Manuel de Falla

VIDA ÍNTIMA DE MANUEL DE FALLA Y MATHEU BIBLIOTECA CÁDIZ - MANUEL DE FALLA I Autor: Juan J. Viniegra y Lasso de la Ve

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VIDA ÍNTIMA DE MANUEL DE FALLA Y MATHEU

BIBLIOTECA CÁDIZ - MANUEL DE FALLA I

Autor: Juan J. Viniegra y Lasso de la Vega 1ª edición: 1966 2ª edición: 2001 ISBN: 84-95388-38-3 Depósito legal: CA-696/01 © Juan J. Viniegra y Lasso de la Vega © Coordinador de la edición José Ramón Ripoll Edita: Diputación de Cádiz, Servicio de Publicaciones Maqueta y diseño: O.D.M. Preimpresión: Cadigrafía Impresión: Santa Teresa

VIDA ÍNTIMA DE MANUEL DE FALLA Y MATHEU

POR JUAN J. VINIEGRA Y LASSO DE LA VEGA

COLABORACIÓN DE CARMEN Y CARLOS MARTEL VINIEGRA

LA RECUPERACIÓN DE UN TESTIMONIO La Biblioteca Cádiz-Manuel de Falla es un proyecto de la Diputación Provincial de Cádiz destinado a difundir la obra y la figura del más internacional de los compositores españoles. Nacido en Cádiz, en 1876, la personalidad de Manuel de Falla ha tamizado todo el panorama musical de nuestro siglo XX, sabiendo resolver con soltura el eterno dilema entre tradición y modernidad. Ligado a las vanguardias europeas de la época -Debussy, Ravel, Stravinsky- y utilizando elementos propios de la nueva música, no dejó de beber en las fuentes tradicionales, ya fuera de la antigua polifonía renacentista, del teclado del siglo XVIII o de la esencia popular y, particularmente, del cante jondo. Sin embargo, pese a que el maestro deba sus primeras iniciativas musicales a los años que pasara en su tierra natal, no ha existido en Cádiz ningún centro que se haya ocupado de cuidar su presencia, sobre todo de estudiar y recopilar los datos suficientes que iluminen el importante período de su infancia y primera juventud.. Manuel de Falla, desde muy pequeñito, en su casa gaditana de la Plaza de Mina, había escuchado con naturalidad las melodías flamencas y aflamencadas, cantiñeadas por su niñera, La morilla, oriunda de la sierra gaditana -lugar donde se siguen conservando determinados cantes antiguos casi en desuso-, y pronto empezó a sentir suyos estos cantes que sonaban de distinta manera a todo lo demás. Esta relación con La morilla fue la primera piedra del edificio memorístico de nuestro autor. El cante, cumpliendo con su costumbre e historia, se le ofrecía por transmisión oral e intransferible. Cádiz se consideraba piedra angular de la tríada del flamenco, junto con Jerez y Sevilla. Mas no era corriente, sobre todo en un muchacho perteneciente a una familia de clase media alta y no precisamente con raigambre local, mantener concomitancias e insinuaciones con esta música, considerada poco propicia para la educación de un niño de buenas costumbres. Sin embargo, atraído por la rareza de aquellos sistemas tonales, por sus requiebros y, principalmente, por la mixtura de escalas mantenidas en la guitarra, el niño Falla que a pocos metros de su casa tenía lugar, puedo intuir levemente, uno de los más altos y profundos sucesos de la expresión 7

musical. En las casas del Barrio de Santa María nacieron y vivieron famosos y punteros cantaores, bailaores y guitarristas de todos los tiempos, y no es difícil suponer algún fortuito encuentro entre el joven músico y alguno de aquellos artistas populares. Siempre he pensado, en el Cádiz de mi imaginación, en aquel Falla deseoso de conocer, escuchando al célebre Enrique el Mellizo, patriarca del cante grande, cuando éste le lanzaba siguiriyas al mar en las noches de viento y locura; o cuando callejuela abajo, salía de la Iglesia del Nazareno entonando la melopea que acababa de oírle al oficiante y de donde posiblemente surgió su popular malagueña. Son fantasías posibles pero improbables, aunque de Cádiz se lleva el poso donde han de caer familiarmente las posteriores enseñanzas y descubrimientos. Por otra parte, no es difícil encontrar en la algarabía instrumental de El Retablo una similitud con el escándalo callejero del antiguo carnaval de Cádiz; ni escuchar el batir mecánico de las olas en el insistente acorde arpegiado del segundo movimiento del Concerto. ¿No existen, en estas dos obras, un enlace tímbrico, un hueco sonoro de maderas que nos trae a la memoria la combinación instrumental de fagot, oboe y corno inglés que, rememorando los modos griegos, rompía el silencio de la madrugada del Viernes Santo gaditano? Se dice que Falla escuchó esta fanfarria en el Corpus de Sevilla, acompañado de Lorca; pero mucho antes, ese enigmático mimbreado pudo haber encontrado sitio en su recuerdo al paso de la procesión por delante de sus balcones de la infancia. Sin ánimos provincianos ni chovinistas, esta Biblioteca se propone contribuir a que los gaditanos tengan la posibilidad de conocer más de cerca un personaje y una obra que los engrandece y los hace ser más universales. Una de las facetas más importante de la Biblioteca Cádiz-Manuel de Falla es la publicación de una serie de libros y monografías que aporten datos nuevos sobre nuestro compositor, su obra, así como de los ambientes musicales, generaciones y grupos que se nutrieron de su influencia. Desde el Servicio de Publicaciones de la Diputación Provincial, comenzamos esta tarea con la reedición de una biografía que tiene su interés en el hecho de haber sido escrita por un amigo personal de Don Manuel: Manolo, mi amigo Manolo, apostilla el autor en todo momento, cuando se refiere a las anécdotas, cartas e historias del músico. El también gaditano Juan Viniegra y Lasso de la Vega, era hijo de Don Salvador Viniegra, posiblemente el alma mater de la música de nuestra ciudad. Violoncellista aficionado, este último convirtió su casa en el salón musical más importante de la época. Por allí pasaron artistas como Camille Saint-Saëns o Paganini, se estrenaron obras de cámara y fue el escenario donde el niño Falla haría sus primeros pinitos en público. El autor de este libro vivió de cerca todas estas experiencias que nos las cuenta con cierta gra-

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cia y amenidad. No se trata pues, de una biografía exhaustiva ni rigurosa. Es más bien un testimonio directo y un homenaje amistoso que nos ofrece una serie de datos sobre los años gaditanos del compositor y el contacto que continuó manteniendo con su ciudad natal, con sus amigos, conocidos y familiares, trazándonos un buen retrato de su carácter austero y socarrón y una interesante crónica, a través de los periódicos del momento, de su regreso a Cádiz, en 1926 para ser nombrado hijo predilecto, y posteriormente en 1930. Manuel de Falla: su vida íntima o Vida íntima de Manuel de Falla y Matheu -títulos ambos que figuraban en la primera edición en portada y portadilla respectivamente- se publicó en Cádiz, en 1966, con la colaboración de Carmen y Carlos Martel Viniegra, sobrinos del autor, cuando éste último se encontraba en su lecho de muerte. Tuvo la suerte de poder ver, al menos, las primeras pruebas de lo que fue un libro escrito, más con el cariño de un amigo que con voluntad de estilo y aportación musicológica. En el epílogo a aquella edición se decía: "Ayudado de una linterna y una lupa, pudo verlas, pudo leer aquella primera página donde estaba estampado su nombre. Su rostro, marcado ya con las huellas de la muerte, se iluminó y pareció revivir". Reeditar pues, ahora, este agotadísimo testimonio es volver a dar la oportunidad a los lectores y a los estudiosos de la obra de Falla de consultar los rincones curiosos y revivir ciertas historias de la vida privada del compositor. Seguramente, Juan Viniegra no escribió esta biografía de principio a fin. Eso se nota en la la falta de fluido entre los diferentes capítulos que la componen. Colaborador del Diario de Cádiz, pienso que fue aprovechando material periodístico que, a lo largo de los años, fue reuniendo sobre nuestro músico, aunque -como me apuntó Enrique Franco, una de las personas más informada sobre Falla y la vida musical gaditana de su tiempo- existen muchos más artículos del autor que aguardan una paciente labor de hemeroteca, que haría falta recopilarlos para una nueva monografía, quizás literariamente más rica que la que tenemos en las manos. También, a veces, me da la impresión de que muchos de los párrafos aquí recogidos, fueron dictados o escritos a vuelapluma, sin las pertinentes correcciones estilísticas a las que todo trabajo de este tipo se debe someter. La primera edición está repleta de errores, nombres mal transcritos en repetidas ocasiones que me cuesta imaginar que pudieran deberse a las faltas ortográficas de un hombre culto como Viniegra, Por ejemplo, Ravel, siempre figura con b, como si se refiriese al instrumento en vez de al compositor francés. O Saint Saenz en vez de Saint-Saëns. Con respecto a la armadura sintáctica y a la utilización de signos ortográficos todo dejaba bastante que desear y, seguramente es achacable a la natural premura de la impresión y al deseo, por parte de sus colaboradores y familia, de que el autor difrutase en vida el resultado de su largo e ilusionado trabajo. Ya hemos comprobado cómo y en

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qué estado revisó las galeradas. Respetando el espíritu de la letra y el eco de la voz del autor, me he tomado personalmente la licencia de eliminar comas innecesarias e insertarlas en el lugar requerido, y de alterar someramente la estructura gramatical de algunos párrafos, con el objeto de facilitar la lectura y la mejor comprensión del texto. Es conveniente situar al autor en la sociedad de su época, en su ambiente, en una España aún dividida y resentida por la guerra civil. Se utilizan expresiones un tanto inoportunas e inapropiadas para una edición actual, pero como quiera que estamos lejos de atribuirnos el papel de censores -cosa que en aquellos tiempos hubiera sido impensable en casos contrarios- hemos respetado totalmente sus vocablos y trasnochadas opiniones con respecto a temas políticos e ideológicos. A veces se nos ofrece una figura de Falla que, creo, no corresponde del todo a la realidad. Efectivamente, Falla era una persona profundamente religiosa, católica, conservadora, pero no era un reaccionario, no tomó partido en cuestiones políticas; sin embargo, sus amigos granadinos -entre los que se encontraba García Lorca- se significaban por su talante abierto y liberal, a los que el maestro infundía un absoluto respeto. Sí, es verdad que a veces hemos imaginado a Falla en un exilio argentino provocado por los acontecimientos políticos, y esto es cierto sólo a medias. El músico se marchó de España en plena guerra, no sólo espantado por la quema de iglesias y conventos -como apunta nuestro biógrafo-, sino aterrado por una situación insostenible para un hombre de paz, tremendamente herido por el dolor causado por la pérdida de amigos inocentes, encarcelados y fusilados. Aprovechando la propuesta de una gira de conciertos por el territorio argentino, se fue con su querida hermana y no volvió a pisar su patria en vida. Una vez acabada la contienda, le ofrecieron cargos oficiales que no llegó a ejercer, posiblemente, debido a su menguada salud, a su plena dedicación musical y, también, al pavor del naufragio, tras la conmoción sufrida por la noticia de la muerte de Enrique Granados, al ser torpedeado por los alemanes el barco en el que regresaba a España durante la guerra mundial. Cuesta imaginarse al compositor desempeñando cualquier cargo que le distrajese de la lenta y dilatada elaboración de Atlántida, esa especie de manto de Penélope interminable. Sea como fuere, Falla no volvió a su ciudad natal hasta que sus restos fueron trasladados de Alta Gracia a Cádiz, en cuya catedral reposan desde 1947. Por otra parte, se insiste aquí en una imagen de Falla un tanto ñoña que, creo, responde más al tratamiento del biógrafo que a la personalidad del bografiado. Viniegra conocía al músico desde niño y fue alimentando ese recuerdo entre las bambalinas de la memoria, avivandolo con una cariñosa correspondencia epistolar y algún que otro encuentro. La evolución artística e intelectual del compositor fueron

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configurando un personaje que distaba del mediano burguesito de una ciudad de provincias anclada en la ornamentación y prosapia de su pasado. A pesar de todos estas pequeñas contradiciones, este libro que tenemos en las manos reúne entre sus páginas un interesante material que nos permite reconstruir la infancia de Falla, el Cádiz de su época, su primer viaje a Madrid y el doloroso abandono de su tierra natal, sus aventuras y vicisitudes en París, su retorno a España, su residencia en Granada, su estancia en la isla de Mallorca y sus últimos días en Argentina. Todo ello salpicado de pequeñas anécdotas y confidencias personales que nos facilitan el acceso a la vida íntima de un artista caracterizado por su severa conducta y sus parcas costumbres. Estas páginas ayudan a imaginarnos a un Falla cargado de bondad, gracia e ironía que, a través de sus gestos cotidianos e insólitos hábitos, nos hace reflexionar sobre su extraordinaria humanidad creadora y sonreír con sus excentricidades, un poco a la manera de Don Quijote, modelo y obsesión del artista. La presente edición, que publicamos al cumplirse el 125º aniversario del nacimiento de Manuel de Falla, va precedida de una pequeña introducción que José María Pemán escribió con motivo de la primera salida del libro, en 1966. En esta ocasión hemos suprimido el conocido artículo de Azorín sobre Manuel de Falla y la carta del maestro gaditano agradeciéndole sus palabras, por considerar que dicha semblanza pertenece a otro contexto diferente. El libro que el lector tiene en las manos debe leerse con la perspectiva de los años y del momento en los que fue escrito. Por ello hemos respetado fechas y comentarios sobre lugares, personas o circunstancias que el tiempo se ha encargado de corregir.

Cádiz, 23 de Noviembre de 2001 José Ramón Ripoll

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PRÓLOGO JOSÉ MARÍA PEMÁN Me bastaría para prologar este libro, lo que dije en el informe que me pidió la Diputación Provincial, cuando se propuso editarlo. Falla fue hombre que ni en su mayor apogeo de universalidad y fama, se desprendió de su condición peculiarísima de gaditano, hombre de afectos, de amistades, de mucha vida privada y de intesísima intimidad religiosa. Creo que el libro de don Juan Viniegra contribuirá mucho a dibujar su auténtica figura y creo que, por sus condiciones excepcionales de superviviente entre los amigos íntimos del maestro y de extraordinaria memoria, la documentación que aporte es única e insustituible. Se añade a esto que, por ser el autor persona muy experta en material musical, ha podido también tratar este aspecto con notoria dignidad y buena información. Este es de esos libros que son "únicos" en el sentido de que se desprenden, como fruto maduro, de una persona que ha acumulado por circunstancias vitales tal conocimiento, densidad y amor, hacia un determinado tema, que a su momento, no tiene mas remedio que verterlo hacia los demás. Así la autora de Lo que el viento se llevó, tenía que objetivar y echar fuera de sí, tarde o temprano, sus recuerdos de infancia. Así Manuel Halcón tenía su Vida de Fernando Villalón escrita dentro de sí mismo antes que lo escribiera para el público. Ha sido suerte que el volumen de recuerdos, internidades e información, que se dan en este libro, estuvieran atesorados en un longevo de buena memoria; y en un gaditano de castizo arraigo; y en un enamorado de la Música como es don Juan Viniegra. Y aún se añade todavía la suerte de que dicho don Juan sea además hombre de pluma de toda la vida: y aún que la familia Viniegra sea toda ella un grupo humano transido por la vocación literaria. Así la asociación de don Juan con sus sobrinos Carmen y Carlos, han producido este libro que a ellos les fue "necesario" y al lector le parecerá fresco, sano y atrayente, como todo lo que es puro y auténtico.

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Manuel de Falla fotografiado por The New York Times (ca. 1928).

I COMO CREO YO QUE ERA MANUEL DE FALLA Al intentar penetrar en la intimidad de un alma, debe de hacerse con andar silencioso y reverente, como el que entra en un templo, y, sin embargo, cuando se trata de la personalidad de un artista, son muchos los que lo hacen llenos de osadía, y lo que es peor, se atreven a hacer la disección de sus sentimientos e ideas, con mano profana y desconocedora de tan delicada tarea, para luego, volcar en las cuartillas o en el papel, lo que creyeron ver y es sólo fruto de su imaginación. Aunque me unió una gran amistad con Manolo, no querría yo ser un osado más; sin embargo, creo que debo intentar presentarle, tal como era, para evitar que todos aquellos que se interesan por el que llegó a ser una celebridad musical, se dejen llevar por los bulos y se formen una idea errónea de su persona. Creo que el primer calificativo que se le puede aplicar es el de bueno, bueno en toda la acepción de la palabra. Fue un hombre que, desde joven, procuró siempre cumplir con su deber, considerando de gran importancia el hacer fructificar los talentos que el Divino Hacedor le había dado en abundancia. Era un ungido por el arte, y a él dedicó toda su vida en completa entrega. Tengo infinidad de cartas fechadas en París, Granada, Palma de Mallorca, y en todas dice siempre al empezar, y como disculpa por su largo silencio, frases como éstas: «Estoy tan sumamente ocupado, desde que llegué a Francia ... » «No sabes como pasan los días, con todo lo que tengo que hacer ... » «Faltándome tiempo para escribirte detenidamente ... » «No puedes suponer como ando de trabajo. ¡Esto no es vivir! ... » y así, una y otra vez. Manolo, trabajaba de firme. Unas veces, fuera de su hogar, en sus múltiples viajes, dentro y fuera de nuestras fronteras, llamado por los que querían escucharle y

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escuchar sus obras; otras en el hogar, en la paz y silencio que tanto amaba, y dónde se sentía invadido por la inspiración que plasmaba en el pentagrama. Mas aquel laborar de Manolo, no estaba movido por la ambición; la gloria humana, el dinero, que son la doble meta de muchos artistas, le dejaban indiferente. Era una persona sumamente modesta. Nunca exigió que su arte fuera pagado con esplendidez. Todo lo contrario; siempre le parecía mucho lo que le daban. Sin embargo, a medida que se acrecentaba su fama y era mayor el número de sus obras, aumentaban sus ingresos; pero eso no le hizo cambiar su plan de vida. Tanto él, como su hermana María del Carmen, tenían gustos sencillos casi me atrevo a decir austeros; y esa era la razón de que gran parte de lo que ganaba lo diera a los pobres, no reservándose más que lo estrictamente necesario. Don Valentín Ruiz Aznar, en un precioso artículo publicado en Falla y Granada, editado por el Centro Artístico y Ayuntamiento en homenaje del famoso músico, que habitó en aquella ciudad durante muchos años, hablando de su humildad y caridad, decía así: «Sobre mi mesa de trabajo tengo un precioso libro que es para mí una auténtica reliquia. Su título: Catéchisme du Saint Concile de Trente. Este librito, pequeño en su volumen, grande por su contenido, fue muchas veces manejado por Manuel de Falla. Lo atestiguan las señales marginales y llamadas de atención con que solía iluminar las últimas páginas libres de texto, sobre ideas que habían llamado su atención. Este librito -mejor, esta edición Desclés, 1936- tuvo que ser muy leída y meditada, precisamente en aquellos años cruciales de nuestra patria... y del mundo entero. Me induce a pensar así el hecho de que entonces su producción artística era poca, y es de creer que su espíritu halló pasto abundante en aquellas maravillosas páginas. En las notas finales del libro, escritas por Don Manuel, se leen dos impresionantes llamadas, con grafía mayor que la normal, que dicen: "Humildad, Caridad" De como se comportara Don Manuel con estas dos virtudes básicas de la vida cristiana, los que le conocimos, todos sin excepción, podríamos atestiguar su preocupación constante por su prójimo necesitado. Testigos de mayor excepción, los habitantes entonces en los barrancos de la Zorra y otros a quienes suministraba vituallas y medicinas, nos hablaron de cómo sé inte-

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resaba sobremanera, mediante su párroco, que era el suyo propio, tanto por su estado moral como por el material. Frecuentes eran sus consejos a gente joven, y uno de los más certeros era que eligieran libremente experimentado y sabio confesor, Frecuentes eran también sus regalos, ofrecidos y dedicados con delicadeza exquisita a jóvenes distraídos o fríos en materia religiosa. Su humildad corría pareja con su acendrada caridad. La casita de Don Manuel está rodeada de otras muy pobres, cuyos habitantes mucho saben de su sencillez, por cuanto, a la vuelta de su misa dominical o del paseo alhambreño, solía pararse a hablar con ellos, para interesarse por sus cosas. A qué seguir.... * Pueden citarse algunas anécdotas que muestran hasta qué punto Manolo no transigía cuando se tocaba algo relacionado con esas creencias que tan arraigadas llevaba en el alma. El famoso escritor D'Anunzio le suplicó en una ocasión que pusiera música a su obra San Sebastián. Aquello hubiera gustado, y hasta halagado, a cualquier otro, mas Manolo, renunció. Conocía aquel San Sebastián y no le encontraba conforme con sus ideas, y así lo dijo a una persona de su familia: -"He contestado que no podía comprometerme, porque yo no hacía música de ese estilo; mas la verdad es que no escribo compases con mi mano contra mis ideas religiosas. ¡Eso no es música!" Su mismo padre, ya en sus comienzos, cuando él encontraba tantas dificultades para estrenar, le preguntó en broma: -¿Por qué no escribes música ligera para esas obras que se dan en Apolo? ¡Eso da pesetas, añadió, en hombre práctico! Mas Manolo, no pensaba ni por un momento salirse del camino que se había trazado y malgastar su arte en producciones que no fueran dignas de él.

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Cuando era aún un niño, alguien dijo delante de él, que quería a los judíos; para Manolo, entonces, no existían otros que aquellos que crucificaron al Divino Maestro, y, lleno de indignación, exclamó: -¡Si existiera ahora la Inquisición!... -No te enfades tanto -le contestaron- porque, después de todo, el Señor y la Virgen, también eran judíos. Manolo enmudeció, y es seguro que si ya hombre recordó su actitud en aquella ocasión, se hubiera arrepentido de ella, pues en su alma grande, llena de caridad, cabían todos: cristianos y judíos. * Jamás sus labios pronunciaron una frase mal sonante, y le molestaba que alguien las dijera en su presencia, y sé que había quienes reemplazaban los tacos por ciertas palabras de su repertorio: Carabelas... Cartagineses... Eso es lo único que se atrevían a decir cuando la indignación les impulsaba a usar alguna palabra mal sonante, pues no osaban emplear tacos por no herir su delicadeza. Algunas veces ponía en verdaderos aprietos a los empresarios que le llamaban para dar conciertos, especialmente cuando se hallaba en países extranjeros. Jamás tocaba en público sin asistir antes al Santo Sacrificio de la Misa; en vano intentaban, a veces, hacerle desistir de esa práctica piadosa para no entorpecer sus planes. Siempre se encontraban con su actitud firme, imposible de vencer. -Tiene que ser a esa hora- le dijo en una ocasión un empresario.-Ya se ha fijado, no puede cambiarse. Es preciso que se atenga a ella. Más Manolo, sin inmutarse, pero decidido a hacer triunfar su voluntad, contestó: -Lo siento mucho. ¡No puedo! Lo que cabe hacer es retrasar el concierto. *

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Manolo se hallaba en Granada cuando se derrumbó la monarquía como un castillo de naipes. No era un hombre político, sino un hombre de derechas y, por encima de todo, un buen católico. Aquellas llamas, encendidas por un odio ateo, que quemaron templos e imágenes, le impresionaron profundamente. No sólo devoraban tesoros religiosos, sino también artísticos. ¡Cuántas maravillas se perdieron durante aquellos días infaustos! No sé dónde surgió la idea de hacer por aquellos tiempos un homenaje a Manolo, en Sevilla. Una comisión fue a proponerle el proyecto. Se esperaba que aceptara. No le gustaba, ciertamente, que se ocuparan de él; pero era demasiado bueno para desairar a alguien. Sin embargo, en aquella ocasión, tropezaron con una negativa. -En estos momentos en que se quitan de las escuelas los crucifijos y se queman las iglesias, ofendiendo al Señor, yo, que sólo soy un indigno servidor de Él, no puedo aceptar ningún homenaje. Y no se contentó con eso. Hizo más. Se atrevió a exponer su terminante oposición a un ministro, con quien había mantenido, de antiguo, amistosas relaciones. Mas no se vea por ello en Manolo una especie de «sacristán de monjas»; era un hombre, que como hemos visto, no transigía con lo que consideraba contrario a sus ideas, aunque siempre fue tolerante cuando llegaba la ocasión de serlo. Su caridad llegó a ser tan grande, que se extendió a todos. Precisamente, en aquellos tiempos nefastos, en que nuestra patria andaba dividida, y en el solar hispano luchaban los hombres de buena voluntad por salvar la libertad y la religión amenazadas, se presentó ante él una antigua sirviente, con los ojos arrasados en lágrimas. Su hermana, que era una gitana, había sido detenida por hechos que, una vez juzgados, le valieron una condena de muerte. Manolo no podía estar conforme con las ideas de aquella infeliz criatura que se dejó envenenar, como tantas otras, por falsas doctrinas. Ni por un momento puso en duda que la sentencia no fuera justa; pero él sabía más de misericordia que de justicia y, compadecido ante el dolor de su sirvienta, se mostró presto a ayudarla. Pidió a su secretario que le acompañara, presentándose ante quien ostentaba entonces la autoridad suprema en Granada, donde vivía y, dejándose llevar de su extraordinaria bondad, se postró de rodillas, suplicando con voz en que se traslucía su inmensa compasión:

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-Como bautizado, como cristiano -dijo- pido clemencia para esa desgraciada. Y, humillándose hasta el límite, insistió una y otra vez. Seguramente, él era el primero en comprender que pedía un imposible; más ante el dolor ajeno sólo sabía una cosa: intentar aliviarlo, y eso hizo. * Manolo fue durante toda su vida un hombre bueno y un buen cristiano. Las losas de la iglesia de San Cecilio, su parroquia granadina, saben cómo torturaron sus rodillas cuando, sólo y en cruz, rezaba sus oraciones, aún en las heladas mañanas de invierno. Su alma fue ardiente, piadosa y caritativa, mas no debe creerse a los que han presentado a un Manolo empequeñecido y como un ser extraño. No le gustaba, ciertamente, la vida social, y no gozaba en fiestas, ni espectáculos; pero le gustaban aquellas tertulias que tuvo en su casa y en las que se reunían sus buenos amigos. En la intimidad resultaba francamente simpático y en sus ojos bailaba con frecuencia cierta sonrisilla burlona de pura y fina esencia gaditana. Su rostro no reflejaba, por tanto, siempre seriedad, pues sabía reír, y cuando llegaba la ocasión, como el que más. El que lea, no por curiosidad, sino ahondando en las anécdotas que he insertado en estas memorias, podrá conocer a fondo su carácter. Tampoco se trataba de una persona enfermiza, aunque su salud se resintiera algunas veces; pero sus enfermedades parecían mayores de lo que eran en realidad, pues era muy aprensivo y se trazaba unas reglas de higiene excesivas. Se ha hablado mucho -tal vez por eso- de que Manolo era muy escrupuloso, y efectivamente, así era. A los que le conocíamos íntimamente nos parecía exagerado que se ocupara tanto de su salud; mas un día dio la explicación: -El cuerpo es templo del Espíritu Santo, y hay que cuidarlo -dijo-. Y él, que se sentía lleno de responsabilidades, tuvo durante toda su vida, como una cruz pesada, el preocuparse de su salud, que nunca fue demasiado buena,

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Una vez, tuvo una seria afección a la vista, que debió significar para él una buena prueba. Me di cuenta de ella en una carta del 27 de Diciembre de 1929 fechada en Granada: «Además, desde poco después de regresar de París, sufrí una enfermedad en la vista, que me impidió la lectura por espacio de unos tres meses, aunque, gracias a Dios (no sé como dárselas dignamente), la enfermedad pasó por completo». Y más tarde, en el 31, me hablaba de un nuevo ataque de iritis, que le había impedido trabajar durante el verano; pero, en ninguna de sus dos epístolas, hay una frase de queja, de preocupación. Se comprendía que estaba por completo en manos de Dios y todo lo recibía, como venido de lo Alto, con resignación completa. Al hacer este esbozo del carácter de Manolo, no puedo silenciar el culto que siempre rindiera a la amistad. Me consta que fue un verdadero amigo para muchos; pero yo, para hablar con más conocimiento de causa, he de referirme a la que a todo lo largo de su vida nos mostró tanto a mí como a los míos. Aunque se fue joven de su ciudad natal, en las muchas ocasiones que volvió a ella, nos vimos con frecuencia y siempre mantuvo correspondencia con mi padre y conmigo. En una carta del 19 de Mayo de 1926, me decía: «Deseando estoy oírte mi melodía para cello (la pobre bien viejecilla). ¡Cuántas veces se la oí a tu buen padre acompañado por mí. ¡También tocaremos la Sonata de Grieg, que era una de sus obras predilectas». Y en otra del 2 de Diciembre, del mismo año: «Ante todo mi efusiva felicitación por vuestras Bodas de Plata. Alegría aumentada con la presencia de tu madre, a la que envío también mi cariñoso saludo. ¡Qué suerte la tuya que has podido conservarla!». Y sus cartas no nos faltaban en los momentos tristes y alegres, tomando parte en ellos. Además, nunca olvidó a todos sus amigos gaditanos: la familia Quirell, Francisco Viesca, Escobar, Pemán y tantos otros. Sus epístolas dejaron de llegar cuando, entristecido por los trágicos acontecimientos, y deseoso de encontrar la paz que ya no hallaba en Granada, marchó a la

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Argentina. ¿Se olvidó de nosotros? ¿Se perdieron sus cartas? No lo sé. Pero no creo que aquel destierro voluntario que se había forjado le hiciera olvidadizo. Manolo jamás olvidaba a sus amigos. * Aunque no estaba dirigida a mí, sino a unos buenos amigos de Manolo, ha llegado a mi poder la copia de una carta suya que no resisto a la tentación de transcribir, en parte porque revela lo que era él. Decía así: «A mi convicción religiosa (católica, claro está), debo, sobre todo, la visión ínfínita de la vida que en nada humano podemos hallar. Pues no basta con sentir, pensar y expresar la belleza de la vida y de la muerte, sino que necesitamos vivir eternamente en belleza. Sin este ardiente anhelo y sin la cristiana esperanza que lo sostiene, ¿cómo sobreponernos a tanta falsedad y a tanta miseria con que frecuentemente tropezamos? Hay que dejarse de fantasías; sólo en Dios y por su Evangelio, podremos vencer el egoísmo, el dolor y la muerte, y quienes así no lo vean, no saben lo que pierden. Ahora bien, después de la Verdad de Dios, lo primero es el Arte; pero iluminado y sostenido por esa eterna y escondida fuente do tiene su manida, aunque es noche». Sus palabras son bien claras. Dios y el Arte eran la meta de su vida. * He hablado del hombre, pero no me siento capacitado para juzgar al músico ni a su Obra que pongo en mayúscula, pues bien lo merece. Los críticos de arte son los que lo están haciendo -no siempre del todo acertadamente- y yo, lo único que puedo decir es que le admiraba profundamente y me deleitaba lo que salía de su mente creadora. Mas hay algo que he oído comentar, tal vez con malévola intención, referente a sus obras musicales. Sus detractores hallaban extraño en Manolo aquella música suya andaluza que creían tenía cierto sensualismo y en la que pintaba gitanas y había danzas en torno al fuego...

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Es verdad que con esas composiciones quedó ya definitivamente consagrado internacionalmente; pero, a medida que pasaron los años, fue mayor su deseo de hacer una obra grande, de carácter religioso. Aquellos sus primeros frutos de inspiración ya no le gustaban y no encajaban con la ascensión espiritual a la que se entregaba, y cuando alguien, creyendo que le agradaban los elogios, le celebraba algunas de sus obras, y especialmente El amor brujo, solía decir sonriendo: -¡La consabida Danza del Fuego!... Pero, no me atrevo a continuar sobre ese tema, y prefiero citar, nuevamente, las palabras autorizadas de Ruiz Aznar: «Se ha hablado mucho de por qué Falla, espíritu tan elevadamente místico, no dio a Dios el honor y la gloria de su música.» Y después de citar unas frases del gran Pio XII a los artistas que participaron en la VI Exposición Cuadrienal Romana y que no cito por no extenderme demasiado, terminó diciendo: «No es posible leer estas autorizadas palabras, sin que a cada paso venga a la memoria la persona y obra toda del entrañable amigo D. Manuel de Falla. Falla escribe música profana, ciertamente, pero no se puede negar que Falla sea intérprete de Dios, en el más verdadero sentido de la palabra. Y si ésto es así, Falla dio a Dios el honor y la gloria de su música. Su lema de por vida fue aquel «solo a Dios el honor y la gloria». Por ello, a su muerte, el vicario de Dios en la tierra, lo declara hijo predilecto de su Iglesia.

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II MI PRIMER CONTACTO CON LA FAMILIA FALLA Al primer miembro de la familia de Manolo que conocí fue a su abuelo. Su figura está unida a recuerdos de mi primera niñez. Lo conocí en la Plaza de Mina, como se llamaba entonces. Era un lugar muy frecuentado por personas mayores y chiquillería y en sus bancos se sentaban, y se siguen sentando, ancianos que tomaban un rato el sol mientras fumaban un cigarrillo, madres jóvenes y niñeras que charlaban animadamente. Las más activas se entretenían manejando la aguja de coser, de crochet o de hacer punto y todas, desde luego, estaban pendientes de los pequeños a su cargo. Carreras, gritos, un bullir de chiquillos de todas las edades y como contrapeso las personas tranquilas que también gozaban de esa plaza tan bien colocada en el centro de la ciudad de Cádiz. Allí solía ir diariamente el abuelo de Manolo. Era como el jardín de su casa pues vivía en la misma plaza; mas, cuando le conocí, no iba por sus pies. Solían llevarle en una silla de ruedas. Me parece que lo estoy viendo. Era un viejo grueso, con una larga barba blanca y tenía una gran predilección por los niños. Su criado lo paseaba en una silla, mientras él seguía las evoluciones de los pequeños. Nosotros estábamos acostumbrados a verle, pero no sentíamos las mismas simpatías que él hacia nosotros. Solía llamarnos: -¡Venid, niños! ¿No os gustan los caramelos? ¡Los caramelos! Esa era la palabra mágica para que superáramos el vago temor que nos imponía su presencia. No verle andar como los demás ya era algo que le

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colocaba en un lugar aparte en nuestras mentes infantiles; pero además, un no sé que de él, nos inspiraba cierto terror. Ma insistía: -¡Venid, niños! -y para animarnos, nos enseñaba unos caramelos. Nos mirábamos unos a otros y, por fin, el más osado se atrevía a aproximarse y los demás le seguíamos. El anciano -no sé la edad que tendría, pero a nosotros nos parecía muy viejo- nos sonreía mientras nos daba un puñado de esos caramelos que habían tenido el poder de hacernos superar nuestro miedo. Esa escena se repetía muchos días sin llegar a acostumbrarnos a aquel inválido; seguíamos sintiendo por él, respeto y temor... Manolo era años más pequeño que yo y aún no jugaba conmigo; pero su abuelo sentía ya grandes simpatía por mí y fue el precursor de la gran amistad que durante toda mi vida me unió, y unió a todos los míos, con su nieto.

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Manuel de Falla en Puerto Real (ca.1890). Junto a él su padre y su tía Virginia Matheu y sentadas, su hermana Mª del Carmen, su madre y su tía Ana Delgado Matheu.

III AQUÍ NACIÓ FALLA La Plaza de Mina de Cádiz es de estilo colonial y está adornada con estatuillas de mármol blanco, que destacan entre los bien cuidados jardines. El Levante -viento frecuente en esta población- azota a veces sus rincones y,si no marchita las flores, molesta a los que la frecuentan. En este ambiente nació mi amigo Manolo, que habría de asombrar al mundo con su arte. En una sencilla lápida, colocada en el número 3 de esta Plaza, se conmemora este hecho con la siguiente inscripción: «En esta casa nació, el 23 de Noviembre de 1876, el eminente compositor Manuel de Falla. El Ayuntamiento de 1926». La fecha exacta del nacimiento de Manolo fue la del 20 de Noviembre de 1876, y sus padres fueron Don José María de Falla y Doña Jesusa Matheu. La familia Matheu era de origen francés, de Perpiñán; pero allá por el año 1720, durante el reinado de Felipe V, se trasladó a España, residiendo al principio en Mataró y viniendo a instalarse más tarde en nuestra ciudad. En Cádiz creció Jesusa Matheu -Jesusita, como la llamaban familiarmente-, y cuando vino a ser una jovencita se vio rodeada de admiradores, ya que era encantadora y gozaba, además, fama merecida de ser una rica heredera. No tardó Jesusita en inclinarse hacia un estupendo partido, lo cual produjo una gran alegría a sus padres; pero el amor hace a veces algunas jugadas y entonces apareció en escena José de Falla, un joven muy distinguido y muy buena persona, educado en los Jesuitas, mas, por causas que se ignoraban, no llegó nunca a tener una carrera.

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¿Qué sucedió? Jesusita se enamoró de él, y, si bien sus progenitores hubieran preferido para yerno al primero de los pretendientes, concluyeron por ceder, ya que en realidad no tenían ningún motivo para oponerse. Probablemente recordaban a sus antecesores a aquel Mariscal Zabala que fue el único que hubo en Centroamérica, y le dijeron: «Has bajado dos escalones en la escala social.» Mas Jesusita se casó, y aún le dieron como dote 400.000 pesetas, que allá, por aquellos años, era una fortuna. Más tarde, cuando sus padres murieron, le dejaron otros dos millones; así que Manolo vio la luz en un ambiente donde se vivía con verdadero lujo. Su padre se había dedicado a negocios de bolsa y esa fue su perdición, pues se arruinaron; mas no adelantemos los acontecimientos. Dios bendijo esta unión con cinco hijos: José María, María del Carmen, Servando y Germán -nombres, estos últimos, de los patronos de la ciudad- y, claro está, Manolo, mi biografiado, que era el mayor. Servando y José, murieron prematuramente y más tarde Germán. María del Carmen fue la compañera de Manolo durante toda su vida. Con ellos vivió siempre Virginia Matheu, hermana de Jesusa. Pero, sigamos con Manolo que es quién nos interesa. Hay un detalle curioso, y es que sus padres, por motivos que ignoro, no le mandaron al colegio y desde muy pequeño tuvo profesores en su casa. Entonces nadie podía sospechar que aquel chiquillo que, como uno de tantos, aprendía las primeras letras, llegaría a ser un verdadero prodigio en el arte musical. Ni siquiera se le conocían otras aficiones que la de la literatura. Si en aquel tiempo se le preguntaba al niño qué era lo que quería ser cuando fuera mayor, no vacilaba en contestar: -¡Quiero ser literato! Probablemente, ni él mismo sabía lo que eso significaba. Criado en el ambiente paternal y acostumbrado a ver a su padre encerrado en su escritorio manejando papeles, él cifró todo su ideal en escribir. No he podido lograr nada redactado por aquella mente infantil, lo cual hubiese sido muy interesante; pero sí sé que un día desapareció Manolito y no se le encontraba por ninguna parte. Su madre se alarmó, pues aquello era extraño en aquel chi-

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quillo bueno y dócil y que nunca le daba un disgusto. Se le buscó por toda la casa sin encontrarle y, cuando ya desesperaban, alguien dijo que le había visto entrar en el escritorio de su progenitor. No era hora de oficina y no se había pensado, ni por un momento, que pudiera estar allí; nada tenía que hacer el niño en aquel lugar. Y, sin embargo, allí se lo encontraron, sentado en un alto taburete, ante un pupitre y manejando la pluma. -¿Qué haces, criatura?- Le preguntó su madre, que no sabia si reírse o regañarle. Manolito, tranquilo, como el que tiene la conciencia limpia, se apresuró a contestar: -Estoy escribiendo una cosa para enviarla a los periódicos, porque quiero ser literato. Mas no iba a tardar mucho en que se revelara su verdadera vocación y la Providencia se valió de un hecho insignificante, al parecer, pero que decidió su destino. La casa que ocupaba la familia Falla llegó a ser insuficiente para sus necesidades y se pensó en una mudanza que, en aquellos tiempos, resultaba mucho más complicada y lenta por carecer de los modernos medios de transporte. La casa donde hubieron de instalarse estaba situada en la calle del Veedor (Ramón de la Santa Cruz), en el número 14. Manolito, con esa impaciencia propia de los niños, estaba deseando verse en la casa nueva; pero, como he dicho, la cosa no era tan sencilla y tenía que contentarse con el entretenimiento de ver las evoluciones de los gallegos, que dejaban la tierriña, porque en Cádiz lo ganaban mejor, pues estaban especializados en esos menesteres. Andaba el niño en torno a su tía, que en aquellos momentos se estaba ocupando en el salón de dar órdenes a los cargadores, y ésta, al ver entrar a uno de aquellos, que con aire fatigado se limpiaba el sudor, dijo a su sobrino: -Hijo, tócales a estos hombres una gallegada, que quizás, con el recuerdo de su tierra, se espabilen y aligeren más. Dócil, Manolito obedeció y, con la misma calma que tuvo siempre en su vida, se dirigió al piano y abriéndolo comenzó a interpretar con sus deditos una de aquellas gallegadas que, por entonces, eran muy populares en la población. Virginia, que no conocía las habilidades de su sobrino, llamó muy sorprendida, y a gritos, a su hermana.

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-¡Jesusa!... ¡Jesusa!... ¡Ven enseguida! Tu hijo Manolo es un pianista de cuerpo entero. Llegó la madre apresuradamente y al ver que, con la mayor naturalidad, interpretaba la gallegada, dijo: -Desde mañana, Manolo, te voy a dar lecciones de piano. No dudo que tienes unas disposiciones fenomenales. Jesusa dominaba ese instrumento, y apenas terminó el traslado de su domicilio cumplió su palabra, advirtiendo pronto que no se había equivocado al juzgar las extraordinarias facultades de su hijo, pues sus progresos fueron tan rápidos, que creyó necesario confiar su enseñanza a una joven de la buena sociedad gaditana, la señorita Eloísa Galluzo, que daba clases de piano para sostener a su anciana madre con la que vivía por haber venido a menos. Pero como Eloísa quedara huérfana al poco tiempo, creyó llegada la ocasión de realizar un deseo que hacía años acariciaba, e ingresó en el Noviciado de las Hijas de la Caridad dónde, por cierto, llegó a ser compositora de música religiosa, dominando el difícil instrumento del órgano. Manolo no olvidó a su primera profesora, ni aún cuando vino a alcanzar fama mundial. Vivía en Cádiz por aquellos días el profesor Don Alejandro Odero, director de la Real Academia Filarmónica de Santa Cecilia. Era músico muy competente y de gran valía, que advertía inmediatamente cualquier defecto en sus alumnos. Por ello, sus observaciones y dichos venían a ser muy conocidos en la ciudad. En cierta ocasión, oyendo tocar a una señorita que deseaba perfeccionar sus conocimientos del piano, alguien que estaba allí presente, comentó: -Me parece que toca muy bien; pero lo que no sabe es poner el pie en el pedal. Y el profesor, sin inmutarse, replicó, en el acto: -¡Quiá! ¡Lo que no sabe es quitarlo! Con esta aguda observación, Odero daba una lección de virtuosismo, ya que es muy frecuente, entre muchas personas que creen saber tocar bien el piano, no levantar el pie del pedal a tiempo para evitar funestas resonancias.

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Esta sencilla anécdota revela el carácter y agudeza del profesor que iba a hacerse cargo de los estudios de piano de Manolo cuando la señorita de Galluzo interrumpió sus clases al ingresar en el convento. Ahora, bajo otra dirección, seguiría Manolo el camino emprendido que ya nunca habría de abandonar. Mas, precisamente entonces, circunstancias que hemos de referir, influyeron de tal modo en su carácter y manera de ser, que modelaron, incluso, definitivamente, su vida profesional.

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IV FIESTA INFANTIL En general, nos presentan a los genios, a los artistas y a los santos como seres excepcionales desde los albores de su vida; pero yo, ateniéndome a la verdad, no puedo afirmar que Manolito destacara entre los demás niños de su edad. Durante la primera época de su vida, fue un chiquillo corriente que jugaba, que se divertía como los demás y que acudía con entusiasmo a las fiestas infantiles a que le invitaban. Por eso, no es extraño que allá, en el año 1886, asistiera a un baile de disfraces que fue un verdadero acontecimiento en Cádiz, tanto por la alta categoría de los anfitriones, como por la de los pequeños invitados que pertenecían a las mejores familias gaditanas. Entonces, Manolito tenía sólo nueve años y podemos figurarnos con la ilusión con que se pondría aquel lindo traje que habría de lucir en la fiesta y que, a juzgar por lo que nos dice un periodista, debió de resultar maravillosa. Pero leamos el reportaje que apareció en el Diario de Cádiz el domingo 7 de Marzo del año citado, con el título La fiesta de anoche: «El baile infantil verificado anoche en casa de nuestro distinguido amigo, D. Ricardo González Abreu, ha sido una de las fiestas más bellas y pintorescas de las que se puede tener idea. Desearíamos poder consagrarle ancho espacio en nuestro periódico, pero nos lo veda la hora en que escribimos estas líneas, en los momentos en que el baile acaba, y los graciosísimos bailarines se retiran a descansar a sus domicilios.

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La elegante finca donde moran los señores de González Abreu, estaba exornada con gusto exquisito. En el patio, había multitud de plantas y flores en bellas jardineras, colocadas en artística disposición; las escaleras cubiertas de rica alfombra, lo propio que el salón de fumar, tocador, ambigú y sala de baile. Esta, alhajada con riqueza, ostentándose en ella soberbios espejos, arañas y aparatos de gas y objetos de arte, presentaba un aspecto deslumbrador. El baile dio comienzo a las ocho y media. Quisiéramos citar todos los niños que concurrieron, pero no nos ha sido posible hacer una lista completa, y hemos de limitarnos a anotar aquellos que a nuestra memoria hemos confiado, Niños de Laxar, con traje de guardia civil; de Gómez (D. S.), de Regalado; de Abreu, rica dama del siglo XV; de Gómez (D. J.), de Giobanni y Vasco de Gama; de Alonso, paje de Francisco 1; Postillón, de Luis XV, Felipe Vi y Hada; de Alzola, Dama del Imperio y Niño Jockey; de Gastón (D. A.), Paje de un Ballo In Maschera. De Viesca (D. A.), Cazador inglés; de Viesca (D. J.), Dama de la Corte de Enrique VII; de Salas, Florentina de la Época del Renacimiento; de Lucio Villegas, niña Arlequín; de Fernández de Castro, Rey de Lahore, traje rico y de gran valor. De Santa Cruz, Caballero de Luis XIV y Duquesa de la misma época; de Andrias (Eloísa) de Flores, bella mora; de Picardo (D. A.), Incroyable; de Siloniz, Noche y Felipe IV; de Shaw, Conde de Nevers y Paje de Regalado; de Gómez (D. J.), Diosa Ceres, Arlequina y Paje de un Bailo In Maschera. De Tagle (D. A.), Griega; Picardo (D. J.), Chaperon Rouge; De Bocanegra (D. F.), Felipe 11 y Etiqueta; de Lucio, Pierrot; de Castro (D. A.), Príncipe de Condé; de Flores (D. R.), Príncipe Carlos; de Blázquez, Carlos 1; de la Rosa, María Antonieta; de Mendaro, Paganini y Trovador; de Barca (D. S.), Griego, Suavo, Locura y Encantadora; de Arana, Caballero de Felipe IV; Rubio (D. L.), Increíble del directorio; de

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Vallarino, Doctora y Arlequina; de Dorronzoro, Etiqueta, Jockey, Torrentina, Angevina; de Ramírez de Cartagena, Florista y Fausto. De Díaz (D. M.), traje del directorio y Pierrot; de Selaya, Florentina del Renacimiento. De Falla.... Conde Raúl de Hugonotes y su prima de Locura; de Picardo (D. J.) vecino de Jerez, aldeana Circasiana; De Sodes, mariposa blanca y Neptuno; de Montero, Griego; de Mato, Murillo. A nuestro pesar, la hora en que esto se escribe, nos hace cerrar la lista. Los trajes todos que lucían los niños eran muy elegantes y muy lindos, y el conjunto que formaban sus caprichosos grupos en el salón, era realmente bellísimo. Entre las señoras y señoritas, que concurrieron a tan agradable reunión, citaremos a las señoras de La Riva (D. P.); de Alzola, de Arana, viuda de Dorronzoro, Bocanegra, Dueñas, La Rosa, viuda de Aragón y otras. Señoritas de Lina, Larden, de Picardo (Catalina y Dolores) Viniegra, (eran mis hermanas), de Aragón, (mis primas) y otras muchas, que sentimos no recordar. Se hallaban presentes los padres de muchos de los niños citados, los cuales pedían a las niñas el favor de que bailaran con sus hijos. La orquesta, dirigida por D. Antonio Maqueda, se hallaba situada en el corredor del último piso, y tocó las siguientes piezas; Rigodones, Polkas, Mazurcas, Lanceros, obras todas de Strauss, Metra, Waytaufield y otros autores. El Buffet, estuvo servido con esplendidez, abundando en él, las pastas, dulces, emparedados, vinos, amontillados, champagne, ponche y licores. El señor Lainer tuvo a su cargo dicho servicio. A las doce y media de la noche, terminó la fiesta, de la que conservarán grata memoria todas las personas que a ella concurrieron, tanto por la atención de que fueron objeto por el señor Abreu y su bella y distinguida esposa, como por lo agradable que hizo la estancia en su elegante morada.»

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No he podido resistir a la tentación de trasladar en su totalidad un artículo redactado en la forma ampulosa que se usaba en aquellos tiempos lejanos, y por el que sabemos que el futuro artista, universalmente conocido, lució un día, el disfraz de Raúl de Hugonotes, y bailó con otras niñas, que eran en aquella ocasión, Damas de Corte, Hadas o Diosas... No hace mucho, en una visita hecha a Jerez de la Frontera (donde actualmente reside su hermana María del Carmen), recordaba ésta ese episodio de la infancia de Manolito, aunque ella no asistió a la fiesta por ser más pequeña. Habló del traje que llevó al baile su hermano. -Era de paje -explicaba, haciendo caso omiso de la personalidad que representóy tenía una capita y una gorra, con una hermosa pluma. La conservamos durante muchos años, hasta que un día se la regalamos a un niño que iba a asistir también a un baile de disfraces. Por cierto, que no le estaba bien y yo misma se lo arreglé. ¡Pequeños detalles íntimos de la vida de un gran hombre que conservó siempre, un poco de candidez de niño! Quién le iba a decir aquella noche feliz, que algún día compondría él también otras danzas muy distintas a aquellas a cuyos sones bailó y que se interpretarían en los escenarios del mundo por gitanas de tez morena y aquella Pastora Imperio que estrenó su obra inmortal, El amor brujo.

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Manuel de Falla disfrazado de conde Raúl de Los Hugonotes para el baile celebrado el 6 de marzo de 1886 en casa de Ricardo González Abreu.

