Mi Madre Yo Misma

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NancyFríday

mimadre/ yo misma

EDITORIAL ARGOS VERGARA, S. A. Barcelona

Título de la edición original: «MY MOTHER/MY SELF»

Traducción Ramón Margalef

Cuando dejé de ver a mi madre con los ojos de una niña, descubrí la mujer que me ayudó a alumbrarme a mí misma. Este libro está dedicado a Jane Colbert Friday Scott.

Primera edición: marzo de 1979 Copyright © 1977, Nancy Friday Copyright © 1979, de la traducción y de la edición españolas Editorial Argos Vergara, S. A. Aragón, 390, Barcelona-13 (España) ISBN: 84-7017-666-8 Depósito Legal: B. 12.867-1979 Impreso en España - Printed in Spain Impreso por Chimenos, S. A., Dr. Severo Ochoa, s/n. Carretera Nacional 152, Km. 26, Coll de la Manya, GranoUers (Barcelona)

RECONOCIMIENTOS En 1973 cayó en mis manos un libro en cuyas páginas se relacionaba el potencial orgásmico de las mujeres con el grado de seguridad o confianza experimentada por éstas en otro tiempo ante sus padres. Puedo recordar aquel día, el sitio en que me encontraba sentada; recuerdo hasta el peso del libro que tenía en las manos, y, desde luego, mi reacción instantánea, que se tradujo en una pregunta: en cuanto a la madre ¿qué había que decir? Acababa de escribir un libro sobre las fantasías sexuales de las mujeres. No había quedado en mi mente el menor resquicio de duda en cuanto al punto de comienzo de la represión o aceptación sexual. ¿Cuál es la persona que antes que nadie aparta la mano de nuestros genitales, quién implanta el placer o la inhibición en cuanto a nuestros cuerpos, quién establece Las Reglas y con su propia vida nos facilita un modelo indeleble? Aquella semana redacté un esbozo, un plan para escribir un libro que se titularía: Madres e Hijas: La Primera Mentira. Me juzgaba a mí misma una buena candidata para este tema porque, aunque he de confesar que amaba a mi madre, también percibía la existencia de un espacio psicológico suficientemente amplio entre nosotras, una separación que me permitiría ser justa y objetiva. Como si esto se hallara al alcance de cualquier mujer. Fueron necesarios dos años de investigaciones para ir más allá de la irritación que contenía ese primer título. Incluso para reconocer cuan molesta me sentía personalmente. Mi intención era llevar a cabo una serie de entrevistas con madres e hijas dentro de una familia, y también con las abuelas, cuando fuese esto posible. En los últimos cuatro años me he entrevistado con más de doscientas mujeres de todos los puntos de Estados Unidos. En su mayor parte, eran madres. Y todas ellas, ciertamente, hijas. En el plano más significativo, eran expertas. Pero advertí rápidamente que un libro de entrevistas no resultaría suficiente. Había esperado evitar lo subjetivo mediante el hallazgo de unas pautas que se acomodaran a la mayoría de las mujeres. Trazando tales

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pautas a través de las generaciones, podríamos ver las conscientes e inconscientes repeticiones, corregidas con la mejor intención en nuestra maternal herencia, desembarazándonos del resto. Puesto que las vidas de las mujeres van a cambiar, debíamos tener acceso al esfuerzo formativo de esa relación. Teníamos que superar el enojo suscitado por unas mentiras dichas «por nuestro bien», averiguar cuál es el auténtico amor existente entre madre e hija, o bien liberarnos de la ilusión de un amor que nunca existiera, en absoluto. Yo andaba buscando una clarificación. Descubrí a Rashomon. Madre: «Preparé cuidadosamente a mi hija ante su primera menstruación». Hija: «Mi madre no me dijo nada.» Dos versiones de idéntica historia, diferentes y, sin embargo, iguales. Ninguna de las dos mujeres cree estar mintiendo. Para llegar a comprender contradicciones como ésa, hablé con psiquiatras, educadores, médicos, abogados y sociólogos. Yo no quería contestaciones propias de un libro de texto: de las veintiuna profesionales citadas en este libro, dieciséis de ellas tienen hijas. Ninguna mujer me concedió más generosamente que la doctora Leah Schaefer su buen juicio, su sabiduría, sus conocimientos profesionales y hasta su vida privada. Contraje con ella una deuda que nunca podrá quedar saldada. Y hay algo que me resulta particularmente patético: la frecuencia con que estas personas, altamente adiestradas, confiesan tropezar con dificultades al aplicar a sus propias existencias lo que intelectualmente conocían. Una de las primeras ideas que deseché fue la referente a mi convencimiento de que podía aprender todo lo que necesitaba saber de las mujeres. Podemos ir dando saltos en vez de andar, pero ¿por qué no utilizar las dos piernas? Cuando el doctor Sirgay me telefoneó para hablarme de la solicitud que yo le había formulado, respecto de una entrevista con cierta eminente especialista en psiquiatría infantil, me informó que ésta debía ausentarse de la ciudad y le había pedido que él mismo me atendiera. Más bien descortés, yo le respondí que puesto que abrigaba la creencia de que las mujeres eran quienes mejor comprendían a las mujeres, esperaría a que su colega femenino regresara. Estoy muy satisfecha de que aquel día mi interlocutor no me colgara el teléfono. Algunas de las posibilidades de conducta y atisbos sobre el comportamiento que a mí se me antojaron más raros y regocijantes, de cuantos figuran en estas páginas, provienen de él y de otros hombres. Éstos también tienen hijas.

cuales el presente libro habría sido inconmensurablemente más pobre en cuanto a contenido. Del mismo modo que el lector sigue el desarrollo de un argumento, espero que se aprecie con claridad que, antes de poder explicar la relación madre-hija, debía yo comprender la mía propia. Sin k>s pasmosos conocimientos del doctor Robertiello, sin su capacidad para el análisis, sin su preclara mente y su personal implicación (es padre de tres hijas), yo habría abandonado mi empeño hace mucho tiempo. Las personas cuyos nombres aparecen a continuación aportaron a esta obra, además de sus conocimientos, su tiempo y su interés. No siendo del caso mencionar sus títulos profesionales dentro del texto, lo hago aquí, al propio tiempo que les doy las gracias:

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Hablé por vez primera con el doctor Richard Robertiello en el curso de una tarde como tantas otras. Constituyó tal episodio uno de los acontecimientos modeladores de mi carrera, y fue así como, al correr de los años, se produjeron una serie de conversaciones sin las

Pauline B. Bart: profesora adjunta de sociología en psiquiatría, Facultad de Medicina, Universidad de Illinois; autora del The Student Sociologist's Handbook. Jessie Bernard: socióloga/becaria residente, en la Comisión de Derechos Civiles de EE. UU.; autora de Women, Wives, Mothers: Valúes and Options, The Future of Motherhood, y The Future of Marriage. Mary S. Calderone, doctora en Medicina: directora del Consejo de Educación e Información Sexual de los EE. UU.; autora de Reléase from Sexual Tenslons. Sidney Q. Cohlan, doctor en Medicina: profesor de pediatría; director adjunto del servicio de pediatría, Hospital de la Universidad, Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Helene Deutsch, doctora en Medicina: psicoanalista; autora de The Psychology of Women. Lilly Engler, doctora en Medicina: psiquiatra con consulta privada en la ciudad de Nueva York; asesora de diversas instituciones en EE. UU. y otros países. Cynthia Fuchs Epstein: profesora de sociología, Queens College, Universidad de la ciudad de Nueva York; directora de proyectos, Oficina de Investigaciones Aplicadas, Universidad de Columbia; autora de Wornan's Place: Options and Limits in Professional Careers, y coautora de The Other Half: Roads to Women's Equality. Aaron H. Esman, doctor en Medicina: psiquiatra jefe del Jewish Board of Guardians; miembro de la facultad en el Instituto Psicoanalítico de Nueva York; autor de New Frontiers in Child Cuidance, y The Psychology of Adolescence: Essential Readings. Mió Fredland, doctora en Medicina: profesora de psiquiatría, ayudante de clínica, Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell.

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Sonya Friedman: psicóloga; asesora en cuestiones de matrimonio y divorcio; coautora de Tve Had It, You've Had It! Advice on Divorce from a Lawyer and a Psychologist. Emily Jane Goodman: abogado; coautora de Women, Money and Power. Amy R. Hanan: directora de personal, A T & T General Departments. Elizabeth Hoppin Hauser: psicoterapeuta, perteneciente al Centro de Consulta de Long Island, en Forest Hills. Helen Kaplan, doctora en Medicina: psicoanalista y sexoterapeuta; profesora de psiquiatría, adjunta, Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell; psiquiatra adjunta de la Clínica Payne Whitney del Hospital de Nueva York; autora de The New Sex Therapy. Sherwin A. Kaufman, doctor en Medicina: ginecólogo y tocólogo, del Lenox Hill Hospital, ciudad de Nueva York; autor de Intímate Questions Women Ask, New Hope for the Childless Couple, y The Ageless Woman. Jeanne McFarland: profesora, Smith College, Departamento de Economía. Gladys McKenney: profesora de las clases sobre matrimonio y familia en una escuela de enseñanza media de Michigan. George L. Peabody, doctor en Filosofía: ciencia de la conducta aplicada. Vera Plaskon: coordinadora de planificación familiar, Hospital de Roosevelt, Nueva York; especialista clínica en crianza del bebé, relación madre/hijo. Virginia E. Pomeranz, doctora en Medicina: profesora adjunta de pediatría en la Facultad de Medicina de la Cornell University, y asistenta de dicha especialidad en el New York Hospital; autora de The First Five Years: A Relaxed Approach to Child Care, y coautora de The Mothers' and Fathers' Medical Encyclopedia. Wardell B. Pomeroy, doctor en Filosofía: investigador sobre cuestiones sexuales, informes Kinsey, Sexual Behavior in the Human Male y Sexual Behavior in the Human Female, autor de Boys and Sex, y Girls and Sex. Jessie Potter: miembro del programa sobre sexualidad humana, Facultad de Medicina, Universidad de Northwestern; directora del Instituto Nacional de Relaciones Humanas. Helen Prentiss: profesora de psicología infantil en una universidad del Oeste medio. Tal nombre es un pseudónimo, pues ha preferido permanecer en el anonimato. Ira L. Reiss: profesora de sociología, Universidad de Minnesota. Richard C. Robertiello, doctor en Medicina: consultor jefe de instruc-

ción en el Instituto de Salud Mental de Long Island; miembro del cuadro ejecutivo de la Sociedad para el Estudio Científico del Sexo; psiquiatra supervisor del Servicio de Guía de la Comunidad; autor de Hold Them Very Cióse, Then Let^hem Go, y coautor de Big You, Little You. Sirgay Sanger, doctor en Medicina: director del programa padre-hijo, Hospital de St. Luke; instructor, Columbia College of Physicians and Surgeons; autor de Emotional Care, Hospitalized Children. Leah Cahan Schaefer: psicoterapeuta; miembro del Servicio de Guía de la Comunidad, ciudad de Nueva York; perteneciente al cuadro ejecutivo de la Sociedad para el Estudio Científico del Sexo; autora de Women and Sex. Joan Saphiro: profesora de trabajo social, Smith College. Marcia Storch, doctora en Medicina: jefe de la clínica de ginecología para adolescentes y planificación familiar, sección infantil y juvenil, Roosevelt Hospital; profesora ayudante de clínica, de obstetricia y ginecología, College of Physicians and Surgeons, Roosevelt Hospital, ciudad de Nueva York. Betty L. Thompson: psicoanalista, de actividades privadas. Lionel Tiger: profesor de antropología en la Rutgers University; autor de Men in Groups, The Imperial Animal, y Women in the Kibbutz.

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Dejo constancia de mí especial gratitud hacia aquellas mujeres cuyos nombres no aparecen aquí, madres e hijas que me dieron todo lo que pudieron darme, aun anónimamente. Ellas reconocerán sus palabras. Espero que perciban algo de la vida adicionada de que ahora dispongo, sabiendo lo que este libro, sus vidas y la mía propia me han enseñado. Durante años han vagado por mi mente, confusas, ideas sobre la identidad de las mujeres. Pero yo fui una escritora viajera hasta que me casé. Hay ciertas preguntas que no nos atrevemos a formular sin el apoyo de otra persona. En este libro, como en mi vida, esa persona ha sido Bill Manville. N. F. Nueva York (ciudad) Abril, 1977

CAPÍTULO 1

AMOR MATERNAL A mi madre siempre le he mentido. Y ella a mí. ¿Qué edad tenía yo cuando aprendí su lenguaje, cuando aprendí a llamar a las cosas por otros nombres? ¿Cinco, cuatro años? ¿Era tal vez más pequeña? Su negativa, al enfrentarse con algo que no podía decirme, que su madre a su vez no había podido decirle a ella, y sobre lo cual la sociedad nos había ordenado a ambas que guardáramos silencio, entorpece todavía hoy nuestra relación. A veces intento imaginarme una pequeña escena que nos hubiera servido de avuda a las dos. Mi madre, adoptando un aire amable, cálido, reservado y al mismo tiempo desaprobador de su propia conducta, me hace entrar en el dormitorio, en el que duerme sola. No tiene más de veintiséis años. Yo tal vez seis. Colocando sus manos (unas manos que su padre le recomendó que procurara mantener ocultas porque eran «grandes y carecían de atractivo») sobre mis hombros, fija su mirada directamente en mis ojos, a través de los cristales de mis gafas de montura de acero, y me dice: «Tú sabes, Nancy, que el papel de madre no se me da bien. Tú eres una chiquilla encantadora y no tienes culpa de nada. Pero es que me cuesta trabajo adoptar una actitud maternal. De modo que cuando veas que no me parezco a las otras madres, esfuérzate por comprender que ello no se debe a que yo no te quiera. Al contrario, te quiero de verdad. Pero me siento confusa. Sé algunas cosas, e intentaré enseñártelas. En cuanto a lo otro, a lo del sexo y todo lo demás, lo cierto es que no puedo tratarlo contigo porque no sé a ciencia cierta de qué forma tales cuestiones han quedado ensambladas en mi vida. Intentaremos dar con otras personas, con otras mujeres que puedan hablarte y llenar esos huecos. No puedes esperar que yo sea en toda su extensión la madre que tú necesitas. En algunos aspectos, me siento más cerca de ti que me sentí en otro tiempo de mi madre. No experimento esa serena, divina y básica certidumbre que tú supones que ella sintió en un momento semejante. Abrigo todo género de inseguridades en cuanto a la forma de criarte. Pero tú eres un ser inteligente, igual que yo. Tu tía te quiere, tus maestros sienten

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ya crecer una necesidad en ti. Con su ayuda y con la que yo pueda aportar, procuraremos que te hagas con toda la carga maternal, con todo el amor del mundo. Sucede, solamente, que no puedes esperar obtenerlo todo de mí.» Una escena que nunca hubiera podido ocurrir. Hasta donde alcanza mi memoria, recuerdo que vo no quería la clase de vida que mi madre creía que podía mostrarme. Pienso, en ocasiones, que ella tampoco la deseaba. A medida que voy haciéndome mayor, más va alejándose de mi niñez, de su acorazado papel de madre, convirtiéndose progresivamente en una mujer más y más interesante. Quizá no debió haber llegado nunca & ser madre; desde luego, lo fue demasiado pronto. La miro hoy, y con todo el amor y la irritación del mundo lamento que no tuviera la oportunidad de vivir otra vida, la mía, tal vez. Pero la suya no fue una época en la que las mujeres sintieran que se les deparaba la posibilidad de escoger. No tengo idea acerca del momento en que comencé a darme cuenta, con el monstruoso egoísmo que la dependencia presta a los ojos de unacr"íatt»a>aie que mi madre no era perfecta: yo no representaba toda su vida. ¿Ocurrió esto en la misma edad en que empecé a formular el terrible juicio: el que me llevó a pensar que ella no era la mujer que yo quería ser? Creo que siempre tuve presentes ambos instantes. Ello explica mi sentimiento de culpabilidad al dejarla, y mi enfado ante el hecho de que no se opusiera a ello. Pero estoy segura de que supo siempre, hasta un punto que sus adoctrinadas actitudes hacia la maternidad no le permitirían jamás admitir, que mi hermana y yo no lo éramos todo. Nosotras no le habíamos aportado la certificación de feminidad que su madre prometiera. Que, por una vez en su vida, el sexo y un hombre habían sido más importantes que la maternidad. Hija más consciente de sus deberes que yo, mi madre quería aceptar la visión de realidad que mi abuela le había inculcado. Mintió en lo demás. Se subvirtió a sí misma, sus genuinos sentimientos, las incipientes intimaciones de esperanza de vida y aventura que ella encontrara en mi padre, y que la indujeron a marcharse con él, en contra de los deseos de su familia... Todo perdido por querer convertirse en una buena madre. Las reglas de la suya tenían la autoridad de toda la cultura que las respaldaba. No había «malas madres», ni nada semejante; solamente había malas muiereis/'eran las explícitamente sexuales, que vivían con la idea de que lo que se daba entre ellas y sus maridos tenía tanto derecho a existir, por lo menos, como sus hijos. Estas mujeres poseían escaso «instinto maternal». Se nos ha educado en la creencia de que el amor de la madre es diferente a otras clases de amor. No se halla expuesto al error, a la

duda, ni a la ambivalencia de los afectos ordinarios. Esto no es más que una ilusión. Las madres pueden amar a sus hijos, pero en ocasiones no gustan de ellos. La misma mujer que quizá se tiraría debajo de las ruedas de un camión desfrenado con tal de que éste no aplastara a su hijo, lamenta a menudo el sacrificio, día a día, que la criatura, sin saberlo, le impone, afectando a su tiempo, a su sexualidad, a su propia realización personal. Con nuestra percepción de la falta de autenticidad de nuestra mad r e — con su propia ansiedad, su carencia de fe en las superúdealizadas nociones de feminidad/maternidad que intenta enseñarnos —Anacen las inquietudes sobre nuestra sexualidad personal. Es el comienzo de la duda en cuanto a nuestra realización como personas con identidad propia, separada de ella, establecida en nosotras como mujeres antes de ser madres. Nos esforzamos por la autonomía, nos esforzamos por la sexualidad, pero los inconscientes y más profundos sentimientos que hemos obtenido de ella no descansarán: solamente nos sentiremos en paz, seguras de nosotras mismas, cuando hayamos cumplido con el glorificado «insinto», para el cual hemos sido educadas, a través de la imagen de su vida, repitiendo: «Tú no serás una mujer completa hasta que seas madre.» Es demasiado tarde ahora para pedir a mi madre que vuelva sobre sus pasos y examine las evasiones que hiciera tan silenciosamente como cualquier otra madre, y ante las cuales me mostré sumisa durante tanto tiempo, aunque sólo fuera porque ella deseaba lo contrario. Yo figuro entre las que desean cambiar ciertos esquemas, callejones sin salida, de sus vidas. Se trata de esquemas que, conforme pasa el tiempo, me parecen más familiares: «Yo he estado aquí antes.» El amor entre mi madre y yo no es tan sacrosanto hasta el punto que no pueda ser cuestionado: si vivo con una ilusión respecto de lo que existe entre nosotras, no dispondré de ningún punto de apoyo sobre el cual alzarme yo misma. En el curso de mis años de entrevistadora, son muchas las mujeres que me han dicho insistentemente: «No. No acierto a pensar en nada significativo que haya heredado de mi madre. Somos dos mujeres completamente distintas...» Estas palabras son dichas, habitualmente, con aire de triunfo, como si la comunicante de turno reconociese el enorme esfuerzo realizado para modelarse a sí misma de acuerdo con su madre, pero creyendo en su resistencia. Ahora bien, en mi entrevista con la hija, ésta sonríe con cierta aflicción: «A cada paso», me dice, «le estáis reprochando a mamá que me trata de la misma forma que la trataba a ella su madre... ¡de una forma que no era de su agrado!» Sin em-

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bargo, en otra entrevista, el esposo manifiesta: «A medida que pasan los años va haciéndose más y más igual a su madre.» Para ser justa añadiré que cuando las entrevistas se hacían prolongadas, cuando se presentaba la ocasión de hablar durante largo rato, mis comunicantes comenzaban a descubrir similitudes entre sus propias vidas y las de sus madres. En primer término había las diferencias superficiales, externas. La madre vivía en una casa; la mujer con quien estaba yo hablando ocupaba un apartamento. La madre no había trabajado un solo día en su vida; la hija se había procurado un empleo. Nos aferramos a tales «hechos», utilizándolos como prueba de que hemos creado nuestra propia vida, distinta de la suya. Pasamos por alto una verdad más básica: la de habernos hecho cargo de sus ansiedades, temores y enconos; nuestra forma de tejer la tela de araña de las emociones entre nosotras y los demás se inspira en lo que de común hemos tenido con ella. Queramos para nosotras la vida de nuestra madre o no, nunca desaparece de nuestra mente la imagen de lo que ella fue. En ningún terreno es esto más válido oue en eJ sexual. Sin nuestra identidad sexual, una identidad sobre la cual podamos apoyarnos con todo nuestro peso, con la certidumbre de cuando en otro tiempo disfrutábamos siendo «hijas de mamá», nos sentimos inseguras. Tenemos brotes de sexual confianza, de actividad, de exploración, pero con el primer rechazo, con la primera insinuación de pérdida, de censura sexual o de humillación, volvemos a lo seguro y familiar: el sexo es malo. Esto constituyó siempre un problema entre nuestra madre y nosotras mismas. Cuando los hombres parecen inteligentes y atractivos, nos aliamos momentáneamente con ellos, en contra de las reglas antisexuales de la madre. Pero no hay que confiar en los hombres. Decimos que la culpa es nuestra: vamos de la madre a los hombres, sin nada propio entre ella y ellos. El matrimonio, en lugar de suponer el fin de nuestra infantil alianza con ella, se convierte, irónicamente, en el motivo de unión más sólido de nuestras vidas. En otro tiempo quisimos ser unas «buenas chicas». Ahora deseamos transformarnos en unas «buenas señoras casadas»... Justamente, como la madre. Las riñas con ella, motivadas por los hombres, han terminado, por fin. Ante nuestra madre, lo más difícil de afrontar es su sexualidad. A ella le ocurre lo mismo con respecto a nosotras. Son dos mujeres que se ocultan mutuamente aquello que las define como tales. Si no. separamos el amor de la madre de su temor sobre el sexo, siempre veremos el amor y el sexo como dos cosas opuestas. La dicotomía pasará a nuestras hijas. «Mamá tenía razón», decimos. Y el fer-

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vor con que nosotras negamos a nuestra hija el acceso a su propio cuerpo queda intensificado por la irritación, la conclusión y la abnegación que experimentamos al renunciar a nuestra propia sexualidad. «Has de estar segura de que yo te quiero, independientemente de lo que te diga o te haga», es el mensaje que liega de la madona. «Nadie te querrá nunca como yo. La madre es la persona que más te quiere del mundo y siempre me tendrás junto a ti.» Muchas madres ofrecen esta clase de amor imposible porque están solas y desean ligar sus hijas a ellas para siempre. Todas las madres arguyen eso porque también ellas se encuentran en una trampa: sugerir menos es ser una «mala madre». El amor real que ella pueda sentir por nosotras no posee la potente atadura del amor idealizado y perfecto en que ambas necesitamos creer. Es un trato que ninguna de las dos podemos rechazar. «Cuando la madre mantiene una genuina relación sexual con su esposo», declara la psicoterapeuta Leah Schaefer, «pero finge ante su hija, afirmando que de un modo u otro toda la vida erótica debe quedar ligada a la maternidad, la hija lo percibe, y experimenta la impresión de que no puede confiar en su madre. Durante mis prácticas como psicoanalista, me he encontrado una y otra vez con que ésta es la mentira básica. Los padres dicen a sus hijos: "No, no, no debes hacerlo..." Pero la niña advierte que la madre está haciendo lo prohibido. De este modo, cierto aspecto de la vida y la personalidad de la madre se convierte en un gran secreto para la hija... Y, no obstante, la madre quiere estar siempre al tanto de cuanto afecta a la pequeña. Espía en su psique, le está diciendo siempre que son amigas, que se deben contar mutuamente todas sus cosas... Pero, de nuevo, la hija descubre que su madre le oculta un gran secreto, que una parte de su ser queda más allá de su alcance. Se trata de una relación unilateral, supuestamente basada en la verdad, pero que la joven juzga manipulada. Esto le provoca un resentimiento. »La situación se torna más difícil para la joven cuando la madre no es consciente de la mentira. Aquélla razona así: "¿Cómo puedes decirle eso a una niña? Puedes decidirte por retener cierta información, pero esto no te da derecho a decirle a tu hija una mentira". Algunas mujeres llegan, dando muchos tumbos mentales, a la conclusión de que el único fin de la relación sexual es la maternidad. En consecuencia, no creen estar mintiendo, en absoluto. Piensan que salvaguardan "la moral" de la chica. Lo que hacen es echar los cimientos de una desconfianza por parte de la joven que durará a lo largo de toda >u vida\v también de una sensación de aislamiento y desamparo. Todo lo relativo al sexo es confuso para la hija, pero en el caso de experimentar la impresión de que su madre le miente, ¿en quién podrá confiar ya?

