PITRIOIS Irene. Su palabra de honor y otros relatos_3.pdf

Descripción completa

Views 99 Downloads 67 File size 3MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

.....

e::»

, 1> •

11

or lO general, la mauoría de los

l'

buenos relatos Que CirCUlan por al

1

~

W

l.

a:

1

mundo no necesitan presentación ni eXPlicaCión. Están ahí, listos para Qua los disfrutemos JI extraigamos de ellos las leCCiones de Uida Que QUieren transmltlrnos. Una uez editadOS, llegan a formar

tiempo, son de todos JI ¡Qué Utilidad pras­

~

e::»

..... a..

....

~ z::::

......

a: • I

parte del patrlmonlo unluersal: no tienan . ..........

Il oa::

tan!

.el:

a::

'.,.

....

oOOs

~

'I''-~L

,

u· ¡aDra :k onO.r :

ti

-- ~ -

olr OS Ir elat oS

~

8fo

9a(Aj,te~a

Yo .quisiera hacer de esta vida el más bello tributo mi Dios: yo quisiera cO,n gozo '~ivir¡a y vi:virlainuy plena de amor.

a

Yo' quisieraserutil,ser ~eno

I



caminar con tal integridad

quépudiera enfren.tarme, sereno,

cada día con la eternidad..'

Yo quisiera,servir, 'mientras vivo, de refugio, amparo y abrigo,

a mi derredor.

I

IJ otros re/rAtos ,,1

Yo ,quisiera hac~ de mi vida una fuerza tan noble y querida ' . como quiso qUe fuera mi Dios. -, VioletaCaval/ero.

,=,'

'UaQ¡

ASOCIACION CASA EDITORA SUDAMERICANA

Av. San Martín 4555, 1602 Florida

Buenos Aires, Argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Editor: Hugo A Cotro

Autores: Irene Pitrois y otros

Diseño de tapa: Hugo Primucci

Quinta edición

MCMXCVII - 4M

Páginas

Relatos

Prefacio ................................ .

7

1. Su palabra de honor ..... , ................ .

9

2. "N o hurtarás" 3. "Mayor amor" 4. Un voto sagrado ......................... .

22

26

33

5. La carta inesperada ...................... .

38

6. El guardavías y su hijo .................... .

45

7. Seamos fieles ........................... .

53

8. Sedas y encajes

......................... .

57

9. Un vaso de agua fría ..................... . 10. Cómo salvó Dios a dos niñas .............. .

68

73

11. El asaltante ........................ . .... .

77

12. Arrestado por una negligencia ............. . 14. Una salvación maravillosa ................. .

85

91

98

15. El Sr. Dracy confiesa ..................... .

101

16. Rut venció su mal genio .................. .

109

230697

17. Los caminos del Señor .. .. ............... .

115

-36516­

18. La hija del asesino ...................... . .

120

Es propiedad. © Asociación Casa Editora Sudamericana (1950).

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

BA-AR

ISBN 950-573-615-0

248 PIT

Pitrois, Irene y otros

Su palabra de honor y otros relatos - 5a. ed. - Florida (Buenos

Aires): Asociación Casa Editora Sudamericana, 1997.

189 p.; 20x14 cm.

ISBN 950-573-615-0

1.

T~ulo

- 1. Nonmas de conducta cristiana

Impreso, mediante el sistema offset, en talleres propios.

13. Manos que hablan ..... . ................. .

(5)

19. Por amor de Cristo 20. El pobre tío Silas

....................

131 ......................... 134

21. Una herencia de honor ................... .

141 148 23. Dos fósforos ............................ . 154 24. La hora de la gloria ...................... . 163 22. La Srta. Pepa ........................... .

25. "El murió por nosotros" .................. .

170

26. La codicia de BIake ...................... . 173 27. Bien comprensible ' " ' " ............. .

184

Un· buen I1broes ,el mo/0r de los amigos, lo mismohQY que siempre.-·Tupper.

lor lo general, la mayoría de los buenos relatos que circulan por el mundo no necesitan presenta­ ción ni explicación. Están ahí, listos para que los disfrutemos y extraigamos de ellos las lecciones de vida que quieren transmitirnos. Una vez editados, llegan a formar parte del patrimonio universal; no tienen tiem­ po, son de todos y ¡qué utilidad prestan! A propósito del tiempo, esta compilación se realizó sobre la base de experiencias reales vividas en otras épocas y culturas (se cambiaron algunos nombres para preservar su integridad y honor). Tiempos de "objetos raros" (hoy sólo conocidos a través de fotografías o do­ cumentos históricos) que han sido reemplazados por otros adelantos científico-técnicos. Y épocas y culturas en que los niños eran educados y corregidos por medio del rigor ("la letra, con sangre entra"), de una manera diferente (con punteros para castigar a los "desobedien­ tes") y con "métodos extraños" (avergonzar al estudiante (7)

colocándolo en un rincón con un bonete, para indicar que era un "burro" [no sabía aprender D. A nuestro modo de ver las cosas, aquello funcionaba mal y hoy somos más "civilizados", estamos más adelantados... Entonces, ¿qué de valioso podría ofrecernos "otros tiempos" y "otras culturas"? Un conjunto de conoci­ mientos científicos, literarios y artísticos que el tiempo no podrá borrar. Pero, ¿será eso lo más importante? No. Existe algo que ni lo nuevo ni lo viejo, ni los sistemas ni los métodos, pueden ocultar: los principios morales. Porque dichos principios son invariables, se hayan es­ crito hace miles de años o la semana pasada, aquí o en el otro extremo del mundo (lo único que sí cambia es el vehículo, el medio). Y son esas enseñanzas ético-morales las que debemos buscar detrás de la "cáscara" ambien­ tal de estos relatos. Por tanto, es nuestro deseo que la lectura de esas cosas siempre nuevas en envases viejos no opaque el objetivo final: ser mejores seres humanos, cristianos, hijos de Dios. Entonces será un hOrtor haber publicado una obra que tanto ha contribuido en lo pasado al desa­ rrollo de hombres y mujeres probos, y que tanto bien puede seguir haciendo si la leemos con el espíritu ade­ cuado. -Los EDITORES.

!

1 presidente de la gran red ferroviaria colocó sobre su escritorio la carta que había leído tres veces, Y se dio vuelta en su sillón con una expresión de intensa

molestia. -Me gustaría que fuese posible hallar a un muchacho o a un hombre entre mil que quisiera recibir instrucciones Y ejecutarlas al pie de la letra, sin apartarse un ápice de ellas -dijo lentamente. -Cornelio -dijo mirando vivamente a su hijo, quien es­ taba sentado ante un escritorio cercano-, supongo que es­ tás aplicando mis ideas con tus hijos. No los he visto mucho últimamente. Ciro me parece un joven promisorio, pero no estoy muy seguro de Cornelio. Parece que Cornelio Wood­ bridge III está adquiriendo un sentido muy grande de su propia importancia, lo que no es deseable, no, de ninguna (9)

10

SU PALABRA DE HONOR

manera deseable. A propósito, Comelio, ¿aplicaste ya a tus hijos la prueba de Ezequías Woodbridge? Comelio Woodbridge hijo apartó la mirada de su trabajo con una sonrisa y dijo: -Todavía no, papá. -Es una tradición de familia; y si se ha ejercido el debi­ do cuidado para que los muchachos no sepan nada de ella, será una prueba para ellos, como lo fue para ti, para mí y pa­ ra mi padre. ¿Te olvidaste del día en que te sometí a ella, Comelio? -Eso sería imposible -dijo su hijo, siempre sonriente. Los rasgos algo severos del anciano se suavizaron y se echó a reír mientras se reclinaba hacia atrás en su sillón. -Hazlo en seguida -sugirió-, y haz de ello una prue­ ba dura. Tú conoces sus características; apriétalos fuerte. Yo me siento bastante seguro de Ciro, pero en cuanto a Comelio... y sacudió la cabeza como dudando, y volvió a alzar la carta. Repentinamente se dio vuelta de nuevo. -Hazlo el jueves, Comelio -dijo, con autoridad-, y cualquiera de ellos que la pase debidamente nos acompaña­ rá en la gira de inspección. Me parece que esto sería una buena recompensa para cualquiera de ellos. -Muy bien, papá -contestó el hijo, y los dos hombres siguieron trabajando sin hablar más. Tenían la costumbre de atender sus negocios importantes con la menor cantidad posible de palabras. El jueves de mañana, inmediatamente después del desa­ yuno, Ciro Woodbridge fue llamado a la oficina de su padre. Se presentó en seguida. Era un muchacho de unos quince años, de mejillas redondas y ojos brillantes, y parecía estar siempre alerta. -Ciro -dijo su padre-, tengo una tarea para ti, de ca-

SU PALABRA DE HONOR

11

rácter tal que no puedo explicártela. Quiero que lleves este sobre -y le alcanzó un sobre grande y abultado- y que, sin decir nada a nadie, sigas sus instrucciones al pie de la letra. Quiero que me des tu palabra de honor de que así lo harás. Dos pares de ojos se miraron mutuamente por un mo­ mento; singularmente semejantes en cierta expresión gra­ ve que se había convertido en gran agudeza en el hombre, pero que en el niño revelaba todavía tan sólo un carácter ex­ tremadamente despierto. Ciro Woodbridge tenía un com­ promiso con un amigo media hora después, pero respondió instantánea y firmemente: -Lo haré papá. -¿Me das tu palabra de honor?

-Sí, papá.

-Es todo lo que quiero. Ve a tu pieza, lee las instruccio­ nes. Luego sal en seguida. El Sr. Woodbridge volvió a sumirse en sus tareas tras ex­ presar la señal de asentimiento y la sonrisa de despedida que Ciro conocía muy bien. El muchacho se fue a su pieza y abrió el sobre tan pronto como hubo cerrado la puerta. Esta­ ba lleno de sobres menores, numerados ordenadamente. Estaban envueltos en una hoja de papel en la cual se hallaba escrito a máquina 10 siguiente: ''Ve a la sala de lectura de la biblioteca de Westchester. Allí abre el sobre N° 1. Acuérdate de mantener secretas to­ das las instrucciones". Ciro dejó escapar un silbido. -¡Esto es raro! Significa que mi compromiso con Harol­ do queda roto. Bien, ¡ahí vamos! Se detuvo en el camino para telefonear a su amigo res­ pecto a su tardanza, tomó un tranvía que iba a la avenida de Westchester, Y a los veinte minutos estaba en la biblioteca.

12

SU PALABRA DE HONOR

Buscó un lugar apartado y abrió el sobre N° lo "Ve al despacho de W. K Newton, oficina 703, piso 10, edificio Norfolk, calle X; llega allí a las 9:30 de la mañana. Pide la carta dirigida a Comelio Woodbridge hijo. En el viaje de regreso, mientras estés en el ascensor, abre el sobre Nº 2". Ciro empezó a reírse. Pero al mismo tiempo se sentía al­ go irritado. -¿Qué está buscando mi padre? -se preguntaba per­ plejo-. Aquí estoy lejos del centro y me ordena que vuelva al edificio Norfolk. Pasé delante de él cuando venía. Debe haber cometido un error. Sin embargo, me dijo que obede­ ciera las instrucciones. Por lo general sabe exactamente por qué hace las cosas. Mientras tanto, el Sr. Woodbridge había mandado llamar a su hijo mayor, Comelio. Un joven alto, de diecisiete años, con los párpados caídos y un ligero acento en el habla co­ mo peculiaridades, se acercó lentamente a la puerta de la oficina. Antes de entrar enderezó los hombros, pero no apresuró el paso. -Comelio -dijo su padre prestamente-, quiero man­ darte a realizar un trámite de cierta importancia, pero que posiblemente te resultará algo molesto. No tengo tiempo para darte las instrucciones, pero las hallarás en este sobre. Quiero que guardes estrictamente en reserva el asunto y tus movimientos. ¿Me das tu palabra de honor de que puedo confiar en que seguirás las órdenes hasta el mínimo deta­ lle? Comelio se puso un par de anteojos, y extendió la mano para tomar el sobre. Casi afectaba indiferencia. El Sr. Wood­ bridge retuvo el paquete y habló con decisión: -No puedo dejarte mirar las instrucciones hasta que tenga tu palabra de honor de que las cumplirás.

SU PALABRA DE HONOR

13

-¿No es mucho pedir, papá? -Tal vez -dijo el Sr. Woodbridge-, pero no es más de lo que se pide cada día a los mensajeros de confianza. Yo te aseguro que las instrucciones son mías y representan mis deseos. -¿Cuánto tiempo requerirá? -preguntó Comelio, aga­ chándose para sacar una imperceptible manchita de polvo de sus pantalones. -No considero necesario decírtelo. Había algo en la voz de su padre que hizo erguir allán­ guido Comelio y avivó su habla. -Por supuesto que iré -pero no hablaba con entusias­

mo. -¿Y tu palabra de honor? -Por cierto que te la doy, papá. -y la vacilación previa a su promesa fue tan sólo momentánea. -Muy bien. Confío en ti. Ve a tu habitación antes de abrir tus instrucciones. y Comelio, al igual que su hermano, salió algo perplejo de la oficina ese memorable jueves de mañana, para encon trar que la primera orden lo enviaba a un barrio apartado de la ciudad con la indicación de llegar allí en cuarenta cinco minutos. Mientras tanto, en un tranvía, Ciro se dirigía a otro su burbio. Después de recibir la carta en el 10° piso del edifici Norfolk, había leído: ''Toma el tranvía que cruza la ciudad en la calle L, traslá date a la avenida Louisville y dirígete a la zona de Kingston Busca la esquina de las calles West y Dwight y abre el so bre N° 3". Ciro estaba cada vez más perplejo, pero también se int resaba cada vez más en ese asunto. En la esquina especific da abrió apresuradamente el sobre N° 3, pero para gra

14

SU PAIABRA DE HONOR

asombro suyo, encontró tan sólo esta indicación singular: "Toma el subterráneo y baja en la estación de la calle Duane. De allí ve a la oficina de diario El Centinela y consi­ gue un ejemplar de la tercera edición del número de ayer. Abre luego el sobre Nº 4". -Pero, ¿para qué me mandó a Kingston? -exclamó Ci­ ro en alta voz. Tomó el siguiente tren subterráneo, pensan­ do pesarosamente en su compromiso roto con Haroldo Dunning, y en ciertos planes que tenía para la tarde y que estaba empezando a temer que habrían de arruinarse si continuaba esta acción aparentemente sin fin ni objeto. Miró el paquete de sobres sin abrir. -Sería fácil abrirlos todos y ver en qué consiste el juego -pensó. -Nunca he sabido que mi padre hiciese una cosa seme­ jante antes. Si es una broma -se dijo mientras sus dedos tanteaban el sello del sobre N° 4-10 mejor sería descubrir­ la enseguida. Sin embargo, papá nunca habría de bromear con la promesa de uno. "Mi palabra de honor" es muy im­ portante. Por supuesto, voy a perseverar hasta el fin. Pero ya tengo hambre. Pronto será hora de almorzar. Faltaba todavía; pero cuando Ciro recibió dos veces la orden de cruzar la ciudad, y una vez la de subir a la cima de un edificio de dieciséis pisos en el cual no funcionaba el as­ censor, eran más de las doce, y se hallaba en condiciones de encontrar muy satisfactorio el sobre N° 7 en el cual leyó: ''Ve al Restaurante Reynaud, en la Plaza Westchester. Toma asiento en una mesa del reservado de la izquierda. Pide al mozo la tarjeta de Comelio Woodbridge hijo. Antes de· pe­ dir el almuerzo abre el sobre N° 8 y lee su contenido". El muchacho no perdió tiempo para obedecer esta or­ den y se hundió en el asiento reservado con un suspiro de alivio. Se enjugó la frente y bebió de un solo trago un vaso

SU PALABRA DE HONOR

1

de agua fresca. Era un caluroso día de octubre y los dieci séis pisos habían representado un esfuerzo penoso. Pidió l tarjeta de su padre, y luego se sentó a estudiar el atrayent menú. -Puede Ud. traerme... -se detuvo un momento y lueg dijo riendo: -Sí, creo que tengo bastante hambre como para comér melo todo. Así que empiece con ... De pronto recordó lo que debía hacer, se detuvo, y co pocas ganas sacó el sobre N° 8 y lo abrió. -Un minuto -murmuró dirigiéndose al mozo. Luego su rostro se enrojeció y tartamudeó: -Pero, pero, esto no puede ser. El sobre N° 8 debía haber sido de luto, a juzgar por e pesar que le causó la orden que le daba de ir a un salón d conferencias para oír hablar a un famoso disertante científi co. Pero ya se había excitado la sangre Woodbridge, y co una expresión parecida a la de su abuelo Comelio cuand estaba muy indignado, Ciro salió de ese lugar encantado para dirigirse al salón de conferencias. -¿Quién tiene ganas de escuchar una conferencia co el estómago vacío? -gimió. -De todos modos supongo que se me ordenará qu salga apenas me siente y estire las piernas. Me pregunto s papá no ha estado un poco mal de la cabeza. Siempre dic que no hay que malgastar el tiempo, y hoy lo estoy desper diciando a granel. Posiblemente está haciendo esto par probarme. Lo cierto es que no me va a cansar tan pront como piensa. Seguiré adelante hasta caerme muerto. Sin embargo, cuando recibió la orden de salir del saló de conferencias e irse a cinco kilómetros, a una cancha d fútbol, y luego se le ordenó que se apartara de allí sin ver e partido que hacía una semana deseaba ver se disgustó in

