Nancy Jean Luc - Un Sujeto

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Jean-Luc Nancy

¿Un sujeto?

Traducción L Felipe Alarcón

Nancy, Jean-Luc ¿Un sujeto? - la ed. -Adrogué : Ediciones La Cebra, 2014. 84 p . ; 21,5x14 cm. Traducido por: L Felipe Alarcón ISBN 978-987-3621-07-9 1. Filosofía Contemporánea. I. Alarcón, L Felipe, trad. II.Título CDD 190

© Jean-Luc Nancy © de la traducción: L Felipe Alarcón © de esta edición: Ediciones La Cebra 2014 Traducción L Felipe Alarcón [email protected] www.edicioneslacebra.com.ar La Cebra agradece a Juan Manuel Garrido quien nos acercó la propuesta para la presente publicación. Esta primera edición de 1500 ejemplares de ¿Un sujeto?se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2014 en Encuadernación Latinoamérica, Zeballos 885, Avellaneda Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723

ÍNDICE

Prefacio a la traducción en español

7

Nota del autor

11

El supuesto sujeto

13

Alguien

51

PREFACIO A LA TRADUCCIÓN EN ESPAÑOL

Este texto había sido publicado en francés en un vo­ lumen colectivo* que reunía la transcripción de las exposiciones realizadas en el marco de un programa para doctorandos en psicoanálisis en la Universidad de Estrasburgo. No era entonces un texto escrito y su fina­ lidad había sido más didáctica que editorial. Esa es la razón por la que no lo republiqué desde aquel entonces. Dado que algunos lectores deseaban que el texto estu­ viera nuevamente disponible y dado que, por iniciativa de Juan Manuel Garrido, se presentó un proyecto de traducción al español, con mucho gusto propongo esta publicación. Al releer este texto de hace más de veinte años —y sin detenerme en el carácter didáctico que he señalado— dos observaciones se me imponen en primer rango. La primera tiene que ver con el asombro de no en­ contrar en el texto un recurso al Ereignis de Heidegger. * A. Michels, J-L. Nancy, M. Safouan, J.-P. Vernant, D. Weil, Hontine ct sujet. La subjectivité en question dans les scicnces humaines (Paris: L'Harmattan, 1992).

Esta ausencia se explica por las fechas: los Beitrage, cuyo subtítulo es Vom Ereignis, habían sido publicados en 1989 y en el intervalo entre ese año y el invierno en el que pronuncié este curso, el de 1991-1992, un largo epi­ sodio médico me había impedido leerlos. No podía sin embargo ignorar el motivo del Ereignis que aparece en los textos publicado antes de 1989, pero no había podi­ do o no había sabido apreciar toda su amplitud. Ahora bien, ese motivo debiera aparecer para prolongar un texto que quería ir lo más lejos posible en el análisis de la inestabilidad del "sujeto" en tanto que sub-jeción, su posición por debajo de que implica la ausencia de todo otro suppositum o substantia y que termina por no ser ya de ninguna manera "posición". Si Heidegger quería remplazar a través del Dasein —existencia, ser-arrojado— la inherencia a sí mismo de un supuesto sujeto, es precisamente en el Ereignis que ese gesto debía cumplirse (mientras que el Dasein de Ser y tiempo permanece desde ciertos puntos de vista del lado de un sujeto). No voy a introducir aquí un desarrollo que debiera tener lugar en otra parte, sino que solamente recordaré que esa palabra, comprendida en el sentido de "evento" (eso dicho para limitarse a lo esencial...) ya no busca en ningún punto designar algo así como un "sujeto" (un "agente", "alguien", una "per­ sona", etc.) sino que habla solo de un "adviene" o de un "eso adviene"*. La apropiación, la sobreadvenición de un "propio" —de un ser-propiamente ese existente— es un evento cuya eventualidad constituye en alguna medida toda la "sustancialidad". Ya no hay que hablar * Lo que traducimos por "advenir" es el verbo "arriver", que es tanto "llegar" como "suceder". Advenir contiene en español las dos acepciones. [N. del T.]

de un sujeto o bien habría que hablar de eso que en francés se dice con una fórmula del tipo "estar sujeto a ..." —por ejemplo, a ciertas enfermedades, a ciertos afectos. En esa expresión se dice un equivalente a "estar expuesto a " . Yo diría hoy que eso a lo que estamos constreñidos a llamar "sujeto", a falta a veces de otro término para designar a un existente singular expuesto al mundo, no "es" nada que pueda tratarse como el sujeto de atribu­ ciones posibles (X es grande, moreno, erudito, orgullo­ s o ...) sino que "es" solamente en el movimiento que lo expone al mundo, es decir, a las posibilidades de senti­ do. Es por eso también que el Ereignis es estrictamente indisociable de una Enteignis —una desapropiación de todo lo que podría parecer formar un atributo propio— y una Zueignis —palabra que designa una dedicación o una manera de atribuir a ..., de consagrar a .... Dicho de otro modo, lo que adviene es que el existente se deshace de toda pertenencia, asignación y propiedad para en­ viarse, dirigirse, dedicarse a ... nada distinto al hecho mismo de existir, de estar expuesto a rencuentros, a sacudidas, a encadenamientos de sentido. Cada vez es un "advenir", un "producirse" y un "jugarse" en el que seguramente puede reconocerse un "sí m ismo" pero solo reconociendo al mismo tiempo que ese "sí mismo" (ese sujeto) se encuentra infinitamente alejado, arrojado detrás y delante, por el choque mismo del "advenir". La segunda observación que me viene prolonga la precedente pero en un registro totalmente distinto. Al final del texto de 1992 la cuestión es la de "alguien inventándose a sí mismo cada vez". Hoy me parece necesario agregar que la literatura pone de relieve una invención de ese tipo. No que cada cual deba hacerse

—de manera real o im aginaria— autor de un relato de su existencia ni autor de una existencia "literaria" (novelesca, venturosa, palpitante): se trata más bien de considerar cómo la literatura forma un registro de ex­ periencia y de pensamiento, pues a través de ella solo puede presentarse la verdad del existir que no es un "sujeto" ni "una vida" sino la sucesión singular de una serie de "advenim ientos" —y de partidas— cada una de las cuales abre de cierta manera al infinito. Ahora bien, el infinito es aquello que no vuelve a sí mismo —sino, justamente, al infinito. Terminaré dejando que se deslice aquí la literatura bajo las especies de una cita que dejo sin referencia, in­ dicándoles solamente que el texto original está escrito, como aquí es debido, en un español en el que deben escucharse acentos chilenos y mexicanos. ...entonces se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana y miraba la calle, una calle vulgar, fea, silenciosa, escasamente iluminada, y luego se iba a la cocina y ponía a hervir agua y se hacía café, y a veces, mientras bebía el café caliente y sin azúcar, un café de mierda, ponía la tele y se dedicaba a ver los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto...

Jean-Luc Nancy

NOTA DEL AUTOR

El título: "¿Un sujeto?" fue dado posteriormente al con­ junto de dos seminarios realizados en abril y mayo de 1992, en el marco de la formación doctoral de psicología dirigida por Mme. Dominique Weil. El objetivo inicial era permitir a un público de psicólogos y de psicoana­ listas involucrarse, a propósito de la cuestión del sujeto, en una confrontación con una perspectiva filosófica. El texto que sigue proviene de una transcripción de las sesiones, realizadas bajo la dirección de Dominique Weil, y corregida por mí mismo con la determinación de permanecer lo más cerca posible de la exposición oral, conservando también las simplificaciones, incluso las supresiones, que los límites de horario volvieron necesarias. En virtud de la claridad, fue introducida una subdi­ visión numerada.

J.-L. N — julio de 1992

EL SUPUESTO SUJETO

He decidido adoptar la manera del seminario, es decir, no leerles un texto escrito sino presentarles una exposi­ ción, o un curso, con lo que eso tiene de improvisado, incluso de titubeante, porque no se trata de un trabajo concluido, sino solamente de esbozos, de recorridos para un trabajo por hacer. Así pues, la primera exposición se titula "E l supues­ to sujeto" y la segunda se titula "Alguien".

1. Que el sujeto esté supuesto, eso al menos no es una suposición. Lo habrán comprendido ustedes mismos en el enunciado del título. Es una evidencia en la me­ dida en que "el supuesto sujeto", o el "sujeto supues­ to", es una tautología. Sujeto quiere decir supuesto, en buen latín como en buen francés filosófico, a lo menos. Y vamos a hablar de filosofía, lo que quiere decir que hablaremos también de un discurso filosófico presente en el psicoanálisis. Subjectum, subjectum vel suppositum, en latín es el sujeto o bien el supuesto. Esa es una fórmula que para

la escolástica del doceavo o del treceavo siglo no hu­ biera presentado ningún tipo de sorpresa, ni tampoco ese aire provocador que reviste un poco mi título, in­ tencionalmente. Porque el suppositum podía ser para la escolástica el ser sustancialmente completo en sí, ens in se substantialiter completum, como encontrarán definido por ejemplo en Avicena, así como en Alberto Magno. O incluso la sustancia primera singular, substantia prima singularis, otra definición de suppositum, dicho de otra forma, el ser singular o, como volveremos a decir, el individuo: quizás no en el sentido moderno, sino el in­ dividuo justamente en el sentido del uno, de cada uno, del ekastos de Aristóteles, del que también volveremos a hablar. Esto es lo que hay que plantear desde el comienzo: sujeto o supuesto, el supuesto o el sujeto, es la misma cosa. El subjectum está supuesto, está puesto abajo, de­ bajo, por debajo. Pero toda la cuestión, de seguro, es: ¿en qué sentido? En qué sentido, es decir, inmediatamente, ¿de qué es el soporte? ¿o el subordinado? Todas esas palabras dicen la misma cosa, soporte, subordinado. ("Subordinado", que ya solo existe bajo la forma de "su­ bordinado de Satán", no es otra cosa que el suppositum) *. Entonces, ¿bajo qué está puesto, o qué quiere decir ese "debajo" en general, y en qué estatus o en qué postura ese "estar debajo" pone a lo que llamamos el sujeto? ¿No hay otra postura, además de estar así supuesto o

* Juego de palabras difícilmente traducible: como recuerda J-L. Nancy, suppót (adherente, adepto, subordinado) tiene en francés la misma raíz que support (soporte). No es el caso en español, por lo que no podremos mantener el juego. En este mismo sentido, la referencia a los adoradores de Satán nos parece penosa de traducir al español. [N. del T.]

de ser su propia suposición? Porque el punto esencial, veremos, es que es su propia suposición. Y luego, has­ ta dónde retrotraemos esta suposición: a la suposición de un sujeto, ¿hace falta todavía suponer otra cosa? ¿O bien debemos dirigimos hacia una de-suposición? Todas esas serán nuestras preguntas en las siguientes dos sesiones de este seminario. Veremos cómo, de este conjunto de preguntas, se desemboca en una segunda serie, que será más bien la de la segunda sesión. Estas preguntas, tal como las arrojo, en paquete, componen una red aceptablemente intrincada, amontonada, pues­ to que, como vamos a verlo, ni el sujeto ni la suposición se toman en un solo sentido. Hay por el contrario toda una combinatoria de sentidos posibles. Y en el fondo, por esta primera sesión, tampoco querría hacer nada más que distinguir y clarificar las significaciones, y re­ hacer el montaje histórico-conceptual de la manera más clara posible: ya será bastante en relación a una cierta cantidad de debates, que en su mayoría son debates de opinión más que serios debates de conceptos en tomo al sujeto. Quiero decir: debates del tipo "m uerte del su­ jeto - retomo del sujeto", donde el sujeto se vuelve una especie de extraño títere que puede irse, volver. O bien, los debates del género "ontología versus subjetividad". Y por cierto los debates donde se mezclan sin cuidado lo que se entiende por sujeto en filosofía, lo que se en­ tiende por sujeto en psicología y lo que se entiende por sujeto en psicoanálisis. Debates que en buena medida deben su existencia, y a menudo su necedad, solo a la confusión entre significaciones o a la ausencia de signi­ ficaciones claras y nítidas. Hay, para tomar las cosas a partir de esas confusio­ nes y de esos enredos, dos grandes motivos de debate

o de malentendido alrededor de la palabra sujeto. Un primer motivo transita entre la filosofía y el psicoanáli­ sis, tomado este al menos en su léxico lacaniano, y creo que en ese caso se trata en primer lugar de una singular confusión en cuanto al sentido de la palabra sujeto. La filosofía y el psicoanálisis no hablan de la misma cosa, pero a menudo lo ignoran. Aún cuando no sea tan sim­ ple como eso: Lacan, quizás a pesar de sí mismo, retiene algo, quizás mucho, del concepto filosófico de sujeto. Seguramente volveremos a hablar de eso. Pero un ana­ lista, en su práctica, hablando del "sujeto", no dice la misma cosa que un filósofo que hace un curso sobre el sujeto, sobre el sujeto del sujeto*. Habría que aclarar eso de una vez por todas. El otro debate sucede al interior de la filosofía, es el debate entre lo que se presenta como "filosofía del sujeto", y lo que se afirma como filosofía del no sujeto o sin sujeto, en la medida en que se creyó poder, deber decir que el sujeto no era ya un concepto adecuado al pensamiento contemporáneo. Eso no sin buenas razo­ nes, pero es posible que expresiones como "m uerte del sujeto" o "fin del sujeto" no sean del todo felices. En este debate al interior de la filosofía hay también a me­ nudo una confusión respecto al sentido de la palabra, y por otra parte hay oposición entre ciertas elecciones, decisiones o convencimientos filosóficos. * Con "sujeto del sujeto" traducimos la expresión "sujel du sujet". Aun cuando sea poco frecuente, una de las acepciones de "sujeto" en español, al igual que en francés, es "asunto o materia sobre la que se habla o escribe" (DRAE, 22.a edición). En el prólogo Tradiciones argentinas, escrito por Pastor Servando Obligado a principios del siglo XX, leemos: "Tal es el sujeto del libro digno de popularidad", siendo claro que se refiere allí al tema (las tradiciones) y no al sujeto en sentido de agente. [N. del T.]

