PINEAU (Comp) Escolarizar Lo Sensible

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Pablo Pineau (Director)

Escolarizar lo sensible Estudios sobre estética escolar (1870-1945)

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Pineau, Pablo Escolarizar lo sensible : estudios sobre estética escolar 1870-1945 . - 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Teseo, 2014. 372 p. ; 20x13 cm. ISBN 978-987-723-003-1 1. Estética Escolar. 2. Historia de la Educación. 3. Pedagogía. I. Título CDD 370.09

© Editorial Teseo, 2014 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-723-003-1 Editorial Teseo Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: [email protected] www.editorialteseo.com

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Índice

Presentación. Pablo Pineau�����������������������������������������������������9 A modo de introducción. Estética escolar: manifiesto sobre la construcción de un concepto. Pablo Pineau����������21 Ideas Resonancias de una pedagogía para la guerra. Jordán Bruno Genta, educador de una sensibilidad militar. Betina Aguiar da Costa����������������������������������������������������������39 La apuesta sensible. El sentimiento nacional como pedagogía en tiempos de multitudes. Marcelo Mariño�������63 Escolarizar la mirada: arte, estética y escuela (18801910). Belén Mercado�������������������������������������������������������������95 Guerra a la escuela bárbara. El establecimiento de una estética moderna en los orígenes del sistema educativo argentino. Pablo Pineau�������������������������������������115 Sensibilidad escolar y régimen visual en la configuración del sistema educativo argentino. María Silvia Serra�135

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Construcciones estéticas de la infancia escolarizada. Niños y niñas indígenas en la escuela de fines del siglo XIX y principios del XX. Sofía Thisted������������������������159 Prácticas Formar lectores, sensibilizar espíritus. La organización de la Biblioteca Nacional de Maestros (18701906). Nicolás Arata�������������������������������������������������������������187 La arquitectura escolar. Una mirada desde la estética de la vida cotidiana. Patricia Barbieri���������������������������������231 La mujer que habita en la maestra. Sensibilidad, estética, prescripciones estatales y prácticas de consumo. Paula Caldo���������������������������������������������������������251 “El gusto de hacer”. Escuela Nueva y taylorismo en la Reforma Rezzano (1918-1936) Ignacio Frechtel�����������������289 Ejemplaridad y educación del carácter: ética y estética escolar en los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria (1916-1943). Rafael S. Gagliano����������������������������������������������������������������������������313 Cultura popular y trabajo docente: exploraciones sobre la legitimación estética de la Nación argentina de entreguerras. Myriam Southwell������������������������������������337 CV de los autores������������������������������������������������������������������367

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Presentación Pablo Pineau El presente libro es el resultado de un conjunto de proyectos sobre estética escolar en el período 1870-1945 bajo mi dirección, en los que participaron investigadores de la Universidad de Buenos Aires, de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional de La Plata.1 En líneas generales, se suma a los intentos de renovación historiográfica del campo pedagógico que sostiene la necesidad de analizar los hechos educativos en el contexto social, económico, político y cultural en el que se manifiestan; una opción que advierte sobre la necesidad de que la versión de la historia de la educación presentada haga mención necesaria y explícitamente de las articulaciones que lo educativo establece con el resto de las esferas de lo social (económica, política, social, cultural, ideológica, religiosa, artística, tecnológica, etc.) para poder dar cuenta de sí misma. Adscribimos a un modo de entender la Historia de la Educación donde lo educativo, a la vez que mantiene su identidad y cierta independencia o autonomía del resto de los registros de lo social, establece con ellos fuertes articulaciones. De esta forma se abandona una historia de la educación que construye, como su objeto (de forma exclusiva y discreta) y como su tema principal, a las ideas

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Estos proyectos son Proyecto UBACyT 20020100100560 para Grupos Consolidados “Historia estética de la escolarización en Argentina. Multitudes y modernizaciones en el período de entreguerras” (2011-2014); Proyecto UBACyT F132 para Investigadores Formados “Historia estética de la escolarización en Argentina” (2008-2011); y Proyecto PICT 2008/1710 “La educación sentimental: la estética escolar argentina en la primera mitad del siglo XX”, FONCyT (2008-2011). Todos ellos con sede en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IICE), Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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pedagógicas, a las instituciones educativas, a la legislación al respecto y a la biografía de ciertos sujetos “ilustres”, para dar lugar a una historia de la educación “social” y “cultural” que busque dar cuenta de lo educativo mediante su inscripción en un relato mayor al concebirlo como un campo de debates y de producciones (Arata y Southwell, 2011). Más concretamente, en los últimos años la historiografía educativa se volcó al análisis de los sujetos, de los discursos y de los medios a través de los cuales se realizó la distribución, la producción y la apropiación de saberes no sólo técnicos y racionalizables, y amplió su campo a terrenos de indagación como la cultura material, el mundo de las emociones y los sentimientos, las representaciones y las imágenes mentales, los sistemas de significados compartidos y cualquier otro tópico (discursos, objetos, artefactos culturales, etc.) que pueda relacionarse con el espacio educativo (Cohen, 1999; Ferraz Lorenzo, 2005, Burke y Grosvenor, 2008; Rockwell, 2007). En consonancia con esto, nuestra posición indaga en la sensibilidad y en la emotividad como registros constituyentes de lo social en términos generales y de lo educativo y lo escolar en términos particulares. La dimensión estética del proceso de escolarización se nos fue presentando como una variable central para comprender la educación en la historia de nuestro país. Por tal, hemos buscado profundizar en su análisis mediante el aporte de diversos autores y líneas de indagación. Además de los trabajos específicos sobre historia de la educación ya nombrados, destacamos los acercamientos de Terry Eagleton (2006) desde el marxismo cultural, la mirada de Pierre Bourdieu sobre las temáticas culturales –en especial sus conceptos de “jerarquía cultural” y “distinción” (1989)–, los trabajos de Norbert Elias sobre “El proceso de civilización” (1987), las nociones de “táctica” y “estrategia” de Michel de Certeau (1999), las comprensiones sobre la estética de lo cotidiano (Light y

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Smith, 2005) y la “prosaica” de Katya Mandoki (2006), la “historia de la sensibilidad” de José P. Barrán (1989 y 1990) y los aportes de la filosofía contemporánea (Coccia, 2011). La “estética escolar” se tejió en consonancia tanto con los procesos de modernización como con los de restauración social y cultural, en tanto espacio de adecuación o resistencia a los nuevos elementos. Así, fenómenos como las diversas luchas sociales, la constitución de nuevos sujetos políticos y culturales, las pugnas generacionales, las luchas de género, los cambios tecnológicos, las discusiones artísticas y los debates académicos impactaron en ella dando lugar a disputas propiamente estéticas y escolares, irreducibles a estos otros registros. El sistema educativo argentino atendió, con operaciones propias, las tensiones que los procesos de modernización cultural y social introducían en la vida cotidiana, proponiendo patrones de selección y valoración estética. En ellos pueden leerse desde ideales de ciudadanía y moralidad hasta formas privilegiadas de representación del mundo, que pugnaban por volverse hegemónicos. A su vez manifiestan la capacidad del discurso escolar de apropiarse, procesar y actuar en los complejos procesos sociales y culturales que atravesaba la sociedad argentina. La indagación en estas operaciones permite establecer y hacer visible la forma en que el sistema educativo argentino se ordenó como propuesta estética y estetizante, no sólo en las específicas formas que el discurso escolar configuró para sí, sino también en los filtros y en las tramitaciones que éste desplegó sobre otros procesos de modernización y de producción de jerarquías culturales. El libro está compuesto por tres partes. La primera, llamada “Puntos de partida”, contiene un único capítulo más “conceptual”, en el que buscamos presentar el estado actual de nuestro debate respecto de la construcción del concepto de “estética escolar”, que luego se despliega y

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debate en el resto de la obra. Si bien está firmado por el compilador de esta obra –por haber sido su redactor y coordinador general–, puede ser considerada una producción colectiva en continua revisión. La segunda parte se denomina “Ideas” porque centra su objeto en los debates más “intelectuales” sobre un conjunto de temáticas, como la dimensión pedagógica de la “estética nacional”, la obra concreta de algunos pensadores o tópicos como la comprensión de ciertos sujetos o fenómenos. Está compuesta por seis capítulos. Betina Aguiar, en “Resonancias de una pedagogía para la guerra. Jordán Bruno Genta, educador de una sensibilidad militar”, analiza algunas características y determinaciones de la formación de una específica estética militar a partir de la figura de Jordán Bruno Genta, un “caso límite” de educador de militares. Revisa las conferencias de ese autor como profesor en el Círculo Militar y en sus seminarios privados, así como otros documentos y discursos en el ámbito público, con el objetivo de rastrear algunas determinaciones de esta estética militar, que sintonizó no sólo con el “sentir colectivo” de algunos de los jóvenes oficiales y jefes de la Fuerzas Armadas. Propone como hipótesis que esta concepción permeó también el sistema educativo a partir del despliegue en torno a categorías caras al canon militar argentino, como “guerra”, “muerte”, “sacrificio”, “orden”, “Revolución”, “patria”, “familia” y “Dios”, entre otras que resonaron fuertemente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El capítulo de Belén Mercado, “Escolarizar la mirada: arte, estética y escuela (1880-1910)”, plantea una pregunta sobre la relación entre el arte, la política y la educación en la conformación del sistema educativo argentino. Para abordarla, acude al registro estético abriendo la mirada sobre la escuela en tanto instalación artística –aquélla a la que se observa y sobre la que se interviene– y analiza el

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pensamiento de intelectuales del arte, de la política y de la pedagogía que no sólo reflexionaron sobre la cuestión sino que encabezaron la toma de decisiones y la construcción de prácticas y políticas en torno a la pregunta inicial estableciendo las bases de juicios estéticos acerca del gusto de la comunidad educativa: su estado de situación y los caminos para su formación o su corrección. Haciendo puente con el tema que trata, nos propone un recorrido por diversas salas en las que encontramos distintos planos que aproximan respuestas posibles a la línea argumentativa del capítulo. Marcelo Mariño, en su texto “La apuesta sensible. El sentimiento nacional como pedagogía en tiempos de multitudes”, indaga en la producción de una sensibilidad nacional en el período que abarca la consolidación y la posterior crisis del régimen conservador en Argentina. Se pregunta por los materiales que organizan e interpelan la enseñanza del sentimiento nacional, a partir de las intervenciones de Joaquín V. González, Carlos O. Bunge y Ricardo Rojas, cuyas producciones estuvieron atravesadas por la preocupación político-pedagógica de convertir a la multitud cosmopolita en una sociedad argentina. El trabajo explora argumentos, sentidos e imágenes con los que esos tres intelectuales buscaron configurar una pedagogía nacionalizadora, promoviendo una sensibilidad que pudiera entramarse colectivamente. El artículo de Pablo Pineau, “Guerra a la escuela bárbara. El establecimiento de una estética moderna en los orígenes del sistema educativo argentino”, tiene como objeto analizar la imposición de un especial repertorio de clasificación, un “juicio estético” creado por la mirada civilizadora que se desplegó en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX, y focaliza en el análisis de la obra de Amadeo Jacques y de Jennie Howard. Plantea como hipótesis que esa invocación a la estética escolar fue una respuesta pedagógica al problema de la construcción

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de la Nación moderna, que en el siglo XX se tornó una clave de lectura de la historia para justificar el modelo propuesto y que impregnó la historiografía posterior. El artículo de María Silvia Serra, “Sensibilidad escolar y régimen visual en la configuración del sistema educativo argentino”, se detiene en las prácticas escolares que, en la primera mitad de siglo XX, dando prioridad al sentido de la vista, delimitan una particular relación entre el ver y el conocer y otorgan cierto privilegio a este sentido por encima de otros registros sensibles. Dentro de esas prácticas se ocupa especialmente del uso del cinematógrafo y de las vistas y las películas que se admitían en la educación escolar, como parte de la función estetizante que cumplió el sistema educativo argentino. Sofía Thisted, en “Construcciones estéticas de la infancia escolarizada. Niños y niñas indígenas en la escuela de fines del siglo XIX y principios del XX”, aborda cómo se debatió en ámbitos públicos y desde los sectores hegemónicos lo que en aquel entonces se construyó como el “problema de la frontera” y cómo estas definiciones también incluyeron estrategias, a veces dichas y otras implícitas, para la educación de la infancia indígena. Analiza cómo se construyeron, en los discursos pedagógicos –encarnados principalmente por inspectores de los territorios nacionales–, miradas sobre la posible escolarización de las infancias indígenas y sus grupos familiares. Finalmente, se recuperan debates en torno a qué escuela es deseable para la infancia indígena y a cuáles son las potencialidades de los distintos dispositivos escolares propuestos para producir “nuevas sensibilidades” (que alteran los propuestos por sus grupos de origen). La tercera parte se denomina “Prácticas” porque focaliza en acciones concretas identificadas en el período en cuestión, como las reformas educativas, la arquitectura escolar, las bibliotecas escolares, los libros de texto, las

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publicaciones educativas y otras medidas gubernamentales. También está compuesta por seis capítulos. El artículo de Nicolás Arata, “Formar lectores, sensibilizar espíritus. La construcción de un perfil pedagógico en las bibliotecas públicas porteñas (1880-1910)”, aborda, por un lado, las relaciones entre la creación de la Biblioteca Nacional de Maestros y las concepciones que debía reunir un espacio de lectura específicamente destinado a educadores; por el otro, reconstruye cómo este acontecimiento se inscribió dentro de un proceso más amplio: las políticas de alfabetización impulsadas desde el Estado entre finales del siglo XIX y principios del XX. El autor argumenta que la Biblioteca Nacional de Maestros jugó un papel destacado en ese proceso en un doble sentido: identificando qué tipo de lecturas eran las más adecuadas para los maestros y promoviendo la configuración de una “sensibilidad civilizada” que tuviera efectos concretos sobre los procesos de enseñanza. En “La arquitectura escolar. Una mirada desde la estética de la vida cotidiana”, Patricia Barbieri expone la relación entre arquitectura, estética y pedagogía. A partir de un estudio de caso, recorre los diversos momentos que atraviesa una institución escolar desde fines del siglo XIX hasta principios del XX. Posicionada desde la arquitectura, muestra cómo ésta operó para generar efectos sensibles sobre los sujetos que atravesaron el sistema educativo nacional argentino. También plantea cómo el espacio físico escolar fue una síntesis entre sus aspectos estéticos y los funcionales, ya que ambas cualidades no pudieron separarse del mundo al que pertenecieron y que les dio origen. Para abordar la relación entre arquitectura, estética y pedagogía, recurre al concepto de “registro escópico”. En “La mujer que habita en la maestra. Sensibilidad, estética y prescripciones estatales y prácticas de consumo”, Paula Caldo se pregunta por la identidad femenina de las

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mujeres dedicadas a la docencia, entendiendo la identidad como una piel socialmente construida que cubre y da forma a los agentes. Dicha piel está compuesta por elementos de carácter estético ya que se vinculan con el aporte, la voz, la actitud, la vestimenta, la ornamentación, etc. Para dar materialidad a tal propuesta, la autora fija como centro de análisis las páginas de la revista La Obra y hace hincapié en las notas y en los avisos publicitarios en los que se le da relevancia a la condición femenina de las maestras. El escrito de Ignacio Frechtel, “‘El gusto de hacer’. Escuela Nueva y taylorismo en la Reforma Rezzano (19181936)”, analiza el proceso histórico conocido como “Reforma Rezzano”, una reforma planteada para el nivel educativo primario en la segunda década del siglo XX. De inspiración escolanovista, tuvo su desarrollo principal en uno de los consejos escolares de la Capital Federal y fue promovida por un conjunto de docentes identificados con esa corriente pedagógica, desde maestros de grado hasta inspectores. Lo particular de esta reforma, pensado en términos de estética escolar, es que los fundamentos escolanovistas se vieron complementados con una fuerte influencia del taylorismo, razón por la cual el discurso reformista articuló conceptos singulares que llamaron nuestra atención y nos llevaron aprofundizar lo que hasta ahora conocíamos sobre ella. El artículo de Rafael Gagliano, “Retórica y estética en la educación del carácter. Recorridos por los libros de lectura (1913-1943)”, explora la centralidad de la educación de la sensibilidad mediante la pedagogía de la ejemplaridad y la educación del carácter en la escuela argentina en el período analizado. El corpus documental analizado –libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria– manifiesta que el contrato educativo se tradujo en un pacto moral de deberes y derechos entre generaciones y demandó altos e idealizados estándares éticos en adultos –ejemplaridad– y en niños –construcción del carácter– por igual.

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El capítulo de Myriam Southwell, llamado “Cultura popular y trabajo docente: exploraciones sobre consumos y legitimación en la Argentina de entreguerras”, toma una fuente poco explorada: la Encuesta Nacional de Folklore o Encuesta del Magisterio que se llevó a cabo en 1921. Se trató de una iniciativa por la que se les encargó a los maestros de las escuelas nacionales de todo el país la recolección de los elementos folklóricos que encontraran en su jurisdicción: creencias y costumbres, narraciones y refranes, arte y ciencia popular. La autora analiza las demandas formuladas a la escuela a partir de la revisión estética de ese período marcado por la idea de crisis y de modernidad, por el rol de los intelectuales y la política, por la Nación, por el antimperialismo, por la interpelación y la representación de las clases subalternas y por la idea de cultura como portadora de valores emancipados. Como se comprende, haber optado por una primera clasificación un tanto dura y cuestionable para simplificar su presentación permite rápidamente proponer otras formas de ordenamiento que desarrollaremos a continuación. Por un lado, podemos identificar tres grandes nudos temporales. El primero de ellos abarcaría desde aproximadamente la década de 1870 –cuando se produce una gran revolución pedagógica con claras resonancias estéticas– hasta 1910, y que permitió el establecimiento del sistema escolar moderno en Argentina. La década de 1910 es tanto su consolidación bajo el estímulo del Centenario como el momento de grandes cambios por el impacto de varios hechos, como la llegada de las masas a la política mediante la Ley Sáenz Peña, la evaluación del efecto migratorio, la irrupción del latinoamericanismo y sucesos internacionales como la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Finalmente, un tercer momento se expande entre las décadas de 1920 y de 1930, al calor de la modernización “periférica” que atravesaba el país y de sus respuestas, sus apropiaciones y sus

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propuestas pedagógicas en temas como la Escuela Nueva, los cambios tecnológicos, las nuevas posturas políticas, el consumo de masas, el taylorismo y los nuevos debates en torno a la nacionalidad y las posiciones de género. Otro ordenamiento posible puede hacerse mediante las fuentes consultadas. Se encuentran entonces trabajos que abordan fuentes clásicas, como los documentos oficiales y las obras de los “grandes pensadores”, y otros que suman fuentes diversas, como los libros de texto, la cultura material escolar, las publicaciones periódicas y el registro ectópico. Esto permite también analizar la construcción de diversos sujetos, entre los que se destacan los pueblos originarios, los “argentinos”, el funcionariato, los intelectuales, los pedagogos, los docentes y el surgimiento de nuevos temas, como las posiciones de género. Este libro se piensa como el primero de una serie que espera poder seguir elaborándose a futuro para abordar otros períodos históricos y así sumar nuevos aportes e investigadores. Sólo nos queda aquí invitar a los lectores a sumarse a la tarea y agradecerles a quienes hicieron esto posible. En primer lugar, a los autores y a todos los que participaron de las distintas instancias en que se presentaron y discutieron los resultados parciales o avanzados, como los seminarios internos, los encuentros académicos y las publicaciones ya realizadas. Nicolás Arata colaboró en la primera edición de la obra. Finalmente, cabe agradecer a la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación y a las universidades nacionales ya nombradas, que financiaron las investigaciones, y en especial al Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, espacio académico en el que tuvieron sede los proyectos cuyos resultados se presentan para su lectura a la vuelta de página.

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Bibliografía ARATA, Nicolás y SOUTHWELL, Myriam (2011), “Aportes para un programa futuro de historia de la educación en Argentina”, History of Education and Children’s Literature, Macerata, Edizioni Università Macerata. BARRÁN, José P. (1989), Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Tomo I. La cultura Bárbara (1800-1860), Montevideo, Ediciones Banda Oriental. --- (1990), Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Tomo II. El disciplinamiento (1860-1920), Montevideo, Ediciones Banda Oriental. BARRANCOS, Dora (1996), “Problemas de la ‘historia cultural’. Triangulación y multimétodos”, en CUCUZZA, Héctor Rubén (comp.), Historia de la educación en debate, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores. BOURDIEU, Pierre (1989), La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus. B U R K E , C a t h e r i n e y G R O S V E N O R , Ia n (2008), School, London, Reaktion Books. COCCIA, Emanuele (2011), La vida sensible, Buenos Aires, Marea Editorial. COHEN, Sol (1999), Challenging Orthodoxies. Towards a new cultural History of Education, Peter Lang, New York. DE CERTEAU, Michel (1999), La invención de lo cotidiano, México, Universidad Iberoamericana. FERRAZ LORENZO, Manuel (ed.) (2005), Repensar la historia de la educación. Nuevos desafíos, nuevas propuestas, Madrid, Biblioteca Nueva. EAGLETON, Terry (2006), La estética como ideología, Madrid, Trotta. ELIAS, Norbert (1987), El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, Fondo de Cultura Económica.

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LIGHT, Andrew y SMITH, Jonathan (2005), The aesthtetics of everyday life, New York, Columbia University Press. MANDOKI, Katya (1994), Prosaica introducción a la estética de lo cotidiano, México, Grijalbo. ROCKWELL, Elsie (2007), Hacer escuela, hacer estado. La educación posrevolucionaria vista desde Tlaxcala, México, El Colegio de Michoacán-CIESAS-CINVESTAV.

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A modo de introducción Estética escolar: manifiesto sobre la construcción de un concepto1

Pablo Pineau El presente escrito el es resultado de los debates llevados a cabo por los integrantes del proyecto de investigación en un proceso de elaboración colectiva bajo la dirección y redacción final del coordinador. En él, se presentan un conjunto de notas referidas a la construcción de la estética escolar como objeto de investigación histórico-educativa. Más que un resultado elaborado y concluido, pretende ser una toma de posición temporaria dentro del work in progress de un proyecto. Coherente con esto, se propone su lectura como disparador de debates y encuentros posteriores, y no como un punteo ordenado y jerárquico de aseveraciones con validez axiomática. 1. Escuela y modernidad establecieron una relación de producción mutua (Pineau, 2008). La escuela fue una de las mayores creaciones de la modernidad y, a la vez, uno de los motores principales de su triunfo. Mediante complejos y eficaces dispositivos, la escuela moderna construyó subjetividades que comulgaban con esa cosmovisión. A ser moderno se aprendía, principal pero no exclusivamente, en la escuela. Ella enseñaba a actuar sobre el mundo de acuerdo a ciertas premisas y matrices que se articulaban con los efectos de otras instituciones similares (Berman, 1988).

1

El presente trabajo es una reescritura de Pineau, Pablo (2011), “Notas sobre la estética escolar como objeto de investigación”, en Hillert, Flora et al. (comps.), La mirada pedagógica para el siglo XXI: teorías, temas y prácticas en cuestión. Reflexiones de un encuentro, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Su edición final estuvo a cargo de Paula Pinkas.

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2. Sumar a este debate la comprensión de la escuela como “maquina estetizante”, esto es, como un dispositivo capaz de garantizar homogenizaciones estéticas en grandes colectivos de población como condición de los procesos modernos y modernizadores impulsados a partir del siglo XIX. Nuestra posición busca rescatar la dimensión de la sensibilidad y la emotividad como un registro constituyente de lo social en términos generales y de lo educativo y escolar en términos particulares (Grosvenor, 2012), en oposición a las visiones que limitan la mirada social a la producción y al intercambio de bienes materiales y racionales y que asumen lo educativo en tanto aparato de distribución de saberes técnicos e intelectuales. 3. A lo largo del siglo XIX y XX, las sociedades modernas convirtieron a la escuela en una de las herramientas privilegiadas para llevar a cabo potentes procesos de unificación de costumbres, prácticas y valores en las poblaciones que le fueron asignadas. La volvieron un dispositivo capaz de llevar a cabo el objetivo moderno de que las poblaciones compartieran una cultura común –basada en una misma ética y una misma estética– necesaria para los progresos prometidos y soñados. Logró fraguar el futuro mediante la inculcación de pautas de comportamiento colectivo basadas en los llamados “cánones civilizados” en grandes masas de población. Los colores, los vestuarios, las disposiciones, los gestos y las posiciones de género resumibles en el “buen gusto” y el “sentido común” escolares no son casuales, ingenuos ni universales, sino que responden a una campaña histórica de producción estética: esas marcas son premiadas o sancionadas, permitidas o prohibidas, de acuerdo a su grado de adaptación a los modelos impuestos por la institución educativa. 4. Como parte de ese proceso, la burguesía, en tanto clase hegemónica, buscó imponer sus códigos de vida al

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resto de los grupos sociales mediante el proceso “civilizatorio” (Elías, 1988). Hasta la consolidación de los Estados nacionales, cada grupo social tenía cierta moral práctica propia, con bastante autonomía respecto de las otras y con pocas posibilidades de intercambio entre ellos. En muchos casos, por la fuerza de las costumbres, lo que estaba “bien visto” para algunos sectores estaba “mal visto” para otros. Pero la modernidad se propuso expandir la “civilización” –“una red de restricciones que tienden a la atenuación de los excesos y a un control cada vez más individualizado” (Ibid.)– y aplicarla a todos los habitantes. Este proceso buscó homogeneizar a la totalidad de la población, a la vez que construyó dispositivos de distinción para los diferentes sectores. En este sentido, libertades y disciplinas son el basamento del proceso de construcción de los sujetos civilizados. Desde entonces, cada sujeto individual y colectivo fue sometido a una unificación ética y estética modulada por la lógica estatal, que le permitió compartir un “gusto medio”, lo igualó con el resto y le garantizó el ejercicio de sus derechos. 5. La estética no es entendida aquí como un ente que se construye en oposición a otros como “realidad”, “cotidianeidad”, “materialidad” o “racionalidad”. No es comprendida tampoco como un hecho aislado y extraordinario, “desinteresado”, apriorístico, producto de una especial “actitud estética”, sino como un registro constitutivo e inescindible del conjunto de las experiencias de los sujetos individuales y colectivos que, por tal, establece diversas relaciones de efectividad con otros registros sociales. 6. Como “fábrica de lo sensible” (Rancière, 2002; Frigerio y Diker, 2007), la estética produce sensibilidades que provocan un conjunto de emociones que son parte de las formas con las cuales los sujetos “habitan” y “conocen” el mundo. Moldea sus subjetividades a fin de provocarles

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sentimientos de afinidad y de rechazo hacia ciertas formas y actos que garantizan los funcionamientos esperables. 7. La estética, entonces, es entendida como un sistema de operaciones que permite convertir el “mundo sensorial” de los sujetos en determinadas sensibilidades mediante la sanción de juicios de valor. Para lograrlo, desarrolla un vocabulario de categorías específicas (bello/feo, agradable/ desagradable, etc.) de clasificación sobre las sensaciones. Dicho vocabulario no es un atributo a priori de los objetos (Platón) o de los sujetos (Kant), ni puede ser reducido a una imposición social (Bourdieu), sino que debe ser comprendido como un efecto contingente e históricamente variable. 8. En clave hermenéutica, la estética es un sistema de signos implícitos, latentes y contingentes. Opera mediante códigos inscriptos dentro de un entramado ideológico discursivo que muchas veces se vincula con valores categóricos como la ética, la civilización, la moral, la Nación, el progreso, el orden, el pueblo o la patria. Se pone en acción en prácticas y en instituciones concretas –v. g. la escuela– y por ello se presenta como un entramado de discursos diferentes que, lejos de formar un bloque homogéneo, se despliegan en relaciones de equivalencia, contradicción, oposición, subordinación, desigualdad, etc. 9. Por ser la estética una forma de apropiarse del mundo y de actuar sobre él, sus planteos inevitablemente se deslizan hacia la ética y, por añadidura, a la política. Lo que parece bello resulta, además, correcto. Y luego, un ideal de lucha. La estética se vuelve entonces un campo de debate político –en un sentido amplio– y de producción de proyectos de alto impacto social. Por eso, acercarse a estudiar la historia estética implica, por un lado, entender los proyectos estéticos como proyectos políticos y, por otro, analizar tanto las relaciones que ésta asumió con otros registros sociales, así como los efectos que en ellos produjo. Su estudio no puede limitarse al análisis de los

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efectos estéticos generados por las prácticas sociales, sino que debe incluir también los efectos sociales generados por las prácticas estéticas (Mandoki, 2006). 10. La estética se constituye en una arena de conflicto por la imposición de formas jerarquizadas de entender, de concebir y de actuar en el mundo. Por eso, consideramos la existencia de diversos “capitales estéticos” como formas de capital simbólico y las prácticas de distinción (Bourdieu, 1989) con distinto valor de cambio y de transmutación en otros tipos de capitales como los económicos, simbólicos, sociales, etc. De allí viene el interés por historizar las luchas que entablaron los distintos grupos sociales por la adjudicación de valor entre estos diferentes capitales estéticos. Desde fines del siglo XIX, esas luchas se han dado principalmente en el seno del Estado, en tanto metainstitución dadora de sentido (Lewkowicz, 2004). Como disputas por la hegemonía, los distintos grupos sociales pugnaron para que sus sensibilidades integraran la “cultura de Estado”, la “cultura pública” o la “cultura oficial” como forma de otorgarle más valor. 11. La estética escolar no debe ser confundida con una teoría del arte escolar o de la belleza escolar ni con el resultado de un conjunto de actos contemplativos y “desinteresados” propuestos por la institución. Tampoco debe ser entendida como un espacio recortado del resto de las experiencias y de los procesos que se llevan a cabo en la escuela, sino como una de sus superficies constituyentes que sólo puede ser diferenciada con fines de análisis, como una mirada que construye lo escolar y la educación en un campo de producción de condiciones de posibilidad de esas experiencias. 12. La estética escolar no es una “evidencia” presente y palpable y no puede ser entendida como “presa” de un único abordaje o campo de saber, sino que demanda un proceso de construcción inter- y multidisciplinario

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del objeto que lo enriquezca y complejice para su mejor comprensión. Así, reconocemos como útiles y fructíferas las lecturas y las aproximaciones realizadas desde los estudios culturales, la historia de las mentalidades y las sensibilidades, las investigaciones sobre cultura material, la lingüística, la filosofía, la pedagogía, los acercamientos posestructuralistas, las teorías feministas y queer, los enfoques poscolonialistas, la crítica literaria, etc. para la construcción del objeto. 13. Epistemológicamente, la construcción de este objeto de investigación responde a las nuevas perspectivas presentes en el campo de la historia de la educación (Cohen, 1999), que –en su encuentro con la “historia cultural”– amplían su campo a terrenos como la cultura material, el mundo de las representaciones, los imaginarios, las imágenes mentales, los sistemas de significados compartidos y cualquier otro objeto y artefacto cultural (Guichot Reina, 2007). 14. En consonancia con el punto anterior, partimos de una comprensión de lo educativo como un registro con cierta independencia, autonomía e identidad respecto del resto de los registros sociales, con los que mantiene a su vez fuertes articulaciones –lo que Chartier (1994), refiriéndose a la historia cultural, ha denominado la “articulación paradójica entre una diferencia y las dependencias”–. De esta forma nos proponemos abandonar una historia de la educación que construye como su objeto, de forma exclusiva y discreta, a las ideas pedagógicas, a las instituciones educativas, a la legislación al respecto y a la biografía de ciertos sujetos “ilustres”, para dar lugar a una historia de la educación “social” y “cultural” que busque dar cuenta de lo educativo mediante su inscripción en un relato mayor al concebirlo como un campo de debates y de producción de hegemonías y alternativas.

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15. En tanto matriz de significación epocal, el registro estético hace inteligible el acto educativo mediante la estilización de las formas, el posicionamiento vincular inter- e intrageneracional y la modificación de los contornos del mundo de lo que se puede percibir y explicar. Instaura un régimen de visibilidad –y, por lo tanto de invisibilidad– que oculta y hace emerger a sujetos, a cuerpos y a imaginarios y que recrea sinestésicamente las fronteras de la sensibilidad de una época. Toda estética escolar está cifrada en la cultura de una sociedad. Las disposiciones estéticas y los hábitos culturales están relacionados; lo que se procura es hacer inteligible la naturaleza de esta articulación, tanto si se trata de una delimitación precisa y estática entre una y otra, como si se trata de una relación con una frontera móvil. Una introducción a la definición de estética escolar no puede, por lo tanto, desestimar la relación que la entrelaza con la cultura de una época. 16. Entendemos la estética como un registro que impregna la totalidad de la vida escolar no limitada a los espacios específicos que a propósito le fueron dedicados. Puede ser intencional (“enseñanza de las artes”, “aseo y presentación”, “educación del cuerpo”) o presentarse en el resto de las dimensiones del acto escolar (cultura material, propuesta curricular, formación docente, etc.). Esto implica sumar al análisis una serie de elementos no tradicionales para pensar el fenómeno escolar, entre los que se encuentran las distintas formas de representación de la vida cotidiana escolar –literarias, pictóricas, fotográficas, etc.–, la cultura material de la escuela, las discusiones pedagógicas, los libros de textos, los informes de funcionarios, etc. 17. La indagación en la estética escolar supone un terreno analítico particular basado en aquellos repertorios culturales –significaciones, artefactos, discursos– que construyeron experiencias sensibles altamente efectivas

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y peculiares con efectos que rebasan los límites de lo escolar. Por eso, su archivo se construye como una formación discursiva (Foucault, 1970) y está compuesto por documentos escritos oficiales (normas y reglamentos, resoluciones, programas, proyectos, expedientes, actas y publicaciones oficiales, documentos curriculares, informes de funcionarios, etc.), por publicaciones diversas (prensa general y específica, libros y revistas sobre las temáticas en investigación, libros de texto, antologías, cuadernos de ejercicios, etc.), por representaciones (cuadros, dibujos, textos literarios, letras de canciones, fotografías, vistas cinematográficas, escritos biográficos y autobiográficos, etc.), por fuentes materiales (mobiliario escolar, útiles escolares, datos arquitectónicos, vestimenta, etc.) y otros elementos (mapas, calendarios, atlas, cuadernos, carpetas, publicidades, microscopios, cinematógrafos, didactoscopios, etc.) que permitan reconstruir el mundo sensorial que habita la escuela. 18. La estética escolar es el registro destinado a la educación de los sentidos para la formación de sensibilidades colectivas que considera los elementos relativos a la percepción. Por eso, busca engarzar las sensaciones con determinadas sensibilidades y producir una “educación sentimental” a partir del mundo sensorial de los sujetos. Se propone la creación de ciertas matrices de ordenamiento, de clasificación y sobre todo de jerarquización de las experiencias sensoriales para la formación de las sensibilidades colectivas esperadas. 19. La estética escolar está compuesta por la instrucción que la escuela imparte relacionada con el acondicionamiento del gusto a una red de valores a partir de la cual el sujeto estaría en condiciones de formular su juicio de deleite estético. En este sentido, equivale a un código o a un sistema de convenciones transmisibles a diversas poblaciones. En tanto dispositivo de producción de sensibilidades, provoca

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en los sujetos un conjunto de emociones que son parte de su forma de “habitar” el mundo. Moldea sus cuerpos a fin de generar afinidad, indiferencia o rechazo hacia ciertas formas y actos que garantizan funcionamientos colectivos esperables en las poblaciones interpeladas. 20. La estética escolar indaga en la producción de artefactos y artificios culturales en los que se condensan tradiciones e imaginarios que pugnan por estabilizarse, como andamiajes de constitución de sujetos mediante la experiencia sensible. Esta aproximación privilegia analizar las estrategias que se ponen en juego para dominar el campo de las significaciones, los dispositivos que las organizan como vías de interpelación, las condiciones de recepción y los modos de apropiación que estructuran la experiencia de los sujetos. 21. La estética escolar, en tanto conjunto específico de normas, reglas y prácticas que organiza el tránsito por la institución escolar, es parte de la “cultura escolar” (Chervel, 1998) que se imprime en los sujetos por ella interpelados, en un proceso que afecta su sensibilidad. Puede pensarse como un acto de interpelación en el que distintas formas escolares (objetos, sujetos, espacios, tiempos, etc.) convocan a los sujetos en tanto seres sensibles. La escuela quedaría definida, en este sentido, como un espacio posibilitador y sancionador de determinadas experiencias estéticas. 22. La estética escolar implica una relación de producción de significados entre determinados estímulos sensoriales y un sujeto –individual o colectivo– que produce una interpretación particular de ellos –la “sensibilidad”– que involucra necesariamente su presente, su pasado y sus proyecciones sobre el futuro. El discurso escolar muchas veces se encuentra con límites y oposiciones provenientes de estéticas familiares, locales, cotidianas, de clase, etc. La diversidad de formas estéticas previas, no aceptadas por el modelo hegemónico, de entender lo bello y lo agradable

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se reproduce y cambia de manera constante y marginal, dando lugar al surgimiento de algo distinto que no responde exactamente a aquel modelo que desde un extremo se intenta imponer, aunque tampoco logra expresar el sentido primario de las formas que resisten. 23. Para el caso argentino, los trabajos de Braslavsky (1985), Cucuzza (1984), Puiggrós (2001) y Tedesco (1986) les suman a estas condiciones “globales” la característica de que el sistema educativo nacional tuvo desde sus orígenes, como finalidades, principales disciplinar e integrar consensualmente a los sectores populares y funcionar como una instancia de legitimación y de formación política para los grupos gobernantes. Su potencial democrático radicó en que, al menos a nivel retórico, todos los sujetos susceptibles de ser “civilizados” debían concurrir a ella. Esta política explica su rápida difusión en Argentina y la consecuente elevación de las tasas de alfabetización y escolarización a partir de dicho momento. 24. En el momento de su constitución, el sistema educativo argentino se propuso imponer colectivamente una estética “civilizada” –basada en conceptos como la higiene, el recato y el control de los excesos– en oposición a la estética “bárbara” –entendida como una rémora para el progreso del país– presente en la sociedad y en la educación previas. El triunfo de la escuela implicó la unificación estética de las poblaciones a su cargo, que tuvo como efectos el despliegue del Estado moderno, la creación de la nacionalidad como “imaginario compartido”, la imposición de prácticas y patrones simbólicos a todos los habitantes –v. g. la simbología nacional–, la prohibición y el control de otras propuestas estéticas, –v. g. la culturas inmigrantes–, y la creación de mercados de producción y de consumo homogéneos y expansivos. 25. En la escuela argentina se disputó la construcción de “un común” entendido en clave de homogeneidad que

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supuso la definición –no totalmente monolítica y estable– de un repertorio cultural considerado como válido impuesto por sobre los otros. Por eso, la indagación en la construcción de la estética escolar supone un terreno analítico particular basado en dichos repertorios –compuestos por significaciones, artefactos, discursos, rituales, vocabularios, etc.– que conformaron experiencias sensibles altamente efectivas y peculiares con efectos que han rebasado los límites de lo escolar. 26. Al respecto, una diferencia importante separó la educación “popular” encargada de imponer las pautas comunes –el nivel primario obligatorio y la Escuela Normal que debía formar a sus docentes, destinada a sectores medios bajos y a mujeres– del segmento dedicado a la formación de las élites –integrado por el Colegio Nacional y la Universidad–, cuya finalidad estaba orientada a la generación de prácticas de distinción identitarias de este segmento (Bourdieu, 1989) inscritas en la misma estética oficial que ordenaba todo el sistema. 27. La invocación a la estética escolar en el siglo XIX en Argentina es una respuesta al problema de la construcción de la Nación moderna. La estética escolar se presenta como un garante de la cohesión del nuevo orden social burgués basado en los hábitos, las afinidades, los sentimientos y los afectos; esto implica decir que “el poder tendió a estetizarse” (Eagleton, 1999) como forma de producir una nueva “unidad” ante el rechazo de las formas heredadas de la etapa colonial. 28. La escuela fue concebida como una maquinaria ideal de modernización y de inclusión de las poblaciones nativas e inmigrantes para lograr el “progreso” del país, mediante la producción de una estética común, articulada con conceptos como “civilización”, “república”, “ciudadanía”, “cosmopolitismo”, “decencia”, “trabajo”, “ahorro”, “autocontrol” e “higiene”, a la que le oponían un enemigo

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–resumido en el término “barbarie”, asociado al atraso– que reinaba fuera de ella. La opción político-pedagógica fue la “inclusión por homogeneización” (Dussel, 2003), esto es, la garantía del ejercicio de derechos sancionados en la Constitución Nacional de 1853 para todos los habitantes del país –nativos y extranjeros– mediante la aceptación de un molde cultural y estético único resumido en la noción de “civilización”. La modernización cosmopolita fue imponiendo pautas estéticas que fortalecían los procesos de individualización, asociados a la civilización y al progreso, en oposición a los modelos estéticos previos asociados al atraso, a la barbarie y a los resabios coloniales (Liernur y Silvestri, 1993). 29. La maquinaria escolar procesó los repertorios presentes en la sociedad y en la cultura contemporánea mediante diversas operaciones –negociación, subordinación, anexión, persecución, negación, jerarquización, degradación, prohibición, etc.– e impuso un tipo común de cuño ilustrado con elementos positivistas, republicanos y burgueses. En él debían formarse sujetos que amaran la cultura escrita, tuvieran al higienismo, al decoro y al “buen gusto” como sus símbolos culturales más distinguidos y se opusieran tanto al lujo y al derroche aristocrático como a la sensualidad y a la “brusquedad” de los sectores populares. Se produjo entonces una combinación bastante estable de posiciones democratizadoras –mediante la inclusión– y autoritarias –mediante la homogenización– que anidó en la escuela argentina y marcó su historia educativa. Esta condición paradójica de origen le otorgó gran movilidad y productividad. 30. Los debates dentro de la estética escolar se tejieron en consonancia con los procesos de modernización, así como con aquéllos de restauración social y cultural, en tanto espacio de adecuación o de resistencia a los nuevos elementos. Así, fenómenos como las diversas luchas

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sociales, la constitución de nuevos sujetos políticos, las pugnas generacionales, las luchas de género, los cambios tecnológicos, las discusiones artísticas y los debates académicos impactaron en ella dando lugar a disputas propiamente estéticas, irreducibles a estos otros registros. 31. El sistema educativo argentino atendió, con operaciones pedagógicas propias, las tensiones que los procesos de modernización cultural y social introducían en la vida cotidiana, proponiendo patrones de selección y de valoración estética. En ellos pueden leerse desde ideales de ciudadanía y de moralidad hasta formas privilegiadas de representación del mundo que pugnaban por volverse hegemónicas. A su vez manifiestan la capacidad del discurso escolar de apropiarse y de procesar los complejos procesos sociales y culturales que atravesaba la sociedad argentina. La indagación de estas operaciones permite establecer y hacer visible la forma en que el sistema educativo argentino se ordenó como propuesta estética, no sólo en las específicas formas que el discurso escolar configuró para sí, sino también en los filtros y en las tramitaciones que éste desplegó sobre otros procesos de modernización –v. g. la tecnología– y de producción de jerarquías culturales.

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IDEAS

Resonancias de una pedagogía para la guerra. Jordán Bruno Genta, educador de una sensibilidad militar1

Betina Aguiar da Costa A lo largo de esta reflexión, partiendo de la figura de Jordán Bruno Genta como un “caso límite” de educador de militares, nos hemos propuesto identificar e ir articulando una serie de características y de determinaciones que fueron propias de la formación de una particular sensibilidad2 militar en Argentina. Caso límite el de Genta, pero representativo, porque nos permite hacer visibles las “posibilidades latentes de algo”,3 en nuestro caso, las posibilidades de una sensibilidad militar que se fue configurando a lo largo del siglo XX, fundamentalmente a partir de la década del treinta, y que tuvo su más cruda expresión y sus más dolorosos efectos en la última dictadura militar.

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La reflexión que aquí se propone es la adaptación de la ponencia “Genta, educador de una sensibilidad militar para el horror”, que se expuso en las XVII Jornadas Argentinas de Historia de la Educación, San Miguel de Tucumán, 17, 18 y 19 de octubre de 2012. En el campo de la historia de las mentalidades, los términos “sensibilidad” y “mentalidad” suelen utilizarse indistintamente para referirse a las “visiones del mundo” (clásica y sintética definición dada por Robert Mandrou) en sentido amplio; para referirse al conjunto de percepciones, actitudes, comportamientos, capacidades de afección, representaciones colectivas, etc., José Pedro Barrán, historiador uruguayo, prefiere el término “sensibilidad”. Diversos historiadores e investigadores, entre ellos Michel Vovelle, han llamado la atención sobre la ambigüedad con que a veces se usan estos conceptos y los problemas que ello presenta. No podemos aquí profundizar en este problema, pero para ello sugerimos: Ideología y mentalidades, de Michel Vovelle e Historia de la sensibilidad en el Uruguay, de José Pedro Barrán. Tomamos la definición de la figura de “caso límite” de Carlo Ginzburg (2008) en El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Península, pp. 21-25.

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El análisis que aquí nos proponemos comparte la perspectiva de los estudios reunidos en este libro basado en una historia estética de la educación. Entendemos “estética”, en sentido amplio, como el “saber de la sensibilidad” y no como su reducción a una disciplina que se ocupa sólo de las concepciones del arte o de lo bello.4 La estética como un registro constitutivo de la experiencia –individual y colectiva– que forma sensibilidades y que implica un modo de entender, de apropiarse y de actuar sobre el mundo, un modo de experimentarlo y de estar en él, por lo que se vincula necesariamente con la ética, con la política y, claro, con la historia (Pineau, 2013; en este libro). Esta perspectiva de la estética nos ha abierto la posibilidad de una mirada histórica sobre aquello que, como decía Foucault, “pasa por no tener historia” (Foucault, 2008). Desde esta perspectiva analizaremos las conferencias que Genta dio como profesor en el Círculo Militar y en sus seminarios privados, así como otros documentos y discursos en el ámbito público (estos últimos siempre durante gobiernos de facto), con el objetivo de rastrear algunas determinaciones de esta sensibilidad militar, que sintonizó no sólo con el “sentir colectivo” de algunos de los jóvenes oficiales y jefes de la Fuerzas Armadas sino que permeó también en el sistema educativo. El profesor Genta no fue el típico formador de militares; era un civil, con un pasado ateo y marxista, graduado en Filosofía, que desde la década del treinta adscribió al nacionalismo católico argentino más acérrimo. Genta se desempeñó como profesor y escritor hasta su muerte en 1974, hecho atribuido al ERP-22 (aunque esta organización



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Partimos de la definición de “estética” en sentido amplio de Katya Mandoki (2006) en Estética cotidiana y juegos de la cultura: Prosaica I, México, Siglo XXI, pp. 61-68.

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nunca se adjudicó el hecho). El coronel Laureano O. Anaya, en 1943, definió a Genta con las siguientes palabras: No se trata de un militar versado en los problemas de la guerra sino de un hombre que ha consagrado su vida a la elucidación de los problemas de la inteligencia. […] ha consagrado su capacidad e ilustración a los problemas nacionales, especialmente a aquellos que tocan en manera directa a la formación de la inteligencia y conciencia de la juventud de la patria. Para las Fuerzas Armadas, a las que secunda calurosamente, en la obra que realiza dentro de la sociedad, constituye un activo e inapreciable colaborador.5

Los discursos que Genta desplegó en torno a categorías caras al canon militar argentino, como “guerra”, “muerte”, “sacrificio”, “orden”, “Revolución”, “patria”, “familia” y “Dios”, entre otras, resuenan fuertemente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y las vamos a encontrar actualizadas, con la firme impronta de Genta, en un documento central para la historia de la educación argentina, Subversión en el ámbito educativo. (Conozcamos a nuestro enemigo) (en adelante, SAE). Este documento fue publicado por el Ministerio de Educación –en el período en que estuvo en manos de Juan José Catalán– y fue distribuido entre 1977 y 1978 en todos los establecimientos educativos del país. Se exigía a los directivos y a la supervisión que controlaran el cumplimiento de su distribución y que fuera difundido entre personal docente, administrativo y alumnos “de confianza”. El panfleto no presenta ninguna firma, pero aclara que “la autoría y origen del trabajo garantizan la información que contiene […] por provenir de fuente insospechable”.

5

Presentación de la conferencia que Genta pronunció el 30 de junio de 1943 en el Círculo Militar: “La función militar en la existencia de la libertad”, en Genta, Jordán Bruno (1976), Acerca de la libertad de enseñar y de la enseñanza de la libertad; Libre examen y comunismo; Guerra contrarrevolucionaria, Buenos Aires, Dictio, pp. 77-78.

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Atendiendo al tono de sus enunciados, que van desde el estilo imperativo y marcial de los militares hasta un tono más académico (que incluso deja entrever la mano de profesionales de la educación), se puede suponer que fue la producción de un colectivo. En esta reflexión pretendemos centrarnos en el entramado y la articulación de significantes y de ideas que Genta desplegó en su discurso y que afectaron, como veremos, en la conformación de una determinada sensibilidad militar. Pretendemos hacer visibles estos vínculos y resonancias, en particular en el documento SAE, pero nos mueve y convoca una intuición, en el modo de una pregunta, más profunda y dolorosa. Genta fue un gran colaborador a la hora de configurar una sensibilidad militar que tuvo su expresión más descarnada y sus más terribles efectos en la última dictadura cívico-militar, todo ese horror que aún excede nuestro lenguaje. El horror del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” (en adelante PRN) no se dio por generación espontánea, no fue mero delirio paranoico y genocida de civiles y militares, desconectado y ajeno al devenir histórico. Como dice Pineau, “Sus particularidades deben ser inscriptas en relatos mayores y no verlas sólo como piezas únicas de un museo del terror sino como ejemplos extremos pero esperables de movimientos mayores”.6 En el fondo, nos preguntamos, poniendo el foco en el “caso límite” del filósofo y educador Jordán Bruno Genta, por el entramado de ideas, sentimientos, afectos, modos de ver el mundo y de estar en él, que posibilitaron que las FF. AA., junto con civiles, hicieran lo que hicieron. ¿Por qué y cómo fue posible que eso pasara? Recordando lo que expresó Primo Levi en Los hundidos y los salvados, 6



Pineau, Pablo, Mariño, Marcelo, Arata, Nicolás y Mercado, Belén (2003), El principio del fin. Políticas y memorias de la educación en la última dictadura militar (1976-1983), Buenos Aires, Colihue, p. 23.

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¿cómo es posible que hombres hayan podido hacer eso? La pregunta por la sensibilidad militar y por cómo se formó nace de estas otras preguntas.

La enfermedad del ámbito educativo y el origen de todos sus males Existe cierto consenso en el campo de la historia de la educación argentina en ubicar a la última dictadura militar como la ejecutora del “tiro de gracia” al proyecto pedagógico hegemónico que había estado vigente desde fines del XIX.7 Los artífices del PRN no desconocían el lugar central que la educación ocupa en un proyecto de Nación y contaban con su propio y anacrónico proyecto refundacional. Para estos, la Nación portaba objetivos permanentes y valores esenciales inmutables desde su origen, los cuales habían sido vapuleados una y otra vez desde 1880. Desde aquel momento, sostenían, se había perdido el rumbo nacional y su más claro síntoma era la “grave enfermedad moral” que padecía la realidad argentina. Se volvía imperativo, entonces, repetir el gesto fundacional y hacer posible “de nuevo, el progreso orientado según los valores transcendentales de nuestro estilo y concepción de vida”.8 Al reconocer el rol fundamental de la educación en su proyecto, explicitaban en el considerando de la resolución

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8



Entre otros, Puiggrós, Adriana (1997), Historia de la Educación Argentina. Tomo VIII: Dictaduras y utopías en la historia reciente de la educación argentina (1955-1983), Buenos Aires, Galerna; Pineau, Pablo, Mariño, Marcelo, Arata, Nicolás y Mercado, Belén, op. cit.; Southwell, Myriam (2002), “Una aproximación al proyecto educacional de la Argentina post dictatorial: el fin de algunos imaginarios”, Cuadernos de Pedagogía Crítica, núm. 10, Rosario, Laborde. Las citas son del folleto Subversión en el ámbito educativo. (Conozcamos a nuestro enemigo).

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N.º 538 del 27 de octubre de 1977, que ponía en circulación el panfleto SAE, que entre los objetivos Básicos a alcanzar se encuentra la vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino y la conformación de un sistema educativo acorde con las necesidades del país, que sirva efectivamente a los objetivos de la Nación y consolide los valores y aspiraciones culturales de ésta.

La impronta de los intelectuales del nacionalismo cristiano en los primeros años del PRN es notoria, a diferencia de los últimos años en los que primó la influencia de los intelectuales y funcionarios liberales. Paula Canelo, tomando la expresión de Altamirano, identifica a los nacionalistas católicos como una de las “dos almas” del Proceso; la otra “alma” es identificada con el ala liberal.9 Estos intelectuales se agrupaban alrededor de la revista Cabildo10 –órgano de difusión que pretendía “ser un instrumento activo de la plena restauración nacional”– y compartían con un sector de las FF. AA. cierta visión sobre “el origen de todos los males” de la educación argentina. Desde Cabildo sostenían que la Iglesia Católica debía tener el control total de la educación de la Nación y para ello era fundamental “exorcizar” a la política educativa del país de sus leyes “demoníacas”, la Ley 1420 y la Reforma de 1918. Antonio Caponnetto recordaba que la mayor “desgracia”

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10

Canelo, Paula (2008), “Las ‘dos almas’ del Proceso. Nacionalistas y liberales durante la última dictadura militar argentina (1976-1981), Páginas, revista digital de la Escuela de Historia, Universidad Nacional de Rosario, año 1, núm. 1, Rosario. Fundada en 1973, sus mayores referentes nacionales eran Jordán Bruno Genta, Julio Meinvielle y Carlos Sacheri. Entre su equipo original y colaboradores se encuentran: Antonio Caponnetto (actual director y discípulo de Genta), Mario Caponnetto (hermano de Antonio y yerno de Genta), Julio Irazusta, Federico Ibarguren y algunos exponentes de la fracción más “dura” del Ejército como Acdel Vilas y Ramón Camps, entre otros.

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fue la Ley 1420 y que, a causa de la sanción de esa norma, los docentes “llevaban en la frente el estigma 1420, a modo del 666 apocalíptico”.11 Esta revista saludó con entusiasmo la resolución N.º 538, proclamando que se trataba “del mejor documento oficial jamás redactado por el Estado Argentino y relativo a la subversión marxista”. Los había “sorprendido” por la “seriedad, la agudeza, la franqueza, la lucidez y la veracidad” con que había sido escrito, aunque lamentaban su escasa distribución en las Universidades Nacionales, tan necesaria por ser uno de los mayores “focos infecciosos”, y que aún el PRN no hubiera tenido el valor de derogar la “impía” Ley 1420. En el capítulo III de SAE se pasa revista a las “realidades” que “facilitaron” y “permitieron” el accionar subversivo y su “infiltración” en el sistema educativo, desde los jardines de infantes hasta las Universidades, y, en las “Consideraciones generales” del apartado 2, sostienen: El sistema educativo y los procesos culturales […] sufrieron una desarticulación con respecto al destino histórico de la Nación; llegándose incluso a generar una instrumentación seudo-revolucionaria, cuyas características fueron el desorden, la desjerarquización, la quiebra de los valores esenciales, la falsa concepción sobre las ideas de autoridad y libertad y la pérdida generalizada del nivel académico.

Agregan también que las contradicciones en las que se sumergió el sistema educativo se debían a la carencia de “un proyecto político verdaderamente nacional que lo orientara”. Todas estas características son señaladas repetidas veces como consecuencias nefastas que se fueron profundizando a lo largo del siglo XX, contrarias a los fines esenciales de la Nación.

11

Rodríguez, Laura Graciela (en prensa), Los nacionalistas católicos de Cabildo y la educación durante la última dictadura en Argentina, en estudiosamericanos.revistas.csic.es.

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Genta solía hacer explícito este tipo de lectura sobre las políticas educativas nacionales y tuvo oportunidad de expresarlo públicamente en una conferencia sobre la misión de la Universidad durante su breve intervención como rector en la Universidad Nacional del Litoral –entre julio y septiembre de 1943– tras el golpe de Estado del 4 de junio de 1943.12 Genta abrió dicha conferencia explicitando que la “verdadera pedagogía nacional” se había visto corrompida sistemáticamente por el “cúmulo de ideologías pedagógicas de importación que ensayamos sin piedad sobre nuestros niños y nuestros jóvenes, a costa siempre del alma argentina y siempre en contra del espíritu heredado de nuestra estirpe romana e hispánica” y ubica inmediatamente el origen de esta degradación en la generación del 80 por ser “la que instituyó el régimen educativo oficial todavía vigente”. Identifica los problemas de este régimen educativo en su “orientación modernista, liberal, utilitaria y cosmopolita” contraria a “las tradiciones espirituales de nuestro pueblo”.13 Un año después, en 1944, pronuncia dos discursos que no podían ser más explícitos. El primero fue emitido por la Radio del Estado en cadena nacional el 20 de junio de ese año y allí sostuvo que: Nosotros, los argentinos, venimos padeciendo desde generaciones una pedagogía antimetafísica y antinacional: una pedagogía liberal, positivista y utilitaria, que ha llegado a hacernos desear un alma extranjera, que nos ha ahondado un sentimiento de inferioridad, hasta el punto de avergonzarnos de nuestras tradiciones espirituales y de nuestro linaje español. […] Esta aberración de la inteligencia y este extravío

12



13

Su designación como interventor fue breve porque los conflictos que generó con estudiantes y profesores la hicieron insostenible. En Ferrari, Germán (2009), Símbolos y fantasmas. Las víctimas de la guerrilla: de la amnistía a la “justicia para todos”, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 189 y ss. Genta, Jordán Bruno, op. cit., pp. 79 y ss.

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de la voluntad son las consecuencias necesarias de una pedagogía para pueblos coloniales, que la más lamentable confusión de nuestra historia nos hizo convertir en escuela oficial desde el ochenta. [...] La educación estructurada sobre los valores utilitarios, desvinculada de la formación ética del ciudadano, que predica un pacifismo internacionalista, el menosprecio de la Cruz con su laicismo beligerante y el menosprecio de la Espada con su odio a los hombres que la ciñen, necesitaba ser reintegrada a su verdadera función específica: la de formar al hombre en el conocimiento de la verdad y en la vida de la justicia, es decir, en el servicio de Dios y de la Patria. Y es este uno de los empeños decisivos de la revolución del 4 de junio, en el cumplimiento de su programa de regeneración política de la Nación.14

Vale aclarar que Genta, a pesar de ser quien dio el discurso por cadena nacional en una fecha patria, no ocupaba un cargo jerárquico ni en el Ministerio de Educación ni en el Consejo Nacional de Educación; siempre ocupó cargos como rector y profesor en contacto directo con la práctica docente, pues los jerarcas de las FF. AA. consideraban que era quien poseía “las características del maestro para formar el fondo patriótico de nuestra juventud.”15 El segundo discurso fue dirigido a los maestros y a las maestras argentinos en la inauguración de la Escuela Superior del Magisterio el 1 de agosto de 1944. Allí sostenía que la pedagogía adoptada en el los años ochenta era “atea y materialista, que ha venido comprometiendo y socavando la unidad moral de la Nación, tanto como ha debilitado el carácter argentino” y debía ser “sustituida por una educación en sentido nacional y heroico”, así como la escuela debía “ser sustituida por una escuela tradicional”. Y sintetiza, en un fragmento que bien podría pertenecer a SAE:

14 15

Ibid., pp. 104 y ss. De una carta dirigida a Genta en septiembre de 1941 firmada por el Gral. Basilio B. Pertiné y el Teniente Coronel Emilio Forcher, en ibid., p. 57.

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE estos orígenes espurios y bastardos de la educación del ciudadano que se instituyó en el ochenta, en violenta y despiadada contradicción con las tradiciones espirituales de nuestra tierra, imprimieron el inconfundible sello liberal y cosmopolita a todas las manifestaciones de la vida argentina, que fue presa sucesiva de las secuelas del liberalismo y, principalmente, del movimiento marxista que hizo de la escuela, en todos sus grados, el centro de su propaganda y de su influencia disolvente.16

Genta ya había muerto al momento de la distribución de SAE, pero sus discursos resuenan en él como un eco que se repite a través de las décadas. A la otra “ley demoníaca” salida de las entrañas del movimiento reformista de 1918, se le da especial atención en el cuerpo de SAE, por ser el nivel universitario donde “la subversión acciona con sentido prioritario”; SAE incluye un anexo específico al documento (Anexo 2) donde se hace una “Sinopsis Histórica del Movimiento Estudiantil en las Universidades”. Dicen allí que la situación de la Universidad en el momento inmediatamente anterior a la Reforma “mantenía defectos y abusos reales en su estructura” y que “el estudiantado con el pretexto de luchar contra esa situación, se lanza a la acción según el modelo dialéctico marxista, en el papel del proletariado, contra los profesores y autoridades (burguesía) pretendiendo acceder al gobierno de la universidad por representar a la mayoría.” Agregan, que la Reforma se caracterizó por su “laicismo antirreligioso, amparado bajo las ideas de libertad de pensamiento y resistencia al dogmatismo” y, por si quedaba alguna duda, ubican la influencia de la Reforma en las Universidades como “el origen mediato de la situación existente al 24 de Marzo de 1976”.17



16 17

Ibid., pp. 112 y ss. Resaltado en el original.

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Durante su breve desempeño como interventor de la Universidad Nacional del Litoral, Genta emitió dos comunicados donde expuso que esa misma casa de altos estudios fundada al calor de la Reforma, “documenta las consecuencias funestas de su régimen de estudios y de disciplina para la existencia política de la Nación”. Y hace el mismo análisis histórico que vimos en SAE, pero 30 años antes; sostiene que la Reforma se hizo necesaria por los vicios del régimen anterior (responsabilidad de la generación del 80) y que fue aprovechada por los marxistas para crear las condiciones para “subvertir el principio de autoridad, la frivolidad en los estudios y la eliminación de la responsabilidad”; así las Universidades quedaron convertidas en “el instrumento eficacísimo [sic] de la conocida táctica comunista”. Y concluye: la pedagogía de la facilidad progresiva puesta en vigencia por la Reforma Universitaria, con el despreciable sistema de los apuntes y el abandono de las fuentes de doctrina, […]. Esto significa que la juventud argentina se encuentra en el extremo abandono, desorientación e indisciplina, que la hace presa fácil de todas las ideologías de traición a la Patria.18

Con respecto al “perverso” sistema de apuntes en las Universidades, en SAE se explicita además que constituye “el vehículo prioritario para la difusión de la ideología marxista”. Hasta aquí hemos explicitado una serie de resonancias, que encontramos en SAE, del discurso de un referente del nacionalismo católico argentino como lo fue Genta (“caso límite” de educador de militares y colaborador apreciado por ciertos sectores de las FF. AA.), en lo que respecta a la lectura que hacían de los problemas del sistema educativo argentino y, principalmente, sobre los orígenes “impíos”



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Genta, Jordán Bruno, op. cit., pp. 90-93.

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de esos problemas. Lo que en SAE se agrega y actualiza, pues se incorpora un nuevo sentido que impacta por las consecuencias que le conocemos, es la adjudicación a estas leyes de ser el “origen mediato” del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

Contra los “pedagogos del liberalismo” y sobre el legítimo lugar del Ejército En una conferencia del 30 de junio de 1943 en el Círculo Militar, “La función militar en la existencia de la libertad”, el profesor Genta va a profundizar el “elogio de las armas” para tirar por tierra la falacia que los “pedagogos del Liberalismo”, “hijos” de la generación del 80, la ley 1420 y la Reforma de 1918, enseñan cuando sostienen que “toda libertad cesa donde empieza el régimen militar”, donde el estado militar se identifica con la pérdida transitoria o permanente de derechos y libertades individuales. Estos “pedagogos liberales” enseñan que la subordinación y la disciplina del soldado anulan la libertad individual y el arbitrio, y esto es servidumbre humillante para el hombre. Desconocen que el verdadero soldado es libre cuando cumple con su deber. Lo que sucede, sostiene Genta, es que éstos no aceptan que el Ejército sea una “antigua institución” que haya sobrevivido a todos los cambios y al progreso. Éstos querrían reemplazar “el magisterio de héroe” por el magisterio del pedagogo liberal y burgués, tolerante y conciliador. El conflicto real se produce porque estos pedagogos desprecian la verdadera libertad, que es “la libertad antigua”. Genta opone esta libertad a la libertad de los modernos. La libertad antigua, explica el profesor, consiste en un estado de obediencia y la libertad nueva se funda en el derecho a la duda y la abstención. El Ejército responde a la primera libertad, es un orden estable e inmóvil

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en el que cada una de las partes ocupa el lugar que le corresponde en la cadena de subordinaciones, hasta “una suprema autoridad que ordena la pluralidad de partes en la unidad del fin necesario”. El Ejército es un orden que reproduce el orden divino, “un orden que subordina lo inferior a lo superior hasta encumbrarse en Dios”. El Ejército es aquél que, haciendo la guerra, conquista el derecho a la Soberanía, en el cual se fundan todos los derechos, y es el que ha de custodiar este derecho en tiempos de “justa paz”. El Ejército es la condición de posibilidad y el fundamento de la Patria, de la Soberanía y de la Familia. Al fundarse en la libertad antigua, el Ejército siempre es justo y, agrega, si alguien en esta institución abusa de la autoridad o padece a causa de ella, esto responde a errores de los individuos, jamás de la institución. Es el sentido militar y heroico el que creó la Patria y el único con derecho a reconquistar ese lugar cada vez que la Patria precise ser “restaurada” y ordenada.19 Los “pedagogos liberales”, amantes de la “libertad nueva”, moderna, “que condenan el respeto y la veneración de la Antigüedad como una forma de servilismo y regresión”, que se apoyan en el Iluminismo y en la Revolución Francesa, pretenden formar al “hombre nuevo”, como lo denomina Genta. Un “hombre nuevo” que no quiere responder a responsabilidades anteriores a él ni posteriores a su muerte, ni a Dios ni a la Patria ni al Estado ni a la Familia; o sea, “toda la tradición de inteligencia y honor de la humanidad” es autoridad ilegítima para él, pues no ha pasado por “el tribunal de su conciencia”. Este “hombre nuevo”, sostenía el profesor, se alía a Descartes y reivindica el derecho a la duda universal, a poner todo en cuestión, menos al hecho de que es él mismo quien duda. Esta verdad indubitable de que es él el que duda lo convierte en fundamento primero, Cfr. ibid., pp. 58 y ss.

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ya no Dios (que existe si este “hombre nuevo lo piensa” y quiere que exista), ni la Patria (que es la que él elija), ni el Estado (que es un artefacto que él, aliado a Hobbes y a los iusnaturalistas, inventa para evitar el peor de los males: la muerte violenta), ni la Familia (que es un mero convenio, un acuerdo que se inicia y se termina según deseo y necesidad), ni la Tradición ni las antiguas instituciones (las cuales tienen que ser reducidas, principalmente la de las armas, a una fuerza pública que garantice el cumplimiento de los contratos y la protección de los bienes). Ésta es “la libertad que los modernos oponen a los antiguos”. Ésta es la libertad que lleva a una “incruenta (no sangrienta) guerra económica de todos contra todos”.20 A este magisterio liberal, Genta le opone “el magisterio del héroe y de los Arquetipos”. El héroe es aquel que posee la conciencia del fin necesario y la capacidad de realizarlo; él es quien realiza la razón y la justicia, y es su fuerza la que hace a los pueblos capaces de conquistar la libertad de la soberanía, pero para ello debe imponer la norma del sacrificio. Al verdadero héroe los modernos pedagogos lo relegan al museo y lo despojan de actualidad, suplantándolo por “los valores que exaltan las virtudes del trabajo y los rendimientos útiles de la técnica científica”, colocando como héroes a los investigadores de ciencia, “hombres que traen seguridades y facilidades para la vida, en lugar de riesgos y dificultades”.21 Los Arquetipos los define el interventor Genta en su discurso dirigido a los estudiantes: Se os dijo, en nombre del igualitarismo abstracto y nivelador, que los héroes no existen […]. Contra esa enseñanza plebeya afirmad la pedagogía del Arquetipo y recordad que

Cfr. ibid., pp. 63 y ss. Cfr. ibid., p. 71.

