Maimonides

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ñbraliamJoshuaHescliel

MAIMOt' •JIDES —

\M uchnik Editores

«Maimónides no persigue solución, respuesta. Las caracte­ rísticas básicas de su intelecto son la pasión y la disciplina. El pensamiento y el acto de saber son tan importantes para él como lo que se piensa; el pensar es sagrado. Maimónides insiste una y otra vez en que él no quiere erigir un sistema filosófico, que sólo quiere preparar el camino para el cono­ cimiento de Dios. No centra su investigación en los principios elementales del pensamiento. Él vive en la exuberancia em­ briagadora de las ciencias universales, arrebatado por la viven­ cia y la asimilación de esa magia. Si la lógica falla frente a la religión, a Maimónides le parece que asentarse cómodamente en la fe, en la tradición, es caer en la pereza. Tiene clara conciencia de los límites de la razón. Pero vivir en el reino de la razón es para él un imperativo. A él no le interesa edificar su casa en el solar estrecho de la ignorancia. La razón no es para él un escondite donde almacenar todas las dudas; está emplazada en el reino de Dios, aunque no en el centro sino en la orilla.»

Muchnik Editores

ABRAHAM JO SH U A H ESCH EL

MAIMÓNIDES

Traducido del inglés por José Manuel Álvarez Flórez

Muchnik Editores

Título original: M AIM ONIDES, E IN E BIO G RA PH IE Edición original de Erich Reiss Verlag, 1935 Edición en inglés: M AIM ONIDES. Farrar, Straus, Giroux. © 1982 by Sylvia Heschel © 1984 by Muchnik Editores S. A., Pablo Alcover, 75-77, 08017 Barcelona Cubierta: de una edición miniada de la Mishneh Torá, de Maimónides, realizada en Perugia hacia el 1400 en el taller de Mateo da Cambio. Depósito legal: B. 37.026 - 1984 ISBN : 84-85501-69-1 Printed in Spain - Impreso en España

Nuestros ojos miran hacia adelante, no hacia atrás. CARTA SOBRE ASTROLOGÍA

...P u es lo que ha sido probado por un procedimiento co­ rrecto nada gana en verdad porque todos los doctos estén de acuerdo, ni pierde nada porque todos los habi­ tantes de la tierra sean de la opinión contraria. GUÍA DE PERPLEJOS, I I , Cap. 15

Soy, al fin y al cabo, un hombre que — en caso de que el tema le acucie, el camino sea demasiado angosto para él, y no conozca otro medio de enseñar una verdad pro­ bada más que interesando a un solo hombre escogido, aun cuando no logre interesar a diez mil necios— pre­ fiere comunicar la verdad a ese único hombre. No es­ cucho las quejas de la muchedumbre y prefiero sacar a ese único elegido de su vacilación y m ostrarle cómo salir de la perplejidad y alcanzar la perfección y la firmeza. g u ía d e p e r p l e j o s . Introducción No busco la victoria, pues para mi alma y mi carácter, el honor estriba en apartarse de los caminos de los necios, no en derrotarles. CARTA A YOSE BEN YEHUDÁ

PRIM ERA PARTE

Formación y madurez

/ V ida en e l exilio

F

-i-^ n tre el Sahara y el tran­ sitado mar Mediterráneo, entre la civilización mo­ numental del antiguo Egipto y el vacío del Océano Atlántico, se extiende una tierra que los árabes lla­ man extravagantemente Maghreb, el Occidente, o Berbería, y que los geógrafos denominan simplemen­ te Norte de Africa, el apéndice norteño de un conti­ nente mayor. Ya en la nebulosa antigüedad, este lugar atrajo el ansia vagabunda de los fenicios, que se sentían demasiado encerrados en su tierra natal de la costa de Siria; y fue aquí, donde se produje­ ron, en los tiempos antiguos, agrios conflictos entre las grandes potencias. Pero los nativos no desempe­ ñaron papel alguno en la historia memorable que se desplegaba en su suelo. Los cartagineses, los ro­ manos, los vándalos y los bizantinos que tomaron posesión de la tierra jamás lograron que los habi­ tantes arraigados en ella, los toscos bereberes, ma­ lí

duraran lo suficiente para compartir su cultura. Sólo los misioneros militantes del Corán pudieron lograr­ lo. Pero aunque los bereberes adoptasen la fe en Alá y en su profeta Mahoma junto con hábitos y cos­ tumbres árabes, jamás llegaron a integrarse del todo en los círculos culturales árabes, ni se fundieron nunca plenamente en el vasto mundo árabe. Los bereberes se mantuvieron inconformistas. Y esta resistencia suya fue la causa de que en nin­ guna otra parte sufriese una derrota tan notoria como allí la idea de un imperio mundial árabe, que desde el siglo octavo incluía también al Occidente. Periódicamente, a lo largo de siglos, esa resistencia latente de los bereberes camiticos a la cultura islá­ mica impuesta, y a los gobernantes árabes, estalló en rebelión furiosa. Como no podían sacudirse al yugo musulmán, la reacción contra el Islam oficial se transformó en un ansia de nacionalizar al menos la religión que se les imponía. Este afán de imponer la religión bereber se manifestó claramente a partir del siglo décimo, en que podemos apreciar ya las tentativas de los nativos de conquistar la religión de los conquistadores, de transformarla al modo bere­ ber. El norte de Africa se convirtió entonces en tor­ mentoso centro del mundo islámico. Brotaron en esta tierra tempestades políticas repetidas, y tres tri­ bus bereberes (los fatimíes, los almorávides y los al­ mohades) mantuvieron al mundo en suspenso cien­ tos de años. En el suroeste del Marruecos actual vivía en aquellos tiempos (en el siglo once) un joven llamado Ibn Tumart, que mostraba una piedad extraordina­ ria e insólita incluso para criterios bereberes.1 Se le

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conocía como el «amante de la luz», por las muchas velas que encendía, de acuerdo con la costumbre del país, en su culto incesante a las tumbas de los san­ tos. Era muy afecto al estudio, y pronto dejaron de satisfacerle las doctrinas incompletas que- enseñaban los teólogos africanos; viajó a Córdoba, luego a la Meca y por último a Bagdad, donde dominaban las doctrinas del célebre Algazali. Este gran pensador, místico y reformador indomable fue una de las inte­ ligencias más fecundas de la civilización islámica. Condenaba Algazali la corrupción de los teólogos que, en vez de curar al enfermo con la medicina de la verdad, le envenenaban con frases retóricas. Tras asimilar la sabiduría teológica del mundo oriental, volvió Ibn Tumart a las montañas de su patria, don­ de creó una especie de centro de adoctrinamiento y comenzó a difundir sus doctrinas. Dirigía la predi­ cación de sus teorías abstractas sobre la interpreta­ ción del Corán a los iletrados bereberes, que apenas podían entender lo que decía. El hombre que inter­ preta literalmente el Corán, afirmaba, desemboca inevitablemente en el antropomorfismo, en una con­ cepción sensual de Dios; acaba atribuyendo a Dios características materiales y acaba por creer que Dios tiene pies y cara como un ser humano. Pero, conti­ nuaba, quien creyese esto era un hereje y merecía que le expulsasen de la comunidad religiosa del Is­ lam, sobre todo porque introducía así división en la unidad del Ser Divino. En realidad, en aquellos tiempos, las concepciones antropomórficas de Dios estaban muy extendidas entre los habitantes de Es­ paña y de África del Norte. Como, según Ibn Tu­ mart, los gobernantes eran responsables de los de-

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fectos de la nación, proclamó una Guerra Santa con­ tra la dinastía gobernante. Ya en tiempos anteriores había habido teólogos que habían pretendido purgar de antropomorfismo el concepto de Dios mediante reinterpretaciones. Pero lo nuevo y extraordinario de Ibn Tumart fue que halló una razón para su guerra en el conflicto existente entre las doctrinas imperantes y su forma personal de interpretar el Corán. Dado que conside­ raba blasfemia el antropomorfismo y admitiendo que desde las posiciones más elevadas del gobierno se fomentaba el «error religioso», no le quedaba otra elección: por el bien de la religión, había de comba­ tir y deponer a los dirigentes de un estado así; en realidad, creía que la guerra contra ellos era un de­ ber religioso similar a la lucha contra los demás in­ fieles.2 Ibn Tumart no se limitó a una censura teórica del antropomorfismo. Culpó a la dinastía reinante de todos los defectos y males de la vida pública, de la secularización y la corrupción moral, del lujo que imperaba en la corte y en toda la sociedad, de la ven­ ta pública de vino en los mercados (desafiando clara­ mente la prohibición coránica) y de que se tolerase que hubiese cerdos en calles habitadas sólo por ma­ hometanos. Ibn Tumart se convirtió en una molestia para los ciudadanos devotos de África del Norte, que se habían considerado siempre perfectamente ortodo­ xos; se sentían inquietos, sorprendidos, irritados. Ellos, los pilares de la fe, eran de pronto calificados de herejes, se les tachaba incluso de «politeístas», se decía que, como los cristianos, afirmaban una plura-

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lidad dentro del Ser Divino. Se veían de pronto de­ nunciados como infieles ante las masas fanáticas e ignorantes. Ibn Tumart desplegó una propaganda intensa. Las autoridades le persiguieron, pero el populacho le veneró aún más por ello. Impresionaba a los be­ reberes la pureza ascética de su vida, el celo piadoso con que vaciaba las cántaras de vino y destrozaba todos los instrumentos musicales con que se topaba. Por último, llamó a las armas a sus seguidores, se proclamó descendiente de Mahoma y pidió a sus fieles que le rindieran homenaje como Mahdi, como en­ viado del Señor, lo que significaba, según él, que se acercaban ya a la consecución de los tiempos y el Juicio Final, y eran inminentes el exterminio de los infieles y la restauración del Reino de Dios. Procla­ mó que había venido a llenar el vacío de justicia, lo mismo que anteriormente había sido llenado de in­ justicia. La multitud veía en sus milagros la confirmación evidente de su misión. £1 populacho obedecía los principios del Mahdi; por ejemplo, «consagrarse a la causa de Dios era mejor que preocuparse por los bienes del mundo y por la vida humana». Para las tribus bereberes, era un hecho establecido que la «autoridad del Mahdi es el mandato de Dios». La adoración idolátrica de la persona de Ibn Tu­ mart, la excelente organización de sus seguidores y el vigor intacto de las tribus montañesas permitie­ ron a su sucesor, Abd-d-Mumin, hacerse con el po­ der en Marruecos y España tras veinte años de rebe­ lión sangrienta. La revolución teológica, impregnada de ansias expansionistas, logró crear, en un triunfo

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casi sin precedentes, el enorme imperio de los almo­ hades, o «Confesores de la Unidad de Dios» (literal­ mente, «los que profesan la Unidad»), desde Syrtis Major hasta el Océano Atlántico. Los conquistado­ res pasaron a cuchillo sin piedad a sus enemigos. Fueron muchos los que pagaron con la vida su re­ sistencia a la «verdadera» religión islámica. A lo largo del imperio de los almohades, desde las mon­ tañas del Atlas a las fronteras de Egipto, y luego también en España, fueron destruidas numerosas iglesias y sinagogas. Los judíos se vieron obligados a abrazar el Islam o a emigrar, si no estaban dispues­ tos a aceptar el martirio. Muchos sucumbieron al miedo y se fingieron musulmanes. Al principio, las autoridades se daban por sa­ tisfechas con que sus nuevos compañeros de fe se limitasen a proclamar la fórmula de que Mahoma era un profeta. Estos pseudoconversos podían luego seguir las reglas de su vieja religión sin que les mo­ lestasen. En el Islam, durante este período, no hubo una supervisión e inspección de la vida de los con­ versos tal como las practicaría luego la Inquisición cristiana. En aquellos tiempos se respetaba mucho la intimidad de la esfera personal y de la vida do­ méstica. El que fuese judío y quisiera seguir sién­ dolo, podía seguir practicando el judaismo en su hogar sin que le molestasen. Pero el rezo comunita­ rio significaba peligro de muerte. Cualquier reunión de los nuevos conversos, fuera incluso de un lugar de culto, podía atraer la atención y significaba peli­ gro. A los judíos que se habían convertido reciente­ mente al Islam se les consideraba mahometanos ple­ nos y auténticos; pero celebrar un servicio divino

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judío equivalía a apostatar de la religión mahome­ tana. Y, según la ley islámica, la apostasía de un mahometano es punible con la muerte. Éstas eran las circunstancias en que vivían los judíos en aquel mundo. Soportaban una existencia que no podrían sobrellevar mucho tiempo. Tenían que abandonar la vida comunitaria para poder sobre­ vivir como individuos. Sus casas de oración y de es­ tudio estaban en ruinas. Las comunidades se redu­ cían visiblemente por la emigración continua de sus miembros. La vida comunitaria de aquellos judíos extremadamente oprimidos alumbraba débil y vaci­ lante en reuniones secretas para la oración, cuyo descubrimiento podía acarrear la aniquilación total. Sin embargo, con una devoción inquebrantable a Dios y a Su Torá, se exponían una y otra vez a la muerte para mantener aquel último resto de su re­ ligiosidad. Su existencia judía había pasado a ser una prueba de valor en una vida de peligro. Vivían los judíos tras el escudo de una mentira inocente. Cuanto más peligro corría su vida exte­ rior, más fuerte tenía que ser su resistencia interna. La fe de cada individuo se ponía a prueba en una situación de peligro creciente. La vida se convirtió en una situación de riesgo continuo; los judíos aguardaban cada nuevo día como una amenaza. Esta situación sólo podía parecerles soportable mientras comprendiesen el sentido indiscutible de su condi­ ción. Su conciencia de sufrir por la fe como judíos era como un halo, era un refugio para el alma. Pero, al mismo tiempo, su situación espiritual iba hacién­ dose cada vez más incierta. La doctrina de la unicidad absoluta de Dios, que

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los almohades propagaban a sangre y fuego, parecía a la gente sencilla en perfecta concordancia con la doctrina judía. ¿Serían quizás los bereberes los por­ tadores de la sabiduría que Israel se había esforza­ do por defender desde los tiempos de Abraham? Las victorias sin precedentes del ejército almohade po­ dían ser una confirmación del favor de la providen­ cia. Los judíos sencillos temían que esto significase el final de su condición de elegidos de Dios. ¿Ha­ brá cambiado el Señor a los judíos, se preguntaban, por los bereberes, y habrá sobrepasado realmente el profeta Mahoma a nuestro maestro Moisés? Sobre la vida de los judíos se cernía una som­ bra. Del desaliento que causaba el miedo nacía una desconfianza en la providencia y una premonición de desastre. Los almohades no sólo dirigían su furia contra los judíos sino también contra los cristianos y los disidentes musulmanes. Los judíos no sufrían específicamente como judíos sino como miembros de un credo distinto, y por tanto, no los distinguía, nada esencial. ¿De qué otro modo podían interpre­ tar aquella persecución más que como una condición en la que los judíos estaban condenados del mismo modo que las demás naciones? Su existencia desdi­ chada e indigna como pseudomahometanos, una existencia que sólo era soportable mientras estuvie­ ran seguros de la fidelidad de Dios y pudiesen espe­ rar Su ayuda diaria, se convirtió en un tormento creciente e interminable, en una condición espiritual cada vez más insostenible. La desesperación les acechaba con las sutilezas más temerarias e insidiosas. La fuerza de las cir­ cunstancias abrumaba a los afligidos y oprimidos

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pseudoconversos, debilitando sus últimas reservas de valor. E l primer síntoma de su desaliento se ma­ nifestó con la sensación súbita de que su peligroso culto* era dudoso. ¿Debían seguir arriesgando la vida por rezar unas oraciones cuyo sentido y propó­ sito empezaban a resultar inciertos? Por esas fechas (corría el año mil ciento cincuenta y nueve) la co­ munidad judía de África del Norte recibió una carta escrita en lengua árabe, destinada a asesorar y a confortar a sus miembros. El autor, un tal Rabí Maimón, pretendía librar a su pueblo de las lamen­ tables y falsas ilusiones de que las persecuciones que le afligían eran indicio de que Dios se había apartado de Israel y había elegido a los árabes para transmitir la palabra a través de su profeta Mahoma: «E l rey que despide a uno de sus funcionarios nombrará de inmediato a otro para que se haga car­ go del puesto y de los deberes del primero. El hom­ bre que repudia a su mujer llevará normalmente otra a casa, dándole las joyas y el lecho de la primera. Una señal del cambio es que se otorgan al sucesor los derechos y los honores del predecesor depuesto. Y, decidme, ¿dónde hay otra nación a la que El Eterno se le haya aparecido, le haya dado la Tora y le haya otorgado pruebas de su favor como las que nos ha otorgado a nosotros? Ninguna otra na­ ción del mundo ha recibido hasta el presente esas pruebas de gracia y benevolencia; hablar de que otro pueblo está sustituyendo a Israel en el fa­ vor de Dios es charla ociosa. Aunque podamos vivir ininterrumpidamente en el temor, aunque podamos decir a la mañana “Ojalá ya fuese de noche”,4 y a

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la noche, “Ojalá fuese ya de mañana" hemos de tener también conciencia, en este estado, de la pro­ clamación concluyente de que “Dios no olvidará la alianza de tus padres que juró sobre ellos”.5 »Israel es diferente de las demás naciones, in­ cluso en el sufrimiento. “Pues yo acabaré con todos los paganos entre los que os he esparcido; pero no acabaré con vosotros; sino que os castigaré con me­ dida.” Ésas son las palabras del Señor. Él mezcla su castigo con misericordia, como el padre que repren­ de a sus hijos. Dios no nos odia, y no permitirá que perdamos el nombre de hiios suyos, que dejemos de servirle o de creer en Él o que le volvamos la espalda. Su propósito es purificar a Israel, no des­ truirla.. Hemos de considerar también la tribulación de hoy como prueba y como disciplina. ¿Cómo pue­ de creer alguien que El Eterno odia a Israel, que repudia a Israel? La misión de nuestro maestro Moi­ sés, a quien distingue su sublimidad y su entrega ilimitada a nuestra nación, a quien nadie ha supera­ do, da testimonio de que Israel es el pueblo elegido. ¿Por qué nación podía el Señor haber cambiado a Israel, decidme? La fortuna exterior de un pueblo nada prueba respecto a su valor. Los méritos de Moisés y de Israel, atestiguados por el favor divino, garantizan también el cumplimiento de las prome­ sas divinas, cuyo momento es impredecible, aunque se puedan propiciar con la expiación y la oración.» ¿Qué fuerza preservó el valor y la vitalidad de los judíos en medio de la persecución continua? La lealtad a la Torá. «Hemos de asir con fuerza la cuerda de la Ley y no soltar la mano, pues quienes viven en la cautividad son como el que se está ahogando.

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Estamos hundidos casi del todo, abrumados por el desprecio y la humillación, nos rodean los mares de la cautividad, estamos sumergidos en sus profundi­ dades, y nos llegan las aguas a la cara... Las aguas nos agobian pero la cuerda de los ritos de Dios y de su Ley cuelga del cielo y llega hasta la tierra, y quien se aferra a ella conserva la esperanza, pues asiendo esa cuerda se fortalece el corazón, y se libera uno del temor a hundirse en el abismo. Y el que abre la mano y suelta esa cuerda no tiene unión con Dios, y Dios permite que las aguas desbordadas le cubran del todo. Porque sólo se salva de las fatigas de la cautividad el que se entrega a la Torá, el que obe­ dece sus preceptos, el que se adhiere a ella y medita continuamente, como dijo el Salmista: “Si tu Ley no hubiese sido mi gozo, habría perecido en mi aflic­ ción”.» El autor de la epístola a los judíos de África del Norte enlazaba, en fin, tres líneas de pensamiento: la existencia inquebrantable de la Alianza entre Dios e Israel; la sublimidad incomparable de Moisés; y el sentido inconmensurable de la oración. Las unía ha­ bilidosamente pidiendo el rezo diario de la oración que Moisés, el día de su muerte, previendo el desas­ tre que amenazaba a su pueblo, grabó en la memoria de la nación: la constante esperanza del regreso a Israel. Pasaron los años. La proselitización brutal y la furia de los «Confesores de la Unidad» no amaina­ ban. Cada vez había más ejecuciones de inconver­ tibles que no acataban la fe impuesta por la fuerza. Los sufrimientos de los conversos forzados comen-

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zaron a interiorizarse. Había empezado el segundo acto de la tragedia. Las palabras de consuelo y aviso de Rabí Maimón habían dado respuesta a más de una duda objetiva; pero el problema ya no era la objetividad. El escep­ ticismo había penetrado en sus profundidades inte­ riores. La duda se convertía en desesperación; el desánimo de Dios se hizo desánimo de uno mismo. En vez de cavilar sobre las vías por las que Dios guiaba al mundo, el judío se atormentaba calibrando su propio valor. Cavilaba sobre sí mismo, y el hori­ zonte espiritual de los judíos -fue haciéndose to­ talmente sombrío. El examen introspectivo les consumía; asediaban su pensamiento agrios remor­ dimientos. ¿Acaso el solo hecho de que un judío reconociese públicamente la misión profética de Mahoma no era un signo de apostasía de la fe de sus padres? ¿Y qué decir de los que, para no morir, traicionaban a Dios y cedían a la fuerza? ¡Qué eran sino renegados! Evidentemente, había, un pequeño grupo de ju­ díos que desafiaban con audacia la imposición y la fuerza. Convencidos de que toda confesión de fe en el Islam y la conducta pública correspondiente como mahometanos era una clara profanación del Santo Nombre, una traición a Dios, hacían todo lo posible por evitar la conversión, consideraban apóstatas a los conversos, y no querían rezar con ellos. Los fanáticos intentaban incluso convencer a los conver­ sos forzados de que abandonaran su culto secreto porque la oración de los apóstatas era pecado. La lúgubre desesperación interior, el peligro externo y la presión de los fanáticos religiosos se unían crean-

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do la penuria más sombría que pueda imaginarse. Y, sin embargo, los judíos seguían celebrando reu­ niones secretas. Recitaban sus eternas plegarias en lugares oscuros y escondidos. La presión de los fanáticos fue haciéndose cada vez más intensa. Pasaron a proclamar abiertamente que la hipocresía de los pseudoconversos era un pe­ ligro mucho mayor que la apostasía total. Estaban dispuestos a llegar a lo que fuese con tal de expulsar como a leprosos a los «creyentes dobles» de la esfera del mundo judío. Para legitimar tal proceder, bus­ caron la aprobación de maestros famosos de la Ley. Después de todo, en casos dudosos, era habitual recurrir a talmudistas de prestigio, normalmente los geonim, que presidían las asambleas rabínicas. Sus dictámenes, promulgados en cartas de respuesta (Responsa), eran vinculantes para las comunidades judías. No mucho después, una personalidad rabínica autorizada redactó la siguiente proclama que se leyó en voz alta en todas las comunidades judías de Marruecos: «¡Todo judío que reconozca públicamente a Mahoma como profeta es hereje y traidor a la Fe! ¡Todo judío que haya aceptado el credo de los almohades, aunque observe en secreto todos los deberes y man­ damientos judíos, está excluido de la comunidad judía y se halla al mismo nivel que los no judíos! ¡Todo judío que acuda a la mezquita como falso mahometano, aunque no participe en la oración, co­ mete blasfemia cuando dice oraciones judías en su casa! Su oración es abominable a los ojos de Dios, acrecienta la carga de sus culpas. ¡Todo judío que

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confiese, aunque sea bajo presión, que Mahoma es un profeta, no es digno de dar testimonio!» El autor de esta proclama, cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, confió este texto a un men­ sajero, que viajó luego de población en población. El ha desatado las tinieblas y ha echado sobre todas las cosas un velo lúgubre, se lamentaba un contem­ poráneo. Este veredicto equivalía moralmente a la ejecución de comunidades enteras. El valor se es­ fumó como por ensalmo con aquel ataque. Algunos, atribulados y heridos en su seguridad en sí mismos, se aterraron en su amargura y se lanzaron de su judaismo perdido a las mezquitas. Abandonaron sus escondrijos, buscaron refugio en el Islam y profesa­ ron con vehemencia la fe musulmana. Aparecieron de pronto «pruebas» de la autenticidad de aquel profeta, pruebas que se apoyaban en versículos bí­ blicos. Se descubrió de pronto que el patriarca Abraham su llegada había predicho, y que en las Sagradas Escrituras se predecía varias veces el ad­ venimiento salvador del Islam. Algunos judíos se permitieron violar el sábado, con la esperanza de que su desdichada situación cesase pronto y «llegase al Magreb el Mesías v les condujese a Jerusalén». Otros tenían una fe tenaz y no albergaban duda alguna. Pero la mayoría de la población judía per­ manecía indecisa y padecía en silencio. La tradición popular judía consideraba a las tri­ bus bereberes descendientes de los filisteos que ha­ bían tenido que huir al norte de África tras sus derrotas aplastantes frente al rey David y su coman­ dante en jefe Toab. Después de todo, en una pobla­ ción marroquí había un monumento antigo conocido

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como la «Piedra de Salomón», que llevaba la ins­ cripción siguiente: «H asta este lugar persiguió Joab a los filisteos». ¿Qué otra explicación cabía de la «misión almohade» de enseñar a los judíos el mono­ teísmo que la de un resurgir de aquel viejo rencor de los filisteos, que querían resarcirse ahora de su antigua derrota? Además, los judíos llevaban viviendo en aquella tierra desde tiempo inmemorial. Según la leyenda, se habían establecido en Marruecos ya en tiempos de Salomón, habían llegado allí con los fenicios. En la ciudad de Boreion había una sinagoga, que Justiniano había convertido en iglesia, que, según se decía, databa de tiempos de Salomón. Al parecer, cuando Sargón destruyó el Reino de Israel, una par­ te de las Diez Tribus había emigrado a Marruecos, alcanzando allí nuevo poder. Fundaron, según la tradición, un reino cuyo primer rey se llamaba Abraham, de la tribu de Efraim. Se decía que habían hecho caso omiso de la llamada de Ezra para regre­ sar a Israel y que por ello su poder había disminui­ do. De hecho, en Marruecos había comunidades ju­ días en la época romana, con los vándalos, con los bizantinos y con los árabes. Había centros de estudio con maestros famosos, y los judíos marroquíes apo­ yaban financieramente las academias judías de Ba­ bilonia y Palestina. En 1145, los «Confesores de la Unidad» con­ quistaron la ciudad de Fez. Además de los berebe­ res, que formaban la mayoría de la población de la ciudad, había en Fez una comunidad judía que go­ zaba desde hacía siglos de un gran prestigio inte­ lectual en el mundo judío. Los geonim, los jefes

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de las academias judías de Babilonia, a los que todos los judíos recurrían para decisiones religiosas, reci­ bían más consultas de F e z 6 que de ninguna otra ciudad. Cuando los almohades conquistaron Fez, a los judíos de allí, como a sus hermanos de las otras comunidades, se les dio a elegir entre abrazar el Islam, emigrar o la ejecución. La mayoría fingieron aceptar el credo mahometano y esperaron tiempos mejores. Algunos se negaron a recitar la fórmula y fueron ejecutados. Un grupo reducido abandonó el país. Fez era una ciudad que parecía predestinada para la vida oculta. Las calles tortuosas, incontables y estrechas que se entrelazaban en un laberinto; las murallas imponentes, lúgubres, sombrías; el silencio de los habitantes, las casas y las cosas: la costumbre bereber de cubrirse el rostro con gruesos velos, in­ cluso los hombres (puesto que «no cuadra al noble mostrarse»); la arquitectura mora de interiores sun­ tuosos pero de exteriores simples, enrejados y cerra­ dos. .. todas estas circunstancias favorecieron el desa­ rrollo de la vida «marrana», y crearon, en realidad, un terreno fértil para su desarrollo, de forma que fue como si la historia del mundo hubiese hecho en Fez un ensayo general de la futura tragedia española de los marranos. Según parece, el terrorismo de los nuevos gober­ nantes inquietaba hasta a los musulmanes cultos. Los viejos creyentes y los soldados coránicos, nor­ malmente tercos y obstinados, aceptaron el nuevo credo con escepticismo. Tuvieron que someterse al puritanismo de los almohades, hostiles al arte y al lujo. Una de las mezquitas más grandes de Fez tenía

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ornamentos de oro y de metales preciosos. Cuando los almohades avanzaban hacia la ciudad, los habi­ tantes temieron que los conquistadores destruyesen todo aquel esplendor. Así que cubrieron el oro y los ornamentos con papel, el papel con una capa de yeso y luego blanquearon toda la superficie. Así oculta­ ron las obras de arte, protegiéndolas del salvajismo de los iconoclastas bereberes.7

H ada 1158, el Rabí Maimón, dayán (juez) y anti­ guo miembro del tribunal rabínico de Córdoba, se trasladó a Fez con su familia. Rabí Maimón se había visto obligado a abandonar su hermosa dudad natal, la «Novia de Andalucía», cuando los almohades la tomaron en 1148. Los bereberes destruyeron total­ mente la comunidad judía de Córdoba que tenía si­ glos de existencia. Quemaron las sinagogas y los cen­ tros de estudio, y los miembros de la comunidad se esparcieron a los cuatro vientos. La familia Mai­ món huyó a Almería. Pero los almohades conquista­ ron Almería en 1157. La familia Maimón huyó en­ tonces a Fez. África del Norte había sido siempre un refugio para los judíos que huían de las persecucio­ nes religiosas de España. E s probable que Rabí Maimón no fuese desco­ nocido en Fez. Entre los judíos de África del Norte y los de España habían existido relaciones constan­ tes, económicas, intelectuales e incluso personales. Los judíos de Fez sabían quién era Rabí Maimón, que procedía de una familia de jueces y letrados, y que su árbol genealógico remontaba su estirpe al fa-

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moso Rabí Yehudá ha-Nasi, el redactor de la Misná, y, según la tradición, al propio rey David. Rabí Maimón había aprendido los métodos de la erudición talmúdica de Ibn Migash, el célebre maes­ tro del famoso centro de estudio de Lucena, la «Ciu­ dad de la poesía», e Ibn Migash había sido discípulo del gran Alfasí. El venerable Rabí Maimón, noble y sabio, seguro de sí y de una piedad profunda, el ma­ gistrado más ilustre de Córdoba, era el depositario de una tradición antigua e ininterrumpida, de la que su maestro Ibn Migash era la cuadragésimo octava generación desde Simeón el Justo, el último supervi­ viente de la Gran Asamblea. Rabí Maimón continua­ ba y cultivaba esta tradición. Él mismo había ins­ truido personalmente a su hijo Moisés, el joven Maimónides, transmitiéndole a un tiempo la valiosa tradición que había recibido y la experiencia que él mismo había adquirido.8 El respetado Rabí Maimón, vástago de la Casa de David, había recibido instrucciones en un sueño, según la leyenda, de casarse con la hija de un carni­ cero que ignoraba la Ley. ¿Acaso no enseñaban los sabios que ha de sacrificarse todo para tomar por esposa a la hija de un sabio? ¿Cómo iba a ser ca­ paz la hija de un ignorante, que no llevaba en su casa una vida ajustada a la Tora, cómo iba a ser ca­ paz, en fin, de educar a sus hijos para el estudio y las buenas obras? Pero Rabí Maimón cedió a la or­ den superior, llevó al altar a la hija del carnicero, inquieto por la clase de hijo que se le otorgaría. La hija del carnicero quedó embarazada v Rabí Maimón rezó a Dios. Tuvo un parto difícil. Dio a luz a Moi­ sés,® pero su alma abandonó este mundo; murió como

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murió la noble Raquel al nacer el tierno Benjamín. El viudo tomó entonces otra mujer. Rabí Maimón procuró educar a su hijo en la sa­ biduría y la erudición. Pero el estudio no parecía despertar en Moisés mucha alegría ni amor. Esto afligía profundamente al padre. ¿Acaso era más po­ derosa la sangre de la hija del carnicero que la fuerza espiritual de todos los antepasados ilustres? El pe­ queño Moisés, atormentado por los reproches y cen­ suras, por las reprimendas y por los castigos, corría a la sinagoga, volcando su corazón en Dios en la sec­ ción de las mujeres, que solía estar desierta los días de semana. El noble padre se sentía cada vez más amargado. Arrastrado por la desesperación, dirigió a aquel niño sensible palabras muy ásperas: «Naciste para los ni­ veles más bajos de la vida». Moisés, que había here­ dado la delicada humildad de su madre y el orgullo de su padre, no pudo soportar tales palabras; aban­ donó la casa paterna y desapareció. Buscando solaz y olvido, Rabí Maimón se entre­ gó totalmente al estudio'de la Torá. Empezó un co­ mentario del Pentateuco, escribió glosas sobre el Tal­ mud, conversó con los hombres cultos de su ciudad, asistió a las charlas de los estudiosos y sabios que visitaban la ciudad. Y un día, los judíos de la gran sinagoga estaban escuchando un discurso insólito mientras el público, lo mejor de Córdoba, admiraba la rara erudición de aquel orador desconocido; cuan­ do el orador se quitó al fin de la cara el chal de ora­ ción después de su discurso, vieron que era joven: era el hijo pródigo de Rabí Maimón.

