Paisaje Humano

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PAISAJE

HUMANO

cuentos seleccionados del taller de literatura y fotografía de Andrea Jeftanovic & Julia Toro 1

PAISAJE

HUMANO

cuentos seleccionados del taller de literatura y fotografía de Andrea Jeftanovic & Julia Toro

PAISAJE HUMANO Colección Cuentos con cuento

© de esta edición: Editorial Puras Palabras, 2015 Santiago, Chile www.puraspalabras.cl Selección de cuentos: Andrea Jeftanovic Fotografìas: Julia Toro & otros autores Diseño: Antonio Bascuñan

Editorial Puras Palabras Todos los derechos reservados

Diversos Autores Paisaje Humano selección de Andrea Jeftanovic fotografìas Julia Toro & otros 1º ed. - Santiago: Puras Palabras 2015 1. Cuentos Chilenos II. Jeftanovic, Andrea, comp.

PAISAJE

HUMANO

cuentos seleccionados del taller de literatura y fotografía de Andrea Jeftanovic & Julia Toro Carla Achiardi • Sofía Cifuentes • Maca de la Parra • María José Herrera Alejandra Maureira • Isidora Stevenson Lissette Vienne • Laura Viegas

INDICE Escribir con imágenes, ver con palabras [Andrea Jeftanovic] 9 Decir esto con todas sus fallas [Julia Toro] 13 Ángulo interior [Carla Achiardi] 16 Radiografía de un pie [Carla Achiardi] 19 Sin aliento [María José Herrera] 25 Un día cualquiera [María José Herrera] 27 Dos flores en el jardín [Sofía Cifuentes] 33 Natacha y yo [Sofía Cifuentes] 35 A lo que sea [Maca de la Parra] 40 Toma asiento [Maca de la Parra] 43 Sábanas Rojas [Alejandra Maureira] 46 Mi primer 18 [Alejandra Maureira] 48 1986 [Isidora Stevenson] 52 La blonda blanca de la torta de cumpleaños [Isidora Stevenson] 55 Isabel Margarita corazón del Jesús [Lissette Vienne] 60 Luz [Lissette Vienne] 66 Una polaroid [Laura Viegas] 70 Seis y venticuatro [Laura Viegas] 73

Escribir con imágenes, ver con palabras ANDREA JEFTANOVIC

La fotografía como un lenguaje, la escritura como una imagen. Con palabras, con fotografías se hace historia, nos inscribimos en nuestro tiempo y dejamos constancia de nuestra existencia. El taller relacionaba fotografía y narrativa a través de lecturas y ejercicios creativos. Nueve mujeres, de diversas formaciones, oficios y edades, nos acompañaron en aventura del Taller Paisaje Humano. Fueron doce sesiones en la que una fotógrafa dialogaba con una narradora y proponía un ejercicio. En las sesiones fuimos pensando cómo la fotografía había impactado e influenciado a la literatura, qué elementos visuales reconocíamos en los textos, cómo se había fijado la vista en una escena, cómo aparecían elementos plásticos en las descripciones, en nuestra descripciones. Toda persona tiene un álbum familiar. Un álbum es un reco9

rrido de imágenes emocionales, un registro de fechas importantes, ya sea de las vacaciones compartidas, de los eventos significativos como matrimonios, nacimientos y más o de los rituales periódicos como los cumpleaños, aniversarios. A veces, en esos recorridos privados hay referencias a lo exterior, a lo público, a la macro historia: un año en el que la familia se dividió, una fecha que significó el éxodo de un amigo o pariente, una tragedia que divide la vida en dos. La propuesta de escribir a partir de una foto fue como tomar la punta de un hilo y continuar este diálogo interdisciplinario. El ejercicio era el siguiente, convocar un foto, y pedir un texto asociado. De este modo iniciamos el trabajo con un autorretrato, cada una seleccionó esa foto que nos muestra mirando a la cámara y devela nuestra esencia. Un retrato que es un modo de pararse frente a la vida y pasó a describirse a sí misma en un juegos de espejos y entrelíneas. Luego, vino la “foto ajena”. ¿Quién no tiene entre sus cajones, o en los mismo álbumes de fotografía, una imagen de alguien que no reconoce. Esa foto de la que no sabemos nada, que llegó por azar, por error. ¿Quién es ese extraño fotografiado que circula entre nuestras cosas y rutinas? ¿Qué hace esa foto desconocida que nos acompaña en mudanzas y en los cajones del velador? A cada una de las integrantes de este taller les pedimos buscar su “foto ajena” y escribir sobre ella. Aparecieron historias que llamaban a comprender un misterio, la persona que ocupó antes nuestro puesto de trabajo, un familiar desconocido en un barco, una imagen nebulosa antes de la partida de un familiar que no conocimos. También, les solicitamos traer a las sesiones ese álbum físico, y llegaron a la mesa de trabajo álbumes con tapas de cuero, con portadas de cartón, con hojas con pegatina, anilladas, con letras doradas, con cubiertas desteñidas. A veces eran fotos en blanco y negro, o en formato polaroid, o fotos antiguas con marco blanco, o formato apaisado. Siempre, aunque nos de vergüenza, tenemos una “foto tachada”, una foto intervenida por la mano humana, la foto en la que se tacha 10

con lápiz un rostro, una cuerpo. Tachar también es un modo de subrayar o borrar. A veces se tacha el rostro de alguien que se fue para siempre, o alguien que nos causó dolor, o nos da vergüenza, es un intento por reescribir nuestra biografía. También escribimos sobre eso. Las fotos pueden ser casuales, insulsas, pero también hay fotos que despiertan el deseo, que sugieren eso instintivo. La “foto erótica” es esa imagen sugerente, latente, salvaje. Una foto que es parte de nuestra tradición humana de registrar el cuerpo y lo que este nos provoca. En esta oportunidad usamos tres fotos de la misma Julia Toro, destacada en su trabajo de retratos y desnudos. A medida que escribíamos sesión a sesión nos preguntábamos cómo visualizar los propios puntos ciegos, cómo hacer más específico los relatos de cada una. Esa foto se nutre de historia, de un punto de vista particular. El propósito de ser consiente de los materiales propios, de la perspectiva seleccionada. ¿Basta la propia experiencia de vida para justificar un acontecimiento en un relato ficcional? ¿Qué es lo verosímil? ¿Cómo eludir los lugares comunes? Estas y otras preguntas. Un ejercicio por día, extensión de un página. En alguna sesión dejamos descansar el “yo” e hicimos ejercicios para pensar “el otro”, por ejemplo, cambiarse los zapatos, caminar por la sala y escribir desde esa otra perspectiva. O bien, taparse los ojos y caminar con los zapatos de otro en medio de la oscuridad. La experiencia a tientas hasta prender la luz. Imagina la foto en la mente, la foto que no hemos mostrado, y más . Un ingrediente nuevo, hicimos un cruce entre plástica y fotografía. Avanzadas las sesiones se introdujo la obra del artista visual checo Jan Saudek conocido por sus imágenes perturbadoras y trazos coloridos. ¿Saudek, hace fotografía o pintura? A cada alumna se le envió una foto de este artista para que incluyera una escena, sugerida por la imagen, en su texto. Se les pidió la usaran como un gatillante para incluir una escena a ese cuento que estaban desarrollando. Los textos ganaron en atrevimiento, sin duda. Llegó el turno de la “foto interna”. Estamos acostumbrados a las nuevas tecnologías médicas que nos fotografían “por dentro”, esa 11

imagen que captura lo que ocurre en el interior de nuestro cuerpo por medio de escáners, tomografías, ecografías, radiografías y más. Las integrantes llegaron con imágenes de ecografías de embarazos, una sombra que parecía un tumor y tuvo a la paciente en vilo, un accidente vascular que era un mapa de arterias en el cerebro, la radiografía de un accidente que provocó una fractura. Imágenes bellas, sugerentes que tenían un correlato, una narración no siempre fácil de desarrollar. Cuando trabajamos lo interior leímos una frase del escritor israelí David Grossman: “nosotros nos defendemos y protegemos del prójimo, de la irradiación de su interioridad hacia nosotros, de las exigencias de esa interioridad que fluyen hacia nosotros sin cesar, de lo que aquí llamaré el caos que impera en el interior del otro”. Tiene razón en que el núcleo misterioso del otro nos asusta, por eso lo disfrazamos de masa o le cargamos de prejuicios, “para mí la escritura es una revolución contra ese miedo, contra la tentación de atrincherarme dentro de mí mismo, de erigir una barrera casi imperceptible, casi amical y cortés, entre los demás y yo, en el fondo entre yo y yo mismo”. El taller se desarrolló desde el primer lunes de septiembre a comienzos de diciembre en la Biblioteca del GAM, BiblioGam, dirigida por Erika Araya. Un agradecimiento especial a Marta, a Erika y Javier Ibacache por acogernos en su casa y ser unos excelentes anfitriones.

