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LAS PALABRAS Y LOS GESTOS EN EL TEJIDO ORGANIZACIONAL Fernando Cruz Kronfly Doctor Honoris Causa en Literatura Universi

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LAS PALABRAS Y LOS GESTOS EN EL TEJIDO ORGANIZACIONAL

Fernando Cruz Kronfly Doctor Honoris Causa en Literatura Universidad del Valle Profesor Titular Facultad de Ciencias de la Administración Universidad del Valle Director Grupo de investigación Nuevo Pensamiento Administrativo

Introducción El mundo humano es una textura simbólica de gestos y palabras. Las relaciones que surgen como consecuencia del trabajo y los procesos productivos no escapan a esta consideración. Parte sustancial del tejido real de toda organización está hecho de gestos y palabras que suben y bajan por la escalera jerárquica o que circulan de manera transversal. Pocos se dan cuenta de esto, porque se trata de una realidad cuya obviedad oculta tanto su existencia como su alcance. Las órdenes, los informes, las mediaciones entre los diferentes niveles jerárquicos, lo que sucede entre los unos y los otros mientras la producción hace lo suyo, ocurre mediante palabras y gestos. El modo como se pronuncian las órdenes de trabajo, los acentos y los énfasis, la entonación y hasta la mirada que acompaña su emisión, todo esto significa. Quien en la organización pronuncia las palabras destinadas a configurar redes significantes de autoridad, tanto en escenarios formales como informales, acompañadas de sus correspondientes gestos y entonaciones, tiene de su destinatario y de sí mismo una representación previa: él o el otro son un superior, un inferior o un igual. El lugar que alguien ocupa en la jerarquía organizacional determina las palabras, los gestos, los acentos y el carácter de las miradas, así como las licencias y los límites del uso simbólico. La materia de aquello que se conoce como el trato en la organización, por lo tanto, está compuesta de palabras, de tonos y de gestos que por su cotidianidad pasan inadvertidos. Cuando se habla del buen trato o del mal trato en la organización, estamos hablando esencialmente de palabras, de entonaciones y de gestos que significan de manera más o menos durable y que influyen decisivamente en el clima de trabajo. Cuando nos referimos a la dignidad herida, estamos hablando del efecto negativo causado en un ser humano a partir de palabras hirientes y gestos ofensivos o a veces mal entendidos. Mi larga experiencia como asesor laboral me ha permitido calibrar el alcance de las palabras, las entonaciones y los gestos en el acto del trabajo. Y me ha dado también la oportunidad de conocer de primera mano, historias realmente sucedidas en las cuales ciertas palabras, entonaciones y gestos causaron heridas imperecederas en sus destinatarios. Laceraciones innecesarias, capaces de afectar en silencio durante décadas la confianza humana y el clima laboral. No me ocuparé ahora del buen trato y de su impacto positivo en el clima de trabajo, sino del mal trato, tema que cuenta con menos desarrollo teórico explicativo que el primero.

Entre todas estas historias de mal trato que he conocido, he preparado para ustedes apenas dos, un tanto al azar. Pasan de una veintena y podrían ser muchas más, pero estas son las elegidas:

