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Maurice Dobb Estudios sobre el desarrollo del capitalismo 1. Conceptos: feudalismo y capitalismo como modos de producció

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Maurice Dobb Estudios sobre el desarrollo del capitalismo 1. Conceptos: feudalismo y capitalismo como modos de producción En el trabajo de Dobb sobre la génesis del capitalismo, constituye un primer paso ineludible la definición de qué se entiende por feudalismo y por capitalismo, habida cuenta de que el objetivo consiste en determinar cómo se paso de una realidad histórica a la otra. El capitalismo hay varias formas de concebirlo históricamente (Sombart lo caracterizaba acudiendo a la totalidad de los aspectos representados en el “espíritu” –Geist– que inspira la vida de toda una época; y otras nociones lo identifican con “la organización de la producción para un mercado distante”), pero Dobb recogerá fundamentalmente la señalada por Marx, quien buscaba la esencia del capitalismo en un modo particular de producción. Con modo de producción no mentaba el mero estado de la técnica –que “denominó estado de las fueras productivas”–, sino el modo de apropiación de los medios de producción y las relaciones sociales entre los hombres resultantes de sus conexiones con el proceso de producción. Así, el capitalismo no es simplemente un sistema de producción para el mercado, sino un sistema bajo el que la fuerza de trabajo se había convertido, a su vez, en “mercancía”, y es comprada y vendida en el mercado como cualquier otro objeto de cambio. En cuanto al concepto de feudalismo, hubo también un debate sobre su definición, sobre todo en el ámbito de la historiografía rusa. Dobb, por su parte, para ser coherente es sus planteamientos, también plantea el feudalismo como un modo de producción, 1 poniendo el énfasis en la relación entre el productor directo (campesino o artesano) y su superior o señor inmediato, y el contenido económico-social de la obligación que los liga. Para Dobb feudalismo se vincula estrechamente con la relación de servidumbre, dadas las particulares características de este modo de producción: se basa en una obligación impuesta al productor por la fuerza, independientemente de su voluntad, de cumplir ciertas exigencias económicas de su señor, ya cobren éstas la forma de servicios a prestar o de obligaciones a pagar en dinero o en especie. Por otro lado, en el feudalismo el productor directo se halla en posesión de sus propios medios de producción, de las condiciones objetivas de trabajo necesarias para la realización del mismo y para la creación de sus propios medios de subsistencia; pero el productor tiene al mismo tiempo restringida su libertad, carencia que puede ir desde la servidumbre de la gleba hasta el simple deber de tener que entregar un tributo o prestar un servicio a su señor. En contraposición, en el capitalismo el productor se halla separado –alienado– de aquello que produce, así como de la posibilidad de procurarse su propia subsistencia; y en segundo lugar, la relación con el poseedor de los medios de producción es puramente contractual; es decir, frente a la ley es libre para escoger patrón, y no tiene obligación (más allá de lo que figure en los términos de su contrato) de entregar trabajo o dinero a un amo. Por otro lado, como veremos a continuación, el feudalismos se ha asociado tradicionalmente, por distintas razones causales, con las siguientes manifestaciones: — Un bajo nivel técnico, con instrumentos de producción simples y una división del trabajo es estadios primitivos. Todo ello redunda en una baja productividad — Unas condiciones de producción inmediatamente ligadas a la familia o comunidad aldeana, y no destinadas a un mercado más amplio. — Una asociación, sobre todo en sus orígenes, a formas de descentralización política, así como a la posesión por parte de un señor de funciones judiciales, o “cuasi-judiciales”, en relación con la población sometida.

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En la misma línea que Marx, si bien con muchos matices, y que Dobb, Marc Bloch dedica el primer volumen de su Sociedad feudal a describir las condiciones generales del medio social y a estudiar la constitución de las relaciones de dependencia entre los hombres; y el segundo al desarrollo de las clases sociales y a la organización de los gobiernos. Cfr. BLOCH, M.: La sociedad feudal. Madrid, Akal, 2011.

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Dos últimas cosas nos quedan por aclarar. La primera es que en la noción de modos de producción adquiere un valor preeminente el concepto de clases sociales y de lucha de clases. Para Dobb, el interés compartido que constituye a un cierto grupo social como clase no deriva de una similitud cuantitativa de ingresos ni, necesariamente, de una identidad de objetivos. Por el contrario, una clase social determinada viene marcada por la relación del grupo –la clase– como un todo con el proceso de producción, y por tanto, con otros sectores de la sociedad. En otras palabras, el factor que da entidad a una clase concreta viene dado por su relación con un particular modo de extraer y distribuir los frutos del trabajo sobrante, esto es, deducido el que provee al consumo del productor efectivo. Se desarrolla así una dinámica de lucha de clases en torno a la apropiación del excedente de la producción, en la que toda clase dominada tratará de liberarse de su yugo; y toda clase dominante considerará que su supervivencia y prosperidad dependerán críticamente de la adquisición de cierto derecho sobre el trabajo sobrante de los demás. En segundo lugar, el hecho de haber definido dos sistemas económicos que se suceden en el tiempo no conduce a pensar que deben transitar tajantemente, de un momento a otro, en un momento dado. Es decir, los sistemas jamás se presentan en la realidad en su forma pura, y en todo periodo histórico aparecerán elementos característicos de periodos tanto anteriores como posteriores, a veces dando lugar a sistemas de extraordinaria complejidad. Pero lo que sí supone la definición de diversos modos de producción es concebir cada periodo histórico moldeado bajo el influjo preponderante de una sola forma económica, más o menos homogénea, y se le debe caracterizar de acuerdo con la naturaleza del este modo de producción dominante. Estos son, grosso modo, los parámetros teóricos en los que se inserta el trabajo histórico de Dobb. 2. La declinación del feudalismo Desde el siglo XII asistimos a un renacer comercial en la Europa occidental, y se ha señalado en diversas ocasiones su acción destructora sobre la sociedad feudal. El esquema vendría a decir que la inclusión del comerciante en la economía feudal supondría una mayor monetización de la misma, y los señores tendieron, ante un crecimiento constante de sus gastos, a permutar las prestaciones en forma de trabajo por pagos en dinero, o a arrendar sus tierras. Aun reconociendo la importancia de esta transformación, Dobb plantea sus dudas acerca de que se pueda concebir el aumento del comercio y el final de la servidumbre como una relación causal necesaria. Para ello recurre al análisis comparado: el caso más notable es Europa oriental, donde se dio la denominada, en palabras de Engels, “segunda servidumbre”. Es decir, frente a un auge en los intercambios comerciales y una ampliación del mercado, fundamentalmente basado en la exportación de grano hacia el oeste, los señores reaccionaron incrementando la adscripción a la tierra de los campesinos, así como las prestaciones a realizar en términos de trabajo. En Rusia, este proceso llegaría hasta el siglo XVIII, cuando la servidumbre rusa se aproximó, más que nunca, a la esclavitud. 2 Así, la pregunta sobre si el comercio y la monetización, necesariamente, habrían de actuar como disolventes de la estructura feudal, ha de responderse negativamente. Además, ésta sería una razón externa a la propia dinámica del régimen feudal, y Dobb cree que las razones de su descomposición han de buscarse, fundamentalmente, en razones internas. Un posible motor sería que las crecientes necesidades de renta de las clases dominantes les llevasen a incrementar la presión sobre los productores, hasta tal punto que pondrían en peligro la propia supervivencia. El resultado para le sistema en general, tras aplicar esta estrategia, sería desastroso, pues condujo a un agotamiento, o incluso a una desaparición de la fuerza de trabajo que alimentaba el modo de producción feudal. Además, esta presión, dada la baja productividad de la tierra entonces, tenía un recorrido corto hasta alcanzar su límite crítico. Por otro lado, el incremento en la presión desembocaba, por pura desesperación, en un movimiento de migración ilegal de los productores, lo que incrementaba la población urbana y “El siglo VIII en Rusia fue precisamente aquel en que la servidumbre más se aproximó a la esclavitud, siendo el siervo, virtualmente, propiedad de su señor, quien podía venderlo, torturarlo, y hasta matarlo casi impunemente. Pero fue también el siglo que presenció un más alto desarrollo del comercio, así como un no desdeñable crecimiento de la manufactura”, pp. 59-60. 2

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amenazaba todavía más la viabilidad del sistema feudal. Asimismo, la creciente presión daría lugar a las periódicas jacqueries de los siglos XIV y XV. Los señores, como método paliar estos éxodos, recurrirían a acuerdos de asistencia mutua para la captura de siervos fugitivos; por ejemplo, pactos que permitían perseguir a los siervos propios en el feudo de otro señor. Pero tanta gravedad adquirió el problema de los fugitivos, unida al descenso demográfico iniciado a partir del año 1300 –que se agravaría por efecto de las guerras y la peste– que algunos señores desarrollaron nuevas estrategias para retener a los productores: entrando en competencia con otros señores, pusieron límite a las obligaciones en forma de trabajo, o bien las conmutaron por un pago en forma de dinero, o incluso las arrendaron.3 Es decir, podemos señalar que hemos llegado al mismo fin que plantea el modelo del comercio y la monetización como fuerzas disolventes del feudalismo: la relajación de los lazos de servidumbre en el occidente europeo. Pero para llegar a él Dobb rechaza factores exógenos, y apunta que es en la propia dinámica interna del régimen feudal donde hay que buscar las claves de esta transformación económico-social. Pero, como hemos dicho, la reacción de los señores no fue uniforme –en líneas generales cabe señalar una relajación del feudalismo en occidente y un recrudecimiento de la servidumbre en oriente–, y algunos autores han apuntado una posible causa política para explicar esta diferencia. El planteamiento vendría a ser que en las regiones donde la monarquía hubiese adquirido un fuerte poder se aliaría con los sectores prósperos de las clases productoras, o con las ciudades, en contra de las arbitrariedades señoriales. En esta línea se toma como ejemplo Francia, donde el triunfo de la monarquía absoluta habría contribuido a limitar el alcance de la “reacción feudal”. Por otro lado, en Europa oriental, donde no se desarrolló un poder central comparable, los señores pudieron imponer impunemente peores condiciones a las fuerzas productoras. El problema de este planteamiento, más allá de que Inglaterra no se adapte demasiado bien al mismo, lo volvemos a encontrar en Rusia, donde la centralización política y el doblegamiento del poder de los boyardos marcharon a la par de una intensificación de la servidumbre. Por estos motivos, Dobb establece que la motivación para decantarse por abandonar el régimen de servidumbre, o no, por parte de los señores, vendría dado por las características de cada tipo de cultivo –intensivo o extensivo–, y por la disponibilidad de mano de obra. Así, en el Este, un cultivo extensivo de cereal, destinado a la exportación, habría conducido a un incremento de la servidumbre; y en el Oeste, cultivos de carácter más intensivo, con productores más especializados, y la consabida reducción demográfica, habrían devenido en la relajación de la servidumbre para mantener a los campesinos en las tenencias señoriales. Pero estos cambios también dependían de las fuerzas de las clases productoras, con diferencias dentro de ellas, habiendo campesinos económicamente solventes que, con cierto régimen de libertad, presionasen para lograr arrendar las tierras del señor. En el occidente europeo, con cultivos más intensivos que permitían ciertos avances en la productividad, esta nueva relación contractual les beneficiaría: pagarían un arriendo y después repartirían su tiempo en trabajar exclusivamente “su tierra”, obteniendo un excedente que les permitiría situarse por encima del resto de la sociedad campesina –y en ocasiones, emplear a los productores más empobrecidos, tanto por las exacciones señoriales como por el creciente peso impositivo de unas monarquías necesitadas de ingresos–.4 De esta manera resuelve Dobb la paradoja de que el descenso en las fuerzas campesinas diese lugar unas veces a concesiones por parte de los señores; y en otras ocasiones a un recrudecimiento de la servidumbre. No obstante, Dobb insiste en que esta primera transición de trabajo obligatorio a pagos en dinero no era más que el comienzo de una tendencia que había de obrar con mucha mayor fuerza a Como ejemplo, “en ciertas provincias de Francia se desarrollaron de este modo cierto número de comunas reales, formadas a partir de una asociación de aldeas, que poseían, al igual que las ciudades, un alcalde y una jurisdicción propios”, p. 66. 4 En el siglo XIII, en Inglaterra, Kosminsky ha pretendido descubrir “un estrato de campesinos ricos”, junto a “un sector muy significativo de campesinos pobres”. Es decir, el hecho de que la masa de la población aldeana, de cuyo trabajo dependía el sistema, fuera extremadamente miserable, no impedía que un estrato kulak superior, que había acumulado bastante capital como para poder emplear mejores métodos, más tierra, o incluso trabajadores asalariados, gozara de una mayor prosperidad”, p. 82. El artículo de Kosminsky es “The English Peasantry in the Thirteenth Century”. 3

