Malvinas, Viaje Al Pasado

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Miguel Savage

Malvinas Viaje al pasado HISTORIA DE UNA HERIDA QUE NO PARA DE SANAR

Miguel Savage

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PRÓLOGO

Mi nombre es Miguel Savage, y soy un sobreviviente argentino de la Guerra de Malvinas de 1982. Pertenecí al Regimiento 7 de Infantería Mecanizada de La Plata. Han pasado casi 30 años de aquel suceso que marcó para siempre mi vida y todavía me pregunto quién hubiera sido yo, si esto no me hubiese ocurrido. Esta debe ser la quinta vez que intento sentarme a escribir esta historia, siento el impulso visceral de documentarla, de registrar la catarata de imágenes y emociones que me invaden. Pero cada vez que, con muchísimo esfuerzo, me sumerjo en mis recuerdos, siento que me dominan, que esos fantasmas todavía están, y que al sentarme a escribir me oprimen y perturban. Es como que puedo bucear durante un rato en ellos, pero rápidamente necesito salir para refugiarme en el presente… La decisión -o necesidad espiritual- de registrar en papel esto que me ocurrió, viene ahora a mi mente con más intensidad. Lo empecé a hablar con la sociedad recién después de muchos años…y aún leo en los rostros de la gente asombro, incredulidad, y muchísimo respeto. Muchos me dicen: “-Vos tenés que escribir… la sociedad no sabe nada de lo que pasó allá”. Y tienen mucha razón. Además lo quiero hacer con total crudeza, tal cual como lo viví.

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Capítulo 1

Año 2001

Nuestro querido país, devastado por décadas de políticas neoliberales, transitaba la peor crisis económica de su historia. Como comerciante, lo sufría en carne propia. Tengo un negocio de venta de artículos rurales y siderúrgicos y en el 2001 se cortó la cadena de pagos. Mis clientes y amigos, de un día para el otro, dejaron de pagar. Me sumí, como tantos compatriotas, en una vorágine de estrés imparable. Nunca antes había tenido sueños relativos a la Guerra de Malvinas, hasta ese momento, en que me ocurrieron… La pesadilla Estoy en mi pozo, en las ondulaciones inferiores de Monte Longdon. Es el 12 de junio de 1982. Los ingleses ya tomaron la cima, y los próximos argentinos somos nosotros. Toneladas de hierro caliente llueven del cielo. Está amaneciendo. Nos metemos en un pozo construido para tres personas y terminamos siendo siete soldados hacinados allí adentro. Es dantesco. La temperatura es bajísima. Tenemos dos muertos afuera. Y a mi compañero Roberto paralizado de la cintura para abajo, por el dolor de las esquirlas que le ingresaron a la altura de la cadera, producto de un proyectil que cayó a un metro de nosotros. El sonido de los silbidos y la aceleración final de los proyectiles de mortero británicos son estremecedores. Las esquirlas se incrustan como cuchillos calientes en las paredes de turba, y gran cantidad de vapor se desprende de ellas. Otras esquirlas que pegan contra rocas cercanas, producen un campaneo metálico. Suena a terremoto. Todo tiembla violentamente a cada impacto. 4

Un suboficial, que se había hecho el macho desafiando a los ingleses a los alaridos durante los dos meses de espera, entra en pánico y se va de cuerpo encima. Entre llantos dice estar viendo a la virgen de Luján. Yo rezo el Rosario a los gritos entre el bombardeo, y siento que no hay salida. Mi cuerpo tiembla descontroladamente, siento que me voy de este mundo. Me aferro con todas mis fuerzas a Dios y a los recuerdos más dulces de mi niñez. Me vienen imágenes en cámara lenta de momentos hermosos de mi infancia junto a mi madre y a mi abuela. Intento con mi casco hacer más hondo el pozo haciendo presión contra la pared de turba, transformado en una especie de taladro humano. De repente y en medio de todo ese estruendo suena mi celular. Atiendo. La voz del gerente del Banco me despabila: -“¡Miguel! Tenés demasiados cheques rechazados….te voy a tener que cerrar la cuenta…” También le grito, entre bomba y bomba…. -“¡Esperame que estoy en Malvinas….no puedo ir ahora…termino de combatir y voy! Además, viejo….¡estoy peleando por ustedes….por la Patria! ” -“Acá no hay Patria que valga, Miguel….te aviso que te estoy cerrando la cuenta….vení a firmar…. ” -“¡Nooooo!, grité…” “Cae un bombazo casi encima del pozo y…” En ese momento me desperté, empapado en sudor.

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Capítulo 2

LA COLIMBA

“En la Argentina el Servicio Militar Obligatorio fue instituido en el año 1901 por el entonces Ministro de Guerra Pablo Richieri, mediante el Estatuto Militar Orgánico de 1901 (Ley N° 4.301), durante la segunda y última presidencia de Julio Argentino Roca La edad de los reclutas y el tiempo de su permanencia en el servicio variaron con el tiempo. En sus comienzos, se reclutaba a ciudadanos de entre 20 y 21 años, y su duración era de 18 a 24 meses. En las décadas previas a su suspensión, se reclutaba a hombres de 18 años por un sistema de cupo variable por sorteo que los distribuía entre las tres fuerzas armadas. Era de hasta 14 meses de duración y se lo conocía popularmente como "Colimba", palabra que se supone estaba formada por un acrónimo en alusión de tres actividades frecuentes en los conscriptos correr, limpiar y barrer. En el año 1994, el asesinato de un conscripto de 18 años Omar Carrasco- a manos de dos soldados instigados por un oficial, puso en tela de juicio al Servicio Militar. A partir de este hecho, el maltrato a soldados en distintas guarniciones del país tomó estado público, y el 31 de agosto de 1994, durante el gobierno del presidente Carlos Menem, se suspendió la ley del Servicio Militar Obligatorio. Debe señalarse que la conscripción militar no ha sido abolida. La Ley de servicio militar obligatorio sigue vigente. Puede ser puesta en práctica en tiempos de guerra, crisis o emergencia nacional. Estas condiciones son definidas por las autoridades del estado.” 6

*Breve reseña extraída de Wikipedia

Creo que contar la historia del Regimiento 7 en Malvinas es una tarea delicada. Es tratar de explicar lo inexplicable… es contarle al mundo cuánto desprecio por la condición humana tuvo la Dictadura en nuestro país. Y decir también que Argentina tiene héroes visibles y héroes anónimos. Malvinas ha sido el capítulo final de esa cruel dictadura, y nosotros, los soldados conscriptos, sus víctimas directas. Deseo relatar fielmente mis impresiones como testigo ocular de cómo funcionaba esa dictadura, y voy a comenzar por el principio: por mi primer día en el Ejercito Argentino.

La Plata Año 1981 Fui llamado a cumplir el servicio militar en marzo de 1981, a través de esta carta. Ejército Argentino RI Mec 7 “Coronel Conde” LA PLATA, 20 MAR 1981 Señores Padres: Tengo el agrado de dirigirme a Uds. en mi carácter de Jefe del Regimiento 7 de Infantería Mecanizada “Coronel Conde”, lugar donde vuestro hijo, en cumplimiento al sagrado deber que tiene todo ciudadano argentino, ha sido incorporado para prestar su servicio militar a la Patria. Es mi deseo que os sintáis orgullosos de esas circunstancias, ya que este

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histórico Regimiento de Infantería, nacido casi en los albores de la nacionalidad, cubierto de gloria en todas las epopeyas que lograron nuestra independencia y la de países hermanos, hoy abre sus puertas para recibir con alegría y esperanzas a vuestro hijo, ese joven ciudadano que renovará con su trabajo y entusiasmo el espíritu particular que siempre ha caracterizado al 7 de Línea. Quiero que sepáis que lo educaremos para servir a los más altos intereses de la Patria, que buscaremos consolidar sus naturales sentimientos de amor a la familia, solidaridad al prójimo y a la comunidad, como así también lograr su plena realización en el orden espiritual y material. En ese objetivo pondremos nuestros mejores esfuerzos y capacidad. Os pido depositéis vuestra confianza en nosotros y ayudéis a optimizar los resultados que esperamos y confiamos obtener. Para su tranquilidad quiero hacerles saber que vuestro hijo ha sido sometido a una minuciosa revisación médica y ha recibido las dosis de vacunas necesarias para asegurar una sana y provechosa permanencia en las filas, junto al resto de sus camaradas. Sin otro particular y con la seguridad que habéis comprendido la trascendente importancia de este esfuerzo compartido para bien de esta juventud que es esperanza y futuro promisorio de la Patria os saludo con mi mayor consideración RAUL IGNACIO PENA Teniente Coronel Jefe RI Mec 7 “Cnel. Conde”

Hasta la ciudad de La Plata me llevó mi padre. Mi viejo. Él, como tantísimos argentinos de clase media, veía a los militares casi con admiración. Parecía orgulloso de que yo entrase a la institución como soldado conscripto, y para revalidarlo me decía: -“Quedate bien tranquilo, estás en buenas manos”. Pero me lo decía con tanta seguridad que, en la inocencia de mis 18 años, le creía ciegamente. ¿En buenas manos? 8

Así fue como llegué a La Plata. Un poco ansioso, pero seguro de que estaría contenido, más allá de las anécdotas de otros jóvenes de la época acerca de lo duro del servicio militar obligatorio. Al llegar al Regimiento tuve una extraña sensación, como si estuviera por entrar en calidad de preso a alguna cárcel. Estaba inquieto. Cientos de muchachos de toda condición social me acompañaban. Algunos estaban chistosos. Otros, más preocupados, como lo estaba yo. Al cerrarse el portón se acentuó mi extraña sensación. Nos mantuvieron al rayo del sol durante todo el día, sentados sobre un playón de cemento, como si fuéramos reses de ganado. Esa era la sensación, que nos estaban tratando como a vacas. Burocracia, listas, gritos, el peluquero rapando nuestras cabezas, y nosotros, todo el día sin poder pararnos, sentados sobre el hirviente cemento, como para limar cualquier inquietud que uno pudiera haber traído de la vida civil. Vida civil que a partir de ese día, comencé a valorar mucho. Había un calabozo dentro del Regimiento, que estaba repleto de gente incomunicada. Le pregunté a un suboficial que habían hecho esas personas que estaban castigadas, y me contestó: -“Son traidores a la Patria, son Testigos de Jehová. Hasta que no juren la bandera, de acá no se van, algunos están hace más de 4 años”. Cosa de atormentarlos más aún, a estos muchachos les tiraban baldazos de agua en el piso para que no se pudiesen dormir, ya que los obligaban a acostarse directamente sobre el piso, sin colchones. ¡Una colosal prueba de fe la de estos fieles! Nos entregaron el uniforme, nos inyectaron vacunas y cuando estuvimos listos, nos llevaron a una Estancia en San Miguel del Monte, provincia de Buenos Aires, adonde transcurrió nuestra paupérrima instrucción militar. En Monte armamos las carpas. Cada soldado tenía un paño, así que había que armarlas buscando un “socio” con el cual aparejar las dos aguas de la improvisada cubierta. La instrucción fue grotesca. Nos levantaban a las 5 de la mañana con un silbato, y nos tenían a los saltos todo el día, marchando durante horas al rayo del sol sobre calles de campo polvorientas, 9

casi ahogados por el calor, la tierra y la fatiga. También nos obligaban a aplaudir plantas de cardo y de chamico, hasta que nos sangraban las manos. Nos enseñaron a armar y desarmar el fusil FAL, e increíblemente sólo tuvimos un día de práctica de tiro real. Comíamos guisos aguachentos y mate cocido con pan duro. Hasta que un día me enfermé. Contraje enterocolitis febril, seguramente por el agua que sacábamos de un molino situado a pocos metros de las letrinas. Desde ese momento comenzó el deterioro de mi cuerpo. A raíz de esa patología, me deshidraté. Fui perdiendo kilos a la vista de todos, pero nadie hacía nada. Me dejaron tirado en la carpa, absolutamente solo. Estoy seguro que de seguir en ese estado, me podría haber muerto. Creo que sin proponérselo, me salvó mi viejo cuando llegó el día de visita. Como me vio en tan delicado estado, llamó inmediatamente al capitán Pérez Cometo. No sé que le habrá dicho, la cuestión fue que este oficial me llevó en su jeep -con cara de cierta inquietud- y en diez minutos estaba en una cama cómoda y limpia, dentro de la carpa-hospital, con suero e inyecciones de urgencia y el teniente Coronel Pena -jefe del Regimiento- dándome una amabilísima charla y compañía. En dos días ya estaba hidratado y en pie. Siguieron esos días de pueril trato por parte de nuestros suboficiales a cargo, en mi caso, del cabo Manuel Medina, quien parecía complacerse dando clases de soldado. Él se sentía infante, y en realidad lo era, pero me daba la impresión de que no nos estaba preparando para una situación real de guerra. Analizándolo desde el hoy, estoy convencido de que el cabo „jugaba a hacer la guerra‟. Para dar un ejemplo, una noche hicimos instrucción nocturna y debíamos tomar prisioneros a los de la otra sección que fuésemos encontrando. Fue tomado un compañero como prisionero. Un suboficial lo ató de pies y manos, y con las estacas de la carpa lo crucificó sobre el piso, le abrió los pantalones y alentado por la risa cómplice de los demás muchachos, le introdujo con crueldad, un hormiguero completo adentro del calzoncillo… Pobre colimba, 10

él también terminó en la carpa hospital. Jugaban con nosotros a la guerra esos tipos. ¿Una materia pendiente de su infancia, quizás? Había oficiales que parecían de mayor nivel intelectual que estos suboficiales, el tema es que no hacían nada frente a los excesos cometidos. La sensación era que los dejaban „jugar‟ con total libertad. Extraño voyeurismo el de esta gente. La ropa, el calzado y las carpas eran objetos que ya venían muy desgastados por el uso, y la comida, era repugnante. Pero hubo una jornada diferente. Fue el día en el que llegó de visita el general Bussi, en ese entonces jefe de la Décima Brigada. Esa fue la única jornada de práctica de tiro, en medio de un exagerado despliegue de tanques y de helicópteros. Era un show artísticamente montado para el general. Acompañando ese gesto, nos mandaron ropa nueva -que nos obligaron a poner- y nos sirvieron milanesas con puré ¡y hasta postre! Tal cual cenicientas, a la mañana siguiente tuvimos que devolver todo. Y acceder a que reaparecieran los repugnantes guisos para no morir de inanición. Por supuesto, la prensa argentina de aquel entonces, prefería ignorar todo esto. Al finalizar la instrucción de un mes, volvimos al Regimiento y nos liberaron sólo por un fin de semana. Fue muy gratificante recuperar la libertad por unas horas. Verdaderamente me sentí como un pájaro liberado de su jaula. Me había hecho amigo de dos compañeros: Raúl Ronco, de La Plata, estudiante de Ciencias Económicas, y Norberto Paz, un muchacho muy amable y franco que había ingresado en medicina. Ellos me ayudaron a reírme (para no llorar) de lo que nos estaba ocurriendo. Resumiendo, lo único que aprendí fue a marchar a paso redoblado, a hacer la venia, a contestar a los gritos cualquier pregunta, y a cepillarme los dientes en cinco segundos. Eso sí: por tener varios kilos menos, me sentía más ágil. Cartas van, cartas vienen Transcribo la primera carta que le envié a mi familia durante la instrucción, ese insólito entrenamiento que duró un mes, en donde 11

nos obligaban a „mal‟ aprender los fundamentos del uso y de las costumbres del Ejército Familia: Estoy haciendo la instrucción en la estancia “Los Cerrillos” en Monte (Km. 133, Ruta 3). Hoy es el 4to día aquí, y pasamos 4 en el regimiento antes de venir. Dormimos en carpas de a dos. La vida aquí es bastante dura para la mayoría, pero yo no tengo problemas. Nos levantamos a las 5.30 hs. de la mañana y a las 7.00 hs. ya estamos en pleno baile, el cual soporto perfectamente gracias a mi estado físico de tenista. La comida es incomible, el lugar está muy bueno porque es una estancia que pertenecía a Rosas. No nos dejan bañarnos en los 35 días que vamos a estar aquí, y lo peor de todo es que nos tienen sin agua por períodos considerables de tiempo. Cuando salga del campo me voy a dar un buen baño y me voy a comer todo. Va a haber un día de visita: que va a ser el domingo 12 (DOCE) de abril a partir de las 11.30 hs., o sea dentro de 2 semanas y hasta las 18 hs. (o sea de 12 a 18 hs.). Si me van a venir a visitar vengan a las 11.30 hs. así almorzamos juntos, por favor traigan mucha comida rica para el almuerzo y coca-cola ó jugos helados y masitas con té caliente en un termo para el té, y también muchos caramelos, chicles, y tortas y budines y cosas que se puedan conservar 2 semanas más porque el sargento nos permitió que nos trajeran comida de afuera. Probablemente ya hayan recibido un llamado del Regimiento “7”, de parte del sargento ayudante Romero avisando que estoy aquí. Por favor llamen a Gustavo diciéndole que venga también con Ricky y que me traigan si consiguen una radio portátil con audífono y alguna revista ó noticias del exterior actuales, porque aquí no hay nada para hacer. Si no saben cómo llegar: pasan el pueblo de Monte y siguen por la ruta 3 y va a haber un camión de PM (Policía Militar) y muchas motos, etc. para recibir a las visitas. Agradézcanle de mi parte a Morna por el acomodo porque si no estaría escribiendo desde Río Gallegos. Feliz cumpleaños para Edu. Cuando vengan traigan un equipo de sillas porque acá no hay nada para sentarse. El otro día lo vi a Alan Craig en el regimiento pero no pudimos hablar mucho. Si quieren escribir: Soldado Clase “62” – Savage Miguel (1063) C.Correo Nro. 92 7220 San Miguel del Monte – Bs. As Un abrazo Miguel

Segunda carta a mi familia durante la instrucción 12

Martes 28 de abril de 1981 Familia: A esta carta la escribo un poco apurado, es que recién nos avisaron que el domingo 3 de mayo hay VISITA. ¡Traigan de todo! Y algunas cosas como golosinas, corchos de botella ó de bidón, para tapa de cantimplora (igual que la que está en casa, porque no tengo la tapa), también alicate, porque lo perdí. Avísenle a Gustavo por si tiene ganas de venirse en el Renault! Traigan pilas medianas (4) y 4 chicas. El horario es el mismo de la otra vez así que sugiero que estén acá a las 9.00 hs. de la mañana para ser los primeros, aunque hay gente que hace cola desde 8 ó 7 de la mañana. En realidad creí que nos iban a largar antes, pero ahora una fecha clave es el 6 de mayo. Estoy muy bien y comiendo mejor, el otro día fuimos al polígono de tiro con el FAL e hice 1 centro, es decir que anduve bastante bien, lástima que no nos dan más días de práctica de tiro. Traigan repuestos para la prestobarba, pomada para lustre de zapatos; Traigan la Humor, traigan la cámara para sacar fotos y todo el equipo de la vez pasada (silla, etc.), papel higiénico y muchas golosinas. Bueno los veo el domingo, no escribo más porque me voy a hacer unos buenos “salto rana” por ahí. Vengan temprano y acuérdense que soy de la compañía comando sección “destino”. Hasta el domingo, Miguel

Tercera carta a mi familia durante la instrucción Miércoles 6 de Mayo de 1981 Familia: Acabo de recibir la carta, son las 8 30 hs. de la tardecita; hace 3 horas que salgo de la enfermería, porque el capitán me llevó directamente en su jeep el domingo. Ahí me internaron y estuve muy mal, es decir con mucha fiebre y diarrea, la enfermedad era “enterocolitis febril”. Me curaron con inyecciones para bajar la fiebre y otras que no sé que eran pero que dieron un resultado muy bueno porque ya estoy TOTALMENTE curado y en pie y lo más importante con mucha hambre y sin diarrea ni fiebre, porque la tarde misma del domingo llegué a la enfermería con 39º de temperatura. Allá me trataron muy bien, y estuve muy tranquilo y reposando, durante 3 días. Así que bueno, lo único que tengo que hacer ahora es esperar que termine esto, que ya no es nada para mí, porque encima de que estoy bien me dieron reposo en la carpa, así que estoy como un rey, todo gracias a que papá habló

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con el capi, que sino estaría en Llavallol (nota cementerio) a 4 metros de hondo. PD: Mummy: Andá preparando unos buenos ravioles (de Mitre), empanadas, postres, cosas para el té, asados y demás que en el franco me morfo de todo. Miguel Nota: A causa de esta enterocolitis febril perdí 15 kgs.

Don Aldo Al concluir la instrucción volvimos al Regimiento, donde se conformaron las distintas compañías en forma definitiva. Gracias a Dios mi tía conocía a la mujer de un oficial, de ese modo pude conseguir un puesto acomodado para el resto del año. Nunca hubiera imaginado cuán bueno sería ocupar ese puesto. Me mandaron junto a cuatro compañeros como personal de mantenimiento de un Polígono de tiro, institución civil apadrinada por las FF AA -pero civil- y con un encargado, nuestro jefe, también civil. Se llamaba Don Aldo y era jubilado ferroviario. Fue increíble pasar de la vertiginosa vida „regimental‟, a barrer y cebarle mates a ese viejo obeso y chinchudo, pero inofensivo y solitario. Su mayor preocupación era que le alimentemos la gata y el perro, y que uno de nosotros se quedase para darle charla y así mitigar un poco su soledad. Pasé catorce meses de mi vida -que prometía ser universitaria, ya que había aprobado el ingreso a Agronomía- totalmente desperdiciados. Pero tranquilo. Extrañamente tranquilo. En realidad lo sentía como un trabajo ad honorem. Regresaba a dormir a casa todas las noches, salvo una por semana, en la que debía oficiar de sereno. La experiencia no fue tan apacible para los demás compañeros que habían quedado dentro de la unidad. Ellos la pasaron bastante mal, a los saltos durante casi todo el año. Norberto Paz

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Una mañana me llamó al Polígono la madre de Norberto Paz, pidiéndome que fuese al sanatorio del Regimiento a ver a su hijo. Me dijo que no sabía bien qué le había pasado, que aparentemente había recibido una golpiza. Lo más preocupante era que desde hacía varios días estaba con suero, sin alimentarse y sin poder comunicarse verbalmente con nadie. Terminé de hablar con ella y me fui a verlo con urgencia. Estaba en la cama mirando fijo a la pared, como “ido”, aunque no tenía golpes visibles. Traté de hacerlo hablar, lo abracé, pero lo único que conseguí fue que me mirase por unos segundos, para volver a dirigir su mirada con fijeza hacia la pared que tenía enfrente de su cama. La madre de Norberto estaba desesperada. Sentía como que a su hijo le habían despojado del alma. A pesar de mi propia incertidumbre intenté tranquilizarla. Tomamos unos mates y después me fui, aunque muy preocupado por la salud de mi amigo, ese muchacho atlético, rubio, de ojos claros y sinceros. Un tipazo lleno de vida y de proyectos. En verdad ya nada parecía quedar de aquel Norberto que conocí, sólo su espectro. Poco tiempo después me enteré de que el ejército le había dado la baja, y que también depusieron de la institución a un suboficial, aparentemente culpable de ese estado psicológico. No sé qué pasó con mi amigo, nunca pude volver a ponerme en contacto con su familia, pero imagino algo trágico. El ejército no tomaba esas medidas por nimiedades, durante la dictadura. Corriendo, limpiando y „bailando‟ Los que quedaron en el regimiento pasaron un año bravo, recibiendo castigos durísimos por parte de suboficiales y oficiales, haciendo guardias interminables e incluso, maniobras militares en la provincia de La Pampa. Me contaron que allí fue terrible el calor, las inhumanas marchas de infantería y la deshidratación. Y cómo soldados reclutados por ese año, recibieron una instrucción bastante más profunda que la mía. Pero no se podría afirmar que estaban preparados para una situación real de combate. Se lo pasaron todo el año corriendo, limpiando y „bailando‟. De ahí el nombre colimba, incluso haciendo de choferes y mucamos. 15

Tal fue el caso de mi amigo Raúl Ronco, que era contador y se pasó el año de chofer del teniente coronel Peña, además de hacerle las compras en el supermercado a la mujer.

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Capítulo 3

2 DE ABRIL

COMUNICADO DE LA JUNTA MILITAR Nº 1 Se lleva a conocimiento de la población que próximamente será difundido un mensaje de la Junta Militar referido a la marcha del conflicto que la Nación mantiene con Gran Bretaña por la recuperación de las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur. ARGENTINA, Abril 2,Nº 2 COMUNICADO DE LA JUNTA MILITAR N° 2 La Junta Militar, como Órgano Supremo del Estado, comunica al pueblo de la Nación Argentina que sus Fuerzas Armadas, en una acción conjunta, han recuperado para el patrimonio nacional los territorios de las islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur. Poseídos por el mismo espíritu y valor que aquellos que hicieron nuestra Patria grande, hemos de extremar nuestros sacrificios por la consecución del objetivo que nos hemos impuesto. Que Dios Nuestro Señor, quiera bendecir nuestra empresa.

Mi idea al relatarles esta historia, es la de trasmitir de una manera simple, sensaciones y emociones. Siento que la mejor manera de hacerlo es contando fielmente las cosas que viví en aquel momento. 17

Estaba inocentemente feliz por esos días, porque faltaban unos diez días para mi tan ansiada baja. Al fin se terminaba mi larga y aburrida colimba. Volvería a estudiar Agronomía, tal cual lo había planeado, para de ese modo, continuar con mi vida, que había sido interrumpida durante 14 meses, de una manera tan abrupta como inútil. Ese día me levanté bien temprano en mi casa de Adrogué, para viajar a La Plata, al Polígono. Recuerdo la cara de preocupación de mi madre, mientras me preparaba el desayuno. Ella ya había escuchado en la radio lo de la recuperación de las islas por parte de las FF AA argentinas. Traté de tranquilizarla un poco. Le expliqué que era imposible que yo formase parte de nada, ya que había estado todo el año sin contacto con la vida militar. Pero ella seguía preocupada. Era su instinto materno, ese que nunca falla. Desayunamos juntos, le di un beso y me fui a la estación de Mármol a tomar el tren a La Plata. No sé por qué, pero todavía recuerdo el olor de las tostadas y el sabor de sus ricos mates. En tren a La Plata Me subí al tren que también tomaban muchos estudiantes universitarios que viajaban a la universidad de La Plata. Hasta me había hecho amigo de algunos de ellos que ese día, me cargaban mientras jugábamos al truco en el viaje. Uno hasta llegó a decirme: “Ustedes son los boludos que van a mandar a Malvinas, ¿no?” No me ofendí, pero le contesté en un tono bien tranquilo, qué improbable era que a mí me movilizasen, habiendo estado todo el año en el Polígono. Que la inocencia me valga. Apenas llegué a mi lugar de destino, aparecieron varios camiones Unimog con soldados de la Décima Brigada, y se pusieron a practicar tiro con sus armas de guerra. Los oficiales y suboficiales a cargo, estaban eufóricos. Uno tenía una radio portátil y acercó un megáfono a ella para que todos escuchásemos las noticias triunfalistas de cómo, después de 18

150 años, la Argentina recuperaba las islas tras un intenso combate contra los 80 „royal marines‟ destacados allí. Un suboficial gritó “Viva la patria”, y todos los allí presentes le corearon. Mientras observaba la escena surrealista como hipnotizado, pensé que según mi humilde entender, no había nada que festejar. En aquel momento me quedé en silencio, abstraído, hasta que me despabiló una violenta seguidilla de metralla de uno de los soldados. Más o menos igual se sentían mis compañeros del polígono…como espectadores en realidad, de algo que estábamos seguros no nos involucraría. Pero estábamos equivocados. Apareció Don Aldo -seguido de sus mascotas- y me dijo: -“Llamó Larrañaga (uno de mis compañeros del polígono), está en el regimiento, quiere hablar con vos". Al otro lado del teléfono alcancé a oír la voz de mi compañero, no pudiendo creer lo que estaba escuchando. Larrañaga me decía que teníamos que presentarnos en forma inmediata en el cuartel y que teníamos a lo sumo una hora para avisar a nuestras familias. Como mi inocencia le hacía honor a mi idealismo, deseché en todo momento la posibilidad de que a nosotros nos movilizaran hacia el sur. De todos modos me tiró el alma al piso el hecho de que faltando sólo veinte días para esta tan soñada baja, objeto de miles de conversaciones con mis compañeros del Tiro durante el año 1981 y 1982, tuviera que verme con la cabeza rasurada, y un casco tan pesado y tan sucio sobre ella. Sí, ya sé que suena raro, pero fue así. No sé por qué, pero lo primero que se me ocurrió fue el tema del pelo, así que enseguida le pregunté si se lo habían cortado. Larrañaga me contestó que no: “–¡¡Pero eso es lo de menos!!”, me increpó. Y de inmediato, colgó. Llamé a casa y avisé. Mi madre casi se muere, traté de tranquilizarla, le dije que seguramente nos convocaban para hacer guardias en La Plata. Mi padre me preguntaba: – “¿Tenés suficiente abrigo?, ¿tenés dinero?” Pero no atiné a contestarle nada, hasta que su grito a través del teléfono me sacó del ensimismamiento: -“¿ME ESCUCHÁS Ó NO?” 19

Se nota que viene en serio la cosa En un par de horas llegué al Regimiento, y mientras me acercaba al portón, en la calle se me cruzó un taxi del que bajó un oficial que me conocía del polígono. Era un buen tipo. Me dijo con asombro: -"¿A ustedes también los llamaron? Se nota que viene en serio la cosa”, añadió. Del Regimiento no salí más. Estuvimos preparando el equipo durante una semana. Se convocó también a los soldados que ya estaban en la vida civil, que ya habían salido en las dos primeras bajas. Luego fuimos a la sección “Destinos” -a la cual pertenecíamos- y allí nos entregaron la ropa de fajina. Fue muy extraño ponerme otra vez esa ropa, tras once meses sin usarla. Parecía que ingresábamos nuevamente al servicio militar, cuando en realidad ya lo debíamos terminar. Pasaron dos días de fregado de inodoros, de baldear y de barrer pisos, de comida de rancho y de gran incertidumbre. Hasta que en definitiva ¡nos cortaron el pelo, nomás! Mejor dicho: nos rasuraron la cabeza frente a todo el regimiento, y para ridiculizarnos nos decían: los soldados “Beatles”. Hoy me causa gracia ese tema, pero en aquel momento me había angustiado, al no sospechar siquiera la dimensión de las tremendas cosas que me sucederían más adelante. Ese día empecé a hacer las guardias. Era la primera vez que las hacía. En ese momento me di cuenta de algunas cosas de las que me había salvado al estar fuera del regimiento. El casco pesaba demasiado y el olor a orina que salía de las garitas, cada vez era más inmundo. Pronto nos agruparon a todos los que veníamos desde afuera del Regimiento, con el fin de ubicarnos en las distintas compañías de infantería: A, B, C y Comando. Mientras caminaba me encontré en los pasillos con Alan Craig, un amigo de la infancia que me presentó a Adrián Gómez Csher y a su cuñado de ese entonces, Roberto Maldonado. Por suerte Alan -que tenía más contactos que los míos ahí adentro, 20

y trabajaba en las oficinas- me ubicó con ellos en la compañía “C”, logrando también ubicar a Roberto, que era el novio de su hermana. Habíamos logrado formar un grupo y que ese grupo, no se separase hasta casi el final de la guerra. It´s WAR Con el transcurrir de las horas, llegó el momento de determinar el rol de combate de cada soldado. Una compañía de infantería se divide en cuatro secciones: tres secciones de fusileros, y una sección de apoyo equipada con morteros y cañones 105 mm. En esa compañía éramos cuatro los compañeros del Tiro Federal, sin embargo, quedamos sólo Larrañaga y yo, porque el resto no entendía muy bien el funcionamiento de los cañones y morteros, tal como nos lo explicaban los suboficiales a cargo. Por el contrario, nosotros intentábamos esforzarnos por entender todo bien, porque no queríamos separarnos del grupo. Un sargento de apellido Alcaide era nuestro jefe directo. Y él fue quien nos dio las primeras clases en un pasillo de tres metros de ancho. En conclusión, logramos convencerlos de que éramos capaces y útiles, y permanecimos en la compañía “C”. Quedé como abastecedor de mortero en la sección Apoyo, con mis amigos, y Larrañaga quedó en el otro mortero. Ahí comprendí que por haber estado todo el año afuera del Regimiento, no conocía a nadie. También comenzaron los preparativos del equipo para cada soldado, dispositivo que se guardaba dentro del bolsón portaequipo. En la espalda se llevaba el „equipo aligerado‟ desconocido para mí hasta ese momento- que se utilizaba para pasar la noche a la intemperie en caso de combate. El equipo aligerado consistía en una manta, un paño de carpa y tres parantes. Mientras repetíamos las revisaciones del equipo, nos iban entregando camperas duvet abrigadas y borceguíes reforzados, además de guantes. Me dieron una ametralladora PAM 9 milímetros vieja, muy usada, y un paño de carpa demasiado gastado. Un soldado me dijo: “Pediles que te lo cambien, ese paño debe tener como tres campañas”. Lo pedí, pero no. No me lo cambiaron. 21

Mientras hacíamos todos esos preparativos, en ningún momento nos dijeron que nos iban a llevar a Malvinas, sólo nos decían que había que estar mentalizado para una guerra. En algunos momentos libres, aunque reconociéndonos muy preocupados por lo que nos estaba ocurriendo, íbamos a la cantina a comer un sándwich y una gaseosa. En uno de esos „recreos‟ vimos en la TV a Galtieri en su primer discurso en la plaza, rodeado por gente enardecida de fervor patriótico y apoyo popular. Entre los que estábamos ahí nos mirábamos estupefactos, hasta que uno dijo: -“¡Qué hija de puta es la gente!, ¿por qué no vienen ellos acá a ponerse el casco, así yo me voy a la plaza a revolear la bandera?” Todavía recuerdo un comercial que hacía referencia a un vaso que se iba llenando con gotas de agua, pronosticando de ese modo que quizás una gota más lo rebasaría. Como también recuerdo otro que comparaba las distancias que ambos países debían recorrer para llegar a las islas… ¿La última gota anticiparía de modo subliminal, la guerra que se venía? ¿O con la misma estrategia, pretendían que creyésemos que la distancia iba a desalentar a los ingleses? Ya nunca lo sabré… Habíamos estado una semana en el cuartel, cuando una mañana reparé en un suboficial que estaba leyendo el diario “Popular”. En la portada se veía la imagen de un diario Inglés que decía: “It´s WAR”. “YA ES GUERRA”, decía la portada. La gota había rebasado al vaso. La movilización Algunos oficiales comenzaron a darnos charlas acerca de la guerra. Decían que no pensaban en que entrásemos en combate, pero que si eso ocurriese, había que estar mentalizados. Entonces pensaba para mis adentros: “¿Cómo voy a mentalizarme si no tengo la instrucción adecuada y no tengo alma de milico?” Lo que no podía entender era cómo, habiendo personal militar y oficiales que estudiaron durante cinco años para aprender a 22

combatir, nos movilizaban justo a nosotros, que recién habíamos terminado el secundario. Pasando el tiempo, lo entiendo cada vez menos, salvo -por supuesto- considerar que ellos cuidaron su propia integridad, y que nosotros ¡reventemos! Esos días fueron muy agotadores. Encima que dormíamos muy poco, nuestra cotidianeidad era una carrera contra reloj. Cuando llegó el domingo, recibí la visita de mi familia. El clima era muy tenso. No se disimulaba en nuestras caras que ese día iba a ser el último en el que nos veríamos, antes de la movilización. No sabíamos adonde nos llevarían. Mi familia y todos los que asistieron a esa visita estaban muy intranquilos, más aún cuando vieron todos los camiones cargados con municiones y armas, ya listos para salir en cualquier momento. En vano traté de tranquilizarlos, diciéndoles que seguramente íbamos a un Regimiento en el sur, para cubrir las guardias. En el fondo, ni yo creía en lo que les estaba diciendo. Antes de irse, mi padre me había ofrecido un pulóver de escote en “V” –de tejido fino- y medias de invierno. Solamente acepté las medias porque me parecía que el pulóver no era muy del „estilo militar‟, ni que fuera a serme útil. ¡Cuánto hubiera necesitado ese y otros abrigos más, con el paso de los días!

A Río Gallegos por aire Esa madrugada partió el Regimiento 7 completo. Los soldados fuimos subidos a colectivos de línea, y el armamento y equipo pesado fue trasportado en camiones rumbo al aeropuerto militar de El Palomar. Nos dijeron que iríamos a algún lugar del sur, pero nadie nos confirmó exactamente adónde ni a qué. Volamos a Río Gallegos en aviones Boeing de Aerolíneas Argentinas, sin butacas, sentados en el piso y con todo el armamento portátil arriba del avión. Los morteros y cohetes más pesados, esos iban en la bodega. El avión pretendió despegar pero tuvo que abortar el intento, porque estaba muy sobrecargado. ¡No habían calculado el peso 23

que cada uno de los soldados acarreaba! Pero después de acondicionar la carga, finalmente pudimos despegar. Esa era la primera vez que volaba en mi vida. En ese momento la experiencia me pareció excitante. Al llegar a Río Gallegos y bajar por las escaleras, conocí -también por primera vez- el frío polar en mis piernas desprotegidas por la ausencia de un humilde par de calzoncillos largos. Tuve la impactante sensación de que ese tipo de frío, hasta ese momento me había sido absolutamente desconocido. Pero a ambos –al frío y a mí- nos esperaba una larga y siniestra convivencia. Mientras estábamos sobre la pista, improvisaron una cocina de campaña. Allí nos siguieron dando de comer un mal guiso. Prodigiosamente, mi plato voló de mis manos. Pero no había sido el hambre. Había sido el viento. Esa noche nos hicieron dormir sobre el piso del aeropuerto, que tenía losa radiante. Dadas las circunstancias, sentimos reconfortante la calidez del suelo. Pero eso fue lo último placentero que vivimos. Al día siguiente nos confirmaron que íbamos a Malvinas, y nos hicieron abordar un Hércules C-130 estacionado en la pista. La imagen de las dos filas de soldados subiendo por la puerta hidráulica trasera del avión, quedará en mis retinas para siempre, al igual que muchas imágenes que relataré de aquí en adelante. Hacía frío adentro del Hércules, las paredes del avión temblaban como si estuvieran por partirse, y la sensación era que volvía a estar sobrecargado. A poco de despegar y de escuchar sólo el rugido impresionante de los motores, alguien gritó que los que habíamos quedado sentados arriba de la puerta hidráulica, ¡teníamos que bajar de inmediato! Aparentemente existía el riesgo de que se abriera por el peso. Así fue como tuvimos que derrumbarnos hacia abajo, y que como consecuencia, un compañero se haya quebrado la muñeca. Luego de un par de horas de vuelo y de ver el contorno de las islas por las ventanillas, el comandante nos anunció por el altoparlante que regresaríamos a Río Gallegos por las malas condiciones que había para intentar un aterrizaje. El viento parecía huracanado. 24

Al día siguiente repetimos el vuelo, que esta vez sí, llegó a las tan famosas Islas Malvinas. Puerto Argentino “¿Cómo será el terreno?”, me preguntaba…Me lo imaginaba como la superficie de Marte ¡o de la Luna! Y no me equivoqué. Al bajar del avión, enseguida comenzamos a marchar por una calle de ripio en dos filas, cargados con mucho peso. En mi caso me tocó llevar un „valijín‟ que contenía dos proyectiles de mortero. Era muy pesado. Y a cada paso, ¡más pesado! Pasamos por una playa de arenas blancas y vimos el mar de un azul intenso, cristalino. Nos dirigíamos a Stanley, la capital de las Islas, que desde ese momento llamamos Puerto Argentino. Caminamos frente a las primeras casas, en las afueras. Una de ellas mostraba un boquete inmenso, causado por artillería, y un logo pintado de defensa civil. El pueblo era pintoresco, tal cual lo había imaginado: como un pueblito en el campo, en Escocia por ejemplo. Desde ese momento, comencé a sentir una extraña sensación de identificación con el lugar. Lo sentí familiar, como si hubiera estado antes allí, y hasta entré en un estado de ensueño durante esos primeros minutos de reconocimiento. Nuestro jefe de Compañía, el teniente primero García, dando pasos hacia atrás y a los gritos, con su FAL rebatido en la espalda, me trajo al presente enseguida: -“Soldados, esta es una situación real de guerra, esto no es una maniobra, para esto los hemos preparado. No miren a los civiles, hagan silencio al marchar por el pueblo y marchen erguidos, con la frente alta señores…ustedes están representando a la Nación Argentina, ¡no se olviden de lo que eso significa!” Desde las ventanas de esas casas humildes pero prolijas, mujeres jóvenes, ancianas y niños, nos observaban con incredulidad y desconfianza. Sentí pena por ellos, y por momentos, hasta ganas de detenerme a conversar. Pero nuestro aspecto los debió de haber perturbado. ¡Es que la situación era completamente surrealista! 25

Pasamos caminando rápido a través del pueblo, que no era muy grande. Por esa época, lo habitaban unas 2.000 almas, aunque un gran porcentaje de isleños se había ido al Reino Unido para preservar su integridad. Comenzó a llover. A pesar de eso, nosotros seguimos caminando por la despoblada calle que bordeaba la bahía. Armando las posiciones Mientras iba cayendo la noche, la lluvia se hacía más fuerte. A esa altura empezó a preocuparme el lugar en donde íbamos a poder dormir. Después de una marcha de alrededor de 18 kilómetros, hambrientos, agotados, helados y empapados, llegamos a un galpón para guardar ovejas, de muy modestas dimensiones. Allí nos metimos los ciento cincuenta soldados de la compañía C, para pasar la primera noche más incómoda de la que tenga memoria, hacinados y acalambrados como estábamos todos. No había ni un milímetro más de espacio, ni siquiera, para cambiar de posición. En verdad, esa noche no dormí nada. Al día siguiente amaneció despejado. Nos dieron un mate cocido caliente, hasta que aparecieron nuestros bolsones porta equipo, que tenían escritos -con birome- nuestros apellidos. Esos bolsones, al fin y al cabo, eran nuestra pertenencia, nuestro capital, nuestra riqueza. Estábamos ubicados al lado de la planta potabilizadora local, hasta que comenzamos a subir unas colinas. Todos arrastrábamos ese bolsón pesadísimo por un terreno esponjoso y mojado, hasta que llegamos a un grupo de rocas en donde pasaríamos la segunda peor noche, aunque esa vez, sin la modesta cobertura del galpón. Aquél páramo parecía el planeta Marte. Estábamos en el medio de la nada. Y desde entonces, la nada empezó a ser nuestra más fiel compañera. Como las órdenes eran el leit motiv de nuestras vidas, nos ordenaron hacer una posición para pernoctar. Como nunca había hecho una posición, le pregunté a un compañero como se hacía, y así me explicó la cosa: -“Cavá con la pala un rectángulo como si fueras a enterrar a un muerto, sólo que tenés que hacerlo de unos 26

80 cm. de hondo. Estaqueás la lona de la carpa de un lado y del otro, le ponés los parantes (de unos 40 cm.) para poder entrar por ahí…una vez adentro colocás la colchoneta, bolsa de dormir y mantas, te metés adentro y sellás el lado abierto con el bolsón”. Así lo hice, y me salió bien prolijo. Después de comer algo que no recuerdo que fue, nos dormimos bajo un cielo estrellado, mirando las estrellas fugaces. Caí rendido y dormí como un bebé. Al despertar, noté que la lona era como un cartón endurecido por la helada que había caído durante la noche. Por suerte, no había sentido mucho el frío. Al día siguiente nos tuvimos que correr unos quinientos metros más adelante, a un sector que había sido una laguna, y acampamos sobre sus barrancos de turba. Allí hice mi segunda posición, ¡pero ya siendo un poco más experto! El clima no parecía estar tan frío durante esos primeros días, hasta que vino una primera tormenta de lluvia y viento huracanado. Desde ese momento, la temperatura bajó a niveles desconocidos por mí. Sentí terror. Pensé que no sobrevivía a semejante rigor climático dentro de ese pozo cubierto por una simple lona. Encima, llovía muy fuerte y por un par de días, el agua no cesó. Me mojé y me sentí muy mal, claustrofóbico, sin poder salir, teniendo como único paisaje una lona a sólo veinte centímetros de mi cara. Una mañana apareció el teniente primero con un cilindro de acero inoxidable lleno de leche con chocolate caliente. Eso fue hermoso. Mientras bebía, sentía el calor que me volvía al cuerpo y me recorría, hasta llegar a la punta de los dedos de mis manos. Esos primeros días, hambrientos, les tiramos a unas ovejas con el mortero. Una murió y varias salieron corriendo, heridas, así que con el marco de una cama que alguien consiguió, la asamos. El problema fue que, al no estar alambrados los campos, se fueron muy lejos. Y había que caminar días enteros para encontrar otras y alimentarnos un poco. ARGENTINA, Abril 7,N° 17 COMUNICADO DE LA JUNTA MILITAR N° 17 La Junta Militar, ante las incontables presentaciones espontáneas de instituciones y ciudadanos para

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colaborar materialmente en las operaciones de las Malvinas, agradece las mismas y al mismo tiempo desea llevar tranquilidad a la ciudadanía en el sentido de que las fuerzas armadas disponen de los medios para cumplir con su misión. Respecto de las mencionadas presentaciones, y a fin de ser tenidas en cuenta en forma coordinada y oportuna, se pide canalizarlas a través de la jefatura logística del Estado mayor Conjunto.

El teniente primero nos dijo que debíamos agruparnos de a dos o tres, como mejor nos pareciese, o con quien mejor nos llevásemos, ya que era factible que permaneciésemos allí durante un tiempo. Mis amigos Alan y Adrián se juntaron con el sargento primero Alcaide, y nosotros armamos la posición definitiva con Roberto Maldonado, a unos quince metros de la de ellos. Esta fue nuestra posición definitiva, en lo que fue la Compañía C de Regimiento 7 en Malvinas, a unos 12 Km. del pueblo, con vista al río Murrell… Teníamos a la compañía B a unos quince minutos de caminata a nuestra izquierda, en la cima de Monte Longdon. A la Compañía A, a similar distancia, pero a nuestra derecha. Y finalmente a la Compañía Comando, detrás de nosotros, cerrando de ese modo una especie de rectángulo. Al agua la sacábamos de unos piletones naturales que se formaban en la turba. Muy despacio había que ir llenando las cantimploras, teniendo el cuidado de no remover el fondo. Por supuesto, a veces el agua era potable y otras veces no lo era. Por eso habíamos dividido las lagunitas que eran usadas como “baños” de las otras, de las que sacábamos el agua. Cavamos con Roberto un cuadrado de un metro de profundidad al lado de la pared de turba, que usaríamos como protección contra el viento. Desde allí, estaqueamos las lonas hacia abajo y rodeamos todo con rocas. Habíamos conseguido nylon, así que pudimos aislar todo un poco mejor. Nos llevó varios días ir mejorando la posición hasta que quedó aceptable. 28

Cubrimos el piso barroso con lajas de piedra que encontramos en el lugar, y cubrimos las lajas con pasto seco, como aislación. Con el tiempo nos fuimos dando cuenta de que la mayoría de las veces, el viento soplaba desde el sector que teníamos menos protegido: el opuesto a la barranca. Dormir en una carpa de campaña con viento huracanado es muy inquietante. Uno en realidad no puede relajarse mucho pues está atento a las ráfagas que azotan la débil estructura, por lo que eran más los estados de vigilia que los de sueño. Era muy estresante la sensación de que se desarmaba todo, como también el hecho de mojarnos tantas veces. Una noche se nos voló todo en la oscuridad. Las ráfagas eran huracanadas y hasta llovía una especie de garrotillo. Las lonas volaron por sobre el terreno a unos cien metros, hasta quedar atrapadas contra unas rocas. Nos gritábamos a poca distancia el uno del otro, dándonos instrucciones para rearmar todo de nuevo, pero apenas si nos escuchábamos por el rugido del viento que todo lo disipaba. Sentíamos una sensación de mucha desprotección. Menos mal que el cuerpo es inteligente y la adrenalina me avisaba que corría riesgo de congelamiento si seguía quedando empapado. Por eso es que temblaba sin control. Una vez que terminamos de arreglar todo, nos metimos -mojadosdentro de nuestras bolsas de dormir. No teníamos otra ropa para cambiarnos. Pero con el paso de las horas, el calor corporal me fue secando la que llevaba puesta, aunque la llegada del día me encontró realmente enfermo, con bastante fiebre. Después de esa tormenta, decidimos modificar la primitiva estructura de la carpa, agregando nuestros dos ponchos impermeables al techo. De ese modo, nos quedamos sin ese preciado elemento para andar por afuera, cuando lloviese. No era una resignación que nos pusiera en ventaja, pero la sola idea de volver a pasar una noche mojados en la trinchera, nos ponía muy nerviosos, por eso optamos por sacrificar unas de nuestras más valiosas prendas. Quedábamos a merced de la naturaleza implacable. Las tormentas 29

eran violentísimas, y vivir en esos pozos cubiertos por frías lonas, requería un mantenimiento permanente de nuestra parte. Uno termina sintiéndose como esos navegantes solitarios que en los momentos en que el océano se calma, debe reparar las velas, sólo para enfrentar la próxima tormenta que deberá resistir. Los dos paños de carpa que nos habían tocado -uno a cada unoeran viejísimos y de entrada se nos rajaron, expuestos como estaban a las extremas condiciones reinantes del lugar. Pese a los esfuerzos realizados, la posición nunca fue impermeable. Siempre el agua lograba filtrarse por algún lado. Al final, nos resignamos a que nos cayeran gotas sobre las mantas. Negarnos a darle importancia era una simple estrategia como para no amargarnos todavía más.

Mi primera carta desde Malvinas Aclaro que en un principio, en mis cartas trataba de no contar la verdad acerca de lo que estábamos pasando, para no preocupar a mis padres. Lo que trataba de hacer era dibujar un prolijo paraíso que por supuesto no vivíamos- que de algún modo y durante un pequeño rato, me alejaba de la turbación, del frío y de la angustia que estaba viviendo.

