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Acerca del autor Jacques Lafaye (1930), historiador y antropólogo francés, especialista en estudios hispánicos y de hist

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Acerca del autor Jacques Lafaye (1930), historiador y antropólogo francés, especialista en estudios hispánicos y de historia de la cultura. Cursó la licenciatura en antropología en el Institut d´Ethnologie de París y la maestría y el doctorado en humanidades en La Sorbona, Francia. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2000 y ha ocupado prominentes cargos en diferentes instituciones relacionadas con los estudios sobre Hispanoamérica: secretario general de la Société des Américanistes de París, profesor de la Universidad de Estrasburgo, director del Institut d’Études Ibériques et Latinoaméricaines de La Sorbona y consultante de la UNESCO.

VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO OCTAVIO PAZ EN LA DERIVA DE LA MODERNIDAD

JACQUES LAFAYE

OCTAVIO PAZ en la deriva de la modernidad

Primera edición, 2013 Primera edición electrónica, 2013 D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-1567-1 Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE GENERAL

Preámbulo. Vuelta a un mundo I. El parisino. La otra orilla: entre Rive Gauche y “España peregrina” II. El peregrino. De Homero en Mixcoac a Ulises en Manhattan III. El solitario. Un Teseo romántico en el laberinto de la modernidad IV. El visionario. Un Tocqueville mexicano, ¿o chicano? V. El rebelde. La Décima Musa y el príncipe de los genios VI. La persona. Amor, libertad, y las trampas de Eros VII. La mirada. Analogía, cuerpo, escritura Octavio Paz, plural y singular. Final… “Regreso a la unidad” (O. P.) Nota editorial Índice de nombres y obras Láminas

Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día. OCTAVIO PAZ Desde Baudelaire se ha ido comprendiendo poco a poco que la poesía era uno de los medios más insolentes de decir la verdad. JEAN COCTEAU No se puede vivir con la verdad —“sabiendo”—, el que lo hace se separa de los otros hombres, ya no puede participar de la ilusión de ellos. Es un monstruo —y eso soy yo. ALBERT CAMUS

Ofrenda El olmo que ha dado estas peras es el fresno del jardín de Elena a Elena y a su fresno, en el alma ¡gracias!

Preámbulo VUELTA A UN MUNDO

Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. OCTAVIO PAZ Por boca del bufón y del poeta habla la voz inmemorial de las pasiones, los delirios, los deseos, los temores, los dioses y los diablos, las obsesiones y las distracciones, los deseos y las cóleras, la voz de todos los poderes que nos habitan y nos lanzan fuera de nosotros mismos. OCTAVIO PAZ

Las páginas que siguen no son programáticas; nacieron de la circunstancia, la triste circunstancia de la pérdida de Octavio Paz. Sus caminos librescos, académicos y amistosos se han cruzado con frecuencia con mis propias lecturas, mis andanzas, mis amistades. Al releer recientemente sus ensayos, surgieron del fondo de mi memoria, donde quedaban ocultos, los años y los autores de mi juventud, y el París de la posguerra. No hay biografía que no sea en alguna medida autobiográfica, como vamos a averiguarlo en el caso de Octavio Paz y sor Juana Inés de la Cruz, no obstante el sexo y los siglos que los separan; a fortiori puede darse con mayor legitimidad esta relación entre los coetáneos que hemos sido Octavio Paz y yo (a pesar de nuestra diferencia de edad, no tan grande porque las generaciones se definen por su “circunstancia”, que es experiencia); fuimos coetáneos y también coterráneos

de París, México, Madrid, San Francisco (Berkeley), Nueva York, Boston (Cambridge, Massachusetts) y Alcalá de Henares, patria chica de Cervantes. Cuando el gerente editorial del Fondo de Cultura Económica me pidió poner por escrito mis recuerdos y mis reflexiones sobre Octavio Paz, su obra y su persona, para publicarse en un número especial de La Gaceta, de homenaje póstumo, yo no pensé en escribir un libro.[1] Posteriormente, la Fundación Octavio Paz también me solicitó una conferencia sobre la obra del poeta, en el marco del Festival Cervantino de Guanajuato, dedicado a la memoria del escritor (se le pidió otra a Elena Poniatowska), y se me encargaron dos conferencias más en la Cátedra Extraordinaria Octavio Paz de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Como no me gusta repetir, he variado los temas y los enfoques. De tal modo que, poco a poco, estos trabajos por encargo se han convertido en el placer de la lectura, o relectura, de gran parte de los escritos de Octavio Paz. Ha sido un gozo y un enriquecimiento, a fin de cuentas, escribir para evocar a un hombre recordado y vivo, y redescubrir la riqueza y la coherencia de su obra actual y plural. Lo que van a a leer a continuación fue hecho originalmente a partir de estas sucesivas conferencias, ampliadas para convertirse en otros tantos capítulos de un libro único; libro “consistente”, usando la palabra predilecta de Octavio Paz, no obstante ser en un principio membra disjecta. El lector no va a encontrar muchas referencias a la cuantiosa literatura crítica dedicada a la obra de Octavio Paz; con poquísimas excepciones no la he leído, no por desdén sino por situarse estos ensayos en otro plan y por no empañar mis recuerdos ni complicar mi propia lectura que es mirada retrospectiva. Lo que sé de la trayectoria intelectual de Octavio Paz en muchos casos es por experiencia personal o por tradición oral; a ratos me ha fallado la memoria; no tengo a la mano toda mi biblioteca ni mi archivo (que se encuentran en París) para hacer ciertas averiguaciones; con todo, creo que en esto no radica lo esencial. ¡Ojalá haya sido capaz, cosechando frutos del árbol de mi memoria, de mostrar cómo un joven poeta mexicano, de nombre Octavio Paz, se convirtió, hace medio siglo, en Nueva York y Berkeley primero, pero sobre todo después en París, en un espíritu universal! Al dar la última mano a estos ensayos, he tomado conciencia de que, debido a la variedad de los intereses y las amistades, las lecturas y los escritos

de Octavio Paz, la coherencia de su pensamiento y la constancia de sus compromisos, el presente libro va a parecer como un bosquejo de los avatares de la modernidad, de la civilización de Occidente, con la irreversible incursión de Paz en el Extremo Oriente. Poesía, historia, filosofía, política, antropología, crítica de arte y otros tantos aspectos de la obra de Octavio Paz que no se podrían entender sin una visión de conjunto de las sucesivas “circunstancias” políticas y espirituales, desde la revuelta romántica contra el racionalismo de las Luces hasta la revuelta libertaria contra el dogmatismo de los Estados totalitarios: la presente crisis de la modernidad, que todavía busca salida entre el corsé del mercado planetario y la enajenación por los mass media. Desorientada en este moderno laberinto de telecomunicaciones, la humanidad anhela un nuevo Teseo. ¿Será poeta, como soñaron Novalis y Heidegger? ¿O ingeniero informático, como Bill Gates? ¿O economista, como Keynes? ¿O más bien destructor de ídolos, como Nietzsche, Rimbaud y Paz? Me sería imposible acabar este preámbulo sin dar constancia de mi deuda de gratitud para con mi mujer, Elena, quien me ha proporcionado, además de ideales condiciones de trabajo, la mayoría de los muchos libros que he necesitado leer, o más bien releer. Reconocimiento particular merece también mi hijo Olivier, quien ha hecho en París una intensa búsqueda de documentos fotográficos, hasta constituir un álbum que se podría publicar como complemento de mis ensayos si no fuera por su costo prohibitivo. Mi gratitud va asimismo para Teresa Guillén de Gilman, entrañable amiga que se parece tanto a don Jorge Guillén, en lo físico y lo espiritual, y, last but not least, a Marie José Paz, pues ambas han confirmado (rectificado, o infirmado en algunos casos) mis recuerdos y mis intuiciones, gracias al tesoro de su memoria, sus documentos y su generosidad. J. L. México, diciembre de 1998

[1] La Gaceta, núm. 330-331, junio-julio de 1998.

I. EL PARISINO La otra orilla: entre Rive Gauche y “España peregrina”

No es fácil dejar París.[1] O. P. Mi aprendizaje fue también un desaprendizaje. Me di cuenta de que la modernidad no es la novedad. [2]

O. P.

A la otra orilla del océano me refiero, y también a la Rive Gauche o ribera izquierda del río Sena, frontera cultural de París; por eso va sin comillas la orilla doble. El día en que Adolfo Castañón me pidió, a instigación de Marie José, que escribiera unas cuartillas sobre Octavio Paz “para el miércoles próximo”, mi primera reacción fue negarme a hacerlo, por buenas razones. ¿Qué necesidad había de sumar mi voz de fuereño al coro de las “grandes lenguas” de México, España y América Latina, que en esas semanas de luto celebraban al unísono la memoria de Paz? ¿Qué podría yo escribir, pensé, que la superabundante crítica no hubiera expresado ya en decenios anteriores, tanto en la América latina como en la anglosajona, y en Europa, de Italia a Suecia, y en Asia, de Tokio a Delhi? Escribir en torno de la obra de Octavio Paz es como traer agua a la mar en una tacita. Con todo, acepté el reto, por ser oriundo de “la otra orilla”, y me di cuenta poco a poco de que sí podía decir algo inédito, en virtud de lo que llamaría Ortega y Gasset “los sinfronismos”, y también los sincronismos, que me hacen transparente a Paz. Como en otras etapas decisivas de mi formación intelectual, quien me llamó la atención sobre Octavio Paz fue Marcel Bataillon. Era yo un joven estudioso del México precolombino. Mi maestro me dijo, no recuerdo la fecha exacta, en los años cincuenta, que estaría bien que me aprovechara de

la presencia de Octavio Paz en París para entrevistarme con él, que aunque no fuera historiador, antropólogo, ni arqueólogo, sino poeta, sí entendía mucho del pasado mexicano. Fue así como llegué a conocerlo, en su despacho de la rue de Longchamp, sede de la embajada de México, donde Paz era entonces creo que tercer secretario, siendo consejero otro poeta, José Gorostiza, y embajador aun otro poeta, don Jaime Torres Bodet. Octavio Paz me acogió amablemente, supongo que en consideración de mi juventud o de la fama de mis maestros, Marcel Bataillon y Paul Rivet, porque se le veía muy ocupado. Recuerdo que don Marcelo, con su extraordinario flair littéraire, me había dicho: “Octavio Paz es probablemente el mejor escritor que tiene ahora México”. Esto que hoy en día muchos considerarían una evidencia, era cuando menos una generosa anticipación, dado que de sus obras más significativas sólo se habían publicado entonces Piedra de Sol (1949) y Libertad bajo palabra (también de 1949); obras que editó, en traducción francesa, la editorial Gallimard, entre 1957 y 1960, si no me falla la memoria. Viene también al caso señalar que Bataillon tenía amistad con Alfonso Reyes, desde el Madrid anterior a la Guerra Civil española; se carteaba con él y valoraba mucho su obra. El juicio de Bataillon tenía algo de blasfemia; su viejo amigo Reyes era en el México de aquellos años el reconocido maestro de las letras. Don Alfonso era como otro Goethe en Weimar, sólo que modesto y bondadoso (Goethe fue uno de sus autores predilectos; escribió un ensayo sobre su obra y poseía ediciones en varios idiomas que llenaban estantes de su biblioteca). Se rumoraba que Reyes iba a ganar el Premio Nobel; la idea vino primero de Borges y Silvina Ocampo; la apoyó Octavio Paz, pero no prosperó. Algunas omisiones del tribunal del Premio Nobel son tan famosas como sus aciertos, notablemente en América Latina. Ahora la presencia permanente, aun estando ausente, de Octavio Paz en París, desde aquellos ya lejanos años, es un fenómeno insólito que merece subrayarse. Sólo es comparable, entre latinoamericanos, con el caso del colombiano Germán Arciniegas, cuya larga vida transcurrió, creo que en su mayor parte, en París; Arciniegas estaba como en casa en la venerable Revue des Deux Mondes, la única en interesarse por América Latina desde la primera mitad del siglo XIX. Otro caso es el de la culta, rica y generosa Victoria Ocampo, amiga de Gide y de Cocteau, de varios otros escritores y, sobre todo, de Adrienne Monnier; la librería de Mademoiselle Monnier la

frecuentaron James Joyce y Rainer Maria Rilke, T. S. Eliot, Ernst Jünger, Alfonso Reyes, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges y André Malraux… el tout Paris international literario (y también Gisèle Freund, por el talento y la intuición, de quien tenemos insustituibles retratos fotográficos y clichés de la hoy desaparecida librería). De Victoria dijo Valéry Larbaud: “C’est une vraie parisienne”. Pues, no lo duden: “Octavio, ce fut un vrai parisien”. Por haber transcurrido mi carrera de estudiante y de maestro en la Sorbona, me he codeado con los chilenos Neruda, Raúl Silva Cáceres (coautor con Cortázar de Chili: le dossier noir, en los años setenta, y mi colega), con el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade (embajador en París), el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (también embajador), los argentinos Damián Bayón (poeta, además de profundo conocedor del arte barroco y el contemporáneo latinoamericano), César Fernández Moreno (que fue director de la revista Culturas de la UNESCO), Ernesto Sábato (nuestros respectivos cursos en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine se sucedían en el mismo horario y la misma aula, en la década de los sesenta), Yurkievich (Saúl, poeta y crítico, y su íntimo amigo “Julio” Cortázar), el colombiano García Márquez (amigo del director de cine español, Luis Berzosa, mi vecino, autor de la película “definitiva” sobre Borges), los cubanos Guillén (Nicolás, el “negro bembón”, entonces exiliado en París; nos presentó el librero Soriano) y Le Riverend (historiador mexicanista, embajador cubano en la UNESCO, que antes fue director de la Biblioteca Nacional de La Habana), los paraguayos Bareiro Saguier (Rubén, ahora embajador en París; hace mil años paseamos juntos en lancha en el río Paraguay) y Roa Bastos (callado y caluroso; no pude encontrarlo la primera vez en Montevideo, pero sí después en París), los peruanos José Miguel Oviedo y Bryce Echenique, y los mexicanos Fernando del Paso y Sergio Pitol (los dos, tan distintos uno del otro, han desempeñado sucesivamente el cargo de consejero cultural de la embajada de México), todos residieron en París varios años. Sólo menciono escritores en el sentido común, que son los que vienen al caso. Incluso llegué a conocer a viajeros más efímeros, como José María Arguedas (lo acompañé en su visita de París, con Olivier Dolfuss, creo que en 1965), Juan Carlos Onetti, Manuel Mejía Vallejo, Mariano Picón Salas, Carlos Pellicer, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs, así como a

Mario Benedetti, con motivo de un coloquio que llevé a cabo en la Sorbona sobre el cuento latinoamericano; también a Antonio Skármeta —exiliado en París—, Jaime García Terrés (nos presentó uno al otro Huguette Balzola en su Librairie Française de la avenida Reforma, en 1960… ¿o 1964?), Jorge Luis Borges en varias ocasiones. Con Borges tuve el privilegio de cenar en casa de nuestro amigo común, Paul Bénichou, a espaldas del Jardín de Luxembourg; creo que fue el último viaje de Borges a París. De estos numerosos escritores unos eran refugiados políticos y otros representantes diplomáticos; algunos sucesivamente lo uno y lo otro, como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Pablo Neruda. A la Universidad de Estrasburgo, donde se inició mi carrera docente, el consejo me permitió invitar a José Matos, a Rubén Bareiro, a José Luis Romero (historiador, hermano de Francisco, el filósofo argentino), al mayista Alberto Ruz Lhuillier y a Miguel Ángel Asturias, a inaugurar mi curso, ¡una semana antes de que este último ganara el Premio Nobel! Es hecho comprobado que ningún microcosmos ni Estado nacional alguno puede imponer el premio; que si fuera así, ni Gabriela Mistral, ni Asturias, ni García Márquez habrían llegado a ser Premio Nobel. Por el apartamento de la rue de l’Odéon, donde posteriormente viví muchos años con mi familia, y que se reputa haber sido el de Flaubert (situado enfrente de la antigua librería de Adrienne Monnier), transitaron más de uno de los que Octavio Paz menciona en su Itinerario o ha citado en otros escritos. ¡No estoy publicando una página de “sociales”!, sino evocando recuerdos para mejor ambientar a Octavio Paz en París, así como a su improvisado biógrafo intelectual. A casi todos los que reseñé más arriba los conoció Octavio Paz; varios de ellos fueron amigos suyos. El embajador Zérega Fombona, que todavía en los años cincuenta se hospedaba en el Hotel Luteria, llegó a conocer en París a Leopoldo Lugones, a Gómez Carrillo con Raquel Meller (la cual, decía, lo presentaba como su secretario particular), a Ricardo Güiraldes —la esposa de Güiraldes y la de Neruda, apodada la Hormiga, eran dos de las hermanas Del Carril, opulenta familia de la próspera Argentina de aquella época, que viajaba anualmente, en barco, a la saison de Paris—. Lo que quiero subrayar con estos recuerdos anecdóticos y con esta galería de retratos, es que la permanencia de Octavio Paz en París no fue nada excepcional, sino parte de una gran tradición, a la vez bohême y venerable, que hoy no se ha interrumpido; dispersada por la

guerra mundial, la colonia intelectual y artística latinoamericana se estaba reconstituyendo en los últimos años cuarenta y en los cincuenta. Se acrecentó en los decenios posteriores, como consecuencia de dictaduras militares en varias naciones de América del Sur. Amén de escritores, contó con muchos artistas plásticos. Casi todos los más destacados escritores e intelectuales de la América Latina permanecieron en París, más o menos años, según los casos; viajaron a París en el siglo XX como fueron a Roma en su tiempo Goethe, Stendhal y tantos viajeros (escritores alemanes, ingleses y franceses), o como los liberales españoles del siglo XIX emigraron a Burdeos y a Londres. Entre Gómez Carrillo y Rubén Darío, García Calderón, etc., al final del siglo XIX y principios del siglo XX, la caravana de la fama y la gloria literaria latinoamericana fue continua; cuenta cuando menos con cinco premios Nobel: Asturias, Neruda, Paz, García Márquez y Mario Vargas Llosa, y con los novelistas del boom de los años setenta: Julio Cortázar, Carlos Fuentes (que fue embajador de México en Francia), García Márquez (como corresponsal de prensa), Roa Bastos (como profesor invitado) y Vargas Llosa (cuando fue presidente del PEN Club internacional). La simpática y sabia argentina Sylvia Molloy escribió un hermoso libro sobre París como capital de las letras latinoamericanas, aunque con otro título: La diffusion de la littérature hispanoaméricaine en France;[3] no viene al caso resumirlo aquí, pero sí es importante remitir al lector a tan instructiva y amena lectura. El poeta “moderno” y joven, Octavio Paz, llegó a París en diciembre de 1945 y puso sus plantas en las huellas del “modernista” Rubén Darío, hasta en La closerie des Lilas, famoso café literario del carrefour PortRoyal, y en La Source, bulevar Saint Michel (¡hoy día sustituido por un fastfood!), donde Darío llegó a conocer a Verlaine. En estos datos topográficos y mundanos de la Rive Gauche hay más que un ritual y un símbolo: hay una herencia. Voy a limitarme a evocar la generación de Octavio Paz y los latinoamericanos de habla española (que hubo también en París brasileños ilustres). Ni el mago Asturias, ni el colosal Rómulo Gallegos, ni el telúrico Neruda, ni el inseguro Sábato, ni el folclórico Guillén (Nicolás), menos aún el sarcástico Carpentier han alcanzado, a mi parecer, la estatura universal de Paz. Sólo Borges le pudo disputar esta preeminencia señera en las alturas del pensamiento, con probable ventaja en el cuento y en el humor, pero con

probable desventaja de Borges en la expresión poética y en el ensayo. Alfonso Reyes escribió: “Borges es un mago de las ideas”.[4] Yo diría para la ocasión: “Paz también es un mago del estilo”. Ambos, Paz y Borges, quedarán en la memoria decantada del futuro como las dos luminarias, los “magos” de la América Latina de su generación. Lo notable es que poquísimos como Octavio Paz llegaron a ser figuras del mundo parisiense de las letras, les gens de lettres, que es un medio abierto si se quiere, pero muy cerrado en aquel tiempo. Octavio Paz fue uno de aquellos escritores extranjeros que estuvieron en París como en casa propia, como fue el caso de sus amigos Supervielle, Ionesco o Cioran, que escribieron sus obras en francés. En los últimos años Cioran moraba en una casa de la rue de l’Odéon situada junto a la que fue de la librería de Adrienne Monnier (o sea enfrente de mi propio departamento), a cien metros del Teatro del Odeón. A Cioran le pesaba tanto no saber español como a mí no tocar piano; su obra se había convertido en un manantial de epígrafes para toda clase de libros, con pretensiones éticas y aun sin éstas. En este mismo immeuble de Cioran había ocupado un cuarto rentado, siendo joven, Mario Vargas Llosa, durante su primera temporada en París. A dos cuadras vivía Cortázar, y del otro lado del teatro, rue de Tournon, el famoso actor (el inolvidable Cid de Corneille, e insuperable Lorenzaccio de Musset) Gérard Philippe, que tuvo ahí su departamento hasta su muerte prematura, poco después de haber rodado en Veracruz, con Michèle Morgan, la famosa película Les orgueilleux. Menciono estos detalles (podría citar más nombres) para que vean hasta qué punto la Rive Gauche todavía era un pueblo en los noventa; cuanto más en los cincuenta. La frontera interna, permeable, entre Odéon-Saint Germain y el Barrio Latino (le Quartier latin), esto es, la Montagne Sainte Geneviève, sigue siendo el bulevar de Saint Michel (le Boulmich), en el que las librerías ceden cada día más espacio a las tiendas de prêt à porter. La popularidad de Octavio Paz en Francia se debió sin duda a la calidad excepcional de sus traductores (como punto de comparación, Neruda confesó a una de mis alumnas que estaba escribiendo una tesis sobre su obra: “Querida Vivianne […] no he tenido suerte con mis traductores franceses…”) (1966). Pero más que la calidad de sus traductores, el factor determinante fue el efecto de la miscibilidade (término brasileño inventado por Gilberto Freyre, ¿o por Sergio Buarque?) de Octavio la que hizo que fuera adoptado

por el medio intelectual parisiense. Y también a que estuvo todavía joven en París, en años de gran efervescencia política y literaria. Hombres venidos de otras tierras y continentes como él han contribuido a hacer de la capital francesa, desde finales del siglo XIX, un centro de creatividad literaria y artística, hasta convertirse en el gran crisol de la cultura universal. Como parisino de nacimiento (que algunos somos autóctonos de la Rive Gauche) me siento, por esta razón, en deuda con la memoria de aquel prócer intelectual mexicano. Y de manera ya más personal tengo otra deuda, que no puedo pagar con pocas cuartillas. Las páginas encomiásticas que, desde Harvard, firmó Octavio Paz en 1973, tituladas Entre orfandad y legitimidad, como extenso y denso prefacio a mi libro, no contribuyeron poco al éxito inicial de Quetzalcóatl y Guadalupe, mi obra más difundida. Quiero puntualizar que no fue resultado de algo planeado entre nosotros, sino ocurrencia de un colaborador de Pierre Nora, director de la colección de la editorial NRFGallimard. El manuscrito estaba escrito en francés (a diferencia de mis libros más recientes), incluso las numerosas citas de autores mexicanos y españoles, traducidas al francés. Octavio Paz tenía un dominio notable de nuestro idioma, hasta el grado de poder discutir con sus traductores tal o cual punto delicado; pronunciaba el francés con un ligero acento que le era propio y no era el habitual de los hispanohablantes; yo solía hablar con él en español y mis recuerdos al respecto son escasos. Sí, me acuerdo de una vez que me encontraba en su despacho de la embajada, en los cincuenta: lo llamó por teléfono su traductor, Jean Clarence Lambert. En algún momento el poeta se volteó hacia mí y me preguntó: “Usted, Lafaye, ¿cómo traduciría al francés ‘la flor saxífraga’?” Yo le contesté algo como que tendría que acudir a mi diccionario latín-francés; saxífraga: de saxum: roca, y frangere: quebrar, es decir, ¡la flor que quiebra la roca!, algo muy raro por cierto. Al poco tiempo, de allí salió impresa la traducción con este llamativo título, literal y hermético para el lector francés: La fleur saxifrage… Hubo otra ocasión en que me ayudó Octavio Paz, esa vez sin sospecharlo, por la huella que dejó su paso por el grupo surrealista, y fue cuando su compañero de andanzas por Montparnasse, el inolvidable Roger Caillois (encarnación de Monsieur Teste con un zest de genial extravagancia), sensibilizado por él a todo lo mexicano, propició, años más tarde, mi edición

del Manuscrito Tovar. Relación del origen de los indios que habitan en esta Nueva España (1972). Caillois fue autor, entre otros libros, de Le mythe et l’homme,[5] director de la colección La Croix du Sud, creada por él en tiempos de Gaston Gallimard; Caillois hizo descubrir Borges a Europa y era en aquel entonces una de las figuras intelectuales más destacadas de una entidad, la UNESCO, que ha tenido permanente necesidad de “rehenes” intelectuales consagrados; entre mexicanos: Jaime Torres Bodet, como secretario general, y Rodolfo Stavenhagen, como director de la División de Cultura; Silvio Zavala, Miguel León-Portilla y Luis Villoro como embajadores de México han hecho este papel en fechas posteriores. Voy tomando conciencia, con algo de mala conciencia, de que estoy hablando demasiado de mis propios amigos y escritos, pero son parte de la relación que tuvo Octavio Paz con París y con autores y críticos franceses, así como españoles e hispanoamericanos radicados en París. Y al fin de cuentas, ¿cuándo, si no es ahora, haría constar mi temprana relación con Octavio Paz y mi deuda para con él? ¿Cómo justificaría mi audacia de llevar más agua a la mar de la crítica, si no fuera por el doble, y ambiguo, privilegio de mi edad y de mi calidad de parisino, educado en el Quartier latin, o sea la Rive Gauche, durante los años de la posguerra, “años de aprendizaje” (por decirlo con las palabras de Goethe) o de “desaprendizaje”, según ha escrito el mismo Octavio Paz. Las curiosidades y las preferencias estéticas, filosóficas y políticas de Octavio Paz han sido las mías y de mi generación, durante los mismos años, en especial de 1948 a 1958. He tenido trato (intelectual o personal) con la mayoría de los autores que cita Paz en su obra, de todas las nacionalidades, en particular latinoamericanos y españoles “de dentro y de fuera”. Desde hace varios decenios ya, cada uno de los viajes de Octavio Paz a París era un acontecimiento que celebraban a su manera las autoridades y las personas. El embajador Zavala hacía cenas íntimas con él y Marie José, y el embajador Castañeda organizaba recepciones en su honor. En otros casos él pasaba por París casi clandestinamente para huir de estos festejos y gozar privadamente de la conversación con viejos amigos, como Cioran o Henri Michaux. Recuerdo también las reuniones convocadas por Claude Gallimard en el departamento de la rue Sébastien Bottin (posteriormente rue Gaston Gallimard), donde acogía a Octavio y a Marie Jo, que ya no se hospedaban en

el vecino Hôtel Pont Royal, situado a dos pasos (cuyo bar, en el subsuelo, sigue siendo el rendez-vous de los autores de la editorial). Aparecían juntos en torno de Octavio Paz otras figuras que no solían verse más que por separado: sus traductores, Jean-Clarence Lambert, Claude Esteban y la delicada pintora Denise Esteban, Jean Claude Masson (ambos poetas y traductores de su obra poética), el discreto poeta Yves Bonnefoy, el pintor Roberto Matta, exuberante como su pintura, el novelista y crítico André Pieyre de Mandiargues, Michel Leiris (tres supervivientes, estos últimos, del grupo surrealista), la novelista Florence Delay, estudiosa de los trovadores y traductora de Sor Juana, el poeta y matemático Jacques Roubaud con quien (y otros dos) Octavio escribió “poesías a cuatro manos”, y no faltaba su viejo cómplice en “gatología” Claude Lévi-Strauss. Con motivo del último viaje que hizo Octavio Paz a París, en 1994, ya de ochenta años de edad, el ministro de Cultura hizo una recepción en su honor, en la Maison de l’Amérique Latine. Cuando hubo terminado el funcionario su discurso de bienvenida, le dije en un aparte que “un discurso y un coctel” me parecían poco para Octavio Paz; él me contestó para disculparse, como quien lo sentía sinceramente: “Es que he revisado las listas de condecoraciones de la República y ya se las dieron todas” (il les a déjà toutes). La relación de Octavio Paz con Francia se remonta en lo esencial a los años de la posguerra, como lo he repetido, primero de 1945 a 1949, pero nunca perdió el contacto. En aquellos años difíciles Montparnasse iba renaciendo trabajosamente, pero no sería nunca más lo que había sido antes de 1939, según escribió con razón Arreola; el París de las artes y las letras, de la canción y las tabernas nocturnas, emigró en 1945 a Saint Germain des Prés. Los cafés de la gente de pluma ya no eran tanto Le Dôme y La Coupole, como el Café de Flore y Les Deux Magots, y ya Le Bonaparte y La Rhumerie martiniquaise, si bien Saint Germain era más de escritores y Montparnasse más de pintores. Por otra parte, la permanencia cotidiana en el café fue perdiendo importancia en la vida literaria y artística. Por ello dijo Arthur Adamov, en los años setenta, que “Saint Germain çà c’est beaucoup amoché” (“Saint Germain se ha echado a perder”), pensando tal vez en la crónica del barrio que publicó Léo Larguier, una figura legendaria de Saint Germain. No debe engañarnos al respecto el fenómeno “existencialista” en torno de Sartre; fue una explosión de esnobismo incluso en la indumentaria. Recuerdo haber tomado una cerveza en Les Deux Magots repletos de clientes y turistas, en compañía de

Heidegger, Jean Beaufret y Kostas Axelos, en el verano de 1955; Beaufret le explicó al maestro de Friburgo que él tenía la culpa de que el café fuera tan concurrido (¡nunca imaginarían los clientes que el señor bajito y rechoncho con boina vasca fuera el padre del existencialismo!). Otra vez, ya en los sesenta, fui allá con Neruda y con algunos más, al terminar uno de sus recitales de poesía en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, creado en 1954 por Rivet y Sarrailh (donde conocí a Pellicer, a Villalobos y a Agustín Yáñez…) y Neruda pasó tan de incógnito. La celebridad es un fenómeno que hoy se mide en minutos de aparición en pantallas de televisión, pero en el París de entonces dependía de la presencia en la tribuna de reuniones políticas del Palais de la Mutualité. Octavio Paz acudió a estos meetings de la Mutu, abajo de la Montagne Sainte Genevieve. En cambio, ¿cómo olvidar que estaban con vida todavía en aquellos años figuras tan apasionantes como Blaise Cendrars, Francis Carco, Paul Morand, Jacques Prévert, todos asiduos de los cafés —más los de Montmartre que de Montparnasse en estos casos—, y Colette en su mansarde del Palais Royal, muy cerca de donde vivía Octavio entonces, en la rue de Richelieu. Los famosos, que no podían pasar inadvertidos, eran: Malraux, Camus y el binomio Sartre-Simone de Beauvoir. Estaba con vida Gaston Gallimard y reinaba intelectualmente en la NRF el intuitivo y taciturno Paulhan, al que iba a suceder Camus, hasta que murió prematuramente en un accidente de carretera, en el automóvil de la pareja Gallimard; ocurrió en 1960, regresando de su casa de Lourmarin (Provenza) a París. Solía decir Camus: “Le bonheur est toujours menacé” (“La felicidad siempre es precaria”). Sobrevivían de la generación anterior: el ambiguo Gide (rue Vaneau, atrás del bulevar Raspail), el (discreto) Premio Nobel Roger Martin du Gard (quien residía en la rue du Dragon, a dos pasos de la Brasserie Lipp (caférestaurante de monsieur Cazes), centro vital de la vida literaria y política, el distinguido Jean Schlumberger (amigo de Anna de Noailles), el chistoso y solemne Jules Romains, el tortuoso Mauriac, el fariseo Claudel, el misógino Valéry, y también Marcel Aymé, André Chamson, Georges Bernanos, Alain y su discípulo aventajado André Maurois, Gabriel Marcel, incluso Céline (que se disimulaba por sus simpatías fascistas) y el insumiso Giono: otras tantas grandes plumas. En las artes plásticas estaba el angélico Georges Braque (en Varengéville, de Normandía) y el demiurgo Picasso (quai des Grands Augustins, a corta distancia de la iglesia de Saint Germain des Prés);

los escultores Charles Despiau y Antoine Bourdelle, y el arquitecto Le Corbusier, considerado excéntrico por la arquitectura oficial, con su taller en la rue de Sèvres, en la misma Rive Gauche, los pintores Matisse y Chagall (no recuerdo si ya se habían establecido en la Côte d’Azur), Duchamp y Léger… Una ex modelo de Modigliani tenía un restaurante; tuteaba a sus clientes quienesquiera que fuesen; fue una émula de Kiki de Montparnasse, pero no recuerdo su nombre… Lo que sí tengo presente es que en un área de medio kilómetro cuadrado, cuyo ombligo era la plaza de Saint Germain des Prés, se percibía un hormigueo de genio literario y artístico, cercado por un rumor creciente de esnobismo. Los grandes creadores del cine francés: Jean Renoir y Marcel Carné, para citar sólo a dos de ellos, estaban en plena producción de obras maestras con diálogos de Prévert y música de Kosma (éstos eran más bien de Montmartre); Christian Bérard (apodado Bébé) y Jean Cocteau pintaban decoración de teatro. El recuerdo de Jacques Copeau, Philippe Soupault y Lugné Poe era garante del resurgimiento del teatro de vanguardia. Fui alumno del Lycée Condorcet, del que también fue alumno Marcel Proust y profesor el propio Mallarmé; en mis días Sartre era maestro de filosofía —no fue maestro mío— y la secretaria general del liceo había estado casada con Marcel Pagnol. O sea que París era una galaxia de pueblos: Le Quartier Saint Lazare, Le Quartier Latin, Chaillot (celebrado en el teatro por Jean Giraudoux), Montceau, Le Palais Royal y Le Marais, que entonces empezaba a renacer; Le Village d’Auteuil y Le Village de Montmartre: sólo estos dos últimos se llamaban anacrónicamente pueblos, en plena capital. Volviendo a Lugné Poe, él enriqueció el repertorio con obras de Pirandello, Chéjov e Ibsen. En otro barrio, Louis Jouvet y el teatro del Athénée, con grandes artistas como la ya anciana Marguerite Moreno y la joven Edwige Feuillère, seguían montando obras de Giraudoux, Anouilh, Salacrou. Gérard Philippe y María Casares, bajo la dinámica autoridad de Jean Vilar en el Teatro Nacional Popular, Antonin Artaud (el soñador de la Tarahumara), los Pitoëff, Jean-Louis Barrault (modelo ideal de Juan José Arreola) y Madeleine Renaud… eran jóvenes y ya famosos actores, mientras Serge Lifar trataba de prolongar en el Palais Garnier (la Ópera de París) la tradición de los ballets russes. Yvette Chauviré y la Viborova eran las estrellas femeninas del ballet de la Ópera. Éste fue el París del joven Octavio Paz, ávido de lecturas, conversaciones, experiencias vitales y estéticas.

La vida musical habría sido algo rutinaria sin la Chorale Elisabeth Brasseur; los Concerts Colonne seguían por costumbre. Con todo, estaban con vida Darius Milhaud y Francis Poulenc, Olivier Messiaen y Georges Auric, y el joven Henri Dutilleux; surgieron grandes directores de orquesta como Paul Parey o Pierre Dervaux (el último viajó a México a dirigir la sinfónica). Recuerdo a mis amigos de Lyon, iniciadores de Les jeunesses musicales, en particular a Marie-Véra Maixandeau, joven compositora ganadora del Premio Italia, y a un espoir del piano, Aldo Ciccolini, del linaje artístico de Busoni. Estaban en su apogeo los pianistas Yves Nat y Jean Doyen, el flautista Maxence Larrieu y la arpista Lily Laskin (con quien tuve el privilegio de compartir vacaciones en la casa de campo de la familia de Marielle Nordmann, su alumna y continuadora). A Octavio Paz le encantaba la música clásica y ha dado razón de su silencio crítico sobre un arte que lo ha acompañado en toda la vida y en la creación poética, pero sí solía asistir a los recitales y conciertos del París de la posguerra, en la Salle Pleyel y en la Salle Gaveau, esta última para la música de cámara. En la chanson française estaba en su cenit Edith Piaf, y en su debut, Juliette Greco, con Les feuilles mortes (especie de himno de Saint Germain des Prés); se le conocía como Juliette o Jujube. Era Juliette de Saint Germain como otra fue la de Shakespeare. La convirtió de actriz de teatro a cantante “realista” el mismo Jean-Paul Sartre. Yves Montand ya había “subido” (como se dice en Provenza) de Marsella a París… si bien no fue A bicyclette. En la boîte (cabaret) de Claude Luter, frente a la École Polytechnique, con su música hot se bailaba boogie woogie, danza más bien acrobática traída de los Estados Unidos, secuela del Ejército de Liberación. Pero el antro más de moda fue Le Tabou (¡hasta a los cabarets se metió la etnografía!), en el que Boris Vian tocaba jazz con trompeta. ¿Fueron a bailar a aquellos santuarios de la vida nocturna los jóvenes mexicanos Octavio, Juan José, Alberto, José Luis y Juan, y el chileno Roberto…? Octavio Paz no escribió, que yo sepa, si le gustaba el jazz y el swing; pero Carlos Fuentes contó que cuando regresó de viaje a París (donde había sido alumno del College Chaptal), en 1950, Octavio Paz y Elena Garro lo llevaron a aquellos antros de Saint Germain. No fue menor la actividad en las artes plásticas: las tradicionales galerías de arte de la Rive Droite (ribera derecha del Sena), las del Faubourg (Saint Honoré): Petridés, Weill y Durand-Ruelle, y las Carré y Maeght (Octavio Paz fue amigo de Aymé Maeght), nacieron o renacieron. Como antes Kahnweiler,

Paul Guillaume influyó mucho en el resurgimiento de París como plaza artística. Octavio Paz escribió textos para exhibiciones de galerías más recientes de Le Marais, como Le point Cardinal. En aquel París que no había recobrado toda su gala de Ville lumière, Octavio Paz rentó un estudio (en duplex) muy cercano al Palais Royal y al Teatro Francés, en una casa muy antigua donde es fama que Molière guardaba el vestuario de su compañía de teatro. Se subía por una escalera interior algo teatral al boudoir de “la Reina de la noche…” Era cónsul general de México en aquel tiempo el excéntrico autor de teatro Rodolfo Usigli (lo evocó Edwige Feuillère en su último libro, A vous de jouer, entretiens avec Jean-Jacques Lafaye.[6] En aquellos días Louis Jouvet regresó de una gira por México, con la promesa de acoger pronto a un joven jalisciense apasionado del teatro, que sería una de las mejores plumas mexicanas de su generación, Juan José Arreola, de quien Octavio escribió: “En él la desesperación está armada de alas”.[7] Lo esencial para entender mejor la génesis de la obra posterior de Octavio Paz sería, según la crítica, su encuentro con el grupo de los surrealistas, mediante su amigo Benjamin Péret, un franco-mexicano; él mismo lo comentó en 1996, por televisión (en México y en Francia), al evocar la figura de André Breton, con motivo del centenario del nacimiento del autor de Nadja (obra de 1928), lo cual haría superfluos mis comentarios. (El mero hecho de conmemorar el centenario del nacimiento del corifeo del surrealismo es un acto dos veces “surrealista”.) Paz conoció el segundo surrealismo, el de la posguerra. En torno de la personalidad emblemática del gurú había figuras de mayor envergadura como creadores; por su intransigencia —excluyó al pintor Matta—, Breton provocó la dispersión del grupo. Confieso que ésta es la interpretación común; Octavio Paz siempre defendió a Breton. Mi entrañable amigo Erwin Palm, y su esposa Hilde Domin, ambos poetas, que frecuentaron a Breton en Santo Domingo durante la segunda Guerra Mundial, lo recordaban con emoción. Alfonso Reyes tornó en ridículo, desde Buenos Aires (en Textos cautivos, 1938), el escrito titulado Por un arte revolucionario independiente. Manifiesto de Diego Rivera y André Breton por la liberación definitiva del arte. La disgregación del grupo de los “suprarrealistas” —como los calificaba Reyes— también fue resultado de ataques venidos de los comunistas, después del acercamiento de Breton

con Trotski, al que llegó a conocer en México, en 1938. Aragon se refugió en la fortaleza del partido (¿manipulado por Elsa?) (se decía “le Parti”, como si no hubiera otro más que el comunista). Eluard, vivo símbolo de la resistencia clandestina a los nazis (Résistance), verdadero mito nacional, se replegó en la lírica y se fue a vivir más tarde a México con Dominique; Genêt fue a parar a la cárcel; Crevel (el nuevo Rimbaud) murió de overdose; Artaud salió del internado psiquiátrico y volvió al teatro. Ironizaba Mauriac que los verdaderos anarquistas se encuentran más comúnmente en los salones que en el pueblo. Breton escribió en Nadja: “No me vengan a hablar del trabajo. Quiero decir del valor moral del trabajo […] De nada sirve vivir si hay que trabajar”, cito en la traducción de Alfonso Reyes, que comentó: “En fin, que como dice la ‘chuscada española’ el que inventó el trabajo no tenía quehacer”.[8] De modo que no hubo unanimidad en torno a Breton, ni mucho menos; las críticas y el escarnio vinieron tanto de los conservadores y los moralistas ultrajados, como de los intelectuales escépticos y de la izquierda laborista y comunista. ¿A quiénes más llegaría a conocer Octavio Paz en el París de los años cincuenta? Ésta es la cuestión fundamental. Fuera del grupo de escritores de la embajada de México: Gorostiza, Usigli, Torres Bodet (el joven secretario de la embajada tuvo roces con el embajador por un prefacio a una antología de poesía mexicana publicada por la UNESCO), y de otros mexicanos, como Arreola y, sobre todo, Manuel Cabrera, parece que se relacionó con dos grupos: primero los surrealistas, cuyo círculo era entonces “la capital de la poesía”, aun más que la poesía en la capital (Breton, Leiris, Aragon, Eluard, Char, Mandiargues, Schéadé, Man Ray, Cocteau, Bataille, y los pintores Wifredo Lam, Duchamp y Matta…). Por otra parte, se incorporó a los españoles republicanos, o sea, el club tal vez más politizado de aquel momento: el Ateneo Español. Se codeaban en sus reuniones, amén de ilustres hispanistas como Sarrailh y Bataillon, escritores como Jean Cassou, André Malraux y los pieds noirs de Argelia: Emmanuel Robles, Albert Camus (cuya abuela era oriunda de Mahón) y su maestro, el filósofo Jean Grenier; actores de teatro como María Casares, Gérard Philippe y Jean Vilar. Orán (que ellos pronunciaban “Oron”), por la fuerte inmigración española republicana, y por su pasado secular de presidio de Berbería, fue una ciudad “de habla francesa y de cultura española”, según dicho famoso. Para la izquierda francesa, y de

toda Europa, la República española se veía como la auténtica “primavera de los pueblos”, y su derrota como la tumba de la esperanza. Octavio Paz ya conocía a Cassou y a Malraux desde el Congreso de Valencia de 1937 (esto me lo contó Jean Cassou con su memoria intacta, en los años ochenta); a través de ellos llegó a conocer a los demás, notorios españoles refugiados en su mayoría, anarquistas, socialistas y liberales, unas figuras de gran relieve como José Bergamín. Pocos comunistas (los más de éstos se refugiaron principalmente en Rusia y en México, por los recordados barcos, y debido al papel de Neruda en la selección de emigrantes). Según testimonios como el del pintor mexicano Juan Soriano y el del escritor español Jorge Semprún (ambos figuras parisinas), Octavio regresó de España a México en 1937, con actitud ya muy crítica respecto del espíritu sectario de ciertos grupos republicanos; ya habían empezado las violentas tensiones entre comunistas, anarquistas y trotskistas (la FAI, el POUM y demás grupos disidentes no más tolerantes). Es notorio que la República española no se hundió sólo por la agresión fascista germano-italiana, sino también como consecuencia de sus divisiones internas. En diferente ámbito yo dudo mucho que el Octavio Paz de los años cincuenta haya podido acceder al círculo reservado de los próceres de la Nouvelle Revue Française: Gide, Schlumberger, Martin du Gard, Valéry, Duhamel… señores ya entrados en años que constituían una especie de Academia Francesa bis, no oficial, la Nouvelle Revue Française, y verían con presumible sospecha a este joven mexicano contagiado de vanguardias poéticas y políticas. Él tampoco se sentiría atraído por ellos, aunque sí fue un gran lector de los ya clásicos ensayos de Valéry Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (1895) y La soirée avec Monsieur Teste (1895), que fueron la nourriture (con Les nourritures terrestres de Gide, 1897) de la juventud culta de la posguerra; no sintió igual atracción por su obra poética y menos aun por la de Claudel (si bien, como todos nosotros, no se pudo defender de admirar el himno al amor que es Partage de midi). El único punto de convergencia entre la vanguardia y Claudel era la devoción a Rimbaud. Por otra parte, supongo (no pasa de suposición) que Paz estuvo relacionado con figuras tan popularmente parisinas como Francis Carco, Léon Paul Fargue, Emmanuel Berl, Blaise Cendrars, el uruguayo Jules Supervielle (lo sé por su yerno, Ricardo Passeyro; atestigua su trato con Supervielle también una carta

de Alfonso Reyes, de 1949); también llegó a conocer a otros escritores extranjeros del París de la posguerra, como el italiano Ungaretti, y notablemente su amigo Milosz que, como él, ganaría el Premio Nobel. ¿Sería esta relación por intermedio de Valéry Larbaud que era uno a modo de agregado cultural motu proprio de la colonia latinoamericana, o bien de Francis de Miomandre, traductor de Asturias y amigo de Jorge Guillén? Estoy seguro, en cambio, de que, mediante los inseparables Michel Leiris (escritor y estudioso de la África subsahariana y sus artes), Alfred Métraux (etnólogo americanista, de quien he sido sucesor como secretario general de la Société des Américanistes, con sede en Le Musée) y Georges Bataille, que frecuentaban al cenáculo surrealista y tenían su cubículo en el Musée de l’Homme, el joven mexicano pudo acercarse a otros etnólogos como Marcel Griaule, Leroi-Gourhan, Lévi-Strauss, Soustelle (al que llegaría a conocer anteriormente, en México), a la escultural africanista Germaine Dieterlen, y al curioso dandy y genial museógrafo Georges-Henri Rivière, que era el duende del grupo. Si bien no recuerdo personalmente haber visto a Octavio Paz en los domingos “de puertas abiertas” de Paul Rivet, en su departamento del Palacio del Trocadero, sé que mediante sus amigos del “Troca”, Octavio tuvo la oportunidad de asomarse a aquel techo de París. Él mismo evocó sus encuentros con Paul Rivet, maestro o patrón de todos los que nos dedicamos a los estudios americanistas, africanistas u oceanistas. Por otra parte, se da el caso de que el Palacio del Trocadero está a una cuadra de la embajada de México. La biblioteca-residencia de Paul Rivet era un tesoro bibliográfico para americanistas y sobre todo una encrucijada en la que convergían etnólogos, diplomáticos latinoamericanos y líderes de la izquierda francesa. En aquellos años Rivet (quien falleció en 1958, mes y medio antes del 13 de mayo) era director —y fundador— del Museo del Hombre, secretario general de la Sociedad de Americanistas, presidente de la Unión Progresista y diputado por París. Y en los antípodas de todas estas vanguardias izquierdistas Octavio Paz fue introducido por sus amigos escritores al salón de una proustiana Marquesa de Villeparisis, cuya identidad civil era Suzanne Teznas Dumoncel (preciosa información que me recuerda oportunamente Marie José Paz; yo no llegué a conocer a esta figura de la sociedad); en las cenas a las que convidaba esta señora, el poeta pudo alternar con Henri Michaux, con el pintor Balthus y con Samuel Beckett, que se convirtieron en amigos suyos, y

también con Gaëtan Picon, Etiemble, Maurice Nadeau, Guy Dumur, Claude Roy, Roger Munier, Jacques Prévert, Raymond Queneau (autor de una novela paródica titulada Les enfants du Limon [“Los hijos del limo”]… no sé si con Vercors, fundador de las clandestinas Éditions de Minuit, y con Claude Roy, y no sé si con Cioran, quien no fue tan hombre de mundo, pero sí tuvo más tarde estrecha amistad con Octavio Paz, quien no dejaba de visitarlo cada vez que regresaba a París. Ya dispersos y aplacados los escándalos causados por los happenings de los surrealistas (que ya parecieron inocentes después de los horrores de la guerra), el surrealismo se había convertido en un monigote. Recuerdo a Dalí, invitado a dictar una conferencia (en los cincuenta); llegó a la Sorbona en un Rolls Royce atiborrado de coliflores, con su acostumbrado deseo de sorprender. Decantada la espuma de la provocación sistemática, el escritor del grupo surrealista que se iba a imponer con el tiempo por su escritura como el más perfecto poeta de la generación fue René Char. Éste no tuvo el lirismo de Eluard, ni el genio perverso de Aragon, sino la perfección adamantina de Mallarmé y de Valéry. Fue además un luchador resuelto, sin vanagloria, contra la ocupación militar hitleriana y contra la implantacion del arma atómica en le plateau d’Albion, su tierra provenzal. Me dijo un día de mayo de 1958: “Mientras no se decida sacar el mausoleo de Napoleón de bajo la cúpula del palacio de los Inválidos, no habrá reformas posibles en nuestra nación”. De todos es a quien le veo más afinidades con Octavio Paz, quien escribió sobre él: “Una roca en aquel océano de confusiones: el poeta René Char”. No tengo a la mano las cartas que me mandaron el uno y el otro, ni siquiera todas sus poesías impresas, pero si bien no creo que me lo haya escrito, recuerdo que René Char me concedió esta afinidad con Octavio Paz (es un testimonio que se remonta a los primeros años de la dédada de los sesenta, años felices en los que fuimos vecinos de verano, entre la Fontaine de Vaucluse y su pueblo nativo de l’Isle sur la Sorgue). Es obvio que tienen en común Char y Paz “la piedra solar”, en su versión mexicana y provenzal, así como la perfección formal que les viene del antepasado también común, l’Ancêtre, Stéphane Mallarmé. Octavio Paz tuvo la audacia de traducir a Mallarmé al español, y comentarlo; verdadero reto, hazaña entre sus más sonadas, de 1968. Llegó a imitar Un coup de dés, en Blanco, obra de 1967, que ya apunta hacia sus polares referencias, Mallarmé y el tantra. Les asemejaban también, a Paz y a Char, sus respectivos escritos sobre la

pintura (entre pintores franceses, principalmente Braque para Char, Duchamp para Paz, y muchos otros pintores); tanto de Paz como de Char se han podido hacer grandes exposiciones de sus pintores, con los comentarios o las poesías que les habían inspirado. No se había visto nada parecido desde las Curiosités esthétiques (1845-1864) de Baudelaire; nótese que La main enchantée (“La mano encantada”, la del pintor), de Gérard de Nerval, fue un escrito aislado en su obra. “La pintura tiene un pie en la arquitectura y un pie en el sueño”, escribió Octavio Paz. Como toda regla, ésta tiene excepciones; yo rectificaría, en dos casos: Fernand Léger tuvo dos pies en la arquitectura, Joan Miró tuvo los dos en el sueño. En otro aspecto, tanto Char como Paz fueron francotiradores de la lucha contra “ogros” (filantrópicos y criminales), de cualquier ideología que se reclamasen; siempre les quedó algo del anarquismo originario del movimiento surrealista y un pacifismo más afín con el irenismo de Erasmo que con el frío realismo de la “estrategia de disuasión” característica de los años de la Guerra Fría. Por su libertad de criterios y por la profundidad de sus análisis de la sociedad contemporánea, Octavio Paz ganó en Francia, en 1989, el Prix Tocqueville, a la memoria de Alexis de Tocqueville, autor universalmente admirado de De la démocratie en Amérique (1835 y 1838). En un capítulo posterior volveré sobre la notable influencia de Tocqueville en el pensamiento histórico y político de Octavio Paz. Es algo excepcional que un gran poeta sea también un analista social (no digo “sociólogo”, palabra que hubiera rechazado) y político (¡ojo!, que tampoco digo “politólogo”) de reconocida clarividencia. En el enfoque del mundo actual Octavio Paz, sin ser propiamente historiador, como veremos, nunca perdió de vista la dimensión del pasado, el rescate de la tradición, cambio pero retorno al origen. Con todo, lo que quedará como clásico en su perfección adamantina es su obra poética. Octavio Paz ha sido primordialmente un poeta; él mismo así lo ha declarado. Ser poeta después de Mallarmé implicaba (como ser pintor después de Cézanne) la maestría de la forma, el color, la música; también hacerse capaz de expresar el misterio sin caer en absoluto hermetismo, lo oscuro con “un sentido más puro a las palabras de la tribu”, en las propias palabras de Mallarmé. La obra poética, verso o prosa, de Octavio Paz es una serie de épures sin el menor desliz formal. Pero si fuera sólo eso se parecería a Leconte de Lisle o a François Coppée, poetas fin de siècle de forma perfecta llena de vacío. Él mismo reconoció la influencia del gran poeta español Jorge

Guillén (entrañable parisino también don Jorge, quien me dijo un día, en un café de Roma: “No se crea que yo me chupo el dedo”, lección que recogió Octavio Paz, además de la de escritura), de Luis Cernuda y de Vicente Aleixandre, así como la del mexicano Javier Villaurrutia, y de Antonio Machado (tema este último sobre el que volveremos extensamente en un capítulo posterior). Repetía Eluard que toda poesía viene de otros poetas, en virtud de uno a modo de comunismo espontáneo; por ejemplo, su tan famoso verso: “El cielo es azul como una naranja” (“Le ciel est bleu comme une orange”) ¡fue un préstamo de Cocteau! La obra poética de Octavio Paz, que nació antes de su primer viaje a París, en el contexto de la efímera revista Barandal, en la que intentó definir “La ética del artista” (siendo muy joven, en diciembre de 1931), se impregnó posteriormente de un mensaje filosófico: la afirmación del lenguaje como acto creador, liberador. La prioridad ontológica del verbo es una revelación antigua que se ha perdido varias veces a lo largo de la historia: “Am Anfang war die Tat” (“Al principio estuvo el acto”), proclama al contrario el Fausto de Goethe. El rescate de la voz de los filósofos presocráticos lo haría en nuestro siglo otro (controvertido) pensador alemán; por eso, al interpretar la obra de Octavio Paz, en 1990, Ramón Xirau utilizó la palabra griega aleteia (manifestación o dévoilement), concepto predilecto de Heidegger. Liberar el pensamiento occidental del monismo parmenidiano, idealizado stricto sensu por Platón, restaurar el prestigio de los presocráticos, es decir, asumir lo otro y lo contradictorio, el ser solitario pero “reconciliado” (concepto tomado de Novalis, para quien la “reconciliación” era la doble recuperación de la armonía universal y la eternidad), es el mensaje de la poesía de Octavio Paz, ya antes de su encuentro con el hinduismo; en este aspecto se relaciona con el surrealismo y con sus raíces románticas. Esta visión la pudo sacar de Nietzsche (de quien confesó ser asiduo lector durante sus años de juventud) o, más bien, de los poetas románticos alemanes, con la probable mediación de Gérard de Nerval, y también de Rilke. No fue casualidad si le puso más tarde como título a uno de sus escritos más profundos sobre la poesía Los hijos del limo, que, sin parecerlo, es una cita de Nerval. Nótese que los ensayos reunidos de Albert Béguin sobre Gérard de Nerval fueron publicados por la Librairie José Corti, en 1945, poco antes de la llegada a París de Octavio Paz. Éste se remontó a las fuentes originarias. Lo que fue en Europa la aspiración de su generación al terminar la

pesadilla de la segunda Guerra Mundial, ésta fue también la exigencia del joven mexicano. La tradición de la modernidad, ruptura con el clasicismo y el racionalismo, surgió con el romanticismo. (Vamos a ahondar, más adelante, en este tema esencial para entender la obra, toda la obra, prosa y verso, de Octavio Paz.) El poeta recordó un consejo que le dio Ortega y Gasset: “Aprenda el alemán, y póngase a pensar”.[9] Será de gran provecho para nuestros lectores consultar los escritos que José Gaos dedicó en aquellos años a Husserl, Heidegger y Ortega.[10] No otra cosa nos decía mi maestro Jean Beaufret, exégeta de Parménides y de Heidegger; era idea común de aquella generación, la de Sartre y Merleau Ponty, el que la filosofía es asunto de griegos y alemanes, sabiduría a la que los demás no podrían acceder sin el dominio de estos idiomas. Pero Octavio Paz no aprendió el alemán; aunque sí asimiló el pensamiento alemán, como se verá en los siguientes capítulos, mediante selectos intérpretes. La cultura viva es una red compleja de metáforas y señales, que en los últimos decenios han estudiado sistemática, si bien incompletamente, los semiotistas. La lingüística ha sustituido a las ciencias naturales como modelo estructural de las ciencias de la humanidad o de lo humano. Las obras plásticas, filosóficas y poéticas si son auténticas (las que no son mero malabarismo intelectual o gráfico) se hacen eco, igual que en el soneto de las sinestesias de Baudelaire, donde las sensaciones táctiles, los colores y los sonidos se corresponden. El primero en formular por escrito estas “simpatías” fue el escritor romántico alemán Jean Paul (Richter), en su Introducción a la estética (Vorschule der Ästhetik, 1804), que es más bien una poética, en la que ha escrito: “La poesía debe ser, según el nombre que llevó en España en otro tiempo, la Gaya Ciencia: debe, como la muerte, hacer de nosotros dichosos dioses”.[11] Algo significativo es que, cuando viajó a Francia en el verano de 1955, el autor de Sein und Zeit tenía la ilusión de entrevistarse con Georges Braque y René Char (quien residía en la rue Vaneau, a unas casas de donde vivió Gide), un pintor y un poeta cuyas respectivas obras consideraba Heidegger preñadas del mismo mensaje que la de Hölderlin; de Diotima a Mutra lo trágico del destino humano sólo ha cambiado de nombre, no de índole. Octavio Paz escribió, comentando a Hölderlin (a quien leyó en la traducción francesa de Geneviève Bianquis, publicada por Éditions Montaigne, en 1943):

El tema de Hyperion es doble: el amor por Diotima y la fundación de una comunidad de hombres libres […] La palabra poética es mediación entre lo sagrado y los hombres […] Poesía e historia, lenguaje y sociedad, la poesía como punto de intersección entre el poder divino y la libertad humana, el poeta como guardián de la palabra que nos preserva del caos original.[12]

Fue idea de Novalis el que la filosofía no es sino “la teoría de la poesía”; parece más bien lugar común de los románticos; esta idea también la expresó Federico Schlegel; de ellos la retomó Heidegger. Con acierto Carlos Fuentes, otro príncipe del ensayo, valoró la poesía de Octavio Paz, señalando que “es experiencia intransferible y secreta de un artista, y es una lectura del mundo”; ambas características son el sello de la autenticidad y la garantía de su permanencia. Para situar a Octavio Paz más allá de los Contemporáneos, nos puede ayudar otra comparación, aprovechando la publicación por Anthony Stanton, de la Correspondencia Alfonso Reyes-Octavio Paz: 1939-1959.[13] Don Alfonso fue un platónico, como lo delata su predilección por la forma dialogada, sus lecciones magistrales sobre la dialéctica y la sofística (dictadas en la UNAM en los primeros años de la década de los cuarenta, cuando decidió dejar su cargo diplomático y regresar a México), publicadas con el título La crítica en la edad ateniense.[14] Tengo a la mano una reseña que hice de aquel libro de Reyes, en el número I de los Cahiers des Amériques Latines, de aquel año de 1961; permítaseme con la distancia citarlo como si fuera de otro: “Reyes tiene la erudición de un sabio germánico aliada a la elegancia de un cuentista árabe”. Pues bien, si se quiere entrar en el juego algo retórico del parangón, como en las Vidas paralelas de Plutarco, podría decirse que Octavio Paz fue “un híbrido de brahmán y de fauno”. En su obra la armonía apolínea de la escritura arropa el impulso dionisiaco sin quitarle el ímpetu vital, como para desmentir aquel hermoso verso de Rilke, que me gusta citar: “In der Kreuzung zweier Herzwege steht kein Tempel für Apoll” (“En la encrucijada de dos caminos del corazón no cabe templo de Apolo”).[15] Este carácter impetuoso que tuvo Octavio Paz es lo que quizás le faltó a Alfonso Reyes, pero en cambio tuvo otras grandes virtudes, literarias y personales. Don Alfonso fue el papá (digo el papá, que no el papa) de los jóvenes escritores, de Octavio Paz entre otros como Arreola, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, según lo recuerda este último en una página entrañable de un libro suyo:

Era tal su discreción, que muchos aun ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua […] Su gusto era ecuménico […] El maestro —porque también lo era— concebía como una especie de apostolado compartir con su grey todo aquello que lo deleitaba. Fue un paciente y esperanzado pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos […] En una época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes.[16]

¿Cómo decir más claramente que don Alfonso le señaló el camino de los viajes al joven Octavio, al Ulises de Mixcoac, y, además de apoyarlo en su carrera de diplomático principiante, mandarlo a París y a Delhi, le enseñó la nitidez de la poesía y la transparencia de la prosa, lo animó a superarse y, al menos como poeta, a superarlo? Lo que merece ahora nuestra atención es que la relación intelectual de Octavio Paz con la literatura francesa fue anterior a su primera estancia en París y tiene que ver con zonas del pensamiento muy alejadas tanto del simbolismo como del surrealismo. En cierta manera se remonta a su infancia, entre su tía Amalia (rara avis pero culta y francófona) y los libros de su abuelo, el cronista Ireneo Paz. Pero me refiero al ya adulto y ya escritor Octavio Paz. No pasaría de ser intuición, si no fuera por una carta (inédita) que le dirigió a una amiga (de la que revelaré la identidad en otro ensayo, por ser un nombre ilustre) el joven Octavio, nuevo “poeta en Nueva York”, en el verano de 1945. Escribió el poeta, con gran posterioridad, que “comienza hacia 1945 la poesía contemporánea hispanoamericana”. Si bien no hay relación directa entre ambos escritos, quiero entresacar de la aludida carta un corto pasaje, tan insólito que va a sorprender a más de un crítico de la obra de Octavio Paz: […] y la lectura de Péguy —a quien no conocía— me distraen bastante. Es realmente un primitivo, y leyendo sus poemas me he acordado de Fouquet. Creo que nos hace falta fe. Y también las otras dos hermanas: esperanza y caridad. Pero si se tiene fe se puede llegar a tener esperanza. Quisiera una fe inteligente y al mismo tiempo añosa, como la de los fresnos de mi plaza, como la de los viejos cristianos.[17]

¿No pasaría esta confesión de ser un episodio de la biografía interior del poeta? Vemos, en todo caso, que cedió a la incantación del autor de las Tapisseries, como la Présentation de la Beauce à Notre Dame de Chartres

(1912), este Catón cristiano surgido del pueblo humilde de Francia antes de la primera Guerra Mundial en la que murió, como Alain Fournier y otros jóvenes “poetas asesinados”, o heridos, como el propio Apollinaire. El entusiasmo de Octavio Paz por Péguy, al que parafrasea en la citada carta, nos revela que la sensibilidad a la espiritualidad (cristiana en este caso) fue anterior en él al encuentro con la India y sus tradiciones religiosas. La comparación de Péguy con el pintor francés Jean Fouquet, retratista y miniaturista del siglo XV, hace patente que, ya en 1945, el poeta percibía las relaciones secretas entre pintura y poesía, relación transtemporal en este caso. Y como lo revela el pasaje que sigue, hizo entonces una inequívoca elección entre el intelectualismo paradójico de Unamuno, corifeo de la generación española de 1898 (en el cenit de su prestigio en aquella fecha) y el rebrote de fe cristiana “primitiva” en la obra de Péguy. Aquel año precisamente publicó el viejo Romain Rolland, figura emblemática del idealismo europeo y el espiritualismo agnóstico, una biografía de Péguy. Escribió a continuación Octavio, pidiendo la adhesión de la joven española destinataria de la carta: “Unamuno no tenía fe y por eso tampoco tenía caridad. ¿No crees que le falta caridad a Unamuno?” Alfonso Reyes recordó que, siendo ministro de la embajada de México en París, frecuentó a Unamuno (entonces prófugo, huyendo de la dictadura de Primo de Rivera) y más tarde intercambió muchas cartas con él. En cambio Borges, comentando su Vida de don Quijote y Sancho (1905), escribió: “Prefiero la ironía, las reservas y la uniformidad de Cervantes a las incontinencias patéticas de Unamuno”.[18] Inconformismo, disconformidad con las más consagradas autoridades intelectuales y morales del momento: ésta ha sido la postura constante de Octavio Paz, que tuvo que enfrentarse en su vida, ya convertido él mismo en una autoridad, en “el último mandarín intelectual” (según lo calificó Mario Vargas Llosa, buen catador de escritores), con la inconformidad de la siguiente generación, en la política si no es en la estética. Octavio Paz no siempre tuvo caridad; fue intransigente sobre la calidad intelectual y la del estilo (pocos tuvieron caridad para con él, por la envidia —flaqueza universal, no sólo hispánica como se cree—), pero sí tuvo entusiasmo por otros (e incluso sorprendente indulgencia para con algunos de sus detractores); no obstante, que yo sepa, nunca le faltó lo esencial, que es la fe. Estas peripecias, o paréntesis, espuma que flota en la superficie de una

permanente creatividad, son de poco peso en comparación con lo fundamental: el encuentro con los textos religiosos de la antigua India, la erótica y la estatuaria sensual y sagrada de la India. Esta evidencia se me apareció cuando se publicó, hace ya más de 30 años, Le singe grammairien (El mono gramático, 1972); la obra apareció primero en la hermosa traducción francesa de Claude Esteban, en una colección dirigida por Gaëtan Picon, Los Senderos de la Creación (Les Sentiers de la Création), de las ediciones de arte Albert Skira (de Ginebra), que durante muchos años fueron sin disputa lo mejor de Europa. Tomó aquel título Octavio Paz, con gran probabilidad, de Las mil y una noches, obra inmortal en la que aparece un “mono letrado” (gramático y letrado fueron términos sinónimos en el Siglo de Oro) que, según Littmann, sería una reminiscencia de Thot, dios de la escritura de los antiguos egipcios (extraje este dato de Ernst Robert Curtius, en Literatura europea y Edad Media latina,[19] libro que no pudo ignorar Octavio Paz). Otra eventualidad es que se haya producido una hibridación léxica en su mente, entre el “mono letrado” del cuento árabe, y “el Sajón Gramático” (Saxo Grammaticus), escrito danés del siglo XIII, dado a conocer al público por un estudio de Georges Dumézil, publicado en París aquel mismo año. Uno de mis compañeros de colegio, el maestro Charles Malamoud, reconocido experto (hasta en la propia India) en materia de sánscrito e hinduismo, me dijo entonces: “¿Sabes tú que el reciente libro de Octavio Paz se ha convertido en un texto de referencia para todos nosotros, indianistas de profesión?” Es un hecho muy notable que, en un campo tan difícil, filológicamente hablando, como es el sánscrito, y tan esotérico como es el hinduismo, el tantra, etc., un neófito llegara a calar hondo. Esta lectura de Malamoud no fue para mí sino la confirmación de la impresión que había tenido de Octavio Paz en Kabul el gran arqueólogo de Afganistán, Daniel Schlumberger (hombre difícil de impresionar y poco adicto a confidencias), en 1964; en aquella fecha éramos Schlum (que así lo llamamos todos), Malamoud y yo, profesores de la universidad europea por antonomasia, la de Estrasburgo. Así fue como hasta Alsacia llegó en 1964, años antes de aparecer Le singe grammairien, la fama de hinduista de Octavio Paz. Volviendo a su relación con la literatura francesa, no he podido averiguar ahora si Octavio Paz había leído a Romain Rolland, colaborador de los

Cahiers de la quinzaine de Péguy y, sobre todo, autor de una Vida de Ramakrishna y otra Vida de Vivekananda, redescubridor en Francia, hacia 1930, de la sophia oriental (si bien Nietzsche y Schopenhauer habían abierto esta vía en el siglo anterior). La contraprueba del valor eminente de la obra indianista de Octavio Paz la ofrecen obras de otros poetas, que también han sido diplomáticos en el Extremo Oriente. De allí sacó el entonces dandy Pablo Neruda Residencia en la tierra (1928); sin la huella oriental no se entendería bien gran parte de la obra de Paul Claudel, y, finalmente, la poesía inmarcescible de Alexis Léger (alias Saint John Perse, autor de Anábasis, 1924-1948), otro diplomático al que Octavio Paz trató en Oriente (también Premio Nobel ), debe mucho a su temporada en la lejana Asia. Con todo, ninguno de aquellos poetas se adentró tanto como Paz en los esotéricos textos de la India, los Upanishad y el Baghavad Ghita; ninguno cantó a Vishnu y a sus avatares. Hay que reconocer, no obstante, que Octavio Paz (él mismo lo subrayó) no se convirtió ni al budismo ni al hinduismo; no pasó de una relación intelectual y de una emoción sensual. Se había convertido antes al espíritu de París, que le brindó al poeta El laberinto… además de ofrecerle, si no es la anhelada “reconciliación” (que sólo posteriormente encontraría en la India), diversa consolación a la “soledad” existencial. Quien ha advertido mejor hasta ahora, que yo sepa, la importancia del encuentro ulterior de Octavio Paz con las tradiciones de la India, ha sido Severo Sarduy (otro de sus amigos, posteriormente, de París), en un artículo que publicó en 1990, cuando ganó el poeta el Premio Nobel de Literatura. Sarduy percibió algo esencial: que “el pensamiento asiático” no es sólo un desfile de conceptos, una teoría de silogismos nítidos como paisajes clásicos, sino también, y sobre todo, “un estilo”. Lo resumió afirmando que allí aprendió Octavio Paz a “desnudar las apariencias”. Se trata de una verdadera epifanía, por etapas; después de El mono gramático (publicado en Barcelona, por Seix Barral, en 1974, y en francés, por Flammarion, en 1982) apareció La llama doble. Amor y erotismo (Barcelona, 1993) y, por fin, Vislumbres de la India (México, 1995). Está claro que en la última fase de su carrera como escritor, ya en el ocaso de su vida, Octavio Paz hizo una “vuelta de los tiempos” (usando sus propios términos) sobre la época y la residencia de su vida más rica de experiencias y revelaciones (el país en que también llegó a unirse con Marie José). Nos dejó como testamento intelectual y espiritual sus reflexiones sobre la India, el

testimonio de su iniciación a una cultura, que es a la vez religión y expresión, rito y gozo, una filosofía de la historia personal y colectiva en la que “el presente es perpetuo” y el tiempo es inmóvil. En ese sentido Severo Sarduy pudo escribir que Octavio Paz “conoce el pasadizo secreto” que comunica a la diosa Kali, protectora de la ciudad de Calcuta, con la Coatlicue de la antigua Tenochtitlan; lo cual sella el significado universal de su obra poética, arraigada en la profundidad de los mitos.