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partir del siglo XV. E incluso, para el caso inglés, ese siglo tampoco fue el fin del feudalismo: ni la batalla de Bosworth en 1485 –que ponía fin a la guerra de las Dos Rosas e instauraba a los Tudor en el trono inglés–, ni siquiera los cercamientos –enclosures– del siglo XVI, señalaron la desintegración final del modo de producción feudal. Las prestaciones consuetudinarias de labores, y hasta las “jornadas de cosecha”, sobrevivieron en ciertas regiones del país a finales del siglo XVI; y sólo en 1646, bajo la Commonwealth, se abolieron por fin las tenencias feudales. Con todo, a lo largo del siglo XVII y hasta en el siglo XVIII, la libertad de circulación del trabajador del campo estuvo, en la práctica, severamente restringida por el hecho de que abandonar la parroquia para dirigirse a otro lugar requería el permiso de su anterior amo. Con esto queremos decir que el preceso de transición del feudalismo al capitalismo fue lento y complejo. Otro aspecto a considerar es que el desarrollo de las ciudades, que generalmente se contemplan como núcleos con distintos grados de independencia económica y política, así como “islas de libertad” en un mundo de servidumbre, contribuirían al proceso de desintegración del feudalismo. Pero esta visión es matizada por Dobb, y para ello propone analizar primero las causas que están detrás de la aparición de las ciudades medievales. Sobre este particular hay distintas hipótesis, que aquí presentamos de manera resumida: — El planteamiento de que las ciudades medievales serían supervivencias de antiguas ciudades romanas, que habiendo declinado –sin desaparecer– en la alta edad media, resurgían cuando el establecimiento de un cierto orden introdujo en Europa un periodo de paz y una vuelta a la prosperidad. — Un origen puramente rural, desarrollándose a partir de un aumento en la densidad de población de ciertas comunidades agrarias. Esta teoría postula una continuidad entre comunidad aldeana y comunidad urbana, relacionando la primitiva corte de distrito de las primeras con el tribunal urbano de las segundas. Esto es, aquélla sería un embrión de éste. — La explicación de que las ciudades se originaron a partir de asentamientos de caravanas de mercaderes. Este es el planteamiento de Pirenne, que señala que estos núcleos, una vez empezaron a ganar poderío económico y militar –por ejemplo, con el amurallamiento de la ciudad–, empezaron a reclamar tanto inmunidad jurídica respecto a la jurisdicción señorial como cierto control sobre el comercio local, con lo que entrarían en conflicto con los señores del lugar.5 — La última teoría, por el contrario, asocia el surgimiento de las ciudades al derecho de inmunidad o de asilo concedido por la autoridad feudal. Así, la creación de ciudades obedecería a la voluntad señorial: un señor ofrecería privilegios especiales a recién llegados a fin de establecer un mercado para su propia conveniencia. Para Dobb, parece prudente adoptar una postura ecléctica con respecto a la génesis de las ciudades. Y, más allá de esto, considera que más que a su origen, se debería prestar una mayor atención a su naturaleza, distinguiendo entre “ciudades libres” y aquéllas que surgieron por la iniciativa de cierta autoridad feudal, o que tempranamente se vieron sometidas al control de algún señor. En opinión de Dobb, esta dimensión contribuye en mayor medida a explicar la transformación socio-económica del mundo europeo en el transcurso de la edad media a la edad moderna. Una aspiración común que podemos otorgar a estas ciudades fue la lucha por su autonomía –en no pocas ocasiones a través de la violencia, dando lugar a situaciones de “guerra civil”, e influyendo con su ejemplo en las revueltas de carácter agrario–, y al lograrlo socavaron de manera importante el orden señorial. Asimismo, con mayores cuotas de libertad y prosperidad, en las ciudades aparecieron los primeros signos de diferenciación de clases dentro de la propia comunidad urbana. Así se produciría el ascenso de una oligarquía, de corte comercial, relacionada con la estructura gremial productiva y a la cabeza del gobierno municipal. Era la génesis de la burguesía, tema del que Dobb se ocupa en el siguiente epígrafe.

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Cfr. PIRENNE, H.: Las ciudades de la Edad Media. Madrid, Alianza, 1984.

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3. Los comienzos de la burguesía En primer lugar, en las ciudades europeas más grandes, además de los burgueses propiamente dichos, encontramos cierto número de familias aristocráticas, poseedoras de tierras alrededor de los núcleos urbanos, que en ocasiones conservaron una identidad propia y en otras acabarían dominando las actividades económicas propias de los burgueses. Con todo, Dobb sostiene que la desigualdad dentro de las ciudades, en sus orígenes, fue muy reducida. Por ejemplo, los mercaderes nos serían excluidos al principio de las guildas6 de comerciantes. Asimismo, en los oficios había poca diferenciación entre maestros y oficiales empleados, o incluso aprendices; en palabras de Dobb: “el oficial trabajaba junto a su empleado en el taller, y a menudo comía en su mesa”.7 Pero esta situación iba a cambiar en los siglos siguientes. Con el pasar del tiempo, a medida que las ciudades crecían en población y tamaño, los dueños originales de la tierra urbana se enriquecieron vendiéndola o arrendándola a cambio de rentas elevadas. Pero esta forma de acumulación de capital, que se dio en los siglos XIII y XIV, y se vincula con un “régimen de pequeña producción”, no permitía grandes acumulaciones. Así, las fuentes de atesoramiento de capital hay que buscarlos en el exterior de la ciudad, en el comercio a gran escala. Estos desarrollos cobraron la forma del surgimiento de una clase privilegiada de burgueses que, desprendiéndose de la producción, empezaron a dedicarse de manera exclusiva al comercio mayorista. Aquí, en un mercado más amplio y en expansión, se presentaban jugosas oportunidades de ganancia. Estas son las bases de un primer estadio en la conformación del modo de producción capitalista, que tradicionalmente se ha designado “capitalismo mercantil”. 8 La economía de corte liberal ha querido ver en este enriquecimiento, que se basaba en comprar barato y vender caro, un justo pago para unos agentes económicos que asumían riesgos y ponían en común a productores y consumidores que, de otro modo, no hubiesen podido llevar a cabo intercambios económicos. Sin embargo, para Dobb esta riqueza no sería “producida”, sino “adquirida” –o quizá, mejor dicho, “apropiada”–. Para el historiador inglés, el comercio en esos tiempos, y en especial el comercio exterior, consistía o bien en explotar una ventaja política, o bien en un pillaje apenas disimulado. De esta manera, la clase de los comerciantes, en cuanto cobró formas económicas y tuvo el suficiente potencial económico, se apresuró a adquirir derechos monopolísticos que le protegiesen de la competencia, acumulando cada vez más capital por medio de definir a su favor los términos de intercambios comerciales. No producían, su objetivo era comprar los más barato y vender los más caro posible, dando así lugar, repitiendo esta secuencia una y otra vez, a la “acumulación originaria” de capital. Cuando el volumen de capital en manos de un cada vez menor número de comerciantes fue suficientemente importante, pudo empezar a dedicarse a nuevas actividades paralelas al comercio. Un ejemplo sería la usura, a costa de pequeños productores cada vez con menores oportunidades; o a costa de una decadente clase señorial que sin embargo mantenía a toda costa su nivel de vida; o incluso a partir de la creciente necesidad de endeudamiento de la corona. Pero, ¿cómo articulaban estos comerciantes a su favor las relaciones de intercambio? Como primer paso, la autoridad municipal tenía el derecho de establecer regulaciones acerca de quién podía comerciar, cuándo podía hacerlo, y establecer precios mínimos y máximos. Así que el primer paso fue hacerse con el control político de las ciudades. Paralelamente a la acumulación de capital, por medio de la compra o de la fuerza, se produjo la concentración de poder político en las Por “guilda” entendemos toda corporación de mercaderes o comerciante, una forma frecuente de asociación durante la edad media. 7 p. 111. 8 Para Marx, “la forma inmediata de la circulación de mercancías es MDM [mercancíadinero mercancía], conversión de mercancía en dinero y reconversión de dinero en mercancía, vender para comprar. Pero junto a esa forma encontramos otra específicamente distinta, la forma DMD [dineromercancía dinero], conversión de dinero en mercancía y reconversión de mercancía en dinero, comprar para vender. El dinero que describe en su movimiento ésta última circulación se convierte en capital, deviene capital, y es ya capital por su determinación”. MARX, K.: El capital. Antología. Madrid, Alianza, 2010, p. 99. 6

