Mario Levrero

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MARIO LEVRERO: UN RARO EN LA CORTE DE LOS LETRAHERIDOS

De mi alma a la tuya, lector Un escritor singular y genial como sólo pueden serlo los grandes. Autor de culto y gurú para muchos jóvenes, este uruguayo eludió siempre los círculos literarios y se mantuvo alejado de cualquier canon. Entre su extensa bibliografía, destacan Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, tres obras que suponen un intento desopilante y ecléctico de autoconstrucción del yo. Rubén A. Arribas redaccion [arroba] revistateina.es

Los reportajes y cuestionarios, así como alguna que otra opinión que uno deja caer por ahí, difícilmente, o nunca, tienen una relación directa con el escritor. El escritor es un ser misterioso que vive en mí, y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno. ML. Mario Levrero no tenía mucho aprecio por las entrevistas —siempre inexactas o llenas de preguntas tópicas—, juzgaba inútiles los prólogos y consideraba represora la crítica literaria. Él buscaba el contacto puro entre el lector y la obra, y que así cada cual construyese su propia experiencia lectora. Su intransigencia en este terreno venía dada por el convencimiento de que la literatura debía transmitir «una experiencia espiritual». Toda opinión previa —sobre todo las inducidas por los demás— introducía ruido en el hipnótico proceso de «comunicación de alma a alma» que suponía la lectura de un texto narrativo. A pesar de sus manías al respecto, Levrero concedió entrevistas —las mejores por correo electrónico, según él—, se dejó escribir prólogos —como el de Antonio Muñoz Molina para La ciudad, que luego criticó con saña en su novela póstuma— y hasta comentó que respetaba a aquella crítica que buscaba acercar el arte a los lectores. Para ser exactos, lo máximo que llegó a concederle a la crítica fue el calificativo de «un diálogo molesto para el autor, pero necesario para que crezca y se desarrolle una literatura».

Hecha la advertencia pertinente, usted lector, decide: o se va a leer la obra completa de Levrero y luego vuelve. O no vuelve. O si continúa sin más, aquí y ahora, sepa que el autor nos mirará de reojo desde la dimensión desconocida adonde el destino lo teletransportó el 30 de agosto de 2004. En cualquier caso, vaya por delante que este texto no pretende pontificar ni dividir las aguas literarias, tan sólo tender un puente hacia el universo levreriano. (De

verdad,

maestro,

de

verdad.

No

me

mire

así).

UN AFANO (MÁS) Y es que este acercamiento es necesario porque ni siquiera muchos uruguayos leen o saben quién es Mario Levrero. Si bien sus lectores y alumnos forman algo así como una troupe que lo ha seguido de manera fiel, no es un autor que haya formado parte del circuito comercial o que haya estado bien visto por ciertos intelectuales uruguayos. Entre tanto, al otro lado del Río de la Plata aprovechan que Levrero pasó una temporada en Buenos Aires para empezar a revindicarlo como propio. En la contratapa de La ciudad, Enrique Fogwill así lo deja entrever: La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero. Lo copié bien: dice «literatura argentina». Como pasara con Carlos Gardel, el mate o el dulce de leche, los hermanos argentinos parecen dispuestos a apropiárselo y a convertir el asunto, dicho en rioplatense, en un afano más contra los uruguayos. (Lo cual, convengamos, tiene su mérito: tampoco es que Levrero sea demasiado conocido al otro lado del río). En cualquier caso, tómese este cariñoso intento de latrocinio como la prueba irrefutable de que Mario Levrero es un genio. Olvidado y poco leído; pero un genio.