Primera historia Emiliana N. ingresó a laborar en una empresa de capital transnacional del sector farmacéutico, en Cali, hace treinta años, como operaria. En aquel entonces era joven y creía que la vida entera estaba por delante. Hoy se encuentra jubilada y no observa en el horizonte sino recuerdos relacionados con el trabajo y el esfuerzo denodado de siempre. Juzga que sus luchas gremiales fueron la sal y la pimienta de su existencia, aunque en los años finales aquellas razones declinaron y no halla explicaciones suficientes para comprender lo ocurrido con los nuevos jóvenes trabajadores, tan lejanos ahora a los ideales políticos y a las ideologías que ella un día abrazó, pensando en la justicia, de la mano de la utopía social. Ni siquiera tiene claridad sobre su situación individual presente. Se sabe merecedora del respeto que le profesan sus antiguos compañeros de trabajo, pero ningún operario joven le hace caso en aquello que ella considera "fundamental". Lo "fundamental" ya no existe, doctor, me dijo Emiliana N. la última vez que la ví, cuando nos preparábamos para doblar la página y dar por terminada esta entrevista en profundidad no prevista no planeada tal como ocurrió. Días antes de salir jubilada, Emiliana N. vino afanosa a mi oficina profesional de abogado, con un nudo en el cuello. Durante muchos años la había asesorado a ella y a sus compañeros de dirección gremial en asuntos laborales y ahora se presentaba ante mí en un acto de confianza personal que me hizo sentir halagado. El problema que traía a mi despacho era el siguiente: "Abogado, me dijo: la empresa quiere rendirme un homenaje con ocasión de mi retiro y yo no pienso asistir de ninguna manera, ayúdeme". Después de ofrecerle una taza de café, que ella bebió de un sorbo y que pasó a medias con un jarro de agua, me propuse indagar por qué razón un eventual homenaje de su empleador al final de su carrera como operaria, se había convertido para Emiliana N. en una pesadilla: "Llevo varias noches sin dormir", me explicó. Hubo un prolongado silencio y ví temblar sus labios y los dedos de sus manos, como hojas secas. La frase es ligeramente literaria pero corresponde a la verdad. ¿En qué parte del método científico debo consignar los gestos que, por fuerza, se asocian a las palabras? Esto me pregunté, mientras mi estilógrafo se detenía encima de la libreta de apuntes. Los labios y los dedos de las manos de un ser humano que tiemblan por razones diferentes al miedo, dicen mucho más de lo que el investigador reconoce como estado de tempestad interior del entrevistado.

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De estos signos incontrolados brotan significaciones que las simples palabras no registran y que el investigador de estos asuntos debe saber observar y valorar, porque allí está sucediendo algo cuyo valor no puede simplemente tirarse al tarro de los desechos metodológicos. Tanto más, cuanto que el tema que nos ocupa son las heridas imperecederas que, con no escasa frecuencia, se presentan en los procesos de trabajo y cuyos efectos negativos se prolongan indefinidamente en el tiempo. Las entrevistas en profundidad deben programarse con método, ya se sabe, pero a veces escapan a lo estrictamente planeado y suceden cuando el observador menos las espera, como ocurrió en este caso en su parte final. Ya sabemos que la sustancia de toda entrevista son las palabras. Estaba meditando en este asunto, cuando Emiliana N. me dijo: "La historia es muy larga, pero si no se la cuento ahora, usted no entenderá nada de lo que me pasa". La siguiente fue su versión sucinta de los hechos, que me empeñé deliberadamente en reconstruir en sus más insignificantes detalles, aparentemente irrelevantes. No quería yo que nada quedara por fuera del método, y para lograrlo no encontré otro recurso que la técnica narrativa. Veamos: Emiliana N. ingresó a la empresa farmacéutica donde laboró durante treinta años cuanto tenía apenas veintiocho de edad. Antes se había desempeñado como operaria de oficios varios y había vivido la experiencia del nomadismo laboral, saltando de una organización a la otra, a la deriva. Esta misma historia la había escuchado ya en sesiones anteriores, pero Emiliana volvió al tema como si nunca hubiera hablado conmigo del asunto. Ella vivía agradecida de la estabilidad laboral que logró al suscribir aquel contrato de trabajo a término indefinido con el que tanto había soñado, así como de las buenas condiciones laborales alcanzadas. Pensaba como Enrico, aquel obrero convencional del que nos habla Richard Sennett en su obra “La corrosión del carácter”. Pero jamás pudo olvidar el incidente que todavía traía atrancado en el cuello y del que nunca antes me habló. Debido a esto su pecho se debatía en medio de sentimientos encontrados, que oscilaban pendularmente entre el agradecimiento y el odio. Durante las primeras horas de su nuevo empleo, Emiliana me confesó que estuvo feliz. Recibió su uniforme de trabajo, escuchó atenta la inducción en sus nuevas funciones y se frotó las manos. "Seré una operaria ejemplar", se prometió. Al llegar a este momento de la entrevista, Emiliana me miró y clavó los ojos en el piso. Le ofrecí otra taza de café y ella aceptó. No dejaba de temblar, pero ahora se veía menos pálida. Emiliana es de color caoba y suele tranquilizar su cabello ensortijado, mediante una especie de nudo principal que se hace en la base del cuello, lugar donde confluyen los enredos secundarios. Entonces prosiguió con su historia: Muy rápido hizo sus primeros amigos: un puñado de operarios de ambos sexos