16

SU PALABRA DE HONOR

SU PAlABRA DE HONOR

17

tensamente. Durante toda aquella larga y calurosa tarde corrió por la ciudad y los suburbios, con creciente cansancio y hambre. Lo peor era que las órdenes empezaban a asumir forma de programa y le ordenaban estar en un lugar a las 15:15, en otro a las 16:05, y así sucesivamente, lo cual le impedía estar ocioso, si hubiese tenido inclinación a ello. En todo esto no podía ver propósito alguno, excepto el posible deseo de probar su resistencia física. Era un muchacho fuerte; de lo contrario, habría quedado agotado mucho antes de llegar al sobre N° 17, después del cual quedaban solamente tres en el paquete. Este decía: "Llega a casa a las 18:20. Antes de entrar en la casa lee el sobre N° 18". Apoyado en uno de los grandes pilares de piedra blanca del vestíbulo de su casa, Ciro abrió con ademán cansado el sobre N° 18, y las palabras parecieron bailar delante de sus ojos; tuvo que restregárselos para asegurarse de que no se equivocaba: "Vuelve a la zona de Kingston, a la esquina de las calles West y Dwight; llega alli a las 18:50 y lee alli el sobre N° 19". El muchacho miró hacia las ventanas, finalmente bas­ tante airado. Si su orgullo y su idea del significado de la ex­ presión: "Mi palabra de honor", no hubiesen predominado, se habría revelado y habría entrado en forma desafiante y tormentosa. Sin embargo, se quedó durante un largo minu­ to apretando los puños y los dientes; luego se dio vuelta, bajó las escaleras y dio la espalda a la cena que tanto anhela­ ba, en busca de la calle L y del tranvía que lo habría de lle­ var de nuevo a la zona de Kingston. Mientras lo hacía, dentro de la casa, detrás de las corti­ nas, desde donde estaba mirando ansiosamente, el anciano Cornelio Woodbridge se dio vuelta, y golpeando las palmas

se restregó las manos satisfecho. -Vino y se fue -exclamó suavemente-, llegó exacta­ mente a la hora indicada. Cornelio hijo ni siquiera alzó los ojos del diario vesperti­ no mientras contestaba quedamente: "¿De veras?" Pero se aflojaron un tanto las comisuras de sus labios. .El tranvía parecía arrastrarse interminablemente hacia la zona de Kingston. Cuando por fin se estaba acercando al término de su viaje, una fuerte tentación se apoderó del jo­ ven Ciro. Había estado alli una vez ese día en cumplimiento de una diligencia sin propósito. La esquina de las calles Westy Dwight se encontraba a más de ochocientos metros de donde paraba el tranvía, y era un lugar casi despoblado. Tenía las piernas muy cansadas; el estómago le dolía de hambre. ¿Por qué no esperar el intervalo que se necesita­ ría para caminar hasta la esquina y volver, leer el sobre N° 19 y ahorrarse el esfuerzo? Ciertamente había hecho bas­ tante para demostrar que era un mensajero fiel. ¿Pero lo había hecho? Ciertas palabras bien conocidas acudieron a su mente; las había tenido que escribir en su cuaderno de caligrafía en sus primeros días escolares: "Una cadena no es más fuerte que su eslabón más débil". Ciro saltó del tranvía antes de que éste se hubiese deteni­ do y se dirigió a paso apresurado hacia la esquina de las ca­ lles West y Dwight. No debía haber puntos débiles en su palabra de honor. Firmemente llegó al límite indicado, y hasta tomó el ca­ mino más largo para dar la vuelta. Cuando emprendía el re­ greso, debajo del farol de la esquina se presentó repentina­ mente un mensajero de la ciudad. Se acercó a Ciro y son­ riendo le extendió un sobre. -Se me ordenó que le diese esto -dijo-, si nos en­ contrábamos. Si Ud. hubiese llegado después de las 19:05

18

SU PALABRA DE HONOR

no lo habría recibido, pues yo debía regresar. Ud. tuvo un margen de siete minutos y medio. Son órdenes raras, pero el presidente del ferrocarril, el Sr. Woodbridge, me las dio. Ciro se volvió al tranvía congratulándose de haber cum­ plido las órdenes y esto fortaleció un poco sus músculos. Este último incidente demostraba claramente que su padre lo estaba sometiendo a una prueba severa de alguna clase, y no podía dudar de que lo hacía con un propósito. Su padre era un hombre que hacía las cosas con un fin determinado en vista. Ciro pensó en los incidentes del día y escudriñó su memoria para asegurarse de que no había pasado por alto ningún detalle del servicio que se esperaba de él. Cuando volvió a ascender las gradas de su casa estaba tan confiado en que sus labores habían terminado que casi se olvidó de abrir el sobre N° 20, que debía leer en el vestÍ­ bulo antes de entrar en la casa. Cuando ya tenía el dedo so­ bre el botón del timbre, se acordó de ello y con un suspiro rompió el sobre final: "Da media vuelta y ve a la estación de la calle Lenox, del ferrocarril B, y llega allí a las 20:05. Espera al mensajero eh el extremo oeste de la estación". Esto era un golpe, pero Ciro se había sobrepuesto a otros. Se sentía como una máquina, una máquina vacía, que podía seguir marchando indefinidamente. Llegó con facilidad a tiempo a la estación de la calle Le­ nox. El gran reloj indicaba sólo las 20:01. En el lugar desig­ nado se encontró con el mensajero, Ciro lo reconoció, era el camarero de uno de los trenes de la línea que presidían su abuelo y su padre. Sí, era el camarero del coche especial de los Woodbridge. Traía una tarjeta para el muchacho, que decía así: "Entrega al camarero la carta del edificio Norfolk, la tar­ jeta recibida en el restaurante, la entrada para la conferen-

SU PAIABRA DE HONOR

19

cia, el ejemplar de El Centinela de ayer y el sobre recibido en Kingston". Ciro entregó en silencio esas cosas, contento porque no le faltaba ninguna. El camarero se fue con ellas, pero volvió a los tres minutos. -Venga por aquí -dijo, y Ciro lo siguió, mientras el co­ razón le latía muy rápidamente. Sobre la vía reconoció el coche particular del presidente Woodbridge. y él sabía que el abuelo Comelio iba a iniciar una gira por sus propias lí­ neas y algunas otras, que iba a incluir un viaje a México. ¿Podría ser...? En el coche, su padre y su abuelo se levantaron para re­ cibirlo. Este le extendió la mano. -Bravo, muchacho -dijo con una amplia sonrisa-, pa­ saste la prueba, la prueba de Ezequías Woodbridge. Se puede confiar en tu palabra de. honor. Vas a recorrer con nosotros diecinueve estados de este país y México. ¿Es sufi­ ciente esta recompensa por un día de penurias? -Creo que sí, abuelito -contestó Ciro, reflejando en su redonda cara la sonrisa de su abuelo, pero intensificada. -¿Fue una prueba dura, Ciro? -preguntó con interés el anciano Woodbridge. Ciro miró a su padre. -No me parece, ... al menos ahora -dijo. Ambos hombres se rieron. -¿Tienes hambre? -Bueno, un poquito, abuelo. -Se nos servirá la cena tan pronto como salgamos. Te­ nemos que esperar solamente seis minutos. Temo, sí, me temo mucho... -y el anciano caballero se dio vuelta para mirar escrutadoramente por la ventanilla del coche hacia la estación-, mucho me temo que la palabra de honor de otro muchacho no ...

20

SU PAIABRA DE HONOR

Se enderezó con el reloj en la mano. Vino el guarda y se quedó esperando órdenes. -Dos minutos más, Sr. ]efferson -dijo.

-Un minuto y medio, un minuto, medio minuto.

Entonces habló severamente:

-Arranque exactamente a las 20:14. El camarero entró apresuradamente y entregó un puña­ do de sobres al anciano Cornelio. El caballero los miró. -Sí, sí, muy bien -exclamó, con las mayores pruebas de excitación que Ciro hubiese visto jamás en sus modales generalmente tranquilos. En el momento en que el tren ha­ cía el primer movimiento suave de partida, apareció una persona en la portezuela. Tranquilamente y sin faltarle el aliento, Cornelio Woodbridge III entró en el coche. Entonces el abuelo Woodbridge asumió un aire impre­ sionante. Avanzó, estrechó la mano de su nieto como si es­ tuviese saludando a un distinguido miembro del directorio, luego se volvió hacia su hijo, y le estrechó la mano también solemnemente. -Te felicito, Cornelio -dijo-, por poseer dos hijos cu­ ya palabra de honor es irreprochable. La menor desviación del programa bosquejado habría resultado un desastre. Diez minutos de tardanza en diferentes puntos les habrían impedido obtener los documentos requeridos. Tus hijos no fracasaron. Se puede confiar en ellos. El mundo necesita hombres de este calibre. Te felicito sinceramente. Ciro se alegró de poder escapar en seguida con Cornelio a su camarote. -Dime, ¿qué tuviste que hacer? -le preguntó ávida­ mente. -¿Te tocó recorrer la ciudad hasta no poder más? -No, no me tocó eso -dijo Cornelio, en tono serio, mientras se secaba la cara.

SU PAIABRA DE HONOR

21

-Me pasé todo el día en una piecita en la parte superior de un edificio vacío, teniendo que hacer exactamente diez viajes por las escaleras hasta la planta baja para recibir va­ rios sobres en determinados momentos. No pude probar bocado ni tuve nada que hacer, y no podía ni siquiera echarme una siestecita por temor a que se me pasase por alto alguna de las citas que tenía que cumplir en la planta baja. -Creo que tu suerte fue peor que la mía --comentó Ci­ ro. -Ya lo creo. Si no estás seguro, haz la prueba. -A cenar, muchachos -dijo la voz de su padre en la puerta, y por supuesto que no se hicieron rogar. -G. Rich­ mondo

La bonestidmI demostrada es e/mlÍs seguro de

rotWS losjura1lient()s. -Mme. N ecker.

"NO HURfARAS"

#;.

S"

uis XIv, rey de Francia, tenía un ministro, cuyo nom­ bre llegó a ser célebre en todo el mundo; se llamaba (Colbert. Era hijo de gente humilde. Su familia, tras muchas desgracias, logró salir de apuros empleando a Col­ bert como dependiente en la tienda de un comerciante lla­ mado Certain. Este contaba entre sus clientes a los más ri­ cos de la ciudad. Una tarde el patrón mandó a Colbert con tres piezas de género a un hotel donde se alojaba cierto banquero llamado Cenani, quien necesitaba comprar telas. -Colbert -le dijo el patrón-, esta pieza marcada con el número 1 se debe cobrar a razón de 6 libras la vara; la nú­ mero 2, a 8; y la número 3, a 15 la vara. No se equivoque y haga que le paguen al contado. Acompañado de un mozo de la tienda que tenía que lle­ var las piezas, Colbert llegó al hotel y pidió permiso para hablar con el banquero Cenani. Al ser admitido, le mostró las piezas de género. El banquero eligió la que más le agra­ dó, diciendo: "Esta me gusta. ¿Cuántas varas tiene?" (22)

23

-Treinta varas, señor. -Entonces me quedaré con ella. ¿Cuál es el precio? -15 libras la vara, señor. -Así que, 30 por 15, son 450 libras -dijo el banquero. Sacó el dinero y lo contó delante de Colbert. -¿Quiere que mida la pieza para ver si son 30 varas? -preguntó Colbert. El banquero contestó: -La firma Certain tiene fama de ser honrada, así que no es necesario. Colbert se despidió e informó más tarde a su patrón del resultado. Apenas hubo llegado a la tienda, el mozo empezó a reír diciendo: "¡Que linda equivocación!" El patrón gruñía entre dientes: -Si ha cobrado de menos, se lo descontaré del sueldo. -No es necesario -dijo el mozo-; ha traído de más, y bastante. ¡Vendió la pieza de 8 a 15; mire señor! El patrón vio que era así, se puso contento y dijo a Col­ bert: -Ha hecho un negocio excelente: 210 libras de benefi­ cio. -Esto no puede quedar así -balbuceó Colbert; pero el patrón le interrumpió diciendo: -No se aflija, Ud. participará de la ganancia; no tenga miedo, que no me quedaré con todo. Colbert se contuvo con dificultad y luego dijo: "¡No, se­ ñor! ese dinero no es mío ni suyo, y lo devolveré en seguida al Sr. Cenani". y sin prestar atención a los insultos del pa­ trón corrió al hotel y pidió hablar de nuevo con el banquero. Este estaba ocupado en ese momento, pero Colbert, a ries­ go de ser echado a la calle, entró sin permiso y le anunció su equivocación. El banquero lo miraba con extrañeza, mientras Colbert

24

SU PALABRA DE HONOR

contaba delante de él el dinero que había recibido de más. -Bien, podrían haberse guardado ese dinero -dijo el banquero-, pues yo no me hubiera dado cuenta del error. -No deseo tener dinero ajeno, señor, prefiero ser honra­ do. -¿Y si yo le diera ese dinero en recompensa por su hon­

radez? -No lo aceptaría, señor. No tengo el menor derecho de poseerlo, y el hecho de que yo haya traído de vuelta su dine­ ro no es más que mi deber. El banquero le preguntó su nombre y dirección y lo dejó ir. Al llegar nuevamente a la tienda fue recibido con poca bondad por su patrón, quien lo trató de tonto y le dijo que nunca iba a progresar, porque no comprendía lo que le con­ venía. Al pensar en el negocio que se le había malogrado por causa de Colbert el patrón se enojó tanto que lo despi­ dió inmediatamente. Con lágrimas en los ojos Colbert contó a sus padres lo que había pasado. Estos quedaron bastante sorprendidos cuando les comunicó que había sido despedido, pues esta­ ban felices de que su hijo ganara algo para ayudarles. Pero ambos padres estaban de acuerdo en que su hijo había obrado bien, aunque no estaban muy contentos de que hubiera quedado cesante. Parecía que la honradez les había causado una nueva desgracia, pero antes de la noche Dios había cambiado la situación. Alguien llamó a la puerta, y al abrirla, vieron que un se­ ñor bien vestido bajaba de un lujoso coche. El gran señor entró y resultó ser nada menos que el banquero Cenani. -Juan Bautista Colbert es hijo de Uds., ¿verdad? -Sí, señor, es nuestro hijo mayor. -Los felicito por tener un hijo como él. ¿Está empleado

"NO HURTARAS"

25

en la tienda de Certain? ~Allí estaba, pero ha sido despedido. -¿Seguramente en relación con el asunto de esta tarde? -Sí, señor. -Entonces mis informes resultaron exactos. Yo venía a hacerles la propuesta de que Juan Bautista viniera a trabajar en nuestra oficina en París. ¿Qué les parece? Naturalmente, la propuesta fue aceptada de todo cora­ zón, y el joven Colbert fue instruido en los negocios del banco. Desde el principio gozó de la mayor confianza, y co­ mo nunca diera motivo para que se dudase de él, fue puesto al tanto de todos los manejos del dinero. Cuando Luis XIV buscaba un ministro de hacienda, se le recomendó a Colbert, y el poderoso soberano lo elevó al cargo más alto del estado.

"MAYOR AMOR"

¡edro había sido enemigo de Natalio durante años, desde que éste lo había castigado por haber tortura­ do a un gato. Pero había jurado vengarse, y mientras crecían juntos, había procurado de muchas maneras quedar a mano con Natalio. Ambos muchachos vivían en una aldea de pescadores, en la costa de Terranova, batida por las olas. Al llegar a la juventud, los dos escogieron la pesca corno ocupación. Entonces, cierto día, una bonita y graciosa joven llamada Ana, fue a vivir con sus padres a esa aldea. Su padre tam­ bién era pescador. Natalio y Pedro llegaron a ser amigos de ella y se estableció una competencia entre ambos, esta vez por el afecto de la joven. A Ana le agradaban ambos; y por un tiempo no sabía a cuál elegir. Natalio y Pedro pasaron horas de ansiedad hasta que finalmente Ana hizo su elec­ ción. Natalio fue el favorecido. Pedro se airó nuevamente contra Natalio y renovó su juramento de venganza. Pero la (26)

27

feliz pareja no sabía nada del odio que ardía en el pecho de Pedro. La noche de la boda, una-enorme luna llena derramaba su radiante luz sobre la aldehuela de pescadores y el gran océano que bañaba sus orillas. La iglesita de la colina estaba atestada de gente ansiosa de ver a la feliz pareja que se unía en matrimonio. Pero Pedro no estaba allí. En un rocoso pro­ montorio que dominaba el apacible mar bañado por la luna juró que se vengaría de Natalio. Después de algunos días de luna de miel, los recién casa­ dos se instalaron en una linda casita cercana a la playa. Pe­ dro se fue al mar. Transcurrieron varios años, y un niño de cabellos riza­ dos vino a alegrar el corazón de sus padres. Natalio pasaba todos sus momentos libres con Natalito, corno lo llamaban. A veces le contaba historias del mar, pero esto no le agrada­ ba a Ana, quien con frecuencia sacudía la cabeza en señal de desaprobación; pero Natalito siempre pedía más. A medi" da que crecía, se fue posesionando de él un profundo anhelo de cruzar el océano y ver algo del mundo. A menudo, cuan­ do el tiempo no era tormentoso, acompañaba a su padre a los lugares de pesca. En esas ocasiones se quedaba senta­ do soñando en la proa del bote, deseando con todo el fervor de su alma apasionada poder viajar lejos. Mientras Ana estaba de pie a la puerta de la casita, di­ ciendo adiós a sus "dos hombres", se preguntaba cómo po­ dría apartar de la rizada cabeza del niño el interés en las tie­ rras lejanas. Pero cada vez; a su regreso, Natalio tenía más entusiasmo que nunca por surcar el ancho mar. Por la no­ che, mientras yacía en la cama, escuchaba las olas que azo­ taban las piedras y lo arrullaban dulcemente. En otras opor­ tunidades, oía la fuerte marej~da romperse contra las rocas. El mar lo atraía siempre.

