Nunca-SeremosEstrellas-de-Rock.pdf

© Del texto: 1995, JORDI SIERRA i FABRA © De esta edición: 1995, Santularia, S. A. Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono

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© Del texto: 1995, JORDI SIERRA i FABRA © De esta edición: 1995, Santularia, S. A. Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono (91)322 47 00 «Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones Beazley, 3860. 1437 Buenos Aires »Agui!ar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767. Col. Del Valle, México D.F. C.P. 03100 ISBN: 84-204-4874-5 Depósito legal: M-26.092-1997 Primera edición: 1995 Quinta reimpresión: julio 1997 Una editorial del grupo Santularia que edita en España • Argentina «Colombia • Chile * México EE. UU. * Perú » Portugal» Puerto Rico • Venezuela Diseño de la colección: JOSÉ CRESPO, ROSA MARÍN, JESÚS SANZ Impreso sobre papel reciclado de Papelera Echezarreta, S. A. Printed in Spain - Impreso en España por Unigraf, S. A., Móstoles (Madrid) Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Nunca seremos estrellas del rock

PRIMER DÍA Sólo porque seas un paranoico no significa que no vayan a por ti. Territorial Pissings Kurt Cobain - Nirvana

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Sueño

T

iu uve un sueño hace un par de semanas, puede que menos. Un sueño... ¿cómo explicarlo? Si digo que fue jodido parece como si sólo hubiera sido una pesadilla, y en realidad fue demoledor. Esa clase de cosas que te pegan fuerte. Despierto o dormido acaban dejándote... bueno, ya me entendéis: ¡Push! Imaginaos a un tío con cara de trauma psíquico, y a MI lado, uno de esos bocadillos de viñeta de comic que dice: ¡l'ush! Así estaba yo. Caminaba por un cementerio, pero no me sentía melancólico o asustado. Era un lugar hermoso, agradable, lleno li 1 1 viva de la puerta, mirando hacia el portal de la casa, y esprin ;i que el camarero, un chico espigado y con cara de chisi' f dirigiera a él. Lo hizo en menos de diez segundos. -¿Que va a ser? 1 In cacaolat. ¿Caliente? Natural. Se lo sirvió y le pagó inmediatamente, para evitarse • I - -i'"' las prisas. Le entregó uno de los billetes de mil hur-

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tados al hombre del callejón y esperó el cambio dando los primeros sorbos a la bebida. Pensó en la necesidad de ingerir también algo sólido, pero decidió hacerlo después, más tarde. No comía nada desde,., sí, la comida del día anterior. No había cenado. Con el cambio en su poder y el vaso ya medio consumido, volvió al ventanal exterior del bar. Desde allí mantuvo su vigilia, su espera. No disponía de tiempo, pero necesitaba estar allí. Siempre el maldito tiempo. Los fantasmas de la casa también mantuvieron su silencio y su ausencia.

En un mes podían pasar muchas cosas. A veces incluso en una semana. O en un día. Demasiadas. -Disculpe, señora, ¿sería tan amable de decirme la hora que es? La mujer se detuvo, frenó su atribulada carrera, con el carro de la compra sujeto a su espalda, como quien tira de un perro dócil. Tai vez no le gustara lo que vio, pero el tono, la cortesía, habían sido extremas. Elevó su muñeca izquierda a la altura de sus ojos miopes y se lo dijo. -Gracias, muy amable -la correspondió él. Volvió a caminar por la acera, arriba y abajo, preocupado, furioso, incómodo. Empezó a preguntarse qué estaba haciendo allí, por qué estaba allí y en qué momento había decidido que ella era más importante que su propia persona y su libertad. Cada minuto que pasaba era... Se detuvo en seco al verla aparecer por el extremo más alejado de la calle. Siempre le había parecido especial, pero esta mañana, en aquel instante, la apreciación fue superior a todo lo conocido o experimentado con anterioridad. Tal vez fuera su imagen mágica, el momento, las circunstancias o el hecho de vrrla desde tan lejos, porque no les separaba la distancia de l.i ral/ada, sino una superior. Se dio cuenta de ello en ese preciso punto de inflexión. Por esta razón no se movió. Deseó que ella le viera, pero él no se movió. lil rostro de Neus era inexpresivo, blanco como la i n.i en contraste con la negritud de sus cabellos, caídos con hluTiad hasta más allá de la mitad de la espalda. Se le adivin.ili.i el sueño pegado a los párpados, porque sus ojos parei LID no ver más que el suelo que se disponía a pisar, paso a I M M I Sus labios destacaban como una mancha de color en su ' ,11.1. ln mismo que el óvalo de sus facciones, la breve nariz o l,i luí b i l l a puntiaguda que hendía el aire con cada movimienin I l i - \ a b a la carpeta apretada contra el pecho con ambos I H U / O S cm/ados sobre ella, como solían hacerlo las chicas, i 1 lino si (ciñiera que la generosidad de su pecho pudiera ser n i n i i v o de asombro. En cambio su cuerpo era menudo, de • i n n i i . i breve y piernas delgadas. Tal vez fuera una fotocopia i l i • u . i l i i n i c i a de las miles de chicas de su misma edad -dieciiili ir dieciocho años-, pero para él Neus tenía todos ¡os coloM M < l i I .neo iris, y eso la hacía única y diferente.

o.

Tiempo

''uiero pararme un minuto. ..le dicen que haga cosas, pero ¿cuáles? Necesito un minuto para escoger una dirección, si voy a comerme una pizza llena de queso o una hamburguesa bañada en ketchup. Es importante. Incluso la pizza puede tener veinte sabores, y no es fácil de escoger. O la hamburguesa. ¿!M quieres con lechuga y aros de cebolla o con cualquier otra de las mierdas que le ponen ? ¿Por qué no dejan de empujarme? Oh, sí, ellos van y se sientan y chasquean los dedos y ya saben lo que quieren. Su cerebro y su corazón van coordinados. Respiran por inercia. Pero hay otros que necesitan saber que respiran, sentir el aire entrando y saliendo. Son los que necesitan pararse un minuto. Aunque por detrás venga la turba, la masa sin rostro, empujando y empujando. Por Dios, sólo un minuto. Pero de mi tiempo. Porque mi tiempo no tiene nada que ver con el vuestro.

¿, X si estuviese enferma? ¿Y si hubiese pasado la noche fuera, en casa de una amiga, estudiando con ella? A fin de cuentas, en junio había exámenes, ¿no? Era tiempo de jodidos exámenes.

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-¡Neos! El grito no sonó hacia afuera, sino hacia adentro. Ningún sonido hirió el aire de la mañana, y ella continuó caminando, a buen paso, con nervio. Llegó hasta el punto de mayor proximidad con relación a él, pero desde ese momento la distancia aumentó mientras dejaba de verle el rostro para empezar a verle la espalda. Al doblar la esquina desapareció como si hubiese sido una ilusión. Tal vez lo fuese. Se sintió burlado, pero ni aún así reaccionó. El único sentido que tenía estar allí era verla, no hablar con ella. Lo comprendió mientras se obligaba a sí mismo a moverse de nuevo. Debía aprovechar sus escasas oportunidades. Bajó la cabeza y se puso en marcha siguiendo una imaginaria senda en dirección diametralmente opuesta a la de la muchacha.

dejó hacer a él, para que probara. Y resultó sencillo. La descarga energética aumentó. La adrenalina se disparó. No había vuelto a ver al colega, pero tampoco había vuelto a robar un coche. Estudió los automóviles aparcados en una calle solitaria. Lo esencial era hacerlo despacio, con eficacia, y para ello se necesitaba soledad. En segundo lugar, escoger un coche discreto, del montón, y que no tuviera alarma. A cualquiera le gustaba conducir un Porsche o un japonés estridente, o un BMW. Pero nadie le prestaba atención a un simple Seat, así que optó por un Seat. Había cuatro en un tramo corto y escogió el de color rojo. Un detalle. Lo único malo era que no tenía nada adecuado para abrir la puerta. Hacía calor, buen tiempo, a las puertas del verano. Podía ir con la ventanilla abierta. Se apoyó en la pared, miró a derecha e izquierda, y descargó su pie derecho con toda potencia sobre el cristal de la ventanilla del lado del conductor. El cristal saltó hecho añicos, desmenuzándose como un rosario de cuentas de vidrio. Sin perder un segundo metió la mano dentro, abrió la portezuela y se sentó en el asiento, sin preocuparse de un posible corte. Musco el contacto, arrancó los cables e hizo el puente en menos de un minuto. No se dio cuenta de que estaba sudando y de que su corazón latía como un émbolo a presión hasta que vio el li-iiihlor de sus manos al fallar las dos primeras veces la puesta rn marcha del vehículo. Lo del hombre había sido más fácil. Desaparcó con nervio, golpeando al coche de atrás y ¡il de delante, con el guardabarros, al hacer la maniobra final. I ucf.o enfiló la calle hasta desembocar en la avenida, y tras clin busco otra calle solitaria en la que detenerse un par de iimmlos. Cuando la encontró, bajó y limpió el interior de < ir.tak's, minuciosamente, sin dejar ni uno, retirando tamliini los de la ventanilla. Una vez concluido el trabajo se puNI» ilc nuevo en marcha, más confiado. Incluso pensó que feliz. Iba a conseguirlo.

\J n amigo, un colega de oscuro pasado, le había enseñado un día cómo se robaba un coche. Eran ios tiempos en los que él aún se asustaba por todo, así que la experiencia se le antojó muy fuerte. Le conoció en un bar, escuchando a Nirvana, y los dos terminaron enrollados, agitados por la descarnada fuerza de aquella música capaz de transgredir el equilibrio de las entrañas. Al salir, el amigo le preguntó si quería dar una vuelta, y él dijo que sí, creyendo que estaba motorizado. Cuando vio que el otro se detenía junto a un coche, sacaba una varilla de hierro, la introducía por el hueco del cristal y lo abría, comprendió de qué iba el asunto, pero ya no se echó atrás. No quiso que el colega pensara que era un cagado. Una vez dentro le vio hacer un puente como quien aliña una ensalada, con la precisión de la práctica y el detalle de la experiencia. Dieron una vuelta por la ciudad y los alrededores, hasta la Costa Brava, cargados de adrenalina, desafiando al mundo, y cuando la gasolina se acabó, abandonaron el vehículo sin preocuparse de nada más, en mitad de un paso de peatones, para que allí un guardia le pusiera una multa o la grúa municipal se lo llevara. Como estaban lejos, robaron otro coche para regresar. Fue entonces cuando el colega se lo

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I

B,

>uscó una salida de Girona, sin importarle cuál, y I.i ,ili .ni/o por el norte, conduciendo despacio. Debía de (un n iM". o fiiatro meses que no cogía un volante, y necesita-

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18 ba familiarizarse con aquel trasto. Se le caló tres veces antes de encontrarle el punto al embrague. Ya no hubo una cuarta. En un semáforo examinó las casetes de la guantera, sin encontrar nada decente. El dueño del coche era un clásico. Música instrumental, piano, algo de cantautores españoles, cubanos y demás especies raras y horteradas típicas como el Guerra. Nada de provecho. Comprendió que no tuviese un radio-casete extraíble al ver que, en primer lugar, era de mala calidad, y en segundo lugar porque lo tenía reforzado con barras que hacían bastante complicado su robo. Puso la radio y buscó una emisora donde emitieran algo decente. Cuando la encontró se sintió mejor. Siempre se sentía mejor envuelto en música. Salió de la ciudad, sin nimbo, y no se detuvo hasta que se encontró en un cruce donde se vio obligado a decidir. Al Norte, la frontera y Francia. El Este, la Costa Brava. Al Sur, Barcelona. El Oeste no existía. Ya ni existía en las películas. Ningún camino llevaba a ninguna parte en el Oeste. Un claxon le presionó por detrás. Sacó la mano por la ventanilla, con el puño inicialmente cerrado, y con ella fuera extendió súbitamente el dedo medio hacia arriba. Se escuchó un segundo bocinazo, éste más largo, irritado, y una voz. -¡Cabrón! Giró el volante a la derecha, enfilando la Costa Brava, al tiempo que sonreía pasando del airado conductor que le seguía, ya que comprobó que imitaba su acción. Le adelantó a los pocos metros y pudo verle la cara de rabia. Esta vez no entendió sus gritos, porque la música y el tronar de los dos motores se lo impidió. Pero no perdió la sonrisa, y ello aumentó la ira del otro. Demasiada ira. Se encontró con un camión por delante y apenas tuvo tiempo de reaccionar, dar un volantazo y meterse en su carril, acabando el adelantamiento. Luego pisó a fondo y se distanció. -Imbécil -susurró. Un par de kilómetros después vio los restos de uno con menos suerte. Un coche volcado, con la panza para arriba, ennegrecido por las llamas que le habían devorado, y situado como un pájaro de mal agüero a un lado de la carretera. Todo parecía muy reciente. Instintivamente pisó más el pedal del gas. -¡A la mierda! -dijo.

Imágenes

C,

- uando veo en la tele anuncios de. lías y tíos hablando de sus desgracias después de haberse sacudido una santa leche en el asfalto, me pongo enfermo. No por lo que les toca pasar ahora, si no por el miedo que quieren meterte en el cuerpo a ti, que suena a venganza tanto como a consejo de santo pasado. Jugaron, apostaron a un número equivocado, y les salió mal. Eso es todo y punto. Pero nadie dice que, total, casca uno de cada cien o doscientos mil que van de marcha un viernes o un sábado por la noche. Más infartos da el cañazo de la «vida moderna y superactiva». «¡Haz algo! ¡No pares! ¡No descanses! ¡Estáte siempre ocupado! ¡Esta es una sociedad competitiva y has de prepararte para luchar! ¡Si no peleas te vas a quedar airas! ¡Si no muerdes te muerden! ¡Estudia! ¡Trabaja al ciento cincuenta por ciento o alguien te quitará el puesto! ¡Prepárate!.» Genial, tú. Y los .

Vale, es tu punto de vista, pero fue un paro cardía, Y lo de morir en París, en una calle de nombre estúpido mino/mudable? Encima me enterraron en esa mierda de n, nli'rio que ahora es objeto de culto, junto a ese montón 'il< , n-liiuis. ¡Tío, hay que mover el culo e ir a Seattle para < Id tniiihd de Jiini! En cambio yo... ¡París! ('reí que te gustaba París. A la mierda París. Bogart se equivocó: nunca nos , ,l,i / ' . / / / v . Al final nunca queda nada. } en ese momento del sueño, se ponía a tararear esa < liase de Been down, so long...

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Bruma púrpura en todas partes No sé si voy hacia arriba o hacia abajo). Te fuiste para abajo, Jimi. Hacia lo más profundo.

Now, why don't one of you people c'mon and set me free? (Ahora, por qué no viene uno de vosotros y me pone en libertad) Entonces despertaba, recordaba su vida, pensaba en los miles de tíos y tías que desde los 60 le han venerado, y me veía a mí mismo en la dichosa Rué de Beautreillis, y en el cementerio de Pére-Lachaise -sección 6a-, y en el corazón de Los Angeles pregitntádome cómo Megalópolis había podido sobrevivir a su hijo predilecto. Escuchadme: adoro a Jim Morrison. Soy poeta, como él. Y entiendo lo que quiere decir cuando me habla. También adoro a Kurt Cobain. Me gusta cómo les jodio a todos pegándose un tiro. Jim y Kurt. Vale, y Lennon también. En cambio, y diga lo que diga Jim, Jimi Hendrix me parece un gilipollas. Sí, ya sé que puedo hacerme odiar por eso, pero lo digo como lo siento. Sólo a un gilipollas se le ocurre ahogarse en su propio vómito. Además, hay gente que todavía sigue con el rollo del pobre negrito que les pasó la mano por la cara a los blancos. ¡A la mierda con eso! Janis Joplin la pilló fina y se quedó en el sitio, como estaba anunciado; y Brian Jones, antes de tirarse a la piscina medio dormido y cargado de Salbutamol, arrasó. Todos tuvieron su oportunidad, aunque la muerte de Jim fue absurda -según él, en mi sueño-, pero Jimi la fastidió, y no me haréis cambiar de idea. ¿Queréis más datos?: Jim tenía a Pam, John a Yoko, Kurt a Courtney. En cambio Jimi sólo tenía rubias sin nombre. Se fue a lo fácil. Se hundió y reconoció haberse convertido en un payaso, y por lo menos ese fue su último destello de dignidad antes de palmarla. Pero no quiero enrollarme mal. Después de todo, Purple haze sigue siendo mucho Purple hace. Purple haze was in my brain Lately things don't see the same Actin funny, but I don't know why Scuse me while I kiss the sky Purple haze all around Don't know If I'm coming up or down (Bruma púrpura había en mi cerebro Últimamente, las cosas ya no parecen las mismas Actúo como un loco, pero no sé por qué Excusadme, mientras beso el cielo

B

E,

!/l hombre entró en el despacho sin llamar, casi de forma brusca. El que estaba sentado detrás de la mesa levantó la cabeza y al verle dejó de hablar por teléfono unos segundos. Cuando el aparecido se detuvo frente a él reaccionó: -Te llamo en un par de minutos, Gómez. Al tal Gómez no debió de gustarle la interrupción. Se escuchó una protesta que su interlocutor abortó por vía directa: colgándole el auricular. Una vez libre se enfrentó al recién llegado. -La chica, Neus, no le ha visto, pero ha telefoneado a un amigo, Quim, desde Cadaqués. -¿Cadaqués? ¿Sabe qué puede estar haciendo allí? -No, no señor. Sin embargo eso no es todo -su tono era de hílenle preocupación y cansancio-. A su amigo se le han escapado all'imos detalles. Primero no quería hablar, deseaba protegerle, pero eslaki muy nervioso, demasiado, así que... En fin, que le ha dicho algo ilr un coche y de irse a Barcelona. -Eso lo hará más difícil -suspiró el hombre que estaba senl.ldu

I n i l r uno. viNilanic.