II E n F ez

K l venerable Rabí Mai­ món, vástago de una estirpe regia, cuadragésimo noveno portador de una tradición mantenida desde Simeón, último superviviente del Gran Sínodo, co­ mentaba que la Biblia nos narra la historia del Éxo­ do de Egipto en tiempo presente, cuando lo lógico hubiese sido utilizar el pasado: los judíos abandona­ ron la tierra de su servidumbre con la cabeza alta, y persistieron en la misma actitud orgullosa cuando el faraón les persiguió.1 Tampoco la humillación y la persecución pudieron aplastar la resistencia de los refugiados de Córdoba que huían de los almohades. Fueron de un lugar a otro como príncipes en el exi­ lio. Escaparon de Córdoba, recorrieron luego toda Andalucía, que estaba desierta, asolada y arrasada, devastada por la guerra, la insurrección y el hambre, e infestada de bandidos; apenas si quedaban comu­ nidades judías y era difícil encontrar refugio.2 Huían;

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pero en su huida el joven Maimónides aprendió a soportar condiciones difíciles y a extraer de ellas lo que podían proporcionar de control personal y de sentido comunitario. Las fatigas y privaciones son «une escuela de valor», diría más tarde lacónica­ mente; 3 y diría también: «E l hombre necesita gente afectuosa toda su vida. La necesitamos en un período de aflicción; dependemos de su asistencia material en épocas de debilidad física; y en épocas de salud y de fortuna, nos deleita relacionamos con ella».4 Rabí Maimón tenía un segundo hijo, David, que era más joven que Moisés. Creció al lado de su her­ mano mayor, que le instruyó en las Sagradas Escri­ turas y en el Talmud y le enseñó el arte de la gramá­ tica hebrea: «E ra mi hermano y mi alumno. Mi úni­ co gozo era verle», revelaría más tarde el filósofo.3 Como no tenía madre, el joven Moisés cuidaba tiernísimamente a su hermano pequeño, David. E s evi­ dente que no tenía más amigos. Tuvo una vez la oportunidad de una gran amistad espiritual: en Al­ mería conoció a Averroes, y le ofreció refugio cuan­ do el filósofo árabe hubo de exiliarse por su exégesis demasiado liberal del Corán. E l hecho es que Ave­ rroes, como Maimónides, procedía de Córdoba, y ambos eran hijos de jueces. La casa de la familia Maimón se hallaba en el sector de Fez que hoy se conoce como Fas al Bali, la ciudad vieja, junto a un contrafuerte que se pro­ longaba en un arco sobre la estrecha calle; no había escudos de armas que proclamasen la nobleza de sus habitantes, pero una fachada que resultaba insólita en aquella ciudad de secretos revelaba la naturaleza de aquellos habitantes. Las paredes eran enormes y

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la fachada amplia; entre las dos plantas había un ex* traño friso que atraía la atención: una hilera hori­ zontal de trece ménsulas de piedra salientes que sus­ tentaban igual número de cuencos de cobre de am­ plia curvatura. Por encima de las ménsulas de este friso había unas ventanas frágiles y estrechas, cuya abertura vertical caía como a plomo sobre los cuen­ cos.0 Hoy se cree que esos cuencos se relacionaban con la astronomía y con la elaboración del calenda­ rio, con observaciones astronómicas sutiles y comple­ jas y con intrincados y complicados cómputos del calendario. Se disponía por entonces de tablas as­ tronómicas hindúes y ptolomeicas, revisadas de acuerdo con datos meticulosos de los observatorios de Bagdad y de El Cairo, globos celestes de cobre y plata, esferas armilares, astrolabios planos y he­ misféricos, espejos de metal pulimentado y muchos otros instrumentos astronómicos. Es posible que Rabí Maimón, que, según se decía, «jamás estudió las ciencias seculares ni un día seguido, aunque en modo alguno se apartó de este mundo por el futu­ ro»,7 hiciese una excepción con la astronomía. Des­ pués de todo, los maestros talmudistas habían di­ cho: «S i un hombre tiene la posibilidad de investigar las rutas del sol y de los planetas y pese a ello no lo hace, de él dice el Profeta: "No quieren ver la obra de Dios y no respetan la obra de Sus manos”». El estudio de la astronomía se consideraba un man­ damiento divino. El propio Maimónides cultivó la astronomía con pasión creciente; le interesaban más los cielos que la tierra. Cuando llegó a Fez, la familia Maimón debió

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causar desconcierto y asombro entre las viejas fami­ lias judías allí establecidas. Los judíos, desde que Fez había caído en poder de los almohades, habían ido huyendo de la ciudad; y, sin embargo, la familia Maimón abía huido a Fez. Judá ibn Abbas, amigo de Yehudá Haleví, poeta y rabino de Fez, se había visto obligado a abandonar a su congregación; y sin embargo los Maimón se habían trasladado a Fez. Se ha aducido que les llevó a aquel peligroso lugar el deseo de escuchar las lecciones de un sabio de Fez, Rabí Judá ibn Sossam. Es también posible que Rabí Maimón quisiese tener alguna relación con la corte del califa. Abd-el-Mumín tenía, igual que su sucesor, cierta afición a las actividades intelectuales y atrajo a intelectuales a su corte y prohibió las quemas de libros de sus bárbaros predecesores." Su médico per­ sonal era Ibn Tofail o Aben Tofail, el famoso autor de Hat bett Yakzan, E l filósofo autodidacta, el Robinsón Crusoe árabe. El sucesor de Ibn Tofail fue Averroes. Quizá Rabí Maimón tuviese la esperanza de una posible relación con la corte que le permi­ tiese ilustrar al califa sobre la concepción judía de Dios e inducir así al gobierno a modificar su política judía." ¿Qué podía aprender allí Maimónides? Fez, que había sido centro espiritual e intelectual de los ju­ díos de Marruecos, la ciudad de Isaac Alfasí, el fezí, era ahora, bajo la persecución almohade, una ciu­ dad espiritualmente empobrecida, que se convertía cada vez más en escenario de la asimilación judía de la herencia cultural árabe; pero aún brindaba po­ sibilidades de estudiar las ciencias más diversas. Sa­ muel ibn Abbas, el hijo del rabino de Fez, cuya

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apostasía posterior habría de provocar la reacción de Maimónides, corrigió la disposición de las figuras geométricas del manual de Euclides. Los judíos es­ tudiaban la aritmética hindú, la medicina, la metro­ logía y el álgebra. Leían relatos y anécdotas árabes «para saber lo que había sucedido en el pasado, lo que había ocurrido en épocas anteriores»; coleccio­ nes de cuentos de hadas y compendios, las historias de los visires y los «escribas»; estudiaban los dis­ cursos de los mejores retóricos para adquirir un es­ tilo elegante.10 El objetivo que se planteó Maimónides en sus estudios fue comprender a Dios «tanto como le sea posible al ser humano».11 Sin embargo, consideraba erróneo empezar con el estudio de la metafísica. Se­ gún su opinión el que empezaba por la metafísica no sólo vería su fe confundida sino destruida; sería como un hombre «que alimentase a un niño de pe­ cho con pan de trigo, carne y vino; sin duda lo ma­ taría, no porque tales alimentos sean malos o inade­ cuados para el hombre, sino porque quien los reci­ be es demasiado débil para digerirlos y no puede sacar provecho alguno de ello s...1* El estudio de la metafísica es muy difícil y exige una perspicacia y una penetración extraordinarias». El que sabe nadar puede coger perlas del fondo del mar. Pero el que no sabe nadar se ahoga. De ahí que sólo el que sea diestro nadador deba bajar a buscarlas.18 Hay innu­ merables conceptbs filosóficos que aguzan el enten­ dimiento y ahuyentan los errores que las ideas de muchos pensadores puedan contener. Maimónides creía que el que desease alcanzar la perfección huma­ na debía estudiar en primer término, como instru­

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mentó indispensable, la lógica; y luego, por este orden, las ciencias matemáticas, las ciencias naturales y, por último, la metafísica. Este orden, de lo con­ creto a lo abstracto, es el que sigue claramente él en sus escritos científicos. A los dieciséis años, es­ cribió una introducción a la lógica, a los veintitrés un tratado astronómico-matemático sobre los princi­ pales problemas que planteaba el cálculo del calen­ dario judío; más tarde, cuestiones de halajá; y sólo después metafísica. Había tenido relación, en su juventud, con un hijo del astrónomo sevillano Ibn Afla, que había es­ crito un libro de astronomía famoso, y con los alum­ nos del destacado filósofo Abu Bakr, uno de los cuales había enseñado astronomía al joven Maimónides.14 Estudió detenidamente el Almagesto, la obra astronómica de Ptolomeo, los axiomas del álgebra, el libro sobre secciones cónicas, geometría y mecá­ nica, y varias cuestiones similares. Su objetivo, como él mismo indicó en varias ocasiones, era aguzar el pensamiento y adiestrar el entendimiento. Quería adquirir la capacidad de diferenciar el razonamiento estrictamente demostrativo de otros procedimientos intelectuales, y alcanzar así «el conocimiento de la verdad de la existencia divina».19 No estudiaba por el conocimiento en sí: procu­ raba encauzar todos sus actos y todas sus palabras de modo que le condujesen al objetivo que se había marcado. Él creía que el hombre debía cuidarse de la salud del cuerpo, y de su modo de vida en gene­ ral, porque era preciso hacerlo para alcanzar la ar­ monía. Así «el arte de curar aporta grandísimos ser­ vicios para adquirir virtudes y para el conocimiento

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de Dios, así como para alcanzar dicha verdadera; por ello, el estudio de la medicina es uno de los medios primordiales de adorar a Dios». Él había es­ tudiado ya medicina en su juventud y, en Fez inclu­ so, se había relacionado con médicos distinguidos.16 Estudió también en profundidad los textos teo­ lógicos del Islam y de otras religiones, e intentó fa­ miliarizarse con la ciencia general de la relación de su época. Aún más, aunque había leído incluso li­ bros de astrología en su juventud, proclamó que su contenido era absurdo y superstición necia. Decía que no había ni un solo libro de astrología en la li­ teratura árabe que él no hubiese leído cuidadosa­ mente y entendido en su totalidad.17 A Maimónides no le interesaban la relación de las campañas de Mahoma, la enumeración de los nombres de los antiguos reyes persas, las leyendas de los antiguos héroes árabes, las genealogías de las tribus y linajes árabes..., que eran la lectura normal del público de la época.18 Ni le interesaban gran cosa tampoco las anécdotas y fábulas que proliferaban en la historiografía árabe de aquella época: tales obras históricas y las crónicas de los reyes, las genealogías y las colecciones de cantos no contenían sabiduría ni utilidad alguna: «leerlas es una pérdida de tiem­ po».18 En cuanto a la disciplina en el estudio, se ajus­ taba a este lema: A mayor esfuerzo, mayor recom­ pensa. En el camino de la sabiduría sólo lo que se adquiere con esfuerzo y sacrificio perdura. Leer por placer o distracción ni es provechoso ni tiene un valor permanente.20 A instancias de un amigo ilus­ trado, compuso una introducción a la terminología

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de la lógica. A petición de otro, un tratado sobre las principales normas del calendario. Luego se pasó años sin publicar nada. «Antes de aparecer en pú­ blico, ha de pensar uno lo que quiere decir, una vez, dos, tres, cuatro veces, y sólo entonces debe hablar. Eso por lo que respecta a la transmisión oral; pero todo aquello que se propague por escrito ha de com­ probarse un millar de veces», declaró durante este prolongado silencio público.21 Maimónides poseía una memoria tan perfecta y unas facultades intelectuales tan excelentes que cuando contaba sólo veintipocos años ya había estu­ diado y dominaba las ciencias. É l mismo dijo con sus propios labios: «Jam ás sufrí en mi juventud el olvi­ do que sufren los hombres». Le bastaba estudiar un libro sólo una vez para que todo su contenido que­ dase grabado en su mente.22 Estas palabras constan, pero no debemos deducir de ellas que él concediese especial importancia a la memoria. Fue desde el prin­ cipio algo así como un polígrafo. No estructuró ho­ rizontalmente el caudal de sus heterogéneos conoci­ mientos, sino que, al mismo tiempo que lo captaba todo de un modo intuitivo, también se disponía todo en él de inmediato de acuerdo con el orden del con­ junto mayor: todo conocimiento se convertía en en­ tendimiento, todo saber en pensar, y el hecho uni­ versal se hacía personalmente significativo. Para él, toda tarea mental era un proceso metafísico. Por eso consideró la memoria función de la imaginación y (a diferencia de Aristóteles) la imaginación, una potencia espiritual independiente.23

III P ro fe c ía

M

aimónides estudió filo­ sofía con el máximo celo: las doctrinas de Alejandro de Afrodisia y de Temistio, de Alfarabi y Algazali, de Saadiá y Bahya, de Yehudá Haleví, de Abraham bar Hiyya, de Abraham ibn Ezra.1 Pero el único maestro que él reconoció fue Aristótelesr «Su sabi­ duría es la más perfecta que puede poseer el ser hu­ mano, prescindiendo de aquellos que, por la ilumi­ nación divina, han alcanzado el nivel profético, que es el nivel más sublime que existe».2 Este comenta­ rio sobre Aristóteles puede relacionarse también con la concepción que tenía de la esencia de la imagina­ ción, cuya perfección diría posteriormente que eta el requisito previo indispensable de la profecía. Maimónides creía saber, ya en su juventud, cuándo vol­ vería a ser posible la iluminación profética, que lle­ vaba siglos perdida. E l momento no está lejano, de­

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cía; quizás él mismo viviese para ver la era de la gracia. Esta esperanza, esta preparación interior, carac­ terizó su juventud; y su práctico silencio sobre ella testimonia su reserva, su discreción, su unilateralidad de propósito. La joya oculta de esta premonición sólo brilló contadas veces en su larga vida. Su familia preservaba una tradición que se había transmitido de padres a hijos desde la Destrucción del Templo: la de que el espíritu de la iluminación volvería al mun­ do el año mil doscientos dieciséis. ¿Acaso podía evi­ tar Maimónides que le asaltara el ansia de alcanzar el nivel de profecía? Durante su juventud investigó los arcanos de la profecía, y sus profundos pensa­ mientos sobre esta cuestión se convirtieron en el núcleo de toda su vida intelectual y espiritual. Sólo esta motivación personal puede explicar la extraordinaria importancia de la profecía en la filo­ sofía de Maimónides,4 la pasión intelectual con que se planteaba estas cuestiones, el que sus criterios profe cológicos impregnasen tan fácilmente los aspec­ tos más diversos de sus escritos. En una etapa muy temprana de su vida, decidió escribir un «libro sobre la profecía». Anunció varias veces, cuando es­ cribía sus diversos tratados, entre 1158 y 1168, la publicación de este libro, en el que estaba trabajan­ do simultáneamente.® Después de haber escrito parte del mismo, no le satisfizo el método que había segui­ do en sus explicaciones. Temía que las masas le in­ terpretasen mal; «que no les gustasen sus interpre­ taciones». Por último, abandonó la redacción del li­ bro y se contentó con alusiones en la exposición de

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las doctrinas básicas de la religión y de las verdades universales, en que trabajaba al mismo tiempo.6 Para compensar esto, parece que se preparó con la mayor dedicación para recibir la inspiración profética. Estaba convencido de que las cualidades per­ sonales eran el fundamento sobre el que se podía construir el hombre profético, que «nadie recibe el don de profecía hasta que todas las virtudes inte­ lectuales y la mayoría de las morales, las más incon­ movibles», como la sabiduría, el valor y la modera­ ción, forman parte de él. Respecto a la «opinión de la mayoría» de que el auténtico profeta debía ser capaz de obrar portentos, Maimónides sostenía que esto no era «ningún axioma de verdad».7 Maimónides buscaba la profecía porque, a partir de su juventud, había tomado conciencia de las limi­ taciones de la inteligencia: «E l hombre, con toda su sabiduría, sus investigaciones y trabajos, no tiene más opción que dejar sus asuntos en las manos del Creador, rezar a Él y pedirle que le conceda entendi­ miento, que le guíe por el camino verdadero v que le revele los misterios». La oración constituye así un factor en el proceso del pensamiento, y el enten­ dimiento un don de Dios. De ahí la actitud esotérica del filósofo Maimónides: «Cuando Dios revela algo al hombre, el hombre ha de ocultarlo».8 Péro todo esto difícilmente podía apagar sus an­ sias especulativas,' que siempre reavivaban las cosas concretas, las cosas más obvias. Este afán de entender el sentido de la existencia individual y el convenci­ miento de que el pensamiento filosófico era incapaz de aclarar esta cuestión fueron factores que fomenta­ ron aún más su interés por la profecía. «¿P o r qué

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dotó Naturaleza de alas a unas especies de insectos, y no a otras? ¿Por qué crió ciertos gusanos con mu­ chas patas y otros con pocas, y cuál es el fin de este gusano y de aquel insecto?» 9 Este ingenuo interro­ gante nunca desapareció de su horizante intelectual. Tanto en sus primeras especulaciones filosóficas como en su contemplación madura, el problema del senti­ do y el fin de cada existencia individual definieron las fronteras de lo que podía tener una solución fi­ losófica. «L a capacidad deL entendimiento humano no basta para conocer el fin de todas y cada una de las cosas», sólo la profecía puede descifrar hasta las cuestiones más obvias. La imaginación, que no identifica «m ás que lo particular», el objeto indivi­ dual concreto,10 es, junto con la inteligencia, el ór­ gano del conocimiento profético. El problema del fin le obsesionó a lo largo de todas las fases de su evolución filosófica. «Todas las cosas tienen inevitablemente un fin para el que exis­ ten, no existe nada que no tenga un fin», ésa es la tesis apodíctica de su juventud, «aunque el conoci­ miento del fin concreto suela permanecer oculto a nosotros». ¿Qué fin? En su juventud, Maimónides tenía una concepción antropocéntrica del mundo: «Todas las criaturas del mundo sublunar fueron crea­ das en beneficio exclusivo del hombre... y si creemos no conocer la utilidad que puedan tener para la exis­ tencia humana determinados animales y plantas, eso es sólo lo que le parece a nuestra débil razón. En realidad, no puede haber ninguna hierba ni fruto, ni género alguno de animal, del elefante al gusano, que no sea útil al hombre». Pero, ¿cuál es el fin de la vida del hombre? El

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pensamiento antropológico de Maimónides domina* ba aún su pensamiento puramente teológico. «¿P or qué fue creado el hombre, qué fin tiene su existen­ cia?» Maimónides consideraba que los seres humanos realizaban muchas actividades distintas. «Los ani­ males y las plantas tienen, todos ellos, sólo una o dos tareas que realizar. Vemos, por ejemplo, que las palmeras datileras no tienen más que hacer que pro­ ducir dátiles, y del mismo modo obran todos los demás árboles. Por otra parte, encontramos animales que sólo tienen que tejer, como la araña; otros, como las golondrinas, que construyen sus nidos en el verano; y animales que despedazan a otros ani­ males, como los leones. Pero el hombre tiene mu­ chas tareas distintas. Si examinamos todas sus acti­ vidades para descubrir la finalidad de su existencia, vemos que está predeterminado sólo por una acti­ vidad, para la que fue creado, y que hace todo lo demás sólo para mantener su existencia, de modo que puede realizar esa tarea única. Esa tarea única es la de contemplar ideas en el alma y conocer la verdad en sí misma. E s evidentemente absurdo su­ poner que el fin del hombre sea comer, beber, lograr satisfacción sexual, construir casas o ser un gober­ nante, pues ninguna de esas cosas acrecienta su esencia; en realidad, esas cosas las comparte con todas las demás criaturas. Pero el hombre alcanza la idea más sublime cuando contempla en su alma la unidad de Dios. Las otras ciencias sólo son una práctica hasta que se alcanza el conocimiento de Dios. Por eso el hombre que logra y ejercita este conoci­ miento se ajusta a la finalidad del mundo.» E s característica de la ingenuidad filosófica de

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su pensamiento juvenil la conclusión siguiente: «S i la sabiduría divina no crea nada en vano, si el hom­ bre es la más sublime de todas las criaturas del mundo sublimar y su fin es cultivar este conoci­ miento superior, ¿por qué ha creado Dios a todos los que no alcanzan ese conocimiento? Vemos, en realidad, que la mayoría carecen de sabiduría y sólo persiguen el placer, y que hay muy pocos sabios que se retiren del mundo, que son sólo contados los que aparecen en una generación». Maimónides su­ ministra una respuesta propia: «Todas esas perso­ nas viven para ayudar a esos pocos hombres excep­ cionales; porque si todos aspirasen a la sabiduría y estudiasen la filosofía, y no se ocupase nadie de las cosas materiales, “el mundo no podría continuar, y la especie del hombre perecería en unos cuantos días”». Y Maimónides se pregunta: «¿P o r qué goza un necio del descanso sin trabajar por él, y por qué sirve un sabio al necio y hace por él sus tareas?» Y se contesta: «Aunque el necio goce del descanso debido a su prosperidad y a sus riquezas y pueda dar órdenes a sus esclavos, construir un palacio y plantar una viña, hay que pensar que es posible que se esté preparando ese palacio para recibir a un hombre sublime que pasará algún día por allí y bus­ cará refugio detrás de sus muros y se librará así de la muerte. O algún día alguien tomará una jarra del vino de esa viña para preparar la triaca que salvará la vida de un justo al que haya mordido un áspid». Este filósofo, que estaba convencido de que el sabio ocupaba el centro del mundo, tenía una gran seguridad en sí mismo, pero tenía también por eso mismo una gran disciplina personal. Afirmaba que

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nadie es «por naturaleza, capaz de todas las virtu­ des», y sobre todo «en la juventud, las potencias del cuerpo imposibilitan la mayoría de las virtu­ des».11 Sabía también que el hombre ecuánime cuya paciencia es tal que ninguna cólera puede alterarle, es piadoso, y el apasionado, sacrilego.12 Tenía clara conciencia de lo vehemente que él mismo podía ser. Maimónides, daba, a veces, «rienda suelta a la lengua y la pluma» cuando sus adversarios, no im­ portaba lo sabios o ilustrados que fuesen, discutían un dictamen o una opinión emitidos por él. Tuvo una polémica con Rabí Yehudá ha Kohen ben Parhon sobre dos casos relacionados con las normas re­ lativas a la carne, que causó gran revuelo. Y polemizó con el juez de Segelmesse y con Abu Yosé, hijo de Mar-Yosé, por una decisión judicial relacionada con una mujer que estaba presa. Tuvo disputas similares con varios letrados y maestros. Combatía violentamente, «con la lengua contra los presentes, con la pluma contra los ausentes».1* Defendía sus opiniones con valor y resolución, incluso cuando se oponían a los criterios de su padre. Estaba seguro de que sus conclusiones y de­ cisiones eran convincentes y lógicas: «Comparad lo que nosotros mismos hemos dicho al respecto y lo que han dicho otros, y la verdad se abrirá paso hacia su destino»,14 decía en una obra juvenil. Estas afir­ maciones, frecuentes en sus primeros años, no na­ cían del entusiasmo juvenil. «N o miréis el cántaro, mirad lo que contiene; hay un cántaro nuevo lleno de vino añejo, y hay un cántaro viejo que ni si­ quiera tiene vino nuevo», dice Rabí Yehudá haNasi. Y el joven Maimónides glosaba así estas pala­

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bras de su ancestro: «E n algunos jóvenes, encontra­ mos ya doctrinas seguras y veraces como vino viejo del que se han retirado las heces».16 Los muchos libros malos y las muchas ideas ne­ cias de que estaba plagada la literatura de la época provocaban su ironía y sus burlas. A los dieciséis años, ridiculizaba ya las prolijas y pretenciosas vul­ garidades de los moralistas árabes.1" Tenía un estilo llamativo que solía convertirse en áspera ironía.17 Pero a quien menos satisfacía esta actitud sarcásti­ ca era a él; y aunque las numerosas disputas en las que hubo de participar le dieron numerosas opor­ tunidades de desplegar su sarcasmo, su contención parece indicar que procuraba superar su vena satí­ rica. Ya en sus primeros tiempos, interpretaba el mandamiento «Honrarás a tu padre» como una de­ sautorización de la propensión a la insolencia.18 Pero, aunque procurase reprimir y superar cier­ tas tendencias de su carácter, afirmaba al mismo tiempo la naturaleza humana y rechazaba el ascetis­ mo. De hecho, el virtuoso, «que sigue su inclina­ ción y su disposición espiritual en sus actos y que saca provecho del placer y el deseo», es mejor que el abstemio «que anhela y ansia realizar malas acciones pero lucha contra esta locura, actúa contra su impulso, su sensualidad y sus tendencias espi­ rituales, y hace el bien aunque le resulte difícil. Cuando el virtuoso siente amenazado su equilibrio ético, tiende a aplicarse como «remedio» la morti­ ficación. «Pero cuando los necios ven actuar de ese modo a los virtuosos sin conocer su propósito, con­ sideran esos actos buenos en sí y por sí. Emulan a los virtuosos, creyendo que se harán como ellos,

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atormentan su cuerpo de todos los modos posibles, y piensan que han hecho algo virtuoso y bueno y que se acercan más a Dios con ello, como si Dios fuese el enemigo del cuerpo y lo quisiese destruir y aniquilar; no caen en la cuenta de que esas accio­ nes son malas en sí y por sí. Esas personas pueden compararse a un hombre que, ignorante de la cien­ cia médica, ve que médicos expertos prescriben car­ ne de calabazas amargas, escamonea, acíbar y cosas semejantes a pacientes gravemente enfermos, pro­ hibiéndoles su alimento habitual. Y cuando esos pacientes se recobran luego de sus males, escapando milagrosamente a la muerte, el ignorante piensa: “Si esas cosas curan la enfermedad, han de preservar aún más la salud y puede que hasta puedan aumen­ tarla”. Entonces, si sigue tomando esos medicamen­ tos y orientando su vida a la manera de los enfer­ mos, caerá inevitablemente enfermo también é l .» 19 En realidad, cualquier negación del mundo era ajena a Maimónides. Él enseñaba el control de uno mismo, pero rechazaba la mortificación y el tormen­ to. Aun así, ese rechazo del ascetismo nunca pudo nublar su franqueza respecto al conflicto entre el cuerpo y el alma: «L a perfección del cuerpo indica la destrucción del alma, y la destrucción del cuerpo mismo tenía que superar a veces un conflicto entre precio de la sensualidad indicaba también que él mismo tenía que superar a veces un conflicto entre razones éticas y razones metafísicas.