Así, en un caso no se habla de la misma cosa, y no es siempre seguro que cada uno de los interlocutores sepa exactamente de qué habla. Y en el otro caso se cree hablar de la misma cosa, del sujeto, y decidirse a favor o contra él, y no es seguro que se hable de la misma cosa. Y entonces no es seguro tampoco que las decisiones que se puedan tomar tengan mucho sentido. Hago estas ob­ servaciones para subrayar lo siguiente: nada es menos claro, hoy, que aquello que se supone cuando se habla del sujeto. Es preciso entonces tomar mucha distancia en relación a todas esas habladurías. 2. Uno de los rasgos más destacables, en el segundo pla­ no de esta confusión, es esta muy simple constatación: que a menudo en la tradición de la que provenimos cuesta mucho encontrar la palabra sujeto con el sentido o los sentidos que se le da. Se puede decir que es solo con Leibniz que la palabra sujeto toma su primer senti­ do moderno en filosofía. Pero se pueden tomar cuatro ejemplos mayores, de autores muy importantes en la historia de la constitución de la subjetividad y en la historia de los debates actuales en torno a ella, para los que la palabra sujeto no tiene ninguna o casi ninguna de sus significaciones actuales. Estos ejemplos son San Agustín, Descartes (lo que tal vez sorprenda a algunos de entre ustedes), Rousseau (que solo conoce la pala­ bra sujeto en una acepción bastante diferente, sobre la que volveremos) y, en fin, Freud (lo que sorprenderá a otros). En cierto sentido no es importante: son las cosas, no las palabras, las que cuentan. Pero las palabras ha­ cen también a las cosas, y entonces esto también indica que no hay y que no hubo un solo sujeto, no ha habido una sola suposición de la palabra sujeto. Y eso quiere decir, aún y de manera más fina, más aguda, que tal

vez tampoco haya una realidad una cada vez que está supuesto un sentido de sujeto. Y entonces que hay que tratar a esa palabra según una multiplicidad de sentido que tal vez, desde ciertos puntos de vista, se revelará irreductible. Lo que quiere decir que hay allí, probable­ mente, el síntoma de algo importante que está en juego. Los debates que evocaba son también síntomas de eso que está en juego, a pesar de sus confusiones o a causa de ellas. Los síntomas de algo que debería guiar nues­ tro interés en estas dos sesiones, a saber, que allí donde por excelencia se contaría con capturar lo "u n o" (pues si hay algo que salta al espíritu cuando decimos "el sujeto" es que hay, de alguna manera, "uno"), encon­ tramos lo múltiple y lo confuso. El mínimo supuesto bajo la palabra "sujeto" es una cierta unidad, y es eso lo que no hallamos. El inhallable supuesto del sujeto, ese es nuestro problema, ese es el estado crítico del que hay síntoma. Como si toda nuestra tradición occidental hubiera trastornado, vuelto contradictorio, múltiple, dividido o diseminado lo "u n o". (Todo eso queriendo decir por otra parte cada vez cosas diferentes). No digo que nuestra tradición haya abismado o haya perdido algo que era "uno" al principio: con seguridad eso no. Ella ha más bien producido, engendrado la problemá­ tica del "uno", del "sujeto uno" a la que ahora debere­ mos enfrentam os. No hablo entonces de degradación ni de pérdida: subrayo que ahí donde hoy tenemos al "sujeto" justamente como el subjectum de una cantidad de confusiones y de debates, alguien como Platón tenía solamente la pequeña palabra griega tis, que quiere de­ cir "alguien" (o el neutro ti que quiere decir algo), y esa palabra no era objeto ni de un problema ni de un deba­ te. Con la palabra "sujeto" nosotros seguimos siempre

un lis, un alguien, pero es el "alguien" en su unidad y/o en su unicidad lo que nos crea problemas, o es eso lo que nos turba. Es para nosotros una cuestión saber si hay alguien, dónde hay alguien, qué es ser "alguien", o quién es "alguien". He ahí la pregunta a la que, creo, se tratará de llegar, porque es una de las preguntas más necesarias en el trabajo del pensamiento contem­ poráneo, como testimonian los síntomas de los que he hablado, y que son también síntomas de la situación de la filosofía, de la psicología y del psicoanálisis. 3. Dicho eso, para comenzar a orientamos en esa mul­ tiplicidad, en esa confusión diacrónica y sincrónica del "sujeto", quiero plantear algo que puede valer como una definición lata, más o menos implícitamente su­ puesta por todo uso de la palabra. Porque está también esta paradoja: bajo la multiplicidad, bajo la niebla, hay también una suerte de consenso más o menos claro al­ rededor de una acepción de la palabra, alrededor de lo que se supone "una" acepción de la palabra, a falta de la cual no se haría siquiera uso de la palabra pues no habría más que pura dispersión. Detrás de todo uso de una palabra hay un mínimo de sentimiento lingüístico. Si dejamos de lado los casos en que la palabra "sujeto" tiene un sentido próximo al de objeto (como en "el suje­ to de esta exposición"), nuestro sentimiento lingüístico nos indica que "sujeto" designa el ser propio de un agente de representación o de volición. Eso es al menos lo que entendemos cuando se habla de un sujeto. Un sujeto es ese "alguien" que puede tener representa­ ciones y/o voliciones. Digo "volición" para tomar esa palabra arcaica en un sentido lato, deseos si ustedes quieren (a condición de que se pueda hacer la distin­ ción entre representaciones y voliciones, cuestión que

no va de suyo. Pero dejemos eso). En segundo lugar, el mismo sentimiento lingüístico nos indica también que poder tener ese tipo de cosas, de representaciones y/o voliciones, supone inmediatamente una propiedad bas­ tante precisa y que es precisamente la propiedad de la apropiación. Poder tener representaciones o voliciones es poder tenerlas como suyas, y eso no en el sentido de una posesión exterior sino según una verdadera asimi­ lación a sí mismo. Hace falta que ese "alguien" tenga la representación o la volición presente en él mismo como él mismo. Por cierto no hago aquí más que repetir una frase de Kant: "es preciso que mis representaciones puedan ser m ías"*. Es decir que la representación no puede ser lo que es una imagen en un aparato fotográ­ fico. El aparato tiene la imagen en él, pero no la tiene por él, no la tiene como suya. En este sentido, tener algo como suyo es de una manera o de otra rencontrarse en ello o rencontrarse a sí mismo en ello. El sujeto que comprendemos como agente, o como portador de una representación o de una volición, es entonces lo que es para sí mismo. El "tenerse a él m ismo" o el "ser para sí m ism o" define, entonces, más latamente al sujeto así comprendido. 4. Ahora bien, no vamos a hablar más que de eso: ¿qué es "ser para sí m ism o", o qué es "tenerse"? aquí, pre­ cisamente, tener y ser no constituyen distinción. Es

* Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (Buenos Aires: Colihue, 2007; Traducción de Mario Caimi), §16. Cuando J-L. Nancy ofrece referencia en el cuerpo del texto, la dejamos tal cual, cambiando solo el número de página en los casos que corresponde. Cuando, como en este caso, no da referencia, la agregamos nosotros. En cuanto a las traducciones, seguimos más la ofrecida por Nancy que la versión castellana corriente. [N. del T.]

uno de los aspectos de la cuestión del sujeto. Qué e* ser para sí mismo o qué es tenerse, es eso lo que nos pone de inmediato frente a una gran cadena de de­ terminaciones filosóficas. Tomo tres para marcar tres momentos en ese encadenamiento. Kant, primero, para quien "tener representaciones como m ías" remite a un "yo" trascendental al que hay que plantear como una forma necesaria pero en sí misma vacía, incognoscible como sustancia. Segundo momento, otro dispositivo: Heidegger, quien plantea no la pertenencia de repre­ sentaciones de un "sí mismo" sino la existencia como aquello donde lo que sucede es "cada vez m ío" (en ale­ mán, Jemeinigkeit). No se trata, en principio, de un suje­ to como presencia supuesto bajo la representación, sino que se trata de una apropiación, de un acontecimiento de apropiación constitutivo del acontecimiento de exis­ tir. Tercer momento, la pregunta planteada por Derrida a la "presencia a sí" del sujeto husserliano, pregunta que yo resumiría así: ¿cuál es la diferencia implicada por el estar-presente-a-sí, o cuál es la distancia del "a sí" de la presencia a sí? Tres momentos entonces de la pro­ blemática del sujeto: mis presentaciones en tanto que las del "yo", lo "m ío" de la existencia en cada instante, y la presencia a sí como distancia a sí. ¿Qué deviene el "sujeto" a través de esos tres momentos? Esto será uno de los hilos conductores en lo que sigue de este semina­ rio: la problematización del "sujeto" entendido como el soporte o como la suposición de una apropiación para sí mismo, de sí mismo para sí mismo. 5. Pero un retorno al sentimiento lingüístico se impone primero, para complicar un poco esos datos de parti­ da. Pues el sentimiento lingüístico nos da también otro sentido de "sujeto", u otra suposición cuando se habla

de un sujeto. Es súbdito el que está sujeto, el que está sometido a algo, a una autoridad o a una obligación*. El o la, pues en ese caso la palabra admite un femeni­ no, "súbdita". Lo admite como sustantivo, pero tal vez porque es allí en primer lugar adjetivo. Mientras que en el primer caso el sujeto no es más que sustantivo, es de­ cir también sustancial (vamos a volver sobre eso), y el sustantivo es como por definición siempre masculino. Entonces sujeto, sujeta, como ejemplo "siem pre he es­ tado sujeta a sudar", escribe Madame de Sévigné (carta 575). El sujeto o la sujeta está expuesto(a) a accesos o a accidentes. No la sustancia que soporta accidentes, en tanto que cualidades o propiedades, sino un súbdito expuesto a que le suceda algo, o bien expuesto a los efectos de una autoridad, ley o soberano. El súbdito so­ bre el que algo cae o recae. Es bastante destacable que en este sentido, en lugar de la propiedad de sí sea la sumisión a otro lo que es significado. Es lo que se llama la sujeción. Aunque este último término relativamente poco utilizado hoy haya podido designar también el es­ tado del que somete: Pascal por ejemplo escribe "poner bajo su sujeción". Doble sentido, entonces, que él mis­ mo redujo al doble valor del sujeto. Si es que el primero es un valor activo y el segundo un valor pasivo, había entonces dos suposiciones posibles del sujeto: o bien es lo que está bajo una representación o una volición, es el soporte de una representación o de una volición en tanto que el ser para sí o la propiedad de sí de esa

* "Sujeto" y "súbdito" se dicen en francés con la misma palabra: "sujet". Hay nuevamente un juego difícil de traducir, pues solo contextualmente se puede determinar si se trata de un súbdito, de una súbdita o de urv sujeto. [N. del T.]

representación, o bien es lo que está colocado bajo la autoridad o bajo el imperio de alguien más. 6. El sentimiento lingüístico nos impone aún una ter­ cera significación, o una tercera suposición: el sujeto es también la materia que se trata, por ejemplo el sujeto de este seminario, que es "el sujeto". Es entonces lo que está debajo, en el sentido del objeto de un discurso, de un análisis. Nada más corriente que tomar "sujeto" en el sentido de "objeto". Ese sujeto-objeto pierde su referen­ cia implícita a un alguien o a una alguna y deviene más bien algo, una cosa. Su "estar debajo" es una sumisión a la apropiación y a la inspección de un entendimiento, un entendimiento que da a la cosa su unidad de objeto. Hay entonces, si ustedes quieren, al menos tres ins­ tancias o tres suposiciones del sujeto. Como más tarde lo veremos mejor, eso responde en primer lugar a la historia de la palabra, en la cual se mezclan, como en tantas palabras, muchas proveniencias, muchas tra­ ducciones y por consiguiente muchas significaciones. Eso no es para nada banal y no merma la consistencia propia de cada uno de esos sentidos tomados separa­ damente. Es bastante cierto, por ejemplo, que el sentido político-jurídico del sujeto, del latín subjectum, se sepa­ ra claramente todavía, en la mayoría de los contextos, del sentido filosófico, en el que la misma palabra ha traducido el griego hypokeimenon (lo que se mantiene debajo). Basta entonces saber lo que está supuesto por el contexto. Pero no es menos cierto que la proliferación de sentidos y su amplitud, que aquí he limitado a lo esencial, arriesga evocar más tarde la distinción entre sujeto y sustancia, o incluso entre los buenos y los ma­ los sujetos, o incluso el sujeto en sentido botánico de

soporte o receptor de un trasplante, para no hablar de lo que finalmente está en juego hoy: el filósofo o el ana­ lista o el jurista, tal filósofo, tal analista o tal ju rista... sin duda esta proliferación no es ajena a la confusión y a los debates de los que esta palabra es el objeto, o el sujeto. Lo que quisiera desprender es cómo esa confusión ge­ neral sería la de una suposición en tanto que suposición de un "uno", de lo uno. El sujeto causa problemas por­ que es la suposición de lo uno, o porque se supone a sí mismo como lo uno o como uno. 7. A partir de esos preliminares, intentemos enfrentar la proveniencia de ese régimen plural, complejo y re­ torcido del supuesto sujeto. Para ello hace falta que yo marque a lo menos algunas etapas, solo algunas, de una historia que, lo verán, no es nada más que la historia de Occidente o de la filosofía en tanto que historia de una suposición. Con eso no quiero decir solamente una su­ posición determinada, algo que habría sido supuesto y que tendríamos entonces detrás, en nuestro origen, eso es lo que está presupuesto. Quiero decir más bien esto (que es un poco más complicado que la suposición): el gesto mismo de suponer es el gesto occidental filosófico por excelencia, el gesto principial. Y que consecuente­ mente el sujeto, en tanto que es él mismo (si oso decirlo así) el retoño de ese gesto, en tanto que suposición de sí, y eso en muchos sentidos, no es evidentemente cualquier cosa: el sujeto es de alguna manera, si oso decirlo así, la figura cumplida, desarrollada, de un gesto de alguna manera pre-subjetivo. Ese es verdaderamente el gesto fundador occidental, el gesto de la suposición y de la presuposición. Eso habría que desarrollarlo muy larga­ mente y no es posible aquí, pero pienso que pueden re­ presentarse un poco ustedes mismos aquello de lo que

quiero hablar. Digámoslo por ejemplo así: occidente es lo que comienza diciendo "yo me presupongo como habiendo ya estado". Por ejemplo, y aparentemente junto a nuestra cuestión del sujeto, tomen la ciudad. Se dice que Occidente comienza con la ciudad, ahora bien la ciudad dice "yo ya soy la ciudad". No cuenta su génesis. Dice que se fundó a sí misma. Dice "soy la ciudad, no soy ni la villa ni el imperio ni lo nómade, no provengo de ellos, me instituyo a mí misma, lo que es justamente lo propio de una ciudad". Eso eviden­ temente arrastra consecuencias, tanto políticas como filosóficas. Y en este sentido, si la subjetividad como tal no está formalmente presente en el nacimiento de Occidente, y es seguro que formalmente no lo está, pue­ de por el contrario mostrarse que Occidente nace en la suposición, que es ella la que vuelve posible la subjeti­ vidad. Sin duda la subjetividad propiamente dicha se toma su tiempo para desplegarse. Se habrá insistido y repetido, ustedes lo saben, que en cierto sentido no hay subjetividad antes de San Agustín, lo que quiere decir que no hay subjetividad antes del Cristianismo. O bien, algunos pueden decir, permaneciendo en el dominio griego, que no hay subjetividad antes de Eurípides. Nada de eso es falso, y se puede decir también que no hay subjetividad antes de Descartes, propiamente ha­ blando. Pero se tendría aún más razones para decir que la subjetividad no se alcanzó verdaderamente antes de Hegel. Si la subjetividad como tal no está presente en el nacimiento de Occidente y si es cierto, globalmente, que la antigüedad es el mundo sin subjetividad (y toda­ vía en parte la Edad media), no es sin embargo menos cierto que el sujeto en su estructura más general, es decir en la estructura de la suposición, sí está en el na­

cimiento de Occidente. Desde este punto de vista, creo que la determinación hecha por Heidegger del momen­ to cartersiano como el momento de irrupción del sujeto queda aún demasiado corta. Deja en la sombra algo de esta suposición que está presente desde el comienzo. Yo diría que Occidente, o la filosofía, es eso que se es­ tablece en y como la suposición, o según la relación de suposición. 8. D e esta trayectoria de la filosofía solo voy a retener ahora lo que compromete más directamente o más visi­ blemente a la dimensión del sujeto tal como lo he toma­ do latamente en su primera definición, es decir, como sujeto de la representación y/o de la volición. Diciendo esto me conformo, esta vez, con el gesto de Heidegger. Este justamente designa, en el sujeto cartesiano, el suje­ to de la representación y ve en él al sujeto como tal, en general o absolutamente. Pero ese sujeto de la presenta­ ción tiene él mismo una historia en la que primero no se presenta del todo como el sujeto de la representación. Partamos, si así lo quieren, por Anaxágoras, o en todo caso por Anaxágoras tal como Platón lo comprendió. De Anaxágoras el Sócrates de Platón admira la gran idea, la idea mayor (en el Fedón, 97 B), a saber, esa idea de que el nous (palabra de la que viene "noético", o las palabras de Husserl, "noem a", "noem ático", etc., el intelecto o la inteligencia si quieren, es decir el pensa­ miento dirigido de tal o cual manera, o incluso la inten­ ción, la atención, la concepción) de que el nous, digo, es el autor del orden del mundo. He ahí para Platón el gran hallazgo de Anaxágoras. Anaxágoras se distin­ gue así de aquellos que le atribuían al mundo, como su causa o su principio, uno de los elementos de la na­