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Y la confianza en una misma y en la otra persona es la base de la vida, del matrimonio, y del orgasmo sexual.» La dificultad de la madre no radica necesariamente en su condición de persona mentirosa o hipócrita. Ella dice una cosa, hace otra, y sin embargo denota en un profundo nivel que rea1mentp\iente algo totalmente distinto. La mayor parte de nosotras nos hemos acostumbrado a vivir con esta cuarteadura tripartita en la gente que conocemos, y nos aceptamos mutuamente como un todo. Como hijas, sin embargo, estamos tan enfocadas sobre nuestras madres que las aceptamos literalmente, intentando integrar los tres guerreantes aspectos que presentan a nuestros ojos. Puesto que tal confusión penetra en la relación madre-hija, y será vista repetidas veces a lo largo del libro, voy a permitirme separar claramente las tres ideas: 1. Actitud. Ésta consiste en lo que decimos, en la impresión exterior que de nosotras tiene la gente. Es el aspecto nuestro que cambia con mayor rapidez. A menudo es un reflejo de la opinión pública, de los libros que hemos leído, de lo que opinan nuestras amigas, etc. Por ejemplo: la madre que decide que su hija no crecerá ineducada sexualmente, como creció ella; entonces adquiere para que se informe un ejemplar del último libro publicado sobre el tema de la educación sexual, como Show Me} Su forma de actuar cuando la chica lleva a la práctica los preceptos especificados en el libro es la diferencia existente entre la actitud y la 2. Conducta. La madre descubre a la hija tocándose y explorándose la vagina, en la forma indicada en las ilustraciones del libro. Con una mueca de desagrado, le aparta la mano. La conducta ha cambiado mucho en los últimos años, pero es un error creer que nuestra manera de actuar se corresponde siempre con nuestras actitudes estrictas. El doctor Wardell Pomeroy, el principal investigador en el equipo de Kinsey, me manifestó que, normalmente, el cambio de conducta lleva un retraso de por lo menos una generación con respecto al cambio de actitud. Tal conservadurismo se encuentra fuertemente influenciado, si no es determinado, por nuestros 3. Más profundos (a menudo inconscientes) sentimientos. Estas soterradas fuerzas básicas o motivaciones habitualmente nos son enseñadas por nuestros padres. Son los más rígidos aspectos de nosotros mismos, transportadores del pasado, que a menudo anulan las otras dos ideas. Pueden ser negadas u «olvidadas», pero, no obstante, muy a menudo, se expresarán por sí mismas en el comportamiento irracional o distorsionado. Una madre dice (actitud) a su hija que todo lo referente al sexo es hermoso. En cuanto a su conducta, «ignora» cuidadosamente que la chica se ha ausentado para pasar el fin de semana

con un hombre. Pero sus más profundos sentimientos son traicionados cuando la hija entra en casa el lunes para enfrentarse con una madre resentida, preocupada e irritada por una razón que no puede especificar en voz alta. Al decir una cosa acerca del sexo y la maternidad, al mismo tiempo que experimenta emociones contrarias ante estos dos temas, la madre presenta un cuadro enigmático a su hija. La primera mentira — l a idea de que la sexualidad de una mujer puede estar en conflicto con su papel de madre — atenta hasta tal punto contra las tradicionales ideas sobre la feminidad, que no puede hablarse de ella. La chica acaba percibiendo un vacío entre lo que su madre dice, lo que su madre hace... y lo que la joven detecta en el fondo de todo. Nada de lo que la madre siente se nos escapa. En realidad, nuestro problema radica en que intentamos vivir todas las partes del cuarteado mensaje de que nos hizo objeto. Por esto, demasiado a menudo, nuestra conducta, así como nuestras vidas, representan un compromiso discordante. No sabemos qué hacer. Nos desabrochamos el botón superior de nuestro vestido y volvemos a abrocharlo. Esto es una broma. Pero cuando nos hallamos en la cama y presentimos el orgasmo, nuestros inconscientes y divididos sentimientos afirman su primacía, privándonos de satisfacción. Y esto ya no es ninguna broma. Nuestros esfuerzos por ver a la madre claramente son frustrados por una especie de negativa. Se trata de uno de nuestros más primitivos mecanismos de defensa. Pronto, las chicas empiezan a rechazar la noción de que la madre es algo menos que la «buena madre» que ella pretende ser. Muy frecuentemente, esto se hace dividiendo la idea de madre en buena v mala. La mala madre es la otra, no la real. Es la madre que resulta cruel, que tiene dolores de cabeza, que no nos agrada. Es temporal. Sólo la buena es real. Aguardaremos su regreso durante años, siempre convencidas de que la mujer que tenemos delanta, la que nos hace sentirnos culpables, inadecuadas, e irritadas, no es una madre. Hay muchas entre nosotras que, viviendo lejos del hogar, vuelven periódicamente junto a su madre, en la Navidad, o con motivo de algún cumpleaños, esperando que en tal ocasión... ¿será todo distinto? Mujeres hechas y derechas como nosotras, todavía seguimos buscando lo mismo, todavía continuamos atadas a la ilusión de la buena y amante madre. Los niños creen que sus padres son perfectos v que ellos v no sus padres son los culpables cuando algo no marcha bien. Tenemos que pensar, se dicen, que nuestros padres son perfectos porque, dada nuestra condición de niños, dependemos por completo de ellos. No podemos permitirnos detestar a la madre; de manera que lo que hacemos es

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descargar nuestras iras en nosotros mismos. En vez de decir que ella es odiosa, pensamos: «Yo soy odioso.» La madre ha de ser buena, juiciosa, todo ternura. El ejemplo más extremado sobre nuestra necesidad de creer en la por todos conceptos amante madre radica en e' caso de los niños maltratados. Tomad a una de estas criaturas, que sólo sabe de palabras gruesas y de golpes, y dejadlo al cuidado de una cariñosa madre adoptiva. Se verá una y otra vez que la criatura prefiere regresar junto a la verdadera madre, aun con toda su crueldad. El niño aspira a perpetuar su ilusión de que ella es una buena madre, y esto es más fuerte en él que su deseo de que cesen los golpes que le da y las malas palabras que le prodiga, es más fuerte que la vida misma. La verdad es que mientras la niña quiere creer que su madre la quiere sin lugar a dudas, puede vivir desazonada al averiguar que no es así. Lo necesario, principalmente, es que la niña sienta que su madre se inclina por lo real, por lo auténtico. Es mejor aprender, lo más precozmente posible, que aunque nuestra madre nos quiere, esto no se produce con la exclusión de todas las demás personas, de todas las cosas. Si la niña es estimulada para que entre en colusión con su madre, pretendiendo que el instinto maternal lo conquista todo, ambas se verán más tarde entorpecidas por mecanismos de negaciones y defensa que las aislarán de la realidad de sus mutuos sentimientos; entonces, se habrá esfumado cualquier esperanza de establecer una verdadera relación entre ellas. La hija repetirá esta relación con los hombres, con otras mujeres. La idea de una madre y una hija mintiéndose mutuamente para mantener una ficción con suavidades de cuadro al pastel puede parecer tierna, conmovedora. Lo cierto es que el precio pagado por el mantenimiento de esa mentira resultará enormemente alto. El costo, para la niña maltratada, es verse golpeada hasta tener todo el cuerpo lleno de cardenales. ¿Es esto conmovedor? Las niñas que juegan con sus muñecas nos brindan un ejemplo casi de laboratorio acerca de la forma en que la ilusión del/amor maternal perfecto es mantenida. El psicoanalista infantil D. W. Winnicott declara en su libro Playing and Reality que el juego de los niños es ¡a forma de realización de un deseo. La pequeña que juega con sus muñecas actúa como lo hará su madre con ella, según sus esperanzas. El mismo acto del juego da a la ilusión una especie de sustancia.2 ¿Y de dónde la hija — incluso la hija de una mujer nada maternal —Xha sacado esta idea del perfecto amor materno? De lo que su madre dice, si no es de lo que su madre hace. La madre se presenta siempre a sí misma como persona totalmente amante. Sus fórmulas verbales dicen a la chica que no hay que poner en duda lo ideal de su

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manera de sentir. La causa de que su madre, ahora mismo, se muestre tan enfadada, tan alterada, o tan fría, obedece a que el padre se ha portado de una manera terrible, a que todavía no se ha recibido el encargo hecho a la tienda, a que escasea el dinero en el hogar, e incluso a que ella ha sido mala. En último extremo, la chica llega a tener la convicción de que, se trate de lo que se trate, todo proviene de que ella ha sido traviesa. Suya es la culpa de que en la tienda se retrasen en las entregas, de que papá no se haya portado bien, de que no haya dinero en la casa, etc., etc. Los primitivos habitantes de las cavernas pintaron antílopes en muros antes de que recurrieran a la caza para procurarse de alimento. Del mismo mágico modo, las pequeñas juegan a ser madres perfectas con sus muñecas, esperando que, por arte de encantamiento, surja la madre ideal oculta en la mujer situada por debajo de la perfección que promete tanto y da tan poco. Jugando con sus muñecas, la pequeña perpetúa la ilusión. «¿Ves lo cariñosa que soy con mi muñeca? ¡ Resulta tan fácil, tan íntimo, tan cordial! ¿Por qué no eres tú así conmigo?» Han pasado muchos años desde el tiempo en que yo jugaba con mis muñecas, pero la parte más dura en mi labor de escribir este libro es renunciar a la idea de que si yo misma hubiese dicho, hecho o esbozado aquella cosa mágica, habría podido convertirse en realidad la ilusión de un amor perfecto entre mi madre y yo. Entre madres e hijas existe un vínculo de amor real. Existe un amor real entre mi madre y voNPero no se trata de esa clase de amor que ella me hizo creer siempre que sentía, que la sociedad me dijo que sentía, con motivo del cual yo en todo momento me sentí enojada y culpable. Enojada porque nunca lo percibí realmente; culpable porque pensaba que yo era la causante de ello. De ser yo una hija mejor, habría podido asimilar aquel amor nutricio que ella aseguró siempre que albergaba. Recientemente, descubrí que podía enfadarme con mi madre sin que ello la anonadara, como tampoco a mí. La irritación que me separaba de ella al propio tiempo me hacía entrar en contacto con el amor real que me inspiraba. El berrinche rompió la barrera de cristal que existía entre las dos. He oído decir a algunas hijas que ellas no aman a sus madres. Nunca oí decir a una madre, en cambio, que ella no amaba a su hija. Ciertos psicoanalistas me han asegurado que algunas pacientes prefieren que se las tome por «locas» antes que admitir que les disgustan sus hijas. La mujer puede ser sincera en lo tocante a cualquier otra cosa, pero el mito de que las madres siempre aman a sus hijas es tan dominante que incluso quienes reconocen que su madre les desagrada, más adelante,

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en su momento, sólo hablarán de emociones positivas al referirse a sus vastagos. Las dificultades comienzan con k misma palabra amor. Si tal vocablo no hubiese sido jamás utilizado, la literatura y el cotidiano intercambio humano habrían resultado mejor parados. La palabra en cuestión es excesivamente ambigua/ Advertimos esto en nuestras relaciones más intensas, cuando nos imponemos del misterio que siempre rodea su significado. Pero la estimamos por su misma ambigüedad: permite no decir nada de lo que queremos. No es de extrañar que sean muchas las personas que afirman ignorar su significado. «Yo te quiero. Esto es por tu bien», alega la madre cuando nos prohibe que juguemos con determinada amiga. «Si yo no te quisiera tanto, no me preocuparía poco ni mucho de que usaras chanclos.» «Desde luego, te quiero. Por esto deseo que vayas al campo. Claro está que prefiero que estés siempre conmigo, pero es mejor para ti que respires durante el verano el aire puro.» Todas estas explicaciones parecen razonables, consideradas superficialmente. Deseamos creer que el amor es la causa de cuanto hace la madre. A menudo, no se trata de amor, sino, según los casos, afán de posesión, ansiedad, y abierto rechazo, cosas que se están expresando en frases como las reseñadas. No podemos soportar la creencia en esto a un nivel cognoscitivo. Lo sentimos en lo más profundo de nuestro ser. Tomar las palabras de la madre acerca del amor en su valor nominal es distorsionar el resto de nuestras vidas en un esfuerzo por encontrar |de nuevo la relación ideal. «El amor no es una emoción indivisible», dice el psicoanalista Richard Robertiello. «Nuestra tarea de adultos consiste en separar los elementos que integran la gran "carga" cedida por la madre, denominada por ella amor, asimilando lo que nos dio, buscando en el mundo real aquellos otros aspectos que no obtuvimos de ella.» —~ Aprendemos nuestras más profundas formas de intimidad con la madre; automáticamente, luego repetimos el mismo esquema con todas aquellas personas a las cuales llegamos a sentirnos próximas. Una de dos: o desempeñamos el papel de la hija que fuimos con la madre, convirtiendo a la otra persona en una figura maternal, o lo invertimos todo, es decir, hacemos de esta última una «criatura», asignándonos nosotras el papel de madre. «Con demasiada frecuencia — asegura Leah Schaefer — lo que nosotros hacemos con tales personas tiene poco que ver con ellas o con lo que somos hoy.» He aquí por qué las discusiones o fricciones entre la gente no pueden ser resueltas nunca: las personas no reaccionan ante lo que sucede entre ellas, sino ante viejas heridas no curadas, ante rechazos sufridos en el pasado.

La intimidad es solamente un viejo disco que volvemos a tocar. «Primeramente — declara Richard Robertiello — nrw inculcamos — asimilamos interiormente — la enmarañada idea que del amor tiene la madre. Luego, la proyectamos sobre nuestros amantes, nuestros esposos, y nuestra propia hija.» Quizá la madre fue una mujer muy posesiva, que intentaba establecer a través de nosotras, al propio tiempo que nos expresaba su cariño, un satisfactorio contacto físico y afecto. Es demasiado fácil para nosotras apechugar después con toda la «carga»: la estrecha dependencia y el calor físico se hallan atados con un nudo imposible de deshacer, rotulado con la palabra amor. Nuestro esposo puede ser físicamente afectivo, pero de no ser posesivo también él, decidimos que «realmente» no nos ama. Del perfecto amor que suponemos ha de sentir por nosotras echamos en falta algo. Otro ejemplo lo tenemos en la madre que le dice a su hija que la quiere, pero que la manda con repetida frecuencia a pasar temporadas con la abuela, la deja al cuidado de institutrices, o la interna en un colegio. ¿Nos puede sorprender que una chica como ésta crezca con frecuencia abrigando la convicción de que las últimas personas que la quieren son las que precisamente no desean verla a su alrededor? El rechazo y el afecto se mezclan aquí de una manera inextricable. A veces nos sentimos tan dolidas ante las ambivalencias de la madre que rechazamos toda su «carga»: los aspectos positivos que ella nos presentó, junto con los dolorosos. No basta decir simplemente: «Mamá nunca me quiso: ¡no hizo esto o aquello por mí!» Ello supone negarnos, en nuestro infantil enojo, a reconocer lo que era tal amor. Dice el doctor Robertiello: «Lo que debemos hacer es separar los componentes específicos del amor maternal, o sea analizar con exactitud las formas en que ella no nos quiso, pero también aquéllas en que sí lo hizo. ¿Te proporcionó tu madre una especie de seguridad básica, una estructura de estabilidad, de refugio, de educación? ¿Te reveló que sentía por ti admiración, un sentimiento sincero de que merecías por completo su afecto? ¿Te dio muestras de afecto, te prodigó sus mimos, te abrazó y te besó? ¿Estuvo pendiente de lo que te sucedía, disculpándote siempre, tanto si tenías razón como si no? Éstos son algunos de los componentes del amor real.» Ninguna madre puede pretender alcanzarlos todos. Quizá tu madre fue excelente a la hora de admirarte y apreciarte, proporcionándote un sentimiento de estimación propia, pero es posible que lo que ella denominaba amor se redujera a su necesidad de que alguien la forzara a sentirse maternal. En tal caso, puede ser que te enfrentes con ciertos problemas de amor propio, y que a menudo adviertas la dificultad de

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acercarte a los demás, de penetrar en su intimidad. La gente se desentenderá siempre de ti. Aquí tenemos precisamente a una mujer de esta clase, de veintisiete años de edad, quien se dispone a emprender una carrera... «Mi madre me decía siempre: "¡Apunta alto! ¡Esfuérzate por ser diferente de las demás!" Pertenecía a ese raro grupo de madres maravillosas con las que las hijas pueden hablar de su vida sexual. Desde los seis o siete años de edad adopté una actitud protectora con respecto a ella. Yo me sentía más fuerte que ella. Solía tenerme al corriente sobre sus problemas con mi dominante padre. Incluso siendo todavía una chiquilla era yo quien se enfrentaba con él, como si mi madre hubiese sido una criatura. Claro está que su apoyo emocional me ayudó mucho. Me hizo fuerte. No confío en los hombres. No pueden comprender qué es lo que una mujer necesita. No te apoyan emocionalmente, y en cambio buscan tal clase de apoyo para ellos mismos. Yo necesito un hombre que confíe en sí micmo, tanto como yo confío en mí, un hombre en el que pueda descansar. He aquí por qué no comparto mi lecho con ninguno de los hombres que en la actualidad conozco. No es mucho lo que un hombre puede hacer por mí, aparte de facilitarme un sólido respaldo emocional o financiero; ahora bien, no he encontrado el acompañante fuerte que pueda o quiera hacer eso. Todo lo demás puedo hacerlo por mí misma. No obstante, sé que una relación directa con un hombre constituye la cosa más importante de mi vida.» Ella intenta procurarse la maternal protección y solicitud que no obtuvo de su madre extrayéndolas de los hombres. Su política emocional es ésta: los hombres deben cuidar de ella como si fuese una criatura, en tanto que ella retiene la sexualidad que los hombres esperan obtener de una mujer. He oído quejas de mujeres hechas y derechas lamentándose aún de que de pequeñas, cuando por la tarde regresaban del colegio, no encontraban a su madre en casa. Olvidan que la madre puede haber sido un aterrador modelo como profesional, como mujer que desempeña una actividad. Y se trata del modelo adoptado luego por la hija al enfrentarse con su trabajo. En tanto no acepta el hecho de que la madre no tiene por qué ser necesariamente perfecta, su infantil irritación le impedirá extraer el máximo rendimiento de los admirables rasgos de que aquélla se hallaba investida. Con frecuencia, muchas mujeres que han triunfado en su labor profesional asociarán a sus éxitos ideas relacionadas con la madre «mala» en que no desean llegar a convertirse. De pronto se casan, y renuncian a su carrera con un suspiro de alivio. Pero el matrimonio no resulta tampoco: la esposa se esfuerza por convertir al marido en la madre cariñosa y protectora que ella nunca tuvo.

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Es posible que la madre haya pensado que ha de presentar una imagen de amor perfecto. Como adultas, hemos de admitir que no podemos vivir sin ella. Hemos de renunciar a nuestro resentimiento, al pensamiento de que no era ideal, para poder así quedarnos con aquello en que la madre era buena. Esto realzará nuestras vidas. El amor espontáneo y honesto admite errores, vacilaciones y fallos humanos, puede ser experimentado y perfeccionado. El amor idealizado nos ata porque de antemano intuimos que es irreal. De ahí el temor a enfrentarnos con tal verdad. «A mi madre sólo le digo aquello que desea oír», manifiestan algunas mujeres. Se infiere de ello que la mentira es un brote del amor; la hija, simplemente, transforma en acción su deseo de proteger a la madre. El hecho es que nos convertimos en protectoras de nuestras madres, no porque seamos muy buenas hijas, sino porque deseamos protegernos a nosotras mismas. En alguna parte de nuestra psique, somos todavía niñas que temen enfrentarse con el riesgo de perder el inquebrantable amor de su madre, incluso por el breve período de tiempo que puede suponer una discusión. Decir la verdad, es una prueba; con tal acto queda al descubierto lo que hay, efectivamente, entre dos personas. «Me llevo maravillosamente bien con mi hija — dice una mujer de treinta y ocho años—. Pero ¿por qué he de terminar poniéndome nerviosa e irritable si estoy con ella unas cuantas horas? Y lo terrible es que observo que mi hija va adoptando conmigo idéntica actitud.» Las fantasías sobre la comprensión perfecta resultan difíciles de mantener cuando uno se enfrenta con la realidad. Resulta más fácil cuando las personas interesadas están separadas. Nuestra mutua negativa a mostrarnos tal como somos, buenas v malas, no permite a ninguna de las dos mujere explorar su vida por separado, su propia identidad. El temor no expresado es de que si una de las dos rompe los lazos que las unen, si una u otra cuestionan la perfección del amor madre-hija, alegando que es «diferente», ambas nueden quedar destruidas. ¿Cuántas mujeres, ya mayores, sienten temor ante la idea de vivir solas, de estar solas? No hay más que una cosa en este mundo que pueda compararse con el dolor de apartarnos de nuestras madres y que nos saca más de quicio, y es la renuncia a la ilusión de que la nuestra nos quiere sin ambivalencias: la separación de nuestras hijas, su marcha... «Yo necesitaba tanto a mi madre, y la quería con tanta intensidad a veces — declara una joven, madre de una niña de cinco años —, que recuerdo haberle dicho al cumplir los ocho años: "Nunca llegaré a querer a mi hija tanto como tú me quieres." Ahora sé que en realidad

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quise decir agobiar y no amar. Esta última palabra esconde muy nocivas ideas. ¡ Se me antojaba mi madre tan generosa, tan dispuesta siempre a dar! Recuerdo haberme sentido muy atemorizada ante la sola idea de que podía morir. Pero yo no quería que viviese para mí. Esto aumentaba mi intenso sentimiento de culpabilidad. Y, sin embargo, no me atrevía a pedirle un lugar para mí en sus afectos. Esto habría hecho que me considerara más culpable aún. Contando tan sólo diecisiete años no podía pensar en irme de casa. De mi matrimonio, tuve una hija y me volví tan posesiva con respecto a ella como lo fuera mi madre en relación conmigo. Yo era una madre que trabajaba, y me imaginé que esto significaba que estaba dando a mi hija el lugar de que nunca dispuse. Pero me valía del teléfono para llamar a casa desde mi trabajo a cada momento. Y al regresar al hogar lo hacía presa de un sentimiento de culpabilidad, por haber atosigado a mi hija. Exactamente igual que mi madre, adoptaba una actitud posesiva, exageradamente protectora

Aquellos que gustan de formular este argumento arrancado de la naturaleza se olvidan de que aunque la loba cuida de sus cachorros instintivamente, protegiéndolos incluso a costa de su vida, enseñándoles seguidamente a cazar, el mismo instinto lleva al anima] a abandonarlos sin volver una sola vez la cabeza al separarse de ellos, tan pronto los pequeños pueden valerse por sí mismos. Otros instintos pueden llevar a la loba, en la época del celo, a aparearse con uno de sus hijos. En los humanos, el amor maternal no se presenta espontáneamente, en el momento de nacer el niño. «Suelo decir a las madres el primer día — explica el doctor Sidney Q. Cohlan, pediatra —, que la relación con la criatura no queda establecida con la presencia de ésta, sino con el trato cotidiano y los cuidados dispensados al recién nacido. Nadie puede amar a su bebé veinticuatro horas por día, siete días por semana. Cuidar de un bebé puede significar un duro esfuerzo en el curso de los primeros meses, representando a veces un monumental fastidio. La recompensa comienza tras haber vivido la madre y el hijo un período de ajuste y conformidad a las necesidades mutuas: Pero ella ha leído todas las poesías que se publican en las revistas y espera sentirse "instantáneamente maternal", y cree que le ocurre algo anormal si no corresponde a la primera visión de su pequeño, al estilo de las mujeres que ilustran los libros. ¿Quizá es que no merece ser madre? ¿Cómo puede explicarse ella una emoción negativa, fugaz incluso? La sociedad en cuyo seno vive no le permitirá exteriorizar esto. En consecuencia, hay una buena dosis de mentiras que surgen subconscientemente cuando uno pregunta a una nueva madre acerca de sus sentimientos de realización personal. A menudo, han optado por decirme todo aquello que ellas desearían creer.»

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con cuanto "quería".» "El instinto maternal nos dice que todas hemos nacido madres, que e^nJuna vez seamos madres querremos a nuestras hijos de una manera automática y natural, y que siempre haremos lo que más les convenga. Si tú crees en el instinto maternal v fallas en el amor materno, has fracasado como mujer. Es una idea dominante, que nos sujeta como con garra de hierro. Propongo utilizar el «instinto maternal» tal como es experimentado emocionalmente por la mayoría de las mujeres. Para nosotras no posee el mismo significado que para los biólogos, etólogos o sociólogos. El concepto posee tantos significados como número de científicos hay, y muchos te dirán que el instinto maternal no existe, en absoluto. El antropólogo Lionel Tiger me aconsejó que evitara utilizar la frase, que no la mencionara ni siquiera en una cita. Tenía la impresión de que, independientemente de mi forma de calificar el término, alguien se lanzaría contra mí. Queda fuera del propósito del presente libro probar o negar la realidad del instinto maternal. Pero yo no creo que ninguna mujer interesada por las fuerzas o posibilidades de elección que moldean su vida pueda evitarse una reflexión sobre lo que esas palabras significan, no genéticamente, sino imaginativamente. Dése a ello el nombre de «instinto» o no, lo cierto es que la mayor parte de las mujeres abrigan la ilusión de tener hijos y hacen lo posible por tenerlos. Para tal mayoría, el problema empieza, no con el hecho de ser madres, sino con las propuestas emocionales contenidas en la noción del instinto maternal, con la idea de que ser una buena madre es algo tan natural y común entre los humanos como entre las lobas con respecto a sus cachorros.

