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KUKULCÁN EL REGRESO DE LA SERPIENTE EMPLUMADA CARLOS MATA Copyright © 2019 Carlos X. Mata United States Copyright Of

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KUKULCÁN EL REGRESO DE LA SERPIENTE EMPLUMADA

CARLOS MATA

Copyright © 2019 Carlos X. Mata

United States Copyright Office Library of Congress Control Number: TXu 002139676

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Derechos de edición mundiales en todos los idiomas: Carlos X. Mata. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos, dando al autor los créditos correspondientes. Esta publicación tampoco puede ser transmitida o registrada por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito del autor. Esta es una novela de ficción. Nombres, personajes, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o usados de forma ficcional. Cualquier parecido con eventos y personas, vivas o muertas, es mera coincidencia.

CARLOS MATA vivió por muchos años en Monterrey, N.L. México, donde cursó estudios superiores y obtuvo el título de Ingeniero Mecánico en la UANL. Un ávido lector y explorador, enamorado de las culturas prehispánicas de Mesoamérica desde su infancia, ahora vive en el estado de Texas

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Arte de la portada e ilustraciones: Karla Beatriz Ibarra Guerra.

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EPISODIO 3 El poderoso sonido de los tambores del gran teocalli, o templo mayor, retumbaba desde la lejanía aún dentro de las paredes de ese inmenso palacio. Majestuoso, amplio y cuadrado, la residencia del teo tecuhtli supremo del imperio azteca: Moctezuma Xocoyotzin, era sin duda el local más suntuoso del mundo. El estrépito que venía de las calles cercanas, al igual que las olas de algarabía que se identificaban a lo lejos, se unían a la gloriosa luz de oro que inundaba el salón donde se encontraba el emperador, que al igual que el barullo, entraba por las ventanas de la pared que daba al exterior. La estancia tenía la combinación del olor acre, que despedían teas y antorchas, y dulce, producido por el humo aromático de un incienso hecho de una resina de árbol de copal, que crecía en el sureste del imperio, y que ardía en pebeteros colocados sobre varios pies altos de plata, situados entre cada ventana. A todos esos elementos, suficientes para hacer que un hombre experimentara un mar de sensaciones, se les unía la brisa húmeda que surgía de la laguna y que era refrescada en las miríadas de lengüecillas de agua que rizaba el viento procedente de las montañas coronadas de nieve. Antes de entrar al palacio, esa brisa fragante se enriquecía sublimemente con los aromas de la multitud de flores de un sinfín de colores, en todas las combinaciones posibles, que embellecían los jardines y chinampas que rodeaban el edificio. 2

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Era el palacio morada real, corte de justicia, edificio ministerial, y albergaba más de dos mil concubinas para el emperador, además de tener y cumplir muchas otras funciones muy necesarias para la administración del imperio más poderoso del mundo. Contaba con una gran cantidad de salones decorados con gran fasto, por lo que era en sí un enorme laberinto de numerosos cuerpos de construcción, donde se alternaban salas, corredores, parques, galerías, un zoológico, jardines internos, paseos con columnatas, techumbres, gazebos y pérgolas, y patios para efectos de iluminación solar y respiración de aire fresco, además de lumbreras y claraboyas en techos con fuentes bajo ellas para cuando llovía, puesto que la iluminación nocturna era a base de fuego producido por antorchas y teas de maderas aromáticas. En algunos corredores del palacio había también pequeñas acequias por donde corría agua limpia y fresca, en canales de mármol, las cuales descargaban en las fuentes de travertino que estaban en los estanques de los patios, donde pululaban toda suerte de aves acuáticas. Parecía como si todas las riquezas del orbe se amontonaran y derrocharan su belleza en cada uno de los salones. Pisos de maderas de dibujos geométricos o florales, o de los más espléndidos mármoles traídos de todos los confines del imperio, columnas y estípites de jaspe pulimentado verde, café, o rojo, paredes de madera trabajada con delicadeza, otras revestidas de estuco con hornacinas de piedra arenisca para los braseros, y unas más tapizadas de mantos de algodón bordado con los diseños más complicados con hilo de colores chillantes, o majestuosa obra de plumería de aves fabulosas, encuadradas en granito pulido con esmero. Afuera, en las calles centrales de la gran ciudad de Tenochtitlán, la mayoría de sus habitantes esperaban la presencia del hombre que era para ellos mucho más que su mo3

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narca, sacerdote supremo y jefe de todos los ejércitos del imperio, arrollados en un solo ser y transfigurados en una entidad inseparable. El pueblo lo consideraba, además, un ser sobrenatural, conocedor de las verdades más profundas, negadas inclusive a los más altos sacerdotes; alguien con dotes divinos y un poder tan vasto e inimaginable sobre todas las cosas y seres que habitaban en el Cem Anáhuac. La fiesta y la verbena popular eran causadas por la buena nueva que siempre llenaba de regocijo y daba motivo a la nación mexica para celebrar en grande. Esa misma mañana había entrado corriendo a Tenochtitlán, por la calzada de Iztapalapa, un mensajero con la noticia de que el poderoso e imbatible ejército de la Triple Alianza de Tenochtitlán, Tetzcoco, y Tlacopan, había logrado una más de sus ya comunes y resonantes victorias, con la correspondiente captura de más de seiscientos prisioneros en la guerra contra Coixtlahuaca. Esta victoria agregaba a la nación mixteca a la gran lista de naciones tributarias y sumisas al imperio azteca. Siguiendo una costumbre añeja, era menester para todos los habitantes de la capital el participar en la celebración en la plaza mayor, en agradecimiento a su dios de la guerra. Moctezuma era vestido por cuatro de los nobles que pertenecían al más alto nivel social, como todos los otros que estaban designados a su servicio personal, puesto que ningún esclavo o gente de menor linaje sería digno de estar en su presencia. Todos ellos trabajaban con eficacia, y en el más completo de los silencios. Un maxtlatl, o braguero, le ceñía el talle. Estaba hecho de un lienzo de algodón, teñido de color verde oscuro que, además de taparle las partes nobles, era sujetado por un cinto del mismo material y terminaba por el frente con otra parte de algodón en forma trapezoidal, la cual colgaba hasta la altura de las rodillas. Todo el pañete tenía orla de filigrana 4

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que seguía el patrón en boga entre los aztecas: la línea que caracoleaba y que parecía no tener fin en las muchas figuras idénticas que formaba, y que hacían alusión a las onduelas que forman las aguas de la laguna al ser besadas por la brisa; estaban dibujadas sin líneas curvas, solo ángulos cuadrados que semejaban a los méandros de greca, en un patrón continuo y repetitivo en medio de una línea recta superior y otra inferior. El monarca extendía sus brazos, para que le fuera puesto un adorno, que era entre gargantilla y hombrera, ya que le cubría los hombros, las tetillas, y las paletas por la espalda, y colgaba alrededor de la garganta. Era de red de oro tejido con figuras de concha marina y guarnecido con un diamante en cada cruce de los hilos. Encima de aquel pectoral, a la altura del esternón, lucía un gran dije de jade, tallado en forma de cabeza de serpiente emplumada. Ostentaba al cuello tres collares llenos de pendientes que tenían grabados muchos símbolos en compleja perfección y que estaban hechos con toda suerte de piedras chalchivitls y joyas de alto valor y raro artificio. No llevaba joyas en su labio inferior y su nariz, aunque los tenía agujerados para tal fin. De las orejas le colgaron grandes aretes de oro, realizados con la figura de la serpiente descendiendo del cielo a la tierra. En ambos brazos le pusieron brazaletes de oro, constelados de piedras preciosas que le cubrían desde el hombro hasta el codo, y otros desde el codo hasta la muñeca, labrados con diseños caprichosos e intrincados, con toda suerte de simbolismos de la historia azteca, así como de su calendario. Los dedos de las manos lucían ensortijados con una gran cantidad de anillos de oro y plata, aderezados con piedras preciosas. En el dedo anular de la mano derecha lucía un anillo que resaltaba entre los demás por ser el más grande: una cabeza de serpiente con sus plumas alrededor del cuello como si fueran pétalos de margarita.

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Su cuerpo, acribillado de cicatrices causadas por muchos años de sacrificio sacerdotal y heridas de batallas ganadas, fue cubierto por un manto de algodón bordado con labor de plumería de colibrí que revelaba la dedicación y paciencia del artífice, ya que solo había usado las plumas de color azul de la parte del cuello de una clase particular de esas aves, y considerando que cubría toda esa túnica, la elaboración de esa prenda debió significar una hecatombe de esos pequeños pajarillos. El manto azul imperial cubría casi por completo su cuerpo musculoso y esbelto. Un broche de oro, maravilla de la orfebrería azteca, elaborado con maestría e inexorable perfección en forma de tortuga marina, sujetó el manto por su hombro izquierdo. Por último, le fue colocada la diadema imperial o penacho, el cual era una tiara con pumas pequeñas azules, cafés y rojas arregladas con gran sentido artístico entre tejuelos de oro, de la cual salía un hermoso abanico de largas plumas verdes de quetzal. Los movimientos algo bruscos del muchacho que le amarraba las correas de sus cactlis, o sandalias, de piel de leopardo con suela gruesa de cueros de venado sobrepuestos forrada por los lados con engastes de lámina de oro, le llamaron la atención y le hicieron clavar los ojos en él. Parecía que el joven estaba haciendo su labor a disgusto, y de esa forma lo manifestaba. La potencia de su mirada hizo que el muchacho volteara hacia arriba, encontrándose con el rostro del emperador. Era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo; de hecho, ese acto estaba castigado con la muerte. Moctezuma tenía una cara que enmarcaba a unos penetrantes ojos cafés algo claros. Ojos no muy comunes, pues la mayoría de su raza los tenía oscuros, y por estar muy cerca de unas cejas bien delineadas, le daban a su rostro un aspecto de extraño vigor, que reflejaba el poder que poseía y, al arquear la frente, emanar un aire de ferocidad. Se podría decir que la cara del emperador era excepcional en su be6

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lleza, comparada con el normal de la gente del pueblo, y tenía algo mágico o magnético, no desprovisto de cierta donosura austera. Sin duda, el emperador lo sabía, esas características le habían ayudado a sobresalir entre los demás, hasta llegar a la máxima posición de poder que hombre alguno podía alcanzar en todo el mundo, y su fascinación atraía a la gente, quienes intentaban verlo con miradas furtivas, desde que el Chihuacóatl había instituido la prohibición de verlo al rostro. Pero a ese joven parecía no importarle que su vida pudiera estar en peligro. El contacto visual duró varios segundos. Por un momento, Moctezuma sintió como si se estuviera viendo a sí mismo en un espejo etéreo, pero en un tiempo muy pasado, de cuando él era también un mozo con sueños de grandeza. El parecido físico del muchacho con él mismo, le provocó ese extraño momento de deja vu. De pronto, el joven pareció recordar la peligrosa situación en que se encontraba. Con lentitud, bajó la mirada y la cabeza, para seguir dando vueltas a las correas de las sandalias y amarrarlas con cuidado a la altura de las rodillas del emperador, para por fin atarle esquinelas de oro que le cubrirían las espinillas. Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma, que era jefe de todos sus ejércitos, y quien había conseguido la victoria que se festejaba, entró a la habitación. Lo acompañaba Tlacotzin, el Chihuacóatl, quien hacía las funciones de gobernador de la nación mexica, la que habitaba la ciudadisla de Tenochtitlán, principal urbe y más grande que Tetzcoco y Tlacopan, poblaciones en tierra firme, lindantes con la laguna. Por ese motivo, y para todos fines prácticos, el Chihuacóatl era el segundo hombre más poderoso del imperio azteca. Los dos se acercaron al rey con el protocolo usual de la corte, haciendo una ceremoniosa inclinación, luego de ha7

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berse colocado sobre una de las tres marcas que había en el piso, justo al pasar la puerta. Así postrados, pronunciaron solemnes la palabra: “Tlatoani”. Dieron dos pasos más al frente y doblaron la cerviz otra vez, sobre la segunda marca, y continuaron: “Huey tlatoani”. Hicieron lo mismo otra vez, en la tercera marca, y concluyeron: “Teo tlatoani”. Moctezuma los miraba, esbozando una sonrisilla, al ver la devoción de Tlacotzin en seguir ese acto que él mismo había instituido y obligado a todo el mundo a realizar, engañando a todos, al decirles que había sido idea y capricho del emperador. Con sus más de cuarenta años, la actitud del provecto rey había ido cambiando a una más tolerante y tranquila, menos severo y riguroso, más dado a la indulgencia y al perdón. Ya por esos tiempos, se podía apreciar en él una especie de reposo consumado de pantera, en vez del acecho siempre insatisfecho del leopardo, que le caracterizó en sus años de guerrero valiente y feroz. “Te felicito hermano,” dijo Moctezuma, después de que terminó el acto de humillación ante el rey, “por tu victoria ante el enemigo de la nación mixteca. Ahora muchos de esos poblados lo pensarán dos veces, antes de negarse a pagarnos tributo y rendirse ante nuestra supremacía.” “Gracias señor,” contestó Cuitláhuac, visiblemente contento e irradiando ufanía. Su cabeza lucía un tocado que consistía en una tiara azul claro de mosaico de turquesa que traía atada a su trenza con hilo de oro, de donde salía un abanico de plumas amarillas, símbolo de su alto rango. “Pero contando con los recursos de armas y gente de que disponemos, ha sido una labor un tanto fácil el haber sojuzgado a 8

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esa nación. Además, esto no ha sido nada comparable a las hazañas que tú lograste en las empresas de Tecuantepec, Xoconochco o Cuéxtlan.” “Me pregunto qué es lo que sigue adelante. No sé si debo continuar anexando más territorios hacia el sur o ir contra los tarascos al poniente,” continuó Moctezuma en voz alta. Ninguno de sus interlocutores se atrevió a contestar. “Debemos atacar a Tlaxcala y sojuzgarla de una buena vez, en vez de permitir que se jacten de que no hemos podido vencerlos,” intervino el muchacho que había estado calzando a Moctezuma y había osado verlo directo al rostro. Moctezuma lo miró, tratando de ocultar una leve sonrisa ante la impertinencia neófita del joven. Cuitláhuac y el Chihuacóatl lo veían incrédulos. Los otros tres jóvenes nobles retrocedieron hacia los rincones del salón, helados de terror, en un estado de pavor abyecto, deseando ser tragados por la tierra. Se pusieron en cuclillas, clavaron los ojos en el suelo, y en tensa agonía esperaron la reacción de sus superiores, pensando quizás en el lado del tzompantli en que irían a parar sus cráneos atravesados por una estaca, que cruzaría los occipitales para que se blanquearan al sol. Deseando que fuera del lado de la plaza, porque era el que tenía mejor vista, aguardaron en silencio durante todo ese tiempo que les pareció eterno. “Así es que usted opina que debemos enviar a nuestro ejército a la región de Tlaxcala, joven guerrero. ¿O es que acaso no es usted guerrero?” preguntó Moctezuma, con voz firme y un aplomo casi desalmado, que advertía tormenta. “Soy guerrero, pero a mi edad, debería estar terminando mi instrucción militar en el Calmecac, para ser yaoyizque,” contestó el joven, poniéndose de pie en toda su 9

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estatura, que apenas rebasaba el hombro de Moctezuma, por no tener más de diez y seis años de edad, enfrentando al rey con su cuerpo vigoroso y atlético, en tanto que lo miraba de frente con descaro. Su rostro de niño denotaba osadía. Y ya en aquel camino de profanación, y dejándose llevar por su fogosa impulsividad, continuó su atrevimiento sacrílego. “Abrochando los cactlis del rey jamás llegaré a ser jefe de guerreros. Creo que, si no se gastara tanto tiempo y esfuerzo en sostener todos estos lujos vanidosos y superfluos, ya hubiéramos terminado de conquistar…” “¡Petalcalcatl!” el Chihuacóatl rugió con voz trepidante, y montado en cólera, llamó al mayordomo del palacio, quien de inmediato entró al salón, seguido de media docena de guardias. Todos los guerreros pertenecían a la guardia imperial de Moctezuma, como lo revelaban los muchos tatuajes que lucían, pero en especial el de Quetzalcóatl, cuya imagen representaba a una serpiente emplumada descendente, y que empezaba con la cola de cascabeles en la nuca, y les bajaba enroscada por todo el brazo derecho hasta terminar con la cabeza luciendo su plumaje a la mitad del antebrazo. Ningún otro ser humano que no fuera miembro de ese cuerpo elite de la milicia azteca, podía ostentar semejante distintivo y símbolo inequívoco de su rango, si no quería que su cabeza fuera arrancada de su cuerpo de un golpe de macuahuitl al descubrirse la impostura. Con los ojos inyectados en sangre, como si estuvieran ardiendo en fuego salvaje, el encrespado Tlacotzin bramó a los guardias: “¡Llévense a este perro inmundo fuera de mi vista y hagan que lo desuellen vivo y lo arrastren por todas las calles de la ciudad!” terminó de gritar, casi echando espuma por la boca, de la furia que sentía. 10

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“Un momento,” intervino sereno Moctezuma, congelando las acciones de los guardias que ya tomaban por los brazos al adolescente. “No necesitamos agregar ese espectáculo vulgar a los ya planeados para esta fiesta. Antes de eso, quisiera saber quién es este mancebo que se atreve de esta manera a ofender a su rey.” “Por la vida del sol, su majestad, no creo que el hablar con la verdad a un superior sea una ofensa. Cuando menos, eso es lo que me han enseñado mis maestros en el calmecac. Mi nombre es Cuauhtémoc, y soy hijo del difunto emperador Ahuizotl y de la reina Tlilalcapan,” contestó el muchacho imperturbable, sin sentir temor ni desmayo, ni dejarse amilanar por el Chihuacóatl. “No sobrevivirías ni un día en la casa de los yaoyizques,” dijo Cuitláhuac, con una mueca que semejaba una sonrisa. “Cualquier guerrero al primer embate te arrancaría la cabeza de un mandoble, o te reventaría el cráneo de un macanazo. Eres muy joven aún.” Cuauhtémoc no se inmutó. No le tembló ni una pestaña, ni se le desinfló el aplomo, al hablar a los tres hombres más poderosos del imperio, con un denuedo increíble, que rayaba en el desprecio por la vida misma. Quizá en ese momento, ni siquiera él sabía que poseía ese valor, y menos de dónde le venía, pero sin duda le brotaba y se alzaba en rebelión al asalto de todo su ser, desde lo más hondo de su alma, gracias a la legión de guerreros y reyes que palpitaban en su linaje. “He aprendido a defenderme,” insistió el joven. Moctezuma y Cuitláhuac se miraron en silencio, al enterarse de que el muchacho era su sobrino. El rey caminó hacia una ventana para echar una ojeada a la sombra que 11

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proyectaba el gnomon de piedra sobre la escala del reloj solar en el patio. Por el tiempo que la sombra marcaba, ya era el momento de partir a la plaza, ya que faltaba menos de una hora para el mediodía. Se miró en un espejo de piedra obsidiana pulida para aprobar su atuendo, después frunció el entrecejo y empezó a caminar hacia las puertas dobles del salón ricamente adornadas con decoraciones de oro. “Enciérrenlo en una celda en tanto decido qué clase de castigo merece,” ordenó Moctezuma a los guardias, ante la mirada incrédula del Chihuacóatl, que parecía echar lumbre por los ojos. “Algún castigo que no sea tan sencillo y aburrido como ese que ya tantas veces hemos presenciado gracias a Tlacótzin,” terminó de decir con cierto sarcasmo, al detenerse un momento. Con una mirada glacial y dominante, acalló el intento de su segundo por imprecar su decisión, quien seguía mirando al joven con encono apenas velado. El monarca y sus subalternos abandonaron el recinto en silencio, tejiendo sus pensamientos en torno a la escena que acababan de presenciar. Caminaron por los amplios pasillos de mármol negro pulido, cruzando por salones largos y silenciosos hacia el exterior del palacio, donde los esperaba ya dispuesta la litera real. Cuatro altos dignatarios palaciegos, que vestían mantos de algodón casi tan elaborados como el de Moctezuma, se unieron a la comitiva en silencio. Delante de todos ellos caminaba un heraldo pregonero que llevaba en alto el cetro imperial, y que consistía en una varilla de oro con el símbolo nacional del águila, el nopal y la serpiente labrado en la punta, como insignia de la alta dignidad y majestad del emperador.

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EPISODIO 4 Jerónimo de Aguilar jamás había escuchado la Santa Misa con tanta emoción, ni había rezado con tal devoción, como lo hizo esa primera tarde, cuando regresó con los suyos. La expedición española improvisó un altar, levantando tan sólo una gran cruz de madera en lo alto de una duna, sobre la arena de la playa de la isla de Cozumel. El padre Bartolomé de Olmedo ofició la misa, y fue auxiliado por el clérigo Juan Díaz, los dos únicos representantes de la Iglesia que iban acompañando a la expedición. Todos los hombres del campamento se acercaron al oír el llamado a la misa, que se hizo mediante una pequeña campana que colgaba de un tripié de madera. Hincados oraron con fervor, pidiendo a su Dios protección en las aventuras, penurias, y quebrantos, así como victorias y riquezas, que les esperaban en esa expedición hacia lugares desconocidos para ellos, en esas tierras misteriosas de las Indias. Aguilar gozaba con hondo placer cada detalle de la ceremonia religiosa, como si volviera a un viejo y conocido remanso tibio, feliz de sentirse de nuevo en el ambiente que más le había atraído desde su infancia. Disfrutaba con delicia esa sensación suave y tierna de volver al redil del rebaño humano al cual pertenecía. Sabía de antemano que aunque la mayoría de esos hidalgos, soldados y marineros no serían del todo afines a él, debido a que no desconocía que casi todos los hombres que se embarcaban a las Indias eran una tropa de bellacos que en mayor medida lo hacían buscando riquezas fáciles, o por la vanidad impertinente de añadir lustre a 13

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sus blasones, cuando menos compartían con él la misma fe y rezaban al mismo Dios que desde las alturas, de seguro desplegaría su manto protector para resguardar a esta expedición. Aunque Aguilar sabía que los indios del Nuevo Mundo también esperaban el regreso del mismo Dios al que los hispanos invocaban en ese momento, por alguna misteriosa razón nunca se pudo sentir igual con ellos. Había algo indescriptible, eso que hace que un hombre se alinee y se sienta en su hogar y con los suyos. Era posible que fuera el idioma, el color de la piel, la ropa, alguna de seda, otra de terciopelo, la voz del sacerdote en su idioma natal, el tañer de la campana, el olor de la cera de los cirios derritiéndose, o el de la cebolla asándose en la lumbre, el resoplido y los relinchos de los caballos, o el tintineo de los arreos de acero, o inclusive el tufo de los cuerpos humanos sin bañar. Aunque pensaba que tal vez solo sería la nostalgia saciada de haber esperado y soñado con este momento por tanto tiempo. Cada una de las palabras del padre de Olmedo le transmitía una multitud de emociones por tanto tiempo esperadas. Cuando oyó las palabras para la consagración de las hostias, y al momento de recitar el Credo, sentía que toda la verdad y la magnitud de la redención de Cristo le resonaba en la mente más clara que nunca, al haber sido testigo de los nefandos sacrificios humanos que muchas de las naciones de aquellas tierras practicaban con fines religiosos, en lo alto de sus pirámides. Cavilaba con serenidad, sabiéndose observado por todo el campamento y tratando de ocultar con su impasividad todo lo que le bullía por dentro. Entretanto, la luz del sol que se ponía, les daba en las espaldas a los congregantes, pero de frente a los frailes y a la cruz de madera, y ese efecto elevaba el impacto de la índole escénica en su alma. Se pre14

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guntaba si sus ahora compañeros de expedición, y si los mismos religiosos que oficiaban la misa, podrían comprender a cabalidad, como él podía comprenderlo, por qué Dios no quiso impedir la muerte de su hijo unigénito, pero ahora veía y entendía el plan perfecto de Él para salvar a su creación del lado del mundo donde se encontraba. Jesús había entregado su vida para redimir a toda la humanidad, de todos los confines del planeta, que de otra manera no se hubiera salvado. Al momento del sacramento de la eucaristía, y al sentir de nueva cuenta el sabor del pan y el vino en su boca, con el alma henchida y obnubilado por la devoción, Aguilar se quebró ya sin barreras, y todo ese tumulto de emociones encontradas, plenas de esa alegría que aprieta el alma y besa al espíritu, derribaron cualquier vestigio de fortaleza interior que le quedaba, haciéndole arrodillarse y llorar sin tapujos. Varios hombres tuvieron que levantarlo, tomándolo de los brazos, tal vez al comprender la emoción que debía sentir un hombre después de haber desafiado peligros homéricos por tantos años y haber salido con bien de su odisea para volver a la senda de la cristiandad. Después de la misa, Cortés invitó a Aguilar a su tienda a cenar, mientras que algunos pajes terminaban de instalar el andamiaje de palos para habilitarle su propia tienda, en donde podría descansar por el tiempo que permaneciesen en esa isla. El mismo general le había prestado algunas de sus ropas y unas calzas de cuero con agujetas, para que el ex náufrago se vistiera, mientras Martín Valdívia, el sastre de la expedición, le confeccionaba camisa, medias, jubón, caperuza, alpargatas, y zaragüelles a su medida. Afuera, la noche estaba cayendo y muchas pequeñas fogatas empezaban a refulgir por doquier. La luna iluminaba con su pálido manto a todo el real, que se preparaba para pasar la 15

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noche. Dentro de la carpa, Jerónimo de Aguilar era interrogado por el propio general y algunos de sus hombres, acerca de sus vivencias en todo ese tiempo que estuvo perdido en tierras mayas. El estar sentado en uno de los lados de la mesa de madera rectangular para ocho, a mediación, junto con otros siete y otros tantos sentados cerca: en sillas, taburetes, y donde pudieran, le hizo recordar la escena de la última cena del Señor, según la tenía en su mente. Ajeno a ese pensamiento, el general estaba sentado en una de las cabeceras, en un sillón de cadera con asiento y respaldo de cuero y ropeta de felpa. El recién llegado volvió a saborear con gusto los alimentos típicos que se degustaban en las expediciones españolas: bizcocho de trigo, queso, carne de cerdo y de res, arroz, vinagre, aceite, tocino, garbanzo y aceitunas. Todo acompañado con vino y agua. Varios mozos les sirvieron la cena a los capitanes en escudillas de madera, y en vajilla de loza al general y a Aguilar. Cortés de desvivía tratando de agasajar a su huésped de honor, invitándolo a probar los alimentos, mientras que él mismo le escanciaba el vino en un cubilete de plata, que el ex náufrago rechazaba, por sentirse que había perdido su capacidad de procesarlo sin emborracharse de pronto. Después de yantar, Aguilar se enteró sobre la forma en que se supo en Cuba de su existencia. Un indio capturado en una expedición anterior, llamado por los españoles Melchorejo, fue llevado a la isla, donde aprendió suficiente castellano para poder explicar lo que sabía: que por rumores que corrían entre los pueblos mayas, un cristiano, o posiblemente dos, tenían años viviendo en el Mayab. “En España y en Italia le han empezado a llamar a este continente América, pero me gustaría oírlo de ti, Jerónimo. ¿Es realmente tierra firme? ¿O es tan sólo una gran 16

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isla, más grande que las ya conocidas?” le preguntó el general. “Les puedo asegurar que es una territorio más grande que toda Europa junta. Es un gran continente,” respondió Aguilar. Los hombres de Cortés murmuraban escépticos, aunque emocionados por lo que oían, al ser todos ellos aventureros, y al saber que vivían tiempos inéditos en la historia de la humanidad. Cuando Europa apenas había descubierto que el planeta parecía ser redondo como una bola de cañón, pero tan vasto y diverso, que parecía que nunca acabarían de seguir encontrando más vastedad y diversidad, en tanto individuos valerosos como ellos lo siguieran explorando. E inclusive ellos estaban seguros de que, al encontrar esas maravillas, el planeta volvería a ofrecerles nuevas fronteras que conquistar. “En una especie de bibliotecas que tienen los mayas, existen mapas y cartas donde están dibujadas todas los territorios que componen este continente. Cuba es sólo una isla pequeña que forma parte de estas tierras.” Cortés echó una mirada a sus capitanes. “Entonces tendremos que conquistar un continente… ¡Tendremos que conquistar América!” Los oficiales Francisco de Lugo y Alonso de Ávila celebraron con discreción el apunte de su general, no poco desconcertados, y levantaron sus copas de vino sin gran entusiasmo. Los otros capitanes se mantuvieron quietos. “Pero dime Jerónimo, ¿cómo pudieron los indios hacer mapas de un continente, si no tienen embarcaciones capaces de navegar los mares?” Cortés insistió. 17

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“Al parecer sí las tuvieron en la antigüedad. Hace muchos años estos lares fueron poblados por una civilización muy avanzada. Los antiguos mayas eran gente muy inteligente que construyó maravillas increíbles. No son indígenas que viven en la barbarie, como los que encontramos en las islas, y todo lo que les voy a contar de ellos sé que es verdad, porque lo leí en muchos de sus libros sagrados, aunque también sé que para ustedes no es tan fácil de aceptar.” “Me gustaría que me contaras todo lo que sabes acerca de esos mayas, o de sus ancestros. Toda la información será muy bienvenida,” remató el general. “¿Acaso es que quieres que te cuente todos los detalles de mi estancia en estas tierras?” “Desde el primer día que llegaste aquí,” agregó Cortés. “Esa será una historia muy larga, se los advierto. Una historia de casi nueve años.” Cortés encogió los hombros. “Ya cenamos y hay mucho vino, así es que tenemos toda la noche y el día de mañana. Y también pasado mañana, y los días que sean necesarios. Te escuchamos.” El oriundo de Écija habló, tratando de evocar bellos pero lejanos recuerdos con su mirada que parecía perderse en la llama de una vela que chisporroteaba tratando de mantenerse encendida, pues el pabilo estaba casi acostado en la cera y despedía volutas de humo que se elevaban al techo. “Esta región maya tienen un no sé qué atractivo y enigmático y están colmadas de bellezas inefables. Estos 18

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años que he pasado aquí, me han sorprendido y han despertado mi curiosidad e interés de manera increíble. Estos ojos míos han visto infinidad de maravillas como pirámides gigantescas, cientos de bajorrelieves, pinturas, monumentos, columnas, códices; en fin, no sólo toda la historia de sus hechos, sino la de sus costumbres públicas y privadas, sus ideas religiosas, sus conocimientos astronómicos, su cronología y sus supersticiones, su organización política y, en una palabra, el conjunto de su civilización.” El hombre hizo una pequeña pausa. “Pero la más grande maravilla, y enigma a la vez, de todas las que conocí, fue un dios que vivió entre los antiguos mayas en los tiempos más remotos de su historia, cuando se fundaron las primeras ciudades en su honor. Él fue un dios maravilloso que les enseñó el camino del bien y del amor al prójimo. Los sacó de la oscuridad en que vivían y los indujo a crear grandes monumentos, a perfeccionar las ciencias y las artes, la agricultura y la pesca. Un día, él partió por el mar en su embarcación hacia Levante, hacia Europa, prometiéndoles que en un futuro regresaría.” Aguilar hizo otra pausa, más larga, para respirar profundo antes de continuar. “Fui confundido con ese dios desde el día de mi captura, poco después del naufragio. Él era un dios de piel blanca como la nuestra, y tenía barba como la mía. Los naturales de este continente carecen de vello corporal y tienen la piel oscura como los indios caribes de Cuba.” En las caras de los hombres de Cortés advirtió una mueca que parecía ser una sonrisa con ribetes de burla. Adivinando que la razón debía ser la peculiaridad de su historia de carácter mesiánico, que seguramente en ese momen19

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to les sonaba a dislates o a fábula, no les prestó atención y continuó relatando sus experiencias. “Y créanme, porque lo que digo es cierto; representando a ese dios recorrí varias de las ciudades donde se le adoraba. Conocí sus templos y a los sacerdotes que en ellos residen. De esa manera pude confirmar su existencia en los muchos grabados y escritos que hay en todas las ruinas de grandes monumentos y edificios de estas tierras, por lo que les puedo asegurar que este dios blanco y barbado, en realidad sí vivió entre los antiguos mayas.” “Por favor Jerónimo,” dijo el capitán Gonzalo de Sandoval. “No nos digas que has creído semejante historia absurda de estos indios. Además, me habrás de perdonar, pero no te imagino como un dios adorado por esos paganos.” El resto de los lugartenientes intercambió miradas divertidas y luego empezó a reír sonoramente, mientras que en el rostro de Cortés se reflejaba sorpresa. “Les estoy diciendo la verdad. Les puedo asegurar que esos indios no son paganos, bueno, al menos, no todos ellos,” continuó Aguilar. “¿Y qué clase de dios era usted, bueno o malo?” preguntó el capitán Alfonso Hernández de Portocarrero en tono socarrón. “¿Se comía usted a sus víctimas? ¿Se inclinaban ellos ante su sagrada presencia?” “Sé que es muy difícil para ustedes entender esto. Lo fue para mí por varios años. Pero este dios es llamado Kukulcán por todos los indios que viven en tierra firme y ellos lo representan en sus dibujos y en sus imágenes como una serpiente emplumada.”