V SUS PRIMERAS ACTUACIONES Desde muy pequeño, Manolito se unió a nuestra familia por vínculos musicales y, al correr del tiempo, vino aquella entrañable amistad que se conservó durante toda su vida. Ciertamente, en nuestro hogar se respiraba un ambiente muy adecuado a sus precoces aficiones, pues en él se cultivaba el arte. Mi padre, Don Salvador Viniegra y Valdés, fue siempre un mecenas para todos los que sentían vocaciones musicales. Vivíamos entonces en la Plaza de la Candelaria número 4, y su hermoso salón se convertía en sala de conciertos. Aún lo recuerdo, a pesar de que han transcurrido muchos años; pero esas primeras impresiones de la vida no se olvidan fácilmente. Al fondo había un gran piano de cola; en el centro, una magnífica arpa Erard, y a la izquierda, un armónium; estaba perfectamente decorado, y de sus paredes pendían algunos cuadros procedentes de la Casa de los Marqueses de Ureña, antecesores de nuestra familia. El sofá, las butacas y las sillas eran de madera negra y forrados de rojo. Allí, en aquel salón, tocó Manolo por vez primera el piano ante un selecto público, que era el que acudía a los conciertos que se celebraban en nuestra casa. Aquellas primeras actuaciones suyas no las olvidó él nunca. En una carta que me dirigía desde La Zubia, el 19 de Junio de 1939, decía así: «Os recuerdo a todos cariñosamente, evocando desde los tiempos de la Plaza de Candelaria, cuando yo empezaba el piano... » No era rara la presencia de Manolito en nuestro hogar. Ya, en aquella época, comenzaba a dar fruto la labor que mi padre se impuso, dejándose llevar de su gran afición a la música y a la enseñanza de ésta, y que le había valido ser nombrado director de la Real Academia de Santa Cecilia, de la que había sido uno de sus fundadores.

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Llevaba a cabo estas actividades sin que le reportasen beneficio alguno material, ya que no era profesional de la música, sino simplemente un entusiasta aficionado a ella. Cuando veía chicos listos y aptos, de los que cabía hacer buenos músicos, los llevaba a casa, donde no sólo les daba clases extraordinarias, sino que, además, les obsequiaba con algunas perrillas para tenerlos contentos y que no dejasen de asistir a aquellas lecciones. Creo que sería interesante hablar de tres alumnos que llegaron a ser verdaderas eminencias del arte; dos que fueron virtuosos del violín y otro, del violoncello: Ramón Gil, Jerónimo Jiménez y José Castro. Cuando se hallaron en las debidas condiciones para ello, consiguió mi padre enviarlos pensionados al extranjero, merced a su influencia en el Ayuntamiento y Diputación. Así pudieron Gil y Jiménez recibir en París lecciones de Alard, uno de los mejores violinistas de aquel Conservatorio. Creyó oportuno luego enviar a Jiménez a Roma, para que adquiriera conocimientos de composición, al ver en él grandes disposiciones que se hicieron patentes más adelante, al escribir obras tan inspiradas como La boda de Luis Alonso y otras de igual mérito. Castro, pensionado primero en Dresde y luego en Londres, recibió lecciones de los dos mejores violoncellistas de aquella época: Frederich Gruzmager, alemán y Fiatti, italiano, establecidos en aquellas capitales. Puede decirse que estos destacados alumnos, en aquellas temporadas de vacaciones que pasaban en Cádiz, vivían prácticamente en nuestra casa, ya que los tres querían a mi padre como si fuera suyo, y por eso éste veía con gran satisfacción cómo avanzaban en el difícil arte y le gustaba dedicar casi todas las veladas a la música. Pues bien, una vez presentados estos tres predilectos de mi padre, en aquellos tiempos en que Manolito estaba en los albores de su vida, daré cuenta de la labor que se llevaba a cabo en mi casa. Mis dos hermanas, María y Rosa, tocaban muy bien el piano y tenían la facultad de leer a primera vista y tocar en conjunto sin necesidad de batuta, como lo atestigua la siguiente anécdota: Mi padre recibía con frecuencia partituras de Alemania; y recuerdo que mi hermana Paz y yo, que éramos los más pequeños de todos los hermanos, acostumbrábamos a aguardar la correspondencia. Llegaba el tren a la caída de la tarde y

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hallándose frente a casa la Casa de Correos, apenas anochecía, nos asomábamos a unos de los cierros de la Plaza de la Candelaria en espera de que se encendieran las luces de su «sala de batalla», lo cual sucedía al llegar el coche con las sacas que provenían de la estación del ferrocarril. Esas luces nos demostraban que los carteros habían empezado la labor de la distribución de la correspondencia y Cantelmi, el cartero mayor, encargado de ésta y que conocía y quería a mi padre, apenas veía un paquete procedente de Alemania, lo enviaba a casa. La extraordinaria afición a la música de todos los miembros de la familia se había contagiado a los benjamines y anunciábamos con gritos de entusiasmo la llegada de la correspondencia. Al oírnos, mi padre cogía su violoncello, preparaban sus discípulos sus instrumentos y mis hermanas se sentaban al piano para que, tan pronto llegara el anhelado envío, se colocaran los papeles en los atriles y, con gran curiosidad, ensayar lo que aquella noche se había de interpretar. Eran, en general, arreglos de obras musicales para piano a cuatro manos, violines y violoncellos que resultaban muy bien. Mas no siempre se recibía el esperado paquete, y mi hermana Paz y yo aguardábamos en vano, con impaciencia. Entonces se dedicaban a tocar tríos, cuartetos de Beethoven, Mozart, Haydn y otros célebres compositores. A medida que se iba sabiendo en Cádiz que en mi casa había buena música casi a diario, comenzaron los ruegos de muchos aficionados para asistir a dichas reuniones. Mi padre y los que con él tocaban nunca pensaron en hacerse oír, pues sólo trataban de pasar un rato de solaz y disfrutar de aquellos felices momentos, ya que todos sentían verdadera pasión por la música. Interpretaban para ellos solos, mas cuando algunas familias amigas les rogaron ser admitidas a aquellas sesiones, accedieron de buen grado y aquello dio origen a que se celebraran conciertos en toda regla en nuestra casa un día a la semana. A éstos asistió todo el Cádiz conocido, así como el elemento extranjero y cónsules residentes allí. Tanta importancia llegaron a tener esas reuniones que una noche se cantó el Concertante de La Sonámbula, llevando la parte de tiple Pilar Murillo, cantando admirablemente y, luciendo la voz de tenor, Mr. Wilson, joven empleado de la Earsten (Cable Inglés). Otra noche se interpretó un Concierto por cuatro arpas: la profesora María Lerate, mi hermana Rosa (que la tocaba perfectamente), Lola Vidiella y Lola Lora, jóvenes de distinguidas familias y mujeres muy guapas.

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Aunque yo era muy pequeño, cuando comenzaron aquellos conciertos, no me pasaba desapercibido que el elemento joven fijaba la vista en los pedales de las arpas, intentando ver la punta de las botas (entonces no se usaban los zapatos) que era lo único que podía verse entonces... porque otra cosa ¡ni hablar! También iban a casa artistas que pasaban por Cádiz en dirección a otros lugares. Allí cantó la Paccini, tiple ligera, que con la Nevada, eran las dos estrellas de mayor brillo, por aquel entonces, en el mundo; y en nuestro salón, tocó Betessini, concertista... de ¡contrabajo! Es difícil imaginarse que ese instrumento pareciera a veces violín, mas aquel fenómeno consiguió ese efecto y, más tarde, al ser concertista de fagot, también logró sonoridades insospechadas en ese otro instrumento. Manolito empezó a asistir a los conciertos allá por el año 1885 ó 86; nadie reparaba en él. Ni siquiera merecía el entrar en la sala, permaneciendo con los otros niños en un cuarto contiguo, ya que en aquellos tiempos, los chiquillos no se entrometían en todas partes como ahora y, dóciles, se sometían a los mayores. Por cierto, que en aquella habitación había un antiguo piano vertical transformado en armario, donde mi padre guardaba una estupenda colección de violines fabricado por luthiers italianos, cuyos nombres no he olvidado: Bergonzi, Alcalá Galiano, Alejandro y Nicolás, Gaspar D'Asald, Granadinos, etc., etc.; un violoncello Guadgnini, y varias violas. Aquel ambiente era el más adecuado para la formación del gran artista ya en germen, de aquel Manolito que escuchaba entusiasmado aquellos conciertos. Seguro que mi padre, con aquella intuición admirable que le serviría para sacar de la oscuridad a tantos talentos musicales, adivinó que aquel chiquillo tenía madera de artista y, como acostumbraba, fijó su atención en él. Un día, creyendo que podría ya hacer un buen papel, se atrevió a insinuarle: -Manolito ¿por qué no preparas algo para el próximo concierto? Como él era sumamente modesto, se asombró ante aquella proposición. No actuaban allí más que personas mayores, y no se creía digno de alternar con ellas. Pero mi padre insistió: -¡Nada! ¡Dicho! El primer día que tengamos concierto, tienes que tocar algo.

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Y tocó, y tuvo el primer éxito de su vida; mas no creo que nadie pudiera suponer que aquel chiquillo de calzón corto, cuyos pies apenas podían alcanzar los pedales, había de tener un día renombre universal. Mi padre, según costumbre, ayudó en esta ocasión a Manolito que, si no necesitaba, como otros, ayuda material, si necesitó, al principio, sus consejos y aliento para proseguir la difícil carrera musical. Años más tarde me decía en una carta de la que ya he citado parte: «Recuerdo aquellos primeros ensayos míos de composición, en que tanto me alentaba tu buen padre, a quien debo, además, el haber conocido a Pedrell, que tan útil me fue para encauzar mis estudios por camino seguro... » Manolo era agradecido y nunca llegó a olvidar la parte que mi padre tuvo en su carrera musical; siempre, mientras vivió, en cuantos viajes realizara a la ciudad que le vio nacer, era uno de sus mayores placeres tocar en mi casa, como en sus comienzos. Ya no vivíamos en la Plaza de la Candelaria, sino en la calle de Antonio López 24, donde aún continuaban los conciertos. Fuimos allí porque su dueña, la Marquesa viuda de Ureña, tía de mi padre, nos la dejó en su testamento. Yo, entonces, no era el chiquillo de aquellos tiempos, sino un hombre casado y mi mujer compartía la afición familiar por la música. Recuerdo que el gran pianista Malats, que había de dar un concierto en el Teatro Principal (donde hoy está el Cine Municipal) vino a mi casa y dijo que tocaría con gusto algo de conjunto con nosotros. Durante unas noches estuvimos ensayando, mi padre, mi querida esposa y yo varios tríos, cuya parte de piano ejecutó Malats. Aún conservo una foto que nos hicimos durante uno de los ensayos, y para que saliera mi madre, la pusimos como volviendo la hoja de la parte de piano, que compartía con el gran artista catalán, mi esposa, que fue una pianista y una cantante «cien por cien». ¡Qué tiempos aquellos! * Hay una anécdota, que aunque no está relacionada con Manolo, creo interesante citar por tratarse del célebre violinista español, Sarasate.

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Allá por el 80, vino a Cádiz este gran violinista para dar un concierto, y ni decir tiene que a mi padre le faltó tiempo para visitarle e invitarle a venir a casa y viera la colección de violines antiguos que poseía. Sarasate aceptó muy complacido, y al día siguiente se presentó en casa, mostrándole mi buen padre aquella valiosa colección de violines que constituía su legítimo orgullo. Sarasate quedó entusiasmado, especialmente con el violín Carlos Bergonzi, que sin duda alguna, era el mejor de todos. Lo hizo sonar durante un rato y luego dijo: -¡Qué lástima que no me haya traído al pianista que me acompaña, pues con gusto tocaría un rato en este violín! -Mi hija María podría acompañarle -se atrevió a decir mi padre. Se volvió Sarasate para ver de quién se trataba, pues ya le había sido presentada, y se asombró del ofrecimiento; mi hermana era muy joven, pues sólo tenía veinte años y al fijarse en ella, mitad en serio y mitad en broma, hubo de preguntarle: -¿Se atrevería Vd. a acompañarme? -¿Por qué no? -dijo mi hermana María con gran sencillez. -Entonces, escoja la obra que desee acompañarme. Mas mi hermana, un tanto orgullosilla de su suficiencia, le contestó indiferente: -¡Me es igual! Escoja usted de la biblioteca de papá lo que quiera! -¡Valiente! -replicó Sarasate, sonriendo y de asombro en asombro. Escogió una sonata de Beethoven -no recuerdo cual-, aunque me figuro que sería la novena, tan del agrado de los concertistas de violín por las variaciones tan hermosas que contiene. Y comenzó aquel improvisado concierto. Mi hermana, sin intimidarse por acompañar a un artista de tal renombre, tocaba su parte con seguridad y gusto, sin rozar una nota, y al terminar la sonata, Sarasate se volvió hacia ella y le dijo estas palabras textuales: -¡Qué lástima que sea usted una señorita, pues si fuera un hombre, en este momento la contrataba para continuar mi tournée! 46

Mi buen padre no cabía en sí de gozo al merecer su hija María tal elogio del insigne Sarasate. Yo entonces sólo era un niño, pues no tenía mas que ocho años, mas recuerdo también aquella escena que llenó de satisfacción a toda la familia. No fue ese el único encuentro que tuve con Sarasate, mas en la segunda ocasión no le encontré tan atento. Recuerdo que mi padre estaba entonces en el extranjero y hube de reemplazarle yo, que era ya un hombre. Hacía mas de diez años de su primera visita, pero no había olvidado su estancia en nuestra ciudad. Me preguntó, apenas comenzamos a charlar, por mi hermana María. -¿Qué tal mi acompañante? -Ya se ha casado -le contesté- y no vive aquí. -Lo siento, pues me hubiera gustado volver a verla. Nuestra conversación quedó interrumpida porque el director de la Real Academia de Santa Cecilia le presentó a un carpintero que había logrado, a fuerza de paciencia, construir un violín de unos quince centímetros. A todos nos gustaba mucho y pensamos que Sarasate celebraría aquella obra que nos parecía una pequeña maravilla, pero nos quedamos decepcionados. El violinista sacó del bolsillo de su chaleco un violín con un estuche, que no llegaría a diez centímetros, y le dijo: -Vea usted un violín bien hecho, y ese que usted me ha enseñado es una pequeña porquería. El pobre carpintero se quedó corrido, mientras Sarasate continuaba: -Este, que llevo yo, lo ha construido el luthier del Museo de Génova, y si hubiera dedos tan diminutos que pudieran tocarlo, sonaría perfectamente, pues está construido con arreglo a las reglas que se siguen para hacer un violín en tamaño natural. Ese era Sarasate. Sabía decir un elogio y una grosería. ¡Era un hombre todo sinceridad!

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VI FORMACIÓN ESPIRITUAL DE MANOLO Por aquel entonces, residía en Cádiz un virtuoso sacerdote que se llamaba Don Francisco Fedriani y que disfrutaba de una posición desahogada; como no tenía ningún cargo de gran responsabilidad y contaba con tiempo libre para dedicarse a su ministerio, pensó que sería conveniente fundar un centro de recreo para la juventud. Y agrupó una veintena de muchachos con el objeto de atender a su distracción y formación espiritual. Manolo, como era natural, fue uno de los primeros en inscribirse en el centro. Creo recordar la mayor parte de los nombres de esos jóvenes, que fueron los siguientes: Manuel, Ignacio y Antonio Garreta; Luis Vallejo, José Gallardo, Melquiades Almagro, Justo Juliá, José Luis García Lahera, Rufino Amusátegui, Antonio Arango, Luis Mendoza, Manuel Ríos, José Estrada y otros varios. Todos ellos alcanzaron puestos destacados en su vida, llegando a ser abogados, ingenieros, médicos, agentes comerciales, fabricantes, y hasta uno incluso fue ministro de justicia, y mas tarde, asesinado por los rojos. Se trataba de Don José Estrada, que desempeñó una cartera ministerial durante los tiempos que presidió el Gobierno el general Berenguer. Como se verá, la dirección del Padre Fedriani dio una espléndida cosecha entre los jóvenes de fines del siglo pasado; pero entonces, aquel grupo estaba formado por una colección de chiquillos bulliciosos, a los cuales el Padre Fedriani se proponía formar sólidamente y encauzar por los senderos de la vida. *

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Hay en Cádiz un templo, donde está prohibida la entrada a la mujer. por disposición de su fundador, un sacerdote mejicano de gran fortuna que vino a residir en esta población; el Padre Santa María, que así se llamaba, era Marqués de Valde Íñigo y hombre de acrecentada piedad y muy generoso. Ese fue el motivo de que concibiera la idea de construir un templo, en cuyas obras invirtió sus cuantiosos bienes. Es interesante conocer qué razón movió al Padre a decidirse por ese proyecto. Cuentan las crónicas de la ciudad que, mientras se llevaban a cabo algunas obras de reparación en la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, la coz de un mulo cargado de material, al hundir el pavimento, descubrió una bóveda subterránea. Reconocida ésta detenidamente, se observó que allí pudiera tener cabida un nuevo templo, donde el silencio y recogimiento fueran mayores. Y la nueva construcción comenzó enseguida, terminándose felizmente en poco tiempo, abriéndose así al culto una nueva iglesia original devota que, por esa razón, quiso su fundador reservar exclusivamente para caballeros. Su nombre, el más indicado, fue el de la Santa Cueva. El templo es fácil de describir. Se trata de una bóveda subterránea, como ya se ha dicho, sencilla, estucada; al fondo puede verse su único altar que representa una escena del Calvario, obra de un famoso escultor italiano. Agrupados bajo la cruz, las santas mujeres y el discípulo amado, contemplan doloridos y en silencio a Jesús, en un ambiente extremo de recogimiento y penitencia. Oasis en medio del silencio del tráfico y ruido de la ciudad. Quizá nos hayamos detenido en detalles y circunstancias de la construcción de este templo, pero nos interesaba dar a conocer el ambiente en que se desenvolviera la vida de Manolo en sus primeros años, y que por tanto influyó en su sólida formación cristiana y genio musical; no olvidemos, que su religiosidad se demostró grandemente, a lo largo de su existencia, en todas sus obras. Andando el tiempo, los críticos han de reconocer, si no lo han hecho ya, el extraño contraste que hay entre el sensualismo de sus composiciones de sus primeros años y el ascetismo de su Atlántida, donde Manolo sólo busca a Dios. Pues allí, a ese templo que era como una cartuja en el corazón de Cádiz, llevó el Padre Fedriani a Manolo y a sus compañeros para su formación religiosa y vida de piedad: aquel grupo de muchachos, se reunía todos los domingos y oía misa, recibiendo la sagrada comunión, y esa piedad, jamás la perdió, a pesar de su vida azarosa de músico y de aquellos tiempos que atravesara.

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Comprendiendo el Padre Fedriani que no cabía encerrar a los jóvenes en los estrechos límites de la oración y el estudio, instaló en la planta baja de su casa, que era el número 12 de la Plaza de Mina, un recreo o círculo donde ellos pudieran entregarse a sus distracciones, juegos, charlas, o comentarios del ambiente que les rodeaba de sobrados atractivos. Así, los apartó de los peligros propios de su edad, formando su conciencia e inculcando en los chicos sentimientos de orden, piedad, moralidad y buenas costumbres. Manolo, que por entonces contaba unos diez y seis años y aún seguía sus estudios de piano, comprendió que su vocación musical no se limitaba a ser virtuoso de este instrumento y aprovechando la ocasión que se le brindaba, formó dentro de la agrupación una modesta orquesta, escogiendo entre sus compañeros un pianista, un violinista, un violoncelista y otros elementos más para completarla. Así, formado el conjunto musical, aún reducido a su más mínima expresión, cumplía en parte su cometido. Ello fue motivo de júbilo para Manolo, colmando su ilusión de director de orquesta. Mas pronto se vio que no era posible sacar algún partido de aquella agrupación orquestal, a pesar de los esfuerzos del joven director. Un día, su carácter se rebeló al observar la torpeza de sus huestes y, arrojando la batuta al suelo, con gesto airado y preso de la mayor excitación, hubo de exclamar: -Ya no os dirigiré más. ¡Habéis colmado mi paciencia! Y Manolo, cumplió lo prometido; aunque todos le rogaron en diversas ocasiones que accediera a seguir dirigiendo su pequeña orquesta, jamás volvió a empuñar la batuta ante aquella deficiente agrupación musical. Manolo fue siempre muy tenaz en sus decisiones, y a través de las páginas de estas memorias hemos de ver cómo aquellas cualidades que mostrara desde su infancia, se iban perfilando sin cesar hasta llegar a rodearlo de un prestigio o aureola mundial en el difícil arte de la música. Aunque aquellos ensayos que realizara Manolo como director de orquesta de nada le sirvieran, consiguió, al menos en aquellos días, una más sólida formación religiosa, gracias a la labor meritoria del Padre Fedriani, sacerdote ejemplar. Esta religiosidad bien cimentada, fue su defensa ante un mundo lleno de peligros, por donde anduvo sin desmayos ni vacilaciones y, sobre todo, sin contaminarse en ningún momento, pues su conciencia recta siempre le dictaba el camino a seguir.

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Padre Fedriani, director espiritual de Falla.

VII REVESES DE FORTUNA, PROVIDENCIALES Como la fortuna de Don José María de Falla sufriera grandes reveses y comprendiendo Manolo, que, desde niño mostrara un carácter varonil y resuelto, lo difícil que le sería cursar una carrera, ya de por si larga y costosa, consciente de sus dotes de pianista, y animado por su vocación, decidió al fin, estudiar el instrumento a fondo. Con ese objeto, fue a Madrid, a ponerse bajo la dirección de Don José Tragó, catedrático del Real Conservatorio de música de la capital de España. Y acertó en su decisión. Pronto se vio que su aptitud para el piano era extraordinaria; bajo la dirección de aquel sabio catedrático y ejecutante, hizo Manolo avance tan prodigioso que desde aquel momento pudo conjeturarse que llegaría a ser un gran pianista. Bajo esos felices auspicios cursó Manolo su carrera; sus condiciones excepcionales de entusiasmo, laboriosidad e inteligencia, le mostraron siempre como alumno prodigio y por eso no extrañó que, al terminar sus estudios, en el año 1899, obtuviese el Primer Premio del Conservatorio. Mientras Manolo finalizaba una primera etapa en su carrera y pensaba sólo en continuar hacia adelante para dar cima a sus sueños, los asuntos familiares en Cádiz andaban de mal en peor. Su padre, pese a su buena voluntad, no podía detener la ruína que se acercaba a pasos agigantados. En su casa se vivía con un lujo que ya no podían sostener y los negocios no marchaban. Eran momentos difíciles para un jefe de familia, y llegó el día en que se pensó que no se podía continuar así. ¿Qué hacer? Jesusa Matheu, se acordó de su hermana Emilia, casada en Madrid con un señor Ledesma cuyo nombre no recuerdo. Le contó el estado difícil en que se encontraba, y aquel matrimonio, que estaba en posición 53

desahogada y quería mucho a la familia de su hermana, no dudó en ofrecerle la ayuda en aquellos tiempos angustiosos. Un día, recibió de Cádiz un telegrama, en el que decía Jesusa textualmente, estas palabras: -«Consumatum est. Llegamos, mañana express». Ese fue el final de la estancia de la familia Falla en nuestra ciudad, y siguiendo los pasos de su hijo Manolo, que ya estaba en Madrid y empezaba a abrirse camino, lleno de tesón y entusiasmo, llevado de su vocación artística, se trasladaron a aquella capital. Los Ledesma vivían en la calle de Cubas, y allí solían ir a comer diariamente doña Jesusa y su hija María del Carmen; y en un nuevo ambiente, volvió a reunirse la familia, en aquel Madrid que empezaba a saber de los triunfos del hijo querido. * Solía Manolo pasar los veranos en Cádiz e iba a hospedarse a la casa del Padre Fedriani, mas aún en aquella época de vacaciones, no olvidaba su única pasión: la música. Allí, en aquella población, tenía Manolo, como es natural, muchos y buenos amigos, Y como dijimos, uno de ellos era mi padre, ya que siempre los Viniegra y los Falla mantuvieron una estrecha relación de afecto y amistad. Mi padre, además de ser un devoto de la buena música, sabía tocar el violoncello, y en uno de aquellos veranos, precisamente en el del 98, quedó con Manolo en dedicar todos los domingos un par de horas a la afición favorita de ambos. En la vida de las grandes figuras, artistas, políticos u hombres de ciencia, todo aquello que viene a tener una influencia decisiva en sus actividades o marca un hito en su camino sucede con esa sencillez de lo cotidiano y en un ambiente familiar, sin ecos ni resonancias. Una tarde de aquellos domingos en que Manolo y mi padre se dedicaban a la música, llegó aquél muy satisfecho con un rollo de papel en la mano que entregó diciendo: -Aquí le traigo, Don Salvador, un ensayo que he hecho y le dedico como primera composición mía. En aquel momento nacía el compositor. Se trataba de una melodía para violoncello y piano, muy sencilla pero inspirada, y en la que se perfilaban aquellas dotes

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extraordinarias que Manolo poseía para el difícil arte de la composición. Y las circunstancias de la vida o el azar reservaban a mi padre la interpretación de la primera partitura de quién, andando el tiempo, no sólo sería el mejor músico español, sino uno de los que más se habrían de cotizar en el mundo. -Manolo -dijo mi padre una vez ejecutada la partitura-, tú vas a ser un gran compositor. Y acertó en sus vaticinios,pero si hubiera visto los triunfos de Manolo más tarde, su sorpresa no tendría límites... Él, ¡que le había acompañado tantas veces al piano!... * Por cierto, que ya la prensa, allá por el año 1898, con motivo de una de aquellas veladas que se celebraban en mi casa, hablaba de su talento musical. El Diario de Cádiz, en su sección de actualidades, y con fecha 28 de Marzo, decía así: «Los primeros alientos de un genio musical que está en la aurora de sus no lejanos triunfos; oímos por vez primera la muestra más palpable de una inspiración que nace aleccionada por el clasicismo más severo y serio, en el que su intérprete y su autor han bebido, guiados por un concertista tan afamado como el Maestro Tragó. Con una modestia igual solamente a la verdadera importancia de la obra en cuarteto que daba a conocer, un joven pianista y de hoy más, compositor que apenas frisa veinte años, gaditano, de familia distinguida y que se ha dedicado por completo a la enseñanza del clave en esta ciudad, puso en los atriles del piano, violín, viola y violoncello, un andante verdaderamente magistral. Se reveló un genio en toda la extensión de la palabra, como lo hiciera en su infancia el mismo Mozart cuando interpretaba sus creaciones en los salones de las Cortes Imperiales. Cuanto íbamos escuchando era inesperado: ¡Qué frescura la preparación del tema, qué gusto en su forma, cuánta gallardía en su desarrollo; cuánta originalidad en las modulaciones y cuánta pureza de estilo y ejecución!

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Los intérpretes y el inteligente auditorio, estaban sugestionados. Nada más podía pedirse al que daba como el que más. Y estas notas podemos escribirlas, gracias a la habilidad y corrección en la ejecución que el artista supo realizar en la particella de piano, en su propia obra. Sentimos de todas veras, que no nos sea permitido aclarar el enigma en el que encerramos esta reseña, siquiera sea el nombre del nuevo compositor. Pero no tardará mucho en darse a conocer en Cádiz, tan deseoso de contar entre sus hijos nuevos artistas que acrecienten su fama.» No recuerdo por qué el periodista omitió el nombre de Manolo en su reseña. Tal vez se lo pidiera él mismo, dando ya muestras de su gran modestia; pero lo que era seguro es que no tardaría mucho en ser del dominio público. * Mucho se ha hablado del Falla de los cármenes de Granada, y quizá se haya unido excesivamente su nombre a esa hermosa ciudad que consideraba casi como su propia tierra, pues allí encontraba siempre ambiente propicio su gran corazón de artista, pero en Cádiz, donde naciera, tuvo también otros vínculos de amistad y afecto. Cádiz, en cualquier oportunidad u ocasión, reclamaba al que empezaba a ser una gran figura gaditana, colmándole de agasajos y admiración. A raíz de volver Manolo a nuestra ciudad, triunfante de unas oposiciones, una dama aristocrática alemana, Doña Luisa Loevental, viuda de Uthoff, muy aficionada a la música, invitó a Manolo a dar un recital. Excusado es decir que a estas reuniones, acudía todo lo más selecto y conocido de Cádiz y muchos amateurs. El concierto resultó un verdadero triunfo y el escogido público aplaudió con entusiasmo al músico que interpretó maravillosamente varias partituras y entre ellas, las que le valieron para conseguir el primer Premio del Real Conservatorio de Madrid, destacando la Fantasía y Presto de Mendelsshon, la Castagneta, de Kotén y la Rapsodia número 12, de Liszt. Tocó magistralmente, asombrando su ejecución y naturalidad, que daban la sensación de no realizar esfuerzo alguno. Aquel éxito tan merecido, tuvo un resonante eco en la población, y deseando oírle de nuevo, Don Manuel Quirell, uno de los aficionados más entusiastas de la locali-

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dad, dueño de un establecimiento de música, puso a disposición de Manolo su salón para un recital. Allí acudió lo mejor de la ciudad, así como los amantes de la música, que no escasean en Cádiz. Colaboraron en aquella ocasión con Manolo, Don Salvador Téllez de Meneses, violinista gaditano, profesor del Real Conservatorio de Madrid y mi padre que, como hemos dicho anteriormente, tocaba el violoncello. Manolo, como es natural, despertó el entusiasmo del auditorio que le ovacionó fervorosamente. Tan grande fue el triunfo, que Quirell, una vez terminado el concierto, anunció en voz alta que para recordar el feliz acontecimiento, pensaba poner una lápida de mármol en aquel lugar con esta inscripción: «El 18 de Agosto de 1899, celebró en este salón, su primer concierto, el ilustre músico y pianista gaditano, Manuel de Falla». Pero, como Manolo no se conformara con ser oído sólo por la gente pudiente de Cádiz, dado su profundo sentido social y religioso, organizó una serie de conciertos que comenzaron el 10 de Septiembre de 1899 en el Teatro Cómico, con objeto de que llegase su música a otras clases más humildes, granjeándose con ello el afecto y la consideración de toda la ciudad que le prodigó entusiastas ovaciones. Manolo, que era hombre de sentimientos muy delicados, quedó desde entonces muy agradecido a sus paisanos y a la prueba de consideración que le diera Quirell, que fue la base de una profunda y entrañable amistad inalterable entre ellos, a través de los años. Así que, cuando volvió de nuevo a Cádiz, lo primero que hizo fue visitar a Quirell, que le invitó a tomar unas copas en su casa con las familias más conocidas de la localidad. Manolo aceptó muy complacido y la tarde transcurrió agradablemente sin que faltasen aquellas copas, pretexto de la invitación, pero tampoco otras cosas más sustanciosas. Fue un espléndido lunch, en toda la extensión de la palabra. Por eso, cuando Manolo se despidió de Quirell, hubo de decirle: -Amigo Quirell, ésta ha sido una tarde encantadora, entre buenos amigos y rociada espléndidamente con este rico vino de Jerez que nos ha dado... y... la añadidura... Tenía don Manuel Quirell un hermano que vivía en Badajoz y, como todos los Quirell, muy aficionado a la música; tanto, que dedicaba sus ratos de ocio a la composición. Un día, don Manuel recibió de su hermano tres partituras escritas por él,

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tituladas Hojas de un álbum, Marcha Fúnebre, y Canzoneta; no ignoraba que se hallaba en muy buenas relaciones con Falla y que se las daría a conocer. Y Manolo, en consideración a Don Manuel, se vio comprometido a estudiar aquellas composiciones e, incluso, en beneficio del propio interesado, a introducir en ellas modificaciones o correcciones. Su opinión la reflejó en una carta dirigida a don Manuel Quirell, y por ser muy interesante la copiaremos, pudiendo apreciarse en su redacción cuánta delicadeza ponía Manolo en sus observaciones y sobre todo, con qué interés estudió su obrita. Pudiera servir el texto de su carta de modelo de lección de armonía. Decía así. «Mi querido amigo; He tenido el gusto de recibir su muy grata carta con las tres composiciones de su hermano, Don Juan José, y, tengo una verdadera satisfacción en que se me presente una ocasión de poderle ser útil, aunque desearía que mi opinión fuese menos modesta de lo que realmente es, para que de ella pudiera usted sacar más práctico resultado. Pero, al menos, sinceridad y buen deseo, no me han de faltar, en cuanto le diga. He examinado detenidamente las tres composiciones, y, en general, me han producido buen efecto, encontrando en ellas detalles de armonización verdaderamente interesantes, y se le nota laudables deseos de producir nuevos efectos, cosa muy poco frecuente por desgracia entre nosotros. A veces, la conducción de las voces armónicas, y hasta la misma ortografía musical, no corresponde a la intervención del compositor, pero, esto tiene fácil remedio con un poco de cuidado y otro de desconfianza en el piano (es a veces el causante de estas cosas en los principios de la composición). Puede evitarse la caída de estas faltas en ciertas ocasiones que son accidentales. También pueden ser esenciales (especialmente, en cuanto a la conducción de las voces armónicas) y, por eso, digo antes, que hay que desconfiar del piano, pues, produciéndose en él los sonidos aisladamente, no permite seguir la marcha particular de cada uno de los cantos interiores, resultando por ello un descuido que puede tener fatales consecuencias al aplicarse la música escrita para él, a otros instrumen-

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tos, que permitan la prolongación de los sonidos. De ahí, la conveniencia de corales y de cuartetos de cuerda. También he notado algún descuido en el sentido rítmico (principalmente en Hojas de un álbum) en cuanto a la melodía; aún cuando es de buen gusto, no está en relación, por su interés, a la que se encuentra en la «Harmonía». Creo, encontrar la causa de esto, la mayor parte de !as veces, en el abuso de los intervalos conjuntos, y hasta unísonos. Vamos ahora por partes. Hojas de un álbum. Para mi gusto esa es la más completa de sus composiciones; la falta de sentido rítmico, de que antes hablé a usted, se encuentra en los primeros compases de tema, donde indica poco piú y mosso pues, la tercera parte de cada compás debe marcarse, cosa que no se hace más que en el segundo de los primeros. Para conseguir esto, basta con reproducir, en dicha tercera parte, el mismo acorde que se ha formado al principio de cada compás, y, que parece prolongarse por toda su duración. En el compás cuarto, por evitar monotonía, podría hacerse esto.

En el siguiente a éste, hay una equivocación, sin duda alguna. El Do alto de la clave en Fa, debe ser Mi. Pero además de estos compases, encuentro una falta ortográfica y de conducción de voces, pues el Mi y el Re grave de la clave de Fa, debe resolverse en La y en el Sol, respectivamente, cuyas notas se producen por la voz armónica superior a las citadas.

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La misma falta se encuentra en los primeros compases, primero, segundo y tercero de la página segunda. En dicho compás tercero, y también en la clave de Fa, hay un Do sin resolución, cuando forzosamente, tiene que hacerla el Si bemol, o el Sol. En este último caso, dicho Sol resolvería luego en el Fa, que parece aislado, al producirse el cuarto compás». Y así Falla sigue haciendo la disección de estas composiciones, valga la frase, de manera tan correcta y delicada y con tal maestría de catedrático, que da una lección de armonía que produce asombro y verdadera satisfacción. No hemos creído oportuno insertar íntegra la carta de Manolo, a pesar de ser un documento precioso, por ser algo extensa. Sin embargo, no nos resistimos a la tentación de transcribir sus últimos párrafos. Y, para terminar -dice Falla- repetiré a usted lo que creo haber dicho al principio de esta carta. Encuentro en sus obras, muchas condiciones de compositor, y en la harmonía especialmente, detalles muy interesantes. Veo, que su hermano de usted ha tomado como modelo a Grieg, y esto demuestra buen gusto. A medida que siga escribiendo, irá corrigiéndose fácilmente de esas faltas, que he anotado, ayudándose con el estudiar y analizar obras clásicas y modernas. Ahora se hace tanto bueno, y se aquilata tanto la belleza por los buenos autores, que con el serio repaso de sus obras, se aprende más que con muchos tratados de harmonía y composición. Claro está, que la buena base se halla en esto, nada más que la base. Que cuide mucho la melodía, evitando la repetición próxima del giro melódico, y el abuso de intervalos conjuntos, sin que esto quiera decir, que, en ciertos casos, sean los mejores textos para la construcción de una frase; pero, ahora, se da a la melodía mucha más soltura que antes. Esto es cuanto puedo decir a usted por escrito, claro es que hablando, puede uno extenderse en más detalles, mientras que de este modo, sólo es posible fijarse en lo más importante.

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Mucho me alegraré de que puedan ser de alguna utilidad mis observaciones, que, como dije al principio, aunque modestas, son completamente sinceras. Y, sin otro particular, le envía un fuerte abrazo su invariable amigo, Manuel de Falla.»

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VIII PRIMEROS ÉXITOS EN MADRID Una casa constructora de pianos de Barcelona muy acreditada, la de Ortiz y Cussó, organizó un Concurso en Madrid, ofreciendo como único Premio un magnífico piano de cola y, apenas lo supo, Manolo acudió a inscribirse con objeto de participar en el mismo. Se presentaron treinta pianistas. Habiéndose efectuado el sorteo para establecer el orden en que habían de actuar los concursantes, correspondió a Manolo, el último. El programa consistía en obras de Bach, Scarlatti, Chopin, Beethoven y Shumann, terminando la actuación con una partitura de libre elección que podía ser seleccionada entre dos piezas: Campanella, de Liszt o Estudio de Vals, de Saint-Saëns. Comenzó el concurso en la fecha anunciada y se fue desarrollando con el ritmo y oportunidades de tales actos, sin que ninguno de los participantes sobresaliera sobre los demás; pero, cuando ya solo faltaban cinco o seis concursantes para que llegara el turno a Manolo, se presentó un gran pianista catalán, Franck Marshall, correcto e impecable, vestido de frac, causando una grata impresión entre el auditorio. Y en medio de esta expectación, sentose el pianista catalán ante el instrumento y, tras bajar el atril para interpretar las partituras de memoria, empezó con ejecución irreprochable, suscitando la admiración de los asistentes. Tocó por último una de las piezas de libre elección, La Campanella, y al terminar, escuchó una prolongada ovación. Quedaba Manolo perplejo y sorprendido con el éxito de aquel concursante y se dio cuenta de que era necesario ganar a un público que acababa de mostrar su entusiasmo sin reservas, con la actuación de aquel pianista. Quizá, otro joven de menos tenacidad y confianza en si mismo -no era jactancia- hubiera dado por perdido el concurso; mas Manolo no era de esa condición y, como hubiera escogido el Vals de

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Saint-Saën para finalizar su actuación, y viera el rotundo triunfo de su rival con La Campanella, se decidió a prepararla para dar la batalla en su propio terreno. Sin embargo, apenas había tiempo para ello, y además del exceso del trabajo, tenía sus uñas rotas y empalmadas con colodión. La presencia de aquel serio competidor le había desanimado; pero, sin darse por vencido, no vacilaba en superarse para conseguir aquel triunfo que ahora pudiera írsele de las manos, así que preparó Campanella a conciencia. La víspera de la presentación, como Don José Tragó animase a su discípulo, éste le preguntó si convendría ir vestido de etiqueta, como Marshall, El creía que si. Tragó le miró fijamente, y le respondió: -Hay que presentarse, hombre, con dedos... sólo con dedos... Y, como todo llega en el mundo, también vino el día en que Manolo se sentara ante el piano en la sala de conciertos donde se celebraba el concurso, vestido irreprochablemente de smoking, con aquella calma que le distinguía y que jamás perdiera. Así, sin inmutarse, comenzó la interpretación de las partituras, base de la competición. Consciente Manolo de la importancia de su papel, ya que el éxito en Madrid significaría mucho para su carrera, puso en la ejecución de las piezas todas sus facultades, que eran muchas, y su genio extraordinario, tocando magistralmente y conmoviendo al auditorio. Se vio a Bretón, que presidía el tribunal, mesarse la barba y con gesto nervioso mirar al techo y a los lados; a Pilar Fernández de la Mora, aquella gran pianista, que formaba parte del jurado, enjugarse las lágrimas profundamente emocionada y a Tragó, que era un hombretón, remover su corpulenta humanidad en el sillón en que estaba sentado, mientras en su rostro se advertía un creciente entusiasmo. Pero Manolo continuaba imperturbable su programa, con una maestría que no había mostrado ningún concursante. Y el éxito de Manolo fue, una vez más, clamoroso; al fin conseguía ganar la batalla a su único rival. Saludó con su habitual sonrisa y se retiró tranquilo, mas llevando en los bolsillos del smoking los votos del tribunal en pleno y el fallo favorable del público que llenaba el salón, y le había ovacionado repetidas veces con entusiasmo. Ni que decir tiene que fue necesario otro bolsillo para guardar en él, el diploma del premio concedido por unanimidad.

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En un recorte de periódico de aquella fecha, donde aparece el retrato del músico, se podía leer lo siguiente: «Un pianista español. Extraordinario efecto han producido entre los aficionados al arte musical, los brillantísimos ejercicios realizados por el joven pianista Don Manuel de Falla, para lograr un premio consistente en un piano de cinco mil pesetas de precio; y el concierto que dio en el Ateneo el lunes último, en el que demostró una inspiración extraordinaria y absoluto dominio del mecanismo, al ejecutar obras suyas y de Schumann, Chopin y Liszt». Esta noticia de prensa, aunque no cabe asegurarlo, parece referirse a los éxitos alcanzados en el concurso de referencia.

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IX LA VERDADERA VOCACIÓN DE MANOLO A pesar del extraordinario éxito que obtuvo Manolo como pianista, su verdadera vocación era la de compositor, y por ello, sin olvidar el piano, se entregó de lleno al estudio de la composición. En el año 1905 se anunció un concurso lírico en la capital de España, estableciéndose un premio de tres mil pesetas en metálico para la mejor obra que se presentara al juicio del jurado; esta ópera seria estrenada en el Teatro Real que, por entonces, era nuestro primer coliseo. Y allá va Manolo del brazo de Fernández Shaw, ocultos bajo un mismo lema, a por el premio. Y se lo llevaron, por supuesto; aquel jurado consideró por unanimidad, que la obra que aparecía bajo el lema Vida breve era la mejor de las presentadas. Pero -se preguntaba el público en Madrid, en los mentideros, cafés y calles- ¿quiénes son los autores de la obra? -¡Ah! -se oía en todas partes- el libreto es de Fernández Shaw, mas, ¿y la partitura? -Parece que es de un joven gaditano -alguien dijo- que empieza ahora. Casi nadie le conocía. La gente no se acordaba ya de aquel famoso concurso en que Manolo consiguiera la afirmación de su personalidad como pianista, difícilmente lograda. Sólo se sabía de él, que había sido discípulo de Tragó, y que se dedicaba, entonces, a dar clases de piano y armonía. Eso era todo lo que se dijo en Madrid del músico gaditano.

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Pero, una vez conseguido el triunfo, lo que deseaba Manolo era estrenar, con ese empeño de todo artista novel. Era necesario cumplir las bases que para eso habían sido estipuladas. Sin embargo, como suele suceder cuando se pasa la oportunidad, aunque suplicaba, rogaba y exigía, todo era en vano. Siempre surgía una dificultad o inconveniente, dejándose para más adelante lo que nunca debiera de haber sufrido aplazamiento, porque la seriedad del concurso exigía cumplir lo ofrecido con arreglo a las bases. Hasta que un día, aburrido Manolo, con la firme y resuelta voluntad que poseía, se dijo: -Hasta aquí ¡y no más! Y con su partitura bajo el brazo se fue a París. -Allí se estrenará La vida breve -dijo al abandonar la capital de España, con el gesto y seguridad del que hace una profecía-. Manolo había esperado en Madrid desde 1905 hasta 1907, y por eso no cabía tacharle de impaciente. Sigámosle ahora en su emigración a la capital de las artes del mundo y sepamos algo de su vida allá por las cartas que envió desde París a los suyos y a mi padre, apenas se instaló convenientemente. Tengo a la vista una de esas cartas cuyo texto es el siguiente: «Aquí nos han recibido como no podía soñar. Lástima del tiempo que he perdido en Madrid. Hice oír mi ópera a Paul Dukas, (el gran compositor) del que entre otras obras recordamos el Aprendiz de Brujo, tan conocida del público español. Jamás había pensado el efecto que había de hacerle. Lo propio me ocurrió luego con Albéniz, que goza aquí de gran reputación; con Maurice Ravel (el de La Valse y el Bolero); con Florent Smith; con Ricardo Viñes, nuestro compatriota; con Nin, con Calwacressi, y con el autor de Werther, de Massenet, que quiere estrenar dicha obra aquí en la temporada próxima.» Como se ve, Manolo había tenido una excelente acogida en París entre el elemento artístico y sus figuras más representativas; pero no le fue fácil llegar hasta Debussy. Varias veces fue a buscarle a su casa, mas sin encontrarle.

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Cansado de ir y venir sin lograr nada, preguntó al portero a qué hora acostumbraba el maestro comer, y decidió aguardarlo en la puerta de su propio domicilio. No quería que pudiera disgustarse al saber que mantenía contacto con los músicos más destacados sin conocerle aún a él. Así que, un rato antes que Debussy volviera a su casa, ya esperaba Manolo impaciente, paseando ante la puerta del edificio y, como viese que el maestro se disponía a entrar -pues el portero le dijo que era él-, se plantó delante y, quitándose el sombrero ceremoniosamente, le ofreció el rollo de papel que llevaba en la mano, diciéndole: -Señor, haga el favor de pasar su vista por estas hojas, sólo un momento ¡no más! Ya las han visto Dukas, Ravel y otras figuras de categoría y les han parecido bien, pero yo tengo empeño en que usted también las vea. Debussy, cogió el rollo que Manolo le ofrecía, hojeándolo muy de prisa y diciendo: -Suba conmigo, y ya en casa los veré con más calma. Debussy vivía en un precioso palacete, en la Avenue du Bois, con su esposa, que era una criatura muy linda y bajita y quizá por eso tenía la manía de que los muebles de su salón fuesen pequeños como ella. Allí había un magnífico piano, y cuando Manolo, todo intimidado, entró en la estancia, Debussy, señalándole aquel instrumento, sólo le dijo estas palabras: -Muéstreme lo que sabe hacer. Manolo se puso al piano. Toda traza de su timidez había desaparecido y tocó magistralmente, como sabía hacerlo. Debussy, que había creído, tal vez, que aquel joven era uno de los que acudía a buscar su protección y ayuda, y confiaba poco en su talento artístico, le escuchaba asombrado. Emma le oía también embelesada. Aquella mujer tenía tal afición por la música, que fue la que despertara la gran pasión que sintió por el famoso Debussy. Comprendía también que se encontraba en presencia de un ungido por el genio. Le bastaba ver a su marido para confirmarse en su idea. Más tarde confesaría: -Nunca vi a mi marido tan entusiasmado con alguien como con Falla.

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Cuando Manolo, después de tocar, terminó con unos brillantes compases su actuación, Debussy, le dirigió la palabra. -¿Es usted, querido maestro, el que me pide que le diga qué es lo que debe hacer? Creo que mi amigo se quedaría atónito al oír aquello de «querido maestro» de labios del célebre Debussy pero, en su gran modestia, preguntó: -¿Qué puedo hacer? Y Debussy, mirándole cariñoso, sólo le dijo: -Buscad y hallaréis. Y, desde entonces, Debussy fue uno de los mejores amigos que tuvo Manolo en París. Mas no se limitaba la labor de Manolo a estos intentos de estrenar su ópera: era necesario vivir mientras tanto, y como los empresarios de París le conocían bastante, le propusieron una tournée por Francia, Bélgica y Suiza que él aceptó. La tournée constituyó otro triunfo más del pianista, y así su fama se acrecentaba de día en día. Sin embargo, a pesar de sus éxitos, recordaba Manolo aquellos tiempos en que dirigiera las huestes del Padre Fedriani, que tantos quebraderos de cabeza le dieron. ¡El deseaba tanto dirigir una orquesta! Y la ocasión llegaba ahora providencialmente pues le ofrecían dirigir la orquesta de Luxemburgo y, claro, aceptó. Ya la torpeza de aquellos muchachos quedaba esfumada en el recuerdo... Ya eran otra clase de músicos los que obedecerían a su batuta. Y Manolo debutó como director de orquesta. Antes de partir para Luxemburgo escribió a mí padre, con fecha 13 de Diciembre de 1907, la siguiente carta: «El lunes 25, debuto en Luxemburgo como director de orquesta. Veremos como resulto en esta nueva fase de mi labor, pues aunque en ensayos ya he dirigido, en público será la primera vez». También le daba cuenta en dicha carta de sus actuaciones como profesor, sabiendo con todo el interés que mi buenísimo padre seguía todo lo relacionado con él.

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«Las lecciones de piano y armonía, que es lo que daba en Madrid, también empiezo aquí a tenerlas y mejor pagadas. ¡Diez francos por lección!» Manolo trabajaba y luchaba, pero sin olvidar el fin que le llevó a París y escribía: «La Ópera (se refería a La vida breve) se está ya traduciendo al francés por Paúl Milliet, que es el autor del libreto de Werther, de Massenet, y quieren estrenarla aquí, en París, y aunque para eso habrá que esperar algo, probablemente a la temporada próxima, no tengo que decirle a Vd. lo que representa para mi, sólo la esperanza de que pueda estrenar mi obra, en este país, que en la actualidad es musicalmente, el primero de Europa. Me han ofrecido la Sociedad Nacional, por si pienso hacer oír algunos trozos de orquesta, pero tanto Dukas, como Albéniz, me recomiendan que no haga audiciones parciales, esperando el estreno total de la obra. Cada vez, me alegro más de haberme decidido al fin a dejar Madrid, pues allí no habla ningún porvenir para mi». Y al principio de esa misma carta hablaba a mi padre de otras actividades, empezando por disculparse. «Perdone Vd. por no haber contestado hasta hoy a su muy grata carta del mes de septiembre, que a su tiempo me enviaron a casa, pero estoy tan sumamente ocupado, desde que he venido a Francia, que aún no ha llegado el día en que pueda realizar el plan de trabajo que me haya propuesto hacer». «En el mes de agosto hice una tournée por Francia, Bélgica y Suiza, con la que quedé muy contento, y además, me sirvió mucho para la salud, que no andaba muy firme. Gracias a Dios, sigo encontrándome muy bien, pues el clima de París, a pesar de ser fuerte, por el frío, me sienta hasta ahora perfectamente». «La postal que le escribí en ocasión de su santo, era efectivamente de Gerardmer, un lugar encantador de los Vosgos, en la misma frontera entre Francia y Alemania». Mas volviendo a aquella su primera actuación como director de orquesta, pronto se supo que había triunfado; y su triunfo era rotundo, legítimo.