[1] Carta a Alfonso Reyes, 3 de noviembre de 1951. [2] OC, 4, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal (1991), FCE, México,

1997, p. 35. [3] La diffusion de la littérature hispano-américaine en France, PUF, París, 1972. [4] Tiempo, México, 1943. [5] El mito y el hombre, París, 1939. [6] Albin Michel, 1998. [7] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 330. [8] Alfonso Reyes, Los trabajos y los días, 1939. [9] OC, 11, Obra poética I (1935-1970), p. 283. [10] Volumen X de sus Obras completas, en la Nueva Biblioteca Mexicana de la UNAM. [11] Jean Paul (Richter), Vorschule der Ästhetik, 1804, III, 4; edición en español, Introducción a la estética, Editorial Verbum, Madrid, 1991. [12] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, “Los hijos del limo”, p. 368. [13] Anthony Stanton (ed.), Correspondencia Alfonso Reyes-Octavio Paz: 1939-1959, FCE, México, 1998. [14] Tomo XIII de sus Obras completas, FCE, México, 1961. [15] Rainer Maria Rilke, Sonette an Orpheus, 1922. [16] Sergio Pitol, El arte de la fuga, Era, México, 1996, pp. 175-176. [17] Carta a Teresa, 1945. [18] Jorge Luis Borges, Textos cautivos, Buenos Aires, 1937. [19] Publicado en alemán en 1948, traducido al francés poco después, y trasladado al español por Margit Frenk y Antonio Alatorre, FCE, México, 1955, p. 481.

II. EL PEREGRINO De Homero en Mixcoac a Ulises en Manhattan

A los ojos de Teresa Guillén… ¿Se burlan o se encienden con simpatía? O. P. Mi pasión, lo central para mí, es la poesía. O. P. La imagen del mundo se repliega en la idea del tiempo y ésta se despliega en el poema. O. P.

El niño que, según lo confesó, anhelara ser otro Homero, cuando menos consiguió ser Ulises, un “Ulises criollo” más cosmopolita que Vasconcelos, y ningún Ulises sedentario como el de Joyce, que su exilio no fue sólo interior sino nómada. “Hay algo de Sindbad en Ulises”, escribió Gide (Prétextes, 1919). Las andanzas de Octavio “riman” con las de los románticos alemanes; una biografía que queda por escribir podría titularse El doble exilio de Octavio, o algo así como Residencia en la tierra, si otro no se hubiera aprovechado ya de ese título. La editorial que publicó su primer ensayo se llamaba Vuelta, nombre simbólico que prefiguraba su destino andante y clamaba su deseo de regreso; por este motivo y por otro de índole política le dio por título a su última revista también Vuelta. Tuvo que abandonar temprano su isla de Itaca, que era el jardín de Mixcoac, donde no lo esperaba otra Penélope que su propia musa, la que inspiró sus monólogos de niño y toda su obra de hombre, dado que “el hombre es el hijo del niño”, según sentenció Wordsworth, al que justamente citó Octavio Paz. Más aún que la modernidad, su verdadera quête (búsqueda) fue la de esta isla. Pero al fin “se

la comió […] Nuestra Señora, la Tolvanera Madre”, esto es, la monstruosa capital, una Coatlicue urbana. Sus jardines, como él, fueron errantes; al final de su vida no tuvo más alternativa que colonizar con sus ensueños un nuevo jardín, en otra isla relativamente preservada de la urbanización moderna del Distrito Federal, Coyoacán. Están a la vista sus obras y sus propias declaraciones para comprobar lo aludido antes. Empezando por el final, voy a sacar unos ejemplos de la Conferencia Nobel, de 1990: La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual […] Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento […] Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza […] Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre puede verse como […] inacabada e inacabable cura de la escisión […] El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo.[1]

Lo último parece el eco de una confesión de Baudelaire: “Sentimiento de soledad desde la infancia. A pesar de la familia —y sobre todo en medio de mis compañeros— sentimiento de un destino absolutamente solitario” (Charles Baudelaire, Mon coeur mis à nu, ca. 1860). Tenemos a la vista una de las fuentes literarias del sentimiento de soledad, que es el eje de la filosofía y la poesía de Octavio Paz, asunto que vamos a explorar por extenso al examinar El laberinto de la soledad. Este exilio personal corre parejo con un exilio colectivo, el de los latinoamericanos, que eran, mutatis mutandis, el niño arrinconado en el patio de recreo de las llamadas “grandes naciones”, que entonces eran las europeas. “La búsqueda del presente […] es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras.” No otra cosa habían hecho Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Ricardo Güiraldes, Ventura García Calderón… y el propio Alfonso Reyes, padrino, en la República de las Letras, del joven Octavio Paz y sus coetáneos mexicanos. “Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.”[2]

“¡Se ha de ser resueltamente moderno!”, clamó Rimbaud, mucho antes que los modernistas, los ultraístas, los dadaístas, los surrealistas… Lo mismo se propuso Baudelaire, casi en los mismos términos. Haría falta espacio para evocar a Huidobro y al ultraísmo, modernidad más moderna… Pero de una manera original, sin preocuparse por la advertencia sarcástica de Valéry: “Le moderne se contente de peu” (“Lo moderno se contenta con poco”), Octavio Paz cumplió con este ambicioso programa, más propio de otro Prometeo que de un nuevo Homero. “La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quête […] No rescaté ningún Grial, pero descubrí a la tradición moderna”,[3] frase que por implícita no deja de ser alusión al ensayo de Albert Béguin La quête du Graal, publicado en 1944. No va a ser posible, naturalmente, dar la vuelta a toda la obra poética de Octavio Paz, que, si bien tuvo periodos de interrupción, se ha desarrollado en más de medio siglo. Por lo demás hay una abundante bibliografía crítica dedicada a la obra del poeta, a la que el lector curioso puede acudir (por citar algunos nombres: José Emilio Pacheco, Guillermo Sheridan, Carlos Monsiváis, Fabienne Bradu, Alberto Ruy Sánchez, etc., y el número especial [56] de la revista Poésie 95: Pour Octavio Paz). Yo me quiero ceñir a algunos textos de Paz que considero más significativos para una interpretación total de su obra. Él mismo escribió dos páginas del prefacio a Los hijos del limo, en 1972, que, además de la referencia explícita a Gérard de Nerval, aclaran totalmente el significado de su poesía: En su disputa con el racionalismo moderno, los poetas redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que, transmitida por el neoplatonismo renacentista y las sectas y corrientes herméticas y ocultistas de los siglos XVI y XVII, atraviesa el siglo XIX y llega hasta nuestros días. Me refiero a la analogía, a la visión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo.[4]

Me parece obvio, en el caso que nos ocupa, su descubrimiento de “la tradición moderna” mediante libros que leyó en París en los años cincuenta, uno en primer lugar, De Baudelaire au surréalisme (1933), de Marcel Raymond, reeditado por José Corti, libro que fue la biblia de toda una generación de amantes de la poesía moderna. También hubo estudios famosos de Pierre Georges Castex y de Georges Emmanuel Clancier, cuyo

tema también es el surrealismo. Edgar Poe, herencia baudelairiana, fue otra figura emblemática de la vanguardia literaria; se trataba en todo caso de elucidar el misterio oculto bajo la oscuridad de la expresión poética. Yo creo que, como lo pensaba Octavio Paz, se ha exagerado la importancia de la influencia del esoterismo de Svedenborg sobre Baudelaire, y se debe buscar más en dirección del gnosticismo y del romántico Jean Paul (Richter), descubridor de las “sinestesias”. Ocurrió un acontecimiento literario sólo comparable, por el eco que tuvo entonces, con “la batalla de Hernani” en la rebelión romántica; este episodio tuvo lugar en la Sorbona: la defensa (nunca estuvo más apropiada la palabra) de la tesis de doctorado de Etiemble, “Le mythe de Rimbaud (1869-1949)”. El autor le puso de epígrafe al libro esta declaración generacional: “Gide, Rimbaud, se volvieron para mí lo que a la mayoría de mis semejantes: unos semidioses o incluso dioses”. Recuerdo el acontecimiento, y la fecha exacta, 1949 (yo era entonces alumno de la preparatoria de la École Normale Supérieure, la khâgne del liceo Henri IV, en la Montagne Sainte Geneviève, cuyo maestro de literatura era el delicado y erudito Laurent Michard). Todos los jóvenes con vocación de escritores soñamos con ser “el nuevo Rimbaud”; la imitación de Rimbaud era para nosotros, hijos de la modernidad revoltosa, lo que la “imitación de Cristo” (la Vita Christi del cartujano Ludolfo de Sajonia) había sido para los ascetas cristianos de la baja Edad Media. Etiemble tuvo, por otra parte, una gran curiosidad por la cultura china (igual que Henri Michaux, a la vez escritor y experimentador de escritura alucinada) y fue el verdadero iniciador de una nueva disciplina académica: la “literatura comparada”. Ambos fueron amigos del joven Octavio Paz. Con todo, denunció con humor el franglais (pidgin franco-inglés) y proclamó también que “Comparaison n’est pas raison” (“Comparación no da razón”). Toda la obra crítica de Octavio Paz es comparativista sin explícita declaración de fe; no hay historia literaria, ni artística posible, que no sea internacional y políglota, postulado implícito y, en algunos casos, hasta explícito. De estos libros de mi juventud, los que leyó también Octavio Paz en sus años de aprendizaje, los más famosos fueron entonces (aparte de los ya citados): de Albert Béguin, L’âme romantique et le rève,[5] dedicado al romanticismo alemán; de Denis de Rougemont, L’Amour et l’Occident;[6] de Ernst Robert Curtius, Europäische Literatur und Lateinisches Mittelalter,[7]

libros que fueron los faros de la crítica literaria de la posguerra y a los que vamos a volver en adelante. No se podría pasar por alto la nueva Histoire du surréalisme, de Maurice Nadeau,[8] ni la colección Poètes d’aujourd’hui que publicaba Pierre Seghers. Los libros manuales de Lagarde y Michard suplantaron en las secundarias al viejo Lanson, y hasta al de Thibaudet; eran como las Guides bleus, por siglos, de la literatura francesa. Esta breve pero intensa época de vida cultural, la de la Cuarta República francesa, el París donde vivió Octavio Paz, se inició en la clandestinidad y floreció a la luz del día a partir de 1945; eso terminó en 1958, no en 1968, como muchos creen ahora en virtud de una ilusión, o nostalgia, retrospectiva. La crisis política que, a raíz de la guerra de Argelia, llevó a Francia al borde de una guerra civil y tuvo su desenlace con el retorno del general De Gaulle a la presidencia y la instauración de la Quinta República, obviamente tuvo mayor trascendencia que la “revolución in vitro” de 1968. Ahora vamos a abordar directamente, con ese telón de fondo, el asunto que nos ocupa: el tema recurrente de “la expulsión del presente”, que es otro nombre de la “soledad” y que sólo la poesía puede rescatar o, con la palabra de Octavio Paz, “reclamar”. No haré ningún comentario relativo al valor literario de los textos, y doy por sentado que todos consideramos al autor como uno de los mejores poetas de lengua española, de un siglo que es el de la Generación de 1927 en España. Por el momento nuestro único objeto de atención es, por considerarlo el principio de explicación de toda su obra y de su peregrinación humana, su relación con el tiempo. Ésta se confunde en buena parte con la repetida evocación del jardín de su infancia y con la casa de su abuelo, en Mixcoac. De que este jardín se hubiera convertido en un mito, él mismo tuvo plena conciencia: “No hay más jardines que los que llevamos dentro”.[9] Y: “Sólo son paraísos los que se han perdido”. Conste que no le vino esto de Milton, sino de Hoffmann; la nostalgia (die Sehnsucht) fue la obsesión común de los románticos alemanes. Veamos cómo se fue diseñando y metamorfoseando en la mente del poeta aquel jardín originario, hasta llegar a su versión última, la de la Conferencia Nobel dictada en Estocolmo, al recibir el premio en 1990. El autor ya se iba acercando paulatinamente a los 80 años. Y notemos que esta visión fue como la quintaesencia de un jardín ya descrito y evocado en varias ocasiones en su

obra anterior, poesía o prosa, pero siempre poéticamente: Mixcoac, “capital de la nostalgia”, como dijera Paul Eluard. “Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros […] El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada” (p. 46). Esto pudiera ser el principio de una novela de Alejo Carpentier o de García Márquez, pero no es nada de eso, sino el inicio de la tribulación vital de Octavio Paz; “Octavio, el Homero de Mixcoac”, lo apodaría acaso el bondadoso don Alfonso Reyes, cum grano salis… Mejor sigamos la pista que nos señala el poeta: Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele de noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí; todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con (d’)Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes, tierras que apenas pisadas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una sustancia maleable y un presente sin fisuras.[10]

Después de la recepción del premio, Octavio Paz concedió, todavía en Estocolmo, una entrevista a Braulio Peralta, que Elena Poniatowska recogió en su jaculatoria adresse a Octavio, titulada Las palabras del árbol (hermoso título sacado de la obra del poeta): Sí, hay muchos y todos son el mismo jardín: es el espacio de la revelación. El jardín es la naturaleza pero naturaleza transfigurada […] Es el reino perdido: la inocencia del primer día […] En mi caso, dos jardines: el de mi niñez, en Mixcoac, y el de mi madurez, en Delhi […] Nostalgia de la unidad primordial entre el mundo humano y el mundo natural. Restaurar esta unidad, así sea precariamente, es entrever nuestra condición original.[11]

Numerosos hombres, sin ser necesariamente poetas, tienen esta clase de recuerdos del “verde paraíso” de la infancia, como lo llamó primero Baudelaire, poeta al que Octavio Paz consideraba, con toda razón, el inventor de la modernidad poética. (A la higuera le ha dedicado Octavio Paz un poema propio, uno de los más líricos…) Pero se da el caso de que quien ha descrito con gran sensibilidad este fenónemo de la conciencia infantil frente a la doble experiencia de la lectura y el espectáculo de la naturaleza ha sido, sin discusión, el autor de En busca del tiempo perdido. Escuchemos el testimonio de Marcel Proust, evocando su niñez en el famoso jardín de Combray: Aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante. Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la naturaleza misma […] impresión que casi no me hacían los lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín.[12]

Así que el niño Marcel y el niño Octavio, igualmente embelesados por la magia de la palabra escrita y llevados por el Pegaso de su imaginación, borraron el jardín circundante para sustituirlo por todo un universo de ficción. Podría ser mera coincidencia; con todo, hay dos coincidencias más: el primer ensayo crítico publicado por Octavio Paz (a los 18 o 19 años) fue dedicado a la obra de Proust, y él mismo recordó que “también conocí en México a Pedro Salinas, un hombre límpido como su poesía”. Salinas fue el autor de la primera traducción española (y por supuesto la más perfecta literariamente) de la obra magna de Proust, En busca del tiempo perdido. Mixcoac es “el ombligo del mundo” poético de Octavio Paz, como se evidencia en el mero hecho de su carácter recurrente en su obra. Lo evoca en un poema en endecasílabos, dedicado a Juan Gil Albert (¿1939?; tendría unos 25 años), titulado “Jardín”, del que llaman la atención estos pocos versos: Cuatro muros de adobe, buganvillas: […] Hay un profeta: el fresno —y un meditabundo: el pino. Verdor sobreviviente en mis escombros: en mis ojos te miras y te tocas,

te conoces en mí y en mí te piensas, en mí duras y en mí te desvaneces.[13]

¿Cómo no ver en el último cuarteto otro eco de Proust…? (así como de los “Campos de Soria” de Antonio Machado). Proust escribió: Hermosas tardes […] pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas […]; todavía me evocáis esa vida cuando yo pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene, porque la fuisteis cercando y encerrando poco a poco […] en el cristal sucesivo, de lentes cambiantes y atravesado de follaje, de vuestras horas silenciosas, sonoras, fragantes y limpias![14]

De nuevo (¿1949?; en torno a los 35 años) Octavio Paz hizo una descripción poética, si bien en prosa (ya había borrado Rubén Darío la frontera entre verso y prosa), del jardín de su abuelo en Mixcoac; escrito que forma parte de ¿Águila o sol?, titulado de forma ya explícita “Jardín con niño”, en el que el poeta sueña que regresa a su paraíso perdido. Merecería citarse in extenso este sueño; el niño Octavio ya ha salido a la conquista del mundo real: “Aspiro largamente el aire cargado de porvenir. Vienen oleadas de futuro, rumor de conquistas, descubrimientos […] Silbo entre dientes y mi silbido […] es un látigo alegre que despierta alas y echa a volar profecías”. Este “canto de vida y esperanza” (Octavio también fue de la estirpe del centauro Rubén Darío) es la reacción vital del poeta que “[se] planta en el centro de [su] memoria” y barre los escombros del pasado. ¡En este caso estamos ya en los antípodas de Proust! A pesar de una descripción del jardín, en la que cada planta está personificada: Y entre el bostezo y el abandono, tú, intacto, verdor sitiado por tanta muerte, jardín revisto esta noche. Sueños insensatos y lúcidos, geometría y delirio entre altas bardas de adobe. La glorieta de los pinos, ocho testigos de mi infancia, siempre de pie, sin cambiar nunca de postura, de traje, de silencio. El montón de pedruscos de aquel pabellón que no dejó terminar la guerra civil, lugar amado por la melancolía y las lagartijas. Los yerbales con sus secretos, su molicie de verde caliente, sus bichos agazapados y terribles. La Higuera y sus consejas […] La lujosa mancha de vino de la buganvilla sobre el muro inmaculado, blanquísimo. El sitio sagrado, el lugar infame, el rincón del monólogo: la orfandad de una tarde, los himnos de una mañana, los silencios, aquel día de gloria entrevista, compartida.[15]

A favor del sueño, un sueño como los de Escipión y de Sor Juana (al que iba a comentar mucho más tarde), aunque sin hermetismo, aparecen palabras claves: el monólogo, la orfandad, la gloria compartida, la ambigüedad de lo sagrado y lo infame… El jardín de la infancia se ha densificado ya mucho. ¿Ha alcanzado su mayor densidad? Obviamente no, puesto que el poeta (pasados ya los 50 años, en torno a 1965) evocó ya nuevamente el jardín de Mixcoac. Residía entonces en Delhi, donde estaba como embajador de México, y, con el título novedoso “Cuento de dos jardines”, nos ofrece una visión a la vez paralela y divergente del jardín de Mixcoac y de un jardín de la India que fue para él como una resurrección; mejor dicho, como una reconciliación: Yo era niño y el jardín se parecía a mi abuelo. Trepaba por sus rodillas vegetales sin saber que lo habían condenado […] La higuera era la diosa, la Madre. […] Los pinos me enseñaron a hablar solo. En aquel jardín aprendí a despedirme. Después no hubo jardines. […] Un jardín no es un lugar: es un tránsito, una pasión. No sabemos hacia dónde vamos, transcurrir es suficiente, transcurrir es quedarse: una vertiginosa inmovilidad.[16]

Asistimos a una forma de confrontación entre la visión judeocristiana y personalista y la visión budista de la vida; para simplificar, digamos que panteísta y fundada en la creencia en la reencarnación. La idea del “tránsito” evoca el carácter fugaz del instante y parece contradictoria con la “inmovilidad”, pero ésta es vertiginosa, como a punto de caerse en el abismo del tiempo. ¿En qué medida podría ser este pasaje la transfiguración de El

pasajero, de 1920, primer libro de poesías (prologado por Ortega y Gasset) de un autor español posteriormente refugiado en México, José Moreno Villa, poeta, pintor y crítico de arte? Inmerso en un tiempo ya no lineal sino inmóvil, el poeta Octavio Paz se reconcilia con su propio pasado “en la fraternidad de los árboles”, según su propia expresión. El nim, “árbol enorme que sabe ser pequeño”, simboliza la salvación, ¿o la mágica traslación, o transustanciación, del primitivo jardín de Mixcoac? Pero este avatar oriental del jardín de la infancia, nuevo nacimiento de Octavio, no puso el punto final a sus metamorfosis, dado que, en 1974, el poeta, por una necesidad de clarificación interior respecto de su infancia, escribió el poema más denso que le inspiró Mixcoac. El título: Pasado en claro, declara la intención. Al cumplir 60 años el poeta sentiría imperiosamente la necesidad de exorcizar la pesadilla de su infancia. Pero no le salió como había pensado, según su propia declaración, en una entrevista con mucho posterior (Itinerario poético, 1989); “Pasado en claro es un nocturno, es cierto”, dijo textualmente. Pero el editor no prestó atención a que Octavio Paz, al hablar de un “nocturno”, no pensaría sólo en contraponer claridad y oscuridad, ni en ningún compositor de música, como Chopin o Fauré, sino en el único poeta mexicano de la generación de Contemporáneos al que elogió en estos términos (a quien llegó a conocer personal y tempranamente por un amigo común, el pintor Juan Soriano): “Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho […] Esa veintena de poemas cuentan entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo”.[17] Ahora bien, ocurre que 18 de “los mejores poemas” (hay algo más de 20) de Villaurrutia se titulan “Nocturno”, nocturno a secas o con alguna adjetivación. Al reconocer que su propio poema Pasado en claro (de 1974) era un “Nocturno”, ya con la mayúscula que corresponde, Octavio Paz quiso llamar la atención sobre el fraternal parentesco con la visión de Villaurrutia, de quien escribió (creo que en 1978): “A la poesía de Xavier Villaurrutia no la define ni la unidad de la esencia ni la substancia plural sino la dualidad. Su poesía parte de la conciencia de la dualidad y es una tentativa por resolverla en unidad […] Poeta del ser no disperso en la multiplicidad”.[18] Cómo decir más claramente que Pasado en claro era un poema de la “soledad”, tema central de inspiración de Villaurrutia, de Emilio Prados

(véase “Nocturno solo”, del primero, en el cual la soledad es más psicológica, mientras en Octavio Paz será más metafísica), y, sobre todo, del gran Antonio Machado, cuya memoria y obra estaban omnipresentes en la “España peregrina” que rodeaba al joven Octavio Paz, en México (José Gaos, Joaquín Xirau, Enrique Díez-Canedo, Eduardo Nicoll, León Felipe, Max Aub, Pedro Salinas…), en Nueva York (Juan Ramón Jiménez, Francisco García Lorca, Ángel del Río, Luis Buñuel…) y en Francia, donde llegó a conocer a Miguel Hernández en el Museo del Louvre, y a Ortega y Gasset en las Rencontres Internationales de Genève, y a un nutrido grupo de exiliados en el Ateneo de París. Si consideramos más de cerca el poema “Nocturno” de Octavio Paz (haría falta citarlo en su totalidad, pero escasea el espacio), se podría resumir así, tentativamente: se trata de una forma de Juicio Final, en el que el poeta, haciendo el papel de Yahvé, sentencia a toda su familia, con la ambigua visión que le inspira la nostalgia, el amor y unos pesares de los que se pueden rescatar. Sale ilesa la figura del abuelo, Ireneo Paz, el escritor (cuando murió, al parecer en su presencia, Octavio tenía diez años), el que había creado la biblioteca, el que le contaba guerras vividas por él, el que le enseñó: […] a sonreír en la caída y a repetir en los desastres: al hecho, pecho.

Por lo demás, el niño Octavio, ya llegado a la edad de la serenidad y en el cenit de su gloria literaria, escribe: […] Familias, criaderos de alacranes: como a los perros dan con la pitanza vidrio molido, nos alimentan con sus odios y la ambición dudosa de ser alguien.[19]

¿Pensaría en su familia de origen, o en alguna anécdota de su familia política, la de Elena Garro? Viene de molde este juicio de Paul Eluard, poeta y hombre bien conocido de Octavio Paz, en el París de la posguerra: “El hombre no consigue nunca derribar los muros que le han sido impuestos en su infancia. Para que llegue a desarrollarse libremente, haría falta que un niño fuera criado por otros niños” (1932). Lo más probable es que en el presente caso no tuvo el poeta ninguna reminiscencia literaria sino un desahogo tardío.

Así se lo expresó: Mi madre, niña de mil años, madre del mundo, huérfana de mí, abnegada, feroz, obtusa, providente, jilguera, perra, hormiga, jabalina, carta de amor con faltas de lenguaje, mi madre; pan que yo cortaba con su propio cuchillo cada día.

Sería difícil expresar con mayor fuerza lo que aparece como la ambigüedad fundamental de la relación con la madre, vestal del panteón familiar, del que el difunto padre ocupara el centro. (Rectifica Marie José que Octavio quería profundamente a su madre, a la que, siendo niño, trataba de proteger incluso en algunos casos contra su propio padre.) A éste lo recuerda en otro escrito que destaca sus méritos como ciudadano y como escritor. Debe hacerse notar que el poeta resume así los últimos años de vida de su padre: “Luego vino el tiempo de la soledad. Alejado de amigos y compañeros de ideales y afanes, fue víctima del potro del alcohol…” Yo veo en todo esto las contradicciones de la vida. Quería profundamente a su madre, pero le dolía que no reconociera su vocación. ¿Qué madre, viuda, dotada de buen sentido, pero escasa de recursos económicos, anhelaría que su único hijo estudiara para poeta? Queda, por otra parte, que la presencia de los muertos en la vida cotidiana del niño Octavio fue algo imborrable en la memoria del adulto; éste es otro rasgo común con Villaurrutia, y con Rulfo (de quien escribió: “Si las piedras hablasen, hablarían como sus personajes”), a quien parece referirse cuando escribe: Mis palabras al hablar de la casa, se agrietan. Cuartos y cuartos, habitados sólo por sus fantasmas […] Niño entre adultos taciturnos y sus terribles niñerías […] niño sobreviviente de los espejos sin memoria y su pueblo de viento:

el tiempo y sus encarnaciones resuelto en simulacros de reflejos. En mi casa los muertos eran más que los vivos.

No se crea que esto tiene que ver con no sé qué tradición mexicana de fascinación por la muerte y la devoción al “muertito”; han vivido parecida infancia los huérfanos franceses de la primera Guerra Mundial, atmósfera resumida por esta frase-título de Emmanuel Berl: “Aujourd’hui il fait beau, allons au cimetière” (“Hoy es día con sol, vamos al cementerio”), que parece acuñada por mi propia madre… Lugar común de una generación de viudas. (Volviendo al aspecto literario, notemos de pasada cómo todos los objetos predilectos del costumbrismo y lo que él llamaría “la cursilería lopezvelardesca”, quedan transfigurados por la magia de la escritura poética.) Tuvo idéntico punto de partida otro de los más grandes escritores mexicanos de esta generación, la de los huérfanos de la Revolución: Juan Rulfo (si bien el padre de Octavio murió por un accidente ferroviario). Si Juan se perdió por el tequila (lo escribió su coetáneo y gran amigo Arreola, en un libro de memorias que contiene otras revelaciones intempestivas), Octavio se salvó por el Eros; en este caso no es traicionar ningún secreto del autor de La llama doble. Amor y erotismo. El contraste entre el verde paraíso de la infancia y la casa de los fantasmas suscita en el poeta una meditación sobre el tiempo, que resulta ser el esencial mensaje del poema: La higuera, sus falacias y su sabiduría: […] Aprendizajes con la higuera: hablar con vivos y con muertos. También conmigo mismo. […] No me habló dios entre las nubes: entre las hojas de la higuera me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo. […] —como si al fin el tiempo coincidiese consigo mismo y yo con él, como si el tiempo y sus dos tiempos fuesen un solo tiempo

que ya no fuese tiempo, un tiempo donde siempre es ahora y a todas horas siempre, como si yo y mi doble fuesen uno y yo no fuese ya. […] Vértigo abstracto: hablé conmigo, fui doble, el tiempo se rompió. Atónito en lo alto del minuto la carne se hace verbo —y el verbo se despeña.

El poeta llegó a grabar este poema; lo enunció con voz apaciguada que atenúa notablemente la tensión del texto escrito. En los versos que acabamos de leer está concentrado a la vez el exilio interior, la soledad del poeta y su quête de la unidad, de lo que él no podía llamar la Eternidad (como Charles Péguy) ni el Tiempo Perdido (como Marcel Proust), pero quizás sí el “instantaneísmo” o el “dato inmediato de la conciencia”, como Bergson. La meditación de Octavio Paz sobre el tiempo, la resolución de las contradicciones del tiempo, el instante y la eternidad, reflejan la problématica esencial del pensamiento alemán del siglo XIX. Ya se había formulado en Heinrich von Öfterdingen, del seudo-Novalis (Georg Friedrich von Hardenberg): “La poesía es lo real y auténtico y absoluto […] Cuanto más poético, tanto más verdadero” (Schriften, tomo II, p. 647), así como en la interpretación de la Divina comedia por August Wilhelm Schlegel (quien escribió: “La directa representación de la infinitud tal vez nunca fue realizada en forma poética como en Dante”). Es cierto que Paz leyó a Goethe y a Dante, y es improbable que leyera a Hardenberg, a Carl Gustav Carus, a Rickert, a Gundolf y a Schleiermacher, pero sí leyó a Lovejoy, autor de The Great Chain of Beign (La gran filiación del ser, título que expresa bien el tenor del libro), unas lecciones dictadas en Harvard en 1933 que tuvieron amplio eco y se volvería lectura obligada todavía en 1945, cuando el joven Octavio Paz se asomó allí por primera vez (conste que Paz citó este libro de Lovejoy, en cinco ocasiones, en su biografía de Sor Juana). También es cierto que había leído a Unamuno (galófobo, al contrario de Paz, y germanófilo). Los tres versos que dedicó en Pasado en claro al yo y su doble hacen eco de un escrito corto de Ortega y Gasset (de 1914), recogido en Ensayos

estéticos, titulado: “Yo y mi yo”. Ortega, después de repasar el auge del “yo” en Occidente desde el Renacimiento, señala que Fichte inició “el descenso [¿Untergang, u ocaso?] del subjetivismo”. Concluye: “Como la luna me muestra sólo su pálido hombro estelar, mi ‘yo’ es un transeúnte embozado, que pasa ante mi conocimiento, dejándome ver sólo su espalda envuelta en el paño de una capa”. Y a continuación cita a Nietzsche: “Es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas”.[20] Así que la visión del “yo” de Octavio Paz es herencia común de Nietzsche y de Ortega. Pero con todo estoy convencido de que la principal fuente de inspiración del poeta fue otro libro dedicado al tiempo y a la eternidad, a la infinitud de la naturaleza, a la relación del yo y el cosmos, a la búsqueda de un mito moderno… otros tantos capítulos de aquel libro titulado Natural Science in German Romanticism (Las ciencias de la naturaleza en el romanticismo alemán). No se pierda de vista la importancia, en esta corriente de pensamiento, de la Natur Philosophie, de Schelling. El autor de Natural Science in German Romanticism, Alexander Gode von Aesch, entonces era maestro de la Universidad Columbia de Nueva York, a la que se acercó Octavio Paz en 1945, mediante refugiados, españoles éstos. Gode también fue traductor al inglés del libro más famoso de Curtius, dedicado a la literatura europea medieval. La obra en cuestión, de Gode, ya se había publicado; por obvias razones había simpatía entre liberales alemanes y republicanos españoles. Y aunque no fuera en inglés ni en Nueva York, Octavio Paz no pudo dejar de leer el libro a la vez erudito y profundo de aquel alemán exiliado. Ahí se aborda el “idealismo mágico” de HardenbergNovalis, genio precoz, con mucho anterior al concepto de realismo mágico, así como de lo que Octavio Paz llamará “el tránsito”, eco a Karl E. von Baer, quien había escrito: “Reconoceremos que la esencia de la vida no puede ser sino […] el transcurso de la vida. Entonces no buscaremos el sitio espacial de la vida, dado que el proceso vital sólo puede transcurrir en la percepción del tiempo”. Para Hebbel, como para Octavio Paz, el drama de la condición humana era “la tragedia de la individuación”. Se podrían multiplicar ejemplos, sobre o, mejor dicho, contra “el tiempo medido”, etc. No se puede pasar por alto la siguiente cita de Novalis: “El presente ordinario relaciona el pasado y el futuro mediante la limitación. El presente espiritual lo hace mediante la disolución”.[21]

En esto se ciñe la filosofía del tiempo de Octavio Paz, que es una poética del tiempo. Opina el autor alemán que “en la concepción romántica, el amor es la fuerza central que lo penetra todo y que moldea el cosmos en un todo viviente”.[22] Quiero señalar de pasada que la expresión realismo mágico apareció por primera vez en un ensayo de Franz Roh, titulado Realismo mágicopostexpresionismo. Problemas de la pintura europea.[23] Roh definió así el concepto: “Con la palabra ‘mágico’ en oposición a ‘místico’, quiero indicar que el misterio no desciende al mundo representado sino que se esconde y palpita tras él”. El libro de Gode se fundamenta en “la convicción de que la claridad conceptual no es necesariamente lógica, sino que puede ser también psicológica”, lo cual tiene “consistencia”, dirá Octavio Paz, dado que la verdad lógica se desvanece. La más acabada enunciación del intento de Octavio Paz para escapar de la fatalidad del tiempo humano mediante la creación poética la enunció Carl Gustav Carus: “Cuando uno se hace consciente de su propio yo, el espíritu llega a ser capaz de imaginarse un tiempo que no existe, pues el pasado y el futuro en realidad son igualmente inexistentes”.[24] Carus fue médico, naturalista, pintor y crítico de arte. Estos mismos autores fueron objeto de estudio, o publicados en forma antológica en el número monográfico de los Cahiers du Sud,[25] dedicado al romanticismo alemán, que fue como un preludio al libro de Béguin, el cual parece haber sido el arquitecto de este conjunto germanista, casi simultáneo a su gran obra. En este brillante florilegio me llama la atención un artículo de Charles Du Bos sobre Novalis, y otro del joven Roger Caillois, titulado “L’alternative”, del que quisiera destacar este juicio de una de las mentes más agudas de nuestro siglo: “De hecho las imágenes románticas están tomadas casi todas del vocabulario científico de aquella época […] Basta con voltear la relación de lo físico y lo moral, cambiar el sentido habitual de las metáforas, las cuales, como se sabe, tienden por lo común a expresar lo invisible mediante lo visible”.[26] Es claro que a Octavio Paz el romanticismo alemán (considerado “un solo libro o una biblia”, según Gode) le proporcionó la formulación de la modernidad poética, tensión hacia la reconciliación entre el yo y el cosmos, el instante y la eternidad; en una palabra, la justificación de su propia vocación,

como lo reconoció implícitamente el poeta: “Al afirmar la primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, el romanticismo borró las fronteras entre el arte y la vida”. (Nota bene: se ha borrado la referencia precisa, pero la cita es exacta.) Esto ocurrió cuando el poeta tenía 30 años, pero al llegar a los 50 encontró en la India, bajo el árbol nim, “el árbol del mediodía”, la salida del laberinto, la “reconciliación” con el cosmos, la fusión del tiempo y la eternidad en el instante inmóvil. Bajo el árbol nim se casó simbólicamente con Marie José y le dijo: “Será difícil que olvidemos las lecciones de este jardín”. (Ha sacado Marie José, del tesoro de su memoria, un dato revelador: Octavio se lo dijo en francés, y escribió después, en una prístina versión que no se ha publicado: “Será difícil que olvidemos las lecciones metafísicas de este jardín”.) Su inquietud espiritual, de hecho su particular religiosidad, fue una constante de su vida y de su obra, en aparente contradicción con su agnosticismo y su intolerancia respecto de las iglesias y las ortodoxias, pero, en verdad, fue perfecta consistencia. Todo escritor, todo poeta, es una encrucijada de lecturas, conversaciones e influencias; Octavio Paz fue un amante de la conversación, un insaciable lector de libros diversos, un increíble asimilador de ideas, superiormente dotado para expresarlas en una forma inconfundiblemente suya; su obra es plural y singular, caja de resonancia de las inquietudes de la modernidad, expresión única de su propia conciencia y experiencia. Para dar un solo ejemplo, se aprende mucho sobre la génesis de la poesía de Octavio Paz (aunque no menciona una sola vez al autor de Pasado en claro) leyendo el corto prólogo de Alí Chumacero a la edición de obras de Villaurrutia.[27] Se ve claramente que tanto la soledad como “la nostalgia de la muerte” son los temas esenciales de la obra poética de Villaurrutia, primer modelo (cronológicamente) del joven poeta Octavio Paz. El mundo poético de Paz está hecho, como el de otros poetas, de múltiples lecturas que riman (hablando como él) con su experiencia vital. Es indudable que el misterio de la noche, las visiones oníricas, el vértigo abstracto, la fusión del ahora y el siempre, el desdoblamiento del yo… evocados en Pasado en claro, tienen su origen lejano en los Himnos de la noche (1800) de Novalis, la quête de Hölderlin, Tieck y Brentano, la “reconciliación” a la que aspiraba Hoffmann, la aspiración común de los románticos alemanes a “un tiempo recién nacido”,

incluso en Jean Paul (Richter) y en Hölderlin, que no fue propiamente romántico. De Novalis Octavio Paz escribió: “La concepción de Novalis se presenta como una tentativa por insertar la poesía en el centro de la historia. La sociedad se convertirá en comunidad poética y, más precisamente, en poema viviente”.[28] Esta misma idea fue desarrollada por otra figura del romanticismo alemán, uno de los hermanos Schlegel, Friedrich, al que Octavio Paz cita extensamente en El arco y la lira. También lector de Herrera y Reissig, Octavio Paz encontró en la obra del poeta uruguayo el resurgimiento latinoamericano de Heinrich Heine, poeta alemán afrancesado, residente en París y autor de un Buch der Lieder (“Libro de canciones”), de 1826, a la vez lírico e irónico. Ya antes, el poeta mexicano Ramón López Velarde había sido lector de Herrera y Reissig, gran poeta injustamente tratado por la posteridad. Tanto del aludido como de Baudelaire, López Velarde cultivó la veta mórbida y tanatológica (gravemente enfermo, Herrera y Reissig pasó sus últimos años de vida con tratamiento cotidiano de morfina). Estas fuentes ocultas, discretas en todo caso, de la poesía de Octavio Paz, también llegaron hasta él mediante los surrealistas y directamente de Baudelaire y de Rimbaud; el famoso aforismo del autor de Une saison en enfer, “Je est un autre” (“Yo es otro”), parece suspendido sobre el poema Pasado en claro. Los llamados “poetas malditos”, inventores de la modernidad, heredaron el mensaje oscuro del romanticismo alemán mediante Gérard de Nerval, “el pobre Lelian” (que era germanista y traductor literario) y Charles Nodier, a los que ya nadie (después de los libros que Paul Bénichou dedicó a los románticos franceses), se atreve a calificar de petits romantiques. Tanto para Nerval como para Rimbaud y Octavio Paz, la poesía no expresa la aventura de la vida, sino que es parte de la vida misma. Borges escribió: “No es imposible asimilar todos los géneros literarios a la novela […] el poema lírico es la novela de un solo personaje, que es el poeta”.[29] Hoy puede ser difícil llegar a entender que en la inmediata posguerra el mundo intelectual parisino viviera inmerso en el romanticismo alemán que los surrealistas rescataron (el romanticismo inglés de los lakists también se salvaba, pero grandes románticos franceses, como Musset, Gautier y Lamartine, comparativamente, se desvaloraban). Espléndido análisis del ideario romántico europeo es la obra más reciente (en dos volúmenes) del

puertorriqueño Esteban Tollinchi, Romanticismo y modernidad (Universidad de Puerto Rico, 1989). Por otra parte, se publicaban pocos libros en el París de la inmediata posguerra (como consecuencia de la penuria de papel y el escaso poder adquisitivo de los lectores); casi no había libros insustanciosos, porque no mandaba el mercado sino la inteligencia y la cultura del comité editorial. El libro no era objeto “expendible” ni “desechable” sino precioso; se guardaba cuidadosamente; separar las hojas (pliegos doblados pero no cortados) de un libro nuevo, con abrecarta de plata o marfil, era un rito iniciático previo a la lectura. El libro era cómplice de una vida imaginaria y contemplativa que requería silencio. El lector exigía del autor la calidad de la escritura; del editor, un objeto placentero y hasta de lomo suave que daba gusto manejar. Se despreciaban los libros que se vendían en carritos, en andenes de las estaciones del ferrocarril: littérature de gares. Camus ganó el Premio Nobel, en 1957, si no me equivoco, con unos cinco títulos y ningún roman fleuve ni saga familiar comparable a Les Thibault, que le valió el premio a Roger Martin du Gard en 1937. No había televisión, sino sólo radio; cuando apareció la pequeña pantalla fue en blanco y negro, y de baja resolución; los discos de 78 revoluciones distaban mucho de la calidad de los compactos actuales. En este contexto, el libro era el rey; se comentaban y se discutían los libros nuevos en los extensos suplementos literarios de fin de semana que publicaban los cotidianos, en los cafés y en los salones, en los dîners en ville, porque el libro nuevo era, con el teatro y el cine (italiano y francés, principalmente), el pulso de la vida cultural. Por todo lo cual no dudo en afirmar que los libros que mencioné más arriba no pudieron pasar inadvertidos para un lector y un escritor como era, en París, el Octavio Paz de los años 1946 a 1961 (con una interrupción de pocos años). No voy a prolongar estas consideraciones, pero sí quiero disipar las reticencias previsibles de algunos lectores respecto de la influencia germánica, que es un aspecto hasta ahora poco señalado y menos enfatizado. Ahí se presenta el caso iluminante de siete versos más de Pasado en claro: Estoy dentro del ojo: el pozo donde desde el principio un niño está cayendo, el pozo donde cuento lo que tardo en caer desde el principio, el pozo de la cuenta de mi cuento

por donde sube el agua y baja mi sombra.

Ahora bien, en una alegoría de Moritz, autor coetáneo, y próximo a Novalis y a Jean Paul Richter, si bien expresivo del Aufklärung (la Ilustración) antes que del romanticismo y el Sturm und Drang… el protagonista, Andreas afirma: Acabó por recordar bruscamente que en su primera infancia, cuando preguntaba de dónde había venido, su madre le mostraba siempre el pozo cercano a la casa como la fuente primera de su existencia. Desde entonces, cada vez que oía pronunciar las palabras pozo o fuente, nacía en su alma esa singular sensación que solemos experimentar cuando recordamos algún objeto de nuestra infancia más remota. La vista de ese pozo era para él más preciosa que ninguna otra cosa en el mundo; lo contemplaba largamente […] ese pozo sagrado en cuya imagen parecían reunirse y precipitarse ahora las innumerables imágenes sucesivas de su alma… Hasta hay algunos objetos materiales cuya vista nos da una oscura noticia de nuestra vida entera, y quizá de nuestra existencia.[30]

El hecho de que Octavio Paz haya leído, aun si fuera de segunda mano, a este lejano precursor germánico de Proust, hoy olvidado, es más que un simple detalle, que voy a hacer patente en otro capítulo de este libro. De los románticos alemanes (que leyó a través de las traducciones francesas de Charles Du Bos, Maeterlink, Edmond Jaloux, Pierre Bertaux, Lichtenberger…) Octavio Paz escribió, glosando y profundizando un libro justamente famoso de Albert Béguin, L’âme romantique et le rêve:[31] “Fue la primera y más osada de las revoluciones poéticas, la primera que explora los dominios subterráneos del sueño, el pensamiento inconsciente y el erotismo; la primera, asimismo, que hace de la nostalgia del pasado una estética y una política”.[32] Les quiero llamar la atención sobre la última cláusula —hacer “de la nostalgia del pasado una estética y una política”—, en la que se cifra, en buena medida, la nostalgia (Sehnsucht) del origen, toda la obra de Octavio Paz, heredero de Nerval y de Proust, al par que de Novalis, “el profeta del romanticismo”. Ahora, para terminar con esta ya larga rapsodia de lucubraciones en torno al jardín de Mixcoac, para cerrarla con broche de oro, les propongo leer la

primera descripción, hasta hoy inédita, del jardín de Mixcoac, hecha por Octavio Paz, en Nueva York: en Washington Square, lugar emblemático, en un atardecer de agosto de 1945; tenía 30 años, 31 para ser exactos. Entre la gran cantidad de becas que repartió en aquellos años la Fundación Guggenheim, le tocó una a Octavio Paz, quien se fue a San Francisco (precisamente a la Universidad de California, Berkeley) primero, a Nueva York después, como otro “poeta en Nueva York”, si bien con experiencia muy distinta a la del granadino Lorca. El texto que presento a continuación es parte de una carta, dirigida a una joven franco-española, de nombre Teresa (de quien después revelaré su identidad, porque tiene mucho que ver con la poética de Octavio Paz). Así dice un pasaje de la carta que nos viene de perlas: No sé si te divierta saber algo de mi vida. En realidad no vivo, floto entre el calor y la multitud. Todo flota, se hunde, reaparece, en esta atmósfera pesada del fin del verano […] Allí, sentado en mi banca, se me ocurrió pensar en otra plaza, que tú no conoces: la de mi pueblo natal, Mixcoac (cerca de la ciudad de México). Era un jardín muy pequeño, pero por las noches la gente también salía a caminar un poco y a descansar en las bancas. Había seis fresnos enormes, con una piel rugosa, casi pétrea, y una fuente en el centro, muy chica. Al fondo una iglesia preciosa, con una sola torre. Y enfrente de la iglesia, en la parte más solitaria y poética, una vieja casa de piedra, con un gran muro comido por los años y una buganvilla morada, magnífica. La casa aquella siempre estaba cerrada. Era la casa de don Valentín Gómez Farías. Tú, naturalmente, no sabes quién es ese señor. Don Valentín fue un viejo liberal del siglo pasado; fue presidente de la República y es uno de esos santos laicos que la Iglesia ha condenado al fuego eterno. Cuando murió don Valentín —hará ya sesenta o setenta años— la Iglesia se negó a sepultarlo en tierra sagrada, de modo que la familia lo enterró en el jardín de su vieja casa en Mixcoac. Después lo llevaron al Panteón Civil —en donde tiene un absurdo monumento—, pero su hija —que era amiga de una tía mía—, no sé por qué capricho sentimental, quiso guardar el cráneo. Y cuando yo era niño y jugaba en aquel parque siempre pensaba en la calavera de don Valentín, encerrada en un armario. Se me ocurrió, al recordar todo esto, que quizá algún día podría escribir algo, no sé si en verso o en prosa, contando mi vida en aquel pueblo. Nosotros vivíamos en la casa contigua a la de don Valentín. Tenía un jardín enorme, con pinos, limoneros, un estanque y prados llenos de violetas. Después nos cambiamos de casa y fuimos a vivir a otra que también tenía árboles y mucho campo. En la segunda casa había dos higueras y en ellas vivía yo. Allí soñaba, allí recitaba poemas en voz alta, dirigía mis plegarias al sol —cuando era druida, religión que descubrí hojeando los grabados de una historia de Francia— o a Alá —porque también fui califa—. En la parte más alta me soñaba dueño del mundo: caballero en la torre de un castillo, Robinson espiando la llegada de los salvajes — Viernes era un vecino, a veces se rebelaba—, Héctor en Troya, Búfalo Bill y “niño héroe”. Cuando nos tocaba ser “niños héroes de Chapultepec” (unos cadetes que se

dejaron matar durante la invasión yanqui, los únicos héroes puros que tiene México, según se dice) las caídas eran espectaculares. Es horrible pensar que todos esos sueños, alimentados por un jardín selvático y unos libros extravagantes, hayan venido a parar en una “meditación en mangas de camisa”, a oscuras y perdido en una plaza de Nueva York. Y eso mientras espero que me den un job en la MGM o en la NBC. Nunca pensé que la realidad fuera tan sórdida. Y lo peor de todo es que se me haya ocurrido “utilizar” todos esos recuerdos, escribir un poema o una especie de novela con todo lo que he sido incapaz de realizar. Y aquí paro, porque llego al pantano sentimental.

Habrán notado que, como en textos posteriores dedicados a Mixcoac, sea en verso, sea en prosa, ya aparecen los datos descriptivos permanentes: los fresnos, los pinos, las higueras, la buganvilla… Y sobre todo los dos pilares del mito: el “jardín selvático” y la biblioteca de “libros extravagantes”. Al visitar, 20 años más tarde, el grandioso sitio de Angkor, en Camboya, el poeta escribió: “En el laberinto de árboles y torres que son caras de Buda, delirio de piedra entre hojas delirantes, comprobé que el verdadero realismo es imaginario. También la selva es arquitecto y escultor y sus construcciones no son menos fantásticas que las nuestras”.[33] Al parecer, el jardín del abuelo era más bien un pequeño parque, con avenidas y una glorieta rodeada de ocho pinos; tenía un estanque… En cambio, desaparecerá de las evocaciones posteriores la segunda casa de la familia Paz, elemento centrífugo que estorbaría la creación del jardín “inventado”. Varía el número de árboles (de las dos higueras no quedará más que una sola; “todas las higueras son la misma higuera”, dijera Mallarmé) y se produce una fusión entre la plaza del pueblo, Plaza de San Juan, y el jardín del abuelo, don Ireneo, quitando todo lo que pudiera ser objeto de confusión en la mente del lector. ¿Los prados llenos de violetas serían sólo adorno literario de aquel locus amoenus destinado a la troublante Teresa, destinataria de la carta, algo así como la flor azul de los románticos alemanes? No se volverán a mencionar estas violetas en ninguna de las visiones posteriores del jardín; aunque sí consta que hubo violetas con las que se hacían ramilletes en la mesa del comedor, cuando había invitados (según recuerda Marie José que le contó Octavio). La última descripción objetiva de Mixcoac, hecha por el autor, creía yo que era de 1986. Es parte del prólogo a Los privilegios de la vista[34] y no hace lugar al jardín de su infancia; aunque me entran dudas respecto de otra descripción que encabeza la edición de unos textos escogidos del abuelo Ireneo Paz, que publicó el Fondo de Cultura Económica. Por otra

parte, la Revista de Occidente (núm. 100, septiembre de 1989; reimpreso en el núm. 208, de septiembre de 1998) publicó el texto de una carta que el poeta le dirigió a Alejandra Moreno Toscano con motivo de un proyecto de creación de un Jardín del Poeta, en Mixcoac. La carta contiene una detallada descripción del pueblo de Mixcoac en la época de la adolescencia de Octavio Paz, por los años treinta. Falta espacio para citar in extenso este documento, que ocupa 15 páginas de la revista que fundara Ortega y Gasset. Pero no se puede pasar por alto la conclusión de esa carta: “¿Qué tiene que ver lo que te he contado con lo que vi ayer? Todo es ya otro mundo irremediablemente ajeno. Mixcoac se ha vuelto una palabra que designa una realidad que no reconozco ni me reconoce”.[35] Desaparecerán también de todos los textos publicados por el poeta la casa y el jardín de don Valentín Gómez Farías. Se borrará por completo la historia mexicana: del episodio de las exequias de don Valentín no quedará más que el cráneo, en forma sólo alusiva; de los niños héroes no se volverá a hablar, ni del vecino rebelde. El único héroe será el mismo poeta que “se soñaba dueño del mundo” en la parte más alta de su higuera. No había alcanzado todavía Octavio Paz, en 1945, la gloriosa plenitud y la soberana seguridad de sí mismo que le conocimos a partir de los últimos años de la década de los cincuenta. Estaba atormentado por el sentimiento de haber cometido un sacrilegio al habérsele ocurrido “utilizar sus recuerdos de infancia” para escribir una obra literaria. Esta ocurrencia le parecía una consecuencia de “la sordidez de la sociedad”; algo más grave aún: lo veía como una pobre compensación a todas sus ambiciones frustradas. Hay en él, en la carta, una especie de Chatterton, de poeta rechazado por la sociedad. ¿O se trata de una pose? Y si fue pose, ¿en qué medida se engañaría a sí mismo? Sabemos por él que no se quedó mucho tiempo jobless: “En 1945, cuando estaba en Nueva York, el padre Lobo me consiguió un empleo en la Metro Goldwyn Mayer [MGM mencionada en la carta a Teresa]: yo debía traducir las películas para hacer doblaje…”[36] Tal era a los 30 años su “pantano sentimental”… sólo una pequeña parte de su pantano sentimental. Nada de lo fundamental se trasluce en esta carta a Teresa, si bien dicha carta eran, según el autor, “explicaciones, divagaciones, balbuceos, confesiones”.