Dice la psiquiatra Mió Fredland, madre de una niña de tres años: «He conocido muchas madres que se sentían ilusionadamente arrebatadas ante el nacimiento de su primer hijo; pero también he conocido otras que se encontraban profundamente deprimidas por el mismo motivo. Esto implica que se hallaban enamoradas de una fantasía. Efectivamente, a menudo, las madres experimentan una sensación de culpabilidad, y una depresión grande, por el hecho de no amar a sus bebés al principio. El niño parece ser un extraño. Sí, hemos alimentado una fantasía, al estilo de las de Gerber; he aquí el gran mito: todas las madres aman a sus pequeños. He oído decir a algunas mujeres que pueden pasar muy bien dos o tres semanas antes de que realmente empiecen a sentirse preocupadas a causa de su bebé. Al ver la madre por vez primera a su hijo, se produce ciertamente un shock. Pero ninguna mujer ama a su hijo automáticamente, ni mucho menos.» Ésta es la tiranía de la noción del instinto maternal. Con ella se

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idealiza la maternidad más allá de la capacidad humana. Se abre un peligroso vacío. La madre siente una mezcla de amor y resentimiento, de afecto e irritación ante el hijo, pero no puede permitirse saberlo. ~ La separaci ín existente entre lo que la madre dice, su manera de conducirse con el bebé, y lo que ella inconscientemente siente en lo más profundo de su ser, la deja en una posición de inseguridad. El doctor Robertiello afirma: «Las mujeres se mueven albergando la impresión de que tienen algo que ocultar, de que se muestran secretamente "antinaturales" o "malas madres". El acto de dar a luz no representa una capacidad por tu parte de ser madre; por supuesto que no sentirás dentro de ti nacer ese maravilloso "instinto maternal", que te dice lo que has de hacer con tu bebé a cada momento. Las mujeres deben desentenderse de este mito, han de quitarse esta carga de sus espaldas. Las pone a merced de una sociedad dominada por el varón, de una sociedad chauvinista. Los hombres están "convencidos" de que las mujeres han sido hechas para tener hijos. Pero las mujeres, en cambio, en lo más hondo de su corazón, al tenerlos no se sienten tan "seguras" como aquéllos. Se notan paralizadas, y miran a los demás, esperando que se les diga lo que han de hacer. La supremacía d;l varón utiliza el mito del instinto maternal para reforzar su posición, ya de por sí potente.» Si vamos a dar a las mujeres emocionalmente — en el nivel más profundo — todas las alternativas y las opciones de la vida contemporánea, hemos de ser capaces ambos sexos de creer que algunas personas, entre nosotros, varones y hembras, abrigan el deseo de cuidar solícitamente de criaturas pequeñas, como los bebés, señalando que esto no tiene nada que ver con la identidad sexual de cada ser. No se necesita\para nada lo instintivo. Nosotros podemos haber nacido o no con la inclinación de cuidar y consolar a una criatura que llora; en todo caso.'se trata de algo que podemos aprender. «Es mucha la gente — declara Leah Schaefer— a la que le gusta cuidar de los pequeños, aunque éstos dependan por completo de otras personas. A lo largo de mis años de clínica he llegado a pensar que lo que ordinariamente es denominado "instinto maternal" es tan sólo, sencillamente, "el gusto de cuidar" de pequeños seres. Hay personas que no lo sienten en absoluto. No nos hallamos ante ningún imperativo biológico, que en caso de frustración pudiera arruinar o empobrecer la vida de una mujer.» «El amor materno puede haber sido un instinto en los humanos —continúa diciendo la doctora Schaefer—, pero la civilización nos ha librado de él. Dudo de que haya mujeres que desde el nacimiento sean más "maternales" que otras. No me sorprendería que los hombres nacieran con la misma capacidad que las mujeres con respecto al cuidado y alimentación de los niños, dejando a un lado las evidentes diferencias biológicas.»

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Las necesidades de un bebé son mayores que las de una cría de lobo. Las habilidades que nosotros hemos de asimilar son demasiado complejas para ser dejadas únicamente al instinto animal. El infante humano va mucho más lejos que cualquier otra criatura en tal aspecto. Y así, mientras podemos decir, si se nos ocurre, que el instinto maternal desempeña un papel en la crianza de un niño, se aprecia claramente, en cambio, que toda la tarea no podría quedar nunca a cargo del instinto. Ha de ser complementado con conocimientos, destrezas, emociones y deseos humanos aprendidos de otros humanos. Los profesionales que trabajan en las guarderías y otros establecimientos análogos han observado que las madres que no fueron criadas adecuadamente de pequeñas no saben cómo han de conducirse con sus hiios. mostrando por otro lado escaso interés en aprender lo necesario. «El caso del niño golpeado se presenta habitualmente en las familias — afirma el doctor Lionel Tiger —. Existe una estrecha relación entre el hecho del pequeño maltratado y la madre que cuenta en su infancia con una experiencia análoga.» «Mi madre no supo jamás ser cariñosa conmigo — dice una jurista de cuarenta años —, de manera que cuando tuve a mi hija yo tampoco sabía cómo había de conducirme con ella en el terreno afectivo. ¿A quién debía acudir para que me enseñara a dar amor a otro ser? De niña no había conocido tal cosa. Es algo que no puede aprenderse en los libros. No es posible criarse en un hogar dotado de un ambiente hostil sin que tal circunstancia se refleje más tarde. Quizá no hubiera debido ser madre... No. Retiro esto. Tenía que ser madre, porque estoy en condiciones de facilitar a una criatura todo lo que necesita y, además, ansio dárselo. Pero mi hija se desentiende de los esfuerzos que hago en tal sentido. Tal vez estoy actuando erróneamente. Hubiera debido ser instruida en sií momento. Tendría que haber alguna forma de enseñanza de esta clase, algo que nos hiciera ver qué hay que hacer para establecer una correspondencia amorosa con los suyos. Yo no supe de pequeña cómo obtener un poco de amor, de modo que ahora no sé darlo... Comienzo por no saber dármelo a mí misma.» El doctor Aaron Esman, especialista en psicología infantil, dice: «Para ejercer una buena maternidad es preciso haber disfrutado de ella en la niñez.» Constituye un lugar común la noción de que los llamados teen-agers* no existieron antes del tiempo presente. De modo similar, la idealización de la maternidad, de la infancia y la adolescencia, es también un invento de los tiempos modernos. Algunas obras recientes sugieren que * Los jóvenes comprendidos entre los trece y los dieciocho años. (N. del T.)

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solamente cuando haya sido superada la desesperada lucha por la existencia, a un nivel suficiente, podrá la sociedad destinar el tiempo que haga falta, los sentimientos y el dinero suficiente para cuidar de los pequeños. «El infanticidio materno fue el más común de los crímenes en Europa Occidental desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII» — escribe Adrienne Rich.3 Y añade Edward Shorter—: «... las madres tradicionales no eran monstruos... Si carecían de un sentido articulado del amor maternal era porque se veían forzadas por las circunstancias materiales y las actitudes de la comunidad a subordinar la salud y el bienestar del niño a otros objetivos, como el de mantener la casa en marcha o el propósito de ayudar a sus esposos en el telar... Esto de la buena madre por instinto es un invento de los tiempos modernos.»4 «¿Por qué son tantas las mujeres que se precipitan en la maternidad? — pregunta el doctor Esman —. Seguramente, esto no es debido al "instinto maternal". No, desde luego, en el caso de que esperen conseguir mucho de la experiencia de la identificación con sus hijos, algo que no obtuvieran por sí mismas. Puede ser que hayan querido tener el hijo para retener al marido, v salvar su matrimonio: una razón terrible, en suma. No es raro que se diga, cuando un matrimonio marcha mal: "Bien. Quizá debiéramos tener un hijo." En tal caso, ésta constituye la peor de las conclusiones. Una y otra vez tropiezo con mujeres que se vieron privadas de afecto en la niñez y que especulan con la fantasía de que van a hacer por su bebé lo que sus madres no hicieron por ellas. Se disponen a revivir su niñez a través de su bebé, imaginándose que éste va a darles cuanto ansiaron y no llegaron a conocer... O bien, otras cosas. ¿Instinto maternal? Carecemos de pruebas de su existencia. Las mujeres desean ser madres por muchísimas razones; es una parte de su condición biológica, contando con lo necesario para ello; es una de las cosas propias de su sexo. Pero no llamaría a esto "instinto"; al menos en los términos que yo defino la palabra. Se dan también expectaciones sociales. De la mujer todos esperan que una vez se haya desarrollado contraiga matrimonio y tenga hijos. Ha venido inculcándosele esto durante toda la vida, de manera que es lógico que se oriente hacia las expectaciones abrigadas por los demás. Pero esto no puede calificarse de "instinto maternal". Muy razonablemente, las mujeres normales desean tener hijos porque se sienten impulsadas por el afán, diría yo, de atender a alguien, de complacerse en la tarea de alimentar y cuidar a un niño, de hacer por alguien lo que la propia madre hiciera años atrás por ellas, de compartir con el esposo una particular experiencia. Es ésta una experiencia de persona formada, desarrollada por completo.»

tarse con su hijo es una especie de amor propio satisfecho. La criatura, esencialmente, es una narcisista prolongación de su persona. El niño era ya una parte de ella, dentro de su cuerpo. Ahora es externa, pero todavía se halla estrechamente conectada con aquél. Lo que ella lleve dentro de sí tiene su continuación en la criatura. Si ésta llega a ser todo lo que la madre esperaba que fuera, se acomodará más fácilmente al precepto de la sociedad, cuyos miembros afirmarán que quiere al niño «más que a sí misma». Y si la criatura presenta algo indeseado — si es chico en lugar de chica, si es demasiado gorda, o demasiado delgada, o excesivamente quieta — que hace que la madre se sienta menos presa de exaltación de lo que esperaba, ella lo negará. Cualquier herida infligida a su narcisismo, del que fluyen todas las emociones maternales, debe quedar sin identificar, debe ser reprimida, pasada por alto. Sospecho que la depresión del posparto se inicia con el silencio que debe mantener en el caso de que el hijo no se acomode por completo a sus fantasías de perfecta bienaventuranza maternal. La glorificación de la maternidad exige que cuando su hiio nazca finalice la autonomía de sus emociones personales. Al igual que esas madonas antinaturales de las primeras manifestaciones artísticas cristianas, se supone que toda ella ha de estar concentrada en el niño. Unas pequeñas y engalanadas letras siguen al rayo dorado que va de sus ojos al niño, componiendo la palabra amor. Estas cuatro letras cancelan su pasado emocional, le ordenan olvidar pensamientos y sentimientos sobre la gente, asimilados a lo largo de toda una vida. Ella debe prescindir de su subjetividad, de su real complacencia ante la belleza física en el caso de que el hijo no sea bello, del fastidio que le produce el espectáculo de la estupidez si su criatura es de tardos reflejos. Por encima de todo, no debe permitir que el sexo de aquélla altere las cosas a sus ojos. Ha de cerrar éstos frente a la primera anotación informativa que percibimos al entrar en contacto con una persona nueva, frente a los colores motivados por cualquier transacción aislada posterior. Cuando adquirimos el cochecito del bebé, lo solemos adornar en rosa o azul, para que todo el mundo sepa si aquél es niño o niña. Sólo la madre es la única persona que se supone le debe ser indiferente que su bebé se halle en posesión de un pene o una vagina. Y no obstante, lo cierto es que cuando una mujer da a luz un nuevo ser, cuando trae al mundo a alguien que es como ella, madre e hijo quedan ligados de por vida, de una manera muy especial. La madre es el primer «objeto» amado, el primer afecto para los niños, tanto si se trata de varones como de hembras. Pero es el sexo y la semejanza aquello que caracteriza la relación de la madre con la hija. No existen otras dos personas que gocen como ellas de tal oportunidad de apoyo

Hablando con sinceridad, lo primero que siente una madre al enfren-

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e identificación, y, sin embargo, no hay ninguna relación humana que posea tantas limitaciones como la suya. Si una madre sugiere a la hija que la maternidad no fue la gloriosa culminación que le había sido prometida, que la vida a partir de entonces no solamente no se había ampliado, sino que en cierto modo se había estrechado, está diciéndole a la chica, simplemente: «Yo no debería haberte traído al mundo.» Una muier que no tenga una hija puede intentar explorar las infinitas posibilidades de la vida. Su propia madre le brindó esta eventualidad. Pero cuando nace una hija, aquellos temores que ella creyó haber dominado mucho tiempo atrás vuelven a cobrar vida. Ahora hay en su existencia otra persona; no es que, simplemente, dependa de ella, sino que es como ella, hallándose por consiguiente sujeta a todos los peligros con que se enfrentó durante toda su vida. El avance de la madre hacia una sexualidad más intensa queda interrumpido. El terreno ganado, que ella podía haber mantenido sola, es abandonado. Emprende entonces la retirada y se atrinchera en la restringida postura femenina de la seguridad y la defensa. Es la actitud cariñosamente acogida de madre protectora. Es una actitud de temor. Es posible que esté viva a medias tan sólo, pero se encuentra segura, igual que su hija. Ella se define ahora no como una mujer, sino como una madre, primariamente. Todo lo del sexo queda a un lado, es ocultado a la niña, quien no debe juzgar nunca a su madre en peligro: «en sexo». Será preciso el mayor de los esfuerzos para que la chica sea capaz de pensar de tal modo acerca de sí misma. «Yo creo que lo que más me atemoriza es la vulnerabilidad de mi hija — dice la madre de una niña de seis años —. Es el temor que sentí de verme explotada sexualmente. Me consta que la he protegido con exceso. Ahora bien, ¡ tenía tanto miedo de que recibiera alguna herida, de que se aprovecharan de ella...! ¡Es una criatura por naturaleza tan indefensa!» ¿Cómo va la madre a proteger a este ser, lamentablemente vulnerable, hasta que llegue a alcanzar el seguro refugio del matrimonio? Lo ignora. Lo que sabe es que para una niña —opuestamente a lo que ocurre con el niño — \ e l sexo es un peligro. Éste ha de ser negado, suprimido. Su hija no será educada como una descarada, al corriente de todo lo sexual, sino como «una dama». La chica no debe ser consciente de ningún estímulo erótico; nada de sucios chistes, de ropas atrevidas; hay que evitar hasta la menor indicación de que el cuerpo de la madre responde sexualmente. Si la madre no lo menciona, si no piensa en eso, si ella misma no responde a nada, aquello se esfumará. A fin de impedir que la atención de la chica se vuelva hacia el tópico del sexo, causante de ansiedades, la madre da un último paso adelante y se anula desde el punto de vista sexualXse «desexualiza».

«Un par de meses después de haber nacido mi hija —explica una mujer de veintiocho años — cené con un hombre a quien conocía desde hacía años. De pronto me preguntó: "¿Qué tal te sienta haber dejado de ser una mujer sexy?"» La sociedad da a la madre toda la ayuda, no solicitada, que necesita para lograr su desexualización. En la víspera del Día de la Madre, recientemente, cierta famosa firma diseñadora de ropa femenina para el hogar, encabezaba un anuncio a toda página con estas palabras: «Antes de ser madre, ella era una mujer...» A partir de los más tempranos años de la muchacha, su sexualidad emergente constituirá un motivo de ansiedad. Todo parece tender a lograr no que sea como su madre, sino a diferenciarla de ella. Si esta última niega su propia sexualidad, y reacciona ante la mía con tal actitud de vergüenza o temor, ¿qué ventaja o beneficio supone? ¡Qué difícil es ser mujer! Mejor es seguir siendo una niña, una niña buena y pequeña. Al intentar proteger a su hija frente a los azares sexuales que, imaginados o no, le ofrece el lejano futuro, la madre empieza, desde el nacimiento de la chica, a suprimir el modelo de sí misma como muier qnp se siente orgullosa v complacida con su sexualidad. La hija se ve privada de la identificación que más necesita. Todo esfuerzo por parte de ella para sentirse a gusto consigo misma como mujer representará una penosa marcha cuesta arriba — si no una traición —, contra esta imagen asexuada de su madre. El acertijo, que durará toda la vida, entre madre e hija, ha comenzado. ¿Es de extrañar, pues, que madres e hijas se vean mutuamente como no aclarados enigmas policíacos, incapaces de desentenderse una de otra? En mis años escolares, cuando estudiaba arte, solía bostezar de aburrimiento ante los esfuerzos de los grandes maestros para explicar el mayor de los milagros: el relativo al alumbramiento de la Virgen. Reprochaba mi fastidio a un estético encono informado por las dilectas dulzuras y simetrías propias del Renacimiento. Ahora sé que lo que nosotros denominamos aburrimiento es con frecuencia una defensa contra la ansiedad, y que lo que me llevaba a sentirme presa de ansiedad era el Misterio que encarnaba la Inmaculada Concepción: ¿cómo tener una relación sexual y permanecer virgen al mismo tiempo? Andando el tiempo, yo perdí la virginidad, pero nunca supe cómo a María no le ocurrió lo mismo. Cualquier chica que alguna vez haya abierto las piernas y rezado puede estar interesada por la explicación que recientemente me dieron. María y José tuvieron intercambio sexual. Lo que mantuvo casta a María fue el hecho de no estar pensando en ello. Era pura de mente y se hallaba con Dios. Por consiguiente, aquello no contaba. Me pregunto en ocasiones qué clase de modelo compone María para nuestras hijas, pero no creo que pueda alejarse mucho de cómo perriKj.

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mos la imagen sexual de nuestras madres: ciertamente que tuvo relación con nuestro padre, pero guiándonos por lo que sabemos de su persona no podemos imaginar ni por un momento que experimentara placer. «Cierra los ojos y piensa en Inglaterra», decían las madres victorianas a sus hijas ante la noche de bodas. Hoy, esto nos causa risa. Pero una de las industrias más desarrolladas de nuestra cultura es la de las clínicas sexuales. Su misión, con respecto a las mujeres, es ponerlas en contacto con su\sexo, hacer que piensen en lo impensable, y ayudarlas a superar la imaAen asexuada de sus madres. Cuando las vidas de las mujeres podían predecirse mejor, era más fácil soportar este enigmático cuadro de la feminidad. Al no presentársenos más alternativa que la de repetir la vida de nuestra madre, nuestros errores y desilusiones se hallaban estrechamente confinados en su espacio, en su margen de error y de infelicidad. Yo creo que nuestras abuelas, e incluso nuestras madres, eran más felices. Al no saber todo lo que nosotras sabemos, y no enfrentarse con nuestras opciones, existían muchos menos motivos para que pudieran sentirse desdichadas. Una mujer podía renunciar a su sexualidad, y desagradarle el papel de ama de casa, y también el cuidado de los niños; pero si cada una de las otras mujeres hacía eso, ¿cómo podía articular su frustración? Podía sentirla, ciertamente, pero no es posible desear lo que no se conoce. La televisión, por ejemplo, no les daba ningún sentido de desbaratadas esperanzas. Actualmente, las vidas de las mujeres están cambiando a un ritmo y por una necesidad que nosotras no podemos controlar, aunque quisiéramos; necesitamos disponer de toda la energía que la represión consume. Si hemos de hacer algo más que desempeñar el papel de la mujer tradicional, no nos es posible soportar el agotamiento que acompaña a la negativa emocional constante. Sobre las mujeres se ejercen presiones distintas de la que supone el «instinto maternal». Ahí están las nuevas demandas económicas y sociales. Nosotras podríamos optar aún por llevar las vidas de nuestras madres, pero es casi seguro que nuestras hijas no obrarían de un modo similar. Nosotras, a través de la negativa y la represión, podemos mantener viva la idealización de la maternidad por otra generación. Ahora bien, ¿a dónde las llevaría esto? Si las mujeres van a ser abogados al mismo tiempo que madres, deben establecerse diferencias entre ambas situaciones, y luego recurrir a nuevas diferenciaciones en cuanto a su sexualidad. £sta es la tercera — v «o mutuamente excluvente— opción. A medida que el mundo cambia, y el lugar de las mujeres en él, las madres, conscientemente,

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deben presentar esta elección a sus hijas. Una mujer puede incorporar las tres opciones dentro de s í — e incluso más —, pero ha de ser capaz en cualquier instante de decirse, y de decir a su hija: «Decidí tenerte porque deseaba ser madre. Prefiero trabajar —ejercer una carrera, actuar en política, tocar el piano — porque esto me da a mis ojos una sensación de valor, un valor no más grande ni más pequeño que el de la maternidad. Simplemente: es distinto. Puedes decidirte por trabajar o no, por no ser madre o serlo; ello nada tiene que ver con tu sexualidad. La sexualidad es la tercera opción, tan significativa como cualquiera de las otras dos.» «Si la madre disfruta de una vida propia — dice el doctor Robertiello —-Ma hija la querrá más: ansiará estar más tiempo en su compañía. Ella no debe definirse a sí misma como "una madre": ha de verse a sí misma como una persona, una persona que desarrolla una labor, una persona con sexualidad propia, una mujer. No es necesario tener una profesión. No es preciso tener un elevado IQ, ni ser presidente de la PTA * para poseer esta existencia por añadidura. En tanto, claro está, que no se limite a permanecer sentada en un sillón, cuidando a los chicos o haciendo calceta, dando a sus hijos la impresión de que su vida es la suya propia y abrigando ella la misma tal sensación. Desde luego, lo mejor que la madre puede hacer es intentar establecer su principal vía de comunicación con el esposo v no con la hiia.» La verdad es que la mujer y la madre se hallan a menudo en guerra entre sí, dentro del mismo cuerpo. La doctora Helene Deutsch, en The Psychology of W'ornen, acepta el clásico punto de vista freudiano acerca de la «pasividad» de las mujeres (punto de vista que hoy no comparten muchos analistas, yo entre ellos), pero me figuro que la doctora en cuestión nos facilita una importante clave al decir: «El origen de esta anhelante inclinación por unos instintos primitivos, no sublimados, se manifiesta de varias formas. Los ardientes afanes de ser deseada, las fuertes aspiraciones a la egoísta y exclusiva posesión, una actitud completamente pasiva normalmente, con respecto al primer ataque... son atributos característicos de la sexualidad femenina. Son tan fundamentalmente diferentes de las manifestaciones emocionales de la maternidad que nos vemos obligadas a aceptar la oposición de la sexualidad y el erotismo por un lado y el instinto de reproducción y la maternidad por el otro.»5 Al igual que tantas otras mujeres desde que el mundo existe, mi madre no pudo creer en esta oposición de los dos deseos. La tradición, la sociedad, sus padres, la misma religión, le decían que no se produ* IQ, Intelligent Quotient; VTA, Parent-Teacher Assotiañon. (N, del T.)

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cía ningún conflicto; que la maternidad era la consecuencia lógica y natural de la actividad sexual. En lugar de dar crédito a lo que el cuerpo de toda mujer dice a su mente, que, como la doctora Deutsch afirma, la sexualidad y el erotismo son unas tendencias «fundamentalmente distintas» y «opuestas» a la maternidad, mi madre aceptaba la mentira. Consideraba como su acto de fe la propuesta de que en el caso de ser una mujer real tendría que ser una buena madre, y esperaba que yo pensara igual. Si yo seguía sus pasos, amoldándome al esquema de la maternidad, quedaría puesto de relieve que no le reprochaba su elección. Esto justificaría lo que había hecho, facilitando el definitivo sello de contraste, la marca denotadora de valor. Quedaría indicado que su actitud, su comportamiento y sus más profundos sentimientos no habían sido desbaratados, que se hallaban, efectivamente, en perfecta armonía. Se trataba de una mujer que actuaba de completo acuerdo con los mandatos de la naturaleza. Algunas mujeres eligen esta salida de buena gana. Puede que sean la mayoría, pero mi madre no fue una de éstas. Yo tampoco... También en esto soy su hija. Incluso en un buen matrimonio, muchas son las mujeres que lamentan el papel de asexual ama de casa que sus hijos las obligan a representar. Mi madre ni siquiera disfrutó de un buen matrimonio... Toven todavía, enviudó. Encontrándose atemorizada, tan necesitada de mi padre como mi hermana y yo necesitábamos de ella, mi madre no tuvo más salida que la de pretender que mi hermana y vo constituíamos la parte más importante de su vida; que el miedo, la juventud, la inexperiencia, la desorientación, la soledad, y hasta sus personales exigencias, no podrían hacer vacilar el amor invencible, imposible de calificar, que ella sentía por nosotras. Mi madre no disponía de nadie a quien recurrir. no podía entablar un franco diálogo «de mujer a mujer», no podía valerse de una experiencia ajena en su lucha contra la creencia popular de que el hecho de ser mujer bastaba para poseer el discernimiento necesario para convertirse en madre... Esto era algo «natural». De io contrario, la persona debía considerarse fracasada como mujer. Es una vergüenza que a lo largo de los años que vivimos juntas no hablásemos nunca de nuestros sentimientos. Ninguna de las dos sabíamos que yo hubiera podido ser sincera, independientemente de lo atemorizada que pudiese sentirme. Con respecto a sus enfados, desilusiones, temor al fracaso y enojos — emociones que raras veces contemplé—, he de decir que habría podido acomodarme a ellos si hubiese sido capaz de hablarme. Habría crecido acostumbrándome a la idea de que, aunque mi madre me quería, otras emociones, a veces, menoscababan aquel amor; habría albergado la confianza de que aquel

amor por mí volvería siempre a hacerse presente. En lugar de eso, me quedé sola, esforzándome por creer, sin conseguirlo, en aquel perfecto amor (a su juicio) que aseguraba sentir por mí. No comprendía por qué razón no pude sentirlo, independientemente de las palabras que pronunciara. Llegué a pensar que el amor, el sentido por ella o por cualquier otra persona, era un fuego fatuo, que aparecía o desaparecía en virtud de causas que a mí no me era posible controlar. No habiendo podido saber nunca cuándo ni por qué era amada, se desarrolló en mí el temor de depender de ello. A medida que fui haciéndome mayor, fui descubriendo más y más peculiaridades de mi madre en mí misma. Cuanto más se distanciaban de ella mi vida y mis pensamientos, más cosas advertía yo de mi madre en mi voz, más cosas sorprendía en mi expresión facial, más las detectaba en las reacciones emocionales que reconociera como propias. Esto es casi como si al extenderme yo misma, el círculo se cerrara, completándose. Ella fue mi primer modelo y el más duradero. Decir que su imagen no es ya una piedra de toque en mi vida — y la mía en la suya— representaría otra mentira. Estoy cansada de tantos embustes. Durante toda la vida he encontrado muchos de ellos en mi camino, cuando trataba de comprenderme. Siempre he sabido que lo que a mi marido le agrada más de mí es el hecho de que posea mi propia vida. Siempre he tenido la impresión de que le he engañado parcialmente en esto; soy muy hábil a la hora de fingir. Mi trabajo, mi matrimonio, y mis nuevas relaciones con otras mujeres están comenzando a hacer ciertas sus suposiciones acerca de que soy independiente, de que soy una persona aparte. Ellas me han permitido respetarme a mí misma, y admirar a mi propio sexo. Lo que todavía queda entre mí y la persona que me gustaría ser es esta ilusión de un amor perfecto entre mi madre y yo. Es una mentira que ya no me es posible soportar.