-Señor, Ventura no tiene coche, ni nadie que pudiera presComprendió inmediatamente lo que trataba de decirle su

-Miren cuántos coches han robado desde esta madrugada rli In ciudad -pidió. Hl hombre asintió con la cabeza. - Acabo de ordenarlo -dijo. Se produjo un segundo y definitivo suspiro. Luego, un breví< ni Inicio. Los dos personajes se quedaron mirando hasta que el de lil nirNii se levantó y rodeándola se situó junto al otro. ¿Usía bien? -se interesó por él. Sí. ¿Seguro que puede llevarlo? I Ir cíe llevarlo, señor. Ya no hubo más palabras. El hombre del despacho le dio un •tlNVr yulpr on rl brazo. El visitante reculó hasta la salida. Sólo al llejiiii n hi punía los dos intercambiaron una última mirada.

39 Después, la puerta se cerró tras el que se acababa de marchar.

Ciudad 15

N
.1 poco que me lo proponga. -Sólo quería hablar contigo -justificó él. -Mira, vale, será mejor que te devuelva las mil del nía se puso en pie, separándose del apoyo del coche, y se lli-vii la mano al bolsillo de su pantalón. -No, por favor, no -se opuso dando un paso hacia Ulitis - Entonces, ¿por qué me has dado ese dinero, así, sin llirts, y ahora te presentas así, mirándome como un pavo? -Porque estaba solo -dijo de pronto, como si le cosi . t i . i luidlo. I ,a muchacha cruzó los brazos sobre el pecho y le i ron renovada atención. ¿De dónde eres? De Girona. ¿Qué haces por aquí? Nada.

El semáforo se puso en rojo y la conversación quedó detenida de forma súbita. Ella recogió sus utensilios y fue a la caza y captura de parabrisas que limpiar y clientes que vencer. Ventura la esperó el breve espacio de tiempo que tardó en regresar, de nuevo sin éxito. Fue él quien retornó la conversación. -¿Dónde vives? -Cerca, ¿por qué? --/ Con tus padres? -No. -¿Sola? -Con un grupo de gente. Oye, tú -volvió la desconfianza y el tono de duda y seriedad-, ¿a qué viene tanta pregunta? -Necesito un lugar donde pasar la noche. -Así que era eso -rezongó ella. -No, te lo juro -se defendió él-. Se me ha ocurrido ahora, no sé. -Hay pensiones. -No -se apresuró a negar Ventura. -¿No tienes dinero? -Sí tengo dinero, pero no puedo ir a una pensión. -¿Por qué? Apartó por primera vez los ojos de ella y miró en dirección a su coche. Se mordió el labio inferior. Cuando recuperó el nivel de concentración extrajo un nuevo billete de su cazadora, éste de cinco mil pesetas. -No conozco a nadie en Barcelona, y sólo estoy de paso -dijo muy despacio, tratando de hacerle llegar lo más sincero de cada palabra-. Puedo pagarte a ti por el favor. Le tendió el billete de cinco mil pesetas. Ella ni se inmutó, y en este punto regresó una vez más a la calzada armada con su cubo y su limpiador.

19 —¿, V-'ómo te llamas? -Ventura, ¿y tú? -Tivi. -¿Qué clase de nombre es ese? -Adivina. -Ni idea. -Natividad.

-¿Por que no te llaman Nati? -Porque así es como me llamaban en mi casa y lo odio.

quinas.

-Entiendo. -¿Estás seguro? -Yo también me he largado de casa. -Bienvenido al mundo. Barcelona tiene muchas es-

-No quiero limpiar los cristales de esos imbéciles. Tivi llegó a esbozar una tímida sonrisa, la primera, aunque sólo fuera un leve arqueamiento de las comisuras de los labios y el fondo no transmitiese alegría, sino más bien sarcasmo. -Tienes planes, ¿eh? -Sí, los tengo. -Si necesitas una secretaria no me llames. Esta vez se puso en marcha incluso estando de espaldas al semáforo, justo en el instante en que éste se iluminó con el ámbar y los últimos coches de la andanada pasaron acelerando para no quedar atrapados. -¡Eh, espera! -protestó Ventura-. No me gusta hablar contigo un minuto sí y otro no. La había cogido por un brazo. Fue un contacto elec11 i/ante, tal vez demasiado. La soltó coincidiendo con el tirón i|in.' ella misma dio para evitar la continuidad en su acción. -Oye, tú, he de trabajar, ¿vale? Yo no soy milloiiaria. Pero no se marchó, continuó allí. Lo interpretó como una señal. Volvió a tenderle el billete de cinco mil pesetas. -Por favor, sólo por una noche. -No te conozco de nada, tío. ¿Por qué no puedes ir a tilín pensión? -Yo te lo he dicho: me he ido de casa. -¿Eres menor de edad? -No. -¿Entonces? -¿Por qué estás de mal humor, y tan seria? Tivi señaló su cubo. -Oh, es que rne encanta esto -dijo sin pasión alguiiii I .ti gente es tan agradecida. -Con este dinero podrías irte ya a casa. No creo que IM i'.mi-s desde ahora hasta que te vayas.

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-¿Estás loco? No lo gano ni en un día, -¿Lo ves? Repitió su gesto defensivo de cruzarse de brazos y le taladró con la transparencia de sus ojos. Su cabello rojo, pese a llevarlo recogido, le confería un aura especial, poderosa. -Tienes problemas -afirmó. -No. -¿Qué clase de problemas? -Te digo que no... No pudo continuar. Le detuvo el gesto de fastidio de Tivi, y a continuación su intempestiva marcha. De alguna forma, la condenada sabía cuándo cambiaba el semáforo. En esta oportunidad sí logró limpiarle el cristal a un hombre joven, que trató de entablar conversación con ella sin éxito. Ventura estaba seguro de que cuando regresara continuaría la discusión, y que sus posibilidades de fortuna eran tan mínimas como... Comprendió que seguía sin conocer a las mujeres cunado Tivi volvió y, tras envolverle en otra de sus miradas inquisidoras, le espetó: -Vivo con un grupo de okupas, pero puedes quedarte una noche, ¿de acuerdo? Y te advierto que como te pases, yo no, pero ellos te cortan los huevos. Así de fácil. -Venga, vamonos. Ya he acabado por hoy -suspiró la chica. No sabía qué hacer, ni qué decir. Le entregó por tercera vez el billete de cinco mil pesetas. -No lo quiero -lo rechazó ella-. No hago esto por dinero. -Por favor, cógelo. -Pero bueno, tío, ¿te sobra en serio o qué? -Por favor...

intentado no pensar en ella. En ambos casos me sentía incómodo. Pensar significaba torturarme, porque probablemente no volviese a verla. No pensar era injusto, porque había sido todo lo que hubiera necesitado para que las cosas fueran mejores, o simplemente distintas. Sin embargo, con Tivi, las sensaciones eran diferentes, cabalgaban a pelo de lomos de mi fantasía. Era la primera cosa irreal, fantástica, que me sucedía desde el momento en que tomé la decisión de irme. O un espejismo. Sí, sí, sí, me gustaba, destilaba fuerza, pero sobre todo energía. Era como una cápsula capaz de mantener en su interior, al cien por cien, todos los ingredientes de la libertad y la independencia humanas, ira, rabia, tesón, voluntad, fascinación. En el fondo de sus ojos, y en su voz, al hablarme, había una gran carga de rebeldía e inconformismo. Lo mismo que una Kurt Cobain, sí. El en chica, y sin necesidad de pegarse un tiro por descubrir que, debajo de la costra, siempre existe una debilidad. Hay tías que sólo piensan en tíos, tías que sólo saben lucirse, estar guapas, tías que seducen, que juegan, que reciben sin dar o que dan esperando mucho más, tías de plástico, de madera, de plomo. Pero era la primera tía que me encontraba i'11 la calle con un cubo da agua, mojada, vistiendo de cual(/uier forma, con las manos enrojecidas y las uñas mordidas. ¿ Excitante era la palabra ? No lo sé. Tal vez el más bello animal que hubiese visto en la \'iihi. En ese momento la habría incorporado sin vacilar a un /uliiro. Aunque ya no pudiese ser una estrella del rock.

Tivi 1YÍ e gustaba. Hay cosas que no pueden explicarse, y ésa es una de ellas. Desde el primer momento de verla, acercándose a mi coche, o cuando se había apoyado con el pecho sobre el parabrisas, o a causa de su cabello rojo, sus labios, sus ojos... Lo único que sé es que me gustaba. Era una aparición. Había estado intentando pensar en Neus. Y luego había

E,

'A hombre se pasó una mano por los ojos, apartando de elliis las sombras de la desesperanza, y comprobó la hora en su reloj tle mullirá. Hacía ya mucho que debía estar fuera, lejos de allí, pero ir(Mii¡i resistiéndose a dejarlo todo, aunque fuera en las expertas maní is de MIS subordinados. Se esforzaba en pensar, en buscar los cabos mielitis, M existían, y una y otra vez lo único que conseguía era darse i nlte/n/(ts contra el muro de su impotencia. No tenía nada. Un hombre con la cabeza herida, el vacío de ln 11 u pi esa en aquella niña, Neus, y las prevenciones atolondradas del iiliHi'o, Oiiim. Nada más, salvo...

48 49 Ninguna pista. . -. , Se dejó caer sobre su silla, tan a peso que la madera crujió protestando por el atentado, y antes de acodar sus brazos sobre la mesa sonó el teléfono directo. Lo cogió sin esperar siquiera a que concluyera el primer zumbido. -¿Sí? , ; , , -Álvarez, señor -escuchó una voz disciplinada. -¿Qué hay? -Nada en Cadaqués, lo siento. No le recuerdan, nadie le ha visto, no está en ningun a pensión u hotel. Sin embargo... -Adelante, Álvarez -le apremió. -Puede que no tenga relación, pero con lo de que pudiera dirigirse a Barcelona... Verá, señor, he consultado en el puesto de la guardia civil del peaje de Girona, y aproximadamente una hora después de que hablara con su amigo por teléfono, han denunciado el robo de dinero y una maleta en el área de servicio de La Selva, en dirección Barcelona. Como le digo, puede ser un hecho sin relació n aparente, pero un chico con su descripción ha puesto gasolina en el mismo momento. Cuando tengamos las fotos volveré a ese área de servicio para confirmarlo. Miró un mapa situado a su espalda. Les llevaba ventaja. Barcelona era un pajar en el cual cualquier aguja podía perderse por espacio de mucho tiempo. Aunque en su caso se tratase de una aguja especial. , . -Buen trabajo, Álvarez-reconoció. -Gracias, señor -asintió el otro. Los dos colgaron al unísono. ..-.-. . •

20 ju-»iauen> llevab a much o más tiempo sola. La experiencia l m m . l l > . i una capa invisi ble sobre su piel. Sí -asintió la chica con pleno conve ncimi ento- , Ih MI •, i M u b l f i n a s . Tu mirad a está... muerta. No es cierto. ('oino digas. No cslá muerta si te estoy mirando a ti. Vale, olvída lo. Tampoco es asunt o mío, ni mi prolili m,i , No', vamo s? ju i"

j.loclc r! Dices las cosas y luego plegas velas. No es

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-Oye, mira -puso una mano sobre su brazo de nuevo-, estoy cansada, y ya tienes un lugar dónde dormir. No quiero rollos mentales, ¿de acuerdo? Si nos hemos encontrado debe ser por algo, pero ahora será mejor que nos larguemos. Estoy harta de ver esa esquina y la de coches que se paran en el semáforo. Me está entrando la depre. Me siento esclava de mi trabajo, corno una yuppie. -Entonces sí, será mejor irnos. No quiero quedarme sólo. -¿De qué tienes miedo? -No quiero dormirme y despertar sin saber dónde estoy -fue lo último que dijo él antes de poner el coche en marcha tratando de que ella no viera la forma en que lo hacía.

21 guió en las primeras dos calles, hasta que al llegar a una larga avenida le dijo que siguiera todo recto, que ya le avisaría. -¿Conoces Barcelona? —No exactamente. -Esto es Mayor de Gracia. -Ah. Fingió un leve interés, nada más. Tenía otras cosas en que pensar antes que dedicarse a niemorizar calles. Era Tivi, no obstante, la que ahora se sentía proclive a conversar. -¿Es tuyo el coche? -No, de un amigo. -¿Sí? Creía que la mujer, la pluma y el coche no se podían prestar. —Bueno, mi amigo está en la mili —le dirigió una mirada de soslayo, breve, porque la circulación en Barcelona no tenía nada que ver con la que él pudiera conocer previamen te-. ¿Dónde has oído eso del coche, la mujer y tal? -Lo decía mi padre. -Mi padre también solía decir cosas así. —Oye, ¿puedes subirte a la acera un par de minutos más adelante, pasado el semáforo? -¿Qué vas a hacer? —He de comprar algo para cenar. No tengo nada. —Tranquila. Te invito después. -¿A cenar? -vaciló ella.

-Sí. -¿En plan cita y todo eso? -Puedes llamarlo así. -En serio, tío, ¿de qué vas? -¿Qué pasa? ¿No puedo invitarte a cenar? ¿Me dejas dormir en tu casa y no puedo invitarte a cenar? Tivi le miraba con una mezcla burlona colgada de sus labios. Cuando reía sus ojos se llenaban de una difusa luz, como si un foco pugnara por abrirse paso hasta llegar al límite donde pudiera cegar al mundo entero. Sólo su defensa, su control, una intuitiva reflexión interior lo evitaba. -Eres un poco raro -le confesó. -No lo soy —se defendió Ventura. -Y desde luego estás solo -convino ella-. El tío más solo del mundo. ¿No te habrás escapado de un manicomio? -No, pero si quieres poner un anuncio... Esta vez se rió con ganas, soltó una carcajada. Duró 10 justo antes de que señalara una bocacalle situada a unos pocos metros, a la derecha. -Es por ahí, y ya puedes buscar aparcamiento. Consideró la propuesta como una utopía. Coches ,i|Mirados en doble fila, en los pasos de peatones, obstruyendo los contenedores de basuras, y la misma sensación en todns los que le precedían o le seguían: la de que rodaban al m í n i m o buscando lo mismo: un lugar en el que dejar el vehíi ido. No tardó en verse a sí mismo dando vueltas por callecil,i'. cslrechas, una y otra vez, siguiendo las indicaciones de 11 vi para no alejarse demasiado del lugar adonde iban. -¿Cómo es la casa en que vives? --Preciosa, vieja, con un jardín. -¿La tenéis alquilada? ¿No has oído lo que te he dicho antes? Somos okujiiis. va sabes, squatters. Hay mucha gente sin lugar a dónde ¡i \n recursos, y hay muchas casas vacías, deshabitadas, i|lir st- raen en pedazos y que nosotros ponemos en marcha. ÑU-, nr.iiilamos, las devolvemos a la vida y así hay un equilil n i « i lodo limciona. ¿Por qué te crees que te he dejado venir i ' Siempre podemos ayudar a alguien. Si no, de qué. (.Cuántos sois? 11 nos veinte. I labia oído hablar de los okupas, pero... i,No hay en Girona? No lo sé.