IV E l m od elo

aimónides logró acce­ der muy pronto a las vastas dimensiones del pen­ samiento filosófico, a la audacia de las interpretacio­ nes astronómicas, a la sublimidad de las leyes matemáticas. Pero se concentró en el estudio de la Biblia, la Misná y el Talmud, más que en el estudio de las ciencias. Aunque estudiase con celo las cien­ cias generales, consideraba que su conocimiento y entendimiento de ellas era una cuestión de elección y no de vocación, era una «experiencia cultural» y no una necesidad interior. Su relación con la Torá era, para él, una «experiencia primordial». Le había determinado, confesaba solemnemente, antes incluso de tomar forma en el vientre de su madre, le había elegido para propagar la Torá en la tierra. La Torá era para él su amada, el amor de su juventud. Había puesto, era cierto, mujeres extrañas (las otras cien­ cias) a su lado como rivales'. Pero el Señor sabía,

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decía Maimónides, que sólo había tomado a aquellas mujeres para cocinar, servir y preparar ungüentos, para mostrar a los gobernantes de las naciones la be­ lleza de su amada, pues ella era linda y hermosa.1 La desigual valoración de las dos esferas de su mundo espiritual e intelectual había de producir una dicotomía en su pensamiento. En su juventud decidió, de modo característico, que en sábado sólo se debían leer los escritos proféticos y sus exégesis, pero no obras de las ciencias profanas.2 Emulando a Alfasi, célebre por su recopilación de las partes judiciales del Talmud babilonio, Maimónides hizo lo mismo con el Talmud de Jerusalén, menosprecia­ do hasta entonces. Emprendió la importante y difí­ cil tarea de escribir un comentario del Talmud. Más de la mitad de este trabajo lo hizo cuando le tentaba otro objetivo: elaborar un comentario de la Misná. De todos los escritos talmúdicos, no había uno tan próximo espiritualmente a él, en la forma, en el lenguaje y en la dicción, como la Misná. Tenía pro­ fundas afinidades intelectuales con esta obra, que destacaba por la tersura y pureza de su estilo, por su precisión y por su estructuración según ciertos criterios. Sentía, además, una afinidad personal con el redactor de la Misná, con su antepasado Rabí Yehudá ha-Nasi. Este hombre, la inteligencia más coherente del período talmúdico, con un talento vi­ goroso e inigualable, fue el modelo del joven Mai­ mónides. Su devoción a Rabí Yehudá ha-Nasi ejer­ ció una profunda influencia en su evolución espiri­ tual. Este aristócrata y codificador del siglo segundo se convirtió en su guía, en el pensamiento y en la acción, de modo que no es ninguna coincidencia el

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que la vida interior y exterior de Maimónides mues­ tre similitudes con la de su ancestro. «Nuestro maestro fue el hombre elegido de su generación y el más prominente de su época», afir­ ma con énfasis Maimónides. «E n él unió el Señor los rasgos humanos más sobresalientes. Sus contem­ poráneos le llamaron el Santo. No pronunciaban su nombre sino que se limitaban a llamarle "Nues­ tro Santo Maestro". Alcanzó la perfección espiritual y ética. Decían también que desde Moisés nunca se habían fundido plenamente en un hombre la autori­ dad y la sabiduría de un modo tan perfecto. Sus vías eran la máxima humildad y la mayor devoción a Dios, y dejaba para otros los placeres de la vida. Con su muerte murieron la modestia y el temor al pecado. Fue el mayor maestro de la lengua hebrea de todos los tiempos. Cuando los estudiosos de su época no eran capaces de traducir una palabra difícil de las Sagradas Escrituras, iban a preguntar a los criados de Rabí Yehudá, pues en su casa el cultivo de la lengua hebrea se transmitía también a los sir­ vientes. Era muy rico. "El caballerizo del Rabí es más rico que el Rey Shapur de Persia", decía un pro­ verbio. Apoyaba a investigadores y estudiosos. En­ señó a muchas gentes de Israel y reunió el legado, las opiniones doctas de los judíos ilustres que ha­ bían vivido desde Moisés, y, finalmente, compuso la M isná.»3 La Misná era, en principio, un código indepen­ diente, que incluía todas las doctrinas de la Ley. Los escritos talmúdicos, cuyo desarrollo es posterior a la redacción de la Misná, eran análisis detallados, prácticamente un comentario, que aludían al texto

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de la Misná, lo corregían y lo interpretaban. Debido a este proceso, la Misná perdió su carácter indepen­ diente original. Fue ya imposible utilizarla sin leer el Talmud. Sin embargo, el Talmud tenía un modo muy distinto de abordar los problemas. Los dictá­ menes precisos de la Misná fueron sustituidos por el debate dialéctico, en el que el lector había de su­ mergirse para poder extraer al fin un dictamen que fuese vinculante en la práctica. Sin estudios analí­ ticos detenidos, nadie podía decidir verdaderamente cuál era la interpretación auténtica de la Misná. «A l abordar un pasaje misnáico, el Talmud cita datos, pruebas; plantea interrogantes y los aclara, de modo que el significado pleno de la Misná sólo pue­ de determinarlo un estudioso de agudo ingenio y con experiencia. Además, suele ser necesario estudiar varios tratados del Talmud para aclarar un solo tema.» Pero el Talmud seguía siendo la ayuda indis­ pensable. «Porque hasta el más docto, si le pidiesen que explicase un pasaje de la Misná sólo podría con­ testar si conoce de memoria a la referencia talmú­ dica a ese pasaje concreto, o si no ha de admitir que primero debe consultarla. E s imposible saberse de memoria todo el Talmud, sobre todo porque los dis­ cursos dialécticos talmúdicos, debido a las muchas objeciones y a sus réplicas, se extienden muchas veces a lo largo de varias páginas, y la explicación de todas las frases de un pasaje de la Misná suele hallarse en tratados distintos». Maímónides veía «que el Talmud hace con la Misná algo que uno no puede nunca captar con la razón propia. Expone preceptos y afirma luego que el pasaje misnáico en cuestión es defectuoso

y que su redacción completa debería haber sido dis­ tinta; o bien alega que la Misná expresa la opinión de tal o cual maestro y que esta opinión es tal y tal. A veces, añade también algo a la palabra de la Mis­ ná o elimina algo y enumera razones de lo que la Misná estipula.4 Maimónides percibía también que en general se menospreciaba el estudio de la Misná, y no vaciló en reprender al gran Alfasí por su cono­ cimiento insuficiente de esta obra.5 Decidió, pues, por todos estos motivos redactar un comentario que permitiese un acceso directo a la Misná, que permitiese sortear el laberinto del Tal­ mud. Quería evitar toda discusión y exponer, con la máxima brevedad, lo más imprescindible del Tal­ mud para entender la Misná. Quien tuviese poco tiempo o poca habilidad para abrirse paso entre las enseñanzas talmúdicas tendría al fin la posibilidad de informarse rápida y fácilmente sobre las cuestio­ nes de la Ley. Dado el tremendo esfuerzo que exigía el estudio del Talmud, Maimónides quiso comple­ mentar y restaurar la Misná como compendio inde­ pendiente. A fin de superar el meto comentario, se propuso lo siguiente: siempre que la Misná diese opiniones contrarias a las de los maestros de la Ley, él indi­ caría las decisiones definitivas. £1 objetivo era tam­ bién ppopedeútico: preparar para la sutil dialéctica talmúdica al principiante, al que su versión de la masa gigantesca de material, lacónica y fácil de re­ tener, serviría de ayuda nemotécnica para estudiar el Talmud. Maimónides inició su tarea en 1158. Pero, como él mismo dijo, no halló tiempo para se­ guir con el comentario del Talmud.

R esp eto p o r Isra e l

¿E,

'n qué condiciones tra­ bajó Maimónides en este proyecto? «Desde que ele­ gimos el exilio, no han cesado las persecuciones. He conocido la aflicción desde la infancia, desde el vien­ tre materno.» Comenzó su comentario de la Misná cuando huía por España. En 1159, a los 24 años, llegó a Fez. También allí vivían los judíos bajo el azo­ te de los almohades. No podían entender que parecie­ ra que Dios quisiera que a Su pueblo le fuese imposi­ ble mantenerse fiel a su fe. Maimónides se abstuvo de ofrecer una justificación filosófica del mal. Nin­ gún sabio judío, decía, había logrado resolver aquel problema. Las palabras, aparentemente desconcer­ tantes, que circulaban al respecto eran «como una capa de plata sobre frágil arcilla». Dios regía el mundo por la ley de justicia. «Pero así como la in­ teligencia humana es incapaz de captar los pensa­ mientos de Dios, así también nuestros pensamientos

son incapaces de entender la sabiduría y la justicia de Sus actos y de Sus designios». Maixnónides no quería poner en peligro su alma con semejantes ca­ vilaciones. «Pero cuando llega el momento en que el Señor desea castigar a alguien, le ofrece la posibi­ lidad de obrar en contra de la Torá para infligirle un justo castigo. Si un hombre no está listo para el castigo, el Señor le deja pecar para que lo esté». «Pero el hombre de juicio no debería inquietar­ se demasiado por la adversidad. Son muchos los su­ cesos que pareciendo malos al principio resultan bue­ nos al final. Deberíamos controlar siempre la alegría y el pesar y posponer las reacciones emotivas». A di­ ferencia de su padre, que consideraba la amenaza almohade una prueba y un juicio del pueblo judío, Maimónides creía: «N o hay sufrimiento sin pe­ cado».1 Parece ser que Maimónides se refugió durante este período en su trabajo. Pero intervino de pronto, en un debate público. No podía dejar sin respuesta al corresponsal anónimo que condenaba a todos los falsos conversos, los «judíos secretos» como traido­ res y exigía su expulsión del judaismo. La Ley, se­ gún el razonamiento de Maimónides, establece que el judío debe sacrificar hasta la vida misma por hon­ rar el Nombre Divino cuando se enfrenta a la disyuntiva de apostasía o muerte. Mas ¿era esta exi­ gencia válida también en el caso de los nuevos pseudoconversos? El veredicto del autor de la carta de­ jaba confuso y extraviado al pueblo judío. ¿Qué decir de los judíos que estaban en Egipto en tiem­ pos de Moisés? Estaban corrompidos, eran impu­ ros, casi ninguno se había circuncidado. Pero cuando

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Dios asignó a Moisés su misión, y Moisés manifestó dudas sobre la piedad del pueblo («¡M ira que no me creerán!») Dios le reconvino diciéndole: «¡Los judíos son hijos piadosos de padres piadosos, pero tú, Moisés, flaquearás en tu piedad!» Moisés hubo de expiar su desconfianza y sus recelos. Su castigo se convirtió en ejemplo y decreto: «Quien arroja sospechas sobre un inocente será él el castigado». ¿Y qué decir de los judíos de la época del pro­ feta Elias? Casi todos se postraban ante los ídolos y besaban las efigies de Baal. Apenas había rodilla que no se doblase, ni boca que no besase a los ído­ los. Pero cuando Elias abandonó el desierto, fue al monte Horeb, se presentó ante Dios y se quejó de los judíos, se produjo el siguiente diálogo: Elias: ¡He sentido un vivo celo por el Señor Dios de los ejércitos, pues los hijos de Israel han abandonado tu Alianza! El Señor: ¿Quizás tu Alianza? Elias: ¡Han derribado tus altares! El Señor: ¿Quizás tus altares? Elias: ¡Han pasado a cuchillo a tus profetas! El Señor: Tú estás vivo. Elias: Sólo yo quedo y pretenden quitarme la vida. El Señor: En vez de quejarte de los judíos, debe­ rías contemplar las naciones del mundo, que al­ zan innumerables templos paganos en sus ciu­ dades. ¡Vuelve otra vez al desierto! ¿Y qué decir de los judíos de la época del pro­ feta Isaías? Eran pecadores y culpables, eran idóla­ tras, profanaban el Nombre y profanaban los Man-

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damientos. Su lema era: Gimamos y bebamos que mañana moriremos. Se burlaban de las Leyes Sa­ gradas y gritaban: «¡D ejad ya de importunarnos con la santidad de Israel!». Pero cuando el Señor se apareció a Isaías e Isaías se atrevió a decir: «Vivo en una nación de labios impuros», un ángel hubo de limpiar los labios del profeta con un carbón al rojo. Y no era la impureza contraída por vivir entre los que calificaba de impuros la que tenía que expiar, sino la de sus propias palabras. Y sólo por el mar­ tirio alcanzó la expiación completa. En cierta ocasión se presentó un ángel al Señor y se quejó a Él del sumo sacerdote Jeshua, el hijo de Jozadak, porque sus hijos se habían casado con mujeres indignas; el Señor expulsó al ángel del rei­ no de los cielos: «¡Y o , el Señor, te ordeno que guar­ des silencio! Yo, que elegí a Jerusalén, te ordeno que guardes silencio». «Si los pilares del mundo, Moisés, Isaías y un ángel fueron castigados por atreverse a pronunciar una palabra de censura contra Israel, ¡cuánto más merecerá castigo aquel que osa llamar a las congre­ gaciones judías blasfemas, paganas, ateas y decla­ rarlas indignas de dar testimonio! ¡Cuánto más gran­ de es el pecado del hombre que ha puesto esas pa­ labras por escrito y las ha hecho públicas!» ¿Acaso no veía aquel precipitado corresponsal extranjero que los conversos forzados no habían recurrido a un simple truco para obtener provecho, que no habían desertado con objeto de obtener ventaja? Habían huido de las espadas, de las espadas desnudas, de los arcos tensos, del poder de la guerra. El Señor no les abandonaría ni les rechazaría, pues É l jamás

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había desdeñado ni despreciado la congoja de los afligidos. «E n esta conversión forzada, los persegui­ dores no nos exigen que practiquemos idolatría. Ni se nos obliga a seguir los ritos del Islam. Sólo nos piden que digamos, y creamos, lo que dicen ellos, que Mahoma es un profeta, y los que nos fuerzan saben muy bien que no creemos en esas palabras y que sólo las decimos para engañar al califa». La arrogancia del autor de la carta era especial­ mente censurable porque había' tomado su decisión siguiendo su propio criterio, complaciéndose en el impulso de su corazón. En realidad se oponían a su criterio, tradiciones y doctrinas. E l famoso tanna Rabí Meir se había fingido pagano cuando le perse­ guían, para eludir la muerte. Según el criterio del autor de la carta, que teóricamente representaba la verdad de la Tora, Rabí Meir era como un no-judío: «Quien viva como gentil en público y como judío en su casa, en realidad es un gentil». Así mismo, el gran maestro Rabí Eliezer se había fingido hereje en circunstancias similares. El autor de la carta habría de considerar también a Rabí Eliezer indigno de dar testimonio. En el exilio babilonio, cuando los judíos se vieron obligados a adorar la imagen del rey Nabucodonosor, sólo los tres compañeros del profeta Da­ niel se negaron: Sidraj, Misaj y Abed-Nego. Prefi­ rieron que los arrojaran al horno de cal antes que cumplir la orden de Nabucodonosor. Pero todos los demás judíos se inclinaron ante la imagen idolátrica. Y ni un solo maestro llamó a los judíos de esta ge­ neración paganos o blasfemos ni los consideró indig­ nos d e dar testimonio. Ni el Señor los consideró pe­ cadores, porque el culto que rendían era una cosa

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impuesta y así dijo el Señor: «Sólo por engañar lo hicieron». Las autoridades helenísticas de Antíoco Epifanes prohibieron a los judíos cerrar las puertas de sus casas, para que no pudiesen guardar los mandamientos en secreto. Y sin embargo, los sabios no consideraron a aquella generación blasfema y pa­ gana, sino perfectamente justa,' Acab, rey de Israel, negó a Dios. Pero como ayunó una vez con intención piadosa, no dejó el Señor de recompensarle por esta pequeña acción. Eglón, rey de los moabitas, afligió a Israel durante muchos años. Pero como una vez rindió homenaje al Señor, Dios se lo perdonó. Sus descendientes exigieron el trono santo que recibió el nombre de Dios. Rut, antepasada de la dinastía de David, era hija de Eglón. Nabucodonosor mató a muchos judíos y destruyó el templo divino. Pero como una vez rindió tributo al Nombre de Dios su reinado duró 40 años, tanto como el del rey Salo­ món. Esaú, el transgresor, llevó una vida licenciosa, sólo observó un mandamiento: honró a su padre. Y por esta buena acción fue recompensado: sus des­ cendientes conservarían el reino sin interrupción has­ ta la Era Mesiánica, pues es ley de la historia que no llegará el Redentor hasta que Esaú haya sido re­ compensado por honrar a su padre. Y si el Señor retribuye generosamente a estos pecadores por actos secundarios e insignificantes, ¿no habrá de ayudar a Israel por guardar en secreto los santos manda­ mientos, aunque se vea forzada a simular apostasía? ¿Y no ha de haber diferencia entre el hombre que no cumple sus deberes y el que los cumple, entre el que sirve a Dios y el que le rechaza. El dictamen del corresponsal anónimo no me-

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recia en realidad refutación. Pero sus ingenuos lec­ tores podían abandonar sus oraciones «pecadoras» si no cabía esperar fruto alguno de ellas. Esto podía propiciar además la formación de una secta, y exis­ tía el peligro de un colapso espiritual definitivo de la judería del norte de África. ¿Acaso no tenía Maimónides el deber de intervenir y refutar aquel docu­ mento fatídico? Su padre, el venerable Rabí Mai­ món, se había expresado también públicamente en una situación similar. Ahora la responsabilidad re­ caía sobre aquel joven de 24 años. Hasta entonces, sólo había escrito para los amigos; en esta ocasión hubo de salir a la palestra, ante todo el pueblo judío. Los cruzados obligaban a los judíos a abjurar de su fe en la Lorena, en el Bajo Rin, en Baviera, en Bohemia, en Mainz y en Worms; los «Confesores de la Unidad» hacían lo mismo en Marruecos y en Andalucía. Las persecuciones convertían la disyun­ tiva de martirio o traición a la fe en el problema existencial de la nación. A todos los labios afloraba la frase que aludía a la santificación del nombre de Dios a través de la muerte. Al condenar a los após­ tatas, el autor de la carta anónima había expuesto las ideas sinceras de muchos fanáticos. Además, la letra de la Ley era el yunque en que aquel intransi­ gente había forjado a martillazos su implacable dic­ tamen. Maimónides, por el contrario, tenía clara con­ ciencia de la embriaguez del martirio. También él estaba dispuesto al sacrificio y era capaz de hacer­ lo. Pero permitía que la moderación y el método confirmaran y guiaran este sentimiento, y llegaba

a una conclusión trascendental. La exigencia teórica e incondicional de dar la vida para honrar el Santo Nombre no podía aplicarse tan despreocupadamente a la situación especial de la época. «E n las persecu­ ciones religiosas anteriores», decía, «se nos obligaba a transgredir ciertos mandamientos y prohibiciones con nuestros actos. En la persecución actual, no se nos exige ningún acto, sólo palabras. Si alguien desea observar todos nuestros 613 preceptos en pri­ vado, nadie se lo impedirá. Jamás ha habido una per­ secución tan extraña, en la que se nos obliga a trans­ gredir sólo verbalmente. Si alguien intentase forzar­ nos a ejecutar un acto prohibido, entonces, por supuesto, tendríamos que afrontar la muerte antes que cometerlo.» Esta mentira inocente, esta lealtad falsa, no era apostasía. Maimónides no sólo tenía en cuenta la letra de la ley, sino también la existen­ cia misma de los judíos, que era de primordial im­ portancia y que había que anteponer a todo lo de­ más. Su ingenio sutil interpretó la Ley no sólo con sobrio razonar, sino con sinceridad de pensamiento. La crisis era un mal, no delito; exigía médico y no juez. El tratado que escribió sería su primera publi­ cación literaria en Fez. Sus obras anteriores iban dirigidas a una sola persona. Sus temas eran la ló­ gica y la astronomía. Sin embargo, demostró estar familiarizado con todos los ardides estilísticos del panfleto público. «Tras examinar los datos sorprendentes de este caso», escribe, «que es como una enfermedad de los ojos, resolví recoger hierbas y elixires en los es­ critos de los antiguos y componer un ungüento que

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pudiese vencer esta enfermedad. Con la ayuda de Dios, curaré asi este mal». Recurre, pues, a la sa­ biduría tradicional, a la Ley, pero también a la his­ toria interna de Israel, con objeto de hallar una so­ lución para el presente. «N o te precipites con la boca, y no dejes que se apresure el corazón», escri­ be, pues «quien responde a pregunta o toma deci­ sión sobre lo que está permitido y lo que no, está juzgando en presencia de D ios». «A sí dice Moisés el Español, hijo del Juez Mai­ món», dice el orgulloso exordio. Unas frases breves, una introducción convincente, un conciso resumen del dictamen y el ataque del adversario... y comien­ za la refutación. Se extraen ejemplos de la literatura, de la historia, no conceptos, y el injurioso ataque del celoso inquisidor suena a blasfemia. Con sarcas­ mo mordaz, Maimónides denuncia el carácter absur­ do de las opiniones expuestas en el dictamen. Ajus­ tándose al máximo a la Ley, establece las directrices prácticas, el sentido y los límites de la santificación del Santo Nombre. La claridad de sus ideas, la sen­ cillez de la dicción, el poder emotivo contenido de un alma comprensiva cuya tranquila presencia se percibe, debieron causar una impresión profunda. Eran palabras que aportaban consuelo y alivio. «No hemos de avergonzar a los profanadores del sábado cuando acuden a las asambleas de oración: no debe­ mos injuriar a los pecadores si desean hacer secreta­ mente buenas obras». La santificación del Santo Nombre se traslada del campo del dogma al de la ética. «Si alguien realiza actos impuros, aunque no

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sean pecado, y circulan por ello rumores inquietan­ tes entre el pueblo, habrá profanado el Santo Nombre». E l amor de Maimónides hacia su pueblo, brota de un nivel más profundo que los sentimientos atá­ vicos o las tendencias adquiridas, es un amor que está lleno de sobrecogimiento y de respeto, un amor iluminado por la luz del rostro de Dios. Los años que siguieron a este incidente de la misiva los dedicó al comentario de la Misná. Expu­ so en forma de introducciones, una teoría de la tra­ dición, y una doctrina de la fe judía. El creía que los seres humanos para participar en la vida eterna necesitaban cierto nivel de conocimiento. Las doctri­ nas universalmente vinculantes del judaismo eran el mínimo que debía aprender todo judío que quisiese alcanzar la vida perdurable. En consecuencia, Mai­ mónides elaboró un cuadro de dogmas. No incluyó en él, deliberadamente, el dogma de la creación del mundo. Le inundaba además con ver­ dadera pasión el anhelo de enseñar ética, de estruc­ turar sus normas. Cuando trabajaba en la respuesta a la carta anónima, sintió de pronto deseos de apar­ tarse del tema y escribir «sobre el modo correcto de comportarse con los otros, qué actos y palabras son más adecuados para deleitar a todos aquellos con los que tratamos o hablamos». Sin embargo, «abor­ dar estas cuestiones requeriría un libro independien­ te». A su debido tiempo, compondría también un sistema ético.

VI V iaje a P ale stin a

M

aimónides rehabilitaba en su misiva a los judíos que se habían convertido sólo por salvar las apariencias. Sin embargo, si un judío se enfrentaba con la disyuntiva de profesar el Islam o emigrar, Maimónides aconsejaba anteponer la religión a la patria. Los judíos debían abandonar los países «con los que Dios se ha irritado»; de­ bían abandonar sus hogares y sus propiedades. Las doctrinas que Dios nos ha dado son más sublimes que los bienes materiales de la vida. Debemos esca­ par a la coerción y vagar día y noche, a pesar del peligro.1 «Pues el mundo es vasto y ancho.» La familia Maimón vagó de ciudad en ciudad hu­ yendo de la farsa de la mentira salvadora. En Fez, nadie se daba cuenta de que eran judíos. Pero no podían mantenerlo en secreto mucho tiempo. Eran extranjeros que se mantenían fieles a su religión,

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una religión que perseguía el Estado. Además, su altiva y oculta integridad minaba las conquistas re­ ligiosas y amenazaba con arrebatar a la misión almohade su victoria. ¿N o constituían acaso conspiración contra el gobierno las cartas de Maimón y de Maimónides? A la audacia de aquellos actos sólo se podía responder aumentando la amenaza de castigo. En 1163, falleció Abd-el-Mumín. Con su suce­ sor Abu Yakug Yussuf, la violencia religiosa no co­ noció ya. límites. Un amigo de la familia Maimón, Judá ibn Sossan, «el gran sabio y hombre piadoso, fue ejecutado en medio de las torturas más horribles porque se negó a convertirse».2 Maimónides estuvo a punto de correr la misma suerte. Pero un teólogo y maestro musulmán, Ibn Moisha, con el que proba­ blemente tuviese relaciones científicas, intervino en su favor audaz y lealmente, salvándole del peligro. No había ya posibilidad de vivir en Fez. Tras una pausa de quince años en su vida errante, los Maimón hubieron de recurrir de nuevo a la huida. Su nueva esperanza era la tierra de los padres.

La gran facilidad que había para viajar por los países musulmanes inspiraba un impulso nómada general. Fruto del abundante tráfico fue un gran florecer del comercio, con un mercado mundial que se extendía desde China y la India, Irak y Egipto, a Marruecos y España. Eran frecuentes los viajes y peregrinaciones de estudio. Los judíos seguían esta máxima: «Emigra a un lugar de estudio»; los ára­ bes: «A quien viaje buscando el conocimiento, Dios le hará más fácil el camino del paraíso».2 La familia

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Maimón, que se había visto obligada a vivir una vida errante desde 1148, era ya una familia de ave­ zados viajeros. Maimónides debía abandonar el im­ perio de los almohades lo antes posible. Rabí Maimón y sus hijos, Moisés y David, hu­ yeron de noche. Viajaban al amparo de la oscuridad. Al amanecer se ocultaban. Así siguieron hasta que una noche llegaron a Ceuta.4 Esta ciudad se alza jun­ to al mar, en el extremo norte de Marruecos, en el estrecho cuello de una península que va de oeste a este. Ceuta era por entonces un centro de las artes, las ciencias y el estudio; tenía la primera fábrica de papel de Occidente, y mostraba además una notable independencia política. Abd-el-Mumín intentó con­ quistarla en 1140 y hubo de renunciar. Pero seis años después la ciudad reconoció su autoridad supre­ ma y aceptó un gobernador almohade. Un año más tarde, los ceutíes se sublevaron contra el nuevo amo, mataron al gobernador y nombraron en su lugar a un adversario de los almohades. La rebelión fue sofo­ cada y Abd-el-Mumín volvió a imponer su autoridad, dejando la ciudad al cargo de uno de sus mejores oficiales. Pero esto no erradicó el fermento de rebel­ día contra el dominio almohade. En esta ciudad, donde también vivían judíos, era donde los refugia­ dos tenían más posibilidades de zarpar hacia Oriente sin que les molestasen. Maimónides embarcó la no­ che del domingo 18 de abril de 1165 (el 4 de Iyar del 4925). Las naves árabes que hacían travesías regulares por el Mediterráneo eran de considerable tamaño. «Un solo bajel», nos informa admirado, un cronista de la época, «transporta varios miles de hombres.

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Hay a bordo vino y tiendas de comida, así como telares»/ Evitaban, desde luego, salir a mar, abier­ ta, navegando cautamente por la costa. E l descendiente del rey David y vastago del pa­ triarca Rabí Yehudá ha-Nasi, Maimónides, que se describía como «exiliado de Jerusalén en España»,9 zarpó hacia la tierra de los padres. La travesía del Mediterráneo desde el Océano Atlántico a Seleucia duraba normalmente 36 días. Desde Marsella a Palestina, 35. Desde Ceuta, donde embarcó Maimónides, unos días menos. Podían al­ bergar la esperanza de celebrar la Fiesta de las Semanas en la Tierra Santa.

