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LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO Una Historia Moral de la Propiedad Espasa - Calpe 2008 Lengua: Castellano Encuadernación: Tapa

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LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO Una Historia Moral de la Propiedad Espasa - Calpe 2008 Lengua: Castellano Encuadernación: Tapa dura ISBN: 9788467029772 1ª Edición Año de edición: 2008 Plaza edición: Madrid LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO SECCIÓN OCTAVA De cómo la Propiedad se industrializó

“A menudo se ha descrito el cuadro de un ciego que al recobrar súbitamente la vista percibe la luz del alba y su sol llameante. Ante esa pura claridad lo inmediato es el olvido de sí, la admiración absoluta, pero a medida que el sol se eleva va percibiendo objetos en el medio, desciende hacia su propio fuero interno y descubre la relación recíproca. Cuando llega la noche el sol externo le ha ayudado a construir un sol interno, cuyas luces son más dignas de atención aún […] Retengamos esta imagen: contiene ya el curso de la historia universal, la gran jornada del espíritu”1.

XXVII. RECONSIDERANDO EL PROGRESO “Sucede a menudo que la creencia universal de una época […] se convierte para otra en un absurdo tan palpable que lo único difícil entonces es imaginar cómo semejante cosa pudo haber parecido alguna vez creíble”2. A grandes rasgos, el volumen previo examinó la evolución del comunismo premoderno reconstruyendo la historia moral del trabajo. Inspirado por la idea de que “el salario no es sino retribución de la servidumbre”3, el gran experimento de la civilización grecorromana fue asegurar la dignidad del hombre libre delegando todas las profesiones salvo la militar en el no libre, sostenido por auxilia de techo, rancho y sayal4. Desde la constitución del Imperio, cuando Roma ha agotado los botines externos, gran parte de su aparato productivo y distributivo descansa sobre ese trabajador subhumano, cuyo estímulo básico es evitar el látigo o las cadenas, ya que convertirse en liberto (esperando luego un par de generaciones hasta ser plenamente libre) depende sólo de su dueño. La tesis del ideal aristocrático -que el bien nacido sólo puede refinarse practicando el ocioparece tan evidente que ni un solo escritor latino relaciona el reino del trabajo no

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remunerado con la lenta agonía recesiva de Roma, ni con el hecho de que los profesionales libres se vayan arruinando indefectiblemente, y convirtiéndose en proletarios mantenidos con vales de economato. Andando el tiempo, cuando la única fuente regular de liquidez sea capturar buenos ejemplares de europeo para vendérselos a bizantinos y árabes, la penuria hace imposible seguir prestando auxilia al esclavo y aparece el siervo, que carga con su propio mantenimiento sin dejar de deber sumisión y tres días semanales de trabajo en las tierras del señor. Pero lo mismo que hace demasiado caro mantener al subhumano impide sufragar una represión organizada de desertores. Tras un milenio largo de subsistir a sangre y fuego, ese reparto del esfuerzo –llamado entonces Paz de Dios- alcanza el fondo de la miseria y rebota en dirección opuesta con los primeros gestores de caravanas, gente dispuesta a emanciparse precisamente cobrando su trabajo, que al restablecer la circulación de efectivo lo cambian todo. Para empezar, que haya compradores convierte al campesino en alguien capaz de sembrar un kilo de grano y cosechar diez, cuando el reino del trueque mantenía el rendimiento en dos o tres. Junto al orden impuesto por cuna o conquista despunta el de quienes saben promoverse estimulando el intercambio, que son demócratas incluso antes de saberlo y abanderan un retorno del ingenio hacia lo práctico. Por lo demás, la matriz de donde parten estos prófugos de la gleba sigue siendo formada en el cristianismo antiguo –santa pobreza, respetando el poder establecido5-, y aunque muchos desafían ambos principios otros cumplen el espíritu de la verdad revelada no detestando al rico por cuna o estamento, sino al nuevo rico. Los siglos oscuros fueron un ensayo de autarquía económica donde los negotiatores desaparecieron, la tierra se hizo intransmisible y el hecho de que el metálico desapareciese fue saludado como antídoto idóneo para la codicia. “Lucro”, por ejemplo, será un término lo bastante obsceno como para abandonar las crónicas del siglo VII al X. Desde el siglo siguiente, la antítesis entre Dios y el Dinero es puesta en entredicho por una circulación monetaria que potencian las primeras formas del cheque y la letra de cambio. La incipiente mercantilización representa un seísmo para el imaginario ebionita o pobrista6, y comienzan ensayos de “restitución” anticipados por la gran cruzada de santos indigentes (pauperes), que tras reunir a cientos de miles se lanza en 1097 a conquistar un sepulcro remoto y por fuerza vacío. Como pudimos ver en detalle, el sentimiento de haber olvidado el más allá inspira al monje mendicante y a una sucesión de profetas y movimientos opuestos al prosaísmo del más acá, y cuando Reforma y Contrarreforma coincidan en bendecir el profesionalismo -proponiendo que el buen cristiano debe hacerse razonablemente rico-, la causa de la santa indigencia reacciona con un siglo de guerras campesinas guiadas por teólogos comunistas. Nada más impecablemente justo que dejar atrás al esclavo y al siervo, si bien esto es también un mecanismo multiplicador de las desigualdades. Aunque el ahogo unido al reino de la limosna empieza a girar hacia el desahogo que trae un desarrollo de las profesiones, con el cual se multiplica una eficiencia excluida hasta entonces por la regla de separar el trabajo del estímulo económico, esto significa inyectar movilidad social en

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un sistema estructuralmente inmovilista. Como la promoción resulta más lenta y difícil en el marco rural, la movilidad se concentra siempre en migraciones del campo a la ciudad, y lo decisivo para que el paso del labriego al proletario sea pacífico o explosivo va a ser la diferencia entre un goteo y un torrente. Desde el siglo XVI hasta finales del XVIII el ritmo migratorio se mantiene relativamente estable, definiendo una época de eclipse para figuras e iniciativas comunistas. Cuando la industrialización acelere vivamente esa tasa, creando masas proletarias, estarán dadas las condiciones para acabar viéndolas condenadas al estancamiento, e incluso a una miseria creciente. Para entonces empieza florecer el espíritu romántico, convencido de que glorificar el trabajo fue una forma perversa de agudizarlo hasta el embrutecimiento, y este clamor por haber tomado la dirección errónea se transforma en programa político cuando los tribunos jacobinos promuevan la emancipación del sans culotte, prototipo de trabajador patriótico explotado por capitalistes hostiles al bien nacional. De ahí que trascender el Viejo Régimen sea en principio impulsar el librecambio, aunque empiece exhumando las objeciones tradicionales al mecanismo de mercado y remozando el paternalismo clásico con los primeros perfiles del Estado totalitario. En función de cada cuerpo social, un proceso de transición democrática encuentra como gestores a Franklin y Jefferson o a Marat y Robespierre, que a fin de cuentas capean como mejor saben la galerna desatada por el desperezarse de una industria a gran escala. Sujeta al proceso innovador que desde Schumpeter llamamos “destrucción creativa”, una racionalidad donde el cultivo del riesgo y el rendimiento son inseparables produce una civilización triunfante y al tiempo insatisfactoria, llamada a vencer sin convencer, cuyo avance deja atrás plazas fuertes del vencido7. Su éxito evoca apoyo tácito e intenso resentimiento, como muestra la recepción del Derechos del hombre (1792) de Th. Paine, donde encontramos por primera vez la mención al triunfo de una “sociedad comercial” sobre una sociedad “militar”8. Brillante y oportuno como sus demás panfletos9, este se escribe cuando la pareja real francesa está procesada por alta traición, y subraya que el tránsito de la autocracia al liberalismo puede y debe hacerse “sin convulsión o venganza”, imitando a la Revolución americana, o será una iniciativa regresiva. Identificar “derechos naturales e intereses”, añade, ha abierto un horizonte de “paz, civilización y comercio”10, donde las relaciones involuntarias del despotismo (cuna, nación y credo) van siendo sustituidas por relaciones voluntarias, cuyo prototipo es comprar y vender11. En definitiva, la industria constituye la alternativa real al reino de la mitra y la espada. Su texto se convierte en superventas cuando Paine no está ya en Inglaterra sino en Francia, donde ha sido elegido diputado de la Convención Nacional, y nada puede sorprenderle menos que verse procesado en su país por estímulo a la sedición y el disturbio. Sin embargo, en Inglaterra la sociedad comercial es un secreto a voces, y la indignación del rey Jorge III no deja de cumplir todos los requisitos procesales al juzgarle in absentia. Quien surge como juez imprevisto e implacable es Robespierre, que violando su inmunidad parlamentaria le pone en cola para pasar por la guillotina poco después de aparecer la versión francesa del texto (1793). La Comuna de París está reinventando algo tan curioso como el absolutismo antidespótico, y el himno de Paine a la industriosidad y la aristocracia del mérito es vitriolo para el Comité de Salud Pública,

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que quiere salir victorioso de una guerra entre patriotas y acaparadores disparada por el complot del pan12. 1. Grandezas y miserias del competir El industrialismo es ante todo una explosión de trabajo, apoyada sobre una compenetración providencial de empleadores y empleados, trabajadores por cuenta propia y por cuenta ajena. El empleador industrial inventa y fabrica simultáneamente, impulsado por una épica de frontera y descubrimiento donde amasar dinero es sólo la confirmación externa de haber triunfado en un empeño vocacional, análogo al del artista y el científico, y eso hace de él un mutante invisible durante poco menos de un siglo, mientras periodistas y economistas insisten en confundirlo con quien aporta metálico o tierras a un negocio. Comparados con este enterpreneur, tanto el gremial tendero como el más individualista importador-exportador13 son mercaderes timoratos y miopes, relegados a un segundo plano por quien inaugura negocios inauditos atendiendo al volumen de crédito requerido, y a depender de una propiedad fundamentalmente intelectual, que estimula el conocimiento porque descansa sobre su explotación. A estos efectos es básico que comprar y vender patentes sea posible en Inglaterra ya desde 170514, gracias inicialmente a la industria editorial, pues algunas décadas más tarde incentivará al inventor-fabricante protegiéndole del plagio y el anonimato. Ninguna proeza es menos mecánica que aprender a producir algo mecánicamente, y resulta difícil imaginar un empeño tan individualista y cargado al tiempo de función social. El artículo multiplicado por la máquina cuesta menos, su consumo se democratiza en proporción a ello, y los beneficios de producir masivamente bastan para sostener una demanda masiva de operarios, que los últimos campesinos atados a su gleba (los indentured servants) aprovechan para emanciparse. Precisamente entonces el vallado y la mecanización del cultivo están creando explotaciones donde sobran muchos sirvientes, y el señorío rural puede compensar la pérdida de braceros asociándose con los inventores-fabricantes, que además de metálico necesitan tierras y edificaciones. A fin de cuentas, un mismo e insólito negocio –el de abaratar drásticamente tal o cual producto- reúne a nobles, banqueros, genios empresariales y antiguos siervos, y una vez más el desarrollo económico sostiene sin necesidad de buscarlo el de las libertades políticas. Hasta en los últimos rincones del campo, un contrato de servicios sustituye al genuflexo juramento del vasallo: “Nunca tendré derecho a retirarme de vuestro poder y protección”15. Por otra parte, la desigualdad impuesta en función de cuna y estamento mantenía a raya la desigualdad personal, un elemento que se agiganta cuando el antiguo inferior tenga ante sí una opción de empleo por cuenta propia o ajena, pues eventualmente nada impide acabar apostando por lo uno y por lo otro. Ambos caminos pasan por adaptarse a la pauta competitiva del mercado, en un caso apostando por la innovación y desplegando un esfuerzo ilimitado para prosperar, y en el otro aprendiendo a serle útil o imprescindible a cada empleador. El juego de la competencia ha desintegrado la rigidez del amo y el siervo, pero la conciencia quiere compartimentos morales estancos y reelabora el abismo entre ricos y pobres por cuna como distancia entre capital y trabajo,

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una dualidad tanto más llamativa cuanto que el capitalista por definición –la pequeña franja de entrepreneurs- resulta ser un adicto incondicional al trabajo, y el rótulo de trabajador corresponde en exclusiva a quien espera impaciente el fin de cada jornada. Por lo demás, estos segundos serían masoquistas si aceptasen gustosos las condiciones laborales ofrecidas al comienzo de la revolución industrial, y el futuro consistirá básicamente en ver si dichas condiciones pueden mejorarse manteniendo la competencia como regla de juego. La vocación del empresario es el esfuerzo competitivo llamado agon por los griegos16, una forma de racionalidad que no necesitar líder o programa para transformar no sólo la fisonomía del agro y los entornos urbanos sino la estructura social y el uso del tiempo. Los empleados por cuenta ajena lo aprovechan para dejar atrás la servidumbre aunque acarician el proyecto de una sociedad no agonística, donde las angustias de la rivalidad sean sustituidas por el sosiego de la cooperación. El triunfo incondicional del capitalismo –simbolizado por la industrialización a gran escala- coincide por eso con el nacimiento del socialismo, un sistema que se distingue básicamente de las tesis igualitaristas previas por no rechazar el progreso técnico, sino tan solo la regla competitiva del mercado17. Su profunda indeterminación cultural (podrá ser ateo y teocrático, democrático y autoritario, belicista y pacifista) no supone una pareja flexibilidad ante el bien y el mal en sentido maniqueo, y sus primeras etapas ofrecerán un grandioso refuerzo a la idea del pobre como alguien condenado a serlo porque el rico acapara. Pero esto son generalidades, que la historia se encargará de matizar y profundizar con la luz de su detalle. Los brumosos perfiles del capitalismo Aunque se persigan con tanta saña, monárquicos tradicionalistas y jacobinos detestan por igual aquello que la mercantilización del mundo ha ido suscitando, y la ingenuidad de Paine fue imaginar que ir sustituyendo la herencia por el esfuerzo sólo incomodaría al privilegiado. El programa liberal complace a bastantes, pero no deja de ser blasfemo para el fundamento religioso del victimismo18, y reaviva de modo enérgico la idea evangélica del comercio como estafa y foco infeccioso (míasma). Ahora el empleo ha llegado a depender crucialmente de la minúscula fracción formada por los adelantados de la innovación tecnológica, cuya sed personal de éxito basta para sostener en la existencia a un número sustancialmente mayor de personas, catalizando una transición demográfica en toda regla. Aquello que se anuncia con humos de fábrica, fragor mecánico y masas de desarraigados sólo puede florecer como fruto de la compenetración social, y es de hecho la forma más práctica de lograr que la vida pueda ganarse -en vez de retenerse ofreciendo sumisión y servicios gratuitos a un amenazante protector-, pero por eso mismo reanima también la discordia. Mientras el trabajo se generaliza y crece en exigencia, ningún contemporáneo de Paine sabe con certeza si el sistema industrial “hace más rico al rico y más pobre al pobre, siquiera en términos relativos […] o si cambia sustancialmente las participaciones a favor de los grupos con menores ingresos”19. Comprobaremos que esta cuestión suscita en círculos conservadores y revolucionarios las más diversas cábalas, prácticamente todas inclinadas a disociar los intereses del capital y el trabajo, y sólo la distancia histórica nos permite trascender el dominio de lo conjetural. Hoy, para nada entonces, sabemos que hubo una primera ola20 de crecimiento (la propia Revolución Industrial,

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fechada entre 1770 y 1840 aproximadamente), a la cual siguieron varias más hasta nuestros días, cuyo detalle revela una sucesión de episodios expansivos y recesivos donde la fase de boom suele ser más extensa que la crítica, sin perjuicio de hundirse ocasionalmente en depresiones agudas como las de 1812-1815 y 1873-1877, quizá las peores del siglo XIX. La curva que resulta de correlacionar años y producto rara vez detiene su marcada progresión ascendente, y para nosotros es de dominio público algo que hubiese dejado estupefactos a Jorge III y Robespierre: entre la máquina de vapor (1784) y la Gran Guerra (1914), el poder adquisitivo crece a un promedio del 2 por ciento anual21, elevando la renta per capita en casi trescientos puntos. Sin embargo, lejos de ir aboliendo el estigma del comercio este incremento gradual del ingreso y el gasto va a potenciarlo, hasta desembocar en un planeta donde la mitad de la población será oficialmente comunista. Para entonces los adeptos sentimentales a ese sistema florecen todavía más en la parte no colectivizada, y nuestro conocimiento de la naturaleza humana se ahonda viendo de cerca cómo llegó a ocurrir tal cosa. Genéricamente, el fenómeno puede resumirse diciendo que con los colosos individuales de la gran industria eclosiona el socialismo, una criatura proteica prolongada hasta nuestros días. El camino conducente a la verdad interesa en medida infinitamente superior que una verdad u otra, y situarnos en esa senda nos retrotrae a un punto de partida sobremanera preciso. Hacia 1800 nada es tan frecuente como ver en la industrialización una amenaza no sólo moral sino física, un criterio del cual sólo disiente un visionario como Saint-Simon, rodeado por tecnófobos e industrialistas agoreros que le han quitado su mayúscula al progreso. Al hombre de ese momento le ha tocado comprobar que la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano será derogada poco después por el Terror, y que los trece primeros años del nuevo siglo estarán dominados por el intento de exportar la Révolution, dirigidos por un titánico Bonaparte que provoca cuatro o cinco millones de muertos, y el doble o el triple de inválidos. Para colmo, la larga paz que sanciona el Congreso de Viena en 1815 debe pagarse con algunos años de alto paro en minería y metalurgia, dos sectores directamente estimulados por la guerra y de los cuales depende mucha creación de empleo. Cunde entonces la certeza de que el XVIII había sido un periodo de inusual optimismo, donde la riqueza fue acumulándose sin alimentar desgarramientos. Pero al fin llega un largo periodo sin guerras22, los recursos del sistema industrial se tensan aprovechando una red antes restringida por las hostilidades, y el efecto es una apabullante multiplicación de procedimientos, productos y servicios. En la alternativa del ser y el deber ser, unos pocos entienden que la riqueza se redistribuirá de modo espontáneo, simplemente creciendo23, mientras la mayoría espera reformas de mayor o menor magnitud. Como en Francia las ansias de holocausto han podido satisfacerse a manos llenas, la causa comunista entra en una fase de latencia, y el escenario político queda librado algún tiempo al debate entre distintos liberales y distintos partidarios del poder absoluto, que van entrando tímidamente en conversaciones. Más en concreto, lo que hasta entonces era una crítica sólo teórica del proteccionismo progresa en la práctica hasta una derogación efectiva de barreras arancelarias en Inglaterra, cuando un gobierno de tories apoye a los whigs del movimiento Libre Cambio, una facción parlamentaria inspirada por la escuela de

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Manchester. Desde ese momento, los sucesivos gabinetes británicos irán recayendo sobre estadistas insignes, a la altura de un país que es capaz de reducir a menos de la mitad el número de niños muertos antes de cumplir los cinco años24. Es también en Inglaterra, y en el preciso quicio de un siglo y otro, cuando la sensación de haberle encendido la mecha a un barril de pólvora cobra tonos apocalípticos en el Ensayo sobre la población (1798) de Malthus, que presenta el avance tecnológico como cebo para una multiplicación insostenible de bocas hambrientas. El subtítulo advierte contra “las especulaciones del señor Godwin y el señor Condorcet” -casualmente los ensayistas más leídos del momento-, que alimentan la inconsciencia reinante con su confianza en los poderes ilimitados de la innovación. Son insensibles ante la “bomba” demográfica, y ante la posibilidad de que un ahorro y una inversión multiplicados funcionen como “plétoras” contraproducentes, capaces de “destruir los motivos de la producción, y disminuir aún más los ya bajos beneficios”25. Las coincidencias de los criticados por Malthus empiezan y terminan en pensar que el ingenio humano es capaz de grandes cosas, pero saber algo más sobre cada uno nos ayuda a ir desbrozando el clima doctrinal del momento. 2. Alarmismo y esperanzas W. Godwin (1756-1836), contertulio de Paine, futuro suegro de Shelley y abuelo espiritual del doctor Frankenstein a través de su hija Mary, empezó siendo ministro disidente (dissenter) de la Iglesia bautista, y acabó queriendo emancipar al hombre “de esos sueños sobre el más allá que agitan sus miedos”26. En 1793, cuando la guillotina funcionaba ya a pleno rendimiento, simpatiza con los ideales jacobinos sin transigir con su terrorismo y expone un sistema ácrata o de “sociedad sin gobierno” que será el faro de la nueva generación romántica27, congregada previamente en torno a Rousseau. Conocido desde entonces como anarquismo intelectual, este sistema ético-político postula que la individualidad -depositaria única del intelecto (mind) y fuente por tanto de cualquier idea correcta- resulta ancestralmente oprimida por gobiernos cuyo interés se cifra en perpetuar la dependencia y la ignorancia. Así seguiríamos indefinidamente, de no ser porque la diseminación del conocimiento opera en sentido inverso al de la imposición autoritaria, y acabará consagrando el “más riguroso ejercicio del juicio privado”. Para entonces “la justicia se cumplirá sin coacción”, como en la edad de oro cantada por Ovidio, y no sólo la propiedad privada sino los vigilantes externos representados por policías, cárceles y tribunales habrán desaparecido. No hay filosofía más atractiva para el ciudadano en cuanto tal que la libertad absoluta de pensamiento, ni esperanza más noble que un triunfo de la inteligencia sobre cualquier guía distinta de la suya. Aristóteles dijo que el intelecto (nous) es lo divino del hombre, y Godwin piensa que “sólo la más plena independencia de criterio dispara la conquista de la materia por la mente”28. Esto apunta a un gran concepto –el de la historia humana como despliegue de una libertad fundida con el progreso del saber-, si bien Godwin lo amalgama con un rechazo sentimental de la industrialización29, superponiendo a su idea del orden autoorganizado un modelo provinciano de existencia. El Estado será trascendido precisamente por “pequeñas comunidades autárquicas”, donde cada cabeza de familia tendrá la parcela “justa” para mantenerse, y el dinero volverá a hacerse innecesario. El lujo “no es socialmente útil […] sino directamente opuesto a la

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propagación de la felicidad”, y si los individuos se limitasen a producir “las cosas necesarias” tendrían bastante trabajando “media hora diaria”30. En otras palabras, el reino de la libertad incondicional equivale a lo contrario de libertad para emprender, pues el comercio se sigue concibiendo en términos rigurosamente ebionitas. Por ejemplo, las grandes fábricas y compañías se habrían desintegrado solas (by themselves) si no hubiesen contado y contaran con el apoyo de tiranos y privilegiados. Para Godwin, las sociedades comerciales no fueron los enterradores del feudalismo sino acólitos o seudópodos suyos, especialmente perversos porque concentran la anarquía en el único campo del obrar humano donde el anarquismo produce infelicidad colectiva. El reino del juicio privado soberano coincide en la práctica con un abandono del laissez faire, y el libro concluye con la propuesta de que esperemos el advenimiento de la sociedad sin Estado “barriendo los prejuicios que nos atan a la complejidad, mediante una forma sencilla de gobierno”31.

La alternativa no quijotesca El barón de Condorcet (1743-1794), segundo blanco de Malthus, fue un girondino fulminado por la inquisición jacobina que nunca se acercó al ideal de un gobierno simple. Al contrario, mucho antes de ser perseguido32 había estudiado las ventajas de la complejidad aplicando el cálculo de probabilidades a las decisiones tomadas por mayoría, desembocando en dos conclusiones memorables. La primera es el teorema de los jurados, según el cual aumentar el número de deliberantes (electores) reduce el margen de decisión incorrecta; la segunda –conocida como paradoja de Condorcetdescarta esa ventaja de electores crecientes cuando en vez de dos quepan tres o más veredictos. Su Ensayo sobre los progresos de la mente humana, que se publica póstumamente en 1795, tiene en común con el Political Justice de Godwin escribirse al mismo tiempo, ver en la inteligencia lo divino del hombre y rechazar sin condiciones que se le imponga el “yugo de la autoridad”. Con todo, la acracia de Godwin mira el devenir linealmente, y la democracia de Condorcet anticipa la idea del movimiento que expondrán Hegel y el evolucionismo. “No sólo la misma cantidad de tierra mantendrá a más personas, sino que todos tendrán menos trabajo que hacer, producirán más y satisfarán sus deseos con más plenitud […] La duración de la vida es indefinida en el más estricto sentido de la palabra […] El lapso vital seguirá creciendo si no lo impiden revoluciones físicas del sistema. […] Y no será imposible transmitir la agudeza sensorial alcanzada […] ni las facultades intelectuales y morales”33. Godwin había previsto que “en el futuro aprenderemos a mirar con desprecio la especulación mercantil, la riqueza comercial y la preocupación por el lucro”34. Condorcet se acercó más al futuro, y encontrarnos con ambos aglomerados por Malthus como visionarios insensatos subraya las dotes persuasivas del miedo, que es prácticamente el único eje de su Ensayo sobre la población35. Pero las inconsistencias de este libro no alteran su valor como reflejo de una tercera postura, ni ácrata ni demócrata, que propone ingeniería social y tiene como prioridad absoluta controlar la natalidad del proletario36. Una industria nacida poco a poco ha logrado ya por entonces que un empleado no hile un metro al día sino más bien al minuto, y avances no menos

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gigantescos en metalurgia, minería, química industrial y transporte redondean algo tan estimulante como aparentemente aterrador: un sistema productivo que a su capacidad prodigiosa añade la de tener vida propia. Atendiendo a Víctor Hugo, y a otros cultivadores del sentimentalismo, la fase más “salvaje” de la industrialización ocurrió mientras el público lector miraba hacia otra parte. Pero ya antes de caer Bonaparte toda Europa admira fervientemente al galés R. Owen (1781-1858), una demostración viva de cómo conciliar lo humanitario y lo rentable. Su Una nueva visión de la sociedad (1813) está avalado por probar cómo cierta fábrica textil grande37 puede obtener buenos rendimientos año tras año, sin perjuicio de invertir en vivienda, higiene e instrucción de los obreros, además de subirles el sueldo y reducir jornada. Formado profesionalmente en Manchester, donde esos métodos para elevar la productividad no eran en modo alguno desconocidos, Owen explicaba el “milagro” a sus innumerables visitantes -entre ellos el futuro zar Nicolás I- diciendo que “a Malthus se le olvidó calcular cuánto mayor sería la cantidad producida por personas inteligentes y laboriosas”38. . 3. Una bifurcación precoz del liberalismo39 En el París de 1803, diez años antes de que Owen fascine a Europa desde su factoría, la Révolution está entrando en su etapa de dictadura bonapartista. El afán de grandezas imperiales va a retrasar sensiblemente el desarrollo del país, pero un estado de paz interior basta para que la urbe haya dejado atrás las hambrunas previas, y los pronósticos sombríos tropiezan con dos libros muy bien recibidos por la crítica y el público culto. Uno es el Tratado de economía política del hugonote J. B. Say (17671832), que se convierte casi de inmediato en un clásico40; el otro es De la riqueza comercial, un ensayo de J. C. L. Simonde (1773-1842), mejor conocido como Sismondi, que empieza diciendo: “Las obras se multiplican y cambian el aspecto del mundo; las tiendas están llenas, en las fábricas son admirables los poderes que el hombre ha sabido rescatar del viento, del agua y del fuego para realizar su propia obra [...] Cada ciudad, cada nación rebosa riquezas, cada una desea enviar a sus vecinas las mercancías que le sobran, y nuevos descubrimientos científicos permiten transportarlas con una velocidad asombrosa. Es el triunfo de la crematística”41. El análisis de la oferta Say, uno de los pioneros en mecanizar las hilaturas de algodón en Francia, se niega a bendecir el dirigismo napoleónico y hasta después de Waterloo ve prohibida la reedición de su Tratado, donde se presenta como simple introductor de Smith. Sin embargo, Smith daba por supuesto que el producto podía computarse como suma de las rentas inmobiliarias, las del capital mobiliario y los salarios, un esquema que Say modifica radicalmente al añadirle “la empresa”. Tras milenios de miseria por no producir lo bastante, le parece algo a caballo entre la futilidad y la mala fe temblar ante el hecho de que la abundancia crezca con desvíos e incluso retrocesos. En definitiva, no es ecuánime ver en los periodos de baja actividad casualidades tan inmerecidas como un terremoto42. Dejar atrás el sistema de privilegios implica que producción y consumo se ajusten por tanteos, sujetos a exigencias de imaginación y oportunidad desconocidas

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para los gremios; pero el nuevo actor económico, el inventor-fabricante, no es sólo un juguete de la suerte sino el instrumento de una aristocracia del intelecto y el esfuerzo, que derrama visiblemente sus ventajas. “Quien asume el riesgo y la dirección de una empresa laboral” nunca podrá multiplicarse “de modo gregario”, pues tiene demasiados “obstáculos que remontar, ansiedades que reprimir, contratiempos que subsanar y expedientes que proyectar”43. La segunda idea célebre de Say es su teoría del equilibrio general o de las “salidas” (débouchés), expuesta al decir que “la oferta de X crea la demanda de Y”. Nadie dudaba ya de que las economías políticas fuesen un juego de magnitudes interdependientes, donde sumar o restar en cualquier factor altera por fuerza todo el resto, pero el análisis de la interdependencia descubre que del mismo “fondo” surgen bienes y adquirentes. Es algo que se observa con especial nitidez en momentos de crisis, añade, donde la producción declina antes que el consumo y se recobra antes también, porque aquello que visto desde un sector constituye un desfase entre expectativas no lo es atendiendo a demanda total y oferta total. Como el conjunto de las empresas produce siempre cosas complementarias o equivalentes, en una economía compleja el equilibrio no es sinónimo de crear sólo lo destinado a adquirirse, sino de que “las demandas aumentarán en la mayoría de los casos si aumentan las ofertas, y disminuirán si ellas disminuyen”44. Sólo más adelante, en el prólogo a la edición norteamericana de su Tratado, encontramos la expresión llamada desde entonces ley de Say o de los mercados: “la demanda de un artículo es inaugurada por su propia producción”45. Atento siempre a evitar el doctrinarismo46, no vio allí una ley o siquiera un argumento, sino algo aparejado al “continuo” de generación-consumo, llamado a crecer no sólo a despecho de sino merced a sus crisis, pues en la práctica son ajustes orientados a restablecer condiciones viables para los negocios, tras fases donde demasiados activos se sobrevaloran. Le habría asombrado, quizá, ver cómo el emparejamiento de ofertas y demandas acabó otorgando un estatus de autonomía al marketing, que es una técnica de condicionamiento diseñada para invertir el orden espontáneo del deseo. Sin embargo, hasta los críticos más acérrimos de la autorregulación asimilarán su idea de la interdependencia, que equivale a la posterior ley keynesiana: los ingresos de una persona son los gastos de otra47.