52 53 Le dio vergüenza confesar que no tenía ni idea. De pronto lo que ella hacía, la forma en que vivía, se le antojaba pura y real, auténtica, llena de! romanticismo que él, en el fondo, siempre había deseado. Libre y sola, lejos de todo. Aunque tuviera que limpiar parabrisas en una esquina. ¿Qué había estado haciendo él? Sus pensamientos quedaron cortados abruptamente cuando Ti vi le asaltó de golpe, indicando un lugar a su izquierda. -¡Ahí, ahí se va uno, párate! ¡Cielos, qué potra!

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N
a precisamente cuidado, los parterres aparecían muertos, los árboles secos, pero la sensación de paz era. la misma. Sus PH-S pisaron la tierra y la escasa grava, los árboles podían din sombra, el silencio mantenía los ruidos de la ciudad al iilin lado. La casa, de piedra oscura y maderas en otro tiempo nolilrs. mostraba ciertos cuidados, las ventanas pintadas, el ild.illr , (i'.rní;nías en sus goznes. Cuando cruzaron la entrada vien n i u los primeros habitantes, un chico y una chica sentados i ii el Mido ile un gran vestíbulo, que Tivi llamó la «zona coi n i m i l i i i i . i " , haciendo figuritas con unos alambres. En el pasil|n i|c l.i i/.quierda, que enfilaron a continuación, se encontraIHII nii.i lisura humana, un chico joven que se disponía a milii Se saludaron sin énfasis, y salvo por una mirada, nadie I» ilijn i i . n i . i a el. riiuilmente, Tivi se detuvo delante de una puerta y lo i i l i i n ' MU más. No estaba cerrada. La única cerradura parei l H ir i l.i tlr la entrada.

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Ventura miró el interior, un colchón en el suelo, una silla, una mesita, unos estantes de madera sujetos a la pared, algunos objetos, escasos, y un montón de ropa, desordenada, tirada en un rincón y en una arqueta situada junto a la otra pared. -Puedes dormir ahí. Te haces lo que puedas con la ropa para estar cómodo -indicó Tivi-. Aunque tengo un saco de dormir. Iba a pasar la noche «con ella». No se le había ocurrido. La casa debía tener overbooking. -Bien -aceptó. Eso parecía ser todo. Ella dejó el cubo en el suelo. Él no se movió. Y antes de que pudieran decir cualquier otra cosa, alguien les interrumpió, entrando por la puerta, sin llamar. Era un hombre joven, veintitrés, veinticuatro años, alto y bien parecido, con el cabello muy largo, el torso desnudo, cruce de Tarzán y explorador, pies descalzos, sensación de autoridad y posesión. -Eh, Tivi, te he oído llegar, ¿te interesa...? Calló al verle a 61. Y desde luego no le gustó encontrarle allí. Capullo ¿Quién cono era aquel capullo?

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-H,

' ilola, Diego -dijo Tivi-. Este es Ventura. Se quedará esta noche. El recién llegado le inundó con una mirada de recelo, sin disimulo. Tampoco lo empleó para dirigirse a ella pasando por encima de su presencia. -¿Contigo? -Sí, ¿por qué? El tono de la muchacha fue natural. Todo en ello lo era. -No, por nada -cambió la intención el llamado Die go-. Avisa a Elias, ya sabes. -Está bien. Hubo un par de segundos de desconcierto, esperan do cada cual que hablara el otro. Ventura no apartaba los ojos

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del aparecido. Volvía a sentir la misma sensación que cuando había asaltado al hombre. Recordaba el sonido de los golpes, el crujir de los huesos. No fue más que un eco, una fantasía interior. Diego vaciló, dispuesto a irse de nuevo. -¿Qué querías? -le detuvo de pronto Tivi. -Ah, sí -recordó él, recuperando su atención hacia la chica-. Preguntarte si te interesa algo para el fin de semana. -Depende. El viernes y el sábado por la noche tengo un rollo en La Cuchara, lavando platos, con Marta. —Eso sería por la tarde, sábado y domingo, en una discoteca, a la hora de los bollycaos. —Está bien. Gracias, Diego. No hubo más, salvo una mirada final, de ternura, dirigida a ella, y otra de animadversión, de resistencia y duda, dirigida a él. Diego salió de la habitación y cerró la puerta despacio. Dejó una inevitable sombra, una nube lluviosa tras de sí. -No le he caído simpático -reconoció Ventura. -¿Por qué tenías que caerle bien ni mal? -No lo sé, pero no le ha gustado verme aquí, contigo. -Es buen tío -se encogió de hombros Tivi-. Soy la Hinca que está sola y les sale el instinto protector, a él y a olios. Aún no se creen que pueda válemelas por mí misma. I Vl>o lener cara de giüpollas. De todas formas, sí, es cierto t|iir no se fían de los extraños. La orden es tener cuidado con I | I I M n se mete aquí. Oye -se puso delante de él con el rostro itlmvesndo por una inquietud-, nada de drogas ni robos, ni rusas así, ¿vale? Me refiero a traficar o esos rollos. Si uno la t u) 1 .i. es como si la cagáramos todos. Los de afuera nos ven i MIMO una especie de comunidad. •-Tranquila. Te estoy demasiado agradecido para i•iiiii|nometerte en algo. Y tampoco soy de esos. Sí, eso parece -sonrió Tivi-. Un poco cara de pari l l l l o si nones, aunque no sé por qué te he traído. Eres una buena samaritana. Será eso. Y yo no soy un pardillo. Vale, me alegro. No quería picarte. No me has picado. Seguían de pie, sin que ella mostrara intención de Iin. 1 1 ,ih'o rn concreto, y sin que él supiera cómo desenvolh.isla que Tivi cogió una toalla y se acercó a la puerta.

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-Si quieres dormir, tú mismo. -¿Dormir? No, vamos a cenar algo, aunque sea temprano. Estoy hambriento. -¿No estabas cansado? -Sí, pero... no voy a meterme a dormir dejándote asi. -Oye, que por mí... -Lo de la cena era en serio, donde tú quieras. Ella lo aceptó sin más discusiones. Asintió con la cabeza, vehemente, y fingió resignarse a su suerte. -¡Vaya con Ventura! -exclamó--. Está bien, hombre. Voy a lavarme un poco y luego me adecentaré. Si quieres cambiarte de T-Shirt puede que ahí encuentres algo. ¿De acuerdo? Cuando dijo que sí, que de acuerdo, Tivi ya había cerrado la puerta tras abandonar la habitación.

Hizo algo más: acercar su cara a la tela, incrustar su nariz en ella, más o menos en el centro del rectángulo. Primero no olió nada, salvo una serie de aromas oscuros e impredecibles. Después creyó percibir el perfume que acompañaba a su nueva compañera, o más que perfume..., su esencia de mujer. Cerró los ojos y respiró con mayor intensidad. Luego se incorporó, mitad furioso, mitad inquieto, y cuando iba a levantarse vio la pequeña mancha oscura cerca de donde había puesto su rostro. Una mancha de sangre. La tocó con sus dedos y sintió un ramalazo de ternura, una fuerza capaz de desarbolarle. Entonces acabó de ponerse en pie. Miró por la ventana, distraídamente, para evitar caer en la oscuridad de sus pensamientos. No vio nada digno de mención, salvo el hecho de que por allí el jardín aún estaba más descuidado y la pared de la casa que lo apretaba se levantaba amenazadora al borde del reseco seto. Una visión i aivc'laria. Retrocedió y se dispuso a salir de la habitación, ron ánimo de inspeccionar la casa. Al llegar a la puerta, sin ombargo, no llegó a salir. De hecho ni la abrió del todo, sólo mi poco. Las voces de Tivi y de Diego se lo impidieron. SoMiiltan ahogadas, pero tensas, víctimas de un acaloramiento luiTle que no llegaban a dominar. -¡Maldita sea, no te estoy diciendo lo que has de hacci. solo te pregunto qué sabes de él! -¡Sé que necesita un lugar donde dormir, y para mi || .nuciente! -¡Pero no le conoces, es un extraño! -¡Cualquiera que alguien traiga a dormir es un exl i u n o para los demás, Diego, por Dios! ¿Qué te pasa? ¿Desde riiiindo no podemos ayudar a la gente? Esto no es un hotel, s n l i . pero tampoco somos una hermandad universitaria. -¡Puede estar pirado, o ser un delincuente! ¡Y mañana pueden entrar los skins y matarnos o lli'j'.n la policía y vernos en la calle, mierda! ¿Qué tiene que \ i indo ese rollo con esto? Que no me fío. ¿Desde cuándo eres psicólogo? Ves a un tío cinco tu JM 11 idos y ya no te gusta. ¿Es porque estaba conmigo, en mi

24 Devolvió la ropa de la chica más por curiosidad Re que por sentirse sucio o sudado con la que llevaba. Sin embargo, encontró algunas cosas interesantes. Una camiseta de un concierto de Springsteen, auténtica, y otra del mismísimo Clapton, ésta tan vieja que del guitarra sólo se intuía la forma, aunque el nombre era aún legible: E. C. Was Here. Una pieza de museo. Se quitó la cazadora, su camiseta, y se puso la de Clapton antes de pensar que, a lo mejor, era un recuerdo especial de Tivi. Por lo menos, si fuera suya, no se la dejaría ni a Quim. Eso le hizo cambiar de idea y buscar un poco más a fondo. Acabó dando con una de color blanco, sin nada escrito ni por delante ni por atrás, y optó por embutirse en ella. Dejó la suya en un rincón, para reconocerla y poder cambiar se de nuevo cuando se fuera al día siguiente. A pesar de que la idea de marcharse se le antojaba cada vez más absurda. Lo que necesitaba estaba allí. Aunque no fuera en la habitación de su nueva amiga. Se aproximó al colchón de Tivi y, tras mirar la pucí ta, se arrodilló sobre él. No era muy bueno, pero sí mullido Estaba viejo y destartalado y tenía un par de muelles sobres;i liendo por dos lados. Para dormir en él había que guardaí cierto equilibrio precario.

lltll'il.n luí) '

Vamos, Tivi. ¡No, cono, dímelo, va!

58 Por la rendija de la puerta entreabierta trató de ver a Diego. No lo consiguió. Le hubiera gustado descubrir qué cara tenía. Se alegró de que Tivi le estuviera poniendo en su lugar. Incluso se sintió bien, muy bien. Ella le estaba defendiendo. -No quiero discutir -se excusó Diego, audiblemente molesto-. Haz lo que quieras, pero atente a las normas. ¿Se irá mañana? -¡Sí! -gritó ella-. Pero si no fuera así, ¿qué? ~¡ Joder, qué carácter! -¡Ya ti qué perra te ha dado! -varió el tono de pronto, y éste se hizo más suave, también más dolorido. Tuvo que agudizar más el oído para oírla agregar-: Mira, Diego... todos los que estamos aquí tenemos una historia, ¿no? Si no fuera así no habríamos dado este paso. -Está bien, pero... -Tranquilo. -Si necesitas algo... -Lo sé, lo sé. Hubo un silencio. Creyó ver una sombra, la mano de Tivi acariciándole la mejilla. Tal vez fuera un reflejo. De cualquier forma supo que era el final de la conversación y que ella iba a regresar. Cerró la puerta y alcanzó la ventana justo en el momento en que ella entraba de nuevo en su habitación.

Arrebato

L.

je hubiera roto la cara. Me habría gustado salir de allí y darle un par de golpes. Odio la intolerancia. Odio... Nunca he sido violento, y sin embargo, en estas últimas horas noto como si ante mí se extendiera un insólito abismo, lo desconocido de mí mismo. También odiaba la agresividad absurda de la gente, en la calle, en casa, en sus relaciones, y ahora me veo igual que uno de ellos. ¿Por qué tuve que darle tan fuerte? Pude haberle... Y he robado. Es alucinante. He robado dinero, una maleta, un coche. Vértigo puro. Empiezo a darme cuenta, ahora, de pronto. Pero soy libre.

59 Libre, atrapado por una cárcel infinita de la que soy prisionero. Mi pistola está cargada de sangre. Mi cabeza está llena de canciones e imágenes. Mis manos son negras, mi corazón blanco —¿o es al revés?—. Mi sexo espera. Mi voluntad espera. Mi alma —¡joder!, ¿qué es eso?— espera entre taquicardias vitales. Algo no funciona. Nada funciona. Todo funciona. La vida varía segundo a segundo v hace un segundo era feliz, estaba tranquilo. Ahora, después de oír a ese bocazas, ya no. Es distinto. Siempre es distinto segundo a segundo. ¿Por qué no he salido a romperle la cara y la voz? Creo que es por ella. Tengo un arrebato. Dios, qué suave es el aire que envuelve a la mujer (¡lie amas y deseas.

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E,

¿lia se había lavado, llevaba el cabello suelto, una llamarada roja colgando de la nube de su cielo, una blusa livi,nía, una cazadora oscura, una falda larga y las mismas boInv Sin la humedad, el sudor, la suciedad y la imagen de lavm'oclies urbana, era como cualquier otra, y despertaba las mismas miradas apasionadas a su paso, o más. Él llevaba la i (imisi'ta blanca, y sólo por eso se sentía parte de ella. Barcelona parecía ahora más agradable y humana I I I M . I el forastero. Y además, desde que habían salido de la casa, Tivi linlihiba, hablaba. -... así que no es exactamente una organización, I M - K I iciieinos unas normas básicas, ¿entiendes? Precisamente |ini 1.1 libertad que hay, se necesitan para que la cosa funcione y MU se desmadre alguno. I le visto hippies, grunges... No hagas caso de las imágenes. En esencia todos ( i M i i m u r , de una base, mitad anárquica, mitad oposición a lo i'ulnlili'i ido. Hay tíos que simplemente pasan de vivir con los (inilh",, «uros que no quieren hacer la mili, otros que reivindii un un.i |>osiuni libertaria frente a la sociedad, el rollo de los Hii|Mir'.ins, lo de estudiar-casarse-trabajar-tener hijos-y-ser IHH un lo pronunció marcando las sílabas y con cierto asco rtlid '• i!< .ii'.n-gar como colofón-: Hay de todo, l'arece genial -manifestó él.

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-Es duro, pero está bien cuando lo entiendes y vives de acuerdo con ello. No todas ni todos aceptamos la sopa boba hasta los treinta, o estudiar por qué sí, o tragar con lo que unos imponen. Cada cual vive su vida, se espabila como puede, curra en lo que le sale, pero nos apoyamos y estamos juntos. -¿Tienes... algún rollo? -se atrevió a preguntar de pronto, aunque se arrepintió al momento de haberlo hecho. -No, ¿por qué? -Bueno, ese Diego... parecía enconado contigo. Me ha mirado como si quisiera electrocutarme. -¡No seas burro! -se rió ella-. Soy la más joven y será por eso. -Mi padre solía hablarme de los hippies, las comunas, los sesenta... -Ese es otro rollo, no tiene nada que ver. -Ya, lo sé. -En nuestro grupo hay gente muy especial, algunos son combativos, mientras que otros sólo reivindican un espacio para existir. La toma de posiciones es muy amplia. -Pareces una experta del movimiento squatter. —Conciencia social —puntualizó Tivi—. Los que están en sus casas tan ricamente no tienen ni idea. -Algunos no podemos... -Oh, perdona, no lo decía por ti. Se detuvieron en un semáforo. Casi por instinto Tivi empezó a mirar los coches que pasaban por delante de ellos, y luego se fijó en los que estaban parados a su derecha, en la esquina. -¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Ventura. -Claro. -¿Por qué me has dado la oportunidad? -He sido razonable. -¿Eso es todo? -Llámalo instinto. -¿Tan fuerte es tu instinto que me has llevado a tu casa y vas a dejarme dormir en tu misma habitación? Echaron a andar de nuevo. Esta vez ella parecía li jarse en la punta de sus zapatos, que iban y venían siguiendo el movimiento cadencioso de su paso. -Me has recordado a mí misma cuando salí de mi rollo y me largué de casa. Ese miedo interior, ese descender to y el desánimo... -¿Lo llevo escrito en la cara o qué?

-No -sonrió con ternura-, pero parecías un intermitente anunciando tu ansiedad. -¿Y si Diego tiene razón? Podría estar loco. -¿Nos has oído? —le miró ella, aunque sin sentirse descubierta. -Sí. -Bueno, da igual -se encogió de hombros-, no le des más vueltas -de repente se detuvo y le sujetó por un brazo, mirándole fijamente a los ojos—. Que quede clara una cosa: estás en mi habitación porque no hay ningún espacio libre y pedirle a uno de los que está solo que te aloje es meterse en la vida de los demás. Pero no te pases un pelo. -No pretendía hacerlo. Me has salvado la vida. -Bien -asintió Tivi. Continuaron caminando, en silencio a lo largo de una docena de pasos, hasta que él se echó a reír subrepticiamente, aunque no tanto como para que ella no lo notara. -¿De qué te ríes? -se interesó. -Mi padre solía decir que, pase lo que pase, una tía nunca hace lo que no quiere hacer, mientras que un tío nunca hace lo que quiere. -Tu padre era un maldito pelmazo machista.