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ciudades en manos de una oligarquía de burgueses; esta oligarquía se identifica con el sector de mercaderes más acaudalados, que estaba logrando el monopolio del comercio mayorista. Por ejemplo, alrededor del año 1300 “un cuerpo selecto, aristocrático, usurpó el lugar del concejo público de los ciudadanos”, y hacia el final del reinado de Eduardo III, la mayoría de los ciudadanos “carecía por entero del derecho de sufragio en las elecciones parlamentarias”. 9 Los documentos bajomedievales ponen de manifiesto cómo los burgueses más pobres se quejaban del creciente poder, económico y político, de las agrupaciones de grandes mercaderes. Así que estos incipientes burgueses, una vez que tenían la capacidad de influir en los términos de los intercambios comerciales, no dudaron en hacerlo en su favor: se restringía –o incluso se prohibía– la actividad de extranjeros en el comercio de la ciudad, para librarse de la competencia; 10 se fijaban estancos (precios máximos) para artículos básicos procedentes de las zonas de producción; y después se vendían a un precio mucho mayor, con una adecuada política de precios mínimos, en la propia ciudad y en el exterior; o se controlaban los precios de los productos artesanales, mientras a los artesanos se les prohibía fijar precios mínimos entre sí. Esto garantizaba al comerciante-capitalista crecientes ganancias. Una duda que nos surge es que si esta política se generalizaba en todas las ciudades, las guilda de una ciudad podía vetar a través del control de la legislación urbana a toda guilda extranjera. Pero aquí se ponía a funcionar bien pactos entre las distintas asociaciones de mercaderes, o bien cubrir las necesidades financieras de las oligarquías urbanas que así lo requiriesen, y obtener a cambio el ansiado monopolio de exportación. Es decir, el capitalismo no tiene su génesis en la libre competencia, sino en la eliminación de la misma y el funcionamiento a partir de monopolios. En una etapa ya más avanzada. Este monopolio urbano cobró la forma de lo que puede denominarse un “colonialismo urbano” en relación al campo. Por ejemplo, e Inglaterra, ciertas ciudades extendían su autoridad al distrito circundante y, con ello, presionaban sobre las aldeas para que comerciaran exclusivamente con el mercado de la ciudad en cuestión. Ciudades de Escocia tenían el derecho de cobrar portazgos y de hacer valer los privilegios de ciertas industrias y oficios en vastas zonas de los alrededores. Y, ya en 1582, el Consejo Electoral de Brandemburgo afirmaba sobre la política de Hamburgo: “se preocupa exclusivamente por arrancar cereales a precios bajos, imponiendo sus términos, a los súbditos del Elector, para venderlos después al precio que quieren”.11 Ya internándonos en los inicios de la edad moderna, el mercado se expandía, no sólo por el crecimiento de las ciudades y la multiplicación de los mercados urbanos, sino también por la mayor penetración de la economía monetaria en los señoríos, determinada por el desarrollo del trabajo asalariado y el arriendo de las reservas a cambio de rentas en dinero. No obstante, el comercio exterior fue el que proporcionó las mayores oportunidades de rápido progreso comercial, y en esta actividad, precisamente, se obtuvieron las fortunas más impresionantes. Pero, para lograr esto, era preciso cercenar los privilegios de los comerciantes extranjeros. De esta manera, las poderosas clases de capitalistas-mercaderes entraban en una disputa entre sí, o como lo diría Marx, “establecían una dialéctica en la que grandes capitalistas acababan con muchos otros capitalistas, reforzando así su poder”. Para emprender este camino, en el caso inglés, fue imposible socavar la posición privilegiada de las corporaciones extranjeras mientras no hubo comerciantes ingleses con fortunas suficientes para financiar los gastos del rey, en particular sus guerras, y para arrendar sus impuestos, proceso que empezó a consolidarse a partir del siglo XIV. Esta pugna se llevaría a cabo en el interior del país, y en el exterior, intentando conquistar tantos mercados como fuese posible. Por ejemplo, una lucha notable, empleando todo tipo de armas, fue la protagonizada entre los COLBY, C. W.: “Growth of Oligarchy in English Towns”, en Eng. Hist. Review, vol. 5, 1980, pp. 643-648. En este sentido, la Carta General para todos los burgueses de Escocia, firmada por el propio rey de Escocia en Perth, en 1364, es bien explícita acerca de este monopolio burgués: “nadie venderá sino a los mercaderes del burgo dentro del ámbito que en él se señala. Les ordenamos estrictamente introducir la mercadería en el mercado establecido en esos burgos o ciudades de manera en que los comerciantes puedan comprarla, ejercitando un monopolio restrictivo sobre ella, sin restricción”. MORRIS, D. B.: Stirling Merchant Gild. Stirling, Jamieson & Munro, 1919, p. 43. 11 HECKSCHER, E.: Mercantilsm (vol. 2). London, Routledge, 1995, pp. 60-76. 9

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comerciantes ingleses de paños y la Liga Hanseática por el control del comercio internacional por los mares del Norte, sobre la que Dobb establece lo siguiente: La guerra comercial entre los comerciantes ingleses de paños y la Hansa fue prolongada y muy dura. Barcos ingleses fueron atacados y capturados como botín, y los comerciantes ingleses tomaron represalias siempre que pudieron. En cierto momento, la factoría inglesa de Bergen fue saqueada. Tales eran los riesgos inherentes a los beneficios del monopolio: ellos brotaban, no del orden natural de esas cosas, sino del hecho de que obtener un monopolio era el leitmotiv de todo comercio.12

Esa era la clave, conseguir monopolios para establecer relaciones comerciales siempre beneficiosas. Y la manera de hacerlo fue la asociación de los mercaderes en compañías privilegiadas –verdadero embrión del modelo que triunfaría en la etapa colonial que estaba por venir; de hecho, en una fecha tan temprana como 1600 se impulsaba la creación de la Compañía de las Indias orientales–. Hacia mediados del siglo XVI, grandes comerciantes británicos consiguieron establecer cinco de estas grandes compañías: Compañía de Rusia, Compañía de África, 13 Compañía del Este, Compañía, e incluso una Compañía para España, que buscaba monopolizar el lucrativo comercio de vino, aceite y frutos con España y Portugal, y obtuvieron, por la vía de una Carta, el derecho de excluir a todo competidor. Podemos comenzar a vislumbrar una estratificación social en la que una minoría de grandes mercaderes privilegiados, junto con las todavía resistentes aristocracias de cuño feudal, vivía a costa de los esfuerzos de una gran masa de artesanos y de campesinos. Pero estas clases bajas tampoco eran totalmente homogéneas, y las dinámicas de diferenciación social y de exclusividad también operaban en ellas. Ya hemos hablado de los campesinos ricos que, introduciendo innovaciones en sus cultivos aumentaban su productividad, y comenzaban a establecer relaciones económicas desiguales con los campesinos más pobres de su entorno. Por su parte, en las ciudades, dentro del funcionamiento de los gremios, en los siglos XIV y XV se tendió a elevar los requisitos de admisión, con el objeto de limitar el número de miembros. Se estipulaba que para la admisión era necesario el consentimiento de los cofrades gremiales; se generaban mil pretextos para repeler a un trabajador formado en el gremio a la masa de trabajadores asalariados…14 Como resultado, aquellos oficiales que no podía costearse la maestría comenzaron a trabajar a escondidas; prácticas contra las que unos gremios cada vez más elitistas lucharon, procurando extender su área de jurisdicción y aumentar la minuciosidad de los registros y pesquisas para acabar con este trabajo “ilegal”. Esta forma de actuar de los gremios daría como resultado crear, en los estratos inferiores de la sociedad urbana, una clase cada vez numerosa de dependientes asalariados y jornaleros, carentes de toda posibilidad de progreso y que, si bien en muchos casos eran nominalmente miembros del gremio, no ejercitaban control sobre él y carecían de cualquier protección de su parte. En la medida en que existió esta clase empobrecida de dependientes asalariados, que competían por salarios a la baja, creció la posibilidad de obtener ganancias y de acumular capital invirtiendo en el empleo de trabajadores asalariados. Se configuraba así, en términos lo suficientemente amplios como para ser considerado una nueva clase social, un proletariado; esto es, un grupo humano empobrecido y desposeído que sólo tenía sus manos –y su prole– como forma de subsistencia. Para terminar, dejamos consignado, tal y como recoge Dobb, que “parece probable, también (aunque en este punto disponemos de muchos menos datos de índole 12

p. 142. En África, Nassau Senior caracterizaría la actividad de los comerciantes-capitalistas del siguiente modo: “la consigna era capturar o comprar, y hacer trabajar hasta la muerte, sin miramientos, a los nativos de África. En este proceder ingleses y holandeses, por aquél entonces las naciones más sabias y religiosas del mundo, no mostraban más escrúpulos que para esclavizar caballos”. SENIOR, N. W.: Slavery in the U. S. Obra referenciada en el libro de Dobb que estamos manejando, p. 143. 14 Green afirma que “una vez que un hombre terminaba su aprendizaje, se procuraban arteros pretextos para repelerlo hacia la masa de los trabajadores asalariados”. GREEN, A. S.: Town Life in the Fifteenth Century (2 vols.) London, MacMillan, 1894. 13

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cuantitativa) que en este brillante siglo declinara el nivel de vida, por lo menos, de la mitad más pobre del campesinado y de los artesanos”. 15 4. Los inicios del capitalismo industrial Una vez consolidado el capital mercantil, éste dirigiría su atención hacia la producción, en parte para explotarlo más eficazmente –empeorando la situación de los productores–, en parte transformándolo para incrementar las ganancias y acceder a mercados más amplios. Para Marx, este proceso podía seguir vías: 1.

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Un sector de los propios productores acumuló capital, se dedicó al comercio, y con el pasar del tiempo empezó a organizar la producción sobre una base capitalista. Éste sería el “camino realmente revolucionario” Un sector de la clase mercantil empezó a apoderarse directamente de la producción y a aplicar a ella una lógica capitalista. Sin embargo, sería el primero el que se impusiese en última instancia.

¿Cómo se llegó, analíticamente, al capitalismo industrial? Como hemos visto, las grandes víctimas de los primeros procesos de acumulación del capitalismo mercantil fueron los pequeños artesanos y los pequeños campesinos, quienes en el siglo XVI, desposeídos, estaban condenados a engrosar las filas del proletariado. En Inglaterra, donde este fenómeno se produce de manera paradigmática, se emplearían como asalariados –si tenían suerte– o eran perseguidos por la Ley de pobres de los Tudor. Atendiendo a “la vía realmente revolucionaria”, asistimos a un notable aumento del cultivo campesino independiente, realizado por terrazgueros que tomaban en arriendo tierras bajo la forma de tenencias cercadas –enclosures–. Entre ellos se desarrolló un importante sector de campesinos más ricos o yeomen,16 que a medida que prosperaban ampliaban su terrazgo; practicaron, quizá, la usura con sus vecinos mas pobres y se convirtieron en unos arrendatarios de escala considerable, que explotaban sus tierras sobre la base de trabajadores asalariados, reclutándolos entre los cottagers más necesitados –que eran los más baratos–. Estos yeomen parecen haber sido los principales impulsores de la productividad por medio de innovaciones en las técnicas y métodos de cultivo. En cuanto a la segunda tendencia –la penetración en la producción desde afuera, por parte del capital comercial–, muy posiblemente fue promovida por una competencia cada vez mayor en los mercados existentes, provocada por un incremento de las riquezas y del número de miembros de la burguesía comercial, lo que tendió a reducir las oportunidades de lograr ganancias puramente especulativas. Así, los grandes mercaderes se volverían hacia la producción tratando de ahorrar costes. Para ello establecieron una relación de dependencia con los artesanos desposeídos: el “mercader-patrono” les encargaría trabajos, y los artesanos los realizarían en sus domicilios a cambio de un salario. Se articulaba así el sistema del domestic-system, primera etapa en el camino hacia el capital industrial. Esta actividad era una competencia contra la que los gremios no podían competir, e iniciaron una lucha contra estos nuevos medios de producción que atentaban contra sus privilegios. Esto explica por qué la producción se desplazaría al ámbito rural en gran parte, dónde había también una gran masa de desposeídos y no había que hacer frente a la oposición gremial. Así, en el campo tanto mercaderes como productores enriquecidos utilizaron un gran volumen de asalariados empobrecidos para seguir acumulando capital. Ahora bien, y para huir de simplificaciones, estas son las líneas generales de un fenómeno de gran complejidad, en el que muchas veces es complicado establecer una nítida división entre las distintas clases sociales mencionadas, así como el pape real que tuvo cada una en el proceso de gestación del capitalismo. Asimismo, no podemos entender que éste fuese un proceso lineal y 15

p. 149. El término yeoman significaba, legalmente, propietario libre de 40 libras esterlinas de renta anual; pero se empleaba popularmente para designar a todo arrendatario acomodado. De acuerdo con una definición de la época: eran “personas de mediana condición, situadas entre caballeros y cottagers o campesinos”. 16