El análisis de la demanda Su colega Sismondi, que en 1803 celebraba el triunfo de la “crematística”, revisa profundamente criterios en Nuevos principios de economía política (1819), una obra escrita tras residir algún tiempo en su admirada Inglaterra, “cuya opulencia golpea los ojos de todos sin atender a la ventaja del pobre”48. El país, que ha abandonado el patrón oro en 1797 para hacer frente a su guerra con Francia, y está pendiente de restablecerlo, crece alternando la inflación con puntuales caídas de precios en sectores afectados por algún hartazgo de stocks, que repercute sobre el operario con desempleo y salarios a la baja. A largo plazo el equilibrio va restableciéndose automáticamente, aunque con “aterradoras cantidades de sufrimiento” que podrían ser evitadas si “el poder social regulase el progreso de la riqueza”. Nos equivocaríamos, sin embargo, suponiendo que Sismondi aboga por algún tipo de planificación, pues detesta cualquier “centralismo”,

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venera la libertad política y económica como valor supremo y está en realidad inventando el liberalismo postindustrial, que ofrece a la mano de obra no especializada un sistema de normas orientado a mejorar sus condiciones de trabajo y sus ingresos: “Say y Ricardo49 han llegado a la conclusión de que el consumo es un poder limitado sólo por la producción, cuando de hecho está limitado por el ingreso […] Anunciando que cualquier abundancia producida encontraría consumidores, ambos estimularon al productor para que causase el empacho de manufacturas que tanto perturba hoy al mundo civilizado, en vez de advertir que todo incremento de la producción no acompañado por el correspondiente incremento en ingreso ocasionará pérdidas a alguno. Con análogo despiste, el sr. Malthus ignora que la cantidad de alimento producida por la tierra podrá crecer con extrema rapidez durante mucho tiempo, y que la causa de todas las penalidades de la clase trabajadora no es el crecimiento incontrolado de su número, sino la desproporción de su ingreso”50. Uno por uno, los fenómenos de sobreproducción fluyen de errores inevitables antes o después, dada nuestra limitada capacidad para calcular el deseo ajeno (e incluso el propio), pero eso no modifica que dependan globalmente de algo evitable como el subconsumo. Sismondi se asegura con este análisis un puesto en la historia del pensamiento económico, pues llevarlo adelante implica adivinar los conceptos de ciclo y demanda total o agregada51, introduciendo el tiempo en los procesos de un modo más preciso que nadie hasta entonces52. Nadie había dicho tampoco que una economía donde los productores no pueden adquirir gran parte de la producción es ineficiente, y que dicho criterio sólo puede adoptar visos de necesidad objetiva desde hábitos mentales heredados del sistema preindustrial. Para Sismondi, la “civilización” depende de que la mayoría del cuerpo social acepte motu proprio las reglas del orden establecido; y es absurdo imaginar que la masa laboral pudiera asumir una mentalidad de clase media sin incorporarse al consumo y a la propiedad. Algunos verán en ello un mero desiderátum filantrópico, pero él insiste en que resulta esencial a la vez para asegurar la concordia y mantener el crecimiento. Por lo demás, Sismondi alterna lucidez con sentimentalismo, y el detalle de sus propuestas es una combinación ambigua de ideario liberal53 con planteamientos en la línea de Godwin u Owen. Juiciosamente audaz, por ejemplo, es promover la sindicación del obrero y el salario mínimo. No cabe decir lo mismo de sugestiones como volver a la pequeña empresa, o aprovechar el registro de patentes para “limitar el crecimiento de la técnica, evitando la obsolescencia de procedimientos y manufacturas tradicionales”54. Ha inaugurado una teoría del desarrollo basada en suavizar sus altibajos, y aunque en la práctica esto se centre en lo retrógrado por excelencia -oponerse a la innovación-, la coyuntura política asegura una acogida calurosa de su proyecto en todos los sectores sociales alarmados por el poder creciente del industrial. Los conservadores sólo pueden contrarrestar la influencia de ese pujante grupo organizando una alianza de propietarios pequeños con no propietarios, y décadas después las tesis sismondianas se concretarán en los sistemas de seguridad social promovidos por Disraeli y Bismarck en Inglaterra y Alemania. A despecho de sus nostalgias, la impronta liberal de Sismondi le hizo ser tan poco doctrinario como Say. Subrayó que un plan detallado para robustecer la demanda

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desbordaba su capacidad, y sus Nuevos principios de economía política son un llamamiento recurrente a “unir las luces de todos”55. Un brote de melancolía hizo que poco antes de morir escribiese: “Abandono este mundo sin dejar la más mínima huella, y nada puedo hacer ya por remediarlo”56. En realidad, había contribuido decisivamente a que el Estado asumiese funciones de estabilizador e impulsor de la economía, dirigiéndose “tanto al corazón como a la cabeza”. Sobresalió por erudición en una época donde empezaban a abundar los eruditos formidables57, y aunque nunca se alinease con la autogestión obrera todos los convencidos de su conveniencia le tomaron por precursor. No en vano había devuelto la expresión proletarius al habla común.

Antonio Escohotado Julio, 2009

NOTAS 1 Hegel 1967, pág. 82. 2 Stuart Mill 1984, p. 6. 3 Cicerón, Sobre los oficios I, 42. 4 Incluso Atenas, cuyos éxitos iniciales parten de una clase media muy emprendedora, tuvo algo después una docena de esclavos por cada ciudadano laboralmente útil, y arruinó con esa competencia a sus profesionales libres. Sobre los puntos de partida para esa creciente delegación véase vol. I, págs. 48-53. 5 Jesús manda “dar lo suyo al César”, y san Pablo ha aclarado que “los esclavos deben servir fielmente a sus amos” (Efesios 6:7). 6 Véase vol. I, págs. 139-150. 7 Cf. Schumpeter 1975, págs. 69-155. Por lo demás, su pionero y admirable análisis omite lo unitario del sentimiento anticapitalista, representado por la continuidad del comunismo teológico y el laico. De ahí que relacione las formas más obstinadas de anticapitalismo con “un tipo de radical cuyo fundamento es sólo estupidez, ignorancia e irresponsabilidad” (ibíd., pág. 129). 8 La prelación de Paine es argumentada por Halévy 1904, p. 71. 9 Sentido común (1776) argumentó y difundió los principios de la independencia norteamericana. Los artículos reunidos en La crisis americana (1776-1783) fueron vitales cuando la guerra contra la metrópoli invitó a desmoralizarse. La edad de la razón (1794) desmonta a la vez el cristianismo dogmático y los ensayos de religión política inaugurados por el jacobinismo. Justicia agraria (1795) aboga por un salario mínimo interprofesional y abunda en lo ya expuesto por Derechos del hombre, que es evitar la 12

“aristocracia hereditaria” redistribuyendo periódicamente parte de la riqueza con un impuesto progresivo sobre la renta de personas físicas y jurídicas. 10 Paine 1793, pág. 106. “Las leyes del intercambio y el comercio son las leyes naturales del interés recíproco […] donde ni los pobres son oprimidos ni los ricos privilegiados […] por la ávida mano de un gobierno hecho a embutirse en cada rincón y ranura de la industria” (págs. 109 y 105). 11 “Lo que Arquímedes dijo de los poderes mecánicos –‘dadme un punto de apoyo y moveré el universo’- puede aplicarse la razón y a la libertad desde la revolución americana, que convirtió en práctica política algo meramente teórico en mecánica” (Paine 1793, pág. 104). 12 Sobre la génesis de esa “agresión defensiva”, fundamento del ulterior principio de las “provocaciones”, véase vol. I, págs. 489 y ss. 13 Un fragmento de la pugna secular entre tenderos y “aventureros” se reseña en el volumen I, págs 392-396. 14 Gracias a la ley Anne, que quiere estimular el conocimiento (encouragement of learning) protegiendo de “piratería” las creaciones registradas durante 28 años. A partir de entonces toda cristalización de la inteligencia volverá al “dominio público”. Cf. Wikipedia, voz copyright. 15 Véase vol. I, págs. 218-220. 16 Su prototipo es la “agonía” gloriosa del atleta olímpico, que sólo puede salir triunfante de su apuesta competitiva combinando lo sufrido del guerrero con lo diestro del sabio. La rivalidad de ese “jugador” parte de “reglas absolutamente obligatorias aunque aceptadas sin coacción […] unidas a la conciencia de ‘ser de otro modo’ en la vida corriente” (Huizinga 1969, pág. 7). 17 Salvo socialistas excepcionales, como Saint-Simon y casi un siglo después E. Bernstein (1850-1932) y J. Jaurés (1859-1914), que fundan el tipo de partido socialista compatible con instituciones democráticas. 18 El Sermón de la Montaña comienza bendiciendo precisamente a los “pobres de espíritu” (Mateo 5:3). En la versión más breve ofrecida por Lucas, Jesús bendice genéricamente a “los pobres” (6:20). 19 Schumpeter 1975, pág. 65. 20 El padre teórico de las olas o superciclos –subdivididas luego en “estaciones” por economistas ulteriores- fue el infeliz N. Kondratiev (1892-1938), encarcelado largamente y luego ejecutado por Stalin. 21 Cf. Schumpeter 1975, pág. 65. Norteamérica experimenta un crecimiento bastante superior al europeo. Entre 1870 y 1930, por ejemplo, su tasa media alcanza el 4,3 por ciento anual en el sector de manufacturas (Ibíd., pág. 64).

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22 Sólo turbado por el periférico conflicto de Crimea (1854-6), que no deja de cobrarse un millón largo de muertos (ante todo rusos, levados en masa y armados ridículamente). 23 “La capacidad para mejorar la vida de los pobres mediante formas distintas de distribuir la producción no es nada comparada con la capacidad aparentemente ilimitada de conseguirlo incrementando la producción” (Lucas 2003, en minneapolis.org., subrayado de Lucas). 24 Entre 1730 y 1750 era el 74,5%, y entre1810 y 1829 es el 31,8%. Cf. Buer 1926, pág. 30. 25 Esa será la tesis del Malthus viejo, en sus Principios de economía política (1820); cf. Malthus, en Siegel 1973, págs. 353-354. 26 Political and Philosophical Writings, vol. IV, pág. 417. El internauta dispone de un buen artículo online sobre Godwin en la Stanford Encyclopaedia of Philosophy. 27 En Una investigación sobre la justicia política y sus influencias sobre la virtud y la felicidad general, que se publica originalmente en dos gruesos volúmenes. A despecho de vender pocos ejemplares, escandaliza al conservador y conmueve a los “poetas revolucionarios” ingleses del momento, que son ante todo Wordsworth, Southey, Coleridge y Shelley. Godwin es amigo y admirador de Paine, si bien asimila de modo muy distinto el modelo de sociedad llamado a sustituir la clerical-militar. 28 Godwin, en Halévy 1904, p. 86. 29 Lo más próximo a un análisis económico y social del momento está en su novela Las cosas como son, o aventuras de Caleb Williams (1794). Allí narra aspiraciones y agravios sufridos por algunos oficios –en particular herreros, corseteros, tenderos, granjeros, veterinarios, herboristas y reverendos de feligresías pobres-, a quienes muestra oprimidos por latifundistas y grandes comerciantes. Algún crítico comparó esta sátira con el Quijote, y otros -como Dickens- vieron en ella “un libro mal escrito”. 30 Godwin, en Halévy 1904, págs. 115-117. Sobre Mandeville, que fue el primer valedor del lujo como motor del desarrollo, véase vol. I, págs. 411-413. 31 Political Justice, lib. VIII, cap. I. 32 En su Ensayo sobre aplicación del análisis a la probabilidad de decisiones mayoritarias (1785). 33 Condorcet, Ensayo…, Décima época, párrafos antepenúltimo y penúltimo. Uso la versión de libertyfund.org 34 Godwin, cap. X in fine. 35 En sus respectivas historias del pensamiento económico, Cannan y Schumpeter llegan a conclusiones prácticamente idénticas sobre este texto. A juicio del primero, “se desploma como argumentación, dejando un caos de hechos reunidos para ilustrar el efecto de leyes inexistentes”. A juicio del segundo, es “un trabajo deplorable 14

técnicamente, que por substancia está a un paso de la insensatez”. Cf. Schumpeter 1995, pág. 645. En su gran crónica del utilitarismo, Halévy atribuye “el prestigio soberano del Ensayo a su carácter pseudomatemático” (Halévy 1904, p. 177). 36 Su punto de partida fue “la gran doctrina benthamista de asegurar pleno empleo con salarios altos a toda la población trabajadora, mediante una restricción voluntaria de sus números” (Stuart Mill 1984, pág. 385). 37 La factoría de New Lanark, movida por la fuerza hidráulica de unas cascadas. Cuando Owen pasó de gerente a copropietario, en 1813, de sus dos mil obreros medio millar eran -y siguieron siendo- niños de los asilos e inclusas comarcales, empleados desde los ocho años. 38 Owen, en Spiegel 1973, p. 516. 39 El término “liberal” en su acepción política se difunde desde las Cortes de Cádiz (1812). 40 Jefferson, por ejemplo, se propuso ofrecer a Say una cátedra en la recién fundada Universidad de Virginia, considerando que su texto era “más corto, más claro y más sólido” que el tratado de Smith. Innumerables manuales imitarán desde entonces la elegancia de su orden expositivo (producción, distribución y consumo). 41 Sismondi, en Durkheim 1982, p. 163. 42 Casi cinco décadas después de que haya aparecido el Tratado, en 1848, Stuart Mill sigue presentando como anomalías “tiempos de crisis donde todo el mundo quiere vender y hay pocos compradores, lo cual produce una plétora de bienes o escasez de dinero” (Principles, III, 14). Circula ya por entonces el concepto de ciclo económico, pero el gusto por dinámicas simples omite una historia de burbujas financieras -seguidas por alguna contracción más o menos intensa- que comienza a mediados del siglo XVII, coincidiendo con la creación del Banco de Inglaterra. 43 Cf. Spiegel 1973, p. 312. 44 Lerner 1939, en Schumpeter 1995, pág. 685. 45 Say, en Spiegel ibíd. 46 “El hombre doctrinario cree que puede organizar a los diferentes miembros de una sociedad grande de un modo tan desenvuelto como quien dispone las piezas de ajedrez sobre un tablero […] sin percibir que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza tiene un motor propio, independiente por completo del que la legislación elija imponerle” (Smith 1997, pág. 418). 47 En su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, Keynes dirá: “La oferta crea su propia demanda en el sentido de que el precio de la demanda agregada es igual al precio de la oferta agregada” (Keynes 2008, pág. 21). 48 Sismondi 1847, Prefacio, en liberdtyfund.org. 15

49 Los Principles de Ricardo han aparecido dos años antes de que Sismondi publique los suyos. 50 Sismondi, Prefacio, en libertyfund.org. Algo más adelante vuelve sobre Malthus, pare recordarle: “Los límites naturales de la población son siempre respetados por quienes tienen algo, e ignorados por quienes nada tienen”. 51 El conjunto de bienes y servicios demandados por una economía política, que desde Keynes se obtiene sumando consumo, inversión, gasto estatal y exportación neta. 52 El eje técnico de su crítica al equilibrio automático es precisamente el llamado análisis de periodos. La renta monetaria de cualquier fase t, por ejemplo, depende de procesos cuyas mercancías sólo están disponibles desde el momento t+1, aunque pueden ser gastadas en el momento t-1. 53 Su estoicismo brilla en el De la riqueza comercial (1803), cuando comienza diciendo: “Un benéfico decreto de la Providencia, que nos dio escasez y sufrimientos, despertó nuestra actividad y nos impulsó a desarrollar la totalidad de nuestro ser”; Sismondi 1803, en socserv.mcmaster.ca/econ. 54 Sismondi 1847, en libertyfund.org. 55 Sismondi, en Durkheim 1982, pág. 169. 56 Sismondi, en Spiegel 1973, pág. 365. 57 Junto a su obra de economista acometió empeños portentosos, como una insuperada Historia de las repúblicas medievales italianas en 16 volúmenes, una Historia de los franceses en veintitantos y una profunda renovación de la crítica literaria.

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LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

XXVIII. RECONSIDERANDO EL PROGRESO (II) “A veces la tarea del análisis es difícil por la naturaleza de sus problemas, como en caso de la mecánica ondulatoria. Otras veces las dificultades no están en las cosas, sino en nuestras cabezas”. J. A. Schumpeter1 Junto a esa bifurcación del liberalismo, las primeras décadas del siglo XIX ofrecen también la persistencia del espíritu romántico y un periodo de gloria para el principio de lo útil, “que es el fondo mismo del entendimiento inglés y el referente instintivo de todos sus pensadores, ya sean conservadores o demócratas, comunistas o partidarios de la propiedad individual y hereditaria, proteccionistas o proclives al librecambio”2. A medida que Inglaterra se destaca como gran superpotencia planetaria, una utilidad que hasta entonces ha sido sinónima de pensamiento no doctrinario –el de Hume, Smith, Ferguson, Steuart e incluso de Quincey- se transforma en credo utilitarista, indiscernible a su vez de una religión que parece providencial para guiar al ateo y al agnóstico. Se trata de llevar a la conciencia algo que el mundo ha consumado ya en inmensa medida, pero quienes asumen esa tarea son ajenos aún a que sus cambios exigen pasar de lo absoluto a lo relativo. Al otro lado del río, el espíritu romántico carga de un modo u otro con la tradición que el capitalismo industrial está borrando. Se siente violado por “las oscuras fábricas satánicas” (Blake) y las “monstruosas máquinas” (Shelley), contempla la mecanización como un avasallamiento de lo excelso a manos del prosaísmo “disolvente” y plantea una “rebelión del sentimiento contra la fría razón, del impulso espontáneo contra la lógica de lo útil, de la intuición contra el análisis, del ‘alma’ contra la inteligencia”3. Por su parte, el programa utilitarista recaerá sobre cinco niños-prodigio4, que pretendiendo no abordar asunto alguno sin encontrarle antes su “principio” –para luego “deducir” todo de ello- se imponen el modo más retorcido y dogmático de transmitir experiencia5. Sin embargo, esa regla no deja de ser pertinente cuando toca lidiar con el llamamiento a la razón irracional o sublime, y los utilitaristas demuestran su compromiso con el realismo estudiando el tema complejo y oscuro por excelencia que es la economía política. Por lo demás, resulta frecuente ser políticamente romantic y éticamente utilitarian, pues el pesimismo reúne aunque sea de modo subterráneo a los adversarios, y sólo el abismo estilístico priva a esa evidencia del primer plano. 1. Lo sublime y lo útil En efecto, el genio romántico explota lo bombástico del silencio atronador, el hambre de inapetencia, la belleza de lo deforme o la “auténtica verdad”, recurriendo ora al oxímoron ora al pleonasmo, mientras el utilitarista emite un discurso no apoyado sobre la profusión de adjetivos, y presidido casi siempre por desidia o incompetencia literaria. Al desencanto grandilocuente añade un desencanto pedestre, y ofrece al lector del momento el contrapunto entre la aridez de lo plano y la amenidad de acantilados

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melodramáticos como los abiertos por Coleridge, que lanzándose a narrar “el tormento del horror desnudo” inaugura el relato gótico, favorito del público durante un par de generaciones. En un ámbito lo tétrico irá extremándose hasta alcanzar cumbres como Poe, en el otro el mundo se descubre sujeto a una ley de rendimientos decrecientes, dos modos en buena medida obsoletos hoy para describir el malestar ante la sociedad industrial. Pero una combinación de ambas actitudes -tanto más notable cuanto que impensada- articula sentimental e intelectualmente la resurrección del proyecto comunista, imponiéndonos averiguar algo más sobre cada una. Variantes del nuevo conservador Cierto día, el barón J. Bentham (1748-1832) descubrió que “la Naturaleza nos ha sometido al placer y el dolor como amos soberanos”, y que el único “principio” moral inatacable es “máximo placer para el mayor número”. Desarrollar esa iluminación le hará ver que hay doce dolores y catorce placeres nucleares, imponiéndole al tiempo la tarea de reconstruir las costumbres y leyes vigentes con un álgebra de la felicidad o felicic calculus6. “Mi tarea”, dirá cuarenta años después, “iba a ser superar el sistema abominable donde tuve la desdicha de vivir”, una larga égida de “ascetas, místicos y clérigos dedicados a atormentar a los vivos, so pretexto de beneficiar a quienes no nacieron y quizá no nazcan”7. De ese proyecto parte la montaña de volúmenes agrupada como Principles of Morals and Legislation, cuya Introducción aparece en el verano de 1789, coincidiendo con la toma de La Bastilla, y es un hito por ser el primer ataque incondicional al proceso revolucionario francés, en momentos donde buena parte de Inglaterra lo apoya y admira. Ha de transcurrir un año para que el conservadurismo inglés produzca las Reflexiones sobre la revolución francesa de E. Burke (1729-1797), que no es un tory como Bentham sino un whig8, aunque profesa la misma idea de lo racional como utilidad o interés común (general advantage). Su carrera política ha empezado con una defensa de los colonos norteamericanos y la democracia representativa; pero bastante antes de ocurrir las mayores atrocidades –en 1790- sospecha que “ha vuelto a estallar la vieja ferocidad parisina”9, y sobre esa premonición construye lo fundamental del pensamiento político reaccionario. A diferencia de Bentham -que es un noble de sangre con mentalidad de minorista, y empieza detestando visceralmente la democracia-, él apoya “una aceptación de las instituciones [democráticas] reinantes” desde Cromwell. De ellas deduce que “la innovación presupone un temperamento egoísta y estrechas miras”, y que el poder hereditario de lo ya juzgado (prejudice) “convierte la virtud en hábito”. Su lema -preservar y renovar, no innovar- topa casi de inmediato con el Derechos del hombre de Paine, y con una reacción instructiva de la vieja guardia. Adam Smith no comulga con el “prejuicio”, pero piensa que Burke es quien mejor ha entendido su sistema económico, y a Gibbon le parece “el loco más elocuente y racional de cuantos haya conocido”10. A diferencia de Burke, que se mantendrá fiel a su lema, Bentham tendrá tiempo para cambiar algunos aspectos de su ideario político, pues algunas experiencias fallidas como reformador le convencen de que la aristocracia es por esencia hostil al cambio. En 1810 sorprende a su secretario y portavoz, J. Mill, reprochándole “no detestar la opresión tanto por amor a la mayoría como por odio a la minoría”11, y tras convertirse a la democracia acaba siendo elegido por el burgo londinense de Westminster. Siete años más tarde, ya anciano, redacta su Radicalism not Dangerous para deslindar al “radical

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intelectual” del “comunista”, pues podría inducir a equívoco tener en común la regla de “que nadie cuente sino como uno, y no más de uno”. Décadas antes ha apoyado el comercio con una Apología de la usura como vehículo de progreso, y la audacia de su prosaísmo brilla en propuestas como abolir la pena de muerte12, defender la igualdad jurídica femenina13, los derechos de los animales, el divorcio, el homosexualismo y el sufragio político secreto. La disciplina del placer Por otra parte, Bentham escribe más deprisa de lo que su mano permite, usando una especie de estenotipia colmada de neologismos14 donde puede comenzar doce párrafos seguidos con “La mayor felicidad del mayor número exige…”, para acabar “deduciendo” de ellos que “todo proyecto de ley debe ser obra de una sola mano”15, casualmente la suya. En 1811 escribe cartas de unas doscientas páginas al presidente norteamericano, al zar de Rusia y al gran duque de Polonia, ofreciéndose como Solón de sus respectivos países: “Les ofrezco un cuerpo legal completo en forma de ley estatutaria, en una palabra, un Pannomium […] deducido del principio que todo lo gobierna, el principio de la utilidad”16. No necesita haber puesto el pie en estos países, pues sabe “cómo deberían ser las opiniones e instituciones humanas, cuán lejos están de ello, y cómo podríamos transformarlas en lo que debieran ser”17. De hecho, desde su iluminación originaria –al percibir el placer y el dolor como “soberanos absolutos”- un sentimiento de clarividencia y misión borra de su escritura la diferencia entre obviedades y conceptos18, y fuera de Inglaterra su éxito será inversamente proporcional al grado de ilustración reinante. En Alemania, Holanda, Italia y Francia apenas conmueve, pero fascina en Rusia y España hasta el extremo de que el zar Alejandro y las Cortes deciden subvencionar la publicación de sus obras. Escribe entonces a un amigo: “Se me considera en todo el universo civilizado como quien deroga todo lo escrito previamente sobre legislación”19. Stuart Mill -que creció junto a él- recuerda cómo “sus doctrinas elevaban la impresión de poder mental, al plantear siempre las cuestiones legislativamente”20, como un reformador que por haber alcanzado el estadio racionalmente superior de lo útil no necesita disertar sobre ideas primitivas como justicia y libertad. “¿No desea el hombre ser feliz? Luego es deseable la felicidad, y además la única cosa deseable”21. Sin embargo, lo deseado va ocurriendo puntualmente en distintos tiempos y lugares. Lo “deseable” gira en una abstracción circular, que sin abandonar lo adverbial define la felicidad como placer y el placer como eso mismo. El common sense británico está importando como núcleo ideológico el despotismo ilustrado propuesto en los salones de madame de Pompadour22, la favorita de Luis XV, entendiendo que lo pertinente no es tanto una declaración de derechos civiles como un aparato disciplinario eficaz compuesto por pequeñas e inteligentes coacciones cotidianas, aseguradas por el procedimiento de superar las lagunas del derecho consuetudinario con una legislación escrita de principio a fin, donde las conductas puedan regularse hasta el último detalle. Bentham predica con el ejemplo, mediante una vida cotidiana sujeta a horarios estrictos