Puerto Stanley, 19 /04 / 82 Querida Familia: Les escribo desde las Islas Malvinas. Llegamos aquí en avión el día 14 y caminamos desde el aeródromo unos 18 km. hasta unas sierras donde nos instalamos en carpa. Por suerte estamos realmente muy bien en todo aspecto, la comida es abundante, la ropa y el equipo son de primera y el clima hasta ahora es muy bueno, además estoy en un grupo muy bueno (Alan y sus amigos y uno del Tiro). El otro día agarraron un cordero (malvinense) y lo comimos, además me dan chocolate, gaseosas y caramelos. Yo pensé que el frío iba a ser terrible, pero no es así (es como estar en Córdoba). Pasé por Stanley y hablé con los ingleses (tienen mucho miedo). La única desventaja es que acá en las montañas no nos

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enteramos de nada de la situación. Por favor, averigüen en la facultad hasta cuando me esperan Saludos a todos mis amigos y escriban si pueden (ó manden encomiendas). Aquí parece que todo el mundo se preocupa menos por la situación que en el regimiento; aquí hay un trato muy bueno con todo el mundo y yo pienso igual que en Monte (¡en la comida casera!). Personalmente pienso que para fines de abril va a haber una solución y que a más tardar el 15 de mayo estaré de vuelta (ó antes). Si llego a perder un año más en la Facultad no me importa, para mí lo más importante ahora es volver y estar tranquilo en mi vida civil (me conseguiré un trabajo). Pregúntenle a Piqui si no podría ir contactándome con la empresa de autopistas para ver si tienen algo para mí. Díganle a Ricky que cuando vuelva nos hacemos una escapada a Miramar a hacer surf, también que cuando vuelva hacemos una fiesta en casa con todo el mundo (familia y amigos) y se tira la casa por la ventana. Muchos saludos a Grannie y Che Dad y a toda la familia en general. Con respecto a lo que hacemos todos los días: nos levantamos a las 9 más ó menos y estamos casi todo el día sin hacer nada, salvo ir a buscar la comida (500 mts. abajo) o munición para los cañones. Nuestra ubicación es bien a retaguardia y si llega a haber un choque militar somos los últimos en actuar (sería imposible que desembarquen los ingleses) Realmente la estamos pasando muy bien, incluso encontramos madera terciada y nylon y cable para alisar bien las carpas ó sea que de noche el frío ni lo sentimos. Perdón que no pude llamar de Río Gallegos pero me quedé dormido. Por favor vaya alguien personalmente a Agronomía a averiguar ó pedir por favor que consideren mi situación. Sería ideal si pueden mandar una encomienda con morfi (no sé si se puede) Chau a todos. Nos vemos (escriban y que escriba Ricky)

La realidad, como se verá, era bien otra. Durante la primera semana hubo un poco de comida: mate cocido en la mañana, un guiso, y a la noche, una sopa con algún fideo. El chocolate, las gaseosas y los caramelos, para nosotros sólo fueron anhelos extravagantes. Enseguida comenzaron a faltar provisiones para la cocina de rancho. Ahí fue cuando empezamos a pasar verdadero hambre. Lo único que nos daban era mate cocido -sin pan ni galletas- y cuando se podía, por las condiciones climáticas, una sopa aguachenta en todo el día. Así fue como la pérdida de peso, vitaminas, minerales, proteínas, músculos y todo lo demás, comenzaron a hacer estragos en 31

nuestros cuerpos y en nuestras mentes. Encima, nos mandaban a cinco kilómetros a traer las cajas de munición de los cañones 105, cajas que pesaban unos ochenta kilos cada una, con mangos de soga para portarlas. Las traíamos de a dos, era imposible de otra manera. Un día nos obligaron a arrastrar a mano el mismísimo cañón desde la Compañía Comando -a unos 4 Km.- entre cuatro soldados, porque no había ningún helicóptero disponible. En nuestras charlas nos reconocíamos como las mulas de San Martín, definitivamente nunca sus soldados. A la mala dieta que veníamos soportando, a esa edad en la que los adolescentes solemos comer desmedidamente, la bautizamos la dieta del ejército argentino, por la combinación perfecta que nos imponían para descender de peso rápido: ingerir solamente líquidos sin nutrientes ni calorías, caminar soportando sobre nuestros cuerpos un peso excesivo durante kilómetros, y estar sometidos a temperaturas de varios grados bajo cero, y si era posible, con la ropa empapada. Cualquier parecido con el infierno del Dante, era pura casualidad. Había llegado un punto en el que estábamos tan débiles que nos vencían el sueño y la fatiga, así que terminábamos cayendo dormidos en el pozo, durante un tiempo que nos sentíamos incapaces de calcular. Roberto, que tenía 21 años y parecía bastante más listo que yo, porque tenía más calle y experiencia, fue el primero en comprender que estábamos entrando en un estado casi de desnutrición. Eso era visible por la pérdida excesiva de peso y por la fatiga y el sueño que nos afectaba, y previsible por el enorme gasto metabólico que veníamos teniendo. La cosa ya no daba para utopías, y si seguíamos así, en poco tiempo íbamos a sucumbir. Y unos días más tarde lo comprobaríamos. Fue cuando nos enteramos que un compañero no había despertado esa mañana, que lo encontraron muerto en su pozo. Muerto de hambre y de frío. Y no pasó demasiado sin que nos enterásemos que cuatro hambreados compañeros más, al ir a robar comida a la estancia Murrell, habían sucumbido a orillas del río cuando intentando cruzarlo para regresar. Al apoyar el bote en la costa tocaron una 32

mina antipersonal argentina, y volaron despedazados. Nosotros también pasamos por esa playa minada, sólo que tuvimos más suerte. Antes de que nos suceda eso habíamos decidido armar un plan. Mi amigo había tomado coraje y con mucha vehemencia me había alentado a cambiar el estado de cosas: “Mike, vamos a tener que salir a robar comida de algún lado, porque estos hijos de puta nos están matando de hambre.” Lo miré, y creo que esa fue la primera vez que me tuve que hacer cargo de lo que él ponía en evidencia. ¿Mi mente habría negado eso que nos ocurría? ¿Estaría viviendo eso que se llama “campo distorsionado de la realidad”? Recuerdo no haberle respondido enseguida, tan distraído como estaba observando que en verdad su rostro se estaba poniendo afilado, que sus ojos parecían más hundidos, que se había puesto algo ojeroso…y que si a él le estaba sucediendo eso, a mí también me estaría sucediendo lo mismo. Roberto era mi espejo. Mi referente. Un líder. Continúan mis cartas „piadosas‟ Puerto Argentino 28/04/82 Querida Familia: El día 25 recibí la carta de Uds. y la de Doreen también. ¡Muy buena idea la de mandar fotos y sigan mandando de cualquier cosa, porque acá parece increíble pero el hecho de tener unas fotos es todo un programa! Les cuento que nos movieron del lugar donde estábamos y tuvimos que cargar con el bolsón y armamento 3 Km. más o menos entre las sierras siempre. El primer día me separaron de Alan y Adrián, pero luego nos volvimos a juntar y ahora estamos a pocos metros. El factor humano es fundamental. Hoy llueve y estoy acá en mi posición bien calentito (me la preparé ayer contra la lluvia). Ya nos dieron antiparras que son francesas, así que somos bastante “chetos” con nuestra duvet verde, el casco, fusil y antiparras (parece combate). El otro día hubo que ir a Port Stanley a llevar la correspondencia y necesitaban un intérprete así que como Alan había ido el día anterior fui yo.

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Fue muy lindo. Fui con el sargento. Entramos a St. Mary´s Chapel y hablé con el cura, luego traté de hablar por teléfono pero no se puede. También traté de comprar algo para comer pero está prohibida la venta al personal militar, después como al sargento le dolía el estómago lo llevé al “Falkland Islands Hospital” y charlamos con el médico en inglés y me dieron una taza de té y scons porque yo le había dicho que mis padres son ingleses. De otra forma hubiera sido imposible. Sobre mi estado psico-físico: estoy muy bien, realmente estoy sufriendo menos que en “Monte” porque me mantengo tranquilo y sé que al volver soy civil, además aquí no pasa nada. El otro día tenía tos, pero pedí que me medicaran y ya estoy bien. Les voy a pedir que me manden encomienda porque acá todo el mundo recibe (pero la carta mándenla aparte por las dudas) Si pueden manden una cámara berreta que hay en casa, en la encomienda. Aquí los chicos recibieron una. Adentro de la encomienda: mucho chocolate, mantecol, saquitos de té, caramelos buenos (ej. Mu-Mu), chicles, fotos de cualquier cosa, sobres con azúcar, leche en polvo, golosinas que alimenten bien, es decir , manden muchas cosas que alimenten y tengan vitaminas y calorías y que me duren por lo menos hasta que me llegue la próxima encomienda (manden 2 ó 3). Por acá estamos comiendo una vez al día (por el clima) Pídanle a Ricky que me mande algo también y que escriba todo el mundo. Los extraña, Miguel

Muchas veces me pregunté si escribía esas cartas para proteger a los míos del desasosiego; para que no me las censuren y puedan llegar a Malvinas mis pedidos, o para que mi mente cambie de dial durante el rato en que me dedicaba a escribir. ¿O tal vez, en verdad, habrá sido un poco de cada cosa? En cambio a mi amigo Ricky, ese mismo día -que fue el 28 de abril de 1982- le escribí contándole toda la verdad. Claro que cándidamente, puse la carta dentro del mismo sobre que mandé a mis padres, porque no recordaba su dirección. Por supuesto que las madres tienen ese tremendo sexto sentido que las obliga a hacer cosas que jamás harían en situaciones normales, lo que significa que se las ingenió para abrirla, leerla y enterarse al instante de cual era mi verdadera situación. Desde ese momento, su angustia no cesó. Esta carta que ahora expongo, demuestra que el problema de la falta de comida era muy grave. Y nótese además que recién después de dos semanas, nombro a Stanley como Puerto 34

Argentino. Antes, no nos habíamos enterado de que se le había cambiado el nombre, Puerto Argentino: 28/4/82 Querido Ricky: te escribo en un momento muy especial de mi vida (quizá el ultimo) ja ja. ¿Sabés lo que es esto? Un parto con cesárea y mucho más. Me estoy hipercagando de frío, el otro día nevó y me empapé. ¿Quien hubiera pensado que estaría acá en la isla Soledad, comiendo una vez sola por día (ya bajé unos cuantos kilos? Te voy a contar como es en realidad pero ni se te ocurra decirles a mis viejos, porque yo se las pinté de otro color. Me estoy cagando de hambre, frío y embole. Todos los putos días hay que cargar cajas con munición cuyo peso bruto es 99 kilos (entre dos las llevamos) y te aseguro que esto pone a prueba a cualquiera, encima tengo una tos tuberculosa de la san puta. Dormimos en pozos tapados con una lona y las temperaturas son de 0 grados por lo menos. Por suerte estoy con un grupo de flacos muy bueno: Alan y 2 amigos suyos. Estoy hecho mierda en todo sentido y eso que del grupo morteros pesados que es el nuestro soy el que mejor está, todo el mundo anda desesperado, pero yo tengo fe de que no va a pasar nada y que pronto volveré a la vida cheta. Te juro que cuando vuelva no le voy a dar bola a nadie, voy a nadar como el flaco de Regreso sin Gloria con todo tipo de inscripciones en la campera (war Hero etc.). Anoche escuché por la radio de un flaco que esta misma noche los ingleses iban a desembarcar acá en esta mismísima y reputa isla, justo donde estoy yo (en 1ra línea aparte) así que dormimos con los borceguíes puestos, casco, antiparras, fusil, y campera duvet. El equipo que nos dieron es todo nuevo (antiparras francesas) campera yanqui etc. El otro día corrimos una oveja y con un cuchillo común afilado con las piedras la cuereamos así nomás (estaba 100 puntos). Ricky te pido que me hagas un favor: averigua BIEN CONCRETO el destino de la correspondencia y mandame encomiendas con morfi por ej.: Mucho chocolate (como 20 barras), mantecol, golosinas buenas, saquitos de té, sobres con azúcar, un poco de yerba, leche en polvo, fotos de cualquier cosa (acá tener fotos es genial) es lo que se curte. Galletitas dulces, es decir cosas que alimenten bien y que sean ricas y que tengan muchas calorías y vitaminas, porque acá comemos 1 sola vez por día ...es increíble pero a la noche hace tanto frío que ni se puede comer. A mis viejos les pedí que me mandaran pero vos también ¡POR FAVOR! mandame. Apenas pueda te escribo. Ah! ¡Espero que tu hermano NO esté acá también! La puta que lo parió... me acordé que perdí otro año de facultad! ¡Chau y gracias! Miguel

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ARGENTINA, Abril 28,N° 35 COMUNICADO DE LA JUNTA MILITAR N° 35 La Junta Militar comunica a la Nación que, de acuerdo a las actitudes del gobierno inglés, prevé la ejecución de operaciones militares en el área Malvinas en las próximas 24 a 48 horas. No obstante su tradicional espíritu de solucionar pacíficamente sus diferendos, el gobierno y pueblo argentino, convencidos de la legitimidad de sus derechos y la justicia de la causa que defienden, mantienen inquebrantable su espíritu de lucha y su fe en la victoria final. Se tiene clara conciencia de la acción psicológica desatada por el invasor británico, que no hace otra cosa que poner en evidencia sus propias falencias y debilidades, al tiempo que fortalece nuestro espíritu y retempla nuestra voluntad de lucha. 1 de mayo de 1982 ARGENTINA, Mayo 1, N° 38 COMUNICADO DE LA JUNTA MILITAR N° 38 La Junta Militar comunica al pueblo de la nación que a la hora 04:40 del día de hoy, 1° de mayo de 1982, el Reino Unido de Gran Bretaña atacó Puerto Argentino en las Islas Malvinas. Dicho ataque fue llevado a cabo por aviones Harrier basados en portaaviones, y fue rechazado por la artillería antiaérea de las fuerzas que defienden nuestra soberanía. ARGENTINA, Mayo 1,N° E1 COMUNICADOS PERIODICOS (TV y Radio) Los pueblos abrazan con denuedo aquellas causas que les son propias y las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur, han sido, son y serán un sentimiento nacional y por consiguiente la gestión reivindicatoria emprendida no es patrimonio de un gobierno sino de todo el pueblo argentino, que contempla con orgullo la acción de sus armas. Ha llegado a su término una larga etapa de infructuosas negociaciones para obtener lo que la argentina consideró siempre legítimamente su patrimonio.

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El pueblo argentino, consciente de su destino, siente la alegría de haber obtenido justa reparación de sus demandas en pos de sus legítimos derechos. Es por haberse agotado todas las instancias diplomáticas y gestiones de prudente conciliación que se decidió emplear la fuerza de las armas; para obtener lo que no pudo la fuerza de la razón y la legitimidad de nuestro derecho. Que Dios bendiga nuestros esfuerzos. EL ESTADO MAYOR CONJUNTO agradece a la Ciudadanía el sinnúmero de donaciones de toda índole que ha recibido para apoyar a las tropas que se encuentran en operaciones. Tales acciones han puesto de manifiesto una vez más el profundo espíritu de solidaridad que el argentino posee en los momentos de prueba, como así también su profundo sentido de Patria y deber. La elevada cantidad de medios, materiales, víveres y equipos que se han recibido en los distintos puntos del país, hacen dificultosa su estiba y distribución, y en algunos casos supera la capacidad de carga de los transportes disponibles. Por ello, se solicita a la población suspender por el momento el envío de bienes materiales, derivando estas valiosas donaciones al Fondo Patriótico, cuenta que se empleará oportunamente en adquirir los elementos que nuestras tropas recaben, y aquellas obras que hagan al bienestar y desarrollo de las Islas Malvinas y sus habitantes. Por último, debe quedar perfectamente claro que este masivo y espontáneo apoyo de la ciudadanía toda contribuye fundamentalmente a elevar el espíritu de nuestros soldados, que se sienten acompañados por toda la población del país en este esfuerzo patriótico que están realizando. COMUNICADO N° 1 El Jefe del Estado Mayor Conjunto comunica que durante los ataques realizados esta mañana por aviones ingleses a Puerto Argentino en Islas Malvinas, fueron derribados DOS aparatos HARRIER. Otras máquinas enemigas resultaron averiadas por el fuego propio. Cabe señalar que la información atinente a estos hechos fue retenida hasta ahora con el objeto de

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verificar previamente, en forma acabada y fehaciente su exactitud. ARGENTINA, Mayo 1, N° E2 COMUNICADO N° 2 El Estado Mayor Conjunto comunica que habiéndose confirmado la caída de DOS aviones HARRIER atacantes, se han instrumentado las medidas necesarias para obtener las matrículas de los aviones derribados, así como el nombre y el estado físico de los pilotos que los tripulaban. ARGENTINA, Mayo 1, N° E3 COMUNICADO N°3 El Estado Mayor Conjunto comunica que al mediodía de hoy continuaban produciéndose ataques de la aviación inglésa a Puerto Argentino en Malvinas. ARGENTINA, Mayo 1, N° E4 COMUNICADO N° 4 El Estado Mayor Conjunto comunica que hasta el momento, en la zona de Puerto Argentino, se han recibido cuatro ataques con aviones ingleses. Estos, en número de 10 unidades, han sufrido dos bajas confirmadas, las que fueron abatidas por el fuego de la defensa antiaérea. ARGENTINA, Mayo 1, N° E11 COMUNICADO N° 11 El Estado Mayor Conjunto, al finalizar este primer día de operaciones, considera oportuno hacer una síntesis de las acciones que se desarrollaron, con el objeto de brindar al pueblo de la Nación una ordenada reseña de las mismas. 1) Aproximadamente a las 04:40 horas se inicia el primer ataque de aviones ingleses contra Puerto Argentino, el que sólo produjo un pequeño incendio en la pista del aeropuerto. 2) A las 08:15 horas nuevamente, aviones ingleses en vuelo rasante intentan destruir la pista de aviación, no logrando su objetivo ante el decidido rechazo de las armas de la defensa. 3) A las 09:36 horas intento de helidesembarco en Zona de Puerto Darwin; averiado un avión PUCARA que se encontraba en la zona; ataque con aviones HARRIER sobre el Aeropuerto. Derribados Dos de ellos y se estima probable que

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otros DOS, con daños, no hayan llegado al portaaviones. 4) A las 14:25 horas se avistan 11 buques ingleses a 20 millas de Puerto Argentino. 5) A las 14:50 horas se lleva a cabo otro ataque aéreo sobre la pista de aviación de Puerto Argentino, el que no produce daños. 6) A las 15:30 horas el enemigo intenta un helidesembarco al N de la Isla Soledad protegido por SEA HARRIER. Es desbaratado por la acción de los aviones PUCARA. Aumenta el número de buques cercanos a Puerto Argentino confirmándose la presencia de los Dos portaaviones. 7) A las 17:00 horas aviones de la Fuerza Aérea atacan a las unidades navales en una 1ra. ola produciendo serios daños a una fragata y daños menores en otras TRES que se alejan de la zona de operaciones. 8) A las 17:15 horas se realiza un segundo ataque con aviones sobre la Flota enemiga, infligiendo daños aún no confirmados a VARIOS destructores y a UN portaaviones perdiéndose en la acción 2 aviones DAGGER. Durante estas acciones el enemigo perdió TRES aviones SEA HARRIER y DOS helicópteros de combate. Existen asimismo evidencias sobre la caída de CUATRO aviones más, mar adentro. 9) A las 21:00 comenzó ataque e intento de desembarco con helicópteros sobre la zona del Aeropuerto, en Puerto Argentino. Se registra fuego naval por parte de buques tipo Fragata. 10) Se repelió el ataque con fuego de artillería. Cesó el ataque y los buques ingleses comenzaron a navegar en alejamiento. 11) Los daños personales y materiales no son, al momento, significativos.

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Capítulo 4

PRIMERO DE MAYO

Amanecía ese 1º de mayo, cuando nos despertó el rugir de los aviones Harrier que sin dudas, parecían estar atacando al aeropuerto. En simultáneo, el tableteo de los proyectiles de las baterías antiaéreas argentinas respondiendo al fuego, confirmaban cinematográficamente el inicio de la guerra. Desde mi lugar, podía ver claramente el vuelo rasante de los aviones, aunque sólo podía adivinar el blanco. Sensaciones inconfesables me recorrieron el cuerpo. Toda nuestra sección Apoyo, salió de sus pozos a mirar el cielo, e intuyo, padeciendo idéntico estado emocional. Medio dormidos, sin poder creer en lo que veíamos, escuchábamos a algunos de los nuestros que gritaban -como si estuvieran mirando un partido de fútbol“¡Vamos carajo, Viva la Patria!”. Pero lo que estaba ocurriendo no tenía semejanza con un partido de fútbol. En ese momento estábamos siendo testigos privilegiados de la primera acción de guerra. Éramos testigos y parte. Esa era la confirmación de que la cosa venía en serio. Algunos optimistas tiraban tiros al aire para festejar. Los menos optimistas creíamos estar viendo una película surrealista. Sin embargo, ni las sensaciones inconfesables del cuerpo, ni la optimista balacera ni el tableteo de las antiaéreas calmaron nuestra 40

hambre. En medio de la flamante guerra argentina, con Roberto tuvimos que seguir planeando nuestra estrategia. Había un galpón en el Moody Brook -Regimiento de los royal marines tomado por nosotros el 2 de abril- lleno de comida que se distribuía a las distintas unidades, a unos 4 kilómetros de donde estábamos. Para desarrollar nuestra estrategia, necesitábamos socios. Fue así que invitamos a dos amigos: el correntino Martegani y Néstor Kruzich. El primero, estudiante de ingeniería, y Néstor de 25 años, que había pedido prórroga para estudiar Derecho, y se lamentaba: –“Mirá en donde terminé…” Caminamos sin parar los cuatro juntos, hasta llegar a una colina que se elevaba justo arriba del que había sido el cuartel británico, y de su galpón. Ahí dejamos escondidos -entre las piedras- nuestro correaje y armamento, y bajamos haciendo como que pertenecíamos al camión que estaba de culata cargando. Por suerte el suboficial a cargo -que estoy seguro se había dado cuenta- no dijo nada. Haciéndonos los asumidos entramos al galpón, y hasta nos dimos el lujo de pasar frente a las narices del oficial a cargo acarreando cajas de comida y provisiones, como si fuéramos a cargarlas en el camión. La estrategia consistía en seguir caminando hasta llegar a la esquina e inmediatamente doblar para esconder todo lo que habíamos conseguido. La excitación del momento fue como si nos hubiéramos robado un millón de dólares. Apenas pudimos contener el grito de alegría, pero esa euforia duró poco, ya que un sargento que pasaba por ahí se dio cuenta y nos detuvo. Pasamos de la euforia al terror, porque el castigo para ese tipo de delitos eran el estaqueo o el calabozo de campaña, cosa que casi ocurre, ya que este sargento nos llevó al cuartel del Moody Brook, donde pasaban bajo techo los días algunos oficiales de nuestro regimiento y de toda la décima brigada. Estuvimos afuera unos segundos hasta que salió un soldado, asistente del capitán Pérez Cometo, y nos gritó…-“¡Corran!” Corrimos cuesta arriba como locos, se escucharon unos gritos de alto y tiros al aire de algún oficial. Y cuando llegamos al tope de la colina, se puso en marcha un helicóptero Puma ahí estacionado 41

que nos sobrevoló. Para esto ya estábamos escondidos en una especie de gruta natural. Volvimos con las manos vacías, más hambrientos que antes a nuestros pozos, pero contentos porque habíamos logrado escapar a un castigo durísimo. En otras expediciones pudimos conseguir algunas cosas, no muchas…el problema era traerlas a la compañía sin que se dé cuenta el teniente primero. Se nos ocurrió abrir una caja de municiones del cañon 105 mm, para eso escondimos los dos cohetes que contenía entre unos arbustos y volvimos a llenar la caja ¡pero con lo robado! De ese modo, al llegar, nadie sospecharía nada raro. Cuando llegaba la oscuridad de la noche, volvíamos a la caja a sacar nuestro botín. Pero aún así, seguíamos con mucha hambre, alimentados como estábamos sólo con el mate cocido de la mañana y el guiso aguachento de la tarde. Casi nunca algo sólido. Mucho menos pan o galletitas, de eso, jamás. Con el correr de los días comprendimos que el hambre enceguecía la razón. Y mientras dormíamos, soñábamos con comida y hablábamos sobre distintas recetas que nos preparaban nuestras madres o abuelas. Creo que esa hambruna y sus consecuencias -al fin y al cabo- de alguna manera ayudaron a que no tomásemos la dimensión real de lo que estábamos viviendo. En tanto, seguían los ataques aéreos. Nosotros en el puesto en donde estábamos era más lo que ignorábamos que lo que sabíamos. Eso sí, no nos privábamos de presenciar los vuelos rasantes de los Harriers justo encima de nuestras cabezas, perseguidos en algunos casos por nuestros Mirages. Un día salimos con Roberto caminando porque nos habíamos enterado de que había una cocina de rancho de otra compañía, que ofrecía comida más sólida a quienes pasaran por ahí. El día era extrañamente agradable, había sol y el frío se sentía un poco menos. Veníamos bajando la montaña casi contentos, hasta esperanzados. De pronto le dije a mi compañero que me esperara un poco porque sentía una necesidad fisiológica impostergable. Mientras 42

estábamos allí, de repente, detrás del Monte Tumbledown se escucha una explosión terrible y tras ella, vemos aparecer un “Harrier” enemigo directo hacia nosotros en un vuelo rasante, que pasa a 20 ó 30 metros por encima de nuestros cuerpos. Alcanzamos a ver la cabeza y el casco del piloto, hasta llegamos a sentir el calor de las turbinas. Despavorido, me tiré al suelo aferrándome con los puños a dos matas de pasto. Milagrosamente, el avión hizo un tirabuzón en el aire y se elevó. Detrás, lo venía persiguiendo un “Mirage” argentino, que al no tener tanta maniobrabilidad, siguió de largo, perdiendo a su objetivo aéreo. La adrenalina nos dejó temblando espantosamente durante varios minutos. Para cortar el clima -o de los nervios- con Roberto terminamos riéndonos como locos por el modo en que nos habían cortado “la inspiración” fisiológica. Telegrama oficial desde Malvinas 18/05/1982 LUF 1 INTERNACIONAL 636 50 ZCZC 185 ISLAS MALVINAS 50 21 9 17 1000 SAVAGE CERRETTI 1096 ADROGUÉ BAIRES ESTOY BIEN CARIÑOS MIGUEL

Telegrama que llegó a las Islas, de parte de mis padres 22 / 05 / 82 Soldado clase 1962 Miguel Savage – Compañía C Regimiento N* 7 Cnel. Conde Islas Malvinas Recibimos telegrama día 18 – Esperamos otro Ahora comunicate urgente. Cariños Mamá y Papá

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Ya en ese tiempo, habían comenzado los bombardeos navales nocturnos. En el engañoso silencio de la noche, de pronto, como de la nada, escuchábamos el estruendo, luego el silbido del proyectil volando por encima de nosotros y finalmente, el impacto. Las sensaciones inconfesables nos perseguían. Perturbados, sin misiones definidas que cumplir, empezábamos a recorrer el incierto camino de la desolación. El no saber si éramos un blanco perfecto a eliminar por los ingleses, o un material humano a descartar por nuestros propios jefes, demolía nuestras vulneradas pretensiones patrióticas. Más aún cuando los proyectiles abordaron nuestro pequeño territorio y empezaron a caer cada vez más cerca, rodeándonos casi, a unos 200 metros a veces, o un poco menos quizás. Sin embargo, eran de tal magnitud el agotamiento y la debilidad causados por el hambre, que seguíamos durmiendo, enajenándonos como un modo de protegernos. Pese a todo, algunos compañeros no pudieron soportar lo que estaba sucediendo. Uno de esos días exasperantes de bombardeos y terror, escuchamos un disparo. Cuando salimos de nuestra posición para ver qué había ocurrido, vimos que uno de los nuestros se había descerrajado un tiro sobre un pie, para poder ser evacuado. Y lo comprendimos. Eso no era cobardía. Era un modo de salir por arriba, tal como lo haría cualquiera para poder escapar de un laberinto. Reconozco que no todos eran momentos tan angustiantes. O porque a la larga uno se acostumbra a todo, o porque en semejante estado de confusión, se pierde noción del peligro. Eso sí, las horas en esos pozos eran tan eternas… y las guardias de 3 a 5 de la mañana que hacíamos con Roberto tan infecundas, esencialmente con ese visor infrarrojo Toshiba que portábamos, al que se le habían acabado las baterías… Boleros al son del bombardeo Una noche nos juntamos en la posición de Alan, Adrián y el sargento primero Alcaide ¡a cantar boleros! En medio de esa 44

soledad, de ese frío, de ese hambre y de esos bombardeos, ¡para nosotros fue como participar de un recital! Ellos habían conseguido un poco de yerba, así que improvisamos un mate con la carcasa metálica de una granada española -que era como una especie de cilindro- y de bombilla usamos una birome con la punta envuelta en una gasa que sacamos del paquete de curaciones. Alcaide sabía las letras y melodías de muchas canciones. Alan había fabricado unos timbales cuyas cajas de resonancia eran latas vacías y los parches, trozos de bolsas de nylon. Adrián había construido una especie de guitarra con una madera e hilos bien tensos. Sabe Dios cómo habrá sonado nuestra pequeña banda de música bajo el helado cielo malvinense, acompañados por el fragor incesante de las bombas que seguían cayendo, a pesar de nosotros. Cuánto que nos ayudó esa pequeña empresa de fabricar los instrumentos y ponerlos a tocar, en esos momentos en los que necesitábamos abstraernos de aquel estado miserable. Hoy puedo recordar esos intervalos que vivimos, casi con ternura. Éramos tan chicos. Éramos tan pobres. Y el bienestar hacía rato que nos había abandonado.

Un baño malgastado El hambre nos estaba consumiendo, ya nos mareábamos con cualquier desplazamiento. Al no comer nutrientes ni proteínas, fuimos perdiendo musculatura, y la piel se nos volvió áspera y seca. Pasados los cuarenta días de estadía en las islas, una mañana lluviosa el teniente Castañeda, segundo oficial de la compañía, nos llevó al pueblo ¡a bañarnos!, decisión que de seguro él no había tomado. Sólo cumplía con alguna orden. Fue absurdo lo que hicieron con nosotros ese día. Mareados por el hambre, empapados como estábamos, nos hicieron caminar doce kilómetros hasta el pueblo, con una temperatura de 20º bajo cero, porque a ellos les preocupaba ¡que no estuviésemos limpios! 45

“Estos tipos están haciendo todo mal”, pensaba mientras casi me arrastraba para llegar: “Esto es irracional.” Nos bañamos en un galpón con agua de mar, salada -aunque caliente- hacinados. Ahí fue cuando me di cuenta cabalmente de lo grave de nuestra desnutrición. Al sacarnos la ropa, nuestros cuerpos desnudos se veían raquíticos, huesudos, con la panza hinchada, tal cual recordábamos a los prisioneros de los campos de concentración nazis. Cada vez que lo pienso siento que nos trataron como a ellos, con el mismo método. Sólo faltaba que de las duchas saliese el gas letal. ¡Y no estoy hablando del enemigo!, estoy hablando del trato que nos dieron nuestros propios compatriotas ¡devenidos jefes! Nunca supimos por qué nos obligaron a bañar de ese incomprensible modo. O tal vez lo imaginábamos y no nos atrevíamos a decirlo en voz alta: oleríamos como huelen las bestias sucias, seguramente. De cualquier modo ese patético baño nada cambió. Volver a ponernos la misma ropa mojada después de esa breve ducha fue repugnante, una total falta de respeto por la dignidad de nuestras personas, tal como esta gente venía haciendo con nosotros a diario. Y más afrentoso aún fue hacernos regresar esos doce kilómetros tan hambreados como cuando nos sacaron de nuestra posición, atravesando las montañas bajo la persistente lluvia, para terminar el día en nuestros húmedos pozos. Sucios de nuevo. Oliendo a bestias, como si nada. Hacía rato que habíamos comenzado a excretar una sola vez por semana -o más esporádicamente aún- aunque orinábamos muchísimo. Claro que ese era todo un problemón por la noche, porque levantarse para orinar era perder todo el calor corporal que habíamos conseguido dentro de la bolsa de dormir, tapados como estábamos con nuestras mantas, sin desvestirnos, escondidos casi y dejando sólo una abertura mínima para respirar. Tener que levantarnos y salir al gélido exterior, nos significaba perder toda esa tibieza alcanzada. Recuperarla, después nos costaba cerca de una hora. Fue así que con mi compañero inventamos un sistema para orinar dentro de la carpa. En un principio reservamos una lata vacía de leche en polvo para cada uno, pero con el correr de las horas nos 46

dimos cuenta de que no nos alcanzaría. Tuvimos que utilizar una tercera lata, y de ese modo las llenábamos a razón de tres litros por noche, entre los dos. Medio dormido y mareado, en una de mis incursiones nocturnas al improvisado mingitorio, volqué la lata llena de orina encima de mis mantas. Fue muy, pero muy deprimente. Terminé llorando de la impotencia y de la bronca. Los bombardeos navales se hacían cada vez más intensos, y los ataques de los Harriers, cada vez más seguidos. Y a esa altura, con menos oposición por parte de la aviación argentina. Con mucho dolor, nos fuimos enterando de algunas bajas cerca de nosotros. No lo podíamos creer. ¿O no lo queríamos creer? Una tarde se escuchó un fragor impresionante, y los alaridos de Castañeda para que arrojemos toda la compañía en lo que sería la consecuente dirección del Harrier. “Fuego concentrado de fusil”, le llamaba a su estrategia. Fue así que a unos cien metros por delante de la trayectoria de su trompa, y unos segundos antes de que el avión pasase por encima de nosotros, rasante, los ciento cincuenta soldados vaciamos nuestros cargadores. Por supuesto, no lo derribamos. Un día, en el pueblo, paré a un isleño y le pregunté en inglés -" Buenas tardes, ¿usted conoce a Jamie Robertson?” El tipo me miró de arriba a abajo, miraba mi campera, mi casco y mis antiparras. Luego me miró fijo a los ojos con una cálida sonrisa. "¿Y tú quién eres? ¿En dónde aprendiste a hablar tan bien el inglés? ¿De dónde lo conoces a Jamie? -Es una larga historia-, le contesté. Fuimos compañeros en un colegio de pupilos en Buenos Aires, jugábamos al rugby en el mismo equipo. Era muy buen actor y siempre participaba en la obra teatral de fin de año. Jamie Robertson era pelirrojo, unos dos años mayor que yo, un malvinense de varias generaciones, que había sido educado en un colegio inglés en la Argentina. Y esto había pasado porque antes de 1982, nuestro país había tenido una clara política de inserción 47

hacia los malvinenses. Les facilitaban los estudios, la atención de la salud, y en los casos en donde era requerido, hasta se les dio becas para estudiar y viviendas. El isleño me escuchó atentamente y me contestó..."Oh, qué extraordinaria historia, lamentablemente no lo podrás ver, Jamie se fue a Inglaterra con su familia, ahí enfrente está su casa, pero vacía”. La noticia fue muy decepcionante para mí. Me había ilusionado que tal vez si lo contactaba, él me podría haber dado comida o hasta podría haberme escondido en su casa cuando se complicara la cosa. Así de nulas eran mis ganas de andar haciendo la guerra y andar matando gente por ahí. En otra de las expediciones que tuve que hacer al pueblo con el sargento primero Alcaide, que me llevó como su traductor, ayudé a un isleño que estaba desesperado porque un oficial le quería confiscar su Land Rover. El tipo se había puesto como loco, entonces entre curioso y solidario le pregunté en inglés qué le estaba pasando. Me miró con cara de alivio y en medio de su desamparo me suplicó: -"Deciles que soy el encargado de los desagües cloacales… que si me sacan el vehículo ¡nos va a tapar la mierda en doce horas!" Aclaradas las cosas, fue así como el buen hombre zafó. Estaba tan agradecido que me llevó a su taller y me regaló un chocolate Cadbury con nueces y pasas de uva. Esa fue una auténtica caricia para mi alma. Por la tarde el frío se hizo insoportable. No sé cómo fue, pero de repente se me ocurrió golpear la puerta de entrada del Hospital local con un pretexto, en busca de mejor clima. Abrió un médico británico a quien le expliqué lo más rápido que pude que al sargento que me acompañaba le dolía el estómago, inocente coartada para permitirnos aunque sea unos minutos, estar a una temperatura más normal. Gentilmente nos trajeron una taza de té y un scon a cada uno. Ingerimos ese regalo de la vida despacito, como queriendo que nunca se termine, mientras la reina Isabel II nos miraba con una media sonrisa desde un cuadro en la pared, como si hubiera adivinado nuestra coartada. Tal vez por eso mismo la gloria nos 48

duró poco. De la nada apareció otro médico y nos dijo con vehemencia: “-Se tienen que ir, no los podemos tener aquí”. Mientras caminaba de regreso por la costanera Ross Road, con el viento congelado que me traspasaba la campera como si fuera una camisa de algodón, sentí pánico. Todavía me faltaban como diez kilómetros para llegar a mi triste pozo. Sentí una desgarradora sensación de desprotección. Creo que al sargento Alcaide le pasaba lo mismo. Pero no me decía nada. Una tarde me acerqué a lo que parecía un tumulto entre soldados, detrás de la culata de un camión. Desde arriba, alguien estaba tirando panes duros. ¡Me tiré de cabeza para conseguir algunos!, pero sólo recibí unos cuantos codazos. Esa tarde me fui sin haber podido comer nada. Los soldados del pueblo no la pasaban tan mal, se los veía alimentados y menos desgastados. En muchos casos, hasta dormían en casas o en galpones. Pero nosotros éramos los parientes pobres. Encima ellos nos miraban con asombro, como si fuéramos zombies, nos verían raquíticos. Irónicamente, con los años, me enteré de que los soldados que estaban en el pueblo efectivamente nos llamaban así: “Los zombies”. Agobiados, con las capuchas que nos cubrían la cara ennegrecida por el hollín de los mecheros que inventamos para iluminarnos en los pozos, con la correa de mi PAM que parecía una correa de cortina… no era para menos. Y eso que no estaban al corriente que de combustible, estos zombies usábamos aceite de cocina que a veces teníamos la suerte de conseguir por ahí… Por las circunstancias que nos tocaba vivir, había surgido una especie de comercio clandestino: el trueque. Estaban los que habían conseguido algo, y lo cambiaban por otra cosa, por ejemplo, cigarrillos…yo no fumo así que el cigarrillo era oro en polvo, lo cambiaba por leche, azúcar o algún chocolate, y hasta carne de oveja que una vez consiguió Rolando Pacholzuk, un compañero cercano a nuestra posición. Todo esto que parece tan natural, ocurría en medio de bombardeos aéreos y navales constantes, de un clima hostil, ventoso, muy lluvioso y helado. Por eso los oficiales también dormían todo el 49

día. No salían de su pozo salvo por alguna razón específica. Seguramente ellos también estaban desgastados y desmoralizados. Pero habrían hecho algún pacto de silencio porque nunca nos lo expresaban. Lo que sí, comían mejor que nosotros. García, que tenía dos soldados asistentes con él, se hacía traer de la cocina todos los días una lata de cinco litros que había contenido aceite Cocinero –para portarla le había fabricado una manija de alambrellena hasta el tope de alimento sólido. Nosotros sólo la veíamos pasar de largo frente a nuestras heladas narices. Quizá era lo único sólido de todo el rancho, pero a los soldados sólo nos daban el líquido. Un capítulo aparte merece el sargento ayudante Ibáñez, alias El Urco, por su parecido físico con un personaje del film "El Planeta de los Simios." Él era el brazo ejecutor del teniente primero: era el que estaqueaba. Porque al que pescaban con comida robada de algún lado, ante nuestra impotente indignación por lo injusta que era esa medida, lo estaqueaban. Y era injusto por la tremenda irresponsabilidad de quienes nos negaban el alimento, castigándonos como si estuviéramos presos, en vez de tratarnos bien en mérito al infernal lugar al que nos habían confinado. La posición del Urco, como la de un vigilante, estaba estratégicamente ubicada al lado de la cocina y de la carpa de provisiones. En ese lugar había visto a varios compañeros estaqueados, boca abajo o boca arriba, con la campera abierta, atados de muñecas y tobillos, como crucificados -con las estacas de la carpa- al piso, en medio de lluvia, del viento, de las heladas, y hasta de los bombardeos. Era injusto e inhumano lo que este tipo hacía con nosotros. El tipo, además, era el encargado de recibir las escasísimas encomiendas que llegaban al frente, de violarlas y de saquearlas. La única encomienda que me llegó de las cincuenta y tres ¡¡53!! que me habían enviado mis familiares y amigos, me la entregó el Urco, exhibiendo su cáustica sonrisa. La caja estaba abierta y faltaba la mitad de las cosas. No encuentro las palabras en este 50

momento para describir el odio que sentí en mis tripas, por la desfachatez de este bárbaro cruel. Hubo otra noche en la que nos tocó hacer la guardia con Roberto. Afuera llovía como si nunca antes en la vida hubiese llovido. Esperanzadamente, comentábamos que con esa lluvia quizás no estarían las brutales orejas del Urco custodiando la carpa de las provisiones. Era el momento justo para intentar asaltar el lugar. O para decirlo con justicia: para recuperar lo que él nos había robado. A una señal, abandonamos la guardia, nos arrastramos entre la lluvia torrencial y nos acercamos sigilosamente hasta la carpa situada a cinco metros de la del sargento. Roberto, prudente, me alertó: -“No me animo, si nos ven nos tiran…esto es una locura” Desesperado le contesté: “¡La hambruna que estamos sufriendo es la locura!, ¡yo me mando igual!” Estimulado por la adrenalina, me arrastré unos penosos metros más, abrí la carpa, palpé una caja que al tacto se veía muy pesada, y aunque no sabía lo que contenía, la arrebaté y me escabullí hasta otras rocas un poco más allá de donde me esperaba Roberto. Con enorme alegría descubrimos que eran veinticuatro latas de Roast Beef. No podíamos creer cuando en medio de la cortina de agua y de la oscuridad, se dibujó la silueta del teniente primero. No sé cómo pero al instante pudimos esconder la caja detrás de un barranco. Mientras se iba acercando, García nos preguntaba: -“¿Qué hacen ustedes por acá? ” -“Estamos de guardia, y oímos ruidos por este sector.” -“Bueno, pero sigan atentos que ustedes son nuestros ojos” -“¡Sí mi teniente primero!” A veces, el miedo es más veloz que la razón y suele dar buenos frutos, siempre y cuando la suerte acompañe. Esperamos una eterna hora para garantizar que el teniente primero estuviese bien dormido, y poder recuperar nuestro preciado botín. Cuando llegamos hasta nuestra carpa, empapados, era tal el hambre que sentíamos, que abrimos una lata cada uno. Las 51

comimos así como estaban, casi congeladas, como dos perros famélicos en medio de la oscuridad. Después de esa ingesta, ya un poco menos ávidos, resolvimos comernos otras dos latas más, pero esa vez, nos tomamos el trabajo de calentarlas. Para hacerlo, utilizábamos unas latas aplanadas de caramelos que una vez vacías, llenábamos con el aceite que habíamos sustraído. Como mechas, les habíamos introducido gasas que sacábamos de nuestros paquetes de curaciones, o trozos de la correa de mi PAM. Hasta se nos había ocurrido experimentar con heli-nafta que es el combustible para helicópteros. Así también nos quedaba la cara, toda hollinada. Para calentar el roast beef, apoyábamos directamente el plato de acero inoxidable sobre el fuego. Fue delicioso probar ese manjar calentito, a esa hora y en medio de ese temporal. Más tarde cavamos un pozo en nuestra trinchera, y enterramos el resto de las latas. Después sentimos el gran placer de haberle ganado esa partida al malparido del Urco, cruel milico estaqueador, perverso y traidor, acostumbrado a aterrorizar a adolescentes de 19 años, a los que nadie había entrenado para estar allí. Sin embargo, al día siguiente, el teniente primero se dio cuenta de que alguien había estado robando comida. Por esa razón hubo una cuidadosa inspección de todas las carpas. La nuestra también fue revisada, pero habíamos sido bastante habilidosos al camuflar nuestro escondite. Una tarde, ya en el pueblo, pasamos por el Hospital argentino y notamos en la entrada, un gran alboroto. Allí nos enteramos de que los ingleses habían desembarcado, que la guerra ya no era desde los barcos hacia la tierra, y que ya se había producido el primer combate tierra-tierra, con muchas pérdidas humanas. En Goose Green, a unos 50 kilómetros, sentí miedo. Fue cuando en la calle le pregunté a un anciano isleño qué le parecía que iba a suceder, y me contestó que los ingleses vendrían, que habría artillería y que recuperarían las islas. Hasta ese momento pensábamos que estábamos haciendo solamente una presencia física en las islas, y que se iba a negociar. 52

Pero la seguridad con la que me respondió el isleño, me asustó. Había pensado que como éramos tantos los soldados argentinos en Malvinas, que nuestra presencia era tan poderosa, que era improbable que nos atacasen porque en cierto modo aparentábamos ser invulnerables. ¡Vaya farsa! Además los oficiales nos decían todo el tiempo lo superiores que éramos, que eso era un bastión inexpugnable y demás ridiculeces, como que los ingleses venían en bodegas de barcos oxidados, muertos de frío y de miedo, atravesando el océano sobre una cáscara de nuez. Qué farsantes que habían sido. Fueron tan traumáticos los primeros setenta días que pasamos en ese pozo. Tan eternos los minutos, y tan infinita la incertidumbre. Parecía que el tiempo no pasaba nunca. Llegó un momento en el que preferíamos que vinieran los ingleses y que pasase lo que tuviese que pasar. Ya no se aguantábamos más. Para entretenernos, los militares hicieron correr el rumor de que habría un relevo. Que las tropas del frente -por la convención de Ginebra- no podían estar más de 45 días en el frente. Nosotros ya habíamos sobrepasado ese lapso. Recuerdo que a raíz de ese rumor tuve un sueño. Soñé que llegaban helicópteros con soldados nuevos que nos preguntaban si la nuestra era la compañía C del Regimiento 7. Y que nosotros les dejábamos todo y saltábamos arriba del helicóptero. Me desperté mirando a Roberto que me sacudía a las tres de la mañana, porque teníamos que cumplir con nuestra guardia de dos horas, con veinte grados bajo cero. Nada de relevos. Se corría el rumor de que en un viejo galpón, cerca de la planta potabilizadora, había una compañía que preparaba comida sustanciosa, y que allí permitían comer. Un día pudimos llegar hasta el lugar y comprobar lo que parecían sólo rumores. Hablamos con una persona pidiéndole por favor que nos permitiese comer, y no tuvo ningún problema en servirnos alimentos. Otra tarde, cerca del Moody Brook, me puse a revisar la basura 53

que habían dejado. Encontré una zanahoria con verdín y me la comí. Después encontré cáscaras de papa y aunque estaban peladas bastante finitas, me las guardé en la campera y al llegar a mi trinchera, las freí en aceite. Habíamos conseguido fideos mostacholis de marca Matarazzo, y experimentamos para cocinarlos de varias maneras. Como no comíamos pan ni nada con harinas, estábamos desesperados. A Roberto se le ocurrió triturar los fideos usando como líquido al mate cocido. Formó así un mazacote e hicimos buñuelos fritos a los que les agregamos sal. También probamos freír los fideos secos enteros. En ese momento nos habían parecido deliciosos. Fue muy distinto el trato que recibieron otras Compañías en cuanto a la comida. Hubo mucha injusticia en la distribución, creo que los milicos que estaban en el pueblo se asustaron con el tema del bloqueo aéreo, y racionaron la comida a límites insospechados. Por supuesto, los que más lo sufrimos fuimos los que estuvimos en las sierras, en las posiciones más alejadas. Hoy en día uno escucha a los militares de ese entonces justificar el hambre de Malvinas diciendo: "Alimentos había, lo que sucedió es que era muy difícil llegar hasta el frente con la comida.” Esa era una tremenda mentira, porque éramos centenares los soldados que deambulábamos como linyeras por el pueblo revolviendo los tachos de basura. Y ellos no lo ignoraban, porque nos veían. Con habernos dado una caja de alimentos a cada uno que hubiesen visto en ese estado, el tema del hambre se hubiera solucionado. Hubo algunas veces que distribuyeron unas raciones entre las cuales venía un tubo de plástico lleno de unas pastillas blancas, grandes. Algunos las comieron. Resultó ser que era combustible sólido, pastillas de alcohol. Al envase no le habían puesto el rótulo que debió haber dicho: TÓXICO, NO INGERIR.

En esta carta ya no disimulo más, y cuento crudamente lo mal que la estoy pasando Carta desde Malvinas – 23/5 /82

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Querida Familia: ¿Cómo están? OK pero, bah, estoy seguro que muy preocupados por esta guerra en la cual estoy metido. Recibí las cartas de la familia y amigos etc., y un montón de telegramas de Uds., de Grannie y CheDad. A todos muchas gracias por pensar en mí y no se olviden de que yo también pienso en ustedes. Esta es para mí una experiencia de vida muy significante, es decir que con este sacrificio me doy cuenta de una serie de cosas que antes de esto ignoraba. Estoy pasando hambre y mucho frío (comemos una vez por día y las provisiones se acaban) Ya no estamos como al principio que teníamos pan y comida 2 veces por día, de todos modos yo me las rebusco y como soy un “ranchero” puedo comer más que los demás (soy el que sirve), pero como les decía, no es suficiente y creo que ya debo haber bajado como 10 kg. Hay momentos que me siento muy deprimido y otros en los que no, pero generalmente estoy de buen ánimo. Un factor preponderante en ese aspecto es que estoy a 10 mts. de la carpa de Alan, Adrián y del Sargento 1ro. Que es el jefe de la sección; antes estaba en un grupo no muy bueno, pero ahora estoy con ellos y tomamos mate todo el día, charlamos, leemos revistas, cantamos y hasta inventamos tambores con latas y nylon de las bolsas de ración fría. Hace mucho que no les escribo por el bloqueo (no llegan las cartas) por eso mandaba telegramas que tenían texto oficial “el mismo para todos”. Les cuento que por las noches escuchamos los bombardeos y el estampido de las antiaéreas contra la “RAF” pero ya estamos acostumbrados (las primeras noches no me las olvido nunca). El otro día nos cayó ó mejor dicho nos cayeron varios proyectiles muy cerca que nos alarmaron, es una sensación de impotencia muy grande saber que a uno le están tirando de una distancia de 52 Km. y que lo único que queda es meterse en un pozo y que puede llegar a ser tu lecho de muerte. Bueno, pero pese a que todo esto suena bastante feo, estamos bien, bastante bien porque tratamos de no pensar en ello, lo que no ayuda es el hambre. En realidad el hambre es terrible, constantemente estoy pensando en comida, inclusive en sueños y les aseguro que cuando vuelva me voy a dedicar a comer las cosas que yo quiera y a cocinar mis propios antojos ¡y espero que me toleren al principio porque voy a ser una termita! Mummy recibí una encomienda que me mandaste y la compartí con mis compañeros (los 3) y te aseguro que fue el alegrón más grande que he tenido en mucho tiempo. Las cartas de Papá y Edu en especial me emocionaron mucho y ¡sigan rezando! Que yo también lo hago. El otro día bajamos nuevamente al pueblo a bañarnos en el Hospital y pasamos la noche calentitos y limpios. En el pueblo serví como traductor para un hombre que tenía problemas con el auto (se lo querían robar) y me convidó con un café y un chocolate “Cadbury” con nuez y pasas de uva (¡10 puntos!) Al día siguiente me encontré con unos periodistas y les pedí si me podían comprar algo en el store, pero no pudieron porque no era el horario, el periodista con el cual estuve charlando era Nicolás Kazanzew de ATC, y me

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hice amigo de él, a tal punto que me invitó al hotel y me regaló comida, (chocolates, etc.) después les cuento. Dicen que el 1ro de junio nos relevan y que nos vamos... recen por favor. Ah! Recibí la carta de Doreen. Mamá, por favor, mandá muchas encomiendas (dulce de leche, chocolate de taza, bombilla, azúcar, brownies, mantecol, etc.) Los quiero a todos y los extraño (Alan, Adrián, Roberto están bien) Miguel 23/5/82 3ra guerra....