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Los capitanes se quedaron confundidos por un instante, con los ojos muy abiertos en espasmo, hasta que otra carcajada general explotó, e interrumpió la explicación del recién llegado. Un pedo muy sonoro y largo que algún capitán dejó escapar, agregó todavía un motivo más de jocosidad para hacer la carcajada más extensa, que hasta puso lágrimas en los ojos de algunos, e inclusive hizo que el hombre que les explicaba sonriera. “¡Silencio!” resonó la voz de Cortés en un grito marcial. “Déjenme solo con Jerónimo,” ordenó el general. Los oficiales titubearon por un momento, apenados unos por su proceder, hasta que oyeron el segundo grito de Cortés. “¿Acaso están sordos?” reiteró con voz estentórea el exacerbado general. Cuando Aguilar y Cortés se quedaron solos, y mientras aún se escuchaban a lo lejos las risillas de los capitanes al alejarse, el general también despidió a sus pajes personales y luego se disculpó por la conducta de sus hombres. “No señor, la culpa es mía, porque lo extraño de mi historia fue la causa de todo esto. No era mi intención hacerlos reír, ni a ti hacerte enojar,” dijo Aguilar. “Jerónimo… no sé si me equivoque, pero no te veo pasta de soldado o marinero.” “Y no soy ninguna de las dos cosas, general.” “¿Entonces?” preguntó Cortés extrañado.

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“Como un hombre de la Iglesia, acompañaba a la expedición que naufragó.” “¿Eres fraile?” preguntó Cortés, felicitándose mentalmente por su agudo instinto de observación, al haber notado en él la falta de la normal reciedumbre que tienen los hombres de armas. “Sólo recibí las órdenes menores. Ingresé a un seminario cerca de Córdoba en mis años mozos, cuando me di cuenta de mi verdadera vocación hacia la fe cristiana. Quería ser sacerdote. Aprendí las Sagradas Escrituras y estaba convencido por completo, que lo mío era seguir una vida como representante de la Iglesia.” “¿Y qué sucedió?” “Al cabo de algunos años de vida monasterial conocí también la verdadera naturaleza humana. Supe que no todos los hombres que viven dentro de la Iglesia obran de acuerdo con los preceptos cristianos. Eso provocó un gran desencanto en mí. El colmo ocurrió cuando fui obligado a testificar un auto de fe, ordenado por la Santa Inquisición. Monseñor de Torquemada, el gran inquisidor, pasó por Sevilla buscando infieles a quienes muchas veces se les acusaba por simples sospechas de herejía o por practicar en secreto la religión judía o islámica. Los pobres infelices eran condenados a los tormentos más crueles, y si eran afortunados, morían pronto en la tortura o en las hogueras de castigo.” “Creo que empiezo a entender.” “Abandoné mi carrera y no fue sino hasta que decidí venir a las Indias a tratar de predicar el evangelio a mi manera, cuando encontré la paz interior que estaba buscando. Mi intención era ayudar a los conquistadores de los nuevos 22

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territorios a esparcir la palabra de Cristo, una vez que aprendiera el lenguaje de los nativos. Yo quería servir a Dios de esa forma. Ahora pienso que nunca debí dudar de la Iglesia que Jesús mismo construyó. Podrá tener muchas fallas, ya que está compuesta por hombres comunes y pecadores como nosotros, pero todo eso lo debe haber previsto Jesús mismo. Él debe haber sabido que no puede haber un organismo en la tierra que sea perfecto, ya que la perfección sólo la pueden alcanzar Él y su padre santísimo, el creador de todas las cosas, y en eso estriban sus enseñanzas. Pero entonces era yo muy joven y no me daba cuenta de mi error, debí continuar mis estudios, y una vez terminados, tratar de cambiar la Iglesia desde adentro, no como lo intenté. Ahora sé que el actuar en nombre de Dios, pero fuera de su Iglesia, a la larga desencadena muchos cultos antagónicos que orillan a la destrucción de las religiones. Así sucedió en Teotihuacan y en las tierras mayas, por eso esas civilizaciones no existen más.” Sin entender muy bien a lo que Aguilar se refería, Cortés buscó algún comentario adecuado a la plática. Recordando sus propios extravíos de juventud, el general habló. “Bueno, todos cometemos errores cuando somos jóvenes. Yo también tuve que abandonar mis estudios en la Universidad de Salamanca, pero fue por otros motivos, tú sabes, líos de mujeres. Pero por favor, vamos a olvidar ese penoso momento con mis capitanes. Anda, sígueme contando tu historia, que en verdad la encuentro muy interesante. ¿Por qué ese dios maya es tan importante para ti?” preguntó Cortés, al tiempo que se servía otra copa de vino. “Porque en verdad creo que nuestro propio Dios…” Aguilar hizo una pausa, para que Cortés pusiera atención absoluta a lo que iba a decir, “…fue quien vivió entre estos

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indios durante algún tiempo de su juventud, antes de iniciar su odisea final allá en Tierra Santa.” “¿Que?” “Sí general, como lo oyes. Casi puedo asegurar que la serpiente emplumada que los indígenas adoran es el hijo de Dios.” “¿Qué estás diciendo? no te entiendo,” dijo Cortés balbuceando. “¿De qué estás hablando?” “Estoy hablando de nuestro Señor Jesucristo. Es el mismo dios que los mayas llaman Kukulcán.” Cortés se demudó y quedó estupefacto, mientras sentía que un escalofrío recorría su espina dorsal. En ese momento, la copa cayó de su mano, y así, como petrificado, no movió uno sólo de sus músculos hasta que el aliento volvió a su cuerpo. Transcurrieron unos momentos, mientras que ambos hombres permanecieron en silencio. Todavía ofuscado y con los ojos desorbitados, Cortés veía los cristales quebrados en el suelo, mientras que Aguilar intentaba estudiar el rostro del general, el cual, iba empalideciendo con el paso de los segúndos, quizá porque no podía dejar de preguntarse si la salud mental de su interlocutor estaba seriamente quebrantada. “No sé qué decir. Me has dejado sin habla, y estoy un poco borracho,” murmuró Cortés. “Imagino que lo mejor ahorita es retirarnos a descansar y mañana podremos continuar esta charla.” Aguilar asintió, como si ya esperara esa reacción.

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“Creo que es buena idea, porque yo también estoy muy cansado. Me vendrá bien irme a dormir en la paz de Dios,” dijo Aguilar, mientras daba un medio bostezo de camino hacia la puerta. “Jerónimo,” lo llamó Cortés, haciéndolo detenerse en la penumbra del vano de la puerta, “acerca de esto, no digas una palabra a nadie, mucho menos a mis oficiales o a los frailes, porque te mandarían quemar vivo esta misma noche. Vamos a hacer de esto nuestro secreto.” “Como ordenes, general,” sonrió Aguilar y salió de la carpa.

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EPISODIO 5 Al salir a la calle Moctezuma, se cernió un silencio, poblado en parte por el miedo, pero también por el respeto a la dignidad del rey. Toda la gente a su alrededor hizo una genuflexión en respeto a su augusta majestad, excepto los portadores de dos grandes palios de plumas que se acercaron para cubrirlo del sol. Los palios también servían de mosqueadores. Esos varios cientos de personas que se hallaban presentes parecían percibir algún enigmático poder que emanaba de su teo tecuhtli, y por esa razón se acercaban a él. Detrás de un nutrido grupo de guerreros de la guardia particular del emperador, todos tenían la vista clavada en el suelo, y así ocultaban sus rostros encendidos de emoción por estar tan cerca de él, sin atreverse a verle la cara, como lo ordenaba la regla. Hacía un clima templado, casi fresco, a pesar del sol que iluminaba a Tenochtitlan, y que se asomaba entre nubes blancas que parecían estar posadas en una capa invisible que las mantenía a flote en la bóveda celeste a la altura de los picos de los volcanes. El rey caminó sobre una alfombra azul ribeteada, y subió a un palanquín adoselado que lo transportaría hasta el teocalli mayor, donde habría de oficiar la ceremonia del triunfo del ejército de la Triple Alianza. La litera imperial, toda una obra maestra de los más grandes artistas del Anáhuac, estaba compuesta por un piso de lámina gruesa de oro macizo labrada, y sujeta a los lados por dos largas varas de plata, con ornamentos de oro en las puntas, también trabajadas con gran maestría, las cuales so26

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bresalían al frente y atrás, donde eran sujetadas por los guerreros atléticos, quienes la sostenían en el aire. En el piso de la litera se ubicaba el asiento de madera, forrado por cojines de algodón bordados en su exterior por plumería fina, y rellenos en su interior de plumaje no tan fino. Las partes de madera no forradas, el respaldo y las patas, estaban vistosamente aderezadas con una profusión de perlas y piedras preciosas. Cuatro pilares labrados en oro macizo imitaban las esculturas de la serpiente emplumada descendiente, que abundaban en los edificios por todo el Anáhuac: la cabeza de las serpientes tocaba el piso, dos de ellas miraban hacia atrás y dos hacia adelante, tenían las fauces abiertas enseñando su lengua bífida. El resto de sus cuerpos fungía como columnas que eran la base de donde se sostenía el dosel de algodón tapizado con diferentes labores de pluma sobrepuesta con tal disposición, que centellaba al sol con destellos que parecían tornasoles de seda. Del armazón que sostenía el toldo, colgaban cortinas de mantos que protegían la presencia imperial casi sagrada, de la vista del vulgo. Las otras seis literas que seguían a la del rey eran un poco más austeras, pero denotaban también el abolengo de sus pasajeros. Todas ellas parecían flotar entre el mar de gente, y así emprendieron la marcha hacia el teocalli. Al pasar la comitiva, los curiosos volvían a ponerse de pie mirando tan sólo de lejos y con morbo el majestuoso palanquín que albergaba en su interior al hombre que había sido divinizado por la gente del pueblo, mortales comunes, de tal manera que era visto como un semidios y el lazo más cercano que los unía con el sol y con sus dioses. Después, lo siguieron a la plaza mayor como estela humana, para unirse a la masa de gente que por todo el cuadriculado de las avenidas de la ciudad iba espesándose y convergiendo alrededor de la pirámide mayor, donde gran

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gentío se congregaba ya. Todo Tenochtitlán cantaba regocijo. A través de las cortinas de la litera, el emperador observó la espléndida visión del populacho que se había concentrado ese mediodía. Olas de seres humanos, formaban una multitud densa y abigarrada, semejando un campo de color donde contrastaba el blancor de los huipiles de las mujeres, bordados con hilo de algodón de toda suerte de colores chillantes en cuello y mangas, y los que hacían una policroma maravilla, con el fondo negro ébano de sus cabellos y el cobrizo de las pieles de los hombres, ya que muy pocos cubrían sus torsos con el manto de algodón tradicional debido al día soleado. Sentimientos inefables y una luminosa fascinación parecían inundar el alma del rey. La emoción se hacía mayor porque atrás de la gente que desbordantemente llenaba la plaza, resaltaba la imponente pirámide blanca del templo mayor, que por su magnificencia, enorgullecía tanto a él como a todo su pueblo. Lo había mandado remodelar sobre la construcción anterior al inicio de su reinado, como lo habían hecho a su vez los monarcas que le antecedieron; por lo que, en esa época, el gran basamento escalonado, coronado en lo alto por las casas del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y del dios de la lluvia, Tláloc, era el edificio más alto y admirable del único-mundo. Con ademanes y movimientos suaves y tranquilos Moctezuma bajó de la litera apoyándose en dos de sus hijos, y con paso digno se encaminó a la escalinata de mármol que lo llevaría al atrio de la pirámide. A su paso, varios vasallos le iban tendiendo tapetes azules para absorber el rumor de sus pasos, y con el fin de que sus pies no se posaran en la tierra que pisaban los simples mortales, por ser indigna de sus huellas. Esos hombres hacían ese trabajo con tal destreza 28

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milimétrica, que parecía que esa había sido su única función en toda su vida. Pasó frente a varias decenas de guerreros principales que, con altivez, vestían sus trajes de gala en la forma prescrita para la ocasión, al tiempo que todos ellos se inclinaban en profunda reverencia ante el paso de su señor. Los que traían penacho, rozaban el suelo con las plumas de sus tocados. Con prestancia, los caballeros cuahutli presumían sus trajes de plumas que mimetizaban a las águilas y cubrían el cobre brillante de la piel de sus torsos. Usaban máscaras de cabeza de esa ave con el pico abierto, por donde se veían sus rostros requemados por el sol de los días de campaña. También lucían magníficos los caballeros ocelotl, con sus trajes de piel y máscaras de jaguar. Todos ellos eran los campeones de mayor rango del ejército azteca, los más fieros y efectivos en haber capturado la mayor cantidad de prisioneros, cuyas vidas se ofrecían como humilde ofrenda de reciprocidad al astro de donde proviene la vida, y por consecuencia, todo lo demás: el sol. El rey se instaló en un estrado preparado para él. A uno de sus lados se instaló el Chihuacóatl, al otro, su hermano Cuitláhuac. Se hizo un silencio total cuando el orador oficial del monarca con un ademán levantó una varilla de oro con su brazo derecho. Siguiendo los preceptos rígidos, callaron los caracoles y los tambores, así como toda la gente, debido a que ninguna de las personas civiles, soldados, o sacerdotes concentrados en la plaza, que sobrepasaban las cincuenta mil almas, podía hacer el más mínimo ruido que rompiera el silencio absoluto que debía imperar siempre que hablara la voz divina del huey tlatoani; ya que quien lo hiciera, sería ejecutado en las fiestas de la diosa del silencio. Las madres jóvenes se aseguraban de tapar las bocas de sus bebés recién 29

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nacidos y los niños más pequeños, para evitar una involuntaria contribución a las arcas de víctimas en la casa de los sacerdotes, que siempre estaban ávidas de recibir más personas para ofrendar. Con voz firme y grave Moctezuma empezó a pronunciar su discurso, aunque hablaba en voz baja, ya que tenía un repetidor oficial de sus palabras, y era el único facultado para oír su voz, y cuya función era hablar fuerte, casi a gritos, para que el mensaje del emperador pudiese ser escuchado por el resto de la gente. “Naciones del imperio azteca, orgullosos estamos de nuestros hijos y de nuestros hermanos, los guerreros mexicas y los guerreros de los ejércitos aliados de nuestra Triple Alianza. Esta gran victoria viene a sumarse a la larga cadena de peldaños que hemos escalado desde que nuestro abuelo, Tenoch, fundara esta ciudad, después de traer a nuestra raza peregrinando desde el lugar de las garzas níveas, el legendario Aztlán. En esta isla, Tenoch encontró el símbolo del águila posada en un nopalli devorando una serpiente, símbolo que nuestros dioses le habían pedido encontrar para fun-dar una ciudad… para fundar un imperio. Este imperio lo recibimos de nuestros abuelos, y ellos de los suyos, para engrandecerlo siempre.” Moctezuma hacía pequeñas pausas, esperando que el repetidor oficial terminara de pronunciar sus últimas palabras. “Sé que todos nuestros ancestros estarán hoy orgullosos viéndonos desde el Mictlán. Sobre todo, nuestros anteriores señores: Ahuizotl, Tizóc, Axayácatl, Izcoátl, Nezahualcoyotl, Tlacaelel.” El monarca hizo otra pausa. “Yo, Moctezuma Xocoyotzin, máximo teo tecuhtli y huey tlatoani de todo el Anáhuac, me siento muy honrado en dirigir los destinos de este pueblo, que se ha construido con 30

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la arcilla de nuestra isla de Tenochtitlán y amasado con la sangre de nuestros enemigos; con apego siempre a nuestras leyes y a los valores que nos infundieron nuestros dioses y nos heredaron nuestros ancestros. En esta ocasión solemne, y cuando todavía festejamos el triunfo de una guerra, les anuncio que de inmediato se empezarán los preparativos para sojuzgar alguna otra nación que aún no se encuentre sometida a nuestra grandeza. Así, seguiremos cumpliendo las metas trazadas desde el día de mi coronación: ¡que el señorío azteca sea el pueblo dominante del único-mundo y no exista nación alguna que no esté bajo el mando de nuestro imperio! Que empiece la fiesta.” Una vez que el repetidor terminó el discurso, y después de la explosión de júbilo de la gente, su vara de oro dio la señal de inicio y el inmenso tambor del teocalli empezó a tocar la marcha de la victoria. Su poderosa percusión espantaba a los niños pequeños, porque sentían en sus cuerpos la presión de cada golpe que daba, mientras que a los adultos, su tañer les llenaba de regocijo, ya que parecía ser el palpitar del gran corazón que su ciudad era para el mundo entero. El primero de los eventos consistía en un bailable ejecutado por hombres atléticos y hábiles, con el pelo teñido de morado y ataviados con taparrabos elegantes, quienes realizaban sus movimientos rítmicos con gran sincronización. Sabían que si cometían algún error, podrían ser despellejados y azotados en uno de los ya acostumbrados arranques de ira de su monarca, o del Chihuacóatl. Siguió otro bailable con los mismos hombres, quienes se hicieron acompañar por algunas bellas doncellas con el cabello teñido de rojo y recogido en trenza. Eran esbeltas, y sus cuerpos, que parecían haber sido esculpidos por un artista, delataban la tremenda disciplina a que debían some31

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terse en su anhelo por alcanzar las casi inaccesibles cúspides de la perfección. Sus formas y sus músculos sudorosos reflejaban la luz del sol con miles de destellos en su piel de bronce con cada contorsión que realizaban al compás del ritmo de la música, como si respondieran a una especie de energía que parecía surgir del suelo, y que les subía cuerpo arriba activándoles todos los nervios que pasaban por sus caderas anchas, sus brazos ondulantes, sus pechos enhiestos, sus cuellos de cisne, como si fuera un incendio fluido de ritmo que al llegar a sus cabezas estuviera siempre a punto de estallar para propagarse a todos los circunstantes. La muchedumbre los observaba arrobada y con una fascinación de donde surgían emociones realzadas por la presencia del huey tlatoani, que la hacían ondular como un mar revuelto. Admiraban embelesados la crispación de los músculos de los danzantes en cada movimiento perfectamente sincronizado con el de los otros, al tiempo que sus facciones y sus ojos entornados no dejaban entrever la más mínima emoción y sí un mucho de concentración. Al fondo, un coro empezó a cantar, para acompañar los tambores y flautas, una monodia que hablaba de la magnificencia del imperio y la grandeza del emperador. Las muchachas, que eran consideradas como las más hermosas jóvenes de la ciudad, danzaban ataviadas con blusas y faldas muy ceñidas a sus cuerpos, de color escarlata fulgurante, con adornos bordados de hilos dorados, como lo dictaba la moda de la época. Colgando de un cinto de cuero, una plétora de hebras delgadas del mismo material estaban cubiertas con pedazos idénticos de caña delgada, separados unos de otros por nudos en la hebra, y así, formaba una especie de segunda falda para hacer ruido al chocar las cañas unas con otras. Este ruido se añadía al que producían unos cascabeles de semilla de ayoyotl que portaban en sartales atados en los tobillos de sus pies descalzos, y que agregaban 32

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un sonido más noble, como un fleco de música, y que contrastaba con el rugir del tambor en cada salto que daban con la gracia de las gacelas. La danza terminó cuando cuatro bailarines tomaron a una de las mujeres, levantaron su cuerpo a todo lo alto para caminar en forma circular mientras ella, en toda su belleza y perfección, fingía estar ida, como para hacer oferta de todo su ser a su dios, para que después los guerreros, hincados con una rodilla en el suelo, la tendieran en sus muslos e hicieran el simulacro de sacrificio al dios Huitzilopochtli; lo cual llevó al público hasta el paroxismo. Tras un breve interludio, siguió otro bailable que simulaba ser de los soldados aztecas en plena contienda y ganando la guerra. Una vez terminada la ceremonia previa al festejo de la victoria, Moctezuma subió con parsimonia las ciento trece gradas de la escalera principal que conducía a la plaza superior del gran teocalli, donde lo esperaban los sacerdotes del dios de la guerra, luciendo su siempre horrenda indumentaria. Al pie de una escalera lateral del edifico, los soldados custodiaban a los prisioneros del ejército vencido de Coixtlahuaca que iban subiendo a la plataforma atados de pies y manos, y con el ánimo apachurrado al saber el final que les aguardaba, excepto su jefe guerrero, Cetécpatl, quien fue la primera víctima. Cuatro sacerdotes lo tomaron de sus extremidades y lo recostaron en la gran piedra de sacrificios, que habían movido a la orilla de la terraza superior para que la gente del pueblo pudiera presenciar aquel magno evento. El guerrero, estoico y presto a morir, con la mirada agradecía a Moctezuma el honor de ser sacrificado por sus manos, en el altar más distinguido del mundo, y porque su alma encontraría la muerte gloriosa y su corazón ardería en fuego sa33

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grado en honor al dios Huitzilopochtli. El sol estaba en el cenit y el pueblo expectante. Siendo los aztecas adeptos al sol, pensaban que el astro demostraba su felicidad también por la victoria militar de su pueblo, porque en ese momento parecía brillar con mayor esplendor que de costumbre. El monarca recibió un enorme cuchillo de obsidiana con mango de jade enjoyado. De un paso se acercó al prisionero y, tras refulgir un destello alucinante, provocado por el reflejo solar en el polvo dorado que la piedra negra parece tener en su interior, que la hace parecer mágica por ser más perceptible cuando refleja la luz, le abrió el abdomen en dos de un certero tajo, abajo del esternón y las costillas. De inmediato, introdujo su mano por la herida sangrante, extrajo el corazón de la víctima fuera del pecho, al tiempo que los sacerdotes cortaban con rápidos movimientos las venas y arterias que lo sujetaban al cuerpo. El rey levantó su brazo hacia el sol, con el corazón del guerrero todavía palpitando en su mano, y la sangre escurriéndo por su antebrazo hasta el codo, mientras el pueblo, abajo, estallaba de júbilo al ver a su monarca como la imagen de un dios, con el puño erguido ofreciendo el sacrificio al dios supremo.

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EPISODIO 6 Apenas surgió la primera luz del alba cuando Aguilar oyó los llamados que le hacía Cortés, buscándolo afuera de la puerta de su tienda. El oriundo de Écija volvía de bañarse en el mar apacible y medio dormido, ya que en los años que pasó entre los mayas había adquirido el hábito del baño diario, y sabía que se sentiría incomodo todo el día si no continuaba haciéndolo. Dos o tres castellanos que fueron testigos del raro ritual del baño de ex náufrago lo observaron extrañados, debido a que ellos, y casi todos los miembros de la expedición, solo se lavaban algunas partes del cuerpo con un paño mojado cuando menos una vez por semana, a pesar de que la mayor parte de su indumentaria estaba hecha de lana, y los hacía sudar mucho en ese clima tropical. Debido al bochorno, dos pajes del general enrollaron y levantaron una de las alas de la tienda, tras guardar la cama en el almofrej. Después, les llevaron una mesita y dos sillas, así como agua, té, y algo para desayunar. Los dos hombres se sentaron y se hizo un silencio azarado, roto sólo por el zumbido de algunas moscas, hasta que Aguilar decidió hablar. “Todo empezó desde el naufragio,” dijo pensativo, viendo el sol radiante que salía detrás de las pequeñas lomas de la isla de Cozumel. “Habíamos zarpado de Santa María del Darién dos días antes, y si mal no recuerdo, nos dirigíamos a Santo Domingo. Creo que era finales del año 1510 o principios de 1511. La tormenta empezó de forma inesperada, y por varias horas navegamos a palo seco a merced 35

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de la furiosa tempestad, hasta que la nave no pudo más. Se quebró y naufragamos. No sé ni como pude salvar el pellejo, ni porqué estoy aquí todavía y puedo estar hablando contigo en este momento.” “De que tamaño era la nave?” preguntó el general distraído y nervioso, sin saber que decir o por dónde empezar. “Tendría unos diez y ocho metros de eslora y seis de manga. De no mucha cala, puesto que la bodega no era muy grande.” “¿Cuánta gente había en la carabela?” preguntó Cortés, mientras miraba el pan de la canasta en la mesa, tratando de decidir qué tomaría de almuerzo. Escogió al fin una hogaza recién horneada y rellena de tocino. “Casi cuarenta,” contestó Aguilar, al tiempo que tomaba una empanada fría de jamón. “General, no me estás atendiendo ni entendiendo. En ese naufragio yo me hundí y casi me ahogué, o mejor dicho, me ahogué. No pude salir a tiempo a la superficie, abrí la boca y tragué mucha agua… y me hundí casi hasta el fondo del mar. Estuve así, bajo el agua por mucho tiempo.” Cortés miró perplejo a Aguilar. Con asombro casi místico, le preguntó, “¿entonces cómo es que..?” “Aún no lo entiendo,” interrumpió Aguilar, contestando a la pregunta obvia. “Lo único que puedo pensar es que sucedió un milagro que aún no alcanzo a comprender.” Aguilar hizo una pausa para observar la reacción de su interlocutor ante sus palabras. “Cuando recuperé el conocimiento, y en medio de la confusión, me preguntaba cómo era posible que hubiera sobrevivido y despertado acostado 36

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en las arenas de esa playa de una belleza extraordinaria. Por un momento pensé que había muerto y estaba en una especie de paraíso, pero el dolor de mi cabeza y el de un brazo, además del cansancio, probaban lo contrario. No sé bien cómo describirte ese sentimiento.” “¡No te preocupes! lo haces muy bien. Me describes de manera brillante tus vivencias y las puedo sentir con nitidez, como si hubiera estado a tu lado. Por favor, no te detengas en reseñar todo lo que puedas recordar con todos sus pormenores,” el general animaba a el ex náufrago a seguir hablando. “¿Alguien más sobrevivió?” “Sólo uno más: Gonzalo Guerrero. Él era un hombre grande y fuerte. No lo he visto desde el día en que fui capturado y él logró escapar. Pero he oído rumores entre los nativos, dicen que Guerrero vive como uno más de ellos, en una aldea llamada Chetumal y que está algo alejada de aquí, como ocho jornadas hacia el sur. Al parecer se casó con una nativa y tiene ya una abundante familia.” “¿Cuándo fuiste capturado?” “Como a las tres o cuatro semanas del naufragio. Nos escondimos y estudiamos las costumbres de los moradores del poblado de Tulum. También habíamos observado a los cazadores y pescadores. Decíamos que sólo hacía falta cambiar la pequeña pirámide por una capilla y entonces parecería que estaba viendo a mi pueblo de Écija. El bullicio del mercado era muy similar al de los pueblos en España, y ya hasta nos guiábamos por los toques de caracol y tambor que daban desde lo alto de una torre y señalaban las horas del día, cual si fueran las campanadas de una torre de cualquier Iglesia Católica.”

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Cortés sirvió dos tazas de té y ofreció una a su huésped. “Una tarde al retirarnos, caminábamos en silencio hacia nuestro resguardo, cuando de pronto vimos un enorme jaguar herido que corría veloz hacia nosotros. Al descubrirnos, cambió de rumbo y se perdió entre la selva, pero los cazadores que lo seguían me rodearon en un segundo. No supe en qué momento Guerrero consiguió escapar, pero debió haber sido antes de que los indios lo vieran, porque ese día no fue capturado.” “¿Y qué te hicieron?” Cortés preguntó intrigado. Sus dedos sobaban la taza, como contando los surcos en la cerámica mientras perdía la mirada en las ondas sucesivas de arena en los médanos de la playa, que parecían interminables, como si fueran pequeñas olas secas de polvo dorado. “Fue una reacción extraña,” dijo Aguilar sonriendo, “porque ellos nunca habían visto a una persona de piel tan pálida como la nuestra. Ninguno de ellos se podía mover y nada más me veían como una cosa extraña o un ser sobrenatural. Pasaron varios segundos, que me parecieron eternos, antes de que empezaran a murmurar entre ellos en un idioma extraño para mí.” Hizo una pausa y luego añadió, como pensando a mitad de su relato, “Yo sólo podía respirar hondo, tratando de adivinar cuál iría a ser mi suerte en manos de esos hombres de piel oscura y baja estatura. Sólo vestían sus taparrabos y sus sandalias de cuero de venado. Sus armas eran arcos y flechas, además de unas lanzas largas con puntas de piedra negra, que en ese momento me parecieron más filosas que las más finas espadas de Toledo.” “Ya me puedo imaginar el terrible momento que debes haber vivido. ¿Luego que pasó?”

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“Uno de los indios se acercó a mí con cautela, obedeciendo las órdenes de otro que era el jefe de la brigada. Extendiendo un brazo tembloroso, rozó mi hombro en dos ocasiones, y al ver que no sucedía nada anormal, tocó mi brazo, y después mi barba.” Cortés rio bajito al oír la interesante historia. Una ráfaga de viento con el olor húmedo de las aguas sopló e hizo que la tienda se hinchara como una vela. “Luego, traté en vano de sonreír cuando veía reflejado en los rostros de esos indios el mismo nerviosismo que me invadía. Sólo pude balbucear tímidamente unas palabras: Yo… cristiano. De pronto, dos o tres de los cazadores cayeron de rodillas vociferando de forma atropellada toda suerte de vocablos en su idioma, que cuando lo escuchas por primera vez, solo suena muy raro. Poco después, me indicaron con señas el camino a Tulum, y me llevaron allá.” Un guardia se aproximó caminando hasta la mesa donde estaban, e interrumpió la conversación. “General, lo buscan los capitanes Montejo y Escalante.” “Tengo algunas cosas que hacer. Déjame organizar el plan de acción para hoy,” Cortés se disculpó, “pero más tarde me gustaría seguir escuchando tus experiencias en aquel sitio.” “Será un placer para mí, general,” contestó Aguilar, mirándolo alejarse a grandes zancadas hacia su caballo que ya le traía otro paje.

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⁕⁕⁕ Durante el día, el natural de Écija se dedicó a pasear entre las calles del campamento, saludando a todos los hombres que se iba encontrando y preguntándoles sus orígenes. En cada una de sus historias trataba de hallar algún eslabón que lo uniera con aquel pasado que por años le pareció haber perdido. Con algunos hombres platicó largo y tendido de los muchos sucesos que se habían dado en los reinos de España, así como en Cuba, en todos esos años que estuvo perdido para la civilización. De esa forma, se enteró que el rey Fernando el Católico murió en 1516 y el hijo del rey Felipe el Hermoso, nieto de Fernando, era ahora el rey Carlos I del reino unido de Castilla y Aragón. Por esas pláticas, que le hacían evocar nostalgias difusas, Aguilar conoció también la forma en que había salido la expedición de Cuba. Supo que a Cortés le había sido dada la venia para comandarla por el simple hecho de ser compadre del Gobernador, pues por lo demás, antes sólo había sido un oscuro hacendado con una pequeña encomienda de indígenas en Cuba, y un pobre escribano del gobierno. Para colmo de males, tampoco contaba con la ex periencia de las expediciones previas que otros capitanes sí tenían. Cierto que había ganado el grado de capitán cuando ayudó a Velázquez a la conquista por demás sencilla de la isla, pero en muy pocos de aquellos rudos soldados, el ex náufrago pudo atisbar algún ínfimo destello de admiración hacia su principal comandante. Al contrario, por los comentarios que corrían entre carpas y corrillos del campamento, supo que muchos de ellos lo habían estigmatizado como un advenedizo, cuya posición estaba fincada principalmente en su buena fortuna, y su astucia de gato, para no desaprovechar cuanta oportunidad fugaz le presentaba a veces su suerte.

