Memorias Del Exilio

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JOSÉ CADEMARTORI MEMORIAS DEL EXILIO.

PROLOGO

Giuseppe Tomasi de Lampedusa justificó de la siguiente forma “ese pequeño esfuerzo de escribir nuestros recuerdos”,…: “En el ocaso de la vida se impone la necesidad de recoger el mayor número de sensaciones que han atravesado el organismo. Pocos lograrán hacer con ello una obra maestra, pero todos deberían preservar algo que sin ese pequeño esfuerzo se perderá para siempre. Llevar un diario, o escribir a cierta edad, nuestras memorias, tendría que ser “una obligación impuesta por el estado”. Al cabo de tres o cuatro generaciones se habría recogido un material precioso, y podrían resolverse muchos problemas psicológicos que acosan a la humanidad. No hay memoria, por insignificante que haya sido la persona que las escribió, que no encierren valores sociales y expresivos de la mayor importancia…”

Por mi parte, me he propuesto mostrar una cara del exilio poco conocida y divulgada: La dedicación de miles de nuestros compatriotas en el exterior a la batalla por erradicar la dictadura, acompañando la lucha de los chilenos en el interior. En estas páginas hay abundantes pruebas de cómo Pinochet fue denunciado, acosado y condenado por la opinión pública internacional y por los gobiernos y

parlamentos del mundo. Sus crímenes tuvieron amplio repudio, gracias en buena medida, a la labor infatigable de organización y difusión que esos miles de chilenos realizaron días, meses y años por llegar con la verdad a millones de espectadores, auditores y lectores en todos los continentes. El destierro, justificado o no, ha sido un castigo que la humanidad practicó desde sus albores. En aquellos tiempos, uno de los mayores dolores era ser arrancado de su familia, de su patria. En el nuestro hubo casos de todo tipo. Desde quienes, torturados o maltratados, demoraron mucho tiempo en recuperarse; o bien no lograron superar sus traumas y murieron sin poder volver; de aquellos que se encerraron en su mundo privado; y de otros que renegaron de sus ideales y abandonaron la lucha. En mi peregrinaje me tocó ver agrias discusiones e intrigas que hacían más pesada la carga. Fenómenos propios de muchos otros exilios. Pero, nada o casi nada de esta cara sombría valía la pena rememorar. El propósito de este libro es relatar una experiencia personal en un período que duró doce años. Fue parte de una vida que desde joven diputado me sumergió en las turbulentas aguas de la política. Estuve en las altas esferas del gobierno de Allende y en las prisiones de la dictadura. Luego, sin desearlo, me tocó el destierro. Aprendí que para ser consecuente, hay que aceptar el puesto de combate, cualquiera sean las circunstancias en que te encuentres. Por eso, todo el tiempo que pude lo consagré a continuar la batalla contra la dictadura. Más allá de enfermedades y bajones transitorios, me sostuvo el optimismo y la confianza de que lograríamos acabar con la tiranía.

Al final de ese largo viaje fui recompensado. Mi retorno ocurrió cuando en el país se respiraba un ambiente de alegría y esperanza. Eran las semanas previas al plebiscito en que el pueblo expulsó a Pinochet de La Moneda. Pude presenciar y hablar con multitudes. Ese reencuentro con los míos fue uno de los mayores momentos de felicidad que la vida me ha deparado.

Dedicatoria Dedico estos recuerdos a quienes me ayudaron a sobrellevar las vicisitudes del destierro: a Xenia, la compañera de mi vida; a mi madre que no quiso morirse hasta que yo regresara; a mis hijos Jan y Andrés y a mi adorable hija Yanina, muerta prematuramente; a mis hermanos, a diversos familiares que compartieron con los míos los infortunios de esos años; a mis compañeros y compatriotas con quienes realizamos muchas labores comunes; y, en especial, a los miles de simpatizantes de nuestra causa en todo el mundo, entre ellos a los militantes de los partidos comunistas, del Este y del Oeste, del Norte y del Sur que nos brindaron asilo y fraternidad, decisivos para el logro de nuestro histórico objetivo.

EN LA TIERRA DE BOLIVAR José Cademartori

Octubre 2011

Soy el primero en subir la escalerilla, me indican el asiento de ventana en segunda fila. El policía saca su llavero y abre la cerradura de las esposas. Soy libre después de tres años y tres meses de prisión. Pero no puedo ir donde quiera. No puedo salir del avión y correr por la pista hasta perderme en la ciudad. El boleto fija mi destino: Caracas. El pasaporte agrega una dura advertencia, “válido sólo para salir del país”. Es el destierro por tiempo indefinido. En la sala de embarque quedan mi mujer y dos de mis hijos, algunos amigos y funcionarios de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Al día siguiente El Mercurio publicará una foto mía con un texto que destaca el “buen trato” que la Junta da a sus prisioneros políticos, mientras nos impone otra arbitraria y forzada condena, sin cargos y sin procesos. Finalizado el despegue, se acerca una gentil azafata de la Air France y me ofrece una copa de champaña: “Es un saludo del comandante por su liberación”, me dice sonriente. Yo, feliz por la sorpresiva distinción digo para mis adentros: Libertad a medias. De nada sirvió mi carta de rechazo al exilio “voluntario” y mi propuesta de canjearlo por una relegación interior. Soñaba pasar un tiempo en remotos lugares del terruño, en los aledaños cordilleranos o en las islas del sur, leyendo, escribiendo, vida al aire libre y gozando de la naturaleza virgen. Una inmensa alegría me invade al hacer escala en Bogotá. Me iba a encontrar con mi hija de 22 años a quien no veía desde el fatídico 11-S. Nos habíamos despedido, en la mañana, como si tal cosa, yo camino al Ministerio, ella a juntarse con sus compañeros de la Jota, cada cual de acuerdo con sus tareas específicas, previstas en caso de golpe. Días más tarde fue a buscarla una patrulla militar. Volvieron por segunda vez. Penetraron violentamente en

la casa de mi suegro, venerable gran masón, astrónomo y profesor a quien le pusieron una pistola en la sien. A mi mujer Xenia se la llevaron a la fuerza, mordaza y ojos vendados, hasta que revelara el paradero de nuestra hija Yanina. Xenia fue retenida en la siniestra prisión de la calle Londres y luego en la Casa Correccional por tres días. Las protestas públicas incluso divulgadas en el exterior ante tan gansteril chantaje surtieron efecto. Entretanto, luego de varias peripecias, mi hija fue asilada en la embajada de Colombia, repleta de refugiados, hasta que meses después pudo viajar a Bogotá y ser acogida fraternalmente por una respetable familia colombiana. Logró reiniciar sus estudios con una beca de la universidad y la ayuda continua de mi amigo, el economista norteamericano, Victor Perlo. La regalona de su padre, cuyas entretenidas cartas nunca faltaron, días después de nuestro primer reencuentro, viajó a Caracas y mientras seguía contándome sobre su vida, yo, feliz, me dormí como un niño, arrullado por el canto incesante de los grillos. Mi primera salida a la calle con estrechas veredas de Los Palos Grandes, un barrio residencial caraqueño, me provocó un pasajero shock, entre confusión mental y mareo. Familiares que habían llegado antes y con sus propios medios, nos atendieron generosamente. Cuando Xenia y nuestro tercer hijo, Andrés, se me unieron a la semana siguiente, mi cuñado y los amigos ya nos tenían un apartamento arrendado por tres meses, con sus muebles y accesorios, en el arbolado barrio de Las Mercedes, todo listo para empezar a vivir. Con preocupación, pero respetando su decisión, aceptamos que nuestro segundo hijo, Jan, se quedara solo con sus cariñosos abuelos en Chile, siguiendo sus estudios de ingeniería. Entre los amigos que me dieron la bienvenida en el Aeropuerto de Maiquetía me sorprendió gratamente ver a mi camarada Manuel Cantero, dirigente de larga y respetable trayectoria en el Partido. Traía el saludo de la dirección exterior que desde Moscú dirigía Volodia y me puso al día de las

novedades y del trabajo que se me proponía. Era lo que yo había pedido: Quedarme en América, lo más cerca de Chile y descartar Europa. En ese momento, la casi totalidad de nuestro continente estaba dominada por dictaduras militares represivas o gobiernos hostiles a los refugiados de orientación allendista. Venezuela, México y Cuba eran las excepciones donde los exilados podían expresarse públicamente contra Pinochet. Sabiendo los altos costos de vida que existían en Caracas, el Partido me propuso financiar la mitad de mis gastos necesarios. Yo tendría que buscar un trabajo de media jornada para subvenir al resto. Así dispondría de la otra media jornada para las tareas políticas, las cuales estaba deseoso de iniciar, después de las vacaciones forzadas en Dawson, Escuela de Infantería, Ritoque, Tres Alamos y otras prisiones políticas. Muy pronto comprendí que vivir en el exilio significaría llevar una doble vida. La mitad del quehacer diario, de mis pensamientos, estaba concentrada en el lugar que me encontraba, relacionada con nuevos amigos y colegas de trabajo, adaptándome y apreciando al país y sus gentes, moviéndome en aguas desconocidas. La otra mitad, leyendo la prensa, folletos, informes de y sobre Chile, entrevistando a los viajeros que iban y venían, escuchando las radios internacionales, organizando el trabajo solidario. Era como dos cuerpos o dos mitades desde la cabeza a los pies. Creo que no era lo más sano, pero era mi destino. Muchos jóvenes y niños que llegaron con sus padres, se insertaron en la nueva realidad, se formaron en sus profesiones, se afincaron en sus patrias de adopción. Los más viejos no lograban adaptarse, se resistían a aprender el idioma o las diferentes costumbres y sólo pensaban en Chile, en volver, en vidas pasadas. Pero mi situación era distinta. Pensaba regresar al terruño cuanto antes y entretanto dedicar el máximo a la lucha contra la Dictadura. Con la maleta lista al lado de la puerta.

Cuando fui expulsado, en Chile se sufría tal vez el año más cruel de la tiranía: 1976. Se había iniciado una cacería terrorista silenciosa, selectiva y ordenada por dos genios del crimen político, Pinochet y Manuel Contreras, inspirada en un modelo iniciado por los nazis. Se habían propuesto exterminar los dirigentes de los aparatos clandestinos comunistas, socialistas y miristas y los líderes de la oposición en el exterior. Era el comienzo de una conspiración coordinada con las otras dictaduras del continente y conocida como el Plan Cóndor. Ya habían asaltado en Roma al líder democristiano Bernardo Leighton y a su esposa, dejándolos gravemente incapacitados. En Buenos Aires, colocaron la bomba que despedazó los cuerpos del general Prats y su esposa. En septiembre con la complicidad de la CIA, ejecutan el horrendo crimen que acabó con la vida de Orlando Letelier. Meses antes se había iniciado el secuestro de los valerosos dirigentes clandestinos del PC, Mario Zamorano, Uldarico Donaire y Jorge Muñoz, entre otros, y luego la desaparición del inolvidable Víctor “chino” Díaz, experimentado líder sindical que había asumido la máxima responsabilidad, como subsecretario general, en las más peligrosas circunstancias. Recién llegado a Caracas, recibimos la dolorosa noticia de otra desaparición, la de Fernando Ortiz, prestigioso académico, quien había reemplazado a Victor Díaz. Los jóvenes también sufrían durísimos golpes. La infiltración, la tortura y la traición estaban dando sus amargos frutos. La Venezuela de aquellos años atravesaba por un período de auge económico sin precedentes. El petróleo había experimentado la primera alza histórica. Además, en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez se nacionalizó los ricos minerales de hierro y el complejo petrolero, aunque en este último se conservó a las compañías norteamericanas como proveedores o socios en sectores claves. La Caja Fiscal se repletó de dólares y el gobierno dispuso de enormes sumas para financiar la construcción de grandes y nuevas industrias básicas, como el acero, aluminio, represas hidroeléctricas, autopistas y edificios públicos. El dinero corría por todos los estratos sociales,

pero no en igual magnitud. Los nuevos ricos compraban libros empastados que hicieran juego con el color de las paredes, otros alfombraban sus apartamentos de pared a pared, y sus mujeres, al primer frescor, salían a lucir sus pieles. El soborno era un tema recurrente y visible, hasta para eludir infracciones del tránsito o realizar simples trámites administrativos. Por primera vez vimos el consumismo desatado, que años después llegó a Chile. Hasta los alimentos básicos se importaban, desalentando la producción nacional. El whisky llegó a ser más asequible que el criollo ron. Los “carros” atiborraban calles y autopistas. Los vuelos a Miami iban repletos de viajeros que volvían con maletas sobrecargadas, de donde surgió la leyenda del “..tá barato, dame dos” con que los comerciantes miameses identificaban a los procedentes del país petrolero. Nos enterábamos de que algunos millonarios volaban en sus jets los fines de semana a jugar en los casinos de Mónaco. Aunque desigualmente repartido, el país mostraba el producto por habitante más alto del continente. Tal era la Venezuela Saudita. Encontrar un trabajo apropiado no me resultó fácil. El partido gobernante, Acción Democrática, había tenido duros conflictos con los comunistas del país. El otro gran partido, el Copei, salvo una que otra personalidad, no tenía contactos con el exilio. Mi condición de dirigente del PC chileno me impedía esperar ayuda gubernamental. El PC hermano, disminuido por sus divisiones, fue siempre solidario, ayudándonos en lo que podía. También tuvimos la colaboración de personalidades y partidos de la izquierda venezolana como José Vicente Rangel, Luis Beltrán Prieto, el matrimonio Martín, entre otros. En mi caso una importante fuente de apoyo provino de varios chilenos residentes o exilados, y amigos personales, tanto de una u otras nacionalidades. Así mi primer empleo me fue ofrecido por Adriano Morales, respetado ingeniero y académico de la U. de Concepción, fiel colaborador de Allende. Adriano compartía una oficina de consultorías y en tal carácter dirigía un estudio para una firma argentina de productos eléctricos. Me encargó, investigar la demanda de ampolletas o luminarias para las vías

públicas de Caracas. Fue un trabajo bien remunerado, pero que sólo duró meses. Estuve concentrado en inventar métodos indirectos para suplir la falta de datos estadísticos apropiados. Años después me enteré que el negocio de los argentinos que esperaban desplazar a la Phillips, terminó en la venta de la empresa argentina a la misma Phillips. El exilio chileno en el país de Bolívar se componía principalmente de capas medias, particularmente profesionales y académicos. Muchos de ellos encontraron empleos bien remunerados en sus especialidades o como docentes en las universidades públicas que se expandían por todo el territorio, dejando muy en alto la calidad formativa de nuestras universidades. Luego de las dos grandes debacles económicas de la dictadura, la inmigración chilena se incrementó por miles, muchos de los cuales eran obreros calificados de la construcción que encontraron empleo en las grandes obras de Guyana. Resultó muy difícil contactarse con ellos, pues vivían en verdaderos campos de concentración. En algunos años se calculó la residencia de más de 80.000 chilenos en Venezuela. Una parte menor constituía el éxodo político “voluntario” que obedecía a las persecuciones de todo tipo contra quienes habían colaborado o simpatizado con el gobierno de Allende. Por último, existía un pequeño número de desterrados con prohibición de regresar, formado por dirigentes políticos o altos funcionarios de la Unidad Popular. Entre los primeros que llegaron se encontraba Aniceto Rodríguez, exsecretario general y senador del Partido Socialista, quien gozaba de respeto y consideración en las filas adecas por su amistad con exilados de ese partido que vivieron en Chile. Más tarde se le sumaron Mario Palestro y Carmen Lazo y otros queridos dirigentes socialistas. Los principales líderes radicales detenidos y expulsados, como Anselmo Sule, Hugo Miranda y Carlos Morales, se instalaron en Caracas, pero más tarde trasladaron su cuartel general a México. Algunos destacados demócratas cristianos como Claudio Huepe, Renán Fuentealba y Jaime Castillo, expulsados por la Junta por su firme postura democrática, se radicaron en Venezuela y luego se incorporaron a la

actividad unitaria de los exilados. Los ex ministros Pedro Felipe Ramírez y Sergio Bitar, de la Izquierda Cristiana, residían también en el país. Muy temprano surgió el llamado Grupo Caracas que en 1975 ya había tenido el encuentro de Colonia Tovar, grupo al cual nos integramos personeros de todos los partidos de la oposición democrática. Nos reuníamos periódicamente, compartíamos informaciones del interior analizábamos la contingencia y acordábamos acciones que contribuyeron a darle mayor consistencia a la lucha antidictatorial. El Grupo Caracas provocó la ira de la Junta Militar culpándolo de “la campaña del exterior contra Chile”. Mi primera preocupación era organizar y agrupar al máximo de chilenos que se manifestaban por la vuelta a la democracia y el fin de la dictadura. Queríamos además intensificar y concretar en forma efectiva la simpatía espontánea por la causa de S. Allende que se manifestaba en múltiples formas. Tanto en la capital como en las ciudades del interior detectamos a compañeros, a veces aislados de nuestros compatriotas que luego de ser contactados se incorporaban a labores del Comité de Solidaridad que presidía Aniceto, o bien en forma más reservada en la constitución de células comunistas. Dejábamos en claro que no nos inmiscuíamos en la política interna venezolana, a pesar de los fraternales vínculos con los comunistas venezolanos. Nunca nadie del gobierno nos llamó la atención. Al cabo de tres años llegamos a contar con más de 200 militantes activos, de los cuales la mitad residían en Caracas y la otra mitad en diversas ciudades, agrupados en once células en la capital y quince en el interior. A esta cifra hay que agregar los miembros de la JJ.CC. Funcionábamos regularmente con el respaldo de un Coordinador, y un secretariado ejecutivo, equivalentes a los Comités Regionales del PC en Chile. En un principio, el encargado era designado desde la dirección exterior, como fue mi caso, más tarde todos los miembros del Coordinador fueron elegidos por las bases del país sede.

Me propuse visitar al mayor número de ciudades y conocer de cerca cómo vivían, qué pensaban y cómo actuaban nuestros compañeros. A mi vez les entregaba toda la información necesaria sobre Chile y nuestras perspectivas. Así pude conocer Valencia, Maracay, Puerto Ordaz, Maracaibo, Mérida, San Cristóbal, Maturín, y Puerto La Cruz, admirar el paisaje, gozar de la hospitalidad y buen humor de los venezolanos, apreciar su música y folklore, sus historias y tradiciones, participar en actos públicos de solidaridad, difundir la obra de la Unidad Popular y relatar la dura lucha de nuestros hermanos en la clandestinidad. En esas visitas personales de trabajo no había tiempo para conocer más a fondo las diversas regiones del país. Sólo cuando al final de mi estadía, pude adquirir un pequeño Fiat, lo aprovechamos mi mujer y yo, para visitar algunos hermosos rincones poco frecuentados. En particular recuerdo un paseo por camino de tierra hacia la costa, (presumiblemente en el Parque Nacional Henri Pittier) que transitaba a través de un denso bosque tropical, salpicado de orquídeas y de árboles gigantescos, el que desembocaba en una playa de arenas color crema y una pequeña bahía de mar tranquilo, donde se marcaban las franjas desde el transparente hasta el celeste y luego el azul profundo. Los lugareños de la caleta, la mayoría negros de ojos azules, eran descendientes de esclavas y colonos británicos que poblaron la zona en la época del auge del cacao. En mis viajes por el país distribuía propaganda y recibía dinero de las cotizaciones y aportes para el interior. Al regreso de una de mis primeras giras, dejé la chaqueta en una silla del dormitorio con un sobre en el bolsillo interior conteniendo una respetable suma, producto de la gira y me fui a dormir bastante cansado. Nuestro apartamento estaba construido contiguo a otro similar, sobre el techo de un garaje, por lo que era fácil pasar de uno al otro. Sabíamos que nuestro vecino, de apellido Pérez Jiménez, igual que el dictador venezolano, era un señor solitario que recolectaba su dinero semanal del arriendo de unos quioscos callejeros; aparentemente era él quien estaba en la mira de los ladrones, quienes se llevaron todo su dinero y joyas; pero, al

retirarse, se encontraron con la puerta de nuestra vivienda, abierta a causa del calor -creyendo nosotros que bastaba con el candado a la reja de entrada del primer piso para estar seguros- y aprovecharon para aumentar el botín con nuestro dinero. Los amigos nos dijeron que seguramente nos habían rociado con un spray para mantenernos más dormidos. Mi mujer comentó que los cacos no apreciaron sus “joyas mapuche” que estaban a la vista -la trapalakucha y el trilonko, entre otras. Fue nuestro único y lamentable contacto con la delincuencia caraqueña, preocupación no sólo de los chilenos, ya que su nivel y violencia era tema permanente en la opinión pública, así como de la desconfianza que inspiraba la policía. No pocos de nuestros y nuestras compatriotas fueron víctimas de asaltos, hasta en ascensores y estacionamientos, en un grado que desconocíamos en Chile hasta 1973. En los años siguientes conseguí empleo parcial como docente, primero en la Escuela de Economía y luego en la de Sociología de la Universidad Central, la principal del país, un enorme campus con más de 60.000 alumnos, cuyos cursos eran gratuitos. Nunca quise postular a un cargo permanente, mi contrato debía renovarse cada año. Volví a dictar clases sobre contabilidad nacional, micro y macroeconomía lo que me obligó a ponerme al día en materias que había abandonado quince años antes. Las conferencias de sociología política me dieron la oportunidad de estudiar y exponer a Gramsci y Max Weber. Dictaba clases matutinas y también vespertinas. En las primeras los alumnos eran de clase media acomodada que venían con buena preparación. En la noche, eran empleados o funcionarios con notorios vacíos en su formación. No pocos de ellos, cansados de sus labores o aburridos con mis exposiciones, se quedaban dormidos. En una ocasión tuve una insólita propuesta: Una de mis alumnas, una atractiva mulata que laboraba como enfermera en un hospital y estaba sacando muy malas notas en las pruebas escritas, se me acercó al final de la clase y me dijo: “Chico, yo necesito sacar bien este ramo. ¿Has estado en el Carnaval de Santo Domingo? Te invito este

fin semana con todo pagado. No te preocupes, así también me han ayudado otros profe.” No me quedó más que contestarle con una sonrisa. La presencia y la actividad de los chilenos en la vida pública fueron haciéndose más notorias en los años siguientes. Si bien no faltaban los pinochetistas y sus soplones, nunca se atrevieron a organizarse o manifestarse públicamente. Nuestros eventos políticos, con motivo de aniversarios del PC o del Golpe u otras causas atraían cientos y en algunas ocasiones miles de asistentes. Eran más bien políticos-artísticos. Se llegó a constituir un “comité creativo” interdisciplinario, que ensayaba el espectáculo para que todo saliera a la perfección. Se utilizaban artes y técnicas audiovisuales novedosas, danza contemporánea, teatro breve. Entre los permanentes colaboradores venezolanos estaban el gran cantaautor revolucionario Alí Primera, (el Victor Jara venezolano) Cecilia Todd y el vibrante conjunto de Los Guaraguao. Entre los chilenos destacaron por su labor organizadora Héctor “Pepe” Duvauchelle y sus hermanos, María Elena y Humberto. De las múltiples historias de Héctor, recuerdo que fue el primero que me contó sobre la existencia de un movimiento homosexual de izquierda en EE.UU, junto al cual desfiló casualmente un Primero de Mayo, en la ciudad de Austin, Texas. Fiel militante, querido por todos, recordado como un hombre generoso, sensible, modesto, sobresaliente actor teatral y de cine, de impresionante manejo de la voz hasta hacerla estremecedora, Héctor murió para horror de sus amigos, de una puñalada en la calle, a manos de un guardia de bar. Las personalidades políticas venezolanas nos felicitaban por la organización y calidad de los espectáculos artísticos. Nuestra música, nuestros autores como Violeta Parra o Víctor Jara atraían y emocionaban. A las bandas venezolanas las dejábamos siempre para el final, pues con sus alegres y encendidos ritmos nos levantaban de nuestros asientos, para cantar y bailarlos. A los artistas que nos visitaban los recibíamos con cariño y les entregábamos toda nuestra colaboración para su mayor éxito de público y taquilla. Entre ellos estuvieron el grupo teatral de Raúl Osorio con “Tres María y una Rosa” que

nos emocionó con la labor y la vida de las arpilleras. El Illapu, (cuyo primer éxito “El negro José”, lo cantábamos en prisión) después de haber sido expulsado de Chile, realizó una brillante gira por varias ciudades, organizada por nuestra Jota. Lo mismo, se hizo con Isabel y Angel Parra. Recuerdo también la estadía y las conversaciones con el pianista Roberto Bravo. Todavía conservo cuatro de mis informes a los militantes, entregados en conferencias y reuniones ampliadas, que dan cuenta sobre la situación política en Chile y de nuestra labor solidaria con nuestros compañeros del interior. Están fechados en octubre de 1978, noviembre de 1979, marzo de 1981 y marzo de 1982. Dado el tamaño de nuestra emigración los quioscos ofrecían cada semana la prensa chilena, desde El Mercurio y Qué Pasa, hasta Ercilla, Hoy y el Boletín de la Vicaría de la Solidaridad. Nos llegaban desde Europa, Araucaria y el Boletín Rojo del PC que nos empeñábamos en difundir. Estas y otras fuentes privadas, de amigos y camaradas que iban y venían, nos permitían estar al día. Así, en el Informe de octubre del 78 daba cuenta del movimiento de protesta de “los viandazos” (hacer sonar los platos con las cucharas) en los comedores de los mineros de Chuquicamata y El Salvador que se extendía a otras industrias del sur; de la negativa de los más de 200 profesionales y técnicos de la Cooperativa SEC Ingeniería a permitir el remate de la empresa; de la demanda colectiva firmada por los obreros de la forestal Inforsa; de la huelga de cientos de mujeres de textil Burger, de las paralizaciones en la Papelera Puente Alto y en la fundición de Paipote; de las demandas estudiantiles en Derecho e Ingeniería de la U de Chile; de las protestas de camioneros y taxistas por el decreto de libertad de precio de la gasolina; de los reclamos de los productores de trigo y remolacha; de la pugna entre el Colegio Médico y el Ministro de Salud; de las inquietudes de los profesores contra los primeros intentos de liquidar la carrera docente. Anotábamos que la DC, después de haber apoyado el Golpe, gradualmente se deslizaba hacia la oposición, al

