Peter Handke - Los Avispones PDF

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Annotation Los avispones, publicada en 1966, es la primera novela de Peter Handke, uno de los escritores europeos más reconocidos y que en numerosas ocasiones ha sido propuesto como candidato al premio Nobel. Estudió derecho hasta 1965, fecha en la que la editorial alemana Suhrkamp aceptó la publicación de este libro, comenzando así su exitosa carrera literaria. A través de textos fragmentarios que nos relatan la muerte del hermano, la ceguera del narrador, las relaciones familiares... Handke nos va contando cómo se construye una novela, que finalmente se titulará Los avispones. LOS AVISPONES Peter Handke El despertar del recuerdo La huida El ocultamiento de la noticia El transporte del hermano ahogado Las expresiones del guardia Los ruidos El relato de la hermana La historia del ahogamiento Empiezo otra vez a relatar.

Los nombres de los ruidos Los insectos en los ojos del caballo El despertar La bicicleta El vestirse La mujer entra en escena La red interciudadana La estada ante el muro La gata Cómo se produce una escena durante el desayuno La cara del padre El objeto olvidado La pérdida de los nombres La ida a la iglesia El hombre de la bolsa marinera Visión del muro La ordenada salida de la iglesia La matanza del cerdo

La publicación de las ordenanzas en la plaza del pueblo El relato de la hermana El hombre de la bolsa marinera El perro El hombre con la bolsa marinera La muerte de la madre La inscripción en el muro La palabra "suceder" La llave El desaguadero El nido de avispas La inundación La avispa muerta El hombre de la bolsa marinera El cansancio La relación de la hermana El comienzo de la comida Se apacigua la ira

Las hormigas Las puertas La tentación La siesta Las avispas La mujer El halcón avispa El sol El paseo del domingo El juego de Cartas La palabra "esconderse" La antesala El sistema de alarma La noticia La discusión El sueño La estada en el café La disyuntiva

Camino a casa Los avispones El proceso de formación de la historia El surgir del recuerdo Peter Handke Créditos notes

LOS AVISPONES A través de textos fragmentarios que nos relatan la muerte del hermano, la ceguera del narrador y las relaciones familiares Handke nos va contando cómo se construye una novela, que finalmente se titulará Los avispones. No es tanto un recorrido como un descenso; no describe una realidad, sino «su» realidad, que le sirve de pretexto para encontrarse nuevamente con los traumas y terrores de su infancia, a través del recuerdo de hechos cotidianos vividos con su familia en el mundo rural.

Título Original: Die Hornissen Traductor: Montané Foraste, Anna ©1966, Handke, Peter ©2010, Nórdica Libros Colección: Otras latitudes, 24 ISBN: 9788492683260 Generado con: QualityEbook v0.35

Peter Handke Los avispones

El despertar del recuerdo Entonces, dijo mi hermano, yo estaba sentado frente a la estufa, con la mirada fija en el fuego. Era antes de romper el día, y llovía. El venía de la colina y llegó por la parte de atrás. Había subido el campo sin reparar en el alambrado, y éste le había rasguñado la cara. Había continuado el descenso cruzando los sembrados. Para esa época, el campo ya había sido arado. El barro y las ya casi putrefactas hojas caídas de los árboles se le habían adherido a las suelas durante la travesía. Paso a paso, había llegado a casa cruzando el campo. Al alcanzar la arboleda había comenzado a correr; había corrido por los pastos, había cruzado el camino, y, ya de este lado, sin dejar de correr entre pastos mojados, con los pies mismos se había despegado la almohadilla de barro de los campos que le bordeaba las suelas. Siguiendo el muro y siempre a la carrera, había llegado hasta la pila de leña. Afirmándose en sus intersticios, agachado al principio (la cabeza más baja que el cuello) y erguido después (la cabeza sobre el cuello), se había encaramado a la pila. Mientras subía, había mirado ya hacia la ventana de doble cristal y había visto algo aquí dentro; había visto algo que estaba sentado; había visto a alguien en camisón ante el fuego; me había visto sentado aquí dentro, sentado en la cama, ante el fuego. Dijo que yo tenía puesto un camisón desgarrado en largos jirones, que estaba encogido de hombros e inclinado hacia adelante, de forma tal que la piel, más obscura, que sobresalía entre los estrechos y marcados pliegues, que partían de ambos lados de la aristosa columna vertebral arqueada y alcanzaban la parte superior de los brazos cubría de estrías mi espalda al contraste con la claridad de la tela; y tan era así, según dijo él, que, mientras más oprimía el cuerpo con los brazos y más hundía en mi carne las uñas, tanto más estiraban éstas, no sólo la tela, sino también la piel sobre las costillas. Sin embargo yo no me movía. Con la cabeza gacha y los puntiagudos hombros tocando casi las orejas, estaba sentado al

borde de la cama, con las piernas apoyadas al sesgo contra el canto del cajón abierto, en cuyo fondo estaban la pala de la estufa y algunas partículas desperdigadas de carbón; y miraba fijamente la lumbre. Al principio me tomó por otro. Con la mirada buscó rápidamente el lecho donde él había dormido con el segundo hermano, pero estaba vacío. Largo rato miró la cama vacía. En la almohada, dijo, le pareció ver la marca dejada por una cabeza, pero ciertamente lo engañaban los reflejos del fuego que bailoteaban sobre las paredes. Sus miradas retornaron a los ojos, de donde habían salido, y volvieron a salir y se dirigieron por segunda vez a mí. Se fijó en las puntas de esos dedos que se estiraban hacia adelante como garras, y en las uñas roñosas. Vio la piel de la mano, agrietada por el barro seco y cuarteado. Apartó los ojos. Echó un rápido vistazo a la puerta, y su mirada se refugió en el fuego, y se quedó fija sobre las brasas, que, por el continuo cambio de viento y calma, absorbían y expelían por sus grietas y resquebrajaduras la cálida corriente de aire incandescente. Enseguida arrancó de ahí sus miradas y regresó su cara, cuan ancha era, por sobre los cristales en dirección a lo más alto de la pared, sin que, no obstante, desde aquí dentro se pudiera oír el ruido de las mejillas apretadas contra la ventana de doble cristal. Hizo una pausa y, por debajo del alero, miró hacia adentro. De un manotazo se asió de la cornisa por sobre la ventana, y de esa forma izó su cuerpo. Una vez ya de pie sobre la pila de la leña, se arrodilló, y, a través de las huellas dejadas por los dedos y las mejillas, me miró desde un costado por el doble cristal. En ese preciso instante yo retiraba los pies del borde del cajón para volver a ponerlos en un semicírculo (claro al principio, fuertemente coloreado enseguida por el intenso y luminoso fuego del hogar, y después nuevamente claro en la obscura habitación) sobre el colchón de paja, que crepitó como si se incendiara a su contacto. Por un momento vio entonces de lado la cabeza del que estaba sentado. Porque me conocía me reconoció. Su mano se deslizó por el alero abajo. Cayó sobre sus talones y escondió la cabeza tras las anchas tablas medianeras de la

ventana. Hizo pantalla con las manos, y, apretándolas sobre su frente contra el cristal, me miró. Mientras tanto, sólo mi cara se inclinaba sobre el calendario abierto sobre la cama vacía, pero los ojos, cuyas bóvedas él, de aquel lado, veía brillar, estaban desposeídos de visión. La postura de los brazos no había cambiado. El esperaba en ese momento ver las señales propias del sueño que se reanuda. Los dedos se deslizaron por la espalda y dejaron al descubierto su huella sudorosa sobre la camisa; los brazos, siempre fuertemente cruzados, se restregaban de abajo a arriba contra el vientre, mientras el tronco se balanceaba hacia atrás sobre las varillas del respaldo. Mientras yo miraba fijamente el calendario, mi hermano rasguñó el cristal con el pulgar. Yo no miré enseguida hacia la ventana. Mientras el se agazapaba y se tendía sobre la pila de leña, yo continuaba sentado, borracho de sueño, sobre el colchón de paja. Sólo cuando se incorporó y se apoyó con las manos sobre el papel alquitranado, sólo entonces, oí como si el sonido me llegase desde muy lejos: el chirriar de la uña que rozaba el cristal; después su largo restregarse contra la ventana. Un pesado armario, o un arcón, fue empujado sobre un suelo de madera. Giré lentamente la cabeza y miré resueltamente en esa dirección, mientras mi hermano limpiaba con el puño el vaho de su jadeante aliento sobre el cristal. El persistió en sus movimientos. Yo miré, según le pareció, hacia la ventana, y el me miró. Yo tomé aliento y mi cara se contrajo, pero no porque mi vista se hubiese posado en él, sino porque todavía prestaba atención al armario que resonaba. Por lo demás, los ojos, cuyas pupilas estaban directamente orientadas a el, se centraban interiormente en el susurrar del conducto auditivo. Ya esa mañana, dijo mi hermano, con mis párpados convulsionados, tenía el aspecto de un ciego. De lo que estaba al otro lado de la ventana, yo solamente tenía conciencia de un cielo obscuro. Con los pedazos de las manchas completaba los álamos, y, al fondo del campo, sobre la colina, como límite con el cielo, el prado; sin embargo no veía la cabeza del

hermano, que, sobre el borde de la ventana, acechaba mi respuesta. Transcurrido algún tiempo, volví a levantarme, contó él. Contra lo que era de esperar, no me dirigí hacia la ventana sino hacia la puerta, en dirección opuesta a la ventana. Solamente en la casa podían haber movido el armario; me parecía que el ruido provenía de la habitación de la hermana. Rápidamente descorrí el pestillo de la puerta. La otra mano, la que se había cerrado como un latigazo sobre el picaporte, al ceder la puerta hizo ademán de abrir un agujero en el corredor. Murió la calma, aplastada por los crujidos de la madera y los chirridos de las bisagras; se quebró entre las estridencias del pasamanos de estaño de la escalera; la puerta sonó contra el pasamanos, fuerte, menos fuerte y quedamente; la madera se lijó contra la madera. Después llovió y volvió a mí la calma. Yo traje a ella y a la obscuridad un nombre, un nombre, que apenas pronunciado, no pude ya más comprender. Mi hermano reconoció el timbre de la voz que clamó. Qué era, qué dije... no pude saberlo; rasguñó otra vez la ventana exigiendo respuesta. Paralizado, ya no más dueño de sus movimientos, permaneció en su sitio, sin apartarse de sus ojos, que se esforzaban en fijar la mirada. Traspuse el umbral, y el frío del cemento hizo que mis pies descalzos se sintieran por primera vez descalzos, y grité varias veces su ininteligible nombre; grité entonces más alto el ininteligible nombre del otro hermano desaparecido, como si el cambiar de lugar un armario fuese ya la señal de su retorno. El no pudo ver que yo, de puntillas y tanteando la pared del corredor buscaba con la punta de los dedos el interruptor. Vio sin embargo a la gata, que, entre ganchos y palas, se había acurrucado bajo la escalera y que, a causa del rasquetear de mis dedos, había levantado la cabeza, y, al levantarla, se había despertado. Me di cuenta que no oía el zumbido del contador. Lo que en primer lugar saltó a mi vista en el corredor fue el barro seco, cuyas huellas, de este lado del portón, sobre el sendero de cemento, disminuían, en comparación con el creciente número

de los pasos dados más hacia adentro, y enseguida me fijó en los lugares donde la noche anterior, de regreso a casa, mi padre había asentado con fuerza los pies, llevando en el puño que apoyaba sobre el cabestro la linterna de establo para la infructuosa búsqueda; en los charquitos dejados por sus botas, que todavía brillaban en los bordes por la mica del arroyo y que llegaban hasta mi puerta y (después de haber yo abierto ante su golpear, bramar y volver a golpear) entraban en mi pieza y llegaban hasta debajo de la pantalla de la luz, que oscilaba por la corriente de aire, desde donde mi padre, mientras yo estaba tranquilamente parado en camisón, recorrió con la vista toda la pieza, en la que excepto yo, no encontró a nadie, de modo que no tuvo más que estarse un rato en el halo con su superhendionda linterna colgando desganadamente de la mano. Me fijé entonces en que allí los tacones de sus botas habían quedado fuertemente impresos en una apreciable cantidad de barro ya seco del arroyo, que tenían debajo. La gata se desgañotaba maullando hacia la ventana. El ruido me arrancó del corredor y me hizo volver a la pieza; tras los vidrios vi la cara de mi hermano, y porque lo conocía lo reconocí. Tu piel estaba mugrienta, le dije, y amoratada por los rasguños de! alambrado. Cada vez que intentaba fijar la mirada, las saltarinas imágenes del fuego, sobre el que había sostenido largamente la vista, me desdibujaban tu rostro. Mientras tanto, la nieve, que había sucedido a la lluvia, empezó a producir en la habitación una creciente claridad que seguía el impulso de las ráfagas de la nevisca. El no me hizo seña alguna. Tampoco yo le hice señas. Sin embargo supimos entre los dos que uno de nosotros veía al otro. Yo miraba esa cabeza colocada delante del campo y que parecía tan cercana a el como si la estuviese mirando con un largavista. Sin mover los ojos, que me miraban fijamente desde ese lugar, se hundió rápidamente al saltar sobre la pila de leña. Cuando comenzó el movimiento, sus ásperos mechones se elevaron por

detrás de su cabeza, en la nuca, y volvieron a caer, aun antes de que su cara saliese de mi ámbito visivo.

La huida En noviembre, frecuentemente nieva por la mañana. Ese suceso se describe más o menos de esta manera: "Al despertar, quien se despierta mira afuera para calcular la hora de acuerdo con la claridad. Ve afuera la nieve, que reemplaza a la lluvia. El cartón embreado que cubría la pila, y que, poco a poco ha ido resbalando hacia abajo, porque algo se le ha como desprendido de un golpe, está enteramente cubierto por algodonosa nieve; en los lugares que todavía están algo calientes, porque quizás un ser con sangre cálida se arrodilló encima, continúan deshaciéndose los copos. Hace sólo un momento que la lluvia se convirtió en nieve. Lo hayas visto o no, el viento cesó, de modo que no lo puedes oír más. Los álamos que bordean el campo, los tallos del pasto al borde del campo, fueron también sorprendidos por la repentina nevada; también a ese arado de rejas (se podrían nombrar otros instrumentos de labranza), que brillante bajo la lluvia parecía respirar, le cortó el aliento. Mientras cae la nieve no se pueden ver los copos debajo de las nubes; sólo puedes verlos descolgarse de los árboles uno a uno por la rugosa corteza, que acrece su obscuridad con la condensación de la nieve después algodonosa e Informe sobre el campo, y después nuevamente visible por el contraste con la chaqueta negra del niño, que sigue por el camino en el que vino, caminando hacia el horizonte, con los brazos separados del cuerpo, y con las manos que se cierran en puños que oscilan en el subir y bajar del campo; con suelas que deshacen los barrosos terrones al pasar por los surcos "y por fin ves la nieve invisible, la nublada tierra cortada por el arado, que hasta entonces no había todavía perdido sus colores de lluvia". Al espectador que se para sobre una silla arrastrada de prisa frente a la ventana abierta, con una mano extendida ante sí y metida en el plumón de la nieve, los planos se le arremolinan en la ya vacía mirada: la blanca superficie del cielo se introduce en la superficie marrón y amarilla del campo; la blanca superficie del campo y el

amarillo viejo de los planos del cielo se meten por entre los blancos planos de las capas de papel embreado, sobre las que poco ha se derretía la nieve a causa del calor de un cuerpo; la blanca superficie del cielo y la blanca superficie del campo, hendidas sólo por las estocadas de los álamos, se insertan hondamente en los blancos y vacíos planos de los ojos y tajean y despedazan la blanca superficie del cerebro.

El ocultamiento de la noticia La pesada viga sobre el coronamiento del muro rolaba y brincaba, y se acercaba dando zancadas al héroe, que subía la escalera con su noticia; se acercaba y empujaba hacia la retina dirigida hacia él; se balanceaba de atrás a adelante, mientras se henchía y se abría ante lo que se podría denominar como traquetear y arrastrarse y restregar de los suecos de madera claveteados sobre los escalones de madera de la escalera. Al principio, mirada desde aquí abajo, sólo una cara, tallada verticalmente, resultaba visible para mí, que subía, y de lejos parecía tan estrecha cuanto de cerca lo eran los listones rayados por las sombras que las vigas proyectaban contra la fresca luz que sobre ellos caía desde la claraboya del techo; de modo que las colgantes virutas, bajo las cuales la viga parecía más obscura, y el sinnúmero de agujeros salpicados aquí y allá y rodeados cada uno por un cordón de serrín, se ocultaban todavía a la mirada que se acercaba desde el pie de la escalera, pero entonces en el temblar y oscilar de la viga, estos espectros que antes yo había solamente imaginado y pensado, hicieron erupción, destacándose netamente entre los inseguros planos ópticos, y se hizo también claramente visible la cara horizontal de la viga, de donde partían en transversal los listones hasta el techo de la galería, y reconocí en ellas las telarañas, de las que colgaban motas de polvo y cuerpos triturados y disecados de moscas. Los hilos que al pasar arranqué de las tejas se adherían pegajosos a la mano, mientras yo subía con la noticia, siguiendo la línea de la viga, siempre allá arriba, bajo el techo; y así llegué hasta el cuarto de mi hermana. "Sus pequeños dedos se abrieron y cubrieron inmediatamente el pequeño espejo redondo; no tuvo necesidad de ocultar el espejo de pared en el que yo veía su espalda". Sin embargo, aquella mañana no encontré a mi hermana en la alcoba. Sus olores volvieron a mi memoria y los recordé y los reconocí a todos. Reconocí el olor a cola de su esmalte para uñas;

el olor del solvente con que se quitaba el esmalte inmediatamente después de haberlo usado y antes de volver a ponérselo; el olor del té de manzanilla enfriado; el olor a masas de la colección de cajas de polvo vacías; el olor de la famosa agua perfumada con que rociaba la habitación; el olor de las manzanas que parecían limones; el olor a brea del jabón de los tiempos de guerra que estaba en la cómoda entre los vestidos heredados de la madre. Los objetos de la alcoba se me aparecían desdibujados e incoloros, como si hubiese estado antes mirando largo tiempo el sol sin protección en los ojos y de pronto hubiese vuelto en mí, sin poder distinguir más que claridad y obscuridad; sin embargo, reparé entonces en algo que, abajo en la pieza, había sido el fuego, en el que yo había fijado la mirada, y además, la nieve, por la cual yo había corrido tras mi hermano que corría; y ambas cosas me privaron entonces de la visión de los colores, como si el aspecto incoloro de los objetos me enloqueciese mientras quizás ellos, sin que yo pudiese notarlo con los ojos encandilados por las llamas, ciegos a los colores, no me dejaban darme cuenta de que los objetos mismos, mientras más se iluminaban al abrirse quedamente un poco una puerta detrás de mí, mostraban este cuadro a una mirada normal, y de esta manera comenzaban a jugar con los colores y adquirían límites más precisos a medida que aumentaba la luz, que quizás venía de una puerta que se iba abriendo silenciosamente detrás de mí. La integridad de la mesa, del armario, de la cómoda, de la cama todavía no tendida, se comportaba falsamente. No obstante, no miré atrás, sino que tomé aliento para romper el silencio con un llamado. Hasta entonces no distinguí el cauteloso deslizarse de sus zapatillas por la escalera de incendio hacia abajo. ¿Qué habría estado haciendo debajo del tejado? Salí rápidamente de la habitación. Ella se detuvo y miró desde sus altas zapatillas. Enseguida miramos los dos hacia el suelo, y, sin decir palabra fuimos mutuamente al encuentro, junto al pie de la escalera principal. Callada, subió, ella adelante. Yo subí tras ella y observé su pesado, cansino taconear. Cuando pasé su puerta reuní las pocas

palabras que me quedaban. ¿Puedo yo impedir que ella siga procediendo así y haga lo habitual? Con el diario abierto bajo las rodillas, se pone en cuclillas sobre los talones que yo observo, o en otra postura, en la cocina, ante el hornillo; se equilibra contra la baranda y se columpia en un agacharse y erguirse mientras aviva el fuego y se restriega los ojos con el dorso de las manos. Pero, teniendo en cuenta que llevaba la noticia a flor de labios, yo podría haber cambiado este comportamiento habitual, y las cosas habrían sido de otro modo. Pero, antes que pudiera pronunciarlas, las palabras se descomponían dentro de mi cerebro en sílabas y en letras que yo no podía más comprender, y me era imposible prever qué haría ella cuando se lo dijese; no podía prever ni las manifestaciones de su espanto ni el sonido de sus precipitadas preguntas, ni los movimientos que haría para salir corriendo; y como no los podía prever, aunque con palabras quisiese representarme las imágenes, me dejé ir tras ella en una tan delgada capa de hielo, que me hizo callar la noticia. Y mientras yo callaba, y mientras callaba mi hermana, mientras ella subía taconeando la escalera, y mientras yo subía tras ella, el padre atravesaba todavía el cañaveral.

El transporte del hermano ahogado Mientras el padre del relator atravesaba el cañaveral, tres hombres cruzaban la carretera. Ellos fueron, en lo que duró su viaje, desde la iglesia del lugar, donde el tercero (un guardia) se había unido a los otros dos, hasta la casa, ante la cual habían encontrado dos niños trasnochados en los escalones del portal, en un caldero para cerdos; entraron aquí y anduvieron distraídamente por la galería, y entraron otra vez y se sentaron y se estuvieron sentados, uno junto al otro, en la habitación, contra la pared, con las miradas atentas a la puerta, mientras el padre del relator atravesaba el cañaveral, que se había procurado mediante un contrato de arrendamiento con el Estado. Mientras él estaba todavía aquí, en la casa, sentado en el mismo banco en que ahora están los forasteros, y en el momento en que alzaba una rodilla, y, dando resoplidos, tiraba hacia arriba por la parte trasera de la caña de la bota que estaba calzándose, los dos primeros hombres, civiles ambos, pasaban por primera vez por la carretera, mientras clareaba el día, viniendo del pueblo de Ubersee al pueblo de Odde, uno detrás y el otro delante de uno de esos carros usuales en la comarca. En el pueblo, uno de ellos despertó al guardia mientras el padre del relator, en la era que está sobre el establo, con la hoz ya en la mano, buscaba con los dedos, en la obscuridad, la chaqueta y los pantalones azules de pana, que fríos a causa de la lluvia, colgaban de un clavo en la pared de tablas, y, cuando los arrojaba sobre el carro y sacaba el caballo del establo y lo ataba a la pértiga, el segundo hombre volvía ya al atrio de la iglesia con el guardia, que, mientras tanto, había sido despertado. El padre del relator se echó la chaqueta sobre los hombros, se inclinó y dobló una y dos veces la rodilla ante las riendas, que el caballo, mientras tiraba del carro sin esperar órdenes, arrastraba sobre el empedrado del patio, de la caña de la bota sacó el látigo, y golpeó en la cuba con el mango del látigo y con las sílabas de su imprecación, mientras el guardia preguntaba al hombre que había vigilado el carro ante la iglesia todo lo que todavía resultaba dudoso

en la relación del primero. El interrogado, que, con las piernas cruzadas, se recostaba en la columna bajo el alero, contestaba en su extraño, tosco dialecto, sin cambiar su actitud mientras hablaba. Su compañero, siguiendo las indicaciones del guardia, descargaba la bolsa del carro, mientras el padre del relator había ya echado a andar el caballo, y, al acercarse a la cuesta accionaba la manivela del freno. Las ruedas, frenadas giraron, dando trompicones, arrojaron grumos de barro y agua fangosa a la cara del hombre, que, encorvado y al acecho de la chirriante manivela, se inclinó tras ellas hasta que el carro, dominadas ya las ruedas, se movió limpiamente a uno y otro lado, y bajó bailoteando por el camino. Durante la carrera, el hombre se repatingó, se quitó la suciedad de la cara y se inclinó y accionó el freno, lentamente al principio, con amplios, trabajosos movimientos de todo el cuerpo; después ligeramente y sólo con la muñeca, golpeteando en sentido contrario, de modo que el carro, ya con las ruedas libres, tiró del caballo hacia atrás y dobló por la derecha hacia la carretera, corriendo de la mitad para adelante y desgarrando brutalmente la izquierda de las bridas. Cuando el padre del relator saltó por atrás al carro en marcha, y, sin prestar atención a lo que lo rodeaba, puesto de través a la dirección en que iba, se inclinó sobre uno de los estribos, el guardia dijo delante del carro la palabra de reconocimiento, meneó la cabeza de arriba a abajo. Después, la bolsa fue estirada nuevamente. Con la punta de la bota, el guardia trituró contra el pedregullo lo que estaba pensando. Pronunció, entonces, las palabras que correspondían a los gestos. El primer hombre trepó sobre el ángulo formado por la pértiga y el antepecho. Hizo ademán de encerrar el carro en su brazo doblado en el codo, y el otro interpretó esto como señal de partida y apoyó también la mano en la parte trasera. Cerca de los oídos, las piedras detonaban y repiqueteaban contra la piedra. Irrumpió entonces el ruido en las anchas, barrosas, huellas al costado de la carretera, y pasó y se perdió, en tanto el carro avanzaba en la dirección en que también el padre del relator había viajado antes de tomar el camino del estanque, obscuro y agachado sobre los listones puestos sobre los

adrales, rascándose el tobillo con el mango del látigo metido en la bota. A estos dos lugares del relato se agregó un tercero mientras el padre se metía en la chacra y mientras los hombres cruzaban la carretera; un lugar en el que se describe como el relator salió de la casa a! aire libre, y desde la escalinata miró hacia al patio y se fijó en ella. Con la cesta vacía bajo el brazo iba velozmente siguiendo la pared del establo hacia el galpón. Distraídamente y mientras caminaba, giró inesperada y bruscamente la cabeza hacia la ventana del establo; se sorprendió; se detuvo y giró también el cuerpo hacia el vidrio. Levantó el mentón. Cayó de rodillas. Se miró. El relator miraba hacia ella, pero mientras ella continuaba parada y miraba, y mientras el relator la observaba, y mientras los tres hombres iban en el carro por la carretera, el padre del relator había ya enrollado las riendas en el pedal delantero, se había dejado caer los pantalones de pana sobre las botas y los otros pantalones hasta debajo de la barriga; había ido por el pastizal hasta el árbol; había arrojado a un lado el látigo; había aflojado los lazos de los pantalones, mientras los dedos cerraban y abotonaban los distintos pantalones; había embarcado en el tambaleante bote; se había alejado de la orilla, y después de haberlo empujado con el remo por detrás del espejo, navegó por el juncal que había arrendado. Mientras los tres hombres iban en el carro por el camino, el padre del relator, adelante, en proa, se había acurrucado en el cobijo que de por sí hacían las maderas del bote, y con una rodilla en el movedizo barro negro que se colaba por las mal ensambladas tablas, y mientras ellos avanzaban sin dificultades en el carro por la carretera, un junco le azotó la cara. Rugiendo y haciendo rechinar los dientes maldijo el agua, el cielo y la tierra, y con un golpe de hoz sacó del pantano el tallo culpable. Al hacer este movimiento resbaló hacia adelante; de la cintura para arriba se columpió sobre las tablas. Después hizo con el hasch (que así se llama en el extraño dialecto una planta muy buena para alimentar el ganado) un apretado atadillo; con sus rudos puños lo transformó en una pelota, y, haciéndolo crujir, lo dobló hacia él, por encima del bote. Asió entonces otro manojo; lo arrancó entre cortantes silbidos y siseos de

la hoz; arrancó otro más que asomaba sobre las tablas, y con las plantas atrás, en el bote, cubriéndole la espalda de un verde lechoso, avanzó un largo trecho a furiosos golpes de remos; haciéndolos rechinar, los puso entonces contra la dirección de la marcha y se dejó caer sobre su asiento; apretó contra sí el remo empapado y que rezumaba humedad; esperó que cesase el bamboleo del bote; se puso de rodillas y arrodillado se estuvo, con nieve en el ala y en el corte del sombrero, con vapor ante los labios que no cesaban de humear, después se acurrucó como una sombra, tenuemente alumbrado por el resplandor de la nieve, y, mientras los hombres continuaban sin dificultad su camino por la carretera, hizo un alto en el laberinto del pajonal, en el mar de juncos que siempre producía vértigo al relator; y los juncos se recortaban nítidos y anudados, y detrás de ellos nada había que se pudiera distinguir sino el hondo espacio color verde pálido en el que la nieve caía rápida y susurrante. Mientras los hombres iban por la carretera, el padre del relator hizo el camino de vuelta por el juncal. Mientras los dos hombres tiraban del carro y lo arrastraban, y mientras el guardia avanzaba a su lado, la hermana del relator llevaba en la cesta, cruzando el patio, las papas para los animales. Mientras el relator miraba en silencio desde lo alto de la escalinata, el padre del relator observaba las sanguijuelas que pululaban en el agua. Mientras los hombres llegaban con el carro al desvío, la muchacha preparaba en la marmita la comida para los cerdos. Mientras ella amontonaba las papas en el caldero, el padre del relator buscaba con las manos sanguijuelas en el bote. Mientras el padre abría los dedos y observaba la sanguijuela apresada, los hombres se detenían ante el desvío y averiguaban cómo podían continuar. Cuando el guardia indicó el camino extendiendo los brazos, el padre del relator desparramó sobre la sanguijuela la sal que tenía ya preparada en el bolsillo. Cuando el relator, desde los peldaños del portón de la casa, pidió una papa a la hermana, los hombres hicieron girar el carro y emprendieron el camino a la casa. Cuando la hermana del relator tiraba al relator un tubérculo que había sacado del caldero, el padre desenvainaba en el bote la hoja

del cuchillo. Mientras el relator se pasaba de una mano a la otra la papa caliente y se soplaba los dedos, el padre cortaba en pedacitos la sanguijuela sobre el canto del bote. Mientras, después, el padre del relator limpiaba el cuchillo en el pantalón azul de pana, el primer hombre veía emerger la casa en la nieve; los tres verificaron las indicaciones, apuraron el paso, y llegaron finalmente a la entrada del patio; la muchacha se quemó los dedos en el caldero ardiente; las vacas empezaron a mugir en el establo, y los cerdos les hicieron coro. Mientras el padre del relator enrollaba en el poste la cadena del bote, el relator, desde lo alto de la escalinata del portón divisó el carro y dejó de masticar. Mientras el padre atravesaba el juncal, su hijo que yacía en el carro tenía sobre la cara cubierta de barro una bolsa con sabor a cualquier cosa, pero no le sentía gusto alguno.

Las expresiones del guardia La misión del guardia es hacer cumplir las leyes en el campo, para lo cual se le ha confiado una parte de la autoridad pública. En el ejercicio de esta autoridad se ayuda también exteriormente, y así es que doquiera que vaya lo hace luciendo un importante y sólido calzado, y cuando hay mal tiempo arrastra tras de sí la impresionante capa con que se cubre los hombros, coloca una mano sobre la hebilla del cuello y levanta la otra para el saludo, que, como el uniforme, se ajusta a normas de gobierno. Sin embargo, el uniforme dista mucho de estar en regla; las manchas marrones del barro lucen más obscuras sobre el capote claro, y más claras sobre las obscuras botas de cuero. El ruido que hace con las botas al atravesar el patio se destaca como demasiado autoritario; parece, sin embargo, molestarle, porque al andar cambia el paso y camina evitando ese ruido; arrastra las lisas suelas y no encoge más las articulaciones de los dedos de los pies. A pesar de todo, sus botas siguen chirriando. Los dos primeros hombres están parados a la entrada del patio, tal como cuando llegaron. A la hermana, que continúa de pie y agachada sobre el caldero, podemos representárnosla en el reluciente círculo y vestida de niebla por el vapor que se desprende de los intersticios del caldero hacia los lados, del balde repleto de papas hacia sus pies, y del cucharón que sostiene en la mano hacia arriba. Al padre ausente podemos imaginarlo entre los árboles, de espaldas a la orilla del estanque, atando el caballo al carro que se sacude. Hace retroceder el carro hasta el matorral, y como esto no acaba de convencerle, a puño limpio empuja nuevamente el caballo hacia adelante. Después, enfila tan oblicuamente con el carruaje contra el camino, que logra virar. Con el tacón hunde la horquilla en el montón de hasch y lo carga; con el otro tacón y los puños levanta el mango de la horquilla, con los dientes de ésta empuja hacia adelante la carga, y, golpe tras golpe, se libra del maldito forraje pasando del bote al carro la chorreante carga.

Mientras a grandes pasos avanza hacia el relator, el guardia acomoda silenciosamente los labios a las palabras que ya en camino había preparado. (Una vez yo estaba despierto y oía cómo mi padre castigaba con todas sus fuerzas a la madre; primero entendí las palabras habituales que los padres solían intercambiar del otro lado de la pared, y después distinguí claramente el chasquido de los golpes, aunque a mi lado, entre gritos y risas, también los hermanos comenzaron a apalearse mutuamente; pero entonces, cuando él comenzó a pegar más fuerte, quedé como paralizado y atónito, y las venas parecieron reventárseme, de forma tal que quedé sordo a todo ruido y solamente oía en mí la furiosa sangre). Mientras yo, ensordecido, no oía su voz, el guardia me preguntó tres veces por mí nombre. Después le dije que sí. Mi padre ha ido al estanque, seguí informando sin que se me preguntara, para no permanecer quieto y tener que mirar hacia el patio; debe regresar pronto, continué; debería, me corregí. La papa caliente quema mi mano. El padre del relator ata las riendas al estribo, tira de ellas consigo a lo largo del carro; sube de un salto; muda de parecer mientras salta; baja otra vez; da unas zancadas sobre la mullida hierba en dirección al árbol que tiene sobre la corteza la marca acebollada de sus excrementos; recoge el látigo olvidado, lo introduce profundamente en la caña de la bota; toma envión antes de saltar de nuevo, y mete otra vez el látigo en el estuche mientras se sienta abierto de piernas sobre el forraje. El caballo saca de las pantanosas huellas al carro y al padre. Lo que allá se aleja corriendo es mi hermana, digo indignado. Abatido, el guardia hace señas con las manos a los hombres; aunque entonces ellos se dirigieron desde el portón del patio al carro, parecían no moverse; era, más bien, como si el girar de la Tierra los acercase inmóviles hacia mí. Mientras más se revuelven, tanto más son impactados los indefensos ojos por la bolsa ya manchada de nieve que está en el carro. Las distintas ruedas de los distintos carruajes rechinan y se sacuden igualmente sobre las piedras que sobre el camino de palos.

Mi padre aprieta la cabeza de la pipa entre el índice y el pulgar, y con la yema del pulgar de la otra mano empuja poco a poco hacia dentro el tabaco húmedo. Se inclina hacia adelante; suspende como señuelo el fósforo encendido sobre el tabaco; atrapa la llama grande y vacilante y tira de ella hacia la cabeza de la pipa, chupando bajo la mano desaliñadamente ahuecada. Sin sacudirse por los troncos que pisan las ruedas, se inclina sobre el forraje y suelta a grandes bocanadas el humo horizontal contra la nieve que cae vertical. El estará pronto aquí, repito yo, mientras, indiferentes, los hombres pasan detrás de mí por el corredor hacia la habitación con la tapada carga. El padre, mientras tanto y contra mi voluntad, refrena e! caballo, trepa separado de él y con las manos abiertas apoyadas sobre los muslos; inspecciona con detenimiento la rueda trasera. Con ambos brazos dobla y quiebra una rama del matorral y escarba el barro del cepo del freno, usando la rama a modo de palanca. El guardia no se ablanda; más bien endurece sus preguntas mientras va y vuelve por la habitación. Silencia el crujir de sus botas cuando se llama a la calma, pero como estando quieto no puede soportar su voz inquisitiva, se libra otra vez a su incesante andar; interfiere y cubre el chirriar de las botas soltando de la garganta la carrasposa voz, que, insistente y jactanciosa, persigue simultáneamente en todos su efecto, sin que pueda con ella hacer que se pongan da pie los forasteros, que, sentados, cubren la pared con sus espaldas, o que, compadeciéndose de él, vengan en su auxilio con alguna conversación evasiva. Así es que tiene que contentarse con lanzar ante mí sus preguntas desde sus ríspidos dedos que se abren del seco puño, y desplegar así, también con los dedos, su autoridad. Que esto era mi hermano Matt era algo ya sabido para él, pero de lo que recién se enteraba era de que mi hermano Hans estaba todavía perdido; no le interesaba saber dónde me encontraba yo, el interrogado, el día anterior; su misión, aclara el guardia, es averiguar por qué no se le había avisado oportunamente que los dos hermanos habían desaparecido sin tenerse más noticias de ellos. Lo que de ello piensa mí padre (o quien habitualmente haga sus veces) lo tiene absolutamente sin cuidado, no entra en

cuestión, y puede tranquilamente ser dejado de lado sin preguntar nada absolutamente al respecto, dice avanzando animosamente desde el más apartado rincón de la pieza. ¡Cómo si uno no fuera nadie!, escupe de un sólo tirón estas palabras mientras reduce los inquietos pasos para terminar plantándose abierto de piernas en el sitio. ¡Cómo si no pudiese ser de otra forma! se encoleriza nuevamente, y destaca su contrariedad frunciendo el ceño. ¡Cómo si no hubiese medios y caminos! explota entonces, y, no bien acaba de fulminar con estas recelosas palabras a los forasteros agachados que en nada intervienen, permanece unos momentos inmóvil y silencioso, y, como con miedo y acechando en torno de sí, sigue el curso de los pensamientos expresados y persigue los otros soterrados. Mientras tanto el padre baja embobado su mirada a la bota, y frunciendo la boca, deja caer descuidadamente la saliva sobre la goma. Percibe ahora en sus oídos el rechinar de las ruedas. El carruaje se sacude al pasar de los troncos de! afirmado de madera a las tablas del puente. Después de haber pasado el puente, el padre fija su atención en los ruidos que hacen las llantas en el barro y que se conocen bajo la denominación de chasquidos y gemidos, en el intenso trabajo de las cadenas, en el glugluteo de los intestinos del caballo así como en el familiar siseo de los copos entre las hojas del maizal. Carretea cuesta arriba. La subida echa hacia atrás su cuerpo, que topa con el mango de la horquilla clavada en el forraje. Se relaja echando hacia atrás los brazos y doblando el tronco sobre las rodillas. Estira los brazos hacia los lados del carro, y sus dedos se cierran con fuerza sobre los estribos mientras su cabeza salta a cada paso del caballo. Mi padre se echa a andar al lado del vehículo; se adelanta hacia el caballo y tira de él cuesta arriba. Al retirársele el peso de la nuca, el mancarrón se encabrita; se coloca en pose, mostrando sus espumosos, amarillentos dientes, y brinca sobre dos patas como si quisiese hacer el hombrecito. Después, y aunque se deja caer de rodillas ante el hombre aferrado a las bridas y cuyo puño se transforma en una garra cuando le tira salvajemente de las crines, el crujiente, bamboleante carro lo vuelve a la rutina del mundo, camino abajo. Vuelvo a verlos al pie de la cuesta. El movible

eje delantero lanza el carro hacia los sembrados. A grandes zancadas, el hombre da unas vueltas alrededor del caballo y lo conduce nuevamente hasta el tarugo al que está amarrada la maldita manivela del maldito freno; se inclina y tira de él, y, abierto de piernas, mete las malditas manos bajo el tarugo. En esta actitud preparatoria, reflexiona un momento; se endereza nuevamente y toma otra decisión. Sin más tardanza, va hacia el mancarrón y lo sujeta, al mismo tiempo que le abre violentamente el hocico con la cadena que aprieta convenientemente. Después le palmea el cuello, y, lanzando adelante el brazo con la cadena, al mismo tiempo que le peina las crines con la mano abierta, hace salir de un golpe caballo y carro del sembrado. Sin por eso colgar flácido, el brazo queda entre su cuerpo doblado hacia adelante y estirado hacia el camino y la tirante cadena desenrollada por él, mientras mi padre, con la cara, el pecho y las agitadas rodillas casi paralelos al piso, arremete contra las persistentes ráfagas de nieve, tira del caballo, del tambaleante carromato y de todo el bulto, del que él mismo forma parte, hacia la salvadora calle, bajo el incesante y caótico maldecir que ni siquiera la necesidad de tomar aliento puede acallar. Una vez allí, mi padre se detiene, y con cara sañuda mira atrás, hacia el camino. Su mirada cae sobre la pipa, que su enérgico andar ha hecho emerger de su chaqueta. Suelta de la mano la cadena; mueve con la bota una piedra y la hace jugar entre uno y otro pie; la hace rodar y la encaja detrás de la rueda trasera; con la mano izquierda cerrada sobre el pantalón y la derecha ya dispuesta a abrirse para tomar la pipa, pone las piernas en la pendiente, disminuye y desaparece, se encoge y se hunde cuesta abajo y cuesta arriba ante mis inmóviles ojos interiores, hasta esconderse debajo del globo terráqueo. Pero antes de que, a golpes intermitentes se haya hundido del todo, los resoplidos del rocín y el chirriar de las ruedas lo van sacando nuevamente a luz. Los dedos tientan el aire en busca de la pipa, mientras el resto del cuerpo se mueve ya hacia adelante; toma las riendas; se cuelga de las crines del caballo; da unas patadas removiendo la tierra con las botas; se le escapan ahora crines y riendas, y con el envión del carro se descontrola, y por la fuerza de gravedad de la tierra, los arreos y el

animal que brama, que chisporrotea por los cascos como una llanta de acero, antes que pueda reaccionar va la rastra dando tumbos por el camino. El guardia, mientras tanto, capta con su oído lo que uno de los hombres cuenta del suceso que los había llevado allí. Después de cada frase, el hombre que relata gira el cráneo (sin separarlo de la pared contra la que. está recostado) hacia el otro hombre que está junto a él en el banco, y repite aparte para su compañero aquello que de todos modos ya saben, puesto que ambos habían sido testigos de ello, y por cierto conjuntamente; habla a su compañero en el extraño, incomprensible dialecto, descortezando broncamente los sonidos de su garganta y tosiendo, y, agitando los brazos, intenta además representarle al guardia la forma en que ambos se habían conducido. Le explica cómo ellos, sin sospechar nada, hicieron juntos su camino al trabajo habitual. Poniendo cara alegre y expansiva, muestra al guardia el sol que había iluminado su camino. Frase a frase, la cara del que hablaba se fue impresionando por algo que le hizo abrir los ojos con espanto. Las palabras caen de su boca y se precipitan unas sobre otras; comienza entonces a aullar y jadear, hasta que él y su compañero, que asiente aullando a lo que oye, se cubren la cara con las manos erizadas por aquello que habían tenido que ver. El no quiere dejar pasar nada por alto, dice el guardia interrumpiendo sus quejas, dado que los tiempos han llegado a tal extremo que uno, hasta como persona privada, no tiene otro remedio que prestar atención a ciertos pensamientos, que, como todo, tienen también su reverso, y ciertamente tal que —resume él sus frases y palabras inconexas— quiérase que no, ofende la vista y el oído. Después de esta filípica, mira lleno de impaciencia a los enmudecidos hombres, por cuyas bocas abiertas sale y entra encubierto el reverso de los pensamientos. Como, precisamente, una cosa viene a la otra, concluye tranquilizadoramente el guardia su perorata. El padre se arrodilla en el sembrado con una pierna en el surco, y se refriega la espalda contra el carro doblado. Mirados desde arriba, desde la carretera, sus movimientos aparecen acortados y achicados por la hondura de la nieve. El flanco del yugo que está

suspendido libre en el aire se inclina nuevamente hacia el suelo, mientras el padre palanquea con toda su fuerza el otro lado, y, con la rodilla, cuyos tendones crujen, hace salir el carro del terreno sembradío y lo vuelve a su posición normal; la parte superior hacia arriba, la inferior hacia abajo. Después de haber ensamblado las tablas y haberlas adosado a los adrales, carga el pienso. Hunde en él los dientes de la horquilla. Desde la calle se puede oír el crujir de los tallos. Levanta los colgajos del pienso, los acomoda y les hinca la horquilla. Su cara se contrae y se distiende, y relucen en su boca las hileras de sus dientes. La hermana, que baja hacia él con rápidos pasos, puede oír sus improperios. Quizás le haya pasado algo con el caballo, digo yo. De pronto mi padre se sacude en un bramido. ¿Qué puede ser? indaga el guardia. —"Nada", digo yo y me doy vuelta hacia los hombres que hablan por tumo; de modo que el guardia vuelve a enredarse en sus pensamientos. Mi padre dobla el vientre sobre el carro, y mete los puños en el forraje. Cuando la hermana le comunica la noticia, revuelve todo el crepitante forraje con un enorme, apasionado rugir. Mi hermana dijo que le salió al encuentro en la carretera. Ni siquiera paró cuando la vio correr hacia él; sólo cuando ella, corriendo y corriendo tras el carro en marcha, consiguió treparse, refrenó el paso del caballo y lo contuvo en su prisa. Cuando ella se arrastró hacia él por sobre los montones de pienso, giró lentamente el mentón sobre los hombros y la miró. Así, detrás de él, con las manos hundidas en las crujientes ramas para no resbalar, le dio la noticia. Entonces é! paró. Unos días atrás, contó él después, estando borracho, había visto a su hijo que en ese momento tenía los cabellos aplastados sobre la cabeza —como los tenía yaciente bajo la bolsa— arrodillado y muy apretado contra la balaustrada del balcón, con sus hermanos, no obstante estar uno junto al otro, cada uno se ocupaba sólo de sí mismo. Estaban orinando por entre los adornos de madera tallada en dirección al patio, abajo, en un radio calculado de antemano; ganaba el que llegara más lejos. Matt, en cuya cara,

como señal de falta de vida, la hendidura entre la caída de la nariz y el labio superior se había distendido de tal manera que la piel se asomaba sobre la hundida boca y hacía resaltar los dientes, había sido el vencedor entre nosotros. Mi padre se quedó sentado, en calma, a su lado, dijo mi hermana. Después tiró de las riendas y volvió a ponerse en marcha.

Los ruidos El viento cálido arroja la arena contra la ventana. Oigo el ruido de la cortina. Oigo el ruido de la arena que golpea los cristales. Oigo el ruido del armario abierto. Oigo el ruido de las mojadas hojas de los árboles. Oigo el ruido del pasto bajo los árboles. Oigo el ruido del guardabarros de la bicicleta Oigo el ruido de los alambres estirados entre los álamos. Oigo el ruido de la llanta colgada en el granero. Oigo el ruido de la puerta del granero que golpea contra la pila de leña. Oigo el ruido de un tren que pasa. "Entonces ya estaba sentado frente al hogar, y con la mirada fija en el fuego".

El relato de la hermana Mi hermana miraba hacia dentro del armario a través de las gastadas alas de una polilla. Por las noches, después de servir la cena, le ocurría con frecuencia subir a su cuarto y colocarse allí ante el espejo de dos lunas, hasta que se la llamaba desde abajo cuando su presencia era requerida. Primero miraba con los ojos abstraídos cerca de la polilla que tenía entre los dedos, y que ostentaba en el dorso una combada caparazón negra. Apartaba cuidadosamente con los dos primeros dedos de ambas manos las cuatro alas; con los cuatro dedos estiraba y abría en abanico las cuatro alas; las dos pequeñas y angostas y las dos grandes de abajo. Arrancaba un par de alas de un lado, de modo que la polilla caía ondulando el aire sobre los otros dedos. Olía el polvillo que le quedaba en las manos, y miraba, siempre de cerca e inclinándose, las dos esferas que, juntas formaban la cabeza de la polilla, y el punto negro en mitad de la cabeza. Separaba con las uñas de los dedos las mitades de la cabeza, y después volvía a estirar la polilla entre los dedos. Este es el momento que elige para mirar hacia el armario a través de las gastadas alas. Después arroja la polilla. Con su vestido rabiosamente negro, vuelve a recostarse contra el respaldo, mientras hunde sus ojos ensanchados en la obscuridad sin sentido y sin caminos; ellos contemplan, bajo la deslumbrante luz eléctrica que había venido después del mediodía (los bombarderos habían dejado de volar), los amasijos de ropas que cuelgan en el ropero y el espacio obscuro envuelto en secretos detrás de aquéllas, que parecían exteriores sin límites. El interminable espacio en el que se extravían sus miradas le pesa en la cabeza; sus ojos comienzan a arderle. Rápida como un conjuro, su boca pronuncia una palabra. Finalmente la imagen de los vestidos y del absorbente espacio detrás de los vestidos accede a su reserva de nombres, y ella reconoce los objetos y los nombra: abrigo, percha, polilla y polvo. Mientras, vuelta de su hechizamiento por los sonidos que le llegan,

echa una mirada a su alrededor, continúa nombrando: ventana, papel, puerta, picaporte, estufa, emparrillado, fuego, cómoda, espeja, cama, espejo. Impresión del dedo, impresión del dedo de la mano; impresión del dedo de la mano en el espejo. Ríe y contempla su cara riente. Nieve, piedra, agua, hielo, clavo, tabla. Agua, bolsa, arena. Cuando se levanta, y, con el vestido de la madre puesto, se dirige a la ventana, percibe, desacorde con su medido andar, el áspero rechinar de las cadenas y el crujir de la comida en las fauces de las vacas. Retrocede rápidamente, y al hacer ese movimiento resbala y cae de rodillas. Ahora percibe también las murmuraciones y el rezongo de los que rezan abajo en la cocina. Va hacia el ropero y cierra y tapa su oquedad Después se pone ante el espejo que cuelga amarillento en la pared, y mientras gira lentamente, dobla la cabeza sobre la nuca, y en el movimiento de vuelta los ojos echan una mirada de soslayo al espejo. La boca se abre de un golpe. La mandíbula se deja caer. El surco entre la nariz y el labio comienza a Usarse. Como ella, sin embargo, no ve nada de esto, se inclina otra vez hacia adelante, y, sin apartar los ojos del espejo, se mueve de espalda a la silla y acerca a sí el segundo espejo. Va otra vez hacia el espejo colgado de la pared. Levanta el segundo espejo. Gira la cara, y en el segundo espejo, que sostiene ante sí, contempla, entornando "lentamente los ojos, la imagen reflejada de perfil en el espejo de la pared. La boca se abre nuevamente. Mira en el espejo la boca reflejada en él y que se abre; la piel tensamente combada entre el tabique nasal y la mitad del labio superior; allí estaba antes la marcada hendidura vertical. Contempla el retrato de su hermano que ha hecho en el espejo. Consiguió imitar la cara del hermano ahogado. Camina hacia la imagen, hasta tan cerca que su aliento empana el cristal, y, mientras los dedos borran el vaho, contempla con curiosidad el incontenido quejido, el lamento que sale de la garganta de esa cara que se desgarra. Mesa, ventana, silla, ventana, mesa, silla. Silla, mesa, ventana. Ventana: ventana: ¡ventana!