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Hernán Cortés había estrechado los lazos con el hombre fuerte de Cuba, después de tener muchas diferencias con él, las que le costaron algunas noches en la cárcel, de la cuál escapó varias veces, a raíz de su casamiento con Catalina Juárez, dama de la aristocracia hispánica. A pesar de la renuencia inicial de Cortés a cumplir a la joven con su palabra de honor, después de manchar su honra y robar su virginidad, el gobernador Velázquez lo forzó a cumplir, so pena de vivir el resto de sus días encerrado en un calabozo. El joven, al parecer famoso por sus entusiasmos y por haber tenido algo más que simples dimes y diretes, sino que comprobados escarceos amorosos con varias damas también de alcurnia, tanto solteras como casadas, aceptó el sacrificio a cambio de una gran hacienda y una posición como escribano y secretario particular de su nuevo compadre, puesto que el sagaz mozo invitó a Velázquez a apadrinar la boda. Todo indicaba que poco antes de partir la expedición, el gobernador se había arrepentido de su mandato, como cuando se enteró que Cortés dilapidaba su fortuna en armar una expedición, en un principio planeada tan solo para buscar la nave de su sobrino Juan de Grijalba, quien no había vuelto de su expedición, al contrario de los tripulantes de las otras dos naves, que ya lo habían hecho. Después, cuando la embarcación extraviada de Grijalba arribó, el plan cambió a sólo partir para rescatar algo de oro, pero sin permiso de poblar o conquistar cualquier territorio. Al saber que Cortés contaba ya con once carabelas y había reclutado más de cuatrocientos hombres, muchos de ellos de los recién regresados de con Grijalba, y que entre ellos viajaría Cristóbal de Olid, un muchacho que Velázquez mismo había criado en su casa, el gobernador sospechó de inmediato la traición que el sagaz y granuja general tramaba… e inútilmente intentó detenerlo.

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Valiéndose de la astucia que nace de la ambición, Cortés terminó de organizar su empresa, y en flagrante desacato a la autoridad, persuadió a los emisarios de su compadre, quienes llevaban los despachos oficiales que le ordenaban abortar la misión. Fue así como en vez de dejarse convencer por ellos para cancelar su viaje, los convenció para unirse a su causa, luego de decirles que una vez que un ejército está conformado y listo para ir a hacer la guerra en otra parte, si no se le autoriza a partir, puede tener la peregrina idea de empezar a hacer la guerra en su misma tierra, e inclusive, marchar contra el gobierno hasta derrocarlo. De esa forma, convirtió a sus seguidores en cómplices de sedición y traición, aunque la mayoría de ellos no se enteró hasta mucho después. Cortés se aseguró de poseer la fidelidad de sus oficiales, porque ya no había marcha atrás. Regresar a Cuba les hubiera significado ser juzgados y ejecutados por ahorcamiento, estrangulamiento, o ser quemados en la hoguera, por lo que lo más honorable e idealista era morir en la lucha por la conquista del Nuevo Mundo, y no colgados como viles traidores. Después de atender la misa en la mañana, Aguilar observó curioso a los veedores de las naves hacer un inventario de los pertrechos. Aquellos hombres intercambiaban información de los bastimentos que había en sus naves con gran responsabilidad, con la intención de contar barriles de vino, libras de trigo y arroz, pipas de harina, botas de garbanzos, ristras de ajos, docenas de pescado seco, botijas de miel, celemines de legumbres secas, barriles de anchoas, fanegas de almendras con cáscara, jarras de alcaparras, arrobas de queso, heminas de lentejas, y muchas otras más vituallas con las que disponía todavía la expedición. Con meticulosidad anotaban todo en sus libros. En otra mesa, los contadores revisaban otros libros en donde constaban los emolumentos pagados a soldados y marineros hasta determinada fecha. En las mesas también llevaban la cuenta de 42

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los gastos de la expedición. Aguilar se acercó a ver a los toneleros cargar agua en barriles que llevaban en carretillas a los bateles para ser transportados a las naves, en tanto que los marineros calafateaban los cascos de las carabelas con estopa y brea. El recién llegado se distrajo viendo a los hombres encargados de recoger brazadas de leña para el fogón de las naves, así como pienso y forraje, para alimentación de las bestias. También vio de lejos a los encargados de los pertrechos, quienes laboriosos estaban aparejando los navíos. Poco después, se paseó entre los encargados de preparar y empacar carne seca, cereales, y otros alimentos durables, para alimentar al ejército durante los días de travesía. Vio a grumetes y calafates en las cubiertas trabajando en el mantenimiento de las carabelas, remendando velas rotas, revisando y tensando las cuerdas de cáñamo, así como carenando y tratando de remover hierbas y la broma del casco, antes de que esos moluscos siguieran carcomiendo las planchas de madera. Se alejó de los mastines, porque al acercarse, los perros, acostumbrados a ser azuzados para atacar y matar a indios de piel oscura, le gruñeron con el hocico recogido, tal vez por el color bronceado de su piel. Prefirió acompañar a los palafreneros que llevaban a los caballos por retorcidos senderos arenosos a pastar hasta la marisma. Se entretuvo viendo a los animales piafar, cocear, y corcovear, así como otros ejercicios a que eran sometidos antes de darles descanso. Fue a donde estaban los cocineros, al oler los guisos que preparaban con comino y con otras especias, que por muchos años había dejado de probar. Comió con ellos, ahí, al amor de la lumbre. Probó los sabores casi olvidados de la cebolla, la manzana, y se entregó al deleite de sentir de nuevo como corría el zumo de naranja por su garganta después de morder unos gajos que le ofrecieron. Después, pasó por calles del campamento donde los soldados zurcían sus roto43

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sas y raídas ropas y sus camisas blancas percudidas. Ya más tarde, asistió a rezar el rosario, antes de encaminarse a su tienda a descansar. El sol se había puesto y la penumbra empezaba a cubrir el campamento. Alrededor de las fogatas, los soldados reían, y comían, y se rascaban o despiojaban unos a otros. A lo lejos, se empezaba a oír un rasgueo que Aguilar no podía identificar, no sabía si provenía de guitarras, vihuelas, o laúdes, pero que completaban los suaves tonos de armónicas y dulzainas que acompañaban los cánticos de nostalgia o los versos picarescos, que algunos hombres empezaban a tañer mal y cantar peor. El hombre pudo ver a lo lejos a Alvarado y a otros dos jinetes dirigiéndose a la carpa del general, cabalgando todavía con la rodela al brazo y lanza al ristre. Recordó que el general quería verlo en la tarde, así que decidió encaminarse también hacia allá. Se acercó a la tienda de campaña y se pudo dar cuenta que adentro estaban reunidos los principales oficiales de la expedición con su general, como en conferencia, para comentar los sucesos del día y planear los de la siguiente jornada; como siempre, acompañados de buenas cantidades de vino que traían de las bodegas de los barcos. Se detuvo, pensando si era conveniente su presencia en esa reunión, dada la escena que había vivido con los capitanes. Detrás de la cortina escuchó lo que se platicaba adentro, al oír los rugidos viscerales con que se comunicaban esos rudos hombres, con sus voces tan diferentes a las de los mayas. Por la carcajada siempre pronta de algunos reconoció que los efectos del vino se habían hecho ya presentes en las cabezas. “Ya han sido reparadas las dos naves dañadas,” dijo un capitán. “Estamos listos para partir.” 44

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“Debemos seguir el camino de Grijalva, ir a Tabasco por el resto del oro que Grijalva olvidó allá,” dijo otro “¡Si!” el grupo festejó con algarabía el comentario del capitán Escalante. Cortés estaba serio, rascándose la barba. “¿Cómo te fue, Pedro? ¿Qué viste en el otro extremo de la isla?” preguntó a Alvarado sobre la misión que recién había concluido. Alvarado era un hombre pelirrojo de aventajada estatura, fuerte y delgado. Sus ojos eran de un color azul intenso que le daban a su mirada un cierto aire siniestro, de recio soldado curtido por los afanes del mundo. Había también algo en su actitud, que parecía darle ínfulas de superioridad con todos, y hasta para con el mismo Cortés, quizá por eso, Aguilar sintió aversión hacia él desde el momento en que lo conoció. “Tan sólo la misma mierda. Nada nuevo,” respondió al apurar un vaso de vino. “Pero hubieran vistos las caras de esos indios. Entramos a la plaza del pueblo a lomos de nuestras monturas y la mayoría de la gente se refugió en sus casas; apenas unos cuantos se quedaron mirándonos con ojitos como de borregos que van a trasquilar. En mi penco subí los escalones del montón ése de piedras, con mis hombres atrás de mí, y todos juntos sacamos esas figuras de animales y cabezas de serpientes que tienen por dioses y las echamos a rodar por los escalones para que se quebrasen como si fueran bolas de sal,” el capitán pelirrojo, muy orondo, terminó el comentario en tono burlón. Aguilar sintió como si su cuerpo fuera traspasado por una lanza por la irreverencia sacrílega, y como si hubiera 45

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sido impulsado por una catapulta, prorrumpió en la tienda, sobrecargada de vapores etílicos, gritando al capitán pelirrojo. “¡Nunca vuelvas a hacer eso!” La carcajada provocada por el comentario de Alvarado se acalló de repente, al escuchar aquel grito. Todos lo miraron sorprendidos y pasmados, sin entender semejante imprudencia y preguntándose el motivo de su exabrupto. Rojo de ira, Alvarado se levantó de un salto y se enfrentó a Aguilar con una mirada tan llena de fuego que reflejaba un brillo asesino que nacía sin duda en lo más profundo de su acre corazón. “Cómo te atreves!” exclamó otro capitán de barba vedijuda que estaba cerca de él y cuyo aliento de sepulturero con olor a vino le bañó la cara, al momento que se percataba del refulgir de espadas acompañado del sonido metálico que hacían sus hojas al rozar la contera de las vainas. Las espadas de un capitán de rubicundo cabello ondulado como de alambre de cobre y mala catadura que se encontraba más lejos, y la de otro que traía el pelo negro cogido en una cola corta en la nuca, blandieron en el aire. Las de otros dos más, detrás de ellos, que solo amagaron con desenvainar, solo salieron de la vaina a la mitad de su longitud. “Esas figuras representan dioses para los indios,” dijo Aguilar, estoico e impasible, tratando de justificar su reacción, aunque ya arrepentido de su decisión irreflexiva. “Quizás tan sagradas como lo es para nosotros la imagen de la Santa Cruz.” Alvarado no dejaba de verlo. Soplaba como una forja, mientras que con su mano no soltaba la cruz de su espada. Miró a Cortés, en una especie de gesto de quien solicita

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autorización para acallar a ese hombre que había osado alzar la voz a alguien de su envergadura. Después de sopesar la situación por tan solo un instante, intervino el general rápidamente para calmar los ánimos de su capitán, y bajarle los humos, ya que conocía de sobra sus arrebatos impetuosos y sus arranques de ira. Pasó una mano sobre la espalda y el hombro de Aguilar, cubriéndolo, y de inmediato alzó la voz. “Este hombre es Jerónimo de Aguilar. Es nativo de Écija y estuvo perdido en tierras mayas por nueve años. También habla el idioma de ellos.” Cortés lo alejó del cuerpo vigoroso y estatuario de Alvarado, porque podía sentir la ira en el ambiente. El militar seguía con la mirada al recién llegado, con un gesto deprecatorio pintado en su rostro, a fin de manifestarle su disgusto. No le gustaba al capitán de fogoso temperamento y con la siempre pronta comezón de echar mano a la espada, el tener que reprimir y no poder dar libre curso a su ansia de matar. Cortés fijó sus ojos en Alvarado, para detener cualquier intento de protesta del pelirrojo. Así era el general. Quienes lo conocían, eran conscientes de que ejercía su autoridad sin aspavientos, pero con firmeza, y en casos necesarios, se hacía obedecer a gritos o a la fuerza. Aunque eso casi nunca sucedía. De forma subliminal, siempre los había hecho comprender que el poder le venía de Velázquez, el gobernador de Cuba y, por ende, del rey de España. Bien sabían los capitanes que una insurrección ante esos poderes era castigada de forma implacable por la Corona, y pagada con la cabeza bajo el hacha del verdugo.

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“Por esta razón, desde este momento…” Cortés matizó sus palabras y utilizó un tono inequívoco y marcial, “…nombro a Jerónimo de Aguilar como el traductor oficial de la expedición. A este cargo le confiero el mismo grado de importancia en nuestro ejército como al de cualquiera de ustedes, y al que ose tocarlo, lo ahorco. ¿Estamos todos de acuerdo?” concluyó. No hubo desobediencia. Los oficiales dejaron escapar una aquiescencia de mal talante, por medio de un gesto de afirmación que hicieron con sus cabezas. “Ahora, si nos disculpan, me voy a llevar a Jerónimo a su tienda, ya que tenemos asuntos de mucha importancia que tratar. Buenas noches, caballeros.” Los dos hombres salieron de la tienda y caminaron a la del ex náufrago. “Lo siento general, creo que he cometido otro error. Lo que menos hubiera deseado era indisponerme con tus lugartenientes,” dijo Aguilar, sintiendo desasosiego por la trapisonda causada, y preocupado por el cariz que estaban tomando las cosas. En ese momento, se sentía polo y centro de una tormenta que se estaba gestando. “No, no estés apenado. Todo está bien. Lo que pasa es que tú tienes una manera de pensar y mis capitanes pueden pensar diferente. Ellos no son como tú o como yo, que fuimos a estudiar y somos hombres criados entre libros, y crecimos bajo cuidados de nuestras madres. Ellos son hombres sandios y rudos, de modales chocarreros, vienen de estratos bajos y sin muchas letras, hechos a combatir y a conquistar a base de derrotar al adversario, por lo que a veces es muy difícil para ellos evitar la tentación de la espada. Algunos están bañados en mucha sangre en las campañas de España 48

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e Italia, la conquista de Cuba, y tantas otras justas ganadas en el campo de lid. Pero esas son las condiciones que yo exijo de mis hombres, porque es así como necesitamos que sean, si es que queremos lograr algo importante en esta expedición. Son hombres que desconocen treguas y fatigas, buenos veteranos de lanza y espada y nadie mejor que ellos para hacer frente al peligro y dirigir una tropa de pecadores como la que conforma mi ejército.” “Pero ahora los tengo en mi contra. ¿Qué van a pensar de mí?” “A lo mejor pensarán que estás un poco loco por tanto tiempo que pasaste en tierras mayas. No te preocupes, con la próxima copa de vino, Pedro olvidará el incidente y el resquemor que pudiera sentir.” Cortés encendió una vela con la tea que estaba fuera de la puerta. Con ella, hizo arder otras de un candelero que había en la mesita; después de hacer eso, ambos hombres tomaron asiento. “¿Tú si me crees?” preguntó Aguilar en tono serio. “¿O tú también piensas que no estoy cuerdo?” Al general extremeño le tomó varios segundos para contestar. “Pienso que lo mejor es que me sigas contando tu historia. Eso es lo que en verdad importa por ahora, porque tengo que tomar decisiones pronto. Esta mañana me dijiste que te capturaron y te condujeron a Tulum. Por favor, cuéntame más sobre ese lugar.”

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EPISODIO 7 En ese día radioso, Moctezuma sacrificó a las siguientes veinticinco víctimas de la misma manera, y después fue relevado por un sacerdote que continuó su sagrada labor. Cuando más de la tercera parte de los seiscientos prisioneros ya habían sido sacrificados a manos de los avezados sacerdotes, el monarca se retiró al templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli, que era el recinto del lado derecho, si se veía desde la plaza la paridad que coronaba la pirámide. El otro recinto construido en la plataforma superior del teocalli mayor estaba dedicado al dios de la lluvia: Tlaloc. Pasó en medio de una doble hilera imponente de sacerdotes vestidos de negro y con sus rostros también pintados del mismo color. Todos ellos luciendo orgullosos su cabellera, que era masa solida apelotonada y cimentada por sangre humana seca de años de servicio divino y jamás lavada ni peinada. Por consecuencia y sin excepción, todos despedían la repugnante mezcla de olores de santidad azteca: copal, tabaco y sangre humana putrefacta. El emperador corrió la gruesa cortina que protegía el aposento y entró a la penumbra de ese lugar que tenía un cierto aire lúgubre, quedándose solo en ese sitio: el más sagrado de los altares de la raza mexica. La casi absoluta obscuridad, solo comparable con la completa tiniebla interior que sentía Moctezuma, era interrumpida por la media luz crepuscular que emanaba de una 50

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hilera de braseros en donde se asaban corazones humanos en las ascuas. Eso era todo lo que alumbraba la enorme figura de piedra esculpida del dios de la guerra, con su máscara cubriéndole el rostro fiero, lucía aún más abominable en la débil luz de aquel macabro recinto. Las paredes estaban tapizadas de cráneos humanos que pertenecieron a las víctimas más selectas, sacrificadas el día de su inauguración, todas ellas por voluntad propia. El monarca veía en silencio toda aquella representación que había visitado tantas veces, sin acostumbrarse todavía al penetrante olor de la costra de sangre que cubría la base y los pies del ídolo, y que formaba una capa gruesa, negruzca y maloliente. “Una vez más lo has logrado,” Moctezuma empezó a platicar con la figura, como tratando con eso de cumplir con el estigma que su pueblo le adjudicaba: el de tener la facultad de hablar con los dioses. “Nuevamente has conducido a mi ejército por la senda de la victoria. Deberás estar muy orgulloso de tus bravos hijos guerreros aztecas, que conquistan pueblos, sojuzgan naciones, y engrandecen nuestro dominio. Bastante hemos progresado desde que nos guiaste hasta esta tierra desde el Aztlán.” Hizo una larga pausa después de sus últimas palabras, como esperando alguna respuesta de la figura de Huitzilopochtli, el colibrí zurdo. Al ver que no cambiaba en nada el semblante de la máscara que le cubría el rostro del dios, se sintió contento de no tener que hablarle directo al ídolo tallado en piedra y exornado con nácar, ya que él bien sabía que era aún más espantoso: un cráneo humano de cuya sonrisa cuadrada salía una lengua bífida, con dos órbitas rodeando los ojos saltones y redondos, enmarcado por dos grandes orejas con pendientes de gran tamaño, y coronado con penacho de calaveras. El resto del cuerpo estaba for51

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mado por miembros de cuerpo humano armado como en rompecabezas, en donde se distinguían muchas manos con sus brazos de diferentes tamaños, y que representaban adultos y niños, hombres y mujeres, apuntando a distintas direcciones, y toda la figura de una altura casi tres veces la del emperador. El monarca siguió hablando en voz baja, como temiendo ser escuchado por alguien. “Los acontecimientos se siguen dando como los había planeado y sin querer tú me ayudas, o mejor dicho, le ayudas a Él, al único y verdadero dios, y nada podrás hacer para evitar tu fin, dios de la guerra que mataste a tus cuatrocientos hermanos para defender a tu madre… según dicen esos apócrifos libros sagrados de teología perecedera.” El emperador dio media vuelta y salió de aquel lugar sintiendo sobre su espalda la fiera mirada que detrás de la máscara debía tener el ídolo, con el temor de que el dios en verdad lo fulminara con un rayo, por hablarle de esa manera y atreverse a dudar de su poder maléfico. La luz de los últimos esplendores de un atardecer de oro le devolvió calma y alivio a su alma.

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EPISODIO 8 Bajo la luz de una luna fría e indiferente, y una brisa suave que bañaba al campamento como un arrullo fresco, Cortés y Aguilar continuaron con su plática. “El poblado de Tulum está situado en la orilla del mar Caribe, en la parte del este y hacia el norte de la península maya de Yucatán. Debe estar muy cerca de aquí, hacia el sur de Cozumel.” Aguilar sonrió al evocar aquellos recuerdos lejanos y miró a su interlocutor, tratando de hacerle sentir la magia de la época en que vivió en aquel sitio. “Uno de los hombres que me encontraron se nos adelantó corriendo a toda velocidad, para comunicar la sorprendente noticia a su cacique. Pronto oí que sonaron los caracoles y los tambores que avisaban a todo el pueblo. La gente salió de sus casas para ser testigos de mi llegada. Con curiosidad y con mucho orden se formaron a ambos lados de la calle principal, pero cuando pasamos la muralla que rodea la ciudad, ese orden se convirtió en una ola de murmullos y voces de asombro.” Cortés prendió otras dos lámparas de aceite que habían sido llevadas durante el día, cuando el recién llegado estaba ausente. La carpa se llenó de vida y color. Aguilar se preguntó si tanta iluminación no habría sido ordenada por el 53

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general para estudiar mejor su rostro al hablar, y así someterlo a un escrutinio y dilucidar el estado de su cordura; aunque entendía qué si así fuese, el receloso general hubiera estado en su derecho de guardar esa reserva cautelosa ante lo inverosímil que debía sonarle su narración. “La gente se iba arremolinando detrás de nosotros, y nos seguía a medida que caminábamos hacia el centro de la plaza. Era muy extraño. Ya cerca de la plaza habían tirado miles de pétalos de flores por donde iba yo a pasar y todos me veían en una especie de éxtasis, como quien viese a un rey, o al Sumo Pontífice. Algunos hasta se postraban a mi paso, al ir caminando entre las dos masas humanas, y yo sólo miraba cientos de rostros que parecían iluminados por un extraño fulgor de alegría, y algunos extendían sus manos hacia mí, tratando de tocarme, pero sin hacerlo, como si sintieran que podrían caer fulminados por un rayo. Al pie de la pirámide mayor me esperaban cuatro hombres cuyas finas vestiduras me hicieron suponer que eran los jefes del poblado. Me causaron mucha admiración sus lujosos maxtlis, o calzones, que cubrían sus cinturas y destellaban con hilos de metales brillantes, con los que estaban adornados. Portaban mantos de piel de jaguar o venado que colgaban a sus espaldas, atados con cadenas y broches de cobre. Sus sandalias eran de cuero y cubrían sus cabezas con penachos, de donde saltaba una hermosa variedad de cuernos de venado, o largas plumas de quetzal, atadas a hilos de cuero que formaban verdaderas cataratas multicolores a sus espaldas, como si fueran capas. Portaban en una mano largas lanzas y en la otra cargaban escudos de caparazón de tortuga.” El general no perdía detalle de la fantástica narración de su interlocutor. El ansia de seguir escuchando esa historia se reflejaba en su rostro y Aguilar así lo detectaba. Cortés sabía que toda esa información valía oro molido para asegurar el éxito de su expedición, o cuando menos para no 54

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fracasar de forma estrepitosa, como otros lo habían hecho antes. Entendía bien que haber encontrado a ese náufrago había sido un grandioso golpe de fortuna de los muchos que la vida le había dado, gracias a la buena estrella que el sentía poseer, y todo lo que aquel hombre le informara, redundaría en que tomara las mejores medidas para dar el siguiente paso en su expedición. “El tambor de madera que estaba en lo alto de la pirámide dejó de sonar. Gracias a Dios, también dejo de oírse un sonido de lo más siniestro y tenebroso que uno haya escuchado, y que se produce soplando una especie de flauta gigante, que al parecer obtienen del corazón de una planta que se da más al norte, llamada maguey. Al instante, la gente dejó de hablar y se hizo un profundo silencio. Uno de los hombres que estaba frente a mí, empezó a recitar lo que me pareció un discurso de bienvenida. Yo creía estar viviendo en un sueño y había dejado de sentir miedo ante esa sitúación. A lo lejos escuchaba, sin entender una palabra de las muchas que salían de la boca de ese indio de edad avanzada. Sólo me limitaba a observar las reacciones en los rostros de las personas que estaban a mi lado, quienes lo seguían con atención. Veía de reojo la forma de la pirámide, cuya escalera principal tenía en las alfardas dos serpientes talladas en la piedra, que bajaban desde lo alto, y sus cabezas remataban en la base, con sus espantosas fauces abiertas y enseñando su lengua bífida. Todavía me acuerdo de ese momento y aún siento escalofríos.” “Qué horrible situación debes haber vivido,” comentó Cortés, siguiendo con atención cada palabra pronunciada por su acompañante. Unos criados llevaron la cena. El general destapó una bandeja que contenía una generosa ración de tocino que estaba envuelta en una tela encerada. La partió en dos y las sirvió en las escudillas de madera. Lo mismo hizo con el queso. 55

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“Entonces la gente empezó a gritar, repitiendo la última palabra que había pronunciado el viejo cacique. Eso me sobresaltó y me hizo voltear hacia atrás a ver a la multitud, que a una sola voz exclamaba repitiendo las mismas sílabas: Ku-kul-cán, Ku-kul-cán, elevando el tono en cada ocasión.” “¿Y qué significan esas sílabas?” preguntó Cortés, sin estar seguro si ese había sido el nombre que Aguilar ya había mencionado antes. “No lo sabía en ese entonces, yo solo los escuchaba con desmayo y sentía aprensión al palpar la emoción de la gente, y pensaba que lo mismo debió haber sentido Jesús, cuando la multitud gritó en coro a Poncio Pilato que lo crucificara. A señas me indicaron que subiera las escaleras, y así lo hice, sin que el pueblo me dejara de mirar con atención, como si estuvieran presenciando un evento añorado por mucho tiempo. En la plataforma superior había un salón de donde salieron cuatro sacerdotes vestidos de manera rara y con sus caras pintadas de negro. Ellos me llevaron adentro del recinto.” “¿Quieres algo de tomar? ¿Algún té, o vino?” “Agua, está bien,” respondió el hombre al sentir sequedad en la boca. Aguilar también sentía alegría al descubrir el interés que su narración suscitaba en Cortés. Desde que se había decidido a contarle su secreto al general, no se había arrepentido hasta ese momento. Pensó que el hecho de que hubiera llevado a dos hombres de la Iglesia en su expedición, era motivo suficiente para conocer el carácter bueno de ese hombre y se podía confiar en él con ese asunto tan controvertible. El general le sirvió el agua de una múcura, de segu56

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ro obtenida o robada de los indios. Después de un trago, prosiguió la historia, contándole con toda suerte de detalles lo que podía recordar. “Adentro del salón que estaba en una penumbra casi absoluta, alumbrado tan sólo por dos antorchas, había cinco banquitos donde todos nos sentamos. Antes de sentarnos, hicieron una profunda reverencia que hubiera envidiado un paje de la corte del rey de España, pero que me llenó de confusión. Me tenía muy nervioso un gran ídolo con careta de mosaico de turquesa que estaba detrás de ellos, en una especie de altar, debido a que yo asociaba con el demonio todo lo que veía que ellos tenían. Trataron de comunicarse conmigo sin éxito, por lo que me dejaron descansar por esa noche, después de que cenamos todos juntos y de señalarme un lugar donde dormir. Cuando estuve solo, me puse a observar con curiosidad la infinidad de adornos que tenían las paredes, miles de dibujos y relieves en las piedras o el estuco que cubrían todos los rincones del salón. El detalle de los relieves estaba tan bien logrado y pintado, que me pareció que podría competir en belleza con los adornos cerámicos de los salones de los palacios moros de Granada.” “Pero ¿qué clase de figuras eran?” “Era una multitud de relieves de muchas cosas. De cuando en cuando distinguía una cara, un sol, un hombre parado o sentado, una calavera en medio de un círculo, un conejo, y así, muchas formas más. Pero había una figura central y principal en todo ese mosaico, que cubría la pared de lado a lado. Era una serpiente que atravesaba ondulante todo el salón, y cuya cabeza volteaba hacia atrás, abriendo sus fauces, y por su boca salía fuego. Pensé que esa noche no iba a poder dormir al estar seguro de que el fuego dibujado era del infierno y la serpiente el mismísimo demonio. Ahora sé que esa serpiente representa todo lo contrario. Esa es tan solo 57

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la forma en los indios representaron a un ser divino que bajó del cielo para vivir en la tierra. Las plumas simbolizan el quetzal, un ave muy vistosa que habita la región y vuela por los cielos, la serpiente representa a un animal que vive en la tierra. Así, con esa combinación que produce a un ente mítico que no existe en la naturaleza, nosotros podemos reconocer a un ser divino que llegó del cielo.” “¿No pensaste en escapar?” preguntó Cortés sonriendo. “Justo eso fue lo que pensé. Salí a la plataforma de la pirámide y el poblado parecía dormido a esas horas de la noche. El viento fresco y húmedo soplaba al compás del sonido que producían las olas, que rompían en cataratas de espuma a unos pocos metros, en la playa. Todavía hoy puedo recordar con claridad esa noche: el cielo estaba claro y tachonado de estrellas, y algo dentro me decía que no había ningún peligro para mí dentro de esa pirámide ni en aquel poblado. Por la forma en que me recibieron y me trataron, pude inferir que había razones recónditas y misteriosas que en ese momento no entendía, pero que no representaban peligro inmediato. Sentí una paz interior como de quien llega al fin a un lugar que por mucho tiempo había buscado. Además, abandoné por completo mi idea de escapar al ver cuatro guardias custodiando la base de la pirámide y también por el hecho de que mis cansados ojos se me cerraban de sueño.” “Entonces, ¿qué hiciste?” “Regresar al interior de la pirámide y dormir, arrullado por el estruendo de las olas que chocaban contra el acantilado. Sólo eso. A la mañana siguiente, todo lucía tan diferente. Poco a poco aprendí el idioma e hice muy buenos amigos por ese tiempo que viví en Tulum.” 58

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“Es increíble como pudiste sobrevivir tanto tiempo entre esa gente. No sé, conozco a los naturales de Cuba y otras regiones de estas tierras, y no son amigables. Yo no sobreviviría solo ni tres días. ¿Y cómo aprendiste el lenguaje?” preguntó el general, con la mirada fija en la llama débil de una vela que ya se moría. “Empezamos con la ayuda de esos relieves de las paredes. Yo señalaba uno y un joven sacerdote maya me pronunciaba el nombre y yo lo repetía. Eventualmente, aprendí ese idioma, que cuando no lo entiendes, suena exactamente como el parloteo que hacen los monos de la jungla.” “Jerónimo, ¿crees que podríamos desembarcar en Tulum, o cerca de ahí, y fundar una ciudad sin encontrar mucha resistencia por parte de los indígenas?” lo interrumpió Cortés. “No entiendo,” contestó Aguilar intrigado por lo extraño de la pregunta. “¿Te refieres a fundar una nueva ciudad bajo el gobierno de España?” “Algo así,” contestó Cortés. “Es algo que creo que ayudaría mucho a esta expedición, aunque sólo tenemos permiso para rescatar, no para fundar. Pero hay algo muy importante que debo saber ¿qué me puedes decir de las riquezas que hay en Tulum?” Después de pensarlo un poco, Aguilar respondió: “No hay muchas, ten eso por seguro. ¿Pero recuerdas lo que te dije de que estas tierras no son una isla grande como ustedes lo imaginaban, sino un continente, más extenso que toda Europa?”