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en todo momento el ideal cristiano y caballeresco de la vida os identifica como argentinos. […] Destacar que la vida existe en función de algo más alto que la trasciende y que concede el supremo rango a la vida del hombre ejemplar (el arquetipo): el santo, el filósofo, el educador, el sabio, el caballero, el artista y el soldado.22

Ésta era la anacrónica propuesta pedagógica del profesor Genta, a quien un sector de las FF. AA. admiraba y el nacionalismo católico argentino abrazaba; profesor que se definía a sí mismo con las siguientes palabras: yo no estoy atrasado cuarenta años, yo estoy atrasado más de veinte siglos, porque lo que yo enseño comenzó allá por el siglo cuarto, quinto antes de Cristo, culminó, tuvo una primera culminación decisiva con la venida de Nuestro Señor, luego tuvo otro momento de real grandeza y proyección ecuménica en el siglo XIII que es el gran siglo de la Cristiandad, de manera que lo que yo enseño es realmente anacrónico. Pero no es un anacronismo de cuarenta años, sino de más de veinte siglos.23

La educación de los militares: una pedagogía de la muerte y de la guerra Las concepciones de “muerte” y “sacrificio” que Genta despliega en su discurso ocupan un rol articulador, son las categorías en torno a las cuales se articulan otras como “guerra”, “orden”, “patria”, “Dios” y “estamento militar”, entre otras. Revisemos ahora la articulación de este particular entramado de concepciones.



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23

Ibid., p. 86. Palabras de Jordán Bruno Genta en “El asalto terrorista al poder. La afirmación de la verdad frente a la corrupción de la inteligencia”, en Ferrari, Germán, op. cit., p. 171.

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En el prefacio de 1945, que reeditaron luego para el volumen que compila algunas de sus conferencias, discursos y escritos (publicado en 1976), Genta sostenía que la publicación de sus obras, sus conferencias y sus discursos cumple con el objetivo de mostrar cómo él mismo fue “explicando siempre la misma idea pedagógica que debe realizar la Argentina grande, soberana y justa, para la cual vive y por la cual quisiera saber morir” y agrega que “el más alto honor que puede corresponder a un ciudadano es el privilegio de dar testimonio de la Verdad con riesgo de su vida, de su fama y de su hacienda” y que se trata de “conquistar el derecho a ser recordado en el tiempo histórico”, “la inmortalidad de la gloria”.24 En las conferencias y las clases que Genta impartió a militares en el Círculo Militar y en sus seminarios privados, así también como cuando fue colaborador en la década del sesenta del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea y del Ejército en Campo de Mayo,25 la muerte ocupa un lugar jerárquico porque la muerte es la que confirma toda la vida de un individuo.26 Genta se lamentaba porque notaba que desde hacía varias generaciones se venía despreciando la enseñanza del “saber morir”. En vez de enseñar que la vida no está para ser conservada y asegurada por siempre, sino para “perderla por aquello que vale más que la vida; como si la vida fuera un fin en sí mismo y no un bien que se posee para ofrecer a otros bienes más altos: Dios, la Patria, el honor de los suyos. Como si la vida no fuera en los hombres una preparación para la muerte, para saber morir cuando llega la hora en que es preciso afrontarla [...]”. Y en esa hora, que es “toda vez que se vive en peligro”, las libertades y los derechos 26 24 25

Genta, Jordán Bruno, op. cit., pp. 34-37. Ferrari, Germán, op. cit., p. 201. Cfr. Genta, Jordán Bruno, op. cit., p. 99.

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individuales quedan suspendidos para defender con la vida entera la libertad y la soberanía, que se defienden como se conquistan, con la guerra.27 El profesor Genta define su idea pedagógica del siguiente modo: la educación política del ciudadano, y especialmente del ciudadano que asume estado militar, es la que prepara para la muerte digna y para una vida cuya justicia consiste en dar aquello que vale más que la vida, en darle a Dios, a la Patria y al prójimo, en la medida de nuestras fuerzas, hasta no poder más. Es en esta justicia del sacrificio, […] en la que se funda la existencia de una Patria, se permanencia y su grandeza.28

La justicia nace, según Genta, del conocimiento del lugar que debe ocupar cada uno y del que deben ocupar los demás; el hombre es justo si conoce esto porque “sólo cuando se sabe la dignidad propia de cada ser y su lugar intransferible es posible darse a sí mismo y darle a los demás seres el justo lugar y el tratamiento adecuado a su rango” y esta justicia se sostiene con el sacrificio y el mérito, al igual que como se conquista y se conserva la libertad.29 Genta articula los tres pilares “muerte, sacrificio y guerra” como sostén de los valores que considera esenciales y trascendentales, aquéllos que merecen consagración absoluta e invariable pues perduran siempre iguales a sí mismos y son por naturaleza inmutables: Dios, la Soberanía Nacional y la Familia. En la conferencia “La formación de la inteligencia ético-política del militar argentino” del 5 de septiembre de 1945 en el Círculo Militar, Genta expone las razones por las que el estamento militar es la forma más elevada de la ciudadanía. El razonamiento es simple: la Cfr. ibid., p. 72. Ibid., pp. 133-134. 29 Cfr. ibid., p. 82. 27 28

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existencia política de la Nación, su Soberanía, se inicia con la guerra y ésta tiene derecho a subsistir a través de la guerra, que es, básicamente, el modo por el cual al Estado le es legítimo sobrevivir. Por lo que, aclara, al Estado lo deben regir por orden jerárquico: militares, maestros y profesores, magistrados y gobernantes; cada uno siendo lo que debe ser y ocupando el lugar que debe ocupar. Si la Soberanía Nacional se encuentra en peligro, “la Nación vuelve a ser lo que fue en el comienzo, lo que es siempre fundamentalmente: una realidad militar”. Por esto la Revolución nunca puede ganar, pues choca con el Ejército, que es la potencia de la Nación “y su ser en la plenitud de existir”. Suprimir el Ejército es suprimir los fundamentos de la Patria y “del Estado que entra y se sostiene en la existencia por medio de la fuerza militar. [...] Sobre el sacrificio, la justicia primera y total, se levanta la Polis; por eso hemos anticipado que el Estado nace de la guerra y se mantiene, en última instancia con la guerra”.30 La guerra tiene la irónica capacidad, enseñaba Genta, de mostrar lo mísero, nulo e irrelevante de los valores materiales y exteriores de la vida, en oposición a los valores espirituales. No se trata, aclaraba el profesor, de un desprecio por los bienes materiales, sino de reconocer el justo lugar que tienen que ocupar en la vida del ciudadano, el lugar subordinado a los verdaderos valores inmutables. La guerra enseña el verdadero valor de la vida, lo que de ella debe perecer y lo que es eterno. La guerra tiene la cualidad de poner de relieve la verdadera proporción de las cosas, lo verdaderamente importante para los hombres. “La guerra es […] una escuela de ascetismo” y es la única que puede “restaurar el orden” cuando éste se quiebra, cuando los hombres desobedecen al orden fundamental de la realidad que es uno y siempre el mismo; entonces la guerra

30

Ibid., pp. 74 y ss.

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“restaura por la sangre y el fuego de todas las redenciones”. Y concluye su conferencia diciendo: “La guerra es santa, señores jefes y oficiales, cuando […] luchan por necesidad de justicia y para restaurar su imperio”.31 En la citada carta que le destinan a Genta el General B. B. Pertiné y el Teniente Coronel E. Forcher elogiando sus conferencias en el Círculo Militar, éstos hacen una “sutil” crítica al país porque siempre ha estado, dicen, muy apegado al trabajo pacífico, al derecho nacional e internacional, y esto puede dar la impresión de que “la historia se labra con postulados de buenas intenciones solamente y no con éstas y el respaldo de la fuerza necesaria para darles cumplimiento”. Por ello, agregan, es fundamental que educadores como Genta “estructuren la conciencia de los ciudadanos” para que todos entiendan que “la guerra, fatalidad inseparable de los hombres” es “una de las formas de la lucha que es competencia y ésta sinónimo de progreso, por oposición a la paz absoluta que es la muerte”. Y con tono de vaticinio, agregan: “que la guerra, si estallara, encuentre a la colectividad nacional en plena cohesión de voluntades y de sentido para conservar su existencia actual y su herencia histórica”32 Esta concepción de que el Estado se conserva con la guerra es propia del estamento militar y ha sido –y lamentablemente lo sigue siendo– el primer argumento que esgrimen los representantes de las FF. AA. que llevaron adelante el PRN. El pensamiento que el profesor Genta expresaba no era original en tanto “enseñanza de la guerra”, en tanto saber técnico-estratégico: de eso se encargaban en las FF. AA.; lo que Genta le aportaba era “el saber moral de la guerra”, su necesidad, lo que implica, el progreso que conlleva, los valores que defiende. Una defensa moral de la

31 32

Ibid., pp. 69 y ss. Ibid., pp. 56-57.

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guerra, sostenía él mismo, porque no tenía el “privilegio de ceñir armas” pero conocía profundamente su razón de ser.33 En la misma presentación del panfleto SAE aparecen actualizados y rearticulados estos tres pilares, para el ámbito específico de la educación. Dice allí: Así es como en el país hemos de hablar de guerra, de enemigo, de subversión, de infiltración, términos éstos poco acostumbrados […] sobre todo en ámbitos como el de la educación y la cultura; pero esa es la cruda realidad y como tal se debe asumir y enfrentar: con crudeza y valentía. […] El llamado de la patria es claro y se debe responder a él; los educadores, más que cualquier otro sector de la ciudadanía, no pueden desoírlo, antes bien se impone como una misión a cumplir. Muchos argentinos han entregado sus vidas enfrentando a la subversión y ello no tendría sentido si no se hace realidad en la acción docente esta exigencia de nuestros días.

Resuena aquí ese “sueño” de Genta de los legítimos rectores de la Patria haciéndose cargo con sacrificio del destino de la Nación: militares, maestros y profesores, en ese orden, unidos en una “guerra santa” contra la subversión y los “delincuentes subversivos marxistas”, como se los denomina en SAE. Es central la noción de “guerra”; tanto que, en el “Capítulo I: Conceptos Generales” de SAE, el segundo concepto que definen para su “comprensión en sus justos términos”, luego del de “comunismo”, es el de “guerra”, y la naturalizan al sostener que “en esencia, la guerra es uno de los resultados de los impulsos generados en y por la vida en relación, es pues, un fenómeno social complejo, de naturaleza fundamentalmente humana” y agregan luego que: la acción subversiva afecta a todos los campos del quehacer nacional, no siendo su neutralización o eliminación una

33

Ibid., p. 58.

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responsabilidad exclusiva de las Fuerzas Armadas, sino del país y de la sociedad toda, a través de sus instituciones. […] Cabe destacar que ello [el fenómeno de la subversión] ocurre en estados democráticos […].34

El por entonces comandante del V Cuerpo del Ejército, Acdel Vilas, sin sutilezas, decía en agosto de 1976: “Hasta el presente, en nuestra guerra contra la subversión, no hemos tocado más que la parte alta del iceberg […]. Ahora es necesario destruir las fuentes que forman y adoctrinan a los delincuentes subversivos, y esta fuente se sitúa en las universidades y las escuelas secundarias.”35 Por su parte, quien dirigía el III Cuerpo del Ejército, Gral. L. Benjamín Menéndez, definía las responsabilidades y lasobligaciones de profesores y estudiantes así: Para los educadores; inculcar respeto de las normas establecidas; inculcar una fe profunda en la grandeza del destino del país; consagrarse por entero a la causa de la Patria, actuando espontáneamente en coordinación con las Fuerzas Armadas, aceptando sus sugerencias y cooperando con ellas para desenmascarar y señalar a las personas culpables de subversión, o que desarrollan su propaganda bajo el disfraz de profesor o de alumno. Para los alumnos: comprender que deben estudiar y obedecer, para madurar moral e intelectualmente; creer y tener absoluta confianza en las Fuerzas Armadas, triunfadoras invencibles de todos los enemigos pasados y presentes de la Patria.36



34 35



36

El subrayado es nuestro. Citado en de Amézola, Gonzalo, “Autoritarismo e historia escolar. Apuntes sobre el caso argentino”, Práxis Educativa, vol.1, núm. 1, Universidad Estadual de Ponta Grossa, Brasil, p. 36. Ibid., pp. 36-37.

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A modo de cierre Hemos visto cómo resuenan las enseñanzas del profesor Genta, principalmente, en el planfleto SAE. Como un eco que se repite a través de las décadas, sus enseñanzas sintonizaron con un “sentir colectivo” de algunos jóvenes oficiales y jefes de las FF. AA. Jordán Bruno Genta ayudó, atípico e “inapreciable colaborador”, en la configuración de una “estética militar” que se fue desplegando e intensificando en sus efectos sociales más perversos y horrorosos a través de los golpes de Estado en Argentina desde 1943 hasta el último en 1976. Este último, el que mostró su rostro más macabro, fue la expresión de cierta cosmovisión del Ejército y de un conjunto de civiles. El lugar que las FF. AA. tomaron y ocuparon y desde el cual ejecutaron sus políticas y sus prácticas represivas no fue el producto de una epifanía místico-terrorífica colectiva. Como hemos visto, si el sentido militar y heroico es el origen y el creador de la Patria, a ellos les correspondía conquistar y ocupar (por tiempo indeterminado, sostuvieron en un primer momento) el legítimo lugar que debían porque la Patria necesitaba, sostenían, ser refundada y reorganizada. Hemos inscripto la perspectiva de este trabajo dentro del registro de una “estética” en sentido amplio porque ésta implica un modo de configuración de lo sensible, la formación de determinadas sensibilidades y, siguiendo a Rancière, un reparto o una distribución de lugares y de cuerpos. Un reparto de los espacios y de los cuerpos que el mismo Rancière define como “división policial de lo sensible”: “aquélla en la que cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado

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del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función”.37 Las FF. AA. tomaron el poder y llevaron a cabo lo que ellos consideraban una “guerra sucia contra la subversión”, con las consecuencias que conocemos. Desde su percepción, la guerra era condición necesaria, aunque no suficiente, para restaurar el orden. Ya lo había enseñado el profesor Genta, la guerra es la única que “restaura por la sangre y el fuego de todas las redenciones”.

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La apuesta sensible. El sentimiento nacional como pedagogía en tiempos de multitudes

Marcelo Mariño ¿Cómo enseñar un sentimiento? ¿Qué materiales hay que poner a disposición en la tarea de enseñar si se quiere generar una identificación colectiva en torno a la Nación? ¿A qué ideas e imágenes conviene recurrir para educar el sentimiento patriótico? Ésos son algunos de los interrogantes que atravesaron el período de la República Conservadora –enmarcado en el triunfo del Estado nacional–, de la constitución y expansión del sistema educativo argentino, en medio de la irrupción de las multitudes de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. La necesidad y el arribo de mano de obra extranjera en el marco del modelo agroexportador generaron cambios extraordinarios que impactaron no sólo en los indicadores demográficos, sino también en la configuración de una trama cultural diversa, compleja e híbrida que puso en movimiento al Estado, a sus intelectuales orgánicos y subalternos, a la ensayística y a la pedagogía en pos de la construcción de un imaginario y una identidad “nacionales” que intervinieran como un dique ideológico frente al caudal cosmopolita, que operaba como fantasía de disolución social de la Argentina. Se emprendieron esfuerzos sistemáticos y sostenidos para garantizar que la Nación interpelara a las multitudes, reorganizándolas y constituyéndolas como sujetos nacionales. El desafío de reducir a la unidad fue encarado simultáneamente desde distintos frentes, en una operación compleja y multiforme; la escuela, se convertiría en el ámbito natural para resolver masivamente la tarea de construir un sentimiento patriótico compartido.

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Si la argentinización y la formación de ciudadanos han sido objetivos a la vez que telón de fondo de la historia de la educación argentina de ese período, nos interesa recorrer aquí algunos argumentos, sentidos e imágenes que contribuyeron a configurar una pedagogía nacionalizadora. Nuestra intención es hacerlo desde una perspectiva estética, entendiéndola como un registro de análisis que indaga en las operaciones que se proponen convertir el mundo sensorial de los sujetos en determinadas sensibilidades mediante la sanción de juicios de valor.1 Pondremos en juego algunas intervenciones que nos servirán de indicios para analizar interrogantes, materiales y propuestas que se fueron organizando para generar una sensibilidad colectiva mediante estrategias interpretativas comunes dentro de un mismo horizonte de expectativas (Koselleck, 1993). En ese sentido vamos a plantear una cartografía de la construcción del sentimiento nacional: un “mapa abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir constantemente modificaciones” (Deleuze y Guattari, 1997: 17). Esta conceptualización nos preserva de conclusiones totalizantes, a la vez que nos encamina hacia líneas de interpretación que contribuyan a dar cuenta de, y a problematizar, cómo fue pensada una operación tan amplia, compleja, contundente y exitosa como fue la nacionalización de grandes colectivos sociales y culturales. La cartografía que proponemos se organiza a partir de trabajos de Joaquín V. González, de Ricardo Rojas y de Carlos O. Bunge, que, a pesar de haber tenido condiciones de producción y de recepción no necesariamente análogas, coincidieron en la necesidad de promover un sentimiento

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Recuperamos aquí la estética como un registro, en la línea de las discusiones teórico-conceptuales llevadas adelante por el grupo de investigación, parte de cuya producción se presenta en este libro.

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nacional. Sus intervenciones político-educativas ubican a estos autores en la posición de intelectuales-pedagogos, cuyos recorridos abarcan un amplio arco que se extendió de la función pública a la enseñanza, del ensayo al informe ministerial, de las intervenciones en revistas pedagógicas a la producción de textos para ser trabajados en las aulas.2 Coincidieron en la necesidad de promover una sensibilidad que pudiera entramarse colectivamente, procurando reunir imágenes icónicas, figuras poéticas, relatos que contuvieran “las sensaciones de todos los sentidos, simbólicos y no simbólicos, en una percepción general” (Silvestri, 2011: 25).

Joaquín V. González, arqueólogo de la tradición El intelectual característico de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX fue el que se constituyó en el cruce de la dupla modernización-Estado (Dalmaroni, 2006).3 Uno de sus exponentes fue Joaquín V. González, considerado un representante del burgués reformador en tiempos de la República Conservadora.4 2





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La selección de los trabajos que hacemos en este capítulo pretende armar un montaje para dar cuenta de las intervenciones de estos intelectuales pedagogos, quienes buscaron forjar una sensibilidad nacional entre el escritorio, el despacho y el aula. Sobre este tipo de intervenciones véase también el capítulo de Belén Mercado. Allí la autora recupera la figura del intelectual pedagogo como un articulador de sentidos entre política, arte y educación. Miguel Dalmaroni ubica específicamente a La tradición nacional de González como una poética del Estado y como una referencia que abrió el ciclo del proceso de modernización de la literatura culta. Valgan sus propuestas de reforma política en el campo social y en el educativo como ejemplos de sus intervenciones en un sentido claramente modernizador. Su intervención en la vida política como funcionario estatal, su producción ensayística, política, jurídica y literaria ha sido tan vasta como significativa de un tipo de intervención primero intelectual y luego política que lo convierten en uno de los representantes

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González se constituye en indicio de las preocupaciones del sector más esclarecido de una élite intelectual, inquieta por consolidar una sociedad en construcción a partir de un relato común. Supo anticipar un conjunto de reflexiones sobre cómo organizar un sentido del pasado que fuera capaz de nutrir una conciencia histórica compartida. En sus modulaciones ideológicas, prefiguró la tradición, no como la supervivencia del pasado sino “como una fuerza activamente configurativa […], como un medio de incorporación práctico […] poderoso, como versión intencionalmente selectiva del pasado configurativo y un presente preconfigurado” (Williams, 1997: 117). En La tradición nacional –publicada en 1888–, González pugnó por constituir un imaginario nacional mediante una operación estética. Esta obra es un relato de orígenes, surgido en el contexto de la emergencia de las multitudes. En ella se propuso excavar, clasificar y presentar un conjunto de conclusiones que garantizaran la posesión de un relato que operara como marca identitaria para Argentina. Allí rastreó y buscó eslabonar aquellos insumos que pudieran condensarse en una fórmula expresiva, “como organización de formas sensibles y significantes […] destinadas a producir en quien las percibe y capta una emoción y un significado, una idea acompañada por un sentimiento intenso que se entiende han de ser comprendidos y ampliamente compartidos por las personas incluidas en un mismo horizonte de cultura” (Burucúa, 2003; Santos, 2008).5



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más significativos de la élite del período que estamos analizando. Para el concepto de indicio, véase Carlo Ginzburg (2008), Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, pp. 185 y siguientes. La explicación que presenta Burucúa del pathosformel acuñado por Aby Warburg nos resulta potente para dar cuenta de los procesos de construcción de una sensibilidad colectiva en torno a la Nación. Con el reconocimiento de esa sintonía, no pretendemos hacer una traspolación arbitraria del concepto en sí mismo.

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Mientras que la historiografía se consolidaba como campo –y el relato mitrista sostenía al Estado consolidado–, González decide (o necesita) construir otro relato más afín a la mirada política que iba a acompañarlo a lo largo de su vida: el de la cohesión, el de una sumatoria controlada. Intuyó que la historia puede ser un peligro para la construcción de la Nación (Renan, 1983) y entonces emprendió un esfuerzo intelectual extraordinario para brindar un relato sublime y sublimado de la historia. “Homero no viene aún y América lo llama” (González 1957: 176). Por ello recurrió a la invención/recuperación de una tradición ya que ni la historia ni su filosofía ponen de relieve las palpitaciones internas del corazón de los pueblos, ni recogen las armonías que flotan en la atmósfera[…] La tradición popular trasmitida de unas generaciones a otras, revela la existencia de un culto por la memoria de los tiempos pasados y de los hombres que fueron su alma; revela que hay una preocupación permanente por mantener la unidad del drama social, sin la que el espíritu colectivo se expondría a perder su punto de apoyo[…] La poesía, la tradición como elementos primos de la historia y como sus mejores y más bellos atavíos, son, pues, esenciales a las agrupaciones humanas. (González, 1957: 20-21).

Sólo la tradición puede ser principio de unidad en un país cosmopolita. De allí la importancia del mito como estetización de la historia, que sublima la complejidad histórica cuando el relato tiene un repertorio de imágenes que evocan los sentidos. Su gesto cohesivo no está planteado con un énfasis en el olvido, sino a través de una inclusión que admite lo polémico y lo contradictorio como elementos constitutivos y necesarios de toda tradición. En González la verdad y la verosimilitud se auxilian, pero no se funden sino en el momento de la interpelación. Sabe que existen requerimientos de orden estético, de apelación a lo sensible para llegar a la verdad. No es que

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el verosímil construye su verdadero, se requiere de aquél para llegar a esa verdad que siempre estuvo y que sólo de ese modo –que es constitutivo de lo sensible– se puede reponer. No hay preocupación histórica; se interesa en el objeto de la historia, en sus conclusiones y en sus ausencias para construir su relato. Es que la tradición no se analiza, porque no es la historia; y así como el geólogo reúne los objetos que caracterizaron una época remota para trazar su historia natural, el historiador del espíritu humano acopia las tradiciones de todos los tiempos […] es un género especialísimo de composición, que no tiene de la historia sino el marco (González, 1957: 79).

Ubicó la cuestión nacional íntimamente ligada a la cuestión de la “invención” de la tradición (Hobsbawm y Ranger, 2003: 14). La tradición no es un modo de explicar la Nación, sino su precondición porque saca toda su animación y su interés de las circunstancias extraordinarias, de los móviles íntimos, de las supersticiones, de los sentimientos, de las costumbres puestas en juego para producir un suceso que por sí solo no constituye la historia […] se aproxima a la poesía, tanto que podemos decir que son hermanas, que viven del mismo elemento, y están destinadas a los mismos objetos (González, 1957: 79-80).

La operación de González es pedagógica, torna visible la tradición, la vuelve objeto de conocimiento sensible. Su preocupación es estética porque la tradición se constituye como objeto de interpelación sólo cuando la narración opera necesariamente en el registro de los sentidos. Planteó un espacio y un tiempo novedosos para estructurar la tradición; ubicó en los Andes la expresión de la naturaleza americana, de lo sublime y del instinto. Para González, no sólo el hombre tiene espíritu, también lo posee el paisaje.

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Es necesario narrar, ir más allá de los límites de la descripción. Porque “el cuadro histórico está trazado en la tela, pero falta el elemento poético” (González, 1957: 152). Encontró en los Andes la topografía necesaria para llenar esa ausencia. Para que el hombre se sienta arrastrado por la epopeya, es necesario que subyuguen su inteligencia y su corazón potencias superiores a las suyas, a las que pueda admirar y venerar, y que contemple sus irradiaciones en medio del aparato maravilloso de la naturaleza. Las nieblas y los fulgores, los sacudimientos y los relámpagos del Ida y del Himalaya y del Sinaí, encierran en sus antros hirvientes la fascinación épica. Las grandes montañas albergan en sus cumbres las creaciones inmortales […] y ¿qué montañas y qué cumbres más colosales y radiantes, más misteriosas y sagradas que las que brillan con nieve eterna sobre la América, y en cuyos secretos no ha penetrado aún la poesía? […] El pensamiento humano no concebirá jamás otra epopeya mientras no se cante la leyenda de los Andes (González, 1957: 58-59).

San Martín es el Prometeo sudamericano, el genio que va a guiar a la nueva raza americana a las cumbres de los Andes, donde destronará el olimpo de sus dioses titánicos. Él es, pues, el héroe que representa a la nación y a la América del Sud […] cuyo escenario es la inmensa cordillera, madre de antiguas civilizaciones primitivas, teatro de la guerra de conquista, cima de la libertad (González, 1957: 177).

Si bien esta tradición se inscribe en la línea incaicacriolla-argentina, su núcleo era indígena: la Nación quechua era sujeto y sustrato de la tradición. Esta genealogía no era enteramente novedosa; el pasado incaico fue convertido en raíces en diversos momentos de la historia argentina, cada vez que había sido necesario diferenciarse de la tradición española, cada vez que se requería llenar el vacío estructural de la Nación. González estetiza lo indígena, lo

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convierte en bronce, una operación posible en su narración en la que el componente indígena de esa genealogía es recuperado como puro pasado.6 Es porque ingresa en el orden del mito que el sujeto queda fuera de la historia, como articulador en su discurso de las dimensiones temporales pasado-presente. Inscribe la cultura argentina en la herencia del imperio incaico, reafirmando un discurso “monumentalista” que sirve para legitimar la tradición criolla (Degiovanni, 2007: 91). La Nación requería de una larga duración para inscribir su propia tradición. En tal sentido, la herencia americana fue su condición de posibilidad. Desplazó la pampa como espacio-narración de la Nación, alejándose de las visiones progresistas y reaccionarias que la imagen de la pampa venía activando en la política y en la ensayística argentina (Rodríguez, 2010). Las montañas se convirtieron en el lugar que había que reivindicar puesto que condensaban valores estéticos; eran reservorio y antídoto contra el materialismo. Apelando a lo sublime y a lo insondable, construyó un sujeto colectivo que se observa a sí mismo contemplando. Leyó el tiempo en el espacio, creando en esa conjunción la superficie de filiación en la cual la Nación estaba inscripta. González pedagogo activó la constatación de que hubo un saber que no se sabía. Su gesto fue el de un redescubridor, un amauta que, trayendo un pasado, quiso entramarlo, fortaleciendo un presente social que parecía desconocer sus condiciones pasadas y las potencialidades futuras de su existencia.



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En el prólogo a La tradición nacional, Bartolomé Mitre “protesta” contra la idea de filiación precolombina. Esta posición estaba en sintonía con la rescatada por Fabio Wasserman quien repone una cita de Mitre de 1857, en la que expresa que durante el período revolucionario “teníamos la manía de creernos descendientes de los Inca, y en que era moda invocar los manes de Atahualpa, como se ve por nuestro Himno Nacional” (Wasserman, 2008:133).

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La Tradición nacional era para su autor una recuperación y un llamado de atención que operó como un artefacto cultural que se propuso llenar de contenidos históricopolíticos y socioculturales específicos a la argentinidad. Como plantea Degiovanni, la pluma de González recorre el registro civil-heroico y natural-paisajístico derivado del romanticismo (Degiovanni, 2007: 41). Con la invención de su (la) tradición, González respondió afirmativamente al interrogante sarmientino “¿somos una Nación?”. Muchas de sus imágenes e ideas se expandieron en textos escolares como representaciones literarias, espaciales, en definitiva, genealógicas de la patria. La República Argentina es esa estatua cincelada en el granito de los Andes […] Sus pies se asientan sobre una llanura surcada de ríos inmensos que tributan al mar, y bordada de selvas tropicales que mantienen la juventud eterna; su cabellera ondea sobre el dorso colosal, como un torrente despeñado de la montaña […] y alrededor de toda ella se derrama una atmósfera de majestad, de gloria y de belleza, que enciende deseos de adorarla y de ensalzarla eternamente (González, 1957: 318-319).

González buscó articular idealismo con progreso, la “barbarie” como fuerza del interior y de la relación del hombre con su tierra, la montaña como libre de las confrontaciones políticas que se dieron en el marco de la llanura y la tradición como sostén sensible de la historia. Trabajó fuertemente para sumar cohesivamente fuerzas o tópicos que política, filosófica y culturalmente venían operando de manera centrífuga en el pensamiento social argentino. En Tupac Amaru estaba prefigurada la revolución sudamericana; en 1810 se expresó el punto que superó “la evolución mutua de las dos razas, punto de partida de la tradición nacional” (González, 1957: 147-148). De allí surgieron los caudillos, nacidos en la esencia de las masas y de su alma, como una necesidad y como consecuencia

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del compañerismo (González, 1957: 218). Pero historiográficamente no se apartó del canon: “Caseros es el teatro de una nueva redención, como Mayo fue el espacio de un génesis” (González, 1957: 317). Aun así, González fijó a la hora de sus conclusiones la potencialidad de la tradición y la preocupación por su tiempo, por eso las montañas fueron metáfora de una Nación que debía llegar “a la cima de los valores éticos y estéticos, para elevar el sentimiento argentino […] de las corrientes materialistas a las esferas de la tranquilidad del ideal” (Degiovanni, 2007: 43). En González, lo sensible fue un modo de conocimiento, de aprehender y de saber la tradición nacional: “desconfiemos del patriotismo convencional que se adquiere con el cerebro” (González, 1957: 153). Su pedagogía de la patria se sostuvo en la imaginación estética como fuente de experiencia pedagógica.

Una afirmación que devino objeto Nadie dudaba de la importancia de enseñar a amar a Argentina y lograr un sentimiento de pertenencia. Pero la enseñanza de ese sentimiento colectivo era un desafío. Hacia fines del siglo XIX y en el Centenario esa necesidad política se convirtió en un dictum. En el caso de González, las reflexiones siguieron el deslizamiento del intelectual “político” al “pedagogo”, preocupado específicamente en cómo operaba el pasaje de la tradición a la patria y de ésta a la escuela. “La relación entre escuela y niño es la relación entre tierra y hombre, una engendra el vínculo del espíritu que lo sigue a través del tiempo y asiste a todos sus desarrollos y cambios, la otra crea el lazo semejante a la maternidad, que nos sujeta hasta la muerte” porque

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Patriotismo es ese amor, la fuerza, esa ley natural ineludible que ata al hombre a la tierra en que nace, le convierte en un defensor airado y en un trabajador incesante para enriquecerla y hermosearla como amor es fuente de grandeza y sacrificios, como fuerza es agente de cultura y de dominio, como ley es principio eterno que rige la formación y vida de las sociedades (González, 1900: 10).

Un “aprendizaje necesario vinculado a saberes, valores y prácticas que constituyen los verdaderos fundamentos de lo hegemónico” (Williams, 1997: 140). El González funcionario consideró al patriotismo como atributo sustancial de la naturaleza humana porque no puede ser el patriotismo una noción adquirida, ni una convención universal, ni un principio científico que puedan cambiar los gobiernos y modificar los métodos […] Por eso los pueblos que lo olvidan en sus escuelas o en su política, se encaminan al desorden, a la decadencia, a la cobardía […] reabrir la continuidad perdida de la tarea de nuestros antepasados, guerreros y constituyentes; para cumplir, en fin, nuestro destino nacional, en una época en que sólo es posible contrarrestar los agentes de la ciencia y del arte, la pericia y la astucia, con un acendrado y puro amor de la tierra y de sus glorias e instituciones, todo lo cual completa el concepto de patriotismo verdadero y eficiente (González, 1900: 18-19).

Frente a la amenaza que supone el materialismo (y su cadena de equivalencias), González detectó con entusiasmo la resurrección de los estudios ideales. Desde esa matriz se podría fundar un ideal, un culto para traspasar y trasmitir entre las generaciones de una sociedad constituida y ordenada en un marco estatal en el que la Nación circulase como “el alma misma a través de los siglos” (González, 1900: 26). Es que la patria “se compone de cuerpo y espíritu, de voluntades e impulsos que es necesario dirigir hacia un fin general, ascendente, progresivo, material e intelectual” (González, 1900: 30). De allí la necesidad de

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un ideal educativo y de la cultura nacional que fomentara la conciencia cívica y la virtud patriótica. En la cumbre de su argumentación la patria figura como organizador social, “como la más poderosa abstracción que haya creado el lenguaje humano, la síntesis más absoluta y verdadera de la vida” (González, 1900: 27). Sin embargo, la patria requiere despertar una sensibilidad que constituya a un sujeto moral y en ese sentido desconfía de la historia como magistra vitae. Por el contrario, encuentra en ella “un peligro inmenso […] por la dificultad de determinar un sentido moral preciso en el vasto caudal de hechos históricos” (González, 1903: 78-79). Sin desconocer el valor educativo de la historia, reclamaba un trabajo de reivindicación patriótica que la ponía en tela de juicio. Sería la geografía –y su aplicación al estudio del territorio nacional– la que formaría el espíritu patriótico. Ella daría una imagen sintética de todo el territorio patrimonial del pasado y del presente, y este concepto convertido en sentimiento e identificado con el de la patria misma, acaso transformaría en poco tiempo […] nuestra vida cívica, abriéndole horizontes más amplios y fortaleciendo la fe patriótica con una convicción más exacta y más precisa de la extensión territorial sobre la que se sienta y está llamada a perpetuarse la entidad imperecedera de la nacionalidad (González, 1903: 80-81).

Es que el estudio de la geografía bastaría por sí mismo para dar mayor vitalidad, si se dejara de lado lo que hasta entonces era “un estéril, monótono y desolador hacinamiento de latitudes y longitudes, nombres de lugares, ríos y montañas” (González, 1903: 81). La geografía tuvo para González un verdadero sentido social y humano; el medio físico y el ambiente prestan invalorables servicios a la formación patriótica. Ella organiza las imágenes de la patria en tanto suelo presente sobre el

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que se desenvuelven las energías de la sociedad, en tanto escenario para que el drama histórico suceda. Nadie mejor que los maestros […] saben cuánto interés y encantador atractivo presta a los relatos históricos el conocimiento de los lugares en que ocurrieron los sucesos, y con cuánta intensidad ellos se graban en la memoria cuando han podido asociarse entre sí (González, 1903: 82).

En el cruce y la hibridación entre geografía y literatura, González había encontrado una fórmula escolar para convertir en conocimiento sensible a la tradición nacional.

La producción de una sensibilidad Para que pueda producirse una sensibilidad debe generarse un repertorio de imágenes que contenga sentidos orientadores, “representativos” de la idea de Nación, apelativos, que generen pertenencia. La sensibilidad se manifiesta a través de las imágenes porque, como sostiene Emanuele Coccia, el mundo específico de las imágenes es el lugar de lo sensible (Coccia, 2011). En torno al Centenario, el dispositivo argentinizador se encontraba en absoluto despliegue, no sólo por la operación estatal-escolar sino porque lo patriótico y lo nacional desbordó las instituciones estatales y gubernamentales. En ese contexto la concepción culturalista de Nación se encontraba en franco avance (Bertoni, 2001). Carlos Octavio Bunge (1875-1918) y Ricardo Rojas (1882-1957) formaron parte del grupo de intelectuales que compartían esa atmósfera del Centenario y del primer nacionalismo que surgió ante el impacto de la inmigración masiva (Altamirano y Sarlo, 1997). Compartieron ese tiempo en el que las tradiciones entraban en disputa, en el que se inventariaban acciones y programas políticos y se sometían

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al análisis sus resultados. Intervinieron políticamente en el terreno educativo con una vasta producción que incluyó desde viajes pedagógicos para el conocimiento y el estudio de los sistemas educativos europeos,7 hasta la producción de informes, la formulación de propuestas educativas, textos filosóficos y libros de texto, entre otros. La Nación era para ellos un eje estructurante de la enseñanza y por lo tanto requería didactizarse. Desde concepciones sociopolíticas diferentes, estos intelectuales también formularon estrategias y plantearon un repertorio de imágenes, coincidiendo en la necesidad de generar, en el terreno educativo, las condiciones para un proceso eficaz de nacionalización de las masas. Conscientes y urgidos por el imperativo de la consolidación de la argentinidad, Bunge y Rojas retomaron la reflexión iniciada por J. V. González, plantearon con voz propia un conjunto de reflexiones y diseñaron relatos que despertaran sensibilidades que tributaran en la constitución de un nosotros. La restauración nacionalista8 nos ofrece algunas pistas para pensar cómo consideraba Ricardo Rojas que debía forjarse una sensibilidad nacional. Allí dejó en claro que, para él, la historia tiene al patriotismo como el fin de su enseñanza. Por eso, dicha asignatura debía ser una cantera de sensibilidades que estimulara la imaginación a la vez que ejercitara el juicio, ya que ella es una disciplina que “enseña a razonar sobre los hechos y la vida” (Rojas, 2010: 57). En su concepción, la historia no es instructiva sino

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Bunge fue enviado por el ministro Osvaldo Magnasco y Rojas lo hizo para la gestión del ministro Rómulo Naón. Este texto se presentó como informe dirigido al ministro de Justicia e Instrucción Pública Rómulo Naón como resultado de la investigación que realizó Rojas sobre la enseñanza de la historia en las escuelas europeas en su viaje de 1907. Las referencias bibliográficas que seguiremos sobre esa obra corresponden a la edición realizada por la UNIPE y presentada por Darío Pulfer (Rojas, 2010).

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educativa en la inteligencia, llena de sugestiones morales por la influencia de sus ejemplos. El aspecto moral, “inherente a las biografías, interesa más bien en la enseñanza primaria, donde el sentido crítico no existe, donde se habla más bien a la imaginación, donde los héroes tienen un valor simbólico” (Rojas, 2010: 59). La historia debía sugerir patriotismo, en tanto “sentimiento razonado”. Dado que el patriotismo se presenta como “instinto puro”, la educación debía agregarle nuevos valores en el marco de su civilización. El nacionalismo expresaba, para Rojas, el patriotismo moderno y éste debía formarse en la conciencia del territorio, de la solidaridad cívica, de una tradición continua y de una lengua común. Para Rojas, la imaginación era la llave maestra del proceso de formación de un sentimiento patriótico. Sin las representaciones que el material didáctico ofrece […] la enseñanza histórica sería tan sólo una mención mnemónica de héroes sin fisonomía que distinguiese a los unos de los otros, de paisajes sin colorido, de hechos sin matiz que los individualizara en el espacio o en el tiempo (Rojas, 2010: 65).

El sentido histórico se lograría mediante la representación imaginativa del tiempo. La historia debía servirse de los progresos de la enseñanza intuitiva: las excursiones, las lecturas de documentos originales, los restos arqueológicos, los álbumes ilustrativos, los museos de arte, los mapas en relieve, los atlas y las postales. Su crítica al intelectualismo se basó en su idea de que las emociones estéticas son las que dan vida al espíritu. La historia debía contribuir a formar ese “sentido histórico”. Emoción y evocación eran vectores de la nacionalidad, por eso la enseñanza de la historia debía incluir –como se pudo observar en Europa– la producción literaria. Las novelas, los cuentos, los dramas y los poemas de argumento

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histórico establecen el vínculo entre las humanidades pero sobre todo fortalecen la imaginación patriótica. Por eso había que recuperar las diversas manifestaciones del folklore ya que es en ellas donde persiste el alma nacional, en ellas persiste una sustancia intrahistórica en vida de las naciones, más allá del progreso y los cambios que pudieran sucederse (Rojas: 2010: 72). Historia y tradición se funden –y se confunden– en la pedagogía nacionalizadora de Rojas. Desde su perspectiva, la historia se vuelve una fuerza centrípeta para las demás disciplinas. No sólo los conocimientos geográficos, gramaticales y morales se organizan alrededor de ella y a partir del objetivo primordial de la nacionalización, sino también las asignaturas como “el dibujo, las labores y el canto pueden educar el sentido histórico, cívico y estético” (Rojas, 201: 78). Como González, Rojas buscó inventariar las expresiones estéticas que abrevaran en lo que consideraba genuino de la tradición argentina, como forma de moldear a la sociedad nacional, porque si el pueblo que aquí elaboramos ha de ser algún día digno de su propia posteridad, necesitamos dar a la civilización nuevas revelaciones de la Belleza; es decir: tener una música, una pintura, una escultura, una arquitectura. Los elementos con que ha de revelarla, no importa si el hijo del último indio o el del último inmigrante que desembarcara ayer en nuestro puerto, duermen en lo profundo de las tradiciones argentinas. Capiteles extraños brotarán de su flora; columnas elegantes de sus árboles tropicales; de sus leyendas, mostruos [sic] decorativos para los pórticos aún no alzados; cariátides, de los hombres y las fieras que habitaron sus bosques: de su naturaleza, decoraciones y escenas fantásticas para las óperas aún increadas; y para las no oídas sinfonías, los temas que flotan en el silencio de las pampas y en la quena llorosa de las montañas (Rojas, 2010: 228-229).

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Historia, moral y política se confunden. Así lo planteó en su Blasón de Plata. El texto puso en circulación un relato que se justificaba no sólo desde las materias en las que “lo discipliné” sino sobre todo como efecto de la “contemplación y meditación de los propios paisajes natales y de los rasgos autóctonos que las tierras nuevas imprimen en los seres que crean” (Rojas, 1986). Este trabajo, escrito en ocasión del Centenario, se nutre de crónicas, de mitos y de fuentes literarias; su enunciación es poética. La operación de Rojas es aquí “restauradora” del honor, de un linaje en el que se van a entrelazar el indianismo y la herencia española. Restaurar el blasón es afirmar la conciencia colectiva. Se propuso construir esa conciencia mediante la producción de un conocimiento sensible. Rojas lo hizo recuperando datos, haciendo uso extendido de la descripción, buscando estimular a través de esa materia que él organizó, el devenir de una sensibilidad que movilizara a la conciencia nacional. La conciencia argentina se forja como conciencia territorial y Rojas ubicó inicialmente su núcleo transhistórico en las provincias de Córdoba y Santiago del Estero, que no fueron en su origen “chilenas” como las provincias cuyanas, ni claudicaron frente a las tentaciones de la “autonomía” como Buenos Aires, Entre Ríos o Tucumán, ni “abandonaron el hogar primitivo, como Bolivia, Paraguay y Uruguay”. El territorio sobre el que proyectó la conciencia territorial tenía una matriz virreinal. Por ello, la Revolución de Mayo comprometió la unidad argentina. “Así perdimos a Montevideo, a la Asunción, a Charcas, a Potosí, a Cochabamba, a Santa Cruz, a Tarija, a La Paz” (Rojas, 1986: 26). Soñaba con una restauración territorial que habrían de realizarla pacíficamente las poblaciones más densas y cultas “en un futuro que no está lejano”.

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Rojas reconoció la diversidad sociocultural de las poblaciones indígenas, pero, a los fines de su trabajo, configuró una unidad “indiana”, que representaba a los antepasados y hermanos en la comunidad de la patria […] que han sobrevivido para mostrar a los hombres de ahora –blancos nutridos en sus pechos ubérrimos- cómo fueron los hijos de bronce que el sol de las Indias calentó en las entrañas de nuestro suelo materno (Rojas, 1986: 55).

La derrota indígena se convertía en victoria porque transmutaba en valores y caracteres transhistóricos que se reactualizan en la sociedad como fuerza orientadora de un destino, como hilos que enlazan la conciencia histórica de los argentinos. Amor, religión y muerte fueron las “fuerzas del alma” que el conquistador sumó en la fusión que posteriormente iba a realizarse. “Varón del amor fue el colono de las encomiendas; ministro de la segunda fue el apóstol de las reducciones; soldado de la tercera fue el paladín de las batallas” (Rojas, 1986: 88). Como González, Rojas también estetizó la figura del indio, signo de una identidad nacional primigenia, primer estrato de esa conciencia nacional que se vería enriquecida durante el período de la emancipación en la figura del criollo, “un tipo nuevo que (restaura) purificado al antiguo” (Rojas, 1986: 80), sujeto de la epopeya de la independencia. A ellos se sumarían “Indios, negros, cholos, gauchos y mulatos, todos marcharon con el criollo burgués contra la oligarquía exótica –fundidos en muchedumbre, fundidos en ejército, fundidos en pueblo, fundidos en nación, por el fuego sagrado del indianismo” (Rojas, 1986: 127). Rojas, defensor de la arqueología como forma de aproximación sensible a la construcción de una conciencia histórica argentina, opera también como arqueólogo en la reconstrucción de la identidad nacional que considera

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amenazada. La pasión revolucionaria y el europeísmo son los rasgos de una cultura que para Rojas conspiraron contra esa identidad. Es que el pueblo argentino “por lo que tenía de americano, creyó necesario el antihispanismo y, por lo que tenía de español, juzgó menester el antiindianismo” (Rojas, 1986: 103). En sintonía con las operaciones retóricas de esos años,9 el rescate de lo criollo se produce mediante la figura del gaucho, asociado al mito y a la leyenda, pero Rojas se encargó de presentar en ella los vestigios españoles e indianos que ubicó en un conjunto de expresiones culturales tales como el caudillismo y la montonera, el poncho, el chiripá y la lanza, el rancho y las hierbas medicinales. El indio perdura en el carácter independiente, en el valor y en la melancolía del gaucho.10 Para Rojas la unidad del pueblo hizo al alma argentina generosa y valiente, altiva y optimista. La bandera, que simboliza la comunidad territorial y el “cielo infinito”, el “blanco heráldico” y el sol de la tradición incaica, le sirve para plantear lo que considera antitético o amenazante para la Argentina: “las estilizadas lises del privilegio, […] la cándida media luna del fanatismo, […] las monstruosas águilas de la fuerza, […] el trapo rojo de la reivindicación socialista” (Rojas, 1986: 168-170).



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La intervención de Lugones a través de El payador constituye el paradigma. Los indígenas eran estetizados en términos de la construcción de una tradición, es decir, eran recuperados en el marco de un relato sobre el pasado. El trabajo de Sofía Thisted que forma parte de este libro da cuenta de las tensiones y de los sentidos político-pedagógicos que se generaron en torno a los indígenas, de los procesos de invisibilización y de subalternización a los que fueron sometidos.

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La Nación como intensidad En su Historia de la literatura argentina, Ricardo Rojas incluyó a Carlos Octavio Bunge. En el tomo Los modernos, lo ubicó como un “joven pensador positivista” junto a José María Ramos Mejía y Agustín Álvarez. “Cuando en nuestro ambiente declinaron un tanto los prestigios del europeísmo y el positivismo, le oí decir con jactancia, que él descendía de los indios” (Rojas, 1957), escribió con ironía. Bunge compartía con Rojas la necesidad y la urgencia de promover y de consolidar el sentimiento nacional mediante el despliegue de un conjunto de estrategias que ponían el acento en la educación. “Hagamos el futuro, por el conocimiento del pasado”, planteaba, a la vez que sintonizaba con J. V. González cuando descartaba la estigmatización simplificada de los inmigrantes y criticaba la represión como expresión exclusiva de la política. Mientras que para Bunge la patria era una combinación de raza, adaptación al medio y selección natural, para Rojas ésta se iba a plantear como una esencia (García Fanlo, 2007). Bunge concebía la sociedad como un organismo psíquico. El núcleo aglutinador de la sociedad “reposa en la unidad de sentimientos e ideales sociales, y esa unidad simbólica se apoya en el recuerdo del pasado y la esperanza de un futuro comunes” (Terán, 2008: 140). Las ideas de Le Bon y de Taine fueron referencias para Bunge. Por eso las “razas” y la “herencia psicológica de los pueblos” eran claves que organizaron su interpretación de las sociedades. Según Terán, Bunge osciló entre la idea biológica de raza y otra de matriz cultural que lo llevó a afirmar que “un individuo es siempre el resultado de la herencia y de la educación” (Terán, 2008). En Nuestra América, sostuvo que cada “estirpe racial” contenía rasgos que le son propios basados en principios psicológicos heredados y una “psicología nacional” que en

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cada república varía según su peculiar “amalgama racial”; por ello, la forma de gobierno es una consecuencia orgánica de la herencia racial y psicológica de un pueblo (Hale, 1991). En aquel texto, Bunge planteó una visión organicista, construyendo “una suerte de psicohistoria donde el sujeto colectivo es la nación en tanto poseedora de una entidad propia o ‘alma nacional’” (Terán, 2008: 171).11 Dado que las sociedades no poseen una unidad de origen étnico, ésta debe ser procurada en los aspectos simbólicos de la vida social. Esa simbología debe proponerla una élite científica desde el Estado. El pedagogo argentino debe preocuparse por inculcar sentimientos de disciplina, evitando que algunas ideas populares arraiguen como prejuicios y lugares comunes. La filosofía del siglo XVIII y la Revolución Francesa aún circulaban para Bunge como verdades inconmovibles, cuando en verdad eran el origen de los principales errores (Bunge, 1910a). Es que “la educación no puede igualar lo que la naturaleza ha desnivelado” (Terán, 2008: 206). Tradición e historia también son tematizadas por Bunge y, al igual que Rojas, supo cuál de esos polos debía traccionar al otro en el “momento nacional”. Conocer la patria es aprender a amarla y el mejor modo de conocimiento es la historia, pero “aunque ferviente partidario del positivismo científico […] soy el más sincero convencido de la importancia de la ficción poética en la instrucción del niño.” La defensa de la imaginación la sustenta en base a los estadios comtianos ya que, para él, aquélla era “un vigoroso fortificante de la inteligencia positiva (Bunge, 1911: 265-268).



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Tomado de Bunge, Carlos O. (1916), El derecho (ensayo de una teoría jurídica integral), Buenos Aires, Valerio Abeledo Editor, p. 208.

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Bunge se manifestó en contra de aquéllos a los que denominó “hechólogos”, quienes en nombre de la ciencia no alcanzan a vislumbrar que no existiendo una religión verdaderamente nacional, esto es, propia y privativa de nuestra nacionalidad argentina, el relativo idealismo hereditario de la raza posee sólo, como válvula de escape, por así decirlo, el culto de la tradición y la leyenda locales. Quitad este culto a los niños, y ellos, no teniendo con qué poblar la respectiva provincia de su alma, suplirán lo que la educación no da con supersticiones (Bunge, 1911: 269).

Ahondar en las raíces del nacionalismo implicaba incluir la herencia española. Criticó que sólo se enseñara como historia patria el período de la independencia y de la organización nacional, descuidándose, e incluso olvidándose, el período de la colonización. Fortalecer el sentimiento patriótico es también incluir como contenidos de la historia la perspectiva local y regional. Así como lo hacía Alemania, la escuela argentina debía prestar atención a “la historia provincial, a las tradiciones locales, al pasado y los antecedentes de la villa o lugar. Tal es el lógico desenvolvimiento del patriotismo. Nace en la casa de los padres, de ahí se extiende a la villa o la ciudad y de éstos a la nación. La nación no es más que el conjunto de ciudades y regiones, y el pueblo, un inmenso grupo de familias” (Bunge, 1910a).

La enseñanza de la historia debía ser exclusivamente nacional y regionalista en la escuela primaria. La perspectiva científica y metodológica recién se podía agregar en la instrucción preparatoria y superior. Para Bunge, la historia patria argentina era gloriosa, pero estaba desprovista del elemento poético y novelesco. Por ello buscó recuperar los poemas gauchescos de Anastasio el Pollo y José Hernández, que consideraba imitaciones artísticas. Sin embargo, en su estrategia

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nacionalizadora, las consideró como “valiosas joyas de nuestra literatura”. Rescató en esa línea el conjunto de las expresiones folklóricas porque el pueblo argentino no carecía de imaginación a pesar de su carácter “reciente” en términos históricos. “La escuela debe iniciar (a los niños) en esos misterios y conservarla” (Bunge, 1910a: 274). A través del culto a las tradiciones y leyendas se desarrolla “¡el amor a la naturaleza local! La imaginación, informada por el conocimiento de esas fantasías, ve un sentido común nuevo y más íntimo en las cosas y en los seres. Diríase que la ficción poética los eleva y diviniza en nuestros afectos” (Bunge, 1910a: 278). Las obras eruditas y retóricas “carecen de ese fuego vivificador que anima las grandes y eternas creaciones de arte. Sólo es intenso lo que es sincero, sólo es sincero lo que es nacional, sólo es nacional lo que se apoya en la tradición y el pasado” (Bunge, 1910a: 270). En su texto Nuestra patria, Bunge desplegó un dispositivo de sensibilización nacional. Allí singularizó su propuesta escolar y la materializó a través de la selección y la disposición de un conjunto de textos, propios y de otros autores, que podían ser organizados en clave nacional. Lo presenta como un libro de lecturas para quinto y sexto grado de las escuelas primarias y como temas para los cursos de los maestros en las escuelas normales. En su prólogo12 señaló que el texto estaba compuesto por “antologías literarias elementales”, colecciones de trozos reunidos por un criterio artístico –más que por uno pedagógico– de “educar e instruir al ciudadano en el amor y para el servicio de la Patria” (Bunge, 1910c: 573). Un libro que iba “de lo anterior, a lo posterior, de lo simple a lo compuesto, del análisis a la síntesis.”

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El prólogo es presentado como artículo para El Monitor de la Educación Común (Bunge, 1910c y Sardi, s/f ).

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El texto se estructura en cuatro partes: “La tradición y la historia del pueblo argentino”, “La poesía argentina”, “En el país argentino”, “Cuadros y fases de la vida argentina”. A la vez, en su índice, consignó posibles recorridos del texto, organizados por una sucesión de lecturas que sigue un orden según se busque poner el énfasis en aspectos vinculados a la moral individual, a la doméstica, a la social o a la cívica, se quiera elegir poesías para cantar o se desee buscar ilustraciones (“láminas”) específicas. Bunge fundamentó el orden de los temas planteando que decidió anteponer la historia y la tradición a la leyenda porque “la cultura argentina, como la de todos los pueblos americanos, en razón de la conquista y el coloniaje, ha nacido más bien en la historia positiva y documentada que en las nebulosidades de la prehistoria”. Une leyenda y poesía porque “se complementan recíprocamente como la historia y la tradición” (Bunge, 1910c). La poesía es, respecto de la prosa, “íntima y popular” y “la gran mayoría de los hombres de letras de la primera mitad del siglo XIX fueron, más o menos, poetas”. La inclusión de trozos de literatura gauchesca fue justificada por “la importancia del gaucho en la formación de nuestra nacionalidad”. Defendió la complejidad y la extensión del texto ante posibles críticas –por el grado de dificultad que presentaba– sosteniendo que entonces la enseñanza argentina no sólo pecaba de falta de nacionalismo sino que también se caracterizaba por ser demasiado elemental. En su primera parte, el relato se hunde en la leyenda de América y las culturas indígenas, resaltando la nación quichua y la de los calchaquíes. El pueblo español se suma a su narración, y de él se resaltan su grandeza, su hidalguía y su genio. El recorrido sigue en el descubrimiento y la conquista: allí se enhebran personajes como Colón y Atahualpa, tradiciones como la de Lucía Miranda, expresiones de sincretismo presentes en algunas leyendas locales

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y regionales o bien acontecimientos históricos como la fundación de Buenos Aires. El relato de la época colonial lo organizó bajo criterios más claramente históricos, siguiendo crónicas y descripciones, resaltando valores en los sujetos y características geográficas en las que conviven tanto lo sublime romántico como la descripción positivista. La preocupación de Rojas por la conciencia territorial está claramente presente y subrayada en el armado bungeano. Las misiones jesuíticas, el ceremonial barroco de la Universidad de Córdoba, el iluminismo presente en la obra de Vértiz, se van desenvolviendo como parte de un relato que convive con la sublevación de Tupac Amaru, expresión mitologizada de la sublevación. El criollo resulta producto de la inexorabilidad de la historia. Las invasiones inglesas y la reconquista de Buenos Aires son recuperadas como parte de una gesta cuyo relato va limando sus aristas más conflictivas. En la descripción de la sociedad virreinal, ofrece una sociología de la familia colonial con rasgos fuertemente paternalistas y conservadores, pero que se presentan atenuados: “Hijos y criados besaban al jefe de familia la mano, generosa en la dádiva y severa en el castigo. Religiosamente educada en los claustros, ignorante y crédula, sobre un suelo abundante, en un clima templado y bajo un cielo siempre límpido”. La marca hispana es recuperada también como materia de la Nación; es que la dominación en ninguna parte generó odios profundos “y en el Río de la Plata fueron tan leves, que desaparecieron y se borraron en los primeros lustros de la Revolución” (Bunge, 1910b: 80). El relato emancipatorio llega con la pluma de Mitre y la galería de los personajes del período: aparecen como expresiones de valores que se suman a los símbolos que constituyen a la identidad nacional. La libertad y la igualdad en Moreno, el valor de la escuadra argentina, el tambor de Tacuarí, la creación y la jura de la bandera, la Asamblea del Año XIII, el escudo y el Himno Nacional, el combate de San

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Lorenzo y la figura de Güemes, la lealtad de San Martín y su paralelo con Belgrano, la declaración de Independencia y el cruce de los Andes; hasta las lágrimas derramadas por Saavedra al enterarse de la muerte de Moreno tienen su lugar. La crisis de 1820 es presentada como “revolucionaria más bien que política”. Se recupera a Rivadavia por sus reformas y se resalta la bonhomía de Dorrego, junto a Lavalle, presentado a través de Olegario Andrade como un “mártir del pueblo”. El general Paz es el “punto culminante de la epopeya libertadora”. Aquí es la pluma de J. V. González la que lo señala como “hijo legítimo de la ciudad” que representa “la tendencia progresista de su pueblo, así como Facundo Quiroga, el hijo de la llanura, representa la tendencia retrógrada” (Bunge, 1910b: 127). El positivismo llega con el análisis que Ramos Mejía hace de la figura de Rosas. Finalmente Urquiza preparó “sino realizó definitivamente, la organización nacional” (Bunge, 1910b: 139). Planteó el conflicto en el proceso de formación del Estado, estableciendo una analogía entre la historia y una disputa entre hermanos. “Nacido cada uno en la respectiva cuna de su Cabildo colonial, eran aún infantes en pañales y andadores. El mayorcito de la familia, el pueblo de Buenos Aires, declara la Revolución y asume cariñosamente la protección de sus hermanos menores […] Luego de declarada y consumada la Independencia, desarrollados ya los pueblos niños, aunque todavía sin suficiente discernimiento, andan solos. […] Los mayores quieren mandar, los menores no quieren obedecer. Buenos Aires parece aspirar a una hegemonía; el interior se resiste con toda justicia” (Bunge, 1910b: 143).

Fue la Constitución la que finalmente resultó ser la expresión de un acuerdo y se convirtió en el “arca sagrada de nuestra patria”. La patria es solidaria con las naciones hermanas, el ejemplo es la Guerra del Paraguay, en la que sacrificó sus propios intereses en pos de la confraternidad hispanoamericana.

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La segunda parte es una presentación de la poesía dividida en popular y artística. En su listado organiza un canon: Juan Cruz Varela, el poeta clásico; Echeverría, el romántico; Juan María Gutiérrez, el maestro; pero también Florencio Balcarce, el poeta adolescente; Mármol, el proscripto, entre otros. La tercera parte despliega el territorio argentino a través de un conjunto de descripciones, agrupadas bien sea por regiones o por características singulares que presenta el suelo nacional, dándose cita Holmberg, Sastre, Andrade, Gerchunoff, Echeverría, Obligado, Senet, Payró y el propio Bunge, entre otros. Es el “tesoro” del país argentino en toda su vastedad y diversidad. Los ríos Uruguay y Paraná, la selva misionera y los grupos sociales que se desenvuelven en su geografía. El desierto y la pampa, el ombú, las sierras y los bosques. La Cordillera y el Aconquija. Los valles y las ciudades. La población indígena y la colonización española, los gauchos judíos y los trabajadores de la zafra. Los climas y los colores, entre la descripción sublime de la fuerza y el aletargamiento de la extensión. Desde la mesopotamia comparada con el paraíso terrenal, hasta el paisaje del Nahuel Huapi, la “Suiza argentina”. Todo suma y enlaza como expresión multiforme que está ahí, esperando ser reconocida como propia. La cuarta parte de Nuestra patria organiza las marcas subjetivas del buen argentino. La importancia de escuchar el consejo maternal y de comprender en su complejidad el alcance del amor paterno. La obediencia a los padres y la asistencia de los hijos. El matrimonio y el gobierno de la familia, que debe asemejar –en palabras de José María Torres– al monárquico y no ser absoluto “el esposo será el soberano; y la esposa su ministro y alter ego, el ‘otro yo’, responsable y con atribuciones propias, subordinado, más con voz deliberativa […] Los hijos representarán los súbditos, guiados por esa benévola y compleja autoridad” (Bunge, 1910b: 327). Los niños deben jugar porque la actividad

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física estimula las funciones de su organismo, “templan los nervios, disciplinan la voluntad, alegran el carácter” (Bunge, 1910b: 363). Para dar cuenta del recorrido vital, se elige la infancia de Sarmiento –a través de sus Recuerdos de provincia (1850)– pero también la descripción que él hizo de los maestros de escuela. Proverbios, virtudes y defectos conviven eclécticamente con poesía y prosa que toman por objeto la vida rural y la urbana. Desfilan cuadros y fases de la vida argentina. Pero la vida tiene sus desigualdades: unos nacen plantas, otros animales, otros hombres, y entre los hombres, unos nacen con mejores aptitudes que otros, así como unos nacen hembras y otros machos. Según tu capacidad, serás el honesto artesano, en su hogar sencillo y amable; o serás el activo industrial, lleno de planes y proyectos de lucro progresista; o serás el estudioso, en su laboratorio o bufete; o bien el gobernante, el conductor de pueblos, el filósofo, el poeta (Bunge, 1910b: 430-433).

Todos tienen un lugar en la Nación que amalgama diferencias y licua conflictos sociales.

A modo de conclusión Construir una identidad nacional fue una preocupación que compartieron los grupos dirigentes e intelectuales de las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. Ellos produjeron un conjunto de intervenciones dirigidas a configurar una sociedad moderna, buscando evitar al mismo tiempo los efectos no deseados que producía la modernización, tales como el cosmopolitismo y el materialismo. La modernidad se fue enraizando en Argentina en clave estatal-nacional. Fue precisamente el componente “Nación” –activado desde el Estado y sus intelectuales orgánicos– el que iba a encauzar el torrente

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de la multiplicidad cultural, mediante el dique homogeneizador de la sensibilidad nacional. Más allá de sus diferencias, González, Bunge y Rojas coincidieron en la necesidad de promover un sentimiento nacional que actuase como un territorio simbólico común; la Nación se convertía para ellos en un punto de amarre que permitía anclar temporal y espacialmente a una sociedad en transformación. Fue una inquietud política que los atravesó como intelectuales pedagogos, en registros tan diversos como el ensayo sociohistórico, la especulación filosófica, la crítica literaria, la revisión de las ideas pedagógicas y las propuestas didácticas en pos de una educación nacional. Los tres formaron parte de una trama político-pedagógica que organizó un canon estético (histórico, literario y geográfico) como contenido sensible de la Nación. En este sentido, las imágenes que propusieron se configuraron como un repertorio ecléctico que abrevó tanto en la tradición romántica, como en expresiones del positivismo y del espiritualismo, formando parte del conjunto de insumos que organizaron la sensibilidad nacional. González, Bunge y Rojas pusieron en diálogo la historia con la tradición y no vacilaron en enfatizar el papel configurador de esta última, como precondición de la Nación. Oscilaron entre la sensatez y los sentimientos, procurando promover una educación que despertara un “sentimiento razonado”. Seguramente reconocían que “las imágenes no son meramente cognitivas. Éstas antes que todo actúan” (Coccia, 2011: 103). La imaginación y los sentidos eran, para estos intelectuales, la vía regia para convertir la Nación en un contenido sensible. La nación escolar se convertiría en uno de los núcleos constitutivos de la imaginación nacional. Según como se dispusieran los elementos sensibles que la configuraron, se generarían combinaciones diversas en los vínculos entre la cultura política y la cultura escolar.

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Escolarizar la mirada: arte, estética y escuela (1880-1910) Belén Mercado “El mejor maestro de estética es el horror de lo feo. Empecemos por ahí, ya que en una escuela abundan los elementos nocivos. El amor de lo bello vendrá después.” Carlos Zuberbühler, Arte en la escuela

Armado de un itinerario La propuesta de este trabajo es reflexionar desde un registro estético sobre la formación del gusto de los alumnos en el período de la organización del sistema educativo argentino. En otras palabras, nos proponemos pensar la “estética como dispositivo que produce sensibilidades” y forma ciudadanos con buen gusto que resultaban necesarios para aportar el éxito de la misión civilizadora que tenía la escuela de la época. Para ello trabajamos con el concepto de instalación, tomado del campo del arte: allí se muestran, se transmiten y se experimentan saberes y sensibilidades. En el momento de la organización del Estado, en el tiempo de la modernidad y el progreso, de la educación común y alfabetizadora “para todos”, el arte no debía quedar afuera de esa fórmula para lograr la tan requerida modernización nacional. Planteamos una pregunta. Una pregunta que se arma desde la curiosidad inicial en torno a cómo fue la relación entre arte, política y educación y que luego fue cobrando forma de objeto de investigación a partir del trabajo con las fuentes seleccionadas y de los debates teóricos en los que las fuimos inscribiendo. Tales categorías se nutren del pensamiento de muchos intelectuales –sobre el arte, la política, la educación– y nos permiten arribar al

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armado de este sumario, de este recorrido, para intentar dar cuenta de ese registro, el estético, en el momento de la organización del sistema educativo argentino. Algunas de esas categorías tienen correspondencia temporal con el período analizado y en otras nos damos la licencia de permitirles viajar en el tiempo intentando no caer en reduccionismos o aplicacionismos estériles sino más bien tratando de enriquecer el debate y el análisis de las fuentes. Para esto último, nos permitimos la osadía de tomar una forma propia de las artes –las instalaciones artísticas– para invitarlos a recorrer el itinerario que les proponemos entre las fuentes seleccionadas, las ideas que recuperamos y los debates que intentamos producir en torno a la pregunta que nos guía en este trabajo.

Sala 1: La relación política entre Estado, arte y educación A esta sala la describimos como un espacio de observación y reflexión. Encontramos a disposición una serie de enunciados que nos muestran un entramado de relación entre los protagonistas de esta sala y que invitan al espectador a tomar contacto con ella, reflexionarla y producir a partir de ella. La relación entre educación y arte, en términos estatales, era fluida. Las primeras becas para que los artistas de la llamada “Vanguardia del 80” se formaran en Europa fueron financiadas con fondos del Consejo Nacional de Educación en articulación con la Sociedad Estímulo de Bellas Artes. La gestión de Guido Spano como miembro del Consejo Nacional de Educación fue fundamental para los miembros fundadores del Ateneo en 1893. “Carlos Guido había sido durante más de sesenta años el portavoz del arte entre nosotros. Atravesó sin contaminarse tiempos

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indecorosos y plebeyos” (Schiaffino, 1933: 306). En 1876 se había fundado la Asociación Estímulo de Bellas Artes y todavía faltaba recorrer mucho camino para alcanzar el objetivo de articular arte y Estado, relación que desvelaba a Schiaffino. Para el pintor, lograr esa articulación fue el principal motor de su carrera y trayectoria político-artística. Él y los otros artistas que formaban parte de este espacio lograron la fundación del Museo Nacional de Bellas Artes y de las becas para la formación de los artistas argentinos en Europa. Pero fundamentalmente lograron la inclusión del arte en las discusiones políticas de la época. Como dijimos, Schiaffino no era el único que se ocupaba de esta tarea aunque tan fuerte era su presencia “que parecía tener en sus manos, la suma del poder estético en Buenos Aires”, como plantea Laura Malosseti Costa. Tal vez por los mismos argumentos, terminó su carrera separado de su cargo de Director del Museo Nacional de Bellas Artes en 1910. En la historia del arte fue condenado al olvido, hasta que lentamente, en los últimos años, su obra y su enorme valor para el arte argentino empezaron a ser recuperados por Ana María Telesca y José Emilio Burucúa desde la docencia y la investigación en su cátedra Teoría e Historia de la Historiografía de las Artes Plásticas en la carrera de Artes en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Malosetti Costa, 2007: 2). No obstante, en la relación entre arte y política, entre arte y Estado, intervenía también la educación, desde vínculos ministeriales o tendiendo puentes entre ella y el arte con la política nacional de la época. La pregunta de este trabajo es por esos puentes, por esos vínculos y obviamente por esos lugares. ¿Cuáles fueron los puentes entre arte, educación y política? ¿Dónde podremos mirarlos, analizarlos? ¿Qué relatos podremos construir sobre ellos? Entre el arte y la política, en esa relación, a la educación le cabe un lugar. Desde aquí nos proponemos darle forma y contenido a esa

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relación. Entendemos que es en ese pliegue, entre el arte y la política, donde la educación pudo entablar diálogo con ambos registros. Y es ese diálogo el que intentamos reeditar, hacer notar las distintas dimensiones que suponemos que intervinieron en dicha construcción. Plantea Malossetti Costa que, en tiempos de la organización del Estado, las “bellas artes” fueron discutidas en relación con la política y con la economía que se estaban perfilando. Buenos Aires mostraba una gran predisposición al consumo cultural por parte de los representantes de la burguesía en ascenso. Y también, plantea la autora, se manifestaba una “urgencia” en relación con ese consumo cultural, ya que era el pasaporte para ocupar nuevos peldaños en la escala social, en tanto que la cultura como consumo garantizaba prestigio y fundamento estéticoideológico. Las artes plásticas fueron las formas que más consumieron las familias acomodadas argentinas (Malosetti Costa, 2007: 15-16). Como anticipamos, la propuesta de esta sala que estamos dejando era tomar contacto con el entramado de relaciones entre el Estado, el arte y la educación de fines del siglo XIX. Les hemos puesto a disposición un sumario de referencias y de ideas y los invitamos a que las lleven con ustedes para continuar el recorrido en la sala que sigue.