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teleológico, sino que estuvo marcado por numerosos y complejos aceleramientos, estancamientos, retrocesos… Esto lo señala Dobb del modo siguiente: Los dos caminos de que habla Marx no se mantienen apartados en todo su trayecto sino que, a menudo, se confunden por un trecho y, en ciertos lugares, se cruzan […] los intereses y las lealtades se entremezclarían de manera curiosa y las alienaciones sociales cambian rápidamente […] No es posible, desde luego, trazar nítidamente la línea divisoria, ya sea entre el campesino libre arrendatario de moderados recursos o el pequeño artesano, por un lado, y el patrono capitalista parvenu, por el otro; o bien entre los comerciantes monopolistas más antiguos, del siglo XV, y el nuevo mercader-fabricante o mercader-patrono de los siglos XVI y XVII. Se trata, en cada caso, de un crecimiento cuantitativo que, en cierto estadio, provoca un cambio cualitativo.17

Esta primera dmensión del capitalismo aplicado a la producción se basaba fundamentalmente en una reducción de los costes de lo producido a través de los salarios. Por ponerlo en términos marxistas: el empresario-capitalista retribuye a los trabajadores asalariados por debajo del valor que aportan a la producción, apropiándose así de la plusvalía de su trabajo una y otra vez, llevando a cabo un proceso de acumulación cuantitativa continuo. Pero este método toparía con un límite propio, a los asalariados no se les puede retribuir por debajo de unos determinados salarios de subsistencia, y una vez alcanzados, el objetivo sería aumentar la productividad. Aquí es donde, para Dobb, aparece el cambio cualitativo real. En este primer estadio las herramientas de producción estaban poco desarrolladas, eran en su mayoría útiles manuales que cualquiera podía, más o menos, fabricar o poseer. Es lo que Marx llamaba un sistema de “manufactura”, en el que se empleaba trabajadores asalariados pero había poca tecnificación en el trabajo. Los motivos para pasar del domestic-system al factory-sistem fueron eminentemente económicos. Unos capitalistas enriquecidos estaban dispuestos a invertir en la mecanización del trabajo, y para ello era requisito indispensable reunir a los trabajadores asalariados en un mismo lugar. Lo era para ponerlos a trabajar en torno a los nuevos instrumentos de producción (el ejemplo paradigmático podrían ser las máquinas de hilado o los telares mecánicos), y para llevar a cabo una incipiente división del trabajo que fomentase la productividad. No debe olvidarse que Marx había leído a los economistas clásicos, y el propio Adam Smith señala que el origen de la riqueza de las naciones se encuentra en la división del trabajo, y esto es así pro una triple vía: Este gran incremento en la labor que un mismo número de personas puede realizar como consecuencia de la división del trabajo se debe a tres circunstancias diferentes; primero, al aumento en la destreza de todo trabajador individual; segundo, al ahorro de tiempo que normalmente se pierde al pasar de un tipo de tarea a otro; y tercero, a la invención de un gran número de máquinas que facilitan y abrevian la labor, y permiten que un hombre haga el trabajo de muchos. 18

Es decir, mecanización y división del trabajo iban de la mano en el proceso de aumentar la productividad. Pero estas inversiones de los grandes capitales no se dirigieron exclusivamente al ámbito fabril, sino que también tuvieron como destino la explotación de minas a cada vez mayor profundidad –que generaban jugosas ganancias, pero precisaban de una fuerte inversión inicial y el empleo de costosas máquinas de vapor que bombeasen agua, para evitar las inundaciones de las minas. Esta primitiva máquina de vapor sería la base sobre la que después Watt desarrollaría su más sofisticada máquina de vapor, vital para el desarrollo del ferrocarril–. También se realizaron grandes inversiones en otros sectores, como la producción de sal por nuevos métodos, el desarrollo de los altos hornos, la industria azucarera…19 No obstante, estos casos en que la técnica había experimentado suficientes cambios para volver indispensable la producción fabril revistieron importancia como preanuncios del futuro; empero, su presencia en la totalidad de la vida económica del país era todavía en el siglo XVI 17

pp. 156-158. SMITH, A.: La riqueza de las naciones. Madrid, Alianza, 2011, p. 37. 19 Para una exposición más detallada, cfr. la obra de Dobb, pp. 172-175. 18

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mínima. Por el capital invertido, así como por el número de capitalistas y por la cantidad de obreros empleados, es manifiesto que su peso siguió siendo menor que el de la producción bajo el “sistema doméstico”. Aunque este cambio cualitativo en la producción, a través de un modo de producción ya esencialmente capitalista, tuviese un relativo éxito en la Inglaterra (y en toras zonas del Norte europeo) del siglo XVI, no significa que esta fuese su primera manifestación en la historia. Estas revolucionarios formas de producción ya habrían aparecido, y con mucha anterioridad –siglo XII o incluso en el XI–, en los Países Bajos y en ciertas ciudades italianas. La diferencia radica en que aquí este “proto-capitalismo” fue aplastado por los poderes aristocráticos y por la primacía de los gremios en los gobiernos de las ciudades. Asimismo, la no presencia todavía de grandes masas de desposeídos en el campo impidió llevarse la producción fuera de los muros de las ciudades. Asimismo, en cierto número de ciudades alemanas tenemos noticias de de insurrecciones del elemento gremial producidas en los siglos XIV y XV a consecuencia del surgimiento de un estrato de patronos capitalistas –los Tucher, por ejemplo– que procuraba dominar los oficios. De esta manera, “en el caso de Italia, Alemania y los Países Bajos, lo notable no es tanto la fecha temprana –en comparación con Inglaterra– en que apareció la producción capitalista, cuanto que el nuevo sistema no logró crecer mucho más allá de su promisoria y precoz adolescencia”. 20 En Inglaterra, según se desarrollaba el capitalismo industrial, los nuevos capitalistas, pretendieron conquistar mercados más vastos, pretendieron eliminar las ventajas monopolísticas concedidas a las grandes compañías comerciales. Esto implicaba abordar el poder político e imponer el “libre comercio”. Pero, ha de entenderse bien, no se trataba de un libre comercio absoluto, sino limitado y adecuado a los nuevos grandes capitalistas, que ya no basaban su lógica económica en lo mercantil sino en la producción. En la gran mayoría de las ocasiones no significaba otra cosa que la eliminación de los privilegios ajenos para suplantarlos por los propios. Es decir, esta lucha por el libre comercio no representó una lucha por un principio general, y sólo cobra sentido si se la considera como expresión de un particular interés de clase. Se desato una lucha entre grandes capitalistas monopolistas ya asentados, y los no menos grandes capitalistas productores recién llegados. La dinastía Estuardo, agobiada por la falta de recursos en la Hacienda real, vendió derechos monopolísticos industriales –lo que beneficiaba claramente a los segundos–, y dejaba la venta de monopolios comerciales al mejor postor. Los nuevos capitalistas conseguían tener presencia en el parlamento, y allí la oposición a los monopolios libró sus primeras batallas entre 1601 y 1604, al introducirse un proyecto que abolía todo privilegio sobre el comercio exterior. No saldría adelante, pero en 1624 se volvió al ataque con un Acta general antimonopolio, pero de nuevo la intentona contó con poco éxito. Pero la pugna estaba latente, y en 1640, la división del país entre los partidarios del rey y del parlamento seguía muy de cerca líneas económicas y sociales: los centros de la industria textil se convertían en baluartes de la causa parlamentaria; mientras que la nobleza y los distritos agrícolas pertenecían de manera predominante al partido del rey. En palabras de Dobb: En términos generales, parece correcto afirmar que aquellos sectores de la burguesía que tenían raíces en la industria, ya fueran fabricantes de paños de provincias o mercaderes de una Livery Company de Londres que emplearan su capital en organizar la industria rural, fueron activos partidarios de la causa parlamentaria […] Por el otro lado, aquellos elementos más alejados de una participación activa en la industria, que habían invertido en tierra y títulos, pasando aser predominante rentistas y ociosos, sintieron que sus intereses iban unidos a la estabilidad del orden existente y tendieron a apoyar al rey. 21

El proceso revolucionario de los años 1640 a 1660 transformó la sociedad inglesa, no sólo en el terreno político, liquidando la monarquía absoluta, sino en el económico. Con la abolición de las tenencias feudales, en 1646, se abrió el camino para una nueva –y más amplia– etapa de desarrollo capitalista en la agricultura que, sumada a la expansión comercial, sentó las bases que

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p. 195. p. 206.

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harían posible la eclosión de la revolución industrial, un siglo más tarde. Ahora bien, en los conflictos que tuvieron lugar esos años no sólo se pusieron de manifiesto las aspiraciones contradictorias de la aristocracia feudal y la burguesía comercial e industrial; sino también las de otros grupos sociales que soñaban con llevar la revolución por otros caminos. Hombres como Winstanley, que denunciaba que la propiedad privada de la tierra se había establecido por la violencia, y que la eliminación de las clases sociales y de la propiedad privada era necesaria para eliminar la injusticia. Burguesía y aristocracia advirtieron el peligro que se escondía tras estas reivindicaciones: la vencida nobleza se convenció de que merecía la pena pactar con la burguesía, ya que, por encima del régimen de gobierno, estaba la defensa de sus propiedades. Así se llegó a a solución pactada de 1688.22 De este modo, como advierte Dobb, “en Inglaterra se manifestó, con notable claridad, ese rasgo contradictorio que encontramos en toda revolución burguesa: esa revolución requiere por cierto el empuje de sus elementos más radicales para llevar hasta el fin su misión emancipadora; pero el movimiento está destinado a alejar grandes sectores de la burguesía tan pronto como aparecen estos elementos radicales, precisamente porque ellos representan a los humildes o los desposeídos, cuyas pretensiones cuestionan los derechos de la gran propiedad”.23 En conclusión, la Restauración inglesa de 1660 estuvo muy lejos de constituir un mero retorno a la situación anterior: la prerrogativa de la realeza había sufrido un golpe mortal, pasando a manos del parlamento el control del comercio, las finanzas, la justicia y el ejército. Los abolidos terrazgos feudales en 1646 ya nunca serían restaurados; y cuando Carlos II trató de volver al régimen anterior, se le obligó rápidamente a hacer las maletas y fue sustituido por un monarca más tratable. El campo de la actividad industrial ya no fue obstaculizado por concesiones de monopolio de parte de la realeza, y todo era favorable para que se produjese el espectacular desarrollo del capitalismo. 5. Acumulación de capital y mercantilismo En este apartado Dobb plantea que, más allá de lo evidente que pueda parecer, la hipótesis de una etapa de acumulación previa, la “acumulación originaria de capital”, merece ser explicada. Ciertamente, la idea de que los capitalistas fueron acumulando “capital” –en el sentido más económico del término, esto es, un medio de producción–, almacenando por ejemplo telares en almacenes, para luego ponerlos a producir en masa llegado un determinado momento, no parece muy convincente. Por ello, Dobb explica que la noción “acumulación originaria” no designa una mera acumulación de capital, sino más esencialmente, una acumulación de derechos en manos de una clase que, por su especial posición dentro de la sociedad, era capaz de transformarlos en medios efectivos de producción. Es decir, era una acumulación tanto de elementos económicos (dinero que, eventualmente, se podía transformar en capital) como políticas (capacidad de articular leyes que regulasen la actividad económica en sentido propio). Éste es, según Dobb, el significado pleno de la “acumulación originaria”. Efectivamente, cuando la prometedora burguesía comercial e industrial tuvo en su mano el poder político en Inglaterra, lo empleó para empobrecer y debilitar a quienes estuvieran ligados al viejo modo de producción. De esta manera, en la transición de la sociedad feudal al capitalismo es un rasgo fundamental el hecho de que el segundo, como modo de producción, no alcanzase cierta envergadura hasta que la desintegración del feudalismo estuviese en una etapa de desintegración avanzada. Cómo llegar a esta situación requería tiempo, se justifica la hipótesis de una etapa pre-capitalista previa, en la que la burguesía acumulase todos los elementos necesarios que le pudiesen permitir después el desarrollo del nuevo modo de producción. Dicho esto, y puesta de manifiesto la importancia de una primera etapa de acumulación capitalista, gran importancia tendría la fase siguiente, en la que el capitalismo orientó su dialéctica hacia la producción industrial. En términos estrictamente de interés material, el atractivo de invertir en la industria para un capitalista sólo podían venir dados por: 1) abundantes reservas de mano de 22 23

FONTANA, J.: Historia. Análisis del pasado y proyecto social. Barcelona, Crítica, 1982, pp. 78-80. p. 208.