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Insistiendo sobre sus éxitos, reproducimos parte de un artículo firmado por José Betancourt, y por su texto, podremos conocer mejor que por nuestro propio relato, los legítimos triunfos de Manolo en París. Este original fue publicado en La Correspondencia de España, diario que fue en aquella época de gran circulación y uno de los más antiguos de nuestro país. Pero antes, debemos presentar a Betancourt, ya que la juventud de hoy no sabe de quién se trata. Era Betancourt un amigo íntimo de don Benito Pérez Galdós y un gran novelista y periodista del siglo pasado a quien el maestro apreciaba mucho, y por ello le aplicaba el cariñoso seudónimo de Ángel Guerra, como el famoso personaje de su novela. Y Betancourt, deseando dar una prueba de afecto y respeto a su ilustre amigo, lo adoptó para la prensa, logrando popularizarse en sus columnas. Dada una ligera noticia del periodista, transcribamos su original, por ser una prueba de cómo el talento y tesón de nuestro paisano se abría camino, paso a paso, en aquel ambiente, si bien muy cerrado y casi inaccesible para los de fuera, muy abierto, no obstante, para el verdadero mérito y, aún más, para el genio. Trasladamos algunos párrafos del artículo de Ángel Guerra (Betancourt) fechado en 1906. Decían así: «Las Piezas españolas de Falla, en ese Concierto, merecieron un honor poco acostumbrado. Entre aplausos, el público hizo repetir la «Andaluza» bajo el arte singular de Viñes, que cobraba un encanto, y una sugestión extraordinarias. Consigno este hecho de la repetición, porque tiene especialísima importancia. Generalmente, en los conciertos de la Societé Nationale, no se piden repeticiones. El último concierto de la Societé Nationale, ha sido un gran triunfo español. Se ha aplaudido fervorosamente a un músico joven de gran porvenir, Manuel de Falla, y, en ese acto fue también aclamado otro pianista español, de renombre mundial: Ricardo Viñes. Una noche de imborrable recuerdo para mi; por que en ella se ha honrado con tanta largueza el nombre de España. Es un orgullo de patriotismo, en Francia, que se prefiera a sus autores, y no a los extranjeros, por muy renombrados que sean. Por esto creo que el honor dispensado a Falla, es de una alta significación, y de gran importancia. Yo tengo por este muchacho de tanto talento, tan modesto y luchador, una intensa admiración: amén de un afecto fraternal.

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Lo he visto lanzarse con gran intrepidez a la conquista de París, con ánimo sereno, ante los riesgos de la lucha, avanzando siempre, paso a paso, seguro de triunfar; convencido de que, perseverante, y fiando en su talento y arte, lograría a la postre imponerse. Falla, sin ayuda, luchando solo, perdido en este océano tormentoso del batallar por la gloria, en París, va logrando abrirse paso, a fuerza de voluntad, y sobre todo, de talento». Bien se ve por este trabajo de Betancourt, con quién intimara Manolo en París, que conocía a fondo al compositor gaditano. Falla era un hombre de gran fe y estamos seguros de que, si aquel día que refiere el Evangelio, hubiera ido en la barquilla de Pedro con los demás apóstoles, no sólo no hubiera despertado a Jesús, sino que habría impedido a los demás hacerlo. Su fe estaba muy por encima de todos los temporales de la vida, porque confiaba en su triunfo, no sólo en su talento, sino sobre todo en Dios, a Quién se encomendaba con aquella piedad que, allá en su juventud, le inculcara el Padre Fedriani. Como se ve, Manolo continuaba de triunfo en triunfo. ¡Pianista!...¡Director de orquesta!... ¿Qué le faltaba aún? Sólo mostrar su talento como compositor: ¡El estreno de su Vida breve! Copio carta de Manolo a mi padre, en la que entre otros asuntos le habla de esa obra y, aunque trata antes de otros temas, me parece oportuno reproducirla íntegra: «Querido don Salvador: Como siempre tengo que empezar por pedirle mil perdones por no haberle contestado antes a su tan amable y grata carta del 7 del pasado. Ante todo he de decirle que la tan triste noticia del fallecimiento de María (q. e. p. d.), me ha impresionado muy sinceramente. No es esto, ni mucho menos, de las veces en que se da un pésame por cumplimiento, y le aseguro a Vd., lo mismo que a Joaquina (mi madre) y a todos, que les he compadecido muy de veras, tomando parte en su desgracia, pues ya saben Vds. que soy un amigo que les quiere». Aunque se trata de algo mío familiar, no he querido omitirlo en estas memorias, porque en esos renglones trazados por la mano de Manolo, se advierte su exquisita sensibilidad que le hacía tomar parte en las desgracias de sus amigos,

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Pero una vez cumplido algo que no era debido al protocolo, sino al cariño que profesaba a nuestra familia, continua su interesante carta: «Aún más, le agradezco a Vd. lo que publicó en el Diario, dadas las tristes circunstancias en que lo hizo, a pesar de las cuales se ocupa Vd. de este buen amigo. Muchísimas gracias por ello». «He visto que, sin duda, por confusión de mi letra, ha incluido Vd. el nombre de Saint-Saëns entre los que aquí conocen mi Ópera. Yo aún no he visto a dicho señor, ni está en París, actualmente; pero, en cuanto tenga ocasión de verle, le saludaré con mucho gusto en su nombre, como desea». «Y ahora, voy a explicarle a Vd. por qué no le he escrito antes, en los días en que recibí su carta me vino encima un trabajo enorme, pues tuve que preparar en poco más de una semana, cuatro tríos; luego, me fui a Madrid para ensayarlos con Marevsky y Bordas, y a los pocos días, salimos para hacer una tournée por el norte de España (cinco conciertos, a uno por día). En todo este tiempo, no he dejado de pensar en contestarle, pero hasta hoy, no he podido realizarlo; siendo esto de las primeras cosas que hago a mi regreso a París». Y por último, Manolo, una vez más, da noticias sobre el asunto que era su principal preocupación. «Hoy recibo carta de Fernández Shaw, en la que me dice que la empresa del Real piensa estrenar ahora La vida breve y que se la ha pedido con empeño; pero ahora, que quieren ellos, no puedo complacerles (a pesar de haberlo gestionado yo por espacio de dos años) pues, por muchas razones, el estreno de la ópera en Madrid podría entorpecer la buena marcha que lleva el asunto aquí, en el extranjero». «Mande Vd. cuanto guste a su afmo. y buen amigo que sabe le quiere. Manuel de Falla. SC. 20 Chalgrin. *

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Ahora tenía la seguridad de que estrenaría ¿cuándo? El luchaba incansable y ponía, como siempre, su confianza en Dios, pidiéndole su ayuda. Y así, removiendo dificultades y auxiliado por los buenos amigos que ya tenía en París, consiguió que su obra fuera admitida para montarla en el Teatro de la Ópera Cómica de la capital, pero a base de aprovechar el vestuario y decorado de Carmen y de El Barbero de Sevilla, con las adaptaciones necesarias. Manolo, al saberlo, se negó rotundamente a ello: temía que su ópera se montara como una «españolada» más, y, eso ¡no!, repetía airado. Tampoco se avenía a que dirigiese la orquesta otro que no fuese el maestro belga Tullman, que sólo empuñaba la batuta en las grandes ocasiones. El firme y tenaz carácter del músico gaditano, se mostraba ahora de nuevo... 0 se estrenaba bajo esas condiciones, o, en otro caso, su Vida breve no vería la luz en el Teatro de la Ópera Cómica. Milliet, el traductor del libreto, figura de gran relieve en la escena francesa, que había trasladado al francés Caballería rusticana, lo que le valió hacerse millonario, llegó incluso a enfadarse con Manolo, pues su tozudez dificultaba el estreno. Y le decía indignado: -Pero, ¿es posible, que un extranjero, sin nombre aún, ponga todas esas dificultades, cuando debiera darse con un canto en el pecho por estrenar en un teatro, subvencionado por el Gobierno francés, y que goza de tanto prestigio? Mas Manolo no cejaba, y el forcejeo entre ambos duró hasta que, al fin del año 1912, seguro Milliet de la imposibilidad de convencer a persona tan singular como Falla, le sugirió que fueran los dos a Niza, a entrevistarse con el director del Casino para proponerle que se estrenara allí la ópera en las condiciones que impusiera su autor. A Manolo le pareció bien la idea de Milliet, y fueron ambos a Niza, dónde se celebraron varias entrevistas con el director de su casino que, al fin, aceptó aquella proposición con las condiciones que fijara la férrea voluntad del maestro gaditano. Una vez todo ar reglado, se volvieron juntos a París para ocuparse del estreno. Y ya en esa capital, rogó Manolo a Zuloaga que le dejara elegir en sus estudios batas auténticas de gitanas, pañolillos de talle, ropas de esquiladores, sombreros de catite y demás vestuario preciso para montar decorosamente su ópera, a lo que accedió gustoso el famoso pintor. Las decoraciones fueron pintadas expresamente para esa obra según los apuntes que diera Germán Falla, hermano del músico, que

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vivía en París ejerciendo la profesión de arquitecto, quien fue también el que pintó la portada de la partitura de la ópera y el que le ayudaba en cuanto podía. Por cierto, que una noche, Germán estaba poniendo en limpio la partitura de la ópera. Era algo que urgía. Al día siguiente tenía que entregarla Manolo. Indudablemente se fiaba más del trabajo manual de su hermano que del suyo propio. Mientras Germán trabajaba, Manolo iba y venía, dando rápidas miradas a lo que estaba haciendo. Seguramente, tenía cierto nerviosismo, pues se habla comprometido y temía faltar a su promesa. Y no sé si el nerviosismo de Manolo contagió a su hermano, pues no hay cosa que más altere los nervios que advertir que alguien tiene prisa por que se termine lo que se tiene entre manos, o que una equivocación la tiene cualquiera; el resultado es que Germán cometió un error. Manolo, vio con ter ror la flamante partitura estropeada, y se llevó las manos a la cabeza desesperado. Ya no podía hacerse ilusiones de entregarla a su debido tiempo. Era tarde, y no era cosa de obligar a su hermano a que volviera a empezar. Bastante favor había intentado hacerle. Guardó silencio, mas su aspecto era bastante elocuente, y Germán, compadecido, se valió de no sé que artes pudiendo enmendar su equivocación, y no hubo mayores dificultades, ni complicaciones. Al día siguiente, a la hora precisa, Manolo llegaba al lugar indicado con su partitura debajo del brazo. ¡Había cumplido su compromiso!... Dispuesto ya todo a satisfacción del exigente y novel autor, se montó al fin la obra, que fue estrenada en el Teatro Municipal de Niza, como se había convenido. El coliseo presentaba un deslumbrante aspecto, abarrotado de un público muy distinguido, y la representación obtuvo un ruidoso éxito, continuando en cartel durante las sucesivas noches. Escusado es decir que la noticia llegó a París al día siguiente y la prensa se hizo eco del éxito, faltando tiempo al empresario de la Ópera Cómica, para escribir a Manolo y comunicarle que estaba dispuesto a montar la ópera inmediatamente, aceptando de antemano las condiciones que le señalara antes, ya que La vida breve había entrado con tanto entusiasmo en el público de Niza, tan competente.

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Dice el refrán español que «nunca es tarde si la dicha es buena» y eso precisamente ocurrió en esta ocasión, pues, al fin, el empresario de la ópera Cómica se había dado cuenta de lo mucho que valía la obra que puso en sus manos anteriormente Manolo, y a la que regatease con mezquindad medios absolutamente necesarios para su triunfo apoteósico y decisivo en Niza. La realidad demostraba que el éxito de la representación se debía en parte a los elementos que en ella intervinieron, y buena prueba de ello fue que la Granvillier, protagonista de la farsa, arrancando al público estruendosos aplausos, contribuyó en gran parte a su triunfo. Pero no había que olvidar que esa bella joven y eximia artista era muy conocida del público inglés del Covent Garden, dónde actuaba con bastante frecuencia y resonantes triunfos. Esa era la razón que movía al empresario de la ópera Cómica a decidirse a montar la obra por todo lo alto, con la seguridad de que se llenaría la sala del coliseo durante muchas noches. Fue encargado del decorado, nada menos que Bailly que antes pintara Tosca y Madame Buterfly. La vista de Granada de uno de los decorados era maravillosa, y estaba a la altura de los de Roma y Nagasaki de aquellas otras obras. Cantó La vida breve la Carrés, esposa del director del teatro, quién puso toda su alma en la particella, e intervinieron en la representación bailarinas y guitarristas gitanos, traídos de España. Y otro triunfo de Manolo. La orquesta fue dirigida por el gran Tullman maravillosamente, interpretando el Intermedio del Amanecer de Granada, como pieza de concierto. Esta feliz iniciativa se tuvo muy en cuenta por los directores de orquesta, al incorporar a sus conciertos este Intermedio para darlo a conocer por el mundo. Este segundo éxito, ruidosísimo, fue obtenido por Manolo en las navidades de 1913. Manolo ya había triunfado en toda la línea, como compositor y hombre de férrea voluntad. Cuando volvían Milliet y él del escenario, a donde hubieron de salir para recibir las ovaciones del público, mi amigo, volviéndose al traductor de su obra, le dijo: -¿Ha visto usted cómo un extranjero, sin nombre, ha conseguido que le facilitaran todo lo que necesitaba para montar la obra en París? -Sí, querido amigo- le respondió Milliet- he visto lo que vale usted, tanto como compositor, cuanto como hombre de inflexible voluntad y fe ciega en su propio mérito, por eso, le aseguraba, llegaría ese momento.

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X LOS FAMILIARES DE MANOLO EN PARÍS Manolo no se encontró solo en París y, aunque su vida transcurría a un ritmo agitado, dividida entre sus lecciones, sus conciertos y sus numerosas gestiones para lograr el estreno de su «ópera», como él siempre llamaba a La vida breve, tenía también sus ratos de expansión familiar. En la capital de Francia, vivía un tío suyo, Don Pedro Javier Matheu, y un hermano más pequeño, Germán, que por motivos que ignoro, no sé si guiado o impulsado por Manolo, dejó también su patria para marchar a aquella capital a cursar los estudios de arquitecto. Estaba en la escuela de arquitectos y también tenía que trabajar de firme, por lo que durante la semana, no había tiempo para verse mucho. Mas los domingos se reunían en casa del tío Pedro Javier, allí pasaban unos ratos de solaz. Germán, el hermano de Manolo, era muy alegre. Además, iban otros primos, gente joven y de buen humor. Manolo, en general, tenía un carácter serio, y no es raro que se dirigieran a él las bromas de los otros chicos. En una de aquellas veladas, Germán y sus primos decidieron gastarle una broma. Este había ya empezado a triunfar, pero aquellos primeros triunfos no eran tomados muy en serio por sus familiares y, mucho menos, por aquellos alegres muchachos. Eso es algo que sucede con frecuencia: que la familia es la última que aprecia los éxitos de los suyos, y aquella no era una excepción. No podían vislumbrar que aquel Manolo, que luchaba incansable por conseguir un estreno, que posiblemente creían que no llegaría a efectuarse, seria un día una gloria mundial, pero sabían que tenía grandes aspiraciones y por eso... ¿Qué no idea la juventud para reírse un poco?

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Una noche decidieron ponerle una corona de laurel como homenaje por sus primeros triunfos, pero Manolo se resistió heroicamente, y aquello bastó para que insistieran más. Indudablemente no era su modestia la que se oponía, ni tampoco el que le molestasen, pues sabía aguantar una broma inocente. ¿Qué sería? Y por fin eran varios contra uno solo, y aunque Manolo se defendía con tenacidad, digna de mejor causa, tuvo que declararse vencido. Uno de los chicos colocó la famosa corona sobre la cabeza de Manolo y... ¡Oh asombro! Sus pelos se le movieron como por arte de magia. Hubo un momento de confusión, de sorpresa. ¿Qué significaba aquello? Y al comprenderlo, todos los asistentes prorrumpieron en sonoras carcajadas. Manolo, no obstante siendo aún muy joven, tenía ya una calva y, por una presunción extraña en él, se había comprado un bisoñé en el mayor secreto. Ni su hermano, ni su tio, ni sus primos sabían de su prematura calvicie, y por eso, la imposición de la corona de laurel tuvo una derivación insospechada. ¿Quién podía figurárselo? Por eso, Manolo se defendía como sí se tratara de furiosos enemigos. Temía por su bisoñé y tenía razón. Aquella noche dejó de ser, como él pretendía, una especie de secreto de estado. Los contertulios se divirtieron con aquella graciosa burla, pero me figuro, que aunque Manolo estaba muy bien educado y procuraría disimular, la procesión andaría por dentro No sé si desde aquel día, el bisoñé pasó a la historia o lo continuó llevando Manolo sobre su cabeza, pues tardé muchos años en volver a verle y, cuando lo encontré de nuevo, en una visita que hizo a nuestra ciudad, mi amigo lucía ya con tranquilidad ¡una hermosa calva!... * Hablando de aquellas tertulias familiares, allí, en el hogar de los Matheu, empezó un idilio que tuvo por personajes a Germán, el futuro arquitecto, y a una jovencita que también asistía y que estaba en París cursando sus estudios en un colegio. Se trataba de María Luisa López de Montalbo, que también estaba emparentada con D. Pedro Matheu, y acudía a su casa sus días de salida: los jueves y los domingos.

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Manuel de Falla en París en la época del estreno de La vida breve en la Ópera Cómica (diciembre de 1913). A su izquierda, la Ópera Cómica.

La joven era de nacionalidad sudamericana y tenía el hablar dulce de los hijos de esas repúblicas nacidas de España, la madre patria. No es raro que Germán, joven y enamorado, se prendara de la colegiala. Se veían con frecuencia y tuvieron muchas ocasiones de tratarse. Y poco a poco, lo que empezó por una buena amistad, se trocó en un gran amor, aunque era muy pronto para pensar en unas relaciones serias. María Luisa, cuando terminó sus estudios, regresó a América a reunirse con los suyos; pero allá, en París, había dejado su corazón. No se trataba de una ilusión pasajera, de un amor de juventud. Ambos se querían mucho, y Germán, que gustaba, como ya hemos visto, de gastar bromas, tomó con toda seriedad aquellas relaciones con María Luisa Montalbo. Tuvieron que poner a prueba su amor, pues pasaron muchos años, desde aquellas veladas familiares en casa del tio Pedro, hasta la fecha de su casamiento. Germán continuaba aún en París. Terminada su carrera empezó a trabajar allí. Dotado de un gran talento, no es raro que tuviera éxito en su profesión y se dedicara a ella con entusiasmo. Realizó obras de gran importancia y entre ellas puede citarse el Hotel Astoria de Nueva York y el Ministerio de Marina de Madrid, en el que también tuvo intervención profesional. Mas había llegado el momento de que aquellos amores juveniles que demostraron la gran constancia de la pareja, culminaran en el matrimonio. No fue Germán, el que marchó a reunirse con su prometida. Fue Maria Luisa la que cruzó, una vez más, el Atlántico para celebrar su boda. Y en París tuvo lugar la ceremonia nupcial que los unió para siempre. Era el año 1924. * El tío Pedro fue la persona que solucionó en varias ocasiones los problemas económicos de Falla. Cuando marchó a París, no contaba más que con una beca de ciento cincuenta francos y, aunque él también procuraba ayudarse con sus lecciones, los principios tuvieron que ser algo duros, como suele suceder a todos los artistas. Cuando se encontraba apurado, no dudaba en acudir al tío Pedro para pedirle una pequeña cantidad que devolvía religiosamente. Me decía un hijo de D. Pedro

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Javier Matheu, que encontró una libreta donde apuntaba lo que entregaba a Manolo, y siempre ponía a continuación: Pagado. No obstante, algunas veces procuraba solucionar su problema por si solo, empeñando una sortija que se había comprado por treinta francos, y por la cual, sólo le daban !seis francos¡ Hoy día, esa sortija la tiene su sobrina Maribel y creo que la considerará como un tesoro. No obstante, a pesar de aquellos apurillos, no se debe pensar en un Falla con apariencia de bohemio. Siempre fue una persona muy pulcra, siempre fue muy señor. Solía vestir un traje oscuro con camisa blanca, y sin dejar nunca de ponerse una corbata, de las que llamaban allí, Lavalliére... * Cuando vivía en París, pasaba sus Navidades en casa del tío Pedro Matheu. Era muy apegado a la familia y aquello le consolaba de estar ausente de la suya más próxima. Mas llegó un momento en el que había dejado de ser el principiante, el que iba de un lado para otro solicitando ayuda para el estreno de su ópera La vida breve . Caminaba de triunfo en triunfo, y el tío Pedro creyó que era mejor no invitarle para pasar la Nochebuena, pues creía que tendría muchas personas que le reclamarían y era mejor dejarle en libertad, pero... ¡mi querido amigo Manolo pasó aquellas Navidades solo... Lo único que le recordó en su departamento aquella festividad, fue un arbolito de Noel, regalo de la mujer de don Pedro. Noches en los Jardines de España fue estrenada en París, en el Teatro de la Ópera, en unión de las Siete piezas, también de Manolo que, por cierto, fueron cantadas por María Barrientos, la gran cantante española, y también intervino Joaquín Nin que tuvo que actuar con cuarenta grados de fiebre. Manolo obtuvo un triunfo apoteósico una vez más, pero ya empezaba a acostumbrarse a la gloria que iba acompañando su carrera ascendente. Por cierto, que con relación a ese estreno hay una anécdota que merece contarse. Mi amigo era persona metódica y bastante aprensiva y se sujetaba voluntariamente a una serie de ritos de higiene que creo que él mismo se había trazado.

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Uno de ellos era que no pronunciaba palabra hasta después de la una de la tarde, y otro, que se daba, durante largos ratos, un masaje en el vientre en completo silencio. El día del estreno se presentó a su primo Pierre, en cuya casa vivia cuando iba a París, el director del concierto Mr. Samaseuil, lleno de gran agitación. -Quiero ver al maestro -indicó-. La partitura de la obra la tiene el maestro. Pierre Matheu, que sabía que no se podía molestar a Manolo mientras se entregaba a sus extrañas tareas, tuvo que decir: -No puede ver al maestro en estos momentos porque está ocupado. Mr. Samaseuil se mesó los cabellos blancos lleno de desesperación, mientras exclamaba: -Necesito la partitura, pues no la tengo y es precisa para el ensayo. Si no me la da ahora, no se podrá estrenar, y es necesario salvar mi reputación y la del maestro. Pierre Matheu, comprendiendo que el director tenía razón, se atrevió a entrar en la habitación de su pariente y se lo encontró como sospechaba: dedicado a guardar silencio mientras se daba un masaje en el abdomen. No tuvo más remedio que interrumpirle, pues el asunto apremiaba. -Mr. Samaseuil ha venido porque le urge tener la partitura de Noches en los Jardines de España para ensayarla. -¡Hum!... ¡Hum!...-fue todo lo que dijo Manolo. Pierre, comprendiendo que nada podía obtener de él, se lanzó a la búsqueda de la partitura, revolviendo entre sus papeles. -¿Son éstos?- preguntaba a su pariente, cuando encontraba algo que pensaba que pudiese ser lo que buscaba. -¡Hum!- repetía Manolo imperturbable- ¡Hum!... Y por fin, Pierre halló la partitura, y cuando se la mostró a Manolo, éste volvió a obsequiarle con un ¡Hum!, aunque aquella vez era más alegre, no sé si porque se

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había solucionado el problema o porque podía continuar tranquilo su extraña tarea que, para él, tenía mucho de rito. Momentos después, Pierre entregaba triunfante la partitura a Mr. Samaseull que lleno de agradecimiento le dijo: -¡Me ha salvado la vida!... * Ese Pierre Matheu, al que tengo muchos motivos de gratitud, pues a él debo varios detalles interesantes de la vida de Manolo, fue para él una especie de secretario cada vez que tenia que ir a la capital de Francia llevado por sus asuntos musicales. Mi amigo, no obstante su larga estancia en París, no hablaba del todo bien el francés y, especialmente, le costaba mucho trabajo el entender y el ser entendido cuando hablaba por teléfono. Wanda Landovska solía llamarle muchas veces. -¿Está Don Manuel de Falla?- preguntaba. Pierre solía coger el teléfono y le contestaba: -Si, y voy a llamarle. Pero en general, la Landovska se apresuraba a detenerle: -No se moleste y puesto que Vd. es su primo puede decirle...-, y prefería dar el recado a Pierre, convencida de que llegaría más completo al maestro, que tanto admiraba, que si se lo daba directamente. También Pierre le servía para escribir su correspondencia y le ayudaba siempre que podía, pues aunque era mucho más joven que Manolo, sentía por él un gran afecto. Cuando se celebraban conciertos, también le servía para detener el primer choque con el público entusiasta. -Ponte a mi lado- le decía cuando terminaba su actuación. Y el fiel Pierre permanecía junto a él, procurando detener lo que a veces era una verdadera avalancha. Le abrazaban, le apretujaban, pues todos querían llegar hasta él, y en su entusiasmo casi le mataban.

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Aquello llegó al colmo cuando después de un «concierto Pleyel», el Presidente francés, que era entonces Mr. Herriot, prendió sobre su pecho la Cruz de la Legión de Honor. Aquel día Pierre aseguró que vió llorar a Manolo, quien para disculparse le dijo: -¡Estoy muy emocionado! Pierre se asombró, pues en general no se inmutaba ante sus triunfos. Madame Debussy asistió al concierto, pues quería mucho a mi amigo. No olvidaba que la primera vez que le oyó en su hogar, intuyó que aquel joven tenía por delante un brillante porvenir. No se había equivocado y, entusiasmada, exclamaba una y otra vez. -¡Ese genio de Falla!... ¡Ese genio de Falla!... Por cierto, que en aquella primera visita de Manolo al palacete donde vivían los Debussy, estaba demasiado preocupado con sus propios asuntos para asombrarse con algo verdaderamente extraño. Aunque era en pleno invierno y hacia un frío glacial, por las ventanas se veían glicinas, que necesitan de un clima cálido. ¿Cómo se operaba aquél milagro? Pierre, que también gozaba de las simpatías de Madame Debussy, que tenía sus extravagancias, conocía el secreto. Se trataba de un capricho costoso que conseguía gracias a que su jardinero reemplazaba las flores cada dos días, y sonriendo decía: -Mi querido maestro, ignora el valor de las notas - y recalcaba la palabra note, que en francés también significa factura. * Manolo no se envanecía con sus triunfos y continuaba muy modesto. Siempre encontraba excesivo lo que le daban por sus actuaciones o por sus obras. Una importante casa de Londres obtuvo su autorización para grabar varios discos, y cuando le escribieron diciéndole las condiciones, estaba en París en casa de su tio Pierre y le contó atónito lo que le ofrecían. -Me ofrecen cincuenta libras por cada disco. ¡Qué barbaridad!

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-¿Sabes cuanto le han pagado a Ravel? -le preguntó su tío. -Lo mismo. Y Don Pedro Matheu, algo indignado, le contestó: -¿Acaso eres tú menos? Manolo no habló y permaneció silencioso, mientras en su rostro surgía una sonrisita. * Manolo trató bastante a Mr. Milliet, el traductor de La vida breve, que era presidente de la Sociedad de Autores. Algunas veces, cuando iba a su casa, Madame Milliet, le pedía que tocara el piano, y él se apresuraba a complacerla aunque aquello le significaba un tormento. El piano que le ofrecían para exhibir su arte era ciertamente muy hermoso. Se trataba de un Erard de cola, estilo Luis XIV, con muchos dorados y, probablemente, sería una obra de arte, pero su dueña ponía encima muchos cachivaches y aquel conjunto molestaba a Manolo. -¡No puedo tocar en él!- decía después a su primo Pierre, desahogándose. Y sin embargo, Madame Milliet habrá ignorado siempre que aquellos improvisados conciertos con que le obsequiaba Manolo tenían mucho más mérito de lo que ella pudiera suponer. El tocar era siempre un placer para mi amigo, pero ¡en aquel piano!... Hay una curiosa anécdota, aunque de tiempos posteriores, referente a un viaje que hizo Manolo con Rubinstein y que sé, gracias a Pierre Matheu. Marchaban ambos artistas en el tren y, cuando se dieron cuenta, advirtieron, con gran disgusto de Manolo, que se había dejado olvidada en su casa la partitura de la Danza del fuego. Aquello hubiera sido una terrible complicación, pues no había tiempo de que la enviaran, pero Rubinstein, que tenía una memoria prodigiosa, solucionó el proble-

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ma. No había tocado nunca aquella obra, y sólo la había visto escrita una vez, mas ¡aquello le bastaba! Durante todo el trayecto, se dedicó a estudíarla en el piano sordo que siempre acostumbraba a llevar el famoso pianista. Llegó el momento de la actuación y, como es natural, Falla estaba francamente preocupado pues, a pesar de la seguridad de Rubinstein, tenía el natural temor de que su Danza del fuego resultara un fracaso o, por lo menos, algo muy distinto del original, pero no contaba con la maravillosa retentiva del pianista. Con gran asombro suyo, Rubinstein la tocó igual, y sólo cambió algunos compases que para el público seguramente pasarían desapercibidos, pero ¡no para Manolo! No obstante, cuando terminó el concierto, dijo sonriendo a Rubinstein: -Ha cambiado algo pero se lo perdono. ¡Está magistralmente tocado! Y siempre Rubistein tocó a su estilo la Danza del fuego, que había merecido la absolución de su autor.

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XI ALEGRÍA Y DOLOR Llegó Manolo a su consagración con resonantes triunfos; los plácemes, las felicitaciones y enhorabuenas se sucedían constantemente. Vino a ser el hombre del día en París, y de varios países se apresuraron a pedir autorización para representar en ellos La vida breve. Pero su gloria iba a nublarse pronto con el estallido de la guerra del 14, pues en aquellos momentos dramáticos, ¿cómo era posible entregarse a sus inspiradas composiciones? Sin embargo, los periódicos se desataban en elogios de la obra del compositor español, y en el archivo de mi padre, que hoy tengo en mi poder, se conserva una interesantísima crítica que, a pesar de su extensión, he de transcribir por la brillantez y exactitud de sus juicios. Se halla firmada por A.D. Bonat, en París, y fue publicada por La Correspondencia de España. Decía así: «Con solicitud muy digna de ser alabada, el Teatro de la Ópera Cómica ha acogido una ópera de compositor español, pudiendo asegurarse que, a estas horas y en este teatro, no estarán arrepentidos de su bienhechora amabilidad, pues el compositor ha correspondido, proporcionando un caluroso éxito a los artistas y unas horas de complacencia al público». «No es tarea muy fácil conseguir que en Francia, es decir, en París, atiendan a los nacidos fuera del país. Hay aquí un exagerado proteccionismo que no puede romperse más que imponiéndose por el genio. Falla es un joven músico que ha triunfado ayer, y del que se puede esperar aún mucho, que no es aventurado predecir, que quién comienza por el camino duro, aunque glorioso, del arte, ha de proporcionar a éste días esplendorosos. Falla, entrando en el Teatro Francés, por la 89

puerta de la Ópera Cómica, señala una memorable fecha, y afirma lo que venimos señalando en estos últimos tiempos; que la redención de España, y su colocación en el rango general de las naciones, ha de venir, precisamente, por los artistas y sus manifestaciones. Este joven músico, creo que lo es, pues así lo pregonan unos retratos suyos que he visto publicados, goza ya de gran estimación en el mundo musical de París. En España, quizás, es menos conocido que aquí. En el ambiente de ahí, tan estrecho, que apenas si queda sitio para los que de continuo se agitan, y mueven en él. Luchando y trabajando, lleva en París varios años, procurando, en cierto modo, continuar la herencia artística de aquel músico, castizamente español, que se llamó Albéniz. Al estrenarse, ahora, La vida breve, en la Ópera Cómica de París, ha conseguido lo que a muchos cuesta largos años, y quizás, para no alcanzarlo. Ha sido aplaudido, celebrado, y su nombre suena, desde hoy como cosa conocida y merifísima. ¿Ha trabajado? ¿Es perezoso? ¿Se dormirá en sus laureles o seguirá produciendo, aspirando cada vez a más, y a afirmar su personalidad? Lo ignoro. No conozco a Falla. Mi impresión sobre él, es la de un espectador verídico. La ópera de Falla, que acabo de ver en la Ópera Cómica, me ha gustado mucho». Como digo, el éxito de La vida breve fue definitivo, y, el público, mostró su complacencia, y agrado, durante toda la representación, atraído primero por la sinceridad del ambiente, y dominado después por la meritísima labor del músico. A mi juicio, la compenetración de la música con la poesía ha sido realizada por Falla de una manera tan absoluta y tan completa, que en cualquier otro autor, que hubiera intentado realizar labor tan distinta, su fracaso sería evidente. Falla ha triunfado porque ha escrito la partitura sintiendo lo que se expresa en la letra y en las diversas situaciones de los papeles: y, visto el resultado, consiguiéndolo. Obra de pasión y de fiereza, no vemos en ella, ni por un momento, el menor desmayo, y sus valientes notas recorren los sentimientos humanos que movilizan la acción.

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Es tan frecuente encontrar, en estos modernos tiempos, compositores que andan tan despistados en alardes ridículos de fantasías, rebuscados efectos, completamente hueros, y otras zarandajas que sólo sirven para encubrir la falta de recursos melódicos. Sin embargo, Falla ha conducido su inspiración por el camino lógico de la verdad y ha escrito sincera, honradamente su música, pensando en el amor, los celos, la alegría y el terror, que deben escribirse como él lo ha hecho, y, ha acertado. El ambiente poético, que flota en todo el primer acto de La vida breve, no podía pasar inadvertido para él, y, de este modo, le vemos tierno, sentido y alegre; amando la vida para conseguir una manifestación externa, que es la realidad misma, expresada por el sonido. Viene en el segundo acto la tragedia: surge el conflicto. Los personajes son seres humanos, que, como todos, están sujetos a las pasiones y, entonces, lo sentimental tiene que trocarse en fiero, en terrorífico, en doloroso. La musa de Falla explota con sin par energía, y en la orquesta rugen los instrumentos, sirviendo así al conflicto que se produce en el escenario. ¿Lo ven ustedes? Falla no se ha enamorado de ningún trozo de su música y ha querido imponerla en la obra, aunque no fuese del todo apropiado. Este es su gran mérito que todos no tienen. ¿Cuántos músicos de los modernos creen que bien pudiera sacrificarse la unidad de la obra por conseguir un efecto de galería?. Su técnica es sencilla, pero admirable, produciendo la impresión de que el joven músico posee el dominio absoluto de su metier. Nada se le escapa, nada se le oculta, viéndose acudir seguro a los efectos, allí dónde deben producirse: pero desprendiéndose por innecesarios, cuando no lo son. ¡Oh! Puccini. Por esta vez, un joven compositor español, se ha escapado de tu influencia. * Como se ha visto, Manolo había llegado ya al cenit de su carrera artística, triun faba clamorosamente en París y toda la prensa de Europa y aún de otros continentes, elogiaban con rara unanimidad al gran compositor gaditano: se abrían ante él insospechados horizontes, pero no se podía ya vivir en París, pues gran parte de Europa era un campo de batalla dónde sólo tenía cabida el odio, la muerte y la destrucción. ¿Cómo encontrar un momento de reposo y quietud para su música?

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Puede asegurarse que una de las víctimas de la guerra fue mi amigo; de no estallar entonces, hubiera recorrido medio mundo con su obra, de triunfo en triunfo, pero ya nada tenía que hacer en París, y Manolo hubo de regresar a su patria. En Madrid se hallaban sus padres, y allí se dirigió, olvidando sus éxitos recientes: mas esta época de su vida iba a ser sólo un paréntesis de su carrera, pues no muy lejos le aguardaba Granada y en aquel lugar de ensueño crearía obras que le afirmarían en su inmortalidad. Así que, por poco tiempo, se estableció en Madrid; su permanencia fue sólo de cuatro años, pero resultó muy fecunda para su producción musical. A aquella época pertenece una versión de concierto, sin voz, estrenada en el año 1916, en la Sociedad Musical de la capital de España, por la Orquesta Sinfónica dirigida por Fernández Arbós, aquel maestro bajo cuya batuta alcanzara tantos triunfos, y que fue tan amigo mío. Y las Noches en los jardines de España también corresponde a ese periodo de su vida. La inspiración de Manolo sorprendía todos los secretos, todos los matices de la naturaleza exuberante: la luz, el colorido, el ritmo o la danza, el árbol, la flor. Al año 1914 pertenece Siete canciones para piano, que vió la luz también en Madrid y fueron estrenadas por Luisa Vela, que durante muchos años reinó en la escena española. Y al año siguiente El amor brujo , gitanería en un acto y dos cuadros; fantasía coreográfica con voz y pequeña orquesta. La letra era de Martínez Sierra y fue estrenada en el Teatro de Lara, siendo Pastora Imperio su voz. E incluso El corregidor y la molinera vió la luz en aquellos años madrileños de Manolo, con su fuerza y evocación sugeridoras, expresivas y coloristas. Se trataba de una farsa mímica en dos partes, y su libreto se debía al famoso comediógrafo Don Gregorio Martínez Sierra, y se ajustaba a la famosa novela de Alarcón. Estaba compuesta para orquesta de cámara, y se estrenó en el Teatro Eslava de Madrid, el 7 de Abril de 1917, bajo la dirección de otro andaluz, compositor también de gran valía, Joaquín Turina. Dos años más tarde, fue ampliada esta obra para gran orquesta, por encargo del célebre bailarín Sergei Diaghilev, con otro nuevo título, El sombrero de tres picos, viendo la luz el 22 de Junio de 1919 en el Teatro Alhambra de Londres, con coreografía de Leonide Massine y decorados y figurines de Pablo Picasso, interpretada

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Pablo Picasso: figurín para «El molinero» de El sombrero de tres picos, 1919

Pablo Picasso: figurín para un grupo de vecinas de El sombrero de tres picos, 1919

por la Compañía de Ballets Rusos de aquel famoso bailarín, y bajo la dirección de Ernest Ansermet. Muy valiosa fue la producción de Manolo en Madrid, de la que acabamos de hablar; pero creo que también sería muy interesante referirnos a ciertos acontecimientos de su vida que tuvieron lugar en aquellos tiempos. Manolo vivía en Madrid, en la calle Lagasca (no recuerdo, si en el 16 o el 17) y habitaba en la misma casa, en el mismo piso, frente por frente, el pintor Daniel Vázquez Díaz. Se hicieron amigos. El arte los unió y el pintor sintió el deseo de hacer un retrato al que ya era un compositor mundialmente conocido. Mi amigo no gustaba de verse trasladado al lienzo pero, en su inmensa bondad, no se sentía capaz de dejar defraudado a nadie, y se prestó a ello, y aquel pintor acertó con su parecido. En una ocasión que estuvieron juntos en Granada, antes de que Manolo se instalase definitivamente en la ciudad de los cármenes, allá por el año 1919, tomó varios apuntes de su cabeza para hacerle un retrato que terminó años después y que realmente fue el mejor de los varios que le hicieron a mi amigo. Y eso que pintores de fama mundial, como un Zuloaga y un Picasso, le hicieron posar. Mas ninguno tuvo el acierto de Daniel Vázquez Díaz, y por eso es el cuadro que más se ha reproducido. * Manolo conoció en París a M. Sergei Diaghilev, del que ya hemos hablado, famoso bailarín de los Ballets Rusos y, como era tan amante del arte, se trataron mucho. Triunfos apoteósicos obtenían por todas partes, pero la guerra, que fue tan nefasta para la carrera de Manolo, perjudicó también a los Ballets Rusos. Francia no podía pensar más que en músicas militares. Lo mejor de su juventud estaba luchando en el campo de batalla, mientras la ville Lumiére oía las pisadas de las tropas germanas que se acercaban. El numeroso conjunto de los Ballets Rusos se encontraba en una difícil situación, necesitaba actuar para poder sostenerse y se decidieron a venir a España como una posible solución a su problema. Al llegar a Madrid, lo primero que hicieron fue visitar a Manolo. Este no se encontraba en casa cuando fueron, y su hermana María del Carmen los atendió mientras no llegaba. Por fin apareció Manolo y, con su amabilidad proverbial, se ofreció a ayudarles en todo cuanto pudiera.

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Sus gestiones dieron el resultado apetecido. Los Ballets Rusos llegaban precedidos de mucho renombre y se encontraron aquellos «contratos» que tanto necesitaban. Llegó el día del estreno en el Teatro Real y, agradecidos de la eficaz ayuda de Manolo, le regalaron un palco para que llevara a quien quisiera, y una persona de conciencia, menos delicada, no hubiera vacilado en llevar a su hermana, a la que tan tiernamente amaba. Todo Madrid se preparaba para lo que era un verdadero acontecimiento artístico y, aunque se hablaba algo de la ligereza de los trajes, que ahora parecerían, no a mí, sino a la juventud, hasta ñoños, la generalidad opinaba que, tratándose de arte, no hay que dar mucha importancia a esos asuntos, pero Manolo... Es posible que tuviera alguna duda, pensando que su hermana podía disfrutar con un espectáculo, que realmente era maravilloso, pero si fue así, su conciencia recta se impuso... No pudo callar, sin embargo, el obsequio que le habían hecho y, con la franqueza que le caracterizaba, dijo a María del Carmen: -Tengo un palco para los Ballets Rusos pero ¡eso no es para ti! Su hermana era como él, y no se empeñó en ir, como hubieran hecho otras en su caso. Se conformó tranquilamente con la decisión de Manolo. Y aquella noche, mientras el público madrileño veía por vez primera los Ballets Rusos, que volvieron a renovar sus triunfos, María del Carmen permaneció en su casa. Tal vez bullía ya en su mente el deseo de entrar en religión y aquello ¡no le costó mucho trabajo! * En la vida de Manolo hay un acontecimiento muy triste: cuando se enfrentó con el primer gran dolor de su existencia. Era un hijo buenísimo, y quería entrañablemente a los que le dieron el ser. Estaba en París haciendo una tournée, cuando su padre enfermó de gravedad. Fue algo rápido y, aunque se apresuraron a avisarle, no pudo regresar enseguida. Surgieron dificultades que le impidieron emprender pronto su viaje de regreso como hubiera sido su deseo.

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Mientras, en el hogar de la familia de Manolo, transcurrian unos días muy tristes. La madre también estaba enferma del hígado y su marido agonizaba en una habitación contigua. Los cuartos estaban aislados por puertas con cristales y, como no querían que aquella se enterara del estado de su esposo, pues no estaba en condiciones de levantarse, ni le convenían los naturales disgustos, pusieron papeles sobre los cristales para que no pudiera ver lo que sucedía al otro lado. Aquel matrimonio, tan unido en vida, estaba separado ahora, en los últimos momentos del esposo amante, por las circunstancias. La enfermedad avanzó deprisa, implacable, y llegó la muerte. El moribundo esperaba con ansia la llegada de su hijo mayor, Manolo, pero lo aguardaba inútilmente. Sus ojos se cerraron para siempre, sin verlo aparecer. Y mientras, Manolo, con la terrible angustia que le oprimía, no veía el momento de encontrarse cerca de su padre. Desconozco si se sentía optimista, pero creo que sí, por lo que supe después de labios de su hermana María del Carmen. Cuando se abrieron las puertas del hogar familiar, de aquel piso que ocupaban en Madrid, ya no estaban allí ni los despojos queridos de su padre, ¡Había llegado tarde! - No pudo avanzar, me dijo María del Carmen, y se quedó en el recibimiento, desplomado, sobre una silla, sin articular ni una palabra y se echó a llorar como un niño. ¡Nunca le había visto llorar y aquello me impresionó, pues era muy duro para el llanto! Fácil es comprender la terrible amargura que sentiría aquel hijo amante cuando supo de la primera gran pena de su existencia. Triste era ya perder a su padre, pero lo era doblemente por no haber estado a su lado durante su enfermedad y en sus últimos momentos. Se había dormido en la paz del Señor, pues era un buen cristiano y eso era un consuelo para su hijo, que también lo era; pero aquella pérdida le produjo un desgarramiento de todo su ser. El sufrimiento empezaba a dejar su huella en la vida de mi amigo Manolo. *

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Mas aquella pena no tardaría mucho en ser seguida de otra, que tal vez fuera aún más amarga. La pérdida de su querida madre, aquella Jesusita Matheu, a la que amaba tan tiernamente. Fue en el año 1920; Manolo caminaba de triunfo en triunfo. Había sido llamado a Londres para asistir al estreno de su obra El sombrero de tres picos. Mas, precisamente, el día en que se iba a estrenar, recibió un telegrama, anunciándole la grave enfermedad de su madre. No dudó un momento qué era lo que debía hacer. ¡Partir! Todos sus anhelos de artistas pasaron a un segundo término. Su amor filial se impuso y, rápidamente, hizo los preparativos para marchar. Y aquella noche, cuando el público, arrebatado de entusiasmo, reclamaba la presencia del autor, Manolo triste, destrozado, se hallaba en el tren, sin pensar ya en linsojeros triunfos. El dolor le había sorprendido cuando esperaba enfrentarse una vez más con el éxito, que ya no tenía ninguna importancia para él, cuando estaba temiendo perder a su madre...

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XII ENAMORADO DE GRANADA Manolo era un entusiasta de Granada. La había preferido a Cádiz que le vió nacer, a Madrid, donde transcurrieron varios años de su existencia, a París que supo de sus grandes triunfos. Sentí que no hubiera venido a instalarse en su ciudad natal, en la que tenía buenos y viejos amigos, mas prefirió refugiarse en aquel carmen oculto en la Alhambra granadina para dedicarse por completo a la composición. En una ocasión que fui a hacerle una visita, no pude por menos de preguntarle. Sabía que ningún lazo familiar le unía a Granada. -¿Por qué no volviste a vivir en Cádiz? Allí te hubiéramos recibido con mucho cariño. -Demasiado lo sé, pero había algo que me atraía hacia aquí. Guardó silencio. A su mente llegaban recuerdos ya lejanos. Evocaba tiempos pasados en París. Allí, por vez primera, sintió despertar en su pecho el amor hacia aquella ciudad española que oía alabar bajo un cielo extranjero. Dejemos a Molina Fajardo que nos cuente en un artículo muy interesante, titulado Llegada de Manuel de Falla a Granada, cómo se adueñó de nuestro paisano el encanto de la ciudad de los cármenes. «Existe un antiguo retrato de Manuel de Falla, dedicado a Angel Barrios, en París, que lleva un grito autógrafo e ilusionante; «¡Viva Granada!». Corría el año 1907, cuando el Trio Iberia triunfaba en la exquisita Francia, y Albéniz, el fabuloso Isaac Albéniz recibía en su admirable mansión a Barrios, Devalque y Bezunaltea, y sobre la parti-

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tura de Triana que les dedicara, estampaba su emotivo «¡¡¡Viva Granada!!!» con tres admiraciones. Albéniz, en aquellas reuniones de finales de 1907, estaba ya gravemente enfermo, y cuando los componentes del Trio lberia granadino fueron a visitarle, el gran Isaac, enamorado eterno de la ciudad nazari, se echó a llorar, y su hija Laura le consoló con enternecidas palabras. -No llores, que yo te llevaré a Granada. Fue entonces, en tal época, cuando Manuel de Falla conoció a Angel Barrios, en cualquiera de las veladas musicales en que éste tocaba admirablemente la guitarra, en el piso de Albéniz, rememorando líricamente la Alhambra y el Albaicín granadino. Laura Albéniz, tan poderosamente bella, servía unas copas de manzanilla andaluza, y su padre confesaba que su inspiración sobre temas granadinos se debía a haberse asomado largamente al «cielo bajo», a esa maravillosa visión láctea que se percibía acodado en el largo pretil del Cubo de la Alhambra. Falla aprendió allí, entre Albéniz y Barrios, a enamorarse de Granada, de la Granada de los amplios silencios y de las melodías intraducibles. Y así, cuando regresó de Francia, en plena guerra europea, cuando se asque6 del ambiente musical madrileño y perdió tan aceleradamente a sus padres, la vieja y grata visión se hizo en él una obsesión radiante, y quiso probar, en una breve estancia, lo que podría ser su vida granadina. Para ello, recordó a su antiguo amigo Angel Barrios. Y Manolo decidió ir a pasar una temporada a Granada. Entre él y Barrios se entabló una correspondencia que trataba de aquel viaje que le atraía. El hombre práctico le preguntó sobre los precios de alojamientos modestos. No podía permitirse el lujo de grandes hoteles pero, por supuesto, tenía que ser en la Alhambra, y también se interesaba por una epidemia de tifus, de la que se hablaba y que esperaba que fuera una falsa alarma. Y por fin llegó el momento de realizar lo que constituía para Manolo una gran ilusión. En una carta fechada en Madrid el 7 de Septiembre de 1919, dirigida a Angel Barrios, decía así: «Mi querido amigo: Decididamente, saldremos de Madrid (mi hermana y yo) en el Correo del próximo miércoles, haciendo el viaje por Moreda, y llegando a Granada, Dios mediante, el jueves a las tres de la tarde.

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Vienen con nosotros Vázquez Díaz (pintor muy notable, cuyo nombre le será conocido), su señora, y un niño, de ambos. Así es que le agradeceré mucho, haga el favor de retener en la Pensión Alhambra, a más de nuestras dos habitaciones, una más, con dos camas para esos amigos». Y como postdata, terminaba diciendo: «No necesitaré piano en la pensión». Y Manolo conoció aquella Granada, de la cual estaba enamorado antes de verla. No le defraudó. Todo lo contrario. Aquellos días pasados en los bosques de la Alhambra, le decidieron a instalarse definitivamente allí. No podía encontrar otro lugar más apropiado para dar suelta a su inspiración y, cuando se alejó de Granada, se despidió de ella con un «hasta pronto». Mas aún, tardó algunos meses en poner en práctica aquella idea que llevó a Madrid prendida en su mente. ¿Qué le detendría? ¿Dudas?... ¿Dificultades?... Lo ignoro, pero, por fin, llegó el día en que volvió a escribir a su amigo Ángel Barrios, al que, por lo visto, había escogido para aposentador. Con fecha 30 de Junio de 1920, le daba instrucciones precisas sobre lo que quería. «Desearíamos una casa con pequeño jardín y buenas vistas. Sitios: Alhambra, Generalife, Carrera del Darro, Albaicín, Vistillas. Si buenamente encuentra algo, le ruego me lo diga. De todos modos, dentro de ocho o diez días, saldré, Dios mediante, para Granada, y luego, cuando encuentre casa, vendrán mis hermanos con los muebles, pues mi objeto es vivir en ésa, la parte del año que no tenga que estar en el extranjero». Y Manolo encontró lo que deseaba. Aquella casita de la Antequeruela con sus rejas floridas, con su patio, en el que cantaba una pequeña fuente, con sus muros blanqueados de cal... Nuestra ciudad marinera le vió nacer, pero mi amigo Manolo se buscó una segunda patria chica en aquella Granada, la que siempre quedará unida a su nombre. Por fin se encontraba Manolo en Granada, ya no estaba solo en Madrid. Ahora, acompañado de su hermana María del Carmen, que providencialmente iba a ser la compañera de su vida, y quien cerrara sus ojos en Argentina, se dedicaría con todo su habitual entusiasmo a la composición. ¡Granada! Allí había gitanos, un Albaicín,

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ríos de nombres árabes, cármenes con flores y una sierra nevada. ¿Cómo no inspirarse en aquellos rincones? Manolo deseaba trabajar en silencio para no oír más que la voz de su propia inspiración, oírse a sí mismo; apetecía de aquellos soberbios panoramas, horizontes; claros amaneceres, bellos crepúsculos, la blancura de la nieve y el paso tardo de los borriquillos que van por agua a la Fuente del Avellano. ¡Y las zambras gitanas, y los rasgueos de la guitarra!...