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Capítulo 5

EL 25 DE MAYO

En esa fecha patria nos despertamos en medio de una tormenta de viento huracanado. Lo primero que comentamos con Roberto fue: -“Seguro que al boludo del teniente primero no se le va a ocurrir organizar un acto patrio en medio de esta tormento, qué bueno, sigamos durmiendo…” Tremendo error. De inmediato, a través de las ráfagas de viento se escucharon las órdenes de García, dadas a los gritos: “¡Al pie de los pozos!” No lo podíamos creer. Colocarnos el correaje y el casco y salir con esas condiciones climáticas, cuando apenas si nos podíamos tener en pie por lo débiles que estábamos, frente a ese eterno viento, era una salvajada. A nuestro pesar, nos hizo cantar el Himno Nacional, que sonaba como un susurro porque ya no nos quedaban ni fuerzas. Entonces se puso como loco y comenzó a gritarnos “-¡Parecen putas! ¡No se olviden que esta es una situación real de guerra! ¡el Himno Nacional se canta bien fuerte señores!” Y junto con el Urco nos bailaron, nos hicieron arrastrar por charcos helados, hacer flexiones de brazos mientras el Urco pegaba culatazos con su pistola 9 mm. sobre la cabeza de los que no tenían puesto el casco, ¡en tanto el caradura invocaba a Dios y a la Patria! 57

Estaba intentando esquivar un charco grande, cuando sentí una tremenda patada sobre mis costillas. Además de quedarme sin aire, me mandó de lleno adentro del charco. En realidad, era una lagunita de un metro de hondo. El autor de la maldad había sido el reverendo malparido del Urco. Totalmente empapado, comencé a llorar aferrado a recuerdos lindos de mi familia, para tratar de escaparme mentalmente de ese maltrato irracional. Hasta el día de hoy, nunca más he podido volver a cantar el Himno Nacional. Algunas personas me preguntan por qué nunca he ido a los actos el 2 de Abril, y sin temor a equivocarme, diría que en este hecho recién relatado está, en gran medida, la respuesta.

Telegrama de mis padres, desesperados por saber algo de mí. 31 / 05 / 82 Soldado Clase 1962 Miguel Savage – Compañía C Regimiento N* 7 Cnel. Conde Islas Malvinas Esperamos noticias tuyas urgente. Aquí todos bien cariños de toda la familia y amigos. Deseando verte pronto. Abrazos Mamá y Papá

Carta de mi mamá 31 de Mayo 1982 Mi querido Mike, Hoy recibimos con mucha alegría tu carta del 23-5 y nos alegramos que estén bien dentro de lo embromado que es todo esto. Enseguida la llamé a la mamá de Alan para que avise a los padres de Adrián que están bien. TODO el mundo pregunta por vos y ayer me enteré que los Savage de Rodríguez hacen decir

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una misa por vos y tu regreso sano y salvo, todos los días. Hasta yo me animé a hablar con el padre Bernardo y me confesé y comulgo todos los domingos así, que es cierto eso de que ¡la fe mueve montañas! Y te aseguro que me ha ayudado muchísimo a levantar el ánimo y en pensar en tu pronto regreso y que termine toda esta pesadilla. No sé si te enteraste que nos va a visitar el Papa oficiará una misa en la Basílica de Luján- y quiero pensar de que todo habrá terminado antes de esa fecha (11-6). ¿Has recibido mi última carta? Si no es así te voy a repetir una noticia que te va a poner muy contento. Hemos decidido comprar un auto para vos y Carol. (Sigue)A papá le está yendo muy bien en el trabajo y no creo que tenga problemas en ese sentido ya que la gente no puede comprar dólares ni hacer inversiones en el exterior, están comprando materiales, así que nos viene bien a nosotros. Qué interesante tu amistad con Nicolás Kazanzew. Hemos visto unas tomas en Malvinas y Puerto Darwin (con la bomba que cayó a poca distancia de las casas y no explotó) y todo el material que manda este periodista es excelente y no me cabe la menor duda que sus notas han sido transmitidas por todo el mundo. “60 minutos” es el único programa periodístico que miramos porque transmiten por radio noticias desde Malvinas, ¡lástima que hay que bancarlo a Gómez Fuentes durante este mismo programa! ¡Qué lástima que no estés recibiendo las encomiendas! Hay por lo menos 10 encomiendas despachadas hasta la fecha, será que está semi-interrumpido el puente aéreo que no las recibís. Además de comida te he mandado bufanda, pasa montañas, medias de lana, una cámara fotográfica (cargada por supuesto) y toda clase de galletitas, chicles , etc. pero nos dicen en el correo de no mandar más porque será que hay una montaña de cosas en Comodoro y los tendrán ahí hasta que puedan transportarlo. Qué ironía, ¡Y Uds. pasando hambre! No te preocupes – todo saldrá bien y no tengas dudas que la Argentina tiene razón en todo esto. Hoy nos enteramos que atacaron un portaaviones así que los ingleses están en un apuro muy grande y tendrán que negociar quieran ó no. Si podés llamanos por teléfono en cuanto te trasporten a Río Gallegos, por favor hacelo ó que lo haga algún chico amigo para los 3 (Alan, Adrián y vos). Es muy importante que se mencionen así como vos lo hiciste en tu carta porque a veces las noticias tardan en llegar y yo le pude leer tu carta a la mamá de Alan hoy. Te extrañamos y te queremos mucho Te quiero Mummy

Nota enviada dentro de una encomienda por mi madre. 59

Querido Mike: Dios quiera que esta te llegue, ya van como 15 encomiendas despachadas, algunas de ellas con 3 Kg. de comida, chocolate, etc. Quizás ésta por ser más chica te la lleven – ojalá!!!!! Cariños Mummy

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Capítulo 6

JUNIO DEL 82

Nuestra sensación hasta aquí era que los ingleses -que ya estaban en las Islas- atacarían al pueblo por las playas de la zona del aeropuerto, o que en última instancia marcharían directo a Puerto Argentino por un camino que pasaba entre Longdon y el cerro Dos Hermanas. Estaba con mucha incertidumbre, pero nunca imaginé que nos atacarían a nosotros, que parecíamos estar en el medio de la nada, tan lejos de todo. Una mañana, a principios de junio, apenas nos despertamos escuché que Roberto comenzaba a gritar angustiado. Había tenido una pesadilla: “¡Van a subir a la B a la cima de Longdon! ¡Nos van a atacar, y nos van a cagar a tiros! Acordate lo que te digo…milicos hijos de mil puta, ¡nos dejan acá como carne de cañón! ¡Vamos a morir al pedo!” Me impresioné mucho. Roberto estaba angustiadísimo. Como no sabía cómo tranquilizarlo, le dije: -“¡No creo que pase eso Roberto, quedate tranquilo, no pasa nada, vamos a volver a casa y en el asado nos vamos a reír de todo esto que nos pasó! Además, ya somos héroes Roberto, ¡no te imaginas cómo nos va recibir la gente cuando volvamos a casa! Nos van a pasear en los coches-bomba de los bomberos por el centro de la ciudad. Las chicas se van a pelear por salir con nosotros.” Esa tarde pasó caminando, solitario, un comando que sería suboficial u oficial, y nos preguntó si faltaba mucho para llegar al 61

pueblo. Con mucha curiosidad le preguntamos de donde venía y si sabía algo, pero se notaba una preocupación en su rostro, que intentó disimular con un cálido: -“Quédense tranquilos muchachos, los dejo, tengo que llegar al pueblo antes de que anochezca.” Se lo veía entero, con buen equipo y armamento y cargado con mucha munición. Para mis adentros pensé: “Estos son los tipos que tendrían que estar aquí en el frente, no nosotros”, porque a esta altura ya nos parecíamos bastante a los sobrevivientes uruguayos de los Andes. ¡Inclusive nos gastábamos brutales bromas acerca de cual parte nos comeríamos el uno del otro!

PATRULLA A LA ESTANCIA MURRELLL Una noche escuché al teniente primero García dando una orden al sargento Alcaide, para que al día siguiente se organice una patrulla con un intérprete. Sonamos pensé, no había muchos interpretes allí, sólo Alan y yo. El sargento me llamó y me dijo que tenía que estar listo al alba, pero que me consiga un FAL que anduviese bien. A esa altura de las circunstancias plantearse que una FAL “no anduviese bien” podría sonar patético, pero por desgracia, esa era la realidad: muchas de nuestras armas no funcionaban. Roberto me sugería que no fuera, que estaba lleno de ingleses por ahí cerca, que era suicida ir. Además, todos teníamos muy fresco en la memoria que hacía poco, cuatro soldados de la compañía “A” habían pisado una mina al apoyar un bote en la costa del río Murrell, y murieron despedazados en el acto. Salimos bien temprano. A cargo estaba un sargento de apellido Pérez, autodenominado “Macho verde”. El pasto estaba totalmente blanco y el FAL me pesaba mucho, uno de los colimbas tenía un planito que sacó del bolsillo y consultó con el sargento: era un esquema de las minas que se habían colocado, y surgieron dudas acerca de cuál era la dirección correcta, ¡por 62

supuesto que los dejamos pasar a ellos primero! La misión consistía en llegar a una granja, posible base de operaciones de los ingleses, revisar si hubiera radio transmitiendo a la flota, hablar con los isleños -si los hubiera- y si se resistían, eventualmente, combatir. Para todo esto, antes debíamos cruzar el río Murrell, pero antes de llegar a la orilla, advertimos humo y una posición argentina de avanzada. Al acercarnos, alcanzamos a ver a un colimba estaqueado, con su campera emblanquecida por la helada, casi mimetizado con el terreno. Rápidamente el sargento Pérez nos ordenó desatarlo, y mientras lo hacíamos, se metió adentro de la posición a discutir acaloradamente con el suboficial a cargo, que estaba durmiendo. El colimba estaqueado aparentaba estar muy mal. Tratamos de revivirlo abrazándolo y haciéndole masajes en los pies y en las manos, hasta que reaccionó. Pero nosotros lo habíamos visto exánime. Continuamos la agotadora marcha, y al llegar al río, recuerdo haber pisado primero hielo, para luego sentir que mi borceguí caía sobre la arena de la costa. Al río lo vadeamos con el agua rozando nuestras cinturas. A esta altura, creí morir por congelamiento. El frío del agua penetraba mis huesos como si fuera mil alfileres. Continuamos por unas horas una febril marcha de infantería, mirando las colinas que, intuíamos, estaban llenas de ingleses observándonos desde lo alto. Finalmente llegamos a lo que es la granja Murrell, y allí nos tiramos cuerpo a tierra a observar con binoculares. Lo que veíamos parecía la granja de la serie “La familia Ingalls”, un programa de TV que veía mi abuela en los años 70. La casa era muy pintoresca y rodeada de ondulaciones y entradas del mar. Paradisíaca. Y teníamos que ocuparla. Un colimba llevaba en su espalda la radio para comunicarnos con García. El miedo era terrible, no sabíamos con qué nos encontraríamos y cualquiera de las dos posibilidades -ingleses o isleños armados- nos iba a significar un grave problema. Pérez le ordenó a uno de nuestros compañeros que corra hacia la casa y trate de mirar hacia adentro, para ver si observaba algún 63

movimiento. Pasados unos minutos, el soldado -que ya había rodeado la casa y era un integrante del mortero nuestro- nos hizo una señal con los brazos para que avancemos. La adrenalina nos estimulaba, y así de excitados, corrimos los cinco a toda velocidad a campo traviesa. Mirando las pequeñas ventanas de la planta alta pensé: “Acá se rompe un vidrio y nos sacuden con una ametralladora.” Pero a la vez, la enorme curiosidad por saber qué podríamos encontrar para comer ahí, era como que nos daba más valor. De hecho nos dijimos entre nosotros, antes de empezar a correr, que si teníamos que morir moriríamos, pero primero teníamos que comer. Me parapeté junto con el sargento Pérez en la primera puerta que encontramos. Todo sucedía mientras la adrenalina me recorría a pleno y el corazón parecía una bomba a punto de estallar, intentando escaparse de mi pecho. Pateamos la puerta y entramos, para encontrarnos con la cocina, y un desayuno a medio tomar. Tratando de superar mi turbación, grité en inglés: -“Si hay alguien en casa que por favor salga, sólo queremos hablar con ustedes e irnos, no tengan miedo, salgan desarmados por favor.” Cuando rememoro ese momento, pienso que mis gritos en inglés sonaban más a un ruego para que nadie nos atacase, que a una orden. Ante la falta de respuestas, continuamos inspeccionando el living, que era lindísimo, con ventanas que tenían una estupenda vista al campo, alfombra roja y sillones de aspecto muy cómodo. Sentí familiar al lugar, hasta los olores me eran familiares, casi como los de mi casa. Ahí había olor a hogar. Me distraje unos segundos mirando las fotos familiares colgadas en la pared, hasta que Pérez me pegó un codazo y me hizo señas en silencio para que mire hacia la escalera. Comenzamos a subir, siempre con las palpitaciones a mil, para encontrarnos con un amplio pasillo alfombrado y dos puertas blancas, grandes, cerradas, enfrentadas una a cada lado del pasillo. En ese momento intuíamos que había alguien allí escondido. Haciéndonos señas en absoluto silencio, estipulamos abrir al 64

unísono las dos puertas, y entrar cada uno a una habitación. Todo ocurría vertiginosamente, estábamos el sargento y yo solos, los demás compañeros se quedaron haciendo guardia afuera. Pateamos las dos puertas al mismo tiempo y cada uno entró a su cuarto. A partir de este momento todo empezó a ocurrir como en cámara lenta para mí. Me encontré con un lindísimo cuarto matrimonial, con cortinas muy prolijas, alfombra, veladores y una cama doble con acolchado blanco de un aspecto muy agradable. Aunque desnutrido, mojado y temblando de frío, me sentía mal por estar embarrando la alfombra con mis pisadas, y de algún modo, también por vulnerar la intimidad de ese hogar. Revisé ansiosamente los cajones de una cómoda, hasta que encontré unas medias de lana, una bufanda, un gorro y un pulóver inglés lindísimo, con un bordado azul en cruz. Olfateé ese pulóver y aprecié el olor a limpio, a perfume y a naftalina. Como quien se quita un lastre, me saqué la ropa mojada y me puse esas medias y ese pulóver. El momento fue mágico. Me invadió una increíble sensación de paz, como si estuviera Dios allí. Agradecido, recé apurado un Padrenuestro en tanto me tiraba de espaldas sobre esa comodísima cama. Por increíble que parezca, sentí una inmensa paz, como que había alguien dentro de ese cuarto que me autorizaba a llevarme esos abrigos y que me decía: “Quedate tranquilo Miguel, ya termina todo este sufrimiento, te volvés a casa pronto, vas a vivir.” Esa tregua emocional me hizo sentir más fuerte, permitió que me volviera el alma al cuerpo, y que saliera un poco de ese estado terminal. De un altillo tomé una caja de avena, fósforos, velas y azúcar. Al bajar descubrimos un galpón externo con freezers llenos de manteca inglesa. Con desesperación me comí tres panes así nomás, tal como lo haría un perro. En eso encontré una lata de pastillas inglesas para la garganta, de un mentol fuertísimo, de las que me llevé como veinte juntas a la boca para sacarme el gusto y la sensación pringosa de la manteca. Sin embargo las tuve que escupir porque eran más fuertes de lo que mis mucosas podían soportar. 65

A todo esto, los demás compañeros mataron unas gallinas flacas que había en el gallinero. Ya habían atiborrado una mochila amarilla con manteca, azúcar y gallinas muertas que aún sangraban. Antes de irnos intentamos matar a un chancho grande que merodeaba la casa, pero no podíamos disparar porque delataríamos la posición. Encima, el animal era más rápido, más fuerte que nosotros y arisco, así que abandonamos rápidamente esa idea. Revisamos un poco más el interior y encontramos un equipo de radio, que por supuesto destruimos. Le sugerí a Pérez que nos quedásemos a pernoctar allí, la casa aunque no tenía calefacción, era un paraíso, la sentí familiar, como la casa de mi abuela quizá. Quedé unos instantes deslumbrado por la belleza del lugar, mientras miraba a través de una ventana las sierras a lo lejos, y el serpenteante río Murrell, que ajeno a los avatares de la guerra, fluía con una alegría antigua hacia la bahía del pueblo. Sentí compasión por los dueños de ese hogar, que habían tenido que huir para esconderse, y pensé en lo absurdo de esa guerra que a mi criterio, nunca debió haber ocurrido. Como Pérez no quiso saber nada con permanecer en ese lugar, me ordenó salir afuera para preparar el retorno a la Compañía. Nos alejamos de la Estancia Murrell Debimos emprender la retirada en el acto, ya que nos esperaban unas cinco horas de marcha, y no nos iba a alcanzar la luz del día. Al salir tomé de un mueble unas fotos de la familia y me las guardé en el bolsillo. No abandonaba la idea de poder hacer un contacto con ellos alguna vez en el futuro, cuando todo volviese a la normalidad. En una de las fotos se veía a unos jóvenes acampando en algún lugar de las islas, mientras caminaban por las sierras. Uno de ellos cargaba sobre su espalda la mochila amarilla, la que nos estábamos llevando con las gallinas y el resto del botín, que incluía –sorprendentemente- una escopeta. Hundido en mis pensamientos, me volvió a la realidad el llamado al teniente primero García. Nos pusimos en guardia. Por radio nos 66

estaba preguntando -con mucha curiosidad- qué habíamos encontrado, y nos ordenaba volver cuanto antes a la posición. Así fue como abandoné la granja Murrell, casi con pena. Esa casa era un lugar poco menos que encantado para mí, y lo que viví y pensé ahí adentro quedará guardado en mi alma para siempre. La vuelta fue mucho más extenuante que la ida –excitante por la turbación y la curiosidad- y contra reloj, porque teníamos miedo de que se hiciera de noche, cosa que finalmente ocurrió. Al llegar al punto del río por donde habíamos cruzado antes, nos dimos cuenta de que a esa hora ya era imposible hacerlo. Es que en realidad el Murrell es una ría que se adentra desde el mar, y crece con la marea. Esto implicó que tuviésemos que caminar hasta la altura de la Compañía B, que estaba en la cima del monte Longdon, y desde allí sí pudimos cruzar, ya de noche y con el agua pasándonos la cintura. Otra vez empapados. Otra vez congelados. Otra vez temblando descontrolados y con los dientes rechinando, siguiendo la marcha paralelamente al río rumbo a nuestra compañía C y pasando -sin saberlo en ese momento- a través de un campo minado. Unos metros antes de llegar escondimos el botín entre unos arbustos, porque sabíamos que el teniente nos iba a revisar. Ese resto de picardía que nos quedaba, nos permitiría seguir vivos. Con idéntico cuidado arranqué de un tirón la etiqueta del hermoso pulóver, porque decía "Made in England". Tuve temor de que el teniente me lo arrebatara, y no quería desprenderme de esa valiosa posesión. Sin la etiqueta, en cambio, podía decirle que el pulóver era mío. El teniente primero parecía feliz de vernos, y casi nos abraza. En un primer momento pensé: “Qué bien, le están interesando nuestras vidas.” Pero pasadas las horas, más tranquilo, razoné que lo que sintió el teniente primero García fue alivio, ya que hubiera sido su responsabilidad si alguno de nosotros moría en un ataque o por haber pisado una mina, tal cual había ocurrido el día anterior con los cuatro pobres soldados de la compañía “A”. Roberto sí que estaba feliz de verme, y más feliz aún cuando le conté que tenía cosas escondidas a doscientos metros de allí. 67

Orgulloso de mi hazaña, me saqué la campera y le mostré el finísimo pulóver inglés que con su aroma a limpio puro, jerarquizó por unos minutos nuestra lúgubre cueva. Roberto me recalentó un mate cocido en el jarro, con una pastilla de alcohol como combustible. Sentí el calor que me recorría y confortaba el cuerpo, y me eché a dormir unas horas totalmente extenuado, no sin antes tratar de elongar lo mejor que pude mis piernas totalmente acalambradas. Cuando me desperté, le dije a Roberto que calentase otro jarro con mate mientras me iba a buscar el botín. La cara de Roberto se iluminó cuando aparecí desde la oscuridad con la caja de avena, los fósforos, las velas, el azúcar y como cinco panes grandes de manteca. Era un tesoro increíble. Ahí nomás nos comimos la mitad de la manteca, metiéndola en azúcar, como si fuera un manjar. También la avena cruda y bajamos todo con un buen mate cocido caliente. Además, nuestra moral se elevó más aún gracias a la luz que nos daba la vela encendida. Si a este cuadro le sumamos el perfume del pulóver limpio, se podría decir que esa ¡fue una fiesta! Pero la fiesta terminó al día siguiente de la peor manera. Cuando nos despertamos, ambos sentíamos poderosas náuseas. Nuestros hígados habían acusado recibo del exceso de grasa, y se lo querían sacar de encima. Apenas si pude salir de la posición para darle paso a un vigor inusitado que me llevó a vomitar como un perro, mientras Roberto no se quedaba atrás. Cuando recuerdo ese momento, me veo en cuclillas sobre la tierra vomitando verde. Sí, ¡verde!, porque de ese modo, nuestros hígados empezaron a desprenderse de la enorme carga de manteca y mate cocido que le habíamos depositado. Nunca me había pasado algo así. Sentí que me moría, fue un momento muy desagradable. Cuando levanté mi cabeza, con mirada vidriosa, alcancé a ver al teniente primero que nos miraba desde arriba. Aliviado pensé que se acercaba para ayudarnos y mandarnos un enfermero, pero en lugar de eso nos gritó –“¡¿Qué comieron soldados?!” -“¡Manteca mi teniente primero!”, le contesté con franqueza y 68

como pude. El precio de la verdad a veces suele ser caro. García nos tomó a ambos por la capucha y durante un par de horas nos obligó a arrodillarnos sobre unas rocas, en medio del viento helado. Parece que nuestra indigestión, a García no le había significado un escarmiento suficiente. Él necesitaba castigarnos mucho más. A esa altura de los acontecimientos, nuestras mentes divagaban, y tratábamos de aferrarnos a cualquier cosa para abstraernos de ese estado. Como elegí para dormir el lado de la pared de turba dentro del pozo, había empapelado ese muro barroso con fotos de mis dos deportes favoritos: surf y tenis. Un amigo, me había enviado por carta recortes de una revista de surf y de otra de tenis, con la imagen de mi ídolo de entonces: Guillermo Vilas. La verdad es que esa pared había quedado hermosa. Hasta venían a verla algunos compañeros, porque también a ellos les levantaba el ánimo ver a surfistas cabalgando sobre olas en Hawai, o a Vilas ejecutando una Gran Willy entre sus piernas. Como un tesoro, teníamos un pomo de crema suavizante y protectora para manos que nos dieron los de la fuerza aérea. Cuando me sentía muy desanimado, untaba mis manos laceradas por el frío con esa crema que olía a bronceador, y me quedaba quieto, por largos ratos acostado. Frágil, hundía blandamente mi mirada en el paisaje tropical de arenas blancas y olas azules, o en esa cancha de tenis de polvo de ladrillo, para rememorar entrañables momentos de mi adolescencia, cuando jugaba al tenis con mis amigos del club, durante calurosas tardes de verano. Comenzamos a intuir que se venía el final, cuando aparecieron por primera vez bolsas con ración fría que incluían galletitas de agua, una lata de roast beef y pastillas de alcohol. También nos dieron más munición. Me habían entregado una bolsa de nylon con munición de 9 mm. para mi PAM (pistola automática mediana), que a esa altura había dejado de funcionar. El óxido y el barro que había absorbido en los dos meses, habían hecho estragos. Encima, la culata -que era de alambre rebatible- había hecho las veces de 69

hornalla, clavada como estaba en la pared de turba, y su correa, similar a una soga de cortina enrollable, se desempeñó como mechero, cada vez que nos iluminábamos con aceite o con la heli nafta que conseguíamos de unos tambores abandonados cerca del Moody Brook. El sargento primero Alcaide dijo que preparásemos el equipo aligerado: la manta, el paño de carpa, tres parantes y la bolsa de rancho, por si nos teníamos que movilizar. Empecé a notar cierta desesperación en muchos de mis compañeros. Pero yo, todavía “no caía”. Creo que mi mente se negaba a admitir lo grave de nuestra situación. Un día compartí una caminata desde la compañía “A” hacia la nuestra con un soldado muy macanudo. Estudiante de bioquímica o algo por el estilo, locuaz, cordial, algo bajo de estatura, el Pato Carballido pertenecía a la primera sección de nuestra compañía – asentada a pocos metros de nosotros- aunque con él, nunca antes habíamos hablado. Durante el trayecto comprendí que compartíamos las mismas dudas, porque él me había preguntado qué me parecía que iba a pasar a partir de ese momento. El Pato tenía la certeza de que se venía muy fea la mano, y quiso desahogarse charlando conmigo, un perfecto desconocido para él hasta ese momento. Traté de tranquilizarlo un poco, y hasta creo que le hizo bien hablar y desahogar su angustia mientras caminábamos. Otra tarde se acercó muy angustiado a nuestra posición el soldado Falcón, que pertenecía también a la primera sección, opinando que se venía el combate, que él iba a morir, y llorando me dio un teléfono anotado para que llamara a su familia. Guardé la anotación en una bolsita de nylon, junto con algunas de mis cartas y las fotos de la granja Murrell, lo abracé para contenerlo, le dije que se dejara de joder, que todos íbamos a volver a casa pronto, y que la sociedad nos iba a recibir como héroes. El Pato Carballido y Falcón son dos héroes anónimos de la Argentina. Ambos murieron la noche del 11 de junio peleando cuerpo a cuerpo con los paracaidistas británicos. El 10 de junio fue el cumpleaños de mi hermana Carola. Recuerdo 70

haberme sentido triste por no haber podido estar con ella en esa fecha tan importante para nuestra familia. Ese día hacía mucho frío, pero esa vez, no había viento. Pensativo, me quedé apoyado en la entrada de la posición, solo, mientras me corrían lágrimas calientes que traté de disimular cuando apareció Roberto, que recién llegaba de conversar con alguien. Cada noche estrellada que pasé en las islas, miré al cielo diáfano y sus brillantísimas estrellas, y sentí una conexión con mi familia. Sentí que quizás también las estuvieran mirando, y así me sentí menos solo, más cerca de ellos.

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Capítulo 7

EL 11 DE JUNIO

Ese día se sentía muy cerca el desenlace, aunque en mi inconsciente había imaginado que sólo nos desplazarían a otra posición. Mi mente seguía sin poder asimilar la posibilidad de afrontar un ataque directo hacia nosotros. Tanto es así, que pasamos todo el día tirados en los pozos, inclusive saliendo a conversar con más frecuencia con otros compañeros. Con Roberto caminamos hasta la posición de Rolando Pacholzuck y de Hugo Robert, unos tipos macanudos que estaban a menos de cien metros de nosotros, y charlamos de bueyes perdidos. Recuerdo que hasta leímos una revista “Humor” y tomamos unos mates, ya que ellos habían conseguido yerba. Pacholzuck, que hoy es un héroe anónimo porque también murió, siempre conseguía cosas. Era el mejor negociante de la compañía. Un tipo muy cordial, siempre de buen ánimo. En ese tiempo había disfrutado mucho cada una de sus visitas. Ese día, en nuestros merodeos, habíamos visto a tres infantes de marina construyendo una posición para instalar una ametralladora 12,7 milímetros, que serviría para reforzar nuestra compañía. Cuando empezó a caer la noche nos volvimos al pozo y nos metimos debajo de las mantas. El frío era insoportable. De pronto, escuchamos a otros dos infantes de marina rogando en voz alta que alguien les hiciera un lugar para pernoctar. Ellos recién llegaban y estaban preguntando en dónde quedaba la sección Apoyo. Nadie parecía tener interés en contestarles, lo que 72

significaba que nadie les iba a dar cabida para dormir. La temperatura afuera era horriblemente baja. Sentimos mucha pena, pero algo íbamos hacer por ellos. Haciendo un esfuerzo grande, apretujándonos, compartimos el pozo, sintiendo el emocionado placer de haberlos podido salvar del congelamiento. Conversamos un rato una vez acostados, y nos enteramos que nuestros huéspedes eran un suboficial y un soldado. Ambos se deshacían en agradecimientos. Ellos habían traído -a mano- desde el Moody Brook, una cohetera de Pucará montada sobre un eje que tenía las ruedas de una mezcladora de cemento, ¡un lanza cohetes casero, al cual le darían ignición con una batería de auto! Por lo visto, la creatividad argentina no tiene fin. Señoras y señores, ¡comienza la función! Agotados, nos dormimos, pero enseguida nos despertaron una explosión y un tableteo de ametralladora. Salimos aún adormecidos, colocándonos a duras penas el casco y los correajes, y vimos a los infantes de marina que ya estaban apuntando con su cohetera casera a la “B”, en la cima del monte Longdon. De pronto, por sobre nosotros, el cielo se iluminó dramáticamente. En ese momento había comenzado el combate: habían atacado a la compañía “B”. Junto a la Primera Sección, éramos los que estábamos más cerca, ya que el resto de la compañía “C” se desplegaba hacia la “A”. Estábamos siendo testigos del conflicto, desde una maldita platea preferencial. La visibilidad era óptima, y aunque no había viento, el aire igual nos apretaba con sus garfios helados. Mientras la luna llena ofrecía su plenitud como si nada pasara, se iluminó el cielo con la munición trazante roja que recorría una larga trayectoria de un lado y del otro, hasta desviarse en las colinas. Las bengalas iluminaban la planicie, cayendo lentamente con sus paracaídas. Me quedé paralizado unos instantes ante la dramática belleza de ese espectáculo dantesco. El jaleo, al que se agregaban gritos en inglés y en castellano, y el fragor de misiles, cohetes y morterazos, se hacía cada vez más intenso. 73

Durante esos primeros minutos todo fue confusión. Nadie parecía estar a cargo de nosotros. Aturdidos, nos juntamos en la posición de Néstor Kruzich, que por tener veinticinco años nos parecía mucho más mayor, tanto que lo sentíamos como un referente, como alguien más pensante, aunque era un soldado conscripto igual que nosotros. No olvidaré nunca la cara de angustia de Néstor esa noche, con sus anteojos rectangulares de plástico y su casco. Nosotros lo mirábamos como esperando que decidiera algo. En lo que a mí se refiere, tenía mi PAM en la mano, sin culata y sin correa, no sé para qué, porque no funcionaba. Nada podía hacer… Néstor, ante la ausencia de un oficial, tomó la iniciativa y nos dijo: -“Muchachos, no nos queda otra, vamos a la “B”. Para esto vinimos, para este momento hemos esperado todo este tiempo”. Lo seguimos aterrorizados unos veinte soldados. Íbamos rumbo a lo que parecía un show de fuegos artificiales. Un show que jamás hubiésemos querido ver. Nos obligaron a cumplir la visión de otros Cuando cayó el primer cohete cerca de nosotros y escuché los gritos de Larrañaga -mi compañero de todo el año de colimba en el Tiro Federal- sentí pánico. En milésimas de segundos asimilé lo que mi mente se negaba a asimilar hasta hacía un rato. La hermosa luna se invisibilizó en mi universo personal, y el show dejó de ser un show porque desde ese momento, la guerra -en mi vida- estaba servida. - “¡¡Me hirieron, hijos de puta!!”, escuché gritar a mi amigo mientras el corazón parecía querer salírseme del pecho. Como se tapaba la cara con las manos, no lográbamos darnos cuenta con exactitud qué era lo que había pasado, aunque era tanta la sangre que cubría su rostro, que pensábamos lo peor. Cuando todos conseguimos tranquilizarnos un poco, pudimos ver que tenía colgando la carne de su labio superior -por eso sangraba tanto- y que lucía algunas heridas de esquirlas, aunque no demasiado grandes. 74

Una vez pasado el susto, sentí un poco de envidia. En el fondo, lo de Larrañaga no era tan grave, y gracias a eso, por lo menos se iría de ahí evacuado, hasta el pueblo. Algo más sosegados, regresamos al sector en donde estaba nuestro mortero. Desde ahí vimos aparecer el teniente primero García, que a los gritos ordenó que comenzásemos a tirar hacia la cima de Longdon. Los que maniobraban el mortero eran dos colimbas muy humildes, muy nobles, y un sargento del que no recuerdo el apellido. Me di cuenta que lo manipulaban con cierta destreza, a las claras se notaba que antes, habrían practicado. Con franqueza brutal, al mirarlos pensaba: ¿qué hago acá? ¡No sé hacer NADA! ¡No sé tirar! ¡No me anda la PAM! ¡No sé maniobrar el mortero! Es que como me sucedía a mí, a muchos les debe haber sucedido lo mismo. Eso es lo que nos estaba pasando a casi todos. Ocurre que estábamos en ese lugar porque a la mayoría nos llevaron engañados. Nos obligaron a cumplir la visión de otros, una visión que de no fracasar, a esos otros les hubiese servido para incrustarse más aún en el poder que detentaban. Fuera de un anhelo patriótico normal, esa visión no nos pertenecía. Y no nos pertenecía porque nadie nos había enseñado el significado de esa pertenencia. Ni siquiera nos dieron tiempo de hacer propia la visión ajena, así como no nos dieron la opción de elegir ser héroes. Nos usaron para cumplir un sueño loco, para el cual ni siquiera nos habían preparado. Aún estábamos transcurriendo la adolescencia, ¡todavía éramos como niños desconcertados!, hasta que a los mandamases de aquel entonces se les ocurrió disfrazarnos de soldaditos, colgarnos armas de juguete, mandarnos a un lugar ignoto que sólo era nombrado en las escuelas para ciertas fechas, y allí maltratarnos y dejarnos olvidados. Desde ese momento, el sueño de esos otros se transformó en nuestra pesadilla. Al punto que de las islas regresamos unos pibes muy ancianos, castigados, debilitados, reducidos a ser una especie de vergüenza para los mandamases de turno que sólo se atrevieron a hacer la guerra por teléfono, desde sus oficinas continentales. 75

Salvo contadísimas excepciones de las que me complazco, los únicos verdaderos héroes fuimos nosotros, aquellos pibes desconcertados… “¡Soldados ¡la reputa madre que los parió!”

A pesar de mi impotencia, sentí el deber de ayudar. Comencé a abrir cajas y junto con Roberto les alcanzamos los proyectiles, que eran muy pesados. Como parte de la estrategia, uno de los colimbas le gritó a García: -“¡Estamos tirando a la “B” mi teniente primero!” -“Está bien, pero traten de pasar apenas la cima”, contestó, en tanto disparaba una bengala hacia el cielo, con una pistola especial. Después de que lanzásemos varios proyectiles, comenzaron a caernos también los del enemigo, que pasaron muy cerca de nosotros. Ya habían detectado al mortero. Con urgencia, los muchachos comenzaron a desmontarlo: era necesario mudarlo a otra parte. En medio del fragor, escuchamos que los tenientes Castañeda y García deliberaban entre ellos, y que velozmente Castañeda comenzaba a preparar a la primera sección, para efectuar un contraataque en apoyo a los compañeros de la compañía “B”, que estaban bajo el fuego de un violento ataque. Todo ocurría en medio de estruendos ensordecedores, a sólo pasos de nosotros. Me quedé absorto escuchando como se arengaban entre sí, tal cual lo harían momentos antes de un partido de fútbol: -“¡Ahora quiero ver el huevo argentino, carajo! ¡Tenemos que cagarlos a tiros a estos ingleses hijos de puta”!!! Eso había sido lo más heroico que había visto y escuchado en mi vida. A lo largo de la fila india, Falcón -medio encorvado- se paseaba alentando a los colimbas que estaban demudados y temblando, iluminados por la vehemente luna llena. Ya estaban con todos sus equipos y radios. Algunos cargaban cajas de munición para las ametralladoras. Falcón los iba animando, 76

aunque después, él nunca más volvió… A cargo estaban el teniente Castañeda y el cabo Medina, a quien conocí porque fue mi instructor catorce meses antes. Los del mortero nos quedamos mirando esa escena con mucha admiración, y también con temor de que al teniente primero García se le ocurriese mandarnos a toda la compañía. Con dolor, los miré partir en fila india. Sabe Dios si volverían. Iban sólo dos soldados profesionales: el teniente y el cabo. El resto eran cuarenta y cuatro civiles con poco entrenamiento, débiles, tanto que apenas si podían con el peso del fusil. Cuarenta y cuatro sombras que iban a meterse -en el medio de la helada noche- en una picadora de carne humana. El combate iba a ser impresionante, eso hasta se percibía en el aire. Me quedé paralizado, temblando sin control durante unos instantes, hasta que los vi desaparecer en la oscuridad. Recé un durante un buen rato por ellos. Y también lo hice por mí. Apenas los compañeros se fueron, algunos soldados se metieron en sus pozos vacíos buscando la comida que habían dejado, para poder sobrevivir. Me acerqué para intentar disuadirlos, hasta que uno de los soldados me alcanzó un cubo de caldo concentrado. De los nervios lo empecé a comer tal cual me lo dieron, como si fuera un caramelo. Mejor ni acordarme. No era precisamente un caramelo. Para completar el cuadro de esa noche, descubrimos que el pesado cañón 105 milímetros sin retroceso que con tanto esfuerzo habíamos acarreado llevándolo a mano hasta allí, no funcionaba. -“Los fideos de pólvora están húmedos”, me contestó Néstor Kruzich cuando le pregunté por qué no tiraban. Tampoco andaba la cohetera casera de los infantes de marina, que seguían renegando con los cables y con la batería. Volvimos al mortero -que ya había cambiado su posición- para seguir ayudando a alcanzar la munición. Hicimos esa tarea durante unas horas, tapándonos los oídos con los dedos a cada disparo, pero aún así, quedábamos medio sordos por largo rato.

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Entre los soldados corría el rumor de que no estaban tomando prisioneros, sino que había “gurkas” drogados que degollaban a los nuestros. En medio de la noche, los colimbas venían a preguntarme cómo se decía "me rindo" en inglés, y partían a sus pozos repitiéndolo. A medida que se alejaban, escuchaba como un eco sus voces mientras iban repitiendo: "I surrendo”, “I surrendo". El jefe de nuestra compañía, el teniente primero García, apareció con su pistola 9 milímetros empuñada, gritándonos, mientras disparaba tiros al aire por sobre un grupo que huía hacia la izquierda de nuestras posiciones, corriendo rumbo a la compañía “A”, a la voz de: “¡Soldados”, ¡la reputa madre que los parió! ¡Cada uno vuelva a su posición! ¡Y al que se mueva de ahí lo voy a liquidar yo mismo! ¡Vamos a enfrentar a esos ingleses de mierda!” Esa noche parecía que el cañón del mortero se derretiría. Fue impresionante la cantidad de proyectiles que se dispararon. Mis compañeros y el sargento parecían una máquina bien aceitada haciendo movimientos coordinados, como autómatas, no tomando en cuenta los proyectiles ingleses que les caían cerca. Cuando comenzamos a sentir cada vez más cerca el fuego enemigo, nos vimos obligados a meternos en nuestros pozos. En realidad el pozo no era mucha protección, el techo era de lona, pero al estar rodeado por piedras, nos parecía un bunker comparado con la desprotección que brindaba la planicie abierta. En un momento, Roberto, al mirarme, me dijo que tenía congelada mi incipiente barba y mis cejas. Cuando lo miro, extrañado, veo que él estaba igual, tanto como nuestras camperas, que también estaban blancas del hielo depositado sobre nuestros hombros. A esa hora ya no dábamos más. Nos sacamos los borceguíes y metimos los pies en las bolsas de dormir, para evitar el congelamiento. En ese punto nos quedamos dormidos. O inconscientes, sabe Dios…porque aún hoy me parece increíble que nos hayamos quedado dormidos en medio de ese combate, con la posibilidad de 78

que los ingleses nos atacasen pozo a pozo. Pero ya no podíamos más, pienso que dormir fue una forma de evadirnos, una manera de desaparecer de la dantesca escena durante un rato. Eventualmente podríamos habernos despertado con un inglés apuntándonos, sin embargo creo que nos negamos a pensarlo. A esa altura vivíamos el minuto a minuto, sin preocuparnos de nada más allá. Curioso, ¿no? Era una técnica casi meditativa, un procedimiento budista si se quiere, logrando poner la mente en blanco. Aunque en verdad, no actuábamos con la cabeza, era el instinto el que nos iba guiando.

Bombardeo en Puerto Argentino ARGENTINA, Junio 12,N° E150 COMUNICADO N° 150 El Estado Mayor Conjunto comunica que en día de ayer, 11 de junio de 1982, a 23:00 horas, fuerzas inglesas iniciaron un bombardeo indiscriminado sobre la ciudad de Puerto Argentino, matando a 2 mujeres de 46 y 30 años e hiriendo a otras dos, de 30 y 35 años respectivamente y a 2 hombres de 35 y 32 años. Todos los afectados son residentes de las islas, Kelpers, que fueron sorprendidos por el bombardeo naval en sus hogares. En relación con el hecho señalado, este Estado Mayor Conjunto señala con especial énfasis que durante todos los bombardeos navales realizados por las fuerzas inglesas hasta la fecha, jamás se había atacado la población civil, que en este caso se convirtió en blanco prioritario. Cabe consignar que los modernos sistemas de tiro que emplea el enemigo, como así también su adiestramiento y experiencia descartan que lo sucedido pueda haber sido producto de un error. Este ataque, realizado sobre inocentes pobladores civiles, unido al efectuado por aeronaves inglesas sobre el buque hospital «Bahía Paraíso», llama seriamente a la reflexión sobre la falta de respeto por los derechos humanos puesta en evidencia por Gran Bretaña, actitud que sin lugar a dudas, constituye un baldón para el mundo occidental.

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Todo lo enunciado contrasta visiblemente con el accionar de las Fuerzas Argentinas que en todo momento han actuado con el máximo de mesura y humanidad, como lo prueba el hecho de que tomaron las islas sin producir bajas entre las fuerzas inglesas, los habitantes ni afectar sus bienes y/o propiedades. ARGENTINA, Junio 12,N° E151 COMUNICADO N° 151 El Estado Mayor Conjunto comunica que en la madrugada de hoy, 12 de junio de 1982, fuerzas inglesas iniciaron un ataque terrestre sobre las posiciones propias en el área de Puerto Argentino. Actualmente se libran, en la zona mencionada, fuertes combates.

De pronto, un indefinido sonido de voces nos despertó. Estaba amaneciendo. Asomamos la cabeza para ver qué ocurría, y desde la agonía de la noche, vimos aparecer los rostros de los sobrevivientes de la primera sección, que regresaban del combate cuerpo a cuerpo. El teniente Castañeda, que venía arreando a los compañeros junto con el cabo Medina, estaba desencajado. Tenía los ojos colorados y los párpados hinchados, creo que había llorado. Aturdidos, escuchamos el recuento. De los 46 soldados que habían salido, sólo regresaron 25. Seis habían muerto en el frente y quince habían caído heridos. Pero como no había ayuda médica, sus cuerpos lesionados quedaron abandonados a su suerte. Los ingleses consideraron a este apoyo de nuestra primera sección a cargo de Castañeda, como la acción más heroica de todos los combates terrestres en Malvinas, porque hicieron replegar a dos pelotones del 3 de Paracaidistas, seguramente no esperaban un contraataque argentino a esa altura de la noche. Mientras iban pasando delante de nosotros cargando sobre sus espaldas la desolación y el desconsuelo, Roberto reconoció a dos de los combatientes, a Leo Rondi y a José Luis Rodríguez, y les gritó: “¡Leo! ¡Vengan! ¿Qué pasó? ¡¡¡Cuéntennos!!!” 80

Los dos compañeros se detuvieron al pie de nuestro pozo, mientras los demás siguieron caminando. Nos comenzaron a contar lo que habían vivido, aunque no hacía falta. Bastaba ver sus rostros. Estaba todo grabado en sus rostros: volvían del infierno. Leo Rondi, que llevaba la boina de color bordó de los paracaidistas británicos en su mano, no sacaba la vista del monte y decía: “¡Qué hijos de puta! ¡Están por todos lados! Fue terrible. Nos cagaron a cohetazos. Nosotros les tiramos con todo lo que teníamos, ¡pero no se imaginan lo feroces que son!” Y seguía mirando al monte como esperando que apareciesen de nuevo. Leo estaba caliente como un jugador de rugby que se peleó a trompadas y lo acaban de echar de la cancha. De pie al lado de Leo, José Luis nos mostró su FAL. Se lo habían torcido por el impacto de una esquirla. Y nos contaron que de regreso se toparon con un inglés muerto, que le revisaron la mochila en medio del combate para ver que comida tenía, y que le habían encontrado ¡hasta un secador para el pelo! Cuando empezaron a enumerar quién había muerto y quién estaba herido, alguien comentó que había visto la cabeza de un colimba separada de su cuerpo. Ahí fue cuando empezó a circular el rumor de que los ingleses no tomaban prisioneros. Mueren los primeros valientes Las circunstancias mandaban, por lo tanto comencé a atarme los borceguíes, de espaldas, acostado, para salir del pozo, ya que se había reanudado la artillería hacia nosotros y las municiones comenzaban a caer cada vez más cerca. Sentimos dos impactos a unos escasos metros -en este punto todo transcurre en cámara lenta para mí- y escucho un silbido de un tercero que se aproxima en altura, para detenerse justo encima de nosotros y comenzar la aceleración final hacia nuestra dirección. Leo y José Luis nos gritan: -“¡¡Guarda!!” De pronto, una vertiginosa aceleración final del proyectil pasó casi encima de nuestras cabezas. A unos dos metros, estalló el 81

fogonazo naranja sobre el suelo y frente a mi cara. Desconcertado, escuché un grito seco, cortante. “¡Ahhhh!” Y luego el silencio. Era José Luis Rodríguez. Volé hacia atrás por la onda expansiva y quedé aturdido -o desmayado- unos instantes. Reaccioné de golpe con los gritos desesperados de Roberto: “¡¡Me pegaron hijos de mil puta!! ¡¡¡Ingleses hijos de puta y la puta madre que los re-mil parió!!!”, vociferaba, al mismo tiempo que me sacudía de la campera y me decía: “¡¡¡Mirame!!! ¡¡¡Mirame!!! ¿Me pegaron? ¡¡Tengo la duda!!, ¡¡no veo ningún agujero!”, tratando de persuadirse de que no le había pasado nada, mientras se señalaba el costado derecho de su abdomen, donde la campera dejaba ver dos perforaciones de unos tres centímetros de diámetro. De repente, los impactos de mortero y de artillería comenzaron a llover del cielo. Ya nos habían detectado. La cosa ahora era con nosotros. Había que salir de ahí en forma urgente. Habíamos cavado, junto con el correntino Martegani, un pozo más hondo unos metros atrás. Había que tratar de meterse en ese pozo. Intenté arrastrar a Roberto hacia afuera, pero entró en shock. Se aferraba a nuestra posición como si le diera protección, no quería abandonarla. A esa altura ni las lonas habían quedado en pie, estaban caídas en el piso, agujereadas como un colador. Los proyectiles seguían cayendo cada vez más cerca, así que después de tratar infructuosamente de que Roberto me acompañase, predominó mi instinto de supervivencia, de desesperación -o de egoísmo, sabe Dios- y terminé saliendo, solo, del lugar. Pasé de un salto por sobre los cuerpos de Leo y de José Luis, que yacían tirados. El primero de espaldas y el segundo, boca arriba. Aterrado, me dije a mí mismo: ¡¡No mires, no mires!!, pero el mismísimo terror me llevó a mirar. Y lo que vi fue el rostro de la muerte. José Luis yacía con los ojos abiertos, un tajo de unos quince centímetros en el costado izquierdo de su rostro, y un 82

charco de sangre en el piso, debajo de su cabeza. Pasé por encima de su cuerpo tratando de pensar sólo en salvarme y corrí hacia el pozo del correntino, que estaba a unos diez metros, en medio de una lluvia de proyectiles que caían por delante y por detrás de mí. Cuando llegué, literalmente me zambullí dentro del pozo. Ahí ya estaba el correntino Martegani, pálido, temblando, gritándome con una sonrisa de aliento: -“¿Valió la pena mantener el pozo?, ¿o no?” A los pocos segundos, con alivio, vimos aparecer la silueta de Roberto, y lo abrazamos. Ahí adentro se sentía una especie de protección. Era un pozo cavado al filo de la barranca de turba, un metro y medio hacia abajo y otro metro y medio hacia adentro. Martegani, que era mayor que nosotros tenía un kiosco en La Plata y estudiaba ingeniería. A él se le había ocurrido empezar a trabajar en ese pozo, cosa que estando tan débiles como estábamos, nos daba pereza porque después de cavar, hubo que mantenerlo sacando el agua cada vez que se inundaba. Pero tenía razón el correntino, porque la recompensa fue grande. En ese momento, para nosotros, ¡era el pozo del millón de dólares! Tanto que a los cinco minutos ya éramos como siete ahí adentro, cuando en realidad había sido diseñado para nosotros tres. Hasta se nos había metido un cabo también, uno que durante la larga espera se colocaba las granadas en el pecho y salía todas las mañanas diciendo: “¡Los voy a capar con los dientes a estos ingleses, que ni se les ocurra pasar por acá, porque acá está el macho argentino!”, y para certificarlo, sobre la tela del casco se había dibujado con una birome, el cuerpo de una mujer desnuda. ¡Cuánta inocencia! Las bombas caían salvajemente. No una tras de otra, sino todas juntas, ¡eran decenas! La sensación que teníamos -en nuestra ignorancia- era que nos habían puesto un observador encima de nosotros, que les indicaba en dónde estaba cada pozo, tan asombrosa era la precisión con la que caían. Con el tiempo, entendí mejor las cosas. ¿Satélites amigos les habrían marcado nuestra posición? ¿Por qué no? Los impactos eran violentísimos, como si estuvieran cayendo 83

vehículos del cielo. El pozo temblaba por entero, se derrumbaban las paredes de turba al tiempo que se escuchaban los retumbos metálicos de las esquirlas que pegaban en las rocas cercanas. A cada impacto arqueaba la espalda como para atajarlo… Fue inevitable que empiece a temblar sin control, como si estuviese aferrado a una perforadora neumática de hormigón. El terror no se puede dominar. Para colmo, el cabo comenzó a llorar, mientras gritaba: “No me quiero morir acá!”, en tanto braceaba en el aire, alucinando: “¡¡veo a la virgen de Luján!! ¿No la ven? ¡Acá está!” Como una gratificación para poder resistir, el fondo del pozo me daba una „ingenua‟ seguridad, y digo ingenua al mirarla desde el hoy, porque todos nosotros estábamos fatalmente expuestos. En un momento, por el rabillo del ojo alcancé a ver que se recortaba la silueta de un compañero intentando ingresar. Él era uno de los últimos, cuando de pronto se escuchó un silbido. Aturdidos, vimos como el hierro caliente dejaba desprender vapor, en el mismo instante en el que la esquirla hendía el barro, apenas a centímetros de su cuerpo. El compañero quedó petrificado, con los ojos salidos de las órbitas como dos huevos duros. En ese pozo éramos una maraña humana de cuerpos encimados y acalambrados, tratando de que nos tragase la tierra. De repente, un fuerte olor a mierda nos penetró. Ahí comprendía que el límite entre la cordura y la locura era un hilo demasiado delgado: el cabo había perdido el control de sus esfínteres, mientras convulsionaba con violentas contorsiones. Estábamos paralizados, no sabíamos qué hacer. En medio del drama humano, escuché los gritos de Leo Rondi. ¡No se había muerto! Hoy no sabría cuantificar mi alegría, porque en esos momentos los sentimientos se medían de otro modo. Lo bueno era ver que nuestro compañero había sobrevivido, y que se había despertado del desmayo gracias al cohetazo que acababa de caernos. Ahí Leo tomó conciencia de la realidad: “¡¡¡José!!! ¡¡¡Se llevaron a José!!! ¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡Hijos de puta!!!” Durante una pequeña tregua durante el bombardeo, asomamos nuestras cabezas y vimos como nuestro compañero sacudía el 84

cuerpo sin vida de José Luis, su amigo de la infancia en Dolores, en la provincia de Buenos Aires. Ante esa realidad no había marcha atrás, así que lo llamamos con desesperación: “¡Vení para acá Leo!! ¡¡¡Ahora dejalo!, ¡venite que sinó te van a matar a vos!!!” La tregua se había acabado. Comenzaron a caer de nuevo más bombas, y a los pocos segundos apareció Leo arrastrándose, casi en estado de shock. Alguien lo aferró de la capucha de la campera y lo empujó hacia adentro del pozo, mientras él gritaba y lloraba por la muerte de su amigo del alma. El correntino, en medio del estruendo y a su modo, intentaba hacerlo reaccionar: “¡¡Callate Leo!! ¡¡José ya está muerto!!! ¡¡¡Ahora sobreviví vos, no seas boludo!!!”, le decía con un afecto rudo, pero tratando de tranquilizarlo… Con el paso de las horas, Roberto comenzó a sentir un tremendo dolor en su herida. En caliente, no se había quejado de tanto dolor, pero más tarde ya se quejaba mucho. Nos decía que sentía el cuerpo como paralizado de la cintura para abajo, y un dolor punzante arriba de la cadera. Nuestra impotencia continuaba. Cuando de nuevo cayó un proyectil casi encima de nosotros, en medio de un bombardeo feroz, atiné a gritar: “¡¡¡Voy a rezar el Rosario!!!”, y en ese estado de tribulación comencé a rezar aferrándome a Dios con todas mis fuerzas, mientras me pasaban por la mente entrañables escenas de mi infancia, jugando en mi casa natal, en Temperley, con mi vieja y mis abuelos. Rezaba, y mis compañeros coreaban el Avemaría. Aunque las bombas seguían cayendo, pude sentir una oleada de paz, y la certidumbre de que saldríamos con vida de ese pozo.