26 JTue el reclamo del escaparate, lleno de luz, y la pivseucia de los llamativos pósters y displays, así como los discos, los compacts y los vídeos, lo que atrajo su atención. I .iis dos se detuvieron frente al cristal, paseando sus ojos por lir. distintos rostros de estrellas del rock tanto como por los ilr aquellas y aquellos que deseaban serlo y que apenas si i ni|Hv;ibari a destacar. La mirada de Ventura se concentró en un .nij'.ulo del escaparate, donde estaban emplazados un libro ilc I n n Morrison con su biografía, uno de poemas y también l i l i illSCO.

-Fíjate -le dijo a Tivi-. Todavía sigue ahí. ¿Quién es? Jim.

Ya, ¿y quién es Jim? I ,a miró como si fuera la primera vez que lo hacía y MI liii'.n Je ser una chica atractiva fuese un monstruo o tuvieH III", I I | I I S .

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-¿No conoces a Jim Morrison? -pronunció lleno de incredulidad. -No me suena, tío. ¿Es grave? -Pero... ¿te gusta la música, no? -Sí, me gusta, sólo que todos estos guaperas no son más que una panda de caretos. Ni siquiera tienen cerebro: tienen bragueta. —Ellos sí, pero Jim no. Jim fue el más grande. -¿Fue? -Murió en 1971. -Ya -suspiró Tivi-. Otro héroe maldito. -No puedo creerlo -el tono de Ventura era de desconcierto supremo-. Jirn y otros como él prepararon el camino. ¡Nada sería igual sin ellos! —Todo sería igual sin ellos, aunque dándote el beneficio de la duda, puede que fuese un igual diferente. -¡No! -casi gritó él-. ¿Has oído Smells like te en spirit de Nirvana? ¡Por Dios! ¿La has oído? ¡Ahí está todo! -Por lo menos a Nirvana sí les conozco, son de los noventa -sonrió Tivi, divertida por la vehemente intensidad de Ventura. —¿Cómo puedes conocer a Nirvana y no a los Doors? -Los Doors sí que me suenan. Son los de aquella película, aunque la vi hace años y casi no recuerdo... —¡Mierda! —esta vez sí fue un grito—. ¡Aquello no era una película, era un bodrio! ¡Oliver Stone ¡a cagó, no reflejó la verdad, caricaturizó a Jim y convirtió a los Doors en un careto! ¡Ellos, que cambiaron la música americana de la segunda mitad de los 60! -Vale, vale, no te exaltes -trató de calmarle ella-. No sabía que la música fuese tu tema favorito. Yo prefiero leer. -Dime algunos momentos mágicos de tu vida. -¿Como cuales? -No sé, esos momentos que recuerdas siempre, que te acompañan, que son parte de ti y que te han marcado. Tivi bajó la cabeza y ni la luz del escaparate impidió que volvieran las sombras a su expresión. A pesar de ello, trató de esforzarse. -Tengo pocos —reveló sinceramente. -Dime alguno, va. -Mi primer beso, a los siete años; el día que hicr una canasta decisiva faltando un segundo de partido en una

fase final escolar; rni primer viaje fuera de España, a Londres; el día que me rompí una pierna al inicio de verano y lo pasé fatai; el día que... bueno, no sé, cosas así. -No hay música en tus recuerdos -dijo Ventura, y no fue una pregunta, sino una aseveración. -No, supongo que no -reconoció ella aún más sombría. -La primera vez que mi padre oyó a los Beatles me dijo que toda su vida cambió -empezó a reflexionar en voz alta él, como si de pronto mirara hacia su interior-. Estaba en unos futbolines de aquí, de Barcelona, en una plaza llamada Lesseps. Se quedó galvanizado. Dijo que fue algo increíble. Cantaban Twist and shout. Y le sucedió igual años después, ya no importaba que fuera joven o no. El día que comiendo un bocadillo en un bar de Sants escuchó el Born to ron de Springsteen o cuando... ¡Dios, hablaba de esas canciones y de cada momento, como si su vida fuese una cadena de canciones unidas consigo mismo: Gimme soine loviri de Spencer Davis (¡roup, Massachusetts de los Bee Gees, California de John Mayall, el primer álbum de Led Zeppelin...! Alguien dijo que rl lock es la banda sonora de nuestra vida, ¡y tenía razón! -Ventura -la voz de Tivi era suave, y sus ojos llenos i Ir fxtrañeza también—. ¿Y tus recuerdos? Él inició la recuperación de su consciencia y volvió u establecer la comunicación directa con esos ojos. -¿Mis... recuerdos? -pronunció como si despertara i Ir un sueño. -Tus canciones. Hablábamos de ello, no de tu padre. -¿Has oído Smells like teen spiriil -preguntó por sejjunda vez, lentamente, y sin esperar una respuesta continuo : Es el himno de los 90, nuestro himno. Kurt Cobain muí ió por él -hundió en ella la súbita desesperanza de su miinda y muy despacio cantó: l'm worse at what I do best (indfor this gift Ifeel hlessed (Soy peor en lo que hago mejor y me siento bendecido por este don) ¿Te encuentras bien? -la mano de Tivi estaba en su Mii'|ill.i, y era una mano amiga, agradable. Kurt Cobain se pegó un tiro -dijo-. La mierda le llt-jMi li.isiü arriba.

64 -Incluso en la mierda puede aprenderse a nadar -susurró ella. Ventura parpadeó lo misino que si despertara de algo, y los dos se quedaron en silencio, callados, recuperando todavía despacio pero más y más plenamente la noción del presente. Tivi no profundizó a la búsqueda del dolor que había percibido en su compañero. Él acabó mirando de nuevo el escaparate. -En casa no teníamos compací disc -mencionó sin un aparente sentido-, sólo discos, muchos discos.

CD O e puede saber como es una persona por la forma en que ama los discos. ¿Has visto a alguien de los 60 o los 70 coger un disco ? Fíjate cómo lo hacen, con qué mimo ponen los dedos en los bordes, con qué ceremonial lo sacan de la funda —por lo general en bastante buen estado-, de qué forma lo sujetan para no meter las yemas asquerosamente sudadas en las estrías, cómo les dan la vuelta. Dios..., ni siquiera se puede ser más suave y tierno con una persona del sexo contrario. ¡Querían —y quieren— a sus discos, los muy cabrones! Ahí estaban —y están— sus emociones, sus rollos, su COSA. ¿Que queréis que os diga? Yo les envidio. Nosotros somos la gene ración del compact y si os paráis a pensar un momento... eso significa algo. ¿Somos los indestructibles o tal vez los de usar y tirar? A un compact, -un CD-, puedes ponerle la ma no encima, pisarlo, dejarlo fuera de la funda aunque se llene de polvo, vomitarle encima. Y ni siquiera es porque sea duro. Sólo porque es una pequeña mierda que resiste. Nosotros somos compacts, ésta es la relación. La puta generación del CD. Desde que lo comprendí, entiendo mejor dónde es toy, qué hago, hacia dónde vcy, suponiendo que por el siini>li hecho de poner cada día un pie delante del otro vaya a alga na parte, como ahora. Tienes lo que tienes y te vale. En ese momento, con Tivi, tenía lo justo y necesarii no me hacía falta nada más. Bueno, sí, tal vez una nueva < i

65 beza. Mi cabeza aún creo que es de vinilo, y tiene profundas estrías. En cambio mi corazón es un compact. Cuidado con el laser-disc.

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-Y el cine. ¿Te gusta el cine? -Sí, claro. -¿Hasta qué punto? —insistió Ventura. -¿Crees que tengo las seiscientas y pico de pelas que vale la entrada para ir cuando quiero? Aprovecho los días del espectador a tope, y si hay más de una peli que me interese, me hago un doblete. -La música es la sangre de la vida, pero el cine... ¡Dios! -exultó vehemencia apretando los puños y levantando la cabeza al aire-. ¿Cuál es tu película favorita? -Jo, tío, ¿otra vez?, ni idea. Me gustan todas, aunque prefiero las buenas comedias y los temas interesantes. Paso de chorradas de efectos especiales y musculeras guapos. -A mí me apasiona todo, pero el cine americano en blanco y negro de los años 40 y 50... —Un poco viejo sí eres, además de raro -se burló TIVI. Ventura no le hizo el menor caso. Continuó hablando, recuperado de su anterior obnubilación, de nuevo arrasl i . u l o por su énfasis. -Fíjate en la cara de Spencer Tracy, o en la sonrisa de ( ' l a r k Gable, o la belleza de ellas, la Lombard, la Tietney, lo Smunons... -dijo-. Hoy día sólo queda Hoffman, bueno, y Nu'liolson a veces. Podría ver mil veces Bla.de Runner, Lo i/iir el viento se llevó, West Side Story o 2001. -Se te ha iluminado la cara -volvió a burlarse Tivi. -Puedes oir música a todas horas, inconscientemenIr, en l.i radio, viendo la tele o incluso caminando por la calle IVro el cine es un acto de fe. Sí, también puedes verlo en in i .1-1, en la tele o alquilando un video, y está bien para rei n|n MI o ver algo antiguo, sin embargo... entrar en un cine, ftt'Mlni le en la oscuridad, sumergirte en la pantalla, eso es algo mus i l i s i i n i o . El día que la realidad virtual sirva para meterte . de una película... ¿te imaginas? •Kres de los peligrosos -consideró ella. ¿En qué sentido? I íres apasionado.

66 -¿Y eso es raaio? -Para unas cosas, no. Para otras es probable que sí. De todas formas... -bajó la cabeza de nuevo, y su voz se tornó más débil-, he de confesar que te envidio. Yo no soy apasionada, y me gustaría serlo, aunque pienso que los apasionados sufren más, todo íes afecta, sienten el doble y por lo tanto todo lo viven con mayor intensidad, lo bueno y lo malo. •'-Yo no lo veo así. Se trata de estar vivo o no. -Se puede vivir de muchas formas. -¿Estás segura? Se encontró con sus ojos abiertos y transparentes. Estaban atravesados por un rictus de dolor muy tamizado, casi imperceptible. Tuvo un deseo irresistible de cogerle la mano, pero lo reprimió. De hecho caminaban sin rumbo desde que habían salido de la casa, esperando que uno u otra decidiera entrar en algún sitio para cenar, pero sin prisa por hacerlo. Con cada paso había un roce, y con cada roce una normalidad. No eran más que un chico y una chica paseando en una recién iniciada noche de primavera. Parecían un chico y una chica paseando en una recién iniciada noche de primavera. -Mi padre... -empezó a decir Ventura. —Oye -le interrumpió ella frunciendo el ceño—, tu padre por aquí, tu padre por allá. ¿Qué pasa con él? Si estabas tan bien con los tuyos, ¿por qué te has ido de casa? La pregunta le cogió de improviso. Tal vez por ello lo acusó. Su rostro quedó ahogado de nuevo por una marea de sensaciones encontradas, un terremoto quieto. Trató de responder, lo intentó, pero lo único que acabó haciendo fue aislar los sentimientos y mirarla como un náufrago perdido en el mar, lleno de desnudas contradicciones. Tivi supo verlo, y entenderlo. -Vale, perdona, nada de preguntas personales, lo siento. -No, espera... -intentó ordenar una idea, canali/;u esos sentimientos. Ella no le dejó. -Cada cual tiene sus fantasmas -dijo-. Y la verdad es que nadie quiere hablar de los suyos. -Puede que tengas razón -convino él. -Tengo razón -concluyó ella en forma terminante. -Entonces... -Anda, vamos a cenar de una vez. Yo ya tengo hamhi c

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D

E.

-I hombre esperó a que el psicólogo terminara de examinar los datos. Cuando él dejó el informe sobre la mesa, se enfrentó a su mirada y esperó. Más allá de ambos la noche ya dibujaba con mucha más intensidad la negrura en el ánimo dei primero. Su impaciencia le delató, hablando bajo el impulso de su ansiedad. -Como puede ver, tiene un coeficiente intelectual elevado. No es un chico común. Siempre ha leído mucho. A los quince años ya leía cosas de Freud, Nietszche y gente así. Además, le gusta el cine y la música. -¿Qué clase de cine? -Todo. Devora películas como... -le hizo un gesto impreciso, pero abrumador-. Ve cada día un par, de la televisión o del video Club, antiguas o modernas, tanto le da. Creo que incluso las memori/,;:. Hay películas que ha visto una o dos docenas de veces. -¿La música es la actual? -Siente predilección por el rock, sí, y le fascinan las graniK-s estrellas, los ídolos que han hecho de sus vidas algo paradigmático, lauto en lo bueno como en lo malo. Yo no entiendo mucho de eso, |irm... -dejó de hablar un par de segundos y tras bajar la cabeza con nhatiiniento optó por pregunlar lo que tanto le inquietaba-: Doctor, , i i u n o es ahora mismo su estado de ánimo? -Confuso -fue la respuesta inicial del psicólogo, antes de * \irnderse en su siguiente disquisición-. Puede que ni recuerde nada, tomo los autistas. Quizá haya bloqueado su mente. Quizá tenga mieiln y esté asustado. Quizá viva ai límite. Quizá se sienta héroe de su pinino sueño. Es difícil saberlo. Usted me lo ha descrito corno un sonliir, con un sentido dramático de la vida, ...vida que adora el cine y iniisica hasta el punto de haber hecho de las vidas ficticias o reales Ir Mi 1 , mitos el apoyo y razón de su existencia. Eso nos da un cuadro íiliy interesante, pero demasiado amplio. Tal y como ese amigo suyo, )iiim, dice que le ha hablado, sin contarle nada de lo sucedido, tó que •" c un es estar precisamente huyendo. -No le entiendo. --Se está dejando llevar. Puede que quiera'que le cojan. Puei|iif, simplemente, espere acontecimientos. Es posible que tenga iiilml.is y bajadas, como los drogadictos. Y en esos momentos tanto "• t'ii|i¡i/ de descubrirse a sí mismo como hacer algo peor.' '; -Casi mató al hombre al que robó, innecesariamente. ! • : '

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68 -Tiene miedo, mucho miedo, pero creo que ese miedo es el que le hace dejar un rastro, como los caracoles. Y gracias a él le cogerá. -Lo sé, doctor, lo sé -dijo con plena seguridad el hombre.

28 ue Tivi la que entró en aquella hocadillería barata nada más verla. —¿Quieres entrar aquí? —se sorprendió Ventura. -¿Qué pasa, no te gusta? —Pensé que querías cenar bien, en un restaurante. -Mira, no quiero acostumbrarme a la buena vida, gracias -le dirigió una sonrisa malintencionada. Se sentaron en una mesa de dos, frente a frente, cerca de la barra, y un camarero alto y delgado, que no le quitó el ojo de encima a ella, se acercó inmediatamente para preguntarles qué querían. Pidieron uno de frankfur, uno de lomo, uno de bacon y otro de chistorra, con dos cervezas. Cuando el camarero se alejó les llamó la atención la risa de una mujer, sentada en la barra, llamativa, con una especie de yitppie al acecho, de pie frente a ella. Debía haber dicho algo gracioso, porque la miraba con ojos de seguridad y dominio. No encajaban allí, pero estaban allí. Lo mismo que ellos. Una radio de fondo desgranaba las notas de una canción de Peter Gabriel, Games without frontiers. -Peter Gabriel es un tío alucinante -la informó Ventura señalando la radio para que supiera de qué le hablaba. -Tú sí lo eres -confesó Tivi-. Estás lleno de sorpresas. Deberías dedicarte al cine o a la música si tanto te gustan. —Toqué en un grupo. -¿De verdad? -dilató sus ojos, pero no a causa de la noticia, sino más bien como si lo encontrara gracioso—. ¿Y qué tal? -No pasó nada, si es eso a lo que te refieres. -Eso no significa demasiado. Formar un grupo debe costar bastante, y encontrar a los tíos adecuados, más. Uno puede ser bueno y los otros malos. ¿Qué tocabas tú? -El bajo. -¿Es tu instrumento? -Me gustaba la guitarra, pero hay diez guitarras para cada grupo. Así que uno ha de pasarse al bajo. Todos los bajos son guitarras frustrados, bueno, casi todos. No quiero que me oiga ninguno y me asesine.

