyas, el maquillaje, la simple vestimen­ ta forman este ornam ento inesencial al que el deseo se aterra, donde ia mirada se detiene, y reposando allí, proyecta al cuerpo de la que las exhi­ be en el brillo vacío del esplendor fálico. Ei sujeto se desvanece en esta operación. Desvanecido, subsiste entonces como puro soporte del fantas­ ma, aniquilado, golpeado por la nada centelleante que lo fascina.