CAPITULO 2

LA HORA DE LA PROXIMIDAD Me crié entre mujeres. Se trata de un modo distinto de comenzar la vida, pero no me permití sentir la pérdida del padre, experiencia por la que otros han pasado. Más tarde formularía ciertas teorías, pensando que quizá mi peculiar infancia tenía sus ventajas: no habiendo visto a un hombre disminuido por las imposibles demandas femeninas, crecí en la creencia de que todas las cosas eran posibles entre un hombre y una mujer. Desde luego, lo eché de menos. En nuestra casa había en todo momento cuatro mujeres: mí madre, mi hermana Susie, mayor que yo, y yo misma... Al principio, la cuarta mujer fue Anna, mi niñera. Quería tanto a Anna que la dejé deslizarse fuera de mi vida tan sin dolor como cuando quedé privada de padre. El día en que se marchó me dije que no sentía nada. Acerca del amor y la separación, lo había aprendido todo en los primeros años de mi vida. Anna no albergaba temores, y me quería de una forma que todavía percibo. Era dura y se podía confiar en ella, en el mismo grado que mi madre resultaba tímida e inclinada a verse siempre con el agua hasta el cuello. «Mi pobre madre»... ¿Por qué pienso todavía en ella en estos términos, con mi padrastro y todo un mundo de amigos a su alrededor? Supongo que esto se corresponde con el hecho de que ella todavía se empeña en verme como una criatura. Estoy contemplándola todavía a sus veinte años, convertida en una joven viuda, madre de dos pequeñas. Pero, ¿qué era lo que yo sentía entonces? Con la terrible injusticia de los niños que saben que ser ecuánimes puede costarles la vida, siempre deseé su completo y nada vacilante amor, su ininterrumpida atención; todo lo que ella podía ofrecer era su vulnerabilidad y su tristeza. Vivía yo en el espacio formado por lo que pedía y lo que ella podía darme. A partir de aquí, una niña sólo tiene que dar un paso para llegar a decidir que eran mis demandas los elementos determinantes de su carencia de felicidad. Es por lo que odiaba que me hiciera las trenzas: la oía suspirar a mi espalda. Su tristeza venía a ser mi culpa-

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bilidad. Siempre que habla de su madre, a la que yo no conocí, aparece la misma mirada en sus ojos. Es peor cuando habla de mi padre. Únicamente lo hace cuando formulo una pregunta. Y yo contaba veintidós años cuando me atreví a tal cosa. ¿Puedes soportar la tristeza de tu madre? Nosotras creemos que de haber sido mejores hijas, o si ahora mismo dijéramos o hiciésemos lo debido, seríamos capaces de disiparla. Me es imposible seguir en la misma habitación cuando del rostro de mi madre desaparece la expresión que yo amo para ser sustituida por la otra, por la que revela esa atormentadora infelicidad. Pienso que la sensación de culpabilidad que experimento siempre que le digo adiós no tiene nada que ver con lo que yo hice o dejé de hacer. Otras personas dirían que mi madre es una mujer razonablemente feliz. Mi madre afirmaría, quizá, que he sido una hija razonablemente buena. Pero solamente me liberaré de mi sensación de culpabilidad cuando la comprenda.

do dispone de una segunda oportunidad al estar mi hermana y yo ya crecidas, lo que da lugar a que su papel como madre sea casi desdeñable al lado de su vida como mujer. Estoy convencida de que su talento como esposa proviene de su madre, al igual que el mío. Repetidamente se refiere a la fuerte influencia ejercida por su madre sobre todos sus hijos... Es una mujer que ha tomado en mi imaginación magnitudes casi míticas. Pero mi abuela murió de repente, misteriosamente, por efecto de una dolencia incurable llamada enfermedad del sueño, cuando mi madre contaba dieciséis años. Enfermedad del sueño. A lo largo de mi vida se me antojó éste el fin apropiado y romántico para una mujer de cuento de hadas como ella. «Recuerdo que había llegado del colegio. Me veo en el momento de entrar corriendo en la casa, llamándola: ¡Mamá! ¡Mamá! —explica mi madre—. Y después, de pronto, comprendí que ya no volvería a verla.» Tanto más he deseado que mi madre superara las atractivas imágenes de su madre («tan bella, tan dulce») y de mi padre («tan guapo, tan atractivo»), tanto más he llegado a comprender que necesita disponer de una protección propia contra las pérdidas y los dolores. Mi madre verá en aquellos primeros años sólo aquello con lo cual le resulte soportable la existencia. En la actualidad, mi madre v vo hablamos más de lo que antes solíamos hacer. Esto empezó con mi matrimonio, una alianza que, al parecer, le ha dado nuevas fuerzas, como a mí. Ha habido como un desenredo gradual de los silencios que protagonizamos, y ella tiene tanto interés como yo en que se produzca ese intercambio. La represión ha consumido algunas de sus energías. Yo no soy la única culpable. Hace unos años, Bill, mi esposo, y yo fuimos a visitarla. íbamos a ver también, naturalmente, a mi padrastro, Scotty. No habíamos hecho más que entrar en la biblioteca, donde nos iba a ser servido el martini de bienvenida, cuando ella puso en mis manos una carta cuya escritura aparecía algo borrosa. Parecía como si hubiese estado esperando una ocasión para entregármela, y que no cejaría, por supuesto, hasta que yo no la hubiese leído. Tratábase de una carta que su madre le había dirigido cuando ella contaba catorce años. Mi abuela acababa de dejar a mi abuelo, para trasladarse a Florida con el más joven de sus cinco hijos. En aquella época, semejante decisión causaba sorpresa. Yo solía quedarme con 'a mirada fija en su autorretrato, que ahora cuelga de una de las paredes de mi cuarto de estar, preguntándome cómo, por muy enojada que se hubiera sentido con mi abuelo, podía haber abandonado a sus hijos, todos los cuales, actualmente, siempre que se refieren a ella lo hacen con muestras de adoración y afecto. Pero lo cierto es que, dado el

«¡Oh, Nancy!», empezará diciendo. «¡Cuánto me habría gustado que hubieses conocido a mi madre! Era una mujer maravillosa...» Y su voz irá esfumándose lentamente, en busca de alguna imagen distante que estará viendo más allá de mí, y hablaremos luego de algunas cosas más. Me agradaría contemplar esa imagen, compartir cualquier cosa que pudiera revelarme más detalles acerca de mi abuela... acerca también de mi madre... y de mí misma. Pero los hechos que mi madre refiere acerca de la suya, aunque interesantes, pese a que me gusta oírselos referir una y otra vez, resultan tan borrosos a causa de los sentimientos como las desvanecidas fotos Bachrach, de imágenes como envueltas en neblina, contenidas en los volúmenes con tapas de cuero de la casa de mi abuelo, que he hojeado verano tras verano, a lo largo de mi vida... ¿Con qué fin? Mi madre es la hija mayor, pero en todas las fotografías, incluso la hermana que cuenta once años menos le gana en aplomo, revelando en grado superior una gran confianza en sí misma. Debió de ser muy turbador para ella haber sido escogida a los diecisiete años por mi atractivo padre, ella, que a los ojos de mi abuelo era la espina entre las rosas. Huyó con él. contrariando así los deseos paternales, si bien me digo a veces que es muy posible que su fuga expresara su silenciosa obediencia de hija fiel: de no localizar en los ojos del padre una mirada que delatara su favor, estaba dispuesta a desaparecer. ¡ Qué poco preparada debía de haber estado para la maternidad un año más tarde! Y para la vida, otros dos años después, cuando sobrevino la muerte de mi padre. Eran muchos quebrantos para una persona que nunca se había sentido segura de sí misma. A medida que ambas ganamos en años, pude apreciar sus muchas condiciones para ser esposa. Veo con qué gracia se mueve ahora, cuan-

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carácter de mi abuelo, tal vez yo también habría terminado por abandonarlo de encontrarme en su caso. En los retratos que le hizo mi abuela tiene cierto parecido con el F. Scott Fitzgerald, de los años mozos, pero parece que era dos veces más difícil de tratar. Se conocieron durante los ensayos de una obra de aficionados, y ella, llanamente, se negó a desempeñar un papel de oponente a aquel joven de cabellos rojizos. Mi abuela era pelirroja también. La obra se representó por fin. Y lo cierto es que si bien mi abuelo no amó nunca a ninguna mujer como amara a mi abuela, los dos se pasaron la vida discutiendo. Mi abuelo hizo su fortuna en la industria metalúrgica, en Pittsburgh, fortuna que se esfumó en la época de la Depresión y que rehizo posteriormente. Le gustaba el poder, los caballos, los trofeos, y las bellas mujeres. Nunca perdonó a mi madre que no fuera una de ellas. Cuando fue ganando en atractivo era ya demasiado tarde. De pequeña, me agradaba permanecer en la habitación donde se guardaban las copas de plata, las cintas rojas y azules, un pez-espada disecado, y fotos de yates y escenas de cacerías de zorros. Me imaginaba que era una mujer de grandes dotes físicas y que era yo quien había ganado todos aquellos trofeos. Algunas noches, mi abuelo salía para cenar con los Mellon y los Carnegie; mientras tanto, según me dijeron, mi abuela preparaba platos de spaghetti para la camarilla de sus amigos artistas, en su estudio, en la parte superior de la vivienda. Mi madre, sus tres hermanas y su hermano quisieron v temieron a la vez a mi abuelo, hasta el día en que falleció, hace unos años. Sus sentimientos para con su madre se hallaban alejados por completo de toda ambivalencia. Recuerdo que en más de una ocasión nos dijeron, dirigiéndose a cualquiera de nosotras, las nietas: «Por un instante parecías el vivo retrato de mamá...», lo que constituía sin duda el mayor de los cumplidos. Poseía algo más que belleza; tenía ese recóndito atractivo que hace que la gente te quiera para siempre, como ellos lo habían hecho con ella. De sus relatos he extraído la imagen de una mujer que podía ser considerada el sueño de cualquier niño, de bellos y grandes ojos y sedosos cabellos, que escribía obras teatrales para sus hijos, que sabía ponerse a la altura de ellos, adentrarse en su mundo, y cuidarlos. Era tan romántica y sensible como mi abuelo ambicioso e incapaz de demostrar el amor que sentía por sus hijos. Si aprecio tanto los cuadros que cuelgan de las paredes de mi casa es porque fueron pintados por ella.

y, desde luego, deseaba dar a su hija mayor algo que la ayudara a llenar el vacío que sentía. De todas las cosas que valían la pena conservar del archivo de mi abuelo, dicha carta era la única que mi madre quería que viera. Era un mensaje dirigido a ella, por supuesto, pero pienso que deseaba valerse de él para comunicarme algo en forma silenciosa.

Cuando mi abuela escribió esta carta, dudo de que abrigara la idea de regresar junto a su marido. No creo que su decisión de marcharse fuera una falsa actitud; se trataba, en realidad, de una desesperada y última alternativa. Ella solamente vio en primer término la separación

Mi querida Jane: Cuando te dispongas a leer esta carta deseo que lo hagas adoptando una actitud francamente generosa. Olvida las cosas que hayan sido dichas, los pensamientos que pueden haber cruzado por tu mente, y esfuérzate por recordar solamente lo mejor de la fase más bella de tu vida. Cuando yo no me encuentre ya a tu lado, sobre ti recaerá la tarea de intentar ayudar a los pequeños a comprender las cosas. Haz cuanto puedas por guiarles por el camino recto. Ésta es tu tarea y tu deber. Para mí, la maternidad ha sido el hito más hermoso de mi vida. Es una maravilla que no cesa de dejarme pasmada... Ahí es nada: ver cómo vais transformándoos, cómo vais dejando de ser poco a poco unas desvalidas criaturas para convertiros con los años en robustos chicos y chicas, cómo vuestras mentes van evolucionando a medida que transcurren los años, para acabar siendo algún día hombres o mujeres adultos. Es algo que produce asombro. De niña, ansiaba que llegara el momento en que estaría en condiciones de tener hijos propios... Y pese a mis supuestas aptitudes e inclinaciones hacia otras cosas, dentro de mí se daba esa chispa misteriosa que algún día se convertiría en llama. Y cuando te tuve, Jane — m i primera hija—, en mis brazos, experimenté la mayor emoción de mi vida. Me sentí como si fuera una santa, como si hubiera acabado de entrar realmente en el cielo, y sé ahora que cada vez que una madre recibe a un hijo se adentra realmente en aquél. No hay en la vida nada semejante. Y todas las personas que son objeto de tal bendición han de mostrarse eternamente agradecidas. Te digo todo esto, Jane, porque así comprenderás mi amor hacia ti, los elevados sentimientos que me inspiras. Recuerda siempre lo que te estoy diciendo; piensa en mí alguna vez y trata de comprender lo que intento comunicarte. Mi corazón está rebosante de cariño, y no me sería posible escribir durante el resto de mi vida lo que siento en estos momentos. Amaos los unos a los otros y sé buena con papá, quien

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cuidará de ti. Este momento, el de mi marcha, el de mi separación de vosotros, es el más amargo de mi vida, pero no tengo otra salida. Las lágrimas me ciegan, me impiden ver a mi alrededor. Que Dios os bendiga a todos, Mamá. No dudo de que mi abuela se sintiera cerca del cielo la primera vez que tuvo a su hija en sus brazos, pero estimo que lo que hace más valiosa esta carta a los ojos de mi madre es el hecho de que la suya fuera capaz de experimentar además otras emociones. Mi madre no recuerda haber leído ese escrito, en aquella época. Puede ser que su padre lo retuviera. Pero cualquiera que fuese la explicación que diera con respecto a la marcha de la esposa, no hay duda de que su marcha le produjo un gran pesar, un insoportable dolor. Es posible que esta carta fuese para mi madre una confirmación de lo que siempre había querido sentir: no se trataba de una prueba de profundo cariño hacia ella; aquella mujer, al separarse de su marido, cuando pensó que su arrogancia resultaba demasiado denigrante, había dado una prueba de que pese a ser madre se consideraba mujer antes que otra cosa. No se hallaba dispuesta a hacer gala exclusivamente a lo largo de su vida de una gran abnegación y de sus maternales emociones. Quería a sus hijos, sí, pero también se sentía inclinada hacia otras personas, hacia otras cosas. Era su madre, pero no quería ser su mártir (una de las razones por la cual la querían tanto). No recuerdo haber oído comentar a mi madre, a mis tías o a mi tío nada referente a cualquier sentimiento de culpabilidad que hubiera podido producirles. Esto no se había dado nunca entre ellos. Si la habían idealizado para disimular el dolor y el enojo que les produjo su pérdida, esta carta confirmaba, seguramente, al menos para mi madre, lo que necesitaba saber, no como hija, sino como tal madre de varios hijos. Al mostrármela, estaba diciéndome: «Ya lo ves. Si yo no he sido tan solícita y maternal como otras madres para con sus hijos, no fue porque no te amara. Mi madre me quiso mucho, y cierto día se apartó de mí.» La vida de mi madre no se parece a la de mi abuela, pero las emqciones, en el fondo, resultan obsesionadamente familiares. Mi madre también escogió un hombre que no podía proporcionarle la seguridad emocional que desesperadamente necesitaba. Ella también descubrió que su vida como mujer creaba demandas opuestas a su papel como madre. Abandonó este papel, se separó de sus hijos emocionalmente porque sin mi padre, en medio de la amarga privación de sí misma, ella disponía ya de muy poco que pudiera dar a mi hermana y a mí. En su carta, mi abuela intentaba hacer frente al inevitable enojo y contra-

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riedad de sus hijos hablándoles del amor perfecto que le inspiraban, por el hecho de ser su madre. Incapaz de hablarme abiertamente, de un modo directo, pero captando en lo más profundo de su ser mi sensación de haberme visto también abandonada, hacia la misma época de la vida que ella, mi madre se valió de las palabras de su adorada progenitora para indicarme que reconocía mi enfado para decirme que, aunque imperfectamente, siempre me había amado, y para pedirme que la perdonara, exactamente igual que ella había perdonado a su madre.

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Somos el sexo amoroso; todo el mundo cuenta con nosotras para procurarse bienestar, calor nutricio. Impedimos que el mundo se desbarate, lo mantenemos unido, con la constante disponibilidad de nuestro amor cuando los hombres, impulsados por sus ansias de poder, se empeñan en desintegrarlo. Solas, nos sentimos incompletas; sin el hombre nos consideramos inadaptadas; somos devaluadas fuera del matrimonio; nos mantenemos a la defensiva sin hijos. Hemos sido criadas para el amor, pero cuando éste llega a nosotras, pese a su dulzura, no resulta en definitiva tan satisfactorio como nos lo habíamos imaginado. Somos amadas por estimársenos parte de una relación, por nuestra función..., y no por nosotras mismas. Él nos pide que cenemos juntos, e incluso recién colgado el teléfono, hondamente complacidas, nos preguntamos si antes no se lo habrá propuesto a otra mujer. Mientras él nos retiene entre sus brazos, estamos casi temiendo que nos olvide mañana. Y el día de la boda, le preguntamos por enésima vez: «¿De verdad que me amas?» Los hombres no nos dicen: «Sube a la más alta de las montañas, cógeme una estrella, demuéstrame que me amas, para que yo pueda creerte.» Si somos tan adorables, ¿por qué no hemos de serlo por nosotras mismas? Cuando nacen nuestros hijos, creemos al fin en el amor, en el que sentimos y en el suyo. Estos seres, nuestros hijos, no dejarán de amarnos nunca. El amor. Es todo lo que sabemos, pero no confiamos en él. La semilla de nuestra incredulidad se remonta a nuestro primer amor, a una época que no podemos recordar. Las lecciones aprendidas de muestra madre en cuanto a la forma de amarnos y de amarse a sí misma nos acompañan durante toda la vida. A lo largo de mi existencia he lamentado siempre la tiranía de la infancia, la noción de que mi comportamiento de persona adulta fue determinado por una etapa de la vida que no me es posible recordar, que pertenece al pasado, que, por consiguiente, no es susceptible de

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cambio, que es inútil lamentar, que no puede ser controlada. Ciertas frases repletas de retórica psiquiátrica, como las de «frenesí oral», «omnipotencia infantil», «envidia del pene», me irritaban hasta casi la exasperación. ¿Qué tenía que ver toda aquella jerga ininteligible con mi vida? Yo creía que se podía aprender por medio de la experiencia; pensaba que podíamos formarnos fuese cual fuera el material que se nos había brindado; me imaginaba que podíamos llegar a modificar nuestras vidas si poseíamos la fortaleza precisa para ello. ¿No estaba yo al tanto de mis temores y ansiedades? ¿No había aprendido a controlarlos? Me sentía orgullosa de mi autodisciplina, y ofendida ante la sola idea de que un doctor pudiera andar rebuscando en mis limpias interioridades emocionales. Fortaleza... Esta palabra siempre me había parecido fascinante, pero también confusa. Seguramente, de significar algo equivale a la capacidad de ser efectiva, de hacer algo por sí misma y para sí, utilizando los recursos interiores propios, sin apoyarse en nadie. ¿Es así realmente? Luego, he tenido siempre ante mí el enigma: ¿por qué hay personas que poseen esa fortaleza y otras carecen de ella? Decir que alguien es «fuerte» es tan sólo dar a la persona en cuestión un nombre o un adjetivo; se trata, sencillamente, de ponerle un rótulo. Así no se facilita ninguna pista en cuanto a la procedencia de su fortaleza. Puesto que soy «fuerte», ¿por qué existe tanta ansiedad en mi vida? ¿Por qué he de verme acosada por el temor de que mi trabajo no es suficientemente bueno? Los triunfos de ayer tienen poco significado; la «realidad» de mañana se impondrá de nuevo y yo fracasaré o me veré cuestionada. Sobre todo, ¿por qué no puedo gozar de lo que mi esposo y los amigos me dicen, es decir, que me quieren? ¿Por qué despierta o soñando me pongo a pensar en los problemas de los demás? Hasta donde puedo recordar, he sido, exteriormente al menos, una triunfadora... Fui durante mis estudios una buena alumna, una buena deportista. Simpatizaba con la gente; no puede decirse que hiciera mal papel. ¿Por qué, entonces, he de sentirme insegura? ¡Cuan a menudo he oído mis propias racionalizaciones y defensas en las palabras de las mujeres a las que he entrevistado! ¡ Con cuánta terquedad la mayor parte de nosotras nos resistimos a admitir lo que ahora se me antoja como simple sentido común! En el transcurso de los años, la jerga de los psiquiatras, cuyos nombres llenan las páginas de este libro, tuvo un poder que ya no puedo negar: en nuestros comienzos radica nuestra esencia. Nosotras extraemos nuestro coraje, nuestro sentido de afirmación, la capacidad de creer en nuestro valor, incluso hallándonos solas,\para cumplir nuestra misión, para amar a los demás y sentirnos amadas\de

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la «fuerza» del amor que de niñas inspiramos a nuestra madre, exactamente igual que la última dina de energía existente en la tierra vino originalmente del sol. La mayor parte de nosotras no seremos psicoanalizadas. Yo misma no he vivido tal experiencia. Al igual que yo, puedes tener incorporada a tu ser la resistencia a volver allí donde se inició la falta de fe en ti misma. Las primeras impresiones de la vida son las que dejan un rastro más hondoNForman las ranuras del carácter, por las que la experiencia llega a nosotros; y cuando esta o aquella estría se distorsiona, esta o aquella emoción se bloquea o tuerce. Podemos comprenderlo intelectualmente. No nos es posible «asimilarlo». Ciertos esquemas que nos llegan del pasado pesadamente cargados de ambivalencias, rechazos y humillaciones, nos atenazan. El proceso de maduración exige que comprendamos nuestra historia antes de que la energía retenida por la represión pueda ser liberada. El autoengafío comienza con el hastío o la clarividencia. «¡Oh! Estoy al tanto de todo lo referente a mi madre y a mí», puede ser que digáis. «Todo lo relacionado con mi madre terminó hace años.» Ni lo primero ni lo último es cierto. Son muchos los datos recogidos que permiten asegurar que una relación no resuelta con la madre ocasiona en la mente de la mujer determinadas tendencias no autónomas, inculcándole un temor a pasar por ciertas experiencias e impidiéndole frecuentemente lanzarse en pos de aquello que desea conseguir de la vida. También ocurre que, cuando da con lo que deseaba, no logra extraer de su objetivo todo el placer que quería. Si de pequeñas no hemos podido conseguir la satisfactoria proximidad y el amor que todo niño necesita porque es lo que le proporciona la fuerza indispensable para desarrollarse, no evolucionaremos emocionalmente. Nos haremos mayores, pero una parte de nosotras permanecerá en la infancia, ansiando esa nutricia proximidad, sin creer nunca que llegaremos a poseerla, y pensando que nos será arrebatada si llegamos a tenerla. Freud, Horney, Bowlby, Erikson, Sullivan, Winnicott, Mahler — los grandes intérpretes del comportamiento humano— pueden estar en profundo desacuerdo en algunos puntos, pero piensan lo mismo, como si fueran un solo hombre, con respecto a los comienzos: ninguna de nosotras puede dejar el hogar, desarrollarse del todo, aisladamente y confiando en nosotras mismas, a menos que haya alguien que nos ame lo suficiente para darle el ser, en primer lugar, y que después nos deje partir. Se inicia esto con el contacto con nuestra madre, con su

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sonrisa, con su mirada: he aquí alguien a quien ella desea tocar, alguien a quien desea mirar. Ésa soy yo. ¡ Y eso es bueno para mí! Se ha dicho repetidamente que cuando se ama demasiado a una criatura sólo se consigue malcriarla. Sabemos ahora que nadie puede ser amado demasiado, especialmente en el curso del primer año de la vida. En lo más hondo de ese primer y estrecho contacto con nuestras • madres se levanta el lecho rocoso del amor propio, en el que cimentaremos nuestros buenos sentimientos para el resto de nuestras vidas. El' niño necesita estar cerca, casi de una manera sofocante, del cuerpo cuyo vientre poco tiempo antes, y a disgusto, dejó. La palabra técnica que alude a tal proximidad es simbiosis. Resulta especialmente importante para las mujeres entender el significado de tal vocablo, ya que para muchas de nosotras señala nuestra forma de relacionarnos a lo largo de nuestro ciclo vital. Muy pronto, el joven es adiestrado para hacerlo por su cuenta. Para ser independiente. A nosotras, a las chicas, se nos enseña a ver nuestro valor en las asociaciones que formamos. En la simbiosis. En el comienzo de la vida, la simbiosis tiene primordial importancia para los dos sexos. Comienza como un proceso de crecimiento, liberando al niño del temor de su vulnerabilidad, de su soledad, dándole el valor preciso para desarrollarse. Si al principio logramos suficiente simbiosis, más adelante recordaremos sus placeres y podremos buscarla en otros; la aceptaremos y nos sumergiremos en ella cuando la localicemos, y nos alejaremos de nuevo de ella cuando nos sintamos saciados, sabiendo que siempre seremos capaces de restablecer la situación. Confiaremos en el amor y gozaremos de él, aceptándolo como parte del festín de la vida... No pensaremos que debemos devorar hasta la última migaja, por el hecho de que pueda escapársenos para siempre. Si no experimentamos esta primera simbiosis, la buscaremos el resto de nuestras vidas, y en el caso de encontrarla nos sentiremos desconfiados, aterrándonos a ella tan desesperadamente que angustiaremos a la otra persona, atormentándola con nuestros gritos de «¡ Tú no me amas!», hasta que, efectivamente, hagamos de esto una verdad. El primer significado de la simbiosis lo encontramos en la botánica, aludiéndose con tal palabra a dos organismos, uno receptor y el segundo parásito, ninguno de los cuales puede vivir sin el otro. En el mundo animal, a menudo representa una relación ligeramente distinta, de mutua ayuda. El pájaro que se gana la comida limpiándole al hipopótamo, servicialmente, los colmillos, es un socio en simbiosis. En términos humanos, el significado vuelve de nuevo a cambiar en cierto sentido. La simbiosis más clásica es la del feto en el vientre. Disponemos aquí de un ejemplo de dos diferentes tipos de simbiosis.