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De izquierda a derecha: Francisco García Lorca, Antonio Luna, Mª del Carmen de Falla, Federico García Lorca, Wanda Landowska, Manuel de Falla y el Doctor José Segura en Granada.

XIII EN ANTEQUERUELA II La casita situada en la Alhambra, muy cerca de la famosa finca de los Mártires, era el sitio ideal para un artista, lejos de los ruidos de la ciudad. La había convertido en un templo donde pasaba días y días dando a luz aquellas obras inmortales que pasearon por medio mundo de triunfo en triunfo, y aún continuarán en los programas de concierto con la frescura de entonces. Manolo mismo, en sus declaraciones publicadas en la revista Excelsior en 1925, reconocía lo que para él significaba Granada: -Granada es mi lugar de trabajo,-dijo- pero yo viajo demasiado desgraciadamente, y viajando pierdo el tiempo. En aquel carmen fue a encerrarse Manolo con su hermana María del Carmen. Ésta continuaba soltera. Aunque pensó, en alguna ocasión, hacerse religiosa salesa, no llegó a llevarlo a cabo, y nunca dijo los motivos que la hicieron desistir. Con su sonrisa, que irradiaba bondad, hablaba de que era «muy mala para vestir un hábito de monja», mas los que la conociámos, sabíamos muy bien que era sólo un pretexto. Es muy posible que, a pesar de no haber querido confesárselo ni a ella misma, lo cierto es que vió que aún le quedaba por cumplir una hermosa misión al lado de su hermano. Manolo no se encontró solo en su retiro granadino. Tuvo a su lado a María del Carmen, su hermana menor, que le quitó todas las complicaciones domésticas y fue para él una compañera, una ayuda.

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Manuel de Falla fotografiado por su amigo, el fotógrafo granadino Rogelio Robles Pozos en el carmen de la Antequeruela en 1924.

La vida de mi amigo era sumamente metódica. No era hombre que gustaba de muchos cambios, de muchas novedades, de muchas diversiones. Se bastaba él solo. Le bastaba su música. No se levantaba tarde, pero echaba mucho tiempo en arreglarse. Seguramente, su espíritu no estaba a veces en lo que hacía. Aunque él nunca me lo dijo, pienso que tal vez durante la noche oía las armonías que despues, durante el día, llevaba al pentagrama. Por la mañana, daba un paseo bajo las alamedas umbrosas de la Alhambra. Lentamente, sus pies iban recorriendo aquellos caminos, mientras sus oídos escuchaban el ruido cantarillo del agua. Es difícil encontrar un sitio más a propósito para inspirar a un poeta, a un músico o a un pintor. Los sultanes árabes escogieron bien el lugar de su residencia. Esa colina granadina se convirtió en una especie de maravilloso Edén. Manolo se sentía feliz en aquel ambiente tan propicio, y que era como una especie de continuación del pequeño jardín de su casa. En sus paseos solitarios, prepararía el trabajo del día: pensaba y soñaba... Algunas veces se encontraba con alguno de sus amigos y, entonces, su mudo monólogo se convertía en diálogo. Huirían los pájaros de su inspiración para atender amablemente al que llegaba, pues era persona de una educación exquisita. Regresaba a su casa. Se acercaba la hora de almorzar, como decimos los gaditanos, y Manolo disfrutaba de un buen apetito. Mas no era difícil, ni necesitaba de un magnífico cocinero. Le gustaba comer siempre lo mismo. Un plato de sopa, un huevo, y un bistec. Seguía fiel a las costumbres de su ciudad natal, pues recuerdo que, durante años y años, eso era lo que se tomaba en todos los hogares. Lo único que faltaba en su menú era el suculento cocido gaditano, la berza, que ignoro por qué lo suprimía. Después de comer, durante todo el año, dormía la siesta, y al despertarse empezaba a trabajar sin descansar más que breves intervalos para tomar una merienda, y luego para cenar. Antes de escribir se ponía al piano. Sus dedos, ágiles, corrían sobre las teclas y, entonces, se hacía sonido toda la inspiración que bullía en su mente.

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Tocaba y volvía a tocar, y después ponía en orden toda aquella melodía. El pentagrama se llenaba de corcheas, semicorcheas, especie de moscas colocadas sobre sus líneas. Y mientras Manolo escribía con su gran modestia, ignoraba que estaba componiendo una música que llegaría a ser famosa. Nunca presumió de su arte. Me contaba su hermana María del Carmen que, cuando le elogiaban, siempre tenía la misma contestación: -¡Eso es un don de Dios! Nadie como él se sintió instrumento del Divino Hacedor, y procuró con mayor ahínco hacer fructificar los talentos que tan pródigamente le regaló. Por eso, escribía incansablemente y, no pensaba, en obtener una fortuna. Ignoraba lo que era el mercantilismo, y sólo era fiel a una vocación que le había sido trazada desde lo alto. En aquellos tiempos, su arte estaba muy lejos de representar una verdadera riqueza. Como tantos otros, hubo de morir para que sus obras se cotizaran más... No obstante, entonces vivía decorosamente, gracias a su trabajo. No precisaba muchos recursos pues, tanto él, como su hermana María del Carmen, tenían gustos sencillos y les bastaba lo que ganaba para cubrir todas sus necesidades. Y así pasaban los días tranquilos, sin complicaciones. Los domingos solía bajar a la ciudad a oír misa. Un buen amigo, de los muchos que tenía, le enviaba su coche. Lo agradecía, pues las misas en Santa María de la Alhambra eran a una hora temprana y, como ya hemos dicho, tardaba tiempo en hacer su toilette. Los dias festivos los dedicaba al descanso y a recibir a sus amistades. Los hombres subían al sancta sanctorum de Manolo, que era cuarto de estar, despacho, estudio y donde, colocado en un sitio de honor, estaba su piano. Las señoras se quedaban en el piso bajo, de tertulia con María del Carmen, pues tenía dos la casita, y así, pasaban agradablemente la tarde. Sólo se reunían cuando el que consideraban como maestro se ponía al piano. Para ellos, serían probablemente las primicias de sus obras, y aquel pequeño grupo de hombres y mujeres

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eran una avanzada del público que después llenaría los grandes coliseos, las salas de concierto. Allí resonarían tal vez los primeros compases de su Atlántida, que fue el sueño de su vida, de El retablo de Maese Pedro y de otras composiciones. Tocaba para sus amigos y para él en aquellas tardes dominicales, agradable solaz para el artista y para todos los que tenían la suerte de escucharle. * Una vez que fui a ver a Manolo, recuerdo que no sé cómo, en el curso de la conversación se lamentó de la humedad de su casita. -Tendríamos que poner un zócalo de azulejos, pero eso es algo muy costoso. Sin embargo, hay que pensar qué hacemos. -Podrías ponerle un zócalo con esteras -le propuse - como he visto en alguna parte, pues también son buenas para evitar la humedad y no resultan costosas. ¿Por qué no probáis? Sé que siguieron mi consejo y, años más tarde, me contaba María del Carmen que buscaron en un anticuario unos clavos grandes, cómo los de las puertas de las iglesias, y quedó perfectamente. De una manera muy sencilla se había resuelto un problema, y la habitación quedó muy bonita. * En una ocasión, una hermana mia visitó a Manolo en su carmen granadino, acompañada de su marido y de su hija. Hablaron del concierto que daban aquella noche en el Palacio de Carlos V y en el cual se iba a estrenar una obra moderna que, creo recordar, era de Ravel. Mi hermana le preguntó a Manolo si pensaba asistir. -No me interesa oírla, pues la conozco ya -le contestó. -¿Dónde la has oído?- preguntó mi hermana. -No la he oído -indicó Manolo- pero la he leído, y con eso me basta.

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Aquellas palabras impresionaron a mi familiares, y se llenaron de asombro cuando aquella noche escucharon la obra, que encontraron oscurísima y dificilísima de interpretar y entender. Y sin embargo, para Manolo, el jeroglífico era sencillísimo de descifrar, y le bastó ver la partitura para escuchar, allá adentro, las armonías, que pienso no le resultarían muy admirables, cuando no sintió la tentación de desplazarse al Palacio de Carlos V para oírlas, interpretadas por una buena orquesta. Manolo no dejaba de salir temporalmente de su retiro, reclamado por algún empresario para dar conciertos. Generalmente, solía ir una vez al año a Madrid pero, apenas cumplía sus compromisos, volvía a Granada para seguir escribiendo. En cartas suyas que guardo en mi archivo, me anuncia sus frecuentes salidas para París, Londres o cualquier otro lugar con el objeto de dar recitales de música. De uno de ellos se conserva una anécdota. Un famoso violinista le pidió que le acompañara, y Manolo, siempre presto a complacer a sus amistades, accedió a sus deseos. Tuvieron varias actuaciones, y una, en el Palacio Real, donde Manolo tocó como acostumbraba, maravillosamente. La Reina Cristina disfrutó mucho oyendo a aquellos dos admirables artistas, pero hubo algo que le sorprendió y se lo dijo sencillamente a Manolo. -Lo que más me asombra es como mueve los pedales. ¡Es algo maravilloso! Y así era en efecto. No fue sólo la Reina Cristina quien elogió la forma de manejar los pedales. Era una de las características que destacaban en Manolo, que tocaba de una manera prodigiosa. La vida transcurría tranquila, mas un día, Manolo, en su carmen, tuvo un accidente que dejó rastro en su existencia. Acababa de comer y subió a sus habitaciones para enjuagarse la boca. Era un acto corriente, y que parecía imposible que tuviera malas consecuencias. Pero, indudablemente, durante la comida se había desprendido un garfio que tenía en la dentadura y, sin darse cuenta, al enjuagarse se lo tragó.

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Aquello lo desgarró interiormente y le produjo una hemorragia. Acudió el doctor, pero el daño estaba hecho. Sus remedios no pudieron curarle por completo. La salud de Manolo se resintió y, aunque se puso mejor, nunca se encontraba completamente bien. -Aquel garfio -decía más tarde María del Carmen- influyó en su muerte, aunque acaeció muchos años después; pero nunca volvió a estar como antes... ¡Aquel dichoso garfio...!

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XIV ¡MI CHARLA CON MIGUEL CERÓN! Manolo rindió culto a la amistad y allí, en Granada, donde vivió más de veinte años, encontró un grupo de amigos verdaderos. Algunos duermen, como él, el sueño eterno, Aquel Perico Borrajo, Pepe Segura, Luis Aguilera... Otros, en cambio, viven aún y su recuerdo perdura en ellos, y yo he querido conocer detalles de la boca de algunos de los que tuvieron con él mayor intimidad: Don Miguel Cerón. Le vi por vez primera con ocasión de un gran acontecimiento. Vino a Cádiz para asistir al estreno de Atlántida y, entonces, deseé que nos reuniéramos para charlar un rato, mas se me escapó como una anguila. Años más tarde se disculpó por haberse portado conmigo, según sus propias palabras, «como un bellaco». Aquel día- me dice en una de sus cartas- me puse de pésimo humor, después de contemplar el mausoleo que machaca los huesos - ya que no el alma- del que se nos fue para siempre. Pero Don Miguel Cerón, hombre amable si los hay, se ha dejado por fin atrapar por mi, aunque al principio se resistió. Tenía sus motivos, y entre ellos, uno que dijo con toda confianza: -Mi escaso anecdotario sobre Don Manuel, lo han agotado buenos amigos míos, tanto mas cuanto que su vida carece de las peripecias y el pintoresquismo que aureola la de otros artistas. Y porque la suya, tan metódica, sencilla e igual, la vivió hacia dentro, se han escrito tantas majaderías sobre su persona. Mas, sin embargo, Don Miguel tiene la seguridad de que mis memorias serán respetuosas, sobrias y sinceras y por eso, venciendo su natural repugnancia a remover el pasado del amigo querido, se ha prestado a contestar a mis preguntas.

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-¿Cómo conoció Vd. a Falla? - le pregunté. -El Centro Artístico dió a Falla, la primera vez que vino a Granada, una merienda espiritual y espiritosa en el carmen de Puerta Morayta . ¡Allí le vi y ya está! Poco tiempo después, cuando se trasladó definitivamente aquí, me lo encontré una tarde sentado en un poyo del primer paseo de la Alhambra, y acompañado por Ángel Barrios, a quien llamábamos entonces Pico reondo. Me lo presentó. No le llamé maestro, ni le hablé de música. -¿Vas pa arriba? - me dijo Ángel. -Sí. -Pues te acompañamos. Y llegamos a la casa de Don Manuel, de donde no salí hasta después de haber cenado. Vaya usted a saber el porqué de estas amistades. -¿Cual fue la parte principal que tuvo Falla en el Concurso de Cante Jondo? - inquirí. -¿Le parece poco el haberlo apoyado con el gran prestigio de su nombre? Indudablemente, Falla sentía mucho entusiasmo por el cante jondo y eso le llevó a organizar aquel magno festival que ha quedado en la historia. Calla. Su modestia le impide decir la parte tan importante que a él le cupo. Manolo era un genio, pero su timidez asombrosa le inhabilitaba para tocar el bombo y los platillos. Necesitaba de alguien, y ese fue Don Miguel, y éste, para evitar tal vez más preguntas sobre ese tema, empieza a contarme otros detalles. -En los dos meses que precedieron a la celebración del Concurso, nos dedicamos a la búsqueda de cantaores no profesionales. A decir verdad, ese nos es improcedente, porque el buscador era Don Manuel Jofré, genial guitarrista amateur y gran amigo mío. El nos los fue presentando uno a uno, después de sacar de sus ocultas madrigueras a aquellos seres taciturnos y raros (Ninguno quiso tomar parte en el Concurso). También era él quien, en las reuniones que a tal fin celebrábamos, acompañaba con su guitarra a éste o aquél cantaor. En sucesivos días fueron desfilando, un matutero retirado, cuyo nombre olvidé, Paquillo, el del Gaz, gran seguiriyero, y tío de Frasquito Yerbagüena, inventor de la media granadina y algunos más, Hace una pausa, y no me atrevo a interrumpirle; luego continúa. -Una noche, oíamos cantar soleares a un viejo sombrerero de tula y plancha, y algo sordo, que se llamaba Crespo. Debo subrayar, para que se entienda lo que sigue, que irradiaba su persona tal halo de bondad, de hombría de bien y nobleza, que

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toda sospecha de mixtificación no hubiera podido concebirla más que un memo. Tal vez contribuyera su sordera a la impresión que nos causaba. La expresión de ausencia y lejanía, proverbial de los sordos, punteaba el diálogo con grandes pausas. Como siempre, estábamos reunidos sólo cuatro o cinco amigos. Entre ellos, uno - que entonces lo era de todos nosotros y de Falla también, catedrático y ministro luegose le ocurrió hacer una ingenua pregunta a Crespo, en el intervalo de uno de aquellos silencios: - ¿En qué piensa usted cuando canta? Y fue, la respuesta, digna de perpetuarse en bronces. «Mujeres... penas... Cuando se me murió mi hijo... que era lo único... que me quedaba en el mundo... mi compadre Gálvez... y yo... cantamos por siguiriyas». Y cuando se extinguió el eco de sus últimas palabras, Falla, que le había escuchado, pálido, inmóvil, con semblante de piedra, en el que sólo sus ojos brillaban como acero, inclinó la cabeza y santiguóse con asombro... Tras un larguísimo silencio nos despedimos unos de otros... y nos separamos pensativos. -¿Quedó contento Manolo con el Concurso? Era persona muy exigente - comento. -A decir verdad -contesta Don Miguel - el Concurso en sí no resolvió gran cosa, desde el punto de vista de sus fines, ni desde el ángulo del arte puro. Poquísimos se dieron cuenta de ello. Y menos, todavía, los grandes críticos, artistas y escritores venidos de todas partes a la llamada prestigiosa de Falla. Aquellos ilustres extranjeros parecían enajenados y auténticamente llenos de asombro ante tanta belleza y exotismo. Don Manuel, entre tanto, se limitaba a sonreír... la procesión andaba por dentro. Al único cantaor puro, el viejo Bermúdez, me lo emborracharon los malasangres de los otros concursantes, antes de comenzar su actuación. Cuando empezó a cantar aquellas maravillosas soleares del Silverio, «Correo de Velez»... «Como el correo de Velez»... Y otra vez «Como el correo de Velez... » Y así, repitiéndose, no sé cuantas veces, sin salir del primer tercio. Pero, como nadie entiende de cante jondo, le aplaudieron a rabiar. -Me figuro que obtendría un premio el viejo Bermúdez -indiqué. -Entonces era conocido por El Tenazas y ahora le llaman Dieguito el de Morón. Con los cuatro cuartos del premio que ganó (en el año 1922, eran dinero) se dedicó a vivir a lo príncipe, hospedándose en la Posada de las Tablas. Allí permaneció unos meses en espera de que la firma Odeón decidiera pagarle por la grabación de sus discos algunas pesetillas, que Falla y yo le estábamos gestionando. En el entretanto, subía todas las tardes a mi estudio (por aquellos tiempos me dió por la escultura) y mientras yo modelaba, él, de vez en cuando, se arrancaba a cantar. Era El

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Tenazas (que Dios tenga en su gloria) bajito y enjuto de cuerpo, con cara de pocos amigos y más serio que un ajo. Le quedaba un solo pulmón, porque el otro, allá en su juventud se lo partieron de una «puñalá». En fin, que en lo tocante a físico y con ochenta años a cuestas, era la contrafigura de Don Juan. Pues bien, una tarde, mientras contemplaba en silencio, como yo andaba a vueltas con el barro, empezó a decirme, tímidamente y a media voz: «Me he salío de la Posá... y he alquilao en el Realejo un cuarto... porque me he juntao con una mujer. Ante mi gesto de estupor añadió: "No, No, Ná... Es pa que me avíe el puchero". Unos días después conté esto a Falla, y aún recuerdo como se reía. Con aquella risa suya que apenas hacía ruido pero, que en el tímpano de mi espíritu resonaba como una catarata. ¡Para que digan que estaba siempre obsesionado con el morire habemus! ¡Como si la alegría no fuera un regalo de Dios! Aquella salida del viejo cantaor me hizo a mi también mucha gracia y tuve que tardar un rato antes de hacer una nueva pregunta a Don Miguel. Por fin, volví a interrogarle. -Me han dicho que un grupo de los amigos de Manolo se dedicaba a hacer representaciones teatrales para entretenerse. ¿Dónde las hacían? ¿Quiénes eran los improvisados actores? -Le han informado a usted mal sobre eso de represetaciones teatrales. Lo siento. Lo único fue lo que Federico García Lorca se inventó: Los títeres de Cachiporra, especie de guiñol primitivo o, hablando con más exactitud, lo que el buen pueblo -y yo también- llamábamos el Cristobica. Las funciones se daban en la casa dónde vivía con sus padres, Lorca, en la acera del Casino. El escribía las farsas con el enorme ingenio que siempre tuvo; imitaba con gracia inimitable las distintas voces: gangosas, chillonas o broncas, y le ayudaban a mover los hilos de los fantoches, su hermano Paco y su hermana Concha. ¡Quién sabe si entonces concibió Falla la idea de El Retablo de Maese Pedro -¿Eran entonces amigos García Lorca y Manolo? -Sí, aunque Federico era mucho más joven que Falla. Entonces Federico no se había dado a conocer todavía y su nombre sonaba sólo entre amigos. Falla, aunque nunca mostraba gran entusiasmo por nadie, intuyó el genio de Lorca y juntos trabajaron en el montaje de algunas piececillas de guiñol. Una vez, Federico concibió la idea de alquilar unos murguistas:; músicos callejeros que existían entonces en Granada y se dedicaban a echar serenatas las vísperas de las onomásticas a los

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notables de la ciudad. Pues bien, con ellos, una noche, el 31 de diciembre, pensamos darle una serenata a Falla en la madrugada del día de su santo. Dicho y hecho. Mientras unos se lanzaban a la búsqueda de los murguistas (corneta, bombardino, trompeta y trombón), Federico preparaba las partichelas sobre el papel de cartas del café donde estábamos. Nuevamente reunidos y después de un brevísimo ensayo, nos trasladamos a la Antequeruela... Todos nos acercamos en silencio, andando de puntillas. De pronto aquellos cobres abollados estallaron en indescriptible explosión de aullidos y berridos infernales que Federico dirigía con un bastón bajo el frío glacial de las estrellas. Falla nos dijo después que había sido la interpretación más genial e impresionante de La danza del Fuego que había escuchado en su vida. -Tenían ustedes buen humor - comento, divertido de aquellas ocurrencias - y también lo tenía Manolo, cuando soportaba esas bromas-. Y después de unos momentos de silencio, me atrevo a preguntar de nuevo: -¿No podría contarme una última anécdota de la vida de mi amigo? -Llevaba Falla varios días en Sevilla cuando llegué para asistir al estreno de El Retablo de Maese Pedro. No estuvimos juntos aquella tarde más que un momento. Cuando por la noche, después de la audición, salí del teatro, -sin intentar verle- me dediqué a divagar por las solitarias y silenciosas calles de Sevilla, y así, me estuve hasta el alba. Como había salido de Granada muy temprano y estaba cansado, decidí meterme en la cama. Pero cuando empezaba a coger el sueño, oí con sobresalto un ruido extraño. En el cuarto contiguo, separado por una puerta de tiritaña, habían encendido la luz. Y entonces percibí claramente el chucu-chucu del vecino, que se estaba cepillando los dientes, o se los estaba haciendo polvo, según lo que sonaba. Luego del restregamiento, le tocó el turno a la garganta, glú-glú, y vengan, uno tras otro, interminables gargarismos. Ya duraba una hora el concierto, cuando le llegó el turno a la nariz. Sorbetones, resoplidos y estornudos. Todo aquello no me hubiera impedido dormir, tan cansado estaba, a no ser porque, cada dos o tres minutos, volvía a despabilarme el estruendo que producía cada buche de agua, al precipitarse sobre el fondo de una cubeta de latón. -¿Quién podría ser ese vecino?- le pregunté. Y don Miguel, me contestó sonriente: -Lo que menos podía imaginarme es que fuera Falla quien hiciera aquellos ruidos y a aquellas horas. Por entonces no conocía yo su estrafalario repertorio sobre reglas de higiene.

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Después de una pausa continuó -Apenas me quedé dormido, vinieron a despertarme, porque Falla me estaba esperando para desayunar. En lugar de felicitarle por el éxito de la noche anterior, comencé a despotricar y todas las personas que estaban reunidas con Falla, unánimemente, me daban la razón. Lo que dije, no lo recuerdo exactamente, pero sí haber llamado al de las gárgaras «ese tío imbécil». Cuando terminé la perorata, con el aplauso de la concurrencia, Falla, que estaba de buenísimo humor, retozándole la alegría en los ojos, empuñando como una batuta un canuto de tejeringos (que mandó traer, porque sabia me gustaban mucho) terminó el acto con estas palabras: «Bueno, querido Miguel, perdóneme usted, porque ese tío imbécil que no le dejó dormir, soy yo». Y, ante la confusión de los reunidos, introdujo seguidamente el tejeringo en el café con leche. Mis carcajadas ponen un colofón a la graciosa anécdota, en la que aparece toda la bondad de mi querido Manolo. Don Miguel Cerón me ha hecho un gran favor haciéndome conocer detalles de su vida, y le doy las gracias efusivamente. Tuvo la suerte de ser amigo de Manolo y de conocer palmo a palmo su vida durante los años que habitó en Granada; pero también creo que Manolo tuvo una gran suerte con encontrarle a él, porque quién halla un buen amigo encuentra un tesoro, y Don Miguel me hace el efecto que es oro de ley.

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XV JOSÉ SEGURA Y SUS HIJAS Manolo solía escribir sus cartas a mano, mas llegó un momento en que su correspondencia y sus asuntos profesionales habían aumentado tanto, que hicieron necesario buscar alguien que le ayudara y desempeñara el cargo de secretario. No le fue difícil; uno de sus buenos amigos, de los muchos que tenía en Granada, se prestó a ello. Se trataba de Don José Segura, catedrático de la universidad de aquella ciudad. A tout seigneur, tout honneur se podría decir. Tal vez, desde entonces, empezaron a llegarme sus cartas escritas a máquina, aunque ignoro si él sería quien lo hiciera, mas no lo creo, aunque a mi no me dijo nada. Sin embargo, sé que a su buen amigo Miguel Cerón, cuando en los últimos años de su estancia en Granada, le escribía, siempre empezaba la carta con la siguiente frase sacramental: «Perdone usted la maquinaria». Manolo simpatizó, desde el primer momento, con la familia de su secretario, y si bien no salía mucho de su casa, y menos a comer con otras personas, hacía algunas veces una excepción; en esas ocasiones, mi amigo no iba nunca solo, pues le acompañaba su hermana María del Carmen. Los dos hermanos pasaban unas horas agradables en el hogar de Don José Segura cuando se les invitaba. Era la mujer de su secretario Carmen Morales, una distinguida dama granadina que sabía hacer bien las cosas; pero también sabía que no podía tirar la casa por la ventana cuando iban los Falla; les hubiera disgustado profundamente y, por eso, evitaba poner manjares que fueran costosos y elegía platos sencillos. En lo que había de poner un gran cuidado era en que todo estuviera reluciente de limpio,porque Manolo era muy aprensivo y escrupuloso.

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Mi amigo tomaba poca parte en la conversación cuando se tocaban esos temas superficiales, tan frecuentes entre mujeres, mas cuando se trataba de asuntos serios se desataba su lengua y resultaba francamente ameno. Se encontraba feliz cuando estaba entre amigos, y la familia Segura era muy querida para él. En general, era cariñoso con los niños, pero con los hijos de aquel matrimonio, lo era en extremo y tomaba todo lo que les sucedía como propio. Aceptó ser padrino de uno de ellos, que recibió el nombre de Manolo, y aquel chiquillo, cuando fue ya hombre, eligió la «mejor parte» según la frase del Evangelio, entrando en la Compañía de Jesús y hoy es, Provincial del Paraguay. Las hijas del secretario de Manolo, Rita y Concha, desde muy pequeñas, pasaban largos ratos en el carmen y ayudaban a María del Carmen en muchas ocasiones, pues solía padecer crisis doméstica. A pesar de la bondad de los habitantes de aquel hogar, rara vez tenían el servicio completo, quizás por el aislamiento en que vivían o por el horarío tardío de sus comidas, especialmente de noche, en que lo hacían a horas avanzadas. Es verdad que les visitaban algunos amigos que nunca tenían prisa por irse, y se prolongaban aquellas veladas. El resultado era que María del Carmen llevaba en muchas ocasiones el peso de la casa, y agradecía a aquellas chiquillas amables que le descargaran un poco de su tarea. Muchas veces, alguna de ellas era quien llevaba a la habitación de Manolo su merienda pero, además de esta ayuda que prestaban a María del Carmen, hacían otros encargos, pues solían ser las distribuidores de aquellas limosnas que tan pródigamente repartía Manolo que, como se sabe, sólo se reservaba lo indispensable para vivir con mucha austeridad. Rita y Concha llevaban a los pobres y a algunas monjitas de clausura todo cuanto les entregaba mi amigo y, por cierto, que las del convento de Santa Catalina obsequiaban a Manolo con unas riquísimas empanadillas. José María Pemán, otro famoso gaditano, tomó una tarde en casa de mi amigo esas empanadillas con una copita de vino dulce, e hizo un comentario. -Aquí se merienda, como en Cádiz, en 1800.

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Manuel de Falla con José María Pemán en Granada el 28 de septiembre de 1937.

Manolo era muy hospitalario y procuraba atender a los que llegaban a visitarle. En una ocasión se le presentó la princesa de Polignac. Tal vez quería hablar con él de El Retablo de Maese Pedro, que más tarde se estrenó en su palacio de París, ya que fue escrito, precisamente, por encargo de ella. Manolo que no tenía noticias de aquella visita, dejándose llevar de su amabilidad, sin consultar con María del Carmen, la invitó a que se quedara a comer. Su hermana se apuró; de haberlo sabido con anticipación, hubiera preparado una comida mejor, pues la que había era bastante sencilla: patatas guisadas y un plato de carne. Creo, que en su interior, deseó que la Princesa rehusara, mas ésta no dudó en aceptar la invitación y, seguramente, aquellas «patatas viudas» le supieron mejor que los delicados manjares que comiera en su residencia de París, por el hecho de tomarlas en compañía del insigne maestro, al que admiraba tanto. Pero no siempre llegaban visitantes de categoría al carmen granadino; los pobres conocían muy bien el camino que a él conducía, y sabían que serían atendidos. En una ocasión, llegó un hombre quejándose de dolor de cabeza, y el propio Manolo, dejando sus tareas, bajó a ocuparse de él, y después de hacerle sentar, no se contentó con darle una limosna; hizo algo más: Le entregó una tableta de aspirina para que se aliviara de su dolor, explicándole cómo le sentaría mejor. - Conviene no tomarla con el estómago vacío -le aconsejó- y con un poco de limón. Y así, con unos y con otros, con infinita paciencia. Para todos tenía una buena palabra, y siempre estaba presto a dar su ayuda a los que acudían a él. Una vez, a uno, que le admiraba mucho, se le ocurrió decir: -Quién tuviera veinte duros para no tener necesidad de trabajar, y poder vivir al lado de usted. Mas Manolo aprovechó la coyuntura para darle una lección. -Por mucho que se tenga, siempre es preciso trabajar, si no para uno, para los demás. Y allí, en su carmen granadino, vivía en un ambiente austero como si fuera un monje. Pero, aunque todo era sencillo, había en lo que le rodeaba una gran distin-

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ción, y es que según frase suya: "Hay que tener mucho cuidado con el mal gusto que es la fuente de los pecados ocultos" En las noches veraniegas, solía sentarse en un banco, en aquel jardín, que era como un balcón abierto sobre la vega. Un farol colocado en la estrecha calleja, sobre el muro del carmen, le daba de lleno en la cara, y María del Carmen, para evitarle esa molestia, le hizo una pantalla. Y sus amigos, cuando algunas noches iban a visitarle, decían al acercarse: -¡Ya está allí la luz verde! * Un día, Rita y Concha fueron encargadas de una delicada misión por parte de Manolo. Los chiquillos del colegio de Ave María se dedicaban a ensayar sus instrumentos musicales a las once de la mañana. Los agudos sonidos de las trompetas llegaban hasta el carmen, y Manolo no podía trabajar. Al principio procuró tener paciencia, mas todo tiene un término en este mundo y también su paciencia se agotó. -Agradeceré que vayáis a ver al Padre Manjón -dijo a las chicas- y le pidais, de mi parte, que sus alumnos no toquen la trompeta a esa hora -y subrayó este ruego con una frase que usaba mucho. -¡Eso es diabólico! El encargo se cumplió, y mi amigo tuvo la satisfacción de no verse molestado por aquel improvisado concierto que atacaba sus nervios y le impedía componer. Otra vez, cuando las chicas ya eran mayores, surgió otro conflicto, La compañía de electricidad puso un cable que cortaba la vista del maravilloso paisaje que se contemplaba desde su carmen. Manolo era muy sensible, y cualquier cosa constituía para él un serio problema. Aquel cable lo fue efectivamente, pues el director, al que acudieron, no se mostró al principio muy conforme en complacerle; era necesario para el servicio. Mas, aunque no accediera inmediatamente, los deseos de mi buen amigo Manolo llegaron un día a verse cumplidos, y su vista no tropezó con aquel antiestético obstáculo que afeaba aquel paisaje que tanto gozara al contemplarle. *

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De izquierda a derecha: Antonio Luna, Manuel de Falla, Federico García Lorca y José Segura durante una excursión por la provincia de Granada en 1923.

Rita y Concha recuerdan aún que, cuando eran pequeñas y Manolo iba a su casa, les pedía que le cantaran coplas populares: aquellos aires de nana, aquellos villancicos que les habían enseñado sus tatas, mujeres pueblierinas. Tal vez buscaba en ellos fuentes de inspiración. Y Manolo, que tenía en su casa dos magníficos Pleyel, se sentaba ante el piano que había en el cuarto de los niños, en pésimas condiciones y no desdeñaba acompañarlos en sus cánticos. Por cierto, que como dato curioso, diremos que la Casa Pleyel había contraído la obligación de suministrar a mi amigo con un par de sus mejores pianos, y cada dos años los cambiaba por otros; mas no se crea que todo era desinterés en ese rasgo, ya que luego aprovechaba la ocasión para venderlos a buen precio, por haber sido tocados por las manos del que ya era considerado en el mundo como un genio musical. * Si bien es cierto que hubo momentos en que Manolo ganaba mucho, siempre vivió, como ya he indicado, con gran austeridad y su habitación tenía más bien el aspecto de una celda de monje. Una vez, estando en su casita granadina, enfermó y se creyó conveniente llamar a una monjita para que le velara. La religiosa era joven y no tenía suficiente experiencia, y llena de ingenuidad, al ver su cuarto, hizo un comentario. -Están aquí de paso, ¿verdad? Y, Manolo, sin inmutarse, le contestó: -Sí, Hermana, de paso para la eternidad. Es indudable que el pensamiento de la otra vida presidía su existencia, y por eso procuró prepararse a lo largo de ella, para estar siempre dispuesto a abandonarla. Los éxitos mundanos le dejaban indiferentes. De ello podía hablar su secretario granadino, que le acompañó a alguno de aquellos viajes triunfales que realizaba. Hizo uno por Italia, en el cual supo de éxitos apoteósicos, y cuando le ovacionaban y felicitaban, decía a su secretario en voz baja, con su fina ironía gaditana:

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-¡El burro cargado de milagros! ¡Vámonos!... !Vámonos!... Y procuraba quitarse de enmedio en cuanto podía, pues los aplausos y halagos no eran de su agrado; ¡Tan grande era su modestia! Su religiosidad, que siempre fue grande, parecía que crecía con su arte, y daba una importancia inmensa al cumplimiento del precepto dominical de oír la santa misa. La víspera por la tarde, como preparación, no recibía, ni hablaba con nadie; y para que fuera mayor su devoción, evitaba las iglesias donde los cánticos, no siempre afinados, le distraían. Mas, cuando algo le molestaba, no se enfadaba, ni protestaba. Tenía una frase que repetía siempre: -¡Paciencia!... ¡Adelante!... ¡Adelante!... Y sonriente, recibía lo bueno y lo malo con humor inalterable, como venido de la mano de Dios. José Segura, el que fue su secretario y su amigo, pasó a mejor vida, pero los suyos y aquellas chiquillas, Rita y Concha, -ya madres de familia- -no olvidan nunca los tiempos de su infancia y juventud, cuando visitaban y trataban al querido y admirado maestro.

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XVI CONCURSO DE CANTE JONDO EN GRANADA Recuerdo que desde muy pequeño sentía Manolo un gran entusiasmo por el cante jondo: esa manifestación del arte musical, nacida del alma del pueblo. En éste buscó su fuente de inspiración y lo estudió con cariño. Cuando se reveló su talento como compositor, intentó llevar al pentagrama aquellas armonías, aquellos sones, que tanto le gustaban. En algunas ocasiones, hablaba y discutía sobre el cante jondo. Decía de él: -Es un arte que tan sólo los artistas deben investigarlo. Hagámoslo, pues, los músicos. Temía que, al correr del tiempo, fuera cayendo en olvido, pues sabia que cada vez era más escaso el número de profesionales que se dedicaban al puro y auténtico cante jondo. Creía que era preciso hacer algo para que fuera más conocido, más comprendido y divulgado, pues de seguir así sospechaba que llegaría a perderse lo que consideraba un enigmático tesoro, cuyas raices milenarias se hundían en un remoto pasado. Refiriéndose al Cante Jondo, escribía: "Este tesoro de belleza, el canto puro andaluz, no sólo amenaza ruina, sino que está a punto de desaparecer. Y aún sucede algo peor, y es que, exceptuando algún raro cantaor en ejercicio y unos pocos ex cantaores ya faltos de medios de expresión, el canto grave, hierático, de ayer, ha degenerado en el ridículo flamenquismo de hoy."

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Y eso creía y temía, y por eso Manolo pensó que sería muy interesante organizar un concurso de cante jondo en Granada. ¿Dónde mejor? En sus cuevas del Sacromonte; los gitanos seguían bailando y cantando, entre la cal blanqueada de sus muros y cacharros de cobre, danzas influenciadas por otros pueblos que habían pasado por allí. Granada era un magnífico escenario y, poco a poco, fue entusiasmándose con la idea de que el concurso llegara a ser una realidad. Un día, habló de aquella inquietud, que llevaba muy dentro de su ser, con su íntimo amigo, don Miguel Cerón. ¿Qué se dijeron en aquella ocasión? Lo ignoro, pero sí supe posteriormente que Cerón compartió los puntos de vista de Manolo. Ambos hablaron del proyecto y se entusiasmaron, No se les ocultaban las dificultades que aquello significaba y los muchos obstáculos que habrían de vencer. No sé si Manolo se hubiera lanzado solo a la empresa que tanto le atraía, mas encontró un estupendo colaborador en su amigo Don Miguel Cerón que se le ofreció incondicionalmente. Lo interesante era buscar personas dispuestas a ayudarles, y una de las primeras a la que habló Manolo fue al poeta Federico García Lorca. -Se van perdiendo muchos valores artísticos -se lamentó- y una buena manera de descubrir los que aún quedan sería la realización de un concurso de cante jondo. García Lorca estuvo también por completo conforme con su idea, y como primer paso, en aquel camino que se proponían recorrer, escribíó el poeta un texto, que tituló El Cante Jondo, Primitivo canto andaluz, que fue leído una noche en el Centro Artístico. Aquello, podríamos decir que fue una especie de Pregón del Concurso de Cante Jondo, pues no quedó sólo dentro de los muros de aquel centro, sino que se esparció a los cuatro vientos. Fue recogido por revistas y diarios. El primer paso estaba ya dado, y la noticia de aquel concurso, que tendría por marco la Ciudad de los Cármenes, fue acogido con gran ilusión por todos los entusiastas del cante jondo.

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Mientras, los organizadores trabajaban incansables. Aquel trío que inició las tareas vino a convertirse en quinteto, pues otras dos personalidades artísticas se sumaron a ellos. Andrés Segovia, el mago de la guitarra y el también guitarrista Manuel Jofré. Mas el anuncio del Concurso, no despertó en todos los ambientes el mismo entusiasmo, pues hay personas que sólo al oir pronunciar la palabra cante jondo, tuercen el gesto y aún se atreven a decir con suficiencia, como quién está en posesión de la verdad: -¡Eso ya pasó! Ya sólo se conserva como una atracción turística. Los profanos, en aquello que Manolo y muchos otros consideran un verdadero arte, confunden lastimosamente el cante jondo con otros cantes flamencos, que la mayor parte de las veces tienen poco de tales, aunque son indispensables en esas juergas, en que se baila con trajes de volantes, al son de castañuelas y de guitarras; mientras el dorado vino hace brillar las copas, Los detractores del cante jondo están lejos de sentir inquietud por su posible desaparición, lo que sucedería cuando no hubiese auténticos cantaores que lo trasmitieran de generación en generación y de garganta a garganta. Pero mientras el anuncio del Concurso de Cante Jondo era acogido por unos, tal vez los menos, con entusiasmo, y por otros con completa indiferencia, sus organizadores no se daban tregua, ni reposo. El Ayuntamiento, convencido de la importancia que tenía para la ciudad aquel concurso y queriendo ayudar a los grandes gastos que originaba, otorgó una subvención y concedió un Premio de Honor. El pintor granadino, Don José Rodríguez Acosta que a su fallecimiento donó a Granada su poético carmen, especie de museo, otorgó en aquella ocasión otro premio al mejor guitarrista que se presentara en aquel concurso, y así, otras entidades y particulares fueron concediendo otros premios. Los organizadores prepararon todo muy cuidadosamente, sin dejar olvidado el menor detalle. Escogieron para celebrarlo, un sitio ideal: la Plaza de los Algibes de la Alhambra. Allí, desde su cubo, se disfruta de una vista maravillosa, pues es como un balcón que se abre sobre un paisaje de ensueño.

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Les pareció que la época mejor sería aquella que coincidiese con las festividades del Corpus que atraen a la ciudad miles de forasteros. En las noches del 13 y del 14 de Junio del año 1922, verdaderamente maravillosas, tuvo lugar la celebración de aquel Concurso de Cante Jondo, con tanto cariño preparado, y gracias a la ayuda valiosa de hombres entusiastas, y especialmente de mi amigo Manolo, su iniciador y alma, los sueños se convirtieron en realidad. En el corazón de la Alhambra se congregaron cientos de personas deseosas de escuchar a los cantaores y guitarristas que iban a presentarse con un bagaje de «cantes» que habían tenido su cuna en nuestra Andalucía: Jerez, Málaga, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Granada... Se formó un tribunal, compuesto por Pastora Pavón (La Niña de los Peines), Antonio Chacón y Manuel Torre (El Niño de Jerez), que debía dictaminar sobre los cantaores, que fueron acompañados por Ramón Montoya. Los guitarristas también tuvieron sus técnicos: Andrés Segovia, Manuel Jofré y Amalio Cuenca. La Alhambra, iluminada, recibió a sus visitantes llegados de todas las partes del mundo. Músicos, poetas, literatos, se sintieron atraídos por aquel concurso que iba a tener por escenario el Patio de los Algibes. Todo aquél que haya estado en Granada y conozca ese lugar de ensueño, podrá comprender por qué Zuloaga, entusiasta colaborador encargado del exorno de aquel paraje, no tuvo mucho que hacer allí, pues la plazoleta se adornaba a si misma con su inigualable belleza. Un tablado sin pretensiones, ni ridículas alegorías, y una hilera de palcos en la rampa de acceso al Jardín de los Adarves: eso era todo... pero millares de sillas ocupaban la plaza. A la izquierda, el luminoso panel del Albaicín y al fondo, la serena geometría de la Alcazaba con su tres Torres del romance: "Qué silenciosos dormís Torreones de la Alhambra." Pocas luces y menos luminotecnia: unos farolillos sobre el tablado, y arriba, en el cielo de Junio, la luna. En aquella ocasión, el quehacer del pintor Zuloaga consistió en no hacer nada; que era el mejor quehacer.

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Muchas damas y jóvenes se presentaron ataviadas con los pomposos miriñaques del 70, luciendo escotes isabelinos, joyas antiguas y abanicos extraídos de los viejos arcones, y componían una maravillosa estampa de la época. En fin, aquello resultó algo extraordinario y, en medio de un imponente silencio, se fueron oyendo las voces de los «cantaores», mientras las guitarras, con sus rasgueados, las acompañaban. El ganador indiscutible, fue Diego Bermúdez El Tenazas, de Morón, que obtuvo el Premio Zuloaga; pero también fueron premiados los siguientes: El niño de once años Caracol, de Sevilla, con mil pesetas; la niña Carmen Salinas, de Granada; Francisco Gálvez Yerbagüena, también de Granada, y José Soler Niño de Linares, con quinientas pesetas; Antonio Muñoz, de Granada, con trescientas pesetas; Conchita Amaya La Goyita y Conchita Sierra, granadinas, educandas de la anterior, con ciento setenta y cinco pesetas. Los guitarristas ganadores fueron: José Cuellar, de Granada, que obtuvo quinientas pesetas y el Niño de Huelva, doscientas cincuenta. Aquellas noches estivales han dejado un recuerdo imborrable para los que tuvieron la suerte de ser testigos del Concurso de Cante Jondo. Yo no pude asistir, aunque sintiéndolo mucho; obligaciones ineludibles me retenían en Cádiz. Lo seguí con interés. Años más tarde, creo que por el año 1938, estuve visitando a mi amigo Manolo. Entonces no estaba en su carmen de la Alhambra; pasaba una temporada en La Zubia, en una finca propiedad de la familia Borrajo, con la que le unia una gran amistad. Hablamos de diversos temas, pues hacía tiempo que no nos veíamos, y naturalmente no pudo faltar el del Concurso de Cante Jondo, en el que puso tanto de sus entusiasmos. -Esas cosas siempre traen digustos. Hubo discusiones sobre las diversas maneras de cante jondo. Había discrepancias... -Pero, ¿quedaste contento de su resultado?

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-Actuaron los mejores profesionales, mas... llamó la atención un viejecillo que, por cierto, vino desde Puente Genil andando, y cuyos cantares eran los que más recordaban los primitivos. Calló y no me atreví a insistir pero, como le conocía, creí comprender su pensamiento. El Concurso de Cante Jondo no había respondido a las ilusiones que puso en su organización. Esperaba recoger lo que aún quedara del auténtico y puro cante jondo, y hallar a cantaores capaces de continuar trasmitiéndolo en toda su pureza, y temo que quedó defraudado. Mas estoy convencido de que su empeño, y el de todos los que colaboraron con él, no fue vano, y aquel concurso, tarde o temprano dará frutos sazonados...

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Detalle de la caricatura del Concurso de Cante Jondo por Antonio López Sancho,1922.

XVII ORQUESTA BÉTICA Ya he hablado de la batuta de Manolo cuando dirigía a la agrupación de jóvenes del Padre Fedriani y de aquella otra ocasión que debutara en Luxemburgo con rotundo éxito. Pues bien, a pesar de sus triunfos como pianista y compositor, deseaba ante todo ser director de orquesta. Y llegó el día en que alcanzó lo que fue la ilusión y empeño de su vida: dirigir su propia orquesta. Se presentaba la ocasión de fundar en Sevilla con la colaboración del profesor de violoncello, Don Segismundo Romero, un conjunto musical, integrado por valiosos elementos de la capital andaluza que fue puesto bajo la dirección de Ernesto Halffter, discípulo predilecto de Manolo. Las gestiones para su organización tuvieron éxito, y su inauguración oficial tuvo lugar el año 1923, en Sevilla. Se le había puesto el nombre de Orquesta Bética, ya que había sido constituida con profesores de aquella localidad. Esa primera actuación constituyó un clamoroso éxito, pues durante todo el concierto, el público que llenaba el teatro, subrayó con muestras de entusiasmo y nutridos aplausos el acierto de los ejecutantes. Manolo pudo asi, al fin, realizar otra gran ilusión de su existencia: la de crear una orquesta. ¡Su propia orquesta! Hagamos historia. En el año 1923 vino a Cádiz una compañía lírica, al Gran Teatro (todavía no se llamaba de Falla) y en la orquesta figuraba un violoncellista sevillano, Don Segismundo Romero. Dada mi gran afición al violoncello, al oír al señor Romero y advertir que se trataba de un consumado violoncellista, me acerqué a él en el primer entreacto. Luego de saludarle me presenté como muy aficionado a aquel instrumento, y hablando, hablando, me dijo la buena amistad que tenía con Manolo. No fue preciso más para que nos considerásemos, en el acto, como amigos.

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Seguí cultivando esta amistad que me fue muy valiosa, ya que años más tarde Don Segismundo me facilitó toda clase de datos sobre la Orquesta Bética, que debía su origen a nuestro común amigo Manolo. Se habían conocido el Jueves Santo del año 1921, al terminar la interpretación del Miserere de Eslava, en la Catedral de Sevilla; el gran Maestro de Capilla, Don Eduardo Torres, le presentó a Manolo que se encontraba allí con unos amigos de Granada y entre ellos estaba el que después fue su secretario, Don José Segura, catedrático de la Universidad de Granada. Al año siguiente, en el mes de Noviembre, Don Segismundo fue a Granada como violoncelista a la orquesta que había de interpretar La Dolores de Bretón, y que estaba dirigida por Don Enrique Estela, gran músico y gran artista. En cuanto pudo, subió a la Antequeruela (Alhambra) para saludar a Manolo y a su hermana María del Carmen, y estuvieron charlando durante una hora de música. Mi amigo le dijo que estaba dando los últimos toques a la partitura de El Retablo de Maese Pedro, ¡ya estamos en el origen de la Orquesta Bética! -Cuénteme algo sobre ella -ruego a Don Segismundo Romero en la visita que le hice -¡Es muy interesante! -Al indicar a Don Manuel -me dice- que teníamos en Sevilla magníficos instrumentistas, en aquel mismo día me hizo el honor de encargarme de la organización de la orquesta, de los cantantes y del estreno de la versión de concierto de El Retablo de Maese Pedro. Tengo que confesar, con plena autenticidad histórica, la ayuda tan eficaz y desinteresada que en aquella labor, que se me había confiado, me prestó Don Eduardo Torres y la Sociedad Sevillana de Conciertos, que financió todos los gastos del estreno dirigido por Don Manuel, el día 23 de Mayo de 1923, en el Teatro San Fernando de Sevilla. El éxito de la obra fue de apoteosis, y Don Manuel quedó encantado de la calidad de los instrumentistas que habíamos formado la orquesta y, entonces, fue cuando él me sugirió la idea de constituir la Orquesta de Cámara, y reconozco que el empeño me pareció un tantico difícil. Mas Don Manuel me animaba, y por fin, en el mes de septiembre del año siguiente, fui a Granada para trabajar con él en la formación de la orquesta y programas para su presentación. -¿Encontraron muchas dificultades para organizarla? -pregunto. -Al regresar a Sevilla con el formato de la orquesta, di mis primeros pasos por la calle de la amargura, pero también tuve colaboradores magníficos, como el fagotista Antonio Zaragoza, el clarinete don Manuel Navarro y el violinista, que tantos años fue secretario de la orquesta, Vicente García Serantes, mi leal colaborador que

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siempre, con su fina inteligencia, me ayudó a resolver tantísimos problemas necesarios de solventar. -¿Cuántos profesores componían la Orquesta Bética? Unos treinta, que puedo enumerarle: cuatro violines primeros, tres violines segundos, dos violas, dos violoncellos, dos contrabajos, dos flautas, dos clarinetes, dos oboes, dos fagotes, dos trompetas, dos trompas, un timbal, un arpa, un piano-clavicémbalo, un director, un director técnico y un jefe de movimiento. -¿Tenía un reglamento el conjunto?, -continué indagando, pues deseaba conocer todos los detalles. -Naturalmente, y yo lo hice, aunque, con la aprobación de Don Manuel y por voluntad suya, figuró en segundo lugar en el documento fundacional. Por él, aparecíamos como únicos fundadores de la Orquesta Bética, Don Eduardo Torres, Don Manuel de Falla y mi modesta persona. Torres fue el que dirigió todos los ensayos hasta la llegada de Ernesto Halffter que, según propuesta del mismo Don Manuel, iba a ser el director de la Bética. Yo no le conocía, mas como mostró gran interés porque fuera aceptado, quedó nombrado, y en el concierto de presentación se reveló ciertamente como un gran director. Entonces sólo contaba diecisiete años, ¡Don Manuel sabía muy bien lo que recomendaba! -¿Cuándo fue el estreno oficial de la orquesta? -El 11 de Junio del año 1924 se dió el concierto de presentación de la orquesta en el Teatro Llorens, y para dicho acto escribió Don Manuel un folleto para dar a conocer la entidad, que era un escrito genial, como todo lo que él hacía. El éxito fue rotundo, y siguió siéndolo en sucesivos conciertos. El público aplaudía con entusiasmo a la Bética, que todo se lo debía a Falla y a sus componentes. -¿Dirigía algunas veces la orquesta Falla?- le pregunté, pues aunque tenía noticias de ello, quería cerciorarme. -Si, en varias ocasiones. En Valencia, Barcelona, Granada, Cádiz y Sevilla, mas sólo la tercera parte del programa pues su salud no le permitía más. También debo consignar que, debido a la generosidad de Don Juan Gisbert, fue posible la tournée

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de la Orquesta Bética de Cámara por las principales capitales de España, estrenando, en representación, El Retablo de Maese Pedro que Don Manuel dirigió en Sevilla, Valencia y Barcelona. En esta última capital se estrenó Psyché, maravillosa obra de Don Manuel, para voz soprano, arpa, flauta, violín, viola y violoncello. -¿Podría contarme alguna anécdota relacionada con Falla y la Bética? -interrogué. -Uno de los conciertos que nos dirigió Don Manuel fue el que se celebró en el Congreso de Oleicultura, celebrado en Sevilla. Dicho concierto tuvo lugar en el Teatro San Fernando, y, como ya he dicho, lo dirigió Don Manuel a petición mía. Me explicaré: desde la fundación de la orquesta, el problema más agudo que teníamos era el del instrumental de madera y metal, pues los instrumentos que poseían mis compañeros eran anticuados y defectuosos. Entonces decidimos pedir el instrumental a la casa Cuesnon, de París. Naturalmente, había que garantizar el pago de su importe (creo eran unas seis mil pesetas) y esta garantía la firmamos Don Eduardo Torres, director técnico de la orquesta, y yo. Don Eduardo no tenía más solvencia moral que su sotana, y por lo que a mi respecta, sólo contaba con el violoncello. Claro está, que en aquella época esa cantidad era fabulosa para nosotros, y para no vernos envueltos en un proceso por falta de pago, vino el milagro en forma de aceite o, lo que es lo mismo, aquel concierto para el Congreso de Oleicultura por la Orquesta Bética. -¿Se habían salvado, no?- interrogué. -Sí, mas al tratar conmigo el presidente de dicho congreso, puso dos condiciones; la interpretación de El amor brujo, de una parte, y la direcci6n de Don Manuel, de otra... Precio... ¡Seis mil pesetas! Con ello estábamos efectivamente ¡salvados!... si venía Don Manuel a dirigir. Con las seis mil pesetas del concierto pagaríamos a la Casa Cuesnon el importe de los instrumentos. Se lo pedí en carta inolvidable, y vino. Se interpretó un Amor brujo de maravilla y pagamos la factura, y quedó resuelto el problema económico que es, y será siempre, el eterno problema. Calla, y yo comprendo que todo lo referente a la etapa de Manolo en la orquesta ha terminado. Mas deseo saber algo más y le pregunto. -¿Continua usted con la Bética?