igual que un sector radical de centro, encabezado por Luis Bossay. Respetados personeros derechistas como Hugo Zepeda, Héctor Correa Letelier o Armando Jaramillo exigían públicamente la vuelta a la democracia. La destitución del general Leigh como miembro de la Junta había ocasionado una crisis en el régimen. El general Díaz Estrada, ex-Ministro de Pinochet, declaraba: “En estos cinco años el gobierno militar no ha ganado ni un solo partidario, al contrario ha perdido la adhesión de muchos que en un comienzo lo acompañaron”. Otro conocido golpista, el dirigente de los camioneros Villarín, admitía: “Estamos viviendo bajo una dictadura económica, administrada por un grupo de civiles, con el respaldo de las FF.AA”. Y Orlando Sáez, el conocido empresario que había cooperado con el Golpe resumía el balance económico de la Dictadura: “La mayor velocidad de concentración de la riqueza y del poder económico que recuerda nuestra historia. El desmantelamiento de sectores completos y altamente estratégicos de nuestro poderío industrial. La ostentación del lujo más refinado de una minoría, frente a la estrechez de una enorme mayoría”. En nuestros discursos también nos referíamos a los procesos que ocurrían en el campo de la oposición y de los partidos. A pesar de que en 1978 la Unidad Popular todavía funcionaba en Chile y en el exterior, constatábamos la ofensiva que, desde diferentes frentes, buscaba su liquidación. Afirmé: “Hay problemas serios y de ellos el más grave es la tendencia, abierta a veces, sutil y subterránea otras, a excluir al Partido Comunista de la dirección de la oposición y del futuro gobierno post fascista.” La AFL-CIO intrigaba para dividir al movimiento sindical; los grandes partidos alemanes -el Socialdemócrata y el Socialcristiano- a través de sus fundaciones alentaban los ataques contra el PC chileno, contra Cuba y los países socialistas que apoyaban la lucha anti dictatorial. En Santiago se formó la Comisión Constitucional de los 24 con la integración de representantes políticos, incluidos del PS y PR, pero se negó la participación de los comunistas en igual condición; en subsidio fue aceptada la presencia del abogado comunista Sergio Teitelboim. Se conversaba ya sobre

el GAN (Gran Acuerdo Nacional) como alternativa a la dictadura, del cual también se excluía al PC. Y todo esto ocurría cuando aún el Partido no hablaba de la rebelión popular, tema que más tarde se usó como el pretexto principal de rechazo a nuestra integración en la Alianza Democrática. Otro asunto que discutíamos era el retorno. Ya en el Pleno clandestino del Comité Central que realizamos en el exterior en agosto de 1977 habíamos acordado que todos nuestros militantes debían prepararse para regresar al país e incorporarse allí a la oposición contra la dictadura, en las condiciones más apropiadas para cada uno. No era un asunto fácil. Estaban en juego aspectos familiares, disposición anímica, concepciones éticas, incertidumbres económicas, etc. Algunos camaradas lo consideraban “una utopía”, o algo que estaba muy distante en el tiempo, otros expresaban aversión visceral a todo lo que pasaba en Chile, sin distinguir lo positivo de lo negativo, o lo contraponían con las ventajas de permanecer definitivamente en el país de acogida. A veces, uno podía comprobar que la dictadura había logrado instaurar un clima de terror o simple miedo en muchos compatriotas que no habían sufrido la tortura, la pérdida de seres queridos o la persecución laboral. No obstante, la campaña por el derecho a vivir en la patria se intensificó. Se adoptaron innumerables iniciativas de diverso tipo para que la tiranía levantara las prohibiciones y restricciones a los expatriados. En Chile se formó un Comité de Familiares por el Retorno en el que participó mi hijo Jan. En cierto momento fue detenido y relegado a Visviri, en el altiplano ariqueño, donde permaneció tres meses. Estuvo a punto de que la Universidad Católica le cancelara la matrícula, lo que no sucedió gracias a la movilización de estudiantes y profesores. Los dirigentes Gladys Marín y Manuel Cantero en 1978, y Luis Corvalán en 1981, ingresaron clandestinamente junto a otros menos conocidos, pero igualmente valiosos. Por la misma vía subterránea regresaron políticos de otros partidos, del PS, del Mir, del Mapu e Izquierda Cristiana. Años más

tarde, cuando la operación retorno alcanzó envergadura, ex-ministros como Clodomiro Almeyda y Mireya Baltra y ex-parlamentarios, ingresaron sin autorización previa, consiguiendo romper la prohibición, aunque fueron relegados lejos de la capital. En Venezuela varios de nuestros compañeros más activos retornaron y se incorporaron a la lucha. En lo personal, admití que no estaba preparado para volver de inmediato a trabajar en la clandestinidad, pero años después solicité formalmente a la dirección partidaria su ayuda para el regreso. Se me contestó que ya había varias solicitudes de miembros del CC, como la mía, pero que, dado los altísimos costos de organizar el ingreso secreto, sostener el mantenimiento económico y la seguridad de los dirigentes y otras estructuras, yo debía esperar. Volviendo atrás, las actividades de los desterrados en respaldo a las batallas en Chile se multiplicaban, alcanzaban gran resonancia. Entre ellas estuvo el ayuno de una semana en la sede de la parroquia universitaria que un grupo de chilenos y chilenas de diversas tendencias, entre ellos, mi mujer, militantes del Mir y del Mapu, efectuó en solidaridad con los familiares de los desaparecidos que mantenían una dramática y masiva huelga de hambre en varias ciudades de nuestro país. Para denunciar el plebiscito fraudulento de 1980, la JJ.CC. realizó una toma del consulado chileno en Caracas. Fue una acción minuciosamente preparada, planeada como una operación política-militar, pero sin armas. Se efectuó previamente un reconocimiento del lugar para detectar servicios de seguridad o dispositivos automáticos. Se utilizaron guantes quirúrgicos para no dejar huellas digitales. La idea era también sustraer o destruir posibles archivos políticos sobre los exiliados. La Jota venezolana ayudó a neutralizar al único policía municipal armado de guardia en el Consulado: una joven de pechos generosos lo entretuvo hasta que otros dos lo neutralizaron sin golpearlo. Luego los jóvenes caraqueños montaron una ruidosa manifestación de solidaridad frente al consulado. El “comandante” de la operación entró

enmascarado y armado de un paraguas negro de larga punta a la oficina del cónsul sacándolo de debajo del escritorio y lo puso “manos arriba”, a lo que él accedió muerto de miedo. Al numeroso público que se encontraba haciendo trámites en el recinto, entre los cuales se habían infiltrado unos cuantos jotosos que ayudaron a convencer a los presentes, se los instó a permanecer tranquilos, se les explicó el objetivo de la toma y luego se les pidió que salieran todos juntos, permitiendo que los “tomadores” se mezclaran entre ellos, para evitar ser identificados. Pronto apareció la DISIP, la temida policía política armada que se aprestó a actuar con sus habituales métodos. Luego se hicieron presentes la televisión y otros medios. Entretanto, los adultos contactábamos a personalidades venezolanas cercanas al gobierno, lo que contribuyó a frenar la acción policial, establecer el diálogo y finalizar la operación sin problemas, No hubo heridos ni detenidos. La audaz acción provocó revuelo y la noticia se esparció al exterior y llegó a Chile. Esta y múltiples otras manifestaciones que contaban con la simpatía popular contribuyeron a que las autoridades venezolanas, tanto en Miraflores como en el Parlamento, adoptaran una actitud más definida contra la Dictadura. Se habían constituido comités de personalidades con presencia de personeros de Acción Democrática y Copei, del MAS, y no sólo en la capital; los sindicalistas chilenos trabajando unidos formaron un “grupo CUT” vinculado con las organizaciones locales, entre ellas la poderosa CTV oficialista, en respaldo de las batallas laborales emprendidas en Chile. Gran número de compatriotas participábamos en los tradicionales desfiles del 1º de Mayo. Activa labor pública desplegaban los comités de solidaridad en Maturín, Maracaibo, Valencia, Trujillo, Barquisimeto y Mérida. Incluso llegamos a formar grupos en diversos barrios de la capital donde residían nuestros compañeros como en Los Teques, Palos Grandes, Cafetal, Paraíso y Los Ruices. Constantemente se difundían las realizaciones del gobierno de la Unidad Popular las que, sin duda perduraron en la memoria de los venezolanos. Por propia iniciativa reunían fondos para ayudar a organizaciones populares chilenas,

programaban charlas y actos artísticos. Recuerdo un encuentro con Ricardo García, el popular animador de “discomanía” y fundador del sello Alerce quien me pidió patrocinar ante la dirección partidaria un financiamiento para sus planes de difusión. El Teatro del Angel, de la recordada Desideria, recibió nuestra ayuda en un momento de crisis. En una ocasión, un par de células en Caracas organizaron, para recaudar fondos, una singular velada, llamada “La Fiesta del Tango”. El evento se realizó en una antigua y amplia residencia que arrendaba el recordado Julio Alegría para alojar a su numerosa familia y realizar las clases de piano y canto que daban su esposa Sara y su hija Mónica. Al imponente edificio se lo conocía en Caracas como “La Casa Blanca”. Se contaba para la singularidad del acto con una colección inédita muy completa de discos con la música rioplatense. El éxito fue total y la taquilla abundante. Las salas, pasillos, jardines estaban repletos. Lo insólito fue que un grupo de turistas norteamericanos de un crucero se enteraron de la fiesta, no sabemos cómo, y llegaron en masa. 1980 fue otro año difícil para los chilenos y para mí. Trabajaba intensamente tanto para subsistir como para mis obligaciones políticas. El cansancio, las tensiones psicológicas me pasaron la cuenta. Tuve una afección cardíaca que me mantuvo en reposo durante varias semanas. Nunca supimos si fue una infección o un pequeño infarto. El Dr. Moisés Brosky, reconocido especialista chileno, amigo y camarada, me trató con esmero y cariño. Aunque permanecí dos años más en Caracas, entonces llegué a la conclusión de que necesitaba cambiar de residencia y moderar mis actividades. El 80 fue el año del fraude plebiscitario montado por Pinochet. El hecho que lograra implantar, aunque por medio de engaños y el terror, su dictatorial constitución marcó un retroceso en la lucha contra la tiranía dentro y fuera del país. Repercutió negativamente en el ánimo de los chilenos. En la reunión de balance que hicimos en el Grupo Caracas predominó una visión muy

pesimista, como que Pinochet se atornillaba en el poder por tiempo indefinido. Se pensaba que en el plebiscito contemplado por el dictador para 1988 él volvería a imponerse y continuaría por otro largo plazo. De la docena de participantes en aquella recordada reunión, sólo hubo tres opiniones que diferían de tan negativo pronóstico: las de Claudio Huepe, Sergio Bitar y la mía. Aducíamos que se trataba de un retroceso transitorio, que la oposición seguiría creciendo y que el tirano no podría sostenerse por mucho tiempo. Entonces no pude calibrar cuán profundo era el cambio en la relación de fuerzas políticas que se estaba produciendo en el cuadro internacional. Ya se había instalado Margaret Tatcher, líder del ala más extremista de los conservadores británicos. Luego, el acceso de Reagan a la Casa Blanca significó el triunfo del sector más agresivo de la política norteamericana; a diferencia de Carter que, si bien vacilante, acogió iniciativas de Edward Kennedy para presionar al tirano a efectuar reformas democráticas, Reagan, sobre todo en su primera administración, le otorgó un descarado respaldo; intentó poner fin a las condenas de las Naciones Unidas por las violaciones de los Derechos Humanos y ordenó se le entregara cuantiosos recursos financieros, sin los cuales la dictadura difícilmente se sostenía. Asimismo, apoyó todas las dictaduras del continente, bombardeó Panamá, invadió Granada y armó y financió la “contra” para desangrar a Nicaragua. Además, la ofensiva anticomunista y antisoviética se concentró en todos los puntos débiles del campo socialista, -Polonia, Afganistán, el retraso tecnológico, la gerontocracia, la falta de reformas económicas y políticas (a diferencia de las que los comunistas chinos y vietnamitas iniciaron oportunamente)- todo lo cual afectaba a los partidarios del socialismo en Occidente. En Chile se multiplicaban los esfuerzos de quienes buscaban dividir a la oposición, debilitar la opción de la Izquierda, romper la histórica alianza comunistasocialista, menospreciar las enseñanzas de Marx y Lenin y renegar de la vocación antiimperialista y latinoamericanista que había distinguido a la Unidad Popular. Desde dentro y desde fuera había quienes trabajaban para

convertir al Partido socialista chileno en un componente más de la socialdemocracia internacional a la que siempre había repudiado por haber abandonado el ideal socialista. Con todo, la derrota de la oposición en el fraude plebiscitario no canceló los empeños por construir las alianzas necesarias. El año anterior, Eduardo Frei y Andrés Zaldívar fueron invitados a la toma de posesión del mando del nuevo presidente venezolano, Luis Herrera Campins, del Copei, (partido de raíz cristiano demócrata) que sucedía a Carlos Andrés Pérez. Recibí el encargo de entrevistarme con Frei y argumentar a favor de la unidad de acción entre nuestros partidos y expresar el apoyo del PC a su disposición a encabezar la oposición que había comenzado a asumir. A pesar de sus compromisos oficiales, Frei accedió de inmediato a la entrevista. Se realizó en su cuarto de hotel y se prolongó por casi dos horas. Habría durado más, si no hubiera sido interrumpida por un edecán de la Presidencia que venía a llevárselo para concurrir a una ceremonia oficial. Hubo un testigo, amigo común, que presenció la conversación, el editor Jorge Barros Torrealba. En el pasado, los contactos personales del líder de la DC con representantes del Partido de Recabarren habían sido muy escasos. Personalmente nunca me había entrevistado con él. Fuimos muy críticos de algunos temas de su gestión presidencial, en otros aspectos la apoyamos. Pero, de ambos lados hubo en general un trato personal mutuamente respetuoso. Nuestra crítica por su participación en la gestación del golpe fue muy dura y en especial por su llamado público a la Democracia Cristiana Internacional a apoyar a la Junta Militar. Pensaba en todo eso mientras concurría a la cita, pero también sabía que la DC había pasado del apoyo, a la oposición a Pinochet, que Frei favorecía cierta colaboración con el PC y se había entrevistado con enviados de nuestra dirección clandestina. Llegó a decir que los dos grandes partidos existentes en Chile eran el PC y la DC y que su colaboración era necesaria para derrotar a la dictadura. Sin duda esta nueva posición lo colocaba en la

mira asesina de Pinochet. Ahora estábamos dialogando meses antes de que se realizara el gran acto opositor del Teatro Caupolicán, en el que Frei llegó a ser el único o principal orador. El ex- Presidente inició la conversación con detalladas preguntas sobre todo lo que me había ocurrido a mí y a mi familia, desde el 11 de Septiembre. Parecía sinceramente interesado y conmovido por las tragedias personales de tantas víctimas del Golpe. Me dio su visión de las dificultades y perspectivas de la lucha por la vuelta a la democracia. Le expresé que la entrevista la había solicitado por expreso encargo de la dirección exterior del Partido, encabezada por Luis Corvalán, en total acuerdo con la dirección clandestina, -sin mencionar que estaba ya a cargo de Gladys Marín-, a las cuales rendiría cuenta pormenorizada. Le manifesté que sin dejar de lado nuestras grandes diferencias, veíamos la necesidad de un gran frente opositor único y para ello era clave el acuerdo entre nuestros dos partidos. Manifestó su acuerdo con este planteamiento, pero me recordó que él no dirigía su Partido, por lo cual me sugería que para puntos más concretos hablara con Andrés Zaldívar que era en ese momento el Presidente efectivo. Como mis relaciones personales con Andrés habían sido ásperas desde los tiempos en que fui diputado opositor a su gestión en Hacienda, le solicité que él le pidiera aceptar la conversación conmigo. Tomó el teléfono y en mi presencia concordó la cita para el día siguiente. El resultado fue como me lo temía. Zaldívar empezó por cuestionar mi representación, sosteniendo que él consideraba que los exilados no teníamos la capacidad y representatividad para tratar estos asuntos. Le contesté que, por lo menos en nuestro caso, estaba equivocado que teníamos la autoridad y el acuerdo del interior para representar al Partido. Por último le manifesté que su actitud un tanto soberbia frente a los exilados, ojalá nunca le fuera a afectar a él mismo. Poco tiempo después, Andrés Zaldívar fue expulsado de Chile por la Junta Militar. Tuvo que trasladarse a España donde no dejó ser un activo personero de la DC. Cuando nos volvimos a encontrar por segunda vez en Caracas, lo vi más delgado, con evidentes huellas de

sufrimiento interior. Le recordé sus palabras y mi respuesta de años antes, tan sólo para demostrarle cuan errónea era su opinión sobre el papel de los políticos exilados. Después del Plebiscito fraudulento, la dirección comunista, tras una intensa pero reservada discusión entre las direcciones interna y exterior, acordó plantear que para derribar a la dictadura era preciso recurrir a todas las formas de lucha, incluida la violencia armada contra sus esbirros y mandantes. El asunto se venía considerando desde el Pleno de agosto de 1977. Un año después, Luis Corvalán consultó mi opinión y yo estuve de acuerdo, aunque no tenía claro hasta donde se debía o se podía llegar, ni cómo. Pero, era evidente que la tiranía no se detenía ante ningún crimen, por horroroso o masivo que fuera y cualesquiera que fueran sus adversarios. Los discursos radiales del Secretario General en Moscú y Estocolmo poco antes y después del fraude de 1980, produjeron conmoción en todas partes. Comenzaron los ataques, las tergiversaciones y también los apoyos. A los pocos días pensamos que era necesario que en Caracas también nos pronunciáramos. Así lo hice en una entrevista de prensa. Al día siguiente El Mercurio reprodujo mi declaración y su comentario fue que al parecer los comunistas del exilio respaldábamos las palabras de Corvalán. En los años siguientes se fueron aclarando algunos malentendidos, pero también se hicieron más profundas las divergencias con quienes rechazaban el camino de la rebelión popular y preferían las negociaciones con la dictadura y la derecha. Viviendo en Venezuela me correspondió salir a cumplir diversas misiones en otros países. Desde luego estuve presente en agosto de 1977, en el primer Pleno del Comité Central del PC después del Golpe, cuyas características y conclusiones de gran trascendencia han sido muy comentadas y discutidas. Allí fui elegido para integrar el llamado Comité Directivo que reemplazaba al Comité Central mientras éste no funcionara, lo que me significó varios viajes a Europa y emotivos encuentros con camaradas del exilio y del interior. Ambos

órganos fueron disueltos, luego del XIV Congreso clandestino realizado en el interior en 1984, el cual resolvió que la Comisión Política y el CC funcionarían dentro de Chile. Junto con otros residentes fuera del país, fui reelegido miembro del Comité Central. Una de las primeras salidas al exterior fue a Bogotá. Allí no sólo pude visitar a mi hija Yanina, sino que a través de ella conocí a algunos buenos amigos colombianos que eran destacados colaboradores de nuestra causa. Entre ellos estaba el diputado Edwards, influyente representante del ala avanzada del liberalismo. Apoyaba en la presidencial a Julio César Turbay, “el hombre de la corbata de humita”, de línea más a la derecha, quien gobernó Colombia entre 1978 y 1982. Edwards me consiguió una entrevista con él mientras era candidato lo que me permitió informarlo sobre la situación existente en Chile. Fue cortés, pero no se comprometió a nada. En su gobierno mantuvo distancia con Pinochet y nos apoyó en materia de DD.HH, sin ir más lejos. También en Colombia representé al PCCH en un Congreso del Partido Comunista Colombiano y fui invitado a su hogar por Gilberto Vieira, su culto Secretario General junto a Jaime Caicedo, entonces dirigente de la Juventud. Al ver y escuchar a decenas de delegados, obreros y campesinos que venían de remotas regiones agrarias del país, pude percatarme de las similitudes de nuestros dos pueblos y partidos (podría llamarse carácter “andino”) de su gente más humilde, de hablar calmado, serios y decididos. Otra de las misiones que cumplí fue una gira al Perú, para ver las posibilidades de fortalecer nuestra presencia allí. Además se me encomendó me entrevistara con Mario Vargas Llosa, recientemente elegido Presidente del Pen Club Internacional, con el fin de convencerlo de que viajara a Chile para participar en un encuentro cultural de solidaridad que nuestros artistas e intelectuales estaban preparando para denunciar la represión dictatorial. En ese tiempo el escritor aún no había renegado completamente de sus ideales juveniles ni había virado hasta las concepciones liberales burguesas que

adoptaría pocos años después; los camaradas del PC peruano me habían advertido que ya no era el mismo de Conversaciones en la Catedral. La entrevista se efectuó en su casa particular, una mansión blanca estilo mediterráneo recién construida en un barrio elegante, cerca del mar. Fui acompañado de una distinguida intelectual peruana y de un compañero chileno exilado. Nos mostró ufano su chalet luminoso, rodeado de ventanales y su enorme biblioteca donde los libros permanecían en altas filas de estantes. No podía dejar de sentir cierta emoción por este encuentro. Yo había sido un ferviente lector y admirador de sus obras hasta ese momento, desde la impactante La Ciudad y los Perros hasta la hilarante Pantaleón y las Visitadoras. Se lo dije y me obsequió con su firma un ejemplar de “La Orgía Perpetua”, recién publicado. Enterado de la petición que me habían encargado, manifestó cierto disgusto. Opinaba que no debía ir porque eso favorecía a la dictadura y serviría para que Pinochet dijera que había libertades para hacer tales eventos. Su actitud era parecida a la de García Márquez que había anunciado que no publicaría nada hasta que Pinochet dejara el poder, decisión que felizmente rectificó. Tuve que hacer esfuerzos para convencerlo de lo contrario. Le relaté la actividad cultural opositora, la lucha por romper “el apagón cultural”, la arriesgada labor de los jóvenes y artistas contra la represión y cómo su presencia en Chile y la investidura que llevaba, tendrían repercusiones internas estimulando a los luchadores, y externas para lograr mayor apoyo a la causa democrática. Finalmente manifestó una disposición favorable, aunque, al parecer no la concretó. En cuanto a la situación interna en Perú, me resultó evidente que las condiciones para instalarnos allí habían empeorado. A fines del gobierno del general Velasco Alvarado se inició un giro hacia la derecha. Velasco y Allende habían tenido excelentes relaciones, pero luego del Golpe, si bien chilenos perseguidos encontraron refugio en el Perú, pronto se les hizo saber que debían abandonar el país. Luego de la muerte de Velasco, su sucesor el general Morales Bermúdez se fue inclinando aún más hacia la derecha,

tratando de mantener relaciones amistosas con Pinochet. Cuando desembarqué en Lima no hubo inconvenientes, pero cuando intentamos dar una conferencia de prensa en un local del legalizado PC peruano, llegó la policía con la intención de prohibirla y arrestarme. Mis compañeros peruanos sugirieron una vía de escape por una muralla colindante, pero yo desistí, pensando que lo mejor era pedir ayuda a Andrés Townsend, líder de los diputados del APRA, con quien tenía una relación de años, desde la fundación del Parlamento Latinoamericano. Así fue que gracias a su intervención, la policía se retiró y la conferencia de prensa pudo efectuarse. En enero de 1979 me trasladé a México para cumplir el encargo de entrevistarme con el cardenal Raúl Silva Henríquez que se encontraba participando en la Conferencia Episcopal que se realizaba en Puebla. Aceptó que lo visitara durante el desarrollo de la reunión. Yo lo conocía desde mis tiempos de alumno del colegio salesiano Patrocinio San José y había aprendido de su magisterio. Luego lo visitamos en una delicada misión que cumplimos con Volodia Teitelboim, a petición de Allende, poco antes del Golpe. Fui a Puebla acompañado de mi amigo economista Orlando Caputo. Llegamos al convento donde se realizaba la Conferencia. Todo se facilitó porque el sacerdote que nos atendió en la puerta, al ver la cara y los modos apacibles de Orlando, tal vez se confundió y lo trató de inmediato de monseñor, pensando que sería algún prelado importante, citado por Su Eminencia. Cuando el cardenal apareció percibimos la tensión que estaba viviendo y pensamos que no había sido el mejor momento para nuestra entrevista. En todo caso ésta se cumplió. Más tarde comprendimos la causa del sufrimiento del querido cardenal. La Conferencia de Puebla fue el comienzo de la campaña de Juan Pablo II y del Vaticano por erradicar la Teología de la Liberación y las tendencias democráticas y progresistas de obispos y sacerdotes que se desplegaban en el continente.