Tea at four o'clock?

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El ataque de repente se detuvo. Miré el reloj. Eran las cuatro de la tarde. Para mis adentros pensé: “¡¿Puede ser que estos hijos de puta hayan parado para tomar el té?!” Habíamos soportado un espantoso bombardeo de morteros, de artillería terrestre y naval desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, fueron ocho horas sin interrupción. Uno puede tratar de comparar esto con tener que soportar un revólver en nuestras sienes, practicando la ruleta rusa durante todo ese tiempo. Cada instante podía ser el último. Cada bomba estallada a pocos metros significaba que por un ratito habíamos zafado. Pero nada sabíamos del minuto siguiente. ¿Caería sobre nosotros? ¿Sería esa nuestra tumba final? Fueron ocho horas, pero a nosotros nos parecieron ocho siglos. Según los ingleses, ese día, el 12 de junio de 1982, se superó el récord que había alcanzado la Real Artillería Británica durante la guerra de Corea en 1952, en volumen de artillería disparada. Ese mismo día, todos quebramos nuestro propio récord de sobrevivencia. En horas, maduramos de golpe adentro de un pozo oscuro, húmedo y congelado, envejecimos ocho siglos y nos transformamos para siempre. Salimos de nuestras cuevas Pensé en mis amigos Alan y Adrián, que estaban en su pozo con el sargento primero Alcaide. Me preocupé porque si bien el pozo de ellos estaba bastante cavado dentro de la pared de turba, y bien rodeado por una pared de rocas, no parecía tan seguro como el del correntino. Cuando salimos -tal como suricatos de sus cuevas- con el cuerpo acalambrado y temblando, me encontré con Adrián y con Alan, quienes con una enorme cara de alivio se alegraron de verme vivo. Claro, ellos, lo que habían visto desde su pozo, era nuestra posición destruida por el bombazo, y afuera, el cuerpo sin vida de José Luis derrumbado en la entrada, entonces habían pensado que yo también estaría muerto, pero debajo de las lonas. Alan, que había sido un excelente jugador de rugby, fornido, bien 86

entrenado y musculoso, estaba escuálido, casi irreconocible. Mientras se ajustaba los pantalones, mirando el terreno todo perforado por los impactos, me decía: “Mike, hay más de uno que de este día no se olvida en su puta vida…” Cuando recuerdo la escena, todavía me causa gracia, ¡lo decía como si él no estuviera afectado! En tanto, Alan me señalaba: “¡¡Mirá!! ¡¡Mirá allá arriba, en la cima! ¡Mirá como saludan con los brazos en alto los ingleses!! Vamos a pasar otra noche movidita…” Y efectivamente, a lo lejos se veía cómo los ingleses habían copado la cima del Longdon, y nos gritaban vaya a saber uno qué cosa, a la distancia. Acababan de terminar con la compañía “B” de nuestro Regimiento, el VII de La Plata. Nos hacían señas con sus brazos, como diciendo: “Aquí estamos, ahora vamos por ustedes”. Después de deliberar un poco, comprobamos que el teniente primero García ya se había replegado con el resto de la compañía. Ese fue un período de incertidumbre en donde la falta de órdenes, nos estaba invitando a marcharnos del lugar. A esa altura, salvo el Urco, estábamos completamente solos. Como medida precautoria, decidimos que lo mejor que podíamos hacer era trasladarnos hacia la cocina de rancho, único lugar del terreno con algo de seguridad, ya que estaba protegido por unos riscos. Pronto tendríamos que decidir los próximos pasos a dar. Néstor Kruzich y el correntino Martegani, en tanto, taparon a José Luis con una manta, y entre los dos lo trasladaron hacia las rocas de la cocina. No pensábamos dejarlo a la vista de los ingleses. Una vez que ocultaron a José Luis, volvimos a nuestra posición. Allí, tapé con algo de tierra el charco de sangre, último rastro de nuestro compañero que había quedado, y con Roberto comenzamos a preparar el equipo aligerado -que incluía una manta terciada en el hombro- y a juntar las cosas que nos queríamos llevar. Decidí dejar la PAM ahí tirada. Ya no funcionaba, era un lastre inútil.

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Roberto estaba herido

Miré por última vez lo que en Malvinas, durante sesenta y cuatro días, había sido „mi hogar‟. A grandes tragos, mi garganta pretendió desanudar una emoción rara. Intenté grabar la imagen de ese territorio hostil en mis retinas. Tenía conciencia de que allí, en los riscos, dejaba incrustado un pedazo de mi alma. Y que aunque alguna vez volviese, aún después de mucho tiempo, iba a ser imposible recuperarlo. A eso también lo tenía en claro. En la posición que habíamos ocupado, sólo quedaba en la turba una depresión cubierta con lonas viejas, agujereadas por las esquirlas. La incertidumbre se iba conmigo. Una sensación de miedo a dejar la posición, entorpecía mi razonamiento. Era como si el hecho de alejarme, me dejase a la intemperie, lo cual era bastante ridículo, dadas las circunstancias. Viendo a la luz del presente lo que entonces creí que era una protección, me causa gracia. Pero es comprensible, porque esa había sido nuestra casa. Y a esa pobre protección que nos daba, me había apegado. De pie, observé que la zona estaba irreconocible, llena de impactos de artillería, todas las posiciones destruidas y lo que era más triste, los cuerpos caídos de muchos compañeros. La situación era terminal, ya teníamos tres cuerpos tapados con mantas. Nos agrupamos un momento en lo que era la cocina de rancho, que ofrecía cierta protección porque se encontraba detrás de los riscos. Éramos un grupo de treinta soldados, y el único a cargo era el sargento ayudante Ibáñez, el Urco. Los riscos junto a la cocina y la carpa de provisiones, seguían siendo su territorio. Puede sonar gracioso, pero estoy seguro de que no se había replegado, sólo por cuidar la comida. ¡Su comida! A Roberto lo llevamos hasta la cocina entre el correntino y yo. Él se colgó de nuestros cuellos, y así lo fuimos arrastramos con todo cuidado, porque le dolía mucho. El Urco, al vernos, resolvió que había que trasladarlo en camilla. Roberto, a esa altura, gritaba desaforado: “¡No me dejen acá solo!”, porque pensaba que nos 88

íbamos a escapar sin él. Rodeamos al Urco entre varios pidiéndole por favor que nos deje llevarlo. “¡Es mi compañero, por favor mi sargento ayudante! ¡Déjeme llevarlo!”, era mi desesperada súplica. Es que llevarlo a Roberto a retaguardia, hacia la compañía “A”, significaba comprar un pasaje hacia la vida. En cambio quedar allí, era el precio de un viaje hacia una muerte lenta, pero segura. El Urco, desoyendo mi súplica, optó por escoger a Alan, a Adrián, al correntino y a otro que no recuerdo, ya que los conocía mejor de todo el año militar. Entre los cuatro se lo llevaron a mi compañero, improvisando una camilla con la tapa de un cajón de munición y dos hierros ángulo como travesaños. Acorralados como estábamos en el frente, sentí que se me venía el alma abajo, casi condenado a muerte. Temblaba sin control cuando de pronto apareció el subteniente Luque, creo que de la compañía “A”, con la actitud de apoyarnos. Ni bien comenzaron la fatigosa carrera transportando a Roberto, los ingleses comenzaron a tirar morterazos. Fue ahí cuando todos decidimos que ya no había tiempo que perder.

Estábamos en pánico, no podíamos seguir ahí, como carne de cañón. Junto con Néstor Kruzich, encaramos con decisión al Urco y al subteniente: “Repleguémonos ya, quedarnos en la noche es una locura, vamos a morir acá al pedo!” Luque, empalidecido, nos miraba con su cuello envuelto en una bufanda escocesa verde, desde el fondo de la gruta de rocas sin decir palabra, como sobrepasado por la situación. Estábamos atrapados allí. Quedarse toda la noche era morir, Pero salir corriendo, también era un terrible riesgo. La encrucijada era mortal. Creo que en ese momento había alcanzado el máximo nivel de stress. Tenía diecinueve años, estaba descarnado y hambreado, intentaba tolerar los veinte grados bajo cero, veía a nuestros muertos tirados en el suelo, sobrellevaba ocho horas de un 89

bombardeo infernal. No podía parar de temblar. Los dientes chocaban entre sí como castañuelas. ¿Cómo borrar de la memoria ese momento? Un repliegue devenido estampida El Urco resuelve que nos repleguemos, pero en grupos de cinco, a la gran carrera y en zigzag, como nos habían enseñado en la instrucción. Pero cuando terminó de dar la orden, comenzaron a caer proyectiles cada vez más cerca. En ese momento estallaron dos proyectiles sobre las rocas, destrozándolas en mil pedazos que se esparcían por todos lados. Tras ellos, más municiones reventaban contra los riscos con una marcación milimétrica, rodeándonos a pocos metros de donde estábamos nosotros. De pronto, como en un macabro acto de magia, las mantas que cubrían a nuestros muertos volaron por el aire. Debajo, los cuerpos desaparecieron misteriosamente. Se habían desintegrado. Ese fue el detonante. El repliegue organizado del que habíamos estado hablando se transformó en una estampida de una treintena de tipos corriendo por la planicie, cuesta abajo por la vida. Desesperados, sin ningún tipo de orden militar, ni zigzag ni nada. Algunos sin casco y sin armamento. El paisaje árido de las sierras no daba lugar a ningún camuflaje. Corríamos dando zancadas enormes, tan desprotegidos como si hubiésemos estado desnudos. Todo transcurría como en cámara lenta, los proyectiles caían atrás y adelante. ¿Jugaban con nuestro terror? En una de las descargas me zambullo con la aceleración que traía -montaña abajo, hacia unos peñascos- para buscar protección. Creo que volé como diez metros. Seguí corriendo desesperado. El bazo me punzaba tremendamente por el esfuerzo. En la carrera se me fueron cayendo del bolsillo de la campera una bolsa de nylon con cartas, el teléfono de la madre de Falcón y las fotos de la estancia Murrell.

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Dudé una fracción de segundo si volver a aferrar las cosas, pero como seguían tirando pensé: “Se van al carajo. No voy a morir por unos papeles”, mi prioridad era vivir. Comenzamos a ser sobrevivientes El bombardeo se detuvo. Especulé que habíamos zafado porque no tenían alcance suficiente. Anochecía. Teníamos viento en contra, y al acercarnos a la compañía A, por más que les gritamos, alguien abrió fuego sobre nosotros. Pero después de dar un rodeo, pudimos llegar al puesto comando de la “A”. Ahí era todo confusión. Ya estaba con ellos el resto de nuestra compañía, y se preparaban para compartir los pozos. Los rostros de los muchachos de la “A” eran de turbación y respeto. Ellos habían visto desde la altura, toda la artillería que nos había caído durante todo el día. El jefe de la “A”, teniente Calvo, nos indicó: “Ahora ustedes van a reforzar nuestra compañía, así que agrúpense con quien les parezca.” Pero como esa treintena de sobrevivientes que éramos había pasado por el infierno antes de llegar al lugar, en ese punto se nos hizo como un click, y dejamos de respetar el mando militar. Tanto es sí que nos dispersamos un poco, aunque manteniendo contacto visual entre nosotros. No hacía falta hablar, con la mirada nos estábamos diciendo: “Hasta aquí aguantamos, vayámonos de este lugar, y si es posible ¡al pueblo!” La cuestión era cómo irnos, porque estaban los militares de la “A” controlando. Aunque en realidad, mucho no podían controlar, había heridos por todos lados, era de noche y la ansiedad por lo que se venía, los abrumaba. De pronto, desde la oscuridad, apareció mi ángel de la guarda: Mario Volpe, el soldado enfermero de la “C”. Mario estudiaba medicina, por eso lo designaron enfermero. Un muchacho macanudísimo, que había recorrido nuestras posiciones en medio de tormentas de viento y lluvia, dándonos ánimo y todo el tiempo preguntando si alguien necesitaba algún medicamento 91

durante los dos meses. Venía llevando del brazo a un herido con el ojo vendado. -“¿Qué haces acá?”, me preguntó. “-Venimos de la “C”, quedamos atrapados ahí todo el día, nos cagaron a cohetazos, recién ahora pudimos escapar, ¡pero nos sacaron a bombazos! ¡Nos tiraron hasta con el borceguí!” -“Vení conmigo”, me contestó Mario. “No te quedes aquí, agarrá al herido del otro brazo, vamos para el Moody Brook, allí hay un galpón con heridos.” Me sentí eufórico. Intuí que ya se terminaba mi calvario y que si había zafado de aquel infierno del día 12, ya nada detendría mi retorno a casa. Creía que me habían tirado una soga que me llevaría de vuelta a casa. De vuelta a mi familia. Mientras caminábamos sobre el terreno esponjoso e irregular, íbamos dejando a un costado la compañía A, rumbo a la compañía Comando, la última del Regimiento 7, en donde estaba el jefe, el teniente coronel Giménez. Llegamos hasta el bunker del capitán Pérez Cometo, que estaba rodeado de cazabobos, como se llamaba a los alambres de púa enrollados, y latas de gaseosas con piedras en su interior. Pérez Cometo nos detuvo e interrogó agresivamente. Enmudecí del miedo, porque fracasar en ese punto, significaba volver al frente a buscar la muerte. Sin embargo, Mario le dijo con mucho aplomo: “Necesitamos llevar a este herido urgente, dejen pasar por favor!” Pérez Cometo me miró fijo. La insoportable mirada me llevó a sujetar el brazo del herido tan fuerte, que en verdad terminé aferrándome a él -y a la vida- mientras lograba sostener esa mirada con una serenidad que nunca supe de dónde me apareció. El capitán tenía curiosidad por saber cómo había sido el combate. Parecía un perro de pelea enjaulado. Quería combatir, para eso él se había preparado. Al mismo tiempo, Pérez Cometo se mostraba furioso, porque algunos soldados pasaron corriendo, replegándose, sin ni siquiera 92

parar como nosotros. Más adelante en el tiempo, nos enteramos de que el capitán Pérez Cometo había realizado simulacros de fusilamiento a los que se estaban replegando sin permiso. Con perversidad, sumaba terror al horror Mario le dijo: “Fue una carnicería, ahora déjennos pasar” Y agregué: “Nos cayeron toneladas de fierro.” A lo que el Capitán contestó: “Pasen, ¡pero lo dejan al herido y vuelven aquí!” Seguimos casi corriendo junto a Mario, mientras el pobre herido se quejaba por el dolor. Llegábamos al Moody Brook, que era el antiguo cuartel de los Royal Marines, ocupado luego del 2 de abril por las tropas argentinas, cuando escuchamos una gran explosión y vemos altas llamas que salen del edificio. Al intentar acercarnos más, oímos silbidos. Eran proyectiles de armas portátiles, que comenzaban a detonar por el fuego. Durante unos doscientos metros tuvimos que arrastrarnos, hasta que sobrevino una segunda gran explosión. Me preocupé pensando en Ignacio María Indino, un compañero de colegio, a quien le decíamos IMI. Era un tipazo, él dormía dentro del edificio, era asistente de un mayor de apellido Banetta. IMI me había entregado algo de comida las pocas veces que pude detenerme a hablar con él, mientras hablábamos acerca de cómo nos íbamos a comer el asado en Adrogué, a nuestro regreso. Él nunca debió haber sido convocado, ya que era hijo único de madre viuda, una prestigiosa cantante lírica del Teatro Colón. El Hospital de campaña Seguimos caminando. Seguramente IMI estaría a salvo, ya que afuera del edificio había posiciones que estaban bien construidas. Lentamente pudimos llegar hasta el final de la bahía, al galpón de chapa curvada desde el piso que en otro tiempo, se utilizaba para albergar a las ovejas, y en donde ahora estaban atendiendo a los 93

heridos. Lo que vi al ingresar ahí adentro, fue dantesco. La luz que daban algunos focos que iluminaban el trabajo de dos médicos, era insignificante. Observé perplejo cómo trataban de acomodar a unos cien heridos acostados sobre el piso de tierra, alineados contra las paredes de chapa, tapados con mantas, algunos con suero y con una M marcada bien grande sobre la piel de sus frentes. Todavía hoy mi memoria puede escuchar vívidamente los gemidos de dolor. Mario entregó al herido, y junto a él nos acercamos a los médicos. Eran dos oficiales médicos que estaban cansados y desmoralizados. Escuchamos que uno de ellos lloraba y le decía al otro: “¡Son demasiados, no tenemos elementos, se nos están muriendo como pajaritos!” Afuera se sentían los estruendos de las bombas, cada vez más cercanos. Para aquietar la angustia, decidimos salir a tomar un poco aire, cuando de pronto escuché una voz débil voz que me llamaba: “¡Mike!” ¡Era mi amigo Roberto! De la alegría casi me tiro encima de él. Cuando lo abrazo, veo que sobre su frente tenía dibujada una M de morfina- bien visible. Cuando lo tomé de sus manos, en una de sus muñecas leí una etiqueta que decía “Esquirlas intestino.” De inmediato recordé su puteada, el agujero de su campera, nuestra incertidumbre por no saber lo que le había sucedido. El pobre parecía como si estuviese borracho y se reía sólo como un opioide puede hacer reír a alguien a pesar de sus males. Debajo de la manta había escondido un paquete de galletitas Lincoln, pero me convidó con una. Me alegré mucho de verlo con vida, pero también me preocupó la falta de personal médico, porque los heridos seguían llegando en cantidad a ese lúgubre galpón, y lo que veíamos, era únicamente a esos dos. Mario Volpe desapareció de mi vista, así que después de abrazar a mi amigo, salí a buscarlo. Para mi sorpresa, en ese momento aparecieron Alan Craig, Adrián Gómez Csher y el correntino Martegani, que unas horas antes habían llevado a Roberto al 94

galpón, y se habían quedado por los alrededores. Me abracé con ellos con auténtica alegría. Fue muy hermoso no sentirme tan solo en ese momento. Mientras conversábamos afuera del galpón, podíamos ver el cielo iluminado por las explosiones, sobre las montañas que habían sido nuestras posiciones. Los ingleses seguían disparando sin parar. Por nuestra cuenta, resolvimos sacar a Roberto de ahí. Desconocíamos la gravedad de sus heridas, sólo le habían inyectado la morfina para que no sienta el dolor, y en ese galpón se iba a terminar muriendo. El capitán modelaba look de guerra Acordamos llevarlo al Hospital del pueblo, a unos seis kilómetros de ahí. Con eso, no sólo estaríamos salvando a Roberto, sino que nos estaríamos salvando nosotros. Sin consultar a nadie, conscientes del caos instalado en ese lugar de tanto padecimiento humano, tomamos una camilla y enfilamos hacia la Ross Road, que es la avenida costanera de Stanley, hacia el pueblo. La idea era ir al Hospital trasportando al herido, pero cuando hicimos los primeros quinientos metros, nos detuvo un Jeep. Era el capitán Grau, de nuestro Regimiento. Cuando bajó la ventanilla llegó hasta nosotros el aroma del buen perfume francés que salía del habitáculo, y el vaho de la calefacción. Se notaba que el hombre estaba íntegro, saludable, recién bañado y afeitado. Su casco y sus antiparras lucían prolijamente ubicadas. Parecía un modelo haciendo la publicidad de un jeep en una guerra de fantasía. Nosotros en contraste, éramos una mezcla de sobrevivientes de Auschwitz con deshollinadores de chimeneas. Habíamos perdido demasiados kilos, estábamos descarnados, éramos puro cuencas de ojos y dientes. Y estábamos negros de cocinar con un mal combustible adentro de las carpas. Mirándonos desde la altura de su asiento y hasta con cierto aire de suficiencia, nos preguntó qué estábamos haciendo con el herido. Cuando se lo dijimos, nos ordenó que lo cargásemos en el jeep, 95

que él lo iba a trasladar, pero que nosotros volvamos al frente. Grau parecía que iba a una fiesta, y pretendía mandonearnos. No lo respetamos. Él, luciendo robusto como se lo veía, no parecía haber estado en ningún combate. Nosotros sí. No sé como explicarlo, pero en mi interior crecía una clara indocilidad, alimentada por la injusticia de ver lo que veía. Encima, me sentía acelerado, como activado por los cohetazos. Pensaba y resolvía todo con intrepidez, pero con todos los sentidos finamente concentrados. Creo que el instinto de sobrevivencia me ayudaba y fomentaba mi impulso. Y a esto se le sumaba la enorme alegría de estar vivo, que me invitaba a valorar con mucha intensidad cada segundo de vida. Ya nos sentíamos veteranos. Teníamos una velocidad mental superior a la de algunos oficiales que no habían estado en combate. El Hospital de Stanley Dejamos que el jeep se alejase y cuando lo vimos perderse en la distancia, dimos media vuelta y volvimos a marchar en dirección al pueblo. La decisión de vivir ya estaba tomada. No nos importaba nada después de lo que habíamos pasado. Íbamos caminando por el camino ribereño, a cuyo flanco se recostaba una barranca que se hundía en la bahía. Cada vehículo que pasaba nos obligaba a escondernos barranca abajo, cuerpo a tierra. Cuando no había señales de movimiento, volvíamos a emprender el camino a Puerto Argentino. Seguimos avanzando. Adrián tenía una estrella de subteniente que le había dado un oficial amigo del Regimiento. Se la colocó cuando llegamos a una barricada, en las afueras del pueblo. Había oficiales de alto rango que nos pidieron identificación. Adrián, con la estrella colocada sobre el pecho, contestó con solidez: “Subteniente Gómez, del Regimiento 7 Compañía “C” en repliegue.” Estaban sorprendidos por nuestro aspecto, y muy nerviosos. Nos empezaron a preguntar detalles acerca del combate. ¡Hasta 96

sentíamos que dominábamos la situación!, nos sentíamos indestructibles… “Es una carnicería, déjennos ir al Hospital, queremos calentarnos un rato.” “¡Sí claro, por supuesto!” Mientras nos retirábamos de la barricada, escuchamos que nos gritaron: “¡Viva la Patria!” Nos dimos vuelta y alcanzamos a decirles, aunque en voz baja: “¡¡Viva!!” Se habían quedado mirándonos atónitos. Noté en cada uno de ellos una expresión de terror. ¿Se habrían dado cuenta de lo que les esperaba? A veces pienso que no todos vivimos la misma guerra. Desde el capitán Grau –modelando look beligerantepasando por estos muchachos que lo único que escuchaban desde allí eran estruendos, no imaginaban que la cosa venía en serio. Nosotros les habremos producido horror. Probablemente éramos lo que nunca hubieran querido ver. Nuestro aspecto manifestaba que en el frente no se estaba jugando a la batalla naval. Que éramos juguetes del destino. Y sí que lo éramos, pero nosotros no jugábamos. Ya nos habíamos transformado en hombres. En hombres viejos. Y muchos, en hombres muertos. Eché un vistazo hacia Monte Longdon, y el espectáculo era impresionante. Los destellos de los impactos de artillería y algunas bengalas resplandecían en la distancia. Aunque esa vez todo ocurría mucho más cerca de Puerto Argentino -Port Stanley para los ingleses- que de nosotros.. Al llegar al pueblo, advertimos las primeras casas. En un momento habíamos pensado en ocupar alguna de ellas para poder dormir. Pero decidimos no desviarnos del objetivo, que era el de llegar al Hospital. Ahí nos atenderían y probablemente hasta nos diesen algo caliente. Cuando llegamos, nos miraron con asombro. La misma reacción que en la barricada, una mezcla de asombro, respeto y curiosidad. Sin dudas, veníamos de otra guerra. De la peor geografía de la 97

guerra. No sólo había una diferencia enorme entre nuestro aspecto y el de los compañeros que habían estado en el pueblo. También había mucha diferencia entre nuestro espanto y el de ellos. Nuestro espanto se enfrentó con el monstruo y fue su blanco y su meta. Y nuestro aspecto, propio de quienes no fueron asistidos por la providencia, era el de haber sobrevivido a la muerte en la intemperie. En cambio ellos, si bien habrían padecido soledad, miedo y angustia -¿quién lo duda?- durmieron dentro de galpones o de casas, comieron lo necesario, vieron la lluvia detrás de los cristales. Y de la guerra, vieron un resplandor lejano. Como corroborando mi pensamiento, apareció el sargento primero Alcaide recién terminado de duchar, peinándose y acondicionándose el uniforme. Se suponía que él debía estar también en el frente con nosotros, tal como lo había ordenado Grau. Sin embargo, todos nos encontramos allí. Alcaide había compartido la posición con Alan y con Adrián. Nosotros le decíamos: “Alcaloide…” “¿Qué es lo que hace acá, mi sargento?”, le preguntamos, aún sabiendo que se había replegado unas siete horas antes que nosotros. “Yo estuve en Tucumán, sé lo que es esto y no quiero más lola,” nos contestó. Sin dudas, de este lado la guerra ofrecía un mejor aspecto… Pasamos al hall principal, desde donde veíamos llegar a los heridos. Como estábamos exhaustos, nos recostamos en el piso a descansar. La calefacción era muy relajante, una hermosa recompensa después de estar a la intemperie durante sesenta días, soportando quince grados bajo cero. Cerré los ojos por un momento, cuando escuché que alguien gritó: “¡Está Roberto!” Nos acercamos a su camilla en donde un Roberto que por la morfina que le habían inyectado se cagaba de la risa de todo, nos miraba con extrañeza. “Lo trasladan en un Hércules al continente”, comentó un compañero. Entonces, ahí mismo lo despedimos. “Me voy a morir”, me dijo despacito mientras me miraba fijo. 98

Aterrorizado. “No seas boludo que vos te vas de vuelta a casa, los que vamos a morir somos nosotros”. Después divisé a otro chico de nuestra compañía, a Carlos Mercante. Me acerqué hasta su camilla. Estaba tapado con una manta, muy asustado. Me arrodillé a su lado, y también él, como Roberto, me dijo: “Me voy a morir. Me dieron en la pierna.” Y empezó a llorar como un niño, puchereando. Le tomé de la mano que no tenía el suero, para contenerlo un poco, y cuando miré hacia abajo de la camilla, vi caer gotas de sangre hacia el piso. Una tras otra. Como una canilla que pierde. Carlos se estaba desangrando y no podía hacer nada por él. Se me llenaron los ojos de lágrimas, así que acariciándole la frente, le dije casi con ternura: “No, no te vas a morir, vos te vas, y te van a operar y te vas a curar. Quedate tranquilo, que te vas ahora en el Hércules.” Mi primera ducha caliente Fui al baño del Hospital y por suerte había duchas. Así que sin pedirle permiso a nadie, me saqué la ropa y me dí un baño caliente. En ese momento nadie nos controlaba porque el combate se desarrollaba a unos cuatro kilómetros de ahí, y se escuchaba el estruendo de las bombas. Todo el mundo estaba muy asustado. Para nosotros, que veníamos del infierno, esto era el cielo. Cuando salí al pasillo, se abrieron de una patada las dos puertas vaivén y entraron dos soldados sosteniendo a un herido que se abrazaba a sus cuellos, en medio de grandes muecas de dolor. Tenía los pantalones caídos y sangraba a chorros por detrás, en varias partes. Era una urgencia, lo llevaban a operar. Pese a lo infortunado que era todo lo que estábamos viendo, nuestros cuerpos nos exigían dormir. Así que bañados y relajados, nos volvimos a acostar en el piso. Habremos dormido profundamente unas dos horas, cuando nos sacudió un enfermero que nos dijo: 99

“Muchachos, lamentablemente se tienen que ir. Están llegando muchos heridos y ya no tenemos lugar.” Para nosotros la noticia era sombría. No se trataba sólo de trasponer el umbral de salida y partir, sino que se trataba de quedar a la intemperie física, a la intemperie psíquica y a la intemperie espiritual. Afuera nos esperaban el frío insondable, el hambre y el abandono a nuestra suerte. Era como si Dios nos hubiera echado del Paraíso. Desmoralizados, emprendimos la caminata hacia el centro del pueblo. La noche estaba inconmoviblemente húmeda y helada. La providencia brillaba por su ausencia. Nuestra consigna era volver a encontrar un techo. Un adentro. Un algo que nos sacase de la intemperie. Aún caminando por el centro, llegamos a un galpón. Decidimos meternos allí, aunque el piso estuviese mojado y el frío fuese igual al de afuera. Ya no nos quedaban más fuerzas para seguir buscando, así que caímos desplomados por el cansancio y el hambre, sobre un helado piso de cemento húmedo. ARGENTINA, Junio 12,N° E150 COMUNICADO N° 150 El Estado Mayor Conjunto comunica que en día de ayer, 11 de junio de 1982, a 23:00 horas, fuerzas inglesas iniciaron un bombardeo indiscriminado sobre la ciudad de Puerto Argentino, matando a 2 mujeres de 46 y 30 años e hiriendo a otras dos, de 30 y 35 años respectivamente y a 2 hombres de 35 y 32 años. Todos los afectados son residentes de las islas, Kelpers, que fueron sorprendidos por el bombardeo naval en sus hogares. En relación con el hecho señalado, este Estado Mayor Conjunto señala con especial énfasis que durante todos los bombardeos navales realizados por las fuerzas inglesas hasta la fecha, jamás se había atacado la población civil, que en este caso se convirtió en blanco prioritario. Cabe consignar que los modernos sistemas de tiro que emplea el enemigo, como así también su adiestramiento y experiencia descartan que lo sucedido pueda haber sido producto de un error. Este ataque, realizado sobre inocentes pobladores civiles, unido al efectuado por aeronaves inglesas

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sobre el buque hospital «Bahía Paraíso», llama seriamente a la reflexión sobre la falta de respeto por los derechos humanos puesta en evidencia por Gran Bretaña, actitud que sin lugar a dudas, constituye un baldón para el mundo occidental. Todo lo enunciado contrasta visiblemente con el accionar de las Fuerzas Argentinas que en todo momento han actuado con el máximo de mesura y humanidad, como lo prueba el hecho de que tomaron las islas sin producir bajas entre las fuerzas inglesas, los habitantes ni afectar sus bienes y/o propiedades. ARGENTINA, Junio 12,N° E151 COMUNICADO N° 151 El Estado Mayor Conjunto comunica que en la madrugada de hoy, 12 de junio de 1982, fuerzas inglesas iniciaron un ataque terrestre sobre las posiciones propias en el área de Puerto Argentino. Actualmente se libran, en la zona mencionada, fuertes combates.

En manos de psicópatas Cuando amaneció, empezaron a llegar muchos soldados más de otras compañías en repliegue. Nuestros superiores intentaron reorganizar -en una fuerza conjunta- a los hombres de las compañías “B” y “C”, y pusieron a cargo al mayor Carrizo Salvadores para disponer un contraataque. ¡Nos queríamos morir! ¡No podíamos creer que nos iban a rearmar y mandar otra vez al frente en el estado en el que nos encontrábamos! Si existía una pesadilla de la que nunca parecíamos poder despertar, ¡era esa!, lo más parecido al castigo de Prometeo… En la mañana del 13 de junio se hizo una misa que estuvo a cargo del capellán del Ejército. Engominado y pulcro, el hombre lucía bien abrigado con su campera de plumas y su pañuelo estilo camouflage al cuello. El sermón me resultó muy difícil de tragar. Este capellán devenido militar, sombrío vocero de un mensaje que no era el que había venido a dejar Jesús al mundo, nos arengaba haciendo gala de una obsesión fundamentalista. En su boca la palabra muerte no sonaba a consuelo ni a misericordia, sonaba a jinetas por ganar bajo 101

mandato de muerte, en el nombre de Dios. “Ustedes van a derramar su sangre por esta bendita tierra. ¡Tienen que sacar todas sus fuerzas y destrozar al enemigo! Dios no acepta a los cobardes. El Señor sólo ve con buenos ojos a ustedes que van a ser héroes de la Patria. ¡Esta batalla será histórica y aleccionadora para el enemigo británico y para los ojos del mundo entero!” Sentí que de algún modo estábamos en manos de psicópatas. Y encima, ver la silueta de algunos suboficiales y soldados comulgando, me terminó de convencer acerca de lo absurdo que era todo. Una rebeldía interna trataba de convencerme de no ser una oveja más de este rebaño loco. Pasaron las horas. Nos dieron correajes, cargadores, un FAL y cascos nuevos. Y cuando estuvimos todos nuevamente alistados para partir, se formaron dos columnas de soldados para subir a los camiones “Unimog”. Me sentía como una res apartada del corral, a punto de entrar a la manga del matadero. Con mi grupo de amigos, nos miramos y dijimos: “¡Tenemos que zafar de esto!” Era de noche, así que aprovechamos para ir quedando a la zaga. Decidimos saltar detrás del cerco de una casa y esperar que todos se fuesen. Los demás soldados parecían hipnotizados: marchaban resignados. ¿Por qué no lucharían ellos también por librarse del injusto mandato? No era por euforia patriótica, ¡habían aceptado ser los espectros de un sueño ajeno! Cuando desaparecieron todos, luego de transcurrida una larga hora, salimos nuevamente en busca de un techo. En el centro de Stanley –a orillas del mar- había una casa que servía de oficina, en la que vivía gente del ejército y de la marina. Decidido, me adelanté y les pedí un lugar para dormir, total ellos no conocían los planes de los dementes que pretendían mandarnos a la muerte a nosotros. Nos recibieron con mucha cordialidad: “Pasen y duerman en el piso, ningún problema.” ¡Hasta nos dieron comida! Creo que de algún modo canjeamos esa 102

especie de confort, por el relato de primera mano de lo que sucedía en el frente. Satisfecho, dormí en el piso como un animal, durante toda la noche. A la mañana siguiente, 13 de junio, me despertaron los gritos de nuestros anfitriones: “¡Está cayendo artillería inglesa sobre el agua de la bahía!” Esto ocurría a unos cien metros de donde estábamos. Escuchaba medio dormido cómo los tipos habían entrado en pánico y se habían puesto como locos, con todo el correaje y armamento puestos. Reconocí esa aceleración y esa incertidumbre, por haberlas vivido. Cuando me levanté, comí unas tortas fritas con mate que -demás está decir- me parecieron un manjar. No podía creer que me ofrecieran de sus tortas así, sin más ni más. Nosotros habíamos vivido lo contrario: el individualismo de nuestros superiores. En cambio ese tipo de actitudes que me sonaban extrañas, no abundaban en el frente. Salí del lugar de buen ánimo. El pueblo estaba lleno de soldados replegados, desorientados. Parecía no haber ni orden ni mando. Un caos generalizado hablaba de un fin que ya estaba cerca. Nos ordenaron caminar hacia el aeropuerto durante una hora. Supuestamente nos preparábamos para la gran batalla final. Otra vez se me cayó el alma al piso. Al frío que hacía ese día, no lo voy a olvidar nunca. Se clavaba como cuchillas de hielo en mi magro cuerpo. Era un frío con una intencionalidad letal. Nos hicieron detener la marcha y esperar en las banquinas. Nos agrupamos de a treinta más ó menos, e hicimos fuego con cualquier cosa que encontrábamos al borde del camino: papeles, maderas, ¡algo para calentar un poco las congeladas manos! Imprevistamente, nos dieron la orden de volver al pueblo. No se aclaraba qué era lo que pasaba. El caos estaba en la plenitud de su desarrollo. Al ingresar al pueblo comenzamos a intuir que se había producido la rendición. Se veían soldados abrazándose por las calles, algunos que lloraban. Otros que se reían al comprobar que su amigo estaba vivo. Eran abrazos increíbles, con una euforia y carga emocional 103

que nunca antes había visto. Adrián Gómez Csher, con un gesto le preguntó al jefe del Regimiento, el teniente coronel O. Jiménez “¿Por qué?” Y Jiménez le explicó brevemente -y como con vergüenza“Porque tienen mejor artillería.” Para ser sincero, debió haber respondido: “porque tienen artillería”. Porque la nuestra, parecía de juguete. Pero igual, todas esas preguntas y sus respuestas me parecían superficiales al lado de la increíble emoción y alivio que estaba sintiendo. Y es el día de hoy que cuando escucho la palabra “alivio”, viene a mi mente como en una especie de flash, ese maravilloso momento. En realidad, nadie nos había dicho que había llegado el fin de la guerra, pero no hacía falta, toda esa euforia, ese singular caos y la tristeza mezclada con la alegría, eran muy elocuentes. Seguí caminando –esta vez, solo- por la costanera hacia el lado de la Casa del Gobernador, y me detuve frente a ella. Ya se veía a los primeros ingleses entrando al pueblo. Me detuve a conversar con uno de ellos, en el momento en que iba a abrir los containers que estaban en el jardín de esa casa que había utilizado Menéndez. Parecía no extrañarle que yo hablase inglés, así que me dijo: “Estoy abriendo estos containeres para que ustedes tomen lo que hay adentro. Estas cosas son suyas. ¡Sírvanse!” En tanto me preguntaba: “¿Esto es Stanley?” “Sí…esto es todo”, le contesté “¿O sea que vinimos a pelear por esto? ¡No lo puedo creer!”, me dijo el soldado inglés. Yo tampoco lo podía creer, pero preferí hacer silencio… De ahí en más, en encuentros con los ingleses ellos nos ofrecían monedas de su país a cambio de algún souvenir nuestro. El primer container estaba lleno de chocolates “Shot”. Me comí como cinco juntos y me guardé como treinta en los bolsillos. El segundo estaba lleno de botas de goma “Pirelli” negras, con un sello adentro que decía EA (Ejército Argentino). Ahí nomás me saqué los borceguíes y las medias mojadas y me puse un par de medias de lana de la Estancia Murrell, y las botas secas. ¡Me sentía en la Gloria! 104

Luego de hablar con los ingleses, me encontré con Alan y con Adrián. Los británicos estaban a cargo ahora, y les daban las órdenes a nuestros oficiales. Nos llevaron a un galpón que servía de gimnasio para el pueblo. Era una cancha de básquet con piso de pinotea, y allí fueron juntando a toda la tropa argentina. De a poco nos fueron alcanzando comida envasada que sacaban de los containers, para darnos de comer. Se veía a grupos de soldados tratando de abrir latas de dulce de batata con cualquier utensilio. Hasta hubo algunos que probaban abrir las latas a codazos o con los pies, saltando arriba de ellas, con la imaginada consecuencia de un instantáneo baño de dulce sobre la ropa de quien trataba de abrir la lata. Como muchos se descompusieron y empezaron a vomitar y a evacuar dentro del mismo gimnasio, entró un inglés y nos ordenó ir a vomitar afuera. Había sido tanta la desnutrición que cualquier comida que probásemos, la vomitábamos casi inmediatamente. El organismo no estaba preparado para comer tanto y tan desaforadamente. Para los ingleses resultó sorprendente el estado en el que se encontraba la tropa argentina. Inmediatamente se dieron cuenta de que estábamos en una situación tal, que lo único que nos interesaba era la comida. Por eso la vigilancia al principio no fue muy estricta. Se podía salir si uno pedía permiso. Con Alan y Adrián encontramos en un galpón un bloque congelado de carne. Nos escabullimos por el fondo de una casa y prendimos fuego en un tambor y con algunos palos que encontramos tratamos de asar la carne. Estaba deliciosa. Desde la ventana, pudimos ver a unos soldados ingleses que junto con la dueña de la casa, nos miraban con asombro y con lástima. Los saludamos y les hicimos gestos para que se quedaran tranquilos, que ya nos íbamos. Sonrieron y asintieron como diciendo: “¡Buen provecho!”, y nos dejaron terminar de comer esa delicia. Todas estas horas que estuvimos como prisioneros de los ingleses, fueron placenteras, aunque en realidad ellos no se involucraron con nosotros, salvo para hacer que algunos de nuestros compañeros limpien la ciudad. La basura que dejamos era escalofriante, y se había transformado en el fiel espejo de quienes 105

nos habían dado las órdenes. Desde restos de equipos tirados por todos lados, mantas, cascos, cantimploras, en fin, todos nuestros equipos quedaron ahí. Y algunas casas de kelpers todavía humeaban debido al fuego naval inglés. Cuando digo que fue un placer, no lo digo por el trato de cortesía del inglés, sino por el alivio que significaba estar vivo luego de haber pasado por ese infierno, por eso también era un placer saber que la vuelta a casa ya estaba cerca. Soñábamos despiertos pensando en cómo nos iban a malcriar nuestras familias y amigos. Éramos tan jóvenes, tan inmaduros antes de ser veteranos, que incluso pensábamos que nos iban a recibir como héroes y que probablemente desfilásemos sobre un auto descapotable por las calles de Adrogué. Eso era lo que en verdad pasaba por mi mente en ese momento. En otra de mis salidas del galpón, entré al correo. Una oficina de estilo británico, con alfombra colorada y una foto de la reina en la pared. De golpe, entra un oficial argentino y nos ordena destrozar el lugar. Incluso nos pregunta: “¿Quién tiene ganas de cagar?” Uno se ofreció ¡y evacuó adentro del cajón del escritorio principal! Eso sí, cuando terminó, lo dejó cerrado. De pronto, un inglés que había entrado en ese preciso momento, se volvió loco de la bronca cuando vio lo que habíamos hecho. Nos sacó a todos a patadas, pidiendo ayuda a sus compañeros. La consigna que habíamos recibido del Ejército ese día –fiel a su espíritu depredador- fue romper en forma disimulada todo lo que se pudiera. Por ejemplo, inutilizamos todos los vehículos argentinos: a los jeep Mercedes, VTT, se les echaba arena al radiador y se les tiraban las llaves al mar. Cuando los ingleses vieron que comenzábamos a hacer destrozos en algunas casas, se pusieron muy firmes y trataron de acelerar la evacuación de los prisioneros.

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Capítulo 8

EL CANBERRA

Esa misma noche, creo que era la del día 15 -o el 16- nos dieron la orden de enfilar hacia el muelle. Por lo que averigüé, nos trasladarían a un barco que se llamaba Canberra. El alivio se hacía cada vez más placentero a medida que me daba cuenta de que ya nos quedaban pocos minutos en las Islas. Así no las queríamos. Así no. Habrá mil modos de pelearlas, pero así, no. Al llegar al muelle nos revisaron a uno por uno y nos palparon minuciosamente para que no subiésemos con armas. Le hablé en inglés al que me palpaba y le aclaré que lo único que tenía eran cartas de mi familia, a lo que me respondió muy asombrado, ¿en donde aprendiste a hablar inglés? Entonces le expliqué que soy descendiente de irlandeses. Su respuesta no tardó en llegar. Con un gesto amigable le dio una patada a mi trasero al tiempo que me decía: “Uyy, este es doble enemigo ¡argentino e irlandés! ¡Adelante! ¡Fuera de aquí!” Lo que en un primer momento creía que era el Canberra, resultó ser un pequeño barco kelper de pesca, que sirvió para el trasbordo. Lloviznaba. Hacía muchísimo frío. Era de noche. Cuando estuvimos completos, el barco empezó a moverse del muelle y a alejarse. Sólo Dios conoce el desamparo que me embargó cuando miré cómo se alejaba la costa. Tenía la rara sensación de estar viviendo dentro del guión de una película y no dentro de la realidad. 107

Traté de grabar esas imágenes para siempre en mi retina, ¡y se me labraron a fuego! Ahora querría olvidar algunas, especialmente las más dolorosas, las que me traen los rostros llenos de espanto de mis amigos muertos; de mis compañeros conocidos y los de los que no conocí, pero que seguramente eran tan honorables hijos como cualquiera de nosotros, los que sobrevivimos. Quisiera poder olvidar los rostros de los mutilados, transfigurados por el dolor; las miradas de terror; los añicos del cielo, surcados por el fuego de la muerte; los cuerpos derrotados por el hambre; los cuerpos sometidos al maltrato y a la humillación por militares argentinos ensoberbecidos por el poder… Pero por desgracia, me acuerdo de todo. Qué impiadosa es la mente. Mientras el barco se iba alejando, comprendía que por fin eso tan espantoso había terminado. Con una extraña melancolía miré por última vez esas tres casas tan especiales que hay cerca del muelle, y todas las luces amarillas que bordean las costanera de Stanley, hacia la derecha. Mientras miraba hacia Mont Longdon pensaba: “Esto que pasó quedará en mi memoria para el resto de mis días, estoy seguro. Adiós Malvinas, adiós Stanley, juro que algún día volveré, lo prometo”. Con los ojos llenos de lágrimas miré por última vez ese paisaje, pensé en mi futuro y aferrado a mi propia promesa, le di la espalda. Ya con otro ánimo, me puse a charlar con el kelper a cargo del barco. Le comenté que era de Temperley, un suburbio en las afueras de Buenos Aires, y él me contó que hubo un angloargentino como gerente del Globe Store, que también era nativo de Temperley. Parece que el hombre era toda una institución en Stanley. Su nombre era Enrique Rowe. El Globe Store era el alma de Stanley, un almacén de ramos generales completísimo. Se compraba allí desde una cubierta para rodados hasta un tubo de pasta dentífrica. El día de la rendición, había sido incendiado por militares argentinos. El kelper, en tanto mi mente se retiraba y regresaba al lugar, me seguía explicando acerca del Canberra: que era un barco grande, que por su calado no podía llegar hasta el muelle, sino que había 108

que abordarlo desde ese barco, y otros detalles por el estilo. Bastaron unos pocos minutos para que al girar mi cabeza, descubra al famoso “Canberra”. Al acercarme, lo único que pude ver fue lo que parecía ser un enorme muro blanco iluminado por cientos de ventanas. Por fin regresaría a la civilización. Miente, miente, que algo queda Nos colocamos a la par, pero el barco kelper estaba a más de dos metros por debajo de la compuerta: tendríamos que trepar a través de una soga con nudos. Los ingleses tenían que ayudarnos a subir, porque nuestras fuerzas estaban aniquiladas. Estaba tan débil que lo único que alcancé a hacer fue aferrarme a la soga con lo que me restaba de fuerzas, y dejar que los ingleses me remontasen desde arriba. Al subir me volvieron a palpar de armas y a registrar. Automáticamente pensé en la supervivencia y traté de acomodarme lo mejor que pude para obtener comida y zafar mejor trato. Así fue como les dije que hablaba inglés. ¿En donde aprendiste a hablar tan bien? “Estuve estudiando en Inglaterra”, les mentí… “¿Sí? ¿En dónde?” Por un segundo pensé: “¡Acá estoy perdido!”, pero inmediatamente se me ocurrió: “En Tottenham”, volví a mentir... Gracias a que Ardiles estaba en esa época jugando fútbol en esa ciudad, fue la única ciudad que se me vino a la cabeza. Por esa cosa de la edad y de la fantasía adolescente, les seguí fabulando, diciéndoles que mis padres eran ingleses y que yo estudiaba en la Argentina. Claro, ¡ni lo podían creer! Entonces, porque casi me sentían como a alguien de los suyos, me apartaron y me dijeron que necesitaban ayuda con las traducciones, que había mucho trabajo con los heridos y que nadie hablaba castellano. Me puse a disposición y empecé a sentirme útil. Me dieron una tarjeta con el deck y el número de camarote en el cual me ubicarían. Me dirigí hacia allí y luego de charlar con los otros tres argentinos con quienes compartí el camarote, nos acostamos a dormir profundamente. 109

Casualidades Los camarotes tenían cuatro cuchetas. Los colchones habían sido sacados, pero habían puesto salvavidas que servían como colchones. Eran alfombrados, tenían música funcional y baño privado. Era un hotel flotante. En realidad era un trasatlántico de lujo que había sido rentado por la Armada Británica para el desplazamiento de sus tropas. Al rato golpearon la puerta y entró un inglés preguntando: „Is Savage here?” Escuché mi apellido pronunciado en inglés, pero pensaba que estaba soñando, hasta que me despertó el zamarreo de uno de mis compañeros. El inglés me pidió si lo podía acompañar. Mientras caminábamos por los pasillos le pregunté su apellido, “soy el cabo Burnett”, me contestó. Muy sorprendido le comenté que era el mismo apellido de mi madre: Jean Burnet Hunter, aunque el de ella se escribe con una sola letra “t”. ¡Me pareció increíble! El cabo me llevó a ver al mayor del Regimiento 3 de Paracaidistas –británico- Martin Osborne. Un hombre regordete, canoso, de unos 42 años, de apostura militar, inflado de orgullo británico por haber vencido, y además, intentando recordármelo a cada momento. Se sorprendió al escuchar cómo sonaba mi inglés, y por mi uniforme: el pulóver de la Estancia Murrell y las botas “Pirelli”. ¡Consideró que parecía un tambero! Me explicó que necesitaba que lo ayudase a dar las indicaciones de horarios de comidas, etc., a los prisioneros argentinos. Cuando me preguntó mi nombre y le dije: Michael Savage, renovó su asombro. Luego, ya saliendo de su verborragia militar, me explicó que ellos también tenían un piloto de helicóptero con igual nombre y apellido. Nos quedamos muy sorprendidos ambos.