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y minuciosas formalidades, y su iluminación primordial –que lo útil propiamente dicho es lo útil para el “mayor número”- fascina precisamente porque combina de modo inextricable el lugar común y el hallazgo analítico. La divisa perpetua del hedonismo es que basta no padecer dolor para disfrutar del placer óptimo (“hedoné máxima”), lo cual implica una felicidad humilde o de perfil bajo desconcertante para toda suerte de promesas salvíficas. Desde Epicuro en adelante, ningún seguidor suyo duda de que el placer duradero o sostenible contempla la felicidad del “mayor número”, y si nadie había redactado siete u ocho mil páginas para demostrarlo no podemos atribuirlo a que la cuestión fuese algo indeciso sino más bien a resultar obvia, desde Lucrecio a Montaigne. Que a Bentham le parezca un rayo de luz deriva de su tendencia a fundir el tópico y descubrimiento analítico, pues lo propiamente original es haber convertido la vieja escuela del placer en algo compatible con el autoritarismo, donde ya no es prioritario respetar el fuero interno ni lo espontáneo en general. “Personalista” en vez de individualista, el criterio de la utility ve en las diferencias personales y culturales un estorbo prescindible para reeducar a la humanidad entera, y su rechazo de los sermones al uso sobre un alma nacional o teológica casa admirablemente con las responsabilidades cada vez más cosmopolitas del imperio inglés. Ese hedonismo sin fronteras, adaptado al marco de la sociedad comercial, es lo que Stuart Mill celebrará como aportación imperecedera de alguien a quien empezó identificando con el hombre moderno, y acabó teniendo por un pensador razonable aunque “estrecho”. La genética es una ilusión Como todo lo realmente placentero (“útil”) puede ser enseñado y aprendido, lo “abominable” del romántico viene de ignorar una identidad planetaria basada en nuestra común condición de hojas en blanco, preparadas para recibir programas indelebles de acción y abstención. El espiritualismo, con sus iniciativas de automortificación, venera el factor herencia como límite de la voluntad racional, imponiendo un “dogmatismo disfrazado como ley de la naturaleza, sentido moral, rectitud espontánea y frases análogas”23, cuya barbarie es negar que el ser humano sea fruto de una formación, no de alguna esencia fija. He ahí un concepto más o menos fundado, no una obviedad, y pocas tesis serán más innegociables para el ulterior socialismo ni más fértiles como fundamento de una nueva moralidad. Al argumentar el peso infinito de la educación comparado con el de la predisposición, Bentham desemboca en una ética “consecuencialista” o del resultado, que opone a la ética de la intención recién formulada por Kant en su Crítica de la razón práctica (1788), y tiene como rasgo fundamental postular una subordinación de los medios a los fines. Es, por ejemplo, lícito amenazar a un médico para que atienda a un herido, aunque éste se hubiese lastimado intentando precisamente matar al propio médico, pues la utilidad suprema es la vida. Fiel a dicha pauta, Godwin afirmará algo después que salvar a Fénelon de un incendio -”cuando estaba terminando su inmortal Telémaco”- prima sobre salvar a nuestra propia madre del percance24. Ser un criterio presto a “sacrificar en cualquier momento a uno por la mayoría” lo emparenta en principio con el mecanismo mágico del chivo expiatorio -que es una esponja destinada a absorber cierto mal amenazador para los demás-, pero sería injusto olvidar que Bentham sólo cree en el portento de su propia clarividencia legislativa, y que es un destacado pionero en la oposición a la pena de muerte. Sacrificar la individualidad en aras del bien colectivo, y

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subordinar los medios al fin, no es un exorcismo ritual ni deriva de otro principio que la propia negación de la herencia como factor determinante. Puesto que el carácter depende enteramente de la formación recibida, individuos y grupos seguirán los dictados del máximo placer para el mayor número si se les inculcan con precisión, empleando técnicas científicas de condicionamiento como la “inspección” y la “corrección”. Precisamente este punto de la doctrina de Bentham es lo que seduce a Owen, un protegido suyo25, llevándole a definir el libre albedrío como falsedad “cruel” y degradante, defendida por todas las Iglesias al precio de crear o bien fanáticos o bien hipócritas. Dicha postura es un drástico aunque fiel resumen de la ética benthamista, que habría podido costarle caro si la opinión pública no estuviese tan conmovida por su filantrópico y al tiempo realista experimento fabril. Por otra parte, negar las ideas de libertad y responsabilidad suponía negar igualmente las de mérito y castigo, y cuando un amigo de Bentham le advirtió que su nuevo socio era un demente, el Legislador repuso que “no es un loco simpliciter, sino sólo secundum quid”26. La fe de ambos en la omnipotencia de la pedagogía se relaciona con dos factores unidos entonces estrechamente; la sensación de poderío evocada por el ritmo del progreso tecnológico, que faculta al entendimiento para imperar sobre todo lo material, y la certeza de estar ante un mundo todavía virgen, donde todo debe y puede regularse. Ser un hombre de idea fija, como Bentham, hizo que Owen acabara igualmente expuesto a una autoimportancia que revelaría ser su principal adversario, pues leyó siempre muy poco y fue desequilibrándose al propio ritmo en que crecía su gloria27. Espiritista practicante y militante, sus conversaciones con Virgilio, Bacon y otros sabios le convencieron de que la humanidad no estaba en realidad inaugurando una época de abundancia, sino el fin de cualquier escasez. “La riqueza”, escribió en 1830, “puede producirse en cantidades capaces de satisfacer todos los deseos”28, con lo cual los objetos de consumo se convertirán en algo prácticamente tan barato y ubicuo como el agua o el aire. Para entonces la dirección de su empresa textil y su actividad como escritor empezaban a aburrirle profundamente, y decidió canalizar su energía en un proyecto de superar la civilización convencional, que le llevaría a adquirir una gran extensión de tierra en Norteamérica para fundar su comuna Nueva Armonía29. 2. Los deberes de lo sublime Haber seguido con cierto detalle el golpe de Estado jacobino nos mostró hasta qué punto fue fiel a Rousseau, pionero en la contraposición de libertad “mera” y “auténtica”. Los grandes tribunos de la Convención impusieron esa autenticidad por la senda del terrorismo, y enfriaron con ello durante medio siglo empeños análogos. Con todo, si algo resiste intacto desde Rousseau hasta nuestros días es la libertad como realización y reconocimiento colectivo30, una idea que recobra lo esencial del mesianismo y legitima todas las revoluciones ulteriores de signo totalitario. Robespierre justificó el reinado del Terror para zanjar un conflicto entre soberanía nacional e independencia personal, entendiendo que en un Estado “libre” todo buen republicano debe obedecer sin condiciones al delegado de una volonté générale infinitamente superior al resultado de elecciones. Desde la perspectiva de esa libertad-cumplimiento, piedra miliar de cualquier democracia “auténtica”, la democracia representativa sabotea sus metas al articularse sobre libertades potencialmente sediciosas, como la autonomía o la iniciativa de personas y grupos que optan por mantenerse ajenos al “verdadero” bien común.

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J. G. Fichte (1762-1814), prometeo filosófico del movimiento, explica que cuando no están guiadas por la voluntad general esas “licencias particulares” desencadenan el juego de los egoísmos y acaban canonizando una desorientada avaricia, pues la naturaleza humana sólo puede ser auténticamente libre descubriendo la Verdad, y adhiriéndose sin reserva a sus preceptos. Esto sugiere en los Sermones sobre la vida bienaventurada, un libro a caballo entre su caudaloso sistema metafísico31 y la lealtad al jacobinismo, que le lleva a convertirse en portavoz del alma teutónica con sus Discursos a la nación alemana (1808). Ha superado orígenes muy humildes gracias una beca de la nobleza local, se ha hecho célebre alimentando un equívoco32, y poco antes de publicar los Discursos actualiza las propuestas medievales de autarquía económica con El estado comercial cerrado, que es lo más parecido a un sistema político romántico. Obra de culto desde entonces para el socialismo antiliberal, argumenta allí que el “derecho de los derechos” es el droit de subsistence descubierto por Robespierre. Cualquier territorio de cierta extensión puede ser autárquico, a su juicio, y sólo un estricto intervencionismo estatal “asegura” precios justos. “La nación que invente la ciencia de la ciencia en general”, ha añadido algo antes, “merecería sin duda darle un nombre en su lengua […] y cobraría una resuelta hegemonía sobre todas las otras lenguas y naciones”33. Desde Esparta en adelante, definir la libertad como plenitud y gloria de un grupo o una convicción ha supuesto “acomodarse a una vida de común dependencia y sacrificio […] cuyos adeptos se someten a dictadores viendo en ello una liberación”34. Pero esa es la forma “derrotista” de entender un entusiasmo que resiste cualquier desmentido de los meros hechos, y los Discursos a la nación alemana seducen entre otros al escocés Th. Carlyle (1795-1881), convencido como Fichte de que sólo una secuencia de “héroes” – cuyo modelo más perfecto sería Mahoma- puede frenar la degradación “materialista” de los pueblos. Al igual que el resto de los reñidos con la libertad mezquina o sólo individual, Carlyle ve en los derechos civiles un catálogo de garantías “gaseosas”, incapaces de maquillar el vacío interno que suscita la sociedad comercial. Marat y sus émulos franceses quisieron crear “una Esparta nueva”, donde el patriotismo superase la mezquindad de los sentimientos crematísticos (affections métalliques)35, y no en vano Babeuf -el último tribuno- es también el primer mártir comunista moderno. Carlyle rehúye esa militancia, aunque su Discourse on the Nigger Question (1849) piensa que “la esclavitud es moralmente superior a la oferta y demanda del mercado”36. Rousseau y Diderot celebraron al salvaje que es feliz por vivir ocioso, y él añade que si el esclavo negro fuese emancipado –como proponen los “industrialistas”- nada ganaría sino trabajar bastante más, y tener que comprarse un disfraz de persona libre37. Mientras tanto, los romantiques parisinos están descubriendo la vanguardia literaria con un estilo “medievalista”38 inspirado en el monje que inventaba documentos durante los siglos oscuros, visto ahora como quien desafió con sus fabulaciones la insulsa realidad, devolviendo a los sueños el trono de lo auténtico. Pero hasta los relojes parados marcan dos veces al día la hora exacta, y un romanticismo no tan afecto al spleen y lo décadent ha inaugurado precozmente en Alemania la escuela histórica, que sin perjuicio de vibrar con la vehemencia nostálgica común al movimiento pretende conocer el ayer. Eso implica pasar de lo “deseable” a lo efectivamente deseado, y ofrece argumentos contra los planes del ingeniero social materialista –primero ideólogo francés, luego utilitarian británico-, cuya disposición a reescribir las leyes y costumbres delataría una mezcla de arrogancia e ignorancia. Los

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himnos al alma germánica vendrán después de que el derecho consuetudinario nacional haya sido estudiado en detalle por el romanista F. C. Savigny (1779-1861), y la misma academia que encumbra los monólogos a Fichte sufraga el nacimiento de la historia económica39. Ya a partir de Kant (1724-1804), que toma de Rousseau lo imprescindible, las Universidades alemanas fabrican conocimiento técnico a un ritmo inalcanzable para las de otros países. 3. La ciencia lúgubre La polémica entre románticos y utilitaristas, que políticamente corresponde a antiliberales y liberales indiscernibles del conservador laico, se manifiesta en sociologías no menos antitéticas aunque parejamente ajenas o lo descriptivo. La de los primeros vela a la espera de héroes visionarios, no contaminados de materialismo, que restaurando la libertad como cumplimiento nacional y permitan a cada pueblo cumplir su esencia. La de los segundos tampoco evita hipotecarse a lo abstracto, pues parte de un homo economicus, guiado sin desvíos desde el “externado crestomático” al plan de jubilación. Su concordancia final se muestra en la fascinación que produce una tríada de pronósticos formulada por el utilitarista y sancionada por el romántico con credulidad. En primer lugar, una hambruna nunca vista, que se produciría si se diesen ciertas condiciones y flota como una angustia difusa; en segundo lugar recompensas cada vez más parsimoniosas para los mismos esfuerzos, y en tercero una divergencia creciente entre los intereses del capital y el trabajo. Los Elementos de economía política de James Mill (1773-1836), secretario de Bentham, plantean el empeoramiento general como “teorema” y encuentran su antídoto (único aunque suficiente) en “limitar la población”40. Agnóstico en cuanto a Dios, respeta a la teología maniquea porque es la única donde el bien y el mal de deslindan del todo, y cabe perdonarle al hipotético Creador tanta miseria como la existente, aunque la religión articulada sobre cultos le parece “servilismo”, un “trance admirativo del tirano por parte del esclavo”41. Fue un individuo tan singular como su maestro, señalado por proezas como “no perder jamás un minuto en bromas”, o conseguir que a los seis años su hijo John Stuart leyese a Homero y Sófocles en griego, alternándolo con el estudio de la economía política. Para no introducir demasiadas digresiones en nuestra historia, bastará recordar que es precisamente a él –alma del círculo formado por Bentham, Malthus y Ricardo- a quien se dirige el reproche romántico de poner en circulación “una ciencia sombría, desolada y depresiva, que debemos llamar la ciencia lúgubre”42. Hoy el conjunto de pronósticos definitorio de lo lúgubre no sorprende tanto por pesimismo como por falta de sentido histórico, aunque mirar desde su óptica –la de gentlemen tan acomodados como atónitos ante la irrupción masiva del proletario- ayuda a entender el pánico ante un agotamiento inminente de los recursos. El reverendo Robert Malthus (1766-1834) fue más lejos que nadie en este sentido, pues para argumentar contra la legislación de beneficencia vigente (las Poor Laws)43 dedujo la pobreza de un crecimiento aritmético en la producción de artículos nutritivos, y un crecimiento geométrico en la de habitantes. Ese imaginario “principio” parte de extrapolar arbitrariamente algunas leyes de la física newtoniana, y que pasase por conocimiento científico viene en parte de ropajes abstrusos (tras Condorcet, fue el primero en aplicar el cálculo integral a fenómenos sociales), y en parte a la aún mayor atracción del alarmismo. Sus curvas de rendimiento agrícola y expansión demográfica se construyeron sin el más mínimo rigor analítico, y no explicaron para nada la

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situación de una Inglaterra que evolucionaría en dirección totalmente ajena a lo previsto. Pero su Ensayo sobre los principios de la población iba a ser uno de los textos más citados y editados de todos los tiempos, fuente de inspiración para Darwin, para el ecologismo fundamentalista, para la ciencia-ficción y hasta para sectas neoapocalípticas contemporáneas. Mirado con distancia histórica, que el libro incumpliese su promesa de fidelidad al método inductivo-experimental tiene escasa importancia, en comparación con la oportunidad de haber insistido en que una sociedad formada ya por profesionales –expertos en mitigar distintos tipos de penuria- no debería seguir fantaseando con el rey Arturo y el triunfo del bien. Era urgente instalarse en el engranaje de “lucha por sobrevivir”, y plantear una ecuación donde las variables son proteínas y partos confería una dramática espectacularidad al llamamiento. Dos décadas largas más tarde, sus Principios de economía política revelan progresos notables en capacidad de observación y argumentación, y por primera vez en la historia de esta disciplina “el ahorro pasa de virtud absoluta a virtud relativa”44. La inversión requiere ahorro, declara allí, pero una economía compleja necesita encontrar “un término medio [entre derrochar y atesorar] donde, tomando en cuenta la capacidad de producir y la voluntad de consumir, se estimule al máximo el crecimiento de la riqueza”45. Dicho crecimiento no se obtendrá elevando la oferta de dinero sino multiplicando el “gasto”, cosa factible reduciendo impuestos y también aumentando las compras gubernamentales de bienes y servicios. Pero “los trabajos públicos” tienen más “potencia expansiva”, siquiera sea en teoría46, porque impiden ahorrar en todo o en parte los impuestos aminorados. El ahorro privado que se capta fiscalmente puede así convertirse en inversión no sólo forzosa sino puntual y localizada, manteniendo un término medio entre derrochar y atesorar cuando el momento lo aconseje. Básico para la economía keynesiana, este análisis omite su deuda con Sismondi no sólo por algo cutáneo como la prelación intelectual, sino porque incluye ideas diametralmente distinta sobre sus beneficiarios. Malthus quiere dar por hecho que el trabajador “nunca” podrá comprar sino una fracción mínima de lo producido, cuando tal condición es justamente lo negado por Sismondi en términos teóricos. También es anacrónico atendiendo a la evolución de la renta per capita, pero esto último es un fenómeno proverbialmente invisible para quien añade al pesimismo sentimental una actitud política reaccionaria. Opuesto a estímulos directos e indirectos del trabajo – fundamentalmente a la legislación laboral y a la propia sindicación del obrero-, Malthus pretende establecer “la conexión estricta y necesaria entre los intereses del terrateniente (landlord) y los del Estado en un país que sustenta a su propia población”47. Cuando prácticamente todos los economistas celebran que esa clase vaya perdiendo peso político -en proporción con el que van adquiriendo los “consumidores productivos”-, él parte una lanza por los unproductive consumers que se limitan a comprar, a quienes considera “salvadores del orden, fuerza civilizadora y pilar de la estabilidad social”48. El rendimiento decreciente como ley David Ricardo (1772-1823), hijo de una cuáquera inglesa y un sefardita holandés recién establecido en Inglaterra, se hizo rico bastante antes de cumplir los veintisiete años, demostrando cuán transparente le resultaba la Bolsa de Londres. El confort de su retiro le sugirió comprarse un escaño en el Parlamento -donde votó “de modo honesto e independiente”49-, y poco antes de morir (a instancias de Mill) puso en el orden a su juicio “correcto” el tratado de Smith, considerando que atribuía un influjo excesivo al

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mecanismo de oferta y demanda. Al igual que sus colegas, deducir cada fenómeno de su ley le impuso generalidades invariablemente inexactas, si bien demostró al tiempo una notable capacidad para describir mecanismos del sistema financiero, comercial e industrial, y la teoría económica en sentido técnico nace con él. Desde la primera línea, sus Principios de economía política y tasación (1817) se proponen demostrar que “el valor de un bien depende de la cantidad relativa de trabajo necesaria para producirlo”, no de la demanda. Y como sabe que los precios son influidos por algunas otras circunstancias (el empleo de maquinaria, sin ir más lejos), salva el desfase entre su “principio” y el estado de cosas añadiendo a ese capítulo inicial algunas de las páginas más abstrusas del pensamiento económico50. Para evitarse en lo sucesivo tales inconvenientes, examina cada cuestión suponiendo “una igualdad de las otras cosas”, y al ir acumulando secuencias con elementos congelados desemboca en algo análogo a la autopsia forense. Uno a uno los factores se observan con nitidez y, sin embargo, lo viviente o total del organismo va difuminándose cada vez más. Tesis como el teorema de los costes comparados, para demostrar que el comercio internacional beneficia a todos51, son islas dentro de un análisis donde lo genético resulta aplastado por lo sistemático, y nada más ilustrativo que ir dejándole explicarse en sus propios términos: “No puede haber incremento en el valor del trabajo sin un desplome de los beneficios”52. “Aunque sea probable que en las más favorables circunstancias el poder de la producción sea superior al de la población, no podrá seguir así, porque al ser limitada la tierra en cantidad, y diferente en calidad, cada nueva porción de capital empleada en ella suscitará una tasa decreciente de producción, mientras el poder de la población se mantiene intacto”53. “Los salarios se elevarán siempre menos que la renta de la tierra; la situación del trabajador empeorará en general y la del terrateniente mejorará siempre”54. “La tendencia de los beneficios es caer. Esta tendencia puede contrarrestarse felizmente en intervalos repetidos por mejoras de la maquinaria y descubrimientos en la ciencia de la agricultura […] pero el aumento en el precio de los bienes (necessaries) y en los salarios está limitado. Pues tan pronto como los salarios sean iguales a lo recibido por el granjero terminará la acumulación, De hecho, bastante antes […] todo el producto del país, tras pagar a sus trabajadores, será propiedad de los terratenientes y de los perceptores de tasas e impuestos”55. “Sustituir el trabajo humano por maquinaria es a menudo muy perjudicial para la clase de los trabajadores […] La misma causa capaz de incrementar la renta neta del país puede hacer redundante a su población, y deteriorar la vida del trabajador”56. “Uno de los objetos de este trabajo es mostrar que con toda caída en el valor real de los bienes los salarios caerán, y los beneficios se elevarán”57. Desde su publicación hasta unas dos décadas más tarde, cuando el prestigio técnico de Ricardo empiece a decaer, su autor parece no sólo el titán que convirtió la economía política en una disciplina axiomática, sino quien ha expuesto lo imprescindible para que

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funcione la economía real. Para nosotros, que miramos a posteriori, lo extraño es que alguien tan dotado como inversor, analista bursátil y teórico del proceso económico pudiese al mismo tiempo sentirse parte de un mundo en retroceso, minado por rendimientos decrecientes y crecientes desigualdades de renta. Nada le impedía haber dicho que todo equilibrio no recesivo es un portento frágil, e incluso engañoso, llevándonos a admirar la ponderación de su juicio; pero en vez de eso disertó sobre economía política como quien enseña carpintería o metalurgia, y cuando Inglaterra estaba empezando a dejar atrás la miseria anunció el comienzo de lo contrario. El anacronismo básico no puede independizarse de una amnesia general, que brilla en las palabras iniciales del Prefacio: “Hay tres clases: el propietario de la tierra, el propietario del stock o capital necesario para su cultivo, y los trabajadores”. Semejante descripción podría ser válida para el otoño de la Edad Media, donde el hecho de que el trabajo creativo hubiese sido desempeñado tradicionalmente por clérigos lo mantenía aún poco o nada pagado. En tiempos de Ricardo este tipo de trabajo no se limita a sabios y artistas, rinde formidables beneficios y ha creado un sector que no sólo concentra el impulso productivo sino la movilidad social, descrito décadas antes por Say como “la empresa”. ¿Cabe el hombre de negocios en las categorías del trabajador (labourer), el rentista y el banquero? Es manifiesto que rara vez aporta inmuebles o dinero propio a sus aventuras -aún disponiendo de ambas cosas-, y que tiene un espacio en el espectro sociológico tanto como en el económico. Sin embargo, el índice analítico de los Principles, donde se referencian aproximadamente un millar de términos, no contiene entrada para “Innovación”, ni para “Empresario”. La estrechez del beneficio Con los años dejó de considerarse científico buena parte de lo que Carlyle llamaba “ciencia lúgubre”, y la historia general recuerda al círculo de los liberales depresivos como origen teórico del trabajo “explotado”, algo curioso atendiendo a lo ultraconservador de sus metas en tantos sentidos. El argumento nuclear opuesto por el comunismo científico al sistema capitalista –la “plusvalía”- nace cuando Mill y Ricardo conviertan en axioma una afirmación de Smith; a saber, que el producto neto es la suma de rentas [de la tierra], beneficios [del capital prestado o invertido] y salarios. Planteando ese aserto como una ecuación con cuatro incógnitas58, suponen que despejarlas revelará la parte del producto absorbida por cada factor productivo. El planteamiento del problema está viciado –porque postula que el valor de cambio o precio es computable “siempre” en horas de trabajo-, pero el marginalismo tardará en llegar y mientras tanto su línea de análisis parece no sólo realista, sino equiparable a descubrir el misterio cuidadosamente oculto hasta entonces59. Es irónico que defender el principio de la utilidad llevase a postular lo opuesto del valor-utilidad o marginal, si no lo fuese aún más que valor-trabajo diese por evidente que para vender esto o lo otro bastan instalaciones y empleados (“capital fijo y capital circulante”). Sin embargo, semejante irrealidad forma parte del corsé metodológico adoptado por la escuela, y como el negociador no parece una variable a tener en cuenta –de hecho, no figura siquiera en su elenco de factores productivos- los negocios serían el fruto mecánico de unir dinero y mano de obra. Un genio de la economía práctica como Ricardo esquiva esa consecuencia aquí y allá, como quien pasa de puntillas ante

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un detalle incómodo, y será su progenie –la “izquierda ricardiana”- quien defienda de modo explícito y beligerante el nexo infalible entre invertir en la producción de algo y venderlo efectivamente. La certeza de que obreros y capitalistas crean ellos solos la totalidad del producto es crucial para legitimar en términos teóricos una idea de rendimientos automáticos, que por un lado renueva la confianza en empresas públicas y cooperativas, y por otro supera el a priori del comunismo ilustrado –su “ley de la naturaleza”- con un argumento a posteriori tan contundente como dar al productor lo suyo. A la encomiable decisión de investigar quién trabaja, y cuánto, el utilitarismo de primera generación no añade tomar en cuenta la diferencia entre adictos al trabajo y alérgicos a ello. Labor parece sinónimo de lo que era para el esclavo -una actividad involuntaria, asumida sólo para sobrevivir-, y al investigar qué proporción del producto neto corresponde al “trabajador” incurre en incoherencias sucesivas. La primera es suponer que no se ha acabado la alta Edad Media, y el cuerpo social puede seguir dividiéndose en rentistas y peonaje, siendo los negotiatores un factor tan inexistente o irrelevante como en las edades oscuras. La segunda es tratar la creación y el reparto de riqueza como fases autónomas, suponiendo que las alteraciones introducidas en una de ellas podrían no condicionar decisivamente a la otra. Los tratados económicos de Mill y Ricardo dedican por eso bastante más espacio al aspecto distributivo que al productivo del sistema, y están continuamente a un paso de afirmar que –descontando amortizaciones- todo exceso del value in exchange sobre el coste de algo en horas de trabajo es plusvalía o renta no “ganada”. Por otra parte, tampoco dan nunca dicho paso, y “Ricardo identifica la economía con la distribución, pero no ve en ello ningún problema valorativo”60. Nos explicamos una cosa y otra atendiendo al peculiar punto de vista que resulta de mirar cada asunto regresiva en vez de evolutivamente. Giros políticos revolucionarios sólo podrían acelerar el movimiento general de disipación desencadenado por la sociedad industrial, cuando todo debería orientarse a lo contrario. La escuela entiende que el estado de cosas está sujeto a tres condiciones inmodificables: 1) la naturaleza responde con frutos cada vez menos pródigos a cada nueva expansión demográfica; 2) los rendimientos decrecientes del trabajo elevan de modo creciente la renta de la tierra; 3) los salarios deben ir perdiendo capacidad adquisitiva hasta en aquellas fases donde se eleven nominalmente, porque elevarlos de modo efectivo acabaría con el beneficio y la industria. Ni una sola de estas deducciones se ha acercado al cumplimiento, y su error básico fue evidentemente ignorar la inventiva humana, cuyas alas se despliegan en función de libertad e incentivos. Sin embargo, que la falsación del pronóstico utilitarista se base precisamente en tales factores –inventiva, libertad, estímulo- demuestra también algo no tan manifiesto aunque digno de ser tenido en cuenta. El “teorema lúgubre” mantiene intacta su validez para cualquier sociedad industriosa en la cual el ritmo de hallazgos, la libertad y los estímulos se interrumpan, o simplemente mermen. Semejante espada de Damocles pesa quizá sobre cualquier tipo de desarrollo, y sin duda sobre la movilización específicamente industrial. Todo cuanto podemos asegurar es que, hasta ahora, “no hay ley de rendimientos decrecientes para el progreso tecnológico”61.