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“Si, me lo dijiste y todavía no lo puedo creer. Pero sospecho que es cierto, puesto que expediciones anteriores a la nuestra han bordeado gran extensión de costas y no encontraron nunca el fin,” contestó Cortés. “Pues en esta inmensa tierra existen gran diversidad de naciones separadas por fronteras invisibles. Las que habitan en la península maya, como ya te lo dije, son descendientes de una civilización que floreció y logró edificar grandes construcciones que ahora son sólo ruinas. En cuanto a riquezas, no hay nada destacable que valga la pena, apenas si vi algunos objetos de oro en todo ese tiempo que viví ahí. Al parecer, ellos le dan más valor a una piedra que parece como mármol verde, que extraen de sus minas y no debe valer mucho en Hispania." Cortés no pudo ocultar un gesto de desencanto al escuchar las palabras de Aguilar. “Pero algo aprendí durante ese tiempo,” Aguilar prosiguió, animado por la convicción de poder convencer al general de alejarse de sus amigos mayas, como le había prometido a Tukúl, y dirigirse a Tenochtitlán. “Hay una ciudad más al Norte de las tierras mayas donde están asentados los poderes absolutos de todo el continente, y donde reina el monarca supremo de todas las naciones. Según se cuenta, en su ciudad el oro es el material que más abunda, y algunas fábulas que corren entre la gente, dicen que allá las casas son hechas de plata y el palacio de Moctezuma, que es el nombre de ese monarca, está construido todo en oro.” “Tal vez sí sea cierto,” contestó Cortés pensativo y ensimismado, sin dejar translucir la inmensa emoción que le estaba invadiendo. “Juan de Grijalba acaba de hacer una pequeña expedición, la más exitosa hasta la fecha, volviendo a Cuba con una buena cantidad de oro que sacó de los peque60

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ños pueblos de la costa más al norte, y además con la información que me acabas de confirmar, de ese gran monarca del que me hablas. Después de todo, ese dato fue lo que motivó al gobernador Velázquez a darme el mando de esta expedición, aunque se arrepintiera al final, al darse cuenta el desgraciado que no soy su amigo, como se lo hice creer por mucho tiempo,” terminó Cortés, ya sonriendo de forma evidente. “¿Qué más sabes de su ciudad?” “La llaman Tenochtitlán. Se dice que es una isla en medio de grandes lagos y está situada en el altiplano central que conocen como: Valle del Anáhuac. Fue fundada apenas hace algunas diez generaciones, pero debido a la admirable organización que ha mostrado el pueblo azteca, ha podido dominar a todos los pueblos y naciones de los alrededores, llegando su mando inclusive hasta las costas este y oeste del continente. La mayoría de los pueblos sojuzgados les pagan tributo: tarascos, totonacas, purépechas, chichimecas, mixtecas, tlaxcaltecas. Esos son los nombres de los pueblos que me acuerdo haber oído. Por lo mismo, esa ciudad debe ser la más rica y poderosa de este continente, comparable con las grandes capitales mayas de la antigüedad como Tikal y Chichén, en sus épocas de mayor esplendor.” “Pues entonces creo que Tulum no es el lugar más adecuado para desembarcar, más bien, debemos rodear esta península y dirigirnos hacia la región de Moctezuma.” “Sí, también creo que eso es lo más indicado que debemos hacer,” dijo Aguilar, feliz de darse cuenta de que ambos compartían pensamientos convergentes. “Capitán, si algo aprendí de todos los incontables escollos que pude sortear, y de acuerdo con mi experiencia de cómo se mueven y suceden las cosas, es que debemos tener fe que cualquier 61

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acción que tomemos en esta expedición, y cualquier triunfo que hayamos de conseguir por la bondad de Dios, no será obtenido por nosotros, sino que lo hará nuestro Señor a través nuestro.” “Así sea, hermano. No se diga más. Mañana mismo zarpamos con rumbo al norte,” dijo Cortés tajante, espantando con la mano una nube de diminutos insectos que volaba cerca de su cabeza. De inmediato, se levantó de un salto de su silla y salió de la carpa. Aguilar lo vio alejarse a grandes trancos, pensando que el general estaba de alguna forma tratando de rehuir el tema y evitando tocar el punto concreto más importante para él: el de la serpiente emplumada.

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EPISODIO 9 La algazara de la gente se oía hasta el salón donde se encontraba Moctezuma. El bullicio estaba acompañado por los acordes de las flautas y los tambores, que tocaban en la gala para celebrar la victoria de la guerra, y que se estaba llevando a efecto en el otro extremo del palacio. La fiesta era una reunión entre la flor de la nobleza azteca y los jefes guerreros más importantes del ejército, en una ceremonia privada con toda la parafernalia y boato que la inmensa riqueza daba, pero ya fuera de la vista y sin la molestia del siempre expectante y curioso populacho. El emperador mandó avisar mediante Tlacotzin, que los invitados no podrían contar con el honor de la asistencia del monarca a esa fiesta, como siempre, parco en explicaciones para fundar su ausencia, al igual que lo había hecho en muchas otras fiestas. Los contertulios no se sorprendieron con la noticia, aunque en los comentarios que siguieron en un murmullo general, tejido de docenas de conversaciones, no pudieron dejar de comparar como era este tlatoani, a diferencia de otros reyes, quienes nunca faltaron a la obligación de departir con sus principales. Los invitados pronto olvidaron el menosprecio del monarca, agradecieron la presencia del Chihuacóatl, y se dispusieron a disfrutar de la velada y los manjares. Moctezuma seguía el ritmo de la lejana música mientras repasaba con la vista los más de doscientos platillos, montados sobre braseros portátiles, que le presentaban en una larga mesa. Como era la costumbre diaria, la 63

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variedad incluía toda suerte de animales voladores y de caza, peces de la laguna y hasta del mar, y frutas y legumbres traídas de todos los confines del imperio. De todos ellos escogía uno para su cena. Al fin señaló un platillo de albóndigas de camarón con nopales en jugo de limón, acompañados de aguacate rebanado y todo bañado en salsa de chile pasilla, porque todavía sentía un ligero malestar en el estómago, al recordar la cantidad de sangre derramada en el teocalli esa tarde. Una larga hilera de doncellas entró por una puerta lateral para retirar los platillos que el emperador había desdeñado. Esos alimentos serían llevados a las mesas de la fiesta para agregar a los ahí servidos, o para dar de comer a los sirvientes del palacio. La luz resinosa y ahumada de muchas teas alumbraba la estancia. Una mujer le arrimó un aguamail de oro para que se lavara las manos y otra le extendió una pequeña mantilla de algodón para secarse. La comida le fue servida en una mesa que estaba detrás de un gran biombo en un estrado de aquel salón. Las jóvenes nobles que le servían la comida sabían que al emperador no le gustaba comer acompañado de nadie, ni que nadie lo observara cuando lo hacía. Extraña costumbre que había empezado desde que una de sus primeras esposas le señalara que hacía un leve y molesto ruido al masticar, aunque tuviera la boca bien cerrada. Mientras el monarca ingería sus alimentos, al otro lado de la mampara varios bufones de la corte hacían sus representaciones o declamaban versos de Nezahualcóyotl, el rey-poeta. Otras veces eran juglares de la corte que le cantaban, o bailarinas que hacían gala de sus dotes artísticas frente a él para alegrarle un poco la hora de ingerir sus alimentos, aunque siempre sin interrumpirlo, debido a que no había nada que enfadara más al rey, que el ser molestado durante su comida.

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Cuando hubo terminado de cenar, despidió a todo mundo con un leve ademán. Una vez solo, caminó hacia una puerta que llevaba a una cámara interior, que, a falta de luz de antorcha, estaba siempre sumida en tinieblas. A tientas buscó un acayétl, o caña de tabaco, en un estante. Cuando lo encontró, volvió sobre sus pasos rumbo a uno de los braseros que quemaban incienso de copal para encenderlo, y luego arrojó almohadones que le estorbaban al piso para arrellanarse en su sillón forrado de piel de leopardo y fumar tranquilo. Con deleite empezó a disfrutar el acayétl, elaborado con el más fino tabaco de las tierras del bajío, tratando sin éxito de hacer ruedas con las volutas que exhalaba, como desde niño había observado a algunos hombres mayores poder hacerlo de manera experta. Frustrado como siempre, dio un sorbo al chocolátl, la bebida que se producía a partir de la semilla del cacao. De pronto, una bella niña de algunos trece años entró al salón de una manera que a todas luces desdeñaba la ortodoxia del imperio. Casi corriendo, y sin detenerse para inclinarse en las tres marcas del piso, donde todos los demás seres humanos tenían que hacerlo, la chiquilla vestida solo con un huipil morado de bordados coloridos en las mangas y el cuello, y ajorcas de oro en los tobillos, fue directo a sentarse sin melindres a los pies del emperador. Moctezuma se alegró de la sorpresiva visita de su hija, la princesa Tecuichpo. La saludó con un leve jalón de una de sus trenzas, después le preguntó el motivo de su visita. “He sabido lo que ocurrió esta mañana cuando te vestían para salir a la celebración. Sé que Cuauhtémoc está encerrado esperando el castigo que habrás de darle. Vengo a decirte que, de todos mis primos, él es a quién más quiero, siempre hemos jugado juntos y me ha cuidado mucho desde 65

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que era chiquita, así que te pido por favor que le perdones la vida.” Moctezuma recordó de inmediato el episodio de esa misma mañana con el joven impertinente. “¿Cómo supiste lo que sucedió en un salón donde tu no estabas presente?” “Tengo mis contactos secretos entre tu servidumbre,” contestó la niña, con una gracia irresistible y aires de misterio que divertían al emperador. “¿Y puedo saber quiénes son esos servidores míos que divulgan la información que debería ser confidencial?” “No, no puedes Tata, porque los mandarías castigar y yo me quedaría sin mis contactos. Entonces, ¿qué dices a lo que te he pedido?” El monarca se tornó serio y pensativo, para tratar de impedir que su hija se saliera tan fácil con la suya, aunque ambos sabían que siempre lo lograba. “Bueno, tú sabes que hay leyes por las cuales hemos de regirnos, y tu amigo, que es mi sobrino, ha ofendido al emperador del Anáhuac, al jefe de los ejércitos aztecas, y al Chihuacóatl, al atreverse a darles un consejo de guerra cuando él mismo ni siquiera ha terminado su instrucción en las artes bélicas.” “Pero tú puedes hacer que se modifiquen esas leyes, Tata. Tú eres más poderoso que ellas ¿o no?”

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“Hablaré con él, y si se encuentra en verdad arrepentido de su mal proceder, trataré de liberarlo de su castigo.” “¿Le salvarás de la muerte?” El rey le contestó con un suspiro, sintiéndose como siempre frustrado ante la facilidad patética con la que esa niña manejaba al hombre más poderoso del único-mundo. “Está bien, lo haré. Vete a dormir.” La niña salió corriendo del salón con gran júbilo, cuando su madre ya llegaba para reprenderla por su impertinencia, al escapar de sus criadas para ir a molestar a su padre con asuntos sin importancia. Moctezuma, todavía sonriendo, tomó el cenicero circular de obsidiana, labrado con la figura de una serpiente emplumada que le daba vuelta. El recipiente tenía una plétora de diamantes y esmeraldas incrustadas en el brocal. Estaba apagando su acayetl cuando lo sorprendió la intempestiva entrada del Chihuacóatl al salón. Más le extrañó que su subordinado tampoco lo saludara usando las tres marcas del piso. Tlacotzin lucía nervioso y pálido. En su mano tenía un lienzo enrollado. “¡Señor, tienes que ver esto!” Sin decir más, desenrolló un lienzo quebradizo de papel, y lo puso sobre un almohadón grande, frente al icpalli del emperador. La piedra negra se hizo añicos al estrellarse contra el mármol gris con nublados rosados del piso. Moctezuma veía atónito el dibujo de un hombre de piel muy blanca y ojos del color del cielo, que tenía el pelo dorado cubriendo su cabeza y parte de su cara. 67

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“Este dibujo fue hecho en Mayapán hace ya algún tiempo,” dijo Tlacotzin, explicando al perplejo emperador toda la información que él había podido recabar con respecto al pictograma. “Eso explica por que lo hicieran usando papel de henequén, que usan los mayas, en vez de amate. Parece ser que los pochtecas y el pintor-escriba que lo dibujó, fueron asaltados y muertos. Otros mercaderes apenas lo encontraron en un pequeño poblado de la costa sureste. Estaba en venta en un mercadito, todo olvidado y lleno de polvo. El comerciante que lo tenía en venta dice que lo compró desde hacía tiempo a los que es muy probable que hayan sido los asaltantes. Para sentar precedente de que no se debe tomar algo propiedad del emperador, o comprar algo que ha sido robado al emperador, he mandado arrasar ese pueblito de Paynala y sus alrededores. El gobernador Ixcahuatzin será arrestado por nuestros pochtecas y rendirá tributo a Huitzilopochtli, y su corazón adornará el teocalli mayor, además de que su cráneo se secará al sol en el tzompantli.” Moctezuma no contestaba nada, tan sólo miraba el dibujo y hacía dudar a Tlacotzin que incluso hubiese oído sus palabras. El emperador se arrodilló poco a poco, ante la mirada intrigada de su subalterno, observando como un demente todos los detalles del pictograma, después de aquello, sólo atinó a balbucear una palabra: “Quetzalcóatl.”

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EPISODIO 10 De nueva cuenta, Jerónimo de Aguilar era uno más de los tripulantes de una carabela española desde su naufragio, pero al contrario de esa última vez, el mar estaba tranquilo y el cielo soleado. Aun así, no pudo evitar los terribles mareos y gran malestar que sintió justo después de que la nave levó anclas y zarpó a mar abierto con la tripulación debidamente confesada y comulgada, para así iniciar su periplo. El escuchar otra vez el rechinido de hierros, el crujido de tablas y el incesante golpeteo de las velas al ser azotadas por los vientos, le regresaron los recuerdos terribles del naufragio. Los demás hombres que navegaban junto con él en la nave capitana, piloteada por Antón de Alaminos, trataron de reprimir las risas y las burlas de la mejor forma posible, comprendiendo que su dificultad para acoplarse al viaje se debía más a un ataque de pánico causado por el recuerdo de su terrible accidente, que por el muy leve vaivén de la nave en esas buenas aguas. En dos días de mar, la molestia pasó, y el español pudo entonces disfrutar la travesía y alternar con marineros y tripulantes, mientras gozaba del océano tranquilo y siempre murmullante que derramaba en borbotón sus encantos. Ese mar, por ser distinto a cada instante, pero eternamente igual, le instaba a andar por senderos de ensoñación y recovecos de felicidad, exaltado por el espíritu del cielo encima, de un terciopelo celeste, que auroleaba en la lejanía al acercarse y fundirse con el horizonte. Todo magia 69

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y belleza, como esculpido por una mano artista, sin ninguna duda, de naturaleza divina. El viento modelaba en líneas suaves y ondulantes el cuerpo del mar yacente con toda esa luz que le daba vida en el día y toda esa luz que moría por las noches. Vida y muerte. Tan mágico que en unos momentos de ciertos amaneceres nublados hasta se convertía en un océano de aguas que perdían el azul, para tornarse moradas en dirección a la luz saliente, donde las naves navegaban serenas por senderos líquidos de inefable hermosura púrpura. Luz y oscuridad. Belleza y misterio. Así era el océano ante los ojos de Aguilar. Gracias a los conocimientos que había adquirido de los mayas, ahora le llamaba la atención, y miraba con curiosidad, las observaciones del rumbo y cálculos de la velocidad que hacían los ayudantes del maestre para calcular la derrota de la nave, y por consiguiente del resto de la flota que la seguía. En cada turno de guardia, los marineros anotaban la velocidad que calculaban según el movimiento de la carabela con respecto a hierbas u otros objetos que flotaban en la salada extensión del océano, y anotaban sus observaciones en una pizarrita para pasar los datos después a un cuaderno que se guardaba en la bitácora. Un grumete, que alternaba guardias con otros dos cada cuatro horas, daba vuelta a una ampolleta de vidrio con arena cada media hora. Ellos eran los encargados de rezar el padrenuestro y el Avemaría al amanecer. En horas del día, tocaban una campanita cada dos ampolletas para dar la hora. Durante el día, el maestre se pasaba mucho tiempo oteando con su catalejo el contorno borroso de la costa, que cambiaba con regularidad, y comparaba sus observaciones con las cartas de marear que otras expediciones habían hecho. Si debía corregir el rumbo, se lo hacía saber al timonel. Por las noches, Aguilar gustaba de permanecer en vela, observando al contramaestre buscar la estrella polar y 70

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usar con pericia todos sus instrumentos como ballestilla, compás, astrolabio, aguja de marear o brújula, y otros más, para verificar la posición que en el día tan solo estimaban con sus cálculos. No fallaban mucho cuando había buenos vientos y viajaban en línea recta, pero sí un poco, cuando los vientos eran contrarios y tenían que viajar zigzagueando en el océano, izando y arreando velas, de acuerdo con los caprichos de la madre naturaleza. En esas circunstancias, las anotaciones y predicciones eran inútiles, pero al anochecer, con la posición que les daban las estrellas, se orientaban otra vez y podían ajustar sus cartas de marear. Aguilar se reía, al igual que otros marineros, cuando trataban de usar la última novedad del avance científico para conocer la latitud: el cuadrante, un instrumento de bronce en forma de cuarto de circulo con una escala marcada de cero a noventa grados, que con otros accesorios señalaba el ángulo de Polaris. Pero su función dependía de que el hilo que cargaba una plomada colgara en forma vertical, a la perfección, apuntando al piso, cosa que, con el vaivén del navío, era prácticamente una imposibilidad. También disfrutó mucho intercambiar información y conocimientos con Alaminos sobre la posición de los planetas, las estrellas, las constelaciones, la órbita de la luna, así como la teoría que explicaba el velo luminoso de la galaxia, que a través de la noche, surcaba el insondable enigma del infinito. Cuando aparecían las primeras franjas rosadas en el horizonte, el ex náufrago se retiraba a dormir en un rincón no muy lejos del camarote de Cortés, y despertaba ya cerca de la hora del rancho, para reunirse con el general y acompañarlo a tomar sus alimentos. Cuando no lo encontraba ensimismado en sus cavilaciones absortas, o en sus lecturas, muchas veces lo sorprendía con pluma y tintero frente a él, cortaplumas a un lado, sentado en su escritorio escribiendo con puño febril, tratando de no rasgar el papel, en un grueso cuaderno y otros libracos y documentos, como si extrañara 71

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su oficio de escribano, la posición en la que fungió por un tiempo como oficial del gobierno en Cuba. Para la segunda o tercera vez que lo vio enfrascado haciendo eso, Aguilar no tuvo dudas ya de que ese era su pasatiempo favorito, cuando no estaba impartiendo ordenes o hablando con sus subalternos. Observó también que en un librero tenía muchos libros para leer, entre los cuales solo pudo reconocer algunos. Uno por ser un libro famoso en Hispania: El cantar del Mio Cid. El otro estaba en idioma francés y decía: Merveilles du Monde, en letras grandes, y que creyó haber visto alguna vez en el seminario. El tercero por supuesto lo reconoció de inmediato: la Biblia, y sin pensarlo dos veces se la pidió prestada, para repasar en sus ratos antes de dormir. Con el general y con otros capitanes degustaba la pitanza, por lo general la remojaban con vino. El platillo consistía en tasajo, o carne salada, arroz, aceite, vinagre, ajos, queso… y por ser comensales de postín, también tenían acceso a otras delicias de las que el resto de la tripulación carecía, como mermeladas de higo, de uva, ciruelas pasa, y otras golosinas. A los pocos días de viaje por un mar tranquilo y bajo un cielo plácido y azul, los once navíos que conformaban la expedición española terminaron de rodear por completo la península maya, y una gran extensión de tierra, registrada en sus mapas con el nombre de Kimpech, cuando por fin anclaron en la desembocadura de un gran río. Ya era tiempo de recargar agua fresca, hacerse de frutos tropicales y lo que encontraran de verduras, huevos de tortuga y tortugas vivas para sus menestras, así como otros alimentos y cosas que debían allegarse los encargados del avituallamiento. El río había sido nombrado De Grijalva desde las expediciones anteriores de Juan de Grijalva y de Hernández de Córdoba. En ese lugar, Cortés y sus capitanes también habían planeado hacer una incursión tierra adentro desde donde el ejército 72

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podía ser apoyado todavía por los cañones y falconetes de las carabelas, en caso de un ataque de los indios, lo que, por otro lado, serviría para ejercitar y desentumir las armas de los soldados. Entre las veleidades de la travesía, a medida que fueron dejando atrás las aguas opalescentes del Mar Caribe y el perfil de la costa fue cambiando, Cortés le fue explicando un poco sobre los puntos que estaban marcados en sus mapas, y acerca de la suerte de sus predecesores, los expedicionarios anteriores. Cuando pasaron la punta que conocían ellos como Cabo Catoche, el general le contó que Hernández de Córdoba había capturado ahí a Melchorejo, quien venía en la nave del capitán De Olid, y era el único intérprete que tenía antes de que él fuese rescatado. El general también había aprovechado ese tiempo para obtener toda la información posible que Aguilar pudiera darle acerca de la gente que habitaba esas regiones. Le preguntó sobre su forma de pelear, sobre las armas que poseían, y la organización de sus tropas. El ex náufrago le comunicó lo poco que sabía de esas cuestiones, debido a que en realidad nunca estuvo tan cerca de los guerreros mayas. Algo que le llamó la atención a Aguilar, fue la forma en que Cortés le hacía las preguntas y la contrariedad que se dibujaba en su rostro cuando le decía que esos indios no eran como las tribus salvajes de las islas conquistadas hasta la fecha, sino por el contrario, eran gente muy bien organizada y que podían presentar buena resistencia a los objetivos militares de los hispanos. Tierra adentro había incluso grandes ciudades como Mayapan, Chichén Itzá, y Ti’ho, que debían tener grandes ejércitos. Sin embargo, los dos hombres tuvieron poco tiempo durante el recorrido, para platicar un poco más sobre las vivencias de Aguilar en Tulum y lo extraño de sus creencias 73

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religiosas, ya que Cortés siempre estaba acompañado por sus subordinados e impartiendo órdenes. Pero el general le había prometido que en cuanto acamparan en tierra firme, buscarían el lugar y el momento propicio para seguir platicando a solas sobre el dios Kukulcán. Un evento curioso de ese viaje se dio cuando el general observó que el nuevo traductor tenía ya varios cambios de la ropa que le había hecho el sastre, pero no un baúl para guardar sus objetos personales. El líder de la expedición bajó con él a la bodega a buscar uno que tuviera lugar para acomodar sus cosas. Preguntó a varios hombres sobre algunos baúles y todos los compartían con otros, o los tenían llenos con sus cosas, hasta que dieron con una castaña de buen tamaño con refuerzos de chapa de azófar labrados con árabescos, que no era compartida con nadie por su dueño. Cuando el renuente muchacho la abrió, obedeciendo la orden del general, encontraron bajo la ropa muchos libros en blanco que el soldado había llevado consigo para reseñar la historia de la expedición, lo cual ya había empezado a hacer, como lo vieron en un libro con apuntes. Con el rostro teñido de rojo como la grana, el joven soldado les explicó que soñaba con ser historiador una vez terminada esta aventura, y su idea era empezar dicha carrera escribiendo las peripecias de esta expedición. Cortés se alegró de encontrar tantos libros en blanco y de inmediato decretó la confiscación de los mismos, debido a que entre sus planes estaba escribir de su puño y letra unas largas cartas de relación a la corte de España, aunque esa idea le había llegado apenas, y tarde se había dado cuenta que no llevaba suficiente papel en blanco de Cuba para tal tarea; lo peor era que no sabía si en el Nuevo Mundo encontraría la ventaja tecnológica que ofrecía el papel, o si los indios todavía no habían desarrollado el arte de la escritura.

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Bernal Diaz del Castillo no pudo contener las lágrimas al entregar sus libros en blanco al capitán Cristóbal De Olid, cosa que movió al general a prometerle pagar buen precio por ellos, con oro que en el futuro rescataran, además de decirle que nunca olvidaría tan noble y voluntario gesto de donar tan preciados objetos por el bien de la expedición. El bisoño novelista, ya veterano de otras dos expediciones, con cara de náufrago por la tristeza, se consoló un poco al oír su juramento donde le prometía que él jamás olvidaba un favor y nunca dejaba de pagarlo, así pasaran muchos años para eso, por lo que podría tomar su palabra al pie de la letra, y nunca olvidarlo. Las naves mayores fueron sujetadas a las áncoras, y los esquifes fueron usados para entrar al río con algunos soldados que dispuso Cortés, tratando de imitar en todo momento las acciones que hiciera antes Grijalva. El general sabía que la expedición anterior ahí había intercambiado unas cuantas bagatelas por algunas pequeñas piezas de oro. Al avanzar un poco los botes contra la corriente, y al adentrarse a tierra por el río, los españoles se dieron cuenta que en las riveras había muchas barcas con indios, quienes gritaban de forma agresiva, dando a entender que estaban listos para atacar. Las piraguas estaban hechas de una pieza proveniente de un gran tronco de árbol, en donde se había labrado el vaso y la quilla, haciendo de estas pequeñas y versátiles embarcaciones un magnífico y veloz instrumento de transporte acuático. “Permite que me acerque para poder hablar con ellos. Solo necesito dos remeros,” pidió Aguilar al general, al notar su inseguridad cuando ordenó el regreso de los bateles. El ex náufrago trataba de ayudarlo a tomar una decisión sobre qué acción sería la más indicada, de acuerdo con la situación. En ese momento subsistía en su ánimo la convicción de que ha75

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blando con el jefe guerrero y presentándose como enviado de Kukulcán, los españoles podrían hacer contacto con ellos de forma pacífica, y por lo mismo, lo instaba a darle una oportunidad de convencerlos para que se aviniesen a recibirlos sin pelear. “Sería demasiado peligroso,” le contestó Cortés meditabundo, recargado en el barandal de proa de la nave capitana. “Sólo me acercaría lo suficiente, para que puedan oír mis gritos. Lo haría donde podamos girar y regresar rápido, si vemos que son hostiles,” insistió Aguilar. “Se devolverían con cientos de flechas clavadas en la espalda,” interpuso Cortés. “No, creo que no me debo arriesgar a perder a mi intérprete principal. Quizá sería mejor atacar de una buena vez.” “Pero, si logramos acercarnos en paz, podríamos sacarles noticias de la tierra de Moctezuma,” dijo Aguilar con porfiado tesón, apenas pudiendo reprimir un tímido acento de desesperación, de anhelo. “Si los vencemos, también les sacaremos esa información,” apuntó con sorna Pedro de Alvarado, con ceñudo semblante y gesto despótico. Un rictus agudo y socarrón se dibujaba en su boca. Como siempre, el pelirrojo, se había acercado presumiendo su gran orgullo y bizarría. “No les podremos sacar ninguna información si los matas,” contradijo Aguilar tajante, no solo por disentir del capitán extremeño, sino porque pensaba que los hombres de la orilla debían ser tan amigables como algunos de los mayas que él había conocido en la península. Por ese motivo no sentía temor, al contrario, estaba seguro de convencerlos para 76

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que recibieran a los emisarios del dios blanco y barbado que los mayas representan como una serpiente emplumada. “Está bien,” contestó Cortés, con un matiz de impaciencia no velado, no sin antes haber verificado con los artilleros el alcance de los cañones, para cerciorarse de que no tendría problema para cubrir una eventual retirada de Aguilar, “aunque no entiendo por qué tratas de evitar una pelea ante ese puñado de indios mal armados y anárquicos, a quienes espantaríamos con unos cuantos disparos de nuestros arcabuces y una pequeña escaramuza. Pero sirve que tanteamos su reacción a tus palabras, si es que acaso hablan ese mismo idioma que tú dominas. Ve y trata de comunicarte con ellos, a ver si nos quieren recibir en paz. Toma mi yelmo y mi coraza. Póntelos, y ten cuidado.” El batel de Aguilar navegó río arriba, acercándose a la canoa del representante del cacique Tabazcoob. Se percibía un aire tibio y lánguido. El español apreció que el rostro del indio estaba pintado de amarillo y negro, lo cual significaba guerra, según había aprendido. Ambas embarcaciones se detuvieron a veinte metros una de la otra, mientras sus respectivos ejércitos aguardaban expectantes. “Venimos en son de paz,” gritó el intérprete en idioma maya, al ver al indígena de pie en la piragua. “De un país muy lejano, por el oriente, en representación del dios…” “Ya sabemos que vienen del oriente. Son ustedes los mismos forasteros que se han acercado a nuestra tierra y que han matado a cientos de nuestros hombres.” Aguilar desconocía el grado al que habían llegado las expediciones anteriores combatiendo a los naturales en esas tierras tan apartadas de la península maya. Por eso, seguía desconcertado, buscando alguna respuesta que lo ayudara a 77

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encontrar una buena salida. Comprendía el rechazo de los indios a los hombres blancos, quizá porque en el fondo sabían que esa expedición significaba una de las primeras chispas de un fuego que muy pronto habría de asolar irrefrenablemente a todo el Nuevo Mundo. “No sé de cuales forasteros me hablas. Nosotros somos emisarios del dios Kukulcán, y hemos venido a preparar su retorno a estas tierras.” “Los hombres de quienes te hablo, son de tu misma raza y sólo han venido otras veces a llevarse nuestras pocas riquezas. Sabemos que no son dioses, puesto que también sangran y mueren como nosotros.” “No somos dioses, pero recuerda a nuestro dios Kukulcán, él si lo fue…” “La mayoría de mi gente no cree ya en ese dios antiguo. Su culto ha terminado. Tampoco cree en ustedes, por lo que el señor Tabazcoob les pide se alejen para siempre de aquí. Tierra adentro hay muchos más guerreros de tribus aliadas para pelear contra ustedes, en caso de que insistan en venir.” Los remeros que conducían la canoa del indio dieron la media vuelta y se devolvieron a la orilla del río. De inmediato, muchas de las piraguas de las márgenes se lanzaron contra la barca de Aguilar profiriendo aullidos espantosos, por lo que los remeros hispanos movieron sus remos con toda la rapidez que sus brazos y sus fuerzas les permitieron. Cuando ya casi eran alcanzados por dos piraguas repletas de guerreros indios, surgió en el aire un estruendo ensordecedor provocado por una detonación de un cañón. Cuando la bola de hierro dio en el agua cerca de ellos, levantó una impresionante cortina de líquido de varios metros de alto. Aquello, 78

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aunado al eco del estrépito jamás oído en esa jungla, hizo que muchos de los indios atacantes se lanzaron al agua dando gritos de terror, y bandadas de cientos de aves que se encontraban en las márgenes salieran volando despavoridas. Fue así como Aguilar y sus compañeros se salvaron de ser capturados. En la cubierta de la nave de Cortés, los capitanes discutieron con él sobre la posibilidad de atacar al día siguiente, y tomar el poblado de Tabazcoob. “¿Dices que en tierra hay muchos indios listos para repelernos?” preguntó el líder de la expedición a Aguilar; su semblante no podía ocultar la preocupación que aquello le ocasionaba. “Debe ser una mentira de esos indios para intimidarnos,” replicó, alzando la voz, Pedro de Alvarado. “Me dijo que varias provincias se han unido en esta causa,” contestó Aguilar, ignorando a Alvarado. “Es posible, porque de seguro recordarán la batalla que Grijalva peleó contra las provincias de Champotón,” replicó el general. “Yo vine con Grijalva,” intervino Gonzalo de Sandoval, dando un paso al frente, “así como Alvarado y muchos de los hombres de esta expedición; y todos sabemos que esos salvajes desorganizados son incapaces de presentar mucha resistencia a nuestras armas.” “Además, si se supo en toda esta tierra de nuestras luchas cuando venimos con Grijalva,” arguyó Alvarado con peyorativas palabras preñadas de veneno, nacidas de su frustración por tener que contemporizar con el general en la 79

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anterior decisión, “si nos retiramos ahora, también se sabrá que ese salvaje nos asustó con sus amenazas. Yo pienso que debemos atacar para sentar precedente. Si son muchos los indios a los que nos enfrentamos y vencemos, mejor.” Un murmullo de admiración embelesada salió de las bocas de esos hombres esforzados y amigos del azar, a quienes nunca les flaqueaban los ánimos para hacer cara al peligro. Las palabras del pelirrojo sonaban convincentes. Muchos de los ahí reunidos, camaradas de armas en otras expediciones anteriores del fanfarrón capitán Alvarado, sentían que él debería ser, o en realidad era, el verdadero comandante de esa expedición, aunque de manera oficial, el cargo era ocupado por Hernando Cortés. Todas las miradas convergían en el rostro de este último, esperando la aprobación de lo dicho por Alvarado. Después de pensarlo brevemente, y aunque dentro de sus planes no estaba el tener zafarranchos innecesarios, el reticente general creyó prudente ordenar el ataque, presionado por sus mismos subalternos. El extremeño sentía que, de no hacerlo, sus hombres podrían empezar a pensar que le temblaba la voluntad y poner en duda su capacidad de mando, e inclusive su valor.