Empezamos la recorrida por los camarotes explicando uno por uno los horarios. Algunos muchachos estaban todavía muy 110

asustados, creían que los iban a torturar o algo así, y me preguntaban ansiosos qué iba a ser de ellos. A cada uno, el mayor le contestó que no se preocupe, que todo iba a estar bien. Traductor honorario Las tareas de traducción en el Canberra eran intensas. Me llevaron a un salón enorme en donde tenían a los heridos. Allí estaban los colchones que faltaban en los camarotes. Y sobre ellos, tendidos, los heridos ocupando todo el salón. Algunos estaban recién operados, recibiendo suero a través de las vías. Se percibía una organización excelente. Tuve que traducir peticiones de los heridos y también, en algunas intervenciones quirúrgicas, pues por la Convención de Ginebra, debían operar en equipo un oficial médico argentino y uno inglés. El primer caso que me tocó traducir no fue una herida de guerra ni nada que se le parezca, sino que fue –irónicamente- ¡la operación un soldado que padecía una peritonitis! Los médicos ingleses me dijeron que no estaba obligado a ayudarlos, pero que les sería muy útil si lo hiciese. En verdad me sentí muy útil, por lo tanto pensé: “Esto es para lo que vine, este es mi verdadero rol en la Guerra de Malvinas.” Y durante esos días, ayudé ordenar la tragedia, a desandar el caos. Eso sí, cuando amputaban algún miembro, me avisaban para que pudiese retirarme un momento fuera del quirófano, porque eso me descomponía. El primer día a bordo nos fueron sacando de los camarotes a todos, aunque por turnos, para caminar y tomar aire fresco en la cubierta. Lo único que hacíamos era circular alrededor del barco. Era un día diáfano, frío pero no tanto como en las islas. Me detuve en la popa junto a unos compañeros a mirar la estela blanca que dejaba la nave, cuando de pronto, la estela empezó a tragar los objetos que arrojaban desde un deck situado debajo de nuestra cubierta. Allí fue a parar todo el equipo argentino que se había confiscado. Muchos colimbas, y me incluyo, habíamos subido al barco con las 111

mantas del equipo aligerado sobre los hombros, porque fueron esenciales durante la guerra para defendernos del frío. ¡Nadie quería desprenderse de ellas!, pero al subir al barco era tal el olor que despedían, que fueron rápidamente confiscadas. Flotando en medio de esa estela blanca, había miles de mantas verdes del Ejército con su raya negra en el medio, y también miles de cascos. Ese fue el fin de nuestro equipo aligerado… Los cascos flotaban luego de caer, y durante un largo rato, también las mantas. Miles y miles de mantas hundiéndose como alas vencidas. Esa es una imagen que quedará en mi mente para siempre. Una mirada aciaga, pero a la vez, un símbolo del alivio. Era la confirmación de que lo peor, había terminado. El cielo azul y el magnífico color de las aguas del Atlántico Sur, invitaban a ser plasmados en el remate de una película: faltaba el anuncio que diga FIN. Hubiera quedado perfecto. La venganza es un plato… Dos veces por día nos llevaban al comedor del barco, que también era de enormes proporciones. Como en una cadena de montaje, pasábamos por la cocina haciendo una larga fila, cada uno con su bandeja preparada. Allí mismo nos servían a cada uno nuestra comida, acompañada de café y un cigarrillo. Ese momento nos resultaba agradable. En la cocina nos ponían los resultados del Mundial‟82. Argentina había perdido y se burlaban de nosotros, ¡también por el fútbol! Como el cabo Burnett resultó ser muy cordial e inquisidor acerca de nuestra estadía y supervivencia, pude comentarle acerca de nuestras penurias en manos del sargento “Urco”, la manera en que había estaqueado, violado encomiendas, y muchos otros excesos cometidos con los pobres colimbas. De paso le conté como un día me pescó robando una lata de roast beef, y para castigarme me hizo poner de rodillas, mientras me apuntaba con su pistola 9 mm haciendo fuerte presión sobre mi cabeza, gritando y amenazándome con disparar, en tanto yo lloraba y le suplicaba que no apretase el gatillo. Burnett, puesto al tanto de la actitud siniestra del sargento, 112

demostró su enojo, tanto que me preguntó en qué camarote estaba porque proyectaba darle un susto para vengarme. Pensé que era una excelente oportunidad para ver eso. Y por qué no, disfrutarlo, ya se sabe, la venganza es un plato que se sirve frío y se come despacio… Cuando el cabo llegó al camarote, abrió violentamente la puerta y a los gritos y a punta de ametralladora, sacó al “Urco” y a otros suboficiales de su calaña al pasillo. Estaban aterrorizados. Toda la hombría y la violencia con la que nos habían torturado los dos meses, se transformó en patética cobardía. Burnett no les iba a hacer nada grave en verdad, sólo los llevó al baño -que estaba muy vomitado y sucio- les dio un balde, lavandina y otros elementos, y les ordenó enérgicamente, con la ayuda de mis traducciones, que lo dejaran reluciente. Los suboficiales, percibiendo que algo habría tenido que ver en el asunto, me decían: “¡Ya vas a ver Savage, cuando lleguemos a La Plata! ¡Sos hombre muerto!” Nos reíamos con Burnett mientras salíamos al pasillo. Él había hecho algo de justicia por mí, sólo un granito de arena, comparado con todo lo cínico que había sido el “Urco” en las Islas. Estas fidelidades nunca se olvidan. Los dos lobos Después de esto, le pregunté a Burnett si era mucho pedir que me lleve a la lavandería del barco para lavar mi propia ropa. Dudó un segundo, pero asintió. Cuando llegamos, me pidió que me quede sentado en shorts, que él lavaría y secaría mi ropa en más o menos unos veinte minutos. ¡No podía creer que tendría mi ropa limpia y seca después de tanto tiempo! ¡Y mucho menos que fuera un inglés quien me estuviera haciendo ese favor! Estaba feliz. Burnett me explicaba que lo hacía en recompensa por mis traducciones, que le facilitaron mucho las cosas. De pronto, se abrió la puerta de la lavandería de golpe, y entró un paracaidista que al verme, empezó a gritarle con furia a Burnett. “¿Qué hacés con este argentino?, ¿no te das cuenta de que ellos 113

mataron a Bob y a Ian? ¡No puedo creer que le estés lavando la ropa a uno de estos tipos!” Su rabia hizo que mi propia rabia almacenada, incontrolable ya, estallase. Me paré temblando de la bronca y empecé a gritarle en inglés, a centímetros de su cara, con idéntica fuerza, a tal punto que no le quedó otro remedio más que escucharme paralizado. Mi grito era como el aullido de un lobo: un modo de comunicar mi dolor. Le aullé con toda la angustia que tenía contenida, le aullé con mi sangre, con mis huesos y con la sangre y los huesos de mis amigos muertos. Con ese vocabulario propio de la angustia le grité que no era yo quien había tomado las decisiones, que era sólo un conscripto que había llegado a Malvinas casi sin preparación y que todos los que estábamos ahí éramos víctimas de esa horrible situación. Que entendiese que también yo tenía compañeros y amigos muertos, y para terminar, le grité que por lo menos le agradeciese a Dios el hecho de haber sobrevivido. Nos miramos en silencio, paralizados los dos por la misma conmoción. El dolor humano, tanto de un lado y como del otro, nos hermanaba. Desencajado, dio media vuelta llorando, y se retiró de la lavandería. Burnett me miró perplejo. En ese momento no supo qué más decir ni qué más hacer… La prensa británica, conmovida Al día siguiente me llevaron al Bureau –que es el puente del barco- y me hicieron pasar a un salón en donde se veía una mesa de conferencias de por lo menos doce metros de largo. Alrededor de ella, sentados, había periodistas de todos los medios británicos. A mi lado se sentaron un par de oficiales ingleses de alto rango que me explicaron cómo iba a desarrollarse el encuentro. Y me dijeron: “Esta es la prensa. No es tu obligación hablar. Y si te preguntan algo que te puede comprometer en la Argentina, te interrumpimos nosotros.” En el fondo de mi alma sentía una profunda vergüenza. Quienes habían vencido en esa ridícula guerra, nos trataban con el mayor 114

de los respetos, como ninguno de nuestros jefes lo había hecho. Los militares argentinos, en vez de cuidarnos, nos habían castigado como si los enemigos hubiésemos sido nosotros. Entonces hablé. Sí que hablé. Sentía la necesidad de desahogarme y contar al mundo cómo habíamos sobrevivido a la guerra, con qué escasísimos elementos y con qué escasa preparación nos mandaron al frente. Conté del heroísmo de muchos de los chicos que allí habían quedado para siempre. En mí se expresaba la voz de los Rodríguez, los Falcón, los Carballido y todas las voces de los demás indefensos aunque heroicos soldados argentinos que desde la muerte, me pedían que contara la verdad. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de muchos de esos periodistas que habían sido tan prudentes, que no me hicieron preguntas incómodas, que simplemente me dejaron hablar. Pero en medio de ese maremágnum de recuerdos, regresaron las vísceras derramadas, los cuerpos mutilados, los rostros estallados. De pronto sentí náuseas, así que no pude evitar admitirlo en voz alta: “Caballeros, siento que voy a vomitar, disculpen un momento” Usé la expresión en inglés: “Spiew up” -que les resultó muy británica- y hasta logró provocar la carcajada de los miembros de la prensa y del personal militar que había en el salón. Alguien -creo que fue Burnett- me acompañó al baño que quedaba a unos eternas dos cubiertas más abajo, así fue que corrimos por las escaleras, ambos, patinando en los pasillos, hasta que me tiré de cabeza en el primer inodoro que encontré y vomité todo lo que había comido durante las primeras horas como prisionero: los chocolates, la carne congelada que habíamos encontrado tirada, el mantecol, y por qué no, también vomité la bronca, la angustia, el miedo, la impotencia y todo lo que algún día tendría que empezar a dejar atrás. Retornando a casa Entre nosotros, los soldados prisioneros, se percibía un clima de euforia, así como también entre los soldados ingleses. Es que en 115

realidad lo que estábamos viviendo todos era algo irreal. Después de haber caído dentro de la peor pesadilla en la que un adolescente podría caer, pesadilla en la que abundó la muerte, la sangre, el terror, el odio, el hambre y la promiscuidad, navegar cuatro mil sobrevivientes de regreso a nuestros hogares, muy bien tratados y alimentados, en un transatlántico de lujo con varias cubiertas, salones comedor con arañas colgantes, camarotes en suite con música funcional, salón discoteca y peluquería, en realidad fue más un premio que otra cosa, parecíamos vencedores y no vencidos. Al ir pasando junto a Burnett por los camarotes -comunicando los horarios y demás instrucciones- algunos de mis compañeros me pedían que les exprese en inglés el agradecimiento por el buen trato que estábamos recibiendo. ¿Cómo pudieron haber ocurrido las cosas de ese modo? ¿Por qué los militares que usurparon el poder durante aquellos tenebrosos años, le tuvieron tanto odio a nuestra generación como para haberla diezmado como la diezmaron a lo largo y ancho del país, y también en las Islas? Mientras desde los parlantes nos llegaba Génesis, ¡mi banda preferida!, en la peluquería del barco me entrevistaba en privado Robert Fox, en ese entonces corresponsal de guerra de la BBC. La situación era muy bizarra, tanto Fox como yo conversábamos sentados debajo de los secadores de pelo femeninos. ¡Parecíamos enmarcados en una escena sacada de la serie televisiva Mr. Bean! Fox era un tipo cordial, que me hizo sentir muy cómodo. A él también le conté parte del horror vivido y todas las situaciones de vulnerabilidad que habíamos padecido durante más de dos meses. Curiosamente, mientras me entrevistaba, entró un oficial al que le dijo: “Este tipo habla mejor inglés que vos!” En verdad a Fox le entendía perfectamente porque utilizaba una lengua culta, en tanto la mayoría de los soldados ingleses hablaba una especie de jerga que me costaba entender. Me estresaba y hartaba contar todo lo sucedido en la guerra, pero sentí como una obligación moral el hacerlo, como si fuera consciente del momento histórico que estaba viviendo. Momento que fui tratando de comprender penosamente con el paso de los 116

años. Fox luego contaría en su libro Eyewitness Falklands (Testigo Ocular): -“El candor con el que este prisionero anglo argentino hablaba, subrayaba el lado absurdo de esta guerra, era un joven que hablaba mi mismo idioma, tenía mi misma cultura, incluso nos podríamos haber cruzado en algún intercambio universitario, de no ser que nos vimos atrapados en esta telaraña de retórica de imperialismo vs. nacionalismo”. El buen trato Uno de esos días volví a cruzar al mayor Martin Osborne, quien desde su soberbia insistió en exponerme lo orgulloso y lo superior que se sentía por la actuación que sus fuerzas habían tenido en la guerra. Entonces, con franqueza, quizás con audacia, mientras lo miraba directo a los ojos le dije: “Nosotros no somos medida de valor o desvalor para ustedes mayor, sólo somos civiles desnutridos y mal entrenados.” El hombre se quedó en silencio, conmovido e incómodo por unos segundos, tosió un poco y me invitó a pasar a su escritorio para que juntos miremos un mapa. Al desplegarlo, noté que tenía perfectamente identificadas en el terreno, a las cuatro compañías del Regimiento 7. Cuando aún sobrecogido por lo que estaba viendo, le conté que había estado en la C, me miró a los ojos y me dijo: “Ustedes estuvieron todo el día 12 bajo un salvaje fuego de artillería. Los teníamos ubicados perfectamente. Eran como un racimo de uvas detrás de unas rocas la tarde noche del día 12. Los vimos salir corriendo, desesperados, un grupo de unos treinta soldados, después de que les comenzásemos a tirar encima de donde estaban. Cuando los vi correr a gran velocidad, algunos sin casco ni armamento, di la orden de alto el fuego. Zafaste de milagro”, y, mientras apoyaba su mano derecha sobre mi hombro, agregó: “Estoy muy contento de tenerte entre nosotros, Michael”. 117

Sentí que mis palabras lo habían hecho reflexionar, porque de ahí en más me trató con más simpatía y moderación. Con el tiempo me pregunté si todo hubiera ocurrido al revés, ¿los militares argentinos hubiesen tratado así a los vencidos? Por supuesto que no suelo mentirme a mí mismo, así que me contesté que no. A medida que pasaban los días, el clima se iba distendiendo cada vez más. Por ejemplo, el cabo Burnett un día apareció con dos naranjas de regalo. Le agradecí mucho su gesto porque trascendía su obligación, pero también, sellaba una amistad. Esto subrayaba la locura de esa guerra. Recuerdo que en ese momento pensaba: “¡Qué increíble, este tipo ahora es mi amigo, cuando una semana antes nos estábamos matando!” Para colmo, se apellida Burnett, que era el mismo apellido que mi abuela. Todo lo que ocurrió en ese barco fue alucinante. Hasta sentí como si Dios me estuviese recompensando, como si me estuviera diciendo: “OK, te hice pasar por lo peor, pero ahora te llevo de vuelta a casa en este transatlántico de lujo, en un camarote con música funcional y baño privado y a cargo tuyo está este tipo Mark Burnett, que es como una especie de pariente…” Fue increíble la conexión que tuvimos. También estoy seguro de que esa semana fue crucial tanto para mí como para Mark en cuanto a poder digerir mejor lo que nos había pasado, el horror tan absurdo y tan evitable que habíamos vivido. Al conversarlo lo comenzamos a entender juntos, porque esa empatía que hicimos también tenía que ver con la edad, con la crianza y con los valores con los que nos criaron nuestras respectivas familias… Otro momento increíble había sido cuando el mayor Osborne, casi al pasar, me dijo: “Tenemos un piloto de helicóptero que se llama igual que vos…Michael Savage.” No lo podía creer. Hasta que un día nos encontramos los dos Savage y nos saludamos tímidamente en un pasillo del barco. Él se sentía un poco incómodo, yo no tanto, aunque sí sorprendido. Tampoco hubo mucho tiempo para conversar, había muchas tareas para completar, pero el encuentro fue absolutamente fantástico. 118

Mi madre, luego de finalizada la guerra, se escribió con la madre del Michael Savage inglés. Recuerdo esas cartas de la Dra. Wendy Savage, creo que era una prestigiosa médica cirujana de Londres. Nos dimos cuenta de eso porque su foto salió publicada en una tapa de la revista London Times de la época, revista que mi abuela recibía por correo.

La costa argentina continental Luego de unos días, cuando el Canberra navegaba cerca de la costa argentina continental, los ingleses me decían que ya podríamos haber llegado a Madryn, sólo que Galtieri formalmente no aceptaba la rendición y no daba la autorización para que el barco nos deje desembarcar. Esa actitud tan egoísta de quienes „detentaban‟ –nunca mejor dicho- el poder en ese entonces, vista desde el hoy, demuestra la locura que padecían estos sombríos personajes, que aún sabiendo que nosotros también estábamos allí adentro, eran capaces de embestir igual. El estilo de Galtieri ponía muy nerviosos a los ingleses, quienes seguían oscureciendo las escotillas y ventanas con papel durante las noches, por temor al ataque de algún avión argentino. Hasta llegaron a hacer referencia a un ataque sorpresivo de los Pucará, por debajo de los radares, y eso los ponía muy intranquilos. En ese momento, y quizá con candidez, les pedí que se relajen, que veía absurdo que hiciesen algo semejante sabiendo que había más de cuatro mil argentinos a bordo. ¿Lo habré creído en verdad?, me pregunto, ¿O habrá sido un deseo? Más tarde, caminando por los pasillos solitarios del barco, pensaba y me causaba gracia: “¿Yo, un civil argentino esquelético, tranquilizando a los ingleses?” El último día me llevaron a un cuarto en donde convalecían un amputado y un herido con un enorme agujero en la nalga, que estaba tendido boca abajo mientras su llaga drenaba a través de una cánula. Los acompañé durante un buen rato y procuré contenerlos para que se sientan confortados. Si bien ellos estaban 119

muy agradecidos por ese gesto, en verdad el que recibió enseñanzas de valor, dignidad y entereza con estos muchachos, fui yo. Uno de los dos era un suboficial de alguna de nuestras provincias del norte, y había perdido sus pantalones. Cuando los ingleses me lo comentaron, me quité mis calzoncillos largos y se los di para que pudiese desembarcar con cierto decoro. Los paramédicos ingleses también eran tipos muy cordiales. Recuerdo que me regalaron una agenda, un lápiz y una birome del barco. En una salida al pasillo me crucé con un oficial del 2 “Para”, llamado Chris Keeble, que me chanceó: “¿Así que vos hablas inglés? A ver… decime algo…” Estaba comiendo milanesa con papas fritas de su plato, y me ofreció comer a mí. Le agradecí pero no acepté porque había comido demasiado en mi turno. Keeble dejaba asomar una revista porno debajo de su brazo, y su actitud era un poco soberbia. Me hizo acordar a los prefectos que padecí durante mi pupilaje en un colegio inglés, en Quilmes, durante el año 77. Al regresar al cuarto de los heridos nos anunciaron que estábamos próximos a llegar a Puerto Madryn. La emoción fue muy fuerte. La despedida se olía en el aire. Los paramédicos ingleses comenzaron a darme sus direcciones y teléfonos, y también me pidieron mis datos. Recuerdo que me había extrañado no ver a Mark, quien hacía muchas horas parecía haber desaparecido del barco. Pensarlo y verlo pasar a lo lejos cuando salí al pasillo, fue todo uno. No quería irme sin saludarlo, así que corrí para alcanzarlo y decirle lo valioso que había sido para mí el hecho de haberlo conocido: “Qué bueno sería que me des tu dirección y teléfono así podemos comunicarnos cuando toda esta pesadilla haya pasado”, le dije amistosamente. “Te dejo mi dirección, así estamos en contacto”… Mark súbitamente cambió de expresión, se puso muy serio y me dijo: “Andá nomás, no puedo hacer eso, ¡adiós!”, mientras con las manos me hacía un inconfundible gesto como para que me fuese. 120

Me quedé estupefacto. No parecía el mismo Mark que me había facilitado tanto la subsistencia durante la travesía. Me quedé unos segundos mirándolo, sin entender su reacción, pero él me seguía haciendo esos gestos con las manos, y me repetía: “Ok, es hora de que te vayas, ¡adiós!” Su voz y sus gestos eran inflexibles, pero su mirada me estaba pidiendo disculpas por no poder aceptar el intercambio de direcciones. Recién ahí comprendí que mi flamante amigo Mark Burnett finalmente era un militar, y que por supuesto estaba respondiendo a los rígidos mandos superiores que impedían intercambiar cualquier información privada con el “enemigo” que era yo mismo. No obstante advertir la situación, sentí mucha angustia en ese momento, y también una gran tristeza, emociones -ambas- que me confirmaban fatalmente que después de esa guerra, las relaciones entre argentinos y británicos -en el futuro- iban a ser muy difíciles. Alguien, en ese preciso momento, me sacó de mis especulaciones, así que aproveché la distracción para ir hacia donde me necesitaban, que era en donde estaban los heridos. Para todo esto, ya habíamos llegado a Puerto Madryn. Miré a través de un ojo de buey y observé que los únicos que nos esperaban eran unos solitarios silos de cemento edificados sobre el puerto. No había personas. No había argentinos esperando a sus soldados. Eso me sorprendió mucho. No sé por qué me había imaginado que habría una multitud de compatriotas esperándonos. En su lugar, lo único que se dejaba oír era el apremiante rodar de camillas para los heridos que habíamos trasladado hacia los pasillos, y así poder comenzar el desembarco. Al llegar a la cubierta principal, la de la intemperie, nos unimos a la columna formada por miles de compañeros que caminaban lentamente hacia la planchada que vinculaba al Canberra con el muelle. Estaba viviendo un momento histórico. Lo sabía. Toda la emoción, la angustia y la alegría se anudaban en mi garganta al mismo tiempo. Quise grabar esos instantes en mi memoria lo 121

mejor posible, para poder trasmitirlos fielmente. Al llegar a la escalinata, reconocí a un oficial de la marina inglesa de alto rango, vestido con un pulóver azul con charreteras amarillas, un oficial que me había dado un trato muy cordial durante las entrevistas a la prensa en el bureau del barco. No conocía su apellido ni su rango, pero al verlo allí, a cargo de nuestra evacuación, supuse que sería alguien importante. Cuando pasé cerca suyo me reconoció y me llamó, así que aproveché la oportunidad para aproximarme y extenderle mi mano. Advertí cierta emoción en su mirada cuando me dijo: “Savage, ha sido muy interesante conocerte, espero que nos veamos en esta vida bajo circunstancias un poco más agradables.” Conmovido por sus palabras, y emocionado, mientras estrechaba su mano, le contesté: “Gracias por el tratamiento tan humano que hemos recibido, se lo digo en mi nombre y en el de todos mis compañeros argentinos a bordo”. Luego se cuadró y me despidió haciendo la venia militar, venia que contesté con una amplia sonrisa a la vez que comenzaba a bajar hacia el muelle. Ese hombre, ese vencedor que era él y ese joven adolescente, ese vencido que era yo, quizás no se vuelvan a ver nunca más. Pero ese día, vencedor y vencido dejamos sembrado en nuestros anhelos, una promesa de paz. Puerto Madryn Sentí que en junio, la temperatura ambiente de Madryn era casi primaveral, comparada con el freezer en el cual habíamos vivido más de dos meses. En el puerto se veía personal de Prefectura, vallas, un ajetreo de rutina, pero nada parecido a un clima de recibimiento. El silencio era sepulcral. Tampoco se escuchaban las voces de mis compañeros. Es que estábamos tan cansados y débiles, que nos costaba entender lo que estábamos viviendo. Nos trasladaron en camionetas hasta un sector muy cercano al puerto, que tenía preparadas las carpas de la Cruz Roja 122

internacional. Durante ese corto trayecto, una multitud de pobladores de Madryn comenzó a acercarse para saludarnos, tocarnos o pedirnos parte de nuestro equipo para llevarse de recuerdo. Recuerdo que le regalé mis guantes a una quinceañera que al recibirlos cuando se los tiré, los besaba. Alan pudo dictarle nuestros nombres a una persona que había ido a vernos: “Dígale que Alan, Adrián y Michael están bien” y le dio el teléfono de su casa, con la esperanza de que las familias supieran que estábamos con vida. Después me enteré que el mensaje llegó a la casa de Alan, salvo que en lugar de Michael el hombre dijo “Marcos”, produciendo con esto un stress enorme a mis padres. Allí, en las carpas de la Cruz Roja, servían mate cocido y facturas a quien las pidiese. Mientras tanto, un tipo con acento francés comenzó a preguntarme cosas, e iba anotando en una carpeta mis respuestas. De pronto apareció el capitán Pérez Cometo con la cara sucia, ojeroso y cansado, y al verme me tomó por la nuca y me dijo afectuosamente…“¡Qué cara de pendejo, por Dios!” Estaba eufórico y como agradecido por el estoicismo que habíamos demostrado. Pero se equivocaba. No tenía cara de pendejo: ¡es que era un pendejo! El aspecto del capitán me hizo pensar: “¡Este se dejó la cara sucia a propósito para hacerse el canchero, como si hubiese combatido! ¡Si todos tuvimos duchas calientes y jabón durante toda la semana en el barco!” Luego apareció el teniente Castañeda que al ver mi agenda, mi birome y mi lápiz del Canberra, se le ocurrió decirme: -“¡Soldado!, ¡déme eso!” Rebelándome, le dije: “¡Ni en pedo!” Forcejeamos como criaturas, ¡pero él era un teniente! Tironeaba de mis regalos como si fueran trofeos, y eso me daba mucha bronca. Entonces el muy inmaduro, al ver que no aflojaba me dijo: “OK, deme el lápiz por lo menos.” Se lo di más por vergüenza ajena que por otra cosa: vergüenza de verlo mendigar lo que no le pertenecía. De ahí en más me alejé lo más posible de cualquier otro oficial que apareciese. 123

Luego de un par de horas de estar en Madryn, nos llevaron en unos micros que nos transportaron hacia el aeropuerto de Trelew. Ya era de noche.

Trelew Al llegar al pequeño aeropuerto, presté atención a una larga fila de soldados que esperaba poder hablar por teléfono con sus familiares. Descarté la idea de hacer semejante cola al ver lo lenta que se movía. Pero ese fue un error de mi parte. Mi llamado podría haber tranquilizado mucho a mis padres, que a esa altura, no tenían idea de si estaba vivo o no. Es más, habiendo escuchado a la BBC con los reportes de los últimos combates que decían que el Regimiento 7 había sido diezmado, el ánimo de ellos estaba por el piso. Mientras caminaba me encontré con Raúl Ronco, amigo de la época de la instrucción, que portaba un diario local en donde se decía que un ignoto Mats Vilander había derrotado a nuestro querido Guillermo Vilas, en un torneo de tenis. Volver a la civilización también implicaba actualizarme. Esperamos varias horas -hasta bien entrada la madrugada- porque el Boeing de Aerolíneas iba y venía, pero nos tocó –creo- el último turno. Se acercó Néstor Kruzich, y vaya casualidad, me dijo lo mismo que Pérez Cometo: “¡Qué cara de pendejo!” Es que teníamos dieciocho años, ¡claro que éramos unos pendejos! Me reí junto a Néstor, recordándole que él había sido nuestra figura paterna durante los primeros minutos del combate, donde la figura del oficial a cargo fue inexistente. Néstor emocionado me dio un abrazo fuerte. Recuerdo que llevaba puesto un gorro verde de lana que había encontrado en un container el día de la rendición, y que al verme en el espejo del baño del aeropuerto, yo también me dije a mí mismo…“¡Qué cara de pendejo tenés!” Sin embargo, el espejo me estaba devolviendo la imagen de un 124

niño viejo, o quizás la del anciano que seré en el futuro: rostro anguloso, huesudo, piel demasiado blanca, profundas ojeras, ojos muy hundidos. Me sorprendí mucho al ver -después de tanto tiempo- mi nueva imagen. Y hasta me costó recordar cómo había sido mi rostro antes de la guerra. Mientras estaba en ese estado de confusión, observando mi rostro en ese espejo, escuché que me llamaban para abordar el avión. Salimos a la pista e hicimos una fila larga para abordar un Boeing de Aerolíneas Argentinas, igual al que nos había llevado a Río Gallegos a la ida. La imagen del avión y de esa fila diezmada, con muchos menos soldados que los que habíamos partido desde Gallegos, hicieron que, ya más relajado, soltase por primera vez la emoción contenida durante todos esos meses. Involuntariamente, comencé a llorar con una congoja descontrolada, mientras Néstor me tomaba de los hombros. “Ya está”, me decía, “nos volvemos, ya terminó, Miguel, nos vamos a casa”. Esa descarga de llanto contenido, era la confirmación de que finalmente, se había terminado todo. Y qué desolador que fue comprobar, una vez que subí al avión, que éramos muchísimos menos que en el viaje de ida. Extenuado de tanto llorar, me dormí profundamente. Desperté con el movimiento del aterrizaje, ya en el aeropuerto militar de El Palomar. Estaba amaneciendo. Mientras bajábamos del avión, personal de Fuerza Aérea alineado en los costados, nos hacía la venia. El Palomar Nos llevaron en micros al colegio militar de la Nación, en Campo de Mayo. El traslado fue muy rápido, y una vez llegados nos dieron mate cocido y facturas, mientras pasaban cerca de nosotros algunos cadetes que nos miraban con curiosidad. Nos asignaron una cuadra con camas para dormir, nos dieron ropa nueva y nos indicaron que nos ducháramos. Luego apareció un peluquero que comenzó a cortarnos el pelo, fue ahí donde me 125

escapé y comencé a caminar por las calles asfaltadas del predio, sin rumbo fijo. Llegué a un quincho -era una especie de restaurante- a unos mil metros de donde había partido, y decidí entrar. Había poca gente. Un viejo teléfono público de Entel me animó para hablar con mi familia. Le pregunté al encargado si funcionaba, y me dijo que sí, que pusiera una moneda nomás. Como no tenía ninguna, él me regaló una. Llamé a mi casa en un estado de ensoñación, tan agotado y sobrepasado por la experiencia que no caía en lo que estaba haciendo o viviendo. Atendió mi hermana Carol, que pegó un grito descomunal. Del otro lado de la línea sólo escuchaba gritos, casi no pude hablar. Luego de unos segundos, habló mamá llorando y le dije: “Estoy bien, estoy entero, sólo un poco cansado y flaco, prepárense que me voy a morfar todo…” "¿Cuándo te largan?", me preguntaban. “No sé nada, ya les avisaré”, les dije, pero se cortó la comunicación. No podía creer que había sido tan simple hablar con ellos después de 78 días. Tantas noches de guardia mirando las estrellas y la luna que de un extraño modo me relacionaban con mi familia, y ahora lo estaba haciendo muy tranquilo desde un teléfono público. Me volví hacia la cuadra para ver qué pasaba con mis compañeros. Después de bañarnos y afeitarnos nos llevaron a un comedor de oficiales de lindo aspecto, con las paredes revestidas en madera. Allí nos dieron muchísima comida sabrosa, gaseosas, pan fresco, y flan con crema y dulce de leche. Qué ilusos, ¡nos querían cambiar la apariencia! Tomaban lista de los que estábamos y cuando se hizo de noche, nos fuimos a dormir a esa cuadra. No sabíamos cuando podríamos ver a nuestras familias. Por lo visto, el primer objetivo parecía ser el de hacernos engordar como si fuésemos ganado… A la mañana siguiente, luego del desayuno nos ordenaron ir a una cancha de básquet. Una vez allí formados en rectángulo bordeando todo su contorno, entró un teniente coronel (que no había ido a Malvinas). Regordete y engominado, oliendo a Old Spice, lucía bigotes negros bien tupidos. Se paró frente a nosotros y comenzó a decirnos con típica 126

inflexión militar: “Es un honor para mí recibir a esta primera tanda de veteranos, de Héroes de la Nación Argentina. Ustedes han representado al País lo mejor que pudieron y han pasado a la historia. Van a permanecer en esta institución por un período de quince o veinte días en lo que daremos en llamar la “aclimatación física y psicológica” indispensable luego de una guerra.” ¡Para qué!, apenas terminó esa frase alguien le gritó: “¡Queremos ver a nuestras familias, hijo de puta!” A partir de ese momento todos gritamos e insultamos al payaso ese, inclusive algunos hasta le arrojaron sillas y algún otro elemento, tras lo cual hizo tímidamente una venia y se retiró al trote del lugar. Este hecho se vio luego reflejado en los diarios de la época con el título “Rebelión del Regimiento 7 en Campo de Mayo”. No sé cómo, pero luego de ese incidente terminamos en unas oficinas firmando unos formularios que en realidad eran declaraciones juradas, bajo el compromiso de guardar secreto militar acerca de las operaciones ejecutadas por el regimiento en Malvinas. También nos hicieron una serie de preguntas acerca de lo que había ocurrido. Un oficial se me acercó mientras contestaba esas preguntas y me preguntó: -“Dígame soldado, ¿es como se ve en las películas?” -“Peor, mucho peor”, le contesté. Al día siguiente vi una columna de unos 30 micros urbanos, que nos llevarían a La Plata. Fue una gran satisfacción, y el convencimiento de que el ejército ya no sabía cómo manejarnos y quería despacharnos en forma urgente. Nos comentaron que había familiares afuera en los portones, desesperados por tener noticias, pero no nos dejaban acercarnos. Esa misma tarde, nos subieron a los colectivos y partimos en fila india rápidamente rumbo al Regimiento 7 en La Plata.

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La Plata A pesar de los esfuerzos de nuestros superiores para que disimulemos nuestro estado físico, la ropa nueva no pudo ocultar rostros y cuerpos descarnados ni el aspecto de viejitos cansados que teníamos. Sin embargo, el clima que habíamos creado era de euforia, y saber que nosotros teníamos el control de la situación, hizo que se escucharan los primeros cánticos: “Para el pueblo lo que es del pueblo, porque el pueblo se lo ganó, para el pueblo lo que es del pueblo, para el pueblo liberación”…. “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”… “milicos compadre la c***** de tu madre” etc. etc.… Un suboficial a cargo de cada colectivo, nos ordenaba cerrar las cortinas para que la gente no nos viese, cosa que hicimos. Pero no suspendimos los cánticos. Cuando arribamos, la temperatura de junio en Buenos Aires ¡me parecía veraniega! Llegamos de noche a La Plata, a eso de las ocho, habiendo pasado por City Bell y demás localidades en donde la gente se agolpaba al costado del camino para saludarnos eufóricamente. Nuestros compatriotas nos saludaban porque nos consideraban héroes, pero nuestros superiores nos escondían como a delincuentes. Al llegar, los micros se introdujeron rápidamente adentro del Regimiento 7 pasando entre una multitud de familiares, periodistas, flashes y luces de cámaras de TV. Busqué con desesperación los rostros amados de mis padres y hermanos, pero no los encontré. En cambio vi un cartel grande que se elevaba entre la gente, y decía “Bienvenido Pato”. Se me estrujó el corazón cuando comprendí que eran los familiares del Pato Carballido, que había muerto en combate con nuestra primera sección. Una vez adentro nos hicieron formar en el patio principal, y el mayor Carrizo Salvadores, que estaba flaco, blanco y ojeroso, nos dijo: "Señores, ustedes ya forman parte de la historia de esta gloriosa unidad y de la Nación Argentina. Hemos combatido a un enemigo muy superior de igual a igual, la prueba de ello es que 128

hoy somos muchos menos en esta formación, tenemos caídos y heridos. Pero también podemos mirar a la cara a cualquier compatriota con la certeza de que hemos cumplido con nuestro deber de defender a la Patria. Ahora cada compañía entregará su equipo y se va para sus casas”. Inmediatamente nos reunimos lo que quedaba de la compañía C. El teniente primero García, jefe nuestro en las islas, nos hizo formar al pie de cada cama. Era la primera vez que veía a García desde la noche del 11, cuando comenzó el combate. Se paseaba con las manos tomadas por detrás, diciéndonos: “Ustedes han sido testigos de algo que nunca más van a olvidar …y sé que durante sus vidas la gente les va a preguntar qué pasó, sólo les quiero pedir que cuenten con cautela lo ocurrido, que no le agreguen nada, que sean responsables de lo que relatan.” Lo decía en un tono insolente y amenazante, mirando fijo a los ojos a cada uno de los compañeros. Pretendía infundirnos terror. Cuando pasó delante de mí, lo perforé con la mirada. De dije con mis ojos lo furioso que me sentía y cuán imperdonable había sido su inoperancia allá en la isla. García bajó la mirada y rápidamente dio por terminado su patético discurso de intimidación y despedida. Luego, con los compañeros eufóricos y casi desbocados, apareció el Urco gritando igual que como lo hacía en Malvinas, ordenando que entreguemos las camperas, el correaje y toda la ropa militar. Me saqué la campera que me había dado abrigo en momentos tan cruciales y la tiré con bronca a la pila, como diciendo, nunca más me pongo algo que me recuerde a esto. Y mucho menos de color verde… Recuerdo que me quedé en calzoncillos y con el pulóver de la estancia Murrell, y que cuando me dirigí a un armario en donde había dejado mi ropa de civil, ¡no encontré nada!, ¡me la habían robado! ¿Me tendría que ir en calzoncillos a mi casa? Esa hubiera sido la frutilla que le faltaba a esa torta… Por suerte apareció uno de mis compañeros con un jean gastado, y gracias a él pude salir vestido. En el pasillo me topé con Eduardo, 129

mi hermano de trece años. Fue mi primera emoción familiar. Mientras nos abrazábamos –eufóricos- me entregó una campera roja de duvet bien abrigada. Eduardo había saltado la pared del regimiento junto con otros familiares que ya no aguantaban más la demora e incertidumbre. "Seguime –me dijo- que te llevo al auto en donde están mamá, papá y Carol”. Cuando ya todo era un absoluto descontrol, pudimos salir por un portón lateral evitando la multitud de familiares desesperados por noticias. Cuando escuché a los oficiales dando información esquiva acerca de los muertos, pensé: -“¡Que malparidos, no tienen los huevos de enfrentar a los padres!”. El encuentro

Trotamos con mi hermano por las frías calles adoquinadas de La Plata, alrededor de unas cinco cuadras, hasta que a lo lejos escuché los gritos de mamá. Aceleré el trote y cruzando esa tranquila calle, la noche del 21 de junio de de 1982 me hundí en su abrazo tembloroso, mientras una pura y enorme sonrisa iluminaba mi cara. Mamá lloraba de la emoción como nunca antes la había visto llorar. Ella no me despegaba de su abrazo tan añorado, ni yo tampoco quería despegarme. Fue un encuentro celestial. El momento más conmovedor de mi vida. Durante los tiempos más duros por los que he ido pasando luego de ese día, ese abrazo regresa a mi memoria como una especie de relámpago. Y también me ocurre en los tiempos buenos. Es una emotiva sensación de confianza, de bálsamo, de amparo, de dulzura y tristeza a la vez. Creo que esa presencia maternal nacida en el seno de su ausencia física, es como la de una virgen que me acompaña por siempre. Mi padre, que increíblemente había dejado registrado ese prodigioso momento en la última fotografía que le quedaba en el rollo, me gritaba… ¿y a tu papá no lo abrazás? 130

Claro que lo abracé, pero fue el abrazo entre dos hombres que se reconocían después de algún tiempo sin verse, no fue igual al abrazo del nido maternal. Reconozco que el vínculo con mi viejo nunca tuvo la intensidad del vínculo con mi madre, lamentablemente. Quizás ese abrazo que nos dimos casi por compromiso, desnudó con crudeza nuestra relación un poco distante. Luego nos abrazamos con Carol, mi hermana, que también lloraba a mares, embargada por la misma tremenda emoción, en tanto un Eduardo perplejo y silencioso, observaba con ojos cuajados de lágrimas, la conmovedora escena. El regreso del hombre Aturdido por la emoción, subí al auto familiar y emprendimos rumbo hacia Adrogué, adonde vivíamos. En el camino me bombardearon a preguntas que contesté con demasiada crudeza, casi como con una especie de rabia: sin filtro Quizás mi mente había abierto un paraguas protector para que no curioseen más ni mi intimidad ni mi expectativa. ¿Cómo podría haber contado una guerra que no comprendía?, ¿cómo podría equiparar la expectativa que tenía mi familia con respecto de ese agujero negro de 72 días, con la mía? ¿Sabía yo mismo en ese entonces lo que quería? Mi lengua era un látigo que desparramaba con rabia los hechos más dramáticos. Aunque en la apariencia, me mostraba como insensible a todo el horror que habíamos vivido. Y me dí cuenta de eso cuando en un determinado momento escuché a mi madre que les dijo a todos: “Bueno…dejemos el tema para más adelante, hablemos de cosas lindas, Michael debe querer saber cómo esta Pichu…” Pichu, era nuestro perro, un cuzco de color arena más bueno que el pan. Eran pasadas las once de la noche cuando llegamos a casa, y lo que había esperado que sucediese, no sucedió. Durante los dos meses en Malvinas charlábamos con Roberto acerca de la multitud de vecinos y amigos que estarían congregados frente a nuestros domicilios para recibirnos. Soñábamos con la prensa, las luces, los 131

autógrafos y el camión de los bomberos que nos trasladaría por todo el centro. Es que teníamos derecho a soñar eso desde nuestros dieciocho años, porque habíamos estado en una guerra, y en una guerra que no habíamos perdido nosotros, en una guerra que habían perdido los que nos mandaron al frente. Nosotros fuimos sus chivos expiatorios. Nos habían usado para perpetuarse en el poder. Nosotros no habíamos fracasado. No teníamos por qué estar avergonzados de nada, al contrario, habíamos hecho más de lo que era posible y aún así, se habían perdido tantas vidas, mientras ellos se lo pasaban timbeando en un improvisado casino de oficiales. Esa era la expectativa que no sabía como emparejar con la de ellos. La multitud de vecinos y amigos estaría durmiendo abrigadita, olvidada de los sobrevivientes que habían logrado regresar a sus casas. El único que me esperaba en el barrio silencioso y oscuro, era Pichu, luchando por asomar su hocico brillante a ladrido limpio por abajo del portón, feliz de vernos llegar. Me bajé del auto y luego de abrazarlo y recibir sus insistentes y cariñosos lengüetazos, al ver las luces encendidas en la cocina de los Buzchiazzo, nuestros queridos vecinos, grité con todas mis fuerzas…“¡¡¡ESTOY DE VUELTA, CARAJO!!!” En ese momento –piadosamente- me dije que grité sólo por la necesidad de abrazarme con alguien. Y hoy –piadosamente- aún lo sostengo. Pero… ¿y si en verdad fue una provocación, una insolencia, una rabia, una impotencia? Mis viejos no sabían cómo reaccionar, prudentes hasta la exasperación me suplicaban: “¡Callate!” La cosa es que mi grito animó a los Buzchiazzo -que tampoco sabrían muy bien qué hacer pero que evidentemente estaban esperando mi llegada- porque salieron enseguida a abrazarme y a palmearme a través del cerco de hiedra que nos separaba. Mis vecinos eran el matrimonio y sus cuatro hijos. El menor, de mi misma edad… Bastó mirarlos para notar en sus rostros una mezcla de profunda emoción, admiración, curiosidad y respeto a la vez.

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La nueva convivencia Luego del eficaz “rugido emocional” que atrajo a mis vecinos, entramos a casa. Como sucede casi siempre que uno regresa al pasado, me parecía mucho más pequeña que cuando la había dejado. Quizás esos días en la inmensidad malvinera, hicieron que todo pareciera más reducido, pero más fácil, más lindo, más colorido. Mientras me bañaba entró mi viejo y me bajó de golpe el volumen: “Tenés la música muy fuerte…” Percibí que la convivencia no iba a ser fácil. ¿Podría mi familia llegar a comprender que tenía mi audición totalmente afectada por los estruendos de las bombas y por los dos meses de ráfagas de viento, que me habían dejado un zumbido constante? Pero cuando desvió la mirada, olvidó por completo el volumen porque se quedó perplejo mirando mi cuerpo desnudo: “Mirá como te dejaron, ¡qué hijos de puta…!” Nunca lo había visto así a mi viejo. Estaba triste y a la vez furioso por mi aspecto escuálido. Mi cuerpo hablaba, no hacía falta describir el hambre. Mi cuerpo lo contaba todo. Además de la extrema delgadez, tenía la piel de color gris, percudida por el hollín. Por más que me friccionaba con una esponja enjabonada, seguía gris… Cuando me senté sobre una de las sillas de la cocina, sentí un pinchazo en el culo que me hizo parar de un salto. “-¿Qué te pasa?” preguntó mamá. “-No sé”, le contesté intrigado. Revisé por si había una chinche, una aguja, un alfiler, y sin embargo, no había nada. Habían sido mis propios huesos los que pinchaban mis descarnadas nalgas. Tres meses antes ya era delgado, pero en Malvinas había perdido 19 kilos, y con ellos, la grasa de mis glúteos. Después de comer algo y muy fatigado me fui a acostar. Cuando mamá entró al cuarto para darme las buenas noches vio que estaba sobre el colchón, pero en el piso. Es que la cama me parecía demasiado cómoda, tendría que volver a acostumbrarme de a poco. 133

Mi madre se quedó toda la noche a mi lado, quizás velando por todas las noches que me habrá esperado. Bastó que me pregunte una cosa para que comience a contarle todo, sin pausas, de una manera cruda y con el recuerdo fotográfico de cada segundo que había vivido de incertidumbre, frío, miedo, hambre y muerte. Me miraba temiendo dormirse, y que mi regreso haya sido sólo un sueño. No se despegaba de mi lado. Su rostro se iba transformando a medida que le describía la precariedad de mi estadía en las islas y lo horroroso del combate. “Nunca me imaginé lo terrible que había sido” me dijo, “y ahora que me lo contás, todavía me cuesta imaginar tanto dolor…” Y mientras me hablaba, sus hermosos ojos se llenaban de lágrimas.

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Capítulo 9

PRIMEROS DIAS EN FAMILIA A pedido de mis padres, el Dr. Raúl Hasembalg, médico de la familia, vino a revisarme. Era un alemán serio, cordial, muy callado y apasionado jugador de tenis. Mientras me auscultaba lo tuteé -cosa muy extraña en mí- y excitado le contaba detalles del horror. Noté perturbación en su mirada cristalina, que por instinto evitaba la mía mientras seguía con su tarea médica. Cuando me hizo sacar el pijama y vio mi estado de desnutrición y mi panza tambor -abultada por los gases producidos por la mala alimentación- sus ojos celestes se llenaron de lágrimas. Sacó cuidadosamente un pañuelo y las enjugó, tratando de disimular con un estornudo al costado, pero me di cuenta de que estaba llorando. Intenté sacarlo de tema haciendo algún chiste, cuando entraron mis padres con caras de preocupación. No paraba de hablar. Hablaba y le contaba con total crudeza como eran los ojos de pescado de los muertos, y su color harinoso. Mi padre le preguntó qué hacer con respecto a la parte psicológica. Delante de mí le decía: “Está hablando sin parar, doctor”, por lo que Hasembalg le recomendó que me lleve a la consulta de un colega suyo que era psiquiatra. Hablar para sanar El psiquiatra era el Dr. Raverta, de Temperley, que luego de escucharme un rato en absoluto silencio, me dijo que había 135

consultado libros sobre Vietnam, ya que en Argentina no tenían experiencia con veteranos de guerra, y luego de diagnosticar "Estado de ansiedad", me recetó un ansiolítico común y me dijo: “Seguí con tu vida normal, ya se te va a pasar” Ya se me va a pasar, dijo el psiquiatra. Ya se me van a pasar las miradas definitivas de los muertos, los rostros reventados, los miembros desparramados, el frío: ¡aquel frío!, el hambre: ¡aquel hambre!, el miedo, las bombas, el cielo estallado. ¿Cual vida normal haría la magia de curar mi estado de ansiedad? Pasé una semana en cama, estaba muy debilitado, con parasitosis intestinal y lo que han dado en llamar “pie de trinchera” de tanto estar mis pies mojados y expuestos al frío. Las plantas de mis pies se me pusieron de un atractivo tono violeta, y comenzaron a descascararse varias capas de piel, como un lagarto. Eso también “ya se me pasaría” algún día. Me levantaba de a ratos para recibir alguna visita y para comer algo, pero no aguantaba mucho. Durante las noches me despertaba cada tres horas ¡como un bebé! impulsado por el hambre, y a duras penas marchaba a la cocina a prepararme algún sándwich con chocolate caliente. Mi viejo, contento de verme vivo, me había comprado un Renault 12 modelo 78, que estaba en excelente estado. Pobre viejo, él sólo sabía demostrar su afecto de esa manera. Sólo podía mirar al auto desde mi cama a través de la ventana. Estaba estacionado en el quincho del fondo, pero me sentía muy débil para manejarlo. Transcurriendo los días, mi primera actividad cuando pude ponerme de pie, fue la de salir a lavar el auto. Ocurrió cuando era bien temprano, en una mañana fría. Había caído una helada densa, el césped crujía cuando lo pisaba y el cielo me saludaba espléndidamente azul. Para sentirme acompañado puse un cassette de Lito Nebbia, y mientras escuchaba el tema "Sólo se trata de vivir", lavaba el auto y silbaba como un pájaro. “…..Creo que nadie puede dar, una respuesta, ni decir 136

qué puerta hay que tocar creo que a pesar de tanta melancolía tanta pena y tanta herida, sólo se trata de vivir….”