28

SU PAIABRADE HONOR

Terminó sus estudios en la escuela de la aldea y se dedi­ có a ayudar a sus padres en la pesca. Sin embargo, sus pa­ dres sabían que su corazón estaba en el anchuroso mar. Un día se acercó a su madre y le dijo: "Mamá, debo irme. Te ruego que me des permiso" Ella, mirándolo a los ojos, vio escritos en ellos amor, afecto y también un ardiente anhelo. -Sí, Natalio, puedes ir -contestó ella, procurando ha­ blar serenamente. -Gracias, mamá -dijo, y la rodeó con sus brazos jóve­ nes y fuertes. Fue un día triste el de su partida. Hasta el viento, gi_ miendo entre las hojas, parecía lamentarla. Pero con sonri­ sas valientes y ojos llenos de lágrimas, Ana y Natalio dijeron adiós a su ''hijito''. El joven Natalio, al llegar al gran puerto de mar a 300 Kilómetros de su casa, se empleó en un barco destinado a Inglaterra. Después de estar varios días en alta mar, comenzó a pre­ guntarse por qué le tocaban a él todas las tareas duras y de­ sagradables; porque estaba seguro de no ser el único gru­ mete a bordo. Entonces descubrió que el capitán no era sino Pedro, el antiguo enemigo y rival de su padre. ¡Y Pedro eje­ cutaba su venganza! Durante el viaje pareció desahogar todo resentimiento contra el muchacho. Lo hacía trabajar tan du­ ramente, le hablaba con tanta crudeza, y le hacía la vida tan miserable, que el joven Natalio resolvió librarse de su com­ promiso cuando regresase al puerto. En el viaje de regreso, el barco soportó una fiera tor­ menta, como tan sólo se conocen en el Atlántico. Rugían los truenos, caía la lluvia en raudales constantes, los rodeaba la neblina, y enormes olas coronadas de espuma golpeaban los lados del barco. Natalio, que estaba trabajando sobre cu­ bierta, fue arrastrado al agua por unaola. la fiereza del mar no permitió que se lo rescatase; así que el barco siguió ade­

"MAYOR AMOR"

29

lante sin él. Cuando el barco llegó al puerto, uno de los tripulantes fue a Natalio y Ana para darles la triste noticia, y añadió: "No necesitaba estar sobre cubierta, pero el capitán, que por alguna razón no lo quería, dijo que debía quedar allí y ayudar". Ana, abrumada por el golpe, cayó enferma. Natalio sin­ tió que en su corazón renacía el odio contra Pedro; pero procuró ocultárselo a Ana. Dos días y dos noches estuvo al lado de ella mientras bajaba al valle de la muerte. Esos días fueron de los más penosos para él, mientras veía partir a su amada. Su odio hacia Pedro aumentó. Después de sufrir al­ gunos días, Ana murmuró un adiós y murió. Natalio quedó solo para recordar los días cuando él, Ana y su "hijito" estaban juntos en la casita. Parecía que el odio no podía permanecer juntamente con el recuerdo de aque­ llos días felices; y sin embargo, ese hogar feliz había sido quebrantado por causa de un hombre. Muchos y diversos eran sus sentimientos. A veces podía perdonar y olvidar a Pedro, y de repente lo abrumaba la sensación de su pérdida, y volvía a sentir el antiguo odio. "No es justo que yo lo odie así, pensaba. Oraba fervientemente pidíendo a Dios que lo ayudara a vencer la amargura de su corazón; pero ésta vol­ vía siempre y se sentía incapaz de desarraigarla. ¡Entonces se produjo la tormenta! El furioso viento alza­ ba las olas como montañas y las arrojaba a la costa con rui­ do ensordecedor. la lluvia transformada en hielo y nieve llenaba la atmósfera, velando con la furia de los elementos la cara del sol. Y la tormenta siguió durante toda la noche. De muchos corazones subieron oraciones fervientes por los que estaban en peligro en el mar durante las largas horas de oscuridad. Al amanecer, los ansiosos pescadores miraban por las

30

"MAYOR AMOR"

SU PAlABRA DE HONOR

ventanas hacia el salvaje y agitado océano. De cada casa su­ bió el clamor: "¡Un barco naufraga!" Los hombres salieron con sus impermeables puestos. Pronto un grupo de valien­ tes marineros procuraban lanzar un bote, pero el viento, sil­ vando con escarnio, se lo arrebató, y las enormes olas lo destrozaron prestamente. Con pesar volvieron a sus casas a orar para que amainase la tempestad. Transcurrieron dos horas, y por fin se lanzaron dos bo­ tes. Natalio saltó a uno de ellos. Remando con vigor contra las furiosas olas, los hombres llegaron al barco condenado. Entonces empezó la peligrosa y ardua tarea de.hacer pasar los tripulantes a los botes antes que el barco se hundiese para siempre en las rugientes aguas. Un bote se llenó y se encaminó hacia la costa. Quedaba el bote de Natalio para recoger al resto de la tripulación. Continuó la lucha contra el mar enfurecido. Finalmente el puente quedó desierto y ya no cabía nadie más en el bote salvavidas. -¡Alejémonos! -gritó Natalio. -Aguarde un momento, el capitán está enfermo en, su camarote -gritó un fogonero. -Entonces atraquemos -gritó Natalio, mientras se pre­ paraba para saltar del bote al vapor. El esquife se arrimó y él saltó a bordo y se dirigió hacia el camarote del capitán. -¡Hola! -gritó. -Aquí estoy, acostado -fue la débil respuesta. Con ternura alzó Natalio al enfermo en sus brazos y salió apresuradamente. Una vez afuera del camarote se detuvo, porque a la luz grisácea había reconocido la cara de Pedro. Encontrados sentimientos lo embargaron. Volvió a ver a su esposa sufrir y morir por causa de la crueldad de Pedro ha­ cia su hijito. En sus ojos había odio, un odio sombrío. Ahora podría vengarse. Pero en seguida sus ojos se suavizaron, y

se apresuró a ir hacia el bote, llevando el pesado cuerpo de

capitán. -Ahora con cuidado, hombres -ordenó mientras lo marineros recibían al enfermo. -¡Ya está! ¡Zarpen! -¡Oh, no, Natalio, hay lugar para ti aquí -lo instaron. -No -contestó Natalio-, el bote se hundirá si se l pone un kilo más. Partan. Era inútil discutir, y cualquier demora podía ser desas trosa, porque el barco se inclinaba rápidamente a estribo Con corazones apesadumbrados y manos vacilantes los ma rineros tomaron los remos y se alejaron. Apenas habían recorrido cien metros cuando el barco s hundió en las heladas profundidades llevando a N atalio co SlgO.

Varios días más tarde, el capitán, repuesto de su enfe medad y de la exposición a la intemperie, descubrió que h bía sido Natalio quien dio su vida para salvarlo. Las lág mas rodaron por sus toscas mejillas, e inclinando avergonz do la cabeza, oró así: "Perdóname, oh Señor, como él m perdonó". En el cementerio de la aldea, alIado de la tumba de An Pedro puso una lápida que lleva esta inscripción:

NATALlO MERCER

"Nadie tiene mayor amor que éste".

El dio su vida por un enemigo.

a«labra

ehOnOr .... .......... ....

4

na tarde, algunos viejos marineros se habían reunido alrededor de una mesa y se entretenían refirien­ do incidentes y aventuras. Reinaba entre ellos la mayor paz y armonía. Sólo uno de los presentes, el capitán Sutter, se negaba a participar de las bebidas. Al contar él a su vez algunos de los incidentes de su vida, se levantó y dijo: Camaradas, como no deseo parecerles un hombre poco sociable, ya que me rehusé a participar con ustedes de las bebidas, voy a contarles cómo llegué a ser abstemio, a lo cual debo la posición que actualmente ocupo. Fui desde muy niño al mar, y a los dieciséis años ya me consideraba un marinero consumado. Era entonces grume­ te de un gran velero que se dirigía a las Indias. Nuestra tri­ pulación se componía de 52 hombres. Nosotros, los grume­ tes, vivíamos, por así decirlo, aislados de los demás marine­ ros, y teníamos nuestra mesa aparte. Así lo quería el co2-PH

(33)

34

su PAlABRA DE HONOR

mandante, que era un hombre muy justo y honrado, pero tocante al servicio, extremadamente riguroso. A pesar de lo jóvenes que éramos, ya habíamos adquiri­ do muchos malos hábitos. Lo que más fácilmente aprendi­ mos fue a beber, para lo cual aprovechábamos todo permiso que podíamos obtener, y volvíamos muchas veces a bordo en condición deplorable. La única excepción en ese sentido era un grumete llamado Juan, a quien ninguno podía inducir a tomar una gota de bebida alcohólica. Gozaba también por eso de la entera confianza de nuestro comandante, que lo tenía casi siempre junto a sí. Cuando bajaba a tierra, acos­ tumbraba llevarlo consigo, y a bordo le enseñaba muchas cosas útiles. Juan sabía sacar provecho de todas esas venta­ jas; pero para nosotros se había convertido en un objeto de odio y envidia. Acogíamos con desprecio las amonestacio­ nes y súplicas que nos dirigía, deseoso de que abandonáse­ mos nuestros caminos, y lo perseguíamos y maltratábamos siempre que se presentaba la ocasión. El soportaba todo con admirable paciencia, pero se fue apartando gradual­ mente de nosotros. Al fin tomamos la decisión diabólica de obligarlo a em­ briagarse, y para poder realizar ese plan con más seguri­ dad, comenzamos a tratarlo con afabilidad, prestándole to­ das las atenciones. Nuestro barco regresó al Brasil, y se demoró ocho días en Río de Janeiro. Una mañana todos conseguimos permi­ so para bajar a tierra. Eso nos proporcionó mucho placer, porque considerábamos llegado el momento de demostrar a nuestro comandante que su favorito no era mejor que noso­ tros. Juan prometió acompañarnos ese día, y la ocasión no podía ser mejor; seguramente no se escaparía esta vez. Cansados y hambrientos nos sentamos a la mesa. Pero al servirse el vino, Juan no se sometió a nuestras instancias

UN VOTO SAGRADO

35

y hasta hizo ademán de levantarse. Entonces nuestro odio no conoció límites. Lo llamamos chismoso, lo acusamos de instigar al comandante en contra de nosostros con el fin de gozar todas las ventajas y favores a nuestra costa. Por un momento la sangre le subió a la cara, frente a nuestras in­ justas e indignas acusaciones. Dominándose, sin embargo, dijo con firmeza y serenidad: "Compañeros, en vista de lo que pasa aquí no puedo ca­ llar más lo que deseaba mantener como un secreto. Mi his­ toria es breve. Mi vida fue desventurada desde mi naci­ miento. Mi padre, un hombre diligente y bueno, se convirtió en un esclavo del vicio de la embriaguez, a consecuencia de lo cual mi pobre madre y yo nos hallábamos muchas veces expuestos a los rigores del hambre y del frío. ¡Con cuánto fervor acostumbraba ella orar por su desgraciado esposo! "Al tener más edad, tuve que vagar cubierto de andrajos y caminar descalzo sobre la nieve. Cómo se me oprimía de dolor el corazón cuando veía a otros hartos y bien vestidos, disfrutando de la vida. Ciertamente sus padres debían ser hombres sobrios y buenos como lo había sido el mío, pensa­ ba para mis adentros. Cuando yo tenía ocho años, una no­ che muy fría y tempestuosa de invierno esperamos en vano el regreso de mi padre. Al romper el alba se me envió a bus­ carlo a la taberna. Por el camino di con un cuerpo que ya­ cía tendido alIado de la calle, cubierto de nieve. Me incliné sobre él y le limpié la cara: era mi padre, quien estaba muerto. "A mi llamado de auxilio acudieron dos hombres de la taberna y me ayudaron a transportarlo a casa. "Compañeros, no me es posible describir la aflicción de mi pobre madre. Llorando y sollozando se tendió sobre su esposo, como queriendo comunicarle con su ardiente amor y calor, la vida que se le había: escapado. Todos los sufri­

36

UN VOTO SAGRADO

SU PAIABRA DE HONOR

mientos que él le había causado en vida parecían olvidados en ese momento. Los hombres se retiraron y mi madre me hizo señas para que me arrodillara a su lado, delante del ca­ dáver de mi padre. "Hijo mío -me dijo entonces-, tú conoces la causa de nuestra desgracia. No había hombre más noble y honrado que tu padre, pero tú ves lo que pasó con él. Prométeme hoy en presencia de Dios y delante del cadáver de tu des­ venturado padre, sí, prométeme aquí, en este lugar, que nunca tocarán tus labios una gota del terrible veneno que nos sumió en la miseria. "Compañeros, yo hice esa promesa a mi madre, y Dios es testigo de que nunca la violé. Después de la muerte de mi padre, mi madre y yo, gracias a la ayuda de algunos pia­ dosos vecinos, pasamos aquel invierno algo mejor. En la primavera pude ganar algo para nuestro sustento; al final, obtuve este puesto en el barco, y ahora acostumbro a llevar­ le siempre algo de dinero cuando voy a visitarla, pero ni por todo el oro ni la plata del mundo violaría mi voto, y estoy se­ guro, amigos, de que desde ahora en adelante no tratarán más de persuadirme a beber". Con estas palabras Juan se dirigió a la puerta. Pero uno de nosotros lo detuvo y dijo conmovido: "Espera, Juan, no te vayas. Yo también amo a mi madre y desearía verla feliz. N o quiero ser un hijo malo; de hoy en adelante prometo no beber una gota más". -Danos la mano, amigo -exclamamos todos, y for­ mando un círculo alrededor de Juan prometimos todos se­ guir su ejemplo. En seguida mandamos traer papel y tinta y escribimos un voto por el cual nos comprometíamos a abste­ nernos para siempre de las bebidas alcohólicas, y todos lo firmamos. Debo confesar que nunca en nuestra vida nos sentimos

37

tan felices como en aquel momento. Por la tarde volvimos todos al barco. El comandante nos esperaba con el entrecejo fruncido. Conocía bien nuestra costumbre de entregarnos a los excesos cuando bebíamos, pero, ¡cuál no fue su sorpresa al vernos volver a bordo sa­

nos y frescos! -Muchachos -dijo-, ¿por qué están hoy tan bien? -Muéstrale el voto ~le dije a Juan al oído. El capitán lo recorrió con los ojos, y su rostro asumía una expresión de conmovida ternura. -Denme este papel, amigos -dijo-; mientras obser­ ven lo que aquí está escrito, tendrán en mí un leal amigo. y al estrecharnos la mano parecía muy feliz y satisfecho. A partir de ese día comenzamos otra vida. Juan ya no era para nosotros un objeto de odio y de envidia; continuan­ do al frente de nosotros, nos enseñaba y nos ayudaba a avanzar rápidamente en nuestra carrera. Cuando dejamos a nuestro buen comandante, todos con­ seguimos buenos empleos. Hace tres años nos reunimos to­ dos otra vez y, por la gracia de Dios, ninguno había violado su voto. Eramos todos comandantes de buenos barcos. Esta es mi historia -dijo el capitán Sutter a sus viejos amigos que lo habían escuchado con gran interés-, Y ahora estoy seguro de que no tomarán a mal que yo me abstenga de beber con ustedes. Tengo sobradas razones para proce­ der así.

IA CARTA INESPERADA



R

a la!

icardo Lipton contempló asombrado por un momen­ to el telegrama que le acababa de entregar un men­ ' . sajero. Releyó las palabras: "Ricardo Lipton, Univer­ sidad de Harvard. Venga inmediatamente. Su abuelo grave­ mente enfermo. (firmado) S. R. Saunders". Las palabras penetraron como flechas en el corazón del muchacho. Faltaba un mes para el día de Navidad, y Ricardo tenía el proyecto de pasar los días de fiesta con dos de sus compañeros de estudio en la cómoda casa de su abuelo. Es­ te le había escrito diciéndole que llevara a los amigos que quisiera y le había comentado las diversiones que había preparado para ellos, pero no era el desvanecimiento de esta feliz perspectiva lo que había hecho palidecer al muchacho. El anciano Martín Lipton había llegado a hacer las veces de padre y madre para el muchacho que se había visto privado de ambos cuando el transatlántico en el cual iban de viaje naufragó frente a la costa de Australia. Aunque Martín Lip­ ton era severo e inflexible para con los demás, su nieto po­ í

.

(38)

3

seía la llave de su corazón y era el objeto predilecto de s ternura. Sin embargo, al recordar tristemente el pasado, R cardo reconocía que su abuelo no lo había echado a perder Hizo mecánicamente los preparativos para el viaje, y las pocas horas ya estaba en el tren que corría devorand distancias. Pero las horas parecían eternas. Finalmente e viaje llegó a su término. La gran casa situada en el cerro pa recía rodeada de un silencio mortal cuando llegó el joven La anciana ama de llaves que le abrió la puerta le dijo al es trecharle la mano: -¡Ah, hijito, qué día más triste! -¿Cómo está el abuelito? -preguntó Ricardo con ansie dad. -Creo que si hubieses llegado un día más tarde no l habrías visto -fue la respuesta-o Voy a preguntarle si pue des verlo. Volvió en seguida. -El doctor dice que entres, pero no hagas ruido, hij mío -le dijo. En la penumbra, Ricardo vio, sentado junto a la cama, a doctor Saunders que tomaba el pulso al enfermo. A su lad estaba la enfermera, con una dosis de remedio en la mano El médico hizo señas a Ricardo para que se acercase y e muchacho se arrodilló junto a la cama y escondió la cabez entre las manos. El Sr. Lipton abrió los ojos y su mirada re flejó todo el afecto de un padre amante hacia su hijo, cuand murmuró: -Cuánto me alegra verte, Ricardito. Durante un rato guardó silencio, dominado por su ale gría, mientras retenía en su mano la de Ricardo; Luego vo vió a hablar lenta y dolorosamente: -Ricardito... creo que te voy... a dejar, pero ... he confiad al abogado.. algo... para ti. Prométeme... que harás ... lo qu

40

SU PAlABRA DE HONOR

te pido ... cuando él... te 10 comunique. Arrodillado alIado del que había hecho tanto por él, era fácil para Ricardo hacer la promesa. A la puesta del sol, Martín Lipton expiró. El día en que Ricardo pensaba volver a la universidad, el Sr. Weston, el abogado, 10 llamó por teléfono para pedirle que fuese a su estudio. El Sr. Weston, amigo de la infancia del Sr. Lipton, recibió con tierna simpatía al joven. -Es voluntad de tu abuelo, Ricardo, que conozcas el contenido del testamento --explicó, y luego empezó a leer el documento. El Sr. Lipton había sido un filántropo generoso que se complacía en hacer bien con la gran fortuna que le había si­ do confiada, y había en su testamento muchos legados desti­ nados a amigos e instituciones. Ricardo escuchó al abogado durante la lectura de toda la fraseología legal, pero su aten­ ción se sintió realmente atraída cuando oyó lo siguiente: "Lego a mi querido nieto Ricardo Ellworth Lipton el res­ to de mis bienes raíces y personales, a él, sus herederos, y sus cesionarios para siempre, con esta condición: que él no entre en posesión de dichos bienes durante un período de diez años a partir de mi muerte, y que no se le entreguen rentas de esos bienes que excedan a la suma de dinero ne­ cesaria para completar su educación. Dicho gasto del dinero estará sometido a la inspección de Juan L. Weston. "Lego a mi nieto, Ricardo Ellworth Lipton, mi sobretodo negro, deseando que 10 use durante el año escolar en la Universidad de Harvard, y que cuando use dicho sobretodo no dé explicaciones por ello ni se ponga guantes". Cuando el abogado terminó de leer esas palabras, el ros­ tro de Ricardo expresaba un gran asombro. ¡El sobretodo negro de su abuelo! No recordaba que su abuelo hubiese usado otro sobretodo que ése, de un estilo pasado de moda