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NOTAS 1 Schumpeter 1995, p. 623-624. 2 Halévy 1904, p. 294. 3 Schumpeter 1995, p. 476. 4 Bentham, Malthus, James Mill, Ricardo y Stuart Mill, aunque este ultimo no comulgue ya con el doctrinarismo de sus antecesores. 5 Fundamentalmente, aplica a un objeto complejo como las sociedades humanas el método newtoniano, que en vez de usar “hipótesis” se ciñe a verificaciones empíricas y axiomas lógicos, yendo por ello de teorema en teorema. No era manifiesto entonces que el propio Newton -aún limitándose a las masas inertes y simples de su física matemática- usó bastantes hipótesis, entre ellas el espacio y el tiempo absolutos, o el éter. Véase vol. I, pág. 476; y Escohotado en Newton 1987, p. LXXIII-VIII. 6 Bentham, Principles, I, 1. 7 Bentham, en Halévy 1904, p. 12. 8 En 1742, Hume escribe que “a partir de la Revolución [Gloriosa] un tory puede ser definido en pocas palabras como amante de la monarquía, aunque sin descuidar la libertad y partidario de los Estuardo; y un whig como amante de la libertad, aunque sin renunciar a la monarquía y partidario de la dinastía protestante de los Hannover” (Hume 1994, pág. 57). Añade a ello una larga nota explicativa, donde acaba afirmando que “el partido tory parece últimamente haber decaído mucho en número, aún más en entusiasmo […] y entre la mayoría de las gentes el nombre Old Whig es mencionado como título incontestable de honor y dignidad”. Medio siglo más tarde, cuando Francia concentre las miradas del mundo, los tories se han convertido en absolutistas moderados, y los whigs vacilan entre apoyar incondicionalmente la doctrina de los derechos del hombre (como su líder Ch. J. Fox) y rechazarla de plano, como propone su otro líder, Burke. 9 Burke, en Halévy 1904, p. 12. 10 Ibíd, p. 13. 11 Bentham, en Halévy, pág. 193. 12 La mayor atrocidad vigente era un castigo por alta traición que no se derogó hasta 1814, cuando escaparon de él varios populistas implicados en una trama de magnicidio. El procedimiento -conocido como sentencia a ser hanged, burned and quarteredsuponía: 1) ahorcar al reo de modo lento, evitando su asfixia total; 2) abrirle luego en canal para achicharrar parte de sus intestinos y genitales en una parrilla contigua; 3) arrancarle a toda prisa brazos y piernas con ayuda de troncos de caballos; 4) decapitarle. Verdugos muy dotados lograron, al parecer, que algunos reos mantuviesen la conciencia hasta la cuarta fase, como quizá ocurrió ya con William Wallace en 1305.

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13 Se inspirará para ello en Defensa de los derechos de las mujeres (1792), una obra de la gran Mary Wollstonecraft, esposa de Godwin y madre de Mary Shelley. 14 En la interminable lista de expresiones pedantes está, por ejemplo, llamar a los colegios “externados crestomáticos”, o dividir el ateísmo en “cacoateísmo”y “agatoateísmo”. 15 Cf., por ejemplo, Works of J. Bentham, Proposals, vol. IV, 1843, en libertyfund.org. 16 Bentham Ibíd. La cortesía de J. Madison, presidente entonces, le llevará a contestar la carta un lustro más tarde (8/5/1816), disculpándose por haber tardado tanto en responder a quien tiene “un prestigio establecido firmemente gracias al inestimable regalo de su pluma”. A esta observación, quizá no exenta de ironía, añade que “cumplir sus propuestas desborda el marco de mis funciones […] Gracias por el interés demostrado hacia mi país”. 17 Bentham, en Stuart Mill; Autobiogr. par. 168 (en libertyfund.org). Subrayados de Mill. 18 Marx, que le leyó a fondo, le nombra filósofo del “tópico” en El Capital (cap. 24) 19 Bentham en libertyfund.org, vol X, carta de 1810. Su tratado de derecho penitenciario -el Panopticon o casa de la inspección- vende menos ejemplares en Londres o Berlín que en Madrid y San Petersburgo, donde parece una “obra sólo comparable a las de Bacon, Newton y Smith”. Eso piensa Jovellanos, su más célebre discípulo español, y en 1822 el alcalde del pequeño pueblo gallego de Corcubión menciona “al gran Baintam, Moisés de los laicos”. El volcánico A. Burr, vicepresidente norteamericano con Jefferson, le propondrá que colabore como “Solón” en su fallido proyecto de convertir México y la Louisiana en un nuevo Imperio independiente. Cf. Halévy, p. 275-277. 20 Ibíd. 21 Stuart Mill 2005, p. 9. 22 Véase vol. I, p. 447-454. 23 Bentham, en Stuart Mill, Autobiogr, par. 168. 24 Godwin, en Stanford Encycl. 25 Bentham contribuyó decisivamente a que pudiese sacar adelante el experimento de New Lanarck, antes incluso de conocerle. Al saber que los socios originales de Owen vacilaban, él y el cuáquero W. Allen compraron sus participaciones para dejarle las manos libres. 26 “No es un loco de remate sino dependiendo de qué”. Cf. Halévy 1904, pág. 253. 27 En 1831 dictó, por ejemplo, los Siete Puntos de la Unión Espiritista británica a la médium Emma Hardinge, declarando entonces que mantenía contacto con destacados 29

difuntos de todos los tiempos “a través de la electricidad”; cf. Wikipedia, voz “Robert Owen”. 28 Owen, en Cole 1957, vol. I, p. 100. 29 Hay al menos tres etapas en la vida de Owen. Tras catorce años como director y condueño de una fábrica revolucionaria y rentable, reúne y preside en 1830 la Alianza Nacional de Sindicatos –una organización de imponente fuerza política-, e inspira el movimiento de “poblaciones alternativas” (que entonces se conocen como Backwoods Utopias o utopías del bosque profundo). Volveremos sobre estas dos últimas iniciativas al describir la eclosión del cooperativismo. 30 Sobre I. Berlin y su concepto positivo y negativo de libertad véase vol. I, págs. 520522. 31 La edición más reciente de su obra, que espera terminarse en 2012, va por los cuarenta volúmenes. Un atisbo sobre su temperamento nos ofrece un título como Informe cristalino sobre la esencia de la última filosofía: un intento de forzar al lector para que entienda (1801). Por supuesto, esa “última filosofía” era la suya en particular, un “sistema de la ciencia que brota del yo creador”. 32 Dicha ocasión la encontrará publicando una Crítica de toda revelación posible en forma anónima, que algunos atribuirán a Kant. Cuando éste lo desmienta, añadiendo algunos comentarios cortésmente elogiosos al libro, “corrió la voz” de que había aparecido un discípulo capaz de confundirse con el maestro. No obstante, su primer y único encuentro con Kant le había sumido en depresión, pues esperaba un emocionado reconocimiento y la reunión siguió derroteros muy otros. Cf. Leon 1922-24, vol. I, págs. 73-81. 33 Fichte, en Ripalda 1984, pág. 348. 34 Berlin 2001, pág. 98. 35 Véase vol. I, pág. 514. 36 Carlyle 1849, pág. 531. 37 Ibíd., pág. 532. 38 La expresión moyenâgiste en este sentido parece inventada por el cenáculo parisino de Baudelaire, y concretamente por T. Gautier. Su finalidad fue subrayar que tanto el medievo como el propio círculo de escritores y artistas trascendían la “mediocridad” del mundo burgués. Cf. Schumpeter 1995, p. 518. 39 Nacida con A. H. L. Heeren (1760-1842) y su gigantesca crónica del comercio desde los principales pueblos antiguos hasta finales del XVIII. 40 Elements, II, 2, art. 3. Su sensación más repetida es cuán “escasos resultan los materiales de felicidad”, y en Sobre el gobierno (1820) presenta como descubrimiento que la justicia política consiste en “distribuirlos”. Al igual que en el resto de sus libros, 30

Mill va encontrándole a cada asunto “leyes” de las cuales extrae conclusiones ordenadas y evidentes. Una de las primeras, indignante para el embrionario feminismo de la época, es que “niños y mujeres pueden borrarse sin reparo de los derechos políticos”. 41 Cf. Halévy 1904, vol. II, p. 270-271. 42 Carlyle 1849, p. 529. 43 Dos décadas después Ricardo sancionará ese paso alegando que dicha legislación “no enmienda la situación del pobre, sino que deteriora la situación de pobres y ricos” (Principles, V, pág. 61). 44 Siegel 1973, pág. 253. 45 Malthus 1821, pág. 7. 46 Digo “en teoría” porque Malthus no considera la posibilidad de que el sector público cree una trama de obras y servicios básicamente imaginarios, cuyos pagarés se exportan a cuentas de particulares en paraísos fiscales, al estilo consagrado por tantas repúblicas bananeras. 47 Malthus 1821, pág. 160. 48 Siegel 1973, p. 355. Cuando se le eche en cara que hasta su amigo Ricardo se alinea con la clase media “activa” (Hume), Malthus contestará que su amigo tiene muchas más tierras que él, y que él quiere “investir a la clase señorial con la nueva dignidad de una importante función económica” (Siegel, Ibíd.). 49 Kolthammer, en Ricardo 2004, pág. IX. 50 Empezando por las secciones IV y V del primer capítulo, que en la expresión de Joan Robinson ofrecen la primera “caja de herramientas” para la teoría económica. Por aridez técnica, su equivalente filosófico es la fenomenología hegeliana, aunque Hegel no se comprometa tanto con el deductivismo. 51 El efecto sólo puede ser “aumentar poderosamente la masa de mercancías, y, por tanto, la suma de disfrutes” (Ricardo 2004, VII, pág. 77). 52 I, pág. 21. 53 V, pág. 56. 54 V, pág. 58. 55 VI, págs. 71-72. 56 XVIII, pág. 264. 57 XXXII, pág. 287.

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58 Que matemáticamente desbordaba sus fuerzas, pues a partir del cuarto grado las ecuaciones sólo serán resolubles gracias a las permutas grupales descubiertas después por el jovencísimo E. Galois (1811-1832). 59 El problema “debe su existencia a un análisis defectuoso y desaparece al eliminar ese elemento, que en este caso es la teoría del valor-trabajo. Pero desde esa teoría dicho problema se convierte en el principal de todos, en aquél cuya solución ha de revelar el secreto más intimo de la sociedad capitalista” (Schumpeter 1995, pág. 623). 60 Knight 1935, p. 6. 61 Schumpeter 1995, p. 308.

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XXIX. LA DIRECCIÓN DEL MOVIMIENTO “Señores: Las ideas vigentes hasta hoy, que son los sillares del mundo, se disuelven como una fantasmagoría onírica. El espíritu está preparándose para una nueva irrupción, y corresponde a la filosofía saludarlo y reconocerlo, cuando tantos pretenden ofrecerle la vana resistencia del apegado al ayer, formando así inconscientemente la masa desde la cual despega. La filosofía, que ve en ello lo eterno, debe presentarle sus respetos”. G. W. F. Hegel1

Hume pensaba que la tara básica de nuestro entendimiento es estar fascinado por el corto plazo, y al observar la transición del XVIII al XIX comprobamos que el comienzo de la prosperidad coincide con la sensación de haber puesto en marcha sociedades tan precarias como inhumanas. Entre labriegos, y sobre todo en círculos gremiales que van viendo desaparecer uno a uno sus privilegios, la industrialización no sólo produce reproches morales más o menos genéricos sino un movimiento organizado como el luddita, que destruye motores por sistema y no vacila en agredir a quien los defienda2. Ni lo uno ni lo otro frenan, por lo demás, una mecanización que ha empezado en el campo con hallazgos como la cosechadora de J. Tull (1752), activada aún por tracción animal. El incremento en las rentas agrícolas, unido a la acumulación derivada del comercio ultramarino, permitirá financiar la investigación y el desarrollo de ingenios mecánicos cada vez más eficientes, cuyo prototipo es la máquina de vapor que patenta J. Watt en 1775. Diez años más tarde el propio Watt y sus socios producen ya industrialmente ese motor, que está llamado a ser el pulmón de la nueva industria. He ahí algo providencial a su vez para individuos y familias desubicados por la especialización del trabajo agrícola, un proceso que acelera la Enclosure Act de 1801 al acabar con las últimas tierras comunales sujetas a servidumbres de pasto y cultivo, culminando el vallado de todo el campo inglés. Aún sin esta específica circunstancia, emigrar a la ciudad en busca de promoción es un fenómeno crónico para toda suerte de campesinos3, y explotar comercialmente el motor térmico estimula dicha migración del modo más enérgico, pues ofrece a sus operarios jornales no sólo nítidamente superiores sino continuados si se comparan con los ingresos estacionales del bracero agrícola. Por otra parte, el cambio inducido en el campo al vallarlo es una minucia comparado con el del medio urbano. Las chimeneas de fábrica, pronto llamadas a competir en altura con las agujas de catedrales, son tubos de escape para la energía que procesan talleres sólo comparables en tamaño con las propias naves catedralicias, y de esos templos laborales añadidos a los templos de la oración no sólo parten columnas de humo sostenidas noche y día, sino dependencias formadas por calles rectilíneas de viviendas uniformes. Las ciudades habían ido creciendo por agregación celular, con vías públicas sinuosas y casas personalizadas carentes ya de sentido en los nuevos barrios industriales, donde el hacinamiento y la acumulación de detritos que compendiaban lo miserable del burgo medieval en sus comienzos se reproducen a una escala grandiosa. En 1825 el perímetro urbano de Manchester –la primera ciudad industrial- tiene 108 chimeneas de gran altura, y varios centenares más de fábricas no tan descomunales, haciéndonos suponer que será también el foco principal de ataque para ludditas y otros

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nostálgicos de un medio no arrasado por la polución y la masificación. Sin embargo, está pasando más bien de la tecnofobia a lo contrario de desdibujar el largo plazo con proyecciones del corto4. Tal como la indiferencia hacia lo higiénico empezó justamente a frenarse con el burgo, que restableció el empedrado de las calles y la canalización de sus aguas limpias y negras, Manchester aprovecha la capitalización derivada de su industria para emprender titánicas obras públicas de saneamiento y comunicaciones. El lema de su Ayuntamiento en el medievo era concilio et labore (“diálogo y trabajo”), y el terremoto urbanístico unido a la industrialización sugiere a sus próceres que las miserias del hacinamiento y la atmósfera insalubre son peldaños inevitables en la escalera del progreso. Al viejo lema municipal se añade por eso uno nuevo: “Aquello que hace hoy Manchester lo hará mañana el resto del mundo”. 1. El tiempo como potencia negativa Con todo, la escuela manchesteriana tardará una generación en lograr que el mañana no sea borrado por el hoy. Abanderada por analistas como Malthus y Ricardo, la opinión pública tiende a pensar que la mecanización destruye empleo, y es incompatible con mejoras en la capacidad adquisitiva del trabajador. Mientras tanto, ir produciendo e instalando maquinaria eleva al cubo la demanda de ingenieros y peritos, que en buena medida se centran en cómo tratar más económicamente el calor, y llega una cumbre teórica con las Reflexiones sobre la fuerza motriz del fuego (1824), donde un jovencísimo Sadi Carnot5 piensa por primera vez la entropía como destino del mundo físico. La mecanización, leemos allí, “ha multiplicado por diez la minería”6, promoviendo empleo y conocimiento, aunque la credulidad está resucitando fantasmas técnicos como el de un móvil perpetuo, y procede recordar que hasta los motores más perfectos –“los de doble cilindro usados hoy en las minas de cobre y estaño de Cornwall”- apenas “aprovechan un 1/20 de la fuerza motriz del combustible usado”, y “jamás podrá utilizarse en la práctica toda ella”7. Dibuja al efecto una máquina ideal, que es el primer modelo de sistema termodinámico, y no encuentra dificultad en mostrar que ninguna técnica de aislamiento puede rehuir la tendencia del “calórico” a disiparse. Eso ha venido siendo de sentido común hasta entonces, pero al proyectarse cosmológicamente pone de relieve algo que no era de sentido común hasta entonces: un universo donde la disipación va nivelando diferencias, hasta borrar el propio principio de individuación. Entropía, monoteísmo y materialismo Nada puede considerarse menos ideológico que medir la entropía de un sistema. Sin embargo, el paso de un universo estable a un universo decreciente consuma en realidad la ruina del panteísmo, una tradición “animista” que ve el mundo físico como un ser vivo, cuando para la verdad revelada es sólo el más acá mecánico creado como teatro de salvación y perdición por una deidad ajena a lo corpóreo. No puede imputarse al panteísmo que fuese ajeno a la dinámica, ya que precisamente de él parte analizarla como un complejo de “alteración, crecimiento, decrecimiento y traslación”8. Pero sí cabe achacarle una divinización de lo físico como “polvo esparcido al azar, supremamente bello”9, que el fundador del estoicismo llamará “pauta para el resto de las artes, al ser un fuego que progresa inventando metódicamente”10. Esta noción del mundo físico como un continuo vital que “descansa cambiando”11 es blasfemia para el imaginario apocalíptico, gracias al cual la idea monoteísta se ha transformado en culto de masas. Al comienzo da por seguro que el Día del Juicio castigará con una muerte

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térmica abrupta a esa physis supuestamente artística o autoorganizada, y cuando el Apocalipsis se demore declarará que la perpetuación del orden cósmico depende de su creador, pues librado a sí mismo perecería como el siervo sin la protección de su amo. Cuando el siglo XVII está terminando, en 1694, Newton comenta que las órbitas de los planetas y sus lunas habrían perdido regularidad –entrando en colisiones o fugándose por la tangente- si el “Pantocrátor” no hiciese ocasionales obsequios de orden al sistema solar12. El divorcio del espíritu y la materia lo consuma precisamente su hazaña conceptual, que es poder explicar los movimientos celestes y terrestres de traslación como fruto de “fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes”, pues si las fuerzas dejaran de ser “impresas” las masas perderían sus respectivas sendas. Por otra parte, esta armonía entre fenómenos físicos y ecuaciones llega justamente cuando la ortodoxia empieza a coexistir con el deísmo y el ateísmo, y el sistema newtoniano se presta tanto a confirmar el dios del propio Newton13 como a promover el materialismo de philosophes precedidos por Helvecio y D’Holbach, que rechazan la versión dualista. ¿Para qué seguir insistiendo en una voluntad trascendente, cuando las leyes de la mecánica universal permiten ver en la materia supuestamente inerte al Gran Uno autoorganizado? Newton les habría contestado que “la ciega necesidad metafísica es incapaz de producir la diversidad de las cosas”14, y que despojar a la materia de su indiferencia es trivial además de absurdo. Pero Helvecio y D’Holbach sólo han abordado los aspectos cosmológicos del Gran Uno en passant, porque el centro de sus desvelos no es argumentar el ateísmo sino proponer una ingeniería social no por ello menos fiel al esquema de “fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes”, y el primero de ellos no ve incoherencia en afirmar que “lo fisiológico es un factor periférico”15. La teología aburre crecientemente, y el heredero inmediato del materialista ilustrado es el utilitarista, que adivina la entropía bastante antes de que Carnot presente el primer sistema termodinámico. En 1789, Bentham parte ya de la “desfalleciente Naturaleza” para justificar la aplicación del cálculo hedonista a todo tipo de sociedades; y James Mill, su gran portavoz, funda los Elementos de economía política (1821) en la “degradación” inexorable prevista por su maestro, que las obras de Malthus y Ricardo reconfirman. Encontrar una desconfianza comparable ante la espontaneidad física nos obliga a retroceder hasta dos escuelas helenísticas -los gnósticos y los neoplatónicos-, que argumentaron la victoria final del alma sobre lo corpóreo sin recurrir a la brusquedad postulada por el imaginario apocalíptico. Su teoría de una “emanación” es la forma antigua de intuir la pérdida gradual de energía, ya que parte de un Uno originario del cual manan unos cada vez menos substanciales16 y -como en la posterior construcción del Big Bang- empieza en pura luz y termina en pura oscuridad. Plotino, fundador del neoplatonismo, no puede parecerse más por temperamento y estilo al romántico17, oponente formal del utilitarista, pero una armonía de contrarios hace que ese distinguido círculo de escritores ingleses plantee la dinámica del mundo objetivo a la manera de sus Enéadas, donde el paso de instante a instante marca la progresiva transición del ser al no ser. A finales del siglo III esta representación invitaba a “huir por completo de lo mundano”, y a principios del XIX insta a intervenir legislativamente en él, porque –en palabras de J. Mill- “los materiales de felicidad son muy escasos” y la sociedad industrial acelera su disipación. El hecho de que la muerte cósmica no haya llegado, aún, podría considerarse un estímulo para no limitarse al flujo descendente y unidireccional de la emanación y

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considerar flujos no lineales como los evolutivos; pero entre los compromisos del nuevo materialismo filosófico está la “lucidez” de conformarse con una realidad física sin resortes neg-entrópicos, e incapaz por tanto de regenerar sus energías. Al mismo tiempo, en Inglaterra y en el resto de Europa el entusiasmo innovador del capitalismo avanza a grandes zancadas, y tanto la perspectiva lúgubre como los afanes reglamentistas provocan hilaridad o indignado rechazo. Llevado a su caricatura, el tiempo no es sinónimo de destrucción, sino de money. Está llegando la edad de oro del individualismo político y económico, y querer hacer al hombre más feliz reescribiendo y multiplicando el número de sus leyes resulta cada vez más anacrónico. Para la nueva generación de economistas y estadistas, el tránsito de los idéologues a sus sucesores británicos no ha suprimido el predominio sistemático de la elucubración sobre la observación. Y, a despecho de que sea inconsciente, debe haber algo que no sólo sostiene el universo sino el progreso de la especie humana. 2. El tiempo como negación de la negación En el último tercio del siglo XX, matemáticos, físicos y químicos reinterpretarán el segundo principio de la termodinámica18 –la entropía- atendiendo al poder estructurante del desequilibrio, y a la diferencia entre sistemas cerrados y abiertos19. En definitiva, dirán, la propia ley de máxima producción de entropía requiere una creación espontánea de orden a partir del desorden. Sin embargo, a comienzos del XIX no hay nada remotamente parecido a la potencia computacional del ordenador, que permitiendo seguir y modelar la conducta de sistemas etiquetados como caóticos identifica fenómenos doctrinalmente tan imposibles como estructuras disipativas, atractores extraños, fractales o la propia virtud creadora de la turbulencia. Darwin y Spencer están por nacer, uno 1809 y otro en 1820, y revisar tanto la versión emanatista como la catastrofista o apocalíptica del mundo incumbe inicialmente a G. W. F. Hegel (17701831), que a sus conocimientos enciclopédicos añade una rara capacidad para examinar las cosas “dejándolas ser”. Por entonces Alemania sólo compensa el atraso social y político con la pujanza de su institución universitaria, una burocracia lo bastante bien organizada como para desarrollar entusiasmo por el estudio. Cuando en otros países el dramatismo de los cambios dirige la atención del público hacia visionarios y reformistas, lo vivo de la Universidad alemana hace que las miradas se concentren en sus profesionales, cuyo oficio les impone siquiera sea en principio no pontificar sino analizar en términos científicos. Hegel es el prototipo de ese investigador-funcionario, que aspirando a cumplir su deber decide encontrarle sentido al nuevo mundo –en definitiva, a la sociedad industrial- con un “sistema filosófico” que revisa todas las categorías y certezas del mundo previo. Se trata de un proyecto desmesurado, aunque construir sistemas lo empezaron a hacer sus colegas Fichte y Schelling, y aquello que él añade a esa pretensión es cumplirla de modo minucioso, componiendo tratados sobre cada uno de los grandes temas: lógica, metafísica, física, historia (general y del pensamiento), derecho, estética, religión y política. Prototipo también del pensador que no da tregua a sus lectores, sometiéndoles a razonamientos ligados por una aspereza técnica a menudo feroz, lo asombroso a primera vista es que aún antes de aprender a expresarse con cierta claridad -algo sólo conseguido en su segunda madurez- desborde la esfera académica y llegue a todos los círculos mínimanente cultos. Aparte de Hegel, sólo Aristóteles tuvo tantos, tan aventajados y tan

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devotos alumnos como para que gran parte de su obra se conservara merced a apuntes de clase. El encargado de su alocución fúnebre le llamará “Cristo de la filosofía, Aristóteles de los tiempos modernos”, y treinta años antes aquello evocado por sus enseñanzas lo describe uno de sus pupilos: “Para nosotros, y para casi todos, la nueva filosofía seguía siendo un gran caos inextricable, en el que todo estaba aún por ordenar y configurar […] Las clases20, que Hegel preparaba mediante un recurso directo y muy concienzudo a las fuentes, eran seguidas por todos con el más vivo interés, sobre todo debido a aquel encadenamiento dialéctico nuevo, inaudito, que era ir de una concepción a la siguiente. Recuerdo cómo las figuras filosóficas aparecían, ocupaban por un tiempo la escena y eran consideradas, pero luego iban recibiendo cada una su sepelio. Cierta noche, al acabar la clase, uno de nosotros –el menos joven- no lo pudo aguantar y exclamó que eso era la muerte, y así debía perecer todo. Brotó de ello una animada discusión, en la que otro de nosotros llevó la voz cantante, respondiendo que eso era en efecto la muerte y debía serlo; pero que en esta muerte se encuentra la vida, y que ésta brotará y se desplegará con gloria creciente”21. Nadie ponía en duda que la obra del pensamiento y la del tiempo fuesen cosas distintas, pero ante los fascinados oyentes aparecía alguien capaz de refutarlo, mostrando en detalle –y para cualquier campo de conocimiento- que el ser es en realidad devenir, y que el único modo de trascender la ingenuidad es atenerse al modo en que las cosas van dejando de ser identidades para cumplirse como totalidades: lo verdadero es lo efectivo, aquello que va llegando a ser en cada momento por auto-creación o auto-liquidación22. Cuando más cundían versiones emanatistas del movimiento, flanqueadas por ingenuidades sobre el Progreso, su profesor proponía la vigencia de una evolución (Entwicklung) universal, en la cual profundizaba con un análisis de lo contradictorio bautizado como dialéctica. La lógica binaria del esto o lo otro podría seguir valiendo para el matemático, pero ya no para otros científicos y menos aún para el centrado en asuntos humanos, donde lo analógico se impone continuamente a lo dual23. Para habilitarse como docente, en 1801, había defendido ya un grupo de tesis precedidas por la de que “la contradicción es norma de verdad, no de falsedad”, pues la oposición interna de algo consigo mismo no sólo no lo paraliza sino que constituye el impulso responsable en sus cambios de estado. Tan lejos fue en esa dirección que la economía política -uno de los raros temas sobre los cuales apenas disertó24- debe a su punto de vista el propio concepto de creative destruction, el más al uso para exponer la dinámica específica del capitalismo. Reconsiderando la muerte En última instancia, Hegel propone una “unidad de la diferencia”25 que permite ampliar la relación lógica, viendo las concepciones y estados del mundo no sólo como hechos cumplidos sino como fases de un proceso con indefinidas etapas, donde la disipación creada por el resistirse de cada aquí y ahora se aprovecha como combustible. Por una parte, la suerte de lo positivo consiste en ir siendo atropellado, y la crónica de los siglos es manifiestamente “el altar donde se han venido sacrificando el bienestar de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”26. Por otra, ese atropello engendra una “negación de la negación” (negativität) que va alumbrando aquí y allá lo “positivamente racional”. Lejos de ser un campo donde lo bueno y lo malo luchen sin interpenetrarse, la caducidad de todo es un “ardid de la razón”, que al