Llevaba puesto el pulóver de la estancia Murrell como abrigo. Al rato observé que al otro lado del cerco de hiedra, estaba nuestra vecina y amiga de mi madre, Raquel Buzchiazzo, que me miraba en silencio, con los ojos arrasados por las lágrimas. Enseguida entendí el por qué de su emoción y me acerqué a ella, le tomé las manos por encima del cerco y le dije: -“No llores Raquel, estoy bien! ¡Estoy feliz! Ella lloró aun más y nos quedamos así unos instantes tomados de las manos sin decir palabra alguna. Hay momentos en la vida donde las palabras sobran. Ese, sin duda fue uno de ellos. Por la casa desfilaron visitas de amigos y familiares. Era gracioso ahora que lo recuerdo, todos me decían: “-Che...¡estás distinto! ¡Estás más gracioso, como con mucha energía!” Supongo que esperarían encontrar a un monstruo depresivo y resentido. Sin proponérmelo, entré en un estado al que ahora denomino como "euforia del sobreviviente”. Me ponía el despertador temprano para disfrutar del día y aprovechar cada segundo. Valoraba y apreciaba cosas que hasta entonces no había notado. Todo me parecía fascinante: el olor al pasto recién cortado, los perfumes de la primavera del 82, el canto de los pájaros, ¡hasta los colores de la tele me parecían alucinantes! Sentía que había despertado de un largo sueño y notaba al resto de la gente como aletargada, viviendo sin ganas, sin ímpetu. Yo me sentía eufórico, feliz y lo transmitía, ¡la pucha que lo transmitía! Y todo el mundo me lo decía. ¿Una vida normal? Un día decidí volver al club para jugar al tenis, y me recibieron mis compañeros de inter-clubes como si nada hubiera pasado. 137

Todo bien, pero quiero pensar que no sabían qué decirme. Recuerdo que en ese entonces le pegaba con una potencia tremenda a la pelota, con mucha precisión, pero que me cansaba enseguida. Tenía los sentidos muy alertas, como en otra frecuencia, incluso manejando el auto, mis reflejos eran muy buenos. Tan alertas tenía los sentidos, que una noche al volver con dos amigos de una fiesta, se nos metió un ladrón en el asiento de atrás en un semáforo. Rápidamente, activé un cortacorriente que tenía el auto, y el motor se apagó. “Pero boludo, ¡te dije que no lo apagaras!”, me gritó el ladrón “-No me di cuenta, perdóname flaco”, le contesté mientras simulaba darle arranque varias veces, aunque por supuesto, el motor no arrancaba. El tipo -a los gritos- me preguntaba si había hecho algo, si tenía un cortacorriente o algo así, mientras palpaba a centímetros de la llave interruptora. Pero le perjuraba que no, que se me había ahogado nomás. Me pegaba terribles culatazos mientras amenazaba con matarnos a todos. Mis amigos -uno de ellos con un ataque de asma- no entendían nada, metidos en medio de semejante situación. Sin embargo, yo estaba tranquilo, me dejaba pegar y pensaba para mis adentros... -“Este boludo no se imagina de dónde vengo y el aguante que tengo. Que pegue nomás, ya se va a cansar, pero al Renault 12 ¡¡¡no se lo lleva!!!” Y no se lo llevó... No teníamos mucho dinero, así que luego de sacarnos unos pesos y nuestros relojes, se fue corriendo sin entender lo que había ocurrido. Lo vimos alejarse y doblar por la esquina. Recién ahí, tranquilamente conecté el interruptor y le di arranque al Renault. Y aceleré, doblé la esquina y anduve hasta pasar al lado del ladrón, que seguía armado, mientras le gritaba: “-Chau pelotudo, ¡mirá qué lindo auto que tengo!” También me pasaron cosas extrañas, cuando por ejemplo perdí la 138

noción de cómo combinar la ropa. Parece increíble, pero ¡me ponía cualquier cosa!, tenía que preguntarle a alguien como vestirme. Aunque tampoco me importaba demasiado, pero a veces salía ridículamente vestido. También me recuerdo perdido por las calles de Adrogué, en el auto, a unas cinco cuadras de casa, preguntando cómo volver. Es que a veces estaba desorientado en tiempo y espacio. Las pérdidas Una de mis primeras salidas fue para ir a visitar a una muchacha con la que había empezado a salir, justo antes de irme a Malvinas. Durante la guerra nunca nos escribimos y tampoco pensé en ella para nada. ¿Tal vez como una técnica de protección? Lo mismo había ocurrido con mi familia. A los míos los recordaba mucho, pero rápidamente los sacaba de mi mente para no sufrir tanto. La cosa es que aparecí en la casa de esta chica, que era una rubia de ojos celestes bastante linda, para investigar a ver como seguíamos la relación. ¡Pobre! todavía recuerdo su rostro lleno de culpa cuando salió a la vereda y me dijo: “Michael, tenemos que hablar, estoy viendo a otro muchacho!” En una mala película romántica, algún personaje pensaría: ¡pobre tipo!, encima que fue a una guerra, ¡al volver se encuentra con el hormiguero pateado! Pero para nada fue así. Mi realidad era bien distinta. Terminé consolándola a ella, ya ni sabía cómo explicarle que estaba todo bien... que no sintiera culpa, que yo me sentía feliz, tan feliz de estar vivo, que eso me daba un razonamiento difícil de explicar. A los diecinueve años recién cumplidos, ya había adquirido más experiencia que muchos adultos.

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LA FIESTA IMPERFECTA

Mis padres organizaron una fiesta, la fiesta que yo mismo les había pedido en mis cartas desde Malvinas. Invitaron a amigos y familiares a la semana de mi llegada, pero todavía me sentía demasiado frágil como para disfrutarla. El bullicio de todos preguntándome cosas al mismo tiempo y el humo de los cigarrillos, al fin y al cabo terminaron haciéndome muy mal. Allá en el pozo, en cambio, durante dos meses las conversaciones con Roberto, exceptuando los días de viento huracanado, fueron casi en susurros. Los invitados me tomaron algunas fotos en donde aparezco con el cuello delgado y cara de viejito. Alguien me colocó una escarapela mientras todos hablaban a los gritos, tomaban y conversaban de cosas banales, entre otras, de política. Me sirvieron champagne, pero estaba tan débil que sentía que me caía muy mal. Así que me saqué una foto con la botella en la mano y una copa en la otra, aunque no había tomado ni una sola gota. Mi viejo me había servido en una copa de cristal muy antigua: “Esta era de tu bisabuelo, es una copa tradicional de la familia”, me decía, como condecorándome y haciéndome sentir que había entrado al mundo de los adultos. Lo que estaba ocurriendo me parecía frívolo. Las caras de mis tíos cuando comencé a detallar el horror y las torturas como los estaqueos, eran de incredulidad y espanto. Pero mi sensación, en verdad, era que cuando quería contar lo que nos había ocurrido, nadie me quería escuchar. O mejor dicho: que nadie quería saber la verdad… Aturdido por esa situación me fui a la cocina. Necesitaba estar solo. Apagué la luz y encendí la hornalla de la cocina para darle calor a mis manos. De ese modo, así de solitario y así de contemplativo, apenas mi rostro iluminado por la llama, pensé: “Esta gente, que es mi propia familia, no tiene la menor idea del lugar de dónde vengo... me parece que estoy y estaré solo con mis recuerdos durante toda mi vida.” 140

IMI

Esa primera semana que estuve en cama fue intensa. A las visitas de amigos, parientes, vecinos y los constantes llamados telefónicos, se sumaron los pedidos de la prensa nacional e internacional. De algún extraño modo se habían enterado de que había sido yo el traductor de los ingleses en el Canberra. Mamá entró una mañana algo perturbada y me dijo: “Tengo que contarte algo... se murió IMI”. Ignacio María Indino que había sido compañero mío del colegio, era el mismo muchacho macanudo que me había dado algo de comida el día que pasé a su lado revolviendo tachos de basura como un perro, cerca del Moody Brook. IMI dormía allí, era el asistente del Mayor Banetta, de la Décima Brigada. ¡Que increíble! IMI estaba protegido, ¡yo podría haber muerto!, ¡pero no él! Ese día, otro amigo en común había forcejeado con mamá en la puerta, intentando entrar a mi cuarto para preguntarme los pormenores de la muerte de IMI. Como aún no me había enterado de la desgraciada noticia, ella prefería impedirle la entrada: una manera de protegerme de la mala noticia. Pero la realidad le pasó por encima, pobre mamá, y sintió que había llegado el momento de contármelo. IMI había muerto la noche del 12 de junio, sepultado por los escombros cuando el edificio del Moody Brook, fue impactado por artillería británica. Hubo varias alertas, y en la última, IMI no alcanzó a salir a los pozos y se quedó adentro del edificio. Poco tiempo más tarde de conocer la triste noticia, decidí ir a visitar a su madre viuda, cantante lírica del teatro Colón. Ignacio era su único hijo y la pobre mujer, había quedado destrozada por el dolor. Encima, se había puesto en contacto con unos videntes que le habían inventado que su hijo estaba vivo en Inglaterra. Las 141

paredes de la casa estaban tapizadas de fotos de Ignacio. Me partió el corazón. Así que luego de tomar un café y de abrazarla, me retiré rápido de esa casa, intentando contener el llanto y dejar atrás la angustia que me producía esa visita.

LA MISA

Un día, se organizó una misa en la parroquia San Gabriel, cercana a mi casa. Me ubiqué parado en la parte de atrás, al lado de mi hermano, advirtiendo algo que me sucedía muy seguido, y era que la gente me miraba con curiosidad. Eso era bastante natural, la curiosidad humana, muchas veces renuncia al recato. Cuando llegó el momento de rezar el Padrenuestro, me invadió de golpe una catarata imágenes del combate: el rezo del Rosario a los gritos entre el bombardeo, las voces trémulas de mis compañeros que me acompañaban articulando el Avemaría, los rostros inconmovibles de los muertos, el frío... hasta que exploté con un llanto incontenible y convulsivo. Mi hermano Eduardo, que tenía sólo trece años, creo que sintió un poco de vergüenza ajena por el exabrupto, pero igual me contuvo -aunque turbado- porque apenas si podía mantenerme en pie. Compensando tamaño dramatismo, se produjo un momento de hilaridad cuando a la salida de la iglesia la gente que no me conocía desde antes, se iba acercando al novio de mi hermana Carol –el pobre estaba todo vendado en la cara, enyesado el cuerpo y con muletas debido a un accidente de moto- y con cierto ánimo entusiasta le decían: “¡Bienvenido, héroe!”, a lo que él, sonriendo por entre sus vendas les decía, señalándome: "Nooo, el hermano de Carol es aquel flaquito que volvió de Malvinas, no yo!"

CARTA DE CAROL

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Un dos de Abril. Año 1982. Algo así como las seis de la mañana. Vos te ibas al 7 de La Plata, yo me iba al colegio, como todos los días de mi vida. Yo tenía 17. Vos unos 18 rumbo a unos 19. Nuestra madre, preparó un desayuno, preocupada por las noticias de la radio. Yo, semi-dormida, casi no entendí nada. La mente a veces no comprende... hasta que el alma registra imágenes descomunales que quedan en la retina, así fue como te recuerdo partiendo, recuerdo exactos momentos, tiempos, perfumes a tostadas y un abrazo ido en el tiempo. Llevabas una campera de un rojo claro. Bien abrigada. Ibas a llamar más tarde. Le diste un beso. No tengo registro de que me hayas besado. Hay veces que no hacen falta ni besos ni palabras. 3 de Abril. No volviste a casa. Nos enteramos que estabas acuartelado en el Regimiento. Mirábamos ATC... Kazanzew... Escuchábamos la BBC de Londres. Se habían aunado dos locos de remate... un milico autoritario y con delirios de gesta heroica... a manos de un pueblo en ¨salita de tres¨... de una inmadurez descomunal... con una Primera Dama Británica, expuesta a una suerte de resistencia de sus laburantes, algo había en danza. Los humildes de allá le protestaban a la Thatcher. Ambos, con un Johnny Walker, o varios, o muchísimos, se arengaron entre sí. Uno, loco, mandó un comando, y clavó la celeste y blanca en las islas. Esas, las nuestras, las no nuestras, las de ríos de sangre y océanos de olvido. Un país celebró. Otro, un reino o imperio de siglos, reaccionó, olvidando a sus trabajadores comunes, aunándose a una gesta maravillosamente desquiciada. Dimes y diretes diplomáticos. Burocráticos. La cantinela ya estaba planeada. Iba a correr sangre, entre chupines y más chupines dos adictos al poder y al alcohol se aunaron a faenar adolescentes. Y lo bien que les fue. Lo fácil que fue ser héroes de una gesta patéticamente televisada. Los “acomodados”, los de siempre, los influyentes... huyeron como ratas, la gente común no tuvo un instante para procesar lo que vendría. El correntino, el muchacho de Quilmes, el piloto altruista de

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Córdoba... El chico que nunca se despidió de Dolores, el chaqueño acostumbrado a 40 grados, el estudiante universitario con prórroga vencida... los chicos, los chicos de barrio, los que no nacieron para matar, tuvieron que morir... como dijo Borges. Dios permite que los hombres sueñen cosas que son ciertas. Entre la gente común, estaba mi hermano, Miguel, de campera roja, de apenas 18 años. Se fue esa mañana y no volvió. Inmediatamente se me felicitó en el colegio, yo era algo así como la “afortunada” por tener en mi familia a alguien que estuviera dispuesto a dar su sangre por la patria. En mis 17 algo no me cerraba. Algo no andaba bien. Las lágrimas de mi madre, el ostracismo de mi padre. Algo... algo, simplemente no cerraba. ¿Por qué tenía que ser la sangre de mi hermano, un simple chico de 18 años?... qué fuerte, sentirse orgulloso de entregar la vida de un hermano, mientras todo un país miraba football por TV. En ese tiempo no lo comprendí.... y exacerbada por mi celeste y blanco, también sentí orgullo por Miguel. A fin de cuentas mi hermano nos iba a defender a todos de las fuerzas del imperio británico. Más, si me preguntasen en aquel entonces o me preguntasen ahora, si estaría feliz de entregar la sangre de mi hermano en pos de unas islas desiertas... la respuesta fue y es NO. El amor no se negocia, es algo que surge de lo más profundo de quienes queremos ser. Comencemos por esto: ¿quién soy yo para decidir sobre la sangre de mi hermano?... Y en un segundo plano... ¿en pos de que?... Miguel se fue, y no supimos bien cuando. Sólo supimos que se fue... ya que dejó de llamar. Se nos terminó el contacto. Caímos en las manos de los medios, que mediaban mentiras equivalentes a máximos pecados. Que íbamos ganando... que habíamos derrotado, derribado. Que Miguel y los cientos y cientos de chicos como él estaban alimentados y abrigados. Cada mañana, en el colegio cantábamos el himno nacional, con la mano derecha sobre el corazón. Se

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rezaba el Padrenuestro... se hablaba de gestas heroicas Miguel de pronto fue nuestro querido desaparecido, un héroe anónimo, un chico de zona sur. Sólo un chico… Vino Juan Pablo II, y siguió siendo nuestro desaparecido. La BBC contaba su alucinante historia... ATC su alucinante mentira. Llegó el desembarco británico, y con él una especie de silencio de radio. Todo aquello que veníamos sabiendo, pasó a convertirse en un absoluto silencio... Las fábulas de la televisión pasaron a ser solo eso... de la fábula... a la farsa... El himno nacional con mi mano sobre mi corazón, pasó a ser una plegaria por el retorno de mi hermano… No quería que muriera por mi patria, porque no éramos una Patria.... Las patrias, se unen, luchan juntas, entregan, sacrifican... Las patrias son democráticas, libres.... Lo nuestro eran cientos de miles de corazones listos para darlo todo, entregarlo a la absoluta inoperancia de unos pocos. Obvio, los corazones gentiles que quedaron en el olvido, adentro de contenedores llenos de comida, ropa, joyas... Pobres argentinos... que solos estamos demasiado a menudo... Mi hermano era demasiado niño, demasiado virgen, demasiado inocente en esencia, por dentro y por fuera. ¿Dónde mierda estaban los profesionales de rifles y bombas? ¿Por qué mandaban niños de 18?, alguien por Dios, ¡explíqueme por qué! Y no tengan la audacia de insultar la inteligencia emocional de un pueblo... Pues había fuerzas especializadas, obviamente, todas acuarteladas bajo el manto de la inoperancia y la ineptitud. En mis 17 intenté cuestionar a mi profesora de historia... Colegio bilingüe, vaya contrariedad... en fin, “en mi país estas cuestiones no se discuten” sentenció la profesora De La Fuente. Y no... no se cuestionaban, ya que no era su hijo, ni su hermano. Era sangre ajena en pos de una gesta que hacía propia... qué apropiado....qué morbosamente apropiado. Todos somos tigres cuando el pingo está en otro potrero.

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Mis 17, mi hermano ido. Mis padres desbordados de dolor. Y yo supuestamente debía estudiar historia inglesa... Recuerdo aquél día que mi profesora de Historia Británica pidió mi carpeta. Le dije claramente que no tenía tal carpeta, ni la iba a tener. Y que me negaba a estudiar la historia de Inglaterra, o siquiera dirigirle la palabra (a mi pobre profesora) en inglés.... ya que tenía a mi hermano en una trinchera. La buena mujer (la profesora de Historia Inglesa, no la profesora de La Fuente) sólo me abrazó y me dijo “te comprendo”. Frío en Buenos Aires... aprendimos a imaginarnos lo que sería el frío glaciar en aquellas islas desiertas... Silencio absoluto. Días... semanas... Llegó un momento en que lo creímos muerto. Sólo nos faltaba la confirmación. En esos días una tarde me desbordé en el aula, creo que era la clase de química. Bajé los brazos y me abracé a mi escritorio. Fui formando un charco de lágrimas. Para mí, mi hermano estaba muerto y a nadie le importaba. Buenos Aires, no se apagaba, nadie dejaba de comer, ni de divertirse. Buenos Aires no dejaba de bailar ni salir, ni besarse... no se qué fue del interior, pero percibí una Buenos Aires absolutamente a espaldas de la guerra que jamás reconoció. Nuestros chicos morían en trincheras gélidas Mis regresos a mi casa eran para encontrar a mi madre con los ojos hinchados de tanto llorar. Mi padre, que jamás pudo ni podrá demostrar, era algo así como un ente. Destrozados ellos, yo... y no sé si mi hermano Eduardo, de apenas 13, pudo entender lo que ocurría. Supongo que estaba destrozado al vernos a todos destrozados. Hubo un punto en que nos vencimos. Mi madre me confesó que creía estar enferma... que había vivido toda su vida en dos meses. Me hizo prometer que si ella partía y Miguel no volvía, yo tenía que buscar la manera de llevarle flores. Le juré que sí.

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Volviste a fines de junio, Miguelito. Volviste porque la Virgen así lo quiso. Flaquito, con principios de congelamiento. Desconocido. Con tus facciones transfiguradas por el dolor, totalmente desconocido, de una fragilidad incomprensible para nosotros... lleno de muerte, cubierto del milagro de la vida. Dios te guarde y bendiga, pues nos llevará una vida agradecer tal milagro. Las bombas, las esquirlas, el frío, el hambre... Demasiados milagros se confabularon en tu favor. Y nos cambiaste la vida, definitivamente. Nos diste la oportunidad de abrir los ojos a la vida. O cerrarlos al olvido. Prefiero mantenerlos abiertos, recordar siempre ese charco de lágrimas sobre el banco de mi quinto año, mientras te esperaba, vivo o muerto. Ningún hecho en mi vida ha sido de semejante intensidad. Lo llevo adentro, como homenaje a vos y a los que nunca pudieron volver a abrazar a sus madres. A los que yacen en esas islas insondables. Al olvido. A la lucha contra el olvido. A la gesta diaria. Al amor después del odio irracional, al patrioterismo, al olvido enterrado en la turba. A las cruces blancas. Al amor que queda, ese, el más esencial: el amor por la vida. Carol Savage

CHE DAD Y GRANNIE

La primera salida luego de esa estadía en la cama, fue a pasar el fin de semana en lo de mis abuelos maternos en Temperley. Donald Hunter y Catherine Burnet eran dos personas muy especiales para mí. Él era hijo de ingleses llegados a la Argentina a fines del siglo XIX, ella, nieta de escoceses llegados allá por 1840. Angloargentinos que quizás se sentían más ingleses que los ingleses. Su casa y sus costumbres eran cabalmente británicas. Aún así, hablaban un castellano perfecto y sociabilizaban con 147

mucha gente del vecindario. Era extraño, porque puertas adentro daba la sensación de que estábamos en Inglaterra. Me había criado junto a ellos durante mi infancia. Che Dad fue bautizado así por mí a los tres años, copiando a los adultos de la casa cuando lo llamaban: ¡Che Dad, está listo el asado!, ¡Che Dad, te llaman por teléfono!, etc. Che Dad fue voluntario para Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, pese a ser argentino. Combatió para el Reino Unido durante cuatro largos años, y se recibió de Oficial de Inteligencia de la RAF, destinado entre otros lugares a Nijmegan, Holanda. Estudió duro para eso, porque tenía que enviar dinero para mantener a toda su familia que residía en la Argentina. Él nunca me había contado nada de la guerra hasta esa noche, cuando le describí todo en un lapso de seis horas, tal cual lo había hecho con mi madre... Che Dad me escuchaba perplejo. Cuando terminé mi relato le pregunté si él había tenido alguna situación de trinchera como la mía. “No tan de cerca, sólo tuve aterrizajes de emergencia y bombardeos en ciudades, pero teníamos los refugios”. “Nos hundieron también los alemanes cuando íbamos en el barco desde Argentina”.

Pero la historia de Che Dad, un día buscó encontrarse con la mía… Agrego esta pequeña anécdota que me parece oportuno incorporar en esta instancia del libro. El Andalucía Star, de la Blue Star Line, era el barco en el que había navegado mi abuelo hacia Gran Bretaña, cuando en 1942 fue torpedeado tres veces y finalmente hundido por un submarino alemán. Che Dad naufragó dos días sobre un bote salvavidas a 400 millas de Monrovia, en la costa africana, junto a otros tripulantes y pasajeros de la nave, entre los que había veintidós mujeres y tres niños. Los dos primeros torpedos habían impactado la noche del 7 de octubre, mientras a 148

bordo transcurría una fiesta, con un desfile de modas en donde los modelos eran hombres que lucían ropa de mujer. Después, pasajeros y tripulantes cantaron 'Dios salve a la Reina' y brindaron “por el capitán, por el barco y por la buena estrella". Sin embargo, el impacto de un tercer torpedo hundió la nave. El brindis no había impidedido el ataque ni el naufragio de estos valerosos voluntarios británicos que tenían la ciudadanía argentina -como mi abuelo- y que iban a sumarse a la causa aliada tomando parte de la guerra contra Hitler, amén de veintidós mujeres y tres niños que como familia, los acompañaban. En dos botes llenos de pasajeros que se salvaron milagrosamente de morir, estaban embarcados Che Dad, pero también una niñita de sólo tres años: Gillian Ash. Ambos habían naufragado juntos, y el destino nunca más los volvió a reunir. Sin embargo, pasadas muchas décadas, a mí me sí tocó encontrarme con ella y con ese espacio heroico de la historia familiar. Es que Gillian Ash vive en Venado Tuerto, ciudad en la que vivo y ví nacer a mis hijos, y ella, luego de amenas charlas me confirmó la historia que me había contado mi abuelo. Parece ser que el tiempo había sido misericordioso, con un oleaje ligero que había permitido avizorarlos desde la corbeta Petunia. Cuando comenzaba a clarear todos habían sido recogidos de manera segura, y horas más tarde, desembarcados en Freetown. Me contaba Che Dad que cuando se produjo el gran apagón, minutos antes del hundimiento, alguien arrancó de la pared lo primero que encontró al tanteo, algo que había creído era un trapo para poder usar a modo de frazada en la intemperie. Cuando amaneció, todos se rieron porque el náufrago estaba envuelto en su trapo, que no era otra cosa que la bandera argentina que había llevado la delegación criolla de recuerdo. Esa bandera se conserva aún, y está firmada por muchos de los sobrevivientes en un regimiento del ejército en La Calera, en la 149

provincia de Córdoba. En una fotografía de la enseña viajera, con emoción, pude detectar la firma de mi abuelo… Y esto también me contó Che Dad ese día, sobre el final de la guerra: “Yo estuve a cargo de la liberación del campo de concentración Bergen Belsen, donde semanas antes había fallecido Ana Frank. El olor era impresionante, y todavía recuerdo las caras de viejitos de los prisioneros judíos, esqueléticos, muchos eran jóvenes, pero con cara de viejitos...y en tu expresión veo algo de ese sufrimiento. Tu cara habla. Estoy muy feliz de tenerte entre nosotros…”, me dijo conmovido mientras me abrazaba fuerte, y sus ojos se inundaban de lágrimas. Mi querido Che Dad falleció un año más tarde, pero antes de morir, me regaló su chaqueta de la RAF y otras pertenencias de la época, como medallas nazis confiscadas a algún prisionero, y un casco alemán, con el apellido Junitz escrito en su interior. También debe haber sido muy duro para él. Peleó con y por los ingleses, y 37 años más tarde, los ingleses peleaban contra su país, y su propio nieto casi muere en el frente. Lloré mucho cuando Che Dad falleció. Él había sido un gran tipo.

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Capítulo 10

LA REINSERCION EN LA SOCIEDAD

A mitad de ese año, la Facultad de Agronomía había creado una clase especial para darnos una chance a los ex combatientes. Como me había gustado la idea, comencé a cursar, pero el entusiasmo me duró apenas una semana, tiempo suficiente como para comprobar que mi concentración había desaparecido. No me pasaba sólo a mí, por supuesto. Otros compañeros que habían estado conmigo en Malvinas, dibujaban aviones y trincheras sobre los bordes de las páginas, en tanto la docente intentaba darnos su clase de Botánica. No parecía ser ese mi tiempo de experimentar. Para no crear falsas expectativas, en vez de estudiar decidí tomar lo que quedaba del año para recuperarme. Y pensé que cuando comenzase a caminar por las calles de Adrogué, surgiría de modo natural una manera de hacer algo por mí mismo. Ahora que lo pienso, ya con la distancia del tiempo, creo que en ese momento necesitaba recuperar de nuevo mis espacios originarios para volver a encontrar allí al Mike que había sido antes de ir a la guerra. Mi pretensión era absurda. Pero claro, ¿cómo podía en ese tiempo comprender cabalmente lo que me había pasado?, ¿cómo podían -tanto mi nuevo cuerpo como mi nuevo rostro- amigarse con un espejo que reclamaba a gritos mi silueta originaria? 151

Caminaba por horas, durante las noches y en pleno invierno, buscando algo que ni yo sabía lo que era. Hoy quizás puedo reconocer que me buscaba a mí mismo; que buscaba al Mike que fui y que había quedado fundido en las fragancias de mi barrio. Hoy casi estoy seguro que buscaba desbaratar la inmoralidad de cada día perdido en aquellas tierras lejanas. Como también estoy casi seguro de que lo que estaba intentando enfrentar en ese entonces, era mi privadísimo duelo personal. El duelo que hacemos todos los que queremos encontrar lo que ya nunca más volverá, y nos obligará a vivir para siempre en un estado de misericordiosa resistencia. De resignada alerta. Es que fue tan enorme todo lo sucedido, que olvidé muchísimas cosas que me habían pasado antes de ir a Malvinas. Aún hoy no he podido recuperar muchos episodios de mi vida previa a 1982, a pesar de haber caminado tanto y tanto para encontrarlos en alguna esquina, en las frías noches de invierno de Adrogué…

Pactando con la realidad Luego de intentar estudiar por más de un año, pacté con la realidad y decidí abandonar. Esa fue una difícil decisión que tomé luego de darme cuenta de mi falta de concentración para el estudio. Desde ese momento, comencé a buscar trabajo. Primero respondí a un aviso en un diario porteño donde se solicitaba a un aprendiz con conocimiento del idioma inglés, para una empresa importadora de caucho. Fue así que enfundado en un elegante traje azul, me presenté a la entrevista que tuvo lugar en un lujoso piso de oficinas frente a las torres porteñas conocidas como Catalinas, en el barrio de Retiro, en donde fui recibido por H.H., el propietario de la empresa. La conversación sobrevoló sobre cosas como mi origen social, lugares de veraneo, gustos y costumbres. Me sentí raro contestando preguntas que por supuesto, no esperaba. Pero, de todos modos, me esforcé por caerle simpático a ese frío empresario. Necesitaba un trabajo en serio y recomenzar así mi 152

vida. El señor H.H. se mostró muy interesado en mi persona mientras me explicaba que su grupo empresario quería formar a alguien bilingüe para negociar con los proveedores extranjeros. Me convocó a una segunda entrevista -hecho que me ilusionó más aún- donde me contó más acerca de la orientación de su búsqueda, anticipándome que me formarían dentro de la empresa, ya que mi condición de anglo argentino le parecía muy valiosa, incluso más que cualquier título universitario. El tipo me decía: “Título tiene cualquiera, nosotros buscamos algo más “bienvenido” a nuestra empresa” Mientras caminábamos, señaló una oficina con vista al Río de la Plata y me dijo: “Aquí vas a estar vos... ¿qué te parece?” Sonreí satisfecho. En ese momento me sentí tan ilusionado como importante. Cuando después de la fugaz recorrida regresábamos a su oficina, H.H. me preguntó: “A propósito, veo que sos muy joven, ¿ya hiciste el servicio militar?" En ese momento, henchido mi pecho por el orgullo, le contesté: “Sí señor, no sólo hice el servicio militar, sino que estuve en Malvinas”. Su rostro de pronto se congeló “¿Cómo es eso?", me preguntó. Ahí me di cuenta de que había pisado el palito: error de mi parte habérselo contado. El señor H.H. cambió rápidamente de actitud, como quien decide desalentar una fastidiosa operación comercial. “Ok”, me dijo, “te vamos a llamar para una tercera entrevista, ¿sabés?” Sin más me dio la mano y se despidió con indisimulable apuro. Aturdido, llamé al ascensor y bajé con la desdichada sensación de que H.H. no me iba a llamar nunca más. De nuevo me encontré caminando sin rumbo por las calles de la ciudad, con el saco azul echado sobre mis hombros, buscando sin saber lo qué buscar. Pasaron los días. H.H. nunca más llamó. Fue el primer cachetazo que me dio una parte de la sociedad, la que hasta el día de hoy sigue sin querer saber lo que ocurrió. Una parte condenada a ser la que nunca podrá escuchar el latido de su país.

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Luego de un tiempo trabajando como cadete en otro lugar, con un sueldo miserable y en negro, mi padre, que era viajante de una importante fábrica de chapas, me propuso trabajar junto a él. “La zona es muy grande, apenas si puedo con ella”, me dijo. “Nos la dividimos, así descanso un poco. ¿Qué te parece la idea?” Pasé seis años viajando por la zona más rica de la pampa húmeda, vendiendo chapas a fábricas de silos, galpones y corralones de materiales. Al principio viajaba con mi padre. Una vez contada mi historia, la gente me preguntaba acerca de la guerra y me invitaba a cenar. Sin embargo, de inmediato comprendía que el interés era casi siempre superficial. En verdad me preguntaban siempre lo mismo: si había matado a alguien o si había visto a los gurkas. Cuando estimulado me abría y quería contar algo más, casi siempre me respondían: “Y bueno pibe, ahora tenés que olvidarte de todo, mirá para adelante”. Así fue como comencé a protegerme y a desplegar ciertos silencios. Y a elegir con más cuidado con quién hablar, eso sí, mirando hacia delante, ni falta hace decirlo. Adiós Mamá Un día, sin que nadie lo pudiese evitar, mi madre enfermó de cáncer y luego de cuatro difíciles años, falleció. La guerra había sido particularmente dolorosa para ella. A la situación angustiante que vive toda madre que tiene a un hijo en la guerra, se le sumaba el peso de su particular pasado. Ella se había criado con un padre ausente –Che Dad- un padre que durante cuatro años peleó voluntaria y valientemente para los ingleses en la Segunda Guerra Mundial, y ahora, tenía a su hijo en el frente, peleando por Argentina y en contra de los ingleses. Mamá en todo momento entendió que la causa era justa, y me lo hacía saber en cada una de sus cartas. Pero ignorar lo que ocurría en verdad en las Malvinas; más la angustia de no saber si estaba vivo o muerto, más la carga pesada de la ausencia y la congoja a escondidas, la congoja reservada, todo fue demasiado para ella. Un dolor muy difícil de sobrellevar, tan grande que ni la alegría de 154

mi regreso lo pudo mitigar. Mamá es una más de las víctimas que no figuran en las listas. La extraño mucho más de lo que soy capaz de reconocer. Y creo que también escribo este libro en su memoria, amén de la memoria de mis compañeros muertos y de la de muchos de sus padres y madres que también han fallecido como consecuencia de la Guerra de Malvinas. Su partida fue devastadora para toda nuestra familia. Con ella tenía un excelente vínculo afectivo, fue muy duro seguir adelante. Mi padre también se vio muy afectado por la pérdida de su compañera. Se puso hosco, y encima, la situación económica familiar se complicó con la hiperinflación que se produjo durante el gobierno de Alfonsín, en 1991. Un día, mientras discutíamos por una tontería, tal como discutimos tantas veces padres e hijos, alteradísimo me gritó: “¡Vos sos el culpable de la muerte de mamá!” Mientras lo miraba con incredulidad, leía en su cara el desprecio, porque encima de acusarme, estaba desalojándome de la casa familiar: “¡Buscate un trabajo!”, me gritaba. Afortunadamente en aquel entonces estaba de novio con Andrea Cummins, una gran mujer que a partir de ese momento, se convirtió en mi esposa. Con ella habíamos soñado vivir en el interior del país, escapando de la cáustica relación que existía entre mi padre y yo, pero fundamentalmente, acariciando un proyecto de vida familiar tranquilo, lejos de la furia de Buenos Aires. De ese modo precipitado fue como decidí mudarme a la ciudad de Venado Tuerto, al sur de la provincia de Santa Fe, buscar un galpón para alquilar e iniciar mi propio negocio de venta de chapas. Como es de imaginar, la injusta reacción paterna -y más injusta aún acusación- fue tan traumática para mí, que en vez de deprimirme –justamente, porque no tenía culpa de ninguna claseme infundió la adrenalina suficiente como para pegar el gran salto al futuro. Una nueva vida nos esperaba, y con Andrea estábamos listos para experimentarla.

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Venado Tuerto Después de buscar algo que se adaptase a mi necesidad, conseguí alquilar un espacioso galpón sobre la ruta N8, y con sólo 5.000 dólares como capital y una bicicleta, arranqué de la nada un negocio. Como no fui la excepción a la regla, los comienzos fueron muy duros. Al principio dormía en el galpón y hasta me duchaba allí con un calefón eléctrico, aún en pleno invierno. Era demasiado joven, y el desafío, enorme. Había quemado mis naves, y sólo me acompañaba mi reciente experiencia como vendedor viajante, oficio muy distinto al de la venta de mostrador. Pero como no me quedaba otra salida más elegante que esa, la hice posible. No pasaron demasiados meses cuando de pronto, nuestra familia se amplió con la llegada de mi hermano Eduardo, aunque por desgracia, también él escapando del resentimiento de nuestro padre. Por supuesto que aceptó quedarse a trabajar conmigo, lo que significó una enorme ayuda, pero sobre todo, una entrañable compañía. Conocía a muy poca gente en la ciudad, y mis clientes, cuando venían a nuestro negocio terminaban preguntándome cómo había ido a vivir a ese lugar. Superadas las huellas de la guerra en mi aspecto, como tenía un rostro que curiosamente desmentía mi verdadera edad, más de uno al ingresar a mi local me preguntaba por el dueño. Fueron muchos los años en los que tuve que aclarar: -“¡El dueño soy yo!” El negocio, luego de estresantes inicios, funcionó bien, y me dio la paz, la seguridad y el orgullo de haberme independizado.

En octubre de 1992 me casé con Andrea, y luego de alquilar una bucólica quinta en la zona rural que forma parte del cinturón verde que rodea a la ciudad, nos instalamos ahí y formamos la hermosa familia que hoy es mi orgullo y mi sostén. Tenemos dos hijos, Patricio –Paddy- y Margarita –Maggie- que es la benjamina.

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Capítulo 11

CONOCIENDO A JAMES

Diciembre 1996 Una calurosa tarde, mientras dormía una reparadora siesta, Andrea entró al cuarto y me despertó sacudiendo la radio que traía encendida: “¡Escuchá esto!”, me dijo con su habitual vehemencia. Entredormido, alcancé a escuchar una cálida voz en inglés que charlaba con el periodista Rolando Hanglin, acerca de la vida en Malvinas, de las mujeres de Buenos Aires y de unos cuadros con figuras de conscriptos argentinos. Hablaba con el alma, con respeto y dignidad. Su nombre era James Peck. Sentí un inmediato impulso de conocerlo. Era el primer isleño que venía a la Argentina, y encima, pintaba cuadros de la guerra. Viajé a Buenos Aires, no sin antes resolver comunicarme con la galería de arte en donde James estaba exponiendo. Cuando logré ponerme en contacto telefónico con James, le hablé en su idioma y me identifiqué como un veterano argentino que deseaba conocerlo. Él, luego de hacer una pausa, aceptó que nos encontremos esa misma tarde. Ese 9 de diciembre era mi cumpleaños, y en la ciudad de Buenos Aires el calor era oprimente. Cuando llegué a la galería de arte, transpirado y ansioso, en el fondo de un pasillo divisé a James con 157

su mujer de entonces, Carol, y su pequeño hijo Joshua. Los tres, cuando me vieron llegar tenían caras de asustados. Con un gesto tranquilizador les dije, en inglés: “No se preocupen, no estoy loco, está todo bien”. Al ingresar al salón en donde exponía sus obras, no pude dejar de observar los cuadros. Creí estar viéndome en un espejo. Grandes pinturas que abarcaban casi todas las paredes, reflejaban con profundidad todo el sufrimiento que nos había atravesado a los colimbas argentinos. Siluetas espectrales, tristes y perturbadoras. Imágenes que sólo alguien que ha sido testigo de esa guerra, con enorme sensibilidad, dejó plasmada la tragedia en una tela. Me quedé paralizado por unos instantes, hasta que James me sugirió que vayamos a tomar un café para conversar un rato. El tiempo no parecía alcanzarnos. Conversamos durante cuatro horas en un bar del vecindario, con recíproca curiosidad por saber cómo cada uno había sentido la guerra desde "el otro lado”. Cuando volvimos al salón, había gente esperándolo, así que luego de sacar unas fotos, me despedí de ellos y le dije a James: “Estoy seguro de que vamos a ser muy amigos”. James parecía decirme con la mirada: “No te vayas todavía”, pero como estaba esa gente esperando para posiblemente comprar un cuadro, consideré prudente retirarme. Y mientras volvía en tren a Temperley, le agradecí a Dios ese especial regalo de cumpleaños.

James en Venado Tuerto James y su familia regresaron a la Argentina. Luego de dos años de intenso intercambio epistolar entre Venado Tuerto y Malvinas, las condiciones estaban dadas como para invitarlos a hospedarse durante una semana en nuestra casa. Convite cursado: convite aceptado Así que los fui a buscar. Todavía no sé como hicimos, pero viajamos todos adentro de mi humilde auto, que no era muy espacioso, desde Buenos Aires a Venado Tuerto, la ciudad que nos había acogido. Todo el viaje les había parecido alucinante: la libertad de la ruta, 158

el hecho de utilizar GNC como combustible, los árboles y el paisaje de una pampa húmeda totalmente reverdecida en aquella incipiente primavera del 98. Apenas llegamos a casa, encendimos el fuego en el hogar. Y mientras disfrutábamos de un whisky, no perdíamos de vista el chisporroteo de los leños de eucaliptus que ardiendo, nos regalaban el placentero aroma de sus resinas. James estaba feliz. Y yo, también lo estaba. A la mañana siguiente, luego de recorrer el parque, me dijo: “Cuánta paz hay en este lugar, Michael”. Y sí, claro que había paz. Y qué bueno era compartirla también con él. Comimos asados –muchos- le enseñé a tomar mate, y hasta lo llevé a jugar al fútbol al club, ya que James era una especie de genio con la pelota. Entre otras cosas, me contó que formaba parte de la selección de fútbol de Malvinas, y que incluso se había probado en un club de Inglaterra. En la Argentina se hizo hincha de Boca Juniors y fue varias veces a la cancha, camuflado entre los barra bravas de la doce. Esto lo describe muy bien. Él es la antítesis del inglés típico, aunque en realidad se parece mucho a Chris Martin, el cantante de Coldplay! James es un anti-imperialista que se hizo muy amigo de la Argentina. Le gusta el tango, el fútbol, las mujeres argentinas, el vino y por supuesto, nuestros asados. Pero este inglés que tuvo la posibilidad de ver y sufrir la guerra desde la otra orilla, sin embargo fue impactado por nuestro padecimiento. James no pintó la victoria británica, sino que sintió compasión y pintó nuestro sufrimiento, el de los conscriptos argentinos. La amistad con James significa algo más que el encuentro con la última pieza de mi rompecabezas bélico y generacional. La amistad con él tiene una naturaleza fraternal. Es tan indescriptible como entrañable. Creo que nos fuimos transformando -de a pocoen dos almas gemelas.

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Capítulo 12

AÑO 2000 OTRA VEZ EN MALVINAS

SANTIAGO DE CHILE

En octubre de 1999, la Argentina y el Reino Unido firmaron un acuerdo dentro del cual figuraba una cláusula que decía que los argentinos, podríamos visitar las islas como turistas luego de una veda de diecisiete años. Conversamos por teléfono con James –ambos exultantes- acerca de mi posible retorno a Malvinas. No pasó mucho tiempo sin que James ofreciera pagarnos el pasaje desde Malvinas, pues desde Argentina nos ponían muchos reparos. Y así, de a poco, el rompecabezas se fue armando. Viajé con mi esposa Andrea y mis dos pequeños hijos, Patricio y Margarita, que en ese momento tenían seis y dos años respectivamente. Las emociones de este retorno, para mí son muy difíciles de poner en palabras. Siento que fue un viaje al pasado para liberar los fantasmas que estaban atrapados en mi memoria, y para recobrar la paz. ¿Cómo podría entonces describir algo tan inasible? Nuestro viaje comenzó cuando partimos el 14 de enero de 2000 rumbo a Santiago de Chile. En Ezeiza nos esperaba toda nuestra 160

familia que iba para despedirnos. Como nos tenían que entregar los pasajes en el mostrador, llegamos a Ezeiza con bastante tiempo de anticipación, tal como se acostumbra. La empleada de LanChile nos preguntaba lo de costumbre: “¿Certificado de Matrimonio?, “¿certificados de nacimiento de los chicos?” ¿Cóóóóómo? ¡Nadie nos había dicho que teníamos que llevar los certificados!... Por un momento pensamos que ese viaje tan esperado no iba a poder realizarse. Menos mal que la suerte nos acompañó, porque fuimos hasta migraciones y allí, con los carnets y documentos de la obra social que teníamos, más los pasaportes, pudimos demostrar que éramos sus padres. Eso nos permitió concretar el viaje. Maggie, que en ese momento tenía dos años, había estado corriendo por todo el hall del Aeropuerto, así que lograr que se calmara en el avión no fue una tarea sencilla. Paddy en cambio, todo un hombrecito con sus seis años, se portó muy bien, y se lo pasó jugando con una revista que le compró su abuela. Llegamos a Santiago y contratamos a un taxista en el mismo Aeropuerto. El chofer, un buen hombre que describía con entusiasmo a su ciudad, lo que no pudo ocultar fue su ultranacionalismo. Inmodestamente, el chileno nos provocaba con simpatía sobre algunos temas controvertibles que hacían a nuestra soberanía, intentando con su candor, hacernos enojar. Pero nunca lo logró. Preguntas como:“¿Qué historia tienen ustedes con las Malvinas?”, que nos lanzaba con cierta frescura, incitándonos a discutir: “Porque, que yo sepa, ¡ustedes nos robaron a nosotros toda la Patagonia!”, ¡abundaban! “Y para ustedes, ¿quién es el general San Martín?”, le pinchábamos nosotros, aunque imaginando de antemano su respuesta, no obstante, pretendiendo encontrar alguna palabra de reconocimiento por la liberación de Chile, por parte de nuestro general argentino… “Un general venezolano”, nos contestaba con ironía infantil. Lo sabíamos, los chilenos no reconocen a San Martín con la estima 161

con que lo hacemos nosotros y el Perú. Como nos quedaba medio día de espera en Santiago, cuando el chofer se ofreció para guiarnos por la ciudad en un city-tour, aceptamos inmediatamente. Las seis horas que siguieron se pasaron volando, gracias a la pericia de nuestro simpático guía. Nos llevó por toda la ciudad mostrándonos las zonas más interesantes. Estaba atento a todos los detalles, de modo que gracias a él, fue muy agradable conocer la ciudad de Santiago de Chile. Al atardecer subimos al cerro que tiene entronizada a la Virgen, y vimos una grandiosa puesta del sol sobre la cordillera de la costa que rodea a la ciudad. Mientras íbamos descendiendo del cerro, en una zona que es un parque municipal bastante solitario, nos contó que él había estado preso durante ocho meses, por error. Él era el chofer de la mujer de un narcotraficante del “Cartel de Juárez”, que distribuía la cocaína desde Chile a Estados Unidos. Andrea y yo nos miramos petrificados. Sentí un escalofrío cuando me lo contaba, pero algo me decía que no me preocupara, que estábamos bien. Después nos llevó a conocer el barrio “Bella Vista”, en donde había una movida comercial bastante grande, y una serie de muy lindos restaurantes y lugares de salida nocturna. En un sitio llamado “Ají Verde”, nos recomendó que probásemos los porotos granados. También ordenamos pastel de choclo y tamales. Luego regresamos –cansadísimos- al hotel, con los chicos a cuestas. Por la mañana teníamos que levantarnos a las cinco y cuarto, eso era ineludible. ¡Y muy odioso! Sin embargo, durante esas pocas horas no pude conciliar el sueño. Era tal la mezcla de excitación y nervios que me invadía, que terminé levantándome a las cuatro y media, y vomitando la cena de la noche anterior.