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que laboraban en la misma sección, tan jóvenes como ella. Ellos también se mostraban llenos de esperanza y en los encuentros informales durante los rápidos minutos de descanso se hacían mutuas bromas. El sólo hecho de compartir un común territorio fabril, delimitado por máquinas gigantescas que tenían semblante autoritario, instaladas en medio de severas líneas imaginarias más allá de las cuales estaba prohibido incursionar sin orden superior, hizo que Emiliana estrechara aun más sus relaciones con sus compañeros de sección. Y en tres días ella empezó a sentirse como si estuviera en casa. Dominaba las fronteras invisibles que demarcaban cada sección, inclinaba su cabeza ante las máquinas, aprendió a detectar de lejos los pasos del supervisor y empezó a sentir que sus compañeros de territorio le preguntaban ansiosos sobre diferentes asuntos de la vida presente y de sus tiempos pasados. También quisieron conocer de qué experiencia laboral venía, puesto que hablaba tan claro y directo, y recababan sus opiniones sobre cuáles debían ser los nuevos puntos que se debían incluir en el próximo pliego de peticiones. Emiliana juzgó que las cosas estaban sucediendo demasiado rápido, pero no eludió las inquietudes, se frotó los ojos y respondió de un modo que a todos les hizo abrir la boca. "En aquel entonces yo era encantadora", me dijo, y se sonrió. Cerró los ojos y prosiguió con el relato: Muy pronto empezaron a sonar los pasos del ingeniero y el corrillo se disolvió. Estaba terminantemente prohibido hablar de cualquier cosa durante las horas laborales. Ni siquiera podían conversar sobre asuntos relacionados con el trabajo mismo. Cuestión de disciplina. Todos reaccionaron automáticamente y las bocas se cerraron. Y aunque no habían estado perdiendo el tiempo mientras hablaban, simularon estar laborando de un modo que pareció más rápido y comprometido que nunca. El ingeniero atravesó la línea imaginaria sin permiso de nadie, se paró delante del grupo y dijo: "así me gusta verlos, pero hay que mejorar. Tenemos que mejorar cada día más". Aquel catecismo del ingeniero le sonó a Emiliana desde el principio un tanto molesto, motivo por el cual empezó a hacerse de su superior una imagen confusa, según me confesó. Seis días después, durante el descanso matinal de diez minutos que partía en dos el turno de la mañana, Emiliana cruzó desprevenida la frontera imaginaria que delimitaba el territorio de su sección, para incursionar en parajes desconocidos. Era como si hubiera emprendido un corto viaje hacia otro país. Caminó hasta un dispensador, sirvió café en un recipiente de cartón y fue a sentarse en la cafetería que de pronto apareció ante sus ojos y que nunca antes había visto. En las mesas y en los asientos próximos, Emiliana observó personas que vestían de otro modo y a las que antes tampoco había visto, pero le pareció normal por cuanto apenas ahora empezaba a reconocer al personal que laboraba en aquellos territorios aledaños inexplorados. La jornada de la mañana había sido intensa, venía de trabajar turno de trasnocho pero estaba contenta porque se había doblado en su tiempo y esperaba en su próximo pago un ingreso adicional por concepto de horas extras. Se veía exhausta. Iba a cumplir su primera semana de trabajo y se