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Decir esto con todas sus fallas JULIA TORO Hace más de cuarenta años que soy una enamorada de la fotografía y me refiero a la analógica. La fotografía digital llegó muy tarde en la vida, no me he podido identificar, la encuentro fría e impersonal, tanto foco me perturba. La historia de la fotografía está hecha de adelantos técnicos, ahora la fotografía desarrollada en el cuarto oscuro está obsoleta, su técnica ha quedado en el pasado igual que quedó atrás el daguerrotipo. Creo que en cien años más serán un tesoro muy preciado. Mirando las noticias sobre el incendio de Valparaíso, me impactó lo que contaron unos damnificados, se lamentaban de la mayor de sus pérdidas: las fotos de familia. Un bien irrecuperable que tienen algo de sagrado ya que la persona estuvo ahí, no es inventado. Testimonia su ascendencia, tuvo madre hermanos, hijos. 13

Por más humilde y pobre, no hay nadie que no conserve entre sus papeles, la foto doblada del ser amado. ¿Cuál es la importancia de la fotografía? Para nosotros que nos gusta contar historias, “las imágenes fotográficas alimentan la imaginación, desencadenan ficciones literarias.” La fotografía como fetiche, la del enamorado, la del hijo desaparecido, la del santo milagroso. Un objeto de creencia más que de visión. Pensemos en un cuadro y una fotografía, aparentemente se parecen, pero ¿quién estuvo realmente ahí? El cuadro puede salir de la imaginación del pintor. Andy Warhol fue fundamental en mi desarrollo como artista. Lo conocí leyendo la revista Time en el año 75 donde ilustraba el artículo una foto de carnet como arte. Me enseñó que el artista decide qué es arte.: un carnet, una sopa Cambell, en Chile Gonzalo Díaz con la chica klenzo. Mi espectro se abrió como un abanico. Nunca fui una fotógrafa pop. Aprendí a usar todos los errores que permitía la fotografía análoga. Como no estudié, solo estuve mirando lo que pasaba en el cuarto oscuro. Nunca fui muy hábil, lo que permitió muchos errores técnicos que aprovechaba para experimentar e ir un poco más allá de la fotografía. Ahí está la decisión personal y decir esto con todas sus fallas, me gusta.

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@Julia Toro

CARLA ACHIARDI, nace en Viña del Mar el 28 de mayo de 1967. Actriz y directora teatral con más de 25 años de trayectoria, titulada y postitulada de la P. Universidad Católica de Chile. Ha sido parte de numerosos montajes y compañías teatrales. Paralelamente al ejercicio creativo,se ha dedicado a enseñar actuación en diversas universidades nacionales y extranjeras, y ha contribuido a la formación de tres escuelas de teatro en Chile. La escritura ha estado presente a lo largo de toda sus vida. Antes de hablar, incluso. “Hasta hoy escribía y guardaba en un cajón. Ahora, el deseo es compartir las historias”.

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Ángulo superior CARLA ACHIARDI

Hasta hoy, siempre pensé que mis padres no se habían amado. Es lo que vi o creí ver desde que tengo memoria. Trato de entender lo que dicen sus cuerpos en esta fotografía. La miro con atención. Esta pequeña fotografía se la he robado a mi madre y si no lo descubro en ella ahora, no lo podré saber nunca. Debería ser obvio, después de todo se trata del día en que se casaron. Ayer, después que Bruno me dijo esa frasecita tan bella, la más bella frasecita que un hombre me ha dicho – hay que ver lo fino que fue, o al menos, lo experto, cuando me dijo que a mí mis padres debían haberme hecho con mucho amor -, me quedé mirándolo con cara de boba y luego, corrí a la casa de mamá para preguntarle. Emocionada por la posibilidad y en cuanto la tuve al frente, se 16

lo lancé de golpe porque me dio mucha vergüenza. Ella, un poco avergonzada también, me respondió con un ¡por supuesto!, y yo me reí, me reí mucho sin hacerlo, porque seguía dándome vergüenza. O sea, me reí pa` dentro. Estaba feliz, me sentía idiota, liviana. De izquierda a derecha, están mi padre, una tía y mi madre. No tengo idea de qué tía se trata, no sé si es mi tía paterna o mi tía materna. Pero es mi tía porque tiene ese natural distinguido de las familias de mis padres. Se me escapa una risa y me tapo la boca con la mano. Apago la linterna por si me han oído. Casi no respiro tratando de escuchar si hay movimiento en las habitaciones. Después de un rato, me relajo y vuelvo a encender la linterna. La foto es muy pequeñita, así que me cuesta ver. Me acerco, me alejo, acerco la linterna, alejo la linterna. Los tres están de pié delante de una ventana triple con unos visillos ordinarios. No reconozco esa casa. Acabo de descubrir que ni siquiera sé dónde se casaron mis padres. ¿Sería en Viña del Mar?, ¿o en Valparaíso?. ¡Capaz que se hayan casado en Santiago!. No, no creo. Ellos siempre vivieron en Viña del Mar. Pero esa no es nuestra casa. Seguro que fue en Valparaíso, en la casa de alguien, en algún cerro. Me acerco para ver si se ve la ciudad o algún rastro de ella por la ventana. En el costado detrás de mi madre, el visillo está corrido. Es la posibilidad de saber. Me acerco más aún. Estoy toda enrollada en el sillón. Pero no. Sólo se ve entreabierta la hoja de la cortina de madera que se cierra tras los vidrios. Ayer, mi madre se quedó distraída después de contestarme. Y yo aproveché la circunstancia para meter rápido la mano en el cajón de las fotografías, escapando con una de ellas (¡si llega a descubrirme me va a matar!). Sigo inspeccionando la imagen con la actitud de una investigadora. Ahora distingo una mesa con una lindas tacitas de loza encima. ¿Qué clase de matrimonio fue éste?, ¿quién sirve té el día que se casa?, en fin, soy hija de estos padres atípicos. Mi madre está hermosa, vestida de blanco, con un vestido que le llega bajo la rodilla. Le brillan los ojos. Es la primera vez que no la veo ensimismada, 17

sino radiante: esbelta, sonriente, con ese cuerpo esculpido, perfecto, y esa cara tan linda. Mi padre, con terno, vestido rigurosamente de negro y una camisa blanca, las manos cogidas adelante, dando el brazo a mi tía. Él no sonríe y la particular posición de sus ojos, en el ángulo superior - izquierdo, me provoca una enorme curiosidad. ¿Aburrido? ¿Pensando? Pongo los ojos igualito que él para saber. No, no pensaba. ¿Tal vez se sentía un poco intimidado?. A lo mejor es cierto que se amaban, a lo mejor ella lo amaba y él no tanto. Pero si así hubiese sido, se habría pasado de tonto. Mi madre era hermosa. Tendría que haberla hecho feliz.

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Radiografía de mi pié izquierdo CARLA ACHIARDI

“El calcáneo es un hueso del pie, corto, asimétrico, de forma cúbica irregular, con seis caras: superior e inferior, laterales y anterior y posterior. Este hueso constituye el talón del pie. Es el primer punto de apoyo del pie durante la marcha, situándose en una de las zonas peor irrigadas del cuerpo y protegido plantarmente por la almohadilla de tejido adiposo, con función amortiguadora. Su posicionamiento espacial es muy importante para contribuir a una marcha correcta y a la salud del resto del conjunto articular del pie. El calcáneo recibe, en forma directa, el peso del cuerpo durante la marcha, así como también en el momento de una caída sobre el talón. La importancia extraordinaria que adquieren las articulaciones del calcáneo en la funcionalidad del pie, explican la gravedad 19

de su compromiso en las fracturas. La correcta posición de este hueso en su apoyo contra el suelo, orienta al eje del pie. El desplome de la arquitectura del hueso, por el aplastamiento de toda su cortical externa, causa una importante disarmonía estático – dinámica del pie, y graves secuelas posteriores”, dice wikipedia. Escribo la siguiente pregunta en el buscador: ¿Existe el calcáneo en las patas de las aves? *** Pienso que tendría que contar esta historia desde el comienzo. Que valdría la pena, que sería justo. Remontarme nueve años atrás. ¿Nueve? No, diez. Quizás un poco más. La verdad es que ya no recuerdo cuál es el comienzo. Tal vez el comienzo que busco no es el comienzo, sino el clímax de esta historia. Me pregunto dónde está el comienzo entonces. El verdadero comienzo. ¿Por qué he olvidado el comienzo? ¿Acaso lo he perdido? Ahora creo que tal vez todo empezó aquél día en que escuché la historia de mi amigo… ¿Sería hace unos veinte años atrás?. Sólo por aferrarme a algo decido ensayar este comienzo. Hace veinte años atrás estábamos sentados, mi amigo y yo, en un banco junto al kiosco, en el patio central del Campus. Ese día me contó que había descubierto la razón por la cual su padre era alcohólico. Mientras estaba con sus amigos en un bar - me dijo -, miró por accidente el interior del vaso del que bebía, no recuerdo qué trago, y se maravilló de la belleza de la guinda que descansaba en el fondo. Entonces - me dijo -, supo que su padre se había enamorado de esa belleza. Su relato estaba cargado de una certeza imbatible. Parecía haber encontrado la razón de todo, el mito de origen. Parecía haber arribado, al fin, a la paz. O al menos, a un remanso. Recuerdo que me quedé muda mirándolo y pensé que yo también merecía ese remanso… 20

*** El médico, con su impecable bata blanca abierta, se ha detenido a los pies de la cama en la que yazgo, ha tomado la carpeta que cuelga del catre y la ha leído con el ceño fruncido todo el rato. Ha revisado luego la radiografía adjunta y ha meneado la cabeza en un gesto de reproche. Me he estremecido. En la radiografía es posible observar el calcáneo izquierdo convertido en astillas. Y esta radiografía es, de algún modo, mi punto de arribo. Después, me ha mirado y ha sonreído. -¿Ensayando el vuelo?-, me pregunta. Y se me viene a la cabeza el recuerdo de aquella vez en que iba de camino a la universidad observando a un grupo de palomas que, delante de mí, avanzaban picoteando el cemento de la vereda. De vez en cuando elevaban el vuelo y volvían al suelo un poco más allá. Absorta por la maniobra de las aves y casi sin darme cuenta, lentamente fui extendiendo los brazos y curvando la columna como si creyera que imitando sus movimientos yo también podría volar. Para completar el cuadro comencé a emitir un sonido lo más parecido posible al de ellas, pero cuando me encontraba a punto de saltar para iniciar el despegue escuché unos murmullos cercanos. Caminando en paralelo, por la vereda del frente, dos compañeras de carrera seguían mis movimientos con la mirada, sonriendo y comentando lo que parecía a sus ojos, seguramente, una más de mis extravagancias. Le sonrío al médico de vuelta. -Sí,…-, respondo un poco confusa. Creo que es la primera vez que alguien me sonríe en este hospital. Por un minuto he sentido que le importo. Pero me engaño. Rápidamente firma los papeles, se da media vuelta y avanza hasta la cama contigua. Y otra vez el ritual. Tomar la carpeta, leer, sonreír, 21