La historia del ahogamiento Yo relato. Yo era el mayor de tres hermanos. Éramos tos hijos de nuestro padre y de nuestra madre, a la que recuerdo como una mujer buena y correcta. Llegó el tiempo en que tuvimos que ir a la escuela. Para ello tomábamos el camino a lo largo de un arroyo. No pocos días parábamos el carro lechero e íbamos en él; con el tiempo, por la fuerza de la costumbre, el carrero paraba por sí solo hasta que nos veía venir y paramos. Esperaba hasta que, encaramándonos sobre ruedas y sogas, subíamos por atrás y nos sentábamos entre tachos y carteras escolares. Pero la mayoría de las veces, antes que cubriésemos la distancia que media entre la casa y la carretera, el carro ya había pasado. Entonces acortábamos camino apartándonos de la carretera y cruzando el barranco a lo largo del arroyo. La escuela estaba en el pueblo de Übersee. La escuela del otro pueblo más cercano, Od, se había incendiado el año anterior. Por esta razón los niños en edad escolar del distrito de Ód tenían que ir a la escuela del pueblo de Übersee. Tiempo después, cuando la guerra alcanzó también al pueblo de Übersee, los niños en edad escolar de los distritos de Od y Übersee tuvieron que ir a la escuela del pueblo de Anhoh. El pueblo de Anhoh que, de acuerdo con el derecho ciudadano, era una ciudad, se encontraba al Sur, a una distancia de tantos o tantos kilómetros del pueblo de Übersee, y a una distancia de tantos o tantos kilómetros del pueblo de Od. La distancia de un pueblo a otro no había variado con el correr del tiempo. Poco antes de que finalizase el conflicto armado, y después de haber acondicionado algunas habitaciones del monasterio secularizado del pueblo de Od, los niños en edad escolar tomaban clases en la abadía, mientras que los responsables de la educación de los niños en edad escolar del pueblo de Übersee tuvieron que enfrentar la opción de mandar los niños en edad escolar del pueblo de Übersee a la escuela del pueblo de Ód, que estaba al Norte, a una distancia de tantos o tantos kilómetros, al lado de la carretera, o a la escuela del pueblo de Anhoh, que estaba al Sur, a una distancia

equis, sobre calle de asfalto; dada la inseguridad de esos tiempos, en los que nadie sabía qué podría traer el día siguiente, la mayoría se decidió por el pueblo de Ód, que no tenía estado jurídico de ciudad, lo que volvía menos probable la posibilidad de transformarse en un apetecible blanco de ataques militares; el pueblo tenía, además, el derecho de tener un día de mercado en toda regla. De boca en boca corrían tres formas de decir para precisar cuál de los caminos se tornaba para ir a la escuela: yo voy al monasterio, yo voy a Übersee; yo voy abajo para subir una colina1.

Empiezo otra vez a relatar. Nosotros acostumbrábamos a ir a la escuela siguiendo un arroyo. Pero un día, en un mes de noviembre, fueron mis hermanos solos. El establecimiento escolar se encontraba entonces en el pueblo de Übersee. Sin embargo, ellos no fueron a! pueblo, sino que pasaron el día, primero en el estanque, donde arrancaban las espigas de los juncos y corrían tras los faisanes, patos silvestres y toda clase de animales silvestres; después en los campos que separaban los pueblos, donde despedazaban las calabazas podridas que estaban desparramadas por aquí y por allá, y escapaban de un campo a otro con remolachas robadas. Y así se podría continuar con el relato hasta que fueron vistos por última vez, más o menos hacia el anochecer, todavía antes de que comenzase a llover, cuando volvían de un maizal, subían el repecho de la carretera, y, a una cierta distancia, (un tiro de piedra) se agazapaban sobre las piedras que bordeaban la calle, y masticaban las remolachas robadas. Todo esto son sólo ejemplos. Un ejemplo es también si cuento que fueron vistos desde un automóvil, que corría a toda velocidad del pueblo de Od en dirección al pueblo de Übersee. En este primer viaje, según se informó, se pudo observar cómo ellos salían corriendo del maizal en ese preciso instante, se paraban fuera y husmeaban el aire atendiendo al amenazador retumbar. Así fueron vistos por el lapso que dura el clic de una foto, porque inmediatamente, no bien percibieron el ruido que todavía iba en aumento, se deslizaron en el maizal, gateando nuevamente, se cubrieron la cabeza con las manos, mientras el retumbar saltó desde el horizonte, y, apagándose, se localizó en el auto, cuyas ruedas hacían saltar hacia el campo el pedregullo de la calzada, que brincaba repiqueteando. Entonces observaron ellos mismos, asomando sus cabezas por entre los pelados tallos del maizal, cómo las ruedas hacían sonar el pedregullo. Al disminuir y perderse el estruendo, pudieron distinguir el continuo y fuerte ladrar de un perro

en el auto que corría. Cuando el coche volvía a gran velocidad del pueblo de Übersee en dirección al pueblo de Ód, ellos habían subido ya sin miedo alguno por la gramilla hasta la calle, y estaban sentados a distancia de unos veinte metros entre sí, sobre las piedras que bordean la carretera. Los dos estaban sentados de la misma manera: inclinados hacia adelante y fuertemente abrazados a sus remolachas, mientras con las manos apoyadas en las mejillas, poco más abajo de la boca abierta y que siempre masticaba, cortaban las remolachas en finas rodajas, y a medida que la cortaban con el cortaplumas, con la hoja misma de éste se las llevaban a la boca, de modo que con solo abrir ésta alcanzaban el alimento. Cuando los hermanos oyeron por segunda vez el ruido que semejaba el de los bombarderos, miraron fijamente en esa dirección, y enseguida, como inmovilizados por una estocada, revolvieron los ojos en su derredor. Torpemente se le amontonaron tras las mejillas los pedazos no masticados. Creyeron que el vehículo se precipitaba ahora desde el otro lado del cielo. A duras penas podían respirar, la piel de sus caras enrojecía. Sin embargo, desde el auto se vio cómo se dedicaban nuevamente a su impetuoso masticar, Se podría decir que se daban el banquetazo sin importárseles gran cosa del auto. Tampoco hicieron caso del perro que dentro del auto elevaba esta vez el tono hasta el infinito. Ahora llovía; para protegerse, los hermanos habían colocado las carteras sobre sus rodillas. Uno de ellos se cubrió la cabeza con el pañuelo. Se cuenta que se levantó, tomó la cartera, que al levantarse se le deslizaba rodillas abajo, y, sacudiendo la cabeza cazó al vuelo el pañuelo que se le caía, y, mojado como estaba, se lo metió en un bolsillo del pantalón. Mientras el auto avanzaba velozmente por este trecho del camino, sus movimientos ulteriores fueron seguidos desde la carretera y desde los campos hasta el punto en que los contornos de sus figuras sólo pudieron divisarse a través del cristal trasero del auto enturbiado por la lluvia como si hirviesen y burbujeasen, hasta que se desdibujaron en el horizonte, en el que se aplastaron y derritieron. Me apresuro en seguir contando.

Un día del mes de noviembre, mis hermanos estaban sentados a la vera del camino entre el pueblo de Od y el pueblo de Übersee. Ahora termino de segunda mano mi relato. Después de haber estado sentados sobre el cordón de la calle, se dejaron llevar por sus pasos. Volvieron calle atrás hasta llegar a un desvío, por el que tomaron hasta llegar otra vez a un desvío, por el que continuaron andando. Por este desvío remontaron un arroyo hasta llegar a un barranco; atravesaron el barranco, y, después de pasar un puente, llegaron a un desvío que por entonces no tomaron. En otra oportunidad se puede decir que sus pies avanzaron por este desvío, y entre el pueblo de Od y el pueblo de Reiting, situado más al Norte, llegaron a la carretera, por la que continuaron hasta llegar a un desvío por el que siguieron andando hasta llegar a una casa, por cuya galería volvieron a andar hasta llegar a esta pieza, en la que me encuentro acostado. En aquella oportunidad, sin embargo, no habrían seguido por el camino antes del puente, sino que, más bien, se detuvieron allí y conversaron. En este punto dieron vuelta y emprendieron el regreso hacia la garganta rocosa. Habrían sido todavía dos. ¡Cobarde!, dijo uno. ¡Cobarde tú!, respondió el otro. Este es un ejemplo de su conversación. Estaban parados entonces en el desfiladero y hablaban entre ellos, dando grandes voces y haciendo amplias gesticulaciones. iTú no saltas! Uno de ellos habría sido demasiado cobarde para saltar. ¡Alcánzame la liana! (El otro tenía que tirarle la liana desde el árbol de la otra orilla). ¡Cobarde! (Volvió a zaherir uno de ellos). ¡La liana! (el otro no debía perder el tiempo con explicaciones). Hans había alcanzado la liana a Matt. Matt había vuelto con la liana a la roca. Dos rocas entre las que corre un arroyo forman en conjunto una garganta o desfiladero. ¡Primero yo; tú después! (después del primero, debía saltar el otro). ¡Sí! (el otro está de acuerdo). Levantando el mentón, el que tenía la liana miró hacia la otra orilla (esto hace suponer que todavía

no estaba del todo decidido). ¡Eres un cobarde! (pica el otro su orgullo). ¡No! (el reproche no es admitido). ¡Cobarde! ¡Que eres un cobarde! (se repite con astucia la provocación). De repente se larga. Hans oyó el arrastrarse de sus zapatos sobre la roca cuando se soltó. Matt había volado alto sobre el arroyo, con intención de caer de rodillas sobre el pasto de la otra orilla. Hans, después de saltar, había cogido la oscilante liana. Tranquilamente se había laminado los dedos, y con la saliva se había limpiado las manchas de pasto en las rodillas. Cuento hasta el final. Hans había arrojado la liana a Matt. Matt había retrocedido con ella hasta la roca y se había lanzado. Hans lo habría llamado. El no contestó más. Cuando se largó, su impulso arrancó del árbol la cuerda. El impulso había arrancado la cuerda del árbol.

Los nombres de los ruidos El ruido de las cortinas agitadas por el viento se llama, como tal, ondear; se lo puede también comparar con el susurro del fuego entre las brasas de una estufa de carbón; si la cortina es de tela más fuerte, su ruido se llama entonces flamear; este término se usa también para banderas. Al ruido de la arena que el viento arroja contra los vidrios de las ventanas se lo puede llamar crepitar; es también posible compararlo con el fino golpeteo de una lluvia, sobre un techo de zinc, el golpeteo más fuerte de una lluvia sobre un techo de zinc se denomina tamborileo. El ruido del ropero que se abre a impulso del viento se puede designar como quejido. El ruido que hace el viento en los álamos mojados puede compararse con el quedo murmullo del agua. El ruido de la rueda de acero que el viento hace rebotar contra la pared del granero, allá abajo, en el patio, es conocido como estrépito. El ruido de los pastos mojados que mueve el viento puede llamarse siseo; habitualmente se lo compara también con el ruido de la leña encendida que es sumergida en el agua. Si los tallos de los pastos están marchitos, el ruido que en ellos hace el viento será denominado crepitar. Se llama chasquido al ruido que hacen los guardabarros flojos de una bicicleta. El ruido de un cable tendido al viento puede ser llamado zumbido. El ruido de las camisas mojadas que cuelgan del alambre, en el viento, parece un palmoteo; frecuentemente, este palmoteo de las camisas sobre el alambre en el viento es comparado con un sordo aletazo. El indistinto aleteo de una gran bandada de pájaros pequeños o muy distantes se denomina vibración. El ruido que hace la puerta del granero del otro lado del patio sobre la pila de listones sería como un estampido. Si las tablas o los listones han sido carcomidos por la humedad, en cualquiera de ambos casos el embate de la puerta contra la pila de leña también es llamado crepitar. El ruido de la bicicleta antes de caer se llama chirrido. El ruido de las ruedas que siguen girando se llama surrido.2 El ruido de la vara que antes había golpeado las piedras se llama taponazo.

Los insectos en los ojos del caballo Se describe cómo el padre, por lo general antes del amanecer, unce el caballo al carro; cómo agachado sobre la parte que va del corvejón a la rodilla, endereza la pata delantera del caballo, empecinadamente flexionada sobre el casco, y, una vez que lo hizo levantar, lo ubica entre las varas, al mismo tiempo que él se desprende con los cascos traseros. Recuerdo cómo vuelve y hunde la cabeza y los hombros en el cuerpo del caballo, le palmea los muslos en aquel lugar donde el cuero se le agrieta en largas arrugas, mientras su boca dispara cortas y enérgicas órdenes. Siempre que el caballo adelanta esa pata intentando un movimiento, la pata donde las largas arrugas se engurruñan, encogen y distienden en el cuero, adelanta la otra pata haciendo un cambio de paso; recuerdo cómo golpea con su mano la carne del caballo, y cómo su mano se cierra en puño y cómo hunde su cabeza en la panza del caballo empapada en sudor, y como después el animal alinea elegantemente los cascos, y cómo, haciendo remilgos, se deja envarar, cómo el padre deja de gritar, cómo suelta los empuñados dedos, con los que en un rápido movimiento levanta el sombrero del empedrado. Siguen ahora los acostumbrados movimientos con que él se cubre la cabeza con el sombrero; los que hace para ir nuevamente hacia delante; los movimientos con que acostumbra dar vueltas alrededor del caballo, para probarlo; los movimientos con que en una de esas vueltas ajusta ambos extremos de las varas a los aros que para eso están dispuestos en las cadenas de los arreos; los movimientos con los que entrelaza las cadenas a los extremos de las varas, ajustándolas a éstas, los movimientos con que se pasa el antebrazo sobre la cara sudada y después enjuga ese sudor en la pechera de la camisa "como la suciedad de la hoja de un cuchillo". Esto, sin embargo, corresponde ya a otra descripción, en la que se explica cómo, en el camino de regreso desde el estanque, el carro con el pienso cortado se vuelca; cómo, a causa del accidente, las varas saltan de su encadenamiento, cómo el hombre, con la

espalda apoyada contra las ruedas, mueve los arreos que están sobre un montón de piedras, al costado del camino, y cómo encadena por segunda vez el caballo a las varas. Pero cuando ha hecho todo esto y cuando se ha limpiado el sudor del rostro, nota sobre el dorso de las manos y sobre las mangas de la camisa las diminutas manchas de las moscas, que yo también encontraba frecuentemente en verano en mi cara cuando iba en bicicleta por el campo, y que yo colocaba una a una sobre una hoja de cuaderno en blanco, y que me servían de signos de puntuación para las frases y oraciones que yo escribía por orden del padre. "Las moscas están muertas". El se las quita de la mano restregando ésta contra el pecho; después dobla la muñeca y se las quita también de las mangas "pero cuando él está en esto se levanta el sol. Al mismo tiempo que el sol, irrumpe el cálido viento en la penumbra, que no es luz ni madrugada, y en la que los movimientos parecen hasta ahora desdibujados y mortecinos, y arranca las largas sombras de los objetos que están sobre la tierra, y ahueca y quiebra la cara del hombre", el cual, sin levantar la cabeza para atender al suceso, con las puntas de los dedos despega de la camisa los restos de las moscas. Mientras su otra mano se dirige hacia el freno de boca, advierte las otras manchas negras borroneadas sobre el pantalón; las alas han quedado intactas, fijas y erguidas sobre las manchas. Envuelve entonces el índice con el pañuelo, rasca las manchas de cada pierna y sacude el pañuelo; más tarde, al mediodía, extenderá su pañuelo sobre el empedrado suelo de la iglesia, y, durante la transubstanciación del pan, después de haberse remangado los pantalones para evitar arrugarse la raya, se arrodillará con una pierna sobre los restos de moscas aún pegados en el pañuelo. Sin embargo, no hemos llegado aún tan lejos. En nuestra descripción lo hemos dejado en el punto en que está ante el caballo, y contábamos cómo, cuando sale el sol, mira las moscas más grandes "que se han reunido sobre los húmedos ojos abiertos del caballo como sobre excrementos frescos; y como están tan apretadamente juntas que mientras succionan y beben pueden apenas moverse, la mayoría, aunque el caballo revuelva los ojos,

permanecen quietas sobre el borde de los párpados como si fueran una parte de esos ojos que se revuelven. Las pocas que se despegan y vuelan algo vuelven pronto a unirse al enjambre o pululan buscando alrededor. Otro enjambre merodea en las ventanillas de la nariz del caballo. También el cuerpo y la curvatura bajo las crines son depredados por las moscas que se juntan sobre las rayas marcadas por el sudor". El padre observa al tábano, que, con las alas plegadas, se ubica sobre el ojo a través del apretado enjambre. De su cuerpo gris se dice en la descripción que es largo, chato y angosto; es del tipo pequeño, cuyo vuelo aislado es casi silencioso, y que sólo se siente cuando pica atrás, en la piel del lomo. Desde la enorme faja transversal del bocado, debajo de la oreja, se desliza ahora hasta el borde de los ojos, sin que el deslizarse y el reptar de sus patas se hayan hecho notar. Muerde en el párpado superior entre medio del imbricado enjambre de moscas. El hombre no aparta la vista de él. Sus ojos están profundamente hundidos en el cráneo y tienen el desvaído brillo de la vejez. "Se agitan al viento las cerdas de las colas, se agitan los tallos del pasto entre las piedras, se agitan las sombras de las crines sobre la frente; las sombras de las crines que se agitan sobre la frente y las sombras de los abrojos que se agitan entre las piedras se transforman en sombras del viento; no obstante, las materias más sólidas del pienso todavía húmedo, de la horquilla hundida en el pienso, del carro mismo, del caballo y del hombre permanecen inmóviles". Pero cuando el caballo, por así decir, estira el pescuezo y levanta la cabeza, y, por así decir, estira el pescuezo y levanta la cabeza, y, por así decir, la sacude, y, sin tener en cuenta el peso de la collera y de la pértiga salta hacia adelante y se encabrita, con él se ponen en movimiento también las materias más sólidas y las sombras entretejidas a su alrededor. El hombre tira de la cadena ante el caballo asustado; el caballo se apoya contra el carro, las moscas levantan vuelo y cargan en tropel nuevamente sobre los ojos que habían quedado libres; el pienso se revuelve sobre las tablas; la horquilla comienza a tambalear; las ruedas desmadejan sus huellas en el terreno; las moscas pululan nuevamente sobre los ojos. "El tábano, pegado bajo el párpado, se eleva después de

haber picado; vuela al sesgo sobre el ojo "del caballo con su chato cuerpo extendido". Cuando rememoro ahora el cuadro del caballo y del hombre que va al lado del caballo; mientras oigo el ruido, proveniente del patio, de la bicicleta que cae, y oigo todos aquellos ruidos; mientras busco los zapatos tanteando bajo la cama, recuerdo también el zumbar del moscardón, del gigantesco moscardón, que el caballo, otro caballo, con la cabeza lanzada hacia adelante, parecía escuchar; aquel zumbido, al acercarse se transformó en un ronquido estremecedor, que de pronto enmudeció; al mismo tiempo recuerdo cómo el caballo uncido al carro cargado de gavillas, inmediatamente, aún antes dé que lo picara el tábano, se había esparrancado y se escobillaba los flancos con la cola; me acuerdo, mientras estoy ahora de pie, mientras voy a tientas hacia el ropero abierto como Hans sacó del campo un tallo rígido; cómo el caballo, cuando desapareció el moscardón entre sus crines depuso toda resistencia, peinó torpemente el aire con la cabeza; cómo se puso rígido del cogote para atrás; cómo Hans tomó fácilmente el moscardón entre el pulgar y el índice, lo descabezó y lo arrancó completamente de la panza del caballo, recuerdo, mientras escojo de aquí, del armario, la ropa de los días festivos, cómo Hans, con el pulgar y el índice, ensartaba la punta del tallo arrancado del campo en el abultado trasero del moscardón; cómo pinchaba una y otra vez al moscardón con el duro aguijón que se levantaba; cómo también el moscardón se levantaba y, encorvándose, daba coces contra el aguijón; cómo él, sin cansarse; seguía aguijonándolo, y cómo el moscardón se dio por vencido; recuerdo que entonces los hermanos, descalzos los tres, estaban parados entre los rastrojos del campo, que los tres, todavía con seis ojos, miraban el moscardón; cómo éste, amarillo y enojado con el aguijón artificial, se encogía ante mí, en la mano; como nosotros, con silbidos y gritos, lo achuchábamos para que volase; cómo mis dedos hendían otra vez el aguijón; cómo él se desenrolló. levantó el vuelo sobre nosotros, y haciendo entonces una pirueta, roncando y zumbando y susurrando, se escapó y ya no pudimos más seguirlo, por más que diésemos manotazos y patadas, y se nos perdió de vista, aquel día de verano, en que lucía el sol, como también hoy luce, que era un domingo,

que es un domingo en que yo desperté antes de tiempo, y despierto y semidespierto y durmiendo me acosté de nuevo, en que hasta en el sueño percibía entonces los ruidos del viento en el patio; que me asombré entonces por los ruidos; que pensé y reflexioné; que dormí y dormité, y que no salí nunca más del sueño, porque me llamó la atención que el gorgotear de la cañería maestra detrás de la casa hubiese enmudecido; que ese gorgotear hubiese enmudecido; el gorgoteo cuyo enmudecimiento me hace acordar del hermano, del que no está más aquí, que por ahora no está más aquí, en este edificio, en este pueblo, en esta comarca, esta mañana de un verano, en que el sol me da en la cara; en que meto las manos en el agua entibiada, desabrida y con color a tierra después de la tormenta de la noche anterior,—y choco sordamente con mis uñas contra el fondo de la palangana. Nadie ve la cara del ciego en el espejo.

El despertar El tiempo entre el despertar y el llegar a estar despierto; el tiempo que va desde la pulsación por la que quien está acostado vuelve a ser consciente de sí mismo después del sueño, hasta la palpitación por la cual también las facultades sensitivas del que está acostado vuelve en sí, de modo que él puede volver a oír, oler y gustar; este tiempo, decía mi hermano, encuentra a la conciencia desnuda e indefensa, porque el que está acostado está todavía desposeído de la razón y no puede defenderse de los pensamientos que llegan; mientras que cuando está ya despabilado puede muy bien habérselas con ellos, alimentándolos con comidas, regándolos con sabrosas bebidas, desbrozándolos con sus dedos tanteantes, acallándolos con conversaciones, aprisionándolos con ruidos o debilitándolos por medio de alguna otra excitación similar; por el contrario —así me enseñó él— el tiempo entre el despertar y el punto en que el que dormía recobra el conocimiento, es el tiempo de peligro, el mal tiempo, el tiempo de expiación que hace a uno encogerse de vergüenza; el tiempo del sudor, decía él; el tiempo de la veracidad, el tiempo claro, el tiempo de la época glacial, el tiempo de guerra —decía él— el destiempo. Aunque mi cuerpo estaba todavía impedido por el sueño, sentía ya las manos, que, una al lado de la otra, colgaban de la cama. Cuando encogí los dedos y con sus yemas me restregué los pulpejos creí notar sobre ellas el barro resecado; yo no sentía la piel sobre los pulpejos y sobre las yemas de los dedos, pero reconocí por la experiencia qué era eso que yo rozaba y con qué lo rozaba. La piel crujía como un papel estirado y resecado al sol. Siempre que llovía durante la noche, al llegar el día, yo reconocía por las manos la lluvia caída; las tenía secas y apergaminadas, y colgaban ajenas y desprendidas de los brazos, como hechas de barro. Una vez tuve en los dedos barro que se había secado mientras dormía. Una vez, mientras dormía, se me secó el barro sobre los dedos. La noche anterior había estado en el pozo de la arena, y, buscando, había recogido la arena que con la lluvia se había desprendido de la

pendiente; después de volver no me había lavado las manos; me había metido bajo las mantas e intentado dormirme. Había sucedido como otras veces por aquellos tiempos, que el padre no volvía de algún lugar equis; nos metíamos todos bajo las mantas e intentábamos dormir, y no bien mirábamos por él a la mañana, resultaba que había estado otra vez apestando en su pieza. Usábamos toda clase de medios para dormirnos. Por ejemplo, muchas veces nos poníamos a contar. No obstante, muchas veces los pensamientos vagaban ya bien lejos, hasta que los sorprendían, y notaba que, sin darme cuenta, seguía igualmente contando. Por eso estaba yo entonces acostado, conteniendo la respiración para quitarme los pensamientos de la cabeza; mientras tanto, por la obscuridad se habían ya filtrado nuevamente varios otros. Después hice a un lado un pensamiento y me puse a perseguir otro que no quería venir; yo estaba pendiente de éste, mientras el otro, el que yo había hecho a un lado, me alcanzó de nuevo y se posesionó de mí, de mí que andaba tras del otro. O yo respiraba con aliento tan achatado que el aire se me transformaba en un resorte de acero en la garganta, en el pecho y en el estómago que me hacía rebotar de aquí para allá hasta que aspirase nuevamente aire y malos pensamientos, o, mientras respiraba, me concentraba en el aliento mismo que entraba en mí y que salía, y pensaba en ello, hasta que respiración y pensamiento se mezclaban en un desorden que me hacía subir la sangre a la cabeza. Pero esto me ocurría también cuando respiraba a propósito aún antes de que tuviese necesidad, y cuando escuchaba cómo entonces el cuerpo, sin tener en cuenta a la voluntad y siguiendo sus propias reglas, se levantaba y bajaba respirando, porque entonces ocurría que me quedaba con el estómago hundido y no oía sino aquel zumbido en el conducto auditivo que me abombaba, me ponía túrgido y me incomodaba tanto que finalmente tenía que inspirar de nuevo, a sabiendas. Entonces procuraba llegar a ciegas hasta la cocina por el corredor, abrir a ciegas la puerta del aparador, y, con hormigas en los dedos, ponerme a la pesca del pan y del cuchillo. Me tendía otra vez en la cama y comía del pan, y así entre mordiscos se decantaba el cansancio; yo podía arrellanarme y masticar, mientras empujaba

ininterrumpidamente el pan en la boca, y engullía los pensamientos con el pan hacia dentro del sueño; pero cuando despertaba, estaban ellos otra vez en la saliva reseca sobre la lengua y en los restos de pan, que, como recuerdo, quedaban en el puño apretado. Me daba cuenta de por qué ese sabor en la lengua, y tomaba conciencia de la arena que hacía crepitar la piel de los dedos como si afuera hubiese llovido. Una vez —así me pareció— tenía barro seco sobre los dedos mientras dormía. Después, cuando me movía, el cerebro recordaba el ruido que el oído había percibido mucho antes, y el olor a carbón en la garganta, y los juegos de luces y sombras que las brasas hacían sobre las obscuras paredes y con los que se habían llenado los ojos ahora completamente abiertos, mientras yo, todavía en el corto tiempo (en el destiempo, decía mi hermano) entre el despertar de la conciencia y el despertar sensorial, yacía indefenso bajo los pensamientos. Entonces me habría sentado ante la estufa y me habría puesto a mirar el fuego.

La bicicleta "Fue unos días atrás". Fue unos días atrás cuando yo pasaba por el campo de deportes y oí gritar a unos niños; me paro entonces y escucho cómo se acercan; oigo cómo empujan la pelota delante de ellos, y cómo van dejando poco a poco de gritar, y cómo hablan sin orden, y cómo hablan cada vez más alto. Cómo arrastran sus palabras, y cómo hablan más lentamente cuanto más se acercan. Me paro y oigo lo que dicen y lo que conversan, y los oigo hablar y conversar y repetir lo ya dicho. Los oigo hablar sin interrupción de una bicicleta. Escucho a uno que habla y pregunta si esa bicicleta quizá me pertenece; entonces oigo a otro decir lo mismo, y después oigo decir lo mismo a un tercero; si quizás la bicicleta era de mi propiedad. ¿Qué bicicleta?, digo yo. La que estaba delante del cine, oigo decir a uno. ¿De dónde sacáis que yo tengo una bicicleta?, digo yo. Que yo la habría colocado ayer allí, oigo decir a otro. ¿Cuándo?, digo yo. Después de mediodía, oigo decir otra vez a uno. ¿A qué hora después del mediodía?, digo yo. Oigo a uno decir una hora. A esa hora yo estaba en casa, digo yo. Oigo a otro que dice que a esa hora yo había estado en el pueblo. No tenía nada que hacer en el pueblo, digo yo. Que yo tampoco habría hecho nada, vuelvo a oír que dice otro. Tampoco tenía nada que hacer allí, digo yo. Ciertamente, tenía yo algo que hacer allí, oigo decir. De ninguna manera. Yo sabía que había tenido que hacer otra cosa y no ir al pueblo. Oigo decir a otro que mi cara desmiente mis palabras. Pues bien, digo. Yo anduve por el pueblo, como decís, y empujaba una bicicleta.

Oigo decir a uno que ya había empujado la bicicleta delante de él. Bueno. Vosotros me habéis visto a tal hora empujar una bicicleta por el pueblo, digo yo. Puede haber algo de cierto en ello y quiero creeros. Entonces yo había doblado la chaqueta sobre el manubrio y carreteado la bicicleta por el pueblo, con una mano en el sillín y con la otra en la empuñadura del manubrio, y me detuve. Las paredes de las casas, que están construidas unas junto a las otras sin solución de continuidad, me orientaban. Vosotros estabais a la ventana; quizás hayáis traído sillas; los más altos de pie sobre el suelo, los más pequeños sobre las sillas, detrás de los más grandes, habéis estado de pie detrás de la ventana, sin apretujaros y sin gritar, llamar o hacer observaciones al hombre que, ciego, carreteaba una bicicleta por el pueblo, todo lo contrario: habéis vuelto tranquilamente la cabeza a mi paso, y yo anduve por los anchos, polvorientos senderos junto a la calle, a lo largo de las paredes, dando una vuelta por el apostadero de bicicletas del mecánico de autos, por el apostadero de bicicletas del primer bar, por el apostadero de bicicletas de la playa de estacionamiento de coches, por el apostadero de bicicletas del tercer bar, por el apostadero de bicicletas del bar de mi hermana, por el apostadero de bicicletas del comerciante en artículos eléctricos, por el apostadero de bicicletas del comerciante en artículos agrícolas, hasta llegar al cine, donde, finalmente, habría apoyado la bicicleta contra la pared, bajo las vidrieras. Como si no hubiera pasado nada, oigo decir a otro que yo habría andado por todo el pueblo a paso moderado. En ese caso, digo yo, alguien además de vosotros tendría que haberme visto. Que todo el mundo me había visto, oído decir, a uno; a un tercero oigo decir que yo no habría encontrado dificultad alguna en pasar ante todo el mundo con la bicicleta por el pueblo. Pero ninguno de los que me vieron dijo esta boca es mía, digo yo. Oigo a otro decir desde muy lejos que muchos hasta habían salido de sus casas; oigo a otro que dice que las ventanas de los bares no podían contener el amontonamiento de los huéspedes; a otro más oigo decir que los caminantes habrían chocado las manos

contra los picaportes de las puertas por pura curiosidad y prisa, pero que, por consideración a mí, no habían hablado en voz alta. Ahora comprendo, digo yo. De acuerdo con esto yo habría colocado la bicicleta bajo las vidrieras y vuelto a caminar. Pues no, oigo decir a unos después de otros. Yo me habría apoyado contra el poste de la parada que está ante el cine; me habría quedado allí parado y habría esperado el ómnibus. ¿Puede esto aclararme, digo yo, aunque más no sea cómo explicáis el motivo que me llevó a colocar la bicicleta allí? Oigo decir a uno que yo habría prendido una tarjeta en el manubrio. Oigo decir a otro que en la tarjeta había una dirección; a otro, que uno de los parroquianos se habría animado, inclusive, a preguntarme a quién, por Dios, quería hacer llegar la bicicleta. Es la bicicleta de mi hermano, habría contestado yo seca y rápidamente, y que yo habría tropezado ese día con ella en el granero; que habría reprochado a quienes preguntaban que el tiempo apremiaba. ¡Cuidado con que alguien la toque!, habría contestado ásperamente a quienes preguntaban: yo habría hecho un ojal con una tijera, habría pasado una tira de papel por el ojal, y después, con la tira, habría atado la tarjeta al caño. Ahora describid la bicicleta, digo yo. Era una bicicleta de paseo, oigo que dice uno, y que el cable de los frenos se había desprendido arriba, en el manubrio, y que el barnizado de la pintura estaba ampollado; en varios lugares las ampollas habían reventado, que la bicicleta debería haber estado demasiado tiempo al sol y también bajo la lluvia; que quizás había sido expuesta demasiado a los rigores del tiempo, oigo decir a otro; el guardabarros trasero estaba flojo y abierto por una rajadura que llegaba hasta la luz roja. "Cuando le pasas la pierna por encima, fácilmente se te quedan los pantalones colgando de ahí. Tienes que tener cuidado; la goma del pedal izquierdo está un poco desprendida. Mejor quítate los zapatos para que no resbalen. Fíjate. Es bien sencillo. Sólo tienes que poner el pie izquierdo sobre el pedal izquierdo; al arrancar tienes que inclinarte un poco sobre el manubrio y pasar por atrás la pierna derecha sobre la rueda trasera mientras te largas. Encoge los

dedos cuando te apoyas sobre el pedal. No mires el suelo; mira hacia donde quieres ir, mira el poste. ¡Cobarde! Mira el poste. Vuelve con la bicicleta al portón de la casa y colócate en el primer escalón, desde ese lugar pasa ahora la pierna sobre el cuadro; aprieta con los dedos el pedal hacia abajo y arranca ¡Idiota! Levántate. ¡Levántate ya! Levanta la bicicleta. Ponte sobre el escalón. Pasa la pierna por encima y oprime el pedal hacia abajo. Mantén derecha la bicicleta. Tienes solamente que empujar adelante y atrapar el pedal con el otro pie. Entonces empujas hacia abajo ese pedal, y el primero vuelve a subir, bajas el primero. No te mires los pies. Mira hacia el poste. Mira aquí. Empuja ahora. Ten cuidado con la piedra. Hazte a un lado. Desvíate. ¡Te lo dije! Tienes que tener cuidado con la piedra. Levántate. ¡Levántate ya! Ponte sobre el escalón. No mires los pies. Mira hacia donde tienes que ir. Para. Mantén con fuerza el manubrio. No te mires las manos. Arranca ya, No olvides pedalear. Gira a un costado. Mira hacia el poste. Aprieta la marcha atrás. ¡Marcha atrás, he dicho!!" Bicicletas de paseo no tienen marcha atrás, dije yo. Nadie habla de marcha atrás, oigo decir a uno. La bicicleta está pintada de rojo y blanco, oigo decir a otro. Una larga flecha blanca sobre fondo rojo, oigo todavía decir a otro. Los pedales daban vueltas y más vueltas mientras yo andaba; el deformado guardabarros trasero raspaba la rueda; los rayos habrían golpeado contra el deformado metal, repiqueteando en algún lugar del cuadro, y el dinamo había zumbado. ¿Cómo?, digo yo. ¿No es que anduve por el pueblo a pleno día? Ciertamente, oigo decir a uno, pero había vuelto a ir por la noche. Continuad hablando, digo yo. O sea, que yo no entregué tampoco la bicicleta para que se la llevaran en el último coche. Asombrados, los que bajaban comentaban mi venida y mi inútil estada en la parada. A todo esto oigo nuevamente a otro decir que, por las claras líneas que había en los bordes de las gomas, no podían sino concluir que yo había andado por los polvorientos senderos que flanquean la calle.

Bien, digo yo. Según vuestro relato, yo estuve parado ante la puerta del coche, hasta que el aire comprimido alisó sus arrugas; después me quedé en la parada, y enseguida, sin decir agua va ni agua viene, tomé la bicicleta, y con ella de la mano recorrí nuevamente el pueblo. No. Eso no, oigo decir a uno. Sino que — oigo decir a otro— yo me había quedado inmóvil en ese sitio hasta bien entrada la noche. De esto deduzco, digo yo, que os habéis aguantado en ese lugar hasta muy tarde. Me lo hicieron saber, oigo que dice uno. ¿Quién?, digo yo. La gente que salía del cine, oigo de nuevo decir a otro. ¿Estáis seguros?, digo yo. ¡Y tanto!, oigo exclamar a otro. Se trataba de una película corta, oigo que replica otro; que no se trataba de un film como tal; que había habido una reunión en el cine, oigo decir a otro más. Había sido un cortometraje, oigo decir a uno; o una función de propaganda, oigo decir a otro; o un ejercicio para un caso de emergencia, oigo decir a uno; o un mitin de protesta, oigo que dice uno; no, una proclama de las autoridades, oigo nuevamente decir a uno; oigo otra vez a uno que dice: una alarma; el anuncio del estado de sitio, oigo decir a uno; y los oigo hablar desordenadamente e intercambiar palabras en voz baja y alta, y más baja, y cuchichear, interrumpirse, y los oigo ponerse de acuerdo sobre algo, y replicar algo, y contradecirse mutuamente y echarse mutuamente en cara las contradicciones, y los oigo hablar y dejar de hablar, hasta llegar al punto de que yo estoy parado, y que puedo estar y quedarme parado y mirarlos. Aunque soy ciego, los miro.

El vestirse Mientras tanto Georg Benedikt (o como se llame) se ha vestido de domingo. Se ha sentado en la cama y se ha cepillado los zapatos. Se ha afeitado y lavado. Ha ido hasta la cama, y, con el cepillo fino, ha sacado lustre a los zapatos. Ha ido hasta la mesa y se ha sentado junto a la mesa en un taburete. Se ha puesto calcetines en los pies. Se ha levantado y se ha dirigido al ropero. En estos quehaceres empleó mucho tiempo. Para ponerse los calcetines empleó menos tiempo. Hizo girar la llave y abrió la puerta del ropero. Del ropero sacó el traje. Retiró los pantalones de la percha y colocó la chaqueta sobre la cama. Se sentó junto a la chaqueta. Metió la pierna izquierda en el pantalón. Metió la pierna derecha en el pantalón. En esto empleó mucho tiempo. Se puso de pie y se levantó el pantalón. Lo abotonó. Pasó el cinto por las presillas. Se ajustó el cinto. Con el pulgar introdujo la lanceta de la hebilla en el agujero de siempre, más grande en comparación con los otros agujeros. Hizo pasar más y más la punta del cinturón por entre las presillas. También en esto empleó un tiempo considerable. Ahora está de pie entre la cama y la mesa. Desde este lugar se dirige hacia el ropero abierto. Del ropero sacó la corbata. Fue hasta la ventana. Mientras iba introdujo con un violento gesto la cabeza en el lazo ya preparado de la corbata. Se abotonó la camisa y se acomodó el cuello bajo el mentón. Tomó con los dedos el nudo de 1a corbata, y, con los otros, lo ajustó al cuello. Hacer el nudo de la corbata lo tuvo ocupado mucho tiempo. Fue hacia la cama y tomó la chaqueta. Se echó la chaqueta sobre los hombros y fue hasta el ropero. Cerró la puerta del ropero y giró la llave. Sé quitó la chaqueta de los hombros. La apartó con el brazo.

Durante este tiempo estuvo de pie en el centro de la pieza. Se puso la chaqueta en el hombro derecho. Con el puño izquierdo se ajustó la chaqueta sobre el hombro derecho. Soltó el puño de la espalda. Soltar el puño le llevó al ciego mucho tiempo. Con el brazo izquierdo se tomó por atrás. Tiró de la chaqueta hacia arriba y se la puso sobre los hombros. Fue hacia la cama. Se inclinó hacia el cepillo. Puso el cepillo en la caja correspondiente. Fue con la caja hacia la mesa. Por debajo de la mesa empujó la caja. Esta operación le llevó algún tiempo. Fue al lavado y echó por el desaguadero el agua de la palangana. Se quedó parado al lado. Con el dorso de la mano se restregó el mentón. Entonces, durante largo tiempo fue andando hacia la puerta; durante más largo tiempo fue andando por el corredor, y empleó el mayor tiempo en bajar los escalones de la puerta de la casa. Cruzó rápidamente el patio. Volvió. Introdujo entonces las manos profundamente en los bolsillos de los pantalones, junto a los escalones del muro de la casa. Cruzó rápidamente el patio. Volvió. Introdujo entonces las manos profundamente en los bolsillos de los pantalones, junto a los escalones del muro de la casa. Nos lo imaginamos fumando, con un gesto solemne de la cabeza; el cuerpo y el brazo, que como siempre con la mano cerrada, tira del dobladillo de la chaqueta, todavía en la sombra; la cara ya al sol. Sin nada que hacer, no le queda sino echar el humo por la boca y por las cuencas de los ojos. Los pensamientos van y vienen. Se imagina un tren en marcha.

La mujer entra en escena Después vuelvo a la casa y me siento en la cocina, y oigo cómo mi padre, libre ya del trabajo,— da unos pasos sobre el macadán en la galería, y cómo, de pie, inmediatamente se quita las botas, apretando primero con el empeine el tacón de una, y de qué manera restriega el talón por la caña, lo saca de la bota, y cómo juega con la bota suelta entre los dedos, cual si fuese una pelota, y la estampa contra la pared, bajo la escalera; cómo después, con el otro pie libre, que le sirve como sacabotas, apoya la otra bota fuertemente contra el marco de la puerta, y, pateando y dando vueltas, la arranca de la pierna, sin suavizar ni violentar los movimientos, y la dispara también contra la pared. Oigo seguidamente cómo entra violentamente y dando resoplidos; cómo, al pasar, de un manotazo arranca de la cocina la vasija, y cómo la coloca bajo el grifo. Oigo el gorgoteo del grifo y el sordo estallido del aire cuando el padre introduce el dedo, y el hueco succionar del dedo, que salta con el sordo estallido cuando él lo vuelve a sacar. Nuevamente oigo el gorgoteo en los caños de la tubería general. Mientras cuelga la vasija del borde de la pileta, el padre se inclina y rodea la canilla con sus labios. No bien aspira el aire, oigo el claro, áspero gruñido en su paladar, que yo, para mis adentros, comparo con el graznido de un faisán. Con un chasquido suelta la boca del bronce y permanece inclinado, con los labios en la vasija, en la que cae el agua sobre el metal con seco sonido. Después, casi silenciosamente, el agua cae sobre el agua. Aún antes de que ésta suba hasta los labios, el padre da vuelta rápidamente hacia abajo la vasija y la vacía. Sólo cuando el agua que chorrea del caño se pone fría, la junta otra vez y se pone a sorberla y tragarla, mientras sigue levantando el recipiente sobre la boca, hasta que le cubre la nariz. Por sobre el semicírculo que tiene ante su cara, y desde los ojos, que, no obstante el beber, nunca se mueven, mira para este lado, hacia mí, y, bebiendo, farfulla hacia el agua una pregunta que yo no entiendo; sólo por el tono más elevado de la última palabra

reconozco que se trata de una pregunta; por eso hago oportunamente un gesto de asentimiento y digo la palabra que corresponde al asentimiento. El se levanta entonces cuan alto es. Se enjuga la boca, pero no con el dorso de la mano, sino con el grueso pulpejo del pulgar, y se separa los labios. Después vuelve a colgar la vasija de la cocina y cierra la canilla tras de sí; dándome la espalda, mientras levanta primero el hombro izquierdo y después el derecho y se rasca las axilas; mientras se enfunda después en el pantalón y se rasca bajo el vientre, al par que, por fin y de una buena vez, con los dedos del pie derecho se rasca los huesos del izquierdo, me dirige nuevamente la pregunta. Que dónde estuve después del mediodía (con otras palabras). Le contesto que estuve en el pueblo, y que allá me informé sobre algunas cosas. Tenía algunas cosas que arreglar, me corrijo. No había estado ocioso. Oír esto le alegra mucho, dice mi padre (con otras palabras) mientras se seca los dedos con el repasador de la cocina. ¿Pero diste alguna vuelta por allá? Le contesto que había estado en la cabina del operador de cine, pero que la había encontrado vacía. Después había ido al bar de la hermana y me había informado de esto y aquello. Por la noche, concluyo mi relato, no me quedó otra alternativa sino volver a casa. Sin mirar hacia donde yo estaba, el padre se da vuelta atisbando por aquí y por allá, y da unos pasos hacia el corredor. Reconozco el suave chasquido de las plantas de los pies descalzos cuando se despegan del suelo al andar, y después el crujir de la rodilla cuando se acuclilla y abre el cajón. Oigo cómo mete el brazo en el aparador; saca nuevamente el brazo y la mano con la sartén, y, arrodillándose y levantándose, al mismo tiempo que con un movimiento cruzado cierra con los dedos de los pies la puerta del aparador, me va soltando de a puñados sobre la mesa los fragmentos de sus otras preguntas, cuya última palabra pronuncia mientras vuelve desde el fogón: Si había sido yo quien había puesto la bicicleta ante el galpón. Me dice que le da lo mismo. Me cree que en algún lugar, como ser... en el pueblo, el vehículo me haya encantado de tal forma que no pude menos que traérmelo hasta aquí. Yo meneo la cabeza de

un lado a otro y le digo la palabra correspondiente a ese meneo. Que si esto es verdad, pregunta él (con otras palabras). Es verdad, confirmo yo con la respuesta. Que cuándo había vuelto. Desde mi sitio detrás de la mesa, le digo la hora a que regresé, primero directamente a la cara, cuando se inclina y saca del cajón el cuchillo, y después con el mismo seguro acento, a su espalda cuando va hacia la heladera y saca la manteca. Pero antes que él, con la sartén bajo el brazo y la manteca y el cuchillo en ambas manos, se vuelva hacia la cocina, pase la manteca de una mano a la otra que empuñaba el cuchillo, lleve los dedos a la sartén que sostiene bajo el brazo, la quite de allí y la ponga sobre la cocina; antes de que yo reconozca el claro clic de la llave, el raspar del cuchillo en el papel de la manteca, el suave deslizarse y golpear de la manteca en la sartén que se va calentando, el limpiar y raspar del cuchillo contra el filo de la sartén, el chirriar y freír de la manteca que se va derritiendo; antes de que el padre vuelva con sus pesados pasos a la cocina, golpee el huevo contra la sartén y arroje la cascara en el tacho de residuos; antes de que desparrame un poco de sal sobre el huevo; antes de que yo reconozca el arrastrar de la silla frente a mí junto a la mesa, el tintineo de los cubiertos de metal, la sacudida del cajón atrancado; antes de que mi padre, mientras empuja hacia adentro con el pecho y el estómago el cajón, se siente a la mesa con un acuciante silencio en torno y delante de mí, con las rodajas del pan sobre el mantel de hule y ya bajo las manos que agarran hinque los dientes del tenedor en el huevo, transversalmente de arriba hacia abajo; mientras contrariado se da vuelta y mira sobre el hombro hacia ella, y antes de que yo lo oiga explotar en mis oídos, ella había entrado. Colgó al pasar el delantal al lado de la cocina, con los pies descalzos y secos pasó lentamente y a regular distancia ante el padre, y con pasos tranquilos se dirigió al diván; yo reconocí el rozar de las zapatillas, sentí el vaho del establo; ella se dejó caer tranquila y pesadamente sobre el diván; enfundada en su amplio vestido, juntó desaliñadamente las piernas; con su propio pie golpeteó sobre el pie del diván; allí, sentada como estaba, se apoyó contra la pared y desde ese lugar observó sin pestañear y sin dirigir hacia mí su

tranquila mirada, o, simplemente, no observó. Mientras él hace todo eso; mientras prepara su comida en la cocina, ella está sentada, vuelta hacia sí y sumergida en sí mismo con inexpresivo rostro; mientras con la sartén llena él se dirige a la mesa; mientras se sienta pesadamente; mientras, haciendo chasquear la lengua, se ocupa en dar cuenta de su comida, ella está sentada, inclinada sobre el respaldo de la cama, mientras él deja salir de su boca los mencionados ruidos, ella mira con ojos ausentes al ciego, que permanece atento; finalmente pregunta al padre por aquél, como si él mismo no estuviese allí; pregunta casi sin mover los labios si el hijo ha comido suficientemente; oye que el padre, por un costado de los trituradores dientes se dirige por sobre la mesa al hijo y le pregunta (con otras palabras) si él, el hijo, ha comido suficientemente; oye al hijo dirigir al padre (para ella, para la mujer del padre) la respuesta de que él, el hijo, ya se ha saciado con una comida en casa de la hermana, en el pueblo y agradece la pregunta; y ahora oye, aunque el padre continúa comiendo, que de su humeante boca sale hacia ella la respuesta (con otras palabras) de que el hijo ya está satisfecho, que él ha engullido suficientemente en casa de la hermana. Lentamente, ella se pone de pie y observa cómo desaparece el vaho de las huellas de las plantas de los pies de su marido sobre el suelo, y los negros hilos del sudor sobre los pies bajo la mesa, que se levantan y separan los dedos cada vez que, sacudiéndose, la cabeza atrapa la comida. Qué me pasa, pregunta ella después que el ruido explotó en mis oídos. El retrasmite la pregunta con otras palabras. ¿Fue el tenedor? pregunto yo escuchando atentamente. Sólo pasó que, cuando ella se levantó, de sus manos o de su vestido cayó el rígido papel de una carta.