⁕⁕⁕ Por más de medio día estuvo Aguilar rezando un engarce de oraciones con ayuda de un rosario que le había facilitado el padre Olmedo. Desde la cubierta de la nave capitana estuvo oyendo el clamor que fue elevándose de los disparos, cañonazos, y gritos de los heridos de las dos huestes, sumido en el limbo de la incertidumbre y con el alma oprimida por los presentimientos más sombríos. Sabía que el infierno inclemente y mezquino de la guerra era siempre 80

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una posibilidad real. Así lo había aceptado desde que se embarcó en Sanlúcar de Barrameda con la idea evangelizar salvajes y consolar cristianos que cayeran heridos pidiendo indulgencias y buscando su absolución, o pidiendo ayuda para confesar sus pecados y así expiar sus culpas, como ya lo había hecho en otras ocasiones. De hecho, hubo de ser testigo de muchas cruentas batallas antes de su naufragio, por lo que aceptaba la guerra como una encrucijada normal de su destino, consecuencia natural de esos tiempos de impiedad que le tocaron vivir, sabiendo que la paz era una quimera en ese choque de civilizaciones y mundos tan diferentes. Por lo tanto, ya no le sorprendía la facilidad con la que sus compatriotas se empecinaban en usar ese infausto recurso de matar a diestra y siniestra, como atajo para resolver de forma rápida las discrepancias entre bandos contrarios. Cuando declinó todo ese ruido, un barco remero llegó con dos hombres que había enviado Cortés, para llevarlo a tierra firme. En ese trayecto se pudo enterar de que habían vencido a varios escuadrones de indios del cacique maya. Los soldados que lo llevaban ante Cortés, le contaban con lujo de detalles como había respingado su caballo, en medio del torbellino de la lucha, al tratar sin éxito de esquívar un mazazo. Luego el animal dobló las patas delanteras al caer, haciendo al general perder los estribos con el movimiento. Al caer en la tierra fangosa de los pantanos, Cortés perdió una de sus botas, pero así había seguido, haciendo gala de su audacia indomable y su habilidad como espadachín, hasta salvar la vida de su montura. Luego fue auxiliado por hombres de su guardia, que se habían abierto camino a estocadas para protegerle, y siguió luchando hombro con hombro con los demás hombres de su destacamento hasta salir indemne de la refriega.

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El extremeño y sus tropas habían marchado tierra adentro, divididos en cuatro capitanías. Enmedio de la confusión de la lucha, el intérprete indio Melchorejo, que Cortés había decidido utilizar en esa ocasión, desertó, perdiéndose entre manglares y cañaverales. Por ese motivo mandó llamar a Aguilar, ya que ahora no contaba con nadie más como traductor. Cuando este llegó al sitio donde debería hallarse Tabazcoob, el poblado estaba ya dominado por los españoles. Escopeteros, piqueros, ballesteros, artilleros y hombres de espada y rodela se hallaban descansando. Hechos a privaciones y a dormir sobre la hierba silvestre, descansaban sentados o acostados sobre la arena, piedras, o troncos caídos. El cacique había huido para no ser capturado. Cortés daba instrucciones para que trasladasen a los heridos a las naves para ser curados. Al ver a Aguilar, le pidió que entrevistara a los prisioneros para obtener más información sobre esa gente, y sobre los dominios de Moctezuma. Los españoles se sorprendieron mucho cuando supieron, por medio de los prisioneros que entrevistaba el intérprete oficial, que Melchorejo se había unido a los aborígenes y ahora les daba información de la expedición hispana al decirles que sólo eran unos pocos forasteros que venían a conquistar sus territorios para despojarlos de sus riquezas, como lo habían hecho ya en Cuba. Al general le preocupó un poco el nuevo cariz de las cosas y que los indios ahora pudieran enterarse sobre las tácticas de pelea de sus hombres y el tipo de armas que tenían. Juró que de volver a capturar a Melchorejo, él mismo lo despacharía al infierno a palos, por traidor. También le consternó saber que los indios se organizaban en otro poblado cercano, llamado Centla, para el ataque del día siguiente. 82

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⁕⁕⁕ Una de las pocas chozas del pueblo, hechas de tallos largos de carrizo y hojas de palma, que no estaba en palafitos, había sido asignada a Aguilar para pasar la noche. El aire era suave y el cielo se empezaba a pintar de azul oscuro. Cuando se disponía a dormir, recibió la inesperada visita del general. “No funcionó, ¿verdad?” preguntó Cortés, con su camisa todavía pringosa de manchas de sangre seca. Se le notaba curioso, y contento a la vez, de tener tiempo de hablar a solas con el intérprete, aun en esa débil claridad que daban las llamas temblonas de una lámpara. Tenía el rostro sudoroso y la barba brillante causada por una humedad que empapaba hasta los pensamientos y un rocío de aire que se pegaba en el cabello. “¿A qué te refieres?” le preguntó Aguilar, fingiendo no entender, mientras le veía lavarse manos y cara en una palancana. “En el río les hablaste a esos indígenas del dios del que me has contado. Pero por lo visto, ellos no lo adoran como dices que lo hacen los indios de la península.” “Si, así es,” contestó Aguilar, bajando la cabeza. “No lo entiendo, me dijeron que ya casi nadie cree en él.” “¿Cómo es que tú si crees en ese dios? ¿Qué fue lo que te hizo creer en él? Y más que todo, qué te hizo relacionarlo con…” “Creo en él por todo lo que viví. Es algo difícil de explicar. Pienso que por más que te lo relatase, aun así no lo 83

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comprenderías. Imagino que necesitaría otros nueve años para que lo entendieras,” dijo Aguilar, sorprendido de que el general considerara que era el momento propicio para hablar con él de Dios, justo después de haber matado a tantos enemigos. Los dos hombres se sentaron en la mesa. Cortés lo observaba con curiosidad, tratando de penetrar el velo del misterio que cubría el mar enigmático e insondable que eran los razonamientos del segundo. “¿Quieres algo de pan? Deberías aprovechar ahora que todavía tenemos reserva de harina de trigo,” apuntó el general. “Los mayas también hacen una especie de pan que llaman casabe, lo elaboran a partir de una planta llamada yuca, pero no es tan delicioso como los discos planos que llaman tortillas, y que sacan moliendo los granos de otra planta llamada maíz. Yo le he tomado más cariño a las tortillas que al pan, y nunca nos acabaremos el maíz que hay aquí, así que, por mí, te puedes terminar tú solo el pan de trigo.” Cortés dejó escapar una risotada ante aquel comentario. “¿Cuánto tiempo viviste en Tulum?” preguntó, tratando de hacerse una idea más clara de la vida que había tenido en tierras mayas y hallar los motivos en los que fundaba sus locas teorías. “Sólo unos meses. Lo suficiente para haber aprendido el idioma por completo, y haber conocido un poco de sus costumbres.”

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“¿Y a dónde fuiste después de Tulum?” “A Chichén Itzá, una ciudad al oeste de la primera. Fui ahí a petición de Acab Cambál, el sacerdote mayor del culto de Kukulcán. Él vivía en Chichén Itzá, y con el tiempo se convirtió en el mejor amigo que he tenido en mi vida.” “¿Tuviste algún motivo en especial para dejar Tulum?” preguntó Cortés, animando a su interlocutor con un gesto de sus manos a hacer más extensos sus relatos. “Estando un día ahí, recibí la visita de Acab Cambál y su cortejo de sacerdotes menores. Como ya estaba acostumbrado a que me visitara todo tipo de caciques y jefes de pueblos mayas, aliados o amigos de los habitantes de Tulum, e incluso a enemigos de ellos, no le puse mucha atención a la visita de otro grupo más.” “¿Enemigos?” Cortés mordisqueaba un pedazo de pan dulce de una canasta en la mesa. Con sus dedos pulgar e índice juntaba las migajas de la cubierta, y luego los sacudía para tirarlas en el suelo. “Casi todas las provincias mayas se encuentran en guerra, unas contra otras. A mi llegada se llamó a una tregua general en tanto determinaban si yo era el dios que estaban esperando. En un principio pensé que me estaban confundiendo con Cristóbal Colón, o con algún otro cristiano de alguna expedición anterior.” A Cortés se le iluminó el rostro. “¡Eso es! De seguro el dios del que ellos hablan era el almirante Colón, quien los visitó en una de sus expedíciones.”

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“No fue el almirante. Casi de inmediato, después que aprendí el idioma y a leer sus textos sagrados antiguos, y a interpretar los glifos en sus monumentos, supe que Kukulcán perpetúa la memoria de un maestro extraño, blanco y barbado como nosotros, que vino del oriente como nosotros, pero que vivió entre ellos muchos katunes y bakutunes antes de la llegada de Colón.” “¿Qué es eso?” “La forma como miden ellos el tiempo. Según sus códices, Kukulcán vivió aquí hace mil quinientos años nuestros.” Aguilar dejó que Cortés absorbiera el impacto de aquella revelación. “Después pensé por mucho tiempo que bien pudo haber sido uno de los primeros cristianos o alguno de los apóstoles de Jesús. Recordando mis estudios teológicos, concluí que, a la muerte del Señor, ellos habían tratado de llevar su palabra a todo el mundo, ya favorecidos con la gracia del poder divino. En mi afán por sacar conclusiones, recordé que Santo Tomás había sido el apóstol que más dudó de la resurrección de Jesús, y no se convenció sino hasta que el Señor mismo le mostró sus manos lastimadas por los clavos de la cruz. Después de eso, él se convirtió en el más fanático predicador de su palabra y llegó hasta los rincones más recónditos del mundo.” “¿Pensaste entonces que Santo Tomás cruzó el mar? Es posible, si contaba con la ayuda del poder divino del Espíritu Santo.” “Por mucho tiempo estuve convencido de que Kukulcán era Santo Tomás. Pero luego, por lo que fui aprendiendo, tuve que cambiar de parecer.” “¿Y para qué había ido a visitarte ese Cambál?”

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“Primero creí que sus motivos eran los mismos de todos los demás: porque querían ver la curiosidad de moda, el hombre blanco que había venido del oriente. Pero casi me desmayo al ver colgada del cuello de Acab Cambál una pequeña cruz de madera, idéntica a un crucifijo que usaría un fraile cristiano, tal cual si la hubiera comprado en cualquier mercado de Roma. Le pregunté por el significado de esa cruz y me respondió que yo bien lo sabía: que bajo ese símbolo habría de volver Kukulcán a esta tierra, y que, según la profecía, en el preciso momento en que yo naufragué en la costa de Yucatán. Que así estaba escrito en los libros sagrados de sus ancestros. Años después pude corroborar esto, y vaya que los mayas son expertos en medir el tiempo exacto de cosas que van a suceder en un futuro, gracias a sus cálculos astronómicos.” “Bueno, hay que admitir que eso fue bastante desconcertante para ti. Igual lo hubiera sido para mí.” “Tras intercambiar unas cuantas palabras, pronto se dio cuenta que yo no era ningún dios, sino sólo un hombre bastante confundido y asustado. Me invitó a visitar Chichén Itzá, quizás pensando que allí, viviendo en el impresionante centro ceremonial dedicado a Kukulcán, podríamos platicar mejor acerca de nuestras naciones y nuestras religiones.” “¿Está lejos de Tulum?” preguntó Cortés, mientras tomaba un poco de agua de su odre de cuero. Después se la pasó a su acompañante, quien también le dio unos tragos. “Caminamos menos de cuatro jornadas para llegar a ese lugar. El camino es largo y sinuoso, pero bien trazado y desmontado. Lo que más me llamó la atención en aquella llanura, fueron los extraños pozos naturales de agua que los mayas llaman dznot, pero yo llamo cenotes, por la dificultad de pronunciar la palabra en maya.” 87

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“¿Y esos qué son?” “Esos pozos son la única fuente natural de agua para los mayas de tierra adentro. Los cenotes son las partes expuestas de los ríos que corren bajo una superficie de suelo calcáreo, que a veces se colapsa, formando socavones.” “¿Y qué me dices de la ciudad en sí?” “En la ciudad hay nada más unas pocas casas alrededor de un inmenso pozo llamado: cenote sagrado. Pero cerca de ahí, de pronto, y a través del follaje de unos árboles, se me presentó a la vista la enorme masa de piedra de la gran pirámide. Créeme que en mi vida he visto palacios grandiosos y bellas iglesias, pero jamás nada tan majestuoso como ese edificio. Dos grandes cabezas de serpiente emplumada con sus fauces abiertas y enseñando sus lenguas bífidas, reposan a los lados de la base de la escalera principal de la pirámide. Cada escalera tiene noventa y un escalones para que al sumar las cuatro y al añadir la plataforma superior, sumen los trescientos sesenta y cinco días del año.” “¡Qué coincidencia!” contestó admirado Cortés. “No, no es ninguna coincidencia. Te puedo nombrar otros muchos detalles que prueban que los mayas antiguos poseían un profundo conocimiento del movimiento de los astros, pero no acabaríamos en varios días.” “¿Pero, los mayas piensan que los astros se mueven? ¿Cómo es eso?” “Así es. No me preguntes cómo, pero así es. Además, ellos saben que en nuestro sistema solar hay cuando menos otros siete planetas, aparte del nuestro, girando alrededor del sol.” 88

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“No sé ni por asomo a lo que te refieres, pero eso suena a locura.” Los dos hombres sentían como fluía oscuramente el río de sus emociones hacía destinos ignorados. “Todo el centro ceremonial da la sensación de estar envuelto por un halo mágico y encerrar grandes enigmas debido a lo curioso y distinto de su construcción. Hay un grupo de edificios que parecen haber sido el palacio de algún antiguo señor feudal, también un edificio extraño, con techo redondo en forma de bóveda que asemeja una pequeña iglesia, pero los nativos lo llaman: el observatorio. En los cientos de columnas construidas y colocadas con gran simetría en el templo de la columnata, y en el templo de los guerreros, encontré cosas que me dejaron sin habla, como la estatua del sacerdote de Kukulcán, o los dos pilares que están detrás de esa estatua, los cuales sostenían el techo del templo que colapsó hace mucho tiempo y no está ya más, pero los verticales pilares subsisten y tienen forma de serpiente con sus cabezas reposando en el piso del templo, sus cuerpos al aire y las colas dobladas hacia arriba. De esa forma representan el descenso de Kukulcán del cielo a la tierra.” “Me gustaría visitar algún día esa ciudad de Chichén,” comentó el capitán, con su mirada perdida, tratando de imaginarse lo que el ex náufrago le describía, y al mismo tiempo, sintiéndose incómodo por el efecto que producía en su alma el oír semejantes disparates, y lo que era peor, comenzar a dejar de considerarlos como tales. Con todo eso, debido a su naturaleza indecisa y suspicaz, siempre le retenía cierto instinto de desconfianza. Terminó frustrado por no poder dilucidar la verdad, pero sabiendo que por el momento no le quedaba otra más que ceder a lo absurdo, culminó: “Pero por ahora tenemos otras misiones que cumplir. Debo irme, mis hombres me están esperando.”

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Cortés dejó la casa donde pernoctaría Aguilar, para dirigirse a donde sus capitanes organizaban a su gente con gran cuidado, para dormir con las armas prontas en caso de un ataque nocturno, y prepararse para el duro combate que tendrían al día siguiente. Un doméstico y varios guardias fueron asignados al intérprete para su seguridad. Por ellos, se enteró que el ánimo de la tropa estaba alto y el espíritu festivo, después de ese primer triunfo en tierra extraña, ya que para muchos de los soldados de espada al cinto que pelearon esa tarde, esa había sido la primer justa contra indios en toda su vida. Encandilados por el brillo del oro imaginado, se sentían ahora con fuerza para llegar hasta destinos ignotos y vencer lo que fuera. Así mismo, ya podían percibir que la expedición terminaría pronto con éxito, para resarcirse de tantas penalidades, y así volverían todos ellos, hasta el más humilde, encumbrados y con dinero a Cuba, dueños de riquezas insoñadas.

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EPISODIO 11 Durante los albores del día siguiente, se celebró una misa oficiada por el padre Olmedo. Todos esos hombres oraban, pidiendo a Dios la protección en esta empresa que estaban llevando a cabo en su nombre y para la propagación de su palabra. Todos rezaban con fuerza, como si sintieran que, en la medida de la devoción puesta, sería la protección recibida. Terminada la homilía, después de almorzar y antes de partir al poblado de Centla, Cortés ordenó al clarín llamar a todo el ejército para dar sus últimas disposiciones. El aire soplaba fuerte, lo que levantaba su capa. Estaba rodeado por sus lugartenientes, todos ellos montando sus corceles. El esplendor de la estampa de esos animales se engrandecía a los ojos de todos los hombres que carecían de uno, puesto que en la expedición sólo venían doce caballos, y en esas tierras no existían semejantes animales. Los hombres rodearon a su general, quién traía el peto puesto y enarbolaba su espada en lo alto. Sin más preámbulo, les arengó a gritos: “Nos espera una gran cantidad de indios dispuestos a repelernos de estas tierras; es ahora el momento de probar nuestras fuerzas y nuestras armas, o de abandonar por completo nuestra misión. Sé que la gracia de Dios nos va a seguir

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favoreciendo como hasta ahora, por lo que habremos de continuar, ¡en el nombre del Señor!” Se escuchó un clamor de aprobación, que provenía de todos los hombres del campamento, que después de la perorata del voluntarioso general se aprestaron a partir para afrontar su destino. Cortés dispuso de nuevo que Aguilar se quedara rezagado, puesto que en la lucha no lo necesitaría y sólo lo llamaría hasta el momento en que tuviese que intercambiar palabras con los vencidos.

⁕⁕⁕ Para la tarde de ese mismo día, un jinete con dos caballos llegó a buscar a Aguilar, comunicándole la victoria de los hispanos y que el general lo requería para hablar con el jefe de los indios que se habían rendido. El intérprete casi no recordaba el gran placer que daba el montar una cabalgadura. De hecho, no se acordaba cuando había sido la última vez que lo había hecho. Sin embargo, le parecía un recuerdo perdido entre las brumas de otra vida. El jinete del otro corcel, quien traía colgando el yelmo del arzón, era el capitán Alfonso Hernández de Portocarrero, hombre alto y con el cuerpo casi completamente cubierto de espeso vello negro hirsuto, con pelo largo que le caía en melena sobre los hombros. Del cuello le colgaba un relicario que apenas se veía bajo la barba montaraz que le llegaba al pecho. Su cualidad más reconocida por todo el ejército era que emitía unos eructos atronadores, que hacían aullar de espanto a los mastines, y por la noche despertaban a medio campamento. En el corto camino del campamento a Centla, cuando iban cabalgando a campo traviesa, Portocarrero le contó la 92

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forma en que habían vencido a los indios, matando a destajo a cientos de ellos, hablando con su vocerrón espeso de gigante, para cubrir el ruido que se hacía cuando sonaban el acero de la funda de su espada al chocar contra la lámina de su armadura a cada paso del corcel. Emocionado de manera visible, temblando todavía por haber probado de nueva cuenta la exaltación de matar, y la posibilidad de morir, le decía cómo una avanzada de soldados de a pie, a rompe y raja, se fue abriendo paso a golpes de espada ante un mar de guerreros indios que a ojos vistas eran varios miles, y también le explicó cómo asustaron a los nativos los disparos de artillería. Después, el ataque de la caballería por dos flancos terminó por hacer huir al resto de los indígenas, que hasta entonces se habían batido en una furiosa lucha, al desmembrar al ejército oponente, y facilitar el triunfo de los españoles. “Cuando los indios veían nuestras monturas se quedaban estáticos, como si lo que miraran fueran seres sobrenaturales, o algo aún peor, como si caballo y jinete fuéramos unos centauros.” Portocarrero le contaba a Aguilar, como si sólo fuera una aventura emocionante, imitando con la fusta los movimientos de espada que había hecho en la brega. Sin darse cuenta, hundía las espuelas en los ijares de su penco, haciéndolo apurar el paso y a Aguilar tener dificultad para mantenerse a su lado a galope tendido. “Me abrí paso con mi espada, cortando cabezas de indios a diestra y siniestra, como si estuviera en un huerto de sandías.” El traductor lo escuchaba con ánimo sombrío y ojos llorosos, al no poder contener lágrimas de frustración, pensando en la suerte de esos desventurados mayas que no habían querido escucharlo, y que, en aquel momento, era ya demasiado tarde para muchos de ellos, los que habían encontrado la muerte a mansalva en esas batallas. No era tristeza inconsolable lo que sentía, pero si abatimiento, por no haber 93

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podido evitar la escena fatídica de esa matanza. Pero esas cosas ya las procesaba a través de los cristales enrarecidos de su naufragio, como subterfugio para evitar tener dudas de conciencia. Por lo tanto, pensaba que de seguro los deleznables sucesos acaecidos durante ese día se habían dado así, porque ese debía ser el sino inexorable que Dios les tenía trazado a ambos bandos. La hazaña que significó la victoria de los españoles resonó al grado de apaciguar a todos los poblados que aún se animaban a oponerse a los extranjeros. En la batalla habían muerto cerca de quinientos indios contra sólo algunos cuantos cristianos heridos y dos muertos. Los que perecieron fueron víctimas de saetas emponzoñadas en la punta por raros tósigos, y no las pudieron eludir ya que cubrían sus cuerpos tan sólo con corazas livianas de cuero, a falta de armadura de acero. Los restos de los dos difuntos fueron ocultados con habilidad del conocimiento de los nativos, y después se les dio cristiana sepultura con las merecidas honras. Dos días después de la toma de Centla, llegaron al campamento dos emisarios del cacique Tabazcoob, ataviados con ropa de gala, para anunciarle a Cortés que el cacique mismo lo visitaría al día siguiente para parlamentar, rendirse, y capitular ante él, y que no lo había hecho antes porque aún no terminaba de reponerse del estropicio causado por la guerra y de juntar los presentes para tan valerosos guerreros de tez blanca. Tabazcoob era un hombre de mediana edad, flaco y alto, lo que le hizo recordar a Aguilar a su extinto amigo Acab Cambál, pero el parecido era sólo físico, puesto que en carácter y educación diferían mucho, aunque por lo visto era jefe guerrero ilustre y distinguido entre esa gente por méritos ganados en pasadas luchas. Tenía el pelo negro largo que caía sobre su espalda, pero sobre la frente, cortado en fle94

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quillo. Portaba pendientes de obsidiana en orejas, nariz, y labio inferior, lo que hacía descubrir una larga hilera de dientes pintados de azul. El cacique se notaba muy servil en el trato hacia el general, y aunque sabía que ellos no eran dioses, sino forasteros que habían llegado a sojuzgarlos, como les había informado Melchorejo, no escatimó regalos en joyas para el general. Aguilar sabía que dichos presentes debían provenir del saqueo de todo su pueblo, y de otros pueblos circunvecinos. “¿Conoces a Moctezuma?” le preguntó el intérprete a Tabazcoob. “En persona no, pero mantenemos intercambio comercial con su nación, que es la más poderosa de este mundo, y nos envía con frecuencia saludos y presentes con sus pochtecas.” “¿Pero no le rinden tributo?” “Le envío regalos con sus mercaderes en cada ocasión que nos visitan, y a cambio de eso, me evito el tener guerras con ellos o con los pueblos de mis alrededores.” “¿Y su nación es grande?” “Su nación es grande, pero sus dominios abarcan muchas naciones grandes. Debes saber que no hay nada en todo el Anáhuac más vasto, hondo, y alto que la majestad del emperador.” “¿Y cómo podemos llegar hasta él?” Tabazcoob levantó la vista para ver a los dos españoles que lo interrogaban, con un gesto de burla ante sus pretensiones, y la osadía de tratar de llegar al corazón del im95

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perio con esos pocos hombres, y con los inventos que poseían, que, aunque buenos, no dejaban de ser inútiles ante el combate de cientos de miles de los mejores guerreros del único-mundo. “¿Cómo puedo llegar?” insistió Aguilar. “Su ciudad está en el centro del Cem Anáhuac, donde la tierra no es muy alta ni muy baja, donde la distancia de mar a mar no es mucha ni poca como aquí, que es poca, comparando con las tierras más al norte, y donde nunca hace ni mucho frío ni mucho calor.” Un murmullo que fue creciendo, detuvo el interrogatorio al cacique indígena. Al volver la vista, descubrieron a un grupo de hermosas jóvenes indias, vestidas con sus huipiles blancos, que llevaban bordados de hilos de muchos colores en el cuello y mangas. Tenían sus cabellos largos trenzados por la espalda y amarrados con tiras de algodón de brillantes colores. Calzaban sandalias de cuero pintado de morado y atadas al tobillo. Las muchachas llegaron custodiadas por varios indios guerreros. Tabazcoob dijo a Aguilar que obsequiaba al ejército victorioso a esas mujeres esclavas, en prueba de su amistad, porque eran diestras en preparar las tortillas de maíz y demás alimentos que sus hombres necesitarán durante su viaje a la región de Moctezuma. Otros hombres también llevaron gran cantidad de frutas, verduras, y animales, como venados, guajolotes y otras aves, para la celebración de los vencedores. “Dile que lo invito a él y a los otros caciques a bordo de la nave capitana, para recibirlos como se merecen y así poder agradecerles su inaudita generosidad,” dijo Cortés a Aguilar, con una mirada complaciente, sin poder quitar la vista de una de las indias, mujer de pródigos encantos, que 96

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sobresalía de las demás tanto por su estatura y porte, así como por su belleza y su piel color canela. Al día siguiente, el general recibió a los hombres en su embarcación, emperifollado con sus mejores galas, que incluían el yelmo con celada de plata coronado de penacho de plumas rojas, traje de terciopelo color durazno, peto bruñido, capa adamascada color café y medias rosas. Había mandado acomodar una silla de respaldo alto en la cubierta, donde se sentó, cual si fuera un rey de alguna corte de Europa. Ahí les agradeció sus regalos de una manera muy efusiva, sin poder ocultar lo contento que estaba por la que sentía que era su primer resonante victoria de su expedición. Unos mozos sirvieron copas de vino a todos los reunidos, y los nativos demostraron gusto de probar algo tan diferente. Varios pajes entregaron a los indios algunas baratijas llevadas de España y se las obsequiaron. Al cabo de un rato de mutuos halagos e intercambio de finezas y zalamerías, Cortés cambió de voz y habló en tono solemne al cacique Tabazcoob. “Ahora que nos hemos conocido como amigos, y que ustedes saben que venimos en nombre de nuestra majestad, el sacro emperador Don Carlos I de España y V de Alemania, les pido juren fidelidad y vasallaje a él y a su nación, recibiendo con este acto nuestra protección de los posibles ataques futuros de cualquier otra nación enemiga. Mientras Aguilar traducía las palabras de Cortés, los caciques se volteaban a ver entre ellos, tan sólo para confirmar lo que ya habían pronosticado y admitido antes de presentarse ante él. “Y a cambio de eso, no les pedimos ningún pago o tributo a nuestro rey, sino que acepten fundar una ciudad en estas tierras bajo el dominio de España. Así también, les pido 97

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acepten a nuestro Dios Jesucristo, abandonando de inmediato sus creencias a sus falsos ídolos.” “Sino que acepten,” traducía Aguilar en idioma maya, “fundar en su tierra una ciudad bajo el dominio de Iberia, y vean a nuestro Dios con el mismo fervor con el que ven a los suyos, puesto que al final de cuentas, es el mismo de todos: la serpiente emplumada.” El general adivinó que su compañero había modificado un poco la traducción de sus palabras, al ver el gesto de completa aceptación de sus propuestas en los rostros de los indios. Pero en ese momento, lo más importante para él era la aprobación de anexarse a España. De esa manera, se sentía más fuerte y valiente para aspirar a hacer algo más grande y resonante en su expedición.

⁕⁕⁕ Los españoles volvieron a su campamento que tenían en la margen del río, para organizarse y descansar de las contiendas que habían sostenido. Muchos de los indios siguieron acercándose para departir con ellos y llevarles todo tipo de frutos, alimentos y agua, evitándole a los extranjeros el tener que molestarse en salir a buscar su sustento. Las indias que les había regalado el cacique se pasaban todo el día trabajando con los cocineros. Eran muy diestras para preparar los manjares que aderezaban con una habilidad admirable, y cuya delicia atravesaba los sentidos de los forasteros, que gustosos los probaban hasta atiborrarse. Los hombres de la península ibérica manoseaban con curiosidad los frutos y vegetales desconocidos para ellos en el viejo continente y que estaban dispuestos en canastas de bejuco en las mesas. Con timidez los mordisqueaban, pro98

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bando su sabor. Aguilar los invitaba a probarlos a placer, ya que su sabor era fantástico. Sobre todo, les recomendaba probar primero la bebida de maíz que llamaban atolli, y él pronunciaba como atole. Después, los invitaba a comer el tubérculo boludo que los campesinos extraían de la tierra y denominaban como papatl, y que cocido o asado tenía un sabor exquisito. A los capitanes les había llamado la atención un fruto rojo y carnoso que las indias llamaban tomatl, y que, al morderlo, se reventaba y escurría su jugo por sus barbas, causándoles diversión. Su compañero intérprete les recomendó que jamás lo ingirieran de los molcajetes, cuando estaba molido, revuelto con chile, ya que esa salsa era picante de verdad, y por momentos podía hacer que un hombre perdiera la respiración, y hasta enfermarlo del estómago por varios días, aunque el comentario llegó demasiado tarde para un soldado que ya regurgitaba un bocado al sentir lo picoso de la salsa. “La primera vez que comí la salsa, pensé que me habían dado un veneno muy portentoso y que moriría en unos instantes,” comentó Aguilar, causando risas entre quienes lo oían. Una de las cocineras le acercó al general una canasta con unos frutos de color negro, quién tomó uno y se lo llevó a la boca, pensando que sería una papa cocinada de manera diferente, pero al darle una gran mordida, el fruto se reventó e hizo saltar una pulpa verdosa acompañada de una gran semilla del tamaño de un huevo de gallina, que hizo un ruido sordo al golpear la madera de la mesa. La carcajada no se hizo esperar por parte de los oficiales y soldados que se hallaban cerca, cuando vieron la semilla caer. Cortés miraba el ahuacátl en su mano y la pulpa en la mesa y la semilla en la tierra, por lo que después de analizar la escena, él también soltó una risotada. Aguilar le 99

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recomendó que esa fruta mejor la comiera ya hecha salsa usando trozos de tortilla frita como cuchara y la sacara del molcajete. Cortés así lo hizo y un gesto de aprobación de su rostro le comunicó a las cocineras que le había gustado el ahuacamolli, o salsa de ahuacátl.

⁕⁕⁕ Aguilar pasaba esos días platicando con cuanto indígena se acercaba al campamento y con las indias cocineras, quienes hallaban motivo de bastante emoción, el escuchar a un español hablando su idioma maya. Sólo había una de ellas que no le sorprendía oír al forastero hablando una lengua extraña para él, debido a que ella misma hablaba varios idiomas también. Su nombre era Ce Malinalli, la más alta y hermosa de todas, quién poseía la altivez natural de quién ha nacido en cuna de abolengo. El ex náufrago pudo dilucidar muy pronto la índole de ese misterio en una plática. Malinalli le contó que era oriunda de un poblado mucho más al norte de Centla, lejos de las tierras mayas. Había nacido en Paynala, e incluso era hija del difunto gobernador, por tanto, era de noble cuna y no esclava, como la trataba la gente de las márgenes del río donde desembarcó por primera vez Juan de Grijalba. “¿Y cómo es que viniste a parar a este poblado como esclava?” preguntó el castellano, tratando de tomar más confianza con esa india que parecía ser muy inteligente y le podría servir en un futuro. “Es una historia muy larga, y muy triste para mí,” dijo Malinalli con un gesto amargo. “Preferiría no recordarla.”