luego firmar. Y así pasan los días. Nadie me dice nada. Parezco no importarle a nadie. Me experimento como un número más. Desespero. *** Volar fue una obsesión que se presentó muy pronto en mi vida, durante la infancia, y que se mantuvo hasta bien entrada mi juventud. Muchas veces quise volar, muchas, sin embargo, no en esa ocasión. La noche del “accidente” me encontraba en mi departamento. Hacía poco tiempo que había salido de la clínica de rehabilitación sin ningún resultado alentador. Presa de un enorme deseo de beber, metí la mano al bolsillo y bien al fondo encontré una moneda. Cuando la saqué brilló intensamente entre mis dedos. Era una moneda de un peso, delgada, liviana, ínfima. Y era todo lo que tenía. Las tarjetas estaban reventadas, los cheques sin fondo. Llevaba dos años sin trabajo y no había ninguna expectativa de conseguir uno pronto. Pensé en que no me quedaba alternativa, pensé en las posibilidades de las que disponía en ese momento, pensé en todo, menos en volar. *** Una mañana, en vez de pasar el doctor pasa una enfermera joven. Su mirada está llena de dulzura. Verdadera dulzura. Se detiene al lado de mi cama, echa atrás las sábanas, toma mi pie entre sus manos y le quita el vendaje. En cuanto éste queda al descubierto rompo en llanto. La herida es enorme y está abierta. Ella, la enfermera, aparentemente impasible, inicia la curación. Durante el proceso sufro y callo. Las palabras se agolpan en mi boca empujando los labios hacia adelante, en un movimiento breve y rápido que se reitera como un tic. Me debato. De pronto, impetuosamente hablo. Le pregunto si tendrán que cortarme el pié. Ella sonríe y dice que no. Le pregunto si quedaré inválida para siempre. Ella sonríe una vez más y dice que no. Después de unos segundos de silencio, agrega que tengo chance de volver a caminar. Que la herida comienza a cerrar. Que debo tener paciencia. Le pregunto cuándo me van a 22

operar. Silencio. Le pregunto si cojearé el resto de mi vida. Grito a todo pulmón hacia dentro y vuelvo a estallar en llanto hacia afuera. Después del llanto, agotada, releo mi historia y comprendo que este ha sido el precio que he debido pagar para dar con mi propia respuesta, para acceder a mi remanso. Me duermo.

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María José Herrera, nace en Santiago el 19 de oc-

tubre de aquel duro año de 1973. Es periodista e historiadora de la Universidad Gabriela Mistral. Se interesó por la literatura tras su paso por la Johann Wolfgang Goethe-Universität en Fráncfort (Alemania) donde realizó algunos cursos de Literatura Latinoamericana y Romanística, Historia Alemana del S.XX e Historia del Arte. En 2005 ingresa al Magíster de Literatura en la Universidad de Chile (proceso eterno de Tesis…). Actualmente y tras casi 10 años de trabajar como periodista y administrativa en la empresa privada, vuelve a la literatura, ahora ya no como estudiante sino como potencial escritora.

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Sin aliento MARÍA JOSÉ HERRERA

Abandonaste tu escondite el 19 de octubre de 1973. Pensaste que nada te pasaría, que ya nadie te buscaría, pero qué equivocado estabas. Los chinches y pulgas de esa casa de adobe ubicada en Vergara 734 te habían succionado las pocas energías que te quedaban. Tenías miedo, pero preferiste salir de la casa de tu querido Juan, el jardinero de tus papás. No podías perjudicarlo. Sabías lo peligroso que era enfrentar la calle. Sabías que dejarías el olor de mi pelo, pero te autoconvenciste. No hubo tiempo para despedidas. Nadie nunca más te vio. Inventé miles de teorías, desde que fuiste a Europa hasta que me 25

olvidaste. No quiero saber lo que le pasó a tu cuerpo maravilloso, a tu lucha incansable. ¿Era tan importante derrocar a los innombrables pagando con lo único no vendible? ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué no respetaste nuestro plan? Nunca más. Tus ojos verdes infinitos nunca más me quemarán. Tu cuerpo, tu piel, tu olor nunca más me harán temblar ni estremecerán mi vientre más allá de lo racional. Silencio, sólo silencio. Extraño tu pelo café claro, tus bigotes pasados a pucho, tus pestañas perfectas. Extraño tu chaleco de lana, tus jeans gastados, tu polera sin cuello, tus piernas arqueadas. Si sólo hubieses esperado… Meto tu foto al marco, le pongo el vidrio y lo guardo en el velador, una vez más. Cuarenta y un años repitiendo el mismo ejercicio macabro. Continúo añorando tu belleza, inhalando con tu nariz respingada, caminando con tus pies de empanada. Traté, lo juro que traté. Cuando termino de guardar tu foto, me doy cuenta que te amo igual o más que a los 18 años. Hay hijos, casa, esposo, familia, cosas e innumerables actividades. El resultado del continuo movimiento, movimiento enceguecedor y aletargante, pero incapaz de borrar la necesidad de verte a diario, de imaginarte, de personalizarte. Contigo todo sería distinto. ¿Cuánto te costaba esperar?

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Un día cualquiera MARÍA JOSÉ HERRERA

Era tan segura de sí misma, tan bonita la lesa, con esos ojos verdes acaramelados, ese pelo rubio ondulado, esa nariz toda perfecta y esa boca siempre entre abierta lista para la acción. Era la envidia de la mayoría de la mujeres de la oficina y por lo mismo, la más odiada. Su trabajo era exótico, por decirlo menos, para sus conocidos. Es que el mundo de la aeronáutica, de los pilotos y los dueños de helicópteros es un mercado tan exclusivo que muy pocos tienen la suerte de conocer. Los celos que provocaba su belleza se acrecentaban aún más cuando día tras día era visitada por la mayoría de los clientes, tanto 27

civiles como uniformados, quienes encontraban siempre una excusa para darse una vuelta por postventa, echarle un vistazo y escuchar la voz ronca de la ingeniera comercial. Sus compañeras, le decían todos los días que se veía “regia, regia”, que el pantalón azul le quedaba perfecto con el suéter celeste y que el conjunto de pollera y chaqueta blanca de lino, le hacían resaltar aún más sus ojos de gatita y su piel cobriza. Sabía que esos elogios eran más falsos que Judas y lo comprobó justo esa mañana. Llevaba varias horas aguantándose. El archivo con los repuestos era demasiado urgente como para levantarse. Lo esperaban en casa matriz hacía semanas. Escribió el último dígito, puso guardar y se dirigió al baño. Miró de reojo el PC de Rosa, dio la vuelta y abrió la puerta. Por fin pudo vaciar su vejiga, que libre se sentía. Tiró la cadena, se arregló y tras cerrar la llave del lavamanos escuchó los comentarios algo asesinos que Andrea y Carolina hacían de su nuevo corte pelo. A fin de no perderse palabra alguna, apoyó la oreja en la pared falsa y como un mal chiste, confirmó lo que pensaban de ella. - “Laura se ve preciosa con el ese nuevo peinado, pero me carga como se viste, siempre tan arreglada y provocativa con esos pantalones tan apretados que apenas dejan algo para la fantasía”, dijo Carolina estirando la boca de manera provocativa. -“Yo creo”, agregó Andrea con ojos saltones, “que le gusta la tontera”. -“Paren con sus comentarios, está en el baño y de seguro ya las escuchó”, susurró Rosa, la paraguaya recién llegada, desde el fondo de la oficina. Se había sacado los audífonos para escuchar a las cincuentonas cuchichiar. Laura esperó a que terminaran, tomó aliento giró la manilla y como una gacela cruzó la oficina. Con una mirada rápida pero certera, miró a las “señoras” y les regaló su mejor sonrisa, pero sin28

tiendo, por dentro, rabia y pena. Se sentó rápidamente en su cubículo. Estaba incómoda con la situación, pero sacó fuerzas y envió el mail que desde la mañana esperaban en Francia. Cuatro años llevaba trabajando en “Air Helicopters Chile”. Recordó sus primeros días, cuando llegó a hacer la práctica, al Gerente General alemán Bernard, a las secretarias y aquel ambiente pequeño y acogedor de antaño. Se levantó un poco y miró a su alrededor. Un dejo de amargura la invadió. Un verdadero terremoto había sacudido las dependencias de la empresa franco-alemana-española, de 55 personas, hoy superaban las 140 almas, un verdadero batallón, lleno de comadrejas, leopardos, alguno que otro conejo, aunque dominaban los bueyes. Sí, todo allí era falso, la aparente amistad que promulgaban sus compañeras hacia ella, las sonrisas compradas de los administrativos y los almuerzos o desayunos cuando celebraban algún cumpleaños o se juntaban por “camaradería”. Las máscaras eran aterradoras y Laura había comenzado a debilitarse ante ese tropel de cernícalos. Le aburríaese mundo ideal de los dueños de Chile,que invadían las oficinas, copaban las líneas telefónicas en busca de repuestos, puertas y todo tipo de accesorios para aquellas libélulas metálicas que cruzaban los cielos de Santiago en un abrir y cerrar de ojos, sin ser percibidas por la población mitad hormiga mitad burro que diariamente camina por la capital. Pocos, muy pocos eran los que levantaban la cabeza para degustar de aquellos matapiojos multicolores. Ya no aguantaba más y menos los miles de correos que recibía a diario por algún retraso en la entrega de material o por la falta de disponibilidad. No podía enfrentar las quejas con un tono exasperado, no, era un simple “call center” más. ¿Quién osaría en decirle no o ponerle alguna mala cara a las familias o grupos empresariales influyentes y poderosos de Chile?... 29