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El feto se halla en simbiosis física con la madre: literalmente, no puede vivir sin ella. La madre (durante la mayor parte del tiempo) se encuentra en simbiosis psicológica con el niño no nacido. Ella puede vivir sin él, pero el embarazo le proporciona la sensación de una vida más rica, más plena. En tal aspecto, el feto la nutre. En nuestra primera simbiosis con la madre, ganan las dos partes implicadas. Al nacer no sabemos que haya algo fuera de nosotros mismos. Nuestros desenfocados ojos no pueden distinguir las formas; ignoramos dónde termina nuestra madre y dónde empezamos nosotros. Al extender la mano, comprobamos que está allí, que podemos tocarla. Cuando lloramos, somos alimentados, o nos toman en brazos. ¡Somos los regidores del mundo! No es de extrañar que no estemos dispuestos a renunciar fácilmente a la madre; en ella se apoya esta maravillosa sensación de poder total, de «infantil omnipotencia». En cierto modo, continuamos conectados físicamente con ella, exactamente igual que la madre, de una manera psicológica, nos siente todavía como casi una parte de su cuerpo; somos su narcisista prolongación. La simbiosis es mutua, completa, y satisfactoria. Gradualmente nuestros ojos empiezan a ser capaces de ver las cosas debidamente enfocadas. Éstas, y la gente, se encuentran cerca de nosotros, o lejos. YSfos damos cuenta de que hay otra persona — l a madre—, pero está tan cerca que todavía la vemos como fundida con nosotros, no por separado. Ella es diferente de todos, de cualquier otra cosa. Ella es aún nosotros, y nosotros ella. En esta temprana etapa de la simbiosis, la buena madre considera sus propias necesidades como enteramente secundarias respecto de las del hijo. Con ello se consigue una mutua ventaja: el niño se habitúa gradualmente, de una manera cómoda, a la idea de su impotencia. Y esto no se presenta, de todos modos, de manera espeluznante: la madre se halla siempre a mano para arreglar las cosas. Ella, al saber lo que la criatura ansia, al sentir bajo sus dedos su piel, percibiendo sensaciones a través de ella, a través de los ojos, los oídos o el estómago de su hijo, experimenta una casi mística impresión de unión y de ser necesitada. Se trata de una experiencia trascendente. En la etapa siguiente, podemos distinguir nuestro cuerpo del de la madre. pero\no nos es posible separar nuestros pensamientos de los suyos. Cuando orinamos, nos cambia de ropa. ¿Que sentimos hambre? Ella se da cuenta tan rápidamente como esto se produce, y el alimento llega en seguida. Pero ahora empieza a surgir la ansiedad, cuando la madre no está a nuestro alrededor, la manta no nos cubre del todo, y nadie nos ofrece su pecho, o el biberón. Nuestro poder ha comenzado a deteriorarse. Ansiosamente, no la perdemos de vista. Si está cerca,

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todo marcha bien. De lo contrario, podríamos morir, incluso. Cuando el amor de la madre es firme e ininterrumpido, poco a poco nos habituamos a desenvolvernos sin que sea precisa su presencia, cada vez por períodos de tiempo progresivamente más dilatados. Acaba de nacer en nosotros la confianza. En vez de aferrarse a la madre, impulsada por el temor de verse abandonada, la criatura acepta su alejamiento, convencida de que volverá siempre que la necesite. Entretanto, allí están esos polícromos juguetes con los que entretenerse... Pero si el temor dicta el pensamiento de que la madre puede no volver iamás. de que puede desentenderse de nuestras necesidades, de cuanto a nosotras atañe, la evolución se detiene. Se esfuma nuestro interés por las deslumbrantes luces o los juguetes que están a nuestro alcance. El ser ha sido absorbido por el temor. El pequeño sólo acierta a pensar en que la madre no debe volver a alejarse de él. Debe evitársenos a toda costa la soledad. Acaban de ser puestos los cimientos de toda una existencia llena de incertidumbres. La palabra que corresponde a la siguiente etapa del desarrollo es esta: separación. La criatura, más o menos segura del simbiótico amor de su madre, comienza a sentir que puede pasar con un poco menos de ese amor. Desea aventurarse en un mundo más amplio. Importante fue para la madre la simbiosis con el hijo, cuando esto era todo lo que el bebé podía comprender; la misma importancia tiene ahora para ella empezar a soltar a su hijo, permitir que se adentre en su propia vida, de acuerdo con su horario psíquico interior. La larga marcha hacia la individualidad y la confianza en sí mismo se ha iniciado. La simbiosis y los primeros comienzos de la separación no se dan en forma de un plano largo, liso, de sentido ascendente. Tiene sus altibajos, desde luego. La ausencia de la madre cuando la deseamos a nuestro lado no representará ya el trauma de antes. La madre no tiene que ser perfecta. Simplemente, ha de ser una madre «suficientemente buena», para expresarlo con palabras del psicoanalista D. W. Winnicott,1 al objeto de proporcionar a la criatura en desarrollo un sentimiento de «básica confianza»:2 la gente, las cosas, y el mismo individuo, son más dignos de confianza que de recelo. Todos sabemos cuan rápidamente el niño se recupera de este o aquel trastorno emocional, si el hecho no se prolonga demasiado y no ocurre con excesiva frecuencia. En una evolución normal de los acontecimientos, empieza a emerger una conciencia de sí mismo al cabo de unos tres meses. La criatura demuestra que está reaccionando ante hechos o semblantes concretos: sonríe. A los ocho meses, puede expresar la diferencia existente entre

la madre y una persona desconocida. A la edad de un año y medio (más o menos) el proceso del crecimiento aparte de la madre adquiere cierto ímpetu. Empezamos a separarnos de ella más y más; queremos separamos. N J S enfrentamos con un mundo bello, excitante. A partir de la madre existen otras cosas que se pueden tocar, morder, saborear, ver. El ser se vuelve más y más consciente. El fascinante proceso del crecimiento lejos de la madre, al tiempo que se ar quiere la propia personalidad, resulta un hecho crucial entre los dieci )cho meses y los tres años, período de la vida al cual la doctora IVL~garet Mahler ha dado el nombre\de «separación-individuación».3 Al cur.plir los tres años, o los tres años y medio, si somos afortunadas y la madre ha sido cariñosa, emergemos con cierto sentido de nosotras misrras como seres aparte, todavía amados por ella, pero dotados de unr. vida que nos pertenece, que no es la suya. Todas las horas y más hc.as de atención que nos ha dedicado, el sacrificio de su sueño, de s' s horas de vigilia, son ya una parte de nosotras. La memoria se ha desarrollado, y podemos sentir cómo nos sigue su tierno interés, igual que un brazo oportuno en el que se apoyaran nuestros hombros. «La primera demostración de la social confianza en el bebé — dice Erik Erikson, en Childhood and Society — es la expresión de sus sensaciones, lo profundo del sueño, la relajación de sus intestinos.»4 La criatura ha comenzado a confiar en su madre, a relajarse; no tiene por qué mantenerse despierta, ni dormir con un ojo abierto, por decirlo así, ante el temor de que su madre se ausente. «Así pues, la primera realización social del niño — continúa diciendo el doctor Erikson — es su buena disposición a la hora de permitir que la madre se salga de su campo visual, sin mostrar una indebida ansiedad o irritación, a causa de que ella se ha transformado en una interior certidumbre...»5 Esta necesidad de sentir una confianza básica en la vida es esencial para los dos sexos. Pero a causa de la inevitable relación modeladora entre madre e hija, nosotras no nos encajamos para siempre en la sensación de básica confianza que ella nos dio. Tenemos que ver también con su imagen como mujer, con su sentido de básica confianza, el que le dio su madre. Un chico crecerá, y siguiendo el ejemplo de su padre dejará un día el hogar, se abrirá paso y fundará una familia. Puede ser que alcance el triunfo o no lo alcance. Gran parte de su éxito dependerá del básico sentido de confianza que su madre le dio; pero él no se identificará con su madre. Él no basará todas sus relaciones en lo que vivió con ella (a menos que el muchacho sea cierto tipo de homosexual). Pero una chica que no logró adquirir dicho sentido, aunque deje un día la casa de su madre, consiga un empleo, se case y tenga hijos,

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nunca se considerará a gusto por sí sola, controlando su propia existencia. Parte de ella se encuentra ansiosamente ligada a la madre. No confía en sí misma, ni en los demás. No puede creer que exista otra manera de ser, porque así es como fue su madre. Así son la mayoría de las otras mujeres. Si nuestras madres no son ellas mismas personas separadas, es inevitable que compartamos su ansiedad y su temor, su necesidad de estar en simbiosis con alguien. Si no las vemos involucradas en su tarea personal, o gozando de algo por sí mismas, también nosotras acabaremos por no creer en cualquier realización o placer nacidos fuera de los límites de una asociación. Denigramos cualquier cosa que experimentamos solas. Así decimos: «Resulta más divertido cuando alguien está presente.» La verdad es que nos da miedo ir a cualquier sitio solas. ¿No es cierto que son muchas las mujeres adultas a quienes habéis oído decir en tono de broma: «Todavía no he decidido qué voy a ser cuando sea mayor...»? ¿Verdad que son muchas las mujeres que llaman a sus esposos «papá», y que al referirse a su descendencia hablan de «mi hija», en lugar de Betsy o Jane? No separadas emocionalmente de la madre, presas del temor en igual medida que ella, repetimos el proceso con nuestra hiia. He aquí una desdichada historia, una forma de educar a la mujer que nuestra sociedad no ha recusado. Esto de aparecer lindas y desvalidas, flexibles y adherentes, posesoras de por vida, se convierte en nuestro método de supervivencia y constituye también... la derrota definitiva. Es importante comprender que no es el simple número de horas dedicadas a una hija lo que asegura a ésta las iniciales y satisfactorias sensaciones simbióticas de calor y seguridad que la pequeña necesita. Dice el doctor Robertiello: «Es mejor que la niña obtenga una atención parcial de la madre a que ésta resulte una caricatura como tal, prefiriendo pasarse todo su tiempo en la oficina o comiendo fuera de casa con los amigos. Una conducta inadecuada, especialmente cuando se utiliza el disfraz del amor, crea los peores problemas.» Algo que dura toda la vida se instaura en la persona que siente que el amor es fingido, desvirtuado o, en el mejor de los casos, concedido a disgusto. Lo que cuenta es la calidad de la atención que conseguimos de nuestra madre. Si de niñas tenemos frío, o hambre, y ella no lo nota; si cuando nos mira está pensando en otra cosa, y, por tanto, no vemos iluminarse su rostro con una sonrisa de amor, nos sentimos defraudadas. Es como una sombra bajo el sol. «Siendo mi hijo pequeño todavía, era frecuente que pensara muchas veces en una multitud de cosas. Mi cabeza albergaba numerosas ideas y ambiciones», me explicaba un día la doctora Helene Deutsch. «En tales momentos, si mi hijo estaba conmigo acababa sujetándome la cara por la barbilla con sus manos, para

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que enfocara mi atención sobre él. Sabía que yo estaba pensando en otras cosas.» La simbiosis incompleta, insatisfactoria, o interrumpida, marca a una mujer para siempre. Echamos algo de menos en nuestras madres; estamos desesperadas; nos mantenemos a la defensiva... Y, en consecuencia, aprendemos a montar muy pronto nuestra apretada línea de defensa, diciéndonos que no debemos esperar mucho del mundo. Ni siquiera en brazos de los que nos aman podemos creer que no van a abandonarnos. Nuestro esposo se queja de que le apremiamos: «¿Qué más quieres de mí?» exclama. No acertamos a darle un nombre, pero nos consta que hay una distancia... Como madres, nos volvemos hacia nuestra hija, nos aferramos a ella: «Telefonea cuando llegues, sea cual sea la hora.» La vida, para la mujer que de niña no gozó de una proximidad simbiótica suficiente, se transforma en problema de engañosa seguridad yersus satisfacción. Nos casamos con el primer hombre que nos habla de matrimonio, temerosas de que nadie vuelva a hacernos la misma petición; aceptamos una colocación segura, en lugar de desafiar los riesgos de una profesión independiente. «Si la niña no ha vivido con su madre un período simbiótico pleno —manifiesta el doctor Robertiello —, pensará constantemente en el calor que echó de menos. Observamos esto en los pequeños, guiándonos por el hecho de que carecen de la energía complementaria (más allá del ansia citada) para explorar el sonido y el significado de las palabras que pronuncia la madre, o la amplitud del nuevo espacio que ella da al pequeño para arrastrarse. En las personas mayores, la simbiosis incompleta es expresada a menudo en términos de baja energía. Se encuentran demasiado cansadas para esto, no se interesan por aquello, nunca creen en sí mismas lo suficiente para intentar cualquiera de las fascinantes e inéditas salidas que les ofrecen determinados rasgos de su carácter. Pero si son capaces de alcanzar la separación a través de la terapia, descubrimos una dramática diferencia. Se da un repentino brote de energía, de creatividad. Vemos esto en sus vidas, en su trabajo, en su sexualidad.» Todos, por otro lado, conocemos personas que, evidentemente, se vieron defraudadas desde el punto de vista emocional durante los primeros años de su existencia y que, sin embargo, han saboreado las mieles del triunfo de adultas. No se pierde todo al carecer de la temprana simbiosis. Ahora bien, es improbable — l a mayoría de los psiquiatras dirían que imposible — \jue esas personas gocen plenamente de su triunfo o se sientan emocionalmente seguras dentro de lo que el éxito aporta. Estoy hablando de esa gente que suele decir: «He logrado tener esto o he conseguido realizar aquello, pero en realidad ¿qué

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viene a significar todo ello?» Empobrecidos emocionalmente de niños, se ven todavía de la misma manera en medio de su triunfo mundano.

de las horas reglamentarias por él, porque sienten simbióticamente que su carrera es la de ellas, que forman parte de él. Sin embargo, cuando los ingresos de éste suben, el dinero no es dividido en dos partes. Dentro del mundo del sexo, como en el de los negocios, el costo de la simbiosis es muy alto.

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La sociedad nos juega una mala pasada al llamarnos el sexo arqproso. Este halago se formula para que nos sintamos orgullosas de nuestra debilidad, de nuestra incapacidad de ser independientes, de nuestra imperativa necesidad de pertenecer a alguien. Se nos ha limitado _a la necesidad y a la crianza, dejando el amor erótico para los hombres. Un hombre «enfermo de amor» hace que la gente se sienta incómoda, porque tal condición le debilita, compromete su virilidad, rebaja su productividad. Pero una mujer que no puede pensar con claridad, que sueña sobre sus libros de leyes, pierde peso y tropieza con muros de ladrillos, provoca los sentimientos más cálidos en todos. Hombres y mujeres conocen por igual lo bien que sabe sentirse trastornado por el amor, pero alguien ha de cuidar de la casa. Puesto que las mujeres no han conseguido llegar a ninguna parte, y una mujer pobre obliga al hombre a trabajar con más dureza, a fin de poder cubrir las necesidades de los dos, el idilio mismo se convierte en combustible del molino económico. Él nos hará el amor a la luz de la luna, en medio de una música de violines, pero al llegar la mañana se duchará, se afeitará, se vestirá y se irá a su despacho, para dedicarse a sus «reales» intereses. En casi todas las novelas o películas, el amor es un desastre para la protagonista, que acaba por verse privada de su iniciativa, de su valor, o de su sentido del orden, descendiendo hasta el masoquismo y la pérdida de su personalidad. Las empresas modernas, al utilizar los servicios de un psicólogo para establecer su política de empleo, sacan partido de los temores de la mujer. Ésta es ya una norma común. Muy a menudo, ciertas organizaciones erróneamente calificadas de «paternales» (quizá porque están regidas por hombres), son psicológicamente más bien como unas madres gigantes, un refugio de simbiosis que nos aguarda: secretarias, dependientas, jefas de oficinas, ayudantes, mujeres que trabajarán lealmente (forman parte de la «gran familia de la corporación») durante veinticinco años, desempeñando trabajos rutinarios, seguros, aburridos, en su condición de víctimas bien dispuestas, son manejadas por un personal astuto, el cual sabe que antes nos inclinaremos por los fáciles gozos que nos pueda proporcionar la Asociación de empleados y el pic-nic anual que monta la empresa, que por el riesgo que entraña lanzarnos solas a la lucha (abandonar a la madre) para ver de lograr un salario más elevado. Son millares, millones, las mujeres que no dejan jamás a su jefe, quien las «necesita». Tales mujeres trabajan más

Para una buena madre supone un fuerte sobresalto ver caer de bruces a su hijo, cuando empieza éste a dar los primeros pasos, pero sabe que así es como se aprende a andar. El pequeño se arrastrará como pueda, intentará incluso subir el peldaño inicial de una escalera, llegando hasta a rechazar a su madre si ésta se decide a intervenir, a causa de que el impulso hacia el desarrollo es muy intenso. Ella teme por su hijo, pero sabe que debe enseñarle a comportarse con valor. Antes de haber salido de casa en dirección al jardín de infancia, los chicos han aprendido a rechazar a las niñas que solicitan un beso. La madre ha empezado a enseñar a su hijo que no debe mantenerse aferrado constantemente a ella (y eso que ambos ansian la continua unión). «No lo malcríes», recomienda el esposo. «Dejad que se marche», aconseja la cultura. El chico emerge de la simbiosis para internarse en los placeres de la separación. El mundo se abre ante él. Gracias a la experiencia, a la práctica, a la repetición, el joven aprende que se dan los accidentes, pero que éstos no siempre son fatales, y descubre que se sobrevive a los rechazos. El desarrollo de su personalidad continúa. En las niñas, por otro lado, prevalece un adiestramiento de signo opuesto. El gran y mutilador imperativo es: «Nada Debe Causar el Menor Daño a Mi Niña.» Sólo se le permiten aquellas experiencias que se presenten como envueltas en papel celofán. Cuando una niña, correteando por el patio de la casa, cae y se lastima, su madre no le anima a repetir su acción, como haría con su hermano. Abraza a su hija con fuerza y tiembla por las dos, por haberse aventurado por un sitio peligroso; se muestra ansiosa, temiendo incluso por su vida. «Sabía que esto había de ocurrirte», le dice, dándole cuenta de algo que ella misma ha estado diciéndose toda la vida, implantando en la niña la idea de que las mujeres son tiernas, frágiles, y están fácil e irremediablemente expuestas a ser perjudicadas por los azares de la vida. Otros elementos de la relación madre-hija constriñen en la niña cualquier inclinación hacia la aventura: ella quiere besos, pero espera el rechazo. La madre, con sus habitualmente inconscientes esfuerzos para controlar sentimientos competitivos con su hija, instruye a ésta en el sentido de que no debe esperar demasiado de su padre. «Vete.

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Papá tiene que estudiar unos papeles.» Mamá nos está diciendo que los hombres no participan de «nuestra» necesidad de amar. El mensaje, para la niña, está claro: sólo hay una persona que nunca la dejará, que siempre dispone de tiempo para ella. Ni siquiera cuando echa de menos sus besos ha de pensar que es debido a una falta de amor. Si ella fuese más obediente, si su madre dispusiese de más tiempo, si, si, si... Olvidamos aquel tropiezo. La promesa de que el amor estará a nuestro alcance la próxima vez nos ha seducido. Hermanos, hermanas, amigos... No se puede confiar en nadie. Sólo la madre se mostrará siempre constante. «Usted podrá apreciar por qué una niña se aferra a su madre por efecto del temor que le inspira el amenazante mundo exterior —dice el doctor Robertiello—, pero lo que hay que comprender es que la madre no es un ogro, que mantiene a la chica encerrada por causa de cualquier rencor. La madre abriga también temores reales, y tiene necesidades, que parecen quedar conjurados mediante la simbiosis con su hija. Con demasiada frecuencia, la madre no se separa nunca de la suya, y cuando la abuela gana en años, y mamá comienza a prever la pérdida de esa atadura, pasa el lazo a su hija. Sobre todas las cosas, teme terminar sus días sola, sin tener a su lado nadie que le diga lo que debe hacer. Desea ser "una prisionera del amor". »A consecuencia de este primario e inconsciente lazo de unión con la madre, la esposa-madre nunca dispuso de libertad para ofrecer una lealtad de primera clase a ninguna persona nueva, incluyendo al marido. ¡ Oh, sí! Es posible que, de repente, registre un impulso hacia la separación al contraer matrimonio, que se dé en ella un acceso de sexualidad, durante algún tiempo. Pero demasiado a menudo, nacida ya su hija, vuelve a asentarse en el sentimiento menos excitante (por otro lado, bien conocido y seguro) vivido con su madre, con la diferencia de que ahora se vale de la hija. Suprime su independencia, atenúa su sexualidad, su intelecto; ya no es una joven mujer, sino una "matrona"; es una madre. Ahora se siente a salvo de peligros para siempre. Ha conseguido hacerse con una garantía frente al riesgo de quedarse sola durante el resto de su existencia, ya que su hija va a sobreviviría.» No es de extrañar que las separaciones de madres e hijas en los aeropuertos y estaciones de ferrocarril se adivinen tan cargadas de silenciadas culpas.

cia hacia su madre para no caerse. Ese impulso que gobierna al bebé, presa de pánico al sentirse solo, arrastrándose de repente hacia atrás, para ver si su madre sigue «allí», si «todo marcha bien», es tan inevitable como la Segunda Ley de Li Termodinámica. Técnicamente, ésta es denominada «la etapa del acercamiento», pero yo prefiero utilizar un término más /familiar, empleado por los psicólogos infantiles: «reaprovisionamientp». Habiendo instaurado una base con mamá, reabastecido, pues, el niño se muestra confiado y listo para aventurarse de nuevo en el exterior. La buena madre comprende aquel atemorizado retorno, pero no lo emplea como advertencia de que no debe volver a partir. Efectivamente, una vez ha visto que el niño está reabastecido, lo anima para que se ponga nuevamente en marcha. La madre pegajosa amplía los temores del niño. «¡Ah, pobre hijo! ¡Da tanto miedo lo que hay por ahí! No se te ocurra volver a salir si no es en mi compañía.» La madre de este tipo se mantiene tan apegada a su hija que no es capaz de saber si la sensación de ansiedad es experimentada por ella o por la hija. En definitiva, esto da igual: la chica asimilará el temor de la madre, haciéndolo suyo. El mundo exterior parece presentarse amenazador, repulsivo. Ya de mayor, hallándose lejos de la casa, se muestra preocupada a cada paso: la llave del gas ha podido ser dejada abierta; alguien puede haberse puesto enfermo, o quizá esté agonizando. Por encima de todo, a ella no le agrada hacer nada a solas. Necesita sentirse conectada en todo momento, a cualquier coste.

Para explicar la separación, la forma de hacernos con una identidad, hemos de volver una vez más a la simbiosis, exactamente igual que el niño que está aprendiendo a mantenerse en pie se vuelve con frecuen-

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Al final de una velada, en cierta ocasión, escuché una frase, que se me quedó grabada en la memoria, de labios de una mujer que solía utilizarla a menudo. Había sido una de las danzarinas de Martha Graham, logrando éxitos personales. En la época en que la conocí estaba casada y era madre de dos criaturas. «Ésta ha sido una noche grande — manifestó alguien—. ¿Por qué no buscamos un sitio donde nos sirvan unos huevos fritos con jamón? Después, podríamos saborear un buen café irlandés.» Mi amiga se mostraba vacilante. «Hemos estado recorriendo los dominios de Robin Hood —dijo por fin ella, dirigiéndose a su esposo —. Ahora es momento de que volvamos a la base del hogar.» Los dos querían irse. Frases infantiles, emociones infantiles. Estimo que esto constituye una especie de metáfora con respecto a toda su vida, que se inició con una decisión años atrás, en cuanto a lo profesional, finalizando al renunciar a la danza porque los viajes por carretera la ponían «demasiado nerviosa». Su necesidad de «hacer una base» del propio hogar — a fin de no estar separada de alguna idealizada noción de seguridad—, hacíala volver siempre corriendo a aquél, cuando

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la mayor parte de la gente prefería continuar con lo que estuviera haciendo. Al explicar cómo el sentido de la aventura de una chica puede ser cortado de raíz, el doctor Robertiello habla de la ansiedad de la madre. «Ella es la primera que se siente atemorizada al advertir que está sola, sin su hija. A continuación, decide que ésta la necesita, o que se halla en peligro. Echa a correr, en busca de la pequeña. Puede ser que la niña se encuentre tranquilamente sentada en el patio, jugando con unas margaritas. ¡Ah! Pero allí está su madre, alarmada, preocupada, llamándola para que entre de nuevo en la casa. La madre se enfrenta otra vez con la hija antes de que ésta experimente la necesidad de regresar, de "reabastecerse". Por ello, la chica empieza a albergar una idea especial: incluso cuando una se halla tan bien, pasándolo a gusto, algo puede ser que esté marchando mal en casa.» Sin embargo, hay que señalar que toda acción da lugar a una reacción igual y opuesta. Entre los catorce y los dieciocho meses, y hasta el tercer año, más o menos, el chico comienza a experimentar una resistencia ante las demandas de la madre. Tal intento de afirmación propia se halla marcado por el casi constante uso de la palabra NO. He aquí una importante experiencia para el niño, que diferencia lo que él quiere hacer — aun en el caso de que no haya tomado una resolución — de lo que la madre desea que haga. «Nosotros queremos ir ahora al parque, ¿verdad?», inquiere la madre, utilizando el pronombre simbiótico tan imperiosamente como una reina. «No —contesta la criatura, afirmándose con un primer paso hacia la individualidad y la separación—. Yo no.» Todos los que le oyen aplauden, hasta la madre. «¡Es ya un hombre en pequeño! Sabe lo que desea; igual que su padre.» A las chicas se les da el tratamiento opuesto. Dice el psiquiatra infantil Sirgay Sanger: «Los chicos lo pasan mejor en este período de la vida porque la madre piensa: "Bueno, la verdad es que yo sé bien poco acerca de las cosas de los chicos. Es preferible que le deje desenvolverse solo." Existe también una predisposición cultural contra las madres que mantienen a los hijos sujetos a ellas. Pero, ¡y si se trata de una chica? Bueno, de chicas sí que entiende la madre; lo sabe todo. Es una experta, en tal sentido. Por ello, concede a su hija menos libertad, le resta algunas de las oportunidades que se le deparan para desarrollarse. Se lanza como una apisonadora sobre la individualidad de su hija. Y dirá a la pequeña, por ejemplo: "Vamonos. A ti te ha gustado siempre ir de compras conmigo. Es lo que ahora vamos a hacer las dos." Inmediatamente, la chica se vuelve menos asertiva, perdiendo buena parte de su iniciativa. Esto comienza entre el primero y segundo año de la vida.»