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encontraba dedicaba a imaginar el modo como habría de distribuir el dinero de su primer sueldo. Bebió, miró por segunda vez el fondo de la taza de café y de repente vio dibujarse en el fondo del recipiente la imagen del mismo ingeniero del otro día, cuya omnipresencia intimidaba. El rostro de Emiliana se congestionó. Entonces ella alzó los ojos, subió por el vestido del ingeniero y llegó a la cara del intruso. El ingeniero le dijo: - ¿Me recuerdas tu nombre? - Emiliana. - ¿Y qué haces aquí sentada? - Estoy en mi tiempo de descanso, señor, todavía me quedan cinco minutos. - Ya lo sé, ese no es el problema. Lo que pasa es que usted se ha venido a sentar donde no le corresponde. - Perdón, no entiendo. El ingeniero se agarró la cabeza con ambas manos: - ¡La cafetería de los grasosos queda a la vuelta, doblando por aquel corredor! Emiliana dejó de temblar delante de mí. Sollozaba en silencio, con sus ojos llenos de una candela de más de treinta años por causa de una rabia antigua imposible de borrar. El lápiz que tenía en mi mano se detuvo de nuevo. Durante las tres décadas de asesoría legal, Emiliana siempre me pareció hecha de hierro. A toda hora la observé erguida, segura de sí misma, cargada de principios éticos que tenían un efecto ejemplar de liderazgo y respeto por parte de sus demás compañeros de directiva gremial. Efecto que se extendía los restantes operarios de base. Sin embargo, ahora Emiliana no sabía qué camino emprender y se mostraba confundida ante el ofrecimiento de un homenaje, de quienes un día la humillaron. "No, no voy a asistir a este homenaje de ninguna manera", me dijo. Si usted no quiere, nadie la puede obligar, le respondí. Ella me dijo: "No quiero ir, no debo ir, de esa gente no deseo saber nada". Habían pasado algo más de treinta años y la palabra "grasosos" todavía le seguía dando vueltas en la cabeza.

Epílogo primero En el mundo moderno, la igualdad humana del "otro" significa el reconocimiento en él de la plenitud de sus derechos como ser humano genérico. Pero, sobre todo, de su dignidad como un agregado histórico y cultural intocable. Dignidad, palabra indescifrable que, sin embargo, pretende decirlo todo. Si busco en el diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares, viejo libro de

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consulta que conservo sobre la mesa de trabajo y que era de mi padre, encuentro una definición de "dignidad" que no corresponde exactamente al sentimiento de humillación que acompañó a Emiliana durante treinta años. Busco la palabra "honor", pero tampoco me dice nada que se parezca a lo que indago. Hablando de estas cosas, una estudiante de un curso de maestría me dijo cierta vez: "Los seres humanos podemos olvidar lo que alguien un día nos dijo, pero no conseguimos olvidar lo que nos hizo sentir". Lo imborrable es entonces el sentimiento de humillación. Cuando se humilla a un ser humano en la modernidad, se atenta contra la imagen que cada quien se ha forjado de sí. La modernidad permite que cada quien elabore sobre sí mismo una representación como persona “sagrada”, inviolable e investida de respeto y de derechos, cualquiera sea su edad, sexo y condición social o racial. La interiorización del deseo de igualdad moderna, coloca a cada quien a la espera de legítima reciprocidad. La dignidad es la sustancia de que está hecha la igualdad moderna. En la modernidad, que es igualitarista, cada acto de poder en la organización, cuando es expresado por medio de gestos y palabras indebidos, cuando desconoce en el otro su plena condición de humanidad y demerita la representación mental que cada quien se ha hecho de sí mismo, deja huellas imborrables, no tanto por lo que se dijo en un determinado momento, sino por lo que aquello que se dijo fue capaz de hacernos sentir en cuanto puesta en crisis de la imagen propia. Busco de nuevo en el diccionario la palabra "humillar" y leo la segunda opción significante, esta vez en sentido figurado: "Abatir el orgullo de uno". Subo un poco los ojos y encuentro: "Humillante: Degradante, depresivo, vergonzoso". Cuando leí en el diccionario estas palabras hace apenas un año y medité de nuevo en su contenido psíquico, Emiliana ya se había jubilado y la empresa farmacéutica para la cual ella trabajó durante más de treinta años había desistido del homenaje que la hizo llorar de un modo que jamás en ella imaginé.