La red interciudadana Los cables de la red interciudadana salen de la usina de Bronz; parten de ahí en dirección Este hacia el pueblo de Tachau; doblan hacia el Noreste; siguen por la vereda del bosque, sobre el monte Wall; suben en la misma dirección hasta el pueblo de Gruden; dejan de lado el pueblo de Schlanz, el pueblo de Polosch, el pueblo de Tschernoglau, el pueblo de Dürn, el pueblo de Nütz, el pueblo de Schanz y los pueblos de Zwanzin, Dreissig y Mohr, doblan inesperadamente hacia el Norte y continúan en esta dirección sobre el pueblo de Sclamm, sobre el pueblo de Pruch, sobre el pueblo de Schleck, sobre los pueblos de Sriedma, Sjutra, Trekisch, Krisch y continúan sobre el pueblo de Anhoh y sobre el pueblo de Übersee hasta el pueblo de Od, en el que yo estoy parado bajo los brazos de un poste y donde pongo el oído sobre los travesaños, después, con el pie sobre el zócalo de cemento, pateo contra el sonoro varillaje; donde yo he estado parado y he oído por encima de mí el zumbido coieoptérico; donde oigo el ya alejado sonido que muere hacia el Norte, "en el que los hilos atraviesan los campos, desde el pueblo de Ód, sobre el pueblo de Reiting, sobre el pueblo de Kannaren, sobre el pueblo de Gariusch, y, haciendo un arco hacia atrás, hacia el Oeste, en dirección de los pueblos de Santa Coloma, San Benito, San Juan en las sombras, San Cosme y Damián junto a la carretera, Santa Ágata, Santa Lucía "(ruega por nosotros)", y en esta dirección siempre adelante, sobre los pueblos similares, hasta que no lo oigo ya nada más de los bombarderos. "Los idiotas se lo pasan escupiendo de la mañana a la noche contra el muro de la casa y juegan al reloj de sol con su sombra."

La estada ante el muro Mientras estoy parado junto al muro (la descripción no ha llegado todavía a este punto) me imagino a mí mismo cruzando el patio hasta el granero y levantando la bicicleta. Durante la noche oí cómo el viento o la lluvia, que hace la tierra resbaladiza y deslizable bajo las ruedas, la volteó. Estos serán, por lo menos después durante el desayuno, los intentos de explicación del padre. Me imagino haciéndolo, sin que pueda dejar de restregar a izquierda y derecha las palmas de las manos contra el muro. Estoy de pie — junto al muro de la casa y marco las horas con mi sombra. Es de mañana temprano. Me hago idea de que voy hasta el granero, mientras me explico a mí mismo cuan útil sería levantar allí la bicicleta. Permanezco inmóvil junto a la pared. Un calor pesado hace evaporar la lluvia sobre la tierra. Ante los hechos mueren las palabras. Del dicho al hecho hay mucho trecho. La pesantez pisa fuerte en el cuerpo. Los dedos arañan ásperamente el muro. Muchos pensamientos se juntan, sin embargo con ninguno de ellos conversan las pesadas articulaciones. Mi sombra se arruga contra la pared. Los mandatos del cerebro chocan contra sorda piedra. No puedo moverme de este lugar e ir hasta el granero. Las arañantes puntas de los dedos se han agarrotado sobre la granulosa argamasa. El tiempo se me escapa de las manos mientras yo me enfurezco contra la pesantez, y enfurecido me pongo casi fuera de mí. No logro de mí mismo moverme de este lugar, pasar sobre el precipicio del patio y llegarme al otro lugar. Puedo ordenar a los pies lo que quiera, nada me mueve hasta el camino, que dura sólo diez pasos. El muro está polvoriento. Redondas arañas se arrastran con sus largas patas arriba y abajo. En el revoque hay huellas que parecen redondeados orificios de balas. En los orificios de balas están colgando con las alas abiertas y durmiendo durante el día las polillas. Los dedos pudieron escurrirse y tocar ligeramente una de las polillas. La polilla, sin embargo, permanece inmóvil. Me aparto bruscamente. Yo estuve de pie junto al muro con los ojos vendados. Yo utilizo el tiempo en buscar con estos ojos vendados el camino

que va del muro al granero. Ando a los tropezones como si recién me hubiese vuelto ciego. A todo esto, no encuentro bicicleta alguna junto al granero. ¿Habrá habido una jamás allí? Mi padre está todavía en camino desde el estanque. La mujer del padre no ha salido aún de la casa. No me he enterado hasta el momento de que haya una tercera persona. Me figuro un tren en marcha.

La gata Aunque no hay pasto en el granero, huele a pasto. El olor viene del segundo carro, que, con la pértiga levantada sobresale por arriba del coronamiento del muro de cemento; el primer carro está todavía en camino; para él están reservados la superficie y el espacio por el que camino. Bajo las plantas de los pies siento las incisiones de los patines en la pisoteada tierra arcillosa, el serrín y las crujientes partículas de la corteza astillada al serrar la madera. Doy de costado con la rodilla contra el mango del azadón. Cuando lo tanteo noto que la hoja, debido al golpe de mi rodilla, se ha desprendido del cepo rajado por los golpes, y poco a poco se va cayendo hacia adelante, y que la punta se va hundiendo poco a poco en mi puño. Antes que la hoja se suelte de la madera, lo tiro hacia afuera, y, blandiéndolo por encima de mí, dejo que el mango todavía oscilante resbale por el puño aflojado hasta cerca del acero, y, con temblorosa mano, introduzco de nuevo la cuchilla en el tronco, haciéndola pasar por el delgado cuello. A veces, si no la agarran fuertemente por las alas, la gallina vuela entonces sin cabeza, dando vueltas por el granero. Va a dar contra el macadán, choca contra la pila de leña, contra los listones, contra los gruesos tablones del techo, contra las sierras que cuelgan de los listones, contra el aún oscilante mango del azadón, y barre la propia cabeza de la superficie del tronco, y golpea una vez más contra la pared de cemento, que entonces la azota contra el piso, donde, con las alas en círculo y con el muñón del cuello que vomita sangre convulsivamente, desparrama y golpea el serrín. ¿O quieres otra cosa?, preguntaste. Desde el carro en que estoy sentado se puede oír la corriente de agua, que, primero del techo del granero, más allá del techo del establo y del techo de la casa, cae sobre la canaleta llena en el patio. Hay poco que ver. Las gallinas están paradas sobre la puerta del establo, sobre los marcos de las dos ventanas y sobre el alero del muro frente a los negros listones de la era. Están muy juntas, unas al lado de las otras, sin moverse. No. No se encorralan. Ahora

una es empujada desde la ventana. Al caer extiende las alas. Yo reconozco el aleteo y el salpicar del charco. La gallina se afila el pico, izquierda y derecha, sobre una piedra y corre con la cabeza en alto bajo la puerta del establo; se mete forcejeando entre las otras. Ya no se la puede distinguir en la hilera de las inmóviles patas amarillas. En el charco veo las salpicaduras de las gotas, los cráteres y las erupciones las campánulas formadas por las burbujas que se agitan en el agua. Oigo el suave crepitar sobre el techo de zinc del granero y el ininterrumpido cuchichear y tamborilear afuera, en el patio. La parte inferior del portón ya húmeda; en el barniz se pueden ver las gotas rebotadas; donde aquél se ha descascarado, la madera ya ha chupado la lluvia; la puerta cede un poco hacia adentro; las bisagras permanecen, no obstante, en su lugar; el movimiento de la puerta se nota sólo en las crecientes sombras que se ensanchan del lado de las bisagras. Yo no oigo. La gata se desliza hacia afuera. ¿No se te ocurre nada mejor? Es la gata, has dicho. Ella corre escalera abajo y camina a hurtadillas bajo las gárgolas a lo largo del muro; se detiene ahora ante el codo de la zanja; salta sobre la zanja, y sigue sigilosamente bajo las gárgolas a lo largo de la pared del establo. Ahora observa las hileras de gallinas. Mientras tanto yo no oigo nada. Ella gira la cabeza hacia las gallinas que están sobre los marcos de las ventanas. Súbitamente vuelve la cabeza hacia el granero. Todavía está al acecho bajo el techo del establo. Yo oigo solamente el ciceo y el tamborileo afuera en el patio. Tu llamado no llegará a su oído. Ella me ha escuchado. Se lanza hacia arriba. Ahora está aquí en el granero. Yo no la oí venir. Todavía no la oigo. Se para sobre el serrín y se sacude el cuero. Como corrió bajo la lluvia, y como la lluvia cae densamente, a baldazos, sobre el patio, este movimiento era de esperar. Brinca ahora despreocupadamente sobre el montón de leña, después sobre el caballete de serrar, y allí se acurruca en un ángulo. Vuelve a saltar, se desliza hacia abajo y se retira inquieta a la pila de leña. Es una gata muy huesuda; sin embargo no pasa hambre. Tiene los ojos llenos de legañas en los vértices; en las vértebras cervicales se puede ver el pellejo pelado. Ahora se acurruca sobre la pila de leña; se levanta; mira de reojo; da vueltas

sobre sí misma en el sitio, y camina por sobre la pila de leña hacia una esquina del fondo del granero. En la zanja que el golpear de las gotas ha formado en el polvo, bajo el techo, hay un listón de madera. El ruido de las gotas que caen sobre la madera es diferente del | mido de las gotas que caen sobre el pedregullo, sobre la arena o sobre el barro de la zanja. La gata está sobre la pila de leña en la esquina trasera del granero; su piel se eriza; mira desde arriba, recorre con la mirada su alrededor; ahora se desliza de panza, la cabeza fija en dirección al carro sobre el que estamos acurrucados, pasando sobre la pila de leña a lo largo de la pared trasera. Está muy flaca. Bajo su piel pueden distinguirse las costillas. Oigo el ruido de las gotas que caen de las tejas sobre el listón de madera; enseguida, con las gotas, también el sonido es absorbido por la madera, aunque es asordinado y más suave que el ruido de las gotas que caen sobre el pedregullo o en el barro de la zanja, penetra nítidamente en mi oído. La madera está cubierta con una vítrea capa de agua; en los agujeros de las ramas centellean las gotas antes que las próximas gotas las disuelvan. La lluvia disminuye; la gata salta hacia las maderas del techo; salta por segunda vez; con las patas se prende de las varillas que sobresalen del cemento. Oigo caer las gotas en la zanja. Su ruido es ahora igual por doquier. La gata vuelve la esquina; se parapeta detrás de la pila de leña y se pone a gemir y llorar como un niño; se yergue sobre las patas traseras y se estira hasta las vigas del techo; se estira hasta quedar parada tan sólo sobre las uñas y aprieta el vientre contra la pared. Ahora oigo el rasguñar, he dicho; y ahora oigo el silbido del aire y el suelo. Ella es sólo piel y huesos, has dicho tú; lo puedes notar; en el vientre tiene impreso el revestimiento de madera del cemento; oigo el golpear y el gemido; el gemido empuja al golpear, y los golpes destacan los gemidos. Oigo el golpear, el aullido y el gemido. Después oigo solamente el gemido. Después oigo el golpear, el aullido y el gemido. Todos estos ruidos forman ahora una unidad de tres tiempos. Abro los dedos y los retiro finalmente del mango del azadón. Oigo afuera, en el patio, a la mujer del padre, caminar con las camisas bajo el brazo; de sus movimientos se desprenden

automáticamente otros; de mis movimientos, que ahora se van organizando, el uno está tan separado del otro que a duras penas se correlacionan. El permanecer de pie está relacionado con el andar del cuerpo. Yo soy el primero que cae en la cuenta de ello y que da nombre a lo que oye; a esto se agrega que lo visto confirma lo oído. Entonces nosotros oímos conjuntamente antes de entrar en la casa; ella arriba en el portón, yo aquí en el centro del patio, el vehículo que calle arriba, rechinando bajo el peso de los fardos de pienso, dobla para tomar por el camino, y al padre que nos grita desde lejos y con buen humor su saludo de llegada.

Cómo se produce una escena durante el desayuno "Cuando yo estaba allí." Cuando yo estaba allí en la casa, oía durante la noche los trenes, y hacia el mediodía los tranvías allá abajo en el pueblo, y durante toda la noche el incesante desfile de los camiones de carga de larga distancia. Distinguía los ruidos y atribuía uno a los motores, otro a las llantas, otro a las señales, otro a los cambios, otro a la explosión; yo atribuía los ruidos de los motores a la velocidad, y la velocidad al zapato y al pie, que con la punta apretaba el pedal, y a la mano, que accionaba la palanca; y atribuía el zapato y la mano al hombre y al hombre la cabeza entre los hombros, y a la cabeza los apretados, cansados ojos, y a los ojos las miradas. Y a las miradas no Ies atribuía nada al principio. Después, sin embargo, les atribuí la contracorriente del asfalto, y a la corriente las señales delimitadoras de los cordones de piedra, y a las señales el bostezar de los ojos de gato y las enloquecidas, arremolinadas sombras. A los ruidos que oía les agregaba las correspondientes imágenes. A las imágenes agregaba los ruidos que no oía. Al ruido del embrague y de la palanca agregaba el del coche cola del tranvía. Al surco luminoso de los coches del tranvía agregaba las imágenes sueltas de los pasajeros; a las rodillas de los pasajeros las carteras; a las manos los periódicos doblados con su olor ácido, el documento personal, el sombrero, los guantes blancos con las marcas del lápiz de labios sobre la punta del dedo mayor. A la imagen de la boca agregaba los correspondientes ruidos, y agregaba a las diferentes bocas los correlativamente diferentes ruidos. Hice que la imagen de una boca y la imagen de otra boca intercambiaran los ruidos y las imágenes de los respectivos cuerpos. Agregué a los labios las imágenes de los movimientos de la boca y a estos movimientos los ruidos. A los cuerpos compatibles les agregaba la conversación. Hice que las imágenes de los cuerpos se levantaran; hice que la imagen de uno que pasaba más adelante se

volviese a mirar la imagen de otro; hice que la imagen de ese otro, más atrás, saludase con la cabeza a la imagen del primero. Me hice una idea exacta de la imagen de este saludo, me formé una imagen del brazo extendido verticalmente y de los dedos que se aferraban a la barra. A las barras agregué entonces la imagen de las agarraderas, que, otra vez vacías, se bamboleaban. Hice desfilar las imágenes de las gentes por el coche. Las hice subir; las hice andar por dentro, las hice descender. Al callarse del tranvía y al silencio agregué el círculo de luz de la estación terminal, los bancos de cemento de los andenes, el refugio a media luz y los baños cerrados. Y a estas imágenes invisibles les agregué los sonidos que no oía, y a estos sonidos otra vez las invisibles imágenes de las gentes que se dispersaban partiendo del círculo de luz hacia los cuatro puntos cardinales, y el claroscuro del agitarse de las ropas sobre las baldosas, el girar de la cabeza ante el paso de peatones en las calles, el extinguirse de los cigarrillos y el parpadear de los periódicos en los recipientes para desperdicios. Después que hube distribuido entre los ruidos las imágenes, agregué a la imperceptible calma que siguió la imagen del guarda que estaba sentado en el asiento elevado junto a la abierta puerta de entrada y que hacía números, la imagen del conductor que vagaba por el círculo de luz empujando con el pie un boleto arrugado, y la imagen de un hombre, cuyo cuerpo, primero claro, obscuro después, atravesando el haz de luz desde el otro lado de la calle, desde la obscuridad, venía pasando por la plataforma hacia el coche. Entonces, sin embargo, comenzaron los ruidos de la partida, que yo oía y tomaba en cuenta, y así hasta que me cansase de atribuir a los ruidos las invisibles imágenes y a las invisibles imágenes sus correspondientes ruidos. A otros ruidos que yo oía atribuí otras imágenes. Yo oía el lejano silbido del tren que corría. Yo me imaginaba el tren en marcha. Completaba el silbido con los ruidos que no oía, y me formaba imágenes con estos ruidos, aun cuando el silbido del tren se apagaba y moría. Individualizaba cada ruido con los habituales signos y nombres, y los comparaba, como pasatiempo, con otros ruidos. Pasé el tiempo dando el nombre de bramido al ruido del

frenar, y comparando el bramido con el ruido de un viento intermitente durante una fuerte y pesada lluvia. Entonces cesó repentinamente el bramido. Comparé el subsiguiente casi inaudible rodar de las ruedas con el ruido de las correas de una máquina de mezclar cemento cuyo motor trabajara en el vacío. Oía el oleaje del viento de la marcha, el más rápido y desdoblado golpear y el apagado contragolpe de los enganches, y con estos ruidos que yo todavía oía, me imaginaba al tren ya en ese momento sobre vía libre. Al tren agregaba el aceite que saltaba, las chispas que iba largando en su carrera y el negro pálido de las ventanas de los coches. Tras las ventanas ubicaba a los pasajeros sentados. Les agregaba los bancos, los abrigos doblados en almohadas que colocaban bajo el brazo cruzado entre la cara y esa almohada para proteger la piel contra los botones, y a los que estaban sentados junto a las ventanillas les agregaba la cortina y los dedos que tiraban de ella sobre la cabeza reclinada. Me hacía una idea del vagón, de las tarjetas con los nombres en la red de equipaje, de los paraguas que oscilaban colgados de los ganchos, de los cordones de zapatos desatados que caían sobre el piso, de las medias caídas sobre los pies, de las piernas cruzadas, de la piel que asomaba entre los calcetines y los pantalones. A la calma en que entonces yacía agregaba el tren que atravesaba el campo en la obscuridad, y el apagado respirar de los que dormían mientras corrían los vagones. A los vagones agregaba un susurro y un crepitar, y un crujir a los asientos en el compartimiento de primera clase que todavía estaba vacío. Después dejé perderse todos los ruidos en el sordo roncar del aire que levantaba el tren en marcha. Y comparé ese bramido con el aullar de la audible usina eléctrica y con el susurrar del agua en los caños de la tubería antes de que empiece a chorrear afuera. El murmullo subía y bajaba y volvía a subir. Me imaginaba el vacío vagón de primera clase. Olía un humo frío, como de cascara de naranja, de goma mojada, de chocolate derretido, y agregaba a esto las imágenes de los que habían estado en el vagón. Me representaba las imágenes de los dedos que pelaban las frutas con las uñas, y agregaba a las imágenes el leve resollar de la cascara

que se desprendía, y sobre las cascaras los labios que se abrían. Agregaba a estos labios una pregunta y a la cabeza de enfrente un desganado oscilar. Después continuaba con la imagen del pulgar que partía la imagen de la fruta, y con la imagen de una tajada que rozaba la imagen de otra, y no bien me representaba la imagen del segundo desganado cabecear, hacía que la imagen de la mano aprehendiese la imagen de la tajada de la fruta y la llevara a la imagen de la boca, a la que ya antes le había atribuido una palabra. Me imaginé a los dos viajeros comiendo los pedazos de la fruta; uno, el dueño, con el rápido chupar y masticar de toda la cara, el otro con el titubeante sorber y roer de las tajadas regaladas. Después separé las imágenes de los olores y dejé el compartimento vacío. A la tranquilidad en que yo yacía agregué el bramido. Al bramido no le agregué nada; estaba tendido y me hacía una idea del bramido. Después agregué al silencio la turbulencia del frenar, el rodar nuevamente libre, casi silencioso, de las ruedas, el segundo murmullo de frenar, el klck-klck del cambio de vías, la partida del tren, el chillón resoplido del vapor, el sordo golpear de una puerta del vagón, el tirón hacia atrás, la clara, audible calma. A la calma atribuí la calma, después las imágenes de los que se despertaban, los ruidos de las indagaciones, el agitarse de las cabezas que se volcaban hacia las ventanas, el ruido de las respuestas, las de una buena vez inteligibles diálogos, los claros sonidos que venían de la plataforma. Me represento la imagen de la plataforma; le agrego la imagen de una carretilla eléctrica. Borro la imagen de la carretilla y dejo la plataforma vacía. Me imagino la sala de espera. A esto agrego el parlotear del altavoz. Me imagino la puerta oscilatoria de la sala de espera y de los asientos tras la puerta giratoria. También hago que los bancos de la sala de espera estén vacíos; sin embargo hago que las hojas de la puerta vayan y vengan. Me imagino el grifo del agua en la pared de la estación y la pileta debajo del grifo. Me represento el vacío compartimento de primera. Agrego ahora a la fuente un hombre de pie. Dejo que el pulgar del hombre puesto sobre el hombro bajo el cordón de la bolsa marinera haga de percha y que

con el todo empuje arriba y abajo la bolsa contra la espalda. Me imagino al hombre que se inclina, y le agrego la imagen de la mano estirada y de los labios que sorben. Hago que a esto sigan los anuncios y las explicaciones por el altavoz. Me imagino al que bebe y al mismo tiempo el vacío compartimento de primera. Hago que el hombre beba más de prisa. Sigue por sí sola la imagen del reloj eléctrico. Disipo esta imagen. Dejo que el hombre se estire y se enderece. Dejo que pase la mano sobre la boca que gotea. Borro esta imagen. Veo al hombre de pie junto a la pileta. Borro y pongo fuera de foco la imagen del reloj eléctrico. Borro la imagen del tren y borroneo la imagen de la plataforma. Mientras tanto y contra mi voluntad, se agrega a la imagen el hombre que persiste en estar parado en la niebla, del que nace la imagen del claro y deshilachado cordón de la bolsa marinera, del cual, por otra parte, se originan arrugas en la chaqueta. Veo la percha del pulgar entre el cordón y la clavícula. Contra mi voluntad, veo la imagen de la ranura entre las hojas de la puerta oscilatoria de la sala de espera. Me resigno a estas imágenes. Al hombre se le agregan, de por sí, pasos; a los pasos se les agregan los ruidos, a los ruidos la imagen del agua hirviente que antes de la partida salpica desde la locomotora. Me hago una imagen del hombre que se sube al escalón. Sin embargo esta imagen se desvanece. Lo veo ir sorbiendo el agua desde la pileta a la saja de espera. Veo la ranura entre las hojas de la puerta oscilatoria de la sala de espera. Por sí sola se forma la imagen del vacío compartimento de primera, bajo el cual percibo el inevitable empujón del tipo. Me represento al hombre en el pasillo del vagón. La imagen se desvanece. Veo al hombre nuevamente de pie junto a la pileta; lo veo inclinar el hombro y hacer deslizar por el cordón la bolsa hasta la dobladura del codo. Disipo la imagen de la plataforma y me hago otra del tren en marcha. Hago que el hombre vaya dando traspiés por el pasillo del vagón. Me formo una imagen de la cara del hombre inclinada a un costado y del balanceo de la bolsa a cada paso. A la calma agrego el quedo silbar del hombre. A los ruidos del tren agrego el ruido de otro que viene en dirección opuesta por otra vía. Atribuyo a los trenes, cuando se cruzan, un chirriar y un rugir

que rasgan el revestimiento del coche. Hago que el hombre, al caminar, golpee las puertas cerradas. Me hago una idea de los que duermen tras las puertas. No obstante, veo al hombre de pie junto a la pileta. Borro la imagen y asocio al hombre de pie la puerta del vacío compartimiento de primera. Esta imagen se desvanece. A la imagen nuevamente formada del coche asocio el espectro del hombre que está de pie afuera, y a la imagen del hombre en el pasillo del vagón, que apoya la frente contra la puerta y que estira violentamente los labios sobre los dientes, asocio la imagen de la mano y a la mano el picaporte vertical. Mientras tanto el hombre vuelve a echarse la bolsa a la espalda. Lo veo volver a la sala de espera. Borro la imagen. Me formo una imagen del hombre que tira de la puerta que se sacude. Lo veo, sin embargo, empujar con el pié las hojas de la puerta oscilatoria y entrar en la sala de espera, y deshago esta imagen. Lo veo nuevamente pasar junto a los bancos. De esto extraigo la imagen de los muelles asientos del vacío compartimento de primera; sin embargo veo los bancos de la sala de espera. Deshago la imagen. Lo veo sentarse, y, al sentarse, despojarse de la bolsa marinera. Lo que veo entonces agobia la voluntad. Veo el cuerpo del hombre sobre el banco entre los dedos que cuelgan sueltos. Está en la habitación sin compañía. Levanta la vista de los zapatos. Está terminantemente prohibido acostarse en los bancos. Observa el endurecido polvo en los pliegues del zapato. Entonces se apoya fuertemente sobre ios codos y nuevamente dirige sus miradas a las paredes. Por ningún lado hay una llave para poder obscurecer la habitación y así dormir. Se sentó, y en el polvo de sus zapatos fue desandando su camino. Ha oído el contador de la luz. Ante la puerta de la plataforma ha aparecido un policía, con las manos en la adecuada posición, al final de la espalda. Movido por una obsesión por el orden y la tranquilidad, consideró lo mas conveniente entrar, y, de pie, mantener con el hombre sentado y que esquivaba su mirada un diálogo sobre su edad, domicilio y profesión; el hombre le contestó la verdad. Después, el policía, que hablando y preguntando quería transformar la interminable noche en día que pasa volando, se

informó sobre los planes que tenía el otro; sin vacilaciones, el interrogado le informó sobre sus planes; pero, con rostro airado, el hombre cortó el diálogo con su interrogador. Ambos se pusieron de acuerdo en caminar juntos por el hall de la estación; pero una vez afuera, sus caminos se apartaron. Aliviado, el policía se dirigió a la boletería que se abría matraqueando; el hombre con la bolsa marinera, evitando la compañía del otro y harto ya de él, se dirigió hacia los baños. Ya aquí, se quita la bolsa de los hombros, y saca de los bolsillos dos monedas de cobre, de las que introduce una en el expendedor automático de perfume. Enseguida dobla la rodilla y acciona la manivela, de modo que el agua rocía con perfume su camisa. Se estira y arrastra lentamente la bolsa por los cordones sobre las baldosas tras de sí. Su cara se muestra intranquila y hosca como siempre, aunque, después de haberse perfumado, parece algo aliviado. Con la yema del pulgar mete la otra moneda por la ranura de la puerta de una cabina. Con el movimiento acostumbrado empuja ahora la puerta; arroja la bolsa ante sus pies y la hace rodar hasta la pileta. Sin más preámbulos, entra en este refugio, empuja con los talones la puerta y se encierra dentro. Con ambas piernas hace rodar la bolsa hasta la pared. De rodillas, la desata y saca de ella un diario. Hoja tras hoja lo abre y lo extiende sobre las baldosas. Observa cómo el papel absorbe las manchas de humedad. Cubre y seca las manchas con otro diario. Las cisternas que en todas las otras cabinas sueltan el agua disimulan el ruido del papel. Se echa en el suelo a descansar. Recostando medio cuerpo y apoyado sobre las manos, observa todavía los dibujos y pinturas, los escritos y leyenda sobre las paredes a su alrededor. Después apoya el cuello y la nuca sobre la bolsa marinera. Como la cabina es demasiado corta para el largo de sus piernas, se recuesta sobre un costado y recoge las rodillas contra el cuerpo. Su postura es ahora la del que duerme en el tren en marcha.

En el esmalte de la pileta ve algo que él denomina su cara; en la conjunción de las baldosas del piso con el pie del inodoro ve los marrones grumos del aceite desinfectante; ve allí unos pelos cortos, afilados, y el pelusiento polvo sobre la parte trasera del grumo, lo que lo induce a soplar; ve entonces el esmalte saltado y un agujero para tornillo; ve que falta el tornillo. Despreocupándose de lo que pueda sucederle, con el brazo que cruje bajo una oreja, el hombre se hunde con la mirada en una opalescencia que se dilata y se ahonda y que se vuelca sobre él hasta que sus ojos se ponen blancos como el esmalte. "Duerme". Utilizando ambas manos intento el camino que va de la boca hasta la mesa. Después de haber tropezado con la mesa, el mantel de hule se pega a los dedos cuando levanto las manos, aunque la piel parece sudar sólo hacia adentro. La mujer que está sentada negligentemente sobre el banquito junto al fogón y se entretiene mirando la espalda del padre que mastica y la cara del hijo que traga pregunta monótonamente a la espalda del padre qué había dicho yo hace un momento. El padre, que hace crujir la corteza del pan entre los dientes, repite la pregunta antes de tragar el bocado y casi con las mismas palabras, sin por eso atemperar las antedichas crepitaciones, ensimismado y con la boca llena. "¿De quién era la carta?" podría haber preguntado yo. No obstante contesto preguntando en voz alta solamente si ya era tiempo de marchar. Esto me lo haría saber a su debido tiempo, me contesta mi padre con otras palabras, mientras debido a un catarro atravesado en su garganta vuelve en sí. A todo esto oigo caer una gota de agua sobre el fogón de la cocina, encogerse y hervir. Yo me estremezco. La mujer se levanta. Pero cuando llegué con las imágenes hasta el límite de la experiencia ello no me sirvió de nada. Yo estaba acostado en el aposento obscuro, entre los ciegos dormidos, despiertos, y no pude más hacerme imagen alguna de algo. Se presentaban el ruido de los cambios de marcha del tranvía, el ruido de los camiones de transporte haciendo su recorrido, el ruido de los trenes que se cruzan, y yo daba nombre a los ruidos que oía, y repetía una y otra

vez los nombres de estos ruidos, y atribuía los nombres de los ruidos a los nombres de las imágenes, y a los nombres de las imágenes los nombres de los ruidos que no oía; no obstante no podía hacerme una imagen de ninguno de ellos. Yo reflexionaba sobre las estaciones en las que las gentes se amontonaban mientras yo estaba aquí acostado, y no podía entenderlo; me acordaba de los tonantes y estrepitosos trenes que corrían por la obscuridad; de los refugios de las estaciones, de los bancos, del papel debajo del pan agitándose por el viento del tren que pasa, y tampoco podía entender esto. Me acordaba de los que dormían en los trenes, de las salas de espera alumbradas, de los que dormían sobre los bancos de las salas de espera, de los que estaban despiertos, de los que dormían en los baños de las estaciones, de los que— dormían y de los que estaban despiertos en los refugios de las estaciones intermedias, de los ojos abiertos de los que dormían, de los ojos cerrados de los que estaban despiertos, de la saliva sobre los labios de los que dormían, de las volubles imágenes y palabras en las cabezas de los que estaban despiertos y de los que dormían; de las gentes, de los seres vivos en los lugares donde estaban siempre, o de viaje; sin embargo yo no podía comprender más todo esto, pues estaba allí, ciego y despierto entre los ciegos, porque el tiempo, antes de que llegase el día se me hacía largo como un sueño, y porque pensaba sobre los acontecimientos y las cosas sobre las que uno puede pensar, como si de ellas existiesen tan sólo los nombres. Se me ha olvidado algo en la descripción. No. No ha sido dicho exprofeso. No; ha sido olvidado. No. No sé.., de qué.

La cara del padre Después que se describió cómo el padre vuelve del estanque; cómo desensilla el caballo; cómo lleva con sus propios brazos el pienso al establo; cómo, de espalda contra la lanza, conduce el carro hasta el lugar correspondiente en el granero, la descripción continúa con el cambiarse de ropa y después con el desayuno; pero una vez que se ha descrito cómo el padre toma el desayuno en la cocina, viene la larga descripción de su cara. Mientras tanto, él habla a su hijo para contarle algo. La cara del padre es descrita como de apacible aspecto. Mi cabeza está inclinada a un costado para que él pueda hablarme al oído. Oigo a la mujer, que, con el vestido recogido y casi sin tocar el suelo baja corriendo la escalera. Ahora no la oigo más. Se detuvo en un escalón y miró hacia abajo. Ve el ya descrito travesaño sobre el borde de la pared y la superficie inferior de las tejas. La oigo seguir caminando más lentamente; una de sus manos resbala tras ella sobre el pasamano, de modo que puedo oír el restregar de su piel sobre la madera. Ella ha olvidado algo. Algo ha sido olvidado en la descripción. Mi padre me cuenta algo. "Su cara parece endurecerse bajo su propia boca, que bajo el bigote suelta las palabras como agua, y su cráneo parece escuchar su propia voz". Al par que tiemblan las cejas salta la frente hasta el comienzo de la cabellera y borra así la superficie blanca por la protección del sombrero, y la verruga que tiene en el pliegue más alto se encoge en esta contracción; sin embargo, cuando baja otra vez las cejas y las aparta del nacimiento de la nariz como si fuesen corchetes, resalta una fisura vertical en la mitad de la frente, y las arrugas se ponen tirantes hasta convertirse en profundas grietas en cuyos bordes centellean las gotas de sudor; también la verruga marrón sobresale de entre los cabellos, y tras ella se reduce, poniéndose roja, la señal horizontal del sombrero. Sin boca ni mejillas que levantar, el padre escarba en los ojos con los huesos de los dedos doblados; mientras aparta una mancha negra que hay sobre el párpado, encima de la glándula lacrimal, y espanta una mosca de su

cara, la boca continúa relatando con el viejo tono inmutable. Apoya los codos sobre la mesa. Las mangas de la chaqueta se encogen más arriba de las mangas de la camisa. Coloca la cara entre los puños alzados. Los puños alumbran la cara. Como está alejada de la ventana, la cara también es alumbrada por el reflejo del sol sobre las paredes, de modo que los huesos parecen arder por dentro; la piel sobre el pómulo que se estira desde el borde inferior del ojo hasta el pabellón de la oreja, luce tersa como cada vez después de la afeitada. Los cabellos están todavía obscurecidos por el sudor y aplastados en franja sobre el cráneo. Sin embargo, debajo de la marca dejada por el sombrero han inflado un contorno almohadillado sobre el que el sudor ya se ha secado. De las orejas y de la nariz salen también pelos en mechones cerdosos. Si miras de cerca verás que las enmarañadas cejas se arremolinan en sus extremos exteriores contra los temporales. Por entre el bigote, donde habitualmente ves la profunda fisura vertical, baja un mechón gris hasta la mitad de la boca. Respirando profundamente, el hombre sorbe el labio inferior. Enjuga así la fina saliva que se va acumulando entre el labio superior y el inferior. Las palabras y frases que él ya ha formado en su garganta le salen ahora como por sí mismas, más secamente y mas bajo. Por último, tras cada frase, se le cierra y se le seca la boca. El hombre está sentado a la mesa en una silla; en medio de los puños levantados está su cara; las piernas, según la descripción, están extendidas, apartadas del cuerpo, y han sido empujadas transversalmente por debajo del banco hacia mí. El ha interrumpido la narración; algo le ha cortado el discurso. Ahora tira el aliento hacia dentro y lo vuelve a echar resoplando. Como si no hubiese pasado nada, estira los labios hacia adelante y habla con toda la cara. Ha comenzado a hablar, y con los hilos de su saliva ha retomado el hilo de su narración. Me cuenta por ejemplo, de su problema con el carro volcado y con la carga del forraje.

El objeto olvidado La viga ha sido nombrada. Los agujeros de las carcomas en la viga han sido nombrados. El serrín alrededor de varios agujeros de carcoma han sido nombrados. Sin embargo, algo ha sido olvidado. No; se lo pasó por alto exprofeso. Quizás los nudos de la viga. Los números escritos sobre la madera con el lápiz de carpintero. Las huellas rojas de la plomada en los cantos. Las colgantes virutas. Las bolitas de polvo en las telarañas. Las alas y los negros cuerpos de las moscas en las telarañas. Las vigas debajo del techo. Las estrías en algunos travesaños. Los petrificados restos de cemento en una teja deforme. Las hormigas sobre las tejas. Las endurecidas gotas de alquitrán sobre los travesaños. La hilera de carozos de guindas en la cara horizontal de la viga. La ya seca carne marrón sobre los carozos. No. Algo ha sido olvidado. Exprofeso, algo no ha sido nombrado. ¿En la viga? No. ¿En el muro? No. ¿En el suelo? No. ¿En los ladrillos? Sí.

La pérdida de los nombres Ruidos bajo el techo, de los que yo me daba cuenta, que yo notaba. Percibía ruidos y sonidos en la cocina. Ruidos y sonidos en el patio y en el establo, de los que me daba cuenta, que percibía. Algo que hablaba en la cocina; yo me daba cuenta; otra cosa bajo el techo en la alcoba, que andaba; otra cosa percibía yo, que andaba por la escalera; otra había andado por la escalera, por lo tanto algo había habido antes; algo había andado bajo el techo, junto al muro, y otra cosa se había sentado ante mí en la cocina, que había hablado, que hablaba todavía, que estaba sentada en la cocina, lívida, y yo me daba cuenta de ello. Algo se había dado cuenta de otra cosa; esto estaba sentado en la cocina y había notado lo otro. Pero había otra cosa que estaba de pie, inmóvil, en la escalera; que había andado rígida por la escalera; que se había parado en la escalera cuando subía, que se había parado cuando andaba y que había hecho ruido con la ropa y con los zapatos; que yo, necio, había tomado por verdadera. Algo había contado algo; algo más, que no era algo, había escuchado; a eso que había escuchado y que no era nada, yo, que no era nada, lo había escuchado, y, no obstante, no lo había tenido en cuenta. La casa había estado vacía. En las habitaciones había habido sillas y bancos, camas y mesas. En un vertedero había reventado una burbuja. A mí, que me había desprendido de todo y era otra cosa, todo esto me había asombrado y me había chocado, y yo me había sorprendido en extremo, y no había encontrado nombre para nada en la casa, pero sin embargo yo me había dado cuenta. Algo que era algo distinto de mí había subido y bajado por la escalera; de esto me había dado cuenta; algo me había contado, espiando en la cocina, una historia; de esto yo me había dado cuenta; sin embargo algo había escuchado, de lo cual yo no me di cuenta; esto no lo había notado. ¿El nido de avispas en los travesaños? Sí.

La ida a la iglesia Cuando la mujer volvió de su alcoba, preguntó si podíamos salir. Mi padre, levantándose, le comunicó que estábamos listos. Yo asentí a esta respuesta, y, como él, me levanté. Ella preguntó apresuradamente si yo quería llevar el bastón. Si yo había pensado llevar conmigo el bastón, medió el padre. Sí, me apresuré a aclarar. Sí, tradujo mi padre, en términos adecuados: yo quería llevarlo conmigo. Ella fue a mi pieza y trajo mi bastón. Se lo dio a mi padre, y mi padre me lo alcanzó a mí. Yo recibí el bastón y fui hacia la puerta, que ella mantenía abierta; mi padre vino tras de mí; la mujer salió la última a la galería y cerró tras de sí la cocina. Enseguida pasó al lado nuestro en dirección al portal y me dejó salir a la calle. Mi padre me siguió. Ella cerró también el portón y preguntó si habíamos olvidado algo. Nada, que yo sepa, aseguró mi padre; nosotros no habíamos olvidado nada que fuese de importancia. ¿El dinero para la ofrenda?, preguntó la mujer. Esto sí; esto, en verdad, lo había olvidado, concedió abiertamente mi padre. Ella sacó de su bolso la llave y abrió el portón. Fue por el dinero para la ofrenda, mientras nosotros nos quedamos parados y hablábamos. Después, no bien cerró nuevamente la puerta, ella bajó los escalones y entregó el dinero al padre; él metió el dinero en el chaleco, y se mostró agradecido con su silencio. Si por fin podíamos partir, preguntó ella cortésmente. El no sabía de nada que pudiera impedírnoslo, opinó mi padre, y el hijo mostró, como hijo, su inmediata conformidad con él. Ella miró a su alrededor; se colocó entre nosotros dos; nosotros caminamos a su lado; mi padre le ofreció el brazo; ella tomó el brazo de mi padre, que era su esposo; atravesamos el patio en dirección al camino y bajamos a la calle. El tiempo podría ponerse caluroso y pesado, expresó mi padre a mitad de camino, y nosotros, cada cual a su modo, manifestamos estar de acuerdo; yo dije que ya hacía bastante calor. iCómo será más tarde! agregó mi padre, mostrando cierta preocupación. El tenía pensado jugar a las cartas con los vecinos después de comer. Ella quería echarse a dormir un poco,

agregó la mujer por su parte. Ambos se proponían para el anochecer tomar un poco el fresco afuera. A todo esto, llegamos sin dificultad a la salvadora calle. Dirigimos a ella nuestros pasos y caminamos más rápido. ¿Pasaría los domingos el carro de la leche?, quise saber yo. De ninguna manera, repuso mi padre; según él tenía entendido ningún carro lechero circulaba los domingos. Sin embargo se oyen sonar los tarros sobre el entarimado del puesto, sostuve yo con firmeza. Así es, accedió mi padre. A todo esto, antes de que él tomase aliento para agregar algo a lo dicho, mientras andábamos a buen paso, nos encontramos con una mujer algo entrada en años, aunque ciertamente no fea, que iba por el otro lado de la calle en traje de domingo. Entonces mi padre se quitó el sombrero y saludó amablemente y en voz alta; ella contestó amable y suavemente el saludo y acotó, al pasar, que tendríamos un día caluroso y pesado. Seguramente, fue la respuesta de mi padre. Esos tachos sobre el tarimado, se dirigió inmediatamente a mí, están vacíos, ya que, con el calor, la leche se pondría agria para el próximo día. Entiendo esto, contestó sin inmutarme, por más que la explicación del padre me cayó mal, y sin esperar a más continué preguntando y me informé cuándo llegaría el ómnibus. ¿A cuál te refieres?, indagó mi padre. Bueno... al próximo, aclaré yo. ¿El de las diez?, inquirió él. El mismo, dije yo confirmando lo preguntado por él. El primero pasó ya a las siete, prosiguió entonces mi padre. El segundo viene, como había dicho, a las diez, después de la misa; cerca de las dos, según recordaba, pasa el tercero; no recordaba más el horario después del cuarto viaje; el último pasaría a las diez de la noche. Yo le di las gracias; un ciclista nos pasó zumbando y saludó; nosotros moderamos el paso y devolvimos el saludo. Mi padre le dijo algo, y el otro contestó. Sí, es cierto, dijo el ciclista por sobre sus hombros mientras se alejaba, y que lo mismo le había parecido a él cuando venía. Nosotros apuramos algo el paso; yo pregunté quién era el ciclista, y, como de costumbre, mi padre dijo su profesión. Apuramos el paso con prisa desesperante. A la entrada del pueblo se nos juntaron otros; después que ellos saludaron y que también nosotros saludamos, estuvieron todos de acuerdo y dijeron algo en consonancia con sus pensamientos. Sí, es

cierto, refirmó su opinión mi padre; él sólo podía ratificar lo que ellos habían dicho; eso no se le había pasado por alto. ¡Nada nos apura! me dijo levantando la voz y moderando mi prisa; que teníamos tiempo a nuestra disposición; que nadie venía a matarnos. ¿Quién diablos son estos hombres aquí? pregunté en voz alta. ¿Cómo?, exclamó mi padre sumamente extrañado. ¿No reconocía a estos viejos conocidos? ¿Había olvidado el sonido de su voz? ¡Por todos los santos!, enfatizó. Esto sí que le resultaba nuevo, casi que le hacía gracia de veras. ¿Cómo de buenas a primeras, me interpeló, se me podía ocurrir indagar respecto de personas conocidas? ¿Cómo es esto?, continuó diciéndome. Que dónde tenía yo la cabeza hoy. Adonde pretendía llegar con esto. Sí... bueno... me esforzaba yo por aclarar, con cierto laconismo, de modo que él, después de una pausa, no pudo sino abrir la boca con buen humor para contestar. Este es el herrador, respondió entonces; éste es el peón de la finca, aquél el barrendero. Yo agradecí con sobreabundancia verbal y saludé a los hombres; ellos me devolvieron el saludo mientras continuamos nuestro camino. Nosotros íbamos en el medio y saludábamos a derecha e izquierda a las gentes, que estaban parados despreocupadamente en las veredas a lo largo de la calle, hablando, y que nos saludaban mientras atravesábamos el pueblo hacia la iglesia, con el herrador, con el hijo y la hija del herrador, con el peón de la finca, con el barrendero y con la hija del barrendero. Los que pasaban saludaban primero; los que estaban parados contestaban el saludo; caminando, el saludo sonaba distinto que estando parado. De entre ellos, todos los que hablaban temían, suspirando y lamentándose de que, aunque no se diesen cuenta, el asunto podría llegar al punto de que cundiese su ejemplo, lo que no excluía la posibilidad de que hoy para mañana muchas cosas pudieran cambiar, sin que esto fuera realmente de extrañar. Quién era éste y quién era aquél eran mis incesantes preguntas, y quién el de más allá, que estaba con la bicicleta, y por qué había callado cuando justamente yo lo había tropezado. Que no lo conocía, aclaraba mi padre sobre este punto, y que también le era desconocido el de al lado, con la bicicleta; dos forasteros, suponía el, que posiblemente recorrían en bicicleta la

comarca. De la ciudad de Anhoh, decía para sí mismo, o a lo mejor de la ciudad de Krisch; no tenía idea de dónde salían esas caras. Sin pararnos íbamos por el pueblo, y doblamos para tomar la calleja que lleva a la iglesia; hablábamos entre nosotros y saludábamos a todos a derecha e izquierda, a los que estaban solos o en grupos y a los que estaban parados junto al muro. Sin titubear, subimos juntos la escalinata de la iglesia. Deferentemente, mi padre cedió el paso al herrador; primero, entonces, entró éste de la mano del hijo y de la hija; con la esposa y con el hijo seguía después el señor Benedikt, y a él le siguieron el barrendero y la hija del barrendero; por último, entró solo el peón de la finca. Todos llegábamos tarde al oficio; sin preocuparse por eso, las mujeres se dirigieron enseguida hacia el lado de las mujeres y se ubicaron en el lugar alquilado allí. Los niños se dirigieron a los bancos de los niños; a los hombres, en cambio, les pareció más apropiado quedarse de pie bajo el coro. Si mi ojo, clamaba justamente en ese momento el pastor desde el pulpito, me escandaliza, debo arrancarlo sin fin, donde —me apostrofaba— aullaré espantosamente y haré rechinar los dientes, hasta que yo, que presumía y me jactaba de mis riquezas y pasaba por el mejor de los hombres, abomine del cuerpo por remordimiento y pena, y clame al cielo. Por los siglos de los siglos, afirmó.

El hombre de la bolsa marinera Ya despierto, el hombre se incorpora y se toca con las manos las puntas de los zapatos. Se dobla adelante y atrás. Ahora levanta con más agilidad la bolsa marinera del suelo. Alguien aporrea la puerta otra vez. El hombre pone en el suelo la bolsa marinera y de ella desentierra el paquete de cigarrillos; sus dedos arrojan después el paquete contra el piso. Sus labios aprietan un cigarrillo y lo sacan torcido del paquete. Sin levantar las manos con los dedos hasta la boca, se recuesta contra la pared lateral del baño y fuma. Alguien golpea y da fuertes puñetazos en la puerta. La colilla chirria en el agua del inodoro. El hombre recoge los papeles del suelo, los hace un bollo y los empuja con el zapato dentro del inodoro. Tira la cadena. Sale con la bolsa marinera colgando del brazo doblado. El de afuera lo mira. A causa del ruido de la cadena, no se entienden las palabras. El hombre no contesta ni mira atrás. En la pileta se limpia el polvo de las manos; ha salido de la cabina; sale de los baños; sale de la estación.

Visión del muro "Mientras uno conducía al otro", decía en un lugar, "los hermanos ascendían frecuentemente la empinada escalera de caracol de la torre de la iglesia hasta llegar al campanario". Detrás de las tumbas, se pueden ver en la puerta inferior del muro las marrones, oxidadas estrías hechas por la lluvia; arriba, encima del coronamiento, las espaciadas tejas del cobertor; bajo el alero los gruesos travesaños; entre el tejado del muro y el muro, como una raya longitudinal, el cielo; contra la franja de cielo, el ondulante y agazapado deslizarse de la gata. La gata. Veo a la gata tragarse el cielo en su deslizarse. Veo caer una piedra del contrafuerte del muro. Veo las gallinas escarbar en las tumbas. Veo una mujer andar por el cementerio. La baranda. Yo me apoyo en la baranda. Apoyo el pie sobre el listón de abajo. Levanto, la otra pierna. Me siento del todo sobre la baranda. Abarco con los dedos el listón de arriba. Escupo hacia abajo sobre la mujer. La mujer. La mujer lleva una jarra: A la izquierda lleva un florero. Extiende su gran mano sobre el florero. No veo el fondo del florero a través de la mano. El fondo del florero. El fondo del florero está cubierto con pegotes negros de pétalos de flores podridos. El agua reflota los restos de los pétalos. Las partículas de los restos remolinean en el agua. Ella lleva y pasea el florero y la jarra entre las hileras de tumbas. El segundo salivazo rocía el aire como el primero. La mujer deambula imperturbable entre las tumbas. Coloca la jarra sobre el pedregullo. Coloca el florero sobre la repisa; saca el florero de la repisa y lo pone en el suelo. Saca de este florero un ramillete de tallos ennegrecidos. Vuelve la mano hacia abajo. Restriega el dorso de la mano contra la nariz. Olfatea. Huele el agua semipodrida, los

pétalos marchitos, las corolas podridas de las flores. Frunce la cara en torno de la nariz. La baranda Yo cabalgo a horcajadas sobre la baranda. Golpeo con los talones los barrotes. Me inclino hacia adelante. Estiro una pierna afuera. Alcanzo con los dedos del pie la saliente del muro. Hago balancear la otra pierna hacia afuera. Yo estoy parado con ambas piernas sobre la saliente del muro. Estoy parado del otro lado de la baranda. Me paro sobre el muro y miro hacia abajo. La mujer. La mujer va hacia la fuente. Rocía con el agua verdosa las flores amontonadas. Llena el florero. Vuelve atrás. Las gallinas se apartan al trotecito. Ella levanta y endereza su jarra. Ella va hacia la tumba. La lápida. Yo me arrodillo. Me arrodillo sobre la saliente. Me deslizo sobre las rodillas. La mujer. Avanzo con los talones. Con los dedos de los pies me deslizo hacia abajo. Me deslizo de rodillas desde la saliente. La mujer. Yo estoy suspendido en el aire, con las manos me tengo de los barrotes. ¡Oh! Estoy colgado del muro. Con la punta de su vestido, la mujer limpia el polvo de la lápida. Con el vestido limpia el polvo de la inscripción. Suelta de su mano el estrujado vestido. Nos mira desde abajo. Tú ves sobre el vestido las grises marcas de las letras. Nuestro querido hermano Matthias Benedikt. La liturgia Pero cuando ellos arrastran el cerdo adentro del patio, el cerdo gruñe. Se necesitan cuatro hombres para arrastrar el cerdo adentro del patio: uno por cada pata. Cuando el cerdo gruñe las gallinas revolotean, la arena se arremolina por el rasguñar, se exaltan y arremolinan las gallinas en el tejado; con la aspereza del graznido de la corneja la gata maúlla sobre el tejado de la galería. Si las aves de corral gritan, resuenan en el establo las cadenas de las vacas.