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Aguilar no trató de hurgar más en la vida de esa mujer enigmática, entendiendo que al igual que él, debía ser una víctima más de las caprichosas circunstancias de este mundo insensato. Sólo se limitaba a observar su noble estampa de rasgos finos, con sus hermosos ojos grandes, que parecían sonreír por sí mismos, resaltando en un rostro perfecto de piel que más bien parecía la de una mujer blanca que había pasado varias tardes bajo el sol. De cualquier manera, al español le simpatizaba esa mujer, y en esos breves momentos que había pasado con ella desde que la conoció, sentía una especie de comunión íntima con otro ser humano, como no lo había experimentado desde la muerte de su amigo indio Acab Cambál. “¿Tu ciudad estaba bajo el dominio de Moctezuma?” “Moctezuma…” repitió la palabra Malinalli, como evocando un lejano recuerdo. “Sí. Paynala era una ciudad pequeña pero vasalla del imperio azteca. Sus recaudadores llegaban de tiempo en tiempo. Recuerdo que mi padre se desvivía en atenciones hacia ellos. En aquél entonces no entendía el por qué.” “¿Por qué?” preguntó Aguilar, al ver que Malinalli no terminaba su relato. Ella sonreía viéndolo, divirtiéndose ante su ignorancia. Y cuando sonreía, parecía como si toda ella exhalara un aura de frescura. “Porque Moctezuma podría haber hecho desaparecer a Paynala con una mínima orden que le hubiera dado a su sirviente más cercano, tal vez acostado en su lecho, o disfrutando de su comida favorita. Sólo con ocurrírsele que en Paynala había la suficiente cantidad de personas para el

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sacrificio que se necesitaba ofrendar al dios que se festejaría en esa ocasión.” “¿Sería capaz de matar a tanta gente en un homenaje para honrar a uno de sus dioses?” “Mi pueblo no tiene tanta gente. Sólo serán unos tres mil moradores, pero eso es suficiente para un festejo menor de los aztecas.” “No entiendo ¿tres mil son pocos?” “Hombres, mujeres y niños de las naciones enemigas del imperio son hechos prisioneros y llevados al templo mayor de Tenochtitlán para ser sacrificados. Sus corazones son extraídos de sus cuerpos. En la ceremonia de asunción de Moctezuma que mi padre presenció, fueron sacrificadas más de cuarenta mil personas en un festejo que duró varios días.” “Sí, algo así me habían contado, pero no sabía el número tan grande de víctimas que se aniquilaban. Ese lugar debe ser sin duda el reino de Lucifer, donde domina a sus anchas, alcanzando niveles de atrocidad indescriptible.” Sin entender lo dicho por Aguilar, Malinalli prosiguió. “La fama de sus xochiyáoyotl, o guerras floridas, que sirven para capturar a los prisioneros que servirán en el sacrificio, ha llegado ya a todos los confines del único-mundo.” El ex náufrago recordó esa costumbre que alguna vez le explicara Acab Cambál.

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“La primera vez que escuché eso de guerras floridas, me confundí. ¿Cómo puede haber una guerra de flores? Después me lo explicaron. Flor y sangre se pronuncian usando la misma palabra en lenguaje náhuatl, por lo que en realidad debería llamárseles guerras sangrientas.” “Que en realidad no lo son tanto. Corre poca sangre en esas confrontaciones, y entre más prisioneros vivos capturen, mejor. Así, Huitzilopochtli, su dios de la guerra, tendrá más alimento.” “Huitzilopochtli… el que los llevó por la senda triunfal desde que emigraron del Aztlán para llegar a donde viven ahora: en lo que ellos llaman el corazón del únicomundo, o Cem Anáhuac, la gran cuidad de Tenochtitlán.” Aguilar repasaba las enseñanzas que recibiera de su difunto amigo indio. “Pero dime Malinalli, ¿los aztecas no conocieron al dios Kukulcán?” “Todos lo conocemos, pero casi nadie cree en él ya, al ver el tremendo éxito que ha tenido su contraparte.” “¿Y tú, creíste alguna vez en Kukulcán?” “En la villa costera donde nací y en Tenochtitlán, la serpiente emplumada es llamada Quetzalcóatl, y admito que cuando era niña me fascinó su historia cuando me la contó mi padre. De hecho, en las afueras de mi pueblo hay un lugar llamado Coatzacoalcos, y si recuerdo bien, ese nombre se creaba a partir de que tenía varias pequeñas pirámides de Quetzalcóatl, y de ahí viene cóatl. A las pirámides se les llama tzacualli, porque es un lugar donde se esconde o se protege, para decir que es donde mora, el dios. El vocablo co define un lugar. La combinación de los tres vocablos te da el nombre de Coatzacoatl. En plural, porque no era una sino varias pirámides, se crea el nombre. Mi padre me llevó ahí 103

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muchas veces y me contaba la historia de ese dios, de hecho, hay una leyenda que cuenta la partida de Quetzalcóatl hacia el oriente, cuando terminó su labor en estas tierras, fue desde ese lugar, el pueblito donde viví de pequeña, o muy cerca de ahí. Cuando supe de ustedes, lo primero que me vino a la mente fue que eran emisarios de ese dios, seres divinos que venían a anunciar su regreso.” “Y en cierta forma así es. No somos divinos, sino hombres como ustedes de carne y hueso, pero venimos de otras tierras a traerles de nuevo a Kukulcán.” Ce Malinalli miró desconcertada a Aguilar, pensando si estaría hablando en serio, o lo que le decía era una simple broma para observar su reacción, aunque siguiera sin entender el motivo por el que se lo decía. “Debo volver con Cortés, y tú debes regresar a tus labores, porque las otras muchachas ya te ven con malos ojos. Me imagino que tu buena cuna y porte de realeza no te salva de las envidias.” “No,” la muchacha contestó sonriendo. “Después seguiremos hablando de esto,” concluyó el hombre. Ella asintió, para después alejarse y tornar a la faena.

⁕⁕⁕ Cortés y sus capitanes se enteraban de lo que Aguilar iba sacando de sus pláticas con los indígenas tan pronto como los ponía al tanto de sus investigaciones. La información que consideraban más valiosa e interesante era la que se refería a los aztecas y a su poderoso y rico monarca. Así, 104

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día con día, a medida que sabían más acerca de Moctezuma, aumentaba su curiosidad por acercarse un poco más a los territorios de sus dominios; de hecho, los españoles consideraban que para que su expedición fuese un éxito ante el gobernador de Cuba, tendrían que llegar un poco más lejos de lo que Grijalva había alcanzado en su expedición. Aguilar pasó la tarde del sábado dando clase de catecismo a Ce Malinalli y a las demás cocineras, pero también a más de un centenar de indios que por curiosidad se habían acercado al campamento. Todos ellos se hallaban sentados alrededor de una gran cruz de madera que los carpinteros habían construido e instalado en lo alto de una loma, debido a que preparaban el festejo del día siguiente. Otros hispanos recogían hierbas silvestres y hacían pequeños atados, preparándolos para la sagrada celebración del domingo de ramos, en esa época de cuaresma. El clérigo Diaz le sugirió a Cortés que aprovecharan esa fiesta y esa misa para bautizar a un buen número de indígenas, cosa que daría más ánimos a los soldados cristianos para continuar con esa misión más devotamente, al infundirles la idea de que no sólo estaban ahí con el fin de obtener riquezas, si no que para llevar el evangelio a aquellas almas que todavía vivían en el paganismo. Aguilar les explicó a los indios los aspectos sobre la vida del hijo de Dios; lo que significaba para ellos la cruz; cómo fue muerto Jesús en ella, y el pasaje de su resurrección. Aunque Diaz y Olmedo no le quitaban la vista de encima, no podían entender lo que decía a los nativos, pero los dos frailes se sentían más que contentos ante la reacción de aceptación que apreciaban en los rostros de aquella gente, cuando escuchaba atenta lo que el oriundo de Écija les decía. No hacía falta entender el lenguaje para ver que lo dicho ante los indios era simiente que caía en tierra fértil y más que bien 105

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dispuesta para hacerla germinar. Poco más tarde, el propio Cortés se unió a los frailes para escuchar también la prédica de aquel ser que consideraba como un enviado del cielo, para ayudarlo a obtener el éxito que había estado buscando toda su vida. “Entonces, el hijo de Dios, Jesucristo, Quetzalcóatl, Kukulcán, o como ustedes quieran llamarle, fue muerto en la cruz. Pero revivió al tercer día y se les apareció a sus discípulos para confirmarles su origen divino. Por eso la cruz, como esta de madera que vemos aquí, pasó a ser el símbolo del propio Dios, quien murió por nosotros y para que nosotros ya no hagamos sacrificios de ningún ser humano para halagar a su padre.” “Ese signo lo conocemos desde hace muchos katunes. Nos lo dejó Kukulcán grabado en un templo en Lakamha.” Un indio algo mayor de edad que se encontraba en el grupo, alzó la voz para hacerse escuchar por el español. “Si, lo sé. He estado en ese templo, he visto ese símbolo de la cruz y ese altar.” Aunque el comentario lo tomó por sorpresa, Aguilar pronto se repuso. Con curiosidad, le preguntó: “¿Has estado tú en Lakamha?” “No, nunca he visitado sus ruinas, pero un antepasado de mi familia fue sacerdote de Votán. Él sí estuvo estudiando las ruinas de la ciudad sagrada de Lakamha y contaba acerca del templo de la cruz y del misterio que guarda la base de la pirámide mayor de ese centro ceremonial.” Votán. Aguilar ya no pudo escuchar más. La mención de ese nombre de inmediato despertó recuerdos borrosos en 106

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él, y por alguna razón le causó reconcomio hasta el fondo de su alma, como si aquel nombre hubiera resonado en las cuevas de alguna negrura abismal en lo más profundo de su ser, y el eco penetrara lentamente y en demasía bajo la superficie de su consciencia. En ese instante, sus pensamientos volaron al momento en que el sacerdote maya de Kukulcán y de Votán, Acab Cambál, le dijera algo acerca del enigma que guardaba la pirámide mayor, o como él la llamaba: el templo de las inscripciones. El sacerdote indio mencionó hasta el día de su muerte, que le gustaría estudiar más ese templo, impulsado quizás por ese anhelo errante que produce en la perenne obscuridad de la existencia, la siempre insatisfecha ansia de encontrar a nuestro creador. Él estaba seguro de que allí, podrían encontrarlo juntos y descifrar el misterio más grande de sus religiones. El indio seguía hablando palabras que Aguilar no entendía: “El pasaje que nos has contado, acerca de la resurrección de Kukulcán, también era conocido por los sacerdotes de la serpiente emplumada, puesto que el propio Quetzalcóatl les dijo como iba a suceder. Los artistas de la antigüedad inclusive dejaron un registro de este pasaje tallado en la piedra de un muro, llamado Coatepantli, en un centro ceremonial mucho más al norte de aquí, donde se puede apreciar muchas serpientes emplumadas con sus fauces abiertas devorando a la muerte, de esta manera venciéndola, representada en el muro por calaveras y miembros descarnados.” Aguilar seguía un poco mareado por la emoción que le conmovió las entrañas, como si estuviera sumergido en un letargo profundo, sin disimulo y sin importarle que era observado por los clérigos y el general, Aguilar concluyó la clase para retirarse a su choza.

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Votán. La palabra rebotaba con burla dentro de su cabeza y la sentía hervir en su memoria, al tratar de acordarse de todo cuanto su amigo maya le había contado sobre ese nombre, el cual no era más que otro de los muchos nombres que había recibido la serpiente emplumada entre algunos de los pueblos mayas de la antigüedad. Votán.

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EPISODIO 12 El emperador Moctezuma salió de su palacio por la salida al embarcadero, en medio de dos filas de guerreros de su guardia personal. Ahí lo esperaba la canoa imperial que lo llevaría a cruzar la laguna hasta la ciudad de Tetzcoco, en tierra firme. La segunda ciudad de la Triple Alianza de Tenochtitlán, Tetzcoco, y Tlacopan, estaba bajo la autoridad del rey Nezahualpilli. El acalli del emperador sobresalía en riqueza y esplendor a la otra veintena de piraguas, todas ellas labradas y pintadas con colores encendidos, repletas de guardias personales y de otros ministros que iban custodiando al teo tecuhtli. En silencio, cruzaron un laberinto de canales hasta alcanzar las aguas principales de la laguna, las cuales se veían muy apacibles en aquella tibia hora de la tarde, cuando apenas una brizna de viento soplaba desde el norte. A golpes suaves de remo dejaron atrás los jardines flotantes del palacio, con sus miles de flores radiantes, de todos los colores y aromas, que alegraban la vista y perfumaban el alma de quien las mirara. El agonizante sol en el poniente bañaba con su luz anaranjada las inmensas montañas de blancas crestas y las colinas suaves que rodeaban al imponente Valle de Anáhuac. En su centro, como un espejo que reflejaba la belleza del cielo azul, la laguna poseía una quietud manifiesta sobre109

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manera cuando la canoa imperial tenía que navegar por sus aguas saladas, ya que todo tráfico de hombres y mercancías entre la isla y los pueblos limítrofes quedaba suspendido por motivos de seguridad hacia el rey, pero más que todo, por motivos de vanidad. Aunque dicho evento se daba raras veces, dejaba fuera de navegación a varios miles de esas pequeñas embarcaciones que día y noche, con ahínco y sin descanso llenaban el lago de efervescente actividad, en el incesante trajinar de la ciudad más grande del único-mundo. En poco menos de media hora, la chalupa del emperador entró por el embarcadero del palacio de Nezahualpilli, entre docenas de garzas rosadas y blancas que abundaban en los alrededores, cuando el cielo empezaba a poblarse de miríadas de puntos de luz. El viejo rey de Tetzcoco le esperaba en el balcón de mármol con su mano posada en el pasamano de la balaustrada como deteniéndose, pero aún de pie, a pesar del mal que le aquejaba. El emperador de inmediato advirtió el aspecto muy desmejorado en el semblante del patricio insigne de la nación acolhua. “¿Cómo estás padre?” le preguntó Moctezuma, después de desembarcar de la piragua. “Te veo decaído.” “Mal, ya ves,” contestó Nezahualpilli, tocando con su mano derecha el hombro del rey, a manera de saludo. “Vamos, no puede ser tan malo. En unos pocos días sanarás. Ya lo vas a ver.” “Te agradezco que hayas tenido la atención de venir a visitarme en mi convalecencia; pocos hombres en el mundo son honrados en recibir la visita de Moctezuma Xocoyotzin,” dijo el viejo rey de Tetzcoco, al tiempo que ambos, lentamente y con pie ligero, se encaminaban a la biblioteca sobre el piso de granito negro con manchas cafés y oro, tan 110

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pulido que espejeaba y reflejaba sus figuras como agua quieta, de tal manera que hacía dudar a los guardias si caminaban sobre piso seco o mojado. “De hecho,” dijo Moctezuma pensativo, tratando de alegrar al viejo rey, a quién consideraba casi como su padre verdadero, “eres el único hombre a quién he visitado por motivos de enfermedad; a todos los demás, les hago que vayan a mi palacio para desearles pronta recuperación,” finalizó, sonriendo y con el corazón inundado de gratitud hacía ese hombre que tanto amaba. La cercanía con el huey tlatoani provocaba una ola de silencio, a medida que pasaban cerca de una hueste de sirvientes y dignatarios palatinos que como una marea iban y venían ocupados en sus asuntos; pero que hacían una genuflexión al estar cerca del él, en señal de respeto a la majestad del emperador. Moctezuma en cambio, iba repasando sus memorias del tiempo que vivió en ese palacio, en su ya lejana infancia, cuando toda esa gente ahora hincada, difícilmente hubieran volteado a mirarlo. Los dos monarcas se acomodaron en la amplia biblioteca, cubierta en las cuatro paredes por estanterías llenas de códices y rollos de las gestas de la Triple Alianza y de muchos archivos históricos hallados por los arqueólogos aztecas, a través de los años, de la vetusta y extinta cultura tolteca de Teotihuacán. Los monarcas se sentaron en torno a una mesa, donde había dispuestas jarras de plata llenas de chocolatl espumoso y jícaras de alabastro para servirlo en ellas. Moctezuma tuvo que soplar el vaho de su bebida que estaba muy caliente, pensando divertido que un desliz de esta naturaleza, cometido por uno de los sirvientes de su palacio, casi seguro le hubiera costado la vida debido a la rigidez del Chihuacóatl. Un sirviente que observó aquello, llevó de inmediato una vasija con hielos, para enfriar las bebidas. Después de encender unos acayetls suavizados con liquidámbar, prosiguieron con la charla. 111

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“Y bien ¿cómo van las cosas en la isla?” “Mal,” contestó el emperador, cambiando el semblante. “Ya ves que la gente del pueblo está nerviosa con tantos prodigios que se nos han presentado, los reales y los que han inventado. Según ellos, todos esos son presagios de calamidades para nuestra nación,” continuó, mientras veía la gran mesa larga cerca de ellos que tenía varios libros encima. Uno de esos códices, larga banda de amate con dobleces alternativos a una distancia de un antebrazo, estaba desplegado a todo lo largo de la mesa y el emperador pudo distinguir algunos pictogramas de estrellas y planetas. Por los pucherillos de cerámica que tenían los colores de la tinta que contenían, y que estaban cerca de otro libro más pequeño, semiabierto, y con sus tapas de madera con ornamentos de oro echadas a un lado, Moctezuma supo que Nezahualpilli había estado trabajando en su actividad favorrita, las observaciones y cálculos de los misterios celestes. “Si, he oído los últimos,” sonrió Nezahualpilli al enterarse de las cuitas que torturaban el ánimo del emperador. Después, se quedó mirando por la ventana la torre del observatorio astronómico que tenía su palacio. “El del ave que llevaron a tu presencia, y que tenía un espejo en la cabeza, por medio del cual pudiste ver la destrucción de nuestro mundo, antes de que huyera de la sala. También el de la mujer que sale llorando por las calles, y clama por sus hijos perdidos…” “Yo mismo he oído los lamentos de esa mujer hace pocos días,” interrumpió Moctezuma muy serio. “¿Qué?” “No lo sé… no estoy muy seguro. Una noche, no hace mucho, estaba en el balcón de mi habitación, pasada la 112

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medianoche, y creo que pude oír algo.” El rostro del monarca reflejaba una especie de espanto. “Era como un murmullo traído por el aire de la laguna, pero podría jurar que era una voz femenina muy bella, por lo que decía, supuse que podría tratarse de una madre angustiada, que en un arrullo tierno dice a sus hijos pequeños: mis hijos… ¿qué va a ser de ustedes?” Nezahualpilli sonreía. “No es que no haya oído antes esos murmullos, pero esta vez se escucharon muy claros.” “El único problema es que estás muy nervioso por toda esta situación. Debes haber oído el aullido de algún animal del zoológico que tienes en el jardín de tu palacio. Necesitas recordar que esos cuentos son nada más que invenciones de gente supersticiosa.” “¿Y qué me dices de las extrañas nubes de luz de colores provenientes del norte, que vemos algunas noches en el cielo? ¿Y los continuos hervores de la laguna? También las sequías, cuando no las excesivas lluvias, y todo eso no va a ser más que un mero preludio para lo que les falta por ver en esta noche. Me temo que todo esto es para volver loco a cualquiera que peque de supersticioso, y nuestros pueblos lo son. Creo que hasta yo también me he vuelto un poco como ellos. Ahora, recuerda que desde que era yo niño he venido oyendo e inclusive creo que he visto apariciones.” Nezahualpilli lo detuvo en seco. “Todo esto es una sucesión de eventos que estaban predestinados a ocurrir. Tú y yo sabemos la única y verdadera razón por lo que esto está pasando.” El viejo rey estiró la mano y tomó de un cesto un códice enroscado que exten113

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dió sobre su regazo. La cara de un hombre blanco con cabello y barba de oro estaba dibujada en el lienzo. “Todo llegará a su tiempo y ese tiempo está ya muy cerca, según las profecías que sólo tú y yo conocemos. Aunque tu Chihuacóatl malamente mandó a la piedra del sacrificio a los pochtecas que trajeron este dibujo, el rumor se propagó entre la gente no sé de qué manera, y por eso ven todas esas señas como malos augurios; porque saben que un dios desconocido para ellos vaga por estas tierras y un día habrá de llegar hasta nuestras naciones con consecuencias imprevistas y quizá fatales.” Los dos hombres guardaron silencio, mirándose mutuamente con el cariño que les daba una profunda convivencia y comunión entre ambos, que había nacido casi desde que Moctezuma era un niño que apenas empezaba a tener uso de razón. Nezahualpilli lo había adoptado casi como un hijo y lo había conducido siempre por el sendero de la enseñanza y la disciplina que le forjaron ese carácter, que a la postre lo condujo a la más alta magistratura que existía en todo el Cem Anáhuac. “Según la profecía, él va a retornar pronto, en el año Ce Acátl,” dijo Moctezuma, señalando el dibujo. “Y no entiendo por qué todavía no sabemos nada de él. Ya debería estar acercándose a mi ciudad.” “Nos dijo que retornaría el día Chiconaui Ehécatl, Nueve Viento, del año Ce Acátl, Uno Caña. Solo eso sabemos por los libros antiguos. Ese es el día exacto del aniversario del nacimiento de Quetzalcóatl, en el único año de esta gavilla de cincuenta y dos años que es dedicado a la serpiente emplumada. Aunque no sabemos cómo y dónde llegará. Puede ser que arribe a otras tierras primero, recuerda que nuestras ciudades ni siquiera existían cuando partió de

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regreso a su tierra. No podemos hacer otra cosa mejor que esperar.” El mayordomo del palacio de Nezahualpilli irrumpió de pronto en el salón, con el semblante alterado, tras mover a un lado una espesa cortina. “Señores, perdonen que los interrumpa, pero es que está ocurriendo algo trascendental. Hay una luz muy brillante en el cielo, en forma de punta de flecha. Un fenómeno espacial que los únicos que pueden analizar e interpretar son ustedes.” Los dos reyes salieron a la terraza de un segundo piso, donde dirigieron sus miradas hacia el cielo. Entre millones de fulgurantes estrellas, que tintineando azules alumbraban la negrura de la noche, destacaba una luz más brillante y amarilla, como un sol menos grande que la luna y con una cauda cuya punta se dirigía hacia el este. El cuerpo celeste estaba fijo en el cielo, sin movimiento aparente para quienes lo observaban desde el Anáhuac. Los dos hombres podían escuchar los murmullos de espanto de la gente que también observaba el cielo desde las calles aledañas al palacio, y que hacían vibrar el aire con oleadas de pavor. No pasó mucho tiempo, cuando de pronto, cesaron todos los murmullos y la gente se recogió en sus casas invadidos de terror supersticioso, presintiendo que éste sería el último y más grande de los portentos que habían estado sucediendo. “Puntual a su cita,” exclamó Nezahualpilli, con un rostro apacible, sin asomo de sorpresa, y sin dejar de observar el cometa.

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“Es… increíble,” contestó Moctezuma admirado, observando también el fenómeno sideral. Un breve silencio que hicieron los dos hombres al estar ambos envueltos en sus pensamientos fue interrumpido por la voz de Nezahualpilli. “No, no es increíble. Este evento cósmico estaba calculado para ocurrir justo en esta noche y a esta hora, por nuestros antiguos astrólogos, quienes pudieron calcular a la perfección la órbita de estos cuerpos, y en los libros que acabas de ver en mi biblioteca está todo registrado. En ellos nos dejaron el conocimiento de que estos objetos celestes están hechos principalmente de hielo, y que la cauda se crea por la velocidad con la que se trasladan, y por la evaporación del hielo al pasar cerca del sol, que no es más que una inmensa bola incandescente. Los sabios que vivieron en Teotihuacan hace muchas gavillas de años, sabían que la fuerza de atracción del sol, y uno de los grandes planetas, de los nueve que acompañan al nuestro en el viaje espacial, son las más grandes fuerzas que determinan las órbitas de los cometas, y así lo pudieron medir, y lo predijeron en los códices que guardo. El único problema para nosotros es saber cómo entender esos pictogramas, y eso es a lo que me he dedicado gran parte de mi vida.” “Si, lo sé, desde que era niño me has venido instruyendo y explicando todo esto. Admiro tu versación en todas esas ciencias que yo nunca pude dominar como tú y tu padre, el rey Nezahualcóyotl. Pero lo que yo hubiera querido es que tú y esos antiguos sabios hubieran podido predecir con exactitud las cosas que pasarán aquí en el Anáhuac,” aclaró Moctezuma. El rey de Tetzcoco sonrió para sus adentros.

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“Es mucho más fácil predecir las cosas que pasan en el cielo de un modo inexorable, que las que pasarán aquí en la Tierra. Allá no hay nada que pueda alterar el curso de las órbitas. No existen las pasiones humanas que en nuestro mundo influyen de muchos modos para cambiar el rumbo de las cosas, ya sea para bien o para mal.” Moctezuma dejó de ver el astro para fijar su vista en la cara del anciano, buscando que le aclarara el punto que acababa de tocar. “Quisiera saber de forma exacta cómo va a darse el regreso de nuestro dios, puesto que presiento que no va a ser algo fácil, agradable, ni pacífico. Nuestra idiosincrasia está basada en el dios de la guerra, Huitzilopochtli, con el consecuente derramamiento de sangre y muerte como ejes de su religión. Todo lo contrario, a las enseñanzas de nuestro dios Quetzalcóatl. ¿No has encontrado en tus libros sagrados, como es que será el resultado de ese choque de creencias?” Nezahualpilli miró al emperador azteca con cariño, y le habló en tono consolador. “Es imposible de anticipar ese resultado, ni aunque aún vivieran los sabios de Teotihuacan que predijeron la aparición de este cometa. El tonalli de nuestros pueblos se desarrollará de acuerdo con una voluntad superior sabia y perfecta, y los hombres que vivan esos cambios deberán tomarlos como vienen, y acatar esos designios con humildad, sin tratar de alterar la forma en que nuestro dios, Quetzalcóatl, tenga por bien dictar para como habrán de darse… y como habrá de cumplirse su profecía.” “¡Hablas como si tú no te incluyeras en esos eventos que se avecinan!” exclamó Moctezuma.

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“Me temo que será muy tarde para mí, puesto que siento que mi hora para dejar este mundo se acerca.” El emperador abrió mucho los ojos ante la inesperada noticia. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y en un tono que parecía mucho a una súplica, rogó al anciano. “¡No te puedes ir! No me puedes abandonar en este momento tan crucial que se avecina para nuestro imperio. No después de tantos años esperando esto, y de haberte preparado, y de haberme preparado, para afrontar las dificultades que habrán de venir.” “Hijo, tú tan sólo eres el instrumento que él ha escogido para arreglar su regreso. No debes temer nada. Está contigo y estará en todo momento. Justo porque te he instruido de la mejor forma posible desde que eras un niño, me iré tranquilo. Sé que podrás hacer frente a lo que se avecina y tendrás los arrestos suficientes para liberar a tu pueblo, y a todas las naciones de este reino, de nuestro enemigo.”

⁕⁕⁕ Las últimas palabras de Nezahualpilli persiguieron a Moctezuma, quien, apesadumbrado dejó el palacio de Tetzcoco y regresó a la ciudad-isla esa misma noche. Los silenciosos remeros iban cabizbajos y tristes al herir el agua con sus golpes de remo, al tiempo que veían a su rey perdido en lejana meditación e invadido por pensamientos sombríos. La luz mortecina del extraño meteoro se reflejaba en las crestas de las olas, tornándolas color anaranjado y haciendo a la laguna entera lucir como un mar de fuego líquido por el que navegaba el desolado emperador. En esos momentos sentía él en su alma no menos confusión que la que debían estar experimentando los miles de habitantes del Anáhuac ante 118

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tantos fenómenos, que tomaban como presagios de mal agüero. Sin embargo, nada pasó en los siguientes días. El cometa palideció y luego dejó de verse en el firmamento, sin provocar ninguna catástrofe. La salida del otoño y la llegada del invierno, con sus días faustos y buena temporada de lluvias, puso coto a todos los temores, e insufló a todo el Anáhuac de vida y movimiento. La abatida gente de la nación azteca fue pronto olvidando los malos augurios y al cabo de poco volvieron a su vida normal colmada de arduo trabajo, que a la vez hacía surgir su natural alegría y espíritu festivo, provocados ambos por una plétora de festejos a sus dioses.

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EPISODIO 13 Bajo la luz dorada de esa agonizante tarde, Acab Cambál se inclinó frente a la pared esculpida, como si quisiera acariciar con los ojos aquella magistral obra de artistas antiguos, y se maravilló ante su belleza. Sus temblórosos dedos recorrieron los complicados bajorrelieves de los glifos mayas que habían sobrevivido siglos de abandono. La otrora grandiosa ciudad de Lakamha, era ya tan sólo una ruina casi olvidada, cubierta de vegetación. El sacerdote cerró sus ojos, y con su mano derecha todavía tocando el tablero, trató de imaginar a la gente que ocupó esa majestuosa capital, situada en medio de la promiscuidad húmeda y enmarañada de la jungla, cerca de donde corre un afluente del río Usumacinta. A la distancia, se oían los ruidos de sus compañeros instalando el campamento, al pie de la ruina del palacio y cerca de la enorme masa de piedra compuesta de nueve plataformas, que constituían la pirámide mayor de la ciudad. Su peregrinaje de varios meses, desde que habían partido de Chichén Itzá, pasando por Mayapán, Sayíl, Edzná, Uxmal, Labná, Kabáh, Calakmul, Yaxchilán y Bonampak, había llegado a su fin. Los cantos de los pájaros exóticos y los rugidos de los monos aulladores empezaron a disminuir con la puesta del sol. Jerónimo de Aguilar lo observaba a unos cuantos pasos detrás de él. Sabía que eso no era más que otro más 120

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de sus muchos sueños vívidos, frecuentes y repetitivos, que iban y venían por los complejos corredores de su mente, como si fueran ondas de delicia rememorada. Sabía que Acab Cambál estaba muerto, y que sólo estaba en su sueño recordando un pasaje que había vivido con su muy querido amigo, el sacerdote maya de Kukulcán. Quería decirle que lo extrañaba mucho, y que le daba una gran alegría el poder verlo vivo otra vez. Pero su pensamiento todavía consciente, le decía que era mejor dejarse llevar por su inconsciente y vivir, y gozar, ese sueño. Algo en su cámara interior le decía que no interrumpiera el hermoso mundo irreal y fantástico de los ensueños, con la estupidez perversa del pensamiento lógico. Muy en el fondo, le daba gusto volver a experimentar, aunque fuera así, de esa forma, esos momentos tan maravillosos del pasado que había vivido con Acab Cambál. En un instante, pasó a un nivel más profundo de inconsciencia. Con pie suave y paso sordo, se acercó un poco más a su amigo. El sacerdote maya, a pesar del sigilo, volteó a verlo. “Está oscureciendo, he traído una antorcha,” dijo el hispano. “Gracias Jeronim-ho. Después de nuestra larga jornada, no podía esperar para iniciar mi exploración. ¿Me acompañas?” Los dos hombres caminaron juntos por un corredor, bajo una bóveda de piedras saledizas donde todas las paredes estaban cubiertas con bajorrelieves todavía visibles a través del musgo y otras pequeñas plantas que invadían las ruinas del palacio. La antorcha, con su luz siempre vibrante, revelaba rastros de colores rojos, azul pálido, verde, amarillo. 121

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Muchos murciélagos chillaron y volaron en desorden dentro del oscuro corredor, molestos por la luz de la antorcha que reverberaba en el espacio confinado. A medida que los compañeros de travesía caminaban, Acab Cambál iba explicando el significado de algunos de los símbolos que hablaban de la historia de la ciudad y la naturaleza de su gente. Aguilar dejó escapar un grito cuando revisaba con ojos ávidos una pared que daba al exterior. “¡Mira esto!” con una mano temblorosa, señaló un relieve esculpido en una estela devastada por el tiempo, y que era muy diferente a los otros que habían observado. “¿Mis ojos me engañan acaso?” preguntó el español, entrecortado por la sorpresa. “No hermano,” los ojos claros de Acab Cambál brillaron con la luz de la sabiduría y de la fe, como lo hacían en cada momento de deslumbrante iluminación ante el descubrimiento. El relieve frente a ellos representaba a un hombre y una mujer que estaban de pie sosteniendo con sus manos a una serpiente emplumada. El hombre tan sólo vestía un taparrabo, y calzaba sandalias atadas hasta las rodillas. Su cabeza estaba adornada con un gran penacho de plumas. La mujer vestía una blusa de manga larga, una falda, un collar de perlas, así como aretes en sus orejas. Sus pies estaban descalzos, como signo de humildad. “El hombre y la mujer, están sosteniendo a…” Aguilar balbuceó. “Si Jeronim-ho. Es nuestro dios: Kukulcán,” dijo el sacerdote, casi temblando, presa de una gran emoción. 122

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“Pero… este palacio fue construido mucho antes…” el europeo no podía terminar las frases, sacudido por las borrascas más crueles que eran provocabas por la orgía de sus sentidos alterados. Acab Cambál estaba parado muy cerca de la estela de piedra verdecida. Sus dedos tocaban el liquen que cubría la figura que representaba al personaje mitológico que era parte serpiente y parte pájaro quetzal. Cielo y tierra reunidos en un solo ser divino. “El Hermoso Relieve… al fin puedo estar aquí, tocándolo con mis propias manos. Había soñado tanto con este momento, Jeronim-ho. Desde el día en que, siendo todavía un niño, me contaron de su existencia.” “Pero si los toltecas todavía no…” “Jeronim-ho, cuando este palacio fue construido, mucho antes de que los toltecas arribaran a tierras mayas, ya era aquí conocido Kukulcán, aunque con otros nombres.” “Quieres decir que antes de que los toltecas trajeran a Quetzalcóatl a Chichén…” “Aquí ya adoraban a la serpiente emplumada, y la llamaban Votán. En Izamal le llamaban Zammná, en Tikal la conocían como Gucumatz, y los incas más al sur, la denominaron Bochica y Viracocha. En muchas regiones muy lejanas ya se le adoraba antes de que los peregrinos toltecas llegaran,” dijo Cambál, mientras seguía observando con tesón el relieve en la pared, como si intentara encontrar arcanos secretos.