ES OTRO QUIEN ESCRIBE, NO SOY YO Heterodoxo. Ecléctico. Delirante. ¿Qué adjetivo usar para encerrar una personalidad tan escurridiza y una obra tan rica en matices? Según el crítico Ángel Rama, quizá el más exacto sea el de «raro», por cuanto Levrero era de esos autores que se movían con valores personales y estéticos inesperados para los escritores uruguayos de su época, como Mario Benedetti o Eduardo Galeano. No ejercía de intelectual comprometido, no aspiraba a ganar galardón alguno y tampoco quería explicarle al mundo la realidad social de América Latina... Tan sólo pretendía contarse a sí mismo, narrarse en primera persona, explorar su «psicosis controlada». Y no lo ocultó. «Yo soy el tema de todos mis textos» o «Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción» dejó escrito. La trilogía que conforman Diario de un canalla (incluido dentro de El portero y el otro, Arca, 1992), El discurso vacío (Trilce, 1997) y La novela luminosa (Alfaguara, 2004) escenifica esos dos asertos con una nitidez avasalladora. En total son unas ochocientas páginas en forma de minucioso diario personal, donde el lector no sólo accede a los sueños, obsesiones y manías del autor, sino que además asiste a cómo este intenta elaborar e interpretar todo ese material psíquico. Se trata de un

espectáculo de autoanálisis y desnudez pocas veces visto. Tímido y retraído como era en el plano social, el Levrero que novela su vida en forma de diario disfruta siendo narcisista, y encuentra bello narrar con pelos y señales hasta la más trivial de sus experiencias cotidianas, convencido como estaba de que en ellas se manifestaba su espíritu como artista. Es decir: sus búsquedas estaban lejos de lo que la crítica acostumbraba —y acostumbra— a considerar como «alta literatura». La gente incluso suele decirme: «Ahí tiene un argumento para una de sus novelas», como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones. El discurso vacío, Mario Levrero. Además, era como un personaje sacado de una novela ideada entre Samuel Beckett, Lewis Carroll y Raymond Chandler, y no daba el perfil de Escritor. De Escritor con mayúscula, digo, de esa clase de prohombre letraherido del que tanto se burló Georges Perec. Y es que Levrero trabajó para una publicación ideando crucigramas y juegos de ingenio, se interesaba por la autohipnosis, creía en los fenómenos telepáticos, leía sobre el zen, era adicto a las computadoras, le encantaba la ciencia, odiaba que lo tratasen de usted, no soportaba la solemnidad en general —y en particular las de Beethoven, Saramago y Milan Kundera—, engullía novelas policiales incluso para desayunar y hasta confesó que le gustaba Julio Iglesias. También era fan de Schwarzenegger, Buster Keaton, Richard Lester o los hermanos Coen. Quizá se refería a eso cuando dijo aquello de que «alguna que otra opinión que uno deja caer por ahí, difícilmente, o nunca tienen una relación directa con el escritor». Uno era el Levrero que escribía y otro, muy otro, el que concedía entrevistas. «Yo es otro», que decía Rimbaud refiriéndose al vidente interior que gobernaba su pluma. Eso sí, el Levrero que escribía lo hacía pensando en que sus lectores podían tener a mano un libro de Kafka o de Beckett, y abandonarle por ellos sin más. Y pese a su irreverencia o a su permanente intento por desacralizar la Literatura —entendida esta en su sentido más aburridamente académico y burgués—, nunca perdía de vista lo que consideraba esencial: sus novelas y relatos debían comunicar una «experiencia espiritual». [Para mí], la literatura es una de las formas posibles de comunicar a otros seres una experiencia personal que cae fuera de las formas habituales de percepción. (...) Creo que en las experiencias más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas esté presente el espíritu del artista. El portero y el otro, Mario Levrero

EL ESTILO: UNA FORMA DE LA VERDAD Su método de trabajo tampoco se parecía demasiado al de otros autores. Como sostenía en la autoentrevista de El portero y el otro, lo importante era dar con una imagen que lo obsesionase, y tirar del hilo hasta alumbrar «el mundito» que esta encerraba. Según él, quería evitar el mero juego intelectual de inventar; prefería autoexplorarse hasta encontrar un texto enterrado bajo un símbolo, una imagen o un estado anímico, y ponerse a escribir para intentar sacarlo a la luz. Así, la