LA CARTA INESPERADA

41

desde hacía veinticinco años. Martín Lipton le tenía gran apego, a pesar de todo 10 que su nieto le decía y hacía para disuadirlo de su uso. -Un sobretodo no es como las demás prendas de ves­ tir, Ricardo -le decía-o Sirve mientras esté en buen esta­ do. No hay nada que objetar a éste. Tal vez no sea de riguro­ sa moda, pero, ¿qué importa? Es abrigado Y cómodo, y ésas son las dos cualidades que debe reunir un buen sobretodo. y Ricardo se había consolado pensando que su abuelo

podía hacer cosas que en otras personas hubieran sido con­

sideradas extravagantes, sin que por ello disminuyese la es­

tima de sus amigos. Pero, ¡pedirle a él que usara ese sobre­ todo! ¡Era absurdo! -No comprendo, Sr. Weston -dijo finalmente-. ¿Esta­ ba.. cree Ud .... está Ud. seguro de que mi abuelo estaba en plena posesión de sus facultades cuando escribió esa última cláusula? El abogado sonrió. -Sí, Ricardo, estaba en plena posesión de sus faculta­ des -respondió y añadió mirando fijamente al muchacho: -¿Te pidió él que le prometieses algo antes de morir? Ricardo se estremeció al recordar las últimas palabras

de su abuelo. -Sí, y yo se 10 prometí -dijo lentamente. -A esto se refería él-explico el abogado-o Tú sabes, hijo mío, que tu abuelo era algo excéntrico y tenía ideas ra­ ras, pero si tú 10 prometiste, creo que serás bastante hom­ bre como para cumplir tu promesa -dijo el Sr. Weston mientras estrechaba la mano del joven. Esa noche Ricardo Lipton regresó a Harvard y nevó con­ sigo de mala gana el sobretodo negro. Trató en vano de vencer el enfado que iba llenando su corazón. ¿Por qué su abuelo se había aprovechado así de él? ¿Qué se proponía al

LA CAlITA INESPERADA 42

43

SU PALABRA DE HONOR

tratar de hUIIÚllarlo de ese modo? Porque este pedido del Sr. Lipton había herido el lado flaco de Ricardo, que era exa­ geradamente cuidadoso en cuanto al aspecto de su persona. Recordó más de una vez que su abuelo solía decirle: -Ah, Ricardo, temo que te vuelvas un vanidoso; no per­ mitas eso, hijo mío. y que él, Ricardo Lipton, el hombre mejor vestido de la universidad, tuviese que aparecer en público con un sobre­ todo viejo que se usaba veinticinco años atrás, era algo que no podía comprender; sin embargo, lo había prometido. To­ do se hubiera podido arreglar explicando a sus compañeros el porqué, pero de ese modo ... y al pensarlo, Ricardo apreta­ ba los dientes. Pasaron semanas y el sobretodo negro no salió del fondo del baúl. Llegó la primavera, de modo que ya era tarde para cumplir la promesa, y el sobretodo volvió con Ricardo a su casa. El Sr. Weston saludó afectuosamente al joven, pero no hizo referencia al pedido del testamento, y Ricardo no dio explicación alguna. Cuando volvió a Harvard en el otoño, el sobretodo fue con él. Al poco tiempo empezó a atormentarlo la conciencia. Dondequiera que estuviera y cualquier cosa que hiciese, se presentaba ante sus ojos la visión del sobre­ todo negro y comprendió que debía decidirse por fin a to­ mar una resolución. Los días fríos del otoño obligaban a llevar abrigo, y cierta tarde, Ricardo, después de luchar consigo mismo, se dijo riendo: "¡Bah! ¿Qué me importa lo que diga la gente? ¡allá va!" y una hora después emprendió el camino a la ciudad con el sobretodo puesto y sin llevar guantes, según las ins­ trucciones del testamento. Había pasado casi de largo junto a un grupo de jóvenes sin que éstos lo reconocieran, cuando uno exclamó:

-¡Lipton! ¿Qué se te ha ocurrido? ¿Quieres crear una nueva moda? Ricardo se rió junto con los que lo hacían a sus expen­ sas, pero ninguna pregunta consiguió hacerle dar la expli­ cación. Fue una tarde incómoda para el muchacho. Le pare­ cía que ese día todos sus amigos habían ido también a la ciudad, pero el peor momento fue el del encuentro con Margarita Standish, la joven más admirada de la ciudad, que estaba con algunas amigas. Lo mismo que los mucha­ chos, no lo reconocieron al principio; luego Margarita lo sa­ ludó alegremente, pero Ricardo sintió, más bien que vio, la sonrisa que se dibujaba en todos lo rostros. Se sentía ridí­ culo con su largo sobretodo. Pero en realidad la prueba no fue tan mala como Ricardo la imaginaba, pues tanto los mu­ chachos como las niñas pasaron un buen rato riéndose de "la nueva hazaña de Ricardo", según la llamaban. Cuando volvía a su casa, Ricardo sintió en los dedos un dolor producido por el frío e introdujo las manos en los bol­ sillos del sobretodo. En uno de ellos tocó un papel, y al sa­ carlo vio que era un sobre dirigido a él por su abuelo. Luego lo abrió y leyó las siguientes palabras en el papel que había adentro:

"Querido Ricardo: Me imagino que transcurrirá al­ gún tiempo antes que encuentres esta carta, pues creo que conozco bien a mi nieto. Hay en ti elementos que pueden hacerte un gran hombre, Ricardo, pero te preo­ cupas demasiado por lo que la gente pueda decir de ti. Un hombre puede ser, por cierto, un maniquí viviente y con todo ser hombre, pero no lo lleves hasta el extremo de temer salir a menos que estés seguro de ser conside­ rado un modelo de elegancia. Si todo se redujera a prendas de vestir, la cosa no sería tan terrible; pero este

44

SU PAlABRA DE HONOR

princiPio de temer lo que la gente puede decir de uno a menos que vaya vestido impecablemente, puede afectar­ te en cosas más serias de la vida. Por eso se me ocuryz·ó someterte a esta prueba. Habrás tardado un poco para hacer lo que te pedí, pero estoy seguro de que al fin lo habrás hecho. Es poco lo que te he pedido, pero sé cuánto te habrá costado hacerlo porque lo habrás hecho sin saber cómo iba a terminar; sin embargo, me lo pro­ metiste, y yo nunca he sabido que faltaras a una pro­ mesa. No tienes por qué volver a ponerte el sobretodo después de leer esto, pero comunícate en seguida con el Sr: Weston. Te deseo buena suerte y éxito, hz"jo mío; y que siempre soportes las dificultades futuras de la vida como soportaste ésta. (Firmado) Tu abuelo". Ricardo no se avergonzó de las lágrimas que derramó al terminar de leer la carta. -¡Qué cobarde he sido! -murmuró-, pero me alegro de no haberme echado del todo atrás. El Sr. Weston sonrió cuando oyó el contenido del tele­ grama que al día siguiente recibió de Ricardo, y más aún cuando dictó la siguiente respuesta: "Felicitaciones. Has so­ portado la prueba. Entras en posesión de los bienes de tu abuelo el día de tu graduación en la universidad".

51

"s

acobo Teemann era guardavías del ferrocarril del es­ • te de Tennessee y tenía la responsabilidad de vigilar especialmente el gran puente de Hiawassee, que dis­ taba unos cien pasos de su hogar. La casita misma estaba si­ tuada en un desfiladero por donde pasaba dicho ferrocarril, constituido por una línea doble que corría por entre su do­ micilio y una colina. Hacía una semana que llovía, y a causa de la excesiva humedad la tierra se había vuelto movediza. -Hoy ocurrió un nuevo desmoronaITÚento de tierra un poco abajo de Sweertwater -dijo Jacobo a su hijo Roberto, un muchacho de trece años que estaba junto al fogón y se hallaba ocupado en tallar una raqueta. Jacobo era viudo, y su Robertito tenía que atender los quehaceres domésticos, que realizaba, sin embargo, de un modo tan poco satisfactorio que su padre muchas veces sentía la necesidad de contar con un ama de casa. -Esas colinas rojas de Tennessee no tienen igual cuan­ (45)

46

SU PAlABRA DE HONOR

do comienzan a derrumbarse -dijo Roberto, y mostrando la raqueta preguntó: -¿No te parece que está bien, papá? -Pienso que sí -respondió lacónicamente el padre mientras se dirigía a la puerta para observar el tiempo. La perspectiva de esa noche no era muy animadora. El firmamento estaba envuelto en una densa oscuridad a tra­ vés de la cual caía una lluvia fina. Del lado del puente venía un rumor sordo como si el viento y las aguas del río se hu­ biesen trabado en lucha. El río ya había traspasado las már­ genes, anegando todo el bajo en la extensión de un kilóme­ tro y medio. Pensativo, Jacobo cerró la puerta y se sentó junto al fo­ gón. En seguida se oyó un ruido extraño y crujiente que provenía de la colina de enfrente. -¿Qué será eso? Voy a ver que ... -estaba diciendo Jaco­ bo, pero no pudo terminar la frase. El ruido sordo terminó en un estampido violento. Algo golpeó de frente contra la casa y la aplastó como a una cás­ cara de huevo. La luz se apagó. Jacobo hizo un esfuerzo 'por levantarse, pero fue empujado hacia abajo de la mesa, donde quedó preso entre los fragmentos que crujían. Cuando ce­ saron los golpes y el estrépito, sintió, además de otras contu­ siones, un dolor punzante en la pierna derecha. La oscuri­ dad era completa y la lluvia le hería la cara. -¿Dónde estás, papá? ¿Estas herido? -preguntó la voz temerosa y afligida de Robertito. -Pienso que tengo una pierna fracturada. Tal vez esté solamente dislocada. Ya el mes pasado le advertí al jefe de tráfico que esta colina tarde o temprano se iba a desmoronar -gimió Jacobo. -¿Eres tú el que estás aquí, papá? -dijo el muchacho que se hallaba ahora junto a él.

EL GUARDAVIAS y SU HUO

47

-Me imaginé que estabas herido, porque te oí gemir. -Sí, soy yo, hijo mío; si puedes remover un poco este montón tal vez pueda zafarme de aquí. La vía debe estar obstruida en una gran extensión. Fue un alud de tierra, y uno importante. -Bien, papá, trataré primero de librarte, y después vere­ mos, -dijo el muchacho empleando todas sus fuerzas para remover el montón de tierra y escombros. -Pues bien, hijo mío, ya es bastante; pienso que ahora con un poco de esfuerzo podré zafarme, pero no debe tar­ dar el tren expreso N° 4, que parte de Laudon a las 23:15. Consulté el reloj poco antes del derrumbamiento, y eran justamente las 22:30. -¿No podemos hacer señales? -preguntó Roberto. -Temo que no. Estoy casi seguro de que las linternas estarán rotas, y además, ¿cómo sería posible hallarlas debajo de este montón de escombros? ¿Sabes dónde están los fósfo­ ros? No tengo ninguno conmigo. No se podían encontrar los fósforos ni las linternas. Todo estaba probablemente enterrado. Era de admirar que J aco­ bo Teemann y su hijo no estuviesen enterrados también. -¡Ah, Dios mío! ¿Por qué teníamos que ser reducidos a una condición tan deplorable? -exclamó Jacobo. Con la ayuda de su hijo, Jacobo había conseguido salir de debajo de la mesa, pero no podía andar. -Estoy completamente molido. Tendrás que ir tú mis­ mo hasta allá, Roberto -dijo él. -Hasta... ¿hasta dónde papá? -Hasta Laudon. Alguien tiene que ir allá para comuni­ car lo que ha ocurrido. ¿No acabo de decir que el expreso está por llegar? No podemos permitir que se estrelle contra esta montaña de tierra mientras uno de nosotros pueda arrastrarse.

48

SU PALABRA DE HONOR

-Pero, ¿quién podrá cruzar sin linterna el gran puente de durmientes, papá? -Tienes que tantear el camino, Roberto -dijo el padre, que había resuelto mandar al niño a Laudon, aunque con gran riesgo de su vida. "¡Oh Dios, perdóname que mande al niño!", se decía angustiado el padre. -Es difícil, Roberto, pero no hay nadie que pueda hacer parar el tren, pues somos los únicos que estamos de este la­ do del puente en un kilómetro y medio a la redonda. Roberto vaciló un instante. ¿Era justo que dejase a su pa­ dre, herido y solo, para tratar de salvar a otros? Pero Jacobo puso rápido fin a esas vacilaciones. -No hay tiempo que perder si quieres llegar a Laudon a tiempo. Son muchas las vidas que están en juego. -Ya voy, papá. Roberto tomó la mano de su padre, la apretó y se retiró después conteniendo un sollozo que traspasó el corazón de Jacobo. , -Dios mío, perdóname si hago mal, pero en las condi­ ciones en que me encuentro, sería imposible para mí llegar a tiempo -suspiró Jacobo. Cuando Roberto trepó por encima del montículo de tie­ rra que obstruía la vía, se convenció de que el padre tenía razón. Era necesario llegar a Laudon costara lo que costase. Si el tren se estrellaba contra esa montaña de tierra, mu­ chos perderían la vida. La oscuridad era tan densa que Ro­ berto sólo se podía mantener en la vía andando a tientas. Palpando los rieles, Roberto ·fue avanzando poco a poco hasta que una ráfaga de viento, de abajo, le hizo comprender que estaba sobre el puente. Era necesario pasarlo a gatas, y al mismo tiempo con rapidez, porque al cabo de pocos minu­ tos llegaría el tren. ¿Llegaría a Laudon antes que el expreso? Esa preocupa-

EL GUARDAVIAS y SU HijO

49

ción lo afligía todavía más que el miedo que le infundía su di­ ficil empresa. Troncos de madera arrastrados por la co­ rriente chocaban de vez en cuando contra los pilares del puente, haciendo estremecer toda la estructura. Como el río se había desbordado, venían troncos de árboles y otros objetos de todas las direcciones procurando pasar justa­ mente allí donde el puente les obstruía el paso. ¿Qué sucedería si alguna balsa deshecha viniese a dar contra los pilares y destruyera el puente? Roberto no tenía tiempo para pensar en la posibilidad de semejante peligro, pues concentraba su atención en avanzar lo más rápidamen­ te posible para alcanzar el tren. Finalmente había traspuesto el puente principal, y le fal­ taba atravesar un trecho de construcción de madera del otro lado del mismo, por debajo del cual las aguas brama­ ban, despedazándose en la oscura profundidad. Las fuerzas de Roberto comenzaron a disminuir. Si no lograba cruzar esa extensa construcción de made­ ra, no sólo no podría dar el aviso de alarma, sino que él mis­ mo sería aplastado por el tren. De repente sintió un choque inusitadamente violento como de un objeto de gran peso que hubiese dado contra los durmientes. Toda la construcción crujió detrás de él, pero no tenía tiempo para pensar en la posible causa de ese estruendo, y mucho menos para tratar de averiguarla. Ese incidente má bien lo indujo a empeñar sus últimas fuerzas. Debía llega a tiempo a la estación, de lo contrario estaría todo perdido. Entre tanto, el padre de Roberto permaneció durante al gún tiempo acostado, pensando en lo que había sucedido Después se irguió con dificultad y observó a través de la os curidad en dirección de las aguas que rugían, hasta que lo ojos le comenzaron a arder. Era como tratar de ver a travé

50

SU PALABRA DE HONOR

de una muralla de piedra. La densa oscuridad 10 hizo estre­ mecer cuando pensó en los terribles obstáculos que debían oponerse a Roberto en el camino. Pensó en 10 joven que era, en los horrores de aquella noche terriblemente lúgu­ bre, y en todo lo que podía sucederle a su hijo y frustrar su tentativa. Esta ansiedad de espíritu en que se encontraba Jacobo se volvió finalmente insoportable. Luego se empezó a recri­ minar por haber obligado al niño a realizar algo tan peligro­ so. Por fin, el deseo de ver seguro a su hijo tal vez llegó a exceder al cuidado por la salvación de otros. Dominado por estos sentirrúentos de angustia, J acobo trató de arrastrarse hasta la vía, donde comenzó a vagar, sin rumbo, palpando entre los rieles, lo que, a pesar del dolor que sentía en la pierna, contribuía de alguna manera a cal­ mar la tempestad que se había desencadenado en su espíri­ tu. Según calculaba, hacía bastante tiempo que Roberto ha­ bía partido. ¿Habría llegado allá con seguridad? Mientras Jacobo se iba arrastrando hacia adelante ,con este pensamiento torturante, vio de repente una gran luz que surgía de la curva que quedaba más acá de Laudon y que avanzaba hacia donde él se encontraba. -¡Dios mío, el expresol Es el tren, -exclamó con gran angustia, olvidándose, con el espanto, de todos sus dolores .. ¿Dónde estaría el niño? Quizás Roberto no había llegado a tiempo a la estación. ¿Qué habría sido de él? Y, ¿cuál sería la suerte del tren que se aproximaba? Con este cruel pen­ samiento el pobre Jacobo se fue arrastrando hacia adelante, palpando un durmiente tras otro hasta que, de repente, su mano palpó ... el vacío. Le costó mucho mantener el equilibrio. Con gran precaución repitió la operación, y un escalofrío

EL GUARDAVIAS y SU HijO

51

recorrió su espalda. Evidentemente una parte del puente había sido arrastrada por el torrente. -Serán los objetos flotantes los que causaron esto. Y ahí viene el tren. ¿Cuál habrá sido la suerte del niño? -dijo Jacobo, temblando de frío. Como un desesperado, el padre, tendido sobre los dur­ mientes húmedos, y torturado por el dolor, .levantaba las manos trémulas exclamando: "¡Hijo míol ¡Mi hijo Roberto!" Fue todo 10 que pudo decir, mientras el corazón amenazaba con partírsele. El tren, con sus grandes ojos de fuego, se ve­ nía acercando, y allí estaba él sobre los rieles sin po­ der hacer

nada. Toda

tentativa de lanzar un gri­ to de alarma fue inútil. Mientras el rui­

do de la locomotora y el rumor de las aguas en la profundi­

dad le penetraban hasta el alma, pareció ver delante de sus ojos centenares de luces danzando en torno de él y burlán­

dose de su angustia; de repente, un vértigo 10 hizo caer en un silencio profundo.

-¡Papá! ¡papá! ¿No hay quién pueda hacerlo volver a la vida? ¿Cómo habrá caído él aquí abajo? -Tranquilízate, niño, él pronto volverá en sí. Puedo per­ cibir los latidos de su corazón. Cuando Jacobo Teemann abrió lo ojos, su primera pre­ gunta fue: "¿Dónde está rrú hijo? ¿Dónde esta Roberto?"

52

SU PAlABRA DE HONOR

Pero Roberto ya se había arrojado a los brazos de su pa­ dre y no encontraba palabras para expresar su alegría por haberlo reencontrado. Entonces el guardavías preguntó acerca del tren. -Llegué justamente a tiempo a la estación de Laudon, papá. Al hablarles entonces del derrumbe de tierra y de tu condición, estos hombres me pusieron en la locomotora y vinieron hasta aquí a fin de conocer la situación. Yo les dije que una parte del puente debía haberse caído detrás de mí, porque tal fue la sensación que me produjo el estremeci­ miento causado por el choque que oí cuando cruzó el puen­ te. Así pues, tomamos el bote del jefe de la estación y llega­ mos justamente aquí donde te encontramos tendido sobre los durmientes. ¿No sucedió todo maravillosamente, papá? -le dijo Roberto. Los empleados del ferrocarril pusieron a Jacobo y a su pequeño salvador en la locomotora, y cinco minutos des­ pués estaban en la estación de Laudon, rodeados de una gran multitud de pasajeros curiosos y agradecidos. , No se necesita añadir que no faltaron en esa ocasión las atenciones de parte de los agradecidos pasajeros, y que du­ rante ese imprevisto tiempo de espera, Robertito fue festeja­ do como el héroe del día.