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“Como en Uxmal y Sayil, y todos los lugares que hemos visitado, donde también encontramos a la serpiente emplumada esculpida en las paredes de esos edificios derruidos,” dijo Aguilar, con una sonrisa de desconcierto pintada en su rostro, recordando la gran impresión que le causó el gran cuadrángulo de edificios de Uxmal, y el Arco de Labná. “Pero no me habías dicho de los muchos nombres que tenía Kukulcán.” “En realidad es sólo mi teoría. Zamná es un dios muy antiguo, contemporáneo del Quetzalcóatl de Teotihuacan. Se dice que vivió un tiempo en Izamal, una ciudad al norte de Chichén Itzá, y donde ahora sólo hay restos de edificaciones, muy dañadas por el tiempo. En una de las paredes de piedra destaca una gran cara labrada suya.” Aguilar escuchaba muy atento y con emoción, como cada vez que el sacerdote le empezaba a contar lo que al principio le parecieron cuentos o fábulas de tiempos ignotos, imaginados por la gente de un pueblo muy extraño para él, cuyos enigmas sorprendentes conturbaban su imaginación. “Según cuenta la leyenda, y las historias de los pocos libros que sobrevivieron a tantos katunes y a tantas guerras, Zamná fue un dios que sacó a mis ancestros del atraso, para fundar la ciudad de Izamal, y después surgieron las demás ciudades. Desde ese entonces, el poder teocrático subsistió en toda la región por incontables generaciones, dándose así las condiciones para construir los grandes centros ceremoniales de la antigüedad como Tikal y Calakmul.” “¿Entonces, Zamná fue tan grande como Kukulcán, y por eso piensas que era el mismo dios?”

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“En efecto, ninguno de los muchos nombres con los que lo conocemos fue atribuido por él mismo. Por supuesto que él tampoco se impuso la figura de serpiente emplumada. Esos son los nombres con que la gente del pueblo lo llamó, o la forma como lo representaron los artistas por doquier en estas tierras. Por esa razón, pienso que, a pesar de los distintos nombres, debe tratarse del mismo ser.” “¿Por qué piensas eso, si hay tanta distancia entre todos esos lugares?” “Porque creo que sería muy difícil que pudieran existir dos, tres, o cuatro dioses en la misma época, y con las mismas facultades.” “¿Zamná y Votán tenían también poderes divinos como Kukulcán?” preguntó Aguilar, de nuevo aguijoneado por la curiosidad. “Los tres eran profetas, así como grandes civilizadores, además de que curaban enfermos y revivían muertos. El nombre de Zamná quiere decir: el que posee o recibe la gracia del cielo; y él mismo solía decir: Ytzeen caan, ytzeen muyal, que quiere decir: Yo soy el rocío o substancia del cielo.” Aguilar escuchaba mudo y boquiabierto ese epítome de la teología del Nuevo Mundo. Las últimas brumas de duda que le quedaban acerca de la identidad de aquel dios se iban violentamente despejando ante la diáfana revelación. Por alguna extraña razón, unas palabras resonaron en su memoria: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Al fin pudo hablar de nuevo:

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“Ahora entiendo el motivo por el que la gente me recibía y me veía con tanta fe y devoción. Creían que yo era él, quién regresaba del oriente.” “Y la figura de serpiente emplumada, que tanta aversión te causaba al principio, igual que con los nombres, es una de las muchas formas que los artistas eligieron para representar a su dios. Ellos pensaron que esa era la mejor manera de definir a un ente divino, mitad hombre y mitad dios, que bajó del cielo a vivir en la tierra.” “Pero ¿por qué encarnado en la figura de un animal raro, inexistente? porque que yo sepa, nadie ha visto jamás una serpiente con plumas,” preguntó Aguilar solo por preguntar, aunque no hallaba palabras adecuadas para expresar sus dudas. Acab Cambál pareció sonreír. “Tú sabes que en nuestro idioma se representan muchas cosas con figuras. Para hablar de ese ser divino que vivió en el cielo mencionamos al quetzal, un ave preciosa que vuela majestuosa por el cielo. Para decir que ese ser divino se transfiguró en hombre y bajó aquí, a nuestro mundo, para vivir entre nosotros, mencionamos a la serpiente, animal que se arrastra por la tierra. Con la combinación de las plumas del quetzal, esa serpiente representa a nuestro dios-hombre: Kukulcán.” “Creo que ahora si entiendo,” dijo Aguilar, dirigiendo una mirada a su acompañante, quién le devolvió una sonrisa. “No comprendo por qué,” añadió Cambál, “muy pocos artistas lo representaron como según lo mencionan la

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leyenda y los antiguos códices sagrados: de piel blanca y con una barba como la tuya, cubriéndole el rostro.” Los dos hombres guardaron silencio, mientras mantenían sus ojos fijos en el Hermoso Relieve. La cara de Aguilar se veía pálida ante el resplandor de la antorcha. Pasados unos minutos, pudo elaborar una pregunta. “¿Pero, quiénes son el hombre y la mujer que están sosteniendo con sus manos a Kukulcán?” “Sin duda, son los padres humanos que alimentaron y criaron a nuestro dios aquí en el mundo de los mortales, cuando él vivió entre nosotros como un hombre de carne y hueso. Ella es Chimalma, la mujer virgen que lo concibió sin intervención de varón alguno. Y él es su esposo, el hombre que crio a nuestro dios.” “José y María…” agregó Aguilar pensativo. En aquel momento, la noche había cerrado y las primeras estrellas comenzaban a brillar.

⁕⁕⁕ El sueño del ex náufrago se trasladó a otra escena de esa misma exploración. El hombre estaba en su choza de cañabrava terminando de lavarse, en una mañana fresca y linda. Los rayos del sol apenas entraban tenuemente a través del follaje, cuando los gritos de sus compañeros llamaron su atención. Al oír el barullo, asomó la cabeza afuera de su choza para encontrarse con una escena que lo paralizó de inmediato e hizo correr un escalofrío por su espalda.

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Un enjambre de salvajes rodeaban los cuerpos inertes y ensangrentados de los sacerdotes menores que los acompañaban. Los asesinos eran hombres de un aspecto feroz y lo que el llamaría bárbaro, jamás visto por él en aquellas tierras, y que debían proceder de alguna tribu desconocida. El español vio que Cambál bajó corriendo las escaleras de la pirámide mayor. A mediación de la escalinata, gritó algo a los intrusos, pero no alcanzó a oír bien lo que había dicho. Sin que nadie lo esperara, uno de los atacantes descargó la tensión de su arco contra el pecho del sacerdote. Dos hombres más imitaron ese acto, clavándole las flechas que hicieron rodar por los escalones su cuerpo, que cayó agonizante. Segundos más tarde, cuando vieron que el hispano salió de su escondite semidesnudo y dando un fuerte alarido, los salvajes arrojaron sus armas al suelo y huyeron despavoridos profiriendo chillidos de terror, como si hubieran visto al mismísimo diablo. Ellos sólo trataban al correr de poner la mayor distancia posible entre ellos y aquel ente pálido y barbado que salió de las entrañas de la tierra, y que era uno de los ejemplares más raros de ese piélago de bestias imaginarias de sus terroríficas fábulas. Pensaban que, quizá alejándose, evitarían tener algún altercado con lo sobrenatural. “Nnnoooo!” Aguilar gritó en su sueño. Y su propio grito lo despertó.

⁕⁕⁕ Cortés entró a la habitación, y se quedó absorto, tratando de entender lo que pudo haber motivado ese grito de espanto.

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“Estaba soñando,” le dijo Aguilar, todavía agitado, con la vista nublada de llanto. “Por lo visto tenías una pesadilla. Al parecer una grande y muy aterradora.” “No, era un sueño hermoso… menos el final. Soñaba que recorría de nuevo las ruinas de Lakamha con mi amigo Acab Cambál. Como lo hice años atrás.” “Tu amigo Cambál. ¿Por qué no me cuentas tu sueño? Todavía tenemos un poco de tiempo antes de que comience la celebración de hoy.”

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EPISODIO 14 Los últimos frescos del invierno y la entrada de la primavera no lograron alegrar el humor de Moctezuma, debido a que por esos días murió Nezahualpilli, y aunque fue una muerte anunciada, llenó de tristeza el alma del monarca. Una cámara mortuoria del palacio del emperador se dispuso para las exequias, donde iban a ser honrados los restos del difunto rey de Tetzcoco. Por orden del monarca, el cuerpo había sido trasladado a Tenochtitlán, ya que quería darle a su amigo una honorable despedida, de acuerdo con lo que consideraba que el viejo rey merecía. En el otro lado del palacio, en un amplio salón de gran fuste, repleto de muchos colores y de los aromas más balsámicos y embriagadores, varias decenas de los más importantes guerreros, caciques, mercaderes, miembros de las familias más influyentes del estado, y demás altos dignatarios de todo el imperio, esperaban la presencia del primer orador para recibir de su voz el anuncio de quien debería ser el nuevo rey de Tetzcoco. Para ese momento, ya los habían hecho pasar a todos ellos por la cámara mortuoria para despedir a Nezahualpilli. En aquella ocasión se había roto la costumbre, al parecer a petición del propio emperador, y contrario al protocolo usual, que consistía en vestir un burdo manto de henequén que cubriera las ricas vestiduras, y lucir los pies des130

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calzos ante la presencia del soberano, todos los hombres congregados en la sala lucieron ricas galas y saborearon con deleite su dignidad recuperada, aunque sin expresarlo de forma abierta, debido al luto que debían guardar en respeto al honorable difunto. Los caballeros águila eran quienes más atraían la atención entre los presentes. Caminaban con seguridad, luciendo la suntuosidad de sus atuendos, elaborados con plumas de águila entretejidas con el manto de algodón que llevaban ceñido a sus cuerpos, los cuales estaban adornados para realzar ciertas partes, como la hilera de plumas largas de cola de chachalaca que colgaban debajo de sus brazos y simulaban las alas del ave. Estas plumas eran escogidas por tener dos colores, negro hasta la mitad, y café de la mitad a la punta. Todo ese arreglo, hacía que los guerreros que portaban esos trajes parecieran verdaderas águilas humanas. Los caciques, mercaderes acaudalados, y gente perteneciente a lo más granado de la ciudad, lucían lo mejor de sus joyas: pendientes, cascadas de brazaletes en brazos, y collares de oro al cuello con incrustaciones de piedras verdes de jade, los de mayores recursos, dependiendo de los méritos de su prosapia; portaban diamantes, esmeraldas y turquesas, los de menos abolengo. Todos ellos remataban el lujo de sus atuendos con un tocado de voluminosos penachos de largas plumas que se elevaban al aire unos, o que caían por sus espaldas formando cascadas coloridas, otros. Algunos de ellos llevaban un ramo de flores aromáticas, otros llevaban abanicos de plumas preciosas, amarillas, verdes, azules, moradas, o blancas. Los guerreros que no pertenecían a la orden del águila o a la del jaguar, lucían en sus cabezas una banda de cuero de venado del color que correspondiera a su rango militar: rojo sangre, morado prisionero, gris tortura, negro 131

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muerte. También, para diferenciarse unos de otros en los rangos militares menores, lucían en su piel tatuada, tanto de pecho, como de brazos y de espalda, así como en las piernas, diferentes símbolos de la más diversa índole que reflejaban sus logros militares en el campo de lid. La mayoría, tenía tatuadas insignias generales en la espalda, pero de los símbolos más respetados, como la piedra del sol, o diferentes versiones de la insignia nacional, el del águila posada sobre un nopal devorando a una serpiente. En señal de duelo, el Chihuacóatl dirigió a los presentes en la sala de audiencias una breve alocución, sin mucho entusiasmo, donde habló de las virtudes del difunto rey Nezahualpilli, y de los magníficos servicios que había prestado a lo largo de su fructífera existencia para el engrandecimiento de la Triple Alianza. Echando miradas circulares, recordaba a los presentes los logros del rey muerto, desde que guerreara al lado del antiguo tlatoani Axayácatl, para después reinar la nación acolhua bajo las órdenes de los gobernantes: Tizóc, Ahuizótl, y ahora, el más grande y más magnífico de todos: Moctezuma Xocoyótzin. “Señor de Tecuantepec, señor de Apazco, señor de Xochimilco, señor de Ixtapalapan, señor de Chalco, señor de Huexotla, señor de Xico…” el Chihuacóatl iba nombrando uno a uno a los cincuenta y dos caciques de las principales naciones vasallas que se hallaban presentes. “Señor de Coatlinchan, señor de Tenayuca, señor de Xaltocan, señor de Técpan, señor de Ixtacalco, y demás señores presentes, este día habrá de anunciarse quien será el sucesor del trono de Tetzcoco, segunda nación de la Triple Alianza. A falta de tlatócan, que fuera desintegrado cuando nuestro huey tlatoani asumió el mando del imperio, será él mismo quién otorgue dicho nombramiento, pues bien comprendemos que

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su sabia decisión será la más acertada y la más cercana a la que habría tomado el propio dios nuestro Huitzilopochtli.” Ninguno de los grandes señores de las naciones que formaban el imperio azteca, ni ninguno de los principales sacerdotes, o de los grandes jefes guerreros, ni ninguno de los viejos sabios ex miembros del tlatócan ahí presentes, se atrevió a objetar lo dicho por el Chihuacóatl. Con un respeto que rayaba en la sumisión abyecta, se arrodillaron o hicieron una genuflexión, y con la cabeza gacha casi barrieron el piso con las plumas de sus penachos cuando el emperador entró al salón, haciendo gala de sus maneras arrogantes. En silencio esperaron a oír el ungimiento del que sería el nuevo rey de la nación de Tetzcoco, y aunque no lo dijeran, sabían que sería uno de los hijos legítimos del difunto rey, ya que todos conocían el afecto que Moctezuma guardaba por aquella familia, y estaban casi seguros de que el nombramiento recaería en el príncipe Ixtlilxóchitl, por ser más apegado a Moctezuma que su hermano Cacama. En esta ocasión, también se rompió la regla, los presentes escucharon la voz del rey en vivo, sin necesidad de esperar la repetición del orador oficial. “Pues bien, después de reflexionar con detenimiento, sé que el mejor hombre para reinar Tetzcoco, y por el bien de la Triple Alianza, es el príncipe Cacamatzin. Por consiguiente, he decidido nombrarlo nuevo rey de esa nación,” dijo el emperador, con una voz más bien apagada, debido a su ánimo sombrío. Cacama dio un paso al frente y agradeció el nombramiento. “Gracias, huey tlatoani, por este gran honor que me confieres. Pondré siempre mi mejor empeño para ayudarte a alcanzar las metas que traces para engrandecer nuestro señorío.”

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No hubo queja, ni ningún ápice de apelación, ni la más mínima expresión de protesta brotó de la garganta de Ixtlilxóchitl ni de ninguno de los hombres ahí reunidos, quienes asintieron cabizbajos en señal de aquiescencia y abnegación. En respetuoso silencio, e inclinados ante su majestad, esperaron a que saliera del recinto el emperador para después desfilar frente al ungido y recién proclamado rey. Todos ellos le presentaron sus felicitaciones y sus saludos, así como sus condolencias por la muerte de su padre.

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EPISODIO 15 Aguilar le contó al general con lujo de detalle y sin divagar, todas sus vivencias en ese recorrido que hiciera por varias ciudades en ruinas, y de la forma como había muerto el sacerdote maya. Cortés lo escuchó con enorme interés, como siempre que le contaba cosas referentes a los indígenas de ese continente, o cuando intentaba convencerlo, continuando con su evolución de la noción de sus teorías acerca de la relación que había entre un dios pagano de los indios, que representaban como una serpiente emplumada, y el Hijo del Hombre: Jesús de Nazareth. “¡Que interesante!” dijo Cortés, cuando Aguilar hizo una pausa. “Más interesante es esto que te voy a contar,” agregó Aguilar, quién no tenía intenciones de parar. “Una noche en que Acab Cambál, los otros tres sacerdotes menores de Kukulcán y yo nos encontrábamos alrededor de la fogata cenando pavo asado, mi amigo me preguntó si mi Dios Jesucristo hablaba nuestro lenguaje. Le contesté que no. Le dije que Él hablaba varios idiomas, pero no el castellano. Hablaba hebreo y algo de griego, pero su lengua nativa era el arameo. Cambál me cuestionó si yo hablaba arameo. Le contesté que sabía algunas pocas palabras, que es una lengua antigua de un lugar muy lejano a Hispania. Lo estudié en el seminario, pero ya había pasado mucho tiempo.

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Entonces, quiso saber cómo decía agua en arameo. Después de pensarlo un poco, contesté que se dice: A.” “Me aseguró que en maya antiguo se dice Ha. Luego, me preguntó por la palabra país. Estuve seguro y respondí: Ta. Afirmó que se le nombraba del mismo modo en su lengua.” “Después comparamos madre y padre, Naa y Ba, y resultaron ser similares; madre es Nana y padre es Abba. Como entenderás, yo ya estaba muy asombrado por esas coincidencias increíbles, que, para ese momento, dudaba mucho que lo fueran.” “Me dejas sin palabras,” Cortés lo increpó sorprendido. “Así me preguntó lo que significa la palabra Kin, y le dije que el sol. Me dijo que en maya antiguo el sol era llamado Kin. Continuamos revisando muchas otras palabras y también los números.” “Uno es Hun, le expliqué. Se dice igual, confirmó. Dos es Cas. En maya era Ca, y el tres es Ox en ambos idiomas. Cuatro es San en arameo y Can en maya.” “Así seguimos comparando. Ho, Usac, Uuac, Uax, Bolan, Lahun. Cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. “Ho, Uax, Uac, Uaxac, Bolon, Lahun. Me contestó. Sus ojos claros brillaron con más intensidad, reflejando las llamas de la fogata, y una sonrisa de preocupación se dibujó en su cara al observar que mis ojos estaban tan abiertos, que parecía que podrían salírseme de las órbitas. No pude dormir esa noche, tratando de procesar esa nueva revelación. En los días siguientes, Acab Cambál y yo recorrimos el 136

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resto de los edificios semiderruidos de la ciudad. No encontramos nada interesante en la pirámide mayor, aunque recuerdo que él sospechaba que toda esa representación que parecía ser una especie de corte suprema y archivo histórico, sólo era una tapadera para encubrir algo de mucha mayor importancia que debía estar escondido en alguna parte de ese edificio, o enterrado debajo de los cimientos.” Conmocionado, Cortés, no atinaba a decir nada, pero su semblante dejaba translucir de forma ostensible la ansiedad que sentía por saber más sobre esos enigmas que le harían perder el sueño. Al notar su estupor, como lo hacía cada vez que tenía oportunidad, Aguilar prosiguió contándole una retahíla de sucesos que se dieron en esa visita a la ciudad de Lakamha. “Acab Cambál decidió dejar para después el estudio del posible misterio oculto de la pirámide mayor. Su atención se había centrado en un extraño altar hallado en el interior de una pirámide pequeña. El altar lucía dos figuras humanas en posición de adorar a una cruz estilizada, rodeada por cientos de glifos, y por toda clase de figuras raras. Los glifos estaban definidos con total claridad, con ángulos redondeados y con incontables caracteres inscritos en ellos: puntos, círculos, cruces, jaguares, perros, y cabezas de venados, combinados en una variación que parecía no tener fin.” “Cambál sabía que esas inscripciones de seguro explicarían la razón del altar y a quién estaba dedicado. Para tratar de desentrañar el sentido de las figuras, el sacerdote empezó a limpiar y a estudiar con gran emoción y con mucho cuidado, el extraño altar de la pequeña pirámide que llamamos: el templo de la cruz.”

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El general se iba emocionando cada vez más, conforme Aguilar continuaba su narración. Y aunque sin interrumpirlo, su lenguaje corporal le incitaba a continuar. “Lo acompañé durante todos esos días de extenuante trabajo. Las conclusiones que sacábamos de esas figuras enigmáticas en forma de cruz nos dejaban asombrados. La cruz parecía salir de una máscara en forma de calavera cuadrada y tenía un quetzal en su parte superior. Una serpiente emplumada de dos cabezas, con sus fauces abiertas, estaba posada en el transversal, y un hombre se hallaba casi en la base de la cruz.” “Una tarde lluviosa y gris me dijo emocionado que ya había descifrado el mensaje del conjunto, después de haber leído con mucho cuidado todos esos glifos y relieves. Le pregunté si decía algo que no supiéramos, y me contestó que todo ese monumento ratificaba lo que dicen los textos sagrados antiguos: que algún día regresaría Kukulcán por levante, y lo reconoceríamos a través del símbolo de la cruz. Recuerdo con claridad que ese día pude ver en los ojos de Acab que la verdad se le había revelado, cuando al fin removió todos los velos del misterio que la jungla ocultó por mil quinientos años. Esa verdad, de que Cristo Jesús vivió entre los nativos del Nuevo Mundo, la siento ahora hervir en mi alma y fermentar en mi ser, como una realidad indiscutible,” terminó de contar Aguilar. “Es cierto,” dijo Cortés todavía atolondrado por lo que acababa de oír, dominado aun por el asombro de lo increíble, “la similitud de lenguajes entre dos regiones que tienen un mar-océano en medio, va mucho más lejos de cualquier coincidencia, y podría ser prueba contundente para convencer al más escéptico, pero el mundo no se mueve de esa manera. Lo mejor es que sólo tú y yo sepamos de este

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asunto, si no queremos que nos ejecuten a garrote vil por blasfemos,” terminó de decir el general.

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EPISODIO 16 Era la medianoche, cuando Moctezuma caminaba por pasillos sumidos en oscuridad de su palacio, cuyos pisos pulidos y paredes decoradas, reflejaban en zonas de luz vibrante, separadas por trechos sombríos, las llamas danzarinas de las antorchas. Fue así como pasó por salas silenciosas y desiertas, vacías a esa hora de la multitud de dignatarios palatinos que durante el día pululaban en ellas. En la cámara de cremación de aquel recinto, estaba el cuerpo de Nezahualpilli, que había sido trasladado desde Tetzcoco y ya había sido preparado para su último trámite en este mundo. Un gran comal de cobre había sido colocado en el centro de la terraza abierta al cielo, y en el comal había un montón de leña coronada por una cama de madera, donde yacía inerte el cuerpo del difunto, engalanado con sus más finos mantos y joyas. Su cara estaba cubierta con una máscara de mosaico de turquesa, y bajo su cuerpo había un lecho de pieles de jaguar. En tanto que una gran piel de un leopardo que él mismo había cazado pocos años antes, le tapaba desde los pies hasta el pecho. El emperador estuvo contemplando el cuerpo yerto de su viejo amigo por un largo tiempo. Había dado órdenes de que a nadie se le dejara entrar después de cierta hora, incluyendo a las cuarenta y cuatro viudas, y a los casi ciento cincuenta hijos que se le atribuían al extinto y prolífico rey. Así podría despedirse a su manera de quien había sido la persona más allegada a él. Y así, solo con él, pasó las horas 140

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recordando desde el primer día a su lado, cuando le salvó la vida siendo casi un bebé que apenas había aprendido a caminar. Sin duda, aquel monarca era el único hombre que le había dado un poco de cariño y un mucho de instrucción en los años que vivió en su palacio. Años en los que aprendió mucho más que en los que pasó al lado de su propio padre, el señor Axayácatl. Por la situación de las constelaciones, y el ángulo con que Citlalozomahtli, la constelación del cucharón menor, iba girando alrededor de la Estrella Polar, fue contando las horas que faltaban para amanecer. Casi hasta el alba, el emperador estuvo recordando el cúmulo de consejos que recibiera del difunto rey, los cuales fueron de gran ayuda para que pudiera alcanzar su investidura, pero también el hermetismo férreo con que los dos guardaron siempre el arcano secreto más grande de sus vidas: el conocimiento acerca de la verdadera historia del dios representado en códices y monumentos como una serpiente emplumada. Con los ojos rasgados por el llanto, al darle libre curso al dolor que le apuñalaba hasta la médula, y cuando ya los primeros rayos del sol empezaban a atravesar el fino velo gris que todavía se cernía sobre el Anáhuac, el emperador tomó una varita de ocote, y la encendió con el fuego de un pebetero de granito pulido que estaba cerca. Con ella hizo arder la pira funeraria. En pocos momentos, la fogata inflamada, pirámide de carbón luminoso de rojos y amarillos de donde salían llamas y chispas de fuego, hizo temblar con extrañas sombras las decoraciones retorcidas de la terraza. La luz de la enorme fogata se fue difundiendo a través del mismo humo que despedía, para iluminar gran parte del cuadro central de la ciudad capital del imperio. En otras ocasiones y circunstancias, esa hubiera sido la señal para que los sacerdotes del teocalli mayor empezaran el sacrificio de algunas cuatrocientas víctimas, de los que habían sido los 141

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más cercanos criados del monarca fallecido, para que lo acompañaran y siguieran sirviendo en su viaje al Mictlán, como era la tradición. El rompimiento de la regla, por órdenes estrictas de Nezahualpilli, dejó muy apesadumbrados y hundidos en un mar de inconsolables lágrimas a muchos de esos fieles sirvientes que ya no podrían cuidar más a su señor. Con el intenso crepitar de la leña que ardía a sus espaldas, y el candente resplandor rojizo, cuya vibración hacía parecer su figura como si estuviera esculpida en fuego, Moctezuma salió de la terraza. Todavía enjugándose las lágrimas, volvió al interior del palacio, tras mover una pesada cortina de algodón café que tenía bordada con hilo de oro el perfil del paisaje urbano de Tenochtitlán con todas sus pirámides. Con una seña, ordenó a los guardias, que habían estado escondidos en una antecámara, hacerse cargo de los restos de su mentor, quien había pedido que sus cenizas fueran arrojadas en la boca del Popocatépetl.

⁕⁕⁕ La pérdida del anciano monarca, llenó de tristeza y le agrió el ánimo a Moctezuma, quien sentía un gran vacío que no podía llenar, a pesar de que trataba de distraer su atención aislándose en la galería de tiro, afinando su puntería con la cerbatana, el atlatl, la lanza, y flechas tiradas con arco. También trataba de cansarse la tristeza refugiándose en los brazos de sus doce esposas y de sus veintiocho concubinas favoritas, de las más de dos mil mujeres de que disponía en su palacio. Ese inmenso harén no era más que otra de las exageraciones del Chihuacóatl, porque el emperador siempre creyó que unas veinte mujeres eran más que suficientes para satisfacer a plenitud las necesidades de cualquier hom-

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bre normal, como él, cuando era atacado por el deseo carnal bajo los influjos de la lascivia. El saber que tendría que afrontar solo lo que habría de venir por el oriente, lo tuvo de mal talante, preocupado, pensativo, e irritable, en esos últimos meses que vivió antes de la llegada de nuevas graves que habrían de cambiar la vida del Cem Anáhuac para siempre.

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EPISODIO 17 La misa del Domingo de Ramos fue una festividad llena de alegría y colorido. En esa mañana luminosa, los españoles se postraron frente a la cruz con sus ramos que serían bendecidos, bajo la tibia luz del astro rey, cuyos fuertes rayos, se filtraban entre las nubes y teñían la niebla con polvo de oro. Detrás de ellos también llegaron muchos indios vistiendo sus mejores galas, y quienes acudieron de buena gana a recibir su emuku o bautismo, en esa nueva religión. Aguilar veía con beneplácito la disposición de los nativos para recibir a su Dios, aunque le costaba trabajo explicar a los frailes la asombrosa rapidez con la que aceptaron los indios a una divinidad extranjera. La verdad que sólo él sabía, era que los indios celebraban con este acto la unión de la religión del Kukulcán que adoraron sus abuelos con la del Cristo de los hombres blancos, para así formar una sola, grande y fuerte, según se los había explicado el extraño hombre maya-español llamado Aguil-ha. En el aire flotaba el aroma delicioso de flores, frutas, carne asada y maíz cociéndose en tortillas, sopes, tamales, totopos, y gorditas fritas. El general se acercó al traductor, quien se encontraba muy cerca de los frailes. El padre de Olmedo y el clérigo Diaz sacaban agua de un baño de madera con unas copas metálicas para mojar las cabezas de los indios adultos y a una nube de niños que los acompañaban.

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Formando una larga línea, todos ellos pasaban uno a uno para recibir el sacramento. “A mí no me engañas,” le dijo Cortés al oído en un tono muy alegre. “Les hablaste de tu dios a estos indios ¿verdad?” “Tú los acabas de decir. De lo que les hablé fue de la verdad, y ellos la conocen por sus ancestros,” contestó el hombre, sintiendo una fruición extraña, mientras que en su ánimo subsistía la convicción de que ya estaba convirtiendo al general a su causa, que era la de ayudar a cumplir la profecía del regreso de Quetzalcóatl al Nuevo Mundo, y este, era ya el objetivo único de su vida. “Mañana partimos. Mis capitanes y yo hemos decidido que zarpar es ya necesario y lo haremos al amanecer. Nuestros hombres no aguantan mucho en esta jungla inhóspita enredada de mangles y llena de caimanes, iguanas, y escarabajos enormes, que les infunden más miedo que el que les puede dar el saber que estamos rodeados de miles de indios que nos quieren matar con sus dardos envenenados.” Los hombres empezaron a caminar rumbo a la tienda del general. “¿Vamos a las costas del Norte? ¿Hacia los dominios de Moctezuma?” preguntó Aguilar. “Así es. Vamos hacia un lugar más al norte, a donde Grijalva llegó en su expedición. Sólo que él no tuvo la suerte de hallarte y por lo tanto no pudo tener contacto con el rey que tanto mencionas. Si logramos comunicarnos con él, y por supuesto recibir algunos obsequios de su parte, nuestra expedición será todo un éxito.” 145

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“Creo que ahí tenemos un pequeño problema,” apuntó Aguilar, al venirle a la mente un obstáculo inesperado. “¿Cuál puede ser?” “Que los aztecas, que así es como se llaman los vasallos de Moctezuma, no hablan el idioma maya. Creo que su idioma es llamado náhuatl, pero ya buscaré entre estos mayas a ver si alguno de ellos sabe un poco de ese idioma.” “Dios quiera que encuentres a alguien,” dijo Cortés, un poco contrariado al saber de esa eventualidad que se le presentaba, sin tener una buena idea de cómo subsanarla, esperando que no acabara convirtiéndose en un inconveniente insalvable. “¿No te parece hermoso ver a estos indios recibiendo el sacramento del bautismo de manos de un auténtico representante de nuestra Santa Iglesia?” preguntó Aguilar, tratando de cambiarle la cara de mortificación al general. “Sí, por supuesto que lo es. Esta vivencia les va a dar a nuestros hombres un aliciente extra para seguir con nuestra expedición.” “¿Sabías que los mayas de la región donde estuve practican el bautismo y una serie de ritos que se asemejan a los sacramentos cristianos que hacemos nosotros?” Ambos hombres entraron en la tienda. Cortés empezó a quitarse las armas para quedar en mangas de camisa. La pregunta le hizo olvidar sus preocupaciones. Intrigado por el comentario, le contestó con otra pregunta. “¿Cómo puede ser eso?”