La destinataria de la carta de la que he ofrecido un extracto era Teresa Guillén, la propia hija de don Jorge, el gran poeta español (primer Premio Cervantes). De Jorge Guillén, Octavio Paz escribió: “Al final de la segunda Guerra Mundial […] en los Estados Unidos conocí a Jorge Guillén, uno de los maestros de la poesía moderna en nuestra lengua […] Una obra central”. [37] Y también esto que sigue, que es autobiográfico: “Su lección fue una lección verbal. Me enseñó lo que es un poema”. En Puertas al campo apareció Horas situadas de Jorge Guillén, donde se lee lo siguiente: Sus poemas son verdaderos poemas: objetos verbales cerrados sobre sí mismos y animados por una fuerza cordial y espiritual. Esa fuerza se llama entusiasmo. Su otro nombre: inspiración, otro más, fidelidad, fe en el mundo y en la palabra. Desde el principio fue un maestro, lo mismo para sus contemporáneos que para los que llegamos después. Federico García Lorca fue el primero en reconocerlo.[38]

Viene al caso recordar que Jorge Guillén publicó, en 1961, un ensayo titulado Lenguaje y poesía, al que hace eco un denso párrafo de El mono gramático, donde Octavio Paz escribe, posteriormente a su temporada en la India: “Tal vez […] el lenguaje no habla de las cosas ni del mundo: habla de sí mismo y consigo mismo”.[39] En 1945 Jorge Guillén era profesor del famoso Wellesley College, en Wellesley, muy cerca de Boston y Cambridge, Massachusetts, donde está ubicada la Universidad Harvard. En ese mismo año el joven Octavio Paz fue invitado a Middlebury College, en el hermoso estado de Vermont, al norte de Boston; fue en este viaje cuando llegó a conocer a don Jorge y a su hija Teresa, ya casada y con un niño de año y medio, al que Octavio menciona al final de su carta como “Antoñito emperador” (probable alusión a una poesía famosa de García Lorca, “Antoñito el Camborio”). El curso de verano de Middlebury College, en el pueblo de Bred Loaf, cuyo organizador fue el hermano de Federico García Lorca (entonces profesor de la Universidad Columbia de Nueva York, conocido como Paco), representaba para la colonia intelectual española de Nueva York, mutatis mutandis, lo que el curso de verano del Escorial para los madrileños: frescura y bosques, lejos de la bochornosa metrópoli. El verano en Bred Loaf, este último verano de la lejana guerra, fue (más aún que Nueva York) una isla de Calipso para Octavio (según recuerda Teresa Guillén). El encuentro con Jorge Guillén, las

lecciones de Guillén en sus cursos, fue decisivo para su escritura poética, como lo reconoció él mismo. Puedo atestiguar que don Jorge (a quien conocí en 1954, en la misma época que a Octavio Paz) como persona era, en sintonía con su poesía, una “gran persona” (hablando como él). ¡Se dan muchos casos en que el poeta decepciona a sus lectores, pues no parece que pueda ser el autor de sus poesías! De modo que no es nada sorprendente que el joven Octavio Paz, lector asiduo de un Baudelaire desgarrado entre “el éxtasis de la vida y el horror a la vida” (dicho con las propias palabras del autor de Les fleurs du mal), cautivado por el carisma de don Jorge y los ojos de Teresa, “que nunca sé si preguntan o responden” (Octavio Paz), haya optado (en aquel año de fin de guerra) por la “Fe de vida” (que es el subtítulo del Cántico de Jorge Guillén). En cuanto a los sucesivos avatares del jardín de Mixcoac, quiero subrayar que el resurgimiento de este tema en la obra poética de Octavio Paz coincidió siempre con una temporada fuera, y lejos, de México. Parece haber surgido casi fortuitamente, pero no pudo ser fortuito, en un tórrido verano neoyorquino, suscitado por la placita de Washington Square, las bancas, los viejitos, el anochecer… analogías tenues y marcados contrastes con la placita de Mixcoac. Lo que parece menos fortuito aún es que unos 30 años más tarde, ya con el doble de edad (30 años, 60 años… grandes etapas de la vida humana), el poeta haya retomado, profundizado y, en gran medida, agotado el tema de Mixcoac (dado que la conferencia de Estocolmo no presenta más que un resumen estilizado). La analogía con la primera temporada en Nueva York, de 1945, y el paréntesis veraniego de Middlebury College, puede parecer superficial, pero en ambos casos el autor se encontraba en los Estados Unidos, donde permanecería varios meses, la segunda vez en Cambridge, esto es, casi Boston. Pero la relación entre ambas circunstancias humanas es luminosa: en 1945 expresa, al parecer por primera vez, lo que no se puede llamar de otra forma que su nostalgia por el ambiguo paraíso perdido de la infancia en Mixcoac, y lo hace en una carta dirigida a la hija de su maestro en poesía, Jorge Guillén (de quien muchos pensamos entonces que iba a ganar el Premio Nobel de Literatura). En México, Octavio conoció, antes de viajar, a Raimundo Lida y a Pedro Salinas, que vería de nuevo en Bred Loaf, durante el verano de 1945; en Bred Loaf (donde lo acompañó brevemente la novelista mexicana Elena Garro, con la que estaba casado en aquella fecha; su niña prodigiosa, Laura Helena, tenía entonces seis años) conoció a Ángel del Río,

al escritor catalán Josep Carner y a su hija, Anita, a quien el joven mexicano consideraba “más civilizada que el resto de las españolas” (carta a Teresa); ésta lo acompañaría después a los museos de Nueva York. ¿Y le prestaría obras de Péguy? La carta a Teresa termina con una cita de Péguy, que define lapidariamente una visión de la relación entre tradición y modernidad, algo constante en la obra de Octavio Paz. En este caso el poeta citó a Péguy en francés, dado que Teresa era descendiente de madre francesa y perfectamente bilingüe: “Homère est nouveau ce matin, et rien n’est peut-être aussi vieux que le journal d’aujourd’hui” (“Homero está nuevo esta mañana, y no hay nada, quizás, más antiguo que el diario de hoy”) (¿1913?). Péguy fue un asiduo lector de Homero que en cierta manera aspiró a ser un Homero moderno y cristiano; por lo cual escribió Octavio Paz: “Me siento muy lejos de su espíritu y sus preocupaciones” (1945). Con todo, le brindó Péguy, al que calificó como “el maravilloso Péguy” (carta a Teresa), la imagen del árbol (como se ve en Le mystère des Saints Innocents, París, 1912, versos 67-73), y quizás la del manantial, que en Péguy simboliza la esperanza, virtud teologal (Le porche du mystère de la deuxième vertu, París, 1911), y que para Octavio Paz es el brote de la poesía en el instante. Por una coincidencia providencial, en el número de junio del año siguiente, de Sur, de Buenos Aires (revista en la que Octavio Paz colaboró ya en 1945), apareció la publicidad de un nuevo libro, Péguy, último ensayo biográfico del anciano Romain Rolland (Viau Feugère, París, 1946). Tratándose del árbol me refiero sólo a la elaboración literaria, porque la relación instintiva del poeta con los árboles se remonta al jardín de Mixcoac, como lo subrayó Elena Poniatowska en su entrañable libro de recuerdos: Octavio Paz. Las palabras del árbol.[40] ¿Y cómo olvidar que Octavio Paz publicó Árbol adentro? El símbolo del árbol en la tradición occidental es un tema central, desde el árbol de Jesé, la cruz de Cristo vista como árbol de la salvación (así aparece en la poesía espiritual y mística del Siglo de Oro). En una carta a Alfonso Reyes, Paz puso como posdata: “¿Merleau Ponty sigue en México?”[41] Su percepción del tiempo tiene que ver con el capítulo titulado “La temporalidad”, del libro de Merleau Fenomenología de la percepción (Phénomenologie de la perception), obra publicada en 1945 (por Gallimard, y en español, por el FCE en 1957). El pensamiento de Husserl impregnaba no

sólo las reflexiones sobre el tiempo y lo imaginario, la intersubjetividad y la intencionalidad… sino sobre toda la vida intelectual: en el propio París la Idee der Phänomenologie (las cinco leccciones de 1907) relegó al pasado la influencia de Bergson. Como un ejemplo de lo aducido antes podemos citar una carta, escrita por Octavio Paz a Alfonso Reyes, estando de vacaciones en Córcega: “Su prosa entona con este mar, este cielo y estos vientos. ¿Por qué no continúa la serie […] ‘Transacciones con Teodoro Malio’? (Husserl expuesto y refutado en verso me pareció admirable y el sueño de T. M. me enseñó más que muchos libros de historia, con ese ja ja racional y democrático y ese jo jo egipcio y sacerdotal)”.[42] Pero como hemos señalado, todo lo anterior, lo de Husserl, lo de Cassirer, lo de Simmel, lo de Freud, lo de Heidegger, etc., se deriva en última instancia de los románticos; mejor dicho, de “la ideología alemana del siglo XIX” (estudiada, en otra perspectiva, la sociológica, por Raymond Aron en otro libro famoso, conocido de Octavio Paz [el libro y el autor]), fenómeno en el que Nietzsche tuvo, contra su voluntad, un papel determinante. De Nietzsche Paz se reconocía gran lector y admirador. La idea de que Homero es más actual que el diario de hoy también la había expresado Proust, por boca de Swann, naturalmente de manera más sofisticada: “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida”.[43] En una entrevista en los Estados Unidos, de 1995, Octavio Paz dijo (¿paráfrasis o, con mayor probabilidad, convergencia fortuita, efecto de mentes agudas?): “Hablábamos de escritores contemporáneos y en seguida pensé en Dante y en Shakespeare. Acaso sean más contemporáneos que el último bestseller”.[44] El “Libro de la memoria” lo inventó Dante en la Vita nuova y “La tragedia humana” la llevó al escenario Shakespeare, en siglos ya lejanos, lo cual no inhibe su actualidad. Y de paso, vale decir que la referencia a Ulises y a la Odisea no es arbitraria, puesto que Octavio Paz rechazó la epopeya (la Ilíada) como misión del poeta, asignándole la de “entrar dentro de sí a fin de expresar esta particularidad única que es cada persona”,[45] esto es, contar y cantar los dolores de la tribulación humana y las ambigüedades del “yo”. Los

personajes de Homero y la Antigüedad clásica poblaron la literatura de nuestro siglo: la helenofilia de Keats (que impregna la Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes [San José de Costa Rica, 1917]), precedió a la Odisea de Joyce y al Ulises criollo de Vasconcelos, al Homero en Cuernavaca de Alfonso Reyes, a Esquiles y a Petronio en T. S. Eliot, al Prometeo de Pérez de Ayala, al Teseo de Gide, a La guerre de Troye n’aura pas lieu de Giraudoux y al Calígula de Camus… que son otras tantas demostraciones de que las literaturas del pasado y las de cualquier presente son “un presente intemporal”. El libro más esclarecedor de este fenómeno literario es, sin duda, el de Luis Díez del Corral, La función del mito clásico en la literatura moderna.[46] En este presente se despliega libremente lo que Bergson llamó “la función fabuladora”: “la capacidad de crear personas cuya historia nos contamos a nosotros mismos”.[47] Ahora el misterio de la literatura es, como lo dijo Borges, la transustanciación de los recuerdos: “Macaulay […] se maravilla de que las imaginaciones de un hombre lleguen a ser los íntimos recuerdos de miles de otros. Esa omnipresencia de un yo, esa continua difusión de un alma en las almas, es una de las operaciones del arte, acaso la esencial y la más difícil.[48] ¿Fue Manhattan-Bred Loaf, isla real-imaginaria, la primera isla de Calipso, añorada por el niño de Mixcoac y recordada por el anciano Premio Nobel? Quien abrió el camino a la visión dionisiaca de la Grecia antigua, la que formuló Nietzsche, fue el poeta heroico Byron, el nadador del Bósforo (véase el canto 2 de Child Harold). Algunos apodaron al joven poeta Octavio Paz, por sus ojos claros y sus melenas, y por su seducción, “el lord Byron de Mixcoac” (¿derrisión o envidia?). Cualquiera que haya sido la Calipso —que no fueron ni Teresa, ni Anita, sino más bien una Carmen, a la que también menciona Octavio en su carta a Teresa—, si ésta le prometió la inmortalidad como hizo a Ulises la de Homero, en este caso no lo engañó. Pero recordemos esta declaración (¿de fe?) del poeta: “El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro, sino en el ahora mismo”.[49] Octavio Paz escribió, evocando aquellos años en los Estados Unidos (según Marie José Paz, se refería antes a su temporada en Berkeley, del año anterior, que a la de Nueva York): “En una palabra, volví a nacer. Nunca me había sentido tan vivo […] En España conocí la fraternidad ante la muerte, en los Estados Unidos la cordialidad ante la vida”.[50]

Una frase estampada como medallón, en la que el joven poeta sólo omitió puntualizar que “la cordialidad ante la vida” se la brindó, también en los Estados Unidos, principalmente la colonia española, por no decir principalmente la mujer hispánica. Eso es tan cierto que, en la misma carta a Teresa, la había hecho partícipe de observaciones como éstas, sobre la sociedad estadunidense, después de “piropear” la viveza de sus ojos: “¿Te has fijado que aquí casi nadie tiene ojos?” Y también: “Me dan lástima los viejos en este país: no tienen sitio”. Cuando, 29 años más tarde, en 1974, llegó a Cambridge, Massachusetts, fue invitado por Jakobson, pero estuvo de nuevo inmerso entre los que algunos apodaron “el pueblo hispánico de Harvard”, último reducto de los veteranos del curso de verano de Middlebury College. Ahí eran maestros con tenure, y gran prestigio: Raimundo Lida, Juan Marichal, Steve Gilman y Enrique Anderson Imbert. Era el mismo entorno humano de 1945, con la excepción de Pedro Salinas (que falleció en los cincuenta, prematuramente), pero con Marichal (también alumni de Middlebury) estaba su esposa, Solita, hija del gran poeta Salinas y cotraductora de Proust con su padre; Raimundo y Denah Lida, don Jorge Guillén (enfermo entonces pero espiritualmente presente) y su hija Teresa, esposa de Steve Gilman, ambos alumni de Bred Loaf. Alejado de México en el espacio, Octavio Paz se dedicó a bucear, ya no “en su pantano sentimental”, sino en la fosa abisal de su memoria infantil. ¿Qué importancia pudo tener en la elaboración de Pasado en claro, ya esbozado en la carta a Teresa Guillén, 29 años antes, la presencia del mismo entorno humano del verano de 1945, su familia electiva? ¿En qué medida era consciente el poeta de este reencuentro? ¿No fue el ya muy anciano don Jorge Guillén (pero de espíritu siempre alerta), con el cual ya había veraneado en Cape Code en 1969, como una reencarnación de su añorado abuelo, don Ireneo Paz? Dice Marie José que Octavio ideó el poema en México, antes de viajar a Cambridge; con todo, me llama la atención el hecho de que sus temporadas en Harvard (especialmente las de 1973 y 1974) fueron de labor fecunda y entusiasta, tanto en prosa como en poesía. Es algo difícil de entender para quien no ha tenido esta contradictoria experiencia: el malestar de los latinos en la sociedad estadunidense, pero el bienestar en los campus cosmopolitas de universidades como Harvard, Columbia o Berkeley. Quiso la vida académica, o mejor dicho la amistad, que yo fuera, por decirlo así, “testigo presencial”, en 1974. Llegué a Cambridge la víspera,

procedente de Montreal, para hablar, el 9 de octubre, de mi libro Quetzalcóatl y Guadalupe (Gallimard, París, 1974), cuya edición francesa había salido unos meses antes, con un prólogo de Octavio Paz, razón por la cual nuestros amigos comunes de Harvard quisieron reunirnos. Octavio y Marie José llegaron procedentes de México unos días antes, para quedarse un semestre. Durante esas semanas el poeta escribió Pasado en claro (si bien lo enmendaría hasta el 27 de diciembre, fecha que menciona el editor). Se trata del poema más profundo dedicado al jardín de Mixcoac. Si lo hubiera dado a leer a don Jorge Guillén, habría quedado desconcertado el autor de Cántico (asegura Marie José que no se lo comunicó). Es imprescindible volver sobre los puntos más sobresalientes de este poema esencial. La concepción de la muerte hace eco al Cimetière marin (Gallimard, París, 1931), de Paul Valéry (y a dos famosos sonetos de Quevedo), que es el reverso de la inmortalidad cristiana (“consolatrice affreusement laurée”, la llamó Valéry): Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra, es saberse mortal. Secreto a voces y también secreto vacío, sin nada adentro: no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.

La situación del hombre entre el universo y la historia, constancia estoica: El universo habla solo pero los hombres hablan con los hombres: hay historia. […] Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia.

Su relación con el tiempo, en la que expresa una religiosidad germanoromántica: […] Transcurre el tiempo sin transcurrir. Pasa y se queda. Acaso, aunque todos pasamos, no pasa ni se queda: hay un tercer estado.

Y esto que podría parecer como reminiscencia de Apollinaire, del que fue admirador: Venga la noche, toque la hora los días pasan, yo me quedo. [Vienne la nuit, sonne l’heure, Les jours s’en vont, je demeure.] [51]

Tiene una profundidad metafísica que lo emparenta con la filosofía griega y también con la aspiración de Hölderlin. Y lo que sigue es reflejo del hinduismo: En el centro del tiempo ya no hay tiempo, es movimiento hecho fijeza, círculo anulado en sus giros.

Su concepto del lenguaje “rima” con el famosísimo poema de Calderón, que termina así: “… y los sueños sueños son”. Pero también se puede observar que en la tradición hermética en el círculo figura el cinturón de Venus, que es la perfección; hay que hacer notar que también en el tao (la China) y en el tantra (la India) el vacío del círculo simboliza la plenitud (y el sexo femenino). Volvamos al poema: Desde lo alto del minuto despeñado en la tarde de plantas fanerógamas me descubrió la muerte. Y yo en la muerte descubrí el lenguaje. […] Espiral de los ecos, el poema es aire que se esculpe y se disipa, fugaz alegoría de los nombres verdaderos.

La lírica de Octavio Paz hace de él un poeta “modernista”, con escritura guilleniana, y en otro aspecto, heredero de Gérard de Nerval, de Villaurrutia y de los románticos alemanes. Todo lo cual puede parecer confuso, pero es la realidad; también es obvio que la “escritura automática” del surrealismo no tiene parte en ello. Su “razón poética” deriva de la lectura de María

Zambrano, singularmente de su obra Filosofía y poesía, publicada en México por el Fondo de Cultura Económica en 1939. Ahí también aparece la idea fundamental de que “la vida es camino”. Con todo, algunos van a pensar que, por una forma de imperialismo cultural galo, doy exagerada importancia a la influencia de autores franceses en la génesis del pensamiento y la obra de Octavio Paz; nótese que él mismo declaró: “Siendo muy joven llegué aquí [a los Estados Unidos] y empecé a leer a Eliot y Pound […] Ellos y los poetas franceses han sido mis mentores”. [52]

No me siento suficientemente preparado como para analizar la filiación de Paz con Eliot (posiblemente accedió al Dante mediante Eliot) y Pound. Además de The Waste Land, T. S. Eliot fue autor de un notable poema dedicado al Miércoles de Ceniza (Ash-Wednesday), de 1930, en el que se lee una meditación sobre la palabra abolida, que empieza así: If the lost Word is lost, if the spent Word is spent If the unheard, unspoken Word is unspoken, unheard.[53]

Por otra parte, es obvio que Paz le debió a Pound un regreso a lo esencial arcaico y el interés por la poesía china. Pero se da el caso de que ambos, Eliot y Pound, frecuentaron en París a vanguardistas, dadás y surrealistas, y, como lo señala Paz, fueron influidos por Tristan Corbière y Jules Laforgue, dos poetas de la Francia de lengua de oc. Recuerdo haber errado en la ciudad de Tarbes, siendo joven maestro de secundaria, en este mismo parque público (le jardin Massey), con su torre romántica, donde Laforgue paseó su “alma llena de dandismo lunar en un extraño cuerpo”, como se definió a sí mismo. Laforgue introdujo en la poesía moderna las rupturas de ritmo —como apunta Octavio Paz— y también la ironía (decía el poeta “lunar”: “Yo quiero casarme con una inglesa pelirroja y plana, muy pelirroja y muy plana, porque cuando el pecho es plano, uno está más cerca del corazón” [“Quand la poitrine est plate, on est plus près du coeur!”]). Por el momento quiero subrayar que en la misma entrevista Octavio Paz citó a Villon, a Baudelaire, a Céline, a Tocqueville y a Valéry. De François Villon escribió: “Al fin y al cabo, el primer bohemio, el primer gran poeta moderno fue Villon, francés”.[54] A Baudelaire lo menciona con mucha

frecuencia en toda su obra, como poeta y como crítico de arte, tratando de emularlo. Es muy probable que Octavio veía a Baudelaire como lo vio mi generación: con los ojos de Paul Valéry. De la visión plástica del autor de las Curiosités esthétiques, Paz escribió: “Desgarrado por la enemistad de los contrarios, Baudelaire busca en la analogía un sistema que, sin suprimir las tensiones, las resuelva en un concierto. La analogía es la función más alta de la imaginación”.[55] Todos sabemos que Octavio Paz tradujo a varios poetas franceses, incluso al más intraducible, al propio Mallarmé, al que también dedicó Valéry varios ensayos (ca. 1926). Este aspecto de la obra de Paz como traductor del francés lo estudió acuciosamente Fabienne Bradu, en el número de Vuelta de homenaje a la memoria del poeta y fundador de esta revista. La filosofía de Octavio Paz, que expresan sus poesías, es “moderna”, como él quiso, primero en la medida en que precisamente son los poetas las auténticas voces de la sophia, los nietos de Hölderlin y los continuadores de Rilke (autores que leyó en la Collection Aubier, de textos bilingües, alemán y francés, traducidos por J. F. Angelloz y Geneviève Bianquis, y para Rilke, los penetrantes estudios de Philippe Jacottet). El recuerdo del autor de los Sonetos a Orfeo y las Cartas a un joven poeta estaba muy vivo en el París de la posguerra; Rilke fungió como secretario del escultor Rodin, fue amigo de Jean Cassou, en casa de quien se reunía con Unamuno y otros escritores, como Alfonso Reyes, quien lo recuerda en sus escritos (véase Marginalia, segunda serie, México, 1954). El pintor Balthus, amigo de Octavio, fue educado en la intimidad de Rilke; el poeta le dedicó las Lettres à un jeune peintre (“Cartas a un joven pintor”), obra simétrica de las más conocidas Cartas a un joven poeta (póstumas, 1929). Pero la obra de Paz también es heredera de las más antiguas tradiciones, si no es clásicamente tradicional: es una síntesis original de neoplatonismo (cita a Plotino, si bien prefiere al Uno siempre el Otro) y de bergsonismo (a través de Antonio Caso, directamente), integrado a un concepto hinduista que abarca y reconcilia todo: el hombre con el universo, el instante con la eternidad. Su primer encuentro con la India lo tuvo en México con Krishnamurti, del cual el padre de Elena Garro era adepto. El concepto filosófico de reconciliación ocupa una posición clave en el pensamiento de Octavio Paz, subsume el de pluralidad y le ha inspirado una de las más

hermosas y profundas páginas de El mono gramático (1970): “Aparece, reaparece la palabra reconciliación. Durante una larga temporada me alumbraba con ella, bebía y comía de ella”.[56] A diferencia de los surrealistas, de los modernistas y de los mal llamados “posmodernistas” (concepto criticado por el poeta), Octavio Paz no repudió la tradición occidental; muy al contrario, escribió: “Para ser modernos de verdad, tenemos antes que reconciliarnos con nuestra tradición”.[57] La obra de Octavio, el niño que “se soñaba dueño del mundo” en la higuera de Mixcoac, quedará como la obstinada ambición de rescatar nuestra orfandad personal e histórica, por la incantación de la palabra poética; recuperar este otro tiempo que es “el presente, la presencia”; éstas son las últimas palabras de la Conferencia Nobel. Significativamente, el volumen 1 de sus Obras completas se titula La casa de la presencia, con este subtítulo: “Poesía e historia”, que subraya la profunda unidad de dos aspectos complementarios de su obra. El sentido de la presencia (El Colegio Nacional, 1995) también es el título de un ensayo (discurso de recepción a la Academia Mexicana) de su amigo Ramón Xirau, que es la definición del lenguaje por el último Heidegger. Hay que fijarse bien en esta evidencia semántica de que “la presencia” es la traducción, la más exacta y elegante a la vez, del concepto clave de la filosofía de Heidegger, el Dasein —palabra que suele traducirse bárbaramente en ediciones francesas y españolas—. Cuando Octavio Paz afirma que el hombre es plural reconoce la existencia del otro; es más, proclama la coexistencia del yo con los otros como fundamental y primordial. Traducida en términos filosóficos, la posición del escritor mexicano refleja la del filósofo alemán. Para Heidegger, impregnado del concepto de “intersubjetividad” (tomado de Jaspers), el estatuto ontológico del ser (Sein) es ser con otros seres (Mitsein), y la realidad existencial del ser, la presencia (Dasein) implica también la existencia del otro, de otros, su copresencia (Mitdasein). Lo que significó lo anterior fue una revolución copernicana respecto de la tradición kantiana, que dominó el pensamiento filosófico europeo desde el siglo XVIII. Es curioso que, ya antes, Marcel Proust confiara en las “presencias” interiores (algo muy distinto del Dasein) para trascender su presente y encontrar “la unidad”. El pensamiento de Octavio Paz es un punto de confluencia de las más características corrientes de la modernidad, representadas por Tocqueville, Renan, Nietzsche, Fourier,

Durkheim, Bergson, Proust, Unamuno, Freud, Cassirer, Heidegger, Camus… en diversos campos, casi todos ellos herederos del romanticismo alemán, como vamos a ver en lo sucesivo. Como la obra de Jorge Guillén, la de Octavio Paz oscila entre dos polos antagónicos, pero complementarios: el Cántico (edición completa, de Buenos Aires, 1950), poesía, exaltación lírica del amor, de la vida y del cosmos, y el Clamor (Buenos Aires, 1957), escritos (prosa en el caso de Octavio Paz) de protesta contra los crímenes de la historia y los fanatismos de las iglesias ideológicas, las del pasado y las del tiempo presente. Por eso le dijo el poeta a Julián Ríos: Vuelvo a Guillén […]: lo que Lorca quiso subrayar cuando en un poema citó una línea de Guillén: “Sí, tu niñez ya fábula de fuentes”. La niñez, la vida, el tiempo convertido en fábula y en fábula que alimenta, fábula de fuentes. Yo agregaría a este verso admirable de Guillén otra línea de un poema mío y que es una transposición de la misma idea, pues yo digo que la palabra es “manantial de fábulas”. ¿Cómo no recordar, con Borges, este dístico de Unamuno: Nocturno el río de las horas fluye desde su manantial que es el mañana eterno…[58]

El poeta-filósofo acude a la misma imagen del manantial, en relación con el fluir del tiempo (tema central de la obra poética de Octavio Paz), audazmente invertido por Unamuno. Le inspiró a Borges este comentario irónico: “La creencia general ha determinado que el río de las horas —el tiempo— fluye hacia el porvenir. Imaginar el rumbo contrario no es menos razonable, y es más poético”.[59] Es oportuno recordar que uno de los capítulos de El ocaso de los ídolos (Götzerdämmerung) de Nietzsche (de quien fue lector entusiasta Octavio Paz, según reconoció él mismo) se titula: “Cómo el mundo real terminó por convertirse en fábula”, que no es sino en forma de aforismo la pura visión de Fichte, filósofo del primer romanticismo. Lúcido manejo del lenguaje y conciencia aguda de ser operario de una gran creación continua de muchos poetas, búsqueda intensa para “lograr aislar, inmovilizar […] un poco de tiempo en estado puro”, en las palabras de Proust. Octavio Paz no se sentía inferior por reconocer el talento o el genio en

otros, y tampoco se abstuvo de calificar la mediocridad y descalificar los simplismos. Como su amigo Cioran (“pesimista jubiloso”, según se definió a sí mismo, conversando con Jean-Jacques Lafaye), Octavio Paz escribió varios “Ejercicios de admiración”, de pintores notablemente, en uno de los cuales le atribuyó a un pintor lo que ha sido el significado de su propia obra: “la reconquista de la mirada salvaje del niño”.[60]

[1] Conferencia Nobel, 1990, pp. 44-46. [2] Ibid., p. 51. [3] Ibid., p. 54. [4] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, p. 326. [5] Albert Béguin, L’âme romantique et le rève, Librairie José Corti, 1946. [6] Denis de Rougemont, L’Amour et l’Occident, Plon, París, 1978; edición en en

español, El amor y Occidente, Cairos, Barcelona, 1979. [7] Ernst Robert Curtius, Europäische Literatur und Lateinisches Mittelalter, A. Francke Verlag, Berna, 1948; edición en español, Literatura europea y Edad Media latina, trad. de Margit Frenk y Antonio Alatorre, FCE, México, 1955. [8] Maurice Nadeau, Histoire du surréalisme, Du Seuil, 1944. [9] Hacia el comienzo, 1964-1968. [10] Ibid., pp. 46-47. [11] Ibid., pp. 97-98. [12] Marcel Proust, Por el camino de Swann, trad. de Pedro Salinas, Madrid, 1920. [13] Octavio Paz, “Jardín”, en Lo mejor de Octavio Paz, 3ª ed., Seix Barral, Barcelona, 1998, p. 14. [14] Marcel Proust, Por el camino de Swann, p. 135. [15] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, p. 178. [16] OC, 11, Obra poética I (1935-1970), pp. 412-419. [17] OC, 4, Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, p. 275. [18] Ibid., p. 276. [19] Pasado en claro. [20] José Ortega y Gasset, Ensayos estéticos, Revista de Occidente, Madrid, 1924, p. 153.

[21] Alexander Gode von Aesch, Natural Science in German Romanticism; edición en

español, Espasa-Calpe, Buenos Aires y México, 1947, p. 103. [22] Ibid., p. 280. [23] Franz Roh, Realismo mágico-postexpresionismo. Problemas de la pintura europea, Revista de Occidente, Madrid, 1927; edición en alemán, 1925. [24] Organon der Erkenntnis der Natur und des Geistes [“Organon del conocimiento de la naturaleza y el espíritu”], Leipzig, 1856, p. 140; citado por Gode, op. cit., p. 110). [25] Cahiers du Sud, tomo XVI, núm. 194, Marsella, 1937. [26] Roger Caillois, El mito y el hombre, París, 1939, p. 113. [27] Xavier Villaurrutia, Poesía y teatro, FCE, México, 1953. [28] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, p. 235. [29] El Hogar, Buenos Aires, 1937. [30] Karl Philipp Moritz, Andreas Hartknopf, 1785. [31] Albert Béguin, L’âme romantique et le rêve, 1939; nueva edición de José Corti, París, 1946, y edición en español, El alma romántica y el sueño, de Margit Frenk y Antonio Alatorre, FCE, México, 1954. [32] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, “Los hijos del limo”, p. 368. [33] Asia y América, Delhi, 1965; OC, 7, p. 117. [34] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, pp. 26-27. [35] México, 9 de mayo de 1989. [36] Entrevista con Cristina Pacheco, 1984. [37] Solo a dos voces, entrevista con Julián Ríos en Londres. [38] Citas de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, dedicada a Octavio Paz, mayo de 1998. [39] OC, 2, Excursiones/Incursiones. Dominio extranjero, p. 471. [40] Elena Poniatowska, Octavio Paz. Las palabras del árbol, Seix Barral, Barcelona, 1998. [41] Correspondencia…, carta 16, París, 21 de marzo de 1949. [42] Correspondencia…, carta 48, Splendid Hotel, Île Rousse, 1° de agosto de 1951. [43] Marcel Proust, Por el camino de Swann, trad. de Pedro Salinas, 1920, p. 44. [44] Vuelta, núm. 235, 1996, p. 14. [45] Idem. [46] Luis Díez del Corral, La función del mito clásico en la literatura moderna, Gredos, Madrid, 1974. [47] Cita de E. R. Curtius, op. cit., p. 26. [48] Jorge Luis Borges, El Hogar, Buenos Aires, 1937. [49] La búsqueda del presente, Estocolmo, 1990. [50] Elena Poniatowska, op. cit., p. 41.

[51] Guillaume Apollinaire, Le Pont Mirabeau, 1912. [52] Georgia Review, 1995; entrevista publicada en Vuelta, núm. 235, junio de 1996. [53] Ash-Wednesday, T. S. Eliot, p. V. [54] The Georgia Review, 1995; reproducido en Vuelta, núm. 235, junio de 1996, p. 12. [55] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 49. [56] OC, 11, Obra poética I (1935-1970), pp. 497-499. [57] OC, 7, Los privilegios de la vista. Arte de México, “Luis Barragán y los usos de la tradición”, 1982, p. 311. [58] Miguel de Unamuno, Rosario de sonetos líricos, Madrid, 1911. [59] Alfonso Reyes/Jorge Luis Borges, La máquina de pensar, Asociación Nacional del Libro, México, 1998. [60] OC, 8, El peregrino en su patria. Historia y política de México, “El diablo suelto: Antonio Peláez”, 1973, p. 381.

III. EL SOLITARIO Un Teseo romántico en el laberinto de la modernidad

El hombre no va a ninguna parte si no va al encuentro de sí mismo. O. P. La nobleza del oficio de escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la soledad. ALBERT CAMUS

Para salir del “laberinto”, quiero decir de la formulación del problema mexicano por Octavio Paz en el libro que lo hizo famoso en los años cincuenta, El laberinto de la soledad, fue necesario el esfuerzo de varios de los más diversos y destacados espíritus de México: don Alfonso Reyes con La X en la frente (FCE, México, 1952) y don Jesús Silva Herzog con El mexicano y su morada (Cuadernos Americanos, México, 1960), y como para hacer eco a los mexicanos Mariano de Cárcer publicó ¿Qué cosa es gachupín? (Manuel Porrúa, 1953), don Pedro Bosch Gimpera, La España de todos (obra póstuma), y Abelardo Villegas, La filosofía de lo mexicano (FCE, 1960). El laberinto… ha sido como el arco de Ulises para los pretendientes de la mano de Penélope-Clío. Varios han intentado imitarlo a la vez que superarlo; pero en algunos casos el laberinto se ha metamorfoseado en jaula; salir de ésta es todo el drama de México. Y lo más gracioso es que El laberinto… no fue siquiera un libro concebido como tal, sino una miscelánea de ensayos escritos sucesivamente en vista de su publicación por entregas en la revista de mayor prestigio intelectual de aquella época en América Latina: Cuadernos Americanos. Se pudieron publicar estas primicias de la labor ensayística de Octavio Paz

porque se lo pidió de favor don Alfonso Reyes a don Jesús Silva Herzog, director-fundador de aquella revista, como lo atestigua una carta de Octavio Paz a Alfonso Reyes. El laberinto… ya estaba terminado en septiembre de 1949. En aquel año salió en Buenos Aires, publicada por la editorial Emecé, la colección de cuentos más famosa de Jorge Luis Borges, titulada esotéricamente El Aleph (que es el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo). Tomando en cuenta que Octavio Paz frecuentaba en París a Bioy Casares, el mejor amigo de Borges, y él mismo era colaborador de la revista Sur, sería difícil suponer que no haya llegado pronto a sus manos la más reciente publicación de Borges, por el intermedio de José Bianco, secretario de la revista, con quien se carteaba. Lo que no hemos podido averiguar es si Paz ya había puesto el punto final a su Laberinto… cuando leyó a Borges; lo cual no es una pregunta ociosa. Ocurre que uno de los cuentos de El Aleph se titula: “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”; se trata de la historia imaginaria de un rey de tribu nilótica que construyó un laberinto de ladrillo, al que van a descubrir dos ingleses —parodia de los famosos arqueólogos de las pirámides de Egipto—. En el diálogo de los dos personajes encontramos esta sentencia: “No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es”. Si el universo es un laberinto, ¿no lo será a fortiori México? El tema principal, si bien no único, de El laberinto… de Octavio Paz es México, y la originalidad del conjunto es que abarca la historia del México antiguo, la Nueva España, el México independiente, la Revolución y el México posrevolucionario, así como un tema novedoso entonces, los chicanos de los Estados Unidos. Fue un reto en esa época, cuanto más si se advierte que el libro, impreso en formato in 18, no pasa de 191 páginas en la edición, ya revisada y aumentada, de 1959, y que posteriormente tuvo múltiples reimpresiones y traducciones a otros idiomas. Por primera vez un escritor mexicano intentó superar la historia vista como una serie de grandes fracturas (episodios heroicos), fragmentada en épocas o eras: prehispánica, virreinal, independiente, revolucionaria. Fue de los primeros (después de don Joaquín García Icazbalceta y Carlos Pereyra) en rescatar aquella Edad Media mexicana que había sido la Nueva España, igual que los románticos europeos rescataron las consabidas “tinieblas medievales” del oprobio que les habían pegado el humanismo y la Ilustración. La analogía, empleando uno de los conceptos predilectos de Octavio Paz, no es coincidencia sino mimetismo. Octavio Paz logró, mediante un hilo de Ariadna, unificar míticamente el

pasado y el presente de México, todos los pasados, y salir ileso de este lío contradictorio con haber escrito: “El mexicano no es una esencia, es una historia”. ¿El hilo se lo proporcionarían el psicoanálisis, la filosofía y la antropología, como lo sugiere el título, tomado del apéndice final, además de su propia sensibilidad frente a la sociedad de los Estados Unidos? ¿Habrá leído la obra de Benedetto Croce (La storia come pensiero e come azione, Bari, 1938), que ya había traducido Enrique Díez-Canedo al español en México? El ilustre italiano, también lector de Nietzsche, sentenció: “La historia de la historiografía es pues la del pensamiento histórico; es imposible separar la teoría de la historia y la historia”.[1] Octavio Paz se puso a escribir historia; sin embargo, se puede decir sin paradoja que El laberinto… es el libro suyo menos acabado, stricto sensu, si bien sigue siendo el más difundido y celebrado. En cierto sentido El laberinto… es uno de los últimos destellos de una numerosa serie de libros dedicados a la psicología de los pueblos, algo que en el mundo hispánico arranca del “Regeneracionismo” español ligado a la crisis de 1898; si bien El laberinto… fue un intento de superar la visión psicologista, que había sido la de Ramón Pérez de Ayala o la de Salvador de Madariaga, y psicoanalítica, la de Samuel Ramos, “intrahistórica”, la de Unamuno, para adentrarse en un desciframiento más afín con la Radiografía de la Pampa (Buenos Aires, 1933) de Martínez Estrada (libro que yo considero el único antecedente de El laberinto de la soledad). Fue otra forma de exorcizar el atormentado misterio de la identidad nacional, herencia de la vieja España al mismo tiempo que inquietud de naciones americanas en gestación. El primer ensayo de este tipo publicado en América Latina (en los mismos años que el argentino), fue Chile, una loca geografía (Santiago de Chile, 1940), del doctor Benjamin Subercaseaux; más que geografía es etnografía y psicosociología de un Chile visto con ojo clínico por un médico itinerante. La vieja España, raíz europea del imperio, y la Nueva España, llamada de nuevo “México”, se siguen interrogando sobre sí mismas. De este modo, posteriormente a El laberinto… de Octavio Paz, más de medio siglo después de En torno al casticismo, de 1895, famoso ensayo de Unamuno (libro que ya era un Laberinto… español), el doctor Laín Entralgo, otro médico que auscultó a la patria como hiciera Marañón, publicó una admirable meditación: ¿A qué llamamos España?

(Colección Austral, Madrid, 1971). En México, Carlos Fuentes, otro adalid cosmopolita de las letras nacionales, propuso su propia lectura del México contemporáneo en dos etapas: Tiempo mexicano (Joaquín Mortiz, México, 1971), un libro dedicado significativemente a Fernando Benítez, seguido de Nuevo tiempo mexicano (Aguilar, México, 1994). Por fin le tocó al chispeante Xavier Rubert de Ventós escribir el último ensayo (si no me equivoco) de esta serie laberíntica, el que más abarca, titulado El laberinto de la hispanidad (Planeta, Barcelona, 1987). El laberinto de la soledad, escrito por un hombre de 35 años, es un enjambre de temas futuros, la obra matriz de sus libros más significativos (cuando menos, los de prosa). Igual que todas sus obras posteriores, escribió el libro a posteriori, no durante su estancia en los Estados Unidos, sino en París, donde permaneció de 1945 a 1951; volvería más tarde a París de 1959 a 1962; entre estas dos temporadas realizó viajes a la capital francesa, de paso para el Extremo Oriente. De El laberinto… son desgajamientos sucesivos no sólo Conjunciones y disyunciones y Posdata, de 1970 (que se da por una revisión o puesta al día de El laberinto…), sino también El ogro filantrópico, de 1979, así como un conjunto de escritos cortos reunidos en las Obras completas con el título El peregrino en su patria.Y, lo más sorprendente, tanto el estudio dedicado a Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1981), obra que llegó a cuajar tardíamente, como La llama doble. Amor y erotismo, aún más tardío, de 1993, ya están esbozados en El laberinto… En la obra de Octavio Paz, considerada en su despliegue temporal, los temas se engastan unos en otros, como se superponían las pirámides del México antiguo. Sus sucesivas temporadas en París fueron la época de acumulación de temas y proyectos, la cantera de donde sacó sus obras posteriores, hasta los años noventa. Como las épocas de la historia, las de su vida fueron una sucesión de brincos seguidos de playas pacíficas. Los brincos se reflejan en escritos de combate; las playas, o mejor dicho los jardines, en poesías líricas. Por lo anterior, El laberinto de la soledad merece examinarse más de cerca, y para empezar a hacerlo hay que darle su verdadera importancia a la cita de Antonio Machado que el autor le puso de epígrafe, no de simple adorno: Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad-realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y

necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en la esencial heterogeneidad del ser, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.

Esta declaración de fe, tomada de boca de un personaje literario que era portavoz de Machado, en un libro difícil y no tan leído como sus poesías, iba a dar un eco universal a la ética del “poeta filósofo”, el discreto maestro del colegio de Soria (no tan desconocido puesto que la Hispanic Society, de Nueva York, lo hizo miembro de aquella lejana academia). Pudo agregar el joven Octavio esta otra cita de don Antonio: “¿Tu verdad? No. La verdad; la tuya guárdatela”. Tales aforismos (que como los de Nietzsche pueden aparecer contradictorios en algunos casos) de tanta fuerza en el contexto de la Guerra Civil española, a posteriori cobran un extraordinario relieve. Al recoger esta cita de la sabiduría de Abel Martín Machado, y aplicarla a la visión de las culturas del México prehispánico, Octavio Paz le dio una difusión universal, mediante las reimpresiones y las traducciones de El laberinto… y sus prefacios a exposiciones de arte precolombino en París y en Madrid; lo cual despertó, desde hace ya varios decenios, un derroche de identidad y otredad en las publicaciones y reuniones de antropología e, incluso, de crítica literaria. La “soledad”, como concepto vulgarizado, ha sido la zancadilla de los campos de deportación; la “otredad” ha prosperado con la inmigración y se ha convertido en una filosofía de displaced persons. Me refiero, claro está, a la divulgación de la palabra, como reflejo de tragedias colectivas. Debe quedar claro que, como concepto filosófico, el otro en nuestro siglo ha sido objeto de especulaciones y controversias en la filosofía alemana, con Dilthey, Max Scheler y, sobre todo, Karl Jaspers. La otredad está estrechamente relacionada con el encuentro y la intersubjetividad. Para Unamuno, el otro era mera invención del yo. Opuesta fue la teoría del Mitsein de Heidegger, para quien el yo no existiría sin los otros (Mitdasein, o presencia compartida: coexistencia), como ya hemos apuntado. En los años de París de Octavio Paz, Sartre y Merleau Ponty, Gabriel Marcel y casi todos, disputaban de être pour soi y être pour autrui; cundió un aforismo de Sartre: “El Infierno son los otros” (“L’Enfer c’est les autres!”) Entre filósofos hispánicos quien más profundizó en este tema fue el recordado Aranguren, el cual elaboró una ética social de la alteridad que

abarca los planos individual, social y político (véase las Obras completas en seis volúmenes de José Luis López Aranguren, que publicó la editorial Trotta, a partir de 1994). Posteriormente, el doctor Laín Entralgo publicó un extenso trabajo en el que repasó los diferentes aspectos del tema y de la historia de su evolución en la filosofía moderna, Teoría y realidad del Otro (Madrid, 1961). El lector curioso podrá remitirse a estos libros y a los insustituibles ensayos de historia de la filosofía que nos brindó José Ferrater Mora, filósofo catalán de los Estados Unidos. Hoy en día, la retórica de la otredad aplicada a las civilizaciones amerindias, como lo hizo primero Octavio Paz, me parece como el reverso del sueño exótico del siglo XVIII, que estudiara Gilbert Chinard (véase sus hermosas disertaciones sobre L’Amérique et le rêve exotique dans la littérature française au XVII et au XVIII siècle [París, 1913], que es, por otro nombre, l’Orient littéraire (el Oriente literario), concepto que curiosamente abarca al Occidente americano. Por algo Octavio Paz escribió: “Los remordimientos de Occidente se llaman antropología”, una idea que expresó también hace unos años su amigo Claude Lévi-Strauss: “L’anthropologie est la mauvaise conscience des nations colonisatices”. (Cito de memoria, por tradición oral, seguro de que no traiciono la intención del autor.) Con todo, se ha desarrollado en México una versión latinoamericana sui generis de la filosofía de la otredad, la de Enrique Dussel, quien intentó fundamentar una ética de la liberación en este concepto. Entre la otredad de Paz y la de Dussel media tanta distancia como entre la enajenación de Hegel y la de Marx. Pero en el caso particular de Octavio Paz (anterior al boom de la otredad, derivado, en los años ochenta, de sus propios escritos) fue algo existencial: fue su experiencia de niño mexicano transterrado de un día a otro, de Mixcoac a una primaria de Los Ángeles; experiencia revivida, ya siendo adulto, en mejores condiciones. Enrique Krauze escribió que Octavio “es el secreto personaje de El laberinto de la soledad, autobiografía tácita, laberinto de su soledad”.[2] De su segundo descubrimiento de los Estados Unidos y de la minoría chicana de California nació el primer ensayo de El laberinto… En aquel momento se instala en su obra la idea central y permanente de que la humanidad es de índole irreductiblemente plural, un adjetivo que Octavio Paz va a sustantivar más tarde como título de su revista, Plural. La pluralidad

corre pareja con la libertad individual, la democracia que la garantiza y, sobre todo, la tolerancia que la respeta. Las circunstancias en las que desapareció esta prestigiosa revista son la prueba a contrario de lo que acabo de asentar. Los ocho ensayos que integran El laberinto…, y un apéndice final, en apariencia no ofrecen ninguna homogeneidad; cada uno se refiere a un tema distinto que no delata el título correspondiente: la emigración al norte, las máscaras del folclor indio y mestizo, el Día de Muertos, la microsociedad intelectual mexicana, la Conquista española y la Nueva España, los avatares del México independiente, la Revolución mexicana… Quien quiera bucear en este conglomerado verá aparecer la huella de Freud, de Ortega, de Nietzsche, de Durkheim, de Cassirer… El propio Octavio Paz lo reconocerá más tarde. En esta misma línea escribiría Lévi-Strauss La voie des masques (“La vía de las máscaras”, Skira, Ginebra, 1975), libro inspirado por los indios kwakiutl de la Colombia británica, que es como el paso a la teoría de un trabajo etnográfico, pionero, el de Marcel Griaule, dedicado a máscaras africanas (Masques Dogon, Institut d’Ethnologie, París, 1938). La fiesta popular es el lugar de “la participación”, tal como la definió Durkheim, iniciador de la etnología moderna, la que refleja el tomo VII de la Encyclopédie française, dedicado a Les races humaines, obra colectiva de 1937. No parece que Octavio Paz haya sido influido por los trabajos fundamentales de Evans Pritchard, ni de Malinovski. En cambio, la mentalidad primitiva, los mitos y las máscaras, son el arsenal intelectual de la etnología francesa de la primera mitad del sigo XX, cuyo laboratorio fue el Institut d’Ethnologie de París, instalado por Paul Rivet en el Musée de l’Homme, cúspide del cerro del Trocadero. Lo que no mencionó Octavio Paz, y que yo percibo, sin poder puntualizarlo de momento, es una secreta afinidad a la vez con D. H. Lawrence y con Antonin Artaud, en su búsqueda de algo oculto y sagrado, enterrado, que sería propio de México. El laberinto… fue un intento desmitificador, una hazaña nietzscheana para “disolver los ídolos”, en los términos del autor. El libro se termina con una meditación sobre la soledad considerada por Paz como “el fondo último de la condición humana”, en lo cual coincide aparentemenete con Sartre, quien escribió (poco antes, en su ensayo sobre Baudelaire): “La ley de la soledad […] podría expresarse de esta manera: ningún hombre puede descargarse en otros hombres del cuidado

de justificar su existencia”,[3] si bien Paz no hizo énfasis en la responsabilidad personal. Engastada en la disertación de Paz sobre la soledad, hay otra sobre el amor, que es el embrión de La llama doble. Amor y erotismo. Pero no es ningún paréntesis porque el amor es lo que permite escapar de la soledad. No es la única manera; la otra es la imaginación creadora de mitos. Los héroes inventados por el niño (el niño Octavio en su jardín de Mixcoac) también son mitos. El tiempo del Mito, como el de la fiesta religiosa, o el de los cuentos infantiles, no tiene fechas […] por virtud del rito, que realiza y reproduce el relato mítico, de la poesía y del cuento de hadas, el hombre accede a un mundo en donde los contrarios se funden. (Acude el autor a Bergson para definir el “presente continuo” del universo mítico.) Cada poema que leemos es una recreación, quiero decir, una ceremonia ritual, una fiesta […] Y así, el Mito —disfrazado, oculto, escondido— reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra Historia: nos abre las puertas de la comunión […] El hombre contemporáneo ha racionalizado los mitos, pero no ha podido destruirlos.[4]

No viene al caso adentrarnos aquí en un debate, que sería prolijo, sobre la índole de los mitos. A Georges Dumézil Paz le quedó a deber el paso “de lo invisible a lo visible de la historia” (véase G. Dumézil, Del mito a la novela [Du mythe au roman, PUF, París, 1970]), advirtiendo que esta idea aparece mucho antes en los primeros trabajos que Dumézil ya había dedicado a los indoeuropeos. No cabe duda de que la perspectiva más novedosa (al menos cronológicamente) de enfocar los mitos fue la psicoanalítica, derivada de Freud; al respecto, es ejemplar un libro del vienés Paul Diel, radicado en París, Le symbolisme dans la mythologie grecque (Payot, París, 1980). La otra perspectiva es la estructuralista, representada notablemente por la tetralogía de Lévi-Strauss, Les mythologiques (cuatro tomos, 1964-1972). (Al respecto, tengo guardada en mi archivo de París una carta que me escribió Lacan sobre L’homme nu, que no viene al caso aquí, si bien expresa su admiración por los enfoques de Lévi-Strauss.) Otra vía es la funcionalista, vía explorada a fondo por Dumézil, una de las mentes más lúcidas de nuestro tiempo, frente a la historia de las culturas, que no se debe confundir con la Kulturlehre. La visión prístina de los mitos de Octavio Paz le vino con mayor seguridad del ensayo de Roger Caillois, Le mythe et l’homme (1938), obra

que ponderó con entusiasmo en una conferencia dictada en Oaxaca, ya en 1942;[5] hay que fijarse bien que eso ocurrió cuatro años antes de su primera temporada en París, cuando llegó a conocer a Caillois. Octavio Paz se lanzó a estudiar los mitos, si bien sesgadamente, no como mitólogo. Hizo una extrapolación de la soledad individual con la soledad social y hasta internacional. El siguiente es un pasaje capital que aclara su pensamiento posterior: Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiende a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación. Soledad y pecado se resuelven en comunión y fertilidad […] La sociedad que vivimos ahora también ha engendrado su mito. La esterilidad del mundo burgués desemboca en el suicidio o en una nueva forma de participación creadora. Tal es, para decirlo con la frase de Ortega y Gasset, “el tema de nuestro tiempo”: la sustancia de nuestros sueños y el sentido de nuestros actos. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces.[6]

Este diagnóstico de la crisis de la sociedad burguesa moderna y la pesadilla de las “prisiones dialécticas” (pensaría principalmente en el estalinismo, pero hay un largo etcétera…) es reflejo de una experiencia, primero, y de buenas y variadas lecturas, después. Aparte de los autores citados, Octavio Paz confesó otras fuentes en su Vuelta a El laberinto de la soledad, de 1975. En un texto, Conversación con Claude Fell, que se prestaba a la confidencia, surgen sin sorpresa: Freud, Marx, Dilthey, Unamuno, Américo Castro, Marcel Mauss, así como sus coetáneos: hombres tan diversos como Roger Caillois y Georges Bataille. No menciona al antepasado común, Lévy Brühl, que puso en evidencia la importancia de lo sagrado en las culturas y era la figura tutelar del Collège de Sociologie, del que Caillois fue el alma. Recuerdo que cuando (en los primeros años de la década de los cincuenta) estudié etnología (lo que ahora se llama con un anglicismo antropología física y social), los autores fundamentales eran Lévy Brühl, Durkheim, Leenhardt (pastor protestante y etnólogo oceanista, autor de Do Kamo. La personne et le mythe dans le monde mélanésien, París, 1937), el abate Breuil (prehistoria), Meillet (etnolingüística, si bien no se había inventado la palabra) y Mauss (autor de Essai sur le don, de 1925).

Estos mismos autores fueron los que, dadas su amistades, leyó entonces Octavio Paz en París. Lo que no se puede silenciar ahora es su vuelta a la obra de Samuel Ramos que, según lo reconoce, fue su punto de partida y su principal antecedente. (El ingeniero Ramos, hijo del anterior, con quien tuve la oportunidad de platicar en aquellos años, no consideraba que hubiera competencia entre el libro de Octavio Paz y el de su difunto padre, sino continuidad y complemento.) En El laberinto… Paz escribió: Creía, como Samuel Ramos, que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra predilección por el análisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica […] por una instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades […] Basta con que cualquiera cruce la frontera (con los Estados Unidos) para que, oscuramente, se haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México (de 1934)[7] […] continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos.[8]

Pero en la Conversación…, un cuarto de siglo más tarde, se distanció: “Las observaciones de Ramos fueron sobre todo de orden psicológico […] Su explicación no era enteramente falsa pero era limitada y terriblemente dependiente de los modelos psicológicos de Adler”.[9] Es algo injusto con Vasconcelos pasarlo por alto, pues tanto su Ulises criollo, de 1935, como su Raza cósmica, de 1925, fueron obras visionarias, comparables en cierta medida a las de Spengler o Toynbee, desde luego con las salvedades que supone. Octavio Paz también confesó, tardíamente, su deuda con el Nietzsche de la Genealogía de la moral, obra que prolonga Más allá del bien y del mal (1886); se debe recordar que en la inmediata posguerra Nietzsche fue un autor sospechoso, debido al uso abusivo (verdadera traición) que habían hecho los nazis de algunos textos suyos tomados al pie de la letra; igual que Wagner, Nietzsche se veía como figura emblemática de una Germania nostálgica de sus dioses o presa de sus delirios imperialistas y exterminadores. Octavio Paz no podía citar a Nietzsche en 1949 sin riesgo de despertar sospechas y rencores. Con todo, es importante recordar que en aquellos años en que Alemania se convirtió en un campo de ruinas, a raíz de la derrota de los ejércitos de su Führer, el prestigio intelectual del mundo germánico seguía en el cenit. Para ahorrarnos una lista innumerable de arquitectos, químicos, estrategas, sociólogos, economistas, filológos,

arqueólogos, antropólogos, músicos y poetas, así como la Bauhaus y la Escuela de Marburgo, la Escuela de Viena y la de Frankfurt, o los festivales de Bayreuth y de Salzburgo, que no vienen al caso, recordemos sólo a las tres figuras emblemáticas de la modernidad: Einstein, Marx y Freud, pertenecieron a la koiné germánica; si bien es cierto que los tres fueron judíos, por lo cual, excluidos de la nacionalidad alemana por el Estado nacional-socialista (abreviado: nazi). Marx, antes que Nietzsche, renegó de “la ideología alemana”, de la que, mal que le pese, fue heredero directo. Paz —heredero tardío e indirecto— contribuyó a revivir la poética de los románticos alemanes. No obstante Octavio Paz, en su Vuelta a El laberinto de la soledad, pasó por alto una circunstancia que por cotidiana le parecería intrascendente. A vuelta de página de El laberinto… el autor escribió: “Manuel Cabrera me hace observar que la actitud española refleja una concepción histórica y moral del pecado original”. ¿Quién se acuerda hoy, fuera de sus familiares, de Manuel Cabrera? Fue compañero de estudio de Octavio Paz en la Prepa (ex Colegio de San Ildefonso). Para situarlo, será suficiente recordar que la edición de su tesis doctoral fue prologada por José Gaos y que en su primer cargo como maestro de filosofía fue inmediato sucesor de María Zambrano. Cuando el presidente Alemán concluyó la negociación para edificar una Maison du Mexique en la Ciudad Universitaria Internacional de París, en los primeros años de la década de los cincuenta (no puedo afirmar si se terminó la obra en 1953 o en 1954; sí vi surgir del suelo el edificio), el embajador Torres Bodet llamó a Manuel Cabrera como primer director de esta institución. Éste creó un embrión de biblioteca que reflejaba su propia formación: filosofía y antropología, principalmente, pero en especial filosofía alemana y etnología francesa. Manuel Cabrera era un hombre discreto y encantador (acabó su carrera diplomática en calidad de embajador en Viena). Fue mi primer amigo mexicano y cotejamos juntos pasajes de la edición original de Sein und Zeit (El ser y el tiempo) con una traducción francesa y la versión española, reciente entonces, de José Gaos. (¡La verdad es que la filosofía alemana es casi intraducible a otros idiomas!) Ahora bien, en aquellos años Octavio Paz solía ir una o dos veces a la semana a pedir libros prestados de la biblioteca de la Casa de México y los traía a su despacho de la embajada, situada en la Rive Droite, muy alejada de “la Cité”. (Esta información postrera me la brindó hace poco Porfirio Muñoz Ledo, quien en

aquellos años fue agregado cultural de la embajada de México en París.) Manuel Cabrera regresó a México, donde permaneció poco tiempo, en 1952, como lo señaló Alfonso Reyes a Octavio Paz (Correspondencia…, carta 53, 7 de marzo de 1952, p. 171). A partir de estos datos, no creo arriesgarme mucho al suponer que Octavio Paz le prestó a su compañero de filosofía y letras el manuscrito de El laberinto…, pidiéndole sus observaciones, esto es, sugerencias y enmiendas, para quitarle las naïvetés (la palabra es del propio Octavio Paz) a la primera edición, la de 1950, de Cuadernos Americanos, en vista de una segunda, la de 1959, por el Fondo de Cultura Económica. Aquí tocamos otro principio de explicación de El laberinto…: un libro como éste, que define la filosofía de la vida del autor, su visión del pasado histórico y del tiempo presente, de la patria y de la humanidad, fue producto de un clima intelectual. Precisamente fue efecto conjugado de la circunstancia parisina y la mexicana. A París se debe la casuística de la soledad, la elaboración intelectual; a México, la polémica entre nacionalistas y cosmopolitas, y el resorte emocional. Digamos, para simplificar, que los primeros estaban representados notoriamente por Vasconcelos y Héctor Pérez Martínez, y los últimos por Villaurrutia y Alfonso Reyes. Merece la pena citar lo que Octavio Paz escribió al maestro, después de enviar el manuscrito de El laberinto… a Jesús Silva Herzog, como para prevenir, entre amigos, las previsibles críticas del bando opuesto (don Jesús, además de un espíritu abierto a la cultura universal, era un hombre bondadoso; no abrigo la menor duda de que habría protegido a toda costa a “su autor”). El joven Octavio Paz se desahogó en estos términos: No faltará quien enseñe “el fatigado diente” y que lo acuse [a El laberinto…] de dar la espalda a México. Además de que se trata de gente que no lo ha leído, le confieso que el tema de México —así, impuesto por decreto de cualquier imbécil convertido en oráculo de la “circunstancia” y el “compromiso”— empieza a cargarme. Y si yo mismo incurrí en un libro fue para liberarme de esta enfermedad […] Temo que para algunos ser mexicano consiste en algo tan exclusivo que nos niega la posibilidad de ser hombres a secas.[10]

El lector sacará provecho de las notas de Anthony Stanton que acompañan y recuerdan la polémica de 1932 en que se denunció el “descastamiento” y el “desarraigo” de los Contemporáneos, de los que Alfonso Reyes era la figura prominente.

El laberinto…, por otra parte, fue esencialmente la expresión de un itinerario intelectual que era a su vez consecuencia de un itinerario geográfico: México, Valencia, Madrid, París, México, Los Ángeles, Nueva York, México, París. El propio Octavio Paz, en un escrito que encabeza el volumen 9 de sus Obras completas (1995), resumió esta trayectoria (lo cual nos ahorra algún esfuerzo o, mejor dicho, confirma la legitimidad de nuestra forma de enfocar la obra) con este apropiado título: Itinerario. Paz vuelve con mirada crítica sobre sus autores predilectos de la época de El laberinto…: Fui un lector ferviente de Ortega y Gasset […] la filosofía alemana, salvo la de Schopenhauer y la de Nietzsche, huele a encierro de claustro universitario; las de Ortega y Sartre al aire de la calle, los cafés y las mesas de redacción de los diarios. En Ortega la influencia alemana fue más directa y, al mismo tiempo, menos avasalladora. [11]

Paz bosquejó el teatro literario-político del París de aquellos años en un capítulo excelente que no puedo citar in extenso. Veamos una simple muestra: La mirada más clara y penetrante era Raymond Aron, poco leído entonces […] Aún muy joven, Albert Camus reunía en su figura y en su prosa dos prestigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo francés […] Pero los más apreciados, leídos y festejados, eran Sartre y su grupo […] Desde el principio me sentí lejos de Sartre […] Las razones de mi distancia fueron poéticas, filosóficas y políticas.[12]

La razón principal de la toma de distancia de Paz respecto de Sartre fue que el poeta mexicano (en aquellos años parisinos) se esforzó por ser un nuevo Baudelaire, miméticamente y con plena conciencia, imitándolo en su destino solitario (“un ser de soledad”), en su escritura poética y su mirada artística. Ahora bien, Sartre, en el ensayo que dedicó a Baudelaire, llegó a preguntarse si el poeta maldito no había “merecido su destino”, comparándolo con el homunculus del Segundo Fausto (!) Como muestra de lo que he aducido antes, veamos cómo analizó la personalidad del autor de Les fleurs du mal: La actitud original de Baudelaire es la de un hombre inclinado. Inclinado sobre sí, como Narciso […] Para nosotros, basta ver el árbol o la casa; totalmente absorbidos en su contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire es el hombre que

jamás se olvida. Se mira ver; mira para verse mirar; contempla su conciencia del árbol. [13]

El poeta del “árbol adentro” (obra muy posterior) sentiría como blasfemia este retrato y se daría por aludido a través de su modelo. ¿Esta razón poética de distanciarse de Sartre sería de más peso aun que las razones políticas? El clima tenso, ideológicamente, de aquellos años, es algo difícil de entender, incluso para un lector francés de hoy que no vivió la atmósfera de la inmediata posguerra. Francia y toda Europa estaban en ruinas; en el París de entonces apenas había calefacción en invierno y muchos seguimos sin comer con suficiencia durante algún tiempo después, como lo consignó Juan José Arreola en sus conmovedoras, en ciertos momentos terribles, memorias de octogenario (El último juglar, Diana, México, 1998). En los cincuenta ya había mejorado la situación económica. Un gran reclamo publicitario era: “Comme avant guerre”, pero nadie se lo creía. Además de algunas carencias subsistentes había demasiadas tumbas selladas y muchas llagas abiertas. Hubo un clima de gran esperanza, es cierto, el que refleja, por ejemplo, la revista católica-progresista Esprit (fundada por Emmanuel Mounier) y los Cahiers du Sud, de Michel Ballard, golondrina venida del Mediterráneo, resucitada en el cielo de las letras y las artes. Decenios más tarde Octavio Paz recibiría un reconocimiento de esta informal academia marsellesa. El laberinto…, en gestación desde 1944, fue escrito entre 1946 y 1949; por consiguiente (como ya lo hemos puntualizado) la obra histórica, política y de las ideas de Octavio Paz, en general, nació de aquella “circunstancia” de la posguerra en París, para expresarlo con un concepto acuñado por Ortega y Gasset. En el París de 1946 a 1950, desde su revista-fortaleza Les Temps Modernes, Sartre organizó el terrorismo intelectual; Aron inventó, a modo de réplica, la expresión paródica: “el opio de los intelectuales”. En las columnas del diario Combat, Albert Camus y Claude Bourdet fulminaban con sus protestas. (¡El último llegó a devolver al presidente de la República sus condecoraciones de guerra!) La declarada admiración de Paz por Camus haría de él, naturalmente, un adversario de Sartre en la polémica que opuso a los dos hombres. Cuánto me ha fastidiado ver en un programa de televisión referirse a Albert Camus como a “un escritor existencialista”; las palabras se usan sin ton ni son: todos los que no fuimos marxistas fuimos existencialistas,

lato sensu (hubo un existencialismo progresista, un existencialismo cristiano, etc.), pero Camus jamás perteneció a una escuela filosófica, menos aún a una secta intolerante. Por cierto, había otras revistas, más técnicas, como La Tribune des Peuples, en la que disertaban sabios como Alfred Sauvy sobre el mejor modelo de desarrollo; en ésta colaboraban socialdemócratas como Clement Atlee y Milovan Djilas, el hereje del modelo yugoslavo de autogestión. (Tito le formó un proceso de cariz estaliniano para eliminarlo de la vida política.) Nadie cuestionaba el principio de la planificación estatal de la economía, cuyo modelo teórico fue el plan quinquenal soviético; en ese sentido, la Francia de la Cuarta República estaba más cerca del cardenismo que del alemanismo mexicano. Y en medio de estas disputas de ideas y combates de jefes, surgió “l’affaire David Rousset” (Octavio Paz lo recordó expresamente). Rousset era un superviviente de los campos de concentración nazis y autor de libros testimoniales: L’univers concentrationnaire (“El universo de la deportación”, 1947), seguido por Les jours de notre mort (“Los días de nuestra muerte”, 1948). El mismo Rousset reveló, en un artículo de Le Figaro (diario conservador), la existencia en la Unión Soviética de campos de trabajo forzado para presos políticos por simple decisión administrativa, aduciendo testimonios y documentos oficiales auténticos (como el Código del Trabajo de la URSS). Esto desencadenó una violenta polémica y, como en la época de “l’affaire Dreyfus”, Francia se dividió entre partidarios y adversarios de Rousset. La polémica duró más de un año; hubo un proceso por difamación, interpuesto por el Partido Comunista. Rousset lo ganó. Con todo, la intolerancia de los comunistas (muy poderosos y prestigiosos en aquella época) y sus simpatizantes llegó a su colmo. La campaña contra Rousset fue liderada por Louis Aragon, ex poeta surrealista y miembro del comité central del Partido Comunista Francés, desde la revista de “intelectuales orgánicos”, Les Lettres Françaises, de la que Aragon era director. A pesar del poder del partido para sofocar a los blasfemos, el mito de “la patria del socialismo” (la URSS) y la figura del “padrecito de los pueblos” (el compañero Stalin) salieron agrietados y hasta mancillados, por primera vez en el medio intelectual, pero no tanto como se podría pensar. El “affaire Rousset” fue como un segundo round de la campaña en contra de André Gide (hubo un tercero, con el posterior “affaire Kravchenko”), como consecuencia de la publicación de su alegato Retour de l’URSS, (“De regreso de la URSS”,

París, 1937), unos 10 años antes. Otros escritores invitados a la Unión Soviética guardaron un silencio prudente o cómplice, aun liberales como Stephan Zweig o el idealista Romain Rolland (episodio evocado por JeanJacques Lafaye, Nostalgias europeas. Una vida de Stefan Zweig, con prefacio de José Luis Aranguren [Juventud, Barcelona, 1995]). Los mitos político-ideológicos del siglo XX tuvieron relativamente corta vida: así, el fascismo italiano y sus hijos bastardos, el nazismo y el peronismo, se mantuvieron a flote, ideológicamente, entre 15 y 25 años; más duraderos fueron el “socialismo real” soviético (que se mantuvo, como mito político, más de medio siglo), el franquismo y el castrismo, devaluados como mito, pero todavía de pie políticamente; fenómenos en los que han concurrido la credulidad idealista, el miedo en algunos casos y el cálculo arribista en otros. El seudoliberalismo hoy hegemónico, máscara de nuevos imperialismos planetarios, vino a ser el nuevo blanco de la conciencia crítica. El resurgimiento de las culturas étnicas y el declive de la alta cultura tradicional es el horizonte de la fase final de la modernidad: rebrote de una novedosa barbarie mercantilista, técnica y mediática, como lo anunció Octavio Paz. ¡Cuanto más información, más fácil manipulación, más profunda ignorancia! En la crisis del París de la posguerra que hemos evocado, Octavio Paz, según lo recordó él mismo, cayó del lado de Camus en contra de Sartre, de Rousset en contra de Aragon, como señalamos; o sea, del lado de la inquietud contra el dogmatismo, de la verdad contra el mito, de la cara contra la máscara. En una entrevista de 1993 reiteró que su mayor divergencia con Sartre se debió a que el autor de Les chemins de la liberté (1949) promovió el relativismo moral (el lema era: el fin justifica los medios), en nombre de la fidelidad a “la Causa” (se entiende que la revolución proletaria universal). Para el autor de El ogro filantrópico, el Bien y el Mal fueron “datos inmediatos de la conciencia” (Bergson); el respeto a la persona y a su libertad es “un imperativo categórico” (Kant). Su posición (posicionamiento filosófico y político) ya la había definido espléndidamente en 1951, con motivo del aniversario español. Esta reunión la organizó el Ateneo, o sea, el club de los republicanos españoles refugiados a París, y los de Argel, Camus y Bataillon. Además de Octavio Paz, habló otro escritor, ya famoso y controvertido, André Malraux (que participó como piloto en la Guerra Civil

española). Malraux, Camus y Paz, además de fascinantes oradores, eran jóvenes y seductores y, en algunos casos, pendencieros; Sartre era bajito y contrahecho, miope y bizco. En la lucha del Bien y el Mal, Le Diable et le Bon Dieu (1951), su autor parecía hechura del primero; con todo, Jean Paul Sartre, si bien sectario también fue filantrópico; repartía sus opíparas regalías de auteur à succès entre los necesitados de su entorno, principalmente jóvenes de la izquierda revolucionaria. La posición de Octavio Paz en medio de “aquel océano de confusiones” sólo la pudo expresar en la revista argentina Sur, hasta 1951 (mediante la intercesión de Silvina Ocampo, hermana de Victoria, que vivía en París con su marido, Adolfo Bioy Casares), dado que la ideología dominante de los medios intelectuales mexicanos de entonces lo censuró y, en sus propias palabras, al autor del artículo blasfematorio “lo ningunearon”. Al respecto, Octavio Paz confesó: “Había perdido no sólo a varios amigos, sino a mis antiguas certidumbres”.[14] Lo anterior ocurrió cuando se confirmó su distanciamiento de Pablo Neruda; ya habían tenido divergencias con motivo de la publicación, por Octavio Paz, en su revista El Hijo Pródigo, de unos sonetos de José Bergamín, según lo recuerda José Luis Martínez (Letras Libres, núm. 7), y también a propósito del pacto germano-soviético. Paz admiraba a Neruda como poeta, pero no seguía al comunista ortodoxo, adulón de la figura de Stalin, lo cual no era nada excepcional en aquellos años anteriores al Vigésimo Congreso del Partido Comunista de la URSS y al deshielo soviético. El partido comunista era la comunión fraternal en la esperanza de justicia, de “mañanas que cantan”, gran familia solidaria (cosa que 50 años de anticomunismo generalizado hicieron olvidar); por eso grandes artistas como Eluard y Picasso fueron comunistas: más que un partido político, “el Partido” fue una Iglesia. Ser excluido del partido (o del nutrido grupo de los identificados como “simpatizantes”) equivalía a la soledad; mejor dicho, al “ninguneo”. Octavio optó, aquella vez deliberadamente, por la soledad. Había, según lo recuerdo, en la Rive Droite del Sena, no lejos del Palacio del Elíseo, una Maison de la Pensée Française donde se organizaban exposiciones de artistas afines al partido y donde se leía al mismo Descartes con los lentes de Lenin, y se presentaba al truculento Rabelais y al reaccionario Balzac como precursores del realismo socialista. La ofensiva intelectual del partido la encabezaron maestros de filosofía como Garaudy y