Maimónides afirmaba: «Jam ás sufrí yo en mi ju­ ventud el olvido que sufre el hombre.» Podría ha­ ber dicho también justificadamente: «Jam ás sufrí yo la pereza que sufre el hombre». E l proyecto en que llevaba trabajando desde los veintitrés años aún se­ guía inconcluso. Pero prosiguió su investigación a bordo del barco, sin interrumpirla pese a lo arduo de la travesía.7 Ni la persecución ni la fuga habían doblegado su espíritu. La parte básica de la obra debía estar terminada ya por entonces. Esto probablemente incluía su sis­ tema ético, cuyas directrices principales debió de­ finir ya en Fez. En él califica de virtuosos los actos que constituyen un término medio entre extremos, de los cuales uno es excesivo por lo mucho y otro por lo poco y ambos malos. Un ejemplo; la tem­ planza, una conducta que sigue el término medio entre el ansia de placer y la indiferencia respecto

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a él. Así mismo, la generosidad es un término medio entre la mezquindad y el despilfarro, la humildad entre el orgullo y el menosprecio de uno mismo.8 Maimónides extrajo la idea de la virtud como justo medio de Aristóteles. Pero los límites que asignó a esta idea, pese a la posición central que ocupa en su ética, revelan su propio carácter. El que tomase la definición aristotélica de virtud ha dado a menudo la impresión de que su pensa­ miento ético dependía totalmente de Aristóteles. Pero es prueba de «la sensibilidad filosófica de Mai­ mónides el que no dude de su profunda discrepan­ cia (de Aristóteles) en este punto».8 Porque Maimónides subraya que el piadoso no debe atenerse al justo medio sino que debe tender hacia los extremos; es decir, de la templanza a la indiferencia respecto a cualquier placer, de la humil­ dad un poco hacia el menosprecio de uno mismo, et­ cétera.10 Esta actitud elimina las lindes que delimi­ tan el camino medio en puntos en que el hombre quiere sobrepasar el grado intermedio, el límite de lo que se considera normalmente justo, a fin de au­ mentar el bien. De este modo, Maimónides abre una vía para los que se esfuerzan por alcanzar la plenitud y el exceso del bien. Nadie está obligado, dice, a al­ canzar la bondad extrema, pero el piadoso aspira a ella. Esta concepción (es decir, exigir a los demás el justo medio pero forzarse uno al exceso en el bien) se hizo realidad en la vida del propio Maimónides. Una desviación aún mayor de la doctrina aristo­ télica, y aún más indicativa de la actitud personal de Maimónides como joven filósofo, nos la revela la opi­ nión siguiente: Aunque haya que seguir el justo me-

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dio en las circunstancias más diversas, la humildad «debería extremarse y practicarse en su grado máxi­ mo». Después de todo, siempre que la Biblia habla de grandeza, menciona también la humildad de Dios. Y en cuanto a Moisés, que poseyó cualidades éticas e intelectuales en su grado máximo, que fue maestro en doctrina, sabiduría y profecía, Dios sólo alabó su humildad: «Moisés era el hombre más humilde del mundo».11 En este período de su desarrollo espiritual e inte­ lectual, Maimónides parece afirmar que esa humildad extrema que exige a todos los hombres alcanza el extremo del menosprecio de uno mismo. Halló la regla de esto en una historia que le gustaba mucho co n tar:14 «Cierta vez preguntaron a un gentil muy piadoso: Dinos qué día sentiste la mayor alegría de tu vida. Y aquel hombre piadoso contestó: Cier­ ta vez iba yo navegando en un barco. Mi sitio estaba en un sucio rincón donde se almacenaban los fardos de ropa. Iban también a bordo mercaderes y hom­ bres acomodados. Uno de los viajeros, acuciado por una necesidad natural, entró en aquel cuarto donde yo estaba tendido boca arriba. Y tan indigno y des­ preciable me juzgó aquel rico viajero que ensució sobre mí. Yo me quedé asombrado de tal insolencia pero, ¡Dios Santo!, no me sentí ofendido ni irritado. La ecuanimidad del alma que en aquel momento ex­ perimenté, me produjo una sensación de dicha ine­ fable. Ésa fue la mayor alegría de mi vida». Esta historia de grotesca humildad derivada de la extraña sensibilidad medieval quizá refleje el ideal en que pensaba aquel joven Maimónides, orgulloso por naturaleza.

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Un sábado 24 de abril (10 de Iyar), cuando el barco había recorrido ya una cuarta parte de la ruta, estalló una tremenda tempestad que duró todo el día. «N o vi a nadie en el mar aquel día», diría Maimónides más tarde. Rezó y prometió que si sobrevivía conmemoraría aquel «día de la tempestad en retiro hasta el fin de sus días, sin ver a nadie y rezando y leyendo en si­ tuación de reclusión todo el día». Prometió ayunar siempre en el aniversario del día que había embar­ cado y del de la tempestad, durante el resto de su vida; él, los de su casa, sus hijos y descendientes hasta el fin de las generaciones ayunarían y harían buenas obras. «Al igual que no hallé a nadie en el mar durante aquel día salvo a D ios», escribiría pos­ teriormente explicando su promesa, «tampoco veré a nadie ni me reuniré con nadie en el aniversario de ese d ía ...» .13 Este pensamiento nos indica también que consideraba la soledad requisito previo para cier­ to género de experiencia religiosa.

Palestina, «la joya de la tierra», fue en este siglo pa­ rarrayos de todas las tormentas de Occidente. El fre­ nesí del fanatismo cristiano, la miseria de los cam­ pesinos europeos aplastados por el despotismo de los señores feudales, la codicia que despertaban los te­ soros de Oriente, el ansia aventurera de los vagabun­ dos, la necesidad de expiación de penitentes entu­ siastas y pecadores frívolos, el sueño del dominio del mundo... todos estos impulsos se centraron y descargaron en las cruzadas, con las que se abatió sobre el mundo un caos más cruel y mortífero que

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cualquier calamidad elemental. Jerusalén la Santa se convirtió en crisol en que se fundían la pasión secu­ lar y la espiritual. Los cruzados lograron conquistar la tierra «en la que siempre están puestos los ojos de D ios». Y se sentaron en el trono de David unos cuantos príncipes simplones e insignificantes, que re­ gían un estado que llevó el nombre santo de Reino de Jerusalén. Cuando Maimónides zarpó rumbo a Palestina, era el soberano de este reino Amalric. Este rey, se­ gún nos dicen los historiadores, persiguió siempre el «placer sensual, exigiendo bienes y dinero impla­ cable y ávido». Y sólo tuvo en su política una idea fija, que compartían la mayoría de sus caballeros: adquirir grandes riquezas y vivir en el lujo y la opu­ lencia. Con este monarca el reino de los caballeros «francos» no tenía más perspectiva ya que el colap­ so era cada vez más inminente. Sin embargo este so­ berano pudo practicar en una ocasión la política a gran escala. Pretendía como sus predecesores, dominar Egip­ to. El imperio de los fatimíes, que había sido tan poderoso e ilustre, estaba sumido en la decadencia debido a su dinastía degenerada. Los califas perecían «en los placeres del harén y en las revoluciones pala­ ciegas». El poder estaba en manos de generales am­ biciosos, que se reemplazaban violentamente unos a otros en el visirato y más interesados en satisfacer sus ansias de poder que en el bienestar del país. En el año 1163, Amalric intentó invadir las tierras del Nilo. Los egipcios se salvaron abriendo boquetes en las presas del río e inundando el país. Amalric tuvo que retirarse con las manos vacías.14

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Entre tanto, un peligroso enemigo iba echando un sogal al cuello del estado cruzado; llegó un mo­ mento decisivo para la historia de las cruzadas. El Islam, para el que los cruzados eran mucho menos significativos que para la Cristiandad, sólo había he­ cho hasta entonces tentativas esporádicas de desba­ ratar el poder de los «infieles». Unos cuantos esta­ dos mahometanos habían llegado incluso a establecer alianzas con los «francos» cuando les había parecido ventajoso. Fue Nureddin, soberano de un poderoso imperio que se extendía entre el Tigris y la costa Siria, el primero que declaró cuestión de fe la guerra de los musulmanes contra los cristianos y el que pre­ paró un golpe decisivo contra el reino cruzado. Co­ menzó uniendo Egipto con su imperio sirio para cer­ car a Palestina. Organizó intrigas políticas y milita­ res contra la dinastía reinante. Pero los fatimíes y los cruzados advirtieron que tenían un poderoso ene­ migo común en Nureddin, el ambicioso monarca mu­ sulmán. Fue a este país, sobre el que se estaba fra­ guando la tormenta, al que llegó Maimónides. Cuando se ve surgir en el mar la costa de la Tie­ rra Prometida, los peregrinos cristianos se sienten inundados de una alegría profunda. Pero los judíos sienten una tristeza y una melancolía agobiantes cuando contemplan Tierra Santa. Las campanas repi­ queteantes de las iglesias de Akko * dan la bienve­ nida a los viajeros cristianos. Los judíos se arrojan al suelo, cubren de lágrimas la tierra de su «patria» y se rasgan las vestiduras. Rabí Abba, nos cuenta el Talmud, besó las pie*

Nombre hebreo de Acra. (N . del T .)

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dras de Akko; Rabí Hanina corrigió las prácticas religiosas erróneas del pueblo de Akko. Pero los cruzados habían convertido Akko, la principal escala de los peregrinos, en centro del comercio internacio­ nal. Anclaban allí cientos de barcos de Occidente; dos veces al año llegaban flotas inmensas de los puer­ tos de la Europa cristiana con esclavos y armas de Europa que cargaban allí luego especias y costosas vestiduras de Oriente. Y, sobre todo, los barcos transportaban anualmente decenas de miles de pere­ grinos, que llegaban en abril en el viaje de primave­ ra y en agosto o septiembre en el del verano.18 Un relato de la época nos describe Akko como una ciudad maravillosa en aquella época: «L as casas eran todas de la misma altura, hechas con piedras labradas, provistas de ventanas con cristales y deco­ radas con pinturas. Eran planas por arriba, y tenían en la azotea jardines de flores, y recibían agua fres­ ca por tuberías. Los espléndidos palacios, rodeados de fosos y murallas como fortalezas, erigidos por re­ yes, príncipes y nobles, daban a sus barrios una apa­ riencia majestuosa. Los mercaderes y los artesanos tenían sus hogares en el centro de la ciudad, cada gremio con una calle propia que llevaba su nombre. Había mercaderes de muchos países que habitaban en casas cómodas y bellas y que podían ofrecer a los clientes reservas abundantes de mercaderías. Domi­ naban la ciudad, con su enorme multitud de casas, innumerables iglesias con cúpulas y capiteles, y cas­ tillos de las órdenes de caballeros con sus torrecillas y merlones. La ciudad estaba rodeada por murallas dobles tan anchas que podían cruzarse dos carros en ellas. Por encima de las murallas circulares se eleva-

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ban a gran altura torres innumerables a las que con­ ducían las puertas de la ciudad. En las peregrinacio­ nes anuales y cuando llegaban cruzados, había pere­ grinos y otros extranjeros de todas las tierras de la Cristiandad, viajeros, incluso de las tierras del Islam, clérigos y príncipes seculares con cortejos espléndi­ dos, caballeros bien armados en caballos maravillosa­ mente enjaezados, y todas las lenguas de Oriente y Occidente se oían en las calles. Se veían séquitos principescos de nobles sirios que celebraban justas y torneos y otros juegos militares».16

Tras aquel viaje largo y peligroso, lleno de privacio­ nes, Maimónides desembarcó en Akko con su padre y su hermano David. En principio se quedaron en Akko, donde había la mayor comunidad judía de Palestina, doscientas familias. Rabí Jefet, que era el jefe de la comunidad ofrendó su hospitalidad a los ilustres refugiados. En Jerusalén no había comunidad judía. Los cru­ zados, una vez conquistada la Ciudad Santa, ence­ rraron a los judíos en la sinagoga y le prendieron fuego, con lo que perecieron todos entre las llamas. Pero luego, los francos habían empezado a darse cuenta de que para su propia prosperidad material, necesitaban a los judíos y a los musulmanes. Así pues, permitían a no cristianos participar en la vida económica y mantener su propia organización nacio­ nal y religiosa. La situación de los judíos mejoró en la segunda mitad del siglo doce. Disfrutaban en el reino de Jerusalén de una libertad civil casi ilimi­ tada. Las relaciones entre judíos y cristianos se hi-

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rieron más estrechas. Algunos establecieron incluso relaciones de familia. La Iglesia consideró necesario advertir varias veces contra los matrimonios entre cristianos y mujeres judías. Hubo también protestas porque las familias cristianas recurrían a los serví* cios de médicos judíos. Por otra parte, los judíos participaban en las actividades artesanas, en el co­ mercio y en el tráfico marítimo de mercancías. Esta­ ba en sus manos la floreciente manufactura de vidrio, así como la industria tintorera. En el valle del Jor­ dán se producía índigo, y a lo largo de la costa de la antigua Fenicia, aún se buscaba la famosa púrpura y se preparaban con ella muy estimados tintes.17 La vida judía en Palestina no se había paralizado por completo a raíz de la destrucción del templo. Hay tradiciones antiguas que, debido a que se con­ servaron ininterrumpidamente en el país, pueden considerarse auténticas y fidedignas. Maimónides, ávido de conocimiento, interesado en los detalles de los ritos judíos, investigó estas costumbres, y su fe en las tradiciones orales le im­ pulsó a introducir cambios en su propia práctica. Por ejemplo, un maestro de Córdoba había asignado en un libro sobre la Ley un cierto orden para los cuatro pasajes del Pentateuco contenidos en los tefilim,* y los judíos occidentales habían aceptado aquel orden. Pero Maimónides pudo saber en Palestina cuál era el criterio de los famosos geonim y halló antiguos * Los tefilim o filacterias son dos rollitos de perga­ mino que se colocan uno en la frente y otro en el brazo izquierdo y que se usan en las oraciones matutinas los días de semana; contienen dos pasajes bíblicos. (N . del T .)

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textos talmúdicos que, apartándose de los libros oc­ cidentales, establecían un orden distinto. Además, los judíos de Palestina, que observaban con especial celo el mandamiento de las filacterias, tenían una tra­ dición oral respecto al orden de los cuatro pasajes del Pentateuco, una tradición que se remontaba a tiempos antiguos, y Maimónides introdujo, en conse­ cuencia, un cambio en sus propios tefilim.1* Esta co­ rrección no era un acontecimiento sin importancia para un hombre que dedicó sus mejores esfuerzos a investigar, exponer e interpretar la Ley judía. Maimónides estudió los ritos locales de purifica­ ción. Los judíos norteafricanos, influidos por los ára­ bes, llevaban su observancia de las normas de lim­ pieza a unos extremos que a Maimónides le causaban repugnancia y rechazo. Pero allí en Palestina com­ probó que los usos eran más moderados.1* Sin em­ bargo, pese a toda su estima, criticó las costumbres de los judíos palestinos; vio, por ejemplo, que aque­ llos judíos no querían escribir los rollos de la Torá con tinta indeleble y hasta llegaban a decir que un rollo de la Torá escrito con esa tinta no era válido. Maimónides consideró erróneo este criterio.*0 No sólo se concentró en la vida religiosa; estu­ dió atentamente la flora del país, tal como hiciera antes en Marruecos.21 Conocía siete especies de ce­ dros. El cedro prescrito para los ritos de la Vaca Roja era en su opinión idéntico al árbol que se uti­ lizaba en Marruecos en la construcción. Se dio cuen­ ta de que esta especie no se encontraba en Palestina. Asimismo, se centró en la arquitectura, que siempre había atraído su curiosidad, veía entonces por vez primera edificios occidentales.** También supo tener

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oído atento para el dialecto judío de Palestina y, cu­ riosamente, conocía los nombres locales del puerro, la rutabaga y varios más.28 Aunque residió allí poco tiempo, supo apreciar matices muy delicados. No sabemos si Maimónides llegó a tener durante su viaje a Palestina, su primera residencia en un es­ tado cristiano, algún trato personal con cristianos, comparable a las relaciones que mantuvo con los mu­ sulmanes de Fez. Su actitud básica hacia los no ju­ díos no le habría planteado ningún problema, sobre todo porque estaba convencido «de que Dios se di­ rige al corazón, que las cosas han de juzgarse según las convicciones del corazón; por eso los verdaderos sabios, nuestros maestros, dicen: los piadosos entre las naciones de la tierra participarán del mundo ve­ nidero si saben aquello que puede captarse del co­ nocimiento de Dios, y si viven según las virtudes».24 Era admisible, decía, informar a los cristianos, pero no a los musulmanes, sobre los mandamientos bíbli­ cos, porque los musulmanes «no aceptan que la Torá tenga un origen revelado». Por eso rechazarían lo que pudiésemos enseñarles. Tienen «nociones confu­ sas y principios falsos y no aceptarían nunca lo que contradijese su punto de vista». La instrucción no les enseñaría, sólo contribuiría a que nos persiguie­ sen más aún; así pues, la instrucción podría significar nuestra ruina, «pues hemos de vivir entre ellos por causa de nuestros pecados». Los cristianos, sin embargo, reconocen la auten­ ticidad del texto bíblico en la forma que nosotros lo poseemos. Pero lo interpretan mal, leyendo en él sus propias ideas. Si se les enseñase adecuadamente, qui­ zá pudiésemos convencerles de la verdad. Esto no nos

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causaría ningún problema, «puesto que ellos no ha­ llan en su doctrina conflicto alguno con la nuestra».28 Así pues, Maimónides tenía una concepción clara de las doctrinas cristianas. Sin embargo, la realidad cris­ tiana que halló en el reino de Jerusalén estaba muy alejada de sus orígenes debido a la adoración de imá­ genes, la veneración de reliquias y el exceso de la intolerancia y de superstición. Pero Maimónides vio la fuente pura mucho después de sus experiencias de Palestina. Cuando los cruzados conquistaron Jerusalén, ce­ lebraron la victoria con una terrible matanza en la plaza del Templo’. «E l río de sangre llegó hasta las rodillas de los caballeros, hasta las riendas de los caballos, como montañas se apilaban los cadáveres de las víctimas». Años después, Maimónides formuló un pensamiento que aludía evidentemente a los cru­ zados. La sagrada escritura nos cuenta que nuestro patriarca Abraham eligió el monte Moriá para pro­ clamar desde allí la unidad de Dios. También nues­ tro maestro Moisés conocía este lugar, consagrado por Abraham, según Maimónides. Pues Abraham ha­ bía ordenado que se convirtiese aquel lugar en casa de oración: «Aquí se postró, aquí oró y dijo: Aquí, rezarán al Señor las generaciones futuras». Ahora bien, aunque Moisés conocía aquel lugar de futura santidad, no lo mencionó en el Pentateuco y, según opinión de Maimónides, por una razón profunda­ mente sabia: los habitantes originales de aquel terri­ torio habrían ocupado el lugar y lo habrían defen­ dido encarnizadamente de haber sabido que era el lugar más santo de la tierra: lo habrían devastado y destruido. Y Moisés temía sobre todo que cada una

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de las doce tribus de Israel pretendiese convertir aquel lugar en patrimonio suyo y controlarlo, lo que podría originar grandes disputas y conflictos... De ahí la orden de no construir el Templo hasta que hubiese un rey que pudiese decidir él solo sobre su construcción.2* Quizá Maimónides albergase la esperanza, que había albergado ya antes que él Judá Hale vi,27 de encontrar refugio en aquella tierra regida por cris­ tianos. Pero en la Palestina de la época no había campo para sus dotes. La insignificancia y decadencia de las comunidades judías y la ausencia de hombres cultos e ilustres y de instituciones pedagógicas le hi­ cieron decidir al final abandonar aquellas tierras. La degeneración de los emigrantes, a la mayoría de los cuales no movía la pasión religiosa sino la bús­ queda de placeres y de provecho, ofendía hasta a los peregrinos cristianos, que habían viajado hasta allí por devoción auténtica y preferían abandonar el rei­ no lo antes posible. «Según Jacques de Vitry, los emigrantes, que llegaban principalmente de Occiden­ te, eran en su mayoría ladrones, bandidos, asesinos, piratas, adúlteros, borrachos y jugadores, frailes y monjas que habían colgado los hábitos, esposas que habían abandonado a sus maridos y prostitutas. Y en Tierra Santa estas gentes se entregaban a sus pasio­ nes con tanta más licencia cuanto más lejos se halla­ ban de sus hogares y de la supervisión de los su­ yos.» 28 El puerto de Akko tenía una pésima reputación. Maimónides no podía seguir en aquel país. «E l hom­ bre se orienta, por su propia naturaleza, en su carác­ ter y en sus acciones, según sus amigos y compañeros

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y según las prácticas de sus compatriotas. Por eso debe juntarse siempre con los justos y habitar siem­ pre con los sabios, para aprender de su forma de vida. Debe, sin embargo, mantenerse apartado de los inicuos, que andan en las tinieblas, para no apren­ der de sus acciones. Pues quien frecuenta al sabio se hace sabio, pero quien sea compañero del inicuo se volverá inicuo también. Si un hombre vive en un lugar cuyas costumbres son repugnantes y cuyos ha­ bitantes no siguen el camino recto, debe emigrar a otro cuyos habitantes sean piadosos y sigan una mo­ ral recta.» 29 Quizá creyese, durante su estancia en Palestina, que las condiciones serían mejores en otro país. Pero más tarde, cuando expuso sus ideas sobre la emigra­ ción, puede apreciarse en él una actitud desconsolada de resignación: «Si, como en nuestra época, en todas las tierras que uno conoce personalmente o por refe­ rencias impera la inmoralidad, o si uno no puede trasladarse a una tierra en que impere una recta mo­ ral por causa de enfermedad o por los peligros de la guerra, debe entonces mantenerse uno aislado, pues escrito está: «É l permanece solo y en silencio». Pero si la gente es tan malvada que pretende obligar a un hombre a ser como ellos y adoptar sus malas cos­ tumbres, entonces el justo debe huir a la soledad del yermo, pues escrito está: Si me dieses un refu­ gio en el desierto, abandonaría a mi pueblo».90

La familia Maimón decidió ir a Egipto, donde vivían gran número de judíos en buena situación. Unos años antes no habría sido fácil ir desde Palestina,

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pues Egipto consideraba un enemigo al reino cris­ tiano vecino. Sin embargo, las nuevas circunstancias políticas habían propiciado un acercamiento y una alianza entre el reino islámico y el cristiano. En 1164, Nureddin había enviado un ejército a Egipto para reponer en su cargo a un visir expulsado, y el gobierno egipcio había recurrido al rey de los fran­ cos, solicitando su ayuda con la promesa de vasallaje. Amalric penetró entonces en las tierras del Nilo como «amigo y aliado». Este cambio había de resultar favorable para el nuevo viaje de los Maimón. Pero antes de abando­ nar Palestina quisieron visitar los Santos Lugares. En tiempos anteriores, los judíos de los países vecinos acudían a Jerusalén durante las festividades sagradas. Mientras los árabes dominaron Palestina no impidieron a los judíos vivir en Jerusalén y edifi­ car allí un centro de oración y estudio. Pero cuando los cristianos se hicieron con el control de Tierra Santa, erigieron su propio lugar de culto en el em­ plazamiento del Templo, plantaron allí la cruz, des­ truyeron el centro de culto que tenían los judíos y les prohibieron poner los pies en Jerusalén.31 Pero la situación había cambiado. Y hacia 1165 el trotamun­ dos judío Benjamín de Tudela informaba que los judíos podían celebrar culto de nuevo en el Muro Occidental del Templo. Maimónides, que llegó a Akko el 16 de mayo, dejó pasar los meses de verano, e incluso las festi­ vidades más importantes, sin realizar el peregrinaje a Jerusalén. Posiblemente deseara esperar hasta des­ pués de la avalancha de peregrinos occidentales, que inundaban Jerusalén de abril a septiembre.” En oc-

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tubre del 1165, el 4 de Heshvan, Maimónides, jun­ to con su padre y su hermano, emprendió el viaje hacia la ciudad del Templo. Les acompañaba el Rabí Jefet de Akko, familiarizado con las condiciones del país. Eligieron una ruta que atravesaba el desierto y una zona de territorio que conservaba aún bastan­ te arbolado,** apartándose de la ruta principal, pro­ bablemente para evitar molestias; los caminos eran muy inseguros,*4 sobre todo para los no cristianos: Fuesen cuales fuesen las circunstancias, «matar a un infiel se consideraba un sacrificio al Señor, un sacri­ ficio que uno podía estar seguro que agradaría a D ios». Los cristianos creían incluso que «torturar a un infiel hasta la muerte glorificaba a la Cristian­ dad».** La familia Maimón hizo el viaje a Jerusalén con objeto de rezar en el Muro de las Lamentacio­ nes. Según la tradición, el espíritu de Dios no había abandonado nunca el Muro Occidental, ni siquiera después de la destrucción del Templo. Y los judíos de aquella época llamaban a la zona situada frente al muro las «Puertas de la Misericordia». La «comu­ nidad» judía de Jerusalén estaba compuesta por sólo cuatro familias. Vivían al extremo de la ciudad, bajo la Torre de David. La academia talmúdica, cuya fama había llegado a extenderse hasta el Rin, hacía mucho que se había visto obligada a cerrar sus puertas y a emigrar a Damasco.** Maimónides rezó tres días en el «gran lugar san­ to». Puede que no se centrase sólo en su devoción religiosa: podemos estar seguros de que ningún hom­ bre conoció tan detalladamente la arqueología del Templo desde la destrucción de Jerusalén como Mai­ mónides.

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De Jerusalén fueron a Hebrón, donde rezaron en la Tumba de los Patriarcas. Maimónides juró que consideraría los dos días que había estado en Jeru­ salén y en Hebrón como ¿ a s festivos y de oración. «Dios me dé fuerza para todo y me ayude a cumplir mis promesas, y lo mismo que he rezado allí ante las ruinas, ojalá se me conceda y se conceda a todo Israel ver pronto la Tierra Santa .restaurada y libre de su decadencia.» Éstas son las palabras con que concluye Maimónides su relación del viaje.” Desde Jerusalén se podía llegar a Egipto a tra­ vés de El Arish, Farania, Tanis, Damietta.88 Pero también se podía ir por mar. En Palestina, nos in­ forma Maimónides, los viajeros no sólo utilizaban los pequeños navios de cabotaje sino también bajeles mayores llamados «alejandrinos» porque zarpaban con rumbo a Alejandría.88 Gimo su destino, como el de muchos judíos que huían de Occidente, era Alejandría, lo más probable es que la familia Maimón eligiera la ruta marítima.