Segunda historia A las cuatro de la tarde de un día viernes, el ingeniero terminó su labor de programación en el área de vulcanización. Dobló el libro de reportes, fue de prisa a los baños de los ejecutivos intermedios, se lavó las manos, se peinó con mucha convicción y se dispuso a abandonar la factoría. Durante su turno de trabajo, a intervalos, estuvo pensando en lo que haría aquella noche con su nueva amiga, que según sus palabras "se moría por él". Eso pensaba, pero se hacía el esquivo. Le encantaba que fuera ella quien lo llamara por teléfono, tema del cual solía alardear ante los demás. Fue a la zona de parqueo, puso el maletín de mano en el puesto trasero de su vehículo de última generación, y se dirigió a la portería. Lentamente, porque no hacía más que mirar a los costados, para comprobar si estaba siendo observado por la humanidad en pleno, a la que le fascinaba rendir cuentas de su vertiginoso “progreso y ascenso personal”. Cinco años atrás no era

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nadie, pero muy rápido se había convertido en un ejecutivo medio que laboraba en una factoría de llantas de capital multinacional. Se acababa de cambiar de barrio, vivía a solas en un duplex, sostenía a su madre viuda en una vereda cercana donde criaba gallinas, tenía tres novias y una amiga de repuesto que echaban la baba y había adquirido la buena costumbre de cambiar de carro en febrero de cada año. Los detalles y pormenores de este retrato del ingeniero Temístocles los pude reconstruir a medida que entrevistaba no sólo a Pedro sino a otros operarios de la misma sección, para garantizar la objetividad. Como en Platón, el retrato de los personajes resulta decisivo para reconstruir no sólo el ambiente que rodea los hechos sino la actitud de éstos frente a la estructura de la historia, en este caso real. Al cruzar la frontera de la factoría y brotar triunfante al mundo exterior, el ingeniero observó en el paradero del ómnibus a Pedro N, obrero de su misma edad y condición social que había sido su compinche de infancia en la barriada. Lo observó de lejos, dedicado a charlar en la fila con sus compañeros de sección, a la espera del transporte que lo habría de conducir al centro de la ciudad, donde tomaría otro segundo ómnibus que lo pondría cerca de su casa. En el acto, el ingeniero Temístocles detuvo la marcha. Pero antes de hacerlo, entró en la encrucijada de los sentimientos encontrados. Desde el punto de vista de su actual cargo como ingeniero de turno, de sus nuevas funciones jerárquicas y de su vertiginosa carrera, no parecía conveniente introducir en su vehículo a un operario raso a la vista de todos. Un superior debe aprender a diferenciar las cosas, a estimarse a sí mismo y a no dejarse llevar por el corazón, se repetía. Esto era lo que sus jefes no se cansaban de reiterarle a modo de consejo, camino del éxito. Y esto mismo era lo que los manuales tácitos de la organización le prescribían y lo que con frecuencia él mismo debía explicarle a su amigo Pedro N, cuando de manera cada vez más episódica y secreta se encontraban en un bar del barrio de San Nicolás, a escuchar milongas y a recordar viejos tiempos vividos en común. Mezclar indebidamente las cosas era mal visto por sus superiores y Temístocles tenía el deber institucional de evitarlo. Pero el ingeniero sentía especial afecto por su viejo compañero de infancia, que había cometido el grave error de no superarse en esta vida y de haberse quedado braceando en el pozo de una juventud sin futuro para terminar de obrero, mientras él ingresaba a la Universidad. Por esta razón, Temístocles se sentía cada vez más lejos de su amigo “fracasado”, pero no conseguía dejar de quererlo. Aquella lejanía progresiva había sido impuesta a su espíritu sólo por razones de conveniencia personal e institucional. Pero de manera secreta, aunque cada vez más esporádica, el ingeniero recalaba en los antiguos territorios comunes de la infancia, y cuando se juntaba con Pedro N. no hacía más que carcajearse en la taberna a medida que juntos reconstruían sus fechorías de otros tiempos, que poco a poco iban dejando de ser las mismas del presente pero que