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-¡No!- me contesta-. Hace años que me separé definitivamente de la orquesta; causas personales me movieron a ello y, sobre todo, el desamparo económico en que la corporación vivió siempre por parte de los organismos oficiales. -¿Podría decirme algo de su carrera musical? -Mis estudios los cursé en el Conservatorio de Málaga, y, entonces, dirigía aquel Centro Don Eduardo Ocón. Los revalidé en el Conservatorio de Córdoba y, en el mes de Marzo de 1935, hice las oposiciones a la cátedra de violoncello del Conservatorio de Sevilla. Tuve suerte y fui nombrado titular de dicha cátedra, de la que tomé posesión el 20 de Abril de aquel mismo año. -¿Podría decirme de qué clase es su violoncello? -Se compró en París hace aproximadamente cien años y es una buena imitación de Bergonzi. -¿Una última pregunta? -le digo-. ¿No sería indiscreto saber en qué trabaja en la actualidad? -Ya no doy lecciones; sigo estudiando y, además, compongo alguna que otra suite para cuerda. Últimamente he compuesto un Impromptu para piano, tomando como base la cadencia granadina. Y no quiero continuar molestando a Don Segismundo Romero, que amablemente me ha complacido, dándome a conocer algunos detalles muy interesantes por estar relacionados con esa Orquesta Bética a la que mi amigo Manolo dispensó tanto cariño y en la que puso su mayor entusiasmo. Fernando Olivares ha sido uno de los elementos significados de la Orquesta Bética, y posee un extenso archivo, quizás el más extenso de la agrupación. El cree que aún no se ha reconocido la significación e importancia que tuvo este conjunto musical, mas está seguro que con el tiempo se le hará justicia. Cree que uno de los fines principales de la creación de la Bética fue el de difundir por todo el ámbito nacional las obras de Don Manuel de Falla, y nos habla con entusiasmo del estreno de El Retablo de Maese Pedro en el Palau de la Música de Barcelona, al que asistieron Miguel Llovet, Lamote de Griñon, Casta, la viuda del glorioso compositor Albéniz, y otras personalidades. Este éxito ruidoso de la capital

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catalana dió lugar a que, merced a gestiones del Marqués de Polignac, se trasladasen algunos elementos de la orquesta a Londres. Fernando Olivares tuvo amistad con Manolo y conoce detalles de su vida: no ignoraba que tenía por costumbre apartar de la liquidación de los derechos de autor lo indispensable para vivir, y el resto lo dedicaba a limosnas a los pobres, Su salud, a veces, era precaria, por lo que si los ensayos eran demasiado largos, le acometían ligeros vahidos y era necesario sentarle y traerle una taza de café. La muletilla o expresión usual de Manolo, cuando tenía algún contratiempo, era ésta: -Todo viene mal. ¡No hay tiempo que perder! ¡Adelante!

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Manuel de Falla dirigiendo la Orquesta Bética de Cámara, a la izquierda de pie, atiende Ernesto Halffter (Sevilla, 1924).

XVIII PROFETA EN SU TIERRA Cuando en el mes de mayo de 1926, la Orquesta Sinfónica vino a Cádiz a dar un Concierto a la Asociación de Cultura Musical de la que yo era representante, la dirigía, con su personalidad inolvidable, Don Enrique Rabos, que supo llevar a la agrupación de triunfo en triunfo por el mundo. Arbós tenía buenos amigos en Cádiz y, como era lógico, estuvieron pendientes de él durante su estancia en la capital. En una ocasión, en que se hallaban reunidos sus íntimos con él, vino a comentarse la actualidad musical, y el maestro reconoció que Manolo era lo más grande que conocía en música, y que aún el propio Debussy compartía con él esa opinión, pues prescindiendo de los anacrónicos conceptos de un arte nacional y el excesivo patriotismo galo, anteponía Falla a sus compatriotas. Estaba yo presente en esta conversación y escuché estas palabras con la natural satisfacción, pues estaba seguro de la sinceridad del compositor francés, unido a Manolo por lazos de amistad y profesionales. Como es natural, esta opinión tan interesante de uno de los más grandes músicos del país vecino, compartida por Arbós, produjo su natural efecto, acrecentando aún más la figura de Manolo. Y se puso de nuevo sobre el tapete la valía de nuestro ilustre paisano que ya conocíamos a través de la prensa. No se ignoraba que la mayor parte de las naciones se lo disputaban, y que había recorrido medio mundo en tournées pianísticas, de éxito en éxito... Sólo había rehusado ir a los Estados Unidos, a pesar de haber sido invitado varias veces a aquel país. ¿Por qué? ¿Acaso su rectitud exagerada y su carácter extraño y reservado habrían influido en tal determinación?... Ciertamente, en pocos años, gracias a su triunfo resonante de París y a su intensa labor, había entrado Manolo en la actualidad europea y comenzaba a ser solicitado incluso de América del Sur. Todas esas noticias de sus triunfos llegaban a su ciudad natal produciendo verdadero júbilo entre sus amigos y extendiéndose por toda 143

la población orgullosa de su paisano. Pero, a pesar del sentimiento de admiración profunda y unánime de Cádiz, nada se había hecho por mostrar a Manolo que aquí seguíamos sus pasos y estábamos ufanos de contar entre nosotros con un músico de tan excepcionales méritos. Esa fue la razón por la que Don Agustín Blázquez, alcalde de la población entonces, creyera llegada la oportunidad de concretar el sentimiento popular para expresar a Manolo la satisfacción de la ciudad por tenerle entre sus hijos. Y en una ya histórica sesión municipal propuso la idea, que fue aceptada clamorosamente por unanimidad, de rendirle un homenaje. En esa propuesta, recomendaba el alcalde que estuviera a la altura del nombre y prestigio mundial alcanzados por Manolo. Este acuerdo del ayuntamiento, que con evidente acierto venía a darle una satisfacción de su patria chica, fue dado a conocer por el Diario de Cádiz, que aplaudió con entusiasmo la iniciativa, reservando en sus columnas el espacio más adecuado para su comentario. Puesto en marcha el homenaje, con el acuerdo del ayuntamiento y el entusiástico aplauso de la prensa local, se creyó oportuno constituir una comisión que activase la tramitación del asunto, ya que se tenían noticias de que Manolo vendría a finales de año a Cádiz. Formaron parte de esta comisión los más significados elementos culturales de la población, y su tarea fue la de redactar el programa de los actos prohomenaje a Falla. Fue nombrado presidente de la comisión quién lo era, a su vez, del Casino Gaditano, don José María Salazar, y estaba integrada por dos concejales y los señores de Pemán, Quirell, Soto, Biseca, Picardo y Chilía; así como por otros señores que sentimos no recordar. El que escribe estas líneas también tuvo el honor de pertenecer a la misma. Por cierto, que el presidente de la comisión, don José María Salazar era un personaje singular: uno de esos tipos gaditanos que tienen gracejo y personalidad inconfundible. Por ello, aprovechamos esta conyuntura para referir una anécdota original de este ilustre anciano. Se dice de él, entre otras muchas ocurrencias, que un antiguo amigo suyo, al que hacía tiempo que no veía, le dijo al encontrarle: -Pepe, ¡que bien te conservas! No parece que tengas tantos años... A lo que contestó Don José María:

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-¡Es verdad! Dios me ha concedido una salud admirable y hago mi vida completamente normal, sin que los años me obliguen a achicarme... Lo único que me asusta es el peligro amarillo... -¿El peligro amarillo has dicho? -preguntó sorprendido el amigo. -Sí hombre, sí - insistió Salazar, con aplomo. -Pero, ¿qué tienen que ver los habitantes del Celeste Imperio contigo, José María? Y Don José María Salazar aclaró, con esa sonrisa suya tan característica que en él se veía cuando hablaba en broma: -¡Mira! Yo no me he referido a los chinos, sino a esas cáscaras de naranja y plátanos que tiran los chicos por la calle. Ese es el peligro amarillo para mí, y no otros... Claro, que todos los que escuchaban el diálogo rieron y de muy buena gana. Dije, para seguir el hilo de mi narración, que este gaditano singular, de simpatía y gracejo extraordinario, y muy popular en las tertulias del Casino Gaditano e incluso en la población, había sido nombrado presidente de la comisión pro-homenaje a Falla. Indudablemente esta elección, por las condiciones apuntadas, había sido un acierto, ya que Salazar, asistido de aquellas personas de relieve que hemos citado, llevó a cabo con verdadero éxito su difícil gestión, pues Manolo unía a sus relevantes cualidades una modestia franciscana Era muy de temer que éste, de una manera muy cortés -él era de una educación exquisita- rechazara el homenaje. Ya Agustín Blázquez, alcalde de la ciudad, le había anticipado por carta privada la decisión adoptada por la corporación municipal, anunciándole que recibiría la noticia por conducto oficial, rogándole que lo aceptase, pues era muy merecido. Pero dando una vez más, muestras de su gran modestia, Manolo contestó textualmente: -"Si yo no temiera pasar por ingrato a los ojos de ustedes, me permitiría suplicarles que desistieran de todo acto que tuviera carácter de homenaje. De ser posible, que leyeran ustedes en el fondo de mi corazón, verían cuán contrario soy, y, he sido siempre, a toda manifestación que rebase la simple expresión de un afecto cordial, que es lo único que creo merecer y seguramente merezco de ustedes".

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Esa actitud suya me la confirmó en carta fechada el 19 de mayo de 1926, en la que se expresa en los mismos términos y concluye diciendo: "Esto mismo, querido Juan, digo a ustedes para cuando (D. m.) se celebren los conciertos en proyecto, aunque creo inútil asegurarte, así como a Don Francisco Viesca, cuanto de corazón agradezco los deseos de ustedes que tanta bondad y amistad suponen y tanto me honran." Sin embargo, la comisión pro-homenaje no atendió a la súplica de Manolo y, así que se recibió la carta referida, propuso al cabildo que el Gran Teatro de la población llevara el nombre del glorioso compositor y, para testimoniar el acuerdo, se encargó al escultor Juan Cristóbal un busto del maestro que fue instalado en la galería de los palcos principales, delante del de la corporación municipal. Se acordó también, a propuesta de la citada comisión, traer a Cádiz a la Orquesta Bética para que actuara en el Gran Teatro que llevaba ya su nombre, invitándose a dicho recital a todos los críticos musicales de los diarios madrileños. Tal decisión fue un rasgo delicado que se tenía con el ilustre paisano, pues de todo era conocido el entusiasmo que mostraba por una agrupación musical que él mismo fundara con el maestro don Segismundo Romero, eminente músico sevillano, como dijimos en el capítulo anterior. * Estaban ya los trabajos de la comisión muy adelantados y, en líneas generales, trazado el plan del recibimiento que se iba a dispensar a Manolo, mas hubo que aplazar la fecha de esos actos hasta el mes de diciembre de aquel mismo año, pues él tenía necesidad de ir a Sevilla a dirigir su El Retablo de Maese Pedro, no en versión de concierto, como la vez anterior, sino en la suya auténtica, es decir, empleando marionetas. Sin embargo, no era tan hacedero y fácil el manejar esos muñecos de guiñol, como intérpretes de una obra de tal solera literaria e inspiradísima partitura, por lo que Manolo, que era muy meticuloso en todos los ensayos, estaba muy contrariado al ver que apenas se adelantaba . Y llegó, bajo tan desagradables auspicios, el último día del ensayo; mas como horas antes de la representación, los encargados de los muñecos mostraron su torpeza habitual, comenzó Manolo a impacientarse, viendo que a pesar de repetir una

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y otra vez, sus personajes no salían a su gusto. Perdida ya del todo la paciencia, se levantó, y arrojando la batuta lejos de sí, airado, como en aquella ocasión que ensayaba con los improvisados músicos del Padre Fedriani, se dirigió a los profesores diciendo: -Esta noche no hay función. Yo no puedo presentar al público sevillano esto, si no se consigue mover a los muñecos como es preciso. Al oír estas palabras, Don Eduardo Torres, maestro de vapilla de la catedral sevillana, personalidad del mayor prestigio musical de la población, se acercó a Manolo y le dijo: -No se impaciente Don Manuel, ya le ayudaremos a mover estos muñecos como usted quiere. Aquí nos tiene a mi hermano, a su paisano Juan Quirell y a mí, en calidad de voluntarios, para hacernos cargo de las marionetas. Manolo se sonrió, y recibiendo de la mano del primer violín la batuta que recogiera del suelo, reanudó el ensayo, que salió como una seda. Los tres voluntarios, con verdadero sentido musical, comprendieron a su entera satisfacción lo que Manolo quería, terminando el ensayo felizmente, sin otra incidencia que la referida. Gracias a esa colaboración en el estreno, su resultado constituye un verdadero éxito; otro rotundo éxito del genial músico gaditano, que vino a traer a Sevilla toda la gracia y el embrujo de la paleta musical de Cádiz. Toda la prensa se hizo eco del triunfo de nuestro paisano. Y ahora una sencilla anécdota, con salpicaduras de gracia, de un súbdito inglés, para olvidar aquellos apuros e impaciencia de Manolo ante la torpeza de los que manejaban sus marionetas, que tuvieron, al fin, que caer en manos, nada menos, que de un maestro de capilla de la catedral sevillana. Por aquellos días del estreno de El Retablo de Maese Pedro, se celebraba en la capital andaluza su célebre Semana Santa, y un gran critico inglés, que había venido a la ciudad para asistir al estreno de la obra, salió de su hotel con Manolo y unos amigos para visitar los templos donde se hallaban las imágenes que habrían de desfilar procesionalmente. Como el paseo se prolongase hasta bien entrada la madrugada, pues nuestro huésped estaba verdaderamente entusiasmado con el colorido ambiente, belleza y lujo de las imágenes, hubo un momento en que todos sintieron la necesidad de tomar

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un bocado para reparar las fuerzas, y entra- entraron en el primer bar que encontraron a su paso. Mas al preguntar qué podían comer, les dijo el camarero que, dada la hora avanzada, apenas quedaba nada, sólo unos bocadillos de jamón, carne y mariscos. Y entonces se escuchó la voz de Falla que advertía: -Señores, ¡que es Viernes Santo! ¡Tableau! Al oír esto, se miraron unos a otros, sin decidirse a pedir el tentador bocadillo. Pero Mister Trenth, que era protestante, replicó: -Don Manuel, le aplaudo el gesto, pues así somos en nuestro país. La religión hay que practicarla, y se ve que usted la practica, pero como a mí, la mía no me lo prohíbe, voy a pedir ese bocadillo para calmar un poco el hambre que tengo. Y este sencillo incidente nos muestra una vez más el carácter de Manolo y los perfiles de su gigantesca figura; en él se daba la feliz coincidencia de una profunda catolicidad y un genio musical extraordinario, insuperable. Ninguna de esas dos cualidades maravillosas podían vivir separadas en él, pues por ellas, era sencillamente Don Manuel de Falla. Manolo, ni aún escuchando los ecos de sus últimos compases, que arrancaban tempestades de aplausos, olvidaba el santo temor de Dios.

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Falla en la época de El amor brujo (c a. 1915)

XIX ACADEMIAS MUSICALES GADITANAS Existía en Cádiz, allá por los años del 69 al 72 (no recuerdo la fecha exacta) la Academia Filarmónica de Santa Cecilia. Los gaditanos, siempre fueron muy amantes de la música y no es extraño que entre algunos de los más entusiastas, surgiera la idea de su fundación. Se instaló en sus comienzos en un local de la calle de Gamonales, hoy Santiago Terry, y recuerdo que mi buen padre, un enamorado del arte musical, fue uno de los fundadores, formando parte de su junta directiva. Dicha asociación, no tardó mucho en ser denominada con el calificativo de «Real». Aquellos que le dieron vida pusieron en ella tantas esperanzas, que al posesionarse del trono de España, Don Alfonso XII, se le pidió la debida autorización que fue concedida. La Real Academia de Santa Cecilia, tuvo como primer director a Don Luis Odero, que trabajó con mucho celo, y se hizo merecedor a la confianza que habían depositado en él, mas no pudo estar muchos años al frente de la institución. La muerte, se lo llevó, cuando aún tenía por delante mucha labor por hacer. La Junta Directiva, se reunió para proceder a un nuevo nombramiento, y mi padre, a pesar de su excesiva modestia, se encontró con la sorpresa de ser elegido por unanimidad. -No puedo aceptar -contestó agradecido y emocionado. - No soy profesional, bajo ningún concepto, y mis ingresos no dependen de la música. No puedo, por tanto, ocupar ese cargo. Mas, sus compañeros de junta, insistieron, una y otra vez, pues estaban decididos a lograr su propósito, y por fin, no tuvo otro remedio que aceptar, pero con una condición, pues el desinterés de mi padre, era muy grande.

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-Haré lo que desean, mas sólo seré director de la Real Academia, con carácter honorario. Y así se hizo cargo de la dirección del centro, advirtiéndose pronto que hubo motivos sobrados para su designación; la junta no se había equivocado. Mi padre era hombre de gran actividad, y lo primero que pensó fue en buscar un local mejor para la Academia, pues el que ocupaba, resultaba insuficiente. Quedaban aún en nuestra ciudad, algunos palacios antiguos y, providencialmente, estaba en aquellos momentos vacío, uno muy hermoso situado en la calle de San Francisco número 5, esquina a la calle del Baluarte, hoy Beato Diego de Cádiz. Dicho palacio, tenía una gran portada de mármol, análoga a las que aún existen en la calle de Cristóbal Colón y Plaza de San Martín, y de su amplio patio, enlosado también de mármol, partía una escalera de grandes dimensiones, con balaustrada de palo santo, y de una anchura de seis a siete metros. Para llegar al piso principal, sólo era preciso subir dos tramos, e inmediatamente se veían dos grandes salones, en uno de cuyos rincones, se montó un tablado dónde quedaron instalados dos pianos de gran cola. Uno de ellos, era de Erard. La Real Academia contaba ya con un buen plantel de alumnos escogidos, mas no con Manolito Falla. Este recibía lecciones de su madre, que era una verdadera artista, y fue su primera maestra, pero aquella afición que empezaba a apoderarse del chiquillo, le llevaba a Santa Cecilia. Cuando, otros niños, sólo piensan en juegos, y en hacer mil travesuras, Manolito, con una seriedad impropia de sus años, se pasaba los ratos allí oyendo las lecciones que se daban a otros chiquillos. El do, re, mi, fa, sol,... las escalas, los principios machacones, y, pesados, habían sido superados por él, rápidamente, y sus adelantos eran notables. Sin embargo, se estimulaba viendo como los niños progresaban en el piano, y en otras especialidades musicales. En aquel gran salón de la Real Academia, iba creciendo más y más su gran ilusión; la que llegó a constituir el objeto de su vida. *

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La permanencia de la Real Academia en aquel antiguo palacio, en donde tan encajado estaba, no fue definitiva. El dueño lo vendió, y sus nuevos poseedores lo derribaron para construir una casa de pisos. Mas aquello no representaba aún un problema de difícil solución, como sucede en la actualidad. Pronto se encontró otro, no tan suntuoso, pero aún mejor. Estaba situado en la calle de Arbolí, y hasta tenía un escenario, lo cual era muy conveniente para los conciertos, que se solían dar con alguna frecuencia, en aquella academia. Había sido, anteriormente, el Ateneo Gaditano, y estaba en perfectas condiciones para el nuevo fin a que estaba destinado. Las clases continuaron, mas Manolito dejó de aparecer por el Conservatorio. El niño prodigio era ya un verdadero pianista y, con paso seguro, emprendía su camino de compositor. Madrid y París conocieron al joven artista que, con gran tenacidad, luchaba por lograr el triunfo, sin que le moviese a ello la ambición, que era algo que desconocía, sino la fidelidad a su vocación. * La Real Academia de Santa Cecilia, no era el único centro dedicado a la enseñanza musical, pues existía otro titulado Conservatorio Odero; nacido de algunos elementos, que se separaron de aquél, pero, allá, por el año veintitantos, no recuerdo exactamente el año, habiendo fallecido su director, se creyó que sería necesario su clausura, ya que ninguno de los que formaban parte de su profesorado, se le consideraba papable (valga la expresión). Un buen amigo mío, Paco Viesca como le llamábamos todos, pues era hombre que se llevaba trás sí el afecto de cuantos hablaban una vez con él, nos reunió a unos cuantos aficionados a la música para que nos hiciéramos cargo del centro. Estudiamos con detenimiento lo que se podía hacer con él. La opinión general fue que continuara. Para ello se pensó en organizar una junta, de la que formé parte, mas como se necesitaba un director técnico, que no teníamos, hubimos de traer de Jerez de la Frontera a Don Germán Alvarez Beigbeder, personalidad de gran relieve en las especialidades, y consumado maestro en la composición. Además era un buen director de orquesta. Sus principios fueron en la Armada, ya que había sido durante muchos años, músico mayor de Infantería de Marina. El primer acuerdo que se tomó fue el de variar el nombre del conservatorio, pues ya teníamos un gaditano, que era reconocido mundialmente, por sus famosas producciones musicales.

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El chiquillo, que un día demostrara, por vez primera, sus grandes aptitudes, tocando una «gallegada» en la mudanza de su casa, era ya un verdadero artista, y su nombre se conocía y admiraba universalmente. -Escríbele tú -me dijeron- que al ser reorganizado este centro no se le puede poner mejor nombre que el suyo: el de Manuel de Falla. Nadie dudaba de que aceptaría, por su mucho cariño a la ciudad que le vio nacer, mas su modestia pudo más que el compromiso, y en carta escrita en Granada, con fecha 19 de Mayo de 1926, me contestaba: «Otro motivo más de viva gratitud para mí, es el proyecto relativo al Conservatorio Odero, pero, habiendo sido mi maestro, Don Alejandro, y, guardando yo para su memoria, tanto afecto y gratitud ¿cómo sería posible sustituir su nombre por el mío? Seguro estoy, de que si piensan ustedes en ello, estarán de completo acuerdo conmigo». «Esto mismo, querido Juan -decía más tarde en la carta- digo a ustedes para cuando, Dios mediante, se celebren los conciertos en proyecto, aunque creo inútil asegurarte -así, como a Don Francisco de la Viesca - cuanto de corazón agradezco los deseos de ustedes, que tanta bondad y amistad suponen, y que tanto me honran». En estas cortas líneas, trazadas por la misma mano que escribía sobre el pentagrama, tanta obra maestra, se advierte la sencillez, la modestia de Manolo. No se le habían «subido», como a tantos otros, los «triunfos a la cabeza», y, continuaba siendo el mismo, que un día, ya lejano, dejó nuestra ciudad. Y ni que decir tiene, que no estuvimos de acuerdo con él, en eso de no poner su nombre al Conservatorio Odero. Era algo, que estaba decidido, y que se llevó a cabo, pese a sus modestas objeciones, y desde entonces, tuvimos en Cádiz el Conservatorio Manuel de Falla.

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Manuel de Falla fotografiado por Lipnitzki (París, septiembre de 1929).

XX HOMENAJES Manolo llegó a Cádiz en diciembre y fuimos a esperarle un grupo de sus íntimos, entre los que nos contábamos Angel Picardo, Manuel Quirell, Francisco de la Viesca y yo. Terminados los saludos y abrazos de rigor, le acompañamos al Hotel Atlántico, donde se había de hospedar. Cuando ya en el hotel, fuimos a despedirnos de Manolo, nos dijo: -¡No! ¡Entrad! Así charlaremos unos momentos mientras me mudo de traje. Entramos todos y le acompañamos a su habitación, Inmediatamente, comenzó a cambiarse de vestido, sin dejar de charlar animadamente con nosotros; verdaderamente, todo iba como una seda... Pero, al tratar de sujetarse al pantalón los tirantes, se le escapaban de la mano, quizá distraído con la conversación y no atinaba. Probó una, y otra vez, y siempre la elasticidad de la prenda y el no prestar demasiada atención a lo que hacía, daban el mismo resultado: no había quien sujetase los tirantes... Entonces, Angel Picardo, cansado ya de ver este estira y afloja, exclamó: -Mira, Manolo, como no te los ponga yo, nos van a dar las nueve de la noche. Una carcajada de todos acogió la graciosa proposición de Picardo, muy suya; aún era mediodía y quedaban por tanto bastantes horas hasta entonces. Manolo, agradeció el auxilio prestado, que le sacó del atolladero en que estaba; mas cuando intentó hacerse el nudo de la corbata ¡allá fue Troya!... Aquellas manos únicas para la composición y el piano, no atinaban con el lazo de la corbata. -Es que me la suele poner María del Carmen - confesó al fin avergonzado - yo soy muy torpe ¡lo confieso!

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Y no era torpe ¡qué había de ser torpe! Era sólo muy distraído, y asombraba que un hombre así, que cuando escribía música ponía su alma entera en el papel, no atinara a ponerse los tirantes, ni a hacerse el nudo de lacorbata. Mas olvidemos esta deliciosa anécdota de Manolo y demos cuenta de los diversos actos organizados por la comisión pro-homenaje en su honor y que se celebraron íntegra y puntualmente. Figuraba en el programa de la comisión, como primer acto, el descubrimiento de la lápida, que el ayuntamiento de la población había colocado en la casa donde naciera. Este sencillo homenaje tuvo el carácter familiar e íntimo que tienen todos los de su índole. Pero ya por la noche, le ofreció la corporación municipal un banquete a Manolo, en el salón de sesiones, al que asistieron el alcalde y todos los concejales, así como los miembros de la comisión pro-homenaje; vestíamos todos, de rigurosa etiqueta. El alcalde, una vez terminado el banquete, brindó muy efusivamente por el gaditano insigne, que tan alto había puesto el nombre de España y el de la ciudad que le vio nacer, comunicándole que, por ese motivo, había sido nombrado Hijo Predilecto de Cádiz, y que esta designación le sería comunicada oficialmente. Manolo, que no era orador, contestó que no tenía palabras para tantos honores, pero sí corazón para saberlos agradecer. Dias más tarde, como se había anunciado, tuvo lugar en el Gran Teatro Falla, un concierto con arreglo al siguiente programa: PRIMERA PARTE: Obertura de Las Bodas de Fígaro, de Mozart El Sombrero de tres picos (El molinero y la molinera, Saludo del corregidor y Danza de la molinera, Pasos de las uvas y Primer final), de Falla Se ejecutará sin interrupción, interpretado por la Orquesta Bética bajo la dirección del maestro Ernesto Halffter. SEGUNDA PARTE Siete canciones populares españolas - Falla. a)- El paño moruno.

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b)- Seguirillas murcianas. c) - Asturianas. d) - Jotas. e) - Nana. f) - Canción. g) - Polo. Por Concepción Badía (Soprano) acompañada al piano por Falla. Pequeño descanso Concerto para clave, flauta, óboe, clarinete, violín y violoncello –Falla (Versión con piano) Allegro Lento Vivace Por los profesores Pérez, Fajardo, Hiuras, Mata y Romero Piano: Manuel de Falla Director del conjunto: Ernesto Halffter TERCERA PARTE El Retablo de Maese Pedro (adaptación musical y escénica de un episodio de Don Quijote) - Falla Audición completa, sin representación. Solistas: Trujumán: Concepción Badía (soprano) Maese Pedro: Fermín Navas (tenor) Don Quijote: Juan B. Eguiluz (barítono) Orquesta Bética de Cámara, bajo la Dirección del maestro Falla. El éxito del concierto fue apoteósico. Manolo escuchó repetidas ovaciones cuantas veces intervino y, una vez terminado, medio teatro se trasladó al escenario para verle y abrazarle, quedando aturdido con tales demostraciones de entusiasmo. Fue

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una noche memorable para él, mas también para Cádiz y para todos los gaditanos que asistieron a tan inolvidable concierto. Como consecuencia de tan resonante éxito, el Casino Gaditano invitó a Falla a una fiesta que habria de celebrarse en su honor, y él aceptó muy complacido; cursáronse también invitaciones a personalidades que se hallaban en la ciudad con motivo del homenaje, para que acompañaran al ilustre compositor en aquella ocasión. Se trataba de Frank Marshall, y su esposa; Don Juan Gisbert, fabricante catalán, admirador de Manolo; Don Adolfo Salazar, crítico musical de El Sol (uno de los mejores críticos de aquel entonces); Don Juan Mantecón, crítico de La Voz (diario popular madrileño), y de algunos distinguidos aficionados de Barcelona, así como de todos los profesores que habían actuado en el concierto. Pero, de todos aquellos que acompañaron al maestro, el más entusiasta era Don Juan Gisbert, que siempre le acompañaba en todas las tournées que hacía, cautivado por sus éxitos. Como se esperaba, se dieron cita en aquel lugar las familias más conocidas de la población, y la velada fue muy agradable y selecta. Manolo volvió a recibir plácemes y enhorabuenas efusivas de sus paisanos, y para que el éxito de la fiesta fuera aún mayor, hubo incluso, un rato de buena música. Y a partir de entonces, se sucedieron los actos en honor del famoso compositor, evidenciando la consideración y afecto que sentían por él todos los gaditanos, cooperando a estos homenajes centros artísticos, casinos, incluso, amigos del ilustre músico. El Conservatorio Manuel de Falla que dirigía, por aquel entonces, Don Germán Alvarez Beigbeder, organizó un concierto, donde sólo se interpretaron obras de Manolo, que acudió muy complacido, felicitando a su director y a Don Francisco de la Viesca, su presidente, por el éxito del recital. Otro concierto tuvo lugar al día siguiente en la Real Academia Filarmónica de Santa Cecilia, donde, como en el anterior, sólo figuraron obras de Falla en el programa. Manolo dedicó cariñosos aplausos a los ejecutantes, felicitando con la mayor cordialidad a su director, el maestro de capilla de la Catedral, Don José Gálvez y Ruiz, notable compositor, que ha dejado escritas muchas composiciones religiosas, muy inspiradas. Aquella misma noche se organizó un «frito gaditano» en honor del nuevo Hijo Predilecto, Don Manuel de Falla, y, eso, fue tanto como darle el espaldarazo de la

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caballería gaditana ¿Y qué mejor modo de velar sus armas que el de transcurrir unas horas consagrado a este sabroso, original rito que, en Cádiz tiene su ejecutoria, apoteosis y final expresión? En la grandiosa y milenaria ciudad, cuna de Falla, hay unas freidurías a modo de templos de la antigua Grecia, donde se fríe el pescado en honor de la «gracia de Cai», que es la única diosa a quien se rinde culto pagano, amén del viejo Hércules, fundador, ya algo desacreditado u olvidado, con sus eternas columnas y su gesto de extraordinario forzudo. La víctima propiciatoria, el pescado, se ofrece en un cucurucho de papel de estraza, entre cañas doradas de manzanilla ¡He ahí el rito! Estos establecimientos están siempre lleno de público, y no hay forastero o turista que pase por la población sin probar esas famosas tajadas de pescadilla, bienmesabe o cazón; incluso, celebridades del arte u otras personalidades han saboreado el famoso frito. A propósito de ello, voy a relatar una anécdota. En cierta ocasión que el célebre músico francés Saint-Saëns vino a esta población de paso para Canarias (él solía pasar los rigores invernales en estas islas), fue a hacer un rato de música a casa de mi padre, donde acudían todos los músicos de renombre que solían pasar algunos días en la ciudad. Mi padre, que conocía la preferencia por Mozart de Don Camilo Saint-Saëns, quiso darle una agradable sorpresa e invitó a un profesor, virtuoso del clarinete, para completar el Quinteto del célebre autor. Y ciertamente, aquella idea fue muy acertada pues, cuando Don Camilo supo el programa, alegróse vivamente; pero -¡oh fatalidad!- los pocos momentos se recibía la noticia de que el clarinete no llegaría por hallarse enfermo ¡Adiós Quinteto!... ¡Adiós Quinteto, no!... El propio Saint-Saëns tocaría la parte del clarinete al piano... ¡No era igual!... Mas aunque se notase mucho la falta del profesor, el maestro se hallaba satisfecho y bastaba... Al terminar el Quinteto, alguien se acercó a Saint-Saëns, recordando aquella tonadilla de la antigua zarzuela El año pasado por agua con ese gracejo gaditano, tan fino y ocurrente, le dijo: - «Este clarinete vale un dineral»... Y, cuál fue la sorpresa de los reunidos, cuando vieron que Don Camilo comenzó a tocar la conocida mazurca, cuya letrilla así comenzaba. ¿Cómo era posible que una legítima gloria francesa, de universal renombre conociera este género de música?

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Una calurosa ovación premió el gesto simpático del maestro que halagaba nuestra vanidad nacional, y se supo al fin, que el glorioso maestro, era muy amante del género chico español y que, por ello, tenía no pocas zarzuelas en su archivo musical. Terminado aquel agradable rato de música, mi padre acompañó a Don Camilo a su hotel; pero al pasar cerca de una freiduría, le propuso: -¿Le gustaría probar este pescado frito, que es la especialidad de Cádiz? -Pues si señor, con mucho gusto- respondió el maestro. Y adquiriendo mi padre unas pesetillas de pescado -dichosos tiempos aquellosenvuelto en unos cucuruchos de papel de estraza y unos panecillos tiernos, se dirigieron ambos a una tienda de «montañés» para deglutir aquel rico manjar, entre trago de vino de Valdepeñas -clásico en estos festines-. Como es natural, comieron uno y otro el pescado con los dedos, con arreglo a la costumbre típica gaditana, y, aún cuentan las malas lenguas, que Don Camilo se los chupó de gusto, saboreando tan rico bocado gaditano, que fue para él improvisada cena. Pero, con estas disgresiones, cuyo único objeto es el de ambientarnos en estas típicas costumbres gaditanas, hemos olvidado el «frito» organizado en honor de Manolo, que, como estaba proyectado, tuvo lugar en el Balneario de la Palma, sitio muy adecuado para esta clase de fiestas, por su vecindad al mar, y por ser, ciertamente, un rincón muy acogedor en la población. Dediquemos unas líneas a este típico homenaje a Manolo, haciendo un reportaje del acto. Cualquier periódico local pudiera haber dicho lo siguiente: «Aquella noche memorable se dio cita en el Balneario de la Palma lo mejor de Cádiz, para testimoniar una vez más, el afecto y consideración que a sus paisanos merecía el maestro Falla, ocupando las mesas de los adheridos al acto, todo el salón principal del establecimiento, bastante amplio, por cierto. En el testero principal, Falla ocupaba la presidencia, y a su derecha se sentaban la señora de Quírell, el maestro Borda, su hermana María del Carmen, Don Miguel Aramburu, la señorita de Rubio, la de Vallejo y Don Francisco de la Viesca; y a su izquierda, Eloisa, mi esposa; la señora de García Pretel, señora de Rubio, de Bembenuti, de Aramburu y la señorita de García Pretel. Los demás comensales ocuparon las otras mesas instaladas en el local».

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Nombramiento de Manuel de Falla como Hijo Predilecto de la ciudad de Cádiz 17 de s e p t i e m b re de 1926

Y, en medio de aquella animación extraordinaria, en ese marco alegre y bonito que prestaba el lugar y sus vistas incomparables, se sirvió el menú confeccionado por el propio Balneario, y celebróse mucho el pescado frito, ese sabroso manjar gaditano que, en esta ocasión, hubo de comerse con el tenedor, olvidando la típica costumbre de emplear sólo los dedos. La gente charlaba, reía y comentaba satisfecha del ambiente, transcurriendo así la noche feliz, deliciosa. Por si faltara algún detalle a la velada, se trajeron al Balneario las famosas comparsas gaditanas, que cantaron graciosos tangos, que Falla escuchaba entusiasmado, recordando sus años lejanos de la niñez. El último tango, según es costumbre, estaba dedicado al maestro, y decía así: "Un grupo de gaditanos con el cariño que merece a un ilustre gaditano estas canciones ofrece. El homenaje, aunque sencillo es de corazón, y en nuestras almas sentimos todos gran emoción. Estos tanguillos que se cantaron en Carnaval, al gran maestro su juventud, le ha de recordar. Jesucristo perdonó a los que le maltrataron, perdónanos, tu, también, si con nuestros gritos, el pescado frito, te indigestamos. Apenas terminado el tanguillo, se levantó Manolo emocionado de su asiento y fue a abrazar al director de la comparsa que estaba al fondo del salón; felicitando a los comparsistas con efusión. Así terminó aquella cena que dejó un recuerdo gratísimo en la ciudad, mas antes de despedirse de los asistentes, Manolo recibió de la comisión pro-homenaje un

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artístico álbum, de positivo valor, encerrado en una arqueta de primoroso estilo, y cuya tapa lucía una placa de plata repujada, obra de un hábil artista gaditano. Manolo dio las gracias por esta atención, y por todos los agasajos que había recibido en aquellos días inolvidables, y confesó que en la arqueta que le acababan de entregar, había encontrado el verdadero corazón de Cádiz. A continuación se leyeron unas cuartillas elocuentísimas del doctor Ventín, que no podía asistir al acto; así como otras adhesiones de distintas personalidades ausentes. Y éste fue el final de este ya histórico acto, muy del agrado de Manolo, y dónde reinara una franca alegría y comunicación. Todo lo que valía en la ciudad, se había congregado alrededor del ilustre paisano. Al día siguiente, por la tarde, como tuviera Manolo que abandonar aquel Cádiz, donde tantos afectos y atenciones encontrara, quiso, antes de ausentarse, hacer público su sincero agradecimiento visitando el Diario de Cádiz, el periódico más antiguo de la ciudad, para escribir allí unos renglones de despedida. Era el 21 de Diciembre, y en el Diario del 22, o sea, al día siguiente, apareció esta despedida del maestro: «Mis más sinceros saludos al Diario de Cádiz y, por su mediación, a todos mis queridos paisanos». Manuel de Falla. Cádiz 22-XII-26.

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Banquete celebrado a continuación del nombramiento de Falla como Hijo Predilecto de Cádiz.

XXI SANCTI-PETRI Y ATLÁNTIDA Otra vez, en el año 1930, volvió Manolo a Cádiz; venía invitado por el alcalde, conocido en la historia chica de la población como el alcalde grande, pero su nombre era Don Ramón de Carranza, Marqués de Villapesadilla; por su gigantesca labor al frente del municipio, no dudaron sus paisanos en darle ese «espaldarazo» de la grandeza municipal. Se trataba ahora de aliviar la aflictiva situación de muchos necesitados de la ciudad, y no se había encontrado mejor solución para ello que organizar un concierto en el Gran Teatro Falla, donde Manolo actuase. Aceptó él desde el primer momento, máxime al saber que el recital tendría fines benéficos; ese fue el motivo de su vuelta a Cádiz en aquella fecha. Pero era necesario formar un conjunto musical y para ello se hubo de contar con los elementos musicales más interesantes de la ciudad y de la Bética de Sevilla, ofreciendo la dirección a Don Eduardo Escobar, otro gaditano de indiscutible valía, que trajo a Cádiz Don Ramón de Carranza para ponerle al frente de la Banda Municipal. El Programa del Concierto, fue el siguiente: Primera Parte Sinfonía de El Barbero de Sevilla - Rossini. (Versión de Manuel de Falla). El Amor Brujo - Falla. (Versión de concierto). Dirigidos por el maestro Escobar Segunda Parte Noches de los Jardines de España - Falla.

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(Al piano, Don Camilo Gálvez, director a la sazón del Real Conservatorio de Música Manuel de Falla) Director: Don Manuel de Falla. Con un programa así, estaba asegurado el éxito, las localidades se agotaron pronto y el Teatro se vió abarrotado de público. El alcalde, organizador del recital, pudo considerarse satisfecho, pues el beneficio obtenido fue de consideración, atendiéndose muchas necesidades. Manolo felicitó al maestro Gálvez, que había interpretado la parte de piano magistralmente, dedicándole un autógrafo que decía: «A mi querido amigo y compañero Camilo Gálvez, con mi cordial y agradecido recuerdo, de su preciosa colaboración en el Concierto del 5-XII-1930.-Manuel de Falla.» Manolo aún siguió algún tiempo en Cádiz, y antes de partir calebróse un banquete de despedida en su honor, que presidió el alcalde de la población, y al que asistieron los maestros Escobar y Gálvez, que tuvieron tan lucida actuación en el concierto. Quirell y yo fuimos también invitados en compañía de nuestras esposas. Al terminar el acto, levantó su copa Don Ramón de Carranza para brindar por el ilustre compositor gaditano, al que dio rendidas gracias por su atención de colaborar en el recital y le deseó nuevos y merecidos triunfos. Muy emocionado, Manolo, al oir las palabras del alcalde, contestó con frases sentidas de agradecimiento, anunciando que esperaba tener pronto el gusto de volver para convivir con sus queridos paisanos. Sus breves palabras encontraron un eco de simpatía y aplausos, siendo felicitado efusivamente por todos los que asistimos al acto, y como yo veía caldeado el ambiente de entusiasmo, aproveché la ocasión para proponer a los reunidos que, desde aquel momento, quedara constituida una Orquesta Sinfónica Gaditana, bajo la batuta de Don Eduardo Escobar, que tan brillantemente dirigiera el Conjunto Musical, que acababa de actuar en el concierto del Teatro Falla. Director honorario podría ser Don Manuel de Falla, y presidente de la sociedad, el propio alcalde; ofreciéndome yo, como amateur del violoncello, a pertenecer a ella. Durante aquellos días que permaneció Manolo en Cádiz, quiso dar paseos por la playa y oir de cerca el rumor de las olas para llevarlo al pentagrama. Ya su querida Atlántida, estaba en embrión. Mas él quería, deseaba un lenguaje más expresivo del mar, y por eso propuso a sus acompañantes, que eran los Pemán, Don Miguel

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Aramburu y Don Alvaro Picardo, una excursión a Sancti-Petri... Allí, era más perceptible el rumor del oleaje... Gustosos accedieron los acompañantes de Manolo, y una tarde de diciembre que, por cierto, estaba la mar alborotada, se dirigió el grupo a Sancti-Petri. Me gustaría hacer un reportaje inolvidable de aquella tarde ya histórica, mas no resisto a la tentación de transcribir un artículo de Don José María Pemán, que nos habla de aquellas horas que Manolo permaneció en la playa de Sancti-Petri, atento al rumor del oleaje. -He ahí, unos párrafos del referido artículo: «En la Isla, rica en hallazgos arqueológicos, no hay más que un Faro, hoy día. No tiene muelle, y, al llegar a ella, en un bote, se encalla éste en la arena. Se tocan las palmas y sale entonces del Faro un marinero que, metiéndose en el agua hasta la rodilla, transporta a los viajeros a hombros hasta la Isla, como un Cristobalón. Ibamos con Falla en el bote, y, llevábamos con nosotros la Atlántida de Verdaguer y de Platón. Tocamos las palmas, una vez en la playa, y, empezó el marinero a hacer el transporte de nosotros. Al llegar a Falla, éste, pequeño, asustadizo, mira como un niño al San Cristobalón, y le pregunta: -¿Podrá usted comigo?- Le miraba el marinero de arriba a abajo. Le conocía, sin duda, por un retrato que se había publicado aquellos días en el Diario de Cádiz, y, echando mano a su finura bética y a su sabiduría marinera andariega de mundo, componía esta respuesta. -Con Wagner podría.... no sé si podré con usted...» Nunca olvidó Falla esta respuesta, que me la recordaba siempre que nos encontrábamos. En ella vio una comprobación de la vejez inmensa y sabia de aquel rimar del mundo. Toda la tarde, vibrante y locuaz, el madrigal de aquel turdetano maravilloso, mientras, desde el Faro, contemplaba el océano, y veía sobre él, la puesta del sol. Desde allí, la vio también aquel sabio posidáneo, al que le habían dicho, que, en aquel

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extremo del Mundo, se oía el chirrido del sol incandescente, al meterse en el agua. Estuvo, durante un mes, acudiendo al templo de Hércules, aguzando el oído, para escucharlo, pero confesó que no oyó nada. Falla, aguzó también el oído aquella tarde. Le preguntamos: -Don Manuel. ¿Ha oído usted el chirrido del sol? Contestó: -¡No! Pero he oído otras muchas cosas. Y apuntaba, apuntaba en el cuadernillo de sus melodías atlántidas». Terminada con el mismo éxito que la anterior esta visita a Cádiz, Manolo volvió a Granada, y allí le sorprendió la República, con sus incendios de conventos y todos aquellos crímenes y atrocidades de los años de oprobio y nefastos.

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Desembarco en Sancti Petri (Cádiz), diciembre de 1930.

XXII BUSCANDO EL SILENCIO Manolo había ido a Granada, atraído por su belleza, pero tal vez más por aquel silencio que él pensara encontrar en el maravilloso recinto de su Alhambra, pero aquel silencio se turbó. Allí, a los pies de su casita de la Antequeruela, durante las fiestas del Corpus, se habían instalado ruidosos barracones de feria, y su trabajo se vió amenizado por los potentes altavoces que desgarraban sus oídos. Se acordó de la isla de la calma y decidió ir a ella. No la conocía más que por fotografías, y por una riquísima ensaimada que le enviaron en una ocasión unos amigos. Escribíó a uno de éstos, valiéndose como amanuense de su hermana María del Carmen, y le decía: «Como será por poco tiempo queremos ir a una pensión en que haya limpieza, confortable, pero sin lujo, soleada, comodidad discreta, sana comida... Tiene que ser un sitio tranquilo, sin ruido, ni gramófonos, ni cosa que se le parezca». Y por fin, un día, el 1 de Marzo de 1933, el periódico La Almudaina decía lo siguiente: «Ayer, a bordo del vapor correo de Barcelona, llegó a nuestra ciudad, como nos lo tenía adelantado nuestro corresponsal de Barcelona, el ilustre compositor Don Manuel Falla. Viene acompañado de su hermana, María del Carmen. El maestro Falla fue recibido en el muelle por Don Juan María Thomas y su hermano el juez municipal, Don Gerardo. Don Manuel de Falla se hospeda provisionalmente en el Hotel Majórica, esperando encontrar un retirado pueblo, en el que pueda dedicarse a sus tareas profesionales. Deseámosle que su estancia en la

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Isla le sea grata». Manolo no se encontró a gusto en un hotel, y, después de probar varios, decidió instalarse en una casita. Don Juan María Thomas, fue el que, allí en la Isla, actuó de aposentador, como Angel Barrios en Granada, y ambos acertaron con el gusto de mi amigo. Él mismo me hablaba del lugar de su residencia. En una carta fechada en Palma, el 21 de Junio de 1933, me decía lo siguiente: «Nos decidimos por Mallorca, donde hemos encontrado, en el caserío de Génova, un piso muy simpático, con espléndidas vistas al mar, pero lejos de él. El sábado, o lunes, regresaremos, Dios mediante, a la península, para llegar a Granada, a mediados de la semana próxima, y con el propósito de volver aquí para el otoño, pues esto me sienta mejor que aquello, y hemos hallado aquí, excelentes amigos. No me he movido de Mallorca en más de tres meses, pues por prudentes razones de salud, he aplazado dos viajes que tenía que hacer a Italia y a París.» Manolo, se instaló, pues, en aquella casita, hasta donde llegaban los olores de los pinos, romeros y tomillos de la montaña. Una payesa vivía en los bajos y hacía de portera, con sus largas trenzas, su blanco rebosillo, y un nombre bonito: la madona. No se trataba de ningún palacio. Había un comedor alegre y con salida a la terraza, que hacía también de salón. Enfrente estaban las puertas de los dormitorios de los dos hermanos, y una cocinita, a la izquierda del pequeño recibimiento, completaba el piso. Manolo escogió el cuarto que daba al sur, pues era más soleado y caliente. Aquello tenía más bien el aspecto de una celda conventual. Pocos muebles. Una cama, sobre la que pendía un crucifijo. Unos estantes que pronto se llenaron de libros, partituras y carpetas, un piano, un magnífico Chassaigne, que había puesto a su disposición un discípulo de Tragó, al que éste recomendó encarecidamente que le atendiera. Pero faltaba algo que mi amigo consideraba de gran importancia: una camilla que él mismo compró, para completar su mobiliario. Y una vez instalado, se entregó por completo al trabajo, pues se había impuesto una gran disciplina en el horario que se trazó, porque todo cuanto hacía lo consideraba como deber de conciencia. Ahora repasaba el latín y el catalán, pensando en su Atlántida, y les dedicaba media hora. Después del desayuno, daba un largo paseo por los alrededores. Según decía él, andaba de prisa porque el movimiento del cuerpo estimula la inteligencia, Y mientras caminaba, surgían ideas, de las que tomaba rápidos apuntes.

