Perro Malpipa

Perro Malpipa 1._Sin embargo, durante mucho tiempo los muchachos y yo fuimos muy buenos amigos de Juan Malpica. Fotocop

Views 80 Downloads 0 File size 70KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Perro Malpipa

1._Sin embargo, durante mucho tiempo los muchachos y yo fuimos muy buenos amigos de Juan Malpica. Fotocopiábamos los mismos libros y solíamos frecuentar los mismos bares de madrugada. Hoy resulta muy común que la gente nos pregunte por Malpipa –apelativo por el que sería conocido hasta el presente– cada vez que se cruzan en nuestro camino y quieren saber algo de él; si volvió a la escuela o ya escogió un objeto de estudio para la tesis; si al menos se dio una vuelta para ver su rematricula en secretaría. También resulta muy común que nos confundan con él cuando lo necesitan. Malpipa decía que todos estamos un poco rotos por dentro. El asunto es ver cuán quebrado estás antes de tocar fondo, de hacerte añicos. Soy el anciano, un despojo harapiento que se arrastra muy lento. Durante su larga estadía en la escuela de Literatura, Malpipa destacó por tener un apetito voraz por los libros, una sed inapagable y muchos empleos. Aquellos que compartimos aulas con Malpipa sabíamos de su propia boca que ganaba el dinero suficiente para permitirse un pequeño departamento en Adepa, que incluía sala, cocina y un baño propio con lavandería. No sé hasta qué punto Malpipa descuidó los cursos por los empleos, pero a pesar de manifestar un conocimiento basto, muy por encima del promedio, casi siempre terminaba reprobando asignaturas por uno o dos puntos. Yo creo que fueron sus ausencias y la falta de monografías y ensayos las que pesaron fuerte a la hora de calcular sus promedios. Pero también creo que su sentido del humor, enrevesado a más no poder, y el espetón afilado de su sarcasmo, lo llevaron a ser temido y rechazado por los profesores y la mayoría de jóvenes novatos que –como él– habían terminado en aquella mazmorra de sillar. Salvo por nosotros: Los muchachos y yo habíamos encontrado en Malpipa un colega fiel para el intercambio de libros y el diálogo. Pero hallamos otras cosas en Malpipa que, para nuestra sorpresa de recién llegados, sabíamos que tarde o temprano llamarían a nuestra puerta de un zarpazo. Me refiero a la oportunidad de comprobar qué tan bien o qué tan mal habíamos sido hasta ese punto de nuestras vidas.

Me refiero, digámoslo de esta manera, a la posibilidad de atravesar una calle clausurada por un letrero que anuncia Hombres trabajando. En primera instancia, lees el cartel y buscas otro camino. Te das vuelta y regresas por donde viniste. Pero también puedes cruzar la tabla que atraviesa la zanja, sorteando obreros y maquinaria pesada. No estoy insinuando que Malpipa –mucho menos los muchachos– fuese miembro de algún movimiento progresista que estuviera en desacuerdo con los carteles y las obras de mantenimiento de veredas y pistas. Tampoco estoy diciendo que Malpica tuviera los suficientes huevos para lanzar cocteles molotov durante una revuelta por el orgullo regionalista de una ciudad, aunque no descarto que tuviera el conocimiento suficiente para fabricar explosivos caseros. De modo que es muy poco probable que alguien viera a Malpipa en alguna protesta contra el indulto presidencial de un dictador pasado de moda o en una marcha sobre ideología de género. Malpipa, sépanlo bien, nunca estuvo en ninguno de esos disturbios. La revuelta de Malpipa, me permito decirlo, se daba en aspectos más comunes y bizantinos de su vida, como la universidad y el trabajo. De día, aquel muchacho acomodaba el culo en una butaca de la biblioteca de Humanidades con dos o tres libros y no se detenía, salvo para fumar en los escalones del edificio, hasta que alguien le recordaba la hora. En la noche, se presentaba en su trabajo de turno, con Kafka, Mishima y Fray Luis de León bajo el brazo, y plantaba cerca su propio letrero invisible de Hombres trabajando durante la jornada. Una temporada, por ejemplo, Malpipa hizo de vigilante en una casona de lujo en Vallecito. Su porte, contextura y la confianza que despertaban sus gafas de montura gruesa, le facilitaban obtener ese tipo de empleos y que, por eso mismo, sus jefes lo felicitaran solo por verlo allí, haciendo lo suyo. ¿Qué se le puede decir a un muchacho que lee mucho? Que algún día será grande, o algo parecido. Nunca le dices a un lector que terminará en un agujero de mierda, pateando cocaína mientras fumas un filtro que encontraste en el suelo, o administrando una madriguera de libros de segunda mano, que vendría a ser lo mismo que estar en un hoyo mugriento. Durante otra temporada muy larga, Malpipa se ocupó del turno noche en una estación de servicio en Los Incas. Lo podías ver en aquel cuadrilátero iluminado por focos amarillos, con su mameluco y su gorrita de la distribuidora, leyendo entre dos dispensadores de combustible en mitad de una noche helada. ¿Quién podría buscarle problemas a un muchacho que solo leía? Quizá un pobre infeliz que solo leyó El Chino en su vida. Para