Meses después del triunfo de la revolución sandinista realicé mi primera visita a Nicaragua. En el último tiempo vivíamos en Venezuela pendientes del desenlace que se aproximaba en la lucha insurreccional contra la larga tiranía de los Somoza. Los venezolanos expresaban su simpatía por la lucha de veinte años de los sandinistas. El gobierno de C. Andrés Pérez adoptó en esa ocasión una actitud decidida contra la satrapía de los Somoza y presionó a Carter y a otros gobiernos del continente para no intervenir en su favor. En Managua fui recibido y atendido calurosamente durante los días de mi estancia por los oficiales chilenos formados en Cuba. Recorriendo diversas regiones del país y los campos de batalla finales, pude comprender el valioso aporte profesional, humano y moral que nuestros jóvenes compatriotas habían entregado desinteresadamente al triunfo de la revolución sandinista. Otra de las misiones que recuerdo particularmente fue la que cumplí en EE.UU, como representante del PC chileno ante el Congreso del PC norteamericano, celebrado en Detroit, capital de la industria automovilística. No era la primera vez, ni sería la última, que pisaría el suelo del país más poderoso de la tierra. La primera fue en mi calidad de diputado integrante de la delegación chilena al primer encuentro panamericano de parlamentos, realizado en Washington. En esa ocasión el pasaporte oficial y la visa preferencial me garantizaban que la temida y todopoderosa Migra (La Policía Federal de Inmigración) no me negaría la entrada. Ahora sin ese pasaporte y como participante en un encuentro de los comunistas estadounidenses, legales, pero siempre hostilizados, me podrían empujar, sin miramientos, de regreso a Caracas. Felizmente no ocurrió. El Congreso me permitió observar en vivo las expresiones de cientos de militantes de evidente extracción popular, una alta proporción de afroamericanos, rostros y manos de trabajadores fabriles, mujeres de todas las edades, chicanos, portorriqueños y jóvenes universitarios. Se me borró de un plumazo la imagen estereotipada del gringo rubio, frío y adusto. No sólo los de origen “latino”, también negros y blancos, todos vibraban con las consignas, aplaudían a rabiar los discursos

encendidos que denunciaban injusticias, cantaban y bailaban con entusiasmo en los entreactos. Luego, en un recorrido por los barrios obreros de Detroit, me asombré ver esas casas de madera con porche y sillas mecedoras muy anticuadas, con evidentes huellas de deterioro. También me impresionó el museo con el famoso y deslumbrante mural en el que, para sorpresa poco grata de Henry Ford su dueño, Diego Rivera había incorporado los rostros de Marx, Lenin, Emiliano Zapata y otros revolucionarios. Para qué decir la simpatía y el aprecio con que me recibieron los delegados cuando me tocó el turno en la tribuna. Todos sabían de Allende y Pinochet, el héroe y el villano, de la complicidad de la Casa Blanca con los golpistas y la dictadura, del asesinato de Letelier, de la resistencia interior contra la tiranía. En Caracas, además de las clases en la UCV, trabajé en algunos proyectos de investigación económica para el CENDES (Centro de Estudios para el Desarrollo) el más importante en el país. Tuve la suerte de laborar bajo la tuición de Sergio Aranda, chileno, antiguo compañero de actividades políticas, luego asesor en Cuba y más tarde radicado en Caracas. En el SELA (Sistema Económico Latinoamericano) había amigos que nos apoyaban para el financiamiento de esos proyectos. Algunas de dichas investigaciones se referían a “El desarrollo global de la economía venezolana en los años setenta”; “La crisis energética y sus efectos”; “Determinantes tecnológicos en la inserción de Venezuela en los ochenta” y “El Sector Externo de Venezuela”. Esta última preveía un creciente déficit para los años siguientes en la balanza de pagos del país, en contra de la opinión optimista prevaleciente en los medios oficiales. Un año después de entregado el trabajo, en 1982, aparecieron síntomas de una posible crisis de pagos de divisas. Venezuela era el país mejor posicionado en el continente, sin grandes deudas y con aparentes elevadas reservas de dólares. El tipo de cambio se mantenía en 4,5 bolívares por dólar desde hacía muchos años y parecía muy firme. Sin embargo mi estudio sobre las tendencias de la balanza de pagos, tanto en

exportaciones, precios del petróleo como en importaciones y otros egresos, me hacían concluir que era muy difícil que el bolívar mantuviera tan favorable cotización con el dólar. Varios colegas venezolanos del CENDES que habían leído el estudio, más al tanto de los rumores que circulaban en círculos reservados se apresuraron a comprar dólares, mientras yo pensaba que una situación grave de crisis no ocurriría tan pronto. En pocos meses más debía partir, vender nuestras pertenencias, cobrar honorarios pendientes y convertirlo todo a dólares al abandonar el país. La crisis estalló de la noche a la mañana. El Banco Central suspendió las operaciones de divisas y el comercio de las casas de cambio. No se conseguía un billete verde en ninguna parte. A las pocas semanas ya había subido al doble y hasta el triple. Al final y como mi viaje ya era inminente y sabía que el dólar ya no volvería a los niveles previos, tuve que conformarme con perder buena parte de mis ahorros. Me convencí una vez más de mi mal ojo para asuntos personales de dinero, lo mal negociante que habría sido, pero como consuelo concluí que mis análisis de la macro economía habían sido acertados. En aquellos años del CENDES, uno de los pocos colegas venezolanos con el cual compartí conversaciones de confianza y visiones comunes fue Jorge Giordani. En ese tiempo, venía de regreso de su doctorado en la Universidad de Essex. Jorge tenía una preparación científica muy sólida, pero su actitud crítica radical de los regímenes de la época, fueran adecos o copeyanos, lo mantenían al margen de la elite dirigente del CENDES. Por ese tiempo, Hugo Chávez no aparecía aún en el horizonte político. Sólo años después, cuando ya me había alejado de Venezuela, Chávez irrumpió como un nuevo líder político después de su derrotada sublevación militar. Giordani se acercó a él cuando el coronel estuvo en la cárcel y le ofreció clases de economía. En el primer gabinete de Chávez, Jorge fue designado Ministro de Planificación, el cargo más alto en materia económica. Le correspondió en esos años la dura tarea de sacar a Venezuela del molde neoliberal que tantos estragos estaba causando en el país y a las clases populares en los años noventa, durante las

fracasadas segundas presidencias de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera que terminaron por hundir el régimen político que habían creado cuarenta años atrás para turnarse en el poder adecos y copeyanos. En ese contexto de profunda crisis económica, social e institucional, Chávez triunfó abrumadoramente en las elecciones de 1998 y dio inicios a la revolución bolivariana. Desde entonces Giordani se ha desempeñado como un cercano colaborador de Chávez en la materialización de las profundas y progresistas transformaciones de la economía y la sociedad venezolana. Mi último informe político a nuestros militantes en Caracas, fechado en marzo de 1982, mostraba los cambios que se estaban gestando en Chile, después de la imposición del fraude plebiscitario de 1980 que tanto pesimismo había generado en sectores del exilio. Allí se consignaba la realización de más de 400 actos en todo el país, en conmemoración del 60º Aniversario del PC, en abierto desafío al régimen. Entre ellos sobresalió una audaz y masiva fiesta en el Parque O’Higgins que devino en acto de protesta, ante la sorpresa de la policía. El informe hacía un recuento de las grandes huelgas con resonancia internacional, de los mineros de El Teniente, los portuarios, la zona del carbón, los cortes a la vía férrea en la Población Santa Olga, los bombazos y apagones que boicotearon el Festival de Viña del Mar, la respuesta violenta y directa al ataque de las fuerzas policiales en poblaciones y ferias libres. Se había comenzado a generalizar la lucha “por la razón y la fuerza” con vista a la Rebelión Popular. El triunfalismo de Pinochet, sus demagógicos anuncios de progreso generalizado para la década de los ochenta, se deshacían como pompas de jabón. La crisis económica del capitalismo golpeó al país y las medidas de los Chicago Boys la agravaron. El ministro De Castro fue destituido. La bancarrota y la insolvencia afectaron incluso a grupos económicos poderosos y a casi todo el sistema bancario privatizado. Comerciantes, industriales, agricultores comenzaron a protestar públicamente. Hasta Milton Friedman, después de

haber aplaudido y aconsejado personalmente al dictador, llegó a decir que Pinochet debía retirarse para salvar el modelo neoliberal. La decisión del sátrapa fue endurecer la represión. Como quedó demostrado en la investigación judicial posterior, el salvaje asesinato del sindicalista Tucapel Jiménez fue obra de la Dina-Cni y los aparatos policiales de Pinochet. Y la razón no fue otra que el papel peligroso que había asumido el líder radical de la ANEF, como artífice de la unidad sindical total, para lo cual formulaba “un llamado amplio, sin poner cortapisas a nadie”, “ahora y no mañana”. Pinochet perseguía no sólo a sus opositores, sino también a los familiares de ellos, aunque no efectuaran ninguna actividad militante. Mi hermano Mario, diplomático de carrera desde los años sesenta, fue exonerado por orden personal de Pinochet a pesar que el Ministro de Relaciones de la época Cubillos defendió su permanencia en razón de su idoneidad. Mi otro hermano, Angel, fotógrafo de laboratorio de INACAP, también fue exonerado sin explicaciones. Por esos días nos llegó de Santiago, vía telefónica la indignante noticia de que habían allanado el hogar de mis suegros, que lo compartían con dos de sus hijas y con sus pequeñas nietas, en circunstancias que mi suegro y una de mis cuñadas se encontraban enfermos. Se trataba de una de las numerosas “operaciones peineta”, violentos asaltos a las viviendas mediante personal militar armado. Se efectuaban en poblaciones y en diversos barrios de la capital, en este caso, el céntrico sector de García Reyes y Agustinas. El pretexto era descubrir a subversivos y “terroristas”. Mi suegra Judith Quiros, a pesar de sus setenta y tantos años -cuya vida estuvo dedicada a amar y proteger incondicionalmente a toda su familia-, fue trasladada al cuartel de la policía civil, sin que se la interrogara, permaneciendo encerrada en un cuarto y devuelta a su hogar sólo en la noche de ese largo día. Ella resistió estos vejámenes con su conocida entereza y dignidad. Su silenciosa protesta fue colocar en el tradicional árbol pascuero de ese año, en vez de los clásicos angelitos, a soldaditos de plomo colgados del cuello.

Nuestro trabajo se había intensificado. Las iniciativas espontáneas se multiplicaban. Las visitas de familiares de los detenidos y desaparecidos, activistas de los DD.HH, dirigentes sindicales y campesinos, que pasaban por Venezuela, aumentaban. Los poníamos en contacto con las organizaciones locales, donde daban a conocer sus experiencias personales; aumentaba así la solidaridad venezolana. Atendimos a dos viudas ilustres que nos visitaron, Tencha de Allende y Matilde de Neruda. Matilde vino a almorzar a nuestro apartamento, lo que constituyó todo un desafío para Xenia, dada la fama culinaria de la viuda, del cual salió bien parada, con la ayuda de otra experta, Mary Jean, la esposa del ex-ministro socialista Carlos Matus. En otra ocasión tuvimos un encuentro entre el Grupo Caracas y Felipe González, entonces ascendente figura de los socialistas españoles que venía desde Santiago, donde había abogado por la libertad de los presos políticos. Uno de los eventos exitosos de aquel año 1982, fue el Festival de la Solidaridad con Chile, realizado en Maracaibo, al que asistieron más de 3.000 personas. Participamos en diversos actos en la conmemoración del Bicentenario de Andrés Bello, lo que sirvió para estrechar lazos entre nuestros pueblos y apoyar el movimiento por la autonomía de nuestras universidades, sometidas a la bota militar. En ésta y otras ocasiones, nuestra compañera Graciela Alvarez, tuvo destacada actuación, como brillante oradora y reconocida jurista en materia de derechos humanos. Aportaba además sus vínculos con la familia del fallecido escritor comunista y fundador del diario El Nacional, Miguel Otero Silva. Las campañas para reunir recursos financieros permitían aumentarlos de año en año. El equipo de finanzas de nuestro Coordinador, que se reunía en nuestro siguiente apartamento, en el barrio de Sabana Grande, con la participación activa de Xenia, era el artífice de tales éxitos. Sólo en un año, 1981, habíamos reunido 121.000 bolívares (unos 30.000 dólares) de diversas fuentes y nos proponíamos seguir aumentando nuestro aporte a las campañas

conjuntas del exilio comunista. Entretanto, varias familias ya habían regresado y otras preparaban sus maletas. Los vuelos entre Santiago y Caracas habían aumentado notoriamente, los familiares iban y venían; también la correspondencia era más nutrida; aumentamos el envío de informativos, ya que la población chilena ignoraba lo que la dictadura ocultaba. Entre los retornados de otros partidos, recuerdo haber acompañado hasta Maiquetía a Pedro Felipe Ramírez quien tan pronto se instaló comenzó a realizar una labor eficaz para unir y reactivar la Unidad Popular, de la que me puso en conocimiento, cuando volvió a Caracas a visitar a su familia. Sabía los riesgos que corría, ya que en efecto fue detenido y ferozmente maltratado. Lamentablemente, las divisiones que afectaban a diversos partidos de la izquierda limitaban la capacidad de lucha opositora a la dictadura. La verdad es que sólo dos grandes partidos se mantenían unidos, aunque no sin divergencias internas: La DC y el PC. En Venezuela, con un numeroso contingente de adherentes socialistas, se habían constituido, como en el interior y el exterior, varias fracciones con posiciones diferentes, identificadas como anicetistas, altamiranistas, almeydistas y coordinadora de regionales; también entre los radicales surgió la división. En el centro del debate estaban temas como la unidad PC-PS, la vigencia de la Unidad Popular, la relación con la DC y las formas de lucha contra la tiranía. Todo esto repercutió negativamente en la labor del Comité Chileno de Solidaridad. Por nuestra parte hacíamos lo imposible para superar las diferencias, manteníamos relaciones con todos los grupos y buscábamos la unidad en torno a las tareas concretas del Comité. En mi calidad de miembro del Comité Central, enviaba a menudo notas a Luis Corvalán, cuando todavía se encontraba en Moscú, con observaciones y sugerencias sobre diversos aspectos de la labor partidaria. Recibí en una ocasión una carta de reconocimiento. También escribí para la prensa venezolana y El Nacional, el de mayor circulación, publicó uno de mis

artículos. Nuestro Boletín Rojo del Exterior publicó trabajos míos y la revista Araucaria acogió mi análisis crítico sobre el neoliberalismo, en réplica al apologético ensayo de incorporación a la Academia de Chile que presentó Arturo Fontaine, director de El Mercurio. Cuando ya se acercaba el fin de mi misión, un día me invitó a conversar un buen amigo y respetado economista venezolano, Ramón Losada Aldana. Poco antes habíamos compartido en su casa una tradicional y deliciosa cena familiar de navidad, con las sabrosas hallacas y otras exquisiteces; acababa de ser elegido Director del Instituto de Investigaciones Económicas de la Facultad de Economía de la Universidad Central y en tal carácter deseaba que yo postulara al cargo de subdirector. Era una oferta atractiva, tanto porque me permitiría dirigir todo un equipo de trabajo en áreas que siempre me atrajeron, como por las remuneraciones económicas y la estabilidad del cargo, pues formaría parte de la planta permanente de la universidad. Pero era un empleo de horario completo y con una duración indefinida. Me resultaba incompatible con mi compromiso partidario, aunque Ramón me daba todas las facilidades para continuarlo. Convinimos en que fijaríamos para más adelante las condiciones definitivas y que entretanto presentara mi postulación, (curriculum universitario debidamente acreditado, obras publicadas, etc.) En primera instancia las autoridades universitarias me asignaron el segundo grado más alto del escalafón académico. Los miembros de la Facultad debían aprobar el nombramiento, aunque lo normal era que se acogieran las presentaciones del director. Pero entonces surgió una dificultad inesperada: la oposición cerrada de Teodoro Petkoff, también miembro de la Facultad, excomunista, exguerrillero, fundador del MAS, candidato presidencial frustrado y más tarde enemigo encarnizado de Hugo Chávez y de la revolución bolivariana. La razón que dio fue que yo era poco menos que un agente de la KGB o miembro de algún aparato internacional del comunismo. Losada Aldana rechazó enérgicamente ese infundio y me aseguró contar con los votos de la mayoría. Teníamos buenas relaciones con otros altos dirigentes del MAS que nunca

manifestaron prejuicios anticomunistas y nos apoyaron en la lucha contra Pinochet. Petkoff no mostraba ninguna simpatía por nuestra causa. Lo cierto es que se identificó como un odioso e influyente opositor a mi nombramiento y seguramente a mi eventual gestión. Rogué, en consecuencia, al leal amigo Losada que retirara mi postulación, haciéndole ver que él sería también un blanco permanente de los ataques de Petkoff, en el caso que yo fuera aceptado. Así terminó este episodio con gran alivio de mi parte. Los más de seis años que permanecí en Venezuela contribuyeron a afianzar las convicciones latinoamericanistas que me había forjado. Desde luego había no pocas diferencias en los caracteres étnicos y culturales que se acentuaban a medida de la formación de nuestras repúblicas: Una, era la apreciable presencia de los descendientes de los esclavos africanos y sus aportes con sello distintivo a la música, el canto, el baile, la alimentación y otras tantas expresiones culturales de la nación; también dejaron huella en el pueblo llano las etnias indígenas, algunas extinguidas y otras sobrevivientes, mezcladas con otras procedencias: el canto campesino o llanero, tan distinto de nuestra cueca y de la música andina; incluso las inmigraciones europeas también diferían. Alta presencia de gallegos, canarios, portugueses allá; andaluces, vascos, alemanes, italianos, acá. La naturaleza tropical y exuberante del territorio de ellos y el paisaje y clima variado y templado del nuestro han contribuido a las diferencias en nuestros respectivos caracteres sociales. No caben aquí las discusiones absurdas de cuales son mejores o peores. En Chile, nuestra oligarquía gobernante ha difundido una soberbia y patrioterismo odioso. (Con mitos como la mejor bandera e himno nacional, las mayores riquezas naturales, el mayor desarrollo, y así sucesivamente) Concluí a través de lecturas y recorridos por el extenso país que Venezuela era más rico que Chile: poseía un territorio y una población superiores al nuestro, abundante en recursos naturales, minerales valiosos y escasos; bosques, selvas vírgenes, tierras fértiles, inmensos ríos y costas, variada flora y fauna, y además una de las mayores reservas petroleras del mundo. Pudimos admirar

originales obras artísticas en la pintura moderna, la música, sus pioneras orquestas juveniles, novelistas y autores teatrales, la arquitectura colonial y la contemporánea. Pese a todas las diferencias hay mucho en común en nuestras historias, compartidas con otros pueblos del continente. Sublevaciones y resistencias de indígenas contra los colonizadores españoles; guerras de la independencia, la construcción de estados nacionales; luchas sociales obreras y estudiantiles, de campesinos y maestros de escuela por sus derechos y dignidades; intelectualidad solidaria y sensible ante las injusticias; enfrentamientos continuos por las injerencias del poderoso vecino del norte; la defensa de las riquezas naturales; oposición a las dictaduras y ampliación de la democracia; búsqueda infatigable de los caminos hacia la justicia social. Durante la dictadura de Pérez Jiménez fueron acogidos fraternalmente en Chile opositores perseguidos, presos políticos. Ellos nos devolvieron la mano acogiendo a decenas de miles de chilenos. En Chile conocimos en los años cincuenta a Federico Alvarez, joven preso político de Pérez Jiménez, liberado y enviado al exilio. Ingresó con una beca a la recién formada Escuela de Periodismo de la U. de Chile. Compañero de curso con mi mujer y con Olga Dragnic, con la cual pronto formaron pareja y luego familia, Federico se reveló como un alumno brillante. De rasgos mestizos, no mostraba la exuberancia típica de muchos de sus compatriotas, era calmado, de pocas pero elocuentes palabras. En Caracas nos reencontramos. Ambos eran destacados catedráticos de la Escuela de Periodismo de La Universidad Central. Federico era además un mordaz columnista de la prensa venezolana. Fueron nuestros amigos fieles y permanentes, especialmente para los días y horas de descanso. Con ellos frecuentamos restoranes de buena y variada cocina. Conocimos Carora, la ciudad donde nació y vivió nuestro amigo; en esa bella y antigua ciudad colonial del estado de Falcón visitamos un original museo donde se

coleccionaban miles de rosarios. Pasábamos feriados en su casa de Las Salinas, pequeño y antiguo pueblo en la costa caraqueña, ubicado al oriente de Maiquetía, es decir en el lado opuesto del litoral más concurrido por los turistas debido a sus verdes colinas y largas playas; en Las Salinas y al este del puerto de La Guaira, la vegetación tropical era escasa, dominaban el café de los cerros, las rocas a la orilla del mar y unas pocas playas. Desde la primera vez quedé con la sensación de que el mar Caribe no tenía olor, a diferencia del nuestro. Tuvimos que acostumbrarnos al calor húmedo de toda la costa venezolana, mientras Caracas, contrariamente, nos regaló siempre un aire refrescante por su altitud, la protección ante los temporales de la gran montaña El Avila, lo que no impedía esos golpes repentinos y breves de lluvia a cántaros. En Las Salinas siempre había entretención, amigos, conversaciones, discusiones políticas, comentarios literarios. Aprendimos a dormir en hamacas en la terraza, en los días de extremo calor. Desde luego apreciábamos magníficos pescados como el pargo y el mero, los frijoles negros, que curiosamente se importaban de Chile, donde son escasamente consumidos; no olvidamos platos típicos a base de plátano frito, frutas deliciosas como la lechosa, el coco, los mangos. Una vez nos desafiamos a una competencia culinaria. Las mujeres por un lado, los hombres por el otro. Mientras Olga y Xenia formaban un equipo potente, Federico, un experto gastrónomo tenía un socio, el que escribe, que apenas daba para pinche de cocina. Así fuimos derrotados.

INTERMEZZO EN CUBA

A comienzos de 1983 me encontraba en La Habana, alojando transitoriamente en el Hotel Riviera, a la espera de recibir un apartamento y del regreso de Xenia desde Chile para

establecernos por un tiempo en la tierra de Martí y Fidel. Antes de partir definitivamente de Caracas, habíamos convenido con la Dirección Exterior del Partido que mi próximo destino sería Ciudad de México o La Habana. Estaba optimista. Pensaba que la situación en Chile era propicia para el aumento de la resistencia a la dictadura. El año anterior, la economía nacional había sufrido una catastrófica caída de la producción, acompañada de bancarrotas, bajas en las ventas, aumento sin precedentes del desempleo, crisis bancaria y fiscal. Habíamos entrado en la peor recesión desde los años treinta. Graves trastornos había generado la política de Reagan de alzar las tasas de interés, con lo que sobrevino un insoportable aumento de la ya elevada deuda externa de los países de América Latina. Los Chicago Boys, aferrados a los dogmas neoliberales, fueron incapaces de conjurar las consecuencias y agravaron la situación. El descontento social y el rechazo a la dictadura se hacían visibles. En agosto de 1982 se había realizado por primera vez las marchas del hambre en varias ciudades, manifestaciones masivas en las que el PC se había empeñado y que llamaron la atención por su combatividad. Nuevos grupos políticos se sumaban a la demanda de cambios y a la exigencia de “democracia ahora”. La conclusión era que la labor de los grupos y partidos opositores en el exterior ya no tenía la urgencia de los primeros años. Lo que estaba ocurriendo dentro de nuestras fronteras nos obligaba a concentrar allí el máximo de recursos humanos y materiales. De todos modos, la función del exilio como retaguardia, sostén económico y propagandístico de la Resistencia interna tenía que continuar su misión de hostilización a Pinochet. En México, el gobierno del PRI de López Portillo mantenía una cooperación leal y continua en diversos planos con los demócratas chilenos. El Presidente Allende era frecuente objeto de homenajes y muestras de aprecio de los mexicanos, como lo pude comprobar en un acto solemne y desbordante en el Palacio de Bellas Artes, donde me correspondió ser orador. El Comité Chileno de Solidaridad en el

Distrito Federal había recibido del gobierno una magnífica sede para su funcionamiento. Los exilados radicales, socialistas de las diversas tendencias, mapucistas y cristianos de izquierda accedían a buenos empleos en universidades, medios de comunicación, institutos, consultorías y ONGs. Hicimos algunas gestiones para ver la posibilidad de instalarme. El ex-Presidente Echeverría, cuya preocupación personal por Tencha Bussi vda. de Allende y su familia y cuya solidaridad con la Unidad Popular lo habían llevado a romper relaciones con la dictadura, me recibió en su residencia campestre de los suburbios, a la que concurrí con mi patrocinador Anselmo Sule. Nos comentó con franqueza que la recesión norteamericana había repercutido en México y había afectado seriamente a la ONG que dirigía, la cual realizaba valiosos estudios sobre el Tercer Mundo y en la cual podría haber tenido ocupación. Así es que luego de ésta y otras gestiones que requerían lenta tramitación, concluimos que por entonces no era factible mi traslado a México. La verdad es que a casi diez años desde el Golpe, la recepción y ayuda a más exilados chilenos se hacía cuesta arriba, tanto en países capitalistas como en socialistas. Nuestro criterio partidario interno era entonces desestimular nuevas emigraciones salvo en casos de peligro de vida. Por el contrario, poníamos el acento en el retorno. En La Habana se había producido la vacante del cargo de representante político del PC chileno en Cuba. La digna Julieta Campusano, cuyo desempeño se había ganado el respeto de los cubanos, se preparaba para retornar públicamente a Chile. Se me ofreció ocupar su puesto, lo que acepté, ya que era una de las posibilidades analizadas. Al efecto recibí una carta firmada por nuestro Secretario General, donde me precisaba cuáles serían mis funciones. En esencia, representar al PC chileno en sus relaciones corrientes con el PC cubano, para lo cual el contacto era con el Departamento América del Comité Central que dirigía Manuel Piñeiro y especialmente con su sección chilena, la cual, a su vez,

tenía un encargado para el PC, otro para el MIR y un tercero para otras organizaciones. A La Habana había arribado después del Golpe un numeroso contingente de variada composición. El gobierno cubano destinó importantes recursos para sus necesidades, especialmente en materia de vivienda, de la que había escasez para los propios cubanos. Una parte de los refugiados pronto emigró hacia otras tierras por diversas razones, entre ellas, buscando mejores condiciones económicas. El exilio que quedó estaba bien organizado y felizmente integrado a la sociedad cubana, cosa nada frecuente, comparada con otros países, donde había constantes quejas de discriminación. Una parte de los chilenos y chilenas se había aparejado y formado familias con cubanos, lo cual generó naturales problemas y conflictos personales. Todos tenían acceso a la educación gratuita, desde jardines infantiles hasta la enseñanza superior. Los adultos se desempeñaban como técnicos o profesionales en diversos organismos del estado y la economía. De todos los compatriotas que conocí siempre escuché palabras de agradecimiento y simpatía hacia los dueños de casa, ninguna queja o reclamo personal en el que tuviera que intervenir. No es que todo funcionara bien. En todo caso, al igual que entre los cubanos, entre los nuestros circulaban abiertamente bromas sobre las deficiencias en el diario vivir. En el año que estuve en Cuba, la economía atravesaba por un buen momento. La ayuda soviética y de otros países socialistas, mediante las compras de azúcar y venta de petróleo, a precios favorables, más los créditos a largo plazo, contribuían efectivamente a sobrepasar la crisis mundial. Funcionaban las ferias o mercados de hortalizas y frutas con relativa abundancia. Las tiendas estaban mejor abastecidas, pero las vitrinas y estantes se veían semivacíos. Los precios de los libros eran baratísimos igual que las entradas a los espectáculos culturales y recreativos. Lo mismo los medicamentos y el transporte colectivo, aunque este último era insuficiente. La libreta, más que un medio de racionamiento, era una forma de abastecimiento seguro a precios

demasiado bajos. Algunos productos sobraban, otros escaseaban y se producía un curioso mercado de trueque privado. Con mi mujer ocupábamos un sencillo apartamento situado en un conjunto habitacional de altos edificios modernos que contaba con almacenes y otros servicios. Mi jornada diaria empezaba con una larga caminata hasta el local del Comité de Solidaridad que para acortarla debía atravesar un hermoso y bien cuidado cementerio, uno de los más interesantes de los que conocí. El calor no era agobiante. Sólo al regreso a mediodía sentía el sol clavado sobre mi cabeza. La parte más compleja de mis funciones era la relación con los oficiales chilenos del PC formados en las academias de la isla y que permanecían naturalmente bajo la disciplina militar cubana, aunque se tenía en cuenta el carácter especial de este contingente. Una de mis primeras tareas, recién llegado, fue la de participar en un seminario de los militares con participación cubana en la que se analizaban diversos aspectos teóricos y generales de la estrategia y tácticas de guerra y guerrillas y temas de organización y logística. La mayoría de los documentos habían sido elaborados por oficiales cubanos. Asistió un compañero en representación de la dirección interior que venía de Santiago, y Jorge Montes, ex parlamentario, entonces encargado militar del PC en el exterior. La situación chilena no se analizaba, salvo en comentarios de pasillo, a pesar de que desde hacía al menos dos años surgía una nueva realidad: la aparición cada vez mayor de grupos milicianos juveniles, surgidos de las poblaciones populares que enfrentaban la violenta represión policial con métodos propios y artesanales de lucha armada. Y, además, el Partido ya había creado un aparato especial, llamado Frente Cero, encargado de impulsar tales acciones. Por mi parte, y a modo de comprender mejor las revoluciones armadas, estudiaba las experiencias internacionales más recientes: La revolución sandinista, las guerrillas del Frente Farabundo Martí en El Salvador. Repasé mis cuadernos de apuntes donde había

recogido valiosas experiencias de la “revolución de los claveles” de Portugal y el derrocamiento del Sha de Irán. Con motivo de viajes a Europa, en 1978 y 1979 había tenido la posibilidad de hacer escala en Lisboa para visitar a mi cuñado Mario Dujisin, periodista en ese entonces de la agencia internacional de noticias IPS. A través de mi participación en encuentros internacionales de solidaridad con la resistencia antifascista de España y Portugal, ya conocía algo de la larga y sacrificada lucha de los demócratas portugueses contra la dictadura de Oliveira Salazar que duró 40 años. Estando en Ritoque en 1974, los prisioneros recibimos con alegría el derrocamiento de su sucesor. Nunca imaginé que en Marzo de 1978 estaría invitado a una cena con los entonces mayores Ernesto de Melo Antunes, Vasco Lourenso, Victor Alves y el teniente coronel Pezarat Correia, todos ellos renombrados líderes del Movimiento de las FF.AA que organizó la rebelión militar democrática. En ese tiempo eran miembros del Consejo de la Revolución que ya ejercía un rol menor en el Estado, desde que el gobierno había quedado en manos de Soares y un Partido Socialista que fue abandonando la senda revolucionaria hasta que la derecha portuguesa regresó al poder. Pero, con el tiempo, Soares terminó criticando a los gobiernos socialistas por sus tendencias neoliberales. Dentro del rebelde Movimiento Militar, mis contertulios eran miembros del Grupo de los Nueve, liderado por Melo Antunes. A la larga resultó la tendencia predominante de los cuatro grupos uniformados que se unieron para derrocar al régimen: el derechista de Spinola, el de izquierda moderada de Melo Antunes, el procomunista del general Vasco Gonzalvez y la extrema izquierda de Otelo Saraiva de Carvalho. Mis anfitriones fueron muy amistosos, se interesaron mucho sobre Chile, me preguntaron sobre mi prisión y no les cabía que los militares chilenos fueran tan diferentes a ellos. Sobre la situación portuguesa me recordaron que se habían opuesto al intento armado del sector derechista de