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Manuel de Falla con Laura Santelmo el día del estreno de El amor brujo en Barcelona el 23 de noviembre de 1933.

Había algo de lo cual no podía prescindir: de su siesta. Pero luego, no se daba punto de reposo y durante toda la tarde se dedicaba al despacho de su correspondencia o a trabajos musicales. Tres veces a la semana, su amigo Juan María Thomas subía a ayudarle, que no era tarea fácil, pues Manolo era muy exigente, y pensaba mucho las palabras. Especialmente, cuando contestaba a editores u organizadores de conciertos, a los cuales, decía él, había que exponer las ideas claras, y aún así, frecuentemente entendían cosas muy distintas de las que uno quería decirles. Interrumpía su trabajo para tomar una taza de café con leche, que María del Carmen le servía, caliente en invierno y no demasiado frío en verano, pues mi amigo temía a las bebidas heladas. Cuando el tiempo era bueno, se asomaban ambos y contemplaban la puesta de sol y la maravillosa vista que se divisaba desde la terraza; aquel Castillo de Bellver, aquella bahía, aquel Santuario de la Bonanova, aquel caserío, entre el que destacaban las torres de la iglesia, y aquellas primeras casas de veraneo, avanzadas del turismo, que con el tiempo habría de invadir la isla. De vez en cuando, Manolo hacía una pausa en su vida laboriosa para realizar una excursión y conocer todas las bellezas de la isla. Estuvo en Deyá con el pintor Sebastián Junyer, que tenía allí dos casas, una para el invierno y otra para el verano. Fueron a la de invierno, que estaba situada en un precioso rincón del pueblo. Desde la inmensa ventana del pequeño comedor, se divisaban miles de árboles de todas clases: Palmeras, chopos, almendros, limoneros, higueras, pinos, algarrobos, naranjos... y hasta helechos del torrente, y, por si fuera poco, el sol entraba también en la habitación inundando todo. No es extraño que mi amigo estuviera entusiasmado. Después de comer, el pintor mostró al compositor una colección de sus cuadros, que nunca expuso, porque decía: Me duele desprenderme de mis hijos. Y, a propósito de hijos, surgió una animada conversación sobre los cuadros hijos de los pintores, y las composiciones hijas de los músicos. Sebastián Junyer era un hombre optimista, y logró contagiar a Manolo, que decía después:

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-De él se desprende, como un fluido que da ánimos y comunica vitalidad y energía; quisiera tenerle cerca, cuando me dispongo a trabajar. Aquella primera excursión fue seguida de varias otras, aunque no muchas. Mas nunca llegó a bajar a las famosas cuevas mallorquinas. ¿Por qué? Se hicieron planes que no llegaron a llevarse a cabo. Siempre se desistía o se aplazaba la fecha. Creo que el motivo fue que los doctores le habían indicado que debía evitar la humedad, y mi amigo era un verdadero esclavo de sus prescripciones.Temía que, por una imprudencia, tuviese que dejar su trabajo y perder el tiempo que tan bien estaba aprovechando en aquella Isla. En cambio, demostró muchos deseos de visitar los jardines más bellos de Mallorca. No dijo cual era su objeto, pero, seguramente, seria alguno musical, y uno de los buenos amigos que allí tenía, se apresuró a complacerle. Manolo, sin proponérselo, sabia encontrar personas que demostraran verdadero afecto. ¡Era mucha su simpatía! * Un Miércoles Santo, el del año 1933, Manolo honró con su presencia el concierto que se celebraba en el Teatro Principal, y hasta dirigió el Ave María de Vitoria. ¿Cómo sucedió aquello? Días antes, había llegado a la Academia, que era el lugar donde se tenían los ensayos de la Capella Clásica que dirigía Juan María Thomas, cuando los cantores estaban leyendo el Ave María, y, discretamente fue a sentarse al fondo del salón, para oír mejor, y a los pocos momentos... Dejemos que nos cuente el citado Juan Thomas, lo que sucedió: «Vi que nuestro genial oyente se levantaba, y con los ojos fijos en el Coro, iba acercándose lentamente, moviendo la mano y llevando el compás. Andaba abstraído, como enajenado, cuál si estuviese soñando. Llegó hasta mí. Sin interrumpir el canto, le hice subir al estrado del cual bajé. Su mano seguía moviéndose, y como los cantores, por la facilidad material de la obra, podían leerla con la vista en el papel y en el improvisado director, seguían dócilmente sus movimientos sin previa advertencia alguna. Don Manuel dirigía con la mano, con la mirada, con el semblante. Más bien que dirigir, rezaba. Parecía tener entre sus dedos un invisible rosario de lenguas de fuego. Y con él abrasaba las lenguas de los cantores que repetían alternativamente, en fortísimo y pianísimo, Santa Maria, Mater Dei.

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Terminó la lectura. Después del suavísimo Amen, se produjo un silencio impresionante. Todos los ojos estaban húmedos y todos los corazones latían fuertemente. Don Manuel, dió las gracias, y dijo: -No creía encontrarme con un coro capaz de improvisar semejante lectura, en tales condiciones. Les felicito sinceramente.» No es raro que, después de aquello, le hicieran una pequeña jugarreta. Quince minutos antes del concierto, Don Juan M. Thomas y sus cantores hablaron unas palabras, y seguidamente fueron a pedir a Don Manuel que se encontraba en el teatro, que dirigiese el Ave María, una vez más. Costó un poco el convencerle, pero accedió, por fin, con la condición de tener una breve lectura, y, como no podía ser en el escenario, se tuvo en el sótano, entre decorados, maderos y hierros, y, cuando, en la tercera parte del concierto, el público oyó el Ave Maria, tan maravillosamente dirigida y cantada, premió la interpretación con la mayor ovación del concierto, tributando a Manolo un homenaje, al que se sumó también la Capella, con entusiastas aplausos. * Sin embargo, en otra ocasión y durante los Festivales a Chopín, de 1933, no llegó a dirigir una obra que ofrendaba al gran músico. Hubiera querido para honrar su memoria, que se tocara su Atlántida terminada, pero como no podía, con un pequeño fragmento del poema de Verdaguer y trozos de música del propio Chopín, hábilmente adaptada con levísimos toques, compuso lo que entonces llamó Canción Chopín, y más tarde, al darle forma definitiva, Balada de Mallorca. Su estreno, en la Cartuja de Valdemosa, constituyó un gran éxito, pero Manolo no la dirigió. Era una tarde lluviosa de mayo, y mi amigo, temiendo la humedad, que era el enemigo peor para su sulud, decidió escuchar el concierto, en el que hubo valiosas colaboraciones, desde una de las celdas. Mas, no obstante, pensaba salir cuando llegara su turno, pues aunque no se había dicho nada oficialmente, se sabía que pensaba dirigir la Balada. Pero el tiempo no mejoró, y lo único que hizo fue salir para recibir la imponente ovación que le fue tributada por aquel público selecto constituido por músicos, aficionados, críticos musicales españoles y extranjeros.

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Manolo había triunfado, una vez más, y precisamente en aquella Cartuja, que supo de las melodías de Chopín, al cual quiso rendir un postrer homenaje con la Balada de Mallorca. * Mas llegó el verano. Su piso de Génova era sumamente caluroso. No había otra defensa para el calor que establecer un sistema de corrientes que, como ya hemos visto, asustaban a Manolo. Un doctor parisino le había avisado del peligro que corría, pues podía llegar hasta perder la vista, así que no pueden extrañarnos sus temores. Su casita, de muros reducidos, resultaba inhabitable si no se abrían sus puertas y ventanas para entrar la brisa. Manolo se acordó de su carmen granadino. Allí, sin correr el riesgo de las corrientes, podía trabajar. Tenía una habitación donde no daba el sol y era un fresco refugio. Además... Allí le esperaban sus amigos, su Alhambra, su Generalife, pero su vuelta a la ciudad de los cármenes, a la que tanto amaba, era condicionada. Me lo decía en una carta. «Veremos si ahora en Granada me dejan trabajar los malditos altavoces que me echaron de allí. Si no, me iré con la «música a otra parte»...

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XXIII EL AMOR EN LA VIDA DE FALLA A pesar de mi gran amistad con Manolo, hubo un tema del que jamás me atreví a hablarle. Hay personas, que no se reservan nada para ellas, y su vida es una especie de escaparate, expuesta a todas las miradas indiscretas, Manolo no era así ciertamente. Sin embargo no se podía decir de él que fuera hermético y no se confiara a sus amigos, mas yo, desde luego, nunca merecí que me hiciera sus confidencias sobre sus amores. Pero los hubo. No obstante, en un tiempo pensé que en su vida no había más sitio que para su gran pasión: la música, y que él era como un religioso. Su vida que vivió en el mundo fue siempre sumamente austera, cual si hubiese hecho voto de pobreza, y la única mujer que le acompañó durante largos años fue su hermana María del Carmen. Cuando era jovencillo, no recuerdo que anduviera, como hacíamos todos los chiquillos, detrás de las muchachas. No tuvo novia precozmente, pero... ya en los albores de su vida, tuvo su primer amor. Nadie lo supo; ni siquiera la «dama de sus sueños». Era varios años mayor que él, y es posible que no mereciera su atención aquel Manolito, pues ya empezaba a dárselas de señorita y, en torno de ella, rondaban varios moscones. Un niño, era muy poca cosa, para la que ya principiaba a ser su musa inspiradora. Ignoro el tiempo que le duró a Manolito su primera ilusión. Tal vez acabara con ella la noticia de que la joven se había puesto en relaciones con un apuesto militar, o, quizás, continuó alimentándola en el fondo de su corazón, sufriendo en silencio su fracaso; pero lo seguro es que a nadie reveló entonces su gran secreto, y hubiera quedado para siempre encerrado en su pecho, si él mismo, muchos años

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después, no lo hubiera revelado a un grupo de amigos, como una anécdota de su adolescencia. Habían ya quedado muy lejos los años dorados de su infancia y residía en Granada, en su carmen, oculto entre las frondas de la Alhambra. Aunque sé que no era amigo de alternar en sociedad, y eso que ésta le hubiera abierto sus puertas de par en par, siempre rindió culto a la verdadera amistad. Tenía un grupo de amigos que le visitaban con frecuencia. Y a ellos hizo confidencias una tarde cuando no pensaba ya en amores. La «dama de sus sueños» había ido a pasar una temporada a Granada; los ojos que le enamoraron perdieron ya su brillo, mas aún conservaba su buena figura; y eso que había llegado a ser abuela. Ignoraba, como ya dije antes, la pasión que despertara en aquel Manolito, de calzón corto, y como le conocía, -una antigua amistad unía a su familia con la suyafue a visitarle acompañada de su marido. Pasaron Manolo y sus visitantes una tarde muy agradable, charlando de música, tema preferido de mi amigo, y se despidieron, sin pensar que aquella sería la última vez que vieran al que ya era considerado universalmente como un genio. Días después, el hermético Manolo contó a sus amigos la visita que había recibido, y, por vez primera, les confesó que aquella dama fue su primer amor. -Era yo un chiquillo y de carácter tan tímido -les dijo- que nunca hice nada para que pudiera darse cuenta de la gran pasión que me había inspirado. Era mayor que yo, y creo que de haberlo sabido, se hubiera reído de mí. Sin embargo, fue durante algunos años, mi musa inspiradora, y pensando en ella, compuse una de mis primeras obras. Aquella conversación podía haber quedado entre los muros del carmen granadino, pero, Manolo no exigió el secreto, y uno de sus amigos, que lo era también de la que fue dama de sus pensamientos, no pudo resistir a la tentación de contárselo. El secreto había dejado de serio, pero lo supo un reducido número de amigos, y yo fui uno de ellos. Mas, aunque vi a Manolo posteriormente, mi prudencia me impidió tocar aquel tema, y él tampoco lo trató.

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Ya los dos protagonistas de una corta novela sentimental han pasado a mejor vida, y ¡se habrán encontrado en el cielo. Ambos fueron personas ejemplares. * Años más tarde supe también de boca de un familiar de Manolo, un proyecto de fracasada boda. Se trataba de una chica a la que conoció cuando vivía en Madrid. Estaba emparentado con él, y se veían con frecuencia. Empezó por una buena amistad, pero Manolo no tardó en enamorarse de ella. ¿Un amor sentimental? ¿Lo guardó para sí, como aquel otro, que tuvo en su primera juventud?- interrogué. -No. Manolo, ya era un hombre, y podía pensar en fundar un hogar. Ganaba lo suficiente para sostenerlo, y quiso que aquella jovencita, buena y linda, fuera su compañera. Se le declaró. -¿Con éxito? –pregunté y anticipándome a la respuesta, continué, interrogando¿Cómo no se casaron?... Manolo, tenía condiciones para despertar un gran amor y hubiera sido un marido excelente. -Las muchachas, cuando son jóvenes, no se dejan impresionar por las buenas cualidades, y Manolo no era el tipo de hombre que gusta a las chicas, ni había triunfado aún lo suficiente para deslumbrar y despertar la ambición. Fracasó y recibió de la bella unas rotundas calabazas. -¿Cómo las tomó? -Creo que devoró en silencio aquel amargo desengaño, pero, aunque nunca me lo dijo, estoy convencido de que aquella su primera desilusión destrozó su vida sentimental, y le hizo perder toda su confianza en obtener el amor de una mujer. Por lo menos, durante su vida, jamás volvió a hacer ninguna tentativa de casarse, y eso, que años más tarde, le hubiera sido sencillísimo. -¿Por qué?... ¿Acaso hubo alguna?...

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-El que triunfa plenamente en la vida, no tiene dificultades para triunfar en el amor, mas Manolo, había trazado ya su plan de vida. En su existencia, no habría jamás risas de niños, a los cuales podría llamar hijos. Su fecundidad no sería física sino espiritual. Sólo habría una mujer en su hogar: su hermana María del Carmen, alma santa, gemela de la suya, que renunciaría a sus sueños de entrar en Religión, por acompañarle como un ángel tutelar. Hubo un momento de silencio. Una interrogación bullía en mi mente, mas me pareció atrevida para formularla. Manolo tuvo fama de ser siempre un hombre serio, pero los hombres más buenos pueden tener un momento de debilidad. -¿En qué piensas? -me preguntó el familiar de mi amigo, al verme perplejo ¿Es qué dudas? Te advierto que no te hablo de memoria y que fui testigo de aquel amor, que él no intentó ocultar. De su misma boca, supe que no había sido aceptado; así, que puedes creerme. -Te creo -dije por fin- pero desearía saber algo, y no sé si te parecerá una imprudencia, mas ya sabes de la gran amistad que me unió con Manolo, y querría conocer... Una nueva pausa, y esta vez la curiosidad ha prendido en mi interlocutor, que me apremia. -¡Habla!, que empiezas ya a intrigarme. ¿Qué es lo que deseas saber? Y, por fin, como el hombre que se lanza al agua, me atreví a preguntar. -¿Hubo amoríos en la vida de Manolo? -¡Ave María Purísima!- y un gran asombro se reflejó en el rostro del familiar de Manolo-. Te dices su amigo y tan poco le conocías. ¿Acaso no sabes que era de una moralidad intachable? -Si- contesté disculpándome-, pero, los artistas están en un ambiente lleno de peligros, y tienen que tratar con mujeres, que no suelen ser muy escrupulosas. Por desgracia, no es extraño que, a veces... Intentar la conquista de un hombre que ha triunfado, es algo muy corriente y que sucede todos los días, mas también es frecuente que éstos sucumban a la tentación. Los castos Josés, no se encuentran con mucha facilidad.

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-Realmente, tienes razón- me contestó- y, sin embargo, puedo asegurarte que Manolo nunca hizo caso a ninguna de las mujeres que intentaron conquistarlo. -¿Las hubo, entonces? -Sí Hubo muchas artistas, de las que conoció durante sus actuaciones artísticas y la representación de sus obras, que le buscaron, pero nada consiguieron. Manolo no tenía más que una pasión en su vida. La música... Calló y no volví a insistir sobre el asunto. Manolo aparecía ante mi, como una figura admirable. No había sucumbido a las atracciones de las sirenas, como tantos otros mortales, y en su pecho no hubo sitio para torpes pasiones. Amó sí, con un amor puro, que le hubiera llevado al altar; pero, una mujer, ignorando el tesoro que se le ofrecía, despreció su gran cariño. ¿Permaneció soltera? Y, curioso, pregunté. -¿Qué fue de aquella? -Se casó con un doctor y, años más tarde, Manolo se la encontró, cuando era una opulenta matrona. Me figuro que si quedaba aún en su pecho algún resto de su gran amor hacia aquella joven que él había idealizado, se desvanecería al verla. Y yo pensé que ya entonces la Atlántida era la dueña del entusiasmo de mi amigo Manolo. Sólo en su obra inmortal pensaba, y su mayor ilusión era conquistar para el pentagrama y el arte, aquellos sonidos que se agitaban en su mente y eran su dicha y su tormento.

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XXIV RETORNO A LA ISLA DE MALLORCA Manolo volvió a Mallorca, pero tardó más de lo que pensaba. Había transcurrido el verano, y estaban ya en pleno invierno, cuando nuevamente desembarcó en ella; allí le aguardaba su casita de Génova, refugio aislado, en el que soñaba dedicarse por completo a la terminación de su Atlántida. Con fecha 7 de Diciembre de 1933, un periódico local insertaba la noticia: «En el vapor de Barcelona llegó el insigne compositor Manuel de Falla, esperándole en el muelle, los señores Mulet, Fachi y Thomas. El señor de Falla, a quien acompaña su hermana María del Carmen, como en la pasada primavera, se ha instalado en una casa de nuestro amigo y colaborador A. Mulet. Se ha mostrado muy complacido en encontrarse de nuevo en Mallorca ... » Aquellas navidades las pasó Manolo en la Isla, pero no estuvo solo. Don Juan María Thomas le invitó, en unión de su hermana María del Carmen, a pasar la tarde en su casa, y pudo sentirse un poco en familia. Y aquel día tuvo como magnífico colofón la asistencia en la Real Capilla de la Almudaina a la fiesta de la Sibila, que databa de tiempos antiguos. Su origen se remonta al siglo X, y era una costumbre que sólo perduraba en aquella diócesis. Se trataba de una ingenua tradición navideña. En la bella tribuna gótica, aparecían los pequeños ministros de la Sibila con sus blandones, y de una nube de incienso, surgía el niño Sibiler con una espada flamígera en alto. Y más tarde, entre repiques de campanas y sones de órgano, bajaba lentamente la estrella de Navidad con las simbólicas cocas (tortas) y neules (hostias), que una

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procesión infantil llevaba hasta el Nacimiento, para depositar en él aquellos presentes que significaban la ofrenda del pueblo. Tras la infantil adoración, daba comienzo la Corona de Nadales. La Capella Clásica tenía en aquella representación una parte importante, y a ella correspondían los distintos cantos, terminando la sencilla y emotiva ceremonia con el Adeste fideles, Alleluia, cantada a tres coros, y con intervención de todos. * Manolo asistió entusiasmado a la fiesta de la Sibila, que presenció desde el sitio donde acostumbraba a ponerse en aquel templo: una capillita que tenía un altar de piedra, y sobre él, un retablo gótico. Meses más tarde, envió a un periódico, un artículo referente al acto, y en el que decía, entre otras cosas, lo siguiente: «La sorpresa ante lo exótico y la admiración que produce la perfección musical, en el sentido, causan una impresión semejante a la que uno experimenta cuando vé, por primera vez, el Greco de Toledo. Del mismo modo que allí, cada obra resalta enmarcada en el cuadro que ofrece la ciudad con sus edificios y panoramas, así, también, aquí, se produce un conjunto admirabie; únense el Oriente y Occidente, el gótico y el bizantino, el espacio y el sonido, paises y culturas diferentes.» Manolo, asistió muchas veces en aquella Capilla Real, a los ensayos de la Capella Clássica. Su director contaba que la primera vez que ésta se presentó fuera de la Isla, mostró tanto o más interés que él mismo, en que su actuación tuviera un buen resultado, y sin que le fuera pedido, se mostró dispuesto a ayudarlo. «Ya hemos visto -escribía Thomas- hasta qué punto era exigente y meticuloso. Con modestia y buena voluntad, que me admiraban y confundían, brindábase a ayudarme, a descubrir el reo cuando se producía algún ligero traspiés individual, en la perfecta afinación o en la cronométrica exactitud de algún pasaje difícil. Colocábase entre los cantores. paseábase trás ellos, arriba y abajo, y, súbitamente, se paraba junto al culpable, diciendo, sonriente: -Ya cacé al conejo.

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Y, el cantor a quien tocaba aquel día ser «conejo», lejos de molestarse, volviéndose respetuosamente a su «cazador», le daba las gracias. No es extraño, que el gran éxito que obtuvo aquel conjunto musical, en su actuación en la Iglesia de los Dominicos de Valencia, le llenara de gran alegría. Manolo, durante todo el tiempo que permanecíó en la Isla, prestó su apoyo artístico, a aquella agrupación, pues la consideraba como cosa propia, y, antes de marchar definitivamente de allí, la dedicó su versión de uno de los coros de Lamfiparnazo, Comedia armónica, de Vecchi. Le hubiera gustado poder disponer de un coro de cámara para sus trabajos y experiencias, y sabiendo sus aficiones, se explica el entusiasmo que siempre demostró por la Capella Classica y la gran amistad que tuvo con su director. * Cuenta dicho director, algo que es muy curioso y puede interesar, en relación a como estudiaba Manolo. Un día, al llegar a su casa, se lo encontró sentado al piano, releyendo con detenimiento Parsifal, y, dirigiéndose a él, le dijo: -¡Estoy estudiando! Y le enseñó la partitura, en la que con lápiz de color había marcado cortes, suprimido amplificaciones, etc., etc., pudiendo decirse que estaba realizando un verdadero trabajo de laboratorio armónico lleno de aciertos y de lógicas acotaciones. -Recuerde usted -le indicó Manolo- lo que le he dicho. Estoy estudiando, que no es lo mismo que estar enmendando o corrigiendo. Para mi exclusivo uso y provecho personal, miro hasta qué punto pueden aquilatarse estas páginas geniales para reducirlas a su pura sustancia. En verdad, es un trabajo de gran utilidad, si se hace con humildad y buena fe. Y es que creía que, para adelantar en el propio trabajo, era conveniente aprender de los grandes músicos, y, en su afán de perfección, procuraba ponerse en contacto con sus obras. Por cierto, que a pesar del deseo de Manolo de estudiar en silencio en su casa de Génova, hubo ocasiones en que se puso a prueba su paciencia. Se trataba del hijo de la payesa, su portera, que se dedicaba a tocar el violín bajo su mismo cuarto de trabajo.

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El chico cursaba el primer año, y es fácil presumir el martirio que significaba para Manolo, escucharle. Aquello le impedía dedicarse a su laborar y llegó un día que decidió buscar una solución. Pidió cortésmente que le indicara su horario de estudio, para marchar de paseo en el momento en que cogiera el arco y no regresar hasta que guardara el violín en su funda. Pero logró sus deseos de forma más sencilla: el chico se fue a estudiar a casa de un compañero y Manolo, para resarcirle de lo que podía ser una molestia, le recomendó al mejor violinista de la ciudad, que se ofreció a darle clase. Don Juan María Thomas, que actuó de tercero, pues mi amigo no hubiera sido capaz de hacerlo directamente, cuenta el epílogo que tuvo el asunto. La madre del violinista, en ciernes, la que llamaban la «madona», le dijo un día: -Dígame usted Don Juan, ¿cree usted que Don Manuel, es tan gran músico, como dicen? Y al contestarle éste afirmativamente, la mujer, en el colmo del asombro, comentó: -Pues entonces ¿cómo es posible que no le guste oír un instrumento tan agradable como el que toca mi hijo? -¡Tableau! * Hay otra anécdota que demuestra la sencillez y la bondad del alma de mi amigo. Una noche, despertó molesto, pero no era persona capaz de privar del sueño a su hermana María del Carmen y no quiso llamarla para que le hiciera una taza de manzanilla, que creyó podría aliviarle. Decidido, se dirigió a la cocina para hacerla él mismo, mas aunque procuró no hacer ruido, su hermana, que tenía el sueño muy ligero, se despertó. Manolo había llegado ya a la cocina, encontrándola invadida por unos animalitos que debieron entrar por una ventana que daba al jardín y que estaba abierta. ¿Qué hacer? Le repugnaba dañar, aunque fuera a un pequeño insecto, mas a su pesar creía que no tenía más remedio que proceder a su exterminio.

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Sin darse cuenta empezó a hablarles mientras ejecutaba lo que le resultaba una penosa misión, y María del Carmen, que había llegado de puntilla, para ver quien estaba en la cocina, le oyó decir: -Lo siento mucho ¡pobrecitos! Lo siento mucho, ¡pero no hay más remedio! Sin querer, hacéis daño. ¡Lo siento, lo siento mucho! * Y fue pasando el tiempo en la Isla, que se iba llenando cada día de más novedades, muy mal recibidas por el que había llegado a ella buscando, como un don bendito, ¡el silencio! Los turistas se habían sentido, como él, atraídos por la Isla, pero, de muy distinta manera. Ellos no querían silencio y traían consigo el ruido. Llegaban en grandes oleadas de Inglaterra, Nueva York y otras ciudades americanas; de Alemania, Austria, y, a su conjuro, surgían los dancing y los altavoces lanzaban las canciones estridentes de última moda. -La isla se está desaislando- decía Manolo- cuando se encontraba en el tranvía, rodeado de extranjeros. -He tenido la ocurrencia de observar detenidamente a los treinta y tantos viajeros, y ni uno sólo hablaba el castellano o el mallorquín. Y yo me preguntaba: pero ¿Señor, estamos en España o en Inglaterra? Para huir de aquella nueva Babel, procuró bajar lo menos posible a Palma, mas, pronto, la invasión llegaba hasta su tranquilo refugio. Una tarde, se le presentó en su casa un joven extranjero con el deseo de verle, para un asunto urgente, y, cuando mi amigo amablemente salió, el desconocido, mirándole con curiosidad, le preguntó sin previo saludo: -¿Cuánto cobraría usted, señor maestro, por componer una partitura muy española, muy dramática, para nuestro film sobre Don Juan? Espero que no sea excesivamente caro. Se trata de un encargo que me ha confiado mi padre, Douglas Fairbanks. No sé como Manolo no le echó a la calle de mala manera; pero, incapaz de hacerlo, tuvo la amabilidad de acompañarle hasta la puerta, rogando indicase a su padre, que no podía complacerle por exceso de trabajo.

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Mas aquella irrupción no fue la única. Periodistas extranjeros solicitaban entrevistas. Su amada soledad se iba esfumando, y Manolo, un día del mes de junio, decidió dejar definitivamente aquella Mallorca querida para volver a Granada. No lo hizo sin pena, mas aquella inquietud que sentía, y que le impulsaba a buscar el silencio y la tranquilidad, le obligó a partir. Un grupo de amigos fue a despedirle; aquellos que le visitaban en su casita de Génova en las tardes invernales, cuando, en torno a la camilla -única calefacción que se permitía, charlaban de interesantes temas... ¡Aquellos que le querían y le admiraban! La Capella Classica dedicole una despedida íntima, en la Real Capilla de la Almudaina, y le hizo entrega de un valioso rosario mallorquín como recuerdo al que habían nombrado su director honorario. Las azules aguas de la bahía le vieron partir, y los ojos de mi amigo se hundieron por última vez en la vista de la ciudad que no habría jamás de contemplar. Era el 18 de Junio de 1934. * Cuando se dirigía a Granada, su fiel secretario, Don José Segura, fue a esperarle a Algeciras, acompañado de sus hijas. Él mismo llevaba con cuidado, como quien lleva un tesoro, una abultada cartera. Una de las chicas quiso desembarazarse de aquel peso, mas antes de entregárselo hizo una advertencia: -¡Cuidado! ¡Vas a llevar la Atlántida! Mas, qué lejos estaba entonces Manolo de que aquella obra, que era ya su principal y única ilusión, quedara inacabada, no por falta de tiempo, pues aún le quedaban años de vida, sino por su afán de lograr esa imposible perfección, por la que lucharía hasta el momento de su muerte, allá, en Alta Gracia, sin haber conseguido lo que él soñó.

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Manuel de Falla en Palma de Mallorca, mayo de 1934. A su izquierda se encuentran Mme. Chènes, Juan María Thomas y Alfred Cortot.

XXV PADRINO DE MARIBEL FALLA Un día, la vida tranquila, metódica, de Manolo se vio turbada por una noticia que le llenó de alegría: le anunciaban la llegada de su hermano con su mujer María Luisa y su hija Maribel. Aquello era un verdadero acontecimiento, y María del Carmen se dispuso a hacer los preparativos, mientras mi amigo, temo que entre las líneas del pentagrama donde componía, vio asomarse un rostro infantil. Hacía ya muchos años que aquellos amores, que principiaron en París, en casa del tío Pedro Matheu, habían finalizado con boda. Germán de Falla y María Luisa López de Montalvo se habían casado en París, en la Iglesia de la Asunción, del barrio de Auteuil, el 28 de Junio de 1929. Durante los primeros tiempos, residieron en Madrid, pero transcurridos ocho meses, se trasladaron, en Mayo de 1930, a Centroamérica, donde residieron varios años. Aquel hogar de Germán de Falla se alegró con la venida de su primer hijo, ¿Oué sería?... ¿niño?... ¿niña?... Por fin, llegó el momento tan deseado por los padres y por Manolo, pues en su vida llena de espiritualismo y, sobre todo, tan apartada del mundo, iba a entrar un elemento de dicha humana, y, aunque estaba lejos, se unió a la felicidad de los suyos. El fruto de aquella unión fue una niña monísima, alegre, sana, que vio la luz en Santa Ana (República del Salvador).

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Como suele suceder en estos casos, se dio una gran importancia al nombre que iba a llevar la recién nacida. Tenían que cumplir con tres personas de la familia que habían muerto, y era difícil decidirse ¿Qué nombre debía llevar la hija de Germán? Alguien, propuso que se echara a suerte, pues de esa manera nadie podía ofenderse. Se aceptó la idea y se escribieron tres nombres en un papelito: una mano, escogió uno de ellos, en que aparecía el bonito nombre de Maribel. Y así, se llamó la pequeñuela, y, en cuanto al padrino, no hubo que pensarlo mucho. ¿Quién mejor que Manolo, el hermano mayor al que tanto querían? Y, Manolo fue el padrino, y como es natural puso todo su cariño en ella; mas no pudo disfrutar, como hubiera sido su deseo de la presencia de la niña, en sus primeros años. Las obligaciones de su padre, la retenían lejos de él. Germán de Falla se había situado muy bien. Trabajó en la Universidad de San Salvador, donde fundó la Escuela de Arquitectura. Intervino en la construcción de la Casa Presidencial, la urbanización de la parte del Hospital y la unión de la parte vieja de aquella ciudad con la Ciudad Jardín. Mas el deseo de regresar a España se iba avivando en el arquitecto. Se encontraba bien allí, pero un día decidió volver a su patria. Su primera visita tenía que ser para su hermano Manolo, que vivía en la casita de la Antequeruela, y, un día feliz, llegaron a ella el matrimonio con la pequeña Maribel. Hacía años que Manolo deseaba conocer y ver a su ahijada. El alejamiento, los triunfos, no le habían hecho olvidadizo, y a los que quería, daba su afecto para siempre. La llegada de su hermano y de su sobrina hizo vibrar las fibras más sensibles de su corazón bondadoso, y eso que, seguramente, con su venida se turbó aquella paz, casi conventual, de la que disfrutaba en su carmen granadino. Seguramente, él que odiaba toda clase de ruidos cuando trabajaba, y no le gustaba ser interrumpido, se vería sorprendido algunas veces por la niña, que osaba penetrar en el sancta santorum para verle.

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La chiquilla se encariñó enseguida con mi amigo, al que llamaba «tito». Solamente, así, como si no hubiera más que uno... y, ¡tenía razón en su intuición infantil! Manolo quiso trasladar a la niña su afición a los libros y se dedicó a regalarle los que creía oportunos para ella. El siempre tuvo una gran afición a la literatura, que fue su primera vocación. Deseaba que desde pequeña, Maribel, sintiera afición a la lectura y la obligaba a leer, mas la niña, no siempre tenía ganas y, algunas veces, se negaba a obedecer, y entonces... El «tito» se enfadaba de verdad, y hasta estaba una semana sin dirigirle la palabra. ¡Terrible castigo! La niña sabía hacerse perdonar y el padrino, cuando la tenía a su lado, olvidaba aquellas armonías que cantaban en el fondo de su alma, y estaba sólo pendiente de otra música: la de las risas y charloteo de su pequeña ahijada. Al contacto de la chiquilla, se iba tornando más humano, más tierno y apasionado. La niña le entretenía y alegraba; y temo que durante aquel periodo de tiempo, no se sintiese tan dispuesto para componer horas y horas, sin pensar en descansar. Pasaban muchos ratos de charla y en uno de ellos, se puso sobre el tapete algo importante. Maribel, tenía ya edad de hacer su Primera Comunión. ¿Por qué no la hacía en Granada? Todos estuvieron conformes en ello y empezó a pensarse en el lugar dónde podía hacerla, decidiéndose que fuera el Colegio del Sagrado Corazón, hermoso edificio,rodeado de un gran jardin, donde se educan las hijas de las familias más conocidas y adineradas de la ciudad. Mas, hubo algo que quiso hacer Manolo. Prepararla para la Primera Comunión. No quiso dejar a nadie esa tarea. Estaba dispuesto a cumplir con la seriedad que le caracterizaba, su papel de padrino. Quería en verdad ser el Padrino de Maribel Falla. Escribió de su puño y letra varios folios, con las cosas fundamentales que consideraba que debía de saber un niño y, durante días y días, con infinita paciencia, se dedicó a enseñar a su ahijada. Hasta tuvo un especial cuidado de que Maribel

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hiciera como es debido la señal de la Cruz, que para tantos consiste sólo en un garabato. Y llegó el día feliz en que la chiquilla, vestida de blanco, como una novia chiquita, salió de su casa para dirigirse al Sagrado Corazón. Las Primeras Comuniones son siempre emocionantes, y la de la pequeña Maribel, casaría muy hondo a Manolo que era todo sensibilidad. Allá, ar rodillada en su reclinatorio, estaba Maribel. Había flores, muchas flores. Velas, muchas velas. Fue un momento solemne cuando la chiquilla se acercó a la Sagrada Mesa, para recibir, por vez primera, en su pecho inocente, el Pan de los Ángeles. La ceremonia resultó muy hermosa y devota. Las religiosas y las niñas cantaron durante ella, y Manolo, que era exigente en todo lo que se refería a la música, y mucho más si era religiosa, se mostró tan contento en aquella ocasión, que hasta felicitó efusivamente a las monjas por lo bien que habían cantado. Aquel día fue muy feliz para Maribel y para todos los que tanto la querían, y en el carmen de Antequeruela, gozaron de una dicha completa sus moradores. * La familia de Germán de Falla estuvo con Manolo una larga temporada. Tres meses de veraneo que pasaron en La Zubia y cinco en la capital, mas se acercaba el momento de la separación. Mi amigo preparaba su marcha a la Argentina para fines de septiembre. Se había comprometido a dar varios conciertos, aunque entonces, no esperaba quedarse por tierras americanas hasta su muerte. Pensaba ver de nuevo a su hermano y a la pequeña Maribel, con la que se había encariñado tanto. No obstante hubo de sufrir al alejarse de ellos, aquel día de finales de septiembre del año 1939. Mucho más triste hubiera sido la despedida para todos, de saber que iba a ser la última. Manolo no regresaría con vida a su patria. Serían sólo sus restos los que llegarían, de allende los mares, para reposar en la cripta de la catedral gaditana.

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Manuel de Falla en el patio del carmen de la Antequeruela con Mª Isabel de Falla y sus padres, Mª Luisa López Montalvo y Germán de Falla, en septiembre de 1939, unos días antes de partir hacia Argentina.

XXVI VÍSPERAS ARGENTINAS No volví a ver a Manolo hasta el año 1939, en que hube de hacer un viaje a Granada; él, entonces, pasaba una temporada en La Zubia, pintoresco pueblecito de la Vega granadina, a seis kilómetros de la capital. Uno de los mejores amigos de Granada había puesto a su disposición aquella finca que ocupaba en La Zubia, y donde podía trabajar a sus anchas por hallarse en pleno campo y no llegar hasta ella otros ruidos que los de la naturaleza. Aquel encuentro, que Manolo no esperaba, fue muy de su agrado, y nos abrazamos cordialmente; desde el año 1930, no nos habíamos vuelto a ver, o sea, hacía ya nueve años. Por eso, nuestra emoción fue aún mayor, y el deseo de contarnos todo lo que nos había sucedido durante ese largo intervalo de tiempo, más acuciante aún; allí en aquella casa rústica, lejos del bullicio de la ciudad, y rodeados de esa paz y calma, que tanto anhelara el querido maestro, charlamos cordialmente, sin interrumpir ni un momento nuestra conversación, en horas de visita. Y fue entonces, cuando Manolo, a pesar de la reserva y sencillez habituales en él, me dio toda clase de detalles del discurrir de su vida allá, así como de sus proyectos. María del Carmen, su hermana, estaba también presente. Yo oía, sin atreverme a interrumpirle, decir las cosas más maravillosas con tanta sencillez, cuando de buenas a primeras, me hizo esta confesión inesperada. -Me voy a la Argentina. Me han propuesto unos contratos muy ventajosos. Mis ingresos están muy mermados con motivo de la Guerra Mundial, y aprovecho esta feliz ocasión para enmendar algo mi situación económica actual. Mi sorpresa y desencanto no tuvieron límites. El viaje a la Argentina de Manolo era perderle... y acerté desgraciadamente en mi pronóstico pesimista; de allí no volvió más... sólo nos llegaron sus restos... 201

Pienso ahora que no hubiera tenido necesidad Manolo de haberse ausentado de Granada, si cualquier amigo, de los muchos y buenos que tenía, de posición, gustoso, le hubiera ayudado mientras hubiese durado la guerra y no pudiera él obtener nuevos y saneados ingresos. Mas ¡bueno era Manolo para molestar a nadie, y, menos por ese concepto! Seguramente me hizo esta confidencia sabiendo que yo no podría hacerle ofrecimiento alguno sobre ese particular. Luego de haber pasado aquella inolvidable tarde con Manolo, regresé a Granada, y al día siguiente salía para Cádiz. Aquella charla mantenida con mi amigo y su hermana fue muy substanciosa y casi interminable. Quizá presintiera él que al dejar su patria no volvería a ella más. Y, como me anunció, al poco tiempo salía para Argentina, donde pensaba dar aquellos conciertos que rehicieran su economía quebrantada por los años de guerra. A las pocas semanas, recibía una carta suya, en la que me daba el pésame por la muerte de un sobrino mío, marino, que habían asesinado los rojos en Cartagena; pero no se limitaba Manolo a esa cariñosa expresión de su sentimiento, sino, con esa intuición del que cree que no le queda ya apenas vida, me recordaba los tiempos felices de su niñez y su juventud, la ayuda que le había prestado mi padre en sus primeros ensayos de composición y, sobre todo, el presentarle a Pedrell, que encauzó sus estudios por caminos seguros, y otros mil detalles que no olvidaba nunca. A propósito de Pedrell, el gran compositor catalán, me comunicaba que estaba escribiendo una composición pedrelliana como final de una suite .

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Manuel de Falla en el carmen de la Antequeruela, en septiembre de 1939, pocos días antes de abandonar Granada.

XXVII ASÍ GRANADA RECUERDA AL MAESTRO Los Falla habían pasado veinte años en su casita de Granada, de donde salieron un día pensando regresara ella y seguramente, Manolo sintió pena al abandonarla, pues había pasado una buena parte de su existencia. Mas en vano aguardaron sus muros escuchar los pasos del maestro, los maravillosos sonidos que dejaban escapar sus dedos sobre el teclado... Él no volvió a contemplar la preciosa vista que se divisaba desde las ventanas de su carmen. Abajo, la ciudad con sus calles y edificios y el verde de algunos jardines. Más allá, la vega granadina, que es una especie de vergel, y a su izquierda, la blancura de la nieve de la sierra. Sus ojos, que tantas veces se hablan sumergido en tanta belleza, no volvieron a verla. No contemplaron más, a las altas horas de la madrugada, cuando aún trabajaba incansable, el parpadear de las luces y de las estrellas que se divisaban desde su retiro de la Alhambra. Por fortuna, el carmen que Manolo habitó, no cayó después en manos extrañas, que hubieran quitado todo rastro de su estancia en él. Una ilustre dama, la duquesa de Lécera, durante muchos años rindió culto a la memoria de mi amigo. Los muebles no quedaron allí. Unos fueron a parar a un convento para su custodia. Otros los tenía un amigo íntimo, Don Pedro Borrajo. La duquesa de Lécera cuidaba aquella casita con cariño y gustaba de enseñarla a sus amigos del gran mundo, y así se ha conservado tal como estaba cuando él vivía. Un alcalde granadino, Don Manuel de Sola, tuvo la feliz idea de convertir el carmen, que fue el hogar del músico famoso, en un museo, pero eso no ha llegado aún

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a realizarse, aunque se han dado ya los primeros pasos y por lo menos, no corre peligro de ser destruido o cambiado como en algunos casos suele suceder. Hace un par de años el citado Don Manuel Sola tuvo una reunión, para formar un Patronato -Museo Casa de Falla, que quedó constituido; estando integrados en él, la sobrina de Manolo, Maribel Falla de García de Paredes, Don Miguel Cerón, Don Francisco González Méndez, Don Bernabé Berriz, Don Valentín Durán y otros, entre los cuales, no sé con qué carácter, figurábamos también José María Pemán y yo. En un álbum se hizo una especie de acta muy sencilla que comenzaba así: «Hoy, vísperas de San Cecilio, del año 1961, quedó formado el Patronato, etc., etc.» El primer paso está ya dado. Sus familiares han donado también sus muebles para que pueda reproducirse todo, como cuando habitaban allí Manolo y su hermana María del Carmen. Mas, ¿cuándo llegará a convertirse en realidad? Es de esperar que llegue ese día, y los turistas que acudan a Granada a visitar sus monumentos árabes, su Catedral, su Cartuja, podrán hacer también una peregrinación artística al pequeño carmen. El maestro no está ya allí, pero aún queda la huella de su persona y aquella habitación donde él trabajó y salieron a la luz tantos frutos sazonados de su inspiración, será una especie de templo para los amantes del arte.

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XXVIII MANOLO ESCRIBE... He intentado a lo largo de esta vida íntima de mi querido amigo Manolo, en la que he procurado huir de todo tecnicismo al analizar su obra y las circunstancias en que se desenvolvió, poner mi emoción, mi cariño y admiración hacia él, para dar a conocer como era el ambiente que le rodeaba y los más importantes incidentes de su no corta existencia. Pero creo oportuno dedicar un capítulo exclusivamente a sus producciones (algunas no muy conocidas) fechas y lugares de estrenos, así como algunas anécdotas referentes a aquellas. Si así no lo hiciera, quedarían las memorias incompletas, mas insisto que no habrá en estas líneas un estudio técnico de sus obras, pues eso queda reservado para los profesionales, y sí, sólo una noticia escueta sobre su aparición y circunstancias que la rodearon. Comenzaré a hacer un recuento de sus producciones. Podríamos señalar que las primeras obras de Manolo fueron escritas desde 1899, fecha en que obtuvo el Primer Premio del Conservatorio de Música de Madrid, hasta 1905. Estas fueron: Serenata Andaluza, Vals Capricho, Nocturno y Tus ojillos negros. Por cierto, que sobre esta última obra hay una anécdota muy simpática. Cristóbal de Castro, conocido periodista y poeta de aquellos tiempos en que Manolo comenzaba su carrera artística, había escrito en La ilustración artística de Barcelona una poesía, que tituló Tus ojillos negros, y, tan pronto la leyó mi amigo, se presentó en casa de aquél, con una carta de recomendación de Pedrell, que era director de la revista catalana, para rogarle que diera su consentimiento para musicar la poesía. Castro, accedió benévolo, y Manolo escribió una partitura que llegó a figurar en el programa de Hipólito Lázaro. Contemporáneas de estas piezas de piano y de esta canción, fue un Allegro de Concierto, con el que concurrió Manolo a un concurso del Conservatorio de Madrid, alcanzando el honor de ser significado por el tribunal. El premio lo obtuvo el Allegro 207

de concierto, de Enrique Granados. Más tarde, Manolo musicó Los amores de Inés, un sainete cuya letra era debida a la pluma de Emilio Digi, obra de enredo, muy del gusto nuestro; la partitura, muy madrileña, fresca y juguetona, como las de Chueca, llegó al público. La crítica acogió el sainete con agradecimiento; ciertamente, la música era muy bonita y estaba bien instrumentada. Alguien dijo entonces que Manolo, en su primera obra teatral, había revelado condiciones excepcionales de compositor. Sin embargo, Manolo, más tarde, olvidó estos primeros balbuceos y los repudió con severidad. * Al comenzar el año 1905, daba Manolo los últimos toques a La vida breve, cuyo libreto era de Carlos Fernández Shaw. Ya conocemos las incidencias de esta obra cumbre de mi amigo pero, como el conseguir su estreno fue muy laborioso, entre tanto escribió sus Cuatro Piezas Españolas: «Andaluza», «Cubana», «Aragonesa» y «Montañesa». Piezas, en las que se manifiesta la oposición de mi amigo al estilo plateresco de Iberia, así como su deseo, aún tímido, de buscar algo nuevo en la música. Estas obras fueron estrenadas por Ricardo Viñes, en la Sociedad Nacional de Música de París, interpretándose, por vez primera en España, el 30 de Noviembre de 1912. Por entonces, compuso también Trois melodies sobre textos franceses de Teófilo Gautier; «Les Colombes», «Chinoiserie» y «Seguidillas». La primera audición de estas partituras, tuvo lugar en la Sociedad Nacional de música, de Madrid, el 23 de Mayo de 1916, y su intérprete fue: Genoveva Viz. Pero antes de aquella fecha, en 1915, Manolo había dado a luz Siete canciones populares españolas: «La Seguidilla», «Murciana», «El Paño Moruno», «Asturia», «Jota», «Nana», «Canción» y «Polo»; mostrando con ello un conocimiento muy profundo de tantos cantos populares. Estas canciones son verdaderos lieders, que llevan a todos los lugares donde se interpretan, el recuerdo de España, y se han universalizado de tal modo, que en los conciertos organizados por la Universidad de Tokio, figuraban en su programa la Jota de Falla; la cantó la Mikamura, que la hizo triunfar en su país, como Lucien Bleval en París. Manolo, hombre de fina sensibilidad, buscaba en los poetas letras inspiradas para sus composiciones; sobre todo, cuando en ellas habla ternura, sentimientos, poesía, en fin. Y, si en anterior ocasión había musicado la poesía de Castro, ahora ponía

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una partitura a la Oración de la madre, que tiene a su hijo en brazos, de Gregorio Martínez Sierra. Esta composición, fue, quizá, la manifestación de] genio artista impresionado por los ecos de la Primera Guerra Mundial. Más tarde, en ella, encontraría una fuente de inspiración el compositor francés Debussy, al trazar la Navidad de los niños que no tienen madre. Por aquellos tiempos, mi amigo, compuso su Amor brujo, sirviéndose del piano que Rusiñol tenía en su famosa finca de recreo Cau-Ferret, conocido como auténtica reliquia artística, ya que en ella tocaron, a lo largo de cuarenta años, todos los grandes pianistas que venían a la Ciudad Condal. La obra, fue estrenada el 15 de Abril de 1915, en el Teatro Lara, por Pastora Imperio. La letra era de Gregorio Martínez Sierra. No se llegó a entender esta obra al principio, y Manolo la reinstrumentó de nuevo, haciendo una ampliación orquestal para versión de concierto; fue estrenada por la Orquesta Sinfónica de Madrid, en la Sociedad Nacional de Música. * Entre las fechas de representación de El Amor brujo, en de Abril de 1913, y la de El corregidor y la molinera, el 7 de Abril de 1917, escribió Manolo una de sus composiciones mas inspiradas, y que figura en los programas de todos los conciertos. Fue dada a conocer por el maestro Arbós en el Teatro Real, el 9 de Abril de 1916, y su título es Noche en los jardines de España. Actuó en el estreno como solista, Cubiles, el famoso pianista paisano de Manolo y mío. Se cree que el motivo de la composición fue aquel antecedente de los Jardines de España, de Rusiñol. La obra tuvo una buena acogida de público y crítica. En París, se escuchó la composición por vez primera en Enero de 1920, dirigida por Arbós y con Joaquín Nin al piano. Como dije antes, el 7 de Abril de 1917, estrenó Manolo El corregidor y la molinera, estreno que tuvo lugar en el Teatro Eslava de Madrid; dirigió la orquesta, Joaquín Turina, y sus intérpretes fueron Luisita Puchols, Ricardo de la Vega y Pedro Sepúlveda. No fue tampoco bien comprendida esta obra, y reconociendo mi amigo que la partitura de la «pantomima» merecia otro espectáculo de más categoría, la adaptó para ballet, bajo el título de El sombrero de tres picos, estrenándola en Londres el 22 de Julio de 1922; siendo dirigida por Ansermet . En París fue representada al año siguiente. Desde entonces aparece frecuentemente en los programas de los conciertos de las grandes orquestas sinfónicas y de los más geniales pianistas. Juan de Aubry, dijo acerca de esta partitura «Parece que Falla haya puesto al servicio de El sombrero de tres picos todos los recursos de su segunda juventud».

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Hacia el año 1923, Manolo estrenaba en Sevilla, por su propio deseo, El retablo de Maese Pedro; esta interpretación, no representada, corrió a cargo de una orquesta formada por profesores músicos de la capital, obteniendo un éxito rotundo. Tanto agradó a Manolo esta actuación, que le sugirió la idea de fundar la Orquesta Bética, con aquellos elementos, bajo la dirección de su discípulo predilecto Ernesto Halffter. Del conjunto, ya hemos hablado en anteriores páginas. De esta obra, una de las más inspiradas de Manolo, huelga que hablemos, pues ha sido divulgada a través de los años transcurridos desde su estreno hasta la fecha, siendo del agrado de todos los públicos y de artistas y empresarios; se trata además, de una feliz adaptación de un muy conocido episodio del Quijote, como homenaje a la gloria de Miguel de Cervantes. Fue dedicada a la Princesa de Polignac Y, como es natural, la Princesa ofreció su palacio de París para que allí llevara Manolo la «farsa», y el 25 de Junio de 1923, se representó por vez primera en la capital de Francia, en aquellos salones de la Polignac. Tuvo este estreno el carácter de verdadero acontecimiento. La Princesa, con el deseo de conseguir el mayor éxito de la «pantomima», no reparó en gastos. Hizo ir desde Granada a Hermenegildo Lanz (al que Manolo, encargó más tarde, cuando su estreno en aquella capital andaluza, allá por el año 1927, la construcción del teatro portatil y de los distintos muñecos). En esta ocasión, el mismo Falla escribió a Lanz, invitándole, en nombre de la princesa, para que hiciera «las cabezas y manos de los muñecos del guiñol, en la forma que usted sabe hacerlo, para el Retablo», y añadía las siguientes palabras: «Figúrese usted con cuanta alegría pienso en esta continuación parisina de nuestros trabajos Cachiporristicos, de Granada». Se refería a los que realizaban en casa de García Lorca y de los que ya hemos hablado. Manolo no había olvidado aquellos intentos escénicos del famoso poeta, a algunos de los cuales puso música y es posible que de allí sacara inspiración para el montaje de su Retablo. José Viñez fue quien pintó el decorado, bajo la supervisión de Zuloaga, y Hernando Viñez, el que redactara el programa en francés, haciendo conocer al público que se trataba de una adaptación musical y escénica de un famoso episodio de Don Quijote de la Mancha, que había sido compuesto por Manuel de Falla, como ferviente homenaje, y, a la gloria de Don Miguel Cervantes. Los muñecos fueron movidos por Susanne Albarrán, Genóvieve Bernard, Matilde Cuervas, Luis Leopold Eulart, Emilio Pujol, Vareña Cid, Ricardo Viñez (que fue quien movió a Don Quijote), Manuel Ángeles Ortiz, Elvira Víñez Soto y Hermenegildo Lanz.

