Noche de Mardi Gras-Erika Gael

Prefacio Más allá de donde el sol se pone, más allá de donde las nubes juguetean con rabiosas piruetas de algodón y la l

Views 133 Downloads 10 File size 69KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Prefacio Más allá de donde el sol se pone, más allá de donde las nubes juguetean con rabiosas piruetas de algodón y la lluvia y la tierra se transforman en silenciosa quietud, existió una vez un diestro escultor que pobló los cielos de figuras por él moldeadas. Dióles un lecho de estrellas y un columpio entre los astros. Dióles brazos con los que amarse, piernas con las que brincar y memoria con la que recordar las bellas cosas que sus azules ojos contemplaban. Con las que su corazón carmesí palpitaba. Dióles sonrisas para divertirse, y lágrimas para arrepentirse. Quiso darles, además, gruesas pieles con las que guarecerse del frío, porque más allá de donde el rey se pone, frías son las noches y temerse debe al invierno. Y para que nunca su deslumbrante belleza resultase deslucida, otorgóles a cada uno un par de esplendorosas y mullidas alas con las que deslizarse entre cometas. Blancas alas con las que poder volar y contemplar aquellas otras maravillas que el artesano creara. Hizo el escultor más de un millar de figuras, hasta alcanzar la perfección. Trabajó muchos soles y muchas lunas hasta que sus agrietados dedos cubiertos de arcilla dieron con la pétrea armonía que buscaba. Satisfecho de su obra, sopló alientos de vida sobre sus hermosas criaturas, que más que un hijo, más que propia sangre consideró desde el momento en que la luz del firmamento atisbaron. Y, para poder diferenciar a tan celestial legión, apropiados nombres buscóles y en suaves reinos a sus príncipes coronó. En cálida paz y alegría los ángeles, pues así los llamó el escultor, durante años habitaron. Siete príncipes con lealtad y justicia gobernaron y, por encima de todos ellos, su creador orgullo sin precedentes mostró hacia tan excelsos seres. A su lado, acompañándole siempre, su más deliciosa creación compartió su alborozo. Llamóle a él Lucifer, Estrella de la Mañana, Lucero del Alba. Portador del fuego que por siempre iluminaría sus pasos. Mas habiendo cumplido la edad de quince años, la fidelidad de Lucifer tornóse resentimiento, y su amor paso dejó a una negra conmoción que su puro corazón oscureciera. Nunca entendió Lucifer la ausencia de ambición en su padre. Por qué habiéndole creado a él tan perfecto, nunca más volviera a repetir su obra, para así de mágicos prodigios poblar la Tierra.

No fue así, sin embargo. Hizo el escultor seres tan bastos e imperfectos que inundóse el planeta de depravación y pecado. La valía del escultor, entonces, Lucifer puso en duda. ¿Por qué motivo permitir tan cruel maldad, tan toscos sentimientos, pudiendo dotar a los humanos de excelencia igual a la suya? Rápido prendió la mecha entre la Estrella de la Mañana y sus príncipes. Siete gobernantes hundiéronse, a su vez, bajo las garras de la deslealtad y la traición, arrastrando tras de sí a cuantos sus oscuros propósitos atrajeron. Lo que un día fue paz, convirtióse pronto en guerra. Lo que un día fuera amor, un exacerbado odio engendró. Doscientos ángeles se alzaron, sus puntiagudas e imponentes alas cortando el azul del cielo. Doscientos ángeles, virtuosos como habían sido, de los fangosos y sórdidos charcos del Mal bebieron, insaciables. Doscientos ángeles a Yahvé se enfrentaron, prestos a expulsar de su trono de vaporoso algodón a quien la vida les diera, prestos a usurpar su lugar y por siempre jamás vivir en la negra tentación que sus rosados labios habían besado ya. Cruentas luchas las estrellas asolaron. Lágrimas de dolor rodaron por los níveos rostros de sus hermanos. ¿Por qué? ¿Por qué cuando tan felices vivían? ¿Por qué cuando su inmenso amor por ellos conocían? Mas el trueno que quebró las nubes no dejó que gota alguna de sangre discurriera entre los paradisíacos ríos. Un estruendo cruzó los aires, abrió las montañas y tiñó de oscura desolación los rayos de un sol que, incapaz de ver más maldad, ocultádose había. Doscientos ángeles traidores con un grito de desgarro cayeron. Asomáronse al abismo, sólo para dejar que su negra profundidad los absorbiera. Con el dolor de la entraña y la náusea de la víscera, aspiraron por vez última el especiado aroma de las nubes, y engullólos y masticólos el Averno hasta dejarlos sin fuerzas. Más allá de donde el sol se pone. Donde el sol, asustado, ni siquiera sale, para que el sulfúreo olor y el calor abrasivo de las llamas no empalidezcan su tersa superficie. Fueron malditos los ángeles que a su creador se enfrentaron. Por mil años vivieron en la espesura, colgados como títeres de los escarpados desfiladeros infernales. Sufrieron hambre y penurias; sed y privaciones. Rogaron una oportunidad que les devolviera al hogar. Al dulce y sano hogar del que habían sido expulsados. Mas sólo cada mil años se le concedió permiso al líder para vagar, como decrépita sombra de lujuria y desvergüenza, de soberbia y rabia no