aniquilar a los comunistas y a la corriente de Otelo Saraiva. A la vez Melo Antunes y sus compañeros discrepaban del grupo del general Vasco Gonzalvez que, según ellos, “quiso ir demasiado lejos” y de los comunistas que, según su queja, descalificaban injustamente a su Grupo de los Nueve, lo cual les ofendía. Me impresionó Pezarat Correia, reconocido oficial de brillante oratoria quien siendo jefe de la región militar sur del país había impulsado exitosamente la reforma agraria. Al año siguiente, al pasar por Lisboa, tuve un nuevo encuentro con Melo Antunes. El era sobre todo un respetado intelectual, el ideólogo y artífice del movimiento militar democrático. Su interés por colaborar con nuestra lucha en Chile era tan vehemente que en las dos ocasiones en que nos vimos me hizo un desusado ofrecimiento: el ejército portugués podría entregar armas en caso que los chilenos se decidiesen optar por la vía armada para derrocar a Pinochet. También me entrevisté con dirigentes del PCP que fueron muy fraternales. Recibí el libro de Alvaro Cunhal, su histórico dirigente, titulado “La Revolución Portuguesa. Pasado y Futuro”, Ediciones Avante, 1976, una insustituible fuente de estudio de cómo se llegó a la Revolución del 25 de Abril. Volviendo a La Habana, poco tiempo después de mi llegada, fui invitado a participar en una ceremonia estrictamente privada de alto contenido emotivo. Era la despedida de Raúl Pellegrín, joven oficial chileno de reconocido prestigio entre sus camaradas de armas por su inteligencia y aptitudes de mando. Yo conocía a su padre, pues formaba parte del brillante grupo de arquitectos comunistas que destacaron en los ministerios de Obras Públicas y Vivienda en el gobierno de la Unidad Popular. Pellegrín hijo, era la avanzada del grupo que fue ingresando en el más riguroso secreto para asumir un mando dirigente del que sería pronto conocido como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. (FPMR) De acuerdo con las normas de seguridad en tiempos de clandestinidad que exigen la compartimentación estricta de las tareas, más aún cuando la vida de muchos corría peligro, yo no

estaba al tanto de las operaciones concretas relacionadas con la formación del Frente. No me correspondía estarlo, pero sí interiorizarme de sus proyecciones políticas. Estudiaba las obras de Marx, Engels y Lenin sobre la materia y me detenía en las relaciones entre lo militar y lo político y su vinculación con la economía. Lamenté entonces no haber realizado el servicio militar que en mi juventud universitaria no gozaba de ningún atractivo. Todos los miembros del CC en Chile, ya durante la UP, participamos en breves cursos de manejo de armas. Desde un principio quedaron en claro mis torpezas manuales para el manejo de armas. Me encontraba cumpliendo una tarea en Managua, esta vez invitado por el gobierno sandinista, cuando los cables dieron cuenta de una noticia procedente de Santiago. Era el 24 de marzo de 1983, día en que “los partidos populares lograron movilizar a decenas de miles de personas en un sinnúmero de actos de rebeldía, pacíficos algunos, con enfrentamientos a las fuerzas represivas, en otros.” (Cita de mi artículo “El Presidente Héroe”, publicado en Partido Comunista, Boletín del Exterior, No 61, Sept-Oct. 1983) Nos encontrábamos esa tarde en la redacción del periódico Barricada, vinculado a los sandinistas. En la conversación participaban el director de la publicación y otras personas, a las que luego se sumó Tomás Borge, entonces Ministro del Interior, quien me invitó más tarde a cenar en un concurrido restaurant, donde nos instalamos en medio de los parroquianos, sin alardes de ninguna especie. La verdad es que las noticias de Chile sorprendieron profundamente a los amigos nicaragüenses quienes tenían la impresión de que la gente estaba todavía muy pasiva y que Pinochet no tenía mayor oposición. Tuve así la ocasión de explicar la verdadera situación y confirmar mi optimismo de que los esfuerzos heroicos de mis compañeros de partido y de otras organizaciones populares estaban dando frutos. Dicho sea de paso, en Managua cooperaba con los sandinistas y como ayudante de Tomás Borge, un destacado periodista

venezolano Freddy Balzán, fiel amigo de la causa antiimperialista quien se había unido a la revolución nicaragüense. (Balzán fue más tarde diplomático del gobierno de Chávez). Fue él quien le habló a Borge de mis antecedentes como economista, por lo cual éste llegó a ofrecerme que me quedara a trabajar en Nicaragua en tal carácter. Era otra tentadora oferta de participar en una experiencia inédita, como la vivieron varios amigos y colegas, pero que me alejaba de mis sentimientos y compromisos íntimos con la tierra añorada. Agradecí, pero desestimé el honroso ofrecimiento. En Nicaragua estaba en sus inicios la ofensiva de “La Contra”, fuerza militar organizada por EE.UU., con bases de entrenamiento instaladas en la frontera con Honduras. En El Salvador, la guerra de guerrillas se estaba intensificando. Fui invitado a visitar una sede clandestina del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. A la cabeza del Estado Mayor del FMLN, se encontraba nuestro antiguo amigo Shafik Handal, conocido desde los tiempos en que era estudiante de Derecho en Chile; más tarde se convertiría en líder histórico de los comunistas salvadoreños y candidato presidencial del FMLN. Shafik, puntero en mano y con los mapas pegados en las paredes, me mostró las alternativas, los avances y retrocesos de la lucha armada. Como es sabido, un número de valiosos combatientes chilenos participaron en combates, tanto en Nicaragua como en El Salvador, dejando sus vidas en suelo centroamericano. El tema de la lucha armada, con todas sus complejidades, estaba en esos años muy presente en todas nuestras actividades y pensamientos. En cumplimiento de mis responsabilidades políticas me reuní con cada una de las células constituidas por nuestros oficiales. Para mí el tema fundamental era lo que estaba sucediendo en Chile en todos sus aspectos, los análisis y conclusiones que extraía nuestra dirección. Con profundo interés me reuní varias veces con los jóvenes que venían del interior por períodos cortos a aprender técnicas paramilitares. Estos últimos, al relatarme sus experiencias personales en Chile, me permitieron apreciar la

capacidad y arrojo de nuestros compañeros, de la variedad de formas de lucha y del estado de ánimo de las poblaciones populares. Sentía que la acción masiva y combativa con todos los medios necesarios, más una objetiva apreciación de las distintas fuerzas políticas y la unidad de la oposición democrática podían permitirnos avanzar hacia la liquidación de la tiranía. Pero pronto percibí que estaba surgiendo, dentro de algunos de nuestros cuadros militares una concepción política que me parecía errónea y peligrosa: La teoría de la subordinación de toda la actividad partidaria y de su entorno a la dirección militar, o sea la transferencia total de la dirección política a los dirigentes del aparato armado. Una vieja tesis de los años sesenta que se difundió en el continente como un dogma válido para todos los países y en todas las circunstancias, a partir de la acertada experiencia y dirección de la revolución cubana, pero cuya copia o calco condujo a trágicos errores y desastres en varios otros casos latinoamericanos. Circulaban rumores de una supuesta división que pronto estallaría dentro de nuestro Comité Central. Entre tales infundios se decía que “los viejos” – los responsables de la derrota y del Golpe - serían desplazados por los cuadros jóvenes preparados para la lucha armada. Por mi parte, pensaba que los jóvenes y valiosos profesionales que llevaban una década fuera del país, del cual se alejaron cuando eran niños o adolescentes, no habían tenido tiempo de asimilar el gran caudal de experiencias del actuar clandestino que desde los tiempos de la dictadura de Ibáñez había acumulado el PC. Ninguno de esos infundios irresponsables se materializó. En cambio se cometieron no pocos errores que eran previsibles, por las deficiencias anotadas. El Partido de Recabarren, de Corvalán, de Gladys y de Volodia se mantuvo fundamentalmente unido, a pesar de algunos desprendimientos que ocurrieron; por una parte de aquellos que nunca aceptaron las formas armadas de lucha; que además vieron en la crisis del mundo socialista la ocasión para abandonar sus ideales

revolucionarios y derivar hacia los partidos de la Concertación; y por parte de otros que cayeron en los dogmas de ultraizquierda o en el aventurerismo. La única división seria que se produjo fue en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, ocurrida cuatro años después de los acontecimientos que estoy relatando. Cuando lo supe, no me cupo duda que la causa de la separación y formación del Frente Autónomo, tenía su origen en las erróneas concepciones que se habían formado una parte de los cuadros militares, expresadas por ellos ya en 1983 y que tuve la oportunidad de conocer, criticar y advertir a nuestra dirección política. Rememorando aquellos dramáticos días de la crisis del FPMR, Gladys Marín llegó a esa misma conclusión: “La dirección política era la dirección militar. Esa era una diferencia que nos marcó. Ellos venían con esa concepción y por lo tanto, con una subestimación del Partido. Creían que lo militar estaba sobre lo político”. Yo creo que sus líderes principales llegaron con esa concepción. (Francisco Herreros. “Del Gobierno del Pueblo a la Rebelión Popular”, pág 544. Ed. Siglo XXI. 2003) El 11 de mayo de 1983 se efectúa la Primera Jornada de Protesta Nacional. “En ellas confluyen las más diversas capas y clases sociales, las diferentes corrientes políticas opositoras. Se produce el acuerdo consciente, la acción conjunta tras los mismos objetivos” (Cita de mi artículo ya mencionado) En ese texto destaqué el rol de la clase obrera, pues fue la Confederación de Trabajadores del Cobre quien lanzara la convocatoria, tras lo cual se había constituido el Comando Nacional de Trabajadores con su plataforma unitaria de nueve puntos, el sueño hecho realidad, por el cual fue asesinado Tucapel Jiménez. A partir de esa Primera Jornada, se llevaron a cabo varias más ese mismo año, casi una por mes, y numerosas otras en los años siguientes. En ellas se utilizaban las más diversas formas de resistencia: desde los alfileres con que las manifestantes se defendían de la policía, los miguelitos para obstruir el tránsito, los neumáticos incendiados para dificultar el paso de los carros represivos, las piedras, las bombas molotov, las armas de fuego para

impedir los allanamientos armados, hasta la planchatón, los cadenazos y los explosivos para cortar el suministro eléctrico. Tomaron forma acciones pacíficas masivas como el no pago de las cuentas de agua y otros servicios públicos, de las deudas hipotecarias, resistencia física de los agricultores pequeños y medianos a los remates de sus propiedades. La DC y otras agrupaciones impulsaron las tácticas de la desobediencia civil, el sitting, el no pago de impuestos. En el curso de 1983 surgieron nuevos grupos que públicamente exigían el fin de la dictadura, entre ellos el PRODEN, expresión de sectores de centro y de derecha. Se despejó el panorama en la izquierda aunque, por desgracia no se alcanzó la mayor amplitud unitaria. El segmento socialista representado por Altamirano y el llamado “de los suizos”, liderado por Lagos, se mantuvieron al margen del agrupamiento de izquierda y más tarde fueron acercándose a la dirigencia de la DC y a otras corrientes que propugnaban la salida pactada con la dictadura. El PC, junto al sector socialista encabezado por Clodomiro Almeyda junto con el MIR, constituyó el Movimiento Democrático Popular (MDP) que de inmediato atrajo el apoyo de los más decididos adversarios de la dictadura. En el exterior se resolvió reproducir esta alianza en todos los lugares donde fuera posible. Así constituimos, en una conferencia de prensa muy concurrida, el MDP en La Habana con la presencia de Almeyda que viajó desde Berlín para ese objeto, más el máximo dirigente del MIR que residía en Cuba y el que esto escribe, en representación del PC. Los medios de comunicación en Cuba informaban continuamente de los nuevos acontecimientos que ocurrían en Chile. Sin embargo, al conversar con funcionarios, dirigentes del PCC y ciudadanos comunes, tenía la impresión que la información captada no daba cuenta del proceso de rebelión masiva en desarrollo, o bien parecía tener más bien un carácter espontáneo y no consciente ni

organizado, o por último, aparecía liderado casi exclusivamente por los demócratas cristianos. En consecuencia, pedí a nuestra dirección en Moscú que me remitiera copias de los informes internos que llegaban desde Chile. En ellos se mostraba, casi región por región del país o zona por zona de Santiago, tanto los planes de la actividad que el PC realizaría en las Jornadas de Protesta, como los balances posteriores, destacando los aciertos, errores e insuficiencias. Estos documentos reservados fueron entregados al Departamento América del PCC con la petición de que llegaran al conocimiento de Fidel. Así se hizo. Más tarde recibí un escueto, pero sugerente comentario, de que “le habían interesado mucho”. Tiempo después, en mayo del 2001, el diario La Tercera publicó una serie especial de crónicas con el título “La Historia Inédita de los Años Verde Oliva”. Intenta ser la historia de la lucha armada contra la dictadura; hay, sin duda, una cantidad de material que relata hechos verídicos de conocimiento público, pero también se recogen como ciertos, supuestos acontecimientos o incidentes que son falsos y otros que no me constan. No obstante lo más importante es que el autor que firma toda la serie, Javier Ortega, manifiesta un sesgo marcadamente hostil a esa experiencia, magnificando rumores, insidias o conflictos internos suponiendo como causas ambiciones personales de poder y una lucha mezquina entre grupos, partidos y gobiernos involucrados. Naturalmente los ataques están centrados en Cuba, la RDA y la URSS. En el capítulo V de esta serie se relata un episodio que me involucra. “Testigos de esa época recuerdan un intercambio de ideas entre el ex-Ministro de Economía de Allende, José Cademartori, encargado del PC en La Habana y Salvador”. (Nota del autor: Sergio G. Apablaza, “Salvador”, fue uno de los primeros oficiales formados en las FAR, quien apareció uniformado en el Pleno del Comité Central de 1977, cuadrándose militarmente ante Luis Corvalán, reconociendo su subordinación al mando político. A la muerte de Pellegrín asumió la comandancia del Frente Autónomo, el sector

que se separó del FPMR) El relato continúa así: “El punto de debate era si el Ejército chileno era o no una institución fascista. Cademartori afirmó que ese término era sólo aplicable a sus altos mandos. Si sus mandos son fascistas toda la institución lo es pues cumple objetivos fascistas, fue la réplica de Salvador. Cademartori intentó argumentar mencionando el legado de generales como René Schneider y Carlos Prats. Sin embargo, el dirigente cubano Manuel Barbarroja Piñeiro, zanjó la disputa apoyando a Salvador.” El hecho fue real, pero la discusión fue más amplia e informal y en un clima amistoso. Se encontraba presente, entre otros, Américo Zorrilla. El informante del incidente fue, según el documento de La Tercera, Manuel Ernesto Contreras, que efectivamente venía de Chile por encargo de la dirección clandestina y se encontraba presente. Contreras es presentado en éste y otros reportajes como el autor intelectual de la rebelión popular, lo cual está lejos de la realidad. Recuerdo que él abandonó el Partido después que en 1990 presentó un proyecto de programa al Comité Central, donde proponía que el PC adoptara una línea socialdemócrata, la que naturalmente fue rechazada. Si bien la reunión de la Habana fue efectiva y la discrepancia de opiniones fue real, no tuvo ningún carácter oficial, ni menos definitorio. El PC cubano tuvo visiones divergentes con el PC chileno en diversas materias pero, según mi experiencia personal, nunca pretendió imponerlas y el trato fue siempre de mutuo respeto. Nuestra relación con los habaneros comunes fue siempre cordial. Naturalmente veíamos la subsistencia de prejuicios y defectos humanos que requieren tiempo para erradicarse. Por lo mismo me llamó la atención la cultura política que demostraban al analizar las noticias del ámbito internacional. Entre nuestras entretenciones solíamos concurrir periódicamente al cine a ver notables películas cubanas o bien leer obras de la literatura universal y propia o escuchar las magníficas orquestas que amenizaban bailes en plazas y calles.

En una ocasión, paseando por el Malecón me encontré con Sergio Molina, mi colega economista y ex Ministro de Frei que asistía a un encuentro internacional, quien me dio su visión de la política chilena. En otra oportunidad recibí el encargo de hablar con un fiel amigo de nuestra causa, Gabriel García Márquez, para invitarlo a una reunión solidaria en Finlandia, el que cumplí durante una recepción oficial y que aceptó después de consultar la fecha. Se rió de buena gana cuando le conté que había leído sus “Cien Años de Soledad” absorbido en largas sesiones, sentado en el trono del baño. Nuestra vida familiar en Cuba fue grata en muchos aspectos, pero sin privilegios ni ventajas especiales. Contaba a veces con un Lada un tanto destartalado que el Partido tenía a su disposición. Necesitaba un teléfono en casa, pues sólo podía acceder a uno de uso público, instalado en el primer piso del edificio, donde siempre había que hacer una pequeña cola. En aquel encuentro con Piñeiro y conocedor de su espíritu bromista que ya había apreciado durante la visita de Fidel a Chile, se lo solicité, pero dado los temas de conversación en que estábamos, en un aparte le expresé con cara muy seria que yo necesitaba “un arma” para mi trabajo. Me miró extrañado y cuando le expliqué de qué se trataba, comprendí que la broma no le había gustado. El tiro me salió por la culata. Nunca pude conseguir el dichoso teléfono en casa. La estadía en La Habana fue empañada por una grave enfermedad que afectó a mi mujer y por tanto a mí también. Xenia sufrió una pancreatitis y luego una infección generalizada del aparato digestivo que requirió cirugía, de la que surgieron complicaciones post operatorias y larga convalecencia. Esta se prolongó y continuó en Moscú, hasta su recuperación completa. Su hermana más cercana, Dinka, nos acompañó algún tiempo en La Habana. Ella, sin militancia política, pero muy solidaria con las víctimas de la tiranía, quedó enamorada de Cuba y los cubanos, de la vida sencilla, alegre y tranquila que allá se llevaba y formó amistades que perduraron en el tiempo.

Uno de los sucesos impactantes que tuvo lugar en ese período fue la invasión norteamericana a Granada. Nos enteramos del asesinato previo de Bishop el gobernante democrático que había encabezado la revolución. Entre los especialistas que concurrieron a colaborar en la nueva economía había también un chileno, un experto agrícola que estaba exilado en Europa cuando se ofreció a colaborar en Granada. El me contó detalles de su apasionante trabajo, del aprecio de los granadinos y de la masacre que había ocasionado la violenta invasión norteamericana. Vimos en la TV cubana escenas del combate y la defensa heroica con la que los obreros cubanos que construían el nuevo y vital aeropuerto de la pequeña isla, enfrentaron el ataque de los marines. Más tarde Fidel explicó al pueblo cubano detalladamente cómo había sido fatal la división y la traición que había sembrado en el gobierno granadino, un grupo del movimiento gobernante, bajo el ropaje de consignas de ultra izquierda. Antes de cumplirse el año, concluí que mi estancia en Cuba ya no era necesaria. Las complejidades que surgieron en mis funciones, el carácter, en buena medida, “diplomático” del cargo (asistencia a frecuentes actos oficiales, recepciones, etc) y las dificultades de información para seguir en detalle todos los aspectos de la crisis económica mundial y chilena, me convencieron de pedir mi relevo a Europa, desde donde podía hacer una labor más activa hacia los países capitalistas, pues la dictadura seguía empeñándose en conseguir aliados, mientras las internacionales socialcristiana y socialdemócratas trabajaban intensamente por aislar a los comunistas y llevar a la izquierda a la conciliación con la dictadura. Mi exilio, que creí entonces muy pronto llegaría a su término, todavía se prolongaría por cinco años más, los que viví entre la nostalgia y la esperanza.

LA RDA, BASE DE OPERACIONES

La vida en Leipzig A comienzos de 1984 nos estábamos mudando con mi mujer a la República Democrática Alemana, sin tener idea por cuánto tiempo sería. La Dirección Exterior había acogido mi solicitud de traslado y decidió, con la buena voluntad de los dueños de casa, proponerme como residencia la ciudad de Leipzig, a poco más de dos horas por tren o autopista de Berlín. Me había hecho el propósito de que ya no habría más cambios de residencia y que desde allí, saldría para Chile, cualesquiera fueran las condiciones que tuviera que cumplir. Después de ocho años de destierro, la nostalgia, la rebeldía, las ganas de volver a la patria se estaban convirtiendo en una obsesión. Pero había surgido un nuevo problema. Xenia había regresado a Santiago por segunda vez y ahora me acompañaba en Leipzig a disgusto porque sus preferencias eran muy marcadas por “lo latino” y añoraba tanto o más que yo a su Santiago querido y a su vasta familia entre ellos nuestro hijo Jan. En ese viaje tuvo la dolorosa misión de enterrar a su padre. En el cementerio, en medio de las ceremonias masónicas que se le brindaron a mi suegro por su alto rango, ella pronunció un discurso apasionado y sin tapujos contra la dictadura. Nos acordamos de este incidente, cuando vimos en una lista del Consulado pinochetista en Berlín Oeste que su nombre había sido incluido entre los chilenos y chilenas prohibidos de ingresar al territorio nacional. Fue un duro golpe. Con dificultades se sobrepuso y

lo soportó durante los tres años que duró este nuevo atropello. Felizmente se dieron otras circunstancias que nos brindaron gran consuelo y alegría. Habitábamos un apartamento en un barrio moderno en las afueras de la ciudad, en un tercer piso con ascensor, que antes había ocupado otra familia chilena recién retornada al país. Todos los edificios del barrio estaban dotados de calefacción centralizada, sin costo para sus habitantes. Gozábamos de una amplia vista hacia un enorme parque de grandes jardines y una extensa laguna, frecuentada por gansos, a los que íbamos con nuestros nietos y otros niños a lanzarles migas de pan y verlos volar en formación. Este extenso parque había sido construido sobre una mina de carbón clausurada. Rodeando la ciudad estaban los gartens, antigua institución alemana; eran pequeños lotes donde sus propietarios, trabajadores citadinos, pasaban fines de semana, cultivando hortalizas, frutas, huevos o criaban aves, para su consumo familiar o la venta a supermercados. No lejos se encontraban terrenos sembrados de maíz, pertenecientes a una cooperativa agrícola, donde íbamos a recoger los choclos, después de la cosecha, menospreciados en toda Europa como alimento humano. Nuestros muy educados vecinos nos saludaban cada vez que nos cruzábamos. Poca relación teníamos con ellos, quizás por la barrera del idioma, o por su carácter reservado, en contraste con la exuberancia de cubanos y venezolanos. A pocas cuadras se hallaba el Kaufhalle, supermercado cooperativo, una pastelería privada, escuelas y jardines infantiles. A la entrada del barrio se encontraba el terminal de

los tranvías, que llegaban y partían puntualmente a la hora señalada. Desde allí podía llegar a la Universidad en el centro de la ciudad en tres cuartos de hora o a una piscina pública temperada a unos diez minutos. Leipzig se encontraba a corta distancia de Dresde, la hermosa ciudad, destruida por las bombas anglo americanas y reconstruida con esmero por el régimen socialista. Mi hijo Andrés, graduado en la escuela de matemáticas de la Karl Marx Universität, había sido contratado por una empresa de maquinaria agrícola, con sede en Dresde. Formaba parte de una unidad encargada de diseñar una línea de ensamblaje automático. Se había casado con una historiadora y nos habían gratificado con una nieta, Francizka, que ya tenía algunos años. Por esa misma época nuestra hija Yanina se había trasladado desde Bogotá a Moscú, agraciada con una beca de la Universidad Lomonosov para un doctorado en lingüística. Su relación con Iván Vuskovic se había hecho estable y así tuvieron su primer hijo Dusan, poco tiempo después de Francizka. En suma en pocos meses nos rodeamos de dos nietos y dos hijos con sus parejas que nos alegraron la vida, los días y semanas que pasamos juntos. Nuestros consuegros alemanes residían en Fürstenwalde, una pequeña ciudad, sede de una importante guarnición militar. Con ellos tuvimos ocasionales pero gratos encuentros. Ella laboraba como secretaria en un hospital militar y él, mayor de ejército, en una unidad antiaérea de protección de las fronteras de la RDA, trabajo de gran tensión debido a frecuentes provocaciones de la aviación de la RFA.

En Leipzig vivía un reducido número de familias chilenas. Algunos habían venido a estudiar en los tiempos de la Unidad Popular. Después del Golpe no veían otra alternativa que quedarse. Otros tenían un motivo adicional pues se habían casado con ciudadanos o ciudadanas alemanas y contaban con hijos nacidos en el exilio. En nuestra pequeña comunidad cumplíamos unas modestas tareas de solidaridad. Mediante la venta de empanadas y hotdogs que tenían mucho éxito, (innovación ésta que los alemanes del este no consumían pese a su afición por las salchichas) hasta festivales de música chilena y latinoamericana, se reunían fondos y se informaba de la situación en Chile. Era notorio que en todos los sectores sociales, incluso en los grupos de iglesias cristianas protestantes que se movilizaban por temas como la paz o las luchas de liberación, nuestra causa era mirada con simpatía. El difícil idioma alemán Desde los tiempos de Dawson, empecé a estudiar la lengua de Goethe. Intuía que la iba necesitar en algún momento. En esos años de cárcel, me concentré en su intrincada gramática, practiqué con discos la pronunciación y diccionario en mano logré traducir textos de revistas o periódicos. Pero en Leipzig, las tareas políticas me impidieron seguir estudios sistemáticos. Además, mis anfitriones, colegas y nuevos amigos, todos querían practicar el español. Podía leer periódicos o comprender la radio, la TV, especialmente temas políticos y económicos y lo esencial de la conversación corriente. Xenia, en cambio, siguió un curso regular e intensivo con mucho empeño, porque “no podía soportar no

comprender” los diálogos, no elegir sus compras con palabras o no entender las teleseries y noticiarios de la TV. Pero nuestra falta de dominio nos jugó algunas malas pasadas. Cierta vez quisimos llevar a nuestros nietos a montar caballos, pero nos expresamos mal. En lugar ir a una cabalgata de ponies, fuimos a dar al hipódromo de la ciudad. Por lo demás, una grata sorpresa, pues no imaginábamos que las carreras y las apuestas funcionaran en un país socialista. Fui asignado al Departamento de Historia de la Universidad Karl Marx, dirigido por un respetado latinoamericanista, el doctor Manfred Kossok. Formé parte del Seminario Permanente de Estudios Contemporáneos sobre América Latina. El profesor Kossok me otorgó la mayor libertad sobre los temas a elegir. En mis archivos guardo quince trabajos sobre diversas materias escritos en el período 1984-88. Varios de ellos son borradores alusivos a temas programáticos para el futuro gobierno postpinochet; un proyecto de nuevo programa económico del PC; sobre la economía de una democracia avanzada, o las tareas de un gobierno provisional. Estos se presentaron a un par de seminarios internos de economistas y dirigentes del PC en el exilio. Otros, destinados a la polémica, aparecieron en nuestras publicaciones partidarias como la crítica al proyecto alternativo de la DC; o mi visión sobre los cambios en la estructura de clases bajo la dictadura. Algunos textos fueron traducidos al inglés y a otros idiomas y publicados en revistas extranjeras. Uno de estos trabajos tuvo curiosos comentarios.