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obra; 2) fácil acceso a las materias primas; 3) mercados donde poder vender lo producido. La primera de ellas ya la había procurado el incipiente capitalismo y el colapso del modo de producción feudal. La segunda y la tercera estarían estrechamente unidas con el colonialismo europeo –y, el colonialismo más eficaz, el inglés–, que encontraría en el mercantilismo el utillaje adecuado para desarrollar una lucrativa política económica a la medida de la clase dominante. Con todos estos elementos Dobb acaba por reivindicar la teoría de la acumulación originaria del capitalismo en los siguientes términos: Las condiciones decisivas que se necesitaban para la inversión en la industria se volviera atractiva en vasta escala, no podían existir hasta que el proceso de concentración progresara lo bastante para determinar una desposesión efectiva de propietarios anteriores y la creación de una numerosa clase de desposeídos. En otras palabras, la primera fase de la acumulación –la creciente concentración de la propiedad existente y el despojo simultáneo– constituyó un mecanismo esencial para crear condiciones favorables a la segunda; y puesto que debía transcurrir un intervalo antes de que la primera cumpliera su función histórica, ambas fases debían ser consideradas, necesariamente, distintas en el tiempo.24

Pasamos al segundo término de este epígrafe, la política económica de la época: el mercantilismo. En primer lugar, éste es el término que le dieron posteriormente los autores clásicos, empezando por Smith (y ya antes, David Hume), que rechazaban las llamadas “prácticas mercantilistas”. No era una escuela de pensamiento económico, y mucho menos un cuerpo sistematizado de teoría económica, por lo que los rasgos que suelen emplearse para caracterizarlo son más impuestos por la economía clásica que propios. Entre estos se suele mencionar la concepción de la economía como un “juego de suma cero”; la obsesión por mantener una balanza comercial positiva; el industrialismo; el crecimiento demográfico como objetivo permanente… 25 Pero, para Dobb, es totalmente claro que, aunque formularan su teoría siguiendo una balanza comercial favorable, estaban igualmente interesados –si no más– en las ventajas que ofrecían términos de intercambio favorables. El mercantilismo, en un plano de funcionamiento colonial, parecía una política económica apropiada: el comercio en el que los “mercantilistas” pensaban implicaba importar materias primas baratas de las colonias, incorporarlas a un proceso productivo industrial –y, por tanto, a menor coste de las materias primas menor coste de producción, y mayores incentivos para invertir en el desarrollo industrial–, y vender los productos elaborados, al precio adecuado (cuanto más alto mejor), bien en el interior o bien en terceros países, incluyendo las propias colonias. Como apunta Dobb, era un negocio redondo: “se dieron pasos para prohibir la fabricación en las colonias de artículos que compitieran con los productos exportables de la industria inglesa, así como para prohibir la exportación de productos coloniales a otros mercados, fuera de Inglaterra. Con ello, según se esperaba, Inglaterra obtendría lo mejor del comercio colonial”.26 Simultáneamente, se mantenía también la prerrogativa de mantener bajos los salarios, otras de las directrices que se suelen vincular con el mercantilismo. 6. El crecimiento del proletariado Hemos visto como el proletariado, a través de distintos mecanismos sobre los que incidiremos más profundamente después, se desarrolló entre los siglos XIV y XVI en Europa occidental. Pero con el colonialismo, la cada vez más pujante burguesía trató de reproducir esta nueva estructura de clases en los territorios de ultramar. Por ejemplo, los administradores coloniales de alguna regiones africanas tendieron a reducir las reservas tribales de los nativos e 24

p. 223. Cfr. HECKSCHER, E. F.: La época mercantilista. México, FCE, 1983. SCHUMPETER, J. A.: Historia del Análisis económico. Barcelona, Ariel, 2015. SPIEGEL, H. W.: El desarrollo del pensamiento económico. Barcelona, Omega, 2000. 26 p. 245. Sobre el mercantilismo, Dobb concluirá que “fue un sistema de explotación a través del comercio y regulado por el estado, que desempeñó un importantísimo papel en la adolescencia de la industria capitalista: fue, en lo esencial, la política económica de un periodo de acumulación primitiva”. 25

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trabajadores para el empleador blanco. Así, se repetía en el exterior el proceso de acaparamiento por la fuerza que se había dado en el interior. En Inglaterra, caso paradigmático que Dobb sigue en primer plano para estudiar la aparición del modo de producción capitalista, el ritmo de la apropiación en el siglo XVIII se acelera: además del desalojo por la fuerza, muchos pequeños terrazgueros, abrumados por las deudas, excluidos de sus empleos complementarios tradicionales, o afectados de manera diversa por estructuras productivas capitalizadas, renunciaron o tuvieron que entregar sus tenencias a campesinos acomodados o terratenientes capitalistas. El principal afectado por este proceso fue, obviamente, el arrendatario más pequeño. A su vez, los arrendadores preferían entregar sus tierras a un pequeño número de arrendatarios solventes, que a muchos pequeños productores en una situación complicada. Como muestra: “a comienzos del siglo XVIII los terratenientes tenían muy claro qué significaba un buen dominio; era aquél repartido entre grandes arrendatarios que poseyeran 200 acres o más”.27 Si bien, este proceso no fue tan simple como lo presentamos aquí, y no afectó sólo a campesinos y artesanos, y tampoco vino sólo de una exacción extraeconómica de las clases capitalistas. El papel legislativo del estado, de las ciudades, también tuvo su papel en todo este proceso. Un ejemplo de la draconiana legislación europea en estos siglos fue que se persiguiese toda pretensión de asociación entre los productores. Según Dobb: Los acuerdos entre obreros se castigaban con brutalidad; azotes, prisión y destierro, eran las penas para las huelgas […] En el siglo XVII, caracterizado por una mayor escasez de trabajadores, Colbert libró contra los miserables una guerra aun más inmisericorde que la del régimen Tudor en Inglaterra: a quienes carecían de medios de vida se les presentaba la alternativa de ser expulsados de reino o bien condenados a la temida esclavitud de las galeras […] Fue común el reclutamiento forzoso de trabajadores para establecimientos privilegiados de todo tipo, y a los padres que no entregaran a sus hijos a la industria se los amenazaba con fuertes multas. 28

En la historiografía se ha producido un debate sobre la verdadera dimensión de la denominada revolución de los precios del siglo XVI. En lo que parece haber cierto acuerdo es en que sus efectos fueron importantes. En lo que a nosotros nos ocupa, la teoría económica plantea que la economía real no se verá afectada si nivel general de precios y salarios (que al fin y al cabo son un precio más, el precio del trabajo) varían en la misma proporción. Pero en el siglo XVI, los efectos inflacionistas tuvieron una repercusión desigual: por un lado, empobrecieron al grupo terrateniente más antiguo, cuyas rentas se mantuvieron rígidas mientras que se incrementaban sus gastos suntuarios, por lo que tendieron a vender a bajo precio sus propiedades a la burguesía ascendente; por otro lado, los salarios monetarios no variaron o, incluso, por la presión de una creciente masa de desposeídos, cayeron, mientras que el valor de lo producido aumentó. El efcto fue que patronos y poseedores de capital se enriqueciesen anormalmente a expensas del nivel de vida de la clase trabajadora. Es por ello que Keynes haya hablado de la revolución de los precios del siglo XVI como una “inflación de ganancias que propició la génesis del capitalismo”. 29 Si bien el factor monetario –la variación en los precios nominales– tuvo un efecto desigual en los distintos países, o incluso en las distintas regiones dentro de cada país. En Inglaterra el alejamiento de las variaciones de los precios con respecto a los salarios fue importante, pero en España lo fue menos. Esto guarda relación con la dimensión cuantitativa de la mano de obra disponible: a mayor disponibilidad, se produce un estancamiento o incluso descenso de los salarios. Como lo expresó Weber, “lo que interesa es la estructura de la organización del trabajo”. 30 Como dos manifestaciones de esto, en Castilla los salarios crecieron moderadamente por no haberse producido un proceso de acumulación previo, y porque los grupos más desesperados tenían, por lo menos parcialmente, la posibilidad de emigrar a América. O, más esclarecedor, en los territorios alemanes del Imperio los salarios se estabilizan en 1648, al final de la guerra de los 27

HABBAKKUK, H. J.: Economic History Review, vol. X, n. I, p. 15. p. 280. 29 KEYNES, J. M.: Breve tratado sobre la reforma monetaria. México, FCE, 1996. 30 Cfr. WEBER, M.: Economía y sociedad. Madrid, FCE, 2002. 28