-¿Escribías canciones? —Sí, bueno, las letras. Tivi se inclinó un poco más sobre la mesa, plenamente interesada. -¿Eres poeta? -Sí. -Me encanta -bromeó ella-. Pasas de la modestia como un indio de zapatos. -Te digo lo que pienso y lo que siento como lo pienso y como lo siento, no creo que... -¿Por qué lo dejaste? -le preguntó la chica, pasando por encima de sus argumentaciones semánticas. -No lo dejé -dijo él-. Yo sigo en ello, aunque... -reK>tdó su sueño y cambió el tono de su voz-. El grupo se fue a ln mierda por el coñazo de la mili. Se fueron e] cantante y el Iwla ía, y el guitarra se marchaba medio año después. Yo era el mus joven. Cuando volvían los primeros se largaba el teclista. -¿Y tú, cuándo te toca a ti? -Yo paso de la mili. La mujer de la barra soltó una carcajada ostensible, ivliimdo para atrás su cabellera revuelta. El hombre, como (un inercia, se le echó encima y apoyó su vaso en el escote de Hln. lo cual provocó una nueva risa y unos manoseos evidenIt". li.isla que se dieron un beso. -imbécil -musitó Ventura. -¿Qué te molesta? -indagó Tivi- ¿Que se hagan noliii o i|ik- el vaya con esa tía de bandera? -Tú eres mucho más atractiva -se sinceró. -Oh, gracias -fingió sentirse abrumada. -Lo digo en serio. -Vale. -Cuando te he visto sobre el cristal, limpiando el... -Vale, vale. No le dejó hablar. Fue un absoluto corte. Incluso su Mitin 11 .inihió cubriéndose de cenizas repentinas. Y en ese momento apareció el camarero con los bo- \s cervezas.

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¿Q

ué harías si te echaran de la casa o tuvieras

-Buscarme la vida, como tú. -¿Cuánto tiempo hace que estás sola? -Un año. -Me gustaría quedarme con vosotros. Tivi le miró de hito en hito. Lo siguiente lo dijo con voz átona, tan hueca como impersonal. -No hay sitio, aunque... siempre puedes pedirlo de forma oficial y ver que tal, si alguno quiere compartir su espacio contigo. Nos reunimos un día a la semana para tratar temas de funcionamiento interno. De todas formas, si crees que es un paraíso, vas dado. -¿Lo dices por lo de la poli, los skins y todo eso? -Lo de los skins sólo es una parte. Esto no es Los Ángeles, no hay bandas, pero sí tribus urbanas. Hace un mes apalearon a uno de otra casa al que pillaron solo de madruga da y ha perdido un ojo, los muy... cabrones -exhaló con desprecio-. No, lo decía por las dificultades globales, falta do medios, de dinero, trabajo..., todo. -No me importa la dureza, creó que es buena pai;i salir adelante. -Lo dicho -dijo con un triste sarcasmo ella-. Eies un romántico. -¿Y qué? —Pues que los románticos son peligrosos, nada pr;n ticos, idealistas sin nada en lo que apoyarse. No hay uadii j peor que un soñador. -No lo dirás en serio. -¿Que si lo digo en serio? ¡Tú verás! Yo llevo ufl año en la calle. Tú aún te crees que esto es como robarle |>i'«| ras al vecino. -No es cierto -repuso Ventura con dolor. -Dime una cosa: ¿qué esperas de la vida? Se lo pensó, y dejó la mitad de su segundo bocadillo] sobre el plato, como si le pesara en las manos. Por la radio yl no se oía música y la pareja de la barra se había ido. Peso u • gente que les rodeaba, parecían estar solos. -Quisiera... -empezó a decir sin encontrar las \n\\m bras adecuadas o la idea que necesitaba para ¿deslurnbiaiM Y repitió-: Quisiera... -antes de comprender algo en lo i|uo IM había pensado antes. Es decir, una vez se había dado nu'iM de que nunca sería una estrella del rock. Una estrella do I uní Una estrella del rock... La idea, obsesiva, le hizo más dallo A lo que nunca le hizo jamás, porque de pronto le pesó y lo i|M

mó como un plomo ardiente en mitad de su cerebro. Nunca sería como Morrison, o Cobain, ni vivo ni muerto. Nunca. Y entonces acabó bajando la cabeza para reconocer sinceramente y con un débil hilo de voz—: Aún no lo sé. -Yo sí lo sé -dijo Tivi-, y es muy simple: sólo quiero tener un espacio mío, ¿entiendes? Quiero tener una porción de aire para respirar, no quiero nada más. Es lo único que necesito para sentirme viva. -¿Eso no es tan romántico como lo mío? -Es diferente. Cuando hablo de una porción de aire, un espacio, te estoy diciendo que quiero que me dejen en paz, que respeten lo que soy, quién soy y cómo soy. Nada más. lisie mundo es opresivo, todo Dios le roba el aliento al de al laclo. No quiero tener que estar peleando continuamente por tosas así. Quiero paz, vivir y dejar vivir. -¿No quieres una casa, un futuro estable, quizá unirlo a alguien...? -No, ¡no! ¿De qué hablas? ¿Me estás poniendo a pi m-ha? ¡A la mierda con todo eso! ¿Quién lo necesita? En el Iniido eso es lo que quiere la tía de la barra. Tú tampoco lo necesitas, lo sé, y lo sabes. Yo quiero atrapar mi gramo de lilu-ilad, y sé que me bastará. Ya conozco la realidad. Ya he iipiondido. Lo tengo claro, muy claro, tío. -Todo el mundo cambia -se atrevió a decir él sin esIHI seguro de si era la frase adecuada, porque tampoco estaba NI (-uro de que fuera cierta, aunque temiera que sí. -No todo el mundo -dijo Tivi-. Yo no voy a camliiiii eoino por ejemplo esas estrellas del rock que tanto admiIIIN, v que nacen en la calle, salen de la calle, pero cuando esliin ¡u i i ha se olvidan de todo y pierden el contacto con la M iilulad, se disfrazan de estrellas. ¿Ése es tu ideal, Ventura? I u historia del rock está llena de tortura y muertes inútiles, IV'.li-y, I .ennon y muchos más que ni conozco ni me suenan. Cobain, Morrison, Joplin, Jones, Hendrix, Cooke, Alll'ti\ioñus, Holly, Lymon, Parsons, Wüson, Moon, Curtís, HI'KV Manuel, Gaye, Pappalardi, Redding, Kath, Bolán, «ii \\'i>txl, Elüott, Kossoff, Carpenter, Byron, Marley... ¿Sabes lo que es la historia del rock, Tivi? -pren Ventura moviendo la cabeza negativamente.

Historia i-ja historia del rock está hecha de olores y sensaciones, cariño. Olores y sensaciones. Oh, sí..., ¿te sorprende? No, yo no estaba allí, porque eso sí pertenece al pasado, no al presente. No estaba allí pero me lo contaron, especialmente Lennon, en otro de mis sueños. Con él también suelo hablar. Me cuenta qué sintió el día que aquel hijo de puta le disparó a quemarropa. Me lo cuenta y es como si yo sintiera el impacto de esas balas en mi mente. Duelen, cariño. Todas las balas del absurdo duelen. Pero... ¿quieres saber qué es la historia del rock? ¿De verdad? Bien, bien, de acuerdo, te lo diré: olores y sensaciones, o sea, asco y repugnancia. ¿Quieres oírlo? ¿De verdad? Bien, bien, de acuerdo, voy a continuar. En los 60 los grupos actuaban en teatritos de madera, con asientos de madera y el suelo de madera. Las fans hacían colas durante horas para entrar a la carrera y apoderarse del mejor sitio. ¿Sabes lo que son mil o dos mil fans, adolescentes e histéricas, juntas, actuando como un solo cuerpo y una sola cabeza? Para cuando salía el grupo estelar, que únicamente tocaba durante unos veinte minutos porque no había «conciertos» ni «recitales», sino paquetes de artistas, las fans lie vahan las horas de cola más el nerviosismo de la espera final, y entonces... sus esfínteres no resistían, se meaban, todas, /r hizo su guerra, vivió y luego se casó con mi madre, port|iir creyó que era hora de sentar la cabeza o porque se enamoró de ella, no sé. -O sea que cambió y la jorobó. -Puede -concedió Ventura-. La verdad es que nací \ i mi madre se puso en plan señora y vino todo ese rollo de l.i madurez. -No lo soportó. -No, no lo soportó. Entonces sí que cambió. En los «u líenla a todo Dios le dio por querer ganar dinero, por apai i ' i i i . i i , poi jugar a la «gente guapa». Fue muy fuerte para él. N n tenía quince años cuando mi madre se largó con otro, uno l'nn irají- y corbata que trabajaba en La Caixa. -¿En serio? Prefirió la seguridad, y también la paz, porque para

76 entonces mi padre ya se había puesto muy borde, como una jarra de cerveza rezumando la espuma de su insatisfacción. -Inadaptado. -Tal vez. -¿Con quién te quedaste tú? -Viví con mi madre dos años, hasta que no pude más y me abrí. Mi padre era un cabrón, pero el otro... -La extraña pareja -calculó Ti vi. -Y tampoco funcionó -asintió él con más abstracción que cansancio-. Fue peor que antes. Estaba amargado, hundido. No pertenecía a este mundo, y tampoco podía volver al suyo. Atrapado en ninguna parte, así se sentía. Nos... —hizo un gesto amargo, doloroso, pero no dejó de hablar, aunque ahora ya no la miraba a ella, sino su plato vacío-. Nos dábamos de hostias cada día. -Así que era eso -suspiró ella. -No, no. -Has dicho que... -Bueno, no... cono, no sé, no nos llevábamos bien. -Perdona, no teníamos que haber hablado de eso. Ya te he dicho antes que cada cual tiene su historia, y hay gente a la que no le gusta hablar de la suya. Ventura volvió a mirarla. Esta vez sus ojos estaban cargados de dolor. -Hay algo peor que morir por los sueños, Tivi -dijo-. Los Rolling Stones cantaban «Cuidado con lo que deseas, puedes conseguirlo». Así que conseguirlo es cumplir el sueño, pero si mueres tú con el sueño...

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¿Y

-¿Yo qué? Notó cómo ella se ponía inmediatamente a la defensiva.

-¿Cuál es tu historia? -Yo no tengo historia. -¿Qué sucedió para que te fueras de casa? -Mira, lo siento. Yo no soy tan comunicativa com< > tú. Te repito que no me gusta hablar de eso. -¿Tan mal te fue? No es bueno quedarse las cosas dentro.

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Tivi se puso en pie. Paseó una mirada fingidamente distraída por el local y se desperezó. -Oye -dijo-, mañana he de madrugar para pillar los atascos de antes de las nueve, así que he de estar a las siete y media u ocho en mi esquina. Es una de las mejores horas, ¿sabes? Parte del presupuesto del día depende de eso. La gente está más cabreada de lo normal por levantarse pronto, y también más dormida, con menos ganas de discutir. -¿Quieres irte, en serio? -vaciló Ventura. -No, quería que me viera el personal -espetó ella. -Espera -trató de detenerla él-, no te haré preguntas... -Vamonos, es tarde -hizo un gesto casi inmediatamente, agregando-: O si lo prefieres me voy yo y tú te vienes cuando quieras. -No sé el camino. —Pues andando. Además, estás muerto de sueño. ¿Te has visto los ojos? Parecen dos rendijas. ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir? -Cuarenta y ocho horas, aunque he pegado una cabezada en el coche después de comer. Tivi echó a andar hacia la puerta, y él la siguió. Había dejado setenta y cinco pesetas de propina en el plato, y cuando ella le dio la espalda se apresuró a recogerlas, dejándolo vacío. La alcanzó en la calle y se puso a su lado, caminando inicialmente en silencio, bajo la placidez de una noche lan serena como cálida. Una noche hermosa. -Mañana habrá luna llena -dijo la muchacha una docena de pasos más allá. Siguió la estela de su mirada, descubrió la luna cerca de su plenitud y volvió a mirarla a ella de soslayo mientras la imagen de Neus aparecía en su mente y luego desaparecía envuelta en la misma distancia que íes separaba del satélite terráqueo. Descubrió que se sentía bien, pero todavía extraño. Y si en algún momento hubiera deseado detener el reloj, lo habría hecho en éste. Imagina que no hay ningún paraíso. Es fácil si lo intentas. Ningún infierno bajo nosotros. Sobre nosotros sólo el cielo. Imagina a toda la gente. Viviendo al día.

78 -Imagine -dijo Tivi-. Esa sí la conozco. -Era la canción favorita de mi padre -dijo él.

Poder > i pudiera me haría una cazadora con mis sueños. S, Si pudiera bebería de la sangre del olvido. Si pudiera besaría todos los recuerdos. Papá, ¿ te acuerdas de cuando me hacías escuchar a John Mayall, a Cream, a Soft Machine, a Brian Auger, a Bob Dylan, a Eric Burdon...? ¿Te acuerdas, papá? ¿Te acuerdas de cuando me descubriste Woodstock viendo la película ? Fue la primera vez que le vi llorar, y creo que la única. No pudiste ir al festival porque no te dejaban salir de España a causa de lajodida mili. ¿Cuántas veces vimos después la película? La hostia, papá, ¡qué días! Entonces estábamos unidos. ¿Cuándo dejaron tus manos de acariciar para convertirse en venganza? Si pudiera hacer que mi tiempo fuera el mejor de los tiempos.

33 Alü pasar cerca de donde tenía aparcado el coche, recordó la maleta escondida en el maletero. Caminó en dirección al vehículo, sin dejar que ella se aproximara, y la sacó del lugar volviendo a cerrar el capó. No pesaba mucho, pero tampoco parecía estar vacía. De todas formas su gesto no pasó inadvertido para Tivi. Al llegar de nuevo a su lado ella le preguntó: -¿No has cerrado con llave? -La cerradura está estropeada -dijo indiferente. -Deberías arreglarla si no quieres quedarte sin coche. ¿Qué llevas ahí, todo tu mundo? -Casi. -No sé por qué me daba la impresión de que te habías ido en un arrebato, ya sabes. -Ya ves.

79 Llegaban a los alrededores de la casa y hablaban cada vez menos y de temas más triviales, a modo de dardos fugaces en la noche. De pronto Ventura comprendía que iba a dormir con ella, en su misma habitación, tan cerca que podría oírla respirar, moverse, y que percibiría su calor en la proximidad. Sentía un vacío especial en el estómago. En el jardín de la casa había dos chicos jóvenes, estrechamente unidos, mirando la luna como fieles devotos y con cara de ensueño. Se besaban cuando ellos entraron y dejaron de hacerlo al notar su presencia. Los dos le miraron a él, de arriba abajo, y le sonrieron a ella con amable ternura. -Hola, Tivi. -Hola, pareja. No hubo presentaciones. Atravesaron el jardín y entraron en el edificio. Una docena de chicos y chicas, hombres y mujeres, aunque de no más de ventimuchos años, repartían sus cuerpos por la sala mirando algo en un televisor en blanco y negro. Diego no estaba entre ellos. -¿Ves? -dijo Tivi-. No nos falta de nada. Darío encontró esa tele y la arregló. Por lo visto alguien se compró la de color y la jubiló. -¿No tenéis problemas para escoger el canal? quiso bromear él, aunque no tenía ninguna gana de haivrlo. -Aquí no hay abuelitas ávidas de concursos, ni padres futboleros, ni madres amantes de melodramas, ni niños .nucios a los mangas japoneses. El primero que llega pone lo i|ik % quiere y punto. -Ya. Estaba nervioso, más y más inquieto. Sólo dos o tres ilc lo.s y las presentes le observaban con algo de curiosidad. -Bueno, yo me quedo aquí un rato -dijo de pronto l'ivi . Ya sabes donde está la habitación. Que descanses. Se apartó de su lado. -Creía que tenías que madrugar -dijo él. Sonó a protesta, a incertidumbre, a desilusión. Tivi h 1 miró sin decir nada más, sin detenerse. Se quedó solo. Luego, al notar el peso cada vez mayor de las mirailrt» de los presentes, reaccionó y se encaminó a la habitación li« MI compañera. ;

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-Debería descansar -insistió el otro-. Es absurdo que siga aquí. Puede que tarde en dar señales de vida, y cuando lo haga... sería mejor que hubiese dormido un poco. -No es más que un chico asustado -dijo el hombre como si exteriorizara sus pensamientos. -Entonces cometerá un error más pronto o más tarde. -Sí, lo sé. -Vayase, señor. Le llamaremos si hay algo. Ya es muy tarde. Tenía razón, así que se dejó convencer. Cerró los ojos, suspiró hondo y cuando expulsó el aire retenido en los pulmones dio el primer paso, en dirección a la puerta, en dirección al cambio que necesitaba, lejos de allí. -Está bien -concedió-. Pero hágalo al primer indicio, ¿de iicuerdo? Por pequeño que sea. -Se lo prometo -aseguró el otro. Fue la última palabra que intercambiaron. Al atravesar la puerta de su despacho supo lo cansado que litaba.

io a los homosexuales desde la ventana. Seguían la luna, o buscaban una mayor intimidad en el jardín, alejándose de la fachada. Se apartó del rectángulo acristalado al ver cómo se besaban de nuevo. Sabía que no era muy ético, muy «progre», muy real o normal, pero... odiaba a los gays. Eso le hizo sentirse aún más furioso. Se concentró en la maleta. La abrió, rompiendo el cierre, pues estaba echada la llave, y estudió su contenido. Había ropa de ambos sexos, pero mientras la de mujer era aprovechable para una chica joven, como Ti vi, la de hombre era mayor en tamaño y en edad. Salvo un par de camisetas, el resto era inútil. Se llevó otra desilusión. También había un secador, una plancha pequeña y portátil, calcetines, medias, bragas, calzoncillos, un cinturón... Colocó la maleta encima de la mesa y se enfrentó a su suerte. Hizo lo que le había dicho Tivi: formar una especie de colchón con la ropa que ella tenía diseminada por uno de los ángulos de la habitación. El saco de dormir era excesivamente grueso para un tiempo tan primaveral, pero decidió utilizarlo. Se desnudó, despacio, deseando que su amiga entrara en ese momento, pero acabó de hacerlo en la misma soledad. Finalmente se introdujo en el saco y cerró los ojos. Todavía furioso. Y agotado. Lo descubrió asi al instante. La ropa de Tivi olía a Tivi, mucho más que su colchón. Fue otro descubrimiento aún más doloroso. Un fuego devorador y cargado de rabias le dominó. Luchó contra él sin éxito. No logró atemperarlo hasta que descargó un puñetazo lleno de ira, al límite de su paroxismo, contra la pared que tenía más cerca. -¡Mierda! -exclamó en voz alta. La risa ahogada de uno de los gays llegó hasta él procedente del jardín.