Maublanc, pero la resistió la mayoría de nuestros maestros de filosofía. Las Éditions Sociales abastecían el mercado editorial con obras no sólo de Marx, Engels y Lenin, a precio casi regalado, sino de sus exégetas modernos (como Louis Althusser), y hasta un opúsculo de lingüística general firmado por Stalin (!). Podría citar a varios consagrados intelectuales parisinos y funcionarios de primer nivel, de mi generación, que fueron miembros de la Jeunesse communiste, muchos de los cuales hasta el sangriento episodio de Budapest; algunos perseveraron hasta la represión de la Primavera de Praga, en 1968, y algunos más se cegaron hasta el Vigésimo Congreso del Partido Comunista. Octavio Paz abrió los ojos en 1948 y sacó las consecuencias de inmediato, lo cual en aquella época pareció un suicidio. Es cierto que esta ruptura venía germinando en él desde su primer viaje a España, en 1937, con motivo del Segundo Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, y en los años siguientes, mediante su entorno trotskista, anarquista y surrealista, corrientes que se interpenetraban. Será suficiente recordar sus amistades con los franceses Benjamin Péret y Jean Malaquais (remito al lector curioso a los estudios de Fabienne Bradu sobre estas figuras de la relación francomexicana), con los griegos Cornelius Castoriadis y sobre todo Kostas Papaioannou, conocidos en París, amén de sus mentores: Victor Serge en México y André Breton en París. De la generación de Octavio Paz hay fotos de meetings de 1936 a 1939 y de 1945 en adelante, donde se ve, saludando con el brazo en alto y el puño cerrado, no sólo a Aragon, Picasso, Jean Renoir, Emmanuel d’Astier, Soboul, Eluard (excluido del partido), etc., sino también a Malraux y Soustelle (posteriormente partidarios de De Gaulle), y hasta a André Gide, retoño de la alta burguesía protestante, que mandó grabar en su propia tumba: “André Gide, propriétaire” (!); unos fueron comunistas por idealismo, otros por oportunismo. Levantar el puño no era señal infalible de ser comunista; también lo hacían los socialistas (ya socialdemócratas) y cantaban La Internacional, por tradición de sus orígenes proletarios. En cambio “tomar el carnet” (prendre sa carte) de miembro de “el Partido” era, mutatis mutandis, como para un religioso contemporáneo de sor Juana Inés de la Cruz pronunciar los votos definitivos y comprometerse a obedecer las consignas perinde ac cadaver. Los poquísimos que, con motivo de alguna crisis política o personal (Hannah Arendt, con su rica experiencia, escribió que “el amor es el mayor enemigo de la política”), echaban posteriormente el hábito leninista

“a los basureros de la historia” (es cita), se convertían en parias de la noche a la mañana. La del excluido era una “soledad” social comparable a la del judío en la Alemania nazi, o a la del rojo en la España franquista; la sola y capital diferencia es que, al menos en la República francesa restaurada, ya no había presos políticos ni gulags. Las obras nacen del “espíritu del siglo”, según lo llamó Martínez de la Rosa en la era liberal de la España decimonónica; hoy diríamos más bien “el aire del tiempo”. Paradójicamente, en la Europa de la posguerra en ruinas y mutilada por un conflicto de casi seis años, no se soñaba más que en hacer la Revolución. Pero, ¿qué revolución? La alternativa estaba entre la revuelta anarcosurrealista de Breton y la revolución burocratizada de Aragon. Paz escogió sin titubear la revolución de Breton, al que admiraba por rebelde, pero la civilizó, por decirlo así; la convirtió en una disciplina crítica. Crítica fue la palabra maestra de todos sus compromisos políticos posteriores. En realidad vivimos el siglo de la Crítica; la vitalidad del espíritu crítico fue la golondrina primaveral del ocaso del milenio, como lo proclamó Octavio Paz, quien enunció proposiciones como las siguientes, que van a sorprender a más de uno, que sólo lo conocieron al final de su vida, convertido por su consagración internacional en una figura oficial de México, esto no obstante su libertad de palabra, o gracias a ésta, que le ganó el temor de unos y el respeto de otros: Siempre me ha parecido esencial la crítica de las democracias capitalistas, nunca las he visto como un modelo.[15] Creo que una presunta filosofía política debería recoger asimismo la tradición inmediata: la del liberalismo y la del socialismo.[16] Confieso que, a medida que pasan los años, veo con más simpatía a la revuelta que a la revolución.[17]

Toda la vida, Octavio Paz tuvo simpatía por la revuelta; en cambio, perdió tempranamente la juvenil simpatía por la Revolución, como consecuencia de amargas decepciones con el partido comunista internacional, tanto en España y Francia como en México y Cuba. Le pasó lo que a muchos otros, que por no ser comunista, ni simpatizante del partido, trataron de

hacerlo pasar por derechista, proimperialista, etc. La verdad es que, igual que Borges (en este caso el trauma político fue el primer peronismo), nunca se autocensuró y siempre habló con gran libertad frente a cualquier situación, desafiando poderes, eslóganes y consignas, ya fueran de un bando o de otro. Recordó, después de casi medio siglo: “[…] lo que oí decir a Breton y a Camus. Al primero lo conocí a través de Benjamin Péret […] A Camus lo conocí en un acto en memoria de Antonio Machado en el que hablamos Jean Cassou y yo. María Casares leyó, admirablemente, unos poemas y, al terminar la función, me presentó a él” (op. cit., p. 39). ¿No se acordaría Octavio, en 1993, si los poemas que leyó María (hija del que fuera presidente de la República española, Julio Casares Quiroga) fueron de Antonio Machado? ¿O no le pareció importante participarlo al lector de hoy? Yo apuesto a que eran de Machado, a no ser que de Federico García Lorca, o posiblemente de los dos seguidos. Recuerdo, como Octavio Paz lo recordó, estos ritos de la “España peregrina” (una expresión común entonces, como la del “transterrado” José Gaos, filósofo español y maestro mexicano); por eso tengo presente aquella atmósfera de fervor cada vez más desprovista de esperanza. En las conversaciones que tuve (muchos años más tarde, en los años ochenta, en su departamento de la rue du Cardinal Lemoine) con Jean Cassou, éste me contó detalladamente, con su don de la palabra intacto, entre otros episodios, la reunión de Valencia. Yo viajé también, muchos años después, a Collioure (en Rosellón) a ofrendar flores, en un aniversario luctuoso, a la tumba de Antonio Machado (acompañando a mi maestro Marcel Bataillon, quien fue albacea de Machado), y fui miembro del jurado del Premio Internacional Antonio Machado. (Con esto quiero subrayar la importancia de Machado en el santoral republicano español, no la mía, por supuesto, que fui un simple miembro ocasional del jurado.) He contado lo que antecede porque el culto unánime a la memoria emblemática de Machado tiene mucho que ver con el epígrafe de El laberinto de la soledad. Citar a Machado para encabezar El laberinto… fue para su autor, en 1949, una manera de definirse, ideológica y políticamente, como libre de toda obediencia y de clamar su admiración por un poeta-filósofo español que fue uno —¡quién sabe si el principal!— de sus guías espirituales. Hubiera podido citar a Ortega y Gasset, o bien a Alfonso Reyes, a Jorge Guillén, a Cassirer o a Tocqueville; pero prefirió reclamarse de Machado. En la encarnizada Guerra Civil española, Machado representó la serenidad y la

justicia. En el discurso del Ateneo Español de París, del 18 de julio de 1951, Octavio Paz expresó con fuerza su adhesión al pluralismo filosófico y democrático: Machado nos enseña que el principio de identidad, sobre el cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la otredad del ser. Acaso en esto radique la insuficiencia de nuestra cultura. Todo imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y empobrecedora soberbia. No en vano Nietzsche llamó a Parménides “araña que chupa la sangre del devenir”. Y algo semejante ocurre en el mundo de la historia: los imperios chupan la sangre de los pueblos. La unidad que imponen oculta un horror al vacío. No nos dejemos engañar por la grandeza de sus monumentos: la vida ha huido de esas inmensas piedras. Esos monumentos son tumbas.[18]

Hay que hacer notar que estas palabras fueron pronunciadas antes de la construcción (por presos políticos) del mausoleo ciclópeo de El Valle de los Caídos; aluden a la arquitectura musoliniana y hitleriana, y a la soviética, de la que el mausoleo de Lenin era el máximo exponente (una tendencia arquitectónica de la que México no fue del todo exento en las décadas posteriores). Otros datos concuerdan para hacer presente el entorno humano de Octavio Paz en París (fuera del círculo surrealista): Camus fue actor en una comedia española montada por Bataillon en la Universidad de Argel; creó en Francia (en el oeste, no recuerdo si en Angers o Saint Nazaire), con la colaboración de su amiga María Casares, una comedia de Lope de Vega, Fuenteovejuna, obra que legitima la rebelión popular contra la tiranía. Cuando yo convoqué a un homenaje a la memoria de Jorge Guillén en la Sorbona, con la participación de su hijo Claudio, y de mis colegas Claude Esteban e Yves Bonnefoy y otros tantos amigos de Octavio Paz (véase Ferveur pour Jorge Guillén, Centre National des Lettres, Sorbona, 1984; LEE, París, 1986), el primero en tomar la palabra iba a ser Jean Cassou (tuve que leer su declaración, porque lo operaron aquel día), quien fuera amigo de Jorge Guillén desde que el poeta, en los años veinte, fue lector de la Sorbona, cargo que ocupó a continuación su alter ego Pedro Salinas. Claude Esteban, hijo de un periodista español emigrado a Francia, fue el traductor de El mono gramático y amigo de Octavio Paz, y también autor de un libro admirable, Critique de la raison poétique (Flammarion, París, 1987). Así que hubo en torno de Octavio Paz una pléyade de señores españoles de los más ilustres en

las letras o la política y de hermosas señoritas españolas, hijas de estos mismos. Fue así desde su primer viaje a España, luego en México, y en sus temporadas en Berkeley, en Nueva York y en Middlebury College, y finalmente en París. Insisto en lo anterior porque él mismo, si bien mencionó a cada uno de ellos en particular, no subrayó como merece (a mi modo de ver, inevitablemente subjetivo) el medio humano en el que se fue metamorfoseando en todo un Octavio Paz. Unos 30 años más tarde, en 1981, la España ya liberada le entregó, de manos del rey Juan Carlos, en el paraninfo de la Universidad de Alcalá, su más alto galardón literario, cuyo primer laureado fue, en 1976, su maestro de poesía, Jorge Guillén. Me refiero, claro está, al Premio Cervantes. (En fecha posterior a este escrito el Instituto Cervantes de París ha tomado el nombre de Octavio Paz.) Cassou, Malraux y Paz coincidieron por primera vez en Valencia, en 1937, con motivo del Congreso Internacional del Frente de Intelectuales Antifascistas. Malraux se convirtió en 1945 en el Homero del general De Gaulle (quien fue, mutatis mutandis, un moderno Agamenón), dándole ya la espalda al Partido Comunista Francés, pero Malraux había publicado L’Espoir (1937), libro que exalta el nacimiento de la gran esperanza de la República española; no otra cosa expresó Octavio Paz en su discurso del Ateneo de París, en 1951, cuando dijo: “Casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución”. [19]

Había dos Españas, pero también dos Francias, en aquellos decenios revolucionarios y bélicos, de los años treinta y cuarenta. La gran esperanza democrática de la “Primavera de los Pueblos”, nacida con el Frente Popular francés de 1936 y la Segunda República española (ejemplos más cercanos y menos engañosos que la Revolución de Octubre en el Imperio zarista), tuvo un rebrote con el triunfo de la Revolución cubana, en 1958 (entonces no era comunista, sino sólo juvenil), entusiasmo compartido por Octavio Paz, quien, hasta que ocurrió “el caso Padilla”, colaboró con la Casa de las Américas (la entidad y la revista de mismo nombre). Tengo muy presente la atmósfera de la primera fiesta nacional cubana celebrada en París, en aquel imponente palacio rococó de la avenue Foch, embajada heredada de opulentos regímenes anteriores por los representantes de Fidel Castro. No recuerdo a Octavio Paz en aquella cohue, que se sitúa al principio de su segunda larga temporada en París. Aquel día compartieron el lechón con arroz y plátano

(complementado con mucho ron blanco y cerveza…) con los representantes de la Revolución cubana, toda la vanguardia intelectual y artística parisina, por supuesto la colonia intelectual latinoamericana… y todo un enjambre de atractivas starlets: la fiesta revolucionaria se había desbordado hasta Les beaux quartiers (título de una novela de Aragon). Cuando llegué a México, en mayo de 1960, la efervescencia por la preparación del Congreso Mundial de la Juventud, en La Habana, me demostró que la Revolución seguía siendo una fiesta, no obstante las reticencias del gobierno mexicano, al que Cuba le había robado su mito fundador, la Revolución… Hélas, trois fois hélas, la euforia se desvaneció unos cortos años después. (¿El escépico Carpentier estaría ya de oficio embajador? No lo recuerdo bien, dado que se convirtió en un parisino ad vitam, una figura obligada de La Maison de l’Amérique Latine y del jardín del Champ de Mars, al pie de la Torre Eiffel.) Una de las últimas primaveras de los pueblos auténticas fue la bien nombrada Primavera de Praga, 10 años posterior a la cubana, pero mucho más efímera, por lo cual no le dio tiempo de adulterarse. Quien habla de Praga piensa en El castillo (Der Bau) de Kafka, otro laberinto (publicado en alemán, póstumamente, por Max Brod), que se publicó en traducción española por Emecé, de Buenos Aires, justamente en 1949, año de la redacción de El laberinto… de Octavio Paz… Cassou (escritor de origen español por su madre, y bilingüe) escribiría en los años ochenta sus memorias con el título Une vie pour la liberté (Robert Laffont, París, 1984). Cuando De Gaulle, a favor de la crisis argelina, regresó al poder, en 1958, creó un cargo sin antecedentes en los gobiernos franceses: el de “ministro de Cultura”, traje cortado a la medida para Malraux. Al instalarse en el ministerio, Malraux nombró a Cassou como director del Museo de Arte Moderno; en esta calidad realizó, a los dos años, una gran retrospectiva de la obra de Rufino Tamayo, a instigación de Octavio Paz, y le pidió a éste que escribiera la introducción al catálogo. Recuerdo la inauguración como si fuera ayer: Paz me presentó a Tamayo, a quien yo no conocía personalmente, pero ya veía como al pintor mexicano de mayor alcance de este siglo. Esto ocurrió en el otoño de 1974; estaban reunidos los mismos hombres que en Valencia en 1937: Cassou (el mayor de edad), Malraux y Paz. Por eso escribí que Octavio Paz fue un parisino, un miembro sin restricción de “la República de las Letras de París”, la cual en absoluto se debe confundir con la Académie française, si bien han sido

miembros de ésta, más tarde en su vida, sus viejos amigos: Caillois y LéviStrauss. Entre estos combatientes o militantes de la libertad faltaba Albert Camus, que murió en 1960, prematuramente, en un accidente de automóvil. Camus escribió L’homme révolté (1951), que Paz consideraba “escrito a prisa”; con todo, le dio la tonalidad a la revuelta. De aquellos años también data el ensayo de Merleau Ponty, Humanisme et terreur. Essai sur le problème communiste (Gallimard, París, 1947), un tema muy polémico en esa época. Se comentaban estos libros, como también el de Arthur Koestler, Le zéro et l’infini (Darkness at noon, de 1940). Había intensos y apasionados debates en torno de cuestiones como si el existencialismo era un humanismo, si había un humanismo cristiano, si era compatible el existencialismo con el marxismoleninismo, si se debía sacrificar la libertad en aras de la igualdad, etc. Octavio Paz unió su voz al coro cacofónico con Libertad bajo palabra, obra poética que no se prestaba tanto a polémicas; la publicó el Fondo de Cultura Económica en la colección Tezontle. Rebelión y revolución, libertad y compromiso, violencia y tortura, apocalipsis atómico y campos de exterminio… eran los amenos temas que discutíamos los jóvenes de la posguerra. Todo lo anterior lo resumía un par de palabras: “lo absurdo”, que era, desde Kafka, la expresión acabada de la pesadilla moderna, la forma paroxística de la “soledad”. Camus elaboró una casuística de l’absurde en una temprana obra suya, Le mythe de Sysiphe, essai sur l’absurde (“El mito de Sísifo, ensayo sobre lo absurdo, 1942). ¿En qué medida Octavio Paz intentó, siete años después, imitarlo y emularlo al escribir “El mito del Laberinto, ensayo sobre la soledad”, que de eso se trataba y así pudo titularse el libro? Entre la roca de Sísifo, que el héroe corintio está condenado a empujar para arriba incansablemente, pero se resbala de nuevo hacia abajo, y el Laberinto cretense del que el héroe, Teseo, busca la salida, hay una profunda analogía. Cuando Octavio Paz diserta, todavía en 1995, sobre revuelta, rebelión y revolución, sigue moviéndose en el aire espiritual de aquella época, la de sus 30 años; son cuestiones que no han perdido actualidad en América Latina, aunque sí en Europa occidental, si no es que también en Europa oriental. La Revolución es la roca de Sísifo de la humanidad moderna; hay que recomenzarla siempre, con escasos resultados. Según sentenció Bolívar: “Hacer la revolución es arar en la mar”. La revuelta

en cambio es una realidad latente, con erupciones algo impredecibles, como las de los volcanes, en la sociedad industrial y más aún en la llamada era postindustrial, con sangrientos y efímeros efectos. Ahora hay algo que me ha llamado la atención al leer, o releer: los escritos históricos y políticos de Paz, algo que no considero un aspecto menor. Octavio Paz heredó un empedernido anticlericalismo, no sé si de Soto y Gama, amigo de su padre, o de don Valentín Gómez Farías, cuyo fantasma flotaba en el jardín de Mixcoac, o de su propio abuelo, Ireneo Paz. Octavio escribió que “los jesuitas son los bolcheviques de la Iglesia”, visión hoy obsoleta. ¡Yo creo que desde el auge del Opus Dei y los Tecos, y desde la reacción pos-Vaticano II, los jesuitas son los trotskistas de la Iglesia! Sea lo que fuere de ello (que es una disputa de casuistas), a partir de 1948 el anticlericalismo de Octavio Paz se volcó resueltamente contra el dogmatismo leninista, la inquisición soviética, la Iglesia de la razón dialéctica y sus sacerdotes, y los comisarios del pueblo. Escribió significativamente: “Una de las razones del poder de contagio de las ideologías totalitarias y, sin duda, la razón profunda de su caída, fue su semejanza con la religión”.[20] Y también lo que sigue: Le pedimos a la revolución lo que los antiguos pedían a las religiones: salvación, paraíso. Nuestra época despobló el cielo de dioses y ángeles pero heredó del cristianismo la antigua promesa de cambiar al hombre […] la conversión de la política revolucionaria en ciencia universal capaz de cambiar a los hombres fue una operación de índole religiosa.[21]

Estas reflexiones son el contrapunto de ésta de Malraux: “Desde hace cincuenta años, la psicología reintegra los demonios al hombre. La tarea del siglo próximo será reintegrar a los dioses”.[22] Más abajo Octavio Paz tituló un capítulo “El Decálogo y la historia”. Decálogo, caída, pecado, pena, salvación, paraíso, comunión, etc. ¿La sensibilidad respecto del fenómeno religioso le vendría de Charles Péguy, de Marcel Mauss y la escuela etnológica francesa, o de Nietzsche (que “proclamar la muerte de Dios” es una forma original de reconocerle la existencia), o bien le vino a Paz, indirectamente, del pietismo y el romanticismo alemán?

Frente al peligro termonuclear, obsesión colectiva de los últimos años de la década de los cuarenta y de la década de los cincuenta, Octavio Paz encuentra expresiones apocalípticas que vienen a confirmar la importancia de la tradición cristiana como espacio en el que se despliega su pensamiento: “Como las almas de Dante, estaríamos condenados a la abolición del futuro, sólo que a diferencia de ellas […] nuestra suerte sería exactamente la contraria a la suya: muerte eterna. Así nuestra época realizaría hasta el fin su destino: ser la negación del cristianismo”.[23] La cuestión de la “soledad”, esencial en su poesía y en su visión de la historia de México y de la humanidad, está dialécticamente (no le hubiera gustado la palabra) relacionada con la comunión, que es la salida, y con la noción de paraíso perdido, que es su causa originaria. Hay un esquema religioso, aun si es metafórico, como principio de explicación posible de toda la obra, poesía y prosa, de Octavio Paz. Por eso valoró la obra de Justo Sierra, que fue el primero en “ver que el mexicano aspira a la comunión” y presentir que “la filosofía de la historia es una posible respuesta a nuestra soledad”.[24] Carlos Fuentes se preguntó: “¿Fue Alexis de Tocqueville el primero en hablar del destino solitario de la clase media […] que hoy es un lugar común sociológico?”[25] Sí y no; Tocqueville escribió exactamente (como guiñándoles el ojo a Paz y a Fuentes) lo siguiente, con su visión pesimista (aristocrática) y profética de la democracia: A medida que las condiciones se igualan, se encuentra un mayor número de individuos que […] no deben nada a nadie; no esperan, por decirlo así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre aisladamente […] Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre sus abuelos; además le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón.[26]

La soledad, concepto clave de El laberinto… del mismo nombre, pudo venir de más lejos aún; en poesía tiene que ver con el conceptismo español del Siglo de Oro y tiene su expresión literaria en las Soledades del poeta andaluz Góngora; si bien la soledad gongorina provenía de una tradición portuguesa, la saudade, poesía o canción nostálgica. Góngora expresó el desencanto de la España que vio fracasar su sueño de imperio universal. Pero la soledad también puede tener una dimensión metafísica; es la que define

Heidegger en su primer libro más significativo, si bien inacabado, El ser y el tiempo (Sein und Zeit, 1927): es el otro nombre del destino humano (el hombre dejado en abandono geworfen, o sea, “un ser de soledad” según la terminología de Paz). Al filósofo de Friburgo le tocó la soledad como herencia del danés Sören Kierkegaard, analista del miedo y la angustia, luterano de cultura y abuelo del “existencialismo” (inspirador de la visión “agonística” de Unamuno, a quien Octavio Paz debía más de lo que confesara). No dejó de escribir el padre de la fenomenología, Edmund Husserl, que había “caído en la perplejidad” frente a la obra del hombre de Friburgo (Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, XII, Halle, 1927). En la obra de Paz, bergsoniano en este aspecto, la soledad es consecuencia de la caída en el tiempo medido, opuesto al tiempo real, que es “el continuo presente” del jardín de la infancia. Ya hemos llegado muy lejos de la clase media y muy cerca de La condition humaine (1933) de Malraux. Así que a Octavio Paz le pudo haber llegado la soledad de muy diversas fuentes; para empezar, de su propia experiencia vital, de niño dos veces huérfano (de su padre y de su abuelo), y también de niño “chicano” en California y de regreso a México, visto por sus compañeros como niño “gringo” o “visigodo”. El concepto mismo aparece varias veces en escritos suyos anteriores a El laberinto…, varios de éstos inspirados en la obra de Villaurrutia. Dejando la pregunta abierta, con todo he llegado a persuadirme de que la fuente intelectual más importante de la soledad paciana está situada enfrente de otra fuente famosa, La fontaine Médicis (le coin des amoureux) del Jardín de Luxemburgo, en París; por ser parisino, mi hipótesis va a parecer parcial; lo es en el sentido literal, no pasional. Para aclarar mi opinión y apuntalarla no tengo más remedio que lanzarme en una digresión. (Algunos pretenden que en las digresiones suele encontrarse lo más importante de los libros, lo cual es indiscutible en el caso del “maravilloso Péguy”, como lo calificó Octavio Paz.) El hecho es que, enfrente de la Fuente de Medici, a media distancia del Teatro del Odeón y la Plaza de Luxemburgo, se encuentra la Librairie José Corti. La palabra no debe engañar: la librería no es una simple tienda de libros, sino una casa editorial y es (fue mientras vivió José Corti) un rendez-vous de los que vivimos por y para el libro. Sería una de las últimas librerías de este tipo después de que desapareció la de Adrienne Monnier, en

la rue de l’Odéon. (Algo parecido fue en México la Librairie Française de Reforma, el tiempo que estuvo a cargo de la desafortunada Huguette Balzola, en los años sesenta.) Habrá pocos autores y lectores parisinos que, entre los años treinta y los setenta, no hayan descubierto en la librería de José Corti alguna idea de capital importancia, sea conversando con el dueño o con algún habitué (recuerdo a Michaux y a Etiemble, entre otros, ambos amigos de Octavio Paz, leyendo los libros que publicó José Corti, ¡que no editaba cualquier cosa para llenar su escaparate!). Sería una hipótesis absurda suponer que ninguno de los amigos parisienses de Octavio Paz lo haya introducido, siendo joven poeta ávido de modernidad, en aquel santuario editorial de las vanguardias literarias. Octavio Paz permaneció por primera vez en París en 1946. Aquel año José Corti, para reiniciar su actividad editorial, decidió reimprimir una obra maestra de la historia literaria de este siglo, L’âme romantique et le rêve, de Albert Béguin. El libro fue publicado por José Corti en 1939, fecha nefasta, pero los Cahiers du Sud (de Marsella) ya habían publicado un tiraje muy limitado en 1937 (rarísima edición de la que pude encontrar una sola copia en México, en la biblioteca personal de Juan José Arreola). Todos los estudiosos y curiosos de la poesía moderna hemos leído y comentado entonces esta obra celebrada por los surrealistas, cuyo objeto es una exposición magistral de la literatura romántica alemana y su influencia en la poesía francesa. El libro de Béguin no fue además una obra aislada, sino la apoteosis de toda una corriente intelectual; fue precedido por un elenco de estudios germánicos que ya señalamos, de los Cahiers du Sud (tomo XVI, núm. 194). Si, por un imposible, este monumento de crítica hubiera escapado a la atención del ogro de lecturas que ya era Octavio Paz, esto no podía ocurrir dos veces; el libro también fue publicado en México, en 1954, posteriormente a El laberinto… de Paz, por el Fondo de Cultura Económica (probablemente a instigación del propio Octavio Paz), en una traducción española nada menos que de Margit Frenk y Antonio Alatorre. Marie José confirma que Octavio poseía el libro de Béguin y lo comentaba con entusiasmo. (Ahora no se sabe la fecha, dato fundamental, de adquisición de esta biblia por el autor de El laberinto…) Octavio Paz no leía alemán; citó con frecuencia a poetas franceses, anglosajones, irlandeses y hasta chinos, japoneses e indios orientales… A los germanos sólo pudo leerlos en traducciones; aunque existan varias buenas,

esto limita la apreciación estilística. Con todo, veamos la cita característica de un autor alemán, hoy olvidado, extraída de la obra de Albert Béguin, de un capítulo titulado “El laberinto terrestre”: Las ideas de la infancia son como un hilo delgado que nos ata en la cadena de los seres, de manera que seamos, en lo posible, seres aislados que existen por sí mismos […] Estamos puestos en una especie de laberinto [la palabra va en itálicas en el libro de Béguin]. No encontramos el hilo que nos permita salir y quizás hemos de encontrarlo […] Por esa razón anudamos el hilo de la historia en el punto en que se rompe el hilo de nuestros recuerdos, y cuando nuestra propia existencia se nos escapa, vivimos remontándonos en la de nuestros antepasados. No ha habido todavía ningún Teseo que haya encontrado por medio del recuerdo la salida de este laberinto que es la vida, y si apareciera uno habría que exigirle pruebas precisas.[27]

Hemos visto ya, en otro ensayo, que, siendo niño, Octavio Paz tuvo la ambición de ser un nuevo Homero; él mismo lo recordó. Aquí tenemos la evidencia de que, ya de 35 años de edad, intentó ser otro Teseo. Éste es el significado último de toda su obra: buscar la salida del laberinto, por la historia y por la poesía. Y si se abrigan todavía dudas, el postrer párrafo del último capítulo del libro de Béguin parece una cita tomada de Octavio Paz, pero se le anticipó en 10 años: “La soledad de la poesía y del sueño nos libera de nuestra desoladora soledad”.[28] Se podrían espigar en El alma romántica y el sueño, en citas de Moritz, de Jean Paul y de Novalis, y de otros autores alemanes contemporáneos, una serie de conceptos afines que vinieron a ser los cimientos de la obra de Octavio Paz. Me imagino que al descubrir este texto, Octavio tendría una iluminación: en este corto extracto de Moritz estaba puesta en ecuación la experiencia vital originaria del poeta: la soledad y su liberación por la poesía, y por la historia. Es un hecho significativo el que la revista Esprit, dirigida entonces justamente por Albert Béguin, publicara en 1953 (en la traducción al francés de J. C. Lambert) un capítulo de El laberinto de la soledad. En mi experiencia puedo asegurar que toda obra auténtica nace de la chispa producida por el contacto, fortuito e instantáneo como el rayo, de una lectura con una emoción enterrada en la memoria. Es como un telón que se cae, develando el cielo azul en toda su extensión e intensidad. Fue así como el Contemporáneo mexicano aceptó el reto del pionero romántico, asumiendo el

alto riesgo de la empresa: “Porque un hombre como ése debería tener una fuerza sobrenatural de alma, pues de lo contrario la perspectiva que se le presentara lo conduciría de manera fatal a las puertas de la locura: perdería su yo aislado, su personalidad; todavía en vida dejaría de ser”.[29] Lo propio ocurrió con Gérard de Nerval. Moritz fundó en 1783 la primera revista de psicología en el mundo: Revista para la Ciencia Experimental del Alma [sic]. ¿No será también el psicoanálisis un avatar tardío del romanticismo? Paz guardó el secreto como moderno poeta hermético; se dedicó a sus experiencias de alquimia poética. (¿Lo calló por instinto de niño que ha encontrado un tesoro?, ¿o por justificado recelo de una crítica miope?) Sea lo que fuere, se lanzó intrépidamente a bucear en el laberinto de su alma infantil y del no menos laberíntico destino colectivo de la nación mexicana y la humanidad. Con aportaciones de autores de otro clima y otros tiempos, que escribieron en un idioma que él no conocía, Octavio Paz logró edificar una obra monumental y equilibrada, y salir indemne de esta búsqueda de un moderno Grial. Su genio y su ingenio se expresaron en un proceso de asimilación (¿antropofagia, dijera Oswaldo de Andrade?) de la herencia espiritualista germánica. Los poetas románticos de los cuales tomó prestado el esquema religioso de su obra fueron soñadores pietistas y panteístas, prometidos a la locura como Hölderlin, al suicidio como Bürger, a la muerte prematura como Novalis. Ellos se perdieron en la quête; él se salvó al convertir la búsqueda en hazaña de perfección poética y en epifanía de la “historia invisible”. Moderno Teseo anhelado por un pensador germano del siglo XVIII, Octavio Paz dio “las pruebas precisas” que exigió Karl Philipp Moritz. Por el hilo se saca el ovillo, dirán algunos, pero en este caso no importa el ovillo, sino el hilo que Octavio supo hilar fino, el propio hilo de Ariadna. Escuchemos al autor de El laberinto de la soledad: Hijo rebelde, el romanticismo hace la crítica de la razón crítica y opone al tiempo de la historia sucesiva el tiempo del origen antes de la historia, al tiempo futuro de las utopías el tiempo instantáneo de las pasiones, el amor y la sangre. El romanticismo es la gran negación de la modernidad tal como había sido concebida por el siglo XVIII y por la razón crítica, utópica y revolucionaria. Pero es una negación moderna, quiero decir: una negación dentro de la modernidad.[30]

Después de haber escrito lo que antecede, vino a mis manos un ejemplar de la revista Sur de junio de 1946 que puede revelar fuentes más inmediatas y coetáneas de la “soledad” paciana. No cabe la menor duda de que Octavio Paz leyó la revista de Victoria Ocampo, por ser la más importante revista literaria de América Latina (hago caso omiso de Brasil, precisamente São Paulo) y también por ser colaborador de ésta. En el verano de 1946 Octavio Paz estaba en París desde hacía seis meses. Según se desprende de sus propios recuerdos, todavía no conocía a Albert Camus, a quien se lo presentaría María Casares posteriormente (en 1951). Pero ya lo admiraba; Camus era con Eluard una figura radiante, ambos eran “los justos” (usando el título de una de sus obras) en la Francia turbada y rencorosa, apenas salida de la inconfesable “Colaboración” con los nazis y testigo impotente de una partidista “Depuración”. Encabeza el número de Sur del que hablamos un artículo de Camus, mejor dicho, sus famosas Cartas a un amigo alemán (publicadas en 1948), obras de clandestinidad fechadas en 1943 y 1944. En la Francia recién liberada del yugo germano, los dos escritos más famosos eran El silencio del mar (Le silence de la mer, de 1942; edición en español de Cristina Peri Rossi, Plaza & Janés, Barcelona), un monólogo de Vercors (seudónimo de J. M. Bruller, escritor francés de origen checo, fundador de la editorial clandestina Éditions de Minuit) dirigido a un oficial alemán del ejército de ocupación. Mucho más tarde, como diferida respuesta por parte de un alemán disidente, se publicaron los escritos del francófilo Ernst Jünger, como su Journal de la Francia ocupada. (Se da el caso curioso de que Jünger, tarde en su larga vida, fue el padrino en las letras de Helena Paz, hija de Octavio.) Lo que tiene que ver directamente con la génesis de la primera obra maestra (en todo caso la más famosa y difundida) de Octavio Paz, y la temática de toda su obra, es que en la tercera Carta a un amigo alemán (de julio de 1944) Camus bosquejó una casuística de la soledad; así apostrofa al supuesto amigo alemán: Vuestra desesperación constituía vuestra fuerza […] pero ahora hemos entrado en la Historia […] Hemos pagado demasiado caro esta nueva ciencia para que nuestra condición haya cesado de parecernos desesperante […] Pero al menos habremos contribuido a salvar a la criatura de la soledad en que queríais encerrarla. Por haber desdeñado esta fidelidad al hombre, sois vosotros quienes, por millares, vais a morir solitarios.[31]

Lo más importante de notar quizás sea el vínculo, en el pensamiento de Camus, entre la soledad y la historia, tema que es el leitmotiv de El laberinto de la soledad, concebido y madurado en París por el joven Octavio Paz en aquellos mismos años, hasta redactarlo en 1949. Lo mismo que todos los que no éramos de ninguna obediencia, Octavio Paz tuvo a Camus como principal referencia ética; Camus, definidor de L’homme révolté (1951), fue nuestro héroe espiritual, nuestro Siegfried venido de la “Blanca Argel” (Alger la Blanche). Casi todos venían o regresaban de Argel, sede del gobierno provisional de De Gaulle; en Argel estuvieron Gide y Max Pol-Fouchet, Soustelle, etc. Gide incluso publicó un libro en Argel, Attendu que…, en 1943, en una hora decisiva de la guerra. Max Pol (como se le conocía) lanzó la primera revista literaria independiente de la posguerra, Fontaine. Roger Stéphane, amigo de Gide en Argel, creó con Gilles Martinet el semanario independiente de izquierda France-Observateur, que fue el primer avatar de L’Observateur. Soustelle fue jefe de los servicios secretos (BCRA) de La France Libre en Londres y pasó a ser secretario de Información del gobierno de Argel, el cual se trasladó a París con la liberación del territorio metropolitano por los ejércitos aliados. Se llegó a temer un golpe de Praga en París, si bien por corto tiempo. “Saint Ex” (Antoine de Saint Exupéry), el autor de Citadelle (obra publicada póstumamente, en 1948), que también pasó por Argelia, se abismó frente a la costa de Provenza, en un vuelo de reconocimiento… La libertad nos llegó de Argel. La muerte, absurda por prematura, de Camus vino a autentificar su filosofía con el sello trágico del Destino. Camus publicó poco antes su obra más famosa, La peste (1947), cuando Paz escribió El laberinto…, pero sí, desde mucho tiempo El extranjero (título que es una torpe traducción literal de L’étranger, Gallimard, París, 1942). El tema de esta última novela (primera cronológicamente) es propiamente la soledad del individuo en la sociedad y frente a la administración judicial; la soledad, existencial y circunstancial, del condenado a muerte, como lo somos todos a plazo, y más aún lo extraño que es el otro yo respecto del propio yo (la étrangeté; los románticos alemanes ya la llamaron die Fremde, que no es sinónimo de la calidad de étranger), algo como la explicitación novelística del aforismo de Rimbaud: “Je est un autre” (“Yo es otro”). La afinidad de Camus y Paz se debe primordialmente a la soledad originaria sentida hondamente por

aquellos huérfanos de padre, igualmente disconformes con los cánones y las convenciones sociales, transidos de la conciencia del abandono del hombre. Hay algo más: que ambos fueron hijos del sol; el calor tórrido, el polvo y la arena ardiente del sahel argelino tienen un notable parecido con la sequía de la tierra del Anáhuac; la soledad de Octavio “rima” con la de Albert; riman también los premios Nobel con que fue consagrado su inconformismo, en este siglo en que la disidencia se ve (pero sólo con el tiempo) como el máximo mérito de la ciudadanía universal. Así que el destino a la vez los separó con la muerte prematura de Camus, pero los reunió en la transgresión primero, y en su posterior consagración oficial. Y además del hecho de que la “soledad”, lato sensu, era un tema ambiental en el París de la posguerra, se debe señalar la fascinación del joven mexicano por los viejos poetas solitarios. Octavio Paz, en un escrito que se puede calificar de olvidado, de noviembre de 1945, también publicado en Sur, describió con gran frescura su visita al poeta estadunidense Robert Frost. Ahí está lo esencial para entender de qué manera el joven Octavio vino a ser Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura. Lo anterior ocurrió en el verano, cuando fue invitado a Bred Loaf (Vermont), al curso de verano de Middlebury College. Caminando por una calurosa tarde llegó a la cabaña (mejor dicho en inglés cabine) del poeta Robert Frost. Comentaron el paisaje verde y ameno de Vermont, oponiéndolo a la aridez del paisaje mexicano. Le pintó así su tierra el mexicano al gringo viejo, compadre en poesía: “Al hombre lo devora el paisaje y siempre hay el peligro de convertirse en cactus […] Es un país que un día se va a convertir en piedra. Los árboles y las plantas tienden a la piedra, lo mismo que los hombres”.[32] Robert Frost observó, respecto de su propia vida eremítica: “El campo es, además, la experiencia de la soledad […] Es la experiencia de la libertad. Es como la poesía. La vida es como la poesía”.[33] Lo que es totalmente inesperado, y por eso mismo iluminante, es el final de la entrevista, en la que el joven poeta nos ofrece los retratos paralelos de sus dos guías espirituales, dos grandes seres “de soledad”: “¡Vuelva pronto! Y cuando regrese a Nueva York, escríbame. No lo olvide”. Le contesté con la cabeza. Lo vi subir la senda, jugando con su perro. “Y tiene setenta años”, pensé. Mientras hacía el regreso me acordé de otro solitario, de otra visita. “Creo que a Robert Frost le hubiera gustado conocer a Antonio Machado […] El

español también era un viejo sabio retirado del mundo y también se sabía reír y también era distraído. Como al americano, le gustaba filosofar, pero no en los colegios, sino al margen […] Machado también profesaba horror a lo solemne y tenía la misma gravedad sonriente […] Hay mucha nieve en los poemas del americano, pero hay polvo, antigüedad, historia, en los del otro. Ese polvo de Castilla, ese polvo de México, que apenas se toca se deshace entre las manos…”[34]

[1] Benedetto Croce, Théorie et histoire de l’historiographie, Droz, Ginebra, 1963.

[Traduje la cita del francés. J. L.] [2] “Octavio Paz, y el mantel olía a pólvora…”, Vuelta, junio de 1995. [3] Jean Paul Sartre, Baudelaire; edición en español, Losada, 1949, p. 46. [4] El laberinto de la soledad, 2ª ed., FCE, México, 1959, pp. 189-190. [5] OC, 13, Miscelánea I. Primeros escritos, pp. 217-219. [6] Jean Paul Sartre, Baudelaire, 1949, p. 46. [7] El laberinto de la soledad, op. cit., p. 10. [8] Ibid., p. 143. [9] OC, 8, El peregrino en su patria. Historia y política, p. 242. [10] Correspondencia…, carta 31, 23 de noviembre de 1949, p. 117. [11] Vuelta a El laberinto de la soledad. [12] OC, 9, Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, p. 36. [13] Jean Paul Sartre, Baudelaire, pp. 20-21. [14] OC, 9, Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, p. 44. [15] OC, 9, Ideas y costumbres I, p. 51. [16] Ibid., p. 60. [17] Ibid., p. 282. [18] OC, 9, Ideas y costumbres I, “Piezas de convicción”, p. 436. [19] Ibid., p. 433. [20] Ibid., p. 63. [21] Ibid., p. 283. [22] A. Malraux, Las voces del silencio, Emecé, Buenos Aires, trad. de Damián C. Bayón y Elva de Loizaga, 1956. [23] OC, 9, Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, p. 288. [24] El laberinto de la soledad, p. 121. [25] Tiempo mexicano, Joaquín Mortiz, México, 1971, p. 79.

[26] La democracia en América, trad. de Luis R. Cuéllar, FCE, México, 1957; segunda parte, capítulo II, p. 522. [27] Karl Philipp Moritz, hacia 1790, en A. Béguin, op. cit., p. 68; también en Le romantisme allemand, tomo XVI de los Cahiers du Sud, Marsella, 1937, pp. 420-421. [28] A. Béguin, op. cit., p. 488. [29] Moritz, op. cit., pp. 68-69, y Cahiers du Sud, tomo XVI. [30] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, “Ruptura y convergencia”, p.

503. [31] Sur, núm. 140, Buenos Aires, 1946, pp. 27-30. [32] Sur, núm. 133, Buenos Aires, 1945, p. 36. [33] Idem. [34] Ibid., p. 39.

IV. EL VISIONARIO Un Tocqueville mexicano, ¿o chicano?

El poder sobre las palabras es el poder supremo entre los hombres. JOSÉ ORTEGA Y GASSET El nihilismo predominante es […] de signo opuesto al de Nietzsche: no estamos ante una negación crítica de los valores establecidos sino ante su disolución en una indiferencia pasiva. O. P. Vivimos el fin del tiempo lineal, el tiempo de la sucesión: historia, progreso, modernidad. O. P.

Ahora, volviendo a su relación con la obra histórica y política de Tocqueville, el contraste es notable con el caso de Albert Béguin. A Tocqueville lo citó Paz muchas veces; el cotejo textual confirma una deuda importante. Octavio Paz escribió esto que muchos considerarían paradójico: “Siempre me han maravillado las adivinaciones de Chateaubriand, Tocqueville, Donoso Cortés, Henry Adams. Fueron clarividentes a pesar de que sus valores eran del pasado, o quizá por eso mismo: en ellos estaba viva aún la antigua nocion cíclica del tiempo”.[1] Es un hecho indiscutible que Paz, por el lado de la política, compartió plenamente con Tocqueville su “pasión primordial por la libertad” (carta manuscrita de ¿1839?, Passion for Liberty fue el apropiado título de una exposición dedicada a Tocqueville por James Billington en la Biblioteca del Congreso de Washington, en 1989). Tocqueville se sentía “aristócrata por instinto” pero tenía “un gusto intelectual por la democracia”; así dijo también

de sí mismo su coetáneo Stendhal, que no era miembro de la nobleza: “demócrata por convicción y de temperamento aristócrata”. El parangón entre Alexis de Tocqueville, nieto del estadista francés, Malesherbes, y el nieto del ideólogo mexicano, liberal, Ireneo Paz, es fuente de sorpresas. En primer lugar, el libro que hizo famoso a Tocqueville fue La démocratie en Amérique (París, 1838), y el libro que consagró a Octavio Paz como pensador de la historia y la política fue El laberinto de la soledad (entre 1949 y 1959), que también pudo haberse titulado “El traspatio de la democracia en América”… O “¿The backyard?” Pero el libro embrionario de Paz sobre la democracia en los Estados Unidos de Norteamérica no llegó a cuajar nunca, si bien lo esbozó varias veces: en Arte e identidad: los hispanos en Estados Unidos, de 1986; en América Latina y la democracia, y, sobre todo, en Hijos de la idea y en La democracia imperial, escrito en 1980 pero publicado hasta 1992, en sus Obras completas.[2] En estos diferentes escritos, el autor cita a Tocqueville como al gran precursor: Ante los Estados Unidos la reacción natural y primera de cualquier visitante es el asombro: pocos han ido más allá de la sorpresa inicial […] Uno de esos pocos, y el primero entre ellos, fue Tocqueville. Sus reflexiones no han envejecido […] Tocqueville y Adams previeron con lucidez lo que iba a ocurrir; nosotros, ahora, vemos lo que está ocurriendo.[3]

El aludido es obviamente John Adams, estadista y teórico constitucional de los Estados Unidos, contemporáneo de la Independencia. Sería difícil ponderar con mayor insistencia la visión a largo plazo del joven magistrado francés,Tocqueville, en misión especial al país de Jefferson; viene a reconocer una deuda. Pero si tenemos la curiosidad de releer a Tocqueville, podremos toparnos con pasajes tan sorprendentes como el siguiente, titulado: “Qué clase de despotismo deben temer las naciones democráticas”: […] Sobre éstos [los ciudadanos] se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regulador, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero al contrario no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres,

conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio. Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes […] no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.[4]

A la forma de despotismo descrita aquí por Tocqueville, en 1838, sólo le faltaba encontrar a un artífice del lenguaje que le inventara un nombre a la vez sintético y contradictorio: El ogro filantrópico (de Octavio Paz, 1979); una expresión contradictoria y concisa que describe a la perfección el Estado moderno occidental. Un carácter esencial de la democracia estadunidense fue señalado por el francés: “La situación de los norteamericanos es, pues, enteramente excepcional” (Tocqueville, La democracia en América, introducción). Juicio que fue glosado y explicado por Octavio Paz: “Es comprensible la fascinación de Tocqueville, el primero en darse cuenta de que la aparición de los Estados Unidos en la escena mundial significa un intento por vencer a la fatalidad histórica. De ahí su negación del pasado y su apuesta por el futuro”.[5] Algo más y de suma importancia asemeja al mexicano con el francés: ambos han intentado interpretar la historia de sus respectivas patrias, después de una gran revolución, la Revolución francesa de 1789 y la Revolución mexicana de 1910. Tocqueville escribió otro libro, con bastante posterioridad a la La democracia en América, con el título sintético y ambicioso: El Antiguo Régimen y la Revolución (1850). Por otra parte, explicó concisamente la ambición de este libro, en una carta a Gobineau del 30 de julio del mismo año: “Hasta ahora se había mostrado el objeto [la Revolución] por arriba (par le dessus); le he dado la vuelta y lo he mostrado por debajo (par le dessous)”. Parecida tentativa hizo Octavio Paz en dos de los últimos ensayos de El laberinto… intentando reemplazar la gesta oficial

revolucionaria, tal como se reflejaba en los murales de Rivera y Siqueiros, por una lectura de la “historia invisible”; esto es, sustituir la historia momificada en clichés por una historia interpretativa, más bien un desciframiento. Esta expresión, “historia invisible”, está a tono con la atmósfera del París coetáneo; Octavio Paz estaba alerta a la pintura y a la historia del arte; Malraux publicó Les voix du silence (“Las voces del silencio”, 1951), libro que muchos cuestionamos en los años cincuenta; entre sus ensayos de historia del arte descuellan La métamorphose des dieux (“La metamorfosis de los dioses”, 1957). Octavio Paz recordaría así, en 1986, “la lectura deslumbrada, irritada, escéptica, entusiasmada, en 1948, de La monnaie de l’absolu de André Malraux”.[6] Paz fue un poeta lírico neorromántico; Malraux fue un romántico de la acción, hasta la acción armada, y fue también un mago del manejo de las ideas generales, no un historiador de arte propiamente dicho. A modo de réplica, el príncipe de la profesión, René Huyghe, publicó otra interpretación total de las artes plásticas, Dialogue avec le visible (“Diálogo con lo visible”, París, Flammarion, 1955). Las amplias síntesis interpretativas de las profundidades de la creación y los misterios del pasado estaban en el aire intelectual; la etnología ya había invadido la filosofía y la literatura. La Arqueología de las culturas indoeuropeas, que podría ser el título general de las obras completas de Georges Dumézil, quedará como un desciframiento de importancia sólo comparable con las obras germinales de Marx y de Freud en otras áreas. (Expreso este juicio comparativo a sabiendas de que no le hubiera gustado al propio Dumézil el parangón con Marx y Freud, pero así lo veo yo, desde luego, mutatis mutandis.) El laberinto… de Octavio Paz es parte integrante de esta corriente intelectual parisina, distinta del surrealismo, ajena al marxismo pero no tanto al existencialismo. No se pierda de vista que, según Paz, tanto la historia como la poesía fueron un medio para escapar de la soledad. Por ello valoró a Justo Sierra: “Es el único mexicano de su época que tiene la preocupación y la angustia de la Historia […] Acaso sin plena conciencia de lo que hacía, Sierra introduce la filosofía de la historia como una posible respuesta a nuestra soledad y malestar”.[7] Paz prosigue esta lectura de la Revolución mexicana, tomando como ejemplo más puro el movimiento zapatista: “El tradicionalismo de Zapata

muestra la profunda conciencia histórica de este hombre, aislado en su pueblo y en su raza […] La Revolución se convierte en una tentativa por reintegrarnos a nuestro pasado. O, como diría Leopoldo Zea, por ‘asimilar nuestra historia’, por hacer de ella algo vivo: un pasado hecho presente”.[8] La angustia de Octavio Paz frente al tiempo de vida y al tiempo de historia, el tiempo lineal y medido, encontró una puerta de salida con la idea de Leopoldo Zea; el primero era más poeta, el segundo más filósofo, ninguno propiamente historiador en el sentido profesional de la palabra. Pero ni Paz ni Zea fueron en este caso adeptos de ningún sistema metahistórico de explicación de la historia, como eran el positivismo, el materialismo dialéctico o el vasconcelismo. Según asentó uno de los corifeos del romanticismo alemán, tan importante en la formación del poeta-filósofo Octavio Paz, “la intolerancia del sentimiento es más soportable que la intolerancia de la razón” (Wackenroder). Octavio Paz escribió, a propósito del México posrevolucionario, gobernado por un partido único, pero no totalitario: “No tuvimos metahistoria. Esto nos salvó de muchos horrores; por ejemplo, hemos tenido violencia popular y gubernamental pero no terror ideológico”.[9] Tocqueville tuvo una visión clarividente a largo plazo, en algunos casos profética, de la evolución de las democracias liberales, pero no fue tan clarividente de la coyuntura inmediata, de modo que la Revolución de 1848 lo tomó desprevenido; lo reconoció en sus Recuerdos de la Revolución de 1848 (trad. de Marcial Suárez, Trotta, Madrid, 1994). Escribió: “Yo estaba en un equilibrio tan perfecto entre el pasado y el porvenir, que no me sentía atraído natural e instintivamente ni hacia uno ni hacia otro; por ello no necesité grandes esfuerzos para considerarlos con calma” (carta a Henry Reeve, 22 de marzo de 1837). En esto también se pareció a él Octavio Paz, gran analista del pasado y el futuro, no más que el lúcido francés fuera buen político en su tiempo. Como otro Quetzalcóatl, Tocqueville tuvo un gemelo, figura igualmente emblemática del liberalismo (una ideología que no tiene nada que ver con la que hoy usurpó este noble calificativo: “liberal”); éste fue Guizot, un abogado protestante de Nîmes, estadista e ideólogo. Ambos fueron estudiados magistralmente por Luis Díez del Corral, notablemente Tocqueville, en un libro publicado por la Revista de Occidente, en 1989, El pensamiento político de Tocqueville, obra que no menciona Octavio Paz,

porque no se había publicado en esa época. En todo caso, el pensamiento político de Paz tiene, al fin y al cabo, más afinidades con Guizot y Tocqueville que con Marx y Ortega. Llegó a escribir que “no hay masas, hay pueblos […] El hombre es los hombres” (OC, 9, p. 436). Y en el mismo texto de 1951: “Sólo que no hay masas, hay pueblos”, aludiendo en forma implícita al famoso libro de Ortega, La rebelión de las masas (1930), y a la obra pionera del sociólogo francés Gustave Le Bon, Psychologie des foules, de 1895 (edición en español de Florencio Jiménez Burillo, Madrid, 1983, con el título: Psicología de las masas). A contrapelo del pensamiento coetáneo mayoritario, Octavio Paz hizo una declaración de fe individualista, o mejor dicho personalista. El liberalismo individualista de Paz no se nutrió sólo de Tocqueville, sino de toda la tradición liberal europea, que va de Montesquieu y Burke en el siglo XVIII, hasta Raymond Aron e Isaiah Berlin en su siglo, el nuestro (a los dos últimos los frecuentó Octavio Paz). Paul Valéry escribió, algunos decenios antes, unos ensayos que fueron una señal de alarma, La crise de l’Esprit (1919) y La politique de l’Esprit (1932): “Europa no ha tenido una política digna de su espíritu”. En otros escritos más cortos, adelantó ideas como las siguientes: “Como la barbarie es el reino del hecho, es necesario que el reino del orden sea el imperio de las ficciones […] Hacen falta fuerzas de ficción… La firmeza de las sociedades depende de un conjunto de mitos” (prefacio a Lettres persanes, de Montesquieu). Es ilustrativo lo que Octavio Paz escribió sobre Las dos razones (la análítica y la dialéctica), contrastando las posiciones de Ortega, Sartre y Lévi-Strauss, texto que no se deja resumir: “Sartre ha tropezado con una dificultad […]: encontrar un fundamento a la dialéctica […] La razón dialéctica no da cuenta del hombre concreto: hay una parte del yo, dice el mismo Sartre, irreductible a las determinaciones de la historia y sus clases”.[10] Por todo lo anterior hubo sobradas razones para que el Institut de France votara a favor de Octavio Paz en la atribución del Premio Tocqueville de 1989 (bicentenario de la Revolución francesa), que le entregó el presidente François Mitterrand en Valognes (en la Normandía peninsular, el Cotentin), ciudad por la que Tocqueville fue diputado a la Asamblea Nacional. Al agradecer el premio, Paz citó a Chateaubriand: “Jamás veré en el asesinato un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más cobarde, más obtuso

que un terrorista”. Declaración de fe que, en el contexto internacional y singularmente en la circunstancia francesa de aquella fecha, se debe valorar como compromiso y reto, no como simple actitud moral sub specie aeternitatis. Con todo, sería un craso error pensar que el ferviente lector de Tocqueville, Nietzsche y Eliot era sólo un espíritu cosmopolita, afrancesado principalmente, que daba la espalda a México. No fue, eso sí, ni provinciano ni nacionalista; tuvo una permanente apertura a las corrientes de ideas del mundo y curiosidad del pensamiento ajeno que no le fue jamás extranjero. Pero su interés por México como tema de reflexión y su pasión por ese país como objeto de preocupación fueron permanentes. Recuerdo una conversación que tuvimos (creo que fue en 1974, en su departamento de la calle Lerma) sobre la cuestión demográfica, que ya había empezado a aflorar en medios oficiales. Me dijo que la tasa de crecimiento demográfico era un peligro para México (la ciudad y la nación) y una amenaza para el futuro social y político, que él había llamado la atención de los presidentes desde Adolfo López Mateos, pero que nadie le había hecho caso (sic). Su compromiso con México fue doble: descifrar el pasado y orientar la evolución al futuro. Entonces, ¿por qué razones no fue candidato a presidente del Estado, como Rómulo Gallegos en Venezuela, Fernando Enrique Cardoso en Brasil, Mario Vargas Llosa en Perú, Leslie Manigat en Haití… y como otros escritores latinoamericanos y caribeños? Octavio Paz pensaba algo fundamental en los años sesenta, cuando luchó, codo a codo, con Carlos Fuentes y Marco Antonio Montes de Oca, entre otros, a favor de una democratización de la vida política mexicana: siempre consideró que el papel del escritor consistía en ser la conciencia crítica de la sociedad, la cual se paraliza en el instante de asumir el poder. Estoy convencido de que ésta fue la razón decisiva, y no principalmente el obstáculo, que representaba el sistema político mexicano, la que explica la distancia de Octavio Paz respecto de eventuales cargos gubernamentales, que le ofrecieron y no aceptó (con excepción de los puestos diplomáticos que le permitieron vivir en París y en Delhi). Para él, “la historia y la política son los dominios de elección de lo particular y lo único: las pasiones humanas […] Haber olvidado al hombre concreto fue el gran pecado de las ideologías políticas de los siglos XIX y XX”. [11]

Obviamente aludiría, sin nombrarlos, a Proudhon, a Marx y a Lenin (¿eco a Berdiaef?), pero también a Auguste Comte y a la escuela sociológica francesa, olvidándose en este caso (lo señaló en otro escrito) del siglo XVIII en el que inventó Rousseau el mito de “la felicidad del género humano” (“le bonheur de l’humanité”), primer paso decisivo hacia las utopías libertarias y socialistas lato sensu. Paz hizo una excepción por el francés Fourier y el alemán Jean Paul (Richter). Breton escribió una Ode à Charles Fourier (edición comentada por Jean Gaulmier, Klincksiek, París, 1961), utopista francés de aquellos de la Revolución de 1848, inventor del phalanstère, donde todo era común: el producto del trabajo… incluso las mujeres y los hijos. Fourier fue precursor de las comunidades hippies y en otro aspecto de los kibutzin del primitivo Estado de Israel; asimismo, fue inspirador directo de colonias utopistas en el norte mexicano, como Topolobampo (cuya historia fue estudiada de manera novedosa por Pierre-Luc Abramson, en un libro de la colección de historia del Fondo de Cultura Económica). En consecuencia, Octavio Paz no reconocía legitimidad a la sociología, hija del positivismo; no creía en “la posibilidad de una ciencia de la sociedad, distinta de la etnografía y de la historia […] Durkheim no desplaza a Tocqueville ni Max Weber a Pareto”.[12] Quienes, en México, fueron blanco de sus flechas en este aspecto, son sus coetáneos Gómez Morin y Cosío Villegas (para quienes no obstante tuvo aprecio y simpatía que expresó en otros escritos); este último impartió un curso de “sociología mexicana”, que en realidad fue de pura historia, según Octavio Paz (OC, 8, p. 352). El mejor ejemplo de su interés apasionado por el México antiguo y de la forma como lo relacionaba con el tiempo presente es, sin duda, la pirámide como objeto arqueológico y como símbolo del Estado moderno. La pirámide mesoamericana la estudió en las mejores fuentes, desde los libros de Walter Krickeberg hasta las conversaciones con Ignacio Bernal. El poeta describe a la pirámide a la vez con precisión geométrica y con inspiración poética: “La pirámide cuadrangular y escalonada es la forma canónica de la arquitectura religiosa mesoamericana. Es una proyección del cuadrilátero que forman los cuatro puntos cardinales […] Nupcias del espacio y del tiempo, representación del movimiento por una geometría pétrea”.[13]

La pirámide le proporcionó el hilo de Ariadna que relaciona la historia del México prehispánico con la política del México posrevolucionario; es “el hilo de la dominación”: Ese hilo no se ha roto: los virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de los tlatoani aztecas. Si desde el siglo XIV hay una secreta continuidad política, ¿cómo extrañarse de que el fundamento inconsciente de esa continuidad sea el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías y, en lo alto, el jerarca y la plataforma del sacrificio?[14]

Más de un historiador profesional discutiría la validez de este tipo de explicación histórica, pero ningún lector sensible y de buena fe podrá resistir la fascinación que ejerce este símbolo. Mayormente si tiene presente que le fue inspirada la metáfora a Octavio Paz al denunciar la matanza de Tlatelolco, la página más negra de la historia mexicana desde que terminó la Revolución, violencia perpetrada por la fuerza pública en los escalones y al pie de una pirámide prehispánica, como en un antiguo rito sacrificial. Parecía que la sangrienta actualidad le ofrecía al poeta, con guantes blancos, el símbolo en el que soñó. Por otra parte, el embajador Paz, al renunciar a su cargo en la India, puso en conformidad su condición, el de ciudadano libre, con sus ideas y sus escritos. Es interesante relacionar la postura de Octavio Paz en esta circunstancia con lo que escribió uno de sus autores predilectos del Siglo de Oro: “La pretensión que todos tenemos es la libertad de todos, procurando que nuestra sujeción sea a lo justo, y no a lo violento; que nos mande la razón, no el albedrío [nota de J. L.: o sea ‘la arbitrariedad’] […] en las repúblicas compañeros, no esclavos; miembros y no trastos; cuerpo y no sombra”.[15] La exigencia ética de Octavio Paz en esa hora nefasta fue una actitud de carácter excepcional en la carrera diplomática mexicana y de otras naciones (sería fácil citar media docena de escritores ilustres de la misma generación que fueron representantes diplomáticos de gobiernos tiránicos). Pero está claro que la imagen del poder piramidal no es un estudio de historia, sino un ideograma perfecto de la “historia invisible” de México. Tomaría este símbolo de Giordano Bruno y la tradición hermética mediante el libro de la sabia inglesa Frances Yates (al que cita en la biografía de sor Juana Inés de la

Cruz) dedicado a El arte de la memoria (edición en inglés, 1966; edición en español, FCE, México, 1982). Pero también le pudo inspirar la imagen de la pirámide un cuadro de Marcel Duchamp, Para mirar […] con un ojo, de 1918, que interpretó en uno de sus escritos de crítica de arte (recogido en el volumen 6 de las Obras completas; véase en particular la página 227). Por eso no se puede calificar propiamente a Octavio Paz de historiador, ni de filósofo de la historia; como Carlyle y Michelet, fue un visionario del pasado. La expresión “historia invisible” (que no es sinónima de la “intrahistoria” de Unamuno) la usó también Fernando Benítez en su monumental libro Los indios de México (Era, vol. I, 1967), dándole un significado muy distinto. Para Benítez, la historia invisible es la de los indios, “los olvidados” (usando el título de la polémica película de Buñuel, antaño promocionada por Octavio Paz en el Festival de Cannes), los miserables olvidados del Progreso y la Democracia; el autor aclara que hay pirámides enterradas, mejor dicho, ocultas por otras posteriores. Y ésta es la imagen simbólica del México moderno, donde hay grupos sociales que tienen visibilidad y grupos étnicos reducidos a fantasmas del pasado. Una idea que, al retomarla, Carlos Fuentes profundizó hasta el subsuelo mágico, donde está “enterrado el espejo” de la nación mexicana: “La ‘modernidad’ mexicana rechaza la magia y el misterio de un país más atractivo por lo que no sabemos que por lo que sabemos de él”.[16] Por otra razón es interesante recordar que, como otros símbolos de su poesía, notablemente los árboles, la imagen de la pirámide se remonta a las correrías de la infancia de Octavio en Mixcoac, lo que no es incompatible con su origen hermético, sino complementario. En sus Obras completas escribió, en un Repaso en forma de preámbulo: Mixcoac había sido un cacicazgo indígena antes de la Conquista y poseía, en una de sus orillas, una pirámide, diminuta como la Iglesia de San Juan. El arqueólogo Manuel Gamio, que comenzaba entonces sus trabajos, era amigo de mi familia y nos visitaba. Con la tropilla de mis primos y primas, yo lo acompañé varias veces al viejo santuario. [17]

No pudo confesar con mayor sencillez Octavio Paz que la “santuarización” de la pirámide se remontaba a su infancia y que el padre de su pirámide simbólica fue Manuel Gamio, el que dio este consejo naïf: “Hay

que forjarse, ya sea temporalmente, un alma indígena”, ¡tarea aún más azarosa que la de “forjar patria”! Quiero subrayar, para terminar, la fuerza de su pasión por la historia que consideró, igual que la poesía, como una forma de rescate de nuestra condición solitaria (la soledad originaria) y de nuestro destino caduco (el tiempo, la muerte). Donde se expresó con mayor acierto su conciencia histórica y de nuestra propia historicidad, fue tal vez en la crítica de arte, dado que veía en el arte auténtico la expresión por antonomasia de la rebeldía (ésta es la herencia del movimiento surrealista). Y en este extenso campo las páginas que tienen más que ver con la historia moderna de México son las que le inspiró el movimiento de la pintura muralista. Recuerda con razón que fue una iniciativa de Vasconcelos, que no desaprobaba el espíritu del primer muralismo, inspirado por el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”. Resumiendo sus ideas, Paz consideraba que Rivera y Siqueiros habían adulterado lo que inicialmente debía ser pintura del pueblo y renacimiento del arte popular, en un grosero (estética y éticamente) instrumento de propaganda ideológica apátrida, sin raíces mexicanas. Pero en cambio reconoció en los frescos de Orozco, en “su rictus permanente”, la obra de otro visionario de la historia. ¿Paz pensaría sólo en Orozco o también habrá leído a Karel Capek, famoso escritor checo que murió en el momento del Anschluss y que fue inventor de la palabra robot, en un drama titulado R.U.R. (Praga, 1920)? Así se expresa Octavio Paz al comentar un famoso mural del Hospicio Cabañas, de Guadalajara: “Orozco vio hondo y claro: ya somos modernos porque somos ciudadanos de la edad mecánica e ideológica. Somos los mutilados del ser”.[18]

EL ENCUENTRO DE GINEBRA (1951) La aguda conciencia de su propia historicidad no fue sólo mimesis de Tocqueville, sino herencia de varios filósofos de la historia, entre los cuales ninguno tuvo la importancia de Ortega y Gasset. El propio Octavio Paz confesó, recordando su juventud: “Fui lector ferviente de Ortega y Gasset”. [19] En otra ocasión escribió, de manera más general: “La revista se funda en torno a una gran personalidad: Revista de Occidente y José Ortega y Gasset.