Con las piernas afirmadas contra el marco de la puerta y contra el muro, dos hombres arrastran al cerdo por la salida de la pocilga; a la puerta de la casa, los niños esperan. Un largo cordero está en la marmita en el centro del patio. El cordero en el centro del patio humeará debido al agua hirviente. Dos hombres por las pezuñas traseras; estirando, batiendo el cuerpo del cerdo, entre las propias piernas tensas y entre las piernas de los hombres que se apoyan y forcejean. ¿Quién cierra los oídos? Nadie se cierra los oídos. De la pared de madera del granero sobresale el arco de acero. Una oruga peluda cae de los vidrios de las ventanas del establo, y el aro rueda tambaleándose por el patio. Pero cuando cuelga sobre el cordero, el cerdo calla, se cierran los picos de las gallinas, las uñas de las gallinas arañan la galería, los niños aguzan la mirada, la gata acecha entre las gallinas, el aro de acero se vuelca sobre un costado, su ruido suena sobre la piedra, rechinando las cadenas de las vacas. Un hombre hace a otro una seña con un ojo. Entonces vuelan otra vez del tejado las gallinas, la oruga repta sobre el vidrio, el humo se eleva blanco y espeso hasta los ojos de los hombres. He aquí el cordero de Dios, había dicho el sacerdote, he aquí el que quita. He aquí el cordero de Dios, había repetido, he aquí el que quita los pecados. Y por tercera vez había dicho: he aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo. Cuidando de que no sonase, el acólito había levantado de la alfombra la campanilla; tres veces había doblado hacia atrás por la muñeca de su mano, y tres veces había movido bruscamente hacia adelante la muñeca con la campanilla; tres veces el golpear del badajo había señalado el tiempo. Hecho esto el acólito no depositó en el suelo la campanilla. Cuidando de que no sonase, con los dedos de la otra mano tomó el badajo y lo mantuvo vertical; pero cuando el sacerdote dobló la rodilla, el acólito sonó por cuarta vez. Con cuidado colocó entonces nuevamente la campanilla sobre la alfombra y giró la cabeza hacia el otro acólito; el otro estaba arrodillado a su izquierda, un escalón más abajo; como una sola persona se apartaron del escalón; como una sola persona se levantaron de la alfombra, y al mismo tiempo, con las manos juntas y las puntas de los dedos apoyadas contra el mentón, fueron al

encuentro. Se volvieron completamente hacia el altar, y doblaron la rodilla ante el altar; después de hecho esto, dirigieron sus miradas hacia la cúpula y adelante hacia el pueblo, y, en diagonal hacia la izquierda y hacia la derecha, como una tijera que se abre, ambos dirigieron entonces sus pasos hacia el comulgatorio. Después, mientras ellos, estirando al mismo tiempo los brazos en dirección recíprocamente contraria, dibujaron un semicírculo y trabaron las puertas del comulgatorio, formando así un espacio de cercado en el sector del altar, el pueblo, en gran cantidad, con los brazos cruzados sobre el pecho, las cabezas inclinadas hacia el suelo, se fue acercando desde las naves de la iglesia; mientras tanto, con el copón y la patena, mirando de costado y por precaución a la alfombra, el sacerdote había descendido también los escalones y se había encaminado hacia el pueblo. Cuidadosamente, los ayudantes del sacerdote habían estirado sobre el comulgatorio los paños dibujados y bordados; la negra hilera del pueblo había caído de rodillas ante el comulgatorio; el sacerdote, mientras caminaba juntando una pierna a la otra, iba depositando sobre las lenguas del pueblo los pedacitos del pan. Después ocurrió lo siguiente: inclinado, con las gargantas que deglutían, el pueblo volvió a las naves. Los ayudantes del sacerdote doblaron nuevamente los paños y los retiraron del comulgatorio. Haciendo otra vez un semicírculo en dirección recíprocamente opuesta, desatrancaron el cercado. El sacerdote había vuelto con su instrumental al altar; una vez ahí, había limpiado el copón con un pañuelo y lo había introducido en la casillita. Después pasó lo siguiente: las dispersas partes del pueblo ocuparon, tranquilizadas, los vacíos en los bancos; las arqueadas lenguas lamieron los restos del pan adheridos al paladar, mientras tanto, los acólitos, con las manos juntas, habían seguido con presurosos pasos al sacerdote hasta el altar. Como una sola persona doblaron la rodilla ante la escalinata del altar. Se apartaron hacia los lados, y con las manos juntas bajo el mentón se dirigieron a sus respectivos lugares. Uno fue hacia la derecha al nicho del muro, el otro hacia la izquierda a su lugar en el escalón más bajo. Pero después de esto —sin mentir— ocurrió lo siguiente: de la hornacina del muro, el de la derecha tomó

las jarras del vino y del agua; por un costado subió de prisa los escalones; con el vino y el agua cubrió los dedos del sacerdote puestos sobre el cáliz; inmediatamente, el de la derecha se levantó y fue en línea recta hacia el libro; con cuidado, como el sacerdote cuando iba con el copón hacia el pueblo, bajó en diagonal, llevando el libro en su atril. Pero después ocurrió lo siguiente: en el medio, el acólito se encontró con el otro, que volvía del nicho en la pared con las manos vacías; se arrodillaron; el de la derecha fue hacia la izquierda; el de la izquierda subió en diagonal hacia la derecha y depositó la carga sobre el altar. Con las manos vacías bajó inmediatamente en línea recta, y los dos al mismo tiempo se recogieron las vestiduras y se dejaron caer de rodillas. El sacerdote, de ello no cabe duda, fue a la derecha hacia el libro y recitó el versículo del día; con la intención de decir algo, volvió al medio; dominus vobiscu, dijo el sacerdote al pueblo; et cuspiritu tu, respondieron los acólitos en nombre del pueblo. Después, el sacerdote, lo digo y lo escribo, fue nuevamente a la derecha hacia el libro; allí leyó la última oración; se dirigió otra vez al medio; ellos repitieron rápidamente sus palabras; el sacerdote besó rápidamente el altar, y, de cara al pueblo, con un amplio gesto les dio la despedida. De nuevo se dio vuelta el sacerdote hacia el altar, volvió a darse vuelta, y, con los brazos abiertos, bendijo al pueblo y a los acólitos. Después de esto se levantaron todos; el acólito de la derecha subió decididamente hasta el libro; el de la izquierda se dirigió al centro; el del libro bajó en diagonal; también el sacerdote (así ocurrió) fue hacia la izquierda; allí dijo algo; del lado izquierdo, su ayudante contestó aprobatoriamente su discurso; después bajó, se puso de pie a la izquierda; también el sacerdote estaba a la izquierda, de pie; a la derecha estaba de pie solamente el de la derecha. Algo tuvo que haber sucedido: el pueblo, todo junto, se había levantado ya antes de los bancos; por un momento se zarandearon arena y grava en la cibra; una vez hincaron todos la rodilla; el sacerdote cerró el libro y fue hacia el centro; el de la izquierda trajo el libro, el de la derecha el birrete. Los tres al mismo tiempo, con la cara dirigida a la cúpula y apartada del pueblo, y con pasos medidos, bajaron del altar; se dieron vuelta; como si fuesen

uno, doblaron los tres las rodillas dentro de sus vestiduras; el de la derecha alcanzó el birrete al sacerdote; el sacerdote se lo puso en la cabeza. Nuevamente se dieron vuelta hacia el pueblo; el de la derecha tomó la delantera; a éste le seguía, pisándole los talones, el de la izquierda, con el libro recostado sobre el pecho; con parte del utillaje, que movió un par de veces ante sí, el sacerdote salió tras ellos; sin embargo no ocurrió nada. Je k smerti obsojen; empecé a leer el extraño dialecto en el lugar donde estaba parado; úseme te kris na suoie rame; continuó diciendo mi hermano ante la segunda estación; pade prauisc pord krisham, agregué yo; srezha svoie shalostne mater, prosiguió él; pomagh krsh hnositi, seguí diciendo; poda petni pert, añadió él; ¿pade drugesh pod krisham? pregunté: yo; ¿trshta te Jerusalemske shene? preguntó él a su vez; pade trekish pod krsham, seguí yo siempre adelante; je do nasiga sliezhen inu jemo so te grenki shauz piti dali, prosiguió él; po na krish perbit, seguí; je pouisha n inu umeria na krishu, repuso él. Je od krisha dou uset inu na roke María poloshem, finalizó él. ¿Has oído? Ya lo dejamos atrás, dijo él. Lo he oído, dije yo. No llegan hasta aquí, dijo él. Se reservan para las ciudades grandes. Lo he oído, dije yo. ¿Qué?, pregunta mi padre. El ómnibus, digo yo. A las diez en punto, dice mi padre.

La ordenada salida de la iglesia El pueblo empuja hacia la salida. No obstante sólo una hoja de la puerta está abierta. Cómo podrá entonces el pueblo pasar en orden por ese espacio. A ambos lados de la puerta hay dos pilas de piedra. Sin rociarse los dedos en el agua, el pueblo no saldrá por la puerta. El pueblo empuja hacia la salida. Uno de entre el pueblo se dobla ahora contra la hoja cerrada de la puerta; pero como los otros empujan, el hombre es apretado tan fuertemente contra la puerta que ya no queda espacio libre para que con su brazo y con su mano pueda sacar el cerrojo vertical de su ranura en el suelo. En medio del pueblo que empuja, el hombre es finalmente empujado por la mitad abierta de la puerta al aire libre. El pueblo se amontona a la salida. Mientras tanto los brazos del pueblo se estiran hacia las pilas; los brazos de las mujeres hacia la derecha, los brazos de los hombres hacia la izquierda. ¿Cómo podrá uno que está en el medio mojarse con el agua los dedos de la mano? Ni puede llegar al de un lado por sobre las espaldas y las cabezas de los hombres, ni a la del otro lado por encima de los respingados cabellos de las mujeres; debido a los apretujones del pueblo tiene los brazos pegados contra el cuerpo; no parece mover los pies hacia adelante, sino que el lugar en el que está clavado parece llevarlo en el andar y arrastrar del pueblo. Otro, sin embargo, que se apoya con la rodilla contra la hoja cerrada de la puerta, consigue sacar el cerrojo de su ranura en el suelo. Sin embargo, la hoja de la puerta presiona en contra de él. ¿De qué le vale entonces haber soltado el cerrojo de su muesca, si el pueblo que empuja y empuja le impide abrir la puerta? Quizás esto se deba a que alguien quiere entrar en la iglesia. Con la cara y el cuello dirigidos hacia la abertura, espera él ante la puerta cerrada y aprieta inútilmente la espalda contra la compacta multitud del pueblo. No bien pone el pie en el umbral le empujan hacia atrás rodilla y hombros. Aunque podría gritarle fácilmente al otro que está en medio del pueblo lo que tiene que decirle, respeta lo sacral del lugar y sigue callando y se muerde los labios jadeando por entre los dientes. El pueblo empuja hacia la salida; esto ocurre con frecuencia

en este lugar; dos que están dentro, fuertemente apretados contra la hoja cerrada, horadan la avalancha de los otros y se abren paso desde el costado hacia la abertura; también los que sumergen su mano en la pila, con su tozudez obligan a la multitud del pueblo a detenerse. ¿Cómo podrá de esta forma el que desde fuera quiere entrar un poco hacer llegar a tiempo la noticia al otro que está en medio del pueblo? ¿Cómo podrá el que está en medio del pueblo levantar el brazo y hacer señas para ser visto por el otro? Siempre más se aprieta el pueblo en ese lugar, enjambre de moscas sobre los ojos de un caballo. Mientras tanto, algún otro consiguió hacer un poco más de espacio con la puerta en el ámbito de la iglesia. Sin embargo ahora seguramente viene desde afuera más gente, que con hombros y manos intenta mover la hoja de la puerta hacia adentro. A pesar de ello, solamente hay uno que desde afuera empuja la puerta. Los blancos puños de las camisas, que para poder rozar la pila forman una red ante la salida. Atrás, el pueblo comienza a murmurar contra el hombre que quiere entrar fuera de tiempo. El ómnibus llegó a las diez en punto. Entre semejante algarada el hombre no lo oyó partir. Hasta la parada ante el cine hay que contar tantos o tantos minutos. Mientras tanto, los pasajeros pueden bajar. Uno que los ve descender, necesita tantos o tantos minutos para llegar a la iglesia, si va corriendo. ¿Podré este hombre que ahora empuja inútilmente hacia dentro comunicar a tiempo lo que ha visto? El pueblo empuja hacia la salida. Al que está en el medio le salta el sudor en las cuencas de los ojos; los dedos de otra mano mojan sus dedos; él arranca ahora su propia mano del apretón y se moja la frente; sacude después violentamente su mano sobre la frente y sobre los cabellos y la mantiene sobre su cabeza; con una seña podría ahora hacerse notar. Una mujer que estaba junto a él le puso el agua en los dedos. ¿Quién era esa mujer que estaba al lado del ciego? ¿Podrá él con su ayuda llegar a tiempo afuera? Como ya no puede más doblar el brazo, lo deja alzado sobre los hombros. Siente enfriársele la piel de la espalda. Entre los empujones del pueblo, él siente bajo la piel el escalofrío que viene de la agreste, ardiente carne. Por el peso del cuerpo se le doblan las rodillas; las cuencas de las rodillas y de los pies comienzan a

escocerle intensamente. Las puertas —piensa él— son, en caso de incendio, para abrir hacia afuera: pero hay que tener en cuenta otros casos. Arremete con todo el pescuezo y empuja hacia la salida. ¿Podrá el pueblo llegar afuera, al aire libre, antes de que...? Yo tropiezo con la puerta. Ella levanta mi bastón del piso de piedra. Ella lo alcanza al padre. Yo agradezco. Mi padre me lo alcanza. El comenta una palabra del sermón del sacerdote. Sí, pero junto a él hay alguien que tomar en consideración. Esto, ciertamente, lo reconoce. Charlando bajamos los escalones a la sombra del alero hacia el sol.

La matanza del cerdo "El cerdo es ahora sumergido en la batea y revolcado en el agua hirviente. Después se le afeitan los pelos con el cuchillo. En el borde de la batea queda, junto con los pelos, la grasienta suciedad adherida al cuchillo."

La publicación de las ordenanzas en la plaza del pueblo El hombre que baja la escalinata, con el pulgar sobre la dobladura de la hoja y los otros dedos por debajo de ella, viene a comunicar las decisiones de la administración pública al pueblo que continúa afluyendo por la calleja de la iglesia. El se apoya con el codo en el ángulo esquinero de una casa. Levanta la rodilla y se sienta sobre el talón que ha colocado detrás de su cadera, encima del zócalo de la pared. Su pulgar izquierdo está enganchado en el último agujero de la chaqueta. Es un hombre todavía joven. Desde la elevada piedra, que es su sitio habitual, puede ver la calle por sobre las caras que le observan con curiosidad, así como esas anchas franjas a ambos lados de la calzada, y que están todavía pringosas a causa de la lluvia caída la noche anterior, y por la cual han pasado niños y adolescentes que parecen haberse puesto de acuerdo para estampar sus leyendas sobre el metal y los cristales de los coches allí estacionados. "Se ha observado últimamente que adolescentes y niños permanecen día tras día sin vigilancia alguna. Andan sueltos por el pueblo y con frecuencia cometen desmanes. Pintan palabras y dibujan en las paredes del cine". Cuando el hombre levanta la cabeza, ve por encima de las caras que le observan y detrás de los niños y adolescentes, que se han dado vuelta hacia donde él está y le miran, la ennegrecida pared del cine con las relumbrantes y espejeantes vitrinas, y delante del edificio la amarilla chapa de la parada de ómnibus, salpicada con barro ya seco. "Contra el poste de la parada hay apoyada una bicicleta blanca y roja, salpicada con barro ya seco, una flecha blanca sobre el cuadro rojo, algo oxidada, una bicicleta de paseo con la cadena desgarrada, sin luz roja en el guardabarros, el timbre sin tapa, el asiento gastado"; un niño que pasa da un puñetazo en el asiento de la bicicleta. El oye ladrar quedamente a los perros en los autos cerrados. "Muchos de los que vienen al pueblo para asistir al oficio

religioso acostumbran tener desconsideradamente encerrados en los autos a sus perros; éstos saltan entonces contra los cristales, y, con sus ladridos perturban la tranquilidad del domingo, o se esconden bajo los asientos para que no les dé el sol, y aúllan y lloriquean, ocasionando molestias a los pobladores". Cuando se abren entonces las puertas, el auto huele a agua en descomposición y los ojos del perro están inyectados en sangre. Primero se deja al perro salir un poco, para poder airear el auto; el animal se arrastra un poco alrededor del coche, donde hay sombra y se echa en tierra. Sólo después de un rato toma nuevamente aliento con la lengua afuera. Aunque las puertas del auto ya están abiertas, se nota todavía el olor del descompuesto líquido vertido; el dueño y la mujer del dueño agitan las puertas del auto para hacer entrar aire. El cuero del asiento trasero quema los dedos; de aquí concluyen ellos que ha sido teñido con un color demasiado obscuro. El perro pasa por encima del que ya está sentado y se acomoda otra vez en su sitio. "Se llama la atención sobre esto". El hombre, al tiempo que aparta su mirada de las caras que le observan con curiosidad, pasa la hoja de la derecha a la izquierda y cambia de talón detrás de él en el zócalo y lee sobre la dobladura de la hoja la última ordenanza, parte ésta que anteriormente tapaba su pulgar. A esta altura le interrumpe un silbido. Un silbido perturba la reunión. Es el único de los presentes que mira hacia el lugar de donde provino el silbido; todos los otros miran hacia él; también los del auto bajan los cristales y miran hacia él; hasta los de las últimas filas se tragan sus murmullos y miran con curiosidad hacia él; asimismo quienes ya se iban dispersando para volver a sus casas hacen silencio en su marcha y vuelven las cabezas hacia él. ¿A quién se llamó? ¿A quién se le comunicó algo? ¿A quién de los allí reunidos iba dirigido este silbido? Quien va caminando se detiene. Quien está parado se da vuelta para poder ver al que ha silbado. Quien no puede alcanzar el cine con la vista a través de la multitud pregunta a quien está delante suyo quién ha silbado. Solamente el hombre apoyado sobre el pie

contra el zócalo ha mirado en dirección al lugar de donde partió el silbido, pero como él, por decirlo con una imagen, sólo puede reconocer las huellas de su pulgar, no sabe quién ha silbado. El que no ve queda librado a las informaciones de los otros. Sentado en el coche, se inclina adelante y presta atención a las preguntas y a los rumores. Por fin, el que ha sido llamado contesta con el mismo silbido. El que silbó primero grita al otro extremo de la calle la razón de su llamado. Ya voy, contesta el que fue llamado. La reunión se organiza otra vez. El mundo ha seguido no obstante girando. Las caras vuelven a mirar al hombre que está sobre la acera, quien busca con los dedos las palabras sobre el papel. "Toda perturbación de este tipo queda prohibida de ahora en adelante" continúa leyendo. Dobla el papel sobre las rodillas y se sacude el polvo de la espalda. Cuando entonces se pone en movimiento la muchedumbre, se abren brechas en ella. Las brechas se siguen abriendo hasta alcanzar las vacías franjas que se agrupan en marrones bandadas de este lado y del otro de la calle. Las ventanas de tos autos se levantan espejeando delante de las caras. Los motores trituran el aullar del perro, cuyo cálido aliento va a dar contra la pantorrilla del que está sentado. El dueño del auto, a su lado la mujer del dueño, en el asiento trasero los tres ocupantes que fueron invitados a viajar con los otros dos. Al precipitarse el coche del aparcadero a la calle, los cuerpos son impulsados de los hoyos de los respaldares hacia adelante otra vez.

El relato de la hermana Mi hermana dijo que yo quedé ciego aquel día de noviembre. Subiendo y bajando por la nieve, dos miembros de las fuerzas armadas me habrían traído al pueblo desde algún lugar en un vehículo militar. Habría sido ya al caer la noche. Mientras ella estaba ocupada con el espejo, la luz del vehículo que se acercaba lentamente, tambaleando por los brincos del coche había descrito un círculo en el techo de la habitación.

El hombre de la bolsa marinera Debe haber perdido este ómnibus. Antes de llegar al lugar debe haber visto cómo el ómnibus partía. Debe haberse parado y observado la partida del coche. Seguramente no corrió. Ni siquiera debe haber prestado atención a la partida del ómnibus. Debe haber caminado por la ciudad con la cabeza gacha, persiguiendo con la punta de los zapatos su propia sombra. El conoce esta ciudad. Ha estado aquí con frecuencia. Seguramente no ha olvidado las calles. Tampoco debe haber olvidado la salida de la ciudad. Camina por la ciudad sin preguntar a la gente por el camino. Debe haber andado en silencio por la ciudad, sin ponerse el sombrero, contoneándose según la bolsa se agitase a un lado o a otro. Quizás alcanzó las afueras de la ciudad antes de tiempo, y, con el brazo apoyado sobre el puesto de la leche, aguardó por el carro lechero. Hace mucho tiempo que conoce al conductor del carro; muchas veces fue a la escuela sentado entre los tachos, usando como almohadón —si no miente el relato— la cartera escolar. Como esto fue mucho tiempo atrás, el conductor seguramente no lo reconocerá; de todos modos tendrá que parar para recoger los tachos y cargarlos en el carro. El ayudante del conductor ayudará al conductor; el hombre de la bolsa marinera observará a ambos durante su trabajo. El hombre no conoce al ayudante; tampoco el ayudante conoce al hombre que, con el pie sobre el tablón más bajo del puesto de la leche, mira en silencio cómo ellos levantan los tarros sobre la planchada del carro. El conductor tranca la puerta trasera; al mismo tiempo, el ayudante del conductor empuja por encima de sus rodillas, hasta colocarlos en el puesto, los tachos vacíos que estaban en la calle; bajo el inquieto moverse de las miradas de los otros, el hombre de la bolsa marinera permanece mientras tanto en silencio. El conductor ocupa el asiento delantero; el ayudante salta al carro por el otro lado. Mientras este se limpia en los pantalones la leche que tiene en los dedos, el conductor saca los brazos de la chaqueta; no la cuelga, sin embargo, tras de sí, en los ganchos, sino que, como se le desliza libre por la espalda, él se apoya con fuerza contra el

respaldo y ajusta el bulto que hace la tela de la espalda. Ya se lo hemos visto hacer muchas otras veces. Después da un toque con el brazo al ayudante; el ayudante lo mira, el conductor, sin mirar al hombre, arquea las cejas; entonces el ayudante mira hacia el hombre. iEh!, interpela lacónicamente el ayudante al hombre. El hombre menea la barbilla y sonríe; se acerca; el ayudante le abre la puerta; el hombre sube; coloca la bolsa marinera entre sus rodillas. Antes que sea la hora, parte entonces con el carro lechero. Se sienta en silencio junto a los otros dos; con la cabeza caída sobre el pecho, algunos minutos después está durmiendo. Por la mañana, la cabina del coche no habrá estado hirviente como ahora. El carro para en cada puesto; el conductor y su ayudante colocan los correspondientes tachos, los pasantes que pasan ante la cabina abierta de par en par no dejan de notar la presencia del hombre sentado derecho. El ha cerrado fuertemente los puños apretando el cordel de la bolsa marinera. También ha cerrado la cara.

El perro ¿Te estás quieto?, refunfuña la mujer del dueño. ¿Te estarás tranquilo?, pregunta ella. ¿Te quedarás ahora, por fin, tranquilo?, aclara ella su pregunta. ¿Te quedas quieto, por fin?, pregunta ella irritada. Quédate quieto, ruega ella. Quieto.

El hombre con la bolsa marinera Más tarde se habrá vuelto caluroso en el carro. Como las zumbantes alas de un insecto habrá temblado la negra cabeza de la palanca bajo la mano del conductor. El ayudante habrá prendido un cigarrillo con el espejo ustorio; con este cigarrillo habrá después encendido otro cigarrillo y colocándolo entre los labios del conductor. El humo habrá despertado al hombre que dormía, aun si no hubiese dormido le habría hecho levantar. El habrá pedido que parasen el carro. Después, sin decir gracias, habrá descendido de la cabina. Esto habrá tenido lugar en la carretera, más o menos a la altura de un desvío. Mientras estábamos en la iglesia, él habrá tomado ya por este desvío a lo largo del arroyo, atravesando la garganta. Mientras nosotros descendemos aquí, y estamos aún hablando con el dueño y la mujer del dueño, él ya habrá dejado atrás el camino que atraviesa la garganta. Cuando nosotros subimos por el camino en dirección a la finca, él habrá llegado ya a la otra calle. Y mientras nosotros, ahora ya ante la entrada del cortijo, nos damos vuelta a causa de unos ruidos, él ya habrá levantado decididamente la bolsa, y, meneando la cabeza, habrá subido jadeando el camino tras de nosotros y gritando mi nombre. Los domingos no circulan coches de carga.

La muerte de la madre Dijo mi hermana que en aquel entonces, cuando murió la madre ella vio a la enferma sentada en la silla mecedora, allá arriba. La mujer había estado mirando hacia el patio por entre la balaustrada de madera tallada. Se había inclinado cuanto pudo hacia adelante, y, con la cabeza estirada en esa dirección y la mano sobre la frente, la espiaba por entre las barrigudas tallas. La muchacha vio correr un niño por detrás de la mujer; yo habría sido ese niño. No lo recuerdo, dije yo. Lo recuerdas muy bien, dijo mi hermana. Yo te vi correr, dijo ella. Cuando yo escapé, ella vio caer de las hendiduras del piso tallos de paja y granos de maíz; las tablas del corredor habrían crujido bajo los pasos. Ella habría colgado la cesta de la pared del establo, v desde allí habría llamado a la mujer. Ella fue hasta allí y reproduce sus gestos y cómo había llamado. La enferma no había comentado nada sobre el asunto; sin quitarse las manos de la cabeza, espiaba ansiosamente abajo, al patio, a través de las molduras; desde abajo, la muchacha, por más que se puso de puntillas, no pudo ver más que las manos y los ojos acechantes. Cuando las gallinas, cacareando con sus cuellos engolados, se lanzaron del granero abajo,.ella corrió entre ellas a la casa. En la galería perdió un zapato; volvió sobre sus pasos dando saltos y con la mano se lo puso en el pie mientras continuaba andando. Subió corriendo los escalones, pero cuando cayó de rodillas, no oyó por arriba de ella, en el corredor, volcarse la silla mecedora; tampoco oyó, dijo ella, el otro ruido, el de la silla al caer. No miró entonces hacia la mujer que estaba tendida, dijo ella. Se ocupó, más bien, en primer lugar de levantar la mecedora caída, y estiró cuidadosamente las mantas encima. Me mostró cómo había levantado la mecedora. No me acuerdo, dije yo. La madre estaba arrodillada sobre las tablas; había apretado la cara contra un agujero de la madera. Vomitaba entonces, al parecer, a través del piso del corredor, abajo, sobre las gallinas. Metió los dedos, dijo mi hermana, entre dos hendiduras de una tabla e intentó arrancarla del envigado, mientras, estirando con este objeto su cuello, golpeó el suelo con la huesuda

frente. La muchacha estaba de pie con rostro ausente; acomodaba y acariciaba las mantas sobre la perezosa. Al principio ella no veía que la mujer vomitaba, dijo mi hermana; ella no se movió del sitio; yo observaba a la mujer, que mientras se encogía y se estiraba en el suelo, vomitaba abajo sobre las gallinas por el agujero de la madera. Mi hermana re produjo los movimientos con que la mujer había vomitado. No fue echada de espaldas, dijo ella; sino que más bien, allí donde estaba encogida y eructaba, se le separaron de un golpe las piernas que pataleaban; la mujer puso el pabellón de la oreja contra el agujero de la madera y atendía con cara tensa el cloquear y protestar de las gallinas. Los ojos se le saltaron de la cara; por las mejillas le corrieron los vomitados bocados del almuerzo. Ella miró de reojo sobre el cuadernillo de la novela que estaba junto a sí. No junto a sí, dije yo, sino al lado de su cuerpo. ¿Qué pasó?, dijo mi hermana. Habla. ¿Qué pasó? No me acuerdo; ni de las cebollas que colgaban por encima de la madre, en ristras, para secarse, y que se balanceaban impelidas por el viento; ni de las preguntas de la muchacha, que se había inclinado sobre la madre y que le había sacado los dedos de entre las hendiduras de la madera. Las cebollas coleaban aún por el golpe que dio la mecedora al tumbarse, dijo mi hermana. Las sombras apenas habían avanzado algo. Ella saltó de la empalizada donde estaba sentada, y contó y representó cómo había arrancado las manos de la mujer de entre las tablas. Así dijo ella, y se estiró el cabello caído sobre la cara; por entre los mechones me miraba. Yo permanecí sobre el listón más alto de la empalizada, y apoyé el brazo sobre el poste; una y otra vez levantaba yo los hombros y miraba desconcertado a mí alrededor. No sé, dije. ¿Qué tiene, en definitiva, que ver este suceso con la historia? Gregor Benedikt es un mentiroso.

La inscripción en el muro A aquél cuyo nombre está escrito en la pared se le acusa de alguna falta, alguna ignominia o algún vicio. Su nombre está escrito en caracteres gruesos, con tiza, en el muro. Como las granulosidades del hormigón comen la tiza, el que escribe tiene que ser ahorrativo con sus útiles, que solamente tiene un pedazo; éste no es el único muro que él quiere escribir. Mientras escribe, los talones y las plantas de los pies se levantan del piso, y el brazo se estira tan por encima de la cabeza que los dedos comienzan a temblar mientras él escribe; así es que, a medida que va avanzando en su escritura, cuando los tobillos comienzan a dolerle, la línea empieza a hacer un declive. Si el muro es claro, el que escribe no utilizará la tiza blanca; en este caso, el nombre de quien él acusa será escrito en azul o en rojo sobre el muro. Quien a pleno día arrastró una bicicleta por el pueblo y descaradamente lo niega es calificado de mentiroso. Su nombre luce sobre la pared del cine. Alguien que miente debe, en cambio, no mentir; debería solamente desmentir lo que los otros le imputan. Puede inclusive estar convencido de que dice la verdad, y los otros pueden estar convencidos de que escriben mentiras en las paredes; sin embargo, dado que él, habiendo sido interrogado, negó haberlo sido, es declarado mentiroso, y su nombre reluce sobre la pared. A todo esto, no bastará con sólo poner una inscripción en la pared, puesto que se observan tantas otras inscripciones de otros tiempos, sino que hay que hacerlo de forma tal que quien pase por aquí pueda leer ésta en especial, por eso el nombre de aquél que es acusado de una falta debe estar también en el granero. Lo primero; arrancar los carteles para las elecciones o los anuncios de buenas cosas, para así hacer lugar a la inscripción. Por lo general las tablas de la era son negras, por lo tanto para este caso es conveniente usar una tiza de color más claro. También es de temer que borren con un trapo la inscripción, por eso hay que darse una vuelta a escondidas con una escalera durante la noche, especialmente cuando hay

niebla, o emplear para escribir la tiza del sastre, que es más durable, o yeso, de ser necesario. Las vetas de las planchas de madera orientan el sentido de los trazos, por esta razón se deben elegir para hacer inscripciones las planchas con vetas derechas. El nombre de aquél a quien se le imputa algo debe ser escrito en blanco sobre las planchas alquitranadas del granero para que se destaque; en el polvo junto al basamento del granero se deben notar las huellas de los dedos de los pies que se han hundido en él, de otra manera el viento de la noche haría desaparecer nuevamente las huellas de los dedos de los pies y el hoyo inclinado hecho por la escalera. Los que pasen por allí teniendo en cuenta su situación leerán en voz alta al acusado los escritos, cuando él, de vuelta de alguna salida, se esté tranquilamente a la ventana abierta. Con las piernas estiradas. Con las piernas estiradas y puestas sobre el desaguadero, después de haber hecho un largo camino, él podrá escucharlos; seguramente se hará muy poca mala sangre.

La palabra "suceder" Para que algo suceda, otro suceso tiene que modificarse; o algo, que hasta ese entonces estaba sin movimiento, debe moverse. Si algo continúa estando quieto, con esto no sucede nada; o bien se mueve por sí mismo, o algo exterior a ello lo pone en movimiento: entonces habrá sucedido. El movimiento no necesita ser visto por otro; no necesita ser oído. También el pensamiento es un movimiento, aunque sea invisible. Cuando surge el pensamiento, sucede eso. Aun cuando nace un dolor, es un movimiento; surge en el cuerpo, sin que quien mira el cuerpo pueda notarlo. Ello sucede, ya que algo, que hasta entonces no tenía movimiento en el cuerpo, se ha movido. Cuando algo comienza, ello sucede, cuando algo se modifica, sucede eso; también algo que termina, sucede; pero cuando algo permanece siempre igual, ya sea en quietud o en movimiento, cuando algo no se modifica por sí mismo ni es modificado por otro, entonces no pasa nada con eso; si algo transcurre, según el orden natural que le ha sido asignado, sin cambiar, no sucede nada con ello, así se esté moviendo. En el desaguadero, que siempre hiede a leche y a agua en descomposición, no sucede ni ha sucedido nada, pero sí en quien, cuando se inclina, acusa de pronto en su cuerpo el olor. Lo que mientras tanto sucedió.

La llave Que quede bien en claro, comenzó diciendo mi padre, que estaba parado frente a la puerta de entrada de la casa, con las manos apoyadas en los costados bajo la chaqueta, a la mujer, que estaba parada a su lado; desde luego, decía mientras entrecerraba los ojos y miraba hacia el camino, que él no sospechaba de nadie que le hubiese robado la llave, solamente le interesaba, dijo él, empleando otros términos, poder ubicar el lugar donde había perdido la llave, para poder definitivamente salir de esa situación. Lo que ya hubiese sucedido, dijo la mujer, no lo podíamos más cambiar. ¿No habré quedado en algún lugar del camino? observó mi padre, sin prestar atención a la objeción de ella. No se podría saber nunca, agregó él, echando, sin darse por aludido, una mirada a las gallinas. En la iglesia, dijo la mujer, todavía la tenía en la cartera. Quizá la hubiese perdido en el auto, apoyó mi padre. Allí, respondió ella, no había tenido la cartera en las manos. Entonces tuvo que haber sucedido en el pueblo, reflexionó para sí mismo el padre. Allá estaba todavía dentro, le disuadió su mujer. Si estaba segura de ello, inquirió el padre. Que lo estaba, contestó al punto la mujer. Si ella hubiese sacado algo de la cartera, afirmó ella, por el hecho mismo de buscar algo, la llave habría caído en sus manos. ¿Pero qué sacó ella de la cartera? La carta, aclaró ella. La había entregado a mi hermana. ¿Podría decirle, la amonestó mi padre, dónde habría tenido lugar esto? En la iglesia, recordó la mujer, mientras el pueblo empujaba hacia la salida. En ese momento, entonces, añadió mi padre, la llave estaba todavía dentro. Que ya lo había dicho, contestó la mujer, de todos modos, en algún lugar tiene que estar, dijo mi padre demostrando incomodidad; no podía haber desaparecido de la superficie terrestre. Puede que tenga razón, dijo la mujer, pero, independientemente de todo ello, todavía contábamos con la llave de él. De acuerdo, ironizó mi padre sobre el particular; pero de todos modos él quería saber dónde se había perdido la llave; ella podía tener toda la razón del mundo, pero él no hablaba por hablar. Que él tenía su llave en la chaqueta, dijo la

mujer. Que no lo tomase tan a la ligera, le encareció mi padre. De acuerdo, concedió ella. Me parece que yo sé algo, se le ocurrió a él de pronto. No, dijo desechando esa idea. ¡Un momento!, exclamó entonces de repente. Que si ella estaba segura de que no había estado revolviendo la cartera en el auto. Ella no la había revuelto, dije yo, poniéndome de parte de la mujer. Que me estuviese tranquilo, ordenó mi padre. ¡Esto había sido, entonces! Que se diese prisa, le dijo la mujer, así podía ella preparar la comida. Que él no estaba bromeando, dijo acalorado mi padre. ¿¡No había estado revolviéndola!? ¡Qué no la habíamos revuelto! Esta sería la última vez que procediésemos así con las cosas, dijo indignado. Que nosotros no le conocíamos, nos previno. Evidentemente, todavía no cabíamos cómo podía ser él. A fe mía (muchas veces se había pavoneado con las mismas palabras ante los hijos), dijo, no olvidaríamos tan pronto el día de hoy. Con el perdón de la palabra, continuó increpando, en lo que de él dependiese, otro gallo iba a cantar para nosotros. Si que teníamos la osadía, dijo revolviéndose en su furia, de presentarnos ante sus ojos? Ya nos arrepentiríamos continuó amenazando. ¡Vosotros, chusma maldita!, dijo vilipendiando su propio nombre. ¡¡Vosotros, canallas!! ¡Qué desapareciésemos de su vista, y de inmediato!, ordenó. ¿O es que no sabíamos lo que éramos?, preguntó. Rufianes y malvados, se respondió a sí mismo; un atajo de ladrones y salteadores de caminos. ¡Íncubos!, dijo discutiendo consigo mismo. ¡Desnaturalizados y bastardos! ¡Él nos iba a enseñar todavía algo más! No iba a dejar piedra sobre piedra. No obstante, se detuvo un momento en la retahíla de palabras con que daba rienda suelta a su cólera, se puso a reflexionar sobre sí mismo, y se aprobó. Después giró sobre sus talones e introdujo la llave en la puerta. Antes de entrar quiso limpiarse los zapatos de la más grande inmundicia que jamás se hubiese conocido, así tuviese que rasparlos eternamente en la rejilla que había ante la puerta. Girando la cabeza a un costado, por arriba de los hombros, nos miró de arriba a abajo en su obscura cólera. Después de haber él entrado, los hijos percibían aún el airado gruñir de su interminable maldición, acuevado y

ensanchado a lo largo da toda la galería. Tranquilamente entraron en la casa tras el padre.

El desaguadero En este rincón de la pieza donde ahora está el ropero, el piso es de cemento; antes había aquí una desnatadora. Allí, del centro del techo, de donde ahora sólo se escurren las negras hilachas del cable, colgaba aquella pantalla, bajo la cual daban vuelta día y noche las moscas; justamente aquí, en el medio del ancho tablón de la ventana, donde ahora hiede el desaguadero, hedían también antes las moscas aplastadas y los restos en descomposición del mismo desaguadero. En la mesa de la cocina, si uno se lamía los dedos después de comer, la lengua sentía el sabor de la costra quemada del pan tanto como de las alas y vísceras de las moscas. Tres veces por semana se desnataba la leche en la máquina. En el ínterin, en su interior y en los tachos colocados sobre el cemento, iban descomponiéndose los restos de la leche y de la nata. Antes de comenzar nuevamente el proceso se los enjuagaba con agua caliente; pero por lo general los restos se endurecían de tal manera que era necesario raspar las chapas con el cuchillo para poder despegarlos. Yo me sentaba en la silla que había allí delante, o colocaba el taburete contra la pared, me paraba sobre el taburete y aspiraba el olor; mi boca estaba abierta; las aletas de la nariz no se movían; yo respiraba por la boca, como si hubiese corrido; la cara, distendida, se quedaba sin sombras. En una cara contorsionada habrían saltado las sombras; las mejillas se habrían hinchado; los labios se habrían apretado. Esta habría sido la expresión adecuada al asco, decía mi hermano. El estaba parado bajo la pantalla; las moscas daban vueltas en torno suyo; las cabezas de las moscas, que, en vuelo, rozaban su cara, estaban frías, según decía él. ¿Por qué las moscas revoloteaban en círculo bajo la pantalla de la lámpara? ¿Por qué no se acurrucaban en los tachos o sobre la máquina, o aquí, debajo de mi cara alrededor del agujero del desaguadero? Mi hermano estaba de pie; inmóvil, con los dedos temblorosos; sólo la boca, sardónica, me hablaba. Lentamente sus manos se alzaron sobre su cuerpo. Lentamente me volví, con el oído atento a él, oí cómo su boca se estiró hacia los costados;

después el puño golpeó contra la pantalla; la lámpara se sacudió en la onda del golpe; las moscas que aún quedaban volvieron a volar en círculo, y se lanzaron una tras otra de nuevo bajo el tambalearse de la pantalla; él había venido hacia mí y había estirado el puño en dirección al desaguadero; yo oí cómo los dedos friccionaban y trituraban; el brazo pasó como una exhalación hacia arriba; cuando él todavía lo impulsaba oí una mosca zumbar en su puño; él fue hacia la máquina y arrojó lo que había atrapado, junto a los restos del suero del tacho que había traído. Huele, había dicho entonces, huele ahora. Yo me agaché y oí cómo fluía por los caños. ¿Todavía nada?, preguntó é!; ¿nada todavía? No, dije yo y solté el aliento. Pero al mismo tiempo se produjo un silencio debajo de mí en los caños; y, como después de hablar, volví a inhalar, tragué junto con el aliento también toda la corriente de fetidez, que irrumpió como una llamarada desde el desaguadero y ahuyentó todos los apetitos. ¿Hueles ahora?, había dicho mi hermano. ¿Hueles? No, había yo contestado tercamente. Yo no huelo nada. Absolutamente nada huelo, no huelo, simplemente no huelo nada.

El nido de avispas "Con el ovillo de pasta de papel entre las mandíbulas, la avispa ha ido avanzando su trabajo en diagonal, de arriba a abajo, por el árbol; está sobre el borde del pedazo recién terminado, y sigue tejiendo de igual modo la blanda cinta ablandada por su saliva. Sin embargo, el trabajo se interrumpe con frecuencia para volver a reanudarse, porque las provisiones han ido agotándose rápidamente cada vez. Por fin, pudo entonces descostrar con los dientes, cerca de la parva, una varilla de madera reblandecida por el aire, húmeda y resecada por el sol, despegar sus fibras, separarlas una a una y anudarlas hasta lograr un flexible fieltro; entonces la construcción continúa por encima de nosotros, con un ovillo nuevo. Vimos a la avispa encorvar el abdomen y zambullirse en lo hondo de su construcción. Cobarde, dijiste tú. Cobarde tú, repuse yo; y mientras así hablábamos nos metimos hasta las rodillas en el heno y continuamos abriéndonos paso, y mirábamos arriba, hacía el cobertizo de ladrillos de la era, con los enfervorizados ojos abiertos de par en par". Lo que sucedió después. Los dos fuimos al granero, he dicho. Sacamos, arrastrándola, la escalera que había en el granero. Cruzamos el patio y volvimos a la era. Tú has dicho que yo me deslicé a lo largo de la pared, por sobre la pila de la leña, que yo descolgué del gancho la escalera, que la hice correr por mis brazos hasta donde estabas; que yo puse la escalera atravesada sobre la pila de leña. Yo acomodé el extremo que me correspondía, hundiendo las puntas en el piso, dije yo. Tú bajaste de la pila de leña por los peldaños de la escalera. Yo habría puesto la escalera de canto y la habría hecho deslizar a todo lo largo del granero. Dando un salto agarraste la otra punta y atravesaste el patio con ella hacia mí. Tú dijiste que volvimos a la era cruzando el patio. Apuntalaste la puerta con el pie. Las cascarillas de los granos que reventaron en la grieta te saltaron a la cara. Empujaste hacia atrás la escalera, y a mí con ella.

Enseguida fuimos a la era, había dicho yo. Con el extremo más estrecho de la escalera yo me encaminé hacia la pared trasera, hecha de tablones. Sin hacer ruido, solté la punta de la escalera. Entonces yo puse derecha la escalera, dijiste tú. Paso a paso, pasando los brazos de uno a otro peldaño, caminó y fui subiendo escalera arriba por debajo de ella. A fuerza de estirar el estómago, la camisa se me saltó de los pantalones. Te abriste de piernas cuanto pudiste y apoyaste los pies de costado en las puntas de la escalera. Al igual que yo, levantaste la escalera y la colocaste derecha cerca de ti. Yo habría dejado en tus manos la escalera. La colocamos contra la viga, bajo el techo, dije yo. Tú me alcanzaste la barra. Con la barra en la mano, yo subí. Al trepar, dirigiste la mirada a tus zapatos, según tú dijiste. A través del doblar y estirar de tus piernas me miraste. Raspabas la suciedad de tus suelas contra el canto de los peldaños. A través de las trepantes piernas miré hacia ti, dije yo. Debajo de mí apretaste la rodilla y la frente contra la escalera. Volviste la cabeza y con más y mayor frecuencia miraba hacia la puerta. La puerta de la era estaba todavía abierta. Al llegar casi a la mitad de la escalera te detuviste, dijiste tú. Al principio no podías darte vuelta. En una mano la barra, la otra aferrada al peldaño, te estuviste largo tiempo allí sin hacer nada. No supiste más que hacer Yo crucé los pies, dije yo. Rápidamente pasé la barra de la mano derecha a la izquierda; al mismo tiempo me di vuelta y con la mano libre tras de mí agarré otra vez el peldaño. Tú continuaste subiendo de espaldas a la escalera, dijiste tú. Arriba te quitaste los zapatos restregando los talones contra un peldaño. Los dejaste caer. Te quedaste en calcetines. Los dedos de tus pies se agarraron de los peldaños. Te reclinaste contra la escalera. Yo me puse a horcajadas sobre la escalera, dije yo. Volví enseguida a golpear. Tampoco esta vez le di al nido; pero se movió en la vigueta, por el sacudón de la barra. Me puse de cuclillas sobre el peldaño más bajo. Nuestras cabezas se movieron en dirección de la caída del nido. Al principio, los dos miramos al techo. Después nuestras cabezas fueron girando poco a poco hacia abajo; por

último, la tuya estaba hundida hacia abajo y la mía paralela al suelo. No alteramos nuestra posición. El nido cayó en espiral, dije yo. Atravesó el polvo del aire y se agitó sobre el piso de la era. Nos quedamos tranquilos, dijiste tú. Dirigimos nuestras miradas a las desordenadas cabezas. Con el cuello hacia arriba, el nido fue colocado sobre las cascarillas y los granos ante la puerta. Dejó sus huellas rasguñadas en el polvo esponjoso del piso. El suelo quedó despoblado y vacío, dije yo. Las gallinas salieron aleteando hacia el patio, por la puerta abierta. Ellas no tocaron el nido, dijiste tú. Solamente comieron los granos mientras daban vueltas por ahí. Después me levanté. Tú te encogiste al ser golpeado por la escalera, dije yo. Seguramente estiraste hacia atrás un brazo con la mano doblada. Te inclinaste sobre el nido de las avispas para después salir a hurtadillas. Pero el nido de avispas estaba vacío. Tú lo viste caer vacío del techo. El nido no estaba vacío, dijiste. En uno de los alvéolos yo encontré algo. Tú no encontraste nada, dije yo. Tú solamente te estuviste ante el nido, listo para disparar. Desde el patio el viento sopló dentro de la era. Por la fuerza del golpe de viento el nido se levantó del suelo. Por el miedo, saltaste sobre el nido. Lo tomé en mis manos, dijiste. Una a una limpié las celdas. Mientras tanto, tú estabas sentado sobre el peldaño. Yo descendí de la escalera, dije yo: nos acomodamos con el nido sobre el heno. Tú sacaste por las alas la aplastada avispa de su celda. El viento ahuyentó las gallinas y cerró la puerta, golpeando y chirriando, dijiste tú. Yo no puedo más ver la avispa sobre tu mano, dije yo. Todavía no está muerta, dijiste tú. Cabecea. Hay un ala clavada en el cuerpo como una flecha, de costado. Las patas delanteras arañan el aire. Pero ahora, dije yo.

No, dijiste tú. Ella se estira y tantea irritantemente la piel de mi dedo. Le tiembla la pierna. Tiembla su cuerpo. La avispa se encorva. Levanta, temblando, el ala para volar. Se conmueve por dentro. El dolor o lo que fuere la sacude violentamente. Yace aquí. Cruza las piernas sobre el cuerpo. Se encoge y se hace un ovillo. Las alas vibran. Me hace cosquillas en la piel. El temblor la pone patas arriba y la sacude. Ella tira del cuerpo hacia sí misma. Podrías oír el susurrar y el sisear de sus alas. El dolor o lo que fuere la hace revolcarse. Ella lo grita. Ella gira como un trompo. Ella gime, se desespera. Ella se arranca el cuerpo de sí. Ella se estira. Ella se extiende.

La inundación Hay un hombre en el río, dijo mi hermano. Está en medio de la grava y tiene inclinada la cabeza; los brazos le cuelgan a sus lados. Desde la orilla, donde estábamos sentados, se metió en el lecho del río, y, anduvo lentamente sobre las piedras hasta el agua. Como estábamos tan lejos de él, parecía estar directamente junto a las olas; con un paso más se habría metido en el agua hasta las rodillas; otro más y el río lo habría arrastrado consigo. Pero él no esté realmente tan cerca, sino unos metros alejado, en medio de los pedruscos, antes del remanso de aguas estancadas; de por sí, él podría también oírme hablar. El no te oye, dije yo. El te oye solamente corno oye el gluglutear de las olas en torno a una rama. Si llamas él se dará vuelta. No, dijo él. El se asustaría. Si se vuelve demasiado rápido, resbalará de la piedra y caerá. ¿Está mirando algo?, pregunté yo. No sé, dijo mi hermano; yo lo veo solamente por detrás. El perfil de su cara reverbera bajo el sol, de modo que no lo reconozco. Su boca está abierta por el cansancio, dije yo. El ha caminado a pie firme sobre las piedras, y está ahí durmiendo sobre el lecho del río. Los filamentos que flotan en el aire se le han adherido y han empastado su cara. El no duerme, dijo mi hermano. El mira las aguas. El ha bajado aquí, y, por entre tarros y almohadones, ha caminado hasta el agua. El no fue al agua corriendo, dijo mi hermano. Fue caminando lentamente sobre las piedras y se detuvo en el banco de grava. Tómame de la mano y ayúdame a llegar allí, dije yo. Me dirigiré al hombre y le preguntaré qué es eso que tanto mira allí. Ven, dijo mi hermano. No alborotes tanto, dije yo. Se va a dar vuelta. No nos oye, dijo él. Ahora justamente cruza los brazos sobre el pecho y mete las manos bajo la chaqueta para calentarse. Está parado y mira delante de sí.