-¿JT or qué no se va a casa? No hubo respuesta, pero pareció entender la preocupación de su subordinado, mirándole con algo parecido al síndrome de Estocolmo en los secuestrados: simpatía.

35 vje había dormido. No sabía si hacía cinco minutos u mucho más tiempo, pero se había dormido. De todas formns no debía ser demasiado, porque escuchó el ruido de la (niiTla al abrirse, y entonces hizo lo mismo con sus ojos. Abrirlos. Para ver a Tivi, moviéndose en silencio, despacio, ilu(liiuida por el resplandor de la luna que entraba por la ventana. Después la vio desnudarse, quitarse la cazadora, las Solas, la falda, la blusa, las bragas y el sujetador. Las dos últimas prendas eran muy blancas. Recordó i o que había sentido al aplastar ella su pet lio contra el cristal del parabrisas. Lo recordó y lo multiplii n |ior cien, por mil, al verla quitarse las bragas, que acabó miniando a un lado. Fue una visión fugaz, pero eléctrica. Breve. '-• s(>r el contrario, dentro de veinte años, te vas a acordar de él pensando: «¿Dónde cono estará aquel pirado?». Cuando leo una biografía de alguien en cosas artísticas, pintor, escultor, escritor, músico o gigoló, los comienzos siempre han sido difíciles. Nadie, o casi nadie, ha empezado ya con pasta y viviendo de puta madre. Por ello creí que yo también podría (•(inseguirlo. Aquel tío tocaba decentemente, y tenía pinta, imagen. Mucho más que yo. Se le notaba enrollado. Uno de esos ¡/ni' entra a saco en la vida, aunque la vida acabe dándole /»«'/ c/ saco -generalmente-. Además, hay gente que se mira v 11 ¡necia, y la música une mucho, vaya si une. Aunque de momento no le pregunté si le gustaba Nirvana, ni los Doors. Eso son discusiones mayores, no para \inirner en el metro mientras uno está currando y el otro \olo mira.

43 fue al término de la tercera canción, más dura y luilcia que las anteriores, cuando el músico callejero cesó cu -.u concierto y depositó la guitarra sobre su regazo. EntonIH'N M- dirigió a él. -¿Qué haces? -Nada -dijo Ventura. -¿Te enrolla la música? -Sí, aunque me va más el rock. Bueno, es lo que yo hago, pero aquí... No quiero i|iii' me relien. Bastantes problemas he tenido ya. B -Eres auténtico -reconoció Ventura con un deje de llllllMI h u , 1 1

/.Por qué lo dices?

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-Por todo. Tocas en el metro, sabes darle... ¿Estás en algún grupo? —Ahora no, pero he tenido uno, y he tocado en otros dos o tres. Hay mucho despiste, ¿sabes? -Yo también estaba en un grupo. -¡Bueno! -cantó el otro-. Eso sí es una sorpresa. Quizá podamos enrollarnos juntos... -Quizá. ¿Dónde vives? -En el Guinardó. -¿Con tu novia o con colegas? -¿Estás loco? -su cara se llenó de ironías-. En primer lugar hoy día las tías no mueven el culo ni se arriesgan a nada, ¡menudas son! Y en segundo lugar, ¿de dónde cono puedo sacar pasta para eso? ¡Vivo en casa, con mis padres! -¿En serio? -le tocó ahora el turno de extrañarse a él. -¡Pues claro! ¿Para que voy a largarme, tío? Alguien ha de pagar las facturas. ¿Tú vives solo? Se sentía un tanto frustrado, desilusionado, pero trató de que el otro no lo notara. Creía... -Sí -dijo firmemente-, yo rne abrí no hace mucho. -Cojonudo -ponderó el músico-. ¿Dónde vives? -En una casa, en Gracia. Somos squatters. -Vaya, eres un pozo de sorpresas. ¿Cómo te llamas? La admiración ya no era de él hacia el músico, sino que circulaba en ambas direcciones, y casi estaba por decir que más en sentido contrario. -Ventura. -Yo soy Ricky, colega. ¿Hace una birra?

Rambla y la plaza de Catalunya, y ahora, en la esquina de la plaza con Pelayo, sus cuerpos se confundían con los de los habituales en aquel punto, mirones, turistas y camaleones a la búsqueda del calor del sol primaveral. Quizá por ello Ventura se sentía a salvo. Anónimo. -¿Quieres ser músico? Ricky asintió con la cabeza un par de veces, despacio y convencido. -Es lo único que se puede ser que sea algo decente, ¿no te parece? ¿No quieres serlo tú? —Sí —dijo sin el necesario aplomo en su voz. -Yo he estudiado guitarra -continuó el otro-. Es un rollo, pero hay que hacerlo, aunque... Bueno, a mi viejo no le gusta. De hecho no le gusta nada de lo que hago, cómo soy, la forma en que visto... Pero me soporta, y yo a él. Mi madre está en medio. Ellos querrían que hubiera estudiado lina carrera, ¿te imaginas, colega? Yo paso de eso. Y paso tli' casarme, como mi hermana, que ya tiene niños y todo, jioiler! Algún día seré famoso, la hostia de famoso, tendré pasla y me tiraré a todas las tías que andarán babeando por m i , ya verás. -¿Quieres ser músico para follarte fansl - ¡Pues claro! -soltó una carcajada-. Eh, oye, ¿no me i.is marica, verdad? Porque si es eso... te has equivocado. -No, hombre, no -pensó en los dos gays de casa-, N sólo que para rní la música es lo primero. -Eres un pureía. -Seré un pureta. -Hemos de enrollarnos juntos. Puede que salga algo Mimo. ¿Qué tocas? -La guitarra. -Vaya -bufó Ricky-. Otro guitarra. ¿Es que no hay IMIIM.IS? Bueno, pero hemos de probarlo igual. Seguro que mi 111.1 recordaremos esto cuando nos den el primer disco de mu -Estás muy seguro de que funcionará. -Contigo o con quien sea, pero funcionará, sí -afirlint K'u'ky apurando el resto de su cerveza. Y si no es así. -¡Joder, pues no sé, tú! No tengo ni puta idea. Me |i. (MU un tiro, supongo. - ¿Como Kurt Cobain?

44 entura pagó las dos cervezas, y el camarero, tras echarles una ojeada poco convencido, les dejó en la mesa y se marchó al oír la llamada de una pareja de turistas rojos como calamares. Ricky tragó más que bebió la mitad de su cerveza en apenas tres sorbos ávidos. Al volver a dejar el vaso lo llenó de nuevo con el resto y lo contempló con fricción mientras ladeaba la cabeza. -La hostia, ¿te imaginas un mundo sin birrasl --siestremeció. Habían dejado la guitarra y el amplificador en uno de los puestos de la placita abierta en el subsuelo entre l;i

98 -Me lo pegaría si no pudiera llegar, pero si llego... ¡Ése estaba pirado! Además, no hablaba en serio. ¿Quién quiere pegarse un tiro? No quiso hablar de Cobain con él. Incluso pensó en irse. Pero no lo hizo. Seguía viendo algo especial en Ricky, la imagen inicial de él tocando en el metro, la fascinación. -Eh, oye -volvió a hablar el músico-, ¿en esa casa tienes a alguien? —Sí, a mi novia. -Vaya -silbó Ricky-. Vas fuerte, tío. Y encima estás forrado. -¿Forrado? No, que va. -Me has largado un verde. -Tocas bien. -La hostia. ¿Vas de numerero o qué? La gente no da mil pelas así como así, y menos nosotros, que siempre estamos colgados. —El dinero va y viene —dijo Ventura. -Pues a mí sólo se me va. Oye -su cara cambió de repente, iluminada por una súbita luz, y se acercó a él bajando la voz mientras se apoyaba en la mesa—, ¿te interesa un costo de puta madre? -No sé -vaciló él. -Cinco papeles. Cosa fina, tú. Esta noche colocón fino con tu nena. No pudo decir mucho más. Ricky ya se había puesto en pie.

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B,

'ajaban por las Ramblas, a paso distendido pero sin detenerse. Ricky llevaba hablando un par de minutos, pero él no le oía. Ya tenía bastantes problemas como para encima... De todas formas, unas horas de evasión, un breve o largo vuelo... ¿Y si Tivi pasaba? -No pienses que hago esto con todo el mundo, ¿olí? Pero, cono, un tío legal que le suelta a un colega un billete Además, estás un poco serio, ¿no? ¿Qué te pasa? Puedes con fiar en mí, ¿sabes? Mira, bien pensado, un grupo con dos «>,ui larras tampoco está nada mal. Podría llamar a un balaca que le da duro, y a lo mejor Estanis... Estanis es como todos I"

99 guitarras mierdas que acaban tocando el bajo, ¿sabes?, pero podría servir. Lo del teclas... aunque tampoco sé si haría falta un teclas. ¿Sí, verdad? Con dos guitarras es mejor. ¿Tú qué tal cantas? Yo para hacer coros sirvo, pero no soy solista. Si hemos de buscar un cantante es más jodido. ¿Habría sitio en esa casa en que vives para ensayar? Llegaron a un semáforo. No había limpiacristales en su proximidad, sólo el flujo del tráfico y la gente. Por detrás, una lienda de material de alta fidelidad iluminaba con el reclamo de su escaparate la espera de los transeúntes. Una docena de televisores irradiaba una docena de imágenes, las mismas en todos ellos, aportando movilidad y color al cruce. Era imposible sustraerse a su hechizo. Debía ser la hora del telediario, porque vieron unas escenas habituales, muertos amonlonados, deslrozados, gente que lloraba, un «enviado especial» narrando el horror de turno con toque profesional. No podían oírlo. Una docena de televisores pero ningún sonido. El «enviado especial» desapareció. En su lugar entró la presentadora del informativo, mirando a cámara. Mirándoles a ellos. Era atractiva, de fría sexualidad. El semáforo iba a < .imbiar. Entonces en las pantallas de ios doce televisores .ipareció su foto. Él. Era una fotografía tomada un año antes, pero no había cambiado nada con relación a ella. Sonreía despreocupado, sin haber imaginado aquel día que esa imagen iban a verl.i miles de personas. A descubrirle por su culpa. Se quedó sin aliento, sin fuerzas, pero pudo escui h.ii la voz de Ricky, gritando sin cortarse y en tono todavía divertido: -¡Eh, tío, ese eres tú! Eso fue un segundo antes de que echara a correr.

Marrón

N,,

' uncu había tenido miedo, auténtico miedo, hasta w momento. Si hubiera sido una estrella del rock, la fama iil'iin i'stado a mi lado, y yo habría crecido con ella, deján, ' / / / » • acariciar, mimar. Sexo, drogas y rock and roll. Como n 1,1 Kicky. Pero eso estaba lejos, Y había otra fama. Todo

100 Dios que sale por la tela se supone que es famoso o está a punto de conseguir sus cinco minutos, o cinco segundos, de pequeña gloría personal. Ya he dicho que se supone. Yo no estaba en esa línea. Mi jeta en la tele era lo que menos podía esperar. Así que estaba acojonado, con una espantosa sensación de impotencia, frustración, acoso. Era como si todo el mundo me estuviese mirando, a mí y sólo a mí. Las calles eran espejos. Oía los murmullos de las mentes que se cruzaban con la mía. «¡Es él! ¡Es él!». Deseaba desaparecer y no podía. En cualquier momento un «¡Es él!» sonoro me delataría. Un dedo señalándome, una mujer gritando aún sin saber -quizá- de qué iba lodo. Entonces llegarían ellos. De marrón, justo corno el que tenía yo en el tarro, y como la mierda.

46

G

-arrimaba burlándole a la gente su rostro, esquivando ojos y presencias, proyectándose hacia la oscuridad diurna de las sombras de los portales y las marquesinas. Evitaba detenerse, iba en zig-zag, no se paraba en los semáforos, se movía con la cabeza caída y los ojos en el suelo, pero aún así le bastaba mirar de soslayo para ver si alguien le reconocía, para detectar un peligro, por mínimo que fuese. Y por más tranquilo que, poco a poco, pudiera sentirse, era como si en el fondo todo el mundo estuviese pendiente de él, aunque nadie diera aquel grito decisivo. No había pensado en ello. La noticia ya estaba en los medios de comunicación, y con ellos viajaría rápida, no ya hasta Barcelona, o Catalun ya, sino al resto de España. La noticia que de vez en cuando, a modo de ráfaga aislada, volvía y reaparecía en su cerebro Ya no caminaba por las Ramblas, sino por las callejuelas adyacentes de la parte derecha. Tampoco sabía nada di1 Ricky, si se contentaría con encogerse de hombros y pasar, o si por el contrario... No, Ricky no. Era uno de ellos, como él, aunque l u í biera echado a correr dejándole atrás. Podría entenderlo. Debía entenderlo.

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Tuvo que detenerse en un portal batido por la penumbra, en mitad de una calleja huérfana de sol desde la edad del tiempo, o desde que construyeron las últimas casas abrumándola en su estrechez. La opresión hacía que le doliera la cabeza, el pecho y el estómago. Bueno, en el estómago lo que sentía era una náusea cada ve/ más fuerte. La cerveza se le revolvía allí, sacudida por la nueva realidad. Vete. Lárgate. Roba un coche y desaparece. No. No podía. Por Ti vi. Quería volver a verla. La necesidad no iba acompañada por la lógica. Tivi era una luz. Tivi. Tivi La cerveza dijo basta, se cansó de querer asentarse rn su estómago sin éxito. Empezó a subirle por el cuerpo, como una bolsa de petróleo recién hallado el camino de su lilirrlad. Se vio obligado a apoyarse en la pared más próxima (lisio en el instante en que la arcada final destrozó su última contención. Abrió la boca y por ella salieron los demonios de su interior, convertidos en una pastosa y húmeda mezcla de restos y líquidos de color oscuro. Cerró los ojos, sacudido por las convulsiones. -¡En! ¿Qué estás haciendo en mi portal? ¡Guarro! •-Untó alguien a su lado, aunque a él le sonó como si lo hiciei .1 desde muy lejos.