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imponer mediadores o terceros va consumando una odisea de pérdidas y recuperaciones. De ahí que “la verdad no sea una moneda ya acuñada, susceptible de darse y recibirse sin más, y que lo falso sea tan inexistente como lo malo […] pues llegar a serlo constituye un momento de lo verdadero”27. El dogmatismo y el sentimentalismo se aferran a identidades fijas y separadas, como las maniqueas, pero los seres reales o existentes28 sobrepasan su finitud construyendo el espesor infinito de una historia abierta. Más en concreto, la del existente humano atestigua hasta qué punto es pasmosamente fértil el orgullo de individuos que van convirtiendo la precariedad de su existencia particular en comunidades a fin de cuentas indestructibles. Nuestra especie sólo puede aplicarse a reducir la intemperie externa desarrollando ciencias y técnicas, útiles también para reducir la miseria interna que es el “deseo” incivilizado; pero mirar a vista de águila (speculare) muestra que ambas cosas van de hecho ocurriendo, unas veces con insensible gradualidad y otras a sangre y fuego. Los anales escritos, que cancelan la amnesia recurrente del ágrafo, colocan también en su sitio al autócrata y al súbdito, absortos ambos en una vida que la evolución ha hecho caduca, y encauzan el movimiento hacia la amalgama de suprimir y conservar que Hegel llama superación (Aufhebung)29. Tener historia nos impone la humildad de constatar que lo inconsciente precede a lo consciente, lo indirecto a lo directo, dentro de un hacerse que es el nuestro pero no aguarda a nadie singular para seguir urdiendo su trama. Percibido en la unidad de sus diferencias, el proceso es una incesante “mediación de lo inmediato” que no sólo empuja a enterrar a los muertos, sino a hacer lo propio con todo cuanto no coincida con asegurar una libertad cada vez más plena, pues libertad es lo que engendra estar inmerso en la finitud. Por eso mismo las ordalías de “superación” que acumula el ayer funden lo contingente con lo necesario, porque cada etapa ha de separar la paja del grano cuando el juicio ecuánime llega siempre a posteriori, “como el búho de Atenea espera el crepúsculo para batir sus alas”30. Los agentes de cada nueva etapa deben salvar su inconsciencia con puro arrojo, o con la pasividad del aterrado, asegurando así una amalgama de cumplimiento y desgarramiento. “Oriente sabía y sabe que Uno es libre, el mundo griego y el romano que algunos son libres, y el mundo germánico que todos son libres”31. Hegel termina de entender su propio concepto de la evolución cuando está cumpliendo los treinta años, acaba de nacer su segundo hijo natural y el oficio de profesor no numerario en Jena apenas le permite ir vestido con modesto decoro. Lleva tiempo trabajando de modo febril en la Fenomenología del espíritu, y cuenta la leyenda que el tronar de cañones desde la madrugada del 16 de octubre de 1806 le inspiró sus frases finales. Con el manuscrito bajo el brazo, y buena parte de sus pertenencias a lomos de un pollino, vuelve la vista atrás desde una colina y divisa a un grupo de húsares irrumpiendo en la plaza mayor, seguidos a poca distancia por Bonaparte32. En 1789, al saber que La Bastilla ha caído, él y su querido Hölderlin corrieron a plantar un árbol a la libertad en la plaza del mercado; pero en 1806 no valen ya aquellas ingenuidades33, y las páginas que salva del expolio consumado por las tropas francesas describen las metamorfosis de una libertad que es inseparablemente “trono y calvario”34.

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Para nombrar al agente de la libertad Hegel ha dudado durante años –pensó llamarlo “yo”, como Fichte, “naturaleza” como Schelling e incluso “género humano”, como harán sus propios discípulos-, y decidirse por “espíritu” (Geist) le suma en principio a quienes creen en otro mundo, habitado por ideas y almas puras. No obstante, tal como vimos al utilitarista retomar las intuiciones de Plotino le vemos a él declarar con gran antelación que “Dios ha muerto”35, planteando el más allá como prototipo de pensamiento “alienado”, y definir el Geist como “ese yo que es un nosotros y ese nosotros que es un yo”36, donde vivir, morir y recordar constituye el nervio de todo. Sin perjuicio de ser “idealista” en otro sentido37, en él encontramos al primer escritor cristiano que sigue siéndolo sin suscribir su promesa de inmortalidad y, de hecho, “el espíritu hegeliano no es un Dios eterno y perfecto que se encarna, sino un animal enfermo y mortal que se trasciende en el tiempo”38. Esto no es metafórico. En 1804 ha dicho a sus alumnos que “el animal supera el límite de su naturaleza al enfermar, pero esto es el hacerse del espíritu”; en 1805 –al abordar el mismo punto del programa- corrige la frase diciendo que “el animal muere, pero su muerte es el hacerse de la conciencia”. Espíritu y conciencia son sinónimos, resultados ambos de una finitud reconocida que transforma al animal en una nueva fuerza de la naturaleza. Lógicamente, “la muerte es el trabajo supremo que el individuo emprende para la comunidad, pues gracias a ella puede deshacerse de cualquier determinación que provenga del género, cumpliendo su libertad absoluta”39. En otras palabras, “la muerte, si así queremos llamar a esta irrealidad, es lo más espantoso, y nada requiere tanta fuerza como retener lo muerto. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque exige de ella lo que no está en condiciones de dar, pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se preserva de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse en el absoluto desgarramiento. No es algo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso, y tras hacerlo pasamos a otra cosa, sino la potencia capaz de mirarlo cara a cara y permanecer junto a él. Esa persistencia es la fuerza portentosa que devuelve lo negado al ser”40.

Señorío y servidumbre El marco de estas reflexiones es una Alemania políticamente atomizada, donde ver los progresos de la civilización como un camino de “servidumbre” resulta tan frecuente como lo era en la Francia prerrevolucionaria. El hecho de que el feudalismo perdure allí más que en otros puntos de Europa alimenta adicionalmente la nostalgia del ideal caballeresco y su programa pobrista41, sin que falten tampoco conservadores al estilo de Burke, hostiles por principio a la “innovación”. Unos alegan que si la purga emprendida por Robespierre hubiese podido prolongarse algo más habría erradicado al antipatriota; otros usan la evidencia de una guillotina transformada en pasatiempo del populacho para cerrar filas contra la libertad política, y la Fenomenología del espíritu (1807) no está dispuesta a sancionar ninguna de esas líneas. Es un libro tan insufrible como los Elementos de Euclides para quien no aspire a profundizar técnicamente, pero está sugiriendo a ambos lados de la opinión alemana “aprender de la experiencia de la conciencia”.

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El Terror, por ejemplo, fue el momento de la libertad política donde “masas espirituales abolieron las clases”. Su transitoriedad no puede fundarse en el éxito o fracaso de algún complot, sino en que “la voluntad universal adoptase la forma de una voluntad singular, llamada a presentarse como facción, que al convertirse en gobierno condicionó la necesidad de su perecer”42. Desgarrada por la contradicción de ser común y sectaria al tiempo, la voluntad “absoluta” demanda una libertad no menos “absoluta” y deroga al punto la recién adoptada Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Cualquier tipo de garantía procesal no es sólo un sabotaje a la Dirección sino una ingratitud “individualista”, que ignora las abnegaciones exigidas por la Patria, pues la promesa mesiánica se ha trasladado desde el más allá al más acá sin mediación, y la alternativa entre Mundo y Cielo sobrevive en la realidad secularizada como exigencia de una salvación política genuina, contrapuesta a las componendas del posibilismo. La unilateralidad del odio o el pánico pasa por alto, pues, un concepto de grano más fino como el de “masas espirituales” gobernadas por “voluntades singulares”, que trasciende la esfera elemental de lo bueno y lo malo enriqueciendo nuestro banco de datos sobre una tesitura a fin de cuentas recurrente. No sólo en la Plaza de la Revolución, y aprovechando la “navaja nacional”, una exigencia de voluntad “unánime” convierte el aparato creado para gestionarla en un coto cada vez más exclusivo, irresponsable y sujeto a veleidades individuales. Contemplado con esa distancia estética, el Terror es una simple estación en el proceso formador de la conciencia, que llega precisamente cuando está floreciendo el intercambio pacífico de bienes e ideas, y se diferencia por ello de unanimidades ya ensayadas como la del cruzado y el apóstol. Para estar a la altura de la información que estos eventos nos ofrecen sobre nosotros mismos conviene, por tanto, retroceder a la etapa donde cristalizó el principio del sometimiento incondicional de unos a otros. Preparando esa reflexión sobre el origen, los capítulos iniciales de la Fenomenología describen cómo “la simple certeza sensible” se convierte en una percepción cultivada, y cómo de ésta pasamos a un entendimiento propiamente tal, culminando un proceso que empezó con sensaciones borrosas del mundo exterior y se estabiliza en una realidad definida por relaciones puntuales constantes. Con ello hemos pasado también de ser conciencias o espejos a descubrirnos como “autoconciencias”, que para completar un retrato fiel de la realidad deben tener presentes sus propias condiciones como observadores. Hasta aquí nos hemos limitado a repasar el análisis de Kant, y su gran descubrimiento de tomar las cosas como fenómenos –mezcla de ellas mismas y nosotros-, en vez de abordarlas “dogmática o acríticamente”. Pero Hegel está solo empezando, y observa que la autoconciencia añade al mundo objetivo una “duplicación” interna, equivalente en la práctica a una naturaleza no tanto individual como social, inevitablemente volcada sobre la presencia no sólo de otros sino de otros muy determinados, pues “ser para sí implica ser reconocido por otro que es también para sí”43. i. La socialización Sin reflejarnos en iguales nos resulta imposible ser nosotros mismos, y la necesidad de “reconocimiento” informa todo tipo de existencia humana. Tanto da por ello pensar en caníbales cazadores de cabezas como en el salvaje idílico de Diderot, ambos hechos a vivir sin trabajar en un mundo apenas poblado. Los roussonianos, y gran parte de la imaginación medieval, plantean esa vida anterior a las instituciones civilizadas como la

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etapa feliz del ser humano, en la cual –atendiendo al Roman de la rose (c. 1300)- había de todo porque nadie tenía demasiado de nada. A esta representación se opone la hobbesiana, un lugar común en Oriente, para la cual el “estado de naturaleza” es una situación de guerra sin cuartel de todos contra todos, que sólo se remedia creando autoridades “soberanas”. Pero nostálgicos y misántropos incurren en la misma elementalidad de plantear un “hecho” que sería sustituido por otro, cuando “el movimiento del reconocerse” permite “ir” de lo uno a lo otro, mostrando que “del sometimiento causante de siervos y señores proviene todo lo incluido bajo el término ‘cultura’”44. Salvajes filantrópicos, salvajes depredadores y distintos civilizados coinciden en ser “encarnaciones del tiempo, a quienes corresponde la figura compacta del espacio”45, cuya vivacidad consiste en un “deseo” que sin dejar de ser lo interno vuelca sobre lo externo, ofreciendo una promesa de infinitas satisfacciones. Sucede, con todo, que al apetecer responde lo externo con una indiferencia tanto más olímpica cuanto que no admite ni rechaza a nadie en particular, y de dicha contradicción -anunciada por el primer llanto del recién nacido- parte la magia, esa “relación inmediata de la voluntad y su objeto”. La relación no inmediata es “paciencia de lo negativo”, trabajo, que irá descubriendo medios no sobrenaturales para sacar adelante algunos fines. La trivialidad prefiere dar por supuesto que tejer se aprendió en academias, no a golpe de escalofrío, pero todo aprendizaje tendrá como incentivo y rémora la esclavitud, que por una parte sanciona pautas animales46 y por otra niega la socialización específicamente humana, pues el reconocimiento sólo puede otorgarlo en realidad un igual. Ahora surge lo inverso de un igual, algo que es sólo una apariencia de sí, a quien se encomienda absorber en exclusiva la erosión de reunir exterioridad y apetencia. El origen del hallazgo se hunde en episodios que el pudor filtró, hasta retener sólo aquellos duelos -como el de Enkidu y Gilgamesh- donde el vencido se hizo acreedor a la amistad del victorioso. En cualquier caso, el primer mercado floreciente fue el de infrahumanos, y la Antigüedad se pone en marcha administrando una masa reunida por ser apta para cualquier cosa, salvo obrar al margen de las instrucciones recibidas y ser propietaria. La principal incumbencia del Estado es asegurar al humano el disfrute de su dominio indiscutido sobre el infrahumano, porque nada se acerca más para el hombre reputado libre a la felicidad práctica, aunque tampoco ninguno le comprometa más con la penuria. “La cadena del esclavo es el mundo independiente”, cuyo rigor debe serle evitado al amo para asegurar su refinamiento, y, sin embargo, quien se refina realmente es el esclavo, “que no ha sentido angustia por esto o aquello sino por su esencia entera […] y extrae del deseo reprimido una transformación controlada, trabajo formador”47. El amo, que ha conquistado la superioridad venciendo al miedo y las penalidades, sólo tiene por delante ir viéndose inmerso en una debilitadora molicie, que a corto plazo le opone otros aspirantes al señorío, y a largo plazo esclavos que acumulan conocimientos y tenacidad. El despliegue de una cultura La verdad del esclavo es el amo, la verdad del amo es el esclavo, si bien “lo hecho por el amo contra el esclavo lo hace también contra sí, mientras lo hecho por el esclavo contra sí lo hace también contra el amo”48. Su dependencia sólo aseguraría progresos en la independencia del hombre libre si sus tasas de reproducción y esfuerzo igualaran o superaran las del ganado doméstico, cuando son de hecho casi infértiles y responden a

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la exigencia de trabajo con una desidia elevada a obra de arte. El ocio no deja de refinar a algunos, y disponer de aperos humanos será aprovechado por ellos para desprenderse de la necedad mágica e inaugurar una perspectiva científica en la consideración de los asuntos; pero tanto el ingenio técnico como el propio músculo del esfuerzo viven sumidos en el letargo que les impone la propia esclavitud, y el estado material de cosas sólo permite en realidad pasar de la vida salvaje a civilizaciones sintetizadas con la barbarie. Nueve de cada diez productores son involuntarios, nueve de cada diez fiestas son combates de gladiadores que regala al pueblo la magnanimidad de su emperador. Sustentada a fin de cuentas sobre un acto mágico-bélico –el de postular como independiente nominal al dependiente real-, un Imperio surgido para asegurar el crecimiento sostenido de individuos y recursos asegura más bien la contracción del producto, y una secuencia de críticas al modelo esclavista. La primera “conciencia” o “figura” de esa revisión es el estoico, alguien enriquecido por la “disciplina del servicio” que “orienta su acción a ser libre, tanto sobre el trono como bajo las cadenas”49. Con él aparece una regla de pensamiento tan válida para el esclavo Epicteto como para su discípulo, el emperador Marco Aurelio, seguidores ambos de un comerciante fenicio como fue Zenón de Citio (334-262 a. C.), movido a filosofar por los estímulos que le ofreció la industria editorial ateniense cuando quiso informarse sobre Sócrates. Durante ocho siglos, la conciencia estoica repite sus tesis: lo divino es el universo concreto, que gobernado por su hado o destino ofrece pautas de “acción oportuna” a quien estudie lógica, física y ética, aprendiendo a superar el dolor con “fortaleza”. Esa meta de impasibilidad corresponde a un tiempo de “universal miedo y servidumbre, aunque también de una cultura universal”50 sostenida por el derecho romano, y encuentra su maduración en un llamamiento a trascender los límites prescritos a cada cuna. El estoico quiere guiarse por la naturaleza (physis), que concibe a su vez como una dinámica esencialmente evolutiva, y la dualidad amo-esclavo le parece algo tanto más depravado o antinatural cuanto que añade una escisión arbitraria al delirio de querer inmovilizar el curso del mundo. Por otra parte, esta superación de la iniquidad está inmersa en ella, y el oficio más común del estoico es ser funcionario o gestor privado. Otras escuelas de virtud consideran que cultiva un denuedo lindante con la soberbia51, y que balbucea cuando trata de explicar el mundo -o la propia conducta-, aunque alegue la razón como kriterion. Su querer tener fortaleza nada puede contra la inhumanidad que gobierna el orden social, y desesperar del estoicismo engendra al escéptico, porque suspender (“poner entre paréntesis”) el asentimiento o rechazo es más realista que vencer al dolor en pugna directa. La cultura se descubre determinada por ideas aunque inconsciente de ello, y al pasar de los conceptos como cosas a su inverso el escepticismo descubre la energía y libertad del pensamiento, que hace y deshace el mundo a despecho de sus crédulos actores, ofreciendo a la conciencia un albergue más firme y veraz que el suicidio, actual o diferido, del corajudo estoico. Amanece con ello alguien como el junco o la espiga, que cede ante el vendaval para recobrarse de seguido, porque ha aprendido a matizar cualquier destino con distancia estética, poniendo inteligencia allí donde otros se atropellan queriendo imponer alguna voluntad, y hasta qué punto ha elegido el camino más fértil lo demuestra su capacidad para hacer observaciones tan oportunas como ingeniosas sobre lo real y lo irreal. El estoico debe ser férreo por dentro y por fuera –no en vano tiene al sufrido Hércules como santo patrón-, mientras el escéptico se educa en un arte menos marcial y más sutil,

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Pero su forma de descartar el sentimentalismo y la barbarie, todavía “inmediata”, no puede rehuir un discurso donde tesis opuestas exhiben la misma fuerza lógica y suscitan “antinomia”. De esa parálisis conceptual viene “proclamar la nulidad del ver y el oír mientras ve y oye, declarando lo nulo de las éticas sin perjuicio de erigirlas en poderes de su conducta”52. Negar en su sentido no es realmente negar sino algo más próximo al cinismo, y la sociedad esclavista está preparada para dejar atrás el imaginario pagano con el híbrido de coraje estoico e independencia escéptica que es el cristiano original (la “conciencia infeliz”), donde “lo que antes era repartido entre el amo y el siervo se resume en uno solo”53. Más precisamente, “En el estoicismo la autoconciencia es la simple libertad individual. En el escepticismo esta libertad se realiza destruyendo las determinaciones de la existencia determinada, pero más bien se ve arrastrada a ser doble. La disyunción que antes aparecía repartida en dos singulares, el amo y el siervo, se resume ahora en uno solo que encarna la autoconciencia duplicada esencial para el concepto del espíritu, pero no aún en su unidad, y la conciencia infeliz asume la esencia exclusivamente contradictoria”54. Esa esencia parte de que la Encarnación y su tormento han redimido a la humanidad, ofreciendo otro mundo –tan eterno como enteramente feliz- a quienes se comprometan con un ánimo de amor mutuo, y mientras los señores temporales no desprecien tal dogma serán delegados de Dios en la Tierra. Por otra parte, servir a semejante deidad es aborrecer el luxus y su luxuria, querer trascender cuanto antes el más acá concupiscente para pasar al Cielo, y aunque nada ayude mejor en tiempos de penuria extrema no deja de condenar al desgarramiento, porque el impulso vital sigue apegado a aquello que afecta aborrecer hasta el pórtico mismo de su agonía. El estoico representa una variante del gladiador; el escéptico alguien liberado sólo verbalmente, al borrar de su léxico el verbo “creer”, y la nueva figura del espíritu ofrece un destino tanto más generalizable cuanto que resignada a la mansedumbre crédula: el reino de la cuna no se altera, aunque amo y siervo oficiarán como monaguillos iguales en cada misa, arrodillados ambos a la espera de un Juicio que interrumpa al fin la crónica estación de hambre y frío. La existencia eremítica es una opción menos deshonrosa que la mera esclavitud, o que incorporarse a las masas de errantes llamadas vagaudas55, y con la beatificación del santo se confirma que dios se hizo hombre, un paso indirecto aunque gigantesco para instar una vuelta a la cohesión social. Por lo demás, “su pensamiento sigue siendo un informe resonar de campanas o un cálido vapor nebuloso, una música que no llega a concepto […] El ánimo se siente a sí mismo pero sólo dolorosamente, como desdoblamiento entre la vida y su trascendencia que es el movimiento de una infinita añoranza […] del más allá inasequible, que huye cuando se le quiere captar, y en realidad ya ha huido56. Que los últimos acabarán siendo los primeros, añadido a la promesa de que el cielo y el infierno serán independientes por completo del rango social, sostiene el llamamiento más duradero a sustituir libertad por obediencia. La protección dispensada por los señores materiales y espirituales, eco de la protección dispensada a todos por el Omnipotente, es infinitamente más generosa que lo devuelto por el protegido en forma de sumisión y trabajo, y sobre esta tesis descansa todo. La conciencia redescubre un punto fijo que descartaría evoluciones ulteriores, limitando el movimiento o al valle de lágrimas terreno o a su término apocalíptico. Pero el devenir no da tregua al pretendido ser, y el esquema de los dos mundos sólo puede desembocar en la afrenta de una Iglesia

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propiamente santa y una Iglesia señorial, que alterna genuina mortificación con penitencia aparente, y mientras por una parte dice “morir porque no muero” añade por otra el cinismo de vender indulgencias plenarias y bulas. Aunque cada humano es invitado a considerarse amo y esclavo al tiempo, se trata de una reunión sólo emotiva y sintetizada con histeria ascética, que arrastrada por el énfasis se lanza a conquistar el único sepulcro cuyo finado no debe seguir ahí, o todo el dogma sucumbiría. “La evolución, que en la naturaleza es un sereno crear, resulta para el espíritu una lucha dura e infinita consigo mismo. Quiere alcanzar su propio concepto, pero él mismo se lo oculta, y en esa alienación se siente orgulloso y colmado de dicha”57. La Fenomenología prosigue exponiendo figuras de esta tensión (la conciencia noble y la conciencia vil, la buena conciencia y la hipocresía, el santo y el sabio, el intelectual y el científico, etcétera), pero exponerlas abusaría del espacio disponible aquí, al no compensarlo con nociones propiamente nuevas. Habernos detenido en la filosofía hegeliana nos ayuda ante todo a precisar dos cosas pertinentes para la fase ulterior de nuestra historia. Primero, que Spencer y Darwin parten de ella –siempre a través de exposiciones más o menos simplificadas- para sustituir el llamado “fijismo” imperante por una idea dinámica de lo real. Segundo, que para todos los herederos mesiánicos de Robespierre y Babeuf el planteamiento “dialéctico” permite deslindar la revolución de algo emprendido por pobres gentes airadas, y concebirse como acto de reinventar racionalmente la vida social. La victoria ineluctable del siervo sobre el amo es el punto de partida para Marx, que se distingue de previos reformadores ebionitas por dominar el aparato analítico-analógico del maestro, y puede así construir la primera economía política no lastrada por una variante u otra de fijismo. De este modo, una obra volcada sobre la reconciliación interna y externa del ser humano58 justificará la forma argumentalmente más elaborada de su discordia. Lo que en Hegel es necesidad de la libertad, atemperada como conciencia de la necesidad, va a transformarse en determinismo o necesidad pura y simple, concentrada en la tesis de que el último será el primero. Las cuatro décadas que median entre la Fenomenología y el Manifiesto Comunista encierran un universo de acciones y reacciones imprevisibles, y el máximo sabio sobre la evolución del credo cristiano59 no imagina que una variante “dialéctica” del comunista evangélico esté preparándose para superar la sociedad comercial. Nada puede serle más ajeno que lo evidente para nosotros; esto es, que a la formidable y duradera eclosión del capitalismo sigue una no menos formidable y duradera eclosión del socialismo. Por lo demás, un profesor digno se compromete con lo contrario del vidente profético, y él ha subrayado como nadie hasta entonces que lo verdadero es siempre algo obtenido a posteriori, pendiente de una realidad que se hace continuamente a sí misma. Sólo le ha faltado prestar atención al fenómeno de la producción en masa, gracias al cual -y por primera vez en la historia humana- se plantea el peligro sistemático de crear una oferta de bienes superior a la demanda. Distintas respuestas a ese mismo fenómeno serán las formas sucesivas del socialismo, y terminar el repaso a las ideas sobre el movimiento en abstracto llamar a mirar un instante hacia los focos concretos de movimiento. Hegel y Ricardo, prototipos del criterio evolutivo y el emanativo respectivamente, nacen con dos años de diferencia y mientras construyen sus obras despuntan las primeras ciudades industriales inglesas, donde su disputa teórica sobre un predominio de la destrucción o la creación se convierte en el más práctico de los asuntos.