turaleza, el agua o el fuego por ejemplo. Anaxágoras dice que es el nous el que es autor del orden del mundo. Anaxágoras, que es un poco más joven que Parménides, ese Parménides que en su poema dice, como ustedes sa­ ben, que es la misma cosa noein, pensar, y noema, lo que es pensado. Hay entonces, evidentemente, una configu­ ración histórica en la que la cuestión del nous, del pen­ samiento, juega un rol muy importante. Y es al interior de eso, es en la matriz del nous que el sujeto comienza a prepararse. Dejo de lado cualquier otro examen de la doctrina de Anaxágoras y no retengo más que esto, que es lo que nos interesa: el nous de Anaxágoras no es un elemento natural, no es tampoco, o en todo caso no exactamente ni tampoco en principio, un dios ni tampoco un demiurgo. Aun cuando sea llamado dios o divino por otros, no es como tal un dios. Es la capta­ ción a la vez ordenada y ordenadora de algo en general. En tanto tal, en tanto intelecto ordenador del mundo, tiene dos propiedades: en primer lugar, no está dado por una experiencia o por un testimonio, sino que está supuesto. Ahí está la suposición. Ese gesto de suposi­ ción no es propio de Anaxágoras, es el gesto de todos los que llamamos físicos jónicos, quienes suponen un principio del universo: el agua, el fuego, etc. Pero lo que está supuesto con Anaxágoras es, justamente, el orden del mundo. Lo que está supuesto no es una materia primera, es el ordenamiento de todas las cosas. Es el hecho de que el mundo mantenga, que sea consistente, coherente, relativamente coherente, que no esté en lo puramente ilimitado y mezclado. Anaxágoras dice: las cosas eran ilimitadas y estaban mezcladas, luego hay lo no-ilimitado y lo no-mezclado, pues las cosas son distintas, y eso supone un ordenamiento. Es entonces el

orden lo que se supone a sí mismo como ordenamien­ to. El orden como hecho está supuesto como acto. Se supone como puesta en orden. El hecho supuesto a sí mismo como acto comporta también la dimensión de una relación a sí. El orden se supone. Noten también al pasar, si quieren mirar de reojo, que en quien puede aparecer como completamente opuesto a Anaxágoras, del lado que diríamos materialista de Demócrito, tienen ustedes la misma cosa. Los átomos y la relación de los átomos en su caída es la suposición del ordenamiento, de la puesta en orden, del orden del mundo. Este se produce por la caída y el azar, pero es otra figura de la puesta en orden. Y tal vez nos da también de inmediato, curiosamente, una doble figura del sujeto, ya sea el su­ jeto como uno solo, un ordenador, ya sea el sujeto como muchos pequeños "uno", singuli, muchos pequeños átomos que hacen falta, si es que ese número puede ser determinado. La suposición fundamental, o la razón por la que se podría fabricar la palabra "sujeción", es lo que está en obra cuando el dato del mundo es tomado como ordenado y cuando, al mismo tiempo, porque está tomado como orden, el ordenamiento se le supo­ ne a lo ordenado. Pero el ordenamiento está supuesto como algo que es en última instancia, tal vez, de la mis­ ma naturaleza que lo ordenado. Una vez más el orden está presupuesto. Cuando se trata de un dios, que crea o fabrica el mundo, el ordenador tiene otra esencia, otra naturaleza. Aquí, por el contrario, podría bien ser de la misma. 9. Segundo momento, Sócrates y Platón. Sócrates es sin duda, y no por azar, quien trae la primera palabra explícita, si puede decirse, de la subjetividad: es el fa­ moso "conócete a ti m ismo", el famoso gnoti seauton,

que Sócrates recibe del dios de Delfos. Y noten al pasar que hay allí todavía un dios, hay todavía la figura de un dios. Yo diría que ese dios es verdaderamente el último dios. El último dios que lanza la primera palabra, si quieren, de la subjetividad. Cuando se quiere distinguir bien al Sócrates histórico del Sócrates de Platón, se in­ siste sobre al carácter ante todo moral, como se dice, del "conócete a ti m ism o", a diferencia de lo que va a hacer Platón con él. Pero lo que nos interesa por el momento es el Sócrates de Platón, es decir justamente el Sócrates supuesto por Platón. Todo ese juego de suposiciones al que Platón se entrega con Sócrates y que hace que Sócrates sea también el primer sujeto del texto, del diá­ logo filosófico. Ahora bien, ese Sócrates supuesto por Platón, ese Sócrates alzado como figura de la filosofía, es una figura de suposición. Por ejemplo, Sócrates es bastante feo, pero en el interior tiene el alma más bella. Y para volver al oráculo de Delfos, Sócrates tiene una destacable, impresionante propiedad, que es la capacidad de aplicar su pensamiento a sí mismo (vean el Banquete 174 D). El Sócrates de Platón no es simplemente quien portaría una sentencia moral, "conócete a ti mismo", sino que se distingue por ese saber-hacer, por aplicar su nous a sí mismo. Es decir que lo que dios le ordena está ya preparado, presupuesto en él, como su naturaleza. El nous entonces aplicado a él mismo, volteado hacia sí mismo, sometiéndose él mismo a él mismo. Helo ahí a Sócrates, he ahí el ejemplo, he ahí el paradigma. Para Platón, eso entrega el principio de un "conocerse a sí m ismo" no ya moral sino teórico, del que tomo ahora otra determinación en el texto de Platón: conocerse a sí mismo supondría la posesión de un saber que se sepa a sí mismo, episteme epistetnes, la ciencia de la ciencia.

Una ciencia de la ciencia la encontrarán en el Cármides, en 169 DC. Una ciencia de la ciencia es una suposición que se hace en ese momento (Platón emplea el verbo sunchorein, admitir, hacer una hipótesis). Se hace la hi­ pótesis de una ciencia de la ciencia. Un saber que se sabe, una episteme epistemes, sería la suposición de un "conocerse", él mismo presupuesto para poder ser sa­ bio. El "conocerse" exige la mediación de una ciencia que sea ella misma su propia ciencia, de una ciencia que se suponga a ella misma e, inversamente, una relación con sí mismo sería la presuposición de un saber ver­ dadero. De esto encontramos el fruto en Descartes: el saber verdadero es un saber que se sabe, incluso es allí donde está el saber verdadero. Ciertamente, y en la es­ tela de Cármides, esa ciencia de la ciencia no puede ser encontrada. Al contrario, se concluye que no se la pue­ de encontrar y que todo lo que se sabe es que no se sabe. Ustedes saben, la gran fórmula socrática, el resultado del "conócete a ti mismo" en el orden teórico es "solo sé que nada sé". Pero esa negatividad no anula la im­ portancia de la suposición. Como también saben, muy a menudo en Platón la conclusión aporética de un diálo­ go es un procedimiento para hacer entender lo que pasa con la verdadera solución, y en primer lugar esto: que la verdadera solución no puede ser encontrada por las vías de la dialéctica y del diálogo. Y en efecto, de lo que se trata aquí, y que en otra parte llama noesis noeseos, la inteligencia de la inteligencia o el pensamiento del pensamiento, está más allá de la dialéctica. Debemos volver a ver esto: cómo el término último de la presencia a sí, es decir también la suposición pri­ mera o última de toda suposición, se presenta siempre al final o más allá de las dialécticas. Para decirlo brutal­

mente: la suposición última es siempre supuesta como fuera de alcance. O incluso está supuesta en dos senti­ dos: puesta debajo, en el principio, y supuesta, pero no planteada. Esta negatividad inherente a la suposición forma en buena medida lo que está en juego en el "su ­ jeto". Luego ahora el saber en tanto que "saberse" es una relación consigo, y la relación consigo es un saber de sí. Ese es, si ustedes quieren, el segundo estado de la matriz suposicional. 10. Tercer momento, Plotino. Plotino hace avanzar las cosas un poco diciendo, en la tercera Enéada, libro 9, lo siguiente: "Cuando nos pensamos a nosotros mismos, es claro que vemos una naturaleza pensante (...) este pensamiento nuestro presupone otro Pensamiento, que está como en quietud"*. Acá tenemos un giro más: nos pensamos a nosotros mismos y nos encontramos en nosotros como naturaleza pensante, y esta presupone un pensamiento anterior, que no implica movimiento, mientras que nuestro pensamiento está siempre en movimiento hacia algo. Hay que introducir aquí una suposición bajo la suposición precedente. ¿Por qué hace falta tal suposición? Porque para Plotino en general todo lo que está en movimiento presupone algo que no esté en movimiento, que no esté en desplazamiento. Es decir, también, que no esté en potencia, sino que sea pura y simplemente, absolutamente presente y en acto. Para que haya algo en movimiento, entonces, hay que suponer algo en acto. Se tiene aquí entonces, y de hecho en una especie de desenlace conjunto de Platón y de Aristóteles, la idea de que el pensamiento del pensa­ * Plotino, Encadas 111-1V (Madrid: Gredos, 1985; Traducción de Jesús Igal), 271. [N. del T.]

miento, la suposición por excelencia, es el acto puro de un nous, o el nous como acto puro. Es decir, por primera vez el nous es definido como pura relación consigo mis­ mo sin movimiento fuera de sí. Y en efecto, dice Plotino, el pensamiento que tenemos de nosotros mismos nos entrega la imagen de lo que es el nous, pero solo una imagen. En Plotino hay todavía un grado más de suposición. El nous, como presencia a sí del pensamiento, presupo­ ne aún al uno. En el uno, dice Plotino, no hay nada más que el uno, y el uno debe ser presupuesto. En el uno hay el uno, es decir que no hay allí ni siquiera la lige­ ra, la ínfima distinción implicada en "pensamiento del pensamiento", en noesis noeseos. Es por esto que según Plotino se accede al uno a través de lo que es llamado éxtasis, y que no es ya conocimiento. Tenemos así un doble carácter de la suposición: por una parte, hace fal­ ta una división consigo mismo para plantearse bajo sí mismo, detrás de sí mismo, noesis noeseos, fundamento para sí mismo. Y por otra parte, y al mismo tiempo, es así que la unidad de un sí mismo sin división puede ser planteada en el fondo o en el principio. Se tiene en­ tonces a la vez división y unidad. Todas las figuras del "sujeto" heredarán esa estructura doble. 11. Cuarto momento: Agustín. Agustín es realmente el giro de la antigüedad en cuanto a la subjetividad. No solo él, evidentemente, pues se trata de hecho de la totalidad del cristianismo y haría falta detenerse largamente allí. Les señalo, porque tal vez volveré a hablar un poco de ello, que el dogma central del cristia­ nismo, a saber el dogma de la encarnación, se enuncia teológicamente, teológico-filosóficamente, diciendo

que el Cristo es una sola naturaleza en dos hipóstasis. Ahora bien, hipóstasis no es más que otra palabra para hypokeimenon (puesto debajo, supuesto, palabra muy importante en Aristóteles), que en latín se traduce por subjectum. Hay allí toda una familia, "sustancia", "su ­ jeto", "hipóstasis", "hypokeim enon", de la que podría decirse que es toda la familia del suppositum. El dogma central del cristianismo es entonces el dogma de uno en dos sujetos, o dos sujetos en un sujeto (en una persona). Y la suposición se llama aquí misterio. Pero volvamos a Agustín. Con él, el "ser supuesto a sí mismo" y el estar presente a sí como saber de sí, devienen el asunto específico de una instancia propia, que va a ser justamente la instancia de lo propio y que de este modo va a ser, desde ya, el lugar mismo del su­ jeto en un sentido pre-modemo: se trata del alma. (Más tarde, Leibniz dirá "el sujeto o el Alm a"). En tanto que distinta del cuerpo, el alma se distingue precisamente por la presencia a sí, incluso por la inmanencia a sí, la presencia sin distancia y sin movimiento. El alma se distingue por la interioridad o, más bien, en los térmi­ nos de San Agustín, por la intimidad, intimidad que es también intimidad con Dios, o intimidad divina en mí, lo que es lo mismo. Así, el alma no se distingue del cuerpo por motivos en primera instancia morales. En primera instancia el alma se distingue del cuerpo por un motivo ontológico, ella es el lugar de la verdadera presencia (De trinitate, libro 10, capítulo 9). Una presen­ cia verdadera, interior, no simulada: el alma es el nom­ bre de la verdadera presencia, es decir de la presencia a sí, sibi praesens, presencia a ella misma. Presencia que de alguna manera toca su propia suposición, que es indiscernible de ella. Desde ese momento (lo que

nos arrastra cada vez más rápido hacia la subjetividad moderna) comienza una relación de sí mismo consigo mismo que constituye esa presencia a sí. En efecto, bas­ ta con que se le diga al alma "conócete a ti m ism a", cognosce te ipsam —es decir que se renueva con el alma el mandamiento socrático, dice San Agustín (siempre en el mismo pasaje del tratado de la Trinidad)—, para que con la simple enunciación te ipsam, "ti m ism a", el alma se conozca a ella misma, cognoscit se ipsam. Es decir que le basta ser designada en su identidad para conocerse: lo que quiere decir también que fuera de eso no hay nada que conocer, que el se ipsam, el sí mismo, o si quie­ ren el conocer que yo soy mí mismo, es la misma cosa que conocerme a mí mismo. Yo soy mí mismo, en algún sentido me agoto en esa propiedad de ser mí mismo. Es eso lo que soy, fundamentalmente. Esa propiedad de ser mí mismo es la propiedad más propia, la propiedad de todas las propiedades. Aquí sale a la luz algo que tendrá una gran impor­ tancia para todo lo que sigue, aquí surge la puntuali­ dad del sujeto. La puntualidad siempre ha estado allí, latente, pero aquí es verdaderamente evidente y está indicada, más precisamente, como una puntualidad enunciadora y receptora al mismo tiempo. Es el asunto de esa llamada, de ese dictamen: cognosce te ipsam: ella no solamente comprende, dice San Agustín, sino que comprende de inmediato, eo icto, en ese golpe, por ese golpe, de un solo golpe. Id u s es el golpe, el choque, y es también el latido de la medida, o de las gallinas. La suposición deviene la suposición de una enunciación o de un dirigirse del sujeto al sujeto, en un golpe, un latido de interpelación. Hay una dirección, una palabra dirigida, el ego se conoce como ego en la medida en que

un tú le es dirigido bajo el régimen del "tú mtamo”, í.jfi», entonces, deviene también el que se dirige a si mlanio, que se llama o que se interpela. O bien es así que devie­ ne ego, es así que un cierto "uno", un supuesto "uno", deviene ego. Y esa interpelación indica entonces un "en ­ tre", un entre tú y yo, que en San Agustín sucede entre Dios y yo: es Dios quien me dice "conócete a ti m ismo". Y es entre Dios y yo que se abre todo el espacio de las Confesiones, es decir lo que nos entrega también el pri­ mer modelo de ese desahoga, para decirlo con un térmi­ no romántico, del sujeto, abriendo así una serie que pa­ sará por Montaigne, Descartes, Rousseau o Proust. Pero ese espacio entre Dios y yo es también el espaciamiento entre deus intimior intimo meo, dios más íntimo a mí que yo mismo, y mí mismo. Al mismo tiempo que remite al otro remite al mismo en su suposición más supuesta, si puede decirse, más íntima. La suposición última es esa intimidad, más íntima a mí que yo mismo que es la intimidad de Dios en mí. La suposición del otro, bajo la posición del mismo, sosteniendo la posición del mismo, es la condición y quizás la condición decisiva del sujeto. Es decir, también, tanto el otro supuesto como mismo, como el mismo supuesto como otro. 12. Quinto momento: Descartes, evidentemente. En cierto sentido, todos los elementos del ego sum están ya dados. Y lo que se agrega, con Descartes, son de al­ guna manera tres determinaciones que van a producir el "yo" completo del sujeto. Esas tres determinaciones son: la necesidad, la temporalidad y la sustancialidad. Esas tres determinaciones, que eran latentes, virtuales, salen ahora a la luz. Primeramente la necesidad. La su­ posición del sujeto en Descartes se vuelve estrictamen­ te necesaria, como bien saben, a través de la duda. La