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N£eus,

Quim, la hippie de Cadaqués, el hombre al i|tii' Iwhía robado, Ricky, Diego, los gays... Girona, Barcelona... La gente. No se sentía parte de ellos, ni de nada. Ya ni podía |M'ii'.,ii Sólo creía en Tivi. l.o mismo que aquel perro parecía creer en él, deteHlil" u MI lado, olisqueándole, mirándole con aquellos ojos

103 lastimeros en busca de un afecto que no le dio porque no tenía fuerzas ni para levantar la mano. Le pesaba la soledad. Le jodia que le pesara la soledad. Ahí fue donde la cagó Kurt Cobain. Estaba solo cuando se sintió solo. -Idiota... idiota, maldito cabrón. Se sorprendió de sus palabras. Era como si lo descubriese y lo comprendiese por primera vez. El perro continuó su camino. Daba la impresión de tener alguna parte adonde ir. Debía hacer mucho que no llovía, así que los olores permanecían intactos, impresos en la calle. Los perros de la lluvia en cambio deambulaban perdidos al no tener ya ningún rastro. Él era un perro de la lluvia. Su único rastro conducía a Ti vi. Se puso en pie, abandonando el apoyo del bordillo, a sí mismo a seguir. obligó y se

H ./a llamada reunió junto al aparato a los cuatro hombres La

que estaban en aquel momento en el despacho. El más rápido en levantarse, y en esperar, con la respiración contenida, fue el hombre de Girona. El que cogió el auricular se limitó a pronunciar dos escuetos «síes» y un «de acuerdo» final. Escribió algo en un papel, parecía una dirección. Cuando colgó el teléfono se enfrentó a los otros tres, pero especialmente a él. -Estamos cerca -informó-. Ha llamado alguien diciendo que ha dormido esta noche en una casa ocupada por un grupo de squatters, en Gracia, muy cerca de donde hemos encontrado el coche. Según el informante, él no está allí ahora, pero sí sus cosas. No hubo ni siquiera una fracción de segundo de espera. -Vamos -ordenó Carlos Noguerol. No tenía ninguna jerarquía allí, pero los otros tres se pusieron en marcha y le siguieron cuando enfiló la puerta del despacho con su paso decidido.

48 al cruce de calles donde Tivi limpiaba A,de1 llegar Jos coches, se apoyó en un árbol y todas sus

los cristales prisas se desvanecieron. Había tenido que preguntar, indagar, y se había perdido y confund ido varias veces, pero no tuvo más remedio que desafiar a la suerte consultando a diversos transeúntes. Lo prefería a coger un taxi. Los taxistas eran unos hijos de puta con memoria. Los transeúntes, no. Al llegar la noche se habrían olvidado de él, y si alguno o alguna le recordaba... ya sería tarde para ellos. Finalmente estaba allí. Igual que e] día anterior, cuando ella ie cautivó. La observó un largo rato, por espacio de una docena de semáforos. Nadie parecía reparar en ello, pero brillaba en aquella esquina como los rayos del sol en un día de verano. Su cabello, aun estando recogido, continuaba siendo una llamarada. Sus ropas mojadas, una turbia promesa. Su pecho, el deseo cada vez que lo aplastaba en un parabrisas para alcan/nr toda su superficie. Y sus manos no importaba que estuviesen rojas y húmedas. Escondían caricias en cada pliegue de piel, en cada milímetro de su superficie. La recordó desnudándose la noche anterior. Y se sintió herido. La vio intentar iiinpiar un cristal y ser apartada a gritos por un hombre calvo y grueso. La vio pasar por entre los i oí lies sin fortuna y la vio ser aceptada por una, dos, tres personas inocentes, víctimas de su propia timidez o de su prendida imposible de rechazar. La vio sonreír ante una posible yiiifia de un conductor y enfadarse con otro que, tal vez, le ih|o alguna estupidez poco grata. La vio gritarle a uno que ni i,meó sin darle nada y guardarse el dinero de los que sí le ilmon una moneda con la humildad del pequeño logro ganado La vio pasando de uno que la llamó con las ventanillas lni|.nías y la música a tope y dándole indicaciones a un turista id -.pistado que reclamó su atención. Y la vio esperar, entre M'inaíoio y semáforo, digna, seria, aburrida, atenta, distraída, tic |w, apoyada, indiferente y risueña, todo a la vez y mezl'lmln, según ia pequeña porción de tiempo y lo que en él su' ,'ia, entre los cambios a verde y rojo del semáforo que •iiba el ritmo de su vida, como un corazón de latidos muy y espaciados.

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Hubiera seguido allí mucho más, inmóvil, de haber podido. De haber sido también una persona más, tan vulgar como el resto.

Escenas

P

eansaba con qué película podría relacionarla. A. ella o a nuestra escena. Y no se me ocurría ninguna. Seguro que existían muchas, pero no me venía ninguna a la cabeza. Las escenas de cine tienen eso en común con la gente, que en un momento u otro, te son familiares. Te pertenecen. Forman parte de ti. Tom Hanks y Meg Ryan cruzándose en el aeropuerto en Algo para recordar, sabiendo que están predestinados el uno para el otro. Ese era el espíritu. Aunque hubiera preferido ser Woody Alien, con Diana Keaton, en la cola del cine de Annie-Hall. Hay que saber estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Como Marilyn Monroe cuando actuó en La jungla del asfalto, la película en la que se escuchaba el primer rock and roll de la Era Rock. O como iodos tos que hicieron American Graffiti en el 73. Así se escribía la historia. Recuerdo que en la primera escena de Ciudadano Kane Orson Welles se muere, abre su mano y mientras cae una esfera de cristal pronuncia la palabra Rosebud. Tres horas después, se sabe que Rosebud no era más que el nombre de un trineo infantil. La relación es directa. Cuando nacemos nos dan una hostia y arrancamos a llorar. Setenta, ochenta o noventa años más tarde, descubrimos que tenemos el mismo miedo que entonces y la hostia no es más que la antesala de la muerte. El tiempo intermedio no existe. Estoy vivo, no tengo noventa años, no voy a palmar la, pero creo que es así. Siento que es así. Rosebud. Seguía buscando una escena para Tivi y para mí. Y me sorprendía no recordar ninguna que fiu's< adecuada. Creía saberlas todas de memoria, todas y de todas las películas.

49 Tivi dejó de insistir, caminando entre los coches detenidos en el semáforo mientras ofrecía sus servicios, al verle aparecer por el paso de peatones, caminando a su encuentro/ Regresó al amparo de la acera y los dos se encontraron allí, sin hablar, mirándose en silencio. En los ojos de Ventura ella leyó la desesperación. En los de ella él vio desconfianza y reserva, aun sin saber el motivo. -¿Puedo quedarme contigo esta noche? -se oyó decir a sí mismo. -No, no puedes. -Entonces deberé marcharme. -¿Adonde irás? -Lejos. -¿Por qué no te enfrentas a lo que sea? Por lejos que vayas nunca será suficiente para ti, te lo dije. -No puedo quedarme aquí, solo, sin ningún lugar en que meterme. -Bien -lo dijo desapasionadamente, manteniendo aquella reserva. -Vente conmigo. -¿Qué? ¿No hablarás en serio? -¿Por qué no debería hablar en serio? -Estás loco -se lo dijo, aunque en el fondo no parecía extrañada ni sorprendida por su ofrecimiento-. No voy a •irme de Barcelona, ni de la casa, y menos contigo. -¿Por qué? —Porque de entrada no te conozco. -Esa no es razón. -¿Ah, no? Pues chico... -Vives con gente que conoces menos que a mí. -Pero sé dónde estoy. Me gusta saber dónde estoy. -¿Y dónde estás? En una esquina, sólo que de día en de la noche. Tivi endureció su mirada. Tragó saliva al tiempo que ION ojos iniciaban un rápido chisporroteo que logró dominar. I,us facciones se le endurecieron al decir: -Mira, pasa de mí, ¿quieres? -Por favor, no me dejes solo ahora. Su tono se llenó de patetismo. Fue una súplica temey los dos lo comprendieron, cada cual a su modo. Las

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facciones de Tivi recuperaron la paz. Las de él se inundaron de recelosas vergüenzas. Posiblemente fuese la primera vez que implorase algo a alguien. Tivi respiró profundamente antes de levantar su mano derecha para coger ¡a suya. Fue un contacto cálido pese a su fría humedad. -Esta mañana he visto la maleta, la ropa -dijo-. No es tuya, ¿verdad? La robaste, lo mismo que el coche. Ventura asintió en silencio. -¿Qué has hecho? -continuó ella. -Respirar, como tú. Nada más. -Te va a costar conseguir lo que deseas si lo haces así. Nunca tienes lo que deseas, sino lo que no consigues evitar. ¿Sabes, Tivi? El mundo está dividido en dos frentes: lo que tú quieres y todo lo demás. Pero una parte sólo tiene un peldaño muy alto, y otra una gran escalera con ascensor. ¿ Qué más podría decirte ? —¿Vas a decirme qué has hecho? —insistió ella. -No he hecho nada, salvo defenderme, como cualquiera. -Entonces no puedo ayudarte. -Deja que me quede esta noche. -¿Y mañana? -Volveré a pedirte que vengas conmigo. -Estás loco -repitió Tivi, pero ahora esbozando una sonrisa de cansancio-. Y supongo que también debo estarlo yo por haberte conocido. -Vamos a casa. -¿No sabes ir solo? Es temprano y ahora viene una hora buena. -Por favor... No quiero estar solo. -Si sacas otro billete de cinco mil pesetas te doy una patada en los huevos. Logró hacerle reír. -Me gusta tu delicadeza -dijo Ventura agachándose para recoger el cubo.

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i:Om.i tico de las cuatro puertas habilitado en su juego de llaves. I o'i pilotos amarillos del automóvil centellearon dos veces antes tío quedar de nuevo apagados. Le dirigió un vistazo final, con un deje de amor material, y se alejó de él con paso animado

127 Lo hizo en dirección contraria a donde se encontraba Ventura. Mejor así. Nunca llegaría a verle. Llevaba ya la madera en la rriano, recogida del suelo, cerca de un montón de escombros caídos de un contenedor. Tivi tenía razón. La de cosas que podían encontrarse en los contenedores. En aquél vio una butaca estupenda. El palo de madera debía pertenecer a los restos de una mesa descompuesta junto a ella. Un buen palo, sólido y consistente. Le bastó una leve carrera, no estaba muy lejos. Tampoco estaba en condiciones de otra cosa, porque aún acusaba la paliza y la vomitona de casi una hora antes. ¿Una hora? liueno, seguía sin tener ni idea del tiempo que transcurría junto a él, o bajo él. De cualquier forma menos con él, porque él se sentía cada vez más fuera del tiempo. Out afume. ¿Quién cantaba eso? Llegó cerca del hombre, casi tanto que podía extendi-r una mano y tocarle. Las sombras quedaban detrás, así ijiic incluso en eso tuvo suerte. Y el tipo canturreaba algo, «hoyando el rumor de sus pasos acelerados. Fue tan simple como... La madera impacto en su cabeza. Se escuchó un ••loe'» grave, después el quedo sonido del cuerpo cayendo al •icio. Ventura se agachó junto a él, le quitó las llaves del coche. Nada de ventanillas rotas y puentes. Llaves. Por eso h.ibía preferido aquel sistema, aunque fuera más peligroso y viólenlo. Bueno, el caído se quedaría con un dolor de cabeza y nada más. Eso y el disgusto por su Audi. También se llevó Nú cartera. Necesitaba más dinero. No la abrió allí. No tentó a la suerte. Arrojó la madeiii .1 un lado y luego se encaminó hacia el coche, a su coche. Estaba a unos metros de él cuando accionó el dispoN i l i v o de apertura de puertas y los pilotos amarillos se ilumiliiiion dándole la bienvenida.

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B,

> enidorm o Marbella, daba lo mismo. Un rostro Muí'. ('airetera y manta, costa, por la autopista que pagaban lie. i.n irlas de crédito, sin policías, aunque circularía con cui-

129 dado. Nada de hoteles o pensiones, tal vez un camping. Tal vez otra Tivi que le acogiera... No, ninguna como ella. No quiso pensar en lazos, como no los había pensado el día anterior, por la mañana, al irse de Girona sin hablar siquiera con Neus. Ningún lazo, Mejor así. Necesitaba ser libre para no caer en más trampas. Ahora la suerte estaba echada. Take no prisoners! Lo malo era el dinero, porque siempre sería escaso, porque nunca tendría suficiente para estar tranquilo, y no era un ladrón de bancos. De hecho, ni siquiera era un ladrón. Nunca había robado hasta la mañana del día anterior, cuando asaltó a aquel hombre. En parte era sencillo, pero siempre entrañaba riesgos. Además, no era violento. No, no lo era, a pesar de... ¿Y si hubiera matado al hombre de Girona, o al de Barcelona que acababa de asaltar? Un golpe en la cabeza siempre es peligroso. En tal caso... El coche funcionaba como una seda. Comprendió el orgullo de su dueño. Era potente, capaz, tenía aire acondicionado y un montón de detalles. Incluso radiocassette, oculto, muy bien camuflado. Puso la radio y una música hortera inundó su reducido ámbito. Buscó otras emisoras y encontró una más aparente. Casi estuvo a punto de cantar antes de re cordar lo mucho que le dolía la mandíbula. Su aspecto tampoco era bueno. Se arregló mirando se en el espejo interior, deteniendo el vehículo por un instan te. Cuando hubo terminado decidió estudiar la situación, lis taba cerca de la Villa Olímpica, porque los dos rascacielos comunes al perfil de Barcelona desde los Juegos Olímpicos quedaban frente a él. Miró a derecha e izquierda, buscando '• < forma de enfilar hacia el Sur, cuando descubrió el acceso al Cinturón del Litoral. Por él no tardaría ni diez minutos cu alcanzar la autopista hacia Tarragona, Valencia, A l i c a n i r . Murcia... Giró el volante, se dirigió al acceso, entró por el ni el Cinturón y aceleró hasta el límite permitido una ve/ dm tro. No había apenas tráfico, ya era tarde. Quizá por eso le pararon, porque estaba solo v ir nían que justificar el sueldo. Ni siquiera les vio, preocii|iiuln

en buscar una nueva emisora, hasta que les tuvo casi encima y vio sus gestos imperativos para que se detuviera. Un control de la guardia civil, en mitad del Cinturón, sin posibilidad de dar media vuelta.

Calma

.

•'

-alma, Ventura, calma. Lo has visto en mil películas. La calma es lo esencial, incluso pasa en la realidad. ¿Recuerdas aquellos etarras que, con sangre fría a. tope, se detuvieron en un control de policía, y consiguieron pasarlo porque ,vc comportaron corno si nada? Todo el mundo habló de ello. Tú vas a hacer lo mismo, ni más ni menos. Van a pedirte el carnet de identidad y el de conducir, y a preguntar si el coche c,v tuyo..., pero como si nada. Sonríe. Vamos, lo has visto en mil películas. Sólo los que se ponen nerviosos la cagan, como los /'ligados de La gran evasión, que caen en una trampa absurda i 'nandú un alemán les desea buena suerte en inglés después de haber logrado pasar un control, y ellos responden también en inglés. ¡Ah, que buena película! Y Steve McQueen dándole a lu pelota en la «nevera», como lo decían los alemanes. ¡Neverra! ¡Neverra! , ,, Sonríe, Ventura, sonríe. Y ten calma. Hay luna llena. No puede suceder nada malo con luna llena.

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U

' no de los agentes se aceró a él, le saludó llevántlosr una mano a la gorra y se inclinó sobre la ventanilla que .ii .ibaba de bajar. El otro estaba pendiente del escaso tráfico, observando los coches para decidir si alguno, al azar, merecía In prna de ser detenido. -Espero tío haber cometido ninguna infracción -dijo Vrnima cincelando una estática sonrisa en su rostro. -Es un control de alcoholemia, señor. ¿Le importada soplar...? Eso de que un tío de treinta años y con uniforme le l . u n . u . i «señor» le gustaba. También contribuyó a que se sini i n . i mejor el hecho de que se tratara de aquello. Un control i Ir .ik'oholemia. Pura rutina. Sus dos cervezas no eran nada, y

131 130 encima las había vomitado. Aunque lo del alcohol se quedaba en la sangre, ¿no? -Ningún problema. Puede ser divertido. -Gracias. -Creía que eso de los controles sólo era para los fines de semana. -Hay gente que bebe a diario. -Si, claro, y además, hoy, con luna llena... El agente puso cara de extrañeza, sin entender qué relación podía haber entre una cosa y la otra. Pero levantó la cabeza y buscó la luna. Había nubes cubriéndola, aunque el resplandor era muy intenso. -Todavía no la he visto -dijo Ventura. Se encontró con el aparato en las manos y la cánula por la que debía soplar cerca de los labios. Se encogió de hombros y la introdujo en su boca. Sopló. La aguja apenas si dio un pequeño salto, bajo la atenta mirada del agente. No tuvo que hacerlo una segunda vez. El hombre le retiró el aparato de las manos y volvió a saludarle llevándose la suya a la gorra. -Gracias, ha sido muy amable -se despidió-. Puede continuar. Sin embargo, ahora le miró con algo de extrañe/a. Ventura no supo qué podía ser. Tratando de que cada gesto pareciera lo más natural posible conectó de nuevo el encendí do del coche. El motor rugió a la primera. -Disculpe, ¿se encuentra bien? El agente seguía allí, en la ventanilla. -Sí, ¿por qué? -Parece haber sufrido un accidente. Señaló la mandíbula golpeada. Debía estar pon i en dose cárdena, o roja, o violenta, o quizá se le hinchara, o... -¡Ah, no, rio es nada! Tal vez se precipitara al tratar de poner la primu.i No conocía el coche, así que se escuchó un rudio extraño, como si una mano invisible le rascara las tripas. La man h.i tampoco le entró a la segunda, y su gesto fue imperativo, demasiado nervioso. -¿Podría ver su carné de conducir, por favor? ¿Qué más quería aquel imbécil? ¿Qué cono quieres, cabrón? ¿Vas a jotlcrnif iiiin bien tú ahora ?