El estímulo intelectual de esa revista, de sus libros y de la obra misma de Ortega y Gasset fue enorme y profunda para mi generación”.[20] Lo cual revela de paso el mimetismo de Ortega por parte de Paz, hasta una edad avanzada, porque lo anterior se puede aplicar al pie de la letra a la empresa Vuelta: al fundador, a la revista, a la editorial y al impacto generacional que tuvo en los jóvenes escritores, poetas en particular, mexicanos de 20 años atrás. Si bien la admiración que tuvo y profesó el poeta mexicano por el filósofo español, no estuvo exenta, como en otros casos, de exigencia crítica. Es cierto que Paz tomó de Ortega la famosa expresión “el tema de nuestro tiempo”, refiriéndose a él, pero le dio un significado distinto. En otro caso se opuso rotundamente al autor de La rebelión de las masas: “La educación de las masas. Sólo que no hay masas […] El hombre es los hombres”.[21] Una toma de posición no sólo pluralista, sino personalista, de apego a la noción de persona, reiterada en su ensayo sobre el amor, como vamos a ver más abajo (si bien se pueden citar otros escritos en que ha hecho suyo el concepto de civilización de masas). Paz también se opuso a Ortega con su visión del arte moderno, que el filósofo madrileño percibía como síntoma de un proceso más general de deshumanización. (Volveremos más por extenso sobre este punto en el ensayo dedicado a La mirada.) Estas discrepancias no son obstáculo para que se pueda hablar propiamente de un “modelo orteguiano” al estudiar el pensamiento histórico de Octavio Paz. Me refiero precisamente a su visión del destino humano en el tiempo de la historia; a esto que se ha acostumbrado en llamar, a partir de Dilthey, “la historicidad” (concepto de corte inconfundiblemente hegeliano). El fervor por Ortega llevó a Paz de París a Ginebra, en 1951, y culminó en el encuentro personal con el maestro, según lo recordó el propio Octavio. Antes de citarlo, no será inútil puntualizar varios aspectos de “la circunstancia”. Ortega fue invitado a dictar una conferencia en las Rencontres Internationales de Genève, por ser una autoridad intelectual y moral reconocida en toda Europa. Tenía 78 años y por ser quien era lo hospedaron en el Hôtel du Rhône (en esa época, el de mayor categoría). Por su parte, Octavio Paz tenía entonces 37 años y acababa de publicar su primer ensayo importante, El laberinto de la soledad, pero en México y sobre un tema exclusivamente mexicano. Apuesto a que Ortega ignoró o conoció superficialmente el libro y a su autor, al que vio como a un joven poeta

mexicano, que aunque su admirador le pareció novato en filosofía. Por eso le dijo, lo que recuerda Octavio Paz por escrito, “con una mirada intensa que todavía me conmueve”: “Aprenda alemán y póngase a pensar. Y olvídese de lo demás”.[22] No había escrito ya lo que antecede, cuando llegó a mis manos (por la diligencia de Marie José, atenta a la evolución de mi trabajo) la muy reciente edición de la correspondencia de Octavio Paz con Pere Gimferrer. Al poeta catalán lo conocí en una cena de la famosísima La Closerie des Lilas, en Montparnasse; los demás invitados fueron: Clavé, Fenosa, Valls, Miró, Tàpies, la flor y nata de los artistas catalanes del siglo XX (supongo que a Gimferrer y a mí nos colocaron juntos, por ser gente de pluma, no de brocha). Volviendo al encuentro de Paz y Ortega, en Ginebra, ocurre que la relación más iluminadora la hizo Octavio en una carta a Pere Gimferrer (sorpresivamente posterior en 40 años) que por su enfoque diacrónico le da su verdadera importancia. Vale la pena citar in extenso este párrafo: En los primeros meses de 1943 visité en tres o cuatro ocasiones a José Vasconcelos en su despacho de la Biblioteca Nacional de México […] me dijo: […] es cierto que la filosofía nos ayuda a bien morir: nos desengaña de la vida terrestre y así nos defiende de la muerte. A usted, que no es creyente, no le queda sino dedicarse a la filosofía […] Diez años más tarde, en Ginebra, José Ortega y Gasset me dio el mismo consejo, aunque en términos más imperiosos: “Estamos al final de un periodo. La literatura ha muerto. Sólo queda el pensamiento: es la tarea de hoy. ¡Deje la poesía y póngase a pensar! Como ya es un poco tarde para que comience con el griego, aprenda otra lengua filosófica: el alemán. Y olvide lo demás”. En un ensayo sobre Ortega y Gasset recogido en Hombres en su siglo (1984) he referido mi conversación con el filósofo español. Apenas si necesito repetir que poesía y pensamiento forman, para mí, un invisible pero muy real sistema de vasos comunicantes.[23]

Para el lector de hoy será oportuno puntualizar que los consejos del viejo filósofo al joven poeta fueron la expresión de l’air du temps. Era creencia común en aquel tiempo que la literatura ya era obsoleta, por haber sido genuino producto refinado de la société bourgeoise, de las pacíficas décadas que habían precedido a la guerra mundial. Todos los de mi generación aspiramos a ser filósofos, es decir, a anclar al hombre moderno superviviente del cataclismo en un suelo ético firme, con un subsuelo filosófico que garantizara un nuevo significado a la existencia. Nuestros maestros de

filosofía, en mi caso Jean Beaufret, exégeta de Parménides e intérprete de Heidegger, nos recomendaban lo mismo que Ortega al joven Paz: aprender griego y alemán, porque veían a la filosofía como privilegio casi exclusivo de antiguos griegos y modernos alemanes, esto es, a los dos pueblos elegidos de la sophia (tendría que escribirse en letras griegas, o con el símbolo que se pronuncia fi). Se profesaba correlativamente un desprecio total por el pragmatismo anglosajón encarnado por William James, pobre Ersatz de metafísica para los pueblos dedicados a la técnica y al comercio. De los muchos filósofos franceses sólo se rescataba a Descartes y a Malebranche, como metafísicos; a Auguste Comte, como padre de la sociología, y a Maine de Biran, como precursor de la introspección psicológica, pero no al maestro de la generación precedente, Henri Bergson, ya visto como un soñador espiritualista. Octavio no renunció a la poesía, pero tampoco renunció a filosofar, si bien no siguió el imperativo consejo de “el viejo torero”, de quien aprendió tanto en su juventud, por lectura directa y mediante sus discípulos refugiados en México. “Viejo torero” se calificó a sí mismo Ortega, frente al público de Ginebra. Paz recuerda que el acento hispánico del filósofo dificultó la interpretación de su conferencia por parte del público francófono y hasta provocó sonrisas de “esos provincianos”… Entre el madrileño y el mexicano, el uso del idioma común haría más fácil la conversación. Octavio Paz se fue de Ginebra, poco después, primero a París, y luego al Festival de Cannes, para apoyar (con pleno éxito) la candidatura a la Palma de Oro de la controvertida película de Buñuel Los olvidados, que las autoridades políticas mexicanas veían como atentatoria a la imagen internacional de la patria. Mientras tanto, Ortega regresó a Madrid, después de sus años de exilio voluntario; vivió retirado en el Paseo del Cisne (ahora Avenida de José Ortega y Gasset) y allí murió cuatro años más tarde. De modo que el primer encuentro que tuvieron en Ginebra el anciano Ortega y el joven Paz también sería el último. ¡Y tendrían tanto más que decirse uno al otro!, por lo cual la evocación que hizo el mexicano sabe a testimonio sólo parcial de lo que significó el tránsito por Ginebra en la trayectoria intelectual del poeta y filósofo Octavio Paz. En la filosofía de Paz confluyen de manera original la ontología de Heidegger y el historicismo de Dilthey (véase el volumen VII de

Gesammelte Schriften). Lo primero con la mediación de Gaos, y lo otro con la de Ortega. Se debe puntualizar, para el lector de hoy, lo que fueron las Rencontres Internationales de Genève. Las primeras se celebraron en 1946, primer año de la paz, después de dos guerras mundiales en menos de 25 años. La inspiración fue reflexionar sobre la civilización contemporánea, lo que quedaba de ella en medio de las ruinas, qué adaptaciones exigiría la ética, qué futuro iban a tener Europa, el humanismo, la libertad, las artes y la literatura como expresión superior de la civilización. Para cumplir con tan ambicioso programa fue convocado anualmente un elenco de sabios entre los más originales y consagrados: Bernanos y René Grousset, Lukács y Karl Barth, Alphonse de Waelhens, Berdiaeff, Thierry Maulnier, Gabriel Marcel, André Siegfried, Henri Lefebvre y Emmanuel Mounier, Jaspers y Denis de Rougemont… En esta lista parcial figuran varios autores que ya citamos o que vamos a citar más adelante; misma que refleja una doble preocupación: invitar sólo a figuras de gran autoridad moral e intelectual y garantizar el pluralismo ideológico mediante un equilibrio numérico entre las distintas familias ideológicas y espirituales (incluso el hinduismo): existencialistas, marxistas, agnósticos, católicos y protestantes; estamos hablando de Ginebra, ciudad secularmente partida entre dos confesiones, fecunda en heterodoxias y de espíritu revoltoso (frondeur). Octavio Paz escribió: “Fui invitado a participar en estas discusiones” (véase Hombres en su siglo), pero se da el caso de que en las actas publicadas de las Rencontres Internationales de Genève de 1951 no se menciona su nombre en la lista de los participantes, todos de más años y más fama que él en aquella fecha. Los participantes oficiales de ese año fueron: Marcel Griaule, Henri Baruk, Maurice Merleau Ponty, Jules Romains, Jean Daniélou, Charles Westphal, José Ortega y Gasset (aunque no lo dicen las actas, puedo puntualizar que Griaule era etnólogo, Baruk psiquiatra, Merleau Ponty filósofo, Jules Romains escritor, Daniélou teólogo jesuita y el pastor Westphal un teólogo protestante de la Universidad de Estrasburgo. Ortega no necesita presentación para el lector hispánico). Además de las personalidades que acabamos de mencionar hubo una serie de invitados a unos “Debates reservados” (Entretiens privés), unas 60 personas, incluidos los conferencistas, todos consagrados en alguna rama del saber. Un club de sommités: sobre todo franceses, suizos, alemanes, belgas,

italianos, alguno que otro oriental, ningún anglosajón ni, a fortiori, ningún escritor latinoamericano. Debemos suponer que uno de los invitados oficiales venido de París convidó amistosamente a Octavio Paz a acompañarlo e incorporarse a la audiencia. Yo supongo (mera hipótesis, por haber conocido a los más de ellos) que pudo haberlo invitado el etnólogo africanista del Musée de l’Homme, y conseiller de l’Union française (equivalente a diputado), Marcel Griaule, por ser conforme a su personalidad y porque Octavio tenía trato familiar con Rivet, de quien Griaule fue discípulo y amigo. El discurso, de gran altura, que pronunció Octavio Paz en el Ateneo, dos meses antes, tomando la palabra a continuación de Cassou, dejaría en la audiencia una profunda impresión y pudo haber inspirado la invitación a Ginebra. Para abreviar no voy a decir por qué descarto otras hipótesis relativas a esta invitación. El prestigio de las Rencontres Internationales de Genève fue considerable desde el principio, y no sólo por la calidad de los participantes. En aquellos años de ruina no menudeaban, como fue el caso en los decenios posteriores, los coloquios, los encuentros, las semanas, las retraites, etc., como los de Locarno, Thézé, Cerisy, Pontigny, Vézelay y Prato. Los encuentros de Ginebra fueron el arquetipo de futuras renuniones y eran considerados, con razón, como el gran foro intelectual y cultural de Europa, el invernadero en el que podía germinar un nuevo modelo de civilización, después de haber terminado los triunfos de la barbarie. Las Rencontres fueron el punto de referencia de todos los espíritus inquietos y con anhelo de reconquistar el alma perdida del mundo. Yo no abrigo la menor duda respecto de la conciencia de ello que tendría Octavio Paz, cuando viajó a Ginebra, en 1951. Pero, por otra parte, no ha de escapar a nuestra atención el hecho de que se encontraba en París desde 1946 y no asistió a las Rencontres, sino hasta 1951, lo cual nos hace suponer que lo decisivo para él fue la oportunidad que se le ofrecía de ver, sobre todo de escuchar y llegar a conocer, a Ortega y Gasset. (Si bien hay otra posible interpretación más terre à terre: que su parco sueldo como segundo secretario de la embajada mexicana de París no le hubiera permitido costear una temporada en Ginebra, dada la tasa de cambio del franco suizo en el mercado monetario.) Es algo difícil de imaginar hoy en día, pero en un París de penurias y fachadas negras, capital reconquistada de un país arruinado, Ginebra aparecía como una Tierra de Promisión: ahí se respiraba un aire de prosperidad y

amenidad. Como le Canton fue refugio de prestigiosos intelectuales y artistas durante el conflicto, varios de ellos se quedaron en la ciudad de Léman: se reunían en el Bourg de Four (no tan lujoso como hoy) y en el café Lusso: gente de teatro como los Pitoeff, músicos, escritores, estudiantes… Estuve varios meses en Ginebra en 1948 y de nuevo en 1949, precisamente de julio a septiembre, lo que me permitió colarme en una ocasión entre el público de las Rencontres. ¿Cuándo llegó a Ginebra, procedente de París, Octavio Paz? ¿Cuánto tiempo se quedó en la ciudad del lago Léman? Estamos limitados a conjeturas. Sólo sabemos que Ortega habló en las Rencontres el 12 de septiembre y que el debate tuvo lugar el día 14. Y que el 1° de octubre Octavio recibió, de Manuel Tello, secretario de Asuntos Exteriores, la noticia de su nueva encomienda en la India, señal de que regresó a París, dado que anteriormente había agotado su tiempo de vacaciones en Córcega. Yo recuerdo que también había en Ginebra una pequeña colonia de la “España peregrina” en el Bureau International du Travail (BIT) porque me hospedó (dos años antes del viaje de Octavio Paz) un cercano colaborador de Albert Thomas, fundador de la entidad. Algunos de estos funcionarios del BIT y otras entidades satélites de las Naciones Unidas se quedaron hasta la década de 1990, como fue el caso de un sabio historiador y latinista, Ángel Losada. La ciudad que vio nacer a Saussure, a Piaget y a Candoles, para hablar tan sólo del siglo XX, no era ningún Cantón desértico de la cultura. Y, por si fuera poco, en la ciudad alta se encuentra el gótico Collège Calvin en el que Borges aprendió francés antes de llegar a ser un adolescente; por eso lo hablaba con tanta naturalidad. Es muy probable que no se le dio tiempo a Octavio Paz de descubrirlo y apreciarlo en ese su prístino viaje a la antigua République de Genève. La verdad es que nunca vio a Ginebra con mis ojos de adolescente escapado de las ruinas circundantes y las penurias de la Francia de la posguerra. La vio con su mirada de hijo de Mixcoac, de un Simbad que ya había tenteado la prosperidad rutilante de los Estados Unidos y los sortilegios del Lejano Oriente. Por eso, cuando dos años más tarde fue asignado a la delegación de México ante las Naciones Unidas, ubicada en Ginebra, este hecho no despertó en absoluto su entusiasmo. Al cabo de tres meses de vivir entre funcionarios internacionales, en este ghetto de lujo del barrio de Cointrin, le

escribió a don Alfonso Reyes: “Aquí me aburro un poco, y siento la doble nostalgia de Oriente y México”.[24] Pasando al contenido de las ideas de las Rencontres Internationales de Genève, de 1951, hay que decir que se había programado al filósofo español como último orador de la serie, señal de la importancia particular que se le dio; le tocó a monsieur Ortega (como lo llamaron los que lo interpelaron en el debate reservado a que dio lugar su conferencia) hablar sobre “El pasado y el futuro para el hombre actual”. Su conferencia fue un toreo de ideas, y de gente: crítico con su viejo amigo Heidegger, irónico con el novato filósofo Sartre (nouveau venu), condescendiente hacia los messieurs les Français, echando puyas a los sofisticated ingleses, incluso con un brote de misoginia contra Jeanne Hersch en el debate consecutivo. Nada faltó y me imagino que en este estreno Octavio quedó fascinado; describió a Ortega como “orgulloso sin desdén” y se molestó por la actitud intolerante de la audiencia para con un hispano, como él, que salió fonéticamente grotesco. Y de regreso a París, se quejó con don Alfonso Reyes (en una carta del 3 de noviembre), un desahogo contradictorio con su apego a la capital francesa: “No deja de ser asombrosa la ignorancia de los franceses. Y esa indiferencia es general. Aquí no quieren saber nada de Ortega…”[25] Debemos pensar en qué disposiciones de ánimo Paz llegó a Ginebra. Su declarada ruptura con la causa marxista-leninista era relativamente reciente, pero no significó para él désengagement, o sea, renuncia a todo compromiso frente al mundo contemporáneo, ni refugio en la torre de marfil del modernismo. Seguía deseoso de entender la modernidad con postura crítica; sólo así se entiende cómo pudo hacer su miel con lo que escuchó en aquella fecunda Rencontre de Ginebra. De entrada Ortega citó a Montaigne, pero no así, de adorno, como se suele hacer: “L’homme est une réalité ondoyante et diverse” (traducción literal: “El hombre —así como dijo ya, genialmente, Montaigne— es una realidad ondosa y diversa”). Agregó a continuación Ortega: “No es que el hombre cambia como todas las cosas del mundo, sino que es cambio, cambio sustancial”.[26] Y aún agregó, más bajo, como para proclamar una mutación ontológica: “El hombre no tiene naturaleza: nada de él es invariable. La historia es la que en él es sustituto de la naturaleza, lui tient lieu de nature”. [27] También destacó la articulación dialéctica entre la historia y la libertad: “Por esta razón, no por casualidad, el hombre es libre. Es libre porque no

posee un ser dado y permanente, no tiene otra salida que ir a buscarlo […] todo en él viene de algo para ir hacia algo. Está siempre en tránsito, in via como decían los teólogos de la Edad Media”.[28] Los lectores de Octavio Paz saben la huella que dejó estampada esta visión orteguiana en su obra posterior, así como las consecuencias que sacó Ortega, en Ginebra, de la tesis que antecede: “El hombre vive siempre, de y desde ciertas creencias determinadas […] el ser de una persona se llama ‘biografía’ ”.[29] Y también: “Es que la vida del hombre, en cada uno de sus instantes, es una ecuación entre el pasado y el porvenir”.[30] Lo que finalmente concluye con este diagnóstico: “Este hombre de Occidente, que es tan antiguo, dado que ha perdido su pasado, se ha vuelto de golpe un primitivo”.[31] En este último caso los mexicanos Zea y Paz precedieron al madrileño, al definir la Revolución mexicana como “una tentativa para reconquistar nuestro pasado” (en El laberinto de la soledad, libro anterior por dos años, donde también se afirma la presencia de “lo primitivo” en las sociedades modernas)… a no ser que lo hayan sacado de escritos anteriores de Ortega y Gasset. El filósofo madrileño expresó, a partir de 1914, semejante idea. Después pasó Ortega al tema candente de la quiebra de la idea de progreso, por no decir de la mística del Progreso (todavía vigente en 1951, y durante varios decenios, en la URSS y en gran parte de la intelectualidad occidental, europea y latinoamericana): “El teorema de Gödel significa que, hablando stricto sensu, no hay lógica y lo que se solía llamar así no era sino una utopía”.[32] También Ortega se apoyó en su reciente encuentro con Heisenberg para valorar las consecuencias ontológicas del descubrimiento, por el físico austriaco, de la “relación de incertidumbre”. La fuerza de los desafíos intelectuales de Ortega no fue obstáculo para que todas sus tesis fueran rebatidas por otros participantes del Entretien privé, que tuvo lugar dos días más tarde, con el preciso objeto de cuestionar la conferencia del maestro español. Según recuerdo, estos “Debates reservados” (tanto los de Ginebra como los de Coppet, donde flotaban las sombras de Madame Stael, Benjamin Constant y Chateaubriand) eran estrictamente “reservados”. En una nación como Suiza (donde la bourgeoisie todavía tiene un significado medieval, en los antípodas del sentido marxista) el código social y de cortesía estaba muy alejado de los usos laxistas del

mundo hispánico. Con todo, nos consta la asistencia de Octavio Paz al debate, tal vez porque lo solicitó expresamente el propio Ortega, hipótesis que no es nada inverosímil después de su encuentro realmente “privado” en el bar del Hôtel du Rhône. El poeta, como testigo de vista, recuerda la enérgica intervención de Merleau Ponty a favor del “mal recibido” filósofo español. Ortega se enfrentó con todos, recalcando sus tesis y profundizando aspectos fundamentales de su conferencia. De manera notable, exaltó la aportación de Dilthey como filósofo (no sólo como teórico de la historia), con quien tuvo trato en el Berlín de la República de Weimar: “Dilthey fue el primero en reconocer, o mejor dicho, en descubrir, que es un error calificar al siglo XVIII de ‘época antihistórica’ ”.[33] Esto que sigue ha dejado huella en el pensamiento de Paz: Dilthey [inventor de “la razón histórica”][34] ha sido el primero en lanzar esa idea novedosa, la de la Vida. Y todos los pensamientos que, desde Dilthey, se levantan en el horizonte son variaciones sobre esta idea de la vida […] Ha necesitado un genio estrictamente poético para nombrar lo que vio con suficiente claridad y atractivo.[35]

Ortega agregó de pasada que “Dilthey no ha tenido ninguna influencia sobre Scheler, y a Scheler no le pasó por la mente el que este hombre tenía una gran filosofía”.[36] Y respondiendo a una crítica de Merleau Ponty insistió: “Fue Dilthey quien ha descubierto la vida con historicidad y nunca ha empleado las palabras ‘Ser’ y ‘No Ser’ ”,[37] una manera de descalificar a Sartre, amigo de Merleau. Heidegger también salió mal parado: “Nos ha remitido una vez más al Ser. Su error ha sido pretender elaborar una ontología […] [alusión a Sein und Zeit (El ser y el tiempo), la obra mayor del filósofo de Friburgo]. Hay que ir más allá de la idea del Ser, dado que la palabra ser no es capaz de expresar esta nueva realidad que es la vida”.[38] El mismo Goethe no salió ileso, por su “ceguedad frente a la historia”.[39] Con todo, fue Goethe quien dijo, siendo testigo de la batalla de Valmy: “De aquel lugar y de aquella jornada ha surgido una nueva era de la historia del mundo”. Si se quiere resumir a grandes rasgos la tesis de Ortega, éste tendió a descalificar la ontología heredada de los antiguos griegos, en nombre de la

“razón viva o bien la razón histórica”,[40] cuya invención atribuyó a Dilthey. Complementaria de la anterior era la invalidación de la lógica racionalista (cartesiana) fundamentada en el principio aristotélico de no contradicción, como consecuencia del descubrimiento, por W. Heisenberg, de la “relación de incertidumbre”, de lo que Ortega concluía también que Einstein era un físico paseísta. Al contestar al señor Raadi, único participante oriental, Ortega sentenció: “El conocimiento que, hasta ahora, no había sido más que recepción, se ha convertido en una creación”.[41] En la segunda parte del Entretien privé, se pasó de la crisis de la ontología y la lógica, cuestiones propiamente filosóficas, a la crisis de la sociedad, del arte y la literatura como formas superiores de la civilización, es decir, a la “crisis de la modernidad”, tema por antonomasia de la posguerra y de la posterior obra ensayística de Paz. Calogero subrayó que “la ley fundamental de nuestra civilización y nuestra ética es el respeto a la libertad ajena”. Y Jeanne Hersch insistió en que se trataba de “la dignidad de la persona humana, su derecho a pensar y existir”, mientras que René Lalou (profesor de literatura inglesa y crítico de cine) se refirió al “sentimiento de soledad del hombre moderno, evocado con gran fuerza expresiva por un filme como Les foules”. Éstos son otros tantos temas familiares de los lectores de la obra de Paz, ya en El laberinto… del mismo año. Lo que provocó más reacciones en el público compuesto mayoritariamente por escritores y críticos, fue la alusión de Ortega a la “biografía, este supremo género literario del que todavía [dijo] no existe ningún ejemplo”, característica provocación en torno a la cual llegó a trabarse un debate general sobre la esencia de la literatura y la validez de la crítica. De lo cual podemos espigar algunas réplicas como ésta de Ortega a Von Schenck: “Hace falta acabar con esa costumbre de designar con una misma palabra cosas totalmente distintas: por ejemplo llamamos poesía lo que ha hecho Homero y lo que hacía Verlaine. Así no hacemos más que tapar diferencias, y no comprender lo que hacía de un lado Homero y Verlaine de otro”.[42] Se han barajado ideas como las siguientes: que contrariamente a la crítica artística, la crítica literaria carece de una estética formalizada (Robert Kanters, crítico literario de Le Fígaro) (¡hoy es lo contrario!); que el arte y la

literatura son un sustituto de la religión (Jean Grenier); que, como dijo Valéry Larbaud, “para la gente que enseña literatura y bellas letras, con frecuencia las bellas letras se quedan cartas selladas” (recordado por Marie-Jeanne Durry, profesora de literatura francesa de la Sorbona) (en francés, lettre significa carta y belles lettres designa a las bellas letras, de aquí el juego de palabras intraducible); que se ha despreciado a la retórica durante muchas generaciones y que ésta se ha vengado (Ortega); que la poesía y la novela actual están impregnadas de filosofía (Georges Poulet, profesor de literatura de la Universidad de Ginebra); que sí es posible elaborar una poética y una retórica (Jean Starobinski, profesor de literatura de la Universidad de Ginebra); en qué medida estudiar la literatura del pasado trae todavía alguna luz al conocimiento del hombre actual, y si existen, o no, características constantes (R. Kanters). Este último trajo a la memoria de la audiencia que Jacques Rivière (uno de los pioneros de la NRF) había aducido, 30 años atrás, que la crisis del concepto literatura era una crisis de índole religiosa. Y al final de aquel debate de notable trascendencia se llegó a preguntar el filósofo Ortega, en un retorno sorprendente a la Grecia clásica: “Tendríamos que pensar en lo que es la retórica. ¿No será acaso la ciencia de las palabras? […] ¿El poder sobre las palabras es entre los hombres el poder supremo?”[43] Ortega no pensaría en Alfonso Reyes, y menos aún en el tlatoani o “emperador” de los aztecas, cuyo título significa “el que tiene la palabra”, pero Octavio Paz no podía dejar de pensar en el viejo maestro helenizante y en el “joven abuelo” del Anáhuac. Todo este aluvión de temas, reflexiones y discusiones de eminentes pensadores de la Europa de mediados del siglo XX se lo llevó unas semanas más tarde el joven diplomático al Extremo Oriente, donde permaneció un año. Paz sabía ver, como nadie más, las obras de arte, pero también sabía escuchar y recordar los discursos de los sabios. Su primer diálogo con la India posiblemente lo tuvo en Ginebra. Por la otra ladera de su pensamiento se encontró en medio de los hombres que en la llamada Escuela de Ginebra inventaron la “crítica de la crítica”, los sucesores de Marcel Raymond y Albert Béguin: Jean Rousset, Georges Poulet y Jean Starobinski. Al último, que realizó múltiples intervenciones en el debate, lo frecuentó mucho más tarde (yo recuerdo a Starobinski como a una de las mentes más agudas de la crítica moderna; además de que era una persona sutil y amena;

llegué a conocerlo en la Fundación Hardt, de Ginebra, en compañía de Antonio Tovar, en los años ochenta). Las cuestiones debatidas en esta ocasión resurgieron en toda la obra de Octavio Paz; siguieron siendo el aire historicista y crítico en el que se movía y respiraba. Se dieron casos en que Ortega formuló en lenguaje filosófico las intuiciones de Dilthey y en que Paz tradujo en estilo poético los conceptos de Ortega, enriqueciéndolos con su magia estilística. Las ideas no nacen por generación espontánea; se transmiten y se transforman. Por lo cual soy de la opinión de que las Rencontres Internationales de Gèneve, de 1951, fueron tan decisivas en la evolución intelectual de Octavio Paz como el encuentro con intelectuales antifascistas de 1937 (en Valencia) lo fue en sus ideas políticas. Creo que ambos actos culturales abrieron una nueva era ideológica en su vida y su obra, si bien él mismo no señala las Rencontres de Ginebra en su itinerario más que como su encuentro anécdotico con Ortega. No obstante yo considero que en realidad representaron su encuentro con Octavio Paz el filósofo. Las actas silencian su presencia, pero su obra la clama.

[1] OC, 10, Ideas y costumbres II. Usos y símbolos, p. 614. [2] OC, 9, Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, pp. 284-307. [3] Ibid., p. 289. [4] A. de Tocqueville, La democracia en América, cuarta parte, capítulo VI, pp. 730-

731. [5] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 113. [6] Ibid., p. 37. [7] El laberinto de la soledad, p. 121. [8] Ibid., p. 130. [9] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 109. [10] OC, 10, Ideas y costumbres II. Usos y símbolos, p. 614. [11] OC, 9, Ideas y costumbres. La letra y el cetro, p. 60. [12] OC, 8, El peregrino en su patria. Historia y política de México, p. 353. [13] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 40. [14] Postdata, Siglo XXI, México, p. 123.

[15] Francisco de Quevedo, La hora de todos…, Clásicos Jackson, vol. X, ed. por

Germán Arciniegas, México, 1963, p. 101. [16] Carlos Fuentes, Nuevo tiempo mexicano, Aguilar, México, 1994, p. 206. [17] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 26. [18] OC, 7, Los privilegios de la vista II, p. 246. [19] Vuelta a El laberinto de la soledad. [20] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, p. 570. [21] OC, 9, Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, p. 436. [22] OC, 3, Fundación y disidencia, p. 301. [23] Octavio Paz, “Carta a Pere Gimferrer” (México, 22 de octubre de 1990), en Memorias y palabras, Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 353. [24] Correspondencia…, carta 60, 25 de marzo de 1953. [25] Correspondencia…, carta 49, 3 de noviembre de 1951. [26] “La connaissance de l’homme au XX siècle”, Rencontres Internationales de Gèneve, 1951, p. 123. [27] Ortega y Gasset, op. cit., p. 124. [28] Ibid., p. 125. [29] Ibid., pp. 128-129. [30] Ibid., p. 131. [31] Ibid., p. 149. [32] Ibid., p. 145. [33] Ibid., p. 126. [34] Wilhelm Dilthey, Crítica de la razón histórica, trad. de Carlos Moya Espí, Península, Barcelona, 1986. [35] Ortega y Gasset, op. cit., p. 296. [36] Idem. [37] Ibid., p. 294. [38] Ibid., p. 289. [39] Ibid., p. 140. [40] Ibid., p. 288. [41] Ibid., p. 281. [42] Ibid., p. 289. [43] Ibid., p. 296.

V. EL REBELDE La Décima Musa y el príncipe de los genios

Soy de mi patria toda el objeto venerado. SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ Comprender es algo más que entender: significa abrazar, en el sentido físico y también en el espiritual. O. P.

Uno de los “Cuentos orientales”, extraídos del Voyage en Orient (“Viaje al Oriente”, 1851) de Gérard de Nerval (traducidos al español, con estilo, por Tomás Segovia), se titula “Historia de la reina de la mañana y de Solimán, príncipe de los genios”. Nos cae de perlas este título oriental para evocar al prodigio occidental, o Fénix de México, sor Juana Inés de la Cruz, en su relación con Octavio Paz. ¿No fue la “Décima Musa”, como la llamó el padre Castorena y Ursúa, reina de la mañana poética del México virreinal? ¿No fue su biógrafo, príncipe de los genios del México federal? Octavio Paz buscó, a imitación de Nerval, “un lenguaje, o más precisamente el secreto de un lenguaje”, como lo señala Segovia en el prólogo a los “Cuentos orientales”. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, libro publicado en 1981, ya estaba planeado y esbozado en 1950, como lo declara su autor: “No volví a leerla sino hasta 1950, en París. La revista Sur quiso celebrar el tercer centenario de su nacimiento y José Bianco me escribió, pidiéndome un artículo. Acepté el encargo, fui a la Biblioteca Nacional (de París), consulté las viejas ediciones y escribí un pequeño ensayo, origen lejano de este libro. [1]

Y en la misma fecha, o un poco más tarde, en la parte final del ensayo titulado “Conquista y colonia”, que constituye el capítulo V de El laberinto de

la soledad (2ª edición revisada y aumentada), Octavio Paz ofrece al lector una exposición de las tesis que iba a desarrollar 30 años más tarde. En menos de siete páginas tenemos a la vista un compendio ejemplar de un libro de 587. Lo anterior por sí solo ya se puede considerar una proeza de anticipación y de “consistencia”. Se puede decir sin exagerar que el autor arrastró este fardo de Sor Juana durante más de dos decenios (como esos veteranos maestros que no consiguen acabar su tesis doctoral más que a la hora de pedir la jubilación). ¿Por qué el agnóstico, el seductor poeta, el peregrino oriental, se dejó embelesar por una criollita que vivió en “una de las más tristes y vacías épocas de la historia de España (¿y de la Nueva España?), la de Carlos II”,[2] religiosa además, esto es, esposa mística de Cristo? Se puede contestar, lacónicamente de momento, que “la madre Juana Inés” es una figura fascinante: “La palabra seducción que tiene resonancias a un tiempo intelectuales y sensuales da una idea muy clara del género de atracción que despierta la figura de sor Juana Inés de la Cruz”.[3] Sor Juana es la hermana mítica (que no mística) de Octavio Paz o, dicho de otra manera, la vida de Sor Juana “rima” con la de Octavio, el seductivo intelectual, el inconforme, el rebelde. Su comunión, por encima del “tiempo medido” (tiempo de historia), es la poesía, presencia compartida; Sor Juana comulga con Octavio, en él encontró por fin a un confesor que la comprende. La proposición es reversible: Octavio halló en Sor Juana a su esposa espiritual; le confiesa su propio pasado, se lo da prestado; el autor va más allá, hasta lo imposible: Juana Inés es el mismo Octavio Paz. Solía decir a sus familiares: “Sor Juana c’est moi” (Sor Juana soy yo). Lo decía en francés con clara alusión al aforismo de Flaubert: “Madame Bovary, c’est moi”. Pero en una entrevista que se publicó en la prensa japonesa, en 1989, lo rectificó, prudentemente: “En fin, yo no podría decir, como Flaubert de Madame Bovary, ‘Madame Bovary c’est moi’. Pero sí puedo decir que me reconozco en sor Juana…”[4] En esta ambigüedad está el secreto de la biografía de sor Juana Inés de la Cruz por Octavio Paz. Previamente a toda justificación de lo que aduje en el párrafo anterior, quiero puntualizar que no hay gran biografía, por más discutible que se considere, que no sea en cierta medida autobiográfica. Sería fácil aducir varios ejemplos de obras maestras como el Erasmo de Zweig, el La Fontaine de Giraudoux, o el Rubén Darío, de Pedro Salinas… Se debe

reconocer que el ensayo biográfico de Octavio Paz sobre Sor Juana sería suficiente para darle fama comparable a la que ganaron Romain Rolland, Marcel Brion, André Maurois o Stefan Zweig, los grandes maestros de las “vidas” de personajes históricos. El género biográfico y sus límites los definió con nitidez y de manera totalmente original Octavio Paz, en el prólogo a esta magnífica biografía: “La vida no explica enteramente la obra y la obra tampoco explica a la vida. Entre una y otra hay una zona vacía […] El poeta, el escritor, es el olmo que sí da peras”.[5] A continuación toma ejemplos errados, biografías anteriores, reductoras, la del jesuita Calleja que cayó en el defecto de beatificar a Sor Juana y la del hispanista alemán Ludwig Pfandl que vio a la ilustre monja como un caso de neurosis narcisista. Octavio Paz descarta estas interpretaciones prejuzgadas de la vida de Sor Juana como explicación de su obra. No dedica muchos comentarios a una serie de biografías zonzas de Sor Juana. Escribe lo siguiente, para ensanchar el enfoque y valorar “la creación o la invención” de Sor Juana: “Entre la vida y la obra encontramos un tercer término: la sociedad, la historia. Sor Juana es una individualidad poderosa y su obra posee innegable singularidad; al mismo tiempo, la mujer y sus poemas, la monja y la intelectual, se insertan en una sociedad: Nueva España, al final del siglo XVII.[6] La presentación que hizo de la Nueva España del siglo XVII, a guisa de preámbulo, trasfondo de la biografía de Sor Juana, merecería citarse in extenso, lo cual no permite el presente ensayo. Por la agudeza de los análisis y la universalidad de los enfoques, es una admirable síntesis; no he leído otra de este tenor sobre el asunto. Lo reconozco como quien ha leído, por interés profesional, muchos trabajos dedicados a la Nueva España por los mejores historiadores mexicanos, como Silvio Zavala y Wigberto Jiménez Moreno, y de otras naciones, como Irving Leonard, David Brading y Horst Pietschman. Yo mismo intenté elaborar una visión sintética de la Nueva España y ofrecer una interpretación de la obra y la figura de Sor Juana según “el espíritu de su época”, o sea, bosquejar en cosa de 60 páginas lo que Octavio Paz haría 10 años más tarde, con la magia de su escritura, expresión lúcida de su mente siempre alerta. Con el título “Una sociedad singular”[7] se despliega un retrato de la Nueva España que no deja nada importante en la sombra; Paz hizo un balance de la población, la economía, la política, la administración, la corte virreinal, la Iglesia en sus diversos componentes (con frecuencia

antagónicos), la cultura y la literatura. Además, algo insólito en trabajos mexicanos, el autor sitúa a la Nueva España en el marco imperial hispánico, en relación con la vieja España y a ésta respecto de la evolución de Europa. Sus fuentes son de las más fiables: Richard Morse y Rubio Mañé; también cita a Borah y a Chaunu, pero los contradice sutilmente tomando refuerzo de Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez. (Otros como Juan Goytisolo fueron de la opinión de que su visión de la Nueva España estuvo sacada de mi libro, prologado por él, Quetzalcóatl y Guadalupe.)[8] Y como para darle la razón a Marc Bloch sobre la íntima relación de nuestra preocupación por el tiempo presente con el estudio del pasado, Octavio Paz concluye así la primera parte de su libro: “Pluralismo, patrimonialismo y equilibrio de fuerzas: ningún virrey de Nueva España tuvo el poder que tiene el presidente de México”.[9] En este caso no se trata de ningún anacronismo, ni de espíritu polémico; es una simple constancia que se desprende de una visión diacrónica, certera, de la índole patrimonialista del poder en México, en la que, según el criterio intemporal de Montesquieu, se evidencia una de dos opciones: sea la división, sea la confusión de los poderes. La segunda parte del libro de marras está dedicada a la biografía de Juana Ramírez de Asbaje. Ya desde la primera página Octavio Paz lamenta la desaparición de parte de los manuscritos de la escritora: poesías y cartas. Escribe al respecto: “Nuestros gobiernos han gastado cientos de miles de pesos en ostentosos y repulsivos homenajes a Sor Juana […] con menos gasto y más gusto se hubiera podido ayudar a un investigador para que averiguase en España el paradero de esos papeles”.[10] Esta advertencia es un simple paréntesis; el objeto de aquellas páginas críticas es examinar las biografías anteriores de Sor Juana, empezando por la que se debe a la texana Dorothy Schons, de 1926, luego la de Abreu Gómez que es continuación de la anterior, después la de Pfandl y la reacción católica de Méndez Plancarte. A todos les precedió Pedro Henríquez Ureña, en 1917. No se puede omitir mencionar al poeta Amado Nervo, si bien su aportación no fue la decisiva. De modo que la biografía de Sor Juana por Octavio Paz no fue ni mucho menos, en 1981, la primera, pero sí va a quedar como la más cumplida, no obstante las reservas que ha suscitado. Tan cumplida, que es imposible rendir cuenta de todos sus aspectos: la encuesta genealógica revisa las hipótesis anteriores; en ella concurren la historia y la filología, la intuición

y la prudencia, la erudición y la poesía. La ilegitimidad del nacimiento de Juana Ramírez de Asvaje, o Azuaje, le inspira a su biógrafo esta reflexión: La conducta de las mujeres de la familia Ramírez […] no parece que haya afectado gravemente su reputación […] La laxitud de la moral sexual del pueblo mexicano seguramente es herencia de Nueva España. Haríamos mal en condenarla: si el machismo es una tiranía que ensombrece las relaciones entre el hombre y la mujer, la libertad erótica las ilumina.[11]

Relacionar al pasado con el presente, para aclarar el presente, si no es extrapolación abusiva, sí es parte de la función, hasta diría yo la misión, del historiador. Ahora la frontera es tenue entre el uso y el abuso del parecido entre épocas distintas. Por otra parte, la simpatía (en el sentido etimológico) por el modelo es en el biógrafo una calidad esencial. ¿Cómo no entendería el niño Octavio, de Mixcoac, a la niña Juana, de Nepantla? Escribe el poeta, al evocar la niñez de la poetisa: Frente al fantasma del padre (eterno ausente), Juana Inés despliega su fantasía […] La madre encarna una suerte de legitimidad, no jurídica sino terrestre, carnal […] el abuelo, Pedro Ramírez, es el sustituto del padre […] a su muerte, en 1656, Juana Inés tenía ocho años. El abuelo era persona amante de los libros y de cultura […] Los libros del abuelo le abrieron las puertas de un mundo distinto al de su casa […] la relación filial entre la niña y el anciano asumió la forma de una iniciación intelectual.[12]

Se podrían citar innecesariamente otros pasajes y otras cláusulas que evidencian la identificación del biógrafo con la biografiada. El fantasma del bibliófilo Ireneo Paz, sustituto de “el padre ausente” de Octavio, proyecta su sombra sobre la biografía de Sor Juana; la iniciación a la lectura por el abuelo, hasta su fallecimiento, cuando Octavio tenía 10 años de edad, son coincidencias que en la época barroca se interpretarían como “signos”. La niña Juana, para librarse de la soledad, se refugiaba en los libros: “Juana Inés habita la casa del lenguaje […] Convento y biblioteca son compensación […] En este mundo cambiante y feroz, hay un lugar inexpugnable: la biblioteca […] convento y biblioteca son homólogos, porque celda y biblioteca hunden sus raíces en la misma tierra del deseo infantil”.[13] ¿Psicoanálisis de Sor Juana o introspección de Octavio Paz? Es imposible no reconocer al niño Octavio, huérfano de padre, y de abuelo después, niño

perdido en la baraúnda de la Revolución, refugiado en la biblioteca de don Ireneo. No para en esto el parecido, puesto que Juana Inés escoge el convento como “lo menos desproporcionado y lo más decente”, tanto para su salvación eterna como para la salvación de su pasión por el saber. Por ser curiosa de todo y para llegar a ser poeta, Juana Inés escogió la vida religiosa como, mutatis mutandis, Octavio escogió la carrera diplomática, esto es, la más decente para un joven educado pero desprovisto de recursos propios y ansioso de llevar a bien su vocación literaria. El acucioso biógrafo observa que las reglas conventuales fueron estrictas en la forma pero blandas en la aplicación; describe con minuciosidad el día de una monja, el papel de los conventos en la vida económica, social y cultural de la capital de la Nueva España, que, según el testimonio del viajero Gemelli Carreri, de 1698, contaba con 29 conventos de frailes y 22 de monjas. Octavio Paz también invoca el testimonio de Thomas Gage; el inglés y el genovés son fuentes clásicas; para saber más no fue a los archivos. Paz fue un sabio, no un erudito, pero de los trabajos publicados por eruditos supo hacer un exigente escrutinio; en este caso sus informantes fueron Francisco de la Maza y Josefina Muriel. Por otra parte, como lo recordó oportunamente otro gran pensador crítico, Karl Popper, el mismo Kant subordinó la erudición a la sabiduría “que tiene el mérito de seleccionar, de entre los innumerables problemas que se presentan, aquellos cuya solución es importante para la humanidad”.[14] En el biógrafo de Sor Juana también hay un moralista, un moderno Saint-Simon, que aflora en más de una ocasión, no sólo cuando describe la vida cortesana, con el refuerzo del clásico Cortigiano, de Baltazar Castiglione y del moderno ensayo de Norbert Elias, La société de Cour:[15] “Cada una de las grandes celdas albergaba a una religiosa, a la niña o niñas confiadas a su cuidado, las criadas de su servicio y las favorecidas. Esta última categoría me laisse rêveur [me llena de perplejidad]”.[16] Paz pronuncia este juicio desencantado a propósito de la desaparición de toda la correspondencia de Sor Juana, tema que lo obsesiona: “Se dice que la pasión que corroe a los pueblos hispánicos es la envidia; peor y más poderosa es la incuria, creadora de nuestros desiertos”.[17] Veamos esta reflexión de alcance universal, con motivo de la muy humana vida conventual:

Para la mayoría la vida conventual era semillero de chismes, intrigas y conjuraciones: todas las variedades de la pasión cabalista, como llamaba Fourier a ese amor por el poder […] La unión de cálculo y ambición es el veneno secreto que, conjuntamente, anima y corrompe la vida de las asociaciones cerradas: la Corte, la Iglesia, la Milicia, la Universidad, el Partido, la Academia.[18]

He citado lo que antecede para subrayar el hecho de que la biografía de Sor Juana, libro que ha madurado a lo largo de unos 30 años, y venido a cuajar con motivo de un seminario de la Universidad Harvard, en los años setenta, recoge no sólo el saber acumulado por el insaciable curioso de saberes, sino toda la sabiduría humana de un Octavio Paz ya cercano a los 70 años de edad. Ahora, uno de los aspectos de la obra de Sor Juana que ha fascinado a Octavio es el que expresan el Neptuno alegórico, el Teatro de los dioses de la gentilidad, la Respuesta a sor Filotea de la Cruz y, sobre todo, el Primero sueño. ¿Cómo no ver que la frondosidad del “concepto” del arte y la literatura barroca encubre un significado esotérico? Yo mismo invité, en mi libro de 1974, a profundizar en el estudio de los blasones, los emblemas, los signos y los jeroglíficos sincréticos en que confluyen las mitologías de la Antigüedad griega y romana, las creencias amerindias y la simbología judeocristiana.[19] Octavio Paz se adentró en la hojarasca de los “signos” del barroquismo a la vez con audacia y con cautela. Como de costumbre tomó apoyo en las autoridades más reconocidas en campos difíciles como el hermetismo, el gnosticismo y el neoplatonismo: sobre el siglo barroco en la Nueva España, Irving Leonard y Elías Trabulse; sobre el gnosticismo el padre André Festugière, la sabia inglesa Frances Yates, y en un autor especializado en toda clase de esoterismo, otro parisino adoptivo, el lituano Jurgis Baltrusaitis, así como en los profesores estadunidenses Arthur Lovejoy y Paul Oscar Kristeller. En este caso, como en otros asuntos, lo esencial de su bibliografía se remonta a los años cincuenta y sesenta, que corresponden a sus temporadas en París. No obstante omite algunos estudios tan importantes como los de Charles Henri Puech y Marcel Simon, por lo cual no llegó a percibir un fenómeno tan importante como fue el evhemerismo, que este último autor analizó a fondo en Hercule et le christianisme (Estrasburgo, 1955). Tampoco hizo referencia a Le songe du vergier, obra del

Renacimiento francés, que ha sido comparada con el famoso Sueño de Escipión. Con todo y sus escasas lagunas, los capítulos en los que Octavio Paz relaciona a Sor Juana con el jesuita Athanasius Kircher (publicado en español, en edición ilustrada, por la editorial Siruela), y al sabio Nicolás de Cusa con el Corpus hermeticum, especialmente el Pimandro de Hermes Trismegisto (así como su comentarista el padre Vitoria) con Marsilio Ficino y con la pionera Hipasia de Alejandría, son un modelo de elucidación de fuentes de Sor Juana en sus obras esotéricas y mitológicas. De Hermes Trismegisto cita este aforismo de corte neoplatónico, que evoca para nosotros a fray Luis de León y a su amigo, el organista Francisco Salinas, autor de un tratado, De musica (1577): “La música no es sino el orden que rige las cosas” (citado por el padre Kircher). A la obra del jesuita Athanasius Kircher, que logró, sin ser sospechoso de herejía, rescatar la tradición hermética y la oromancia china, se refirió Baltrusaitis en Le Moyen Age fantastique,[20] así como también en La quête d’Isis.[21] No parece que hayan llegado a las manos de Octavio Paz los escritos del erudito jesuita Ernest J. Burrus, natural de Basilea, sobre el otro jesuita germánico Athanasius Kircher. Con todo, no se le podría hacer mayor elogio a Octavio Paz sino decir que ha llegado más allá que el propio Robert Ricard (pozo de sabiduría clásica y escrituraria, mi director de tesis) en el estudio que dedicó al Primero sueño de Sor Juana. Tuvo Octavio Paz, respecto del “Sueño” de Sor Juana, discrepancias con José Gaos, y hasta con su amigo Ramón Xirau, pero valoró como merece el ensayo de interpretación de Ricard, si bien no aceptó sus conclusiones de inspiración pascaliana. La riqueza y la complejidad de esta materia no se prestan a ser resumidas; invito al lector curioso a leer de nuevo los capítulos correspondientes del libro de Octavio Paz: “La madre Juana y la diosa Isis”, “Sincretismo e Imperio”, “El mundo como jeroglífico”, “Reino de signos”, “Primero sueño”, “La respuesta…”, que son resultado de las indagaciones y las encuestas del autor en un campo tan alejado de la poesía moderna. Cada capítulo de aquel libro merecería citarse en su totalidad y justificaría un extenso comentario; dada la imposibilidad de hacerlo aquí voy a limitarme a lo que, con inevitable subjetividad, yo veo como lo más característico o novedoso. Sin duda es ejemplar el esfuerzo de reconstrucción intelectual de la

biblioteca de Sor Juana, empresa tan azarosa como la del convento de San Jerónimo; esta tentativa es el objeto del capítulo titulado “Reino de signos”. [22] Como de costumbre, Paz acude a las autoridades modernas más seguras: Irving Leonard, Méndez Plancarte y Abreu Gómez. A este último lo critica con gran pertinencia y concluye: “La tentativa de Abreu Gómez (que le ha sido de mucho socorro para reconstituir la biblioteca de Sor Juana) fue útil pero insuficiente”.[23] Por lo visto no llegó a sus manos (por culpa de mi negligencia personal, como editor) un trabajo de Ernesto de la Torre, publicado en el libro de homenaje póstumo a mi maestro Marcel Bataillon, de 1979: “Autógrafos desconocidos de sor Juana Inés de la Cruz en un libro más de su biblioteca”.[24] El libro, identificado por Ernesto de la Torre como indudablemente de la biblioteca de Sor Juana, es el “Tratado de la institución de nuestra orden” (Tractatus de religionis nostrae instituto, deque hujus fine […]) del carmelita español fray Juan de Jesús María. Este autor prolongaba la tradición ascético-mística derivada de santa Teresa. Lo que nos pareció importante (a Ernesto y a mí) es que Sor Juana subrayó varias cláusulas de este libro de su biblioteca (el número 135 identificado con seguridad, según puntualiza De la Torre), que vienen a culminar en ésta de la página 541 del libro de fray Juan: “Cur perfectio in sola charitate consistat…” (“De aquí que la perfección consiste en la sola caridad… hacia Dios y el prójimo”). El resto de las prescripciones religiosas es algo secundario, apunta fray Juan, otra cláusula subrayada por Sor Juana (el artículo va acompañado de la reproducción fotostática de la página 541). Lo anterior refuerza la visión que tuvo Octavio Paz de la personalidad de Sor Juana como religiosa y va en contra de la imagen mística elaborada por el padre Méndez Plancarte y por Alfonso Junco en la revista Ábside. (¡Lástima que Perú goce de un santoral con una santa Rosa de Lima y México carezca de su merecida santa Juana Inés… Ramírez [homónima de El Nigromante] y Asvaje [de origen vizcaíno, según ella pretendía, o canario y genovés como Colón, según han aducido otros].) Lo que quiero señalar de paso es que, por más rico de datos y abundante de enfoques nuevos que es el libro Sor Juana Inés de la Cruz… de Octavio Paz, hasta ahora el libro más completo, más sintético y mejor escrito sobre la Décima Musa, no van a quedar necesariamente como definitivas sus conclusiones sobre un tema que tiene todavía hoy algunas zonas de

oscuridad. La exposición más a fondo del método de Octavio Paz en su ensayo la realizó Enrico Mario Santí en un extenso y brillante artículo publicado originalmente, en 1992, en el Indiana Journal of Hispanic Literatures, de Bloomington, Indiana, que dirigió en el pasado el recordado Merle Simmons; este trabajo fue publicado posteriormente en traducción española con el título “Sor Juana, Octavio Paz y la poética de la restitución”, en el libro El acto de las palabras: estudios y diálogos con Octavio Paz.[25] Sin entrar aquí a un debate de fondo que rebasaría los límites de este corto ensayo, quiero llamar la atención sobre un punto fundamental. Octavio Paz escribió su biografía acerca de Sor Juana sin referencia alguna a una problemática ni a una serie de autores posteriores de varios decenios a sus propias referencias intelectuales, las cuales son las de la “circunstancia” intelectual, la parisina, de los años 1937 a 1961, la del Collège de Sociologie, que no la posterior a 1968, y la del Collège de Philosophie. El primero pudo llamarse con más propiedad Colegio de Etnología de lo Sagrado, y el último, quizás, Colegio de Semiótica. Lo cierto es que Octavio Paz, ni en Sor Juana Inés de la Cruz… ni en otros escritos suyos citó a autores franceses postsoixanthuitards (esto es, “herederos de la crisis de 1968”), llámense “nuevos filósofos” o “nuevos mosqueteros”, autodenominación que clama su condición, la de ser la retaguardia de la vanguardia de ayer. Lo revela el hecho de que los eslogánes más significativos de 1968 fueron inventados ya por los surrealistas: “la brecha” (título de un escrito de Breton), “¡la imaginación al poder!”¿Y qué fue el movimiento surrrealista si no la liberación de la imaginación, la afirmación de lo irracional frente a lo raisonnable? Lo que fue privilegio de un groupuscule elitista en los años treinta, la revuelta y la liberación de los instintos, pasó a ser producto de gran consumo en los sesenta; la explosión juvenil de 1968 fue simplemente el clímax de esta “revolución sigilosa”, más que revolución política. Paz descubrió en París, más de 20 años antes, que “la modernidad no es la novedad”. En esta medida me parece arriesgado acudir a una retórica elaborada por autores que no habían nacido (o estaban en pañales) en los años de aprendizaje —los cuarenta y los cincuenta— de Octavio Paz. La obra de un autor se puede aclarar más por sus antecesores y sus contemporáneos, o sea sus lecturas y sus conversaciones, que por obras posteriores, con la excepción de las que se inspiran en él.

En aquel tiempo de reconstrucción material e intelectual de Francia, los años 1945 a 1958 (los de la Cuarta República), Gaston Berger fundó la Maison des Sciences de l’Homme. Vivía y enseñaba en el Barrio Latino una pléyade de espíritus excepcionales (varios de ellos amigos de Octavio Paz, como hemos visto) en todas las ramas de las humanidades, que huían casi todos de la publicidad. Los filósofos lato sensu se llamaban: Gaston Bachelard, Henri Gouhier, Georges Canguilhem, André Mandouze, François Chatelet, Vladimir Jankélévitch, Ferdinand Alquié, Alexandre Koyré, Bernard Grothuysen, Yvon Belaval, Jean Beaufret, Henri Lefebvre y Jean Hyppolite… todas tendencias confundidas: una generación excepcional que convivía con los supervivientes de otra generación excepcional, la de Gabriel Marcel y Paul Valéry. Éste es el paisaje intelectual del Quartier Latin que frecuentó Octavio Paz en la posguerra. Otra cuestión es que el Barrio Latino no coincide plenamente con la Rive Gauche, ni espiritual ni geográficamente, si bien forma parte de ésta. Octavio Paz, que yo sepa, frecuentó tanto la Rive Gauche en sentido amplio (singularmente Montparnasse y Saint Germain), como Le Quartier (Cluny-Saint Michel-Panthéon-Luxembourg); ya no era Octavio estudiante, es cierto, pero sí estudioso, y sí fue poeta en un tiempo en que poetas y pintores eran una comunidad, la de le Boulevard (se entiende que el bulevar de Montparnasse); unos y otros todavía eran, en parte, “el grupo surrealista”, el segundo surrealismo, el de la posguerra que también se reunía en Montmartre (Café de la Place Blanche). Ahora, volviendo al fondo del debate, que es la pretendida novedad de ciertos enfoques o conceptos, recuérdese que el método psicoanalítico lo inventó Freud, el remedio a la pobreza mediante una reorganización de la economía lo inventó Pareto y lo radicalizó Marx, la lingüística moderna la inventó Saussure, la “diferencia” la inventó Nietzsche… y la “otredad” la intuyó Machado y la teorizó y la aplicó al mundo amerindio Octavio Paz, como veremos al tratar de sus escritos de crítica de arte. “Profundizar la comunión y cultivar la diferencia”, fue la doble exhortación de Malraux, ya en 1935; idea que Gide destacó posteriormente: “Cultivar las diferencias” como antídoto contra las consignas ideológicas. Recuerdo estas evidencias algo olvidadas porque pululan hoy en día “descubridores de un Mediterráneo” o, mejor dicho, de muchos mediterráneos. Sobre el punto particular que nos ocupa, me parece que la “Restitución”

la inauguró Maquiavelo cuando publicó su Discurso sobre la primera década de Tito Livio (Florencia, ¿1515?), opúsculo en el que se originó una famosa controversia con Guicciardini. El autor del tratado político de El príncipe pretendió sacar de los principios constitucionales de la antigua República romana el remedio a los males políticos de la Florencia de los Medici. Lo mismo se podrían citar su Discurso sobre el libro VI de Polibio y su Arte de la guerra (1521), ensayos en los que el florentino se refirió a la organización militar de la Roma republicana como a un modelo a imitar en la Italia del siglo XVI, invadida por franceses y españoles, y desgarrada por sus propios condottiere. Mucho más cerca de nosotros, Fustel de Coulanges, en su clásica visión de La cité antique (París, 1864), proyectó su ideal radical-liberal de la Tercera República francesa, sobre una República romana idealizada y propuesta como modelo… En estos dos casos, para no multiplicar los ejemplos, la articulación entre la visión del pasado y la acción en el tiempo presente fue consciente y no fortuita (me permito remitir al lector interesado por este uso pragmático de la historia de la Antigüedad clásica a mi ensayo Sangrientas fiestas del Renacimiento, México, FCE, 1999). El propio Octavio Paz organizó en México, en 1993, una mesa redonda internacional (Segundo Encuentro Vuelta) dedicada a Los usos de la historia. Todos sabemos que se abusa de la historia con fines de política nacional e internacional. En el caso que nos ocupa, el de Sor Juana, es cierto que Octavio Paz definió con nitidez su método biográfico, que implica una voluntad de restitución (de Sor Juana en su siglo y, analógicamente, en el nuestro), cosa que no hicieron Maquiavelo ni sus coetáneos del segundo Renacimiento italiano, por considerarlo obvio. La percepción del tiempo de la historia era profundamente distinta de la actual; éste sería otro debate. No hay trabajo de historia válido que no sea tentativa “restitución”. Guardo para mejor ocasión mi propia “historia del pensamiento historiográfico”, cuya explicitación necesitaría más espacio.[26] Ahora, volviendo directamente a los datos biográficos de Sor Juana (a la que no hemos perdido de vista durante esta larga pero creo que útil digresión), el propio Octavio Paz tuvo la buena fortuna de llegar a conocer la Carta de la madre Juana Inés de la Cruz escrita al M. R. P. Antonio Núñez, de la Compañía de Jesús, documento capital, descubierto y publicado por el padre Tapia Méndez, en el que se expresa la rebeldía de Sor Juana contra su

confesor, el jesuita Núñez de Miranda, al que ella despidió como confesor, con ser calificador del Santo Oficio y todo. Lo publicó Octavio Paz en el apéndice de su libro.[27] En cambio, otro documento, conocido como La segunda Celestina, descubierto casi simultáneamente por Antonio Alatorre y por Guillermo Schmidhuber, y atribuido por el último a Sor Juana, despertó con posterioridad el escepticismo del primero (Antonio Alatorre, Avances en el conocimiento de sor Juana, ponencia presentada en 1991 en Brown University, Providence; lo publicó El Colegio de México en 1994). El debate sorjuanesco sigue abierto, si bien los trabajos de Abreu Gómez, Méndez Plancarte y Dorothy Schons, y los numerosos artículos de Antonio Alatorre, Elías Trabulse, Robert Ricard y Ernesto de la Torre, y los de Raimundo Lida y del bachiller Rojas Garcidueñas sobre Sigüenza y Góngora… todas estas aportaciones hicieron posible la obra de Octavio Paz, novedosa por los enfoques y la síntesis más que por la erudición propiamente dicha. En este campo aparecieron trabajos eruditos posteriores que se han aprovechado ampliamente de la obra de Octavio Paz. También se deben señalar las actas de un coloquio de la Universidad de Santa Bárbara, California: Sor Juana y Vieira (1998), dedicadas “In memoriam Octavio Paz”. Como ya señalé, aquel libro se desborda del tema, ya tan rico de por sí, de la biografía de Sor Juana; en eso también está su interés. Ofrece una visión luminosa de la Nueva España en el contexto internacional del siglo XVII, y lo que es más afín con la personalidad del poeta es su diagnóstico de la poesía del Siglo de Oro. Ésta es, tal vez, la parte más preciosa del libro, y la más valiosa, quitando la dedicada a la abjuración de Sor Juana, que es el clímax de la biografía. Ahora, el estudio por Octavio Paz de los romances, los sonetos y las endechas, es un modelo insuperable de sensibilidad poética, pericia métrica y erudición literaria, como era de esperar. Yo no opino así por conformismo y ciega admiración al ilustre poeta, quien para mí sigue siendo el Octavio de años atrás. Sólo me expreso como quien tuvo el raro privilegio de haber sido iniciado a la poesía del Siglo de Oro por los mismos hombres que él cita como autoridades. No cabe duda de que lo que interesó primero a Octavio Paz fue la poesía de Sor Juana. Incluso escribió un prefacio a la traducción al inglés de una antología de Sor Juana, que realizó un gran erudito y delicado poeta, Alan S. Trueblood (Harvard University Press, 1988), y otra a una traducción francesa de El divino Narciso y Primero

sueño, obra común de Fredéric Magne, Florence Delay y Jacques Roubaud (Gallimard, París, 1987). Por eso es una sorpresa para mí que el admirador de Quevedo que fue Octavio Paz no haya citado la edición de referencia de las Poesías completas de Quevedo que publicó Blecua en la editorial Planeta (1981). José Manuel Blecua fue la memoria rediviva de los poetas del Siglo de Oro (ahora Anthony Stanton asegura que sí era esta misma la que consultaba Octavio). Tampoco citó Octavio Paz, salvo si no me he fijado, la edición de las poesías de Góngora por Millé Giménez (publicada en los años cincuenta por la editorial Aguilar, de Madrid), que es el texto canónico de gongorinos y gongoristas. No obstante estas escasas omisiones eruditas, lo que se despliega ante los ojos maravillados del lector es la historia de la larga intimidad de Paz, hijo espiritual y estilístico de modernistas, Contemporáneos y surrealistas, con los poetas del Siglo de Oro… ¿español? Claro que sí: español. Así se expresa el autor, para situar a Sor Juana respecto del autor de las Soledades, “gran poema del desengaño español”: Góngora responde al horror del mundo y a la nada del transmundo con un lenguaje más allá del lenguaje; quiero decir, con una palabra que ha dejado de ser comunicación para convertirse en espectáculo. El signo se vuelve objeto, cosa enigmática que, una vez descifrada, al ver, admiramos. Primero sueño nos cuenta la confrontación del espíritu humano y el cosmos: Sor Juana no quiere cubrir la nada con un lenguaje de resplandores equívocos sino penetrar el ser. El vértigo de Sor Juana tiene otro nombre: entusiasmo. Como todas las obras únicas y singulares, Primero sueño es irreductible a la estética de su tiempo. O sea: a la poesía del desengaño.[28]

Por otra parte, enjuicia así Paz la poesía novohispana, ya considerada en conjunto: La poesía barroca de Nueva España fue una poesía trasplantada y que tenía los ojos fijos en los modelos peninsulares, sobre todo en Góngora. Aunque la influencia del poeta cordobés fue enorme y central, no fue la única. Lope, Quevedo y los otros, sobre todo Calderón, no están ausentes. Lo primero que sorprende es la abundancia de poetas, la mayoría clérigos.[29]

No acude en este caso Octavio Paz a un hermoso estudio que citó en un ensayo dedicado a Poemas mudos y objetos parlantes: André Breton, el de Mario Praz, “Imágenes del barroco”,[30] del que extrae una cita del padre Le