Junto con Patricio Palma elaboramos una tesis sobre la Deuda Externa de Chile. Patricio trabajaba en el Seminario mencionado. Brillante ingeniero, Palma se hizo cargo del modelo econométrico que presentamos, también con la ayuda de mi hijo Andrés. Era la época en que hacían furor las primeras computadoras personales que constituyeron una revolución en el trabajo de los economistas. Patricio era uno de los pocos que las dominaba. Nuestro ensayo fue enviado a dos revistas de prestigio. En una de ellas, editada en Berlín, denominada Asien, Afrika, Lateinamerika, su redactor jefe contestó que no podría acogerlo porque los autores propiciábamos “el no pago de la deuda externa”, posición que la revista no compartía. En cambio, en la Universidad de Rostock no tuvieron reparo y lo editaron en una separata en español. Por su parte, la revista mexicana El Trimestre Económico nos comunicó que aceptaba su publicación, a pesar que nosotros argumentábamos a favor del pago, mientras la revista propiciaba “el no pago”.(NOTA José Cademartori y Patricio Palma. La impagable deuda externa de Chile: un examen cuantitativo, El Trimestre Económico, No 215 Julio-Septiembre, 1987, Fondo de Cultura Económica, México) Ambos editores habían mal interpretado el alcance de nuestra propuesta. La verdad es que nosotros proponíamos la suspensión unilateral de los pagos, hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para los intereses nacionales, tratando de obtener el máximo de concesiones de parte de nuestros acreedores. Es lo que habíamos logrado en el gobierno de Salvador Allende al renegociar los pasivos que heredamos, en tratativas con el Club de Paris, las que se prolongaron por más de un año. El

resultado fue muy favorable para Chile, pues alivió el déficit de nuestra balanza de pagos. Ocurrido el Golpe, la dictadura se benefició de nuestros resultados. El Lateinamerika Seminar me permitió concentrarme en el estudio de importantes procesos que estaban ocurriendo en Chile, nuestro continente y en el mundo. En Bolivia la larga dictadura de Banzer había sido desalojada y en su lugar era elegido un gobierno de centro izquierda. Después del triunfo de la revolución sandinista por la vía armada, cinco años más tarde, el presidente Ortega era confirmado en elecciones libres, con el apoyo del 67% de los votantes; en El Salvador la lucha armada ponía en jaque al régimen títere; en Honduras y Guatemala había resistencia a la intervención militar estadounidense. Reagan se había lanzado brutalmente contra los pueblos de Centroamérica y el Caribe, efectuando bombardeos a la población civil, como en Panamá o mediante la invasión militar armada contra la pequeña y desarmada isla de Granada. El oscuro panorama de Sudamérica de los setenta, dominado por regímenes militares o civiles, terroristas o represivos se estaba despejando. Y la crisis cíclica de turno, (1981-1985) disparada por las nuevas alzas del petróleo y de las tasas de interés, desencadenó fuertes recesiones económicas y climas generalizados de descontento y protestas en todos los países. Era “la década perdida”, como la llamó la Cepal. En 1983 la guerra de Las Malvinas reveló la incapacidad de la cúpula castrense argentina. La traición de Washington al apoyar la agresión británica y pisotear el Tratado de Río, reavivó los sentimientos antiimperialistas. Mientras la

solidaridad latinoamericana con Argentina era unánime, Pinochet y Matthei colaboraban en la sombra con los británicos. El pueblo argentino se sobrepuso y reconquistó la democracia, después de enormes sufrimientos. Se inició el enjuiciamiento a la Junta Militar. Al año siguiente tuvo lugar la caída de la dictadura en Uruguay. Y en 1985 en Brasil se restablecían los derechos civiles, luego de dos decenios de regímenes militares. Para los chilenos exilados estos acontecimientos fueron potentes inyecciones de optimismo. De inmediato se elaboraron planes para trasladar cuadros políticos residentes en el exterior e instalarlos en Argentina y Uruguay para ampliar los contactos con la resistencia interior. Liquidado el criminal Plan Cóndor, se estableció un corredor más seguro y un intercambio más continuo e intenso entre el exterior y el interior. Cobró nuevo impulso la campaña por el retorno al país por vías públicas y secretas. En la patria de San Martín encontramos activa solidaridad entre las decenas de miles de chilenos radicados y en todas las organizaciones de izquierda, desde el PC argentino que resurgió con fuerza hasta el Presidente Alfonsín y su partido, gran amigo de los radicales chilenos. Se efectuaron numerosas actividades contra el pinochetismo, desde mitines masivos en Buenos Aires y otras ciudades hasta los seminarios de Mendoza que permitieron el abrazo emocionado de cientos de chilenos, procedentes del país y del exterior. Los pinochetistas tomaron nota de los nuevos vientos que les anunciaban su próximo fin. Las movilizaciones opositoras adquirieron caracteres masivos en los años 1983, 1984 y

1985 hasta alcanzar un punto culminante a fines de 1986, aunque continuaron hasta la salida del dictador. Dentro de la Junta, Mattei pedía cambios. Stange y Merino se mostraban intranquilos. Personeros de la derecha que estuvieron entre los golpistas como Léniz, Zabala y Bulnes propusieron adelantar el cronograma “electoral” a condición de que la DC y sus nuevos aliados reconocieran la institucionalidad dictatorial y repudiaran toda acción unitaria con los comunistas. En Washington se analizaba la conveniencia de intervenir y se enviaban recados a la Junta para que la persecución se centrara en la izquierda rebelde y se permitiera el accionar de los opositores centristas y derechistas en pro de una transición pactada. Pinochet tenía la ambición de mantenerse ocho años más, confiando en ganar el plebiscito prometido para 1988. Con tal objeto modificó el gabinete y colocó al zorro neofascista, Onofre Jarpa. Nombró un nuevo equipo económico, (Collados-Escobar) crítico de los Chicago Boys, el cual adoptó algunas medidas paliativas con el fin de calmar la exasperación de medianos y pequeños empresarios. Jarpa ofrecía diálogo a los opositores de centro, combinado con fuertes presiones para separarlos de la oposición de izquierda. A la vez la Junta restableció el Estado de Sitio e intensificó la violencia en calles y poblaciones. Un ataque armado contra la Población La Victoria que se destacaba por su resistencia organizada, alcanzó al sacerdote francés André Jarlan, párroco de la población, acribillado por una ráfaga de metralleta de un cabo de carabineros. El crimen produjo conmoción internacional, pero ni aún así y después de tantos otros sacerdotes y obispos, víctimas de la dictadura, el

Vaticano definió su ambigua actitud hacia Pinochet. El dictador cerró y censuró publicaciones democráticas, relegó a cientos de opositores y amplió el número de los expulsados del país. En medio de este clima intimidante las luchas populares continuaron. Ejemplar fue la movilización de los universitarios exigiendo la destitución de los rectores militares y el restablecimiento de sus centros de alumnos y federaciones estudiantiles mediante elecciones libres. La Fech volvió a ser dirigida por la oposición democrática, con presencia de dirigentes elegidos de las JJ.CC. Más tarde los estudiantes de la U de Chile protagonizaron otra valerosa campaña hasta derribar a Federici, el rector civil pinochetista. Conocido oficialmente el número de los 4.900 chilenos impedidos de ingresar legalmente al país, se intensificó la movilización por el derecho a vivir en la patria. Nuestros familiares también se organizaron. Conocidos políticos e intelectuales expulsados emprendieron viaje, sin permiso previo, originando conflictos de la dictadura con las líneas aéreas internacionales y gobiernos vecinos, lo cual aumentaba el desprestigio externo del régimen. Entretanto en la oposición, dentro y fuera del país, se había iniciado un debate sobre el Chile post Pinochet. Un punto de partida fue el llamado Encuentro de Chantilly, realizado en Francia en Septiembre de 1982. Tuvo lugar en un clima en que sus asistentes todavía veían con pesimismo la lucha masiva contra la dictadura. Al Encuentro fueron invitados intelectuales provenientes del interior y de Europa, una corriente socialista, mapucista y de izquierda cristiana. La

izquierda comunista, socialista y mirista fue excluida. Las Actas de Chantilly, redactadas a modo de conclusiones por el Instituto Nuevo Chile de Rotterdam y la Asociación Aser de Paris, repudiaron el marxismo, incluso como método de análisis; descalificaron la planificación económica y la socialización de los medios de producción: Toda una renuncia a la perspectiva socialista y a una competencia democrática por el poder para el pueblo. (NOTA. En el Boletín del Exterior aparecieron análisis críticos de Chantilly, escritos por Claudio Gutiérrez, Hugo Fazio y Orlando Millas). Un año después de Chantilly se constituyó la Alianza Democrática integrada por el PDC, grupos socialistas encabezados por Altamirano, Briones y Núñez, radicales de Silva Cimma, liberales como Jaramillo y otros grupos) Casi de inmediato nace el MDP, formado por comunistas, almeydistas, un sector del Mapu OC y el Mir. Equidistante de ambas coaliciones se mantuvo por un tiempo el Bloque Socialista, liderado por Ricardo Lagos, corriente apodada “los suizos”, además de grupos mapucistas y de la izquierda cristiana. El Bloque terminó integrándose a la Alianza. De la lectura de los manifiestos fundacionales de la AD y el MDP se desprende que entre ellos había hasta ese momento coincidencias, pero con matices y no pocas diferencias estratégicas. La Alianza Democrática propiciaba la renuncia de Pinochet, (no el derrocamiento) la constitución de un gobierno provisional y la elección de una Asamblea Constituyente. Sobre estas bases, el PC se declaró dispuesto a confluir en un acuerdo y acción común de toda la oposición

democrática. Sin embargo, las presiones de la Dictadura, de la Derecha, de Washington y de las Internacionales socialdemócrata y socialcristiana condujeron a la AD, poco tiempo después, a renunciar a estas demandas y aceptar entrar a negociaciones con la dictadura. El Proyecto Alternativo de la DC En Enero de 1984 el diario La Tercera publicó un suplemento especial consistente en varios documentos que denominó el Proyecto Alternativo del PDC. Se trataba de materiales elaborados por profesionales, militantes y simpatizantes. No era un documento oficial del Partido, “sino bases de discusión para ser enriquecido por los diversos sectores sociales y políticos para llegar a un Gran Proyecto Nacional Democrático”. Se mencionó la existencia de 24 textos, pero sólo se publicó 13 de ellos. La coordinación estuvo a cargo de Eugenio Ortega y Sergio Molina. Me decidí a estudiarlo. La respuesta se publicó a fines del mismo año. (NOTA José Cademartori. El proyecto Alternativo de la Democracia Cristiana: Una crítica desde la izquierda. Boletín del Exterior No 68, NoviembreDiciembre 1984) Mis conclusiones se resumían así: 1) Hay un esfuerzo importante por caracterizar el desastre nacional a que ha conducido la dictadura 2) Se plantea el reemplazo de la Junta Militar por un Gobierno Provisional y el llamado a una Asamblea Constituyente que determine la futura institucionalidad democrática del país. 3) Se demanda la democratización del Poder Judicial. 4) Se propone “un área de propiedad pública” que incluya una parte del sistema financiero, servicios como electricidad, gas, teléfonos, la gran

minería del cobre y las telecomunicaciones, aunque se acepta asociaciones con el capital privado. 4) Se adoptan algunas demandas feministas y sobre la juventud las propuestas son muy generales. 5) Muestra diferentes enfoques sobre un mismo tema, inconsecuencias entre el diagnóstico y las propuestas concretas. 6) No hay pronunciamientos sobre la renovación de las FF.AA, el problema de los desaparecidos, el castigo a los culpables, sobre el control de la TV, devolución de radios, etc. 7) No se cuestiona la existencia de los grupos monopólicos aunque se condena la concentración abusiva de la propiedad 8) Se apoya suscribir un Pacto Social entre capital y trabajo, pero no contempla previamente eliminar la desigualdad de fuerzas establecida por la dictadura. 9) Se propone una línea de “amistad y lealtad” con EE.UU. No se censura las agresiones de Washington en Centroamérica y el Caribe. Tampoco condena su injerencia en el Golpe y su apoyo a la dictadura. 10) No hay reconocimiento explícito de los derechos de las minorías indígenas. Mirado a la distancia, este proyecto contenía importantes pronunciamientos coincidentes con la izquierda, como los puntos 1,2,3 y 4, pero a la vez serias falencias que le penaron a la DC durante los años que fue gobierno e influyeron en su decadencia. Poco tiempo después el programa DC fue modificado, desapareciendo casi todas sus propuestas rupturistas y aceptando planteamientos neoliberales, acordes con la institucionalidad pinochetista. Al poco tiempo de radicarnos en Leipzig, recibí una inesperada noticia: Josef Kempny, miembro del Buró Político

del gobernante Partido Comunista de Checoeslovaquia nos cursaba una invitación oficial a pasar una semana de descanso en su país. Al camarada Kempny lo conocí cuando visitó Chile en el verano de 1973. Me correspondió ser su anfitrión durante varios días en una gira por Tarapacá y Antofagasta, que recorrimos en automóvil, partiendo desde Arica, pasando por Iquique, Tocopilla, oficinas salitreras, Chuquicamata, Calama hasta Antofagasta. Tuvimos encuentros con alcaldes, intendentes, obreros fabriles, mineros, pescadores, pobladores, jóvenes, etc. En las largas horas que duraban los trayectos en el automóvil, conversamos mucho, con intérprete y a veces en inglés o francés. Así supe de su iniciación política en su país ocupado por los nazis durante la guerra, de su profesión de arquitecto y su dedicación posterior a los temas económicos, llegando a ser en ese momento el más alto responsable por la economía de su país. Me explicó la organización de su trabajo diario, los problemas del país y los objetivos de modernización en que estaban empeñados. Por mi parte, lo informé no sólo de los logros que obteníamos, sino que, descarnadamente, de las graves dificultades que enfrentábamos. Me confidenció que no le gustaban los viajes largos, que conocía muy poco de Europa Occidental y era la primera vez que cruzaba el Atlántico. Para él, Chile, su historia, el norte, la pampa, su gente, la tierra donde Recabarren había sembrado la semilla que ahora fructificaba, todo le era algo nuevo, dejándole una impresión tan fuerte como el paisaje del desierto y las montañas. Lo contagió el entusiasmo con que los allendistas, los trabajadores, los jóvenes asumían las tareas diarias, políticas y económicas y

no cesaba de elogiar lo que había visto y oído en cada encuentro. Al final de su gira nos dio una sorpresa: informó a nuestra dirección política que el PC checoeslovaco había decidido donarnos un avión ejecutivo, “para facilitar los contactos y el trabajo con las regiones extremas de un país tan largo como es Chile”. Era una donación significativa. Checoeslovaquia los fabricaba y exportaba con éxito en el mercado europeo. Después del Golpe, Kempny se había interesado por mi destino hasta saber que estaba a salvo y luego en el exilio. Cuando se enteró de mi llegada a Leipzig, cursó la invitación. Yo había estado en años previos varias veces en Praga, generalmente de paso hacia la URSS o al Lejano Oriente y cuando más por unos pocos días, esperando la conexión aérea. Ocurría lo mismo con otros miembros de los PC o de diversas organizaciones sociales, especialmente latinoamericanos o asiáticos que viajaban por vacaciones, enfermedades o reuniones políticas. Según un chistoso, en los años sesenta, en todos los vuelos internacionales siempre había un japonés, una monja y un comunista. Todos alojábamos en un antiguo y pequeño hotel en pleno centro de la capital, donde nos esperaba una atención esmerada y una deliciosa gastronomía. Sólo conocía los alrededores del hotel, los artísticos puentes sobre el río Moldava y uno que otro local de souvenirs. Ahora tenía la ocasión de conocer más la tierra de Julius Fusik, de Kafka, de Zatopek, país al que siempre había admirado, además por sus magníficas películas. Tuvimos a disposición un automóvil, chofer y un economista intérprete. Nada formal ni preparado. Nos deteníamos donde se nos ocurría. Recorrimos el país a todo

lo largo y llegamos hasta Bratislava, capital de Eslovaquia, próxima a la frontera con Austria. Una región era muy industrializada y la eslovaca más agreste y turística. En Praga visitamos el famoso cementerio judío. Xenia preguntó si se publicaban las obras de Kafka. Sí, estaban a la venta en librerías, pero en alemán, con la explicación de que era “la lengua que él siempre utilizó”. Además pidió conocer al “Niño Jesús de Praga”, para lo cual tuvimos que visitar varias iglesias abiertas y concurridas, hasta conseguir llevarle una imagen del Niño, a mi suegra, del cual era devota. El año 1985 se había iniciado en Chile con dramáticos acontecimientos. El 3 de Marzo estalló un terremoto en la zona central del país que afectó particularmente a Santiago y a los puertos de San Antonio y Valparaíso los que quedaron paralizados. Los barrios más antiguos de la capital sufrieron grandes destrucciones. Felizmente en nuestras familias no hubo desgracias. La tragedia damnificó a 200.000 hogares. Tres años después, los restos de escombros y casas semi destruidas aún quedaban en algunas calles. La indignación popular ya encendida por el Estado de Sitio, se multiplicó ante la indiferencia mostrada por el régimen que se negó a utilizar recursos extraordinarios para la ayuda humanitaria y la reconstrucción. “Asesino”, “que se vaya”, “no lo queremos aquí”, le gritaron a Pinochet en la Población San Joaquín, mientras les lanzaban piedras a los autos de la comitiva oficial. El 28 del mismo mes fueron secuestrados a plena luz del día José Manuel Parada y Manuel Guerrero, dos valerosos luchadores de nuestra causa. Horas más tarde sus cuerpos

degollados salvajemente junto al de Santiago Nattino, también artista comprometido, aparecieron en un despoblado cerca del aeropuerto de Pudahuel. La conmoción fue inmensa. 20.000 personas asistieron al funeral. Huelgas de hambre de los familiares, movilizaciones de exilados, protestas en todo el mundo. Los tres eran militantes comunistas, mientras otros asesinos se ensañaron con los miristas, los hermanos Vergara. Mientras el cínico Mendoza imputó los crímenes a un ajuste de cuentas, el siniestro Carvajal culpó al comunismo de Moscú. Finalmente la Justicia condenó a presidio perpetuo al Coronel de Carabineros Guillermo González Betancourt, a un sargento, dos cabos y a otros comprobados ejecutores del crimen. Quedó demostrado el carácter terrorista de la Dicomcar, por cuya responsabilidad y ante el fuerte descontento del cuerpo policial, Mendoza hubo de renunciar a la Dirección de Carabineros y a la Junta Militar. Fue penoso para mí y mi mujer, el caso de José Manuel. Era como si hubiera muerto el hijo de un familiar cercano, aunque apenas lo conocí cuando era adolescente. De Roberto, su padre, actor sobresaliente de famosas obras del teatro universal, fui su compañero de célula, en el Instituto de Teatro de la Universidad de Chile ITUCH, junto a otros destacados actores como Rubén Sotoconil y Domingo Piga. Su madre, María Maluenda, era mi colega de banca en la Cámara de Diputados. Ambos habían estado poco antes en nuestro hogar en Caracas. Cuando me hice cargo de un programa de breves comentarios radiales, mi primer texto fue una “carta abierta a

María y Roberto”, expresándoles nuestro dolor y cariño. En los siguientes, di cuenta de las repercusiones de este horrendo crimen. Una vez a la semana iba a los modernos estudios de radio Leipzig, con mi texto escrito a mano, de no más de dos páginas que yo mismo grababa en unos pocos minutos. Luego se transmitía por Radio Berlín Internacional. Conservo más de 180 de ellos, irradiados durante casi cuatro años. Naturalmente no se trataba de competir, sino complementar. El mundialmente famoso programa “Escucha Chile” emitido durante quince años desde las ondas de radio Moscú, iniciado por Volodia y José Miguel Varas, nuestros Premios Nacionales de Literatura, cumplió un papel histórico único, con la ayuda permanente de colaboradores soviéticos, convirtiéndose en un referente imperdible para los combatientes de la dictadura en todo el mundo. De visita en Moscú, fui varias veces uno de sus entrevistados. Radio Praga y Radio Berlín también hicieron notables aportes para difundir lo que pasaba en el país. Con razón, no pocas veces, el tirano y sus secuaces descargaban su furia contra esas emisoras por formar parte del “enemigo externo”. Por mi parte tuve evidencias de que no hablaba en vano. En giras por Canadá o Australia me encontré incluso con otros latinoamericanos que escuchaban los comentarios. Una sencilla auditora de Santiago, más que nada por su vínculo con familiares míos, cuando le preguntaban qué era lo que yo decía, lo resumía en esta frase: “Don Pepe dice que Pinochet va a caer pronto.

El retorno de nuestros activistas al país o su radicación en Argentina y Uruguay, dejó un vacío que, junto a otros, me tuve que asumir. Una de esas tareas fue integrar las delegaciones a la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y en la Asamblea General del mismo organismo. La primera se reunía en Ginebra, entre Febrero y Marzo y la segunda, en Nueva York entre Septiembre y Diciembre. Aunque el tratamiento del “caso de Chile” ya no tenía el protagonismo de los primeros años, no podíamos dejar de asistir a todas ellas, pues la dictadura y sus aliados, particularmente el gobierno de Reagan, estaban empeñados en terminar con las condenas al régimen y sacar a Chile de la agenda. Nuestras delegaciones estaban acreditadas bajo el amparo de “Chile Democrático”, órgano del exilio con sede en Roma. Podíamos asistir a sus sesiones, intervenir en algunas ocasiones y hablar con los representantes de todos los países. Contábamos con el respaldo de diversas ONGs de DD.HH, Movimiento por la Paz, Consejo Mundial de Iglesias y otras que a menudo nos cedían sus tiempos. Numerosos compatriotas, residentes en Ginebra o Nueva York, fueron valiosos colaboradores, proveyéndonos de alojamiento, transporte, traducción a varios idiomas, secretaría y asesoría técnica sobre el funcionamiento de ambas instancias. Debo mencionar particularmente el permanente apoyo prestado por Gloria Kirberg a todos quienes llegaban a Ginebra. La hija de nuestro inolvidable rector de la UTE conocía muy bien ambiente político y diplomático de la ciudad; y a Jaime Barrios, en Nueva York prometedor joven cineasta y fallecido prematuramente, rápido y certero en sus apreciaciones, cuya

esposa pertenecía a una familia muy relacionada en los ambientes sociales. De mis colegas de delegación recuerdo con agrado las numerosas ocasiones en que trabajamos con Hugo Miranda, mi compañero de prisión en Dawson y leal allendista, inteligente defensor de nuestras demandas en el ámbito internacional. Los diplomáticos mexicanos tenían instrucciones de ayudarnos en nuestras gestiones y lo hacían con gran dedicación e inteligencia, incluso en días y horas de descanso. Las propuestas de resoluciones eran elaboradas con nosotros, borrador tras borrador, y consultadas con los delegados de gobiernos amigos, entre ellos de Cuba, Suecia, Italia y otros que hacían sugerencias, sobre la base de las propuestas que redactábamos con los mexicanos. Ellos cumplieron un papel relevante en las discusiones con el Departamento de Estado que trataba de proteger a Pinochet, y en la gestación de los consensos para lograr las aplastantes condenas a la dictadura. Esta experiencia me reveló que en Latinoamérica, los diplomáticos mexicanos tenían un notable conocimiento de los entretelones de la política exterior, la idiosincrasia y maneras de actuar de los políticos estadounidenses. Una de mis primeras misiones fue concurrir a Ginebra a fines de Marzo del 85. En esa ocasión la Comisión de DD.HH, compuesta por una cuarentena de países, después de escuchar y debatir informes y testimonios, emitió una enérgica condena a la dictadura. El único que se opuso fue EE.UU. En Europa, Asia y Africa no consiguió ningún aliado.

Y en América Latina el solitario incondicional que le quedó fue Stroesner, el desgastado dictador paraguayo. En este primer viaje en tren para cruzar la frontera suiza, me recomendaron vestir lo más elegante posible y viajar en primera clase. Ocurría que las autoridades suizas de inmigración se habían puesto duras y entre los afectados estaban los chilenos, quienes ya no eran tan bienvenidos como antes. La policía revisaba cuidadosamente los papeles de los viajeros de segunda o tercera clase, pero tal como me lo habían advertido, cuando pasaron por mi lado en el compartimento de primera, sólo me saludaron respetuosamente, sin pedirme nada. En Diciembre de 1986 me encontraba en Nueva York como representante de Chile Democrático. Me crucé varias veces en los pasillos con el embajador de EE.UU. ante las NN.UU. Era el general Vernon Walters, vice-jefe de la CIA poco antes del Golpe. Se sabía que era amigo personal de Pinochet que se reunió secretamente con él en Panamá y al parecer facilitó el asesinato de Letelier. Un hombre muy alto, corpulento, aparentemente más apropiado para peleas de catch as catch can, que para sutilezas diplomáticas, a pesar de su fama de dominar siete idiomas. Por esos días, en el Capitolio ya se había constituido un alto número de demócratas y republicanos que se sentían molestos de tener como aliado a Pinochet; ya no les servía y, encabezados por el senador Edward Kennedy, propiciaban sanciones para obligarlo a aceptar la transición pactada. Supimos que hubo fuertes discusiones internas en Washington. En los mismos días Reagan presionaba a sus aliados en el Banco Mundial para

aprobar los préstamos urgentes que solicitaba Santiago. El general dijo en la Asamblea que la resolución de condena que se proponía no era equilibrada. Debía condenarse por igual a Pinochet y a “los terroristas de izquierda”. Los gobiernos europeos no quisieron diluir las culpas del tirano e intentaron que EE.UU. al menos se abstuviera en la votación. Se impuso la voluntad de Walters. Votó en contra de la Resolución y sufrió una humillación: sólo consiguió tres países que lo acompañaron. Alrededor de cien delegados condenaron a Pinochet. El New York Times le respondió a Walters: Su argumento es poco serio e inconsistente. Carece de autoridad moral cuando dice oponerse a todas las formas de terrorismo puesto que apoya con armas y financiamiento a la contra nicaragüense. Desde la pantalla de nuestro televisor en Leipzig, como casi cualquier ciudadano de la RDA, teníamos una ventana abierta al mundo. Podíamos seguir los cambios políticos que se operaban al otro lado del Muro. Tuve que cruzar la frontera en numerosas ocasiones por vía férrea, sin dificultades aduaneras o policiales para cumplir tareas políticas en Berlín Oeste, Frankfurt, Hamburgo y otras ciudades del oeste. Muchos “orientales” pensaban con toda razón que los chilenos éramos unos privilegiados porque podíamos ir y volver, visitar amigos y parientes y hacer compras de productos escasos o inexistentes en el lado oriental, lo cual les estaba limitado y generaba cierto resentimiento. El plátano se convirtió en un símbolo. Los chilenos los traían y aunque la fruta se importaba, al parecer en magnitud insuficiente para la demanda interna, los leipzigeanos protestaban que sólo llegaba hasta la capital.