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3. El caso de Manchester Sir R. Arkwright (1733-1792)60 nació de padres tan míseros que no pudo asistir siquiera a la escuela primaria, y aprendió a leer gracias a una tía. Más adelante, siendo aprendiz de barbero, descubrió que le apasionaban los negocios tanto como la mecánica, y al cumplir los treinta años –cuando pudo fundar una empresa de pelucas- el hecho de moverse por todo el país comprando pelo le permitió conocer a algunos pioneros de la industria local, que trabajaban ya en el proyecto de convertir el algodón en gran materia prima textil. Asociado a tales fines con un relojero y con el ingenioso Th. Highs, algunos meses de robarle muchas horas al sueño desembocaron en una manera de sustituir el giro manual del tejedor por un cilindro metálico, y desde 1769 instala un taller movido inicialmente por caballos que algo después empleará fuerza hidráulica. De allí saldrán las primeras piezas hechas de algodón exclusivamente, que iban a ser calcetines. Aunque su empresa requiere una financiación descomunal para lo acostumbrado en otros negocios, y un talento específico para organizar el trabajo de cuadrillas descomunales también, saca adelante ambas cosas y en 1775 patenta su invento como “cardadora de Arkwright”. Monta a continuación en Manchester el primer taller con más de mil operarios, y una década más tarde las fábricas que explotan su idea dan empleo a un número treinta veces mayor. La furia tecnófoba del movimiento luddita –que disuadió ya a Hargreaves, el primer inventor de una cardadora- arrasa las instalaciones más nuevas de Arkwright en 1779, y seguirá hostigando ocasionalmente, pero este empresario es una fuerza telúrica que a la hora de morir tiene una de las mayores fortunas del país, a despecho de haber perdido en 1785 su patente tras un juicio célebre, al demostrarse que copió en realidad a su socio Highs. Nadie duda, por lo demás, de que ha descubierto toda suerte de procesos paralelos para la producción textil, y al año siguiente la Corona le nombra par del reino y sheriff del condado, viendo en él al “hombre capaz de reunir el trabajo de muchos”. Entre sus diseños están la fábrica escocesa de New Lanark -de la cual partiría la gloria de Owen, el primer “socialista”-, y un régimen laboral que iba a generalizarse. Empleando preferentemente a familias con hijos –a quienes daba trabajo desde los diez años-, inauguró la puntualidad estricta, completando su oferta de salario y vivienda con una semana anual de vacaciones pagadas61. La evolución urbana Tras convertirse en Cottonopolis, y empezar a abastecer al mundo entero de sábanas, toallas y fundas de almohada ante todo, Manchester experimenta un dramático empeoramiento cuando derrotar a Napoleón se revele ruinoso a corto y medio plazo, disparando a la vez carestía y una carrera a la baja en el jornal de los tejedores, que llega a caer hasta una tercera parte (de 15 chelines a 5)62. Esto basta y sobra para alimentar el más agudo de los descontentos, pero deriva de un factor objetivo como que la actividad económica merme mientras la mano de obra crece, y lo realmente intolerable para su ciudadanía –y la de Birmingham, Leeds, Bristol y otras ciudades industriales del nortees una legislación proteccionista (las Corn Laws de 1815) que encarece sensiblemente el precio del grano, unida al hecho de que ninguna tenga una representación en el Parlamento vagamente acorde con su entidad. En 1819 el malestar de proletarios y clases medias se concreta en la mayor manifestación de la historia inglesa hasta entonces, que reúne un mediodía soleado de agosto a unas 70.000 personas de todas las edades en la plaza de St. Peter y termina con la llamada masacre de Peterloo, donde

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mueren unas quince personas y varios cientos resultan heridos. Las únicas tres banderas autorizadas por el comité convocante63 fueron “Representación o muerte”, “No al arancel del grano” y “Sufragio por circunscripción”. Por otra parte, a los malos tiempos siguen otros mejores, que no sólo arrojan como resultado más empleo sino sucesivas transformaciones de la actividad manufacturera. En 1835, a medida que los talleres textiles se están convirtiendo en fábricas de maquinaria e industria química, los bancos de la ciudad empiezan a ser los más emprendedores del mundo, y en 1840 la asfixiante atmósfera se alivia exportando el grueso de la polución a periferias64. El destino de la ciudad es consolidarse como centro financiero, que sostiene a su vez un tejido de ingeniería especializada y pioneras empresas de servicios. Peterloo ha sido en realidad el punto de partida para la reforma de 1832, cuya punta de lanza ha sido el movimiento originalmente manchesteriano del Cambio Libre, que deroga las Corn Laws y reorganiza las circunscripciones electorales de todo el país65. En lo sucesivo va a servir de núcleo para lo más avanzado en negocios y para lo más avanzado en ideas, centro de los liberales y cuna del partido laborista, sede del primer congreso nacional de sindicatos, y sede originaria de las sufragistas. En 1809 pasaba por ser el mejor lugar de Inglaterra para abrir una empresa, y en 2009 sigue mereciendo ese título según alguna encuesta. Al llegar la segunda ola industrial, que ya no se centra en el textil sino en desarrollar minería y siderurgia, parte de sus inventores-fabricantes se concentra en una revolución de las comunicaciones. Con capital privado de la ciudad se tiende la primera vía férrea mundial, que la une a Liverpool, mientras otros ingenieros pasan de abrir canales menores a la titánica y no menos privada empresa de construir un canal con capacidad para trasatlánticos y grandes cargueros de casi 60 kms., una obra de la cual emerge como activo puerto marítimo. Incorporarse precozmente a la industrialización supuso evolucionar antes también hacia empresas más sofisticadas, y un eco de los antiguos logros en infraestructuras son instituciones como su Metrolink, una red de transporte público gratuito para el centro urbano. La luctuosa manifestación de 1819 había invitado como orador único a H. Hunt, un empresario conocido entonces por su elocuencia y su radicalismo democrático, que se avino a correr los previsibles peligros porque –como le escribió uno de los organizadores- “aquella gran muchedumbre reunida en la plaza de St. Peter podría contribuir a llamar la atención hacia un distrito devastado por la ruina y el hambre”. Hunt pagó su atrevimiento con treinta meses de cárcel, y bien pudo sucumbir a manos de algún sable o debido a la causa más habitual de muerte en Peterloo, que fue ser atropellado por los caballos y la propia multitud despavorida. Sin embargo, la furia de aquella masa descontenta no iba a seguir los derroteros de la parisina, aunque hubiese sido en realidad mucho más provocada, y esto sólo puede atribuirse a que ni ella ni su tribuno66 desesperaron nunca de imponer pacíficamente ciertas reformas. De París, gran capital de la cultura, partió la política de hechos consumados que se ofrece como redención del sans-culotte. De Manchester, gran capital de la industria, parte una combinación de labor party y liberalismo. Aunque las clases trabajadoras inglesas sean las más numerosas con mucho, no hay modo de que prenda en ellas ni en sus jefaturas el furor destructivo.

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Tres décadas después de la masacre -cuando la ciudad se prepara para construir el gran canal y Engels ha publicado ya en 1844 su libro sobre la clase trabajadora del lugar-, Manchester alberga barrios míseros sin dejar tener también la renta per capita más alta del país. Cinco siglos antes, Florencia o Amberes brotaron como instalaciones fabriles que acabarían convirtiéndose básicamente en núcleos de investigación y financiación, y lo mismo observamos aquí. El único negocio estable es hacer negocios, pero los caballos de fuerza se emplean ahora a una escala descomunal en comparación con cualquier precedente, y el primer reflejo de rendimiento es que la población pueda doblarse sin perder capacidad adquisitiva.

NOTAS 1 Cursos de Jena (1806), alocución final al alumnado. 2 Sobre Ludd, véase vol. I, pág. 448. 3 Salvo –como vimos- en épocas de intensa recesión como el Bajo Imperio romano y los siglos oscuros del medievo, donde las ciudades van despoblándose y sólo la fertilidad natural del agro ofrece oportunidades de supervivencia. 4 Véase más adelante, págs. 61-63. 5 Hijo del matemático Lazare Carnot, distinguido también como miembro del Comité de Salud Pública. Mencionarle trae a colación la cosecha de talento científico que reúne entonces la Escuela de Altos Estudios en París. Sadi Carnot tuvo como colega a Coriolis, y como profesores a Fourier, Gay-Lussac, Poisson y Ampére, entre otras eminencias. 6 Carnot 1824, pág. 61. 7 Ibíd, págs. 106-107. 8 Aristóteles, Física V, 225 b - 226 a. El movimiento se define allí como “realización”, paso de alguna potencia (dynamis) a un acto (energeia). Tener naturaleza (physis) es, por eso, estar inmerso en la inquietud del automovimiento. 9 Heráclito, DK 124. 10 Zenón de Citio, en Cicerón, De nat. deorum, II, 22. 11 Heráclito, DK 84. 12 Cf. Newton 1987, p. LXIV. 13 Sus Philosophiae naturalis principia mathematica (1687) son explícitos en este sentido: “Rige todas las cosas no como alma del mundo sino como dueño de los universos. Y debido a esa dominación suele ser llamado señor dios, pantocrátor, o amo universal. Pues dios [dominus] es una palabra relativa que se refiere a los siervos, y 47

deidad es dominio de dios no sobre el cuerpo propio –como piensan aquellos para los cuales dios es alma del mundo- sino sobre siervos.[…] Así como un ciego no tiene idea de los colores, así carecemos nosotros de idea sobre el modo en que el dios sapientísimo percibe y entiende todas las cosas, estando radicalmente desprovisto de todo cuerpo y figura corporal […] Le admiramos por sus perfecciones, pero le veneramos y adoramos debido a su dominio, pues le adoramos como siervos” (Newton 1987, págs. 619-620, minúsculas suyas). 14 Newton ibíd., pág. 620. 15 Helvecio 1984, pág. 95. 16 La coincidencia primaria de ambas escuelas es postular el mundo natural como cárcel (sema). Para el neoplatónico, sin embargo, la fuga de substancia se prolonga eternamente, mientras el gnóstico pronostica uno o varios colapsos cósmicos. Sobre su modelo más carismático -la cosmología de Mani- tuvimos ocasión de hacer algunas precisiones; cf. vol. I, págs. 193-195. 17 El predominio del adjetivo, que informa expresiones roussonianas como “verdadera libertad”, y “auténtica verdad”, lo llevó Plotino a su apogeo definiendo lo espiritual como “la parte más verdadera del ser genuino” (Enéada VI, I). 18 El primero, como se recordará, establece que la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. 19 Cf. Gleick 1987, y Prigogine 1991. Una información actualizada puede encontrarse en entropylaw.com. 20 Se está refiriendo a las lecciones del periodo de Jena (1803-1806), cuando era profesor no numerario y más de la mitad de sus ingresos venían de la tarifa individual pagada por cada alumno, que no llegaban a la cincuentena sumando los de Lógica y Metafísica y los de Matemáticas y Filosofía de la Naturaleza; cf. Ripalda, en Hegel 1984, pág. XL. 21 A. Gabler, en Hegel 1984, págs. XLIII-XLV. 22 “Lo verdadero es el todo. Pero el todo es sólo la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad” (Hegel 1952, pág. 16, subrayados suyos). De ello deducirá I. Berlin en 1952 que “el realismo hegeliano es adoración del poder […] fuente de los héroes de Carlyle o del superhombre nietzscheano” (Berlin 2002, pág. 95), proponiendo no sólo una banalidad sobre “el poder” sino confundir a Hegel con Fichte. Él mismo se corrige algunas páginas después, reconociendo que con Hegel “aparece una nueva historia, la historia de la interconexión entre todas las cosas, que inventa la idea misma de historia del pensamiento” (Ibíd., pág. 99). 23 En definitiva, todo juicio de la forma x = x, o de la forma x = y, sustituye por un signo de igualdad cierto “tránsito” de lo uno a lo otro, cuyo detalle sólo merece omitirse si x e y son meros símbolos. En cualquier otro caso, o bien lo simbolizado por x “vuelve

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sobre sí mismo” o bien se convierte en y, invitándonos a exponer cierto devenir o “hacerse”. 24 Sus principales lecturas en este campo parecen haber sido fundamentalmente el tratado de Smith y los Principles de Steuart; cf. Hegel 1984, págs. 327-328. 25 Los cursos de Hegel sobre filosofía de la historia ofrecerían la matriz del “concepto de continuidad”, que permite a las ciencias humanas superar el doctrinarismo; cf. Marshall 1920, pág. XV. 26 Hegel 1967, pág. 28. También puede decirse que hasta alcanzar la plenitud de cada resultado práctico “la virtud va siendo vencida por el curso del mundo […] al basarse solamente en palabras, que elevan el corazón y dejan la razón vacía” (Hegel 1952, p. 229). 27 Hegel 1952, págs. 27-28. 28 El existente es textualmente Dasein, un “ser-ahí” opuesto al ser abstracto o puro (que la Ciencia de la lógica equipara por su vaciedad con la pura nada). ha planrteado de las imaginadas por la densidad ilimitada de su e sin m. 29 Hay una literatura copiosa sobre la traducción de Aufhebung, que Ortega por ejemplo vertía como “cancelación”. Quizá no sea ocioso recordar que en alemán todos los sustantivos se escriben con mayúscula. 30 Hegel 1963, p. 45. Quienes se obstinan –como Popper- en ver a Hegel como un platónico podrían leer con aprovechamiento las líneas inmediatamente previas a esta frase, en el párrafo final del Prefacio a la Filosofía del derecho: “En todo caso, el saber viene siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo, sólo aparece cuando la realidad ha terminado el proceso de su formación. Aquello que el concepto enseña la historia lo muestra con la misma necesidad, pues sólo en la madurez de los seres aparece el ideal enfrentado a lo real […] Cuando la filosofía pinta su gris sobre el gris una manifestación de la vida acaba de envejecer. No podemos rejuvenecerla con pintura, sino tan solo conocerla”. 31 Hegel 1967, pág. 82. 32 Luego dirá en una carta: “Ver a ese alma del mundo concentrada en un único punto del espacio fue una extraña impresión” (Hegel, en Berlin 2002, pág. 97). 33 De hecho, Hölderlin sucumbe a la demencia inmediatamente después de la batalla y el saqueo de la ciudad, dejando escritas las famosas líneas: “Lleno de méritos, pero sólo como poeta / habita el hombre sobre esta tierra”; cf. Hölderlin 1967, pág. 939. 34 “La historia es el devenir que sabe […] y aunque cada nueva figura debe recomenzar como si lo previo nada le hubiese enseñado sí conserva el recuerdo, y empieza así cada vez desde una etapa más alta” (Hegel 1952, p. 472-3, subrayados suyos). 35 Tras la Fenomenología, donde surge por primera vez, la expresión reaparece en sus cursos sobre historia de la filosofía, historia de la religión e historia universal.

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36 Así se define en la Fenomenología. En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, y en la Ciencia de la lógica, el concepto del espíritu (llamado también “idea” y “razón”) coincide con el de intelecto agente o nous aristotélico, que es inteligencia diseminada cósmicamente como forma (morphé) de cada materia. 37 Sería desviarse demasiado entrar en ello. Baste indicar que es “comprender lo verdadero no sólo como substancia sino como sujeto” (Hegel 1952, pág. 15), atribuyendo a la existencia en general el destino de ir desde el “en sí” al “para sí”. No hallamos ese impulso a una identidad subjetiva en los principales maestros reconocidos por Hegel, que son Aristóteles y Spinoza, pero sí en el philosophus teutonicus -que es como llama al místico J. Böhme (1575-1624)-, y por supuesto en la historia sagrada cristiana, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables del “ser para sí” o “reconocido”. 38 Kojève 1947, pág. 555. 39 Lo ha escrito hacia 1802, en el fragmento llamado “sistema de la moralidad”; cf. Kojève ibíd., págs. 556-557. 40 Hegel 1952, pág. 24. 41 Más en concreto, un alma nacional resurgida hace poco –impulsada, entre otras cosas, por las investigaciones sobre derecho germánico del barón F. K. de Savigny-, encuentra su altavoz patriótico en dos obras de Fichte como los Discursos a la nación alemana y El Estado comercial cerrado. Exaltar el alma común, y “clausurar” el Estado, son la cara y la cruz de un programa para revivir la virtud pública jacobina. En términos fichteanos, si los tribunos franceses se vieron forzados al holocausto fue porque Francia era un territorio subordinado a suministros externos, en vez de comercialmente autárquico. 42 Hegel 1952, págs. 344-347. Subrayados suyos. 43 Hegel 1952, pág. 113. 44 Schumpeter 1995, p. 455. 45 Hegel 1952, pág. 109. 46 Gallineros y palomares, como descubrirían más tarde los etólogos, se organizan en torno a la llamada jerarquía del picotazo, un orden donde cierto individuo pica a todos sus compañeros sin sufrir lo propio, otro es picado por todo el resto sin rechistar, y el resto se gradúa desde el segundo líder al penúltimo paria. Cf. Lorenz 1980, passim. 47 Hegel 1952, págs. 117-118. Subrayados suyos. 48 Ibíd., pág. 118. 49 Ibíd., pág. 123. 50 Ibíd. 50

51 Desde Zenón, que se estrangula cuando cree llegada su hora, hasta la mucho más truculenta muerte de Séneca, narrada por Tácito en sus Anales, los héroes estoicos se dejan como mínimo morir de hambre antes de tolerar que la muerte se les anticipe. 52 Hegel 1952, pág. 127. 53 Ibíd., 127. 54 Ibíd, pág. 127-128. 55 Véase vol. I, págs. 111, 173, 195, 206, 301. 56 Ibíd., pág. 132. 57 Hegel 1967, pág. 51. 58 A esa superación de las escisiones –en concreto de las implícitas en el rigorismo moral, el despotismo ilustrado y el sempiterno cinismo-, se encaminan expresamente sus Principios de la filosofía del derecho (1821). 59 La reflexión juvenil de Hegel incluye cuatro importantes ensayos teológicos, publicados sólo en 1907. Su obra madura comprende los siete volúmenes agrupados como Lecciones sobre filosofía de la religión, con capítulos adicionales distribuidos por otras partes de la Fenomenología del espíritu, la Filosofía del derecho, las Lecciones sobre filosofía de la historia universal, la voluminosa Historia de la filosofía y las no menos voluminosas Lecciones sobre estética. 60 Para los datos siguientes me apoyo en el Oxford Dictionary of National Biography, voz “Arkwright”. 61 Los cottages que construyó para tejedores destacan hoy, dos siglos y medio después, como predios no sólo muy robustos sino bellos. Alguna buena foto ofrece thornber.net/cheshire/ideasmen/arkwright. 62 Para lo sucesivo, cf. Kidd, 2006. 63 Que pertenece a la Unión Patriótica de Manchester, y está formado por un empresario textil, un director de periódico y un zapatero. 64 Primero a Bolton, luego a Oldham. 65 Concretamente, el Parlamento se aligera de 143 escaños y crea 135 nuevos, derogando la vigencia de los llamados burgos podridos, cuya población no justifica sus sufragios. 66 Aunque fue más tarde miembro del Parlamento durante una legislatura, vivió siempre como hombre de negocios. Entre ellos estuvo fabricar carbón sintético, betún para el calzado y, sobre todo, unos Polvos de Desayuno recomendados como sustituto del café y el té. Desde 1832, al cesar la histeria represiva desatada por Peterloo,

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aprovechó los envases de sus productos para hacer propaganda del sufragio universal. Las apasionantes Memoirs de Hunt se encuentran online gracias al Project Gutenberg.

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LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

XXX. AVANCES EN LA SECULARIZACIÓN “La sociedad positiva es el empleo óptimo del conocimiento adquirido por ciencias, artes y oficios”. Saint-Simon1

Peterloo (1819) ocurre al cumplirse treinta años de La Bastilla, y estremece al gobierno inglés con la perspectiva de una espiral revolucionaria como la parisina, en momentos donde hay una proporción incomparablemente superior de proletarios. Con todo, la protesta encabezada por Manchester, Birmingham y otras ciudades industriales presenta la novedad de no incluir ni explícita ni explícitamente un proyecto de salvar a la patria y redimir a los patriotas. A despecho de todas sus asperezas, el presente parece más prometedor que embarcarse en iniciativas de tal ambición, y ser un movimiento de masas dirigido por tribunos no es incompatible con limitar sus exigencias a dos cuestiones muy precisas: más escaños en el Parlamento y abrogación del arancel agrícola. Los líderes mantienen una tensión de guerra civil evitando siempre desencadenarla, soportan estoicamente la represiva legislación de los Seis Puntos y logran así un futuro distinto. En vez de Terror seguido por Restauración, la resistencia pacífica obtendrá un triunfo lento aunque imparable cuyo primer hito es la Great Reform de 1832. Pero quien medita a fondo este cambio en motivación y métodos es un aristócrata francés, que precisamente durante el bienio 1819-1820 reúne las conclusiones más revolucionarias y al tiempo las menos comprometidas con actos de violencia. A su juicio, el esquema opresor-oprimido es primariamente un despilfarro energético, cuando llega la hora de construir una cultura que en vez de explotar los magros rendimientos de la servidumbre explote la riqueza ofrecida por el medio físico, única caudalosamente rentable. Todo llama a pasar de amateurs –ociosos los unos y desidiosos los otros- a profesionales centrados en la producción y la invención, pues el destino pertenece al ingeniero en sus ilimitadas gradaciones, que van desde el animador de cosas inanimadas al experto en necesidades del alma humana, fuente de novelas, artes plásticas y filosofía. Los organizadores de la resistencia pacífica británica no tienen la capacidad analítica requerida para exponer el futuro tan enjundiosa y originalmente, pero coinciden con él en desoír el mensaje del alma y el cuerpo como realidades contrapuestas: “El espíritu no puede funcionar sin un gran desarrollo material, y ningún desarrollo material puede llegar sin un gran despertar espiritual”2. A fin de cuentas, esto significa que el trabajo y sus practicantes están jubilando a la magia y sus clientes, y que la discordia será vencida con “tecnociencia”3. 1. El individualismo absuelto.

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C. H. de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), vástago pobre de la más alta alcurnia –descendiente directo de Carlomagno, según él-, cambió su tarjeta de visita para llamarse monsieur Bonhomme cuando la Revolución abolió los títulos nobiliarios, y aunque no conspiró contra ella fue condenado a morir por aristócrata, un destino del que sólo se salvaría porque la guillotina no pudo funcionar al ritmo previsto por la depuración jacobina. Desde la primera adolescencia dio muestras de carácter indomable, y a los trece años no vaciló en ir al calabozo por negarse a hacer la primera comunión4. Mucho más conmovedor como testimonio de eticidad es que la Convención se equivocase y acusara a otro en su lugar, pues no vaciló en exculparle por el único procedimiento infalible, que era entregándose él. A los dieciséis años se había incorporado como cadete al cuerpo expedicionario francés en Norteamérica, de donde volvió convertido en capitán y profundamente hastiado de la carrera militar. Aprovechó sus pequeños ahorros para sumarse al negocio gubernamental de especular con bienes expropiados a la Iglesia y a la nobleza, y se dedicó con tanta habilidad a la compraventa de pagarés revolucionarios5 que cuando fue indultado por el Directorio la vida en el corredor de la muerte se convirtió para él en estatus de magnate inmobiliario. Se dedicó desde entonces al mecenazgo, sufragando talentos acosados por la necesidad como el matemático Monge6 y bastantes otros, hasta que su patrimonio se evaporó una década después. Durante este periodo, como recuerda Stuart Mill, no fue “conocido como fundador de una filosofía o una religión, sino solo como un original sagaz”7. Pasmaba a los círculos más cultos de París, por ejemplo, observando que Homero fue el inventor originario de la democracia, pues en su Olimpo los dioses adoptan las decisiones por votación. A su habitual clarividencia, que le ganaba inmediatamente el reconocimiento, añadía breves periodos de actividad desconcertante -como ir a suicidarse de un tiro y fallar, quedando tuerto-, que acabaron llevándole una temporada al manicomio de Charenton (donde residía por entonces el marqués de Sade)8. Mientras fue rico se condujo con prodigalidad, y cuando eso le mandó a la miseria aprovechó para documentarse y escribir. Tampoco se le cayeron los anillos por trabajar de conserje en el Monte de Piedad, o aceptar la caridad de un antiguo criado. En su discurso la única huella del lado lunático es cierta reiteración, como si fuera olvidando lo ya descrito y algo le impidiese revisar con serenidad sus propios textos, aunque no dejó de aclarar al respecto: “Escribo porque tengo ideas nuevas […] que escritores profesionales pulirán”. Tenía sobrada razón al afirmar esto último, y sus fases de trastorno pueden atribuirse en buena medida a lo enervante que resultaba para un espíritu técnico-científico como el suyo estar rodeado sin pausa por una apoteosis de lo patético-enfático. En efecto, buena parte de su vida adulta transcurre entre el asalto a La Bastilla y la rendición de Waterloo, un largo trance de nacionalismo desatado donde el absolutista conservador alterna con absolutistas incendiarios, mientras él va pasando por la cárcel, la opulencia, el psiquiátrico, la miseria y finalmente la fundación de un movimiento que es acogido de modo entusiástico. En ese éxito pesará mucho que ofrezca lo contrario de sectarismo, e interprete la descomunal efusión de sangre francesa como fruto de intentos por prolongar un orden caduco. La sociedad preindustrial quiso limitar el cambio a una alternancia en las personas de sus soberanos, y cuando el progreso empiece a imponer su ley -que del dominio sobre las personas se pase a una administración de las cosas comunes- tanto una parte de los amos como una parte de los siervos luchará si es preciso a muerte por preservar el imaginario previo. Las capas de equívoco acumuladas

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deben desmontarse una a una, como el artificiero va desactivando los elementos de una bomba, y a eso se encamina El sistema industrial (1821), donde empieza definiendo el “campo político” de una sociedad civilizada: “Hay un orden de intereses que todo hombre siente, por referirse al mantenimiento de la vida y el bienestar. Ese orden de intereses es el único sobre el que todos se entienden y tienen necesidad de llegar a acuerdos, el único sobre el que deben deliberar y actuar en común, y el único que ha de considerarse medida exclusiva en la crítica de cualesquiera instituciones y cosas sociales”. Nadie había expuesto tan rotundamente en qué consiste la secularización del gobierno, y basta seguir leyendo el libro para entender cómo A. Comte, el más gris e ingrato de sus secretarios, pudo presentar al mundo un “sistema de la ciencia positiva” llamado a convertirse en la ideología académica por excelencia9. Saint-Simon funda también una secta propiamente dicha –la Iglesia Positiva-, donde oficia como Primer Mesías Masculino (en infructuosa búsqueda de la Primera Mesías Femenina), aunque lo aprovecha para desmontar hasta el último elemento agresivo de la constelación mesiánica, y para deslindar el positivismo de las obviedades utilitaristas. Su genio brilla al trascender el dualismo cartesiano de lo material y lo espiritual -el más invariable de los hábitos intelectuales franceses- con una physiologie sociale que pronto se llamará sociología. Los fenómenos de esa ciencia tienen en común no hallarse sujetos a la inercia del objeto físico, ni tampoco a la condición gaseosa de aquello sólo pensado. Son seres de tercer tipo10, tan autónomos como reales. “Aunque la sociedad derive de nosotros”, escribe, “no podemos sustraernos a su influencia, o dominar su acción, más de lo que nos cabe cambiar el giro de la Tierra en torno al Sol”11. Smith mencionó una mano invisible, Hegel está pensando en una astucia o ardid de la razón, y él intuye lo análogo llamándolo “mano de la avaricia”, una disposición de la cual parte la abundancia por caminos tan indirectos como seguros. La aparición del mundo industrial puede describirse sin recurrir a “conjeturas e imaginaciones”, y para demostrarlo reconstruye la evolución de Europa centrándose justamente sobre los aspectos socioeconómicos que Hegel omite al proponerse la misma empresa12. Una versión no romántica de la historia Lo primero a tales fines es cortar con la filosofía de salón, un combinado de ingeniosidades palaciegas y consignas de club donde Rousseau sigue reinando como historiador. ”La Enciclopedia ha sido un trabajo muy superficial”, empieza diciendo, “y la causa primaria del carácter sanguinario adoptado por la revolución desde su origen fue fundamentalmente la dirección errónea seguida por los enciclopedistas”13. Su simplismo maniqueo ha tenido resultados desastrosos no sólo para la comprensión sino para la coherencia, pisoteada por consejos como despreciar la religión y abogar al mismo tiempo por un despotismo u otro. Estos autores no entendieron que “si las instituciones […] han durado un gran número de años, y han tenido tanta fuerza, es porque durante mucho tiempo rindieron importantes servicios a la mayoría de la nación”14. De hecho, basta prescindir de etiquetas para comprobar que los periodos de estancamiento o decadencia albergan también etapas creativas.