Moine: “Es una poesía, pero una poesía que no canta en absoluto, que no está compuesta más que de una figura muda y de una palabra que habla a la vista”.[31] Lógicamente se plantea la cuestión que tiene que ver con la pasión nacionalista y que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes (y otros a continuación) zanjaron en el sentido de un patriotismo cultural ligado con cierto “tono crepuscular”, que sería el sello de lo mexicano. Esta idea de la “tristeza iberoamericana” la tomó prestada de Keyserling, como fue el caso de muchos conceptos nacionalistas e identitarios, también importados de Europa.[32] Octavio Paz se pregunta: “Juan Ruiz de Alarcón (1580-1639) es uno de los grandes poetas dramáticos de nuestra lengua, sólo que ¿se le puede llamar mexicano?”[33] Willard King contestó esta molesta pregunta, posteriormente, con gran sabiduría, en un libro dedicado al jorobado autor de comedias, mexicano y madrileño. Esta legítima duda, expresada por Paz, suena como una blasfemia a muchos oídos, según me di cuenta personalmente en el ya aludido Congreso de Brown University, donde me pregunté si existen “letras coloniales”.[34] El objetivo de mi pregunta era cuestionar el temario del congreso, examinar si era legítimo, no anacrónico, hablar de “literatura latinoamericana de la época colonial”. Mi visión crítica, la misma de Octavio Paz, me mereció animosos ataques, en particular de Alfredo Roggiano. Este ejemplo anecdótico revela que unos asuntos puramente literarios relativos al siglo XVII no son tan inocentes como parecen y pueden despertar reacciones apasionadas, igual que si se tratase del “Descubrimiento” de América (¡), porque se trata del descubrimiento cultural de las Américas. Al estudiar la relación entre la cultura y la literatura de España y la Nueva España, he preferido hablar de “diálogo” en un libro que leyó Octavio Paz, previamente al hermoso prefacio que le dedicó, expresando algunas salvedades, es cierto. En este texto Octavio Paz retomó el tema de Sor Juana, repitiendo sustancialmente lo que ya había asentado en El laberinto…: que “la contradicción de la Nueva España está cifrada en el silencio de Sor Juana”. [35] “El silencio de Sor Juana” es el nudo del drama y objeto de las principales discrepancias de los biógrafos de la religiosa. Pero lo que más interesa por el momento es que en 1973 Octavio Paz escribió:

Es indudable —basta tener ojos y oídos para darse cuenta— que tanto las artes plásticas como la poesía de la Nueva España, durante el periodo barroco, se distinguen poderosamente de los modelos peninsulares. Esto es particularmente cierto en el caso de la poesía de Sor Juana, a pesar de los ecos de Calderón, Góngora y otros poetas, que contiene su obra.[36]

¿Contradicción? Creo que antes bien se trata de una matización del punto de vista anterior, una manera de subrayar que el problema, como el del huevo y la gallina, no se deja solucionar fácilmente. El poeta retomó esta idea en otro escrito posterior. Otra novedad aparece en este texto del que mi libro fue pretexto: el parangón entre Sor Juana y el poeta inglés John Donne, casi coetáneo de la monja jerónima, como ella poeta a la vez espiritual y anacreóntico, y como ella eclesiástico y rebelde. A Donne lo descubriría Paz mediante T. S. Eliot (uno de sus ídolos de juventud), quien rehabilitó al poeta isabelino, como Dámaso Alonso y Gerardo Diego rescataron a Góngora de las sentencias inapelables de Menéndez y Pelayo, poniendo en ridículo al crítico Astrana Marín “cuyo nombre empieza en astro y acaba en rana” (!). Paz no pudo utilizar en 1981 la edición bilingüe inglés-español de las obras poéticas completas de Donne, traducidas por Carraciolo Trejo, que es de 1986; lo anterior quiere decir que lo leyó en el texto inglés original, no tan fácil para un lector moderno, o bien ayudándose de una traducción al francés. Escribió: “El poeta inglés es incomparablemente más rico, suelto, libre y sensual que ella [Sor Juana] pero, me atrevo a decirlo, no es más inteligente ni más agudo”.[37] Siglo de Oro español, literatura isabelina inglesa, literatura novohispana… nos acercan insensiblemente a un tema controvertido y un concepto problemático: el barroco. Octavio Paz no intentó eludir el debate. Escribió, ya en el libro dedicado a Sor Juana: “La crítica moderna se ha esforzado en distinguir entre el estilo barroco propiamente dicho y el manierismo”.[38] Desfilan a continuación: Wölfflin, “que no había percibido la diferencia entre barroco y manierismo”; Curtius, para quien “el barroco no es sino una de las expresiones del cíclico manierismo”; Panofsky, según el cual “es casi imposible condensar todas las características en un solo concepto”. Después de este preámbulo teórico, continuó Octavio Paz:

En Nueva España el manierismo estaría representado en su fase incipiente […] por Terrazas, y en su forma más radical y acabada, por Bernardo de Balbuena […] es claro que entre las obras de estos dos poetas y las de Luis Sandoval y Zapata y sor Juana Inés de la Cruz hay una diferencia esencial. Las segundas no sólo son más complejas sino que se presentan como formas cerradas […] mientras que en las primeras hay “una multiplicidad de elementos flotantes”, característica central del manierismo según Harold B. Segel.[39]

Agregó el autor, para matizar lo que antecede: “Dicho esto, repito: no deben exagerarse las diferencias entre manierismo y barroquismo: no sólo son estilos fronterizos sino que a veces se confunden”.[40] Lo que sorprende es que Octavio Paz no haya aprovechado esta ocasión para discutir más a fondo, hasta descalificar, como lo hizo con “lo posmoderno”, “lo barroco” (título de un intento de definición por Eugenio d’Ors). Lo que ocurrió es que ya había abordado la cuestión del barrroco en la arquitectura y la escultura en otros escritos, como uno dedicado al arte novohispano, con el título evocador: “Llamas y filigranas”.[41] Es conveniente, en este contexto, volver a Sor Juana: “El último gran poeta barroco de nuestra lengua nació en México. Doble singularidad en la historia de ese estilo hecho de singularidades, fue mujer y fue monja: Juana Inés de la Cruz”.[42] El engouement por el barroco iba parejo con el vitalismo bergsoniano. Y sobre todo es un concepto que pertenece al vocabulario de las artes plásticas y que fue adoptado posteriormente por la historia literaria, con discutible legitimidad. Más tarde se anexó al barroquismo la música… ¡sin ton ni son! Volviendo a la Nueva España, se impone hacer una gran diferencia entre la arquitectura y la escultura barroca, por un lado, y la poesía calificada como barroca, por el otro; el destino de las primeras no fue paralelo al de ésta. Francisco de la Maza, Manuel Toussaint, José Moreno Villa, el propio Octavio Paz, Efraín Castro, Guillermo Tovar… destacaron la originalidad del barroco novohispano en la arquitectura y la escultura, sobre todo religiosa. Tovar señaló su origen principalmente valenciano; hubo disputa en torno a un libro de Joaquín Bérchez Gómez, valenciano justamente… Manuel Toussaint definió la variante churrigueresca del barroco (así nombrada por el arquitecto español Churriguera): “Ese horror al vacío, ese excesivo recargo de motivos, rebajados como si fuesen para relicarios de oro…” No parece que se haya

estudiado la poesía barrroca en la misma medida, no obstante los esfuerzos de José Pascual Buxó y sus discípulos; lo que pasa es que las fachadas barrocas de las iglesias están a la vista, pero las poesías yacen en estantes de bibliotecas, a veces bajo polvo secular y sin catalogar. (Posdata: situación que se va remediando con la reciente política bibliotecaria.) Pero primordialmente el libro de Octavio Paz es una biografía y su meollo es la biografía de Sor Juana. Recuérdese que Paz se abre camino entre la piadosa leyenda, originada en la obra del padre Calleja y trenzada en el siglo XX por eruditos de la calidad de Méndez Plancarte, Alfonso Junco y Robert Ricard, por un lado, y por el espectro psicoanálitico de Dorothy Schons y, sobre todo, Ludwig Pfandl, por otro lado. El notable libro de Marie Cécile Bénassy, Humanisme et religion chez sor Juana Inés de la Cruz,[43] obra muy erudita de inspiración católica, fue una aportación de peso al conocimiento de la espiritualidad de Sor Juana. Octavio Paz tuvo un encuentro y discrepancias con la autora de esta ejemplar tesis de doctorado francés; aunque no lo recuerdo detalladamente, entiendo que es divergente su interpretación de la “conversión” o “derrota” de Sor Juana cuando decidió separarse de su biblioteca y de sus instrumentos científicos. Al profesor Pfandl le reprochó Octavio Paz haber sido un psicoanalista a la violeta, así como a los primeros enumerados su tendencia hagiográfica. Ahora hay que reconocer que el propio Octavio Paz maneja el vocabulario y los conceptos del psicoanálisis, sin ser tampoco psicoanalista ortodoxo. Y en otro sentido se podría afirmar que también él hizo de Sor Juana una santa, si bien laica, precursora de los llamados “poetas malditos” y las feministas modernas, no obstante que algunas de éstas discrepan de su visión de Sor Juana. El autor proyectó sobre la religiosa el clima de la disidencia contra la ortodoxia marxista-leninista y también, aunque de forma más reservada, el hastío frente a los excesos del psicoanálisis. Será suficiente citar dos ejemplos: El único acto que podría corroborar su cambio —la entrega de su biblioteca— fue más bien […] ansia de reconciliación con los poderes eclesiásticos y ansia también, no menos intensa, de escapar del cerco de aquellos prelados terribles. Además y sobre todo: miedo, mucho miedo. Mi generación vio a los revolucionarios de 1917, a los compañeros de Lenin y Trotski, confesar ante sus jueces crímenes irreales en un lenguaje que era una abyecta parodia del marxismo, como el lenguaje santurrón de las protestas de fe que Sor Juana firmó con su sangre son una caricatura del lenguaje religioso. A diferencia de los otros

regímenes, sean democráticos o tiránicos, las ortodoxias no se contentan con castigar las rebeldías, las disidencias y las desviaciones, sino que exigen la confesión, el arrepentimiento y la retractación de los culpables. En esas ceremonias de expiación — sea un proceso judicial o una confesión general— las creencias de los inculpados son el aliado más seguro de los fiscales y los inquisidores. La fe y la ideología que el inculpado profesa no sólo minan su carácter y lo convierten en cómplice de sus verdugos; también contagian, a través de los siglos, a otras generaciones. ¿Cómo explicarse, si no es por la ceguera ideológica, que tres siglos después de su humillación, la mayoría de los críticos católicos sigan hablando de su conversión?[44]

Esta larga cita (que no aprobara totalmente Dario Puccini, otro distinguido “sorjuanista”) expresa mejor que cualquier comentario la postura de Octavio Paz frente a la pretendida “conversión” final de Sor Juana y además es un alegato contra las ortodoxias del pasado y el presente. El símil entre pasado y presente es verdaderamente impresionante. Como nuevo Voltaire, Paz fustiga las inquisiciones antiguas y las modernas y odia a los jesuitas de hoy por culpa del confesor de Sor Juana y a los fiscales estalinianos y sus agentes de propaganda, por culpa, principalmente, del “serpentino Aragon” y su actitud en el “affaire David Rousset”. En este aspecto político esta biografía también es casi autobiografía; no obstante la diferencia de sexo, de época y de Iglesia, la disidencia, que hace más solitaria a la soledad, une entrañablemente a Octavio Paz con su modelo. No cabe la menor duda de que si hubiera vivido en la URSS, el autor de un típico samidzat como es El ogro filantrópico, habría ido a parar al gulag. En esta biografía de Sor Juana, libro esencialmente heterodoxo, el autor no ataca tan directamente a la otra Iglesia dogmática de nuestro siglo: el psicoanálisis. ¿Se debe a que, a diferencia de la Iglesia católica y la ortodoxia bolchevique, la psicología freudiana se atomizó en varias sectas rivales creadas por sobresalientes epígonos del doctor Freud: Jung, Adler, Lacan, etc.? Un autor muy admirado por Octavio Paz, el incomparable Ramón Gómez de la Serna, escribió algo muy profundo en forma de aforismo irónico: “Freud: teoría del ojal que se escapó en busca de un botón lejano”. [45]

Quien ha descalificado y tratado con insuperable ironía a la vez al materialismo dialéctico y al método psicoanalítico ha sido un compañero de la primera hora de Octavio Paz en París. Con el título Approches de

l’imaginaire (“Acercamiento a reinos imaginarios”), la Bibliothèque des Sciences Humaines, de la editorial Gallimard, publicó en 1974 un florilegio de ensayos de Roger Caillois, espíritu antisistémico por antonomasia, venido como otros del grupo de los surrealistas, uno de los más fieles al espíritu de inconformidad y rebelión contra las autoridades. La conversación con Caillois era como contemplar un géiser de inteligencia e ironía… Octavio Paz fue más moderado que Caillois (no tan mordaz) en su crítica del psicoanálisis, del que no desdeñó el socorro en su gran empresa biográfica de Sor Juana ¿Fue psicoanalizado él mismo? No lo creo, pero consta que su interpretación de la niñez de Sor Juana y la huella de su niñez en la edad adulta (la monja “fue un ser de soledad”) es de índole psicoanalítica y, como hemos visto, se puede aplicar a la niñez, a la vocación poética y a la rebeldía del propio Octavio Paz. El autor, no obstante, fue capaz de tomar una distancia crítica respecto de esa creencia universal en la que se ha convertido el psicoanálisis, como lo revela este otro pasaje de la biografía de Sor Juana: Hay que confesar […] que la teoría astrológica del amor, por quimérica que nos parezca, poseía mayor consistencia para los contemporáneos de Sor Juana que para nosotros las doctrinas de los psicoanalistas y los psiquiatras. Apenas si necesito aclarar que no me refiero a la verdad —si es que esta palabra tiene algún sentido cuando se habla de los hombres y su naturaleza cambiante— sino a la consistencia de esas ideas. Aunque esto escandalice a muchos, pienso que las modernas teorías psicológicas no han hecho sino sustituir un conjunto de principios fantásticos (humores, astros, espíritus, afinidades y antipatías) por otras entelequias (complejos, pulsiones, inconsciente, arquetipos). En cierto modo, la psicología actual no es sino una traducción en términos científicos modernos de la psicología renacentista.[46]

La figura de Sor Juana, rebelde pero política, solitaria y también narcisista, ávida de saberes y asfixiada en un México que “le queda chico”, es prefiguración del propio Octavio Paz. La persona y la época de Sor Juana “riman” con la personalidad y el siglo de su biógrafo. El subtítulo “Las trampas de la fe” es una alusión a la fe en la Revolución rusa, “Primavera de los Pueblos”, por parte de intelectuales y escritores de las democracias europeas y de América Latina; las trampas de esta fe ya no necesitan ser explicadas en este ocaso de siglo. Octavio Paz llegó a declarar (en una entrevista periodística, es cierto) que “Sor Juana fue una intelectual […] Fue

una de las primeras feministas de la historia” (Conversación con Tetsuji Yamamoto…, Tokio, 1989).[47] ¿Hasta qué punto es válida esta transposición de épocas y contextos, más allá de la expresión metafórica? That is the question… ¿Dónde está Dios y dónde el Diablo? [se pregunta Octavio]. ¿Cuál es el lado bueno de la historia y cuál el malo? Del mismo modo que las potencias superiores ocultan su identidad, las pobres querellas terrestres son un baile de máscaras: Sor Juana, al criticar a Vieira, ataca realmente a Aguiar y Seijas; la campaña contra Confucio está dirigida a destruir a Lin Piao y a los suyos. Los hombres se convierten en nombres y los nombres en signos ideológicos.[48]

En estas reflexiones se trasluce la forma de pensar de un lector de Montaigne: escepticismo que no significa indiferencia ni pasividad, sino pasión por la verdad. La disputa en torno a la controversia de Sor Juana con el jesuita portugués Vieira no ha terminado todavía. Octavio Paz compartía la tesis de Elías Trabulse, según el cual la seudo-Serafina de Cristo es realmente sor Juana Inés de la Cruz, y el blanco de sus flechas es indirectamente el padre Núñez, jesuita castellano de la Nueva España. Esta tesis ha sido rebatida, posteriormente, por Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio, en un opúsculo titulado Serafina y Sor Juana,[49] en el que al término de una compleja argumentación erudita (imposible de resumir) llegaron a la conclusión de que la Carta de Serafina de Cristo es una defensa de Sor Juana compuesta por el padre Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, el más constante apologista de la religiosa. Por todo lo que hemos visto (y lo que hemos pasado por alto para no extralimitarnos), el magnífico libro (si bien no exento de arriesgadas hipótesis) que paciente y trabajosamente le dedicó Octavio Paz al primer prócer-hembra del panteón nacional mexicano es a la vez confesión y alegato, reto y testamento. No reparó en que la efigie de Sor Juana en los billetes de 200 pesos del Banco de México es otra degradación, o una segunda profanación, de la imagen de la Décima Musa. Estampar a los poetas en la moneda fiduciaria, ¿no es una manera perversa de “torcerle el cuello al cisne”, en las palabras de Verlaine y de Rubén Darío? (En fecha posterior la efigie del propio Octavio Paz aparecerá en monedas mexicanas.) Con todo,

Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, una de las últimas obras mayores publicadas por Octavio Paz, adquirirá con el tiempo su importancia real; es a la vez su poética y su ética, su testamento político: memoria y desafío; es su segunda Postdata y su primera Vita nuova.

[1] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 17. [2] El laberinto de la soledad, p. 98. [3] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 18. [4] OC, 8, El peregrino en su patria. Historia y política en México, p. 462. [5] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 19. [6] Ibid., p. 20. [7] Ibid., pp. 31-86. [8] Juan Goytisolo, “Sor Juana, una heroína de nuestro tiempo”, en El bosque de las

letras, Madrid, 1995, pp. 45-69. [9] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 47. [10] Ibid., pp. 91-92. [11] Ibid., pp. 105-107. [12] Ibid., pp. 112-115. [13] Ibid., p. 116. [14] E. Kant, Werke, vol. II, ed. de E. Cassirer, citado por K. Popper, La miseria del historicismo, Taurus, Madrid, 1961, p. 70. [15] Véase Norbert Elias, La société de Cour, París, 1974; edición en español, La sociedad cortesana, FCE, México, 1982, p. 162. [16] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, 162. [17] Ibid., p. 173. [18] Ibid., p. 169. [19] Véase Jacques Lafaye, “La pequeña guerra de los blasones sobrenaturales”, en Quetzalcóatl y Guadalupe, libro III, cap. III, FCE, México. [20] En la colección dirigida por Henri Focillon, Le Moyen Âge fantastique, Flammarion, París, 1955; edición en español, La Edad Media fantástica, Cátedra, 1994. [21] La quête d’Isis, Gallimard, París, 1967. [22] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, “Reino de signos”, pp. 297-311.

[23] Ibid., p. 298. [24] Les cultures ibériques en devenir, París, 1979, pp. 503-512. [25] Enrico Mario Santí, El acto de las palabras: estudios y diálogos con Octavio Paz, México, FCE, 1997, pp. 258-300. [26] Véase Jacques Lafaye, De la historia bíblica a la historia crítica. El tránsito de la conciencia occidental, FCE, México, 2013. [27] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, pp. 577-584. [28] Jacques Lafaye, De la historia bíblica a la historia crítica. El tránsito de la

conciencia occidental, p. 456. [29] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 80. [30] Studi sul concettismo, Florencia, 1946. [31] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, pp. 93-95. [32] Véase Alfonso Reyes, Relator, Cali, 1937. [33] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 75. [34] Véase Conquista y contraconquista, El Colegio de México/Brown University, 1994. [35] “Entre orfandad y legitimidad”, prólogo a Quetzalcóatl y Guadalupe, de Jacques Lafaye, FCE, México, 1977, p. 17. [36] Ibid., p. 16. [37] Ibid., p. 17. [38] Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 75. [39] Ibid., p. 77. [40] Idem. [41] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, pp. 53-63. [42] Ibid., p. 54. [43] Marie Cécile Bénassy, Humanisme et religion chez sor Juana Inés de la Cruz, Éditions Hispaniques, París/Sorbona, 1982; edición en español, de la UNAM. [44] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, “La abjuración”, pp. 545546. [45] Ramón Gómez de la Serna, Greguerías, Cátedra, Madrid, 1990, p. 196. [46] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, pp. 251-252. [47] Véase OC, 8, El peregrino en su patria. Historia y política de México, pp. 461462. [48] OC, 5, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 568. [49] Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio, Serafina y Sor Juana, El Colegio de México, México, 1998.

VI. LA PERSONA Amor, libertad, y las trampas de Eros

Ambos, amor y política, dependen del renacimiento de la noción que ha sido el eje de nuestra civilización: la persona. O. P. […] el universo como un orden amoroso de correspondencias y no como una ciega cadena de causas y efectos. O. P.

“¿Cuándo se comienza a escribir un libro? ¿Cuánto tiempo tardamos en escribirlo?”, se preguntó Octavio Paz en las páginas liminares de La llama doble, en mayo de 1993, año de la primera edición de aquel ensayo, libro fundamental que traspasa de par en par su obra entera. Y contesta: “Si me atengo a los hechos exteriores, comencé estas páginas en los primeros días de marzo de este año y lo terminé al finalizar abril: dos meses. La verdad es que comencé en mi adolescencia”.[1] Si bien la que se autodenomina “nueva crítica” ha desvalorado los estudios de crítica genética, yo soy de la opinión de que un libro como La llama doble se interpreta más correcta y completamente a la luz de sus antecedentes en la obra del autor, en su vida y en sus lecturas. Sobre el primer punto, Octavio Paz nos aclara que “[sus] primeros poemas fueron poemas de amor y desde entonces este tema aparece constante en [su] poesía”;[2] también nos recuerda que “en 1960 [escribió] medio centenar de páginas sobre Sade” y que “en torno a 1975 [escribió] acerca de Fourier”. Lo que es más, puntualiza que en el ensayo dedicado a Sade “[procuró] trazar las fronteras entre la sexualidad animal, el erotismo humano y el dominio más

restringido del amor”.[3] Esta idea procede del Renacimiento italiano, de Gianozzo Manetti concretamente; a Octavio Paz le llegó probablemente a través de Cassirer. El autor explicó este punto en un ensayo de 1966, dedicado a una obra pictórica: “El erotismo vive en las fronteras de lo sagrado y lo maldito: el cuerpo es erótico porque es sagrado. Ambas categorías son inseparables: si el cuerpo es mero sexo e impulso animal, el erotismo se transforma en monótona función de reproducción; si la religión se separa del erotismo, tiende a volverse árida preceptiva moral”.[4] Y, lo más importante quizás, es lo siguiente: Hacia 1965 vivía en la India; las noches eran azules y eléctricas como las del poema que canta los amores de Krishna y Radha. Me enamoré. Entonces decidí escribir un pequeño libro sobre el amor que, partiendo de la conexión íntima entre los tres dominios —el sexo, el erotismo y el amor—, fuese una exploración del sentimiento amoroso. Hice algunos apuntes. Tuve que detenerme.[5]

Y, en la última etapa, en diciembre de 1992, al reunir textos para una colección de ensayos, le asedió el remordimiento de éste mismo interrumpido: “Más que pena, sentí vergüenza: no era un olvido sino una traición”.[6] Esta confesión del autor va más allá de lo anecdótico literario; revela la íntima relación del libro con la vida misma de Octavio Paz y define la ilación de su pensamiento. Nos indica claramente que su punto de partida fue el pensamiento de André Breton, corifeo del grupo surrealista, mejor dicho la lucha de Breton, como capitán de la militia amoris; Paz aclara que: “uno de los ejes de la subversión surrealista fue el erotismo”.[7] Pero también hace unas salvedades: Uno de los grandes méritos de Breton fue haberse dado cuenta de la función subversiva del amor y no únicamente, como la mayoría de sus contemporáneos, del mero erotismo. Percibió también, aunque no claramente, las diferencias entre el amor y el erotismo, pero no pudo o no quiso ahondar en esas diferencias y así se privó de dar una base más sólida a su idea del amor […] no hizo sino seguir a los poetas del pasado, sobre todo a Dante.[8]

Así entendemos que el ensayo de Octavio Paz, o cuando menos su inspiración inicial, va a ser una tentativa ampliación, y una profundización, esto es, superación, del pensamiento de su admirado maestro en rebeldía y

transgresión: André Breton. El tema del amor y el erotismo (con o sin distinción) no era nada novedoso, incluso algunos dirían que era trillado, desde la Antigüedad clásica hasta la posmodernidad más al día. Lo que sí es novedoso es la visión personal de Octavio Paz y, correlativamente, su aprecio por las obras anteriores dedicadas al tema. Del “Arte de amar” (Ars amatoria) de Ovidio, que es una mezcla de recetas de maquillaje y anécdotas verdes, no hace caso. El Banquete de Platón, que se refiere al amor homosexual, le parece un tratado de erotismo, no de amor. Escribe al respecto: “Para Platón el amor no es propiamente una relación: es una aventura solitaria”.[9] Del personaje mítico de don Juan, objeto de obras dramáticas de Tirso de Molina, Molière, Mozart y Zorrilla, y de ensayos filosóficos posteriores, como el de Sören Kierkegaard, Octavio Paz resumió así su propia interpretación: “Don Juan es subversivo, y, más que el amor a las mujeres, lo inspira el orgullo, la tentación de desafiar a Dios. Es la imagen invertida del Eros platónico”. Este diagnóstico, de carácter espiritualista, sitúa a Octavio Paz a gran distancia de uno de los guías intelectuales de su juventud, Ortega y Gasset. En un escrito titulado Amor en Stendhal (anterior a 1939), Ortega hizo un parangón entre la trayectoria vital del autor de De l’amour y el autor de Atala (ca. 1800), el donjuanesco vizconde François-René de Chateaubriand: En el caso de Stendhal […] se trata de un hombre que ni verdaderamente amó ni, sobre todo, verdaderamente fue amado […] Chateaubriand no hubiera pensado así, porque su experiencia era opuesta. He aquí un hombre que —incapaz de sentir el amor verdaderamente— ha tenido el don de provocar amores auténticos […] Don Juan no es el hombre que hace el amor a las mujeres, sino el hombre a quien las mujeres hacen el amor. Éste, éste es el indubitable hecho humano.[10]

Como no podía eludir el clásico ensayo de Stendhal, Sobre el amor (De l’amour, ca. 1830), Octavio Paz lo comparó con La educación sentimental (L’éducation sentimentale, de 1869), de Flaubert, y escribió que “muchos de estos análisis —por ejemplo el de Stendhal— han sido disecciones; lo sorprendente, sin embargo, ha sido que en cada caso esas operaciones de cirugía mental terminan en resurrecciones”. Lo cual me parece algo injusto con Flaubert. Remito al lector al espléndido ensayo, La orgía perpetua,[11] que Mario Vargas Llosa dedicó al genio literario del novelista; libro que, entre otros méritos, vindica a Flaubert de la biografía que le había dedicado

Sartre, con el título provocador: L’idiot de la famille (1972). Octavio Paz no fue un erudito profesional (si bien tuvo gran erudición), en el sentido de que no se consideraba obligado a reseñar y discutir todas las tesis preexistentes. Por otra parte, no tuvo las manías ni las limitaciones del clásico erudito, que acumula fichas pero muchas veces no es capaz de elaborar una síntesis. En algunos casos rebatió tesis ajenas, como cuando disintió de Denis de Rougemont, autor del libro contemporáneo más celebrado en sus años parisinos, entre 1946 y 1961, El amor y Occidente:[12] “Durante mucho tiempo creí, siguiendo a Denis de Rougemont y a su célebre libro L’amour et l’Occident, que este sentimiento era exclusivo de nuestra civilización y que había nacido […] en Provenza, entre los siglos XI y XII. Hoy me parece insostenible esta opinión”.[13] Con todo, Paz retoma una idea de Rougemont: la visión agonística del amor, comparado con la guerra;[14] idea que, si se considera con objetividad, ya había difundido en el siglo XVIII el capitán Choderlos de Laclos, autor de Les Liaisons dangereuses (1782). Y también de Rougemont, Octavio Paz pudo haber tomado una observación importante: que “todos los grandes cambios del amor corresponden a movimientos literarios que, simultáneamente, los preparan y los reflejan, los transfiguran y los convierten en ideales de vida superior”.[15] Rougemont había escrito escuetamente: “La evolución del mito cortés en la moral de los pueblos de Occidente […] es paralela a sus metamorfosis literarias”.[16] En otros casos, Paz pasó por alto la cuantiosa literatura histórica y filosófica dedicada al amor, cuando no interfería directamente con su propia visión, y aun en estos casos. Por supuesto, menciona y analiza la posición de André Breton en L’amour fou (París, 1937), que fue como otro manifiesto del surrealismo. “Uno de los grandes méritos de Breton fue haberse dado cuenta de la función subversiva del amor y no únicamente, como la mayoría de sus contemporáneos, del mero erotismo.”[17] Quienes están aludidos, sin ser citados expresamente, son la autora de Eros,[18] Lou Andreas Salomé, famosa por sus amores con grandes artistas y escritores, y el (muy posterior) autor de Eros and Civilization (1955; edición en francés, Minuit, 1963), Herbert Marcuse. La finalidad de Marcuse fue examinar la compatibilidad de la liberación del instinto sexual con la viabilidad de una sociedad moderna “civilizada”. Dado que la obra de

Marcuse fue el breviario de los líderes de la revuelta juvenil de 1968, y dado que se trata de una hibridación de marxismo y freudianismo, el silencio de Paz es revelador. Su omisión de Freud —aunque lo cita una vez, fugitivamente—, también elocuente, es expresión silenciosa de su alejamiento respecto de los sistemas ideológicos hegemónicos. Octavio Paz no se interesaba por la sexualidad, instinto que (sin negar en absoluto su existencia en el hombre) consideraba propio del reino animal, mientras que el amor y el erotismo, productos de la imaginación, son la especificidad del reino humano y constituyen “una ceremonia”. Razón probable por la cual tampoco citó el best seller de la categoría, la Histoire de la sexualité (en tres volúmenes, 1972-1976) de Michel Foucault. Más sorprendente es, a mi modo de ver, la omisión de un admirable ensayo dedicado a la relación de pareja, obra también tardía, de Maurice Blanchot (como Paz, estudioso de Sade), “La comunidad inconfesable” (La communauté inavouable, Minuit, 1984). Me parece imposible que Octavio Paz, que frecuentó a Blanchot en sus años parisinos, no haya leído su ensayo. Maurice Blanchot, fundador de la revista Critique en la inmediata posguerra, fue una de las personalidades de mayor influencia en la vanguardia literaria. Lo más probable es que el libro no le llegó a Octavio Paz a México, como consecuencia de “las trampas del correo”. Curiosamente, los colaboradores de un trabajo colectivo publicado con posterioridad por El Colegio de México no citan el ensayo que Octavio Paz publicó dos años antes, el cual ya había tenido siete reimpresiones. Si bien los editores, Luce López Baralt y Francisco Márquez Villanueva, escribieron en la introducción a Erotismo en las letras hispánicas. Aspectos, modos y fronteras: “Será preciso realizar algún día el estudio comparativo del erotismo literario a ambos lados del Atlántico, una tarea en parte ya esbozada por Octavio Paz en ensayos como Conjunciones y disyunciones. En este libro colectivo se ha dado deliberada preferencia al ‘cínico’ Camilo José Cela y a su Diccionario secreto”,[19] libro que el propio autor calificó como “disparatario erudito” (en la dedicatoria del ejemplar que me mandó de su casa de Palma de Mallorca). La preferencia de López Baralt y/o Márquez Villanueva es algo sorprendente, incluso para los amigos. Lo más probable es que el libro tardó mucho tiempo en imprimirse y los manuscritos fueron entregados antes de la salida de la nueva obra de Paz. Nadie cita, a pesar de

que todos lo admiran (ni siquiera Octavio Paz), a Ramón Gómez de la Serna, cuya filosofía amorosa se trasluce a través de las Greguerías (1917): “Cierta mujer no es todas las mujeres, ni todas las mujeres son cierta mujer. Ésa es la tragedia de la vida”.[20] Otra omisión significativa, a cargo de Octavio Paz en este caso, es la de un miembro del grupo surrealista, Georges Bataille, autor de L’érotisme (París, 1957), y de otros escritos como Madame Edwarda (1941) y Les larmes d’Eros (1961), libros en los que apareció una idea esencial de la visión de Octavio Paz, la relación necesaria entre el amor y la muerte: “El amor es un regreso a la muerte, al lugar de reunión. La muerte es la madre universal”.[21] Esta idea la atribuye Paz a Hegel, pero quien le dio su expresión literaria moderna fue realmente Bataille, el cual se enfrentó con Breton; ésta pudo ser la causa de no mencionarlo aquí (si bien Octavio lo cita en otra ocasión). Bataille escribió sobre Sade y Sobre Nietzsche (París, 1945): tuvo los mismos intereses que su cadete de casi 20 años, Octavio Paz. No será ocioso subrayar que el joven poeta mexicano de los años cuarenta y cincuenta, en París, fue, con mucho, el más joven (con Crevel) del grupo surrealista, de la vanguardia literaria, y de los filósofos y etnólogos del Musée de l’Homme, por lo cual es obvio que les debiera más a todos ellos que ellos a él; circunstancia que también explica los esfuerzos que hizo Octavio Paz para distinguirse y diferenciarse, sin dejar de pertenecer a este movimiento o, mejor dicho, en francés, mouvance. Bataille fue el primero, que yo sepa, en haber definido al erotismo como la forma específica de la sexualidad humana: En primer lugar, el erotismo difiere de la sexualidad de los animales en que la sexualidad humana está limitada por prohibiciones y en que el campo del erotismo es el de la transgresión de estas prohibiciones. El deseo del erotismo es el deseo que triunfa sobre la prohibición. Supone la oposición del hombre a sí mismo.[22]

Era espectacular el contraste entre el autor de Madame Edwarda, Georges Bataille y su esposa (ambos bon chic bon genre y de perfecta educación burguesa) y las “indecencias” de sus escritos que disgustaban a los bien pensants… Octavio Paz afirmaba que el erotismo era la negación de la reproducción, mientras que Bataille era de la opinión de que la función de la reproducción era justamente la que permitía restablecer “la continuidad

perdida” de la que tenemos la nostalgia, idea que también coincide con la poesía de Ramón López Velarde. Al respecto, cuenta Octavio Paz una conversación que tuvo en París, en el Parc Montsouris, con Dominique Aury y Jean Paulhan, en torno a Sade.[23] Tampoco cita Octavio Paz al poeta más erótico, al menos según mi opinión, del grupo surrealista, Robert Desnos, al que admiraba, si bien no llegó a conocerlo personalmente, porque murió en 1945 en un campo de exterminio nazi. En fin, hace falta recordar que el poeta mexicano Ramón López Velarde (cuya obra poética fue compilada por José Luis Martínez, en un gran volumen publicado por el Fondo de Cultura Económica, en 1991) había asociado el amor y la muerte en su elenco titulado Zozobra, singularmente en un poema erótico, Sus dientes. Con la enumeración de esas omisiones, quiero llamar la atención del lector sobre la importancia cardinal de lo que los libros callan, que en algunos casos llega a decir más de lo que declaran o claman; en este caso declaran la total independencia de Octavio Paz respecto de eventuales antecedentes. Henri Michaux escribió: “L’artiste est d’avenir, c’est pourquoi il entraîne” (El artista pertenece al porvenir, por eso atrae).[24] Del título de un libro se podría decir lo que escribió Mallarmé: que en un soneto el título es a la vez todo y nada; en el presente caso: La llama doble. Amor y erotismo, el título dice mucho. Así lo “declaró” el propio Octavio Paz: “El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta a su vez sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida”.[25] Acudió el autor al Diccionario de autoridades para justificar la llama: “la parte más sutil del fuego, que se eleva y levanta a lo alto en figura piramidal”. Bien, pero yo creo que esta llama le vino al poeta, gran lector de los poetas del Siglo de Oro, de los místicos españoles. “La llama de amor viva” es una imagen tanto de Santa Teresa como de San Juan de la Cruz, del que cita Octavio Paz otras imágenes amorosas: “llaga regalada… cauterio suave… herida deleitosa”.[26] Esta llama de amor es la que ilumina la noche oscura del éxtasis místico. La llama del erotismo es roja como la brasa ardiente; la llama del amor es azul como la flor azul de los poetas románticos. Pero es indudable la filiación con la poesía mística. El mismo Octavio Paz señaló la ambigüedad del Cantar de los cantares, erotismo y misticismo, traducido genialmente en el Siglo de Oro

por fray Luis de León, cuando San Juan de la Cruz escribió su Cántico espiritual.[27] En cambio, el Cántico sin adjetivación, de su admirado maestro Jorge Guillén, es un cántico erótico. Otra llama doble, la erótica y la mística. Ortega y Gasset describió el “estado de gracia”, o el éxtasis del enamorado o el místico, calificado por San Juan de la Cruz como “soledad sonora”; otra rima con el lenguaje y los temas mayores de Octavio Paz.[28] Ambos, Paz y Ortega, se refirieron a Platón (¿cómo no hacerlo?) y afirmaron que éste se hubiera escandalizado frente a nuestro moderno concepto del amor, al que habría considerado una enfermedad del alma. Ambos citaron a Ibn Hazm, autor árabo-andaluz de El collar de la paloma, traducido al español por Emilio García Gómez. Octavio Paz insistió sobre un aspecto que había hecho manifiesto el sabio arabista: la influencia del concepto áraboandaluz del amor sobre el Dante. Ortega había sacado unas conclusiones de carácter general, que iban a germinar en la mente de Octavio Paz, su ferviente lector: Suponer que un fenómeno tan humano como es amar ha existido siempre, y siempre con idéntico perfil, es creer erróneamente que el hombre posee, como el mineral, el vegetal y el animal, una naturaleza preestablecida y fija, e ignorar que todo en él es histórico. Todo, inclusive lo que en él pertenece efectivamente a la naturaleza, como son sus llamados instintos.[29]

Ortega también escribió, en otro de los ensayos publicados con el título Estudios sobre el amor (1939), lo que sigue, que inspiró una de las ideas rectoras del ensayo de Octavio Paz: “Nunca se ha distinguido suficientemente —tal vez con la sola excepción de Scheler— entre el ‘amor sexual’ y el ‘instinto sexual’, hasta el punto de que cuando se nombra aquél se suele entender éste”.[30] Como se ve por esta serie de ejemplos, el ensayo postergado hasta el otoño de su vida, que Octavio Paz dedicó al amor y al erotismo, presenta múltiples interferencias, explícitas o implícitas, con varios y variados ensayos anteriores dedicados a este complejo tema por famosos críticos, historiadores y filósofos. De paso, como sin insistir, tributa homenaje a uno de sus primeros modelos de poesía y de filosofía. Después de citar a Dante, a Stendhal, a Proust, escribe el poeta:

En nuestra lengua el ejemplo mayor, en este siglo, es el de Antonio Machado, nuestro poeta filósofo, cuya obra en verso y prosa gira en torno a la temporalidad humana y en consecuencia a nuestra esencial “incompletud”. Su poesía, como él mismo lo dijo alguna vez, fue un “canto de frontera” —al otro lado está la muerte— y su pensamiento sobre el amor una reflexión sobre la ausente y, más radicalmente, sobre la ausencia.[31]

Con la excepción de la última cláusula, esta visión de conjunto de la obra de Antonio Machado se puede aplicar a la del propio Octavio Paz, poeta de la presencia. Lo que se propuso, en el ensayo sobre amor y erotismo, él mismo lo ha declarado en estos términos: Dibujar los límites entre el amor y las otras pasiones como aquel que esboza el contorno de una isla en un archipiélago. Esto es lo que me he propuesto en el curso de estas reflexiones. Dejo al historiador la inmensa tarea, más allá de mis fuerzas y de mi capacidad, de narrar la historia del amor y de sus metamorfosis; al sabio una labor igualmente inmensa: la clasificación de las variantes físicas y psicológicas de esta pasión. Mi intención ha sido mucho más modesta.[32]

Excesiva modestia, o retórica prudencia, puesto que el ensayo titulado La llama doble. Amor y erotismo rebasa ampliamente los límites del propósito anunciado en las líneas que anteceden. Si bien es cierto que el autor parangona al amor con la amistad (“para los antiguos la amistad era superior al amor”),[33] al amor erótico con el místico (singularmente San Juan de la Cruz), al amor con los celos (acude a Proust y al ejemplo de Swann con la seudo-Odette), contrapone el ascetismo al libertinaje (Sade y los libertinos), distingue al sexo (Foucault) del erotismo (Bataille) y al erotismo del amor (Rougemont). Pero además bosqueja una historia comparativa del amor a través de los siglos y las civilizaciones, edificada en agudas observaciones y rigurosas distinciones, reflejos de la cultura libresca y la experiencia psicológica del autor, lo cual constituye una aportación única. La diversidad de la materia, la variedad de los enfoques y las épocas consideradas no me permitirían resumirlo sin abusivas simplificaciones. Octavio Paz asocia la aparición del erotismo con el nacimiento de la vida urbana, en Roma (Catulo y Horacio) y Alejandría (Calímaco y Safo); lo cual es un poco injusto para con los pastores de Virgilio… Señala las principales etapas del amor en Occidente: el siglo de los trovadores (XII), el del “galanteo de corte” (XVII) (alusión a la Préciosité y su código de la estrategia amorosa la carte du

tendre), la época romántica (primera mitad del siglo XIX) y la subversión surrealista (décadas de los años treinta a los cincuenta del siglo XX). Nuestro tiempo heredó el legado trovadoresco mediante la marea romántica y su resurgimiento surrealista. Acerca de Breton escribe Octavio: “Su temperamento filosófico lo insertó en la línea de Novalis”.[34] Y agrega lo que sigue, que es una manera de definir su propia posición: La posición de Breton fue subversiva y tradicional […] continuó la tradición legada por los románticos e iniciada por los poetas provenzales. Sostener la idea del amor único en el momento de la gran liberación erótica, desafiar la opinión “avanzada” […] No fue enemigo de la nueva libertad erótica pero se negó a confundirla con el amor […] En esto reside la superioridad del surrealismo; una superioridad no de orden estético sino espiritual.[35]

De los románticos (se entiende que los románticos alemanes principalmente) Octavio Paz escribe con justeza y justicia: “Los románticos nos enseñaron a vivir, a morir, a soñar y, sobre todo, a amar. La poesía ha exaltado al amor y lo ha analizado, lo ha recreado y lo ha propuesto a la imitación universal”.[36] En cambio la claridad conceptual y la perfección estilística son de gran socorro al que intente abarcar el propósito y el logro de este ensayo; el cual llegó después de muchos otros del autor, pero no fue menos novedoso. En cierta medida, Octavio Paz, con varios decenios de distancia, contestó la llamada de uno de los guías intelectuales de su juventud, Ortega y Gasset, quien había escrito: “El ‘amor romántico’ es una de las creaciones más sugestivas de la evolución humana, y parece increíble que no se haya intentado jamás —al menos que yo sepa— su análisis y filiación. Esto indica que, aproximadamente, se halla todo por hacer”.[37] Octavio Paz dejó clara la distinción entre sexualidad, erotismo y amor: “El erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la vuelven, muchas veces, incognoscible”.[38] Paz definió así el amor, tal como se concibe en el mundo occidental moderno, como resultante del cristianismo, del platonismo (a través de los gnósticos y, singularmente, de Marsilio Ficino), del amor cortés y, sobre todo, el amor romántico (otra vez coincide con Bataille): “La transgresión, el

castigo y la redención son elementos constitutivos de la concepción occidental del amor. Es el tema de Goethe en el Segundo Fausto, el de Wagner en Tristán e Isolda y el de Aurelia de Gérard de Nerval”.[39] El amor courtois de los trovadores, derivado del platonismo, se desarrolló fuera del cristianismo y contra la Iglesia. Más tarde el amor romántico también se afirmará como transgresión de la moral social, la del matrimonio cristiano. Ya en las cinco páginas densas que, como anticipo de La llama doble, el autor había dedicado al amor y al matrimonio, en El laberinto… escribió algo que entonces sonaba escandaloso: “La protección al matrimonio implica la persecución del amor y la tolerancia de la prostitución, cuando no su cultivo oficial”.[40] Eco directo, si bien disonante, de las reflexiones de Nietzsche, uno de sus filósofos predilectos: “La razón del matrimonio consistía en su indisolubilidad por principio […] con la creciente indulgencia en favor del matrimonio por amor se ha eliminado precisamente el fundamento del matrimonio, aquello que hace de él una institución […] se lo funda sobre el instinto sexual, sobre el instinto de dominio”. No hace falta recordar que el título del libro de Nietzsche, Die Götzendämmerung (“El crepúsculo de los ídolos”), era una derrisión de la ópera de Wagner, Die Götterdämmerung (“El crepúsculo de los dioses”).[41] Octavio Paz escribió, aludiendo al amour courtois y a la poesía erótica árabe: La concepción occidental del amor muestra mayor y más profunda afinidad con la de árabes y persas que con las de la India y el Extremo Oriente. No es extraño: ambas son derivaciones o, más exactamente, desviaciones de dos religiones monoteístas y ambas comparten la creencia en un alma personal y eterna.[42]

Además, Paz señala la diferencia fundamental de actitud frente a la sexualidad en Occidente y en Oriente, más precisamente entre el platonismo (homosexual) y el tantrismo (heterosexual) de la India: La condenación del amor carnal como un pecado contra el espíritu no es cristiana sino platónica […] el Eros platónico busca la desencarnación mientras que el misticismo cristiano es sobre todo un amor de encarnación, a ejemplo de Cristo que se hizo carne para salvarnos. A pesar de esta diferencia, ambos coinciden en su voluntad de romper con este mundo y subir al otro […]

El reverso del Eros platónico es el tantrismo, en sus dos grandes ramas: la hindú y la budista […] El rito central del tantrismo es la copulación […] es repetir ritualmente el proceso cósmico de la creación, la destrucción y la re-creación de los mundos.[43]

El autor profundiza en la definición inicial del amor occidental: El amor es la metáfora final de la sexualidad. Su piedra de fundación es la libertad: el misterio de la persona. No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sin sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor, y erotismo sin sexo es impensable e imposible.[44]

En un esfuerzo para descifrar la articulación del azar del encuentro, o su fatalidad, con la libertad personal, el poeta se expresa así: “Al enamorarnos, escogemos nuestra fatalidad […] El misterio de la libertad amorosa y su flora alternativamente radiante y fúnebre ha sido el tema central de nuestros poetas y artistas: también de nuestras vidas, la real y la imaginaria, la vivida y la soñada”.[45] Este juicio de Octavio Paz suena como una aplicación al caso particular del amor, de la conclusión de Schopenhauer (el filósofo alemán más celebrado por él, con Nietzsche) en su disertación sobre la libertad: “De modo que mi solución del problema no suprime la libertad, sino que sencillamente la cambia de lugar y la coloca más arriba […] es decir que es trascendental […] Y tal es el significado que quisiera ver atribuir a la frase de Malebranche: La libertad es un misterio”.[46] Octavio Paz propone la siguiente definición del amor: “Se representa al amor en forma de un nudo; hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas”.[47] Pasando del análisis del aspecto personal del amor a su importancia social e histórica, escribió: “El ocaso de nuestra imagen del amor sería una catástrofe mayor que el derrumbe de nuestros sistemas económicos y políticos: sería el fin de nuestra civilización. O sea: de nuestra manera de sentir y vivir”.[48] Al hacer un diagnóstico de la sociedad actual, declara sin rodeos: “El gran ausente de la revuelta erótica de este fin de siglo ha sido el amor”. Y a continuación puntualiza lo siguiente, de capital trascendencia:

La herencia que nos dejó 1968 fue la libertad erótica. En este sentido el movimiento estudiantil, más que el preludio de una revolución, fue la consagración final de una lucha que comenzó al despuntar el siglo XIX y que prepararon por igual los filósofos libertinos y sus adversarios, los poetas románticos. Pero ¿qué hemos hecho de esta libertad? Veinticinco años después de 1968 nos damos cuenta, por una parte, de que hemos dejado que la libertad erótica haya sido confiscada por los poderes del dinero y la publicidad; por la otra, del paulatino crepúsculo de la imagen del amor en nuestra sociedad. Doble fracaso […] El capitalismo ha convertido a Eros en un empleado de Mammon.[49]

Así queda subrayado el carácter fundamental del erotismo, y el amor, como fenómeno de civilización, y como aspecto de la libertad personal frente a “la servidumbre sexual” impuesta por las leyes mecánicas del mercantilismo. Concluye el autor: “La degradación del erotismo corresponde a otras perversiones que han sido y son, diría, el tiro por la culata de la modernidad”.[50] Como en la mayoría de sus escritos Octavio Paz se pasa de la erótica a la política, de la poesía a la religión, de la historia a la psicología, en virtud de su sistema “de vasos comunicantes”, como lo llamaba él mismo. En realidad, lo que nos propone es una sophia, una sabiduría de la vida y el mundo. Al articular al amor con la persona y la libertad, es decir, al reconocer al otro, Paz lo constituye en el eje de la civilización. La referencia, implícita, a la responsabilidad personal, es la expresión moderna de una de las famosas tesis de Pico della Mirandola, en la Oración sobre la dignidad del hombre, de 1487.[51] Por otra parte, Paz escribió que “el punto de unión entre el erotismo y la crítica de arte es la mirada”.[52] De aquí que los avatares y sus seudomorfosis publicitarias y pornográficas sean barómetro del ocaso (palabra spengleriana que Octavio Paz no emplea) de Occidente, el fin de la modernidad. Ayer se preguntaba Octavio Paz: “La persona humana sobrevivió a dos totalitarismos: ¿sobrevivirá a la tecnificación del mundo?”[53] Y, regresando directamente al tema del amor en un Repaso… final, asienta como dato ineludible, pero ambiguo, lo siguiente: “El amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo, el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad”.[54] Hay esperanza de salvación, de evasión de nuestro destino caduco, tiempo de la historia: “Hoy, al finalizar la modernidad, redescubrimos que

somos parte de la naturaleza”.[55] Este tema del hombre en la naturaleza, el yo y el cosmos, es un eje de su visión del Eros: Los poetas provenzales hablan poco de su deseo de poseer sexualmente a la dama, pero ninguno de ellos oculta su deseo de verla desnuda. Con esta contemplación terminaban los ritos del servicio amoroso […] El valor que se atribuía a la contemplación del cuerpo femenino desnudo se explica por […] la identificacion de la mujer con la Naturaleza. La mujer es su paisaje, lo mismo si se trata de la Diosa de la mitología que de La novia… de Duchamp o la Dama de los provenzales.[56]

El significado último del éxtasis amoroso es: “La dimensión pánica de los antiguos, el furor sagrado, el entusiasmo: recuperación de la totalidad y descubrimiento del yo como totalidad dentro del Gran Todo. Al nacer fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos nos hemos sentido regresar a la totalidad original”.[57] El “furor sagrado” lo tomó prestado Octavio Paz de los Eroici furori de Giordano Bruno a través de la tradición hermética. En cuanto al “gran Pan y su alarido que hace temblar la selva” fue extraído de la visión dionisiaca de la Grecia antigua por Nietzsche. Así es como al final de este ensayo, en el que se ha abordado una gran variedad de cuestiones de literatura, psicología, historia y civilización, hemos regresado a lo que es el fundamento de la obra poética de Octavio Paz, el legado romántico alemán, la aspiración panteísta a fundirse en el universo y robar una parcela de eternidad. Pero en todas sus obras está subyacente la crítica del tiempo presente y la preocupación por el porvenir de la humanidad, por lo cual rebasa las fronteras visibles del tema que se ha asignado y se eleva a una meditación señera, universal. Con el título Rodeos hacia una conclusión, Octavio Paz bosqueja una tentativa síntesis entre la fenomenología de Husserl (derivada de Brentano, según lo aclara) y la filosofía científica del neurologista Edelman (extrañamente cercana al budismo), y concluye: Necesitamos hoy otro Kant que haga la crítica de la razón científica […] el diálogo entre la ciencia, la filosofía y la poesía podría ser el preludio de la reconstitución de la unidad de la cultura. El preludio también de la resurrección de la persona humana, que ha sido la piedra de fundación y el manantial de nuestra civilización.[58]

En los años de la posguerra, los que Octavio Paz pasó en París, la única fuerza espiritual que, frágil barrera, se levantaba frente al colectivismo marxista-leninista (que es una forma de sociologismo), fue el “personalismo” cristiano, cuya alma era Emmanuel Mounier, heredero intelectual de Péguy, y de Marc Sangnier (creador del movimiento democristiano Le Sillon, El Surco), y de Maritain, si bien este último se alejó. Se da el caso de que el libro fundamental de Mounier, Le personnalisme, fue publicado en 1949, mientras Octavio Paz estaba escribiendo, también en París, El laberinto… Lo tengo muy presente porque Mounier aceptó presentarnos su ética (que de eso se trata en “El personalismo”) a los de la preparatoria en la École Normale Supérieure (las khâgnes del Barrio Latino), pero esta charla fue postergada varias veces debido al pésimo estado de salud del filósofo. Finalmente, unos meses más tarde, ya en la década de los cincuenta, nos llegó la noticia de su fallecimiento, noticia que provocó unánime consternación entre nosotros, sin distinción de cristianos y agnósticos, colectivistas o “personalistas”. La imagen de Mounier era intachable, como había sido la de Péguy. El personalismo de Octavio Paz, temprano lector de Péguy en 1945 (como él mismo lo revela en la Carta a Teresa), y sin duda de García Bacca y de Mounier (¿en 1949?), me parece la versión laica de este último avatar del humanismo cristiano en un mundo des-almado. También llama la atención la consonancia entre la aspiración a un saber unitario expresada con admirable elevación por Octavio Paz y el rumbo que señaló Renan a la ciencia moderna: “que, al volverse total, se volvería religiosa y poética”.[59] En fecha más reciente, Ernst Cassirer, de quien el joven Octavio Paz fue un ferviente lector, tuvo la declarada ambición de recrear la unidad del saber humano en lo que consideró sus tres aspectos fundamentales: el lenguaje, los mitos y el conocimiento (hermenéutica); tal fue la finalidad de su libro Filosofía de las formas simbólicas (el título original señala que se trata de una teoría de la Gestaltung [configuración], un concepto clave de la filosofía alemana moderna; edición en español, 3 tomos, FCE, México, 1971-1976). No quiero insinuar con estas observaciones (la aspiración a restaurar la unidad de la sabiduría humana) que Octavio Paz haya sido un pensador “atrasado”, sino antes subrayar la convergencia de su reflexión con algunos de los espíritus más profundos, y más religiosos, de la modernidad, señal de ser “avanzado”,

si es cierto, como lo afirmó Malraux al final de su vida, que el siglo XXI ha de ser religioso.

[1] La llama doble, p. 5. [2] Idem. [3] Idem. [4] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, “Apariencia desnuda.

La obra de Marcel Duchamp”, p. 177. [5] La llama doble, pp. 5-6. [6] Ibid., p. 6. [7] Ibid., p. 138. [8] Ibid., p. 139. [9] Ibid., p. 104. [10] J. Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1939, pp. 81-83. [11] Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Seix Barral, Barcelona, 1975; edición en francés, trad. de A. Bensoussan, Gallimard, 1978. [12] L’amour et l’Occident, Plon, París, 1938; edición en español, El amor y Occidente, Barcelona, 1979. [13] La llama doble, p. 36. [14] Ibid., p. 119. [15] Ibid., p. 136. [16] El amor y Occidente, p. 179. [17] La llama doble, p. 139. [18] Lou Andreas Salomé, Eros; edición en francés, Minuit, 1984. [19] Camilo José Cela, Diccionario secreto, Alfaguara, Madrid, 1968. [20] Ramón Gómez de la Serna, Greguerías, Cátedra, 1990, p. 150. [21] La llama doble, p. 145. [22] Georges Bataille, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1979, p. 261; edición en francés, Minuit, 1957. [23] Véase OC, 10, Ideas y costumbres II. Usos y símbolos, pp. 67-74. [24] Véase Emergences-Résurgences, Skira, Ginebra, 1972. [25] La llama doble, p. 7.

[26] Ibid., p. 211. [27] Véase, de Luce López Baralt, Asedios de lo indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998. [28] Ortega y Gasset, op. cit., pp. 117 y 123-124. [29] Ibid., p. 219. [30] Ibid., p. 90. [31] La llama doble, p. 136. [32] Ibid., p. 105. [33] Ibid., p. 112. [34] Ibid., p. 138. [35] Ibid., p. 140. [36] Ibid., p. 137. [37] Ortega y Gasset, Para la historia del amor, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1939. [38] La llama doble, p. 13. [39] Ibid., p. 31. [40] El laberinto de la soledad, p. 180. [41] F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos (Götzendämmerung), Alianza Editorial, trad. de A. Sánchez Pascual, 1973, p. 117. [42] La llama doble, p. 85. [43] Ibid., pp. 205-208. [44] Ibid., p. 106. [45] Ibid.,, p. 128. [46] A. Schopenhauer, Ensayo sobre el libre albedrío, 1839; trad. de Roberto Robert Jr., Editorial Coyoacán, México, 1996. [47] La llama doble, p. 125. [48] Ibid., p. 134. [49] Ibid., pp. 157-159. [50] Ibid., p. 160. [51] Véase el texto completo en el apéndice de mi libro Por amor al griego, FCE, México, 2005. [52] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 331. [53] Ibid., p. 202. [54] Ibid., p. 212. [55] Ibid., p. 219. [56] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, “Apariencia desnuda”, p. 235. [57] La llama doble, p. 220. [58] Ibid., p. 202.

[59] Ernest Renan, L’avenir de la science, París, 1848.

VII. LA MIRADA Analogía, cuerpo, escritura

Para Marie José Paz y su pluma azul. Las aventuras del arte han sido las aventuras de la libertad. O. P. Lo que está en entredicho, en la segunda mitad de nuestro siglo, no es la noción de arte, sino la noción de modernidad. O. P.