escritura funcionaría como una suerte de pala que permite acceder a tesoros ocultos en una excavación arqueológica llamada Inconsciente. Por tanto, Levrero sólo podía acercarse a la hoja en blanco sin un plan preconcebido, dispuesto a ser un médium de algo que estaba más allá de la realidad tridimensional que lo rodeaba; según él, había que escribir en trance. De ahí que le resultaran estériles y aburridas aquellas novelas que venían precedidas por fichas, estudios biográficos y demás recursos recomendados por algunos manuales literarios. Él buscaba una creación orgánica. Una literatura surgida de aquella verdad y convencimiento de los que hablaba Kafka, su gran maestro. Una narrativa cuyo método fuera explorar el dictado caprichoso e indisciplinado de la imaginación. Por eso, como explicaba en una entrevista, necesitaba «algo oscuro» que le despertase «la curiosidad para vencer la pereza que da escribir». He ahí todo un credo estético sintetizado en una oración. Para él «no hay obligación de escribir». El escritor no era un oficinista que trabajaba de nueve a seis, con una hora para comer. Como Cortázar o Chandler, consideraba que había que sentarse en la mesa cuando el llamado de la escritura se volvía impostergable; entre tanto, había que dejar que el cuerpo elaborase —en el sentido psicoanalítico del término— sus sentimientos y emociones. Sólo había que detenerse ante la página cuando la «máquina de elaboración interior» —así llamaba a veces al cuerpo— lo exigía. Se trataba de segregar verdad, no sucedáneos. Cuando hablaba de escribir, en realidad, se refería a una actividad donde lo esencial era la conexión de uno con su «ser interior» (con su «alma», con su «espíritu», por utilizar las categorías levrerianas). Desinhibirse para localizar y extraer el material psíquico era lo más complicado y el instante genuino de la escritura. Ahí residía la auténtica materia viva que nutriría de verdad al texto. Lo demás —convertir ese material psíquico en relato comprensible—, venía después y consistía en un laborioso ejercicio de corrección. De hecho, Levrero exigía depurar cada acción narrativa hasta convertirla en única, aconsejaba usar lectores de prueba o recomendaba grabarse y escucharse leer el texto. En resumidas cuentas: sí, había que dialogar con el inconsciente y bucear entre los sueños, como predicaban los surrealistas; pero, en una segunda instancia, había que aplicar el ojo estético. En ese contexto, podían entenderse algunas de las máximas que repetía de continuo a sus alumnos: «Escribí lo que ves, no lo que pensás», «Podés usar técnicas para corregir, pero no para escribir» o «Cada escritor debe fabricarse sus propias herramientas». Desde su punto de vista, evitar las cacofonías, saber cómo presentar a un personaje o lucirse con un símil a lo Chandler eran recursos de carpintería textual, técnicas para perfilar la imagen desenterrada; de nada servía conocerlas o aplicarlas si no existía verdad en el punto de partida. Lo difícil era relajar las aduanas de la conciencia y conectarse con esa historia que pedía a gritos ser contada.

EL ARTE DE HIPNOTIZAR CON PALABRAS Este asunto de la verdad remite de nuevo a su visión de la literatura como un arte que intenta comunicar mediante palabras una experiencia espiritual. Detrás de ese enfoque religioso puede verse la influencia del Tao te ching. Allí aparece, por ejemplo, el concepto i shin den shin —de tu alma a la mía—, que expresa a la perfección eso que Levrero se exige. Pero también se traslucen sus lecturas de Freud, Jung o Lacan. Con todo, ni a estos reputados autores ni al budismo se refiere con tanta claridad como influencia a como lo hizo respecto del libro Psicoanálisis del arte, de Charles Baudouin. En su famosa autoentrevista,