MALVINAS El viaje hasta Mount Pleasant -Falklands Islands- fue bastante 162

duro. El avión despegó a las ocho de la mañana, hizo escalas en Puerto Montt y Punta Arenas (allí hay una Aduana), y llegó a destino a las tres de la tarde. En el avión fuimos capaces de reconocer a los isleños de entre el resto de los turistas, pues estaban descalzos. Junto a nosotros viajaban pasajeros de Inglaterra, EEUU, Canadá y Alaska. Al bajar y caminar por la pista, divisamos a James y a su familia – ansiosos- que nos saludaban detrás de un cerco. Cuando ingresamos al lugar en donde se hace el trámite de aduana y migraciones, nos recibieron dos soldados ingleses que se subieron a la cinta trasportadora de equipajes y, pidiendo silencio y atención, comenzaron a gritar las directivas de seguridad que debíamos respetar en las Islas. Nos mostraron los carteles de “DANGER MINES” y nos enseñaron, a modo de ejemplo, material peligroso como minas, vainas, etc. que no debíamos tocar, que eran vestigios de la contienda bélica del 82, desparramados por las colinas circundantes a Stanley. Por supuesto, tampoco estaba permitido filmar las instalaciones militares, ni sacarles fotos. Después de atender esas prevenciones, nos dirigimos a Oasis, el café del aeropuerto. Un buen nombre para un acogedor lugar, en medio de una fría e imponente base militar de la NATO, lleno de revistas, juegos de mesa y cordiales camareras que nos sirvieron un buen té con leche y unos sándwiches de corned beef. ¡Wow! no comía sándwiches de corned beef desde hacía como treinta años, en la casa de mis abuelos. Consumir eso era una costumbre muy británica, de la post guerra, si no me equivoco. Así fue como luego de reconocernos fraternalmente, de disfrutar el reconfortante té y de aclimatarnos al lugar, partimos todos juntos en el Land Rover de James hasta Stanley, ex Puerto Argentino, en donde la familia Peck nos hospedó en su pintoresca casa con imponente vista a la bahía. Inmediatamente, para aprovechar la tarde del sábado, vimos algo de fútbol en la cancha central, y luego James nos llevó a su acogedor y personal estudio. Una casita de madera, muy antigua, 163

en donde él se inspiraba, soñaba y pintaba. El mutismo que nos había invadido en los primeros momentos por la conmoción de estar allí, fue retirándose como por arte de magia, dando lugar a la cordial familiaridad que desde aquel entonces, nunca más nos abandonó. En esa ocasión, nosotros le habíamos llevado de regalo un cuero blanco de vaca, que luego usaría como alfombra en ese lugar. Fue muy significativo para mí, algo así como jugar con la historia: una alfombra de Venado Tuerto se quedaría en Malvinas, en el estudio de James, para darle más calidez aún. Un viejo tocadiscos y una linda colección de discos de vinilo, me dieron la acogida musical. Elegí Help, interpretada por los Beatles, de modo que escuchando a los Beatles junto a mi nuevo amigo inglés, viajé a los rincones más entrañables de mi infancia, vinculándose en mi mente con ese especial y casi sagrado encuentro. Esa noche brindamos con vino argentino y cenamos una deliciosa comida de bienvenida. A la mañana siguiente miré por mi ventana y desde allí, a lo lejos, distinguí al Monte Longdon. Llovía y soplaba un fuerte y desalentador viento helado, pero la ansiedad por encontrar la antigua posición que ocupé con mis compañeros, era enorme, así fue que decidimos ir solos con James, y dejar a las familias para subir con ellas otro día. “Llevame hasta el Moody Brook, desde ahí me voy a orientar”, le dije a James: Para la marcha, habíamos puesto dentro de la mochila un termo con té inglés y un pan dulce argentino. Al bajar del vehículo, comencé a trepar con decisión las mismas colinas que había subido hacía dieciocho años atrás, con todo mi equipo. Lo hacía rápido, como para no detenerme a pensar ni sentir nada. Pero en un momento se me aflojaban las rodillas, y me quedé sin aire... – “¿Estás bien, Mike?, me preguntó James, al notarme algo raro. –“Sí, pero paremos a descansar un poco”, me escuché responderle… Una vez arriba de Wireless Ridge, divisamos a lo lejos unas rocas 164

que identifiqué como la posición de nuestra compañía. Como las colinas que rodean Stanley son de propiedad del gobierno, habían dejado todos los pertrechos tirados. Nadie se había preocupado por limpiar la zona. James, luego de mirar detenidamente -a pesar del sol en contrame dijo: “Hay algo cuadrado marrón allí arriba, parece un vehículo”. “No puede ser” le contesté, “no teníamos vehículos nosotros ahí arriba, en el Regimiento 7”. Seguimos avanzando por el terreno esponjoso de la turba, y al llegar a un valle, le dije: “¡Cuidado James!, hay unos arroyitos de agua escondidos bajo el pasto, por aquí...” No terminé de decirlo cuando James cayó adentro de uno de ellos, mientras me miraba perplejo, riéndose como un niño, pero mojado hasta la cintura. Finalmente llegamos a eso que desde lejos parecía ser un "vehículo", y que en verdad había resultado ser el trailer -la cocina de rancho- de nuestra compañía C. Justo al lado, ¡estaba el cilindro de acero inoxidable que oficiaba de balde, con el cual yo había servido el mate y la sopa durante la guerra! Estaba tirado en el mismo lugar en donde lo dejábamos siempre, sólo que ahora, tenía dos enormes perforaciones de esquirlas. “Con eso servíamos la sopa -le contaba- no puedo creer que todavía esté y en estas condiciones… Muchas noches dejábamos el balde afuera de nuestra carpa, y a la madrugada oíamos que se metían lauchas de campo. Morían congeladas y las encontrábamos ahí adentro, a la mañana siguiente…”

A partir de este momento entré en un estado de excitación y ensueño que no podía dominar... me sentía como un sobreviviente del Titanic bajando en submarino al barco hundido... Observándolo desde el hoy, esa guerra que para mí había sido una pesadilla, tuvo la oportunidad de ser confrontada. Ese primer viaje, de modo prodigioso, se había constituido en la alucinante posibilidad de ingresar a la pesadilla, interpelarla y verificarla, 165

para lograr, poco a poco, arribar a un estado de aceptación de lo que había ocurrido allí. Recuerdo que comencé a recorrer la posición del Urco, reconociendo de modo cabal cada lugar, en especial el sitio en donde estaba la carpa de provisiones y donde el Urco procedía a estaquear a mis compañeros que sustraían comida. Toparme con mi pesadilla era algo espantoso. No había sido un espejismo esa guerra, ni mucho menos un sueño. Y como los recuerdos se volvían demasiado perturbadores, le dije a James: “Acompañame a encontrar mi posición, debe estar a unos cien metros de acá.” James me seguía deslumbrado, no podía creer lo que estaba viviendo. Como quizás no podía creer que él estaba interactuando en mi pesadilla. Fuimos casi corriendo, como chicos, a través de lo que era nuestra sección apoyo de la compañía C, y ahí, contra el barranco de turba, pude distinguir la posición que habíamos ocupado con Roberto. La zona aún estaba marcada por los impactos de la artillería británica. Los pozos que habían cavado las bombas en la turba eran negros e insondables, y dentro de ellos, nunca parecía haber crecido el pasto, aunque para ese entonces ya habían pasado dieciocho años. A pesar del valor histórico del hallazgo, no supe llorar ni emocionarme. Como la situación debe haber sido demasiado impresionante para mi mente, entonces mi cuerpo se distanció de ella y se puso a saltar como el de un niño que juega a buscar el tesoro. En la posición encontré mi pala, cantimplora, un borceguí, dentífrico, pava, la birome que nos había servido de bombilla, y muchos pedazos de metal oxidado, que luego entendí, eran esquirlas. También unas zapatillas de lona tipo “Flecha” que aunque suene a burla, formaban parte del equipo. El cepillo de lustrar los borceguíes, una maquinita y crema para afeitar “Gillette”. Además, encontramos una de las rocas que -rodeada por alambresujetaba los restos que aún flameaban al viento, del poncho 166

impermeable que nos había servido de techo. Muy cerca de allí encontré una batería de auto. ¿Cómo habría llegado esa batería al lugar? Mi memoria tardó en devolverme el recuerdo, pero en un momento llegó a mí la imagen de cuando los infantes de marina trataban de dar ignición a la cohetera del Pucará, con esa misma batería, a la luz de la luna, la noche del combate… Después de recorrer un poco más la escena, encontramos la placa base y el afuste del mortero que habíamos usado. Claro, estaban arriba del barranco, no en su lugar original, producto del último cambio de posición la trágica noche del 11. Al llegar a lo que fue la posición de Alan, Adrián y del sargento primero Alcaide, me senté a recordar y a recordarlos, hasta que de pronto, “me escuché” cantar parte de un bolero. James me miraba con curiosidad y sonreía... “Es una linda historia James, quizá esta noche, compartiendo un whisky, te la explique”, le adelanté, también sonriendo. Del mismo modo, encontramos el cañón de 105 mm de Néstor Kruzich, aún apuntando hacia la cima, con los restos de las cajas de munición, volcados a su lado. Era uno de los cañones que habíamos llevado a mano entre seis colimbas, desde el Moddy Brook, a cuatro kilómetros cuesta arriba. Ahora el basilisco yacía inofensivo, como el esqueleto de un dinosaurio. Toda la zona parecía un museo al aire libre. Me parecía increíble encontrar aquellos vestigios, intactos. A esta altura creo que James temió por mi salud mental y pese a que yo quería seguir escarbando en la profundidad de los recuerdos, me convenció para hacer un pequeño recreo y beber una taza de té. Fue así que luego de sacar algunas fotos en donde la perturbación de nuestros rostros quedó registrada, nos sentamos ¡¡en mi antigua posición!! a tomar el té. Pesadilla y realidad, en perfecta síntesis, me interpelaban. Fue una ceremonia única. Sentí algo de melancolía, pero también de orgullo, como de superación personal. ¿Tal vez la sensación de haber sometido al destino? James y yo, solos y en paz, en medio de la desolación estábamos desafiando a la ferocidad del pasado. 167

Sentí placer de estar allí, no me quería ir, quería saborear cada segundo de estar sentado sobre los restos de lo que fue mi hogar durante los dos meses más intensos de mi vida. Pensé para mis adentros:“Si viera esto Roberto... se muere de la emoción”; pero había perdido contacto con mi hermano de supervivencia, él había ido unos pocos días a mi casa materna luego de ser operado en Comodoro, pero de inmediato regresó a Córdoba. Hasta ese entonces, nunca más nos habíamos vuelto a encontrar. Quizá el trauma haya hecho que no nos buscásemos. Pero sentado allí, no pude evitar recordarlo, y recordarlo cocinando… Él había sido nuestro cocinero durante la guerra... “¿Ves James? aquí, a mi derecha estaba Roberto, yo dormía del lado de la pared de turba”. Me recosté de espaldas sobre el pasto crecido, y mirando al cielo hablé mentalmente con mi madre, ya fallecida, diciéndole: -“¿Ves mamá?, este era el lugar, ¡aquí era!” James me observaba ensimismado, con rostro preocupado. Creo que me quería proteger, porque apenas cayeron unas gotas, me instó: “Volvamos, se viene una lluvia fuerte”, en tanto señalaba unas nubes oscuras que aparecían desde el sur. Luego de abarcar todo con la mirada intentando atesorarlo en mi alma, armé la mochila y partimos, en medio de fuertes ráfagas de viento y lluvia, rumbo al auto de James, distante a una hora de caminata. Llegamos a la casa cansados, aunque felices como dos pibes mostrando juguetes nuevos. Me había traído algunos de los restos en un bolsón porta equipo que encontré tirado, y los desplegué sobre el piso ante la mirada atónita de nuestras familias. Acababa de revelar mi pesadilla a los míos. Y desde ese momento, para ellos también pasó a tener existencia real. Terry Peck James evadía el encuentro con su padre, pese a que a mí me interesaba mucho conocerlo. Recién como al tercer día, me dijo: “Vamos a que lo conozcas a mi padre” 168

Para mi sorpresa, el hogar de Terry Peck, el padre de James, quedaba ahí nomás, apenas si a una cuadra. Cuando nos acercamos, vimos que estaba lavando su vehículo. Terry era un hombre de baja estatura, fornido, de cabello negro y de ojos celestes. Al verme, se quedó en silencio, con la boca abierta y la manguera floja, al punto de mojar sus zapatillas. Incómodo por la situación, le di mi diestra y pretendiendo romper el hielo, me presenté: “Mucho gusto, soy Michael”, presentación que de inmediato enriquecí con el relato del día anterior, en el que con James habíamos encontrado mi posición. Terry, mirándome a los ojos con mirada cristalina y una sonrisa apenas dibujada en su rostro, me dijo: “Y pensar que nosotros les tirábamos del otro lado del monte” Luego de un corto silencio, y sin apartar mis ojos de los suyos, le dije: “No entiendo” “Es una larga historia”, respondió Terry, intentando eludir la mirada nerviosa de James. “Vamos adentro a tomar una taza de té”, agregó. Una vez ingresados a su casa y ya sentados frente a nuestras humeantes tazas, Terry comenzó a contarme su increíble historia, dejándome -ahora a mí- con la boca abierta, sosteniendo una taza en la que el té se me enfrió varias veces. Durante la ocupación argentina, Terry Peck había partido en moto hacia las montañas, y allí había vivido, escondido, comiendo frutas secas y nueces durante cinco semanas. Luego de esconderse en el baño de una estancia mientras el personal de un helicóptero argentino revisaba el lugar, consiguió llegar a San Carlos donde estaba desembarcando el Regimiento 3 de paracaidistas británico. Los ingleses, al ver aparecer caminando a ese extraño y solitario personaje por entre las colinas, barbudo y con un fusil terciado en la espalda, pensaron que se trataba de un comando de la SAS o de alguna otra fuerza británica de inteligencia especial. Terry Peck se había identificado como un isleño dispuesto a guiar a las tropas hacia donde estábamos nosotros con el Regimiento 7, en Monte Longdon. Lo interrogaron durante tres días. Pero Terry, además, había aportado lo suyo: les mostró fotos que había sacado de las 169

posiciones de artillería anti-aérea en el pueblo, y demás información que tenía grabada en su memoria. Aprobaron su ingreso de inmediato. Le entregaron su uniforme y un armamento nuevo que este hombre sabía usar afinadamente, porque había sido miembro del FIDF, organización cívico-militar que se había formado para defensa de las islas. Fue muy significativa su ayuda para los ingleses, porque este hombre era un experto conocedor -además- de la geografía de las islas. También le suministraron un nombre en clave: "rubber duck", algo así como “patito de goma”, en alusión a una esponja en forma de patito que él había usado para bañarse en la estancia. Terry no sólo había operado como baqueano, también había sido un hábil referente a la hora de convencer a los granjeros acerca de la necesidad imperiosa de ayudar a los paracaidistas con tractores y carros playos, para transporte de munición y equipo. También había encabezado las patrullas y había estado inclusive a escasísimos metros de donde nos encontrábamos nosotros durante las noches previas al ataque, en misiones de reconocimiento. Casi no podía creer todo lo que estaba escuchando. No sólo me encontraba en las islas interpelando a mi pesadilla para saber qué hacer con ella ¡hecho que era toda una odisea!, sino que también, por obra y gracia del destino, estaba interpelando al otro lado del espejo, a ese que para mí había estado oculto durante tantos años y que era -nada más ni nada menos- que la médula desde donde se había diseñado la masacre que terminó acabando con mi adolescencia y con la vida de tantos de mis amigos. La cosa es que Terry había terminado combatiendo en Longdon con el 3er Batallón de Paracaidistas británico, compañía D, la noche del 11 de junio. ¡Noche que para todos nosotros, había sido la peor de nuestras noches en Malvinas! Por su extraordinario heroísmo, este hombre había sido condecorado con un MBE, y además, nombrado miembro honorífico del 3º “Para”. Esto último, incluía un permiso para usar la famosa boina bordeaux de los paracaidistas, en ocasiones especiales de ceremonial. Sin proponérmelo, la pesadilla había devenido sosiego. De pronto, mi mirada comenzaba a volverse cenital: ya no éramos un 170

malvinense y un argentino, sino que comenzábamos a ser una fracción de tiempo que regresaba del pasado a interpelarnos a nosotros dos. A contarnos qué había sido de aquel Terry y de aquel Mike durante una fracción de tiempo que fue necesario desmembrar, para poder aferrarla. Será por eso que sentí una conexión instantánea con Terry Y a él le sucedió lo mismo. “Si otra vez van mañana con las familias, los acompaño", dijo Terry cuando nos estábamos retirando de su casa. Y así quedamos. Regreso al pasado A la mañana siguiente partimos hacia los viejos campos de batalla. James en su vehículo con Andrea y mis hijos, y yo con Terry en el suyo. Ambos teníamos algo en común, algo que sólo los veteranos pueden comprender: los dos, por haber pasado por la misma experiencia de guerra, sentíamos una enorme curiosidad el uno por el otro. Y durante el viaje, ambos tratábamos de saciarla a través de una cordial conversación. Cuando llegamos a mi posición, mis impresiones fueron renovadas, y bajo ese irresistible ímpetu, volví a recorrer el escenario. Allí, no me fue difícil encontrar el pozo del correntino Martegani, que nos había dado protección y salvado milagrosamente durante las ocho infernales horas de bombardeo. Luego, ante el silencio de todos, conmovido pero animoso, me introduje adentro de la antigua cavadura, vaya a saber en nombre de qué rito al que me obligó la memoria. Andrea, en tanto, sacaba fotos, y al igual que James el día anterior, me parecía que deseaba marcharse de ese lugar, tal vez pensando que me haría mal seguir removiendo tanto en los vestigios del pasado. En mi interior pensaba que lo que estaba viviendo, de alguna manera iba a ser sanador. Así que, saltando de emoción en emoción, luego de recorrer la compañía C nos dirigimos hacia la cima de Longdon, muy próxima al sitio en donde nos encontrábamos, en donde Terry había estado combatiendo. Pero no fue fácil, ya que justo nos encajamos al hundirse el vehículo 4x4 de Terry dentro de dos enormes agujeros causados por la 171

artillería, deciocho años atrás. Cuando logramos salir, al llegar a la cima, Terry me enseñó el sitio por donde habían subido, una muy empinada ladera del monte, que miraba hacia las posiciones argentinas. Me dio vértigo recordar esa noche, allá arriba. Pero algo quiero expresar: no estábamos recreándonos en las huellas de una vieja guerra, y ni siquiera estábamos haciendo un reconocimiento de tipo sentimental. Ambos, creo, estábamos tomando una nueva conciencia de nosotros mismos: nos estábamos buscando. Tal vez cada uno buscaba en ese lugar la impronta de aquel que había sido, para rescatarlo, para reclamarlo desde el hoy, para decirle: “no te quedes más aquí, regresá conmigo que ya te vine a buscar”. Como eso era un absurdo, con el tiempo fui comprendiendo que la pesadilla como tal nunca dejaría de acompañarme. La batalla siempre seguiría librándose en algún remoto espacio de mi memoria, y estaría en mí dejar que transcurra, que fluya por sus derroteros, eso sí, sin volver a lastimarme. Porque este Mike que soy se construyó como tal “a pesar” de la guerra, y si mis cimientos pudieron soportarlo, es porque así, también se puede seguir andando. Alegatos de guerra El viento helado -a pesar de que estábamos en enero- nos invitó a buscar el reparo de unas rocas, sitio en donde comimos unos sándwiches y charlamos, mientras Terry me ofrecía brandy de su petaca que ostentaba la insignia del 3 “Para”. Mientras miraba a mis hijos Patricio y Margarita correr y jugar por las distintas posiciones argentinas en Monte Longdon, Terry me sonrió emocionado. - “¿Estuviste en la primera línea, Terry?”, le pregunté. - “Sí, bien al frente, fue una experiencia que nunca olvidaré”, me contestó mientras mirada hacia un punto perdido en la distancia. Sin dudas que para ambos la experiencia sería inolvidable. Entonces, comencé a contarle acerca de nuestra patrulla hacia la estancia Murrell, el día 8 de junio, mientras Terry me escuchaba 172

en silencio. De pronto, mientras me miraba a los ojos con esa mirada tan buenaza que tenía, me dijo: - “Estaba ese día en una patrulla del 3 Para, y los vimos volver al atardecer, cuando estaban por cruzar el río. Ustedes habrán sido unos cinco o seis soldados…” -“¡No te puedo creer!”, le contesté… -“Sí…yo fui quien dio la posición de ustedes para que les tirasen con artillería mientras cruzaban el río Murrell, al regresar. Pero se decidió no abrir el fuego, para no revelar nuestra propia posición…”, agregó Terry. -“Necesito un sorbo de brandy”, le dije riendo nerviosamente, pensando en que la estrategia de guerra del enemigo, me había salvado la vida. -“¡Cómo no!”, dijo Terry también riendo, comprendiendo la indirecta… Salidos ambos del estupor, brindamos por nuestros compañeros muertos, por los argentinos y por los británicos, haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas. Terry estaba feliz, y yo también. Estoy seguro de que ese encuentro tan reconfortante, nos hizo mucho bien a los dos. Ambos tratamos de razonar el horror de un modo digno, respetuoso, trascendiendo además, cualquier discurso político. Nunca olvidaré ese día que subimos con Terry Peck. Definitivamente encontramos terreno en común, donde dieciocho años atrás nos habíamos enfrentado en una horrible e innecesaria batalla. Los días siguieron transcurriendo apacibles. De a poco fueron asomando tímidamente las hermanas, la madre y algunos amigos de James, para conocernos. Comimos un asado en el jardín de la casa de la mamá de James mientras intercambiábamos anécdotas de la guerra. Inclusive me contó que en esos días, ella trabajaba en la Estación de Correos local. Y ahí me puse un poco incómodo al recordar que había sido 173

testigo de cuando rompieron todo el mobiliario, e incluso, evacuaron adentro del cajón del escritorio. Así que le comenté ese episodio que por supuesto ella también recordaba, y me dijo: “Justo cuando pensábamos que habíamos limpiado todo el desastre que había quedado allí, alguien abrió el cajón ¡y se encontró con esa desagradable sorpresita!” Por suerte había pasado tanto tiempo, que pudimos reírnos juntos de esa anécdota. Bichos raros La familia y los amigos de Peck fueron muy simpáticos y curiosos. Pero no encontramos la misma reacción por parte de mucha otra gente que cruzábamos en los negocios de Stanley. Casi todos se desahogaban contándonos toda su bronca por lo que nosotros -los argentinos- les habíamos causado, lo hacían sin filtro, como queriendo recordarnos a cada rato su sufrimiento y el destrozo ocasionado en el pueblo.

En realidad, éramos los primeros argentinos que visitábamos las islas en casi dos décadas, luego de un primer aluvión de periodistas, apenas firmado el acuerdo. Y como tales, nos tocó ser las primeras víctimas de la catarsis isleña. Una tarde entramos a una pintoresca tienda en donde vendían buzos polares y accesorios. Estábamos solos, mirando la mercadería, sin hablar entre nosotros, cuando el señor que atendía, me preguntó en inglés: -“do you belong to the forces?”, frase que significa: “¿pertenece usted a las fuerzas armadas?” Enseguida deduje la confusión de este buen hombre... como llevaba el pelo corto, el tipo me había confundido con un oficial británico de la base militar de Mount Pleasant, que estaba de visita con su familia. Hice silencio tratando de contener la risa, hasta que le dije en un tono serio: “Well... I did belong to the forces...” lo cual significa... “Bueno, en realidad, pertenecí a las fuerzas armadas…” El tipo se puso nervioso y tímidamente me preguntó: -“¿De 174

dónde son?” Con una gran sonrisa le contesté..."from Argentina" El hombre sufrió una transformación instantánea. Y no sabiendo muy bien qué hacer, tosió un poco, nervioso, mientras nos comentaba: “Qué bien andan los Pumas últimamente, ¿verdad?” “Sí, sí... muy bien, son un excelente equipo de rugby, le contesté... tienen una garra impresionante y vienen casi todos del amateurismo, lo cual les da mucho mérito, ¿no le parece?” “Sí, Sí... me respondió como con cierta vergüenza...” Nos despedimos de este hombre y cuando durante la cena le contamos a James, no paraba de reírse, ya que aparentemente el tipo era uno de los isleños más antiargentino... de los que se manifestaron en contra del acuerdo y de las visitas de compatriotas argentinos como turistas. Por un momento habíamos logrado ser su pesadilla… Una noche nos invitaron a cenar Des y Cynthia O' Shea, un matrimonio amigo de los Peck, ambos, maestros rurales. Gente muy agradable, culta, que impartía clases a través de la radio, a alumnos que vivían en los campos alejados de Stanley. Estaban muy interesados en conocer algo de la Argentina. Ahí nos dimos cuenta de que esos dieciocho años de veda habían provocado un vacío muy grande en las relaciones internacionales. Le había regalado un libro a James con fotos de la vida rural argentina, que les había parecido fantástico. No dejaban de preguntarme si verdaderamente estaban en la Argentina esos lugares tan lindos. "Soldado argentino sólo conocido por Dios" Ese fin de semana nos fuimos a Darwin y desde ahí, antes de llegar y sin aviso previo, James condujo hasta el histórico cementerio argentino, que una década después de mi viaje, sería declarado lugar histórico nacional por la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos de la Secretaría 175

de Cultura. Todavía estaban las antiguas cruces de madera del primer cementerio, que daban un panorama de desamparo al lugar. Desde lejos ya se divisaba esa nube blanca que al avanzar se iba fragmentando en las cruces que recordaban a 237 compatriotas de los 649 que allá dejaron sus vidas. De los otros valientes que también dejaron sus vidas, mejor ni hablar. La imagen era demasiado fuerte, rodeada por un paisaje infecundo, con el viento como testigo y sólo algunos lagos asediados por rocas. Al igual que cuando me encontré con mi posición, en el cementerio no pude emocionarme ni pude llorar. Estaba shockeado, eso sí. En ambos lugares sentí que eso “tan fuerte” que me pasaba, no me dejaba aflojar... quizás mi mente creaba esas estrategias para no enloquecer.

El asadito Después de dormir en la cama más cómoda que he dormido en mi vida, mirando como llovía torrencialmente a través de las pequeñas ventanas de una acogedora casa antigua en Darwin, partimos rumbo al campo, no sin antes desayunar junto a los O'Shea, que se sumaron a la expedición. La idea era comer un asado, lo cual me ponía un poco nervioso, porque las ráfagas de viento y lluvia no paraban, y porque James no había traído ni parrilla, ni carbón. “Ya encontraremos algo”, decía James, ¡al mejor estilo de la despreocupada vida de los gauchos! Nos detuvimos frente a un galpón abandonado en el medio de la nada. Ahí encontramos refugio y unas maderas pertenecientes al cerco de una huerta abandonada. Faltaba la parrilla. Luego de revisar el lugar encontramos un tejido gallinero que providencialmente nos sirvió para improvisar una parrilla. Así fue como asamos unos buenos bifes de cordero y unos chorizos alemanes que nos habían salido carísimos, pero que bien valieron 176

la pena. Esa tarde se había despejado el cielo, y luego de recorrer el territorio durante un par de horas con su 4x4, llegamos a una pingüinera en Lafonia, donde junto con mi hijo Patricio y el de James –Joshua- nos bañamos con los pingüinos que venían nadando como delfines, desde alta mar y pasaban al lado de nosotros a gran velocidad, sin siquiera percatarse de nuestra presencia. El día se había transformado, la temperatura era de más de 25 grados y el sol brillaba a su gusto. Me tiré de espaldas en la playa y mirando ese diáfano cielo azul di gracias a Dios por estar vivo. James, a esta altura, ya tomaba mate, y lo hacía con el auténtico espíritu criollo, obedeciendo a una ceremonia social. Los Mulkenbuhr El último día también estaba hermoso. Des O'Shea pasó a buscarnos y nos llevó a conocer el faro Pembroke, en donde pasamos una tarde lindísima también bañándonos y disfrutando de unas playas de arena blanca como el talco, y de un mar helado y cristalino. Le había contado a Des la historia del pulóver de la granja Murrell, y él me había dicho que conocía a Sharon, una de las hijas del matrimonio Mulkenbuhr, dueños de la estancia de donde lo sustraje. Fue esa misma tarde que Des, al regreso del faro, manejó hasta una linda casa antigua en las afueras de la ciudad, para que “conociésemos a unos amigos” Al bajar del vehículo, Des me dijo: “Aquí vive Sharon, una de las hijas de la estancia”. En la puerta estaba Sharon, con un rodillo de empapelar en la mano, que me miraba, en silencio, con un rostro muy serio. No habíamos llegado en un muy buen momento. Des le había hablado de mí. Y Sharon había aceptado conocerme. Ella me largó toda su bronca y su angustia. La estancia había quedado muy dañada por las visitas de otros colimbas argentinos, e incluso, por algunos soldados británicos. Ella me lo recordó con total crudeza, se advertía que tenía ese 177

gran dolor adentro. Y me lo descargó sin filtro. Cuando el propietario, que era el padre de Sharon, regresó a su casa al finalizar la guerra, encontró un desastre. Adentro de la casa habían dejado a un cerdo encerrado, que se había comido las paredes de madera, muriendo también por falta de agua. Todo estaba dado vuelta, habían cagado sobre los muebles. Habían matado sus gallinas y robado todos sus víveres. En ese entonces no tuvo otra opción más que hacer una gran fogata con sus cosas. Muchos años de historia personal se habían incinerado en un instante. Como no esperaba esa reacción, la dejé hablar. Cuando terminó, con mucha angustia le conté en qué circunstancias había entrado a su casa, y todas las hermosas emociones que había sentido mientras revolvía esos cajones y me ponía el pulóver. Mientras le contaba, reparé en las caras de mi familia, de Des y de la familia de Sharon, una gran emoción. Fue entonces que Sharon ingresó a la casa y me trajo una foto muy especial para ella. “Este era mi papá, Claude Mulkenbuhr”, me dijo con gran sentimiento, ante mi mirada perpleja. Quedé un rato largo mirando esa foto. Había sido un hombre delgadito y menudo, y tenía puesto el mismo pulóver que le había robado hacía dieciocho años, y que había sido como un salvavidas en medio del océano para mí. “Debió ser muy menudito tu padre, Sharon, porque el pulóver me calzaba perfecto cuando yo pesaba 50 kilos", le dije “Sí, era un hombre muy delgado y no muy alto", me respondió. En ese momento, muy convincente le dije: “Voy a traerte el pulóver en mi próximo viaje", a lo que me contestó: “Quédatelo, te lo mereces, eres buena persona, Michael, me alegro mucho de que mi casa y el pulóver de mi padre te hayan ayudado a sobrevivir”. Y agregó: “Él murió poco tiempo después, creo que por el stress de la guerra” “Mi madre también”, le contesté, con lágrimas en los ojos.

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Sharon Mulkenbuhr y su marido Dennis Middleton fueron muy amables conmigo, tanto que terminamos abrazándonos e intercambiando números telefónicos. Fue el mejor final para ese increíble viaje de abundante sanación. Al día siguiente pasó a despedirse Terry, y visiblemente emocionado me dio un abrazo que nunca podría olvidar. Fue un abrazo nacido desde el alma, nunca antes nadie me había abrazado de esa manera, y enseguida se marchó tratando de disimular la emoción. Minutos más tarde, rumbo al aeropuerto, lo vi saludando desde su jardín, con lágrimas en los ojos. No encuentro palabras de agradecimiento para James Peck, su familia y sus amigos, que nos abrieron sus hogares y sus corazones. Lo fútil de la guerra se hizo incuestionable durante este viaje al pasado.

CARTA DE JAMES Escrita por James Peck, artista malvinense y entrañable amigo, minutos después de despedirnos en el Aeropuerto de Mount Pleasant, Malvinas. Enero 2000

En diciembre de 1996 finalmente viajé a Buenos Aires, Argentina, para mi primera exposición como Artista. No fue un viaje decidido en el momento, sino que había pasado los últimos 2 o 3 años previos trabajando y meditando acerca del ofrecimiento de exhibir allí. Fue mi hermana quien le dio la noticia a mi padre sobre mi viaje a la Argentina. Mi padre, Terry Peck, participó junto con el Regimiento 3 de Paracaidistas Británico, en las horribles escenas del combate de Monte Longdon, enfrentando al heroico Regimiento de Infantería Mecanizada 7 de la Argentina, 179

allá en junio de 1982. Siempre respeté su palabra, y si él se hubiera opuesto a mi viaje, la historia hubiera sido bien distinta, pero me dio su apoyo incondicional y, como en cualquier relación padre-hijo, esto aumentó mi amor y respeto hacia él. Viajé a la Argentina con todas mis memorias de la infancia acerca de la guerra, con todos mis fantasmas, temiendo incluso ser señalado por los argentinos como "el maldito isleño" responsable de que haya ocurrido el conflicto, hasta me imaginé siendo perseguido por una manifestación de gente enardecida en las calles de Buenos Aires. Esto es lo que realmente ocurría en mi mente por aquellos días. La gente en Malvinas me decía antes de partir: Nunca digas de dónde eres, evitá el tema Malvinas. No contestes a ninguna pregunta política, etc., etc. Pero no soy tan aplomado en estas situaciones. Durante las semanas en que yo, y luego mi mujer y mi hijo, estuvimos en Buenos Aires, siempre dijimos de dónde éramos. Qué objeto tenía esconderse. Eso no iba a solucionar nada, y además, mentir acerca del origen de uno, me parece realmente bastante patético. Hablé por radio, y entrevistas por TV. Me preguntaron acerca de la guerra, mis antepasados malvinenses, si me gustaba la Argentina, etc. También hablé con periodistas de la gráfica e incluso, con argentinos que no estaban de acuerdo con que yo pudiese estar en la Argentina mientras ningún argentino era admitido en las Islas. Todo el tiempo traté de ser muy respetuoso, decente y objetivo. Un día hubo un llamado a la galería de arte: un tipo que decía que era veterano de Malvinas y que me quería conocer. Este era otro de los momentos en que los isleños me hubieran dicho: “No te metas. Y menos en un encuentro de esta naturaleza”. Pero levanté el teléfono y hablé con esta persona. Su nombre era Miguel Savage, veterano del regimiento 7. Acordamos en encontrarnos esa tarde. Yo pensé: ¿Cómo puedo viajar a la Argentina, pintar 180

acerca de mis sentimientos sobre la guerra del '82, incluso vender mis cuadros en Buenos Aires, y evitar el tema primordial, que era encontrarme con los argentinos, hablar con ellos, y entender cómo sentía y pensaba el “otro lado”? No soy buen hablador, no sé de conversaciones cuidadas y prolijas, pero había algo adentro mío, que me decía que debía encontrarme con la gente. Sentía una especie de impulso inconsciente. Así fue que Miguel apareció por la Galería y nos fuimos a tomar un café. Hablamos durante 4 horas. Él me dice ahora que parecía aterrorizado. Lo estaba, lo recuerdo bastante bien. Uno no sabe cómo puede reaccionar un veterano, tienen sobrados motivos para reaccionar de cualquier manera imaginable. ¿Así que pensaste que podía estar loco?, me pregunta Miguel. -Sí, por supuesto, le contesté. Desarrollamos una excelente amistad quedándonos una semana en su casa de Venado Tuerto, provincia de Santa Fe, tomamos mate y comimos asados. Con lágrimas en los ojos nos despedimos en la terminal de ómnibus, y acordamos en que apenas se pudiera, él vendría a visitarnos a las Malvinas en un futuro de Paz. Este año, la posibilidad del viaje de Miguel se hizo realidad de golpe, debido al acuerdo firmado entre la Argentina y Gran Bretaña, en donde se ha retornado a un clima más tranquilo de negociación en el Atlántico Sur. Los argentinos podrán visitar las islas, luego de una veda de 17 años. Miguel me habló a Stanley y los dos hablamos exultantes acerca de su visita para enero del 2000. Le avisé a mi padre que Miguel vendría y que traería a su esposa y a sus dos pequeños hijos, a quedarse dos semanas en mi casa. Le pregunté si estaría dispuesto a subir a las sierras que rodean Stanley junto con Miguel, y aceptó. Mi padre ha recibido recientemente un permiso especial concedido por el Regimiento 3 de Paracaidistas Británico para usar la famosa boina colorada en ocasiones especiales de ceremonial. También se hizo cargo en las islas del SAMA (South Atlantic Medal Association). Es una asociación no política que se 181

ocupa de las necesidades de los veteranos ingleses y lo más notable, ha organizado encuentros entre veteranos ingleses y argentinos para lograr un acercamiento entre los dos lados enfrentados en el '82. Recuerdo perfectamente el sufrimiento de mi padre durante la guerra, colaborando con el Ejército Inglés para liberar a las Islas de las garras de Galtieri. Le había contado "algo" de mi padre a Miguel en Argentina, pero de una manera "suave", no quería que esto arruinara nuestra amistad. Miguel se asombró mucho cuando luego se sentaron a charlar. Miguel tenía 19 años cuando llegó a las Malvinas en 1982. Había hecho el servicio militar en una oficina todo el año, pero fue incorporado al Regimiento 7 igual, porque faltaba gente. Cuando llegó, él y su Unidad marcharon desde el aeropuerto local a sus posiciones en la zona de Monte Longdon. Hay muchas historias acerca de conscriptos famélicos y de oficiales malísimos, aquí en Stanley. Lo cierto es también que había una enorme diferencia entre los conscriptos del 7 de La Plata y el 3 Parachute Regiment. Para poder sobrevivir, Miguel y sus mal entrenados compañeros tuvieron que robar comida. Lo logística que los mantendría alimentados e informados no existió. Miguel perdió 17 kilos en los dos meses que duró la guerra, viviendo en pozos en las colinas que rodean Stanley. Al día de hoy sigue sin perdonar a los oficiales argentinos. “Había comida argentina en Stanley, containers y galpones llenos, le cuento. Sí, me dice, pero nadie se preocupó por distribuirla a los regimientos de la primera línea. Podríamos haber muerto por desnutrición, en manos del Ejército Argentino.” No sé si este tipo de hechos hoy le importan a alguien. Hay un nacionalismo extremo que ciega a la gente y creo que a nadie le importó que los conscriptos se murieran de hambre en esos pozos congelados. Acerca de la venida de Miguel, sinceramente temí que este viaje no solucionara nada para él, ni a nadie. Mi padre no es de las personas que esconden sus sentimientos, y pensé que esto le 182

vendría bien a Miguel. Los dos eran veteranos y tenían algo en común. Había notado en los dos ciertos puntos de coincidencia. Nos ponemos de acuerdo en subir juntos a la zona de Longdon en 4x4. Miguel le mostraría a mi padre su trinchera en la ladera de Longdon y luego iríamos a la cima, adonde estuvo mi padre, unos 500 metros al sudoeste. -¿Sabías que mi abuelo fue oficial de la RAF durante la 2da Guerra Mundial?, me dijo Miguel. Fue voluntario para Inglaterra. Estaba muy preocupado durante mi estadía aquí en el '82. Él sabía muy bien cómo eran los ingleses en guerra. Le mostró a mi padre las fotos de su abuelo en uniforme de la RAF y su registro de servicio. También le mostró una foto de él mismo al ser liberado del Regimiento 7, en La Plata al finalizar la guerra. Un pibe raquítico con cara de bebé y pura alegría corriendo hacia los brazos de su madre. “Foto especial para un hijo"- dice mi padre, Sí, era la última del rollo. Mi papá la sacó.- dice Miguel. Mi madre murió un par de años después, creo que fue debido al stress que sufrió durante la guerra- dice. Cuando caminé por primera vez aquí, sentí algo raro. Lo sentí familiar, muy británico, tipo Temperley, el barrio de mis abuelos. Las casas, los jardines, sentí que conocía el lugar, que había estado antes. Hablé con un viejito isleño que encontré en la calle. Le pregunté que le parecía que iba a pasar. Me dijo: ¡Oh! los ingleses vendrán y habrá guerra, habrá artillería, ninguna duda, muchacho. Me preocupó, todos pensábamos que no iba a pasar nada. Le escribía a mi madre diciendo que estaba todo bien, para tranquilizarla pero estaba todo mal. ¡Hacía tanto frío!, (-15 -20 grados). No teníamos suficiente comida para mantenernos calientes y fuertes. Robábamos comida de algún galpón y la escondíamos en cajas vacías de munición, engañando así a nuestros oficiales. Les pedíamos a nuestras familias encomiendas con descripción detallada de lo que queríamos. Enviaron 53, sólo llegó una-, cuenta Miguel Llegamos a la posición de Miguel: una zona tipo arroyo seco, muy 183

descampada, en la ladera de Longdon. Ahí estuvo él los dos meses. Encontramos restos de las carpas, cantimploras borceguíes, dentífrico, todos los elementos que Miguel y sus amigos usaron. ¡Es increíble! Aunque parece conmovedor, Miguel no tuvo ni tiempo para emocionarse, saltaba como un chico levantando pedazos de lona y pavas retorcidas.- ¡Mira! Encontré el cilindro de acero inoxidable que usábamos para servir la comida. ¡No lo puedo creer! Se lo quiere llevar a la Argentina. Tiene dos perforaciones enormes de esquirlas. ¿Te parece que me autorizarán a llevarlo?, pregunta. Podemos averiguar, le contesto. También encuentra el pozo donde él y 7 soldados más salvaron sus vidas milagrosamente, porque se metieron allí durante 8 horas mientras ocurría un impresionante ataque sobre Longdon por parte del Regimiento 3 de Paracaidistas. -A algunos se les ordenó reforzar la cima de Longdon, a nosotros a disparar con un mortero. Una vez que nos vieron, fue terrible. Nos cayeron toneladas de hierro caliente cavamos este pozo en la turba y nos arrastramos adentro. Afuera, el que no tenía un refugio como la gente, no sobrevivió. Cuando caían las bombas los soldados se desintegraban enfrente de nosotros. Un morterazo cayó a centímetros de nosotros matando a un compañero e hiriendo a otro. Me salvé milagrosamente. Recé muchísimo. No quería morir aquí! Nos tomamos fotos juntos. Mi padre lo escucha a Miguel muy atentamente, como entendiendo perfecto lo que dice. Alrededor de la trinchera de Miguel, está lleno de enormes cráteres causados por la artillería. Son negros y hondos en la turba. Continuamos en los vehículos a la cima de Longdon que está muy cerca. Mi padre, con Miguel, y yo en mi jeep con Andrea (la mujer) y sus dos pequeños hijos. El terreno que atravesamos es esponjoso y azotado por fuertes vientos. Las escarpadas laderas de Longdon están llenas de rocas de cuarzo que se levantan de la turba como si fueran mil lápidas. 184

Aunque es pleno verano, aquí en las Malvinas, el viento es helado y en la cruz erigida por el Regimiento de Paracaidistas británico, es imposible aguantarlo mucho tiempo. Decidimos bajar un poco y sentarnos al resguardo de unas rocas a charlar. Ninguno tiene temor de hablar honestamente acerca de lo que pasó aquí hace ya 18 años. Para Papá, es la primera vez que hace algo semejante. Y obviamente para Miguel, también. Andrea no puede creer que en este mismo lugar donde estamos sentados, hubo hombres matando, gritando y muriendo. Todavía quedan muchos remanentes del combate. Algunos refugios todavía obvios, lonas de carpas, borceguíes, dentífricos. Mi padre propone un brindis por los que pelearon en ese lugar. No es glorificado ni nacionalista. Es decente. Y en memoria de aquellos hombres que sobrevivieron lo mejor que pudieron a una situación horrorosa, mientras aquellos que la pergeñaron nunca tuvieron idea de lo que se trató. Hacemos un gran esfuerzo por contener las lágrimas mientras tomamos sorbos de brandy de la petaca de papá, y Miguel bromea acerca de la insignia de la petaca, (el escudo del Reg. 3 Paracaidista), aunque la broma está cargada de una enorme tristeza por lo que ocurrió. Juntos tratamos de entender esto, como un recuerdo de la niñez, que fue horrible, de hombres que eran enviados a la guerra y no volvieron, como cuando sentís un vacío de remembranza que te ahorca y no te permite olvidar. Mientras alrededor tuyo la gente que no lo ha experimentado se desespera por entender. Al día siguiente acordamos encontrarnos en mi casa para ver las fotos, y tomar un whisky con cola. Compro una marca de whisky que usualmente consigo en la Argentina cuando viajo. Es como jugar con el pasado, como crear una especie de terreno neutral para poder aprender lo más posible de la gente y de mí mismo. Les he perdido el respeto por completo a aquellos que piensan en blanco o negro. Eso sólo existe para los políticos, que juegan con las personas que supuestamente representan. Mi padre peleó por su tierra y por lo que creía correcto. Miguel lo respeta mucho por esto. A él le cae bien mi padre. A mi padre también le cae bien 185

Miguel. Y esto me hace sentir que a pesar de la tragedia las personas se pueden respetar y amar unas a otras. La historia de Miguel, es aquella de sobrevivir pero en contra de lo que sus oficiales trataron de forzar: una pasión nacionalista sobre las espaldas de desesperados y mal entrenados conscriptos sin tener en cuenta la vida humana. Ahora lo quiero a Miguel como amigo, así como continúo queriendo a mi padre. Conozco la historia de Miguel y también conozco la de papá. La verdad es algo tan abrumadoramente real y sagrado, que continuaré trabajando para develarla.

James Peck -Artista Malvinense

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Capítulo 13

2001: LAS ESPINAS DEL PASADO

Cándidamente creí que la guerra había quedado atrás luego de mi retorno, en el 2000. Más aun: sentí que no me había afectado, que había enfrentado mis fantasmas y me sentía fuerte con eso. Nunca imaginé que unos días más tarde, iba a terminar deslizándome hacia el precipicio de los más horribles recuerdos que habían quedado encriptados en el fondo de mi alma. No contaba con eso. Argentina atravesó en 2001 una de las peores crisis de tipo económico y social de toda su historia. Décadas del más salvaje neoliberalismo hicieron que la burbuja creada por el Fondo Monetario Internacional y sus operadores argentinos, estallase en pleno rostro del pueblo, desquiciándolo. Mi primera pesadilla de combate pisó la escena de mi vida, provocada por un estado de estrés e incertidumbre de -en ese entonces- mi realidad laboral. Al despertar de ese horrible sueño, empapado en sudor y gritando, le dije a mí esposa Andrea que necesitaba ayuda, que solo no podía. El mismo día que tuve la pesadilla que me devolvió todos los horrores que había intentado no recordar, pedí un turno para asistir a una sesión con una profesional. Hasta ese momento, era de los que pensaban que los psicólogos sólo eran para los blandos. Por supuesto que después, ya nunca más pensé igual. 187

-“Este paso, el de darte cuenta de que no podés solo, es el más importante”, me dijo Mónica Martín, la profesional que me atendió y ayudó en una primera instancia, y que luego me derivó a la Dra. Mónica Bojanich, para seguir otro tipo de tratamiento que demandaba medicación. -“¿Qué me pasa?”, le pregunté... -“Esto que te pasa es un desorden grave por stress post traumático, de efecto retardado”, me respondió intentando tranquilizarme. Obsesionado -y asustado- por la aparición de este síntoma, busqué a través de Internet toda la información que pude acerca de lo que significaba un stress post traumático. Después de contactarme con una clínica especializada en Gales, su director, el Dr. Bennett, me definió ese término de “stress post traumático” que tanto me preocupaba, de una manera muy simple y entendible: es el conjunto de reacciones naturales que tiene la mente humana, a algo sobrenatural que le ocurrió. ¡Qué buena definición! ¡Y claro que fue sobrenatural! Nadie está preparado para ir a una guerra a los diecinueve años, sin saber -¡ni querer!- utilizar un arma; padeciendo desnutrición hasta llegar a perder veinte kilos; viendo morir a amigos; viviendo empapado y helado dentro de un pozo húmedo durante más de dos meses, con 20º bajo cero; siendo torturado ¡encima! por militares corruptos; sobreviviendo al ataque de la mejor unidad de elite del planeta, y luego ¡como si fuera poco!, al regreso, siendo amenazado y silenciado. Había ingresado a un estado de angustia y depresión muy profundo. Me aislé de mis amigos. Me desapegué afectivamente de mis seres más queridos. Y también abandoné el deporte. Durante tres largos años me acompañó la pesadilla que ilusamente creí haber abandonado en las islas. Semanalmente concurría a terapia, en tanto estaba medicado con ansiolíticos y antidepresivos. De nuevo asomó a mi vida la variable del peso. Me despertaba por la mañana temblando, llorando, inapetente y desafectado de todo. Como consecuencia, adelgacé alrededor de quince kilos. Transcurrí ese período de NO-VIDA cercado por evocaciones 188

recurrentes e invasivas, que no cesaban de torturarme. Todos esos años de mutismo estallaron de golpe en mi cerebro, y los añicos, impiadosos, se incrustaron con un dolor nuevo a todo lo largo y ancho de mi existencia. Tuve fantasías suicidas de toda clase, y hasta soñaba que mi familia me encontraba tirado en el medio del parque, con un disparo de bala atravesando mi cabeza. No obstante aquel suplicio espiritual, un rescate que sólo Dios sabe de dónde me llegaba, me revelaba que ese ser torturado no era yo. Me resulta muy extraño manifestarlo, pero ese rescate me intimaba a aferrarme al salvavidas de otra memoria mucho más lejana, a una memoria que contenía indemne al Mike emprendedor, deportista y sociable. Ese salvavidas fue lo que me preservó, porque un día, decidí no quedarme en la cama padeciendo. Busqué ayuda de todas las maneras imaginables. Recé muchísimo, comencé natación, hice Reiki, tomé clases de teatro, usé flores de Bach, hice terapia, salí a correr, y hasta terminé derrumbado en una iglesia, después de que un sacerdote -valiéndose de su carisma de sanación- invocó la efusión del Espíritu Santo sobre mí. También envié un email a la página “Viven”, de los uruguayos sobrevivientes de la tragedia de los Andes, buscando un referente, preguntándoles a ellos de qué manera habían manejado su propio stress post traumático. Recibí la contestación de tres de ellos, Roberto Canessa, Javier Methol y Coche Inciarte, en la que me daban aliento y ánimos para seguir. Fue un gesto sublime el de los uruguayos, un gesto de verdadero sobreviviente. Estoy muy agradecido. La resiliencia Gracias a Dios, comencé a estar mejor y a transformarme en un ser resiliente, capaz de hacer frente a las adversidades, superarlas y “ser transformado positivamente por ellas", tal como expresó Edith Grotberg en 1998. Resistencia y paciencia, dicen otros. Por fin mis ganas de vivir y la memoria del Mike que una vez fui, vencieron a la memoria de la tragedia, y pude ir recobrándome. Los espantosos recuerdos se fueron procesando en un orden más 189

natural. Gracias a la invaluable ayuda de mi esposa Andrea, espíritu de mi renovada existencia, que resistió con valor mi derrumbamiento espiritual, obligándome a levantarme de la cama todas las mañanas, y haciéndome terapéutica y consoladora compañía, de a poco fui retornando a la normalidad. Y todo esto también gracias a Mónica Martín, mi primera psicóloga, y a la Dra. Mónica Bojanich, hoy devenida amiga entrañable de toda mi familia, pero en aquel momento, rigurosa profesional que me contuvo y me ayudó a la hora de vencer a los demonios… Hoy por hoy me siento más fuerte que antes. Y la repetida frase de que “lo que no mata fortalece” en mi caso puntual, cobra vida. Ya pude enfrentar a los fantasmas de mis pesadillas, y porque los vi cara a cara, pude someterlos. Ahora siento que puedo contar la historia, que puedo hablar y escribir acerca de ella. También siento que la historia me trasciende, que ya no es solo mía, que es de la humanidad toda, y le puede servir a mucha gente que se siente desolada por tantos motivos. Por eso, hoy le estoy muy agradecido a Dios, a mi familia y a mis amigos. Siempre le digo a la gente que si conoce a algún ex combatiente, de cualquier guerra que sea, que lo escuche, que lo deje hablar...eso es lo que más necesita el ser desolado: poner en palabras su propio espanto.

DIRECCIÓN DE BIENESTAR

En 2002 me enteré que el ejército argentino tenía en el Regimiento 1 de Patricios una organismo denominado "Dirección de Bienestar” del Ejército Argentino" para atender entre otras cosas, a los ex combatientes, y que allí se realizaba un trámite llamado "Anexo 40", que básicamente era un plus de la pensión que percibíamos quienes habíamos sufrido trastornos por stress post traumático. Como reunía todos los requisitos, y estaba bajo tratamiento psiquiátrico, con terapia y medicación, decidí 190

acercarme. Como ya habían pasado veinte años de la guerra en Malvinas, ¡otra vez mi candor!, pensé que en tiempos de paz, las fuerzas armadas habrían cambiado su modo de proceder. ¡Cuánto que me equivoqué! Dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y en mi caso, en esta oportunidad, ¡este dicho se cumplió con creces! Como procedimiento inicial, me hicieron dejar mi DNI en la mesa de entradas, ante la mirada recelosa de un soldado que sabe Dios por qué, apuntaba con su Fal casi hacia mi cuerpo. Un poco nervioso por ese insólito recibimiento, subí al primer piso e ingresé en una oficina en la que me atendió muy amablemente un mayor apellidado Peluffo, también veterano de Malvinas. Peluffo tenía sólo un par de años más que yo, y me explicaba que en Malvinas había sido subteniente recién recibido, y que había combatido con el Regimiento 12 en Goose Green. Cuando le conté que había pertenecido al Regimiento 7, me hizo traer un café por una de sus secretarias y me hizo preguntas acerca del combate en Longdon. En mi inocencia, y al verlo tan interesado, le comenté que había regresado a las islas en el 2000 y que tenía una página de internet con fotos y relatos. Interesadísimo, allí mismo la abrió y llamó a su superior, el teniente coronel Héctor Pérez Torello. Pérez Torello comenzó a mirar las fotos y cuando llegó a los relatos que hacían mención del hambre, pero que por entonces aludían el tema de las torturas... me miró fijo, casi amenazante. “-Yo no fui así con mis soldados en Malvinas. Usted tiene que ser más preciso, está dañando enormemente a la institución” En ese momento sentí terror. Regresaron los horribles recuerdos del Urco García en las Malvinas, el mismo carácter amenazador con que nos despidieron y nos advirtieron: “Ojo con lo que hablan”. Temblando y transpirando, pero con irreprimible audacia, me escuché decirle: -“Está bien, entonces voy a relatar cómo el sargento ayudante Ibáñez estaqueó a por lo menos veinte soldados, y cómo el teniente primero García se servía una lata 191

con cinco kilos de alimento sólido, mientras a nosotros nos dio durante dos meses, sólo el caldo”. Pérez Torello, más amenazante aún, me respondió con dureza: “Bueno, tampoco tiene que ser tan detallista.” Recordar la tensión del momento todavía me produce stress, es más, apenas puedo escribirlo en este momento, sin conmoverme. Peluffo miraba nervioso la penosa escena, mientras Pérez Torello seguía inquiriendo en mi página, como tratando de ver qué censurar, con su espíritu aún siniestro. Aún así de estresado, en ese momento pude pensar en lo increíble que era Internet, que lograría que los militares corruptos nunca más pudiesen esconder al mundo su inmoral proceder. Seguimos confrontando con dureza, pero el militar no estaba dispuesto a aceptar que alguien se atreviese a revelar las atrocidades cometidas en el frente de batalla –por espíritu de cuerpo- así que cuando la tensión se hizo totalmente insoportable, me retiré con mi cabeza en alto –aunque muy estresado al comprobar una vez más que los militares pertenecían a una casta insufrible- y bajé las escaleras de a dos, saliendo a las calles de Buenos Aires aturdido, caminando sin rumbo. Enojado conmigo mismo por haber creído que habrían cambiado… Luego de andar un rato, me di cuenta de que me había olvidado el DNI. Haciendo de tripas corazón, volví a ese patético lugar y le dije al guardia que me había retenido el documento... “Me olvidé el DNI cuando salí…” El soldado revisó con parsimonia el cajón, perdiendo tiempo adrede, mientras el muy ladino me decía: “Acá no hay ningún DNI a nombre de Savage” Indignado, subí corriendo hacia el primer piso y lo desafié a Peluffo, diciéndole que me parecía una señal mafiosa hacer desaparecer mi documento en plena democracia, y el hipócrita, haciéndose el sorprendido –y cómplice de sus superiorespretendía hacerme creer “que debía haber algún error” “¡¡¡Qué error puede haber si usted sabe muy bien que aquí nadie sube sin dejar su documento en la mesa de entradas!!!”, le increpé. Al darme cuenta de que era inútil discutir, decidí irme sin mi 192

documento. Hacer una denuncia policial también me pareció una pérdida de tiempo... era la maliciosa palabra de ellos contra la virtuosa mía.