Los cuantiosos escritos que Octavio Paz dedicó a las artes visuales no son en ninguna medida unos hors d’oeuvre, algo marginal respecto de su obra de poeta; el primero es de 1939, los postreros de los últimos años de la década de los noventa. Toda su vida escribió sobre arte. Él mismo aclaró la íntima relación de la poesía con la pintura, al comentar los “Poemas mudos y objetos parlantes” de André Breton: “La gran ambición de la poesía moderna, lo mismo en Apollinaire y Reverdy que en Eliot y Pound, fue la de lograr con el lenguaje, que es temporal y sucesivo, una presentación simultánea. Su modelo fue la pintura, arte espacial”.[1] No pudo haber dicho más claramente Octavio Paz que hay “un puente” —usando uno de sus términos favoritos— entre poesía y pintura, una mimesis de una por otra. Idea que, de manera general, expresó también Jacques Maritain, en un voluminoso libro titulado La poesía y el arte (L’institution créatrice dans l’art et dans la poésie, Desclées, París, 1966; edición en español, Emecé, Buenos Aires). La búsqueda del Absoluto de

Schelling, filósofo por antonomasia del romanticismo (die Anschauung), es ante todo un esfuerzo por recuperar una unidad trascendental a partir de la intuición estética. Poetas y artistas plásticos se codearon en la vida de Octavio Paz, particularmente en el París de la posguerra: Eluard, René Char, Victor Brauner, Brancusi y Duchamp… y en toda su vida posterior a la experiencia del grupo surrealista. Lo caractéristico del estilo de Paz al abordar un caso particular es que lo relaciona con otros casos, de otras épocas. Decía Valéry algo así como que “la inteligencia es ver relaciones que los demás no perciben”. De ello hace la demostración Octavio Paz en este caso, amén de otros muchos casos, y, dicho sea de pasada, cuando cita a poetas franceses, americanos o alemanes, es brote de su cultura (“la cultura es lo que queda en la memoria cuando uno lo ha olvidado todo”, aforismo atribuido a varios famosos); también es parte de la ilación, como lo demuestra el párrafo que sigue: El poema-objeto surrealista y las empresas y emblemas del Renacimiento y el barroco son dos momentos del diálogo entre la poesía y la pintura. Muchos poetas han sentido y expresado ese diálogo —no necesito recordar a Baudelaire— pero la forma en que Lope de Vega lo expresa me parece inmejorable: Marino, gran pintor de los oídos, y Rubens, gran poeta de los ojos… Diálogo cíclico en el que el emblema y el poema-objeto son dos notas extremas de los manierismos que sucesivamente ha conocido nuestra civilización: Alejandría, el gótico, la Edad Barroca y el arte de nuestro siglo […] En esa larga travesía hay momentos excepcionales en los que la idea encarna en la imagen, y otros en los que la imagen, que es siempre particular, participa de la universalidad de la idea. Esos momentos de fusión son momentos de poesía.[2]

No he de pedir disculpa por esta larga cita, que nos revela a la vez la agudeza del análisis y la capacidad de síntesis que tuvo Octavio Paz. Había en él, potencialmente, otro Toynbee y otro Panofsky, que se hubiera desarrollado magníficamente, si no fuera por su pasión por la poesía. Nunca escribió alguno de estos grandes frescos de “psicología del arte” o “interpretación del arte”, que él pudo haber titulado “El laberinto de la analogía”… pero con toques sucesivos abarcó desde el arte mexicano antiguo y el arte tántrico de la India, hasta el expresionismo abstracto y el pop art, sin

olvidarse del barroco, ni de Chardin. Por otra parte, había creado su propio “Musée imaginaire”, hecho del conjunto de sus pintores; museo que tuvo su efímera realización, no sólo en un libro ilustrado como el que realizó Malraux (también expuso las obras la Galería Maeght, de París), sino en una exposición del Centro Cultural de Arte Contemporáneo, de México, en 1990. Ha quedado un catálogo, de más de 525 páginas y 342 láminas, que refleja con fidelidad y esplendor el diálogo del autor con las artes visuales a lo largo de su vida. Amén de una presentación de Roberto Littman, director del centro, que evoca la preparación del evento, contiene unos ensayos de destacados historiadores de arte, como Dore Ashton, Pierre Schneider, la llorada Beatriz de la Fuente, o Eliot Weinberger… Y no podría pasar por alto a mis amigos, el recordado argentino-parisino Damián Bayón, ni a mi colega de la Sorbona, Claude Esteban. Aquella exposición no fue sólo el homenaje público de México a un escritor (que ganó el Premio Nobel unos meses después), sino una manifestación más de un fenómeno general en Occidente. El Museo Georges Pompidou (más conocido en París como Beaubourg, nombre del barrio donde está situado) y varios museos estadunidenses, como el Museo de Arte Moderno de Nueva York (Moma), han celebrado al surrealismo, a Breton, a Max Ernst… con grandes retrospectivas. En España, los reyes inauguraron el Museo Dalí, en Figueres, y ennoblecieron al pintor. Recuerdo haber visitado, en el Museo de Arte de Filadelfia, unos meses antes de la exposición que se llevó a cabo en México, una espléndida retrospectiva de Man Ray, organizada por Anne d’Harnoncourt —misma que dio prestada La novia…” y otras obras de Marcel Duchamp para la exposición de México. La verdad es que, al cabo de tres cuartos de siglo, el iconoclasta surrealismo se ha convertido en el clasicismo de la modernidad. La revuelta y el inconformismo con el tiempo se tornan neoconformismo y valores oficiales, y los rebeldes de ayer se vuelven miembros de las academias y secretarios de Cultura del Estado. Éste es un aspecto fundamental de la llamada “posmodernidad”. Con su característico desdoblamiento crítico Paz escribió: “Para ver de verdad hay que comparar lo que se ve con lo que se ha visto. Por esto ver es un arte difícil”.[3] Actitud que alimentó su crítica de los museos reales. Llegó a asentar lo siguiente: “Nuestros museos están repletos de antiobras de arte y de obras de antiarte”,[4] aludiendo más en este caso a los museos de los

Estados Unidos que a los de México. Pero esta lucidez no fue obstáculo para que fuera amigo de eminentes curadores de arte, directores de museos, como el Metropolitano de Nueva York, o de galerías, y de famosos amateurs; si bien no podía competir con estos últimos, tuvo en su departamento cuadros ofrendados por Gironella, Motherwell, Rauschenberg, que en parte destruyó el incendio de 1997. ¿Quienes fueron sus pintores? Varios de los más grandes entre sus coetáneos: Tamayo, Cuevas, María Izquierdo, Carlos Mérida, Peláez, Pedro Coronel y Manuel Felguérez, pero sobre todo Juan Soriano y Alberto Gironella para México; Duchamp, Max Ernst, Alechinsky, Matta, Balthus y Josef Sima para París; Miró, Tapiés y Chillida para España; Motherwell, Rauschenberg, Jasper Johns y Joseph Cornell para los Estados Unidos. Esta lista no es exhaustiva, pues también hubo artistas orientales, hindúes como Swaminathan, Hussain y Krishnan Karma, y chinos como Zao Wou Ki, chino de París, arquitectos como Teodoro González de León, fotógrafos como Man Ray, Manuel Álvarez Bravo, Cartier Bresson y Rogelio Cuéllar… Lo que tienen en común aquellos artistas es su universalidad: el hecho de expresar en sus obras el misterio del ser o del universo, mediante sus raíces regionales, o la crisis de la modernidad —si se prefiere, de la “era postindustrial” (expresión tópica usada por Octavio Paz)—. Además, tuvo sus pintores “olvidados”, que ha confesado ser otros tantos arrepentimientos: Vicente Rojo y Brian Nissen, principal si no es que exclusivamente. Carecería de sentido pretender hacer un recuento y una reseña de todos los escritos de Octavio Paz sobre el arte dispersos en revistas, libros y catálogos de exposiciones, entre París, Delhi, Nueva York y México. En conjunto constituyen los volúmenes 6 y 7 de sus Obras completas, que son en total unas 850 páginas impresas; no son simple apostilla a la obra del poeta, ni desde el punto de vista estrictamente cuantitativo. Están divididos en dos volúmenes no tanto por la abundancia de materia como por estar repartidos entre “Arte moderno universal” (6) y “Arte de México” (7). Vamos a tomar unas muestras características de cada una de estas secciones, que ha establecido el mismo Octavio Paz. En el volumen VI destaca una serie de estudios de obras de Marcel Duchamp, notablemente: el Gran vidrio (La novia puesta al desnudo por sus solteros…). Como en otros casos, de historia o de filosofía, Paz se enfrentó a la opacidad de un objeto

significante, cuyo mensaje exigía un desciframiento. Escribió sobre el particular: “La obra no es una cosa: es un abanico de signos que al abrirse y cerrarse nos deja ver y nos oculta, alternativamente, su significado”.[5] La dificultad era doble: aclarar el significado de las transparentes ambigüedades de la obra y superar (es decir, descalificar o integrar) otras interpretaciones anteriores, de Jean Clair, Robert Lebel, Alain Jouffroy, Lawrence D. Steefel, Jean-Pierre Cabanne y Arturo Schwarz… Dicho de otra manera, la lectura del Gran vidrio ya se había convertido en un exercice de style para la crítica de arte. Lo demuestra, en caso de dudarse, el hecho de que hubo un coloquio en Cerisy (Francia) sobre Duchamp, en 1977, y otro en el Nova Scotia College (Canadá), en 1987, protagonizados, respectivamente, por Jean-François Lyotard (autor de Les Transformateurs Duchamp [sic], Galilée, París, 1977) y Thierry de Duve. (Sabemos que el primer encuentro fue iniciativa del Collège International de Philosophie y nos consta que en el segundo hubo 130 participantes.)[6] Para proponer una nueva interpretación de la obra de Duchamp, la ventaja que tenía Octavio Paz sobre casi todos sus émulos era la familiaridad con el artista (tanto en París como en Nueva York) y haber llegado a conocerlo en compañía de Breton y en el seno del grupo de los surrealistas, en 1946; ventaja de la que carecía la mayoría de los intérpretes de Duchamp (con notables excepciones, como Pierre Cabanne), por simple consecuencia de la edad. Duchamp, nacido en 1889, inventó el ready made el mismo año en que Apollinaire publicó Alcools, o sea, antes de la primera Guerra Mundial, la de 1914; ya era pintor conocido, familiar del movimiento dadá (surgido en Zurich, ciudad conformista y revoltosa), aunque cercano al cubismo, cuando Apollinaire inventó el adjetivo “surrealista”, que tomaría más tarde Breton como bandera. En el caso que nos ocupa, el escrito más significativo es Le Surréalisme et la peinture (París, 1928). Breton falleció en 1966, y Duchamp, ya anciano, en fecha simbólica, 1968. Se da el caso de que Ortega y Gasset definió así la coyuntura artística moderna, ya a mediados de los años veinte: El arte nuevo es un hecho universal. Desde hace veinte años, los jóvenes más alertas de dos generaciones sucesivas —en París, en Berlín, en Londres, en Nueva York, en Roma, en Madrid— se han encontrado sorprendidos por el hecho ineluctable de que el arte tradicional no les interesaba; más aún, les repugnaba. Con estos jóvenes cabe hacer una de dos cosas: o fusilarlos o esforzarse en comprenderlos. Yo he optado resueltamente por esta segunda operación […]

Si se analiza el nuevo estilo se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1) a la deshumanización del arte 2) a evitar las formas vivas 3) a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte 4) a considerar el arte como juego, y nada más 5) a una esencial ironía 6) a eludir toda falsedad, y, por tanto a una escrupulosa realización. Y, en fin, 7) el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.[7]

Sintiéndose aludidos, los Contemporáneos reaccionaron de inmediato, encabezados por el poeta Villaurrutia.[8] El hecho de que Octavio Paz leyera el ensayo de Ortega está fuera de duda, porque escribió que “la deshumanización ha sido el leitmotiv de aquella generación” (la de Ortega). Paz asentiría a varios puntos del catálogo crítico de Ortega, pero seguramente no al primero, ni al cuarto, ni al séptimo. El mayor punto de convergencia es la “esencial ironía” del arte contemporáneo, a partir del movimiento dadá, anterior al surrealismo y coincidente en varios aspectos. En la visión de Octavio Paz, el cambio es la sustancia misma de la humanidad, por consiguiente de la cultura, y del arte que es parte de ella: “Un nuevo tiempo es una nueva mitología; las grandes creaciones de la modernidad, de Cervantes a Joyce y de Velázquez a Marcel Duchamp, son distintas versiones del mito de la crítica”.[9] A diferencia de Duchamp, Octavio Paz fue el más joven del grupo surrealista en el Montparnasse de la posguerra, y no fue, por la escritura, lo que se llama propiamente “un poeta surrealista”; nunca practicó la “escritura automática”, ni acudió más que excepcionalmente al onirismo; fue el último de los nuevos Rimbaud (otro fue Crevel) de los que Breton se había entiché (encaprichado), según se dijo entre los surrealistas. Con todo, lo que más importa es que fue uno de ellos y parte en las crisis político-éticas, estéticas y personales, que disgregaron la informal cofradía. Paz se quedó fiel a Breton, conoció al surrealismo por dentro y, sobre todo, fue antes de que, muerto el fundador, se convirtiera la vanguardia en un neoacademismo vanguardista,

contradicción en los términos (inautenticidad de la que nuestra época es cada día más pródiga). Para resumir: Paz tenía, de fuente directa, “la mirada surrealista”, condición esencial para interpretar acertadamente las obras de Duchamp y Max Ernst, entre otros. No disponemos de suficiente espacio para proponer una versión compendiada de 118 páginas impresas,[10] escritas entre 1965 y 1976; nótese que fue antes de los dos coloquios internacionales. Por lo demás son, como todo escrito de Octavio Paz, algo denso y cerrado sobre sí mismo; como un poema, no se presta a ser resumido. Que yo sepa, Octavio fue el primero en relacionar a Duchamp con el autor de Ubu roi (1896). Escribió al respecto: El verdadero antecedente literario[11] de Duchamp, además de Roussel,[12] es Alfred Jarry […] En primer término, la distancia entre la obra y su autor, creadora de la ironía. Entre Roussel y su obra no hay distancia […] Roussel es su método; Jarry y Duchamp son irreductibles a sus procedimientos. En Roussel hay humor, no ironía […] Jarry es y no es Ubu, Duchamp es y no es Rrose Sélavy[13] […] El personaje de Roussel es involuntario: es su emanación o proyección, no su invención. Por eso carece de autocrítica y aun de conciencia. El personaje de Jarry es una invención de Jarry y este desdoblamiento crea un juego alucinante de reflejos. Entre Ubu, Jarry y Faustroll, ¿quién es más real? […] La infidelidad de Duchamp a su personaje irritó varias veces a Breton […] Roussel creía en la ciencia; Jarry y Duchamp se servían de la ciencia como de un arma contra la ciencia: Ubu dice merdre[14] y Duchamp arrhe[15] […] Roussel carece de una dimensión vital y moral común a Jarry y a Duchamp: la subversión del yo… El mejor comentario del Gran vidrio es Ethernités,[16] el último libro de Gestes et opinions du Docteur Faustroll, pataphysicien[17] […] Un comentario doblemente penetrante, pues fue escrito antes de que la obra (de Duchamp) fuese siquiera concebida y, así, no se refiere a ella. Y hay más: en un texto de 1899, extraordinaria aleación de razón y humor, Jarry anticipa a Duchamp. Me refiero al Commentaire pour servir a la construction poétique de la machine à explorer le temps.[18] Jarry era un temperamento más rico e inventivo que Duchamp. Más barroco también: procedía por acumulación, arabescos y elipses. Duchamp es la limpidez. La fascinación del Gran vidrio y del Ensamblaje se debe a su elegancia, en el sentido matemático, es decir, a su simplicidad. La ambigüedad conseguida a través de la transparencia.[19]

Pido disculpa por esta larga y trabajosa cita, injertada de notas aclaratorias mías, que no son suficientes para valorar como merece este pasaje de la elucidación de la obra mayor de Duchamp por su amigo Octavio. Ésta es una muestra insuperable de lo que se podría llamar con plena legitimidad “el método Paz”, que consiste en haber visto todo, leído todo, y

tener la agudeza intelectual y la sensibilidad suficientes para percibir las analogías que están fuera del alcance de otros, incluso de eminentes especialistas en arte, por su excesiva especialización. Antes de Paz se había puesto el acento sobre la relación de Duchamp con Gaston de Pavlowsky, autor de Voyage au pays de la quatrième dimension (París, ca. 1912), y con Raymond Roussel (al que Foucault dedicó posteriormente un estudio, en 1963); después de Paz, Juan Antonio Ramírez, en un libro brillante y bien ilustrado, Duchamp, el amor y la muerte, incluso,[20] retomó la relación con Jarry, aunque sin citar su fuente y sin captar su valor hermenéutico. La relación de Duchamp con Jarry, un pintor y un escritor anterior de varios decenios, tal como la evidenció Octavio Paz, es ejemplar. En las enciclopedias o historias de la literatura francesa de principios del siglo XX, tanto Jarry como Baudelaire estaban calificados como “escritores raros” (bizarres) y Sade como “sádico” o medio loco. Estos autores (y algunos más como Rimbaud y Lautréamont) fueron rehabilitados, filosófica y literariamente, por los surrealistas, que los reivindicaron como a sus naturales precursores (algunos románticos se les habían anticipado en esta vía). El joven Octavio Paz apenas llegó a París se dedicó a estas lecturas, que eran entonces, mutatis mutandis, como alfabetizarse para los niños de la primaria. Ahora leer a Jarry, adentrarse en el sistema paralógico que es su “patafísica” (parodia de la metafísica y al mismo tiempo “novela neocientífica”, según la propia definición de Jarry) —a la que alude Octavio en este mismo texto—, captar la ironía de Jarry, supone cierto grado de sensibilidad lingüística al idioma francés, hecho de numerosos sous-entendus. Según la definición de Octavio Paz, “no contenta con descubrir la escisión entre la palabra y la realidad, la ironía siembra la duda en el ánimo: no sabemos qué sea realmente lo real, si lo que ven nuestros ojos o lo que proyecta nuestra imaginación”. [21]

La ironía, en realidad, ya la había sistematizado Flaubert en una obra menor, su Dictionnaire des idées reçues (“Diccionario de los prejuicios”, edición póstuma, 1911), donde propuso una definición de la fotografía (técnica recién nacida en sus días), que nos viene de perlas: “Fotografía: va a reemplazar la pintura”. Ocurrió lo contrario: la fotografía se convirtió en arte, como la pintura, pero sin eliminarla más que en un aspecto social, la foto de familia y el retrato-souvenir.

Alfred Jarry nació en una pequeña ciudad del oeste de Francia, Laval, que tiene proporcionalmente más iglesias y conventos que México en la época virreinal, amén de una catedral y dos seminarios (el Grand Séminaire y el Petit Séminaire). En Francia se veía a Laval como al arquetipo de la ciudad provinciana mojigata y conformista. En este bastión del conservadurismo me tocó vivir durante mi adolescencia; muy joven tuve la experiencia de una Laval parecida a la que vio nacer a Jarry, por eso me explico perfectamente la rebelión y el frenesí de transgresión que pudo despertar en el espíritu irónico del joven Alfred una atmósfera como aquella. Es revelador el hecho de que Laval haya sido también patria chica del pintor Rousseau (conocido como Le Douanier), artista tan inclasificable como el propio Jarry, y de Alain Gerbault, apodado el Navegante Solitario. Pues Jarry, después de conocerse sus escritos, apareció como la oveja negra de la ciudad obispal y la vergüenza de su familia (igual que Rimbaud en Mézières). Los surrealistas, que sacralizaron la transgresión, promovieron ediciones completas de aquellos escritores “malditos” (no sólo de “poetas malditos”): Sade, Fourier, Jarry, Villiers de l’Isle Adam, Edgar Poe… del siglo pasado. Lamentablemente no tengo a la mano en México mi hermosa edición de Obras completas de Jarry, de dos volúmenes, en una caja ad hoc. Como muestra de lo que es el genio de la “patafísica” (en francés pataud, y vulgarmente patate, significan “torpe”), puedo citar de memoria ese diálogo seudofilosófico, inconfundiblemente ubuesque: AFORISMO: Dios es el camino más corto para ir del cero al infinito. PREGUNTA: ¿En qué sentido? RESPUESTA: Pues en un sentido y en el sentido contrario (… dans un sens et dans l’autre). El lector interesado en comprender mejor el pensamiento de Octavio Paz, como crítico de arte, pensará que lo estoy entreteniendo con Jarry, por complacerme en el recuerdo, vergonzosamente proustiano, de mis lecturas juveniles. Habrá algo de verdad en esta sospecha, pero no quita que Jarry, como lo mostró Paz, da la clave de Duchamp, y además fue un gran precursor del arte que ahora se califica como “posmoderno” (dudoso concepto que Octavio Paz cuestionó en otra ocasión). La pareja burlesca que conforma el

rey Ubu (nombre-onomatopeya, con su gráfica gidouille) y su edecán, el capitán Bordure,[22] es un avatar moderno, parodia de otra parodia, de don Quijote y Sancho. Mucho antes de que naciera Bajtín, y estando Breton en pañales, Jarry introdujo la parodia y la ironía en el arte lato sensu moderno, utilizando la técnica industrial, una innovación válida hasta el arte “emergente” de hoy en día. Cuando Bordure, expuesto con su jefe al fuego de los cañones del enemigo, exclama: “¡Hola, señores enemigos! No disparen en esta dirección, que aquí hay gente”, nos ofrece una profética derrisión de la guerra; profética por ser anterior a las dos guerras mundiales del siguiente siglo, el que nos tocó vivir, donde la artillería fue por última vez “la reina de las batallas”. Volviendo concretamente a Octavio Paz, llama la atención el hecho de que tuviera presente a Jarry cuando escribió sobre Duchamp, unos 30 años después de haber descubierto al Père Ubu y al Docteur Faustroll, como para ver que la máquina imaginaria de Jarry era el prototipo de La novia… de Duchamp. Se trata nada menos que de la develación de las fuentes literarias de la pintura surrealista, movimiento a la vez ético, político, literario y artístico, en uno de sus más destacados representantes. El secreto, o mejor dicho la magia, de los escritos de Octavio Paz sobre el arte es: saber ver. Ver más allá del arte, espectáculo sensual o sugestivo, pero también barómetro de la civilización contemporánea, revelador de la crisis del sujeto, y del objeto. Los privilegios de la vista no están al alcance de muchos, al menos con la clarividencia de su autor. La agudeza que revela su interpretación de Duchamp se manifestó igualmente en campos muy alejados del arte de la vanguardia occidental: la India, Japón y primordialmente el México antiguo. Con el título Arte de México fueron reunidos en un mismo volumen (el 7 de las Obras completas) todos los escritos del autor relativos a formas de arte o artistas que se desarrollaron dentro de los límites geográficos de lo que hoy es el Estado federal mexicano. Si bien está clara la preocupación editorial, esta opción, ¿concesión al nacionalismo?, está en flagrante contradicción con lo que Octavio Paz profesó siempre: el carácter fundamentalmente internacional del arte.[23] Por otra parte, la división entre artes primitivas o esenciales, y arte moderno, es la más pertinente. Escribió al respecto: “La civilización mesoamericana es un hecho estético, histórico, económico, religioso, y algo más: una visión del mundo. Si nos aproximamos al arte de México desde esta

perspectiva veremos una danza sorprendente”.[24] Y agrega consideraciones críticas sobre los museos: “Los museos son engañosos: damos tres pasos y saltamos un milenio y cuatro estilos”.[25] Este texto es de 1962; posteriormente se edificó el imponente Museo de Antropología de México, criticable en otros aspectos (como su aztecocentrismo), pero mucho más amplio y mejor estructurado que el antiguo museo de la calle Moneda. De hecho, en el volumen Arte de México tienen poco que ver entre sí: la Coatlicue, los murales de Rivera, las abstracciones de Gerzso, las invenciones de Gironella, los collages de Marie José Paz (que evocan a los de Joseph Cornell, aunque no tanto como a los “poemas-objetos” de Breton). En este caso, como en el catálogo de la gran exposición de 1990, lo que da la unidad es la mirada única de Octavio Paz. Su visión de las artes del México antiguo, mesoamericano, maya, de Tajín y Monte Albán… recoge el saber de arqueólogos y especialistas de las culturas precolombinas. Pero Octavio Paz no aísla ni privilegia el enfoque culturalista, ni el esteticista que suele ser el de los historiadores de arte; como Malraux, fue sensible al carácter esencialmente religioso de unas artes con finalidad distinta de la perfección formal o la belleza, arte de significación y de participación. En este aspecto, hubiera sido intelectualmente más lógico, me parece, juntar en un mismo volumen todos sus escritos sobre las civilizaciones mesoamericanas y las de la India —el arte tántrico notablemente, y el de Afganistán—, así como las llamadas “artes primitivas” (o primigenias) en el sentido noble del término, como al hablar de “los primitivos florentinos”. Y reunir en el volumen Arte universal todo lo referente a la pintura moderna en México (no digo “mexicana”, en consideración de Jean Charlot, Mathias Goeritz, Günther Gerzso…). Queda como un bloque el “muralismo”, resurrección de Fra Angelico y los mayas reunidos bajo el doble signo imperial del águila y la serpiente, y la sierpe y el martillo —con la genial excepción de Orozco—. Hubo entre Paz y Orozco una connivencia, como revela esta declaración del pintor: “Una pintura es un poema y nada más hecho de relaciones entre formas, como otras clases de poemas están hechos de relaciones entre palabras, sonidos e ideas”. De Orozco paisajista Octavio Paz escribió: “El paisaje es algo más que un paysage moralisé; es un emblema doble de la ferocidad de la naturaleza y de la naturaleza feroz del hombre. Sin embargo, en estos parajes desolados,

imagen de la sequía, brota el maguey […] El maguey: México o la tenacidad”.[26] Con este solo ejemplo (se podrían aducir muchos otros) se ve que Octavio Paz, escritor calificado en otros tiempos y aun hoy como cosmopolita, tuvo de México, su pasado y su presente, una visión integral, y con su paisaje, una relación sensible, en otros casos hasta sensitiva y sensual; nunca renegó de sus raíces, si bien cedió al encanto de París y a la fascinación de la India. En realidad no hay ninguna contradicción en esa experiencia; se le puede aplicar lo que él mismo dijo de Diego Rivera, que sin la lección de Europa no descubriría al México indio como algo nunca visto, con mirada joven. Más allá de la polémica, supo reconocer el valor plástico de ciertos murales de Rivera y Siqueiros. Toda sensibilidad artística se remonta a una emoción, la de los frescos del Cuattrocento florentino (y de Puvis de Chavanne en París) para Rivera, la de los patios del Islam (de Marruecos) para Barragán, la de las pinturas rupestres de Altamira para Goeritz, etc. En el itinerario estético de Octavio Paz, el descubrimiento de Picasso, Braque y Gris en el Metropolitan Museum de Nueva York, fue decisivo, sobre todo el de Juan Gris.[27] ¿Por qué nos fascinó Gris a este grado, en los años de la posguerra? Murió en Boulognesur Seine, a los 40 años de edad, en 1927. La biblia sobre su obra fue el monumental libro del crítico Daniel Henri Kahnweiler, asesorado por Louise y Michel Leiris (amigos de Octavio Paz). Gris fue “un cubista depurado”, diría yo; su obra es de plástica pura: l’art pour l’art, pero con un cierto retorno a un figurativismo estilizado, tangencial con el diseño posterior. Al contestar una encuesta en 1925, Gris declaró con lucidez: “Como el cubismo no es un recurso sino una estética, hasta un estado de ánimo, ha de tener una correlación con todas las manifestaciones del pensamiento contemporáneo. Es posible inventar de forma aislada una técnica o un procedimiento, pero no se inventa de una pieza un estado de ánimo”.[28] A pesar de lo que acabamos de recordar, el choque emocional decisivo lo tuvo el joven mexicano al visitar una exposición de arte esquimal, en París, como lo recuerda sin mayor precisión de fecha ni de lugar (pero sabemos que se refiere a la muestra de Arte Inuit, presentada por James A. Houston, administrador de la Tierra de Baffin, en la Académie de la Grande Chaumière, en 1949): “Recorrer con André Breton las salas de una

exposición de arte esquimal y recordar ahora no lo que dijo sino el tono grave de su voz, su actitud de reverencia y nostalgia ante la lejanía otra: el antiguo espacio sagrado poblado de seres cambiantes, territorio de la metamorfosis”. [29]

Así solía contar Georges Henri Rivière la iluminación del arte precolombino que experimentó, guiado por Paul Rivet en 1928, choque emocional que hizo de él el artesano de una revolución en la museografía. ¿Cómo podría expresar más claramente Octavio Paz que aquel día nació la filosofía de la otredad que ya había encontrado formulada como un teorema por Machado, al cual le dio toda su amplitud aplicándolo, por analogía, al México prehispánico? No obstante, para apreciar correctamente la visión que tuvo Octavio Paz del México antiguo, es indispensable hacer un rodeo por “el aire del tiempo” del México de los años 1930 a 1960. Él mismo recordó que fue compañero de estudios del arqueólogo y diseñador Salvador Toscano. Haría falta evocar el ambiente de la Galería de Arte Mexicano en torno a Inés Amor; crónica que han hecho con talento y discreción Jorge Alberto Manrique y Teresa del Conde. En aquel periodo se produjo la simbiosis contranatura del nativismo indiófilo y el internacionalismo proletario, instrumento ya al servicio del Kremlin. La obra de Mariátegui, en Perú, es el máximo exponente de este clima ideológico; sus ensayos sobre la cuestión agraria hacían juego con las novelas de Ciro Alegría, más tarde con las de José María Arguedas y las de Miguel Ángel Asturias. En México varias novelas como El indio (1935), de Gregorio López y Fuentes, y El resplandor (1937), de Mauricio Magdaleno, libros que no pudo dejar de leer Octavio Paz, así como una serie de películas en las que colaboró el tabasqueño, son un buen ejemplo de la ideología nacional-indiófila y telúrica. Las lucubraciones seudoarqueológicas de la doctora Eulalia Guzmán, quien pretendió haber descubierto los restos de Cuauhtémoc (las reliquias que le faltaban al “México eterno”), reflejan el delirio imaginativo en que se originó una polémica en la prensa que designó a varios sabios paleontólogos como “enemigos de México” (entre ellos a mi viejo maestro Paul Rivet). Toda esta efervescencia llegó a plasmarse en un moderno avatar del indio mítico, sin mejorar de manera significativa la condición del indio vivo contemporáneo. Cosa que Octavio Paz sabía bien, por haber sido maestro rural en Yucatán.

En este contexto, el de la explosión de la arqueología, encargada a una nueva entidad, admirable de por sí, Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), impulsado por el doctor Dávalos, y los descubrimientos y las traducciones de textos en náhuatl clásico por Ángel María Garibay y su discípulo Miguel León-Portilla, el pasado azteca se tornó en la esencia de la religión patriótica. El indio, personificado por el Joven Abuelo Cuauhtémoc (biografiado por un corifeo de la “mexicanidad”, Héctor Pérez Martínez ), del cual se erigió una estatua de bronce en una glorieta del Paseo de la Reforma (¡“Calzada de los Muertos” del México moderno!) se tornó mágicamente en la encarnación de la identidad mexicana desenterrada, ¿o exhumada de la mitología novohispana? En este clima, Octavio Paz, con motivo de exposiciones de arte mexicano en París, y posteriormente en Madrid, elaboró en los años sesenta y setenta — partiendo del aforismo de Antonio Machado, citado en el epígrafe a El laberinto…— la filosofía de la otredad, tomando apoyo en una reflexión sobre el libro de Sahagún: Historia general de las cosas de la Nueva España, obra del siglo XVI, en que el franciscano castellano (inspirándose en un religioso italiano, el padre Calepino) compuso una tentativa enciclopedia etnográfica de la sociedad azteca. “A diferencia de lo que ocurría con persas, egipcios o babilonios, las civilizaciones de América no eran más antiguas que la europea: eran diferentes. Su diferencia era radical, una verdadera otredad.”[30] Al finalizar un párrafo dedicado a la obra clásica de Sahagún, Octavio Paz definió así su filosofía de la otredad (repetidas veces imitada, y hasta plagiada, desde los años ochenta): Originalidad es sinónimo de otredad y ambas de aislamiento. Las civilizaciones americanas (precolombinas) jamás conocieron algo que fue una experiencia repetida y constante de las sociedades del Viejo Mundo: la presencia del otro, la intrusión de civilizaciones y pueblos extraños. […] Después de cada una de estas operaciones de encubrimiento, la otredad americana reaparecía. Era irreductible. El reconocimiento de esta diferencia, al expirar el siglo XVIII, fue el comienzo de la verdadera comprensión. Reconocimiento que implica una paradoja: el puente entre yo y el otro no es una semejanza sino una diferencia. […] He mencionado como rasgos constitutivos de la civilización mesoamericana: la originalidad, el aislamiento y lo que no he tenido más remedio que llamar la otredad. [31]

Así que su visión del México antiguo contradecía totalmente la ideología oficial, al definir como la otredad lo que se proclamaba a diario como la identidad nacional mexicana. Para Octavio Paz, la soledad era la condición del mexicano y del hombre moderno en general; la otredad era la desgracia del indio precolombino frente a la civilización, monoteísta y armada de hierro y de fuego, de sus conquistadores europeos. Además, Paz subrayó la diferencia en la percepción de la belleza (en este caso de la escultura de la Coatlicue): El arte no era un fin en sí mismo sino un puente o un talismán. Puente: la obra de arte nos lleva del aquí de ahora a un allá en otro tiempo. Talismán: la obra cambia la realidad que vemos por otra: Coatlicue es la tierra, el sol es un jaguar; la luna es la cabeza de una diosa decapitada. La obra de arte es un medio, un agente de transmisión de fuerzas y poderes sagrados, otros.[32]

No menos original fue su análisis (de 1962) de las “caritas sonrientes” de cerámica totonacas, de Veracruz: “Baudelaire [nota de Octavio Paz: Curiosités esthétiques: de l’essence du rire […], París, 1855] dice que la alegría paradisiaca no es humana y que trasciende las categorías de nuestro entendimiento […] La risa es el más allá de la filosofía […] ‘¿Quién reirá hasta morir?’, se pregunta Bataille”.[33] Y su disertación, más reciente, sobre la civilización maya, que es un apóstrofe a Michael Coe, Linda Schele y Mary Ellen Miller, autorizados mayistas, con el título Reflexiones de un intruso, que así concluye, como para redondear su teoría de la otredad de las civilizaciones mesoamericanas: “Los españoles no eran ni toltecas ni chichimecas; por lo tanto eran dioses, seres que venían del más allá. Durante dos mil años las culturas de mesoamérica vivieron y crecieron solas; su encuentro con el otro fue demasiado tardío y en condiciones de terrible desigualdad. Por eso fueron arrasadas”.[34] Me gustaría poder citar ahora los ensayos que Octavio Paz dedicó a pintores tan distintos como el naïf retratista Hermenegildo Bustos, el paisajista José María Velasco, la surrealista Leonora Carrington, el sarcástico grabador Posada, el demiurgo Picasso y el cósmico Tamayo, así como sus notas sobre la pintura japonesa de los siglos XVI y XVII, las poesías que le inspiró la pintura china… Ninguno de estos escritos es indiferente. Como es imposible desmenuzar el presente capítulo en otras tantas notas como hay

pintores en su “museo crítico”, tomé el partido de exponer su aprehensión global, filosófica, de las artes visuales, tal como se desprende de algunos escritos suyos. Uno de éstos es El precio y la significación, que retoma la polémica con Rivera y Siqueiros, la del “muralismo” mexicano: Una y otra vez algunos críticos de arte me denuncian como un “enemigo de la escuela mexicana de pintura” […] Una obra es algo más que los conceptos y los preceptos de un sistema. Y esto, verla con ojos puros, es lo que no han hecho ni los amigos ni los enemigos de la pintura mural […] Sin la Revolución esos artistas no se hubieran expresado o sus creaciones habrían adoptado otras formas; asimismo, sin la obra de los muralistas la Revolución no hubiera sido lo que fue. El movimiento muralista fue ante todo un descubrimiento del presente y el pasado de México […] Sin la lección de París, el pintor Diego Rivera no habría podido ver el arte indígena. Pero no bastaba tener los ojos abiertos ni poseer una sensibilidad adiestrada por la gran transformación del arte moderno occidental […] El mundo que vieron los ojos de Rivera no era una colección de objetos de museo sino una presencia viva […] todos tenemos nostalgia y envidia de un momento maravilloso que no hemos podido vivir. Uno de ellos es ese momento en el que, recién llegado de Europa, Diego Rivera vuelve a ver, como si nunca la hubiese visto antes, la realidad mexicana.[35]

Las líneas que anteceden muestran, una vez más, la coherencia de las ideas de Octavio Paz; en su visión de un fenómeno estético se combina el análisis de la realidad social contemporánea, la aprehensión del mundo prehispánico y la de la coyuntura artística europea contemporánea. Más abajo evoca la aparición de “la nueva pintura angloamericana, con la llamada action-painting o expresionismo abstracto” que “habría sido imposible sin la lección europea”. Esta serie de ejemplos convergen en una toma de posición teórica (otra vez divergente de la hegemónica en el México de aquella fecha): Desde hace años sostengo una pequeña e intermitente polémica […] contra dos actitudes que me parecen gemelas: el nacionalismo y el espíritu de sistema. Ambos son estériles y ambos convierten en desierto aquello que tocan. Los dos son enfermedades de la imaginación y su verdadero nombre es mentira. Uno expresa, en su arrogancia, un sentimiento de inferioridad; el otro, en su certidumbre un vacío intelectual […] En política, la expresión más extrema del nacionalismo es el linchamiento; y del sistema, la purga.[36]

La intolerancia a los sistemas por parte de Octavio Paz estaba fundada principalmente en una observación de carácter universal, esto es, en que el espíritu de sistema engendra justamente la intolerancia; por eso escribió que, en la historia, los sacerdotes y los ideólogos siempre han tenido que ver con los verdugos. De manera más general fue enemigo de todo lo que es “mecánico” y, por lo mismo, contrario a la “simpatía” y a la libertad. Éste es el caso igualmente del mercado de las artes, otro blanco de sus críticas: El nacionalismo y el arte didáctico socialista son enfermedades de la imaginación y, en el sentido recto de la palabra, son enajenaciones. El mercado suprime a la imaginación: es la muerte del espíritu […] El mercado no tiene siquiera mal gusto. Es impersonal; es un mecanismo que transforma en objetos a las obras y a los objetos en valores de cambio: los cuadros son acciones, cheques al portador […] En virtud del principio que lo mueve, el mercado suprime automáticamente toda significación […] El precio es la significación. La anulación de la voluntad de significar hace del artista un ser insignificante.[37]

Lo que resalta es la exaltación de la imaginación como valor supremo, como expresión de la libertad, amenazada tanto por el dogmatismo ideológico como por la ley del mercado. Este “poder maravilloso” de la imaginación, como lo llamara Fichte, es el principio de explicación del espíritu humano, y de ahí se sigue que el universo mismo es un poema, no una máquina; ideas éstas subyacentes en la poética de Octavio Paz, que también son herencia de Novalis. No olvidemos que quien propuso la primera definición (si bien algo panteística) de la “suprarrealidad” (Überwirklichkeit) fue el propio Fichte en sus Datos de la conciencia (1798), obra que se anticipa en más de un siglo a los manifiestos de André Breton —quien se ha reclamado expresamente de Fichte, si bien parece que no lo interpretó correctamente—, lo cual no es sorprendente por lo arcano de este autor, ¡considerado difícil aun entre filósofos alemanes! Otro pensador germánico, Marx, explicó la enajenación del obrero industrial mediante la ley de acumulación del capital. Paz explica la enajenación del artista mediante el efecto, sea del dogmatismo marxistaleninista (el muralismo mexicano), sea de la dictadura del mercado de arte (el action painting, etc.). Y concluye, con seguridad pensando con nostalgia en que el surrealismo fue la última rebeldía auténtica:

El arte moderno se inició como una crítica de nuestra sociedad y como una subversión de valores. En menos de cincuenta años la sociedad ha asimilado y digerido esos venenos […] Lo que me inquieta es que hoy ya no es necesario esperar a que los artistas mueran: se les embalsama en vida. El peligro se llama éxito. La obra debe ser “novedosa” y “rebelde”. Se trata de una novedad en serie y de una rebeldía que no asusta a nadie. Los artistas se han vuelto ogros de feria, espantapájaros. Y las obras: monstruos en plástico, recortados, empacados, rotulados y provistos de toda clase de certificados para atravesar las aduanas morales y estéticas. Monstruos inofensivos […] La originalidad, corazón de la obra, ha sido extirpada como un tumor.[38]

Un texto como éste, temprano si se considera la extensión posterior del fenómeno que describe, puesto que está fechado en enero de 1963, y en Delhi, muy lejos de las galerías de Lexington Avenue y de las más recientes de Soho, este texto, digo, es otro ejemplo del vigor crítico de Octavio Paz. El hecho de que sus más agudas críticas se ejercieron en el campo de las artes plásticas (antes que de la literatura y las ciencias humanas) es doblemente revelador. Su visión de la sociedad se fundamentaba en el análisis de la rebelión del artista y el estatuto del artista: la revaloración de éste corre pareja con la desvalorización del arte como manifestación de la creatividad, una perversión causada por el efecto conyugado del esnobismo (artistas de moda) y la especulación financiera (un cuadro firmado por fulano es una inversión). Con todo, el pensamiento estético de Octavio Paz no es sólo crítico, sino también sintético. Uno de sus más hermosos ensayos es el que dedicó a El uso y la contemplación, texto en el que comparó la obra de arte con el objeto manufacturado derivado del diseño industrial, y con el producto artesanal. Mediante estas tres clases de producciones humanas el autor presenta una radiografía mental y cultural de las sociedades de la era postindustrial en el llamado “primer mundo”. Siento como un acto sacrílego hacer recortes en esta disertación que “se cierra sobre sí misma” como un poema bien logrado (se encuentra en el volumen 6 de las Obras completas, pp. 63-74). Sólo voy a espigar algunas cláusulas iluminadoras, quizá “definitivas”, sobre la relación entre arte, industria y artesanía. Juicios de Octavio Paz sobre arte y religión: La religión del arte nació, como la religión de la política, de las ruinas del cristianismo.

El arte heredó de la antigua religión el poder de consagrar a las cosas e infundirles una suerte de eternidad: los museos son nuestros templos y los objetos que se exhiben en ellos están más allá de la historia. La religión artística es un neoplatonismo que no se atreve a confesar su nombre.[39] Más hábil que Roma, la religión estética ha asimilado todos los cismas.[40] La religión artística moderna gira sobre sí misma sin encontrar la vía de salida: va de la negación del sentido por el objeto a la negación del objeto por el sentido.[41]

Su visión del diseño industrial: La revolución industrial fue la otra cara de la revolución artística. El diseño industrial ha ido a la zaga del arte contemporáneo y ha imitado los estilos cuando éstos ya habían perdido su novedad inicial y estaban a punto de convertirse en lugares comunes estéticos… El ideal del diseño es la invisibilidad: los objetos funcionales son tanto más hermosos cuanto menos visibles.[42] Hay un momento en que el objeto industrial se convierte al fin en una presencia con un valor estético: cuando se vuelve inservible. Entonces se transforma en un símbolo o en un emblema.[43] La técnica es internacional […] El carácter negativo de su acción puede condensarse en esta frase: uniformar sin unir […] Al acabar con la diversidad de las sociedades y las culturas, acaba con la historia misma.[44]

Estas reflexiones de Octavio Paz reflejan la inquietud que hubo en ambientes intelectuales durante su temporada en París en los años de la posguerra, que expresan los ensayos de Jean Fourastié, y un libro, Où va le travail humain? (“¿A dónde va el trabajo humano?”, Gallimard, París), de un filósofo combatiente de la Résistance a la ocupación nazi, Georges Friedmann. Esta magistral reflexión se proponía, a grandes rasgos, señalar las vías del futuro, para evitar que el progreso técnico (le machinisme industriel) desembocara en una deshumanización de la humanidad. El autor contrapuso, si no me falla la memoria, la plenitud del trabajo artesanal a la vacuidad del trabajo industrial parcelario, enajenante (aliénant), no tanto en el sentido

marxista, como en un sentido ontológico; enfoque muy afín con el de Octavio Paz. ¿Era posible un “humanismo industrial”? ¿Ésta era la pregunta urgente y álgida? El primero en protestar contra la barbarie industrial fue el escritor inglés John Ruskin, ya antes de Engels… ¡pero propuso el retorno a la Edad Media! Evaluación de la artesanía, por Octavio Paz: Las artesanías pertenecen a un mundo anterior a la separación entre lo útil y lo hermoso. Esa separación es más reciente de lo que se piensa […] La sociedad estaba dividida en dos grandes territorios, lo profano y lo sagrado. En ambos la belleza estaba subordinada, en un caso a la utilidad, y en el otro a la eficacia mágica.[45] Los artesanos nos defienden de la unificacion técnica y de sus desiertos geométricos. Al preservar las diferencias preservan la fecundidad de la historia […] La experiencia del otro es el secreto del cambio. También el de la vida.[46] La vuelta de la artesanía en los Estados Unidos y en Europa occidental es uno de los síntomas del gran cambio de la sensibilidad contemporánea.[47]

El autor recogió estas reflexiones en forma de aforismos sintéticos, como los siguientes: El artista antiguo quería parecerse a sus mayores, ser digno de ellos a través de la imitación. El artista moderno quiere ser distinto […] la tradición se convierte en una sucesión de rupturas.[48] Nuestra relación con el objeto industrial es funcional; con la obra de arte, semirreligiosa; con la artesanía, corporal.[49]

Hermosas fórmulas que no dejan nada fuera y parece que ordenan el caos contemporáneo. Ahora, según dijo Valéry, otro profundo pensador: “Pensar es simplificar”. La creatividad humana no se deja corsetear tan fácilmente en ecuaciones, por más luminosas que sean… Para tomar un solo ejemplo, ¿qué se hace con los muebles artesanales fabricados en serie, de Biedermeyer, encargados por el emperador Francisco José en vista del gran Congreso de Viena? Nadie discute el hecho de que el maestro ebanista se anticipó al diseño industrial, ni tampoco que sus sillas y obras de arte (por eso se exhiben en museos y exposiciones itinerantes, como la de París [en el

palacete de Bagatelle], o se venden como objetos de colección). Recíprocamente, las sillas inspiradas de Biedermeyer, los cubiertos, las copas, los samovars que fabricaron en los primeros años de nuestro siglo, en los talleres vieneses (Wiener Werkstätte), aquellos grandes diseñadores industriales que fueron Josef Hoffmann y Koloman Moser, ¿no son arte? Se debe reconocer que hubo formas híbridas, arte de transición en que se combinaron el espíritu de la artesanía, la estilización del diseño industrial y la belleza del Arte con mayúscula. ¡Una anticipación de la Bauhaus; fue otro milagro de la “decadente” Viena! “El mundo de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo: el destino del objeto industrial es el basurero […] La indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo”,[50] sentenció Octavio Paz. A modo de conclusión general del parangón entre arte, técnica y artesanía, Paz afirmó: “Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano […] la artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir”.[51] No menciona la superación de la incompatibilidad del objeto artesanal con el museo, que significó la creación (lenta y difícil) del Musée des Arts et Traditions Populaires, iniciado en 1959 pero inaugurado hasta 1972, situado a la orilla del Bois de Boulogne (París), por uno de sus conocidos, Georges Henri Rivière, inspirador del Consejo Internacional de Museos. Georges Henri puso en contacto a Octavio con Anne Gruner Schlumberger, quien lo invitó a la Fondation Les Treilles (en Tourtour, Provenza), en el verano de 1983; Octavio no pudo aceptar en razón de un compromiso anterior, pero le sugirió a la mecenas de la Association des Amis de Georges Henri Rivière que invitara a Ramón Xirau y al autor de estas líneas. Fue el inicio de una relación única, en la que la artesanía y el arte moderno tienen su parte. La dueña de Les Treilles poseía pinturas y esculturas de Max Ernst y de Matta y el archivo de su tatarabuelo, Guizot, con cartas de Tocqueville, lo cual nos remite de nuevo a la obra de Octavio Paz. Quiero subrayar que en aquel museo revolucionario de Arts et Traditions Populaires, realizado según las directivas de Rivière, el objeto artesanal habla, hace eco a sus semejantes disímiles, sin perder su belleza útil, sin congelarse tampoco en “la eternidad refrigerada del museo”.

Por otra parte, Octavio Paz critica el concepto de Progreso. Nos ofrece un ejemplo gráfico: “Nuestras ruinas empiezan a ser más grandes que nuestras construcciones y amenazan con enterrarnos en vida”.[52] Visión apocalípticocaótica que encaja bien con la Guerra Fría y la amenaza atómica. Pero Paz, al parecer, se refirió en este caso a los desechos industriales y a la fantástica producción de basura “no degradable” de las sociedades modernas. El Caos es originario, el Apocalipsis es final; así fusionan en el aniquilamiento el principio y el fin de la humanidad. Su crítica de la técnica es convergente con la “Carta sobre el humanismo”[53] (si bien no parece que haya sido inspirada por ésta, de la que difiere en varios aspectos), en la que Heidegger denunció el “platonismo”, no del arte sino de la civilización industrial. Lo que quiso mostrar el filósofo alemán es que al objeto artesanal, original, distinto, la industria moderna lo sustituyó en nuestra vida cotidiana por puras abstracciones (ideas platónicas), y que el hombre mismo tiende a reducirse a ser mera encrucijada de sus matrículas, clasificaciones en estadísticas, referencias abstractas; ya no vivimos en casas sino en “unidades de hábitat”. Heidegger solía explicar, mejor dicho, “denunciar”, toda la historia de la filosofía occidental por los contrasentidos iniciales de Cicerón al traducir a Platón al latín (logos por ratio, etc.); de ahí las “aberraciones” monistas e “idealistas” modernas. Tanto en la protesta de Paz como en la de Heidegger se trasluce la nostalgia, o el anhelo, de la Grecia presocrática, de la inmanencia, herencia común de dos lectores de Nietzsche. Sería imposible terminar este recorrido a través de los escritos estéticofilosóficos de Octavio Paz, sin interrogarnos sobre una ausencia, la de la música. Entre otra circunstancia, porque Erik Satie y Georges Auric también fueron miembros del grupo surrealista, junto a pintores, poetas y hombres de teatro. Ya hemos notado, a propósito de sor Juana Inés de la Cruz, que tocaba música y hasta compuso un tratado de armonía, la sorprendente ausencia, que ha de tener su explicación. El propio Octavio Paz, justamente en el Repaso… de su itinerario interior que encabeza el volumen dedicado al Arte moderno universal, texto fechado en México, en 1986, elucidó esta zona de sombra: Además de la pintura y la escultura, he tenido otras dos pasiones: la arquitectura y la música […] A veces he pensado, vanidosamente, que quizá en algunos de mis poemas podrían percibirse ecos de lo que he sentido y pensado al oír a Haendel o a Webern, a

Gesualdo o a una raga india. Pero nunca creí que podría escribir con dignidad sobre temas musicales. La poesía está hecha de frases rítmicas (versos) que no sólo son unidades sonoras sino palabras, racimos de sentidos. El código de la música —la gama de las notas— es abstracto […] Por último la música es arquitectura hecha de tiempo. Pero arquitectura invisible e impalpable: cristalización del instante en formas que no vemos ni tocamos y que, siendo tiempo puro, suceden. ¿Dónde? Fuera del tiempo… Por todo esto no me he atrevido a hablar de ella.[54]

El Eupalinos de Valéry, extático frente a “la divina analogía”[55] entre la aquitectura y la música abrió este camino; idea que el escritor (Valéry fue, como Paz, a la vez poeta y ensayista) expresó también en su Cantique des colonnes (“Cántico de las columnas”): Dulces columnas, oh la orquesta de husos! cada uno inmola su silencio al unísono.

Como ya vimos al estudiar el tema de la reconciliación en la poesía de Octavio Paz, la explicación total se la dio, en la estética como en la poesía, la tradición de la India, en un texto escrito por él en 1970, como prefacio a la primera exposición de arte tántrico que tuvo lugar en París (en la Galería Le Point Cardinal); este ensayo se titula El pensamiento en blanco. Es el que empieza con esta frase: “Vivimos el fin del tiempo lineal, el tiempo de la sucesión: historia, progreso, modernidad […] La crisis del objeto es apenas una manifestación (negativa) del fin del tiempo; lo que está en crisis no es el arte sino el tiempo, nuestra idea del tiempo”.[56] Y Octavio Paz se adentra en el desciframiento del arte tántrico, objeto de la exposición: La visión del cuerpo humano como el doble del universo es central en el tantrismo y se desdobla en una fisiología mágica y una alquimia erótica. El universo respira como un cuerpo […] Rito de transgresión, el tantrismo es una tentativa por unir lo que fue separado y volver al andrógino primordial, a la indistinción original […] La reconquista del tiempo original, ese tiempo que contiene a todos los tiempos, se resuelve en la disolución del tiempo. El budismo tántrico concibe ese estado como sunyata: vacuidad idéntica al

Cero idéntico a la vulva; el tantrismo hindú lo concibe como ananda: unión con el ser idéntico al Uno, idéntico al falo. La stupa redonda y el linga erecto.[57]

Con todo, una vez más debemos señalar que la idea de “la plenitud del vacío” apareció (por primera vez en Occidente, que yo sepa) en la obra de un filósofo alemán, muy ligado con Hölderlin; me refiero a Schelling, quien escribió que “la felicidad es un estado pasivo”.[58] Por la mirada de Octavio Paz sobre el arte moderno, como sobre las artes sagradas del México antiguo y de la antigua India, por el filtro de su alquimia personal ha pasado su visión de la historia, del poder y del Eros, del instante y del cosmos. Al reconciliarse con el cosmos recuperó la unidad primordial; de este “regreso a la unidad”, su “vuelta de los tiempos”, le señaló el camino la tradición india. Si bien no lo recuerda Octavio Paz, no se puede pasar por alto el que, tanto las correspondencias entre sonidos, colores y perfumes, como el concepto de analogía, ideas expresadas por los conceptos claves Einfühlung (intuición con una connotación de simpatía) y Wahlverwandtschaften (se ha traducido el libro de Goethe por “Afinidades electivas”), fueron lugares comunes de los románticos alemanes. Lo formuló claramente Jean Paul (Richter). El propio Octavio Paz reconoció de manera explícita su deuda con la India: Lo que dice la escritura está más allá de lo escrito y aquello que presenta la pintura tántrica no está en ella. Donde termina el poema, comienza la poesía; la presencia no son los signos pintados que vemos sino aquello que invocan los signos. Por tanto, la verdadera analogía (si es que debemos buscar una analogía) no se establece tanto con la pintura moderna de Occidente sino con la poesía […] La metáfora de la pintura como escritura nos lleva, sin que apenas nos demos cuenta, a la metáfora del principio: la escritura como cuerpo […] A su vez la del cuerpo nos conduce a otra: la del viaje y la peregrinación.[59]

[1] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 95. [2] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 94.

[3] “Pasos de una iniciación”, prólogo al catálogo de la exposición “Los privilegios de

la vista”, México, 1990. [4] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 65. [5] Ibid., p. 66. [6] Véase Thierry de Duve, The Definitively Unfinished Marcel Duchamp, MIT Press, Boston, 1991. [7] José Ortega y Gasset, La deshumanización del arte, Madrid, 1925, pp. 23-25. [8] Según lo señala Guillermo Sheridan en Los Contemporáneos ayer, FCE, México, 1985. [9] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, “La nueva analogía: poesía y tecnología”, p. 302. [10] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, pp. 129-247. [11] Las cursivas son de Octavio Paz. [12] Raymond Roussel, autor de Impressions d’Afrique, 1912. [13] Se admite por lo común que quiso decir: “Eros c’est la vie” (“Eros es la vida”). [14] Deformación del francés merde, interjección popular, escatológica, para expresar descontento. [15] Palabra que, en plural, designa las arras. Aquí puede derivarse de arre, lo que se grita a los caballos para arrearlos. [16] Juego de palabras entre éther: éter, y éternité: eternidad, término que sólo en francés popular se usa en plural. [17] El doctor Faustroll, personaje de Jarry, es parodia del doctor Fausto, de Goethe; Mon Faust, de Paul Valéry, es de 1945. [18] Título paródico que mezcla la tradición clásica y la filosófica a la modernidad técnica, guiñando en dirección de Wells, autor de The Time Machine (1895). La traducción literal del título de Jarry es “Comentario para servir a la construcción poética de la máquina para explorar el tiempo”. [19] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, “Apariencia desnuda”, pp. 215-216. [20] Juan Antonio Ramírez, Duchamp, el amor y la muerte, incluso, Siruela, Madrid, 1993. [21] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, p. 311. [22] “Bordure” es un nombre de fantasía que combina grotescamente bordel: burdel, y ordure: basura, juramento e insulto, respectivamente, de uso común entre soldados. [23] Véase una carta suya a Fernando Gamboa, de enero de 1973; OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 305. [24] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 97. [25] Idem. [26] Ibid., p. 250.

[27] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 35. [28] Bulletin de la Vie Artistique, año 6, núm. 1. [29] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte noderno universal, p. 36. [30] OC, 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, p. 77. [31] Las cursivas son de Octavio Paz; véase ibid., “El arte de México. Materia y

sentido”, pp. 75-81. [32] Ibid., p. 83, y especialmente pp. 124-125. [33] Ibid., pp. 128 y 130. [34] Ibid., pp. 144-145. [35] Ibid., pp. 321-322. [36] Ibid., p. 329. [37] Ibid., pp. 335-336. [38] Ibid., “El precio y la significación”, p. 334. [39] Ibid., p. 64. [40] Ibid., p. 65. [41] Ibid., p. 66. [42] Idem. [43] Ibid., p. 67. [44] Ibid., pp. 70-71. [45] Ibid., p. 63. [46] Ibid., p. 71. [47] Ibid., p. 72. [48] Ibid., p. 69. [49] Ibid., p. 68. [50] Ibid., p. 73. [51] Ibid., p. 174. [52] Ibid., p. 73. [53] Briefe über den Humanismus, Fráncfort del Meno, 1949; edición en español, Buenos Aires. [54] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 25. [55] Paul Valéry, Eupalinos ou l’architecte, París, 1923; edición en español, Buenos Aires, 1944. [56] OC, 6, Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal, p. 56. [57] Ibid., pp. 56-57. [58] Philosophische Briefe, 8 Brief, Iéna, 1796. [59] OC, 6, pp. 59-61.

OCTAVIO PAZ, PLURAL Y SINGULAR Final… “Regreso a la unidad” (O. P.)

El mito […] de la responsabilidad del artista es un mito moderno, protestante y capitalista, que los marxistas han heredado y canonizado. O. P. Pero no se puede reducir un artista a sus fuentes, como no se le puede reducir a sus complejos. O. P.

Ahora que, cada día un poco más, Octavio Paz aparece tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change, en las propias palabras que Mallarmé utilizó al evocar a Edgar Poe, el escritor se metamorfosea en sus Obras completas, monumento ya de 13 tomos (posteriormente serán 15), si bien “inacabado” en todas las acepciones del adjetivo, como lo son todas las obras humanas; si estuviera en vida seguiría escribiendo Octavio en este soleado día de otoño en que florecen las buganvillas. Entre la helénica Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes (¿homenaje a Keats?) y la actualizada Región más transparente (¿ironía de Humboldt?) de Carlos Fuentes, el Anáhuac de Paz, su Laberinto, sigue en pie, como la Coatlicue, enjambre de símbolos de México. Pero él ya ha pasado del otro lado, de nuevo inmerso en el Gran Todo; nosotros estamos frente a su obra, a la hora de comprenderla, esto es, de “abrazarla física y espiritualmente”, como dijo él al hablar de Sor Juana. ¿Qué es lo que descuella en este paisaje de versos perfectos y prosa nítida como sus conceptos? Es imprescindible mirar hacia atrás, en la dirección del joven poeta que salió al mundo en busca de la modernidad. Moderno Parsifal, como se calificó él mismo, o moderno Teseo, logró raptar a la modernidad, pero,

¡ojo!, rescatar “la tradición de la modernidad”. Con esta tradición, la de los románticos alemanes y los surrealistas franceses, Octavio Paz practicó lo que un erudito alemán, Ernst Robert Curtius, llamó la imitatio, palabra latina que significa “imitación”. Al parecer, Curtius retomó este concepto de un famoso ensayo de Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental.[1] La palabra griega mimesis significa “mimo”, “pantomima” o “imitación”, pero la imitación es una versión pálida de la obra original; el plagio es imitación burda; la mimesis es resurgimiento; mejor dicho, re-creación. La mimesis es la ley universal de la literatura; Curtius la aplicó a las canciones de gesta francesas imitadas por alemanes y españoles, pero lo mismo se puede decir de los cuentistas de Occidente respecto de los árabes y los persas, de los románticos franceses respecto de los alemanes, de los poetas españoles de la generación de 1927 respecto de Rubén Darío. Como analista político, Octavio Paz calzó las botas de siete leguas del visionario Tocqueville, y como crítico de arte intentó ser un nuevo Baudelaire, de cara a la nueva modernidad. Su postura mimética respecto de Dante, Quevedo, Nerval, Mallarmé, Villaurrutia, Machado, Eliot, Guillén… es la gestación natural de un poeta que llegó a ser gran poeta; en la elección de los modelos ya se revela la seguridad del genio. Su actitud mimética no fue obstáculo, sino todo lo contrario, para que llegara a ser el inconfundible Octavio Paz. Armado de la razón crítica en el siglo XX, el niño Octavio, héroe homérico del jardín de Mixcoac, se portó también como cabal “antropófago”, en el sentido que le dio a la palabra el brasileño Oswaldo de Andrade, raro inventor de la Semana de Arte Moderno de São Paulo (1922) y del Movimento Antropófago. Lo que los paulistas calificaron como “antropofagia” es asimilación de culturas ajenas pero también devoración de las imposturas de la civilización moderna; actitud que puso en la práctica Octavio Paz respecto de las ideologías políticas, las modas intelectuales y el esnobismo artístico. Más allá de sus aspectos propiamente literarios, el Movimiento Antropófago fue una filosofía cósmica, según señala el poeta brasileño Haroldo de Campos (quien fue otro interlocutor y amigo de Octavio Paz). Su culto a la rebeldía y a la transgresión, herencia de su infancia conflictiva y su juventud entre los surrealistas, lo llevaron a tomar riesgos políticos y espirituales. Paz participó plenamente en la vida pública de

nuestro siglo, de México y de América Latina principalmente, por su palabra, sus escritos, sus revistas. Su característica más constante fue una absoluta independencia de criterios; no aceptó otra autoridad que la de su propio juicio, un juicio que acompañaba siempre el entusiasmo o la indignación; nunca frío juicio. Por eso se convirtió en una autoridad de la informal “internacional crítica”, que no para de luchar, aunque con desiguales resultados, contra la internacional dogmática y la mercantilista. Tomó muchas de sus ideas de otros pensadores o filósofos, es cierto, pero nunca sin criticarlas y adaptarlas a sus convicciones y referencias, a su propia visión del mundo y de la vida (Weltanschauung y Lebensverfassung, en la terminología de los filósofos alemanes de los que se ha nutrido). Esta visión, nacida de lecturas como las obras de Nietzsche, Valéry, Bergson, Machado, Ortega y Gasset, Lévy-Brühl, Cassirer, etc., la expresó Paz en estos términos: La “mentalidad primitiva” se encuentra en todas partes, ya recubierta por una capa racional, ya a plena luz […] El hombre no cambia y la naturaleza humana es la misma siempre […] Lo que cambia son las instituciones sociales. El hombre es inseparable de sus creaciones […] su manera de ser, lo que lo distingue del resto de los seres vivos es el cambio.[2]

Con audacia intelectual, en campos de investigación en los que no estaba cabalmente preparado, Octavio Paz logró revisitar, siendo muy joven, el pasado nacional mexicano, territorio milenario, y bastante más extenso que el municipio de Tepoztlán, “revisitado” por Lewis, después de Redfield. Derrocó sin reparos templos e ídolos filosóficos, políticos y estéticos: a Vasconcelos (por “insuficiente”), a Rivera y Siqueiros (por “intolerantes”), a López Velarde (por “cursi”)… Cuestionó, siendo el primero en expresarlo por escrito, a la Revolución mexicana en su imagen y en sus resultados (por la permanencia del “poder piramidal azteca”), y asimismo, a los intelectuales “comprometidos” en una miope cruzada nacionalista cerrada, o internacionalista ciega y fuera de tiempo y de lugar. No faltan jóvenes mexicanos que ven ahora a Octavio Paz como a un personaje oficial, pero el que va a quedar en la memoria y la historia, con su obra escrita, será el Octavio combativo de 1948 y 1968, el joven escritor que distinguieron

Alfonso Reyes y Javier Villaurrutia, el joven rebelde que adoptó Breton, el campeón de la libertad que publicó El ogro filantrópico. Destructor de mitos y creador de mitos, Octavio Paz nos ha legado una obra en apariencia dispersa y polifacética, pero con la constante perfección de la escritura. Lo que escribió de Camus se puede aplicar a él mismo: “Reunía en su figura y su prosa dos prestigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo [francés]”.[3] A Octavio Paz la rebeldía le brotó de la infancia pero se volvió método bajo la influencia de Victor Serge en México y de André Breton en París; del clasicismo le dio el ejemplo más que otros don Alfonso Reyes. Otros pensarán que lo uno y lo otro fue mimesis de Camus; pero hemos señalado ya el patrimonio común de los dos hombres, que sería suficiente explicación de ésta su analogía fundamental. Además de que la mimesis de Camus fue un fenómeno colectivo en el medio intelectual parisino, notablemente a partir de 1945, hasta su muerte absurda, afín con su filosofía, ocurrida en 1960; fechas éstas que coinciden con la presencia de Octavio Paz en París. (Es algo que yo percibo, seguramente por haber tenido esa triple experiencia: la de Argelia, tierra de mis abuelos; la de México, territorio de mi plenitud intelectual, y la del París de la inmediata posguerra en que los jóvenes veíamos a Camus como a un nuevo Profeta.) El propio Octavio Paz escribió, en el prólogo a sus Obras completas, que no se le hubiera ocurrido publicarlas, porque todas sus obras nacieron de la circunstancia: la escritura fue a la vez su forma de vivir y su medio de vivir. Su relación con el libro ha sido parte de su vida, una amplia parte; con los libros tuvo intimidad carnal. Con los autores y con los pintores, relación viva; escribió principalmente sobre amigos; muy poco sobre obras cuyos autores no había llegado a conocer personalmente. Un cuarto de siglo antes del incendio de su biblioteca, otra borgesiana Biblioteca de Babel, que fue para él una tragedia, escribió estos versos que aparecen retrospectivamente proféticos: Los libros del estante son ya brasas que el sol atiza con sus manos rojas. Se rebela mi lápiz a seguir el dictado.[4]

No obstante la declaración del autor, vemos ahora que el conjunto de sus escritos es como un solo libro, libro único, si bien de muchos tomos, tela sin agujeros en que van entramados todos los temas mayores de su obra: poesía, filosofía, historia, arte, mitología… Su filosofía fue una poética. ¿No quedó convertido él mismo en una figura mítica de la comunidad intelectual internacional? El Libro Paz está animado por sus posturas vitales: revuelta, transgresión, pero sobre todo entusiasmo, que supo comunicar a numerosos jóvenes, no sólo mexicanos, sino de todo el mundo. Quiero subrayar este aspecto, dado que las páginas que anteceden aclaran a Octavio río arriba, pero su obra se habría de considerar también río abajo: la lectura de sus poesías ha despertado nuevas vocaciones. Éste es el aspecto de su obra que sólo el futuro podrá valorar con la deseable amplitud. Todas sus obras, consideradas en conjunto, son un extenso, polifacético pero unitario ensayo sobre el yo y el otro, el objeto, y el mundo realimaginario: obra de un ciudadano del mundo, que, como otro Goethe, fue testigo de la batalla de Valmy de nuestro siglo; un Valmy al revés: el sitio de Madrid, que fue la primera derrota de las democracias frente a los poderes totalitarios. A Ortega y Gasset, uno de sus mentores intelectuales, Paz dedicó una página admirable; se trata de una definición del ensayo como género literario: [Ortega] fue un verdadero ensayista, tal vez el más grande de nuestra lengua: es decir fue maestro de un género que no tolera las simplificaciones de la sinopsis. El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso, y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni sistematiza: explora […] La prosa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que sin cesar la acechan: el tratado y el aforismo […] Por eso no he comprendido nunca la queja de los que dicen que no nos dejó libros completos (o sea, tratados, sistemas). ¿No se puede decir lo mismo de Montaigne y de Thomas Brown, de Renan y de Carlyle? […] Me aparecen sus obras no como un conjunto de obras sino como una red de caminos y de ríos navegables. Obra transitable más que habitable: no nos invita a estar sino a caminar.[5]

Este análisis del género ensayístico, ejemplificado por Ortega, se aplica en buena medida a la obra en prosa del propio Octavio Paz: “una red de caminos y de ríos navegables […] obra transitable”; nunca cayó en la tentación del tratado, sí a veces en la del aforismo. En los escritos de Paz los

espejismos del ego y las trampas del otro, la nostalgia de Mixcoac y la reconciliación de Delhi, la ruptura originaria y la salvación por el Eros y la poesía, son otros tantos fluidos convergentes hacia la figura ya inmarcesible del poeta-filósofo Octavio Paz. Como otro Teseo, animado por la inspiración poética, siguiendo el hilo de Ariadna de la razón crítica y la magia del lenguaje, logró salir del Laberinto de este siglo violento y confuso. Su legado más precioso es, sin duda, su mirada sobre la modernidad a la deriva, su presencia de centinela de la libertad. J. L. Providencia, Guadalajara, 1998-1999

[1] Bern, 1942; trad. de Eugenio Ímaz, Buenos Aires, 1950. [2] OC, 1, La casa de la presencia. Poesía e historia, pp. 133-134. [3] OC, 3, Fundación y disidencia. Dominio hispánico, p. 36. [4] Pasado en claro, 1974. [5] OC, 3, Fundación y disidencia. Dominio hispánico, pp. 293-294.

NOTA EDITORIAL

Los seis primeros ensayos que constituyen este libro son inéditos; el séptimo ya fue publicado (con variantes y más ilustraciones) como parte del libro de Jacques Lafaye titulado: Simbiosis. Arte y sociedad en México, México, Conaculta, 2009.