Sala 2: La construcción de diálogos entre las fuentes y la teoría Aquí, los invitamos a aguzar la mirada en torno a la propuesta de relación entre la teoría y las fuentes. Sigue siendo una propuesta de observación como en la sala anterior, pero tal vez se amplía la posibilidad de atisbar un poco más la consolidación de ese entramado que les propusimos observar en la sala anterior, como si se volviera

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más nítido y nos permitiera asir un poco más aquello que este itinerario nos quiere mostrar. En el período de la organización y la consolidación del sistema educativo argentino, la escuela participó activamente en el proceso modernizador ocupándose de múltiples dimensiones –académicas, sociales, identitarias–, entre las que incluyó la formación de su sensibilidad y su gusto estético asociados a la idea de civilización de fines del siglo XIX en el Río de la Plata que incluía una alta dosis de homogeneización. El modelo normalista-normalizador (Puiggrós, 1990) impuso en la gramática escolar de la época una estética escolar que cobró formas de belleza, higiene, moralidad y normalidad propias del proyecto modernizador, materializándose en el espacio escolar, la organización curricular y las relaciones entre sujetos –simétricas y asimétricas– y por extensión en las familias de los niños y de los maestros. Dicho proceso de imposición estética fue consecuencia de valoraciones estéticas previas que decidieron, a priori, dichas formas y contenidos. Contrariamente a lo que podría tal vez suponerse, no nos centramos en la enseñanza del arte o en la cantidad de tiempo dedicado a la educación artística en comparación con otras disciplinas; es decir, no tomamos un enfoque curricular. Nos orientamos a la formación estética de los maestros y de los alumnos como transversal al recorrido de sus trayectorias. Hemos ensayado diversas lecturas, diferentes enfoques para dar cuenta de este entramado. En ese recorrido, decidimos darle forma a una nueva construcción teórica que hemos denominado “instalación pedagógico estetizante” para dar cuenta de una mirada tridimensional sobre el puente entre arte, educación y política Recurrimos así a la conceptualización de un género de arte contemporáneo, las instalaciones artísticas, que toman impulso a partir de la década de 1960 cuyo principal referente e impulsor fue Marcel Duchamp y que refieren a

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la incorporación de cualquier medio para crear una experiencia visceral o conceptual en un ambiente determinado. En el espacio de la exposición, el espectador puede interactuar, observar o ser parte de la obra misma. Con esta denominación queremos pensar la escuela como un emplazamiento en el que, mientras se cumple con una práctica pedagógica determinada, en simultáneo se estetiza dicha experiencia. En el normalismo normalizador, fórmula hegemónica en la escuela tradicional de la época, al estudiante había que formarlo, transformarlo en un ciudadano, rescatándolo de sus orígenes y de su cultura empobrecida y negligente. El acercamiento al saber era exclusivamente desde un lugar de observación. La escuela del período modernizador enseñaba a “observar” el arte. Así, sostenemos, la escuela y sus prácticas resultaban un espacio de exposición donde los alumnos, sus familias, sus maestros –todos cual espectadores– transitaban por ella y conocían desde ella. La estética escolar no es algo objetivable, que nos permita su mera descripción. Comporta en su definición un absoluto dinamismo que impide su definición estática. La entendemos como una composición que cobra sentido en el tiempo y en el espacio de su propia producción. En ella intervienen diversos sujetos, objetos, pensamientos e intencionalidades y nos ofrece un prisma para mirar y, al mismo tiempo, ser mirada. En esa dinámica, la relación entre el arte y la escuela se construye sobre un entramado fluctuante entre la observación y la expresión. “Cualquier medio”, sostenía Duchamp, es útil para crear una “experiencia” artística. Y nos resulta inevitable permitir que dialogue este artista con Carlos Zuberbühler, quien fuera titular de la cátedra de Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y que, en ocasión del Centenario de la patria, en 1909, acercara sus ideas sobre la estética escolar al Dr. José María Ramos

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Mejía, Director del Consejo Nacional de Educación, para el informe que fuera publicado por esa repartición pública en 1910. Para el profesor, cualquier espacio podía devenir exhibición y enseñanza de buen gusto a través de la manifestación artística. Cada escuela, destacaba Zuberbühler, “debiera ser un pequeño museo abierto al público los domingos. El niño lo visitaría con sus padres, estableciéndose de esta suerte un vínculo más de solidaridad con el hogar” (Zuberbühler, 1909: 12). Porque si la obra de enseñar el buen gusto quedara reducida a la escuela, señalaba, se correría un grave riesgo, el de “morir en germen, sofocada por la acción perniciosa del ambiente general donde el mal gusto contagioso, por doquier nos asalta” (Zuberbühler, 1909: 18). Al mal gusto se lo neutraliza llevando la buena doctrina al hogar del alumno. Con lo que se lograrán múltiples ventajas: asegurar el éxito de la gran obra altruista; darle al arte la importancia que le corresponde en la sociabilidad moderna; aumentar la influencia moral del maestro vinculándolo a los padres, sus colaboradores más indicados. Llevar al ambiente familiar las revelaciones del arte será para el niño un poderoso estímulo, y el maestro asistirá satisfecho al ensanche de su esfera de acción (Zuberbühler, 1909: 18-19).

Así como la educación es una de las dimensiones fundamentales en la formación de los sujetos, la enseñanza del arte y la formación del buen gusto fueron herramientas necesarias para la formulación de una respuesta posible a dicha pregunta, es decir que la educación estética aportó su parte a la conformación del sujeto deseado en un tiempo y un espacio determinado. En este período hipotetizamos que había dos maneras de aportar a la formación de dicho sujeto desde el aspecto estético: por un lado se transmitía el arte, el buen gusto, con las clases de educación plástica y artística y, por otro lado, toda la institución escolar

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–edificio, individuos, materiales, etc.– devenía instalación pedagógica y estetizante. Las expresiones artísticas que entraron en la escuela con el objeto de interpelar a maestros, alumnos y familias fueron objeto de sucesivas valoraciones estéticas que, en el período que trabajamos, se iniciaban en Europa y llegaban, por último, al espacio escolar. A nuestro entender, en ese derrotero, las obras artísticas iban perdiendo sentido estético y valor en cuanto arte culto mientras que iban ganando peso como formas artísticas escolarizadas. La disposición artística que permite adoptar delante de la obra de arte una actitud desinteresada, pura, puramente estética, y la competencia artística, es decir, el conjunto de saberes necesarios para “descifrar” la obra de arte, son correlativas con el nivel de instrucción o, más precisamente, con los años de estudio (Bourdieu, 2010: 32).

El objeto del recorrido por esta sala (poder hacer más visible la propuesta de este itinerario) nos permitió entrar un poco más en “lo escolar”, en la relación entre Estado, arte y educación, y nos anticipa una manera de proceder en este campo: las valoraciones estéticas. En la sala que sigue los invitamos a adentrarnos aún más en este devenir.

Sala 3: Armando la “instalación pedagógico estetizante”: las cinco valoraciones estéticas Ésta es la sala que queremos llamar interactiva. Aquí es donde este itinerario tiene su posición más fuerte. Y también es la muestra que más requiere la opinión y la reflexión de los espectadores. Los invitamos a recorrerla y a sumar, mientras tanto o al final, sus propias reflexiones. Sostenemos que las expresiones artísticas que ingresaron en la escuela fueron sometidas previamente a varias

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instancias diferentes de valoraciones estéticas que seleccionaron qué arte podía entrar en la escuela, hacia quién debía ir dirigido y de qué manera debía hacerlo. Nuestra hipótesis en este punto es que las expresiones artísticas entre las que la escuela selecciona para su difusión, su divulgación y su apropiación por parte de alumnos y maestros son un puñado pequeño resultante de otras valoraciones estéticas previas. Así, hemos identificado cinco momentos que suponemos sucesivos aunque no de manera excluyente. Entendemos la simultaneidad de algunos debates, la pertenencia a diferentes espacios de validación y las enunciaciones semejantes y diferentes de las voces que recuperamos en este trabajo, pero a efectos de organizar este artículo nos parece pertinente darle la secuencia que proponemos. Otra aclaración en este sentido es que en esta secuenciación suponemos que el pasaje de un proceso de valoración a otro implicaba la aceptación de la apreciación del primero. No hablamos de una aceptación en el sentido de acatamiento sin matices, pero sí de una aceptación que implica el reconocimiento del dictamen previo. Por último, queremos también aclarar que, desde nuestra perspectiva, los tres primeros momentos tuvieron lugar antes de la entrada de las expresiones artísticas en la escuela y los otros dos ocurrieron ya dentro de la escuela e involucraron a docentes, a alumnos y a sus familias. El primero de ellos, si bien acapara nuestro interés, escapa a nuestra posibilidad material de análisis. El cuarto y el quinto son objeto de otros trabajos y análisis, por lo que aquí nos ocupamos del segundo y del tercer momento de valoración estética en el recorrido de una obra de arte, desde su producción hasta que puede ser “mirada” en la escuela. La primera instancia de valoración estética acerca de las expresiones artísticas social y culturalmente válidas tenía lugar en Europa. El arte francés, el italiano, el español y, en mucha menor medida, el inglés marcaron los límites de

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lo que se podía considerar arte o no y de lo que era buen gusto en el arte: las formas, las técnicas, los contenidos… La mirada europea se instalaba no sólo en las obras de origen europeo que ingresaban al país para su exhibición o como parte de colecciones privadas sino en la formación de los artistas nacionales que veían, en las academias parisinas, el punto máximo de su carrera artística. Fueron estos mismos artistas, formados en Europa, convencidos de que allí se escribían las páginas o se pintan los lienzos del verdadero arte, los que propugnaron –de este lado del océano– por la creación de espacios específicos vinculados al arte, los que emitieron el resultado del segundo proceso de valoración estética mirando y evaluando la producción local. Eduardo Schiaffino planteaba la universalidad del lenguaje del arte, sostenía que el arte tenía una historia que se gestó en Europa y que son sus reglas a las que había que atenerse. Para los artistas, el único camino posible era formarse en Europa. Para la sociedad, era ese arte el que había que divulgar. Aprender el arte europeo era dar cuenta de la civilización, era adquirir un capital simbólico que haría que Argentina [Buenos Aires] escalara hasta posiciones cada vez más destacadas en el mundo. Consecuentes con este pensamiento, fundaron El Ateneo, que los reunió a todos ellos, que organizó la primera exposición nacional de arte y que motivó y luchó por que el Estado saliera de su estado de sopor en cuanto a la producción artística y cultural y tomara posición en el asunto. Resultado de esta lucha fue la fundación de la Sociedad Estímulo de las Bellas Artes primero y la creación del Museo Nacional de Bellas Artes después. El tercer momento de valoración estética ocurrió entre aquéllos que llamamos intelectuales o funcionarios especialistas en estética y en educación. Fueron los que definieron las obras de arte que ingresaron a la escuela, de qué forma se hizo y a quiénes estaban destinadas. Este

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tercer momento valorativo tiene suma importancia porque mientras los dos primeros son más “académico-artísticos”, este último cobra, en algunos casos, la fuerza de una política de Estado. Su lenguaje es el de las formas burocráticas e institucionales de enunciación, se masifica su divulgación y su recepción. Como plantea Flavia Terigi, “qué se enseña y qué no se enseña en las escuelas es siempre un asunto de la mayor importancia; qué debe enseñarse en ellas y qué puede no enseñarse también lo es” (Terigi, 2007: 87). El cuarto momento de valoración estética es el que sostenemos que sucedía entre maestros y alumnos. Y el quinto consideramos que es el que ocurría entre docentes, alumnos y sus familias o su núcleo de influencia. Su rol sería la incorporación de aquello que ya fue validado y su interpretación, su transmisión y su divulgación. Este punto en particular, y sobre todo en el período que trabajamos, es el más difícil de rastrear en las fuentes y además, como dijimos, no es objeto de este trabajo, pero igual deja enunciada la pregunta. Incluso, tal vez, no sea tanto en clave de “valoraciones estéticas” que revisitaremos estos momentos que dejamos pendientes, sino más enfocados en las formas de circulación y de apropiación de aquellas expresiones artísticas que, habiendo sorteado con éxito las tres valoraciones estéticas descriptas, lograron “entrar” en la escuela. Llegando al final de la sala, esperamos que haya suscitado comentarios y reflexiones para abrir la puerta a debates próximos y, fundamentalmente, para generar nuevas preguntas. Los invitamos ahora a entrar en la última sala de este itinerario.

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Sala 4: Escenas de la “Suprema Justicia Estética”: los intelectuales dictan sentencia Ésta es la sala más novedosa. Es la sala 3D de este recorrido. Aquí los invitamos a viajar en el tiempo para detenernos en dos escenarios propuestos en la sala anterior y mirarlos con detenimiento para imaginar que estamos transitando aquellos días, aquellos espacios, aquellas ideas. Nos enfocaremos en el segundo y el tercer momento de los procesos de valoración estética descriptos en el apartado anterior, es decir, en los momentos que corresponden a los que llamaremos “los intelectuales” –del mundo del arte y de la educación– y los “funcionarios y expertos”. Atravesamos las fuentes rastreando aquellas referencias que, junto al marco teórico propuesto y a la operación que suponemos que ocurría en la entrada de las expresiones artísticas en la escuela, nos permitan arribar a la conceptualización, al menos embrionaria, de algunas conclusiones que funcionen como ideas para el debate de este trabajo. En otras palabras, recuperaremos las principales ideas de las fuentes trabajadas en torno a la relación entre arte, estética y educación. Cómo era y cómo debía ser.

Los intelectuales Como dijimos al inicio, Schiaffino fue tal vez el principal defensor de la participación del Estado en materia artística, lo que dio lugar a políticas que produjeron y financiaron la formación, la producción y la exhibición del arte argentino. Pero además incursionaba en la relación con la educación. Para él era “tiempo de que demos su lugar en la vida nacional al arte argentino; es [era] preciso organizar la enseñanza artística de una manera formal” (Schiaffino, 1933: 323). Por supuesto no tomamos con

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literalidad la palabra “formal” ni inferimos que la asociación de “lo formal” con la escuela común estaba presente en este período, pero sí destacamos su insistencia en dar rigurosidad sistémica a la enseñanza del arte. En un artículo publicado en El Monitor de la Educación Común en 1909 titulado “Educación estética”, Schiaffino agradecía la idea de incluir “un poco de arte en la escuela” (Schiaffino, 1909: 21) y consideraba que la principal dificultad con la que los maestros se toparían en la tarea era la “inestabilidad de atención propia del niño”. Era menester entonces, para la salud mental del maestro, Neutralizar el mal ejemplo, ambiente que satura su espíritu: el mal gusto innato, mantenido, multiplicado y popularizado por el “adorno” de pacotilla, desde la habitación hasta el traje, sin excluir “el libro de premio” que se estila en las escuelas con el propósito de estímulo; constituido por falsas ediciones de lujo, torpemente encuadernadas y recargadas de oropel, verdadero engaño hecho a la inocencia del alumno “premiado”, a quien se busca deslumbrar económicamente en vez de prepararlo –por el mismo precio– a apreciar las ediciones correctas y encuadernaciones simplemente elegantes (Schiaffino, 1909: 21-22).

Schiaffino da así su opinión sobre el estado de situación pero avanza al incluir con un detalle pormenorizado referencias didácticas, recomendaciones (como llevar a los niños una vez al mes al teatro o llevar el teatro a la escuela si había una imposibilidad material de realizar la primera opción), una propuesta de decoración de la escuela que “deberá revestir tres formas generales: la vegetal, la pictórica (mural) y la escultórica” (Schiaffino, 1909) y, finalmente, un programa de imágenes de obras con sus nombres, sus medidas, su material y su costo para ser incluidas en la decoración de las escuelas. Con esta última fuente, podemos ver que, en el recorrido que propusimos, Schiaffino se “pasa” al otro momento, cruza de lugar y, obviamente aceptando su dictamen como

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artista, también emite otro en el plano que denominamos “expertos y funcionarios” que sigue más abajo.

Expertos y funcionarios En este apartado nos referiremos por un lado a la reseña de creación de la Oficina de Ilustraciones y Decorado Escolar en el Consejo Nacional de Educación (1909) y por otro al informe producido por Carlos Zuberbühler a solicitud del Dr. José María Ramos Mejía con ocasión del centenario de la Revolución de Mayo, titulado “El arte en la escuela”. Tal vez recuperando las ideas de Schiaffino, en su publicación en El Monitor de la Educación Común, el Consejo Nacional de Educación puso a funcionar en 1908 la Oficina de Ilustraciones y Decorado Escolar. El objetivo de su creación, era dar respuesta a la sentida necesidad de someter el decorado de nuestras escuelas, hasta la fecha librada a la buena voluntad del maestro, a un plan de cultura estética de acuerdo con nuestros progresos educacionales y que tienda a difundir el buen gusto y propagar el conocimiento de las bellas artes conjuntamente con las bellezas de nuestra tierra y la efigie más exacta posible de los hombres que, en una u otra forma, han contribuido a su independencia, cultura y progreso (Oficina de Ilustraciones y Decorado Escolar, 1909: 4).

El enfoque de esta oficina eran las bellezas naturales de nuestro país y la recuperación de las hazañas de nuestros héroes históricos. Muy propio del objetivo de la gestión de Ramos Mejía –argentinizar­– en su programa de lucha contra la enfermedad de la inmigración. En este sentido, no es diferente de la posición de Schiaffino que, si bien proponía ideas tal vez distintas en torno a la arquitectura escolar, en cuanto a la decoración iba en la misma línea: paisajes e historia nacional.

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Finalmente, también Carlos Zuberbühler iba en el mismo sentido en cuanto a la decoración escolar. Tanto que considera que en cuanto a los cuadros murales –complemento esencialísimo según unos, superfluo según otros– el consejo ya ha tomado la más importante iniciativa creando la Oficina de Ilustraciones y decorado escolar. Sólo faltaría darle mayores atribuciones para que desempeñe un papel decisivo. Su éxito es seguro si procede con cautela, evitando toda sistematización contraproducente (Zuberbühler, 1909: 8).

Sin embargo, profundiza su posición en cuanto a la relación entre la estética, la escuela, los maestros y los alumnos. Consideraba que no se debía dar a la estética tratamiento especial sino que se debía “someter a todo el proceso educativo, sin menoscabo de su misión social perfectamente definida, a la influencia benéfica y moralizadora del buen gusto” (Zuberbühler, 1909: 4). También, al igual que Schiaffino, aporta una lista de tareas, avanza en una propuesta de formación docente y suma referencias de orden curricular acerca de qué obras de arte debían y cuáles no debían entrar en la escuela, tal como expusimos en este trabajo: El niño quedará insensible ante la Victoria de Samotraia o La Gioconda, no es posible dudarlo; en cambio existen miles de obras, debidas también a grandes creadores de arte, cuyos asuntos serían para ellos tan agradables como instructivos: paisajes y animales, escenas infantiles o familiares, composiciones históricas, siempre que los temas estén al alcance del desarrollo intelectual medio de la clase (Zuberbühler, 1909: 11).

Como ya citamos, cada escuela, decía el profesor, “debiera ser un pequeño museo abierto al público los domingos. El niño lo visitaría con sus padres estableciéndose de esta suerte un vínculo más de solidaridad con el hogar” (Zuberbühler, 1909: 12).

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Final del recorrido: algunas conclusiones Al iniciar este capítulo nos tomamos el atrevimiento de proponerles pensar la escuela como una instalación artístico-pedagógica que nos permita mirar desde varias perspectivas la relación entre Estado, arte y educación. Para ello les hemos propuesto un recorrido por diversas salas en las que podemos ubicar el pensamiento y la producción político-artística de la época; el pensamiento teórico reflexivo sobre la relación entre política, arte, estética, educación y sujetos y finalmente una propuesta para reflexionar sobre la pregunta inicial acerca de los puentes que permiten la comunicación entre estas diversas dimensiones y cómo atravesar cada uno de ellos supone pasar por un proceso de valoración estética que incluye y excluye en el mismo devenir. En cada una de las salas les propusimos perspectivas para “mirar”: observar, reflexionar, participar, interactuar, formar parte. Ahora hemos llegado al final de este recorrido y es tiempo de poder reunir algunas reflexiones en torno al mismo. En primer lugar queremos decir que este itinerario fue uno posible entre otros tantos recorridos que podemos imaginar. Y queremos incluir aquí la hipótesis que dio lugar a la pregunta que guió este recorrido. En ella sostenemos que la enseñanza de las artes en las escuelas respondió a un doble objetivo: contribuyó a la construcción de sensibilidades civilizadas necesarias para el triunfo de la modernidad y derramó, por su intermedio, los límites del buen gusto a las familias, los entornos, los ambientes. En otras palabras, la escuela brindó unos principios del buen gusto a través de la enseñanza del arte a unos niños que se ocuparon de irradiar esos conocimientos a sus lugares de origen contribuyendo a la construcción de un entramado social sensiblemente civilizado.

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Sin perder de vista la pregunta ordenadora de este trabajo, y recuperando las fuentes y las reflexiones que fuimos incluyendo, podemos ver un Estado que se encuentra en proceso de formación, que requiere la ampliación de su base de influencia en los sujetos ya que no alcanza con la institucionalización administrativa sino que es necesario y excluyente que la sociedad se vuelva parte de dichas instituciones. Allí la escuela juega un papel fundamental en hacer fluir hacia las familias aquellas experiencias que les suceden a los niños. Pero hablar de escuela no es hablar de educación y eso lo tenemos muy en claro. El campo de la educación, en el sentido en que lo entendemos, juega un doble papel. Por un lado abre las puertas de la escuela a la mirada del saber experto, del saber intelectual que polemiza con lo que encuentra y que prescribe el deber ser hacia un futuro pletórico de belleza y buen gusto para los sujetos que intervienen en la experiencia educativa; un saber que fluye hacia los otros. Por otro lado, también articula con el arte al intervenir en las políticas de Estado sobre la materia artística financiando las becas de los artistas que se formaban en Europa, propiciando encuentros, espacios de debate, producciones y muestras, y también solicitando su saber experto. La relación entre Estado, arte y educación no la suponemos ni lineal, ni liberada de conflictos. Se jugaban allí el ideario de las personas que ocupaban aquellos espacios en aquel momento. Tenían objetivos en común –modernizar la sociedad, lograr el buen gusto, entre otros– pero sin duda pensaban de diferentes maneras cómo lograrlos. Disputaban, por supuesto, espacios de poder. Se jugaban el control de lo que sucedía en la educación y en el arte. Y en el medio, en simultáneo, iban produciendo las formas de esa relación. Iban armando esa muestra que hoy, en este breve itinerario, intentamos mostrarles.

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Quedan más recorridos por armar en torno a la misma pregunta. Quedan otras salas por recorrer. Y siempre queda pendiente revisitar lo que ya vimos. Para seguir reflexionando y debatiendo que finalmente es también una forma de interactuar.

Bibliografía BOURDIEU, Pierre (2010), El sentido social del gusto, Buenos Aires, Siglo XXI. CONSEJO NACIONAL DE EDUCACION, OFICINA DE ILUSTRACIONES Y DECORADO ESCOLAR (1909), “Reseña sobre su creación, instalaciones, instrumental y trabajos realizados hasta la fecha”, El Monitor de la educación común, núm. 436. PINEAU, Pablo et al (2008), “La educación sentimental: notas sobre la estética escolar”, presentado en el XIV Seminario APPeAL “Saberes, territorios y sujetos. La importancia de los saberes socialmente productivos en las nuevas configuraciones sociales latinoamericanas”, Centro Cultural “Paco” Urondo, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. MALOSETTI COSTA, Laura (2007), Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. SCHIAFFINO, Eduardo (s/f; aprox. 1910), La evolución del gusto artístico en Buenos Aires, recopilado por Godofredo Canale y editado por Francisco A. Colombo. �(1909), “Educación Estética”, El monitor de la Educación Común, pp. 21-29. �(1933), La pintura y la escultura en la Argentina (17831894), Buenos Aires, edición del autor. TERIGI, Flavia (2007), “Nuevas reflexiones sobre el lugar de las Artes en el currículum escolar”, en FRIGERIO,

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Graciela y DIKER, Gabriela, Educar: (sobre)impresiones estéticas, Serie Seminarios del CEM, Buenos Aires, Del estante editorial. ZUBERBÜHLER, Carlos (1910 [1909]), El arte en la escuela, informe presentado al Señor Presidente del Consejo Nacional de Educación, Buenos Aires, Imprenta de Cont. Hermanos.

Guerra a la escuela bárbara. El establecimiento de una estética moderna en los orígenes del sistema educativo argentino1

Pablo Pineau En Latinoamérica, el siglo XIX estuvo signado por el pasaje de la dominación colonial a la consolidación de las naciones modernas. Dicho proceso, jalonado de duras y largas luchas, fue el telón de fondo de los debates sobre las formas de modernización social que debía encarar el continente para su mejor inserción en el “mundo civilizado”. Como al resto de los espacios periféricos, el nuevo ordenamiento económico mundial, producto de la expansión del capitalismo imperialista, le deparaba a la región un importante lugar en la provisión de materias primas. Pero en términos políticos, el continente tenía una característica que lo diferenciaba de los demás espacios satélites: mientras la inclusión de Asia y África se llevaba a cabo en forma de colonias regidas por las metrópolis, América Latina emergía como un conjunto de naciones modernas independientes que habían logrado romper los viejos vínculos coloniales. La empresa decimonónica de creación de estos nuevos modelos políticos le otorgó un lugar principal a la tarea educativa. Para el caso argentino –uno de los más eficaces al respecto–, es posible sostener que su sistema educativo tuvo desde los orígenes como finalidades principales disciplinar e integrar consensualmente a los sectores populares y funcionar como instancia de legitimación y de formación

1

Este trabajo es una reescritura de Pablo Pineau (2012), “Estética e historiografía de la educación: la construcción de un dispositivo temprano de intervención duradera”, en Marcus Taborda de Oliveira (ed.), Sentidos e sensibilidades: sua educação na história, Curitiba, Editorial UFRB.

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política para los grupos gobernantes. Enmarcados en las premisas ilustradas heredadas del siglo anterior, las distintas facciones que se disputaron el poder confiaban en la capacidad “redentora” de la educación que permitiría sacar a la población nativa del “atraso” en el que se encontraba y volverla capaz de enfrentar los desafíos de la época. Diversos autores (Bottarini, 2012; Roldán Vera, 2002) han resaltado la principalidad “política” de dicha empresa en la primera mitad del siglo en tanto propuesta de formación de la ciudadanía moderna. A causa del pasado colonial del continente, los sectores modernizadores que lideraron el proceso independentista consideraban que el nuevo sujeto político necesario no era totalmente asimilable al “ciudadano francés” que Condorcet había propuesto para las escuelas de la Revolución. En el caso latinoamericano, lo que estaba en juego no era el pasaje del Antiguo Régimen a la Revolución, de la Monarquía a la República, sino la transición de la Colonia a la Independencia. Esas identidades “post-independentistas” (Roldán Vera, 2002) debían construirse sobre un ethos opuesto al heredado, en el que habían primado valores como la sumisión a la autoridad “externa” al sujeto y la aceptación de las reglas colectivistas y consuetudinarias. Por el contrario, el “ciudadano criollo” que había que formar presuponía la adhesión a prácticas culturales más modernas, asociadas a la creación de sujetos con mayor nivel de individualidad y autorregulación que los que presentaban los sujetos sociales preexistentes. Una vez alcanzada la estabilidad política hacia la década de 1860, la construcción del Estado nacional argentino privilegió una dimensión que, si bien no estaba ausente anteriormente en la construcción de los nuevos sujetos políticos, tomó un fuerte protagonismo desde entonces: la unificación sensible de las poblaciones para el logro de la modernización. En ese proceso, la estética común se

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presentó como garante de la cohesión del nuevo orden social burgués basado en la unificación de los hábitos, las afinidades, los sentimientos y los afectos de los distintos colectivos que había que integrar, una vez disueltas –o al menos debilitadas– las viejas matrices coloniales que garantizaban esa unidad. De acuerdo a Eagleton (1999), en el siglo XIX “el poder tendió a estetizarse” como estrategia principal para mantener la cohesión social garantizada anteriormente por la religión. Este escrito tiene como objeto analizar la imposición de un especial repertorio de clasificación, un “juicio estético” creado por la mirada civilizadora, que fue una estrategia de construcción de la Nación republicana. Plantemos como hipótesis que la invocación a la estética escolar en el siglo XIX en Argentina fue una respuesta al problema de la construcción de la Nación moderna, que en el siglo XX se tornó una clave de lectura de la historia para justificar el modelo propuesto. En el momento de su constitución, el sistema educativo argentino se propuso imponer colectivamente una estética “civilizada” –basada en conceptos como la higiene, el recato y el control de los excesos– en oposición a la estética “bárbara” –entendida como una rémora para el progreso del país– presente en la sociedad y en la educación previas. El triunfo de la escuela implicó la unificación estética de las poblaciones a su cargo, que tuvo como efectos el despliegue del Estado moderno, la creación de la nacionalidad como “imaginario compartido”, la imposición de prácticas y patrones simbólicos a todos los habitantes –v. g. la simbología nacional–, la prohibición y el control de otras propuestas estéticas, –v. g. las culturas inmigrantes o los pueblos originarios– y la creación de mercados de producción y de consumo homogéneos y expansivos.2 En

2

Véanse al respecto los trabajos de Mariño y Thisted incluidos en este libro.

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aditamento, como sostiene Barrán, en la América Latina de entonces se vieron acelerados e impulsados los procesos civilizatorios que en Europa tardaron siglos en consolidarse. La necesidad de “modernización” que propugnaban las élites implicó su activación veloz para llegar al nivel esperado lo antes posible y poder sumarse así al “progreso” de la humanidad. En otros términos, la segunda mitad del siglo XIX representó el pasaje acelerado, intencional y promovido del castigo a la disciplina, de la punición a la ortopedia, como estrategias pedagógicas privilegiadas en la construcción de los sistemas educativos latinoamericanos. La modernización cosmopolita fue imponiendo pautas estéticas que fortalecían los procesos de individualización, asociados a la civilización y al progreso, en oposición a los modelos estéticos previos asociados al atraso, a la barbarie y a los resabios coloniales. La intervención estética educativa puede pensarse como una estrategia compuesta por tres operaciones sobre lo existente: la conservación, la extracción y el agregado. Si bien las tres están siempre presentes, los balances difieren de acuerdo al caso, a los fines y a las miradas. Así, la segunda mitad del siglo XIX argentino presenció el pasaje de la “escuela bárbara” a la “escuela civilizada”. Esto implicó la producción de una mirada estetizante que identificara lo que debía mantenerse, lo que debía agregarse y lo que debía quitarse de las escuelas heredadas de la colonia y las guerras civiles. Para eso, crearon “dispositivos de enjuiciamiento”, matrices clasificatorias de las sensaciones basadas en ciertos términos (en especial los adjetivos calificativos) que permitían identificar lo que había que mantener (muy poco de lo preexistente), lo que había que extirpar (lo considerado “incorrecto”) y lo que había que agregar (lo “necesario”) en la producción de las nuevas estéticas escolares indispensables para el progreso de la educación y del país.

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Sostenemos además que esta matriz de comprensión de la realidad educativa generó una historiografía de la educación en los mismos códigos, que naturalizó esa mirada y la construyó como un punto de partida compartido por muchos estudios posteriores, generando un especial “sentido común” de alta eficacia en la generación de explicaciones verosímiles de los derroteros posteriores. A través de un conjunto de oposiciones, se condicionó a la vez la manera en que debía pensarse el período y se construyó el soporte sobre el cual debía construirse la versión “correcta” de la historia educativa nacional. Por eso, hacer la historia de la escuela bárbara es similar a hacer la historia de Cartago –que, al decir de Borges, “con sal borró el latino”–, ya que no quedan casi huellas de sus “defensores”. Una buena cantidad de las fuentes con las que contamos dan más cuenta de qué veían en ella los adalides de la “escuela civilizada” en forma evaluativa. De acuerdo a esto, más que reconstruir cómo eran “en la realidad” las escuelas concretas,3 en este trabajo nos abocaremos a analizar la construcción de esa mirada, de la matriz de lectura que estas obras produjeron, un tipo de “ojos imperiales” (Pratt, 1992) que las miradas “civilizadas” aplicaron a la extraña realidad “bárbara” y sobre los cuales se construyó la versión historiográfica oficial. Para tal, analizaremos dos fuentes concretas producidas por extranjeros4 vinculados fuertemente a la causa escolarizadora en Argentina. Dichas fuentes son la “Memoria

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Al respecto, véase Bustamante Vismara, José (2008), Las escuelas de primeras letras en la campaña de Buenos Aires (1800-1860), La Plata, Ediciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. En este texto, el autor, a través de un profundo trabajo de archivo, reconstruye la situación “real” de las escuelas de entonces, lo que permite resignificar la imagen dada por las fuentes aquí analizadas. Esta condición de extranjeridad debe ser tenida en cuenta para analizar la construcción de su mirada. Debemos esta marcación a Nicolás Arata.

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presentada a la Comisión encargada de elaborar un plan de instrucción pública general y universitaria” de 1865, redactada por el francés Amadeo Jacques, y “En otros años y climas distantes”, escrito por la norteamericana Jennie E. Howard en 1931.

Dos miradas en la construcción de una misma valoración estética Hacia la década de 1850, durante la Organización Nacional –que culminó con la sanción de la Constitución Nacional en 1853 y la batalla de Pavón en 1862–, la nueva problemática que guió los debates políticos fue el progreso. Era necesario sumarlo a la nueva Nación que lograba emerger de las luchas internas que habían consumido su energía y habían demorado su avance por más de medio siglo. Y una vez más, madurado el espíritu decimonónico, la educación tenía un lugar principal en su construcción, por lo que se constituyó en tema prioritario en la conformación del Estado y de la Nación. Pero una paradoja constituyó las propuestas que los grupos ilustrados republicanos del siglo XIX impulsaron en Argentina. Si bien partían de la idea de emancipación del pueblo mediante la ruptura de los lazos coloniales, se encontraron rápidamente ante una segunda batalla, ejemplificada por la lucha entre las ciudades y la campaña, o más profundamente por el enfrentamiento entre sus propuestas políticas modernas y los hábitos políticos de los sectores populares que consideraban heredados del colonialismo. Para ellos, “la incorporación de nuevos hábitos de pensamiento y de acción cobraba […] el significado de ponerse a la altura de la civilización, liberando al pueblo de esas otras cadenas que los perpetuaban en la situación de atraso y de anarquía” (Villanueva, 2003).

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Una contradicción similar se halla en la base del debate pedagógico decimonónico, cuya culminación fue la propuesta sarmientina. Para éste, “civilizar al bárbaro” y “educar al soberano” constituían el mismo proceso, por lo que el triunfo de las propuestas de democratización social tenía como contracara la erradicación física y simbólica de los sujetos sociales previos. El sistema educativo construyó como su sujeto pedagógico a la “población”, compuesta sólo cuantitativa e individualmente por la totalidad de los sujetos –los “individuos”–, y excluyó sus marcas cualitativas y colectivas –v. g. los gauchos–. Sus tradiciones políticas debían ser erradicadas para construir la república moderna, ya que nada de lo que ellos portaban podía servir para tal fin (Puiggrós, 1989). La opción por un modelo republicano dio lugar a la construcción de proyectos educativos basados tanto en la ampliación de los derechos que ese modelo político implicaba como en la exclusión de los sectores populares del debate. Éstos debían limitarse a ser “beneficiarios” de la propuesta, por lo que su voz no debía sonar en las discusiones. Así, la oposición entre los términos “democrático” y “popular” se ubicó en la base del sistema educativo triunfante y marcó el debate pedagógico argentino a lo largo del siglo siguiente. Diversos luchadores de la “causa escolar” (pedagogos, docentes, inspectores, etc.) de la segunda mitad del siglo XIX nos dejaron sus impresiones sobre las escuelas contemporáneas como “diagnósticos” de lo que había que hacer. Con ello impulsaron, hacia la década de 1860, una importante “revolución pedagógica” que sentó las bases para la creación del sistema educativo unas décadas más tarde.5

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Como sostiene Bustamante Vismara (2007) para el caso concreto de Buenos Aires: “[Para ese entonces] comenzó a denominarse [a las ins-

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Entre estos renovadores se encuentra Amadeo Jacques, un emigrado francés que llegó en 1847 a Montevideo por motivos políticos. De allí se trasladó a Paraná, donde comenzó un largo periplo por diversas ciudades argentinas en las que desarrolló tareas diversas (fotógrafo, panadero, docente, etc.) hasta lograr su consagración como educador en Buenos Aires al ser nombrado profesor del recientemente creado Colegio Nacional de Buenos Aires en 1862, donde poco después fue nombrado Rector. En 1863 fue convocado por el Gobierno para integrar una Comisión que redactara un “Plan de Instrucción General y Universitaria”, de acuerdo a lo establecido por el artículo 67 de la Constitución Nacional de 1853. A pesar de que Jacques falleció antes de concluir el trabajo, dejó escrita una “Memoria” que se integró al proyecto elevado en 1865, considerada uno de los documentos fundadores de la enseñanza secundaria moderna en el país (Caruso y Dussel, 1998). Dicha memoria, si bien está dedicada a la escuela media, comienza con una crítica a la “instrucción primaria y elemental”, lo que ya advierte sobre los intentos de establecer un sistema educativo con mayor grado de articulación y coherencia que los proyectos previos.6 Su evaluación es claramente negativa: “La insuficiencia actual de la educación primaria […] es un hecho desgraciadamente muy cierto”, sostiene en los primeros párrafos. Respecto de la evaluación de los aprendizajes sostiene que:

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tituciones educativas] escuelas primarias, y ya no escuelas de primeras letras, se alteraron las pautas burocráticas con que se administraban los establecimientos; se renovaron los contenidos curriculares, se comenzó a tornar insostenible la inexistencia de un ámbito formal de capacitación para los educadores” (p. 243). Para este trabajo, estamos utilizando la versión incluida en “antecedentes sobre enseñanza secundaria y normal en la República Argentina”, Informe del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública presentado por el Ministro J. R. Fernández, Buenos Aires, 1903.

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[Los alumnos] Leen por lo general correctamente, pero sin entender, y la misma monotonía de su hablar fluido semejante a una oración rezada denota la más profunda indiferencia al sentido de las palabras que corren como agua de sus labios. Escriben a veces bien pero así como leen, sus páginas son unas planillas que constan de una serie de palabras sin puntos ni comas, lo más del tiempo sin ortografía, y siempre sin vínculo entre sí, ni significación en sus mentes. Sabrán multiplicar o dividir un número por otro, pero si se les pregunta cuánto valen veinte varas de un cierto género a razón de diez y siete pesos la vara no podrán decidir cuál de esas dos operaciones conduce a la solución en cuestión. De todo lo demás no tienen idea ni remota ni confusa. Así es que en aquella clase preparatoria en que entran todo les es nuevo y extraño. Las más sencillas explicaciones importan para ellos unos misterios.7

Para modificar esta situación, Jacques hace una serie de propuestas concretas que están en sintonía con los “avances pedagógicos” de la época: una currícula ampliada, no limitado a las 3R sino que incluyera “nociones” de humanidades y ciencias, prácticas de enseñanza “a manera de juego y diversión” contra las repeticiones mecánicas y memorísticas, uso de objetos y láminas ilustradas en las clases, redacción de nuevos libros de texto, inclusión en la rutina escolar de momentos de canto y descanso que interrumpieran la tarea, redacción de informes por parte de los maestros, etc.8 7





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Adelantando la hipótesis historiográfica sobre la construcción de tropos de larga duración que desarrollaremos en las conclusiones de este trabajo, nótese cómo esta evaluación sobre la enseñanza impartida en las escuelas de entonces tomó un carácter ahistórico y puede ser ubicada en boca de muchos funcionarios educativos posteriores a lo largo del siglo XX. En esta misma línea debe ubicarse el accionar de Juana Paula Manso, importante maestra contemporánea que impulsaba medidas modernizadoras similares, fuertemente influida por sus viajes y contactos por el extranjero (Southwell, 2005).

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Veamos algunos ejemplos respecto a la enseñanza de los “saberes elementales”: Situación Propuesta contemporánea -Lectura desprovista de tono, “parecida al rezo de -Lectura expresiva, acenLectura las novenas” tuada y variada -Murmullo seguido y somnífero -Escritura rápida, corrien-Planillas caligráficas te y sostenida lentos y Escritura -Trazos -Ortografía y claridad complicados -Composiciones y -Copias sin sentido descripciones -Problemas útiles y concretos con números -Estudio de las figuras y Matemática -Cálculos abstractos los cuerpos sencillos mediante láminas y objetos materiales Contenido

En los términos que estamos analizando, Jacques se sumó a la “revolución pedagógica” de la escuela con claras resonancias estéticas basada en la oposición valorativa entre las prácticas contemporáneas y sus propuestas. La construcción se basa en la confrontación entre las instituciones más modernas y las escuelas previas, cuyas descripciones remiten a modelos feudales y coloniales, caracterizados por la oscuridad, la monotonía, la repetición y el aburrimiento de los monasterios y los templos. Otro caso interesante es el de Jennie E. Howard, una de las maestras norteamericanas que Domingo F. Sarmiento trajo a Argentina para dirigir las Escuelas Normales en el siglo XIX. Llegó al país en 1883, a los 39 años, y falleció en Buenos Aires en 1933. Luego de estadías más breves en Corrientes y en Córdoba, fue enviada a San Nicolás (provincia de Buenos Aires), donde desarrolló su tarea con mayor profundidad.

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En 1931, ya retirada, publicó sus memorias en inglés, llamadas In distant climes and other years, que en 1951 fueron traducidas al español con el título de En otros años y climas distantes. En esa obra, la maestra protestante marca los efectos de la intervención modernizadora que venimos presentando, con un hincapié especial en el lugar que en ella ocupó el proyecto escolarizador. En cierta forma, la autora fue una de las responsables de implementar dicho modelo pedagógico, y la duración de su vida le permitió también presentar la evaluación de sus resultados. Al comenzar el libro, Howard describe el Buenos Aires que encuentra al llegar en 1883 como una ciudad sucia, desagradable, con mucha presencia de animales y sobre todo maloliente. En sus palabras: El caminar por las calles fue excitante, si no regocijador, pues era preciso andar con cuidado para no caer desde veredas altas e irregulares a la calzada, pavimentada a trechos con guijarros y generosamente sembradas de restos de animales y otros desechos. […] De todas partes emanaban olores indescriptibles (p. 18)

Y así se refiere más adelante a las escuelas de Corrientes –en una descripción que, por extensión, da cuenta de toda la República–: La Escuela Normal de Corrientes fue instalada en su propio edificio, hecho más bien desusado, ya que la mayoría de las escuelas comunes funcionaba en una, dos o tres casas particulares […]. Pocas de las escuelas eran de más de un piso; tenían aulas oscuras y mal ventiladas, carentes por lo general de ventanas y provistas sólo de puertas que daba a un patio o a una galería. Las directoras de las escuelas comunes, con sus familias, solían vivir en los mismos edificios ya que por ser casadas muchas de ellas, les resultaba cómodo salir de la clase en cualquier momento para amamantar a un hijo o preparar una comida. (p. 54)

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A lo largo de la obra, se destaca tanto la amabilidad, la generosidad y la hospitalidad de los nativos como su tendencia a la holgazanería y se brega por un mayor grado de libertad para las mujeres. Los varones argentinos son mostrados, además, como galantes, corteses y propensos a adquirir tempranamente “todos los vicios sociales” –como fumar dentro de las escuelas desde temprana edad–, ya que gozan de “demasiada libertad”. Las maestras norteamericanas se propusieron establecer conductas en debate con dichas marcas. En sintonía con sus propias pautas, los extremos en exceso –como la liberalidad de los varones y el control sobre las mujeres– son mal vistos en aras de la búsqueda continua de un camino de puntos medios. Para eso se enfrentaron a la Iglesia católica, propugnaron medidas como la coeducación, la enseñanza de la educación física y el uso de vestimenta más suelta e higiénica, e inculcaron en sus alumnos hábitos de comportamiento de cuño protestante como la puntualidad y la autodisciplina. Todo esto tuvo claras articulaciones estéticas. Por ejemplo, dice Howard sobre el cuerpo femenino: Por entonces, los argentinos consideraban a la gordura de las mujeres como un signo de belleza. Juzgadas por ese patrón, ellas se sentían de lo más encantadoras cuando, pasados los veinticinco años, engrosaban enormemente a consecuencia de su afición a los dulces y a su aversión por cualquier ejercicio. El nuevo régimen, o sea la introducción de la gimnasia en las escuelas de niñas, unido a caminatas, remo, esgrima y otros juegos, han producido un efecto sobre las mujeres de hoy, que lucen una silueta mas graciosa y menos cargada de carne superfluas (Howard, 1951: 55).

Al final del libro, en un capítulo llamado “Un despertar de Rip Van Winkle”, la autora usa el nombre del protagonista del cuento de Washington Irving (que regresa a su aldea después de haber dormido veinte años en el bosque sin

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saberlo) para señalar los cambios positivos realizados en sólo cincuenta años. En el Buenos Aires de 1930 hay hoteles cómodos e higiénicos y las calles están limpias, pavimentadas e iluminadas con luz eléctrica. Automóviles, trenes y aviones la unen con el resto del país. Se han realizado importantes obras de saneamiento urbano que han llevado a la desaparición de los insectos y los olores nauseabundos. Las mujeres han alcanzado mayores grados de libertad y participación y los varones deben acatar ciertas normas de respeto y urbanidad, como la penalización de la “molesta costumbre de estacionarse en las esquinas y grandes avenidas para dirigir expresiones galantes –y de las otras– a las jóvenes que pasaban”. Los edificios escolares cuentan con “hermosos locales excelentemente equipados” y con docentes preparados profesionalmente. Pero el cambio más notable no está en lo que se describe, sino en el dispositivo que se usa para hacerlo. Para 1930, Buenos Aires ya no es una realidad que se huele, sino una realidad que se contempla. Las sensaciones que produce llegan a la conciencia por vía de los ojos y no de la nariz. Este pasaje del predominio del sentido del olfato al predominio del sentido de la vista marca los cambios en las experiencias estéticas hegemónicas. La modernización ha desplazado un sentido “bárbaro”, que pone en contacto corporal al sujeto y al objeto, para permitir el despliegue de un sentido “civilizado”, que establece una distancia aséptica entre ambos. Los sudores han sido cambiados por los colores suaves, la humedad por la claridad y los derroches por la higiene. La sensibilidad bárbara presente en el Río de La Plata en el siglo XIX había sido derrotada por la sensibilidad civilizada.9 Por eso, en una anticipación de los trabajos

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Véanse, para el caso uruguayo, José Pablo Barrán (1989), Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Tomo I: “La cultura bárbara (1800-1860)”,

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bajtinianos, Howard cierra su descripción de la Argentina contemporánea a su escritura remarcando la decadencia de las fiestas de carnaval, en la que ya sólo participaban las “personas de recursos limitados”, propensas a “arrojar baldes de agua desde las terrazas a los transeúntes” y a “chacotear entre ellas mismas”. Como dice José P. Barrán al analizar el caso uruguayo: “El Novecientos, que descubrió las libertades, inventó también las disciplinas. El obrero obtuvo la jornada de 8 horas, pero dejó de jugar” (1990: 265).10

A modo de conclusión: el juicio estético y la construcción de una mirada historiográfica hegemónica En este trabajo hemos buscado reconstruir la mirada “estética” que los fundadores del sistema educativo moderno argentino realizaron sobre sus escuelas contemporáneas. Una de sus características centrales es la estructuración en base de una lógica binaria, según la cual la realidad se ordena de acuerdo a dos términos opuestos y complementarios que ocupan la totalidad del campo a nombrar. De los dos términos, uno es valorado positivamente –por lo que debe expandirse– y el otro es valorado negativamente –por lo que debe reprimirse–. Cada uno de ellos es todo lo que no es el



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Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental y (1990), Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Tomo II: “El disciplinamiento (1860-1920)”, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental y, para el caso argentino, Jorge Salessi (1999), Médicos, maleantes y maricas, Buenos Aires, Beatriz Viterbo. Cabe aclarar que esta última afirmación del autor se basa en su crítica a la aplicación de la lectura de Bajtín al carnaval latinoamericano. Para Barrán, esas jornadas no eran la “interrupción” de lo cotidiano, sino una “profundización” del clima de fiesta presente en todo casi momento en la sociedad decimonónica.

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otro, y juntos agotan la significatividad de los fenómenos. Esto produce una fijación de sentidos habilitante de una jerarquía moral que ordena el camino que hay que seguir. Por un lado, se evidencia una cantidad de tópicos “negativos” –contra los cuales debía construirse una nueva estética que ordenara la escuela que necesitaba la “nueva Nación”–: la preeminencia del cuerpo como ordenador de las experiencias escolares (que iba desde la existencia de castigos corporales a la omnipresencia de los olores), la oscuridad de las aulas (que las asemejaba a los templos y monasterios católicos), la oralización susurrante y la memorización (que recordaba los rezos y las novenas), la suciedad y el hacinamiento, la carencia de objetos y contenidos dignos para la enseñanza, la inutilidad de los saberes enseñados, la enseñanza “verbalista” carente de imágenes, la monotonía de las prácticas (como las copias de planillas), la acumulación “desordenada” de objetos, sujetos y saberes, y el uso inadecuado del tiempo (que se manifestaba en la impuntualidad, la falta de recreos o la duración de la jornada). Contra esa composición debían erigirse los nuevos valores. Luminosidad, aireación, racionalización de los recursos, presencia de imágenes, abundancia de materiales, eliminación de los castigos corporales, lecturas expresivas, uso eficaz del tiempo y saberes “útiles” eran algunas de las nuevas pautas que debían imponerse en las escuelas de la República. De esa gesta debía dar cuenta la historia de la educación del siglo XX. Se generó así una matriz historiográfica emparentada con la que por entonces imponía el Estado francés mediante sus leyes educativas. De acuerdo a Anne Marie Chartier (2009), en dicho país se construyó por entonces una genealogía que unía la escuela republicana con la Revolución y que establecía tres períodos claramente diferenciados: el Antiguo Régimen –época oscura para la

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educación más allá de ciertos elementos que debían ser rescatados–, la Revolución –que inició un período de avances y retrocesos condicionado por los avatares políticos– y la sanción de las leyes de la década de 1880 en la que finalmente triunfaron las fuerzas renovadoras y dieron inicio al período de progreso en el que se escribían esas historias. Un esquema análogo se aplicó para el caso argentino. El Antiguo Régimen fue la Colonia, la Revolución fue el 25 de Mayo, el siglo XIX fue el debate entre las fuerzas del atraso y el progreso de acuerdo al modelo mitrista de interpretación de la historia nacional, y finalmente el lugar de las leyes Ferry fue ocupado por la Ley 1420 y la Ley Laínez, que –como sus inspiradoras francesas– trajeron el progreso prometido casi un siglo antes. Los primeros trabajos de historia de la educación fueron escritos casi exclusivamente por intelectuales adscriptos al liberalismo que se desempeñaban como funcionarios estatales. Se consideraban parte del proyecto civilizador y adherían sin mayores críticas a la propuesta escolarizadora impulsada por el Estado nacional, por lo que buscaban realzar la importancia de la escuela escribiendo su historia como agencia de progreso producto de las tradiciones ilustradas. Así, elaboraron una versión de la historia de la educación acontecimental y descriptiva que presentaba un relato laudatorio de los desarrollos en forma acumulativa y justificaba su accionar contemporáneo. Eran obras de corte mayormente ensayístico, en las que los autores no dudaban en dar su opinión “personal” –más allá de la referencia a fuentes o datos–, sin pretensiones de objetividad o cientificidad (Ascolani, 1999). Enunciaron un relato basado en la sucesión evolutiva de épocas “claras” y “oscuras”, mediante una versión optimista del paso del tiempo, al que conciben como el movimiento hacia un futuro glorioso ya preestablecido guiado por la obra y el pensamiento de un panteón de prohombres. Construyeron una serie de

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tropos sobre la “buena” y la “mala” educación, que aún hoy siguen condicionando la manera en que pensamos la historia del período.11 El escrito de Juan P. Ramos “Historia de la instrucción primaria en la República Argentina (1810-1910)”, también llamado “Atlas Escolar”, editado por el Consejo Nacional de Educación y la Editorial Peuser en 1910, puede ser considerado su ejemplo más acabado. Esta obra surgió como uno de los proyectos que José María Ramos Mejía –en ese entonces presidente del Consejo Nacional de Educación– impulsó con motivo de las conmemoraciones del centenario de 1810. Éste encomendó en 1909 a Ramos, director de Estadística Escolar, la realización de una investigación al respecto, para lo que fue nombrado Inspector General. El autor viajó por las provincias y los territorios, donde compiló información de primera y segunda mano para completar la investigación en sólo dos años. Pero eso no le impidió realizar una obra de casi 1400 páginas que comprende dos voluminosos tomos de gran tamaño y tapa dura: el primero reconstruye el accionar “nacional” y el segundo recopila informes de los casos provinciales, los territorios nacionales y las colonias, acompañado por un “Atlas escolar” que presenta abundante información estadística. Rápidamente devino un trabajo citado de modo casi canónico, en el que Ramos se detiene a narrar en detalle los “horrores” del pasado –como los castigos corporales de las aulas coloniales, a los cuales les dedica un capítulo entero o la suciedad de las escuelas federales–, para luego recurrir al contraste y de esa forma cantar mayores loas a su presente, donde estos hechos han sido prohibidos o

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Véase al respecto, para analizar el proceso de producción de metáforas sobre la “época bárbara”, en Gabo Ferro (2009), Barbarie y civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas, Buenos Aires, Marea.

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eliminados. Así, la obra relaciona fuertemente el pasado con el presente; y busca justificar y celebrar ese presente, al mostrarlo como el heredero de las bondades del pasado y como la oposición o la superación de sus males. En esta matriz, ideas y acciones se engarzan en un “progreso” político, técnico e institucional ascendente y acumulativo. La “historia de la pedagogía” se construyó en una rama de la “historia del pensamiento” y la “historia de la educación” en una rama de la “historia de las instituciones”, ordenadas cronológicamente de acuerdo a su grado de evolución establecida en el presente, que se ejemplifica con la existencia del sistema escolar en lo educativo y la consolidación de renovaciones en la enseñanza en lo pedagógico. Esta mirada valorativa sobre la educación del siglo XIX obturó hasta hoy su comprensión más profunda. Por ejemplo, entender los castigos corporales simplemente como “prácticas aberrantes” –que sin duda lo eran– impide ver la primacía que el cuerpo tenía entonces en la educación y, por extensión, en la creación de sujetos políticos; o pensar la “luminosidad” como valor indudablemente positivo impide comprender las relaciones de producción subjetiva que los sujetos establecían con su entorno. Las huellas de estas miradas se encuentran muy presentes en las lecturas actuales. Tal vez, recuperar la condición de extranjero con la que se construyó y aplicársela a sí misma –esto es, mirarla como si fuera la primera vez que lo hacemos y no como la marca que nos constituye– habilite nuevos acercamientos y lecturas a nuestro campo de estudio.

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Sensibilidad escolar y régimen visual en la configuración del sistema educativo argentino

María Silvia Serra1 Partimos de la siguiente hipótesis: en la configuración de las prácticas escolares es posible reconocer una serie de disposiciones ligadas al aprendizaje, a los métodos de enseñanza, al uso del espacio, a concepciones pedagógicas, a sentidos sobre el arte, a dispositivos mecánicos de neto corte visual, que no sólo delimitan una particular relación entre el ver y el conocer, sino que otorgan cierto privilegio al sentido de la vista por encima de otros registros sensibles. Estas disposiciones y estos dispositivos son parte de la función estetizante que cumplió el sistema educativo argentino, donde la educación de los sentidos constituyó una preocupación que combinó un régimen de verdad, ligado al conocimiento, con la producción de sensibilidades específicas, donde verdad, belleza y moralidad eran parte de la misma operación. Ahora bien, para desplegar y desarrollar esta hipótesis necesitamos ensayar un abordaje en clave estético de la configuración de la escuela argentina, combinar la mirada pedagógica con una mirada analítica que atienda las huellas en las formas, los sentidos construidos alrededor del gusto, las marcas que proponen una sensibilidad específica. Pero, dado que la estética un saber con tradiciones específicas y desarrollos propios como disciplina, ¿qué posibilidades ofrece para interrogar los elementos del discurso pedagógico? ¿Es posible ensayar un análisis en clave estética que

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Este trabajo constituye una versión revisada y ampliada de “Educación estética y régimen visual en la configuración del sistema educativo argentino”, publicado en Revista colombiana de educación, núm. 63, octubre de 2012, pp. 19-31.

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atienda el régimen de visibilidad presente en un momento particular de una configuración discursiva? En el presente trabajo abordaremos algunas claves conceptuales que circunscriban y configuren este territorio de indagación, atendiendo especialmente el modo en que se intersectan prácticas y discursos pedagógicos con registros propios de la cultura que los incluye.

Acerca de los saberes propios de la reflexión estética La estética como disciplina, como objeto de otras disciplinas, como dimensión de análisis o como saber interdisciplinario viene siendo objeto de debates. Existe una amplia tradición de estudios que pone en el centro de sus preocupaciones el arte y la belleza y que entonces configura la reflexión estética como la que, desde diferentes aproximaciones que van desde la filosofía analítica y las teorías del lenguaje hasta aproximaciones idealistas, deconstructivistas, pragmatistas, etc., “mira, desde su perspectiva metodológica, al arte y a lo bello” (Mandoki, 2006a: 15, cursivas en el original). Sin embargo, las definiciones sobre qué es arte y qué no lo es y qué entendemos por belleza, vienen siendo objeto de reflexiones que enfatizan su carácter histórico y contingente, además de su inscripción en un orden más amplio de legitimación de un orden social (Eagleton, 2006). Estas discusiones, presentes en los análisis filosóficos y epistemológicos de los saberes propios de la estética, también dejan ver tensiones entre, por un lado, aquellos que conciben lo bello como atributo de los objetos y entonces permiten pensar la estética como reflexión sobre el arte y su potencia, y, por otro, aquellos que ponen el énfasis en la subjetividad de quienes se enfrentan a esos objetos y se centran entonces en las condiciones de posibilidad de

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los seres humanos de ser afectados por acontecimientos u objetos de su entorno (Mandoki, 2006a).2 Por otro lado, las transformaciones que ha sufrido el campo del arte y de la representación, ligados al desarrollo de distintos medios tecnológicos como a la misma idea de reproducción mecánica en el campo de la cultura –tal como lo enfatizaran, en diferentes sentidos, autores como Dewey y Benjamin, en los inicios del siglo XX–, habilitan otros modos de entender y de poner en juego en el pensamiento lo que entendemos por estética, no sólo por el carácter contingente que tienen los términos “arte” y “belleza”, sino fundamentalmente por la apertura a otras dimensiones de la vida cotidiana, como la arquitectura, la cocina, los lenguajes masivos, etc., que ponen en evidencia que el vínculo entre estética y realidad excede el campo específico de las manifestaciones artísticas de la cultura. Lo que se pone en juego es una reflexión sobre las posibilidades del ser humano de ser permeable a su entorno, y esto le da relevancia a la cuestión de lo sensible y apunta a responder interrogantes sobre cuáles son las condiciones de posibilidad de la sensibilidad humana y cuáles son sus manifestaciones (Mandoki, 2006a: 81). Katya Mandoki, en su amplio trabajo sobre los saberes estéticos (2006a, 2006b) define la estética como el estudio de la condición de estesis, entendiendo por ésta a la “sensibilidad o condición de abertura, permeabilidad o porosidad del sujeto al contexto en que está inmerso” (2006a:

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Mandoki reclama otro estatuto para el saber sobre la estética al señalar que de lo que se trataría “es de partir de la filosofía y construir un corpus interdisciplinario que permita incorporar diversas metodologías pertinentes a una visión integral del fenómeno estético. […] Dado que la estética no es una cuestión exclusivamente filosófica sino cultural, social, comunicativa, política, económica, histórica, antropológica, cognitiva, semiótica, y aún neurológica, sería menester abordarla con un trabajo multidisciplinario puesto que varias de estas disciplinas se traslapan al enfocar esta problemática” (2006a: 16).

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67, cursivas en el original). Mandoki considera la estesis como el efecto de la condición sensible del ser humano y apunta al estudio del modo en que los diferentes registros de lo sensible se imprimen en la subjetividad. En consonancia con esta definición, Frigerio y Diker, entendiendo la estética como una “fábrica de lo sensible” en la clave de Rancière, proponen atender la institución de un mundo sensible común que vaya más allá de las sensaciones y reglas del gusto, para atender modos de “conocer”, de “repartir/distribuir” y de “inscribir” (Frigerio y Diker, 2007: 9). De la mano de estas autoras es que ingresamos entonces al cruce entre estética y educación: si la estética es definida como el estudio de la producción de sensibilidad, en el campo educativo necesitamos atender al modo en que los procesos de transmisión operan con capacidad de imprimir, de dejar huella, de afectar. Por su capacidad de producir identidades colectivas, los procesos educativos han sido señalados como claves en la producción y en la reproducción del orden social, de lo correcto y de lo incorrecto, de un determinado sentido del gusto, de la belleza y del placer, aunque ha sido la categoría “ideología” la que predominado. A este respecto, Mandoki señala: La metáfora de “cemento social” se ha utilizado a menudo para explicar la función de la ideología en la sociedad. La ideología, sin embargo, aglutina a la gente menos por su importe informativo (semiótico) que por el importe emocional o la carga afectiva que es capaz de reclutar y suscitar (estética), menos por una operación denotativa que por la connotativa. Hay un componente estético en el modo en que se construye y propaga la ideología, y su función cohesiva es resultado de movilizar a la estesis con que se genera la adherencia y la identificación imprescindibles para la vinculación de los sujetos entre sí y con las instituciones. (2006a: 154-155)

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La idea de estética como “cemento social” puede ser útil para volver a mirar los procesos educativos y ampliar la comprensión de cómo operan no sólo en clave de transmisión de conocimientos sino fundamentalmente en su capacidad de instituir sensibilidades y matrices de percepción.

Estética y regímenes visuales: el registro escópico Asomarnos a los sistemas educativos modernos en clave estética puede resultar una tarea muy amplia, por lo que nos concentraremos, en este trabajo, en aquellos procesos presentes en la educación escolar que apuntan fundamentalmente a la institución de un régimen específico de visualidad. Esta focalización responde a una doble razón: por un lado, al reconocimiento de una importante serie de dispositivos ligados al sentido de la vista que operan en la escena escolar y, por otro, a la relevancia que las reflexiones sobre la visualidad vienen teniendo en diversos desarrollos contemporáneos, invitándonos a “genealogizar” su emergencia y sus sentidos en los tiempos de configuración del sistema educativo. En la reflexión estética, la preocupación por el registro visual ha sido central. Mandoki lo define como “registro escópico”, entendiéndolo del siguiente modo: El término de “escópica” deriva del griego skopía que significa observar, ver, mirar. Por ello, el registro escópico se refiere a la puesta a la vista a través de la construcción de sintagmas de componentes espaciales, visuales, objetuales como vestuario, utilería, maquillaje y escenografía (setting en términos de Goffman) para lograr efectos en la sensibilidad (Mandoki 2006b: 33).

Destacamos en esta definición el término “poner a la vista”, una tarea tan propia de la acción de la escuela que

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puede pasar desapercibida y que va desde la existencia del pizarrón y la configuración del aula alrededor de éste hasta el principio de observación como modo de conocer. Ahora bien, las preocupaciones por la visualidad o por lo que se pone a la vista exceden el campo de los estudios estéticos. Los conceptos de “régimen de visibilidad” o de “matriz ocularcéntrica” (Ferrer, 1996), de “regímenes escópicos” (Jay, 2003; Brea, 2007; Antelo, 2005), así como las expresiones “formas de lo visible” (Didi-Huberman, 2006), “modos de ver” (Berger, 2006) o la más generalizada “formas históricas de la mirada” vienen teniendo desarrollo propio en las reflexiones filosóficas, sociológicas y de la teoría cultural. Todas estas expresiones remiten al reconocimiento de una matriz visual que participa de la configuración tanto subjetiva como colectiva de una sociedad y de sus miembros, matriz que está presente en las relaciones que una época establece entre lo que se ve y lo que se mira (el ojo y el objeto de la mirada) y de la que son parte tanto los artefactos que “miran por los ojos” como los que “dan a ver”. En las últimas décadas, donde los desarrollos electrónicos ampliaron la cantidad y el registro de las imágenes e inundaron la vida cotidiana, los desarrollos teóricos sobre la visualidad o la cultura visual han crecido mucho. Muchos de los estudios sobre la relación entre imagen y sociedad encontraron su lugar bajo el nombre de “estudios visuales” (Brea, 2005; Richard, 2006). Más allá de los debates sobre su estatuto epistemológico, estas reflexiones señalan la existencia de un régimen dominante de visibilidad que se remonta hasta por lo menos dos siglos atrás, donde imagen, verdad y poder se combinan en la producción del mundo en que vivimos y que permite situar una “matriz ocularcéntrica”: En los últimos dos siglos la obligación de ver no viene determinada por la ampliación y el mejoramiento de una capacidad fisiológica, ni por la decadencia de la alta cultura ni por los avances tecnológicos, sino porque el régimen de

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visibilidad dominante –régimen político entonces– predispone a creer lo que en su interior se ve. Hacer ver la verdad: es éste el objetivo de esa voluntad de poder, que quiere impedir cualquier otro derecho de visión y para ello busca apropiarse incluso de la más nimia célula de visión humana. Se trata de los que algunos autores llaman ocularcentrismo, sistema de orientación y coerción visual efectuado a través de las actividades visuales cotidianas (Ferrer, 1996: 30).

En la configuración de los sistemas educativos modernos, mucho se ha insistido en la centralidad de la palabra y del lenguaje verbal, dado que, en cuanto a los conocimientos, la lectura, la escritura y las operaciones básicas de cálculo han sido los contenidos centrales de la alfabetización escolar. Sin embargo, desde sus inicios es posible encontrar una serie de preocupaciones ligadas a la educación estética, a la vez que un conjunto de prescripciones estéticas sobre el orden escolar. En ambos conjuntos es notable la preeminencia de una matriz visual, presente en una serie de instrumentos y de prácticas ligados a la institución de unos específicos modos de ver: las láminas, el microscopio, los museos escolares, las “linternas mágicas”, el cinematógrafo, la disposición escenográfica de los objetos en el espacio del aula, la decoración de los muros, la observación directa a través de paseos, etc. Todos ellos son indicios de un orden visual que merece ser tenido en cuenta. En ellos se evidenció una preocupación alrededor de lo que se daba a ver y a mirar, donde es posible leer la matriz ocularcéntrica de la época. A continuación ofrecemos el análisis del cierto universo discursivo y visual de las primeras décadas del siglo XX donde esta matriz se hace presente poniendo en juego unos marcos para mirar, un destino de la mirada y la intención de educar a través de ella.