contenida, de perversión y hambre desmedida, por esa misma Tierra que el alma le costara. De mil en mil años, ascienden Lucifer y los suyos, presos de las tinieblas. De mil en mil años, descienden Gabriel y los suyos, habitantes de la luz. De mil en mil años, el Bien y el Mal enfréntanse en nuestra casa, a la vista de nuestros viciados ojos. Y tal vez ésta sea la última. Tal vez sea la próxima el fin de nuestros días. Tal vez en la próxima ocasión el Mal venza al Bien en un duelo imposible. Nunca lo sabremos, sin embargo, pues mañosas tretas gastan los demonios y su auténtica naturaleza impiden que contemplemos. La negrura de sus corazones, unida a la oscuridad de sus días, tornóles los ojos, azules como el sagrado cielo sobre el que un día reinaron, de un mortal color azabache, con refulgentes destellos de vibrante escarlata. Y sus alas… Sus cándidas y preciosas alas viéronse manchadas con la inquina de su alma y la corrupción de su cuerpo. Negras plumas adornan ahora su espalda; lascivos sudores se derraman por su piel. Tentadores brillos con los que dañar y deslumbrar a quienes en su trampa osen caer. Doscientos ángeles traidores cayeron. Cubriéronse de malicia y regodeáronse en ella. Siete príncipes perdieron su cetro, y ahora en el Tártaro reinan sobre el vicio y la malevolencia. Ocho hombres maldecidos fueron. Lucifer. Estrella de la Mañana. Lucero del Alba. Príncipe de las sagradas Potestades. Castigóle Yahvé a sufrir en carne propia todos los pecados del mundo. A su hijo más querido, su más idolatrada obra maestra. Emperador es ahora de aquellos que abrazan las nubes negras, cual almohadas en la noche, para apartar de sí la yerma soledad de sus almas. Belzebuth. Príncipe de los Serafines. Amado por ellos. Admirado por todos. Maldijerónle sus hermanos a padecer el fuego de la eterna Soberbia. Príncipe es hoy de las Tinieblas, a las órdenes del aclamado líder. Balberoth. Quien fuera Príncipe entre los Querubines. Convirtióse en Ira cada emoción que su dulce corazón perlaba, cada orden que su pálida mano expresaba. Consumido por ésta, viaja con frecuencia a la Tierra a encender fuegos. Detonar odios. Avivar guerras. Samael. Venerado Príncipe de los Arcángeles. Carne del creador, sangre de Gabriel. La Envidia a su hermano corroyó su pureza, y germinando tiernos brotes de rivalidad y celos es como su atormentada figura se calma.