VII L a luch a co n tra la asim ilació n

T

A ras la huida de Marrue­ cos y el episodio de Tierra Santa, Alejandría debió causar a Maimónides una impresión favorable. Era una ciudad con un comercio internacional, y aunque no fuese ya la capital de Egipto ni la segunda ciudad del mundo por su tamaño, seguía siendo una ciudad grande y hermosa. Cuando Benjamín de Tudela la visitó por esta época, admiró mucho sus palacios y edificios hermosos; la inteligente distribución de la ciudad; las calles y avenidas, que eran tan rectas «que podía uno ver desde una puerta de la ciudad a la otra, que era una distancia de una legua», el muelle y la torre del puerto, con un «espejo» en su cúspide que anunciaba la llegada de un barco veinte días an­ tes de que entrase en puerto; el faro, que podían ver desde cien leguas de distancia todos los barcos que navegaban hacia Alejandría, de modo que no podían extraviarse. Allí llegaban de la Europa cris­ tiana y del sur de Arabia, del norte de Africa y de

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la India, los mercaderes a la «ciudad del comercio de todas las naciones», según frase de Benjamín de Tudela, donde cada nación tenía un almacén propio. En aquella ciudad, con una población de cincuenta mil almas, había tres mil familias judías,1 de las que un poeta hebreo diría más tarde: «Alejandría es la puerta de entrada al Oriente. Hay aquí hombres de inteligencia y entendimiento que hacen muchas obras de caridad y disfrutan llenando manos vacías».2 Pocos meses después de que la familia Maimón abandonase Palestina, se abatió sobre Maimónides la desgracia. Murió su padre. La muerte del Rabí Mai­ món causó gran aflicción entre los judíos de muchos países. Maimónides recibió innumerables cartas de pésame del Occidente árabe y de países cristianos, de lugares «que estaban a meses de distancia de Egip­ to». Maimónides recibió estas expresiones de condo­ lencia no sin una cierta sensación de consuelo. Rabí Maimón, el cabeza de familia, descansaba ya en el «vínculo de la vida eterna». Maimónides tenía unos 31 años. Hasta enton­ ces, nunca había tenido que ganarse la vida; pero, al morir su padre, se enfrentó con este problema. La solución normal y natural habría sido el rabinato. Un rabino tenía ingresos seguros. Según Maimóni­ des, tanto los individuos como las comunidades, de­ bían donar sumas concretas, y se hicieron intentos de convencerles de que debían mantener a maestros, estudiosos y otros que investigaban la Torá y cuya actividad era la Torá. Pero era contrario al carácter de Maimónides utilizar la Torá como instrumento de supervivencia material.* La idea de que las comuni­ dades estaban obligadas a sufragar los estudios de

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los maestros y eruditos era para él un «error, pues ni la Tora ni los libros de los sabios posteriores con­ tienen ningún principio indicador, ningún dictamen que lo apoye». Nadie podía demostrar que los grandes maestros del pasado «pidiesen dinero al pueblo; ellos no re­ cogían dinero para las academias respetadas y distin­ guidas, o para los exiliados o para sus jueces o para los hombres que difundían la Torá, ni para un maes­ tro importante o para cualquier otro de entre el pueblo. Si Hillel hubiese pedido ayuda, le habrían llenado la casa de oro y de piedras preciosas, pero él no quería nada, él se alimentaba con el fruto de su trabajo; se burlaba de las donaciones por el bien de la Torá. «Se dice que una voz celestial proclamó, hablan­ do de Rabí Hanina ben Dosa: “Al mundo entero ali­ menta la virtud de mi hijo Hanina, y mi hijo Hanina se contenta con una medida de algarroba de viernes a viernes, y nunca pide nada a nadie". Karna era un juez de Palestina y era aguador de oficio, y cuando se pre­ sentaban a él los litigantes, él les decía: “Contratad a alguien que lleve el agua por mía o reponed lo que pierda en el tiempo del juicio, y sentenciaré entonces vuestro caso". Los judíos de aquella época no eran tan duros de corazón en cuanto a la práctica de la caridad, no hay pruebas de que ni uno solo siquiera de aquealguien que lleve el agua por mí o reponed lo que líos maestros pobres reprochase a sus contemporá­ neos que no le diesen riquezas. Pero los rabinos pobres eran piadosos, creían en la verdad, creían en Dios y en las enseñanzas de Moisés, a través de las cuales podían participar de la vida perdurable; por

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eso no pretendían obtener dinero del pueblo, porque se daban cuenta de que si aceptaban dinero profana­ rían el Nombre de Dios, y la gente podría pensar que la Torá era como cualquier otro negocio con el que uno podía ganarse la vida. El hombre que cree esto hace despreciable la Palabra de Dios. En verdad que obra extraviada la gente cuando osa golpear a la ver­ dad en la cara y obra en contra de las afirmaciones claras y simples de la Biblia.» En este opúsculo contra el pago por los méritos intelectuales, Maimónides procura reforzar su argu­ mentación con numerosas citas de los escritos talmú­ dicos. Hemos de suponer que esta opinión revolucio­ naria debió provocar numerosas protestas. Su única concesión a este respecto es que estaba dispuesto a que los estudiosos diesen «dinero a algún otro para que emprenda negocios por ellos a discreción suya. Esta persona, puede si lo desea, devolver todo el be­ neficio a los estudiosos».4 Así intentó cimentar Maimónides su existencia económica, y su hermano David le alivió de las preo­ cupaciones materiales. Con un capital que los dos hermanos muy probablemente debieron heredar de su padre, David inició operaciones comerciales con piedras preciosas. E s posible que la familia Maimón hubiese invertido ya su fortuna en joyas antes de sa­ lir de España, para protegerse. A Maimónides el verse aliviado así de tal carga con la perspectiva de un medio de sustento material, le pareció una bendición. «É l se dedicó al comercio y yo viví en una despreocupada indolencia», confiesa desde la perspectiva de una gratitud leal. Tranquilo y sin preocupaciones, pudo concluir su comentario de

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la Misná, en el que había trabajado a bordo del bar­ co y en sus viajes por tierra. Rezaba para que Dios «me proteja de errores». Al mismo tiempo, investi­ gaba las ciencias (profanas)/ Unos años antes había visitado Egipto el gran poeta Yehudá Haleví. En España, había sentido el an­ helo de la tierra de los padres y de la esperanza. Aban­ donó su ciudad y emprendió el viaje hacia Erets Is rael. En el camino, en Egipto, el jefe de la comu­ nidad judía y varias personalidades más le invitaron a quedarse; y se produjo entonces un cambio porten­ toso en la mentalidad del poeta. Hasta entonces, ha­ bía considerado sus canciones seculares, sobre todo los poemas amorosos, pecados juveniles y había de­ cidido no volver nunca más a componer versos de aquel género. Pero allí en el soleado Egipto, se vio desbordado por nuevas experiencias. «D e pronto, el antiguo trovador del amor pareció hablar con la voz del peregrino penitente. Y sabía apreciar de nuevo los placeres de este mundo, y los encantos del paisa­ je, la magia de la belleza humana. El hombre que poco antes brillaba iluminado por el amor de Sión, tanto despierto como en sueños, alababa ahora á las hijas de la tierra, el poder de sus miradas, la gloria de su belleza. La blancura de sus brazos parecía tan re­ fulgentemente pura, tan deslumbrante, que el poeta no podía entender cómo aquellos brazos, que no de­ jaban posarse en ellos los ojos sin quemarlos, que no era posible mirarlos sin cegar, podían soportar la car­ ga de dijes inútiles, el adorno deformante de los brazaletes. ¡Realmente, aquellos rostros irradiaban una belleza que exigía sacrificio! ¡Cualquiera que osa­

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se mirar aquel sol quedaba herido, más aún, des­ truido!»* ¿Cómo reaccionó Maimónides, a sus treinta años, ante la belleza de las gentes y del paisaje? £1 filósofo, cuyo pensamiento, en su superioridad regia, estaba por encima de las cosas del mundo, tenía una capaci­ dad de razonamiento demasiado vigorosa para que le embriagase la belleza de las apariencias sensuales. Ca­ recía además del «egoísmo sagrado»7 del alma poéti­ ca. A él le interesaban las doctrinas, la nación, él estaba consagrado al servicio del espíritu. En los co­ mentarios que hace Maimónides de sus primeras im­ presiones de Egipto no hay el menor rastro de emo­ ción sensual profunda. Su aguda perspicacia captó en seguida la plenitud de vida que palpitaba en aquella tierra; pero el poder de su inteligencia se reveló en que emitió observaciones y juicios, en vez de entre­ garse rendido a la apariencia externa. El defensor de los conversos forzados no era en modo alguno un eremita ni una persona que viviese encerrada en su casa. Escribió y corrigió su gran li­ bro y estudió las condiciones y costumbres, las pecu­ liaridades lingüísticas y la mentalidad de los judíos egipcios, pero también la flora del país. En cierta me­ dida integró en su comentario estos conocimientos re­ cién adquiridos. Alejandría habría de pasar pronto por momen­ tos difíciles. El país se había convertido en un ju­ guete a merced de Nureddin de Siria y de Amalric, el rey de los cruzados. En 1167, Nureddin envió sus tropas a Egipto, y el joven emir, Saladino, ocu­ pó Alejandría. Amalric, cuya ayuda solicitó el cali­ fa, unió sus fuerzas a las del ejército egipcio. Ambas

fuerzas unidas asediaron durante setenta y cinco días la ciudad, en manos de los sirios. Las inmediacio­ nes de la ciudad quedaron horriblemente devasta­ das; fueron talados todos los árboles, quemados todos los campos, mientras una potente torre de ase­ dio y muchas catapultas sembraban la muerte y la destrucción en la ciudad... Por supuesto, los ciuda­ danos, que como toda población de mercaderes y co­ merciantes, eran contrarios a la guerra, fueron diez­ mados por el hambre y la peste, y hasta las propias fuerzas de ocupación estaban debilitadas; pero Saladino supo mantener la moral de sus hombres con constantes estímulos y con la promesa de un rápi­ do auxilio.8 Por fin, cesaron las hostilidades y ase­ diados y asediadores abandonaron Alejandría. El gobierno legítimo asumió otra vez el control e infli­ gió severos castigos a los ciudadanos comprometidos de Alejandría, que, contrarios a la alianza del califa con los cristianos infieles, habían apoyado la acción de los musulmanes sirios. A Maimónides le interesaban poco los conflictos militares; él seguía trabajando en su comentario de la Misná. No tenemos noticia de si padeció mucho en el asedio de Alejandría o con los acontecimientos posteriores de la política doméstica. La aflicción que le aguardaba tendría otro origen. Las comunidades judías de España y de Marrue­ cos disminuían; en Palestina sólo quedaban unas cuantas ruinas que se desmoronaban progresivamen­ te y amenazaban con desaparecer por completo. Egipto se alzaba en aquel océano de aflicción como una isla feliz en la que a los judíos se les permitía creer y residir. Pero tampoco existían allí unas con-

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didones ideales ni muchísimo menos. La prosperi­ dad material y el prestigio eran sólo una fachada bri­ llante; sobre la yida espiritual de los judíos pesaba una grave amenaza. La observancia laxa de las leyes religiosas y la ignorancia general habían impresiona­ do profundamente hacía muy poco a un intelectual judío de Bizando: los judíos desdeñaban a los maes­ tros y estudiosos y eran terriblemente diferentes a las otras comunidades de Israel. El comentarista achacaba aquel estado deplorable de la comunidad a la falta de rabinos ilustrados y para él la causa de todo era la ignorancia y no la malida.8 A Maimónides, que supo captar con maravillosa perspicacia la condición de los judíos egipcios, le desalentaban los indicios de decadencia religiosa. Para él la fuente de peligro eran los caraítas. Esta secta judía, que se había formado en el siglo octavo, era una rama independiente que vivía completamente separada del tronco. De la religión judía sólo conservaban la letra de la Torá; su mun­ do llegó a ser un mundo totalmente ajeno al judais­ mo. Y , si bien esta secta decaía ya en otros países, en Egipto siguió ganando terreno y amenazaba con aplastar la vida judía. En sus relaciones con el go­ bierno árabe, los caraítas explicaban su separación del judaismo como algo paralelo a la posición de los chiitas frente a los sunitas, los ortodoxos del Islam. Los caraítas se ganaban así, evidentemente, un apo­ yo especial de los fatimíes chiitas, que llevaban dominando Egipto desde el siglo décimo. Los ma­ hometanos consideraban también que los caraítas es­ taban más próximos al Islam que al judaismo rabínico talmúdico. Egipto contaba con comunidades

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caraítas grandes e influyentes, que hacían intentos, sumamente agresivos, de atraer a sus doctrinas a los judíos tradicionalistas. Su propaganda tenía un éxito considerable. Muchos judíos se unían a ellos para disfrutar de protección política. Y hasta los que no se convertían de modo definitivo sufrían la influen­ cia de las doctrinas caraítas y comenzaban a olvidar las prescripciones talmúdicas. Los rabinos parecían impotentes frente a esta asimilación. Ni siquiera podían impedir los matri­ monios mixtos entre judíos y caraítas.10 Sólo Maimónides intentó ayudar a resolver este problema. La primera tarea que se planteó fue la de determinar las fronteras que separaban a los jucjíos de los ca­ raítas. Hacia 1167, en Alejandría, un «hombre ilustrado y temeroso de Dios, que honraba reveren­ temente las palabras y mandamientos del Señor», preguntó a Maimónides cómo debían comportarse los judíos que se mantenían fieles a su tradición con los caraítas. ¿Podían recibir visitas suyas y devol­ verlas, podían circuncidar a los niños caraítas y be­ ber su vino? Conociendo la tendencia de Maimóni­ des a aislar a los judíos de los caraítas podría esperarse una respuesta negativa. Pues bien, su re­ comendación, «de acuerdo con lo que hemos apren­ dido del Cielo», fue que los judíos otorgasen a los caraítas el honor debido a todo ser humano, y actua­ sen con ellos justa, pacíficamente, veraz y humilde­ mente. Ésta era la actitud adecuada siempre que los caraítas actuasen sinceramente con los judíos tradi­ cionalistas, «sin torcer la boca ni usar lengua mal­ vada», y siempre que se abstuviesen de denigrar a las autoridades judias contemporáneas, y aún más

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a nuestros santos maestros del pasado, con cuyas palabras vivimos». Debían, pues, circuncidar a sus hijos incluso en sábado, enterrar a sus muertos y confortarles en sus lutos y aflicciones. Si hemos de practicar el mandamiento del amor fraterno con los no judíos, cuánto más habremos de hacerlo con los caraítas. Está permitido beber su vino, pues no son idólatras. Pero si profanasen los Días Santos y cele­ brasen nuestras festividades en otras fechas decidi­ das por ello, el judío fiel a su tradición no debería visitarles en esos días.11 Maimónides parece haber abogado, desde el principio mismo, por una separación de los caraítas. Y quizás fuese durante su período alejandrino cuan­ do emitió su dictamen en respuesta a una consulta: dijo que los caraítas no podían entrar en la minyán, el quorum prescrito de diez para las oraciones de una congregación; ni podían ser uno de los tres ne­ cesarios para rezar las oraciones en una comida. E l filósofo explicaba su dictamen indicando que los propios caraítas no reconocían la norma talmúdica que establecía este número, y no podían por tanto dar cumplimiento válido a esa obligación.13 El hecho mismo de que este problema fuese tan importante muestra lo mucho que se habían alejado los dos gru­ pos religiosos en las relaciones sociales respecto a las cuestiones del culto, el verdadero campo de dis­ crepancia. Maimónides descalificaba a los caraítas. Había comenzado su expulsión de la vida judía. En su comentario a una de las partes más popu­ lares de la Misná, Maimónides escribió algo que sólo oodía interpretarse como defensa frente a la asimilación caraíta: «E l tanna [maestro talmudista]

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Antígonos dijo una vez: «N o seáis como los sir­ vientes que sirven al Señor por la recompensa que esperan recibir, sino como los siervos que sirven al Señor por amor». Antígonos tenía dos discípulos, Zadok y Boethos. Cuando oyeron lo que decía, le dejaron, diciéndose: «Nuestro maestro dice expre­ samente que no hay ni recompensa ni castigo ni es­ peranza de vida futura para el hombre». Abandona­ ron el judaismo, desecharon las doctrinas y fundaron cada uno de ellos una secta. Decían creer en la Torá y se oponían a la tradición oral. Fue así como na­ cieron sectas corruptoras como los caraítas de Egip­ to. Comenzaron así a alterar las doctrinas y a inter­ pretar a su gusto los versículos bíblicos, sin atener­ se a autoridad alguna, y actuando contra la Palabra de D ios».13 Esta áspera ofensiva de un joven intelectual re­ cién llegado contra los caraítas, poderosos y asenta­ dos ya de antiguo en Egipto, provocó la cólera de los atacados. La objetividad de la postura de Maimónides, que dictaminaba una segregación radical en cuestiones religiosas pero sin ruptura en la vida so­ cial, no podía protegerle de la enemistad de los ca­ raítas. Maimónides. no pudo seguir viviendo en Ale­ jandría.14

VIII E n F o sta t

F

X ostat, el viejo Cairo de hoy, fue el lugar donde se estableció Maimónides.1 Debido a la fama de justos y pacíficos que tenían sus habitantes, puede que esperase hallar allí la seguri­ dad y el sosiego que necesitaba para terminar su co­ mentario. En la vida judía de aquella ciudad tenía una im­ portancia primordial el que tuviese su residencia en la vecina población de E l Cairo el nagid, reconocido por el gobierno como representante oficial de la co­ munidad judía. E l nagid, «el jefe supremo de los judíos», presidía una administración nacional autó­ noma, ocupaba una posición política destacada, como el patriarca de Palestina en los tiempos anti­ guos, o como en los de Maimónides el exilarca de Bagdad. El nagid estaba al servicio del soberano, y ostentaba la jefatura de todas las comunidades ju­ días del imperio fatimí, que, antes de la invasión de

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los cruzados, había incluido también en su dominio Palestina. É l nombraba a rabinos y cantores; él for­ maba tribunales de justicia en todas las ciudades y autorizaba a estos tribunales a emitir veredictos y a redactar documentos en virtud de su autoridad. Tenía también jurisdicción como juez, dictaba nor­ mas religiosas y excomuniones y dirigía una acade­ mia talmúdica. El hombre que ostentaba este cargo era también normalmente médico de la corte del ca­ lifa. Solía escogerse en la comunidad rabínica, aun­ que tenía también potestad legal sobre caraítas y sa­ man taños. El oficio de nagid, que existía desde la conquista de Egipto por los fatimíes, probablemente se crease para contrarrestar la influencia del exilarca que re­ sidía en el imperio hostil de Bagdad, cuya autoridad reconocían los judíos de todos los países. La leyenda describe del modo siguiente el origen del cargo de nagid: El califa se había casado con una princesa de Bagdad. Esta princesa se interesó, al llegar a Egipto, por las condiciones de los judíos en su nueva patria. Y se quedó muy sorprendida al enterarse de que los judíos no estaban sometidos allí a la jefatura de un hombre de la casa de David. El califa llamó enton­ ces a un hombre descendiente de David; este, hom­ bre fue a Egipto y el califa le otorgó el rango de nagid, equivalente al del exilarca babilonio. Los que desempeñaran posteriormente este cargo de honor serían elegidos también entre los descendientes de la casa de David. Si no había un representante de esa estirpe digno del cargo, éste se otorgaba a un maes­ tro o erudito que destacase por sus cualidades per­ sonales y por su sabiduría.

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Cuando Maimónides se estableció en Fostat, la institución del nagidato atravesaba una crisis grave. En 1140, en El Cairo, Yehudá Haleví pudo admirar aún al noble Samuel, que era nagid por entonces. Al poeta le pareció «como si un reflejo de la antigua soberanía de Israel brillase aún casi en los umbrales de la Tierra Santa».2 Haleví, rindió homenaje a aquel hombre noble y justo en cantos de alabanza y epístolas laudatorias, y proclamó con dicción bí­ blica que «fomentaba el bienestar de su pueblo y buscaba la paz de sus hermanos». Pero el régimen fatimí estaba en plena decadencia, la administración del imperio era cada vez más corrupta y el ansia de poder de generales ambiciosos producía cambios fre­ cuentes en el visirato. Todo esto ponía en peligro la posición del nagid, y el caos político alteraba, lógi­ camente, la vida de la comunidad judía. Con un soborno de mil dracmas, un hombre lla­ mado Sutta obtuvo el cargo de nagid y, a través de una denuncia, logró la destitución de Samuel, que gozaba del favor popular.* Esta usurpación habría bastado para que el pueblo se rebelase contra el in­ truso; además, su gobierno era totalmente arbitrario. Se otorgó él mismo el título de Príncipe de la Paz, pero sus acciones probaban lo contrario. Se inició con él un reino de terror en la comunidad judía, ad­ quirió grandes propiedades ilegalmente; sus dictá­ menes judiciales obstaculizaban las actividades de los tribunales. Demostró ser venal ya en las prime­ ras semanas de su administración; «toda la comu­ nidad sufrió mucho por su perversidad». Llegó un momento en que las quejas del pueblo no podían desoírse ya, «sus peticiones de ayuda llegaron a los

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oídos del califa y fueron atendidas». Sutta fue de­ puesto y Samuel pasó a ocupar de nuevo el cargo. «Cabizbajo y avergonzado, Sutta volvió triste a su casa, y fue durante muchos años el hazmerreír de la dudad. Su esposa y sus hijos vivían en la miseria y en la pobreza, vestidos con andrajos. Pues el Se­ ñor no le permitió gozar de las riquezas que había adquirido injustamente; lo que fácil se gana fácil se va». Samuel murió hacia 1160. E l pueblo le lloró y los poetas compusieron largas elegías por la muer­ te de su príndpe y mecenas, que tanto había sufri­ do al final de su vida. Pero Sutta pensó que había llegado de nuevo su hora. « ¿ A quién ha de otorgar el cargo el califa si no a mí? ¡Ahora me llamará para que lo ocupe!». Y solicitó una entrevista con el soberano; y, para asegurarse su favor, acusó al nagid fallecido de haber acumulado diez mil piezas de oro. El califa, que tenía problemas de tesorería, se entusiasmó con la notida que era, sin embargo, según demostraron las investigaciones realizadas, pura calumnia. El califa perdió la pacienda y le dijo a Sutta: «N o vuelvas a mirarme nunca a la cara. ¡No quiero que aparezcas ante mí nunca más! ¡Un mentiroso no tiene valor alguno para m í!» Y así se esfumaron las esperanzas de Sutta. Este episodio desacreditó el nagidato durante cierto tiempo, cosa que los judíos lamentaron mucho. Maimónides terminó su obra en 1168. Añadió al texto una nota extraña, y hasta quizás irónica, di­ rigida a los críticos: «L a carga que acepté no era

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liviana en modo alguno. Quien tenga buen juicio y razonable inteligencia apreciará que el objetivo que me propuse no era un objetivo que pudiese al* canzase en seguida: Tenía además el corazón afligido por las desdichas de la época, por el destino de exi­ lio que Dios nos ha marcado, por las expulsiones y el vagar constante de un extremo del mundo a otro. Pero quizás esta desdicha sea una gracia, pues con el exilio se redime el pecado. »Dios es testigo de que compuse la explicación de mi tratado en mis viajes, que hice más de una recopilación docta a bordo de un barco durante mis viajes por el mar. »Ademá$, investigué también en otras ciencias durante estos años. »Estoy exponiendo mis circunstancias con cier­ to detalle sólo para justificar a mis críticos, por si a alguien le molestan sus críticas. Pues criticar no es un acto de injusticia, sino algo que el Cielo re­ compensa. Algo que me es caro, pues es un oficio divino. »L a situación en que me hallé durante estos años me forzó también a dedicar mucho tiempo a la composición de esta o b ra.»4 En otra conclusión, exhortaba así al lector: «Lee mi libro una y otra vez y reflexiona detenidamente sobre él. Si tu vanidad te indujese erróneamente a creer que entiendes el contenido tras una lectura o incluso diez, entonces, por Dios, has errado y has caído en la necedad. No debes avanzar precipitada­ mente en el examen de este libro. Pues no me he limitado a escribirlo al azar, sino que lo he hecho tras largas investigaciones y reflexiones».8

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Maimónides concluye su obra dando las gracias con un versículo de Isaías (40:29): «É l dio poder al débil; y a los que no tienen ningún poder É l les da fuerza». El autor quería que su comentario propiciase una renovación y una mejora del estudio. El Talmud había desplazado el estudio de la Misná; Mai­ mónides reprendía hasta a los grandes talmudistas por no apoyarse en la Misná. Era necesario devolver a ésta su posición perdida; por tal motivo escribió Maimónides su comentario. Mas, al parecer, tuvo poco éxito. Aparte de la introducción y la explica­ ción de la Ética de los padres, el comentario des­ pertó poco interés hasta tiempos relativamente re­ cientes. Esta reacción no correspondía a los méritos de la obra ni al hueco que llenaba. La publicación del libro debería haber planteado el problema básico del lugar que debía ocupar la Misná en la educación judía; pero no fue así. La obra no provocó cólera ni admiración. Proporcionó al autor el respeto de un pequeño círculo, pero ni siquiera llegó a convertirle en una celebridad local. Benjamín de Tudela estuvo en El Cairo por esta época y ni siquiera menciona a Maimónides cuando enumera a los hombres ilus­ tres de la ciudad. El filósofo carecía de las condiciones normales que suelen ser indispensables para alcanzar prestigio público. La autoridad podía lograrse a través de un centro de estudios, sobre todo ostentando un cargo de magisterio como el de gaón, o al menos por reco­ mendación y apoyo de una academia representativa.

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Pero Maimónides, que se tomaba en serio, desde luego, el rango y las directrices de los directores de academia,* no siguió este camino. No se dejó desviar por aspiraciones de rango o por obtener un cargo honorífico. Los títulos pomposos y pretenciosos, muy al estilo del período, se concedíán incluso a in­ dividuos que no poseían cualidad alguna, y esto probablemente influyese en la actitud de Maimóni­ des, hombre de buen gusto y que detestaba tales tí­ tulos. Pero la verdadera razón de que no quisiese enseñar debió ser más profunda y básica. Parece que Maimónides no sintió pasión alguna por la instrucción pública directa. Su necesidad de enseñar se satisfacía en forma escrita, no en la lec­ ción oral. Le gustaba la instrucción directa, pero al parecer dirigida sólo a una persona, no a un grupo de oyentes. Consideraba que su misión específica no era fundar una academia sino escribir libros. Al parecer su alma, dado lo laborioso y meticuloso de su inspiración, hallaba vía de expresión en el silen­ cio de la palabra escrita, huyendo de la precipita­ ción, la fragilidad y el esquematismo del discur­ so oral. Maimónides no podía apoyarse en el discurso li­ bre, sobre todo porque para él era de vital impor­ tancia una exposición breve y tersa. Su objetivo no era desarrollar el pensamiento y dejarlo crecer hasta alcanzar amplitud retórica; él quería estructurar pá­ rrafos concisos. «Si fuese capaz de resumir todo el Talmud en una sección, no usaría dos secciones».7 No tenía por qué renunciar a su inclinación. Su her­ mano David le aseguraba una independencia de las autoridades y de la comunidad, permitiéndole man-

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tenerse inmune a la calumnia y la sospecha. Maimónides, como Moisés, podría haber dicho respecto a su abstinencia de pagos y salarios: «N i siquiera tomé un asno de ninguno de ello s...». Fue una suerte que el comentario quedase ter­ minado en 1168, pues en septiembre de ese año cayó sobre Fostat una grave desdicha. El imperio fatimí dejó de pagar los tributos obligatorios al rey de los cruzados, y Amalric, el antiguo aliado y com­ pañero de armas, invadió Egipto a finales de octubre de 1168. Se veía ya señor del reino, materializando el vie­ jo plan de la política de los cruzados, y con confianza ciega en la victoria distribuyó entre sus leales se­ guidores ciudades, territorios e ingresos de un país que aún tenía que conquistar. Ocupó el Bajo Egipto, sometió a sus habitantes, saqueó sus casas y marchó hacia Fostat, como una amenaza de desastre, sem­ brando el terror por todo el país. El Cairo tenía baluartes y fortificaciones, pero Fostat era una ciudad abierta. No había ninguna po­ sibilidad de defenderla, pero capitular habría signi­ ficado sacrificar todo el país, pues Fostat era un pun­ to estratégico, que dominaba el acceso al Alto Egip­ to. El visir ordenó a sus habitantes que abandonasen inmediatamente la ciudad y se fuesen a El Cairo tras incendiar sus casas. «L a gente se arremolinaba apre­ surada», escribe un autor árabe, «era como si sur­ giesen de la tumba y corriesen al lugar de la resu­ rrección», el padre olvidaba a sus hijos y un hermano al otro. Muchos no pudieron salvar más

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que la vida, pues alquilar un caballo para ir desde Fostat a El Cairo costaba diez dinares y un camello podía costar hasta veinte».8 E l 22 de noviembre de 1168, los esclavos, por orden del visir, prendieron fuego a la ciudad. Se distribuyeron por Fostat veinte mil botellas de petróleo, se encendieron diez mil mechas. El incendio duró cincuenta y cuatro días. Pero ni siquiera la quema de Fostat pudo indu­ cir a Amalric a retirarse. Alzó su campamento al pie de las murallas de El Cairo. El califa, entre tanto, había enviado los cabellos de sus esposas a Nureddín de Siria, diciéndole: «¡É ste es el cabello de las espo­ sas que tengo en mi castillo, ellas te suplican que las libres del enemigo!». Entonces Nureddín envió una unidad bien equipada al mando de un militar vale­ roso y experto. Amalric, en cuanto se enteró, em­ prendió la retirada. Las tropas salvadoras fueron recibidas con entu­ siasmo. El comandante y hombre de confianza de Nureddín fue nombrado visir, pero murió poco des­ pués. Pasó a ocupar el cargo entonces, en marzo de 1169, un sobrino suyo, Saladino, y su visirato inau­ guró una era nueva en la historia de Egipto. Fostat se recuperó rápidamente. E l incendio ha­ bía dejado intactas algunas calles y, poco después de la retirada de Amalric, el gobierno permitió a sus habitantes volver a la ciudad calcinada. «En el año 1169, la peste y los precios desorbitados destruyeron la incipiente prosperidad»; pero vino luego otro pe­ ríodo de florecimiento económico. «L a ciudad, por supuesto, está triste, sus puertas y muchas casas se desmoronan, las calles son estrechas y sucias, nadie se cuida de la mezquita ni la atiende y sirve sólo

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como lugar de paso». Pero el viajero experto que nos transmitió esta impresión nunca había visto tan­ ta riqueza en barcos y artículos como en aquel puer­ to del Nilo.* £1 comercio y la industria aún seguían teniendo su cuartel general en Fostat, y todas las mercancías tenían que pasar por allí para llegar a £1 Cairo, la capital. Saladino, que gobernaba oficialmente en nombre del califa fatimí, que carecía en realidad de poder, era, de hecho, el gobernador de Nureddin en Egip­ to. Su posición era delicada como visir del califa chiita y, al mismo tiempo, representante del sobe­ rano sunita ortodoxo de Siria. Al principio, se in­ cluían los nombres de ambos soberanos en las ora­ ciones de los viernes en las mezquitas. Pero el propósito de Saladino, que había estudiado teología con una orientación ortodoxa, era destruir el califato chiita. Su ambicioso plan de crear una monarquía independiente podía realizarse mejor a través de una revolución religiosa. Desde la muerte de Mahoma, la elección de un sucesor que dirigiese a los fieles había despertado siempre un vivo interés en la comunidad islámica. Los chiitas, para los que los descendientes de Alí y de Fátima (hija de Mahoma) ostentaban los dere­ chos sucesorios, el régimen de cualquier otra dinas­ tía constituía un obstáculo para la «formación de un imperio que complaciese a Dios». Se oponían al califa nombrado por el partido adversario de los sunitas, y consideraban su gobierno una usurpación. «En vez de un califa colocado en el trono por seres humanos, ellos reconocen, como único dirigente se­ cular y espiritual del Islam, al Imán, al que se otor-