¿Se ha puesto ahora el sol?, pregunté yo. ¿El sol?, preguntó mi hermano. De golpe el tiempo se ha puesto completamente frío, dije yo. Has llegado a las sombras, dijo él. ¿A las sombras de los árboles de la otra orilla? pregunté yo. No, dijo mi hermano, a la sombra del hombre. Tu cara está bajo la sombra del hombre. ¿Qué hace el hombre?, pregunté yo. Continúa abstraído contemplando la piedra, dijo él. ¿Una piedra de cantos filosos?, pregunté yo. La piedra es redonda, dijo mi hermano. Él está semisumergido en un charco al que se llega desde el río por un cierto surco. El agua en que está la piedra es clara y está quizá como antes del congelamiento. Puedo distinguir las micas en el fondo pantanoso. Una rama semipodrida sobresale del barro; en la punta tiene enrollados los girones de una tela. ¿Y no hay allí ningún animal? ¿Ningún cangrejo, ningún gusano? Hay un mosquito, dijo mi hermano. ¿No se mueve?, pregunté yo. Nada en círculos a su alrededor, dijo él. ¿Está muerto?, pregunté yo. Sí, dijo él. Si está muerto, el agua tiene que moverse, dije yo. El agua sube, dijo él. ¿Por qué sube el agua?, dije yo. La marea, dijo mi hermano. Esto es un río y no el mar, dije yo. Es el mar, dijo él, el océano. Es el río, dije yo, y estamos solos. No hay hombre alguno ante nosotros. Sí, dijo él, estamos solos. Desde la costa nos llegamos al lecho del río, pasando por sobre la explanada, y ahora estamos parados ante una piedra en medio del banco de grava. La parte superior de la piedra sobresale todavía del agua; la piedra tiene estrías como las espirales de una concha de caracol; además, hay barro encima. Fuera de esto no hay nada que ver. Quizás una hormiga, dije yo. Dos, dijo mi hermano, dos hormigas. Se han puesto a salvo sobre la piedra y se arrastran sobre ella, por aquí y por allá. Desde el avión parecen hormigas. Nos hacen señas hacia lo alto y gritan. ¿Son niños?, pregunté yo.

Sí, dijo mi hermano. Están tirados sobre las rocas, agarrados de las malezas. Un niño se pone de pie y mira el agua. ¿Seguirá subiendo?, le dice al otro. No puedo ver; tengo frío. Yo también tengo frío, dije yo. Ponte mi pullover, dijo mi hermano. Mejor volvamos, dije yo. No, dijo él. ¿Qué ocurre?, pregunté yo. ¿Por qué lloras? El agua, dijo él. Habla más alto, dije yo. Con el ruido de los motores no puedo entender nada. El agua se ha echado adelante y los ha empujado sobre una pequeña planicie, dijo el. Uno de los niños arrastra al otro tras suyo. Sin embargo, el agua se ha detenido otra vez; no se advierte en ella movimiento alguno. Un techo de paja se mece allá, arriba y abajo. En la cima la veleta se mueve mucho y el techo se bambolea; el viento, allá abajo, debe ser huracanado. Donde la paja fue arrancada de las vigas ondean los vestidos que el agua arrastró de ios roperos y cómodas. El agua ha torcido el techo y lo ha deformado. ¿Qué hacen los niños?, pregunté yo. Hablan, dijo mi hermano. ¿Cómo es de grande el espacio que aún les queda?, pregunté yo. Podrían dar unos tres pasos en él, dijo mi hermano. Están sentados uno junto al otro, con las piernas encogidas, con las palmas de las manos junto a sí, sobre las rocas. Bajo sus talones está el agua, clara y tranquila. En este momento gritan fuerte. Lo noto en sus negras, distendidas caras, que se dirigen a nosotros aquí arriba. De la nariz de uno de ellos corre sangre. Este niño conserva solamente el zapato derecho, que también señala con su punta hacia nosotros; sobre los dedos del pie izquierdo veo también el calcetín arrugado. El otro niño está descalzo; se restriega unos contra otros los nudillos de los dedos de los pies. ¿Dónde está nuestra soga?, pregunté yo. La hemos olvidado, dijo él. ¿Y el agua?, pregunté yo. El agua continúa rodeándolos, dijo él. Ellos están sentados en el centro del circulo seco y conversan bajo y animadamente. De

pronto levantan sus cabezas y miran arriba, hacia la veleta; sólo ahora, que se ha detenido, ellos oyen su chirriar. Nosotros, aquí arriba, no sabemos nada de eso. Justamente ahora el agua avanza en una parte y penetra en el círculo y salpica el talón de uno de los niños. Si bien ellos no pueden ver el agua a través de la obscuridad, dejan de hablar al mismo tiempo los dos. No se aprietan el uno contra el otro; continúan sentados, acechando boquiabiertos. En este momento. No, dije yo. En este momento, dijo mi hermano, emerge de la oscuridad un cerdo muerto y pasa lentamente ante los niños. Sin tener conciencia del movimiento de sus brazos, ellos se restriegan los ojos con el dorso de las manos y fijan sus miradas en el cerdo. La barriga del cerdo emerge netamente del agua, brillosa, con sus tetillas que se sacuden; choca contra el techo, raspa un poco la viga y después continúa rodando. ¡Un cerdo!, dice todo asombrado uno a! otro. ¡Un cerdo!, dice el otro, y se lame asombrado la sangre de los labios. Y mientras ellos continúan sentados y hablan del cerdo, se produce en el fondo del agua, allá sobre el horizonte, un estremecimiento que recorre pueblos y bosques, sin que nosotros lo veamos. ¡Volvamos, dije yo, volvamos! Y de pronto, dijo él, de pronto, de pronto sube el agua sube el agua, de pronto sube el agua, y el agua sube de pronto sube el agua, el agua sube, y... ¡No!, dije yo. Y ahora, dijo él.

La avispa muerta Huele como un fósforo apagado, dije yo: Huele como un pan masticado. Huele como el limo después de una inundación. Huele como fuego bajo la lluvia.

El hombre de la bolsa marinera Al mediodía, las casas y los otros edificios de un pueblo están en clara, hirviente agua. Sobre los tejados, donde las rojas tejas calientan el agua, un espectador puede ver las oías vibrar y temblar. También el arder del humo incoloro, bajo el cual en cada vivienda se guisa la carne para el almuerzo, raspa y encrespa el agua. Sobre los tejados, sobre el asfalto y sobre el techo de los autos estacionados también tiembla el agua y se abolla por el golpe de las llamas. El agua deglute los ruidos de los pasos; con hirviente, desgajada cara, el brazo levantado y puesto de través sobre los ojos, anda pesadamente en contra de la masa el que está afuera. Los labios enmudecidos y despelechados por los dientes, las pupilas negras como el carbón, sobre la lengua hinchada y por la boca abierta penetra el agua faringe abajo. El ni siquiera camina; sin andar, es arrastrado lentamente hacia adelante por entre las aguas; en el fondo se arrollan silenciosamente ovillos de papel y manojos de paja desparramados por algún vehículo; las orugas sobre el asfalto, aunque se estiran y contraen, no mueven sus miembros por sí mismas, sino que más bien la parrilla sobre la que están extendidas las arquea y las levanta; su movimiento es prestado, como el movimiento del polvo, de la paja y de! papel. Aquí, donde ha llegado e! caminante, dejando el pueblo lejos tras de sí (ya que en el espacio habitado de un pueblo no hay animal que se arrastre por las calles) hierve todavía el agua sobre el asfalto en los límites con el cielo, que se extiende y ensancha a medida que el caminante avanza y en torno del caminante mismo, que está vestido de obscuro y que lleva al hombro una bolsa marinera negra orillada de cuero. No puede más volver los ojos a los lados. Tiene los ojos ardientes y, redondos, fijos y como salidos de las órbitas. No oye más el ruido de los propios pasos. Nadie, aunque se le acercara y escuchase atentamente, podría oírlo andar sobre la blanda calle. Quien lo observase podría verlo moverse como el papel en el fondo, sin ruido. El hombre no podría sentarse en las piedras del borde del camino, y aunque pudiera no lograría abrazar

los bordes de la piedra con las piernas abiertas hacia atrás; aunque el hombre de la bolsa marinera no estuviese dentro de ella, la incesante marea lo empujaría, y arrastraría su cuerpo siempre adelante antes de que pudiera sentarse. Tampoco el papel puede pararse en el agua hirviente y salirse; será más bien despedazado poco a poco por el ardiente calor, arremolinado en girones y chupado por la resaca, y una vez y otra vez rebotado desde el fondo a la superficie del agua. El pasto junto a la calle está mohoso; los anillos de alquitrán en torno de los postes revientan y chorrean; el barullo dentro de los postes se desfigura, crece y se aumenta en los oídos hasta convertirse en un trotar de caballos. Los ojos escaldados han quedado también desprotegidos detrás de las miradas; las imágenes que el pensamiento ha formado como defensa detrás de la retina han sido transformadas en alucinaciones por las llamas; mientras camina el caminante el fuego penetra sin obstáculos en su cerebro. Por abajo le alcanza su radiación, y a través de las plantas de los pies la corta, compacta sombra que la abultada bolsa ondula agitadamente tras de él. Si al espectador le acomodase acercarse no dejaría de ver que en las plantas de los pies del hombre se han pegado las manchas del alquitrán. Parecería como si quisiera llegar hasta el próximo pueblo marchando sobre su propia sombra. Cuando la marea le hace quebrar hacia atrás el cuello y la cabeza sobre las vértebras cervicales, siente sobre sí toda la extensión del agua sin límites ardiendo en llamas. Al pasar por él, advierte que un pueblo se levanta extinguido entre estas llamas. Al mediodía, los badajos de las campanas repican sobre madera. Al frenar, los autos se suenan sordamente la nariz en la calle. Si prestas atención, desde el vacío puedes oír bostezar al sol. Antes que el agua empiece a hervir realmente en la marmita exuda por el fondo resplandecientes perlas; el agua "pelea", según la expresión. Con las sombras de encogen también los pensamientos.

El último proverbio fue mezclado por el padre con el último improperio, mientras iba por el corredor.

El cansancio A veces, cuando me siento aquí, me atrapa el cansancio. Justamente ahora había sentido debajo de mí, en los brazos sueltos, las redondeadas formas del sillón; la madera se había incrustado en la distendida arruga de la piel entre el índice y el pulgar; justo en ese momento había oído crepitar el ropero; el desaguadero olía a hormigas calcinadas; la habitación puede ser descrita como relativamente fresca; afuera, una bandada de pájaros se lanzó decididamente en esta dirección, en vuelo rasante; venía del seto y se dirigía al tejado. Pero a todo esto, y sin intervención, las piernas se estiran lentamente sobre el piso, mientras el tacón, rasguñando las tablas, dibuja los gestos del cansancio. La cabeza se cae pesadamente hacia atrás, sobre el respaldo. De repente el cuerpo queda taponado con cera. Desconocida suena desde el techo la carcajada de los pájaros; el crepitar del ropero se ha transformado en un rechinar y cuchichear; los callados hilos de la red interprovincial, a la que antes el oído prestaba atención, están ahora tan mudos que su silencio ya ni me roza. Los ruidos y olores se amontonan sobre la piel sin conseguir trasponerla. El cuerpo está taponado con cera y desarreglado por el cansancio. Mientras estoy sentado me asaltan reflexiones, porque no sé dónde estoy, porque he olvidado que estoy en la pieza y espero el llamado a comer; porque me he olvidado de mi mismo; por el hecho de que no me llega más nada desde afuera que pueda indicarme dónde se encuentra mi cuerpo; y porque ningún ruido me retiene, los pensamientos me arrastran a divagar por la tierra de nadie. No son pensamientos que yo formo sino pensamientos que surgen en mí. Ante mí veo pasar lugares y paisajes que jamás he visto. Me asombran las negras cascaras de una banana en un polvoriento camino de un campo; me extraño a causa de las amarillentas fibras en la parte inferior de las cascaras y por la sombra ondeante de un pájaro de vientre blanco sobre el mismo lugar. Pero todavía no estoy dormido. Contra las olas del aire rompen los ruidos mientras van repitiéndose y se hacen más fuertes, duros y

fríos, como las cabezas de las moscas sobre la piel cerrada. Los oigo, mientras estoy aquí sentado, como ruidos sin origen, escapados de la boca o de lo que fuere que los echa fuera. Entonces chisporrotean piedras en el ámbito vacío en el que estoy sentado; a través de los ruidos, la cabeza es yugada desde el respaldo del sillón hacia adelante, de forma tal que cae vertiginosamente sobre el cuello desde una gran altura, y durante esta larga caída de la cabeza el aire silba en los oídos. También los ruidos que antes habían acampado sobre la piel penetran ahora en el cuerpo. Son ruidos que al principio pasan de largo, aplanados, después se adhieren a la piel y más tarde empujan allí más aguda y duramente y trepanan ávidamente el cuerpo. El ruido derrite la cera y rompe el cansancio. Ahora está tan cerca que el oído distingue como sonido lo que significa mi nombre. Los llamados levantan nuevamente la cabeza del respaldo y sueltan las manos de los brazos del sillón; todavía parecen achatados, pero cuando (ahora) afuera, en el corredor, se abre la puerta, caen de golpe dentro de la pieza, expandiéndose por doquier.

La relación de la hermana Cuando ella vio rodar sobre la pared la luz del jeep bajó corriendo a la habitación grande, donde las mujeres, después de haberse resignado a la noticia pronunciaban sus rezos sobre el hermano muerto, cuya cara y cuerpo ya habían sido lavados y este último vestido de fiesta. Ella, sin embargo, no habría dicho nada respecto del jeep a los fúnebres huéspedes; con cara ausente había ido hasta el trinchante, y al acaso tomando con un hisopo agua de un vaso que antes se había usado para beber, roció el onduloso lienzo que cubría los despojos del hermano ahogado. Cuando después, de vuelta al banco, retrocedió hacia la pared, y estando sentada con las rodillas muy apretadas miraba con grandes ojos la puerta, las mujeres sentadas a la mesa decían lo que decían moviendo los labios sueltos adelante y a los costados, sin que se tocasen, de modo que las palabras de sus rezos carecían de sonidos articulados, máxime cuando pronunciaban en coro, y los rezos no parecían recitados por seres vivientes sino por muertos, desde bajo de la tierra. Siempre que las mujeres hablaban, las manos estaban sobre la mesa como agarrotadas y en el ir y venir de sus movimientos (que era el de la regularidad átona del coro) raspaban las anillas de las tazas de té contra la madera lavada con sal. Sin estar todavía hundidas en sus obscuros atuendos y sin haber aún estirado sobre sus cabezas los negros paños de seda, se habían apretujado alrededor de la mesa, calzadas con altos botines de goma y lucían en las medias algunos toques de barro. Habían llegado en el orden en que estaban sentadas a la mesa. Al recibir la noticia, habían dejado todo tal como estaba, parado o acostado y habían corrido desde las casas vecinas, por entre la nieve que caía espesa y más espesamente, con los vestidos y los paños de la cabeza ondeando adentro, para asistir al muerto y procurarle lo que él necesitaba; cumplido esto, después de caer las sombras, se sentaron alrededor de la mesa y rezaban. Una de ellas comenzaba una fórmula, y las otras, cada cual a su modo, levantaban las

cabezas y murmuraban las respuestas entremezcladas, hasta que la primera, que había bajado la cabeza durante la respuesta, retomaba el versículo alzando nuevamente la cabeza. Ella miraba fijamente a la puerta, dijo mi hermana. Al parecer ninguna de las mujeres había oído parar al jeep; no obstante, ella esperaba que interrumpiesen inmediatamente sus rezos, y dirigiéndose huidizas miradas entrelazasen sus cabezas en una conversación natural. Sin embargo nada de esto ocurrió; sumergidas en su oración, no hicieron caso de lo que sucedía afuera, en el patio. Ante la puerta de entrada, los miembros de la fuerza armada, por un contratiempo que ella no había podido comprender al momento, se habían detenido y retardado más o menos por el tiempo de una corta conversación mantenida afuera, de modo que ella cayó en el error de pensar que antes podría haber oído mal; después, sin embargo, los soldados, tras haberse quitado la nieve de las botas entraron con pesados pasos en el corredor. La puerta de la habitación en que se encontraba mi hermana y las asistentes al velatorio había sido barnizada de marrón; suelta y de costado (siempre por alguna causa cualquiera) la llave colgaba de la cerradura, por la parte de adentro. Con los codos y la camilla, los soldados habían rozado la pared y escalado el muro, sin que sin embargo ni siquiera por estos notables ruidos las orantes hubiesen alterado el orden de su reunión. Ellos me trajeron por la galería. Una voz, dijo ella, que mostraba el camino y la puerta a los que me transportaban, de tal manera le había llamado la atención por su tono que la hizo levantarse del banco a toda prisa y dirigir sus pasos hacia la puerta cerrada, o de otra forma, dijo ella, más exactamente; la puerta o la apariencia de puerta se habría abierto de golpe (nunca lo había sabido con exactitud) al mismo tiempo que se movía hacia ella. Mientras tanto (así contó) un tercero y un cuarto soldado se sacudían el calzado a la entrada. ¿Qué hubieses hecho tú, preguntó ella, si en el preciso momento en que estiras la mano hacia el picaporte, o cuando ya lo

tienes completamente asido, es bajado y empujado desde afuera junto con tu mano y la llave floja cae de la puerta? La mujer ha entrado, y sin decir palabra me ha invitado a la mesa.

El comienzo de la comida Con el cráneo hundido en el periódico y sin leer, el padre, callado, junta rabia en la cocina. Yo, mientras empujo la mesa para separarla del banco y poder así pasar entre medio, me acomodo en el lugar frente a él. La mujer va y viene, y sin hacer caso alguno del dedo del hombre ni del diario abierto, extiende el mantel blanco sobre la mesa. Mi padre estira los brazos con el diario hacia adelante, y, revolviendo los ojos, observa cómo ella abre el mantel y, lo extiende y lo alisa. Cuando ella ha terminado de colocar las grampas en los cantos, él vuelve a hundir los brazos con el periódico en la mesa y estira la hoja con el pulgar, hasta que oigo que se rasga por la dobladura central; él afloja el puño y deja caer desmadejadamente la hoja sobre mis manos. Yo retiro lentamente los dedos, de modo— que el periódico que él pretende leer resbala y cae de plano sobre la mesa. Esto hará que él, o bien se incline sobre la mesa para poder deletrear palabras y descifrar números, o adelante más sus manos, y doble hacia sí el texto, para lo cual tendrá que correr la silla hacia la mesa si no quiere dar la impresión lamentable del que a fuerza de leer ha perdido todo contacto con la realidad. Se decide por adelantar los codos sobre el periódico y con los puños en la mandíbula apuntalar la cabeza para que no se le caiga. Los platos sobre la palma de la mano, apoyados con el pulgar, y la sopera en la otra mano, la mujer viene hacia la mesa como caminando sobre una cuerda floja. Yo estiro a ciegas el brazo hacia ella y lo pongo con el plato ante mí, sobre la mesa. El hombre, revolviéndose interiormente en su furia, saquea con saña las noticias del periódico mientras la mujer le desliza bajo las hojas el recipiente para la sopa. No obstante, él calla; solamente se endereza sobre la silla y engulle con audibles lengüetazos las palabras no pronunciadas. Mientras lo oigo, sigo su ejemplo y encojo mis piernas contra mí. La mujer coloca la madera redonda sobre la mesa y encima de la madera redonda la sopera. El hombre, como siempre, no se deja apartar de la lectura de su periódico por maniobras de ninguna especie. Soporta inclusive en silencio el

vapor de la sopa contra su cara. Ella se ocupa sólo de verter la sopa de la sopera en los platos. Con el cucharón lleno tendido por sobre el diario, ella espera, como el padre no se inmuta, retira nuevamente el plato y vacía en él el cucharón. Aunque las gotas le salpican la ropa, él no pronuncia palabra alguna. No se dispone a poner término a su ocupación hasta que oye comer ante él y junto a él. La vista de dos personas que ya lo están pasando bien, mientras de tanto en tanto se inclinan sobre el plato cuando él debería darles una buena reprimenda no es precisamente lo más adecuado para sacarle de su obstinación. ¿Tendrá acaso que contemplar cómo ellos sacian el hambre a costas de su dinero? Por lo tanto levanta el periódico, lo cierra y revuelve los ojos buscando a su alrededor. La mujer se levanta, recoge las hojas y las lleva al aparador. Por debajo de la mesa yo agarro los flecos del mantel, que, después del lavado y debido al almidón, se han pegado como formando una brocha. Finalmente él se une a nosotros en silencio. El hombre agacha el cuerpo hacia el plato, cuando entonces introduce la cuchara en la boca, el vapor le llega hasta los ojos. A mitad de la comida detiene el cubierto y mira nuevamente a su alrededor, tenebroso y amenazante; también la mujer recoge las piernas, arañando el piso con los dedos de los pies. Todos los que ahora están listos para comer tienen los pies apretadamente recogidos debajo de sí; dentro de este triángulo de pies se ha formado un espacio libre en cuyo centro hay un electroimán que tiene dos radiaciones. El hombre mete la cuchara en la sopa y la llena en el plato mediante una presión del pulgar con la mano apretada. Nosotros lo imitamos. Al mismo tiempo afuera, en el patio, al pie del muro, tiene lugar la irrupción de las hormigas en un creciente tropel que avanza hacia la ventana de la cocina; dado que ya estamos tragando y que el hombre continúa enojado, ninguno de nosotros pronuncia una palabra.

Se apacigua la ira ¿Puede durar la ira en alguien que come? Normalmente la ira desaparece con el tiempo. En el airado que come, la ira, a causa del comer, crecerá o permanecerá siempre igual o disminuirá con el tiempo, sin que esto quiera decir que el comer tenga alguna influencia sobre la ira, o que la ira pueda de alguna manera apaciguarse más rápidamente con la comida que con el tiempo; finalmente, por medio de una buena alimentación la ira puede ser aniquilada al momento, y la cara del hasta hace poco iracundo se relaja en expresión de contentamiento. Si el airado come pan y el pan está ya duro y enmohecido, de modo que las migas y la corteza constituyen un placer para las encías, entonces él, con los ojos más sombríos y amenazando desgracias, comenzará a masticar más fuerte y salvajemente. El más fuerte tragar de su garganta muestra la intensificación de sus sentimientos; en los zapatos los dedos arquean la planta del amargado pie. Pero ahora, por suerte, el airado come no este pan sino la sopa convenientemente sazonada, a lo cual se agrega que el ámbito en que él come casi no es alcanzado por los ruidos de los otros con los que está en estrecha relación para que no se excite sobremanera, ellos procuran tomar la sopa muy quedamente. Así él se ve obligado a escuchar sus propios ruidos, mientras aún se esfuerza, en la medida de lo posible, en permanecer enojado. El come primero, según es su costumbre. Inclinándose sobre el plato y cuando la cuchara está a mitad de camino entre la sopa y la boca apoya los labios en el borde de aquélla y sorbe ésta; pero ahora que está todo casi tranquilo oye con desagrado la sopa chapotear por encima de la cuchara de vuelta sobre el plato; no dejará escapar el chiflido entre los dientes; el chasquear de los labios lo atormenta alevosamente; por último el ronquido y el gruñido en la garganta a cada sorbo de la laringe transportan al hombre hacia otros pensamientos. ¿Puede entonces durar en él, mientras come, la ira?

¿Tener que ocuparse de los ruidos en la habitación que se ha vuelto casi silenciosa no lo apartará de los sentimientos apasionados? Por último va a suceder que, para que los otros no noten más su deglutir, en primer lugar se tragará sus deseos de venganza, después se colocará derecho e iniciará con ellos una conversación, digamos... sobre la hormiga voladora que, habiendo entrada por la ventana abierta y ahora desplomada sobre el piso de la cocina, sólo se ocupa en meterse por una rendija y empujar el cuerpo de vuelta a la tierra, aunque debajo de la cocina sólo hay basuras y fango.

Las hormigas Todos los veranos llega un día en que salen de la tierra; antes, y después solamente a veces, habían sido vistas unas pocas, una tras otra en sus caminitos junto al muro. Justamente ahora te has descolgado del marco de la ventana deslizándote por encima del revoque hacia el patio; sobre las manos y atrás, en los pantalones, ¿no has notado nada de ellas? No obstante, antes de irte las oirás ya pulular, saliendo de la tierra por la hendidura vertical. Si miras a tu alrededor verás alquitrán líquido chorrear por la pared; en el alquitrán verás flotar pequeñas piedras grises; verás las piedrecillas ir burbujeando a espaldas del enjambre en dirección a la ventana; aunque des unos pasos adelante no podrás distinguir uno a uno los animales en el enjambre; en ese caso serían las que tienen alas; debajo de ellas no se puede ver ni una partícula del muro. Mientras te vuelves observas la turba que sin pausa se escurre por el muro arriba; miras y miras, hasta que no puedes más apartar la vista y se te emborrona la visión. La ventana de la cocina todavía está abierta. Si llamas vendrá alguien; quien venga apoyará las manos en el marco de la ventana y echará el cuerpo un poco afuera; como él está todavía un poco cansado a causa de la comida, los brazos clavarán las manos en la tabla, de modo que no los pueda más retirar; él está, por lo tanto, inclinado hacia adelante, con las manos como clavadas; cuando las ve venir suelta el grito de la garganta. A todo esto ellas ya han atrapado su dedo e invaden los matorrales de pelos esparcidos por ellos, se filtran por las hondonadas entre los nudillos, sobre las venas, y arremeten contra los pelos del antebrazo en dirección al rodete de la camisa arremangada. Espera que sacuda los brazos ante sí en la cocina, que se restriegue de arriba a abajo, de un costado al otro, contra el barrote de la puerta y contra la baranda de la cocina. Sin embargo permanece en la misma actitud; solamente abre los ennegrecidos brazos llenos de hormigas y obstruye así la ventana. Sin parar, se escurre el enjambre de los pliegues de la camisa para abajo; las que tienen alas se elevan y se le lanzan zumbando sobre la cara. Ahora puedes ver cómo afuera,

las otras se amontonan sobre el muro y sobre el marco de la ventana; se montan unas sobre las otras; las de atrás empujan a las de adelante hasta formar una muralla ante el vidrio; las piernas que resbalan, el rebotar de las cabezas, el salpicar del líquido animal, el batir de las alas, te llegan a los oídos como un suave hervor, como el sibilante murmullo del aire entre los pastos cortos y húmedos. Van formando una montaña negruzca ante los vidrios. No puedes ver dentro de la cocina ni oír sonido alguno que venga de allí. Estás absorto en el espectáculo. Cuando la puerta principal cede hacia adentro, ves con aterrada mirada sólo una sombra que anda, que a lo largo de la pared empuja contra la ventana. Entonces sacudes rápidamente la cabeza a uno y otro lado mientras la sombra va creciendo ante tus ojos; reconoces unas manos que sostienen un jarro enlozado, reconoces en las manos la camisa ahora caída, y en la cara, sobre la que se han lanzado las que tienen alas reconoces, bajo la nariz que da fuertes resoplidos, el bigote que te es conocido. El hombre no sostiene el jarro entre las dos manos arqueadas hacia arriba, sino que más bien se diría que ha arrojado el pañuelo sobre el asa y sostiene de esta forma el jarro en el puño flojo; cuando se inclina la boca del jarro ves el aire encresparse encima; sin embargo hasta ahora no sale vapor ni agua; te da la impresión de que el líquido está tenso y adherido al interior. Entonces, por fin, salta el chorro hacia adelante y da en el muro. En seguida el hombre vuelve a levantar el jarro y lo empuja lejos de sí, mientras, con la cabeza inclinada, contempla la ventana. Puedes ver el enjambre humear y .brillar; el olor de los cuerpos quemados te cae de nuevo en la laringe; tragas y miras, hasta que ves que todavía acrece la embestida contra la ventana y que desde arriba de todo las que están muertas caen por el empujar de las de abajo. El hombre va hacia un lado, hace balancear el jarro detrás de él, lo toma desde bien abajo y arroja enérgicamente el agua hirviente hacia adelante, en la dirección de la vanguardia del ejército, sobre la pared, hasta la mitad del vidrio. Entonces lo ves golpear con el puño contra el vidrio, y después, en ese lugar, la vanguardia invasora se retuerce y disuelve y se lanza sobre las otras, encima del marco. El se vuelve hacia tí y te ordena con un movimiento de cabeza que corras a la

casa. En la cocina encuentras una mujer que sin prisa va echando pensativa en la enorme cuba el agua que va sacando con un cucharón del fogón. El paño de la cocina y los girones de una cortina fuera de uso enrollados en la manija, arrastra, encorvada y rengueando, la cuba hacia afuera, al patio, adonde está el hombre. Sólo cuando estás afuera caes en la cuenta de los achicharrados granos que hay sobre los aros de la tapadora de los fuegos, los granos estirados y aplastados en las hendijas del suelo y en los platos y cucharas, que, llenos de sabrosos alimentos, sólo ahora son tocados (y apenas) desde los preparativos para la comida; los pedazos de los miembros, sueltos, asados, con el agrio sabor de los excrementos de ratones, y abajo y arriba las alas arrancadas de las voladoras. Vosotros colocáis la cuba ante la ventana; tú retiras del asa el paño de la vajilla. Al ponerte también tú a golpear con él contra el muro, ves estos miembros deshechos también en los dobleces del paño. Además, el hombre te insta con la mirada a retroceder; te apartas entonces de los escalones, te sientas en el suelo y miras cómo el hombre atenta contra la vida de la manada. Cuando, ganando terreno, mete el jarro en la cuba, cuando retira el jarro lleno hasta los bordes; cuando revolea el brazo con el jarro, cuando después el chorro se estrella contra el muro, oyes el enjambre que asalta todavía sin desmayar los vidrios; te parece oír todavía allí chillar y zumbar, cuando respiras continúas aún tragando ese picante y agrio olor que te aprieta en lo bajo de la garganta. Ves a la mujer que está ahí... Ella no mira; ella no te mira. Mientras está así, como si dijésemos, con las manos sobre las caderas, no mira a ningún lado, o si lo hace no lo sabe. Que ya podría bien dejar eso, dice al hombre; que lo podría dejar estar; sin embargo él no afloja. No varía los movimientos, y mientras con mayor frecuencia él los ejecuta tanto más ella se aleja de él y se encierra en sí misma y se queda inmóvil. Él inclina la cabeza sobre la cuba, hunde el jarro en el agua y otra vez hace restallar el chorro contra el enjambre. Mientras tanto tú puedes ver a dos de las con alas (o quizás más) agarrarse de su cara, que no da muestras de gusto ni de disgusto; las otras se atropellan y nadan en el agua, hacia la parte baja del muro, pequeñas y retorcidas en las ranuras de la tierra. Entonces la

mujer pasa con sus tranquilos movimientos entre el hombre y la ventana. El interrumpe su agacharse y levantarse, y aunque esto es sólo un compás de espera, por este medio se le pasa un poco la obcecación. La mira y le pregunta algo; como ella no contesta pero escurre haciendo círculo la charca formada por el agua que chorrea del marco; él suelta el jarro de la mano y lo deja caer en la cuba. Rellena las hendiduras arrastrando con los zapatos arena hasta el muro; pisa la arena, la pisotea y apisona hasta que el suelo se seca. Al mismo tiempo se fija en los pies de la mujer, para no manchárselos; esto puedo verlo antes de que él, con las hormigas en la cara, pase junto a mí y se siente algo más arriba, en el más alto de los escalones. De pronto oigo entonces que unas personas hablan desde otro lado; oigo a la mujer decir que él tiene algo en la frente. El hombre no se calla todavía, pero entonces lo siente sobre la piel; una hormiga, le oigo decir desde otro lugar. No obstante, no se anima a apoyar contra el borde del plato el cuchillo con el que acaba de cortar la carne, golpearse la frente con el dorso de la mano; ni siquiera deja de masticar, ni mueve los ojos, a menos que el vagar de las pupilas de aquí para allí y para allá tire consigo de la piel. Las mordeduras que soportan en las mejillas le pone la cara monstruosa; los huesos lucen con los desvaídos colores de las casas antes de la tormenta. El no se anima a mover los párpados o por encima de ellos arquear las cejas contra la frente; el bocado con tragado proyecta una sombra deforme sobre su oreja; se disipa el brillo sobre su pómulo. ¿Cuánto tiempo podrá todavía continuar sentado sin que la saliva haga deslizar el bocado por la garganta, y por medio de este movimiento ponga toda la cara en movimiento, lo que podría asustar un poco al insecto y excitarlo? ¡Si no es una hormiga!, dice mí hermano. Ya basta, dije yo. No, dijo él. Sí. No. Sí, dije yo. No.

¡Sí! Sí, dijo él. No, dije yo. Deja ya, dijo él. No. Puesto que él sigue comiendo; puesto que sigue hablando "como si nada hubiese pasado"; puesto que su voz, al levantar la mano hacia la frente sólo titubeó un poco y se hizo más lenta, seguramente se quitó de la cara tan sólo la punta quemada de una paja.

Las puertas "Allá, en la casa, había cinco puertas". Había y hay allá en la casa cinco puertas, por las que pasaba, por las que paso, hasta llegar a mi pieza. La casa estaba y está edificada más alto que la ciudad, desde la cual subo a ella. En primer lugar, en el muro, el portón, por el cual entro hacia la galería; vale decir que entro en la casa pasando por el portón y atravesando el patio en diagonal. Ahora estoy en la antesala. En tercer lugar viene la puerta oscilatoria, por la que paso de la antesala al corredor que rodea la planta baja; por este largo corredor llego hasta la puerta oscilatoria, que viene a dar al pie de la escalera interior; finalmente, por el corredor de la planta alta, llego hasta la puerta de mi pieza. Desde la parada del tranvía, allá abajo, subo por las colinas hasta el portón del muro. Llevo un bolso de cuero, cuyo color no conozco, pero que según creo es obscuro, porque concentra el calor del sol, bajo el cual voy caminando. Voy paso a paso; pongo un pie detrás del otro; llevo el bolso y el bastón en la misma mano, y con los dedos libres, me tengo al andar del dobladillo inferior de la chaqueta. Antes de llegar al portón oigo que alguien pasa a mi lado y se me adelanta. Como él camina rápido y asienta los pies fuerte y decididamente en el camino, yo noto que puede ver. Pasa cerca mío y sigue; es un hombre; probablemente no de la ciudad o de algún otro lugar más o menos densamente poblado; anda con unas botas altas y pesadas, herradas en la suela; hiede a cabras y a bosta. Llegará antes que yo al portón, por eso voy más lentamente, y, apretando el bolsón bajo la mandíbula, tiro del lacillo por la hebilla y hago como que busco algo en su interior, revolviendo a todo lo largo, lo ancho y en profundidad, de modo de engañar al otro, y así es que, mientras busco, naturalmente camino más lento. Sin embargo, oigo entonces que el hombre aunque ya ha abierto el portón y nada le impide entrar en el patio, se queda ahí con el picaporte en la mano y espera; espera, así pienso, que el que viene

de adentro, por el patio, pongamos por ejemplo alguna autoridad, salga y sólo entonces tenga el hombre libre acceso, y por eso también yo me quedo donde estoy, y espero. Pero en este punto oigo que también el hombre continúa parado, y me mira aguardando. Cierro el bolso, por aparentar meto con decisión en el bolsillo un papel supuestamente buscado, y entro rápidamente en el patio, pasando al lado del hombre. Mientras atravieso el patio oigo que el hombre cierra el portón con las dos manos y con la punta de la bota; se recuesta cómodamente contra los cajones que están en la galería, y con tono campesino hace las primeras preguntas que son de estilo en una primera visita. De ahí que yo me dirija a la casa atravesando el patio, tratando mientras de ganar tanto tiempo cuanto pueda. Por la prisa empiezo a renguear; los pantalones me tiran violentamente de la pierna hacia atrás. Entonces oigo que el hombre agradece de pasada la información y viene tras de mí. Sin embargo camina lentamente; mientras observa su derredor examina el muro y el portón, sobre el cual se le ha informado; se detiene, inclusive, y mira hacia atrás por si quien él ha interrogado le indica con algún gesto de la cabeza que está en lo cierto o equivocado; mientras tanto yo me quedo donde estoy, con la pierna del pantalón que el viento me aprieta contra el tobillo. Es evidente que el hombre me mira perplejo; después pasa a mi lado, sigue adelante y se apresura hasta la puerta. Voy tras de él; se queda parado detrás de la hoja abierta y observa cómo paso frente a él por la puerta y entro en la antesala. Guardo tranquilo silencio y voy derecho hacia la puerta oscilatoria. Mientras tanto el cierre de esa hoja de la puerta le dará batalla; se asombrará de que, al querer cerrarla, se oponga a la presión, porque él no conoce las puertas que se cierran solas. No obstante no se hace mala sangre por la oposición de la puerta; sin detenerse pasa delante de mí, apura el paso y puede todavía empujar la puerta falsa antes que yo. La empuja hacia dentro, pasa adelante; ase inmediatamente el pomo de la puerta y tira de ella consigo hacia atrás, contra la pared, haciendo un cuidadoso arco. También yo me coloco de mi parte contra la pared, apartado de la puerta, para que en el contragolpe la hoja no me dé en la cara; no obstante, él no empuja hacia atrás; se queda parado frente a mí, y,

amablemente, con el brazo todavía extendido, mantiene abierta la puerta para el ciego. Sin hablar y sin hacer gesticulación alguna, ni dar a entender nada con la expresión de la cara, tomo impulso y paso ante el hombre por el corredor adelante. En las paredes había y hay unas varillas verticales, que los habitantes de la casa usan como pasamano en su camino. Cuando el hombre, entonces, suelta la hoja de la puerta, el aire del envión me empuja por detrás hacia adelante rozando las varillas. Me detengo y me pongo contra la pared hasta que percibo los pasos del hombre; uno de los hierros de sus zapatos está roto, de modo que camina haciendo crujir y rechinar las botas contra las piedras. Ahora voy rápido por la derecha (o la izquierda) antes que él hacia la puerta que se abre sobre la caja de la escalera. Agachados, se deslizan hacia adelante por las otras varillas los otros ciegos, los que se disponen a comer en la sala. Entonces me quedo parado; oigo pasar a estos ciegos en una larga fila enfrente de mí; los oigo andar a pasitos cortos y arrastrando los los pies; cuidadosamente conducen sus conocidos y desconocidos cuerpos, con pies vueltos hacia afuera, y que oprimen de plano contra el piso; se dan vuelta sin soltar de sus garras las varillas por las que se alinean, y hablan en voz alta y excitadamente sobre el hombre campestre que pasó ante ellos; no lo conocen, y en voz alta pide información sobre él. Mientras tanto él se dirige hacia la puerta con la intención se abrirla; cuando desde allí, después de abrir la puerta, mira hacia atrás por el corredor, podría ver correr a uno con la oreja dirigida hacia la puerta y el brazo con los dedos entreabiertos, como tanteando; podría ver a este ciego solo ir llevándose ligero a un costado, por las varillas. El hombre espera pacientemente; ha tirado hacia sí de la hoja de la puerta y espera que yo pase; por lo tanto, yo paso amigablemente por ahí y le doy las gracias. Cuando yo haya subido la escalera, él estará esperando allá arriba para abrirme también la puerta de la pieza. Subimos juntos a la pieza; como él todavía calla, yo me guardo mis palabras. Llegamos felices al último piso. Ahora tiene uno la posibilidad de continuar en dos direcciones. Yo tomo por la mía; él mira hacia la otra y después me sigue. Si él me conoce verá después ante qué puerta me paro, irá allí y me la abrirá. Uno

detrás del otro andamos lenta y más lentamente por este corredor; ante una puerta —una cualquiera— me quedo parado y espero; él va con pasos cortos, tentando, mientras en voz muy baja lee. los números de las chapas, a través de este territorio entre la puerta y yo, y así continúa por el corredor arriba. Yo voy tras él.

La tentación Tu mano se acerca con los dedos abiertos al agua. Como la piel de la mano espera un agua fría, primero se encoge y cierra sus poros. Antes de sumergirse se arma contra el frío; sin que lo sienta, ella se encoge en la punta de los dedos. Al mismo tiempo se produce en los huesos de la mano una pesadez que proviene de la fuerza de succión del agua que se acerca. Los pesos que crecen en las puntas de los dedos tiran violentamente de la mano hacia la masa móvil. Antes de que la mano se sumerja en el agua, se dilatarán las mojadas líneas del sudor e irrumpirán humedeciendo las arrugas de la piel; después las disolverá el agua. En realidad, no es que el peso en la punta de los dedos tire de la mano hacia abajo, hacia el agua, sino que es el agua misma que, porque te parece fría, produce los pesos en la mano, y, aspirando, tira de las puntas de los dedos hacia ella, mientras tú despreocupadamente vas con los brazos extendidos y las manos estiradas hacia la cuba para que el agua fría te refresque. Mientras más te acercas tanto más crece en los huesos de la mano ese violento tironear que irradia el frío del agua que la mano espera ahora. El líquido hacia el que apunta tu mano mojada de sudor está, como tú piensas, tan frío como es habitual en el agua al aire libre. Antes de que entres en el agua, y también cuando estás ya en camino hacia el agua, sin que lo sepas tu mano se adapta al frío que esperas. Siempre despreocupadamente, sumerges la mano en la cuba. Sin embargo ahí dentro el agua hierve todavía a causa de la lumbre. Después de la comida la vajilla está sucia; para que en la próxima comida pueda estar limpia de nuevo, en el lavado de la vajilla se emplea agua caliente o directamente hirviente; con anticipación se coloca una olla o una cuba o por lo menos una vasija cualquiera con suficiente capacidad, con agua todavía fría sobre las planchas de los hornillos de la cocina; encima se le coloca una tapadera de estaño, que sirve para que cuando la plancha se caliente por la corriente deje que el agua hierva y burbujee mientras

retiene primero el vaho y después el vapor. Mientras tanto se coloca toda la vajilla usada sobre la cocina, junto a la pileta, de modo que esté a mano cuando se quiera tomarla. Se aprieta fuerte el redondo tapón de goma en la boca del desaguadero y se vierte el agua de la cuba en la pileta. Agitando la mano en el líquido, se echa también el polvo blanqueador, que al principio flota seco y en grumos sobre la superficie, pero que después, cuando el agua agitada en círculos lo traga, se desparrama y vuelve a subir disuelto. Con un trapo hilachento puesto sobre los dedos, la mano limpia ahora las tazas del desayuno, la cacerola en que se hizo hervir la leche y la jarra ennegrecida por el café; de las tazas ondulan hacia el agua los descoloridos pingajos de la piel del café y las costras residuales del azúcar endurecido que poco a poco se va disolviendo. Con la esponja de acero se rasca en la cacerola de la leche el grueso y almohadillo anillo de nata; del fondo de la cacerola van rodando los grumos de la leche pegada al metal y que en el agua se tornan azulinos, marrones o amarillentos; de la cafetera desborda por sí sola el agua a empellones y como a bocanadas de vapor. La otra mano, la que tiene el trapo, se lanza entonces sobre la cocina y arrambla con todos los platos sucios; la primera mano, ya liberada de las tazas limpias se mete otra vez en el agua hasta encontrarse casi con la otra, y toma los platos uno por uno, mientras aquella, restregando en espirales los limpia con el trapo; los elementos de la sopera son separados uno de otro y arrastrados al agua por sobre el borde de la pileta; los polvillos de la pimienta se disparan, sin que nadie los obligue, desde la superficie del fondo, y los tornasolados ojos de la sopa se hamacan con las pieles de la nata en el ahora brumoso torbellino del agua caliente. La mano que no tiene el trapo saca limpios a los platos y empuja la utilería de cocina, una pieza sobre la otra, hacia otro sector de la pileta. De la sartén, limpia las costras de cebollas; con un cuchillo raspa la fría, endurecida grasa que hay en ella; con el cepillo raya las engrasadas y negras hojas de los condimentos pegados al fondo; sumerge la cacerola en el agua y, dándola vuelta e inclinándola, rasca los amarillos y resecos tegumentos de sus paredes; finalmente la coloca limpia sobre las tazas limpias, sobre

los platos y la sartén. La mujer sumerge ahora el molinillo en el agua caliente; los dedos que tienen el trapo se afanan ahora metiéndose entre las abrazaderas; empujan y arrastran el puré que en hinchados rodetes bordea el mango hasta la panzuda vasija, y de ahí, como basura comprobada que es, la arroja al agua. Después coloca el antedicho instrumento en un vacío que encuentra en medio de la batería de cocina limpia, y ahí lo deja parado; sin detenerse escobilla ahora las fibras de carne cruda macerada que hay en las hendiduras de la tabla para picar carne. Con las uñas extrae también las fibras de entre los dientes de madera del mazo. Coloca después el mazo y la tabla de picar carne sobre el montón de cosas limpias. Por último mete en el agua el cucharón con los restos del repollo hasta que se llena y se hunde. Desde el fondo, las ondas verde claro del vinagre matizan el agua caliente, y los tallos del repollo remolinean hacia lo alto y rozan la orilla del curachón cuando el brazo se mete entre ellos y pesca del fondo los cubiertos. Ella hace en seguida un ramillete con los cuchillos, tenedores y cucharas que la mano saca a luz, y los disemina, a la izquierda en los huecos que pueda haber en el montón limpio. La otra mano extrae ya el redondo tapón del desagüe. Aunque la mujer permanece inmóvil ante el agua que se balancea, igualmente parece emerger del agua que se escurre y cuyas obscuras huellas en los brazos desnudos sacude enérgicamente hacia abajo. Enseguida la mano libre abre la canilla por encima de la otra, y el chorro del agua arrastra consigo la calderada, los hilos de repollo, las hebras de la carne, la piel de la leche y los tegumentos de las papas, por el agujero hacia la tumba que a todos ellos les está reservada. Así están las cosas hasta el momento en que se pide para beber una taza que está en los cimientos del montón. Contra esto argumenta la lavandera que aquel que después de la comida se ha retirado ya a descansar sería perturbado por los ruidos. ¿Para qué se le necesita, de todos modos?, reza la incontenible pregunta. ¿Para qué se pide que los platos, los cubiertos, las cacerolas, la sartén, el molinillo y el cucharón sean cambiados de posición arriesgando una caída del conjunto y tener después que

transportarlos uno por uno y amontonarlos en otro sitio de la pileta? Si ya te estás muriendo de sed, dice la mujer, puedes muy bien usar para beber hasta el hueco de tu mano, o una de las tazas que están ahí en el aparador, o el botellón que está ahí frente a ti, sobre la mesa, o esta taza de aluminio aquí, junto a mí, la que está sobre la cocina. ¿Pero para qué, en definitiva, quieres beber? ¿O es que en realidad no quieres beber? ¿O es que quieres solamente oír romperse la vajilla? ¿O acaso romperla tú mismo? ¿Quieres venir aquí y romperla tú mismo? ¿O debo ayudarte? ¿Debo ayudarte y romper contigo la vajilla? O es que... digo yo... y ella irrumpe de su fingido asombro en una carcajada; ven, ven aquí, dice ella; y como yo no entiendo: ven aquí conmigo, ven ya, ¿o es que no quieres venir a mí? "Cada vez que una mujer —se dice en la relación—, da lo mismo dónde, por qué, cómo, cuándo, me ha dicho que debo ir a ella (ven, venga, Usted a mí, venga Usted ya, ven ya) o que preguntó si yo quería ir a ella (¿quieres tú? ¿Quiere Usted, por favor, venir? ¿Cuándo quiere Usted? ¿Cuándo querrás venir conmigo?) y cualquiera haya sido su edad, yo me he conmovido hasta los pies por esas palabras, de modo que por un tiempo no me pude ni mover."

La siesta En esta estación del año, mi padre acostumbra a descansar después del almuerzo. Se tiende solo sobre su cama, en la pieza grande, con los puños a su lado y la cara en dirección de la ventana. Duerme con la boca abierta a todo lo largo y lo ancho. Antes de retirarse, se queda sentado largo rato en silencio, manteniendo el plato entre sus manos; las miradas que deja caer sobre los presentes fulguran mal humor; espía sombrío y amenazante de la cabeza hacia afuera; sus pies alternan en un duro golpear sobre el suelo, mientras él afloja el plato y furiosamente lo pone de nuevo sobre la mesa; pero como el mantel es grueso, y también el hule, por debajo, modera la furia, el tono del golpe suena aplanado y barroso. Esto origina un nuevo y perceptible mal humor en mi padre. Alguna otra cosa le viene a la memoria y de pronto se levanta. Estalla la calma. Ensoñando catástrofes para sus adentros, embiste hacia atrás; rudamente y sin orden empuja, como cardando, las mangas hasta debajo de las axilas y se inclina murmurando hacia adelante; con desabrimiento enlaza la pipa con su mano y se retira a descansar. Entonces (cuando esto ha terminado, cuando ya ha sucedido, después, más tarde, a continuación) entonces quiere él (el ciego), auténticamente ciego, ir al pueblo para esperar la llegada del ómnibus de línea.