incluso lo cita explícitamente para detallar qué entiende él por arte, esto es, qué aspira a generar con su literatura: Lo que se percibe en una obra de arte es el alma del artista, toda ella en su conjunto, por un fenómeno de comunicación alma-alma entre el autor de la obra y quien la recibe. La obra de arte sería un mecanismo hipnótico, que libera momentáneamente el alma de quien la percibe y le permite captar el alma del autor. No importa cuál sea el asunto de la obra. El portero y el otro, Mario Levrero. Pero esa sólo era la teoría. Después había que implementar de algún modo esos postulados. ¿Cómo lograr ese milagro de comunicación transpsíquica? En sus talleres se lo contaba así a sus alumnos: Por ejemplo, si yo digo "Una mañana fui a trabajar", estoy transmitiendo información intelectual, no artística, no literaria. Pero si cuento cómo me levanté, me puse la ropa, tomé el desayuno, salí a la calle, esperé el ómnibus en la esquina, subí al ómnibus, hice el viaje, llegué a la parada próxima a la oficina, caminé hasta la oficina... estoy desarrollando esa información en algo parecido a imágenes. Pero todavía estoy enunciando los titulares, haciendo un resumen. Todo esos tramos deberían desarrollarse en imágenes (por ejemplo, describir el color del cielo en la calle, la gente que había en la parada, la cantidad de baldosas rotas, mi estado de ánimo, los olores que se respiraban, el ruido de los autos, qué decía la gente en la parada, cómo era la gente en la parada, cómo estaba vestida, etc.; ahí estoy narrando en imágenes. Al hacerlo, doy mi presencia sensorial como narradorobservador y fabrico con ese estímulo de la imaginación del lector un estado de trance, durante el cual se vuelve receptivo A LO QUE NO SE DICE, o sea a mi entera presencia, a mi alma. Ahí se produce la comunicación y el intercambio; ahí el texto es un objeto vivo; ahí el lector puede fabricar su propio texto, porque sus imágenes no serán las mías sino las suyas, y las suyas serán más vívidas y coloridas que las mías porque las saca de su experiencia sensorial personal. Taller de escritura virtual de Mario Levrero y Gabriela Onetto, 12/10/01. Además de su adhesión total a la técnica de contar con imágenes, este párrafo deja claro que para Levrero la literatura comenzaba con la subjetividad. Él no apreciaba la supuesta objetividad de quienes aspiraban a borrarse a sí mismos de la obra en aras de reflejar con más nitidez la realidad (palabra polémica donde las haya). Para él, como asevera en La novela luminosa, «sin narcisismo no hay arte, y ni siquiera artista». En sus talleres lo ilustraba con una caricatura que Hermenegildo Sábat había hecho de Alejo Carpentier. Explicaba que el escritor cubano ni le gustaba ni le parecía lindo al natural o en una foto, pero que la caricatura le encantaba porque en ella percibía «el estilo, el alma de Sábat». Moraleja: el escritor no debe ser fiel a la realidad, sino a su manera de percibirla. La forma es el texto; los contenidos tienen una importancia menor, y siempre se pueden transmitir por otros medios. Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva. En La novela luminosa, en un pasaje donde explica por qué le ha decepcionado Barrio de Maravillas, de Rosa Chacel, da algunos parámetros de lo que él espera que se desprenda de esa imagen del alma que es el estilo. Entre ellos

están, por ejemplo, el sistema de pensamiento del autor, su visión de las cosas, su mística, su manera de jugar o cómo se dan en su vida las relaciones personales. Es decir: de algún modo Levrero era y apuntaba a ese mismo «buen lector» del que hablaba Nabokov en Curso de Literatura rusa, esto es, «el lector admirable» que «no se identifica con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso ese libro». Por tanto, lo novedoso hay que buscarlo en la manera de percibir la realidad, en cómo cada escritor despliega su inteligencia sobre el texto, no en el contenido de la historia en sí. La belleza está en la mente, no en las cosas; las formas puras sólo existen en la mente. El discurso vacío, Mario Levrero. Ahí está el fundamento de la telepatía levreriana: en el latido constante de la inteligencia. Eso sí, no en aquella inteligencia que practica la erudición y se deja apresar por las ideas; sino en la que goza de lo sensorial. Ser receptivo a ella es sólo una cuestión de sintonizarse con el «ser interior». De limpiar las puertas de la percepción. De poner un bozal al superyó y dejar que el yo consciente se extravíe. Cuando el yo busca, es difícil que encuentre, porque estorba, quiere dirigir demasiado en algo que no sabe. Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva.