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Lo que en la escuela recibe el nombre de “educación estética” Las preocupaciones por la educación estética se hacen presentes tempranamente en los tiempos de configuración del sistema educativo argentino.3 Ligadas fundamentalmente al arte y a la belleza y nominadas como “la educación de los sentidos”, “el arte en la educación” o, directamente, “educación estética”, plantean la importancia de que la educación escolar trascienda los marcos positivistas y se ocupe también de la educación “del espíritu”. En el universo discursivo de la publicación El Monitor de la Educación Común, órgano de difusión de las bases del orden escolar del Estado argentino, nos encontramos con que sistemáticamente se afirma la necesidad de educar los sentidos, refinar el gusto, “impresionar el espíritu”, colocando al lado de la educación científica a la educación artística. Se afirma que: “hay conveniencia en que, a la inflexibilidad de la demostración que ocupa la razón, se agregue siempre la emoción de la belleza resultante de la contemplación de la naturaleza y de la vida”.4 En clave visual, serán los cuadros y las láminas, la decoración de las paredes, así como la enseñanza del arte y el ejercicio de su desarrollo –fundamentalmente del dibujo– los instrumentos con los que se inculcará la noción de belleza en el niño, que buscará dejar en él impresiones indelebles, atender a la permeabilidad del espíritu infantil y juvenil y a su capacidad de ser afectado por estímulos externos cuidadosamente presentados: “¿y no es natural que en presencia de la monotonía de blancas y desnudas paredes,

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Al respecto, véanse los trabajos de Mercado y de Pineau en este mismo libro. Reseña del 4º Congreso Internacional de la Enseñanza del Dibujo y de las Artes aplicadas a la Industria. El Monitor de la Educación, N.º 649, enero de 1912.

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y de la enseñanza del dibujo con frecuencia plasmada en formas muertas, tengan la vista y el espíritu verdaderamente hambre de frescor, color y animación?”5 Alrededor de las prescripciones sobre el arte y la belleza, y en clave tanto estética como cognitiva, se despliegan consideraciones sobre la necesidad de la educación de los sentidos. Entre ellos, se hace explícito que la vista y el oído son considerados “nobles” y que de ellos depende la inteligencia, ya que el resto son “directamente más útiles a la vida animal”. Por ello abundan los ejercicios para cultivar y educar el sentido de la vista, que van más allá de los fines artísticos y atienden especialmente a la forma y el color. Se postula como necesario el enseñar a ver bien, procurar el “buen juicio del ojo”.6 Sin embargo, la necesidad de la educación de los sentidos combina la preocupación por el gusto con el desarrollo de operaciones racionales para conocer: Es espantoso comprobar hasta que punto nos engañan nuestros sentidos y gracias a qué esfuerzos llegamos a conducirlos a sensaciones exactas. Nuestra razón es un general que tiene a sus órdenes cinco ayudantes, siempre dispuestos a transmitirles partes falsos, que él ha de verificar a cada momento.7

El “juicio del ojo”, en este sentido, no es sólo estético, sino que implica un régimen de verdad específico, donde ver y conocer se vinculan, pero mediados por una regulación específica. ¿Es posible despejar lo estético de lo cognitivo en estas operaciones? ¿Acaso la metáfora de un “cemento social” en clave estética, enunciada más arriba, no podría 5



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“Principios artísticos de la escuela popular”, El Monitor de la Educación, N.º 352, junio de 1902, p. 636. “El arte en la educación”, El Monitor de la Educación, N.º 357, noviembre de 1902. Gabriel Prevóst, “La educación de los sentidos”, El Monitor de la Educación, N.º 330, agosto de 1900.

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englobar formas y contenidos de la transmisión escolar y a la vez ser parte de su éxito? Atendamos al siguiente ejemplo. En un artículo de El Monitor de la Educación Común denominado “Lecciones al aire libre. Estética y patriotismo”, se invita a visitar la estatua de un prócer en alguna plaza cercana. Se propone, a través de la observación “directa” de la estatua o del busto, recuperar su vida, su biografía, su gesta. Pero también se invita a observar el ámbito donde este monumento está, su emplazamiento, su entorno, etc. Con operaciones cercanas a las que la didáctica todavía ofrece para “hacer atractivo” algún contenido, aquí se ve cómo la idea de “cemento” reúne las funciones estéticas e ideológicas en un mismo gesto, y es difícil separar dónde termina una y dónde comienza la otra. El orden estético que allí se propone no se aleja ni del orden moral fundante del sistema educativo ni de los principios higienistas que le fueron afines. Al mismo tiempo que se pregona la belleza, se plantea que “amar a belleza es amar la bondad; ser capaz de percibir la armonía de la línea y del color es un antecedente para percibir la exquisita armonía del gesto generoso, bueno y noble”.8 En la misma clave, al realizar un correlato ajustado entre el principio de belleza y una descripción de lo que representa en términos prácticos, los postulados estéticos y los morales se vuelven comunes, nos encontramos con que: En cuanto a la decoración de las aulas y corredores, los principios directores serán la sencillez y la honradez. Nada de floreos exagerados; sobre todo, nada de “trampantojos”; únicamente la verdad, para las paredes y el mobiliario escolar; colores sanos y discretos, frisos y guirnaldas; en fin, grabados, estampas, etc.9



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“Educación estética”, El Monitor de la Educación, N.º 484, abril de 1913. Molitor, “El arte en la escuela y la cultura estética”, El Monitor de la Educación, N.º 492 diciembre de 1913, p. 333.

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Si los planteos estéticos tienen un límite es justamente el de no contradecir los otros rasgos que el sistema educativo tuvo en su horizonte: Nadie podrá decir con certeza si, en la educación estética del niño, tiene más importancia la vista de una obra de arte maravillosa que detiene su mirada sorprendida, o el felpudo que halla en la puerta y, obligándole a repasarse los pies antes de entrar a la escuela, le insinúa sencilla y silenciosamente una lección de aseo, de cultura y de respeto al local en que penetra.10

Sin embargo, nada pone en dudas que, en el orden cultural y económico naciente en los albores del siglo XX, la belleza suma. Basta atender la siguiente apreciación: “En el intercambio mundial vence el que a igualdad de materia prima, ofrece el objeto más bello”.11

El registro visual para conocer Detengámonos ahora en lo que la escuela da a ver, lo que se puede y se debe ver, lo que se le ofrece a la mirada en el gesto educativo. La inclusión en la escuela de imágenes “fabricadas” para ser usadas en la enseñanza está presente desde los comienzos del siglo XX. Láminas, fotografías, vistas cinematográficas, microscopios, lupas, telescopios, son objetos de atención por su potencia para ampliar la mirada y profundizar lógicas de conocimiento. En este régimen el ver y el conocer se engarzan al punto que lo que se sabe se sostiene en lo que se ve, por lo que el registro escópico se sostiene sobre una “episteme escópica”: la estructura abstracta que determina el campo

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Fernando Fusoni, “El arte en la escuela”, El Monitor de la Educación, N.º 470, febrero de 1912, p. 247. “Educación estética”, El Monitor de la Educación, N.º 484, abril de 1913.

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de lo cognoscible en el territorio de lo visible (Brea, 2007: 146). Quizá aquí sea necesario ampliar y complejizar la definición de “régimen escópico”: Bajo tal “régimen escópico” se definen, doblemente, tanto [1] un conjunto de “condiciones de posibilidad” –determinado técnica, cultural, política, histórica y cognitivamente– que afectan a la productividad social de los “actos de ver”, como [2] un sistema fiduciario de presupuestos y convenciones de valor y significancia, que definen el régimen particular de creencia que con las producciones resultantes de dichos actos es posible establecer, para el conjunto de agentes que intervienen en los procesos de su gestión pública, ya sea como receptores, ya como productores activos que disponen sus actos en el universo lógico de los enunciados y actuaciones posibles en su contexto (Brea, 2007: 150-151).

El conjunto presentado de imágenes tendrá que ser estudiado, entonces, en su “artificialidad”: las imágenes, entendidas no como producto sin “productor”, sino como efecto de un devenir, como resultado de una apelación a la mirada, donde el “sujeto” que convierte al mundo en imagen al producirla es parte de una trama social. Imágenes que son, a la vez, efecto de una mirada y ofrecidas a la mirada. Por otro lado, cada uno de los tipos de imágenes mencionados tiene rasgos que le son propios, tanto en relación con su configuración semiótica como con su emplazamiento social, por lo que analizarlos en clave estética nos obligará a atenderlos en su especificidad. De ese conjunto nos ocuparemos específicamente del cine, de su ingreso al debate pedagógico de la época. 1. Vistas cinematográficas en la construcción visual del mundo En el campo educativo, nos encontramos con preocupaciones acerca del cine desde su emergencia en el escenario de las invenciones modernas. Estas preocupaciones

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distinguen dos facetas diferentes: el hecho de que distrae y el hecho de que enseña. Las valoraciones pedagógicas sobre el cinematógrafo como medio de entretenimiento son muchas, variadas y, en algunos casos, contradictorias. Hay quienes lo cuestionan y quienes lo celebran, aunque la constante entre pedagogos y maestros es llamar la atención sobre los peligros morales que encierra, aun cuando se lo reconozca como acontecimiento técnico y cultural sin precedentes (Serra, 2011). Es este principio de “cuidado”, de selección estudiada, de adecuación y de control sobre lo que se da a ver lo que arroja por resultado un “mapa” de lo visible al interior de la escuela de la época. Un estudio pormenorizado sobre cómo aparece mencionado o tratado lo que se da a ver a través del cinematógrafo en El Monitor de la Educación arroja, por lo menos, tres grupos de referencias que tienen que ser consideradas: a) Un primer grupo se conforma con las menciones que esta publicación hace de cómo, en otras regiones del mundo, la organización escolar se articula con otras iniciativas, estatales o comunitarias, para hacer uso del cinematógrafo en la educación. A través de menciones presentes en las secciones “Actualidades” o “Información extranjera” y muchas veces introducidas por el mismo título –“El cinematógrafo escolar”–, El Monitor pone a circular en el imaginario de la época cómo comunas y ciudades llevan adelante acciones colectivas alrededor del cinematógrafo y de los sistemas educativos: en Norteamérica los edificios escolares realizan proyecciones de cine para la comunidad, entre otras actividades culturales;12 en Francia se usa el cinematógrafo con fines educativos, como la producción y la proyección de una película titulada Las artes y las indus

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“El edificio escolar como centro cívico y social”, El Monitor de la Educación, N.º 503, noviembre de 1914.

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trias del libro, proyectada para la gente del ramo;13 en Iowa (Estados Unidos) se usa el cinematógrafo para la enseñanza de la escritura;14 en Alemania, una sociedad de educación popular ofrece películas, educativas o entretenidas, con proyecciones ambulantes en distintas poblaciones, dirigidas a los niños por la tarde y a los adultos por la noche, y en las que maestros explican las “vistas”;15 la administración comunal de Nápoles crea una escuela popular modelo en uno de los barrios más humildes con un local destinado a exhibiciones cinematográficas de películas inspiradas en asuntos históricos, morales y científicos y, por el éxito que obtiene, se dispone a anexar salas de proyección en todas las escuelas donde le sea posible;16 en Italia, el Instituto Nacional Minerva se dedica a producir películas y diapositivas para la enseñanza;17 en Ginebra se establece un servicio de proyecciones y de cinematógrafo para los alumnos de las escuelas públicas dependientes del Departamento de Instrucción Pública, con el espíritu que “debe ser no sólo un medio de enseñanza, sino también un medio de contribuir a luchar contra los malos films públicos”.18 En estas menciones es posible leer cómo la escuela se acopla a la modernidad tecnológica naciente y se puede ver que atiende especialmente a cómo en otros países (que en el imaginario representan esa modernidad) se presenta el

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“La instrucción por el cinematógrafo”, El Monitor de la Educación, N.º 497, marzo de 1914, sección “Actualidades”. “La escritura y el cinematógrafo”, El Monitor de la Educación, N.º 504, diciembre de 1914. “La enseñanza por el cinematógrafo en Alemania”, El Monitor de la Educación, N.º 488, agosto de 1913. “Cinematógrafo escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 512, agosto de 1915. “Un instituto de cinematografía para la enseñanza”, El Monitor de la Educación, N.º 526, octubre de 1916. “El cinematógrafo escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 556, abril 1919, p. 67.

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vínculo entre escuela y cine. Los ejemplos que El Monitor elige muestran la operación de cuidado en la que se sitúa la acción escolar en relación con la cultura externa a ella. Por otro lado, en estas crónicas de lo que ocurre en otras geografías se hace presente la naciente configuración de un registro visual específico: el cine educativo o la cinematografía escolar. b) Un segundo grupo de fuentes contiene los títulos de películas consideradas como educativas que se desprenden del universo discursivo que El Monitor de la Educación presenta. Generalmente mencionados en las reseñas de experiencias extranjeras, estos títulos permiten dibujar un amplio arco de lo que es posible dar a ver: Firma de la declaración de la independencia, Funcionamiento del canal de Panamá, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, Trozando madera en los bosques;19 Desarrollo de la planta: azafrán, Desarrollo del animal: aligatores en América, Mariposa blanca de la col, La mosca azul, Visita al Instituto Nacional de Ciegos de Francia, Viaje a Canadá;20 Lucha contra la Tuberculosis;21 La reina de las flores, Fabricación de guantes, Los lagos italianos, Los paquidermos, Maniobras de escuadra, La pesca de las esponjas, La vida en el ranch, El pato goloso (film cómico);22 El invierno en los Pirineos, De Grenoble a Aix, Mariposas, avispas y abejas, Los pulmones de las plantas, Cómo se curan las mordeduras, Deportes de invierno en Suecia.23

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Los títulos citados hasta aquí se mencionan en “El futuro educacional del cinematógrafo”, El Monitor de la Educación, N.º 519, marzo de 1916. “El cinematógrafo escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 524, agosto de 1916. “Un instituto de cinematografía para la enseñanza”, El Monitor de la Educación, N.º 526 octubre de 1916. “El cinematógrafo escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 556, abril de 1919. El Monitor de la Educación, N.º 558, junio de 1919.

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En las distintas reseñas y en los artículos, además, se hace alusión de modo genérico a films sobre aritmética, historia, geografía, historia del arte;24 films cómicos;25 películas sobre minerales y geografía;26 serie electoral, serie sobre ahorro.27 Poco sabemos acerca de estos grupos de títulos. No sabemos en qué consisten, qué es lo que muestran, cómo lo hacen, quién ha tomado estas vistas, si se han tomado especialmente para ser proyectadas en circuitos escolares o en espacios educativos. Pero nos ofrecen la posibilidad de inferir algunos atributos. Algunos de los títulos pueden clasificarse dentro de las clásicas disciplinas escolares: geografía, botánica, ciencias naturales, zoología. En ese sentido, quizá no sea errado pensar que amplían el horizonte de estas disciplinas, en la línea de trabajo del uso de imágenes (postales, imágenes fijas proyectadas, ilustraciones) con la lógica de la representación de la naturaleza. Otros de ellos pueden agruparse bajo la categoría “actividades humanas”, como los que se refieren al funcionamiento de canal o los que remiten a actividades fabriles, de tala, etc. En ambos casos, es posible pensar que estas vistas no sólo hacen accesible ciertas escenas de difícil acceso a los escolares, sino que reproducen esa realidad al interior del aula, siendo parte de cierta “función mimética” que la reproducción asumió al interior de la cultura de los siglos XIX y XX (Quintana, 2003). De los títulos mencionados, queremos destacar aquéllos que remiten a un tipo de relato prescriptivo: aquéllos acerca del ahorro, de las elecciones o de cómo curar mordeduras. Cabe pensar que bien pueden haber sido producidos

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El Monitor de la Educación, N.º 606, junio de 1923. “El futuro educacional del cinematógrafo”, El Monitor de la Educación, N.° 519, marzo de 1916. El Monitor de la Educación, N.º 544, abril de 1918. “Un instituto de cinematografía para la enseñanza”, El Monitor de la Educación, N.° 526, octubre de 1916.

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con clara intención educativa, dado que asumen cabalmente una de las formas de la interpelación pedagógica de la época. Por otro lado, están los filmes cómicos y las menciones a la función del entretenimiento que es posible incluir en la escuela. c) Por último, queremos presentar un tercer grupo de títulos: las menciones en El Monitor de la Educación de los filmes producidos o proyectados en nuestro país. Por un lado, en la herencia dejada por la Oficina de Cinematografía Escolar creada en 1930, se consignaban los siguientes: Llegada de S. A. R. la Infanta Isabel de Borbón a Buenos Aires, Las colonias de vacaciones en la Capital Federal, Mar del Plata, Carhué y Córdoba, La Argentina (6 actos), Provincia de Mendoza (3 actos), Provincia de San Juan (4 actos), Los piojos y cómo se exterminan, Lo que nos cuenta la pulga.28 Por otro lado, la frecuente presencia de registros de proyecciones y hasta la reseña de la realización de una Exposición de Cinematografía Escolar en la Capital Federal,29 así como la reseña de creación de distintos organismos dedicados a la producción de material para proyectar,30 permiten construir una lista, si no de títulos, al

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Las tres primeras habían sido realizadas por encargo del Honorable Consejo de Educación, las correspondientes a la Argentina y a las provincias habían sido adquiridas a la señorita Renee Oro, y las dos últimas eran de la marca Danonk de Berlín. Luciani, Ida: “El cinematógrafo en la escuela”, El Monitor de la Educación, N.º 770, de febrero de 1937, p. 82. Reseña que releva los comentarios de la profesora Rosario Vera Peñaloza de dicha muestra. “Exposición de cinematografía escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 725, mayo de 1933, p. 105. Hacemos referencia a reseñas como la que recoge la creación de una organización llamada “La Hora del Niño”, en artículo titulado “Cinematografía escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 767, noviembre de 1936, p. 90, dedicada a la preparación y proyección de material educativo para niños; la creación de una cineteca escolar en el Consejo Escolar 1º (“Cineteca escolar”, El Monitor de la Educación, N.º 892, octubre de

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menos de temas alrededor de los cuales se organizan esas vistas: películas ilustrativas de la naturaleza de nuestro país (chacra argentina, siembra y cosecha del trigo, Cataratas del Iguazú, Los Andes en toda su extensión, nieves perpetuas, glaciares ventisqueros, aludes, morenas, el Aconcagua, los lagos Nahuel Huapi, Correntoso, Traful, Tierra del Fuego, sus costas y sus montañas, el Monte Sarmiento y el Monte Olivia, glaciares, icebergs, témpanos, Ushuaia, focas, elefantes y lobos marinos); tecnología e industrias, deportes, historia natural, geografía, películas de carácter didáctico que incluyen dramatizaciones de fábulas, anécdotas, pasajes históricos y manifestaciones folklóricas, o clasificaciones del tipo: “a) películas ilustrativas en general, que respondan a cursillos o ciclos completos de enseñanza; b) películas sobre temas aislados, útiles para ilustrar las clases del maestro; c) películas que proporcionen en general, beneficios científicos, estéticos, espirituales y morales, y que contribuyan a enriquecer la cultura de los educandos”.31 En relación con las proyecciones que se realizaron de este tipo de filmes, el Libro de Oro del Normal Nº 1 de la ciudad de Rosario reseña que entre las sesiones cinematográficas que se llevaron adelante entre 1931 y 1934 figuran los siguientes títulos: El oro negro (sobre la producción petrolífera en Comodoro Rivadavia); Napoleón y la Revolución Francesa; Donde el algodón es rey; La Argentina y sus grandezas; A través de los Andes; El país de los rascacielos; Viaje por Palestina; La pesca del salmón; En el corazón del desierto; El paludismo: anopheles masculipenis, germen productor



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1939, p. 79) o la creación de un servicio oficial de cinematógrafo escolar por el Consejo General de Educación de la Provincia de Santa Fe (“El cinematógrafo escolar en Santa Fe”, El Monitor de la Educación, N.º 835, julio de 1942, p. 85). Incluida en la reseña sobre la cinemateca de la Provincia de Santa Fe citada en la nota anterior.

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de la enfermedad (esta última de propiedad del Instituto Bacteriológico del Hospital Centenario).32 Por otro lado, en una autorización a alumnos a concurrir a ver films, invitados por Max Gluksman y por Enrique Rays, hombres de la incipiente industria cinematográfica y musical argentina,33 se establece que los niños podrá ver “escenas históricas y geográficas con preferencia argentinas, de enseñanza moral, de ciencias naturales; cuadros industriales, vistas de ciudades y monumentos; retratos de prohombres, vistas de actualidad y otras que pudieran interesar a los alumnos”, excluyendo expresamente las “vistas que puedan contener sugestiones malsanas o vulgares y sangrientas”, todo bajo la supervisión previa del director.34 Lo que se desprende a primera vista de estos títulos es que la opción tomada para hacerle lugar al cine en las aulas podría inscribirse dentro del naturalismo como modo de representación. En consonancia con la tradición positivista, estos títulos permiten inferir la decisión de tomar del arte cinematográfico aquello que respondía a la búsqueda de la “objetividad científica”.35 Pero también debe ser considerada como una opción que, apoyándose en el valor de la intuición y de la educación integral y activa, propia de muchas posiciones de la Escuela Nueva, profundiza la educación



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Libro de Oro del Normal N.º 1 de Rosario, editado en Rosario en 1938. “Cinematógrafo para niños”, El Monitor de la Educación, N.º 475, julio de 1912, sección “Administrativa”. El Archivo General de la Nación aloja la colección Gluksman, con películas que van desde los inicios de su actividad como empresario del cine hasta 1912. Sin embargo no se encontraron indicios que hicieran suponer que alguna de esas películas fueran las proyectadas en las escuelas. “Todo conocimiento de la realidad social no se reduce a una mera operación cognitiva, sino que es también, como nos advierte Bourdieu, una operación sociopolítica que siempre implica un reconocimiento y/o desconocimiento de aquello que se quiere conocer” (Santamaría, 1997: 42).

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estética. A este respecto, en la tradición española se liga la inclusión del cine en la escuela a las excursiones escolares, parte central de una “educación estética estrechamente ligada con la ‘contemplación’ de la naturaleza donde la belleza tiene sus más elaboradas manifestaciones” (Álvarez Macías, 2002). Las posibilidades del cinematógrafo de dar protagonismo a la imagen y a la recepción sensorial y su chance de acercar la vida en movimiento que no estaba al alcance de la vista con un lenguaje universal lo convertían en un instrumento auxiliar de la enseñanza que no sólo ampliaba los registros de la percepción sino que hacía del registro visual el centro de la educación estética. 2. Ciencia, higienismo y educación de la población Uno de los materiales que se han conservado de esta época, y que puede ser tomado como ejemplo para poner en juego lo que se daba a ver, es La mosca y sus peligros. Fechado en 1920, este material fue recientemente editado en CD como parte de una política de divulgación de material cinematográfico mudo argentino por el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Museo del Cine “Pablo Ducrós Hicken”.36 Realizado por Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, dos importantes cineastas argentinos, La mosca y sus peligros, de 35 min de duración, comienza con la explicitación de su objetivo: “El principal objetivo de esta película es divulgar ante el público conocimientos que en general son sólo del dominio de los investigadores”. Enseguida el film hace una presentación general de la mosca, de su morfología, de sus partes, de sus costumbres,

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Primera Antología del Cine Mudo Argentino, INCAA, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, Buenos Aires, s/f.

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enfatizando su capacidad para amplificar la circulación de microbios y los peligros que éstos implican en la vida cotidiana. Haciendo uso de imágenes impresionantes de bebés desnutridos y enfermos por contraer enfermedades a través de la circulación de moscas entre basura y chupetes o biberones, apela al sensacionalismo directo y despliega una serie de prácticas de higiene y cuidado en tono de divulgación. Aunque toda la película conserva un tono “realista”, enfatizado por la terminología científica, el registro de imágenes resulta paradojalmente construido. La mosca es presentada no en su ambiente natural, sino a través de los procedimientos del laboratorio, donde la cámara muestra los procedimientos de cambio de lentes del microscopio, el modo en que se caza una mosca con una botella, el modo en que se la mata y se la ensarta con una aguja, el modo en que el personal de laboratorio se prepara para operar sobre el insecto colocándose una gorra en la cabeza. Posteriormente, se individualizan tipos de moscas con sus nombres científicos y se las presenta una por una, con sus características morfológicas, aisladas y amplificadas. Los distintos tipos de moscas son mostrados atravesados por un alfiler, sobre un fondo artificial y con la imagen recortada en un círculo. Las escenas cotidianas que el film incluye poseen un alto contenido educativo en relación con cómo proceder (resulta llamativa la escena en la que una empleada doméstica lleva un vaso de leche a una mujer con apariencia de “patrona”, pero al descubrir que dentro de la leche hay una mosca mete sus dedos y la retira, sin ser vista, y entrega el vaso a su destinataria). El film no duda en introducir lo que se ve a través de otros dispositivos como el microscopio, propios del régimen de verdad que liga ver con conocer. Más allá de su divulgación dentro o fuera de la escuela, esta película participa del enclave pedagógico propia de la

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mirada escolar. Por un lado, confluye la idea de “divulgación de procedimientos científicos” con la intención educativa, mostrando la articulación de discurso pedagógico, médico e higienista propio de la época. En segundo lugar, pone en juego la centralidad del sentido de la vista para el desarrollo del aprendizaje (o principio de la “intuición”, entendido como mirar, fijar los ojos, observar, contemplar, examinar). En tercer lugar, se hacen eco de la necesidad de educar los sentidos y de hacer de la observación un ejercicio, reafirmando el vínculo entre ver y saber. Por último, es importante el lugar que les otorga tanto a las imágenes de microscopio como al cine mismo en las tecnologías de la visión y en su creciente valor pedagógico. En este ejemplo es posible ver cómo se intersectan propuestas estéticas, regímenes de verdad, prescripciones morales e higienistas y didáctica de la imagen. Se vuelve necesario entonces pensarlos como parte de un registro escópico más amplio, al mismo tiempo que atender a su función de ser “cemento” social donde ideología y estética se intersectan.

Bibliografía citada ÁLVAREZ MACÍAS, Nuria (2002), “Cine y educación en la España de las primeras décadas del siglo XX. Tres concepciones del cine educativo”, Tarbiya, Revista de Investigación e Innovación Educativa, núm. 31, pp. 39-66. ANTELO, Marcela (2005), El apetito del ojo, Bogotá, Cuadernos del Cid. BERGER, John (2006), Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili. BREA, José Luis (2005), “Los estudios visuales: por una epistemología política de la visualidad” en BREA, José Luis (ed.), Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Barcelona, Akal, pp. 5-15.

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Construcciones estéticas de la infancia escolarizada. Niños y niñas indígenas en la escuela de fines del siglo XIX y principios del XX

Sofía Thisted Introducción Este trabajo se propone analizar algunos de los modos en que fueron construidas estéticamente, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, las infancias indígenas y sus familias en el espacio escolar, entendiendo que su presencia fue significada como encarnando a un “Otro” deficitario, minoritario, rémora de aquello que se intenta superar y que Sarmiento identificara con la “barbarie”. Interesa detener la mirada en cómo los discursos pedagógicos fueron construyendo, a partir de un modelo étnico y racial, familias e infancias “normales”, “deseables”, “educadas” consideradas como superiores, que se contraponen a las que se construyen en las familias indígenas y de migrantes de países limítrofes, en particular de los chilenos en el sur argentino –que compartían en muchos casos la característica de ser muy pobres–, y cómo esto se articula con procesos sociales e históricos más amplios. Éste es un momento de vertiginosos cambios en torno a las formas de organización social y familiar, en el que los sentimientos hacia la infancia se modifican. Tal como señala Carli, las historias infantiles estuvieron “signadas por la dispersión, las diferencias culturales y las desigualdades sociales fragantes” (Carli, 2002: 36). La irrupción de la escolarización instaló una temporalidad diferente para la infancia y propuso nuevas formas en

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la relación entre Estado y grupos familiares. Los niños, en las perspectivas liberales, son construidos como los “gérmenes” de los futuros ciudadanos y, por ende, el Estado no puede prescindir de su educación. Así, la infancia se torna sujeto de intervenciones estatales estetizantes que esperan no sólo ponerla en contacto con aquellas expresiones asociadas a la civilización sino conmoverla, producir identificaciones y, más aún, emociones intensas. Tal como señala Barrancos (2000), coexisten diversas formas de organización familiar que varían sustantivamente según los grupos sociales y los contextos geográficos, entre las que se pueden destacar: el modelo patriarcal de familia extensa con muchos hijos, parientes y otros “añadidos”, en las clases altas y en las familias del interior del país; las familias nucleares, en los centros urbanos y en sectores medios, que se caracterizaron por estar constituidas por los padres y pocos hijos.1 Las familias pobres, y particularmente aquéllas de origen criollo en el interior del país, habitualmente tenían muchos hijos, muchos de los cuales no llegaban a la adolescencia. Las familias indígenas son descriptas en aquel momento por viajeros, cronistas y funcionarios –tales como Nicanor Larraín, Roberto J. Payró, Vicente Blasco Ibáñez, Raúl B. Díaz, entre otros– en términos de disfuncionalidad y se hacía hincapié en la necesidad de encausarlos hacia la civilización. A pesar de los matices en sus apreciaciones, se acercan a ellos tanto en el norte como en el sur del país y reparan en la cantidad de hijos, en la precariedad de las viviendas, en la desnudez de las mujeres, en la disponibilidad para entregar muchachas muy jóvenes a los blancos



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Cicerchia (1998) señala que desde el siglo XIX las familias argentinas tienden a procurar ser pequeñas, cuestión que no varía con la llegada de la inmigración a mediados del siglo XIX y principios del siglo XX.

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(Barrancos, 2000) y sólo algunos destacan la generosidad con los recién llegados. También en las culturas escolares que se van construyendo, se proponen miradas que estigmatizan o bien que ponderan algunos de los rasgos de las infancias indígenas, al tiempo que intentan producir registros de lo sensible que los lleven a dejar de lado sus modos de vivir, de vestir, de hablar ya que estos atributos son desjerarquizados. Estas miradas sobre las infancias indígenas se construyen en un momento sociohistórico en el que se perfilan perspectivas en torno a cómo construir un “pueblo para la Nación”.2 La escuela fue considerada clave para producir adhesión en torno a un proyecto común de aquellos sectores considerados “educables” y para los que se esperó que produjera “sensibilidades modernas”. Tal como señala Pineau (1997), se esperó que sectores urbanos, gauchos, inmigrantes, “indios amigos” entre otros, dejaran de lado sus repertorios culturales para incorporarse a los propios de la Nación argentina. Los niños y las niñas argentinos y los hijos de los inmigrantes europeos y sus familias fueron construidos como destinatarios de

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En la construcción del Estado Nacional se identifican algunos sujetos –los habitantes del suelo argentino, los “indios”, los “inmigrantes de ultramar”– y para ellos se prevén consideraciones específicas. La Constitución Nacional de 1853 hace referencia específicamente a la población indígena para la que sugiere conjugar “el trato pacífico con los indios” con la “conversión a catolicismo” (Art. 67 inc. 15). También identifica a los inmigrantes como parte de sus destinatarios, y restringe su referencia a aquéllos de ultramar. Para ellos se dispuso que “el Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes” (Art. 25). A partir de allí se delimita el campo dentro del que se debatirá sobre estos temas y se asume una perspectiva asimilacionista y evangelizadora para los pueblos indígenas y de convocatoria para la inmigración de ultramar, cuestión que se matizará durante el siglo XX.

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la educación pública. Los hijos y las hijas de los pueblos indígenas y de los migrantes de países limítrofes también aparecen nombrados en los debates pedagógicos de la época, aunque más esporádicamente, cuando se describe la infancia, aunque no siempre en clave de alumnos, y cuando se analiza la complejidad del trabajo en esas zonas. Nos proponemos enfocar, en primer lugar, cómo se debatió en ámbitos públicos en torno a las formas de abordar a aquéllos que supo denominarse desde los espacios hegemónicos “el problema de la frontera” y cómo estas definiciones también suponen estrategias, a veces dichas y otras implícitas, para la formación de la infancia indígena. En segundo lugar, nos detendremos en cómo construyen los discursos pedagógicos –encarnados principalmente por inspectores de los territorios nacionales– las miradas sobre las infancias indígenas y sus grupos familiares y sobre las expectativas que albergan o no en la escolarización de estos niños y niñas. Finalmente, nos interesa relevar las discusiones en torno a la escuela deseable para la infancia indígena y las consideraciones sobre las potencialidades de los distintos dispositivos escolares propuestos para producir “nuevas sensibilidades” en función de los grupos de origen.

I. De bárbaros a connacionales… Debates sobre las políticas públicas para los pueblos indígenas Para los pueblos indígenas del sur, las dos últimas décadas del siglo XIX fueron años de despojo de las tierras, luego de las campañas militares. En términos de Delrio, esta etapa fue de “largos peregrinajes” ya que las comunidades fueron desplazadas de las tierras más valiosas, cercanas a los cursos de agua, y al mismo tiempo fueron forzadas a la “destribalización” a través de “la humillación,

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las deportaciones masivas, los campos de concentración, la tortura y el asesinato” (Delrio, 2005: 83). Para los pueblos indígenas del noreste y noroeste tampoco fueron tiempos sencillos y, al calor de la expansión de las fronteras productivas y de las relaciones salariales, vieron desarticuladas sus formas de subsistencia. Tal es el caso de los indígenas del Chaco que fueron reclutados por los ingenios salteños y tucumanos y contratados en función de jerarquías propias de sus comunidades, lo que imposibilitó protestas unificadas (Campi, 2000). Algunos de los integrantes de los pueblos indígenas volvieron a acceder a la tierra a través de premios o de leyes especiales o por entregas personales a cambio de que devinieran en pequeños productores, dejando de lado sus anteriores formas de organización social. Los debates sobre qué estrategias desplegar en torno a las poblaciones indígenas fueron intensos en la Argentina de fines del siglo XIX. A través de diversas leyes se intentó abordar las conflictivas relaciones con los pueblos indígenas frecuentemente a través de “la delimitación de la frontera”. Al discutirse los modos de defender, de ampliar, de ocupar los territorios que hasta ese entonces estaban en posesión de diferentes grupos indígenas, también se cuestionaron la nacionalidad y las formas de delimitar quiénes eran considerados “connacionales” y quiénes no compartían o no lograban integrarse a la “civilización” (Dirección de Información Parlamentaria, 1991). La “seguridad interna” ante las “continuas y reiteradas invasiones” de los indígenas también fue recurrentemente aludida como preocupación. Así al desplegar los motivos para ocupar los territorios, algunos diputados expresaban que los indígenas constituían una amenaza a la seguridad interna y que eran peligrosos para los habitantes de las “zonas de frontera” pero principalmente que constituían

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un obstáculo a la propiedad privada y a la expansión de las zonas productivas para la ganadería y la industria. A pesar de que algunos actores políticos de la época diferían en muchos aspectos vinculados al trato, a las formas de establecer vínculos con los indígenas, todos coincidían en que cualquiera de estas posiciones suponía la condición del sometimiento a las reglas y a las formas culturales de la “civilización”. Y si el sometimiento no acontecía, esto habilitaba la destrucción y la expulsión de los indígenas. Los debates posteriores se centraron en la cuestión de qué políticas aplicar para reubicar, para “colocar”, a la población desplazada de sus territorios y de prácticas ancestrales, aunque esto no supuso ningún tipo de reconocimiento a sus repertorios culturales. Las opciones que se barajaban en aquel entonces eran: enviarlos “a la tropa” o bien crear misiones, reducciones y colonias donde mantenerlos a una distancia relativa de las poblaciones mientras que se intentaba inculcarles hábitos productivos vinculados a la labranza de la tierra. En todos los casos, ya sea por la vía de la segregación o de la asimilación, se procuraba que abandonaran su lengua, sus costumbres de vida, su vínculo con la tierra y que se subordinaran a los valores de la civilización. A la vez, en la mayoría de los casos se procuró disolver las relaciones de parentesco y las comunitarias. Incluirlos en la tropa apareció durante los debates de la Ley 1224, en 1882, como una posibilidad vista con buenos ojos por algunos. El Diputado Zeballos señalaba: lo más humanitario, lo más civilizado, lo más honroso que podría hacer la Nación con ellos, es refundirlos en el ejército, donde se les enseña a leer y a escribir y las primeras nociones de patria que jamás han conocido. Se les pone en contacto con la civilización y por consiguiente en aptitud de ser útiles a su país, separándose más tarde del ejército para convertirse en jornaleros (Zeballos, 1882: 207).

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Tal como señala Lenton (2005), estos procedimientos son motivo de controversia. Dos años más tarde, en 1884, Aristóbulo del Valle, que pertenecía al autonomismo alsinista, enfrentado con el roquismo, planteaba: Hemos tomado familias de los indios salvajes, los hemos traído a este centro de civilización, donde todos los derechos parece que debieran encontrar garantías, y no hemos respetado en estas familias ninguno de los derechos que pertenecen, no ya al hombre civilizado sino al ser humano: al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer la hemos prostituido, al niño lo hemos arrancado del seno de la madre, al anciano lo hemos llevado a servir como esclavo a cualquier parte, en una palabra, hemos desconocido y hemos violado todas las leyes que gobiernan las acciones morales del hombre (Diario de Sesiones del Senado, 1884).

Esta voz disidente ponía sobre la mesa que los desplazamientos territoriales no sólo tuvieron por objeto ampliar los límites de los horizontes productivos sino que llevaron a cabo una estrategia que desarticuló los procesos formativos de estos pueblos, alejando a los integrantes de los grupos familiares e interrumpiendo las relaciones intergeneracionales. Un año después, el mensaje que envió el Poder Ejecutivo cuando se presentó un proyecto de ley sobre colonias indígenas, planteó cuál era la controversia en la mirada oficial: Este es el problema a resolver: si rechazamos a estos indios, si los asesinamos, si los mantenemos en guerra perpetua, o si se hacen los sacrificios necesarios para amansarlos, domesticarlos, civilizarlos gradualmente para que incorporen a nuestra civilización, haciendo de ellos hombres útiles en lugar de ladrones, de salteadores, de asesinos […] algo tenemos que hacer en favor a esa raza desheredada, que nosotros mismos hemos arrojado fuera del territorio que antes ocupaban (Mensaje del Presidente J. A. Roca, 1885).

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En este momento los indígenas son construidos como “Otros”, opuestos a la categoría de “argentinos” (Lenton, 1999), descriptos y presentados como “salvajes”, pasibles de ser enemigos en la guerra, amansados, domesticados o educados en la escuela, en la que se depositan un cúmulo de expectativas, entre ellas la de sortear el obstáculo que suponen las formas de organización familiar. En un segundo momento esta posición irá sufriendo algunas reformulaciones, en tanto se considera que los pueblos indígenas han sido diezmados –y por ende han disminuido su peligrosidad– y se los comienza a construir como reaseguro originario ante la “nueva amenaza”, la invasión cosmopolita que se hace presente en las calles de Buenos Aires. Las posiciones tanto en los debates parlamentarios como en los discursos pedagógicos oficiales, a fines del siglo XIX y principios del XX, refieren a la imperiosa necesidad de asimilación de los indígenas, descriptos en términos racializados, a las formas de vida occidental, urbana, civilizada. En la concepción de algunos de los protagonistas de la época, la inclusión en las sociedades modernas de estos niños y niñas no era a través de la escolaridad sino de la temprana inclusión en el trabajo doméstico, frecuentemente separados de sus madres y en condiciones muy similares a las de la esclavitud. Para otros el destino era el ejército, donde se esperaba que accedieran a ciertos conocimientos rudimentarios de las sociedades modernas, o la deportación. Muchos de ellos fueron recluidos en la Isla Martín García por el hecho de ser indígenas –y no por el hecho de haber cometido delitos, situación por la que muchos llegaban a aquella isla–, lugar donde murió gran parte de ellos por la mala nutrición, el trabajo forzado y las enfermedades que contrajeron viviendo en condiciones de hacinamiento y de falta de cuidados mínimos (Delrio et al., 2010). Finalmente, otros le asignaron la tarea de la

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asimilación a la escuela, institución que procuraban hacer llegar a todos los rincones del país. Francisco Villanueva, inspector de los Territorios Nacionales, en las nuevas escuelas en la Pampa Central, señala: Esta comarca surgida pocos años del estado de barbarie que motivó las “Campañas del desierto”, va experimentando ya las transformaciones de la civili­zación en su marcha acelerada hacia el progreso tan­to moral como económico. La parte del territorio beneficiada por las líneas férreas, ha experimentado la metamorfosis del siglo; pero aún queda la parte occidental y sud, campos vírgenes donde el labrador escolar debe arrojar la si­miente que producirá en lo venidero frutos óptimos. La población situada en los lados mencionados, se compone de elemento indígena (paisanos) y de provincianos vecinos, analfabetos en su totalidad. Este conglomerado de razas afines, en su estado de ignorancia crasa, tendrá que ser regenerado por la acción directa de la escuela en sus diferentes concep­tos. (Villanueva, 1909: 185)

Considerados los niños analfabetos como arcilla que jamás fue trabajada, como tierras sobre las que jamás se ha labrado, la escuela tiene una tarea central: Los pequeños analfabetos son plasmas fáciles de modelar; y el maestro experimentador está en su elemento puesto que labora en tierra virgen. Sin pretender atribuirme esta última cualidad de experimentador, y tan sólo para ilustrar la aserción de los resultados sucesivos, podría citar la escuela de «Los Cerrillos» donde, en un mes de clases con niños analfabetos, he conseguido imprimir los ca­racteres informes de la letra vertical, la facilidad en el cálculo mental y la concepción clara de los diver­sos elementos que constituyen la palabra, inclusive el canto del Himno Nacional. Algunas de estas consideraciones podría exten­derlas igualmente á las demás escuelas de la Pampa fundadas en el corriente año, puesto que los centros donde actúan están

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE subordinados á la misma influen­cia morbosa de la ignorancia y regresión moral. ¡En buena hora han sido creadas estas escuelas! Su obra altamente civilizadora transformará en poco tiempo el presente de embotamiento mental en un futuro de luz y de verdad. Toda esa amalgama de conceptos y de costumbres tendrá que sufrir la acción neutralizadora de la luz (Villanueva, 1909: 187).

Tal como señalábamos anteriormente en los debates públicos de fines del siglo XIX, pocas veces se imaginó la escuela como un espacio para la infancia indígena. Sí en cambio se procuraron interrumpir los procesos formativos que los grupos familiares sostenían a través del desarraigo de las comunidades y de la separación de sus integrantes. Y cuando la escuela fue considerada el espacio de inclusión de la infancia indígena en la Nación, los recibió nombrándolos como sujetos de la carencia y entendió que había que iluminarlos, civilizarlos.

II. Niños y familias indígenas en la mirada escolar Cuando la mirada se detiene en los debates pedagógicos de la época, se constata un arco de posiciones muy heterogéneas: por un lado, sobre las posibilidades o no de educar a los indígenas; por otro, sobre quiénes deberían realizarlo y finalmente, entre aquellos que acuerdan en educarlos, sobre cuáles serían los modos y los contenidos para hacerlo. Inspectores, docentes y otros funcionarios escriben sobre estos temas a partir de experiencias directas, principalmente, en los territorios nacionales. Allí se los nombra, se los identifica en los relevamientos que realizan algunos inspectores, pero no se los considera parte de la Nación e

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incluso en algunos casos no aparecen contabilizados entre los destinatarios de la escuela. Contables o incontables Una de las cuestiones que queda sobre la mesa es que no ha habido una única posición en torno a si los indígenas eran o no destinatarios del sistema educativo que se expandía y esto se expresa en cómo se toma registro de la población en los censos que encaran los inspectores de los territorios nacionales. En un intercambio entre Raúl B. Díaz y Gregorio Lucero –inspector del Consejo Nacional de Educación– en 1894 sobre el viaje de inspección que se va a realizar en los territorios nacionales de Misiones, Chaco y Formosa se suceden las siguientes indicaciones: No olvide Ud. que su misión tiene por teatro los pueblos más atrasados de la República […] ni pierda Ud. la oportunidad en su trato con los gobernadores, consejos de distritos, municipalidades, y principales vecinos de sembrar buenas ideas despertando a la vez interés y entusiasmo por el progreso de la instrucción (Lucero et al., 1895: 326-327).

El inspector Lucero remite los informes de su viaje y consigna cuál es la población que habita los diferentes poblados así como su situación con respecto al acceso a la educación básica. Colonia Dalmasia Es esta una nueva Colonia perteneciente al Sr. Nicolás Mihanovich, linda por el norte con la Colonia Bouvier, por el Este y Sur con el Río Paraguay, por el Este con terrenos fiscales. Tiene 136 familias. Las que por sus nacionalidades se clarifican del siguiente modo: alemanas 2; italianas 2; españolas 5; holandesas 1; argentinas 5; francesas y paraguayas 120. Niños en edad escolar 50. 35 varones y 15 mujeres. Indios reducidos 200 (Lucero et al., 1895: 228).

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En el mismo informe, al relevar la situación de la Colonia Popular, Lucero señala: En la actualidad la colonia cuenta con 50 familias, las que por sus nacionalidades se clasifican así: 20 italianas, 14 españolas, 9 francesas, 6 argentinas y 1 oriental. Niños de ambos sexos en edad escolar: 10. La población total se estima en 465 habitantes sin incluir 145 indios reducidos.

Los “indios reducidos” son parte de la población pero no son contados como parte del sustento de la decisión de instalar o no escuelas en esas zonas. Sí serán contabilizadas las familias y los niños de los inmigrantes y de los locales. Pero esa situación difiere de otras. En 1904, Raúl B. Diaz, inspector general de territorios y colonias federales, relata que en uno de sus viajes le tocó reubicar escuelas que, por distintos motivos, no funcionaban adecuadamente y abrirlas en otros sitios donde había avidez por la escolarización. El 26 del mes citado llegué a la escuela del Manzano, ubicada en la orilla derecha del Río Agrio, a 12 leguas de Las Lajas. Abrí el libro de inspección con esta página: “Local pésimo: piso de tierra y sin nivel, techo sucio, lo mismo que las paredes a cuyo través se filtra el agua de las lluvias; pared sin revoque y sin blanqueo. La habitación del director se halla en igual o peor estado. El material de enseñanza muy deficiente: no hay armario, ni sillas, ni tinta, ni bandera, ni escudo, etc. Asistencia 11 alumnos. Ni el estado mental de ellos ni sus conocimientos acusan la existencia bienal de la escuela: todos son analfabetos menos dos.” Era una escuela muerta, en pleno desierto, privada de toda protección vecinal. Mejorarla era imposible, dejarla como estaba era un error. La clausuré y la trasladé a San Ignacio, residencia del Cacique Namuncurá y su tribu, donde se abrirá tan pronto esté listo el local (Diaz, 1904: 1235).

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Al tiempo, en la misma recorrida, vuelve a pasar por la zona y logra el encuentro con Namuncurá, del que registra: De paso y de vuelta de San Martín de los Andes, visité, a mediados de mayo, al cacique Namuncurá, en su casa de San Ignacio. Al conocer mi cargo y mi propósito demostró gran satisfacción, lo mismo que la familia, repitiendo: -“Ahora sí, estoy contento yo”. Dijo que podían reunirse 60 u 80 niños y que desde hace años todos deseaban y esperaban un “colegio”. Le pedí casa para la escuela y me dijo que no había pero que haría una, lo más pronto posible. Luego me mostró un lindo escudo nacional fundido en los talleres del Ministerio de Guerra, cuya leyenda decía “Escuela Namuncurá”. (pág. 1236)

Aquí, a diferencia de lo se deriva del relato del Inspector Lucero, los indígenas no sólo son contados sino que protagonizan la construcción del edificio escolar. El Inspector Arancibia, según consta en este mismo informe, comenta una conversación con algunos integrantes de un pueblo indígena: “Vengo a visitar estas regiones para fundar una escuela, en la cual los hijos de ustedes aprenderán a leer, a escribir y a ser buenos argentinos” (Díaz, 1911: 196). Para quienes recorren los territorios nacionales, la presencia de la infancia indígena es un dato visible pero no siempre es construido como un dato a los efectos de la necesidad de instalación de escuelas. Se pueden advertir posiciones heterogéneas entre funcionarios escolares, también análisis en función de cuáles son los rasgos atribuidos a los distintos grupos étnicos. Semisalvajes, ignorantes y astutos… La población indígena es descripta en los registros escolares como bárbara, ignorante, atrasada, pero también como solidaria y astuta. Las miradas sobre ellos no son

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homogéneas aunque todos comparten que los esfuerzos han de colocarse en lograr que sean asimilados a la vida “civilizada”. La llegada de la escuela es colocada como un antes y un después, como el paso de la vida inútil a la vida útil y, principalmente, como ocasión para sumarse a la “Patria”. En un informe, el Inspector Arancibia deja constancia de una carta que él le deja al Cacique Morales: Me es grato que la escuela para esa Colonia se inaugurará muy en breve… Su inauguración será un nuevo día para usted y los suyos; desde esa fecha podrán decir con orgullo que quedan entregados completamente á la vida civilizada; los descendientes de su raza gozarán por fin de la educación, convirtiéndose en elementos útiles al hogar, á la sociedad y a la patria (Díaz, 1911: 201).

La ignorancia aparece como un atributo de las familias indígenas pero no es excluyente de este grupo social, sino que es identificada en gran parte de la población migrante. Raúl B. Díaz señala, en 1890, La ignorancia de muchos padres de familia que no quieren (como algunos de Misiones) que sus hijos sepan leer sino plantar y cosechar yerba mate y los quehaceres rurales de los mismos, para los que necesitan los brazos de sus hijos, oponen también, una valla al desenvolvimiento de la educación; pero felizmente tienen a desaparecer en las Gobernaciones en que las autoridades, sin prestar oído a las razones del astuto indio o del ignorante colono extranjero, les arrancan a sus hijos semi-salvajes para entregarlos a la escuela (Díaz, 1890: 658).

Una de las preocupaciones que tienen algunos de estos pedagogos es no sólo que las escuelas transmitan concepciones de vida, sino que quienes transiten por la experiencia escolar las hagan propias, las tomen como parte de los principios organizadores de sus vidas y que entonces esas concepciones no queden sólo en el plano

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de la retórica. En este sentido, Benjamín Zorrilla, ministro de Instrucción Pública, señalaba: Hay una enseñanza sumamente difícil o que los niños pueden adquirir en teoría, sin ponerla jamás en práctica. Esa es la enseñanza de la moral y de la urbanidad. Debéis procurar principalmente, no inculcarles principios, sino tratar de hacerlos cada día más morales y urbanos. Una rigurosa exactitud en el cumplimiento de nuestros deberes; un orden inalterable en la casa y el ajuar de la escuela; un sentimiento de sociabilidad creada en vuestros alumnos; el amor a la verdad y la justicia estimulada por vuestra recta conducta, valen más que todas esas disertaciones sobre los deberes del hombre para con Dios, para con sus semejantes, para con sus padres que los niños y aún los hombres, suelen hacer perfectamente; pero no tardamos en apercibirnos de que las palabras no siempre marchan en armonía con los actos de vida (Zorrilla, 1888: 229).

En este sentido la construcción de los sistemas educativos supone la construcción de un común y esto implica el despliegue de prácticas estéticas que contribuyan a forjar una mirada de lo común (Rancière, 2009). Y este común no sólo debe ser declamado, sino sentido. Para este inspector la preocupación es intentar atraerlos a la civilización: Espíritu refractario á la educación: -Proviene principalmente de la ignorancia y del hábito arraigado, como en el Neuquén, donde la población chilena é indígena en su casi totalidad, es indiferente a la escuela y a todo lo que implica progreso. (Díaz, 1911: 81).

La homogeneidad que la escuela se propone lograr así como la construcción de una sensibilidad nacional, que frecuentemente se nombra como sentimiento patrio o de argentinidad, son también preocupaciones constantes y la única manera de instalarla efectivamente es desterrar otros repertorios culturales:

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE Idioma extranjero. Hasta que se pueblen los desiertos y surja la Nación homogénea, la escuela infantil será la Babel en que se hablarán todas las lenguas. Hay poblaciones en los Territorios, donde el noventa por ciento, chicos y grandes, hablan idiomas extranjeros: en las Altas Misiones, el brasileño, en las bajas Misiones el polaco y el guaraní; en el Chubut inferior el galense (Díaz, 1891: 91).

Los pueblos indígenas, en esta perspectiva, son el pasado bárbaro que “tenderá a fundirse con la civilización occidental”. Raúl B. Díaz deposita la confianza en el progreso y en la escuela, como responsabilidad crucial en la construcción de este futuro: Las tribus indígenas que poblaron el valle del Río Negro, se han ido extinguiendo poco a poco, y algunas familias reducidas que aún viven, no tardarán en transformarse con relación al nuevo ambiente ó desaparecer como los Jannakens (Díaz, 1911: 133).

Pese a las diferencias de matiz, los pedagogos de la época comparten la idea de que el avance de la vida urbana, la llegada del ferrocarril, la desarticulación de las prácticas de vida comunitaria indígena y, centralmente, la acción de la escuela tienden a instalarse definitivamente, llevando a los indígenas –más o menos voluntariamente– a dejar de lado sus prácticas culturales. A diferencia de las voces que se escuchan en otros ámbitos, aquí la confianza en la escuela es más elocuente y también lo son las dudas puestas en las familias, consideradas en la tensión entre las necesidades de la mano de obra infantil, la poca claridad de los sentidos en torno a la escolarización y las dificultades de sostenimiento de la asistencia a la escuela por la extrema pobreza en la que habitan.

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III. ¿Qué escuelas para la infancia indígena? Muchos de los debates sobre la escolaridad en las zonas rurales, y en particular en aquéllas donde la población indígena o migrante es muy abundante, refieren a la posibilidad o no de que los niños indígenas asistan a la escuela –en caso de que éstas estuvieran disponibles–; otros debates se centran en la duración deseable de la escolaridad en estas regiones y otros, en las “formas” que debe asumir la escolaridad para poblaciones escasas y que, en muchos casos, no tienen la misma localización durante todo el año. Las posiciones son encontradas y las primeras escuelas que tienen en cuenta esta situación se crean ya comenzado el siglo XX. Escuelas fijas, ambulantes, internados, instables… Debates sobre la escolarización de la población rural e indígena Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX se ven recorridas por múltiples debates en torno a dónde fundar escuelas, cómo dotarlas de mobiliario y útiles que lleguen en condiciones, cuáles los alcances que debe tener la escolaridad y cómo entablar un vínculo fructífero con una población que dista de la esperada para la escuela. Uno de los primeros problemas que enfrentan es la movilidad de la población, que se traslada a través del territorio en función de sus actividades productivas. Así la discusión sobre la conveniencia o no de promover escuelas fijas o ambulantes es un tema de debate en el que las posiciones son encontradas. Ernesto Bavio, pedagogo entrerriano, describe la iniciativa de escuelas ambulantes fundadas por la Municipalidad en Villaguay, Entre Ríos, a principios de 1886: En cada establecimiento hay dos divisiones, superior e inferior: se establecerán otras así que las circunstancias lo

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE determinan. Mientras una de las clases citadas recita, la otra se ocupa en ejercicios gráficos en las pizarras o cuadernos. Cierto género de recitaciones son, porque su naturaleza lo requiere, simultáneas en ambas secciones, tal como la enseñanza oral sobre la utilidad de ciertas plantas y la manera de cultivarlas. Es evidente que estas lecciones orales dan amplio lugar para el mejoramiento del lenguaje de los alumnos.

Esta iniciativa es recuperada de la experiencia norteamericana, donde se había diseñado un sistema de escuelas ambulantes que funcionó, según se describe en el relato de Bavio, para dominar las grandes extensiones del territorio: En carros cómodos y fácilmente transportables instalaron un arsenal de útiles y un competente maestro y dando a cada uno de estos un égido a recorrer, un mes aquí y otro mes allá y otro acullá, empezaron a desparramar la luz de las ideas donde la naturaleza parecía oponerse (Bavio, 1886: 207).

Dice B. Díaz en un informe que recoge este debate: El Sr. Fernández dice que con todos sus defectos, la institución (escuelas ambulantes) puede ser beneficiosa en ciertos puntos, donde por ser movible la población, no sea posible la existencia de las escuelas fijas. Que en su sección, cree que es la forma más expeditiva para dar alguna instrucción á los indios de la colonia Las Palmas (Chaco), que por el género de vida que llevan y la naturaleza de los trabajos á que se dedican, son nómades y cambian de lugar frecuentemente (Díaz, 1891: 80).

El Sr. Lucero vuelve a estar en desacuerdo ante esta moción y señala que “es de mayores conveniencias dar al territorio las escuelas fijas que necesita con urgencia” (Díaz, 1891: 81). Además, desde la Inspección General de Territorios de 1906 se procura instalar “escuelas ambulantes” o de “cuatro estaciones” para atender el “problema aborigen”. En los debates producidos hacia fines de 1906 entre inspectores de los territorios nacionales (supervisado por

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Raúl B. Díaz), en relación con la fundación de un internado, aparecen discusiones que permiten reconocer diferentes perspectivas. Los inspectores Martínez y Arancibia son quienes promueven la creación de un internado e intentan argumentar que no proponen replicar las instituciones del Medioevo. El Sr. Lucero manifiesta que está en completamente desacuerdo con la institución, cuya historia hace demostrar que no ha de dar los resultados que de ella se esperan. Por otra parte, dice, en el Neuquén no ha de poder siquiera ensayarse por falta de locales y recursos. El Sr. Arancibia señala que el sistema tutorial propuesto no es el internado que el Sr. Lucero fustiga. Por el que la Comisión propone no se alteran casi la vida de la familia del alumno con sus ocupaciones y trabajos, juegos, recreaciones y la libertad necesaria para no hacer de él una casa de reclusión. Y ha de ser con preferencia para niños indígenas, a los que es necesario educar de alguna forma, haciéndoles conocer de cerca la vida de los hogares civilizados (Diaz, 1911: 70-71).3

Nuevamente para algunos la forma de propiciar la asimilación es alejarlos de sus propias pautas culturales y tratar de sostenerlos la mayor parte del tiempo fuera de sus comunidades. Para otros, en cambio, la escuela no los tiene como destinatarios.4



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Para profundizar se puede consultar Raúl B. Diaz (1911), La educación en los Territorios y Colonias Federales. Reuniones anuales de Inspectores, Tomo IV, Buenos Aires, Establecimiento Gráfico Centenario. Estas iniciativas no sólo son retomadas en Argentina. En Bolivia, en 1905, el presidente Ismael Montes promulga una reforma educativa que, entre sus objetivos fundamentales, incluía el intento de erradicar las lenguas indígenas concebidas como bárbaras y para ello introducía la iniciativa de escuelas ambulantes. El modelo de escuelas ambulantes ideado por la reforma de 1907 e implementado en 1907 se basaba en el modelo norteamericano utilizado con las reservaciones indígenas de Estados Unidos. En 1907 el Gobierno nacional de Bolivia crea las escuelas ambulantes, pensadas como instituciones colonizadoras que

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El Sr. Lucero es quien no está muy de acuerdo y objeta: “la palabra indígena es muy de efecto, aunque éstos no vayan á las escuelas, como en verdad sucede” (Díaz, 1911: 71). Y ya iniciado el siglo XX el propio Díaz describe las características de las familias pastoras del sur –indígenas y chilenos– y los límites que encuentra la escuela para expandirse entre ellos. Por un lado el problema que hay que tratar, desde su perspectiva, es que las formas de organización de estas familias pobres suponen la itinerancia. Por otro, aparece la cuestión del tiempo y la disponibilidad de la mano de obra familiar que se requieren para sostener sus economías y las dificultades para sostener la escolaridad prolongada de cuatro años tal como está pensada en los centros urbanos. Finalmente aparece en su relato otra preocupación: la movilidad de la población y la dificultad de construir escuelas fijas que no queden despobladas con el correr de los años. Raúl B. Díaz reseña sus viajes como inspector por el sur y da cuenta de la complejidad con la que se encuentra: “Veranadas e invernadas. Escuelas fijas e instables. La escuela intensiva como aspiración del estado. A fines de abril, cuando los primeros días fríos y las primeras nevadas anuncian la venida del invierno, nótase el principio de un gran movimiento en toda la cordillera, desde el río Barrancas hasta el lago Nahuel Huapí, gran número de familias, próximas al cordón de los Andes, marchan con sus animales caseros y ganados hacia los mejores y más abrigados campos del este; las menos, las resueltas a invernar en algunos valles y cajones, techan de prisa sus ranchos y vana y vienen de Chile acopiando provisiones. La gran masa errante, pastora, permanece en los faldeos orientales de la precordillera hasta octubre, ocupando por lo general, los

pretendían reformular de cuajo la cultura indígena y construir un sentido común basado en la cosmovisión del blanco.

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ranchos y corrales miserables donde vivió el año anterior: tal es la invernada. En octubre, cuando el clima se templa y la espesa capa de nieve, al derretirse quita a los quebrados su mortuorio aspecto […] la masa errante retorna hacia occidente, hacia las principales fuentes de la vida, con todo, sin dejar más huellas que los campos talados y las moradas solas. […] Tal es la veranada. Una ley natural de carácter geográfico imprime estos dos movimientos de flujo y reflujo, en la mayoría de la población chileno-argentina, sin tierra propia; y lógicamente la escuela si ha de llenar su misión civilizadora, lejos de contrariar dicha ley debe obedecerla, acompañando los dos movimientos étnicos. [El subrayado es nuestro.] Algunas escuelas, pues en vez de permanecer fijas, deberán funcionar cinco meses en la veranada y otros cinco en la invernada, previo y atinado establecimiento de dos estaciones bien provistas de material. Si una ley de la vida arrebata los niños a la escuela, ésta debe ir hacia ellos. Otro hecho peculiar del Neuquén, merece atención. Como ese territorio no recibe inmigración y la población vegetativa, por sí sola, no renueva en muchos puntos la población escolar cada dos años, despuéblase la escuela o no recibe los mismos alumnos si ofrecer cursos nuevos. Si ella fuera intensiva, es decir, si en dos años sacara al pobre campesino del estado analfabeto y le diera el máximum de conocimientos útiles a la vida que ha de llevar, ¿qué objeto tendría la existencia prolongada de la escuela en estos puntos? Sería gravosa para el estado y perjudicial para la familia pobre que necesita la ayuda de sus hijos en el trabajo diario […] Tres tipos de escuelas diurnas requiere, pues el Neuquén; la escuela fija, llamada a desarrollarse en las principales poblaciones: la instable que cada dos o tres años irá a la caza de los analfabetos por las incipientes poblaciones fijas y la que acompañaría a la población errante, en su doble movimiento de veranada e invernada [El subrayado es nuestro.] (Díaz, 1911: 1236-1237).

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Así la concepción de educadores de amplia trayectoria en aquella época es divergente en cuanto a la posibilidad o el interés de que los niños indígenas se acerquen a la escuela. Y cuando se alberga la expectativa de que esto suceda, lo que se espera es que el contacto con la escuela (emblema de la civilización) sea lo más prolongado posible para que los aleje de sus costumbres. La discusión en torno a las formas de lo escolar para la población indígena parte de las apreciaciones que se hagan sobre cómo atraerlos a la escuela pero también sobre cómo se los considera. El niño del indígena que es el que principalmente poblará las escuelas de la zona cordillerana del Chubut, es un muchacho sumamente hábil para el caballo, acostumbrado desde muy chico, al punto que en las correrías para las boleadas de los guanacos, él da muchos mejores resultados que los adultos. De modo que la distancia de cinco kilómetros es para esos niños un juguete (Díaz, 1911: 89-90).

Otra cuestión que ronda estos debates es la cuestión de qué oferta educativa y para quiénes, análisis que se hace mirando la experiencia norteamericana y comparando con ella. Nuestras escuelas para indígenas como las de Collón-Curá y Cushamen, sin chacra ni hogar, donde prevalece la instrucción teórica, están muy lejos del modelo americano. La única ventaja es, tal vez, la mezcla del niño indio con el blanco (Díaz, 1911: 125).

Aquí se abren distintos debates, ¿escuelas para todos los niños que comienzan a ser considerados argentinos o bien experiencias educativas diferenciadas? La opción que prima es la de la educación compartida, a veces por falta de recursos y otras por convicción.

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A modo de cierre El proyecto escolar hegemónico en los orígenes del sistema educativo, en los términos en que lo conocemos, se propuso la definición de los posibles: esto dejó algunas formas de construcción subjetiva dentro de lo que fue considerado como válido y otras, por el contrario, dentro de lo no válido. Las infancias y sus familias son consideradas por el Estado como objetos de intervención estética; en el caso de las infancias y las familias definidas como “Otras” se trató de intervenciones particulares y los márgenes que se le concedieron al sistema escolar fueron estrechos. La infancia escolarizada con el inicio del siglo XX es crecientemente construida como objeto de los discursos médicos y pedagógicos que contribuyen a delinear límites específicos para los niños y las niñas “diferentes” en la escuela. Así la escuela forja estéticas específicas en tanto y en cuanto produce, visibiliza y pondera positivamente modos de vida y, al mismo tiempo, estigmatiza otros modos de vida que son considerados como rémoras del pasado, prontas a desaparecer. Las familias ocupan un espacio relevante dentro de las preocupaciones escolares y también son objeto de debates y de políticas específicas que no siempre siguen los mismos derroteros que aquéllas que construyen como sus destinatarios a los niños y las niñas. Para establecer contacto con las poblaciones indígenas, los docentes, y en particular los inspectores de los territorios nacionales, despliegan una serie de iniciativas que tienen por objetivo sumar a los niños y las niñas indígenas (descriptos como semisalvajes pero astutos, como ignorantes pero solidarios, como atrasados pero también interesados en la escolaridad en algunos casos) que permiten sortear los obstáculos con los que se encuentran: ausencia de edificios, poblaciones errantes, idiomas diferentes, tiempos breves de disponibilidad para la instrucción por la demanda de la

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mano de obra infantil. Para esto se utiliza como referencia la experiencia de Norteamérica –tal es el caso de las escuelas ambulantes, como planteábamos anteriormente– pero ya sea por la falta de recursos o por las características que asume en nuestro país, estas iniciativas se reformulan y se definen bajo nuevas formas y también se discuten diferentes formas de escolarización para las zonas rurales, que atienden tanto las obligaciones laborales de los niños como las características de las ocupaciones de los padres, pero estas propuestas no logran instalarse con fuerza.

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Marcos normativos Constitución Nacional de 1853

PRÁCTICAS

Formar lectores, sensibilizar espíritus. La organización de la Biblioteca Nacional de Maestros (1870-1906)1 Nicolás Arata “Las bibliotecas necesitan nervios y no pulpa, carnes vivas y no mortesinas.” Domingo F. Sarmiento, Informe del Superintendente de Educación

Trazar un mapa de los espacios y circuitos de lectura en la Argentina de finales del siglo XIX y principios del XX requiere dar cuenta de la emergencia de un nuevo tipo de lector. Los públicos que accedieron de un modo cada vez más generalizado al mundo de la cultura escrita –niños, mujeres y obreros– no sólo canalizaron intereses específicos y configuraron nuevas sensibilidades a partir del contacto con libros, revistas y periódicos; también contribuyeron a diversificar los vínculos entre la sociedad y la cultura letrada y generaron “una peculiar densidad del campo literario” (Sarlo, 1985: 19). El surgimiento de un nuevo tipo de lector condujo, a su vez, a redefinir los perfiles y las funciones de los espacios destinados a la formación de lectores, donde “el modelo tradicional de la cultura letrada continuó jugando un papel predominante, aunque ya no exclusivo ni excluyente” (Prieto, 1988: 13). Observada en clave “porteña”, la incorporación de nuevas camadas de lectores tuvo lugar en el contexto de una intensa batalla cultural que alcanzó su cenit hacia fines del siglo XIX. Entonces, los “tradicionales” habitantes de

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Este trabajo forma parte de los avances de tesis realizados en el marco del doctorado en Ciencias con especialidad en Investigación Educativa con sede en el DIE-CINVESTAV. La misma se desarrolla bajo la dirección de la Dra. Eugenia Roldan Vera y la Dra. Elsie Rockwell, y cuenta con el apoyo de una beca CONACyT.