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Treinta Años, como consecuencia del descenso demográfico ocurrido por efecto de los conflictos bélicos, el hambre y las epidemias. El efecto de la legislación, inspirada por los intereses de los capitalistas, sobre la creación de nuevo proletariado, está presente en la producción minera. En Inglaterra, las explotaciones mineras a manos de productores habían conseguido mantener la igualdad entre sus miembros hasta comienzos del siglo XVI. Fue entonces cuando por ley se fijó el mercado de estaño en Lostwithiel, núcleo significativamente distanciado de las zonas productoras. La distancia respecto del centro comercial se combinaron para colocar a los estañeros de pocos recursos en una situación de clara desventaja; y para mantenerse incurrieron en deudas, con lo que aumentó su desventaja, dado el excesivo cobro de intereses que se imponía entonces. Pero un factor todavía más poderoso parece haber sido el crecimiento en la concesión de monopolios para la fundición de los minerales: a finales del siglo XVI la corona concedió licencias a empresarios capitalistas para la erección de altos hornos, que suplantarían a las anticuadas forjas comunales. Los pequeños productores quedaban a merced de capitalistas fundidores, que después también se encargarían de la fase de comercialización del estaño. En la significativa fecha de 1640 estos privilegios habían de sufrir un menoscabo más profundo: la coona concedió todas las minas y derechos mineros a un tal señor Winter; sobrevinieron levantamientos de los mineros, pero serían reprimidos, y la intromisión del capitalista en este sector –que estaba en condiciones de extraer mineral con métodos más perfeccionados y que disponía de mayores facilidades para comercializar el producto, además del monopolio de su fundición– aumentó progresivamente hasta que la minería libre pasó a ser un mero recuerdo. Estos ejemplos muestran que la proletarización de los estratos más bajos de la sociedad pudieron seguir distintos caminos, que en algunas regiones se dieron en mayor o menor medida –o no se dieron, como es el caso de la “segunda servidumbre” oriental–, y que fue un proceso largo y complejo, con avances y retrocesos, y que toda abstracción y generalización para tratar de explicarlo correrá el riesgo de mutilar en parte su verdadera manifestación. Pero queremos destacar un elemento importante en el proceso de proletarización: la usura. Dobb expone que, en la época de la acumulación originaria, la usura siempre presenta dos caras: una vuelta hacia la vieja clase dominante –el barón, el caballero, el príncipe, el monarca…– cuyas dificultades financieras les empujaron a procurarse dinero a cualquier precio; y otra vuelta hacia el pequeño productor necesitado y al borde de la subsistencia. Decidir cual de las dos fue más importante en el proceso de enriquecimiento del usurero-capitalista es complicado, pero sus efectos de cara al futuro sí fueron distintos. La primera permitió a los capitalistas un rápido enriquecimiento y ser capaz de acceder a la adquisición de títulos nobiliarios, de derechos y monopolios, y de otras prerrogativas que les llevarían a detentar el poder político efectivo. Y una vez tomado, utilizarlo en su beneficio mediante la articulación de una legislación favorable. La segunda, al tiempo que contribuía a su enriquecimiento, daba lugar a la constitución de un gran proletariado que le asegurase disponibilidad de abundante mano de obra barata. Y esta nueva clase proletaria tuvo una característica trascendental: los recursos naturales se agotan, los trabajadores en régimen de esclavitud o de fuerte servidumbre tienen bajas tasas de reposición; pero en el siglo XVIII el proletariado poseyó la valiosa cualidad, no sólo de reproducirse en cada generación, sino de hacerlo en una escala creciente. Es decir, el aumento de la masa de desposeídos ya no respondía a factores internos, sino que se internalizaba: era el mismo proletariado el encargado de asegurar una creciente masa de desposeídos.31 7. La revolución industrial y el siglo XIX El desarrollo del capitalismo en el siglo XIX presenta dos rasgos esenciales: el primero es que el cambio económico, por lo que respecta a la estructura de la industria y las relaciones sociales, fue tan rápido que transformó totalmente la imagen que la propia sociedad tenía de sí misma. A saber: de una concepción en la que el ser humano consideraba que había de ocupar por

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Cfr. pp. 301-302.

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siempre el espacio social que le había sido asignado; a otra en la que la movilidad social no sólo era una posibilidad cercana, sino una exigencia. El segundo aspecto es que en el siglo XIX están presente un cúmulo de circunstancias extraordinariamente favorables para que el capitalismo se consolidase definitivamente como modo de producción. A modo de modelo general (muy matizable), estas circunstancias fueron:  El crecimiento de la población, con el consiguiente crecimiento del proletariado. Esta expansión demográfica se debió a un descenso de la tasa de mortalidad antes que a un incremento en la de nacimientos.  La expansión de los mercados, sobre todo de los mercados ultramarinos, aparejada al colonialismo. Esto permitiría a la creciente producción capitalista disponer de una adecuada demanda a la que vender sus mercancías.  La progresiva concentración de capital (maquinaria, equipos productivos, materias primas…) en menos manos. Marx señalaba que “un capitalista, para subsistir, acaba con otros muchos capitalistas”.32  Ejerciendo simultáneamente de causa y consecuencia, la división del trabajo implicaría un ahorro de costes, lo que permitía a los grandes capitalistas, con mayor capacidad de inversión, competir en superioridad de condiciones y hacer más asequible su producción. Decimos que es consecuencia porque, si no se hubiese dado una circunstancia de feroz competencia entre la clase capitalista, no habría habido incentivos (o por lo menos, no en la misma medida) para llevar a cabo una inversión de semejante dimensión en incrementar la productividad. Ahora bien, hoy se reconoce que la velocidad con la que la revolución industrial conquistó lo principal de la industria, una vez que el conjunto de invenciones decisivas hubo proporcionado los medios para ello, fue menor de lo que solía suponerse. Por ejemplo, la industria de fabricación de clavos del Black Country estaba todavía, en el decenio de 1830, en manos de pequeños maestros, dueños de pequeños talleres. Sobre la industria metalúrgica de Birmingham, Allen comentaba que, en 1845, “al igual que la agricultura francesa [ella] ha caído en un estado de parcelación […] durante los primeros sesenta años del siglo XIX la expansión de la industria llevó consigo un incremento en el número de pequeños fabricantes antes que la concentración de sus actividades dentro de grandes fábricas”. 33 En la industria de lana, la maquinaria de fuerza prevaleció sólo en el curso del decenio de 1850 y aun en 1858 sólo alrededor de la mitad de los obreros de la industria lanera de Yorkshire trabajaba en fábricas. Por todo ello, la clase obrera no comenzó a cobrar hasta finales de siglo el carácter homogéneo de un proletariado fabril. Estos primeros pasos de la industrialización darían lugar a situaciones intermedias, en las que no era plena la industrialización, pero ya se llevaba a cabo producción en fábricas según la dinámica del capitalismo más moderno, con una clase obrera todavía no organizada, lo que daría lugar a “las formas más groseras de la pequeña explotación”: jornadas prolongadas, trabajo agotador, nula seguridad, empleo de mano de obra infantil… 34 Como hemos apuntado en las características generales del modelo de Dobb para el siglo XIX, a la tendencia acumulativa se suman otras dos: la tendencia hacia una creciente productividad del trabajo –profundización del capital–, y por lo tanto, dada la estabilidad de salarios reales, a la formación de un fondo cada vez mayor de plusvalía, del que podría extraerse una una acumulación de capital siempre renovada; y a una creciente concentración de la producción –extensión del capital– y de la propiedad del capital. Fue esta segunda tendencia la que prepararía el terreno para un cambio posterior decisivo de la estructura de la industria capitalista, así como engendraría el “capitalismo accionista” de gran escala, monopólico, de la segunda mitad del siglo XX. “Esta expropiación se consuma mediante el funcionamiento de las leyes inmanentes de la producción capitalista misma, mediante la centralización de los capitales. Cada capitalista mata a muchos otros”. MARX, K.: El capital…, p. 362. 33 ALLEN, G. C.: Industrial development of Birmingham and the Black Country, 1860-1927, pp. 113-114. 34 p. 317. 32

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En cuanto a la profundización del capital, se plantea que las invenciones industriales son productos sociales en el sentido que, si bien se desarrollan siguiendo su propia línea independiente, pues cada inventor hereda de sus antecesores su problema a la vez que algunos de los elementos para su solución, son configurados por las circunstancias y necesidades sociales y económicas de la época. Es decir, si el medio económico no es favorable, es improbable que se presente el tipo de experiencia y mentalidad para que el proyecto se vuelva viable; al mismo tiempo, si no hay una necesidad para las clases dominantes de impulsar un determinado avance, como respuesta a una coyuntura concreta de índole económica y social, es dudoso que los avances tecnológicos se hubiesen producido, por lo menos en la misma medida. 35 Por ejemplo, el descubrimiento de la fundición de carbón con piedra constituyó una respuesta directa a un problema que había planteado durante cierto tiempo la creciente escasez de leña. Dobb resume este párrafo así: Los inventos introducidos en el mundo moderno no sólo estuvieron íntimamente entrelazados en cuanto a su progreso: lo estuvieron también con el estado de la industria y de los recursos económicos, con la índole de sus problemas y el carácter de su personal, en aquel periodo primitivo del capitalismo en cuyo terreno crecieron.36

También tenemos que matizar la noción de crecimiento demográfico en el siglo XIX. Para Ricardo, esta expansión era un necesidad –desde luego, Ricardo identificaría este crecimiento con una población masivamente proletarizada al servicio de los nuevos magnates de la industria 37–. Como hemos dicho, el incremento demográfico se debió sobre todo al descenso de la mortalidad, sin embargo, la tasa de mortalidad comenzó a ascender ya desde el fin de las guerras napoleónicas. Este ascenso, que alcanzó su nivel máximo entre los niños de las grandes ciudades, evidentemente fue producto de la miseria económica y de las condiciones imperantes en las nuevas ciudades fabriles de este periodo. Hacía mediados de siglo la tasa de nacimientos comenzó a descender y, aunque se recuperase a lo largo de la segunda mitad del XIX, no volvió a alcanzar los niveles que mantuviera en las últimas décadas del siglo XVIII. Pero, y esto es importante, para las necesidades de la industria no basta con un mero incremento numérico –máxime cuando este incremento no se está produciendo–. La mercancía fuerza de trabajo no debía meramente existir: debía encontrarse disponible en cantidades adecuadas en los lugares que más se la necesitaba; por ello, la movilidad de la población laboriosa constituyó una condición esencial. Por otro lado, en un estadio elevado de la productividad como el del siglo XIX, en el que la proporción de excedente que rinde cada unidad de trabajo es alta, un abaratamiento dado de las mercancías –y con él de la fuerza de trabajo, que es una mercancía más– incrementará ese excedente en una suma proporcional cada vez menor. Matemáticamente diríamos que la productividad es con respecto al descenso en el precio de las mercancías decrecientemente creciente. Por ello, la inversión en capital, a partir de un determinado momento, tenderá más al ensanchamiento que a la profundización. Al mismo tiempo, y éste es un factor esencial en el capitalismo del siglo XIX, la expansión de los mercados ha de ser una condición sine qua non para que el capitalismo pueda expandirse. En los decenios de 1840 y 1850 entró en escena una nueva actividad que, en cuanto a su absorción de capital, sobrepasó en importancia a toda inversión anterior. Aun cuando caracterizamos estas décadas de mediados del siglo XIX como “la era del ferrocarril”, a menudo no 35

Un libro recién aparecido, que ha llamado nuestra atención, explica el avance tecnológico e industrial que se ah producido en la historia a través de la guerra como motor de su desarrollo. Cfr. LOSADA, J. C.: De la honda a los drones. La guerra como motor de la historia. Barcelona, Pasado y Presente, 2014. 36 p. 322. 37 La obra de referencia de Ricardo es RICARDO, D.: Principios de economía política y tributación (2 vols.) Barcelona, Orbis, 1985. Por su parte, Dobb expone que “tanto los economistas como los popes de la industria pensaban no sólo en cantidad sino, también, en el precio; y exigían que la oferta fuera, no sólo suficiente ara cubrir un número dado de empleos disponibles, sino superabundante hasta el punto de hacer que los trabajadores compitieran despiadadamente por lo empleos, con lo que se impediría que el precio de esa mercancía subiese al aumentar su demanda”, p. 326.