fumar tenía que encerrarse en el cuarto de servicio y lanzar las bocanadas de humo hacia el espejo del lavabo. También nos enteramos que había sido cuartelero en una posada de diez soles el polvo en un callejón de la Venezuela, donde –ya imaginarán– cubría el turno de noche con sus infaltables Whestphalen, Carpentier y Fonseca. Quizá sus jefes nunca se dieron cuenta ni tuvieron la más leve sospecha, pero ese muchacho que solo tenía libros en sus manos en secreto escribía poesía. No sé hasta qué punto se considera un crimen escribir algo, pero –viendo la otra cara de la moneda– Malpipa era muy hábil quitando carteles de obras a mitad de la noche. Y he aquí lo divertido. Ese muchacho que solo quería leer y escribía poesía en secreto amaba trabajar tanto como un periquito australiano adora el cautiverio. Soy la viuda, la mujer que llora a su marido muerto en la lucha. Lo cierto es que cuando sus diferentes relevos fueron a despacharlo una mañana muy temprano, lo que encontraron en la garita de Vallecito, en la recepción de la posada en la Venezuela y entre los dispensadores de diésel y gasolina en Los Incas, los dejaron con el culo torcido. 2._A veces Malpipa aparecía con los ojos hinchados como desnudas cebollas violáceas. Algunas veces con el tabique desviado y chisporroteado de sangre seca. Otras, con la mandíbula descuadrada y los labios partidos como surcos. Eso y las vendas, las recetas, las pastillas y las inyecciones refundidas en sus sacos. Sabíamos que no solo pasaba tiempo con Carver, Quiroga o Dickens, que –desde que andábamos con él– nuestros pasatiempos se dividían en tres pilares fundamentales: leer, caminar y pegarnos tiros. Nuestra meta máxima de fin de mes no solo contemplaba terminar otro tomo de Faulkner, o releer a Gogol o Stevenson. Caminar, en palabras de Malpipa, era una forma de compensar el tiempo que pasábamos leyendo a través del encuentro con los espacios propios, de los que nos íbamos desprendiendo a medida que el centro mismo de la ciudad, con sus supermercados y restaurantes de comida fusión, se hundía en espiral devorando todo a su paso. Por eso preferíamos recorrer los conos, las campiñas y las torrenteras: lugares que nadie –en su juicio citadino– encontraría como primera opción de un fin de semana de relajo, ni por casualidad ni por asomo. ¿Quién quiere atravesar un sembrío de choclos, trepar un cerro empedrado o bajar por una quebrada conquistada por una jauría de canes que no saben de