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Buenos Aires percibieron con asombro y preocupación cómo la ciudad se llenaba de sonidos nuevos y perturbadores: la sirena de los barcos, el trepidar incesante de industrias y talleres, y el ruido del tranvía. La transformación de la “gran aldea” en una metrópolis moderna sacudió las bases culturales de la ciudad, multiplicó los puntos de fricción entre los “usos y costumbres” tradicionales y las nuevas pautas de sociabilidad y promovió cambios inesperados en los registros perceptivos y en los modos de ver el paisaje urbano.2 Pero no es el sonido de las sirenas de los barcos lo que más inquietaba a las élites dirigentes, sino los murmullos de lenguas ininteligibles que se oían descender de aquéllos y que rápidamente se esparcían aquí y allá. Enseguida, los inmigrantes pasaron de ser representados como un elemento indispensable para el progreso de la Nación a ser observados con recelo y desprecio: “Lo que me revienta es el populacho canalla vociferando en las calles”, escribía Miguel Cané (miembro conspicuo de las clases dirigentes, vocero del malestar que experimentaban los sectores tradicionales frente a la irrupción plebeya y autor de la Ley de residencia) a su madre a propósito de los cambios que experimentaba la ciudad porteña. La reacción de las élites no se redujo a denostar al inmigrante con “argentino desprecio”; al mismo tiempo que expresaban su malestar, los sectores dirigentes comprendieron que, para tallar una nueva identidad colectiva, era preciso “dar algún significado a esos ruidos” (Fernández, 2012: 16) y reinscribirlos dentro de un nuevo 2



“También es claramente visible para los contemporáneos –señala Oscar Terán– que incluso las costumbres más básicas y los tipos físicos están en proceso de cambio. ‘¿Cómo se come ahora?’, se pregunta Vicente Quesada. Y responde ‘Enteramente a la europea’. Pero además ocurre que al mirar a las señoritas se percibe que ‘ya no hay un tipo nacional, la belleza tiene algo de cosmopolita’.” (2000: 24).

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proyecto de Nación.3 Los procesos que desató el esfuerzo por “asimilar” a los inmigrantes presentaron infinidad de aristas y adoptaron aspectos específicos en cada región del país. Uno de ellos, el educativo, cobró gran importancia puesto que debía actuar con celeridad y eficacia sobre las subjetividades de un sector extremadamente sensible de la población: sus infancias. Las acciones que tienden a configurar un nuevo tipo de sensibilidad social suelen estar dirigidas por un conjunto de hombres ligados por estrechos vínculos con los grupos en el poder (en este libro, Marcelo Mariño identificó las posiciones de algunos de los referentes educativos de este período). No obstante, la emergencia de nuevas formas de percibir, de experimentar y de sentir son, también e indudablemente, el producto de “una obra anónima y colectiva” (Barrán, 1989: 219). Los miles de maestros y maestras, médicos e higienistas –entre otros agentes de la sociedad civil– que participaron activamente de aquel proceso fueron, en buena medida, sus artífices; el papel que desempeñaron como agentes educativos es, sin lugar a dudas, un elemento central para comprender por qué la escuela fue uno de los principales instrumentos de integración de la sociedad argentina. El interés de este libro consiste precisamente en preguntarse por los resortes y mecanismos que hicieron de las escuelas poderosas “máquinas estetizantes” a través de las cuales se pretendió amalgamar a grandes colectivos en torno a una sensibilidad común. Siguiendo a Mandoki (2007), se trata de revalorizar el papel que tuvo la estética, tanto a través de sus expresiones artísticas como de las extraartísticas, en el fraguado de

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Para una mirada en mayor profundidad sobre los argumentos y las estrategias que desplegó la élite dirigente y sus repercusiones en el campo educativo, véase Lilia Bertoni (2001), Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

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los estados modernos. Una vía para interpretar algunas de sus características consiste en seguir el curso de las ideas y prácticas impulsadas por los docentes, quienes, en tanto agentes estatales, codificaron, ordenaron y moldearon las instituciones escolares y sus sujetos (cfr. Arata y Mariño, 2013) con el propósito de unificar costumbres, prácticas y valores (cfr. Pineau, 2007).4 Los libros, y tal vez de un modo especial los libros de texto, cumplieron un papel preponderante en la construcción de una sensibilidad civilizada. ¿Cuáles eran las lecturas que nutrían el repertorio de los saberes docentes y cómo se las transmitían a sus alumnos? Es ésta una pregunta ambiciosa que coloca la atención sobre un aspecto que, por cierto, desborda los límites de este artículo, aunque contribuye a situarlo. Nuestras propias fuentes están sembradas de referencias respecto al carácter polisémico que presenta el campo de estudios sobre la lectura y los lectores, aun cuando lo circunscribamos al ámbito educativo. En 1885, por ejemplo, Benjamín Zorrilla –al frente del Consejo Nacional de Educación– afirmaba: “En nuestras escuelas se enseña a leer, lo que es muy bueno; pero no se inspira en ellas el gusto por la lectura” (MCNE, 1885: 68, el subrayado es nuestro). Lo que esta cita parece estar sugiriendo es que un asunto es historiar el despliegue de los saberes, las técnicas y los debates que subyacen en la enseñanza de la lectura, y otro registro muy distinto consiste en poder dar cuenta de las estrategias, de los recursos, de las pautas e incluso de los rituales que se desplegaban en la escuela con el propósito de despertar o “encender” entre los alumnos el placer por la lectura. De las múltiples dimensiones que ofrece el estudio en clave histórica sobre el mundo de la lectura y su relación

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Una versión revisada y ampliada de este artículo puede consultarse en este libro.

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con la educación, el propósito de este trabajo consiste en presentar algunos aspectos relacionados con los espacios destinados a la formación de lectores, haciendo foco en uno que estuvo destinado especialmente al público docente y que se fundó precisamente por aquellos años de cambios y transformaciones: la Biblioteca Nacional del Maestro (en adelante, BNM). No son pocas las razones por las cuales resulta importante avanzar en una historia de la BNM y, aunque pueden resultar un tanto obvias, no por ello son del todo evidentes. Quisiera puntualizar sólo algunos motivos que considero valiosos tanto para echar luz sobre una institución señera de la educación pública que presta –hasta el día de hoy– un importante servicio a la sociedad, como para comprender el impacto que tuvo en la conformación de un público lector específico desde finales del siglo XIX en adelante: - La BNM es un punto de referencia obligado para analizar las políticas de lectura dirigidas hacia los maestros, tanto por la gravitación que tuvo (y tiene) esta institución a nivel nacional y regional, como por disponer del acervo bibliográfico en materia educativa más importante del país. Visto desde el presente, la BNM también es un mirador privilegiado desde el cual interrogar las prácticas y las políticas de archivo, repasando las presencias y ausencias que el archivo público operó sobre el conjunto disponible de la producción cultural y educativa de nuestro país a lo largo de su historia (“las bibliotecas son grandes operaciones de la memoria, que ésta no se completa nunca a sí misma y que vive entre sus porciones perdidas y la promesa de recobrarlas”, sostiene González [2010: 244]). - En este sentido, se trata de un acervo que fue alimentado y nutrido desde diferentes cauces y cuya fisonomía está moldeada por diferentes discursos bibliotecológicos

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(desde las antiguas técnicas de catalogación hasta los modernos procesos de informatización). Las políticas oficiales –siempre exiguas en la relación que guardan con el tamaño de la empresa– se combinaron con las donaciones y los aportes de bibliotecas particulares (las legadas por Alfredo Colmo en los años treinta y por Próspero Alemandri en los años cuarenta, así como las de Hortensia Lacau, Alejandra Pizarnik y Cecilia Braslavsky). Ello requiere, por un lado, reconocer la coexistencia de esos archivos y la especificidad de la que es tributario cada uno, distinguiendo su historia “diferencial” de la que ahora oficia como su anfitriona, y por el otro, los aportes que efectuaron al perfil general de la BNM intervinculando géneros literarios, políticos y pedagógicos. - Se trata, además, de una de las primeras instituciones que funda y consolida –retomando experiencias norteamericanas y europeas– una biblioteca pedagógica en América Latina, donde se establece, además, un museo escolar. A su vez, ésta ha mantenido relaciones institucionales con bibliotecas populares y escolares emplazadas a lo largo del territorio nacional y, así, se constituyó en un modelo de referencia sobre asuntos vinculados con el desarrollo de políticas bibliotecológicas. - Finalmente, la dirección de la BNM ha sido desempeñada por personajes centrales de la cultura nacional (Leopoldo Lugones) y por figuras relevantes del quehacer educacional, así como por hombres que se preocuparon por la difusión del libro de carácter literario (Navarro Viola). Guardamos la sospecha de que los perfiles intelectuales de los directores de la BNM –archivistas, educadores, hombres de letras– dejaron su impronta en las políticas que desplegaron estando al frente de la institución. Contrastar sus ideas respecto

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a las políticas de la lectura con las acciones llevadas adelante durante su paso por la BNM podría arrojar nuevas luces sobre un campo en el que todavía resta mucho por conocer. A ello quiero sumarle otro dato significativo. La BNM se emplaza en uno de los establecimientos más emblemáticos de la historia de la educación argentina: el antiguo edificio del Consejo Nacional de Educación y sede actual del Ministerio de Educación. Eje de una polémica relacionada con una cláusula presente en la donación que puso en riesgo su construcción, el edificio albergó diferentes instituciones y tuvo un rol central en la conducción políticoadministrativa de una gran porción de las escuelas del país durante un siglo. Fue blanco predilecto de los educadores críticos como Julio Barcos, quien calificaba al Consejo como “el más perfecto de los laberintos administrativos”. Con la implementación del proceso de descentralización y transferencia que comenzó tibiamente con la dictadura de Onganía y culminó bruscamente durante los años noventa, sus funciones se reconfiguraron; entonces, al viejo y poderoso edificio del Consejo le cupo el mote de “Ministerio sin escuelas”. Entre sus paredes se implementó durante la última dictadura la mayor acción a escala nacional contra la producción cultural: la Operación Claridad. Ante éstas y muchas otras cuestiones, ¿es posible imaginar que la BNM haya sido indiferente a los cambios políticos y culturales que tuvieron como epicentro la materialidad que la albergaba? ¿De qué maneras impactaron esos acontecimientos en las conductas archivísticas, en las formas en que se pensaron las funciones bibliotecológicas, en los modos en que se propuso que la BNM se relacionara con su público? A pesar de su importancia, el estudio de las políticas dirigidas hacia la formación de los maestros como lectores no cuenta con un gran desarrollo bibliográfico. El estudio

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de las bibliotecas escolares pertenece a una zona ciega del campo historiográfico educativo. Ello puede deberse a las peculiares características que adoptó la investigación sobre las relaciones entre escuela, maestros y cultura escrita en nuestro país. La historiografía educativa se ha volcado fundamentalmente hacia el análisis de los libros de texto y de los manuales escolares (Cucuzza y Spregelburd et al., 2012; Linares y Spregelburd, 2009; Cucuzza, 2007; entre otros) y en menor medida al estudio de los cuadernos escolares (Gvirtz, 1999), los periódicos para niños (Szir, 2006) y la prensa educativa (Finnocchio, 2009). La preeminencia que alcanzó el estudio de los libros y manuales escolares tiene múltiples explicaciones, de las cuales sólo destaco una: en el período abordado en este trabajo la rama más importante dentro del comercio de libros a escala nacional eran, sin lugar a dudas, los textos de enseñanza, que abarcaban más del 50% del volumen del negocio (véase Prieto, 1988: 43-52). La formación de una red de bibliotecas públicas y la relación que guardan con la definición de un tipo de lector con rasgos específicos no atrajeron la atención de los historiadores de la educación, aunque existen importantes aportes efectuados desde el campo de la historia social y cultural al respecto (Prieto, 1994; Gutiérrez y Romero, 1995; Sarlo, 1985; Batticuore, 2005; entre otros). Este trabajo intenta empezar a cubrir esa vacancia. Para ello, el artículo se organiza en cuatro apartados. En un primer momento reconstruiré los principales antecedentes legales que dieron origen a la BNM; luego presentaré los modelos institucionales sobre los que se organizó su propuesta; enseguida, me detendré en el análisis del perfil que buscó imprimirle a la BNM uno de sus primeros directores (Juan M. De Vedia); finalmente, presentaré algunas conclusiones e interrogantes derivados de esta primera aproximación.

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Antecedentes legales La creación de la BNM formó parte de una constelación de iniciativas políticas y culturales promovidas tanto desde el Estado como desde la sociedad civil que tendían a expandir la cultura escrita y a facilitar la formación de nuevas camadas de lectores. Por lo tanto conviene acercarse a su estudio teniendo en cuenta que su emergencia no es un hecho aislado; por el contrario, presenta diferentes puntos de contacto con otros proyectos dirigidos a la conformación de un nuevo público lector. En ese mismo sentido, también es necesario destacar al menos dos elementos que la distinguían del resto: uno, la BNM albergaba un museo pedagógico; dos, desde que empezó a depender del Consejo Nacional de Educación (en adelante, CNE), la biblioteca fue considerada una institución “auxiliar” de la escuela y orientaba sus funciones a hacer de ella “un resorte importante en el mecanismo de la instrucción primaria” (MCNE, 1883: LXIV). Suelen producirse algunas confusiones en torno a los orígenes de la BNM. Para clarificarlos, hay que distinguir los aspectos institucionales que caracterizaron sus primeras tres décadas de vida. Dos tienen que ver con antecedentes legales, la sanción del Decreto 7.779/70 y la promulgación de la Ley 1.420/48, con los que se fundan, sucesivamente, una Biblioteca Nacional y una Biblioteca Pública para Maestros. Las referencias legales son importantes porque cristalizan aspiraciones, aunque de ello no debe inferirse una existencia institucional plena. Lo que nos lleva a mencionar el tercer hito: el establecimiento definitivo de la BNM en la escuela Petronila Rodríguez, sede del CNE. Los siguientes párrafos se los dedicaremos a desarrollar estos tres momentos. La formación de la BNM cuenta con dos antecedentes legales. El primero tuvo lugar durante la presidencia de

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Domingo F. Sarmiento (1868-1874), cuando se sancionó el Decreto 7.779 del 15 de enero de 1870, que disponía la creación, dentro del Departamento de Instrucción Pública, de un espacio que reuniese las funciones de “Biblioteca y Reparto de Libros” y cuyo principal objetivo era “Concentrar en un Departamento u oficina los libros que existen dispersos, sin organización alguna, en las oficinas de todos los Ministerios” (MEC, 1961, n.° 937-938: 57); llegó a contar con dos empleados (su director Clodomiro Quiroga y un escribiente: Francisco Bores)5 y todo parece indicar que funcionó de manera irregular a lo largo de once años. Aquella primera oficina fue denominada por el Registro Nacional con el nombre de “Biblioteca Nacional”.6 El primer reglamento de la biblioteca data de 1870 y estaba compuesto por cuatro artículos. El bibliotecario tenía bajo su cargo la dirección, el arreglo y la conservación de la biblioteca, y su registro y su catalogación; debía asistir puntualmente para garantizar la apertura del local entre las 19 y las 23 (salvo los sábados, en los que estaría abierta desde las 11 hasta las 16); debía clasificar los libros y los materiales empleando un doble criterio: por autores y por materias; también tenía que llevar una estadística en la que se consignara la afluencia de lectores y los libros consultados; finalmente, el bibliotecario estaba facultado

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Desde su creación hasta su instalación definitiva en el edificio del CNE, se desempeñaron catorce directores: Clodomiro Quiroga (1870-1873); Miguel Sorondo (1873-1874); Julio Belin (1877-1878); Felipe Basavilbaso ((1879-1881); Pedro Quiroga ((1881); Enrique Navarro Viola (1881-1883); Mariano Olivares (1883-1884); Rodolfo Araujo Muñoz (1884-1885); Felipe Moreira (1885); Baldman Dobranich (1885-1888); Fernando D. Guerrico (1888-1889) y Tomás Guido (1889-1893). La institución que en la actualidad conocemos con ese nombre –cuya creación fue establecida por Mariano Moreno en 1810– se denominaba hasta el 29 de agosto de 1880 “Biblioteca Pública”. Con la federalización de la ciudad de Buenos Aires, pasó a denominarse también “Biblioteca Nacional”.

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para solicitar a las autoridades la adquisición de nuevas obras. El horario de funcionamiento de la biblioteca y la clasificación bibliográfica bajo un doble criterio de catalogación ofrecen las primeras pistas sobre la ocupación y los intereses de los lectores imaginados: usuarios que sólo contaban con la posibilidad de asistir en el contraturno escolar y cuyos principales intereses se orientaban al conocimiento de un autor o de una temática en particular; intereses que probablemente estuviesen vinculados con el dictado de una asignatura escolar. Nicolás Rivero (1984) –autor de la única historia institucional de la BNM de la cual disponemos– señala una controversia en torno a su performance durante aquellos primeros años: mientras que en las memorias oficiales se indicaba que la misma funcionaba regularmente, otras fuentes consultadas por el autor ponían de manifiesto el estado “vegetativo” de la institución (por ejemplo, el senador Gerónimo Cortez señalaba que él mismo había concurrido a diversas horas a la biblioteca y no sólo no había encontrado lectores, sino que tampoco estaban sus empleados). Durante este primer período, la biblioteca sufrió numerosos cambios de domicilio: en un primer momento funcionó en una dependencia del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, dentro de la Casa de Gobierno. Más tarde fue trasladada a un edificio ubicado en la esquina de las calles Defensa y Alsina, donde abrió sus puertas durante dos años. Luego funcionó en el n.° 90 de la calle Bolívar, hasta que el 19 de octubre de 1889 se emplazó en la escuela Petronila Rodríguez, ubicada en la calle Rodríguez Peña 935, sede del Consejo Nacional de Educación. La primera etapa de la biblioteca concluye cuando el 20 de mayo de 1881 las autoridades del CNE deciden clausurarla y ordenan trasladar los pocos libros existentes a la biblioteca popular de San Nicolás. Sus primeros años

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de vida institucional, como veremos enseguida, dejaron como legado un conjunto desordenado de libros y materiales que serían utilizados como base para la formación de la nueva BNM. El segundo tramo de su organización legal tuvo lugar con la sanción de la Ley 1.420 en julio de 1884. El inciso 18 del artículo 57 disponía “Promover y auxiliar la formación de bibliotecas populares y de maestros, lo mismo que la de asociaciones y publicaciones cooperativas de la educación común”. El artículo 66 de dicha ley agregaba, además, que “El Consejo Nacional de Educación establecerá en la Capital una biblioteca pública para maestros”. La biblioteca quedó formalmente creada por el decreto del 5 de noviembre de 1884 (Sarmiento, 1930: 78). La fundación de la BNM era considerada una pieza central dentro del esquema del CNE, en un doble sentido. - En relación con los maestros, ya que, por un lado, contribuiría a “Difundir el gusto por la lectura, contribuyendo a desarrollarlo en los maestros y alumnosmaestros” y, por el otro, porque compensaba “con sus placeres intelectuales […] las privaciones que les trae naturalmente su posición modesta y los escasos haberes con que el Estado compensa sus delicadas tareas” (MCNE, 1887: 328). - En relación con el resto de las bibliotecas populares y escolares emplazadas en los Territorios Nacionales, se proyectaba que la BNM asumiese su dirección y se ocupase de dotarlas de “buenos libros” para que fuesen consultados por hombres que, por encontrarse entregados al trabajo cotidiano, “necesitan la acción civilizadora del libro” (MCNE, 1887: 330). Esta concepción de la BNM trasluce dos imágenes: la de una biblioteca que busca formar el gusto de sus lectores

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al tiempo que se ofrece como contrapeso frente a la débil posición económica del magisterio (que representaría un límite, entre otros asuntos, sobre la capacidad de consumo cultural de los maestros), y como una biblioteca-centro que se ubicaría a la cabeza del proceso de difusión de la cultura escrita y de la formación de lectores dentro de una red de bibliotecas populares y escolares que ya existían o que deberían crearse en el país. Debieron transcurrir cinco años desde el momento en que se sancionó la ley para que se produjese el asentamiento definitivo de la BNM. En 1888 Zorrilla reconocía ante el ministro de Instrucción que “En este capítulo me encuentra V. E. en falta” (MCNE, 1888: 239). El presidente del CNE había prometido un año atrás inaugurar la Biblioteca y el Museo “instalados en su propia casa”. Para ello, estaba planificado ocupar las instalaciones de la escuela Petronila Rodríguez Peña. Pero surgió un imprevisto: los Tribunales de Justicia, que funcionaban hasta ese momento en el edificio del Cabildo, le impidieron continuar desenvolviendo sus tareas con normalidad cuando la Intendencia de la Capital comenzó a demoler el ala derecha del edificio colonial para ensanchar la Avenida de Mayo. Los Tribunales fueron trasladados provisoriamente por decisión del Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública a las instalaciones donde Zorrilla había previsto que funcionasen la Biblioteca y el Museo. En una nueva carta dirigida al Ministro Zorilla dejaba entrever su desilusión: El Consejo que tengo el honor de presidir, ha tenido que renunciar momentáneamente a instalar en su local propio y espacioso el Museo y la Biblioteca de Maestros, instituciones auxiliares y protectoras de la escuela pública, que de ellas vive, y de las que en gran parte depende el rápido progreso de la educación común (MCNE, 1888: 242).

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La urgencia por instalar la BNM respondía, junto a los motivos ya señalados, a un uso no previsto de los edificios escolares: muchas escuelas de la Capital Federal, al verse desbordadas por el incremento de su matrícula, “sacrificaban” el espacio del edificio originalmente destinado a biblioteca y museo, para emplearlo como aula, lo cual redundaba negativamente tanto en la promoción de la lectura de los alumnos, como para la de los maestros, quienes hubiesen podido encontrar en sus propios locales escolares un lugar de esparcimiento y formación. En 1888, la BNM funcionó en un departamento de la escuela graduada de niñas del distrito 6° y gracias a las refacciones se pudo abrir al público con una instalación modesta “pero que responde por el momento a las necesidades de los maestros de la Capital” (MCNE, 1888: 240). Esta decisión se tomó tras descartar la posibilidad de que, mientras los Tribunales ocupasen el edifico destinado a la biblioteca y el museo escolar, se distribuyeran los libros entre los 16 consejos escolares para que cada uno pudiera formar con ella una biblioteca propia. Finalmente, en julio de 1889, el CNE recuperó el espacio que le había concedido a los Tribunales; en aquella oportunidad Zorilla envió una circular dirigida a todos los maestros de las escuelas públicas la Capital Federal, en la que informaba sobre la inauguración: Me es satisfactorio anunciar a los señores maestros de la Capital de la República, que conforme a lo ordenado por ley y merced a múltiples esfuerzos, se haya convenientemente instalada, quedando desde hoy abierta al público, la Biblioteca Nacional de Maestros. Destinase ésta con especialidad, a los amigos de los niños, a los directores de la infancia que deseen concurrir a ella para acrecentar y fortalecer sus facultades (citado en Rivero, 1984: 7).

Podría inferirse que una invitación especialmente dirigida a “los amigos de los niños” contaba, como una de sus

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contrapartes, con un acervo bibliográfico que respondiera a los intereses de los concurrentes. Esta idea es, sin embargo, sólo parcialmente cierta. El acervo de la BNM se fue configurando en el contacto con sus lectores y los requerimientos que se planteaban en la práctica cotidiana. Además de las compras oficiales, una vía para surtir de libros sus estantes fueron las donaciones privadas (Paul Groussac se cuenta entre los más importantes) o institucionales (la casa Ángel Estrada, por ejemplo). ¿Cuáles eran los criterios para determinar si esas obras respondían a los fines que pretendía cubrir la BNM? No podemos saberlo con certeza, aunque una vía para aproximarse al asunto es la correspondencia que mantenían los donantes con el director de la biblioteca, en donde se intercambiaban motivos y agradecimientos. Los otros medios de abastecimiento fueron la suscripción y los pedidos de los usuarios: “La biblioteca ha adquirido por compra algunas obras importantes que eran solicitadas con frecuencia por los lectores. Asimismo se ha suscripto a varias revistas útiles y que no podía obtener por otros medios” (MCNE, 1897-1898: 179). Otra vía para indagar el perfil institucional que pretendió adoptar la BNM consiste es seguir el rastro de los debates sobre los modelos a los que remitía la concepción de una biblioteca. Como veremos a continuación, dos vertientes arquetípicas definían los contornos dentro de los cuales se fue configurando una identidad institucional propia para la BNM.

Modelos Hacia 1877, Vicente Quesada publicó Bibliotecas europeas y algunas de la América Latina, donde ponía de manifiesto su predilección por aquellas instituciones organizadas sobre el modelo clásico europeo. Se trataba de

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un libro escrito por un hombre de letras que, además, se encontraba al frente de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. En respuesta, Sarmiento publicó una serie de intervenciones en la prensa en las cuales exponía su punto de vista sobre las características que debía adoptar una biblioteca pública adecuada a las necesidades culturales del país. Sarmiento distinguía dos grandes modelos sobre los que asentar su organización: las bibliotecas-archivos, que encarnaban las más importantes bibliotecas europeas, y el norteamericano, cuyo exponente era la Biblioteca Pública de Boston. Una de las premisas para poder distinguir entre unas y otras partía de identificar el perfil y los usos que hacían de ellas sus lectores. “¿A qué y á quiénes sirve una biblioteca?”, se preguntaba. El modelo europeo respondía a los intereses de “eruditos, profesores y fabricantes de nuevos libros”, mientras que en América –y más precisamente, en Buenos Aires– las que se habían levantado siguiendo este modelo sirvieron “de pasto á la polilla, y de entretenimiento á estudiantes de la próxima Universidad [mientras que] el país entero se queda á oscuras con la luz que da este candil debajo del celemín” (MCNE, 1883: 232). Una separata publicada junto al diario La Nación los días 7 y 8 de enero de 1887 –diez años después de aquella fugaz polémica– parecía darle toda la razón a Sarmiento. El autor del informe titulado El movimiento intelectual argentino había reconstruido, a través de una serie de crónicas y cuadros estadísticos, la circulación de lectores por las bibliotecas públicas porteñas. Las cuatro bibliotecas “censadas”7 presentaban algunos puntos de contacto pero también importantes contrastes. Uno de ellos se expresaba 7



Me refiero a la Biblioteca Nacional (ex Biblioteca Pública), a la biblioteca popular Bernardino Rivadavia, a la biblioteca de San Cristóbal (sostenida por la Sociedad Tipográfica Bonaerense) y a la biblioteca de La Merced (que dependía de una asociación católica).

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de manera categórica entre la biblioteca popular (en adelante, BP) Bernardino Rivadavia, que con sus modestos 7000 volúmenes recibía habitualmente una gran cantidad de público (en especial “en las largas noches de invierno, que es cuando más afluyen los lectores, con sus mesas de lectura ocupadas por personas de todas las edades y de todas las posiciones sociales”) y los “21 lectores promedio diario” que consultaban algunos de los 33 000 libros de la Biblioteca Nacional (Prieto, 1988: 47). El informe parecía confirmar la “tesis” de Sarmiento, para quien el modelo de biblioteca europea respondía a los intereses de un “número muy limitado de lectores o más propiamente dicho, de estudiantes que las frecuentan mensualmente”, lo que evidenciaba las dificultades que este tipo de bibliotecas ofrece “para promover y satisfacer el gusto por la lectura” (Comisión Nacional de Homenaje a Sarmiento, 1939: 160). Al tiempo que advertía sobre los peligros de convertir a las bibliotecas públicas en “bibliotecas archivo del saber, para sabios imaginarios o ausentes” (Comisión Nacional…, 1939: 177), Sarmiento reivindicaba el modelo norteamericano, porque consideraba que se abría a los intereses de todos los sectores de la sociedad, que concebía a las bibliotecas cómo medios para canalizar inquietudes prácticas y dar respuesta a demandas vinculadas con las necesidades organizativas de la comunidad. El “cuadro vivo de las bibliotecas norteamericanas” contrastaba con sus pares europeas, porque éstas eran “modernas, activas, útiles a todos” (Comisión Nacional…, 1939: 180). De hecho, sólo en la sociedad norteamericana –notaba el sanjuanino– podía apreciarse el espectáculo del “único pueblo que lee en masa” (citado en Terán, 2000: 125). A riesgo de simplificar en extremo un asunto que merecería una mirada en detalle, lo que me interesa resaltar aquí es que –en el marco de la discusión que estoy presentando– las bibliotecas del viejo mundo fueron representadas como

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instituciones volcadas hacia el acopio de libros “eruditos” que respondían a las inquietudes de un círculo cerrado y estrecho de intelectuales, mientras que las norteamericanas parecían inclinarse por aquellos títulos que contuvieran información útil, amena y práctica para sectores mucho más amplios de la población. Un ejemplo que permite ilustrar lo antedicho: durante su exilio chileno, Sarmiento impulsó la creación de BP a las que buscó dotar de una colección bibliográfica específica. El primer título –cuya traducción y presentación estuvieron a cargo del sanjuanino– fue la obra de Luis Giguier Exposición e historia de los descubrimientos modernos. La novedad editorial atrajo la atención de Andrés Bello, quien le dirige una carta a su colega saludando la iniciativa que traía aparejada la publicación de un libro que buscaba “inspirar en los lectores el amor a los conocimientos útiles y poner a su vista ejemplos brillantes” (citado en Comisión Nacional…, 1939: 39). Una breve reseña de las BP –la más clara expresión de este segundo modelo– contribuirá a clarificar su perfil. Sarmiento había tomado contacto con los clubes de lectura que fundó Benjamin Franklin hacia 1827 y buscó replicar aquellas instituciones en la Argentina. El 23 de septiembre de 1870, en el marco de su presidencia (18681874), promulgó la Ley 419 de bibliotecas populares.8 El

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La ley estaba compuesta por siete artículos en los que se establecían los auxilios que el Tesoro Nacional le prestaría a “las bibliotecas populares establecidas o que se establezcan en adelante por asociaciones de particulares en ciudades, villas y demás centros de población de la República”. Los artículos 2.° y 3.° indicaban que el Poder Ejecutivo crearía una Comisión protectora para las bibliotecas populares, que tendrían a su cargo el fomento e inspección de dichas bibliotecas, así como su parcial financiamiento. Los artículos 4.°, 5.° y 6.° regulaban los pasos legales (elaborar un estatuto y remitir a la comisión un informe detallando la suma de dinero recaudada para el funcionamiento de la institución), que una asociación debía dar para hacerse acreedores del subsidio y establecían además los mecanismos de estímulo y protección estatales.

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29 de octubre de ese mismo año se dictó el decreto reglamentando la aplicación de la ley. Para dar cumplimiento a la misma, se conformó en la ciudad de Buenos Aires la Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares.9 La Ley 419 fue refrendada, más tarde, con la sanción de la Ley 888 de Educación Común de la provincia de Buenos Aires, de 1875. El artículo 82 de dicha ley establecía que “Las asociaciones que se constituyan en las Ciudades, Pueblos o Distritos de Provincia, para establecer Bibliotecas Populares, recibirán de la renta permanente de Escuelas el 25 por ciento de las cantidades que destinen a la compra de libros” (MCNE, 1882: 155). Para acceder a este beneficio, las bibliotecas populares debían prestar libros gratuitamente y facultar a cualquier vecino a adquirir los materiales de la biblioteca, pagando su respectivo valor. Entre 1870 y 1874 se fundaron aproximadamente 154 bibliotecas populares en distintos puntos del país. Aunque la mayoría funcionaba en espacios independientes al de la red escolar, hubo excepciones. Así, en el edificio que ocupaba la escuela Catedral al Norte funcionó durante un tiempo una “Biblioteca Pública” que estuvo bajo la protección de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares.

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La primera comisión estuvo conformada por los señores Palemón Huergo, José F. López, Ángel Estrada, David Lewis y Ángel Carranza. Su secretario fue Pedro Quiroga. Entre sus responsabilidades estaban las de recibir las cuotas de dinero que fueran remitidas por las asociaciones locales; requerir un monto equivalente al Ministerio de Instrucción Pública e invertir el total para la adquisición de libros; formular e imprimir los catálogos de cada institución; remitir al Congreso modelos de reglamentos que hubiesen sido útiles para la organización de las bibliotecas populares; nombrar inspectores de bibliotecas; rendir semestralmente los fondos que hubiese recibido y comunicarlos a través del periódico oficial, y elevar un informe anual al Ministerio detallando los trabajos realizados y las estadísticas de las bibliotecas existentes.

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Las dificultades económicas con las que chocó la Comisión derivaron en su disolución, seis años después, otro 23 de septiembre de 1876. En el interregno que va desde esa fecha hasta 1881, las BP al igual que la BN estuvieron bajo el control administrativo de la Comisión Nacional de Educación. En 1884, la Ley 1.420 le devolvió a las bibliotecas populares un marco legal y las colocó bajo la protección del CNE.10 En síntesis, las bibliotecas populares fueron emprendimientos de la sociedad civil y estaban precedidas por un grupo de vecinos; aunque tendieron vínculos con el Estado, funcionaban sobre la base de suscripciones y podían vender sus libros; los servicios que ofrecían eran muy variados: desde la organización de “lecturas públicas” a cargo del bibliotecario o de algún vecino, quien leía en voz alta para un público que se reunía a escuchar, hasta el dictado de conferencias, pasando por la realización de diferentes tipos de actividades culturales y sociales. La diversidad de funciones y perfiles que cubrían las BP sugiere una concepción asociada a una “ceremonia cívica”, es decir, a ciertos tipos de lecturas que persiguen un objetivo “deliberadamente útil, compartida por un público reunido para tal fin” (Batticuore, 2005: 27). La organización de la BNM no se identifica plenamente con uno u otro modelo; en lo que respecta al proyectado por las BP la “distancia” es más evidente: la BNM dependía de

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Los principales artículos de la Ley 1.420 que regulan el funcionamiento de las Bibliotecas Populares son: art. 42, Inc. 4.º, que establece “Promover por los medios que crea conveniente la fundación de sociedades cooperativas de la educación y de las bibliotecas populares de distrito”; el art. 57 inc. 18.º, que faculta al Consejo para “Promover y auxiliar la formación de bibliotecas populares y de maestros, lo mismo que la de asociaciones y publicaciones cooperativas de la educación común.”, y el inc. 26.º del mismo artículo que dispone “Atender y promover, por lo relativo a las Provincias, a la ejecución de las leyes de 23 de septiembre de 1870, sobre ‘Bibliotecas Populares’”.

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un organismo estatal y centralizado, mientras que aquéllas se basan en una filosofía opuesta. Pero la BNM tampoco se terminó de identificar con el modelo europeo –al menos en algunos tramos de su historia– en la medida en que buscó acoger un perfil de lector que perseguía –como en las BP– objetivos “útiles” y concretos: la organización de una secuencia didáctica, profundizar los contenidos de una clase, actualizar lecturas. El carácter “útil” del emprendimiento es, sin duda, el sentido sobre el que se coloca el mayor énfasis durante los años que analizamos en este trabajo. Un registro en el que se puede apreciar la mixtura entre uno y otro modelo son las tareas de catalogación. Éstas responden, como señalaba el primer bibliotecario que se ocupó sistemáticamente de esa labor –Fernando Guerrico–, al modelo europeo, pero estaban atravesadas por una prerrogativa didáctica que consistía en organizar los libros por temáticas que facilitaran la búsqueda por parte de los maestros. Una vez que estuvo instalada en su local definitivo, se definieron tres estrategias para que la biblioteca cobrara visibilidad y ascendencia entre los maestros: en primer lugar, publicar su catálogo; en segundo lugar, redactar un reglamento que regulase su funcionamiento y finalmente despertar el interés del personal docente por “los libros que figuran en los anaqueles del establecimiento”. Fernando Guerrico, profesor normal y ex inspector técnico de la Capital, organizó entre 1888 y 1889 las obras existentes y elaboró un catálogo que fue publicado en un número especial de El Monitor de la Educación Común. Allí dejaba asentado que había recibido las obras procedentes de la Biblioteca Nacional “en mal estado, en completo desorden, y aun truncos muchos de ellos” pero que al momento del informe “se encuentran perfectamente arreglados”. Para la catalogación se adoptó el sistema de tarjetas; en una primera etapa, sólo se presentaba el catálogo siguiendo el orden alfabético de los autores, aunque

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se esperaba en el futuro contar con una organización de los ejemplares por materias. El número 148 de El Monitor de la Educación Común se destinó a dar a conocer el catálogo de la BNM. Bajo el título “Biblioteca Pedagógica, su utilidad e importancia”, Juan M. de Vedia subrayaba el carácter provechoso de la misma, afirmando que “una biblioteca no es en sí misma sino un templo, cuando no hay espíritus que evoquen el pensamiento de los grandes hombres que han depositado en el libro las ideas más avanzadas” (MEC, 1889, n.° 148: 337). Diez años más tarde, De Vedia, a propósito de un balance, revalidaría aquella premisa afirmando que la vitalidad de la BNM no residía en su nombre “más o menos bombástico”, en la “exageración de sus beneficios”, en la “influencia trascendental de sus obras” o en las “cifras arbitrarias de sus lectores” (MCNE, 1899: 159) sino precisamente en haber sido capaz de ofrecer un auxilio rápido y efectivo a las demandas de quienes se acercaban a ella. El interés por hacer de la BNM un espacio que prestase un “auxilio rápido y efectivo” instó a que sus autoridades retomaran la pregunta sarmientina –¿a qué y a quiénes sirve una biblioteca?– para reformularla en clave institucional: “¿Qué libros serán principalmente los que los maestros deben consultar?” (MCNE, 1899: 337). En el siguiente apartado desglosaré algunos aspectos que se derivaban de este interrogante, haciendo foco en la gestión de De Vedia al frente de la BNM.

En busca de un perfil institucional Entre 1870 y 1895 se desempeñaron al frente de la Biblioteca catorce directores. La rotación del personal directivo es significativamente alta si se la contrasta con el período que va desde el establecimiento definitivo de

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la BNM en la escuela Petronila Rodríguez hasta mediados del siglo XX. En efecto, a partir de 1889 puede apreciarse una mayor estabilidad en el ejercicio del cargo. Ello pudo haber facilitado, entre otras cuestiones, el despliegue de un conjunto de políticas a través de las cuales los directores intentaron plasmar una concepción del papel y de los servicios que debía prestar la BNM a sus lectores. Juan M. De Vedia (1895-1906), Amador Lucero (1906-1914) y Leopoldo Lugones (1915-1938) fueron los tres primeros directores que le imprimen un sello propio al funcionamiento del establecimiento. Las políticas desarrolladas por cada uno presentan algunos rasgos distintivos. Para Nicolás Rivero, la principal tarea de Lucero –autor de una historia sobre las bibliotecas públicas argentinas desde 1810 hasta el Centenario– fue, principalmente, asumir la catalogación de los libros “caprichosamente ubicados” transformando la BNM en un “ente orgánico”: “Puede decirse que es él quien la organiza de acuerdo a las reglas bibliotecológicas” (Rivero, 1984: 9-10).11 La tarea que emprendió Lugones se destacó por la adquisición de las principales obras que forman parte del acervo de la BNM y por la creación, en 1916, de la sala de lectura infantil. Rivero omite en sus crónicas referirse a las contribuciones efectuadas bajo la dirección de De Vedia y coloca toda su atención en la labor de Lucero y Lugones; para Rivero la decena de años que De Vedia se desempeña como director de la BNM podían resumirse en pocas palabras: “un gran desorden”. En la valoración negativa de la gestión de De Vedia, pudo haber jugado un papel importante el peso que Rivero le otorgaba a tareas como la organización del inventario –que caracterizó la etapa

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Una descripción detallada de los trabajos de catalogación realizados durante la gestión de Lucero puede verse en “Biblioteca Nacional de Maestros” (MEC, 1907, serie 2, n.° 30: 171-174).

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de Lucero– o la “adquisición sabia, experta y metódica de ejemplares de un extraordinario valor” (Rivero,1984: 14) que se realizó bajo la dirección de Lugones. Si bien puede sostenerse que durante la gestión de De Vedia no se realizó un trabajo exhaustivo de catalogación y las estadísticas no fueran demasiado confiables,12 también es posible argumentar que fue durante aquellos años cuando tuvo lugar un intenso proceso de redefinición del perfil institucional de la BNM. Dicho proceso se apoyó en dos aspectos: el esfuerzo por identificar y definir los intereses que animaban al público que asistía a la BNM, y la implementación de estrategias para ampliar la acción de la BNM más allá de los límites de la Capital Federal. Haciendo un balance sobre sus primeros años al frente de la BNM, De Vedia presentaba un panorama sombrío de la biblioteca. Cuando asumió el cargo en 1895, recuerda haberse encontrado con “lo que Sarmiento llamó una

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“Es evidente que en esa época las estadísticas no fueron escrupulosamente llevadas; nos encontramos con datos contradictorios a tal extremo que como consecuencia de confusas cifras se da, en algún año, la paradójica circunstancia de una disminución de obras al par que se registra un aumento de volúmenes. […] Otro tanto podemos decir sobre la estadística de los lectores concurrentes […] Es necesario llegar al año de 1906 -para compulsar cifras exactas- cuando el 12 de octubre asume la Dirección el doctor Amado Lucero.” (Rivero, 1894: 9-10). Al parecer, De Vedia era consciente de este problema –que también comportaba una ventaja– y se lo atribuía a la combinación de dos modalidades de consulta (por solicitud o de estantes abiertos) que poseía la BNM. Así, los maestros podían escoger los libros que les interesan directamente de los estantes o bien solicitarlos. “Esta práctica tiene un inconveniente para la marcha y la contabilidad y una ventaja para los lectores. El inconveniente consiste en que aún cuando el lector consulte media docena de obras solo deja constancia del hecho de haber estado leyendo en la sala una obra determinada […] La ventaja está en que los señores maestros pueden consultar brevemente varias obras sobre una materia cualesquiera como sucede frecuentemente. De eso se desprende que el número de personas que figuran como lectores de sala no indican el de las obras consultadas” (MCNE, 1901: 332).

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Biblioteca Panteón”: sus mesas de lectura “habían servido para diversos usos, menos para leer”, sus armarios estaban “repartidos por varias escuelas”, “se habían sustraído cerca de 2000 libros”, “los maestros no tenían conocimiento de su existencia” y “jamás llegaba a ella un libro nuevo” (MCNE, 1901: 256). La principal tarea por aquellos años fue, según el mismo señala, “levantarla de las ruinas […] y habituar a los maestros a frecuentarla, haciéndoles sentir las ventajas que resultan de la comunicación con los espíritus superiores a los cuales llegamos por medio del libro” (MCNE, 1901: 256). Ante aquel estado, el propósito que le asignaba el presidente del CNE Benjamín Zorrilla a la BNM y su museo escolar –convertirse en “instituciones auxiliares de la escuela”– no podía sino naufragar en el océano de las buenas intenciones. Aunque reconocía el estado de zozobra en el que se encontraban, De Vedia también subrayaba que la BNM y su museo habían sido organizados con el propósito de facilitar al personal docente los medios de estudiar los problemas de la educación o el arte de enseñar, á la luz de cuanto se ha publicado en los países más adelantados en esas materias o entre nosotros mismos, como con el de llevar a su conocimiento las resoluciones que en todo el tiempo se han adoptado, haciendo a ese miembro poseedor de toda la ciencia y experiencia en la labor constante de la escuela, como en la dirección y administración de la enseñanza. (MCNE, 1901: 255).

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Vistas de la BNM (1904)

Museo Escolar. La vista, ligeramente inclinada hacia abajo, permite observar un nutrido y variado grupo de objetos escolares: mapas, globos terráqueos, láminas, vitrinas en las que se exhibían minerales u otro tipo de objetos del “reino” animal y vegetal. Los escudos de las provincias que se encuentran dispuestos en la baranda del piso primer piso le imprimen un tono “federal” al espacio. En la planta baja se puede observar la sala de lectura. Fuente: El Monitor de la Educación Común

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Sala de lectura. Desde aquí se pueden ver tres grandes mesas de lectura cuya disposición aprovecha la luz que ingresa desde el sector izquierdo de la imagen. La presencia de mujeres era significativamente mayor que la de los hombres (en 1901, por ejemplo, de las 8721 consultas que recibió la biblioteca, 5462 fueron de mujeres). En la foto puede apreciarse a un grupo de lectoras y, de pie en el fondo, los que podrían formar parte del personal de la BNM. Fuente: El Monitor de la Educación Común

Asimismo, De Vedia hacía propia la opinión de varios pedagogos, para quienes la instrucción general de los maestros se vería potenciada “por medio de lecturas sanas, instructivas, científicas y literarias”. En esta afirmación se pone de manifiesto una concepción integral de la lectura, donde lo útil, lo moral y lo bello coexisten armoniosamente. Pero De Vedia prefería hablar de “lecturas”, en plural, porque era consciente de que un mismo libro podía servir a distintos usos o responder a horizontes de expectativas distintos, dependiendo de los propósitos que animasen a cada lector. Él mismo tenía una opinión formada sobre los intereses que debían guiar las lecturas de los maestros:

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE Un maestro no debiera dejar de conocer las principales joyas de la literatura, no sólo por la satisfacción que ellas proporcionan al espíritu, sino por la suma cuantiosa de conocimientos que esas obras pueden suministrar, por lo que elevan el espíritu, por las enseñanzas que contienen y que luego pueden serles útiles para transmitir a sus alumnos (MCNE, 1899: 337).

En esta opinión, en cambio, se puede entrever los criterios que subtienden una concepción organizativa de la “biblioteca pedagógica”: la reunión de libros que les permitiesen a los maestros recrear el espíritu, les ofrecieran contenidos útiles y les presentaran herramientas para su transmisión. Leer también significaba, para el director de la BNM, “estar a la altura del siglo en que vivimos” y en las lecturas –especialmente en las que atañen a los distintos ramos de la enseñanza– “siempre ha de ser posible encontrar una forma más adecuada para transmitir tal o cual conocimiento” (MCNE, 1899: 338). Había quienes leían por el placer que producía la lectura. Para De Vedia ese grupo no lo integraban mayoritariamente los maestros, a quienes, en cambio, los animaba un interés diferente. Aquéllos veían en el texto un vehículo para otra función: enseñar mejor. Esta caracterización de la relación entre el maestro y los libros ocuparía un lugar medular en la organización de la BNM y le otorgaría su tono específico. En cierto punto, seguía el principio de utilidad que había caracterizado a las bibliotecas populares. Si éstas habían sido concebidas como ámbitos propicios para el desarrollo de los intereses de la comunidad, un lugar para recrearse e incluso para aprender un oficio, entonces la BNM debía adoptar un perfil semejante y ofrecerse como “un consejero lleno de experiencia y sabiduría” dotado de “una generosidad sin límites”, dispuesta a llegar a través de los maestros a

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“iluminar los cerebros de los millares de niños que pueblan las escuelas” (MEC, 1889, n.° 148: 338). A la par de la biblioteca debía ubicarse el museo escolar. Se trataba del primer museo pedagógico que tuvo el país y fue concebido, como señala Cristina Linares, “como motor para la renovación metodológica y material de la educación” (2012: 80).13 Si la primera tenía como propósito responder a las inquietudes relacionadas con la instrucción general de los maestros y proveerles conocimientos e insumos para trabajar en el aula, el museo pedagógico debía procurar transformarse en un centro científico destinado a organizar ese material, a generalizar su uso en las escuelas, a promover su perfeccionamiento y su fabricación en condiciones económicas, a estudiar los mejores métodos de enseñanza, divulgarlos y perseguir su aplicación por medio de informes, lecturas, conversaciones y conferencias (MCNE, 1901: CXXXV).

La principal función de la BNM consistía en tender puentes entre los maestros y los “sabios” de la humanidad. Reflexionando sobre el perfil de los usuarios de la biblioteca, De Vedia se preguntaba “¿Quién los instruirá […]? Los grandes naturalistas, los autores de obras sobre el arte y la industria, con sus publicaciones llenas de delicados grabados, en que se ve y se palpa, puede decirse así, la realidad” (MEC, n° 148: 338).



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Para llamar la atención de las autoridades sobre su importancia, el presidente del CNE hacía mención a la existencia de instituciones de estas características en algunas de las ciudades cuyos sistemas y experiencias educativas solían utilizarse como ejemplos. Así, en la MCNE del año 1883, Zorrilla da cuenta del conocimiento de la existencia de museos pedagógicos en las ciudades de París (Francia), Ámsterdam (Holanda), Berna y Zúrich (Suiza), Génova, Roma y Florencia (Italia), San Petersburgo (Rusia), Nueva York, Washington y Filadelfia (Estados Unidos) y Tokio (Japón).

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Por aquellos años, el horario de la biblioteca se amplió considerablemente. Estaba abierta desde las 12 hasta las 22, con un descanso entre las 17 y las 19. El personal de la BNM estaba formado por cuatro personas: un encargado, dos “sirvientes”14 y el propio director, quienes atendían a los usuarios en dos turnos. Aunque no puedo detenerme puntualmente en ello, quisiera hacer una breve referencia a la adquisición de libros y materiales que se realizó durante esos años. En 1896, por ejemplo, la BNM recibió tres cajas con libros y objetos escolares procedentes de la delegación argentina que se presentó en la exposición Colombina de Chicago. En opinión de su director, era una “grande adquisición para el establecimiento” (MEC, 1896: 541) al tratarse de obras con las que no contaba la institución. Entre ellas, una colección completa de El Monitor, un ejemplar del censo, un diccionario geográfico, la colección completa de la Biblioteca del Maestro, la obra de Sarmiento sobre las escuelas y el curso de pedagogía de Torres. Entre los objetos, había un aparato para enseñar a leer, ilustraciones sobre historia natural, seis cuadros para enseñanza de la música, cuadernos de dibujo y una colección incompleta de minerales. Hacia 1902, la BNM estaba suscripta a varias revistas científicas y pedagógicas (entre ellas, a las revistas América Científica, la Revue Internationale de l’enseignement y a la Ilustración Española y Americana), había incorporado a sus acervos numerosos libros sobre temas pedagógicos (predominan los libros dedicados a la economía doméstica, la psicología infantil la ciencia práctica y las biografías de educadores) junto con algunas enciclopedias; también había nutrido sus estantes con las obras de autores inter14



En 1903, De Vedia manifiesta que “con tan escaso personal es imposible continuar” y sugiere que los “sirvientes” sean ascendidos a “escribientes” puesto que ello se ajustaba mejor a las tareas que desempeñaban. Había un tercer “sirviente” que estaba a cargo de las tareas de portería y de la limpieza del salón (MEC, 1904: 1376).

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nacionales consagrados (Compayré, Amicis, Kant, Tolstoi y Dickens) y nacionales (Mitre y Ramos Mejía, entre otros). El principal recurso con el que contaba la BNM para adquirir ejemplares era la asignación de cincuenta pesos mensuales provistos por el CNE. La compra de libros se realizaba de manera directa a través de diferentes librerías y casas editoriales. Entre otras, los registros asientan compras realizadas a una gran cantidad de particulares. Las donaciones de libros procedían de Ángel Estrada, Cabaut y cía., y también de un amplio número de donaciones de particulares.15 La ampliación del horario y de los materiales disponibles, junto con una mayor difusión de sus servicios, tuvieron un impacto sobre la asistencia.16 “El número de lectores de la biblioteca de maestros continúa aumentando considerablemente [y] No hay en el año un día o noche hábil, aunque lo sea de lluvia que no concurran algunas personas a leer al establecimiento” (MEC, 1904: 1376). La BNM admitía dos modalidades de consulta: en sala o a domicilio. Si se toma en cuenta la proporción de lectores del año 1903 respecto a las modalidades de consulta, se puede ver que de los 19 343 registros realizados, el 42% correspondía a lectura en sala y el 58% restante al retiro de libros a domicilio. Estos números (De Vedia calculaba que este volumen cuadruplicaba a la cantidad de maestros en ejercicio que había en la ciudad) le sugerían a su director que la BNM se había transformado en un “consultorio

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Sobre las donaciones recibidas véase, a modos de ejemplos, MCNE (1901: 334-335); MEC (1896: 541); MEC (1902-1904: CLXVI-CLXXXI). A modo indicativo y tomando en cuenta lo señalado por Rivero sobre la confiabilidad de las estadísticas, transcribo la afluencia de público durante los primeros nueve años: 1895: 60; 1896: 120; en 1897: 1019; en 1898: 4629; en 1899: 5875; en 1900: 6374; en 1901: 8721; en 1902: 18 505; y en 1903: 19 343. Más allá de las corroboraciones es prácticamente indudable que la concurrencia fue creciendo durante el transcurso de los años.

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pedagógico al que concurren los maestros en busca de todo aquello que puede contribuir a esclarecer sus dudas o servirles de norma para interpretar con fidelidad los programas” (MEC, 1904: 1376). El interrogante que giraba en torno a los públicos a quienes servía una biblioteca, llevó a De Vedia a interesarse en “definir” quiénes eran los usuarios de la BNM. Para ello concibió un sistema clasificatorio que le permitía distinguir tres clases de lectores y contrastarlos con aquel lector para el que se había creado la BNM: “los que vienen a buscar una luz que los guie en el desempeño de sus tareas o en la interpretación de los programas” (MCNE, 1901: 331). El primer grupo estaba compuesto por los maestros que asistían a la institución buscando respuestas a problemas “del orden de la transmisión más que del conocimiento, de cómo presentárselos [a sus alumnos] en forma clara y accesible”. El segundo grupo de lectores frecuentaban la institución “con el objeto de completar su instrucción o entretener las horas que les deja libre el trabajo”. Entre ellos había dos grupos: quienes leían “obras serias” y los que “solo se satisfacen con la novela y la poseía ligera” (MCNE, 1901: 331). El tercer grupo estaba conformado por aquellos maestros que se dedicaban a estudiar temas de sus carreras universitarias o de los establecimientos especiales de enseñanza. A De Vedia no le pasaba inadvertido el hecho de que existieran, también, “lectores anónimos” para los cuales “sacan libros del establecimiento los miembros del personal docente” (MCNE, 1901: 331). Finalmente se encontraban los “malos lectores”, un grupo formado por aquellos maestros que “se sorprenden y enfadan cuando se les requiere para que devuelvan un libro que tienen ha largo tiempo en su poder o el de los que estarían dispuestos a quedarse con ellos sino se les hiciese presente que va a llevarse a conocimiento del H. C. su conducta” (MCNE, 1901: 332).

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A partir de esta tipología indiciaria, y con el apoyo de los empleados, De Vedia configuró los primeros perfiles del público que consultaban sus anaqueles, combinando comportamientos (regularidad, constancia) y observación de las normas (devolución a tiempo de los libros, conservación adecuada de los mismos): Entre los lectores, se distinguen algunos por su asiduidad a la sala, otros por el número de libros que han leído o por el buen estado de conservación en que los devuelven. [Otros acudían] a buscar inspiraciones sobre la manera como se conducirán en la enseñanza de tal o cual tópico del programa. [También están los que] llegan a la Biblioteca consultando direcciones para transmitirles a los niños y fueron atendidos y se les indicaron verbalmente. [Finalmente, están quienes se acercan] sin una idea fija” (MCNE, 1901: 160).

Siguiendo esta descripción, puede observarse que no todos los perfiles se ajustaban a las normas. De Vedia mostraba cierta indignación particularmente por aquéllos que no devolvían los libros a tiempo –los “morosos”– aunque se refería a ellos con un tono indulgente: “Sin duda no se aperciben de las consecuencias que pueden tener esas omisiones al cumplimiento de su deber”. Y sugería tomar algunas medidas disciplinarias: “Habría, sin embargo, y con respecto a algunos de ellos causa bastante para una suspensión” (MEC, 1904: 1376). De Vedia llegó a proponer, aunque no podemos saber si fue implementado, la elaboración de un registro con el objetivo de informar a las autoridades del CNE quienes eran los maestros “que se distingue[n] por su amor al estudio, como por otras cualidades que realzan u ennoblecen al educacionista” (MCNE, 1901: 160) imaginando que este tipo de información también podría resultar útil a la hora de designar al personal docente al frente de las instituciones. La acción de la BNM presentaba también algunas limitaciones. Si bien De Vedia subrayaba que la biblioteca

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no desatendía jamás el pedido de un maestro, “venga de donde viniere”, también recordaba que no estaba facultada para realizar préstamos “fuera de la Capital” (MCNE, 1901: 160). Ello permite suponer que, al menos durante los primeros años de existencia, casi la totalidad del público que consultaba en sala o retiraba materiales pertenecía al ámbito de la Ciudad de Buenos Aires. Una estrategia que implementó el propio De Vedia para atenuar esta limitación consistió en repartir obras, folletos y periódicos a maestros e instituciones de la cultura “cuya conservación en el establecimiento no tenía objeto alguno” (MCNE, 1901: 159), privilegiando a los maestros de los Territorios Nacionales. El último año de De Vedia al frente de la BNM el número anual de asistentes había ascendido a 33 241, si se sumaba a quienes habían utilizado sus instalaciones o habían retirado algún libro u objeto del museo. Aquel incremento no podía explicarse –argumentaba De Vedia– por el sólo hecho de haber mantenido abiertas las puertas de la BNM, sino que era el efecto de una política sostenida en la que ha sido preciso poner todo el empeño en hacerse de lectores, atendiendo para ello a los concurrentes con la mayor solicitud, buscándoles el libro u objeto que pudiera interesarles y no limitarse a satisfacer o denegar el pedido sin preocuparse por los móviles que guían al maestro o al que aspira a serlo (MCNE, 1904-1905: 487).

La atención que ofrecía el personal de la BNM, la disposición de sus anaqueles organizados según temáticas para facilitar la búsqueda bibliográfica, la ampliación del horario y los esfuerzos puestos en distribuir entre los maestros los materiales de la BNM son indicadores que podrían interpretarse como expresión de una política que tendía a la formación de un lector específico. De Vedia estuvo mucho más interesado en despertar la vocación por la lectura de los maestros que contribuir a formar su gusto

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literario; por ello privilegió la adquisición de libros cuya lectura presentaran una economía discursiva asequible al maestro. Esta tarea formó parte de sus compromisos activos; se inclinó mucho más por los usos potenciales del texto que por su preservación. Cuando se acercaba el final de su gestión al frente de la BNM a comienzos del siglo XX, el director de la Biblioteca ya podía darse el gusto de afirmar que los maestros estaban “acostumbrándose” a concurrir a la BNM e incluso llegaba a sostener que “es raro el empleado de las escuelas [que] no ha sacado ya algún provecho de ella”, prometiendo, además, “que sus servicios se duplicarán el día que se reparta a todos el catálogo, no sólo de la Biblioteca, sino también del museo y aún de los materiales que contiene la colección de El Monitor” (MCNE, 1901: 257). Para entonces, a la BNM también asistían en busca de inspiración y lecturas algunos autores de textos, quienes –según de Vedia– “podrían decir todo el provecho que han obtenido para la composición de sus obras de la consulta de los libros y revistas existentes en esta biblioteca” (MEC, 1904: 1878). En un tono definitivamente optimista que imprimió a su informe final sobre el papel de la BNM para la comunidad educativa, De Vedia afirmaba preguntando: “Sin ella ¿cómo podrían los maestros saber cuánto se hace en el país, cuál es el movimiento en diversos sentidos y qué adelantos se han hecho en tal o cuál asunto de enseñanza?” (MEC, 1904: 1878).

Espacios e itinerarios de la lectura En este artículo he procurado identificar, por un lado, algunas relaciones entre la organización legal, física e institucional de la BNM, y las concepciones que debía reunir un espacio de lectura específicamente destinado para los

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maestros; por el otro, intenté argumentar cómo este acontecimiento se inscribió dentro de un proceso de mayor amplitud: las políticas de alfabetización impulsadas desde el Estado que encontró en los maestros y maestras a uno de sus principales intérpretes. Entre uno y otro asunto, describí cómo se buscó fomentar entre los maestros el hábito por la lectura, partiendo de identificar sus intereses y necesidades tanto como de formar su gusto por la cultura escrita. El resultado de este estudio, más que arrojar resultados concluyentes, pretendió contribuir a complejizar nuestro conocimiento del mapa cultural en el que se emplazaron espacios públicos destinados a la lectura, se resignificaron los vínculos con la palabra escrita y se promovieron nuevos hábitos lectores, así como para entrever en las relaciones que se establecieron entre maestros y cultura escrita, la configuración de lo que Barrán denominó una “sensibilidad civilizada” (1989). La preocupación por formar lectores, o bien por identificar cuáles son los intereses que animan las lecturas de un público específico, se relacionan de diversas maneras con los problemas que enfrentan quienes asumen la organización de bibliotecas públicas. En el caso de la BNM, los desafíos que asumió uno de sus primeros directores fue el de hacer de ese espacio de lectura un lugar que respondiera a las inquietudes docentes y, por lo tanto, que resultara “útil” y “atractivo”, porque consideraba que esa era la via regia para que los maestros acudiesen al establecimiento. Como trasfondo de su conformación se pusieron en juego dos modelos bibliotecarios: el que veía en los libros una fuente inagotable de respuestas a las inquietudes y necesidades de los sectores populares interesados en sortear los obstáculos que impedían el progreso material y otro que concebía las bibliotecas como un archivo de la cultura, donde sus lectores pudieran cultivar su espíritu. Esta contraposición entre lo útil y lo bello tiene su correlato en la formación

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de la sensibilidad de los lectores; la pregunta por los libros que deben leer los maestros –pensaban hombres como De Vedia– tendría efectos concretos sobre la enseñanza. El interés que pusieron de manifiesto las autoridades de la BNM por la formación de una biblioteca que respondiera a principios útiles: proveer de información práctica para organizar una secuencia didáctica, actualizar los contenidos de la enseñanza, contribuir con el desarrollo de una clase. Cabría preguntarse si el énfasis que depositó De Vedia en esta tarea fue o no recogido con el mismo interés y dedicación por los sucesivos directores. Lo que sugiere la escasa bibliografía con la que contamos es que sus sucesores inmediatos o bien habrían optado por colocar los esfuerzos en la catalogación “definitiva” (Lucero), o bien habrían procurado ampliar su acervo bibliográfico (Lugones) y crear nuevas secciones, orientadas a otro tipo de públicos (el infantil, por ejemplo). Ello no implica, desde nuestro punto de vista, un corte abrupto con las políticas bibliotecológicas y de archivo que llevó adelante la BNM. Más bien, hay que interpretarlo como las reconfiguraciones a las que están expuestas todas las instituciones en las que hasta la transformación más profunda debe convivir con prácticas heredadas y que pueden resultarle “ajenas”. Lo que estoy señalando es que la fisonomía de la BNM no puede interpretarse –como sugiere Rivero– a partir del perfil que le imprimen sus directores. Es preciso abrir la interpretación de su historia a otros planos de análisis que nos devuelvan una mirada más completa sobre las formas en que su perfil y sus funciones se configuraron y fueron cambiaron, incluso resistiendo la voluntad de un solo hombre. Al tratarse de un texto exploratorio, en el espacio reservado a las “conclusiones” quisiera sugerir algunas líneas de indagación que tiendan a profundizar nuestro conocimiento sobre las funciones que se le asignaron y los

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papeles que cumplió la BNM, así como sobre la relación que estableció con sus lectores. - Las lecturas no sólo abren el paso a nuevas ideas sino también a una forma de sociabilidad cultural que puede responder o no a las previsiones institucionales de los espacios donde aquéllas tienen lugar. Esta perspectiva requiere pensar la formación de lectores como un proceso que comienza o se “apuntala” en el marco de un proyecto institucional, pero que definitivamente no concluye allí. Para formarse una imagen más acabada sobre el perfil de los usuarios de la BNM es preciso seguir el hilo de las lecturas que realizaban, rastrear en los registros bibliotecarios la explicitación de los “motivos” de las consultas, identificar cuáles eran sus hábitos como lectores (¿con qué frecuencia asistían a la BNM? ¿Retiraban libros o hacían uso de la sala de lectura? ¿En qué condiciones los devolvían?); también se pueden reconstruir series identificando datos fragmentarios sobre el uso de los libros (¿cuál era la frecuencia con la que se consultaban? ¿Quiénes eran sus lectores –maestros o estudiantes–?); además, se podrían recorrer las páginas de aquellos libros en busca de marcas, de subrayados, de referencias que pudieran indicarnos –en plena labor indiciaria– la presencia de alguna pista sobre la que depositaba su atención el lector del pasado, cuyo sentido “tendría que ser interpretado con el auxilio de la analogía y la imaginación” (Rockwell, 2004: 327). - Indagar cómo fueron leídos los libros que reunía la BNM nos coloca frente a un desafío metodológico aun más complejo: reconstruir los horizontes de expectativa de los maestros-lectores. ¿Qué leían y porqué? ¿Qué esperaban recibir ellos de la BNM? La organización de la BNM coincidió con la aparición de las primeras

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revistas y periódicos elaborados por docentes. ¿Qué relaciones pueden trazarse entre la figura del maestrolector y del maestro-escritor? Para el campo educativo en particular, este asunto está relacionado con la mayor o menor distancia que se construyó, dependiendo de las épocas y de las regiones del país, entre la cultura política de los administradores del sistema educativo (De Vedia es una figura que podría incluirse dentro de este primer gran grupo), la cultura académica de los pedagogos o cientistas de la educación y la cultura empírica de los maestros (cfr. Finnocchio, 2009). Una forma de atender estas dinámicas en trabajos futuros consiste en ampliar los repositorios indagados. - La organización de la BNM se inscribió en una red más amplia de bibliotecas y lugares reservados para el desenvolvimiento de la lectura y otras actividades culturales. Más que un programa fijado de antemano, hay que abordar estas instituciones como una constelación de experiencias que presentaron ritmos propios, que son dueñas de historias diferenciales aunque existan puntos de contacto y que han promovido diferentes tipos de lectores y lecturas (libres o pautadas, en solitario o públicas –distinguiendo entre quienes leían y quienes iban a oír leer–, recreativas o asociadas al desarrollo de una actividad práctica). Las bibliotecas populares y las bibliotecas escolares fueron las que, de una u otra manera, mantuvieron vínculos estrechos con el mundo de la educación y sus actores. Una mirada comparada puede contribuir a distinguir los perfiles de cada una. ¿En qué aspectos se distinguía la BNM de éstas? ¿Existían intereses compartidos, comunicaciones o intercambios entre estas bibliotecas? Las fuentes señalan la presencia de algunas donaciones realizadas por las bibliotecas populares y las bibliotecas

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escolares a la BNM: ¿en qué consistieron y cuáles eran los criterios para incorporarlas a su acervo? - Un primer recorrido por las diferentes etapas que atravesó la BNM sugiere que no respondió a un modelo específico, sino que combinó criterios de dos grandes vertientes: la europea y la norteamericana. Cada etapa presenta rasgos particulares que pueden ser leídos e interpretados a la luz de las políticas impulsadas por sus directores. Pero hay otros “tiempos” en la vida de las bibliotecas: los que dan cuenta de la lenta formación de sus fondos bibliográficos (en ocasiones “acelerado” por el efecto de una donación), los que se miden por los procesos de adquisición, renovación y catalogación, los de sus desplazamientos físicos, los que se identifican en las controversias pedagógicas sobre la función de la lectura y, por supuesto, los que portan la novedad de la aparición de un libro. La sociedad argentina ha cultivado diferentes sensibilidades en torno a los libros. En la Ciudad de Buenos Aires, las bibliotecas públicas fueron uno de los ejes en torno al cual gravitó la sociabilidad barrial y en los cuales se acuñaron no pocas esperanzas de transformar la sociedad en un sentido progresista. Las bibliotecas fueron, también, un espacio sobre el cual convergieron diferentes políticas destinadas a la propagación de disposiciones estéticas y formación de hábitos culturales. Asumir el desafío de historiar la BNM no consiste sólo en comenzar a pagar con investigación una deuda que la historia de la educación mantiene con uno de sus principales acervos bibliográficos (me atrevería a decir que todos los historiadores de la educación argentinos hemos asistido alguna vez a su recinto, en busca de un libro inhallable o a leer cómodamente recostados en sus butacas); también porque es preciso realizar un aporte a la comprensión del papel que tuvo la BNM en la conformación

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de los múltiples significados que tuvo la experiencia de la lectura en la Argentina de aquel entonces.