Hoy todo era negro. Estaba ofuscada y no podía dejar de quejarse, internamente, claro. Sintió de pronto una caricia en la espalda. Era Jaques, su jefe francés. Giró rápidamente y le regalo un lindo saludo, eso sí, sin dejar sus pensamientos en pausa. - “Que cínicos son estos extranjeros”, concluyó. “Se hacen los simpáticos con los “naturales” y sin embargo, apenas tienen la oportunidad te apuñalan sin anestesia. Los franceses eran una especie rara. Tan diferentes a los alemanes o a los españoles. Menos preocupados por el ascenso rápido y más abocados al trabajo, al hacer. Con los franceses la vida era una competencia demasiado letal y a sus 28 años, Laura no se sentía lo suficientemente preparada para dicha realidad. Continuó trabajando y trató de concentrarse al máximo. A las 17:55 comenzó a juntar sus archivadores, su cuaderno de tareas diarias, su “check list” y sus lápices de múltiples colores que corrían por su escritorio marrón. En la oficina todo era blanco y negro, o mejor dicho gris. Era como estar en “Metrópolis”, la cinta alemana de los 30, sólo que los lápices le devolvían algo de tonalidad. Se río. Abrió el primer cajón para dejar los lápices y vio su foto entremedio de la corchetera, la goma de borrar y los “post-it”. Cara en primer plano, omóplatos marcados, cara bronceada y luz de atardecer. Volvió reír en silencio, contempló nuevamente a la tropa de comadrejas regordetas y amargadas y exhaló profundamente. ¡Que verano más fantástico! Su primer viaje a la región de la Provenza, a Marsella y a la Costa Azul. Fue enviada precisamente por ese tropel de animalejos, a quienes algunos llamaban jefes. Su misión era conocer la línea de producción de los helicópteros: conocer la fábrica más grande de libélulas metálicas de Europa, y participar de un seminario de postventa. Todo allí resultó ser impresionante, desde la casa matriz hasta las playas galas. 30

Quizás el próximo año viajaría nuevamente a la zona, cuando la ascendieran, aunque no sabía si sería capaz de seguir inhalando aquella toxicidad. Ojeó por segunda vez la reproducción y pensó en los 140 empleados de la firma y se engañó una vez más, no todo allí era tan terrible. Francia, o mejor dicho, Casa Matriz no la esperaría eternamente. Debía sumergirse en aquél mundillo, no dejar de sonreír, mantener las apariencias y el buen ánimo, si quería ver nuevamente sus ojos brillar en aquel atardecer francés. Quizás, ya se había transformado en una más de esa vorágine. Terminó de guardar los papeles y registros, bebió el último sorbo del tarro de coca zero, apagó el computador, tomó su cartera, las llaves del auto y salió con la misma sonrisa entreabierta de la imagen de su foto favorita.

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Sofía Cifuentes (1989) socióloga y licenciada en es-

tética, disfruta tanto de viajar como de escribir, y es en este último ejercicio -menos explorado que el primero- en donde espera poder entender el mundo que, algún día, conocerá entero. Si la ficción y la realidad no son más que dos caras de una misma moneda, en la literatura esto se vuelve evidente, y por lo mismo, intenta inventar historias con las que se cruzará algún día en sus recorridos.

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Dos flores en mi jardín SOFÍA CIFUENTES

Hace dos semanas encontré en mi jardín una planta que ni planté ni cuidé: algunas cosas aparecen sin que uno las pida. La planta tiene hojas verdes puntiagudas y no mide más de cincuenta centímetros de altura. La punta esta coronada por dos flores en distintos momentos de su vida: una ha florecido y la otra está a punto de nacer: hermana mayor, hermana menor. La flor es blanca y no sé su nombre, pero tiene cierta semejanza con la pasiflora que algunos dicen que es la flor del martirio de Jesús mientras que otros aseguran que es alucinógena. Esta no es pasiflora pues no es una enredadera, sino una planta. El brote de la flor que aún no existe, pero que la anuncia, evoca a 33

la aparición del botón mamario que anticipa las miradas fijas sobre el pecho de las mujeres. Como una niña de diez años, la flor menor le dice a la mayor: cuando grande quiero ser como tú y cuando sea como tú seré aún más bella. La flor mayor no le responde, expande sus pétalos albos para recibir el rocío de la mañana. El silencio de la mayor hace que la menor se cierre más en sí misma, reforzando la diferencia infranqueable que existe entre las hermanas: una salió del capullo, la otra sigue bajo su tutela. Una ha visto mi jardín, la otra no sabe que le espera una vez que se libere de su protección vegetal. Algo muy distinto de lo que imagina en la oscuridad de su guarida. El botón expectante aún no ha tenido la posibilidad de ver los ojos gachos de la flor blanca cuando las miradas se detienen en sus pistilos más allá de su deseo.

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Natacha y yo SOFÍA CIFUENTES

Nacimos mellizas, ella seis minutos antes que yo y creía que esos segundos de diferencia le conferían una superioridad moral o espiritual, cumpliendo el rol de “hermana mayor”. Yo nací pesando cien gramos menos que ella y tal vez esa suma de grasa y músculos extra justificaba el cargo que se había autoimpuesto. Mientras crecíamos ella era la melliza educada, el ejemplo, mientras que yo no lo era. Éramos como un espejo de dos caras: una aumenta la imagen de quien se observa y la otra la empequeñece. Por supuesto, ella la aumentaba: era como una lupa sobre la moralidad de quienes la conocían. Natacha era de una rectitud tal, que cualquiera se sentía impelido a actuar mejor, a purificar sus pensamientos y a dirigir los cuidados no solo a la propia vida, sino 35

que también a la de los demás. Incluso nuestra madre –quien había parido cuatro más, nos situaba como una familia rusa promedio de la mitad del siglo XIX -sentía que nunca alcanzaría a lograr el grado de rectitud que su segunda hija exigía. Ella, quien pasó cuarenta y cinco meses embarazada , por lo menos diez años dedicada exclusivamente a la crianza de sus seis hijos, sentía que esta criatura iba más allá y la tomaba como eje de lo que debía hacer. Cuando dudaba, acudía a Natacha, conversaban durante horas y, por lo general, terminaban rezando el rosario frente a un pequeño altar que mi melliza había construido en la entrada de la casa: quien llegaba veía una imagen de Cristo como primer indicio de la santidad a la que se aspiraba. Yo era el espejo que empequeñecía las imágenes: si Natacha era más bien bella, de facciones armónicas, mi nariz estaba un poco torcida y mis labios eran demasiado pequeños para mi redonda cara. Conmigo las visitas sentían cierta libertad y, si bien también colgaba una cruz de mi cuello, era como si lo ignorasen y me contaban sus pequeños pecados, desvíos cotidianos que mi hermana habría crucificado mientras que yo solo asentía con la cabeza algo gacha. Era incapaz de ver los defectos; mi visión panorámica hacía que los detalles desaparecieran en lo que era el conjunto de la personalidad, totalidades extrañas y casualidades imborrables. La belleza de mi hermana y su actuar ejemplar hacía que más de algún joven de buena familia se le acercara e intentara casarse con ella. Si bien mis padres se mostraron proclives a más de una oferta, mi hermana se mantenía incólume, decía que aún no era el momento. Como yo era una mujer más normal y no particularmente bella, me hicieron casar con el primer hombre que mostró interés en mí; bajo, de facciones más bien toscas y manejaba una pequeña granja. Iván era primo de segundo grado de unos amigos de la familia, por lo que sabían que no podía tener malas intenciones y solo tres meses después de que pidió mi mano nos casamos. En la nueva casa mi efecto distanciador no perdía su poder. En ocasiones los campesinos se acercaban para contarme sus problemas familiares y yo los escuchaba asintiendo con la cabeza, manteniendo los ojos 36

gachos, tal como lo hacía antes de ser señora. Pasaron años así, solo acudía unas cuantas veces al año a casa de mis padres en donde Natacha se mantenía impecable en su soltería. Un día llegó un hombre alto y distinguido a pedir su mano. Nadie lo había visto antes, lo que lo convertía en un forastero. De su cuello colgaba un reloj de oro y sus bigotes marcados le daban un aire de solemnidad a pesar de su prominente barriga. Por esos tiempos esto era un buen signo: no hace falta que comer ni que tomar y no es misterio que el vodka engorda. Mis padres quedaron perplejos con la propuesta -cómo había conseguido la dirección de la casa, cómo sabía que ahí vivía una muchacha soltera-. El extranjero solo se limitó a responder que un hombre sabio de su pueblo le había mencionada a una Natacha del sur, algo mayor ya para casarse pero de muy buena condición moral y que lo convertiría en el hombre mejor casado del país. Cuando entró mi hermana al salón de recepción la sorpresa de mis padres fue mayor aun: este es el hombre que esperaba. Mis padres le pidieron a Andrei que viniera al día siguiente, pues una proposición de matrimonio es algo que se debe pensar (menos en mi caso, claro está). Natacha insistía: este es el hombre que estaba esperando, ningún otro merece convertirse en mi marido. -No sabemos nada de él, insistían preocupados. -Este es el hombre: su frente ancha y levantada demuestra que cumple con los valores de Dios y el reloj de oro demuestran que no es un charlatán entre los vivos. Dado su convencimiento y su madura edad –rara vez una mujer de veinte y cuatro años no se encontraba casada- la celebración se hizo un mes después, pues Andrei venía de tierras lejanas y debía volver casado. El matrimonio fue bello, asistieron muy pocos familiares del novio y bebieron aún más que mis hermanos, quienes rara vez no terminaban la semana bañados en una nube de alcohol. Pero a Andrei solo lo vi beber la copa del brindis. 37