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ga este derecho sólo por decisión y mandamiento divinos; este nombre, más adecuado a la dignidad religiosa del cargo, es el que prefieren asignar a su dirigente reconocido, que desciende directamente del Profeta... Raras veces logran desplegar la ban­ dera del Imán pretendiente; e incluso entonces su lucha, sin esperanzas desde el principio, está conde­ nada al fracaso. Tienen que resignarse, con la es­ peranza de que Dios decida un cambio justo de las condiciones políticas. Aunque se sometan exteriormente, rinden homenaje en su interior al Imán pre­ tendiente, preparando su victoria con propaganda secreta».10 A través de organizaciones clandestinas realizaban «una propaganda de agitación más que de combate». El imperio de los fatimíes se creó en el año 909 en virtud de estas intrigas secretas; fue uno de los pocos intentos chiitas de organizarse como religión de Estado que tuvieron éxito. En Egipto había un movimiento chiita poderoso, pero la mayoría de la población era ortodoxa. Esta mayoría se mostró in­ quieta cuando los fatimíes introdujeron el chiismo como única forma religiosa válida y se mantuvieron fieles a su ortodoxia. Cuando se maldijo pública­ mente al califa ortodoxo, las masas se indignaron^ Durante el gobierno de los fatimíes, las masas anhelaban en secreto la reinstauración del credo or­ todoxo.11 Cuando Saladino, que logró ganarse la con­ fianza del pueblo muy pronto, restauró en el país los ritos sunitas desde el principio mismo de su gobierno, esta revolución eclesiástica chocó con poca resistencia. En el año 1171, murió el último fatimí; y Saladino, como sultán y fundador de la dinastía

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ayyubí, pasó a ser oficialmente soberano absoluto de Egipto. No tuvo dificultad alguna para tomar po­ sesión del palacio del califa. Distribuyendo genero­ samente los tesoros, entre los que se incluía al pare­ cer una biblioteca de dos millones de volúmenes, se atrajo aún más a sus seguidores y compañeros de armas.12

Mientras se produda en E l Cairo este cataclismo político y religioso, Maimónides vivía en la cercana Fostat. Un contrato matrimonial fechado en 1171 termina con la siguiente fórmula: «Con la anuenda de nuestro Señor Moisés, el gran rabino de Israel». Es muy probable que Maimónides desempeñase por entonces el cargo honorífico de rabino de Fostat.1* Después de intentar conjurar el peligro exterior (la influencia de la secta de los caraítas), Maimóni­ des empezó a reformar desde dentro. Su primera tarea fue, según las referencias que tenemos, unificar y mejorar las prácticas que se seguían en la oración. La resistencia que esto provocó habría de ser desas­ trosa para él. Quiso acabar en primer término, con la escisión existente entre los judíos de El Cairo. La capital tenía una comunidad judía de siete mil fa­ milias, la mayoría de las cuales debían vivir en Fos­ tat, la parte más vieja, y estaban divididas en dos grupos, conocidos como los babilonios y los pales­ tinos. Los babilonios distribuían las lecturas saba­ tinas de la Torá de tal modo que se tardaba un año en leer todo el texto, mientras que los palestinos tenían un ciclo de tres años. Cada grupo tenía sus

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sinagogas propias, y aparte de la Simchat Torá y la Festividad de las Semanas, no compartían ningún otro ritual. El notorio antagonismo que existía entre babilonios y palestinos no se limitaba a las cuestio­ nes sinagogales. Maimónides consideraba esta discrepancia de prácticas dentro de la comunidad judía inadmisible e impropia. Sólo uno de los dos rituales podía ser correcto. A Maimónides le guiaban no sólo razones lógicas sino también estéticas. Como judío español habituado a una liturgia unificada, basada en el or­ den de las oraciones de Amran, sin duda considera­ ba veleidosa e incoherente esta discrepancia entre los dos rituales. Las peculiaridades de los miembros de una congregación podían basarse en el poder del hábito. La devoción a costumbres tradicionales ba­ sadas en sentimientos familiares o locales no era algo ajeno a Maimónides, pero la lógica de la Ley y su pensamiento liberal tenían que rechazar la in­ dolencia del hábito. Maimónides, con su peculiar mezcla de humil­ dad conservadora y audacia revolucionaria, intentó mejorar otros aspectos de la vida sinagogal. En la sinagoga era habitual rezar la oración silenciosa de la congregación seguida de la repetición del cantor en voz alta. Maimónides observó que durante la repetición, en vez de escuchar con devoción respe­ tuosa, los fieles se quedaban al margen como obli­ gados a esperar o bien charlaban entre ellos, consi­ derando que ya habían cumplido su obligación con la oración silenciosa. A Maimónides le ofendió esta actitud, pues consideraba que la indiferencia de la congregación durante el rezo del cantor revelaba un

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menosprecio del honor del Señor. Decretó por tanto que el servido se iniciase con el reatado del cantor. La oradón silendosa podía realizarse simultánea­ mente, pero no previamente, como era normal. La reforma que se atrevió a introducir elimi­ nando la repetición en voz alta, pese al orden esta­ blecido por el Talmud, fue admitida por los maes­ tros contemporáneos y aceptaba en todo Egipto. «Nadie se opuso en el país a la norma, que se apar­ taba de las disposiciones talmúdicas. Nadie le acusó de traicionar la tradición, pese a que esta norma eliminaba una costumbre profundamente arraigada. No hubo ni envidias ni discusiones, no hubo tam­ poco rechazo elemental debido a la ignorancia o al fanatismo», dice un comentario posterior.14 Peto cuando Maimónides intentó unificar los ritos, se en­ frentó, lógicamente, con la oposidón inflexible del nagid. El cataclismo político que llevó a un cambio de dinastía otorgó al antiguo nagid, Sutta, otra opor­ tunidad de pescar en río revuelto. Saladino necesi­ taba dinero para sus numerosas campañas militares; y al fin, a cambio de un pago anual de dosdentos dinares, el nuevo soberano repuso en el cargo de nagid a Sutta. Éste oprimió una vez más a los judíos y atormentó a sus adversarios con un resentimiento que había estado nutriéndose a lo largo de siete años de impotencia y de humillación. ¿Cabía oponerse al nuevo nagid? Saladino, des­ pués de tomar el poder, había modificado notable­ mente muchas institudones debido al cambio que introdujo en la vida política y religiosa. Cualquier oposición al cambio podía manipularse y denunciar­

los

se como deslealtad al nuevo soberano. E s muy com­ prensible que en una situación tal de hipersensibilidad política pudiesen interpretarse aviesamente como acciones fundamentales de estado hasta las medidas más insignificantes. La oposición a un nagid nombrado por el visir podía considerarse alta trai­ ción.

IX L a refo rm a ed u cativa

- t / 1 Comentario de la Misná tiene la estructura siguiente: las introducciones se­ leccionadas, escritas en un estilo suelto, contrastan notablemente con las tersas explicaciones de los tex­ tos de la Misná. Se perciben en el contenido varias tendencias divergentes, como si el autor se propu­ siese objetivos contradictorios. Las partes estricta­ mente explicativas contienen sus conclusiones sobre interpretaciones importantes, así como algunos co­ mentarios independientes, pero el autor introduce con frecuencia digresiones que tienen muy escasa relación con la Misná, de tal modo que en la obra parecen casi material extraño. Este carácter doble revela una discrepancia entre la forma de pensar del autor y la naturaleza de su tarea, aunque no pueda reprimir siempre el vigor de su propio pensamiento original, que, irrumpe de

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cuando en cuando. Estos aspectos contradictorios revelan que el autor se sentía incómodo con la es­ tructura del libro; los apéndices añadidos al texto desbordan a veces su marco. Maimónides, con su escrupulosa preocupación por la forma, hubo de en­ frentarse aquí con un problema inquietante y com­ plicado: dar con un estilo expositivo satisfactorio. Él mismo apunta en la obra varios proyectos li­ terarios que se proponía emprender, pero que no podía iniciar hasta concluir el comentario de la Misná. Al considerar los resultados específicos que logró con su obra, lo que más sorprende es el grupo de in­ troducciones sistemáticas. Éstas revelan la originali­ dad y el vigor intelectual del autor de modo mucho más patente que las partes explicativas que abordan el texto de la Misná. Lo lógico habría sido suponer que Maimónides terminaría a continuación, por fin, su resumen del Talmud, que había dejado de lado, a medio hacer, para trabajar con la Misná. En aquel momento, en aquella época, era absolutamente nece­ sario e incluso urgente disponer de un comentario del Talmud; sólo la mano experta de un intérprete podía guiar al lector entre sus partes oscuras e inin­ teligibles.1 Muy pocos judíos podían orientarse en esta obra fundamental de la doctrina judía, en la que se basaba la vida interior y exterior del judaismo. Además, el comentario sobre el Talmud habría sido una continuación natural del comentario de la Mis­ ná. Maimónides podía ejercitar y ampliar la habili­ dad y la experiencia que había adquirido con su pri­ mera gran obra. Se enfrentaba con la alternativa de iniciar una sistematización o un comentario. Ante

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este dilema, se decidió por lo primero; había llegado a comprender ya claramente que era un codificador y no un comentarista. La evolución de la literatura judía giró siempre, de modo muy característico, alrededor de una obra cen­ tral que siguió siendo el foco del laborar intelectual durante eras completas. En el período postbíblico, el objeto de estudio e investigación eran las Escritu­ ras. Casi toda la actividad intelectual se concentró durante siglos en la palabra bíblica. A principios del siglo tercero, los resultados de la investigación y de la exégesis se recopilaron de modo selectivo en la Misná. Rabí Yehudá ha-Nasi, el redactor de la Misná, conformó la masa gigantesca de doctrinas tradi­ cionales en un todo unificado y autónomo. Los ele­ mentos de estas doctrinas se habían transmitido prin­ cipalmente como explicaciones de versículos bíblicos individuales; Rabí Yehudá los separó de su vínculo con el texto bíblico y los hizo cristalizar en normas y dictámenes. El comentario se sustituyó por el com­ pendio. Se creó así un libro autorizado de leyes para la práctica del estudio y de la vida. Este compendio marcó el curso de la evolución posterior. E l Talmud (tanto el palestino como el ba­ bilónico) se fue formando a lo largo de siglos como un comentario de la Misná. Todo el caudal de opi­ niones e ideas nuevas se abordó y se dispuso como una continuación de la Misná. El desarrollo del Tal­ mud se cerró en el siglo quinto. Mantuvo la forma de un apéndice de la Misná hasta en su redacción definitiva. Su carácter propio fue el de protocolo

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de las polémicas y discusiones -que se producían en las academias, pero raras veces se plasmaba en dictá­ menes. Esta forma se desviaba cada vez más notoria­ mente de la estructura de un compendio sistemático. El Talmud refleja una cultura completa y variada, así como las doctrinas de varios miles de personalidades individuales. E s grande en sus dimensiones, amplio en el alcance de sus contenidos, y embriagador en su dinámica exposición. Pero pronto se hizo evidente que el común de las gentes no estaba a la altura de esta elevada escuela. Era imposible estudiar el Tal­ mud sin un contacto vivo con maestros ilustrados. Pero este tipo de enseñanza y de aprendizaje era te­ dioso. Para seguir las muchas directrices de los maes­ tros individuales, había que tener una capacidad men­ tal de flexibilidad parecida. En consecuencia, muy pocos llegaban a penetrar en el Talmud. Los maestros de la era postalmúdica se centraron tenazmente en la interpretación de partes individua­ les de la obra con el fin de hacerla útil para la vida práctica. Los geonim, los maestros de Babilonia, re­ cibían un número enorme de consultas de todos los países de la Diáspora. Y todas estas preguntas exi­ gían explicaciones y aclaraciones de pasajes concretos del Talmud. Sólo en contadas ocasiones podían tener los judíos capacidad suficiente para estudiar la obra por su cuenta y sacar conclusiones basadas en su propia lectura. Los dictámenes de los geonim, regis­ trados en sus respuestas, eran, en la práctica, de una importancia capital. Las colecciones de estas opinio­ nes y dictámenes, servían en realidad a jueces, rabi­ nos y maestros como manual de instrucción v de deci­ sión práctica. Sin embargo, con el paso del tiempo,

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cada vez se hizo más patente lo impropio del méto­ do. Lo azaroso de sus orígenes, el carácter improvi­ sado de sus formulaciones y la escasa confianza que inspiraban los copistas, hacían aquellas opiniones su­ mamente imperfectas. De ellas habían surgido, a lo largo de los siglos, innumerables tratados y compen­ dios, entre los que sobresalía la magnífica antología eran experimentos que sólo preparaban la aportación talmúdica de Rabí Isaac Alfasí de Fez. Pero todas definitiva y decisiva. «Dado que hoy domina la aflicción, que vivimos tiempos de angustia y de tinieblas, que la inteligen­ cia de los inteligentes ha desaparecido, las explica­ ciones, tratados y opiniones que los geonim compu­ sieron y consideraron universalmente comprensibles sólo pueden entenderlas muy pocas personas en es­ tos tiempos... por no hablar ya de los propios tex­ tos, el Talmud babilonio y el palestino, la Sifra, la Sifre y la Tosefta. Pues la comprensión de esta obra exige una enorme capacidad intelectual, un alma sa­ bia y muchísimo tiempo. Sólo cuando se dan estas condiciones puede hallar uno la vía justa a través de las preguntas sobre lo que está prohibido y permi­ tido y los otros temas de las doctrinas.» 2 Maimónides dice con tristeza que «el pueblo no tiene un li­ bro de la Ley en el que pueda hallar principios esta­ blecidos que no estén mezclados con polémicas y errores». En consecuencia, decide, según dice él, «ser celoso en el servicio de Dios».* Con un patetismo sublime, Maimónides explica cómo ejecutó los planes que maduraban en su inte­ rior. «H e sacudido el polvo de mi manto, y con-la ayuda de Dios, loado sea Él, he examinado todas las

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obras a fin de compilar las conclusiones de lo que está permitido y lo que no, lo que es puro e impuro, y las otras leyes de la Torá, en un lenguaje claro y con una brevedad tersa, de modo que la ley oral pueda resultar familiar a todos; pueda estar en los labios de todos, sin preguntas y respuestas, sin nin­ guna diferencia de opinión, en palabras lúcidamente inequívocas, de acuerdo con la norma que se deriva de las obras y comentarios que han aparecido desde los tiempos de Rabí Yehudá el Santo.» * Maimónides reflexiona así: «S i un hombre es­ cribe un libro sobre la Torá o sobre alguna ciencia, entonces, si es uno de los paganos antiguos que eran maestros de las ciencias, o un médico, elegirá entre dos formas de exposición posibles: o un resumen sistemático o una aclaración añadida; lo primero se ejecuta como una obra independiente, un código, lo segundo como un comentario. Una obra independien­ te ofrece principios sólidos, sin objeciones o justifi­ caciones y sin demostraciones, tal como Rabí Yehudá el Santo hizo en la Misná. Un comentario, por otra parte, junto con principios fijados, menciona también los posibles argumentos contra ellos y las refutacio­ nes, así como la objeción a cada tesis y la prueba de que eso es verdadero y aquello falso, esto evidente y aquello no evidente. Éste es el procedimiento del Talmud, pues el Talmud es un comentario de la Misná». El objetivo de Maimónides era adoptar para su obra la forma de una exposición independiente. Decidió seguir el «método de la Misná».8 En beneficio de la unidad general, las introduc­ ciones de su comentario de la Misná ignoran una práctica común en la literatura judía: omiten las fuen-

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tes de los principios generales, así como los nombres de los talmudistas cuyas opiniones repetían. Aludien­ do a esta práctica Maimónides escribía al iniciar su gran plan: «Como es mi costumbre, tengo el propósito de no mencionar en esta obra las opiniones discutidas y refutadas y reseñar sólo las decisiones qué se han hecho leyes, de modo que esta colección contenga todas las normas religiosas que proceden de nuestro maestro Moisés así como las que necesitamos en el tiempo de exilio y las que no necesitamos. Me pa­ rece oportuno, en consecuencia, dejar fuera las fuen­ tes y demostraciones que mencionan los portadores de las tradiciones; no añadiré, pues, a cada aserción individual que ésas son palabras de éste y el otro, o que éste y el otro dicen tal y cual cosa. Quiero, por el contrario, que mi colección enumere primero to­ das las doctrinas de la Misná y del Talmud comple­ tas, indicando que todos los preceptos de la Torá que forman la doctrina oral los transmitieron éste y el otro, que los recibieron de éste y el otro, remon­ tándonos así hacia atrás, hasta Ezra y hasta nuestro maestro Moisés. Pero, junto con cada persona que ha transmitido las doctrinas, quiero nombrar a la gente famosa que trabajó con ella y enseñó tradi­ ciones como la suya; todo ello con objeto de ser lo más breve posible...* ^Después de concentrar mi pensamiento en este objetivo, consideré detenidamente qué forma y qué disposición habría de tener esta colección de leyes, si debía seguir a la Misná y dividirla de acuerdo con ella, o si debía adoptar un género distinto de división y colocar algunas cosas antes o después, se-

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gún me pareciese adecuado y que facilitase más la enseñanza y el aprendizaje. Acabé descubriendo que la división sería qiás provechosa si los tratados de la Misná eran sustituidos por secciones, de tal modo que hubiese una sección sobre el tabernáculo, una sobre las tirillas de oración, una sección sobre la mesusá, una sección sobre los flecos, etcétera;'sub­ dividiré luego cada sección en capítulos y párrafos, tal como hace la Misná; así, por ejemplo, la sección sobre las tirillas de oración contendrá capítulo I, ca­ pítulo II, capítulos I II y IV, cada uno de los cuales se subdividirá luego en párrafos individuales, de modo que todo lector pueda retenerlo en la memoria sin dificultad.» Maimónides decidió «que el tratamiento de una norma, un mandamiento o una prohibición no se ex­ tenderá a lo largo de dos secciones; en vez de eso, se harán todas las separaciones necesarias por medio de una división dentro del capítulo. Además, una sección cubrirá varias normas por si hay alguna re­ lación común entre ellas, o si hay varios preceptos que tengan el mismo propósito». En pro de la claridad y de la integridad, reunió todos los mandamientos y prohibiciones con objeto de colocarlos al principio de su obra. Resultan signi­ ficativas las dificultades de que se queja en esta em­ presa: no puede apoyarse en obras anteriores. «D ios, que es, después de todo, testigo fidedigno, sabe que nuestra desdicha pesa mucho en mi corazón siempre que considero que [las obras anteriores] incluyen cosas que, como puede verse a primera vista, no de­ berían incluir, y que se siguen unas a otras sin con­ sideración; y nos convencemos así de que es inevi-

IV

table que se cumpla la amenaza de Dios en nosotros: veréis todas las cosas como se ven las palabras de un libro sellado que uno da a alguien que puede enten­ der un libro con las palabras: “ ¡Léelo!”. Él, sin em­ bargo, dice: “No puedo, pues está sellado”. Y siem­ pre que oigo los innumerables A sbarot1 que se han escrito en nuestra tierra de Andalucía, el pesar me invade al ver lo muy conocidos que son estos poe­ mas y lo muy extendidos que están. Y no puede uno culpar a los autores, claro, pues, después de todo, eran poetas, no maestros o doctores de la Ley; lo que ellos tenían que alcanzar en su arte, es decir, gratos hallazgos de expresión y armonía en el verso, lo lograron plenamente. Pero los versos que compu­ sieron», son como estereotipos doctrinales impro­ pios. «É sta es la sabiduría de las gentes más ilustra­ das de esta época nuestra, que juzgan la veracidad de una afirmación no por el contenido sino conside­ rando si concuerda o no con la aserción de algún pre­ decesor, sin aportar prueba alguna, sin embargo, de esa aserción anterior. Y si es así en su caso, fácil es imaginar cómo será el pueblo.» Maimónides establece catorce reglas como prin­ cipios para contar las leyes; y expone los 613 man­ damientos y prohibiciones derivados así de la Torá en su panorámica que es tan exacta como concisa. Terminó este Libro de Mandamientos poco después de 1170. Si comparamos su esbozo sistemático de la dis­ posición del Códice con la obra terminada, podemos delinear teóricamente su procedimiento de composi­ ción. Maimónides inició, en términos formales, nue­ vas rutas. Los predecesores que habían intentado sis-

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tematizar los elementos de las leyes, siguieron en su ordenación criterios derivados de la tradición: el or­ den de sucesión de la Biblia o del Talmud. Pero, dado su sentido original de la forma, Maimónides no podía seguir el estereotipo. Ni siquiera podía aceptar el esquema de la Misná, en la que, por ejemplo, se tratan con frecuencia normas pertinentes y no perti­ nentes unas junto a otras. Maimónides estableció seiscientos trece «compar­ timientos», que dispuso en ochenta y tres secciones y catorce libros. El material que tenía que abordar era enorme y complicadísimo además. Tenía que reu­ nir todas las normas, regulaciones, leyes, dictámenes especiales, instituciones locales, costumbres, clases y reglas y ajustarlos en los «compartimientos» del sis­ tema. Con una lealtad absoluta a la tradición judía, Maimónides siguió, estricta y coherentemente, el Tal­ mud: consideró cada una de sus decisiones como una ley. Si, como solía suceder, no se aclaraban del todo las cuestiones, emitía un dictamen él mismo. Ése fue su principal logro y no la actividad recopiladora. Los principios y métodos que empleó Maimóni­ des con meticulosa coherencia en sus dictámenes eran tan excelsos en su concepción que deslumbraron a los estudiosos a lo largo de los siglos siguientes hasta nuestros días. Maimónides distinguió en el Talmud entre elementos agádicos no vinculantes y halágicos vinculantes. Adoptó, por tanto, una posición muy liberal respecto a todos los criterios desarrollados por los talmudistas fuera de la religión aunque pudiese no aprobarlos en términos doctrinales. Pero incluyó todas las normas inequívocamente sancionadas que se derivaban de tales criterios. Un comentario opor-

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tuno da a entender la relatividad de las premisas de estas normas. La nobleza de su inteligencia conserva­ dora y la pureza de su actitud crítica afloran por igual en estos casos. El equilibrio resultante de indepen­ dencia y fidelidad, de originalidad y autoridad, es una obra de arte intelectual. Maimónides procura que todas o la mayoría de las leyes resulten más com­ prensibles,8 pero pretende también exponer, en la medida de lo posible, sus motivaciones éticas o reli­ giosas; y lo hace de tal modo que el resultado no es una árida colección de párrafos sino casi un orga­ nismo cuyo sentido palpita a través de todas sus partes. La filología no era el fuerte de este estilista ma­ gistral.8 Pero realizó estudios textuales detenidos, y antes de emitir un dictamen, comparó siempre nume­ rosos manuscritos del Talmud, que discrepaba mu­ chas veces en puntos fundamentales. Comprobó, pues, una y otra vez, los errores que se habían desli­ zado en ciertas copias y que habían extraviado a im­ portantes especialistas legales, incluidos los genim.10 En Egipto logró hacerse con un Talmud del siglo séptimo escrito en pergamino, y consideraba la ver­ sión de este manuscrito, al parecer, una versión auto­ rizada.11 Por objetividad doctrinal, según la cual todos los sectores de la halajá tienen la misma importancia sea cual sea su relevancia, Maimónides aborda también leyes que habían sido inaplicables desde la destruc­ ción del Templo. Ya se lamentaba así en su comen­ tario de la Misná: «Nadie pregunta o investiga, na­ die se interesa por esas leyes, de modo que en este campo el docto se halla en la misma situación que el

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ignorante».'2 Sigue por tanto a Rabí Yehudá ha-Nasi, que estudió con la misma atención estos materiales que las leyes aplicables; los estudiosos posteriores, por el contrario, pasaron por alto estas disciplinas. Puede que un motivo de que Maimónides respete la totalidad de la Ley sea la esperanza mesiánica de que será posible aplicarla pronto en su totalidad. Maimónides extendió las fronteras aún más allá. Los escritos talmúdicos tratan la botánica junto a la ética, la medicina junto a las leyes sacrificiales. £1 Talmud no establece ninguna distinción entre pen­ samiento religioso y pensamiento profano. Esta uni­ dad desaparece en la literatura posterior. El abismo entre lo secular y lo espiritual se hace cada vez más profundo. Resulta impensable ya abordar la ciencia secular en una obra sobre normas rituales. Pero Mai­ mónides se da cuenta de que muchas cuestiones re­ lacionadas con la vida religiosa sólo pueden aclararse con la ayuda de las ciencias generales. Así, por ejem­ plo, la investigación del calendario requiere cálculos astronómicos. Para que nadie necesite «investigar en libros ajenos cuestiones de la Ley judía»,'8 añade una exposición de las ciencias auxiliares: «N o hay que dejar fuera ninguno de los senderos de las doc­ trinas». Lo que unifica la obra es su carácter religio­ so; la metafísica, la ética, la dietética y la física que­ dan absorbidas en el ritmo del culto y la universali­ dad del conocimiento impregna la totalidad de la Ley. Al mismo tiempo que los arquitectos del gótico plasmaban en el Norte su pasión mística en las for­ mas de piedra de las catedrales, una pasión titánica arrastraba en Fostat a un hombre a la arquitectura de lo espiritual. Maimónides toma del caos de nor-

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mas y reglas, (rase a (rase, el material para la es­ tructura gigantesca de las doctrinas bajo cuyo techo había de tener su sede el mundo del judaismo. En el norte de Francia y en el oeste de Alemania, los tosafistas construían sus intrincados análisis del Tal­ mud con arcos, figuras artísticas, floreos y adornos. Pero el hombre que erigía su estructura colosal en Fostat trabajaba sin floreos y sin arabescos, creó un conjunto autónomo que tenía la sencillez y el orden preciso de las líneas rectas, y la lucidez y la transpa­ rencia del cielo del sur. Él hizo solo lo que exigía normalmente toda una multitud de arquitectos. El equilibrio de su alma impregna el estilo de esta obra, escrita en los confines de una casita del viejo El Cai­ ro, una cueva. A lo largo de las decenas de miles de (rases, cada línea respira armonía, cada (rase con­ cuerda con todos los demás elementos de la obra, en la íorma y en el contenido. Cada parte encaja orgáni­ camente en el conjunto y tiene su íorma propia, com­ pleta y diíerenciada. La armonía de la composición se mantiene con la máxima economía de palabras e ideas. Maimónides tenía clara conciencia de que estaba escribiendo un libro definitivo. El que omita las no­ tas al pie habituales que aparecen en la literatura doc­ trinal se corresponde con esta conciencia. Maimóni­ des no quería convencer, quería ser concluyente. Se había marcado un objetivo reíormador: «Que nadie necesite ninguna otra ayuda para llegar a cono­ cer la Ley Judía, pues esta obra será una colección completa de todas las instituciones, costumbres y normas desde Moisés a la terminación del Talmud, incluyendo las explicaciones posteriores de los geo-

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nim». En consecuencia, asignó al Códice el orgulloso título bíblico de Mishneb Torah (es decir, «repeti­ ción de la Ley (Deuteronomia)»), «pues si alguien estudia primero las Escrituras y luego el Códice, co­ nocerá todas las doctrinas de tradición oral y no ten­ drá que consultar ninguna otra obra».14 Como en el caso de Rabí Yehudá ha-Nasi, su ob­ jetivo era el dictamen, y eludía la discusión. En con­ traste con la investigación analítica que era la que practicaba casi exclusivamente la erudición talmúdi­ ca, Maimónides se consagró totalmente a la síntesis. No le interesaban los debates meticulosamente razo­ nados, no le gustaban las controversias y minucias. Quería que su Códice «allane el camino a los estu­ diantes y elimine los obstáculos para que no se fati­ gue su entendimiento por la excesiva discusión».15 En las academias talmúdicas la política pedagó­ gica era la «teoría por la teoría». El estudio no se centraba en el dictamen, que era lo importante en la práctica, sino que se orientaba más bien a los alum­ nos hacia la teoría. Las ideas y los pensamientos del Talmud ejercían un poderoso atractivo en los estudiantes, despertando una devoción intelectual sin precedentes. No sólo estudiaban con el entendimien­ to sino también con todos los recursos de la imagi­ nación. Asimilaban los temas del pensamiento talmú­ dico con todas sus vueltas y sus revueltas, y todo esto dejaba a los estudiantes en un estado de excita­ ción. Las elucubraciones intrincadas eran el resulta­ do de sus procesos mentales; era una cuestión de «pensamiento e imaginación», una consecuencia del estímulo espiritual. Maimónides quería reformar la educación y los

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métodos de pensamiento, pero sólo a este respecto, pues en la práctica mostraba gran respeto por la auto­ ridad de los dictámenes talmúdicos que, en su opi­ nión, aceptaban todas las comunidades judías y eran en consecuencia vinculantes. Esta reforma educativa (un objetivo que se percibía claramente en la intro­ ducción a esta obra, que escribió en 1177) era una vuelta al estilo y al pensamiento de la Misná. La di­ ferencia entre la Misná y el Talmud era evidente para él cuando comenzó a trabajar en el comentario de la Misná. Su principio orientador fue volver a la Misná con un enfoque doctrinal. Afirma explícita­ mente que compuso su Códice según el «método y el lenguaje de la Misná», y ofrece una exposición detallada de su método.1" Hasta el título que elige deja claro cuál es su modelo, como lo deja también su negativa a justificar dictámenes individuales, su deseo de examinar leyes no relevantes y muchos otros elementos. Maimónides cristalizó un cambio en el estilo del pensamiento judío, un avance hacia una nueva for­ ma de pensar. Al estudiar el Talmud, bloqueó su imaginación inventiva. Quería aclarar, no ampliar; resumir, ofrecer un esquema, una panorámica, no una conjetura. Maimónides rechazó el pensamiento complicado que se pierde en las consecuencias incontrolables e interminables de la embriaguez especulativa; recha­ zó la tendencia hacia lo intrincado, la complejidad y la complicación. El tronco esbelto de su pensamien­ to creció tenso y recto como la palmera; ramas y vástagos eran simétricos y articulados. Era un árbol

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que soportaba las tempestades de la dialéctica. Con­ sideraba la fronda y la maleza exuberantes como algo mortífero, y rechazaba el ingenio y la dialéctica de filósofos árabes como los mutazilíes. Maimónides eli­ gió siempre la vía más corta de pensamiento, evitó los saltos arriesgados, el arrebato vertiginoso de las conjeturas sutilísimas; siguió su obra el razonamien­ to simple y sencillo, el orgullo del pensamiento bá­ sico. Su forma de pensar habría logrado aceptación si hubiese creado una obra original. Pero ¿era posi­ ble acaso domar el agitado océano de poderosas olas del Talmud? ¿Qué talentos y métodos hacían falta para lograrlo? Maimónides estaba dominado por la pasión de di­ ferenciar y aclarar. Se atribuyó jurisdicción sobre to­ dos los escritos, sobre la historia intelectual de mu­ chos siglos. Para encauzar los movimientos múltiples y divergentes de más de un milenio por una sola vía, hacía falta un grado extraordinario de control sobre ideas y conceptos, una capacidad suma para valorar, para poner orden en la confusión y para una agudí­ sima simultaneidad de pensamiento. Era un caso úni­ co en la historia el que un hombre se atreviese a encerrar la totalidad de la sabiduría judía en una obra única. En los mil años transcurridos desde Rabí Yehudá ha-Nasi, la variedad de formas y temas intelec­ tuales había ampliado sus dimensiones y enriquecido sus contenidos, pero este avance consistía en trabajo analítico, interpretación e investigación individual. Todos los esfuerzos de síntesis quedaban enredados en un fragmento, un sector del conjunto. Las tenta­ tivas de captar la totalidad fracasaron siempre: lo

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que había logrado Rabí Yehudá ha-Nasi quedaba fue­ ra del alcance de todos los demás. El ritmo de la his­ toria intelectual judía, que parece seguir un ritmo alternativo de análisis y síntesis, se había paralizado. Sólo con Maimónides resurge el pensamiento siste­ mático. El bogar de la nación era el Talmud. El que lo leía establecía un vínculo con las generaciones, con las academias, con el pueblo. El libro contenía y pre­ servaba el hálito del crecimiento, el movimiento de la tradición. Maimónides, para quien los maestros talmudistas eran «los santos regidores», incluyó las opiniones teóricas, pero prescindió de las circunstan­ cias concretas, las sugerencias y procesos de forma­ ción de juicios, y los nombres de los polemistas y los elaboradores de dictámenes. Ahí reside el defecto intrínseco de su codificación: en vez del proceso, el concepto; en vez del caso, la ley; en vez de los indi­ viduos, el tema; en vez de la historia, la teoría; en vez de la atmósfera viva, la autoridad anónima; en vez de la situación, la abstracción. Maimónides laboró día y noche, durante diez lar­ gos años, reuniendo material disperso que, como él decía, «yace confuso y oculto entre colinas y mon­ tañas». La obra que su década de esfuerzos salvó para las generaciones futuras sólo puede medirse en cifras astronómicas. Y la dignidad de este trabajo se manifiesta en que persiste en el tiempo como un edi­ ficio admirado por todos junto al Talmud, el alcázar de la literatura judía.