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conservaban la frescura de su viejo encanto. Para Temístocles, Pedro N. hacía las veces de espejo retrovisor de su propio pasado, y por esta razón y algunas otras no había podido romper del todo aquella relación, cada día más insostenible. A ninguna de las novias de Temístocles le agradaba sentarse a la misma mesa con aquel extraño amigo, que representaba el fracaso y que no era más que el espejo contrario donde bien podían ir a contemplarse los indecisos y quienes jamás fueron visitados por el deseo de la superación. Durante las diferentes entrevistas que debí realizar, este aspecto fue especialmente explorado debido a su capacidad de afectar erosivamente la dignidad de Pedro N. Aquellas opiniones de las chicas sonaban duras y hasta crueles, pero el ingeniero las compartía. Para evitar problemas, Temístocles acordó con su amigo (de infancia) evitarse lo más que pudieran dentro de la factoría y no saludarse sino apenas con el desvío de los ojos, si acaso se cruzaban. Pedro N. aceptó los términos del pacto, entendió las razones y aquella tarde supo que el cálculo humano alrededor de la conveniencia no tenía principios ni pudor. Es sólo cuestión de negocios, explicó el ingeniero para disculparse, pero de inmediato el hielo cubrió los rostros de los dos. Esta fue la metáfora utilizada por Pedro N. A pesar de todo, al detener la marcha de su vehículo aquel día, de modo previsivo Temístocles miró a los cuatro puntos cardinales. Pero esta vez no lo hizo para comprobar si la humanidad en general se estaba percatando de su éxito a gritos, sino para verificar si había algún superior jerárquico suyo a menos de cincuenta metros a la redonda. Entonces sacó de la guantera una cachucha negra, se la calzó hasta los ojos, se hundió en el asiento y llevado por sus sentimientos se detuvo ante la fila donde Pedro N. esperaba el ómnibus. Y pitó. Todos voltearon a mirar y el ingeniero sintió que el mundo se le venía encima. Pedro N. no pudo en el acto identificar la persona que desde el timón le hacía señas, pero muy pronto hizo la composición de la escena y por el vehículo amarillo de última generación supo que se trataba de su amigo secreto. Pedro N. se aproximó, haciéndose el que no era. Y ambos se saludaron en clave, apenas con un ligero desvío de sus ojos. Temístocles abrió la puerta de atrás y Pedro N. subió, como trepa a un lugar neutral un pasajero cualquiera. Nada se dijeron. El maletín de mano de Temístocles reposaba rechoncho de información documental en el asiento trasero. Entonces el ingeniero lo agarró y lo trajo hasta el asiento delantero, desocupado a su lado. Pedro N. no dijo nada, pero de inmediato tomó la determinación de bajarse del vehículo, para retornar lentamente a la fila. A lo lejos apareció el ómnibus. No había demasiados árboles alrededor de la factoría y los pocos que flotaban sostenidos en el aire se veían cargadas de negro de humo. No era esta, tampoco, la hora del frenesí de las chicharras. Pero en la cabeza de Pedro N. había un concierto aterrador de contradicciones y chillidos extraños. De nuevo debo aclarar que aquellas fueron las metáforas textuales a las que Pedro N. debió recurrir, cuando nos detuvimos en este punto