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Acrónimos BNM: Biblioteca Nacional de Maestros CNE: Consejo nacional de Educación MEC: Monitor de la Educación Común

La arquitectura escolar. Una mirada desde la estética de la vida cotidiana

Patricia Barbieri1 La arquitectura en clave estética Este trabajo forma parte del diálogo entre pedagogía y estética en el que, a partir de diversos aportes, se le fue dando forma al concepto de estética escolar. Desde este lugar, vamos a señalar cómo la arquitectura cumplió en ello un papel significativo. Materializó el ámbito donde se implementó la escenografía adecuada con los valores instituidos y prescriptos por el proyecto político pedagógico que le dio origen y operó para generar efectos sensibles sobre los sujetos que atravesaron el sistema educativo nacional argentino a fines del siglo XIX y principios del XX. Hablar sobre arquitectura y estética remite a la idea de que lo que se pretende es elogiar y valorar al objeto arquitectónico. Desde este lugar siempre se ha entendido que las consideraciones estéticas, aunque no siempre explícitas, han tenido y tienen un lugar en los debates de la disciplina. Ya en el siglo I a. C. Vitruvio,2 en su tratado De Architectura establece claramente la diferencia

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Este trabajo está enmarcado dentro del tema que desarrollo en mi tesis de maestría: Relación espacio físico-proyecto político pedagógico. Edificios para la educación en la ciudad de Rosario durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX, dirigida por la Dra. María Silvia Serra y se inscribe en el proyecto de investigación “Historia estética de la escolarización en la Argentina” dirigido por el Dr. Pablo Luis Pineau. Nos referimos a Marcus Vitruvius Pollio (siglo I a. C.), arquitecto, ingeniero y tratadista romano. Autor del tratado de arquitectura más antiguo que se conserva.

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entre una obra arquitectónica y una simple construcción. Señala las tres características que no deben faltar en la primera: “seguridad, utilidad y belleza”;3 esta última se obtiene cuando el aspecto es “agradable y esmerado” (Vitruvio, 1997: 36). El aspecto “agradable y esmerado” se relacionaba con la simetría compositiva, cualidad que se fue modificando en el transcurso de la historia. Este tratado, que se podría decir fundante de la arquitectura, será un elemento de referencia para esa tríada que plantea el equilibrio entre esos tres componentes y donde “la belleza” aparece identificada con otras formas, como el deleite, la expresión, la armonía, etc., según las distintas significaciones que a través del tiempo se le otorgaron. Unida a esta idea que se centra en abordar la problemática de la belleza, la estética se puede entender como una teoría del arte, como un valor, como un sentimiento cercano al placer, que siempre permanece ligado a una cualidad de la obra (Mandoki, 2006a). Es así que podemos decir que estamos frente a una estética que no se sustrae del arte, y en este sentido la arquitectura como objeto sensible o perceptivo tiene potencialmente la capacidad de suscitar una experiencia de estas características en los sujetos. Apartándose de esta mirada centrada en la estética tradicional, la línea investigativa de Katya Mandoki nos introduce por otros recorridos, cuyo objetivo es explorar la 3



Hemos consultado la versión traducida por José Luis Oliver Domingo: “Se conseguirá la seguridad cuando los cimientos se hundan sólidamente y cuando se haga una cuidadosa elección de los materiales, sin restringir gastos. La utilidad se logra mediante la correcta disposición de las partes de un edificio de modo que no ocasionen ningún obstáculo, junto con una apropiada distribución –según sus propias características– orientadas del modo más conveniente. Obtendremos la belleza cuando su aspecto sea agradable y esmerado, cuando una adecuada proporción de sus partes plasme la teoría de la simetría.” Marco Vitruvio Polión (1997), Los diez libros de arquitectura, Alianza Forma, Madrid.

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prosaica o la estética de la vida cotidiana. Para la autora, se trata del estudio de la condición de estesis, entendiéndola como “la sensibilidad o condición de abertura o permeabilidad del sujeto al contexto en que está inmerso” (Mandoki, 2006b: 11). Para avanzar con esta idea, incorpora otro concepto clave que es el de prendamiento4 (Mandoki, 2006a: 88-91), entendiéndolo como un estado de apertura que unifica y vigoriza al sujeto, un acto de amplitud donde la sensibilidad es cautivada. En esta línea de pensamiento, lo cotidiano se revaloriza y se complejiza, ya que se constituye continuamente a partir de relaciones, experiencias, vivencias, actos y conductas, dentro de un horizonte circundante en donde existen acuerdos y reglas compartidas que afectan la sensibilidad de los participantes y, por lo tanto, requieren de estrategias particulares “ligadas a la presentación de realidades, de imaginarios, de identidades” (Mandoki, 2006a: 151). En “la presentación de realidades”, lo visual es un componente esencial y el espacio físico adquiere un papel relevante. Para Mandoki la arquitectura es “escenografía por excelencia, es un símbolo al funcionar como energía fijada o coagulada, a través de la materia” y plantea que desde la prosaica “un edificio es visto como enunciado”, como así también lo es “la decoración” de un espacio determinado (Mandoki, 2006b: 42). Este concepto de estética se apoya, entre otros, en el de registro escópico, que la autora señala como puesta a la vista

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Plantea Mandoki (2006) que, en la medida en que se afina el prendamiento, se agudizan los sentidos: al escuchar música se afina el oído, ante un hermoso paisaje se agudiza la vista, etc., y que hay cierta oralidad en la condición de estesis al nutrirnos del mundo. El prendamiento por lo tanto se opone al prendimiento, ya que mientras en el primero la sensibilidad es apertura, goce y remite al eros, en el segundo ésta es bloqueada para no padecer ante lo que se nos presenta y nos acerca al tánatos.

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de registros espaciales y objetuales para lograr efectos en la sensibilidad del destinatario.5 También afirma su importancia definiéndolo como “el ancla más recia con que cuenta el Estado para legitimar su poder” (Mandoki, 2007: 32). La estética se presenta así, bajo esta línea teórica, no como una cualidad del objeto, sino como una práctica de los sujetos en el contexto en que están inmersos. En el caso de lo escolar, se manifiesta abarcando la totalidad de la vida en la escuela e involucrando su cultura material. Por lo tanto, la arquitectura y su equipamiento constituyen estrategias de enunciación escópica que, entendidas desde la prosaica, contribuyen a generar efectos de valoración sobre los sujetos, y por lo tanto a construir identidades. Abordaremos la exposición a partir de cinco registros escópicos referidos al edificio escolar, comenzando desde su exterioridad a partir de una mirada que involucra lo urbano, para centrarnos luego en su interioridad. El edificio que analizaremos tiene la particularidad de ser la primera Escuela Normal creada en Rosario. Comenzó a funcionar en 1879 y 18 años después, inauguró su edificio, momento a partir del cual se inició un acelerado proceso de formación y de consolidación institucional.

Primer registro escópico: la escuela como espectáculo6 Apenas creada, la Escuela Normal N.° 1 fue configurando dentro de la ciudad de Rosario una presencia

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Al respecto, véase el trabajo de Serra en este mismo libro. Debord (2008) define al espectáculo como el heredero del proyecto filosófico occidental, que fue una comprensión de la actividad dominada

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institucional portadora de elementos materiales y simbólicos culturalmente valorados. Instalado frente a una plaza que le servía de marco y jerarquizaba su presencia, era posible observar que el edificio cumplía ampliamente con la función requerida para la arquitectura escolar de ese momento. Decía El Monitor de Educación Común, órgano oficial del CNE en 1931: ha de ejercer una sugestión casi religiosa, resultante de ciertas condiciones materiales; debe impresionar por su grandeza, por la grave armonía de sus líneas, por el recogimiento de su atmósfera que invite a la práctica de los actos buenos y justos. Debe influir a través de sus piedras; y de cada columna, de cada ornamento desprenderse un principio de arte, un canon de belleza.

Consideraba al edificio “uno de los medios prácticos de educación estética”,7 un poderoso factor para la formación del alumnado. Para ingresar a esta escuela había que trasponer un doble límite: una reja perimetral alta que separaba pero permitía las visuales hacia y desde la plaza, haciendo posible reconocer la presencia de la institución a cierta distancia, y el ingreso principal al edificio sobre el muro macizo circundante. Entre ambos se generaba un espacio abierto que, a partir de sucesivas modificaciones, pasó de ser un



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por las categorías del ver. También como “la ideología por excelencia porque expone y manifiesta en su plenitud la esencia de todo sistema ideológico” (Debord, 2008: 215). En sesión del 11 de agosto de 1911, el Consejo General de Educación comisiona al Sr. Moisés Valenzuela para que realice estudios y observaciones en Francia, Italia, Suiza, Bélgica, Holanda, Alemania e Inglaterra, para poseer datos sobre el movimiento educacional operado en esos países. En el informe presentado un año después, se hace referencia a la educación estética y se señala la importancia del edificio escolar y de los espacios abiertos para la educación. Posteriormente este material publicado en el libro Las escuelas europeas es editado en El Monitor de Educación Común para su difusión en nuestro país.

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pequeño cantero que cumplía la función de jardín botánico8 a un amplio “gimnasio y jardín”.9

Vista de la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda” de Rosario. El Monitor de la Educación Común definía al edificio como uno de “los medios prácticos de educación estética”. Lo consideraba también como factor poderoso para la formación del alumnado.

La utilización de estos recursos arquitectónicos –reja, jardín y muro– fue efectiva ya que permitió materializar los preceptos higienistas, pero también jerarquizó y resaltó el

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El “hortus botanicus” o jardín botánico es un concepto distinto al del jardín meramente ornamental. En él se exhiben colecciones científicas de plantas vivas para su conservación e investigación y para la enseñanza de las ciencias naturales. En la Escuela Normal N.º 1, este espacio se encontraba en el frente del edificio, enmarcando el ingreso a la escuela, y se reducía a un cantero que tenía, según consta en el Libro de Oro de la Escuela, “16 macizos de plantas para ayudar a los estudios de botánica que se hacen en este establecimiento”. “Gimnasio y Jardín” es la designación que aparece en el Libro de Oro de la Escuela Normal N.º 1 para referirse al espacio abierto comprendido entre el edificio y la reja perimetral.

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ingreso, permitió una aproximación gradual al edificio y por lo tanto a la percepción del mismo marcando una tajante diferencia entre el adentro y el afuera de la institución. La reja era el elemento divisorio adecuado porque favorecía la circulación del aire.10 Las diversas especies ornamentales debían servir para “purificar y perfumar el aire”; los jardines debían tener senderos de arena gruesa o de pedregullo. Además debían ser alegres y floridos y tener fuentes de agua, bancos cómodos y “estatuas honestas”. Todo esto dirigido a estimular la observación directa de las ciencias naturales, la historia y el arte. Se intentaba así favorecer un aprendizaje que, paralelamente, se dirigía a la conformación de una estética que diferenciaba a la escuela del mundo exterior. En palabras de la directora se sintetizan estas intenciones: Sólo diré que en estos últimos tiempos todo conspira contra la estética, hasta las muñecas son de fabricación grosera y desprolija; la perfección de los biscuits ha sido reemplazada por los kewpys deformes y artificiosos, el teatro y la crítica están en manos de los improvisados, la caricatura desaloja a los grandes maestros, las bellas canciones regionales están suplantadas por las coplas libres, y las selectas danzas y trozos musicales que fueron el encanto de los pueblos, ya no existen por doquiera que busquemos arte y belleza que proporcionen regocijos y satisfacciones espirituales, hallamos impostura y vulgaridad, cuando no licencia. De aquí, el impulso dado a toda orientación estética, en la Escuela Normal11 (Libro de Oro, 1938: 138). 10





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No se recomendaba colocar sobre las rejas plantas trepadoras demasiado tupidas porque alteraban la funcionalidad requerida de dejar pasar el aire. Se alentaba el uso de especies vegetales que embellecieran y oxigenaran los jardines buscando la salud del cuerpo y el goce estético ya que a través de ambos se llegaba al “equilibrio físico y moral”. La educación estética en la escuela es un tema recurrente en El Libro de Oro. Se hace referencia de manera especial en el artículo “Ambiente estético de la escuela” y también en los otros temas que trata, aunque de manera más general.

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Los espacios abiertos de la Escuela Normal N.º 1 tenían previstas actividades bien diferenciadas que privilegiaban algún tipo de objetivo. Para enseñar la ciencia, el “hortus botanicus”; para enseñar los preceptos higienistas, el “gimnasio y jardín”; para enseñar la historia nacional, la plaza y los patios que se complementaban o sustituían ante eventualidades. De esta manera, los componentes del espacio abierto (especies vegetales, agua, estatuas, monumentos, fuentes, pisos, rejas y equipamiento) contribuían a la creación de la escenografía adecuada para actividades ligadas a la enseñanza y también a la formación estética por su calidad. Esta estética tenía que ver con “un ideal de embellecimiento de la vida cotidiana” (Sarlo, 1998: 74-75) y para lograr ese objetivo fue necesario de prácticas y también de ámbitos adecuados donde pudiesen adquirirse y desarrollarse. En esa educación la arquitectura jugaba un papel decisivo. Cuando la escuela abría sus puertas a la comunidad, no lo hacía de manera imprevista o informal sino a partir de ceremonias cuidadosamente planificadas. En este contexto, “el gimnasio y jardín”, espacio casi escenográfico, se volvió el lugar adecuado para las exhibiciones de gimnasia y de los actos escolares, dos actividades que trascendieron el límite de la institución ya que podían ser presenciadas desde la plaza. Vista desde afuera, la Escuela Normal N.° 1 se presentaba como una comunidad eficazmente organizada; entro del paisaje urbano, como un edificio público relevante, fácilmente identificable, coherente con la importancia que el Estado le había atribuido a la educación.

Segundo registro escópico: escuela sin Dios Refiriéndose al proyecto político-pedagógico de la Generación del 80, momento en que al construirse el Estado Nacional se organiza el sistema educativo formal, Juan

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Carlos Tedesco (2003) menciona el debilitamiento del avance de la enseñanza religiosa y la pérdida de influencia de la Iglesia sobre la élite dirigente y sobre el Estado, situación que se ve plasmada en la educación. Desde este lugar, es interesante remarcar cómo la elección del sitio donde se instaló la escuela pudo dar cuenta del conflicto entre educación y religión. Al analizar la ubicación del edificio dentro de la plaza, es posible observar cómo dos instituciones con sus arquitecturas propias se disputaban el poder: la Iglesia, “el templo del catolicismo”, era despojada de su lugar en el espacio urbano por la Escuela, “el templo del saber”. La capilla Santa Rosa de Lima estaba situada frente a la plaza,12 que oficiaba de atrio los días festivos. Posteriormente el edificio de la escuela se construye en el medio e interrumpe este vínculo. Mientras la construcción avanzaba, el clero modificó la categoría de Capilla a Parroquia13 e inició también la construcción de un nuevo templo en reemplazo del existente. La nueva parroquia, si

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Raquel García Ortúzar y Sonia Berjman, en su obra Reflexiones sobre Joseph Bouvard y el paisaje en Rosario en 1910, indagan sobre la importancia de esta plaza en el contexto urbano y señalan que, al inaugurarse la escuela, la plaza Santa Rosa se había convertido en un importante paseo dentro de la ciudad. La importancia de los espacios urbanos entre 1860 y 1930, como ámbitos de socialización, fue desarrollada por autoras como Sandra Fernández y Analía García (2006). En febrero de 1888 es erigida en Iglesia Parroquial y en 1897, año en que se inaugura el edificio de la Escuela Normal de Maestras, se inicia la construcción del nuevo templo en reemplazo del existente. Aquí es importante resaltar que en 1888 la ciudad de Rosario quedó dividida en lo que respecta a su jurisdicción parroquial en dos secciones: la que correspondía a la Iglesia matriz Nuestra Señora del Rosario y la que correspondía a la parroquia Santa Rosa de Lima. Por lo tanto el edificio escolar no daba la espalda a cualquier iglesia, sino que le daba la espalda a la segunda iglesia más importante de la ciudad. En este contexto privaba al catolicismo de su vinculación con un elemento urbano de gran importancia como era la plaza, que exaltaba y concedía jerarquía a toda institución que se ubicara en sus límites.

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bien no consiguió volver a vincularse con la plaza, sí logró incrementar la altura del campanario y de esta forma ser percibida al asomarse por detrás de la escuela.

En primer plano, la Plaza Santa Rosa; en el segundo, la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda”; y en el tercero, el campanario de la parroquia asomándose detrás del edificio escolar.

A partir de ese momento, estos dos edificios entablaron entre sí un nuevo y sugerente diálogo que daba cuenta de la política del Estado con respecto a la Iglesia: arbitrar los medios para ejercer el control sobre ella, pero no pasar al plano de la separación institucional.

Tercer registro escópico: el catecismo higienista La arquitectura escolar debía reunir condiciones ligadas al higienismo. Como resultado de este requerimiento a nivel educativo, se entrecruzaron los discursos médicos y pedagógicos, que encontraron en el espacio físico uno de los resortes para la prevención de las enfermedades. En

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el artículo 13 del Capítulo I de la Ley 1420 de Educación Común en la Capital, colonias y territorios nacionales se hace referencia a este tema y se enuncia lo siguiente: Art.13.- En toda construcción de edificios escolares y de su mobiliario y útiles de enseñanza, deben consultarse las prescripciones de la higiene. Es además obligatoria para las escuelas la inspección médica e higiénica y la vacunación y revacunación de los niños en períodos determinados.

El doctor Francisco Súnico,14 fundador de la Inspección Médica Escolar Argentina, en unas de las páginas de su libro Higiene Escolar hace referencia al edificio de la “Escuela Normal de Maestras en el Rosario” y lo señala como “bastante bien concebido” e “interesante” (Súnico, s/f: 446-448). Explicitaba las condiciones que debían reunir las construcciones para la educación en la República Argentina: Como todas las construcciones colectivas, el edificio de la escuela debe responder á los tipos generales, determinados de un lado por la evolución histórica y del otro por los preceptos fundamentales de la higiene moderna. Así, no hay por qué establecer diferencia entre el tipo del cuartel y el de la construcción escolar. En uno y en otro se persigue un propósito único; la salubridad, variando después naturalmente, la disposición interior con arreglo á los objetivos y necesidades especiales de cada grupo (Súnico, s/f: 51).



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Doctor Francisco Súnico: Profesor de Higiene Escolar en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata, ex director general (fundador) de la Inspección Médica de Instrucción Pública, profesor de Higiene Escolar en la Escuela Normal de Profesores de la Capital, ex secretario general de la Asistencia Pública de Buenos Aires, ex médico jefe (fundador) de la Inspección sanitaria del Puerto de la Capital, ex profesor de Higiene del Colegio Militar de la Nación, ex médico de la Sanidad Militar. Su accionar se encuadra a modo de profilaxis en una rama de la medicina focalizada en prevenir las enfermedades y en conservar la salud.

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La tipología espacial de esta escuela era “lineal con alas de retorno”.15 Condición que permitía ganar en aire y en luz, dos elementos que, según las concepciones higienistas, eran de suma importancia para preservar la salud física y moral del alumnado. Presentaba también las ventajas de la “clase blanca”, es decir, de las aulas que tenían iluminación natural que provenía del lado izquierdo y respondía a un precepto que no se podía ignorar, el de “la independencia de las habitaciones entre sí”, para evitar el traspaso de gérmenes entre los distintos locales.

Una de las aulas de la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda”. Se puede observar la “clase blanca” donde la iluminación debía ser natural y provenir de ambos lados o del lado izquierdo del local.

A fines del siglo XIX Rosario comienza a contar con agua potable y cloacas y el servicio de esta ciudad era considerado

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Los seis tipos de cuarteles militares, detallados en la obra de Súnico, sobre los cuales se realizaron posteriormente edificios escolares y que aparecen citados en el libro Higiene Escolar en Argentina son los siguientes: Tipo Vauban, Tipo Vauban modificado, Tipo Lineal, Tipo 1874 (en fer à cheval), Tipo 1889 y Tipo de pabellones aislados, Sistema Mollet (block system) (Súnico, s/f: 56).

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como el mejor en su tipo, según consta en el Libro de Higiene Escolar. Esta infraestructura permitió la existencia de baños, la instalación de bebederos en las galerías y la creación de una fuente frente a la escuela. Tiempo después los servicios se completaron con la creación de la enfermería, el consultorio odontológico y el consultorio general debidamente equipados para la función que debían cumplir. Claramente, el edificio contrastaba con la experiencia de la vida familiar: ambientes saludables, instalaciones sanitarias, agua potable y servicio médico disponible. En síntesis, la Escuela Normal N.° 1 reunía los requisitos que el proyecto higienista había propuesto para la educación argentina. En sus dimensiones curriculares, el discurso médico y el pedagógico se habían entrecruzado; y en el aspecto material se trataba de un edificio valorado por el sistema de sanidad escolar. Posteriormente, cuando el discurso higienista continuó su acelerado proceso de institucionalización, el edificio albergó las instalaciones del cuerpo médico escolar.

Cuarto registro escópico: “aulas ambientes” para una pedagogía del detalle La posición epistemológica que caracterizaba al positivismo y que se plasmó en el normalismo, se materializó también en el espacio físico. Se puede afirmar que, a una forma de conocimiento fragmentada, le correspondió un espacio físico fragmentado y que, a una didáctica detallista, le correspondió también una serie de ámbitos en donde estaban prescriptos todos los detalles de su equipamiento y su ambientación. Se pudo reconocer más de veinticuatro tipos de situaciones espaciales16 dentro de la institución. A la organiza16



Los distintos tipos de ámbitos y aulas con que contaba la Escuela Normal N.º 1 fueron: la Sala Especial de Dibujo, el Museo de Dibujo, el Salón de Física, la Sala de Química, el Salón General, el Gabinete de Mineralogía

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ción de la escuela por aulas graduadas, se le incorporaron también las aulas por especialidades. Éstas aparecen documentadas con el nombre de “aulas ambientes”, lo que indicaba que presentaban particularidades acordes a la función que debían cumplir (Brandariz, 1998). Cada asignatura se impartía en un sitio determinado que favorecía el aprendizaje y cada actividad de gestión y administrativa gozaba de un espacio exclusivo por la misma razón.

Una de las “aulas ambientes” de la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda”. Cada una de ellas presentaba particularidades acordes a la función que se le tenía asignada, es decir que cada asignatura se impartía dentro de un contexto determinado que necesariamente debía favorecer la enseñanza. y Geología, la Sala de Historia Natural, la Sala de Geografía, la Sala de Trabajo Manual, el Museo Nacional, el Museo Universal, la Biblioteca, la Biblioteca Infantil, el Gimnasio y jardín, el Aula Magna o Salón de Actos, el Espacio de proyecciones luminosas, las Aulas del jardín de Infantes y las Aulas de los grados. Además de éstas existieron otros espacios que ocuparon un lugar de jerarquía dentro de la institución y cumplieron una función importante para la enseñanza: la Sala de Profesores, la Sala de Archivo y Secretaría, la Regencia y Subregencia y la Dirección.

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Fue en esa escuela donde las “aulas ambientes” se transformaron en espacios de características inéditas,17 que posibilitaron la base de la mirada especializada del positivismo. Fueron los espacios físicos del “detalle”,18 en los que el trabajo pedagógico se mostró como un campo específico donde había que enseñar sobre la base del método científico.

Quinto registro escópico: patria, fiesta y magnos acontecimientos El Plan de Educación Patriótica que nace en 1908 comienza a verse materializado dentro de esta escuela a partir de intervenciones que en algunos casos superaron los límites de la institución y avanzaron sobre el espacio urbano. Es así como entre 1911 y 1930 se inauguraron el monumento a Sarmiento, el busto de Nicolás Avellaneda y

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Cuando se plantea que las “aulas ambientes” eran espacios de características inéditas, lo que se está queriendo decir es que estas aulas eran espacios que no existían en otros ámbitos institucionales de la ciudad. Como ejemplo basta mencionar el caso de los museos, ya que la Escuela Normal N.º 1 los poseía mucho tiempo antes de que existieran en la ciudad. Comenzaron a funcionar en 1925, muchos años antes de que otros museos fueran inaugurados en Rosario: el Museo de Arte Juan B. Castagnino en 1936, el Museo Histórico Provincial Julio Marc en 1939 y el Museo de Ciencias Naturales Ángel Gallardo en 1945. Juan Álvarez (s/f ), Historia de Rosario (1689-1939), Rosario, Editorial Municipal y Miguel Ángel de Marco y Oscar Luis Ensinck (s/f ), Historia de Rosario, Museo Histórico Provincial de Rosario “Dr. Julio Marc”, Asociación Amigos del Museo Histórico. La “didáctica positivista del detalle” planteaba que para el acondicionamiento del espacio físico se tomara como referencia la educación estética que se impartía en las escuelas europeas y que se informaba a través de El Monitor de la Educación Común. En aquel momento en nuestro país, la escuela se pensaba como base de la iniciación estética y, “desde el jardín hasta la educación superior, debía estar impregnada de estas ideas y propósitos” (Valenzuela, 1918).

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el Salón de Actos. Estas tres obras plasmaron, en el plano de lo concreto, conceptos y valores que inmortalizaban no sólo hitos históricos, sino la grandeza y el poder de una comunidad educativa organizada pedagógica, social y políticamente En el caso del monumento a Sarmiento, la directora asumió la tarea, que correspondía al Estado, de instalar en el espacio público monumentos que sirvieran para representar héroes y glorias nacionales (Gorelik, 1998). La plaza funcionó como extensión del espacio escolar y la obra que se inauguró en ella estableció un lugar de culto y fidelidad a la educación y a quien era considerado en ese momento “el Horace Mann rioplatense”. Este lugar fue escenario de un acto de gran importancia formativa pero también de embellecimiento del espacio urbano. El Salón de Actos significó otra obra que superó las expectativas previstas. Inaugurado en 1930, ocupando la parte central del patio posterior de la escuela, aparece citado en El Constructor Rosarino19 de esta manera: “Construcción sólida y sin escatimar estudio de todos sus detalles el citado Salón, resulta el de mayor amplitud de su índole y un exponente arquitectónico cuya construcción hemos llevado a cabo con todo esmero”. Por su parte El Libro de Oro lo menciona en los siguientes términos: el salón es un hecho, se levanta elegante cómodo y utilísimo! Lo llamamos “nuestro pequeño teatro”, pues él tiene escenario, platea con butacas, gradas altas de madera con una primera fila de butacas, palco oficial, telones; espléndida luz natural y artificial, y si a esto se agrega una inmejorable acústica, está explicada nuestra satisfacción; se compensó: la necesidad, la carencia, la espera (Libro de Oro, 1938: 219-220).

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El Constructor Rosarino: publicación dedicada a la arquitectura de la ciudad como así también encargada de registrar obras a nivel nacional e internacional.

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El Salón de Actos de la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda”. Este lugar cuidadosamente proyectado y materializado sirvió de escenografía adecuada para las ceremonias que allí se realizaron.

La realización de este espacio permitió la existencia de un teatro a escala urbana. Allí se realizaron congresos, conferencias, conciertos, presentaciones y entrevistas a personajes locales, nacionales y extranjeros. No se limitó a la realización de actos que exaltaran las fechas y los símbolos patrios; fue también, fundamentalmente, un espacio destinado para la formación de maestras y de profesoras en un sentido estrictamente pedagógico, como se señala a continuación: “el ensayo y aprendizaje de las alumnas de oratoria, declamación, para debut de maestras con clases públicas, cantos, recitaciones colectivas y mil otras formas necesarias para la enseñanza que se complementa en tan adecuado marco” (Libro de Oro,1938: 220).

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Conjuntamente a esta obra, se realizó la inauguración del busto del Dr. Nicolás Avellaneda. Dedicada al fundador de la escuela, se ubicó en un lugar que puso en escena la memoria del pasado reconstruyendo a partir de distintas manifestaciones visuales –placas conmemorativas, retratos, fotografías– una galería de representaciones que enfatizaron la educación patriótica y el prestigio de la institución. Es así como el vestíbulo se transformó de lugar de acceso en un sitio donde se formalizó un discurso iconográfico que contribuyó a configurar gran parte de la identidad institucional de quienes transitaron por esa escuela normal.

Conclusión La implementación del espacio físico en la Escuela Normal N.º 1 fue realizada con cuidada atención. Su arquitectura se conforma y surge finalmente respondiendo a la integral concepción sarmientina sobre las condiciones necesarias para que la educación se materialice: “construida de manera que su espectáculo, obrando diariamente sobre el espíritu de los niños, eduque su gusto, su físico y sus inclinaciones” (Sarmiento, 1849: 195). De esta frase, emergen los conceptos de prosaica, de sensibilidad y de prendamiento junto al de registro escópico y permiten entender la proyección que se daba a la influencia del ambiente arquitectónico como formador del alumno. Estos edificios escolares creados exclusivamente para ese fin eran en un sentido nuevas formas arquitectónicas asociadas a nuevos espacios institucionales que, con características y en sitios estratégicos, el Estado construía como forma de manifestar su solidez, de expresar su poder y de imponer su ideología. Surgen estos edificios según ese proyecto político pedagógico y enfatizan el concepto de estética que buscó el normalismo: “donde basta una

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piedra o un trozo de madera para sentarse, la mitad de los estímulos de la actividad humana están suprimidos” (Sarmiento, 1849: 195). Al acceder a esta escuela los sujetos se hallaban expuestos a ambientes interiores y exteriores cuidadosamente planificados y acondicionados, que acentuaban no sólo un orden sino una jerarquía. Para cualquier ciudadano de la época la fortuna de acceder a esta institución habría sido innegable y la eficacia simbólica con que operó este escenario, incuestionable. La Escuela Normal N.º 1 de la ciudad de Rosario mostró que el énfasis dado a la arquitectura del edificio escolar y a sus espacios circundantes fue un importante factor en la formación de los sujetos participantes directamente (alumnos y docentes) e indirectamente en el medio social involucrado.

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La mujer que habita en la maestra. Sensibilidad, estética, prescripciones estatales y prácticas de consumo

Paula Caldo “La mujer que habita en la maestra…” instala una serie de preguntas en torno a la historicidad de los elementos culturales que intervinieron en la construcción de la identidad de las mujeres dedicadas al ejercicio de la docencia. Específicamente, se detiene en el estudio de las operaciones que contribuyeron a forjar la figura exterior de tales mujeres, con el objeto de dar a ver a la maestra. Dentro del conjunto de esas operaciones, destacaremos aquéllas de carácter estético difundidas en una serie de avisos publicitarios que, en la bisagra de las décadas de 1930 y 1940, impregnaron las páginas de las revistas en general y de La Obra, tomada aquí como referente empírico, en particular. Desde las canteras de la historia sociocultural, entendemos que el aporte de estas páginas consiste en el trazado de relaciones entre figuras femeninas de maestras, identidades, operaciones estéticas y sensibilidades.1 La noción de sensibilidad alude a las formas de codificar la realidad, definidas por los sentidos y transformadas en reglas y criterios del gusto y de la moral, como así también del deber ser, de las normas de sociabilidad o de civilidad y de los modos de comportamiento en sociedad (Barrán,



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Hemos trabajado la noción de historia sociocultural en la ponencia “Historia cultural: una caja de herramientas para historiar las estéticas y las sensibilidades”, en Actas de XVI Jornadas Argentinas de Historia de la Educación: “A 200 años de la Emancipación Política: balances y perspectivas de la Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana”, Paraná, Entre Ríos, 2011.

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2008). Esas sensibilidades, en términos de Sandra Jatahí Pesavento, se expresan en actos, en ritos, en palabras e imágenes de la vida material, en materialidades del espacio construido […] Las sensibilidades remiten al mundo de lo imaginario, de la cultura y su conjunto de significaciones construido sobre el mundo […] De la misma manera, el estudio de las sensibilidades remite al campo de la estética, no solamente por los presupuestos que de forma canónica la asocian con lo bello, también en la concepción que entiende a la estética como aquello que provoca emoción, que perturba, que mueve y altera los patrones establecidos y las formas de sentir (Pesavento, 2007: 371).

Con esas palabras, Pesavento labró un nexo entre la sensibilidad y la estética útil para nuestro enfoque y que permitió la construcción de una expresión que se mencionará en forma recurrente: “elementos estetizantes”. Esta expresión refiere a aquellos productos que apuntan a marcar con determinadas cualidades la imagen física de las maestras. Por caso, la prescripción y posterior adopción de un vestuario específico indica, por un lado, una valoración estética (bello, lindo, atractivo, también referida a los colores y las formas) y, por otro, un contenido identitario, moral y conductual (maestra, escuela, bueno, sano, limpio, pulcro, puro, etc.). En este itinerario, la estética adjetiva aquellos objetos destinados a la exaltación de los sentidos que, en el devenir de la vida diaria, pueden movilizar o, por el contrario, obturar los patrones conductuales y sensibles establecidos (Mandoki, 2006). En estas páginas circunscribiremos la temática a un recorte temporal particular; también la discutiremos al calor de un corpus de fuentes singular. Con respecto al primero, reconociendo que los orígenes de la formación

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del magisterio argentino fueron ampliamente estudiados,2 nos abocaremos a investigar las estrategias de elaboración de la figura de las maestras en el cruce de las décadas de 1930 y 1940. Dicho momento se ubica en el período de entreguerras argentino, distinguido por la necesidad de industrializar la economía de un país donde el modelo agroexportador, que lo caracterizaba, había agotado sus condiciones de posibilidad (Fernández y Videla, 2008). Los primeros intentos de industrialización por sustitución de importaciones se evidenciaron durante los gobiernos radicales (de 1916 a 1930), pero sin duda se reforzaron en la década de 1930, cuyo desencadenamiento fue el peronismo (1946-1955). Entonces, al tiempo que se activó un proyecto de industrialización con tres pilares: la producción de bienes salarios, la fábrica-taller y la mano de obra, fue formándose la sociedad de consumo auxiliada por operadores culturales: la publicidad y el mercado editorial, entre otros. Así, en estos años, se sucedieron una serie de cambios

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Nos remitimos a los trabajos de: Yannoulas, Silvia (1996), Educar: ¿una profesión de mujeres? La feminización del normalismo y la docencia 1870-1930, Buenos Aires, Kapelusz; Morgade, Graciela (comp.) (1997), Mujeres en la educación. Género y docencia en la Argentina, Buenos Aires, Miño y Dávila; Pineau, Pablo (2005), “Amores de mapoteca. Lujuria y normalismo en la historia de la educación argentina”, Cuadernos de Pedagogía Rosario, núm. 13, pp. 79-88; Lionetti, Lucía (2007), La misión política de la escuela pública. Formar a los ciudadanos de la República (1870-1916), Buenos Aires, Miño y Dávila; Kummer, Virginia (2010), José María Torres: las huellas de su pensamiento en la conformación del campo pedagógico normalista, Entre Ríos, UNER, entre otros. A la vez, como marco general para pensar dicho proceso (a los efectos de trazar algunas semejanzas con el caso español), seguimos las lecturas de: Ballarín, Pilar (2006), “Educadoras”, en Morant, Isabel (dir.), Historia de las mujeres en España y América Latina III. Del siglo XIX a los umbrales del siglo XX, Madrid, Cátedra, pp. 505-522 y Pérez Canto, Pilar y Bandieri, Susana (comps.) (2005), Educación, género y ciudadanía. Las mujeres argentinas: 1700-1943, Buenos Aires, Miño y Dávila. También consultamos: Barrancos, Dora (2007), Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos, Buenos Aires, Sudamericana.

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en el orden económico, político y social que modificaron el lugar de las mujeres en la sociedad (Barrancos, 2000), como así también el universo de la educación escolarizada. Los primeros quiebres del proyecto normalista coincidieron con el giro económico y sociopolítico de los años treinta.3 Prácticas políticas enrarecidas se sumaron a la lógica de un Estado que se contraía, cerrando y regulando las formas de una sociedad que se encaminaba hacia la industrialización por sustitución de importaciones con el consecuente fomento del consumo mercado-internista. En este contexto, escogimos como corpus documental una revista de distribución nacional propuesta directamente por el mercado editorial. Se trata de La Obra, publicación quincenal que, desde el año 1921, destinó un renglón para reglamentar la imagen de las maestras. Se entiende que analizar este proceso en el cruce de las décadas de 1930 y 1940 nos enfrenta a una mujer que estaba situándose como eje y blanco de la sociedad de consumo. Se supone que las maestras no quedaron fuera de esta lógica y, por tanto, entraron en una encrucijada entre el mandato estatal y la necesidad de consumo impulsada por el mercado, fundamentalmente a través de la publicidad. El contenido de la revista seleccionada se unió al trabajo performativo4 de reiterados discursos que venían operando en beneficio de la modelación del porte y de

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Hemos consultado los trabajos: De Miguel, Adriana (2000), “Tiempo de clausura. Consideraciones conceptuales sobre el discurso educativo normalista argentino”, Cuadernos de Pedagogía Rosario, núm. 7, pp. 79-114 y (1997), “La nueva configuración del campo profesional, las transformaciones en el sujeto pedagógico y el retorno de la didáctica en la historia del discurso pedagógico en Entre Ríos, 1930-1966”, en Puiggrós, Adriana (dir.), Historia de la educación en Argentina VIII, Buenos Aires, Galerna, pp. 97-165. Ver Austin, John (1998), Cómo hacer cosas con las palabras, Barcelona, Paidós. Asimismo ver Butler, Judith (2001), El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Buenos Aires, Paidós.

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la identidad de las féminas en general y de las maestras en particular. Los componentes que contribuyeron en la articulación de imagen exterior e identidad fueron de corte estético (estetizantes). Oportuna resulta Katya Mandoki cuando afirma: “Entiendo por identidad el revestimiento del que se envuelve la subjetividad para presentarse a los otros e integrarse a cada contexto social en el que se despliega. La identidad es la piel social de la subjetividad. Esto quiere decir que la identidad es líquida y móvil, por así decirlo, además de ser plural y en buena medida colectiva […], la identidad se presenta […], asoma en varias formas” (Mandoki, 2007:13). Esas formas visibles en las cuales la identidad asoma, están marcadas por notas estéticas: “no nos pertenece de manera esencial ya que es resultado de interacciones estéticas y semióticas con los otros en modos de hablar, vestir, actuar y mostrarse por estrategias aurales, visuales y corporales” (Mandoki, 2007: 13). Sostenemos que las revistas en general y particularmente las destinadas al género femenino ayudaron en la tarea de dar a ver a la maestra y, por ende, resultan cruciales al momento de estudiar las intervenciones estéticas que apuntaron a direccionar gustos, comportamientos, sentimientos, sensibilidades y juicios morales. Al respecto, Silvia Finocchio expone que: “En términos de producción, el artefacto revista supone un laboratorio de escritura que conjuga un hacer mixturado, donde se cruzan proyectos políticos, saberes pedagógicos, sensibilidades estéticas, creaciones intelectuales, experiencias institucionales, intereses sectoriales, además de la intención de generar capital económico” (Finocchio, 2009: 24). En dirección a la creación de sentidos, las revistas dieron a leer, al tiempo que a ver, una serie de figuras, de emanaciones sentimentales, de normativas, de reglas de conducta, de formas de aparecer que interpelaron con fuerza performativa a las mujeres lectoras. En el cuerpo

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de este capítulo quedarán expuestos algunos interrogantes alrededor del problema de la construcción de los modos de exteriorizar la figura de las docentes argentinas.

Revistas, mercado editorial y maestras A comienzos del siglo XX, el mercado editorial argentino, cuyos antecedentes se remontan a la centuria anterior, afinaba su impronta para generar y seducir a los nuevos públicos de lectores. Para ello interactuaron, por un lado, los adelantos tecnológicos asociados a la producción editorial con miras al aumento de las tiradas y a la mejora de la calidad y del formato de las impresiones (las revistas ilustradas, con colores y de alto impacto visual); por otro, los editores diseñaron estilos de publicaciones orientados a captar los intereses de un público lector cada vez más variado.5

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Para estudiar el proceso de ampliación del público lector hemos consultado las hipótesis expuestas en: Van Horn Melton, James (2009), La aparición del público durante la ilustración europea, Valencia, Publicaciones de la Universitat de València, quien estudia la temática en el siglo XVIII inglés, y Lyons, Martyn (2011), “Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños y obreros”, en Chartier, Roger y Cavallo, Guglielmo (dirs.), Historia de la lectura en el mundo occidental, Buenos Aires, Taurus, pp. 387-424, encargado de revisar la problemática en el siglo XIX europeo en general. Asimismo, para abordar el caso argentino consultamos, fundamentalmente, los trabajos de: Eujanian, Alejandro (1999a), “La cultura, público, autores y editores”, en Bonaudo, Marta (dir.), Nueva Historia Argentina IV. Liberalismo, Estado y orden burgués (1852-1880), Buenos Aires, Sudamericana, pp. 545-605 y Eujanian, Alejandro (1999b), Historia de revistas argentinas, 1900/1950, Buenos Aires, Asociación Argentina de Editores de Revistas. También: Ulanovsky, Carlos (2005), Paren las rotativas. Diarios, revistas y periodistas (1920-1969), Buenos Aires, Emecé; Alonso, Paula (comp.) (2003), Construcciones impresas. Panfletos, diarios, y revistas en la formación de los Estados nacionales en América Latina, 1820-1920, México, Fondo de Cultura Económica; De Diego, José Luis (dir.) (2006), Editores y políticas editoriales en Argentina,

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El siglo XX capitalizó las expectativas de la Ley de Educación 1420 y, como resultado, los índices de alfabetización crecieron (Llomovate, 1989), fundamentalmente en los centros urbanos. La posibilidad de leer en silencio y sin mediaciones fue parte de un proceso que se inscribió en el conjunto de los cambios producidos en la sensibilidad de los sectores urbanos argentinos. Simultáneamente, la demarcación de la esfera de la intimidad como principal ámbito de incursión de las mujeres se retroalimentó con las posibilidades de la lectura (Barrancos, 2000b). Aunque mujeres y varones de casi todos los sectores sociales estuvieron en condiciones de leer, ello no significó la inmediata adhesión a las publicaciones editoriales. Para que eso ocurriese fue necesario recoger los frutos del cuidado trabajo de seducción ejercido por las editoriales. Captar el gusto del lector y, en consecuencia, dosificar las líneas temáticas, las tendencias y los estilos de acuerdo al género, a la edad, a las expectativas laborales y a los gustos culturales, fueron las variantes que, abriendo un abanico de propuestas editoriales, conquistaron cada vez más adeptos. En esta dirección, los soportes textuales más codiciados y consumidos, lejos de ser los libros, fueron los estimados “menores”, como folletos, periódicos y luego las revistas. Historiando la incorporación de tales publicaciones al mercado editorial, Paula Alonso explicó: “Los periódicos y diarios, aunque presentes en la colonia, vieron su crecimiento acelerado una vez lograda la independencia y, aunque en forma sinuosa, dicha expansión se sostuvo desde entonces aunque su naturaleza cambiara. Por sus características, las revistas fueron emprendimientos más tardíos, que comenzaron inicialmente a mediados del siglo 1880-2000, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica; Bontempo, Paula (2012), Editorial Atlántida: un continente de publicaciones 1918-1936, Tesis de doctorado, Universidad de San Andrés, Buenos Aires.

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XIX y lograron su esplendor en las primeras décadas del siglo XX” (Alonso, 2003: 8). Así, la relevancia de las revistas coincidió con la emergencia de la sociedad de consumo argentina, donde la publicidad fue el medio de captar clientes. En este nuevo clima, todos debían entrar en la lógica del consumo y, por lo tanto, las publicaciones semanales o periódicas fueron tanto un objeto de consumo como un puente creador de demanda. Una profusión de revistas pobló el mercado editorial y, entre tanta variedad, ocuparon su lugar las destinadas al universo de la docencia. Silvia Finocchio (2009) utilizó las de corte educativo como una ventana a través de la cual asomarse a la historia de la escuela argentina. Su propuesta halló un sólido soporte documental que le permitió historiar el sistema educativo desde sus orígenes hasta el presente. Desde la esfera del Estado, del mercado, de la universidad o desde las agrupaciones de docentes, fueron publicadas numerosas revistas abocadas al tratamiento de problemas educativos de diversa índole: administrativos, curriculares, pedagógicos, burocráticos, edilicios, psicopedagógicos, didácticos, etc. Leer, estudiar, escribir, poseer una biblioteca y suscribirse a publicaciones especializadas parecieron conformar requisitos obligatorios para ser una buena docente, al menos desde fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX (Finocchio, 2009). Hacia los años treinta, el proceso de feminización de la docencia había dado sus frutos y, por ende, no resulta extraño que las revistas interpelasen directamente al magisterio en términos femeninos. La lectura era presentada como el medio indicado para sostener el perfil de la buena docente. Una mujer que debía apostar a la formación docente evitando todo contacto con lecturas frívolas o triviales que atraen y terminan haciendo que se olvide lo aprendido. ¿Cuáles serían esas lecturas

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censuradas? La moda, la novela rosa, los correos sentimentales, las revistas femeninas y toda esa serie de textos que, desde los albores de la modernidad, fueron mensuradas como “contaminantes” del deber ser femenino. En consecuencia, la maestra debía leer sólo aquellas revistas exclusivas del acontecer docente o, al menos, dedicarles la mayor parte de sus jornadas de lectura.6 Sin embargo, al promediar la década de 1930 las publicaciones dedicadas a la docencia ofrecieron a las lectoras una serie de indicaciones que regían sobre la figura femenina en un franco cruce entre rol docente, prácticas de mercado y mujer consumidora. Precisamente, en estas páginas tomamos como eje de reflexión La Obra, producto editorial directamente dirigido al público docente. La revista en cuestión surgió en el año 1921 por iniciativa de un grupo de docentes escolanovistas. Esta publicación abordó temas didácticos y se postuló como un emprendimiento independiente y paralelo a las propuestas editoriales pensadas desde el Estado. Así, separándose de lo que prescribía El Monitor de la Educación Común, La Obra comenzó a circular entre los docentes valiéndose de los mecanismos del mercado: la suscripción y venta y el sistema de publicidad como medio de financiamiento. En otras palabras, además de informes, notas, propuestas, etc., la revista ofrecía una amplia gama de ofertas publicitarias y también sugería la compra de materiales didácticos determinados. Asimismo, en medio de aquella cantidad de notas que tramitaban cuestiones vinculadas al universo concreto del aula y de la didáctica, esta propuesta siempre destinó un jalón que

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A esta problemática la hemos trabajado en Caldo, Paula (2012), “La maestra, el tapado y el guardapolvo. Una aproximación a las intervenciones estéticas que modelaron la imagen de las maestras argentinas, 1939-1943”, en Actas de las XVII Jornadas de Historia de la Educación “La investigación en historia de la educación transitando el bicentenario”, Tucumán, UNT.

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interpelaba a la maestra en su condición de mujer. Así, existieron secciones como “Para el hogar” o “Páginas femeninas” que, mediante un discurso prescriptivo, se dirigían a la mujer que habitaba en la maestra. Aquí, la moral, el ser mujer, las formas del vestido, el comportamiento en público y la sociabilidad eran temas que toda mujer dedicada a la docencia debía cuidar y mantener dentro de determinados parámetros fijados culturalmente.

La exitosa alianza: mujeres – publicidad – consumo La publicidad es una práctica histórica solidaria con la consolidación del capitalismo industrial y comercial y sus consecuentes públicos consumidores (Borrini, 1998: 8). Por más ingenua o ascética que parezca la forma, las producciones publicitarias siempre persiguieron un doble objetivo, por un lado, presentaron al futuro consumidor las virtudes de un objeto o de un servicio, pero por otro incitaron a consumir, a comprar, a gastar, a interactuar en el mercado. Uno de los indicadores clave de la existencia de las sociedades de consumo fue, precisamente, la incorporación del lenguaje publicitario como interpelante directo del cliente-consumidor. Esto representó un lento proceso que tuvo sus distintas periodizaciones y momentos de auge, crisis y tensión en cada uno de los países del occidente capitalista, e incluso con notas de distinción según las variantes regionales. Para explicar lo antedicho nos concentraremos en el caso argentino, remarcando dos de sus características. En primer lugar, debemos explicitar que la sociedad de consumo fue un fenómeno moderno y urbano. En concreto, el proceso de modernización en Latinoamérica, aunque desigual y periférico, se desarrolló dentro de los límites de

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la ciudad (Ramos, 2003 y Sarlo, 1988). Una ciudad que, lejos de ser monolítica y cerrada, adquirió un aspecto relacional que articulaba el dominio económico de su hinterland (rural o cuasi-urbano) con las negociaciones y las legitimaciones promovidas desde y con otras urbes (Pons y Serna, 1992). En los espacios urbanos prosperaron la industria, el comercio y la prensa, como así también el público consumidor. En sintonía con los ideales del progreso y con los avances tecnológicos, los centros urbanos incorporaron, vía proyectos privados o estatales, las tecnologías y los servicios propios del clima cultural moderno. Tales adelantos impactaron en el espacio público pero también en la intimidad de la vida privada. La casa, sitio habitacional por excelencia de la burguesía, fue un lugar de residencia que, desde finales del siglo XIX, diseñó su arquitectura con criterios funcionales, prácticos y animados por la democratización de las comodidades.7 En segundo lugar, entre 1920 y 1946 Argentina abandonará los rasgos de las sociedades con consumo en beneficio de la adquisición de los propios de las de consumo. Esta transformación puso en el centro de la actividad social los actos de compra-venta. La década de 1920 trajo consigo el aumento de los salarios reales como así también extendió las prácticas de consumo a nuevos 7



Ortiz Gaitán, Julieta (2006), “Casa, vestido y sustento. Cultura material en los anuncios de la prensa ilustrada (1894-1939)”, en Gonzalbo Aizpuru, Pilar (dir.) y De los Reyes, Aurelio (coord.), Historia de la vida cotidiana en México V. Siglo XX. La imagen, ¿espejo de la vida? II, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 117-155. Para ver estudiar el caso argentino ver: Liernur, Jorge (1997), “El nido en la tempestad. La formación de la casa moderna en la Argentina a través de los manuales y artículos sobre economía doméstica (1870-1910)”, Entrepasados. Revista de historia, año VI, núm. 13, pp. 7-36; Liernur, Jorge (1999), “Casas y jardines. La construcción del dispositivo doméstico moderno (1870-1930)”, en Devoto, Fernando y Madero, Marta (dirs.). Historia de la vida privada en la Argentina II. La Argentina plural: 1870-1930, Buenos Aires, Taurus, pp. 99-137; Pérez, Inés (2012), El hogar tecnificado. Familia, género y vida cotidiana 1940-1970, Buenos Aires, Editorial Biblos.

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sectores sociales. En esta acometida, las marcas comerciales actuaron como referente de compra. Indudablemente, el mestizaje cultural que caracterizó los centros urbanos impactó tanto en la forma de la oferta como en la demanda.8 El mercado en expansión se valió de todos los medios para fomentar el consumo: el fenómeno de la marca, el incentivo de las formas de financiamiento (crédito) y también la publicidad. El objetivo final de la actividad publicitaria fue internalizar en el consumidor la decisión en torno a qué comprar. Así, por medio de soportes materiales (que combinaban frases e imágenes), varones y mujeres eran tentados y seducidos en la misma intimidad del hogar. Claro que, como práctica, la publicidad tiene su historia a partir de la impronta de los primeros emprendimientos estadounidenses que se radicaron en el país. Desde entonces, el naciente mercado editorial entendió que estas formas de interpelación comercial tenían la capacidad de optimizar la creación de demanda. Por ello, los diarios de tirada masiva y también las revistas insistieron cada vez más en el uso de los anuncios comerciales (Saítta, 1998). Pese a los altibajos económicos, esta forma de promocionar los artículos se expandió con el nuevo siglo y serán los años veinte el momento de su consolidación definitiva. La marca, con sus slogans y consignas, constituyó un guiño de confianza a los consumidores. Tal fue la popularidad alcanzada que llegaron a transformarse en sinónimos del nombre genérico de muchos productos. El auge del consumo tuvo su punto de inflexión en la crisis de 1929. Este acontecimiento representó un momento de caída que, lejos de marcar el fin de la sociedad de consumo, indicó, con la reactivación, su afianzamiento. 8



Estamos utilizando la noción de “mestizaje” en el sentido de Gruzinski, Serge (2007), El pensamiento mestizo. Cultura amerindia y civilización del renacimiento, Paidós, Barcelona.

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En el año 1934 el mercado interno se hallaba en plena recuperación. Las empresas reafirmaron estrategias publicitarias duplicando su apuesta para renovar los modos de consumir. A la prensa escrita se sumó la radio y, en conjunto, dispararon una multiplicidad de anuncios dirigidos a despertar el interés de los consumidores con discursos que, atendiendo a las diferencias de género, exaltaron el lugar de la mujer como consumidora. La década de 1930, pese a sus momentos críticos, se inauguró con la incorporación de agencias publicitarias extranjeras y con un giro en el ofrecimiento de productos. Si bien la mujer comenzó a ser blanco de la publicidad a lo largo del período 1920-1945, hasta 1930 la oferta incluía productos destinados a la actividad administrativa (máquinas de escribir y de calcular); automóviles y también objetos de belleza y de distensión (victrolas, radios, etc.). Pero, superada la crisis, el perfil de la oferta exaltó los productos alimentarios, los del rubro de la vestimenta y los artefactos para el hogar (utensilios, máquinas y vajilla, elementos que para su aplicación demandaban, en su mayoría, fuerza manual). Estuviesen o no dedicados a ellas, los avisos comerciales fueron protagonizados por mujeres. Es decir, de la pareja heterosexual, “la figura femenina fue la más utilizada por su atractivo visual y riqueza connotativa, cualidades que son ampliamente explotadas por la estrategia publicitaria” (Ortiz Gaitán, 2006: 121). Los roles de madre, de hija, de novia, de esposa y de maestra operaron en la clave de la mujer doméstica y, bajo estas condiciones, desfilaron por los anuncios publicitarios (Armstrong, 1987). Como afirmó Nancy Cott, la prensa: No sólo vendía a las mujeres publicidad de los productos ofrecidos, sino también imágenes de sí mismas. Los anunciantes consiguieron imponer los emblemas modernos sobre las prioridades tradicionales de las mujeres. A través de la publicidad, los fabricantes y minoristas de productos

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE para el hogar o para los niños dieron a conocer el concepto moderno de feminidad. Así, a través de la adquisición de bienes, las amas de casa se vincularon cada vez más con la nueva administración doméstica, y la madre, con la crianza científica de los hijos (Cott, 1993: 105).

La mujer descubría, en la letra de los comerciales, cómo podía incorporar recursos y materiales novedosos, baratos y de calidad para la resolución de los problemas de la vida cotidiana. Era necesario crear un clima donde los consumidores no dudaran ante la posibilidad de adquirir los productos alumbrados por la industria nacional. Para consolidar estos objetivos era necesario reordenar las formas de consumo y, con ese fin, las mujeres fueron rescatadas como ejes y móviles de la acción. En esta clave, la escena en la cual la señora ingresaba a la tienda y solicitaba información al comerciante sobre las virtudes de los productos fue superada por otra donde la misma dama conocía de antemano lo que iba a comprar. Ese saber antes fue posible gracias al trabajo desplegado por los anuncios publicitarios que cotidianamente golpeaban las puertas del hogar. Tales avisos atravesaron de modo transversal los distintos soportes materiales que interpelaron a la familia en general y a la mujer en particular. Desde los años veinte, las revistas, los diarios y la folletería estuvieron impregnados por las marcas comerciales. En otras palabras, el discurso publicitario interpeló con fuerza performativa a las mujeres que leían la prensa en la soledad del hogar.9 Las maestras como mujeres también encontraron su lugar en medio de la oferta de productos publicitados. Así, entre los años 1939 y 1944 la publicidad habilitó una

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Al vínculo mujeres, publicidad y consumo lo hemos abordado en Caldo, Paula (2013), “Las cocineras de La Capital. Lectoras, amas de casa, ecónomas, consumidoras y saberes femeninos: una experiencia rosarina (1930-1945)”, Sociedad y Economía. Facultad de Ciencias Sociales y Económicas, núm. 24, Colombia, Universidad del Valle.

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frondosa oferta de productos que las páginas de La Obra recuperó para mostrar el perfil bifronte de la feminidad de las maestras: por un lado, las posibilidades de su feminidad y, por otro, la condición de asalariadas, que tímidamente asomaba, que las situaba en un renglón particular en el orden del consumo (Barrancos, 2000a).

Entre libros y guardapolvos: la publicidad en las páginas de La Obra A partir del año 1921 los docentes argentinos contaron con la edición sistemática de la revista La Obra. Más allá del conjunto de especialistas que esbozaron sus saberes y sus experiencias en sus páginas, esta revista fue una herramienta pedagógica y un claro producto del mercado editorial. Así, junto a la nutrida serie de artículos brindados con vista al mejoramiento de las prácticas de aula, se publicaron una cantidad significativa de anuncios comerciales exhibiendo las virtudes de productos para el consumo de los maestros. Entre éstos se destacaron los libros (manuales, libros de lectura, cuentos, etc.), las cartografías, los útiles escolares y la papelería, como así también una serie de textos con sugerencias para aplicar en las clases editados con el sello de la misma revista. Pero, junto a estos productos de tonalidad pedagógica, aparecieron otros destinados a seducir a la mujer que habitaba en la maestra. Artículos de consumo altamente estetizantes que revelaron, por un lado, el costado femenino de la docencia y, por otro, la incorporación de esas maestras al mundo del consumo en el cual las mujeres estaban cobrando relevancia. Es importante rescatar una característica que singularizó a esa serie de anuncios: éstos estaban dirigidos ya no a la maestra que necesitaba elementos para enseñar o innovar en sus prácticas, sino para la mujer maestra que aparecía

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en público debiendo lucir una imagen acorde al rol. Esos objetos fueron, en primer lugar, guardapolvos y tapados, a los que siguieron: trajecitos,10 vestidos, guantes, zapatos, bolsos, medias y algunas sugerencias de tratamientos para el cuidado de la piel y del cabello. Los productos ya no eran genéricos sino que se distinguieron por las marcas comerciales que los promocionaban. Éstas no demoraron en competir por la captación de clientas, dando así una tonalidad particular a las páginas de la revista. Entre esas marcas se destacaron: La Estrella, Perramus, Fémina, La Moderna, Casa Galperin, Select Lavalle, Iriarte y Cía., Vassar’s, Miphy, Casa Zapater, Casa Weiss, Suipacha, Luminton, entre otras. En el diseño de los anuncios, las imágenes ocuparon la mayor superficie, luego seguía el nombre de la firma y, en letra de menor tamaño, el texto explicativo en el cual se expresaban descripciones, beneficios, direcciones, precios, modos de financiamiento y a veces cupones para canjear por premios o servicios. Las propuestas apuntaban a seducir a mujeres que estaban en condiciones de pagar lo que consumían. Sin duda, la publicidad ofició de sección de moda y renovaba en cada número las prendas y accesorios mostrados. Más allá de algunos elementos de vestuario específicos del ejercicio de la labor docente, como por ejemplo el guardapolvo, las propuestas podían ser utilizadas por cualquier señora o señorita. Entonces, para interpelar directamente al público docente, los avisos se valieron de imágenes alusivas al oficio o con textos donde aparecía de forma explícita la invitación al consumo. En este sentido, ilustrativos resultaron ser aquellos anuncios donde se destacaron tipos de créditos y facilidades de pago:

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La expresión “trajecito” alude a un conjunto conformado por dos prendas generalmente de la misma textura y colores: pollera y saco que se complementaba con el uso de camisa.

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AL MAGISTERIO peletería FEMINA en su GRAN VENTA PRESENTACION DE NOVEDADES 1943 ha preparado OFERTAS ESPECIALES para las maestras de todo el país (La Obra, 10 de abril de 1941: 57). Hermosos ZORROS PLATEADOS, calidad seleccionada desde $110 BOLEROS de rigurosa actualidad, creaciones SUAVIZON, desde $85 Magníficos SACOS, BOLEROS de ZORRO PLATEADO y BLEU, desde $220 Al magisterio hacemos extraordinarias ofertas GRAN VENTA DE TEMPORADA GRATIS enviamos CATÁLOGO 1941 Peletería FEMINA. El hogar de las pieles (La Obra, 10 de noviembre de 1941: 666). PIELES. Zorros – Capitas – Adornos – Martas – Tapados – etc. CRÉDITOS. Al magisterio sin recargo y A SOLA FIRMA. Zorros plateados legítimos desde $130.TALLER ANEXO para composturas, transformaciones, curtidos y teñido de pieles. Peletería “LA ESTRELLA” (La Obra, 25 de abril de 1940: 141).

Con palabras y en imágenes son detallados una serie de tapados, capas, sacos, etc., que, si bien estaban dirigidos a las mujeres en general, las maestras podían comprarlos capitalizando las ventajas otorgadas por el oficio. Sabido es que, en Argentina, la docencia fue un rubro históricamente mal remunerado, y que desde temprana data se encuentran experiencias de reclamos, petitorios y finalmente huelgas docentes. Sin embargo, las estadísticas demuestran que, al promediar la década de 1930, el salario docente alcanzó su mayor índice de valor para luego estancarse y descender en las décadas siguientes (Donaire, 2007: 96). Por lo tanto, si relacionamos el éxito del proceso de feminización de la docencia con los niveles salariales alcanzados en la época, estamos evidenciando una de la principales causas que

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ayudó a la conformación del perfil de la maestra mujer y consumidora (Rochi, 1999). En este sentido, la mujer maestra, dueña de su salario y auxiliada por los créditos, facilidades de pago, ofertas exclusivas y liquidaciones generales, podía acceder a prendas de determinado nivel estético y de costos elevados. Ahora bien, como ya expusimos, dos fueron los objetos en los que insistieron las firmas auspiciantes de La Obra: el guardapolvo y el tapado. Es importante detenernos en la descripción de estas propuestas, no sólo por la frecuencia con que sus anuncios aparecían, sino porque ambos marcaron singularidades de género y establecieron una ambivalencia entre la necesidad de homogeneizar y mostrar sencillez por un lado y, por otro, la ostentación del rol docente. Mientras que el guardapolvo era prioritariamente para docentes de ambos sexos y en menor medida para alumnos (siempre en busca de la igualdad y la sencillez), los tapados fueron objetos exclusivos de la mujer maestra y constituyeron un signo de distinción. Veamos las singularidades de ambos artículos.

El guardapolvo El guardapolvo resultó ser una prenda que tendió a la homogeneización de los cuerpos escolarizados cuya real implementación tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX. Desde entonces, basándose en criterios de incorporación social, pero también de higiene y de buenas maneras, las autoridades del Consejo Nacional de Educación comenzaron a proponer el uso del guardapolvo blanco tanto en alumnos como en docentes (Dussel, 2000). La indicación versó de forma explícita en el Digesto de Instrucción Primaria del año 1920:

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Uso del guardapolvo. ARTÍCULO Nº 1: Recomendamos como buena práctica al personal docente de las escuelas de la Capital el uso del guardapolvo durante las horas de servicio y dentro de la escuela, por cuanto ello, además de inculcar a los niños la tendencia de vestir con sencillez, suprimirá la competencia en los trajes, etc., entre el mismo personal (Diciembre, 23 de 1915. Circular 101. Expediente 10) (1920: 218).

Esta recomendación, al tiempo que resalta el lugar de ejemplaridad de los maestros, enuncia un problema hallado en las prácticas: la competencia en materia de vestuario. Así, el guardapolvo blanco que cubría los cuerpos se estimó como un freno a la vanidad de las mujeres dedicadas a la docencia. Empero, los anuncios comerciales dispusieron para los docentes un catálogo de modelos en el cual se distinguían calidades de telas, cuellos, mangas, puños, cintos, bolsillos, tablas, etc., y entre todos estos detalles: la marca. De hecho, en el inicio de cada ciclo lectivo se evidencia un crecimiento en las ofertas de guardapolvos que, lejos de ser ascéticos, eran elementos de vestuario estetizantes. Por caso, en marzo del año 1942 apareció el siguiente aviso: GUARDAPOLVOS “ZAPATER”. El C.N. de E.11 en reciente resolución ha dispuesto que el personal de las escuelas use guardapolvo. Tenemos existencia permanente de cualquier modelo que usted desee. Antes de comprar visítenos y compare. Saldrá beneficiado. Desde hace 38 años somos fabricantes especialistas. Esa es nuestra mejor garantía. CASA “ZAPATER”. Casa fundada en 1904 (La Obra, 10 de marzo de 1942: 21).

Cuatro recuadros con ilustraciones acompañaron el texto. En cada uno de ellos podía verse la silueta de un

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Estas iniciales que aparecen en el aviso publicitario aluden al Consejo Nacional de Educación.

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docente luciendo un modelo de guardapolvo blanco. Del total de las figuras tres eran femeninas y una masculina. Ellas, con los brazos en jarra y de perfil, lucían guardapolvos prendidos con botones blancos en la delantera, con un cinto que marcaba la figura femenina, bolsillos y cuellos singulares: redondos, en v, etc. El único varón que completó el catálogo también estaba de perfil, ataviado con un delantal con botones en la delantera, bolsillos y cuello en v. El personaje masculino era el único de los cuatro que tenía libros en sus manos. Es decir, mientras que las maestras aparecieron posando, al varón se lo mostró en una actitud laboral (en postura de lectura en público) (Berger, 1980; Caldo, 2009). GUARDAPOLVOS ZAPATER Art. 329. Guardapolvo con tablón y solapa, talles 44 al 54, $ 7.80 Art. 573. Guardapolvo en brintussor, pollera cruzada y amplia, manga larga con pinzas y puño ajuste. $ 14.50 Art. 551. Guardapolvo liso con solapa, manga con pinzas y puño ajuste, en brin algodón. $ 7.50 (La Obra, 10 de mayo de 1942: 215).

La propuesta de Zapater compitió con la de Casa Iriarte y Cía. Ésta sedujo a los maestros con el siguiente texto: Al iniciar el presente año escolar Iriarte y Cía. tiene el agrado de saludar al personal docente de todo el país, al que se siente ligado por estrechos lazos de amistad comercial, y ofrecerles en obsequio UNA ÚTIL REGLA PLANA de trabajo en finísima madera lustrada a mano, de 30 ctms. de largo, con frente milimetrado sobre blanco (La Obra, 25 de marzo de 1942: 40).

Junto al dibujo de la regla-obsequio, iba incorporado el cupón que cada aspirante debía completar y enviar a la tienda en forma personal o por medio de correo postal. A su vez, Iriarte exhibió recuadros con imágenes individuales de maestros y de alumnos enfundados en diferentes

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modelos. Las doce figuras mostradas se dividieron proporcionalmente entre modelos para niños, niñas, maestros y maestras. Entre los dedicados a los varones no mediaron grandes diferencias, solamente varió el precio en función de la talla (adulto o niño). En cambio, entre las maestras y las alumnas sí se marcaron singularidades en cuanto a confección y forma. Para las niñas, los guardapolvos eran prendidos en la espalda y la cintura se marcaba con un lazo que culminaba en un moño. En cambio, la propuesta para las maestras llevaba el cierre de botones en la delantera, tablones y un cinturón que marcaba levente la forma del cuerpo femenino (al igual que en la propuesta de Zapater).

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Así, con base en distintos criterios se exhibieron modelos que establecieron diferencias entre los varones y las mujeres dedicados a la docencia. En este punto afirmamos que, si bien el guardapolvo tendió a homogeneizar en términos de clases sociales y de nacionalidades, no hizo lo mismo en materia de género. En este caso, por el contrario, acentuó las diferencias entre los varones y las mujeres. Sutilmente la martingala y el prendido en la delantera eran propios de los varones mientras que las mujeres tuvieron sus variantes con respecto a ellos y entre ellas mismas de acuerdo al rol. Esto es, las niñas usaban guardapolvos prendidos en la espalda y con lazo y las maestras mantuvieron el prendido en la delantera y un cinto menor que marcaba la figura. Estos modelos son los que comienzan a colonizar las páginas de las revistas desde finales de la década de 1930. Deteniéndonos en los textos de los anuncios, afirmamos que mientras Iriarte hacía referencia a la amistad y al obsequio, Zapater se amparó en la normativa del Consejo

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Nacional de Educación.12 Este organismo, que en los años veinte sugería el uso del guardapolvo, en los cuarenta prescribirá su obligatoriedad y el mercado textil hará eco de ello.

El tapado13 Las maestras todas de guardapolvo…, siempre recordamos con mi hermana los actos del 25 de mayo y nos causa mucha risa… En mi pueblo hacía calor, siempre hacía calor para los 25 y el acto se hacía en la plaza, iban todas las autoridades…, y las maestras iban todas con sus guardapolvos blancos y el tapado de piel, se las veía transpirar y no se sacaban el



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En el Digesto del año 1937, destinado a reformar y ampliar al 1920, se prescribe el uso del guardapolvo y se reglamenta la sobriedad y la sencillez fundamentalmente en aquellos artículos dedicados a reglamentar los actos escolares. Por ejemplo, se prohíbe a los docentes: “Hacer indicaciones respecto a la ropa de los alumnos, salvo las que corresponden a la decencia, el esmero y el aseo. En el caso de indigencia deberán dar la intervención correspondiente a las asociaciones cooperadoras”. Más adelante se agrega: “Los niños deberán presentar en la escuela convenientemente aseados y sin atavíos que pudieran despertar emulaciones. Antes de comenzar la primera clase, los maestros reunirán a los niños y les pasaran revista del aseo personal” (Digesto de Instrucción Primaria, 1937: 382 y 411). A lo largo del presente artículo utilizaremos repetidas veces la expresión “tapado” para aludir a aquellas prendas de vestir femeninas utilizadas como abrigo (para el caso de los varones se empleó el término “sobretodo”). Los tapados o tapaditos se usaban como cobertor, sobre la ropa, y se caracterizaban por ser de mangas largas, por extenderse debajo de la cadera y por llevar el cierre en la parte frontal. En sus variantes, estas prendas fueron distinguidas con puños y cuellos importantes, con cinturones, bolsillos y , a veces, capuchas. Sus texturas podían ser variadas: pieles o géneros. El término “tapado” fue de uso común en países latinoamericanos como Argentina, Uruguay, Chile, etc. y su uso se popularizó en el devenir del siglo XX. Es un sinónimo de abrigo o gabán. Asimismo, el tapado fue un signo de distinción social en función de sus texturas y ornamentaciones. Justamente, el uso de la piel, ampliamente promocionada, fue un indicador de pertenencia social por excelencia.