James y María Pasando los años, el primer matrimonio de los Peck se había disuelto. Y al poco tiempo, James había formado una nueva familia con María Abriani, una artista plástica argentina que estaba embarazada y tuvo a su bebito en Buenos Aires. Como necesitaba aquietarme, esa misma tarde me fui hasta el microcentro de la ciudad a visitar a James y a María que volvían de Malvinas, porque el gobernador británico les había negado el derecho al nacimiento de su primogénito, Jack, en las islas. Vivían en un departamento prestado por un amigo, con Jack, su bebé recién nacido. "¿Estas ok, Mike?", indagó James al ver mi cara de perturbación. "No tan bien, James, vengo de discutir con unos mal paridos del ejército", le contesté. Conocer a Jack me devolvió la paz. Era un bebé hermoso, y además, el primer bebé nacido entre un isleño y una argentina, a partir de la guerra. "Me llamó el jefe del ejército, el general Brinzoni, ofreciendo el Hospital Militar para tener a Jackie", me comentó María Lo miré a James, sonriendo. "Quizás necesites un whisky, Mike" ¡yo invito!, apuntó James Salimos y nos fuimos con Juan Manuel, un amigo en común, a una confitería a festejar el nacimiento con tres grandes vasos de whisky. Mi corazón había recuperado cierta paz. Mi DNI regresó a casa Un par de meses más tarde del ingrato episodio ocurrido en la Dirección de Bienestar del Ejército (¡vaya oxímoron!) fui invitado 193

a participar en un documental del History Channel, conmemorando los 20 años de la guerra en Malvinas. Recuerdo que el documental había salido un martes. El viernes, apareció un correo privado en mi casa paterna de Adrogué, sitio en donde viví en el 82, en un sobre sin identificación, con mi DNI adentro. ¡Oh casualidad!, mi página de Internet fue bloqueada por NIC Argentina, inmediatamente después de esa discusión con los militares en el Regimiento 1 de Patricios, argumentando temas de toponimia en su denominación. Antes se llamaba www.malvinasfalklands.com.ar y la tuvimos que cambiar por www.viajemalvinas.com.ar Aclaro que la página había funcionado sin inconvenientes durante dos años, siendo visitada por personas de todo el mundo. Por lo tanto, lo que hizo el ejército argentino, intimidándome veinte años más tarde, sustrayendo mi DNI y dando de baja mi página de Internet, fue delincuencial. Ellos sabían que mi estado psicológico en ese entonces era muy delicado, sabían que estaba con psicoterapia y tratamiento de ansiolíticos y antidepresivos, por lo tanto, la maniobra había sido siniestra. Aún en democracia, y desde las sombras, sabían cómo impresionar. La psiquiatra que me atendía, al conocer lo ocurrido se enojó mucho. La entendí. Con el paso de los años, al recordar ese traumático momento, pensé que cualquier otro compatriota, en ese mismo estado emocional, podría haberse eliminado.

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Capítulo 14

EL CECIM

Durante dos décadas no había tenido contacto con ningún centro de ex combatientes. Me perturbaba ver como algunos de ellos se vestían con ropas militares y hasta tuvieran un discurso y una impronta casi militar. No entendía eso. No lo pude aceptar nunca. A mediados de 2003 recibí un email de Pablo Molina, un profesor de educación física que junto a dos amigos, había coincidido en estar en las islas durante mi visita en el 2000. Pablo y sus amigos habían recorrido las islas en mountain bike, y al final de su viaje me pidieron si podía acompañarlos a recorrer las posiciones de lo que había sido el Regimiento 7 en Malvinas. Mientras recorríamos la zona, registraron en video algunas imágenes. Esas imágenes habían llegado al CECIM (centro de ex combatientes islas Malvinas, de la ciudad de La Plata), y los muchachos nos invitaban a dar una charla y a exhibir el material en una sala. En un principio les dije que no y expliqué el por qué, pero Pablo me persuadió diciéndome que el entonces presidente del CECIM, Hugo Robert, había estado conmigo durante la guerra y me recordaba muy bien. Fue así como llegué a La Plata, bastante nervioso, pero con la ilusión de que si hubiera aunque sea un compañero de los que yo recordaba, eso le haría mucho bien a mi alma. Lo que nunca imaginé era que ese viaje a La Plata iba a ser tan sanador. "¿Cómo andás Miguel?", me saludó Hugo Robert en el hall del 195

hotel, ante mi mirada curiosa. "Pero, ¿vos quién sos? ¿Me conocés?", le pregunté entre sorprendido y culposo por no recordarlo. "Yo era el compañero del ruso Rolando Pacholzuck, que murió... ¿te acordás que nos visitabas en la posición?", me respondió. ¡Claro que me acordaba!, aunque era muy difícil evocar esa cara desnutrida veinte años más tarde… Almorzamos juntos y hablamos durante horas. A Hugo le asombraba que nunca hubiese buscado el contacto con ellos. Por la noche me presentó a los demás compañeros y pasamos la película, que en realidad terminó siendo un documento histórico, ya que se trataba del primer material de video del Regimiento 7 en Malvinas. Todos los compañeros lo miraban emocionados, reconociendo cada centímetro del terreno y preguntándome cosas a cada rato. Al finalizar les conté como había sorteado el 2001 y todos mis intentos de superación que finalmente me sacaron del cuadro de depresión que había tenido. Juntos nos fuimos a cenar a la sede del CECIM, charlamos y allí nos sacamos fotos. Los compañeros me miraban con curiosidad, porque pese a haber estado sin vernos durante tantos largos años, la mirada sobre lo que nos había ocurrido en la guerra era exactamente la misma. El CECIM es el centro de ex combatientes más antiguo de la Argentina, y esta sólo conformado por ex conscriptos. El regreso de la guerra fue muy distinto al de los militares profesionales, que seguían con su trabajo y su cobertura médica. Nosotros no tuvimos nada de eso, fuimos abandonados por el estado durante todos esos largos años. Por eso el CECIM es tan importante, porque contuvo y contiene a los ex conscriptos civiles. Además, hasta a mí me sorprendió conocer la cantidad de compañeros que siguieron con sus carreras universitarias y hoy en día son profesionales exitosos. ¡En La Plata está lleno!, pero yo, no pude… Por ejemplo Hugo Robert, Fernando Magno y Luis Aparicio que son ingenieros, Carlos Mercante y Aníbal Grillo, analistas de sistemas, Néstor Kruzich, que se recibió de abogado a los 53 años, Gabriel Sagastume que es abogado y fiscal, y una larga lista de 196

profesionales que han hecho su vida y se han reinsertado a la sociedad exitosamente. Otros resilientes que como yo, pudieron elegir la vida. Además de todo lo que hacen, tienen una actitud militante de permanente reclamo de la soberanía y denuncia de los malos tratos aplicados por el personal militar a los conscriptos. Esta última actitud derivó en un proceso de denuncia a nivel nacional, en donde se ha llegado a la instancia de que un tribunal argentino declaró las torturas como crímenes de lesa humanidad, con lo cual son imprescriptibles. A la fecha de la edición de este libro, son 74 los militares que están siendo procesados por la justicia por estaqueamientos, deliberada falta de alimentación y hasta del asesinato de un soldado. Esto es sólo un pequeño granito de arena para compensar tanto dolor, pero por lo menos, ahora cuando se lo contamos a la sociedad, la gente no nos mira con incredulidad. Saben que las torturas ocurrieron de verdad, y que no fueron "casos aislados", sino parte de un método, de un adiestramiento que pusieron en práctica los militares durante los oscuros años de dictadura en nuestro país. Es así que desde el 2003 me siento menos solo, porque mis hermanos sobrevivientes de La Plata también vienen a visitarme a Venado Tuerto. O voy a visitarlos. Por ejemplo hace poco viajé a acompañar al Dr. Marcelo Kohen, un rosarino que es profesor de derecho internacional en Ginebra, Suiza. Marcelo Kohen es amigo mío desde hace años por Internet, y un admirador de los que tuvimos que ir a Malvinas. Él es el representante legal de la Argentina en el controvertido caso de las papeleras en la Corte de La Haya. "Siempre dije que iba a donar mis honorarios a la universidad pública que me formó, o a los ex combatientes de Malvinas", me comentó un día. "Priorizo a los ex combatientes, Miguel, ¿dónde te parece que debería realizar la donación?”. Luego de explicarle la trayectoria del CECIM La Plata, Kohen no dudó en donar sus honorarios percibidos por parte del estado 197

Argentino al centro de ex combatientes de esa ciudad. Por ese motivo, me encontré con Marcelo en un hotel de Buenos Aires, y juntos viajamos a La Plata para que conozca a los compañeros del CECIM. Mientras comíamos el asado, observaba que Marcelo estaba fascinado escuchando las increíbles historias del combate que iban relatando mis compañeros. Luego, en el viaje de regreso, me confesó que esa tarde había sido uno de los momentos culminantes del año para él. Marcelo Kohen es el claro ejemplo de que no toda la sociedad argentina olvida lo que ocurrió en Malvinas. Los compañeros de La Plata vienen también a mi casa, en donde los espera un amplio parque y un horno de barro para asar cualquier bicho que camine. Ellos, en broma, la han bautizado: "Clínica los Ilustres" (para la reinserción social del veterano, incluyendo los casos graves) Esto ocurrió luego de que la gobernación de la ciudad de La Plata nos declaró “Ciudadanos Ilustres”. En una de esas visitas, tuve también la alegría de recibir a Néstor Kruzich, a quien no había visto desde 1982. Fue muy emocionante verlo bajar del auto y recibirlo en casa. Mientras nos abrazábamos, recordaba imágenes de Néstor con sus anteojos de plástico y su casco, adoptando el rol de líder durante los primeros minutos del combate. Ese día también vino Carlos "El Cangui" Mercante, que era el chico herido en una pierna que vi la noche que estuvimos en el hospital. El Cangui perdió parte de una pierna y camina con una prótesis. Néstor tuvo un accidente cerebro vascular y parte de su cuerpo quedó paralizado. Junto con Aníbal Grillo, también herido gravemente en el brazo izquierdo, nos fuimos los cuatro a hacer una larga caminata por el campo. Teníamos mucho por hablar. Esa caminata nos hizo mucho bien a todos.

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Capítulo 15

CON LA MANO DE DIOS

Cuando finalizaba 2005 mi país se había puesto de pie, y yo me encontraba muy bien, disfrutando de la vida con mi tan apreciada "euforia del sobreviviente". Me parecía mentira estar tan recuperado, de buen ánimo, tranquilo, disfrutando de mi familia y amigos y volviendo a hacer las cosas que me gustaban. Como cada mañana, después de un buen desayuno compartido con mi mujer, me iba a mi PC a inspeccionar mis correos, hasta que un día, llegó a la casilla de mi página web un email de Umberto Nigri, en donde se presentaba como periodista y documentalista italiano. Nigri tenía intenciones de hacer un film documental sobre Malvinas. Hacía más de un año que estaba investigando historias, pero de todo lo que había leído, lo que más le había gustado había sido la historia de mi amistad con James Peck. "Quiero hacer un bellísimo documental con esa historia, Miguel" me decía, y lo quiero a titular “Con la mano de Dios". Como Nigri para mí era un desconocido, en un principio no me entusiasmé demasiado con su pedido, pero luego de varios emails, pude ir comprendiendo que Nigri no era un periodista tradicional, sino un profesional que quería desempolvar de la guerra, su perfil más humano. Luego de consultarlo con James y con mi mujer, consentí en que viniese a Venado Tuerto. Sin dudas, otra vez cándidamente, sin 199

prever las nuevas emociones que vendrían a mi encuentro. Finalizaba enero cuando llegó Nigri a mi ciudad. Con él habían venido un camarógrafo y un sonidista -su equipo aligerado, me confesó- después de un fatigoso viaje desde Milán, y de venir conduciendo un auto alquilado desde Ezeiza. Mientras conducía mi auto hacia el hotel para pasar a buscarlo, me invadía una especie de temor. ¿Y si el personaje al que le íbamos a volcar nuestra historia no era el que parecía ser por e-mail? ¿Y si era un tipo de escaso talento y empobrecía nuestra historia? Resultaba muy espinoso volver a abrir el arcón de los recuerdos a una persona que no mereciese conocer nuestras emociones. Qué alivio sentí cuando después de hablar un buen rato con él, pude percibir su enorme calidad humana y poco más tarde, su profesionalismo. Nigri era un intelectual. Había estudiado narración en la Universidad de Milán, y sabía lo que quería lograr con nuestra historia. Hablaba poco, en un tono muy bajo, y sabía escuchar. Y así como Umberto sabía escuchar, yo necesitaba contar. Eso me reveló que habíamos formado -muy rápido- un buen equipo. Tras un fatigoso día de filmar escenas en casa, en Venado Tuerto, viajamos 470 km. hacia La Plata, en donde mi amigo -y también ex combatiente- Aníbal Grillo, había preparado unas entrevistas. “La idea es que tú seas el hilo conductor de estas otras historias”, me propuso Nigri. En La Plata Llegamos bien temprano a la casa de María Laura, la viuda de Jorge Mártire, un compañero nuestro que se suicidó en 1993. Jorge era estudiante, estaba por recibirse de arquitecto y tenía una hermosa familia. Un día dio mal un examen en la facultad, y lábil como es un veterano de guerra, el suceso lo empujó a un cuadro parecido al mío en 2001, cuadro del que no pudo salir. Una mañana le dijo al padre que iba a comprar cigarrillos, y en su lugar, fue a una armería de La Plata y compró un arma. Entró a un bar, pidió dos veces la llave del baño -porque vacilaba- y finalmente allí adentro 200

se disparó un tiro. Jorge es uno de los más de 400 valiosos ex combatientes que se ha suicidado debido a las consecuencias del estrés post traumático. Y a esta cifra hay que agregarle la de los que se han muerto por adicciones a las drogas o al alcohol, que no se consignan como suicidados, pero que claramente lo son. Conmovidos, luego de la entrevista, con María Laura lloramos abrazados en tanto le agradecía de corazón que nos haya permitido ingresar a su hogar. Sé que no fue fácil para esta mujer remover tanto dolor. “A mí me prenden una cámara y me desahogo, nos dijo, es el único momento en que alguien me escucha” La situación de María Laura era muy difícil porque tuvo que criar a sus hijos ella sola, y cargar el padecimiento de que su marido se haya quitado la vida por culpa de una estúpida guerra que unos locos irresponsables fogonearon. No hay palabras para eso, sólo hay abrazos para contener y oídos para escuchar tanto dolor. María Laura y sus tres hijos son como nosotros, necesitan que alguien los escuche, simplemente eso. Luego de esa desgarradora entrevista, viajamos a visitar a Dali y a Coco, los padres de Marcelo Massad, compañero nuestro que murió en combate en Monte Longdon. Ellos me mostraron con muchísimo orgullo todos los recuerdos que tenían de Marcelo. Fotos familiares del primer veraneo en Mar del Plata; un sobre con los primeros cabellos de Marcelo recién nacido; diplomas del club de fútbol Banfield, “el taladro”, del cual Marcelo era hincha y jugador; un Rosario; dos raquetas de tenis con sus tubos de pelotas que alguna vez tocaron las manos de su hijo. Su habitación permanecía intacta desde 1982. Colgaban de la pared la medalla de Héroe Caído en Combate, y otras condecoraciones del Ejército. También una foto de Marcelo sonriente, con el uniforme del ejército, empuñando un fusil FAL, enmarcada junto con la siguiente frase “Ungido por el infortunio, sin los laureles de la victoria, estos muertos que hoy honramos, son una lección viva del sacrificio, en la dura senda del cumplimiento del deber” Luján, 2 de abril de 1984. Raúl Alfonsín 201

A esa altura, mi alma no daba más de la tristeza y de la emoción, así que luego de escuchar a Coco Massad diciendo que él hablaba con su hijo al igual que lo hacía con Dios, y que le daría un beso y un abrazo enorme si lo viera, me retiré un rato de su casa y dejé a los italianos hacer su tarea. No aguanté. Literalmente no aguanté tanto dolor junto. Cuando terminaron, volví y nos sacamos una hermosa foto en la que quedé en el medio, abrazado a los Massad. “¡Suerte con el viaje a Malvinas!”, me deseaban Coco y Dali mientras subíamos al auto y partíamos rumbo al aeropuerto, para volar a las islas. Haciendo un gran esfuerzo por contener mis lágrimas, les prometí: “¡Al regreso paso a saludarlos!”

Construyendo puentes Esa misma tarde viajamos a Malvinas, donde estuvimos filmando escenas durante el transcurso de una semana muy especial. Nigri, que sabía muy bien lo que hacía, potenciado por el estado de sensibilidad que me embargaba luego de las dos entrevistas, me llevó directamente al cementerio. Ahí sí que lloré como nunca lo había hecho antes. Auxiliado por una larga terapia que había franqueado todos los canales de mis emociones, al llegar a la sombra blanca fragmentada de cruces, caí rodillas al borde de una que debajo rezaba "Soldado argentino solo conocido por Dios", y ahí sí, pude llorar con toda mi alma. Como si fuera una película, vinieron a mi memoria flashes del abrazo con mi madre, de los Massad y de María Laura, y de las caras de mis compañeros muertos, José Luis Rodríguez, Ignacio María Indino, Falcón, "el Pato" Carballido, "el ruso" Pacholzuck... todas esas imágenes me pasaban como una película en cámara lenta, mientras -de rodillas- aferraba con mi mano derecha la cruz blanca. Lloré sin poder parar, olvidado por completo de la cámara que estaría registrando ese momento tan sagrado. No me dio vergüenza haber flaqueado. Sentí que era bueno que el mundo viera cuánto dolía estar ahí. Sentí también que mi congoja 202

representaba a todos esos seres que nunca volvieron a las islas, a sus familiares, y a los que se quitaron la vida años más tarde. Hacía rato que la cámara había dejado de rodar, y yo seguía llorando sin poder parar. Los italianos comenzaron a preocuparse, ya había pasado media hora y mi ánimo seguía igual. Nunca antes había podido desahogarme de ese modo. Me hizo bien. Las lágrimas arrasaron la resistencia de mi alma. Me habían educado para no aflojar. Lo saludable fue haber roto ese paradigma. Tal como un día lo prometí, había llevado el pulóver de la estancia Murrell en mi valija. Cuando se lo mostré a un James atónito que me preguntó: "¡¡¡¿Qué vas a hacer con eso?!!!", le respondí: "Devolverlo" ¿En serio?, dijo James, sorprendido… Justo en ese momento entró John Fowler, un tipo extraordinario, amigo de James, que nos ayudó mucho esa semana, incluso invitándome un mediodía a jugar indoor tenis, excelente para distraer un poco mi mente y mi estremecido corazón. John conocía a Lisa Lowe, la otra hija de Claude Mulkenbuhr. Ella vivía en la estancia y sabía que Lisa había aceptado recibirme. Así fue como le mostré a John el pulóver y una nota de puño y letra en donde le expresaba a la familia, mis sentimientos. Después de leer en silencio la breve nota, John me abrazó muy emocionado diciéndome: “Voy con ustedes mañana Michael, a esto no me lo quiero perder.” Mientras nos acercábamos en un vehículo 4x4 a la estancia Murrell, pensé que moriría de la emoción. Imágenes de mí mismo y de mis compañeros, de uniforme, flacos, congelados y cansados llegando a la casa se mezclaban con la ansiedad del presente y la incertidumbre acerca de una posible mala reacción por parte de la dueña de casa. Lisa Lowe me recibió un poco nerviosa, pero cuando comencé a hablar se tranquilizó. Le expresé con total sinceridad todo lo que el refugio de su casa y el pulóver me habían ayudado a sobrevivir. “Aquí, en esta casa, sentí que alguien me protegió, y vengo a decírselos, 24 años después”, le confesé. Emocionada, ella me contó algunos pormenores de cómo vivió la 203

guerra a sus 16 años, mostrándome incluso algunos agujeros en la puerta de la cocina, producto de artillería. Lo que no se imaginaba era que yo tenía el pulóver de su padre en mi pequeña mochila. Cuando al final de la charla le mostré la prenda, los dos lloramos de la emoción. Lisa lo reconoció de inmediato ya fallecido. Vaya a saber uno las cosas que habrá recordado al verlo… Luego, ya un poco más repuesta nos sirvió un reconfortante té con scons, mientras conversábamos acerca de la guerra y del presente. Al despedirnos charlamos amablemente con su marido, que estaba afuera arreglando su vehículo, y nos sacamos fotos todos juntos. Camino a Stanley, John Fowler me dijo algo en el auto, mientras cruzábamos el río, con el agua a la mitad de las puertas, algo que significa mucho para mí, y que nunca olvidaré:“Estás construyendo puentes, Michael.” ¡Gracias John! fue la mejor frase para cerrar una historia tan especial. Me sentí particularmente identificado con Él porque también es una víctima de la guerra, ya que sobre su casa cayó -por error de cálculo- un proyectil del barco inglés Avenger. "Fuego amigo", que le dicen. Esa madrugada habían muerto tres mujeres isleñas en la casa de John, y una de ellas había sido la profesora de dibujo de James. John y su esposa fueron heridos en el mismo incidente. “No puedo imaginar lo que has sufrido, Michael”, dijo John. “Yo mismo creo que sufro stress post traumático” agregó mirándome a los ojos. ¡Y claro que debe padecer la misma patología! ¿Cómo evitarla? Durante toda esa semana lo sentí a John muy cercano. Juzgué que deseaba compartir esos recuerdos que nos eran comunes. Antes de marcharme me dijo que había disfrutado nuestras charlas, tal como me había pasado a mí, y que en particular le había gustado mucho el partido de tenis que habíamos jugado. En realidad esta maravillosa empatía me sucede por igual con los isleños, con los soldados argentinos y con los soldados ingleses. Siento que los que estuvimos allí tenemos muchísimos sentimientos en común, no siendo lo trascendental el lado en el 204

que hemos estado... Sólo nosotros sabemos lo que ocurrió. Por ende, disfrutamos charlar y compartir vivencias, y de esa forma, nos sentimos menos solos en el camino de la vida.

María de las Islas Como mencioné anteriormente, James formó una nueva y joven familia con María Abriani, que es argentina, con la que tienen dos niños, Jack y Juan. Durante la filmación, María contó cómo una parte de la población de las islas les dio la espalda en la instancia del nacimiento de Jack, su primer hijo. “El gobernador de ese entonces, nos envió una carta en donde nos decía que podíamos tener nuestro bebe aquí, pero que sería un NN, es decir, un indocumentado”, relató María frente a las cámaras. Este maltrato malvinense a la pareja, fue particularmente doloroso para James, hijo del héroe local, pero que más allá de eso, no merecía un trato tan insensible por parte de su pueblo natal. María fue muy valiente, y al oírla hablar pienso en que cuando uno vive una injusticia, cualquiera que sea, siempre, lo mejor es contarla. James hizo lo correcto, dio alerta de esta situación a los medios británicos, forzando luego al gobierno de las islas a emitir comunicados pidiendo disculpas y aclarando lo inexplicable. La historia de la llegada al mundo de Jack Peck, que terminó naciendo en Buenos Aires, motivó el viaje de dos especialistas desde Londres, constituyéndose en el primer caso de derechos humanos de las islas. "María de las islas", le dice James, una artista al igual que él, de una gran sensibilidad y gran corazón. Otra de las tardes, caminando y filmando con los italianos en la zona de Longdon, cansados y empapados, nos detuvimos a descansar en el medio de la nada, porque los equipos de filmación pesaban demasiado. Era muy graciosa la escena. Nigri, vestido elegante como si 205

estuviera en Milán: sobretodo negro, bufanda de color verde y anteojos que le daban un aire de intelectual, pero mojado hasta la cintura, me dice: “-Miguel, una pregunta, ¿en donde aprendiste a contar historias?” -“¡Me estas embromando, Umberto!”, le contesté riendo. -“No no, es en serio”, insistió Nigri. “¡Nunca vi a alguien no profesional que se maneje como tú, ¡estás haciendo mi trabajo muy fácil! ” ¿Será que me había olvidado que una cámara atestiguaba cada uno de los encuentros? ¿Será porque no estaba actuando, y lo que sucedía allí era parte de mi existencia? Enhorabuena si su trabajo se facilitaba de ese modo. Pero aún faltaba la escena más importante del film: ¡la charla con Terry Peck! Eli, su mujer, una entrañable escocesa, como todavía no me conocía en persona, estaba un poco reticente por temor a que el encuentro le afecte psicológicamente a su marido, así que me presenté una mañana para charlar con ellos. ¡Qué importante es el contacto humano! Luego de conversar un rato, le conté que tenía ancestros escoceses, hecho que invitó a Eli a reemplazar el té que me estaba por servir, ¡por un vaso grande lleno de whisky! Además, entusiasta, “autorizó” a Terry a mostrarse en la película. Hermoso gesto de amistad, de su parte. Más animados, una mañana nos presentamos a filmar una charla íntima con Terry, en su cocina, tomando un té. Sentí que ese era un momento histórico. Estábamos dejando una impronta como clara señal de paz a los tercos "belicistas de sofá" Ese no fue un simple gesto, era una postura moral reafirmada con naturalidad, olvidados ambos de la existencia de la cámara que seguramente nos filmaba. Dialogamos con preocupación acerca de cómo las sociedades olvidan a sus veteranos, y de los más de 400 suicidados argentinos y más de 200 británicos que dejó la post guerra. Además, de cómo la gente que no lo ha experimentado, no tiene ni la menor idea de lo que fue. Fue una charla honesta, pura, cargada de mutuo respeto. Le mostré las fotos de María Laura y de los padres de Marcelo 206

Massad. Y ambos coincidimos en señalar la triste desolación de los cuadros de James. No podíamos seguir allí, porque las exigencias de la filmación ya nos llevaban a otro sitio. Así que salimos a despedirnos afuera de la casa, para hacer una toma final. Lo que sucedió después, jamás imaginé que alguna vez me ocurriría. Como salido de una visión, Terry Peck venía hacia mí con humilde emoción dibujada en su rostro, aunque feliz como un niño, y mientras extendía cordialmente su diestra me dijo: "¿Aceptarías esto de mi parte, por favor?" En mi mano estremecida quedó aferrada la honorable boina bordeaux de los paracaidistas…No podía creer lo que estaba pasando. Dicen que la vida no se mide por la cantidad de veces que respiramos, sino por la cantidad de veces que nos quedamos sin aliento. Bueno, me quedé sin aliento cuando Terry Peck me regaló su boina. Fue un momento sagrado y sanador. Apenas pude murmurar un agradecimiento: “Por supuesto que la aceptaré... gracias Terry, y nos confundimos en un poderoso abrazo. Lo que no sabía es que esa sería la última vez que lo vería con vida.

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Capítulo 16

M A LV I NAS 2 0 0 8

Justamente con Aníbal Grillo y su compañero de posición, Sergio Sánchez, fue que hice mi último viaje a las islas, en 2008. En verdad no tenía pensado volver, pero al comprender el entusiasmo de ellos para que los acompañe, no me pude negar. Por lo demás, James y María nos habían invitado muy generosamente a vivir en su casa. Aníbal y Sergio son dos tipos espectaculares, sinceros y nobles. Fue un honor acompañarlos durante una semana, a encontrar lo que fue la posición de ellos en la cima de monte Longdon. Aníbal fue gravemente herido en su brazo izquierdo el día 8 de junio, y evacuado. En realidad, casi pierde el brazo. A Sergio le decimos “el Cabeza” por razones obvias, pero al escuchar su historia durante el combate de Longdon, le cambié el sobrenombre por “Rodilla de Dios” Resulta que durante la noche del 11 de junio, la primera sección de la Compañía B, donde Sergio estaba, fue invadida por todo el 3er Batallón de Paracaidistas británico. Luego de una explosión -causada porque un inglés (el cabo Ian Milne) pisó una de nuestras minas- el cielo se iluminó de munición trazante, misiles milan, granadas de fósforo, morterazos y bengalas. Sergio estaba en medio de eso, durmiendo en su posición, junto con el Beto Altieri, cuando les cayó un proyectil muy cerca, causando que las lonas de la carpa, cayesen. 208

Ellos quedaron debajo de esas lonas, y antes de que pudieran reaccionar, Sergio escuchó voces en inglés, a pocos metros. Fue entonces que le susurró a su compañero "Quedate quieto, Beto”, y sintió una gran presión sobre su rodilla derecha. Tuvo a un inglés parado sobre su rodilla, durante eternos minutos, ¡mientras fingía estar muerto! Seguramente el inglés, que gritaba órdenes en medio del combate, nunca pensó que habría vida debajo de esas lonas caídas. Después de que el inglés se retiró, sigilosamente Sergio pudo escapar detrás de las líneas británicas. A todo esto me lo contó el día que Sergio, Aníbal, James y yo, subimos a Longdon. Fue muy conmovedor ver a mis compañeros encontrar su posición. Durante varios minutos permanecimos en respetuoso silencio. Mientras Aníbal y Sergio se sentaban en lo que había sido “su hogar” durante los dos meses más duros de sus vidas, James y yo nos sentamos en el borde del monte, mirando al río Murrell. -“Como me gustaría que estuviera mi padre aquí con nosotros”, dijo James con gran tristeza. -“Quizá nos esté viendo, y de seguro, está muy orgulloso”, le contesté. Los cuatro bebimos whisky de la famosa petaca de Terry Peck, con la insignia del 3 “Para”. De pronto, Sergio le dijo a James: “Tu padre estuvo a metros de nosotros, ¡cómo me hubiera gustado conocerlo!” Hice un gran esfuerzo por contener las lágrimas, mientras a duras penas intentaba beber unos sorbos de whisky de la petaca plateada. Después, encendimos unos habanos cubanos para celebrar la vida. Sergio se trepó a la roca más alta del monte y comenzó a gritar con todas sus fuerzas, insultando a los militares.... “¡¡¡Milicos hijos de putaaaa!!!, no pudieron con nosotros ¡¡¡carajo!!! ¡¡¡Acá estamos!!! ¡¡¡Les ganamos!!!” Aníbal, James y yo lo mirábamos absortos, entendiendo perfectamente su desahogo. El de Sergio había sido un grito sanador. Era su alma la que gritaba. ¡Era hora! 209

Luego de este intenso día en Longdon, decidimos hacer una caminata hasta el faro Pembroke, el otro faro del fin de mundo. Era un día terriblemente ventoso y frío, pero decidimos ir igual. Empezamos a caminar y de inmediato comencé a sentir que por un orificio de mi gorro de polar, se filtraba un frío que me taladraba el cráneo. Les dije a los muchachos que no podía seguir con esa molestia. Por suerte, a Sergio se le ocurrió que me pusiese una bolsa de supermercado, y encima de ella el gorro. La improvisada solución consiguió aislar la entrada de frío para poder seguir adelante. Ingenio argentino… Me costaba seguir la velocidad de recorrida que tenían mis compañeros. Caminaban como si estuvieran en una marcha de infantería. No me resultaba sencillo seguirles el ritmo, así que nos tomó bastante tiempo recorrer los 12 km. de distancia que nos separaban del faro. Pasamos por playas de arena blanca donde sacamos fotos de olas enormes que pegaban contra las rocas produciendo un encaje blanco de varios metros de altura, que contrastaba con el cielo violáceo y tormentoso del fondo. Ya extenuados, llegamos al antiguo faro pintado con anillos blancos y negros y quedamos mirándolo –asombrados- durante un buen rato. Más adelante y contra la costa, encontramos una hélice de bronce, réplica de la hélice del "Atlantic Conveyor", barco inglés hundido por la Fuerza Aérea Argentina, que contenía muchos pertrechos importantes. Esta pérdida ocasionó muchos problemas logísticos a los ingleses. Allí estaba esa hélice conmemorando el hundimiento y sus muertos con varias coronas de flores a su pie. El viento seguía huracanado así que decidimos buscar refugio en una playa que se encuentra debajo de unos barrancos. Luego nos enteramos que el viento ese día había sido de 120 km por hora, dato que nos proporcionaron los tripulantes de un velero argentino que habían regresado con nosotros en el mismo avión. Nos consolaba saber que teníamos unos ricos sándwiches y un 210

termo con agua caliente para el mate. El único problema fue que yo, que era el encargado del mate, ¡descubrí que no había llevado la yerba! ¡Mis compañeros me querían matar! Así que luego de descansar un poco, emprendimos rápido el regreso, porque la distancia era enorme. En realidad habíamos calculado mal, y al llegar al camino asfaltado, ya estábamos agotados. Nuestra única salvación era que nos llevase alguien. Comenzamos a hacer dedo a los escasos vehículos que pasaban, que eran empleados del viejo aeropuerto de las islas. Pasaron tres vehículos pero nos ignoraron, así que seguimos resignados la marcha en medio del viento huracanado. De pronto escuché un motor en marcha, y cuando giré la cabeza me encontré con una señora canosa en su jeep, con su perrito, ¡que venía de la playa!, y me preguntaba si necesitábamos que nos llevase. -“Sí por supuesto, muchísimas gracias”, le dije vehemente, mientras subíamos a su auto. -“¿Adónde van?”, preguntó la señora. “Me detuve porque hoy no es un día para caminatas”, agregó con una sonrisa. -“A la casa de James Peck”, ¿lo conoce?, le pregunté… -“Por supuesto que sí... soy su tía" -“¿Ah sí?”, le respondí asombrado. -“Sí, soy la hermana de su padre”, me dijo. Quedé helado unos instantes: -“Yo conocía muy bien a Terry…”, le dije, y luego le expliqué que éramos ex soldados argentinos del 82, y de mi amistad con Terry, su hermano. Ella se puso un poco nerviosa al darse cuenta de que estaba llevando a veteranos argentinos, pero enseguida la tranquilicé contándole la hermosa conexión que tenía con Terry, y la tristeza que sentí cuando me enteré que dos años atrás, había fallecido. “Yo era su hermana favorita”, me dijo emocionada. Cuando llegamos a la casa de James, le dije que me gustaría pasar a saludar a Eli, la viuda de Terry. “Estuvimos con mi marido anoche visitándola, le voy a contar que tú estás…” Le dí la mano y le volví a agradecer: “-Has sido como un ángel de la guarda, seguro te envió Terry a levantarnos, ya estábamos 211

exhaustos de esa larga caminata”. James se sorprendió mucho con esta increíble coincidencia, y más aún se sorprendió cuando un rato más tarde sonó su teléfono. Era la tía que me invitaba el viernes a tomar el té en la casa de Eli. -“No sé qué le habrás dicho, Mike, mi tía no es de hacer esto, es más, es bastante anti- argentina.” Fue así que llegó el viernes y fuimos con James a la casa de Eli, quien me recibió con gran emoción y tristeza en su mirada. Tuve que hacer un gran esfuerzo por contener mis lágrimas, al ingresar en la cocina donde habíamos filmado con Terry hacía dos años. Cuando pasamos al acogedor living estaba Ayleen, la tía de James, con su marido, John Smith, que había sido por años, curador del museo local. Comenzamos hablando de Terry y de mi amistad con él. Eli nos dijo “Era tan joven para morir, no merecía irse tan rápido! ” Me contaban los tíos de James que habían tenido conscriptos haciendo trincheras en su jardín durante la guerra, y que pasado el tiempo, y con el frío polar que hacía, un día sintieron lástima e invitaron a uno a pasar a la casa a darse un baño caliente. “Esos chicos tenían madre”, dijo la tía de James, “Y si yo hubiera sido la madre me hubiera gustado que alguien tuviera ese gesto con mi hijo”, continuó. Les expliqué, entre otras cosas, que no todos los argentinos éramos como esos militares que ellos vieron estaqueando a conscriptos. -“Fueron tan crueles con sus propios muchachos... como lo hubieran sido con nosotros si ganaban la guerra, no me lo quiero ni imaginar”, continuó la tía de James. -“Ustedes vieron una parte de lo peor de la dictadura... los argentinos no somos todos así!”, intenté explicarle. -“Por supuesto, eso también lo entendemos Mike”, respondió. Luego charlamos amablemente y Eli trajo un whisky para mí con unas galletas de manteca, ¡una costumbre muy escocesa! Eli también les contó que yo había devuelto el pulóver en la granja Murrell, y John Smith me dijo que había sido muy amigo 212

de Claude Mulkenbuhr, el dueño de la prenda. La charla se hizo muy cordial. Les agradecí ese momento, comentándoles que ya tenía mis emociones bajo control, y que estaba muy contento con los viajes, porque me habían hecho bien. No termino de decir eso, cuando Eli se pone de pie diciéndome: “No te hagas el canchero con las emociones... espera que tengo algo para tí” Desapareció por un rato y reapareció con un hermoso pulóver verde en sus manos: -“Este es de los últimos fabricados en las islas. Era el preferido de Terry, a él le hubiera gustado que lo tuvieras”, me dijo emocionada. Este canchero que suscribe, así sentado como estaba, explotó en llanto frente a todos, sin poder ni siquiera pararse a abrazar a Eli… Ella me tomó por los hombros y llorando me dijo: “Estoy muy feliz de que hayas venido a visitarme”. Así fue como quedé, sentado, llorando sin poder pararme, ante la mirada emocionada de todos, incluso de James que había vuelto de hacer unos mandados. “Es bueno llorar, limpia el alma... es saludable”, les decía, ante la mirada conmovida de los Smith, que a esta altura se pararon emocionados y me abrazaban también. Al irme la miré a los ojos a Eli, y vi en su mirada la tristeza de quien comprende que quizás esa sería la última vez que nos viésemos. La mañana siguiente, sábado, pasó John Smith por la casa de James a despedirse y me regaló una foto de su amigo Claude Mulkenbuhr, en un marco de paspartout. “Quería que supieras quien era el dueño del pulóver que tú devolviste, y estoy seguro que a él le hubiera gustado conocerte”, me dijo John Smith, conmovido. “No tengo palabras para agradecer John, mejor váyase antes de que llore enfrente suyo nuevamente”, le dije mientras le daba un abrazo muy fuerte.

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Capítulo 17

COINCIDENCIAS

Con la perspectiva del paso de los años, las sorprendentes coincidencias e historias que se cruzaron en mi camino me hicieron sentir que Dios estaba detrás de cada una de ellas, protegiéndome en todo momento. Todos esos testimonios me hicieron sentir la gran responsabilidad de contar esto al mundo. Fue sorprendente que los italianos aparecieran como de la nada, para documentar nuestra historia, sobre todo, porque ese era justo el momento para hacerlo. Tristemente, Terry Peck había fallecido a causa de un cáncer, nueve meses después de filmar esta pieza de cine pacifista. Nadie, ni él mismo sabía que estaba enfermo mientras filmaban las escenas para película. Un par de meses antes de su muerte, cuando supe por James que su estado era complicado, lo llamé por teléfono para despedirme. Le dije todo lo que él había significado para mí. Todo lo que me había ayudado a entender y procesar lo que nos ocurrió. El teléfono, desde tantos kilómetros de distancia, me devolvió su voz empequeñecida, entrecortada por la emoción, diciéndome: 214

“Gracias por decirme todas esas cosas”. No sé muy bien si corté para llorar o si porque lloraba corté, la cosa es que me encerré en mi oficina para desahogarme a solas. El rodaje finalizó, y cada uno de nosotros volvió a sus actividades normales: a vivir o a morir, tal como Dios manda. Cuando la película estuvo finalizada, Umberto Negri se puso en contacto conmigo y desde ese momento, el film dejó de ser de cada uno de nosotros y pasó a pertenecerle a la humanidad. “Con la mano di Dio” ha sido galardonado en el festival de Milán, y gracias a eso, se ha interesado una numerosa cantidad de personas en la historia. Un ejemplo de esto son Piero Guazzoni y su esposa Tere, quienes han viajado hasta la Argentina para comer asados juntos y conocernos, y se han transformado casi en miembros de mi familia, dándome aliento –además- para escribir este libro. Piero me contaba que se había conmovido mucho con el film y con el mensaje de paz al mundo que él dejaba, por eso había querido conocerme en persona. En mi página de Internet escribe mucha gente de distintos rincones del mundo, felicitando o reflexionando acerca de la estupidez de la guerra como solución a problemas políticos. También han escrito muchos veteranos ingleses pidiéndome amistad, o que intercambiemos historias. Tal es el caso de Jimmy O' Connell, ex miembro del 3 Para, un tipo extraordinario con quien me escribo con frecuencia. Jimmy, después de haber sido gravemente herido en combate, perdió un ojo. Ahora es taxista en Liverpool... ¡debe ser el único taxista tuerto de Inglaterra! Hoy, como nos pasó a todos, él se sigue buscando en las pocas fotos británicas que hay de la noche del 11 de junio. Siempre trato de ayudarlo, espero poder tener suerte. También -por supuesto- escriben muchos veteranos argentinos, para conversar, o para saber cómo viajar a las islas. En ese sentido me da mucho placer poder intercambiar historias con ellos y ayudarlos en lo que sea, porque me hace sentir menos solo. 215

Algo parecido ocurre con el periodismo. Siento que con el paso de los años, la historia se va poniendo más atrayente... o menos traumática, en una sociedad que de a poco la va comprendiendo. Corría 2009 cuando recibí un llamado de un periodista de Córdoba –Argentina- pidiéndome asesoramiento acerca de cómo viajar a las islas Malvinas. Le di todas las indicaciones y cuando nos despedíamos, a la vez que me agradecía me propuso: “Miguel, gracias, cualquier cosa que necesites de Córdoba, no tenés más que llamarme.” Lo pensé sólo dos segundos, porque antes de cortar la comunicación, le dije: -“En realidad, sí necesito algo de Córdoba ahora”, y le conté la historia de mi hermano de supervivencia, Roberto Maldonado, a quien no había vuelto a ver nunca más. Luego de una minuciosa investigación periodística, ocurrió el milagro: su equipo de producción lo encontró, y no sólo eso, sino que auspició nuestro reencuentro en un emotivo programa de televisión que se emitió en vivo. Me hace muy feliz el haberme reencontrado con Roberto. Parece que los círculos se van cerrando poco a poco. El documento de James

Ya transcurriendo el 2010, James Peck me habló acerca de su expectativa de obtener en forma oficial, la ciudadanía argentina que consolidaría más aún la identidad de sus dos hijos porteños. Su hijo del primer matrimonio, tan kelper como James, accedió de buen grado a que su padre agregue a su ciudadanía británica, la argentina, por lo tanto, comencé a ver inminente el hecho de que eso pudiese llegar a ocurrir.

Para dar los primeros pasos, decidí llamar a mis compañeros del CECIM La Plata, por mi conocimiento de que ellos tenían un contacto bastante fluido con las autoridades nacionales. No se tardó demasiado en concertar una primera entrevista con el ministro del Interior, Florencio Randazzo, quien en ese momento parecía no salir 216

de su asombro ante la novedad. Luego de un tiempo no muy largo, se obtuvo el marco legal y registral en Ushuaia para que James tuviese su DNI argentino, que iba a ser entregado en sus manos por la mismísima Presidente de la República. ¡Nada menos!

El 14 de junio de 2011 fue un día histórico, aunque vertiginoso para James y para mí. Ese era nuestro día D. Desembarcábamos en la Casa de Gobierno y la gente de protocolo se encargó de llevarnos al mejor lugar. Juntos James y yo, emocionados, irrumpimos en las pantallas del mundo dentro de una llamativa postal que parecía haber salido de un guión cinematográfico -o de un sueño temerario jamás soñado- escoltando a nuestra Presidente Cristina Fernández de Kirchner en tanto ella le hablaba al país –uno a cada lado- y muy próximos a los padres del helicopterista Roberto Mario Fiorito.

Esa destemplada tarde de junio, se había inaugurado el helipuerto de la Casa de Gobierno "Roberto Mario Fiorito", que fue llamado así en honor al único piloto de helicópteros que murió combatiendo en la guerra del Atlántico Sur en 1982. Pero también esa destemplada tarde de junio James hizo algo que sólo los hombres con convicciones e independencia de pensamiento pueden hacer: convertirse legalmente en un argentino, con un documento nacional de identidad que lo acreditaba como tal.

No se trató meramente de un trámite oficial, que si vamos al caso, por haber estado en unión civil con una argentina le era inherente. Para mi humilde entender, su coraje lo trascendió absolutamente. Su sorprendente historia personal es una historia de paz, de humanidad, sentido común, madurez y valentía. Creo que en esta vida no es importante lo que nos pasa, lo importante es lo que hacemos nosotros con eso que nos pasa. Y James supo muy bien qué hacer con lo que le pasaba. Ese 14 de junio, mi amigo, mi “hermano

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de la vida” James Peck, rompió el molde de una rancia tradición para resignificar el contenido del libre albedrío.

Ese gesto, me hizo sentir más orgulloso que nunca de él.

Mark Burnett Cuando uno busca el perfeccionamiento personal, todos estos encuentros forman parte del designio. Algo similar a lo de Roberto me pasó con mi amigo del Canberra, el cabo Burnett. Allá por 2007, mi hermano, que no sabía nada de Burnett, me trajo una revista argentina con una nota sobre Malvinas. "De Malvinas a Gran Hermano", titulaba la nota: "La increíble historia de Mark Burnett" Al ver la ilustración de la nota, quedé confundido por unos instantes. Ese rostro me resultaba conocido. Después de mirarlo un buen rato, comprendí que se trataba de mi amigo, el cabo que me había tratado tan bien durante el regreso al continente, mientras estuve prisionero en el barco. Hoy en día Mark es un prolífico productor de realities, pero vive en Hollywood. En la Argentina se vieron “Survivor” Sobreviviente- y “The Apprentice” -El aprendiz- con la conducción de Donald Trump. Lo que más me gustó de la nota de la revista fue lo que Mark decía: “Cuando me preguntan acerca de Malvinas, siempre cuento que tuve que pasar una semana con un grupo de prisioneros argentinos, y ahí me di cuenta, conviviendo con ellos, que éramos todos seres humanos atrapados en esa situación... nos habíamos tratado de matar la semana anterior, y ahí venía yo con ellos dialogando amigablemente e intercambiándonos uniformes” Un par de años después, de casualidad, le conté esta historia a una periodista canadiense que me entrevistaba. Pasando el tiempo, ella pudo dar con él y pasarle una carta mía de agradecimiento, carta 218

que fue cálidamente contestada por Mark, con términos muy profundos sensibles a mi espíritu, expresando, entre otras cosas, algo que nunca más olvidaré... “Sería imposible enfrentar a un enemigo anónimo, una vez establecido un contacto humano. A través de vos entendí la inutilidad de la guerra, y mi vida cambió para siempre.” Y sí, también mi vida cambió para siempre. Ya no soy más el que era. ¡Y quién sabe cuánto de mí permanecerá en el futuro! Si tuviera que buscar en la naturaleza el paradigma humano, bastaría con zarandear el lecho de los ríos cristalinos y encontrar en los hermosos cantos rodados, el más exacto paradigma humano. Caen al cauce del río desgajados de una roca mayor, angulosos, incisivos, desteñidos… pero el movimiento del torrente, ese continuo choque y roce de unos contra los otros los bruñe, los suaviza y los embellece, transformando a cada uno en un pequeño universo mineral. Así somos nosotros, los humanos. Nos estrellamos y nos raspamos en el cauce de la vida, pero al pasar el tiempo, nos vemos más fortalecidos, más tolerantes, más compasivos. También yo, al igual que un canto rodado, fui golpeado y limado por la vida. Desde entonces, canto rodado -tanto como hombre- soy.

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FIN

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INDICE PRÓLOGO .................................................................................................................... 3 CAPÍTULO 1 AÑO 2001 ......................................................................................... 4 CAPÍTULO 2 LA COLIMBA.................................................................................... 6 CAPÍTULO 3 EL 2 DE ABRIL ............................................................................. 17 CAPÍTULO 4 1ERO DE MAYO........................................................................... 40 CAPÍTULO 5 EL 25 DE MAYO .......................................................................... 57 CAPÍTULO 6 JUNIO DEL 82 .............................................................................. 61 CAPÍTULO 7 EL 11 DE JUNIO........................................................................... 72 CAPÍTULO 8 EL CANBERRA ...........................................................................107 CAPÍTULO 9 PRIMEROS DIAS EN CASA………...……………………..…. 135 CAPÍTULO 10 AÑOS COMO VIAJANTE.......................................................151 CAPÍTULO 11 CONOCIENDO A JAMES…………..…………….…………….157 CAPÍTULO 12 AÑO 2000 EL REGRESO ……………………………………..160 221

CAPÍTULO 13 EL 2001 .....................................................................................187 CAPÍTULO 14 EL CECIM / LA PLATA .........................................................195 CAPÍTULO 15 CON LA MANO DE DIOS ......................................................197 CAPÍTULO 16 VIAJE EN 2008 ........................................................................208 CAPÍTULO 17 COINCIDENCIAS.....................................................................214

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Año 2000. Junto con Terry Peck y James Peck y mi familia

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Año 2006- Filmación documental “Con la mano di dio” Junto con Terry Peck y su mujer. Lisa Lowe recibiendo el pullover. John Fowler, Lowe, Lisa y yo

Con Terry Peck y James Peck 224

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