Las avispas Ella, la mujer del hombre, descansa en la sala que antes había correspondido a la hermana. La habitación —según se narra— es clara; la cortina es tal que no obscurece la ventana, sino que, más bien, la hace esplender tenuemente bajo el sol; pero el ropero no debe estar abierto. Ella descansa sin dormir, en el lecho; ella descansa como ella descansa; ella descansa como ella quiere descansar. Es necesario también, o no es necesario, que ella se desvista lentamente, o rápidamente, o lentamente, y, ya despojada de los vestidos cierre el entorno del lecho. Ella está acostada de forma tal que su cuerpo está distendido, mientras que, por el contrario, sus piernas están cerradas. Ella está acostada vestida; ella ha estado vestida, excepción hecha de los zapatos, que están ahí, en la sala, tirados, con los tacones hacia arriba. Sin embargo, el cuadro da a entender que ella no atiende a cosa alguna que no sea el descanso, que de ninguna manera es habitual teniendo encogidas las piernas. Ella está vestida. Ella descansa como el hombre, sin cambiar, hasta el momento de postura. Por lo tanto ella no se mueve. No pasa un instante sin que ella eche un rápido vistazo hacia la ventana. Ella ha colocado los brazos sobre el pecho, cruzando las manos sobre los hombros. Ella no ha colocado los brazos sobre el pecho, porque ahora sucede que los tiene ajarronados a ambos lados de las caderas; ella tampoco los aparta de sí, sino que los acoda fláccidamente junto al cuerpo y extiende paulatinamente las palmas hacia arriba, de forma que al girar las manos parece como que, mientras más abre las palmas —más claras en comparación con los dorsos— tanto más clara es la luz que reflejan en la habitación. Como sus ojos están cerrados ella duerme; o, teniendo cerrados los ojos, aparenta dormir, aunque los trémulos párpados descubran el engaño en forma evidente. Contribuye a que el descanso no sea completo el que los oídos perciban desde fuera, desde el techo, desde los travesaños del techo, ese importuno susurrar. Los dedos están secos, sueltos, bien abiertos y extendidos

sobre la manta, o sobre las tablas, en el caso de que la mujer esté acostada en el suelo. Pero ella está acostada en la cama. También la cara está seca; los cabellos huelen todavía al agua de la cocina y sus raíces huelen a humo. La boca está dura o endurecida; endurecidos los labios, se cierran y levantan juntos sobre una hendidura; por dentro, donde el sol no llega, la piel de los labios estará entonces más húmeda y blanda. Esta raya costrosa que está sobre los labios, por fuera, seca y dura por la quemazón del sol, aprieta y cierra su boca, que crepita al agrietarse; sin embargo no sangra esa boca, sino que deja aparecer una nueva, macilenta rasgadura. Una raya entre las rayas ha surgido de los labios y cuelga de la boca cerrada. A todo esto, la mandíbula, que ya tiembla, trasmite su movimiento hacia arriba y sacude la granulosa piel que subraya los ojos y la fuerza a temblar; además, este movimiento golpea sobre la frente con un sudor y brillo que se extiende por los costados hasta las sienes, y, de ahí, hasta donde comienzan a crecer los cabellos, que, pasando sobre la oreja —que percibe los mínimos susurros—, tienen ya el mismo sabor que las plumas de gallina humedecida o mojadas en agua hirviente. La boca se relaja ahora y se distiende hasta entreabrirse, y repulsa la gruesa lengua, como si quisiera estrangularla. La mujer yace tranquila en la pieza, y duerme. No. Tampoco NO es la palabra que ella pronuncia, porque ella no dice nada, sino que calla y se guarda las palabras, mientras afuera las avispas rabiosas zumban quejosamente. Los labios arden; tampoco los dedos de la mujer están todavía secos; están húmedos y hondamente engarzados en la cama. Al parecer, la mujer no puede conciliar el sueño que busca, porque al mismo tiempo se estira incesantemente y se contorsiona; no suficiente con esto, tanto empuja de costado contra la otra fuerza que su cuerpo se yergue sobre las caderas, y mal y desgarbadamente se defiende con pies y manos. ¿Cómo (esto lo dejo a su cuidado) podrá ella conciliar el sueño en estas condiciones, con el murmullo y los quejidos de las avispas en la cabeza? ¿Cómo podrá descansar con los muslos tan fuertemente apretados, con la esmaltada piel de los muslos, que, muy adentro ya

está resbaladiza y caliente y humedecida? También esto lo dejo a su cuidado. En consecuencia de todo esto se llegará al punto en que ella se extenderá llanamente sobre sus espaldas y finalmente condescenderá. Está la cicatriz en su rodilla, pero ella no necesita señal alguna; ella no tiene cicatriz alguna; es solamente la piel arrugadiza, que, cuando ella comprime las rodillas contra el cuerpo, se alisa y allana. Ahora es cuestión de forcejear insistentemente hasta separarle las rodillas; arriba, apretarle contra el paladar la lengua, que tiene el soso sabor del barro; con los brazos abrirle los brazos; apretarla después cruzada contra los cantos de la cama, y contemplar así su desvalijado, riente, semblante, lleno de enfermiza curiosidad; contemplando desde arriba con toda detención, puesto que yace allí abajo, abismado y descerrajado; observar deliberadamente cómo ella eleva sus hombros apoyándose sobre los codos; cómo no falta ya mucho para que acceda; cómo, mientras tanto, ella cae sin fuerzas hacia atrás e intenta, levantando unos dedos temblorosos, asir el aire, mientras los talones (según el lugar en que esté echada) rastrean las mantas de la cama o embadurnan con sudor las tablas del piso, y cómo ella, con esta su boca, enrolla a la otra extraña con su aliento y sus agarrotados gemidos; cómo la cara, con ojos desencajados, se desmigaja más y más hasta la estupidez; cómo ahora ella, con su auténtica (no fingida) expresión, cae en el sueño, del cual solamente una vez, como al contacto con el agua, brinda su cuerpo, sin que, no obstante, salga un sonido de sus labios amoratados y cubiertos de sangre ya seca y cuarteada; cómo entonces —aclara mi hermano— brinca el cuerpo y es todavía sacudido en el aire por un impetuoso restallante temblor, que tampoco cede así porque sí, sino que aumenta y aumenta mientras el enjambre de avispas abulta zumbando en su vuelo la cortina, se apretuja contra la piel fluida y humeante, y, airada y soberbiamente, clava sus aguijones en la carne. Pero son avispas pequeñas, me dijo él, a modo de consuelo; avispas medianas, dijo; ni siquiera tan grandes como la uña del dedo de un pie; apenas como ésta, aquí, en mi mano, dijo él. Pues no tenía cariño a nadie.

La mujer La mujer descansa en la sala, como acostumbra ella a descansar; ella descansa como ella quiere descansar. Como ella descansa, bloquea el camino al otro. El otro está sentado contra la pared y reflexiona sobre qué se podría hacer. El viento que pasa por la cortina hace chocar estrepitosamente las abrazaderas contra una varilla, y forma cráteres y colinas en los pliegues de la cortina; hace flamear el sol contra mí y envía la luz sobre la mujer, que con los antebrazos protege sus ojos, de modo que, ciega, sólo mira hacia afuera desde la boca, con su hilera de dientes desguarnecidos; ella ha encogido los hombros y los ha reclinado sobre el respaldar. ¿Al pueblo?, pregunta. ¿Ahora? ¿Por qué ahora al pueblo? Ella también puede inclinarse hacia adelante. A él, que permanece mudo y está como paralizado, y que, en cierta manera no está allí, a él puede observarlo, y al mismo tiempo, con las manos entrelazadas, apretadas una contra otra, recoger las rodillas contra el pecho y albergar bajo los huesos del mentón la redonda cabeza de una rodilla; así en esta característica actitud frecuentemente descrita, puede volver su cara hacia él y desde abajo mirar su cráneo, que bajo sus miradas se agranda todavía más. Después de su caída en rabioso frenesí, sus labios están ahora resecos y contraídos en retorcidos pliegues; con sus bordes araña ahora con míseros rasguños el dorso de la mano; flexiona el dedo y abre, de arriba a abajo un profundo surco en la mejilla, al lado de la nariz; no obstante, apenas aquél se arranca límpidamente de la piel, ésta es nuevamente coloreada por la sangre obscura que golpea contra ella. Mientras se quita de la mejilla esa partícula de polvo, o lo que fuere, estira violentamente la cara hacia los ángulos de la boca... ¿Por qué ahora?, pregunta excitada. ¿Por qué quieres ir ahora al pueblo? El está sentado junto a ella en la silla; cuando se levanta se encuentra dentro de su limpia camisa blanca, que en el exterior de sus mangas muestra aún las marcas dejadas por la plancha; se encuentra dentro de esos pantalones tan bien planchados que sus

piernas, al levantarse, caen sobre los pies, y dentro de los calientes zapatos, y se siente como emparedado. Se siente desubicado. Rara vez está con esos atuendos que lo retienen como por arte de magia en ese lugar; aquí no se le ha perdido nada; querría Irse, dar un paso alejándose de ella. Qué ha pasado en él. ¿Es esta vestimenta que no siente, o que si la siente la siente ajena a él, lo que lo retiene a esta hora del día, fuera de hora, en la habitación? De nuevo ve por un instante, como en una especie de somnolencia, un calcinado camino gris, y en él las negras cascaras de banana con la sombra de un pájaro de vientre blanco ondeando sobre ese lugar. No. El no ha dormido, o, por lo menos, está todavía en posesión de sus sentidos. Cuando estaba sentado en la silla y oyó a ella preguntarle (¿cuándo había ocurrido?). No; a nadie había oído preguntarle; él oyó solamente a las preguntas preguntarle por sí solas desde algún lado; entonces irrumpió entre los ruidos de un sonido que él, en su estado, no había podido aclararse; él había realmente oído ese tono pero no había podido explicarse su origen; él piensa, entonces, y piensa, casi divertido por ello: yo estaba sentado, yo oí, yo pensé, en este tiempo, que para él ha pasado y fue único. Pero ahora (él piensa: ahora; él recuerda que estaba allí sentado en una silla o en la cama y oyó el sonido que ahora reconoce como la campanada del reloj, la única campanada que el reloj había dado en la habitación grande; y recuerda más: cómo después de la primera campanada, no bien el sonido hizo caer su mano de la rodilla, muy abajo de la rodilla, muy abajo de la rodilla; no: la empujó fuera de él; cómo mientras la mano caía las otras dos campanadas, lo que cayó no de él y que prenunciaba el frío, se sumergió en agua hirviente, pero cómo la conmoción se limitó a los dedos, que ya no le pertenecían, mientras el cerebro quedó a salvo. Ahora designa los sonidos que casi sin solución de continuidad sonaron en su mano estremecida, como el pasar de un cuarto de hora, y la conmoción de la mano penetra hondamente en el cerebro. El se encuentra junto a una mujer desconocida en una pieza desconocida. La mujer está acostada transversalmente sobre la cama, con una vestidura amplia, cuyos pliegues apenas llegan hasta

arriba de las rodillas, que ella dobla ahora, de modo que las desnudas plantas de los pies rozan el suelo blandamente; la cabeza de la mujer cuelga del otro lado de la cama; está acostada sobre las espaldas y contempla las mantas sobre ella. Cuando él piensa esto lo posee nuevamente el mareo. La cara de ella no resulta visible desde la pared, ya que cuelga más abajo del borde de la cama; así sólo resulta visible (¿para quién?, piensa él) el cuello estirado con su triangular delimitación de los huesos del mentón y de la mandíbula; desde su punto de vista, la mujer está descabezada; ella saluda con el muñón del cuello y en triángulo de los huesos suavemente redondeados; el mentón se asemeja al pomo de un bastón, piensa él: no; el cuello es en sí mismo un hueso y el mentón es la cabeza de ese hueso. El ha debido dormir algo con esta mujer. Ahora querría irse. ¿Qué te lo impide? ¿Qué le impide ir afuera y bajo el techo, a lo largo de viga ir hacia la escalera? Sólo necesita levantar el bastón, levantarlo y alargarlo hacia el camino, su camino, tantear hacia adelante por las varas del techo. Sin embargo no puede, se dice para justificarse, distinguir la izquierda de la derecha, arriba de abajo; ciego como es, añade. No; ella no está colocada transversalmente; además, no oye que se levante; más bien, ella estaba de pie mientras él estaba sentado, allí, a la ventana, con media cara entre las cortinas, y no era el viento lo que de un envión empujó las abrazaderas. Doble pliegue, piensa él; más suave quebrarse del vestido entre los miembros; más duro, más derecho, caer vertical de la cortina. No la ha oído levantarse; tampoco la ha oído irse del lugar. De pronto ella se para ante él, y sin decir una palabra lo lleva, lo lleva afuera, muy junto a la pared, a lo largo de la pared bajo el lomo del techo, aminorando sus pasos su andar adelantado, por la crujiente escalera abajo, por el corredor, pasando de largo al lado de donde está el padre, que allí dentro rezonga airadamente, en sueños, y por el portón de la casa, que ya de lejos le abrasa la cara de calor, hasta llegar de un tirón hasta ponerse bajo el sol, por donde él sigue solo y sin detenerse porque el tiempo lo apremia. El piensa de sí mismo como si se tratase de otro, del cual piensa como de uno a quien, si algo le sucede le sucedió hace ya

mucho tiempo; como de uno a quien le sucede lo que hace muchísimo tiempo le sucedió a él, y de uno a quien le sucedió algo hace ya muchísimo tiempo; piensa él a veces como de uno a quien eso le sucederá por primera vez. Una vez él quedó ciego.

El halcón avispa Este no es el camino. ¿Había, entonces, un camino como el que va al pozo de la arena? No, tampoco era el camino del pozo de la arena; era un camino extraño, que yo nunca vi; un camino de campo que no pasaba por un campo. Alguna vez he visto a este pájaro con el vientre blanco, pero no aleteando sobre ese lugar, ni sobre las negras cascaras de una banana; también alguna vez he visto las cascaras de banana, sin embargo no en un camino, sino sobre el zócalo de cemento de un alambrado que cercaba la escuela, sobre la que después cayeron las bombas. El pájaro que yo vi golpeaba con la sombra las esparcidas cascaras de banana, aunque estaban allí tiradas en el polvo, sin valor alguno, se encogían y estiraban bajo los fuertes golpes de la sombra. Yo vi este pájaro, parado ante un árbol en el pozo de la arena. Escarbaba la tierra, y, sin embargo no miraba hacia ella, como por lo general se describe de tal actividad, sino que con "el pico fuertemente encorvado" miraba hacia el árbol; nosotros lo veíamos estar parado y mirar al árbol; él caminaba, inclinándose, con sus pasitos, adelante y atrás; brincando en un cuarto de círculo, de tanto en tanto echaba ojeadas al árbol; después empezó a graznar. Con los cuellos estirados, nosotros lo espiábamos; le oímos gruñir; vimos cómo eyaculó sus heces dejando una larga huella tras de sí, mientras graznando batió las alas y desapareció. Las piedras que le arrojamos cayeron sorda y pesadamente detrás de él, en la arena. Yo vi este pájaro; yo vi la sombra de este pájaro que me era conocido, ondear sobre las negras cascaras de una banana, y la sombra hizo levantar el polvo, porque las alas del pájaro estaban tan cerca. No era el camino que ahora transito; no vi después piedra alguna, ni siquiera este tacón de una suela de cuero, ni la hilera de enormes agujeros de taladro sobre la que ahora yo camino, ni esta chata lata de conserva o estas tapas de botellas, ni esta pisoteada, polvorienta bosta de caballo, ni este mismísimo papel... no, que no es una carta, que se hincha, duro y quebradizo después de la lluvia de la noche; tampoco estaba este chato, ya no más encombado,

surco de las llantas del carro, que lima y desmenuza las piedras que emergen sobre la superficie del camino; no era el camino por el cual yo ando ahora, y en el que piso un redondo pedazo de madera podrida; no el camino por el que yo voy, pisando una desgranada mazorca de maíz; no el camino en el que mi próximo paso me conducirá hacia una bolsa de cemento vacía; no era el camino que ahora lleva al pie a posarse sobre un grueso clavo, sobre este tornillo, sobre un cartucho vacío y pisado, que la punta del zapato despide contra el pasto; no el camino sobre el que ahora, de este corto paso se desprenden hacia abajo los otros cortos pasos, pisando los crujientes restos de la comida perdida, la cual, mientras más avanzo, tanto más frecuentemente se va acumulando y me señala el desvío hacia la ruta; no este camino, este aquí, por el que me dirijo con ansiedad, a paso ligero, hacia la carretera. La sombra del pájaro ondeaba sobre otro camino. Lo veo otra vez; ya no ondea más; está quieto y se hunde en las cascaras negruscas. El pájaro se lanza hacia abajo, y al caer aspira su sombra hacia su propio vientre. Junto con las sombras despedaza las cascaras que también podrían ser las de una naranja podrida. El interior es desgarrado en claros, desflecados cráteres. Alrededor del lugar del hecho se incrustan en el polvo los restos que caen del pico del pájaro. Pero no es solamente esta fruta en lo que se atornillan sus garras; inútilmente me esfuerzo por ver lo que estruja en ellas, porque ahora las cimbreantes alas retuercen y arremolinan el polvo sobre ellas y sobre las cascaras y sobre el camino, y cubren de gris y calina (como se lee en muchos relatos) esta vista, de modo que yo, que también estoy espiando no alcanzo a distinguir entre la polvareda ni el lugar del impacto ni lo que lo rodea. Los pasos ya empujan y aprietan el pie en el asfalto líquido.

El sol Me dará lo mismo si nadie viene, porque yo lo pienso. Cuando yo pienso que allí no hay nadie, me resultará indiferente que nadie haya venido. Yo debo decirme a mí mismo que me es indiferente, para que llegue hacerme indiferente si nadie viene. Como también el sol calienta, debo pensarlo, y, pensándolo, hacerme a la idea de que mi hermano no ha llegado todavía. Si lo pienso me resultará indiferente, porque ya antes fue pensado que él no vendrá. Este es el sol en el que debo pensar; que nadie descenderá mientras yo esté en el pueblo, o que quien descienda me será desconocido. Puesto que yo no conozco a nadie, el coche me dará lo mismo. Me resultará igual si nadie viene, que nadie esté allí, porque yo lo puedo decir. Porque yo lo pienso, si alguien llega, mientras viene el sol, cuando me da lo mismo. Como él escribe en la carta, donde va el sol, de modo que nadie sepa donde está el sol. Me será igual, aun si está vacío, puesto que realmente el sol se pone, si el sol está aquí antes de que llegue el coche. Porque yo camino por aquí para no tener que estar parado, porque primero fue pensado para que el sol me tire. Como tú escribes en la carta, para que nadie sepa que éste es el sol. Como si yo ahora pudiese hablar, puesto que él está ahí parado al sol, aunque me da lo mismo. Será igual si nadie viene, porque yo lo pienso. Porque yo lo pienso, aunque el sol me tira, de modo que eso me deja completamente frío. Para que yo me haga a la idea, si yo lo pienso, aunque el sol me tire. Como si él sigue de largo... me será igual, puesto que el sol, sí, viaja, aunque él me deje frío, si ha sucedido, porque yo lo pienso.

El paseo del domingo El segundo jugador de cartas (el que primero lo trató en la calle) en memoria de su padre muerto será llamado cocinero, aunque él es carpintero, porque su padre trabajó tiempo atrás en un poblado más grande de la misma comarca como camarero. El sigue de largo, bajo su ancho, umbroso sombrero, cuya ala cae doblada en todo su derredor; así es como, a quien lo mira, le parece falto de energías; de modo que, tomando de una parte la designación del todo, el sombrero flojo. Como él es divisado por el otro, pregunta, mientras aminora la marcha sin, no obstante, detenerse del todo, pregunta él... lo que le viene en ganas preguntarle. ¡Seguro!, replica secamente el otro al jugador que cree apurado porque él no mira cuando pasa de largo; como si faltase a algo si se toma tiempo para hablar tranquilamente, de modo que él, el jugador, esté enterado antes de levantarse de allí de que no llegará al juego demasiado tarde ni demasiado temprano. El otro camina rápido, sin que su camisa se empape en la espalda; él se atropella por ir allá, con su calzado que crepita, mientras la cabeza hace inclinaciones, la oreja se tiende hacia adelante y el brazo libre lo salva de tropezar con alguna pared; un ciego que juega a la gallina ciega, pero que sin embargo no da vuelta en redondo, sino que va en línea recta, porque va buscando la trampa de la adivinanza con el aire de quien está a obscuras y busca la llave de la luz, pero no, sin embargo, con la cara de astucia, con la grandeza, con el aire marcial de los ciegos, con los desnudos miembros apretados, con esa expresión cerrada a la que el sol, cuando quema, enmascara todavía de negro, de modo que los próximos, los que se acercan juntos (a los que él para sus adentros reconoce ya como el primer jugador de cartas y el tercero, el que abre el juego) no se le pueden juntar enseguida, aunque ellos deban dirigirle la palabra, hasta que por fin el tercero, a quien, en memoria de su padre, que en tiempo de guerra fue colgado de un fresno, llaman el bandolero, aunque él, de por sí, entierra los muertos, al primero, a quien en memoria de su padre muerto de muerte natural, y aunque él es techista, porque una

vez su difunto padre se hizo el plan (que no tuvo resultado) de emigrar al extranjero, tiene el apodo de el extranjero, hasta que entonces el tercero le sopla, dudando una pregunta al primero, mientras le guiña el ojo, de que si podrían molestar al otro en su camino, dado que seguro que sí, aunque no todo parezca confirmarlo; parece que algo le urge, como ser, si podría hoy llegar tarde al cine o al partido de fútbol... no obstante guardan silencio mientras pasan de largo, o le saludan con unas pocas, amables palabras, para que no pueda de ninguna manera sentirse interrumpido, y que él, allí, sin detenerse por nada (ya que no trae chaqueta alguna de cuyo borde le puedan tirar) se conduce como ciego, de modo que tambaleándose sobre el lomo de la calle no me dice nada a mí, nada a ti, o que los autos lo hagan desviarse de su rumbo en nada, y él no sabe adonde va, sí, al fin olvida que va, lo que, sin embargo, desde luego es imposible, porque él siente el pedregullo o la tolvera bajo las plantas de los pies que lo orientan; él puede también extraviarse; los que conducen vehículos, que, ciertamente tienen ojos en la cabeza, lo verán y frenarán. Por un lado esto, y, segundo, él ya camina junto al campo de deportes, donde hay gente suficiente que le pueda gritar, que le pueda advertir lo que él, de todos modos, no considera necesario, puesto que éste es su camino acostumbrado, que ahora bordean dos hileras de niños, a derecha e izquierda, sin que, aunque se cierran en una cadena ante él, quieran hacer algún daño en día Domingo, como tienen por costumbre; ellos no dejan por causa de él de mirar el partido de fútbol, no sea que vaya a pensar que es importante para ellos, aunque él sea un mentiroso, cosa de que en secreto se le acusa, pero mientras tanto estas voces que le acusan no se destaquen sobre las otras, porque se juega el partido, que ocupa las lenguas más que otra cosa, de modo que ya no importa gran cosa si ellos recién ahora (¡vamos! ¡empecemos ya de una vez por todas!) se largan en el grito largamente esperado, que a ése (al caminante ciego) le parece ya lejano, pues él está ya ante Ortstaffel, donde cede la palabra al "orador" (el hijo, todavía no muy maduro, del carnicero), a quien llaman así a causa del padre, que toma siempre la delantera para después ceder la palabra al siguiente, ¡ah! y

además vienen los otros (tampoco muy crecidos) hijos de la partera, como los llaman sus compañeros por causa de su madre, uno de los cuales —apartando la mirada del ya cansado jugador— con una media palabra le pasa la voz al otro, el que a su vez retrasmite, sobre dónde se encuentra el ciego, que ya ha dejado atrás a Ortstaffel y asimismo todo es griterío, que ahora estalla en las hinchadas mejillas y que el ciego no percibe, o que no considera sean dirigidas a él, sino más bien, o en todo caso, a los jadeantes jugadores que en la cancha no toman en serio el griterío. Habiendo pasado Ortstaffel, se topan con el ciego las turbas de aquellos que después de un reparador sueño se muestran afuera muy despejados, y delante de ellos van las llamadas tristes hijas del maestro, en razón de que su padre murió muy joven, las cuales van acompañadas por un hombre semiadulto, que es de la administración pública del pueblo, a quien por causa de su padre (fue hallado en terrenos del estado) llaman el errabundo, a quien acompaña el segundo maestro, por razones desconocidas llamado el tercer maestro, a quien a su vez acompaña la tía de las hijas, la maestra, la directora provisional de la escuela, a quien llaman alma escolar, a quien acompaña el director de la administración, el elegido como representante de los ciudadanos, llamado gobierno, a quien acompañan algo más lejos los hijos ya mayores del director de la administración pública, llamados los camaradas y, a mayor distancia, el doctor borracho, a causa de su hijo, a quien procreó en una borrachera, y que es llamado el tronco de la casa, vale decir idiota, a quien acompañan a cierta distancia los hijos mayores del segundo maestro, llamados A, B y C, a quienes siguen los hijos mayores del veterinario, llamados auténtico e inauténtico, a quienes sigue el hijo ya mayor del secretario de la administración pública, a quien por los discursos de su padre, llaman guerra, a quien sigue por fin el hijo todavía no adulto, el diminuto hijo del peón de la granja, llamado paz por los discursos de su padre, todos los cuales no pierden las huellas de las tristes hijas del maestro, mientras, matando el tiempo entre galanteos y chistes para divertirse, se alejan del pueblo, todos sin excepción con la mirada vuelta al rápido andar del ciego, que no puede menos que ser así, porque no puede

defenderse (se entromete desde atrás en la conversación el hijo del peón de la granja) como si hiciera algo, por así decir, porque, de todas maneras, una buena palabra sería necesaria, por lo menos en lo que está de su parte, aunque sin haber dicho nada los espectadores no pueden comprender por qué él no se deja guiar, ya que no deja de ser cómico apurarse de esa manera (¡Más no! ¡Basta ya!, exige airada la madre de la tía) mientras, a todo esto el coche llega puntualmente al pueblo. El guardia, así llamado aunque no ejerce policía alguna ve, bajo la ventana, desde la cual en caso de apuro puede dominar la ciudad para bien o para mal, al hijo del señor Benedikt, que tiene la intención de correr hacia el coche parado tomando directamente por el polvo. Prescindiendo de que (seguramente debido a una larga caminata bajo el sol ardiente) se lo ve un poco agotado y desaliñado en esta su rápida marcha hacia el coche, él hace una magnífica y tranquilizadora impresión que disipa totalmente la sospecha que esta exagerada prisa despierta en el guardia, a lo que también contribuye el hecho de que, por lo menos que él recuerde, a sus oídos nada ha llegado que pudiese ir en su desmedro. Dos hombres que con sus pulgares afirmados en el cinto y que están parados en la puerta del cine y a los que llaman Toto y Lotto3, interrumpen su conversación cuando ven al ciego mover apresuradamente sus pies, visiblemente preocupado por encontrar ese coche antes de que parta, y siguen ansiosos sus pasos, antes de que uno de ellos se dé vuelta hacia el coche abierto, en el que, justamente, mientras el ciego se acerca por entre la móvil polvareda, el conductor levanta la cartera con los boletos y la cuelga de la correa que está junto a él, mientras ahora el conductor, en tanto que el ciego (llega, no llega, viene, no viene) tropieza atrás con el bastón en el escape, recoge las puertas, mientras el conductor (¡Más rápido! ¿Qué pasa ahora? ¡No aflojar! ¡Hacia la puerta! ¡Ya no necesitas más que llegarte a la puerta!) ya ha esperado bastante, aprieta el embrague, pone en marcha, al mismo tiempo suelta los frenos, y mientras más lo suelta tanto más aprieta el acelerador y suelta el embrague, de modo que si ganó el uno o el otro son las

leyes del juego, pero la partida era ya de esperar y de prever desde un principio.

El juego de Cartas Una vez estaba yo debajo de la mesa mientras ellos jugaban a las cartas, y no pude más salir. Me había quedado dormido allí abajo, y cuando desperté vi en mi derredor ocho zapatos y ocho piernas que eran los postes liminares de mi coto. Me encorvé hacia arriba y golpeé con la coronilla contra la parte de abajo de la mesa, de modo que los cubiertos tintinearon en el cajón. Me acurruqué y exploré con la nariz los olores de los hombres que jugaban, con el oído las voces que emitían de sí y con los dedos las manchas de los líquidos que ellos esputaban abajo suyo, sobre el suelo, por entre los muslos que entreabrían. Al pasar la mano por allí, las más de las veces ésta venía a dar con las ya endurecidas y cristalizadas córneas de los líquidos de los domingos anteriores, y así era sorprendida y cogida en falta por los aislados, todavía frescos, proyectiles en que resbalaban los dedos. Yo me hundía en reflexiones bajo la mesa, mientras con la cabeza pensaba en alguna salida por aquí o por allí; los zapatos de mi padre, que reconocía porque tenían metidos los cordones bajo la suela y porque las abrazaderas colgaban como lenguas a los lados de la línea de cierre, mientras que arriba en los pantalones las rodillas se rozaban apretadamente; por ahí había un espacio más amplío, que se estrechaba hacia arriba, de modo que quien quisiese pasar por él necesitaría solamente espolear un poco y empujar por entre medio, y estaría en libertad. Me encogí un palmo hacia atrás, hasta rozar con los talones la parte trasera de los zapatos del tercer jugador, y calculé el espacio que debería recorrer en la embestida. ¡Triunfo!, gritó mi padre. Me levanté y me introduje por entre el enrejado del recinto, pero resulta que mi padre, mientras recogía violentamente hacia sí las cartas sobre la mesa, apretó las rodillas, juntó los pies y atenaceó fuertemente el cuello de su hijo en un torniquete. ¡Paso!, triunfó él, dando un palmotazo sobre el mazo de cartas; recogió el juego y mezcló las cartas, sin levantar por eso los brazos de la mesa, sin respirar, sin aflojar el torniquete debajo de él; con el pulgar izquierdo, que un momento antes había descolgado

del labio inferior, retiró una a una las cartas del mazo que sostenía con la derecha, y colocó en el hueco de la mano izquierda las restantes cartas, una a una, entre las que había levantado, antes de (y después de que a su derecha el primer jugador hubiese puesto el puño sobre el mazo) distribuir las cartas en círculo hacia la izquierda, siguiendo la marcha de las agujas del reloj, esta vez con la ayuda del pulgar derecho (antes había usado el izquierdo), que retiró húmedo del labio, enderezando para ello el cuerpo contra el respaldo, desde donde dio a cada uno la carta que le correspondía. Cuando tiré hacia atrás la cabeza, con las orejas estiradas y plegadas hacia adelante, el padre no obstaculizó al hijo en esa maniobra. ¡No va a salir!, le gritó al que tenía la mano, a lo que éste contestó: ¡lo lograremos! ¡Que sí! A lo que su compañero agregó gritando: ¡Quien ríe último...! A lo que el último jugador les preguntó en voz baja que decían ahora, replicándole así acertadamente. Sus piernas estaban cerradas, no obstante uno podía salir en ambas direcciones, pero cuando lo intenté él colocó diestramente el zapato contra mío o hacia allí por donde yo intentaba, mientras arriba, dirigiendo despectivamente sus miradas hacia uno o hacia otro, les daba tranquilamente las cartas desde sus manos. Me senté en el suelo y miré arriba, hacia el cajón, que, abajo, en la cara exterior, ofrecía todavía una hendidura. ¿Qué pasa?, gritó mi padre. Adelante, gritó el que llevaba la mano. No lo tomes a mal, replicó su pareja mientras tanto. Esperad ahora, advirtió a los otros el último, en el momento en que yo le incrustaba el cajón profundamente en el estómago y él los azuzaba nuevamente. ¿He hablado de más?, triunfó entonces, dando a los otros tamaño disgusto que le cortó la respiración. Lo oí cómo, sin dar vuelta ni cubrir las cartas elegidas, arrastraba hacia sí de a montones los puntos con todo el brazo doblado. ¡Esto no es posible sin trampa!, gritó después de cierto tiempo el que tenía la mano, que estaba sentado en el banco que da a la pared, de resultas de lo cual, aunque levantó los zapatos acompañando las palabras, no me pudo servir de nada. Me enrosqué en una pata de la mesa e investigué con los ojos los calcetines de su pareja, a quien el juego parecía emocionar. ¡Realmente!, gritó por encima de mí. Aquí hay gato encerrado. Sin

embargo, al soltar estas palabras de su boca, adelantó el zapato y lo colocó verticalmente ante mi cara. Me encogí por ello hacia el centro. Me eché de espalda, me revolqué sobre el estómago, me doblé entero y me puse a dar vuelta arrodillado, de modo que los hombros se restregaban contra los barrotes de mi prisión; los hombres, no obstante, no se inmutaban. Agarré las piernas del padre por encima de los tobillos, y, a través de ellas, eché un vistazo a la pieza, en una esquina, sobre la cama, se acurrucaba dormido mi hermano y me devolvía la mirada; con elocuentes ojos le expuse mi apurada situación sin que él diese muestras de interesarse por ello; más bien aparentaba, mientras, inmóvil, miraba sin ver debajo de la mesa, una somnolencia posterior al sueño, que en alguna forma no le permitía hacerse una idea de qué podría ser esa cabeza que empujaba entre las piernas del hombre. Pero éste, mi padre, mientras de un manotón juntó en una pila todas las cartas que estaban sobre la mesa, se inclinó, bajando la otra mano de la mesa y se libró del apretón de su hijo, mientras arriba su voz daba a entender con el tono, porque le temblaba y (con otras palabras) respiraba dificultosamente dio a entender entre el torrente de sus palabras, que él no podía de ninguna manera seguir mirando sentado cómo podía ser puesta en tela de juicio su autoridad en la casa y ser, inclusive, denigrada por un vagabundo, un asaltante. Siguió reprendiendo a los presentes, sin que mientras tanto pudiese él mismo ponerse en claro sobre quién o qué lo había molestado de tal manera que ya no podía más contener su indignación; no contento con esto, les puso bien claro a todos que debían abrir bien los oídos y tener en cuenta qué mentiras y falsedades se contaban hoy en día, tales, auguró, que el vecino tenía que controlar al vecino y el marido a la mujer, para que al despertar no se encontrase un día con los graneros y corrales desolados, y éste, ya se lo podían imaginar, no sería ciertamente un dulce despertar. ¡Terminado el juego!, gritó después en tono funesto, enrojeciendo más y más con desagradables manchas en la cara. ¡Hay que ir al fondo de la cuestión! gritó aprobatoriamente el que tenía la mano. ¡Por supuesto! gritó su pareja. Pero tú diste, se desentendió en voz baja del injustificado reproche el último jugador. ¡Y mal dado!, detuvo la

alusión en el aire el que tenía la mano. ¡Hubieras cortado como se debe!, mi padre volvió a pasar el reproche en dirección de las manecillas del reloj. ¡Una palabra más!, le significó mi padre peligrosamente. ¡Vamos a la cuestión!, dijo el último. A la cuestión, intervino el que tenía la mano. ¡Y sin demora!, aclaró su pareja. ¡Juego terminado!, añadió secamente mi padre, después de haberlos examinado arrogantemente durante largo tiempo. Yo hice llegar una seña a mi hermano; yo emanaba seña, por así decir. Entonces me transformé yo mismo en una seña cuando desde abajo levanté la mesa sobre la cabeza y sobre las manos abiertas y apoyadas sobre los hombros; junté los pies talón con talón y los separé estirándolos hacia adelante; los adultos se convulsionaron. Cuando recibí la reprimenda sobre los brazos, más arriba de las mejillas, pude ver a través de la camisa los temblorosos músculos. Las rótulas de las rodillas se pusieron blancas de tan afiladas. Vi cómo los dedos de los pies se entrelazaban unos con otros y perdían el equilibrio. Apenas si en los órganos sexuales pude sentir que la mesa tenía aire por debajo. Los temblores del pánico y las lágrimas se me subieron a los ojos. Levanté la mesa con sus cuatro patas, como si los hombres todos, sin excepción hubiesen empujado con sus zapatos, y la mesa (así les habrá parecido) se hubiese parado sobre sus zapatos. Pero, cuando con la cabeza pesada, me di vuelta hacia mí hermano, la mesa se deslizó de costado por los hombros abajo; la vi tocar nuevamente el suelo de costado, con dos patas; entonces agaché la cabeza y ella tocó el suelo otra vez con las cuatro patas y allí se quedó parada; solamente las monedas sonaron y tintinearon un poco al caer sobre mí, según lo que después comentaron entre sí los hombres. ¿Quién va ahora?, gritó arriba mi padre. Sí. ¿Quién?, gritó el que tenía la mano. ¡Esto me pregunto también yo!, gritó su pareja. Tú andas por ahí, dio a entender tranquilamente el último. ¿Yo?, gritó el que tenía la mano. ¡Esto no lo veo claro!, gritó su pareja. ¡Corta ya!, disipó nuevamente sus preocupaciones el último, y no dejó entenderse más a nadie, de modo que se enfadaron seriamente y no volvieron a estar contentos por toda su vida.

La palabra "esconderse" Yo querría esconderme; por lo tanto yo me voy y me escondo. Mientras me voy, reflexiono dónde esconderme. Después pienso que no soy yo quien va sino que son estos pies, abajo, los que van y que no soy yo quien piensa, sino que es mi cerebro quien piensa; porque si se tiene en cuenta que estos pies me pertenecen, que éstos son mis pies, los que andan, y también el cerebro, que como cerebro mío piensa, no puedo ser lo que es mío. Yo no puedo ser el que en este caso piensa. Yo no me puedo esconder. Mi cerebro reflexiona sobre si yo puedo ocultarme de los otros; y yo no puedo esconderme, porque algo no puede ocultarse a sí mismo. Yo no me puedo esconder. Entonces tampoco mi cuerpo puede ocultarse, pero mi cuerpo no es yo; esta es la razón por la que no puedo ocultarme. Sin embargo puedo divertirme; yo puedo, en tanto no sé qué cosa soy yo, y particularmente, porque no sé que cosa sea " a mi", divertirme a costas de algo, en tanto me decida a presentarme y a obrar como si no me asombrase, como si supiese qué cosa soy yo, y de este modo hacerme visible en un lugar y poder esconderme de los otros, sin que por la conmoción de las venas los pies no pueden más transportar el cuerpo. Yo me divierto a costas de algo, o mientras elijo el escondite, me divierto a costas de mí mismo y me entretengo. Yo me entretengo, yo me escondo, yo me pregunto quién es yo, haciendo como si pudiese preguntarme. Mientras tanto mi cuerpo será escondido por los pies. De mi mismo no necesito yo esconderme, porque yo no puedo verme a mi mismo, porque soy ciego, es decir: mis ojos son ciegos; es decir; mis ojos no son ojos; es decir: por así decir, yo no soy. Pero yo puedo, mientras me escondo, divertirme fácilmente a costa de mi mismo y olvidarme de mí.

La antesala "A esta hora se puede encontrar todavía la antesala del cine vacía; la mujer que vende las entradas por medio de las cuales se alquilan las posibilidades de estar sentado durante la duración de la película, estuvo poco antes en la antesala, creyendo buenamente que quizás algunas personas ya a una hora del comienzo de la función querrían entrar en este sitio fresco, bien aireado, y estarse por ahí y mirar los afiches y observar las fotos, y según las expresiones de las caras fotografiadas decidirse por una película cómica o por una trágica, Pero como los que esperaba no vinieron (¿cuál podría haber sido la causa?), o bien se quedó dormida en su boletería, con el brazo, por así decir, asentado sobre su taquilla, con los labios silenciosamente entremordidos, el otro brazo que cuelga fláccido detrás de ella sobre el respaldo de la silla, perdido, por así decir, en la tarea del sueño, o se fue, y, al irse, olvidó trancar las puertas. Se está notablemente fresco en la antesala, o por lo menos así parece al que entra. Ahora es posible seguir dando más vueltas puesto que la antesala está vacía. No se oye nada, según la expresión. Uno puede elegir posibilidades de sentarse en los distintos bancos y además ponerse de acuerdo consigo mismo sobre el próximo movimiento. Cuando uno pasa el cuerpo entre los bancos y mesas pulidos y laqueados sin color, deja sobre aquél cuatro huellas de sudor con cuatro bordes que se evaporan. Recostado contra la pared y encajonado entre el banco y la mesa tiene uno la oportunidad de meditar sobre la situación. Uno hará esto, el otro no hará nada; el otro no hace nada mientras está sentado tranquilo detrás de la mesa. Ningún ruido estorba al que está sentado; el fresco le viene desde la pared y le hace bien; él siente también sus dedos sobre la mesa, que están diseminados lejos de él, como si los hubiese desatornillado. Las perspectivas le son favorables; tal como está sentado ahora tiene tiempo; puesto que está sentado en su rincón ha estirado las piernas lejos de sí (así se dice); aquí tiene la oportunidad de liberarse de lo que le sucede. Puede emplear el lapso que va desde el punto en que entró hasta el

punto en que entren los primeros clientes para utilizar todos los medios a su alcance para poner en orden los pensamientos en que está sumergido. La calma (ésta es la segunda expresión que recuerda) susurra en su cabeza. Mientras está sentado y recuerda, a veces su cara se abre y a veces se vuelve a cerrar rápidamente; en vez de pensar suelta más y más nubes de calor hacia la mesa, en el banco, contra los muros, al aire, hasta que los primeros clientes llaman a la mujer golpeando en la boletería y lo expulsan de la antesala.

El sistema de alarma El operador de cine, con una botella de cerveza entre las rodillas; el operador de cine con un sandwich triple entre las manos, con un sandwich triple en su bocaza; el operador de cine está estirado sobre tres sillas, o sobre dos sillas y un banquillo algo más pequeño; está estirado en su cabina, atrás, sobre el jardín; la botella vacía con su collar de espuma está parada... donde está parada, o está acostada en el lugar destinado a las botellas vacías, debajo de donde está el hombre o en otro lugar. El duerme, o no duerme; ha bebido mucho o ha permanecido sobrio, pero duerma o no, con seguridad sigue masticando en su boca el sandwich, y si es verdad que ha dormido hasta ahora, entonces ahora ya no duerme más. No obstante, aún no durmiendo, parece, igualmente, no haber despertado del todo, cuando balanceándose y tambaleándose se levanta y desde la mesa a la cual ha estado sentado y donde ha pegado la cinta, se dirige hacia adelante, a la banda magnetofónica. Se va despertando solo a medida que acciona el conmutador, cuando la cinta en movimiento roza sus uñas y lo saca de su somnolencia; pero si por medio de esta arenosa sensación en sus uñas no se despierta del todo, en ese caso, el altavoz (ésta es la expresión) que está en la cabina así como el altavoz simultaneado que está abajo en la sala, que ronca a través de la membrana la conocida música que precede a la representación fílmica, lo sacude de su sueño. Sus movimientos, que lo llevan entre los dos proyectores hasta la ventanilla, siguen respondiéndole bien; sólo el rechinar de los dientes, que, mordiendo contra la mandíbula, sombrean la mejilla, y en el que se puede adivinar un masticar más violento, es el único signo de su despertar. Con la ventanilla abierta y perpendicular sobre su cráneo, espía por la escotilla, abajo, la sala; él ve, una detrás de la otra, las quince o veinte (o más o menos) hileras entrecortadas de negro; las hileras de los bordes superiores de los respaldos, azules a causa de la luz lila que proviene del techo de vidrio opalino que está arriba, junto a las salidas, anaranjadas o violetas por las luces rojas que están arriba

de las hojas de las puertas. Ninguno de los espectadores ha entrado todavía en la sala, aunque ya la música invita a entrar, la redonda estufa en el centro de la pared sin puertas reverbera metálicamente; la pantalla y el podio que está delante de la pantalla no serán por ahora incluidos en la descripción; la gruesa cortina de la entrada, ennegrecida en el bordillo inferior por un grasiento brllo, se hincha pesadamente cada vez que, afuera, alguno de los espectadores o alguien que tiene que anunciar algo en voz alta ingresa en la sala, y cada vez que los que vinieron abandonan nuevamente, en grupos, la sala; la conversación de los demás, afuera, es, no obstante, llamativamente circunspecta y tranquila; la chica del kiosco vende sus golosinas; su voz es reconocible en el murmullo de las otras voces semejantes que se entremezclan, así como es reconocible lo que ella dice (por las peculiaridades de la entonación) hasta en la sala de proyección. No obstante, el operador, dado que la manzana que come le tapona los oídos con su rechinar, no ha oído nada de la conversación de la chica. Asimismo se le debe repetir una y otra vez la pregunta que se le ha formulado en la cabina de proyección, hasta que, retirando la cabeza de la ventanilla, con la misma actitud de doblarse hacia adelante y todavía con la imagen de la sala vacía en la mirada, se retira hacia atrás. ¿Qué relación tiene esto con el olor a cola? ¿Qué relación tiene esto con ese silbido en el aparato? ¿Es una lima eso con que raspa una vez más sobre las bandas de película estiradas en la prensa? Mientras abajo, más allá de la cortina, una muchacha cruza cuidadosamente una pierna sobre la otra y, mordisqueándose las uñas, se prepara para cortar las entradas, el operador, desde el banquillo, señala a su visitante el asiento, y el otro puede, con atento oído, entender su explicación: El operador y su visitante se conocen desde la juventud. Frecuentemente se sienta aquí el visitante, aunque no esté permitida la entrada a los no habilitados, y, lo mismo que el operador, masticando mantiene la película, por pasar el tiempo. Hoy, sin embargo, pregunta, movido por ese denso murmullo, allá afuera, en ia calle, que él mismo no puede explicarse; su mano, mientras tanto, rasguña y abre surco detrás de él en el charquito de pegamento para películas que se han volcado, por lo cual, cuando

se lleva la mano a la cara, sabe a cola y a laca. La sala está todavía vacía. ¿Qué puede haber movido a las gentes a no entrar aún en la sala?, pregunta el visitante, mientras se refriega la mano con un pañuelo. Sobre la pantalla hay solamente una anodina estatua que hace la propaganda de algún artículo; la inscripción al pie con el nombre de la empresa comercial es adecuadamente reforzada para los oídos por medio de la cinta magnetofónica, por los altavoces. El operador (ésta es la última expresión) levanta los hombros; hinca los dientes en la manzana fofa a causa del sol y los labios se abren recogiéndose sobre sí mismo y de paso le ahorran a la boca las palabras de la respuesta. La cortina se hincha ahora fuertemente y se deshincha; los compradores de entradas despejan ordenada pero rápidamente la antesala por la puerta que se abre hacia afuera. La mujer de la boletería, después de haber oído una y otra vez el murmullo, corre los cristales de la ventanilla y abandona, la última, el cine, sin denotar por su paso o por su actitud, excitación alguna. El operador, que mete la cabeza por debajo de la ventanilla para observar con su cara masticante, con las mandíbulas como piedras de molino, con la pera hundida hasta las clavículas y medio se vuelve sobre los hombros. Solamente pudo cambiar una significativa mirada con su visitante. Ellos no deben iniciar una conversación. El visitante, por su parte, se pone hablador y se comporta llamativa y exageradamente despreocupado, mientras por detrás tantea en el cajón de la mesa una manzana y le clava los dientes, para después dejar desconcertado al operador con una pregunta sobre el dispositivo de las luces de alarma. Así sucede que éste, extrañado, pregunta a su vez si el visitante propone una cuestión teórica. ¿Qué ocurre, condensa su pregunta el visitante, si el film comienza a arder? En el aparato proyector hay una llave llamada de contacto por fuego, le informa al respecto el operador, quien, mientras habla se pasa la palma de la mano en semicírculo desde la nuca hasta la nuez, como enjugándose el sudor, después de lo cual mete la mano dentro de la camisa, por entre los botones; esta llave, sigue explicando, se compone de dos tubos de trasmisión, que están unidos entre sí por una mecha de fulminante. En caso de que arda

la película, la mecha hace explosión, la tapa de seguridad contra el fuego cae, en la sala —aclara— salta inmediatamente la iluminación de alarma que no depende de la línea general de electricidad, sino que más bien es (informa el operador mientras bajo la camisa la piel del pecho se le estruja) alimentada por una batería; la iluminación de referencia está colocada en el techo dicho más exactamente, en dos láminas desgargoladas, y; ciertamente, de forma tal que están constituidas por dos lámparas de tantos y tantos vatios y que emiten una luz deslumbradamente blanca. Entonces la sala queda primero completamente a obscuras, lanza a modo de pregunta el visitante, y manda abajo apresuradamente el bocado, para no perder la siguiente respuesta del operador. Excepto el caso de que explote al mismo tiempo toda la instalación eléctrica, rebate el operador al visitante, siempre está el dispositivo de la luz de emergencia a disposición bajo el zócalo, que siempre continúa funcionando; pero, si no obstante se corta la red eléctrica, concede con seriedad el operador, mientras va a la puerta abierta de la escalera y escupe los restos de la manzana en el jardín, sea por una tormenta, sea por otro suceso desacostumbrado, en ese caso, dado que, en verdad, antes sólo la luz de la película que se proyectaba concentraba en sí los ojos, la sala quedaría repentinamente (destaca la palabra el operador) obscura como durante las plagas de Egipto, y después clara como el día (¡clara como el día!) por la iluminación de alarma que ya había explicado al comienzo. Los espectadores no habrían apartado los ojos de la pantalla durante la película, ilustra el operador, entonces ataca repentinamente a los ojos esta obscuridad egipcia, de modo que el espectador no sabe ya dónde tiene la cabeza, qué se puede seguir de esto, ya no sabe qué ocurre con él mismo, si está ahí sentado o acostado, o en el aire o en el agua, por lo cual ocurre no raras veces, infiere el operador, que en tales oportunidades los espectadores para tomar conciencia de dónde están, o de que por lo menos están presentes, comienzan a silbar, a vociferar, o a moverse de aquí para allá, como si esto fuese un medio de convencerse de su presencia y de su existencia. Después, en la luz, los ojos, en cierta forma explotan, explica el operador, con las golosinas o los chicles pegados al paladar, dice no obstante

enseguida el operador, suaviza el efecto de sus palabras; cuando los espectadores, que ahora ya casi no merecen tal denominación, éstos, los que buscaban las golosinas, las encuentran sólo como una punzante sensación en la faringe y como una pegajosidad y un dolor en el tubo digestivo. Como confirmación, el operador explora con la lengua el paladar, donde un vacío hormigueo le da a entender que en algún lado debe haber quedado algún resto de la manzana. Encuentra el resto en la mano. ¿Pero qué, si los contactos de fuego no funcionan? Hay una llave de emergencia conectada con el cuarto de luces, prosigue el operador con sus explicaciones sin cansarse, con cuya ayuda el tablero general es desconectado, de modo que caen las compuertas y de esta forma protegen la película. ¿Pero si también falla la llave de emergencia?, se adelanta el operador a otras posibles preguntas que el visitante tiene ya sobre la punta de la lengua, en tal caso queda todavía afuera, en la escalera de madera, la llamada llave de escape, por la cual, la cabina puede ser dejada sin corriente durante la huida. Bien, correcto. Pero también es dable imaginar que no sea la banda fílmica lo que origine el fuego, sino algo así como las butacas, o algún pedazo de vestido, abajo en la sala. Por ejemplo, en invierno alguna chispa que se escape de las estufas que emplean serrín como combustible. O, dejemos de lado el fuego; apliquémonos a alguna otra cosa ¿No es dable pensar que alguna vez caiga una bomba en la sala llena? Mientras tanto el operador se ha agazapado otra vez debajo de la ventanilla. Habría también tiempo, dice él aliviado, al oír nuevamente abajo, en el vestíbulo, crecer el ruido de los pasos de la gente, y ver, él mismo pálido y silencioso, cómo se vuelcan en la sala. Entonces las gentes se atropellan hacia la salida, porque no saben qué les aguarda. No les espera nada, corta el visitante, ya en camino de la escalera; los pensamientos son los que han jugado disparatadamente. Pero como él no ha expresado sus otros pensamientos, el operador, que se hurga con los dedos una semilla entre los dientes mientras que con la otra está ocupado (ya que también la cinta golpea ondeando en la máquina) y no puede ponerse en claro sobre las palabras del visitante.