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Las voces estuvieron a cargo de Hector Dufranc (Don Quijote), Thomas Solignac (Maese Pedro) y Manuel García (Trujuman). Actuó la Orquesta Goischmann, tocando el clavecín Wanda Landowska, y el arpa-laud. Henry Casadesus; la dirección la llevó el propio Manolo en colaboración con Golschmann. Fue instalado el tablado al fondo de uno de los magníficos salones de la Polignac, y el todo París, integrado por artistas, literatos y aristócratas acudió a oír la genial partitura que constituyó un verdadero triunfo para el paisano y amigo. La Princesa hizo un espléndido donativo a Manolo en aquella ocasión, que hoy nos parecería irrisorio, pues se trataba sólo de quince mil Francos, que entonces tenían otro valor. Como aquello ha sido una de las páginas de más colorido e interés de la vida de Manolo, no resisto a la tentación de transcribir unos párrafos de la brillante crónica, que en El Sol escribiera Corpus Bargas, dándonos a conocer a aquella brillante recepción. Decía así el artículo: Reflejos de París. El Retablo de Maese Pedro. Gran fiesta en el Palacio de la Princesa Edmonci de Polignac. Brilla en la noche el charol de los automóviles mudos, bajo los castaños de la avenida. Junto a la verja, ronronea el coro de los chauffeurs. Al pie de la escalera, medio desnudan a las damas, los lacayos, con los brazos cargados de abrigos. Descotes y pecheras, se envían mutuamente sus fuegos, a través de las salas. Aquí se hallan Paul Valer y, el poeta de hoy, que hace gestos de náufrago, entre las ondas de los hombros femeninos. En el quicio de una puerta, Henry de Regnier, el poeta de ayer, se halla todo rígido y despreciativo, con sus bigotes caclentes, y su monóculo altanero. El músico Strawinski, es un ratón entre las gatas. y, el pintor Picasso, de etiqueta, y rodeado por todas partes, parece que está apoyado en una esquina, y que tiene caída la gorra sobre una oreja. El pintor José María Sert, parece que nos hace los honores del palacio, Pero, de los pintores, poetas Y músicos -la corte de la Princesa Edmond de Polignac, el héroe de la noche, es el maese Falla. Rebosa el salón del teatro de la Princesa. Quedan fuera, por las puertas, manojos de colas de frac. la escena es de guiñol. Los muñecos representan a Don Quijote, a Sancho, a Maese Pedro, el muchacho que explica el Retablo, y a los demás personajes de Cervantes, en el Quijote; el Capítulo XXVI. El Retablo con sus títeres; Don Gayferos, Melisendra y los otros, se abren ahí, en el Teatro de los Muñecos; es el Guiñol del Guiñol. la música del Retablo, le sujeta a uno, pero con esos tacones de bailaoras, que dicen «Sígueme». ¿Quién se resistiría? Su paso por el salón de la Princesa de

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Polignac echa a volar todos los aplausos. El maestro Falla, se va con su música a Granada.» Como habrá podido advertirse, no hay mejor modo de reflejar lo que fue en el «todo París» el estreno de la obra de Falla, que este brillante reportaje de Corpus Bargas. A su lectura, cabe medir el rango y la envergadura de aquel gran acontecimiento que representó en la vida parisina el impacto del genio de Manolo. También se representó El Retablo en la Ópera Cómica de París y, a propósito de ello cabe relatar un incidente que nos muestra, a las claras, el verdadero carácter de Manolo, que si bien era sencillo y modesto, quizá en demasía, sabia ponerse en su sitio, cuando la oportunidad llegaba. Precisamente, en esa ocasión envió la empresa a mi amigo unas entradas corrientes. Y como él estaba acostumbrado a que le enviasen un palco, rehusó las localidades con la mayor dignidad. -No las he aceptado- explicó después a su tío Don Pedro Matheu- porque tú eres Ministro de El Salvador, en París, y debes asistir a la representación en lugar de preferencia. En el estreno de El Retablo de Maese Pedro, la crítica francesa se deshizo en elogios a Manolo. Entre otros muchos, Raúl Laperra se expresaba de este modo: «Tras comparar al autor con otros músicos patrios, saco la consecuencia de que Falla será en el pasado, el porvenir y el presente, el más grande de los músicos de España». Más tarde, El Retablo (Octubre del 23) se estrenó en Roems, de Bristol (Inglaterra), obteniendo el mismo éxito que en Francia. El 28 de Marzo de 1924, fue interpretado por la Orquesta Filarmónica, en Madrid, bajo la dirección del maestro Pérez Casas,, tocando el clavicémbalo el propio Manolo, y al año siguiente, fue dado a conocer en Sevilla en su versión escénica por primera vez en España. Ya hablé de eso en el capítulo correspondiente. * El año 1924, Manolo compuso la Partitura de un poema de Juan Aubry, Psyché, obra de una maravillosa perfección; como toda la que preside la obra de mi amigo. Así lo dijo Rodolfo Haifter. «Yo no creo que existe hoy en Europa otro maestro, salvo

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Mauricio Ravel, que escriba con la perfección de Falla». Era un homenaje de Manolo hacia el poeta, muy merecido pues, Aubry, desde que empezó a reconocerse en Europa el genio de Albéniz, se interesó con el mayor entusiasmo por nuestra música. Como sabemos en Psyché se glosa, o evoca, un concierto íntimo que Isabel de Parma da a sus damas de la corte, en el camerín de la Alhambra, conocido vulgarmente por el «tocador de la Reina». El motivo del concierto, es un tema mitológico, muy del gusto de aquella época; primera mitad del siglo XVIII. Tras esta producción, dio a luz Manolo, su Concerto para clave, dedicado a Wanda Landowska; el principal objeto de esta obra era apartarse de la forma clásica, evitando que un solo instrumento fuera acompañado por otros. En esta ocasión, quiso mi amigo que cada uno de ellos se considerase como solista. Se veía que el camino que quería recorrer Manolo, ahora era distinto del de sus primeros tiempos de «andalucismo»; a partir de El Retablo, trata de incorporar a nuestra lírica, viejas tonadas castellanas, música de corte, religiosa, romancero, popular... ¿Se estará preparando para su definitiva e incompleta obra, en la que cifra todos sus ensueños y aspiraciones de música, Atlántida? Sin embargo, Manolo, a pesar del Concierto, seguirá siendo el mismo que el de o El amor brujo, aunque hubiera en las nuevas obras mayor intensidad, y fueran considerablemente sintetizadas. El Concerto, al que acabo de referirme, fue interpretado en el Aeolian Hall, de Londres dos veces, la segunda obtuvo un mayor éxito, porque el piano fue reemplazado por el clavicémbalo que tocó Manolo. Aún no se había estrenado en España, pues el Concerto fue conocido aqui, en el Palacio de la Música, el 5 de Noviembre de 1927, en un homenaje que el Ayuntamiento de Madrid, rindiera a Manolo, días después de una brillante recepción que hubo en la Casa de la Villa en su honor. Por cierto, que allí, bajo la dirección del maestro Villa, se interpretaron varios fragmentos de La vida breve y tres danzas de El sombrero de tres picos, ins trumentadas para banda por el propio maestro y director del conjunto de viento. Compuso también Manolo, unas sencillas melodías, aquellas que dedicara a Córdoba, y basada en un Soneto de Góngora, el poeta cordobés, que se estrenó en la Sala Pleyel de París, por la señora Magdalena Cresier, y Monseñor Delacourt, y, otra, que pudo considerarse como un extracto de una partitura de Federico Chopín, en Fa mayor para piano, y que adaptó Manolo a los sonoros versos de Mosén

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Jacinto Verdaguer, para coro mixto. Su título fue Balada de Mallorca, y era muy interesante y encantadora su audición. Como ya se ha dicho, se cantó en el Tercer Festival de Música, celebrado en la Cartuja del Valle de Mosa (Mallorca) el 21 de Mayo de 1933, ejecutada por la Capella Classica del Padre Juan M. Thomás. El año 1934, escribió Manolo, los famosos Homenajes, cuya primera audición, tuvo lugar en Noviembre de 1939, poco después de la llegada de Manolo a la Argentina; él la dirigió y su éxito fue completo. Quiso Manolo componer una obra que extrañase serias dificultades de interpretación, pues aunque a primera vista pareciera de ejecución sencilla, llegaba a poner en un verdadero aprieto a los concertistas por su extraordinaria técnica; esa fue la razón de ser dedicada a Rubinstein, uno de los mejores pianistas de aquella época, y de una prodigiosa ejecución. El maestro Rubinstein, era un verdadero entusiasta de nuestro país, y a propósito de ello, no resisto a contar la siguiente anécdota, en la que yo intervine personalmente; pues era muy amigo del célebre pianista. Un día me dijo: -Yo no me pierdo la Feria de Sevilla, por lejos que me encuentre de España, y, siempre oigo con verdadero deleite a "La Camarona." En otra ocasión, me confesaba: -Me gusta mucho el vino de Jerez, pero el Carta Blanca que bebí en La Habana, no lo olvidaré nunca. Yo, le propuse, entonces: -¿Quiere usted conocer a Agustín Blázquez, socio de la firma que exporta ese vino? Y, fui a buscar a Agustín Blázquez, amigo de toda la vida, y le llevé a ver al célebre músico. Al ser presentado, artista y bodeguero, aquél dio un fuerte abrazo a éste, y le dijo, sin poderse contener: -¡Ah! ¡Qué vino tiene usted, señor! A lo que Blázquez, contestó, con ese «dejarse caer», y esa gracia fina gaditana:

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-Y, usted, ¡qué dedos tiene, maestro! * En estas anécdotas queda retratado aquel español, o mejor andaluz honorario, que estrenó Fantasía Baetica, a pesar de sus dificultades técnicas constituyendo un verdadero apoteósico éxito. La obra fue interpretada el 20 de Junio de 1920, en Nueva York. Todos estos trabajos de Manolo, que hemos ido enumerando, obedecían a distintos estilos, pues su curiosidad era insaciable y su deseo de acabamiento, sublime; su deseo de perfección era casi sobrehumano. Por eso pedía a Dios con fé y seguridad de ser escuchado, que la inspiración no le abandonase y que viniera a su mente... Y la inspiración venía... y escribía... pero... Comenzó a componer su última obra, la que nunca terminaría, mas, ¡no sería presunción vana escribir aquella última partitura que iba a ser como el resumen de su vida, de sus anhelos místicos, de su espiritualidad ¿Cómo iba a escalar esa cima del arte? Sin embargo, lo humano era ciertamente un verdadero reflejo de la grandeza de quien hizo la armonía y la luz. Pondría manos a la obra gigantesca... él la empezaría... y, luego, ÉL la habría de terminar.

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XXIX CON UN PIE EN EL ESTRIBO DE LA MUERTE El 7 de Octubre de 1939 pisó por última vez Manolo el suelo de su patria. Había sido invitado por el Instituto Cultural Español de la Argentina, con motivo de celebrar su 25ª aniversario, y estaba contratado para dar una serie de conciertos de música española en el Teatro Colón de Buenos Aires. Embarcó en el puerto de Barcelona, y sólo algunos fieles amigos fueron a despedirle. Frank Marshall, Gisbert y otros, llegando a Buenos Aires, acompañado, como siempre, de su hermana María del Carmen, que no le abandonó ya en su vida. La capital de la República Argentina le dispensó un grandioso recibimiento: fueron muchas personas las que acudieron al muelle a la atracada del barco que le trajo desde España. Veíanse entre ellas a personalidades destacadas del arte, socialmente, o del mundo de los negocios. La república acogía calurosamente al ilustre músico español. Los organizadores de los conciertos le instalaron en un lujoso hotel, digno de su rango artístico; pero mi amigo era demasiado modesto para hallarse contento en aquel ambiente suntuoso. Creo que se hubiera marchado a otro sitio, más en consonancia con sus gustos, pero eso hubiera podido herir a los que allí le llevaron, y como era incapaz de molestar a nadie, aunque fuera en cosa tan insignificante, allí se quedó... Y, como no quería que la gente pensara que aquello era cosa suya, no podía por menos de decir a los que iban a visitarle, como explicación de su alojamiento en ese hotel: -Me han traído aquí, pero esto es demasiado lujo y demasiado gasto para mí. Y transcurridos apenas unos días de su llegada, comenzaron los conciertos en el Teatro Colón, con un lleno rebosante, a pesar de su enorme capacidad. Si cabe, ase217

guraríamos que su triunfo fue mayor que otras veces, poniendo las ininterrumpidas ovaciones un broche de oro a la actuación de mi ilustre amigo. Dióse el caso, quizá único (no conocemos otro igual), de que al serle presentadas las liquidaciones de aquellos conciertos, que superaban con un margen sorprendente a lo previsto, se negó a aceptarlas por considerar su importe excesivo. No sólo era modesto -con la modestia de un niño grande- sino desinteresado de modo incomprensible. La última obra que dio a conocer Manolo fue la suite sinfónica titulada Homenajes, y que se estrenó, precisamente, en dicho teatro el 18 de noviembre de 1939. Consta de cuatro números: el primero Fanfarre, dedicado al maestro Arbós; el segundo, A Claude Debussy; el tercero, A Paul Dukas y el cuarto, Pedrelliana. En aquella obra, enlazó a los artistas contemporáneos que admiraba, y fue como su postrer recuerdo y demostración de afecto y, también, aunque él entonces, no lo presintiera, su última presentación al público. A Buenos Aires le cabe el honor de haberle prodigado los postreros aplausos que escuchara mi amigo de niñez, aunque luego hayan sido muchos los prodigados en todas las partes del mundo; pues su figura es universalmente conocida por los amantes del arte musical. Terminados con gran éxito los recitales y, aunque era su propósito volver a España cumplidos estos compromisos, como le fueran ofrecidos otros nuevos contratos, decidió permanecer algún tiempo más en la Argentina, y fue entonces cuando pensó buscar un refugio para dedicarse a la composición en paz y silencio, como en su carmen de Granada, o en La Zubia. Primeramente, se instaló en Córdoba, que se halla a unos 800 kilómetros de Buenos Aires, en una casa denominada «Villa Carlos Paz», pero Manolo no se encontraba allí a gusto; aunque era persona de pocas necesidades se sentía muy incómodo, y no acababa de encajar. Deseaba buscar otra cosa, y alguien le solucionó el asunto. Vivía por aquellos tiempos en Buenos Aires, el gran estadista y político español, Don Francisco Cambó. No sé si Manolo lo conocía de antiguo, y más bien, pienso, que al encontrarse allí, en el extranjero, empezaron a tratarse. Cambó supo de boca de Manolo su descontento y sus deseos de cambiar de casa.

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-¿Por qué no te vas a vivir a Alta Gracia? -le preguntó-. Creo que aquello te gustaría. -¿Y crees que allí encontraría un lugar retirado, donde pudiera trabajar, lejos del ruido que tanto me molesta? El estadista guardó silencio durante unos minutos, y permaneció pensativo. -Conozco mucho aquella región, pues suelo pasar temporadas en la zona serrana de Alta Gracia. -Entonces, si sabes de algo que me convenga, dímelo. -Procuraré hacer alguna gestión; se me ha ocurrido algo. Pero no depende de mí. Ya veremos... * Días después, se presentó a Don Ricardo Bunge, persona, que por cierto es primo de una distinguida dama, Catalina Uthof, que estuvo casada con un gaditano, José María Bensusan, que murió, durante la guerra, víctima de la aviación roja. Ese señor, poseía una hermosa propiedad, «Los Espinillos», en Alta Gracia, pero estaba deshabitado, pues en ese entonces, residía permanentemente en Europa. Cambó le habló de los deseos de Manolo, y procuró convencerle de que se la dejara. -Tú no la habitas ahora, y pienso que tu finca sería una residencia ideal para Falla. El estadista no tuvo que luchar para convencer al dueño de «Los Espinillos», que aceptó muy gustoso la indicación por tratarse del que ya era una celebridad. De la conversación sostenida con Don Ricardo Bunge quedó decidida la nueva mudanza. No se trataba de asunto complicado. Ya no eran los «gallegos» los que tenían que efectuarla. Aquellos que oyeron la primera composición tocada por sus dedos infantiles, estaban muy lejos, y además...la casa estaba ya amueblada por su dueño y lo único que precisaba trasladar era el piano de mi amigo Manolo, que formaba casi parte de su propio ser.

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«Los Espinillos» quedaban en las afueras de Alta Gracia, mas cerca de la ciudad, que está situada en la zona montañosa, a 650 metros de altura sobre el mar. La casa, era de piedra y ladrillo, con techo de tejas, y estaba edificada en barranca. La rodeaba un jardín, que no había sido modernizado, pues su dueño prefirió conservar la vegetación espontánea; Espinillos (de donde le vino el nombre a la propiedad) chañares y cocos, en su mayoría. A la entrada, a cada lado del portón, había un grupo de cipreses que, seguramente le recordarían a Manolo aquellos que tantas veces contemplase en sus visitas al Generalife. Hasta aquel lejano rincón le llegaba con ese árbol la nostalgia de su querida Granada. Habia también en el jardín naranjos y limoneros. Muchos de ellos fueron plantados por manos de un poeta argentino, Don Enrique Larreta, que tenía, a poca distancia de aquella finca, otra, llamada «El Portillo». La propiedad, estaba rodeada por un cerco de piedra, de poca altura, sin argamasa (pirca) y una hilera de cactus, mandarinos y naranjos, la bordeaba interiormente. Allí fue a instalarse Manolo, en compañía de su hermana María del Carmen, y empezaba la última etapa de su vida. La casa era amplia. Tenía cuatro dormitorios y un cuarto de estar, que daban a la sierra. El paisaje que contemplaban sus ojos era montañoso, y la vegetación, pobre. El suelo, arenoso y con muchas piedras, no era propicio para mucha lozanía. * Manolo, en su casita argentina, no se encontró por completo aislado. Nunca fue hombre amante de la sociedad, mas le agradaba tener sus tertulias y un grupo de amigos. Le visitaba con frecuencia el doctor Quiroga Losada, con el que hizo amistad. Sus cuidados, el reposo y la paz que encontró en las alturas de la sierra, le fueron beneficiosas, y su salud quebrantada empezó a mejorar.

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Casa de Los Espinillos en Alta Gracia (Córdoba) donde Falla vivió durante sus últimos años desde finales de 1942.

Manuel de Falla y Mª del Carmen en su casa de Los Espinillos, Alta Gracia (Córdoba, 1945).

Llegó a estar tan débil, que movía difícilmente las piernas, y tuvo que verse precisado a utilizar un bastón que ya no abandonó jamás; aunque dejó de serle necesario más adelante. Había veces que, al levantarse, lo olvidaba, y echaba andar tan tranquilo, pero se había acostumbrado a él. Además de su médico, muchas otras personas le visitaban, Algunas llegaban hasta Alta Gracia de lejos, sólo para verle; músicos, poetas, diplomáticos, escritores, periodistas. Compatriotas y extranjeros. Manolo, se alegraba mucho de que fueran a verle, y ayudado por su hermana María del Carmen, procuraba atenderles. En aquellas tertulias, gustaba hablar de sus tiempos pasados, de sus antiguos amigos, de sus estancias en París, en Granada, en la ciudad, que le vio nacer. No olvidaba a nadie y no regateaba sus elogios a los compositores de su época, como Ravel, Debussy y Paul Dukas; de este último, confesaba que era uno de los amigos más verdaderos que había tenido. Manolo se vio una vez felizmente sorprendido por la llegada de un paisano al que conocía de antiguo. José María Pemán, que dio por aquellos años unas conferencias en la Universidad de Córdoba (Argentina), sabiendo que Manolo estaba allí fue a dar un abrazo a su querido amigo. No renunciamos a dar a conocer este interesante encuentro entre el maestro y el escritor gaditano y, para ello ¿qué mejor pluma que la del propio Pemán? En un bello artículo que transcribimos dio sus impresiones sobre la entrevista. Allí vemos de nuevo a Manolo, pero ya en su acentuado declive físico, con un «pié en el estribo de la muerte», como Cervantes. Física y moralmente lo retrata Pemán, en aquel ambiente lejano -y tan nuestro-, con ese gracejo, fluidez y clasicismo que le caracteriza. Decía así su artículo: «Llegué a la residencia de Falla, casi anochecido. Esto fue una fortuna, porque la hermana enfermera, la admirable María del Carmen, que salió a recibirme, me explicaba que el estado de debilidad y nerviosismo del maestro era tal, que la mañana la pasaba en una especie de marasmo atónico, y, sólo, hacia las tres de la tarde, empezaba a desvelar del todo el espíritu, y quedar en condiciones de sostener un diálogo.

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Cuando llegué, en realidad, no tenía ninguna enfermedad específica, y se consumía a fuerza de espíritu y de genio. Eso era todo. Era una torcida de nervios que se quemaba en su propia combustión. Poco después, tenía delante al maestro. Vestía un poncho de color ceniciento, que acababa de dar a su figura un aire franciscano. Me abrazó, con un brazo sólo. El otro, lo movía lentamente, porque había tenido despegada una clavícula, que ahora estaba soldada. Esto mismo, le impedía, tocar el piano. Era cada vez menos cantidad de carne, dentro de un laico sayal. Le hice, naturalmente, la inevitable pregunta periodística vulgar: ¿Cuánto tiempo de trabajo le queda a su Atlántida? Y, me contestó con la misma naturalidad pueril, con que me había contestado hacia doce años a la misma pregunta: -Seis meses. La Atlántida estaba virtualmente terminada. Los seis meses que le faltaban, eran los seis meses de su escrúpulo insaciable, de su perfección soñada, Eso, que él llamaba «seis meses», era la eternidad. Luego, me explicó un poco su fórmula musical para la composición de la magna obra, sueño de su vida. Hablaba ya, de un modo arrebatado e inmaterial, como si la poca carne que albergara el poncho ceniciento pudiera ya sostener más que la levedad de los ritmos, pero, no la pesadez de los conceptos. Su explicación musical en Granada, entre las rosas, estaba ya en el límite máximo de mi comprensión. Esta otra, de la Sierra Americana, se me volaba, se me iba. No le entendía ya. En algún momento, su mano libre, se posó sobre el teclado, y esbozó unos acordes. Muy pocos... Era la Atlántida, que surgía otra vez del fondo de los Mares.» Poco después, nos despedimos con unas breves palabras, mientras me abrazaba con el único brazo útil. «¡Hasta España!» Fue hasta la eternidad. La eternidad, que ya tocaba él con aquel brazo inmóvil, negado a la vida, que ya no podía abrazar a los hombres».

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Parece que ese viaje de Pemán a la Argentina fue providencial para que nos trajese la última imagen del glorioso maestro. La última, y debido también a la pluma gaditana, tan esclarecida, como la del autor de El Divino Impaciente. ¿Acaso no sentía ya impaciencia Manolo por hallar un refugio definitivo, pero más alto aún que su carmen de Granada y su finca de la Argentina? Si, de joven fue «impaciente» por estrenar La vida breve, que ya no quería sujetar con su único brazo sano, por que el otro, el que llevaba la dirección de su vida, yacía inmóvil, unido a su esqueleto viviente... Él era barco a la deriva en la tempestad de la vida, y fuera de su querida patria. Los vaivenes de la fortuna le sujetaban a esa penitencia en la que se depuraba su alma devota... Manolo era como su Atlántida, incompleto... algo había muerto prematuramente en su vida física y, algo aún, no había nacido en la vida de su espíritu para ofrecérselo a su obra cumbre... Por que la inspiración siempre le vino de lo Alto... Pero, en aquella última temporada de la Argentina, Manolo seguía cosechando sus mayores éxitos. Entre las muchas cartas que he leído, dirigidas a mi amigo, con felicitaciones de personas a quienes él ni conocería, figura ésta, escogida al azar, de una dama bonaerense que, por su sencillez y tono fervoroso, copiamos: «Ilustre maestro: Cuando yo creí perdidas las esperanzas de oír una ópera suya, tuve la inmensa alegría de asistir en nuestro primer coliseo a la Vida Breve. Tanto nos gustó, que volvimos a verla otra vez, y lo seguiremos haciendo mientras la repitan. Lo que más nos ha gustado ha sido el cuadro segundo del primer acto. La música del anochecer en Granada es divina, tan dulce, tan soñadora, tan fina. Tuvimos el gusto de verle y oírle cuando dirigió en el Teatro Colón El Retablo de Maese Pedro, y quiera Dios que nos dé vida para oír ese poema sinfónico que se titula Atlántida. Le envío unos programas de sus conciertos para que tenga la bondad de firmarme, cuando menos, uno, porque pedir que me firme todos, me parece mucho pedir. Espero me complacerá, ya que además de ser músico, es español, y, por tanto, caballero. Pero, no quisiera ser un martillito más en este yunque... de mi vida, demasiado larga ya.» Creemos que también interesante trasladar a estas páginas un artículo de un periódico de Buenos Aires, Los Diarios, de fecha 7 de Noviembre de 1939, y que refle-

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ja mejor de lo que nosotros pudiéramos hacer, la fructífera y larga labor de Manolo en la Argentina. El artículo decía así: «Hacía años que en nuestros centros musicales venía divulgándose cada vez más, el repertorio de obras de Manuel de Falla, llegando a la popularidad, merced a la laboriosidad y tenacidad de sus divulgadores, que hallaron en la música del maestro un nuevo camino de la música folklórica española, hoy admirada por la mayoría, hasta el punto de que la sola presencia del insigne autor, en el atril del Teatro Colón, hubiera sido suficiente para poblar las diferentes localidades del primer coliseo local.» «Es que la divulgación de toda obra del espíritu, atrae la atención general, despierta la curiosidad del estudioso y hace que un autor se transforme por obra y magia, en familiar de sus admiradores, lectores, oyentes y discípulos.» «Tal lo acontecido con la visita del autor de El amor brujo, cuya presencia en el Colón, llamó la atención de todos aquellos que se hablan familiarizado con sus obras, y fueron a satisfacer la curiosidad admirando la personalidad de tan ilustre compositor. Prueba de ello, que la llegada al podio directorial del compositor, provocó un prolongado aplauso, que sólo se justifica por la obra escrita de Falla, y por la aludida curiosidad de sus muchos admiradores.» Y, para completar, aún más, nuestra información respecto a aquellos años de Falla, haremos referencia a un programa del Hogar Andaluz de Buenos Aires, de Septiempre de 1941. En la invitación, se hablaba de un concierto que había de celebrarse el día 27 de ese mes y año, a las 18,20, dedicado al ilustre compositor Don Manuel de Falla, y en el que prestarían sus concursos el notable escritor, Ernesto María Barreda, la magnífica soprano ligera, señora Clara Estévez, y los renombrados profesores, señores Roberto Lacatelli y José Palomo. Figuraban en el programa la «Danza ritual del fuego», de El amor brujo, y cuatro de las Siete canciones populares españolas: «El paño moruno», «Seguidilla murciana», «Jota» y «Polo». A estas canciones, seguirían la «Danza del Molinero», y La vida breve, en versión de concierto.

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Artículos, cartas, programas de conciertos, nos iban informando de aquella vida de mi famoso amigo que caminaba siempre de éxito en éxito, y si fue sólo a la Argentina por unos meses, vivió allí siete años para volar al cielo. ¿ Cómo? El día 15 de Noviembre de 1946, llamaba la doncella a la puerta de la habitación de Manolo. Pero éste no contestaba. En vista de ello, su hermana María del Carmen, abrió la puerta, y le vió algo incorporado en la cama y sonriendo. Se acercó a él, ya extrañada de que no volviera hacia ella la cabeza, al oirla, y advirtió, con dolorosa sorpresa, que estaba muerto. ¡Muerto y sonriente! Bien podemos suponer, a juzgar por esa sonrisa, que es extraña a la hora de la muerte, que se presentaría su alma escogida a Dios, confiando en su misericordia infinita. ¿Acabó Atlántida al fin, o murió sin terminarla? Pudiéramos decir que sí, pero no aquí abajo, sino en la Gloria, a la que llegaría sin duda, pues su vida ejemplar nos hacen presumirlo. Y la «Salve», maravillosa de inspiración, incrustada en la partitura de Atlántida, la entonarían los ángeles, en inmenso coro, ante la Santísima Virgen, mientras Manolo, a sus pies, oiría en éxtasis sus propias melodías, compuestas para la tierra, pero que Dios quiso que se escucharan primero en los cielos... María del Carmen, afligidísima, consternada y lejos de los suyos, tuvo, no obstante, serenidad y acierto para hacer frente a aquella dramática situación, y con la autorización correspondiente, que obtuvo en el acto, embalsamó el cadáver, trasladándolo a un gran sanatorio que existe en Córdoba (Argentina), y de tal prestigio, que muchos de los bonaerenses de familias distinguidas, en él se hospitalizaban. Y allí permanecieron los restos de mi inolvidable amigo, hasta su traslado al barco que los trajera a España.

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Cortejo fúnebre de Manuel de Falla. El coche se detiene frente al Teatro Rivera Indarte, con crespones negros, donde la orquesta, dirigida por su titular, Fuchs, interpreta música de El amor brujo (Córdoba, 19 de noviembre de 1946).

XXX LA CASA DESHABITADA DE RICARDO BUNGE Años después, deseoso de conocer algunos detalles de la vida de mi amigo, durante su estancia en aquella finca, me puse en contacto con Don Ricardo Bunge. Le hice algunas preguntas. -No puedo contarle muchas cosas -me contestó- No tuve oportunidad de tratar mucho a Falla, pues casi todos los años de su residencia en Argentina, estuve viviendo en Europa y en los Estados Unidos. No obstante, volvía alguna vez por Buenos Aires, y entonces iba a verle. -¿Sabe si pensaba regresar a España? -interrogué- ¿Le habló de sus proyectos para el futuro? -No creo que tuviera intenciones de regresar a su patria o, por lo menos, nunca me manifestó intenciones de hacerlo. -¿Qué vida hacía en Alta Gracia? -Tenía un reducido número de amigos que le visitaban de vez en cuando, pero puede decirse que llevaba una vida más bien retirada y veía a poca gente. -¿Trabajaba mucho? Siempre fue hombre que dedicaba largas horas a componer sus obras- le indiqué. -Tal vez se debiera a que su salud no era muy buena -me contestó- -pero le aseguro, que él mismo me manifestó, entonces, que era muy perezoso para componer. - Pensé- me atreví a decir- que vivía sólo para su Atlántida.

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-En realidad -me contestó Bunge-, creo que le dedicaba poco tiempo y, por eso, debió de quedar incompleta a su muerte. -Sin embargo -le dije- sé por su propia hermana, que tres horas antes de morir, estaba componiendo. Calló, en espera de otra pregunta mía, que no tardé en hacerle. -¿Qué solía hacer por las mañanas? ¿Se dedicaba a pasear? -Creo, que la mayor parte de ella, la dedicaba a su aseo personal. -Siempre tardó mucho en arreglarse -le indiqué- pero quizá fuera debido a que se hallaba distraído con sus armonías, y soñaba más que actuaba. -Puede ser, pero la realidad es que almorzaba muy tarde; por lo menos para los horarios argentinos. -¿Qué tal es el clima en Alta Gracia? -El invierno, es allí muy crudo y, a veces, muy riguroso, aunque seco, pues no llueve mucho, pero Falla lo soportaba valientemente. Figúrese: había en el comedor una gran chimenea que su amigo se jactaba de no encender, ni aún cuando el frío arreciaba. Aquello no me extrañó. Sabía de la austeridad de Manolo, que parecía más bien nacido para ocupar la fría celda de un cartujo, pero tampoco me extrañaba que su actitud despertara asombro. -¿No puede decirme nada más? Me interesa tanto todo lo referente a él... -No referente a su vida, mas sí, que después de su fallecimiento, el Gobierno de Córdoba, me expropió la finca, para hacer de ella el Museo Falla. Sentí mucho tener que desprenderme forzadamente de «Los Espinillos», a los que me unían muchos recuerdos sentimentales y por la que sentía un gran cariño. -¿Han llegado a hacer ese museo? -interrogué- Nada he oído de ello. -Hasta la fecha, y ya van cinco años de la expropiación, no han hecho nada, y la casa sigue deshabitada, porque tuve que llevarme todo el mobiliario, ya que sólo me compraron la finca.

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Comprendo que Ricardo Bunge sienta haberse desprendido de su propiedad, pero, el lugar donde vivió los últimos años de su existencia Manolo, bien merece ser convertido en Museo y espero que llegue un día en que eso se realice. Mientras tanto, en Alta Gracia, una casa deshabitada guarda aún entre sus muros, los ecos de las estrofas de Atlántida que no llegó a terminar mi amigo, pues en sus ansias de perfección, nunca encontró nada que fuera digna de ser su obra ¡Obra maestra! Ricardo Bunge dio en vida un hogar en la Argentina al famoso compositor gaditano, y un Museo, en proyecto, de su arte al mundo.

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XXXI MANOLO, PROTECTOR DE ARTISTAS Manolo procuró ayudar a los jóvenes que acudían a él y empezaban su carrera, cuando prometían, y mucho más si eran gaditanos, como él. Durante su estancia en París, acogió con cariño a los nacidos en su patria chica que llegaban a la gran urbe para perfeccionar sus estudios y emprender el camino de la gloria, meta de todo el que es verdaderamente artista. Carmencita Pérez, Pepe Cubiles y otros artistas, supieron de sus bondades, y, aunque le separaban muchos años de Cubiles, pasados los primeros tiempos, en que se advierte más esa diferencia, la gran admiración que le inspiraba el que consideraba como maestro, vino a convertirse en amistad. Cubiles vivía ya en Madrid, donde había ganado por oposición una cátedra en el Real Conservatorio de Música, cuando se le presentó su paisano. Aquella visita le agradó y, pensando que tal vez tuviera algún objeto, se lo preguntó con franqueza. -Había pensado que me estrene mi última obra Noches en los jardines de España le contestó-. La he escrito pensando en usted y en nuestro Cádiz. Aquella proposición halagó a Cubiles, y aceptó entusiasmado por el honor que se le hacía. Algún tiempo después, el 9 de Abril de 1916, se estrenó en el que fue Teatro Real de Madrid, y unos quince días más tarde, se estrenaba en su ciudad natal, Cádiz, obteniendo un clamoroso triunfo. -Es una obra maravillosa -decía Cubiles- con sus tres nocturnos titulados «En el Generalife», «Danza lejana» y «En los jardines de la Sierra de Córdoba». Es músi-

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ca que ha recorrido el mundo, y que hoy, al correr de los años, sigue siendo una obra de calidad. Mas no sólo hacía objeto de atenciones a sus paisanos, sino también a todos los que podía hacer un favor. Siempre se mostraba dispuesto a ayudar en cuanto pudiera. Recuerdo que, durante su estancia en París, escribió a mi padre para tratar de que un guitarrista diera un concierto en Cádiz. Con fecha 22 de Agosto de 1909, decía así: «Aunque escribí hace pocos días, vuelvo a hacerlo hoy, para preguntarle si podría dar algún concierto el célebre guitarrista español, Miguel Lloret . Para principios de Febrero, va a tocar a Málaga, y desea saber, si, antes o después, podría organizar otro concierto de música clásica y moderna, en Cádiz, Sevilla, etc.» Y como mi buen padre no le contestara, me figuro que por algún motivo justificado, pues él era incapaz de dar la callada por respuesta, volvió a insistir, con fecha 17 de Enero de 1910. «Querido Don Salvador: Supongo en su poder mi última, y le escribo de nuevo para rogarle tenga la bondad de contestarme a la pregunta que le hacía, sobre si sería posible que Lloret, el célebre guitarrista, dé en ésa un concierto, para fines de Enero, o principios de Febrero. Me lo pregunta con urgencia, y por eso le molesto a Vd. de nuevo. Suyo affmo. Manuel de Falla.» * Hay otro detalle que muestra su excesiva delicadeza, y su deseo de complacer a sus amigos, aún a trueque de perjudicar a su bolsillo. Tengo una carta que así lo demuestra. Se trataba de dar un concierto en nuestra ciudad, con carácter benéfico y, por una mala interpretación, los organizadores tuvieron que hacer frente a unos gastos inesperados. Dejémosle que él nos lo explique, en carta, fechada en Granada, el 6 de Diciembre de 1926. «Respecto a Franck Marshall, y la Sra. Badía, lo ocurrido es lo siguiente: Don Juan Gisbert, excelentísimo amigo mío, de Barcelona, guiado por su bondad, y su entusiasmo, ha intervenido directamente

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con Sevilla en esta cuestión, ofreciendo en nombre de Marshall y la Sra. Badía, que irían «sin condiciones» (salvo los gastos de viaje) dado el deseo expresado por dichos admirables artistas de colaborar en esos conciertos. Allí, lo aceptaron enseguida, y ésto fue hará cerca de un año. Se entera luego el Sr. Gisbert de los conciertos de Cádiz, y pide, entonces, a Sevilla que propongan a ustedes la colaboración de dichos artistas y amigos, pensando que, siendo inmediatos los conciertos, y hallándose ya aquellos en Sevilla, podrían ustedes aprovechar la favorable oportunidad. Sin embargo, de todo esto, y a pesar de serme muy grato el deseo de Gisbert, me permití indicarle, que tratándose de conciertos, que se dan con un fin benéfico (los de Cádiz) temía todo cuanto fuese a aumentar los gastos (exactamente las justas razones de tu carta) y que, por lo tanto, sintiéndolo yo mucho, no podía directamente apoyar su idea. A ello, me contestó que no me preocupase por ello, y que él lo propondría a Sevilla, por si les parecía a ustedes bien aceptar el ofrecimiento. Voy, luego a Barcelona, y tanto Marshall, como la Sra. Badía, me hablan de Sevilla y Cádiz, sin «distingos» de ningún género, en vista de lo cual, yo di por arreglado el asunto, no pareciéndome delicado pedir explicaciones, por las razones que seguramente comprenderás. Si, pensé hablarle al Sr. Gisbert, pero desgraciadamente, con todo el «jaleo» de los ensayos, el concierto, y sus consecuencias, se me pasaron los días sin que me acordara de informarme por Gisbert, en los momentos propicios para ello, contribuyendo a esto también mi «falsa» seguridad de que el asunto estaba arreglado. (Ya te diré el por qué). Y, en este error, he seguido, hasta recibir tu carta. Es razonabilísimo, cuanto me dices, y, lo que únicamente no me parece bien, ni mucho menos justo, es que el Comité sea víctima de este pequeño enredo, aunque, lo haya causado la mejor intención por parte de todos. Siendo así, yo debo participar, por lo menos, en la mitad de los gastos que esta invitación origine, y no digo en su totalidad, porque de proponerlo así, pudieran ustedes (para quienes guardo tan viva gratitud) interpretarlo de un modo que lamentaría de todo corazón, Queda pues entendido (entre nosotros, y sin que nadie tenga que enterarse) que de esos gastos, me corresponde la mitad de su totalidad. Es la única manera como mi conciencia, y mi amistad (tan fervorosa para todos) pueden quedar medio tranquilas. Creo que me conoces, suficientemente, para creer que te hablo con toda verdad. Adjunto notas sobre Amor brujo, Sombrero y algo más del Retablo, para que vaya adelantando la confección del programa. Desde Sevilla,

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lo mandará completo. Hoy no puedo seguir, pues la cabeza no me obedece... Salgo mañana (hoy, pues es más de media noche) para Sevilla (Hotel Royal-Plaza Nueva) y a las cinco me debo levantar ...» No he podido resistir a la tentación de transcribir íntegra una larga carta de mi amigo, ya que hoy no hago ninguna imprudencia en publicar lo que él quería que quedara entre ambos, pues ya nadie puede herir su inmensa modestia, que hacía las cosas con la mano derecha sin que se enterase la izquierda, según el precepto evangélico. Por ella, se verá que, guiado por su bondad y deseoso de favorecer a los amigos, se metió en un lío, comprometiéndonos a pagar los gastos de viaje de dos artistas por falta de comprensión de otros que intervinieron en el asunto, y cómo quiso ayudarnos, pagando de su propio bolsillo para que no nos viéramos perjudicados. También, durante aquellos años pasados en la Argentina, se mostró presto a ayudar a los que acudían a él. Hubo un catalán, Antonio Díaz Conde, que había ido a América acompañando al cantaor «Angelillo» como pianista. Mi amigo le conoció y, con su fina intuición, comprendió que se trataba de un verdadero talento musical. Aquel joven le había puesto música a los «Romances de la pena negra» de García Lorca, y Manolo se sorprendió al oírle. Aquello era una verdadera revelación y, desde entonces, mi amigo se dedicó a protegerle. Una enfermedad de pleura puso a Diaz Conde en grave peligro de muerte e hizo sufrir a Manolo que era todo sensibilidad, todo corazón. Mas la juventud triunfó por fin, y el chico, pensando tal vez que allí le esperaban tiempos mejores, decidió marcharse a México en cuanto se encontró en franca convalecencia. Pero su bolsillo estaba exhausto, y se confió a Manolo que se había mostrado tan bueno con él. Hizo bien en acudir a su bondad, pues mi amigo no le decepcionó. Espléndido, y sin preocuparse del día siguiente, le entregó los últimos trescientos pesos que poseía. Así era Manolo, y de él podían contarse otras muchas anécdotas que demuestran hasta qué punto se mostraba presto a ayudar a todos, especialmente a sus amigos y artistas, que siempre sabían que en cualquier circunstancia podían contar con su valiosa ayuda.

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Conchita Badía con Manuel de Falla y Mª del Carmen de Falla (Buenos Aire s , d i c i e m b re de 1942?).

XXXII EN LA CRIPTA DE CÁDIZ La conmoción que produjo la muerte de Manolo en España fue extraordinaria; toda la prensa y medios de difusión se hicieron eco de la desgracia irreparable. El mundo también se unió en esta ocasión, con absoluta sinceridad, unánime al dolor de nuestro país. Cuando en el Palacio de la Música de Madrid se supo la muerte de Falla, Pérez Casas, que en aquellos momentos se hallaba dirigiendo la Orquesta Sinfónica, continuó imperturbable su programa, dominando su intensa emoción, y, al terminar, volviéndose al público, dijo con una voz velada por su profundo sentimiento: -Señoras y señores, hace un rato me acaban de comunicar que ha fallecido en Alta Gracia el gran español y eminente compositor, Manuel de Falla. Vamos a interpretar en honor a su memoria, la Danza de la Molinera, de El sombrero de tres picos, y yo ruego a ustedes que no aplaudan, pues debemos oírle con religioso silencio, pensando, como yo, en la pena que sufre España en estos momentos. El público, como un autómata, se puso de pie, y de pie escuchó aquellas páginas, de tan soberbia partitura. Tan pronto como se supo la triste noticia en Cádiz, se reunió la Academia de Bellas artes, presidida por Don José María Pemán, y se tomó el acuerdo de rogar al gobierno que el cadáver del ilustre maestro se trajera a Cádiz para ser aquí enterrado. Mas dos ciudades se disputaron el dar sepultura a sus restos; aquella que fue su cuna, el testigo de su infancia y donde volviera en muchas ocasiones, porque le unía a ella lazos de cariño y verdaderas amistades, y Granada, donde transcurrieran muchos años de su vida y vieron la luz parte de sus inspiradas obras, y quedaba escondida, entre los árboles de su Alhambra, la casita del maestro.

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Triunfó Cádiz, y sus paisanos quisieron que su ilustre hijo tuviera un lugar de descanso digno del nombre que había conquistado al correr de los años. Se pensó en la catedral, en su cripta, donde yacen los prelados que pastorearon la diócesis, pues no sólo fue un ilustre gaditano, sino un hombre de gran fe y sólida piedad. Se habló con el señor obispo, que era entonces el Excmo. y Rvdmo. Dr. Don Tomás Gutiérrez Díez, pero éste no podía resolverlo, y era preciso acudir más alto, al mismo vicario de Cristo. Los organizadores de sus exequias no se desilusionaron, ni desistieron de su proyecto. Se hicieron las gestiones correspondientes con Pío XII, que era entonces el pontífice que regía la Iglesia Católica. Como es natural, en el escrito que se dirigió a su secretario, se exponían las razones, y enviaban como razón suprema su testamento. Creo oportuno trasladar aquí las disposiciones de su última voluntad que me han facilitado sus herederos, convencido de que puede interesar, lo que es un claro reflejo de su alma. El testamento está escalonado, y dice así: «En el santo nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, declaro mi voluntad de que sea mi cadáver conducido a lugar sagrado, y en él sepultado, todo ello, según el Rito Católico Romano, a cuya Santa Iglesia, tengo la gloria de pertenecer. Es también mi expresa voluntad, que la Cruz Redentora, presida mi sepultura. Igualmente, exijo, del modo más formal y terminante, que en la ejecución e interpretación escénica de mis obras, se observe siempre -y sin ninguna posible excepción- la más limpia moral cristiana, así como que sean siempre acompañadas por obras de evidente dignidad de espíritu moral y artística. Granada, Febrero de 1932. «Y es también mi firme voluntad, que si mis herederos no necesitasen, como medios indispensables de vida, los productos de los derechos de autor, que provengan de las representaciones escénicas de mis obras, dichas representaciones, sean prohibidas. Y esta voluntad mía debe ser escrupulosamente observada, cuando mis obras teatrales y todas las demás restantes pasen a ser de dominio público. (Igualmente confirmo cuanto he consignado anteriormente respecto a la interpretación escé-

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nica de mis obras y a las que puedan acompañarles en los programas de espectáculos). Granada, 9 de Agosto de 1935. «En el santo nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, doy comienzo a esta segunda parte de mi testamento. Es mi expresa voluntad designar como herederos-albaceas, tanto de los valores nacionales y extranjeros, como de las sumas que pueda dejar depositadas a mi nombre en Bancos de España o de otros países, y de cuantos derechos devenguen mis obras (derechos editoriales, de audición, de ejecución, de representación, etc.) a mis amados hermanos doña María del Carmen de Falla y Matheu y Don Germán de Falla y Matheu, que reservarán para sí mismo las sumas indispensables para atender a todas sus necesidades, dentro de una cristiana y discreta modestia, destinando el resto, tanto para atender con la mayor liberalidad posible a ajenas necesidades, como a sufragios por mi alma y por las de nuestros difuntos, en la forma y el modo luego determinados, así como para contribuir, de ser necesario y en la debida proporción, al sostenimiento del culto en nuestra Santa Iglesia Católica. También, se seguirá costeando una lámpara, que, en representación de nuestras almas, arda constantemente ante el Sagrario de la Iglesia Parroquial. En lo que concierne a los sufragios, antes indicados, es mi voluntad que, independiente de los que se celebran dentro del Mes de Animas de cada año, así, como según la costumbre establecida, se celebren por mi alma a mi fallecimiento y sigan celebrándose en años sucesivos, acompañados siempre de eficaces limosnas, se dediquen otros, en la misma forma, a la santa memoria y al eterno descanso de nuestros amados padres (y de modo muy especial en las fechas de aniversario y en las fiestas de San José y del Santo Nombre de Jesús), así, como en sufragio de nuestros abuelos y de todos nuestros más difuntos, a los que se añadirán, otros por el alma del Sacerdote de Cristo, Don Francisco de Paula Fedriani, mi primer confesor y director espiritual y a quien debo los más santos y eficaces consejos e instrucciones para afianzar mi religión, y para procurar cumplir las obligaciones que ella impone, a todo humilde discípulo de Nuestro Señor Jesucristo. (En los días 2 de Abril y 27 de Noviembre de cada año, se han de celebrar

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de modo especial dichos sufragios). Añádanse, todavía otros, de modo general, por las almas de quienes fueron mis demás confesores, mis maestros, mis bienhechores y mis amigos fieles, con especial mención de quienes me iniciaron o procuraron perfeccionar en el cumplimiento de mi oficio, comenzando por Don Clemente Parodi (mi buen maestro de primera enseñanza), por Sor Eloisa Galluzo, que en unión de mi muy querida madre, me inició en la música, así como por Don Felipe Pedrell y Don José Tragó, todos fieles cristianos, y aptos, por consiguiente, para que la misericordia de Dios y la intercesión de Nuestra Señora, hagan eficaces los sufragios ofrecidos por el descanso eterno de sus almas. Y aquí termino la segunda y penúltima parte de mis disposiciones testamentarias, el día 4 de Agosto de 1936. Estas últimas disposiciones de mi amigo, lograron que obtuviera el honor insigne de dormir su último sueño en la cripta catedralicia gaditana. Pío XII accedió a los deseos de sus paisanos, manifestando que podía ser enterrado allí, el que había escrito aquel testamento que era como un claro reflejo de su alma. Mi amigo Manolo, había alcanzado las cimas de la celebridad, y el mundo le reconocía por gran compositor, pero los que le conocíamos y le tratábamos, creemos que merece otro título, por su vida austera, virtuosa y caritativa: el de santo. Y esa es una opinión compartida por muchos y hay alguien que se atrevió a escribir unas palabras, que así lo demuestran. Federico García Sanchiz, en una carta dirigida a la señorita Joaquina Juncá, directora de Ediciones Capella Classica, le decía así: «Don Manuel de Falla, no era Don Manuel de Falla. Fue la reencarnación de San Juan de la Cruz. Hasta en la levedad corporal y en las explosiones, se parecían. Uno y otro, siguieron la vía purgativa, la iluminativa, la unitiva. Y, Falla, es santo y doctor de la música, como Fray Juan, santo y doctor de la Iglesia.» * En la mañana del 9 de Enero de 1947, atracaba el minador marte en los muelles de Cádiz, subiendo inmediatamente a bordo su hermana política, doña María Luisa

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López Montalvo, con su hija Maribel, pues Germán de Falla, su marido, se veía imposibilitado de asistir al recibimiento del cadáver por hallarse enfermo desde hacía meses. Acompañaban a la familia la comísión organizadora del acto, así como los íntimos del difunto, Don Melquiades Almagro, Don Francisco Hevia, los hermanos Borrajo, mi mujer y yo. Una vez colocado el féretro en la mesa de posa en el muelle, el Excmo. Cabildo Catedral le rodeó, entonando un responso; al frente del mismo, y como preste, iba el M. I. Sr. Don Ángel Navarro. Su hermana, familiares y amigos, se aproximaron a los restos, mientras tuvo lugar la ceremonia, siguiendo luego tras ellos hasta la catedral, cuando se puso en marcha el cortejo. El sepelio fue organizado de la siguiente forma: Iban en primer término, la Cruz Catedralicia y el Excmo. Cabildo Catedral, alumnos del Seminario Conciliario de San Bartolomé, y una sección municipal de la Guardia, presidida por ciarineros y maceros, con las mazas enlutadas y uniformes negros, así como la corporación municipal en pleno, presidida por su alcalde, Don Alfonso Moreno Gallardo, llevando en su seno la representación de las de Madrid, Barcelona, Sevilla y Granada. A continuación, en el centro de la comitiva, se veía al Excmo. Sr. Don Raimundo Fernández Cuesta, ministro de Justicia, que ostentaba la representación del caudillo, Y escoltaba por fin al féretro, depositado en un armón de artillería, una sección de servidores del municipio a la «Federica», y, con guantes negros, y otra de la guardia municipal urbana, a la cabeza de otras representaciones oficiales de la capital, y de fuera de ella; entre las cuales figuraba también el consejo provincial de Falange. Finalmente cerraba el cortejo la presidencia oficial del duelo, que la ostentaban el Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo de la Diócesis, Don Tomás Gutiérrez Diez; Excmo. Sr. Capitán General del Departamento, Don Rafael Estrada Arnaiz; Excmo. Sr. Gobernador Civil de la Provincia, Don Carlos María Rodríguez de Valcárcel; Presidente de la Diputación, Don Juan J. Lahera; Presidente de la Real Academia Española, Don José María Pemán; y Secretario Perpetuo de la misma, Don Ramón de Cotarelo; así como otras muchas representaciones, que se omiten por no alargar demasiado el relato. Sobre el féretro, iban colocadas algunas de las coronas que se habían recibido.