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE tapado… Todas estrenaban para el 25, era una risa verlas transpirar, pero ninguna se sacaba el tapado…14

Si el guardapolvo puntualizó en las diferencias entre los géneros, el tapado apareció como una prenda de uso exclusivo de las mujeres en general y de las maestras en particular. Distinguidas Peleterías como La Estrella, Perramus, Fémina, Suipacha, Luminton, La Moderna, Select

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Entrevista realizada por Paula Caldo a SR, jueves 29 de mayo de 2013. La entrevistada, una maestra normal que hoy cuenta con 83 años, nació y vivió toda su infancia en la escuela en la cual su madre era directora. Contando con esa experiencia, narró en una entrevista instantáneas de su infancia.

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Lavalle o también tiendas en general como Casa Iriarte y Cía., exhibían semana a semana sus propuestas en las páginas de La Obra con miras a cautivar a las maestras. Pese a que la normativa escolar prohibía el uso de prendas suntuosas, había un momento del calendario escolar en el cual se abría un intersticio: los actos escolares. En esos días, donde la rutina escolar se hallaba enrarecida por el peso del ritual, las maestras cubrían el guardapolvo con el tapado de piel. Así, como lo indica el aviso publicitario que ilustra esta página, en la víspera de las fiestas mayas y julias, las peleterías y tiendas reforzaban la oferta de abrigos de piel. Si bien los tapados fueron confeccionados en distintos materiales (paños, lanas, etc.), el acento estuvo puesto en los de piel. Zorro, zorro plateado, zorro blue, chinchilla, nutria, lobo, astrakan (sic.), agneau racé (sic.), visón, armiño, etc., prometían ser materiales capaces de combinar elegancia y abrigo. Así, las peleterías llevaron la delantera en términos de ofertas, indicando tipos de prendas pero también calidades de precios y facilidades de pago: PELETERÍA “FEMINA” asombra con los precios de su fantástica LIQUIDACIÓN. Solicite crédito A SOLA FIRMA pagadero en 10 - 15 o 20 meses. TAPADOS 7/8, creaciones SUAVIZON, desde $110. CUELLOS de ZORRO PLATEADO, BLEU, CHINCHILLA, etc. desde $ 105. CAPAS, SACOS y BOLEROS de ZORRO PLATEADO, desde $ 150. ZORROS PLATEADOS, calidad seleccionada, desde $ 120. GRATIS enviamos nuestro NUEVO CATALOGO NOVEDADES 1940. Peletería FÉMINA. El hogar de las pieles. Paraná 289 casi esquina Sarmiento UT 38 – Mayo 0537 y 8607 (La Obra, 10 de septiembre de 1940: 538).

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El texto estaba acompañado por una serie de dibujos de siluetas femeninas que lucían diferentes prendas: tapados, capas, cuellos, etc. Posaban de perfil o de espalda, enseñando las cualidades más destacadas de la ropa en cuestión: cuellos, espaldas, mangas, ornamentos en los puños, anchos de falda, etc. Dentro de las propuestas de tapados, los avisos de la peletería La Moderna establecieron diferencias con los de las otras firmas competidoras en dos cuestiones: el uso de fotografías (y no el dibujo) y la renovación semanal del modelo exhibido, asemejándose así a las secciones de figurines de moda de las revistas dedicadas al público femenino, como Para ti, Damas y damitas, El hogar, etc. (Eujanian, 1999).

TEMPORADA 1942. Verdaderas primicias para la estación reflejan los diseños de LA MODERNA en sus novísimas creaciones para otoño e invierno. Visítenos o solicite catálogo

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gratis. Tapado de Agneau rassé negro, calidad extra desde $ 520 (La Obra, 10 de abril de 1942: 92). COQUETERÍA. Es una definición propia del sutil estilo femenino y el que prima también en todos los modelos de tapados, boleros, zorros, etc., que LA MODERNA creó para realzar aún más su proverbial elegancia. Visítenos o solicite catálogo gratis. Tapado de Martas Zibelina. Suntuosa capa de armiña blanca realización LA MODERNA (La Obra, 10 de mayo de 1942: 229). DISTINCIÓN. Los novísimos modelos de boleros, capas, tapados, etc., de LA MODERNA, tienen la distinción propia de las grandes creaciones neoyorquinas…Tapado de nutria modelos desde $ 280 (La Obra, 25 de abril de 1942: 171). Está encantadora con este regio SACON. Los modelos de LA MODERNA son tan primorosos y sentadores que motivan los elogios más espontáneos. Inspírelos Vd. también luciendo nuestras creaciones exclusivas. SACON DE CARACUL blanco, seleccionado $ 290. El mismo modelo en corderito blanco $ 150 (La Obra, 10 de junio de 1942: 289). Suntuosidad y belleza. ¡Incomparable! Capa de ARMIÑO BLANCO. Suavidad de seda, tersura, esplendorosa belleza en el firmamento de la moda de todos los tiempos (La Obra, 10 de septiembre de 1942: 493).

Belleza, distinción, coquetería, elegancia, suntuosidad son los calificativos que la marca asocia a sus productos, como así también al concepto de feminidad reflejado en sus tapados. Si bien los anuncios no aluden explícitamente a las maestras, el hecho de ser promocionados en una revista como La Obra las hace sus principales destinatarias. En este punto, esa mujer que habita en la maestra y que es interpelada desde la publicidad contradice las

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prescripciones del Consejo Nacional de Educación que, en sus normativas, acentúa la sencillez en el vestuario y, en tal sentido, obliga al uso del guardapolvo. La exaltación de la coquetería también entraba en franca contradicción con los postulados de los manuales de buenas maneras, de urbanidad y de enseñanza moral para la mujer, muchos de los cuales circularon en las escuelas.15 Estos últimos definían a la coqueta como a una dama frívola, vanidosa, superficial y de magros principios morales, que, a todas luces, se conducía en detrimento de la buena familia. Por caso, bajo el seudónimo “Condesa de A*”, una de las tantas tratadistas escribió acerca de la educación de las niñas: “Enséñale á pensar y ocupa sus pensamientos de manera que en ellos no quepan los artificios de la coquetería y de la frivolidad” (Condesa de A*, 1907: 35). En consecuencia, la maestra y la coqueta representaban dos tipos femeninos incompatibles que, sin embargo, el mercado intentaba acercar. Por lo demás, el tapadito no fue el único elemento estético promocionado que entraba en tensión con las prescripciones del Consejo Nacional de Educación, organismo que asignaba a la maestra un rol de ejemplaridad y, por lo tanto, demandaba sencillez, austeridad y no ostentación en los modos de vestir y de aparecer en público. En los 15



Hemos consultado los siguientes títulos: De la Torre, Bestard (1898), La elegancia en el trato social. Reglas de etiqueta y cortesía en todos los actos de la vida, Madrid, A.P. Guillot y Cía; A. A. (1889), Nuevo manual de urbanidad, cortesía, decoro y etiqueta ó el hombre fino, Madrid, Librería de Hijos de D. J. Cuesta; Condesa de A* (1907), La mujer en la familia. La hija-la esposa-la madre, Madrid, Montaner y Simón Editores; entre otros. Asimismo hemos analizado la temática de la urbanidad y las buenas maneras en las escuelas en Caldo, Paula (2012b), “Ángel Bassi y la enseñanza de la economía doméstica, 1894-1920”, en Kaufmann, Carolina (dir.), Ahorran, acunan y martillan. Marcas de urbanidad en los escenarios educativos argentinos (primera mitad del siglo XX), Entre Ríos, Eduner, p. 207-246.

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años veinte dicho Consejo labró una serie de requisitos que debían cumplimentar las maestras al momento de ejercer su oficio. Muchos de éstos entrecruzaron elementos estetizantes con patrones conductuales y morales. Esto es: se reglamentaba tanto el uso como la prohibición de determinadas vestimentas, adornos y formas de ser y de permanecer en el espacio público. Uno de ellos fue el uso del cabello recogido y la prohibición de aplicaciones de tinturas. En esta dirección, todas las imágenes de mujeres maestras que aparecen en los comerciales tienen el cabello recogido. Los figurines y las fotografías muestran un trabajo en el peinado (bucles) pero ninguna de las mujeres luce el cabello suelto. Así, la casa comercial especializada en productos de peluquería Weiss ocupa un lugar destacado con anuncios tales como: “El peinado ejecutado con la ondulación permanente Ondabucle es elegante e individual. CASA Weiss–Callao 714” (La Obra, 10 de mayo de 1940: 189). Sin embargo, junto a la onduladora expone productos para aclarar el cabello y lograr así la imagen de maestra rubia y blanca estimada como ideal. Finalmente, sin ofrecer una sección exclusiva, La Obra interpeló a la mujer que habitaba en la maestra con una serie de productos que, en su conjunto, no demoraron en contradecir algunos de los lineamientos propuestos por el Consejo Nacional de Educación. Quizás, el carácter comercial de La Obra obligó a sus editores a incorporar auspiciantes cuyos artículos sedujeron a la maestra que educaba pero que también era mujer.

Consideraciones finales La pedagoga Gabriela Diker realiza un recorrido histórico por los modelos de docencia, entendiendo por “modelo” a los diferentes discursos pedagógicos que apuntaron

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a dar forma a las prácticas educativas. Diker sostiene que estos modelos que tienden a dar forma a lo escolar fueron paulatinamente incorporados por los docentes y, en este punto, se aventura a establecer un juego de palabras entre incorporar y hacerse cuerpo (marcar el porte). Juego que nos resulta oportuno para reflexionar alrededor de la línea de investigación que venimos sosteniendo, esto es, la docencia es un oficio que además de incorporar saberes específicos, se hace cuerpo en los docentes, los marca y, en esta dirección, tanto las prescripciones escolares como el mismo mercado intervinieron con propuestas específicas. Las docentes, además de educar con sus conocimientos pedagógicos y disciplinares, lo hicieron con sus prácticas y con su imagen. Esto es, la mujer dedicada a la docencia llevaba inscriptas en su cuerpo las marcas del rol. Carga que, lejos de ser ingenua, tenía claros fines pedagógicos (mostrar un deber ser de mujer). En este sentido, una serie de elementos estetizantes fueron conjugados para consagrar en el oficio a quienes decidían dedicarse a él. Así, los modos de vestirse, de caminar, de hablar, el porte y las conductas exteriorizadas operaron como indicadores claves de la buena maestra. La apuesta era transformar o edulcorar cualidades físicas en dirección a formar maestras: angelicales, sumisas, sencillas, amantes de la limpieza, maternales y preferentemente rubias, blancas, sin defectos físicos, con buena dicción, con una estatura superior a un metro cincuenta, etc.16 Cualidades que, por supuesto, no debían restar al rigor y a la disciplina necesarias para llevar adelante la tarea de educar. Los avisos publicitarios consultados nos permitieron confirmar que las prescripciones estatales contemplaron la

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Estos datos fueron constatados en los reglamentos de ingreso a la docencia de la Escuela Normal N.º 1 “Dr. Nicolás Avellaneda” de la ciudad de Rosario, Santa Fe (años 1920-1940).

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formación de esa figura exterior pero en esa tarea no estuvieron solas. El mercado ofició como un referente atento a la hora de generar gustos, hábitos, tendencias, etc. El propósito fue ofrecer a las docentes una serie de productos capaces de sostener un vínculo taxativo entre imagen exterior y trabajo a desempeñar. La moda exclusiva para las maestras fue un elemento crucial y Estado y mercado trabajaron en línea opuesta a aquellas afirmaciones que expresaban que el “hábito no hace al monje”. Por el contrario, “dime cómo te vistes y te diré qué tipo de maestra eres” fue el aforismo que sintetizó la línea de prácticas abordas en estas páginas. La ropa viste e inviste de connotaciones identitarias a sus portadores (Dussel, 2000; Lurie, 2011). Y, justamente, la buena maestra luciría el guardapolvo blanco, el tapado, los zapatos, el bolso, los guantes, su rostro sin maquillaje, merced a productos adquiridos en determinados lugares y con específicas marcas. En 1915, el Consejo Nacional de Educación advirtió cierta competencia entre las docentes en relación al vestuario y, para evitar estos conflictos sugirió el uso del guardapolvo. En 1937, la otrora sugerencia gravitó con fuerza prescriptiva, obligando a las docentes y a los alumnos a incorporar como vestimenta escolar exclusiva el guardapolvo. Asimismo, se tuvo especial cuidado en vigilar tanto el uso de accesorios de vestuario (abrigos, joyas, maquillajes, etc.) en las maestras como así también exigirles a estas que moderen las demandas de ornamentos y vestimentas a los niños (en los actos escolares). Pero el mercado no desoyó el mandato estatal y se abocó a diseñar modelos de guardapolvos, aunque también abrió intersticios para seducir con otros productos, fundamentalmente, el tapado. Y fue en torno a los abrigos donde se concentraron las marcas de feminidad, al igual que el lujo, la distinción, la competencia y todas aquellas otras características alimentadas por el avance de la sociedad del consumo. Así, entre

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ambivalencias, tensiones y negociados, Estado y mercado marcharon en una extraña consonancia. Los años treinta fueron el contexto donde operó una figura femenina particular: eje del consumo y asalariada. No obstante, las maestras ocuparon un renglón especial: el apostolado laico avalado por el proyecto educativo moderno opacó los dramas y posibilidades de tal situación laboral y sociocultural. En este sentido, la publicidad, canto de sirenas del mercado, interpeló a las docentes con una oferta acorde a sus condiciones de posibilidad para generar una apariencia de mujer-maestra políticamente correcta pero adaptada a los nuevos tiempos. Esa mujer que ahora se quitaba el corsé y comenzaba a descubrir sus piernas, debía conservar ciertos principios para permanecer en el mundo de la docencia; la apuesta comercial lo sabía y se hizo cargo de ello. El tapado fue la prenda clave del consumo estético de la mujer maestra. Aunque el guardapolvo ceñía la cintura con el lazo blanco, el tapado “tapaba” el cuerpo, dejando al descubierto solamente un rostro sonriente, prolijamente peinado y desprovisto de maquillajes. Sharon Marcus afirma que la moda es un criterio óptimo para la formulación de juicios estéticos que permitan tanto la inclusión como la exclusión de los sujetos involucrados (Marcus, 2009). Precisamente, La Obra fue una publicación donde la oferta de vestuario femenino estuvo presente. En cada número aparecieron figuras femeninas luciendo prendas con un triple objetivo: fomentar el consumo, informar sobre las últimas tendencias en materia de prendas y direccionar en clave estética los hábitos de consumo de las maestras en particular. De hecho, estas últimas conformaron un público cuyas elecciones de consumo estuvieron ampliamente vigiladas por los guardianes del mercado. Nos interesó resaltar la intención que escondió esa direccionalidad. Se trató de una carga estética que, lejos de ser azarosa, estuvo

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dosificada en función de habilitar un aparecer femenino acorde con la figura social de esa maestra-segunda madre. Las imágenes de las docentes retratadas en la publicidad mostraron a mujeres bellas, esbeltas, blancas, limpias, con cuerpos cubiertos de ropas y sencillas (sin ornamentos: joyas, maquillajes, etc.) que espejaban las notas interiores de un ser sensible, bueno, noble, abnegado y dedicado a la educación de la infancia. Entre miradas estatales, comerciales y femeninas, la moda, el vestuario y la publicidad fueron las arterias que marcaron con claves estéticas el aparecer y el deber ser de las maestras en la sociedad del consumo.

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“El gusto de hacer”.1 Escuela Nueva y taylorismo en la Reforma Rezzano (1918-1936) Ignacio Frechtel Introducción En este artículo se trabaja sobre un proceso histórico que consideramos todavía poco explorado en la historiografía de la educación: la Reforma Rezzano. El marco espacio-temporal de esta experiencia propone un recorte acotado tanto en el tiempo como en el espacio: la Reforma tuvo su implementación en algunos Consejos Escolares de la Capital Federal, especialmente el 1º, durante un margen de tiempo comprendido entre los años 1918 y 1924. Si bien, como es evidente, esta experiencia no tuvo un impacto determinante para el sistema educativo argentino, cuando nos adentramos en su estudio aparecen proyectados una serie de elementos que aportan desde su propia especificidad al conocimiento del sistema educativo del primer cuarto del siglo XX y de la educación primaria en particular. Las siguientes páginas son un intento de sistematizar esos elementos, con el eje puesto en la articulación entre la cuestión de la “organización escolar” y las opciones intelectuales de los pedagogos que implementaron la Reforma, especialmente el taylorismo y el escolanovismo. La clave de lectura de dicho proceso será en los términos de la estética escolar, tópico que unifica los trabajos del presente volumen. Sobre la estética escolar, retomamos las palabras de Pablo Pineau, quien afirma que tal vez uno

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La Obra, Sección Didáctica Práctica, año 1925, Nº 1.

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de los grandes triunfos de la escuela sea “haber fraguado el futuro mediante la inculcación en grandes masas de población de pautas de comportamiento colectivo basadas en los cánones civilizados de la belleza y la fealdad. La dimensión política de esta operación se torna evidente, por lo que esperamos que sus efectos sean objeto de estudio de nuevas investigaciones” (Pineau, 2007: 117).2

La Reforma Rezzano en la historiografía de la educación Dentro de lo que se podría definir como historiografía clásica, en el trabajo Historia de la Educación Argentina, Manuel H. Solari ubica a la corriente crítica encabezada por José Rezzano y agrupada en torno a la “escuela nueva” y a la revista La Obra, como parte de “La educación en la época de la reacción antipositivista”. Con este título anticipa la interpretación de esta corriente, en la que la disputa se plantea en términos de “lucha de ideas” –ideas pedagógicas–, que se dieron en un “plano exclusivamente escolar”, en el contexto de crisis de la pedagogía tradicional “cientificista y positivista” (Solari, 1985: 218). El conflicto se presenta reducido al plano de la didáctica, con algunos “ensayos apresurados” pero también con “experiencias serias y bien controladas”, estas últimas llevadas adelante, según Solari, por el grupo dirigido por Rezzano. La renovación didáctica de la escuela primaria se completa con el trabajo llevado adelante en las escuelas normales y en los departamentos de aplicación, que ponen como

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Si bien no es el tema central de este artículo, tangencialmente se intenta captar la disputa en términos político-pedagógicos en torno a la implementación de la Reforma, también como disputa estética y por la sensibilización.

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ejemplo el trabajo de Clotilde Guillén de Rezzano, esposa de José Rezzano, en la Escuela Normal N.º 5 de la Capital Federal, en donde aplicó especialmente los principios de las pedagogías de Decroly y de Montessori. Fruto de la aplicación de estas pedagogías renovadas, en la formación de maestros fueron remplazados los textos clásicos de Mercante y de Senet por las obras de Guillén de Rezzano y de Hugo Calzetti.3 Como se puede apreciar, en el relato de este manual de historia de la educación, el conflicto aparece en un segundo plano, acotado a lo específicamente pedagógico y didáctico. De hecho, las acciones llevadas a cabo por José Rezzano y su grupo no aparecen delimitadas, ni siquiera nombradas específicamente, sino que se habla de “experiencias”, de forma genérica,4 aunque los propios actores hayan denominado al proceso como “Reforma”.5

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La proyección del grupo de docentes y pedagogos de la “escuela nueva” y en particular de quienes acompañaron a Rezzano tuvo principalmente dos caminos: la formación docente y la producción de libros y manuales escolares. Por ejemplo, Luis Arena fue un prolífico autor de libros escolares, especialmente durante el peronismo. Ver también Puiggrós, Adriana (1993). Difícil es suponer que Solari no estuviera al tanto de la denominación “oficial”: “Sistema de labor y programas del Consejo Escolar 1º”, tal como se la conoció en la revista La Obra y como se extendió entre el magisterio, o de la nomenclatura “Reforma Rezzano”. Con Marcelo Caruso, podemos plantear para Solari la hipótesis de la mitificación de la escuela tradicional por parte de la historia de la educación. La Ley 1420 marcó un fuerte sesgo a partir del cual fueron soslayados los movimientos críticos del sistema educativo tradicional: “Desde la primera década del siglo XX se constituyó una historiografía educativa liberal que enfatizó la herencia republicana de la sociedad argentina […] Hacia mediados del siglo se constituyó una historiografía católica que combinó investigaciones minuciosas centradas en el período colonial […] Ambas tendencias ahondaron en la historia de la educación en un contexto fuertemente marcado por el hito de la ley 1420 […] La notable expansión de la escuela en estas décadas [por la ley 1420, IF] llevó a su culto y mito” (Caruso, 2011: 22).

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La ruptura de la “mitología” Según Marcelo Caruso, tras el fin de la dictadura (1983) se reconstituyó por completo el campo de la investigación en historia de la educación (Caruso, 2011: 22) y se adoptaron los principios de la historia social y de la nueva historia de la cultura. A partir de esos desarrollos en el campo de la historia, la historia de la educación abrió nuevos caminos tanto en lo teórico como en lo metodológico. A esta nueva estación historiográfica pertenecen los trabajos que darán visibilidad a temas como el de la Reforma Rezzano. Una primera referencia se sitúa en el artículo de Adriana Puiggrós “La educación argentina desde la reforma Saavedra-Lamas hasta el fin de la década infame. Hipótesis para la discusión”. La importancia del artículo en relación con nuestro tema radica en haberle dado visibilidad a partir de una fuente en particular: la revista La Obra, órgano de difusión de los reformistas. El marco en el que se ubica la Reforma es dentro de la hipótesis de una fuerte demanda de reformas a la escuela enciclopédica, antiutilitaria, separada de la sociedad y dirigida solamente a dar instrucción básica elemental a grandes sectores y formación media superior y universitaria a las capas dirigentes. El reformismo predominaba, aunque estuviera en discusión su temario (Puiggrós, 1992: 36).

La autora define esta situación como de “reformismo político pedagógico” (Puiggrós, 1992: 36). Dentro del campo problemático que para la autora es el movimiento de la escuela nueva, Rezzano ocupa un lugar particular. Tras haber pasado por todas las instancias de la jerarquía educacional (maestro de grado, director e inspector de zona), Rezzano se encontraba en el año 1918 ejerciendo el cargo de Inspector General de la Inspección Técnica de la Capital, el cargo “técnico” –no “político”– de mayor jerarquía en la carrera docente dentro del sistema. Era un

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“hombre del sistema” y conocía a la burocracia escolar por dentro. Al mismo tiempo fue uno de los principales exponentes de la escuela activa y un representante de su organización oficial, vinculada a la Liga Internacional para la Nueva Educación. Esta doble condición permite la idea de “afán conciliador” (Puiggrós, 1992: 46)6 con la que la autora define la relación entre el grupo de escolanovistas y el sistema, una conciliación que tenía como consecuencia no modificar las normas fijadas entre el Estado y la sociedad civil, razón por la cual sus posiciones son categorizadas como orgánicas dentro de ese campo problemático que constituyó el escolanovismo en la Argentina. Por último, cabe destacar la idea de espíritu de labor, que va a ser desarrollada por Sandra Carli (1992)7 en el mismo libro que Puiggrós, para pensar en términos de interpelación a la infancia. Para Puiggrós, ese concepto es sinónimo de “taylorismo”, ambos términos utilizados por los reformistas, y significa un “menor desgaste de energías y de tiempo, como un problema didáctico y psicopedagógico” (Puiggrós, 1992: 64). 6



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Ese afán conciliador que los mantuvo dentro del sistema no impidió, sin embargo, virulentos ataques, acusaciones contra el “antiguo régimen” y la burocracia escolar, etc., como se verá más adelante. Con el eje puesto en la cuestión de la infancia, Sandra Carli (Carli, 1992) hace foco en la Reforma Rezzano en tanto discurso, uno más de los tantos que en el período 1880-1955 configuraron e interpelaron a la infancia. En este caso, la autora trabaja sobre la línea de la Reforma Rezzano en tanto discurso que está pensando en un sujeto particular: el “niño laborioso”. La concepción de Rezzano del niño como “sujeto laborioso” es propuesta por Carli a partir de la idea de “espíritu de labor”, presente en el artículo de Vignati, y sostenida por el pensamiento de los reformistas a partir del concepto de taylorismo. Como se mencionó anteriormente, la teoría de Taylor para la organización del trabajo industrial fue tomada como referencia y fundamento por los reformistas para elaborar su propuesta de sistema de trabajo escolar. A partir de otros pensadores de fuerte influencia sobre la Escuela Nueva, el taylorismo se combinó, por ejemplo, con el pragmatismo, concepto tomado del filósofo estadounidense John Dewey.

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Unos años más tarde, Silvina Gvirtz retoma los avances presentados por Puiggrós en un abordaje de la reforma con un importante nivel de exhaustividad, en el marco de su estudio sobre el discurso escolar a través de los cuadernos de clase. En lo que constituye una genealogía sobre el cuaderno único de clases en Argentina, se rastrean los orígenes de este artefacto, a la sazón impulsado originariamente por los escolanovistas reformistas. Según Gvirtz, “muchas de las preocupaciones teóricas y prácticas de los escolanovistas, que se presentaron con centralidad en el debate histórico-educativo, no tienen relación aparente con los grandes problemas de la política educacional” (Gvirtz, 1999: 56). Pero esto es sólo una apariencia, producto del resultado de las disputas entre el sistema “tradicional” y las propuestas renovadoras de la Escuela Nueva, en las que resulta claramente vencedor el primero. De hecho, una de las hipótesis es que la corriente de la Escuela Nueva realiza una crítica a la escuela como venía siendo planteada desde la tradición normalista, por lo cual es repensada como totalidad, desde su organización interna, y el cuaderno único aparece como el instrumento de control de este nuevo modelo. Los reformistas partían de una fuerte crítica al sistema educativo, corrompido por los “vicios profesionales”, en el que la simulación predominaba por sobre el trabajo efectivo. Había que reordenar un sistema en el que se desperdiciaban tiempo y energía para hacer más eficiente el trabajo. La diversidad de cuadernos –de deberes, diario, de caligrafía, de lecciones, borradores, de clase, etc.– aparece como ejemplo de esta situación, ya que la “institución escolar no había unificado criterios ni había estipulado formas de organizar en clase el trabajo con este recurso” (Gvirtz, 1999: 56).

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La Reforma, la propuesta del cuaderno único y el régimen de simulación En el cuaderno de deberes, los alumnos realizaban sus ejercicios –tanto en la escuela como en el hogar– y eran luego corregidos por el maestro una y otra vez, con tinta roja, en un afán de eliminar el error. De esta manera, con la propuesta de cuaderno único, los alumnos ganaban el tiempo del copiado y de reescritura y los maestros el tiempo de corrección: Concebido el cuaderno de ejercitación como elemento inanimado y actual, en lugar de reflejo y eco apagado de la vida y la actividad, ha traído como consecuencia la supresión de ese verdadero tormento chino que significaba, para el maestro, la corrección con tinta roja de los cuadernos de los alumnos, tarea ímproba y sin resultado porque los niños no vuelven la vista atrás para aprovechar la experiencia del maestro (Rezzano, 1921: 6).

Además, aseguraban en sus críticas, era frecuente la elaboración de las tareas en el hogar por los adultos que rodeaban al niño. En este “régimen de simulación”,8 el niño trabajaba para satisfacer al maestro, el maestro al director y el director al inspector. Ése era el sistema en el que, desde el punto de vista de la organización del trabajo taylorista, se desperdiciaban tiempo y energía, y el cuaderno único fue una estrategia para, entre otras cosas, establecer un instrumento de control. Las tareas escolares se realizarían en la escuela y no en el hogar, lo que impediría que aparecieran manos adultas para facilitar el trabajo y respetaría las necesidades 8



Desde la línea editorial de la revista La Obra se reconoce que “la iniciativa del ex Inspector Técnico General, doctor José Rezzano, al establecer el cuaderno único en las escuelas de la capital, señaló el comienzo de una nueva era para la escuela argentina. Con su establecimiento, se cortaban, de una vez y para siempre, las vergüenzas y las farsas a que nos tenía acostumbrados el antiguo régimen” (La Obra, 1925, N.º 2: 61).

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psicológicas de recreación del niño. Los maestros ya no deberían corregir los cuadernos para lograr la perfección, sino que pasaban a corregir al niño en el momento en que cometía el error (y no tiempo después cuando el niño ya olvidó su tarea). Al estar presente el error en el cuaderno, el alumno podría ser consciente de su evolución en los aprendizajes, lo que respetaba “la naturaleza psicológica” del alumno. Además, al reflejar el trabajo efectivo realizado en clase, este cuaderno era una herramienta para controlar a los maestros. De esta manera, directores e inspectores podían acceder rápidamente a la información sobre las tareas realizadas por el maestro, y esto producía un ajuste en lo que respecta al sistema de control y al establecimiento de las funciones de cada instancia del sistema escolar. Silvina Gvirtz acierta en jerarquizar las influencias tayloristas en la propuesta de reforma. El taylorismo aparece fuertemente en el discurso reformista al aplicar las categorías de la Teoría de la Administración Científica.9 La pregunta que surge, que retomaremos luego, es por la articulación entre estos dos discursos, las causas por las cuales la organización de la industria tiene tanto peso en una reforma escolar.

La Reforma La década de 1910 significó para Argentina un fuerte período de transición en los planos político, social y cultural. La Reforma Rezzano se ubica hacia el final de aquella década y muestra ese signo de época que fue la ruptura con el orden establecido. 9



No olvidemos que el eje del trabajo de Gvirtz está puesto en los cuadernos de clase, cuestión por la cual el tema de la reforma de la organización escolar según las nuevas teorías de organización del trabajo queda planteado a modo de hipótesis por el rol central que tuvo el cuaderno de clases en ese proceso.

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En lo político, el acontecimiento de mayor relevancia está dado por la ruptura de lo que conocemos como “orden conservador”, que en los hechos significó la llegada al poder de Hipólito Yrigoyen en 1916, primer presidente elegido por el voto popular tras la sanción de la Ley Sáenz Peña del voto secreto y obligatorio. Esta situación había sido producto de una serie de impugnaciones a ese orden conservador que generaron una vocación reformista de la cual es producto la reforma electoral, que posibilitó un lugar en la representación política a sectores tradicionalmente excluidos. Esa reforma política no se dio sino a través de una fuerte disputa de poder en la que los sectores dominantes tradicionales se vieron obligados a ceder una porción de ese poder, producto de una fuerte movilización social de sectores medios –principalmente– y trabajadores, que habían logrado insertarse en el aparato productivo y que ahora buscaban su lugar en el Gobierno y en el aparato del Estado. Para completar este panorama y por nombrar sólo uno de los procesos de cambio del ámbito educativo,10 la Reforma Universitaria de 1918 consistió en una expresión de la movilización social y política hacia el cuestionamiento del régimen establecido y dio por tierra con el sistema de gobierno universitario insertando a un nuevo sector (los estudiantes) en instancias de decisión. Era un contexto en donde la crítica a lo establecido se percibía en el aire y posibilitaba discursos como el de la Reforma Rezzano, que se ubicaba como lo renovador frente al “antiguo régimen”. La Reforma estuvo inspirada en la corriente pedagógica de la Escuela Nueva11 y fuertemente impulsada por



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Otro ejemplo del clima de época podría buscarse en el ámbito de la cultura, más específicamente en la literatura (Sarlo, 2007). La revista La Obra constituyó un nucleamiento del grupo de “reformistas” a partir del año 1921 –año de creación–, órgano de difusión de sus ideas y del pensamiento escolanovista en general, adherida a la

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José Rezzano,12 su principal ideólogo, desde el inicio de su gestión como Inspector Técnico General en la Capital en 1918 y hasta el año 1924, punto de inflexión debido a la renuncia de Rezzano a su cargo a fines del año anterior, en el que empieza el declive de la aplicación de la Reforma y la disputa más fuerte con el Consejo Nacional de Educación. Ubicamos al epicentro de la Reforma a partir de 1920 y en el Consejo Escolar Nº 1, con la participación fundamental de Juan C. Vignati en su implementación, al asumir como Inspector en ese distrito. De aquí, los dos nombres con los que se la identifica: “Sistema de labor y programas del Consejo Escolar 1º” o “Reforma Rezzano”. En los artículos de La Obra dedicados a la reforma se destaca el espíritu colectivo con el que se creó la propuesta, con participación de inspectores, directores y docentes, y para la que se utilizaron como plataforma las conferencias pedagógicas. De hecho, uno de los pilares en la defensa del proyecto apela argumentalmente a la defensa de los intereses del magisterio: “toda la carga y responsabilidad recaen sobre los maestros, dependiendo el éxito para los directores e inspectores, de sus aptitudes para saber aprovechar la iniciativa y el trabajo de aquellos. Falta de justicia distributiva sentida por el magisterio […]” (Gallardo, 1919: 32). El eje de la reforma estaba en las nuevas propuestas de organización escolar, como el nuevo horario que redujo la hora de clase o el cuaderno único como instancia tanto pedagógica como de control (y a través de éste, una nueva definición de los roles y de las funciones), y en diversas



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Liga Internacional para la Nueva Educación (Finocchio, 2009) y caja de resonancia de sus reclamos hacia el sistema y la burocracia. José Rezzano fue maestro, director y supervisor del sistema educativo, en escuelas dependientes del Consejo Nacional de Educación, e impulsó el movimiento de la Escuela Nueva en Argentina. También fue director de la revista La Obra y fue representante de la Liga Internacional para la Nueva Educación.

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propuestas de trabajo en el plano de los programas de enseñanza de las distintas materias. Esta nueva organización apuntaba, principalmente, y en consecuencia con las influencias tayloristas, a evitar el desperdicio de tiempo y de energía, los cuales eran asumidos como valores. La eficacia en la organización debía apuntar a una utilización racional de esos recursos valiosos.

Escuela Nueva y taylorismo: las dos concepciones presentes en la reforma Más arriba dijimos que la revista La Obra, adherida a la Liga Internacional para la Nueva Educación, funcionó como un espacio aglutinador para los que impulsaban la reforma y como espacio de difusión para un importante público docente que leía la revista. Esta revista constituye el principal acervo documental sobre la reforma, y hemos trabajado principalmente sobre dos artículos en donde más nítidamente se ven expresados los principios escolanovistas y tayloristas. En “La organización del trabajo escolar de acuerdo a nuevos principios”, escrito por Rezzano (1921, N.º 9, 10, 11 y 12) se desarrolla la propuesta de la reforma en lo que respecta al sistema de trabajo cotidiano en la escuela, el establecimiento de las funciones de cada uno de los miembros del sistema y los elementos utilizados, especialmente el cuaderno de deberes, que debía ser reemplazado por el “cuaderno único”. Para Rezzano, el trabajo escolar debía pasar por un proceso similar al que “ha sufrido el trabajo en general y, en particular, el trabajo industrial” (Rezzano, 1921, N.º 9: 9). Los avances que se habían dado en el mundo industrial eran prueba de la eficacia de esa nueva forma de gestión

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y había que llevarla al plano de la organización escolar para comprobar su funcionamiento en este nuevo ámbito. El supuesto básico en el que Rezzano fundamentó la propuesta, y que va a ser repetido en las siguientes referencias a la reforma, partía de la crítica al desperdicio de tiempo y de energía. Por lo tanto, era necesario implementar una organización que corrigiera esa problemática, que se focalizara en la necesidad de ahorrar el tiempo y la energía, los cuales, a través de esta operación, se convertían en valores a resguardar. Uno de los pasos fundamentales para ello era esclarecer las funciones de cada uno de los actores del sistema en una jerarquía en la que cada uno tuviera una función específica: Nadie ignora los cambios introducidos en las formas de organización del trabajo para evitar el desperdicio enorme de energías y de esfuerzos y, por tanto, de valores. […] Un buen sistema de trabajo debe asegurar la elimina­ción de los factores de desperdicio de material y de ener­gía de parte de los trabajadores, por la lucha contra el empirismo y la consideración científica de los elementos y forma de trabajo. Debe además consistir en la consideración orgánica del trabajo mediante la estrecha y lógica corresponden­cia entre los varios elementos que la integran: la direc­ción técnica, la inspección y vigilancia, los trabajadores, los horarios, los salarios, etc. (Rezzano, 1921, N.º 9: 9).

El nuevo sistema de trabajo industrial y los logros alcanzados en materia de la nueva organización se convirtieron en el parámetro a partir del cual se realizaba el análisis de la situación del sistema escolar. Al compararlos con los procedimientos en uso en el trabajo escolar, quedaba demostrado cómo este último se encuentra todavía en un período en que impera el desperdicio de material y de energías de parte de docentes y de alumnos y en el cual no se haya establecido un nexo lógico entre sus elementos: los que dirigen, los que

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vigilan, los maestros y profesores, los alumnos, los horarios, etc. (Rezzano, 1921, N.º 9: 9).

Nuevamente, se plantea la importancia de especificar los roles de cada uno de los actores y su función en la estructura de trabajo. Ésa era una de las mayores preocupaciones de Rezzano, que incluso utilizaba el espacio de la revista para publicar artículos en los que difundía lo que se consideraban las funciones de cada uno de esos roles. Según el modelo taylorista, la supervisión y el control eran elementos fundamentales, pero debían ser eficientes y no interferir ni obstruir el principal objetivo de la escuela, que en definitiva era educar a los niños. Por eso, además del control de la autoridad, era indispensable que cada uno de los actores supiera exactamente cuál era su tarea y la cumpliera conscientemente. En este sentido, y en relación con las autoridades, afirma que las funciones de director e inspector no deben ser mero trasunto de una situación accidental de superioridad jerárquica, sino concurrentes a la realización de una obra orgánica e integral, y no ne­cesitan apoyarse, para su ejercitación, en reglamenta­ciones disciplinarias sino en el consciente acuerdo y voluntaria colaboración: cada vez se afirma más el con­cepto de que el gobierno de una organización cual­quiera, como el de los estados, debe proceder con el concurso de los gobernados (Rezzano, 1921, N.º 10: 10).

Era necesario construir el rol de la autoridad y para los reformistas en ese proceso debía incluirse el consentimiento de los demás miembros del sistema. No olvidemos el contexto político social al que nos referimos más arriba: en el año 1916 se elegía el primer gobierno nacional a través del voto popular y el clima democrático se extendía cada vez más en la sociedad. Las imposiciones quedaban de lado, dando lugar al consenso (al menos por un breve período de la historia nacional).

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En “Las disciplinas mentales. Su organización en base a nuevos principios” (Vignati, 1922, N.° 37), el inspector de distrito plantea que una de las principales problemáticas educativas era la visión unilateral de los maestros en el proceso de formación de sus alumnos, orientada según sus propios intereses y afinidades, y que dejaba en un segundo plano las particularidades de los sujetos. Si bien se reconoce que en la legislación, a través de la Ley 1420, se propone una serie de asignaturas lo suficientemente diversas como para interpelar a la mayor parte de los sujetos y sus intereses,13 lo que permite “la polarización de las predisposiciones individuales por­que dinamiza todas las tendencias del intelecto humano” (Vignati, 1922, N.º 37: 4), la situación dista de ser la esperada. La necesidad, desde este punto de vista, era que “el maestro deje de ser dueño de forzar la mentalidad de sus educandos y no la desvíe hacia la disciplina de su personal inclinación. Al maestro no le es permitido forjar mentalmente al niño a su imagen y semejanza” (Vignati, 1922, N.° 37: 4). El grado de apertura de los programas de enseñanza planteaba una situación de flexibilidad según la cual cada maestro los aplicaba según su propio punto de vista, tergiversando la ley. De hecho, “los programas, aún vigentes en muchas escuelas, toleraban tantas interpretaciones y criterios como gustos y preferencias sentían los maestros, quie­nes imponían a sus educandos las suyas propias” (Vignati, 1922, N.°37: 4). Acto seguido, Vignati esboza su crítica utilizando uno de los principales

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“La ley 1420 impone al magisterio argentino la obli­gación de enseñar las asignaturas siguientes: Lectura y Escritura; Aritmética; Geografía, Historia; Idioma Nacional; Moral y Urbanidad; Higiene; lociones de Ciencias Matemáticas Físico-Naturales; Dibujo; Mú­sica, Gimnástica y conocimiento de la Constitución Na­cional. Las niñas deben, además, aprender labores de aguja y rudimentos de economía doméstica. Los varones, en la campaña, reciben a su vez nociones de agricultura y ganadería.” (Vignati, 1922, N.º 37: 4).

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argumentos de la pedagogía escolanovista y afirma que “la Pedagogía, considerando al niño como a un hombre pequeño cuyas facultades debían amueblarse, excusaba la indebida presión” (Vignati, 1922, N.°37: 4, subrayado propio). La crítica de los reformistas pasa por el hecho de que el niño no es considerado como tal, con una especificidad propia, sino como un potencial hombre a moldear, crítica central de la Escuela Nueva a la pedagogía tradicional. Desde este punto de vista encaja perfectamente la idea de que el niño, en realidad, es un ser distinto del hombre, física, intelectual y moralmente. La infancia es el proceso evolutivo natural con que el niño adquiere la experiencia necesaria y se convierte en hombre. De ahí que la escuela deba adaptarse en todas sus manifestaciones a las necesidades del niño para favorecer su evolución. No es el niño quien debe adaptarse a las necesidades de la escuela (Vignati, 1922, N.°37: 4-5).

Esta máxima escolanovista se encarga de poner en el centro de la escuela al niño con sus especificidades, sus necesidades y sus intereses, en una trama de relaciones en las que se acortaba fuertemente la distancia entre el docente y el alumno (Caruso, 2010).14 La propuesta central de Vignati apunta a la necesidad de modificar cuestiones relativas a la organización de los contenidos. Partía de la base común de los reformistas sobre la necesidad de economizar energías pero, a diferencia de Rezzano, fundamentó la propuesta utilizando argumentos de la pedagogía de la Escuela Nueva. Complementando el punto de vista propuesta por Rezzano, Vignati propone que

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Por poner sólo un ejemplo, afirma Caruso: “Así como afirmaba que la mente del niño era diferente de la del adulto, Montessori planteaba que el espacio educativo del niño debía ser un espacio simplificado, donde las contradicciones y la multiplicidad de la vida exterior debía ser aminorada. En este marco, se explica la construcción de un mobiliario del tamaño de los pequeños y la simplificación de todas las barreras físicas del espacio educativo” (Caruso, 2010: 110).

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE para economizar energías es necesario establecer no sólo la división del trabajo, sino también la manera de efectuarlo para que se realicen las mutuas interdependencias que aseguran el conocimiento por la con­centración de todos los aspectos. En ello estriba la virtud de la Pedagogía de Herbart: toda idea nueva ha de presentarse al espíritu en íntima relación de semejanza con las preexistentes, en forma tal que todos los pensamientos formen un tejido único que se desenvuelve, extiende y desarrolla en todo sentido, como si fuera un organismo vivo cuyo crecimiento se efectúa por nutrición (Vignati, 1922, N.° 37: 5).

Además de las propuestas sobre la organización de los contenidos, también está presente el cuestionamiento escolanovista al tipo de conocimientos impartidos por la pedagogía tradicional.15 Los reformistas partían de esta posición sobre la forma que debía adoptar el conocimiento a impartir, y que quedó plasmada en los programas y en las propuestas de las actividades escolares de la sección de La Obra “La escuela día por día”: Siendo el niño y sus necesidades el centro a que converge toda la vida de la escuela, se ha desechado en la enseñanza de toda disciplina la información fragmentaria que da conocimientos aislados y desarticulados en forma de constituir un agregado, sin incorpo­rarse al organismo vivo de los conocimientos. La es­cuela debía abandonar la senda que conduce al enciclo­pedismo aparente y contentarse con la más modesta y sólida misión de formar el espíritu del niño por medio de un limitado número de conocimientos circunscriptos y bien organizados que tendieran a aumentar su receptibilidad, a fortalecer su memoria y a multiplicar su actividad atencional (Vignati, 1922, N.º 37: 6).



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En palabras de Adriana Puiggrós, “se buscaba combatir la dispersión provocada en el niño por la organización curricular positivista y concentrar su interés y atención en una organización de los contenidos que respondiera a los lazos que unen naturalmente las cosas, tal como lo proponía Decroly” (Puiggrós, 1992: 50).

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Conclusiones Al poner el foco en la reforma en sí misma y no ya desde la necesidad de comprenderla a partir del o en contraposición al sistema educativo, tuvimos la necesidad de problematizar ciertas cuestiones. Surgen nuevas preguntas, algunas sobre las que se pudo avanzar y otras que quedarán como futuros interrogantes para esa historia integral de la escuela nueva en Argentina, que todavía está por escribirse: ¿en qué medida podemos considerar a esta reforma como “oficial”? (Carli, 2011: 167), y en este sentido, ¿hasta qué punto podemos considerar que la Reforma Rezzano estuvo promovida por el Estado? ¿Por qué no pensar en términos de utilización de los recursos y los mecanismos del Estado para imponer una concepción pedagógica propia? En definitiva, no olvidemos que una parte importante de las propuestas fue dejada de lado por el sistema una vez que Rezzano renunció a la Inspección Técnica General. Por otro lado, aunque no haya una vinculación directa entra las “posiciones orgánicas” y la educación profesional (Puiggrós, 1992: 60),16 ¿puede dejarse de lado todo tipo de relación entre la propuesta pedagógica y el mundo del trabajo, teniendo en cuenta especialmente la adopción del taylorismo? Por último, en tanto propuesta pedagógica enmarcada dentro de la corriente de Escuela Nueva, la Reforma Rezzano, ¿ubica efectivamente su punto de anclaje en el niño (Carli, 2011: 169) o podría pensarse que el eje está puesto principalmente en la cuestión de la organización escolar y, dentro de ésta, en los actores que la componen (tanto alumnos como docentes, directivos, supervisores, etc.)?

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Para Puiggrós, las posiciones “orgánicas” del escolanovismo, en la que filia a José Rezzano, “no comprometen al currículum escolar con el problema del trabajo productivo” (Puiggrós, 1992: 60).

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Al abordar estos interrogantes aparece una experiencia pedagógica con una gravitación propia, que no puede ser definida solamente por pertenecer a la corriente escolanovista. El foco estuvo puesto en la articulación entre taylorismo y Escuela Nueva como un punto sobre el que era necesario indagar para lograr una mayor comprensión del proceso histórico y pensarlo en términos de propuesta de estética escolar (en tanto educación de los sentidos para la formación de sensibilidades colectivas). Esa articulación dio por resultado una propuesta estética particular, en la cual algunos elementos de la sensibilidad escolanovista fueron adoptados y otros descartados, a la vez que se configuraron nuevos en sintonía con la necesidad de “organizar el trabajo”, mientras se mantuvieron otros, propios del normalismo, lo cual nos habla de lo complejo de una situación en la que coexisten diferentes formas estéticas (Pineau, 2007). Para comprender este proceso son de utilidad las categorías que Pineau propone al pensar en la intervención estéticoeducativa: conservación, extracción y agregado (Pineau, 2012). En este sentido, la Reforma Rezzano se preocupó por conservar lo que tenía que ver con el mundo infantil y los intereses del niño, desde su inspiración escolanovista, por extraer los “vicios” del anterior régimen, donde primaba la simulación y el ocio, y por agregar todo lo relacionado a la adecuada organización del trabajo escolar, basándose en la influencia taylorista. Bajo el lema “Aquí aprendo, fraternizo y juego” –escrito en el pizarrón del patio de una escuela del Consejo Escolar 1º–, cuestiones como la solidaridad y la ayuda mutua, las lecciones de cosas y la educación de los sentidos, la ponderación de lo estético para desarrollar las “altas funciones del espíritu” –que reafirma así la individualidad de cada alumno–, la libertad de acción –que respeta la personalidad del niño–, la aplicación práctica de la instrucción –en especial la instrucción moral– y el combate al verbalismo,

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la internalización de la disciplina y los buenos tratos configuran el conglomerado de los postulados que podrían definirse como escolanovistas. Estos elementos no se encontraban en estado “puro”, sino que fueron combinados con la tradición normalista de la escuela argentina (resaltada en el higienismo y los exámenes físicos, la importancia de los contenidos, de los programas, de los materiales de enseñanza y de la instrucción del maestro/especialista) y con las propuestas provenientes de la influencia taylorista. Bajo esta serie de postulados teóricos diversos, la escuela cotidiana de la Reforma Rezzano proponía un disciplinamiento fruto del trabajo productivo y exhaustivo y no de los castigos, y así realizó taxativas divisiones del tiempo y del espacio, que determinaban claramente el lugar y el tiempo para el trabajo y el estudio –el salón de clases– por un lado, y para la recreación y el juego por el otro –el patio y la casa–.17 La reprensión debería realizarse con energía y firmeza, descartando la blandura. Se trataba de educar al alumno para desarrollar la autoconciencia del deber y despertar la individualidad, según un programa ordenado y constante de actividades en donde el maestro tenía una importancia fundamental, especialmente en las tareas de “prevención” (concepto utilizado como sinónimo de planificación). De esta manera se implementó una propuesta escolar que tuvo como uno de sus principales objetivos desarrollar el “gusto de hacer”18 y forjar una sensibilidad 17





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La materialización de esta condición puede verse en relación con la forma instrumental con la que el juego lograba ingresar al salón de clases: “Juegos útiles. Con el objeto de que los niños comiencen a ejercitar sus músculos en la producción de movimientos ordenados, y para que la repetición de los ejercicios que el maestro les hará realizar, […] no les canse, damos explicación de un juego sencillo que servirá notablemente para conseguir el propósito perseguido” (La Obra, 1923, N,º 2: 15) “Las energías espirituales se vigorizan a medida que en el niño se despierta el gusto de hacer, por considerarse el trabajo como el centro de interés más poderoso para una buena educación funcional. La escuela,

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en sintonía con las características del mundo del trabajo, reponiendo una de las principales divisorias de aguas en la historia del sistema educativo argentino: la disputa por la educación profesionalizante y para el trabajo. Los reformistas introdujeron el trabajo como concepto a partir del cual formar el carácter de los alumnos. En las escuelas de la Reforma Rezzano se enseñaba a apreciar el trabajo y a valorar el tiempo, la belleza se encontraba en el trabajo en salones de clase activos, pero ordenados, dirigidos por el docente pero sin una intervención excesiva, apelando a la iniciativa propia de los niños, que en el proceso mismo del trabajo se disciplinarían. Los límites entre el adentro y el afuera de la escuela estaban claros y no se interconectaban. El afuera era el descanso necesario después del trabajo exigente, pero también era la intromisión inadecuada en el proceso educativo del niño. Y la solidaridad y la ayuda mutua, una forma de mantener un clima de trabajo y concordia, que evitando conflictos favorecía la productividad. La Reforma Rezzano iba contra todo un sistema que consideraba ineficiente, improductivo, un “antiguo régimen” en donde imperaba la simulación y el ocio. Era necesario poner al sistema educativo en sintonía con los avances que se producían en el mundo, tanto de un lado como del otro del globo. Las que serían las dos potencias políticas y económicas durante gran parte del siglo XX –Estados Unidos y la Unión Soviética– definían como uno de los principales puntos de preocupación, en la década de 1910, el tema de la producción industrial y la planificación de la fuerza de trabajo, cuestión a la que no era ajena José Rezzano, quien plateaba llevar el taylorismo “a todos los órdenes de la actividad de la enseñanza primaria” (La Obra, 1925, N.º por el trabajo, aspira a ser la expresión real de la actividad social y no un mundo aparte donde se aprenden lecciones” (La Obra, 1925, Nº. 1: 17).

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1: 17), mientras estudiaba “el contenido pedagógico de la reforma escolar rusa” (Rezzano, 1926, N.º 3). Más arriba hacíamos referencia a la necesidad de pensar las causas por las cuales la organización del trabajo tiene tanto peso en una reforma escolar: ¿qué lleva a Rezzano a plantear una propuesta pedagógica en estos términos? Es claro que la relación entre Escuela Nueva y taylorismo debe ser repensada, no solamente como un ejemplo de la difícil articulación en la educación argentina entre educación y trabajo (Puiggrós, 1991: 64) sino como la condición de posibilidad para la implementación de un proyecto pedagógico alternativo para el nivel elemental al interior del sistema de instrucción pública. A esta tarea estuvo orientado el trabajo que aquí presentamos, intentando pensar las significaciones que se desprenden de esa articulación entre dos pensamientos –el escolanovismo y el taylorismo– fuertemente acabados, definidos y sin articulación aparente entre sí, pertenecientes a dos universos a simple vista distantes. En definitiva, se trata de generar un nuevo aporte para lograr un mayor conocimiento de lo que fue el pensamiento pedagógico durante la segunda y tercera década del siglo XX argentino.

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Ejemplaridad y educación del carácter: ética y estética escolar en los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria (1916-1943)

Rafael S. Gagliano La escuela pública argentina intentó fundar un pacto moral democrático entre las generaciones sostenido en la cultura común que vinculaba los orígenes sociales de los “nuevos” con los valores cívicos de la nación educadora. Los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria constituyen un analizador de los lugares de enunciación del pacto moral y de sus exigencias éticas y estéticas orientadas a conformar la unidad social de la Nación argentina. Las décadas que recorre este trabajo informan acerca de la centralidad que para los libros de lectura afirma la educación de la sensibilidad, el sentimiento y la voluntad en detrimento del conocimiento objetivo, conceptual o metafórico. Para este vasto archivo documental importa mucho más la educación del carácter atento a la inclusión en el pacto moral colectivo que un saber intelectual de contenidos disciplinares. Así las cosas, las relaciones sociales de la vida cotidiana quedan sumergidas en la opacidad de las reglas y los deberes de alcance universal. La separación entre lo social y lo escolar recorre sin matices los textos analizados y provoca una externalización de significados que priva a los sujetos de comprender los procesos sociales en los que participan. Un delicado velo de ignorancia cae sobre los sujetos, las clases y sus diferencias. El pacto moral que proponen las lecturas legitima el orden social sin tampoco defenderlo, sino opacándolo en las desigualdades naturales. Integrar un pacto, obedecer la ley común, exige la responsabilidad moral que tiene su

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correlato jurídico. A tal fin, resulta imprescindible que la educación garantice una ejemplaridad en el docente y un carácter propio en el estudiante. Ambos objetivos someten las conductas a un proceso de idealización tal que los sujetos se ven atravesados por conflictos de interpretación y adecuación en los comportamientos públicos y privados. Inevitablemente, la tensión cultural entre las generaciones se instala de modo estructural en los contratos cotidianos de enseñanza y aprendizaje. El civismo ordinario del pacto moral exigió altos estándares éticos en adultos y niños por igual, ya que la escuela constituía, para la mayor parte de la población, el camino privilegiado de identificación afectiva y sensible con la Nación. El sentido cívico de la construcción del carácter, en las lógicas de la ejemplaridad docente, implicaba contradictoriamente el olvido de sí en aras de una deuda estética con la Nación. El pacto moral incluía deberes y sacrificios ciudadanos; la tradición de los derechos civiles individuales se alcanzaba con el cumplimiento de obligaciones que interpelaban por igual a las familias, a los grupos y a los sujetos. La estrecha conexión entre ejemplaridad docente y formación del carácter está presente desde los primeros textos de los normalistas de Paraná. Es el caso de Carlos N. Vergara, quien en el segundo número del periódico quincenal La Educación de marzo de 1886 señalaba: Debe llamar seriamente nuestra atención el error que se comete en todas las escuelas, de hacer tan poco por la cultura del sentimiento y la voluntad. Estas dos facultades son las que constituyen el carácter del hombre. Formar inteligencias sin formar caracteres, es crear fuerzas sin dirección, que podrán ser fácilmente dirigidas por malos impulsos, y en vez de ser agentes del bien realizar el mal (La Educación, 1886: 25).

Vergara imagina una escuela pública que despliega la belleza de la acción humana y transforma a los sujetos en

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agentes éticos que aprecian el bien en la acción cotidiana, donde la experiencia estética armoniza sensibilidad y entendimiento. Vergara jerarquiza la labor del maestro y lo posiciona en un lugar simbólico de ejemplaridad pública. El texto reflexiona sobre el valor mimético de la conducta docente en la construcción del pacto moral democrático: Sé que las bellas artes contribuyen a educar el sentimiento; pero ahora quiero ocuparme sólo de las condiciones del maestro para formar el carácter de sus alumnos. Nada se contagia tanto a los alumnos, como el carácter del maestro. En el trato diario con los discípulos estamos transmitiendo constantemente nuestros buenos o malos sentimientos. Las manifestaciones irracionales de ira, las preferencias injustas, la falta de amor por todo lo que es digno de ser amado, etc., impresionando el tierno espíritu del niño, llegan a producir las más lamentables consecuencias en su carácter. […] Los maestros sin las condiciones indicadas para formar el carácter de la juventud, son eficaces agentes de desgracias para los pueblos (La Educación, 1886: 25).

Las lecturas de los libros escolares trabajaron sobre los significados invariantes de la lengua común, en la construcción de un canon posible en el que la familia, la escuela, la sociedad y la patria pudieran ser comprendidas. Se fortalecieron en las repeticiones, muchas veces consagradas en las sucesivas reediciones de los libros. Luis Arena, un reconocido autor de libros de lectura, publica en 1942 Yunque Sonoro, destinado a sexto grado. Se dirige al lector alumno y señala los propósitos centrales de su obra: Este libro no pretende darte lecciones de moral, de belleza, de patriotismo. Su propósito es más modesto en apariencia: presentar simplemente casos de viril comportamiento o de generosas actitudes; hacerte entrever las aristas del diamante de una conducta varonil o el delicado matiz de una obra femenina; brindarte ejemplos de exquisita gracia o de soberana belleza; exaltar las acciones grandes de nuestros

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE próceres y los pequeños sacrificios del heroísmo humilde y cotidiano. La lección nunca está explícitamente indicada; ella reside en el eco que la lectura de cada episodio, de cada página despertará en tu alma. Esos ecos poblarán tu espíritu, y la armonía de su resonancia formará con el tiempo el timbre peculiar de tu personalidad (Arena, 1942: 11).

Con Arena, un típico normalista atravesado por los enunciados de la escuela nueva, descubrimos la variada gama con que se organiza lo sensible desde el sentimiento estético inspirado en múltiples fuentes de contenidos. Los ejemplos ya no son los del propio maestro sino, centralmente, de los muchos otros –ordinarios o excepcionales– que despliegan acciones cuyos huellas de sentido pueden reverberar en cada estudiante. Los propósitos de Arena se deslizan hacia cierta idea de mentor entre el lector y la lectura, en donde el docente es solamente un mediador en la formación de la “personalidad” (nuevo concepto que sustituirá en la próximas décadas al de carácter). Experiencias de vida, narrativas de casos notables, organizan el índice de esta obra y de muchas otras nacidas en la convergencia de la tradición normalista y de las propuestas de la escuela activa. Ya en el ocaso de su vida, Víctor Mercante iba a definir claramente los posicionamientos de la pedagogía positivista frente a la educación del carácter fundado en la centralidad del ejemplo. Lo hace en el tono de una revisión de las décadas transcurridas desde su condición de estudiante –recordemos aquí esa biografía de sus días de formación en la Escuela Normal de Paraná, firmada bajo pseudónimo–: Nadie puso nunca en duda el valor pedagógico del ejemplo, que, a través de las vicisitudes y cambios que han sufrido las doctrinas, conserva el prestigio de un elemento excitador y dinámico. Por eso he creído que en la formación de un espíritu predispuesto, es decir, con semilla, la vida

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de los grandes hombres abre un cauce al deseo, descubre el mecanismo con que el genio realiza la obra, compuesto de iniciativa, amor, voluntad, interés, respeto a lo insignificante, empeño y consagración. Porque un gran hombre lega a la ética, los aspectos extraordinarios del hombre que hace y piensa: carácter, paciencia, rectitud, patriotismo, fe inquebrantable, designios elevados, lucha heroica, suerte humilde, satisfacción perenne, aún en las horas ingratas de su existencia (Revista de Educación, 1930: 4).

En el “Propósito” de la Revista de Educación de la provincia de Buenos Aires de enero/febrero de 1930, Víctor Mercante amplía el párrafo anterior y acentúa su adscripción liberal a una Nación que educa desde los héroes y los próceres del bando vencedor. Afligido por la modernización cultural de los años veinte, que amplió el repertorio del canon cultural más allá del monopolio de las lecturas escolares, Mercante reniega de los frutos plebeyos de la apropiación popular de nuevos registros de la cultura simbólica: “La noticia policial, el film amoroso, la biografía del asesino, la ausencia en revistas y diarios de artículos sobre la obra del genio, deben producir efectos contrarios, al despertar intereses opuestos a los de la doctrina de la ‘Elevación Continua’” (Revista de Educación, 1930: 4). La doctrina de la “Elevación Continua” tiene en Mercante una clara genealogía que remite a su proceso de formación con José María Torres, como director de la Escuela Normal de Paraná. En ese mismo número de la Revista de Educación de 1930 recuerda los ambientes “prusianos” del primer normalismo y anticipa el clima opresivo de la década que recién comenzaba: El curso normal no era numeroso: 15, 20 o 30, a lo sumo 35 en los años 2º, 3º, 4º y 5º, después de la cernida hecha en primer año, del que por lo común, se eliminaba el 40% por el silencioso método del examen y del reglamento, para cuyas transgresiones no había tolerancia; la conducta, que

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE comprendía la puntualidad, era severamente controlada y podía darse por excluido aquel que no sentía dentro de sí el cumplimiento del deber, el fervor docente y la fe en la función educadora de la escuela, sin gritos, sin suspensiones […] Se consideraba indigno todo recurso que significara una humillación; era necesario formar una voluntad y respetar un carácter (Revista de Educación, 1930: 121).

La escuela selectiva gobernaba con el examen y el reglamento, con el conocimiento evaluado y la disciplina forjada en el esfuerzo, la voluntad y la construcción personal del carácter. Detrás de la estética cotidiana, la escuela era el baluarte silencioso de un modo de entender las guerras civiles y los conflictos políticos de la organización nacional. La República Argentina necesitó más de héroes que de instituciones para saldar y clausurar los hechos que permanecían vivos en las tradiciones populares. No es de extrañar que la semblanza de Domingo F. Sarmiento se iniciara de este modo en el libro Proceridad de Alfredo T. Orofino: Cada vez que debe escribirse sobre una gran figura argentina del siglo pasado, la otra, la hermosa y tremenda de D. Juan Manuel, aparece interponiéndose con su tajo de sombra inevitable. En efecto, Rosas ha sido el único gobernante que ha despreciado la cultura en nuestro país. Parecería como si el instinto bárbaro de la pampa, todo resumido en él, librara su oposición al claro y bruñido frutecer ciudadano; algo así como el resentimiento de la prenda primitiva por el atuendo civilizador, la antítesis del poncho con el frac. Y yendo un poco más allá, el hombre nómade de la heredad sin límites, pobre, desposeído, contra el feliz propietario de la ciudad. Acaso sin saberlo, pura y sencillamente, lucha de clases (Orofino, 1943: 55).

El tono de la prosa bascula entre la sombra persistente y la lucha de clases y adquiere ese registro sublime que la estética subraya en los hechos pavorosos y trascendentes. La “proceridad” constituye toda una metáfora del alma

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argentina en la tradición liberal-conservadora. Orofino admira que los próceres funden también con “intuición” –Sarmiento– y “reflexión” –Mitre– la biblioteca básica del canon escolar: Son los extremos de un mismo complejo de superioridad. Por eso el Facundo y la Historia de San Martín, los dos libros más argentinos por su abarcamiento del periplo –el estupendo “Martín Fierro” no cuenta por su carácter de poema dialectal– debieran ser objeto de una materia especial en los colegios nacionales (Orofino, 1943: 59-60).

Hablar y escribir en castellano peninsular La imposición estética de la escuela argentina pasó indudablemente por la imposición lingüística: el arte de hablar y de escribir en el castellano peninsular. Es por esa razón que el poema de José Hernández –aun mitologizado por Lugones– no atraviesa la prueba de la “proceridad”, por estar escrito en una impostada lengua popular de los gauchos y los criollos. El verbalismo sustituye a la acción y la escuela presenta modelos de ejemplaridad desde formatos retóricos distantes del habla cotidiana de los estudiantes. José D. Forgione, inspector escolar destacado y autor de libros de lectura, identifica las derivas propias de ese disciplinamiento lingüístico, que articulaba selectivamente belleza y orden. En su artículo “Peligros del verbalismo docente”, publicado en la Revista de Educación de marzo/abril de 1930, Forgione desarma el orden escolar conservador fundado en la comprensión verbal del mundo y los planes de estudio centrados solo en la educación intelectual: En nuestra escuela se califica al alumno, más por lo que dice que por lo que hace. Este mal tiene su origen en las escuelas normales, donde el pedagogismo es una enfermedad crónica… El niño no sale de la escuela educado para la acción. Ha

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE aprendido en los años de estudios primarios muchas reglas gramaticales, declama, canta himnos, redacta alambicadas composiciones sobre la primavera, pretende comprender la teoría de Ameghino, cree que conoce a su país histórica y geográficamente. Esos muchachos no han sido educados para la acción; su voluntad no ha sido cultivada… Estaba en lo cierto Zubiaur cuando decía: “la escuela primaria no debe ser oratoria sino ARATORIA” (Revista de Educación, 1930: 37-38).

Muchos maestros de la corriente activa –Forgione es un destacado defensor de la misma– imaginaban una escuela cuya belleza radicara en la acción informada por el conocimiento. La belleza de esa escuela giraba en torno a una ciudadanía activa, dispuesta a formar parte del mundo recibido por herencia, reduciendo sus injusticias y realizando valores democráticos en la esfera pública común. En el prólogo a su obra Nuestro Idioma, Roberto F. Giusti se dirige a los maestros de los grados superiores de la escuela primaria y observa la importancia de la lengua trabajada entre la gramática, las conjugaciones verbales y la ortografía. El autor no se desentiende del afán estético que la escuela despliega en la selección de los textos literarios cuando busca elegir aquellos autores que definen “el tono común de nuestra literatura”. Reconoce que la obra ofrecida a los maestros es un libro de lengua castellana “pero escrito para argentinos”. Su profesión de fe estética conecta los sentimientos morales con la apropiación de la lengua en el aprendizaje del idioma: Nadie puede decir que domina su idioma con absoluto señorío, y no será un curso de lenguaje elemental el que asegure ese dominio. A mucho menos debemos aspirar: a que nuestros niños aunque interrumpan sus estudios al abandonar la escuela primaria sean mañana hombres en quienes la lectura haya despertado la gentileza de los sentimientos y el interés por todo cuanto les rodea, capaces a la vez de expresar sus ideas, oralmente y por escrito en la práctica corriente de la vida, con verdad, sencillez y corrección, es decir, con hombría de bien (Giusti, 1935: V).

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La naturaleza y el sentimiento estético Durante las décadas de 1920 y 1930, los libros de lectura para los grados superiores de la escuela primaria coinciden en señalar que la naturaleza es la fuente privilegiada para despertar el sentimiento estético en el niño. Si bien nunca hubo un programa de estética –cuestión que lamentaba Rodolfo Senet en sus trabajos específicos– se insistía en que el desarrollo de los sentimientos estéticos correspondía a todos los momentos e implicaba todas las materias. El primer nacionalismo posterior al Centenario presenta la historia patria como fuente de modelos de ejemplaridad en la vida de sus héroes devenidos próceres y, al mismo tiempo, propone como fuente de belleza inspiradora los paisajes naturales de nuestro país. Nuestra Arcadia es un texto de lectura artística para alumnos de 6º grado, escrito por José P. Barros. Haciéndose eco de la sensibilidad que la armonía natural despierta en los sentidos del hombre, Barros, inspector técnico de las escuelas de la Capital, se dirige “A los maestros” y los interpela en la conexión de nativismo y sentimiento nacionalista, esto es, “la estructura espiritual y científica del niño argentino”: Poner al niño frente a la Naturaleza, la tradición y el folklore nativo; llevarlo hacia los más bellos y majestuosos panoramas de nuestra tierra; bañarlo de luz y envolverlo en el efluvio de los suelos arados y las praderas florecidas; plantarlo frente al amplio miraje de los horizontes abiertos y sumergir sus ensueños en la rubia gloria de las mieses maduras, cuando ha entrado ya en la etapa emocional y constructiva: tal es el objeto de este libro… En ningún texto aprobado por las autoridades de la enseñanza para los niños de sexto grado, hemos visto realizado con criterio argentino los propósitos artísticos y culturales del programa de lectura (Barros, 1935: 7).