El deber cumplido, como toda victoria, es tanto más glorioso cuanto más ha costado.

......"~.lUS

fieles

., ntre los grandes de la tierra, los gobernantes, hé­ i roes, sabios, artistas y grandes comerciantes de los ;tiempos pasados, hubo muchos que tuvieron, como el rey David, un comienzo pobre y difícil. Sin embargo, su piedad y diligencia, su fidelidad y perseverancia, y ante todo su fe y sus constantes oraciones, los condujeron a un final bueno y a veces también glorioso. En su mocedad, el gran almirante holandés Ruyter fue primeramente aprendiz de fabricante de sogas, después ma­ rinero y luego dependiente de tienda. Su fidelidad y diligen­ cia 10 recomendaban tanto, que su jefe le confió un carga­ mento de paños finos que debía llevar a Marruecos. Allí go­ bernaba en aquel tiempo un príncipe despótico y cruel. Ese príncipe, acompañado por sus cortesanos, visitó la feria una mañana y miró los finos paños de Ruyter. Una de las mejores piezas le llamó especialmente la atención y pre­ guntó su precio. Ruyter, quien, como todo verdadero co­ (53)

54

SU PAlABRA DE HONOR

merciante cristiano, no exi­ gía por sus productos mucho más de lo que valían, le dijo el precio que su patrón le ha­ bía indicado. El príncipe le ofreció solamente la mitad. -Lamento no poder re­ bajarla. Tengo que recibir el precio que le pedí, puesto que no es propiedad mía sino de mi patrón, y yo soy sim­ plemente su empleado. -di­ jo Ruyter. El gobernante no espera­ ba semejante respuesta, y por eso dijo muy indignado: "Perro cristiano, ¿no sabes que tu vida está en mis ma­ nos?" -Bien lo sé, señor -res­ pondió Ruyter-, pero tam­ bién sé que no pedí un pre­ cio excesivo, y que es mi de­ ber cuidar de lo que pertene­ ce a mi patrón sin pensar en mí. No le cobraré un precio menor. Prefiero hacerle un regalo antes que bajar un precio justo. Haga de mí lo que quiera, pero sepa que un día tendrá que dar cuentas de todo a Dios.

SEAMOS FIELES

55

Todos los comerciantes que oyeron esto se espantaron. El príncipe miró al mozo con ojos iracundos, y todo los que estaban en derredor pensaban que daría la orden: "Cór­ tenle la cabeza". Pero no; el príncipe se contuvo y solamente lo amenazó diciendo: "Si para mañana no cambias de opi­ nión haz tu testamento". El orgulloso príncipe volvió las es­ paldas, dejó a Rtiyter y continuó mirando las mercaderías de otros comerciantes. Ruyter puso muy tranquilamente la pieza de tela a un la­ do, y sirvió fielmente a otros clientes. Después de algunas horas, cuando la feria no estaba ya tan frecuentada, los otros comerciantes instaron al valiente joven y le dijeron: "¡Déle el paño como regalo o por el precio que él le ofreció! Si él lo decapita, perderá Ud. toda la mercadería y también el barco. En ese caso, todos los cristianos estaremos perdi­ dos"; Después de haber reflexionado serenamente, Ruyter re­ plicó con voz firme: "¡No teman! Estoy en las manos de Dios. Tengo que ser fiel en lo poco como en 10 mucho. Mi patrón no perderá ni un centavo por mi culpa. No me des­ viaré de mi deber". Para sus adentros Ruyter pensaba: "Pre­ fiero morir como siervo fiel antes que ceder a las exigen­ cias injustas del príncipe. Y tú, amado Señor que estás en el cielo, tienes todas las cosas en tus manos, y sin tu voluntad nadie puede torcer la punta de un solo cabello. Los fieles siempre han tenido a tus santos ángeles por guardianes!" A la mañana siguiente, Ruyter estaba otra vez muy ani­ mado en su tienda a la espera de los clientes. Vio entonces al príncipe que se acercaba con pasos orgullosos junto con sus cortesanos y un verdugo que llevaba una espada larga a la cintura. El príncipe se paró frente a la tienda de Ruyter, miró con ojos penetrantes y dijo: "Perro cristiano, ¿ya cam­ biaste de idea?"

56

SU PALABRA DE HONOR

Ruyter respondió decididamente y sin miedo: "Sí, refle­ xioné mucho; pero no puedo darle la tela por menos de 10 que le dije ayer. Si quiere quitarme la vida, hágalo. Prefiero morir como siervo fiel con una conciencia limpia que ceder a su exigencia". Todos los circunstantes contuvieron el aliento, pues el verdugo con la espada larga sonreía como un demonio que ve un alma rumbo a la perdición. Pero el semblante del orgulloso y violento príncipe co­ menzó a cambiar. Sonrió y amigablemente miró a Ruyter y dijo: '.'Verdaderamente eres un alma fiel. Nunca hallé un siervo tan fiel como tú. ¡Ojalá yo tuviese uno como tú en mi corte!". Después, dirigiéndose a los cortesanos que 10 cerca­ ban, declaró: 'Tomad a este cristiano por ejemplo". Ya Ruy­ ter le dijo: "Cristiano, ¡dame la mano! Tú serás mi amigo". En seguida tomó una bolsita con oro y la tiró sobre la mesa diciendo: "Contiene tanto como pediste. Y de este pa­ ño mandaré hacer un traje de gala que usaré en memoria de tu fidelidad los días especiales del año". ¿Debe añadirse alguna palabra a este suceso verídico? Sí, "¡Sed fieles! ¡Sed fieles en 10 poco, sed fieles en todos los lugares y en todas las cosas, porque el Señor recompensará la fidelidad:" La fidelidad vence, la fidelidad conduce al cielo.

Ye' O" ' :1

.1 .

.f --,-"". .

_.1

les

~!

abía que esperar 15 minutos en la estación de em­ palmeo Paulina los contó uno por uno. La ceremo­ ~- nia de casamiento de su amiga había sido fijada pa­ ra las 8. Eso le daría escasamente tiempo para saludar a la familia y ponerse rápidamente el vestido de fiesta que usaría como dama de honor de la novia. Se movía inquietamente en la sucia sala de espera, sabo­ reando una barra de chocolate. No tendría tiempo para pro­ bar bocado después de llegar, de modo que esa golosina tendría que sostenerla hasta que terminase la ceremonia. No conocía ningún lugar donde pudiera almorzar. Eso era 10 que se conseguía por viajar hasta lugares apartados, co­ mo era el pueblo adonde se dirigía. Paulina se sonrió des­ deñosamente al pensar en el pueblecito. La joven se había criado en la ciudad y estaba empapada de ella hasta la médula. Nunca había vivido alejada del ruido del tránsito y el rumor de los tranvías. Tenía la confusa idea -

(57)

SEDAS Y ENCAJES

..

~

_

59

de que la gente del campo y los habitantes de los pueblos pasaban los días ordeñando vacas y juntando huevos. Las miradas de los ociosos y el espectáculo y los sonidos de una estación pueblerina irritaban su sensibilidad. Se acercó im­ pacientemente a la ventana y depositó su cartera, su boleto y sus guantes por un momento mientras empolvaba su nariz ante la tapa de su valijita de cuero. -Discúlpame -dijo una voz suave a sus espaldas-, ¿es tuyo este guante? Lo recogí debajo de uno de los asien­ tos. Paulina lo tomó con gesto de fastidio. -Oh, sí, creo que es mío, gracias. Era proverbialmente descuidada; quizá por el hecho de serle todo tan fácil no tenía sentido de responsabilidad. Ahora, al recordárse1e sus descuidos hizo un rápido inventa­ rio de sus pertenencias. Cartera, sombrilla de seda, guan­ tes, boleto, valija de mano: no faltaba nada. ¿No llegaría nunca el tren? Ya había pasado la hora. Golpeó impaciente­ mente el suelo con el pie impecablemente calzado. -Creo oír el silbido de la locomotora. Era la misma voz amable. Paulina se dio vuelta y observó a la joven que hablaba. Luego volvió la mirada con un levan­ tamiento imperceptible de cejas. ¡Esas personas que se ven en las estaciones secundarias, siempre dispuestas a enta­ blar conversación! Evidentemente era una pequeña campesi­ na que iba a pasar el fin de semana con alguien. Su sencillo vestido azul tenía aspecto de haber sido hecho en casa se­ gún el ojo crítico de Paulina, y aunque aún no era verano, la niña llevaba un sombrero de paja. Si había algo en lo que Paulina no era descuidada era la estricta adecuación de su indumentaria a cada estación del año. Tenía conciencia de lo correcto y elegante que era su vestido y el sombrero que hacía juego con él. Sin quererlo,

60

SU PALABRA DE HONOR

Paulina era una esclava inconsciente de la moda. Estaba acostumbrada a juzgar a las personas de acuerdo con cierta norma ngida que para ella consistía en 10 que llamanamos sedas y encajes. Recogió su valija de mano. La gente salía ya apresurada­ mente de la estación. Paulina, ansiosa de ocupar un asiento en un tren donde no se conseguía la comodidad de primera clase por amor ni dinero, salió también, contando sus per­ tenencias a medida que caminaba. Sí, tenía todo: valija de mano, guantes, cartera, sombrilla... -¿Adónde viajas? -A N , contestó Paulina orgullosamente. Avanzó por el pasillo y se dejó caer en 10 que calificó mentalmente de "oloroso" asiento de cuero rojo. De todos modos, le que­ daba el consuelo de que faltaba poco para llegar. Unas po­ cas horas más de viaje y gozarla de la excitación fascinante de una boda. Si bien era un casamiento de pueblo, sena completo en todos los detalles. Juana Ma1brán, su compañe­ ra de colegio, no había pasado en vano cuatro años en la ciudad. Habría invitados de todas partes, porteros, damas de honor, y todo el aparato moderno de un casamiento a la moda. Hasta tendna algo de paradójico: todo sena tan anti­ guo que resu1taria muy moderno. Juana usarla un traje del estilo que había usado su madre en la misma ocasión. El alma de artista de Paulina se deleitaba al pensar en su traje de seda color durazno. Las otras niñas usarlan tafeta­ nes verdes y la que seguiría inmediatamente a la novia, uno de color orquídea. Llevarlan ramilletes como los de antaño, con flores del jardín y guantes largos. Paulina se sentía al­ go herida porque Juana no le había pedido que fuese la pri­ mera en el cortejo, pero probablemente Juana se había sen­ tido obligada a pedírselo a la hermana del novio. Miraba sin ver los campos dorados de trigo, viendo en

SEDAS Y ENCAJES

61

lugar de ellos la escena de la boda. La casa sería sin duda un castillo de dalias y gladio10s. Ella se imaginaba el cortejo nupcial descendiendo por la amplia y antigua escalinata. Juana había insistido en que la ceremonia tuviera lugar en la casa. En cierto sentido Juana era algo anticuada a pesar de su educación en la ciudad, pero su casa se prestaba para la ocasión. Paulina había pasado varias vacaciones en ella. Es­ taba todo en perfecto estado, aunque fuese en un pueblo que no era más que una manchita en el mapa, y la familia de Juana era gente muy fina. Su padre había renunciado a la carrera de cirujano en una gran ciudad para permanecer en el pueblo y continuar con el consultorio que su padre ha­ bía tenido antes de él. Paulina llegaba a la conclusión de que podría dar su aprobación a la familia de Juana; no que la niña pudiese vestir como ella -no era posible con el sueldo de un médico rural-, pero podía hacer mucho a partir de nada. Tenía cierto aire que la colocaba en la clase de las que usaban sedas y encajes. Juana parecería una duquesa con su traje nupcial. Sus pensamientos la llevaron al suyo propio de tafetán color durazno -durazno, verde ni10 y or­ quídea. ¡Qué tonos delicados! Un arco iris nupcial. -Discú1pame -dijo otra vez la voz imploradora con su entonación amable-, ¿es tuyo este pañuelo?, 10 encontré en el pasillo. -Oh, creo que sÍ. Gracias. Paulina 10 tomó fríamente. Esa niña pobre de la sala de espera de la estación de empalme parecía una verdadera Némesis que aparecía en todas partes con artículos perdi­ dos. A Paulina le molestaba que la niña vacilase aún en el pasillo, hamacada por los movimientos del tren en marcha. -Miré por todas partes del coche -le decía-, y sólo ahora he notado que tú y yo ocupamos asientos contiguos. Están perdiendo tiempo. Espero que no lleguemos tarde.

62

SU PALABRA DE HONOR

Este tren por lo general se retrasa. -Sí -murmuró Paulina mamente. Sus ojos estaban cla­ vados en la ventanilla. No tenía el hábito de trabar relacio­ nes ocasionales, especialmente con aquellos que no perte­ necían a su categoría. Y cuán inquietantes eran las palabras de la niña. ¡Qué sería para el casamiento si el tren llegaba demasiado tarde! ¡No estar allí para ser la dama de honor de Juana, para usar el original vestido de tafetán! -¡Boletos, señores! Paulina se sobresaltó. La niña ·ya había ocupado su asiento; el guarda estaba esperando. Ella había olvidado to­ do 10 relativo al boleto. Mecánicamente buscó en la cartera. El boleto no estaba allí. El guarda tosió con impaciencia. Paulina volcó todo el contenido de la cartera formando un montón heterogéneo: pañuelos, maquillaje, tarjetas, cambio, pero ningún boleto. Revisó atropelladamente los distintos bolsillos aunque sabía con la certidumbre de la convicción que su boleto descansa­ ba en el marco de la ventanilla de la estación de empalme. Ahora que se hallaba a kilómetros de distancia lo veía tan claramente como cuando lo puso allí. Volvió a poner lenta­ mente las cosas en la cartera. -No tengo mi boleto -dijo tranquilamente abriendo su portamonederos-. Ahora recuerdo que lo olvidé en la sala de espera. El guarda la miró fríamente. -El viaje -dijo anotando algo en su libreta- cuesta se siete pesos y cincuenta centavos. El agente en N los reembolsará. -¿Reembolsará? -repitió Paulina. En ese momento, la palabra "reembolso" era 10 que me­ nos podía ocurrírsele, pues acababa de hacer otro sorpren­ dente descubrimiento. El cambio que tenía en la cartera su-

SEDAS Y ENCAJES

63

maba exactamente cincuenta centavos. No tenía billetes. Y recordaba con certeza desalentadora que había descuidado sacar dinero del banco. Durante todo el viaje había tenido la impresión de haber olvidado algo. Era eso, pues. Los pocos billetes que tenía los había gastado antes de llegar al empal­ me en propinas, comidas, etc. -Siete pesos y medio -repitió secamente el guarda. Paulina hizo un esfuerzo por guardar compostura y ha­ blar con calma. -No tengo esa suma aquí. He salido con tal apuro que me olvidé de traer dinero. ¿Quiere que le extienda un che­ que? Tengo aquí la libreta... -Yo no puedo recibir cheques -dijo el guarda, inte­ rrumpiéndola y evidentemente impaciente-. Si Ud. no tie­ ne el boleto o su equivalente, deberá bajarse en la próxima estación. .-Pero, ¡Ud. no sabe quién soy yo! -dijo Paulina, casi sin aliento-. Mi padre es Guillermo Noceti, de la Compa­ ñía Petrolífera ... -Lo siento -respondió el guarda avanzando por el pasi­ 110-. La próxima parada es R ; Ud. deberá bajar allí. Paulina se levantó para seguir al guarda con el rostro en­ cendido. Algunas pocas personas la observaban con curiosi­ dad. Ella observó sonrisas disimuladas. De modo que no le creían. La consideraban una vulgar mentirosa. El tren ami­ noraba la marcha. Miró por la ventanilla con un sentimiento de pánico. Lo que vio fue una pequeña estación pintada de rojo, y un tanque de agua. Con la calma de la desesperación leyó en la desierta estación: R--. ¡Pensar en descender allí, en ese desierto, donde los trenes se detenían sólo una vez al díal Una dama de honor de un cortejo, sin dinero, y la boda celebrada sin su presencia... ¡Estación R !