Era evidente que la opinión pública de la RFA iba evolucionando hacia posiciones más democráticas y más críticas del pasado nazi, dejando atrás la era más autoritaria regida por el partido de Adenauer. Los gobiernos socialdemócratas de Willy Brandt y Helmut Schmidt habían hecho su aporte. La RDA alcanzaba cada vez mayor reconocimiento diplomático internacional. Las relaciones comerciales y políticas entre las dos Alemanias se intensificaban. Pese a que en los años en que Helmut Kohl en alianza con el partido del ultra derechista Joseph Strauss volvieron a Bonn, las concepciones democráticas y pacifistas continuaron desarrollándose, aunque con altibajos. Así se explica la aparición repentina de un documento oficial del partido de Kohl en Enero de 1986 acerca de los derechos humanos en Chile. El informe anotaba 1.099 atentados contra la vida, desde que estaba en vigor la “constitución” pinochetista. Al presentarlo, su Secretario General Heiner Geissler aseveró: “Las torturas, las detenciones indiscriminadas, las relegaciones y el exilio marcan la vida política diaria de Chile”. Exigió que fueran puestos en libertad la totalidad de los presos políticos, se aclarara el paradero de los desaparecidos y se disolviera la policía política. Se había producido un viraje. Las gestiones del ala derechista representada por Strauss para ayudar a Pinochet tenían cada vez menos acogida. En este cambio había ejercido su influencia el exilio chileno y latinoamericano que se hacía presente con su campaña de denuncias año tras año en todo el país. Las acusaciones del obispo Franz, las torturas a la profesora Beatriz Brickman, impactaban a los ciudadanos

corrientes. La popular revista “Don Reca” de los comunistas llegó a imprimir más de 70 ediciones en los siete años que se publicó y distribuyó en todo el país. Gran aporte hicieron las iglesias cristianas. La DC chilena, desde el momento en que viró su conducta desde el apoyo al golpe a la oposición a la dictadura influyó en la postura de Bonn. El tema de Chile empezó a aparecer con más frecuencia en los medios. La visita a Chile del Ministro de Trabajo Norbert Blüm y las duras denuncias que formuló en Santiago tuvieron fuerte repercusión mediática. La complicidad de Colonia Dignidad con la dictadura en el secuestro, torturas y asesinatos de prisioneros políticos comenzó a destaparse, provocando estupor e indignación en la opinión pública. La revista Der Spiegel reveló la conversación de Blum con Pinochet en la que éste justificó los crímenes de Hitler afirmando que el único error que cometió fue haber perdido la guerra. Los amigos de Pinochet pidieron la renuncia de Blüm pero Kohl, más dos de los tres partidos de la coalición gobernante y toda la oposición parlamentaria de socialdemócratas y verdes lo respaldaron. En Leipzig nos golpeó la increíble noticia del asesinato de Olaf Palme, el primer ministro de Suecia. Fue baleado, en Febrero de 1986, a la salida de un cine en Estocolmo, mientras paseaba en compañía de su esposa. Hasta ahora ha sido un crimen perfecto, a pesar de la fama de eficientes que tenían los servicios de seguridad suecos. Sus autores materiales y quienes lo urdieron permanecen en la sombra, desde hace 25 años, aunque todo apunta a una conspiración política, en la que hay huellas que llevan a Pinochet. El líder

socialdemócrata, estadista de categoría mundial, durante su largo mandato gubernamental llevó al pueblo sueco a uno de los mejores estándares de calidad de vida del mundo. Practicó la solidaridad con las naciones pobres y colocó a Suecia como el país con más alto nivel mundial de ayuda externa. Rechazó la agresión norteamericana en Vietnam y desplegó innumerables iniciativas pacifistas. Se opuso al bloqueo norteamericano a Cuba y fue un amigo de la revolución nicaragüense. El y su partido apoyaron, desde un principio con fidelidad a Allende y a la Unidad Popular y nos ayudaron a renegociar la deuda externa. Palme condenó el golpe del 11 de Septiembre y mandató a su embajador Eldestein a que abriera su embajada. Luego su patria recibió a uno de los mayores contingentes chilenos de perseguidos y refugiados. Después de él, su partido evolucionó gradualmente hacia la derecha. Los partidos derechistas volvieron al gobierno, después de decenios de estar en la oposición. Desde el asesinato de Palme, los ciudadanos suecos han perdido no pocas conquistas sociales. Vimos por televisión los impresionantes homenajes que se le rindieron en sus funerales. Era sabida su admiración por Violeta Parra. En la ceremonia una famosa cantante hizo una maravillosa interpretación a capella, en sueco, de “Gracias a la Vida”, ante el silencio conmovedor de millones de espectadores. A comienzos de 1986 me llegó un documento todavía reservado de la dirección del Partido para que yo manifestara mi aprobación o rechazo. La idea central era que el Partido considerara éste como “el año decisivo”. Se trataba de una

gran ofensiva nacional para derrocar a la dictadura. Se argumentaba sobre la existencia de condiciones favorables, internas y externas. Se adoptarían las medidas supremas para lograrlo. Le di mi aprobación con entusiasmo, pero no estaba tan convencido que existían las condiciones necesarias para lograrlo. En todo caso había que intentarlo. Teníamos todo un año por delante y las cosas podían cambiar en cuestión de meses. Mis dudas provenían de cartas del interior, de las noticias periodísticas, de los relatos que algunos viajeros traían desde Chile y de las respuestas a mis preguntas. También eran preocupantes las presiones norteamericanas y europeas y las vacilaciones de los partidos centristas, a los que se sumaba una parte influyente de socialistas, partidarios de alinearse con la centroderecha. El MDP estaba acrecentando su influencia, pero la DC y la Alianza Democrática tenían también la suya en sindicatos, gremios y estudiantes. Sobre la insurrección nacional había un inédito y reservado debate en la dirigencia del PC. Por mi parte, hice un estudio de las reflexiones de Lenin sobre el tema, texto que envié a la dirección del P. donde destaqué la importancia decisiva que atribuía a contar con una clara mayoría dentro de los soviet, en las clases populares (obreros, campesinos, etc) incluso entre los soldados organizados, dispuesta a seguir a los bolcheviques, proceso que sólo se produjo a partir de Julio de 1917, como lo explica brillantemente Trotski en su historia de la revolución rusa. La dirección del PSUA (el partido socialista unificado de Alemania que gobernaba en compañía de otros dos partidos

menores) me pidió dar algunas charlas principalmente en las escuelas políticas del partido y la juventud. Realicé una gira por unas cuantas ciudades cumpliendo este encargo. El recorrido por la zona más industrializada me permitió comprobar el serio problema de contaminación ambiental que se había generado, especialmente donde estaba instalada la industria química pesada. En Leipzig pasamos jornadas en que el cielo estaba oscuro en pleno día y el olor de los contaminantes era notorio. Había que mantenerse en casa. Se estaba pagando un alto precio por esta industrialización de los años cincuenta y sesenta, cuando en el mundo no había conciencia de sus daños al medio ambiente y a la salud. La conciencia pública de las limitaciones ecológicas, la necesidad de reestructurar las bases energéticas, basadas en el carbón, no estuvieron a la orden del día en los países socialistas del este, sino recién en los años ochenta, aunque en otros aspectos, como el tratamiento y el reciclaje de los residuos, la RDA había avanzado. En la gira pude darme cuenta del gran interés que despertaba nuevamente Chile, a raíz de la intensificación y masividad de la resistencia y por los vientos democráticos que soplaban en el continente. Como testimonio de esa gira guardé las más repetidas preguntas que me hacían los estudiantes. Algunas demostraban conocimiento de la situación, pero querían saber más. Otras denotaban un entendimiento más superficial o desconocimiento práctico de la lucha en países capitalistas. Les interesaba saber más del comportamiento de la Iglesia Católica y otros agregaban cómo se llevaba a la práctica en Chile la Teología de la Liberación. ¿Qué era de Gladys Marín,

conocida y admirada en el Festival de la Juventud de Berlín en 1973? Cómo se explica la brutalidad militar contra el pueblo, ¿acaso no vienen del pueblo? Sobre el PC preguntaban cómo organizábamos la coordinación interiorexterior y la del Partido con la Juventud, cómo desde el exilio podíamos influir dentro del país y cómo se las arreglaban quienes regresaban. Había también preguntas sobre el trabajo clandestino y no pocas sobre el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Una de estas charlas se realizó en un hospital de Leipzig, al término de la jornada laboral. Había médicos y enfermeras. Un cierto número de los asistentes se había quedado dormido, quizás por el cansancio o el poco interés que despertaba el tema o el expositor. Leipzig y sus alrededores reunían medio millón de habitantes. Es conocido su largo historial de progreso material y cultural desde la temprana edad media. Situada en el cruce de caminos entre este y oeste, norte y sur, conservó en el régimen socialista la sede de una gran feria internacional, donde nuestros jóvenes compatriotas obtenían sus buenas divisas trabajando en los stands. Su estación ferroviaria tenía un gran número de andenes, una de las más amplias de Europa. Leipzig era una de las capitales de la música alemana, donde vivió y trabajó J. Sebastian Bach, como organista de la iglesia San Nicolás la que aún se mantenía abierta para la realización de conciertos. Entre las nuevas imponentes edificaciones de la era comunista en Leipzig se contaban los nuevos barrios de modernas viviendas y amplios servicios, sus numerosos parques de recreación, la imponente sede central de la Universidad Karl Marx y la Gewandhaus, de acústica muy elogiada, donde ejercía Kurt

Massud, director de prestigio mundial. El Festival Internacional de Cine Documental era muy concurrido. Su completo y variado Zoológico y su Centro Antiguo, con una cantidad de salas de té y pequeños negocios privados que vendían condimentos de todo el mundo, atraían a los turistas. Una vez visité el tribunal donde se efectuó el histórico juicio de los nazis contra Dimitrov en el que el líder búlgaro desenmascaró a Goebbels. Mientras viví en Leipzig nunca percibí manifestaciones contra el régimen de Honecker, pero tampoco expresiones entusiastas de apoyo, salvo durante los desfiles del Primero de Mayo. Lo que sí pude captar es que la Perestroika iniciada en 1985, había producido entre militantes del PSUA cierta agitación y discusiones, con una tendencia a criticar deficiencias y demandar reformas de diversa naturaleza, pero en ningún caso, de carácter pro capitalista. Un año después de mi partida y en el contexto internacional creado por el sorprendente giro ideológico de Gorbachov, fue en Leipzig y a partir de “oraciones por la paz” en centros religiosos, donde comenzaron las primeras y famosas marchas callejeras “Wir sind der Volk”. (Nosotros somos el pueblo) que desembocaron, sin que lo quisiera la mayoría de sus manifestantes y dirigentes, en la liquidación de la RDA y su anexión a la RFA. Repasando mis comentarios radiales de 1985 y comienzos de 1986, constato que en Chile crecía semana a semana las protestas de los más diversos sectores sociales. Era un desafío inaudito. La gente ya no le tenía miedo al tirano pese a las violentas represiones, los crímenes y la impunidad que

le daba el poder judicial. El Acuerdo para la Transición Democrática propiciado por un sector de la Derecha para negociar con Pinochet una salida pactada por intermedio del Cardenal Fresno, había fracasado. El dictador la desahució terminantemente, hasta con burlas. La DC y sus aliados concluyeron que no había más que impulsar con más decisión la movilización social. Pero algunos políticos la concebían sólo como arma de presión para llevar a Pinochet de nuevo a las negociaciones. Entonces surgió “la mesa política privada” a la que concurrieron el PC, la DC y demás integrantes de la Alianza Democrática y del MDP. Allí se respaldó el acuerdo para la constitución de la Asamblea de la Civilidad, la más amplia convergencia social y política constituida en el país, desde el Golpe. En mi comentario radial del 14 de Abril de 1986 saludé el consenso político logrado para la creación de la Asamblea y otros procesos unitarios a nivel de base, como pasos positivos del movimiento hacia el derrocamiento de la tiranía. La A.de la C. se instala el 26 de Abril. El 12 de Mayo hablé de la importancia de la Asamblea, del gran número y variedad de organizaciones incorporadas, (alrededor de dos millones y medio de personas representadas) y de su manifiesto unitario, denominado La Demanda de Chile. En las semanas siguientes mis audiciones se refirieron a las razzias contra las poblaciones populares; la respuesta de sus habitantes; las nuevas formas de desobediencia civil y de resistencia de múltiples y originales características y al clima ascendente que culminó en el Paro Nacional del 2 y 3 de Julio.

La paralización del país en esos días fue contundente, la mayor demostración de repudio a la dictadura hasta ese momento. Mi audición del 7 de Julio así lo consignó. Las cadenas internacionales de TV mostraban calles vacías, carreteras solitarias, tiendas cerradas, fábricas paralizadas; se veía a los “carapintadas” armados hasta los dientes, golpeando, arrastrando, disparando. Patrullas de la CNI en autos sin patentes matando e hiriendo a mansalva. Mediante el trabajo organizado del exilio y amigos solidarios se logró que en 32 países (18 europeos y 14 americanos) hubiera protestas antipinochetistas. El Parlamento Europeo pidió la adopción de sanciones. El Washington Post acusó a Pinochet de terrorista. El New York Times lo hizo responsable de impedir la transición pacífica. ¿Porqué, entonces, cuando era evidente que el camino más seguro para liquidar la dictadura ya estaba en marcha en el que la unidad de la oposición era clave, cuando había un acuerdo político y un programa base para un gobierno democrático provisional, justo en esos momentos, la DC y la centro derecha rompen los acuerdos alcanzados, se retiran de la mesa política privada, desautorizan a la A. de la C, lanzan ataques al MDP y al PC y retoman la negociación con un tirano que se tambalea? La injerencia de Washington en nuestros asuntos internos se intensificó a fines del 85, con la desusada presencia en Santiago del subsecretario de estado, Langhorne Motley. Relaté sus pasos en una de mis audiciones. Motley no formuló ninguna condena o crítica a la dictadura, ni por sus crímenes más salvajes ni por las violaciones sistemáticas a

los DD.HH. A la oposición de centro la instó a aceptar la institucionalidad pinochetista y romper los entendimientos con el MDP, a cambio de apoyar su eventual acceso posterior al poder. A Pinochet le demandó reponer la línea neoliberal más dura, a cambio de nuevos préstamos. Tal fue el antecedente directo del siguiente gabinete García-Cuadra-Buchi. Ahora hay que recordar que el 13 de Julio del 86, días después del Gran Paro, arribó al país el siguiente subsecretario, Robert Gelbard. Este fue más explícito: “Aquéllos que otorgan legitimidad a los comunistas y otros extremistas no están contribuyendo a un Chile estable y democrático”. Y añadió que en los próximos meses EE.UU observaría “con gran interés” los acontecimientos en Chile. Una amenazante notificación de la actitud que tomaría Washington si los acontecimientos salían del cauce por ellos deseado. Clara censura a la mesa política privada y a la unidad en torno a la A de la C. (NOTA: Francisco Herreros. Del Gobierno del Pueblo a la Rebelión Popular, pág. 475. Ed. Siglo XXI, Santiago, 2003) Aunque haya pasado un cuarto de siglo de estos acontecimientos, es importante reconstituir la secuencia de los hechos del mes decisivo. El Mercurio informó que Gelbard había criticado a Gabriel Valdés en una reunión con los firmantes del Acuerdo Nacional, por su “indefinición” respecto a los comunistas y se habría alarmado cuando escuchó a Jaime Castillo Velasco defender la unidad de acción en las universidades y en las movilizaciones sociales. (NOTA: Francisco Herreros, op cit, pág 476) Los representantes de la DC en el comité Político, Claudio Huepe y Ruiz di Giorgio

trabajaban sinceramente por la unidad. Pero en la DC había otros personeros que pugnaban abiertamente por la salida negociada con Pinochet y con la derecha, querían desahuciar la movilización masiva, cancelar la acción común con el MDP y excluir a los comunistas del frente único opositor. Dirigentes como Juan Hamilton, Andrés Zaldívar y Edgardo Boeninger ponían vetos y obstáculos a la unidad de las fuerzas democráticas. Gutenberg Martínez, vicepresidente del Partido, reiteraba que la DC no subscribiría pactos ni alianzas con el PC. Dos días después, el 20 de Julio, él en persona anunció el retiro de la DC del Comité Político. Tal fue la sentencia de muerte de la Asamblea de la Civilidad. En todo caso, las movilizaciones y acciones de resistencia continuaron bajo diferentes referentes sociales y políticos. De las numerosas consecuencias que tuvo en el mundo el Paro del 2 y 3 de Julio, una de las que le costó caro a la tiranía fue el crimen de Rodrigo De Negri. A ello contribuyó la salida al exterior de su acompañante, la joven Carmen Gloria Quintana, quien sobrevivió, semiquemada por la misma patrulla militar. Chile estuvo en las portadas. Cientos de periódicos en EE.UU reprodujeron el reportaje de la A.P. según el cual las Jornadas de Julio habían sido un éxito mientras Pinochet había fracasado en impedirlo. Gran impacto tuvo la comparecencia en la TV norteamericana de Verónica de Negri, madre de Rodrigo, residente en Washington, quien denunció el crimen. El dictador furioso por el despliege noticioso intentó una querella judicial contra la prensa norteamericana por 500 millones de dólares. Tuvo que retirarla. En defensa de Pinochet salió el cavernario senador republicano Jesse Helms quien cosechó una ola nacional de

repudio. Hasta el FBI lo acusó de entregar información secreta a Pinochet sobre medidas que Washington preparaba en su contra. El influyente Christian Science Monitor opinó: “El gobierno de los EE.UU. debe dejar de apoyar a Pinochet. Hay que congelarle los préstamos.” El New York Times lo comparó con Luis XV afirmando que sus ambiciones alentaban el diluvio revolucionario. En medio de su peregrinaje por muchos países donde develó los horrores de la dictadura, Carmen Gloria aceptó ir a Ginebra a presentar su testimonio ante la Comisión de DD.HH. de las NN.UU. Fue en Marzo de 1987. La acompañé durante su comparecencia pública. En un principio los cientos de asistentes parecían no prestarle mayor atención. Repentinamente todos se pusieron los auriculares. Pero a medida que hablaba y observando su rostro quemado, todo el mundo se paralizó. Con su relato pausado, sencillo y dramático la asistencia quedó impactada. No sólo reveló la brutalidad de la patrulla pinochetista, sino las falsedades de los funcionarios y la complicidad de los órganos judiciales. Al terminar, el silencio invadió la sala, nadie se movía. Luego estallaron los aplausos. Los delegados se le acercaban, la abrazaban, la besaban. Los fogonazos no paraban. La Comisión entera la respaldó. Los 43 países miembros condenaron a Pinochet, le exigieron poner fin a los crímenes y restablecer los derechos y libertades de los chilenos. En la primera semana de Septiembre de 1986 tuvo lugar la Octava Conferencia Cumbre de los Países No Alineados. Se efectuó en Harare, capital de Zimbawe y a ella asistieron más de 40 Jefes de Estado o de Gobierno y delegados de 101

países. La casi totalidad provenía de Africa, Asia, América Latina, el Caribe y Medio Oriente. Unos mil periodistas cubrieron el evento. Entre las personalidades que atraían la atención de los asistentes estaba Gadhafi, constantemente rodeado de su peculiar guardia de jovencitas con las armas en la mano; Fidel Castro; el Primer Ministro de la India, Ghandi, el tercer miembro de la dinastía y firme sostenedor del Movimiento; entre los nuevos miembros estaban el Presidente Alfonsín de Argentina y Alan García de Perú. Debido a gestiones personales de Fidel Castro, fue invitada una delegación del MDP en el exilio que integré junto con la ex senadora socialista María Elena Carrera. Pudimos asistir a todas las reuniones plenarias con jefes de estado y compartir con los delegados. Era la primera vez que me dirigía hacia un país africano. Desde la ventanilla del avión veía los manchones de selva oscura, los grandes lagos, las montañas nevadas. Pero lo que más me sorprendió fueron las inmensas sabanas semidesiertas de la zona central del continente, consecuencias de la erosión, las sequías, la deforestación, los derrames de las instalaciones petrolíferas y los relaves de las mineras. Zimbawe, de un clima templado y poseedor de abundantes riquezas naturales, recién se había liberado luego de una épica lucha armada contra el imperio británico. Sus colonos ingleses todavía ocupaban vastas y ricas tierras, mientras los campesinos africanos eran marginados. Harare era una ciudad de notorios contrastes, entre urbe moderna y vastos barrios de pobreza. Caminar por las calles céntricas entre la multitud de africanos me recordó la misma sensación de bicho raro que sentí la primera vez que estuve en China.

Recorrimos plazas y mercados, vimos la rica gama de colores en los trajes y originales diseños de artesanías y esculturas de madera y mármol. La música y sus ritmos alegraban el ambiente. Me sorprendió ver el difundido uso de la marimba, tan popular en Nicaragua. Pensaba que era de origen centroamericano, pero quizás había sido llevada por los esclavos negros a América. Visité la Facultad de Economía de la Universidad de Harare donde ejercían docencia varios economistas europeos. (Más tarde supe que entre ellos profesó Giovanni Arrighi, autor de novedosos estudios sobre economía mundial) El anfitrión, el Presidente Mugabe, señalado como simpatizante maoísta, se reveló en esa Conferencia como un hábil estadista que supo armonizar las variadas corrientes y tendencias ideológicas, políticas y religiosas presentes, para lograr importantes acuerdos. Uno de ellos fue la declaración sobre Chile, unánimemente aprobada por todos los gobiernos asistentes. A pesar de los trece años transcurridos desde el Golpe y de varias otras reuniones cumbres, era la primera vez que Los no Alineados emitían un pronunciamiento sobre nuestro país. Condenaban los crímenes de la dictadura; saludaban el avance en la unidad de las fuerzas democráticas, expresaban satisfacción por la intensificación de la lucha contra la tiranía y esperaban que Chile volviera al Movimiento de Los No Alineados al cual se había integrado el gobierno de Allende. Además de Fidel que destacó nuestra presencia en la Asamblea, los presidentes Ortega de Nicaragua y Zamora Machel de Mozambique se refirieron a nuestra causa. Los diesisiete gobiernos latinoamericanos asistentes, un número record, patrocinaron la declaración.

Tuvimos la ocasión de conversar con muchos asistentes. Hicimos un particular empeño por contactar a delegados africanos con los que no teníamos ninguna relación previa. Varios de ellos se quejaron de que los chilenos les daban muy poca solidaridad a los pueblos africanos en sus luchas independentistas, o se mostraban ajenos o indiferentes a sus problemas. De Chile sabían poco o nada. Algunos fueron muy francos. Sólo por gratitud a Cuba y a su pedido nos apoyaban. Era un justo reclamo, confirmado por una chilena conocedora del continente, residente en Harare y esposa de un diplomático español. La importancia del grupo africano en las decisiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en ese tiempo constituido por unos cincuenta países, era decisiva para muchos asuntos, pues casi siempre votaban unidos. Recuerdo el contacto con los delegados de Sudán. Ellos representaban al nuevo gobierno que sustituía a la dictadura del general Numeiri, aferrado al poder diez y seis años, quien era el único gobierno africano que apoyaba a Pinochet. Ahora los flamantes delegados democráticos nos aseguraron que el nuevo gobierno lo repudiaría. Y así lo hicieron en la Asamblea General de ese año. Una de las delegaciones más notorias por su número, sus manifestaciones de alegría, baile y canto era la del Congreso Nacional Africano (CNA) que se enfrentaba con todos los medios de lucha contra el régimen del Apharteid. Trabé amistad con un dirigente del Partido Comunista Sudafricano. El seguía de cerca nuestra resistencia en Chile. La mañana que abordamos el avión de regreso, lo veo subir a la cabina y con una ancha sonrisa se me acerca para decirme que acababa de escuchar por radio que Pinochet había sido

herido en un atentado. Qué notición. Pero no había más informaciones. Es cierto que el hecho no me sorprendía. Sabía que el FPMR con nuestro apoyo decidido se preparaba para ajusticiar al tirano. Pero en las largas horas que duró el vuelo hasta Moscú y sin nuevas noticias, no paraba de darle vueltas a las posibilidades de que otros hubieran sido los autores. Podía ser un grupo militar disidente de la dictadura, o elementos mercenarios de los servicios secretos norteamericanos. Pensaba que de morir el sátrapa, la dictadura se derrumbaría y se abriría un escenario muy favorable para la democracia. El intento de tiranicidio en el Cajón del Maipo desató una ola de comentarios, pronunciamientos y análisis de las cancillerías, de la prensa internacional, de los partidos políticos. Una parte menor del exilio consideró el intento, inoportuno y contraproducente. Los personeros de estos grupos decían esto en público, pero en privado, lamentaban que el ataque no hubiera tenido éxito. No faltaban los elogios a la capacidad y la audacia del Frente y a la forma en que el comando había salido ileso. En los foros públicos que me correspondió asistir en los meses y años siguientes tuve que responder a veladas o abiertas críticas a la política de rebelión popular. Desde Washington había una campaña sostenida por condenar al FPMR acusándolo de organización terrorista. A la vez, hubo respetables comentaristas que apoyaron el atentado. En Italia, por ejemplo, Massimo Cacciari en el Corriere de la Sera, Rossana Rosanda del Manifesto y Paolo Flores de Panorama lo consideraron “legítimo”. Este último lo dijo

abiertamente: “Yo hubiera brindado si el atentado hubiera tenido éxito”. Y agregó: “Toda la razón la tienen los rodriguistas. La desaparición de Pinochet debe acelerar o precipitar la crisis de la dictadura”. Por su parte, el catedrático español, Gregorio Peces Barba afirmó: “Cuando se han agotado los métodos pacíficos, es lícito matar al tirano”. En este debate se recordó que destacados escritores, nada de revolucionarios, como Albert Camus e Italo Calvino tomaron las armas para combatir al fascismo. En Alemania Federal se recordó el atentado contra Hitler, organizado por jefes militares, aristócratas e intelectuales, acto que se conmemora continuamente como de gran significación democrática. Una vez repuesto del pánico que sufrió por el ataque armado del FPMR, el sátrapa desató una orgía de sangre. Se sentía fortalecido por el fracaso de la emboscada, por la división de la oposición promovida por la centroderecha y el descubrimiento del desembarque de armas en Chañaral. En las semanas y meses siguientes, en mis audiciones di cuenta del asesinato del periodista y dirigente del MIR, José Carrasco y de otros cuatro opositores, como parte de una oleada de detenciones masivas, arresto de dirigentes políticos de la AD y el MDP y de las organizaciones estudiantiles y de pobladores y expulsión del país de sacerdotes defensores de los derechos humanos. Victor Díaz, hijo del desaparecido dirigente comunista y otros cuarenta acusados eran incomunicados y sometidos a salvajes torturas. Los corruptos tribunales militares los amenazaban de fusilamiento. Fueron censuradas o cerradas la prensa y radios opositoras. Proliferaban las amenazas de muerte e intentos de secuestro, todo al amparo del Estado de Sitio,