La separación, al aumentar más que la necesidad de unos grados de simbiosis inapropiados para el presente estado de desarrollo, no es un caso de blanco o negro... Teóricamente, la separación de la madre debe quedar terminada a los tres o tres años y medio. «Pero yo creo que el proceso se prolonga durante toda nuestra vida — asegura el doctor Robertiello —. No he conocido a nadie en quien aquél haya tenido un fin, hombre o mujer. Todos nos hallamos conectados en grado sumo con nuestras madres, o lo que las sustituya. Estimo que el proceso es especialmente agudo con las mujeres porque en la chica persiste constantemente una imagen de su madre, de la cual nunca escapa.» Malsana: he aquí la palabra con que hemos de calificar la simbiosis entre madre e hija, después de los tres años. Sí, por vital que resulte en los primeros años de la vida, estamos ante una salida difícil, porque nuestra cultura confunde la simbiosis con el amor; pero, habiendo crecido, la simbiosis y el amor real se excluyen mutuamente. El amor implica una separación. «Te quiero» sólo puede tener significado en el caso de que haya un «yo» para amarte «a ti». En una relación simbiótica, no existe un interés real por la otra persona. Se da únicamente una necesidad, un anhelo de conexión, por destructiva que ésta pueda ser. Se considera el matrimonio muchas veces como la liberación de la hija con respecto al lazo simbótico de unión con su madre. De hecho puede tratarse de un mero traspaso de ese lazo al esposo. Ahora él debe apoyarla, darle vida, hacer que se sienta a gusto consigo misma. A menos que nos hayamos separado de la madre mucho tiempo antes del matrimonio, resulta casi imposible establecer una sana relación con un hombre. Opino que la mejor definición que se ha dado del amor es la debida al psicoanalista Harry Stack Sullivan: amar a una persona significa que uno se preocupa por su seguridad y su satisfacción en igual medida que de las propias. Considero ésta una definición realista: nadie puede amar a otro ser más que a sí mismo. La madre verdaderamente amante es aquella que cifra sus intereses personales y su felicidad en ver a su hija como persona, no como una posesión. Es un proceso de generosidad y amor, hasta tal punto que ella renuncia a su complacencia y seguridad para contribuir mejor al desarrollo de su hija. Si obra así sinceramente, termina consiguiendo la Póliza del Seguro del Amor. La madre dispondrá en el futuro, para siempre, de alguien que se preocupe de ella... Entonces no se dará el caso del amor resentido y culpable. Entonces sólo habrá una hija que da su amor espontáneamente. «;Un auténtico amor madre-hija? —inquirió la psiquiatra Mió Fredland cuando me entrevisté con ella por vez primera, en abril de 1974 —. Pienso que esto implica un reconocimiento por parte de cada

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una de la separación de la otra, y un mutuo respeto. En el caso de la hija, ha de amar a su madre en primer lugar, para poder amarse a sí misma como mujer; este amor se presentará de nuevo cuando sea más madura. Pero ella debe primero "admitir" a la buena madre mientras sea una niña; más tarde emergerá de la infancia como una persona aparte. »¿Qué es lo que yo pienso acerca de mi hija? Para mí, es un don del cielo. Siempre la estuve esperando. Efectivamente, cuando me hallaba embarazada soñaba con ella, y es exactamente la criatura que vi en mis sueños. Deseaba tener una hija por muchas razones. Una de ellas era mi deseo de establecer con mi hija una relación completa, que me compensara de todo lo que eché de menos en la relación con mi madre. En realidad mi madre no participó en ello. Me amaba, ciertamente, e hizo cuanto estaba a su alcance para ser una buena madre. Ahora bien, eran muchas las cosas que le inspiraban temor. Mi hija responde exactamente a la criatura que siempre deseé tener.» Es interesante observar cómo los sentimientos de la doctora Fredland acerca de su hija habían cambiado por la época en que volví a entrevistarme con ella, un año más tarde, en abril de 1975: «¿Cómo evito ver a mi hija como una prolongación narcisista? Mi formación me ayuda a verla objetivamente, desde luego, pero también creo que mi actitud ha cambiado desde la última vez que hablamos, el año pasado. Al crecer, al adquirir más personalidad, me siento más despegada de ella, lo cual no significa que la ame menos... Es que la amo de otra manera distinta. La veo completamente separada de mí. Aprecio qué dones posee, qué es aquello que más le interesa, cuáles son sus defectos. Cuando se permite a la hija que se despegue de una, ella acabará por ampliar los límites, revelará hasta qué punto insiste buscando su espacio vital.» Me agradan estas manifestaciones de Mió Fredland. Sus palabras muestran la existencia de una evolución positiva en la relación amorosa madre-hija. Los primeros comentarios de la doctora Fredland fueron formulados en la época en que todavía tenía a su hija como una especie de prolongación narcisista de su persona. Un año después, la atención de la madre se aparta de lo externo para concentrarse en su hija, en el proceso de su separación y crecimiento.

También sugeriré otra causa de que sean tan difíciles de contestar: la de que sean expuestas como propuestas moralistas. Estamos formulando erróneamente las preguntas. Aquí, la pregunta real que debe plantearse es la siguiente: «¿Nos hemos amado las dos en los primeros años, y separado posteriormente, de manera que nos hayamos proporcionado mutuamente espacio suficiente, aire suficiente, libertad suficiente para continuar amándonos?» ¿A qué se deben en verdad esas llamadas telefónicas a la madre? ¿Están inspiradas por un amor real, £.por la necesidad de mantener la simbiosis? Si al llamarla nos sentimos felices, espontáneamente, porque el intercambio nos produce cierta elevación de nuestra moral, podemos pensar en un impulso realmente amoroso. Si nos dirigimos hacia el teléfono — aunque sea a diario — con una penosa sensación de coacción y deber, movidas por una ansiosa necesidad que tales llamadas no satisfacen, si nos separamos del aparato llorosas, puestas a la defensiva, o sintiéndonos culpables, no hay por qué pensar, aunque nuestra sociedad crea lo contrario, que tal relación madre-hija se encuentra informada por el amor (como no sea que se guíe uno tan sólo por la elevada suma a que asciende el recibo de la compañía telefónica).

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Casi siempre resulta demasiado difícil estudiar qué es lo que realmente vemos en nuestra madre, a causa de que la distancia que nos separa de ella es muy corta. ¿Es una «mala madre»? ¿Somos nosotras «malas hijas»? Estas dos proposiciones aparecen tan cargadas emocionalmente, son tan crudas, que nos es imposible responder razonando.

Al buscar argumentos para comprobar si nos hallamos todavía excesivamente ligadas a la madre, hemos de fijar la atención en nuestras relaciones con los hombres, con las otras mujeres, y en nuestra forma de abordar el trabajo. La necesidad de ligarnos a alguien, el temor a sufrir cualquier tropiezo, la incapacidad con vistas al avance y/o la competición, no son esquemas de comportamiento adquiridos después de haber estado en dicho plano y dejado atrás el hogar. Son normas de acción y reacción asimiladas en casa, durante nuestros años de formación con la madre. Sé de mujeres que fueron amadas por sus madres por sí mismas v que luego les permitieron que se alejaran de ellas. Su característica es la consistencia de su conducta; esas personas no se comportan como los camaleones, no cambian constantemente de opinión bajo la influencia de una nueva personalidad o situación que les sale al paso. Cuando hablan con sus madres lo hacen en plan de mujeres ya hechas, y no con cierto tono infantil, ni recurren a expresiones quejumbrosas, ni a respuestas evasivas. Si se les pregunta lo que piensan, facilitan una respuesta sin rodeos, directa. No temen que la otra persona se enoje ante su candor. Enfrentadas con una difícil situación emocional, es posible que no sean capaces de resolverla inmediatamente, pero su primer impulso nunca será intentar averiguar qué respuesta esperan los otros recibir. Lo que hacen es preguntarse: «¿Qué es lo que yo quiero?», o

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bien, «¿Qué siento acerca de esto?» Actúan con plena certidumbre en todo lo que les atañe. Por otro lado, quienes no están seguras de sí mismas acaban convirtiendo en realidad sus temores. Una mujer me dice: «Desde el comienzo supe que aquello no podía durar. ¿Sabe lo que él me dijo no hace mucho, al separarse de mí? "Estoy aburrido, cansado de que estés preguntándome constantemente si te quiero, para mostrarte incrédula cuando te doy una respuesta afirmativa."» Frecuentemente, la inseguridad se enmascara con un sentimiento opuesto. No nos sorprende que, por ejemplo, el macho semental se sienta a veces asaltado por las dudas acerca de su virilidad. De la misma forma, las mujeres son acusadas de ser vanidosas, de ser sorprendidas en actitudes que denotan su autoadmiración. La verdad es que no poseemos la menor certeza sobre nuestra apariencia exterior.

de su evolución. El narcisismo secundario se halla marcado por la repetición ansiosa; puesto que es un sustitutivo imperfecto, no podemos dejar que cese. Lo paradójico del caso es que se encuentran afectadas por él las mujeres llamadas corrientemente vanidosas, debido a que suelen estar alabándose a sí mismas continuamente, sin cesar en su intento de probar a atraer la atención de los demás o de ganarse cumplidos. Constituyen un espléndido ejemplo — sólo que a la inversa — de que no es la admiración excesiva, sino la escasa, lo que «echa a perder» a los niños. Todos los elogios del mundo no pueden ya serles de utilidad, no les nutren, pues ha quedado atrás la época apropiada. Los cumplidos pasan raudos, vuelan. Como si hubieran sido forjados para alguien que fuera en pos de ellos. Normalmente, es fácil para la madre dar satisfacción a nuestras necesidades narcisistas en la primera etapa, a raíz de nuestro nacimiento. En los iniciales períodos de la simbiosis, estamos tan unidas a ella, nos sentimos tan poco diferenciadas de ella, que amarnos a nosotras es como si se amara a sí misma. Pero a medida que nos apartamos de la madre, se requiere por su parte un tipo de amor informado, maduro, generoso, para que acepte la idea de que las necesidades de su bebé no son siempre las suyas. La madre ha de evolucionar también, facilitando a la hija espacio para corresponder a sus deseos, aun en el caso de que éstos se encuentren en conflicto con los suyos, por efecto del enojo o la decepción. En los primeros pasos de las instrucciones referentes al aseo, la pequeña puede sentirse orgullosa de sus logros, ofreciendo éstos a su madre, como símbolo de amor. Si esto no se aviene con la imagen que se había forjado de nosotras, empeñándose en vernos siempre cubiertas de rosadas cintas, pueden surgir serias complicaciones. Ella debe mantenernos a suficiente distancia, para que podamos evolucionar a nuestro paso, no al suyo. Ha de amarnos por lo que hacemos y necesitamos, no sólo cuando coincidimos con su fantasiosa imagen de la criatura perfecta. «La primera vez que vi a mi hija recién nacida —dice la doctora Leah Schaefer — me pareció una criatura inmensa, edémica, ahogada en carnes. "Santo Dios — pensé —, no permitas que mi hija sea una de esas niñas gordas que se ven por ahí."» De repente me asaltó una fantasía, viéndome como una madre muy compuesta, muy chic, del Ladies' Home Journal, arrastrando a una niña de ocho años de edad al interior de Best & Company, esperando contra toda esperanza que sería capaz de dar con algo para cubrir dignamente todas aquellas grasas. Al tercer día, mientras me peinaba delante de un espejo, se me ocurrió esta idea: es posible que a ella no le agrade tener una madre de más edad que las madres de sus amigas. Quizá desee tener una madre de ésas de parque

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Tengo una amiga, de bella figura, que se queja constantemente de poseer unas caderas «enormes». Asegura que soy una mujer de suerte, por no tener que preocuparme de tales cosas. Ella tiene mi talla. Finalmente, le pregunto cuánto mide de caderas. Le indico que las mías tienen cinco centímetros más que las suyas. «¡No puede ser!» —exclama—. Tienes un cuerpo muy esbelto. ¡No es posible que tengas unas caderas más grandes que las mías!» Rechazamos hoy los hechos porque la imagen fue implantada en una época que ya no recordamos, por alguien que lo sabía todo. No nos pasamos tantas horas delante del espejo porque nos impulse a ello la vanidad, porque estemos enamoradas de nosotras mismas. Nos lleva a ello la ansiedad. Algo marcha mal en nuestro narcisismo básico. Hasta hace poco, el narcisismo era considerado una especie de patológica evolución, una fea palabra tanto para el psiquiatra como para la gente en general. Freud lo consideró como una regresión, una desaparición del interés suscitado por las otras personas y la realidad, una mórbida concentración de la libido (energía) en el propio ser. Actualmente establecemos una concreta distinción entre este defectuoso sentido del propio yo, que es denominado «narcisismo secundario», y el sano narcisismo primario.6 El narcisismo secundario es de tipo patológico porque intenta llenar el vacío en la saludable imagen propia con una intensa preocupación por el yo. Este puede ser expresado con un enfoque excesivo en apariencia, o mediante síntomas físicos y emocionales (hipocondría). Una persona así trata de compensar la falta de atención de que fue objeto en la infancia, muy especialmente durante el primer año de su vida. Recurre para ello a la misma clase de exagerada atención que necesitó en otro tiempo de su madre, pero de la que no disfrutó en aquella etapa

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en vez de una que sea una profesional. ¡Tal vez no sea como yo! Decirme esto vino a ser un acto de liberación para ella, el más eficaz en que hubiera podido pensar. No había tenido más que caer en la cuenta de que existía la posibilidad de que la niña no fuera la hija de mis sueños. No tenía, pues, que esperar mi aprobación tampoco. Fue ésta una extraordinaria experiencia, fundamental en todos los aspectos para nuestras relaciones.» ¿Qué madre no ha soñado con ver a su hija como una criatura ideal? El amor que la madre siente por sí misma es la primera causa del otro, simbiótico, que le inspiramos. Los dos andan juntos, entrelazados. Ella comienza a amarnos porque nosotras somos su propio cuerpo y espíritu hecho carne: una narcisista prolongación de sí misma. Nosotras representamos todo lo que ella pretendía obtener de la vida. «Pero el sueño no dura más que unos pocos meses —dice el doctor Sanger —. La pequeña no puede dar a la madre lo que ésta quiere, esto es, que convierta sus sueños en realidad, la cual se impone rápidamente. La niña hace saber a la madre que no va a cumplimentar todas sus fantasías. Tiene cólicos, llora, vomita... La criatura informa a la madre que posee una vida propia.» Se trata de la primera sugerencia de la idea de separación; algunas madres se sienten disgustadas al observar unos indicios del esfuerzo que realiza el yo de la hija para nacer. Se sienten dolidas o decepcionadas. Se esfuma la actitud de adoración. Cuando la chica mira al rostro de su madre, ya no se ve como antes, igual que si reflejara su cara en un espejo dulce y cariñoso; la pequeña ha dejado de ser, además, «la chiquilla más linda del mundo». «El gesto de adoración de la madre se interrumpe — prosigue diciendo el doctor Sanger — porque nota que la pequeña no le responde como ella desearía. Y toma esto como una acusación. Cree saber perfectamente, porque ciertas ideas se hallan muy arraigadas en ella, y las acepta reverentemente, cómo ha de ser su hija con ella, y no se encuentra satisfecha. Muy simplemente, una vez más la madre se aparta. La incapacidad de ésta para permitir que su niña disponga de una vida auténtica y separada ha cortado la comunicación entre las dos desde el principio.» El sano narcisismo primario tiene sus raíces en la infancia. La voz de la madre es la primera voz «objetiva» que percibimos; su cara es nuestro primer espejo. De recién nacidas, todas las cosas maravillosas que se dicen de nosotras le parecen pocas. Absorbe literalmente los elogios de parientes y amigos, quienes aluden incansablemente a nuestra belleza, nuestro volumen, nuestra sorprendente agilidad, en interminables cuchicheos. Ella se apresura a transferirnos estos homenajes. En esta etapa está tan ligada a nosotros que no sabe dónde terminan los elogios para nosotras y comienza la admiración de los demás por haber

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dado a luz un bebé tan maravilloso. Nosotras alimentamos su narcisismo, y ella alimenta el nuestro. Estamos en la cumbre de la simbiosis; el narcisismo primario funciona como ha de ser. Está naciendo nuestro yo. Todo esto es harina para el molino de la identidad. De tal experiencia saldrá una persona que va a poseer una buena imagen de sí misma. Saldrá alguien que será capaz de entrar en cualquier sala o habitación sin dar muestras de timidez, que creerá que gusta a los demás, que aceptará los elogios suscitados por su trabajo como algo que le es debido, que se sonreirá con complacencia al verse reflejada agradablemente en los ojos del prójimo, igual que se devuelve una sonrisa frente al espejo. Cuando un hombre le diga «Te amo», ella se sentirá complacida y no atenazada por la incredulidad y el temor. ¿Corresponde esta descripción a tu persona, lectora, o a las mujeres que tú conoces? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que se ha desviado, incluso cuando la vida comienza con la sólida satisfacción del narcisismo primario? ;Por qué no continuamos buscándolo más tarde en la vida, o, si es que hemos insistido, no nos es posible saborearlo, ni sacar ningún elemento nutritivo de él, que sirva para alimentar nuestro amor propio? «Hace cinco años — dice el doctor Robertiello — desconocíamos todo lo relativo al narcisismo. Ahora sabemos que el sano narcisismo constituye un factor normal y necesario dentro del proceso del desarrollo. Actualmente nos esforzamos en poner a la gente en contacto con sus necesidades. Por ejemplo, en la terapia de grupo, se hace que alguien, de pie, a la vista de todos, pronuncie unas palabras acerca de sí mismo, exactamente igual que si acabara de morir y tuviera que hacer un discurso necrológico. Incluso con el permiso explícito —hasta una orden — de decir algo agradable de uno mismo, hacer esto supone una de las cosas más difíciles de hacer para cualquier persona. Antes preferirían verse en paños menores. »La causa de que algunos se sientan alterados ante la perspectiva de buscar alabanza ajena, de procurarse un juicio agradable formulado por los demás, radica en que de niños no lograron disfrutar de suficiente adulación por parte de sus madres. Esta clase de madres son habitualmente las que censuran con energía el orgullo o el engreimiento. En consecuencia, cuando la criatura, de una manera sana, normal, lleva a cabo algún intento para justificar su orgullo ante ella, la madre no solamente se lo niega, sino que además la humilla por haber hecho gala de él. Con el tiempo, estos niños se convierten en seres que, o no pueden buscar el elogio, o son incapaces de creer en él cuando lo tienen. Actualmente estamos intentando que las personas superen el trauma de sentirse avergonzadas de sus necesidades. Por el contrario, las anima-

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mos a que salgan de su círculo, a que den con gente que les procure el aplauso que necesitan, todo de una forma muy abierta y directa.» He aquí aleo que en el seno de la familia ocurre muchas veces: una madre a la que nunca le han parecido suficientes los elogios prodigados s su pequeña, empieza a decir, de pronto, a los amigos y admiradores de su hija, al cumplir ésta los tres o los cuatro años: «Bueno, ya está bien. Ya la alaba bastante su padre. No queremos que nuestra hija acabe siendo una engreída.» La satisfacción narcisista primaria se interrumpe. Lo que ha sucedido aquí, al rechazar la madre los elogios y empezar a hacer que la chica sea consciente del que debe ganárselos — e incapaz de aceptarlos cuando los merezca—, es que la madre ha comenzado a proyectar sobre la pequeña su propio temor de parecer irracionalmente engreída. Ahora que ya no somos criaturas —mudos, pasivos, adorables y pequeños receptáculos para la admiración—, y nos hemos convertido en personas activas, la madre se identifica con nosotras. Ella sabe lo que sentiría de escuchar esa extravagante alabanza. La madre se proyecta en nuestras mentes porque no se ha separado, aportando con ella su dañado narcisismo, su incapacidad de creer en los cumplidos, su temor de que si deja de pensar pueden tornarse ciertos por un momento, su temor de ser poseída por la soberbia. Cuando éramos niñas, ella participaba de las palabras de admiración que se nos prodigaban. Ahora, de mayores —cuando somos su imagen— proyecta su vergüenza sobre nosotras. He aquí la forma en que su propia madre comenzó a minarle su propio y sano narcisismo, haciéndola sentirse turbada por ello. Ahora lo está haciendo con nosotras. Ésa es la esencia de la cadena de amor propio y abnegación que ata a las mujeres a través de las generaciones: a menos que la madre pueda conceder a la hija su propia identidad, a menos que se separe, aquélla no será capaz de contener su ansiedad ante los cumplidos vertidos sobre la pequeña. Seguramente habréis estado en alguna reunión donde en determinado momento una amiga carente de aptitudes se haya puesto a cantar. ¿No os sentisteis turbadas por ella? Descubríais su ansia de atención y aprobación; sentíais en vosotras, por anticipado, la humillación que la amiga sufriría si no lograba los elogios buscados. En esta experiencia os identificabais con ella. Una madre siente esto con mucha mayor intensidad ante su hija, cuando la pequeña, con la ingenua confianza e inocencia de los niños, echa a correr hacia un desconocido, buscando una sonrisa como recompensa. Entonces, la madre se ruboriza, turbada, y hace que la niña se aparte de su objetivo. La semilla ha sido plantada: si no aprendemos a rechazar esos cumplidos por nosotras mismas, ya no seremos unas niñas buenas. Seremos unas malas hijas, distintas de nuestra madre. Ésta debe advertir en no-

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sotras imperfecciones cuya existencia no sospechamos, y que los desconocidos pueden detectar en cualquier momento. Nos ruborizamos ante nuestra estupidez, al juzgarnos tan dignas de ser adoradas! La vergüenza que siente nuestra madre por nosotras es la expresión de su esfuerzo para protegernos. Captando su ansiedad, rechazamos la sonrisa de la persona desconocida — l a aprobación del mundo exterior —, y nos volvemos hacia ella. Se refuerza la mutua falta de separación. Aquello precisamente — l a admiración y los elogios de los demás — que nos daría el valor para evolucionar en lo que hemos de ser, para fijar una clara línea entre las actividades que pueden turbar a nuestra madre, pero que ejercen un efecto totalmente distinto y positivo sobre nosotras, ha quedado eliminado. Resulta vano dedicar a una criatura elogios, amor o adoración, justamente cuando se empieza a producir el proceso de separación. Si mi madre no me deja ir si no me deja ser yo misma, si ella y yo continuamos unidas en simbiosi's^de nada van a servir todas las alabanzas del mundo, porque en ninguna de ellas estoy yo. No hay ninguna imagen propia. Sólo estaremos ahí «nosotras», y cualquier cosa buena que se diga acerca de mí por el simple hecho de ser yo una prolongación de su voluntad hará que me sienta incómoda. Ello indica que soy digna de ser ensalzada únicamente como parte de ella; por mí misma, apenas existo. ¿A cuántas madres habéis oído decir, dirigiéndose a sus hijas (de cualquier edad): «¡Tienes un aspecto maravilloso!... sin embargo, deberías ponerte un poco más de sombra en los párpados.»? ¿Cuándo fue la última vez que vuestra madre os dijo: «¡ Eso lo has hecho perfectamente, querida!», con la absoluta certeza de una persona que manifiesta su admiración por otra? Dice el doctor Sanger: «Casi desde el nacimiento, vemos que las madres reprochan a sus hijas que no son todo lo buenas que sería de desear. La madre no se inquieta tanto con su hijo. En cambio, está constantemente\aiustando. fijando e intentando perfeccionar a su hija, la pequeña mujer, imagen de sí misma, de la misma forma que se afana con su nunca perfecta apariencia. No puede mantener sus inoportunas manos apartadas de la niña. Es como si la viéramos inclinarse sobre la cuna, diciendo: "Pongamos ahora este pequeño mechón de pelos en su sitio." Con el tiempo, la hija advierte que esta clase de atenciones son un golpe. Ella pensaba que su aspecto era correcto, pero nada más poner la madre los ojos en ella, se da cuenta de que no es así.» Con el tiempo, también, la hija puede aprender a ocultar su persona ante los oíos atentos de la madre, o sus molestas manos. Es posible que se separe de ella tanto, que no pueda alcanzarla. Y puede ser, asi-