Volví a ver a Natacha cuando llevaba tres meses casada. Fui con mi dama de compañía y el conductor del carruaje, pues estábamos en plena temporada de cosecha e Iván no podía dejar la casa. Nos tomó cuatro días llegar al campo donde vivían. Apenas entre la noté distinta: su pelo, tradicionalmente trenzado, colgaba suelto hasta la cintura. Sus ojos estaban un poco desviados, idos, perdiendo el efecto lupa que tanto caracterizaba su mirada. Nos sentamos en torno del samovar y no me sentí impelida a confesarle mis últimos desvíos -Iván me aburría, sabía que era momento de tener hijos pero me resistía a los encuentros nocturnos, acusando que me sentía mal, consideraba que los campesinos trabajaban a un ritmo más lento que lo requerido-. Ella, quien normalmente se mantenía callada para escuchar las historias de los otros, no paraba de hablar de las maravillas de su nuevo hogar, de cómo disfrutaba manejando la finca y de cómo Andrei era tal como ella sabía que era desde el primer momento que lo vio: noble, con dinero y respetuoso de Dios. Su respeto se manifestaba en formas que ella nunca antes había conocido pero que eran las más altas adoraciones. Mientras me hablaba de su nueva vida no paraba de gesticular con las manos y el brillo de sus ojos verdes se intensificaba y contrastaba con su pelo negro que se movía al compás de sus gestos. La leve forma que tenía para sonreír llamó mi atención, pues cuando vivíamos juntas un surco rígido rodeaba sus labios. Me aventuré: -Y las noches ¿Cómo son? –era una pregunta que solo las hermanas pueden hacer y que pensaba que daría paso a mis propias confesiones de casada hace dos años y sin hijos. - ¿Las noches? –Me respondió incrédula, como si le hubiera cuestionado la presencia del naranjo que estaba en el patio de entrada. Sus ojos volvieron a focalizarse, volví a sentir su visión microscópica sobre mi cara un nuevo calor emanaba de su mirada. – Las noches son todas igualmente fantásticas: él se desnuda, yo me desnudo, los trabajadores se desnudan y en el granero pequeño nos dedicamos a honrar a Dios. 38

Macarena de la Parra (1981) Masajista, escultora, escritora del cuerpo. “¿En qué te ofendo cuando sólo intento poner bellezas en mi entendimiento y no mi entendimiento en las bellezas?” Sor Juana Inés de la Cruz

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A LO QUE SEA MACA DE LA PARRA Mamá. Mamá. Mamá despierta. Corro a la pieza de mi hermano. Antonio, la mamá no se despierta. Esta tiesa. Con los brazos apretados. No abre los ojos. ¿Está inconsciente? Llama a una ambulancia. No encuentro el número. Busca bien. Empezó a vomitar. Ponla de lado. Se va a tragar el vómito. Se me cae de la cama. Todo el suelo manchado. Sigue inconsciente. Vomita con los ojos cerrados. ¿Encontraste el teléfono? Ya estoy llamando. Mi corazón se aferra a lo que sea. Voy con ella en la ambulan40

cia de copiloto. Atrás va mi madre con un paramédico. Le ponen oxígeno. Mi madre sin mostrar señales de malditamente nada. Se me llenan los ojos de lágrimas. No lloro. Yo quiero que ella llore. Que vomite, que llore, que haga cualquier cosa que sea vida. Mamá grita si puedes, despiértame con tus gritos por si estoy durmiendo. Grita que retumbe, que rompa este silencio de urgencia, de miedo, de mierda. Mi hermano se viene en auto a la clínica. El paramédico le dice al chofer que ponga la sirena. Mi mamá está perdiendo el pulso. Mi corazón cruje, se aprieta. No miro para atrás. Mamá aférrate conmigo a lo que sea. La suben a una camilla y se la llevan corriendo a no sé dónde. Llega mi hermano. Antonio, vamos a buscarla. Nos metemos por Urgencias. Un enfermero nos guía. ¿Ustedes son los hijos de la señora Jimena? Pasen por acá. Nos deja a fuera de una sala donde está mi madre rodeada de doctores. Todos muy serios. Nosotros muy asustados. Hablan rápido. Le están practicando reanimación cardiaca. Su cuerpo se contorsiona. Yo tiemblo. Miro a Antonio. Nos abrazamos. Creo que nunca había abrazado así a mi hermano. Ahora lo necesitábamos. Un abrazo fuerte. Para sostenernos y no caer a este suelo de frías baldosas blancas. El cuerpo de mi madre esta frio. Sale una doctora pelirroja de la sala. Se nos acerca. Chicos, esto es muy grave. Y se va. No es una palabra de aliento. Dónde quedó hoy el sentido común. Sacan a mi mamá en camilla para llevarla a la UTI. No se ha muerto. Eso es todo lo que sabemos. Mi corazón se aferra a lo que sea. El doctor se acerca. Fue un aneurisma cerebral que le explotó. Tiene todo un lado del cuerpo paralizado. Sigue inconsciente. No sabemos cuándo ni cómo va a despertar. Puede que haya perdido el habla y tengamos que enseñarle de nuevo. Con una pierna para41

lizada no sabemos si pueda volver a caminar bien. El doctor se va. Mi corazón se aferra a lo que sea. Con mi abuela entramos todos los días a verla. Le tomamos las manos y le contamos historias. Ella no da señales, pero nosotras sabemos que se entretiene con nuestros cuentos. Mi corazón se aferra a lo que sea. La señora Jimena ha despertado. Pueden pasar a verla de a uno. Paso yo. Mi mamá quieta mirando el techo. No sé si me escucha. Mamá, ¿dónde estabas? Te hemos estado esperando. Yo sé que tú eres una guerrera, así que pelea ahora que ésta es tú gran batalla. Yo te puedo ayudar y pelear contigo, pero dime cómo.

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Mamá, aferrémonos a lo que sea.

TOMA ASIENTO MACA DE LA PARRA ¿Cuántas veces te presté mis muñecas? Te dejé peinarlas, pintarlas, vestirlas y desvestirlas. ¿Cuántas veces les sacaste los ojos y yo no dije nada? ¿Cuántas veces les sacaste la cabeza y yo no dije nada? Lleno de ojos y cabezas por el suelo. Yo ahora a tí te sacaría la cabeza, pero la guardaría en un cajón. En el de mi velador no le pasaría nada. Le contaría cuentos, la peinaría, le sacaría los ojos para poder pintárselos mejor. Podría maquillarle los labios de negro con un plumón. Nadie te daría besos negros. ¿Les saco la cabeza a los dos dándose el beso? Yo las puedo guardar juntitas en el cajón que te dije. Sería un beso para siempre. Toda la muerte juntos, pegados, apretados en un beso, en mi cajón. Tú que te sentaste tan pegadita a él. Tenías todo calculado. Yo 43

que me corté el vestido para que se me vieran las piernas. Pero tus zapatos nuevos de charol parece que son más lindos que mis rodillas. Son negros, combinarían con tu boca. Tú sabías que a mí me gustaba ese niño. Yo te lo conté en los columpios el otro día. ¡Yo lo vi primero!

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Alejandra Maureira, santiaguina desde la prima-

vera de Octubre de 1988. Actualmente TM en Imagenología y Física Médica de la Universidad San Sebastián. Amante de la fotografía, en las letras encuentra un desahogo y viaje fuera de la realidad.

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Sábanas rojas ALEJANDRA MAUREIRA

Una traición al destino propuesto son tus besos empapados de pecado rubí. Un carmesí que recorre mi cara, mis labios, mi cuello y mi hombro en un ritmo perfecto, al son de nuestros cuerpos. De fondo percibo y a la vez emito una sinfonía de placer por el camino que transita tu mano en compañía de tu boca, la cual me besa y me toca. Absorta me mantengo ante tu acto, tus caricias, tus miradas, tus besos, los que producen una entrega completa que deslumbra mi ser. Observo tu cuerpo pálido que contrasta con el mío, tu talle singular que me llena de deseo, que consume mis pensamientos y perturba la razón. Cegada me quedo aun observándote: tu figura, tu pecado, tu deseo frenético de morder mi labio y sin más, mi ser completo. 46

Viveza intachable al imaginar nuestros cuerpos rozando, al mezclar en cada beso gérmenes y bacterias, al crear vida con un roce, en un deseo profundo de disfrutarte solo para mí. Eres tú quien provoca mis noches de desvelo y quien produce el delito íntimo en la soledad ajena. Sí, te amo: en pudor y vileza. Y de un momento a otro, esa sangre que bombea, enrojece y embellece tus labios se derrama en las sábanas, se desparrama tu rubor en nuestro lecho, ese color rojo que esmaltaba tu boca, que llenaba de afán mi cuerpo, ese encarnado que prometía yerro; hoy contrasta y adormece tu cuerpo. Un corte preciso, fino y sabroso en tu yugular izquierda hizo brotar la pasión que ocultaba tu cuerpo, dos estocadas en tu estómago que me permiten estudiar el vuelo y color de las mariposas, y notar con desdicha y quebranto sus desgastadas escamas que anunciaban el fin. Mi mano izquierda actúa cómo fiel testigo de la escena y la derecha, la misma con la cual escribo, permanece antagonista y embalsamada de tu flujo escarlata y vivaz. Ella, la que en muchas otras ocasiones actúo de camarada; se revela adormeciendo y enfriando tu cuerpo. Son las sábanas rojas quienes nos acompañan, únicas testigos imparciales de la dicha que hubo en cuatro paredes, las que marcan el vestigio que emanó nuestro amor, sábanas rojas, rojas de ti y de mí, rojas de pasión y pecado.