duda permite no solo llevar a la pureza absoluta a ese yo que piensa dudando, y que piensa "que puesto que dudo, hace falta que sea algo". Eso no solamente lleva a ese "y o " a su claridad absoluta, sino que lo lleva nece­ sariamente. Lo único que puede hacerse es llegar hasta allá. Esta suposición no es una suposición en el sentido de una hipótesis, o bien es una hipótesis coactiva, es la hipótesis contra la que no se puede hacer nada y que sin embargo no está probada, no está demostrada. El ergo que se encuentra en el texto del Discurso, Lacan lo vio bien, es casi un lapsus de Descartes. Ego sum no está demostrado, es una inferencia necesaria pero sin prue­ ba. La prueba es la evidencia. Y la necesidad es lo que ha llevado a esa evidencia absoluta. Pero entonces en el extremo de esa necesidad, el sujeto, que les recuerdo que no se llama todavía sujeto, se llama ego, el sujeto deviene entonces la suposición del ser mismo, del único ser, en todo caso, sobre el que fundarse. Aquello de lo que hemos determinado la necesaria estructura de su­ posición no es una instancia entre otras, es el ser mismo el que está supuesto y que se supone como el "yo soy", ego sum, yo existo. Segundo elemento, la temporalidad. Ego sum es verdadero, dice Descartes, tantas veces como lo pro­ nuncie o lo conciba en mi espíritu. Tantas veces como lo pronuncie: lo que en San Agustín estaba dirigido, cognosce te ipsum, se vuelve simple declaración en pri­ mera persona: ego sum. Tantas veces o, incluso, en la segunda Meditación: "mientras piense (...) si dejo de pensar, dejaría al mismo tiempo de ser o de existir". Ego sum, entonces, es verdadero cuando lo pienso o cuando lo digo, es decir en el momento en que lo pienso ese enunciado es adecuado a la realidad. Ego sum es real

todo el tiempo que pienso. Así, no todo pensamiento es el pensamiento ego sum, pero todo pensamiento su­ pone como fondo el ser de ego. Y todo ego supone como fondo un "pensarse", pensar es pensarse. Pensarse no es una determinación suplementaria que se agrega, es por el contrario una determinación de suposición nece­ saria. Por otra parte, esa presencia a sí se hace presente, presente temporal, presente del instante. Id u s de una presencia del ser que aparece y desaparece a cada mo­ mento. (Volveremos a encontrar las consecuencias de esto en Kant, es por eso que lo apunto). Porque lo que en Descartes se mantiene todavía inmóvil en la presen­ tación de un presente, de ese presente de la enunciación ego sum, en Kant será llevado al pasaje permanente del tiempo, e incluso como ese pasaje. En fin, en tercer lugar, la sustancialidad. Lo que está supuesto en el ego sum es el ser mismo, el fundamen­ to del ser o el ser-ego como el mínimo absolutamente necesario de ser. Pero entonces ego qui sum se supone a sí mismo como algo. Ahora bien, en el instante de su enunciación él es nada. El ego sum, en cierto sentido, no es más que su flatus vocis (Lacan, que yo sepa sin tematizarlo, lo vio muy bien). Y no toma consistencia más que atribuyéndose inmediatamente la consistencia de una cosa, hace de su existo una cosa, es decir también, para Descartes, sustancia, la cosa pensante. Una sustancia cuya esencia toda o cuya naturaleza es solo pensar. A propósito había dejado de lado hasta ahora el motivo de la "sustancia". Hasta aquí habíamos tenido el motivo de la suposición como relación a sí, noesis noeseos. No habíamos encontrado todavía, o apenas, lo que nos entrega por primera vez una palabra de la familia del subordinado, de la suposición y del sujeto,

la palabra sustancia*. La palabra "sujeto" no existe en Descartes en el sentido que conocemos, y es totalmen­ te falso, históricamente, decir "el sujeto cartesiano". Encontramos, por el contrario, la palabra "sustancia". La cogitatio es el atributo de la sustancia, que es para Descartes la mens, el espíritu. ¿Qué es una sustancia? Descartes mismo lo dice, retomando definiciones que vienen de la escolástica: "toda cosa en la que reside in­ mediatamente o por la cual existe algo que concebimos, es decir, alguna propiedad, cualidad o atributo, del que tenemos en nosotros una idea real, se llama sustancia" (IIa Respuesta, Definiciones). La sustancia es lo que está supuesto por y para algo, su sustrato, su relación. (Diría al pasar que cuando Lacan escribe "el sujeto cartesiano es el presupuesto del inconsciente" —en los Escritos 2, página 798—, no retiene en ese momento más que el aspecto de enunciación del ego sum, olvida la sus­ tancia o la sustancialidad que en seguida le es supuesta al ego. Y es sin duda lo que queda por interrogar en el sujeto lacaniano: ¿sustancia o enunciación? Es decir, dos modos diferentes de la suposición.) Hay que decir una palabra sobre la historia de la sustancia. Esta viene de Aristóteles. La sustancia, cuyo nombre latino quiere decir "puesto-debajo", es la tra­ ducción del griego hypokeimenon. Hasta aquí, la suposi­ ción la hemos enfrentado más bien como un gesto, ¿no es así?, el gesto de suponer, de suponerse él mismo de­ viniendo gesto de dirigirse a sí mismo. Pero del lado de la sustancia la suposición es una posición, es la posición de lo que en Aristóteles se llama ousia, traducido como * Recuerde el lector que en francés las tres palabras tienen la misma raíz. Ver nota página 14. [N. del T.]

esencia y a veces también como sustancia. Es decir, lo que no está relacionado con un hypokeimenon, sino que es por sí mismo hypokeimenon, eso bajo lo cual ya no hay nada. En la escolástica, hypokeimenon se traducirá como subjectum y ousia como substantia. Pero lo que más nos debe interesar es que en Aristóteles hypokeimenon, lo-que-está-puesto-por-debajo, es el alguien: es ekaston, un "cada uno". O bien, en latín escolástico, el singulare suppositum, el singular supuesto, supuesto a todas sus propiedades o cualidades. Para Aristóteles, un hombre, cada hombre, ekastos, un hombre o un caballo singular, individual, he ahí "lo que está bajo las propiedades", lo propio mismo. Así, la sustancia introduce otra consideración de la suposición, pues es más la de una posición relacionada con la del gesto, pero también porque remite más bien a lo empírico, a lo sensible, a lo concreto, a uno de los que llamamos individuos. La sustancia hace señales en dirección a la experiencia, esa sería la experiencia como supuesto, mientras que el gesto, apuntando en direc­ ción contraria, la de pensarse, haría señas, digamos, hacia una trascendencia. Pero les recalco que lo que es común a esos dos órdenes de la suposición es que, a fin de cuentas, ambos le conciernen al "un o". Podría decirse: por un lado el gran Uno, la trascendencia del Uno o como Uno y del otro lado el pequeño uno, la multiplicidad de individuos. Pero fuera de eso, que es tal vez ya mucho, siempre se trata del uno. 13. Ese segundo aspecto de la suposición, la suposición sustancial, conduce a tres observaciones. Primero, y para permanecer cerca de Descartes, evi­ dentemente la sustancia pensante no es conocida por sí

misma. Para toda la tradición aristotélica, la sustancia o el ser singular no es cognoscible por sí mismo, sino solo a través de sus cualidades, a través de sus accidentes: ese ser singular tiene el cabello negros, anteojos, habla francés, etc. Pero no se lo puede conocer por sí mismo. Esto sigue siendo cierto para Descartes, que en efecto dice que a la res cogitans, o a la merts, la sustancia pen­ sante, no la puedo conocer por sí misma. La conozco por su atributo que es la cogilatio. Sin embargo, el pen­ samiento como atributo de la merts no se distingue de la sustancia más que por una distinción de razón, dice también Descartes (Los principios de la filosofía, parte I, sección 62), es decir que no hay más que una distinción formal, lógica, pero en realidad no hay distinción. El atributo "pensam iento" no es realmente distinto a la sustancia pensante. La propiedad a través de la cual conozco la cosa pensante, a saber el pensamiento, la cogitatio, equivale a la cosa misma. Es entonces como si conociera el soporte mismo de la propiedad. En con­ secuencia, se puede decir que con Descartes se trata de una apropiación de la sustancia por sí misma, o que el sujeto verdaderamente pone su suposición o se pone suponiéndose. Esta apropiación por sí misma de la sus­ tancia es totalmente ajena al espíritu de Aristóteles. Con Descartes la psyche, en todo caso la psyche del hombre, deviene la mens misma como energeia, es decir, como ser en acto. La dimensión augustiniana o plotinoagustiniana del acto es retomada aquí como sustancia. Para Aristóteles, ciertamente, la sustancia es acto pero, en tanto que acto, no se conoce como sustancia. Con Descartes se tiene, si ustedes quieren, al ser que se su­ pone necesariamente a sí mismo y que se obtiene y se conoce a sí mismo en acto en esa auto-suposición. De

un solo golpe, y al mismo tiempo de un golpe que es también, como decía recién, un corte temporal, un pre­ sente temporal. Segunda observación: alejándose de Descartes, yen­ do más bien hacia lo que sigue, se tienen dos esquemas de la suposición que se superponen y comienzan tal vez a mezclarse. Hay un esquema de cada uno, del ekastos o del tis, dado en acto a la experiencia. Yo diría la su­ posición como posición de un don actual. En acto nos es dada una existencia, en una especie de antecedente absoluto, que impide toda otra presuposición. La sus­ tancia está allí, al igual que para Aristóteles, en efecto, la percepción está allí, dada, donante, la percepción del mundo y de las cosas que son en el mundo, las sus­ tancias. No hay más génesis que suponer, si quieren. El otro esquema de la suposición es el de un gesto, es un esquema de génesis o de producción de engendra­ miento o de creación. La suposición es una operación que hay que producir y que se produce a sí misma. Tenemos al sujeto como dado o al sujeto como operado. Lo supuesto dado, casi retirándose a sí mismo la posi­ bilidad del "sup". O bien el sujeto como el "suponerse a sí m ismo", el gesto que se apropia de su propia supo­ sición o fundación. Tercera observación: el hypokeimai, el "ser en la base de", en el fundamento, es también lo que nos obliga ahora a recuperar, si oso decirlo así, ese otro sentido de "sujeto" que es más propiamente el sentido del subjectum latín, y que trabaja en el latín tardío, luego en el francés, al punto que en la época de Descartes es sobre todo conocido en ese otro sentido, a saber, el sentido de la sujeción. Hypokeimai es también "estar doblega­ do por", sometido a una autoridad. Subjecium tiene

primero ese sentido en latín, de allí la palabra sujeción en francés, luego el "súbdito" de un príncipe, en ale­ mán Utertan, el que está sometido. Es de los alemanes (Leibniz, Kant, Hegel) que vendrá el sentido más pro­ piamente moderno del Subjekt, que repercutirá en el su­ jeto político. Ustedes me preguntarán qué hace aquí ese sujeto de sujeción, de la dependencia. Probablemente no hace nada, revela otra historia. Pero esas historias se cruzarán y es inútil solamente lanzar una indicación, la indicación de que ese sujeto de la sujeción es un sujeto que no está debajo en el sentido de un soporte o de un fundamento, sino que es un sujeto que está rebajado, que es arrojado abajo. Es eso lo que viene del latín subjectum, arrojado abajo. Un ser-arrojado del sujeto no lo encontraremos en la filosofía antes de Heidegger, quien habrá querido pensar en el lugar del sujeto cartesiano algo así como un ser arrojado. Pero quisiera señalar eso para indicar inmediatamente que por una simple proximidad de términos ese ser rebajado, ser arrojado, bordea muy curiosamente al ser supuesto, en el sentido en el que la suposición es una elevación en dignidad, pues se llega cada vez más al fundamento. Tal vez ese bordeo produce sordamente efectos en el destino político de la palabra sujeto. Es esa misma palabra la que dará, no mucho después de Rousseau y gracias a él, el sujeto del derecho y del contrato como un sujeto activo, libre, res­ ponsable, totalmente opuesto al súbdito de su majestad. (Voy a tener que ir cada vez más rápido, pero tam­ bién para decir cosas que sin duda son cada vez más co­ nocidas. Haría falta pasar por Leibniz, y por la mónada leibniziana, pero no lo hago, pues como probablemente ustedes conocen menos esas cosas, nos tomarían dema­

siado tiempo. Así también con la constitución del sujeto del empirismo, del sujeto de las facultades. Esas etapas serían necesarias para hacer un recorrido completo, pero hace falta abreviar.) 14. Sexto momento: Kant. Con él puede decirse que se tiene el despliegue y la instalación del sujeto moderno de la filosofía en sus características más importantes. Se dice siempre que la revolución, la llamada revolución copemicana de Kant, ha consistido en hacer girar en tor­ no al sujeto lo que antes giraba en tom o al objeto. Es de hecho lo que el mismo Kant dice. Pero al mismo tiempo hay que subrayar que a ese sujeto no se llega más que a partir del objeto. Es decir, a partir de eso que Kant lla­ ma la experiencia posible. Es de la experiencia posible, la del mundo, la que hace del mundo la razón finita que es la nuestra, que se remonta uno a las condiciones de posibilidades a priori de esa experiencia posible. Así, el sujeto está aquí más estructurado que nunca por la su­ posición: ¿qué hay que suponer como condiciones para que esa experiencia que tenemos sea posible? Esa es la pregunta que Kant llama trascendental. Pero así como esa experiencia que no es posible más que al interior de ciertos límites, los de la sensibilidad, los del enten­ dimiento y los de la heterogeneidad entre los dos, así mismo el sujeto va a estar en sí mismo dividido. De esta manera, con Kant es el uno el que de pronto escapa. Su suposición se mantiene, pero como suposición vacía (la de Dios o de un alma racional, si ustedes quieren). El sujeto transcendental está él mismo, de entrada, divi­ dido en facultades. Es el sujeto de la facultad de cono­ cimiento o el sujeto de la facultad de desear, o el sujeto de la facultad de placer o de displacer. El primer sujeto supuesto por la naturaleza, el segundo supuesto por la

moralidad, el tercero por el arte y por el pensamiento de la finalidad en general. Esos sujetos se llaman res­ pectivamente el entendimiento, la razón, la facultad de juzgar. Por otra parte está el sujeto empírico, es decir, el sujeto tal como se lo encuentra en la experiencia, el cada-uno fenomenal, que es un objeto, como todo fe­ nómeno. Pero desde ese sujeto empírico no se remon­ tará jam ás hacia una sustancia una, trascendente, que sería la sustancia del sujeto. La suposición, entonces, ha cambiado completamente en el gesto trascendental de las condiciones a priori de la posibilidad. Pero a un yo sustancial no lo podemos conocer, es un ser de razón o de ficción. No hay, como dice Kant, psicología racional. Esto quiere decir: la razón no es un alma, menos aún un espíritu divino. La sustancialidad está perdida de dos maneras: está perdida en una funcionalidad de las fa­ cultades y está perdida en una psicología que tal vez no es más que empírica, o en una antropología. Se produce así una antropologización, si es que puedo decirlo así, que abre todos los usos banales modernos de la pala­ bra sujeto, donde se mezclan valores de individuo, de agente, de responsable y de existente simplemente allí, errático, todo eso a la vez. Bajo el efecto de este estallido del sujeto la suposición aparece más pura, más desnu­ da, más nítida que nunca, y al mismo tiempo deviene suposición enteramente formal. "Bajo" las facultades, así como "bajo" el yo empírico, solo hay "yo" trascen­ dental como una pura forma lógica. Hay que suponer para que "m is representaciones sean m ías", pero "ni siquiera nos preocupamos de su realidad" dice Kant*. Pero no puedo acceder a la sustancialidad de esa forma vacía, de ese punto. * Kant, Crítica de la razón pura, op. cit., §16. [N. del. T.]