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mismo, que quede atada a ella con una relación oscura, semidependiente, semialejada, buscando y esperando el amor sin condiciones prometido por la madre, pero nunca sentido. De una manera u otra, la madre que nunca nos dio su total aprobación nos ata a ella para siempre. Continuamos intentando ganarnos su aprecio porque jamás renunciamos a la infantil creencia de que, por una vez, si obramos bien, ella nos admirará de ese modo total, absoluto, que siempre ansiamos. Pero la madre no puede obrar así. Puesto que no se siente separada de nosotras, todos nuestros fallos, incluso los más leves, son suyos. Cuando algo ha marchado mal, dice: «¿Cómo has podido hacerme eso? ¿Qué dirán nuestros vecinos?» Nuestros deseos, sentimientos y acciones — ni siquiera nuestros fallos — no nos pertenecen. Cuando una madre se considera falta de atractivos o fracasada en la vida, fácilmente puede llegar a proyectar tales sentimientos negativos en su hija, llegando a hacer pensar a ésta que también es una desdicha como persona. Es posible que adopte una actitud competitiva con la hija, o que la empuje a ser la maravillosa mujer que a ella le hubiera gustado ser. Las combinaciones y permutaciones pueden ser infinitas: son dos personas con dos juegos de historias físicas, intelectuales, emocionales v temperamentales, constantemente entremezclándose. Una madre puede decir acerca de un joven: «Mi hijo, el doctor.» Quizá a él esto le enoje, pero no constituye una extensión de la madre. Los psiquiatras llaman a esto «uso del chico». La madre utiliza al joven como si se tratara de un adorno. Una mujer de veintiocho años me dice: «Inmediatamente después de dar a luz, el médico levantó ante mí a la criatura, y yo empecé a dar gritos. Pensé haber visto un pene. Luego, gracias a Dios, me di cuenta de que era una niña.» ¿Os puede hacer concebir grandes esperanzas sobre el futuro de la niña una madre que ha deseado con tanta intensidad dar a luz una hembra? A mí, una cosa así me inspira preocupación. La madre que ansia con tanto ardor tener una hija espera tanto de ella que lo más probable es que la chica nunca pueda estar a la altura anhelada. Jamás se apartará de la madre, para quien constituye un factor que le proporciona placer y bienestar. Mientras siga siendo la pequeña de su madre, no cesarán los elogios que se le dedican. Si intenta evolucionar y alejarse, la actitud de aprobación, ambiente vital, desaparecerá. La satisfacción narcisista sin separación es una trampa- La alabanza por una misma, sin más, es grata. La que sirve para generar la complacencia en otra persona no cuenta para nosotras, ya que no somos apreciadas por nosotras mismas. Las hijas con madres como ésas conocen luego algo paradójico: «Mi madre me ama; me lo ha dado todo. Se interesa por mí; se interesa

por todo lo que a mí me afecta, por cuanto hago. Nos escribimos con frecuencia, charlamos y nos visitamos a menudo, y cuando tengo necesidad de hablar con alguien sé que puedo contar con ella... Sin embarco ¿por qué echo de menos algo especial en mi vida?» Las hijas que l^n intentado hacer realidad los sueños maternos acaban con la personalidad disminuida. El triunfo, la belleza, el matrimonio, y la riqueza, por ejemplo, no son cosas vividas intensamente, a causa de que la hija ha sido siempre una prolongación de su madre y no una persona con identidad propia. En una medida u otra, la anterior descripción puede aplicarse a rasi todas nosotras. Avanzamos por la vida formulándonos preguntas después de producidos los hechos: «¿Por qué no me decidí a amar a aquel chico formidable?» «¿Por qué no aproveché aquella oportunidad?» «¿Por qué no emprendí aquella emocionante aventura?» Nos negamos todas esas cosas porque nuestra madre las habría rechazado. Anulamos las realizaciones personales, las decisiones denotadoras de nuestra individualidad, a tenor de lo que ella habría hecho. Haber llevado a cabo aquellas cosas, a su pesar, es algo que hubiera reforzado nuestra separación. «La causa de la mayor parte de las reprobaciones clasificadas como "femeninas" arranca habitualmente del nacimiento», dice el doctor Sanger, al citar unos estudios sobre madre/hijo que se realizan actualmente en el St. Luke's Hospital, de Nueva York. «La sutil privación de demostraciones físicas de afecto que las niñas pequeñas reciben de sus madres hace que las mujeres sean más vulnerables al temor de perder y finalmente a la pérdida de una unión; desde un principio no han estado seguras de ello. Es lo que hace que ciertas mujeres se aferren incluso a hombres que las tratan mal; se muestran posesivas y luchan por las migajas de amor que pueden conseguir. »Esta privación que sufren las niñas pequeñas se inicia muy pronto. y no es preciso que exista un prejuicio consciente por parte de la madre. Cuando un niño hace algo que denota su listeza o aptitud para salir airoso, será recompensado por la madre con una cariñosa palmadita, con un contacto, con una expresión física de aprobación que él apreciará perfectamente. Sin embargo, si una niña lleva a cabo la misma acción, observamos que lo más corriente es que se vea recompensada tan sólo con una sonrisa o esbozo de sonrisa por parte de la madre, o con unas palabras en forma de cumplido. Ninguno de los dos, ni el chico ni la chica, son capaces, desde luego, de establecer una comparación: ambos reconocerán que el gesto de su madre ha sido de aprobación, de aceptación. Pero gracias a la clara sensación de aprobación física que ha percibido en la madre, el chico, inconscientemente

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— incluso antes de que sepa hablar —, comienza a crear su cuenta bancaria de auto-aceptación para toda la vida. De la chica hay que decir que la ausencia de algo que supone relación física — l a más directa comunicación de seguridad y aprobación que una madre puede ofrecer al hijo— significa que no quedará muy cerca del hermano en cuanto a autonomía y amor propio.» El doctor Sanger termina diciendo: «Con el tiempo, la niña puede llegar a creer que la madre no la mima o acaricia todo lo que ella quiere porque no es suficientemente buena, porque no ha sabido hacerse estimar. Con frecuencia, lo que hace que las cosas marchen peor es el hecho de que los contactos que tiene con la madre — el acicalamiento corriente, el arreglo o ajuste de vestidos, todo ello origina mucho manoseo — son de tipo negativo. Así es como la niña ahonda en la idea de que algo hay en ella que no marcha bien, de que no actúa de la manera conveniente, de que algo falla.» Aunque los estudios del doctor Sanger se hallan documentados con pruebas filmadas, con objetiva evidencia, la mayor parte de las madres con quienes he hablado de estos hallazgos niegan que sus intercambiojs físicos con sus hijas sean distintos de los tenidos con los hiios. La idea es profundamente discutible. Una mujer sonreirá con ternura cuando se le diga algo que se ha dicho siempre: que se inclina por los chicos, en tanto que el padre prefiere las hijas. Ahora bien, si a tal afirmación — una verdad, en general — se le da un carácter muy particular, asegurando a la misma mujer que en un momento dado, por ejemplo, besó más veces y abrazó con más fuerza al hijo que a la hija, la madre se sentirá ofendida. Con todo, aquí no se plantea ningún gran misterio psicológico. El sentido común y la experiencia nos dicen que para las mujeres abrazar, besar y tocar a los hombres es algo más «natural» que abrazar, besar y tocar a otras mujeres. De un hecho tan cotidiano se derivan grandes consecuencias para la vida psicológica de las mujeres. «Es el caso del árbol joven —manifiesta el doctor Robertiello —. Si se hace una pequeña incisión en su corteza, cuando aquél se desarrolle, convirtiéndose en un gran árbol, aparecerá un corte grande en el tronco. Cuanto antes ocurra la cosa, mayor será el impacto. Estos hechos no son irreversibles, pero sí dependen, y mucho, del tiempo. Si no tuviste una madre que te adoró con todas sus fuerzas, cuya faz y cuyo cuerpo, y maneras, se te mostraron durante el primer año de la vida, una madre que te amaba por ti misma lo suficiente para permitir la separación de las dos al término del tercer año, será muy difícil, suceda lo que suceda a partir de entonces, que halles más tarde algo que pueda servirte de compensación.» Efectivamente, después de haber cumplido la criatura los dieciocho

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meses (más o menos), resulta destructivo, habitualmente, intentar dar con algo que compense la falta de proximidad que debía haber existido desde el nacimiento. He aquí lo que nos dice una mujer de treinta y siete años de edad al recordar lo sucedido cuando su madre quiso darle todavía de pequeña todo el cariño que realmente ella necesitaba en la cuna: «Tengo una foto en la que aparezco con las ropas del bautizo, sostenida por dos enormes doncellas. Años después pregunté a mi madre por qué no había salido en la fotografía. " ¡ O h ! — m e respondió—. Tuve que ausentarme, para ver unas antigüedades." Antes de cumplir los tres años fui enviada a un jardín de infancia. Recuerdo que no me gustaba, pero mi madre me explicó que acabé saliendo de casa con una botella bajo el brazo y varios pañales de reserva bajo el otro, y que luego, alzando la botella, saludé y me marché. Ella pensaba que aquello era una actitud maravillosa. Posteriormente murió mi hermana — yo contaba cinco años; ella era menor—, y este hecho lo cambió todo. Mi madre se volvió terriblemente posesiva. Desde luego, correspondí a aquel amor que me ofrecía — yo era una criatura de cinco años, necesitada de afecto —, pero esto había de perjudicarme durante años. Puede ser que me sintiera insegura, pero yo estaba prevenida para hacer frente a tal situación. Al abordarme mi madre con su sofocante amor, se disipó toda la seguridad que había sabido conquistar por mí misma. Recuerdo que mis temores e inseguridades comenzaron realmente alrededor de esa edad. Yo hubiera podido avanzar mejor por la vida de haber ella continuado desentendiéndose de mí.» La regla primaria, siempre, es ésta: una madre no se equivocará jamás, cuando, habiendo cumplido su hija un año y medio, se dedica a estimular su individualidad y la separación. De no haber sido todo !o buena madre que le gustaría confesar, ha de desentenderse de sus culpables deseos de ofrecer una compensación excesiva, poniéndose de parte del yo de la criatura, en proceso de desarrollo. El tren de la simbiosis partió ya... En nombre de la imparcialidad, y también de la realidad, permitidme que añada una importante postdata, que es cierta, no sólo por lo que a este capítulo respecta, sino con relación a todo el libro: mirando atrás para ver qué es lo que la madre pudo hacer o dejar de hacer, adoptamos una actitud que nos encierra en el pasado. «Bueno, ella procedió así. Yo no puedo hacer nada ya en tal sentido.» Echando las culpas a la madre nos volvemos pasivas, nos quedamos atadas a ella. Así es como rechazamos una responsabilidad que nos incumbe. Todo lo que cualquier madre puede hacer es lo mejor. No tiene

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que ser, necesariamente, perfecta... Basta con que sea una madre «suficientemente buena» como tal. Por desgracia, los niños, en sus cosas son de una mentalidad más simple que los adultos. «Los hijos dependen hasta tal punto de sus padres — explica el doctor Sanger —, que de cualquier fallo o imperfección el chico (o la chica) deriva una amenaza para su existencia. "Si mamá es olvidadiza o descuidada con respecto a esta pequenez, es posible que en la próxima ocasión no se ocupe de mí para nada." Esto se halla directamente ligado con la nutrición, con el sostén de la vida.» Quizá sea demasiado pedir a los niños que aprecien las complejidades. Ahora bien, ¿es lo mismo ya de mayores? Los chicos ven a la madre como una diosa, hasta el punto de olvidarse de que también ella se halla sujeta a las vicisitudes de la vida. Quizá su familia era pobre. Tal vez el padre fuera un alcohólico, o se dedicara a ir detrás de las mujeres. Es posible que la chica misma llevara consigo ciertos rasgos temperamentales que la hicieron desarrollarse de una manera que ninguna madre podía modificar. «En el trabajo analítico —dice el psiquiatra infantil Aaron Esman — una de las mayores resistencias se concreta en esta idea: "Mi madre tuvo la culpa de ello." Los pacientes no quieren aceptar su responsabilidad personal, de manera que echan la culpa de todo a la madre. En nuestro mundo post-freudiano, tal proceder está muy de moda, pero culpar a la madre significa que uno no ha de examinar su yo, ni enfrentarse con los propios problemas. La labor de acoso dirigida contra el padre, contra la madre, consume una energía que podría tener mejor aplicación si se dedicara al examen de las decisiones erróneas en que uno ha incurrido.» Meditando sobre pasadas injusticias, perdemos impulsos que podrían ayudarnos a mejorar nuestro futuro. Aquellas de entre nosotras que rechazaron a sus madres se ven con frecuencia arrastradas hacia hombres^con el mismo frío temperamento. Intentamos que sean cálidos con nosotras. Esto es, sencillamente, una repetición del pasado. Sería mejor que renunciáramos al amargo consuelo de las recriminaciones, para dar con alguien a quien no tuviéramos que vernos forzadas a halagar continuamente, y que se mostrara cordial, afectuoso, alegre. Nuestro trabajo como adultas es comprender el pasado, aprender sus lecciones, v olvidarlo. Eso de echar la culpa a la madre es una forma negativa de adherirse a ella todavía.

CAPÍTULO 3

LA HORA DE LA SEPARACIÓN Con el correr de los años he recolectado, rebuscando en los desvanes de la familia, una historia, en tono sepia, de la juventud de mi madre. Mi abuelo era un hombre que lo fotografiaba todo. Las fotos. en sus complicados marcos originales, cuelgan de las paredes de un pasillo de mi casa, donde, invariablemente, mis visitantes se detienen. «¿Quién es ésta?», inquieren, señalando a una joven inclinada sobre el cuello de un caballo, con el cuerpo medio flotando en el aire. «Es mi madre, cuando participó en una carrera de obstáculos en Pittsburgh», respondo. «¿Y los demás?» Explico que la mujer sentada ante el piano de cola es mi madre, de nuevo, quien se halla acompañada de sus hermanas y de su hermano. La mayoría de mis amigos no conoce a los familiares de mi madre, por supuesto; pero me miran como si no fuese así. Las viejas fotos familiares, incluso aquéllas que se refieren a otras personas, dejan fascinados a quienes las contemplan... Todos andamos en busca de pistas. En el rostro de mi madre, la expresión es siempre la misma: de preocupación. Tanto si está salvando un obstáculo de casi dos metros de altura como si se halla sentada plácidamente al piano, con las manos descansando en el regazo, su semblante, saturado de ansiedad, parece estar aguardando el momento en que su padre le diga... ¿Qué? ¿Que esconda sus manos, carentes de atractivo? Pero, ¿cómo es posible tocar el piano hurtando las manos a la vista de los demás? ¿Y cómo mi madre, que actualmente no llegará nunca a conducir un coche a más de sesenta kilómetros por hora, montaba aquellos caballos? Recuerdo que, de pequeña, cuando le preguntaba: «¿Por qué no me dejas que te vea montando un caballo como en las fotografías?», me respondía, con una nerviosa risita: «¡Oh, Nancy! Todo eso ocurrió hace ya años.» Habían transcurrido seis o siete, todo lo más, pero ya me daba cuenta entonces de que por todo el oro del mundo no habría vuelto mi madre a montar a caballo, tras haber dejado la casa de su padre. Y, efectivamente, nunca la vi a lomos de ninguno. Varios años después, en mis continuas incursiones por los desvanes

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di con unos baúles de camarote que contenían todos los trajes, botas y accesorios registrados por las fotografías que tanto amaba. Me puse las botas de mi madre, pero mis pies eran ya más grandes que los suyos. Aquellos pesados elementos eran demasiado incómodos, incluso para una niña de ocho años que andaba en pos de una forma de ser. Por suerte, yo dispuse de otro modelo de valor a partir del día de mi nacimiento. En casa me dijeron que\fui puesta en brazos de Anna. mi niñera, el día en que del hospital me trasladaron a nuestro domicilio. Anna vivía a base de cigarrillos Camel y de historias criminales. Al igual qHe yo, prefería las películas de miedo y del Oeste, antes que las románticas que mi hermana Susie se empeñaba en ver. Anna sentía más inclinación por mí que por ella. No sé por qué, Anna me favorecía en todo. Puede ser que se diera cuenta del lazo existente entre mi madre y mi hermana; quizá hubiera influido mi similar temperamento. El caso es que yo era su preferida. Me aficioné a las tostadas que mojaba en su café con leche. Mi hogar era su cocina, mi seguridad su regazo; mis días se iniciaban con el contacto de sus rudas manos, haciéndome las trenzas. Hacía la mejor carne de picadillo del mundo, que me permitía probar cruda, sazonada con cebollas y pimientos verdes, direct?mente desde el recipiente culinario utilizado. En la época de la Feria del Estado hacía bocadillos de jamón y de escabeche, cuyo aroma recuerdo todavía. También veo a Anna hablando de lo divertidas que eran las montañas rusas cuando nos dirigíamos en el coche a la Feria. Yo no tenía más de cuatro años y si me gustaba aquella atracción era porque me permitía estar al lado de ella.

mostrarse cariñosa conmigo. «No me gusta que me soben.» No era lo mismo, en cambio, con Anna. A su lado sabía que estaba aliada con una triunfadora. Y la primera vez que dejé el suelo, a bordo de un avión, junto con la sensación de seguridad que me daban la velocidad y los potentes motores de la aeronave noté otra que databa de la edad de cuatro años, de cuando Anna me subiera por primera vez a las montañas rusas. Y. con todo,, todavía sigo siendo la hija de mi madre. En su vida veo una especie de precursora de la mía, misteriosa y, sin embargo, consoladora. Saltaba a lomos de los caballos de su padre a los catorce años, mostrándose con arrojo suficiente para ganar copas de plata... No obstante, tuvo que celebrarse la ceremonia de mi matrimonio en Roma para que se decidiera a subir a un avión. Aquel valor temerario que poseí de niña — n o había para mí ningún árbol excesivamente alto, ni peligroso, a la hora de trepar a é l — ha disminuido de adulta. No tendré ningún inconveniente en subir en telesilla a la más alta montaña, pero al descender esquiando lo haré cuidadosamente, controlándome en todo momento. Actualmente, prefiero los trenes y los barcos a los aviones. El temor que sentí en la casa en que crecí, me abandonó en cuanto me aleje de ella, pero no desapareció por completo. Al parecer, ha estado aguardando su momento y, a veces, lo siento agitarse dentro de mí ahora, cuando ya dispongo de una casa propia. Me pregunto en qué medida sentiría la ansiedad de mi madre si tuviera una hija. De cerrar los ojos, al imaginarme con una pequeña en brazos, doy con la respuesta en seguida: con una intensidad excesiva.

Cierto día, Susie, al oír un rumor de pasos en el corredor, intentó ocultar la vela que nos tenían prohibida detrás de la cortina de la ventana, con el resultado de que al instante empezara a arder la habitación. Fue Anna quien, echando a un lado a las demás mujeres, que se limitaban a dar gritos, logró apagar el fuego. Antes de que ingresara en el jardín de infancia, Anna y yo hicimos un pacto: cuando yo fuera mayor nos iríamos las dos al Oeste, dejando a Dale Evans fuera del asunto de los caballos. Entretanto, dispusimos lo necesario para proteger el frente familiar. Con esto aludíamos a mi madre. Ello, principalmente, equivalía a una anulación. Desde los primeros años de mi vida, Anna me enseñó a no decir a mi madre nada que pudiera causarle ansiedad. Son pocas las cosas que recuerdo de ella en estos años. De pequeñas, Susie v vo nunca nos llevamos bien. Al parecer, siempre estaba enfadada con Susie, siempre estaba dispuesta a llegar a las manos con mi hermana, quien por lo general era dulce, de buen carácter. Yo la tachaba de «blanda». Perdía en todos nuestros juegos. «Déjame en paz», le decía cuando intentaba

Anna tenía un amigo llamado Shorty. Solía aparcar su maltrecho Chevrolet detrás de la casa donde Anna me enseñara a plantar nuestras rosas de China: mi primer esfuerzo por dejar el hogar. Shorty se colocaba junto a la puerta de nuestra cocina, como si no estuviera seguro de la actitud de Anna al verle, como si no hubiera sabido si ella iba a permitirle permanecer allí o si optaría por arrojarle fuera. Después de la comida, los dos encendían un número incalculable de cigarrillos Camel, que les manchaban los dedos, los cuales presentaban el mismo color que el paquete de tabaco. Mi madre fumaba Chesterfield. Extraía los cigarrillos de una pitillera en blanc» y oro, y no tenía los dedos manchados, en absoluto. Yo sabía que étl hombre que le llevaba sus bombones de chocolate la amaba más que ella a él. Los domingos por la noche, él nos conducía a un restaurante cuya radio trasmitía las piezas musicales de Jack Benny, y donde servían un postre apropiado para los niños, acompañado de galletas con figuras de animales. El helado hacía que nos estremeciéramos de frío al salir del local, y entonces él nos acomodaba en el asien-

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to posterior de su gran coche, cubriéndonos las piernas con unas pequeñas mantas muy suaves al tacto. Yo no sabía lo que era el amor, ni lo que significaba, pero aquel hombre me inspiraba compasión; nadie le superó nunca en los regalos, siempre bellamente envueltos. En cierta ocasión, Shorty nos llevó al campo, para hacer una visita a alguien. Participamos en la excursión Anna, mi hermana y yo. No sé si se trataba de amigos de Anna o de Shorty. pero la verdad es que me pareció gente distinta de nosotros. Tenían toda la casa cubierta de linóleo. Los niños eran aseados en una gran bañera de metal instalada en el centro de la cocina. Yo no había visto nunca tanta gente desnuda. No recuerdo que aquello me diera vergüenza. Todavía me parece estar viendo la gran nube de vapor; aún siento la emoción de haber formado parte de aquella exhibición de carnes, presidida por el buen humor. La nuestra podía haberse considerado una casa de mujeres; esto, sin embargo, no quería decir que una dejara abierta la puerta del cuarto de baño. Me desvisto sin la menor vacilación cuando me encuentro entre amigas, pero aún hoy ando con reparos si mi madre se encuentra presente. Me siento turbada cuando en una casa ajena veo que la cerradura del cuarto de baño no funciona bien, incluso en el caso de que tenga que entrar en él sólo para pasarme un peine por los cabellos. Me imagino la turbación de cualquier otra persona al tropezar inesperadamente conmigo. Me acuerdo claramente, en cambio, de Anna, mientras se aseaba, o sentada en la taza del inodoro, fumando cigarrillos y leyendo El retorno de los profanadores de tumbas. En casa de los amigos de Anna no había tenido que andar preocupada con las puertas. No las había. Tampoco había cuartos de baño. En la parte más alta de la escalera, en un rellano, había un balde, un orinal que todos usaban durante la noche. No recuerdo dónde estuvimos en el curso de] día, pero en mi memoria se ha quedado bien fija la idea de que aquellas horas eran las de la noche, y veo el balde lleno hasta el borde, con un charco a su alrededor, sobre el linóleo. Era un desagradable lugar aquél para andar de puntillas en la oscuridad. Se trata de un recuerdo persistente, saturado de acordes de temor y excitación. Lo que me hacía la casa aceptable era el hecho de que hubiera sido Anna quien me llevara allí. Hace poco, referí esta historia a un psiquiatra a quien estaba entrevistando. «Probablemente fue usted una persona afortunada al contar con alguien como Anna», manifestó mi interlocutor. «El hecho de que fuera una mujer de "clase baja", de reacciones físicas, contribuyó a que usted aceptara su sexualidad.» Parece ésta una explicación simplista, pero a los pocos instantes de oírla me di cuenta de que aquel hombre tenía razón. Yo sabía desde hacía tiempo que me hallaba en

deuda con Anna. No me gustan las palabras «clase baja» aplicadas a un ser a quien amaba, pero sé que el sexo es una cosa y el amor otra, que son distintos entre sí, y que si soy capaz de disfrutar hoy de ambas se lo debo a Anna, a Anna, sí, quien me quiso y permitió nuestra separación. De algo estoy segura: nunca le hablamos a mi madre de las tareas de aseo de los Breughel en la bañera de la cocina, ni del balde de los orines. Yo soy su hija, y de Anna también. Siempre que termino de arreglarme paso por el lavabo un trozo de papel, a fin de dejarlo limpio, pero aún hoy, como cuando tenía cinco años, sería perfectamente capaz de orinar de pie sin mojarme los zapatos. Este primer desplazamiento fuera del hogar despertó en mí el deseo de conocer otras casas. Llegué a familiarizarme con las viviendas de nuestros vecinos hasta el extiemo de conocerlas tan bien como la mía, y las aceras de Pittsburgh se alargaban ante mí, como una expresiva invitación. No había ingresado todavía en el colegio cuando trabé relación con mi primera pareja de ancianos. Los dos habían sacado a dar un paseo a su perro, y cuando les seguí hasta su casa me obsequiaron con bocadillos de crema de tomate y mantequilla de cacahuete. Aprendí lo que todos los viajeros: que las cosas tienen un sabor mejor en los hogares ajenos. También supe que siempre había un sitio en la mesa para el niño o la niña que sabían hacerse simpáticos. Finalmente, Anna dejó de llamar a la policía, porque yo siempre acababa regresando a casa. Tenía que ser así. No sabía hacerme las trenzas. Cuatro años más tarde continuaba igual. Mi madre me preguntó por qué no quería que Anna me enseñara a hacérmelas, y me sentí muy turbada, debido a que no sabía qué contestarle. Una niña como yo, que se atrevía con todo... Anna, sin embargo, sabía de qué iba la cosa: todas las mañanas iba en su busca con mi peine, y por las noches me soltaba los anillos de goma sin tirarme de los cabellos, mientras permanecíamos sentadas en su cama, escuchando «El Ranger Solitario». Definitivamente, creo que nunca llegué a saber hacerme-las trenzas. Contando yo cinco años, nos trasladamos desde Pittsburgh a Charleston, en Carolina del Sur. Anna nos acompañó, si bien el Sur no le agradaba. Es posible que echara de~l5erTor~a~-She£tg^ Cuando cumplí los nueve años, se separó de nosotros para regresar al Norte. No recuerdo cómo me despedí de ella; ni siquiera he retenido en la memoria mi última imagen de ella, pero sí de aquella noche, y de la ansiedad que mostraban todos, rodeándome como formando un círculo protector. Me acostaron en la habitación de mi madre, algo que no habían hecho nunca conmigo. No lloré, a pesar de todo. Tampoco recuerdo si eché de menos a Anna en los días que siguieron. Acerca de su partida des-

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cubro tal ausencia de sensaciones que yo debí hacer lo que todos los niños hacen automáticamente cuando el dolor es insoportable: borrarlo todo de mi memoria, Anna y su amor por mí, junto con su marcha. En posteriores cumpleaños, llegaron para mí algunos libros de los Gemelos Bobbsey. Pese a lo rigurosa que era mi madre cuando se trataba de agradecer cualquier atención, me parece que no llegué a escribir una sola línea para Anna. Muchos años más tarde, una tía mía me dijo que había creído ver a Anna fregando suelos en la estación de ferrocarril de Pittsburgh. Cambié de tema de conversación. Yo la había abandonado, hasta el extremo de permitir que se ganara la vida de aquel modo... Aceptaba tal sentimiento de culpabilidad en la misma medida que había sido capaz de aceptar el rechazo de su apartamiento de mí. Hasta el día en que me casé sólo pude pensar en el amor triunfal, en los premios, en copas de plata — siempre venciendo, venciendo, venciendo—, ganando en todo momento algo que el mundo no cedía fácilmente. Solamente por las noches, cuando cerraba los ojos, me atormentaba la antigua separación, me obsesionaban mis culpabilidades. Y todavía hoy me ocurre lo mismo.