caricias? Nadie, excepto nosotros. Sueltos en el campo o tendidos en el vientre de un repecho, nos sentíamos como esos perros de piel endurecida y carachosa –llámennos garrapatosos, si así lo consideran–, alejados de las ofertas, los descuentos y el 3x2. Para nosotros las promociones nunca fueron atractivas. Lo que realmente captó nuestro deseo de consumo, al poco tiempo de formarse la cofradía, fueron los tiros o gramos, a los cuales llamábamos G –sin más– para mantener el secretismo. Le comprábamos 5 o 10 G cada fin de semana a Malpipa, que los conseguía de otros sujetos que solo él conocía de algún lado. Ese era el tercer sostén de esta amistad de universidad pública: todo se reducía a pólvora blanca que nos apiñaba en un círculo de cabezas alrededor de un papel meticulosamente doblado. Las drogas habían estado ahí todo el tiempo, entre los compañeros. Nadie las presumía en la escuela, pero tampoco nadie decía no estar interesado en ellas. Así fue como Malpica se ganó el apodo de pésimo díler, después de una masturbación publica de poesía en las graderías de la rotonda; cuando, para amortiguar la agarrafa de vino de higo, nos pasó una diminuta manzana amarilla con un agujero para la yerba. Le dimos una jalada atropellada que nos nubló los ojos. Un encontrón con el peor dolor de cabeza de la historia y arcadas para los más cachorros, donde me incluyo. Soy el borracho del pueblo, el espanto dormido en el suelo. Al poco tiempo las cosas, en vez de ponerse negras, se tornaron blancas. Por primera vez en años, encajamos; yo encajé en un lado. Palahniuk, Klossowsky y Agamben estaban bien en sus estantes. Volveríamos por ellos cuando no hubiera nada en nuestros bolsillos. Hasta entonces, podían esperarnos. –No sé por qué ahora ustedes también jalan con las mismas ganas que las guaguas cuando quieren lactar –nos dijo Malpipa un día de esos–. Tú, tú, tú, pueden meterse coca un fin de semana, otro fin de semana, lavarse la cara y pretender que nada pasó. Pero yo no puedo, viejos. No sé cuál será el motivo banal por el que cada uno de ustedes hace lo que hace. Pero yo lo hago porque necesito dejar de pensar, aunque sea un poco. A veces alisto una línea tan larga como una hilera y la desaparezco de una sola aspirada para arruinarlo todo, embriagarme y salir a buscar problemas y más coca. Esto que hacemos ahora podrá ser puramente ocio. Pero también es una manera de estar lucido, viejos, sin afrontar los riesgos ni las complicaciones del mundo de los sobrios. Por esa sencilla razón, cuando le entré a esto y dejé que ustedes también

le entraran, me volví un jodido mediocre y, todavía peor, un jodido advenedizo. Malpipa dejó de ser tan duro consigo mismo el resto de esa noche. Después computamos, jugamos, salvamos e hicimos gala de todos los eufemismos que la gente de nuestra calaña acostumbra a usar para pasarla bien sin sentirse fatal hasta que rebota la cruda. 3._Cualquier lugar era bueno para pegársela un poco: callejones, plazuelas, baños, el departamentito de Malpipa, la última fila de asientos de una cúster… Lo único que realmente nos preocupaba era ser estafados con bicarbonato o paracetamol triturado. Pero la coca no vino sola. Ese hábito lo trajo Malpipa de otro lado, de otra ciudad, de otros muchachos. Nosotros solo acabábamos de conocerla y queríamos frecuentarla mientras –muy de cerca– manteníamos los libros y las excursiones a la periferia. Lo teníamos bajo control. Malpipa, en cambio, tenía otras prioridades. Mientras nosotros pasábamos de año y él se estancaba en cursos de segundo y tercero, pasó de la coca al crack y del crack a la ketamina. Decía que cada vez le costaba más desconectarse de todo y sentirse lucido y, una que otra vez, tomamos parte de sus experimentos de cocina casera a petición suya, donde prometía pruebas gratuitas para quienes estuvieran dispuestos a ver cómo respondía su cuerpo ante las dosis echadas al ojo. Entonces, éramos sus clientes y de los más fieles. Soy el diablo, el bribón al que culpan de todo lo malo. –La gente ve todo como un negocio –nos dijo Malpipa una cierta noche entre los matorrales–. Incluso esta pequeña muerte entre nuestras narices funciona dentro de su propio circuito comercial. Somos moscardones zumbando entre las aguas servidas, jugando con cucarachas y roedores. Pero de que es buena, viejos, lo es. –Y otro día dijo nos bombardeó peor–: Nos educan para ser compradores compulsivos desde pequeños. Nos dicen que vivimos en un país tercermundista y defectuoso y que la culpa es enteramente nuestra. Cada vez trabajamos más horas y pasamos el tiempo que nos queda haciendo compras o en nuestros teléfonos. Nos importa más la apariencia o lo que gastamos en un corte de pelo o en una cirugía estética para vernos más atractivos para el resto. Ya saben, para sus ojos o el selfi del momento. Mientras esos otros muestran la misma superficialidad con maquillajes recargados y filtros de aplicativos. Por eso, cuando veo que alguien presume su nueva cara, quiero golpearlo con palabras, viejos. Pero ni siquiera quiero