¡ABANDONEN ESTE BARCO, POR FAVOR! Inteligencia sensorial. Telepatía levreriana. Extravío del yo consciente... Y esa última cita, que uno no sabe si asignársela a un psicoanalista, a un vendedor de enciclopedias o a Bruce Lee. Quiero decir: si para algunos lectores la cosa ya venía complicada con el asunto del alma, la literatura como experiencia espiritual o la escritura en trance, ni me quiero imaginar qué estarán pensando ahora... Querido lector: ¿qué piensa? ¿Extraña una cita de Borges que vuelva erudito tanto delirio transpsíquico? ¿Un guiño a Barthes que lo haga a usted sentirse seguro en el puesto de refinado vigía de la vanguardia literaria? ¿Una genealogía capaz de ubicar al tal Mario Levrero en la historia de la literatura uruguaya, latinoamericana y mundial, y que con rigor académico fundamente su importancia para el devenir de la humanidad? ¿Es eso? ¿Es eso lo que le dificulta conectarse con el más allá y recibir íntegro este mensaje telepático que le estoy enviando desde aquí? Mire, yo lo intenté. Yo intenté ponerme en contacto con usted mediante las técnicas que tenía a mano, pero no me salió. Cosas de la escritura, vaya. Pero que conste que me sintonicé con mi ser interior y le mandé mi alma adjunta a este texto. Si no pudo ser, no pudo ser. Eso sí, semejantes ansiolíticos como me demanda para calmar las exigencias de su yo consciente pídalos en otra ventanilla. En esta lo único que puedo darle es el convencimiento de que todo lo que figura aquí debía decírselo: estaba dentro de mí, lo vi.

En cualquier caso, no sé usted; pero yo ahora al menos entiendo por qué Levrero no quería intermediarios entre el lector y el libro. Así que, yo en su lugar abandonaría este texto ya mismo y me iría a la biblioteca, a los saldos o a la librería a conseguir Diario de un canalla, El discurso vacío o La novela luminosa, tres obras que tarde o temprano se convertirán en referencias ineludibles de la literatura en español. Al fin y al cabo, es lo único que pretendía sugerirle desde el principio. Que yo haya fracasado como telépata es algo que sólo a mí me compete. (PD: Gracias, maestro, por haber dejado escrito aquello de «Después de todo no es un pecado que un texto no sea perfecto».)

REFERENCIAS Los entrecomillados los encontrará, estimado lector, repartidos entre los enlaces que figuran en el recuadro de este artículo y en estos libros de Mario Levrero: Trilogía involuntaria (De Bolsillo, Madrid 2008), El portero y el otro (Arca, Montevideo 1992), El discurso vacío (Caballo de Troya, Madrid 2007) y La novela luminosa (Mondadori, Madrid 2008). También en Conversaciones con Mario Levrero (Trilce, Montevideo 2008), de Pablo Silva. Sea comprensivo: treinta llamadas a pie de página eran una barbaridad. En cualquier caso, y para que nadie me acuse de plagiario, vaya por delante que lo de Schwarzenneger, Buster Keaton y Richard Lester —y alguna otra cosa— se lo leí a Ana Inés Larre Borges en su imperdible obituario Ejercicios para decir adiós a un gran escritor. O que las afirmaciones sobre Kafka y Levrero las leí en el certero ensayo Levrero y los pájaros, de Ignacio Echevarría. Y que, en esencia, el intangible que pueda nutrir de cierta verdad kafkiana a mi artículo procede de los correos intercambiados con Gabriela Onetto y Fernanda Trías, así como de alguna charla nocturna con Juan Ignacio o Nicolás, cada cual hijo de Mario Levrero a su modo. También, claro está, de haber conocido a Alicia Hoppe cuando vino a presentar La novela luminosa y La trilogía involuntaria a Madrid. A todos ellos gracias, y espero no haber traicionado demasiado sus palabras. Y si les gusta, les dedicó este artículo (y si no ya les escribiré otro, qué va a ser).

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