Y n o lo puedo hacer tampoco en las otra» IrwUni'ln* de la subjetividad. En efecto, el sujeto de la moralldml, el sujeto de la razón práctica, no es otra cosa que el mi jeto en tanto que libertad. Y así como al sujeto teórico, al sujeto en tanto que libertad tampoco se lo puede conocer. Muy pronto ese sujeto se encuentra en una posición de sometido, como al que se le ha dirigido el famoso imperativo categórico. La libertad se dirige a sí misma no como un "conócete" sino como un "actúa". En el "actúa" el sujeto es el sujeto de una sumisión que es sumisión a la suposición absoluta e inaccesible de su libertad. Finalmente, el sujeto del placer y de la finalidad. Sería justamente allí, podría decirse, donde Kant busca la unidad de todo el sujeto, que estaría en el libre acuer­ do de las facultades. Pero precisamente ese acuerdo es para Kant solamente subjetivo. He aquí, tal vez por primera vez, la palabra subjetivo en su valor moderno de "solamente subjetivo". La unidad de un sujeto en el placer no puede ser más que postulada. O incluso está en el límite, se pierde dándose (eso es para Kant lo sublime). Y al mismo tiempo es muy destacable que con esa subjetividad se introduzca también una plura­ lidad de sujetos. El acuerdo del libre juego de las facul­ tades debería ser, idénticamente y al mismo tiempo, el acuerdo de todos los sujetos dados en la experiencia, su acuerdo en una comunidad que, al no poder realizarse ella misma como sujeto común sustancial, es al menos para Kant la comunidad de la discusión. Discutiendo sobre lo bello y los fines se postula, aun cuando sea hasta el infinito, el ideal de una humanidad racional, el acuerdo de los sujetos empíricos y al mismo tiempo la realización final del sujeto. La suposición se hace pro­

yectos o proyección, se hace acción o sueño (no exami­ no aquí este punto). La suposición alcanza aquí, entonces, su máximo, en dos sentidos: por una parte, el lugar del sujeto está completamente ocupado por lo trascendental, es decir por la determinación de lo que la experiencia supone como sus condiciones, pero sin un acceso a la sustancia del sujeto. Por otra parte, la suposición de la libertad se hace mandato, acción y práctica de la comunidad de su­ jetos empíricos que se regla según la idea de un sujeto final, postulado ahora fuera de alcance. De esta forma, de todas las maneras, el acto o la actualidad de la sus­ tancia está fuera de alcance. El cada-uno de Aristóteles ya no tiene su consistencia de dado-en-acto, o bien, su donación empírica permanece a distancia infinita de su asunción en sujeto-de-sí. Es esta distancia la que Hegel intenta reabsorber. 15. Séptimo y último momento entonces: Hegel, como es debido. Con Hegel, no se preocupen, iremos rápido, para concluir, pues todos los elementos están dados. Allí donde el sujeto kantiano ha estallado entre la mul­ tiplicidad empírica de la existencia y la determinación transcendental misma dividida en facultades, Hegel restituye la sustancia. La restituye produciendo su úl­ tima forma, su forma acabada. Hace de la sustancia un movimiento, o un proceso, el proceso de relacionarseconsigo mediante el cual el sujeto deviene lo que es. El sujeto se produce pasando por su propia negatividad. Hegel hace la síntesis de las suposiciones, del gesto operatorio de suponerse y del gesto posicional de la sustancia. Esta síntesis es el sujeto en sentido hegeliano. Por eso el gran enunciado de Hegel: lo verdadero

no es sustancia sino sujeto. Lo que quiere decir i|u» p » movimiento de ponerse a sí mismo. Pero ponerlo o *1 mismo quiere decir, desde ahora, ponerse a través do ese vacío de la sustancialidad que ha sido abierto por Kant. Ese vacío de sustancialidad corresponde al mun­ do de la experiencia. El sujeto es lo que es al devenir lo que es, atravesando lo que no es él mismo. El sujeto en la experiencia deviene otro que sí mismo y es así que deviene absolutamente sí mismo. Es la experiencia de sí mismo como otro y del otro como sí mismo. Hay un gran modelo allí detrás, una suposición de todo el hegelianismo, justamente el modelo crístico. El Cristo deviene lo que es al atravesar la muerte, es decir, la negatividad de la condición finita. El sujeto hegeliano es fundamentalmente el sujeto que se apropia de sí mis­ mo a través del movimiento de incorporar su propia negatividad. El primer momento de esta negatividad es el len­ guaje. El lenguaje, dice el comienzo de la Fenomenología del espíritu, es lo que en primer lugar niega la presencia sensible. Digo "ahora es el día", luego lo vuelvo a decir a medianoche y ya no es verdad, el día ya no está allí, pero la verdad, como dice Hegel, la verdad no pierde nada de lo que debe ser conservado. Esa verdad conser­ vada en la ausencia de la cosa es la verdad del sujeto. Y al final del movimiento que comienza con esta negativi­ dad del lenguaje está el sujeto, que atravesando toda la negatividad, la de la historia, la de todas las formas de la experiencia, deviene sí mismo, el sí mismo, ponién­ dose absolutamente en el fondo de su propia operación. Ese fondo aparece entonces como una cumbre, un tro­ no, como lo dicen las últimas frases de la Fenomenología

del espíritu: "la certeza de su trono"’*'. La suposición se revela como superposición. Pero, al mismo tiempo, el fondo y el trono que de esa forma han sido ganados, solo han sido ganados mediante, y como, la travesía de la negatividad. Esta travesía Hegel la señala con otra palabra, que designa el otro lado de la cristología: el calvario. La certeza de su trono y el calvario. El trono guarda en sí al calvario y de esta manera el calvario es el trono. Así se alcanza "la concentración en sí misma de la sustancia en tanto que saber de sí"**. El saber de sí, completamente concentrado en sí mismo, ha deve­ nido presencia a sí absoluta, sin resto. Pero al mismo tiempo, esta presencia a sí no es más que presencia a lo negativo que forma su recurso, su resorte esencial, a lo negativo de la sustancia que es su sustancia mis­ ma. El sujeto edifica su trono sobre el calvario de su sustancia, y entonces se debe producir una presencia pura, tan vertiginosa e infinitamente supuesta a sí, que es indefinidamente tanto presencia a sí completamente acabada, plena y sin resto, como pérdida absoluta y continuamente renovada de sí misma. En su sentido acabado, en su sentido pleno, completo, pero también históricamente acabado, cerrado, concluido con Hegel, el sujeto es la suposición pura. Se pone en la medida exacta en que se su-pone él mismo, y esta suposición es su propia negación. Así, la suposición es el movimiento de incorporar esa negatividad como suya, como propia; El sujeto solo se pone en la medida misma en que se de­

* G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu (Valencia: Pre-Textos, 2006; Edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo), 914. [N. del T.] ** ibíd., 913. [N. del T.]

pone. Su unidad, su ser-uno, es entonces absoluta a la vez que está absolutamente hundida en su suposición. 16. Así, esa gigantesca máquina de la suposición, que va de Anaxágoras a Hegel, revela la lógica abso­ luta de la suposición. Pues o bien la suposición sería un encadenamiento infinito que exigiría siempre otra suposición, o bien hay un tope, que sería el "uno", cuyo estatus está, precisamente, siempre cuidadosamente ocultado. Hoy concluyo entonces ahí: en su sentido acabado, el sujeto es la suposición pura, en tanto que la suposición pura se abre sobre su propia negatividad de suposición. Y al mismo tiempo, ese sentido acabado del sujeto se corresponde, por cierto, al estallido de sen­ tidos del sujeto en tantos sujetos como facultades hay o en tantos sujetos como instancia de existencia hay en el mundo de la experiencia.

ALGUIEN

Retomo la conclusión de la primera exposición, que es la siguiente: a lo que conviene llamar sujeto en la filo­ sofía, según la lectura de la tradición filosófica que les he propuesto, es a la suposición de sí mismo, o bien a la sustancia en tanto que supuesta por los accidentes o por las cualidades, pero no suponiendo nada ella mis­ ma, y dotada de la propiedad de suponerse ella misma. Esta deviene así el proceso infinito de auto-constitución o de su auto-engendramiento, como se ha visto operar de Anaxágoras a Hegel, desde la suposición de que el orden del mundo se supone él mismo o como nous or­ denador hasta la deposición de sí mismo y de la sustan­ cia en lo negativo mediante la cual el sujeto conquista, en suma, el abismo de su suposición (o bien se abisma en él mismo). Por consiguiente, el supuesto sujeto en su tautología debe y puede tomarse en dos sentidos: Primeramente, quien dice sujeto dice presuposición de sí mismo o, mejor, quien dice sujeto dice el "sí mis­ m o" como presuposición o como auto-presuposición. De allí hay que extraer que el sí mismo filosófico está esencialmente en esa dimensión de lo pre o de lo antes, de la precedencia, de la antecedencia. Pero eso para

post-suponerse. El sí mismo filosófico está siempre más allá de lo que es, pues precisamente puede y debe volver siempre al infinito de su presuposición. Jamás ha terminado, como dice Hegel, de dejar "espumearle a él su infinitud"*. Podría decirse: está antes o después, nunca está allí, nunca es alguien que esté allí. Lo que quiero retener, para orientar mi charla de hoy, es que para el sujeto de la presuposición, que es siempre también el sujeto de la post-suposición, hay una dimensión que no es la suya, que es simplemente el presente o la presencia. De cierta manera, el sujeto no está nunca presente, aun cuando el auto-engendramiento, la auto-constitución y la presuposición en general impliquen la presencia a sí. El punto de articu­ lación de mis dos exposiciones es la interrogación sobre lo que falta de presencia efectiva en la presencia a sí. A título de presuposición, el sujeto no es nada más que la infinita identidad de una precedencia que se traspone en la infinita identidad de una sucesión. Ese sujeto ya siempre ha advenido y está siempre aun por venir. Pero cómo es que está presente, si es que alguna vez lo está, es eso lo que está en cuestión. En segundo lugar —es lo que vuelve también en la historia de la filosofía, discretamente con Descartes, luego con Kant, luego con Nietzsche y Freud—, está la suposición en el segundo sentido, que es inseparable del primero, el sujeto como algo desvanecido, como ilusión: el sujeto como consistencia o como presencia, en el sentido de la estabilidad, de la permanencia y de la cohesión, termina por aparecer y por aparecerse a sí mismo como no siendo más que suposición. Lo que * Ibíd., 914. [N. del T.]

hace que en Kant no haya otro sujeto verdaderumonU* asignable, salvo una forma vacía, un "yo" formal, lín Nietzsche deviene el sujeto como efecto de ilusión, de proyección, como fantasma o como espejismo. 1. Con esos dos valores opuestos podemos sopesar los debates y los malentendidos que he evocado al comen­ zar y, principalmente, el que parece oponer, respecto al sujeto, psicoanálisis a filosofía. En la medida que "su­ jeto" quiere decir esa presuposición o bien la posición del supuesto de la suposición, la palabra sujeto soporta inevitablemente la carga histórico-teórica que he resu­ mido. Y es por eso que se ha hablado con todo derecho de "fin del sujeto". El "fin del sujeto" no quiere decir, para nada, que el desdichado sujeto haya caído en el olvido, o que los individuos o los "unos" de los que volveremos a hablar hayan desaparecido. No se trata en ningún caso de eso. El "fin del sujeto" quiere decir, de manera muy precisa y muy rigurosa (de manera exactamente análoga a lo que quiere decir la expresión "el fin de la filosofía"), que toda esa problemática de la constitución del sujeto filosófico está cerrada, que está cumplida, que no puede usted agregar nada al sujeto hegeliano. Eso no quiere decir que se va al tacho de la basura de la historia. En filosofía no hay tacho de la ba­ sura de la historia. Por el contrario, en la filosofía como en otras partes hay problemáticas que se cumplen, que se concluyen. Esos cumplimientos mismos son acon­ tecimientos activos de la historia. Lo que quiere decir que con el cumplimiento de la clausura hegeliana ha comenzado a manifestarse, a salir a la luz, el abismo de la presuposición.

El abismo en dos sentidos: el abismo en el sentido heráldico de la palabra, que se escribe con una "y ", es decir el hecho de poner, de repetir una figura en el cen­ tro de ella misma, como en un blasón donde se pone un pequeño blasón en abismo en medio del blasón*. Ese es precisamente el movimiento de la presuposición. Pero este abismo en el sentido heráldico forma también un abismo, es decir, un precipicio sin fondo, y es así que el sujeto hegeliano aparece tanto como plenitud y consistencia absoluta que como precipicio infinito de su propia relación consigo mismo. En este sentido tene­ mos fundamento para hablar de "fin del sujeto", y este fin del sujeto marca necesariamente el comienzo de otra problemática del sujeto. Es por esto que el psicoanálisis mantiene con la pala­ bra "sujeto" la noción o el valor de una presuposición, de un precedente y de una sucesión interminable del sujeto por y sobre sí mismo. Y entonces ese discurso psicoanalítico —no hablo aquí de práctica, por cierto—, está atrapado en el mismo régimen que la filosofía, está en el régimen de la filosofía y está, entonces, en el régimen del sujeto. Es evidentemente, inevitablemente, lo que pasa si el inconsciente se toma o se comprende como el pre­ supuesto de la conciencia. Como la conciencia presupo­ niéndose o como una conciencia antes de la conciencia o como un negativo de la conciencia. Presuposición que se realizaría durante una post-posición, es decir, la promesa de otra conciencia que vendrá después, que vendrá por ejemplo en el fin del análisis, justamente. El fin del análisis estaría entonces comprendido como * Mientras que en español ambos sentidos, el heráldico y el de profundidad, se designan con la misma palabra, en francés se utilizan "abyme" y "abíme", respectivamente. [N. del. T.]