recitárselas. Me gustaría escribirlas en hojas hasta acumular las suficientes para pegarlas, una sobre otra, con goma y dejarlas reposar al sol hasta que endurezcan para hacer máscaras con ellas. Máscaras de todo tipo, enormes y grotescas, como las de las mojigangas. Estos festejos, las mojigangas, son parte crucial de esta historia para saber por qué Malpipa hizo lo que hizo. Lo cierto es que la algarabía de los carnavales de marzo cabalgaba como raudo potro dentro él. Si algo admiraba Malpipa de esos pueblos jóvenes, que durante el resto del año vivían en el más indiferente y silencioso reposo, era su atrevimiento para inundar de comparsas, bulla y personajes pintorescos, vomitados con serpentinas y picapica, el centro de la ciudad al ritmo de música espirituosa. El carnaval tiene un rey –nos explicó Malpica–, este es enterrado al final del reventón durante un año en un lugar secreto. Y al cabo de doce meses, resucita gloriosamente para continuar celebrando. En realidad, este rey es un muñeco elaborado por los propios lugareños con ropa de segunda mano; es el payaso máximo adornado con todo lo que representa el carnaval para estos pueblos. Luego lo montan en un burro que lo conducirá a su irremediable destino, mientras detrás lo lloran exageradamente las viudas. Las pandillas, con personajes emblemáticos como el anciano, el borracho o el mismísimo diablo, también siguen la comparsa fúnebre muy de cerca. Acabado el entierro del rey, la gente se despoja de todo aquello que esté relacionado con el carnaval y con él. Y vuelven a casa cantando. Y viven sus vidas como es costumbre. Hasta el próximo año. Otra noche, reunidos alrededor de una botella en alguna ladera de las afueras, dijo lo siguiente: -Fuimos condicionados para ver el éxito como el culmen de nuestra vida. Tenemos prohibido fracasar. Necesitamos conseguir buenas carreras y buenos empleos para conseguir buenos sueldos y buenos matrimonios. Casas, autos y etcéteras. Ningún alumnito fresco de secundaria ingresa a la universidad con la idea de convertirse en poeta o filósofo. Es para que tus viejos o tu consultor vocacional te diga: ¿Qué chucha tienes en la cabeza, viejo?, ¿no? Por eso entrar a carreras de Humanidades o Artes es como fracasar, es como un suicidio profesional seguido del posterior velorio que se extenderá por el resto de tus días. Pero, presiento que ya lo adivinaron, me encanta el fracaso. Estar muerto es una cosa, viejos, pero contemplar el purgatorio desde este gigantesco palco es

lo que hemos venido a hacer a este mundo. Además, no cuesta nada. El padre de Malpipa se pegó un tiro en la cabeza cuando tenía tres años, después de un convite en su barrio de San Blas. Salió a fumar un Inca al patio antes de meterse en la cama con su mujer. Apagó el pucho con el zapato y acercó la boca del cañón a su entrecejo. Algo así nos contó Malpipa. Esa es la forma en la que yo imagino aquella noche que no es la mía ni la suya. Cuando tuvo edad suficiente heredó una biblioteca pequeña pero contundente. Papini, Chéjov, Borges. Y una libreta de notas que contenían pistas y pasajes de la vida de su padre hasta ese punto, hasta la noche del disparo. A diferencia de lo que muchos creerían, Malpipa no se molestó en buscar en descifrar la libreta. Tampoco quería saber quién había sido él en vida ni a qué se dedicaba con exactitud. El hombre plasmado en esas páginas escritas a tinta azul corriente no era el padre de Malpipa. Tolstói, Lorca, Camus. Y quien sí lo había sido hasta los tres años, tampoco había conseguido calar duro en su memoria; a veces lo recordaba mediante chispazos, como marcas de quemaduras de cigarrillos en las películas de nitrato. Pero nada más. Quizá por eso la libreta terminó reducida a cenizas. Nuestros padres –los padres de los muchachos– también se habían marchado en momentos cruciales, convirtiendo nuestra amistad en algo más que un simple albur. Había de todo: padres divorciados, padres que dejaban a sus mujeres por otras más jóvenes, padres que golpeaban a sus mujeres, padres aburridos. Pero un tiro en el entrecejo, ni hablar; eso era ficción, eso era poesía para nuestros oídos. 4._La noche antes de desaparecer, Malpipa nos entregó a manos llenas más de 30 G a cada uno. Había tantos tiros como para librar una pequeña guerra en la ciudad y perderla. Tenía la cara tan jodidamente desfiguraba que uno creería que se le iba a caer. Estaba tan quebrado que ni siquiera el amor de una madre o una mujer enamorada podría haberlo reparado. Malpipa dijo que no nos preocupáramos en pagarle ahora, que se cobraría después, que necesitaba guardarla con nosotros. Tenía la cara blanquísima y la boca ensangrentada; la nariz roja, a punto de estallar. Luego nos pidió otro favor, y se marchó con las manos en su sacó, cerciorándose antes de que nadie lo siguiera.