64

SEDAS Y ENCAJES

SU PALABRA DE HONOR

Un peón del ferrocarril recorrió los coches gritando el nombre con voz ronca. Se detuvo y tomó la valija de la jo­ ven. El tren paró. El guarda esperaba, ceñudo, en la plata­ forma. Paulina avanzó con los ojos bañados en lágrimas. Le parecía que todas las miradas estaban puestas en ella. -¡Qué lástima! -dijo el peón, simpatizando con la jo­ ven, mientras la ayudaba a bajar-o Pero es cosa corriente. Tal vez consiga que alguien la lleve adonde Ud. va. Tal vez. Paulina no había pensado en eso. Y cobró espe­ ranza. Pero, ¡otra cosa! ¿A quién contrataría por cincuenta centavos? No, no había caso. -Espera un momento. Era la voz fresca y dulce de la niña de la sala de espera. Estaba de pie en el escalón más alto, con una sombrilla de seda azul y mango de marfil. -¿No es esto tuyo? Yo estaba leyendo un libro y sólo te vi cuando bajabas. ¿Es ésta la estación adonde ibas? Creía que ibas a N-'- . -El guarda la hizo bajar -explicó lacónicamente el peón-o Perdió el boleto, no tiene dinero ... -¿Tú...? ¿Perdiste tu boleto? """'7"""exclamó la niña con asombro-o Recuerdo haberlo visto en la ventanilla de la sa­ la de espera. -¡Pasajeros, al tren! -gritó el guarda. El peón se quitó la gorra. -Ya es hora -dijo a modo de explicación-oSólo nos detenemos aquí por pocos minutos. -¿No podría yo ...? -empezó a decir Paulina desespera­ damente-. ¿No podría yo ...? -y a su mente se presenta­ ban mil soluciones. Si pudiese pedir prestado, mendigar, te­ legrafiar a su padre ... pero el tren se iba. Dejó caer la valija y empezó a estrujar ciegamente el pañuelo. -¡Espere! -exclamó la joven campesina que tan ama-

65

ble se había mostrado con Paulina-o ¡Deténgase! Hágala subir, yo tengo dinero. Yo le pago el boleto. ¡Es una atroci­ dad hacer bajar así a una joven! Aquella buena samaritana tendió la mano a Paulina, que había empezado a caminar a la par del tren. El peón la ayudó a subir, valija y todo. Paulina no soltaba la mano de la niña, como si se asiese de una cuerda salvadora. Cosa curiosa, en ese momento tenía la sensación de hallarse sumergida en un río y de que alguien le tendía un salvavida. La joven campesina soltó la mano y alcanzó un billete al guarda. Elle devolvió el cambio con una sonrisa enigmática. -Por aquí -dijo la niña, llevando a Paulina por la parte posterior del coche-. Es un coche para fumar, pero no im­ porta. En aquel otro estarán todos estirando el pescuezo Y cuchicheando a costa tuya. Nos sentaremos aquí... -Pero tú no me conoces -exclamó Paulina, IlÚrándola con asombro-o ¿Cómo puedes confiar en mí así, si soy una extraña, y más aún después de haber sido tan antipática contigo? -Yo me he criado en las praderas -dijo la niña sonrien­ do-, donde todo es abierto y franco como la llanura mis­ ma. No hay malezas, ni pantanos, ni fealdades ocultas. Y siempre sé, por intuición, en quién puedo confiar. Entonces sacó otro billete, lo puso en la mano de Paulina y añadió: -Lo necesitarás para llegar a tu casa. -Dame tu nombre y dirección -dijo Paulina, con la sospecha de que le faltara la voz. -Nélida Lemos, estación H. -¿Calle y número? -Sólo eso -respondió Nélida, sonriendo-o Allá no ne­ cesitamos más que eso. Paulina escribió de prisa. Después de todo, pudo equivo3-PH

66

SU PAlABRA DE HONOR

carse en su impresión acerca de los salvavidas. Debió ser un ángel. -Yo te lo devolveré -dijo afanosamente-, oh, yo ... -Por supuesto -murmuró simplemente la niña. Diri­ gió la vista a la ventanilla y exclamó involuntariamente: ¡Oh, mira qué puesta de sol! ¿No es hermosa? Paulina siguió su mirada. Acostumbrada como estaba a edificios altos y torres, se sintió algo chasqueada al ver sólo nubes esponjosas teñidas de celeste y púrpura, como mirla­ das de arcos iris. Pero había en su belleza serena algo que la sobrecogió. -Pocas cosas -dijo Nélida, que así se llamaba la joven campesina- pueden igualar a una puesta de sol en la prade­ ra. -A menos que sea -añadió Paulina con sinceridad­ una hija de las praderas. La niña se sonrió. -Otra vez se detienen -observó ésta, mirando hacia afuera-o Podemos volver tranquilamente a nuestros asien­ tos mientras la gente sube y baja. Si no te vuelvo a ver, bue­ na suerte y... adiós. -Adiós -respondió Paulina. Estaba pensando que Néli­ da era una joven íntegra y sincera. Ahora que había puesto una buena base para trabar amistad, no se aprovechaba de ella. Sus ojos siguieron la erguida figura. ¡Pensar que la ha­ bía considerado vulgar y ordinaria, tan sólo porque su traje no era de rigurosa moda! -Nélida podrla usar las sedas y encajes de los mantos reales -se dijo humildemente. En el coche halló que su asiento había sido ocupado, y se tuvo que contentar con uno que compartió con un anciano caballero somnoliento que usaba una capucha negra. Pero ahora nada le importaba pues no la habían dejado en R . Yeso no era todo.

SEDAS Y ENCAJES

67

Había algo que cantaba en su corazón. El tren llegó a la estación con treinta y cinco minutos de atraso. Paulina subió a un ómnibus, pues había escrito a Juana diciéndole que no la fuese a buscar, ya que no estaba segura de la hora en que partirla. En la casa había gran ani­ mación; de modo que ella fue directamente a su habitación, y se detuvo sólo para echar una mirada precipitada a la no­ via. Cuando se puso el vestido de seda color durazno y se unió al cortejo nupcial en el comienzo de la escalera, empe­ zaban a oírse desde abajo los acordes de la marcha de Lo­ hengrin. Paulina quedó situada detrás de la dama de honor vestida de color verde nilo, y casi en seguida dio un salto in­ voluntario que retardó por un momento la soberbia proce­ sión, pues allí, detrás de la novia, muy ergUida, muy delica­ da, con su vestido color orquídea, estaba la dama de honor, que no era otra que la compañera de viaje que le había paga­ do el boleto. Sus ojos se encontraron significativamente. La joven ves­ tida de verde interceptó la mirada. -¿No es un encanto la prima de Juana? -murmuró-o ¿Verdad que el color orquídea le sienta muy bien? Paulina asintió abstraídamente, pues estaba pensando en algo que había arrebatado a las praderas, y que era 10 mejor que jamás hubiera puesto en su cofre de recuerdos. Era esto: que muy superiores al adorno exterior, son las se­ das y encajes del corazón y la mente.

. ~. prefiero fornuir

mi alma y no amueblarla. _. Lambert.

'Iabra

honor ..... . . .. .. .. .......... .

9 y¡..~~_1

lue el día siguiente de una victoria costosamente ga­ nada con esfuerzo y cansancio extraordinarios -con­ taba un oficial de caballería que había tomado parte en algunos combates de la Primera Guerra Mundial-; se me había encargado que llevara una orden importante a re­ taguardia, cuando, en el momento de partir, mi caballo, can­ sado, se negó a andar; rengueaba y no podía avanzar. Sin demora fui a buscar otro; éste era tan brioso y mañero que transcurrieron algunos minutos antes de que hubiese podi­ do montar y hacerlo partir. Se encabritaba, pateaba, y cuan­ do estaba casi por dominarlo, se detenía ante el menor obs­ táculo y continuaba coceando. "Pero era preciso avanzar; el mensaje del cual era porta­ dor no admitía ninguna demora, y el camino, obstruido por tropas y materiales, dificultaba más todaVÍa mi viaje. Era medio día y estaba sólo a mitad de camino. El aire estaba pesado y sofocante; nubes de polvo me secaban la garganta. (68)

UN VASO DE AGUA FRIA

6

Estaba exhausto; mi cantimplora estaba vacía, y me sentí desfallecer. En una vuelta del camino descubrí una fuent abundante junto a la cual descansaban algunos soldados llenaban sus cantimploras. "Deseaba bajar para hacer lo mismo, pero mi caballo, co mo si presintiese mi intención, dio saltos tan violentos qu abandoné mi tentativa para no provocar las risas grosera del campamento. "Airado por este contratiempo, desaté mi cantimplora dirigiéndome a uno de los soldados, el único que me parecí que no se reiría de mi infortunio, se la extendí, pidiéndol que me la llenara. "Era de mal aspecto, de entrecejo fruncido; sin embar go, estaba lejos de esperar de él una respuesta tan cruel: "-¡Uénala tú! "Frente a estas palabras, mi cólera no tuvo límites. "-¡Desgraciado! -le grité-; quiera Dios que un día t encuentre muriendo de sed y que me pidas un vaso de agu fría para que yo tenga el placer de negártela. "En seguida le clavé las espuelas al caballo y emprend una carrera desenfrenada sin hacer caso de las indicacione de los otros soldados, que me gritaban que volviera. "Una legua más adelante, un niñito, compadecido, m proporcionó medios para apagar la sed y dar de beber a m caballo. A cambio le di un puñado de dinero, pero, al compa rar su prontitud en servirme con la conducta de mi compa ñero de armas, sentí como si un fermento de odio me que mara por dentro. "La cara de aquel soldado se grabó con trazos indeleble en mi mente, y juré buscarlo -¡Dios me perdone!- hast poder vengarme. Durante dos años continué, sin resultado en los campos de batalla, entre los moribundos, esa búsque da impía. Al fin, llegó el día.

,

UN VASO DE AGUA FRIA

71

"-¡Agua, agua, agua, por amor de Dios! "Quedé horrorizado. Todo lo que me rodeaba desapare­ ció de mi vista y no lo veía sino a él. ¡Era el que me había rehusado un vaso de agua fresca! "Me acerqué, pero no me reconoció. Cayó exhausto so­ bre la almohada, con la cara hacia la pared. Entonces sentí que el alma se me comprimía, y oí una voz interior que me decía claramente: "-Hazle oír el ruido del agua, pasa y vuelve a pasar de­

"Había sido llevado a un hospital de guerra. Sin estar to­ davía en condición de reanudar mi servicio, dedicaba mi tiempo a los que estaban más heridos que yo. "Nunca sentí tanta compasión para con los pobres solda­ dos como cuando estaba en medio de esas escenas de do­ lor y sufrimiento, de las cuales los campos de batalla no da­ ban ninguna idea. Tenía verdadero placer en aliviar sus dolo­ res y en devolverles la alegría. "En medio de esas nuevas ocupaciones me olvidé,de mi enemigo. Así llamaba yo a aquel que me había negado un poco de agua fresca. "Después de una gran batalla vino a nuestro hospital un número considerable de heridos. Todas las salas se llena­ ron; el calor era terrible, y los enfermos sufrían cruelmente por la sed y la atmósfera abrasadora de la sala. Desde todas las camas gritaban: ¡Agua, agua, agua! 'Tomé un vaso y una jarra de agua helada, y fui de hilera en hilera distribuyendo la maravillosa bebida a todos los que la pedían. El solo hecho de oír caer el agua en el vaso les hacía brillar de alegría los ojos abrasados por la fiebre. "Cuando iba por entre las camas, un hombre que yacía del otro lado de la sala se incorporó de repente gritando:

lante de él. ¡Véngate! "Pero al mismo tiempo oí el murmullo de otra voz. Unos me dicen que era la voz de la conciencia; otros la de Dios, Y otros todavía, el resultado de las lecciones de mi madre. Fuera lo que fuese, esta voz me decía: "-Mi amigo, hoyes el día propicio y la hora de pagar e mal con el bien, de perdonar como te perdonó Jesús; ve y

dale de beber a tu enemigo. "Un sentimiento involuntario me arrastró hacia SU cama le pasé el brazo por debajo de la cabeza y le acerqué el vas

a los labios febriles. "¡Oh, cómo bebió! Nunca olvidaré la expresión de alivio la mirada que me dirigió sin pronunciar una palabra. Sól noté que estaba profundamente conmovido. "El pobre iba a sufrir la amputación de una pierna, Yyo pedí al médico que me permitiera cuidarlo. "Lo trataba de día y de noche. Durante mucho tiemp mantuvo el mismo silencio, hasta que un día, cuando m alejaba de su cama, me tomó por el saco, y haciéndome clinar sobre su cabeza me dijo en voz baja: "_¿Recuerdas el día en que me pediste de beber? "-Sí, amigo, pero lo que pasó, pasó. Está terminado. "-Para mí no -continuó-; no sé lo que me pasa aquel día; el capitán acababa de reprenderme; tenía fieb

72

SU PAIABRA DE HONOR

estaba encolerizado. Pocos instantes después quedé aver­ gonzado de mi conducta, pero era demasiado tarde. Hace dos años que te busco para pedirte perdón. Cuando te reco­ nocí aquí recordé 10 que me habías dicho y tuve miedo. ¿Me perdonas? ''Yo 10 había buscado dos años para vengarme; él me ha­ bía buscado para humillarse y pedirme perdón. ¿Cuál de los dos había seguido mejor el espíritu de Cristo? Cierta confu­ sión se apoderó de mí. "-Amigo -exclamé después de una pausa-, tú eres mucho mejor que yo; no hablemos más de eso. "Estuve presente cuando le hicieron la amputación. Ya 10 amaba como a un hermano. El sabía que iba a morir, pero antes me confió algunos objetos para que los mandase a su hermana, juntamente con una carta que me dictó. Me pre­ guntó si no había en la Biblia un pasaje que tratara del agua. "-Discúlpame -dije-, pero no vuelvas a hablar de eso. "Pero él continuó: "-Tú no sabes, mi fiel amigo, cuánto bien me hiciste al no rehusarme un vaso de agua. "Aquella noche la fiebre del enfermo aumentó y a veces parecía delirar. Con todo, parecía que su confianza en Jesús era completa. Tenía la seguridad de estar salvo. Así 10 reve­ laban sus oraciones. "A la madrugada, se movió, acomodó la cabeza en la al­ mohada y cerró los ojos para no volverlos a abrir en este mundo. Se había dormido para despertar en la eternidad. "Al verlo partir así, tranquilo y consolado, ¡cuánto placer sentí de haberle dado de beber, pagándole así el mal con el bien! Recuerdo estas palabras de Jesús: 'Y cualquiera que diere a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría sola­ mente,... no perderá su recompensa' ".

labra honor 10

Có, ., mols 1 s I

I!'I'

.~~~S

na tarde llegó a la casa de Nélida y María Sanborn el tío Guillermo con la noticia de que la tía estaba '-"", gravemente enferma y que tal vez no viviría hasta e

día siguiente. La mamá de Nélida y de María empaquetó rápidamente algunas cosas que necesitaba, y después de haber recorda do a su hija mayor que les dejaba en la despensa suficient pan y leche para aquella tarde y el día siguiente, las exhort a ser buenas durante su ausencia y se despidió de ellas d ciendo: "Adiós, hijas mías, Dios las protegerá hasta que y

vuelva". Nélida deseaba ser un buena niña, como decía su mam sin embargo, apenas podía contener las lágrimas cuand vio desaparecer el carro en una curva del camino. Pero n tando las lágrimas de la pequeña María, se reprimió y dispuso a consolar a su hermanita. -No llores, María, Dios nos va a proteger. Ven, vamos (73)

COMO SALVO DIOS ADOS NIÑAS

74

75

SU PAlABRA DE HONOR

ver las gallinas y los pollitos, y de noche nos acostaremos en la cama grande de mamá. Esto bastó para que María se consolase, y tomando la mano de su hermana mayor ambas salieron en dirección al gallinero, donde distribuyeron abundantes granos entre sus queridos animalitos. Después de algunas vueltas por la quinta, al anochecer volvieron a la casa, donde Nélida en­ cendió el fuego y preparó la cena, que constaba de pan y le­ che. Satisfechas las exigencias del estómago, ambas se arrodillaron y se encomendaron a Dios. Yen seguida subie­ ron a la grande y blanca cama de la mamá, donde se acu­ rrucaron como dos gatitos, y pronto durmieron. A altas horas de la noche Nélida fue despertada por un ruido extraño, semejante al rumor de muchas aguas. Des­ pués de saltar de la cama encendió una vela y salió en direc­ ción a la puerta a fin de descubrir qué era. Mas cuál no fue su espanto cuando, entreabriendo la puerta, encontró la quinta transformada en un inmenso lago. "¡Oh! ¡Oh! -ex­ clamó transida de terror-, ¿qué debo hacer?, es un desbor­ damiento del río". Pensó inmediatamente en María y 'ambas decidieron subir al altillo, donde probablemente las aguas no llegarían. Entre tanto, la creciente continuaba avanzando. Nélida tomó unas mantas y algunas almohadas y las llevó al altillo, y volvió después para buscar a María, quien al oír el rugido de las aguas gritaba asustada. Nélida la tranquilizó dicién­ dole que no tuviera miedo, porque Dios las protegería. Nélida se dio cuenta de que si aquella situación se pro­ longaba, necesitarían alimento. Bajó otra vez, y entrando sin temor en el agua que ya había invadido la casa se dirigió a la despensa de donde sacó una vasija con leche que llevó arri­ ba. Tuvo que volver una vez más para buscar pan y una cu­ chara, y el agua ya le alcanzaba a las rodillas.

La pequeña María no tardó en conciliar de nuevo el sue­

ño, pero Nélida no podía dormir. Se puso a observar atenta­ mente el agua, que iba aumentando sin cesar hasta que cu­ brió la cama de la madre y apagó la luz. Continuó después escuchando el ruido de la creciente dentro y fuera de la ca­ sa; llena de angustia, pidió a Dios que las salvase. y el Se­ ñor la consoló recordándole una promesa que ella había oí­ do muchas veces de su madre. "Cuando pasares por las aguas, yo seré contigo; y por los rios, no te anegarán". Repi­ tiendo la consoladora promesa, Nélida aguardaba el albo­ rear del día que le traería el anhelado salvamento. Al rayar la aurora, Nélida corrió a mirar a través de la pequeña ventana del altillo y vio que todo estaba transfor­ mado en un océano del que sobresalían apenas las copas de los árboles y los techos de las casas. A la tenue luz del ama­ necer, sin embargo, se divisaba una embarcación a vapor que venía en dirección al lugar para recoger a las personas que se habían refugiado en techos y azoteas. En la cubierta de la embarcación había una mujer, que, moviéndose in­ quietamente de un lado a otro, a veces lloraba y a veces ora­ ba. Al acercarse a la casa, los marineros arriaron un bote que, manejado por algunos hombres, surcó las aguas, sacu dido por el viento y la corriente, hasta la casa en que se en contraban Nélida y Maria. Al acercarse uno de ellos dijo: -Aquí ya no hay nadie.

-No -contestó otro-, la casa no tardará en caer, pue ya vacila.

-Pero, escucha, ¿qué es eso?

"Jesús, Señor, ri1i Redentor,

En ti procuro abrigo;

Aumenta el agua en derredor Jesús, sé tú conmigo". -¿Es Jesús el que los mandó a buscarnos? -pregun

76

SU PALABRA DE HONOR

Nélida cuando dos fuertes brazos las tomaron para trans­ portarlas al bote. La fe sencilla de la niña conmovió el corazón del rudo marinero, quien no creía en Dios. -Sí, hija mía -respondió-, pero después de un mo­ mento hubiera sido tarde. ¡Mira! ¡Allí se va la casa, arrastra­ da por las aguas! Minutos después fueron recogidas a bordo de la embar­ cación, donde la madre con gran alegría y acciones de gra­ cias las estrechó entre sus brazos. Piensen, queridos niños y jóvenes, que Dios cuida de aquellos que confían en él y oye sus oraciones en medio de los mayores peligros. Recuerden este bello versículo que es también una pro­ mesa de Dios para todos ustedes: "Invócame en el día de la angustia y yo te libraré" (Salmos 50:15).

ta_pt~

_ ra un jueves de tarde, del mes de octubre de 189 . Cuatro hombres a caballo llegaron al banco del pu . Jblecito de José, estado de Oregon, que era entonc centro de una próspera región dedicada a la ganadería, do de una población bastante dispersa llevaba una vida llena aventuras. Los jinetes se apearon Y ataron sus caballos a postes destinados a ese uso. Los cuatro iban armados. El cabecilla, llamado Fitzhugh, era un hombre muy in gente de unos 35 años de edad. Era de carácter frío y ca lador, aunque de modales suaves, y ejercía un poderoso cendiente sobre sus acompañantes. El segundo se llam Brown, Y como Fitzhugh, era un jugador y criminal em dernido, que había recorrido mucho mundo. Los otros eran más jóvenes. Uno de ellos, David Tucker, de 23 año

el otro era aún más joven. Guiados por Fitzhugh penetraron en el banco. Tuck el más joven quedaron de guardia cerca de la puerta m tras los otros se acercaban al mostrador.