Paymon. Príncipe de las Ilustres Dominaciones, cohorte imperial, altísima Orden. Anidara la Avaricia en él y, cual tarántula infecciosa, tejiera en su conciencia una intrincada red de abuso y poder. Por una palabra vive. “Más”. Por una palabra estaría dispuesto a matar. “Más”. Sehm-y-aza. Antiguo Príncipe de las Virtudes. Cayeron sobre él, como afilados cuchillos del crepúsculo, la Gula y el Vicio. Hambre infernal, sed eterna, gusto prohibido. A alimentarse viaja de desafortunadas víctimas humanas, que su alma y su vida le entregan sin saber de su maldad. Asmodeus. Los Principados santificaron su nombre y se postraron a sus pies, sabio maestro, luz de la vida. Sobrevive en la actualidad como glorioso Archiduque del Infierno Oriental. Preso voluntario en la Lujuria, penado fue a dejarse arañar por ella para siempre. Inocentes son sus víctimas cual perversos sus pecados. Astaroth. El hermoso. Dulce Príncipe de los Tronos. Activa parte de las huestes celestiales que tomaron partido por Lucifer; maldito fue con la Pereza y la Ociosidad. Astaroth. El deseado. Mientras sus oscuros hermanos vagan por la Tierra, corrompen y encizañan, burlan y enloquecen, sus párpados languidecen poco a poco en un laberinto de somnolencia. Nombrado por su líder Archiduque del Infierno de Occidente, acomodó su excelso cuerpo en el labrado trono y nunca, nunca más, volvió a salir.

Del manuscrito La Caída de los Ángeles, segundo texto apócrifo de Azrael. Primera Revelación; versículos 3—116.

Capítulo I Infierno. 1 de Enero de 2009. Increíble. Seis mil años después, el palacio imperial de Luc aún refulgía. Una gruesa capa de estuco recubría los muros y desde los techos, altísimos, pendían soberbios quinqués de metal. Lanzaban primorosos destellos sobre las alfombras de piel de animal que ocultaban la superficie áspera del suelo. Y los muebles, de madera maciza, evocaban los antiguos palacetes franceses que hicieron las delicias de la aristocracia durante Las Luces. Astaroth hincó el tacón de sus botas negras entre el pelaje de un descabezado oso polar. Uno que se encontraría más feliz allí que entre las gélidas tierras del Ártico, eso seguro. Y él también. Había algo casi voluptuoso en pisar por encima de sus suaves cabellos. Tras un breve vistazo a su alrededor, el Archiduque reflexionó sobre la morbosa fijación de Luc por la claridad y el brillo. Por impersonal que la decoración pudiera parecer, no había nada en la sala de espera que él no hubiera seleccionado y aprobado antes. Cualquier cosa que le recordara a la luz era bien recibida. Hacía tiempo que Astaroth no contemplaba ese sucedáneo lumínico. Mucho tiempo. —¡No! —una voz masculina reclamó su atención desde las imponentes puertas dobles que comunicaban con la estancia principal.Pégame. Pégame o pensaré que eres un holograma. Astaroth ladeó una sonrisa. —¿Dónde yo quiera? ¿O donde más te gusta? Belzebuth se abalanzó sobre él y revolvió su impecable peinado con largos y pálidos dedos. —Donde tú quieras. Donde más me gusta a mí sufre una ligera irritación esta mañana. —¿Reunión nocturna? —preguntó Astaroth, estrechando sus dedos con una mano y devolviendo el orden a sus rubios cabellos con la otra. Su amigo asintió con la cabeza en un gesto que no dejaba lugar a dudas. —De las buenas. Se te echó de menos —Belzebuth le palmeó entre las alas. —Llevas diciendo eso seis milenios.