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“Allá le llaman a la ceremonia el emuku, que significa: bajada del dios. Es en esa ceremonia donde los niños mayas en edad de entrar en la adolescencia reciben el caputzihil, que es como si fuera un sacramento, comparable a nacer de nuevo.” El general se sentó en su sillón y le ofreció a su acompañante un taburete. “Bueno, eso sí se podría comparar mucho a nuestro bautizo cristiano. ¿Y cómo es esa ceremonia?” “A los mayas, desde su nacimiento, se les pone una cuenta blanca en el cabello de la coronilla, y se les cuelga una concha con un hilo muy delgado atado a sus cinturas, para cubrir sus partes nobles. A cada una de las niñas las acompaña una anciana, a los niños, un hombre adulto, portando todos ellos unos paños blancos que les cubren la cabeza. Primero, se procede a la purificación del lugar. Uno por uno, los niños echan en un brasero unos granos de maíz y un poco de incienso. Cuando todos han pasado, uno de los chaces se lleva el brasero a las afueras de la ciudad, para tirarlo. Después, se riega el salón con agua revuelta con hojas de un árbol llamado copo, y de esa forma, queda el lugar purificado. “¿Alguna vez participaste en esas ceremonias?” “¿Que si participaba? ¡Me hubieras visto!” respondió Aguilar, dándole a entender con ademanes la intensa participación que había tenido en esos actos. “Era yo quien fungía como sacerdote principal de Kukulcán para unos, o como el dios en persona para otros, y por eso me ponían un gran penacho de plumas largas de quetzal. También me daban una vara labrada con gran destreza, y que tenía en la punta varios cascabeles de serpientes.” 147

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Cortés sonrió, al imaginarse a Aguilar de la forma en que se describía a él mismo. “Entonces ¡podría decirse que eres el primer religióso que ha fungido como capellán en estas tierras del Nuevo Mundo!” dijo Cortés casi riendo. “Mientras que los sacerdotes rezaban las oraciones pertinentes, yo pasaba por cada niño y niña y los rociaba varias veces en la frente con la vara, mojada en agua mezclada con flores y granos de cacao. Después, encontré un aceite con el que los podía ungir y hacerles la señal de la cruz en sus frentes. A ninguno de los chaces le importaba mucho que antes de rociar a los niños con el agua, pronunciara yo unas cuantas palabras en nuestro idioma castellano.” “¿Qué palabras?” “Antes de rociar a cada niño, les preguntaba cómo se llamaban. Después pronunciaba la frase: Yo te bautizo en el nombre de Dios padre, de Dios hijo, y del Espíritu Santo con el nombre de… y pronunciaba su nombre. Así lo hacía, ya que estaba empecinado en empezar la labor que me trajo al Nuevo Mundo. Era obvio que nadie entendía lo que estaba haciendo, pero yo me sentía muy dichoso de que esos niños recibían, aunque sin saberlo, el bautizo cristiano.” “¿Nunca te preguntaron que significaban tus palabras?” “Pensaban que estaba hablando a otra deidad superior a mí, y, por consiguiente, no me molestaban. Yo lo hacía como una profesión de fe, a manera de dar un primer paso para consensurar las religiones del Nuevo y del Viejo Mundo en una nueva liturgia. Después de mi interpretación, uno de los chaces quitaba los paños blancos de las cabezas de los 148

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niños y les cortaba con un cuchillo de obsidiana las cuentas que tenían atadas a su cabello. Las madres de las niñas les cortaban el hilo que pendía de sus cinturas, bajo sus huipiles, y sus conchas caían al suelo, lo que significaba que ya podían casarse. A las niñas se les daba un ramo de flores para que las olieran, y a los niños se les daba un rollo de tabaco para que lo fumasen.” “¿Qué significa fumar?” interrumpió Cortés. “Aspirar el humo de las hojas de una planta llamada tabaco, que muy bien picadas se queman con lentitud, dentro de un rollo pequeño, hecho con mismas hojas enteras. Es una costumbre y un placer de los adultos, diría yo, equivalente a la costumbre de los europeos de beber vino hasta emborracharse. Al inhalar el humo del tabaco, la mayoría de los niños hacían las muecas más graciosas que yo he visto, y no paraban de toser por un buen rato, pero ese hecho significaba que ya eran todos unos hombres. Luego de eso, seguían los regalos a los agasajados, y más tarde, lo mejor de todo, el banquete y la fiesta.” “Vaya que sí parece me estuvieras describiendo un bautizo en España,” comentó sorprendido Cortés. “Para ellos, el caputzihil es el advenimiento a la pubertad, o a la nueva vida. Es el nacimiento a otra existencia de amor, de ilusiones, de fuerza, y de placeres. La virilidad en el hombre, el encanto, la gracia, y la pasión en la mujer. Por eso a los niños les dan de fumar las hojas de tabaco como señal de mayoría de edad, y por eso también cae la concha de las niñas y les dan a oler las flores, símbolo de la juventud que comienzan a aspirar con todas las ambiciones de su alma, y con todos los anhelos de su corazón. Pero eso no es todo, también realizan ritos muy similares a nuestras fiestas en las bodas, cumpleaños, y hasta en las defunciones. Todo 149

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eso lo aprendieron de sus antepasados, y ellos, de su dios Kukulcán.”

⁕⁕⁕ Durante el tiempo que la nave capitana surcaba el océano dirigiéndose hacia el norte, Aguilar pensaba en la suerte que estarían corriendo las diez esclavas regaladas a los hispanos por el cacique Tabazcoob. Demasiado tarde se le ocurrió que era muy probable que hubieran sido distribuidas entre los oficiales, para ser usadas como concubinas. Más que en ninguna otra, pensaba en Ce Malinalli, o Marina, que ya era su nombre cristiano. Ella había sido asignada al capitán Portocarrero por ser la que parecía de más alto linaje y mejor presencia entre todas, puesto que él era el de mayor abolengo entre los españoles que llegaron con Cortés, además de ser uno de sus amigos pudientes, y uno de los que más lo ayudó en los últimos aprestos de su flota, después de que el general hubiera gastado casi todo su peculio para preparar la expedición. De pronto, se acordó que en una de las pláticas que sostuviera con Malinalli, ella le había dicho que hablaba varios idiomas y que procedía de un pueblo muy cercano a Tenochtitlán. Contento, pensó que era probable que ella hablara náhuatl, y que podría ser la persona capaz de traducir de ese idioma al maya para él. Cortés no tomó ninguna de las esclavas para su uso personal, cosa digna de encomio que causó sorpresa entre la gente que conocía su fama de mujeriego. Casi todo el ejército percibió eso como un acto demagógico, con afán de ganarse la simpatía de sus hombres, al ponerse del lado de los soldados que aún tenían que sufrir el celibato forzado, debido a las circunstancias que el destino les había deparado hasta ese momento.

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El Jueves Santo llegaron a las costas de una región que ya conocían los que habían ido con Grijalva. Cortés ordenó a los tripulantes de tres carabelas el desembarco en tierra firme, mientras el resto de la flota se quedó fondeando en una ensenada cerca de un islote bautizado como San Juan de Ulúa. Muy pocos indios se acercaron a los europeos que estaban en la playa. Mientras eso ocurría, tanto Aguilar, como Cortés, y los tripulantes de las otras ocho naves miraban aquel recibimiento. Sólo hasta que el general estuvo seguro por completo de que los indígenas no eran hostiles, ordenó el desembarco de toda la expedición, cuando ya la luna llena alumbraba la playa con su luz nacarada, como si fuera una enorme perla refulgente, con el negro terciopelo de la noche de fondo.

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EPISODIO 18 Una mañana, llegó un mensajero yciucatitlantli, o correo veloz, quien traía la correspondencia que había viajado en relevos de mano en mano desde donde termina el Anáhuac y empieza el mar. Eran los pictogramas de lo que los centinelas del emperador apostados por el mar del oriente habían visto el día anterior. Ante la notable ansiedad del correo-veloz, Moctezuma sintió que la angustia reprimida por meses volvía a salir a flote a la superficie de su alma. “¿Qué es lo que ha pasado?” le preguntó nervioso. “¡Unos teocallis flotando en el mar, señor!” el joven contestó con mucho temor. “Eso es lo que me han dicho que vieron sus hombres de la playa, y mandaron estos pictogramas.” Sacó unos lienzos enrollados de un tubo de cobre y se los dio al monarca, quien los tomó y de inmediato los desplegó en uno de los almohadones que rodeaban su icpalli. En el primero, vio el burdo dibujo de lo que sería una copia del templo más grande de Tenochtitlán, pero encima de un piso azul que debía ser el agua del mar. El segundo pictograma representaba lo mismo, pero señalaba once teocallis flotantes que descansaban sobre bases oscuras de color café, las cuales seguramente les servían para desplazarse sobre el agua del mar azul. 152

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“Teocallis que flotan en el agua…” El emperador no pudo terminar la frase y sólo atinó a cerrar los ojos ante la sensación desconcertante y el mareo que sentía al asimilar la fuerza de tan portentosa revelación. “De los templos flotantes salen unos monstruos mitad hombre, mitad venado gigante, que tienen unos palos como de cobre, pero de un color más oscuro, que truenan y escupen fuego y matan venados desde una gran distancia,” el mensajero refirió todo lo que sabía, mientras le mostraba al rey el último lienzo que tenía pictogramas de jinetes y caballos. El tamborcillo de oro atado a un lado del icpalli repiqueteó mientras Moctezuma llamaba al Chihuacóatl, después de despedir al mensajero. Su subordinado se presentó en la sala de inmediato y compartió el mismo asombro del rey. Así, el segundo hombre más poderoso del imperio comenzó a analizar los dibujos llevados desde los confines del Anáhuac. “Unos dioses han llegado del oriente. No me cabe la menor duda, puesto que sólo unos dioses podrían hacer que la mole de piedra de un teocalli flote sobre las aguas del mar.” El emperador dio la explicación clara y concisa de su interpretación a los dibujos. El Chihuacóatl no acertaba a pronunciar palabra. “Pero creo que sería mejor que mandes traer a los astrólogos y a los sacerdotes del templo para pedirles su opinión.”

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“Llamaré a los sacerdotes, señor,” contestó el Chihuacóatl nervioso, “pero me temo que no podremos ver a los astrólogos.” El monarca sospechó de inmediato de la existencia de alguna de las atrocidades características de Tlacotzin, mientras sentía un reconcomio de alacranes en las entrañas. “¿Por qué no podremos verlos? ¿Es que acaso fueron a Teotihuacan a consultar a los astros?” “Fueron al Mictlán. Los mandé sacrificar en honor de Huitzilopochtli cuando no pudieron descifrar los malos augurios de los portentos que se presentaron el año pasado.” “¿Y los magos y agoreros del mercado de Tlatelolco? ¿Y los hechiceros y nigrománticos de los calpullis? ¿Y las viejas sibilas y pitonisas de los oráculos, y las brujas y curanderas de los templos?” refunfuñaba el rey. “Todos ellos ya no viven para poder darnos una opinión.” El soberano dio un fuerte golpe con su varilla de oro a un cenicero alto de jade labrado que tenía cerca, el cual se quebró en pedazos. En esos momentos, el rey sentía que la sangre se le agolpaba en el rostro, al montar en cólera por la súbita ola de furia e indignación que le invadió al oír aquello. En medio de aquel trance, el Chihuacóatl buscaba en su mente un buen argumento que esgrimir. “¿Cómo pudiste hacer todo eso sin consultarme?” rugió el rey, poniéndose de pie como impulsado por un resorte. Tlacotzin dio dos pasos atrás.

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“Bueno, yo he tenido que tomar algunas decisiones… y con el afán de no molestarte…” musitaba tímidamente el subordinado, aturullado y sorprendido, con un tono de mortificación, debido a que sólo en contadas ocasiones el emperador hacía patente su furia, rabiando de esa manera. “¡Pero no tomes esas decisiones tan estúpidas que no arreglan nada!” seguía gritando furioso, sintiendo que su alma se convertía en un campo de batalla de emociones encontradas. Durante varios minutos ambos hombres permanecieron en silencio. Moctezuma respiraba fuertemente tratando de tranquilizarse un poco. En varios braseros esparcidos en la sala, ardían pedazos de una corteza especial con llama azulenca que daba aroma sin humo y ayudaba al rey a relajarse. Un poco más sereno, le habló a su subalterno. “Desde este momento, considérate removido de tu cargo,” dijo Moctezuma, con voz altitonante. El aludido levantó la vista. Por unos segundos vaciló, como quien no puede creer lo que ha escuchado, y espera una rectificación de parte del rey. Pero cuando no llegó, olvidó su timidez e imprecó la disposición que significaba la pérdida de su inmenso poder. “¡No puedes hacerme esto! ¡No por algo tan insignificante! ¡Te soy demasiado útil para que me castigues de esta manera, señor!” “¡Claro que puedo!” dijo Moctezuma, pensando que tal vez estaba siendo demasiado estricto, aunque sentía que era tiempo de deshacerse de ese hombre que mostraba esos arranques de locura impertinente, causados por el poder ab155

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soluto que hasta ese momento había detentado. Así que estuvo seguro de que aquel era el tiempo propicio, por lo que agregó: “Es más, ya lo he hecho.” “No será tan fácil,” levantó la voz el Chihuacóatl, y en un descarado intento de nunca visto desafío, vociferó al monarca. “Tanto esos guardias que están afuera de la puerta, como los del palacio, y todos los generales de tus ejércitos me son fieles, porque yo soy quien en realidad he ejercido el mando de tu reino en los últimos años.” Como si hubiera sido impulsado por una catapulta activada por la fuerza explosiva de la ira que había acumulado, el emperador cayó sobre aquel hombre, como un lince sobre su presa, y le propinó una severa bofetada que lo hizo callar y lo derribó, sin que pudiera defenderse. El rey golpeó con la punta del pie el tamborcillo, que vibró con estridencia, para llamar a los guardias de la puerta. Tras correr la cortina, entraron ocho guardias Asustados, quienes habían escuchado la discusión de los dos hombres más poderosos del único-mundo. “¡Arréstenlo!” ordenó el rey, con indecible cólera, “y enciérrenlo mientras pienso qué castigo merece quien se atreve a desafiar al huey tlatoani del imperio,” terminó casi a gritos, perdiendo su aplomo usual. Los guardias avanzaron temerosos hacia el Chihuacóatl. En un último intento de insubordinación, Tlacotzin, les llamó a no obedecer, puesto que era él y no el rey quien siempre les había dado las órdenes y sus puestos, y quien les pagaba sus servicios, además de recordarles que, al haber aceptado sus cargos, le habían jurado lealtad eterna. Moctezuma estaba casi apoplético escuchando las palabras de su segundo. 156

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Tras dudarlo un instante, los guardias tomaron por los brazos al traidor, después de ver en el rostro del rey una mirada que hubiera matado a cualquier guerrero de más bajo rango militar. Nunca lo habían descubierto tan irascible e irritado, y para ellos, su enojo era sinónimo de furia divina. Cuando se sintió perdido, el hombre se arrodilló. Cambiando su actitud, y con la voz quebrada, le suplicó clemencia al emperador: “Perdóname, señor. Te lo imploro en el nombre de todos esos años que he colaborado contigo. Si he cometido errores a causa de mi temperamento, te pido reconozcas en algo tu culpa, puesto que tú mismo fuiste quien me designaste en este cargo. Siempre he sido tu servidor más leal, desde que cubría siempre tus espaldas cuando fui tu segundo en armas, en los campos de batalla de todas esas guerras que juntos combatimos. Por las tantas veces que salvé tu vida en esas lides, así como las que salvaste la mía, te imploro que me perdones la vida por una última ocasión.” Las palabras de su ayudante penetraron en la cabeza del monarca, logrando el efecto deseado. En ese momento, el rey recapacitó, y con un ademán detuvo a los guardias que ya conducían al infractor fuera de la estancia. Con una mirada contundente, y precursora de futuras tormentas, les hizo saber que en caso de que la situación se llegara a saber fuera de esas cuatro paredes, ellos y todas sus familias completas encontrarían una muerte horrenda. Aunque la mirada era innecesaria, ya que lo sabían a la perfección por experiencia ajena. Tras pensarlo un poco, todavía molesto con su subalterno por haberle provocado ese acceso de furia, encontró la solución para zanjar ese desagradable incidente. “Está bien. Voy a condonar tu desafío a mi persona y al alto cargo que represento, porque sabes de sobra que esa 157

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insubordinación no merece otro castigo más que la muerte. Conmutaré tu sentencia dándote una oportunidad para que puedas ganarte mi indulto: prestarás tus servicios en bien de tu nación, o, mejor dicho, en bien de la humanidad entera, puesto que serás el embajador que he de enviar a la costa, y quien habrá de recibir en mi nombre a los dioses que vienen del oriente.”

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EPISODIO 19 En cuanto pisaron tierra firme, Aguilar le pidió a Cortés que mandara llamar a Marina. El general envió a dos de sus hombres a la nave de Portocarrero para llevarla de inmediato ante él. Se encaminaron ya con ella a recibir el saludo de los naturales, y cuando estuvieron frente a los jefes de los indios que habían llegado a la playa para recibir a los extranjeros blancos, Cortés pidió a su intérprete que les saludase como tenían por costumbre. Ninguno de los jefes totonacas pudo contestar el saludo en lengua maya. Ce Malinalli tradujo del maya al náhuatl para la pintoresca comitiva de indios, después tradujo de náhuatl al maya para Aguilar, y éste al castellano para Cortés. Así, ante el asombro de todos, aquella hermosa esclava india se convirtió desde ese momento en una de las personas más importantes del ejército castellano. “Dicen que son Teuhtilli y Cuitlalpitoc, principales de las costas y súbditos de Moctezuma,” Aguilar le hizo saber a Cortés lo que habían referido. “Mencionan también que ya han mandado el aviso a su señor de nuestra presencia y que en dos días tendremos una respuesta del emperador azteca, el señor Moctezuma Xocoyotzin.” “¿Dos días? ¿estamos tan cerca de su ciudad?” preguntó ansioso Cortés. “No, en realidad no está tan cerca,” Marina traducía, Aguilar traducía. Los caciques indios explicaban. 159

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“Moctezuma tiene una gran cantidad de hombres correo-veloz que llevan su mensaje con gran rapidez, desde la costa hasta su ciudad, corriendo y turnándose uno a uno siendo un sistema muy eficaz de correo. Así, él está informado de todo lo que sucede en sus dominios.” Aguilar se concentraba en lo que Marina le iba diciendo para así traducirlo, ponía mucha atención en las palabras, mas no en su significado, por lo que no entendía muy bien el asombro de sus compatriotas. “Este correo-veloz sirve también para llevar pescado y camarón fresco, o cualquier otro platillo del mar, así como frutos tropicales que se le antojaran al emperador en su comida; inclusive, le consiguen hielo de los picos de las montañas para transportar la comida desde aquí a su palacio, o para enfriar sus bebidas.” “Esperaremos pues el mensaje de Montezuma,” dijo Cortés, todavía sin poder pronunciar bien el nombre, al tiempo que se rascaba una cicatriz antigua debajo de la barba, y sin saber qué más decir. Después del intercambio de cortesías, ya cuando los indios se retiraron y los capitanes españoles se alejaron a seguir ordenando la instalación del campamento, Aguilar se quedó solo con Marina. Ella lo veía con una sonrisa sigilosa y ojos radiantes, como estrellas, por la satisfacción de haber pasado con éxito esta primera prueba de traducción y saberse útil a la causa de Quetzalcóatl. Soplaba una brisa fresca que le mecía el cabello entre castaño y negro, la cual venía cargada de sal de mar, que se mezclaba con el olor intoxicante de flores y frutas como mameyes, piñas, mangos, y agua de coco. Aguilar le preguntó con verdadero interés sobre su suerte a manos de Portocarrero.

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“Bien, me fue bien,” contestó, bajando la vista y fijándola en el suelo, con cierto asomo de amargura. “Si te refieres a ser usada como mujer, supongo que ya lo esperaba. Cuando te venden como esclava a un nuevo amo, siempre es lo primero que pasa,” continuó, con su voz clara y dulce, sin reproche velado, mirando a lo lejos a los hombres blancos que amarraban los bastidores para poner las tiendas. “Entonces, ¿ya te había pasado esto?” preguntó el hombre sin poder creerlo, sintiendo remordimiento y culpabilidad por ser tan inocente, estúpido, y tan recto de corazón que no alcanzó a maliciar en Tabasco lo que los oficiales iban a hacer con las esclavas, para así haberla rescatado de esa situación. Hasta ese momento comprendió que lo primero que siempre hacían los soldados, como si fuera ritual ineludible, era forzar a las mujeres de las huestes enemigas, como si fueran trofeos de guerra, para desahogar sus apetitos venéreos y sus más bajos instintos por tanto tiempo contenidos, y mediante esos desafueros que en su mente cobraban tintes de venganza por sus compatriotas muertos, así engrandecer ante sus propios ojos y para regocijo de su corazón, la victoria conseguida. “Varias ocasiones. Desde que tendría unos nueve años y me vendieron por primera vez a un mercader de esclavos, un pochteca azteca, que me llevó a tierras mayas, y me vendió al mejor postor.” “Me habías dicho que venías de una familia noble,” continuó el español mientras observaba el pelo de la mujer india agitarse por un lene vientecillo que soplaba del mar. “Soy hija del que fuera gobernador de Paynala,” continuó Marina con dos perlas de llanto jugueteando en sus ojos, y un dejo de tristeza en la curva delicada de su boca tan fina que enmarcaba un mentón grácil. “Mi madre murió 161

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cuando nací, y mi padre, que me enseñó todo el amor y cariño que pueden sentir dos seres humanos, contrajo segundas nupcias. Después, todo cambió… mi padre murió envenenado y a los pocos días yo fui raptada por unos pochtecas que habían sido sus amigos. Después supe, porque los oí en una noche que se embriagaron, que el propio hombre que me raptó y me violó, había matado y quemado a una niña de mi edad para que mi madrastra la presentase como mi cadáver y mi pequeño medio hermano, Ixcahuatzin, fuese el heredero del poder de mi padre.” Aguilar no pudo contener el impulso de abrazar a aquella pobre mujer que era la viva imagen de la desolación, hundida en un mar de llanto. Sin encontrar las palabras adecuadas para calmar un poco aquellos dolorosos recuerdos de una vida llena de ruindades, dejó que su mano acariciara la sedosa cabellera y por un momento sintió pena por haber hecho que esos ojos tan hermosos que hasta parecía que se podía contemplar el infinito en ellos, estuvieran anegados en llanto por su culpa. Mientras la brisa húmeda del mar los bañaba con su aroma salado y el cielo empezaba a pardear, el hispano sintió ese frágil cuerpo tibio pegado al suyo, que se convulsionaba al ritmo de su llanto, y entonces fue que le vino a la mente que ese podría ser un motivo poderoso, la venganza, que podría estar impulsando a Malinalli a tratar de ayudarlos a conquistar esas tierras.

⁕⁕⁕ Al día siguiente, cuando se ponía el sol bajo un cielo gris de nubes y el campamento seguía terminando de instalarse, vibraron las campanadas del Avemaría en el aire quieto de la tarde para llamar a los españoles a celebrar la misa 162

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de Viernes Santo. Cortés, los capitanes, y los demás que contaban con prendas de ese color, vestían de riguroso negro como lo ordenaba la tradición cristiana. A lo lejos, Aguilar pudo divisar a algunos espías aztecas muy ocupados en su tarea de plasmar en sus lienzos todos los movimientos del real español, sin poder distinguir lo nerviosos que estaban al ver a tantos hombres blancos vestidos del color sagrado que solo a los más altos sacerdotes aztecas les era permitido usar. Ni él mismo podía sospechar el momento trascendental que se estaba cumpliendo en ese instante, ya que esa fecha, apenas siguiendo al primer plenilunio posterior al equinoccio de la primavera, el 17 de abril de 1519, nueve-viento del año uno-caña para los naturales, era el día exacto del nacimiento de Quetzalcóatl, en el único año dentro de su ciclo del siglo azteca de cincuenta y dos años, dedicado a la serpiente emplumada, y el día que el dios blanco y barbado les prometió a los toltecas regresar cuando partió hacia el oriente. Aunque ignoraba todo eso, algo muy hondo en su fuero interno le dio la certidumbre de que su presencia en esa tierra, y la celebración de esa misa, estaba cumpliendo una profecía que había sido dicha a los naturales del Nuevo Mundo casi mil quinientos años atrás. Al tercer día de la visita de Teuhtlilli y Cuitlalpitoc, el campamento aún no terminaba de instalarse cuando recibieron de nuevo la visita de los caciques de la costa con la respuesta de Moctezuma, quien les mandó decir que se encontraba de lo más contento con el arribo de hombres tan valerosos, puesto que ya tenía noticia de los sucesos en tierra de Tabazcoob. También les avisaba que en cuatro días llegarían sus embajadores a recibirlos, como tan distinguidos huéspedes merecían. Además de los saludos, Teuhtlilli y Cuitlalpitoc llevaron con ellos a cinco indios que cargaban unos atados y unas cestas de bejuco de buen tamaño que contenían una 163

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gran diversidad de pequeñas joyas de oro, plumas y piedras preciosas que dejaron boquiabiertos a los españoles. Pero mayor fue su sorpresa cuando los indios les explicaron que eso era nada más un pequeño presente que el emperador había mandado a Grijalba cuando desembarcó en ese mismo lugar, pero por desgracia había llegado tarde, cuando la expedición ya se había retirado a Cuba. Emocionado ante la inesperada riqueza recibida, Cortés los invitó a presenciar la misa de resurrección, y sin muchas excusas en su mente, los caciques no tuvieron otro remedio que aceptar. Los señores dignatarios del Totonacapan, fungiendo como emisarios del monarca mexica, siguieron con atención la ceremonia de aquellos seres blancos y barbados, esperando emocionados algún portento sobrenatural, como debía suceder en un rito donde dioses llegaban arrodillados ante los que parecían ser los sacerdotes de algún ente superior. Pero a medida que transcurrió la misa y Aguilar y Marina les explicaron lo que sucedía, la desilusión se fue dibujando en sus rostros. “¿Y no hay sacrificios de sangre en su ritual?” preguntó Tehutlilli con timidez, acercándose al oído de la intérprete. Adivinando la intención de la pregunta, y conociendo a la perfección la mentalidad de aquellas personas, la bella india les contestó con astucia. “Lo que hay en aquella copa de plata, es la sangre de su propio Dios, que será tomada por todos estos hombres para alimento de sus almas,” les aseguró, mientras una bella sonrisa se dibujaba en su rostro de tez morena clara, que a veces parecía iluminada por dentro.

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Aquello superó por mucho las expectativas de los nativos, acostumbrados a ver la decapitación y el desmembramiento de simples seres humanos en la piedra del sacrificio, y como se alimentaban los platones de los dioses con corazones extraídos de víctimas de guerra, y pintaban con su sangre las paredes de los templos. Pero eso no era nada, comparado con el interés dramático que agregaba a la ceremonia el hecho de poder comer el cuerpo y beber de una copa la sangre del mismo Dios, como les decía la mujer que hacían los embajadores de Quetzalcóatl. Por ese motivo, sabiendo que estaban contemplando un acto extraordinario, divino, y nunca visto por ninguno de ellos, no dejaron de sonreír por el resto de esa tarde. A Cortés las cosas se le presentaban de manera muy sencilla, y al parecer en las cuestiones de la suerte las traía todas consigo. Todo eso lo tenía de magnífico humor. Pensaba que el simple hecho de haber entablado conversación con Moctezuma significaba la meta alcanzada de la misión por la que Velázquez lo había mandado en un principio, y con mucho, había superado lo logrado por las anteriores expediciones. Después de aquello, esperaría a los embajadores del emperador azteca para recibir el presente que de seguro le llevarían, y así podría regresar a Cuba con grandes tesoros, y más exitoso de lo que jamás había soñado. Ya con eso, pensaba, el gobernador de Cuba no podría recriminarle sus acciones y acusarlo de traición ante la corte de España por haber desobedecido a los emisarios que le ordenaron cancelar el viaje. Cuando menos, aquel rescate y el contacto con el emperador azteca justificaba cualquier acusación y le evitaría, tanto a él, como a sus capitanes de ser arrestados y enjuiciados con el peligro de morir ejecutados.

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Todos juntos habían corrido el riesgo, y lo sabían bien cuando decidieron desobedecer la autoridad, pero como buenos hidalgos de corazón indómito, no iban a cancelar su expedición cuando ya la tenían toda armada, los hombres contratados, las naves listas y cargadas, y se habían gastado la mayor parte de sus fortunas para tener el derecho a compartir las honras y los provechos que pudiera dejar esta nueva y promisoria expedición. En aquellos tiempos, el cristiano que no era rico de nacimiento tenía que buscar fortuna de una sola manera: tirándose a las armas. Aunque provenían de una nación que había estado enzarzada en constantes guerras por ochocientos años, el auge de las campañas militares contra los moros en Iberia, y contra italianos y germanos en Europa, ya había pasado y no había mucho que lograr por allá. El lugar más atrayente para los hidalgos que querían fundar casa y blasón, y así grabar sus nombres a fuego y acero en los anales de la historia, con la posibilidad de terminar al mismo tiempo inmensamente ricos, era sin duda la conquista del Nuevo Mundo. Algunos de ellos procedían de familias famosas por sus logros militares y ellos no querían quedarse atrás, existiendo la oportunidad de engrandecer sus ya casi nobles nombres y apellidos. Varios de los oficiales, frustrados por haber participado en otras expediciones donde encontraron más peligros que provechos, pusieron su esperanza en el capitán Cortés, esperando que tuviera la audacia y la temeridad que a los otros le habían faltado. La descarada muestra de desafío a la autoridad de Velázquez, la cual había agradado, e inclusive atraído, a otros capitanes y soldados, fue una buena forma de iniciar esa aventura. Sin embargo, el grueso del ejército no compartía el entusiasmo de su general por el contacto establecido con Moctezuma. El ánimo había decaído después de haber visto la maniobra ordenada por el extremeño, de desembarcar sólo 166

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tres de las once naves para observar cómo eran recibidos por los aborígenes, como si fueran conejillos de indias, aunque en el fondo sabían que esa era una de las funciones de una parte de las actividades de un ejército, no muy diferente a la función que desempeñaban los maestresalas, quienes tenían que probar todos los alimentos y bebidas que recibían de los indios, antes de servirlos a los españoles, debido al riesgo que se corría de que pudieran estar envenenados. Aunque todos los días construían las casas de carrizo con techos de hojas de palma, como si fueran a pasar una larga temporada, la mayoría quería ya retirarse a Cuba con el botín de oro que habían conseguido y que era más del que se obtuvo en todas las anteriores expediciones. De esa manera, no estarían expuestos a ser sorprendidos por alguna emboscada del emperador azteca. Un gran número de indios les llevaban mucho maíz, aves, conejos, coyotes, legumbres, y bebidas como limonada, tepache, agua de jamaica, y aguamiel de los cañales. Aprovechando la abundancia, los hispanos devoraban los deliciosos platillos que los cocineros preparaban, hasta quedar ahítos y somnolientos, preguntándose si los indios no los estarían engordando adrede, al prepararles platillos exóticos y deliciosos como chorizo de venado, tacos de pescado, o guisos con nopales, como si los estuvieran cebando para fines más oscuros que los de la simple amistad. Los capitanes le habían hecho notar a Cortés la posibilidad de que se tratara de una estratagema del emperador, porque les parecía inverosímil que un rey tan poderoso de tan vasta nación se hubiera prodigado de esa manera con un regalo tan espléndido a unos extranjeros que ni siquiera conocía. Todos pensaban que era más explicable esa munificencia a manera de anzuelo, como un malicioso ardid, para retenerlos en esas tierras en tanto que movía su ejército para 167

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aniquilar al enemigo antes de que se marcharan lejos, para que no llevaran noticias de su existencia a otras partes del mundo.

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