ÍNDICE DE NOMBRES Y OBRAS

Abramson, Pierre-Luc, historiador francés: 134 Adamov, Arthur, dramaturgo, escritor francés: 26 Adams, Henry, escritor neozelandés: 126 Adams, John, estadista estadunidense: 127 Adler, Alfred, médico austriaco: 174 Alatorre, Antonio, filólogo mexicano: 119, 166, 176 Alcool (Apollinaire): 201 Alechinsky, pintor belga: 199 Alegría, Ciro, escritor peruano: 211 Aleixandre, Vicente, poeta español: 37 Alemán Valdés, Miguel, político mexicano: 99 Alighieri, Dante, poeta florentino: 61-62, 77, 185-186, 226 Alonso, Dámaso, filólogo español: 169 Alquié, Ferdinand, filósofo francés: 163 Althusser, Louis, filósofo francés: 107 Álvarez Bravo, Manuel, fotógrafo mexicano: 199 América Latina y la democracia (Octavio Paz): 127 Amor en Stendhal (Ortega y Gasset): 179 Amor, Inés, poetisa mexicana: 211 Anábasis (Alexis Léger): 44 Anderson Imbert, Enrique, ensayista argentino: 79 Andrade, Oswaldo de, poeta brasileño: 121, 226 Angelico, Fra, fraile florentino: 209 Angelloz, Joseph François, escritor francés: 84 Anouilh, Jean, dramaturgo francés: 28 Apollinaire, Guillaume, escritor francés: 42, 81, 196, 201 ¿A qué llamamos España? (Laín Entralgo): 91 Aragon, Louis, poeta francés: 31-32, 35, 104-105, 107-108, 173 Árbol adentro (Octavio Paz): 76 Arciniegas, Germán, historiador colombiano: 18-19 Arguedas, José María, escritor peruano: 20, 211 Arendt, Hannah, filósofa germano-estadunidense: 108

Aron, Raymond, filósofo francés: 77, 102, 103, 132 Arreola, Juan José, escritor mexicano: 26, 29-30, 32, 40, 60, 103, 119 Artaud, Antonin, dramaturgo francés: 29, 31, 95 Arte e identidad: los hispanos en Estados Unidos (Octavio Paz): 127 Ars amatoria (Ovidio): 179 Asbaje y Ramírez de Santillana, Juana de (Sor Juana Inés de la Cruz), escritora novohispana: 13, 26, 55, 62, 108, 136, 152-162, 165-167, 169-174, 222, 225 Ash-Wednesday (T. S. Eliot): 82 Ashton, Dore, escritora estadunidense: 198 Asturias, Miguel Ángel, escritor guatemalteco: 19-22, 33, 211 Atala (Chateaubriand): 179 Attendu que… (Gide): 123 Atlee, Clement, político inglés: 104 Aub, Max, dramaturgo español: 58 Auerbach, Erich, filólogo alemán: 226 Aurelia (Nerval): 189 Auric, Georges, compositor francés: 29, 222 Aury, Dominique, novelista francesa: 184 A vous de jouer, entretiens avec Jean-Jacques Lafaye (Edwige Feuillère): 30 Axelos, Kostas, filósofo francés: 27 Aymé, Marcel, novelista francés: 27 Bachelard, Gaston, filósofo francés: 163 Baer, Karl Ernst von, biólogo ruso-alemán: 63 Bajtín, Mijaíl, filósofo soviético: 207 Balbuena, Bernardo de, poeta español: 170 Ballard, Michel B., historiador estadunidense: 103 Balthus (Balthasar Kłossowski de Rola), pintor polaco-francés: 34, 84, 199 Baltrusaitis, Jurgis, historiador francés: 159-160 Balzac, Honoré de, novelista francés: 107 Balzola, Huguette, librera de la ciudad de México: 20, 118 Bareiro Saguier, Rubén, escritor paraguayo: 19-20 Barragán Morfín, Luis, arquitecto mexicano: 209 Barrault, Jean-Louis, mimo francés: 29 Barth, Karl, teólogo suizo: 142 Baruk, Henri, neuropsiquiatra francés: 142, 143 Bataille, Georges, escritor francés: 32, 34, 97, 183-184, 187, 189, 213 Bataillon, Marcel, hispanista francés: 17-18, 32, 106, 110-111, 161 Baudelaire, Charles, poeta francés: 36, 38, 47-49, 53, 66, 74, 83, 95, 102, 197, 205, 213 Bayón, Damián, crítico de arte argentino-parisiense: 19, 198 Beaufret, Jean, filósofo francés: 27, 38, 141, 163 Beauvoir, Simone de, escritora francesa: 27 Beckett, Samuel, novelista irlandés: 34

Béguin, Albert, filólogo suizo: 38, 48, 50, 64, 68, 120, 126, 151 Belaval, Yvon, historiador francés: 163 Bénassy, Marie Cécile, hispanista francesa: 172 Benedetti, Mario, poeta uruguayo: 20 Bénichou, Paul, crítico francés: 20, 66 Benítez, Fernando, escritor mexicano: 136 Bérard, Christian, pintor francés: 28 Bérchez Gómez, Joaquín, historiador español: 171 Berdiaef, Nicolás, filósofo ruso: 134, 142 Bergamín, José, dramaturgo español: 32, 106 Berger, Gaston, filósofo francés: 163 Bergson, Henri, escritor francés: 61, 76, 78, 85, 96, 105, 141, 227 Berl, Emmanuel, historiador francés: 33, 60 Berlin, Isaiah, historiador inglés: 132 Bernal y García Pimentel, Ignacio, antropólogo mexicano: 134 Bernanos, Georges, novelista francés: 27, 142 Bertaux, Pierre, político francés: 68 Berzosa, Luis, director de cine español: 19 Bianco, José, periodista argentino: 89, 152 Billington, James Hadley, historiador estadunidense: 126 Bianquis, Geneviéve, germanista francesa: 39, 84 Blecua, José Manuel, filólogo español: 167 Bolívar, Simón, político venezolano: 115 Blanchot, Maurice, escritor francés: 182 Bloch, Marc, historiador francés: 155 Bonnefoy, Yves, poeta francés: 26, 111 Borah, Woodrow, historiador estadunidense: 155 Borges, Jorge Luis, escritor argentino: 18-20, 22, 24, 42, 66, 78, 86, 89, 109, 145 Bosch Gimpera, Pedro, historiador español: 88 Bourdelle, Antoine, escultor francés: 28 Bourdet, Claude, escritor francés: 103 Brading, David, historiador inglés: 155 Bradu, Fabienne, escritora francesa: 48, 83, 107 Braque, Georges, pintor francés: 28, 35, 39, 209 Brancusi, Constantin, escultor rumano: 197 Brauner, Víctor, pintor surrealista rumano: 197 Brentano, Franz Clemens, filósofo alemán: 65, 194 Breton, André, escritor francés: 30-32, 107-109, 134, 163, 178-179, 181, 183, 188, 196, 198, 201-202, 207-208, 210, 216, 228 Breuil, Henri, naturalista francés: 98 Brion, Marcel, escritor francés: 154 Brod, Max, escritor judío: 113 Brown, Thomas, escritor inglés: 230

Broz, Tito Joseph, dictador yugoslavo: 104 Bruno, Giordano, filósofo italiano: 136, 193 Buarque de Hollanda, Sérgio, historiador brasileño: 23 Buda (Siddhartha Gautama), sabio nepalí: 71 Buñuel Portolés, Luis, director de cine español: 58, 136, 141 Bürger, Peter, teórico de arte vanguardista: 121 Burke, Edmund, filósofo inglés: 132 Burrus, Ernest J., jesuita natural de Basilea: 160 Busoni, Ferruccio, pianista italiano: 29 Bustos, Hermenegildo, pintor mexicano: 213 Byron, George Gordon, poeta inglés: 78 Cabanne, Jean-Pierre, comerciente francés: 200-201 Cabrera, Manuel, diplomático mexicano: 32, 99-100 Cahiers du Sud (Michel Ballard): 103, 119 Caillois, Roger, sociólogo y ensayista francés: 24, 64, 96-97, 114, 174 Calderón de la Barca, Pedro, escritor español: 81, 168, 169 Calepino, religioso agustino: 212 Calígula (Camus): 78 Calímaco, poeta originario de Cirene: 187 Calogero, Guido, filósofo italiano: 149 Calleja, Diego, religioso de la Compañía de Jesús: 154, 172 Campos, Haraldo de, poeta brasileño: 226 “Campos de Soria” (Antonio Machado): 54 Camus, Albert, filósofo francés: 27, 32, 67, 78, 85, 102-106, 109, 111, 114, 122-124, 228 Canguilhem, Georges, filósofo francés: 163 Cantar de los cantares: 185 Cántico (Jorge Guillén): 74, 80, 85 Cántico espiritual (San Juan de la Cruz): 185 Cantique des colonnes (Valéry): 223 Capek, Karel, escritor checoslovaco: 138 Cárcer y Disdier, Mariano de, historiador español: 88 Carco, Francis (François Carcopino-Tusoli), poeta francés: 27, 33 Cardoso, Fernando Enrique, político brasileño: 133 Carlyle, Thomas, historiador inglés: 136, 230 Carné, Marcel, director de cine francés: 28 Carner, Joseph, escritor español: 75 Carpentier y Valmont, Alejo, novelista cubano: 20, 22, 51, 113 Carraciolo Trejo, Enrique, escritor argentino: 170 Carrera Andrade, Jorge, poeta ecuatoriano: 19 Carreri, Gemelli, viajero italiano: 158 Carril Iraeta, Delia del (la Hormiga), pintora argentina: 21

Carrington, Leonora, pintora mexicana: 213 Cartas a un amigo alemán (Camus): 122-123 Cartier-Bresson, Henri, fotógrafo francés: 199 Carus, Carl Gustav, pintor alemán: 62, 64 Casares, Adolfo Bioy, escritor argentino: 89, 106 Casares, María, actriz española: 28, 32, 109, 111, 122 Caso, Antonio, filósofo mexicano: 84 Cassirer, Ernst, filósofo alemán: 77, 85, 94, 110, 178, 195, 227 Cassou, Jean, escritor español: 32, 84, 109-114, 143 Castañeda y Álvarez de la Rosa, Jorge, diplomático mexicano: 25 Castañón, Adolfo, escritor mexicano: 17 Castex, Pierre-Georges, escritor francés: 49 Castiglione, Baltazar, escritor italiano: 158 Castorena y Ursúa, Juan Ignacio de, sacerdote novohispano: 152, 176 Castoriadis, Cornelius, filósofo francés: 107 Castro, Américo, historiador brasileño: 97 Castro Morales, Efraín, historiador mexicano: 171 Catulo, poeta latino: 187 Cela, Camilo José, escritor español: 182 Céline, Louis-Ferdinand, escritor francés: 28, 83 Cendrars, Blaise, escritor suizo: 27, 33 Cernuda, Luis, poeta español: 37 Cervantes Saavedra, Miguel de, novelista español: 202 Cézanne, Paul, pintor francés: 36 Chagall, Marc, pintor francés: 28 Chamson, André, historiador francés: 27 Char, René, poeta francés: 32, 35, 39, 197 Chardin, Jean Siméon, pintor francés: 198 Charlot, Jean, pintor francés: 209 Chateaubriand, François René de, escritor francés: 126, 132, 147, 179 Chatelet, François, filósofo francés: 163 Chatterton, Thomas, poeta inglés: 72 Chaunu, Pierre, historiador francés: 155 Chauviré, Yvette, bailarina francesa: 29 Chéjov, Anton, escritor ruso: 28 Chile, una loca geografía (Subercaseaux): 90 Chili: le dossier noir (Raúl Silva y Julio Cortázar): 19 Chinard, Gilbert, escritor francés: 93 Chopin, Fréderic, pianista polaco: 57 Choderlos de Laclos, Pierre, escritor francés: 181 Chumacero, Alí, poeta mexicano: 65 Churriguera, José de, arquitecto español: 171 Ciccolini, Aldo, pianista francés: 29

Cicerón, Marco Tulio, filósofo latino: 222 Cimetière marin (Paul Valéry): 80 Cioran, Émile M., filósofo francés: 22-23, 25, 34, 87 Citadelle (Exupéry): 124 Clair, Jean, historiador de arte francés: 200 Clancier, Georges-Emmanuel, poeta francés: 49 Claudel, Paul, poeta francés: 27, 33, 44 Cocteau, Jean, cineasta francés: 19, 28, 32, 37 Coe, Michael D., antropólogo estadunidense: 213 Colette, Sidonie-Gabrielle, novelista francesa: 27 Comte, Auguste, filósofo francés: 134, 141 Conde, Teresa del, historiadora mexicana: 211 Conjunciones y disyunciones (Octavio Paz): 91, 182 Conversación con Claude Fell (Octavio Paz): 97-98 Constant de Rebecque, Benjamin, filósofo suizo: 147 Copeau, Jacques, crítico de teatro francés: 28 Coppée, Francis, dramaturgo francés: 37 Corbière, Tristan, poeta francés: 83 Corbusier, Le (Charles-Édouard Jeanneret), arquitecto suizo: 28 Cornell, Joseph, escultor estadunidense: 199, 208 Coronel, Pedro, pintor mexicano: 199 Corpus hermeticum (Nicolás de Cusa): 160 Cortázar, Julio, escritor argentino-francés: 19, 21, 23 Cortés, Donoso, filósofo español: 126 Corticchiato, José, librero francés: 49, 118-119 Cortigiano (Castiglione): 158 Cosío Villegas, Daniel, historiador mexicano: 134 Crevel, René, escritor francés: 31, 183, 202 Critique de la raison poétique (Claude Esteban): 111 Croce, Benedetto, filósofo italiano: 89 Cruz, San Juan de la (Juan de Yepes Álvarez), religioso español: 185, 187 Cuauhtémoc, gobernante de México-Tenochtitlan: 211 Cuevas, José Luis, pintor mexicano: 199 Curiosités esthétiques (Baudelaire): 36, 83 Curtius, Ernst Robert, filólogo alemán: 43, 50, 62, 170, 226 Cusa, Nicolás de, teólogo alemán: 160 D’Harnoncourt, Anne (1943-2008), historiadora de arte francesa: 198 Dalí, Salvador, pintor español: 35, 198 Daniélou, Jean, teólogo jesuita: 143 Darío, Rubén, poeta nicaragüense: 21-22, 47, 54-55, 176, 226 Datos de la conciencia (Fichte): 216

Dávalos Hurtado, Eusebio, antropólogo mexicano: 211 De Baudelaire au surréalisme (Marcel Raymond): 49 De l’amour (Stendhal): 179 De la démocratie en Amérique (Alexis de Tocqueville): 36, 127-128 De música (Francisco Salinas): 160 Del mito a la novela (Dumézil): 96 Delay, Florence, novelista francesa: 26, 166 Dervaux, Pierre, compositor francés: 29 Descartes, René, filósofo francés: 107, 141 Despiau, Charles, escultor francés: 28 Dialogue avec le visible (Huyghe): 130 Diccionario de autoridades: 185 Dictionnaire des idées reçues (Flaubert): 205 Desnos, Robert, poeta surrealista francés: 184 Die Götzendämmerung (Nietzsche): 189 Die Götzendämmerung (Wagner): 189 Diego, Gerardo, poeta español: 169 Diel, Paul, psicólogo francés: 96 Dieterlen, Germaine, antropóloga francesa: 34 Díez-Canedo, Enrique, ensayista español: 58, 90 Díez del Corral, Luis, jurista español: 78, 131 Dilthey, Wilhelm, filósofo alemán: 93, 97, 139, 142, 148-149 Discurso sobre el libro VI de Polibio (Maquiavelo): 164 Discurso sobre la primera década de Tito Livio (Maquiavelo): 164 Divina Comedia (Dante): 61 Djilas, Milovan, escritor yugoslavo: 104 Do Kamo. La pesonne et le mythe dans le monde mélanésien (Leenhardt): 98 Dolfuss, Olivier, geógrafo francés: 20 Domin, Hilde, poeta alemana: 31 Donne, John, poeta inglés: 169, 170 Doyen, Jean, compositor francés: 29 Du Bos, Charles, ensayista francés: 64, 68 Duchamp, Marcel, artista francés: 28, 32, 35, 136, 197-205, 207 Duhamel, Georges, escritor francés: 33 Dumézil, Georges, antropólogo francés: 43, 96, 130 Dumur, Guy, escritor francés: 34 Durkheim, Émile, antropólogo francés: 85, 94-95, 97, 134 Durry, Marie-Jeanne, poeta francesa: 150 Dussel, Enrique, filósofo argentino: 94 Dutilleux, Henri, compositor francés: 29 Duve, Thierry de, historiador belga: 200

Echeñique, Alfredo Bryce, escritor peruano: 19-20 Edelman, Gerald M., neurólogo estadunidense: 194 Einstein, Albert, físico alemán: 99, 149 El Aleph (Borges): 89 El Antiguo Régimen y la Revolución (Tocqueville): 129 El arco y la lira (Octavio Paz): 66 El arte de la memoria (Frances Yates): 136 El banquete (Platón): 179 El castillo (Kafka): 113 El collar de la paloma (Ibn Hazm): 185 El divino Narciso (Sor Juana): 166 El extranjero (Camus): 124 El indio (López y Fuentes): 211 El laberinto de la hispanidad (Rupert de Ventós): 91 El laberinto de la soledad (Octavio Paz): 44, 47, 88-92, 94-95, 98-101, 103, 110, 113, 117121, 123-124, 127, 129-130, 147, 149, 153, 189, 194, 212, 225 El mexicano y su morada (Silva Herzog): 88 El ocaso de los ídolos (Nietzsche): 86 El ogro filantrópico (Octavio Paz): 91, 105, 128, 173, 228 El pasajero (Octavio Paz): 56 El pensamiento en blanco (Octavio Paz): 223 El pensamiento político de Tocqueville (Díez del Corral): 131 El peregrino en su patria (Octavio Paz): 91 El perfil del hombre y la cultura en México (Samuel Ramos): 98 El príncipe (Maquiavelo): 164 El resplandor (Magdaleno): 211 El sentido de la presencia (Ramón Xirau): 85 El ser y el tiempo (Heidegger): 117 El silencio del mar El sueño de Escipión: 160 El último juglar (Arreola): 103 El uso y la contemplación (Octavio Paz): 217 Elias, Norbert, sociólogo alemán: 158 Eliot, T. S., dramaturgo angloestadunidense: 19, 77, 82-83, 133, 169, 196, 226 Eluard, Paul (Eugêne Grindel), poeta francés: 31-32, 35, 37, 51, 58, 106-107, 122, 197 En busca del tiempo perdido (Marcel Proust): 53 En torno al casticismo (Unamuno): 91 Encyclopédie française: 95 Engels, Friedrich, filósofo alemán: 107, 219 Entralgo, Pedro Laín, historiador español: 91, 93 Entre orfandad y legitimidad (prefacio de Octavio Paz para Quetzalcóatl y Guadalupe): 23

Ensayos estéticos (Ortega y Gasset): 62

Erasmo (Zweig): 154 Ernst, Max, pintor alemán: 198-199, 202, 221 Eroici furori (Giordano Bruno): 193 Erotismo en las letras hispánicas. Aspectos, modos y fronteras: 182 Eros and Civilization (Marcuse): 181 Essai sur le don (Mauss): 98 Esteban, Claude, poeta francés: 25, 111, 198 Estudios sobre el amor (Ortega y Gasset): 186 Etiemble, René, lingüista francés: 34, 49, 118 Exupéry, Antoine de Saint, escritor francés: 124 Fauré, Gabriel, compositor francés: 57 Fargue, Léon Paul, poeta francés: 33 Felguérez, Manuel, pintor mexicano: 199 Felipe, León, poeta español: 58 Fenomenología de la percepción (Merleau Ponty): 76 Fernández Moreno, César, ensayista argentino: 19 Ferrater Mora, José, filósofo español: 93 Festugière, André, filólogo francés: 159 Feuillère, Edwige, actriz francesa: 28, 30 Fichte, Johann Gottlieb, filósofo alemán: 62, 86, 215-216 Filosofía de las formas simbólicas (Cassirer): 195 Filosofía y poesía (María Zambrano): 82 Flaubert, Gustave, escritor francés: 20, 153, 180, 205 Florescano, Enrique, historiador mexicano: 155 Foucault, Michel, filósofo francés: 182, 187, 204 Fouquet, Jean, retratista francés: 41-42 Fourastié, Jean, economista francés: 218 Fourier, Charles, pensador francés: 85, 134, 159, 177, 205 Fournier, Alain, poeta francés: 42 Francisco José I de Austria, emperador de Austria: 220 Frenk, Margit, filóloga germano-mexicana: 119 Freud, Sigmund, neurólogo austriaco: 77, 85, 94, 96-97, 99, 130, 164, 174, 181 Freund, Gisèle, fotógrafa alemana: 19 Freyre, Gilberto, sociólogo brasileño: 23 Friedmann, Georges, sociólogo francés: 218 Frost, Robert, poeta estadunidense: 124-125 Fuente, Beatriz de la, historiadora mexicana: 198 Fuenteovejuna (Lope de Vega): 111 Fuentes, Carlos, novelista mexicano: 21, 30, 39-40, 91, 116-117, 133, 136, 225 Fustel de Coulanges, Numa Denis, historiador francés: 165

Gage, Thomas, clérigo inglés: 158 Gallegos Freire, Rómulo, novelista venezolano: 22, 133 Gallimard, Gaston, editor francés: 24, 27 Gamio, Manuel, antropólogo mexicano: 137 Gaos, José, filósofo español: 38, 57-58, 99, 110, 142, 160 Garaudy, Roger, escritor francés: 107 García Bacca, Juan David, filósofo español: 194 García Calderón, Ventura, escritor peruano: 21, 47 García Gómez, Emilio, traductor español: 185 García Icazbalceta, Joaquín, historiador mexicano: 89 García Lorca, Federico, poeta español: 69, 73-74, 86, 109 García Lorca, Francisco, escritor español: 58, 74 García Márquez, Gabriel, novelista colombiano: 19, 21, 51 García Terrés, Jaime, editor mexicano: 20 Garibay, Ángel María, filólogo mexicano: 211 Garro, Elena, novelista mexicana: 30, 58, 75, 84 Gaulle, Charles de, general francés: 50, 108, 112-113, 123 Gautier, Théophile, novelista francés: 66 Genealogía de la moral (Nietzsche): 98 Genêt, Jean, poeta francés: 31 Gerbault, Alain, navegante francés: 205 Gerzso, Günther, pintor de ascendencia germano-húngara: 208 Gesualdo, Carlo, compositor renacentista: 222 Gide, André, dramaturgo francés: 19, 27, 33, 38, 46, 49, 77, 104, 108, 123, 164 Gil Albert, Juan (Juan de Mata Gil Simón), poeta español: 53 Gil Sánchez, Isabel, historiadora: 155 Gilles Martinet, periodista francés: 123 Gilman, Steve, hispanista estadunidense: 79 Giménez, Millé, escritor español: 167 Gimferrer, Pere, poeta español: 140 Giono, Jean, escritor francés: 28 Giraudoux, Jean, escritor francés: 28, 78, 154 Gironella, Alberto, pintor mexicano: 199, 208 Gobineau, Joseph Arthur de, filósofo francés: 129 Gödel, Kurt, filósofo austriaco-estadunidense: 147 Gode von Aesch, Alexander, lingüista germano-estadunidense: 62-64 Goeritz, Mathias, escultor mexicano: 208-209 Goethe, Johann Wolfgang von, novelista alemán: 18, 21, 25, 61, 148-149, 189, 224 Gómez, Abreu, historiador mexicano: 156, 161, 166 Gómez Carrillo, Enrique, escritor guatemalteco: 21 Gómez de la Serna, Ramón, escritor español: 174, 182 Gómez Farías, Valentín, político mexicano: 70, 72, 115 Gómez Morin, Manuel, político mexicano: 134

Góngora y Argote, Luis de, dramaturgo español: 117, 167-169 González de León, Teodoro, arquitecto mexicano: 199 Gorostiza, José, poeta mexicano: 18, 32 Gouhier, Henri, historiador francés: 163 Goytisolo, Juan, poeta español: 155 Greco, Juliette, cantante francesa: 29 Grenier, Jean, filósofo francés: 32, 150 Griaule, Marcel, antropólogo francés: 34, 95, 142-143 Gris, Juan, pintor cubista español: 209-210 Grothuysen, Bernard, filósofo francés: 163 Grousset, René, historiador francés: 142 Guicciardini, Francesco, filósofo florentino: 164 Guillaume, Paul, coleccionista de arte francés: 30 Guillén Álvarez, Claudio, escritor nacido en París: 111 Guillén Álvarez, Jorge, poeta español: 33, 37, 73-75, 79-80, 110-112, 185, 226 Guillén, Nicolás, poeta cubano: 19, 22 Güiraldes, Ricardo, novelista argentino: 21, 47 Guizot, François, historiador francés: 131, 221 Gundolf, Friedrich, poeta alemán: 62 Guzmán, Eulalia, arqueóloga mexicana: 211 Haendel, Georg Friedrich, compositor alemán: 222 Hardenberg, George Friedrich von, poeta alemán: 61-63 Hazm, Ibn, escritor árabo-andaluz: 185 Hebbel, Friedrich, dramaturgo alemán: 63 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, filósofo alemán: 94 Heidegger, Martin, filósofo alemán: 27, 37-39, 77, 85, 93, 117, 141-142, 145, 148, 221-222 Heine, Heinrich, poeta alemán: 66 Heinrich von Öfterdingen (Hardenberg): 61 Heisenberg, Werner, físico alemán: 147, 149 Hemingway, Ernest, escritor estadunidense: 19 Henríquez Ureña, Pedro, escritor dominicano: 156, 168 Hercule et le christianisme (Marcel Simon): 160 Hernández, Miguel, poeta español: 58 Herrera y Reissig, Julio, ensayista uruguayo: 66 Hersch, Jeanne, filósofa suiza: 145, 149 Hijos de la idea (Octavio Paz): 127 Himnos de la noche (Novalis): 65 Hipasia de Alejandría: 160 Historia general de las cosas de la Nueva España (Sahagún): 212 Hoffmann, Ernst Theodor Amadeus, compositor alemán: 51, 65 Hoffmann, Josef, diseñador industrial: 220

Hölderlin, Friedrich, poeta alemán: 39, 65, 81, 84, 121, 224 Hombres en su siglo (Octavio Paz): 140, 142 Homero, autor de la Ilíada y la Odisea: 75, 77, 150 Homero en Cuernavaca (Alfonso Reyes): 77 Horacio, poeta latino: 187 Houston, James A., cineasta canadiense: 210 Humanisme et terreur. Essai sur le problème communisté (Merleau Ponty): 114 Huidobro, Vicente, poeta chileno: 48 Humboldt, Alexander von, explorador alemán: 225 Hussain, M. F., pintor indio: 199 Husserl, Edmund, filósofo alemán: 38, 76-77, 117, 194 Huyghe, René, historiador francés: 130 Hyppolite, Jean, filósofo francés: 163 Ibsen, Henrik, poeta noruego: 28 Idee der Phänomenologie (Husserl): 76 Ilíada (Homero): 77 Introducción a la estética (Jean Paul Richter): 39 Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (Paul Valéry): 33 Ionesco, Eugène, dramaturgo rumano-francés: 22 Izquierdo, María, pintora mexicana: 199 Jacobs, Bárbara, escritora mexicana: 20 Jacottet, Philippe, poeta suizo: 84 Jaloux, Edmond, novelista francés: 68 Jaspers, Karl, escritor alemán: 85, 93, 142 James, William, filósofo estadunidense: 141 Jankélévitch, Vladimir, filósofo francés: 163 Jarry, Alfred, dramaturgo francés: 203-207 Jesús María, fray Juan de, carmelita novohispano: 161, 162 Jiménez, Juan Ramón, poeta español: 58 Jiménez Moreno, Wigberto, arqueólogo mexicano: 155 Johns, Jasper, pintor estadunidense: 199 Jouffroy, Alain, escritor francés: 200 Jouvet, Louis, director de teatro francés: 28, 30 Joyce, James, escritor irlandés: 19, 46, 202 Junco, Alfonso, escritor mexicano: 162, 172 Jung, Carl Gustav, psicólogo suizo: 174 Jünger, Ernst, novelista alemán: 19, 122-123 Kahnweiler, Daniel-Henry, coleccionista de arte alemán: 30, 210 Kafka, Franz, escritor nacido en Praga que escribió su obra en alemán: 113-114

Kant, Immanuel, filósofo alemán: 105, 157, 194 Kanters, Robert, escritor belga: 150 Keats, John, poeta inglés: 77, 225 Keyserling, Hermann, filósofo alemán: 168 Kierkegaard, Soeren), filósofo danés: 117, 179 Kiki de Montparnasse (Alice Prin), actriz francesa: 28 Kircher, Athanasius, sacerdote jesuita: 160 Koestler, Arthur, historiador húngaro: 114 Kosma, Joseph, compositor húngaro-francés: 28 Koyré, Alexandre, filósofo francés: 163 Krauze, Enrique, historiador mexicano: 94 Krickeberg, Walter, etnólogo alemán: 134 Krishnamurti, Jiddu, escritor indio: 84 Kristeller, Paul Oscar, filósofo alemán: 159 L’âme romantique et le rêve (Albert Béguin): 119 L’Amérique et le rêve exotique dans la littérature française au XVII et au XVIII siècle (Gilbert Chinard): 93 L’amour fou (Breton): 181 L’Espoir (Malraux): 112 L’idiot de la famille (Sartre): 180 L’institution créatrice dans l’art et dans la poésie (Maritain): 196 L’univers concentrationnaire (David Rousset): 104 La cité Antique (Fustel de Coulanges): 165 La communauté inavouable (Blanchot): 182 La condition humaine (Malraux): 118 La crise de l’Esprit (Valéry): 132 La democracia imperial (Octavio Paz): 127 La diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle (Sylvia Molloy): 21-22 La educación sentimental (Flaubert): 180 La España de todos (Bosh Gimpera): 88 La filosofía de lo mexicano (Abelardo Villegas): 88 La Fontaine (Giraudoux) La guerre de Troye n’aura pas lieu (Giraudoux): 77-78 La historie de la sexualité (Foucault): 182 La llama doble. Amor y erotismo (Octavio Paz): 45, 60, 91, 95, 177, 182, 184, 187, 189 La main enchantée (Nerval): 36 La métamorphose des dieux (Malraux): 129 La monaie de l’absolu (Malraux): 129 La peste (Camus): 124 La politique de l’Esprit (Valéry): 132 La quête du Graal (Albert Béguin): 48

La raza cósmica (Vasconcelos): 98 La rebelión de las masas (Ortega y Gasset): 132, 139 La región más transparente (Fuentes): 225 La segunda Celestina (atribuido a Sor Juana): 165-166 La societé de Cour (Norbet Elias): 158 La soirée avec Monsieur Teste (Paul Valéry): 33 La storia come ponsiere e como azione (Croce): 89 La voie des masques (Lévi-Strauss): 94 La X en la frente (Alfonso Reyes): 88 Lacan, Jacques, psicoanalista francés: 96, 174 Laforgue, Jules, crítico francés: 83 Lagarde, André, escritor francés: 50 Lalou, René, cineasta francés: 149 Lam, Wifredo, pintor cubano: 32 Lamartine, Alphonse de, escritor francés: 66 Lambert, Jean Clarence, poeta francés: 24-25, 120 Lanson, Gustave, crítico literario francés: 50 Larbaud, Valéry, crítico literario francés: 19, 33, 150 Larguier, Léo, crítico francés: 26 Larrieu, Maxence, flautista francés: 29 Las mil y una noches: 43 Laskin, Lily, arpista francesa: 29 Lautréamont, conde de, poeta francés: 205 Lawrence, David Herbert, novelista inglés: 95 Le Diable et le Bon Dieu (Sartre): 106 “Le mithe de Rimbaud (1869-1949)” (tesis de doctorado de Etiemble): 49 Le mithe de Sysiphe, essai sur l’absurde (Camus): 114 Le mythe et l’homme (Roger Caillois): 24 Le personnalisme (Mounier): 194 Le singe grammairien (El mono gramático, Octavio Paz): 43-44, 73, 84, 111 Le songe du vergier: 160 Le surréalisme et la peinture: 201 Le symbolisme dans la mythologie grecque (Paul Diel): 96 Le zéro et l’infini (Koestler): 114 Lebel, Robert, crítico de arte francés: 200 Leconte de Lisle, René, poeta francés: 37 Leenhardt, Maurice, pastor protestante: 98 Lefebvre, Henri, sociólogo francés: 142, 163 Léger, Alexis (Saint-John Perse), escritor francés: 44 Léger, Fernand, pintor francés: 28, 36 L’homme révolté (Camus): 114 Leiris, Michel, escritor francés: 26, 32-33, 210 Lenguaje y poesía (Jorge Guillén): 73

Lenin, Vladimir Ilich, líder bolchevique: 107, 111, 134, 173 León, fray Luis de, poeta español: 160, 185 Leonard, Irving, historiador estadunidense: 155, 159, 161 León-Portilla, Miguel, antropólogo mexicano: 25, 211 Leroi-Gourhan, André, historiador francés: 34 Les beaux quartiers (Aragon): 113 Les chemins de la liberté (Sartre): 105 Les enfants du Limon (Raymond Queneau): 34 Les fleurs du mal (Baudelaire): 74, 102 Les jours de notre mort (David Rousset): 104 Les larmes d’Eros (Bataille): 183 Les liaisons dangereuses (Choderlos de Laclos)): 181 Les mythologiques (Lévi-Strauss): 96 Les nourritures terrestres (Gide): 33 Les Thibault (Roger Martin du Gard): 67 Les Transformateurs Duchamp (Lyotard): 200 Les voix du silence (Malraux): 129 Lettres à un jeune peintre (Rilke): 84 Lettres persanes (Montesquieu): 132 Lévi Brühl, Lucien, sociólogo francés: 97, 227 Levy, Denah, hispanista estadunidense: 79 Lévi-Strauss, Claude, antropólogo francés: 26, 34, 93-94, 96, 114, 132 Lewis, Oscar, antropólogo estadunidense: 227 Libertad bajo palabra (Octavio Paz): 18, 114 Lida, Raimundo, filólogo argentino: 75, 79, 166 Lifar, Serge, coreógrafo francés: 29 Lope de Vega y Carpio, Félix, dramaturgo español: 111, 168, 197 López Aranguren, José Luis, filósofo español: 93 López Baralt, Luce, hispanista puertorriqueño: 182 López Mateos, Adolfo, político mexicano: 133 López Velarde, Ramón, poeta mexicano: 66, 184, 227 López y Fuentes, Gregorio, sacerdote jesuita: 211 Los hijos del limo (Octavio Paz): 38, 48 Los indios de México (Benítez): 136 Los olvidados (Buñuel): 141 Lovejoy, Arthur, historiador estadunidense: 159 Lugné-Poë, Aurélien, director de teatro francés: 28 Lugones, Leopoldo, poeta argentino: 21, 47 Lukács, Georg, crítico literario húngaro: 142 Luter, Claude, saxofonista francés: 29 Lyotard, Jean-François, filósofo francés: 200

Machado, Antonio, poeta español: 37, 54, 57, 92, 109-110, 125, 164, 186, 210-212, 226-227 Madame Edwarda (Bataille): 183-184 Madariaga, Salvador de, historiador español: 90 Maeght, Aymé, coleccionista de arte francés: 30 Maeterlink, Maurice, dramaturgo belga: 68 Magdaleno, Mauricio, escritor mexicano: 211 Maine de Biran, filósofo francés: 141 Maixandeau, Marie-Véra, compositor francés: 29 Malaquais, Jean, novelista francés: 107 Malaumoud, Charles, lingüista francés: 43-44 Malebranche, Nicolás, filósofo francés: 141, 191 Malinovski, Bronislaw, antropólogo, inglés: 95 Mallarmé, Stéphane, poeta francés: 28, 35-36, 71, 83, 184, 225-226 Malraux, André, novelista francés: 19, 27, 32, 106-107, 112-114, 116, 129, 164, 195, 198, 208

Manetti, Gianozzo, filólogo italiano: 178 Manigat, Leslie F., político haitiano: 133 Manrique, Jorge Alberto, historiador mexicano: 211 Manuscrito Tovar. Relación del origen de los indios que habitan en esta Nueva España (Jacques Lafaye): 24 Mañé, Rubio, historiador mexicano: 155 Maquiavelo, filósofo italiano: 164-165 Marañón, Gregorio, historiador español: 91 Marcel, Gabriel, dramaturgo francés: 28, 93, 142, 164 Marino, Giambattista, poeta napolitano: 197 Marsilio Ficino, sacerdote florentino: 160, 189 Marcuse, Herbert, sociólogo alemán: 181 Marginalia (Alfonso Reyes): 84 Mariátegui, José Carlos, escritor peruano: 211 Marichal, Juan, historiador español: 79 Marín, Astrana, ensayista español: 170 Maritain, Jacques, filósofo francés: 194, 196 Márquez Villanueva, Francisco, crítico literario español: 182 Martin Du Gard, Roger, novelista francés: 27, 33, 67 Martínez, José Luis, ensayista mexicano: 106, 184 Martínez de la Rosa, Francisco, dramaturgo español: 108 Martínez Estrada, Ezequiel, crítico literario argentino: 90 Marx, Karl, economista alemán: 94, 97, 99, 107, 130-131, 164, 216 Más allá del bien y del mal (Nietzsche): 98 Masques Dogon (Marcel Griaule): 95 Masson, Jean Claude, poeta belga: 26 Matisse, Henri, escultor francés: 28 Matos Mar, José, antropólogo peruano: 20

Matta, Roberto, arquitecto chileno: 26, 30-32, 199, 221 Maulnier, Thierry, crítico literario francés: 142 Mauriac, François, escritor francés: 27, 31 Maurois, André, escritor francés: 28, 154 Mauss, Marcel, antropólogo francés: 97-98, 116 Maza, Francisco de la, historiador mexicano: 158, 171 Meillet, Antoine, filólogo francés: 98 Mejía Vallejo, Manuel, escritor colombiano: 20 Meller, Raquel (Francisca Marqués López), actriz de cine española: 21 Méndez Plancarte, Gabriel, filósofo mexicano: 156, 161-162, 166, 172 Menéndez y Pelayo, Marcelino, crítico literario español: 170 Mérida, Carlos, pintor guatemalteco: 199 Merleau Ponty, Maurice, filósofo francés: 38, 76, 93, 114, 142-143, 148 Messiaen, Olivier, compositor francés: 29 Métraux, Alfred, etnólogo suizo: 33 Michard, Laurent, historiador francés: 49-50 Michaux, Henri, poeta francés: 25, 34, 50, 118, 184 Michelet, Jules, historiador francés: 136 Milhaud, Darius, compositor francés: 29 Miller, Mary Ellen, historiadora estadunidense: 213 Milosz, Czeslaw, escritor polaco: 33 Milton, John, ensayista inglés: 51 Miomandre, Francis de, novelista francés: 33 Miró, Joan, pintor español: 36, 140, 199 Mistral, Gabriela, poetisa chilena: 20 Mitterrand, François, político francés: 132 Molina, Tirso de, dramaturgo español: 179 Molière (Jean-Baptiste Poquelin), dramaturgo francés: 30, 179 Molloy, Sylvia, escritora argentina: 21-22 Mon coeur mis à un (Baudelaire): 47 Monnier, Adrienne, librera francesa: 19-20, 22, 118 Monsiváis, Carlos ensayista mexicano: 48 Montaigne, Michel de, filósofo francés: 146, 176, 230 Montand, Yves, cantante francés: 29 Monterroso, Augusto, escritor guatemalteco: 20 Montes de Oca, Marco Antonio, poeta mexicano: 133 Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, barón de, político francés: 132, 155 Morand, Paul, dramaturgo francés: 27 Moreno, Marguerite, actriz francesa: 28 Moreno Toscano, Alejandra, historiadora mexicana: 72 Moreno Villa, José, crítico de arte español: 56, 171 Morgan, Michèle, actriz francesa: 23 Moritz, Karl Philipp, escritor alemán: 68, 120-121

Moser, Koloman, diseñador austriaco: 220 Motherwell, Robert, pintor estadunidense: 199 Mounier, Emmanuel, filósofo francés: 103, 142, 194 Mozart, Wolfgang Amadeus, compositor austriaco: 179 Munier, Roger, escritor francés: 34 Muñoz Ledo, Porfirio, político mexicano: 100 Muriel, Josefina, historiadora mexicana: 158 Musset, Alfred de, escritor romántico francés: 66 Nadeau, Maurice, novelista francés: 34, 50 Nadja (André Breton): 31 Nat, Yves, compositor francés: 29 Natur Philosophie (Schelling): 62 Neruda, Pablo, poeta chileno: 19-23, 27, 32, 44, 106 Neptuno alegórico (Sor Juana Inés de la Cruz) Nerval, Gérard de, poeta francés: 36-38, 48, 66, 69, 82, 152, 189, 226 Nervo, Amado, poeta mexicano: 47, 156 Nicoll, Eduardo, filósofo hispanomexicano de origen catalán: 58 Nietzsche, Friedrich, filósofo alemán: 37, 44, 62, 77-78, 85-86, 90, 92, 94, 99, 101, 110, 116, 133, 164, 189, 191, 193, 222, 227 Nissen, Brian, escultor inglés: 199 Noailles, Anna Elisabeth de Brancovan, condesa de, poetisa francesa: 27 Nodier, Charles, escritor francés: 66 “Nocturno” (Octavio Paz): 57-58 “Nocturno” (Xavier Villaurrutia): 57 Nora, Pierre, historiador francés: 24 Nordmann, Marielle, arpista francesa: 29 Nostalgias europeas. Una vida de Stephan Zweig (Lafaye): 104 Novalis (Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenberg), poeta alemán: 37, 63-65, 68-69, 120-121, 188, 216 Nuevo tiempo mexicano (Carlos Fuentes): 91 Núñez de Miranda, Antonio, jesuita español: 165, 176 Ocampo, Silvina, escritora argentina: 18, 106 Ocampo, Victoria, escritora argentina: 19, 106, 122 Ode à Charles Fourier (Breton): 134 Odisea (Homero): 77 Onetti, Juan Carlos, escritor uruguayo: 20 Oración sobre la dignidad del hombre (Pico della Mirandola): 192 Orozco, José Clemente, muralista mexicano: 138, 209 Ortega y Gasset, José, filósofo español: 17, 38, 56, 58, 62, 72, 94, 97, 101, 103, 110, 131132, 138-143, 145-150, 179, 185-186, 188, 201-202, 227, 229-230

Oû va le travail humain? (Friedmann): 218 Ovidio, poeta latino: 179 Oviedo, José Miguel, crítico literario peruano: 19 Pacheco, José Emilio, novelista mexicano: 48 Pagnol, Marcel, dramaturgo francés: 28 Palm, Erwin Walter, filólogo alemán: 31 Panofsky, Erwin, historiador de arte alemán: 170, 198 Papaioannou, Kostas, filósofo francés: 107 Pareto, Vilfredo, sociólogo suizo: 134, 164 Parey, Paul, compositor francés: 29 Parménides, filósofo griego: 38, 110, 141 Partage de midi (Paul Claudel): 33 Pasado en claro (Octavio Paz): 57, 62, 65-67, 79-80 Pascual Buxó, José, filólogo mexicano: 171 Paso, Fernando del, novelista mexicano: 20 Passeyro, Ricardo, poeta uruguayo: 33 Paulhan, Jean, escritor francés: 27, 184 Pavlowsky, Gaston de, escritor francés: 204 Paz, Ireneo (abuelo de Octavio Paz), abogado mexicano: 41, 58, 71, 79, 115, 127, 157 Paz, Laura Helena (hija de Octavio Paz y Elena Garro), escritora mexicana: 75, 123 Péguy, Charles, filósofo francés: 41-42, 61, 75-76, 116, 118, 194 Pellicer, Carlos, poeta mexicano: 20, 27 Peralta, Braulio, escritor mexicano: 52 Péret, Benjamín, poeta surrealista francés: 30, 107, 109 Pereyra, Carlos, historiador mexicano: 89 Pérez de Ayala, Ramón, escritor español: 77, 90 Pérez Martínez, Héctor, historiador mexicano: 100, 211 Peri Rossi, Cristina, poeta uruguaya: 122 Pfandl, Ludwig, hispanista alemán: 154, 156, 172 Philippe, Gérard, actor francés: 23, 28, 32 Piaf, Edith, cantante francesa: 29 Piaget, Jean, psicólogo suizo: 145 Picasso, Pablo, pintor español: 28, 106-107, 209, 213 Pico della Mirandola, Giovanni, filósofo florentino: 192 Picon, Gaëtan, crítico de arte francés: 34, 43 Picón Salas, Mariano, ensayista venezolano: 20 Piedra de Sol (Octavio Paz): 18 Pietschman, Horst, historiador alemán: 155 Pieyre de Mandiargues, André, novelista francés: 26, 32 Pirandello, Luigi, dramaturgo italiano: 28 Pimandro (Trismegisto): 160

Pitoëff, George, director de teatro francés: 29 Pitol, Sergio, novelista mexicano: 20, 40 Platón, filósofo ateniense: 37, 179, 185, 222 Plotino, filósofo griego: 84 Plutarco, polígrafo latino: 40 Poe, Edgar Allan, escritor estadunidense: 49, 206, 225 Poemas mudos y objetos parlantes: André Breton (Mario Praz): 168 Poesías completas (Quevedo): 167 Poètes d’aujourd’hui (Pierre Segheers): 50 Pol-Fouchet, Max, escritor francés: 123 Poniatowska, Elena, escritora mexicana: 52, 76 Popper, Karl, filósofo austriaco: 158 Por un aire revolucionario independiente. Manifiesto de Diego Rivera y André Breton por la liberación definitiva del arte (Diego Rivera y André Breton): 31 Posada, José Guadalupe, grabador mexicano: 213 Poulenc, Francis Jean Marcel, compositor francés: 29 Poulet, Georges, crítico literario belga: 150-151 Pound, Ezra, poeta estadunidense: 19, 82-83, 196 Prados, Emilio, poeta español: 57 Praz, Mario, crítico italiano: 168 Prévert, Jacques, poeta francés: 27-28, 34 Présentation de la Beauce à Notre Dame de Chartres (Péguy): 42 Primero sueño (Sor Juana Inés de la Cruz): 159, 167 Primo de Rivera, Miguel, político español: 42 Pritchard, Evans, antropólogo inglés: 95 Prometeo (Pérez de Ayala): 77 Proudhon, Pierre-Joseph, filósofo francés: 134 Proust, Marcel, escritor francés: 28, 53-55, 61, 69, 77, 85, 87, 186-187 Puccini, Giacomo, compositor italiano de ópera: 173 Puech, Charles Henri, historiador francés: 160 ¿Qué cosa es gachupín? (Mariano de Cárcer): 88 Queneau, Raymond, dramaturgo francés: 34 Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional de México (Jacques Lafaye): 24, 80 Quevedo, Francisco de, escritor español: 80, 155, 166, 168, 226 Rabelais, François, escritor francés: 107 Radiografía de la Pampa (Martínez Estrada): 90 Ramírez, Juan Antonio, ensayista español: 204 Ramírez, Pedro (abuelo de Juana de Asbaje): 157 Ramos, Samuel, filósofo mexicano: 90, 98

Rauschenberg, Robert, pintor estadunidense: 199 Ray, Man, fotógrafo surrealista estadunidense: 198-199 Raymond, Marcel, crítico literario suizo: 49, 151 Recuerdos de la Revolución de 1848 (Tocqueville): 131 Redfield, Robert, antropólogo estadunidense: 227 Reeve, Henry, estadunidense que se unió al ejército cubano insurgente: 131 Reflexiones de un intruso (Octavio Paz): 213 Renan, Joseph Ernest, historiador francés: 85, 195, 230 Renaud, Madeleine, actriz francesa Renoir, Jean, director de cine francés: 28, 107 Residencia en la tierra (Pablo Neruda): 44, 46 Respuesta a sor Filotea de la Cruz (Sor Juana Inés de la Cruz): 159 Reverdy, Pierre, poeta francés: 196 Reyes, Alfonso, polígrafo mexicano: 18-19, 22, 31, 33, 40, 42, 48, 51, 76-77, 84, 88-89, 100-101, 110, 145, 150, 168, 225, 228 Ricard, Robert, historiador francés: 160-161, 166, 172 Richter, Jean Paul, novelista alemán: 38-39, 49, 65, 68, 120, 134, 224 Rickert, Heinrich, filósofo alemán: 62 Rilke, Rainer Maria, poeta austro-germano: 19, 37, 40, 84 Rimbaud, Arthur, poeta francés: 33, 48-49, 66, 124, 205-206 Río, Ángel del, historiador español: 58, 75 Ríos, Julián, poeta español: 86 Rivera, Diego, muralista mexicano: 129, 138, 208-209, 213, 227 Riverend Brusone, Julio Le, historiador cubano: 19 Rivet, Paul, etnólogo francés: 18, 27, 34, 95, 143, 210-211 Rivière, Georges-Henri, museógrafo francés: 34, 150, 210, 220-221 Roa Bastos, Augusto, escritor paraguayo: 19, 21 Roblès, Emmanuel, dramaturgo argelino: 32 Rodeos hacia una conclusión (Octavio Paz): 194 Rodin, Augusto, escultor francés: 84 Roggiano, Alfredo, crítico literario argentino: 169 Roh, Franz, crítico de arte alemán: 63 Rojas Garcidueñas, José, historiador mexicano: 166 Rojo Almazán, Vicente, pintor mexicano: 199 Rolland, Romain, escritor francés: 42, 44, 76, 104, 154 Romains, Jules, escritor francés: 27, 142-143 Romanticismo y modernidad (Esteban Tollinchi): 67 Romero, Francisco, filósofo argentino: 20 Romero, José Luis, historiador argentino: 20 Roubaud, Jacques, poeta francés: 26, 166 Rougemont, Denis de, filósofo suizo: 50, 142, 180-181, 187 Roussel, Raymond, dramaturgo francés: 203-204 Rousset, David, escritor francés: 104-105, 17

Rousset, Jean, crítico literario suizo: 151 Rousseau, Jean-Jacques, filósofo suizo: 134 Rousseau, Henri, pintor francés: 205 Roy, Claude (1915-1997), poeta francés: 34 Rubén Darío (Salinas): 154 Rubens, Peter Paul, pintor alemán: 197 Rubert de Ventós, Xavier, filósofo catalán: 91 Ruiz de Alarcón, Juan, escritor español: 168 Rulfo, Juan, escritor mexicano: 59-60 Ruskin, John, crítico de arte inglés: 219 Ruz Lhuillier, Alberto, arqueólogo francomexicano: 20, 30 Sábato, Ernesto, escritor argentino: 19, 22 Sade, Donatien Alphonse François de, filósofo francés: 177, 182-184, 187, 205-206 Safo, poetisa griega: 187 Sahagún, fray Bernardino de, religioso español: 212 Salacrou, Armand, dramaturgo francés: 28 Salinas, Francisco, teórico musical español: 160 Salinas, Pedro, ensayista español: 53, 58, 75, 79, 111, 154 Salomé, Lou Andreas, escritora rusa: 181 Sánchez, Alberto Ruy, ensayista mexicano: 48 Sandoval y Zapata, Luis de, escritor novohispano: 170 Sangnier, Marc, periodista francés: 194 Sangrientas fiestas del Renacimiento (Jacques Lafaye): 165 Santa Teresa de Ávila, religiosa española: 185 Santí, Enrico Mario, hispanista cubano: 162 Sarduy, Severo, crítico de arte cubano: 44-45 Sarrailh, Jean, escritor francés: 27, 32 Sartre, Jean-Paul, filósofo francés: 26-29, 93, 95, 101-103, 105-106, 132, 145, 148, 180 Satie, Erik, compositor francés: 222 Saussure, Ferdinand de, lingüista suizo: 145, 164 Sauvy, Alfred, sociólogo francés: 104 Segundo Fausto (Goethe): 189 Schéadé, Georges, dramaturgo libanés: 32 Schele, Linda, iconografista estadunidense: 213 Scheler, Max, filósofo alemán: 93, 148, 186 Schelling, Friedrich, filósofo alemán: 62, 197, 224 Schlegel, August Wilhelm, filólogo alemán: 61 Schlegel, Federico, crítico literario alemán: 39, 66 Schleiermacher, Friedrich, filósofo alemán: 62 Schlumberger, Anne Gruner: 221 Schlumberger, Daniel, arqueólogo francés: 44

Schlumberger, Jean, diseñador de joyas francés: 27, 33 Schmidhuber de la Mora, Guillermo, dramaturgo mexicano: 166 Schneider, Pierre, crítico de arte francés: 198 Schons, Dorothy, escritora estadunidense: 156, 166, 172 Schopenhauer, Arthur, filósofo alemán: 44, 101, 191 Schwarz, Arturo, historiador de arte italiano: 200 Segel, Harold Bernard, crítico literario estadunidense: 170 Seghers, Pierre, poeta francés: 50 Segovia, Tomás, ensayista mexicano: 152 Sélavy, Rrose, alter ego de Marcel Duchamp: 203 Semprún, Jorge, escritor español: 32 Serge, Víctor, escritor belga: 107, 228 Shakespeare, William, dramaturgo inglés: 29, 77 Sheridan, Guillermo, escritor mexicano: 48 Siegfried, André, académico francés: 142 Sierra Méndez, Justo, político mexicano: 116, 130 Sigüenza y Góngora, Carlos de, historiador novohispano: 166 Silva Cáceres, Raúl, escritor chileno: 19 Silva Herzog, Jesús, político mexicano: 88, 101 Silva y Velázquez, Diego de, pintor español: 202 Sima, Josef, pintor checoslovaco: 199 Simmel, Georg, sociólogo alemán: 77 Simon, Marcel, historiador francés: 160 Siqueiros, David Alfaro, muralista mexicano: 129, 138, 209, 227 Skármeta, Antonio, escritor chileno: 20 Skira, Albert, editor suizo: 43 Soboul, Albert, historiador francés: 107 Sobre Nietzsche (Bataille): 183 Soledades (Góngora): 117, 167 Soriano, Juan, pintor mexicano: 32, 57, 199 Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (Octavio Paz): 91, 152, 162-163, 176 Soupault, Philippe, escritor francés: 28 Soustelle, Jacques, etnólogo francés: 34, 107, 123 Soto y Gama, Antonio Díaz, político mexicano: 115 Spengler, Oswald, historiador alemán: 98 Stael, madame (Anne-Louise Germaine Necker), escritora francesa: 147 Stalin, José, líder de la Unión Soviética: 104, 106-107 Stanton, Anthony, filósofo inglés: 39, 101, 167 Starovinski, Jean, historiador suizo: 150-151 Stavenhagen, Rodolfo, antropólogo mexicano: 25 Stéphane, Roger, periodista francés: 123 Stendhal, Henri-Marie Beyle, novelista francés: 21, 127, 180, 186 Steefel, Lawrence Dinkelspiel, historiador estadunidense: 200

Subercaseaux, Benjamín, ensayista chileno: 90 Supervielle, Jules, poeta franco-uruguayo: 22, 33 Svedenborg, Emanuel, teólogo sueco: 49 Swaminathan, pintor hindú: 199 Tamayo, Rufino, muralista mexicano: 113, 199, 213 Tapia Méndez, Aureliano, historiador mexicano: 165 Tàpies, Antoni, pintor español: 140, 199 Tapisseries (Péguy): 42 Tenorio Trillo, Martha Lilia, lingüista mexicana: 176 Teatro de los dioses de la gentilidad (Sor Juana Inés de la Cruz): 159 Tello Barraud, Manuel, político mexicano: 144 Teoría y realidad del Otro (Laín Entralgo): 93 Teseo (Gide): 77 Textos cautivos (Alfonso Reyes): 31 Tiempo mexicano (Fuentes): 91 The Great Chain of Being (Lovejoy): 62 The Waste Land (T. S. Eliot): 82 Thibaudet, Albert, crítico literario francés: 50 Tieck, Ludwig, escritor alemán: 65 Tovar, Antonio, filólogo español: 151 Tocqueville, Alexis de, pensador francés: 36, 83, 85, 110, 116-117, 126-129, 131-134, 138, 221, 226 Tollinchi, Esteban, filósofo puertorriqueño: 67 Torres Bodet, Jaime, ensayista mexicano: 18, 24-25, 32 Torre Villar, Ernesto de la, historiador mexicano: 161-62, 166 Toscano, Salvador, arqueólogo mexicano: 210 Toussaint, Manuel, historiador de arte mexicano: 171 Toynbee, Arnold Joseph, historiador inglés: 98, 197 Trabulse, Elías, escritor mexicano: 159, 166, 176 Tractatus de religionis nostrae instituto, deque hujus fine […] (Juan de Jesús María): 161

Tramini, Marie José (esposa de Octavio Paz): 17, 25, 34, 45, 59, 65, 71, 78-80, 119, 140, 208

Tristán e Isolda (Wagner): 189 Trotski, León, revolucionario ruso: 31, 173 Trueblood, Alan S., hispanista estadunidense: 166 Ubu roi (Jarry): 203 Ulises criollo (Vasconcelos): 77, 98 Unamuno, Miguel de, filósofo español: 42, 62, 84-86, 90-91, 93, 97, 117 Une vie pour la liberté (Cassou): 113

Ungaretti, Giuseppe, poeta italiano: 33 Usigli, Rodolfo, dramaturgo mexicano: 30, 32 Valéry, Paul, ensayista francés: 27, 33, 35, 80, 83, 132, 164, 197, 220, 222-223, 227 Vargas Llosa, Mario, novelista peruano: 21, 23, 42, 133 Vasconcelos, José, escritor mexicano: 46, 77, 100, 137, 140, 180, 227 Velasco, José María, pintor mexicano: 213 Vercors (J. M. Bruller), escritor francés: 34, 122 Verlaine, Paul, poeta francés: 22, 66, 150, 176 Vian, Boris, dramaturgo francés: 30 Vida de don Quijote y Sancho (Jorge Luis Borges): 42 Vida de Ramakrishna (Romain Rolland): 44 Vida de Vivekananda (Romain Rolland): 44 Vidas paralelas (Plutarco): 40 Vieira, Antonio, jesuita portugués: 175-176 Vilar, Jean, director de teatro francés: 29, 32 Villaurrutia, Xavier, poeta mexicano: 37, 57, 59, 65, 82, 100, 202, 226, 228 Villiers de l’Isle, Adam, escritor francés: 206 Villon, François, poeta francés: 83 Villoro, Luis, filósofo mexicano: 25 Virgilio, poeta latino: 187 Visión de Anáhuac (Alfonso Reyes): 77, 225 Vislumbres de la India (Octavio Paz): 45 Vita Christi (Ludolfo de Sajonia): 49 Vitoria, Francisco de, fraile dominico español: 160 Voyage au pays de la quatrième dimension (Pavlowsky): 204 Vuelta a El laberinto de la soledad (Octavio Paz): 97, 99 Wackenroder, Wilhelm Heinrich, escritor alemán: 131 Waelhens, Alphonse de, filósofo belga: 142 Wagner, Richard, compositor alemán: 99, 189 Weber, Max, filósofo, alemán: 134 Webern, Anton, compositor austriaco: 222 Weinberger, Eliot, escritor estadunidense: 198 Westphal, Charles, teólogo protestante: 143 Wölfflin, Heinrich, historiador suizo: 170 Wordsworth, William, poeta inglés: 46 Xirau, Joaquín, filósofo español: 58 Xirau, Ramón, filósofo español: 37, 85, 160, 221 Yáñez, Agustín, narrador mexicano: 27

Yates, Frances, historiadora inglesa: 136, 159 Yurkievich, Saúl, crítico literario argentino: 19 Zambrano, María, filósofa española: 82, 99 Zao Wou Ki, pintor francés: 199 Zapata, Emiliano, caudillo de la Revolución mexicana: 130 Zavala, Silvio, historiador mexicano: 25, 155 Zea, Leopoldo, filósofo mexicano: 130, 147 Zérega Fombona, Alberto, escritor venezolano: 21 Zorrilla, José, dramaturgo español: 179 Zozobra (López Velarde): 184 Zweig, Stephan, dramaturgo austriaco: 104, 154

PREÁMBULO

Octavio Paz a los diez años, Mixcoac, 1924. Cortesía de M. J. Paz.

Nota del editor: Las portadas de libros que aparecen en estas láminas son de la biblioteca de Jacques Lafaye. Todos los escritos e imágenes de Octavio Paz se han publicado con la autorización de Marie José Paz.

I. El Parisino

Portada de la Anthologie de la poésie mexicaine (UNESCO), con prefacio de Octavio Paz, Nagel, París, 1952.

Retrato de Roger Caillois, en Cahiers du Sud (Marsella), ca. 1950. (Derechos reservados.)

Portada del libro Pierre de Soleil, trad. de Benjamin Péret, ilustr. de Rufino Tamayo, Gallimard, París, 1962.

Retrato del poeta René Char, en casa del pintor Georges Braque, Varengeville, 1952. Cortesía de Marie-Claude Char (cliché amateur de Mariette, mucama de Braque).

Portada de la revista La nouvelle revue française (NRF), dirigida por Jean Paulhan y Marcel Arland, con un artículo de Octavio Paz (“Corriente alterna”), núm. 102, año 9, Gallimard, París, junio de 1961.

André Breton con la pintora surrealista Bona Tibertelli de Pisis (esposa del poeta André Pieyre de Mandiargues), en el café de la Place Blanche, Montmartre, París, ca. 1950.

Octavio Paz, Aigle ou soleil?, trad. de Jean-Clarence Lambert, ilustr. de Bona Tibertelli de Pisis, Falaize, París, 1957.

Carta mecanografiada de Octavio Paz a J. Lafaye, México, 30 de marzo de 1973.

Octavio Paz, La fille de Rappaccini, trad. de André Pieyre de Mandiargues, Mercure de France, París, 1972.

Portada de la revista Poésie 95 (La Maison de la poésie), Pour Octavio Paz, núm. 56, febrero de 1995.

II. El peregrino

Octavio Paz en el México profundo, Chilapa (Sierra Madre del Sur, Guerrero), México, 1932. Cortesía de M. J. Paz.

Retrato de Alfonso Reyes, ca. 1950. Archivo fotográfico del FCE.

Foto de André Breton en México, 1938, por Manuel Álvarez Bravo. Asociación Manuel Álvarez Bravo.

Octavio Paz en Manhattan (Central Park), septiembre de 1945. Fotografía de Lola Álvarez Bravo. Cortesía de M. J. Paz.

Carta mecanografiada de Octavio Paz a Teresa Guillén, Nueva York, agosto de 1945. La última línea a mano dice: “un beso a Antoñito Emperador” [hijo pequeño de Teresa]

Octavio Paz con Jorge Guillén en el curso de verano de Bread Loaf, Vermont, 1945. Cortesía de Teresa Guillén Gilman.

La brasserie La Coupole, Boulevard de Montparnasse, París, 1955. Fotografía: Studio Roger Viollet.

“La Musa” del surrealismo (la escritura automática), Dictionnaire abrégé du surréalisme, de André Breton y Paul Eluard, ed. José Corti, 1938. Cortesía de Éditions José Corti.

III. el solitario

Octavio Paz, ca. 1936. (Fotógrafo anónimo.) Cortesía del Museo Nacional de Arte.

José Corti con su esposa, Nicole, en la Librairie José Corti, 11 rue de Médicis, París, ca. 1955. Cortesía de Éditions José Corti.

Portada de L’âme romantique et le rêve, de Albert Béguin, Librairie José Corti, París, 1946.

Portada de El romanticismo alemán y las ciencias naturales, de Alexander Gode von Aesch, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1947 (ed. original, Columbia University Press, Nueva York, 1941).

Carta de Jesús Silva-Herzog (primer editor de El laberinto de la soledad por Cuadernos americanos) a Octavio Paz, 30 de junio de 1950. Cortesía de Jesús Silva-Herzog Márquez.

Portada de la revista Esprit, dirigida por Albert Béguin, con un artículo de Octavio Paz (“El laberinto de la soledad”), año 21, París, julio de 1953.

IV. El visionario

Portada de El ogro filantrópico, de Octavio Paz, Joaquín Mortiz, México, 1979.

Retrato de Alexis de Tocqueville, en la época de su misión en los Estados Unidos, durante la cual escribió De la démocratie en Amérique, 1835-1840.

Octavio Paz recibe el premio Tocqueville de manos del presidente de Francia, François Mitterrand; a la derecha, Pierre Messmer, canciller del Instituto de Francia. Valognes, Francia, 1989. © AFP.

Portada de la edición francesa moderna de De la démocratie en Amérique, de A. de Tocqueville, introducción de Firmin Roz, Librairie de Médicis, París, 1951.

Portada del libro de actas de Rencontres Internationales de Genêve, La connaissance de l’homme au XX e siècle, Ginebra, 1951.

Portada de la revista Sur, “Victoria Ocampo. Correspondencia”, núm. 347, Buenos Aires, 1980.

Retrato de José Ortega y Gasset (ca.1945). Fotografía que acompañaba al libro El espectador en su edición de Bolaños y Aguilar, Madrid, 1950.

Portada de la Revista de Occidente, con texto de Octavio Paz (homenaje póstumo), “Estrofas para un jardín imaginario”, núm. 208, Madrid, 1998.

V. El rebelde

Portada de Libertad bajo palabra, de Octavio Paz, FCE, México (Tezontle), 1949.

Portada de Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, de Octavio Paz, Seix Barral, Barcelona, 1982.

Autógrafos de Sor Juana en libros de su biblioteca (identificados por el maestro Ernesto de la Torre Villar), siglo XVII. Cortesía de la Fondation Singer-Polignac.

Portada de la edición original de Quetzalcóatl et Guadalupe. La formation de la conscience nationale au Mexique, de J. Lafaye, con prefacio de Octavio Paz (“Entre orfandad y legitimidad”), Gallimard, París, 1974.

Portada de Plural (revista de Octavio Paz), Nueva España y nosotros, núm. 46, 1975 (Excélsior, México, D. F.)

Fotografía de una carta manuscrita de Octavio Paz a J. Lafaye, de Cambridge, Massachusetts, 10 de enero de 1974. Archivo del autor.

Portada de Francisco de Quevedo. Poesía original completa, edición de José Manuel Blecua, Planeta, Barcelona, 1981.

Portada de La consagración de la historia, de Kostas Papaioannou, prólogo de Octavio Paz, FCE, México (Breviarios, 485), 1989.

Portada de la revista Vuelta (carta manuscrita con dibujo de Victor Hugo), fundada por Octavio Paz, núm. 107, México, 1985.

VI. La persona

“El potlatch de Alberto Gironella a Octavio Paz”, 1998 (homenaje póstumo). (Derechos reservados de Emiliano Gironella.)

Portada de Les fleurs du mal, de Charles Baudelaire, de la clásica edición de Alphonse Lemerre, con el retrato del poeta, obra de Emile de Roy (1844), París, 1917.

Octavio Paz con Marie José, México, 1971. Fotografía de Nadine Markhova. Cortesía de M. J. Paz.

Portada de la edición original de Le singe grammairien, trad. al francés de Claude Esteban, Albert Skira, Ginebra, 1972.

Retrato de Octavio Paz en Afganistán, ca. 1965. Fotografía de M. J. Paz.

Portada de Le feu de chaque jour, de Octavio Paz, trad. de Claude Esteban, Gallimard, París, 1986.

Retrato de Cioran en su casa de París, 19 rue de l’Odéon, 1988. (Derechos reservados, Dominique Nabokov.)

Portada de Précis de Décomposition, de E. M. Cioran, Gallimard, París, 1949.

Catálogo de los ganadores del Premio Cervantes, de Jorge Guillén (1976) a Francisco Ayala (1991), Universidad de Alcalá, 1992.

Portada de Le Mythe de Sisyphe, de Albert Camus, Gallimard, París, 1942.

VII. La mirada

Retrato de Octavio Paz por Manuel Álvarez Bravo, México, 1977.

Portada y forma del libro Vrindaban, poema de Octavio Paz, Éditions Claude Givaudan, Ginebra, 1966.

Portada de ¿Águila o sol?, de Octavio Paz, ilustr. de Rufino Tamayo, FCE, México (Tezontle), 1951.

Portada de Juan Gris, de Daniel-Henry Kahnweiler, Gallimard, París, 1946.

Exposición de Enrico Baj, artista de vanguardia; contiene texto de presentación de Octavio Paz, Milán, 1962.

“L’art n’a pas d’existence propre: c’est un chemin, une liberté. La peinture tantrique, au vrai, ne nous montre rien: la lire, la contempler est un pélerinage qui se résout en dépossession.” Octavio Paz, La pensée en blanc, trad. por Claude Esteban.

Final

Fotografía de la recepción-homenaje a Octavio Paz, en ocasión de su 80 aniversario (junto al poeta, el ministro de cultura francés), Maison de l’Amérique Latine, París, 1994. © AFP.

Invitación a la ceremonia de entrega del Premio Nobel a Octavio Paz, Estocolmo, 10 de diciembre de 1990.