implantado una vez más. Mientras la centroderecha continuaba intentando el diálogo con la dictadura, la oposición popular no descansaba. Los funerales de las víctimas se convirtieron en masivas manifestaciones; en los barrios obreros había velatorios, marchas, mitines. La estancia del tirano en Punta Arenas fue recibida con sabotajes a la red eléctrica. Sentí mucho el asesinato de José Carrasco. Nos habíamos hecho amigos, durante nuestra prisión en Ritoque. Su pareja y mi mujer compartían labores de solidaridad. Luego reanudamos nuestra amistad en Caracas, hasta que él volvió a Chile y se integró por el MIR al MDP. El y otros jóvenes miristas como César Neghme, a quien aprecié en Santiago a mi regreso y también asesinado por los esbirros del régimen, representaban una corriente honesta y de sincero entendimiento con el PC, después de años de disputas. La violenta contraofensiva de Pinochet no duró mucho. Pronto tuvo que retroceder, ante el repudio nacional e internacional. Fueron puestos en libertad los dirigentes políticos, se levantó el estado de sitio en varias ciudades, los medios de prensa opositores recobraron su función. A fines del 86 comenté en la radio que se había levantado la prohibición de ingreso al país de 200 exilados y se anunciaba una segunda lista para noviembre de otros 200 nombres. Sin esperar esta “autorización” ingresaron clandestinamente varios líderes populares. Luego, una vez dentro del país aparecieron públicamente causando gran revuelo. Julieta Campusano, Mireya Baltra y Clodomiro Almeyda fueron detenidos y relegados a distintos poblados, mas pronto fueron

liberados. Es cierto que importantes políticos del interior y de diversos gobiernos exigían el fin de esta sanción odiosa. Hasta Juan Pablo II había dicho que el exilio era “una muerte en vida”. La prensa informó que había puesto como condición para su visita a Chile, terminar con las prohibiciones y la autorización parcial se presentó como un gesto amistoso al Papa. Pero, la campaña por el retorno que inició el PC y otros sectores de izquierda con variadas iniciativas audaces amenazaba con desbordar a la dictadura. Las listas de los autorizados se sucedieron durante 1987 a cuentagotas. Fuimos al Consulado de Chile en Berlín Occidental a verificarlo. En una de ellas apareció Xenia, lo que nos alegró inmensamente a familiares y amigos. Estuve de acuerdo con su decisión de volver lo antes posible, sin esperarme. Yo tenía el pálpito de que sería uno de los últimos en ser autorizado, tal como había ocurrido desde la prisión de Tres Alamos. Estuvimos separados durante un año, hasta que nos volvimos a encontrar en Buenos Aires, en vísperas del Plebiscito. La consigna “Juan Pablo Hermano, llévate al tirano” se hizo muy popular durante la tumultuosa estancia del Papa en Chile. La personalidad y el rol político de Wotjila seguirá siendo un tema muy debatible en todos los círculos. Cuando se anunció su visita a Chile, país que parece haberle interesado mucho, a los comunistas se nos planteó un problema difícil. ¿Cómo debíamos tratarlo? Era clara su visión contradictoria de los más candentes temas políticos del momento. Sabíamos de su reprimenda pública al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal por su militancia con

los sandinistas, la fotografía recorrió el mundo. No ignorábamos su dogmático rechazo a la teología de la liberación, en la cual muchos cristianos se inspiraban para defender los derechos humanos pisoteados por las dictaduras. Éramos testigos de su alianza con Reagan, para derribar el sistema socialista establecido en Polonia, utilizando a Lech Walesa como supuesto defensor de los obreros polacos, quien terminó convertido en instrumento de la restauración capitalista en el país. También estábamos conscientes de su favoritismo hacia las congregaciones más retrógradas, como el Opus Dei y Los Legionarios de Cristo, cuyos corruptos líderes, eran protegidos en Roma; se le reprochaba su silencio ante los crímenes más aberrantes de Pinochet, siendo notorio el giro conservador que le estaba imprimiendo a la Iglesia Católica, en contra de la modernización del Vaticano II. Al mismo tiempo, conocíamos sus pronunciamientos generales en favor de la paz y de los derechos humanos, en contra de las dictaduras, en pro de las demandas de los trabajadores y de los pueblos colonizados. Su actuación como mediador en la cuasi guerra con Argentina fue positiva, pero desaprovechó o no quiso presionar para que ambas regímenes militares abrieran espacios a la democracia. La actitud adoptada por el PC en este dilema resultó plenamente acertada. Se resolvió llamar a todo el pueblo, moros y cristianos, a darle la bienvenida y a expresarle todos sus sufrimientos y esperanzas por el fin de la tiranía. Teníamos en cuenta además el solidario y valeroso comportamiento que había cumplido la Iglesia chilena del

cardenal Silva Henríquez y sus obispos, en la defensa de los perseguidos. La visita papal a Chile se convirtió en acontecimiento mundial. Hasta tres veces al día la radio y la televisión de las dos Alemanias informaban de lo que pasaba en nuestro remoto país. Así el mismo día en que el Papa besaba tierra chilena, la TV mostró la represión policial que culminó con un joven suplementero muerto y numerosos heridos, por el intento de centenares de familias sin casa de Conchalí de tomarse unos terrenos baldíos. A pesar de la censura oficial, las cámaras de los corresponsales extranjeros captaron las demandas de jóvenes y pobladores. Millones de telespectadores vieron el encuentro de Juan Pablo II con Carmen Gloria Quintana, los carteles en el Estadio Nacional exigiendo libertad, los carabineros disparando sus revólveres contra la multitud, los arrestos arbitrarios de transeúntes. En la prensa italiana los comentarios fueron numerosos. Unos criticaron la presencia del Pontífice junto al dictador en los balcones de La Moneda, lo que La Stampa calificó como “la tolerancia comprensiva del Papa hacia la dictadura” y lo criticó haber olvidado que ese lugar había sido bombardeado por los golpistas y allí había muerto el Presidente legítimo. Se le reprochó su insistencia en igualar las situaciones de Polonia y Chile. Il Manifesto criticó el llamado a la reconciliación, porque “no puede haberla entre el opresor y el oprimido”. Por otra parte, hubo valoraciones por su condena de la tortura y su pronunciamiento por el retorno a la democracia. Il Messagiero destacó el apretón de manos que les dio a los dirigentes comunistas presentes en un encuentro con los partidos políticos. Paese Sera mostró la brutalidad policial contra la

multitud, desatada en el Parque O’Higgins, titulando: “Terror delante del Papa”. L’Osservatore Romano informó detalladamente de los testimonios de jóvenes, pobladores, mujeres en sus encuentros con el Papa. El diario vaticano reconoció que en las manifestaciones masivas no había solo fervor religioso sino expresiones políticas. Especial relieve otorgó a las palabras del obispo Contreras: “La presencia del Papa puso en primer plano nuestros problemas: la tortura, la libertad, el desempleo, el hambre.” Entretanto en 1987 continuaba nuestra actividad de estimular la solidaridad con las luchas en Chile. Hay que destacar que contábamos con más de 4.000 militantes comunistas chilenos incluida la juventud, repartidos en 37 países de los cinco continentes. Sólo hasta 1985 se había recolectado y enviado al país más de un millón y medio de dólares. Recuerdo mi estancia en Grecia, representando al PC chileno ante el Congreso del PC hermano. En el país, cuna de la democracia, se comprendía muy bien nuestra causa. Siete años duró el último régimen militar fascista derrocado por una sublevación popular en Julio de 1974. Los golpistas fueron procesados y encarcelados. Recuperada su legalidad los comunistas griegos celebraban su congreso, convertidos en la tercera fuerza política del país. Dirigentes de centro y derecha asistieron a la inauguración y saludaron al Congreso. El gobierno del Pasok, el partido socialista de los Papandreu no quiere nada con Pinochet. En las NN.UU., en el Banco Mundial vota siempre en su contra. Las embajadas están acéfalas, las relaciones congeladas.

Nuestros anfitriones se comportaron como hermanos. Nos querían mostrar todo. Hay mucho que ver y admirar. Cerca de la Universidad hay un monumento: el tanque tomado como trofeo por los estudiantes del Instituto Politécnico, cuya rebelión inició el derrumbe de la dictadura de los coroneles; el modernísimo y bello edificio de los comunistas locales, obra del gran arquitecto brasileño, Oscar Niemayer; El Partenon y otros grandiosos monumentos que, a pesar de sus ruinas, infunden respeto como grandes obras de la humanidad. En Grecia no había una comunidad de exilados chilenos. Pero los griegos perseguidos que permanecieron en diversos países convivieron con los nuestros, conocían a nuestro pueblo, admiraban a Allende y Neruda. Más de alguno aprendió el español y nos sirvió de intérprete. Teodorakis, el gran compositor difundía por todo el mundo su cantata El Canto General de Pablo Neruda. En los cines se exhibía “Llueve sobre Santiago” de Helvio Soto. La prensa incluye una gran foto de Julieta y Mireya en Santiago, después de ingresar clandestinamente. Cuando me anuncian en la tribuna del Congreso estalla un coro de voces. De pie los asistentes gritan “Abajo Pinochet”. Durante mi intervención, continuas y emotivas muestras de aliento para los que en Chile resisten. A pesar de las distancias y diferencias idiomáticas, hay una corriente de simpatía entre griegos y chilenos. El cielo azul, el sol con su calor acogedor, las montañas que bordean el mar, me recuerdan paisajes de nuestro norte. En la clausura del congreso cuarenta mil personas llenan el estadio de Atenas. Rememoro el Estadio Nacional en 1971, repleto y

enfervorizado, festejando los cincuenta años del Partido de Recabarren. En Sofia, capital de Bulgaria socialista se realiza una sesión del Consejo Mundial de la Paz, en aquellos tiempos importante movimiento internacional. Llegan quinientos participantes de ciento un países. Saludo a Luis Echeverría, el ex presidente de México y converso en un grupo con el bailarín español Antonio Gades. Los delegados, a la vista de testimonios fotográficos que muestran niños y civiles muertos, condenan el criminal bombardeo de EE.UU a Libia. (El genocidio se repite treinta años más tarde) Nuestra denuncia de la entrega de Pinochet al Pentágono de la isla de Pascua para ser usada como apoyo tecnológico para su proyectada “guerra de las galaxias”, despierta preocupación y repudio. Entre los presentes, se acercan dos nuevos amigos, activos y solidarios con nuestra causa: Luis Tenorio de Lima, concejal de San Pablo, Brasil y Marcelino Jaen, asesor de la Presidencia de Panamá. Me avisan que debo asistir al Festival Anual de Solidaridad con Chile que celebran los estudiantes soviéticos. Se realiza en Akademgorodok, la “ciudad de los científicos”, situada en la profunda Siberia, cerca del gran centro industrial de Novosibirsk. Construida en los años de Krushov, pronto adquirió fama mundial por la calidad de sus investigadores, sus descubrimientos y adelantos en ciencias naturales. También se investigaba en métodos avanzados de sociología y econometría. En este último campo, Leonid Kantorovic era uno de sus principales impulsadores, reconocido mundialmente con el Premio Nobel de Economía en 1975. A

la ciudad, rodeada de bosques naturales acudían miles de los mejores estudiantes de todos los rincones del vasto territorio soviético. Me acompañó como intérprete Olga Ulianova, historiadora quien, más tarde, casada con un chileno, emigró y se integró a la Universidad de Santiago. En verdad, la solidaridad con nuestra causa no era un asunto sólo del Kremlin, sino que le llegaba muy hondo al corazón de los Komsomoles y a amplios sectores juveniles de todo el país. Tuve diversos encuentros en distintas facultades y escuelas, asistí a actos musicales y artísticos, veladas, fogatas y foros donde abundaban preguntas inteligentes y profundas. No pocos jóvenes querían aprender español y simpatizaban con la cultura latinoamericana. Supe de los trabajos juveniles cuya paga era destinada a financiar nuestra lucha. Después de aquella estadía recibí en Leipzig cartas amistosas de los estudiantes, contándome de sus contactos con jóvenes chilenos. Una joven rusa escribíó: “vosotros los chilenos son iguales a nosotros, ingenuos, en algunas cosas, tercos en otras: los jóvenes que vienen clandestinamente siempre sonríen y bromean, tranquilos y alegres, a pesar de que en su patria arriesgan su vida cada minuto…”. Participo en un Seminario en Londres, organizado por el World University Service, junto al economista chileno, Gabriel Palma, doctor y catedrático en la Universidad de Cambridge, exilado y formado en el gobierno de Allende. Mi tema es la economía en una democracia avanzada. Palma me invita a conocer la venerable Cambridge. Su cubículo está al lado del de Richard Stone, creador del sistema de contabilidad nacional, Premio Nobel de Economía, ausente del país en ese momento, y cuyos métodos estudié para mi tesis de

grado en Chile. Voy también a Brighton, donde funciona uno de los centros de estudio más progresistas, la Universidad de Sussex. Almuerzo con la economista chilena Stephany Grifitth-Jones, quien me presenta al profesor Hans Singer, uno de los más respetados estudiosos de la pobreza y el subdesarrollo, autor de un notable estudio sobre los efectos de las inversiones extranjeras en los países subdesarrollados. Me doy cuenta que la comunidad chilena en Gran Bretaña es variada. Están en Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda; hay catedráticos, investigadores, ex militares, y profesionales en altos cargos públicos, hasta artistas, estudiantes y trabajadores que viven del seguro de desempleo. Varios de ellos me acogieron en sus hogares. Alfredo Jadresic, nuestro primer decano elegido durante Allende en la Facultad de Medicina de la U. de Chile, dirige aquí una importante clínica, me aloja y me lleva al aeropuerto cercano. Nuestros camaradas hacen un excelente trabajo de denuncia de la dictadura y poseen buenos vínculos con la juventud del Labour Party, con intelectuales marxistas, trotkistas y laboristas del ala izquierda. Más tarde algunos de éstos serán ministros y ayudarán a la detención de Pinochet en Londres. Fui presentado a Ken Livingstone, apodado Ken el Rojo por la prensa conservadora. Livingstone, en ese tiempo Presidente del Consejo Metropolitano de Londres y miembro de la Cámara de los Comunes, era un entusiasta admirador de la causa allendista. El encuentro ocurrió durante un coctel que él ofreció al Inti Illimani el cual por esos días iniciaba una exitosa gira por la isla. Me invitó a conocer al día siguiente la Cámara de los Comunes y almorzamos en sus comedores.

Su fama de izquierdista y a la vez buen administrador siguió creciendo con el tiempo. Entre sus muchas obras se le reconoce el mejoramiento de la red de transporte urbano de la capital y haber conseguido para Londres, la sede de los Juegos Olímpicos a celebrarse en 2012. Se opuso a la guerra de las Malvinas, combatió las políticas de Margaret Tatcher y de Reagan. Años después, cuando se efectuaron las primeras elecciones para la alcaldía de Londres, Ken postuló, pero su partido laborista designó a otro candidato y luego lo expulsó del partido. Ken Livingstone se presentó como independiente y realizó una hazaña, derrotando en las urnas a sus contrincantes laboristas y conservadores. Fue reelegido, permaneciendo ocho años en el cargo. A mediados de 1985 la situación económica del país y de los chilenos seguía empeorando, al punto que en EE.UU se veía como un factor que podía desencadenar la caída de la dictadura. Para acceder a los nuevos préstamos destinados a pagar los intereses adeudados, Pinochet se sometió a las exigencias de Washington y aceptó un plan del Fondo Monetario Internacional que era como para hacer crujir los huesos. Se le encomendó ejecutarlo a Hernán Buchi quien, de inmediato, le arrebató los reajustes a las viudas y pensionados, redujo los subsidios a los cesantes, autorizó alzas en los precios del pan, la locomoción colectiva y la parafina, recortó los recursos para los damnificados del terremoto, bajó los presupuestos de los hospitales. El litro de leche para los lactantes se reemplazó por el kilo de arroz, subió las cuotas de pago de deuda de taxistas y camioneros y congeló las remuneraciones de los empleados públicos. Pero el siniestro plan iba más lejos. Los bancos

norteamericanos exigían se privatizara Huachipato, Endesa, los teléfonos y otras grandes empresas estatales, lo cual se llevó a efecto en los años siguientes. Durante 1986, Reagan aprobó nuevos créditos a Pinochet por intermedio de la banca internacional (Banco Mundial, Bid) y por agencias norteamericanas. Estos préstamos se utilizaron para cancelar intereses y amortizaciones a esos y otros acreedores privados, como el Citibank y no para aliviar la pobreza de los chilenos. Se inició además un ciclo de baja de tasas de interés en el exterior, mientras el precio del petróleo comenzó a descender fuertemente. A su vez el cobre empezó a repuntar. Los grupos económicos formados al amparo de la dictadura salían de sus deudas y se enriquecían con fuertes subsidios del estado. En cambio, el desempleo y la extrema pobreza seguían en altísimos niveles. Después de largos años de desastre, se inició una recuperación. Tres años después, todavía seguía lejos, muy por debajo de los niveles productivos ya alcanzados en el gobierno de Allende. Durante 1987 dediqué un buen tiempo a estudiar la verdadera performance de la dictadura en materia económica. Abarcaba un período de 14 años, pero no era todavía el balance final. Dí a conocer ese estudio en varias audiciones radiales y en publicaciones en diversos países. La Universidad de Georgia, EE.UU, publicó una serie donde incluyó un artículo mío. (NOTA. Georgia Series on Hispanic Thought. Nos. 22-25. 1987/1988. José Cademartori. Chile: Economic Aspects of Democratization) A juicio de algunos comentaristas internacionales y criollos, la reanimación económica que se estaba registrando opacaría

las violaciones de los DD.HH. y le permitiría a Pinochet triunfar en el plebiscito que se avecinaba. Fue entonces, cuando la prensa internacional controlada por el capital financiero inició el coro de alabanzas al “modelo chileno”, musiquilla que ha perdurado por casi un cuarto de siglo. Las consignas se han repetido hasta el cansancio: “Un ejemplo a seguir por todo el continente”. “La mejor política económica que puede existir”. “No hay alternativa”. Lo que más se aplaudía eran las privatizaciones, verdaderas expropiaciones de las empresas públicas que se habían construido durante cuatro décadas. Era el Plan Baker con el cual Wall Street pretendía apropiarse de dichas empresas como pago a las deudas contraídas por las dictaduras del continente. Las cifras del Banco Mundial se encargaban de desmentir los supuestos éxitos. Al revisar el World Development Report 1986, que recopilaba estadísticas de ciento cinco estados, Chile aparecía dentro de un grupo de nueve, con crecimiento negativo, es decir con el peor resultado. El Producto por habitante chileno era en 1984 inferior al que ya habíamos alcanzado en….1965. Hasta antes del Golpe, Chile figuraba permanentemente entre los cuatro primeros del continente por el ingreso per capita. El Banco Mundial nos colocó en el séptimo lugar. Por otro lado si la comparación se hacía con países de Asia, Africa o Medio Oriente, el descenso resultaba apabullante. Mientras el Producto Bruto de Chile era en 1965 mayor a cada una de las naciones del grupo a comparar, en cambio en 1986, todas ellas nos superaban. En el grupo estaban: Colombia, Pakistan, Grecia, Egipto, Nigeria, Tailandia, Indonesia, Argelia, Malasia, Corea del Sur y Hong Kong. En casi todos estos países, el crecimiento se basaba

en la expansión de la industria. Salvo los obtusos adoradores del libre mercado, todo economista estudioso podía deducir que las raíces de nuestro retroceso radicaban en la desindustrialización del país y las enormes ganancias e intereses de los préstamos que se llevaron los capitales extranjeros y sus socios internos, gracias a los bajos salarios, ínfimos impuestos, bajos aranceles aduaneros y otras granjerías que se les otorgaron. En aquel tiempo recibí de Chile un libro que, según la publicidad era un record de ventas: “La revolución silenciosa”. (Más tarde supe que en muchas empresas se le obligó al personal a comprarlo, descontado por planilla) Su autor era Joaquín Lavín, un joven Chicago Boy, funcionario de la dictadura. Los medios oficiales divulgaban el libro como la prueba del éxito de la nueva economía chilena. Lavín mostraba habilidad para manipular las cifras, utilizarlas parcialmente o fuera de contexto. En vez de la revolución silenciosa, le venía mejor como título “La contrarevolución silenciosa” o bien “El silencio sobre el otro Chile”. Por ejemplo, mostraba el aumento de las compras de automóviles, nada extraordinario, pues lo mismo ocurría en los otros países y seguíamos ocupando el mismo sexto lugar en el continente; o bien, guardaba silencio ante el hecho que a pesar del mayor número, el 80% o más de las familias carecían de un vehículo. Destacaba en su libro la baja de precio de los televisores, silenciando que el abaratamiento de los productos electrónicos era un proceso tecnológico mundial. Por otra parte ocultaba las fuertes alzas en productos más fundamentales como el pan, la leche, los combustibles, la vivienda, la educación, la salud, etc. Mientras

ignoraba la caída en los salarios reales, exhibía los triunfos del capital, de gerentes y ejecutivos, de los exportadores de frutas, de los empresarios de la educación privada. Se refería a los nuevos polos de desarrollo, (Copiapó, Concepción, Puerto Montt) pero silenciaba que la gran mayoría de los habitantes y trabajadores de esos polos no mejoraban. Nada decía de cómo vivían los millones de trabajadores que apenas percibían el salario mínimo o tenían ingresos precarios, ni de los cientos de miles de cesantes, ni del millón doscientas mil familias que carecían de vivienda. La cara ocultada por Lavín la reveló otra obra que la Organización Mundial de la Salud me propuso comentar y publicar. Mi reseña apareció en la revista de la OMS. (NOTA. Foro Mundial de la Salud. Volumen 10, Número 2, página 271, 1989) Se trataba de un estudio acucioso titulado “Ajuste con rostro humano”, elaborado por un señalado grupo de expertos de la Unicef. (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) El libro analizaba las políticas de ajuste aplicadas en muchos países a instancias del FMI, concluyendo que no habían conducido a recuperar el crecimiento económico ni a mejorar las condiciones de los niños, las que, por el contrario habían empeorado. A lo largo de sus 300 páginas, Chile es mencionado veintinueve veces. A través de cifras, estadísticas y hechos concretos, los autores dejaron en claro el notable incremento del desempleo, la disminución de los salarios reales, la creciente concentración de la renta nacional, el aumento de la pobreza, la fuerte disminución del consumo de la población y la declinación de la disponibilidad de calorías de quienes

perdieron ingresos. Los autores afirmaban que el gobierno agravó los efectos del shock externo al reducir los gastos sociales, especialmente los relativos a la salud. Dejan constancia que los programas de nutrición materno-infantil implementados mucho antes del Golpe del 73 estaban reduciendo la tasa de mortalidad infantil, sin embargo las políticas de ajuste aumentaron la desnutrición infantil, la mortalidad de los recién nacidos y provocaron el incremento de enfermedades como la fiebre tifoidea y la hepatitis. El ajuste con rostro humano que pedían los autores era una acusación a los ajustes inhumanos que impuso Pinochet. La última Asamblea General de las Naciones Unidas que me tocó atender fue a fines de 1987, un fiel reflejo de los cambios en la opinión pública mundial acerca de los acontecimientos en Chile. Se conoció un informe del Relator Especial sobre el caso de Chile, el costarricense Fernando Volio. Dos criterios dispares se advertían a lo largo de sus páginas. Una tendencia a conciliar con la dictadura, a suavizar las críticas y acusaciones y a suponerle la honesta intención de avanzar hacia la democracia, evitando pronunciarse sobre la ilegitimidad de la Constitución pinochetista. Por otro lado, denunciaba el sometimiento del Poder Judicial a la Junta Militar y la impunidad de que gozaban los agentes secretos ante los “horrendos casos” que había conocido. Reconocía las torturas, - que el Ministro de Justicia Hugo Rosende había calificado de “nerviosismo de algunos agentes subalternos”las desapariciones, las bandas terroristas del régimen, las

persecuciones a periodistas y opositores, el trato inhumano a los presos políticos y el exilio forzoso. En esta ocasión, había una novedad. Por primera vez se presentaba una delegación del interior de la recién creada Comisión Chilena de Derechos Humanos. A pesar de diversas demandas, la directiva nacional de la Comisión no reflejaba el pluralismo y la diversidad ideológica de quienes luchaban por los DD.HH, aunque en numerosas ciudades se habían constituido filiales ampliamente representativas. Diversos interesados dentro y fuera del país pretendían oponer esta delegación, a la que representaba al exilio, en el que predominaban, naturalmente, los identificados con la oposición de izquierda. En Nueva York tuve conocimiento del papel jugado por George Soros, el multimillonario que se había hecho famoso por sus ganancias especulativas apostando a la baja en un momento de grave crisis en Wall Street. Soros había efectuado un viaje reservado a Chile en su avión privado, había recorrido el país, contactado con algunos políticos de la oposición y había decidido aportar financiamiento a la Comisión Chilena recién creada. Incluso había otorgado alojamiento a un delegado de la DC en su inmenso y fastuoso piso de la Quinta Avenida. En principio nada teníamos que objetar a esta cooperación en la lucha contra la dictadura, aunque sabíamos también de su oposición intransigente al socialismo y al marxismo y de sus actividades políticas contra los estados de Europa Central y la URSS. A pesar de los intentos por separarnos, tanto del lado de los personeros de la DC como del nuestro, mantuvimos un frente común en la

elaboración de la Resolución, sin que esta contuviera ni una palabra de repudio a la rebelión popular ni al FPMR como querían la dictadura, la derecha y Reagan. El Informe de la Comisión Chilena daba cuenta que en el primer semestre del 87 se habían registrado 29 muertos, de los cuales doce en supuestos enfrentamientos y dos por torturas; 285 casos de tratos crueles y degradantes; 59 denuncias de torturas; 506 reclamos por amedrentamiento, 34 intentos de homicidio y 2.454 detenciones arbitrarias. En la última sesión el delegado de Pinochet pide la palabra. Con voz monótona y cansada, como si él mismo no creyera en lo que lee, declara la buena intención del dictador, niega los crímenes que se le imputan y asegura que todo es producto de una conjura internacional. Ningún delegado se molesta en contestarle. Los diplomáticos han leído en la prensa del mismo día las amenazas de muerte contra decenas de conocidos artistas de teatro y televisión de Chile. Hasta el último momento antes de la votación, el Departamento de Estado realizó desesperadas gestiones ofreciendo apoyar la resolución, si en ella se incluía también una condena al “terrorismo de izquierda” y una valoración positiva de las “leyes políticas” que estaba dictando la dictadura. La presión llegó hasta requerir a uno de los delegados que venían de Chile, dirigente de la DC, que viajara a Washington. La conversación en el Departamento de Estado fue para nuestro compatriota muy desagradable por el tono usado por los funcionarios que lo mantuvieron virtualmente prisionero en una habitación, casi sin comida, a pesar de las largas horas que duró la cita.