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apreciamos debidamente la importancia estratégica única que la construcción de ferrocarriles ocupó en el desarrollo económico de este periodo. Por arrojar algún dato, las 2.000 millas de líneas de ferrocarril inauguradas en Reino Unido entre 1847 y 1848 han de haber absorbido, aproximadamente, medio millón de toneladas de hierro para rieles y vagones solamente, o sea, una cuarta parte de la producción de hierro de esa fecha; y según Tooke, el desembolso en ferrocarriles dio empleo a 300.000 personas en las líneas y fuera de ellas en los años de auge. 38 Asimismo, no debe olvidarse que la inversión en el extranjero desempeño un papel nada desdeñable a mediados del siglo XIX. Ésta cobró por principalmente por esta época la forma de préstamos a gobiernos y no de inversión directa, como ocurrió después. Pero estaba fundamentalmente dirigida a la construcción de ferrocarriles. En la década de 1840 se abrieron las fauces todavía más descomunales de la construcción de ferrocarriles en Norteamérica. LA construcción de líneas férreas en Alemania, Rusia y Estados unidos daría lugar a un impresionante volumen de exportaciones británicas de hierro en 1860. Pero durante el último cuarto de siglo esta tendencia se frenó: Alemania completaba su creación de un trazado ferroviario hacia 1875; y en Estados Unidos, aunque entre 1865 y 1895 se cuadruplicasen sus kilómetros férreos, las materias primas fueron suministradas de manera creciente por su producción interna, reduciendo las importaciones británicas. El capitalismo iba alcanzando todos sus límites. Merece la pena realizar una consideración teórica a este respecto: si suponemos que la inversión crece a una tasa anual constante, el resultado debe ser un incremento comparable en el equipo productivo de la industria, incluyendo las industrias que producen tanto bienes de producción como artículos de consumo final. Por ello, el consumo no debe sólo mantenerse, sino expandirse continuamente en un grado parejo al de la inversión. Si esto no sucede, la estrechez de los mercados está destinada, tarde o temprano, a poner un límite al proceso de inversiones. En caso de que la producción –oferta– superase con creces al consumo –demanda–, se daría una situación de crisis, tal y como ocurrió en 1873. Lo que se conoce como “Gran Depresión”39, que comenzó en 1873 e, interrumpida por auges de recuperación en 1880 y 1888, prosiguió hasta mediados del decenio de 1890, ha llegado a ser considerada como el punto de separación entre dos etapas del capitalismo: la primera, vigorosa, próspera y animada de un osado optimismo; la segunda más perturbada, más vacilante e insegura. Comentadores recientes han destacado que estuvo lejos de ser un periodo de estancamiento uniforme; y que, para los asalariados que conservaron sus empleos, trajo ganancias económicas antes que pérdidas. Parece evidente que los salarios reales aumentaron a mediados de siglo, señal de que la demanda de trabajo empezaba a sobrepasar la expansión del ejército proletario, comenzando a perfilarse la temida situación por los ricardianos. Paralelamente a este avance en los salarios reales, se produjo una fuerte caída en el nivel de precios, consecuencia directa de la reducción de los costes de producción a través de la tecnificación y, a partir de 1873, de la insuficiencia de la demanda para una desmesurada producción. Previamente, los capitalistas europeos –sobre todo los británicos– habían encontrado como válvula de escape la exportación del excedente de producción, pero también, como hemos visto con el caso de Estados unidos y Alemania y su construcción de líneas férreas, estos mercados exteriores habían encontrado su límite. Dobb señala que: Particular importancia para la industria británica revistió la fuerte contracción de la demanda de exportaciones […] En los años inmediatamente anteriores a 1873 las exportaciones británicas habían experimentado una expansión muy grande en cantidades y todavía mayor en valores […] Entonces sobrevino el reflujo, inesperado y alarmante […] Las exportaciones a los EE.UU. solamente, bajaron a la mitad, y las de hierro y acero retrocedieron un tercio en tonelaje y más de un 40% en valores. La paralización del mercado de rieles de hierro fue especialmente severa. Y aunque la construcción de ferrocarriles en Norteamérica mostró una cautelosa recuperación en 1878, y se produjeron auges de actividad en 1882 y 1887, una creciente proporción de trabajo

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p. 350. La obra aludida es TOOKE, T.; NEWMARCH, W.: History of prices, en seis volúmenes. Distinguimos esta “Gran Depresión” de los años 1873-1896 de la que se produciría posteriormente en 1929.

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ferroviario fue provista, desde comienzos del decenio de 1870, por su propia, creciente, industria del hierro y del acero.40

En consecuencia, los países más afectados por la crisis iniciaron una fuerte oleada de políticas proteccionistas, imponiendo todavía más onerosas condiciones de intercambio a sus colonias, e iniciando una lucha por mantener su control al tiempo que se buscaban nuevos territorios. No por casualidad la conferencia de Berlín se produce en 1885, en medio de esta crisis, y Lenin dejó escrito que “el imperialismo era la fase superior del capitalismo” 41. Por otro lado, en la caracterización que Heckscher hacia del mercantilismo afirmaba que a sus cultivadores les obsesionaba el “temor por las mercancías”. El nuevo periodo que nacía ahora estaría cada vez más obsesionado por un temor similar: no ya al exceso de bienes, sino al de capacidad productiva, y la imperiosa búsqueda de nuevos mercados donde volcar el excedente. Las dos últimas décadas del siglo XIX se caracterizaron por una frenética actividad de las potencias económicas por asegurarse esferas privilegiadas en el comercio exterior. Estados europeos capturaron y sometieron cinco millones de millas cuadradas de territorio africano, que contenía una población de más de sesenta millones de personas. En Asia se daba una situación similar, con una lucha entre las tres grandes potencias por las islas clave para el comercio en el Pacífico. En un discurso ante el Congreso de las Cámaras de Comercio del Imperio, Chamberlain señalaba que Gran Bretaña nunca abandonaría la India, pues era vital para sus supervivencia, y planteaba la necesidad de extender la influencia y control de Inglaterra sobre la mayor parte posible de África. Acababa su discurso brindando con las palabras: “comercio e Imperio porque, caballeros, el Imperio, para parodiar una celebrada expresión, es comercio”. 42 Como desenlace, la oferta encontró salida durante los últimos años del siglo XIX y la primera década del siglo XX. Aunque la situación macroeconómica se estabilizase –en parte, pues el capitalismo no regresó a las espectaculares tasas de crecimiento anteriores–, el resultado fue un clima de enfrentamiento entre las grandes potencias que desembocó en la Gran Guerra de 1914. Para Fontana, “que hubiese de acabar habiendo una guerra parecía seguro. En espera de que estallara las potencias europeas se habían agrupado en dos grandes bloques defensivos: la Triple Alianza (Austria-Hungría, Alemania e Italia) y la Triple Entente (Francia, Rusia y Gran Bretaña), y todas se preparaban para un futuro enfrentamiento en una fecha imprevisible”.43 8. El periodo de entreguerras y su secuela Hay bastante consenso en cuanto a considerar que la I Guerra Mundial evitó una nueva crisis similar a la ocurrida entre 1873 y 1896, y que la coyuntura económica y los niveles de producción experimentaron un renovado impulso, como consecuencia de las demanda bélica. Sin embargo, el fin de la guerra traería asociados nuevos problemas, y pese a la fugaz etapa de los “felices años veinte”, el capitalismo como sistema incurriría en nuevas contracciones. En primer lugar, la situación ya no era la misma que en el siglo XIX. La concentración de la fuerza de trabajo en fábricas como requisito imprescindible para aumentar producción y productividad trajo aparejada una consecuencia no deseada por los empresarios: la conformación de una conciencia de clase proletaria, y la subsiguiente organización de los trabajadores en sindicatos que lucharían por sus derechos. Aunque esta realidad se vio afectada por la Gran Depresión de finales del XIX –cuando, los obreros privilegiados que conservaron sus puestos y vieron incrementarse sus salarios reales se “aburguesaron”; mientras que los más afectados por la crisis se radicalizaban–, el movimiento sindicalista se reforzaría tras la Gran Guerra, siendo especialmente fuerte en el país que vivía la mejor situación económica: Estados Unidos. Para estudiar la situación económica de los años de entreguerras Dobb propone un modelo económico basado en una serie de supuestos. Él mismo alerta de que, para centrarse en los aspectos 40

p. 364. Cfr. LENIN, V. I.: Imperialismo: la fase superior del capitalismo. Madrid, Taurus, 2012. 42 p. 366, y tomado de WOOLF, L.: Empire and Commerce in Africa, p. 18. 43 FONTANA, J.: El siglo de la revolución. Una historia del mundo desde 1914. Barcelona, Crítica, 2017. 41

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esenciales, y queriendo que el modelo sea explicativo de la situación mundial, se exagera la simplicidad del modelo. De cualquier manera, sus principales características serían las siguientes: 1.

2.

3.

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Una distancia anormalmente grande entre precio y coste, de lo que se deduce que los márgenes de ganancia serán anormalmente elevados y la participación de los ingresos industriales bajo la forma de salarios anormalmente reducida. Reducciones en la demanda de mercados particulares provocarán reducciones en la producción y no en los precios. Esto implica que la estructura del mercado sea monopolista –es decir, los oferentes no son precio-aceptantes: tienen el deseo y la capacidad de maximizar sus beneficios manteniendo precios frente a la caída de la demanda–. Generalizada capacidad ociosa de plantas y equipos, así como una reserva anormalmente vasta de fuerza humana de desempleados. En otras palabras, en una época así el “temor a la capacidad productiva” hará que una porción de la fuerza productiva existente se mantenga permanente inactiva o subutilizada; mientras el ejército industrial de reserva se reclutará por una restricción deliberada de la producción. Tenderá a producirse una declinación en la tasa de nuevas inversiones, a causa de la renuencia de los monopolios ya asentados a expandir la capacidad productiva, así como obstruir el paso a nuevas firmas en sus estructuras monopolísticas. Esta declinante tasa de inversiones provocará un estrechamiento del mercado para los productos de la industria pesada; mientras que la existencia de un desempleo masivo y la disminución de los salarios a favor de las ganancias deprimirá el consumo. De acuerdo con esto, cabría esperar que esta etapa de capitalismo monopolista supusiese una crónica deficiencia de la demanda.