(

78

SU PALABRA DE HONOR EL ASALTANTE

-jArriba las manos! -ordenó Fitzhugh al cajero-o En­ tréguenos todo el dinero. El cajero empujó el cajón a través del mostrador, Fitz­ hugh se apoderó del contenido -unos 2.000 dólares- y lo echó en una bolsa. En ese momento alguien disparó un ti­ ro, y de las cantinas y los almacenes del pueblo salieron in­ mediatamente muchos hombres armados. Las balas empe­ zaron a silbar por las calles. Un hombre se presentó a la puerta del banco e hizo fuego contra los asaltantes. Brown soltó la bolsa del dinero y ca­ yó muerto. -Entonces me olvidé de todo -explicó David Tucker más tarde- y corrí hacia Brown para prestarle auxilio. "Haciendo fuego contra los que intentaban c~rrar­ nos el paso, Fitzhugh me dijo con voz fría e implaca­ ble, al par que se inclinaba para apoderarse del dinero: "-No le prestes atención. Está muerto. jUsa tu revólver y salgamos de aquí! "El escapó a través de una lluvia de balas. En cuanto a mí, al apartarme de Brown me hallé frente a frente con hombres a quienes había conocido toda la vida y que dispa­ raban contra mí con ánimo de matarme. Levanté mi revólver e hice dos .disparos al azar. Entonces, una bala hizo blanco en mi mano, arrancándome el dedo que apretaba el gatillo. Corrí hacia afuera. Una descarga de municiones me hirió en el costado y otra en las piernas. Tambaleante, llegué a mi ca-

79

ballo. Un hombre que me había reconocido me golpeó con la culata de su carabina en la frente y gritó ciego de ira: "-jDavid Tucker, voy a hacerte volar los sesos! "-Bueno, hágalo de una vez -le contesté. "Pero él no hizo fuego, pues en ese momento caí desva­ necido y fui capturado. Mi amigo, el jovencito, estaba ya preso. Fitzhugh escapó sano y salvo, pero nosotros dos tuvi­ mos que enfrentarnos a la justicia. "Sentía que todos me odiaban y yo odiaba a todos. Me reconocía criminal y enemigo de la sociedad. Muchas veces pienso en cuán cerca de la muerte estuve y estoy convenci­ do de que únicamente la bondad de Dios me salvó para que llevase más tarde una vida mejor". Tucker y su amigo fueron encarcelados en la pequeña ciudad vecina de Enterprise. Al ser juzgado, el primero supo que alguien lo acusaba, además, de un robo de ganado, del cual era inocente. Pero, ¿qué podía valer su palabra? Fue condenado a siete años de cárcel por el asalto al banco y a un año por el robo de animales. "Poco tiempo antes de morir -cuenta el Sr. Tucker-, el hombre que juró falsamente que yo le había robado ani­ males me escribió a la cárcel para pedirme perdón. Lo per­ doné, porque para aquel entonces yo había decidido en­ mendarme, y uno no puede regenerarse si guarda rencor contra otros". La historia de la regeneración de David Tucker es mara­ villosa. Se dejó inducir a participar en el asalto con la loca idea de que tomaría luego su parte del botín y se iría a Chi­ cago a estudiar. Estaba comprometido con una buena joven y pensó que si antes de casarse podía educarse, cuando vol­ viese sería alguien en la comunidad. Como él mismo lo hace notar hoy, no se podría hallar más fantástica combinación de buenos ideales y mal raciocinio.

80

SU PAlABRA DE HONOR

Pero si el mundo lo despreció cuando cayó y lo castigó duramente, hubo dos personas que le hicieron comprender que lo seguían amando: eran su madre y su novia. Antes que lo llevaran a la penitenciaría del estado, su novia lo visi­ tó. En su última entrevista, a través de los barrotes, la joven le dijo con voz llena de ternura y simpatía: -David, dices que todos están contra ti. Pero yo no. Co­ metiste un error muy grave, pero aún creo en ti. Puedes re­ habilitarte, porque en el fondo eres bueno. No importa cuántos años sean, te esperaré. -No -dijo él-, no tengo derecho a pedirte eso. Yo te quiero, pero no soy digno de que me esperes. Eres joven y encontrarás a otro ... -¡No! -Sí, Delia. Será mucho mejor. -¡No, David! Te reformarás, yo te esperaré. Seguiré pensando en ti, pues sé que no eres tan malo como creen los demás. Aquellos años de cárcel fueron largos y amargos. La pri­ mera noche que pasó David en la penitenciaría pudo oír a algunos presos que sollozaban en sus celdas. Al día siguien­ te, un hombre fue azotado por haber violado algún regla- . mento. "He visto allí a algunos perder la razón acongojándose por los largos años de encarcelamiento que les esperaban. Luego los azotaban porque no podían dominarse. A mí me pusieron en la fundición, donde trabajábamos entre el calor y la suciedad fabricando estufas que un contratista vendía luego al público -cuenta el Sr. Tucker. "La influencia que Fitzhugh había ejercido sobre mí me clasificaba entre los elementos criminales de la sociedad, así que elegía siempre la compañía de los peores presos. "Nunca había examinado mi caso bien a fondo. Pero un

EL ASALTANTE

día, mientras estaba en el patio donde nos sacaban a hac ejercicios, me puse a meditar. Unos minutos antes un hom bre se había vuelto loco pensando en sus años perdidos. A gunos murmuraban, otros oraban, otros maldecían. Miré todos esos náufragos de la vida, y se me ocurrió que yo n era sino un miserable. "-David, insensato rematado -me dije-, piensa e esas dos mujeres que sufren por ti. Fíjate en Delia, sacrif cando su reputación por quererte cuando todos te despr cian. Te estima más de lo que tú mismo te estimas. Y ahí e tá tu madre orando por ti. ¿Qué haces tú por ayudar a tu n via y a tu madre? ¡Nada! ¿Quién te trajo aquí! Tú mism ¿Que no supiste portarte mejor? ¿Que eras joven? Son cue tos. Cualquier muchacho conoce la diferencia entre lo bu no y lo malo. Tú la conocías. "Cuando hube razonado de esta manera, empecé a se tirme más animado. Podía ver a mi novia y a mi mad orando por mí, y me dije: "-David, no vas a chasquear a las dos únicas person que te aman. Ahora mismo empiezas una vida nueva. 'Todo sucedió en un minuto. Aun la cárcel me parec diferente. Yo mismo era diferente. Al día siguiente cor mis relaciones con los criminales empedernidos con qui nes me relacionaba antes y empecé a hacerme de nuevo amigos. Aun en la cárcel uno puede elegir sus compañero El primero de los hombres mejores de quienes me hic amigo había sido maestro de escuela y era una buena pers na. De él aprendí mucho. Antes me deleitaba en leer l crónicas policiales de los diarios para notar qué factores inc dían en el fracaso o en el éxito de un acto delictuoso. R nuncié a esa clase de lecturas y dediqué mis momentos bres a cosas útiles. Leía cuanto se relacionase con la agr cultura y la ganadería, cosas de las que ya sabía algo.

82

SU PALABRA DE HONOR

"Al poco tiempo, el alcaide me mandó llamar. No sabía por qué, pero pronto vi que todo marchaba bien. "-David -me dijo-, ¿qué te ha pasado? "-¿Por qué, señor? -le pregunté. "-Algo te ha cambiado. Eres diferente. Pareces real­ mente feliz. ¿Qué te pasa? "Le conté acerca de mi reflexión en el patio. "-Muy bien. Te creo, David. De ahora en adelante te irá mejor. Yo te ayudaré. Ven acá mañana temprano. "A la mañana siguiente me llevó a la sastrería y me hizo dar un buen traje y un sombrero. ¡Un sombrero! Hacía cua­ tro años que no llevaba ninguno. Abandoné el uniforme ra­ yado. El alcaide me dejó encargado de la granja y del gana­ do. Uno o dos días más tarde me ordenó enganchar el ca­ rro para ir al pueblo a buscar la correspondencia. ¡Cuán feliz me sentía! Desde entonces fui dos veces por día al correo, sin que nadie me vigilara. Nunca sentí tentación de huir. "Los cuatro años restantes de mi condena transcurrie­ ron dos veces más ligero que los primeros, y el primero de septiembre de 1902 quedé en libertad. El alcaide me llamó temprano y me hizo desayunar en su casa. "-David -me dijo-, estás en paz contigo mismo. Este es el primer paso de la regeneración; pero tropezarás con circunstancias desagradables. Manténte firme y triunfarás. "Como despedida, un guardián me prestó cinco dólares; ya tenía veinte que me había prestado mi hermano. Tomé el vapor hasta Portland, estado de Oregon, y de alli fui por tren y diligencia a Lewiston, en Idaho. No podía obtener tra­ bajo. Supongo que parecía sospechoso. Mi capital bajó hasta dos dólares, y finalmente el dueño de un servicio de dili­ gencias me ofreció un puesto. Pero mientras hablaba con él, pasaron tres hombres a quienes conocí en el pueblo de J osé. Ellos me reconocieron; y a la mañana siguiente, cuan-

EL ASALTANTE

do me presente a trabajar, el patrón me dijo que no m sitaba más. Ya había empezado el invierno en esa septentrional. Yo no tenía sobretodo. Eché a andar a traviesa, sin saber adónde iba. Anduve todo un día una noche. Al día siguiente, a las doce, había rec ochenta o noventa kilómetros y llegué a una bifurcac camino. Recuerdo la fecha: el 7 de octubre. Aunque empezado el invierno, el sol calentaba y me senté b árbol. Me puse a estudiar los dos caminos. Por uno p a Enterprise, donde estuve encarcelado, y a José, don taban mis amados; por el otro, adonde nadie me cono Y alli, el hombre regenerado elevó una sincera ple Dios, como un hijo hablaría a su padre. "¡Oh, Dios jo-o Tú sabes que tengo miedo de volver allí. Tú sab quiero ser bueno; pero la gente me odia. Yo quiero se do y respetado. Ayúdame a decidir dónde debo ir". Cobró por fin bastante valor para aceptar la inv que momentos más tarde le hiciera el conductor de rro que iba a José. Pero antes de llegar al pueblo se b carro y se dirigió a la estancia de un francés llamado Beaudoin, pues recordaba que en la cárcel de Ente había prometido ayudarle. Pedro estudió su cara largo finalmente dijo: -Creo que has cambiado, David. Pero lo único puedo ofrecer es un puesto de cuidador de ovejas y p sólo... -No se preocupe por el sueldo -le contestó Dav Quedó cinco años con él. Durante el primero no s la estancia. Pedro le pagó 10 suficiente para que pudi volver los 375 dólares que su hermano le prestó m se hallaba en la cárcel y para comprarse un traje. Tuv ir al pueblo para comprar el traje. Muy pocos de aqu quienes vio contestaron su saludo. Volvió a la estanci

84

SU PAlABRA DE HONOR

quedó durante meses sin salir. Los otros peones iban a fies­ tas y otras reuniones, pero nadie invitaba jamás al ex con­ victo. Sin embargo, durante todo ese tiempo su novia estaba dispuesta a casarse con él. "Pero yo quería esperar hasta te­ ner un nombre que darle", declara Tucker. El segundo año, Beaudoin lo hizo capataz de diez "puestos" y le pagó 1.500 dólares, pues era muy entendido en cuestiones ganaderas. El tercer año lo mandó a una ciudad cercana con once mil ovejas que debía entregar a un comprador, que le pagó 38.000 dólares por ellas. Fue a depositar el dinero al banco, donde lo atendió un hombre que fue socio del banco asalta­ do años antes en José. El hombre lo reconoció y le preguntó qué deseaba hacer con ese dinero. -Depositarlo a nombre de Pedro Beaudoin. Hágame el recibo, por favor. Cuando el banquero contó la cantidad, abrió los ojos desmesuradamente, pero entregó el recibo con una sonri­ sa. Sin duda, debió contar el incidente a otros, pues David Tucker empezó a ser tratado de una manera diferente por los habitantes del valle. Sin embargo, siguió trabajando en la estancia e invirtiendo sus ahorros en ovejas. Al cabo de cin­ co años poseía dos mil ovejas y un crédito en la región. En­ tonces decidió casarse. El hombre que se extravió y volvió al buen camino y la novia que lo esperó trece años se unie­ ron en matrimonio y tuvieron tres hijos. Además de ser vicepresidente del banco que una vez asaltó, Tucker fue después director de irrigación de un dis­ trito de 3.600 hectáreas, miembro de la junta escolar y traba­ jó intensamente por la cultura del pueblo.

un~

negli4

D

urante el mes de noviembre del segundo año de gran guerra que enfrentó en el siglo XIX a los es dos del sur ya los del norte de los Estados Unid cierto joven cirujano fue asignado a un hospital cercano Washington, la capital del país. Una mañana de lluvia, mi tras se dirigía hacia la cama de un herido, se le acercó ordenanza y lo detuvo.

-¿Es Ud. el Dr. Jason Wilkins? -le preguntó.

~

-Sí, señor.

-Lo lamento, doctor, pero tengo que arrestarlo y lle

lo a Washington.

Jason miró al ordenanza con aire incrédulo, y le dijo:

-Ud. se equivoca, amigo. El soldado sacó del bolsillo de su chaquetilla un so pesado que entregó a Jason. Este lo abrió con cierto tem

(8

86

SU PAIABRA DE HONOR

leyó:

"Muestre esto al ci­

rujano J ason Wilkins,

del regimiento N--­

. Arréstelo y tráigalo an­

te mí inmediata me n­

te.-A Lincoln".

J aso n palideció.

-¿Qué pasa? -pre­

guntó al ordenanza. -No se lo pregunté al presidente. Salgamos en seguida, por favor, doctor -replicó el sol­ dado secamente. Asombrado, J aso n partió rumbo Washing­ ton. Recordó todas las pequeñas contravencio­ nes que había cometi­ do. Al llegar a su desti­ no, se lo encerró en una casa de pensión por una noche. Al día siguiente, a las doce, el ordenanza lo llevó a la Casa Blan­ ca. Después de una ho­ ra de espera, apareció un hombre por la puer­ ta del despacho del pre­ sidente y llamó:

ARRESTADO POR UNA NEGLIGENCIA

87

-¡Dr. J aso n Wilkins! -¡Presente! -contestó Wilkins. -Por aquí -y Wilkins, después de seguirlo, se encontró en una sala cuya puerta se cerró detrás de él. En la sala no había más que un nombre, pero ese hom­ bre era Lincoln. Sentado ante su escritorio, fijó sus oscuros ojos en el rostro de Wi1kins -un rostro fresco y joven, a pe­ sar del temblor de las rodillas. -¿Es Ud. Jason Wi1kins? -preguntó el presidente. -Sí, Excelencia -replicó el joven cirujano. -¿De dónde es oriundo Ud.? -De High Hill, estado de Ohio. -¿Tiene Ud. parientes? -Unicamente mi madre. -Sí, únicamente una madre. Bien, joven, ¿cómo está su madre? -Bueno... bueno... no sé -balbuceó Wilkins. -¡No sabe! -rugió Lincoln-. ¿Y por qué no sabe? ¿Es­ tá muerta o viva? -No lo sé -dijo el doctor-o A decir verdad, hace tiem­ po que no le escribo, y no creo que ella sepa dónde estoy. Lincoln golpeó con uno de sus grandes puños sobre el escritorio y sus ojos traspasaron a Jason Wilkins. -Recibí una carta de ella. Supone que Ud. murió, y me pide que averigüe dónde está sepultado. ¿No sirve ella? ¿Es de mala ralea? ¿Eh? ¡Contésteme, caballero! El doctor se enderezó un poco y dijo: -Es la mejor mujer que haya vivido alguna vez, Exce­ lencia. -Sin embargo, ¡Ud. no tiene razones para tenerle agra­

88

SU PALABRA DE HONOR

decimiento! ¿Cómo obtuvo Ud. su educación de cirujano? ¿Quién le sufragó los gastos? ¿Su padre? -No, Excelencia -contestó Wilkins sonrojándose; mi padre era un pobre predicador metodista. Mamá juntó el di­ nero, aunque yo trabajaba para pagar casi todos mis gastos de pensión. -Bien, ¿y cómo junto ella el dinero? Los labios de Wilkins se pusieron tensos. -Vendiendo sus cosas, Excelencia. -¿Qué cosas? -Mayormente cosas viejas; sin valor, excepto para los museos. -¡Pobre loco! -dijo LincoIn-. ¡Miserable gusano! Los tesoros de su hogar... vendidos ... uno tras otro ... para Ud. De repente, el presidente se levantó y señalando con su índice largo y huesudo hacia su escritorio, dijo: -Venga acá y siéntese, y escriba una carta a su madre. Wilkins se acercó obediente y se sentó en el sillón del presidente. Tomó una pluma y escribió una esquelita formal a su madre. -Póngale la dirección y dé mela -dijo el presidente, y añadió, levantando un poco su voz severa: -y ahora, Jason Wilkins, mientras esté en el ejército, escriba a su madre una vez por semana. Si lo tengo que re­ prender otra vez por este asunto, 10 haré comparecer ante una corte marcial. Wilkins se levantó, dio la carta al presidente y se quedó esperando órdenes. Finalmente, LincoIn se volvió hacia él. -Hijo mío -le dijo amablemente-, no hay en el mundo cualidad mejor que la gratitud. No puede un hombre ence­ rrar en su corazón nada más ruin y bajo que la ingratitud.