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«Cuando terminó su obra, soñó por la noche que veía a su padre Maimón que cru2aba el umbral de la alcoba; le acompañaba otro hombre. Rabí Maimón señaló al desconocido y dijo: “Éste es nuestro maes­ tro Moisés, el hijo de Amram”. Maimónides se asus­ tó, pero Moisés habló y le dijo: “Vine a ver lo que has hecho”. Después de examinar la obra, dijo: “¡Que aumente tu fuerza!”.» Eso es lo que explica la leyenda. Los copistas profesionales multiplicaron el Có­ dice libro por libro. Y se compraba y distribuía por todas las partes del mundo gracias a los judíos que visitaban Egipto, a donde iban de diversos países a vender madera y metales y a comprar especias y ge­ mas. El Códice pronto se propagó triunfalmente por toda la Diáspora judía. Llegó a Palestina, a Siria, a Arabia y a Babilonia; llegó a África del Norte, a Es­ paña, al sur de Francia y a Italia. Y conquistó los co­ razones de maestros, estudiantes, rabinos y jueces. Pronto fue aceptado en las academias y en los tribu­ nales de justicia, en gabinetes privados y en centros públicos de estudio. Se convirtió en manual para los estudiantes, compendio para los jueces y libro de re­ ferencia para todos los judíos sedientos de conoci­ miento. Muchas comunidades lo convirtieron en su libro de leyes. La obra propagó también por todas partes el nombre de Moisés ben Maimón, cuyo soni­ do regio llegó hasta las aldeas más remotas de lejanos países, inspirando respeto. Las buenas nuevas llega­ ron al norte de África y al Yemen con un ímpetu nuevo para acrecentar la admiración que ya sentían por él allí; y su reputación, como la leyenda de los tesoros inconcebibles del Oriente lejano, penetró en

tierras cristianas, en las que hasta entonces apenas se conocía la existencia de Maimónides: ¡«L a luz del Exilio» vivía en Fostat! «¡E n verdad que no hemos oído, ni nuestros an­ tepasados nos dijeron, que se haya escrito obra tal desde que se terminó el Talmud! No hay hombre alguno, de uno a otro extremo del orbe habitado que pudiese lograr una obra que alcanzase esta forma y esta perfección», dijo Aarón ben Meshullam de Lunel. Y el erudito Benveniste escribe: «Antes de que la obra llegase a España, el estudio de Alfasí, y aún más el del Talmud, resultaba tan difícil para los ju­ díos que dependían totalmente de los dictámenes del Rabí; no podían por sí solos sacar conclusiones de las erráticas discusiones de los textos. Pero cuando vieron ante sí el Códice de Maimónides, que les era accesible por su lenguaje inteligible, y cuando admi­ raron su orden luminoso, y en particular cuando per­ cibieron su veracidad y su moral profunda, abrieron los ojos a su enorme significado. Cada judío hizo su propia copia, el libro absorbía sus pensamientos: jó­ venes y viejos se reunían para asimilar su conteni­ do. Ahora hay muchos que conocen la Ley y, en caso de litigio, pueden elaborar veredictos propios y verificar el dictamen del juez».17 Este éxito incomparable no asombró a Maimó­ nides. Él tenía clara conciencia de la enorme impor­ tancia de su obra trascendental, y había previsto su éxito; el triunfo era una confirmación y no una sor­ presa. La admiración que mostraban sus contempo­ ráneos era un reflejo del esfuerzo sin paralelo que había significado la composición de la obra. Maimónides entregó su Mishneb Torah al pú-

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blico como el monarca que proclama una constitu­ ción para su pueblo de acuerdo con las fuentes de la tradición. La palabra de un individuo no había alcanzado un poder semejante entre los judíos desde tiempo inmemorial.

X E l an h elo m esián ico

X x /o s judíos vivían en Egipto en calma y en paz. Pero Maimónides sentía toda la amargura de las persecuciones que se producían en el resto del mundo mahometano.1 Sabía (y por experiencia personal) que los árabes estaban opri­ miendo dolorosamente a Israel, que vivía esparcida entre ellos, que intentaban humillar y ultrajar a su pueblo. Y pensaba: No ha habido nunca una nación que mostrase más odio hacia nosotros, que se esfor­ zase tanto en ofendernos y humillarnos. «Como un hombre sordo que nada oye, como un mudo que no abre los labios», los judíos soportaban el yugo y las ofensas, cuyo peso excedía los límites de la resisten­ cia humana. «Soportamos todo el sufrimiento y la desgracia tal como dice el versículo bíblico: “A los herreros entregué mi cuello, a los rufianes ambas mejillas, no oculté el rostro al insulto y la afrenta” Pero aun así no podemos libramos de su rencor y de su crueldad. Queremos la paz y la amistad con ellos

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y ellos quieren nuestra vergüenza y nuestra destruc­ ción. Nosotros hablamos de paz y ellos se preparan para la guerra». Maimónides investigó el sentido y la base de las represiones, intentó determinar sus principales mo­ tivaciones históricas. Su esquema de interpretación de la historia procede de esta época. £1 motivo de que otras naciones hayan combatido al judaismo es, en su opinión, el deseo de obligar a Israel a aban­ donar su fe. Se trata de una guerra religiosa desde los tiempos de Amalee hasta los dirigentes contem­ poráneos de la secta chiita. «D ios», decía Maimónides, «nos ha elegido en­ tre todas las naciones no porque nosotros seamos mejores, sino porque Él es bueno, no porque sobre­ pasemos a otras naciones en número (somos la más pequeña de todas) sino porque nos ama y quiere mantener la alianza que juró a los patriarcas. El don que nos otorgó-de los principios y doctrinas perfec­ tos ha despertado siempre envidia entre los paga­ nos. Los reyes que querían lanzar una guerra contra el Señor y no podían hacerlo procuraron descargar sobre nosotros su odio. Nos odiaban no por nosotros sino por lo divino que habita entre nosotros. Desde que se nos otorgó la Torá, apenas ha habido un pe­ ríodo en que un rey pagano no intentase obligarnos, por la fuerza de las armas, a destruir nuestras doctrinas. Amalee y Sisera, Senaquerib y Nabucodonosor, y muchos otros, forman la serie de los que intentaron quebrar por la violencia la estructura divina. Los paganos más listos y civilizados utiliza­ ron un método distinto; por ejemplo, los romanos,

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los persas y los griegos, que persiguieron el mismo fin con otros medios. Pretendían minar nuestra fe poniéndola en duda y desafiándola. Lo que los an­ teriores habían intentado por la fuerza de las armas en la guerra, estos paganos intentaron lograrlo con la persuasión, con libros. Ambas formas de ataque serán siempre en vano y no producirán ningún efec­ to, pues el Señor nos guarda: “D e nada servirán las armas forjadas contra ti, y a cada lengua que te ata­ que tú la confundirás”. Los paganos concentraron sus fuerzas al máximo, aunque se daban cuenta de que este edificio es indestructible. Conjuraron todo su poder, hicieron todo lo que pudieron, pero E l que se sienta en el trono celeste se ríe de ellos y se mofa. Fuimos perseguidos por estos dos grupos ene­ migos cuando teníamos nuestra tierra, y también en el tiempo de nuestra dispersión. »Surgió por último un movimiento que afligió nuestras vidas con todos los métodos que tomó de ambos grupos. Proclamó este movimiento una nueva doctrina profética, afirmando que tanto nuestra vie­ ja doctrina como la suya nueva eran doctrinas dadas por Dios. Esto creó una triste confusión en nuestro pueblo: ¿Dos doctrinas que se contradicen y ambas proceden de Dios? Luego vino el fundador del Is­ lam, que siguió el camino abierto por el cristianismo y se limitó a reintroducir la nota política. Ambos querían hacer su religión similar a la enseñanza di­ vina.» Para Maimónides, el profeta Daniel ya había anunciado la aparición del fundador del Islam: «H a­ blará palabras arrogantes contra el Altísimo, y que­ brantará a los santos del Altísimo, y pretenderá

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mudar los tiempos y la Ley» (7:25). Pero la des­ trucción de este dominio está prevista también: «Se reunirá el tribunal y le arrebatarán su dominio... Dando el reino, el dominio y la majestad de todos los reinos que hay bajo el cielo al pueblo de los santos del Altísimo» (7:26-27). Malas nuevas llegaban a Maimónides. Parecía que el desastre fuese a abrumar a los judíos con una violencia cada vez mayor. Una comunidad tras otra quedaban catastróficamente barridas. ¿Significaba esto una prueba, una tentación en un momento en que la fe se desmoronaba bajo el peso de la opre­ sión? Estos acontecimientos portaban las señales del desastre, parecían decisiones finales sobre el destino del mundo. Maimónides consideraba también su presente el fin de los tiempos y empezaba a ver en aquellas terribles aflicciones estertores agónicos que preludia­ ban una inminente redención. El período que debía preceder a la era mesiánica se había descrito desde tiempos de Daniel como una época de tribulación; rebelión, guerra, peste y hambre, apostasía de Dios y Sus doctrinas, ésos serían los presagios de la era mesiánica, los dolores mesiánicos que anunciarían la llegada del Redentor. Maimónides pensaba así: Nuestros sabios rezaron para no tener que sufrir estos dolores en lá época de las cruzadas y de los almohades, los profetas se quedaban sobrecogidos de horror cuando contemplaban estos sufrimientos en sus visiones. «Ay, quién podrá seguir vivo si Dios desencadena sobre nosotros tal desastre». Para Maimónides la clave de los enigmas del período se hallaba en el libro del profeta Daniel.

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Descubría en él frases iluminadoras que predecían detalladamente los acontecimientos del presente. Daniel había predicho la indecisión de los miopes y la confianza de los hombres de juicio: «Muchos se­ rán purificados, blanqueados, depurados, los impíos seguirán el camino del mal, ninguno de los malvados entenderá, pero los que tienen juicio sabrán com­ prender» (12:10). Y en aquella hora de angustia, Maimónides presentía que hasta aquellos hombres de juicio recto, cuya fe parecía aún inmune, sufri­ rían una prueba muchísimo mayor, hasta que tam­ bién ellos cayesen en las dudas y se extraviasen; pues hasta algunos de los sabios se hunden. Muy pocos se mantendrán invictos. Habría mucha desdi­ cha hasta que Dios cumpliese Su palabra e hiciese venir al Redentor. «Pero, ¿quién lo resistirá cuando llegue É l? » «Será ese día», dice Maimónides, «cuan­ do el poder de Edom (los cristianos) y de Ismael (los mahometanos), se halle en su apogeo y su do­ minio se extienda por el mundo entero como hoy... No hay duda ninguna», dice abiertamente Maimó­ nides, «de que ésos son los estertores del parto que anuncian al Mesías». Maimónides anhela la era mesiánica «no para que Israel pueda regir el mundo y someter a otras naciones o porque le otorguen elevados honores otras naciones o porque pueda entregarse al placer satisfecho y a una alegría inmoderada; sino para que pueda, libre de trabas, consagrarse tranquila a la doc­ trina de Dios y la sabiduría y a participar de la dicha perdurable. Pues, en esa época de salvación, nadie sentirá hambre, no habrá guerras ni envidias ni combates, el bien llegará a todos, los deleites sen-

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suales parecerán inútiles, todos perseguirán la ver­ dad sólo, el conocimiento de Dios puro. Israel al­ canzará la perfección de la sabiduría y del conoci­ miento como la portadora del mensaje de Dios. Y captará y plasmará, en cuanto es posible a los hom­ bres, la voluntad del Altísim o, pues está escrito, llena estará la tierra del conocimiento de Dios como la mar de agua».2 Era un período apocalíptico. La decadencia de los almorávides, que dominaron España antes de los al­ mohades, y la de los fatimíes de Egipto tuvieron consecuencias terribles. La lucha entre el Cristianis­ mo y el Islam , que habría de librarse en el suelo simbólico de la Tierra Santa, mantenía en suspenso a los que estaban dominados por los presentimien­ tos. Inundaba a las gentes una obsesión escatológica, que las preparaba para un cataclismo histórico sin precedentes. Entre los judíos crecía el anhelo mesiánico en el pensamiento, en la vida diaria, en los últimos rincones de sus almas. ¿Acaso no preparaba el camino para el advenimiento del M esías aquella lucha que se desarrollaba en Palestina entre el Cris­ tianismo y el Islam ? Para determinar cuándo llega­ ría la gran hora, los judíos estudiaban el Libro de Daniel. Querían descifrar sus enigmas apocalípticos, que contenían la fecha de la llegada del M esías. Los judíos veían en las predicciones del profeta Daniel al imperio árabe como el cuarto y último reino, al que seguiría la soberanía mesiánica. Los intentos de fijar el «fin de los años», la época de la Redención M esiánica, son muy antiguos.

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Comenzaron durante el Segundo Templo y prosi­ guieron en el período talmúdico. Pero el Talmud advierte: «Q uien calcula el fin, no participará del mundo venidero». Y hay una maldición: «M alditos los huesos de los que calculan el fin». Pero los ju­ díos no se limitaban a intentar calcular el año de la Salvación. El introductor del racionalismo filosófico en el pensamiento judío, Saadia Gaón, calculó el fin de los días, y muchas comunidades preservaron sus cálculos como un consuelo y un secreto precioso. Los judíos recibieron la conquista de Jerusalén en la primera cruzada como un acontecimiento apocalíp­ tico. Rashi proclamó el tiempo del gran cumplimien­ to, su contemporáneo Abraham bar Hiyya compuso E l Rollo del Divulgador para fortificar a sus herma­ nos en la fe descifrando los signos del M esías. Aun­ que no estaba convencido de que hubiese acertado en sus cálculos, los legitimaba con las palabras de Daniel: «L o investigarán muchos para que así se acreciente el saber».8 G abirol, el metafísico y sutil poeta del siglo once, fue el primero que utilizó la vía astrológica para intentar aclarar el m isterio mesiánico. Y Abraham bar Hiyya utilizó también la astrología para interpretar todo el curso de la his­ toria desde la Creación hasta el fin de los tiempos, para desentrañar el verdadero plan de la historia y dividirla en una serie de períodos que cerraba el escalón mesiánico. También agitaban Egipto los anhelos mesiánicos. Sutta, que era ya un anciano decía haber soñado que era él el portador del legado sublime del judais­ mo, y que el M esías recibiría de sus manos el cetro. Este sueño fortaleció la posición de Sutta en ciertos

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círculos. De cualquier modo, nadie se atrevía a en­ frentarse al nagid... salvo Maimónides. Maimónides combatía por entonces la asimila­ ción; sobre todo, a las mujeres que bajo la influencia de la secta de los caraítas tendían cada vez más a desechar los ritos de limpieza talmúdicos. Pero Mai­ mónides no era ya un individuo aislado como en Alejandría. Era el portavoz de un grupo considera­ ble de maestros y estudiosos de prestigio, que ha­ bían emigrado de varios países. Fue él quien los agrupó y los organizó para la acción conjunta.4 Su acción iba dirigida también contra el parti­ cularismo de los «palestinos». Le ofendía especial­ mente la desviación introducida en el ciclo de la lectura de la Torá. La partición del año judío según las secciones de la Torá integraba el paso del tiempo en el esquema espiritual de las Sagradas Escritu­ ras. .. no sólo en el curso natural de la luna; y esta ordenación tejía las palabras de la Biblia con el rit­ mo del año. Quizás jugase ya un papel decisivo en aquella época en la vida espiritual de los judíos. Esta campaña destinada a lograr que se aceptase de modo uniforme este calendario interno la aplaudie­ ron y apoyaron los maestros y doctores que rodea­ ban a Maimónides. Aun así, la comunidad palestina no debió dejarse convencer por sus palabras; y, en cualquier caso, el intento reformador hizo intervenir a Sutta, el nagid titular, y este individuo «el peor de todos los hombres» desbarató su intento.5 Sutta se opuso a esta tentativa de Maimónides, bien porque consideraba a éste su adversario perso­ nal o bien por razones objetivas propias. Maimóni­ des, un extranjero marginado, no mostraba ningún

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respeto hacia las costumbres locales arraigadas, y, con su actitud objetiva, no aceptaba unas institucio­ nes a las que sólo legitimaba su antigüedad. La con­ ducta del nagid es razonable en este caso, pues estaba defendiendo tradiciones seculares.* Maimónides cedió en este conflicto, no porque creyese estar equivocado, sino por razones tácticas. Aún le quedaba una batalla decisiva, contra el pro­ pio Sutta. «Durante estos años desdichados, Mai­ mónides probablemente no practicase el culto en ninguna de las dos sinagogas, probablemente lo hi­ ciese en el lugar de estudio, donde se reunían con él los que eran de su mismo criterio».7

XI E p ísto la a l Yem en

I ^ a ola de persecuciones que recorría el imperio de los almohades, el sur de España y todo el norte de África, se interrumpía en Egipto, sólo para lanzarse a barrer luego el rincón suroccidental de la península arábiga, el Yemen. Los judíos del Yemen, humillados y despreciados por los árabes, llevaban una existencia desdichada. El flage­ lo del Islam se ensañaba con ellos, y anhelaban al M esías, anhelaban la liberación milagrosa. Los ma­ hometanos se burlaban de ellos y afirmaban categó­ ricamente que la Torá había quedado invalidada por el Corán. Pero los judíos se mantenían fieles a su herencia. Entre ellos, había siempre un número con­ siderable que conocía la Torá y estudiaba la Ley todo el día, observando celosamente los mandamien­ tos. «Sus manos estaban tendidas a cualquier viaje­ ro o caminante, sus puertas abiertas de par en par a los extraños, todo hombre cansado hallaba des­ canso en sus hogares», dice Maimónides. Pero ellos, por su parte, hallaban poco descanso. Y una insu-

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rrección que se produjo entre los árabes puso de nuevo en entredicho la existencia de los judíos. La abolición del credo chiita en Egipto, y la lucha que allí se desarrollaba contra él, desencadenó una reac­ ción en el Yemen, tierra natal de los chiitas. Hacia el año 1172, dos dirigentes de esta secta tomaron el poder en el Yemen, y los judíos empezaron a te­ ner dificultades similares a las de sus hermanos del imperio almohade.1 Los chiitas habían sido siempre más intolerantes con los otros credos que los sunitas; consideraban a todo no mahometano un ser im­ puro e inmundo cuyo contacto mancillaba a los cre­ yentes. Después de su victoria en el Yemen, deci­ dieron acabar con los judíos si no se convertían a la forma chiita del Islam . Muchos judíos aceptaron la religión mahometa­ na, y no fue nada excepcional en este período la apostasía voluntaria: los éxitos históricos del Islam habían causado una impresión profunda, sobre todo entre los que no tenían una educación judía. La de­ cadencia de la actividad espiritual, debida a las per­ secuciones, fue seguida de la apostasía. Yehudá Haleví había intentado dar un fundamento histórico a la fe en la veracidad de la religión judía. Pero esta actitud era sumamente peligrosa, dadas las con­ diciones que imperaban en aquella época. E s pues comprensible que Maimónides eligiese una vía dis­ tinta y procurase fundamentar las doctrinas judías en bases distintas.2 Aproximadamente por esta época, cuando Maimó­ nides defendía con valor y honradez la posición

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de los conversos forzados, parando y rechazando los ataques solapados de la conciencia temerosa e inten­ tando reivindicar el mérito de los pseudoconversos de modo indiscutible, empezaba a actuar también desplegando una gran eficacia un extraño adversa­ rio. Samuel, el hijo de Rabí Yehudá ibn Abbas de Fez, poeta y médico cuyas aspiraciones científicas, como ya vimos, no aportaron ninguna mejora a la geometría euclidiana. Pero denigró las doctrinas ju­ días y perturbó la conciencia religiosa de los judíos. En un libro titulado Silenciando a los judíos habla de dos supuestos sueños que tuvo. En el primero, el profeta Samuel le mostró varios versículos bíbli­ cos que aludían a la llegada de Mahoma; y en el segundo sueño, tuvo concretamente una conversa­ ción con el propio Mahoma. Los sueños le impulsa­ ron a ir a ver a la mañana siguiente a un amigo musulmán para informarle de que se convertía al Islam . Este amigo, entusiasmado, hizo que le es­ coltaran solemnemente hasta la mezquita, donde el oficiante elevó desde el pulpito sus alabanzas, pues Alá le conducía ya por el camino recto. A la noche siguiente, comenzó a escribir su libro, que tendría rápida difusión. Luego añadió varios capítulos hasta que, según él, se convirtió en un libro trascendental, pues no se había escrito nunca nada parecido en el Islam contra los judíos.3 Ibn Abbas apoyó la acción de los chiitas, y em­ pezó a actuar como misionero entre los judíos del Yemen. También él practicaba el método habitual para convertir a los judíos; es decir, extraer prue­ bas de las Sagradas Escrituras para derrotar a los judíos con sus propias armas. Así pues, a la conver-

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sión violenta se unía ya la lucha persuasiva. El ver­ sículo 17:20 del Génesis («Y en cuanto a Ismael, yo le bendeciré y le acrecentaré y multiplicaré muy grandemente») se aplicaba al fundador del Islam , el descendiente de Ism ael, dado que el valor numerológico de la palabra hebrea equivalente a «grande­ mente» era igual al del nombre de Mahoma. Se aportaron pruebas de este tipo para demostrar la autenticidad de la misión mahometana. Ibn Abbas proclamó ante los judíos yemeníes que Mahoma ha­ bía venido al mundo como segundo profeta para sustituir la Ley de M oisés y fundar un nuevo credo en la Meca. Esta estrategia insidiosa y destructora ponía en aprietos desesperados a los judíos. Ninguno era ca­ paz de responder a estos ataques: el frontal de los chiitas y el que lanzaba por la retaguardia el renegado. Además, un buen día, un hombre del pueblo proclamó que estaba cercano el momento de la sal­ vación. La buena nueva se extendió muy deprisa, la gente se apiñaba alrededor de aquel hombre, que proclamaba: «¡E l Mesías Rey se revelará primero en el Yem en!» Y muchos le siguieron, árabes y ju­ díos. El decía que era el precursor del M esías, el encargado de preparar el camino al Redentor. Iba de un lugar a otro diciendo: «¡V enid y unios al Me­ sías R ey!». Realizaba grandes milagros, llegando in­ cluso a devolver la vida a los muertos. Introducía prácticas y oraciones nuevas y decía a todos que repartiesen sus propiedades entre los pobres, y mu­ chos lo hacían. E l «precursor del M esías», citaba en sus predi-

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caciones la autoridad de Saadia Gaón, al que se es­ timaba mucho en el Yemen, y que había calculado el año de la salvación. La esperarla mesiánica y la fe en el M esías eran la otra cara de la desesperación. Los judíos para soportar el presente tenían que con­ jurar el fin del mundo. Esto irritó a los gobernantes chiitas, que proclamaron que el Imán era el Reden­ tor; el delirio mesiánico se convirtió en un grave riesgo político. Los judíos yemeníes no estaban dominados por concepciones fatalistas, sentían una desesperación aún más profunda. Veían en la «conjunción de la triplicidad terrenal», que determinaba su destino, un signo astrológico de su desdicha inevitable. Ade­ más, un astrólogo había calculado la conjunción si­ guiente, descubriendo que los siete planetas se uni­ rían pronto en una constelación y provocarían una inundación del aire y la tierra. Mercaderes de Egipto que llegaban al Yemen hablaron de la erudición de Maimónides, que vivía en Fostat. Salomón ha-Kohen de Egipto, que estuvo una temporada en el Yemen, puso por las nubes a su gran mentor. Por otra parte, estaba Jacob al Fayyumi, que probablemente fuese hijo del autor de la obra filosófica Jardín de los intelectos.* Había sucedido a éste como jefe de la comunidad judía de Sana y era una personalidad destacada en di Ye­ men. Al Fayyumi estaba indeciso. N o consideraba un farsante a aquel «precursor del M esías», que ci­ taba a Saadia; ni dudaba de las predicciones astroló­ gicas. N o podía rechazar ni las pruebas que alegaba la misión chiita ni las exigencias de los chiitas. Ante este dilema, decidió pedir consejo y orientación a

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Maimónides; y le escribió una larga carta describien­ do todas las complicaciones del caso. La carta conmovió profundamente a Maimóni­ des. Los «Confesores de la Unidad» perseguían en Occidente, los chiitas barrían el Oriente; y los ju­ díos, afligidos en ambas partes, estaban prácticamen­ te entre dos fuegos. Maimónides percibió por la carta que una parte del pueblo aguantaba con firme­ za el peligro, mientras que otra parte empezaba a ceder a la aflicción y al escepticismo. Maimónides se sentía aplastado bajo la carga de los sufrimientos que había experimentado él mismo. Rezaba con el profeta Amos (7 :5 ): «¡O h Señor, Yavé! ¡Detente, por favor! ¿Cómo va a sostenerse Jacob siendo tan pequeño?». E l ataque del renegado desafiaba al Mai­ mónides apologista; la persecución chiita, al confor­ tador; el fanatismo pseudomesiánico y la confusión astrológica, al iluminador. En esta prueba múltiple, explicó lo que pensaba; dio un paso al frente como defensor valeroso en cuatro frentes. Maimónides decía en su carta: Las pruebas que aducía el renegado habían sido refutadas hacía mu­ cho, sólo podían impresionar a las masas ignoran­ tes. Si uno confiaba en palabras sacadas de contexto como hacía aquel misionero, se podían «deducir» de la Biblia preceptos como Adorad a los ídolos o Se­ guid a los falsos profetas. N i siquiera los mahome­ tanos se tomaban en serio aquellas supuestas confir­ maciones de su credo, pues hacía mucho que habían comprendido su carácter absurdo. Precisamente por­ que no encontraban ninguna confirmación, recurrían al subterfugio de alegar que el texto de la Biblia había sido adulterado por los judíos, que habían eli-