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Cortejo fúnebre por las calles de Cádiz (9 de enero de 1947).

Al llegar la comitiva fúnebre frente al ayuntamiento, se detuvo un instante, y tomaron las cintas que pendían del féretro, Don José María Pemán, Don José Cubiles, y representaciones de los Ayuntamientos de Sevilla y Granada, interpretando la Capella Classica de Mallorca el célebre salmo del Oficio de Difuntos de Bach. Momentos después, reemprendía el cortejo su marcha, con aquel paso tardo, en que se traslucía el dolor de España entera. Al llegar a la Plaza de la Catedral, el público, ya muy numeroso durante el trayecto, se agolpó de tal modo, que aquel lugar se vió abarrotado de gente silenciosa y respetuosa, ante el espectáculo de la muerte de aquellos que han encarnado la grandeza humana. Y la comitiva franqueaba al fin, la Puerta de San Pablo de la Catedral, adentrándose en ella para depositar el cadáver ante la capilla mayor, adónde subió la representación del Jefe del Estado, ocupando el sitial reservado a éste, al lado de la Epístola, mientras el prelado de la Diócesis, revestido con los ornamentos pontificales, ocupaba el trono al lado del Evangelio. Las autoridades y representaciones ocuparon la nave central. Las laterales quedaron materialmente llenas de fieles, que se sumaban con su presencia a este último tributo de afecto al gaditano ilustre. Inmediatamente, comenzó el solemne funeral actuando de preste el M. I.. Sr. Don Ángel Navarro con los beneficiados, Don Balbino Salado y Don Francisco Arenas, siendo cantada la Misa de Réquiem, del inmortal Tomás Luis Vitoria, a seis voces mixtas, por los Coros de la Capella Classica de Mallorca, causando verdadera sorpresa y admiración entre los que asistían al extraordinario acto, pues la interpretación de la partitura fue magistral. Terminada la ceremonia, se procedió a la inhumación del cadáver en la cripta, ya dispuesta para ello, y en ese momento, se entonó la Antífona In Paradicium, de Vilialobos, y el Requiescant in pace de Ruiz Aznar, maestro de la Capilla de la Catedral de Granada, escrito sobre unos compases del «Círculo Mágico», de Falla. Hubo en la cripta una severa restricción de entradas, pues apenas cabían las representaciones oficiales, a pesar de su amplitud. Momentos de honda emoción fueron aquellos en que el prelado depositó en el ataud, arena de la playa de Sancti-Petri, donde un día el maestro se inspirara para su Atlántida y aquel otro, en que, quien fuera amigo íntimo suyo, y apoderado, señor

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Borrajo, arrojaba sobre la caja que contenía sus restos, otro puñado de arena del carmen granadino, donde viviera tantos años, y una rama de laurel. Cádiz había cumplido su deber trayendo el cadáver del genial músico gaditano a la cripta de su catedral. Aquel era el sitio indicado para su enterramiento, pues aquel hombre consagrado a Dios y al arte, en vida, ¿dónde mejor podría aguardar la resurrección gloriosa de la carne, que en la morada del Señor, y cerca de ese mar de su Atlántida? Allí, quizá, pudiera terminar su inmortal poema lírico inacabado... Considero interesante hacer la descripción de este sagrado lugar, habiendo sido proyectada la tumba por el Arquitecto Don José Menéndez Pidal y costeada por el Ministerio de Educación Nacional. En la nave central de la cripta, una puerta de madera de castaño finísimamente tallada, da acceso a la cámara necrológica. En el dintel figura un escudo de piedra de Colmenar de Oreja; en él están tallados una lira y una cruz. Las portadas, la escalinata y el solado de la antecámara, son de granito de Usio (Sierra de Madrid); en el lateral a ambos lados de la antecámara están colgadas en las paredes, coronas de laurel en bronce donadas por la Diputación Provincial y el Ayuntamiento de Cádiz. La cámara necrológica está separada de la sala anterior por una cancela de hierro forjado. En letras doradas, léese en latín un salmo, cuya traducción es la siguiente: «Alabad al Señor en su Santuario, alabadle también, con la palabra y la música. Todo lo que fine, alabad al Señor.» En el centro de la cámara está la tumba, amplia, absolutamente lisa. La tapa es de piedra de Sierra Elvira (Granada) donación del municipio andaluz que nombrara un día al ilustre compositor, hijo adoptivo de la ciudad. A uno y otro lado de la tumba, parten unas breves escalinatas que conducen al altar que está al fondo. El piso y las escaleras son de mármol rojo y negro, de Alicante y San Sebastián respectivamente. La barandilla cerrada que contornea la tumba, es de mármol de Bucarró crema, tallado en oro. Sobre el ara, hay un crucifijo de bronce. Colgada en el techo, encima de la tumba, existe una lámpara de plata del siglo XVI, estilo renacimiento, donada por Don Angel Picardo, muy amigo de Falla, ya fallecido. En las dos paredes laterales figuran unos apliques de alabastro. entregadas por los hermanos de Falla.

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Sobre la tumba de mi querido Manolo, un corto epitafio; una frase que fue repetida muchas veces por sus labios, y de la que hizo el lema de su vida:«Sólo a Dios el honor y la gloria.» * Cuando muere un general, las tropas desfilan y disparan sus fusiles al aire; cuando muere un músico se escuchan melodías de instrumentos y coros. Son homenajes que el hombre rinde al hombre que muere, alcanzando la gloria militar o la artística... Aquella noche el Gran Teatro Falla que lleva el nombre del querido amigo que se nos fue, no vistió de luto... de gloria de resurrección; no de Viernes Santo, sino de Sábado de Resurrección. Y, con sus blancas galas, ofreció un concierto póstumo a la memoria del insigne músico. Intervinieron en esta original fiesta (original por la ocasión en que se daba) la Orquesta Bética de Cámara que vino desinteresadamente a Cádiz para sumarse al homenaje, la Capella Classica (dirigida por el Padre Thomas), Lolita Aragón, ¿y cómo no? Cubiles. Las actuaciones de la orquesta y de la Capella fueron lucidísimas; de todos era conocida la maestría de la Bética y la brillantez de la batuta del Padre Thomas. Aplausos cerrados premiaron la maravillosa ejecución de ambos conjuntos, cautivado el público por aquel derroche de arte. ¿Y qué decir de Lolita Rodríquez de Aragón, que tantos años convivió con los gaditanos? Pues que estuvo insuperable. Las Siete Canciones de Falla, fueron interpretadas de manera prodigiosa, y tuvo que repetir tres veces la Jota. De Cubiles no cabía decir ni más ni menos que otras veces, que siempre. Era el gran pianista, el virtuoso que nos sorprende con su genio y técnica cada vez que le escuchamos... Siempre, él, enamorado y entusiasmado como nadie de la patria chica. La actuación de ese gran pianista gaditano fue brillantísima y, una vez más, deleitó a su auditorio con «Cubana» y «Andalucía», haciendo frente, a continuación, a la difícil técnica de la Fantasía Bética, que tocó de manera magistral; teniendo necesidad de interpretar, ya fuera de programa, «La Danza de la Vida Breve», que dijo con verdadero amore. Los aplausos y ovaciones eran interminables... si siempre

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Cubiles tocó bien ¿cómo no iba a hacerlo ahora, en aquel homenaje póstumo al querido amigo y paisano, con quién compartiera años tras años, grandes triunfos? Acabó el inolvidable concierto, para cuantos tuvimos la dicha de asistir a él, con el broche de oro de Noches en los Jardines de España ejecutado por la Orquesta Bética, al piano, Cubiles, y dirigido por Ernesto Halffter, el discípulo predilecto del maestro. La intervención fue espléndida, y las ovaciones a Cubiles y a Halffter, inacabables. Las tristes emociones de la mañana se paliaron con las muy gratas de aquella noche triunfal. ¡Manolo, como el Cid, ganaba batallas después de muerto

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Cripta de la catedral de Cádiz donde está enterrado Manuel de Falla.

XXXIII EL TESTAMENTO LÍRICO INACABADO La primera noticia que tuve de que Manolo tenía proyectos de escribir Atlántida me la dio él mismo. Recuerdo que por aquella época se estaba pensando en que nuestra ciudad tuviera un himno oficial. Nuestro alcalde, que era padre del que ahora tenemos, y se llamaba, Don Ramón de Carranza, pensó en que colaboraran en él dos gaditanos. Falla y Pemán (que ya era considerado como un gran poeta). Mas aquel deseo,no pudo ser atendido por mi amigo Manolo, y dejémosle que él mismo nos diga el motivo. En carta escrita desde Granada, el 27 de Febrero de 1929, me decía: «Don Ramón de Carranza me ha escrito, últimamente, mandándome el precioso texto que nuestro gran poeta José María Pemán, ha compuesto para el Himno de Cádiz, e invitándome a que hiciese la música como tú, personalmente, hacías, en tu grata última. Esa indicación tuya, unida ahora a la seguridad de colaborar con Pemán, y, dado la altísima simpatía que siento por el proyecto, y la bondad con que también, como tú, nuestro alcalde (Manolo siguió siempre sintiéndose gaditano) me invita a colaborar en su realización, serían razones poderosísimas para ponerme enseguida a trabajar, de no impedírmelo otro urgente, largo y difícil, en que ahora me ocupo con la actividad posible por querer estrenarlo, antes de que se clausuren las próximas Exposiciones. De este trabajo, tal vez tengas ya noticias, se trata de la Atlántida de Verdaguer, de cuyo poema me sirvo para hacer una especie de oratorio, con «posible» y especial representación escénica, para «solos», coro y orquesta. También, con esta obra, pretendo glorificar a Cádiz,

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y a España entera -y esto- como hoy escribo a Don Ramón de Carranza, me consuela de no poder hacer nuestro Himno...» Desde esa época, aquella obra fue la obsesión de Manolo, pero creo, que ni él mismo, en los primeros tiempos, pensó que seria un trabajo largo, y que él, seguramente, a fuerza de quererlo muy perfecto, dejaría inacabado, cuando le sorprendió la muerte, allá en Alta Gracia. Él, que tanta fecundidad tenía, y que había hecho infinidad de composiciones que ya tenían fama mundial, veía pasar los años sin lograr poner fin a la Atlántida. Es verdad que sus actuaciones en el extranjero unas veces, y otras, la falta de salud, le impedían dedicarse por entero a aquella obra. En carta de Granada del 7 de Diciembre de 1931 (dos años después de haberme comunicado su comienzo) me decía: «Esta carta mía se ha retrasado un poco por mi deseo de contestarte «personalmente», cosa imposible en estos últimos días, pues mi salud exigía que economizara fuerzas para no suspender el trabajo. Y, gracias a Dios, las cosas van mejor y puedo darme el alegrón de charlar un rato contigo. Así lo hubiera hecho, de no haber sufrido una nueva iritis, que me ha tenido sin poder trabajar, durante todo el verano, que hemos pasado fuera de España. María del Carmen, fue a París, para reunirse conmigo. Pasamos unos días en Abbecy (la patria de San Francisco de Sales) y, de allí, fuimos a Evian, para tomar aquellas aguas, y reponerme de los males pasados, pero con muy mala suerte, en cuanto al tiempo, con lluvia constante, salvo algún día de sol, que, al fin encontramos, radiante en Provenza, donde nos detuvimos unos días, antes de regresar a España. Luego, ya aquí, pude reanudar ¡y con qué alegría -mis trabajos «Atlánticos», aunque con muchas precauciones, que aún, ahora, debo observar, para evitar tener que interrumpir una vez más el trabajo.» Aunque continué teniendo noticias directas de Manolo, no volvió a hablarme de la famosa Atlántida, pero sabía que no la había abandonado, y hasta en una ocasión, al final de una carta del 26 de Febrero de 1932, hacía a costa de ella, un chistecito:«La Atlántida marcha en buena salud. Dios quiera que siga y pueda al fin terminarla.» Como conocía el talento musical de Manolo, no podía comprender aquella lentitud, y es que ignoraba que para él era la realización de su ideal religioso, una obse-

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sión que le dominaba, y no encontraba siempre notas en el pentágrama, que reflejaran toda aquella inspiración que bullía en su interior. Una vez, lleno de curiosidad ante aquel silencio sobre Atlántida que me intrigaba, y creyendo que a lo mejor la tenía ya terminada, le pregunté sobre ella, y me contestó con fecha 5 de Enero de 1933. «La Atlántida no está terminada, como supones, pero, estoy en ello, con un gran deseo -como nunca he sentido- de que sea pronto. Los médicos, me dicen que para esto he de abandonar toda otra preocupación, y aislarme en absoluto. Veremos, si puedo conseguirlo... » Mas la noticia, tan esperada, no llegaba, y el tiempo pasaba. Habían quedado muy atrás aquellas dos Exposiciones, en que según me indicó, hubiera querido estrenar la Atlántida y ya se le estaba pasando otra importante ocasión. Allá, por el mes de Junio de 1933, me escribía, desde Palma de Mallorca, a donde se había ido buscando tranquilidad: «En cuanto a la Atlántida, por la que me preguntas, mi estancia aquí, no ha sido todo lo útil que fuera de desear, pero, tampoco he perdido el tiempo, Yo tenía el vivo deseo de que se estrenara dentro del Año Santo, pero, desgraciadamente, me temo, no poder conseguirlo.» Y así, llegó el año 1934, en que como ya he dicho en otra ocasión, se presentó en nuestra ciudad, según sus propias palabras «para oír el mar». Deseaba escuchar los rumores del Atlántico, esa voz que nada nos dice a los profanos y tanto significaba para Manolo. Aquí vino a buscarle un empresario catalán con el que estaba en relaciones, creyendo ya próximo el estreno de su obra. Pero no deseaba que el escenario fuera un teatro; soñaba otra cosa, más a tono con su poema, que él concebía de un modo religioso, y quería que la primera audición tuviera lugar en el ruinoso Monasterio de Poblet. Durante aquellos días se sostuvieron largas discusiones entre el empresario y mi amigo. Ya sabemos por el estreno de La Vida Breve, que Manolo no era persona fácil de conformar, y él, que era tan modesto en su vida particular, tenía sus ambiciones, cuando se trataba de montar sus obras. Se habló de quien la cantaría, y se pensó en el Orfeo Catalá, acompañado de una gran orquesta, hasta se hizo un plano del claustro, en donde estaban señaladas

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las distintas colocaciones de los que tomaran parte en la obra. En el centro, habría un tablado, para que unas danzarinas bailasen, lo que Verdaguer llama la Danza de las Cyclades. Por cierto que las conversaciones fueron largas, pues no era fácil poner de acuerdo a Manolo, todo idealismo, y al empresario, todo realidad. Hay un diálogo que nos dió a conocer José María Pemán, en un artículo que creo interesante transcribir. Dice así: «Donde fue más gracioso el encuentro entre el sentido concreto y real del empresario, y la imaginación de Falla, cada vez más religiosa y sobrehumana, fue explicando aquel fragmento del poema, que se llamaba La Torre de los Titanes, y que es como un eco del capítulo bíblico de Babel. Los titanes quieren hacer una gran torre para escalar el cielo. Esto, lo tenía concebido Falla, como una gran «fuga». Creo, que a ocho voces. Lo oía dentro de él y se exaltaba explicando aquella empinada y prometeica escala musical. Pero luego -decía- cuando los titanes van llegando al cielo, se escucha sobre ellos la voz de Dios, que canta aquella tremenda estrofa de Verdaguer «Titanes, pereced debéis». Don Manuel, rápido, escrupuloso, acudía a explicar: -Esto lo cantarán las «voces blancas» de los niños, porque es la voz de Dios, y sólo los niños son dignos de representar la voz de Dios. Se exaltaba y continuaba, ya lejos de la conversación, y en plena creación interior y arrebatada: -Entonces, al oírse la voz de Dios, todo el Orfeón se pone de rodillas. Replicaba el empresario catalán: -¡No! Mire, Don Manuel, mire, de rodillas, no. No pueden los cantores emitir la voz de rodillas. Se desconcertaría todo. Relampagueaban los ojos del maestro, cerraba los puños, y se los metía por los ojos al empresario con esa cólera santa, que a veces le invadía, y que luego, trataba de dulcificar con tanta cortesía y humanidad. Al fin replicaba:

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-Pero, ¿cómo no se van a poner de rodillas, si se oye la voz de Dios? Su acento era tal, que todos enmudecían. Como un relámpago se empezaba a ver todo el pedazo de su verdad, y su alma, que estaba entregada a la Atlántida, y comenzaba a sospecharse que no la terminaría nunca, porque, decididamente quería eso: que en ella sonara, de verdad, la voz de Dios.» * Manolo, se sentía comprometido a estrenar su Atlántida en Cataluña, y, cuando pensaba que su terminación era algo que estaba próximo, demostró hasta que punto era fiel en cumplir su palabra. La noticia de aquella obra, llegó a Norteamérica, y, por medio del pintor Sert recibió una proposición que hubiera tentado a cualquier artista menos desinteresado que él. Se le ofrecía que fijara precio sin limitaciones de ninguna clase, lo cual significaba una espléndida oportunidad. Él podría escoger la orquesta, los coros, los solistas, sin preocuparse por la cuantía de la suma que se necesitara. Estaban dispuestos a pagar todo; con tal de que el estreno se efectuara allende los mares. Aquello, era para entusiasmar a cualquiera, y Sert lo estaba en sumo grado. A él, le correspondía la parte de pintura, y podría disponer de toda clase de medios. Como es natural, Sert expuso el proyecto a Manolo procurando hacerle ver todas las ventajas, que aquello representaba, no sólo, mirando la parte económica, que en poco podía tentarle, sino el mayor triunfo de aquella obra, en la que tenía puesta todas sus esperanzas. Mas, mi amigo, no se tomó el trabajo de pensarlo, y contestó muy decidido: -Tengo contraído un compromiso moral con Cataluña, pues le ofrecí el estreno y no puedo faltar a mi palabra. *

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Pero, la Atlántida no llegó a estrenarse en el Monasterio de Poblet y, durante todo el resto de su vida, Manolo continuó trabajando en aquella obra, en la que había puesto tanto de su alma; tanto de su arte. Mi amigo fue siempre algo terrible para su trabajo, dado el alto concepto moral, que según su credo, debía ser el apoyo de toda obra artística. Deseaba tanto la perfección en todo, que Emilio García Gómez en un libro suyo, decía, que para redactar Manolo un sencillo telegrama, luchaba como un titán, rompiendo, comenzando una y otra vez, hasta lograr la forma perfecta. Su trabajo era lento, lentísimo, y no paraba, hasta llegar a la estilización máxima. Mas, en su querida Atlántida no llegó nunca a alcanzar esa perfección, que él deseaba, y cuando la muerte, que no sabe de genios, ni de artistas, y que a todos mide por el mismo rasero, le arrebató la vida, Atlántida estaba aún sin terminar.... * A su fallecimiento, su hermano Germán recibió como preciosa herencia aquella Atlántida, en que puso Manolo tanto entusiasmo. tanto cariño... Tenía el deber de dar a conocer al mundo aquella obra maestra, y pensó que Ernesto Halffter, el díscipulo predilecto de su hermano, debía terminarla. Mas, antes de confiarle ese delicado trabajo, emprendió una ímproba labor. Era preciso formar el libreto definitivo de Atlántida, y de eso se encargó él. Con gran paciencia, tomándolo de distintas partes y apuntes de Manolo, hizo la reducción del poema de Verdaguer que su hermano había preparado, sin llegar a terminarlo. También, ordenó, clasificó, todo el material musical, para facilitar el trabajo de Halffter. Aquello no fue cosa sencilla. Era una especie de rompecabezas, complicado de hacer, que costó a Germán, largos meses de trabajo y de esfuerzo. El arquitecto apenas si se dedicó al ejercicio de su profesión, durante sus últimos años de vida. Como Manolo, se entregó a la Atlántida, lleno de un gran afán, y pudo dar cima a su labor, que ha pasado desapercibida para muchos y que creo de justicia que sea destacada.

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Germán era modesto como su hermano, no publicó a bombo y platillo, todo cuanto había hecho, mas la realidad es que tuvo una gran parte en que Atlántida se terminara, y, sin regatear nuestros aplausos a Ernesto Halffter, también creemos que le corresponden muchos a Germán de Falla, hermano del insigne compositor. Cuando, por fin, Atlántida se terminó, se quiso cumplir la última voluntad de Manolo, que siempre pensó estrenarla en Cataluña. Fue Barcelona, la que tuvo las primicias de su obra inmortal, mas Germán de Falla, no asistió a ella ¡Había ido a reunirse con su hermano! * Aunque Manolo no dejó nada dicho, tal vez, por haberle sorprendido la muerte, sobre la persona que podría terminar aquella obra, que tanto amaba, hubiera estado de acuerdo con sus herederos que la entregaron a Ernesto Haiffter, pues nadie mejor que él, ni con más cariño, podía continuar la tarea de completar aquella partitura póstuma. Halffter tenía, aún, ante sí, una gran labor: Completar, armonizar, componer y orquestar todo lo que aún faltaba, y era preciso que lo suyo no desmereciera de aquella maravilla, brotada de la inspiración genial del que había sido su maestro. Se puso a trabajar, encontrando una gran ayuda en el Ministro de Educación Nacional, Don Jesús Rubio, que le dio facilidades oficiales para poder dedicarse, en cuerpo y alma, a Atlántida, ya que, de otra forma, le hubiera sido difícil el realizar un trabajo tan importante. Y, mientras Ernesto Halffter trabajaba, los aficionados a la música empezaban a impacientarse -¿Cuándo se va a estrenar Atlántida?- se preguntaban con frecuencia. Y, con la dilación, iba aumentando la curiosidad por ver la obra. Se hacían cábalas sobre ella. Se discutía, ya sobre el lugar de su estreno, sobre la orquesta, los artistas que intervendría y por fin... Unos cuatro años de laborar incesante por parte de Ernesto Halffter, que en alguna ocasión vino a nuestra ciudad invitado por su alcalde, marqués de Villapesadilla, y...

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Llegó el momento en que Atlántida, la obra póstuma de mi amigo Manolo, se terminase, y pronto el mundo pudo oír sus primicias, mientras su autor dormía su último sueño en la cripta de la catedral gaditana. Cádiz, la ciudad que vio nacer al ya insigne Falla, debía de ser una de las primeras que escuchara su Atlántida, y, después de haberse interpretado en Barcelona, tuvimos el honor de oírla los gaditanos. Teniendo en cuenta la amistad, de toda la vida, que me unió a Manolo, fui invitado por nuestro alcalde, Don José León Carranza, al homenaje que se le rindió el día 30 de Noviembre de 1961. En la catedral se celebraron solemnes sufragios por el alma de mi querido amigo, y sus amplias naves acogieron a las autoridades, personalidades, llegadas de fuera, representaciones gaditanas y varios centenares de personas. Ofició el santo sacrificio de la misa el obispo de Cádiz-Ceuta, Excmo. y Rvdmo. Sr. Don Tomás Gutiérrez Diez, asistiendo el Excmo. y Reverendísimo Dr. Don Antonio Añoveros Ataún, obispo-coadjutor, siendo acompañado de los miembros del cabildo catedralicio, con rojas vestiduras, y al terminar, entonó un responso, que fue cantado por la Capilla del Seminario Conciliar. Después, ambos prelados bajaron a la cripta donde descansan los restos de mi inolvidable amigo, no pudiendo acompañarles todas las personalidades que asistieron al solemnísimo funeral por falta de espacio. Ante la tumba se fueron depositando muchas coronas, póstumos obsequios al insigne gaditano. Nuestro alcalde, puso sobre el túmulo una monumental corona de laurel, como tributo a su obra, el alcalde de Granada, el director del Conservatorio de Cádiz, Don Ernesto Haiffter, y su orquesta, colocaron también otras. Una señorita granadina, Sary Bustos, trajo desde su ciudad, unos claveles nacidos en sus jardines, y, por último, el director general de Bellas Artes, D. Gratitiano Nieto, ofrendó otra corona, en nombre del Ministro de Educación Nacional. Nuestro obispo pronunció unas sentidas palabras, aceptando el homenaje que se llevaba a cabo, en memoria del esclarecido compositor que creía, gozaba ya de las glorias que el cielo reserva a los buenos cristianos y a las almas priviligiadas, entre la que se encontraba seguramente Manuel de Falla.

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Fue verdaderamente emocionante el momento en que resonaron en las naves del templo catedralicio, los sones de la «Salve del Mar», interpretada por la Orquesta y Coros, bajo la dirección del maestro Toldrá. La ingente multitud que llenaba la Catedral escuchó con un impresionante silencio. Fueron instantes inenarrables que nunca podremos olvidar. Y esa emoción, que ganaba a todos, había de ser mucho mayor para María del Carmen de Falla, la hermana, la compañera de Manolo, que estaba presente y acompañada por su hermana política, doña María Luisa López de Montalvo, viuda de Germán Falla, su sobrina Maribel de Falla y su marido, Don José García de Paredes. Aquellas primicias de la Atlántida, en aquel marco solemne, cerca de la tumba donde el autor duerme su último sueño, creo que fue el mejor homenaje que se le podía ofrecer. * Aquella noche hubo una comida, en el Hotel de Francia, ofrecida por el alcalde a las primeras autoridades y personalidades llegadas a Cádiz, y, a las once de la noche, se trasladaron al Gran Teatro Falla. No obstante lo elevado de los precios, el hermoso coliseo, estaba completamente lleno. En los palcos y patio de butaca se exigía etiqueta, y las gaditanas habían sacado sus mejores galas y sus mejores joyas para dar mayor esplendor al acto. Aquello me recordaba las noches inolvidables del Teatro Real, cuando no se sabía a dónde acudir con la vista, si al proscenio, o a la sala, que tan brillante aparecía, con damas muy elegantes, muy distinguidas, muy madrileñas, en una palabra... Mas, habían concluido las representaciones del Teatro Real, en ruinas, como también, había pasado mi feliz juventud, pero, como el corazón nunca envejece, me sentía lleno de ilusión al pensar que iba a escuchar la obra póstuma del amigo querido, de Manuel de Falla. En aquella ocasión, tuve el honor de ser invitado por el Sr. alcalde a un palco tornavoz, en el que había también algunas personalidades granadinas, amigos de Manolo, con quienes departí unos momentos antes de empezar la representación.

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El escenario estaba ocupado por las huestes de Eduardo Toldrá, director de la Orquesta Municipal de Barcelona, y, cuando salió en unión de Victoria de los Angeles y Raimundo Torres, fueron recibidos con una prolongada ovación. El director, empuñó la batuta, y en medio de un religioso silencio empezó la interpretación de varios números de Atlántida. La crítica, ha hecho un elogio caluroso de la obra, en que aparece un Falla nuevo, que puso en ella toda su alma de artista, pero, yo no puedo, por menos, de dar también mi opinión y calificarla de magistral, pues es un prodigio de inspiración, de técnica y de armonía. Encontré en ella un gran mérito, pues no sólo despertaba el entusiasmo de los entendidos en música, sino del gran público. Allí, los aplausos y ovaciones fueron prodigados, no sólo en el palco de butacas, sino hasta en las alturas del teatro, siendo interminables. La gente no se cansaba de aplaudir al autor y a los intérpretes, que tuvieron que salir muchas veces a saludar. Victoria de los Angeles fue obsequiada con dos preciosas cestas de flores. Recuerdo, que en uno de los entreactos, fui a visitar a Don Eduardo Toldrá, que conocí en Barcelona hacía tiempo y le había visto dirigir varios conciertos en primavera, durante tres años consecutivos. Estaba sentado en su camerino, y su señora le disculpó: -Perdone, señor Viniegra, que Eduardo no se levante, pero está, materialmente hecho polvo. También saludé a Ernesto Halffter, a quién conocí hace muchos años y con quien intimé algo, por la gran amistad que me unía a Manolo. Le dije: -Ernesto, no se puede averiguar qué trozos son íntegros de Manolo y cuáles suyos. -Don Juan, -me contestó- no se puede hacer mejor elogio de mi labor. Y era verdad. Con cariño, con paciencia, con maestría, había logrado unir todos los fragmentos dispersos, y hecho posible que asistiéramos al estreno de Atlántida que estaba inacabada. Durante más de diez minutos, un público entusiasmado, premió con sus aplausos la labor del gran artista que todos teníamos en el pensamiento y, muchos, como yó, ¡en nuestro corazón!

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Atlántida salida de la mente genial de mi amigo, no dormiría para siempre entre un legajo de papeles. Dos hombres hicieron posible que la ilusión de Manolo llegara a ser una realidad, y a ellos debemos también nuestro agradecimiento. Estos eran: Germán de Falla y Ernesto Halfffer. * Cuando una mañana triste, vi colocar en la tumba al querido amigo, vino a mi memoria la figura de un gran santo, del poverello de Asís: San Francisco, y comencé a observar algunas semejanzas entre ambos, a pesar de las diferencias entre la santidad de uno y de otro... Recordaba a San Francisco, renunciando un día, solemnemente, ante su prelado, a los ricos vestidos que cubrían su cuerpo, que debía a la posición opulenta de su padre, prefiriendo el burdo paño a la claudicación de sus convicciones, eligiendo otro género de vida por amor a Dios. Férrea voluntad la de San Francisco, como fue la de Manolo; él, era un santo y un poeta, y se desposó con su dama: la pobreza. Manolo, vivió para la virtud y la música. Esta última fue la dama escogida, aunque también amaba la pobreza. San Francisco entona un día, un cántico al sol, que aparece en la inmensidad del cielo. Manolo de Falla se dedica en los últimos años de su vida a componer otro cántico a la Atlántida que está bajo la inmensidad de las aguas. Ambos se sentían inspirados por la grandeza de la creación. Los restos de San Francisco reposan en la cripta de una basílica de Asís. Los de Falla, en la cripta de la catedral gaditana. Así, como aquella es lugar de peregrinación, de tantos, y tantos devotos... cómo cuenta este gran santo, ahora, la catedral de Cádiz vendrá a ser el lugar preferido de peregrinación de artistas y músicos, y, los devotos de este gran compositor de fama mundial vendrán a visitarle, a rendirle el tributo más encendido de admiración, y a rezar un Padre Nuestro por su alma.

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XXXIV DON JUAN GISBERT Y FALLA Después de escrito cuanto antecede, he de agregar este último capítulo, por el cual doy a mis lectores noticias de una gran amistad que tuvo Falla, y cuyos detalles he conocido cuando ya tenía escritos los capítulos anteriores, y que ahora sería un trabajo bastante laborioso el ir anotando en cada uno de esos capítulos los datos que debieran llevarse a ellos, de los que ahora, sin orden ni concierto, anoto a continuación. Falla tuvo grandes amistades, pues todos apreciaban, además de su genio, su bondad y su lealtad para aquellos que le admirábamos y le seguíamos. Seguramente el más íntimo de esos amigos fue Don Juan Gisbert, un industrial de Barcelona, de gran cultura, de amor al arte, y devoto, como digo, de nuestro querido amigo, a quien admiraba con gran entusiasmo y quería como si fuera de su familia. Es curioso ver como Don Juan Gisbert, que por su amistad con Manolo, la tenía también conmigo, llegó a entablar una amistad con Falla que iba a durar ya toda la vida. Felipe Pedrell, el gran compositor catalán (que mi buen padre, como ya he dicho en uno de los capítulos anteriores, fue el que puso a Manolo en comunicación con él), mantuvo a lo largo de toda su vida con el padre de Don Juan gran amistad e iba en muchas temporadas a alojarse en verano a su casa en Barcelona; allí escribió La Celestina, y vió nacer a Don Juan, quien, a su vez, hubo de verle morir. Acudían muchos músicos, algunos de los cuales llegaron a ser célebres, a su casa, a recibir lecciones suyas, y un día se presentó Manolo a recibir sus sabios consejos. Pedrell le llegó a tener mucho afecto, manifestando que estimaba mucho a este joven compositor gaditano, por su talento y sencillez. En su casa se conocieron Gisbert y Falla, y Pedrell hizo que esa amistad creciera, aconsejando al entonces joven Gisbert que debiera intimar mucho con persona tan llena de méritos y virtudes. Allí

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nació una amistad que llegó a ser tan intensa, tanto, que cuando Falla llegó a triunfar y a dar conciertos en diversos países de Europa, Gisbert dejaba su negocio confiado a buenas manos y se iba a acompañar a Manolo a donde quiera que fuera, sin mirar distancia, tiempo, ni gastos. Cuando marchó Falla a la Argentina, que embarcó en el puerto de Barcelona, fue Gisbert, ya casado y con una hija, quienes fueron a despedirle a bordo, y me recordaba Gisbert una frase de Falla, el cual al entregar a su hija una voluminosa cartera que contenía los trabajos que ya tenía hechos de Atlántida, mientras él realizaba unas formalidades aduaneras, le dijo: «No pierdas eso, Carmen, por Dios, que ahí va lo que llevo escrito de Atlántida.» Refiriéndome Gisbert detalles de algunos de los viajes realizados con Falla, me decía: «Se verificaba en el Alhambra Theatre, de Londres, el estreno de El Sombrero de Tres Picos por la Compañía de los Ballets Rusos, Ernest Ansermet, Leonidas Massiné y Thamara Karsavina, que fueron los protagonistas en aquella ocasión. Manolo se presentaba como un músico revolucionario, en la capital de Inglaterra, y había verdadera expectación por oír su música. La reacción del público londinense ante la obra, fue espectacular. Ya se veía en aquella partitura el genio de Falla.» Cuando estrenó El amor brujo en el Trianón Lyrique de París, también le acompañaba Gisbert. Se pensó estrenar esta obra en el Teatro de la Exposición de Artes Decorativas, pero como no estuvo terminada a tiempo, se desistió de llevarla allí. Es interesante dar a conocer los incidentes de aquella noche. Había de estrenarse en primer lugar La Carroza del Santo Sacramento, de un compositor inglés; después se tocó la Historia del soldado, de Stravinski, y siguiendo después, la obra de Falla. La primera pasó sin pena ni gloria, pero la de Stravinski, fue recibida con protestas y aplausos, originándose un escándalo mayúsculo. En un palco se hallaba Madame Debussy, María del Carmen Falla, Marquina, (el poeta) y Gisbert. Marquina, preguntó a Gisbert: ¿Que nos esperará ahora a nosotros? Se refería, naturalmente, a Falla y a su obra. Gisbert le contestó sin imperturbarse, pues tenía gran fe en los méritos de El amor brujo, que esperaba tranquilo un gran éxito. Y acertó, pues el público, al escuchar la partitura, prorrumpió en grandes aplausos y ovaciones, desbordándose el entusiasmo unánimemente. Cuando llegó la Danza del Fuego, y Antonia Mercé, la Argentinita cayó en el escenario, con arreglo a la magistral coreografía, en sus últimos compases, fue tal el

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entusiasmo, que el Trianón Lyrique estalló en una indescriptible ovación que no tenía fin. Hubo de bisarse la danza, y de nuevo las manifestaciones apoteósicas, interminables, se sucedieron. Falla, la Argentinita y Vicente Escudero, el director de la orquesta, fueron los triunfadores en aquella noche inolvidable. Con el triunfo de El amor brujo se iniciaba una carrera de ininterrumpidos éxitos por todos los escenarios del mundo, volviendo a representarse en la Ópera Cómica de París por la Argentinita, con La vida breve, siendo siempre los éxitos enormes. Gisbert acompañó a Falla para asistir a la representación privada de El Retablo de Maese Pedro, que tuvo lugar, como ya hemos dicho anteriormente en el Palacio de la Princesa de Polignac, en París, a quien (ya lo hemos dicho también antes) estaba dedicada esta composición. Maurice Ravel, que presenció el ensayo, felicitó muy cordialmente a Falla por su obra, con el mayor entusiasmo. Falla y Gisbert asistieron en Viena y en Zurich a unos congresos Internacionales de música. En estas ciudades volvieron a repetirse los éxitos de París, al estrenarse El amor brujo. Pero allí hubieron de pasar un momento muy difícil con motivo de la no afortunada obra del compositor vienés, Anton von Webern, que no fue del agrado del público. Me refirió este incidente Gisbert, así: «En una de las sesiones del Congreso Internacional de Música de Viena, recuerdo que tuvo lugar el 12 de Septiembre de 1928, había de presentar Manolo su famoso Concerto para clavicémbalo, que él mismo debería interpretar. Pero, y aquí viene lo peor, coincidiendo con aquella partitura, el compositor vienés habría de dar a conocer su Trío para violín, viola y violoncello, antes de que actuara Manolo. Y desde el comienzo de la interpretación del Trío, empezó el público a dar muestras de desagrado, y la tormenta no dejó de amagar en un gran murmullo, hasta que al fin fue acogida con imprecaciones e insultos entre los partidarios y adversarios del célebre compositor vienés. Hasta agresiones se pudieron ver en aquella explosión de pasiones desbordadas, entre los espectadores.» También se alzó en aquella barahúnda la voz de un crítico musical, que a grito pelado y en pié, exclamó: «Yo protesto en nombre de Italia, por esta música indecente.» Fue el caos, así me decía Gisbert, al referirme esta escena. No recordaba en su larga vida de aficionado, escándalo semejante. Entonces fue cuando abandonó su localidad, corrió a ver a Manolo, a quien correspondía intervenir a continuación de aquel grave incidente. Lo encontré algo nervioso, pero animado, me agregaba Gisbert.

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Apenas apagadas las protestas y gritos en la sala, salió Manolo para interpretar la parte de clavicémbalo del Concerto; y qué vehemencia y entusiasmo no pondría en su interpretacion, que hasta le sangraban los dedos, y el teclado del instrumento aparecía manchado de sangre. El triunfo fue inmenso. Todos los congresistas acudían a abrazar a Manolo, al gran músico español con el mayor entusiasmo. Y en aquellos momentos angustiosos se enfrentaba con un público enardecido, furioso y hostil. Mas Don Juan Gisbert no fue solamente el acompañante de Manolo en todas las excursiones por Europa, sino que intervino de modo muy eficaz en el glorioso y trascendental hecho de que compusiese Atlántida. De esto, poco o nada se sabe, pues nada se ha dicho de cómo nació en Falla la idea de componer esta obra, y yo voy a darlo a conocer ahora al público, rindiendo así un tributo de justicia quien en verdad lo merece. -Me da usted una ocasión para explicar la génesis de esta magna composición, hoy ya conocida y aplaudida por muchos públicos. Un día me dijo Manolo que había escrito El amor brujo y La vida breve para Andalucía; El sombrero de tres picos para Aragón y El retablo de Maese Pedro» para Castilla, y ahora tenía que escribir algo para Cataluña a la que quería mucho, por las continuas demostraciones de afecto que había recibido allí, agregando que el maestro Pedrell le había aconsejado que escribiera una ópera sobre la vida de Raymundo Lulio ; pero no le gustaba el asunto, ya que la vida del gran filósofo fue algo irregular en sus comienzos. Entonces -agregó Gisbert- fue cuando le insinué que podía inspirarse en La Atlántida, el magno poema de Mosen Jacinto Verdaguer. Me confesó que no le conocía, y era, además, una dificultad el no conocer el catalán, agregando: «Si usted me facilita un ejemplar de dicha obra y me auxilía en su traducción, la estudiaré, que basta que sea usted quien me lo proponga.» Le ofrecí en el acto regalarle un ejemplar y auxiliarle en la traducción del poema, regalándole también un diccionario catalán, a fin de que pudiera practicar el vuelo y el ritmo de los versos en su lengua vernácula. A nuestro regreso a España, me faltó tiempo para cumplir mis ofrecimientos. Vea pues -me agregó Gisbert- como fui yo el que indujo a Falla a hacer la versión de Atlántida. En uno de los diversos viajes que hiciera Gisbert a Granada para pasar unos días con Manolo, cambiando impresiones sobre su trabajo para la Atlántida, rogó a Gisbert que le explicara qué significaba en castellano la palabra julia, pues no la encontraba en el diccionario, palabra que se encuentra en el verso 34 del Canto segundo de El Huerto de las Hespérides. Gisbert le explicó que esa palabra la empleaban los niños al saltar a la comba, cuando querían hacerlo con mayor rapidez.

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Manuel de Falla con Juan Gisbert.

Entonces Manolo, con gran satisfacción le dijo a Gisbert que casi había adivinado lo que quería decir, pues al llegar ese pasaje aceleraba más el ritmo de la música. En otro viaje que realizara Gisbert a Granada, le salió a abrir la puerta de la casa de Manolo una sirvienta que no le conocía, y lo retuvo en la puerta hasta que anunció la visita. Falla estaba tocando el piano, y lo dejó en el acto al saber quien estaba allí, y al salir a abrazarle le dijo a Gisbert: «¿Sabe usted lo que estaba tocando»? Gisbert le contestó en el acto, diciéndole: «Parecía algo así como relacionado con juegos de niños». Falla satisfecho de su contestación le dijo: «Efectivamente, de juegos de niños se trataba. le felicito y me felicito por su acierto, pues los niños de mi Atlántida estaban jugando con naranjas de oro en «El Huerto de las Hespérides». En uno de los viajes que Falla hizo a Barcelona, le dijo a Gisbert que tenía interés en hablar con el célebre maestro Luis Millet. Se lo presenté y charlaron un rato en el Palacio de la Música, donde se hallaba Millet, cómo no, de música, de la Atlántida, y le preguntó el maestro como había tratado la parte coral. Manolo le explicó técnicamente cómo lo había hecho y el maestro Millet exclamó: María Santísima -llevándose las manos a la cabeza-. Yo necesitaré cuatro meses para ensayar esos coros. En ese mismo viaje, reunido con el pintor José María Sert, interpretó al piano, (precisamente el que fue de la propiedad de Pedrell, que lo posee Gisbert) diversos trozos de lo que ya tenía hecho de la Atlántida, y el efecto que nos produjo fue sorprendente. De allí marchó con Sert al Gran Teatro del Liceo, para estudiar el decorado de la obra. Le agradaba mucho tocar en aquel piano que le recordaba al inolvidable maestro Pedrell. Manolo escribió un día a Gisbert rogándole que le enviara un segundo ejemplar de Atlántida, a ser posible, con la versión en castellano; y si no la había, que le enviara la escrita en catalán. Este libro, que le envió seguidamente Gisbert sirvió después a Ernesto Halffter para concluir la obra. Manolo escribió a Gisbert al recibir el libro, en los términos siguientes: «No sabe usted, querido amigo, lo muchísimo que le agradezco la bondad y eficacia que ha tenido cumpliendo mi encargo realizando con creces mi ideal, mandándome el poema con su traducción castellana, y en tan bella y curiosa edición.»

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Una de las veces que Falla fue a Barcelona Falla, Gisbert fue a Valencia a esperarlo. El expréss se detenía un buen rato en la estación de Gambilla, con objeto de tomar agua la locomotora. Allí, se encontraba un pobre viejo, que pedía limosnas y que tocaba una flauta. Oírlo Manolo y sacar el kilométrico y empezar a escribir en él, todo fue uno. «¿Qué hace usted Don Manuel?», le dijo Gisbert. «Escribir la melodía que está tocando ese pobre, que tiene interés.» ¿La llevaría a Atlántida? digo yo. ¡Tendría gracia! Creo interesante traer a estos renglones la última conversación sostenida por mí con Don Juan Gisbert, y que, casi literalmente es como sigue: Me refirió que estuvo en Milán unos días, habiendo tenido el gusto de ver allí al discípulo de Falla, Ernesto Halffter, que como se sabe, ha sido el que por disposición de Germán Falla, se encargó de terminar Atlántida. Ha tenido la atención de tocar al piano toda la Atlántida, terminada ya por él. Se estaba acabando de imprimir por la Casa Ricordi, cuando Gisbert estuvo allí. La obra principia por el Prólogo, con La Atlántida sumergida y el Hymnus hispanicus para coro y orquesta. Integran la primera parte, El incendio de los Pirineos, Aria de Pirene, el Cántico a Barcelona, que es un himno maravilloso, todo coral. Hércules y Gerión el Tricéfalo y Cántico a la Atlántida. La segunda parte es la más larga: El jardín de las Hespérides; El juego de las pleyades, Hércules y el dragón, Lamentación de las pléyades, Los atlantes en el templo de Neptuno, Hércules y los atlantes perseguido, La muerte de Gerión y de Anteo, Fretum Herculeum: Calpe, Las voces mensajeras, La voz divina; El hundimiento, El arcángel, La torre de los titanes, La catarata y Non Plus Ultra. Comprende la tercera parte: El peregrino, Coro profético, Profecía de Séneca, El sueño de Isabel, Las carabelas La Salve en el mar y La noche suprema, y final de la obra. En mi viaje a Milán, agrega Gisbert, estuve en compañía de Halffter durante la visita al director general de la Casa Ricordi, Guido Vaixarengui, persona de una inteligencia aguda, y muy amable, que por cierto me encontré con que hablaba el español perfectamente. Hablamos del estreno de Atlántida, y aunque él tenía mucho interés por que se efectuara en Italia, por las muchisimas razones que le expuse, se acordó de que se estrenaría en Barcelona, en el Gran Teatro del Liceo, con el Orfeón Catalán, Victoria de los Angeles y el barítono, posiblemente, Ausensi. Una vez estrenada en Barcelona, se debería dar una audición de las principales partes en la patria chica de Falla, en Cádiz, y después en la Scala de Milán, con todos los honores dignos del glorioso maestro y del rango de capitalidad musical del mundo, del que goza ese célebre Teatro.

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Como Gisbert, tan unido a Falla, pudo cerciorarse más de una vez que hacia el bien, ejerciendo la caridad, distribuyendo entre familias necesitadas lo que a él le sobraba, dada la vida económica que hacía, y en la Argentina sobre todo, donde lo ganó muy bien, su caridad era inagotable, pues decía que tenía que corresponder para con Dios, de quien confesaba, recibía todos sus dones y, de modo muy especial, su labor artística. En Buenos Aires distribuía entre compatriotas necesitados los beneficios que recibía de Radio Mundo, que le pagaba con esplendidez su trabajo, y también entre los músicos de esa agrupación. Gisbert seguía palmo a palmo la vida de Manolo en Argentina, merced a sus frecuentes cartas. Me añadió también que Manolo nunca se lamentaba de su apurada situación económica que le sobrevenía con relativa frecuencia, por su generosidad para con los necesitados; su formación, sencillez y austeridad siempre se impusieron a estos pequeños problemas casi cotidianos, que él soslayaba con su espíritu cristiano, desprendido en absoluto de los bienes materiales. Conserva Gisbert como su más preciado tesoro todas las partituras de piano de Manolo, varias de orquesta, dedicadas en su mayoría. Posee también un ejemplar de piano de Gitanerías, obra en un acto y dos cuadros, cuyo título mas tarde sería el del El amor brujo. Estos cambios de nombre no eran extraños en Falla. La danza del fuego la tituló en un principio, Danza del fin del día». Estas variaciones aparecen en las partituras, variadas de su puño y letra. Este buen amigo, Don Juan Gisbert me ha proporcionado, como queda consignado, porción de datos relativos a Falla, que enriquecen en extremo estas memorias que he redactado con la colaboración de mis sobrinos Carmen y Carlos Martel y Viniegra. Se puede afirmar que han sido el broche de oro de este trabajo que hemos llevado a cabo para contribuir con él a que Falla, mi querido amigo de toda la vida, sea conocido por el mayor número de personas, y que sus méritos artísticos y cristianos lleguen a conocimiento de mis muchos lectores. Espero y deseo, se consigue que este libro pueda consultarse en todas las anaquelerías de las bibliotecas de España.

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Manuel de Falla por Salvador Dalí, 1924-1925

ÍNDICE A MODO DE PRÓLOGO: LA RECUPERACIÓN DE UN TESTIMONIO - JOSÉ RAMÓN RIPOLL.

I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV XVI XVII XVIII XIX XX XXI XXII XXIII XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX XXXI XXXII XXXIII XXXIV

Como creo yo que era Manuel de Falla Mi primer contacto con la familia Falla Aquí nacíó Falla Fiesta infantil Sus primeras actuaciones Formación espiritual de Manolo Reveses de fortuna providenciales Primeros éxitos en Madrid La verdadera vocación de Manolo Familiares de Manolo en París Alegría y dolor Enamorado de Granada En Antequeruela Mi charla con Don Miguel Cerón José Segura y sus hijas Concurso de Cante Jondo en Granada Orquesta Bética Profeta en su tierra Academias musicales gaditanas Homenajes Sancti-Petri y Atlántida Buscando el silencio El Amor en la vida de Falla Retorno a la Isla de Mallorca Padrino de Maribel Falla Vísperas argentinas Así Granada recuerda al maestr o Manolo escribe Con un pie en el estribo de la muerte La casa deshabitado de Ricardo Bunge Manolo protector de artistas En la cripta de Cádiz El testamento lírico inacabado Don Juan Gisbert y Falla

15 25 29 35 41 49 53 63 67 79 89 99 105 113 119 127 135 143 151 157 167 173 181 187 195 201 205 207 217 229 233 239 251 263

Este libro se terminó de imprimir el 23 de noviembre de 2001, en Cádiz en el 125 aniversario del nacimiento de Manuel de Falla

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