Finalmente los delegados votaron: 93 apoyaron la resolución; en ese número se encontraban, latinoamericanos y caribeños, africanos, asiáticos, los países socialistas europeos y Europa Occidental completa; 4, la rechazaron, Indonesia, Tailandia, El Líbano y Paraguay. EE.UU. se abstuvo, quejándose que los gobiernos patrocinantes no habían aceptado sus propuestas. Al regresar a la RDA fui a visitar a mi hijo, su esposa y mis consuegros a Fürstenwalde, en cuyo hospital acababa de nacer Isabel, la segunda de mis nietas. Poco después me correspondió viajar a Ginebra una vez más, para participar por última vez en la reunión anual de la Comisión Permanente de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Esa Comisión que años después fue reorganizada, se formaba entonces con 43 países con derecho a voto que se iban turnando cada tres años. En aquel tiempo sus debates y resoluciones llegaron a tener resonancia política, los Ministros de Relaciones Exteriores de varias naciones se hacían presentes. Nuestros dirigentes en el exilio chileno, gracias al prestigio que el gobierno de Allende había despertado en el mundo, lograron incluir en su tabla, la violación de esos derechos. Los derechos humanos con los años pasaron a ser un asunto moral, jurídico y político de importancia. El caso de Chile fue tratado por primera vez en 1976 y hasta 1988 estuvo presente en la agenda. Los debates culminaban invariablemente con la condena a la dictadura. Esta vez 15 estados patrocinaron la resolución: tres por América Latina; diez por Europa y Oceanía y dos por los No Alineados, Argelia y Yugoeslavia.

Entre 1976 y 1983 el número de gobiernos que censuraban a la dictadura fluctuaba entre 22 y 29. En 1988, la cuenta subió a 34, con 7 abstenciones y 0 por su absolución. EE.UU nuevamente se abstuvo. Mi concurrencia a la Asamblea General de la ONU durante varios años, sumó una permanencia de unos seis meses entre Nueva York y otras ciudades de América del Norte. Nuestros compatriotas en EE.UU. aunque reducidos en número y dispersos en esos vastos territorios, junto a sus amigos norteamericanos, miembros de Amnesty Internacional de las iglesias y otras ONG, sumado el exilio en Canadá, más numeroso y activo, se desvivían por conseguirnos invitaciones a sus ciudades, reunir fondos y realizar eventos de solidaridad con nuestro pueblo. Lamenté no haber alcanzado hasta Calgary, Vancouver y otras ciudades del oeste canadiense donde vivían colectivos importantes, pero estuve en Montreal, Otawa Toronto y Quebec en eventos de solidaridad. En un foro en Quebec organizado por nuestros compañeros, compartí la tribuna con Radomiro Tomic, el ex candidato presidencial de la DC con quien ya nos habíamos encontrado en Caracas unos años antes. Luego de un exilio voluntario y dedicado a trabajos profesionales en Ginebra y en Austin, Tomic había retornado a Chile y llevaba adelante una batalla contra las medidas desnacionalizadoras de nuestro cobre. Mi ingreso a Canadá se realizó sin el menor contratiempo. Por ironía del destino, en el mismo vuelo venía un alto representante empresarial, muy vinculado a la dictadura. Para su sorpresa fue retenido por los funcionarios de inmigración,

sometido a duros y largos interrogatorios, antes de ser autorizado para ingresar. El incidente lo hizo público el propio afectado. La prensa canadiense publicó una larga carta del empresario pinochetista donde se quejaba amargamente del trato recibido. No recibió disculpas ni solidaridad. Había estado por primera vez en Washington y Nueva York en 1963, como parte de una delegación parlamentaria, experiencia que me dejó vivencias intensas. En los años ochenta vivir en Nueva York no era fácil para un dirigente comunista extranjero. Desde luego, en dos oportunidades cuando ingresé al territorio, la Migra me puso en la visa una limitación: sólo podía permanecer dentro del distrito de Columbia, es decir en Manhattan Nos encontrábamos en medio de un momento agudo de la guerra fría, atizada por Reagan con su broma macabra sobre su orden de bombardear Moscú, su nada divertida “guerra de las estrellas” o la instalación de misiles en Europa para apuntar a la URSS. No hacía mucho tiempo que Orlando Letelier había sido asesinado en Washington. Los medios aseguraban que la delincuencia, la mendicidad y el tráfico de drogas habían invadido la ciudad. Felizmente el afecto de camaradas, compatriotas y amigos me facilitaron la existencia. Así, aunque me mantenía alerta, sobre todo cuando volvía de noche a casa, pronto me fui sintiendo más a gusto. Ningún año me faltaron invitaciones a cenar en el día de Acción de Gracias, donde grupos de distintas nacionalidades y estadounidenses compartíamos historias divertidas, dramáticas o curiosas. Así conocí a un talentoso joven chileno convertido en profesional del ajedrez

que recorría el mundo ganándose la vida en competencias internacionales. En mi adolescencia, Nueva York se me figuraba como una ciudad fascinante. Desde Mac Carthy, un fruto prohibido que nunca creí llegaría a conocer. Después de tantas películas y magníficas novelas, era un placer recorrer en vivo, lugares emblemáticos de Manhattan, como la Quinta Avenida, la Catedral de San Patricio, el edificio del New York Times; reconocer el Madison Square Garden o el Yanquee Stadium; atravesar los puentes sobre el Hudson o el East River, pasear por el Central Park, descubrir el Lincoln Center, con su pista de patinaje en hielo iluminada, atravesar Harlem, la Grand Central Station. Era cierto que el cielo de Nueva York, renovado constantemente por los vientos otoñales, era un espectáculo de formas y colores. Me tocó algunos días nevados. En las veredas los vapores de aire caliente, tantas veces filmados, salían de los túneles y servían de abrigo a los mendigos en las noches; los carritos vendiendo castañas calientes; grupos de jóvenes negros con sus dados arrojados a las paredes, apostando al seven-eleven; los músicos solitarios o en conjunto tocando por unas monedas. A veces utilizaba el metro cuyos vagones lucían como murales, pintados enteros de graffitis. Prefería el bus para escuchar a la gente, mirar hacia los amplios ventanales de los segundos pisos que dejaban ver las salas de baile donde las jóvenes ensayaban modernas coreografías de comedias musicales. Más de una vez caminé hora y media la distancia entre la sede de las NN.UU. y mi alojamiento, a lo largo de la avenida Broadway. En las afueras de Manhattan vi decenas

de edificios de vivienda, semidestruidos, donde habitaban mendigos, drogadictos, los sin casa. Fui hasta Brooklyn, invitado por mi amigo el economista Edward Boorstein, llegado a Chile como miembro de la Misión Klein Sack, durante Ibáñez, y más tarde leal asesor de Allende, autor de uno de los mejores libros sobre nuestro gobierno. (NOTA. Allende´s Chile. International Publishers, New York, 1977) Volví a visitar a mis buenos amigos, Victor y Ellen Perlo, en su chalet de Crotton on Hudson, en medio de un bosque, en un suburbio semi campestre a una hora de la metrópoli. Casi me perdí en Long Island para asistir a una comida de empanadas organizada por obreros chilenos. Compartí una mesa en un bar de un barrio bohemio, junto con Susan, nuestra camarada estadounidense, activista inteligente de nuestra causa, invitados por su amigo negro, crítico de jazz, a escuchar un trío de piano, saxo y contrabajo, mientras sus colegas que venían de cumplir turnos en otros locales, se acercaban a saludar a nuestro crítico y a intercambiar pitos de marihuana. Me hospedaba en cada viaje en el mismo departamento en pleno Manhattan, a pocas cuadras del Central Park, de aquéllos que se arrendaban a los trabajadores a unos cientos de dólares, cuando el canon comercial no bajaba de varios miles, subsidio que años después fue anulado. Mi amiga anfitriona era una estadounidense de origen judío, de avanzada edad, pero de gran lucidez y cultura, jubilada como linotipista. Supe de las grandes batallas sindicales de los años treinta y de sus experiencias como dirigente. Había enviudado recientemente, pero de su vida sentimental se acordaba de un gran amor de juventud con un líder obrero

negro de fama internacional. Se levantaba muy temprano, veía las noticias en la TV y me ofrecía un contundente desayuno. Cocinaba muy sabroso y algunos días preparaba platos muy originales. Por mi parte la invitaba al cine o a algún restorán cercano, como aquél en que a veces tocaba Woody Allen (al que no pude ver) y donde nos servimos, en una oferta especial a 5 dólares cada uno, (la entrada al cine costaba 7 dólares) unas inmensas langostas de una carne deliciosa e inolvidable. Mi casera me dejó en claro desde el principio las tareas domésticas que debía cumplir, como lavar los platos u ordenar mi pieza. El primer sábado me entregó unas fichas y me mandó al segundo piso con mi ropa usada donde estaban las lavadoras y secadoras. Todas las semanas cumplía esa rutina que me permitió conversar y reír con los inquilinos del edificio, hombres y mujeres, trabajadores, profesionales modestos, mientras las máquinas hacían su trabajo. En Nueva York, como en otras ciudades, los amigos de nuestra causa se relacionaban con otros latinoamericanos. La solidaridad con la revolución nicaragüense ganaba adeptos, arreciaba la crítica a Reagan por el escándalo Irán-contras. La simpatía por la rebelión salvadoreña iba aumentando, con la labor organizada de un número creciente de refugiados. De esa solidaridad recuerdo las historias de una neoyorkina enfermera, muy alta y colorina, que había regresado después de colaborar con las guerrillas del FMLN y contaba que debía caminar agachada y con un velo negro para evitar llamar la atención de los helicópteros de guerra. En el último tiempo, la población latina aumentaba con rapidez, llegaban, entre otros, muchos colombianos, ex combatientes de las FARC y

otros, al parecer “camellos” con la droga. La prensa recogía testimonios de refugiados que escapaban de las masacres de campesinos o asesinatos selectivos de dirigentes sindicales, periodistas, alcaldes a manos de los paramilitares colombianos. Despuntaba la campaña contra el gobierno racista de Sudáfrica que adquirió gran resonancia en las universidades y contribuyó al hundimiento del régimen del Apartheid. Una ONG amiga nos facilitaba una pequeña oficina, cercana a la sede de las NN.UU que debíamos compartir con otros activistas latinos. Allí nos encontrábamos año tras año con Rigoberta Menchú, la infatigable luchadora indígena guatemalteca, cuya admirable campaña fue reconocida en 1992 con el Premio Nobel de la Paz. Un asunto que me daba vueltas en las NN.UU. era el grupo de alrededor de 45 países que se abstenían o se ausentaban de la sala, cuando se trataba del caso chileno. La falta de tiempo nos impedía tratar de influir en sus delegados. Se rumoreaba que no pocos de los mini-estados aceptaban sobornos de los dueños de casa para votar de una u otra manera. Pero al menos quise probar suerte con el caso más difícil y enigmático de estos abstencionistas: La República Popular China. La actitud del gobierno chino que había sido muy amistosa con el de Allende, tuvo un brusco viraje después del Golpe. Mientras los países socialistas de Europa, Vietnam del Norte y Corea del Norte, Cuba, Argelia, Yugoeslavia, México y otros estados desconocieron la legitimidad de la Junta Militar, la RP. China la reconoció y mantuvo las relaciones

diplomáticas. Las puertas de su Embajada fueron cerradas para los que intentaron refugiarse. El pequeño grupo de compatriotas que se consideraban maoístas fueron notificados que no recibirían ayuda. Con el tiempo, las relaciones se ampliaron en el ámbito comercial y militar. Hubo también intercambio de visitas de alto nivel y hasta Pinochet logró hacerse invitar cuando quedó sólo como comandante del Ejército. (NOTA. Según Wikipedia, a la muerte de Pinochet, un comentarista de la agencia china de noticias Xinhua, hacía votos porque “Chile mantuviera la estabilidad” y aseguraba que durante su gobierno “la economía se desarrolló mucho”, pero “hubo más de 3.000 desaparecidos y muertos por la represión a los opositores”.) Las relaciones entre nuestros PC quedaron interrumpidas hasta 1993, cuando nos correspondió a Volodia y a mí, ir a Beijing a reanudarlas. En una ocasión me acerqué a la Embajadora de la R.P China, me identifiqué y le pedí una entrevista. Sin mayor protocolo y en un salón público nos sentamos, ella muy gentil con una acogedora sonrisa. Le expliqué la Resolución que presentaríamos y le solicité que la votara a favor, informándole de las persecuciones que sufría el pueblo por oponerse a Pinochet. Me dio a entender que estaba al corriente de lo que sucedía en Chile que lamentaba la represión, pero que sus instrucciones eran claras. Debía abstenerse. El debate que en Chile se sostenía se reproducía también en EE.UU, entre los chilenos, en la prensa y en las universidades. Lo central era si había que participar o no en

el Plebiscito, si había garantías de limpieza en la organización y en el recuento, si las FF.AA aceptarían los resultados en caso que le fueran adversos. También se discutía sobre el Chile post Pinochet y si el modelo de los Chicago Boys debía mantenerse o no. Fui invitado a participar en seminarios o dar charlas en centros universitarios. Muy bien organizada por nuestras compañeras y compatriotas, realicé una gira de cinco semanas por diversas ciudades, principalmente en California, desde San Diego hasta San Francisco, con un total de once conferencias en Stanford, Berkeley, Los Angeles y San Diego, entre otras. Mi objetivo era exponer los resultados de la experiencia neoliberal de la dictadura, refutando sus supuestos logros. Participé en un panel organizado por la Latin American Studies Associaton (LASA) en New Orleans, la misma organización que para otra mesa sobre temas políticos había invitado a Andrés Zaldívar y en el que se encontraban presentes, entre otros, Ariel Dorfman quien entonces ya tenía un lugar en los medios literarios de EE.UU. y se destacaba como tenaz crítico de la dictadura. A Ariel no lo conocía personalmente, pero sí a su padre, de quien fui amigo, un destacado experto argentino en industrialización, funcionario de CEPAL por largos años. En la sede de Los Angeles de la U. estatal de California fui recibido por Sebastián Edwards, recién contratado como docente, a una charla con postgraduados de diversos países. Edwards fue mi amable anfitrión y me contó que había sido compañero de curso de mi hija Yanina en Economía, antes del golpe, cuando él era un joven mapucista que había votado

por Volodia, para senador. En la misma universidad un conocido sociólogo estadounidendense, especialista en Chile, me invitó a un debate con Heraldo Muñoz que hacía su postgrado, sobre la situación chilena. Muñoz apoyaba la posición de la Alianza Democrática. Más tarde llegó a ser embajador de la Concertación ante las NN.UU. No dejó de impactarme constatar el cambio de un personero socialista que ahora rechazaba la unidad socialista-comunista para privilegiar la alianza con la DC, a la que tanto denostaban antes. Los Angeles, como ciudad me causó una mala impresión. La enorme megalópolis, de crecimiento desordenado, sin ningún plan urbanístico, con barrios verdaderos guetos y otros superlujosos, cuyo aire padecía de contaminación atmosférica, carente de un buen transporte público, lo que exigía horas para ir de un sitio a otro, a través de autopistas urbanas plagadas de vehículos. Alojaba en un departamento situado en pleno Hollywood de una joven pareja de chilenos, hijos de exiliados que estudiaban sus postgrados y trabajaban. Un compatriota, hombre de radio en Chile y también en Los Angeles me puso al día de lo que allá hacían por la solidaridad. Me informó entusiasmado que algunas emisoras latinas de LA, estaban dando a conocer a un conjunto nuevo y sensacional, llamado Los Prisioneros, del que me emocionaron sus canciones, entre ellas, “Muevan las industrias” cuya letra me sirvió de epígrafe para un trabajo sobre la economía de la dictadura. También me enteré de cómo Sting había llegado a Hollywood y había pedido a los chilenos exiliados que le proporcionaran algunas jóvenes que bailaran la cueca, lo que le sirvió para grabar su famosa

canción “Ellas bailan solas”. Nuestros compañeros tenían contacto con los sindicatos de actores y particularmente con su líder, Christopher Reeves, el bondadoso y querido intérprete, el popular Superman, que visitó Chile en ese tiempo para apoyar a nuestros artistas amenazados. De regreso en Leipzig no paraba de pensar en lo que estaría sucediendo en Chile. Sin tener mucha información sabía que en el interior del Partido se debatía acaloradamente sobre nuestra participación en el Plebiscito que ya estaba fijado para el 5 de Octubre de ese año. Mi opinión personal era clara. Me parecía que debíamos inscribirnos en los registros electorales y participar en la campaña, exigiendo por todos los medios las garantías más amplias para impedir el fraude. No me cabían dudas que Pinochet lo estaba preparando, como lo hizo en 1980. Incluso había designado a Fernández en Interior, el mismo cómplice que preparó la farsa de ese año; pero yo estaba convencido que esta vez podía ser derrotado. Tenía conocimiento de las diversas encuestas que auguraban la derrota del Sí. Empecé a preocuparme por la demora en una definición del Partido en tal sentido, la que finalmente se hizo pública. Por mi parte, ya habíamos convenido con la dirección del Partido que me trasladaría a esperar en Buenos Aires, para volver a Chile, fuera por la vía legal, esperando el levantamiento de la prohibición al último grupo de exilados, o por medios clandestinos. Entretanto partía una vez más a cumplir una misión encomendada en relación a la labor de solidaridad en el exterior.

Fui hasta Moscú a embarcar. Allí, en un par de días percibí que algo extraño estaba sucediendo. El antiguo periódico en varios idiomas “Los Nuevos Tiempos” con el pretexto del stalinismo publicaba ataques contra distintas personalidades y repudio a todo lo hecho en el período soviético. El tono de un nuevo funcionario moscovita que me atendió, era otro, como de hastío por toda la ayuda que nos prestaban. Se rumoreaba que la popularidad de Gorbachov y de su mujer estaba por los suelos. Ya no se percibía el ambiente de esperanza de los primeros años de la perestroika. Sólo mucho tiempo después, leyendo las memorias de Dobrinin y las de Ligachov vine a comprender que era el inicio del vuelco contra el socialismo, paralelo a las sorprendentes concesiones de Gorbachov a las exigencias de las grandes potencias capitalistas, ocultándolas a los ciudadanos. Partí en un largo vuelo de Aeroflot, con escala en la India y llegada a Singapur, donde después de un día continuaría el viaje hasta Melbourne. En Nueva Delhi no nos permitieron salir del aparato, mientras unos trabajadores de turbante, pobremente vestidos y famélicos, entraban a limpiar la cabina. De regreso el mismo trayecto. Comprobé que Singapur era una ciudad-estado muy próspera, con una situación geográfica privilegiada y de libre tráfico bajo el paraguas británico, donde pude ver barrios obreros de buen aspecto, pero donde gobernaba con mano de hierro un dictador muy hábil. Hacia Australia se dirigía desde antes del golpe una emigración chilena numerosa, principalmente de profesionales y técnicos. Esta se incrementó luego del Golpe.

Después de la primera gran huelga de los trabajadores del cobre en 1983 que desafió a la dictadura, cientos de mineros fueron encarcelados y despedidos de sus trabajos. Así se formó una comunidad de emigrados en la ciudad minera de Perth que por estar situada muy lejos, en la costa occidental del país no pude conocer. Tampoco pude ir a Nueva Zelandia, donde otro grupo de compatriotas insistía en que los visitara. Decenas de miles de chilenos residían en otras ciudades de Australia, que recorrí, tales como Adelaida, Melbourne, Sidney y Canberra. Me encontré con gran número de exilados uruguayos y argentinos. Una de las razones de mi gira era para componer las relaciones entre nuestros compañeros que se habían dividido según las provincias donde vivían y no por causas de carácter político e ideológico. Estas disputas de segundo orden surgieron en el nuestro, como ha ocurrido en todos los exilios de la historia. Debilitaban su unidad de acción y la relación con nuestros anfitriones y dificultaban la capacidad de nuestros compatriotas para efectuar las tareas de solidaridad. Tuvimos que convocar a una especie de congreso de unidad para reconstituir una dirección única, lo que se logró, pero, según mis noticias no por mucho tiempo. Lo más interesante fue para mí, la acogida de los medios sindicales y políticos. En Camberra, fui invitado a un almuerzo por una de las comisiones parlamentarias, donde contesté muchas preguntas sobre Chile que evidenciaban un vivo interés y simpatía por la resistencia. A ese almuerzo concurrí con una corbata con el símbolo de Londres, que llamó la atención de uno de los comensales, quien sonriente y entre

risas de los demás me dijo que me la había regalado Rudy Livingstone, lo que era efectivo. Me puse colorado, sin entender el motivo de las risas. En otra ocasión me llevaron al enorme puerto de Melbourne, donde en un descanso de media hora de los estibadores y obreros, solicité y obtuve a través de una colecta una buena suma. La enviamos a los portuarios chilenos que se encontraban batallando con gran coraje en una dura huelga contra la dictadura. Aquellos fornidos trabajadores australianos eran de los mismos que habían tenido el gesto espontáneo de negarse a cargar trigo a Chile, tan pronto supieron la noticia del golpe de estado. Este boicot lo mantuvieron largo tiempo. En otra oportunidad fui invitado a una asamblea muy numerosa del sindicato de profesores de Adelaida, la que me recibió calurosamente y escuchó con gran atención el relato de la resistencia sin tregua de nuestros maestros en defensa de la educación pública. En Sidney fui huésped de David Bradbury quien me exhibió en su hogar, su documental recién terminado, emocionante testimonio del país que había recorrido durante tres meses captando la brutalidad policial, la valentía de sus opositores, la prepotencia de los ricos. Al final me preguntó qué título le pondría en castellano. Espontáneamente le dije “Hasta Cuando”, una frase desgarradora del discurso en el cementerio de una de los familiares por el crimen de los degollados. Lo aceptó y así fue difundido el film por todo el mundo. Batió records de taquilla en Australia, ganó premios en varios festivales y fue uno de los nominados al Oscar como mejor documental.

Australia me pareció un país muy interesante. Desde que fue invadido por los británicos, una gran población de reos había sido trasladada a este rincón del mundo. Eran los antepasados de las nuevas generaciones de trabajadores que antes que varios países europeos, habían constituido un fuerte movimiento sindical, del cual surgió el Partido Laborista. Este partido ha tenido una larga permanencia en el poder y a pesar de existir en su seno una tendencia socialdemócrata de derecha, también ha pesado la base obrera, más cercana a posiciones de izquierda. Comprobé la situación penosa de su población aborigen, degradada por el alcohol y la droga, pero rica en interesantes tradiciones, que, lucha por sus reivindicaciones. Me llamaba la atención el hecho de que, a pesar de tener un territorio abundante en recursos minerales, sus gobiernos supieron levantar una importante industria moderna y desarrollar nuevas tecnologías. Al visitar los chalets en que vivían obreros o técnicos chilenos, amplios y confortables, adquiridos a hipotecas asequibles, era evidente que, al menos en esa época, las condiciones de vida de los trabajadores eran muy buenas, favorecidas además por un clima templado, apto para la práctica continua de los deportes y la vida al aire libre. Como estaba previsto, en el mes de Agosto, me trasladé a Buenos Aires, preparándome para el retorno definitivo. No tenía fecha fija ni planes concretos. Aún quedaban en las famosas listas de prohibidos, algunas decenas de compatriotas entre los que me encontraba. Había tenido una calurosa bienvenida de compañeros y nuevos amigos, tanto chilenos como argentinos. Uno de mis compatriotas que vivía desde un tiempo en la capital dedicado al comercio exterior

en el que le estaba yendo bien, tuvo la generosidad de ofrecerme, por el tiempo que lo necesitara, un pequeño apartamento en la famosa calle Florida, ya convertida en un pintoresco paseo peatonal. Xenia, que llevaba casi un año en Santiago sin vernos, vino a compartir conmigo apenas llegué y pasamos semanas muy gratas. Recibimos muchas atenciones de antiguos amigos y visitamos lugares típicos. Mis camaradas de Partido estaban organizados y activos en el inmenso gran Buenos Aires y en muchas provincias. Entre nuestros exiliados y los residentes más antiguos, Argentina albergaba unos doscientos mil chilenos con vínculos familiares en nuestro país. Ya me veía recorriendo las extensas pampas y provincias de un extremo a otro y las enormes posibilidades de ingresar clandestinamente a la tierra añorada. De Santiago había venido una compañera trayéndome los saludos de la dirección clandestina del Partido y propuestas de labor política. Empecé a buscar trabajo recurriendo a los amigos argentinos, pero me di cuenta, que no sería nada fácil. Repentinamente todo cambió. Apareció la gran noticia en titulares de los diarios: Se había derogado la prohibición contra los desterrados. El 6 de Septiembre aterrizamos en Pudahuel. Venía en el avión junto a Jaime Suárez, ex senador socialista y secretario general en el gobierno de Allende y Gladys Díaz destacada periodista del MIR, prisionera y torturada en la dictadura. Nos recibió una multitud de amigos, familiares y camaradas. La emoción de todos era incontenible. Declaré a los excitados reporteros que proliferaban entre fogonazos y micrófonos que “el término del exilio forzoso era una gran victoria del pueblo y de los que lucharon por el retorno”; que “la lucha en estos

momentos es por el NO o por el fraude”; que “hay una gran tragedia en el aumento notorio de la pobreza y la miseria en el país y cuando hay gran cantidad de cesantes y hambrientos, no se puede hablar de éxitos económicos”. (La Epoca, 7 de Septiembre 1988) Tuve mucha suerte al retornar en un momento muy especial. El clima político estaba cambiando. Según mis informantes, en los últimos meses, la gente común estaba más optimista, decidida a derrotar a Pinochet y al engaño en preparación. Era cierto el slogan “la alegría ya viene”, lo veía y sentía a cada paso. Cientos de abrazos en la calle, en reuniones y más de algún lagrimón de familiares y amigos queridos. Me incorporé a una intensa actividad política. Integré junto a José Sanfuentes, Fanny Pollarollo y otros compañeros, el grupo de los voceros del proscrito PC, asistí a conversaciones políticas, me encargaron discursos en su nombre, mientras sus dirigentes máximos permanecían clandestinos. Hice giras por el país, me reuní con dirigentes sociales y participé en gigantescos mitines por el NO en Arica y Antofagasta. Hube de dar nuevas entrevistas a los medios. En una de ellas expresé mi sincera confianza que íbamos a ganar con el No y que la farsa sería derrotada. (Fortín Mapocho, 18 de Septiembre 1988) Ahora sabemos que el tirano intentó desconocer el resultado adverso de las urnas, pero quedó aislado. Y así fue. En una conferencia de prensa que me correspondió atender después del Plebiscito mostré las cifras que revelaban la votación en Santiago. Pinochet sólo venció en las tres comunas más ricas, Providencia, Las Condes y

Vitacura. La oposición triunfó en las restantes 28 comunas. En los centros mineros el rechazo a Pinochet fluctuó entre el el 61 y 63%. En las provincias con cierto auge económico también fue derrotado, aunque en menor proporción. La votación de los jóvenes fue aplastante contra la dictadura. Observadores interesados aseguraban que Pinochet ganaría “por sus éxitos económicos”. El Centro de Estudios Públicos (CEP) controlado por la derecha hizo una encuesta que los desmintió: El 73% de los que optaron por el NO, lo hicieron dando por causa principal, la situación económica.