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Mi Primer 18 ALEJANDRA MAUREIRA

18 de Septiembre de 1940 Despierto asustado por el grito de mi padre ¡Belmorin! ¡Belmorin! vociferaba con su particular voz ronca, un poco gangosa. Inmediatamente al abrir los ojos y notar que amanecía pensé que él ya estaba en pie con ganas de dar órdenes como lo hacía habitualmente. Al llegar a mi pieza y abrirla de un portazo me mira sonriente, con la mano izquierda en el bolsillo de su terno y la derecha en la manilla de la puerta, me levanta las cejas y anuncia: Ya eres todo un hombre y es tiempo que compartas con hombres, hoy irás a tu primera Fonda y prepárate porque estará Ester Soré. Anonadado y sin palabras no dejo de mirarlo, le sonrió sin saber que responder, 48

se retira sin cerrar la puerta y riendo de forma burlesca (probablemente por mi reacción) Mientras observo como sale el sol desde las montañas, sube mamá y deja a los pies de mi cama un nuevo terno, comprado y elegido por Oscar, mi padre. Lo toco, lo miro, lo huelo e imagino lo encachao’ y peineta que me veré con el. Es medio día y para mí se ha hecho eterno, tengo el terno estirado en la cama desde las 10 de la mañana y no paro de mirarlo, ya no sólo pienso en cómo me veré sino en cómo me verán las mujeres, o incluso si es que me llega a mirar la mismísima Ester Soré. Luego del almuerzo papá me informa que a las cuatro de la tarde me pasan a buscar para ir a la Fonda. Corro a mi pieza, comienzo a arreglarme, siento nervios por mi primer 18 de Septiembre como hombre y ya no más como un niño. Me afeito y le hago cortes milimétricos a mi bigote para que no desaparezca , hoy a los 16 años papá consideró que ya soy un hombre, me pongo el terno, el que pareciera estar hecho a mi medida, mamá me observa y se ríe, se acerca; abotona mi camisa, anuda mi corbata y luego de tres palmetazos en mi hombro comienza a llorar de alegría por lo grande que estoy. A las 3 de la tarde estoy listo, demasiado ansioso para estar sentado, camino de un lado a otro, y cada vez que siento un auto pasar por fuera de casa me asomo por la ventana, hasta que al fin , un Chevrolet Sedán Special Deluxe de cinco puertas, color bronce, nuevo y de estreno, es el que yo espero. Un viaje de 45 minutos se transforma en el más largo de mi vida, . Llegamos a Lo Ovalle, un montón de banderas chilenas nos dan la bienvenida, son tantas y de tantos tamaños que es imposible contarlas. “…Blanco macizo adelante, que apunta el azul del cielo, Rojo como la sangre que se vertió en nuestros suelos, Blanco, azul y rojo los colores de mi bandera…” De fondo se escucha la voz de la Negra Linda, entramos, tomamos asiento en una de las mesas del centro, botellas de vinos y una ponchera llena de borgoña adornan la nuestra, tomamos, algunos fuman. Miro a todas partes con admiración, le sonrío a todos y ya 49

me siento un hombre, un verdadero hombre. Somos la única mesa de varones, 9 hombres encachaos y peineta como yo. Luego de 5 canciones (más algunas que cantó antes de nuestra llegada) Ester Soré termina su canto y desciende del escenario, todo el recinto hace un salud por su hermosa voz, ella agradece con una reverencia. Se acerca a saludar a algunos asistentes y para mi sorpresa y fascinación, se acerca a nuestra mesa, nos saluda con cordialidad y picardía, toma asiento al lado de mi compadre José, tan solo a dos puestos mío, al instante pienso ¡que daría por estar en el terno de mi compadre!, inmediatamente se acerca el fotógrafo con toda su parafernalia y nos anuncia con un gesto que posemos (yo más sonriente que nunca) y SSSHHHTT! (sonido del obturador). Aún con mis sentidos en el cielo por estar cerca de la Negra Linda, escucho a mis compadres cuchichear y reír, entiendo que se ríen de mi, más no sé el por qué. Luego de muchos cigarrillos, unos cuantos vasos de vino demás, un sin fin de frutillas provenientes del borgoña, mi mundo da vueltas. Oigo gritos de alegría en la mesa luego del anuncio de Manuel, “nos vamos todos a la casa colectiva ¡yo invito!” Sin entender a que se refieren, comienzan a golpearme el hombro y me dicen “bien Belmorín, hoy te haces hombre”. Sigo sin entender y cuando nos subimos al auto, todos en actitud fiestera, me dicen que en la casa hay una persona especial esperándome. Llego y una mujer de unos treinta y siete años, voluminosa y de sonrisa envolvente me toma de la mano y dice: De hoy nunca te olvidarás. Sin lugar a dudas nunca lo olvidé, ese 18 de Septiembre de 1940 cuando yo comencé a ser hombre.

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Isidora Stevenson

nace en febrero de 1981 en Los Ángeles, Chile. Estudia Actuación en la Universidad Arcis. Ha trabajado como actriz, directora y docente teatral. Hace dos años comenzó a escribir. Tiene dos obras a su haber Campo e Hilda Peña.

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1986 ISIDORA STEVENSON

Tengo seis años, es verano. Estoy en el campo. Mi mamá esté tendida sobre una silla a la sombra. Yo estoy en el pasto a la sombra también. Miro el cielo entre las hojas del Aromo Australiano. Me pide que le eche crema en las piernas. Me paro, tomo la crema Nivea y le empiezo a poner.

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Sus piernas están pinchudas y eso me gusta. Mis manos chicas recorren sus piernas pinchudas. Mi papá que está leyendo el diario saca su cámara y nos toma una foto. Mi mamá es joven, flaca y está sonriendo. Mi mamá ya no es tan flaca, tampoco joven. Suena un balazo en el aire. Vuelan pájaros. Mi mamá se tapa la cara. Silencio. Más silencio. Mi papá mira a mi mamá. Mi mamá no se mueve. Mi papá entra a la casa y sale con la radio. Sintoniza la radio. Nadie habla del balazo. No entiendo por qué en la radio debieran hablar del balazo. No pregunto. Le sigo echando crema. Más silencio. Mi mamá se pone a llorar. Silencio. Mi papá vuelve a entrar a la casa. Nos quedamos solas. Le pregunto por qué llora. Le digo que alguien puede estar cazando. 53

Se ríe. Toma la crema y le pone la tapa. Está terminando el verano de mil novecientos ochenta y seis. Mi mamá me dice que no le gustan las balas. Que le dan miedo. Que hace casi un año unos milicos mataron a unos profesores. Me pongo a llorar porque ella también es profesora. Porque yo también quiero ser profesora. Escritora y profesora.

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La blonda blanca de las tortas de cumpleaños ISIDORA STEVENSON

Hay un día en la vida, más bien un momento, en el que un niño (niña en mi caso) comprende que los otros también son personas. Suena raro, pero es cierto. Uno entiende que al salir de tu vista siguen existiendo, que tienen pieza, familia, sueños, amigos e historias que tú no conoces. Hay otro día en la vida en el que uno se da cuenta que los mayores fueron niños alguna vez, que fueron jóvenes y probablemente, hermosos. Sin fotografías sería casi imposible entenderlo. Irremediablemente ese mismo instante te revela el hecho de que también envejecerás. 55

Hay un día, el más negro de todos, en el que descubres la muerte y se vuelve abrumador. Ese día comienzas a hacerte preguntas que probablemente no responderás nunca con certeza, hasta que mueras y lo compruebes a través de tus propios medios. Esos días, en mi caso, pasaron hace ya mucho tiempo. Esos días en que la muerte es una desconocida, ya no volverán. Cuando pienso en la muerte, pienso en mis abuelos. Pienso en mis abuelos paternos Jorge e Inés muertos ya hace mucho tiempo. Pienso en Jorge y Gabriela, mis abuelos maternos, él muerto, ella viva. En esta foto ellos eran jóvenes. La foto al reverso tiene un número escrito, no sé si es un ochenta y nueve o un sesenta y ocho. Si el número fuera una fecha, no tiene ningún sentido. Si es el número de foto, quisiera ver las ochenta y ocho o sesenta y siete anteriores. En esta foto ellos, mis abuelos, estaban de novios y fueron de paseo a las afueras de Concepción. En esta foto mi abuela tiene el pelo negro como yo, las manos entrelazadas sobre sus rodillas y se ríe avergonzada. Siempre creí que mi abuela era rubia. En esta foto mi abuelo la abraza por la espalda y no usa bastón. Sostiene un abrigo y tiene el pie apoyado sobre el parachoques del auto. En esta foto me parecen la pareja más hermosa del mundo. ¿Tendré alguna vez una nieta que piense eso mirando una foto donde aparezca con un hombre que me abrace por la espalda? ¿Tendré una nieta alguna vez? Miro la foto e intento imaginarme en qué lugar habrán estado, 56

las afueras de Concepción me parece demasiado amplio, pero fue la única información que logré conseguir sobre la imagen. Las fotos debieran venir siempre con el reverso escrito. La última vez que vi a mi abuelo, después de viajar toda la noche con la ilusión de despedirme de él, estaba con los ojos cerrados y sus manitos pecosas se sentían frías, como tomar un vaso o una cuchara. Me pidieron ayuda para vestirlo pero estaba tan frío que no tuve el valor. La última vez que vi a mi abuela, no me reconoció, desde la cama donde estaba acostada en su pieza del “Senior Suite” donde vive, creyó que era una enfermera y me pidió que le buscara el control remoto de la tele. Pienso en el día que mi abuela se ponga fría y ya no me queden abuelos vivos. Cuando pienso en ellos, pienso en esta foto. ¿Les hubiera gustado que los recordara así? ¿Cómo les gustaría haber sido recordados? (¿Cómo me gustaría ser recordada?) ¿Qué habrán estado conversando? ¿Conversaban? ¿De qué se estaban riendo? ¿Quién habrá tomado la foto? ¿Cuándo tomó la foto se habrá percatado que ambos están con los ojos cerrados? ¿La habrán repetido? ¿Habrá sido un día feliz? ¿Habrán sido felices? ¿La foto habrá sido tomada antes o después de almuerzo? ¿De qué color serán realmente las ropas que llevan puestas? ¿Habrá hecho tanto frío como para llevar abrigo? ¿Habrán soñado con tener ocho hijos? ¿Habrán pensado que el menor, moriría antes que ellos? 57

¿Habrán hablado sobre la muerte ese día? ¿Habrán hablado sobre el futuro ese día? ¿Habrán soñado con una nieta que escribiera sobre ellos? ¿Mi abuelo habrá sabido que moriría sin siquiera recordar quién era? ¿Mi abuela habrá pensado en su viudez? ¿En la soledad? La foto es tan chiquitita que es casi imposible mirar los detalles sin la lupa que alguna vez robé de un cajón de mi abuelo. Sus bordes blancos como blonda me recuerdan las tortas de cumpleaños que me celebraron cada verano en su casa del campo. Sueño a veces con preguntarles sobre ese día. Sueño a veces con pedirles consejos. Sueño a veces con meterme dentro de la foto y contarles lo que de ellos fui heredando. Tengo el pelo negro, leo y me gusta conversar tanto como mi abuela, que soñaba con ser periodista. Me gustan las flores y tejer. La melancolía, sin duda, la heredé de él.

