Óscar Arteaga: Ordóñez

Era todavía un estudiante de colegio cuando ellos llegaron a mi vida… Uno de mis compañeros de clase, cuya única hermana

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Era todavía un estudiante de colegio cuando ellos llegaron a mi vida… Uno de mis compañeros de clase, cuya única hermana mayor me gustaba mucho, me dijo que vaya a su casa esa tarde para copiarle la tarea. Todavía recuerdo que aquella tarde de tareas fui a la casa de mi compañero con la mente en blanco, sin otra cosa urgente en la cabeza que el de volver a la hora prometida. Llegué como a eso de las tres. Y para mi feliz sorpresa, ella abrió la puerta. Parecía de colores. Atravesando por un patio mojado por culpa de la ropa recién lavada, que secaba a retazos, a la luz de un sol egoísta, y en largos alambres colgados de no se sabe dónde, me llevó hasta la sala. Ahí estaba mi compañero de clase, listo para el deber. Poco después de la primera media hora de trabajo, ella se acercó hacia nuestra mesa y nos preguntó si habíamos terminado. —No todavía —le contestó mi compañero. —Escuchemos algo de música, ¿sí? —sugirió. Ni mi compañero ni yo contestamos palabra alguna. Parecíamos concentrados. Entonces, ella se dirigió hacia un mueble donde había un grupo de discos de vinilo, ubicados debajo de su estéreo. Extrajo uno y lo puso sobre la mesa. Hasta ahora no termino de entender por qué, aquella tarde de tareas, dirigí mi vista hacia el disco. Confieso que nunca antes en mi vida había visto cosa semejante. No se parecía en nada a los que mi papá tenía en casa, como tampoco se parecían a aquellos que él, junto a mi madre, rechazaba a don Dionisio (en aquellas tardes de tareas) cada que éste llegaba al pueblo con su enorme caja de discos recién comprados de la ciudad. En efecto: la contextura de este nuevo disco me parecía más grande y gruesa que las que había visto antes. Y si obviamos ese detalle, su tapa (toda de negro perfecto) tenía un círculo rojo en cuyo interior parecía brillar una estrella de cinco puntas rojas con una leyenda en inglés que nunca hubiera entendido si es que ella, con sus ojos de fuego –y riéndose otra vez– no lo hubiera traducido. Di la vuelta la tapa del disco, y me llevé la peor impresión de mi vida. Se dividía en cuatro cuadros exactos. En cada uno había un hombre que parecía darle la espalda a un contorno terrorífico de grandes incendios y desastres. Todos iban vestidos como en los tiempos de Cónan el Bárbaro, con la única diferencia de que éstos «guerreros» no parecían héroes sino afeminados y villanos. —¡Ay, mi Dios! —dije. Ella volvió a reírse. Nos dirigimos, entonces, hacia el estéreo. Y apenas acabaron los dos primeros minutos de música, comenzó todo para mí. Aquella tarde de tareas, me olvidé de mi compañero de clase; me olvidé de los deberes; me olvidé de que estaba en su casa; me olvidé de que tenía que llegar temprano a la mía; me olvidé de mi cigarrillo recién prendido en el cenicero con cabeza de dragón y hasta me olvidé de que ella me gustaba. Sentí, entonces, cómo el resplandor de una magia, difícil de explicar, se apoderaba de mí ser. Así llegaron ellos a mi vida. Ellos, quienes desde esa tarde de tareas, se convirtieron en parte de mis mejores amigos: ¡MÖTLEY CRÜE!

Óscar Ordóñez Arteaga Julio 2012