Como corolario, en este sistema descrito las tradicionales consideraciones en términos de producción y costes productivos han sido sustituidas por consideraciones de supremacía financiera y comercial. El sistema industrial se ve agravado cada vez más por una serie de costes improductivos, abultados por la implacable guerra que libran entre sí estos “nuevos barones de la economía”, a fin de conquistar posiciones y supremacía en una era de competencia monopolista. 44 En Estados Unidos, país donde la capacidad de consumo se vio acrecentada en los años veinte, en gran medida por la irrupción de las ventas a crédito, se comprueba como la reticencia a invertir en estructuras productivas canalizó el capital hacia el sector bancario y financiero. Este desequilibrado sistema se vendría abajo en 1929 cuando estallase una burbuja financiera en la que se había concentrado gran cantidad de capital, dividendos empresariales y los ahorros de gran número de familias. Aquí, a partir de 1929, se puso de manifiesto, ante el desplome de la demanda, la resistencia de los grandes capitalistas monopólicos a bajar los precios. Y en estrecha relación con ello, los beneficios industriales se contrajeron, pero no todo lo que hubiese cabido esperar en una situación tan complicada. Una dificultad añadida sería que el “pánico por la sobreproducción” siguió vigente, lo que dificultó la recuperación, agravando el problema del desempleo. Además de su violencia y pertinencia, la crisis fue notable por su ubicuidad. En palabras de Mills, “la severidad de la segunda depresión de la postguerra y la dficultad de eliminarla se debieron, en medida considerable, a la universalidad de la crisis. Ninguna nación, exceptuada la Rusia soviética, escapó a ella. Centros industriales y áreas coloniales a la vez, sintieron el impacto de la declinación general”. 45 De esta manera, en el mundo capitalista como un todo, la recuperación posterior a 1932, cuando se produjo, fue tambaleante y despareja. El sistema carecía, evidentemente, de la resistencia que una vez tuviera. La fase de recuperación de 1933 a 1937 contrastó con periodos anteriores de este tipo en cuanto a que el incremento de la producción dependió de la política gubernamental: al principio con medidas monetarias y favorables a la La expresión “barones de la economía” está extraída de The Times. Para un exposición más detallada del modelo que propone Dobb vid. pp. 381-385. 45 MILLS, F. C.: Prices in Recession and Recovery. Nueva york, National Bureau of Economic Research, 1936, p. 37. 44

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industria; después, con el sector público actuando como un agente económico más, a través del fomento de las obras públicas para subsanar el desempleo y relanzar la demanda, políticas en las que tuvo una influencia importante las “heterodoxias” de John Maynard Keynes. 46 Esta estrategia tuvo sin embargo distintas expresiones: en Estados Unidos la inversión pública se destino mayoritariamente a obras públicas –tan sólo una década después, en plena guerra fría, el presupuesto militar sería el más relevante–; pero la Alemania nazi reactivó su economía mediante fuertes inversiones en la industria militar. Con todo, hay diversos rasgos de importancia que contradicen el modelo planteado por Dobb. Por ejemplo, el hecho de que los salarios reales de los que conservaron su empleo se mantuvieron o incluso aumentaron en los años de crisis de comienzos de la década de 1930. Esto venía a expresar la fuerza sin precedentes de la clase obrera, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña –en Italia, así como en la Alemania que se armaba rápidamente, los salarios se estancaron o cayeron, como efecto de la rápida liquidación de los sindicatos que llevaron a cabo los regímenes totalitarios–. De no haberse dado esta situación, probablemente no se hubiese producido una división mayor en las filas de la clase obrera, “entre la actitud de quienes experimentaron en sus personas la peor parte de la crisis, y aquél 40% de la clase asalariada, más afortunado, que permaneció inmune al desempleo a través del periodo de la depresión”. 47 Otro aspecto que no cuadra es asumir una total rigidez a la inversión, suponiendo unos grandes capitalistas monopolistas, cuando se dieron los grandes desarrollos de la electricidad y el motor de explosión. Sin embargo, esto puede explicarse por el hecho de que los salarios se resistiesen a la baja, y los empresarios, para mantener sus tasas de ganancia, optasen por incrementar la productividad. Es decir, la coyuntura económica y social de la época conllevaría, en términos marxistas, a incrementar la “profundización” del capital frente a su “expansión”; y para llevar a cabo esta innovación era necesario, obviamente, incrementar la inversión. Un tercer rasgo contradictorio de relaciona con la persistencia de la pequeña empresa, alejada de la capacidad monopolista de los grandes empresarios. Desde luego, en épocas anteriores, junto a los grandes capitalistas, siempre había habido pequeños artesanos y campesinos libres. Pero lo que llama ahora la atención es la medida y tenacidad de la supervivencia de los pequeños empresarios. Pese a ello, y reconociendo esta particularidad, Dobb apunta que “existen diversos modos para que una gran empresa, aun cuando no controle una parte considerable del producto de una industria, puede en los hechos ejercitar un liderazgo o dominación industriales sobre las numerosas empresas independientes de pequeña escala que sobreviven en aparente competencia con ella”.48 No obstante, hacia finales de la década de 1930 aparecieron signos, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, de que estas influencias expansionistas comenzaban a desgastarse. Hacia 1937 hubo claros indicios de que había pasado el auge de la industria de motores y electrificación; y se inició una recesión sólo detenida al acelerarse el gasto de armamentos en el curso del año del acuerdo de Múnich, en 1938, cuando un amenazador III Reich se anexionaba la región checoslovaca de los Sudetes. Ahora bien, aunque la aproximación de la guerra bloqueó el estallido de una nueva crisis, la actividad de rearme tendió a acumular perturbaciones para el futuro, bajo la forma de una creciente “capacidad productiva ociosa”, que podía resultar una pesada losa para la industria en caso de que ésta tuviese que volver a depender de la demanda privada como determinante de la actividad económica y la ocupación. Por otro lado, entre los rasgos novedosos del capitalismo en esta fase de mediados del siglo XX se suele citar la aparición de una nueva clase media. Durbin habla incluso de un 46

En su Teoría general Keynes rompe con al teoría económica clásica, según la cual que orbitaba en torno a la Ley de Say, según la cual las crisis de sobreproducción son imposibles porque “la oferta, sea cual sea, crea su propia demanda”. Para Keynes, oferta y demanda se podían desajustar, como efectivamente había ocurrido, y para reconducir la situación el Estado debía fomentar la demanda agregada a través del gasto público. Cfr. KEYNES, J. M.: Teoría general de la ocupación el interés y el dinero. México, FCE, 1943. 47 p. 396. 48 p. 403.

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“abrguesamiento” del proletariado, queriendo con ello significar que el capitalismo tardío encuentra una lucha de clases adormecida y, por lo tanto, adquiere mayor estabilidad que antes. En palabras de Durbin, “una sociedad cada vez más proletaria es cosa del pasado. La sociedad en que vivimos es cada vez más burguesa”. 49 Dobb se opone frontalmente a esta visión en los siguientes términos: El nuevo estrato de técnicos y de burócratas en modo alguno constituye una clase media en el mismo sentido que lo eran los viejos maestros artesanos del periodo manufacturero del capitalismo –a los que Marx se refería cuando señalaba la extinción de la case media–. Éstos poseían cierta independencia económica, aunque modesta, como pequeños propietarios y empresarios […] ocupaban un papel especial en la sociedad, como representantes del régimen de pequeña producción. Este tipo de “trabajador por cuenta propia” representa hoy sólo un 6% de la población ocupada.50

Otro aspecto relevante a tener en cuneta es la despiadada lucha desatada durante la primera mitad del siglo XX contra las organizaciones sindicales. Fuera de los países fascistas, donde los sindicatos fueron eficazmente aniquilados, es en Estados Unidos donde se dio la lucha más acabada con el objetivo de privar a los trabajadores de sus derechos de asociación, reunión y opinión. Este acoso se recrudeció e 1935, después de ser promulgada el Acta Nacional de Relaciones Laborales, y alcanzó tal magnitud que poco difirió de las prácticas totalitarias. Por ejemplo, importantes empresas como la Republic Steel Corporation o la Goodyear Tyre Company gastaron grandes cantidades en armas, y organizaron un cuerpo de guardias armados propio para, en teoría, defender sus plantas contra los huelguistas. Pero lo cierto es que las usaron contra piquetes fuera de los límites de los establecimientos, y no contra multitudes que invadieran las plantas. Otras practicas fueron el espionaje, la infiltración de “rompe-huelgas” –que en muchos casos eran vulgares “gangsters”–, la presión continua sobre el poder político, la amenaza de los líderes huelguistas, que en casos extremos llegó incluso a la agresión y el asesinato… Por último, nos parece interesante recoger una última idea que Dobb plantea en el libro, referida a la búsqueda de mercados externos ante limitaciones en el propio. Se trata de la respuesta que dio la Alemania nazi a su pretendida necesidad de un Lebensraum, por la que, en lugar de acudir a mercados coloniales, decidió, a través del empleo de la fuerza, dominar su entorno inmediato. Todas sus conquistas, desde la anexión de Austria a Checoslovaquia, Polonia y Francia, las integró en un sistema económico propio en el que los territorios tomados funcionaron al servicio del III Reich. Merece la pena reflexionar sobre la afinidad del comportamiento económico de las potencias “democráticas” y los estados totalitarios. 9. Post scriptum: después de la Segunda Guerra Mundial Studies in the Development of the Capitalism fue publicado en 1946, nada más terminada la II Guerra Mundial y hundiéndose el mundo en las nuevas dinámicas de la guerra fría. La obra de Dobb consiga en sus conclusiones el mundo que va a quedar para esos años, especialmente en los países capitalistas, capitaneados por Maurice Dobb. Su conclusión es positiva, incluso optimista, apuntando que el mundo heredado ya no es el del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Muchas cosas han cambiado, sobre todo, el mayor grado de organización del mundo obrero y que los seres humanos ya no están dispuestos a dejarse explotar como antes. Sin embargo, la visión de Dobb, desde una perspectiva absolutamente ventajista, es matizable: el mundo en 1945 ha cambiado para algunos, especialmente para la población europea, que un Estados Unidos temeroso del capitalismo se aprestó a recuperar para mantenerla de su lado. Pero pasadas más de cuatro décadas de la guerra fría, con el derrumbe irreversible de la Unión Soviética en 1991, el capitalismo ha regrresado con toda su virulencia. La extensión de los estados

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La obra empleada es DURBIN, E.: The Politics of Democratic Socialism. London, Routledge, 1940, pp. 107 y sigs. 50 p. 410.

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del bienestar, de las políticas de redistribución, de la legislación que cometiese los más brutales excesos del capitalismo… todo eso está siendo revertido en las últimas décadas. El movimiento ya se habría originado en los años setenta con la oleada neoliberal (neoconservadora) de Thatcher y Reagan en el mundo anglosajón. Una Europa más comprometida con los derechos sociales ha logrado resistir más tiempo, pero en las primeras décadas del siglo XXI, y con la Gran Recesión de argumento legitimador para ello, las políticas de austeridad impulsadas desde la Alemania de Merkel han cumplido con la función de desmantelar los estados del bienestar europeo. Los futuros son inciertos, no estamos ante el capitalismo insudtrial del siglo XIX, pero un nuevo capitalismo –especulativo, impositivo, dominador del poder político– parece ser el que rige las normas económicas y sociales de nuestros días. Desde luego, nada de esto podía saber Dobb, pero en sus reflexiones finales señala algo que nos debe hacer pensar sobre la situación actual: Hemos visto de qué modo el final de la Edad Media, enfrentado con una pérdida de las prestaciones obligatorias de trabajo en las que descansaba el orden feudal, intentó una reacción feudal a fin de aferrar con mayor firmeza al productor a sus obligaciones tradicionales. Pero ello sólo tuvo éxito en ciertas partes de Europa. En otras partes imperaban condiciones tales que difícilmente se podría haber intentado siquiera. La voluntad de hacerlo existía, sin duda, pero quienes la tienen muchas veces pueden carecer de los medios de llevarla a cabo. Que las tendencias hacia el capitalismo de estado en el mundo de postguerra puedan ser puestas al servicio de una reacción capitalista similar, que introduzca una regimentación legal del trabajo y una nueva servidumbre para el productor, constituye una posibilidad que no puede ser negada. Con la amenaza de una nueva crisis económica en el horizonte, la probabilidad de que sobrevenga tal periodo de reacción en Occidente es, a la verdad, mucho mayor de los que parecía al día siguiente de la guerra.51

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pp. 451-452.

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