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La naturaleza se personifica en ambientes sublimes, serenos, nobles: esa concepción humanizadora de la belleza constituye un recurso retórico del nacionalismo cultural que tuvo en Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Arturo Capdevilla sus más destacados defensores. Los textos de estos autores ingresaron en las antologías de los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria. Recordamos aquí que el Gobierno de Yrigoyen suprimió la posibilidad de que la cultura estética se instalara como contenido al desbaratar la organización de la enseñanza del ministro Saavedra Lamas, que incorporaba la educación estética en la escuela intermedia y en la enseñanza secundaria y normal. Esto no significaba que el proyecto estético de la escuela pública argentina continuara impregnando el cotidiano de la vida en las aulas, patios y reglamentos. El carácter como producto de la educación integral de las facultades del niño constituía el triunfo estético de la voluntad sobre todo trasfondo de indolencia o apatía. Y es esa voluntad firme la que sostiene y potencia los sentimientos morales y estéticos. La lectura escolar presupone una imaginación civilizada, donde dichos sentimientos son reelaborados en virtud de una estatización de la experiencia. Tal como se desprende de los trabajos del grupo de investigación UBACyT “Historia estética de la escolarización en la Argentina”, dirigido por el Dr. Pablo Pineau en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, resulta significativo recorrer los pasajes que van de la educación de los sentidos en la apreciación inmediata de las cosas a la configuración de determinadas sensibilidades, fundadas en juicios de valor que la escuela imprime con fuerza troqueladora. La escuela interviene estéticamente en la realidad cotidiana de los estudiantes y lo hace reconociendo que, de lo contrario, las “multitudes infantiles” formarían otra atmósfera alrededor de las instituciones educativas. Rodolfo Senet y gran parte de la

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generación positivista de Paraná reconocían que la escuela criminológica de Lombroso consideraba al niño como un pequeño salvaje y que si dispusiese de los medios al alcance del adulto, se convertiría en un elemento peligroso para la sociedad. Esta mirada escéptica y desconfiada sobre la infancia agudizó la imposición y el castigo como excluyente metodología de corrección de las conductas. En su Diccionario Pedagógico Ilustrado, J. Patrascoiu define el concepto de castigo en los siguientes términos: Castigo: Consecuencia inevitable de un error; reacción natural e inevitable de toda falta; pena que se impone a las personas que cometen actos prohibidos. El fin de todo sistema de castigos no es de mortificar a los que se ven obligados a recibirlos, sino de promover reacciones capaces de corregir sus imperfecciones o sus faltas, y de formar en ellos el hábito de la propia responsabilidad. Con este criterio castiga la naturaleza a los infractores de sus leyes; castiga la sociedad, el estado, el hogar, la escuela y en general todas las instituciones que persiguen el perfeccionamiento humano (Patrascoiu, 1923: 76).

Para el autor del primer diccionario pedagógico editado en la Argentina, el modelo del cual se desprenden todos los demás castigos se origina en la naturaleza y en sus leyes inexorables. Podemos así advertir que la metáfora natural tiene un rostro bifronte: por un lado es fuente estética de los sentimientos de belleza que exaltan la pertenencia y la cohesión de la comunidad nacional; por el otro, es el espacio legitimador del sistema de castigos que la sociedad dispensa a los que cometen errores, faltas e infracciones. Para Patrascoiu, en la pedagogía moderna conviven conflictivamente tres sistemas disciplinarios que disputan el orden escolar: el sistema anárquico que se origina en la obra de Rousseau y en la práctica de Tolstói en su escuela de Yásnaia Poliana; el sistema autoritario de la pedagogía jesuítica y por último el natural o racional defendido por

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Herbart y Spencer, que ni tolera la libertad del primer sistema ni admite la coerción y el sometimiento del segundo modelo disciplinario. J. Patrascoiu respalda la definición spenceriana de educación como la preparación para vivir la vida completa, en la tradición herbartiana de considerar que el fin supremo de la educación es la virtud. Para lograr esa vida completa en la virtud “es necesario desarrollar el cuerpo, instruir la mente y formar el carácter”. En la educación del carácter se centra la imposición de la forma estética que la escuela pública imprime en el imaginario de las generaciones que pasan por ella. Veamos cómo Patrascoiu se aproxima analíticamente a su concepto: Carácter: Es el conjunto de disposiciones intelectuales, afectivas y volitivas del individuo que les dan un sello o signo propio; algunas de estas disposiciones son hereditarias y otras adquiridas. Las disposiciones hereditarias constituyen el carácter innato, y las adquiridas, el adventicio. El carácter adventicio o adquirido modifica el innato. La educación y la instrucción son los medios principales que operan esa transformación, dotando al hombre de un carácter estable que debe conservar permanentemente. El carácter es la manera habitual de pensar, sentir y obrar de una persona. No obstante, el factor psicológico predominante del carácter es la voluntad. El pensamiento y los sentimientos son más bien factores integrantes o auxiliares.” (Patrascoiu, 1923: 74).

En el apartado sobre educación del carácter, el autor complejiza las exigencias de la formación y la somete a una rígida concepción del deber y de la obediencia a la voluntad educada. Su programa ético-estético coincide con Mercante y Senet al considerar que los conceptos abordados no constituyen definiciones más o menos exactas sino que se instituyen como “verdades pedagógicas”. No debemos

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olvidar que se trata de un Diccionario de Pedagogía dirigido a un público lector de maestros y profesores. Educación del carácter: las cualidades exigibles en el carácter son tres: la pureza o moralidad, la firmeza o estabilidad y la energía. La pureza o moralidad del carácter exige que el hombre obre en todas las circunstancias según principios morales inflexibles, sin apartarse jamás de ellos. Esos principios predominantes se adquieren por la educación. Los medios o procedimientos adecuados para el efecto son tres: los buenos ejemplos (del educador, de la familia y de la sociedad); las máximas o los aforismos morales y las narraciones o lecturas con contenido moral. La firmeza o estabilidad del carácter consiste en la observación consecuente y perseverante de los dictados supremos de la razón. […] En cuanto a la energía del carácter, ella resulta del predominio de la voluntad sobre los estados intelectuales y afectivos. Requiere que el hombre no se deje dominar por la apatía, la inacción, la pereza o la debilidad de ánimo. Esta cualidad puede adquirirse por tres procedimientos educativos: a) lecturas escogidas de biografías de los grandes hombres; b) exaltación de la propia personalidad; c) impulso y exhortación a grandes acciones y empresas. Al mismo tiempo se debe combatir la timidez, la inacción, la desconfianza, el temor, la vacilación, muy comunes en los niños de familias humildes, que son las que dan mayor porcentaje de caracteres sin energía (Patrascoiu, 1923: 75).

Patrascoiu escribe su Diccionario en pleno auge del escolanovismo y su obra de referencia es un discurso pedagógico atravesado por el anacronismo, característica que en lugar de cerrar, abre los enunciados estéticos, tal como lo despliega Georges Didi-Huberman en su obra Ante el tiempo: El anacronismo sería, pues, menos un error científico que una falta cometida respecto de la conveniencia de los tiempos… De un lado, aparece como la marca misma de la ficción, que se concede todas las discordancias posibles en el orden temporal: a este respecto, será dado como el contrario de

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE la historia, como el cierre de la historia. Pero de otro, legítimamente puede aparecer como una apertura de la historia, una complejización saludable de sus modelos de tiempo (Didi-Huberman, 2008: 61-62).

La importancia de la lectura en la formación del carácter del niño La formación del carácter conectaba la imposición lingüística con la realidad del mundo extraescolar. El ethos escolar interpelaba, pues, el carácter entendido como el conjunto de hábitos constituyentes de la personalidad. En una suerte de binarismo ético, los buenos hábitos se interpelaban como virtudes y sus contrarios como vicios. La educación del carácter tenía divisorias claras de género, ya que virtudes y vicios eran diferenciados según correspondiera a niños o a niñas. La experiencia estética escolar le daba a la formación del carácter contenidos estables, retóricos y temáticos, vinculados a los estereotipos de género. La experiencia de género estaba atravesada por el ethos escolar compuesto por el entrelazamiento de la ley paterna y el orden materno, la ley que funda el orden simbólico y la ciudad y el orden que establece la familia y sus regularidades afectivas, orales, pulsionales. Los libros de lectura de los grados superiores de la educación primaria combinan ley y orden, ciudad y lengua materna, cruzándolas y contaminándolas entre el deber, el interés y el placer. Sucede que todo proyecto de lectura escolar se escenifica siempre entre dos generaciones y los modelos sociales y culturales están siempre en tensión entre estudiantes y maestros. En el trasfondo del sentido común de época latía, por un lado, la regla dorada del cristianismo –“trata a los demás como querrías que te trataran a ti”– vinculada al orden materno, y por el otro,

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el imperativo categórico kantiano, representante de la ley paterna, abstracta y vinculante –“actúa de modo tal que lo que hagas pueda ser una ley universal”–. La sensibilidad fundada en el ethos escolar tenía en esa tensión campo propicio para el juego estético, entendido como excedente de significantes, algunos imaginarios, otros simbólicos. La construcción de una voz propia, singular y autónoma, organizadora de la propia narrativa personal, constituía todo un logro donde la experiencia estética de ser sí mismo fundaba la última autoridad: autoconfianza, obediencia e integración social. Si la ley paterna impone diferir, elegir, decidir –esto es, formar un ideal de carácter individual–, el orden materno despliega un afán regulativo abierto a la alegría o a la felicidad situada, a las pasiones expansivas del cuerpo y el juego, a los sentimientos frágiles de la vida en común –un mundo de sentidos estéticos dirigidos a la personalidad social–. La década de 1920 se interesó en descifrar visualmente el carácter y se publicaron manuales de lectura del carácter; en muchos casos el interés se vinculaba con el aprender a convivir con inmigrantes extranjeros o simplemente con saber comportarse en línea con las normas sociales vigentes. La fotografía también fue pensada para leer el carácter y la novela realista fue considerada como fuente de formación del carácter, donde la trama ficcional estaba subordinada a la pasión autoformativa de los personajes principales. Para la concepción liberal-conservadora, el carácter era el capital de la persona: ambos generaban riqueza. Por un lado la riqueza simbólica asociada a la reputación y la ejemplaridad; por el otro, al éxito material, económico y profesional. Esta perspectiva, tan cara a la tradición sarmientina, provenía de la literatura de autoayuda de Benjamín Franklin, Orison Swett Marden y Samuel Smiles. En tensión con esa mirada, José Martí vinculó la formación del carácter con la lucha por los derechos civiles, el

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reconocimiento de la independencia política y las oportunidades de la autonomía económica. Como vemos, la educación del carácter podía ser articulada con diferentes tradiciones éticas e ideológicas. Cuando los maestros de la escuela activa de los años veinte y treinta afirmaban la centralidad de la actividad en el niño, focalizaban en las habilidades del hacer y para ello resultaba necesario formar el carácter. Sostenían que era inútil una cultura sin carácter, ya que la vida social se funda en el saber y en el hacer, entendido éste como el ejercicio constante de obrar bien. El trabajo sobre el carácter ampliaba la esfera de la acción humana y las lecturas escolares organizaban, a su modo, lo sensible común, modelando por impregnación el carácter del sujeto en formación. El índice de los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria presenta una característica a lo largo del período estudiado: permanencia de los anacronismos, lugares comunes como invariantes, repeticiones de textos, autores consagrados presentes en todas las antologías, temáticas recurrentes entre la ley paterna y el orden materno. La suma de todas esas lecturas, comunes a varias generaciones, construyó el canon literario, ético y estético de la época. Esa distribución de los bienes de la cultura simbólica definió, con su reparto de la palabra y los silencios, el horizonte estético de la escuela pública. En su “Presentación” de Vida y Paisaje, libro de lectura para sexto grado, María Ercilia Robredo y María Lucía Cumora, se dirigen a sus colegas docentes: Vida y Paisaje es un libro de lecturas. Nosotros creemos llenar en él, las exigencias de una de las disciplinas de más elevado valor que, no sólo ha de proponerse despertar sensaciones de placer espiritual y provocar el contacto con lo psicológico, espacial y temporalmente próximo, sino, como en el postulado de Sarmiento, ponernos, aunque más no sea parcialmente, en comunicación con todos los siglos, con

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todas las naciones, con todo el caudal de conocimientos que ha atesorado la humanidad. Las ilustraciones no deben considerarse como mero elemento decorativo. En los dibujos se aprecia la facultad creadora de un artista y se transparenta en ellos el deseo de provocar una emoción estética de hacer fecundo el corazón. En las reproducciones de cuadros, se muestra el verdadero sentido del arte que quiere satisfacer al espíritu humano, el cual, a la par que estima lo útil, busca lo bello. Y ese goce de la belleza no puede venirle sino del arte mismo. En las fotografías, la visión del camino que ha de llevar hacia la fraternidad entre los hombres (Robredo y Cumora, 1939: VII-VIII).

Hacia un nuevo régimen escópico del cuerpo y el territorio Después de la Primera Guerra Mundial, el orden de la sensibilidad atraviesa cambios sustantivos que marcan la época, tanto en Europa como en América. Junto a la inminencia de cambios revolucionarios y luchas sociales emancipatorias en el orden político, el placer de los sentidos suplanta a todo otro placer en el orden individual: la recuperación de los deportes y la actividad física, la sensibilidad por la danza, los juegos, las fiestas colectivas. La escuela pública reconvierte esta explícita renovación sensorial en preocupaciones de salud y de higiene. La experiencia sensible se vuelca en la exigencia de “niños limpios, siempre alegres y dispuestos al trabajo” (Cotta, 1916). En su libro Ejemplos, el autor refiere una anécdota narrada por un alumno que puede sintetizar toda una estética como clave de lectura: Por el camino encontramos a un criado, débil y mal vestido con un tremendo canasto de verduras. El maestro nos hizo entender que ese niño, a pesar de su condición de sirviente, formaba parte del hogar. Las personas pueden servirse de

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE otras, –dijo–, pero sin ultrajarlas ni martirizarlas. La buena ropa, el alimento sano y la educación suficiente, constituyen la mejor recompensa que los patrones deben darles… También los criados son humanos (Cotta,1916: 11).

La demanda por el placer de los sentidos también es recodificada como educación del gusto y la sensibilidad. Para Cotta y para la generación temprana de normalistas a la que perteneció, la escuela debía “ensanchar el alma y pulir los sentidos”. Los recursos de que disponía la escuela para hacerlo no eran muchos y disputaba ese privilegio con otros formatos provenientes de la cultura popular. Sucede que el centro diamantino de la voluntad y el carácter, eje de la imposición de la moral victoriana sobre el cuerpo y la sensibilidad, fue desplazado por la intervención freudiana de la motivación inconsciente. Víctor Mercante y otros pedagogos y maestros de la época se vieron atravesados por los discursos de la psicología profunda y su impacto en la educación de las nuevas generaciones. Del mismo modo, el placer de los sentidos y de la sensibilidad resultó interpelado por las concepciones vitalistas de Henri Bergson, aunque su “élan vital” no tenía la connotación sexual que la libido sí poseía para Freud. En el Prefacio de su libro El mundo que yo veo, Jorge Blanco Almagro formula claras precisiones sobre el mundo de la lectura y las realidades concretas de las aulas de la década de 1920: Considerado el 4º grado primario como la etapa final de un ciclo de estudios que para una enorme proporción de niños constituye todo el caudal de conocimientos, o de educación escolar, si se quiere, con que se lanzan a la vida, y admitido que para otros es la base sobre la cual habrán de seguir estudiando, se ha procurado dar a este libro un carácter y una finalidad que respondan a esas dos posibles situaciones en que llegan a encontrarse los alumnos que cursan dicho grado. Los ejercicios de lectura corriente en los grados adelantados

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de la escuela primaria, no deben sujetarse a otros preceptos que los exigibles en todo trozo que se lee para provecho de la inteligencia o para deleite del espíritu, y que, más que preceptos, son cualidades intrínsecas de toda producción que se reputa aceptable dentro de aquella noble finalidad. En un libro para 4º grado, esas cualidades no pueden ser otras que la buena forma literaria, adaptada a la mentalidad infantil media del momento; la substancia de lo que llene sus páginas, rica y abundante, sin esas cristalizaciones de conceptos triviales o huecos que no dejan ningún sedimento en el espíritu del niño, o que le infunden creencias y principios erróneos; por último, la esencia de la cultura propia de la edad, saliéndose sola de cada capítulo leído, como el germen de una enseñanza que ha de perdurar a través de la vida (Blanco Almagro, 1931: 7-8).

El nacionalismo cultural de Ricardo Rojas tuvo su máxima expresión estética en su obra Eurindia, publicada en 1924. Como su subtítulo indica, es un ensayo de estética fundado en la experiencia histórica de las culturas americanas. Eurindia es la síntesis mestiza del mito creado por Europa y “las Indias”, en la denominación ligeramente anacrónica del autor. Su profesión de fe tiene muchos registros pedagógicos: Necesitamos una doctrina estética fundada en la experiencia de nuestra historia, que nazca aquí, para nosotros y para América, como afirmación de que la nacionalidad argentina ha llegado a sazón fecunda: que ha aprendido a explicarse por sí misma, y a disciplinar, según sus necesidades, su propia cultura. Las colonias políticas han caducado, pero aún tenemos metrópolis intelectuales. Necesitamos asumir la autonomía del espíritu, si es que somos capaces de ello, como supimos asumir la del gobierno y la tierra. […] Sobre la roca primordial de la tradición indígena adherida a la tierra, ha habido algo de cataclismo neptuniano en la colonización española que nos vino del mar; algo de cataclismo plutónico en la emancipación patricia que irrumpió como un fuego cósmico de las entrañas sociales, y algo de

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE aluviónico más lento en la progresiva definición de nuestra cultura moderna, que da con la inmigración cosmopolita un nuevo elemento para el símil (Rojas, 1924: 42 y 114-115).

Ricardo Rojas pretende fundar una estética americana superadora tanto de lo europeo como lo americano, que capture el numen de los lugares, el genius loci palpitante en la experiencia estética y la unidad emocional con los espacios consagrados por el nacimiento y la cultura. Para Rojas los ideales colectivos de ciencia, libertad y belleza constituyen toda una religión civil atenta a un magisterio colectivo e ideal. El cuerpo de la Nación alcanzaba profundidades misteriosas y lejanas equivalencias temporales.

A modo de cierre Los libros de lectura de los grados superiores de la escuela primaria sintetizan –a su modo– las tensiones ideológicas y estéticas de los grandes bloques culturales de la época: liberales, católicos y nacionalistas. Muestran de una manera panorámica los modos directos y oblicuos con que la sociedad argentina fijaba la transmisión cultural para sus hijos y, al hacerlo, intentaba comprenderse a sí misma. La experiencia estética forjada entre ejemplaridad y carácter presenta continuidades sorprendentes, más allá de autores y períodos. Los textos escolares fueron un vector que ponía en juego las tensiones que la propia vida social experimentaba en su devenir histórico. Esa organización de lo sensible interpeló por igual las identidades éticas y estéticas de maestros y alumnos. Las décadas estudiadas a través de los libros de lectura –con especial énfasis en el análisis de sus prólogos– muestran que el gusto estético siempre reconduce a procesos oscuros y a fuerzas que desbordan –por lo sublime y lo

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epifánico– a los sujetos. En esas múltiples tensiones, la escuela pública argentina ofreció y por momentos impuso –siempre en registros idealizados y anacrónicos– un saber sobre la educación del carácter, los modelos de ejemplaridad y la construcción de la experiencia estética.

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Cultura popular y trabajo docente: exploraciones sobre la legitimación estética de la Nación argentina de entreguerras

Myriam Southwell1 Porque hay símbolos que ríen y símbolos que lloran. Hay símbolos que muerden como perros furiosos o patean como redomones, y símbolos que se abren como frutas y destilan leche y miel. Y hay símbolos que aguardan como bombas de tiempo junto a las cuales pasa uno sin desconfiar, y que revientan de súbito, pero a su hora exacta. Y hay símbolos que se nos ofrecen como trampolines flexibles, para el salto del alma voladora. Y símbolos que nos atraen con cebos de trampa y que se cierran de pronto si uno los toca, y mutilan entonces o encarcelan al incauto viandante. Y hay símbolos que nos rechazan con sus barreras de espinas, y que nos rinden al fin su higo maduro si uno se resuelve a lastimarse la mano. Marechal, El Banquete de Severo Acángelo

Las primeras décadas del siglo XX fueron un momento de revisión del canon liberal que había hegemonizado la vida social en el siglo XIX. Se trata de años de tránsito, de ideas nómades, todo está “por ser” o despidiéndose de lo que era. Probablemente no se había puesto de manifiesto de forma tan evidente la “juventud de América Latina” hasta que la “vieja” Europa sintió el síntoma del agotamiento que sobrevino con la Gran Guerra. Sigmund Freud, decepcionado, planteaba que la guerra le había arrebatado al mundo todas sus bellezas (Funes, 2006). La década de 1920 fue poderosa en la configuración de movimientos de



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Agradezco a Noelia Rozanski su excelente colaboración en el trabajo de archivo que es la base de este capítulo.

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vanguardia estéticas y políticas que pusieron de relieve las discusiones sobre la libertad y el cambio social (Sarlo, 1992). Queremos referirnos aquí a algunas demandas formuladas a la escuela a partir de la revisión estética de ese período que se abre luego de la finalización de la Primera Guerra Mundial, período de revisión y de renovación vinculado fundamentalmente a las siguientes cuestiones o problemas: la idea de crisis y de modernidad, el rol de los intelectuales y de la política, la Nación, el antimperialismo, los proyectos políticos de transformación social, la interpelación y la representación de las clases subalternas, en términos de clase, étnicos o etarios (obreros, campesinos, jóvenes), la idea de cultura como portadora de valores emancipados (Funes, 2006). Una idea muy prolífica para la experimentación pedagógica. Para explorar algunas de las prioridades educativas nos detendremos en el análisis de la Encuesta Nacional de Folklore o Encuesta del Magisterio que se llevó a cabo en 1921 y cuyos resultados fueron reunidos en la Colección de Folklore. Se trató de una iniciativa en la que se les encargó a los maestros de las escuelas nacionales de todo el país –en forma de concurso– la recolección de los elementos folklóricos que encontraran en su jurisdicción: creencias y costumbres, narraciones y refranes, arte y ciencia popular. 

El clima cultural de la época La década de 1920 es, para el escenario cultural y político latinoamericano, sumamente rica en lo que respecta a procesos y a problemas de singular relevancia y es además una década prolífica en lo que a debates y a generación de nuevas propuestas se refiere. El clima social del la posguerra ponía en crisis los preceptos más racionalistas que había instalado el liberalismo decimonónico y propiciaba

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la inclusión de formas de conocimiento ligadas a lo espiritual y a la sensibilidad, más allá de la preeminencia de la razón. La crisis del momento fue interpretada como una crisis espiritual. Ello configuró un marco importante para el surgimiento del espiritualismo, una vinculación mayor del conocimiento con sus razones social y contextual, que incluyó desde la revisión de la pedagogía tradicional hasta las experiencias conservadoras y eclesiales de los años treinta. Posteriormente, durante la década de 1930, el discurso político hizo pie en una concepción de las sociedades que tendió a desestructurar la noción liberal de la libre asociación de individuos. A diferencia de aquella imagen, el corporativismo planteó un escenario de la sociedad integrada por grandes cuerpos colectivos, en los que los derechos individuales estaban subordinados al destino del colectivo pueblo o a los intereses de la corporación de pertenencia. Por otra parte, esta etapa se encuentra marcada por una mayor intervención del Estado en las relaciones sociales, como estructurador, organizador y mediador de dichas relaciones. Asimismo, tal como ha caracterizado Oscar Terán a la década de 1930, existió un “dinamismo creativo verificable en el terreno cultural ya que en esos años se despliega una activa vida intelectual plasmada en la conformación de agrupaciones, la realización de congresos y la creación de editoriales” (Terán, 2004: 51). Nos interesa explorar las complejas relaciones entre Nación, crisis y docencia en un período en el que se despliegan formas contrahegemónicas de poder, respecto de sus precedentes (como el Estado oligárquico) y analizar la generación de formas de pensar críticas y alternativas al orden instituido, a los cánones y a las genealogías desarrolladas con anterioridad. La crisis desarrollada a partir de la Gran Guerra, la relativización de Europa como faro de la cultura y la creciente oposición a las agresivas

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políticas militares de Estados Unidos sobre la región fueron generando dudas, rumbos significativos y un novel continente de sentidos en el mundo de las representaciones. Como destaca Funes (2006) la revolución, el socialismo, el comunismo, el antiimperialismo, el corporativismo, la modernidad y –en menor medida– la democracia fueron tópicos que recorrieron la reflexión de los actores que se ubicaron desde el campo de la cultura y la teorización social. Pero, especialmente, recayó sobre ellos la tarea de pensar y de crear interpretaciones y lecturas en torno a la Nación, entidad de sentido conformada desde múltiples visiones y ambivalentes significados al calor de una discusión que atravesaba tanto el plano filosófico-cultural como el estético-político, tal como se viene desarrollando en este libro. Los educadores también se vieron interpelados por este clima cultural y por el florecimiento del espiritualismo que –a través de distintas expresiones– iban a interpelar la tarea pedagógica con nuevos sentidos. Asimismo, la crisis social, la pobreza de sectores urbanos y rurales, los procesos de migración interna y lo inconcluso de algunas promesas del desarrollo educativo del siglo XIX contribuyeron a la erosión del sujeto liberal. En palabras de Patricia Funes “La Primera Guerra Mundial limó todas la mayúsculas decimonónicas: Razón, Civilización, Progreso, Ciencia” (Funes, 2006: 13). En el terreno pedagógico se desarrolló una temprana influencia de las corrientes espiritualistas, una suerte de idealismo humanizante de matriz bergsoniana, que a través de la obra de Rodó tuvo una importante circulación en América Latina. Esas nuevas condiciones no surgieron desde el vacío o de fundaciones completamente nuevas,

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sino que reocuparon2 distintas fuentes preexistentes. Por un lado, el discurso racionalista republicano del momento fundacional no desaparece –sobre todo, como mostraremos a continuación, en el ámbito escolar– sino que va entrando en diálogo con otras ideas. Entre los intelectuales que incidieron directamente sobre el sistema educativo, se destacó Ricardo Rojas quien buscó desarrollar un proyecto intelectual más cercano a la tradición del volkgeist –el espíritu del pueblo– que a la liberal francesa. Como ha afirmado Funes, Rojas estaba “construyendo hegelianamente un sistema filosófico, estético y educativo a partir del cual suturar o fraguar la fragmentación producto, básicamente, de las pulsiones centrífugas de la modernización, entre las que el contingente inmigratorio era uno de los más preocupantes. Rojas busca superar la contradicción la ‘Civilización y Barbarie’” (Funes, 1999: 14). Una de las obras más reconocidas de Ricardo Rojas es La Restauración nacionalista. Informe sobre la educación, publicada inicialmente en 1907 y republicada en 1922 y en 1971: es el producto del viaje a Europa al que fue enviado Rojas para conocer allí sus sistemas de enseñanza. Ese viaje tendrá un efecto de reconciliación con el pasado hispánico de nuestra cultura (Pulfer, 2010). Su obra buscará poner en valor y reocupar la herencia hispano-criolla y la referencia a los pueblos originarios. Ello aparecerá reflejado también en su texto Eurindia, de 1923.



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La idea de “reocupaciones”, desarrollada por Hans Blumenberg (1986), entiende por tal el proceso por el cual ciertas nociones que están asociadas al advenimiento de una nueva visión y de nuevos problemas cumplen la función de reemplazar nociones antiguas que habían sido formuladas en el terreno de una problemática diferente, con el resultado que ésta acaba por imponer sus exigencias a las nuevas nociones y así las deforma necesariamente.

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En los primeros años del siglo XX se está produciendo una reacción frente a la presencia, el crecimiento y la prosperidad de la corriente inmigratoria que había empezado a integrarse a la clase media. Aquellos inmigrantes anhelados décadas atrás fueron vistos como advenedizos nuevos ricos, que desafiaban al sector terrateniente, caracterizados como “inescrupulosos y materialistas” que ponían en riesgo la “cultura nacional”. Esto facilitó el florecimiento de un movimiento nacionalista que contó con notables figuras que manifestaban su inquietud ante el impacto cultural que estaba destruyendo los valores vernáculos. Planteaba Rojas: En tiempos de Alberdi era el desierto lo que aislaba a los hombres, impidiendo la formación de la opinión pública y de la acción organizada. Hoy es el cosmopolitismo y una atmósfera de ideas y sentimientos corruptores lo que en medios demográficamente densos como la Capital, pone su masa disolvente, e impide, como antes el desierto, la existencia de una opinión y de una acción orgánicas (Rojas, 1922: 88).

Pulfer plantea que Rojas constituye un nacionalismo historicista de raigambre romántica que vuelve sobre el pasado aborigen, colonial y federal con eje en el “espíritu de la tierra” (Pulfer, 2010: 22). Así, en los primeros años del siglo XX, el gaucho se convierte en fuente de inspiración de un gran número de escritores, presentado en sus diversas facetas: podía ser mesurado, valiente, sobrio en la expresión de sus emociones, expresar sentimientos patrióticos, así como ser pícaro, pendenciero u oponerse a la autoridad (Blache, 1992: 73).3 3



Blache destaca la exaltación gauchesca mencionando que hacia 1910 se publican cincuenta periódicos gauchescos y se crean más de doscientos

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Por ello, para analizar la intervención estética que significa la Encuesta de Folklore por parte del Magisterio,4 nos es provechoso el clásico trabajo de Adolfo Prieto sobre el discurso criollista en el que explicita el por qué del criollismo como un articulador de distintos sectores sociales: Para los grupos dirigentes de la población nativa, ese criollismo pudo significar el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero. Para los sectores populares de esa misma población nativa, desplazados de sus lugares de origen e instalados en las ciudades, ese criollismo pudo ser una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano. Y para muchos extranjeros pudo significar la forma inmediata y visible de asimilación, la credencial de ciudadanía de que podían munirse para integrarse con derechos plenos en el creciente torrente de la vida social (Prieto, 1988: 18-19).

En ese contexto, los contenidos y los significados inherentes de los discursos y las representaciones pujaron por definir qué era la Nación en la arena filosófica-cultural; por otra parte, se hizo evidente en el plano político la intención de los intelectuales de cristalizar solidaridades colectivas y (re)crear una “comunidad imaginada” a través de ciertas inclusiones y exclusiones.

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centros criollos; a ello se suma la publicación de más de treinta novelas gauchescas y otros tantos dramas criollos en las dos décadas anteriores. Asimismo, afirma que el gaucho era enaltecido por sectores sociales antagónicos y resulta difícil establecer si surge en los sectores populares o en los círculos literarios más vinculados a los sectores dominantes (Blache, 1992). Optamos por unir las dos denominaciones con que la hemos encontrado porque allí se reúnen la temática que abordaremos junto con toda la impronta de la mirada docente que modeló la toma de los registros.

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Entre esas preocupaciones ocupó un lugar primordial la perspectiva de Ricardo Rojas, con la reedición de La restauración nacionalista y su distribución entre los maestros del todo el país. Allí criticaba a la educación europeizante que se impartía en nuestro país y planteaba la necesidad de reforzar un carácter genuinamente nacional. En lugar de una educación enciclopédica, con programas copiados de manuales extranjeros, debería basarse en textos elaborados de acuerdo a necesidades propias. La escuela debía contribuir a la formación de la conciencia nacional de los alumnos y sentar las bases para moldear un ciudadano respetuoso de su herencia cultural y “profundamente argentino” (Rojas, 1922). Con ello, va a invocar una conjunción entre tradición hispánica y tradición indígena. Al igual que Herder, consideraba al folklore como el instrumento que permitía conocer el “alma del pueblo”, estableciendo una continuidad entre pasado y presente. Afirmaba: “El [folklore] define la persistencia del alma nacional, mostrando cómo, a pesar del progreso y de los cambios externos, hay en la vida de las naciones una substancia intrahistórica que persiste. Esta substancia intrahistórica es la que hay que salvar para que un pueblo se reconozca siempre a sí mismo” (Rojas, 1922: 83). Las prioridades educacionales de esos años reactualizaron algunos de los legados y de las tradiciones políticas que generaron un especial escenario para la renovación pedagógica en ese período.

Revisiones de la estética escolar El retiro de las concepciones positivistas, el desarrollo de nuevas corrientes psicológicas, el surgimiento de nuevas formas de conocer vinculadas a la sensibilidad

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y la conmoción que significaba la Gran Guerra para la racionalidad moderna y las certezas del siglo XIX produjeron nuevas condiciones de posibilidad para el discurso pedagógico. Cuando se inicia el nuevo siglo, diversas naciones latinoamericanas han producido un proceso de modernización cultural impulsado desde el Estado, especialmente a través de las leyes educacionales. Sin embargo, no se consolida del mismo modo ese otro proceso moderno que es el de la ampliación de la ciudadanía ya que el Estado era administrado por una minoría con un bajo nivel de participación política. Ese contraste será un terreno propicio para el florecimiento de demandas políticas crecientes, que reclaman la inclusión de sectores sociales, de ideas políticas y de derechos sociales. Los años veinte estuvieron marcados por la posibilidad de abrir nuevos interrogantes y por tensiones que generaban la crisis social –que terminará estallando en 1929– y el problema de la inclusión educativa a un sistema educativo que había consolidado ya su estructura organizativa y de funcionamiento. En las primeras décadas del siglo se hace evidente la debilidad del sistema institucional para incluir al conjunto de la sociedad; a partir de allí, se irán ensayando nuevas formas de articulación entre sociedad y Estado. En el período de entreguerras, el perímetro del Estado era algo ya establecido, fuera de discusión en sus notas constitutivas. El volumen de lo social y la democratización de sus modos de organización, en cambio, eran aún objeto de pensamiento y de acción político-educativa. El sistema educativo argentino atendió, con operaciones pedagógicas propias, las tensiones que los procesos de modernización cultural y social introducían en la vida cotidiana, proponiendo patrones de selección y valoración de nuevas subjetividades. En ellos pueden encontrarse desde la apertura de otras fuentes de conocimiento e

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ideales de ciudadanía y moralidad hasta formas privilegiadas de representación del mundo que pugnaban por hacerse presentes en el período. Como parte de la disputa hegemónica, ellas pugnaron para que sus sensibilidades integraran la “cultura de Estado”, la “cultura pública” o la “cultura oficial”. La influencia de Henry Bergson inspiraba las críticas al mecanicismo positivista y al racionalismo gnoseológico, proponiendo la intuición como fuente de conocimiento de lo real. La realidad para Bergson era un proceso perenne de creación, sin principio ni fin, que no se presentaba dos veces en la misma forma, un fluir constante, sin división alguna de partes. El intuicionismo influyó fuertemente formas y contenidos gnoseológicos y estéticos. Una pedagogía asentada en la función moral que, sin menoscabar la función del pensamiento y la sabiduría, buscaba asentar su legitimidad en una diferente relación con los alumnos-discípulos-jóvenes (Funes, 2006). Los elementos antes mencionados generaron las condiciones de posibilidad para el despliegue de alternativas y concepciones renovadoras de diversos educadores: las insuficiencias que mostraban las instituciones generadas en el siglo anterior y la crisis social que se hacía evidente en amplios sectores urbanos. En ese marco, podemos situar como ejemplo la perspectiva estética por parte de Leopoldo Marechal en relación con la enseñanza artística en las escuelas en 1928: El aprendizaje de un arte cualquiera significa: 1º La adquisición de un instrumento expresivo por el cual el hombre manifiesta las actividades de su vida interior y las relaciones de esa actividad íntima con el mundo externo; 2º el conocimiento de las mejores obras del espíritu humano en dicho arte. Esta sabrosa captación artística y el dominio de aquel instrumento que sirve para crear, traen como fruto el desarrollo intenso de la sensibilidad y de la imaginación.

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Una fina sensibilidad permite discernir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo: el hombre sensible hace así su composición de lugar frente a las cosas, descubre las bellezas que le rodean y gozándose en ellas establece un principio de felicidad; la comprensión de lo bello y de lo bueno y la reacción bienhechora que estas cualidades provocan en su espíritu, hácenle patente la necesidad de vivir para la belleza y la bondad. Por otra parte, asociando sus impresiones, conceptos y goces a los demás seres, el hombre descubre la obligación de lo bello y bueno: nace así un imperativo del deber. Además una comunión de los hombres en la belleza implica solidaridad y subordinación: solidaridad porque se sienten unidos en un común sentimiento que provoca en ellos idénticas reacciones; subordinación porque saben que lo bueno y lo bello están en la naturaleza como reflejos de un gran todo y porque la concepción de la bondad y de la belleza en su absoluta totalidad significa admitir un principio de lo divino, como lo demostró Platón en su diálogo sobre la inmortalidad del alma y Descartes en su prueba de la existencia de Dios: en estas condiciones, el hombre se siente subordinado a lo divino y reflejo de lo divino. La mayoría de las nacionalidades europeas tienen el sello de su personalidad, no en una concreta demarcación geográfica ni en un origen racial común, sino en su manera de ver el mundo y de sentir sus fenómenos. En nuestro país, donde el problema de la nacionalidad es un fenómeno palpitante y complicado, se impone, como en ninguna parte, la comprensión mutua entre los diversos elementos que la integran: esto se consigue por la solidaridad de los hombres en lo bueno y en lo bello, virtud que sólo puede ejercer una sensibilidad hondamente trabajada desde la niñez. Por la imaginación, el hombre aplica los elementos, leyes y principios de la naturaleza, en la creación de un instrumento que sirva a sus fines personales. Toda invención, verdad o descubrimiento ha sido en sus fuentes un producto teórico de la imaginación, comprobado luego en la realidad. La imaginación es facultad creadora por excelencia y su libre ejercicio hace que el hombre sea

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ESCOLARIZAR LO SENSIBLE fecundo en recursos: un hombre sin imaginación se ve obligado a transitar por vías ajenas y está como desarmado, frente a la vida, puesto que no le es dado seguir ninguna iniciativa personal. Como puede verse en el transcurso de estas consideraciones, con la educación estética la escuela primaria no pretenderá hacer un artista de cada alumno, sino dotarle de una sensibilidad y de una imaginación que le coloquen en ventajosas condiciones de lucha (1928: 415-416).

La encuesta: revertir la exclusión de lo popular El 1 de marzo de 1921 se presentó al Consejo Nacional de Educación –cuyo presidente era Ángel Gallardo– un proyecto de resolución llamando a concurso a los maestros de las escuelas primarias nacionales instaladas en las provincias (escuelas que se habían creado por el impulso de la Ley Láinez), para recoger el material disperso de prosa, verso y música que constituía el acervo del folklore argentino. Los maestros debían recoger en la forma más ordenada y fiel dicho material y remitirlos al inspector nacional del que dependiese. Su impulsor había sido Juan P. Ramos, quien se desempeñaba como vocal del Consejo. Los propósitos de Ramos se expresaban en los considerandos de esa resolución al plantear la recolección de “todo el material disperso de folklore, de poesía y de música, que está en vías de desaparecer de nuestro país por el avance del cosmopolitismo” (1921: 4). El maestro, decía, que “presta servicios en las regiones del interior que conservan todavia intacta la noble tradición del pasado”, es quien mejor puede llevar adelante esta trascendental compilación y contribuirá con ello a una “obra patriótica”. Pero aclaraba que no debían recopilar “ningún elemento que resulte exótico en nuestro suelo como serían, por

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ejemplo, poesías y canciones contemporáneas nacidas en pueblos extranjeros y trasplantadas recientemente a la República por influjo de la inmigración” (1921: 5). Queda claro allí que la tradición que se pretendía resguardar era concebida como una expresión inamovible y que estaba vinculada exclusivamente con la herencia hispánica e indígena, dos tradiciones profundamente menospreciadas por el modelo educativo liberal-republicano, centralmente en torno a la concepción de Sarmiento. Así, el patrimonio cultural del inmigrante quedaba fuera de toda consideración como aporte a la formación de la nacionalidad. Para Ramos, la tradición, una vez acrisolada, permanecía como un bien incontaminado e incapaz de sufrir transformaciones (Blache, 1988). A pesar de ello, por ser la cultura el resultado de influjos diversos, esas mezclas estaban a la orden del día en los registros que tomaron los maestros, tal como lo muestra el que sigue: “Pensamientos: dice un proverbio árabe que si la palabra es plata, el silencio es oro. Un escritor argentino, parafraseando este concepto ha dicho, que si la libertad de palabra es preciosa, más preciosa es la libertad del silencio” (Bartolomé Mitre, sin edad). En otros se refieren creencias que pertenecen al territorio argentino como a otros países limítrofes: “El pombero es un enano rubio; persigue a los guríes (niños) que no se hallen en gracia de Dios (no bautizados)” (registro de Villa Excelsior, Santos Lugares). Ramos elaboró junto con Pablo Córdoba unas “instrucciones” para el desarrollo de esa encuesta. Allí se esbozaba una definición de “folklore argentino” sobre la base de la siguiente clasificación:5



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Ramos Juan P. y Córdoba P. (1921), “Instrucciones para los maestros”, El Monitor de la Educación.

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A. Creencias y prácticas supersticiosas

1. Creencias y costumbres

B. Costumbres tradicionales

2. Narraciones y refranes

3. Arte

A. Poesías y canciones

B. Danzas

a. Supersticiones relativas a fenómenos naturales o a naturaleza inanimada b. Supersticiones relativas a plantas o árboles c. Supersticiones relativas a animales d. Supersticiones relativas a faenas rurales e. Supersticiones relativas al juego f. Supersticiones relativas a la muerte, el juicio final, etc. g. Fantasmas, espíritus, duendes h. Brujería i. Curanderismo j. Mitos k. Cosmogonía a. Ceremonias con que se solemnizan algunos acontecimientos, tales como nacimientos, matrimonios, muertes. b. Juegos a. Tradiciones populares b. Leyendas c. Fábulas, anécdotas d. Cuentos e. Refranes, adivinanzas a. Romances, poesías de los aborígenes, poesías populares de género militar o épico que cantan escenas, episodios, luchas, costumbres, etc. de las invasiones inglesas, de la guerra de la independencia y de las guerras civiles posteriores. b. Canciones populares c. Canciones infantiles Danzas populares con o sin acompañamiento de canto

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Conocimientos populares en las 4. diversas ramas de Conocimientos la ciencia (medicipopulares (i) na, botánica, zoología, astronomía, geografía, etc.).

351 a. Procedimientos y recetas populares para la curación de enfermedades b. Nombre con que vulgarmente se designa a cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles, insectos, árboles, plantas, pastos, etc. de la región y lo que se sabe de ellos. c. Nombre con que vulgarmente se designa a planetas, estrellas, constelaciones, tanto entre la gente del pueblo como entre los indígenas, y lo que se dice de ellos. d. Nombres de sitios, pueblos, lugares, montañas, sierras, cerros, llanuras, desiertos, travesías, etc., de la región y lo que se sabe de ellos. e. Nombres de minas, salinas, caleras, etc., de la región y lo que se sabe de ellas. f. Nombres de ríos, riachuelos, arroyos, torrentes, manantiales, fuentes, pozos, lagos, lagunas, etc. y lo que se sabe de ellas. g. Nombres de caminos antiguos, veredas, atajos, puentes, sendas, pasos, vados, etc., y lo que se sabe de ellos. h. Tribus indígenas de la región, religión, usos, costumbres, etc. i. Lenguas indígenas, apuntes de gramática, vocabularios, frases sueltas. j. Locuciones, giros, trabalenguas, frases hechas, semejanzas, chistes, mores, apodos, modismos, provincialismos, voces infantiles, etc. k. Otros conocimientos.

(i) Esta parte de la clasificación (conocimientos populares) se ha hecho más detallada para evitar los ejemplos, pues de otro modo las instrucciones serían muy extensas.

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La clasificación es, ya en sí misma, una intervención estética, entendida en el marco de este trabajo como un sistema de operaciones que convierte al “mundo sensorial” de los sujetos en determinadas sensibilidades mediante juicios de valor. Para ello desarrolla un vocabulario de categorías específicas –de las que esta clasificación es una muestra significativa– dado que, en tanto “fábrica de lo sensible”, la escuela produce una apreciación estética que es parte de las formas con las cuales los sujetos “habitan” y “conocen” el mundo. Los esquemas clasificatorios de reconocimiento, ordenamiento y legitimación se organizan sobre la base de nociones inscriptas dentro del entramado ideológico discursivo y, en esa lógica, esa sociedad en transición buscaba convertir la escuela en una herramienta privilegiada para la unificación de costumbres, prácticas y valores. Nótese, por ejemplo, el énfasis y la prioridad otorgados al relevamiento de creencias y costumbres y su manera de encuadrarla dentro de supersticiones, alejadas –a la vez– de lo que se concibe como conocimientos populares, saberes que parecen estar ligados al conocimiento del entorno y a la supervivencia. La encuesta es en sí misma un sistema de operaciones que convierte el “mundo sensorial” de los sujetos en determinadas sensibilidades mediante juicios de valor. Llama la atención el registro de cantos que remiten específicamente a las invasiones inglesas, la guerra de la independencia y las guerras civiles posteriores. La referencia a esos hechos y la ausencia de otros puede entenderse en el marco del profundo sentimiento nacionalista desde el cual la encuesta es convocada, donde los conflictos lo son en relación con un enemigo externo. Se trataba de un discurso sobre la esencia de la nacionalidad argentina, cimentada en raíces hispánicas y en cierta recuperación de lo aborigen. Como hemos mencionado en el comienzo de este libro, las sociedades modernas convirtieron la escuela en una de

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las herramientas privilegiadas para llevar a cabo potentes procesos de unificación de costumbres, prácticas y valores en las poblaciones que le fueron asignadas. El desarrollo de un régimen estético estuvo entre sus propósitos. La volvieron un dispositivo capaz de llevar a cabo el objetivo moderno de que las poblaciones compartieran una cultura común y de lograr la inculcación en grandes masas de población de pautas de comportamiento colectivo basadas en los llamados cánones “civilizados” o “nacionales”. Los maestros debían hacer la compilación en la zona de influencia de la escuela en la que enseñaban; vale la pena detenerse a pensar que frecuentemente la perspectiva que se esperaba de los maestros no era la de recuperar los saberes locales, ancestrales y populares, sino que más bien concurrían a sus tareas con la indicación de llevar en sus manos los saberes legitimados, reconocidos como saberes porque formaban parte del currículum. Por lo tanto, no sólo se les pedía que realizaran una tarea diferente a aquéllas con las que estaban más familiarizados sino que se les pedía que reconocieran, miraran un espacio, saberes y prácticas que no sólo no frecuentaban sino ante el cual se les había indicado no posicionarse en un lugar central. Por otro lado, al no ser conocedores de técnicas de recopilación –registraron lo que les dictaron en la medida en que el narrador recordaba cuando estaban en contacto con él–, además de géneros tradicionales, apuntaron otros que se derivaban de alguna anécdota de juventud de algún personaje público. Expresiones colectivas y saberes individuales se registraban de igual manera, modos de cura de la tos convulsa, historias de duendes y mandingas o técnicas para teñir junto con la leyenda del tigre uturrunco (Registros de Catamarca). Si bien la encuesta ha sido analizada por algunos trabajos con perspectiva antropológica y literaria, ocupa un lugar central para nosotros que la recolección de datos sea hecha por los maestros, quienes además deben presentar

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sus resultados a través del cuerpo de inspectores. Estos elementos son muy significativos en el resultado de los materiales en sí, dado el carácter de autoridad cultural que significa el maestro, el permanente proceso de selección y de legitimación cultural que producía cotidianamente la escuela. Fueron los maestros los que textualizan las narraciones orales, con los cual se produce una mediatización discursiva de las mismas. El resultado fue un conjunto de aproximadamente 88.000 folios, organizados en carpetas por escuela y departamento y, a la vez, por provincia. Están mayoritariamente escritos de puño y letra y algunos pocos están mecanografiados. Hemos optado por analizar aquellas provincias en las que el volumen de información es mayor: Chaco, Catamarca, Chubut, Santiago del Estero, ciudad y provincia de Buenos Aires, Misiones y La Pampa.6 Cabe consignar que existen muy pocos registros de las escuelas del sur del país. La preservación actual de la encuesta muestra un volumen dispar por jurisdicciones y con grados de registro diferenciado, que involucran desde algunos minuciosos escritos de diversas expresiones folklóricas hasta algún folio por un docente que sólo expresaba que no había nada en su región que pudiera considerarse folklore y por lo tanto su texto se limitaba a argumentar esa idea: Desgraciadamente la mayoría de nuestra población criolla está constituida por trabajadores, proletarios ignorantes que no tienen hábitos de estabilidad ni de arraigo ni constancia de ningún orden de cosas: es un elemento de la más baja

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Hemos dejado fuera de la selección la provincia de Entre Ríos porque el único trabajo de historia de la educación que conocemos que ha analizado la encuesta es el de los colegas de la UNER, que se han concentrado en esa provincia. Ver De Miguel, A.; De Biaggi M. L.; Enrico, J.; Román, M. S. (2007), “Normalismo, cultura letrada y resistencia de la oralidad en la historia de la lectura y la escritura en Argentina”, Ciencia, Docencia y Tecnología, año XVIII, núm. 34.

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condición social, nómade e indecente, sin más preocupaciones que la satisfacción de las necesidades materiales. […] La única fuente de tradición genuina, local y antigua que responde a las exigencias e índole del Folklore Argentino son los indios pero no los hay por aquí cerca. […] No conozco ningún anciano chaqueño neto. Sólo niños chaqueños se encuentran en número apreciable. Afirmo pues que en la zona jurisdiccional de la escuela n.° 34 del Chaco, no hay ningún elemento de Folklore, o han desaparecido con las tribus indígenas que la poblaron antiguamente (Carpeta de Chaco; el destacado es del original).

Es notable la forma en que relata el malestar que le ocasiona el “relajamiento de las costumbres” imperante y el modo en que repudia la presencia de pueblos indígenas. Plantea en líneas generales que no hay folklore debido al carácter sumamente heterogéneo de la población. A pesar de las instrucciones recibidas y de los modos en que los intelectuales de influencia sobre el sistema educativo transmitían una nueva construcción sobre la nacionalidad incluyendo lo indígena, varios de los registros de Chaco, pero también de la Pampa y de Misiones, se encargan de establecer distinciones entre costumbres y prácticas de criollos e indígenas y se resisten a integrar a estos últimos en lo que describían como folklore, creencias propias, cantos que podían pertenecer a lo común o colectivo. Se observa en numerosos registros una clara diferenciación entre las prácticas de pueblos indígenas y no indígenas; en algunos casos se denomina como “costumbres indígenas” a las primeras y como “conocimiento popular” a las segundas. La referencia al pueblo indígena presente en la provincia se produce bajo la denominación “toba”. Lo indígena se presenta en oposición y como subordinación a lo humano, a lo ordenado, a lo no vulgar. En ocasiones se hace referencia a la lengua indígena (qom) como “denominaciones vulgares” de, por ejemplo, la fauna y la flora

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del lugar. Existen incluso los esfuerzos en algunos casos de registrar en una lengua “extranjera”, a veces aborigen o no solamente aborigen –como el guaraní– y luego la traducción al castellano de frases o de palabras. Resultaba demasiado trabajoso que los maestros formados en el modelo cultural del normalismo se avinieran a considerar legítimos en tanto conocimientos a –según había establecido el proyecto liberal republicano y educacionista– saberes informales desarrollados por grupos poblacionales subordinados e incluso destinados a la extinción debido a sus incapacidades genéticas para el progreso. El positivismo estaba en retroceso en los círculos intelectuales, pero había dejado marcas imborrables en la cultura escolar y el higienismo moralizante había pasado a ser un criterio organizador de la dinámica de las escuelas. No se encuentran diferencias intergeneracionales entre las costumbres, los saberes y los modos de arte popular registrados salvo en dos o tres casos. Parece partirse del entendimiento de que aquello que conoce o practican los adultos es la cultura de todos. Incluso e impulsado por la insistencia en lo ancestral de las instrucciones, existe predilección por consultar a las personas más añosas. Frecuentemente, se encuentran referencias a juegos y expresiones que mantienen una enorme perdurabilidad: el juego de la mancha, la referencia al ratón Pérez, los cantos de “ánimas benditas me arrodillo en vos”. En los registros de la ciudad de Buenos Aires, se encuentran varios que, en lugar de dejar asentados poesías, romances o supersticiones, presentan alegatos o posiciones sobre temas políticos, del estilo del que sigue: “El servicio más importante que el gobierno puede hacer a su país es el de perpetuar en el por la dulzura e su administración a los que se unen a sus principios” (Feliciano Antonio Chiclana, sin edad). Se trata de textos “corales” donde si bien se busca dejar por escrito algo que ha sido narrado por alguien,

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mayormente identificado con nombre, apellido y edad, está también la voz de ese maestro que ha modelado esa transmisión, que al pasarlo por herramientas sofisticadas de traducción configuran al mensaje de determinadas maneras. Si bien en los registros se encuentran valoraciones de todo tipo hechas por los maestros (“los catamarqueños son muy supersticiosos”, “el populacho se vuelca a los curanderos”), no parece registrarse el mismo énfasis de “neutralizar el cosmopolitismo” que existía entre las autoridades educativas. Probablemente como estos propios maestros eran fruto de una generación que consolidaba ya cruces de nacionalidades y de culturas, exigía establecer distinciones sobre el origen que resultaban artificiosas para su propia identidad. Donde sí había una frontera difícil de cruzar en vistas a una integración, como ya se ha mencionado, era con los pueblos indígenas. Se toman registros orales individuales y colectivos, por ejemplo “romance referido por fulano de 65 años”, “chacarera dictada por varios” u otras formas más genéricas: “aseguran muchos haber escuchado” o “ha sido mencionado por muchas personas del lugar”. Los entrevistadores/ maestros son portadores de voces ajenas (Dupey, 1998). Por otro lado, las fronteras internas del país se diluyen dado que en ocasiones las personas narran algo que conocen producido en ese lugar o en otro, tal vez en otra provincia. Asimismo, las tensiones entre las expresiones culturales entre distintas regiones se integran también a las valoraciones de narradores y encuestadores: “como el tango que por sus voluptuosos requiebres va reemplazando a la elegante y gentil chacarera y el zapateo del gato, ya no es el orgullo de la danza criolla” (Registro de Catamarca citado por Dupey,1998). En 1925 se publicó un catálogo de la Colección de Folklore, editado por el Instituto de Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires,

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cuyo decano era Ricardo Rojas y quien escribió el prólogo de ese catálogo. Ese Instituto había recibido el material de la encuesta en donación. En 1951 los materiales de la encuesta pasaron a estar alojados en el Instituto Nacional de la Tradición (Blache, 1992). Todas las limitaciones que hemos mencionado en la encuesta generaron que Juan Alfonso Carrizo (en 1953) caratulara como espuria a la muestra (Blache, 1988). No obstante los defectos de que adolece, constituye una fuente de información que abarca la totalidad del país –aunque de manera muy despareja– en un determinado momento histórico. Sin embargo, encuestas similares, sobre folklore y llevadas a cabo por maestros se desarrollaron también más adelante: en 1939 se desarrolló una por instrucción del Consejo Nacional de Educación y dio por resultado una Antología Folklórica Argentina; otra similar encarga el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires, para obtener la Encuesta Folklórica General del Magisterio. Las fundamentaciones de esas encuestan remitieron nuevamente a la búsqueda del espíritu del pueblo, a la formación de la nacionalidad y a políticas derivadas del amor a la patria.

Palabras de cierre. La docencia y “el espíritu del pueblo” Como ha sido planteado por la teoría social, la Nación junto con la ciudadanía son las mayores novedades del mundo moderno y es en esa modernidad que la nacionalidad se constituye como referente de la integración social; también debe decirse que la Nación se compone de atributos múltiples que cambian según tiempo y lugar, por lo que son parte de la disputa hegemónica en el que se definen los sujetos políticos (Villavicencio, 2010).

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Hemos buscado presentar aquí el modo en que en los años veinte se pone de manifiesto el desplazamiento de una concepción intelectual acerca de la Nación fundada en categorías que imponían la tradición liberal (cuyo énfasis recaía en la noción de ciudadanía) y la tradición positivista (acentuando la idea de morfología racial) a una concepción que abrevaba en las consideraciones culturalistas. En esa década, el pensamiento latinoamericano buscó una hermenéutica que no clausurara ni el pasado ni el futuro y que contuviera fórmulas para ensanchar la Nación a partir de dos variables: el tiempo (apelando al pasado, a las tradiciones y a los orígenes) y el volumen social (al considerar al “otro” antes excluido, encarnado en las figuras del indígena y del inmigrante). En ese marco, se desplegaron visiones esencialistas u “organicistas” en torno a la noción herderiana del Volkgeist. La apertura de horizontes y las metáforas de la época –la reocupación a la que hacíamos referencia– permitieron revisar aquellas visiones endógenas y nacionalistas que tendían a configurar los imaginarios y los resortes sobre los que reposaban las historiografías nacionales y abrir canales de diálogo entre distintas tradiciones. De cualquier modo, el proceso que hemos reseñado arroja como resultado una colección que nuevamente cosifica, que establece otras fijaciones, que no está carente de cristalizaciones y de exclusiones, que establece una determinada relación con lo universal. Como propone Marechal, la educación estética pretenderá “dotarle de una sensibilidad y de una imaginación”. Por ende, el desafío radicó en conciliar en el proceso de incorporación un conjunto de alteridades complejas y de distinta entidad: étnicas, culturales, religiosas, sociales y regionales. Funes (2006) remarca la importancia que el pensamiento antiimperialista de posguerra tuvo en la medida en que constituyó un dilema que configuró un

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perímetro inclusivo a escala regional y señaló destinos y estrategias comunes para América Latina. La revisión de relaciones entre sociedad y Estado, república, democracia, revolución, socialismo, corporativismo, se entrelazan a la definición de las naciones en la búsqueda de principios de legitimidad alternativos (Funes, 2006), reocupando el significante “Nación” que ha sido constitutivo para identidades e instituciones. La reflexión sobre la lengua y la literatura nacionales es especialmente reveladora de los sentidos conferidos a la idea de nación. Ante los síntomas de agotamiento del “orden oligárquico” se articulan con profundas revisiones sobre temas cruciales como el de las relaciones entre Estado y sociedad civil, la definición de los valores republicanos, la democracia, la revolución, el socialismo, los nacionalismos, en una encrucijada histórica en la que la construcción de la Nación se entrelaza de forma casi ineludible con la búsqueda de principios de legitimidad alternativos. La inquisición sobre el idioma nacional no era nueva, pero incorpora en esos años otras tensiones: lo culto y lo popular, lo oral y lo escrito, etc. Domingo F. Sarmiento había sido enviado a estudiar los sistemas educativos europeos y el producto de ello fue Educación Popular, una obra central para la historia política, institucional y educativa de la Argentina. Ricardo Rojas también fue enviado a conocer las escuelas europeas, sesenta años después; La restauración nacionalista fue el producto de aquel viaje. Dos obras de enorme impacto y perdurabilidad tienen origen en esa acción promovida por Estados sudamericanos que envían intelectuales a percibir, a contagiarse, a toparse con la novedad para luego transmitirla. También en las primeras décadas del siglo iba desarrollándose un debate explícito con las tendencias libertarias. La traducción que “lo libertario” sufrió en el marco escolar estuvo más asociado a la construcción de un sujeto

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colectivo, donde la voluntad debía fortalecerse mediante la reflexión. Asimismo, la Nación fue reocupada con otros componentes: vitalismo, espiritualismo, intuición, misticismo, sensibilidad. El sujeto educado era, ante todo, un sujeto reflexivo; la moderación, la serenidad y la reflexión sobre las propias acciones eran la base de una voluntad poderosa. La escuela recibió un mandato y lo tradujo y puso en práctica con características propias, articulándolo con los elementos estructurantes de su configuración y prácticas consolidadas. Tal como nos es factible afirmar a los historiadores de la educación la fortaleza de la hegemonía normalista a lo largo de un siglo no obedece centralmente a un plan perfectamente acabado y largamente detallado, sino a su capacidad para desarrollar rearticulaciones, para posicionarse en diálogo con las transformaciones y para realizar adecuaciones a sucesivos y emergentes problemas. Esa capacidad articulatoria fortaleció su despliegue y su fuerza modeladora. En este marco nos hemos preguntado reiteradas veces frente al material de la encuesta reseñado cuál habrá sido el impacto de mirar el arte, los saberes y las prácticas populares por parte de esos docentes formados bajo un paradigma liberal eurocéntrico selectivo y jerarquizante. ¿Cómo era leída desde su experiencia de formación y desde las prescripciones en el marco de las cuales habían aprendido a desarrollar sus tareas? ¿Qué impacto podía tener en su ordenamiento sensible, en sus percepciones del mundo los relatos sobre las cataplasmas de alfalfa, mandingas, luces malas y ánimas benditas? Por otro lado, por parte de las autoridades político-educativas, ¿se trata de un intento de renovación del ideario liberal republicano con acento nacionalista dentro de la normalización y disciplinamiento del sistema educativo? La aproximación al folklore que se propone folkloriza también lo popular

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y lo que recoge responde a un espíritu de colección. Hay un valor transgresivo en el plano político en ese intento de apropiación de los valores del otro (Rancière, 2011: 85), valor transgresivo que la escuela encarnó para torcer hábitos y que también las prácticas populares exploraron y hicieron uso para el desarrollo de diversos mecanismos de legitimación y de jerarquización social. Como el lector ya se habrá percatado, la importancia central que le hemos dado a la fuente que seleccionamos no se concentraba en los resultados que recogió, en los muchos o pocos, desparejos, verosímiles o inverosímiles relatos recabados, sino la encuesta en sí misma como una manera de ordenar el mundo sensible, de establecer maneras de mirar, de convertir la cultura letrada, la experiencia de la escritura, los saberes que habían estado postergados, vedados y hasta prohibidos. Como indica nuestro epígrafe, la encuesta es un signo. No deberíamos dejar de acentuar que, igualmente, los mecanismos de subordinación, las clasificaciones y las distinciones entre saberes y supersticiones estaban allí; las diferenciaciones entre población integrable y no integrable estaban allí; las valoraciones y las jerarquías seguirían organizando lo bello, la poesía, las conductas correctas y el sujeto legítimo. Una manera de entender lo popular estaba allí y constituyó una interpelación aunque, por supuesto, era también un significante, móvil, elusivo, compuesto de dimensiones paradojales y de significaciones en pugna. Para Jacques Rancière “la política es un asunto estético, una reconfiguración del reparto de los lugares y de los tiempos, de la palabra y el silencio, de lo visible y de lo invisible” (Rancière, 2011: 198). Es el encuestador quien más está operando en la selección, el registro y el modo de escrituración de los relatos y por eso nos interesa, porque nos dice mucho sobre los maestros, sobre sus modos de posicionarse frente a ese universo cultural, o mejor, en el

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medio entre el mandato de coleccionar los auténticamente telúrico y sus modos de ordenar el mundo sensible. El proceso que hemos buscado reseñar conlleva tensiones contrapuestas del debate intelectual de la época, incluyendo algunos rasgos previamente excluidos pero sin dejar de estar imbricado de esquemas prescriptivos y normativos. Adentrarse en la mirada sobre el canon estético del momento requiere detenerse, al menos, en ambos componentes: la reincorporación de “lo nacional” localizado en algún lugar marginalizado, lo “propio” comprendido sobre nuevos componentes, alterando de alguna manera las “subalternidades” conocidas, pero también reconociendo la permanencia de la normatividad, la selectividad y la jerarquización.

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CV de los autores

Pablo Pineau. Doctor en Educación (UBA). Profesor titular regular de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA) y de Institutos de Formación y Capacitación docente. Ha realizado diversas publicaciones nacionales e internacionales en temáticas de historia, teoría y política de la educación. Ocupó la presidencia de la Sociedad Argentina de Historia de la Educación y actualmente dirige su revista científica, el Anuario Argentino de Historia de la Educación. [email protected] Betina Aguiar da Costa. Profesora de enseñanza media y superior en Filosofía (UBA). Docente e investigadora en Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA) y en Didáctica General (UNRN). betina. [email protected] Nicolás Arata. Doctor en Educación (UBA). Candidato a Doctor en Ciencias por el Departamento de Investigaciones Educativas (Cinvestav). Magíster en Ciencias Sociales con orientación en Educación (FLACSO). Es docente de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA y UNRN). Es coautor de Pedagogía y Revolución. Carlos Vergara, escritos escogidos (UNIPE, 2012) en colaboración con Flavia Terigi y de La educación en la Argentina. Una historia en 12 lecciones.

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(NOVEDUC, 2013) en colaboración con Marcelo Mariño. [email protected] Patricia Barbieri. Arquitecta, Profesora en Arquitectura y docente investigadora de la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la UNR. Ha cursado la Maestría en Educación Universitaria en la Facultad de Humanidades y Arte de la UNR. Ejerce la docencia de grado en ambas instituciones. Una de las líneas de investigación que actualmente está trabajando se centra en la arquitectura escolar y en cómo esta se relaciona con los proyectos políticos pedagógicos que la originan. [email protected] Paula Caldo. Doctora, Licenciada y Profesora en Historia y Licenciada y Profesora en Ciencias de la Educación (FhyA-UNR). En la actualidad se desempeña como investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas y como docente de grado y postgrado (FHyA-UNR). Su línea de investigación está anclada en la historia sociocultural en intersección con la historia de la educación y de las mujeres. paulacaldo@ gmail.com Ignacio Frechtel. Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA). Docente e investigador en Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFYL-UBA). Docente de Teoría de la Educación y Sistema Educativo Argentino en la Facultad de Psicología (UBA). Becario de la UBA. Colaborador del Anuario Argentino de Historia de la Educación (SAHE). [email protected] Rafael S. Gagliano. Profesor de Historia. Docente e investigador en Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA). Director del Centro de Documentación e Información Educativa de la Provincia de

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Buenos Aires. Director de la Revista Anales de la Educación Común. Director del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica (UNIPE). rafaelsgagliano@ yahoo.com.ar Marcelo Mariño. Profesor de Historia (UBA). Docente e investigador en Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana de la UBA y Profesor del Instituto Superior del Profesorado “Joaquín V. González”. Capacitador docente de la Escuela de Capacitación CePA en Historia para la enseñanza media y Coordinador de la materia Historia en el Programa de Educación Adultos 2000. Coautor de libros y autor de artículos sobre historia de la educación argentina. [email protected] Belén Mercado. Licenciada en Ciencias de la Educación (UBA). Docente e Investigadora en Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana en APPEAL-IICE (UBA). Asistente Técnica en el Programa Fortalecimiento Institucional de la Escuela Secundaria dependiente del Ministerio de Educación del GCBA. Secretaria de la Sociedad Argentina de Historia de la Educación (20122014). Consejera Directiva de la FFyL-UBA (2014-2016). [email protected] María Silvia Serra. Profesora en Ciencias de la Educación (UNR). Es Magister en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional del Litoral y Doctora en Ciencias Sociales por FLACSO. Actualmente es docente titular ordinaria de la cátedra de Pedagogía del Departamento de Formación Docente de la UNR. Es autora de, entre otros libros, Cine, escuela y discurso pedagógico. Articulaciones, inclusiones y objeciones en el siglo XX en Argentina (Teseo, 2011).

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Myriam Southwell. PhD del Departamento de Gobierno, Universidad de Essex, Inglaterra. Magíster en Ciencias Sociales (FLACSO). Profesora y Licenciada en Ciencias de la Educación (UNLP). Actualmente dirige el Doctorado en Ciencias de la Educación de la UNLP. Es profesora titular por concurso de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana, investigadora Independiente del CONICET y secretaria académica de FLACSO Argentina. Ha realizado numerosas publicaciones sobre historia, teoría y política de la educación. [email protected] Sofía Thisted Licenciada en Ciencias de la Educación y Doctoranda de la UBA. Docente e investigadora de la carrera de Ciencias de la Educación (UBA) y de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Especialista en temas de educación intercultural. Autora y coautora de publicaciones sobre estos temas. [email protected]