la negación del fin del sujeto. Mientras que si el psi­ coanálisis, según un título y un pensamiento célebres e importantes, es interminable, tal vez aquel sujeto, ese sujeto del inconsciente tomado como pre-suposición de la conciencia, ya no adviene nunca más. Y si el psi­ coanálisis se comprende de otro modo, y comprende al inconsciente de otro modo que como el presupuesto de la conciencia, que es según varios puntos de vista lo que Lacan introduce, entonces yo diría que el psicoanálisis puede todavía llamar "sujeto" a eso o ese del que se ocupa, pero no trata ya más del sujeto de la filosofía. Por mi parte, yo estaría muy inclinado a pedir al psicoanáli­ sis que cambiara la palabra, para que se vea más claro, incluso si creo adivinar un poco lo que el psicoanálisis escucha resonar detrás de la palabra sujeto, y que no está tan lejos, quizás, de lo que quiero hablarles hoy, de lo que queda por pensar después del fin del sujeto. 2. Intentemos entonces hablar de eso. Una vez hechos los preparativos, se vuelve claro que para salir de la presuposición no basta con corregir un poco el sujeto de la presuposición. No basta decir, como escuchamos a veces: "por cierto, el sujeto no es en ningún caso el gran sujeto total a la Hegel, por cierto hay que matizar, hay que introducir algunos límites, por cierto el sujeto no es un dominio total de su presuposición, por cierto hay que admitir zonas de sombras y de decaimientos del dominio, por cierto no se es consciente de todo". Pero no estar consciente de todo no tiene que ver, es­ trictamente, con el concepto denominado inconsciente. Admitir eclipses o decaimientos de la presencia a sí, de la presuposición, permaneciendo formal y fundamen­ talmente en un pensamiento de la precedencia infinita

de la presencia en sí misma es no cambiar nada, es sim­ plemente ablandar el pensamiento. Y ese pensamiento blando acepta tácitamente algo, a saber, que habría acto que no sería desigual al ser, habría sujeto en acto que no sería para nada equivalente a ser sujeto. Se acepta así que el existir no desembocaría realmente en la existen­ cia. Y se está presto a decir que eso es la finitud, el sujeto finito. Se lo confunde con lo incompleto, lo provisorio, la semi-medida. En consecuencia, se contenta uno con una política de los derechos humanos o con una moral de valores, a falta de pensar que se pueda tener una política del estar juntos o en común de los sujetos o una ética del estar juntos, de la relación efectiva de los su­ jetos. Se renuncia, en nombre de una pseudo-finitud, a pensar radicalmente la finitud. La cuestión abierta por el fin del sujeto es la de llegar al corazón mismo de su concepto, a saber, justamente la presuposición, e intentar allí ser radical, es decir, tomar las cosas por la raíz. ¿Y qué sería aquí la raíz? Sería quizás precisamente el lugar donde la suposición está desarrai­ gada, arrancada de su proceso infinito. Deleuze diría que es el lugar en que hay rizoma, no raíz, y sin duda esa oposición del rizoma a la raíz tiene relación con una deconstrucción de la presuposición. Por mi parte, para seguir rindiendo homenaje a Lacan, diría que tomar las cosas por la raíz, aquí, sería dirigirse al lugar del sujeto mismo, es decir, al lugar de la suposición, al lugar de la sustancia, al lugar mismo de la presuposición, de su principio y de su fin para considerar que la sustancia, en lugar de subjetivarse, es decir, de suponerse y de presuponerse, se subvertiría. El homenaje a Lacan es, por cierto, la remisión al título "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo". Lacan sabía muy bien lo que

hacía usando la palabra subversión. Una subvcruirin 011 lugar de una substancia. Dicho esto, no requeriré mA« Ia palabra. Más bien, indico de inmediato de qu¿ debrrlA tratarse allí, en ese lugar mismo de la presuposición, *1 se termina con la doble lógica de su abismo: el encierro en sí, o la caída vertiginosa fuera de sí. En ese lugar se trata de interrogar quién está allí en el lugar mismo de la sustancia, en los dos sentidos de la expresión: es decir, en el sitio mismo donde la sustancia se supuso, presupuso, y al mismo tiempo en el lugar de, en reem­ plazo de la sustancia. Insisto mucho en eso: todo debe pasar al lugar mismo de la sustancia, al lugar del sujeto. ¿Pero qué es lo que pasa? 3. ¿Qué es la sustancia si esta no funciona como sustan­ cia? Esa es una forma de la pregunta que tuve ocasión de plantear hace algunos años bajo la forma: ¿quién viene después del sujeto? Ese era el título, devuelto por la redacción por cierto, de la revista "Confrontations" (1989 n°20) en una formulación más sugestiva: ¿des­ pués del sujeto quién viene? donde el sujeto volvía a ser sujeto de esa venida de alguien otro que él. Yo había pedido responder esta pregunta a una quincena de fi­ lósofos franceses contemporáneos no menores, y de los cuales encontrarán las respuestas en ese volumen. Con esa manera de plantear la pregunta ¿"quién"? se hacía el primer paso necesario, que es pasar de "qué" a "quién". Pasar de qué a quién, o de quid a quis, es decir, pasar de la quididad, del ser-algo de la sustancia que supone la presuposición, a lo que podría llamarse una "quisidad", del latín quis: quién. Pero el segundo paso remite justamente a constatar que una "quisidad" no puede consistir en una propiedad distinta del existir,

del quis. El "quien" existe. Tampoco se puede decir que es existente, como si fuera ser algo (negro, o pesado). Hay allí un "ser uno" que no es la misma cosa que serun-algo. Es por eso que "quisidad" no debe mantener­ se, sería una palabra privada de sentido. Es tal vez el ser-un-quien, un quis, que Descartes ex­ perimenta en el ego sum, en el instante en que no sabe aún quién es. Dice "yo sé lo que soy, pero no sé cuál soy". En el quis solo, que hace que alguien enuncie yo, hay solamente que yo soy, hay alguien, pero no qué. No se sabe cuál es, de qué está hecho. El tercer paso a realizar sería comprender que es justamente el sujeto mismo, el supuesto, la sustancia, el suppositum, el que viene de esta manera como un quis. Y el que sería entonces, si puede decirse, todavía más an­ tiguo, más primitivo, más arcaico, más originario que la sustancia, en la sustancia misma, en su raíz, pero que sin embargo no sería el presupuesto de la sustancia, no sería su subordinado, no sería la sustancia de la sustan­ cia, la suposición infinita. No eso entonces, sino lo que está en medio y en lugar de la quididad de la sustancia como presuposición, el quis, lo que hace que la sustan­ cia se enuncie presente o simplemente se presente como alguien. Eso es todo el argumento de la exposición que quiero presentarles. 4. Se trataría entonces del sujeto deviniendo otro en el mismo sitio, o bien del lugar del sujeto, o del lugar de la sustancia en tanto que un quis, un "quien" que no es­ taría ya supuesto e incluso menos suponiéndose. Pero, ¿entonces qué? Yo diría "expuesto" o exponiéndose. Es decir, a la vez presente afuera, exhibido y arriesgado, aventurado. El hilo de mi argumento es la exposición,

como colmo de la suposición o como bu •xtremldad, como su abismo también, o si se quiere y/o como m exceso. Ahora bien, ese punto de extremidad, la extremidad de la suposición que no sería ya suposición sino expo­ sición, nos lo ha indicado también todo el pensamiento de la suposición, pero sin ponerlo realmente de relie­ ve. Ese punto es simplemente el "alguien". Podemos encontrar a lo largo de toda la historia que recorrí la última vez, por todas partes, al uno, la instancia de un uno, la de una unidad y de una unicidad nunca pues­ ta realmente de relieve, pero inevitablemente ligada a la sustancialidad de la sustancia. Eso se muestra en el hecho de que la problemática del uno, de uno singular, no cesa de acompañar a la problemática de la sustancia o del sujeto, en particular en toda la gran época de la Edad media, digamos entre Santo Tomás y de Ockham. Volveremos a hablar de ello. Y más tarde, en la punta del ego sum, hay alguien, tiene que haber alguien. Es incluso alguien que en el ego sum de Descartes, en un instante, por un ictus, en la palpitación de la "media­ ción", es indiscernible del alguien empírico llamado René Descartes. Y en la punta de la Fenomenología del espíritu está el algo uno al que vuelve la espuma de su infinitud. Es el uno del espíritu, el que no puede ser el espíritu, por consecuencia el Sujeto, con una gran S, más que siendo uno. Toda la cuestión es la del uno. En la primera exposición solo hemos puesto atención a la sustancialidad de la sustancia, no hemos puesto aten­ ción a su unicidad. En ella nos vamos a interesar ahora. Y todo pasa como si, al desplazar la mirada desde la sustancialidad y su carácter supuesto hacia la unidad,

todo se desplazara, todo cambiara, no gran cosa proba­ blemente pero una no gran cosa que cambia lo esencial. La cuestión de "alguien" es sin duda una de las cues­ tiones contemporáneas más vivas. ¿Qué es alguien? Por ejemplo, y puesto que el psicoanálisis nos interesa, diría que cuando alguien, una persona, va a un psicoanalista toda la cuestión es justamente saber si hay alguien allí. Por una parte, quien va, va tal vez justamente porque no es alguien, va como alguien que se interroga sobre su "algo uno"*. Y el analista, por su parte, es alguien que es y no es uno, de otra manera. Incluso en otro plano, la actualidad no para de remitimos a cuestiones como: cuál es el uno de una nación, de una comuni­ dad, de una tribu como se dice a veces. ¿Quién está en Bosnia-Herzegovina, por ejemplo, quién? ¿Qué es un sujeto colectivo, qué es un sujeto individual? ¿Quién está supuesto allí, y quién está expuesto? Al "alguien" de mi título agrego todavía, como subtítulo, el alemán jemand, "alguien", que viene del antiguo alemán joman, hecho de pedazos, teniendo el primero por raíz la eternidad o el tiempo continuo, Ewigkeit, y el segundo el hombre, Mann. El uno que es siempre, cada vez, hombre. Y luego el inglés somebody, que dobla someone. Someone es "alguien" pero somebody es "algún cuerpo". Esos dos valores del alemán y del inglés podrán servim os de inmediato. La cuestión sería entonces: ¿hay alguien? ¿hay al­ guien allí donde la suposición se sustrae? Como se pre­

* En francés "alguien" (quclqu’un) es contracción explícita de "algo" o "algún" (quelque) y "uno" (un). J-L. Nancy juega en los pasajes que siguen con la expresión no contraída ("quelque un") que no podemos sino traducir por "algo uno". [N. del. T.]

gunta en la entrada de una casa, "¿hay alguien?" 81 y* no se puede plantear la cuestión de la quididad, cita no es la pregunta "¿qué es alguien?". Es más bien ¿quién es alguien? Pero si se quiere que eso remita a una "qulsidad", hay que comenzar por "¿hay alguien?" En la subversión de la sustancia, la pregunta qué es alguien no puede ser planteada, pues nos volvería a llevar al sistema de la presuposición. Pero dejando la presuposi­ ción hemos dejado también ese régimen de la pregunta y de lo que viene a responderla, y debemos pasar de alguna manera a una respuesta que precede incluso a la pregunta "¿hay alguien?". Es decir, pasar simplemente a esto: el que puede plantear la pregunta tiene que ser ya alguien para plantearla. De cierta manera es lo que Descartes ya formaliza: yo que dudo y que pregunto si hay solamente algo en el mundo, yo que dudo no puedo no ser. Está al menos ese "uno" que duda. 5. En cierto sentido es todavía la suposición, la prece­ dencia. Pero no es algo-puesto-debajo, es solamente el acto de decir: yo soy. Ese acto habrá precedido, en suma, a toda pregunta. Yo diría que lo que debe hacer ahora nuestro axioma es esto: con alguien, la respuesta precede a la pregunta. No es: "¿hay?" sino que hay des­ de el principio alguien, y luego se puede preguntar qué es alguien. Pero, ¿qué quiere decir eso de una respuesta que precede a la pregunta? ¿que, precediendo a la pre­ gunta, justamente no es el presupuesto de la pregunta? Una respuesta que no responde a una pregunta es una respuesta que no es la solución de un problema ni la pa­ cificación de una interrogación sino que es, según la eti­ mología de la palabra "respuesta", una garantía dada, es una promesa, es un compromiso. Se tiene ese sentido en sponsus, el novio, o en sponsor, el garante, y detrás

está el griego spendo, que significa hacer una libación para consagrar un acuerdo, un compromiso, un pacto. La respuesta, en la que sin que yo quiera hablar más ven que evidentemente la responsabilidad está comprome­ tida, la respuesta es la garantía dada o el compromiso que va con la garantía, y la promesa que acompaña la garantía. Cuando se trata de alguien, se trata ante todo de compromiso y de garantía que alguien da al estar allí, al estar allí en presencia, al comprometer su pre­ sencia y entonces al exponerse. Ese compromiso de la presencia de alguien sería la misma cosa, pero de otro modo, que la presuposición. "H ay alguien", es muy necesario que haya alguien, y ante toda pregunta sobre su sustancia, sobre su ser, ese alguien habrá ya siempre respondido por él mismo al decir "hay alguien". ¿Qué se puede decir ahora de ese algo uno? Ya lo hemos encontrado en la historia del sujeto, en un lugar decisivo, muy destacable: es el ekaston de Aristóteles. Ekaston es cada uno, el cada uno ofrecido a la toma sensible y estética, ese ekaston que, ustedes recuerdan, es también el eskhaton, el eskhatoti, el último, el postre­ ro, la meta (sobre eskhaton vean la Metafísica 19, 1035, 31). Cada uno se compromete, se presenta y se expone como postrero, último. Y recíprocamente, sin duda, el postrero, el último o el absoluto se compromete como uno y tal vez como cada uno. Ese ekaston de Aristóteles abre hacia una suntuosa historia conceptual a través de la Edad media de la que no puedo darles más que algunos pequeños índi­ ces muy fugitivos y furtivos, a falta de conocimiento suficiente pero también a falta de tiempo. El eskhaton

aristotélico es el singularis latín, el ser singular que •• el hypokeimenon, el sujeto, en tanto que cada uno. EU decir, también, en tanto que es en su "ser-cada-uno", que es verdaderamente la sustancia plena y cumplida, el eskhaton. La historia del ser singular pasa por Santo Tomás, por Guillermo de Ockham (les recomiendo el libro de P. Alféri, Guillaume de Ockham le singulier), Duns Scoto, Suárez, muchos otros. Más allá de esa historia extremadamente rica del singular o de la singularidad en la Edad media, y más allá de Montaigne, referen­ cia evidentemente mayor, está Leibniz y luego estará Nietzsche y lo que nos viene de él sobre este asunto, pasando por Heidegger. 6. En esta historia, que no puedo retomar con los de­ talles que concedí a la historia de la sustancia, se trata de manera central de esto —que enuncio contrayendo varias tesis ju ntas—: que el singular es singular no en virtud de un ser-singular, de un ser o de una esencia de la singularidad que estaría fuera de él sino que el sin­ gular es singular en tanto que se singulariza gracias a nada distinto de él mismo “quaelibet res singularis se ipsa est singularis, unum per se" dice Ockham. Esta fórmula, "singularizarse gracias a sí m ismo", "singularizarse a través de su propia singularidad" es la repetición de la fórmula de la presuposición, pero no en la forma de presuposición. Pues lo singular al singularizarse por sí mismo no se relaciona consigo mismo como con una sustancia. En el pensamiento de la sustancia en térmi­ nos aristotélicos, podría decirse que la singularidad es el acto de la sustancia. Y el acto no es una presu­ posición, el acto es el existir de la sustancia. El existir

no presupone la sustancia, sería más bien lo inverso. Podría decirse todavía de otra manera: cuando se pasa de la sustancia al cada uno, al singular, se cambia de registro. Con la sustancia se estaba todavía en el regis­ tro del conocimiento y de las determinaciones lógicas —hay que presuponer un soporte de los accidentes—, y luego en un momento dado se pasa del conocimiento a la existencia, se salta, se cambia de registro: esa sus­ tancia de la que hemos analizado la presuposición es, sí o no. Sócrates es, sí o no. Sí, Sócrates es, helo ahí a un Sócrates. El existir singular es por sí m ism o, per se. Hay aquí un per se, "p o r sí m ism o", que es el de la suposición, pero de tal m anera que el se, el sí del por sí mismo aquí no se presupone, no se pospone tampoco, sino que es muy exactam ente lo m ismo que el existir del singular, que el acto de ese existir. D icho de otro modo, en la singularización del singular ya no se tra­ ta de una relación de operación de sí m ism o consigo m ism o como auto-constitución, auto-engendramiento, presuposición. Yo diría que ya no hay relación poiética, de producción, no habría más que praxis, siendo la praxis para Aristóteles la acción que no tiene más resultado que el agente mismo de la acción. En cierto sentido, habría que decir aquí "el agente", más que el sujeto. Entonces nada de relación de operación, y nada tampoco de pasaje de una potencia a un acto: la singu­ larización no es algo que está en potencia y que viene a actualizarse. La singularidad, si puede utilizarse aún ese sustantivo, la singularidad —es más bien el sin­ gular, el cada uno— es el acto mismo en el sentido de Aristóteles. Ahora bien, para él el acto está siempre pri­