El pueblo esparcido por la sala recobra como por un milagro el habla perdida después del alboroto delante del cine; con los brazos sobre los respaldos libres de las butacas, un ojo bizco sobre la pantalla, habla, esto es a él, al operador, no muy claramente, de un accidente o de un acontecimiento especial o de un incidente en la calle.

La noticia ¿Por qué se apura él de esta manera? Cuando oye algo que sucede en ese momento o que ya ha sucedido; hay un incendio en algún lado, alguien ha sufrido un accidente; cuando efectivamente oye que ha sucedido algo, aunque no pueda entender qué cosa sea o aunque no pueda saber el nombre de quien ha sido afectado por el suceso, lo oído lo retiene como por arte de magia en su sitio, en primer lugar se toma a sí mismo como causa del alboroto y se toca por si está quemándose, o, como ya ocurrió una vez, por si sale nuevamente sangre de su cabeza. Si en la calle estalla una risa sin que él pueda adivinar la causa, ya comienza a caminar de prisa, con las manos sobre la cara o la ropa, como si hubiese en él algo vergonzoso o indigno. Entonces advierte que el asunto no le atañe, por lo menos no personalmente a él, sino a uno que quizás está cerca de él. Ninguno de los que siempre bordean en largas hileras las calles se ocupa de decírselo. Ellos no deberían cortar su conversación o empezar a cuchichear cuando él llega; basta con que para ilusionarlo, la conversación siga igual, o que tome un giro aparentemente serio, que alguno en el círculo de los que conversan se refiera al número de participantes en una carrera de bicicleta que pasó por el pueblo, mientras uno u otro se acalora discutiendo sobre la cantidad de corredores que no podría ser tal de acuerdo con las apariencias. Ellos lo marginan del verdadero suceso, justamente porque él, cuando pasa junto a ellos, agudiza sus sentidos y los concentra en su conversación. Esto le cae pésimamente; no obstante se conduce en forma amigable, manifestando con la expresión de su rostro lo que se denomina con el nombre de indiferencia, creyendo así facilitarles la vía para las más pesadas palabras; sin embargo se sigue hablando de los corredores de bicicleta, lo cual no le interesa en absoluto. El no se deja intimidar por sus conversaciones. Algo le pasó a su hermano. De hecho, a sus espaldas, mientras él arrastra trabajosamente sus piernas hacia allí y retrasa todavía más su andar, las caras (como él oye) se vuelven furtivamente hacia él; lo

reconoce en los sonidos de la conversación que se tornan más claros y más abiertos. Hasta ahora, en cierta forma, se ha hablado en las cuencas de las manos puestas ante las caras, pero ya se va dejando caer una mano y después otra, mientras la boca continúa diciendo sin mayores esfuerzos lo que también hasta ahora había estado diciendo. El demora sus pasos con mayor frecuencia y espera. Esto podría darles valor, piensa él en secreto. Un saludo o alguna otra palabra indiferente no serían para él una mala señal. Que ellos simulen no verlo inquieta el bastón en sus dedos, de modo que casi se le pierde. El buscará después una respuesta. Da la casualidad que su hermano tiene un bar no lejos de aquí.

La discusión Una discusión le impide el acceso a la casa de su hermana. El sol, que excita los temperamentos, a un temperamento soñoliento por naturaleza lo arrastra al sueño, y, por el contrario, a uno violento de nacimiento lo incita a la discusión. El sol, cuando aprieta, excita los sentidos; los sentidos excitan el espíritu violento por naturaleza. El espíritu activa las manos, de modo que al que discute los dedos se le conmueven en correspondencia. La discusión es la guerra en pequeño, con la diferencia de que!a guerra se desata entre las personas jurídicas, de modo que en ella las personas reales, las de carne y hueso, son utilizadas sólo como medios, mientras que en la pelea o discusión los que pelean son los dueños de su propia voluntad y no los súbditos de las personas teóricas o jurídicas a las que obedecen cuando impera la guerra. El duelo es considerado uno de los elementos de la guerra. La esencia del duelo es obligar, por el empleo de la fuerza, al contrario a cumplir la voluntad de uno. Nadie puede estar en lucha consigo mismo; en todo caso serían sus pensamientos que luchan en él. Es difícil que la mano izquierda pelee contra la derecha, y todavía más difícil que un ojo lo haga con el otro. El empleo de la fuerza, que exige la decisión de la lucha, tiene que ser posible sobre una persona distinta de uno mismo; esta segunda fuerza se arma de las invenciones del arte y de la ciencia para entrar en colisión con la primera fuerza. La primera fuerza hace lo propio. El cristal sobre las mesas es, sin lugar a dudas, una inversión de la ciencia. Los puños les fueron dados de por sí a los que riñen. Las palabras que preceden a la pelea con los puños, las palabras que vuelan de aquí para allá, son un aporte del arte. Hay normas de comportamiento en un bar que pueden ser afectadas por la cantidad de cristales que se pueden quebrar. Estas normas del comportamiento se pueden quebrantar cuando de la riña de palabras y gestos se pasa a la de los puños. La fuerza que entonces se deberá emplear es, para la riña vulgar y silvestre, el

medio de forzar la voluntad del otro, del enemigo; para lograr este fin es necesario desarmar al adversario; ésta, se dice, es la verdadera finalidad de los actos de guerra. En razón de que en la lucha que se desarrolla entre los adversarios las normas son quebrantadas, se origina en primer lugar lo que es desordenado, en este caso el cambio de lugar de una silla que uno de los que pelean había colocado —ya al levantarse— detrás de él, contra la pared, ya que una silla, según las normas debe estar junto a la mesa. En cambio, nuevas normas se originan de las antiguas quebrantadas. Por el rompimiento de unas reglas se origina una lucha bajo la instauración de reglas nuevas. Sin reglas, ninguna lucha sería un placer. Toda regla de un juego se origina por medio del rompimiento de alguna otra. Una lucha fuera de regla deviene, a medida que degenera, una trampa que, debido a su desorden, no divierte a ninguno de los participantes. En una lucha honrada entre los dos involucrados en dicha lucha rige, para los espectadores, la regla de no perjudicar a los luchadores por medio alguno, excepto por los gritos. Alrededor de los luchadores se cierra un círculo. Quien llega tiene que estarse en el círculo, y aunque pueda hacerlo no pasar más adentro. Pero si alguien toma sobre sí la responsabilidad de penetrar en el círculo, en el que uno mide al otro con sus miradas, se le puede tirar por la ropa hacia atrás. Corre por cuenta de los dos hacer lo que quieran. Se deben ahorrar preguntas. Los que ya han partido, vuelven. Los más pequeños están parados delante, los más grandes atrás. A los que llegan demasiado tarde se les impide el acceso. Provoca repulsión y despecho si quiere abrirse paso empujando con los hombros; si continúan llegando otros no podrá ya avanzar ni retroceder. Antes de que de la discusión verbal se pase a las manos se produce un silencio. La dueña del bar, con los brazos sobre el mostrador y apoyando en ellos la cara, observa la marcha de los acontecimientos.

Sucede entonces que los contendientes, antes de emprenderla con los puños, dan unas vueltas con leves pasos uno en torno del otro. Uno de los contendientes es de contextura fuerte y ostenta poderosamente sus pesados huesos y tendones. Sus manos pueden ser calificadas como palas. Las rodillas son seguras, los músculos de las pantorrillas bajo los pantalones son duros; parece, además, tener mayor alcance; los nudillos de los puños son universalmente temidos; el brazo del hombre que se cierra sobre una cabeza ajena es conocido en el pueblo. No obstante, ¿podrá soportar y meter algunas? Son varios los factores que entran en juego para los escépticos espectadores, que no acaban de convencerles. Debido a una larga ociosidad muy diferentemente del otro, el estómago del hombre se ha vuelto fofo, el torso se ha abarquillado en los muslos y en el pecho la grasa se ha acumulado en forma visible. A pocos se les escapa que además, y por causa de la bebida, no ha tenido un buen día. ¿Podrá moverse con suficiente rapidez? Su juego de piernas sigue siendo ciertamente digno de consideración. Pero si el otro sabe sacar partido de sus puntos flojos, tiene ciertamente algunas posibilidades, aunque parece más bien delgado, con brazos no muy fuertes y una cara algo atontada y desolada. Con la rapidez de su vista puede compensar bien la mayor experiencia del primero. De aquí que la mayoría apueste por el más pequeño y lo exciten con voces al ataque, mientras que, a media voz, insultan y molestan al más grande, diciéndole que es un cobarde. Entre tanto, la lucha termina antes de comenzar. Pero como nada puede terminar antes de comenzar, así la lucha tiene que haber tenido otro principio anterior a este que no llega a concretarse, un comienzo de la preparación a la lucha, que se manifiesta por el levantarse de las sillas antes del comienzo de la verdadera lucha, en la que los adversarios llegan a las manos. Esta lucha se termina antes de que los adversarios lleguen a las manos. Es habitual que la autoridad le haga terminar dejando sin vigencia las reglas de la lucha, que están en contradicción con las reglas de la ley. Pero sucede a veces que .por intereses personales los representantes de la justicia no quieren intervenir en los

acontecimientos; entonces el derecho desvalido se impone por sí mismo, y, mientras el representante de la ley permanece impasible, y cualquiera puede considerarse autorizado a hacer valer sus normas, puesto que la justicia no cede ante la injusticia. La justicia, a la que debe tender todo orden de derecho es, como se dice, ciega. ¿Por qué, entonces, no estar de parte de un ciego si lo amenaza una desgracia, y después de haber empujado e intentado filtrarse por la entrada se hace justicia por su propia mano, y con rostro salvaje, y tanto que los otros ya casi no lo reconocen, tal como si fuese otro y pudiese ver, con el brazo más o menos alzado, pataleando y bramando, se abre paso entre la multitud e irrumpe en el círculo prohibido? Una norma ha sido quebrada por un desorden. Entonces el desorden ha cedido ante el tácito consentimiento y de facto de las nuevas reglas de la lucha. Esta nueva regla es hecha a un lado por la excentricidad del ciego. Una doble anomalía determina que, si el reglamento no prescribe otra cosa, la antigua regla produzca aburrimiento, tanto más esta formalidad que queda sin sentido por más tiempo, como en este caso, porque alcanza solamente a los contendientes, quienes no la han tenido en cuenta, y el aburrimiento lleva a su vez a un cambio, aunque ciertamente las observaciones de varios espectadores sobre la interrupción de la lucha se han diluido, así como!a ruda expresión de los contendientes, cuyos dedos se han aflojado ya en los puños listos al ataque, por obra del ciego que, en medio de ellos, se dirige ahora tartamudeando a la patrona, junto al mostrador y le anuncia desgracias, de modo que de momento la lucha parece ceder a la arbitrariedad de esa sola persona; no obstante e! ciego, aunque ya repuesto, no se guarda por eso ninguna de sus palabras y habla a toda máquina; se ha largado decididamente en medio de este tumulto sin dirigirle la palabra a persona alguna que no tuviese que ver en su asunto. Cuenta ahora a su hermana lo que hace ya mucho se ha dicho a sí mismo; sus labios se abren y cierran con agitación; la lengua golpea contra los dientes; el paladar babea por la indignación; los dientes escupen sus palabras.

A esta altura de los hechos, los contendientes entran en razón y tienen lástima de él. ¡Menos mal que es ciego, sino podría haberles pesado...! Mientras tanto sus caras se han distendido notablemente; con una cara distendida no se puede continuar pendencia alguna. Como ellos se insultan por lo bajo, y como los espectadores, mientras avanzan, mientras se apartan, mientras se retiran, mientras van a sus sillas acusan de cobardes a ambos contendientes, la patrona no puede entender lo que está ahí diciendo el hermano. Le hace señas con la mano de que se acerque, después se lo indica con la voz y se inclina hacia él: Que le hable al oído, a causa del ruido. Con un ojo mira al ciego (que se asombra vivamente de sí mismo y se queda sin habla, de modo que se detiene y no puede ya salir del asombro por lo que le ha sucedido a su lengua) y con el otro ojo mira a los contendientes, de los cuales el más pequeño retira la silla de la pared y la vuelve a poner junto a la mesa, mientras el más grande, como quien acaba de realizar una hazaña se desploma en un sillón bajo las miradas que lo recorren tormentosamente. La patrona, con la mano sobre los hombros del ciego, dibuja una sonrisa en el vapor y la transpiración de la máquina de café. ¡No obstante, Sacramento!, comienza el pequeño, que ahora está parado junto a la mesa. Santa María, se refirma pensativamente el más grande. Sacramento es mejor, insiste el pequeño. Santamaría, tamborilea despectivamente sobre un cenicero de lata el más grande. ¿Habéis visto a Sacramento en aquella época?, dice el pequeño poniendo a los clientes de testigos; ése sí que vale. Santamaría, bosteza el grande. Sacramento, Santamaría, Sacramento, San—tamento, Sacramaría, Sacramantia, Santarmento. Santrament. Santanto. Santro. Sand. Santamia. Stanto. La guerra no es un pasatiempo. Es un medio serio para conseguir un fin serio. Aumenta la inestabilidad de todas las circunstancias. La guerra es el reino de la casualidad.

El sueño Una vez en la noche oí que mi hermano había vuelto y que estaba acostado del otro lado del patio, en el granero. Entré en el dormitorio y desperté al padre: El hermano está acostado allí en el granero; ha vuelto. Levantémonos y vayamos a él. Mientras yo hablaba, los vecinos habían entrado por la puerta, murmurando, y se habían colocado a derecha e izquierda de la cama del padre, desde donde se inclinaban sobre él, porque estaba acostado y se apoyaba entredormido sobre los codos. Después oí, de lo que decía la gente, que mi hermano estaba enfermo. El hermano está muy enfermo dijo el padre protestando, y como él solamente volvió a mirarme, empecé a ir de un vecino al otro, y alzando la voz, les increpaba y les pedía tuvieran la bondad de decidirse por fin, y les suplicaba insistentemente con las manos juntas y en alto, sin vergüenza alguna. Mi hermano yace allí enfermo, en el granero, sobre el carro. ¡Vamos! Tenemos que ir a él y traerlo adentro, a la habitación. Sin embargo los vecinos, con puntiagudos sombreros negros de los que colgaban cintas de colores, me dieron la espalda y corrieron todos juntos y hablaban con desprecio del hombre que yacía a sus pies sobre la desnuda bolsa de paja, con los pantalones desgarrados, que, "como hendiduras en el techo de una porqueriza de los cerdos", les permitía ver el agotamiento y anonadamiento de sus fuerzas. Yo veía su pecho enflaquecido, sin vellos, con grandes manchas hepáticas. Yo le veía el ombligo, transformado por la suciedad, parecido a la suciedad de los peines usados. Así las cosas, y como seguía suplicando a los hombres en el descolorido aposento, creció en mí una rabia incontenible y una incontenible aflicción, y así fue que tuve que apartar la mirada, y vi tras la ventana una clara y coloreada noche, y en la noche vi extenderse un puente nunca visto, y sobre el puente vi pasar un autobús de una construcción parecida al de aquellos en que muchas empresas eléctricas presentan sus mercancías, y el autobús era más largo que un pueblo y que un largo tren de carga, y su vista se extendía sobre toda medida, de modo que la visión no tenía fin. Y nuevamente oí de

lo que se decía que en el granero, en el cual hacía un instante yo había visto el azadón tirado entre el aserrín y desparramada la pila de leña, acababa mi hermano de reventar miserablemente; pero cuando yo miré las ruedas del coche ir en cierto modo rodando al paso de alguien que lo acompañaba, o fue solamente que vi andar las nubes tras los cristales, y que, por su movimiento, percibía el rodar del coche; vi la larga y ancha cobertura de cristal, cortada verticalmente por el centro en dos mitades por un piso de tablas de pino resinosas y recién cepilladas, y sobre el cual yacía mi hermano, salidos de los talones los zapatos colocados de punta verticalmente. Pero lo que yo veía entonces ya no estaba más fuera de mí, y no era más de forma tal que no pudiese saber si era realmente así o solamente que yo dormía; tampoco me separaba ya de ello ninguna diferencia de lugar y ninguna distancia que no tuviese que medir con el metro plegable, y que para superarla tuviese yo que ir del lugar donde estaba al lugar donde estaba eso que ahora veía; para poder (por ejemplo) dejar en el polvoriento metal del coche las señales de mis dedos que pudiesen demostrarme que yo estaba ahí y que me había trasladado de mi sitio a algún otro; lo que yo veía no lo vislumbraba por sobre mis ojos ni!o consideraba el cerebro para darle el nombre que hubiese elegido, ni estaba en consonancia o en disonancia con los nervios, de lo que puede desprenderse una sensación; lo que yo veía no lo veía por intermedio de los ojos sino por el estremecimiento de la cosa inanimada misma, que yo no percibía ya como algo distinto y alejado de mí, porque ella, solamente por el hecho de que yo la veía, me destrozaba las venas, como si esta cosa inanimada pudiese, por así decir, mientras no era ya más evidente para aquel que la contemplaba sin los ojos, estremecerse de dolor y transmitir este dolor ajeno al que la contemplaba, y como si fuera esa ridícula aflicción en mi interior que les hacía golpearse la cabeza con los puños a los vecinos y los hacía reír a gritos, sólo la inextinguible, incesante aflicción de esta cosa: del neto y sombreado perfil de goma de las ruedas con los claros granos de las vainas aplastadas en ellas, de los resecos grises salpicones de los insectos reventados contra los cristales, de los toldos que zangolotean lentamente, como en el agua sobre el

envarillado del techo, de la escalera metálica doblada en la parte posterior y que emerge ahora luminosa de la niebla, de las guedejas del heno enmarañado en los paragolpes y en el caño de escape, esmeriladas sobre el asfalto del puente. El que yacía debajo de mí sobre la cama fue llamado padre mío porque una vez se vació sin consideraciones dentro de mi madre.

La estada en el café Cuando uno está borracho va por ahí y cuenta su historia. La habilidad de un hombre consiste en vender su historia deambulando de mesa en mesa cuando está borracho. No es necesario que esté borracho por el alcohol o algún otro estupefaciente; a veces es el sol el que lo perturba y lo emborracha, con más frecuencia es el propio, infundado cansancio. Cuando se sienta entre la gente, su lengua habla en él con facundia, sin que hubiese tomado otra bebida que este café negro que tiene ante él y que lo impulsa a ir de uno a otro en el local, a apoyar la mano en una silla vacía al levantarse y a contarle desde arriba su historia al que está sentado, como si eso lo hubiese impulsado siempre. Primero desarrolla ordenadamente su historia ante sí mismo, para que resulte inteligible a los otros, mientras debajo de él las manos rasgan el celofán y vuelcan el azúcar de la bolsita en la marrón espuma del café, de la cual, por el impacto de los cristales, emerge negro el café, de forma tal que también los granos aislados que ahora caen de la bolsita vacía que es sacudida, no bien los cristales golpean el café a través de la espuma, hacen que al espectador el café le parezca de golpe negro. Luego hay que revolver el líquido cuidadosamente con la cucharilla de acero inoxidable. Las palabras no le salen de la boca. Espera que alguien se llegue a él y le pregunte algo; solamente desea conversar con alguien sobre algo; querría hablar sobre los colores de los papeles de pared pintados, sobre el papel en el que se pueden escribir cartas; querría oír su propia voz salir de él y contar su propia historia; también querría que todos los otros viniesen a su mesa habitual, la que está junto al perchero, y, uno tras otro, le fuesen contando sus magníficas historias. A la dueña del local querría pedirle un favor: que le traiga un vaso de agua; quiere lo que ella debe. El quiere. Ella debe. Basa su deseo en que ella es pariente suyo, y, por lo tanto, tiene la obligación. Como si ésta fuese razón suficiente. ¿Dónde está la carta?, ¡le gustaría tanto preguntar! ¿Qué carta? La carta de mi hermano. Estás borracho. Yo querría la carta. Mientes. Mi hermano

Hans ha escrito una carta en papel de hilo, en pedazos de papel de empaquetar. Escribió sobre la blanda tapa de un cuaderno, con lápiz, en papel de seda, en el suave papel con que se envuelve el pan. Mientes otra vez. No. Para escribir se sentó sobre la hierba, una hierba densa, junto a un pantano, sobre hierba de pantanos; mientras escribía, el viento agitaba desde arriba las matas de pasto; él quiso detener las sombras de los tallos sobre el papel, sin embargo sólo han quedado unas rayas torcidas, enmarañadas, porque el viento sacó a los tallos de su estado de calma, impulsándolos continuamente en todas direcciones. No puedes dejar de mentir, como siempre haces. Para escribir, dobló el papel, para que, siendo tan fino, el lápiz no lo rasgase. Al principio intentó escribir sobre el hueco de la mano, ya que lo que había querido escribir era corto. Después se sentó; el viento le arrugó el papel en el puño; siguió escribiendo sobre un cuero, sobre un cuero traspasado de humedad por una lluvia y cuyas fibras están estampadas en la parte de atrás de la carta; con el canto (Je las manos tiesas ajustó el papel al cuero; siguió escribiendo sentado y sin levantar el lápiz, y el viento levantaba ampollas en el papel mojado. Sí; él escribió sobre el cartón de una valija, sobre el cuero de una bolsa, sobre el orillo de cuero de una bolsa marinera; el lápiz resbaló y rayó el papel; untoso y pálido, se fue comiendo las palabras. Después empezó a llover cochinamente, o alguno que corría por el pasto embarró el papel con estas gotas. Es un lápiz de tinta el que el hombre usó para enviar sus noticias, porque en la carta las letras se han deshecho, debido a estas gotas, en anillos azulinos. Fue, por lo tanto, entre una hierba densa y alta, piensa él para sí; bajo un cielo ya nublado; con sol, el papel se habría puesto enseguida amarillo; el viento cayó de arriba y, a! soplar, secó los tallos de las hierbas y las hojas de los árboles, y el cabello del hombre se le paraba y caía sobre la cabeza. El se echó de espaldas sobre esas matas de pasto altas, densas, ondulantes, mientras el viento consumía los tallos; metió juntas las manos debajo de las pantorrillas: las sombras de los tallos ya solamente audibles se arremolinaban sobre su cara. Pero esta no es tu historia; esta es la

historia de otro. Su propia historia le cierra y le sella (os pensamientos, de modo que siempre se le queda a obscuras. El querría ahora no girar más la cabeza tras el andar de su hermana; querría, por encima de todo esto, cobrar coraje y abrir la boca con valentía y hablarle en voz alta. Mientras tanto ella va de aquí para allá apresuradamente, acomoda las tintineantes botellas de cerveza vacías en el cajón, bajo el mostrador; mientras va a las mesas, endereza las etiquetas sobre las neblinosas botellas llenas; al levantar de una mesa los ceniceros y vasos limpia con el paño o con el delantal los charquitos de bebida dejados sobre la superficie; examina en el espejo del aparador las espirales que sus manos, con el trapo estrujado, estiran desde dentro en un lento atornillar hasta los bordes del mostrador. En la bandeja le trae expresamente lo que ha pedido y se queda de pie junto a su silla, mientras, mirándose al espejo, se ata por detrás el delantal y se queda en cierto modo a su disposición. Podría tomarla del brazo, traerla hacia sí y hablarle, con encendida lengua podría, como a su confidente, contarle toda su historia. Así, al confidenciarse, podría desatar la agarrotada lengua. Sin embargo se reprime, y apáticamente da las gracias por el agua. Después, (¿cuándo?) al instante, quiere cigarrillos. Sería cuestión de decidirse mientras ella rasga el paquete con el pulgar y juzga el desarrollo de los sucesos en su achatada imagen. El ritmo del trabajo en el negocio es ahora lento; nadie se mueve de su lugar o levanta la voz para pedir algo; ya ni el día se mueve. Desde su mesa, ella podría abarcar de un vistazo la salida y la calle y nada importante en esos lugares se le habría escapado. Ella le pone el cigarrillo en la cabeza inclinada de costado, y le da fuego con el encendedor. Sin embargo, tampoco el fuego es capaz de desatarle la lengua. Recuerda solamente, (o recordará) que una vez relumbró un rápido, azul fuego fatuo del casquete de un encendedor. Se enreda en sus pensamientos; no podrá pronunciar ésta o la otra letra o toda aquella palabra; le falta la costumbre de la conversación diaria. Si, pasados los días, él oye en algún lugar su voz, rondará y buscará diligentemente al que habla; el chasquido de sus pensamientos (piensa él de sí mismo) traba su pronunciación. "Bien, pues", dice él; "te estás figurando algo", dice la patrona, mientras

ella aspira del encendedor con el cigarrillo; "ella a ti una", se atasca él en el discurso de sus pensamientos; "una carta comercial", dice la dueña; "no, no es verdad; no y no", dice él. También los otros en el salón dicen y murmuran para sí sus palabras; en una mesa uno dice esto, otro aquello, cada uno dice lo que tiene que decir y lo que tiene, que podría decir a los otros. Gracias, dice el ciego, mostrando enfado, a la dueña, que, ya detrás del mostrador, lava los vasos en la espumante pileta. Quien tiene un defecto físico gasta mucho tiempo en agradecimientos. Es agradecido quien siempre vuelve a pensar en lo que le ha sucedido. Sus pensamientos, piensa él de sí mismo, porque están siempre tan alejados que nunca le afectan, le producen aburrimiento en este local. Sin embargo, este es siempre un refugio donde puede pasar el tiempo hasta el anochecer; en casa estaría ahora solo, sería conveniente cerrar la ventana. Del otro lado se anuncia para dentro de poco la partida de un autobús; él podría, tomando la dirección opuesta, ir a Ubersee. Se pone en marcha y hacia Ubersee. Da vuelta y va a casa. Permanece aquí, donde le conviene. Nuevos clientes, que entran alocadamente en el bar, le liberan del dilema. Piensa que son jugadores de fútbol. Mientras van de aquí para allá y unos a otros se tiran de las chaquetas con amplios gestos desbordantes do alegría; mientras con el empeine apartan de las mesas libres las sillas cuyas matraqueantes patas rodean por todos lados al ciego que está detrás, gritan sus historias a todos los vientos. Al principio, al verlo callado, sentado allí, con sus callados pensamientos, se extrañaron, y, callados también ellos, lo observaron de arriba a abajo. No obstante, él soportó sin dificultad sus miradas. Pero ahora, el último en llegar, con la chaqueta al hombro colgando de! pulgar, empieza ya desde la calle a contar su historia. Todos se cierran sobre el ciego y le importunan; cada uno le cuenta a su modo su historia: a los gritos el uno, tosiendo el segundo, con penetrantes silbidos el tercero, el otro riendo y refrescando sus mejillas con un vaso frío, mientras, reconociendo al ciego, le palmea los hombros, de modo que éste no puede quedarse ni irse, aunque lo intente. Entonces le ayuda la hermana, yendo hacia allí y concentrando todas sus caras en un pedido de paciencia a lo cual también contribuye su mirada al espejo, y saca al hermano

del cerco y lo conduce a la salida, sin por supuesto, decirle una palabra en el camino. Es así como él, en su extraña borrachera, se encuentra en la calle. Se pregunta si esto le pasó realmente a él. Asiente con una inclinación de cabeza. Fue expulsado de un bar. Esta expulsión es una de sus últimas historias en este día. En noviembre, a esta hora ya está casi obscuro; un mes de noviembre, mientras el otro hermano yacía ahogado bajo la tela que confundía su rostro con la bolsa terrosa, a esta hora era ya casi obscuro. Continuaba nevando. Hasta ahora no había ocurrido nada.

La disyuntiva Con él no pasa nada especial; lo que le ocurre no constituye suceso alguno en especial, sino uno del que él piensa que es conocido por todos. Por eso habla de lo que le ocurre como de algo que también le sucede a los otros; también en otros podrían disentir los pensamientos sobre hacia dónde se dirigen los pies. Lo único especial que hay en él es su ceguera, y ésta quizás sea ficticia. Se emplea "uno" en lugar de "yo", "yo" en lugar de "uno", "él" es usado por él en lugar de "yo". ¿O esto es un engaño con el que intenta en vano protegerse, haciendo común a todos el asunto, aunque le atañe solamente a é? Si plantea en cierto modo a todos un problema cuando dice astutamente "yo" (aparentemente piensa: "alguno" o "uno cualquiera") estoy parado en la calle y duda a dónde debo ir (piensa aparentemente en un ejemplo) al cine, frente al cual hay apoyada una bicicleta en la parada de los autobuses, una bicicleta que yo podría empujar hasta casa (aparentemente propone otra vez un ejemplo) o tomando la otra dirección viajar en autobús por la carretera a otro pueblo, y mis pensamientos están encontrados. ¿Cómo puedo yo decidir el dilema? Así puede ocurrir (como ya fue muchas veces el caso cuando simula que alguien pueda preguntar esto por todos) que inicia el episodio en una forma impersonal, para sumergirse después en el pozo de la propia conciencia; porque no hay ejemplo alguno válido para todo lo que aquí se nombra, sino algo que sólo para él mismo es verdadero y tiene vigencia y cuando en el episodio él dice "yo", este "yo" debe ser interpretado (como en cada episodio) como "uno cualquiera", aunque en ese caso él se refiera en realidad a sí mismo. El cree así defenderse de su historia presentando los acontecimientos actuales bajo la apariencia de una generalización. Mientras tanto recaerá en su propio yo, y, en última instancia no saldrá más de si mismo. Puede decir y empezar diciendo: ¿Debo ir yo en esta o en aquella dirección si...? En este caso enumera las razones en pro y en contra de ambas direcciones. Esto resulta todavía normal, indiscriminado y menos sospechoso. No obstante, dejadle por una vez enumerar las

razones en contra. Hasta el pueblo de Ubersee hay tantos y tantos kilómetros. Ir hasta allí lleva tanto o tanto tiempo; "yo" tengo tanto o tanto dinero para el viaje de regreso en ómnibus. Hasta el momento se pueden tolerar sus cavilaciones. Entonces espera uno más datos para poder calcular. El querría en apariencia inferir de ello una cuestión comercial común. ¿Cómo me pongo más en claro si tomo en cuenta esto y lo otro? Dejadlo seguir calculando: ahora caigo en la cuenta de que no poseo medio alguno para el viaje de regreso; además, a causa de mi ebriedad, llamaré la atención entre los pasajeros; sí... yo me propondré (de motu proprio), y por mi mal comportamiento lo lograré, que el conductor pare en camino y expulse al pasajero. Entonces podría evitar esta bronca diciendo que yo solamente quería llamar la atención de los pasajeros, para que, si por casualidad se encontrase en el coche, una cierta persona me viese y me reconociese. ¿Debo, en resumidas cuentas, ir al pueblo? Cuando dice esto es que ya se ha deslizado por las carcomidas tablas en su propia fosa, con su insensato, incoherente relato. Puesto que sus aserciones no son ya las normales, sólo exteriormente representan ser aserciones, sin que se pueda, no obstante, tenerlas en cuenta, puesto que no pueden ser relacionadas entre sí, y uno no tiene ya punto fijo de referencia. Lo que sucede entre hombres, que, como uno dice, no rigen sus actos por las leyes naturales, no cuenta. Así, uno debe dejar la respuesta librada a él mismo, ya que tampoco él la aguardó ni esperó de nadie. El irá hasta el cine y llevará hasta casa la bicicleta del hermano; cuando baje del ómnibus los testigos presenciales le informarán al respecto. El no irá. El ya ha ido y ha estado allí. Entretanto sus reflexiones lo han llevado desde el bar hasta el cine. El seguirá andando. "Yo" sigo andando. Pero hay otras soluciones posibles, como ser si yo hubiese tenido que esperar el ómnibus delante del cine. ¿Qué me apartó de allí? Esta pregunta ya no constituye más un episodio sino una adivinanza que no divierte a nadie. ¿Cómo puede alguien ajeno a las circunstancias saber que en aquella ocasión, cuando sus hermanos desaparecieron, se habría prevenido contra lo que pudiese venir zampándose un pan mientras dormía, para que ellos estuviesen quizás allí cuando él se

despertase, como ahora, mientras se aleja, su conciencia infiere del lugar en que su hermano, a quien él espera, debería llegar, como si el mero hecho de que él espera junto al muro significase una desgracia para él, o como si arreglase esto o alguna otra cosa alejándose con la bicicleta?

Camino a casa Aunque va por la mano derecha por la calle derecha, en la debida dirección, insiste en pensar que está extraviado. Las voces de los que saludan y que él nota que devuelven el saludo lo alivian un poco. Si es saludado quiere decir que lo reconocen, y mientras lo reconozcan no puede estar en territorio desconocido. Se replica a sí mismo que sus preocupaciones son ridículas, y se ríe de sí mismo, y tantas veces se sentirá angustiado cuantas alguien lo adelante sin decir nada. De ahora en más será el primero en saludar a todos. Cuando percibe los pasos tantea y escoge en su interior las palabras adecuadas a las circunstancias para saludar y las extrae como quien se quita el sombrero. Su solicitud lo reprime a veces de tal manera que se queda respetuosamente en silencio cuando querría saludar; la lengua le desparrama las letras y bloquea la salida a las palabras. Entonces no le queda más remedio que apretar el puño por intermedio del brazo y por intermedio del puño el timbre, que chilla de una forma extraña. El suelo le arde bajo los pies. El se anima; se contesta nuevamente a sí mismo que no está corriendo ninguna aventura, y si corre una aventura no necesita preocuparse por nada, porque, en verdad, que hay lugares que... piensa, mientras va distribuyendo sus palabras al compás de sus pasos. Toma a mal su sospecha, mientras con la punta del zapato oprime desdeñosamente el pedal. Maldice desagradable y suciamente sus manos que lo llevan allá a tierras inhóspitas, y ultraja e injuria con atroces palabras el nombre de su familia. Pero no sucumbe a sus pensamientos, como habitualmente hace. Mientras reflexiona frunce el ceño. Incansablemente se pregunta con minuciosidad dónde se encuentra en ese momento, y se abandona a su experiencia; nombra hasta los números y las chapas con los nombres de las calles para estar seguro del camino que sigue. No conoce ningún otro. Resulta entonces que le faltan las palabras y las ideas para aquello que está relacionado con él. Debajo de él hay pies que se arrastran sobre e! pedregullo. Un puño

maneja el manubrio de una bicicleta; otro puño golpea un bastón en el cordón de la calle. Le ocurre nuevamente como a uno que ve pero al que le han puesto los ojos hace apenas unos instantes. No se encuentra cómodo y le preocupa no errar el camino. Solamente tiene la bicicleta en que confiar mientras va trepando por el costado de la calle. Tiene la impresión de ir por un pantano correntoso o por el desvío del lecho de un río. Se le ocurre que para los dedos de los ciegos —cuando aprenden— los ríos del mapa están marcados en relieve sobre el papel; que están cubiertos por una veta de grueso limo, de modo que los tanteantes dedos pueden seguir su curso desde las nacientes hasta su desembocadura en el mar; también los límites de un país están marcados con una veta vidriosa. Muchas veces los dedos han confundido aquellos con estos cuando él no ha sido capaz de distinguir los ríos de los límites. Maldice su memoria que le hace olvidar lo que le rodea, puesto que ahora no le importa un bledo ningún mapa sobre el cual, a pesar de su sombra que entretanto se ha agrandado, él no sería ni siquiera una cagadita de mosca, sino que son sus pasos lo que le atormentan, los que conoce sin reconocer y que llama sus pasos. Sus pasos lo empujan cada vez con mayor frecuencia junto con la corcoveante rueda delantera que se atraviesa en dirección al pasto. Esto lo enfada, además, a causa de su ropa limpia, que él acostumbra a cuidar; por esa razón procura mantenerse apartado del oxidado cuadro. No bien el pedal roza su tobillo es anatematizado como pérfido, y con mayor vehemencia y magnificencia que su padre maldice el succionante deslizarse de la cadena contra la estrella. Si se sienta no podrá levantarse más, pero si sigue camino adelante éste lo aniquilará. Prefiere andar, puesto que si se detiene la fuerza de la gravedad lo hundirá en la tierra. Una frase crece en su mente, consecuente o inconsecuentemente, según haya él empezado consecuente o inconsecuentemente: En el pozo para apagar la cal; yace en el pozo, hay arena depositada en el pozo; él reflexiona qué importancia puede tener esta frase. Después, entre las palabras aparece la pieza (en la que pronto estará), pero no como una

palabra, sino más bien como una imagen de la habitación, con el calendario de una compañía de seguros en la pared, a lo que él añade arriba, en la gotera, las endurecidas manchas de cal que todavía faltan en la imagen. Pronto estará ahí. En una actitud cualquiera se sentará ante la ventana bien cerrada. Aunque conoce varios destinos, solamente cuenta éste. El estará allí. De pronto le asalta una duda al respecto, aunque se diga que nada le amenaza, porque las cosas serán como él se las represente en su interior, y porque él no puede cambiar nada. Aunque fuese a otra parte tendría antes que estar seguro de su destino y determinarlo. En caso de no ir a ningún lado tendría primero que estar seguro de que no va a ninguna parte; siempre tendría primero que estar seguro de a dónde iría y dónde estaría, y tendría que pensar: Yo estaré allí. Y si él fuese allí haría siempre los movimientos premeditados, oiría lo preoído, se imaginaría lo preimaginado. Podría ser de otra forma solamente si fuese a un país extraño, un lugar desconocido e inhóspito, del cual no tiene noción y del que nunca todavía ha sabido nada, ni por relatos ni por descripciones. Así es que él va solamente a casa y sabe lo que le espera. Allí el almanaque colgará en la pared. Cuando él cierre la puerta se moverá a causa del golpe de aire y raspará el encalado de la pared. Este ruido de una lima sobre un cartón lo conmoverá hasta los tuétanos. Que él estará en esta pieza es algo que no puede comprender. Intenta andar acompasadamente, así como respira acompasadamente antes del sueño para poder adormecerse y dormir. El decurso del andar, reflexiona él, determina también el decurso de los pensamientos; si anda acompasadamente permanecerá con la mente en el lugar por el que anda, y así no divagará por otros lugares. Pero si tropieza o apura el paso, o la rueda, vacilando, lo arrastra consigo al pasto, perderá la mesura de sus pensamientos. Los pies se entrecruzan. ¿Cuál es de qué pierna? La mano izquierda no sabe más lo que hace la derecha. Como si hubiese olvidado cómo moverse, habla con indecisión. Como si estas cosas

(quiere significar la arena en el pozo y el almanaque) tuviesen alguna relación entre sí. Reordena sus pensamientos llevando apoyada la temblorosa mano en el sillín, y marca a sus pies el ritmo de acuerdo con aquellos. Pero como todavía no sabe si entrar o salir, suelta la bicicleta para tener un pretexto de inclinarse y hacer como que trabaja en eso. El ruido que hace la bicicleta antes de caer será llamado crujir; el ruido de las ruedas que todavía giran, zumbido; el ruido del choque contra el cordón, estruendo. Ahora tiene la oportunidad de hacer un alto. Pero como continúa de pie, se dará cuenta de que pronto tendrá que dejarse caer, de otra manera nunca podrá dejar de estar en pie. El es un hombre fuerte; tiene la fuerza suficiente para arremangarse y, colocando la mano derecha sobre el hombro izquierdo, como un distintivo, cargar el cuerpo hasta el puesto de la leche. Mientras tanto deja la bicicleta a cargo del pasto, al lado de la calle. Habitualmente los tachos están sobre la tarima, pero ahora este puesto está vacío. No se pone de acuerdo consigo mismo sobre si debe sentarse sobre la tarima o abajo, entre las estacas cruzadas que la sostienen. Antes de que se haya decidido se le manifiesta la debilidad del cuerpo, cuando ella lo libera de las articulaciones, le hace caer la cabeza sobre el pecho y lo impele hacia los puntales. Para construirlos se habían usado listones de desecho de un aserradero en cuyos cantos la mano puede percibir todavía los restos de la corteza. Está sentado oblicuamente en su refugio, con la tarima por encima de la cabeza. Arriba, donde habitualmente se colocan los tachos la madera está astillada y perforada; como ametrallada. El desea intensamente recostar la espalda en uno de los puntales; quizás haya allí un lugar donde el sol no pueda alcanzar su cara; no obstante, teme que cuando se ponga a buscar un sostén detrás de él, las fuerzas puedan abandonarlo por completo, y de este modo pierda el control de su cuerpo y caiga al otro lado. Quien está cansado, cuando se sienta estira las piernas, de modo que la sangre pueda circular por ellas; así lo hizo también él estos días: en su habitación, en la antesala de un cine, en la sala de proyección de!

mismo cine, se sentó con las piernas estiradas. Pero ahora las cosas se dieron de tal forma que al meterse entre los listones, o bien olvidó o ya no estaba más en condiciones de extender las piernas al hacer el movimiento para sentarse. Puntiagudas y gibosas están ante él. Abajo, en los zapatos, con forma de una letra un poco abierta. Empujarlas hacia fuera sería el gesto normal, sin embargo él está tan cansado que ni siquiera puede estirarlas. Las plantas de los pies le pesan como si éstos estuviesen engrillados y fuertemente atornillados en la tierra. No está enfadado por su debilidad; piensa, más bien, simple y torpemente, que por el hecho de que ríe, podría arrojarla de sí a risotadas. Y ciertamente ríe a carcajadas hasta marearse. Pero su cansancio no es, como había pensado en un principio, algo que él tiene y de lo cual puede por lo tanto liberarse por medio de alguna actividad, como por ejemplo, reír, sino que proviene de algo que lo ha abandonado: es una carencia, piensa para sí mismo con preocupación. Al abandonarlo las fuerzas lo ha abandonado el medio ambiente. Ya varias veces le ha atacado hoy el mareo; ahora, cuando su cabeza con los dientes de arriba que sobresalen, cuelga del cuello hacia adelante, piensa, mientras cae y no deja de caer y mientras siente el viento de la caída en las desgarradas cuencas de los ojos, piensa también en todos esos mareantes derrumbamientos que le hicieron caer silbando la cabeza sobre el pecho. Se toma el tiempo necesario para respirar, para proteger su cara, si bien agacha malhumorado la cabeza bajo la tarima de la leche; el aliento aspira nuevamente el cráneo hacia arriba y lo golpea contra uno de los puntales. La corteza de los listones que lo roza le hace un mal efecto; no obstante ya no está en condiciones de exasperarse; es este imponente entarimado de la leche lo que lo ha hundido en la fatiga; estúpidamente se acuerda de las estaciones de un juego infantil que comienzan con el cansancio; se representa en su imaginación algunos gestos de brazos y piernas convulsionados, que pasan de la flexión al estiramiento horizontal y encarnan el proceso del juego; ha olvidado las reglas, o está

demasiado desganado para reordenarlas. El sabe que no puede olvidar. Se representa otro juego; los niños están parados en los sectores de un círculo sobre la tierra, los sectores representan los países y estados, y cuando los niños eligen los nombres prefieren los de los grandes imperios mundiales, como si eso les augurara suerte en el juego. En una mudanza uno declara la guerra a otro, tras lo cual aquél a quien se ha declarado la guerra detiene inmediatamente la marcha del círculo. Su grito es la señal de esperar lo que él va a hacer. Se echa en su territorio boca abajo, sin que le sea de ninguna manera permitido traspasar los límites con los dedos de los pies, mientras en su posición de echado estira los brazos para procurar tocar a uno de los otros; entonces exige del que ha sido tocado una paz forzosa, que supone una partición del país en beneficio del vencedor; caso contrario será atacado con medios más duros, porque ya no se puede permitir por más tiempo que se siga faltando afrentosamente el respeto desde cualquier punto de vista a la soberanía del territorio nacional acorde con el derecho de gentes; además se recomienda seriamente abstenerse de Ingerencias en los asuntos de orden interno del Estado. No evoluciona más sus ideas; mientras más las desarrolla más profundamente se pierde en ellas, y su diálogo consigo mismo o con quien fuere termina siempre en desorden y caos por las consabidas disgresiones. ¿Qué le falta, en realidad? Tiene suficiente con su pasar; su vida se desliza por sendas seguras. Está sentado bajo este entarimado de la leche y se obstina en su hipotético destino. ¿De qué puede quejarse? ¿Por qué hace rechinar los dientes tan tozudamente? Mañana también será un día. También pasado mañana. ¿Por qué se acurruca bajo el entarimado de la leche con su amarga expresión cadavérica? Se hace a sí mismo un llamado a la cordura al tiempo que se pasa la mano por la frente. Después se alegra mucho de haberlo logrado. Ahora se agacha un poco y también esto le sale bien, y pasa y repasa la mano sobre la tierra firme; explora y conquista con los dedos un montoncito de pedregullo, una piedra circular, chata, en el montoncito, una caja carcomida por la lluvia que sobresale del

montoncito; vuelve así a reconquistar el mundo; lo que toca y oye le ayuda en su reconquista del mundo, del que se había alejado con pérdidas. A veces le ocurre como si pudiera mezclarse con la gente y decir algo; frecuentemente sucede que lo ataca una suerte deplorable con muchos seres vivientes; se metería entre ellos y los convencería echando rayos y centellas; no obstante la suerte le cierra la garganta, de forma tal que sólo puede murmurar y berrear. El se da cuenta de ello. En ocasiones, cuando cree que no lo observan, se toma la cabeza y se tapa los oídos con los dedos. Entonces se oye a sí mismo hablar en un lenguaje no corriente y escucha asombrado esa su propia voz. También por esto puede alegrarse. Padece y no padece bajo los tablones. Sin sudar, está bañado en sudor, como si algo lo forrase a no permanecer quieto y en ese sitio, sino a moverse e irse. Sin embargo, se conforma con su desvalimiento, o engañándose a hacer como si reflexionase. Sin embargo este engaño no le sirve de nada. Algo lo incita incesantemente a alejarse de allí. Este no es el único camino por el que una persona podría pasar ante él. Intenta una cosa y la otra. Pensar en la bicicleta que todavía tiene que llevar desanima su voluntad. Trata de ordenar sus enmarañados pensamientos; querría hablar y hablar; querría preguntar si algo parecido le sucede a algún otro. Frecuentemente le choca el hecho de que muchas veces toque las cosas y no pueda llegar a estar seguro de qué son; cuando les echa mano se les escurren y se defienden y se atrincheran tras una pared de mutismo por la que no puede pasar ni oír; entonces son las cosas que repentinamente echan abajo la pared y le agreden; primero el agua que tocó no es agua, y las palabras que dijo no las dijo a la gente sino a sí mismo, pero ahora estas cosas son las que lo agreden y asaltan por sí mismas y se comportan con él de forma tal que, si bien él las fuerza, no puede protegerse contra ellas, tal como si fuese un recién nacido.