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Lissette Vienne (1980) Estudió Derecho en la U. de Chile. Escribe desde lo invisible. Intenta contar historias de mujeres, desde su emocionalidad. Sus textos son una delicada búsqueda interior.

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Isabel Margarita del corazón de Jesús LISSETTE VIENNE

Cada cierto tiempo, cuando la vida me queda grande me voy de viaje a buscar los pedazos que me faltan. No busco palmeras, ni gente, ni amigos. Como lo hice la primera vez, parto en un vuelo temprano. A las 7 de la mañana. Seguro no he dormido nada. Tengo mi maleta con rueditas al lado de la cama. Y varias capas de abrigo por si acaso. No voy tan lejos. Pero por unos días me dispongo a dejar mi vida en paréntesis. 60

Voy a Puerto Montt, a ver a mi hermana. Su nombre es Isabel Margarita. No tenemos el mismo apellido. El de ella es “Del corazón de Jesús.” Isabel tiene treinta y cinco años -Es Carmelita y vive en un convento de Claustro. Encerrada con su anhelo de santidad. Es tan bonita, que quizás muy pocas personas entenderían porqué prometió nunca salir de ahí. Tiene una sonrisa preciosa, grandes ojos café, brillantes. Unas pestañas que no se logran con maquillaje ni encrespador. Tiene las manos suaves y calientitas. No sé como tiene el pelo. He escuchado que como renuncia a la vanidad, se lo cortan completamente a mordiscos con la tijera. No sé como era antes. Con el peso del mundo. Cuando andaba por la calle. No hay espejos, a pesar de eso su cara se ve linda y prolija. Se ve siempre como si a quien esperara fuera la persona mas importante. Espero encontrarnos de nuevo. Siempre me pregunto como voy a llegar. El convento está en la punta de un cerro. Necesito que alguien me lleve sin ni siquiera saber donde queda. Algunas veces tomo una micro hasta el centro. Luego me acerco a unos colectivos y les pregunto si van para allá. Aunque sé que no. Me llevan pagando todos los pasajes. Me subo y por fin me empiezo a alejar del ruido. Me preguntan si soy monjita. Me dicen que nadie va para allá.. No sé si sentirme afortunada o extraña.

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Vamos rodeando el cerro, hace mucho frío. Pienso en lo difícil que es llegar a verlas. Han pasado hartas horas desde que empecé a acercarme. Pasamos unas villas, y ya casi entre las nubes está el convento. Es blanco, de madera, con una cruz grande que se ve desde abajo. Hay flores y una fuente de agua que siempre funciona. Hace frío. Paso por una arena gruesa que suena mucho cuando los autos se devuelven por el camino. Por fin llegué. Rezan 6 ó 7 veces por día en comunidad. Por lo que probablemente a cualquier hora voy a interrumpir. Me decido a entrar, cierro la puerta, y sé que no voy a salir hasta 5 días más. Nunca sé quien me va a recibir en el locutorio. Depende de cual de las hermanas tenga turno de portería. Es una sala chiquitita, dividida en dos. En la mitad hay una reja. La mitad del mundo es normal. Ya vienen a saludarme. Son diez. Me siento muy feliz de estar con ellas de nuevo. Tengo una pieza sencilla. En principio siento que no hay nada. Pusieron una estufa, un calientacama, y me dejaron unos libros en el velador En el escritorio siempre hay una tarjeta con la letra de Isabel Margarita. Me siento tan agradecida del gesto. 62

Mi hermana es muy cariñosa, me cuida y me reserva mas comida, porque sabe que con el frío del sur me da hambre. Por si acaso siempre llevo chocolates. Pero me encuentro un poco fuera de lugar porque ellas sólo comen lo justo y en silencio. Sólo las veo a ratos. Me pasan todo a través de la reja. Su hábito es el café, y a veces cuando está en la cocina usa un delantal a cuadritos rojo y blanco. Todo es tan simple que da tranquilidad. Sin ningún esfuerzo, me voy desprendiendo de todos los pesos del mundo.Me doy cuenta de lo poco que se necesita para ser feliz Gran parte del día estoy sola en el convento gigante. Aunque me acerque a ellas hay una reja que separa todo. Trato de seguir el horario de las oraciones, pero nunca he podido estar en todas. Alrededor de las 7 de la mañana me despierto con una campana. Siempre la ignoro y me siento culpable. Intento llegar a la próxima unas horas después. Mi lado del convento es un laberinto de puertas. Es un momento especial estar todas. Las miro cuando aparecen entrando ordenadas en fila, rezan. No se apoyan en el respaldo de la silla. Estoy del otro lado de la reja. Me siento en un piso bajito que casi no se aparta del suelo. Me pasan un poncho porque hace mucho frío. Me tomo el pelo con un tomate, yo creo que porque no dejo de pensar que algunas de ellas tienen mi edad y tienen el pelo muy corto. Ni siquiera sé de qué color. Siempre me pierdo en las oraciones y desde su lugar mi hermana me sonríe. 63

Cada vez me siento con el corazón más fuerte. Siento que necesito menos. Las veo irse, de nuevo en fila. Sólo yo veo en todos lados la reja. Me pregunto quien es menos libre. Salir y cerrar la puerta para ir a otro lado no arreglaba nada de lo que me apretaba por dentro. Y me encerraba. Aunque yo me apoyaba en el respaldo de la silla. Me dolía. Me dí cuenta que no estoy acostumbrada a sostenerme sola y que llevaba muchos pesos desde fuera. Mientras pasaba las horas acostada, con la estufa leyendo o mirando por la ventana. Ellas trabajan por horario haciendo muchas cosas Hacen velas, hilan rosarios, y cocinan alfajores. Un día me encargaron una tarea. Seleccionar hostias. Algunas estaban “chasconas”. Eso quería decir que la máquina las cortó en forma irregular. En esa búsqueda de chasconas me comí un montón. Todas las que no calificaron para las misas, me las guardaron para llevarlas a mi casa. Seguro no era la voluntad de Dios, pero mi plan era comerlas con manjar. Ellas son muy alegres. La mayor parte del día están en silencio. Cuando podían hablar mi hermanita se asomaba por la reja del locutorio. Conversamos de la vida, de los miedos de como la libertad no está sólo en poder moverse para no ver lo que nos duele. No era el lugar. Muchas veces no estaba conforme de ninguna manera. No sabía quedarme quieta. 64

Entendí que la libertad no estaba al otro lado de la reja, sino en encontrar mi lugar en el mundo, a las personas correctas. Y agradecerlo. En esa búsqueda yo la encontré a ella. O nos encontramos. No es mi hermana en realidad. No somos de la misma familia, ni siquiera de la misma ciudad. Al encontrarnos. Nos hicimos familia del corazón. Me dijo que yo era su hermana del alma, y que siempre, aunque pase tiempo sin vernos, va a rezar por mí. Para que encuentre mi lugar. La admiro mucho. Especialmente porque a sus treinta y cinco tiene tantas certezas. Yo no sé muy bien que tengo realmente claro. Por la noche yo cerraba la puerta del convento. Apagaba la luz por el lado del mundo, y me iba a mi pieza. Volvía a sentirme cómoda, con tan poco. Era todo lo que necesitaba. ¡Estoy tan agradecida! Ya habían pasado los días y era el momento de volver al ruido, y al desorden de prioridades. Ya estaba renovada. Pienso que les voy a dejar todo lo que pueda servirles en el locutorio. Necesito menos que cuando llegué.

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Luz LISSETTE VIENNE

En mi último cumpleaños sentí que ya era un número demasiado grande. Muchas veces creí que se acababa el tiempo y pensé en vivir rápido. Ahora sé que vivir a destiempo no resulta. Siempre supe que te esperaba, pero a los treinta años me lo dijeron. Tuve miedo, sobretodo por no saber suficiente de mí para presentarme. Quizás buscando identidad desde niña saco fotos para registrar todos mis momentos. Cuando ya no esté no quiero ser invisible. Hay en la caja fuerte que está al final del pasillo, mucho de lo que espero conozcas de mí. 66

Pensé en mostrarte el mundo como lo aprendí, como lo he guardado. Recién había terminado de instalar mi primera exposición. Me sentía una artista. Ese día usé los zapatos de charol rojo. Me encanta como brillan. Me puse un vestido negro muy ancho, tu casi no te notabas. Cuando quedamos solas te imaginé conmigo en el balcón. Hay dos sillas y una mesita de mosaico que me regalaron cuando me fui a vivir en una sola pieza. Tengo una colección de cactus. No puedo esperar a mostrarte sus flores. El departamento es pequeñito, pero es suficiente para Alma y yo. Duerme todo el día, sólo ladra a quienes pasan en bicicleta. Siempre tiene hambre.Creo que también tiene ansiedad. No tenemos muchos vecinos. Desde el cuarto piso se ve por sobre los árboles. Ese verdor me reconforta, por eso en parte decidí instalarme aquí. Cuando quise sentirme mas liviana pinté todo de blanco, hasta los muebles. Se ve horrible. Me aburre no ver contrastes Soy desordenada con mi ropa. Cuando llegues cada una tendrá un closet. Vas a poder guardar tus vestidos por color. Tu pieza es la más luminosa. Tiene ventanas de madera y cortinas amarillas. Puse una alfombra rosada muy mullida y en la pared frente a tu cama un collage en que salimos todos. Cuando salgamos con Alma a pasear podemos tomar fotos en el parque, con los demás niños y caminar jugando a no pisar las líneas. Siempre he disfrutado la fotografía. Cuando crezcas te voy a 67

mostrar mi vida. Verás a tus abuelos cuando jóvenes. Las casas en que he vivido. Mis amores. Mi historia. A los 20 años me tomé fotos desnuda. Quise recordar mi cuerpo antes de que fueramos nosotras. En ese tiempo era egoísta. Me preocupaba verme hermosa, ya no me importa. Tal vez son mis defectos los que me distinguen. Cuando crezcas, vamos a pararnos frente al espejo y poner caras divertidas. Te voy a enseñar trenzas complicadas y a delinearte negros los ojos. Cuando naciste me sentí infinita. Estaba feliz, pero todo fue tan extraño. Te llevaron y cuando volviste tenían cara de tristeza. Por un momento dejé de respirar. Todo me daba vueltas. Me dijeron que no verías. Me dijeron que eras ciega y no les creí. Cuando llegamos a casa puse tu móvil con música Sonreíste. Tu pieza es la más luminosa. Nos sentamos junto a la ventana. Descubrí que cuando duermes vemos igual. Tengo que aprender a ver lo imaginario y enseñarte a sentirlo. Con los ojos tapados todavía me siento encerrada. No sé si tendré tiempo de repasar mi vida y ponerla en sensación. Espero poder contarte y que me conozcas. Tengo miedo. No quiero ser invisible.