mero en relación a la potencia. El ekaston como cnklmhin es también lo primero, y lo primero es el acto. Del alguien que así se singulariza y se expone pue­ den discernirse tres grandes rasgos que voy a recorrer hoy. 7. Primeramente está, por cierto, su unicidad, su dis­ tinción, su singularidad —cada uno. En segundo lugar está su carácter de cualquiera —el cada uno es también el algo uno, no importa cuál, el todo cada uno. Y en tercer lugar, el modo escatológico de su presencia. Es a través de esos tres rasgos que el alguien, el uno, se dis­ tingue del sujeto que sin embargo es, o del cual produce la existencia, o más radicalmente: que existe. Primeramente, entonces, el cada uno. Se podría mostrar, prolongando la primera exposición, que en el pensamiento de la presuposición se encuentra un rasgo constante, una tendencia irresistible hacia una unidad última, por absorción de todas las sustancias en una sustancia primera y última —un eskhaton sin ekaston—, porque hace falta, en el régimen de la presuposición, que todas las sustancias terminen por estar soportadas también por una sustancia primera y última. Hay que fundar el abismo. Es por eso que, por ejemplo, Spinoza piensa a Dios, o a la naturaleza, como un único indi­ viduo. Es por eso que las mónadas de Leibniz supo­ nen aun a Dios, o el espíritu de Hegel exige su propia reunión a sí, etc. Y sin embargo el pensamiento de la presuposición reconoce también algo que Hegel formu­ la de este modo: "la autonomía, la Selbststandigkeit —el hecho de mantener para sí, sobre sí— empujada hasta el extremo de lo uno siendo absolutamente para sí, es todavía la autonomía abstracta, formal, que se destruye

a sí m ism a"*. En la punta entonces del pensamiento de la suposición se produce esto: que el uno, como pura y simplemente uno, el uno absolutamente único, el uno sin nada fuera de él, el sujeto que es su propia sustan­ cia, se destruye a sí mismo. Es por esto que, por cierto, Hegel mismo analiza que el uno, a través de su autoposición misma, compromete al interior de sí mismo una doble relación de repulsión y de atracción entre él y él mismo, entre los unos. Haría falta demasiado tiempo para desplegar eso ahora. Se puede entonces reconocer, a través del pensa­ miento mismo de la presuposición, que aunque el ré­ gimen de la sustancia parezca reconducir siempre a la idea de una sustancia única y última, al mismo tiempo e inversamente, la simple posición de la singularidad de la sustancia obliga a pensar más de una sustancia. ¿Y por qué más de una sustancia? Simplemente en razón de que, es en el fondo lo que quiere decir Hegel, si no hubiera más que el uno no habría nada. Si no hay tan siquiera más que el uno dividiéndose, ¿cómo el uno se presentaría él mismo? Para que esté presente a sí mismo como uno, hace falta todavía que haya relación, luego más de uno en el uno mismo. En cierto sentido yo diría que ni siquiera hay necesidad de salir del gran indivi­ duo spinozista para tener más de uno. Puede haber una sola sustancia en lógica de la suposición y una multi­ plicidad de "uno" en lógica de la unicidad. Hay más de uno en el uno mismo o con el uno mismo. No hay entonces el uno, hay siempre los unos, y si hay los unos hay los otros. El uno quiere decir, paradojalmente, los

* G.W.F. Hegel, Ciencia de ¡a lógica (Buenos Aiies: Solar/Hachette, 1976; Traducción de Rodolfo Mondolfo), 151. [N. del T.]

unos y los otros. O si quieren, hay múltiples. Tomaré de Badiou esta formulación (del comienzo de El ser y el acontecimiento): "lo que se presenta es esencialmente múltiple, lo que se presenta es esencialmente uno". Lo que se presenta, el acento está puesto en la cualidad y en la quididad, el uno es la cualidad de eso que se pre­ senta, estamos en el orden de la sustancia pero lo que se presenta, en tanto que eso se presenta, el singular como tal, la existencia del singular, es esencialmente múltiple. En latín clásico no se dice singulus sino sola­ mente singuli, en plural: cada uno por uno. Es por eso que yo diría que la esencialidad del múltiple en tanto que es la pluralidad efectiva de los unos (y de los otros) es la existencia. La esencia de lo múltiple no es, según el rigor de lo que se acaba de decir, una unicidad que desploma o soporta lo múltiple y que en consecuencia lo anula como múltiple. No, la esencialidad de lo múl­ tiple, si se puede hablar así, es la existencia, es decir, la singularidad, es decir, los vinos singulares. Se podría decir entonces que lo que está en el lugar del suppositum, del soporte, es lo existente, pero es lo existente pre­ cisamente en tanto que la existencia no se sostiene en una esencia. O en tanto que la existencia es aquello cuya esencia toda consiste en estar ahí, singularmente ahí. Estar ahí que se puede comprender todavía a partir del ekaston de Aristóteles, en tanto que su individuali­ dad consiste en ser indisociablemente, indivisiblemente forma y materia (es decir, para un cuerpo organizado, alma y cuerpo). Lo singular es esa unidad indivisible, luego no es algo a relacionar con una esencia, ya sea al alma, versión espiritualista, ya sea al cuerpo, versión materialista. Su singularidad es su unicidad como exis­ tencia única. He ahí alrededor de qué se juega la cate­

goría decisiva de lo singular, en tanto que precisamente ella no es, quizás, tampoco una categoría o en tanto que está en el límite de toda categoría. Para hacerlo ver mejor se puede oponer, como se lo hace en lógica, a lo particular. Lo singular no es lo particular, porque lo particular, como su nombre lo indica, es considerado como parte de algo. Así cuando se designa a una persona como "un particular": es una manera, la manera que se dice "privada", de ser una parte de una sociedad, de una comunidad, de un con­ junto cualquiera. Lo particular es clasificable, entra en un cierto número de clases, de sub-clases, etc. Es clasi­ ficable, lo que quiere decir también que es cognoscible en tanto que particular o en su particularidad (especie de quididad). Lo singular precisamente no es clasificable, lo singular es el acto a través del cual se sale de la clasificación, a través del cual se sale del orden lógico y cognitivo de la sustancia. 8. Lo particular, así mismo, se deja dividir y se puede preguntar en qué partes o particularidades se divide, entre un alma y un cuerpo por ejemplo. Lo singular, por el contrario, no se deja descomponer para ser luego recompuesto. En cambio, lo singular se multiplica, es múltiple. Como ya lo he dicho, en latín clásico, singuli, uno por uno, es un plural. Y el uno por uno, la plu­ ralidad, que hemos visto que está implicada en el uno mismo, o eso que podría llamarse la esencia numerosa de la existencia, es lo que hace que cada uno de los sin­ gulares esté en su singularidad radical y absolutamen­ te, en el sentido estricto de la palabra, diferente, distinto de los otros. Tan radicalmente y tan absolutamente que la sustancia ya no se relaciona ella m ism a con ningún

otro sujeto. Pero esa diferencia absoluta ea también lo que la relaciona con otros sujetos. Se cae entonces en la palabra individuo, que parece ser la que mejor remite a aquello de lo que hablamos. En efecto, el individuo en la escolástica es exactamente eso: individuum: quod est in se indistinctum, ab aliis vero disctinctum (Santo Tomás, Suma teológica, I a parte, 29, 4c). El individuo es aquello que en sí es indistinto pero que es, en cambio, distinto a los otros. Está de entrada puesto a la vez "en sí" y en la relación con los otros. No puede estar solo. En este sentido, el individuo único de Spinoza es contradictorio. Si quiere dejarse al individuo esta estricta acepción y dejar de lado todo el individualismo ético-político que no tiene nada que hacer aquí, que es incluso incompa­ tible con lo que es aquí asunto (pero no es por azar un síntoma de malestar de nuestra sociedad), entonces lo que designa el individuo es precisamente el "no divi­ dir" en tanto que es la condición del "singularizarse". Y el "singularizarse" lleva consigo al individuo efectivo práctico, empírico, a saber, el cuerpo. Para Aristóteles, luego para Santo Tomás mismo, la individualidad está en la materialidad. Santo Tomás ha forjado para eso un concepto particular, el concepto de materia signata, es decir, de materia "designada" o determinada. La ma­ teria totalmente determinada, materia signata vel individualis es la materia considerada bajo las dimensiones determinadas de un golpe singular. Es decir, como lo dice el mismo texto (el De ente et essentia) hoc os haec caro, este hueso, esta carne. Esta determinación que es tam­ bién la mostración, la exposición material, física, exten­ sa y corporal es lo que llamaría el postrero y el último rasgo trascendental de lo singular. Aquí lo empírico, lo

material, lo completamente físico y estéticamente (sen­ siblemente) determinado es lo transcendental mismo. Es esa la condición de posibilidad del singular, de los singulares. Los singulares no son posibles como puros espíritus. O bien, habría que pensar una materialidad del puro espíritu, tan signata como la materialidad tal como la conocemos. Es aquí que el inglés somebody cobra todo su sentido. Ese body, ese cuerpo, ese cuerpocada-uno, es el rasgo trascendental y al mismo tiempo escatológico de la singularidad. Es así que el singular, alguien, se expone y compromete su unicidad con la de los otros. No digo de inmediato su identidad. Hasta aquí no hemos hablado de identidad. No está dicho que el singular sea de entrada en la identidad, es decir, que sea simplemente el mismo que sí mismo, puesto que es el mismo que los otros, en tanto que singular. Lo que decimos es que está en una cierta materialidad. Pero podría decirse, retomando una palabra de la tradición, pero también de Lévinas y de Bataille, que el singular está en la ipseidad. Ipse es "sí m ism o". Pero habría que escuchar la ipseidad como una palabra para intentar indicar una relación singular con sí mismo que no es la relación de la identidad. En la sustancia se tiene a la identidad que soporta los accidentes. Pero el ipse, el sí mismo sería aquello a través de lo cual un existente, un ego, se atestigua como existente. Es decir, nada distinto, una vez más, del ego sum de Descartes. No abandona­ mos la punta de Descartes. Simplemente en el ego sum de Descartes, en lugar de considerar la presuposición, y de golpe, la sustancia pensante, uno se detiene justo en el instante anterior, y se tiene simplemente esto: que un alguien dice que existe. No nos hace saber nada de lo que es, de una identidad, pero atestigua, testimonia que

existe. Es( y es para sí mismo el garante de su exIiUnrU, porque precisamente no hay garante en ese momento. Nada de Dios, nada de mundo, nada de suppositum, nada de identidad. Primer punto, el cada uno, el singular, es aquel que se singulariza atestiguando finalmente su existencia. ¿Cómo se hace ese testimonio? ¿es solamente a través del lenguaje? Seguramente no, pero no quiero entrar aquí en el examen de esas cuestiones, y menos aún en la cuestión de saber si eso concierne a otros existentes además de los existentes que hablan. No es el momen­ to. En cambio haría falta inmediatamente preguntarse de qué hay, de ese modo, una atestiguación. Eso será para el fin de la exposición. 9. En segundo lugar, el cualquiera del uno. Paradojalmente el cualquiera acompaña la distinción del singular. Con ese singular va el tal o cual, o el fulano (al parecer Unamuno habló de "fulanism o"). El fulano, es decir, el anónimo, el cualquiera. ¿Por qué el cualquie­ ra va con el cada uno? Por una razón muy simple, que es que si hay más de uno, si singular es singuli, entonces la singularidad está necesariamente repartida en igual­ dad entre los singulares, como si esta fuera una esencia única de todos sin ser, sin embargo, una esencia. Cada uno es tan singular como el otro uno. Pero, ¿cuál es entonces la relación de los cualquiera entre ellos? Me contentaré con un punto muy rápido: la relación de unos cualquiera, lo que los pone en común, su conmensurabilidad, es justamente su inconmensu­ rabilidad. Todo lo que tienen en común es su distin­ ción, eso es todo lo que hace que cada uno permanezca indistinto en sí mismo. Lo que tenemos en común es

exactamente lo que nos separa. Así, al contrario de lo que exige el pensamiento de la presuposición, que conduce hacia la unidad sustancial de todos, aquí no hay sustancia única a la que unirse, más bien hay que unirse a la separación. ¿Qué quiere decir eso? Daré un ejemplo resumiendo un análisis, que no tengo tiempo de detallar, de la relación con la muerte en Heidegger. Ustedes saben que Heidegger dice que no se accede jamás a la muerte, ni a la suya propia ni a la del otro. Frente a la muerte de otro no se accede a su muerte, no se puede tomar la muerte de otro, no se la puede tomar para sí. Entonces no hay experiencia de la muer­ te, y esa imposibilidad de la experiencia de la muerte es la indicación de la última posibilidad de existencia del existente: la posibilidad de cesar de existir y de no apropiarse de ese cese, de no acceder a sí (contraria­ mente al sujeto hegeliano, que justamente accede a sí atravesando la muerte, la negatividad). Este análisis es convincente desde un cierto número de puntos de vista. Creo sin embargo que en una lógica vigorosa de la singularidad y de la comunidad como inconmensu­ rabilidad de los singulares, debe ser corregida. Y debe serlo en la medida en que Heidegger mismo afirma, por otro lado, que somos esencialmente mit-sein, es decir, "estar con los otros". Si se toma realmente en serio que el da-seirt, el ser allí, es mit-sein, es decir que el singular está en común con los singulares, entonces creo que habría que decir que frente a la muerte del otro se hace la experiencia de un estar con, que deviene el estar con nadie. El muerto ya no está allí, pero mantengo con ese "ya no estar allí" del muerto una relación bien especí­ fica, que es una relación con el lugar de un uno vacío o con un uno que ha vaciado su lugar, como prefieran.