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Hacia el siglo X, en el cenit del atraso, Europa delega en sacerdotes la vida intelectual y en señores feudales la vida económica, asfixiando a la vez el conocimiento y el comercio. Pero la mayor aportación del cristianismo a la historia universal ha sido dividir el poder en una rama espiritual y otra material, creando así una fisura permanente en el monolito despótico, y las deficiencias productivas y pedagógicas preparan el terreno para cambios que son en un plano el burgo amurallado y en el otro un gusto por la observación científica. La fusión de ambos crea la “industria”, algo ignorado en castillos y monasterios que no necesita comprenderse como palanca revolucionaria para serlo, pues sus oficios y beneficios irán permitiéndole al plebeyo comprar un derecho a no ser tutelado económica y teológicamente. Un hito en esta dirección es el primer gran éxito de la ciencia sobre la fe, que permite dejar de pensar la Tierra como centro cósmico, porque ser menos antropocéntrico mueve a “incrementar nuestro poder sobre el medio”15 en un sentido nuevo, que subraya la inmensa superioridad del trabajo preciso o voluntario sobre el forzoso a la hora de inventar y cosechar frutos. El sentido del servilismo ha sido minado, y los siglos siguientes presenciarán el ascenso de la sociedad comercial sobre la clerical-militar. A medida que los productores urbanos ofrecen más utillaje y mercado a los productores rurales el mundo de los negocios aumenta, haciendo que todo vaya siendo progresivamente complejo, mientras el poder de los señores y pontífices disminuye. El estado de conocimientos –empezando por la pólvora- encarece sus guerras, y deben recurrir al crédito y al saber de las ciudades para declararlas y ganarlas. Entretanto, quienes empezaron siendo alguaciles del señor feudal se han convertido en juristas y tejen sin pausa “un sistema de barreras contra el ejercicio de la fuerza”, mientras quienes empezaron siendo teólogos se han convertido en metafísicos, todos ellos defensores del libre examen. Pero tanto el libre examen como las garantías jurídicas son inseparables del esfuerzo que ha multiplicado bienes y técnicas, y esto desencadena “una revolución política basada sobre una revolución civil y moral, que se cumplía gradualmente desde hace seis siglos”16. Con ella llega en principio una transición del espíritu bélico-redentorista al de empresa pacífica, si bien la revolución se ha confiado a “hombres de leyes y literatos metafísicos” no desligados mentalmente del mundo preindustrial, que fabulan sobre “la cuestión absoluta del mejor gobierno imaginable”. Deberían cooperar con un orden que “en vez de desviar la atención humana de los bienes mundanos se dedique a incrementar apaciblemente su comodidad, desarrollando artes, ciencia e industria”17, pero en vez reconocer que la violencia es siempre “estéril” se aferran a la caprichosa meta de cumplir cierto esquema en su pureza. En Francia más concretamente, desde Marat a lo que Saint-Simon llama “feudalismo napoleónico” el demagogo obra por sistema como si ceñirse a los bienes de este mundo fuese demasiado, o demasiado poco, negando que “la producción de cosas útiles es la única meta razonable para las sociedades políticas”. 2. Socialismo y anarquía Qué casualidad, las organizaciones sociales supuestamente óptimas se producen “cuando un ideal deseable, pero arduo y complejo, parece factible de golpe y plumazo, mediante procedimientos de simplicidad infantil”18. Esa tendencia se ha visto reforzada por la aparición de aspirantes a revolucionarios profesionales, reunidos a su vez por un síndrome de autoimportancia que les veda lo evidente; a saber, que para cambiar alguna realidad es infinitamente más eficaz observarla que imaginarla, pues lo primero nos dice

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hacia dónde está yendo y lo segundo con qué sueña cada cual. Los ideales deben empezar siendo reales si no quieren circunscribirse a expresiones de furia o necedad subjetiva, y la única revolución política viable es la que el mundo ha ido haciendo por sí solo al preferir el trabajo a la indolencia. La pregunta no es cómo reharemos las instituciones y creencias sino en qué dirección crece lo “positivo”, y al mirar así descubrimos que lo revolucionario es encomendar el gobierno a dos grandes familias, “la de los sabios o industriales teóricos, y la de los productores inmediatos o sabios prácticos”. Si muriesen los 30.000 mayores rentistas de Francia sus herederos ocuparían de inmediato los puestos y todo seguiría perfectamente igual. Si muriesen siquiera 3.000 “productores”, ya sean del orden intelectual o del mercantil, “Francia se convertiría en un cuerpo sin alma, y precisaría al menos una generación para superar la desgracia”19. La industria no es una entre otras funciones sociales: es la función social misma. Reconocerlo funda el industrialismo o socialismo, reino de la “acracia” o igualdad concreta, donde “cada uno recibe beneficios proporcionales a su contribución, que es el empleo útil dado a sus medios”. Así viene sucediendo grosso modo, pero la revolución positiva sólo concluirá con un paso al autogobierno que acelere todos los procesos. Por otra parte, no es posible dirigir –y mucho menos colectivizar- la actividad económica sin paralizar su “ciencia de la producción”, y lo irrenunciable de la acracia viene de que “cualquier gobierno perjudica a la industria si interfiere en sus asuntos, incluso cuando se esfuerza por estimularla”. Los sermones sobre una santa pobreza pasan por alto que la paz social –el propio socialismo- no pende de zanjar una diferencia entre rentas, sino de asegurar al profesional honesto una vida autónoma, en vez de expuesta a las maquinaciones y delirios de un grupo repartido por todos los niveles de renta, que es la “bandada de zánganos unidos contra la colmena”20. Saint-Simon exalta la maestría alcanzada en cualquier actividad productiva, y en el lecho de muerte, rodeado por discípulos, les pronostica: “El partido de los trabajadores se construirá, el futuro está con nosotros”21. Socializar es, por tanto, idéntico a ampliar la “capacidad de compra”, y en la medida en que esto se consiga irá perfeccionándose un sistema de atención gratuita al realmente incapaz. Lo crucial es seguir teniendo presente que un sistema económico eficaz no se deja prever, y que los esfuerzos por ordenarlo a priori sólo crean magnitudes crecientes de irrealidad. El anacronismo intentará obviarse acumulando detalles nimios -como insiste en hacer su compatriota Fourier por entonces con su programa de “falansterios”-, aunque es pueril cualquier receta válida en términos absolutos, y mucho más cuando se pretende “urgente”. A corto plazo, por ejemplo, el socialismo seguirá progresando sin apoyo gubernamental, y para robustecer su proceso bastaría reorganizar unos pocos Ministerios (concretamente Educación, Comercio e Industria), sin cerrar la puerta a un organigrama más acorde con la evolución del Estado22. Aunque Francia acaba de desangrarse en guerras internas y externas, nacidas del encono más insensato, la “mano de la avaricia” terminó creando allí la más pródiga acumulación de riqueza recordada, y el desarrollo del conocimiento técnico augura no sólo un bienestar material sin precedentes sino una metamorfosis en el sentido del orden. Gobiernos que antes imperaban sobre cuerpos y conciencias se convertirán en “consejos de administración de la gran compañía mercantil formada por cada país”, cuya meta “no es disciplinar súbditos, sino esclarecer espíritus”. Todo converge a convertir el dominio sobre sujetos en administración de objetos comunes, un lema que entusiasma a Marx hasta el extremo de convertirlo en propio, aunque su sistema social

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parta de amputar la mano avariciosa. Saint-Simon fue visionario sin ser utópico, como demuestran sus tesis sobre el futuro económico y político23, y que sus pronósticos se cumplieran en medida incomparablemente superior a los de Malthus o Marx sólo podemos atribuirlo a más ecuanimidad o –como diría W. James- a un sentido más agudo de lo real. Un cristianismo nuevo Sus últimos años se dedicarán a reflexionar sobre la religión del mundo industrializado, un cuerpo de doctrina que devuelva a los impulsos sus “derechos precristianos rehabilitando a la carne”. Mucho más que burocracias y leyes antimonopolio, esta religión –indiscernible a su vez del socialismo político- le parece lo único capaz de sugerir alguna rectitud al administrador de las inmensas corporaciones futuras, que “sin duda tendrá muchas oportunidades para saltarse los frenos e incentivos de la competencia”. Un cristianismo que empezó condenando el dinero está llamado por eso a convertirse seña de identidad para sociedades inimaginablemente adineradas. No en vano lo imperecedero de su actitud es “la superioridad de la moral sobre el resto de la ley, es decir, sobre el culto y el dogma”24, una victoria del contenido sobre la mera forma que se concentra en el precepto de “tratarse los hombres como hermanos”. Aunque algún maniqueísmo nos acechará siempre, la observación de dicho precepto no puede sino hacerse más habitual al independizarlo de ortodoxias. La moralidad se transforma cuando lo esencial de su pedagogía pasa a ser evitar que algún fanatismo nos divida, anclando el deber de fraternidad en el “interés material común”. Tanta confianza en el engranaje económico resultó chocante hasta para sus discípulos, remisos a la hora de aceptar que en política lo único prudente sea un gobierno orientado a conseguir “suministros brillantes, manifiestos en colecciones de mercancías”. Durkheim, por ejemplo, insistirá en trasladar al más acá el fervor por el más allá, pues para que la “desacralización” no resulte “envilecedora” la nostalgia del paraíso debe convertirse en sacralización de la sociedad como tal.25. Sin embargo, su maestro ha insistido en que “el bien de una sociedad es el bien de su industria”, nunca alguna meta de grandeza nacional excluyente, lo cual significa sustituir las ilimitadas graduaciones del vínculo amo-siervo por las no menos ilimitadas variantes del contrato. Los desfavorecidos del momento necesitan saber que sólo lograrían guerra y miseria expropiando al favorecido, y que cambiar su suerte depende primariamente de educarse en un culto a la competencia profesional. Deudor expreso de Smith y Say, cosmopolitas y sensualistas como él, y muy particularmente de Condorcet, Saint-Simon subraya que cualquier variante del rigor disciplinario –el camino propuesto por los “ideólogos” franceses, y reanimado por Bentham- estorba al tiempo el rendimiento y la concordia. Quien disfrute mandando y obedeciendo al viejo estilo debería resignarse a hacerlo en planos distintos de la producción y distribución de bienes económicos, aprovechando los reductos inviolables de vida privada que habilita el derecho a la libertad personal. Si la sociedad industriosa admitiese cualquier tutela del entendimiento pondría en peligro su hallazgo básico, que ha sido descubrir la riqueza derivada de fundir trabajo y técnica. De ahí que convendría llamar industrialismo al liberalismo, porque “los intereses son mucho menos volubles que los sentimientos”26. Por lo demás, el paso fundamental se cumplió ya en gran medida al cundir el respeto por la maestría, una disposición a partir de la cual lo “positivo” sólo puede ir predominando sobre el antiguo reino de ilusiones fantásticas. El

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nexo de unión más firme entre los seres humanos -de todas partes- es un mundo donde sea cada vez menos áspero el medio físico, cosa tanto más factible cuanto que depende de que cada individuo cultive alguna industrie privada con afanes de promoción personal. Si lo pedestre de estas metas escandalizó a sus propios incondicionales, puede colegirse la suma de indignación y estupor que el “nuevo cristianismo” suscitó en otros sectores. Muchos adujeron que canalizar la política hacia un control de la intemperie era una exigencia infrahumana, por insensible a las necesidades colectivas más urgentes. Otros muchos alegaron que lo positivo supone algo tan sobrehumano como tomar las cosas tal cual son, descartando lo negativo que pudiera serles añadido por la autoridad en funciones y por uno mismo, dos fuentes comprometidas a menudo con las cosas disfrazadas por alguna ilusión. De un modo u otro, su interpretación tecnológica de la historia dinamita todo lo teológica y políticamente correcto, aunque se haya limitado a analizar dinámicas objetivas. El derecho sucesorio La ingente obra sansimoniana27 nos deja como última cuestión saber por qué un programa político ni igualitarista ni utópico funda el socialismo, y por qué otros hablan en su caso de socialismo “utópico”. El interrogante no se despeja diciendo que entre sus primeros y sus últimos escritos puede detectarse un progresivo abandono del laissez faire, porque incorporar los recursos del Estado al desarrollo económico es no sólo liberal sino precisamente la rama no doctrinaria del liberalismo. Es por eso todo menos ecuánime afirmar que Saint-Simon sugirió “una jerarquía neofeudal escalonada del banquero al escritor”28. La profundidad de su pensamiento se muestra precisamente en concebir el capitalismo y el socialismo como vertientes de un solo fenómeno, y lo que su doctrina tiene de disconforme con el espíritu capitalista se limita en realidad a su propuesta de abolir el derecho sucesorio29. Por otra parte, ningún otro punto de la obra sansimoniana deja al lector tan deseoso de saber algo más, pues afirmar que la herencia es un “privilegio” (como las exenciones fiscales de la nobleza y el clero), cuya desaparición “mejorará la vida física y moral de la clase más pobre”30, no incluye ver cómo podríamos hacer frente a las resistencias previsibles, ni un análisis sobre la posibilidad de que el “productor” resulte desincentivado por ella. En el plano teórico, esas resistencias podrían vencerse argumentando que la autonomía de la voluntad ya no es válida para difuntos, y que las únicas rentas legítimas son las ganadas con un esfuerzo personal. En el plano práctico, cabría convocar y ganar plebiscitos populares o convencer a los Parlamentos, por más que ambas cosas parezcan el colmo de lo improbable. Pero ni lo práctico ni lo teórico del caso son objeto de atención, y somos llevados sin premisas a la consecuencia de que suprimir los testamentos es “positivo” para el bien común y se cumplirá, cosa algo desconcertante cuando El sistema industrial ha empezado objetando a los Enciclopedistas y otros revolucionarios triviales: “Si las instituciones han durado tantos años, y tenido tanta fuerza, es porque durante mucho tiempo rindieron importantes servicios a la mayoría de la nación”. La más antigua de ellas hace ahora mutis sin saberse cómo, derrotada por la pertinencia de tener una Hacienda pública saneada y expulsar del sistema a los “zánganos”. SaintSimon, que ha sido el primero en cantar la dimensión heroica de “los grandes capitanes

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de la industria”, no percibe ni su tendencia a crear dinastías ni el efecto objetivo de ello, que es prolongar durante generaciones el impulso de algún genio fundacional31. En un visionario tan realista como él, abrogar la ley hereditaria es una tesis anómala porque no refleja un movimiento cumplido ya por el mundo -como sucede con el resto de sus ideas-, quedando al margen de lo efectivo. Me inclino por ello a pensar que para él fue una ocurrencia brillante, y por alguna razón (falta de tiempo, desánimo) no reelaborada como concepto, convertida luego en artículo de fe por sus discípulos, aunque tampoco sería el único error de cálculo en un talento sujeto a ráfagas de irrealidad. Instó, por ejemplo, la construcción de un canal que uniese el Atlántico y el Pacífico –finalmente abierto en Panamá-, y con esa iniciativa contribuyó a algo que fomentaría muy notablemente el comercio mundial. Pero con parejo entusiasmo propuso hacer una vía navegable desde Madrid al Mediterráneo, un proyecto tan peregrino como unir Varsovia al Báltico, o Budapest al Adriático. La escuela positiva. Al morir el maestro, en la primavera de 1825, sus discípulos se cuentan por millares en Francia y la dirección del movimiento recae sobre dos Padres Supremos de temperamento muy dispar: el pacato y metódico Saint Amand Bazard, y el tumultuoso Enfantin. Cuatro años más tarde la cantidad de público que quiere familiarizarse con las enseñanzas sansimonianas exige alquilar una gran sala en la parisina calle de Taranne, donde Bazard expondrá la filosofía del maestro dividiéndola en método histórico, filosofía positiva, socialismo político y reforma religiosa32. En 1831 la secta tiene ya un periódico y un semanario -El Globo y El Productor- donde colaboran ingenieros, hacendistas, estadísticos, juristas y otros hombres de ciencia, algunos destinados a convertirse en ministros y consejeros de Luis XVIII y Napoleón III. Hay tantos aspirantes a iniciación que –como aconteciera con los franciscanos- se arbitran periodos de noviciado por imposibilidad material de formarles sin demora. Bazard empieza sus lecciones con la propuesta de acabar con “el privilegio del capital hereditario”, afirmando que convertir al Estado en heredero universal asegura a cada país un generoso “fondo de producción”. Para que esa reserva pública se redistribuya eficazmente es preciso ante todo desarrollar un oficio bancario hasta entonces tosco, que convierta “la organización industrial en autoorganización”, y considera suficiente a tales efectos que el crédito se especialice, y los banqueros privados queden sujetos a la supervisión de un banco central33. Saint-Simon nunca confió en la burocracia como gestor empresarial, ni en el centralismo, y uno de sus atisbos geniales había sido prever la aparición de corporaciones gigantescas, tentadas a oprimir a su clientela mediante contratos-tipo y otras sevicias. Pero la imaginación de Bazard no da para proseguir en esa línea, y su programa financiero se ceñirá a la pequeña y mediana empresa. Sobre el cristianismo nuevo comenta que “el aspecto más sorprendente del progreso […] es convertir los frutos de la técnica, la ciencia y el arte en cosas santas y obras pías”34. El único modo de rehabilitar la materia es no seguir concibiendo a Dios como un espíritu desencarnado, y la deidad positiva engloba “todo lo que es, el amor infinito que se nos hace presente como espíritu y materia, como sabiduría y como belleza, como inteligencia y como energía”35. La “ley del progreso” hace que los pueblos empiecen siendo politeístas, atraviesen una etapa de monoteísmo y acaben abrazando el panteísmo, un fenómeno coetáneo al hecho de irse convirtiendo en prósperos. La verdadera teología es conocimiento del mundo gracias al intermediario representado por

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las artes y las ciencias, que permiten entrar en contacto “físico” con el principio de cada cosa. Bazard concluye explicando que la tarea para los sacerdotes del nuevo cristianismo es mantener viva la unidad de industria y técnica, ofreciendo al productor la edificación espiritual que necesita. Los nuevos clérigos serán científicos versados en múltiples disciplinas, que -sin humillar a los pobres de espíritu negándoles la práctica de ritos supersticiosos- desplegarán ante ellos y el resto de los feligreses la “simpatía” descrita por Hume y Smith. Allí donde la vida religiosa no se desvíe de la productiva, “las espontaneidades del amor deben ocupar el papel de la autoridad”36, convirtiendo el programa ascético en una autonomía volcada sobre el trabajo profesional, que se premia con saber y desahogo. La autoridad religiosa empieza y acaba evocando derrames de simpatía, pues nada está por encima de las pasiones particulares allí donde no sean criminales. El industrial lúbrico Las lecciones de Bazard suscitaron en París un clamor de protesta ante esa “apoteosis del bienestar”37, que crecería hasta convertirse en querella criminal cuando le tocó el turno de exponer al sistema sansimoniano a Barthélemy-Prosper Enfantin (1796-1894), discípulo favorito del maestro, cuyas reflexiones más comentadas versaron sobre matrimonio y amor libre. Considerando que cumple el “don divino de la inconstancia”, la “volubilidad” sexual de hombres y mujeres fue objeto de algunas conferencias que provocaron reacciones de trance extático en unos, y de espanto o indignación en otros. El propio Bazard formó parte de estos últimos, pues cierta tarde fue presa de un desvanecimiento diagnosticado como congestión cerebral; no podía ir tan lejos en la glorificación de lo físico, y al reponerse decidió abandonar el movimiento. Muy poco después, en el invierno de 1832, Enfantin celebra “una solemne rehabilitación de la carne, santificándose los apetitos voluptuosos –junto con el trabajo y la comidamediante una interminable fiesta en el inmueble de la calle Monsigny”38. A partir de este momento empiezan registros policiales que no se interrumpen con el cambio de sede, y la Fiscalía acaba formalizando una denuncia por “inmoralidades sin cuento”, cargo al cual se añade fundar una sociedad secreta con masones carbonarios. Tener muchos miles de adeptos en París no impide que Enfantin ingrese en prisión, si bien el percance contribuye a difundir la figura de alguien muy bien parecido y elocuente, que además de predicar contra la “tiranía marital” brilla como ingeniero y banquero. Había estudiado con gran minuciosidad la construcción del Canal de Suez, y al recobrar la libertad no sólo acabó desarrollando los ferrocarriles franceses sino varias instituciones promotoras de “actividad socialmente productiva”, entre ellas el duradero Crédit Foncier. Como vivió casi cien años, discípulos suyos iban a ser buena parte de los próceres franceses en su generación y la siguiente. Podría deducirse que en Bazard -como en Comte- la impronta de Saint-Simon va pasando por filtros de mediocridad hasta convertirse en catecismo, y que Enfantin es demasiado vital para conformarse con la grisura del credo positivista. Pero las deducciones sobran cuando hay información, y podemos estar seguros de que las diferencias entre estos tres apóstoles sólo fueron temperamentales. Decir y hacer cosas escandalosas en materia sexual no modifica, por ejemplo, que para Enfantin los empresarios deban ser premiados con sueldos y no con beneficios. He ahí una premisa

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típica del frágil equilibrio que guardan en la escuela positiva el acto de dirigir y el de no interferir. Como la industrie se alimenta primariamente de inventiva, y ésta de libertad para emprender, una sociedad de “productores” debe rechazar la centralización, los monopolios y el proteccionismo. Por otra parte, no despilfarrar energías requiere intervención y controles, además de los requeridos para preservar el principio de una retribución acorde con los servicios prestados a la sociedad. Ninguna otra escuela contemporánea de pensamiento vio en los empresarios –a quienes Saint-Simon llamaba scientistes- la franja de población realmente activa, y es notable que su discípulo predilecto, un empresario paradigmático, proponga incluirlos en nómina como al resto de los empleados. Las aportaciones cívicas de Enfantin, que contribuyeron sensiblemente al desarrollo económico de Francia, van de la mano con ser el ungido de una Iglesia que no duda en subordinar un bien inconcreto como la libertad a “lo positivo” de cada momento. Coincidiría con Smith, por ejemplo, en pensar que ”la educación de la mujer es excelente porque no está encomendada a instituciones públicas”39, aunque no vacila en limitar de un modo u otro el campo de las instituciones privadas. Al afirmar que lo social debe primar sobre lo individual combina la obviedad con un plantel de razones nuevas, que el futuro acabará acogiendo como condición de progreso. Al liberalismo acaba de nacerle un vástago robusto y en gran medida rebelde, que no considera ya intocable la armonía de vicios privados y virtudes públicas. Sus tesis se desmarcan del criterio romántico y el utilitarista al oponerles una idea dinámica del orden social, pero la libertad “positiva” es cumplimiento colectivo, no la “mera” libertad identificada por el Espíritu de las leyes de Montesquieu con “poder hacer lo que se debe querer”40. Puesto que tampoco prescinde de las iniciativas innovadoras como fuente general del progreso, a la alternativa liberal de Say y Sismondi –puro laissez faire o Estado del bienestar- se añade un horizonte de planificación no previsto por ninguno de los dos. Así seguirá, y sólo a finales de siglo –cuando E. Bernstein plantee su socialismo evolutivo- el sansimoniano se verá obligado a reconocer que si no es una rama del liberalismo debe declararse comunista. Las ambigüedades de Bazard y Enfantin derivan una y otra vez de promover una sociedad donde el riesgo continuo y el éxito sólo ocasional del empresario puedan transformarse en la tranquilidad de una nómina para todos, jerarquizados a su vez por escalafón. Las tensiones y expectativas simbolizadas por Peterloo nos hicieron cruzar el Canal de la Mancha, porque en Francia estaba su analista más lúcido; y una generación después el proyecto de cierta república formada exclusivamente por empleados obliga a cruzarlo en dirección inversa, para ver qué está aconteciendo en el núcleo del proceso industrial cuando Enfantin arrebata y escandaliza simultáneamente a la sociedad francesa.

NOTAS 1 En Berlin 2006, pág. 122. 2 Saint Simon, en Berlin 2006, pág. 125. 3 Moya, en Saint-Simon 1971, p. 16.

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4 Se conserva su carta al indignado padre, donde le explica que “mi meta principal en la vida es hacer un trabajo científico útil”. 5 Véase vol. I, págs. 539-541. 6 Por cierto, un destacado égorgeur (“degollador”) mientras fue miembro del Comité del Salud Pública, al igual que el físico y matemático Lazare Carnot. 7 Autobiogr. par. 165. Subrayado de Stuart Mill, como corresponde a un término francés. 8 Cf. Lichtheim 1999, p. 65. 9 Ser conceptos creados para describir movimiento, inquietud, determina una coincidencia entre la “positividad” sansimoniana y la negativität hegeliana. El devenir ocurre en el uno animado por negación de la negación, y en el otro animado por una posición de la posición, pues lo positif no es una afirmación meramente representada o deseada sino la real o efectiva, que ha debido por ello superar negaciones. Con todo, pasar a Saint-Simon por Comte equivale a progresar desde la dinámica a la estática, con un regreso desde la lógica analógica a la binaria que acabará describiendo el mundo como un sistema de hechos contrapuesto a un sistema de ficciones (tránsito de la edad “metafísica” a la “científica”). 10 Véase vol. I, págs. 429-431. 11 Saint-Simon 1971, pág. 75. 12 Es imposible que Saint-Simon conociese la filosofía hegeliana de la historia, que empezará a publicarse bastante después de morir ambos. Pero K. L. Michelet, alumno y amigo de Hegel, parece haber descubierto el sansimonismo en 1820, con motivo de un viaje a París, e informado al maestro (cf. Lichtheim 1999, pág. 77). 13 Ibid, p. 113-114. 14 Ibíd, p. 107. 15 Saint-Simon, en Cole 1975, vol. I, p. 45. 16 Su principal texto de apoyo para el repaso es la Historia de Inglaterra de Hume, “indudablemente el mejor de los historiadores modernos” ( Saint-Simon 1971, p. 107). 17 Saint-Simon en Durkheim 1982, p. 222. 18 Ibid, p. 265. 19 Saint-Simon 1971, p. 296. 20 Ibíd., p. 271. 21 Saint-Simon en Berlin 2006, pág. 126. 63

22 En El organizador sugiere un Parlamento subdivido en tres asambleas: 1) la Cámara de Invenciones Útiles y Recreativas, compuesta por artistas e ingenieros; 2) la Cámara de Supervisión, formada por matemáticos, físicos, químicos y otros científicos, a quien se encarga también el sistema educativo; 3) la Cámara Ejecutiva, formada por diputados-industriales, dedicada a aprobar y gestionar el presupuesto. 23 No pone en duda, por ejemplo, que pronto llegarán “corporaciones” de volumen inconcebible. Ya en 1815, cuando redacta su Reorganización de la sociedad europea, anticipa que los “egoísmos nacionales” cederán ante la emergencia de un “patriotismo europeo”, del cual surgirán un Parlamento y una Unión. 24 Nuevo cristianismo, VII, p. 103. 25 “Presentar los intereses terrenales como único fin posible de la actividad humana, a la manera de Saint-Simon, reclama otorgarles un valor y una dignidad que no tendrán si lo divino se concibe como algo que está fuera de este mundo” (Durkheim 1982, p. 278). Si la sociedad resulta canonizada, en cambio, el logos se hace carne y podrá “morar entre nosotros”, como dice el evangelista Juan. 26 Es la tesis de su artículo Liberalismo e industrialismo. 27 La magnífica edición -en 47 volúmenes- de las Oeuvres de Saint-Simon et Enfantin fue publicada por sus discípulos entre 1865 y 1878. 28 Berlin 2006, pág. 127. Como K. Popper, penetrante en algunos sentidos y tan doctrinario en otros, I. Berlin se revela incapaz de pensar a Saint-Simon –y a Hegel- sin catalogarlos como “enemigos de la libertad humana”, postulando el dislate simplista de fundir su pensamiento con el de Rousseau, Helvecio, Fichte y el chauvinista de Maistre. Popper y Berlin habrían sido más veraces declarando que a su juicio un puro laissez faire es lo único compatible con libertad personal de conciencia y acción, aunque esa elementalidad sólo se explique considerando que ni el uno ni el otro se tomaron el trabajo de estudiar teoría e historia económica. Ninguno comprobó, pues, que la actividad “anticíclica” del aparato estatal es una constante desde Sismondi a Keynes, de la cual parte el Estado del bienestar, y una seña de identidad para todos los economistas liberales no dogmáticos desde Schumpeter a Greenspan. Volveremos sobre esto al examinar la aparición del llamado neo o ultraliberalismo. 29 Un rasgo que Berlin, por cierto, no menciona siquiera en su ensayo dedicado a SaintSimon. 30 Saint-Simon 1971, p. 139. 31 Hablamos por eso de los Medici, los Fugger, los Hope, los Baring, los Rothschild, etcétera. 32 Sus conferencias, agrupadas como Exposición del sistema sansimoniano, ocupan los tomos 41 y 42 de las Oeuvres de Saint-Simon y Enfantin. 33 Cf. Exposition., XLI, p. 252 y ss.