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de la entrevista para regalarnos un respiro. Las nuevas líneas simbólicas de separación entre él y su viejo amigo de infancia, estaba cruzada de razones comprensibles que la conveniencia y el sentido práctico habían instaurado. Pedro N. se preciaba orgulloso de estar "hecho de palo", como solía decir, y le atribuía a su experiencia vital en la barriada su capacidad para sortear las humillaciones y verlas pasar agachado. Decía entenderlo todo, hasta las lógicas criminales, y en lugar de ofenderse se burlaba de Temístocles las raras veces en que todavía se encontraban y él se preocupaba de explicarle los motivos para no saludarlo en los territorios fabriles. Pero lo que acababa de ocurrir con el maletín de mano de su amigo había colmado la copa y lo había ofendido hasta los tuétanos. Un mes después del incidente, intrigado, Temístocles quiso saber por qué razón Pedro N. había subido y enseguida descendido del vehículo sin explicación. La respuesta de Pedro N. fue contundente: "Yo puedo ser un fracasado, y un obrero que vive en el pantano, ingeniero, pero no soy un ladrón". Nunca más los dos antiguos compinches volvieron a coincidir en la taberna. Las novias de Temístocles no tuvieron que volverle a recordar a su ingeniero el color de negro de humo del borde de las uñas del amigo fracasado, que a todas por igual les repugnaba, como si se tratara de un signo negativo cuyo mensaje fuera para todas el mismo. Temístocles le explicaba, a cada una por separado, que no se trataba de falta de higiene sino del paso del tiempo, que había decidido depositarse en los dedos de Pedro, que durante su vida laboral se había desempeñado como vulcanizador. Las llantas del vehículo en que ahora flotaba Temístocles, bien podían haber sido fabricadas por las manos, explicaba el ingeniero, para tranquilizarlas. Pero las novias de Temístocles juraban por igual, sin conocerse, que el tal personaje no era más que un “sucio fracasado”. Con el paso de los días, cuando Pedro y Temístocles se cruzaban en la factoría, nunca más necesitaron de desviar sus ojos. El hielo institucional invisible había hecho lo suyo.

Epílogo segundo El traslado del maletín de Temístocles del asiento trasero al delantero fue a todas luces un gesto equívoco. Jamás tuvo el propósito de indicar desconfianza hacia su viejo amigo. Tal vez nunca pasó por su pensamiento la idea de un robo de información confidencial o algo parecido. Pero en razón de su ascenso el maletín del ingeniero había pasado a confundirse ahora con él mismo y no era aconsejable que Pedro o cualquier otro subordinado viniera a sentarse al lado de una pieza fundamental de su nueva identidad y de su nuevo espíritu. La aureola institucional de Temístocles se extendía más allá de su pellejo y arropaba varios metros a la redonda, incluyendo a su maletín. Esta podría ser una eventual