—A veces funciona —se defendió él. —Muchas —confirmó Astaroth. —De hecho, hoy estás aquí. Y bien temprano. Sólo el Demonio sabe por qué. Aunque tampoco creo que en este caso sea aplicable. Le costaba trabajo enlazar una frase con la otra y el Archiduque se preguntó hasta qué punto la juerga de la pasada noche era eso. Pasada. —¿Y se puede saber a qué debemos tan honorable visita del hijo pródigo? —continuó Belzebuth, el Príncipe—. Tiene que haber un motivo importante. En realidad, debe de ser la única vez que hay siquiera un motivo. La última vez que vi tu culo fuera del trono ibas descalzo sobre una nube. No taconeabas sobre las pieles de un oso polar. Astaroth contuvo un respingo. No le gustaba que le recordaran la Caída. Tampoco le gustaba que le recordaran lo que había sido. No había nada más en él que su presente y su futuro, aunque éste se basara en revolcarse como un cochino gandul en un sillón tapizado. —Mi culo ha decidido que ya es hora de vivir un poco de la diversión de que gozáis vosotros, hijos de puta con suerte. Belzebuth meneó la cabeza. Un par de mechones de dorado cabello cayeron sobre sus ojos y los apartó de un resoplido. Hundió las manos entre los pliegues de su faldón. —Permíteme decir que no te había oído quejarte hasta ahora. Quizá deba recordarte que nos hemos corrido unas cuantas juergas en ese salón del trono tuyo. Astaroth torció sus finos labios en una sonrisa cínica. Labios de traidor, decían las malas lenguas. Él nunca lo puso en duda. —Entonces, tal vez me haya cansado de correrme sentado. Tal vez tenga ganas de follar de pie, por una vez. Los faldones azabache de Belzebuth se enroscaron entre sus esbeltas piernas, cubiertas con las botas de rigor, cuando se acercó a él para darle un abrazo. Su sonrisa se había ensanchado también. —Ven a mis brazos, hermano. Sabía que esa holgazanería patológica no podía durar para siempre; me alegra tenerte de vuelta —Astaroth dejó que le despeinara de nuevo, impasible ante su alegría—. He de decirte que has venido al lugar adecuado. Por todos los Infiernos, ahora sí que estamos todos. —Bel…

—Verás cuando Luc se entere… No es por ofender —ya sabes que las fiestas en tu palacio nos encantan y no nos perdemos ni una—, pero les falta algo, no sé… Les falta ese toque masivo que caracteriza a las orgías de por aquí… Astaroth suspiró, cansado ya. Bel era uno de sus mejores amigos, pero para alguien que sufría incontrolables ataques de narcolepsia en cuanto sus piernas cruzaban el umbral de palacio, procesar toda su energía a esas horas de la mañana se convertía en un auténtico desafío. —Bel —prosiguió—. Quiero ir al piso de arriba. A eso he venido. La felicidad de Belzebuth murió en su garganta. Se apagó, como se apaga la libido tras una noche de desenfreno. —Por todos los Diablos… No podías haber elegido un día peor, Ast. El Jefe está de un humor de perros. Se lo llevan todos los Demonios, y nunca mejor dicho. Astaroth chasqueó la lengua. No contaba con ese imprevisto, pero había hecho un viaje muy largo que no tenía intención de repetir mañana. Ojeó con pasividad las puntas de sus botas. El vello del oso lamía ahora el cuero con avidez. Una mata de rizos rojos como la sangre asomó entonces por un resquicio entre las puertas. —¡Ast! La exquisita pelirroja se aproximó a él con un trote ligero que bamboleó sus senos, sueltos bajo el corpiño. —Hola, Lily. —¡No te imaginas lo que me alegra verte por aquí! —la pelirroja se apretó contra su pecho y espiró una cálida bocanada sobre la piel desnuda—. Es un placer recibir este tipo de sorpresas… La familiaridad de su roce y el júbilo mal disimulado de sus palabras evocaron en Astaroth momentos pasados. Momentos en los que su curvilíneo cuerpo bailaba y gemía para ellos bajo los focos bermellón de su palacio. Momentos en los que sus caderas sudorosas descendían sobre las suyas. Momentos en los que Bel, Luc y él se rifaban sus encantos, desparramados por el suelo unos, desmadejado sobre el trono el otro. Desnudos todos. Su cabellera vibrante esparcida entre los tres.