Permiso Para Amar

Permiso Para Amar Spencer Lavyrle No llores junto a mi tumba Yo no estoy allí, no estoy dormido. Soy mil vientos que sop

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Permiso Para Amar Spencer Lavyrle No llores junto a mi tumba Yo no estoy allí, no estoy dormido. Soy mil vientos que soplan, Soy el destello de la nieve, Soy el sol sobre el grano maduro, Soy la suave lluvia de otoño, Cuando despiertas al amanecer, Soy el rápido aleteo de los Pájaros que silenciosos levantan vuelo, Soy las suaves estrellas que brillan en la noche. No llores junto a mi tumba, Yo no estoy allí, no he muerto. Muchas gracias a mi sobrino, el oficial Jason Huebner, del Departamento de Policía de Anoka, Anoka, Minnesota, por su ayuda durante el trabajo de investigación y la redacción de este libro. Te quiero mucho, Peanut. Gracias también a Dawn y Bob Estelle, de la Floristería Stillwater, por la información que me brindaron acerca del ramo. A Christopher Lallek las cosas no podían irle mejor. Era el día de paga, su día libre, había vaciado su desvencijado Chevy Nova y su Ford Explorer a estrenar ya estaba en el concesionario Fahrendorff Ford. Era un modelo Eddie Bauer, el mejor, con un motor V-6 de cuatro litros, aire acondicionado, dirección asistida, compact disc y asientos tapizados en piel. Estaba pintado de color fresa salvaje, y ciertamente era salvaje, más salvaje que cualquiera de sus posesiones. En una hora, todos los papeles estarían firmados y se sentaría al volante de su primer vehículo nuevo. Sólo tenía que cobrar su sueldo. Entró en el aparcamiento de la comisaría de Anoka, hizo un par de maniobras con su viejo trasto y, con la práctica que da la costumbre, estacionó marcha atrás junto a dos coches patrulla aparcados en forma perpendicular al bordillo, cerca de la puerta. Bajó del vehículo silbando una canción de moda y subió de un salto a la acera mientras contemplaba el cielo a través de un par de gafas de sol espejadas que colgaban de un cordón color rosa brillante. Era un día perfecto. Soleado. Con algunas nubes blancas y esponjosas hacia el este. Faltaba poco para el mediodía y la temperatura era de veintisiete grados, de modo que cuando todo el grupo se reuniera en el lago superaría los treinta grados y el agua estaría sensacional. Greg llevaría cámaras de neumático gigantes; Tom, sus esquís acuáticos; y Jason podría disponer de la lancha familiar durante todo el día. Otros muchachos llevarían cerveza. Chris contribuiría con unas cuantas latas de refrescos, un poco de salami y queso y, quizá, un bote de esa crema de arenque que a él y a Greg tanto les gustaba, y conduciría su reluciente camioneta nueva escuchando el último disco de Garth Brooks.

Commented [LT1]:

Abrió la puerta de cristal y entró en la sala de reuniones sin dejar de silbar. Nokes y Ostrinski, ambos de uniforme, conversaban con expresión seria junto a la mesa del ordenador. —Hola, ¿qué novedades hay? Los oficiales lo miraron y dejaron de hablar, mientras lo observaban introducir la mano en su casilla para la correspondencia, extraer un sobre y abrirlo. —¡Por fin llegó el día de paga! —Chris giró sobre sus talones sin apartar la mirada del cheque y después lo agitó contra la palma de su mano—. ¡Morios de envidia, por fin me entregarán mi nuevo Explorer, y está listo para que vaya a retirarlo al concesionario! Si queréis, podéis salir a despediros de mi viejo Nova... De pronto advirtió que ni Nokes ni Ostrinski se habían movido. Ni habían sonreído. Y tampoco le habían dirigido la palabra desde su llegada. Otros dos oficiales de uniforme se aproximaron en silencio desde la sala de brigada, con un aspecto tan solemne como el de los que estaban presentes. —Murph, Anderson... —los saludó Christopher, quien ya comenzaba a preocuparse. Hacía nueve años que era oficial de policía, y reconocía muy bien ese silencio, esa seriedad, esa inmovilidad—. ¿Qué sucede? —Estudió rápidamente los rostros de los otros hombres. —Malas noticias, Chris —respondió con gravedad Toby Anderson, su capitán. Chris sintió que le daba un vuelco el corazón. —Ha caído un oficial. —¿Quién? Durante diez segundos, nadie habló. —¡¿Quién?! —gritó Chris, cuyo temor iba en aumento. —Greg —respondió Anderson en voz baja y ronca. —¡Greg! —El rostro de Christopher reflejó asombro y luego incredulidad—. Aguarde un momento. Alguien debe de haber cometido un error. Por toda respuesta, Anderson sacudió la cabeza con expresión de tristeza. Sus ojos permanecieron fijos en Christopher mientras los demás se observaban los zapatos. —¡Tiene que haber un error! Greg no está de servicio hoy. Salió de su apartamento hace una hora para venir a buscar su cheque. Después pensaba ir al banco y a continuación pasar por la casa de su madre, y tan pronto como yo recogiera mi Explorer iríamos al Lago George. —No estaba de servicio, Chris. Sucedió cuando venía hacia aquí. Christopher se sintió mareado. —Oh, maldición —masculló. Anderson volvió a hablar. —Una camioneta se saltó un semáforo en rojo y chocó contra él. La noticia hizo mella en Christopher. Debía hacer frente a todo tipo de tragedias a diario, pero jamás se había enfrentado a la muerte de un compañero, y mucho menos cuando éste era, además, su mejor amigo. Se sentía dividido por reacciones opuestas; el ser humano enviaba oleadas de calor y debilidad a todo su organismo, en tanto que el policía profesional intentaba conservar la calma. —Iba en su moto... —balbuceó. —Sí... así es. La pausa de Anderson, su voz ronca, hicieron que los detalles resultaran innecesarios. Christopher sintió un nudo en la garganta, una opresión en el pecho; le temblaban las rodillas, pero sacó fuerzas de flaqueza y formuló la pregunta que habría formulado si Greg hubiera sido un extraño, casi sin advertir que la emoción lo hacía actuar maquinalmente.

—¿Quién respondió a la llamada? —Ostrinski. Christopher volvió la mirada hada el joven oficial, que estaba pálido y tembloroso. —¿Ostrinski? Ostrinski no respondió. Tenía los ojos irritados, como si hubiese estado llorando. —Vamos, dímelo —insistió Christopher. —Lo siento, Chris, cuando llegué ya había fallecido. De pronto, Chris se sintió sacudido por una ola de ira que lo hizo girar en redondo y apartar una silla de un empellón. —¡Maldita sea! —gritó—. ¿Por qué tuvo que pasarle a Greg? —Enceguecido por la ira, exclamó—: ¡Le dije que yo lo llevaría a la casa de su madre! ¿Por qué tuvo que coger la maldita moto? Anderson y Ostrinski extendieron la mano con intención de consolarlo, pero Christopher retrocedió. —¡No! Dejadme, dejadme... Necesito... —Se alejó del grupo, dio dos pasos, se detuvo abruptamente y gritó—: ¡Mierda! El temor se apoderaba poco a poco de él, acompañado por una descarga de adrenalina que lo hacía experimentar calor y frío, que lo hacía temblar y sentir que su piel ya no podía contener su cuerpo y estaba a punto de estallar. En su trabajo, muchas veces había visto reacciones similares, y jamás las había comprendido. Con frecuencia había pensado que la gente era dura cuando respondía con ira a una muerte repentina, pero de pronto eso mismo estaba sucediéndole a él; se sentía invadido por una