-Sí, claro, pero... No entiendo... Calma. Calma. Sólo calma. Extrajo su cartera, con el DNI y el permiso de conducir. Más calma. Nueva sonrisa. Se la entregó al guardia civil. -Sáquelo usted, haga el favor. Lo hizo, extrajo el carné de conducir y se lo dio. Esperó que lo examinara y eso fuera todo. Pero de pronto por detrás de él apareció el otro. El que había hablado con él le entregó el carné, y sin decir palabra, el segundo agente se encaminó al coche patrulla con él en las manos. —Oiga, pero... -Es una simple comprobación rutinaria, cuestión de un minuto. Todo era rutinario, todo, sólo que su nombre estaría escrito con mayúsculas allá donde fueran a preguntar.

64 calma ya era inútil. Fue una reacción instintiva, explosiva. Tan rápida que incluso se sorprendió él mismo, aunque gracias a ello copó al guardia civil de improviso. El coche todavía estaba en marcha. El agente tenía que haberle pedido que lo parara. La primera le entró ahora tras su gesto de rabia. La reacción del agente que estaba a su lado no llegó a ser más que un gesto di- impotencia. Le bastó dar un volantazo para que el mismo salto hacia adelante del vehículo le golpeara de lleno. El impacto y el chirriar de las ruedas hicieron que el olio guardia civil se volviera sin haber llegado todavía a su roche patrulla. También su reacción fue fulminante, dejó I-;KT el carné para llevarse la mano a la pistola. Llegó a sacarla de la funda y a quitarle el seguro. Ventura lo vio todo en cámara lenta, pese a que en n-alidad sucedía a la mayor velocidad. Sam Peckinpah lo habría rodado de maravilla. Un Grupo salvaje de uno. Enfiló el coche hacia el segundo guardia civil. Y la máquina fue más rápida que el hombre. Lo arrolló, de lleno, pasando casi por encima de él n a \l ruido sordo dei'choque entre la plancha de metal y la riirnc. Ni un grito. Se olvidó inmediatamente de él al mirar li.iua atrás y ver al primer agente recuperándose a marchas

133 forzadas. También él, desde el suelo, pugnaba por actuar coordinadamente y sacar su arma reglamentaria. Supo que meter la marcha atrás y repetir la acción era demasiado. Lo supo en una fracción de segundo. La marcha tal vez no entrara. El cuerpo de! atropellado podía impedirle moverse con velocidad. Y la bala sería más rápida. Miró hacia abajo para calcular sus posibilidades y vio la pistola del caído allí mismo. No tenía más que abrir la puerta del coche. Lo hizo. La abrió, recogió la pistola, apuntó hacia el guardia civil llevándole tan sólo un segundo de ventaja y disparó. Estaban demasiado cerca el uno del otro como para follar.

El hombre acusó el impacto en algún lugar de su cuerpo. Resultó ser el hombro, porque se llevó una mano allí inmediatamente. Ventura ya no esperó más. El segundo agente también se movía, recuperándose del choque. Metió la primera, pasó por encima de sus piernas, apretó las mandíbulas al oír el grito de dolor y luego pisó el acelerador a fondo, esquivando el vehículo policial que actuaba como barrera. Segunda, tercera, cuarta... Se oyó un nuevo disparo. El espejo retrovisor del lado opuesto al suyo saltó hecho añicos. -¡Cono! -rezongó agachándose mientras hundía el pie aún más y a tope en el pedal del gas.

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T,

enía que salir del Cinturón. Tenía que cambial' de coche. Tenía que... La excitación de lo sucedido, con el miedo por un lado y la condensación de adrenalina al máximo por el o l n > le impidió pensar con claridad, pero una a una las razones i lila lógica fueron imponiéndose, hasta permitirle darse cumia de que estaba metido en un lío espantoso. Si hubiera art.uu .1 do la radio del coche patrulla, o la hubiera inutilizad' 1 i'r un disparo, como habría hecho... Cualquiera. Incluso en Thelma y Loiiixe una de r i l a s lo hacía.

Ahora ya estarían dando su descripción, tal vez. el número de matrícula del coche. Y tenían su carné de conducir. -¡Mierda! -suspiró. Salir del Cinturón. Cambiar de coche. Paso a paso, prioridades, calma. Pero no podía conservarla. No era un experto. Todo se le estaba poniendo en contra. Sentía la presión, demasiada presión. ¿Por qué no estaba con Ti vi, a la espera de que las nubes se apartaran para permitirles ver la luna llena? Abandonó el Cinturón del Litoral en la siguiente salida, sin saber dónde diablos se encontraba ni en qué parte de la ciudad. Ni siquiera pudo orientarse. No tuvo tiempo. Las luces de un coche patrulla y un sesgo breve pero audible de sirena le sobresaltaron de golpe. Giró la cabeza justo a tiempo de verlo, surgiendo de la nada, echándosele encima. Lo único que pudo hacer fue dar un volantazo, meUT primera y salir por segunda vez a escape, sin importarle que ahora rodara por una calle en dirección contraria. Esquivó los primeros coches, escuchó las primeras bocinas de protesta, vio los primeros frenazos y choques, (vio por más que corriera y corriera, el vehículo perseguidor M-j'.nía detrás de él, y sabía que por la radio ya debía estar piilimilo ayuda. Había visto escenas parecidas en mil películas. La realidad era menos espectacular, pero más densa. Aunque no tenía miedo. Curioso. Ya no. -¡ Aaaaaah! Su grito le liberó de algunas tensiones, así que lo re|nini una vez. Y otra. Los zumbidos se disparaban en su cerev la sangre corría por sus venas aún más rápida de lo que I - i liaría él por las calles. Giró a Ja derecha, giro a la izquierda, i-M|mvur, frenar, acelerar, otro giro a la izquierda, otro giro a l.i l i n e e ha, nueva dirección contraria, adrenalina por un tubo. Realidad virtual. El coche perseguidor, sin embargo, seguía pegado al

luyo.

Tuvo una reacción instintiva en el siguiente cruce. El .1 ni.lloro se puso en rojo cuando él se encontraba a una decena i Ir inciros. Lo rebasó, pero giró a ia derecha inrnediatamenli 1 I .1 parle de atrás de su coche chocó contra el primer vehíi lili i que circulaba por la calle tras haber arrancado en verde, ( K M i",la ra/ón el impacto no fue tan fuerte. Sin embargo el auperseguidor no logró evitarlo y se incrustó en él.

Í35

134

Ventura se sintió libre. Por lo rnenos durante diez segundos, el tiempo que tardó en ver las luces de otro coche de la película surgiendo amenazador por delante de su camino.

66 Er !/ra inútil seguir, y más con las abolladuras traseras, que tai vez le restaran potencia o movilidad. Tenía la ventaja de la noche y de la distancia que le separaba del coche situado por delante y el que acababa de accidentarse por detrás. Frenó en la siguiente esquina, recogió la pistola que había dejado caer en el asiento contiguo al suyo y salió del coche con la mayor velocidad que Je permitieron sus piernas. No tuvo que correr demasiado. A rnenos de diez metros vio un coche con una pareja dentro, quemando los momentos finales de su despedida. Se estaban besando, ajenos a todo, al mundo entero y a la luna que pugnaba por salir de la cárcel de las nubes. Cuando abrió la puerta del conductor los dos se agitaron asustados. Cuando la psstola de Ventura se incrustó en la cara del hombre, el miedo se convirtió en pánico. -Oiga, no... -¡Ay, Dios! -¡Callaos! -gritó-. ¡Haced lo que os diga y no pasa rá nada! -subió detrás, sin dejar de apuntarle a él en la cabeza-. ¡Arranca, vamos! -No pue... -¡Arranca! Le dio un golpe, no muy fuerte, pero a continuación a quien apuntó fue a ella. El hombre ya no vaciló, puso el a> che en marcha. El de la policía apareció en ese instante en el cruce. -Sigue, despacio -ordenó Ventura. La confusión duró muy poco, el tiempo justo de quilos agentes vieran vacío su automóvil y cómo el que ahoi.i ocupaba con la pareja se ponía en movimiento. Aparcan mi las pistolas en sus manos, pero se quedaron quietos al ¡asíanle -¡No disparéis! -ordenó una voz. -¡Lleva rehenes! -advirtió otra. -Vamos, acelera -pidió Ventura. Le obedeció, el coche ganó velocidad, aunque un excesiva. Por detrás el de ¡a ley volvió a perseguirle.

Y en la siguiente calle ya no fue uno, sino dos. -¡Pisa a fondo, cono! -gritó Ventura. -Por favor... —¡Más rápido, más rápido! No les dejaban atrás, ni les dejarían nunca. Pronto los coches fueron tres. Toda !a policía de Barcelona estaría allí en un santiamén. ¿Qué hacía el chico en las películas? ¿Por qué nadie gritaba «¡Corten!»? -Para. -¿Qué? -¡Para! El hombre le obedeció, y él pasó adelante, por encima de los asientos, sin dejar de apuntarla a ella. Luego la rodeó con un brazo por los hombros. -Bájate. -No... por favor, no... -suplicó el conductor. -¿Es que te lo he de decir todo dos veces? ¡He dicho que bajes! Le empujó violentamente, hasta echarle del coche, pero sin dejar de sostener la pistola. La mujer chilló y al verse libre hizo un amago de escapar. Estuvo lenta. Ventura la sujetó de nuevo mientras cenaba la puerta. En los coches paItulla no hubo ningún movimiento por la rapidez con que se estaba desarrollando todo. Claro que debían saber que iba armado. Mejor. Sin perder un segundo se cambió la pistola de mano, la cogió con la izquierda y con la mano derecha metió la primera. Ni siquiera sabía qué clase de automóvil era aquel. Lo comprobó al momento, cuando empezó a rodar, saliendo disparado a toda velocidad por tercera vez en los úllirnos minutos.

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N,

i ecesitaba pensar, no precipitarse, pero era difícil con un enjambre de polis por detrás y la nada por delante. Además, no era un experto. Desde luego no lo era. Lo único i|uií hacía era seguir, con cada jugada e improvisando. Y le quedaban muy pocas cartas. Ahora ya no conducía como un loco suicida. Iba rápido, pero nada más. Necesitaba pensar y no se le ocurría nada. Nada.

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¿Era así e! fin? -Por favor... no me haga daño. La miró, como si la descubriera allí, a su lado, por primera vez. Tendría unos treinta años y buen aspecto, una mujer de una pieza, cuidada, en la plenitud, no muy hermosa, pero sí apetecible, agradable. Vestía con algo de clase, vestido negro, escotado, ceñido, para resaltar sus formas generosas y su pecho abundante. El maromo al que acababa de echar debía estarse poniendo las botas, o insistiendo para que ella le dejara subir a su casa. -¿Cómo te llamas? -Sa... Sara -tartamudeó ella. -Entonces, tranquila, Sara. Sólo serán unos minutos. Le dirigió una sonrisa de ánimo. La clase de sonrisa que un héroe cinematográfico le dirigiría a la chica para demostrarle que no tenía miedo, aunque lo tuviese. Así ella le recordaría el resto de sus días, impresionada. Sin embargo, Sara no reaccionó ante su gesto. Continuó llorando, asustada. -Eh -le dijo-. Mañana serás famosa. Saldrás en la tele y en todos los periódicos. Los ojos de ella expresaron su desconcierto, pero no habló, y él se concentró en la conducción del coche, que no era ninguna maravilla. No iría muy lejos dentro de aquel ca charro. De vez en cuando surgía uno de la ley por delante, y él giraba a un lado. Y cuando aparecía otro, giraba de nuevo. Empezó a comprender que le estaban dirigiendo hacia alguna parte. -Sara, ¿dónde estamos? -preguntó. La mujer salió de su abstracción llorosa y miró hacia adelante por el parabrisas. Luego a un lado. -Ahí enfrente está... la plaza de España -dijo. No se detenía en los semáforos, pero tampoco los cruzaba sin más, y si se paraba, los coches perseguidores se paraban a unos veinte metros. Eso era una novedad. Llei-o a la plaza de España, la rodeó girando a la izquierda al ver un coche patrulla en cada una de las tres calles frontales. La u n í ca abierta, ya al otro lado, era la avenida ubicada entre l.r. dos torres venecianas que daban acceso a Montjuich. Así que era eso. Le querían en la montaña mágica. No se detuvo, ni intentó huir. Ya no. Enfiló la ir. i que atravesaba el recinto ferial, con las fuentes, ahora apapi

das, delante de él, y el Palacio Nacional coronando el conjunto, y al llegar al final, al pie de ellas, giró a la derecha, subiendo las suaves rampas de la montaña. Hubiera sido un agradable paseo, con una mujer de treinta años y a la luz de la luna llena, si las jodidas nubes se hubieran apartado de una vez y la policía no estuviese cortándole todas las salidas. No se detuvo hasta llegar a la recta del Estadio. Entonces ya no pudo seguir. Una batería de coches, tan densa y abigarrada como la que le seguía, le cortaba el paso a unos cincuenta metros de distancia. Pese a lo poblado del lugar, la noche era muy silenciosa.

L

E,

A timbre del teléfono le sobresaltó, en primer lugar porque estaba dormido, profundamente dormido, y en segundo lugar porque, de entrada, no supo dónde se encontraba. Buscó el interruptor de la luz y no lo encontró. Buscó el iipiirato telefónico guiándose por su zumbido y no lo encontró. Acabó barriendo lo que hallaba a su paso, desplazando las manos como aspas por encima de la mesita cuando tropezó con el teléfono y lo tiró al Mido por su impaciencia. Por lo menos ahora pudo arrodillarse, tanli-iir por encima de la moqueta y dar con el cordón que ¡e llevó al auricular. -¿Inspector Nogueral? ¿Me oye, señor? -oyó una voz perpleja. -Sí, sí... Perdone, se me ha caído el... ¿Quién es? -Morales, señor -el que llamaba mostró toda su impaciencia y su nervio cuando, sin esperar más, se lo dijo-: Le tenemos, inspector. -¿Qué? -Un coche patrulla de la guardia civil le ha dado el alto en el ('inlurón del Litoral. Ha atropellado a un agente y herido a otro. Va mm;i(lo, señor. -¿Dónde está ahora? -Le tenemos rodeado en Montjuich. No puede escapar. No liria- salida. -Por favor, que no hagan nada hasta que yo llegue. Sé que punió...

138 -Le hemos enviado un coche, señor. Debe estar al llegar.

-Gracias, voy a... -Inspector -le detuvo ei otro-. Creo que debería saber algo mas. -¿Qué es, Morales? -Tiene un rehén, señor. Una mujer. La idea de que fuera armado ya era horrible. La certeza de que hubiera disparado y atropellado a dos agentes era espantosa. Pero que tuviera una rehén... -¡Dios mío! -suspiró el hombre sin apenas voz. -Dése prisa, inspector -le apremió su interlocutor-. Está acorralado y puede hacer cualquier tontería, en cuyo caso... No acabó la frase. No era necesario. Fue lo último que dijeron antes de colgar los dos al mismo tiempo.

Cobain

¡A,

Ji, Kurt!, ¿por qué lo hiciste? Te pegaste un tiro para escapar, ¿y qué arreglaste con eso? Pudiste haberles dado duro, incluso llevarte a al gunos por delante. Vamos, ¿no ibas de desesperado? Siento que rne fallaste. No sé si te odio por lo mucho que te adoré o si te adoro porque lo que odio es lo que hiciste: largarte ¡>i>r la puerta de atrás cuando estabas en el paraíso, en la gloria del rock, la misma gloría que yo nunca conseguiré atrapa/. ¿Acaso no sabes cuánta gente hubiera dado la vida por estar en tu lugar? Y vas tú y la das para largarte. Ahora lo veo claro. Maldito cabrón. Yo tenía sueños, Kurt. A la mierda todo eso de hi ?;,\ de los 80. Es como ser un híbrido de Peti i l'iin v Madonna. Estamos buscando una letra, Kurt. Tenemos la mú\l< n i