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minado las predicciones de la llegada de Mahoma. Pero lo disparatado de dicha alegación, decía Maimónides, era evidente. La Biblia había sido tradu­ cida al arameo, al persa, al griego y al latín siglos antes de la llegada de Mahoma, y se había difundido de Oriente a Occidente; y no podía hallarse ni la desviación más leve en una sola copia. ¡Cómo podía decir nadie, pues, que se trataba de un texto fal­ sificado! Maimónides tenía sus propias opiniones sobre las teorías teológicas del intérprete renegado de la Biblia y sobre los fatalistas que se fiaban de los as­ tros. Maimónides poseía amplios conocimientos de la frondosa literatura de los árabes, y atribuía el ori­ gen de la astrología al culto pagano a las estrellas. Rechazaba la astrología como astrónomo y como filó­ sofo. Según su opinión, la ciencia de la astronomía refutaba los dos supuestos básicos de la creencia astrológica; es decir, que hay estrellas de buen augu­ rio y de malo, y que la posición de una estrella en un punto determinado fuese «favorable» y en otro «desfavorable». Ambas afirmaciones eran falsas, de­ cía, porque las esferas eran las mismas en todas partes.® Hablaba también de los argumentos absurdos «que desentierran los astrólogos cuando alegan que una fecha concreta de nacimiento dotará a un indi­ viduo de una virtud o un defecto y le forzará irre­ misiblemente a actuar como lo hace. Un presupuesto que es común tanto a nuestra religión como a la filosofía griega y cuya veracidad sustentan las prue­ bas más concluyentes es que los actos de un hombre son cosa suya, que no está sometido a ninguna in-

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fluencia o traba exterior. Solo hay una disposición temperamental que hace que una cosa resulte fácil o difícil a un ser humano; pero no es cierto que deba hacerla o que no pueda hacerla. Si el hombre estuviese predestinado a actuar como actúa, todos los mandamientos y las prohibiciones de la Ley Di­ vina serían inútiles y no tendrían objeto, todos se­ rían pura farsa, dado que, en realidad, el hombre no tendría libre arbitrio. Y asimismo, la enseñanza y la educación, así como el dominio de cualquier ha­ bilidad práctica, serían inútiles, y todas esas cosas serían meras bagatelas, dado que, según la teoría de los astrólogos, el hombre se vería inevitablemente forzado por una fuerza exterior a hacer esto y aque­ llo, a alcanzar éste y aquel conocimiento, a adquirir ésta y aquella característica. Además, toda recom­ pensa o castigo serían crasamente injustos e inadmi­ sibles para nosotros entre nosotros y para D ios ha­ cia nosotros. Sería también inútil construir casas, procurarse alimentos, huir del peligro, porque, en realidad, lo que está predeterminado ha de produ­ cirse irremediablemente. Pero todo esto es absurdo por completo y contradice lo que nos dicen nuestro entendimiento y nuestra percepción sensorial, derri­ ba el muro de la Ley y atribuye a Dios una injus­ ticia».* Aunque Maimónides estaba dominado también por anhelos mesiánicos, no se dejó arrastrar por pre­ sentimientos. N o olvidaba el principio de que na­ die puede determinar el fin, «pues ocultas y selladas están las palabras hasta el momento mismo del fin». Muchos contemporáneos lo intentaron e imaginaron que habían hallado una clave. Pero el investigador

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más vehemente renunció,7 declarando que este secre­ to era irrevocablemente incognoscible. Los profe­ tas, dijo, habían previsto que los seres humanos intentarían calcular el fin de los tiempos, y que sus cómputos no serían verdaderos. Pero nadie ha de tener dudas o vacilar por estas necedades. «L a reve­ lación tiene aún su término, y se apresura hacia el fin y no nos engañará. Si vacila, espérala, pues ven­ drá, pues no dejará de aparecer». El Salmista, decía, había pensado en la larga ausencia del Mesías con angustia y temor: «¿D escargarás eternamente tu có­ lera en nosotros, prolongando tu ira de generación en generación?», E Isaías había dicho sobre este fin de los tiempos: «Y agrupados serán todos como se agrupa a los presos en la mazmorra, y serán ence­ rrados en prisión, y tras muchos días serán casti­ gados». No depende tampoco, dice Maimónides, de la constelación de las estrellas el advenimiento del Me­ sías. «Uno de nuestros sabios de Andalucía escribió un libro sobre el cálculo del fin de los tiempos ba­ sándose en las constelaciones y anunció el año de Salvación. Todos sin excepción nos burlamos de él por esta predicción. Pero la realidad hizo aún más que nosotros, le dejó en flagrante ridículo. Pues el momento en que predijo que llegaría el Mesías trajo por el contrario al rebelde y agitador Ibn Tum art». Maimónides decidió aconsejar a los judíos yemeníes que desterraran la astrología de su pensa­ miento. «¡Purgad de astrología vuestros pensamien­ tos, igual que uno limpia de suciedad una vestidura m anchada!... ¡Cuando alguien hable de una conjun­ ción superior o inferior no hagáis caso!» les decía.

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Los judíos yemeníes creían que la decadencia y el deterioro del estudio y de la cultura se debían a la conjunción imperante, la triplicidad terrenal. Maimónides decía que la causa no era ni la triplicidad terrenal ni la ígnea ni ningua otra triplicidad. «Pues todas las proposiciones astrológicas son absurdas y falsas, quien las haga es un necio o un loco, o con­ tradice voluntariamente la T o ra... ¡Como si el Di­ luvio y la destruccción de Sodoma los hubiesen cau­ sado las estrellas y no los pecados de los hombres y la voluntad de D io s!». Tras leer los informes sobre la conducta del su­ puesto heraldo mesiánico, sus innovaciones rituales, sus sermones y supuestos m ilagros, Maimónides se convenció de que aquel hombre era piadoso, simple y totalmente iletrado. Todo lo que se decía sobre sus milagros y todo lo que la gente afirmaba haber percibido como obra de sus manos era una sarta de mentiras. Maimónides redactó entonces tres tratados «para beneficio» de los judíos yemeníes: sobre el M esías Rey, sobre sus verdaderas características y sobre los signos inconfundibles de la era mesiánica. Decía a los yemeníes que debían advertir al supuesto hacedor de milagros a tiempo para que no pereciese y no causase daño a las comunidades. Maimónides escribió sus obras iluminadoras en la lengua árabe que hablaban los judíos yemeníes, para que todos los lectores (hombres, mujeres y niños) pudiesen entender. Tenía motivos suficientes para temer que su epístola cayese en manos de los musulmanes y fue­ se mal interpretada. Pero se decía también que «quien quiera trabajar para el bien colectivo no debe retroceder ante ningún peligro». Depositaba su con-

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fianza en un adagio talmúdico: «E l mensajero de la buena obra nunca sufre daño». No era una táctica fácil la utilizada por Maimónides. Si hubiese rechazado totalmente las ideas y la conducta de los judíos yemeníes, su intervención ha­ bría sido ineficaz debido a su vigor. El consuelo que ofreció fue sin duda, benévolo y confortante; pero no era lo bastante auxiliador o tangible para la men­ talidad realista de la gente a la que se dirigía. En el corazón de Maimónides el amor a Israel estaba por encima de la lealtad a una promesa del secreto. Aque­ lla epístola pública a los hombres, mujeres y niños del sur de Arabia revelaba una importante tradición que se había transmitido en su familia de padres a hijos desde la destrucción del Templo: Maimóni­ des indicaba el punto exacto del tiempo en que el espíritu de profecía volvería otra vez a Israel. La era mesiánica comenzaría tal como está escrito: «Y o verteré mi espíritu sobre todos los hombres; vues­ tros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes, visiones». «D ebem os», escribe Maimónides, «soportar to­ dos estos sufrimientos, la persecución, el exilio, los daños a las propiedades y la injuria con satisfacción; todas esas cosas horribles son un honor que Dios nos dispensa». Todo sufrimiento es un sacrificio que ha de ofrendarse en el altar. Dios nos prometió que ninguna opresión duraría mucho, que Él jamás per­ m itiría que fuésemos barridos, que jamás dejaremos de vivir como pueblo. «Igual que es inconcebible que pueda cesar la existencia de D ios, es imposible que cesemos y nos esfumemos nosotros.» E l propio

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Dios nos aseguró que nunca nos desdeñaría, aunque le ofendiésemos y no cumpliésemos sus preceptos. Las aflicciones actuales no son sufrimientos, sino dolores preliminares que anuncian el reino mesiánico. ¿Q ué hacía Maimónides en Fostat? Probablemente fuera rabino; y, en cualquier caso, durante 1173, realizó una gran tarea en beneficio público. Los ju­ díos egipcios estaban habituados a pagar rescates in­ mensos a los piratas por los cautivos judíos." Al cre­ cer desorbitadamente el comercio de esclavos, los ju­ díos alejandrinos no podían ya reunir las enormes sumas que eran necesarias. Apelaron, en consecuen­ cia, a la comunidad de Fostat. En el verano de 1173, el número de esclavos judíos era tan elevado que ni siquiera todos los judíos egipcios juntos podían reu­ nir el dinero preciso para comprar su libertad. Mai­ mónides, los jueces, los ancianos y los maestros y doctores de la ciudad «amonestaban día y noche y exhortaban al pueblo en las sinagogas y casas de ora­ ción y a las puertas de sus hogares. Se recaudaron así algunos fondos más para resolver aquel impor­ tante problem a», pero estas donaciones no bastaban; y, en consecuencia, Maimónides envió una epístola a las comunidades judías de África del Norte, «pi­ diendo a los rabinos y jefes de comunidades que ini­ ciasen una recaudación con objeto de rescatar a los cautivos». Dirigió su apelación al escriba Aarón haLeví, que había de leerla en público en todas partes. «Y cuando os exponga la dolorosa condición de nues­ tros hermanos», añadía Maimónides, «deberíais pen­ sar bien en el asunto y contribuir a esta obra meri-

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toria. Deberíais tratarles con vuestra generosidad ha­ bitual; bien conocidos son vuestro sentido de la ca­ ridad y vuestro celo en las acciones meritorias. Y las contribuciones que reunáis para ellos, debéis anotar­ las y contabilizarlas todas y enviárnoslas por inter­ medio de Rabí Aarón ha-Leví. Y D ios, alabado sea É l, no permitirá que os abata jamás la desdicha y os guiará en vuestra gran merced, y crecerá vuestro mé­ rito, hasta el fin de los días».* En Fostat, Maimónides se casó (posiblemente por segunda vez) con una hermana de Abu’l-Ma’ali, que era «escriba privado» de una de las esposas del sultán Saladino, la madre de Al Afdal, que le sucedería en el trono. Abu’l-Ma’ali, que se había casado a su vez con la hermana de Maimónides, es muy probable que fuese quien proporcionó al filósofo su relación con la corte, que debió ser importante en su lucha con­ tra Sutta. Hay un mandamiento bíblico que obliga a todos los judíos a hacer una copia de la Torá, a fin de dar testimonio personal de su validez eterna. Pero esta norma raras veces se cumple. E incluso los pocos judíos que la cumplen suelen contratar a un escriba profesional para que haga por ellos la tarea. Maimó­ nides, sin embargo, halló tiempo para realizar este trabajo laborioso y arduo. En Egipto precisamente estaba el famoso manus­ crito de la Biblia que había corregido durante años de trabajo el masoreta Ben-Asher. E l manuscrito, que incluía los veinticuatro libros de las Escrituras, se conservó durante muchísimo tiempo en Jerusalén. Todos los manuscritos bíblicos nuevos se comparaban con este texto modélico al que se otorgaba general

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reconocimiento, y se corregían según él. Cuando los cruzados comenzaron a exterminar a la población judía de Jerusalén, se trasladó este ejemplar de la Bi­ blia a la tierra segura de Egipto. Maimónides utilizó este notable manuscrito para componer su ejemplar de la Torá. Lo escribió de modo que cada columna tuviese cuatro dedos de altura, el Canto del Mar Rojo y el Canto de Moisés seis dedos de anchura; cada co­ lumna contenía cincuenta y una líneas, cada rollo doscientas veintiséis columnas. El rollo entero, según nos informa el propio Maimónides, tenía unos 1366 dedos de espesor.10 En el tiempo que estuvo en Fostat, Maimónides tuvo la oportunidad de leer las obras de los mutazilíes, a los que sólo conocía de referencia.11 Estudió «lo que pudo conseguir» de ellos, aunque no tan de­ tenidamente como los escritos de los filósofos peri­ patéticos.12 Egipto tenía relaciones más estrechas con los centros orientales de la cultura árabe que España o Marruecos. Ninguno de los libros de los mutazilíes, en los que estos filósofos religiosos mahome­ tanos proclamaban a la razón fuente de conocimiento religioso, había llegado a España, según nos dice Averroes. Tampoco debieron llegar al norte de Africa.18 En consecuencia, según nos dice Maimónides, los ju­ díos andaluces, se habían mantenido libres de la in­ fluencia mutazilí. Por el contrario, los principales filó­ sofos judíos de Oriente, sobre todo los jefes de las academias babilonias, adoptaron sus doctrinas. Los mutazilíes criticaban implacablemente muchos ele­ mentos de la fe popular que la ortodoxia islámica consideraba elementos indispensables del credo. In­ tentaban purgar la idea de Dios de todos los concep-

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tos que menoscababan la creencia en la justicia y en la pure2a del Ser Divino. Aunque compartía algunos de estos criterios, Maimónides rechazaba principios individuales. Los mutazilíes rechazaban la idea de causalidad y decían: Lo que a nosotros nos parece una ley es sólo un «hábito de la naturaleza... No es una ley sino sólo cierta costumbre que Dios ha instituido en la naturaleza, de que ciertos fenómenos sigan a otros. Este orden de sucesión no es, sin embargo, inevita­ ble. No es inevitable que la falta de alimentos y be­ bida entrañe hambre y sed, sino que suele suceder eso. El caudal del Nilo aumenta y disminuye por há­ bito, pero no como resultado de procesos naturales causales. Todo acontecimiento es consecuencia de un acto creador de Dios, que determina normalmente el curso habitual de la naturaleza. La persistencia del hábito se corresponde con actos nuevos cada vez». Estam os habituados a adscribir la oscuridad a la au­ sencia de sol. Pero la oscuridad no es la consecuencia de la no presencia del sol. E s cosa creada.14 «Llam an ellos a esto la verdadera fe en Dios como el Creador, y dicen que quien no crea que esto es así niega que Dios sea el Creador. Y o creo, sin embargo, y cree conmigo todo hombre racional», dice Maimónides, «que uno habría de decir respecto a tales opiniones sobre la fe: “ ¡Queréis reíros de D ios como se ríe uno de un h om bre!".»15 Los mutazilíes seguían el principio de que no de­ bía prestarse atención a la realidad, dado que se ba­ saba en un hábito cuyo opuesto era igualmente con­ cebible. Pero Maimónides escribe: «L a realidad no depende de opiniones, son las opiniones las que de-

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penden de la realidad.1* «L os m utazilíes», continúa, «esgrimen sus proposiciones para demostrar que el mundo fue creado. En cuanto establecemos que el mundo fue creado, es evidente que el mundo tiene un Creador». Maimónides rechazaba este procedí* miento, que basa el conocimiento de la existencia de Dios en la cuestión de la creación del mundo. En su opinión, la máxima hazaña posible para un creyente amante de la verdad sería invalidar las pruebas de los filósofos sobre la no creación del mundo. «¡Q ué honor sería para mí poder lograr esto !» Comprendía, no obstante, que los filósofos habían tenido opinio­ nes diversas sobre este punto «durante tres mil años» y que se trataba de una cuestión que no podía resol­ verse; podía utilizarse, por tanto, como una premisa de la existencia de Dios. Los mutazilíes enseñaban también que todo lo imaginable es también concebible aunque pueda no estar de acuerdo con las formas de realidad que, des­ pués de todo, sólo se apoyan en la convención. Pero Maimónides concibe la razón como una autoridad ve­ rificadora que nos dice «lo que es inevitable, conce­ bible e im posible».17 ¿Cómo puede confiar uno en la imaginación, que no puede separarse nunca de la materia, y que sólo puede conocer a D ios como un cuerpo o un poder inherente a un cuerpo? Los mutazilíes se oponían a la idea de que el es­ tancamiento fuese una cesación de movimiento, la ceguera el cese de la visión, y la muerte el cese de la vida. Para ellos esas cualidades tenían una existencia positiva. D ios creaba el estancamiento en todos los sectores de un cuerpo estático como una cualidad que se recreaba mientras el cuerpo permaneciese estático.

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Consideraban la muerte del mismo modo. «Pero me gustaría saber», pregunta irónicamente Maimónides, «durante cuánto tiempo recrea Dios la cualidad de muerte en un hombre m uerto... Dado que hallamos los dientes de individuos que llevan muertos miles de años, Dios debe haber estado recreando la cua­ lidad de muerte a lo largo de esos m ilenios». Maimónides tenía que rechazar la concepción de lo negativo como una forma de existencia. Para él, el «n o » es la zona neutral entre la frontera de lo cognoscible y lo incognoscible. Esta zona, que para él existe sólo como una forma de pensamiento, pero cuya tangibilidad conceptual le es muy próxima, es la zona donde medita él sobre Dios y la teodicea.

Maimónides realizó su inmensa labor de codificación entre 1170 y 1180. Recibía consultas sobre la Ley de muchas poblaciones egipcias y también de otros países. Sus opiniones y dictámenes gozaban de un prestigio extraordinario y su fama crecía. Como su declaración conjunta con otros rabinos contra las normas de limpieza de los caraítas había tenido poco éxito, emitió un nuevo decreto en 1 1 7 6 :18 En él se amenazaba a toda mujer no observante con la pér­ dida de todo derecho sobre los bienes de su marido en caso de divorcio o viudedad. Este nuevo decreto lo redactó al parecer Maimónides, lo firmó el mismo grupo de maestros y doctores y se leyó en voz alta en todas las congregaciones egipcias. En el Código, Maimónides sigue rechazando también la influencia caraíta. Los eeonim, aparte de unas cuantas excepcio­ nes, no se habían mostrado activos a este respecto.

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Habían penetrado incluso influencias caraítas en la enseñanza gaónica de la Ley.1* Maimónides erradicó de una vez por todas estos elementos del pensamien­ to judío. Desde sus primeros años en Egipto, jueces de diversas comunidades egipcias, sobre todo de Ale­ jandría, habían consultado a Maimónides casos difí­ ciles.40 Y desde muy pronto, en la práctica, aunque no nominalmente, parece ser que se le reconocía como juez supremo. Incluso un antiguo dignatario, que vi­ vía en Egipto, y que se decía presuntuosamente «Yehudá, príncipe de todo el Exilio, descendiente de David, el ungido de D ios», confirmaba que los vere­ dictos de Maimónides eran «convincentes, persuasi­ vos e irrefutables». Pero Maimónides escribía por entonces: «Soy el menor de los sabios de España, cuya brillantez ha oscurecido el exilio. He estado siempre en mi puesto, pero no he alcanzado la sabi­ duría de mis antepasados, pues el mal y los días difí­ ciles han sido mi suerte, se me otorgó fatiga y no descanso. De ciudad en ciudad y de reino en reino me vi empujado. Pero tras el segador espigué por todos los caminos, recogí las espigas, las firmes y hen­ chidas, pero sin menospreciar las flacas y agostadas. Sólo en fechas muy recientes he hallado un hogar. De no haber sido por la ayuda de D ios y por las en­ señanzas de mis mentores, no habría recogido los frutos exiguos con que hoy me sustento».41

XII S u tta

- E ^ n 1174, murió Nureddin, y poco después murió Amalric, rey de los fran­ cos. Saladino, contento de librarse del miedo a su agobiante protector y de su peor adversario, vio el camino despejado para conquistar su herencia, Pales­ tina y Siria. Tras este giro político de los aconteci­ mientos, los judíos consiguieron también lo que hasta entonces les había parecido imposible. Se vieron li­ bres de Sutta, «el peor de todos los m ales». Un poe­ ta hebreo escribiría más tarde una crónica rimada, E l libro de Sutta el malvado, que habla de este su­ ceso memorable: «E l señor se compadeció de noso­ tros, destronó al arrogante y limpió las lágrimas de todos los rostros. Envió al mensajero fiel, señal del cielo, asombro de la época, Rabí M oisés (Maimónides), la luz de Oriente y Occidente, la luminosidad clara, la estrella que alumbra, «1 hombre más precla­ ro de su tiempo, asombro de su siglo desde Oriente

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a Occidente. É l encauzó la Ley, él restauró el orden, él arrojó los ídolos del Templo. A sí, por su interme­ dio, llegó para Israel la ayuda prim era». Maimónides, al tiempo que denunciaba a Ibn Abbas y al pseudoheraldo mesiánico del Yemen, era celebrado también como un salvador en Egipto. Pero la alegría por este éxito fue breve. E l pro­ blema de Sutta aún no había terminado. Faltaba lo peor. «D el tocón brotó una ramita. D e la semilla de serpiente salió una víbora. Sutta tenía un hijo, que había mamado abundante veneno de dragón. Se hizo violento y brutal como su padre. Siguió la senda de su progenitor, superándole pronto en maldad. E l hijo dijo al padre: “Yo te asistiré y te apoyaré*.» Y pen­ saron cómo podían recuperar el poder. Sabían, sin embargo, que Saladino era un gobernante justo, «que arranca las espinas, que barre terrores y no acepta la corrupción». Sutta se presentó ante el sultán y acusó a los judíos de complicidad con los enemigos de Egip­ to, de ocultar mensajeros de potencias hostiles en sus hogares y de proporcionarles alimento y bebida. Y como nosotros, declaró Sutta, nos mantenemos fie­ les al Estado, se han rebelado contra nuestra autori­ dad. E stas acusaciones parecieron sensatas al sobe­ rano y, con objeto de sofocar las actividades subver­ sivas, volvió a colocar en el cargo a Sutta, que era leal al gobierno, para que desde él pudiese vigilar lo que hacían los iudíos. E l triunfante Sutta volvía a ser. de nuevo, jefe de la comunidad. «Invadió las caderas de todos el temblor; y esto duró dos años.» En realidad, no está del todo claro por qué mo­ tivo fue repuesto en su cargo Sutta. La ruindad y la

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ambición difícilmente podrían haber ensanchado su programa, sus fines y objetivos, haciendo posible su poder. La elevada opinión que Sutta tenía de sí mis­ mo y de su cargo la demuestran el hecho de que so­ ñara ser precursor del M esías, y el uso que hizo de este sueño. Era también, supuestamente, un gran eru­ dito. Por todo esto, es probable que gozase también de cierto apoyo entre el pueblo y contase con una cierta aprobación. Maimónides había movilizado a los intelectuales recién emigrados para estudiar el modo de elevar el escaso nivel intelectual de los judíos egipcios. Su ac­ tuación iba dirigida principalmente a los caraítas, que es probable que utilizasen su elevada posición social y sus estrechas relaciones con la corte para repeler el ataque. Quizá protegiesen a Sutta como su represen­ tante ante el gobierno, y se convirtiese así en el es­ birro de las autoridades. Los cambios que había in­ troducido Maimónides en las instituciones sinagogales eran razón suficiente para avivar la aversión hacia él «con consideraciones de piedad». Las simpatías de los miembros más probos y conservadores de la co­ munidad palestina quizá se inclinasen hacia el hom­ bre que protegía el viejo rito venerable contra las reformas «im propias y no autorizadas» de aquel in­ telectual extranjero. Quizá se comunicasen estas ma­ quinaciones «revolucionarias», como ha sucedido tan­ tas veces en la historia judía, a algún departamento del gobierno. Dos años después de la reposición de Sutta, una campaña contra los cristianos llevó a su protector a Palestina y los judíos pensaron que había llegado el momento oportuno para actuar de nuevo. Pero como

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postergaron su actuación y no fueron capaces de man­ tener sus planes lo bastante en secreto, el hijo de Sutta detuvo a tres emigrantes judíos, los llevó ante el gobernador y dijo: «É stos son los conspiradores que los judíos ocultaban. Vinieron a Egipto de un país lejano para levantar al pueblo contra el sultán, y los judíos de aquí han estado apoyándoles». E l go­ bernador hizo azotar y encadenar a los tres judíos. Este incidente colocó a Maimónides en una situa­ ción precaria. La furia de Sutta habría de centrarse en el hombre que recientemente le había expulsado. Además, Maimónides había emigrado a Egipto del reino de los cruzados poco antes de que los francos se convirtieran de nuevo en los enemigos de Egipto. En aquel momento, todo el que procediese de un país cristiano corría un grave riesgo. Maimónides co­ rría el peligro de que se le considerase sospechoso de espionaje y del acoso de las masas recelosas.1 Sutta quizá supusiese que una denuncia contra Maimónides tendría éxito. En consecuencia, le denunció, acusándole probablemente de ser uno de los extran­ jeros implicados en actividades subversivas; alegó también que la resistencia de Maimónides al nagid nombrado por el sultán debía considerarse una ac­ ción contra el gobierno. Otro judío había sido cas­ tigado también por conspiración en otra ocasión an­ terior.3 E l asunto es que durante el gobierno de Saladino, hubo numerosas conspiraciones, y los con­ jurados estaban en contacto con los adversarios más feroces del sultán, los cruzados. En abril de 1174, Saladino tuvo que sofocar una peligrosa insurrección en su tierra; los rebeldes «querían restaurar el go­ bierno de los aliitas con la ayuda de los cristianos».

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Los chiitas, que aún no habían perdido toda su in­ fluencia, se oponían a Saladino, un sunita, y exigían un soberano descendiente de Alí. «T ras recobrarse de su sorpresa inicial, los seguidores de los fatimíes empezaron a crear sociedades secretas», y eligieron a un chiita del Yemen como sucesor del califa falle­ cid o * La historia ha extendido un velo sobre lo que le sucedió entonces a Maimónides. Todo lo que quiso él comunicar a la posteridad se contiene en una carta a un amigo, en la que dice que habían caído sobre él aflicciones y «desdichas públicamente conocidas», y que los calumniadores querían quitarle la vida.4 Su situación era peligrosísima. Dos de los judíos denunciados murieron en prisión a consecuencia de los malos tratos; y varias leyendas populares concuerdan5 en que Maimónides tuvo que ocultarse en una cueva porque sus adversarios le habían denun­ ciado calumniosamente a las autoridades. Estas fuen­ tes nos dicen también que continuó trabajando en el Códice en su escondite. En el relato de un testigo presencial brilla suavemente la atmósfera de aquellos años: un admirador de Toledo, que había jurado «no descansar hasta que hubiese visto a M aimónides», se puso en camino y viajó durante nueve meses, hasta llegar a Egipto. Pero no pudo encontrar a Maimóni­ des en su casa; y al principio nadie quería revelarle a aquel piadoso peregrino dónde se ocultaba el per­ seguido. «Tardé quince d ías», explicaría luego en sus memorias, «en conseguir información secreta de su paradero. Por fin, le hallé oculto en una cueva. Me reconoció y se puso muy contento al verme. Yo le dije: “M i señor, aquí estoy para serviros hasta que

D ios tenga piedad de vos. . Supo que Maimónides se había ocultado porque «le habían calumniado los sirvientes del rey» y querían perjudicarle; y que du­ rante su estancia en la cueva «había escrito siete li­ bros», probablemente siete de los catorce libros que formaban el Códice.®

XIII L a tran sfo rm ació n

F

-1—/n pocos lugares de la tie­ rra ha conmovido y fascinado tanto a las gentes el m isterio de la muerte como en el Valle del N ilo. E l pensamiento de los egipcios antiguos giraba en torno a la profundidad de este enigma. La pasión conmo­ vedora de O siris, que todos los años perece con la sequía de los campos y la muerte de las plantas, ocu­ pó el pensamiento egipcio más que ningún otro mito. La serie de desdichas de Maimónides no había acabado aún con su vida sombría en la cueva o con sus aflicciones. Un buen día recibió la noticia de que su hermano David, que se hallaba haciendo una tra­ vesía por el lejano Océano índico había muerto en el mar. E l sabio de Fostat, que había soportado con espíritu ecuánime todas las desventuras de la vida y cuya fuerza interior no habían logrado quebrantar las desdichas humanas, se desmoronó ante el poder de esta muerte.

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Su amor por David, al que «había criado en su regazo» había sido extraordinariamente intenso. En los años de problemas crecientes que siguieron a la muerte de su padre, la devoción mutua que se pro­ fesaban los hermanos se había intensificado más aún. Cuando falleció Rabí Maimón, David no sólo fue «el hermano y alumno» sino también el sustentador, el que ganaba el pan. Si Maimónides pudo llevar a cabo sus planes grandiosos fue sólo gracias al apoyo y la ayuda de su hermano. En su desamparo, durante las pruebas casi incesantes que hubo de arrostrar, su her­ mano le ofreció siempre consuelo y alivio. «M i única alegría era verle.» Pero ninguna confesión de amor y devoción pue­ de explicar un dolor como el que abrumaba a Maimó­ nides. Aquel dolor le aplastaba completamente; de­ sembocó en una enfermedad cardíaca larga y grave, seguida de una fiebre intensa y de una afección ner­ viosa de la piel. Se hundió en una melancolía abismal. «Estuve a las puertas de la m uerte», comentaría más tarde. Hubo de guardar cama enfermo un año, y du­ rante varios más vivió dominado por la depresión y la melancolía. «Aunque el paso de los años lo apaga todo, aún le lloro y no hallo consuelo.