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LAURA VIEGAS. El gusto por leer y el atrevimiento de escribir siempre fueron parte de Laura Viegas. Especializándose en comunicación estratégica, logró transformar en profesión su búsqueda de ese momento mágico en que la intensión de quien relata conquista a quien escucha. Licenciada en Publicidad y MBA, desde hace 20 años trabaja en marketing y comunicación. Nacida en Buenos Aires vive en Santiago con su esposo y sus hijos; y -cada vez que puede- se sienta a escribir algún cuento y lo sube a eshoradecontarlo.blogspot.com

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Una polaroid LAURA VIEGAS

Antes que nada, va cierta aclaración -o excusa- para Usted, mi lector. La hago pues es necesario que, antes de avanzar, comprenda que esto que leerá no pretende ser más que el ejercicio expresionista e hiperreal de echar en palabras una polaroid imaginaria. Es importante entonces que no busque calificarlo por su adecuación a una identidad concreta, actitud que podría causarle decepción, incluso desasosiego. Redondez en el rostro. Pelo largo, oscuro y alguna cana debajo de la tintura. Orejas sin atributos pero útiles cuando se trata de mantener el cabello en orden o lucir aros. Una frente amplia y unas cejas mantenidas a raya a puro tirón de pinza. Ojos miel que 70

deberían haber sido más grandes. Una nariz de buen perfil aunque con un tabique demasiado ancho que otorga al rostro una rigidez menos femenina cuando se lo mira de frente. Boca definitivamente chica, labios innegablemente angostos. La piel no es clara ni oscura. No está maltratada, pero no brilla. La recorren algunas arrugas, aunque no tantas, dominadas por la del entrecejo que ya no se borra. Un poco más abajo atrapan la vista dos mejillas con algo de rosácea que se apropian del rostro. No enmarcan, cubren. Gigantes, redondas, extremas, forman pliegues sobre el resto de la cara. Se trepan a los ojos, sobran hacia el cuello, empujan el mentón hacia adelante, se cuelan en la boca. Su presencia magnifica e hincha las facciones hasta casi deformarlas. Extremando el efecto, las mejillas están invadidas por cientos de pecas. Motitas de todos los tamaños que en los veranos se multiplican al infinito hasta volverse casi una sola. Un lunar pequeño cierra el cuadro, manchando caprichosamente la mejilla izquierda. Tiene un cuello largo, de huesos marcados. Claramente es una mujer bastante alta. Grande. El tamaño comienza a notársele en los hombros que son amplios, consecuencia de un pasado más deportivo que el presente. Debajo de un sweater negro, un tanto suelto, se dibujan unos pechos fuertes, separados, que conserva erguidos todavía. El jean marca claramente la línea de una cintura que guarda sus proporciones, quizás sobre todo porque está seguida por unas caderas anchas. Los brazos y piernas son delgados y eternos, tanto que las mangas del sweater le quedan un poco cortas. El pantalón termina en unas botas negras de taco que no buscan disimular unos pies del tamaño requerido para sostener todo el resto. En una primera lectura vertical, analítica y desmenuzada, la foto es inocua. Pero ante una visión compuesta, la polaroid revela 71

algo incómodo, algo que surge de la postura, del gesto que ofrece el cuerpo. Los hombros llevados forzadamente hacia arriba y hacia adelante parecen querer alcanzar las orejas, lo que la obliga a encorvar la espalda. Por la misma causa, el cuello se acorta y las mejillas se ensanchan. Está parada de frente, una de sus manos cubre y aprieta a la otra sobre el vientre. Las piernas cruzadas a la altura de las rodillas, los pies paralelos pero interpuestos. Toda su posición la cierra sobre sí misma, recortándola y aislándola del fondo, casi como si se tratara de un collage. El rictus recto de la boca entreabierta marca una sonrisa vacilante. Ningún músculo parece en calma, todos los tendones están rígidos. La imagen puja por salir del cuadro. Perturba a quien la observa y lleva a quitar la mirada. La foto tiene una nota al dorso. Es breve aunque suficiente, pues al leerla, uno comprende y se relaja. Vuelvo ahora a Usted, mi lector. Sobre la anotación del reverso, si le interesa, puedo contarle en otro momento.

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Seis y veinticuatro LAURA VIEGAS 6:24. Alguien se sienta frente a su computador. Necesita escribir una historia sobre una foto. Ha estado intentando durante días pero no logra que la inspiración llegue. Solo una idea persiste en su cabeza: TODAS LAS FOTOS MIENTEN. El reloj de la oficina marca la inexorabilidad de un día de entrega que se acerca. Son las seis y veinticuatro. Recuerda una foto y va a buscarla. O le toma una foto al mismo reloj que mira. Lo importante es que escribe cinco historias. Una es real; las otras podrían serlo. 6:24. Era amigo de una amiga en Facebook y ella había dado un “like” a un comentario devoto que él había hecho sobre la virgencita de Schoenstatt. Luego él le pidió amistad y comenzaron una relación en la nueva epistolaridad del chat. Ambos estaban al borde 73

de los cincuenta y más solos que acompañados, de modo que las conversaciones virtuales –que abordaban las noticias del día hasta el sermón del domingo- se volvieron parte de la rutina. La cercanía espiritual era obvia pero la geografía marcaba trescientos kilómetros de distancia. Un día, casi jugando, hicieron un pacto. El próximo sábado cada uno tomarían el tren en dirección hacia el otro para encontrarse en el pueblo que quedaba justo entre ambos. La cita sería a las cinco y media en el café Honorio, frente a la estación. Ella llegó puntual. Se sentó. Vio cómo arribaba el tren en el que él vendría. Esperó. La última vez que miró el reloj del bar, éste marcaba las seis y veinticuatro: se sintió un poco tonta, ingenua, y le tomó una foto para no olvidarse. Después se levantó y caminó despacio a la estación para regresar a casa. Al día siguiente volvió a chatear con él, pero de lo del bar no le dijo nada. 6:24. La foto del reloj de cocina tomada por la policía forense fue considerada prueba fundamental para culpar al acusado en el asesinato y descuartizamiento del septuagenario. Huellas digitales del sospecho impresas con sangre del occiso fueron encontradas en la parte trasera del reloj, que quedó inutilizado en un horario similar al estimado para el deceso: seis y veinticuatro. La defensa, por su parte, buscó utilizar esta prueba como argumentación en favor de la insanía del acusado, quien declaró en las pericias psiquiátricas que, tras el acto, había tratado de retroceder el reloj con el objeto de restaurar el crimen. 6:24. Esta vez el desenlace era inminente; sin embargo, el anuncio estaba escrito hacía tanto que ella varias veces había temido perder el archivo. Es que el líder ya bordeaba los noventa y su salud estaba muy deteriorada. La primera versión del obituario fue redactada por el mismo 74

líder cuando todavía conservaba su lucidez. Pero de aquello poco quedaba. Habían pasado tantos cambios políticos, necesidades coyunturales, redefiniciones económicas; tanto había sido dicho y desdicho que, salvo por su nombre, el futuro difunto poco reconocería hoy de sí mismo en su semblanza. Los tiempos habían cambiado y la historia tuvo que adaptarse a ellos. Por su parte, ella -funcionaria con más de cuarenta años de servicio en el Ministerio de Comunicaciones-, sentada en una de las habitaciones de la casa oficial, simplemente esperaba. Entonces sonó el teléfono. Del otro lado, la voz todavía joven pero poderosa de su jefe: -El líder nos ha dejado. A las seis y veinticuatro. Intuitivamente ella miró el reloj en la pared para verificar los dichos y, sin cortarle, tomó su celular y sacó la foto, una huella que la colocaba en esta historia. Luego completó los datos en la computadora. Revisó tranquila y dio “send”. Tarea cumplida. Homenajeó el tiempo pasado con una lágrima breve y cerró todo. Fuera de ese cuarto, lo esperable: llantos o festejos, según el barrio. Otro líder que se iba, y el mundo leería un obituario que ya conocía. 6:24. Acabó el último pujo y Martín llegó a este mundo patinando entre fluidos, gritando su conquista con un llanto extremo. A la madre, en cambio, las lágrimas le rodaban en silencio. Sosteniendo al recién llegado, el médico levantó la vista hacia un costado y, mirando el reloj en la pared, pronunció la hora: seis y veinticuatro. Entonces la matrona, en una mezcla de intuición, oficio y ternura, tomó su teléfono, también miró el reloj y tomó la foto. Mientras tanto, de alguna manera, Martín llegó a los brazos de su padre y de ahí al pecho de ella. Así se quedaron madre y niño, quién sabe cuánto. Después el tiempo siguió pasando.

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