5._Tomó más tiempo de lo esperado, pero los muchachos acabamos la carrera y conseguimos el título de bachiller. Perro Anciano, a quien llamábamos así por sus canas y patas de gallo, se dedicó al negocio familiar después de la universidad: una tienda de matizados para autos en la que conseguir el tono exacto de un color le acaecía un placer inimaginable. Perro Viuda, apodo que se ganó por su corazón frágil y sus lágrimas al borde de la expectativa, se casó unos años después con su eterna novia de clases; ambos dictan cursos a fines a la literatura en colegios privados y no se quejan mucho cuando tienen oportunidad de hacerlo. Mientras que Perro Borracho y Perro Diablo, como ya imaginarán por sus apelativos, anduvieron por allí negándose a desprenderse del pasado, entre torrenteras y bares, hasta que sus madres –que bien habían hecho en asegurarse un futuro para ellas mismas– los pusieron de practicantes en sus estudios de derecho y contabilidad. Todo el mundo que alguna vez conoció a Perro Malpipa sabe que volvió a San Blas, que se quedó allí el tiempo necesario para limpiar tanto su interior como su apariencia física. Que renació en casa de sus padres, en la que ya no quedaba nadie desde el invierno anterior. Y que un día de estos –según cuentan las buenas lenguas– volverá para sacar su cartón y colgarlo en algún lado. Eso es lo que nosotros respondemos cuando nos confunden con él. La gente espera a Malpipa como yo espero al Inkarri. Lo enterramos entre dos cerros, bajo una luna que podría haber vuelto loco a cualquiera, el día que nos dejó tanta blanca como para matar a alguien por poseerla. Se veía tan destruido que tuvimos que cargarlo entre los cinco para llevarlo, como el rey del carnaval que siempre había sido, hacia el lugar que había elegido para su reposo y posterior resurrección. Los perros carachosos nos seguían por detrás, en solemne procesión. Recuerdo que Malpipa balbuceó que cuando regresara del otro lado sus perseguidores, aquellos con los que había estado jugando sucio con los G, no podrían con él. Sería Malpipa quien, al año siguiente, los ahogaría en un vaso. -¡Ahora, márchense! –nos dijo con el rostro sobresaliendo de la tierra-. ¡Vayan, viejos, y no se les ocurra volver a desenterrarme antes! Y el cuerpo que ya no hablaba se hundió entre la tierra y las rocas. Como último deseo nos entregó la llave de su departamentito. Quería que vaciáramos todo cuanto había allí, que no dejáramos nada excepto una nota en la que le explicáramos a la casera que él había decidido irse en silencio para no tener que verle la cara ni pagarle los dos

meses de renta que le correspondían. Eso y suplantarlo en sus diferentes empleos, como ya lo habíamos estado haciendo en numerosas ocasiones, hasta que nos descubrieran. Fue cuestión de tiempo para que el tipo con el Rulfo bajo el brazo en Vallecito, el lector de Dickens en la Venezuela y el seguidor de Hemingway en Los Incas, fueran delatados por sus relevos y echados a la calle por sus jefes cuando descubrieron que Malpipa, el muchacho de los lentes de montura gruesa que habían contratado en un principio, había regresado a su tierra sin ofrecer ningún tipo de disculpa. El tiempo pasó y Malpipa, también. Intentamos desenterrarlo en más de una ocasión, pero nunca dimos con el lugar donde lo dejamos por última vez. Nos hicimos –como dicen por ahí– los locos. Es como si se hubiera hecho uno con la tierra, como si de verdad fuera a salir de allí un día de estos, más grande y más fuerte que antes. Así que, desde entonces, lo que hacen los muchachos es esperar. Este es el quinto año, pero él no ha vuelto aún. Quizá el próximo tengamos mejor suerte. En cuanto a mí, yo no hablo mucho de mí. Pero sepan que también formé parte de la jauría y que le tuve auténtica devoción. Que me aseguré de que Malpipa no viera su plan frustrarse; que su resurrección ocurrirá, pero en otro lugar que no marca el mapa. Yo soy el huérfano, el bastardo que anhela la completa destrucción de cada pueblo.