Mantengo así una relación con el otro singular en Unto que singular. Y en lo irreductible e inconmensurable de su singularidad es también la mía, por cierto, la que está en juego. En Heidegger no hay una analítica del duelo y de la tumba, ni de la conmemoración en general, ni del modo singular de la presencia del muerto o de los muertos. Ciertamente evoca el duelo y la tumba, pero como cosas exteriores que no tocan lo esencia. Creo, por el contrario, que el duelo, la tumba tocan la cosa misma, no solamente la cosa del sujeto, como por ejemplo en la relación duelo-melancolía, donde se trata de un sujeto que incorpora a un sujeto muerto, que en resumen lo sustancializa, sino que se toca aquí la relación con el estar con como esencial al ser uno. No es azaroso que todo lo que concierne a la muerte, el duelo y la tumba, no se haga enteramente, incluso para nada, de manera privada. Eso atañe siempre, por principio mismo, a la comunidad. Yo diría que en la experiencia de la muer­ te de otro tenemos la experiencia del estar con el otro singular en su desaparición misma de singular, o en su desaparición singular. No hay sin embargo sustitución del uno por el otro, eso por cierto. Pero hay otra cosa que yo nombraría con la sola palabra partición, con su ambigüedad*. Hay una partición efectiva de lo que nos separa, es decir, de eso que nos reparte, precisamente. Los singulares comparten su singularidad, que a su vez los reparte. No es la participación de una esencia co­ mún de la singularidad, es ser-singular en tanto que es­ tar con o estar en común. Si se remonta a la etimología * Lo que traducimos como "partición" es la palabra francesa "partage", sustantivo de "partager" que es tanto "compartir" como "repartir". He ahi la ambigüedad a la que refiere J-L. Nancy. Aun cuando partición reúne ambos sentidos, traducimos contextualmente "repartir" y "compartir". [N. del T.]

de "sí", de sus, se encuentra una raíz indo-europea, swe, que marca en principio la pertenencia a un grupo de "suyos" propios (como se dice los "m íos"), entonces a una pluralidad, a una comunidad, y solamente después se tiene el sentido de la individualidad y del ser para sí. Esta misma raíz entrega tanto el suus, el se y el idios, lo propio, como el hetairos griego o el sodalis latino, es decir, el compañero. Puede agregarse también que en esa misma familia lingüística, la del se, del "sí mismo", se encuentra también el se separativo, el que está en la separación e incluso el se de sed en latín, es decir, el pero de la oposición... (vean en el Vocabulario de las institucio­ nes indo-europeas, de Benveniste, Madrid, Taurus, 1983, páginas 214-215.) 10. Para entender mejor de lo que se trata en la relación de singularidades, podría decirse con Leibniz que lo singular no se relaciona con otros singulares al modo de los ejemplares de una misma clase. Los ejemplares no se distinguen, en efecto, sino por la identidad numé­ rica, solo numero, solamente por el número. Pero si no hay dos seres que se distingan solo numero (es el famoso principio llamado "d e los indiscernibles"), entonces el singular se relaciona con el otro singular no como un ejemplar sino como un ejemplo, en el sentido en que Leibniz hace de cada individuo un ejemplo. Eso quiere decir para él que un individuo es la mostración ejem­ plar de su esencia (evidentemente hay allí una particu­ laridad de Leibniz sobre la que debo decir una palabra: Leibniz piensa al individuo, la singularidad, con una esencia propia, una esencia individual. El individuo es una infinta species, una especie ínfima, muy pequeña, con su esencia propia. Es así, como es sabido, que para Leibniz la esencia de César es cruzar el Rubicón. El acto

singular de un singular es la realización ejemplar de su esencia). Sin detenerse más en Leibniz, puede tomarse de él, torciéndolo, ese motivo de la ejemplaridad para comprenderlo como la mostración, exposición de la sin­ gularidad. Cada singular expone a los otros singulares su singularidad. Pero su singularidad precisamente en tanto que esta no es un ejemplar de una esencia de la singularidad. Eso que cada uno de entre nosotros expo­ ne a los otros no es, justamente, un ejemplar, pongamos de humanidad (o de inhumanidad, de sobrehumanidad o de subhumanidad). Se puede decir que cada uno es un hombre (o superhombre, etc.) ejemplar. No hay más que hombres ejemplares. Es por eso también que cada uno atestigua y garantiza la existencia exponiéndola: ella no está garantizada en una esencia. Desde que hay un mínimo de presencia, un instante, una mirada, una ojeada, hay una atestiguación, una garantía de existen­ cia singular. 11. El ejemplo, si se lo lleva a su sentido original, en el verbo eximo, es una retirada, una sustracción, una puesta aparte, un privilegio también. Un ejemplo es un singular que es puesto aparte para presentar algo más grande, más importante, digamos, algo universal. Pero aquí el único "universal" es, precisamente, la retirada de cada uno, o su ejemplaridad. En el uso banal del ejemplo se hace referencia a la inducción. Es decir, que a partir del caso particular del ejemplo se concluye lo general. Pero aquí no habría inducción, pues no hay la generalidad que debe concluirse. Cada vez es una no­ vedad completa, una singularidad completa, una exis­ tencia y no la esencia, que es anunciada o atestiguada. Cada vez, jemand, he ahí el alemán, siempre o cada vez un hombre, pero justamente en tanto que no hay hu­

manidad sino solamente el "a cada vez" del singular. Y por ejemplo también, para permanecer en ese ejemplo de la ejemplaridad singular, cada vez un hombre o una mujer. No es suficiente tampoco decir singuli, el plural no es suficiente, habría que decir que es un singular masculino o femenino el que uno se encuentra, en todo caso al interior de la humanidad y de las especies ani­ males sexuadas. El alguien, el cualquiera, el paradojal rasgo o retiro común de los singulares decididamente no es un ser común o una sustancia común. De cierta manera no hay nada común, no hay esencia común, hay el "en" de lo en común. Lo en común es la relación de las sin­ gularidades como relación de ejemplo. Esa relación de ejemplo supone tal vez otra característica que indicaré primero como la de un interés: para que pase algo en el encuentro de los singulares, para que el uno haga de ejemplo para el otro, hace falta que el uno esté interesa­ do en el otro. Tomo de este modo el inter esse como "el ser entre", a lo que Lévinas da el valor peyorativo de la relación interesada, calculadora, lo tomo yo con otro valor para hacerlo decir que lo que articula la relación singular de los singulares es que se interesan los unos por los otros. No crean que quiero reconstituir un idilio del género llamado rousseauista. Ese interés tal vez no es siempre bienvenido. Traduzcámoslo con otra palabra todavía, la curio­ sidad. En la vida corriente estamos siempre un poco curiosos por los otros, por su singularidad, por su extrañeza, por su retirada. Pero yo propondría decir que hay una curiosidad transcendental y que sería la relación constitutiva de la ejemplaridad recíproca de los singulares. Curiosidad transcendental que sería a

la vez desenmascarada y revelada por esas relaciones que se dicen primitivas, de miedo y de deseo, de amor y de odio, de piedad, de terror, etc. La curiosidad no es idílica, ella puede, debe ser de entrada tomada en la ambivalencia, curiosidad bien o mal preocupada del ejemplo por el otro ejemplo. Pero recuerdo que al mis­ mo tiempo que curiosus es de la misma raíz que cura, el cuidado. Curiosus es también quien va a mirar de cerca porque toma a su cuidado. Lo que en el singular pro­ voca curiosidad por el otro singular es a la vez lo que es indiscreto (lo que viola la discreción, la distinción) pero también, tejida tal vez en la indiscreción misma, una manera de tomar al cuidado o tener preocupación por el otro. 12. Tercer y último rasgo de ese algo uno: el modo sin­ gular de su presencia. Y su presencia, en términos aris­ totélicos, es por fuerza una presencia escatológica, es decir, última, postrera. Lo ekastológico es escatológico. Ustedes saben que en la tradición teológica cristiana, la escatología es la ciencia y los discursos de los tiempos últimos, del fin del mundo, en el que se produce lo que se llama parusía. La parusía, es la venida en presencia del ser mismo, de la esencia suprema última, para ha­ blar según la ontología de la sustancia. Hace falta que la presencia del algo uno, si es que es también la manera del ser último, sea del orden de la parusía, toda teología dejada de lado. La existencia, como tal, pone de relieve una parusía escatológica. De entrada, el algo uno es último, primero y últi­ mo. No hay nada más que esperar del algo uno que su ser algo uno. Es lo que da todo el precio y todo el peso singular de ese refrán alemán que Heidegger menciona

en Seirt und Zeit: "apenas un niño viene a la vida ya es bastante viejo para m orir"*. El niño que muere apenas nacido no ha existido menos, y su lugar singular no está menos singularmente marcado. En un plano to­ talmente distinto, la psicología sabría confirmárnoslo si tuviéramos necesidad de aprenderlo. El existente es de entrada último, y lo es a cada momento de su exis­ tencia. No lo es solamente al momento de su muerte. Es a esta manera de ser a cada momento en lo último, en lo escatológico, que remite profundamente el pensa­ miento del "estar vuelto hacia la muerte" en Heidegger, es decir, el pensamiento de la existencia en tanto que exposición de cada instante a su propia suspensión. No se trata, como se dice a veces, de una obsesión mórbida. Se trata de esto: que la muerte no hace más que pun­ tuar, cumplir una serie de momentos singulares que habrían sido todos, cada uno por sí mismo, el último momento. Entonces lo escatológico es también la parusía, cuya dimensión es el presente. Quisiera decir que el sujeto en tanto que supuesto es siempre, ya sea an­ tecedente o consiguiente, siempre ya llegado o siempre por venir. El existente singular está, por el contrario, y si se puede decir así, simplemente presente, pero con dos condiciones: primero, está presente no en el modo de estar presente a sí, que es el modo de la suposición, sino en el modo de estar expuesto a cada instante. Y como se acaba de ver, expuesto cada vez a los otros sin­ gulares, a los singulares como otros. No está entonces presente a sí como mismo, está presente a sí como otro. Segundo, ese presente no es ya el presente de una pura

* Martin Heidegger, Ser y tiempo (Santiago: Editorial Universitaria, 1997; Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera C.), 266.J.-L. Nancy cambia la palabra "hombre" por "niño" ("enfioit"). [N. del T.]

presencia a sí de la sustancia, inmóvil y permanente. Es un presente esencialmente temporal, es el presente del cada vez, del je alemán, del jemand. Es cada vez, a cada instante, que el singular se singulariza. Eso viene con el hecho de que el singular es el acto mismo dé su singularización: ese acto de singularizarse. Uno no se vuelve individuo el día de su nacimiento, no más que el día de su concepción, no más de lo que lo será el día de su muerte, no más que de lo que lo será más tarde, en la memoria de los otros. ¿Cuándo se es uno? a cada ins­ tante. Es decir, que el uno es constante en la constante puesta en juego de su novedad. Leibniz, nuevamente él, sintió bien la necesidad de ese pensamiento, al menos para él, a propósito de los individuos físicos. Escribió que dos individuos físicos no son nunca perfectamente semejantes, y que el mismo individuo pasa de especie en especie pues no es nunca totalmente semejante a él mismo más allá de un momento, es la lógica de la ínfima species (Nuevos ensayos, 2, 27). Luego, de seguro Leibniz reintrodujo una identidad permanente, que es la del alma. Vuelve entonces a una lógica de la sustancia o del sujeto. 13. Voy a concluir a partir de allí. A cada vez, en el je (pronunciado a lo alemán) de su singularidad, el singu­ lar singularizándose no hace nada más que responder por su singularidad. La garantiza, atestigua que ella existe o que él existe singularmente. ¿Qué es lo que de esta forma atestigua? Es sin duda la única verdadera pregunta que uno puede plantearse: no puede pregun­ tarse uno qué es alguien si alguien no es más que esa atestación. Pero puede preguntarse uno por lo que al­ guien atestigua o compromete, por lo que alguien como tal compromete. Yo nombro a eso el sentido. Alguien

compromete cada vez el sentido de ser alguien, o atesti­ gua, compromete el "ser alguien" en tanto que sentido. Compromete y a la vez atestigua que "ser alguien" es ser en el sentido, el sentido de existir o el sentido de la existencia. En efecto, se trata precisamente de esa cosa, la más simple de decir y la más banal del mundo: el "sentido de la existencia'' o "el sentido de la vida" que bien mirado es, después de todo, la única preocupación de la filosofía, la única preocupación del psicoanálisis. Se trata aún de entenderse sobre lo que es el "sentido", o sobre el sentido del sentido. Habría mucho que decir, por cierto. Me contentaré con lo poco que permite decir esta manera de abordar el "sentido" a través del "alguien". Cuando digo que un existente compromete el sentido, quiero decir en primer lugar que eso pasa siempre exactamente en el mismo lugar del sujeto, en el mismo lugar de la sustan­ cia. La sustancia era el subordinado o el soporte de los accidentes o de la cualidad, es decir, su razón, su funda­ mento, su sentido. En la sustancia y en la presuposición había el sentido en tanto que fundamento. Digamos que es el fundamento el que tenía el lugar de la ates­ tación, de esa atestación de la que hablamos ahora, la garantía, la respuesta y la responsabilidad del alguien. Este es el acto singular que tiene lugar en el sitio del fundamento. Es como si atestiguando de mi existencia articulara en acto "yo estoy bien fundado para existir". Pero no es sin embargo lo que digo, pues de hecho no produzco ningún fundamento ni ningún género de la causa ni ningún género de la legitimación. Yo estoy "bien fundado'' para existir porque existo, eso es todo. La atestación vale aquí como fundamento.

¿De qué es de lo que se trata en ese sentido que viene en el lugar de un sentido de fundamento? En general, solo conocemos como sentido del sentido al fundamen­ to o a la razón, lo que yo llamaría aquí la significación. La significación es un renvío: esta renvía al sentido pre­ supuesto, a una pre-suposición de sentido. Pero cuan­ do digo que alguien garantiza o atestigua el sentido, el sentido de ser alguien, este no renvía a nada más. A lo más renvía a sí mismo pero sí mismo no está fuera de su atestación, y eso no hace un renvío sino más bien un envío. Lo que es a la vez atestiguado y comprometido, y yo diría también prometido —porque no está ya dado, no está supuesto, es atestiguado sin más razón que la atestación, es garantía sin más garantía—, es precisa­ mente el sentido en tanto que sentido no presupuesto y no presuponible. Es decir, el sentido no relacionable con un sujeto de sentido, con un sujeto que podría so­ portar ese sentido y presentarlo de una manera o de otra, significarlo, o todavía más: demostrarlo. Pero pre­ cisamente el sentido está comprometido por el singular en tanto que sentido singular del singular. Y un sentido singular del singular es un sentido que justamente no tiene sentido, no tiene sentido presupuesto ni presupo­ nible. Es decir, tampoco sentido precedente ni sentido pospuesto o sentido por venir. Así mismo como el sin­ gular se singulariza por sí mismo, así mismo como hace sentido por sí mismo. Hacer sentido por sí mismo, sin que ese "sí mismo" sea él mismo una sustancia, hacer sentido por sí mismo sin ser sujeto o hacer sentido sin suponerse sentido es ser "sin razón" o "sin porqué", se­ gún el muy famoso dístico de Angelus Silesius que cita Heidegger para acercarlo y confrontarlo al principio

de razón de Leibniz. "La rosa crece sin razón" o "sin porqué". Dicho de otro modo, el sentido como no-supuesto o como no-subjetivo es aquello que habría que descu­ brir detrás del singular, en una escalada arqueológica o anamnésica, como en Platón o como una cierta visión de las cosas en Freud. El sentido, en lugar de ser lo que habría que descubrir y lo que habría que suponer de­ trás o delante, sería lo que singularmente se comprome­ te, se garantiza, se promete cada vez, a cada momento, no detrás ni delante sino aquí mismo, en el lugar de la exposición de una singularidad. Un sentido que tendría entonces, en primerísimo lugar, la más estrecha relación con la presencia afectiva, material, del somebody, un sen­ tido que sería inseparable de esa materia signata. Luego, un sentido cada vez nuevo. Lo que no querría decir que el ser singular acumula novedades sino más bien que su sentido, el sentido singular del singular es ser cada vez en una infinita novedad o novación del sentido. Terminaré con eso, muy rápido, demasiado rápido, diciendo que tal vez hay allí una de las nuevas direc­ ciones en las que el psicoanálisis se reinventa después de Freud, en todo caso después de Lacan, y tal vez más recientemente en el último libro de Claude Rabant, Inventer le réel, donde el psicoanálisis es más bien rela­ cionado con la invención de un sentido que con la re­ constitución de un sentido supuesto. Sea lo que sea del análisis por el momento, es en todo caso a algo así como a una invención singular del sentido a la que da lugar la suposición del sujeto. Se pasa, tal vez ya se pasó, del su­ puesto sujeto al alguien inventándose a sí mismo cada vez, interminablemente y "terminablemente" como una nueva posibilidad del sentido singular.