ARRESfADO POR UNA NEGLIGENCIA

89

Aun el perro aprecia la bondad y nunca olvida una palabra amable o el hueso que se le dé. LincoIn volvió a hacer una pausa, y luego dijo: -Puede irse, hijo ITÚO. Huelga añadir que el doctor reconoció la justicia de la severas palabras del presidente, y en seguida se puso a repa rar para con su madre el aparente olvido en que la tuvo an tes.

a señorita Carolina Duprant se sentó en el sillón más cómodo de su vesubulo para escuchar, mientras sus manos se entretenían con un trabajito de croché, los trozos de melodía que provenían de la casita vecina. De vez en cuando, del otro lado del cerco verde que se­ paraba su casa de la familia Aranda, Carolina podía ver los desnudos y bronceados brazos de Luisa que resplandecían al sol mientras sacudía enérgicamente su escobillón por la ventana. La mayor parte del tiempo, empero, podía tan sólo oír a su vecinita cantar alegremente a solas mientras barría, quitaba el polvo o cocinaba. Su alegre canturreo indicaba siempre a Carolina cómo le iba a Luisa. Desde hacía muchos meses, es decir, desde que falleció la madre de Luisa y ella quedó a cargo de sus tres hermani­ tos menores, Carolina había prestado oído atento a las indi­ caciones de ese barómetro. Por supuesto, que hubo muchas ocasiones en las que durante esos largos meses, el canturreo se detuvo por un rato -en momentos en que la joven necesitaba un poquito (91)

92

SU PAlABRA DE HONOR

de estímulo-, y una o dos veces reinó un largo intervalo de silencio; la primera vez fue al principio, cuando las tentati­ vas culinarias de Luisa parecían fracasar de continuo; y otra vez, más tarde, cuando Robertito tuvo la tos convulsa. Y ca­ da vez que reinaba el silencio en la casita, Carolina se las arreglaba para hallar un pretexto a fin de trasponer el cerco. Luisa estaba a punto de subir a su habitación para cam­ biarse de ropa. Pero aconteció algo, pues su canto se detuvo en medio de una nota. Carolina miró hacia la calle y alcanzó a ver a María Elena Tracy que entraba en la casa de la fami­ liaAranda. María Elena, con su nuevo vestido amarillo, armonizaba maravillosamente con la soleada tarde, pero, aunque era muy bonita, Carolina no pudo menos que fruncir el ceño al verla. ¡Así que eso era lo que había ahogado el canto! Sin duda Luisa había alcanzado a ver a María Elena cuando se acercó a la ventana para sacudir el escobillón por última vez antes de guardarlo. ¡Pobre Luisa, que no se había cambiado toda­ vía, y que tenía aún los hermosos cabellos cubiertos con un pañuelo para protegerlos del polvo! Era verdaderamente po­ ca consideración de parte de María Elena venir a visitarla antes que estuviese lista para recibir visitas, y especialmente el hecho de venir a ostentar sus hermosos atavíos delante de otra niña que apreciaba igualmente las cosas lindas pero que tenía tan poco tiempo para usarlas. Después de lo que a Carolina la pareció una espera in­ terminable, María Elena se alejó con su paso de sílfide, total­ mente despreocupada, mientras Carolina permanecía senta­ da y con el oído atento. Pero de la casita vecina no provenía ni una sola nota. El ceño se intensificó en la cara de Carolina, pero casi in­ mediatamente fue reemplazado por una expresión inteligente.

MANOS QUE HABLAN

93

En seguida entró en su cocina, y eligiendo algunos de los pasteles más dorados que estaban en el estante, se diri­ gió hacia la casa de los Aranda, en la que entró sin llamar. Exactamente como 10 había sospechado, Luisa estaba sentada delante de la mesa, en la cocina, con la cabeza apo­ yada sobre un brazo. -¿Qué te pasa, criatura? ¿Es cuestión de vestidos? -preguntó, con el tono de quien entiende de qué se trata. -No, no se trata de vestidos -contestó Luisa, tratando en vano de sonreír -es cuestión de manos. -¡De manos! -exclamó Carolina tomando una de las de Luisa entre las suyas y acariciándola suavemente. -¿Qué puede haber de malo en esta manecita, dime? Es fuerte, hábil, sana y hermosamente formada ... -Pero rasguñada, llena de cortes, magulladuras y que­ mada por el sol, fíjate. -Luisa extendió la otra mano, que ostentaba una venda en derredor del dedo meñique. Me lo corté momentos antes que llegara María Elena... -¡Ah! -exclamó Carolina moviendo la cabeza-, me parecía que María Elena tenía algo que ver con el asunto. Supongo que no la estarás envidiando. -¡Oh, sí! -admitió Luisa-. ¿Te fijaste en sus manos al­ guna vez? Son demasiado hermosas y delicadas para ser na­ turales. ¡Qué blancas, suaves y chiquitas son! -¡Exactamente! -repuso con tono grave Carolina, sin cuidarse de lo que decía-o Como dices, son demasiado bo­ nitas para ser naturales. Son demasiado suaves para tene utilidad alguna en este mundo. -Pero, Carolina, ¿no te gustan las manos de María Ele na? ~preguntó asombrada Luisa. -No, por cierto -repuso Carolina-o Serán lindas a l vista, sí. Pero no hermosas. -¡Oh! Carolina, ¿cómo puedes decir eso?

94

SU PALABRA DE HONOR

-Porque es la verdad. Te olvidas de lo que es la verda­ dera belleza. ¿No recuerdas que una de esas cicatrices que llevan tus manos es una señal de servicio, y que cada ras­ guño es un símbolo del trabajo bien hecho? Algún día María Elena se dará cuenta de que nunca, nunca pueden sus ma­ nos ser tan bellas como las tuyas. Al terminar su profecía, Carolina pareció acordarse de repente de que debía volver a su casa y hacia aIlí se encami­ nó. Al llegar a la puerta se dio vuelta y dijo: -Hice demasiados pasteles hoy. ¿Crees que algunos te vendrian bien para la cena? -y le alcanzó el plato con los pasteles que había traído. -¡Oh, qué amable eres! -exclamó Luisa al recibirlos. -Yo sé que hiciste demasiados a propósito. La profecía de Carolina se cumplió, y mucho antes de lo que ella misma había esperado. Transcurrió tan sólo una semana antes de que volviese a ver a María Elena entrar otra vez, con su vivacidad acos­ tumbrada, en la casita vecina. Traía esta vez a su hermanita Gertrudis, linda criatura de cinco años, rubia y bellamente ataviada. La Srta. Carolina suspiró porque sabía muy bien que la pequeña Gertrudis, de largos y dorados rizos, de grandes ojos azules y de sonrisa angelical, podía idear más travesuras que Robertito Aran da, el cual, por su propia cuenta podía mantener a Luisa ocupada en hacer fracasar las diabluras que él inventaba. Robertito y Gertrudis aceptaron alegremente la indica­ ción de ir a jugar en el patio, mientras que las dos niñas ma­ yores se acomodaban en la galería. -Ahora, háblame de tu viaje a Buenos Aires -dijo Lui­ sa a Maria Elena, yen seguida se quedaron ambas enfrasca­ das en los planes que la visitante estaba haciendo de viajar a la gran ciudad.

MANOS QUE HABLAN

9

Carolina recogió su labor y entró en su casa. Había vist a los niños correr por el patio, pero no les prestó mayo atención, hasta que oyó un grito, y al correr hacia la ventan divisó el fulgor de una llama. Al instante salió corriendo. Mortunadamente las jóvenes habían llegado antes qu ella. Al notar Luisa el desusado silencio en que permanecían los niños, había decidido averiguar qué hacían. Ella y María Elena habían llegado a la esquina de la cas precisamente a tiempo para ver a Gertrudis encendiendo un fósforo de la caja prohibida que estaba en la mano de Ro bertito, y mientras sujetaba la punta de uno de sus rizos en la llamita, se reía con traviesa alegría mientras el cabello s achicharraba; luego, al ver acercarse a las jóvenes, instinti vamente soltó el fósforo encendido en el mismo instante en que empezó a correr. Pero al caer, el fósforo encendido prendió fuego al vapo roso género del vestido de la niñita, la cual quedó pronto envuelta en llamas mientras corría. María Elena quiso echar a correr tras ella, pero se detu vo de golpe, como clavada en el suelo y muda, mientra veía lo que sucedía. La pequeña Gertrudis se dio vuelta huyó, gritando con toda la fuerza de sus pulmones. -Gertrudis, tírate al suelo, tírate al suelo -ordenó Lui sa, tratando de alcanzar a la niña, que enloquecida no hací más que correr a mayor velocidad. En ese momento apareció Carolina y trató de detener la niña. Esta se dio entonces vuelta y tropezó de frente co Luisa. Sin vacilar un instante, Luisa asió el pequeño cuerpo en vuelto en llamas, lo acostó en el suelo, se echó encima, apagó con las manos las llamas que no había podido sofoca con su cuerpo.

96

SU PAlABRA DE HONOR

En dos minutos todo estaba terminado; pero esos dos minutos devolvieron a María Elena el sentido de la situac ción. Se le había presentado, como en un espejo, un retrato tan fiel de su personalidad que la espantaba. -¡Oh, Carolina! -exclamó entre sollozos y cubriéndo­ se el rostro con las manos-o Nunca pensé que pudiese ser tan cobarde. Carolina se había inclinado tiernamente sobre Luisa, que yacía inmóvil sobre el césped. Al oír las palabras que le diri­ giera María Elena alzó la cabeza y contestó con amabilidad, tratando de suavizar la impresión de María Elena ante el descubrimiento que acababa de hacer acerca de sí misma. -No debes juzgarte con demasiada severidad, querida. Siempre se te enseñó a pensar en ti antes que en los demás. Ahora, ayúdame, por favor. María Elena la ayudó lo mejor que pudo, y se quedó es­ perando, conteniendo casi la respiración, mientras Carolina declaraba que su hermanita estaba casi ilesa, a no ser por unas quemaduras sin importancia en los brazos y las pier­ nas, y por la pérdida de sus hermosos rizos. -Pero, si no hubiese sido por Luisa... y María Elena se estremeció. Luego se arrodilló y alzó

una de las manos que habían salvado a su hermanita. Invo­

luntariamente cerró los ojos al ver el aspecto lastimero que

presentaba. Luego, extendió sus propias manos delante de sí, las mi­ ró como si fuesen un objeto de horror, exclamando: -¡Oh! no podré nunca más mirarme las manos sin odiarlas. ¿No habrá nada que podrían hacer para expiar mi insensatez? Carolina lavó cuidadosamente con aceite los pobres de­ dos de Luisa, quemados y llenos de ampollas, y empezó a vendarlos antes de contestar:

MANOS QUE HABLAN

97

-Transcurrirán muchos días antes de que Luisa pueda volver a valerse de sus manos. Si realmente quieres ayudar­ la, podrías postergar tu viaje a Buenos Aires y hacer el traba­ jo de la casa hasta que pueda volver a encargarse de él. Momentos más tarde, después de que el médico exami­ nó a Luisa y aseguró que las cicatrices no la desfigurarían, como se había pensado al principio, Carolina se hallaba en la cocina con María Elena, a quien había estado enseñando cómo preparar la cena. -Carolina -empezó a decir María Elena mientras alza­ ba la tapa de una cacerola para probar si las zanahorias esta­ ban a punto-, ¿qué quería decir Luisa mientras deliraba y murmuraba algo acerca de "manos que hablan". Carolina se 10 explicó tan bondadosamente como pudo. -¿Cómo pude pensar alguna vez que mis manos eran hermosas -preguntó con asombro María Elena-, cuando no eran sino mudas? E irreflexivamente quiso tomar la tapa de la cacerola, que había dejado sobre la estufa, pero la dejó caer con un grito. -¡Ay! ¡Me quemé! -exclamó. Pero de repente un pensamiento cruzó por su mente, y se miró el dedo. ¿Le habría dejado una marca? Sí, efectiva­ mente. -Carolina, creo que el silencio de mis manos terminó para siempre -explicó alzando con orgullo su rosado dedo quemado-. Es la primera palabra que dicen, pero -y Caro­ lina sonrió con ternura al notar la resolución que manifesta­ ba la voz de María Elena-, te aseguro que no va a ser la úl­ tima.

4-PH

UNASALVACION MARAVILLOSA

a locomotora N° 449 del ferrocarril de Pensilvania no difiere en nada de las demás, y sin embargo se pro­ dujo con ella un hecho que tal vez no tenga igual en la historia de las locomotoras. Era una noche fea y oscura. Llovía torrencialmente. A través de la borrasca rugía el tren expreso en vertiginosa carrera. Estaba atrasado y debía ahora, a pesar del viento contrario, recuperar el tiempo perdido. El maquinista escru­ taba la oscuridad no sin manifestar cierta aprensión. ¿Qué sería de ellos si algún guardavías hubiese descuidado su de­ ber y las aguas hubieran falseado algunos de los durmientes donde se asentaban los rieles? No le era posible, sin embar­ go, moderar la velocidad del tren que, volando a través de las quintas, produCÍa un rumor horrísono al pasar por enci­ ma de los extensos puentes metálicos. y las luces de señal surgían como luciérnagas en medio de las tinieblas para volver a desaparecer en el próximo instante. El potente re­ flector eléctrico, en la parte delantera de la locomotora, lan­ (98)

99

zaba su haz de luz en medio de la oscuridad e iluminaba el corto trecho del camino que el próximo segundo había de trasponer. Pero, ¿qué es eso? En el haz de luz lanzado por el reflec­ tor se agita un espectro en forma de mujer, cuyo manto pa­ rece flotar al viento. De vez en cuando la sombra levanta sus contraídos brazos como para decir que no deben avan­ zar más. El maquinista, aunque asustado, procura dominar el miedo. Tal vez la vista fatigada lo engaña. Entre tanto, no­ ta que también el foguista observa con pavor la sombra. Sí, allí está, y les hace señas de nuevo agitando sus formida­ bles brazos. -¡Francisco! -grita el foguista-, ¡Francisco, haz parar el tren! Pronto llegaremos al puente sobre el río, ¡no lo pase­ mos! Veamos primero si está todo en orden. Y Francisco, cediendo a un sentimiento de terror invencible detuvo el tren. -¿Qué sucede? -grita el guarda, dirigiéndose espanta­ do hacia adelante. Francisco casi siente vergüenza de confe­ sar lo que lo indujo a parar el tren, tanto más porque el ne­ gro espectro había desaparecido. -Bien -dijo-, no puedo precisar lo que vimos, pero nos pareció ver un fantasma que corría delante del tren, ha­ ciéndonos señas con sus contraídos brazos como para avi­ sarnos que no debíamos avanzar. -¿Estás loco? -le preguntó el guarda en tono de burla. No obstante, todo el personal se dirigió al puente. Allá abajo rugía el río, revolviendo sus aguas en enormes remolinos, pero el puente... había desaparecido. Apenas sobresalían al­ gunas vigas que se delineaban en el vacío del abismo. En este momento reapareció el espectro en el reflejo de la luz, haciendo señas una vez más con sus grandes brazos. Conmovido, el pequeño grupo se detuvo delante de

100

~,Iabra

SU PAlABRA DE HONOR

aquel fenómeno. -Francisco -dijo el guarda-, no es a nuestro destino, sino a Dios a quien debemos el haber sido salvados de una tremenda desgracia. Y meditando en lo ocurrido, todos vol­ vieron al tren. Entre tanto, se presentaron también algunos pasajeros, pero ninguno pudo explicar el fenómeno. Por fin, un joven de Chicago pudo aclararlo. -Aquí está el fantasma -dijo-, sosteniendo entre los dedos una gran mariposa nocturna-o Este insecto, atraído por la luz del reflector, penetró en él, en alguna de las oca­ siones en que éste estaba abierto, y se colocó en el lado inte­ rior del vidrio. De cuando en cuando salía de allí girando al­ rededor de la luz y proyectaba una enorme sombra. Los for­ midables brazos no eran otra cosa que sus alas. El curioso insecto, que se tornó así en un instrumento de salvación para tantos pasajeros, recibió un lugar de ho­ nor en esa locomotora, donde se lo puede ver todavía en una cajita de vidrio. Dios se puede valer de los medios más insignificantes para evitar un peligro, de los medios que muchos se com­ placen en llamar casualidad.

;onor

15

,','. S• ,

y

-,

,~;

1 volver el Sr. Dracy tras una ausencia de tres año notó con dolor que su hijito se había vuelto rebel testarudo, Y que no respetaba ya como antes dulce autoridad de su madre. Un bello día de octubre fue dar un paseo con el niño por las hermosas praderas que deaban la casa. Permaneció un rato pensativo y silencio Pero llegando a un lugar donde una enorme roca proyec ba sobre el suelo grandes sombras negras, se detuvo. -¿Ves esta roca? -dijo el Sr. Dracy a su hijo-, me t el recuerdo del acto más criminal de mi vida. Ese incide de mi juventud es tan doloroso que nunca te hubiera hab do de él si mi conciencia no me lo impusiera ahora como

deber. -Yo tenía varias hermanas, pero era el único varón la familia. Mi padre murió cuando yo era muy niño. Mi dre era de carácter suave y tierno, dedicada a sus hijo querida por todos los que la conocían. Jamás olvidaré

(10

EL SR DRACY CONFIESA

102

103

SU PALABRA DE HONOR

hermoso y pálido rostro, su sonrisa angelical, su voz armo­ niosa y sonora. Durante la primera parte de mi infancia yo la amaba profundamente; no era feliz sino cerca de ella, pero cuando llegué a los once años de edad, mi madre, temien­ do que yo adoptase costumbres y modales más bien femeni­ nos, me envió a la escuela superior del pueblo. No sabría decir por qué, pero ese cambio me hizo mucho mal. Me vol­ ví bullicioso, brusco e indisciplinado. El respeto y el amor que tenía por mi madre se fueron debilitando poco a poco en mí, y pronto le resultó muy difícil hacerme frente. Yo creía que si me sometía a su autoridad o manifestaba arre­ pentimiento cuando había cometido una falta, sería dar pruebas de cobardía. El mote que más temía era el de 'mari­ quita', y nada me enfurecía tanto como el oír a mis camara­ das decir entre risotadas que yo me dejaba gobernar por faldas. "Mi buena madre no escatimó esfuerzos para hacerme cambiar de sentimientos. Yo comprendía eso, pero mi cora­ zón estaba helado. Un día, después del almuerzo, iba a abandonar la mesa para ir, como de costumbre, a vagabun­ dear por las calles con mis amigos, en espera de que co­ menzaran las clases, cuando sentí la mano de mi madre po­ sarse sobre mi hombro. "-Hijo mío -me dijo con dulzura y firmeza-, deseo hablarte. ''Tuve ganas de rebelarme, pero había algo en su tono y sus modales que me impuso respeto, y la seguí en silencio. "Ella salió de la casa, y al pasar vi a uno de los peores su­ jetos de la escuela que me esperaba. Me miró sonriendo con aire burlón. Eso hirió mi amor propio. Yo sabía que él era un sinvergüenza, pero era mayor que yo, y ejercía una influencia irresistible sobre mí. Seguí a mi madre de mala

gana hasta el lugar donde estamos ahora, a la sombra de es­

ta gran roca. "¡Oh, hijo mío! ¡Cuánto daría por borrar de mi vida la pá­ gina vergonzosa que voy a contarte! ¡Qué no daría para po­ der descargar mi conciencia del remordimiento que la ob sesiona! Pero no, esta fatal roca estará aquí siempre como

un testimonio contra mí. "Mi madre, que era muy débil de salud, se sentó y m indicó que me sentara a su lado. En vez de obedecerle, m mantuve de pie con aire desafiante. Me parece que veo aú la tristísima mirada que fijó en nú.

"-Alfredo, mi querido hijo --