Durante una entrevista que celebro con una joven madre de Detroit, que dura ya cinco horas, ella sonríe, expresándose con/ soltura al explicarme lo que está haciendo para que su hija sea el díatíe mañana una auténtica «individualidad». Nunca pronuncia la palabra!separación. No estoy segura de si ella comprende lo que quiero decir al pronunciar tal vocablo. Claro que puede ser también que me lleve algunos años de ventaja en cuanto a la aceptación de la idea. «¿No cree usted que las madres se enfrenten con problemas con motivo de la separación de las hijas?», le pregunto al ir a despedirnos. Ella se echa a reír nerviosamente: «Cuando pronunció usted esa palabra, me estremecí.» Separación... Esta palabra suena tanto a cosa final, y aparece tan cargada de turbaciones, abandonos y culpabilidades, que las madres no quieren ni oír hablar de ella. Tampoco nosotras, las hijas, podemos contemplar sin alterarnos un acto tan desesperado, vis-a-vis con nuestras madres. Soslayamos el tema, tomando la palabra no en su sentido emocional sino de una forma más fría y pragmática: la separación constituye algo tan simple que no surge ningún problema, en absoluto. «¡Oh! Me separé de mi madre en cuanto salí de casa, al trasladarme a Chicago, donde resido desde hace cinco años», me cuenta una mujer. No hay por qué enfrentarse con

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la emocional turbulencia del hecho. El problema se soluciona con ion billete de avión. No somos nosotras. El sujeto del problema es la madre. «Amo a mi madre — dice una joven —, pero, al parecer, no se hace cargo de que yo soy ya una persona adulta. Me trata como si todavía tuviera doce años.» Se deniega la más leve sugerencia de que esta clase de atención no es del todo mal acogida, de que todavía lleva consigo ambivalentes nociones de seguridad y conexión. Para reforzar el argumento de que nosotras hemos dejado atrás la época en que teníamos necesidad de la madre, muchas sonreímos, afirmando que hemos invertido los papeles: la madre hace las veces de «hija» en la relación. Ésta ignora que el lazo, el eslabón a través de la dependencia, se encuentra todavía ahí. Justamente por el hecho de ser ahora las protectoras de nuestras madres, no se da la separación. Hasta que las investigaciones para este libro me obligaron a ir más allá de los superficiales significados de esa noción, yo habría dicho que estaba separada, realmente separada de mi madre. Aprendí después que los lazos de unión con mi madre calan en todos los aspectos de mi vida como mujer, por medios tan numerosos y misteriosos como los del amor. «El despegue». He aquí una expresión menos rígida para aludir al fenómeno. Implica generosidad, cualidad que cualquier buena madre necesita poseer en abundancia. La separación no es sinónimo de pérdida; esta palabra no significa el aislamiento nuestro con respecto a una persona amada. La separación sirve para dar libertad a la otra persona y que sea ella misma, antes de que se vea resentida, entorpecida, ahogada por una atadura demasiado estrecha. La separación no es el fin del amor. Por el contrario, lo crea. La decisión es difícil para una mujer. Nosotras somos coleccionistas natas. Nos apoyamos para vivir muchas veces en trozos, en retazos evocadores del pretérito. Las madres coleccionan cuantas cosas les permiten evocar el pasado de sus hijos; las botitas, por ejemplo, de la época en que poseían a sus bebés totalmente. Las mujeres adultas guardamos los estuches de cerillas y los menús de las noches en que estuvimos con un hombre, de unos momentos en que nos sentimos más poseídas que nunca, de un día en que juzgábamos las horas de espera muertas, hasta el instante de oír su llamada, para volvernos nuevamente a la vida. Un hombre y una mujer intercambian tarjetas del día de San Valentín; él abre la suya, sonríe, besa a la joven, y luego la tira. «¿No vas a conservarla?», grita ella. Ha estado coleccionándolas desde los trece años. Ahora bien, los hombres no necesitan esta clase de colecciones; su futuro puede ser incierto, pero se hallan convencidos de que les es posible intervenir en su creación. No dependen del pasado.

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Cuando nos cortamos los cabellos, nuestra madre exclama: «¡Tú has cambiado!» No es un cumplido sobre nuestro crecimiento, sino el temor a la deslealtad y a la separación: «¡Tú quieres dejarme!» Cuando la madre impide que su hija se desarrolle, retrasa también su propio desarrollo; con la simbiosis excesivamente prolongada, las dos personas interesadas en el proceso sufren. Hablando de los diversos artificios que la simbiosis puede utilizar, la doctora Fredland alude a lo que ha sido llamado tradicionalmente «fobia al colegio». «La niña no se resiste a ir al colegio porque éste le inspire una fobia», manifiesta. «Lo que sí le produce verdadera repugnancia es la idea de separarse de su madre.» Ha sido condicionada para creer que dejar a la madre es prescindir de su amor. «Hoy no quiero ir al colegio», dice la niña. Y alega: «Estoy resfriada», o bien, «los juegos de las chicas son demasiado bruscos». La madre, si es una persona retraída, teme la separación tanto como su hija, dando por buenas las excusas. Ignorando la realidad y secundando las ficciones de la chica, la convierte en una carcelera. Es una «buena madre»: he aquí la excusa que esgrime para no hacer nada con su propia vida. La maternidad constituye también una buena excusa para renunciar a la vida sexual. La madre tiene cosas «más importantes» en qué pensar, alejadas de la ambivalente emoción que la ha tentado e inquietado a lo largo de toda su vida; entonces, deja de pensar en sí misma como una mujer dotada de vida sexual. «Esto, habitualmente, se produce de un modo inconsciente», dice la educadora Jessie Potter, de treinta v cuatro años de edad, casada, madre de dos hijas. «Es posible que ella haya sido una esposa completa en la intimidad, hasta el instante de producirse el nacimiento de su hijo. Pero ahora se siente demasiado fatigada, demasiado ocupada; afirma que los chicos requieren excesiva atención por su parte. Todo es culturalmente inducido, con el resultado de que la mujer se mueve ocultamente desde el punto de vista sexual, hasta que los chicos son mayores. En lo que a la hija atañe, ésta ve que su madre carece por completo de vida sexual.» No es de extrañar que el amor físico llegue a parecer atemorizador a las jóvenes. «Si la madre ha renunciado a la vida sexual — dice la doctora Fredland —, transmitirá a la hija pésimas vibraciones sobre el tema. Cuando la niña haga preguntas, como las que suelen formular las de cuatro y cinco años, la madre se dedicará a denigrar el asunto en cuestión o se manifestará turbada. La hija no tardará en pensar que sus sensaciones y fantasías sexuales constituyen algo malo.» Nadie conoce a la madre mejor que su hija. Aquélla dice que todo lo referente al sexo es bello... Cuando sus palabras vayan en una dirección y la música en otra, la hija prestará atención a la música. «Es

extraordinariamente importante — dice Wardell Pomeroy — que la chica, al cumplir los cinco años, sea capaz de reconocer que su madre se halla unida a su padre por un vínculo cálido y especial. Los estudios realizados muestran que las jóvenes comprendidas entre los trece y los diecinueve años se quejan, en una abrumadora mayoría, no de que sus padres nos les hayan dado a conocer los hechos técnicos, sino de que no hayan ofrecido nunca a sus hijos una imagen de afecto físico entre ellos.» La imagen que la chica se forja sobre la actividad sexual no corresponde a algo que debe desarrollarse y que inspira confianza sino a una cosa que hay que temer. Cuando el silencio y la actitud de amenazadora desaprobación Je la madre añaden oscuros colores a la incipiente sexualidad de la hija, este temor se erotiza con formas tan extrañas como el masoquismo, la inclinación amorosa por el bruto, las fantasías sobre violaciones, la emoción de cuanto resulta más radicalmente prohibido. Pero no es al violador, no es el hombre que nos dejó embarazadas, para huir luego, a quien nosotras tememos, aunque en nuestros esfuerzos por dar vida a nuestras fantasías podamos afirmar lo contrario. En realidad, nosotras podemos aprender a protegernos frente a hombres como esos, pero incluso después de años de psicoanálisis los médicos descubren que las mujeres no pueden o no se atreven a mencionar la raíz real de su ansiedad sexual. Nombrarla sería concentrar nuestra irritación sobre ella, y perderla... La madre es el ser que implantó antes que nadie el temor en nosotras. La primera manifestación de nuestra sexualidad es algo que suscita en la madre todo el orgullo que ella sintió tiempo atrás por su cuerpo y su sexo... Y también vergüenza, temor, sensación de culpabilidad, disgusto, y rechazo. Ya de mujeres, nos preguntamos por qué razón, cuando él nos toca, en un reflejo casi instantáneo nos ponemos rígidas, en lugar de poner su mano en nuestra vagina o de acercar sus labios a ella. Queremos gozar de la vida sexual; nuestra mente nos dice que se nos ofrece libremente ese camino. Examinamos y reexaminamos nuestras ansiedades, preguntándonos si la inhibición está en nosotras, o en él... ¿Se trata acaso de un fallo de nuestro sistema social, que enfrenta a los sexos, poniéndolos en guerra? Lo cierto es que una no puede comportarse bien, desde el punto de vista sexual. con otra persona si antes no se ha aceptado a sí misma. Esta otra persona nunca nos hará sexuales. A menudo, con la mejor intención del mundo —para protegernos —, la madre niega nuestra sexualidad, cargando todo lo sexual con una serie de temores que nos hace ansiar una unión más sólida con ella. Sólo en las asociaciones, en las fusiones como las que ella nos ofrece, sólo en matrimonios como el suyo — reza

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el silencioso mensaje— podremos sentirnos seguras. ¿Masoquismo? ¿Violación? Al igual que el sexo mismo, los comienzos y la fascinación de tales nociones se sitúan más en los oídos que entre las piernas. «Cuando pongo los ojos en mi hija, siento todos los temores y ansiedades que me han perseguido durante toda mi vida», dice la madre de dos gemelos de cinco años, un niño y una niña. «Trato a mi hiio como ha de ser tratado un hombre: trato a mi hiia como ha de ser tratada una mujer. No... Como hubiera debido ser tratada yo. Sé lo que estoy haciendo; me comporto así desde el día en que ella nació. Por ejemplo: la dejo ir a la tienda de la esquina, pero no me fío de ella un momento. Podría extraviarse, u olvidársele lo que la llevó allí. Trato a los gemelos de esta forma, en todas las cosas, aun cuando comprendo que estoy trasmitiendo a la niña todos mis temores.» Criar una hija de manera que llegue a ser una persona autónoma, en posesión de una identidad sexual, constituye una labor para la cual pocas son las mujeres que se hallan preparadas, a causa de que nunca ocurrió nada semejante en sus vidas. He aquí por qué la cuestión que llevan entre manos madre e hija no tiene nunca fin. «He ahí una mujer auténtica», dice un hombre. Y todas las mujeres que oyen estas palabras vuelven la cabeza para averiguar qué es realmente una mujer «auténtica».

significativo. Se lleva a cabo delante de un hombre que nos ama lo suficiente para acoger con un aplauso nuestra transformación. Es todo lo que deseamos en esta etapa; aparecemos como si pretendiéramos robárselo a mamá, pero nos sentimos felices con su sonrisa, su beso, impregnado de ternura, su sincero reconocimiento de que somos la niña más bonita del mundo, de que no ha visto jamás ninguna tan linda. Pero si él ignora nuestra alegre «danza de los siete velos», o peor todavía,\i nos rechaza, turbado, el ensayo finaliza prematuramente. El espectáculo ya no vuelyelTTTffeeerse. Acaba de nacer una personalidad temerosa, frígida. «Este tipo de mujer contrae matrimonio pronto, en general — dice el doctor Sanger —. Habiendo sido rechazada, de un modo edípico, por su padre, siente temor ante los riesgos. Y se casa con el primer hombre que se lo pide.» Es importante que, a la llegada a la etapa edípica. la hiia disponga de espacio en el que poder aislarse de su madre. La pequeña necesita un lugar psíquico, suyo, para acostumbrarse a los turbulentos deseos, a las fantasías, los temores y las desusadas señales corporales que emergen desde el interior de su ser. Pero aunque quiere estar en condiciones de poder cerrar la puerta de su habitación ante la madre, experimenta al mismo tiempo un deseo aparentemente contradictorio: el de lograr la aprobación de aquélla, al otro lado de la cerrada puerta. No quiere un diálogo saturado de minuciosas informaciones con la madre ahora mismo; todavía no ha acertado a clasificar sus emociones. Traducirlas en palabras las hace demasiado reales, demasiado concretas y atemorizadoras. Éste es el motivo de que las chicas «olviden» con tanta frecuencia las respuestas a las preguntas de carácter sexual por ellas formuladas. La chica quiere sentir que la madre reconoce v aprueba todos los signos sexuales que ella pueda mostrar. Si le es posible reaccionar ante su experiencia, su vida y su cuerpo sin una sensación de culpabilidad, puede aprender a gozar y a estar orgullosa de su identidad sexual. Pero la chica ligada simbióticamente capta el temor o el disgusto que puede inspirarle a su madre todo lo referente al sexo. Teme gozar de estas nuevas sensaciones; la señalarían como diferente de su madre, separándola de la única fuente de amor en la que puede confiar, de acuerdo con lo que le han enseñado. Temiendo perder a la madreJ porel hecho de dar preferencia a la expresión de los incipientes sentimientos' q"ue le—iasnita el padre, la niña opta por ignorar a éste. Aun en el caso de que no haya ningún hombre en la casa — puede ser que se trate de una madre divorciada, o viuda—, hay un centenar de procedimientos al alcance de una hija para que ésta intente lograr la aceptación y el reconocimiento de su

La sexualidad es una de las primeras fuerzas que forjan nuestra identidad. A los cuatro años, a los cinco, a los seis, los niños pasan por un intenso brote de desarrollo sexual y de separación. «¡ Pero si son prácticamente niños de pecho!», es la exclamación más común. Existe una lógica inconsciente en la negación adulta del componente sexual de esos años edípicos: intuitivamente sabemos que sin separación no existe una verdadera sexualidad. «Una especie de horario innato — explica el doctor Aaron Esman — lleva a los niños a una polarización sexual alrededor de los cinco o seis años. Los pequeños hablan de casarse con su madre. Las niñas pueden llegar a mostrarse extremadamente femeninas y seductoras con los padres.» Pero mientras que la madre está dispuesta a reconocer cariñosamente, e incluso a disfrutar del «idilio» que vive su hijo con ella, negará el abierto flirteo de la niña con su padre. La negativa puede tomar la forma de: «¡Deja de importunar a tu padre de una vez!» Otras madres optan por ignorarlo, no prestando atención a lo que la niña hace, ni siquiera cuando desfila desnuda ante el padre, o baila para él, o adopta las posturas que ha descubierto en las parejas de la televisión, o en las mismas de su madre. Este temprano interés por el padre es un ensayo infantil, aunque

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sexualidad. Si la madre no hace caso de ello, o alude a la cuestión valiéndose de otros nombres, la niña se retrae. Un pacto queda establecido: «¡Tú y yo, mamá querida, lucharemos contra el mundo!» Supone un triunfo del espíritu humano el hecho de que a pesar de todos nuestros temores no renunciemos al sexo. Es como si la naturaleza, sabiendo lo seductor y poderoso que es el «tirón» de la simbiosis, creara con el sexo una fuerza de signo contrario más potente todavía. A los cuatro meses de edad sabíamos ya que experimentábamos una maravillosa sensaciónVuando nos frotábamos entre las piernas. En el momento de cambiar la madre el pañal de su bebé, y tocar inadvertidamente sus genitales, aquél, tanto si es niño como si es niña, siente placer. La diminuta mano, naturalmente, busca la fuente de ese placer; la madre, automáticamente, aparta su mano de allí. Procede así siempre, con el varón y con la hembra... Pero, respaldado su gesto por unos inconscientes sentimientos, reaccionará de una manera sutilmente distinta, dependiendo ésta del sexo de la criatura. Cuatro años más tarde, la consciencia sexual de su hijo puede llegar a atemorizarla o ser para ella una preocupación. Ahora bien, ¿qué sabe la madre acerca de la sexualidad masculina? Se muestra reacia a intervenir en aquella cuestión varonil, quizá a implantar inhibiciones en el chico. En su vacilación, le deja espacio en el cual desenvolverse. Incluso llega a tener la sensación no reconocida de percibir, tal vez, al hombre que emerge, un ser tan distinto de ella, pero que es producto de su cuerpo. Inconscientemente notado por el pequeño, esto se suma a la primera base de su orgullo de ser varón. No se dan unas vacilaciones semejantes con respecto a su hija. Sin que la madre nos haya dicho una palabra, a los cuatro años ya sabemos que ella se enfada cuando nos tocamos. «Las mujeres me dicen: "Pero yo nunca me masturbé — manifiesta la doctora Fredland —. Nuestra experiencia clínica nos enseña que el impulso natural de una criatura es masturbarse. "¿Puede usted recordar por qué no lo hizo?", inquiero. "¿Le dijeron que no debía hacerlo; la castigaron por tal causa?" La respuesta es siempre la misma: "¡Oh! A mí nadie me dijo nunca nada sobre el particular."» «Desde luego que le hablaron de ello —insiste la doctora Fredland—, pero de una manera reprimida. Fueron unas palabras tan suaves como estas: "Las chicas no hacen eso". Es suficiente, cuando las muchachas abrigan el temor de perder el cariño de su madre... bastante para que se sientan humilladas, asustadas.» En una escuela para padres oí referir lo siguiente: Una madre lleva a su pequeñín al pediatra. La criatura tiene tan sólo seis o siete meses

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y la madre lo sostiene en brazos. Al empezar el niño a jugar con su pene, ella aparta su mano de allí, reteniéndosela durante todo el tiempo que dura la consulta. Al final, el médico inquiere: «¿Y qué hace usted cuando el niño juega consigo mismo?» La madre, mirando al doctor a los ojos, responde: «Mi hijo no juega nunca consigo mismo, doctor.» Todas las madres que se encuentran en la estancia sonríen nerviosamente. Tienen hijos de edades comprendidas entre los cinco y los ocho años. Poco a poco, empiezan a hablar de los problemas de masturbación que les plantean sus chicos. Las hijas no son mencionadas en ningún momento. «Las madres esperan de los hijos — me explica el profesor que dirige el grupo —\cosas muy distintas de las que a su entender les ofrecerán las hijas. Se espera de las niñas que sean más limpias, más tranquilas, que se comporten mejor, que sean alumnas aplicadas. Son buenas, y las chicas buenas no se masturban. Tales esperanzas cubren casi todos los deseos.» Las niñas pueden mostrarse furtivas en cuanto a la masturbación; pronto aprendemos a serlo en todo lo concerniente a lo sexual. Una chica puede estar sentada frente al televisor, en su mecedora, echándose hacia delante y hacia atrás, masturbándose ante las narices de los presentes. El logro de su propósito, supone un pequeño triunfo. Su sexualidad carece por lo visto de importancia; por eso no reparan en ella. El problema, como nuestra anatomía, queda soterrado. Lo que la naturaleza ha iniciado — escondiendo nuestro clítoris tan bien que muchas de nosotras no llegamos a encontrarlo nunca— lo finaliza la represión. «En mi estudio sobre las mujeres y su vida sexual —declara la doctora Schaefer —, todo el mundo aparece sumamente interesado sobre el tema de la masturbación. Algunas de las entrevistadas por mí se masturbaban, pero ignoraban que lo estuviesen haciendo. Y dejaron tal práctica cuando oyeron pronunciar el nombre que le correspondía».1 ¿De dónde proviene el sentimiento de culpabilidad? Nosotras no nacemos con él. Tal culpabilidad es el resultado de una «introyección», la asimilación del ente crítico que no nos podemos permitir dejar «ahí fuera», odiar, con el que no podemos enojarnos, que no podemos exponernos a perder. Nos introyectamos la madre crítica, llevándola de un lado para otro en la forma de sus restrictivas reglas, durante lo que nos quede de vida. Nuestra irritación contra ella la orientamos hacia nosotras. Ya no es la madre que nos niega esto, que dice no a aquello. Procedemos según nuestros deseos, y si quebrantamos alguna de sus reglas, aun no sabiéndolo ella, nuestra rigurosa conciencia, implacable, nos castiga en su nombre con sentimientos de culpabilidad.

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La madre de una niña de seis años me explica lo decidida que está a criar a su hija sin esos abrumadores sentimientos de culpabilidad tan fácilmente identificables en las mujeres. «Yo misma me asusto al comprobar la influencia que ejerzo en mi hija.» Varias horas más tarde, en el curso de la entrevista, me cuenta que el verano anterior su niña se había empeñado en que durmiera con ella una amiga. Alrededor de ia medianoche, la madre entró en el dormitorio para ver si todo estaba en orden. «Descubrí que por debajo de las ropas de cama se habían despojado de los pantalones de sus pijamas», me dice. «Me encontraba demasiado cansada e irritada para actuar en la forma que recomiendan los libros, limitándome a decir: "Bueno, poneros ahora mismo los pantalones. Vais a acostaros cada una en una cama." Las obligué a dormir en habitaciones separadas, aunque sin indicarles que habían hecho algo sucio. Y ahora, cuando llamo a mi hija, siempre sale corriendo de su dormitorio, con un gesto de temor, con aire de culpable, como si esperara que yo empezase a reñirla. Me dan ganas de llorar al pensar que ella me ve, sin más motivos, de esta manera.» En su opinión, esta madre no ha dicho nunca nada a su hija que induzca a ésta a experimentar un sentimiento de culpabilidad con respecto al sexo. Nadie le ha dicho que es una sucia. Pero la chica, de todas maneras, ha captado el mensaje emocional de su madre... Es un mensaje que la llena de terror, que la hace salir corriendo de su habitación, como si hubiese acabado de hacer algo censurable, como si su madre hubiese estado al tanto de lo que hacía allí. Desde luego, esto no es posible. «Pero la chica se ha introyectado a su madre callada», señala el doctor Robertiello. «La madre antisexual se encuentra en la habitación, en la conciencia de la chica; por tanto, aquélla sabe lo que está haciendo la muchacha, o lo que se propone hacer. Esta madre debió de haberse enfrentado en su día con la suya, por ser sexualmente represiva. En vez de dar rienda suelta a su ira, abiertamente, asimiló a su madre, como parte de su conciencia. Ahora está viviendo idéntico proceso con su hija.» De las reacciones de culpabilidad de la hija, cuando no había ningún medio realista para saber lo que la chica hacía o pensaba, se deduce que ésta, obedientemente, había asimilado la culpa materna. ¿Quién puede poner en duda que acabará transmitiéndola en su día a su hija? «El tabú derivado de la prohibición de mirarse y tocarse —manifiesta ladoctoisa Schaefer— se halla directamente asociado con el de la masturbación, eNdel auto-placer. A las jóvenes se les enseña que el placer por el placer es censurable, malo. Cuando te masturbas, no puedes enlazar lo que haces con la idea de que amas locamente a alguien, y tampoco puedes decirte, por ejemplo, que haces eso porque quieres

ser una buena madre, o una excelente esposa. Tienes que enfrentarte con la realidad: haces eso por ti misma, sin otro fin que el de tu propio placer. La mayor parte de la gente no es capaz de tal enfrentamiento. ¿Querrá usted creer que yo me enteré de que las mujeres podían masturbarse cuando contaba veintisiete años?» Por el hecho de que las cuestiones sexuales están hoy al alcance de todos, por hablarse a cada paso de ellas, tendemos a suponer que «todo es distinto». Confundimos nuestras nuevas v liberales actitudes con nuestros más profundos, a menudo inconscientes, sentimientos. Las encuestas revelan que, actualmente, la gente es mucho más liberal que antes en sus actitudes sexuales. Liberal con respecto a las otras personas. «La más interesante de las cosas que he aprendido», dice la doctora Schaefer, «es que las actitudes de la gente acerca de lo sexual fuera de la familia son excepciones de cuanto sienten en el mismo terreno dentro de ella». Una madre puede leer un libro y aceptar intelectualmente la masturbación, pero cuando su hija cierra con llave la puerta de su dormitorio experimenta una gran angustia, pensando en lo que estará sucediendo en el interior. Vemos con ojos indulgentes, afectuosamente incluso, el nacimiento de un idilio entre una mujer y un hombre ya entrados en años, en una película, pero si es nuestra madre, de setenta y cinco años de edad, la que entra en relación con un hombre, exclamamos, con desmayo: «¡Imagínense! ¡Una cosa así a su edad!» 1.a gente no siempre se da cuenta de que adoptan con facilidad estas dobles actitudes frente al mismo caso. El pensamiento de la madre es a veces misterioso, espectral. Cree que si no nos explica una cosa nos quedaremos para siempre sin saberla; se figura que ella es i uestra única fuente de conocimiento. La prolongación de esta dañina r simbiótica forma de pensar es su suposición de que sus sensaciones d