Lo que le atañe solamente a él —piensa cambiando su diálogo consigo mismo— le da igual; aquello de lo que quisiera hablar es algo que él considera está destinado a una mayoría. Una vez en la calle vio a alguien que caminaba detrás de él. Los tiempos lo confunden. El pasado —sentencia otra vez para protegerse— está muerto. Una vez, un día domingo, vio a uno ir por la calle. El viajaba con su padre en esa dirección; el otro pasó al lado de ellos; el chico vio ondear y golpear los pantalones entre las piernas de aquél. Habían viajado al pueblo con la calesa. Pero durante el viaje de regreso seguía viendo todavía a ese hombre ir hacia allá, por la calle, con sus pantalones que flameaban, y preguntó a su padre, y su padre le respondió. Tenaz e incesantemente ese hombre estuvo caminando por el campo ese domingo. Ahora piensa que esto merecería ser conversado con alguien; cómo un hombre caminaba pertinazmente por el campo con sus pantalones ondeando; arrancaría con las uñas sus palabras para poder derruir ese muro sordo y mudo. Tomando conciencia de su situación consigue sofrenar sus desbocados pensamientos. ¿Dónde está? ¿Qué cosas tiene por delante? Procede severamente consigo mismo. En noviembre a esta hora es ya tan obscuro que uno no puede ver ni la mano puesta ante los ojos. Tampoco ahora puede ver la mano puesta ante los ojos. A causa del sudor sus manos tienen el olor de las melotontas, de las orugas —se corrige— de frescas, húmedas crisálidas. Una vez olió así una bolsa, o fue el olor de la nieve derretido en la bolsa lo que recuerda, o fue el olor a barro del hermano ahogado; también podría haber sido el olor de la arena desprendida de la loma en el pozo de la arena cuando creyó encontrar a sus hermanos aquella vez que andaba buscándolos y olió las manos que hurgaban. Cavila. Una vez, otra vez —cae en la cuenta— vio a la madre ir por el camino, allá muy abajo, y detenerse. Su madre remontó el camino y se detuvo y se quedó así tal como se había detenido. Sólo después, con la cesta llena de pasto adelante de su cuerpo, después de reducir las distancias con sus ojos avizorantes más allá del cerco entrecortado, de un principio y desde lejos partió de ese lugar con pesantes zancadas, por así decir, cuando desde la

indefinida planicie posterior ganó terreno visiblemente con su cuerpo, por así decir, y cual papel matamoscas se desprendió del horizonte, y con sus entonces eficientes zancadas se iba acercando fue una vez alcanzada por un rayo desde el claro cielo, rozada por un trueno, repelida por una cuerda, de modo que él tampoco pudo ya creer en sus ojos. Con una sacudida el aire se transformó en hielo y congeló a la madre. El reflexiona en los movimientos de aquel detenerse y los enumera; ninguno de ellos hizo la mujer en aquella ocasión; no adelantó la pierna ni descansó la cesta sobre las rodillas; más bien se podría decir que la cesta no traspuso ninguno de los límites de su cuerpo inclinado hacía adelante; un momento antes ella había agitado la cabeza en un movimiento circular, quizá para espantar una mosca de la cara; en este loco movimiento se transformó en piedra. El no la llamó. Lleno de curiosidad dedicó sus ojos al estar parada y quedarse parada de su madre. Era para él como si, un miedo o alguna conmoción hinchase y pintase de negro a la mujer. ¿Qué peligro puede haber amenazado allí abajo a la madre? ¿Habrá percibido algo funesto? ¿Habrá visto algo? En términos generales aquel entonces es descripto como tiempo de paz, si bien los hombres como se dice, se envidiaban por un pedazo de pan, puesto que frecuentemente estaban sin trabajo; sin embargo convivían así, casi sin leyes y jueces relativamente bien. Algunos se alimentaban de la miel que destilaba de las encinas; los ríos fluían de la leche de las mujeres ahogadas. ¿Cuántas veces los párpados humedecieron sus ojos antes que su madre agitara nuevamente la cesta y volviese la cara hacia algo que él no pudo divisar? En aquel tiempo llevaba a su hermano en el corazón. ¿Qué puede haber inquietado así a la madre en ese pacífico camino? ¿De qué fue ella testigo en esa ocasión? El tira de una caja de entre el pedregullo; con ella puede distraerse hasta que vuelva a tomar fuerzas. Muchos pasan o andan paseando por la calle; algunos lo saludan amablemente, mientras está ahí acurrucado bajo el entarimado de la leche; otros lo ignoran intencionalmente; sin embargo ninguno se le acerca y se inclina hacia él con un poco de buen humor y abre la boca para hacerle

alguna pregunta. Muchos aprovechan del ya cercano anochecer, cuando el aire vuelve a ser puro, para reponerse de las fatigas del día. Todos ven bien que él esté sentado bajo los tablones; les parece que ése es su lugar adecuado. Entre los turgentes ruidos, distingue la catarata de los autos que marchan a toda velocidad. Está asombrado. Este es el ruido de los frenos, éste el ruido de la palanca con la que la mano baja los frenos. Puede ser, puede no ser, obstinado en la acechanza; se aprieta contra los tirantes y hunde las manos entre las rodillas para que nadie lo descubra. Es sin embargo la ya descrita mujer del hacendado que regaña al perro con una voz airada y con otra le dirige amablemente sus preguntas sobre la salud y el estado de los padres. El se muestra útil informando que probablemente sus padres estén gozando un poco del aire del anochecer. Lo mismo que su marido, ella lamenta su ausencia. La despedida es fría; tampoco en otras ocasiones se había interesado mucho la mujer por su bienestar. Por lo demás, él no la conoce; se descuenta que tampoco ha conocido al hombre. ¿Cómo ha podido arreglárselas para darles una respuesta? El se encuentra aquí en un terreno inexplorado. Está en el extranjero. El descontento por su poca presencia de ánimo y la fuerza centrífuga de su entumecimiento entre los tablones lo hacen levantarse y pararse sobre unos pies que no son más los suyos. Al volver la mano ha encontrado la bicicleta. Mientras repasa las máximas que podrían servirle de ayuda, le acucia nuevamente la prisa. Le falta solamente un corto trayecto del camino. Entretanto los pensamientos le aceleran más y más la marcha hacia adelante. Ve su cuerpo como muerto, estirado sobre el lecho. Por la noche no se puede saber si a la mañana uno podrá despertarse. Se imagina un adoctrinamiento en la religión y una pintura del adoctrinamiento por medio del adoctrinamiento mismo. Una vez se sentó desprevenidamente a cenar a una mesa bien servida, justamente en estos contornos, un padre de cuatro hijos, que gozaba de buena salud; sin embargo al amanecer los hijos no lo encontraron ya entre los vivos; a todos les puede ocurrir lo mismo. Por la noche, después del adoctrinamiento, estaba acostado en su cama como sobre ascuas y se comía las pequeñas plumas del plumón que lo cubría;

los cabellos se le pusieron como una montaña y uno a uno le pinchaban en el cuero cabelludo. No obstante, ahora podía tomar aliento; los extraños pies le son de utilidad. Podría, sí. Ya no puede más desenvolverse en el lenguaje extranjero. Como si fuese su sombra, persigue las palabras que pasan por él sin entender una sola; procura dominarlas, pronunciándolas impotentemente y recurriendo a la familiaridad de su sonido, sin embargo le suenan tan sin sentido en la cabeza que resiste; para su coleto, compara la huida de las palabras con la huida de las ratas. Después de una noche de lluvia, los sapos muertos yacen en la calle. El martillea en su interior esta frase y contiene con ella las otras palabras. A veces duda si lo que esté bajo sus zapatos es un sapo o bosta pisoteada. Los días de fiesta el barrendero hace descansar su pala; al otro día le resultará molesto raspar del asfalto los sapos resecos y cargarlos en el carro. De noche se puede verlos a la luz de los faros de los autos saltando sobre el asfalto con los pesados saltos con que la naturaleza los ha puesto en camino, que, dado el sinnúmero de sapos, son innumerables. Su aspecto, cuando aplastados y reventados están diseminados por aquí y por allá, se asemeja al de un escalador de montañas en una pared vertical. En muchos cuadros aparece el brazo derecho del hombre agarrado a una hendidura por arriba de su cabeza; el izquierdo, en diagonal respecto del derecho, busca un soporte para el cuerpo que se filtra por los pies; una pierna está flexionada en la rodilla y levantada hacia el estómago, la otra patalea libre en el aire sobre el asfalto, que, después de la lluvia, los faros de los autos hacen espejeante y abismático; la pared rocosa es vertical; todavía cuelga el hombre de la pared rocosa; el aliento hincha y deshincha la garganta; en la emergencia rastrilla con el pie un pedregullo de la roca, que asusta a los pájaros dormidos, de forma que aletean en sus nidos chillando y graznando. Cuando lo envuelve nuevamente una luz se yergue y lanza de su nudosa boca el bronco grito que es el preanuncio de lo que sucederá con él. El caminante con su bicicleta es sorprendido en estos pensamientos por otros que no le agradan. No es cuestión suya

maldecir de tal forma el natural desarrollo de los acontecimientos, porque la bicicleta se le escapa. Acomoda su paso a los saltos y a la prisa de las palabras que vuelan. Con mayor velocidad, piensa para sus adentros, vuelan las langostas en los días cálidos por encima de la calle. Aunque ya no le asustan el frotar y el crepitar de sus alas, no puede quitarse de la cabeza la idea de explicar por qué ellas obedecieron estas leyes; el recuerdo de un pastoso y verde campo en ruinas de langostas le asalta de repente. Las cabezas aplastadas e incrustadas en la calle y los cuerpos que de ellas emergían ilesos lo fustigan aguijoneando en él una sagrada y justa ira que le pincha en un costado y le ahueca el diafragma como tras una larga, liberadora risa. El golpe de aire de un auto reanima los retorcidos cuerpos de los anímales: las langostas y los desencuadernados sapos y los levanta y los abanica; los que no están pegados a la calle con su carne y sus jugos corren, ruedan, se bambolean y se persiguen unos a otros impresionantemente rápido en la resaca que el auto va produciendo detrás de sí. Por el ruido de los autos, piensa, puede muy bien hacerse cargo por medio de las orejas del lugar por el que va. En la barandilla de un pequeño puente sobre un pequeño arroyo, el ruido de la corriente producida por la marcha y del aire desplazado por el auto se rompe contra los gruesos barrotes de la baranda hasta parecer el bombeo de un pequeño tractor que asciende una colina. Los sonidos se estrechan, se liman, al pasar por entre las cosas y se liberan nuevamente; asimismo, piensa él, el sonido del agua que pasa entre dos rocas es distinto del sonido de la misma agua en el ensanchado lecho del río después de esta garganta. El se defiende contra los saltos de sus reflexiones. Por el ruido de los autos podría entonces conocer uno, se dice a sí mismo, si pasa por un pueblo, entre las paredes de las casas, o si se encuentra en campo abierto, sin construcciones; podría distinguir los edificios de madera, como granero o paradas del lechero (entarimados para la leche) de las viviendas con paredes de material sólo por medio del oído; en la ciudad las calles resuenan distinto que en un pueblo. Si se prescinde de la ayuda de los ruidos

de los coches (también es dable pensar que por una situación de emergencia o por alguna disposición dictada para un caso especial se les prohíba, o que simplemente no puedan circular por la vía pública), en ese caso el caminante podría recurrir a los ruidos de los propios pasos. Esto da resultado y logra su objeto cuando el aire es frío y trasmite bien los sonidos, de modo que aquél pueda determinar su entorno por medio del eco y del alcance de los ruidos. Otra cosa es en un día como éste, en el cual lo audible llega, a causa del bochorno, a su oído como en un sueño. No puede distinguir ninguno de los ruidos. Como además ha perdido su camino entre los pies extraños, no está en condiciones de decir por dónde se desplaza. Camina por una calle o por un camino del campo, por una ciudad o por un pueblo, a campo traviesa o por un barrio cerrado, descalzo o con zapatos polvorientos; él va por donde él cree que va; a causa de él, él va sobre piedra y con bastón. La reflexión le enmaraña el rostro y enreda las piernas, de modo que está solo, colocado sobre esta bicicleta, que ahora le resulta simpática. Ya todo el tiempo en camino ha venido maldiciendo de su hermano, y malhumorado le reprocha su mal proceder. No ha pasado mucho tiempo, y ya no puede distinguir más entre mío y tuyo; debajo de él han andado pies, dedos han echado al hombro una bolsa marinera, labios han susurrado palabras extrañas; él se ha hecho creer a sí mismo que de ahora en adelante su cara no estará más marcada por la ceguera; él se representa a sí mismo como vidente. El ha sido arrogante, ha sobrepasado las medidas y se ha perdido en las alturas, de modo que ahora no puede ir ni para atrás ni para adelante; se pide, inclusive, explicaciones con toda seriedad, mientras maniobra gruñendo el manubrio de la bicicleta; después vuelve a burlarse taimadamente de lo que se le ha achacado, al par que habla de lo que se propone. Por lo tanto él dice. Su hermano ha dicho. Entonces no oye a nadie pasar por ahí y decir. Por distintos indicios nota que está en el camino a su casa. Inconscientemente ha acertado con el camino a la casa al hacer saltar a un lado la bicicleta. Desde el corredor, por entre la baranda torneada, una mirada avizora podría muy bien distinguirlo. ¿A qué casa va? ¿A

qué clase de casa va? Va a la casa de su padre, a quien el registro de la propiedad, en el correspondiente número de inscripción reconoce como propietario del inmueble por derecho propio ante la opinión pública; el hijo, en consecuencia, tiene por nacimiento el derecho de cruzar el terreno por este camino privado. Inclinado sobre la bicicleta, se desplaza por las tierras del padre. La llave del portón debe estar en el bolsillo. Sin embargo, él hace retroceder los dedos que iban a introducirse en el bolsillo; la llave que la mujer le pasó en el auto estará ahí dentro cuando él le eche mano; reserva para sí lo que teme; no deja hacer a los irreflexivos dedos. Como todavía no oye ningún ruido, comienza a desconfiar de su oído. Menea la cabeza sin que, desde luego, los ruidos se enmienden. Como primera medida, podría agazaparse detrás de la bicicleta. Cuando deja de nevar (se imagina él la historia), al que llama se le hielan los gritos sobre la lengua. En aquella ocasión estuvo de la mañana a la noche errando sobre la nieve en un páramo, y buscaba a su hermano llamando y mirando. Enumera los lugares donde ha estado. Son tantos que sus nombres se diluyen en su memoria. Apresura el paso. No oye nada. Empieza a correr con la bicicleta. Según la relación, la misma noche en que perdió la vista, el hermano habría vuelto a casa. Fue un sábado. Entre el pueblo —recuerda— se ha conservado la costumbre en las granjas de barrer el patio de adelante. Pero aquel día había nevado. Semejante dificultad deja sin vigor una costumbre. Además, es dable imaginar otro suceso que pueda interesar más a los habitantes de una casa que barrer el patio. Su hermano había entonces vuelto en la obscuridad y había barrido la nieve, afuera en el patio. Como en todas las habitaciones habitadas de la casa sólo se lloraba la muerte del hermano ahogado, ninguno de los presentes notó su vuelta. El hombre volvía a su casa desde el pueblo o desde algún otro lugar; más tarde —contaba él cuando estaba ya fuera de sí a causa de una borrachera—, reconoció inmediatamente al hijo perdido. Ahora reflexiona el ciego y se rompe la cabeza pensando cómo pudo el hombre reconocer en la obscuridad al hijo que barría. En el patio sólo puede haber alumbrado la nieve. Las luces de la habitación grande, donde

estaban amontonadas las mujeres daban sobre el poste de la red interprovincial; la luz de la pieza de la hermana va a dar, sí en dirección del camino por el cual avanza el padre, pero a causa de esta misma claridad, lo obscuro bajo lo claro sólo se vuelve más obscuro. El patio que barre el hermano está justo bajo la ventana iluminada de la hermana, de modo que este subsuelo de la luz en el que cae la nieve como agua es impenetrablemente negro para los ojos. Su hermano está de pie junto a la pared del establo. En la nieve recién caída, en la que ya han cicatrizado las pisadas de las mujeres, crujen las pisadas del padre. Primero el hijo detiene sus movimientos. Se lo imagina con las manos hundidas en el penacho de varillas de la escoba. Su cara está rígida por la suciedad de los dos días que pasó escondiéndose continuamente entre matorrales y pantanos. El pensamiento de quién de los dos habría visto primero al otro tiene ahora ocupado al ciego. Según las narraciones del padre y de la hermana, a esa hora el vehículo militar se desviaba ya de la calle y empezaba a remontar el camino hacia la casa, como también se deduce de los propios confusos datos, y con más visos de probabilidad del testimonio de una fuente local bien informada, en la que tiene su domicilio aquél que ya ha sido fulminado por la ceguera. Los reflectores deben también haber girado y repasado el patío, y detrás de él el muro y la ventana. De esta forma, el muchacho debe haber sido encandilado y no reconoció al padre, parado a cierta distancia; por el contrario, su padre debe haber comprobado de un primer vistazo el retorno del hijo. De hecho, el padre relató de esta manera la llegada y su proceso. De lejos, la luz de los reflectores resulta tan débil que hace ondear la sombra de las ramas del árbol entre éste y la pared iluminada como si fuera el viento que sopla; este pálido, impreciso, nublamiento es la sombra de la sombra que está todavía por llegar; así es que, entonces, mientras las ruedas se van abriendo camino a través de la nieve, con la creciente fuerza de la luz proyectada sobre el muro, también los objetos que emergen ante esta luz se van dibujando con creciente nitidez y siempre más grandes en el encalado; finalmente las sombras de los obstáculos crecen más allá de los obstáculos mismos. Mirados desde la calle, los árboles están todavía. Mirados

desde la calle, los árboles están todavía en el espectro del rayo de luz. Mientras más se aproxima el auto, tanto más alto se escapan las ramas de los árboles desde la cinta luminosa; su imagen sobre el muro se expande, y pasando por sobre el corredor, se pierde nuevamente en la obscuridad, mientras el vehículo pasa por debajo de las ramas. Sobre el muro se proyecta sólo lo que el haz de luz encuentra en su caminó; la imagen del hombre, que no se ha movido aún de su sitio, es agrandada e hinchada sobre la pantalla; la imagen del muchacho, sin embargo, se arruga y tiembla porque él está parado muy cerca del muro, quizás hasta bajo el dintel de la puerta de acero; su imagen se agita y tiembla en el oscilar de la luz, de forma tal que su figura es planchada contra la pared por el creciente círculo de luz, y cuando ésta se traga su imagen él se aplasta sin sombra Ante la vista de Su hijo, el hombre tiene que haber experimentado una conmoción que le hizo hundir las manos bajo la chaqueta dentro de los bolsillos. No puede soportar el estar aquí parado con una boca que no dice nada y unos dedos que no hacen nada; por lo tanto mete los puños en toda su amplitud en los bolsillos, da vuelta la inquieta cabeza a uno y otro lado y se sacude los pantalones como si hubiese perdido el cinto. Se mueve excitado y sin sentido para librarse de su inabarcable distanciamiento y separación de los otros, puesto que —así dice después de su borrachera— le preocupa ver a su hijo parado así. O bien es así, que en verdad ninguno aparta la vista pero que tampoco se miran, o que el padre esquiva las miradas del otro y revuelve sus bolsillos, por cierto con demasiado afán, como si mientras pone arriba lo que estaba abajo y viceversa pudiese hacerse cargo de los acontecimientos que le salen al encuentro. Nadie hace una cosa semejante. A quien la costumbre guía las manos, piensa el ciego, le puede suceder que un contratiempo dificulte el proceso de la costumbre, y, al asustarlo le hace tomar conciencia de sus dedos que buscan; éstos, al no encontrar lo que sin saber están buscando, se sienten como sacudidos por una descarga eléctrica; como resultado de esto los movimientos de la mano se tornan ansiosos y precipitados; los dedos se topan salvajemente unos con otros; la expresión de la

cara, hasta entonces controlada, se descompone. El reprime, no obstante sus presentimientos. Por lo demás, la ventana de su pieza está abierta, de modo que le resultará fácil dirigirse hasta la casa, y, por atrás, trepar la pila de leña; en el trayecto apoyará la bicicleta contra el granero; entonces lo único que debe tener en cuenta es el pozo de la cal que está bajo su ventana; podrían haberse caído algunas tablas de las que lo cubren. Cuando haya cerrado los postigos de la ventana ya nada podrá ocurrirle. Pero ha llegado a un punto que no puede más contener los dedos. A todo eso, no ha reparado en el coche, que debe estar ya tan cerca que el hombre, de grado o por fuerza, debe hacerse a un lado. Las ruedas destruyen el campo de luz entre padre e hijo. Aunque es bien sabido que el hombre se expresa con maldiciones y gestos que él considera útiles para todo, en su borrachera designa a las cosas por su nombre; cuando el vehículo lo deja atrás, así cuenta, le muerde y punza el estómago un hambre intensa que sólo lo ataca cuando toma un puñado de nieve del montoncito que se forma junto a la estaca y hunde rabiosamente los dientes en ella; con gestos — justifica él su historia— no puede uno explicar todo. Luego, el hombre, que ha vuelto del pueblo o de algún otro lugar, está ahí de pie, ahí está parado el hermano con la escoba, aquí está el coche en el que entonces yacía él; es cosa suya cómo se representa los acontecimientos. Extendido en la camilla, ha vuelto a perder el conocimiento. Se detallan los gestos ante una desgracia: las mujeres se aprietan la cabeza con las manos, si están sentadas, apoyan los codos sobre las rodillas y ocultan la cara entre las manos, pero si están de pie ellos irán a un rincón donde nadie los ve echar raíces en su sitio. La obscuridad favorece al hombre que se golpea violentamente la frente con los puños. La nieve que cae aumenta su desolación. Las formalidades de los transportadores ante la enormidad de la desgracia dejan al hombre tiempo para rehacerse; por el contrario ciertos ruidos y olores le hacen adoptar una rara actitud ante la desgracia. El ruido del pienso entre los dientes de las vacas, el genio y temblequeo de las bocas de las mujeres orantes, el sabor a nieve en el paladar aumentado por el vaho vinoso de los guardias, el ruido del caballo en el establo,

que durante el anuncio de los soldados comienza a parlotear burbujeante y chismorrero; todo esto suscita en él la expresión y los gestos de la desgracia. Pero llega un momento en que el hombre no puede más conservar esa su no obligatoria calma rayana en el buen humor, y de repente pide a gritos al caballo que circunscribe al establo la manifestación de sus flaquezas; apenas ha terminado de decir esto cuando se dice a sí mismo que bien podría haberse dado unos golpes en el hocico. En cambio, con unas pocas, apagadas, palabras hace pasar por el portón hacia la casa a los soldados, que, con la camilla en las manos se balancean sobre una y otra pierna y desconcertados por sus gritos miran a uno y otro lado. Finalmente se sacude los zapatos y les muestra el camino por el corredor hacia la habitación, sin que por eso dirija todavía una palabra al hijo que está contra la pared ni el que enceguecido está en la camilla, de modo que este círculo se puede cerrar con la entrada de todos en la casa. El otro círculo no se ha cerrado todavía; él no ha empezado siquiera a dibujarlo paso a paso alrededor de la casa. Todavía no se le aparta de la cabeza la idea de por qué la llave se le escapó de las manos. Le parece como si después de aquella larga vuelta con que el carro y los dos hombres forasteros pasaron ante él por el patio con el cadáver del hermano la Tierra hubiera llegado, a un punto muerto y lo hubiese obligado a detenerse por un momento en su moverse sin sentido; cuando continúa ahora sus movimientos por sí mismo, cuando se arranca violentamente de la inmovilidad e impulsa la bicicleta adelante, vuelve a sentir como si después de ese largo tiempo caminase sobre sus propios pies, y que, para lograr este movimiento tuviese por primera vez que hacer uso conscientemente de la voluntad de caminar; cuesta abajo por una colina se ha dejado ir con la bicicleta; en el llano debe pedalear él mismo. El edificio está sumido en profunda paz. Ni las gallinas estorban su círculo; él corre con la bicicleta que hace ruido a la lata vieja en dirección de donde supone se encuentra el granero. Una cosa es apoyar la bicicleta contra los tablones y seguir andando, otra tener que arreglárselas como uno pueda para no extraviarse. Esta es la bomba en la pared del establo. A esto llama él la esquina de la casa.

En ángulo recto dobla por la segunda pared, a lo largo de la que se desliza con su metro plegadizo; abriéndolo y cerrándolo se mueve junto a la pared y los tablones de la era. Esto es la tiza sobre sus manos. Esto sobre la tierra son crines de cerdo y mechones de pelo de mujer cortado. Se deja caer sobre cuatro patas. No debe olvidarse del pozo. Su padre y la mujer de su padre andan por cualquier lugar de la finca echando la lengua afuera. Siente deseos de apoyar la espalda contra la pared, y así ostentarse a ellos. Querría mostrar que está allí; además, mientras está apoyado contra la pared, nada ni nadie puede caerle por la espalda. Espía con las orejas en torno suyo. No hay nada que ver. Se siente impulsado a esconderse. El campo es resbaladizo, piensa. El horizonte está tranquilo. Después de un día caluroso la noche promete ser fresca. Mañana a esta hora, piensa, estará en otro lado. Esto es el pozo de la cal. Puede evitarlo si sube por la pila de la leña. Está hecha de tal forma que puede apoyar los pies entre los troncos. Hinca los dedos de la mano arriba, en el cartón, para tomar impulso; no hay ahora inconveniente alguno en empujar la otra pierna, subir una rodilla hasta ponerla sobre el cartón y elevar el resto del cuerpo hacia la mano que ya .tantea el marco de la ventana. Una vez estuvo buscando al hermano desaparecido. Ahora está acostado sobre la pila de la madera ante la ventana abierta. El lugar ha sido mal elegido para una conversación; además él está echado pesadamente boca abajo. Echa la culpa al cansancio, que, aquí, por medio del cartón reblandecido, amenaza su vestimenta. Se encorva. Se sienta. Reflexiona. "Nada denota nada". Está sentado sobre la pila de leña con la cabeza inclinada a un costado, la mano derecha sobre el hombro izquierdo. Por la noche se levanta el viento y produce cientos de ruidos que son distintos según las circunstancias que acompañan al viento. Si la noche anterior ha llovido, las huellas de los que pasaron por el campo se cubren de una costra debido a la sequedad. El polvo secado después de la lluvia es marrón y quemado, se desmigaja entre los dedos de los pies descalzos del que camina por el. Otra vez, en un amanecer, penetró en una polvareda blanca y densa. El color del polvo —se percata— se adapta a veces al color del cielo, como ocurre con el

color del agua. A veces el cielo parece polvoriento y empolvado. Las gotas aisladas de una lluvia que comienza a caer imprimen en el polvo del camino unas como cicatrices de viruela. Pero si son muchas las gotas caídas, de modo que ya pueden hablar de una lluvia como tal entonces aparecen en el camino, claras y resplandecientes, las piedras redondas y corcovadas, mientras el polvo parece todavía seco. Te agrada ir por aquí. El se concentra. Felizmente la ventana está abierta. Agudo y punzante, el dolor inflama sus oídos. No hay nada que ver. Aprieta los dientes y escucha largo rato en torno suyo. La sangre pulsa el tiempo a través de su cuerpo. Demuestra su valentía aguantando hasta el final. Después le asalta el miedo, a tal punto de que no hace más que castañetear los dientes. Tampoco se puede oír nada. La respiración se le torna dificultosa. Se ayuda husmeando y rastrillando el suelo igual que un perro. Va a explotar, piensa él. Las frases que piensa adolecen de la precariedad de su respiración. Salta. Ha saltado hacia la pieza. Esto es el suelo firme. Esto es el desaguadero. Esto es la ventana, que ahora está cerrada. La ventana cerrada y trancada. Tiempo ha anduvo descalzo por el polvo. Anduvo una vez. Ha andado. Anda. Su padre había atravesado el juncal. Su hermano subió el campo corriendo por la nieve y al volver se escurrió por entre el alambrado. Su hermano viajó en el carro. El se lanza de cabeza en la cama. Se acurruca. Tiembla. Levanta los brazos como sí quisiera volar. Da vueltas. Gime. Se estira. Pierde el conocimiento. Sueña despierto. Va por un camino que todavía está barroso debido a una lluvia. Los pies lo llevan bien. Anda tan rápido como puede; lleva la cabeza inclinada; muy caídos, los brazos se bambolean al lado de las piernas. El barro, antes de llenar nuevamente con agua sus huellas, bosteza y gime a su paso. El va huyendo. No sabe por qué huye, y mientras corre se pregunta por las fuerzas que le impulsan a ello. No tiene conciencia de haber hecho algo punible. Sin embargo, mientras corre, le viene a la cabeza que su hermano lo espera al otro lado de un claro. Ya antes había escapado con la intención de encontrarle allí. Toma cuenta de

ello sin detenerse en su carrera; se apresura, inclusive más aún; oye y confunde las voces que comentan su proceder y testifican su inquietud. De nuevo llega a sus oídos que comete imprudencia al no ocultar sus huellas a los perseguidores, corriendo siempre, las observa por encima de aquellos hombros, y, haciendo una mueca de asombro distingue en el cenagoso barro los pasos que deja flotando tras de sí. Entonces se da cuenta que debe haber equivocado el escondite de su hermano, y, mientras corre, esto lo aflige casi hasta el punto de hacerle perder la razón. Una vez más llega a sus oídos que la región está alborotada a causa de su fuga; pronto se movilizará e! ejército, se impartirán disposiciones de emergencia; el ultimátum, como se dice, ya ha sido dado. Que, en salvaguarda de la paz, se entregue. Esto asombra mucho al prófugo. Hasta ahora no se ha ocupado del transcurso del tiempo ni del clima; después de esta noticia ambos se vuelven importantes para él, y pregunta sobre el particular mientras sigue corriendo empecinadamente; se da cuenta de que sobre el suelo está nublado, pero más arriba de las nubes la visión es inmejorable. Poco después se anuncia el claro. Por los altavoces difunden un aviso especial, que sin embargo, por causa de un crujido en el aparato o en sus oídos, —no sabe bien— no alcanza a entender del todo. Entiende los numerosos signos de interrogación en las frases y la admiración al final, como marcando verticalmente con un grito los signos de interrogación. Este es el claro; altas matas de helechos y hierbas aplastadas con saliva de cuchillo, pinos y acacias cada vez más pequeños y espaciados. Recibe la noticia de que su hermano vendrá descabezando helechos desde la izquierda. Se ubica y mira en la dirección indicada. Desde toda la vida piensa que su mirada estuvo vacía. El duro pasto que toma con las manos le corta los dedos. Será conveniente levantar la cabeza; le parece formidable que sea él quien levante la cabeza. Mira en línea recta en una vasta extensión de campo; sin levantar la cabeza aún más alto, ve el horizonte, y el cielo está tan bajo que aplasta al que mira contra los pastos. Entonces ve surgir de los límites del cielo pequeñas nubes, bandadas, sinnúmero, gavillas y escuadrones de nubes; por el contrario, el color de las nubes es pálido. El pasto de

la región tiene el desleído color del cielo. Quiere ahora preguntar qué significa ese trueno, pero en medio de sus palabras cae la declaración de guerra. Se agacha y mira ese cielo que cree poder oler, gustar y palpar; huele a nafta quemada, sabe a leche agriada, es caliente al tacto como el agua en la que mete desprevenidamente la mano. Las pequeñas nubes que se abalanzan por toda la extensión del cielo son bombarderos. Aquí, en este espacio, las palabras podrían salirle y volverse sin sentido. Sólo necesita silbidos y gritos o las voces de los animales para hablar; necesita solamente hablar con impasibilidad de alguna bagatela; no obstante, su voz, con sólo salirle de la boca caería en este pozo cuidadosamente cavado durante largo tiempo, que hace sonoro e importante todo lo que diga ahora; le basta sólo con hablar de cómo los cables de la red interprovincial, después de una cierta reparación en los talleres, empiezan repentinamente a zumbar de nuevo, aunque esto pueda no interesar a ninguno de sus oyentes; necesita solamente abrir la boca y hablar. El espacio en el que habla está vacío. Una vez sólo soñó comparaciones. Su hermano reía como un puñado de granos arrojado con fuerza contra el piso de cemento. Entonces las gallinas entrechocaban sus picos tras de esos granos.

Los avispones No necesitas aclarar que vas por un camino polvoriento. Los que miran no tienen por qué enterarse de la naturaleza del camino. Basta con que Te vean andar. Aun esto, por así decir, no es necesario que lo muestres. Solamente debes tener cuidado en llegar de forma tal que los que miran piensen que Tú no Te has puesto hace un momento en marcha, sino que vienes andando desde hace mucho tiempo hasta llegar. Entras como si no vinieras a este preciso lugar, sino que es uno como los demás por los cuales ya pasaste. El lugar al que llegas y en el que Te presentas a la vista de los espectadores no es diferente de todos los otros. No entras, no atraviesas ningún escenario; más bien pasas por entre las miradas. Nadie cuenta. Los movimientos de Tus piernas son tales que suscitan en los espectadores la idea de que ellos van por sí solos, sin que tú hagas nada porque adelanten. Cuando Te miras, esta mirada debe causar a los espectadores la sensación de que Te hubiese conformado con una cierta cantidad de pasos para cada ocasión. Al andar nunca debes perder de vista Tus pies andantes. Miras en torno de Ti como quien busca una sombra en un amplio espacio. Tu vestimenta es sencilla. No debe concentrar la mirada de los espectadores Vistes una camisa sin cuello, como un presidiario o un campesino. Hace poco que llegaste. Los espectadores se habrán ya dado cuenta de que estás en camino desde hace mucho. Ahora tienes que lograr que este corto lapso, durante el cual Te ven, este lapso que ha transcurrido desde Tu primer movimiento visible para ellos hasta que Te detienes a descansar y que puedes medir con la abertura del pulgar y el índice, según los pasos dados, les parezca desmesuradamente largo. No basta con mostrar Tu fatiga a los que nada saben, haciendo algo así como si Te pusieras en cuclillas y escupieses de un modo vulgar contra los cordones de la calle, por así decir, o sobre una piedra que eliges en el camino. No dispones nada más que de Tu cara y de Tus gestos. Tu voz, con la que podrías decírselo, guarda silencio. El minuto que duró Tu paso significó un medio día. Esto es

lo que los otros tienen que sentir. En un medio día cambia la luz y el viento. El camino se transforma. Cambian las sombras de lo que se levanta de la tierra. Sólo puedes mostrar a los espectadores Tu propio cambio. Durante el minuto que les fuiste visible, no ocurrió Contigo nada, sino lo que Tú quisiste mostrarles. No vale la pena que pongas la mano sobre Tus ojos y Te vuelvas a mirar los doce pasos que anduviste ante ellos. No basta con que procedas como si no pudiera llegar con Tu mirada hasta la meta. Ellos seguramente entenderán lo que piensas y se dejarán convencer por Tus gestos que los pasos deben multiplicarse; sin embargo no se darán cuenta de cuánto tiempo ha pasado ya. No les llegará al corazón. Para hacérselos entender necesitarías un milagro o una gran elocuencia, o alguna fórmula con la que pudieras exorcizar sus oídos. Sin embargo es necesario que Te estés callado. No basta con una variación en el andar de Tus pies; no basta con la mutación de Tu rostro ni con el parpadear de Tus ojos; no basta con dejar Tus brazos colgar fláccidos de los hombros. No dispones de ninguna iluminación que haga mover tus sombras. Te desfavorece echarte en tierra dando muestras de cansancio. Con ningún gesto o expresión podrías recuperar el tiempo ido. Cualquier cosa que hicieras sería un juego de títeres. Pero si Te pones a representar esa comedia Tú mismo reirás, exactamente como si quisieras mostrar el paso del tiempo poniendo delante de Ti la palma de la mano como medidor del tiempo y utilizaras como aguja el índice de la otra mano, mientras los espectadores tienen ante sus ojos puntos invisibles que significan los números y Tus dedos que van indicando el transcurso del tiempo. Ahora el dedo vuelve al punto de partida. Al mismo tiempo Te has puesto tranquilamente de pie y Te has decidido a acampar a la vera del camino. Sin embargo, el milagro que necesitas para hacer que los espectadores caigan en la cuenta del tiempo, el milagro que haga estremecerse a los espectadores, está encerrado en Tu boca. Tu voz aguarda silencio. También después, Tu voz seguirá guardando silencio. El ruido que dejas escapar entre los movimientos con que Te acomodas, lo das a entender levantando la cabeza hacia un costado, como un ciego.

El camino es arenoso y ha sido anegado. Solamente han cubierto con grava las huellas de los vehículos. El ruido que oyes no necesita ser percibido más distintamente por los espectadores. También lo que Tú ves sigue siéndoles desconocido Ellos deben comprender por Tu expresión que algo ha cambiado. Has llegado a otro lugar transformado. Ves ante Tí un depósito de arena. Tienes ante la vista un depósito de arena con matas de pasto en las paredes, de las que se descuelgan obscuras anguilas de arena y se deshacen en nubes sobre los quemados montículos gris claro. Lo que oíste fue quizás el murmurar de esa anguila de arena, el gluglutear de la grava o el barullo y chancoloteo de ese material grueso en la criba, que abajo, en el piso, es sacudida por un hombre desnudo de medio cuerpo. Para Tus adentros comparas este ruido con el ruido que se produce cuando el pueblo se levanta de los bancos de la iglesia. No bien el hombre hace la última maniobra, guarda los instrumentos de trabajo en la casucha de madera. Se echa la camisa sobre la espalda y sube dando zancadas hasta Ti. Cuando de pronto el hombre se echa a correr, ves, entre los cabelles enmarañados por el sudor del cráneo y los pesantes pies, acortarse el tórax, y abajo, a izquierda y derecha, los descontrolados corchetes de las rodillas. A nadie necesitas explicar que estás sentado junto a un depósito de arena y que observas la carrera del hombre. Tienes sólo que representarte una situación como el sobresalto que hace que Te incorpores bruscamente y que el hombre se aparte del camino. Tu cara debe ser el espejo del hombre que queda fuera de foco para los espectadores. No Te representes, sin embargo, al hombre, sino al espectro del hombre. Tanto mejor comprenderás este espectro si Te imaginas al borde del otro pozo de arena un árbol que bajo los nudos de la primera rama tiene una concavidad del tamaño de una cabeza. Soñoliento, el árbol bosteza por la concavidad. Tú permaneces donde estás ahora. No necesitas imitar los movimientos y gestos del hombre. También los espectadores permanecen en sus sitios. Tu tarea consiste en trasmitirles Tu espectro o el espectro del hombre, un espectro cualquiera. También Tu cara la necesitas sólo al principio. Detallar cada expresión sería perder el tiempo. La respuesta a lo que ves y

oyes ha nacido de Ti. Todavía miras con ojos propios hacia el árbol, como si debajo estuviera la sombra que buscas para Tu tranquilidad. Todavía no has hecho actuar a Tu cara. Los espectadores deben sentirse completamente seguros para que después puedas sorprenderlos. A todas luces. Tu aspecto es todavía tranquilo, aunque algo Te amenace. Entonces miras el árbol con otros ojos. Las expresiones de Tu cara van más allá. Ahora comprendes de qué se trata. También a quienes miran presentas Tú —contra lo previsto— Tu espantosa cara. Tú saltas. Tú has saltado. Tú estás de pie. Tú muestras que no conoces ningún remedio contra la maldición. Que el hombre al costado se desliza nuevamente por la loma, mientras mudo y bestial como una abrazadera de hierro, se aferra con pies y manos en la grava. Los otros no necesitan saber qué ocurre. No necesitas pensar en ello. Te puedes permitir darles a entender algo. Mientras tanto. Tú debes permanecer en Tu papel. Así como Te arrodillas ahora, así Te quedas. También las expresiones de los que miran permanecerán a su vez como habían estado. Tú representas la espera del hombre arrodillado que nunca saldrá de la loma. Algo hay allí cerca de él, y después sobre él. No lo conmociona más ningún movimiento. El es uno de los montones de arena que los otros miran, y se pasman al ver que ahora mismo es arrojado desde la pared, mientras él, no obstante, permanece inmóvil. Tú eres la aguja del reloj eléctrico cuyos tirones miran los espectadores hasta que los ojos les arden. Tú investigas y buscas el momento de transformar Tu cuerpo informe en algún otro. Ni siquiera tienes para Ti la calma del viento. Si hablaras y además Te movieras ocurriría eso. Si guardas silencio podrías salvarte de eso. Pero si callas ninguno de los que miran sabrá qué le estás comunicando. Pero si hablas y Te esfuerzas, el hablar Te perderá.

El proceso de formación de la historia Le calienta lo que no sabe. Lo que sabe lo deja frío. Si él sabe algo de algo, pero no puede experimentar qué es y cómo es, entonces ciertamente eso lo mueve a saber. Lo inalcanzable atrae. Lo aparentemente olvidado atrae. A ratos le atrae solamente el camino intransitable descrito en el libro. En los apartados territorios (¿imaginarios?) donde se ha desarrollado la acción, algún camino se asemeja a un sendero clandestino. Puede también, según lo que dice la tradición, haber estado allí una unidad de combate. El crujir de los pasos en la arena húmeda resulta nuevo a sus oídos. Si la memoria no lo engaña, se cuenta en el libro, la noche anterior había llovido. No obstante ¿cómo tuvo él acceso al libro? Lo que de ahí se seguiría resulta discutible por obra y gracia del presente. En su memoria han quedado fuera de circulación los protocolos, el juicio sobre aquel libro, si se puede o no leerlo; está archivado y liquidado, por el hecho de que ha olvidado la sentencia. Independientemente de todo, no le caben dudas de que tiempo ha leyó el libro. Dado que lo ha leído no puede para ese entonces haber perdido ya la vista. Solamente una duda lo atormenta respecto de los acontecimientos que se han desarrollado en el libro. Comienza con la descripción de un camino por el que un padre con su hijo busca un hijo desaparecido. Los zapatos crujen, como queda dicho, en la arena mojada o todavía húmeda después de la lluvia. Es al anochecer. Con respecto a la hora no puede equivocarse porque recuerda una frase cambiada entre los dos mientras caminaban, en la que se trata del color de las casas. Las paredes calinas lucen como antes de la tormenta, mientras el paisaje circundante ya se ha diluido. Por otro lado, se acuerda de que el camino por el que los dos anduvieron era sólo un sendero o un camino de herradura, entrecortado por bosquecillos de avellanas. Se extendían los brazos, las hojas del bosquecillo goteaban. Ambos se proponen cortar camino por este atajo. Sin embargo no puede ser que hayan visto una casa durante su búsqueda; los bosquecillos son de por sí muy densos; la región es comúnmente considerada

como poco poblada; un promedio de 14 personas por kilómetro cuadrado; en éste quizá caminan solamente dos. De aquí se deduce que en la parte citada del libro no se pueda hablar del color de las casas; si los dos hablan de los luminosos colores de las casas; tampoco puede ser de noche. Solamente está seguro de que las plantas de sus pies crujían en la arena lo demás se le ha olvidado. El libro cuenta de dos hermanos, uno de los cuales, después, cuando buscaba solo al desaparecido, queda ciego. De la relación no se deduce claramente por qué acontecimiento el muchacho quedó ciego, solamente se dice muchas veces que era en tiempo de guerra. Los datos más concretos sobre la desgracia faltan, sin embargo, o él los ha olvidado. De esto se desprende que el ciego, cuando es mayor, se despierta un domingo, y por algo que no puede relacionar con sus pensamientos, se acuerda de su hermano ausente. De aquí en adelante surgen en su mente los lugares de los que cree acordarse, mezclados sin orden alguno. En todo caso tiene importancia para el ciego la llegada de los distintos ómnibus del pueblo. Fuera de esto, él vive con su padre y la segunda mujer de su padre, a la que "ello" ha atrapado después de la declaración provisional de guerra. Los episodios de este domingo se corresponden ahora con aquel día de la guerra, cuando lo alcanzó la ceguera, ciertamente no en el acontecer exterior y en las apariencias, sino solamente en el fatal acuerdo y consonancia entre las cosas con las que el ciego tropieza y lo que una vez le sucedió, sin que exteriormente se parezcan en nada. Se concluye que algo alimenta en el ciego la sospecha de que se le oculta algo; si no vuelve a equivocarse, en algún lugar fue escrita una carta que se le cae de la ropa a la mujer del padre. Cuando él pregunta y sus preguntas son contestadas con flagrantes mentiras o del todo desatendidas y echas a un lado silencio mediante, toma las mentiras como argumento de refuerzo. El silencio de los interrogados en diversos lugares significa para él un asentimiento. Los detalles de la acción se le han borrado de la memoria. El erige en torno de sí esta pobre fortaleza en la que solamente él confía. El ha conservado en su interior solamente el final. El ciego yace desvalido sobre la cama en una habitación y conversa consigo

mismo mientras se imagina o representa algo. Quien es ciego es también invisible. En el desconocido lenguaje se usa la misma palabra tanto para uno que es ciego como para uno que no es visible. Nadie, de afuera, puede verlo porque él es ciego. Nadie ve la cara del ciego en el espejo. Si un ciego está ante el espejo nadie está ante el espejo. La ventana de su pieza refleja hacia fuera lo que está afuera; quien quiere ver a través de ella deberá, mientras se acerca el vidrio, mirar a través de su propia cara para poder ver adentro al ciego. A todo esto, no debe olvidar el pozo de la cal bajo la ventana. El invisible puede estar en los lugares que prefiere para estar sin tener que dejarse ver. Para los otros el invisible no es ciego. Lo que él quiere que él vea esto ve él. Si él quiere tiene una segunda cara, desde la cual aun lo que está muy distante se hace visible para él. También el ciego puede ver lo que él quiere. Porque es invisible nadie pondrá obstáculos a su mirada; sin embargo no puede mirar lo que de ahora en más será; no puede prevenir ni predecir lo que será o llegará a ser. Tampoco le importa. El se atiene a lo que hasta ahora y hasta ahora y etcétera, etcétera experimenta o ha experimentado. En muchos cuentos el ciego es precisamente el vidente. El vidente es ciego. Así es que el que descansa aquí sobre el lecho, en la pieza, se conforma con que se le informe nada por anticipado ni se le llame la atención respecto de lo que por primera vez le ocurre, puesto que ello proviene del propio pensamiento; lo que él piensa que sucederá sucede o no, como ocurre también con las otras personas; él da entonces su visto bueno. El se contenta con lo que se figura, aunque después sea desautorizado por los hechos; habiéndose imaginado algo, se permite afirmarlo. En este punto lo abandona el recuerdo. En todo caso, entretanto no ha ocurrido nada. El ciego está acostado en su cuarto y reflexiona. Se hace notar de sí mismo raspando con los dedos de los pies un almanaque contra la pared; un moscardón aprisionado alborota y brama contra la ventana herméticamente cerrada. Inclusive el lugar y la estación del año en que transcurre la acción han salido de su cerebro. Porque él realmente no sabe más todo esto, cree guardar dentro sólo pedazos rotos de ellos, pero como

tiene conciencia de que una vez leyó el libro, por eso y de ahí que se lo entremezcle y lo vuelva ansioso por conocer. Esto ha llevado su pensamiento hacia el largo corredor. Sin embargo su pensamiento no tiene fuerza probatoria. Lo que él se ha figurado no necesita ser verdadero en el sentido de que coincida en forma aceptable de acuerdo con los episodios del libro; solamente necesita ser posible e imaginable, de modo que sea creíble en sí. Un aserto falso y en desacuerdo con las leyes naturales no sería admitido sino más bien rechazado por la experiencia. Lo que no puede recordar es lo que lo ha calentado. En una de las últimas páginas— así se le ocurre— se dice que el ciego va a la ventana y de una u otra forma se libra del alborotar del moscardón, sin embargo este pensamiento tiene poca fuerza en él, ya que, como consecuencia de su cansancio, está fuertemente encadenado a. la cama y así no es dable esperar que se mueva de este lugar. Además el ciego es asequible solamente a pocas cosas. Ya no está más en condiciones de acordarse si el hermano viene o no con el último autobús. Inesperadamente, el libro termina con la descripción de la cena. "La noche se burla del relato".

El surgir del recuerdo Una vez más vi a mi hermano ir por un helado campo de nieve. La parte de arriba de la superficie nevada frecuentemente se derrite por un sol fuerte. Con el sereno de la noche siguiente el campo nevado se endurece al helarse. El sol que viene después reduce en muchos lugares la capa de hielo con la escarcha a un mero fulgor. Quien camina por un campo nevado debe cuidar de no ir con mucha carga y no pisar muy fuerte. Bajo el brillo, la capa de hielo está todavía dura. Tiene que cuidar que los movimientos de su marcha mantengan la regularidad, el mismo ritmo que adoptó al empezar a moverse. Si altera el ritmo de sus movimientos prepara su hundimiento. No tiene más remedio que continuar andando como empezó. Si se detiene, su repentino peso lo empujará a través de la capa; si comienza a correr, también el ímpetu de la marcha lo hará traspasar la capa de hielo. Para que!a gravitación del cuerpo sea igual en todos los lugares tiene que desprenderse de toda carga antes de partir. Los primeros pasos dejan tras de sí sólo la chata impresión de los zapatos en la escarcha. El ha encontrado el orden de los movimientos que lo lleva adelante. Si alguien lo llama no debe pararse ni responder. Cuando lo llamé se hundió. Cuando sacó el pie derecho se hundió el izquierdo. Cuando empezó a correr se hundió del todo. Bajo la capa de hielo la nieve es un polvo denso.

Peter Handke Peter Handke nació en 1942 y es hoy uno de los escritores más brillantes de las nuevas promociones alemanas. Autor de una obra ya considerable, ha querido para el teatro tres piezas: Gaspar, Las ofensas al público y La cabal gata sobre el lago de Constanza. Su primera novela, de 1966, es precisamente Los avispones, donde se revela como un escritor que ha incorporado los procedimientos de las vanguardias, que conoce la retórica de la novela de las últimas décadas y que puede utilizar sus recursos en un texto que sólo en apariencia es fragmentario: su unidad, más allá de la historia narrada, la muerte del hermano, la ceguera del relator, la dura brutalidad de las relaciones familiares, reside en las técnicas de reconstrucción y de progreso del hilo del relato, los avispones cuenta, en efecto, cómo se escribe una novela que se llamará, finalmente, Los avispones: qué materiales literarios se incorporan, cómo se planea estructurarlos, cuáles serán las peripecias y los puntos de vista. Otra de las novelas de Handke, El miedo del arquero ante el penal, ha sido traducida recientemente al español. En 1974, Handke recibió el Premio Buchner, de gran importancia en Alemania, por el conjunto de su obra, que también incluye textos poéticos y guiones para la televisión y el cine.

Créditos De uno de los más brillantes escritores jóvenes de Alemania, un relato intrigante, donde los hechos se recomponen en la historia cotidiana de una familia de aldea, de un hermano ahogado, de la soledad de un narrador ciego. Traducción de Francisco Zanutigh Núñez CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA © 1980 Centro Editor de América Latina S.A. ISBN: 9788492683260 LA NUEVA BIBLIOTECA notes

Notas a pie de página 1

Juego de palabras: Anhóhe, colina, elevación, y Anhöh, el nombre del pueblo. (N. del T.) 2 Esta palabra no existe como tal en castellano; tiene sólo valor onomatopéyico, lo mismo que Surren en alemán. (N. del T.) 3 Referencia a Toto-Lotto, nombre que en Alemania Federal se da a la "polla" deportiva parecida al PRODE argentino. (N. del T.)