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hipótesis, entre el psicoanálisis y la antropología. Pero lo que aquí interesa es el grado de susceptibilidad acumulada de Pedro N, que juraba estar hecho de madera seca, que aseguraba comprender a su amigo en las nuevas circunstancias del destino y que bebía su reiterada sabiduría filosófica en el desengaño que brotaba de las letras de los tangos y milongas. Sin embargo, al profundizar en la entrevista, fue posible observar que Pedro N. no era en realidad de acero, como él mismo se consideraba. La copa se le había ido llenando con el paso de los días y cada saludo dentro de la empresa con el desvío de la mirada se convertía para él en un motivo de humillación. Eso fue lo que al final debió reconocer: "Uno no tiene por qué aguantarse toda la vida estas cosas", me dijo. Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos utilizaron para el logro de sus fines medios físicos instrumentales pero, sobre todo y también, medios humanos. Sentirse medio para el cumplimiento de los fines de otro en la minería, en la agricultura o en el mundo doméstico no fue tal vez un motivo de humillación para el esclavo, pues en aquellas épocas históricas las imágenes del mundo no le permitían a éste construir una representación de sí mismo en términos de igualdad y dignidad. Lo mismo podría predicarse para la edad media servil, cuando el cristianismo recompensaba a los humildes con las fiestas del cielo y el sufrimiento intra-mundano era un valor moral destinado a garantizar la eternidad feliz. Pero, en la modernidad, el subordinado pudo por primera vez representarse a sí mismo en coordenadas de igualdad y dignidad, motivo por el cual consiguió, al mismo tiempo, saborear por primera vez incrementado y potenciado en la historia, a modo de ironía o paradoja, el gusto ácido de la humillación. Los hombres del sub-fondo en Dostoievski y los ojos de los pobres en Baudelaire, de los que habla Marshall Berman, expresan el comienzo histórico de esta paradoja derivada de la representación de sí mismos que han podido, gracias a las imágenes políticas, jurídicas y filosóficas del mundo moderno, construir los subordinados en términos de igualdad y dignidad pero al mismo tiempo en términos de susceptibilidad extrema delante de los eventuales episodios de humillación. Los subordinados ya no pueden representarse a sí mismos como cosas sino como personas con derechos, pero la racionalidad instrumental y productiva insiste, dentro de sus lógicas reales, en representarse a los hombres del trabajo como instrumentos cuyo uso significa un costo que se puede reducir, adelgazar y del cual se puede incluso prescindir. Mi vida de profesor universitario, de asesor laboral y de escritor de ensayos y ficciones literarias, ha ocurrido como una permanente observación participante y al mismo tiempo como una sostenida entrevista en profundidad, durante algo más de cuarenta años, sin habérmelo propuesto. Conozco los métodos de investigación académica y he usado las técnicas de recolección de información propias de la indagación en las ciencias sociales en algunos de mis trabajos universitarios. Sé perfectamente que no debe hacerse generalizaciones o inferencias a partir de situaciones que se juzgan particulares. Pero la vida me ha enseñado, también, que el trato cruel en las organizaciones, el desprecio, el

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menosprecio y la afectación cotidiana de la dignidad a través de palabras y gestos es mucho más frecuente de lo que se supone y que es necesario hallar una metodología totalizadora capaz de dar cuenta de los más “insignificantes” aspectos del asunto. Conservo en el archivo una colección de anécdotas de la misma índole de las que han escuchado. No pretendo hacer de ellas extrapolaciones más allá de lo debido. Pero una sola perla falsa en el collar podría ser suficiente para detectar una problemática digna de estudio: el daño que un sólo gesto inapropiado, que una sola palabra indebida pueden desencadenar en una organización, sin haber sido jamás ordenados por autoridades superiores y sin siquiera habérselo propuesto su autor. En otros escritos reflexivos publicados o pendientes de llegar a serlo, hemos intentado responder la pregunta por las causas del maltrato organizacional, práctica mucho más frecuente y recurrente de lo que se tiene el valor de reconocer. La fractura entre el “nosotros” y el “ellos” en la organización, mantenida y profundizada por medio de gestos y palabras, tiene raíces psíquicas inconscientes y además culturales de una profundidad humana tan perturbadora que sólo la contribución de las ciencias humanas y sociales permite abordar. Ahora sólo hemos querido limitarnos a señalar una dirección reflexiva e investigativa que juzgamos promisoria, ofreciendo como punto de partida dos episodios de apariencia anecdótica que, bien mirados y reconstruidos mediante el concurso de la técnica narrativa, permiten sin embargo abrir un horizonte para llevar a cabo estudios organizacionales y administrativos a la luz de perspectivas disciplinarias poco o nada convencionales.

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