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34 XLII, p. 282. 35 XL, p. 293-294. 36 Durkheim 1982, p. 316. 37 Ibíd, p. 317. 38 Ibíd, p. 318. 39 Smith 1776 (1982), p. 687. 40 Montesquieu 1995, II, XI, III, pág. 116. Rousseau rectificó esta definición diciendo que “la libertad es obediencia a la ley autoprescrita” (1963, p. 27-28). Obsérvese, con todo, que algo autoprescrito es solipsista por definición, y no sucede lo mismo con aquello “que se debe querer”.

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LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

XXXI. LOS RENDIMIENTOS CRECIENTES “La tasa del beneficio no crece, como sucede con la renta y los salarios, a medida que aumenta la prosperidad; ni desciende cuando la sociedad decae. Al contrario, es naturalmente baja en países ricos, y alta en las naciones pobres, elevándose a los niveles máximos en aquellos pueblos que caminan desbocados a la ruina”. A. Smith (1776)1

Entre los factores responsables de la gloria inglesa, que domina el siglo XVIII y el XIX, está su forma de gestionar la transición del dinero metálico a dinero fiduciario2. Hasta el Banco de Ámsterdam (1609), que fue el primero dedicado en exclusiva a compensar transacciones comerciales3, algunos orfebres desempeñaban funciones afines a las casas de empeño sin perjuicio de garantizar a veces cantidades formidables; en 1680 Locke afirma, por ejemplo, que uno de ellos había librado durante su vida pagarés por una suma “no inferior al millón de libras”, cuando todo el metálico circulante del país se calculaba por entonces en unos once millones4. Esta situación experimenta un cambio decisivo al crearse el Banco de Inglaterra (1694), una iniciativa de cierto banquero escocés cuyos primeros grandes accionistas fueron ante todo magnates holandeses deseosos de financiar la Glorious Revolution instada por el partido whig, que empezó entronizando a Guillermo de Orange como rey británico. Sus promotores no se equivocaron al vaticinar que un aumento del efectivo circulante bajaría el tipo de interés, estimulando así toda suerte de empresas5, y constituidos en la corporación llamada “El Gobernador y la Compañía del Banco de Inglaterra” su primer empréstito al Tesoro británico (1.2000.000 libras esterlinas) facultó para emitir billetes por otro tanto, que en aquella ocasión pagaron al tenedor un interés del tres por ciento. Dicho papel iba a ser permanentemente convertible en oro o plata, y la Compañía cumplió su compromiso de modo tan fiel que ochenta años después el Wealth of Nations celebra la transubstanciación del dinero con un comentario célebre: “Sustituye un instrumento de comercio muy caro por otro menos costoso, y a veces igualmente conveniente”6. Crucial para consolidar la Revolución Gloriosa, el Banco lo será también para poder acometer casi de inmediato algo tres veces más caro como reacuñar el obsoleto metálico inglés, una vasta operación que se coordina nombrando en 1696 director de la Casa de Moneda a Isaac Newton, el hombre más prestigioso del país. A partir de entonces las necesidades de tesorería irán determinando nuevas emisiones, convertibles siempre aunque ya sin la prima de algún interés, bien para hacer frente a coyunturas internas o internacionales. La empresa que empezó siendo un banco mixto –con una sección lucrativa o propiamente bancaria y otra de entidad emisora- se irá adaptando a la conveniencia pública de tener un banco central, prestamista de último recurso para los demás bancos y el Tesoro.

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1. El desarrollo de la confianza Por lo demás, es singularmente lento e instructivo el proceso que sigue el Banco hasta convertirse en un organismo estatal autónomo, entendiendo por ello no sujeto a presiones políticas. En 1700 su Gobernador despachaba con el primer ministro, que debía autorizar expresamente cada emisión, y sólo desde 1844 –cuando se han precisado en mucha mayor medida los nexos entre circulante y precios- sus operaciones se sujetan a una estrecha supervisión del Parlamento. Durante el largo periodo de arbitrariedad lo llamativo es que no ocurran episodios de hiperinflación, porque implantar el dinero nuevo es indudablemente “económico” pero cada país recorre ese proceso a su manera, descubriendo de modo más o menos patético cómo sus ventajas conllevan algunos riesgos nuevos. Basta a tales efectos comparar la implantación del papel moneda en Francia, que ocurre al poco. El escocés J. Law7, hijo de un orfebre-banquero de Edimburgo, fue nombrado todopoderoso Inspector General de Finanzas para poner en práctica un plan del cual surgieron la Banque Royale y la Compagnie du Misisipi (1717). Imitando el primer papel moneda emitido por el Banco de Inglaterra, cuya tenencia devengaba interés, los billetes-acciones de Law empezaron siendo bien recibidos y murieron en realidad de éxito, ya que un valor rápidamente multiplicado impidió atender al reembolso de su dividendo. En 1720, mientras la burbuja seguía creciendo -y el Inspector General preparaba ya en secreto el modo de abandonar el país sin ser linchado-, el castillo de naipes intentó sostenerse apelando a la tradición nacional de centralismo autoritario8, y milenios de historia recordada se desafiaron prohibiendo la circulación de dinero metálico9. Sin embargo, ilegalizar a ese rival del papel moneda no evitó que Francia fuese devastada poco después por el primer gran pánico financiero. Su economía entró en aguda depresión, y la banca en general se ilegalizó durante décadas. Medio siglo más tarde, el apoyo militar francés a la independencia de Norteamérica ha convertido al país en símbolo de amor al cambio y hay una tímida recuperación del crédito comercial, aunque los progresos en esa dirección se ven frenados por la necesidad de derogar su propio Ancien Régime. En 1789, cuando sólo un vigésimo del dinero circulante es papel10, y sigue siendo mirado por el público con gran recelo, la Asamblea Nacional hace frente al estado de bancarrota amortizando las tierras de la Iglesia, convertidas en propiedad pública desde los decretos de agosto. Se calcula que su valor ronda los 3.500 millones de libras francesas, y con la garantía de ese activo son emitidos unos pagarés o certificados de inversión (los assignats), que permiten adquirir inmuebles públicos y resultan bien recibidos por casi todos los conformes con el proceso revolucionario11. Su posterior depreciación podría quizá haberse evitado respetando las formalidades inicialmente previstas (como irlos destruyendo a medida que fuesen amortizados), y sobre todo controlando las emisiones. No obstante, entre diciembre de 1789 y julio de 1791 -mientras la Revolución se mantiene dentro de cauces liberales- las emisiones alcanzan ya los 2.200 millones de libras, y siendo manifiesto que esos pagarés se aprecian cada vez menos la solución gubernamental será imponerlos como moneda única, en momentos donde el metálico estaba desapareciendo a gran velocidad, y entramos así en la fase antiliberal de la Revolución, que es también la más cara con mucho. Entre 1792 y 1795, con un Directorio condicionado aún por la inercia de la Convención, las emisiones de “asignados” se elevan a unos 40.000 millones, cifra llamativa si consideramos que seis

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años antes el conjunto de la riqueza nacional rondaba los 4.500. En 1796, tras el fracaso que se sigue de intentar colocar pagarés “territoriales” (adscritos a tierras específicas), vuelve a legalizarse la moneda metálica. El Banco de Francia llegará con el Consulado napoleónico. El periodo de acrobacias sin red Entretanto, la transformación de Inglaterra en una economía de paper credit no modifica la convertibilidad de los billetes emitidos por su Banco. El crecimiento del país suscita crisis significativamente espaciadas –en 1763, 1772, 1783 y 1793-, y el ascenso de Bonaparte agrava de modo dramático sus gastos militares y paramilitares, como un gran préstamo hecho a Austria para asegurar un segundo frente de resistencia. Con la industrialización el país ha pasado a importar grano, sus exportaciones se ven progresivamente erosionadas por la guerra con el vecino, y la fuga de oro que deriva de todo ello alcanza un momento álgido en 1797, cuando las reservas del Banco en lingotes apenas superan el millón de libras, y el desembarco de una fragata francesa en Gales sugiere la inminencia de una invasión. El primer ministro Pitt12 toma entonces la decisión de interrumpir la convertibilidad por un plazo de siete semanas, y organiza a toda prisa una proclama firmada por cuatro mil próceres de la City londinense, donde declaran estar dispuestos a ”aceptar el papel moneda para toda clase de pagos”. La Restriction Act de 1797 no persistirá siete semanas sino casi un cuarto de siglo, y Ricardo se dará a conocer como analista cuando una década más tarde argumente que el gobierno obró de modo precipitado, amenazando una confianza ganada a pulso durante cien años con una decisión evitable, pues las reservas se habrían renovado solas. Si la restricción no desembocó en pánico fue porque el bloqueo continental impuesto por Napoleón había desacelerado la actividad, y el Banco de Inglaterra no se vio inducido a seguir ampliando las emisiones para responder a las necesidades del crédito comercial. Por lo demás, precisamente la no convertibilidad aguzó el ingenio y las dotes de observación, suscitando una oleada de estudios sobre la relación entre sus emisiones y fenómenos como el nivel de precios, los tipos de cambio y las tasas de interés. Gracias a dichos estudios, y en particular a la deslumbrante Investigación sobre la naturaleza y efectos del crédito en papel (1802), del banquero y abolicionista H. Thornton (1760-1815), se plantea cómo y por qué una cantidad excesiva de moneda fiduciaria producirá “devaluación”. Tampoco hay duda de que una cantidad insuficiente produciría estancamiento, y al repasar los debates comprobamos que Inglaterra se está planteando con generaciones de adelanto la dinámica inflacionaria derivada de espiritualizar el dinero, único aunque no despreciable inconveniente aparejado a sus ventajas. Antes o después, todos los países del mundo estarán en idéntica tesitura, y forzados por tanto a frenar o acelerar su paper credit, pero la obra de Thornton demuestra que el primero en escribir sobre el asunto puede ser también un pozo de ciencia ecuánime, cuyas ideas sobre moneda y crédito desafían el paso del tiempo13. Muy poco antes de su Investigación ha aparecido una carta pública a Pitt de cierto banquero, donde “Se apunta como causa del alza general que han experimentado casi todas las cosas, durante los últimos dos o tres años, a la existencia de un gran Banco investido con la facultad de emitir papel supuestamente pagadero a la vista, pero sólo supuestamente”14.

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Con ese clima en la calle, y saliendo al paso de la demagogia que sugería retroceder en la implantación del paper credit15, Thornton apoya el retorno a la convertibilidad de billetes y depósitos sobre su fundamento último: prestar a unos capitales no ahorrados efectivamente por otros sólo puede lastrar de un modo más o menos agudo toda la demanda ulterior de bienes y servicios, instando una secuela de expansiones y contracciones delirantes del crédito. Pero a esa evidencia general deben añadirse precisiones particulares, pues “nada” evita a corto plazo que el prestamista ofrezca su capital a precios irreales para el estado de cosas, y que seguir pidiendo financiación para negocios ya no rentables sea el mal menor para los prestatarios16. Más en concreto, “cada vez que la tasa de beneficio prevalente en los negocios supere el tipo de interés aplicado por el banco habrá una tendencia a la emisión excesiva de billetes, cuya rectificación depende de ajustar su tipo al del mercado”17. Justamente el hecho de que esa magnitud esté siempre unida a cierto aquí y ahora determina que el equilibrio entre expectativas y crédito sea por naturaleza inestable, pendiente del “estado de la confianza”. La velocidad de circulación del dinero se acelera ante perspectivas de “devaluación”, mientras en épocas de crisis se desacelera hasta secar la liquidez, y la última –por no decir máxima- contribución de Thornton a la ciencia económica será saber qué hacer en este último caso, pues la respuesta correcta del banco emisor será mantener el nivel del efectivo circulante, en lugar de disminuirlo. Desde entonces, prácticamente todas las crisis financieras se han capeado así. La escuela bancaria y la monetaria En 1809 el status quo de la no convertibilidad tiene suficientes beneficiarios como para enrocarse en la tesis de que la libra sigue igual de firme, y sólo ha ocurrido un aumento en el precio del oro. El Gobernador del Banco de Inglaterra, que es casualmente el hermano mayor de Thornton, ha declarado entonces sin rubor: “Nunca considero necesario enterarme del precio del oro o de los tipos de cambio en el día en que hacemos nuestros anticipos […] Nuestro criterio es evitar tanto como sea posible el descuento de lo que no parezca ser papel comercial legítimo. Los billetes del Banco volverán a nosotros si hay un exceso de papel en circulación”18. Al año siguiente una comisión del Parlamento acepta al fin los indicios de devaluación19, y sólo el apoyo de las más altas esferas al régimen restrictivo explica que la vuelta al patrón oro se demore hasta el primer gobierno de Peel (1821). Harán falta otras dos décadas para que el último gobierno de este insigne estadista logre ver aprobada la Charter Act (1844), donde el Banco de Inglaterra se adapta finalmente a la responsabilidad derivada de que sus emisiones y su tipo de descuento son un factor decisivo para el output nacional a corto plazo, y para los precios a más largo. En el ínterin surgen dos escuelas –la de “los bancarios” y la de los “monetaristas”-, de las cuales acaban surgiendo “una teoría crediticia de la moneda y una teoría monetaria del crédito”20, ambas conceptualmente defendibles. De sus debates van a partir ideas tan novedosas, y actuales aún, como un patrón oro independiente de que circulen monedas de ese metal –el llamado patrón oro de cambio-21, o la del “ahorro forzoso” que empieza proponiendo Bentham. Malthus alude a esto último cuando afirma que “cada nueva emisión de billetes no sólo aumenta la cantidad del circulante, sino que altera la distribución de toda la masa, pues

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una proporción mayor va a parar a quienes consumen y producen, y una proporción menor a quienes sólo consumen […] tendiendo también a bajar el tipo de interés”22. En definitiva, lo doctrinario está cediendo ante un sistema más sutil de señales y retoques, y la palabra del momento para ambas escuelas es “automatizar”. Bien sea supervisando cada emisión, o bien asegurando tan solo su convertibilidad, automatización significa hacer lo oportuno para que la iniciativa libre no se vea reconducida a ingenuidades rematadas por fraudes, y es un hito en la historia económica que –salvando los veinticuatro años de restricción- el Banco de Inglaterra garantice sus pagos en oro desde 1694 a 1914. Atendamos ahora a algunos otros aspectos en la evolución del país. 2. La liquidación del pesimismo Entre 1801 y 1851 la población pasa de unos nueve a unos dieciocho millones de habitantes, cumpliendo la “aterradora” perspectiva maltusiana de un incremento al cuadrado o geométrico. Pero la producción no ha aumentado de modo aritmético -como Malthus suponía- sino al cubo, triplicando en general los recursos23. El país cumple sus reconversiones sin planificación24, mientras la siderurgia, la industria química y la construcción naval encuentran en el ferrocarril el destino idóneo para inversiones acordes con la magnitud del ahorro. En 1830, cuando se termina el primer tendido importante –el que conecta a Liverpool con Manchester-, la producción de hierro colado ha crecido en cuatro décadas unas doce veces, y en 1850 el país está obteniendo tanta chapa de acero como todo el resto del planeta junto. Toca recoger la cosecha de un proceso iniciado casi dos siglos antes, cuando el centro financiero empezó a mudarse de Ámsterdam a Londres y la East India Company se lanzó a conquistar Asia, pues ahora esa custodia del metálico mundial se coordina con una densa red de comercio, industria, banca y seguros. Las ideas expuestas por Malthus y su círculo tuvieron como principal eco legislativo recortes en la normativa vigente sobre beneficencia. Ricardo temió que “el fondo de sostén para los pobres crecerá progresivamente hasta absorber todo el ingreso de nuestro país”25, y en 1834 el Parlamento recorta drásticamente el dinero público destinado a varones no impedidos, manteniendo las partidas previas para mujeres y niños desamparados. Una década después llega la Factory Act presentada por Peel (17881850), que limita el horario de trabajo para mujeres y niños, introduciendo las primeras normas de seguridad para el manejo de maquinaria, y ya entonces los criterios de la primera generación utilitarista han dejado de parecer convincentes. Aunque el crecimiento está colmado de altibajos, la industrialización no sugiere la alarma inconcreta vigente a principios de siglo, y el coyuntural aglomerado de “izquierda ricardiana” y fieles al viejo dogma mercantilista26 se conoce jocosamente como “pesimismo”. En 1836, por ejemplo, comienza una depresión económica reforzada por varios años de malas cosechas, que según Carlyle sólo puede llevar a “una insurrección cataclísmica”; pero el público de Malthus ya no es el suyo, y apadrinar el pronóstico sólo le consigue el título de “aspirante a profeta”27. Por otra parte, ser la superpotencia indiscutible no implica que el país haya resuelto problemas internos de entidad comparable a los que solventó la Asamblea Nacional francesa en 1789, antes de sucumbir al delirio combinado de persecución y grandezas. Habría sido imposible plantearlas en el marco de una clase política conforme con mandar por mandar y dar de comer a su clientela, pero hay una generación de estadistas que no vacila en asumir medidas impopulares o arriesgadas a corto plazo. Eso queda

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patente con los gabinetes de Grey y del propio Peel (1834-5, 1841-6), que caen por sacar adelante reformas donde obran en conciencia28. Los anales del gobierno les reservan por ello un lugar de honor, aunque las reformas aprobadas en poco más de una década tienen una entidad política, económica y social que exige en realidad el respaldo de un país entero. El trasfondo de los cambios es “una prosperidad que se ha contagiado a todos los sectores, pues los beneficios empresariales crecen al tiempo que los salarios y la renta territorial, poniendo en ridículo al pesimista y al proteccionista”29. Liberales y conservadores Whigs y tories fueron en origen partidarios de la casa protestante de los Hannover, contrapuestos a partidarios de la casa católica de los Estuardo, que con el tiempo evolucionan hacia una oposición más difusa entre progresistas y realistas, no carente de algún parecido con la divergencia entre chiítas y sunnitas. A partir de la incorporación de Irlanda en 1800, que crea el Reino Unido, disputan con extraordinaria acritud30 sobre la situación vigente para millones de católicos ingleses, discriminados desde la fundación del anglicanismo y literalmente perseguidos a partir de Cromwell31. Cuando ese inicuo estado de cosas cese, merced al Catholic Relief Act de 1829, apagar el peor foco de discordia destaca lo anacrónico de seguir divididos en benevolentes y exigentes cuando el norte sólo puede ser una modernización del país. De ahí el surgimiento de un partido conservative y un partido liberal32, que no son un mero cambio de nombre para las dos facciones clásicas sino fruto de trasvases internos entre tories y whigs, cuyas diferencias llevan tiempo manifestándose en el hecho de votar divididos. Disraeli (1804-1881), oráculo de los recién nacidos conservadores, pertenece por cuna a la clase media humilde y desea vehementemente ascender a lo más alto del rango. Ha escrito novela y teatro antes de ofrecerse al dividido grupo de los tories, al que aporta la fuerza de un “hipnotizador auto-hipnotizado”33, paladín de los poderes ancestrales (Rey, Nobleza, Iglesia) puestos en entredicho por el Estado liberal. “El torysmo está gastado”, dirá, “aunque no puedo soportar ser un whig”34. En principio, los conservadores no serían sino “tories proteccionistas”, pero Peel es un tory no proteccionista, y los liberales son el fruto de una fusión entre whigs como Palmerston, librecambistas como Cobden y el sector tory fiel a él -los peelites-, encabezado por un Gladstone (1809-1898) que será el más duradero símbolo del “liberalismo moral”. Lo que ha entrado en barrena es la versión paternalista del poder político, acosada por una carencia simultánea de prestigio intelectual y apoyo electoral. Lejos de querer tutelar el espíritu público, “la política cultural del Estado es no gastar una libra en ese concepto, permitiendo que la gente gane lo bastante para comprarse obras de arte o disponer de ocio para la investigación”35. La democracia gradual Como si parte de los sunnitas hubiesen resuelto crear un partido con parte de los chiítas, el orden político que acompaña a la nueva nomenclatura introduce una racionalidad menos facciosa, donde lo aglutinante para cada grupo ha dejado de ser un episodio del ayer. Los catalizadores específicos del cambio han sido los diputados del movimiento Libre Cambio, que no concurren a las elecciones como whigs ni como tories -aunque lo sean en sus respectivos corazones-, y de quienes parten muchas de las nuevas ideas. Lo único comparable por entonces en importancia a resolverse sobre el proteccionismo es llegar efectivamente al sufragio universal, y al investigar sus antecedentes descubrimos

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que es una meta común a whigs y radicales desde el gobierno de lord Russell (1839), asumida también por un movimiento chartist que en 1840 logra tres millones de firmas en su apoyo. Sin embargo, los cartistas cargan con la rémora de un descontento contiguo al guerracivilismo, pues su líder más carismático ha planteado la democracia como palanca para expulsar de la Cámara de los Comunes a las clases medias36. Privado de voto, el proletariado inglés apoya durante medio siglo a los liberales por razones tan prosaicas como el precio del pan, encarecido por los aranceles impuestos a la importación de grano. Más adelante una parte considerable se decantará por los conservadores, cuando Disraeli demuestre que “democracia tory” no es un mero eslogan, y cree un nuevo motivo patriótico con su amalgama de proteccionismo e imperialismo. Ha acertado pensando que el proletario urbano bien podría votar conservador “por instinto y compromiso”, y para asegurar esto último saca adelante una legislación social en buena medida revolucionaria37. Décadas antes, cuando la actitud tutelar se mantenía arrinconada, su talento estratégico ha fundado un movimiento (el de la llamada Inglaterra Joven) que quiere frenar el ascenso de los industrialists con una alianza entre clase media medial rural, tenderos y “masas”. En aquel entonces la perspectiva de una democracia plena le parecía tan indeseable como otrora a Voltaire, y escribe: “Progreso y reacción sólo son palabras para embaucar a millones. Todo es raza […] y ninguna raza superior será jamás destruida o absorbida por una inferior”38. Por lo demás, nada ni nadie puede evitar que el sufragio universal acabe llegando a Inglaterra, aunque sea gradualmente. Será un gobierno de minoría parlamentaria –donde Disraeli ocupa la cartera de Hacienda- el que apruebe el Bill de 1867 conocido como “salto en la oscuridad”, pues otorga franquicia electoral a casi un millón de nuevas personas, muchas de ellas pertenecientes a la clase trabajadora. Eso multiplica por cuatro los 217.000 electores incorporados al censo con la Great Reform de 1832, y es un salto en la oscuridad porque la masa de nuevos electores bien podía apoyar a demagogos, llenando los Comunes de diputados suyos. Sin embargo, el espectro ideológico y profesional de los nuevos representantes varía muy poco39. El Conservative Party no logra de hecho una mayoría parlamentaria hasta la recesión de 1873, y va a perderla pronto, permitiendo así que el programa del Estado mínimo no se interrumpa. Entre sus aspiraciones cumplidas están abolir la esclavitud en las Colonias, derogar los privilegios gremiales, independizar las sociedades por acciones del placet real, rebajar o suprimir tarifas y recortar drásticamente el gasto público, clausurando burocracias inoperantes y gastos militares. En tiempos de Grey (1830-31), una entente de la Corona y la Cámara de los Lores quiso vetar la reforma electoral en curso, pero un brote fulminante de unanimidad popular40 permitió que desde entonces los Comunes gobernasen para los comunes. Los gobiernos de Gladstone, previos y posteriores a Disraeli, se enorgullecen de que interrumpir la política de subvención haya inaugurado un Estado nuevo, donde en vez de gravar “las necesidades” –que es lo cómodo y habitual para el absolutista- sólo se gravan los artículos prescindibles41. Y, en efecto, una constelación de intenciones y circunstancias favorables hace que restringir el gasto estimule la inversión privada lo bastante como para producir ingresos sobrados, a despecho de que el Estado acomete importantes obras públicas. Todos los presupuestos de Gladstone se liquidarán con superávit -cosa desconocida en realidad desde Pericles-, a su juicio en función de la solvencia que otorga “suprimir cualesquiera trabas fiscales a la iniciativa privada”42.

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3. Frutos de la movilidad Cortés y Pizarro ofrecieron a su soberano territorios y materias primas equiparables -si no superiores- a los que ofreció al suyo la East India Company, aunque metales preciosos, especias, nuevos alimentos y nuevos mercados se asimilan de modo distinto cuando afluyen a una metrópolis clerical-militar o a un país con tejido comercial e industrial43. Tampoco deberíamos engañarnos nosotros viendo en esa distinción algo absoluto, pues siglos de experiencia en tres Continentes prueban que en términos estrictamente contables la colonización le sale siempre no cara sino carísima al colonizador, dejando como único beneficiario eventual al colonizado (aunque en modo alguno siempre). Mirar el proceso sin clichés nos enseña que conquistar es un mal negocio en última instancia, por más que de malos negocios a varios siglos vista viven toda suerte de negocios excelentes, y no tanto. Si se prefiere, cuando hay una estructura mercantil las inflaciones no son tan galopantes, y acelerar la circulación de energías y personas renueva los entornos. Al Reino Unido le sienta por eso bien en general un imperio que a España se le atragantó, promoviendo no sólo un marcado crecimiento del output sino empresarios, hombres de Estado, pensadores, científicos y filántropos de talla excepcional. Ambos factores mantendrán el país al margen de las discordias feroces que esperan al Continente desde 1830, y sobre todo desde la Comuna parisina de 1848 y sus análogos en varias otras capitales europeas. La sociedad inglesa tiene ya espacio para cualesquiera grupos e individuos con talento superior a la media, y como mencionamos ya a Arkwright –prototipo del genio industrial autodidacta- podemos rastrear los ecos de ese espacio en otros fenómenos, como cooperar con la comunidad judía o atender a los radicales pacíficos desoyendo a los violentos, dos manifestaciones de un civismo realimentado por la intensa movilidad social. Mayer Amschel Rothschild (1744-1812), que fundó en Frankfurt un negocio de banca cuando empezaba el proceso revolucionario francés, dio a sus cinco hijos varones dos consejos seguidos al pie de la letra: no obrar nunca aisladamente, y conformarse siempre con beneficios moderados. El generoso uso de la guillotina en París ayudó sin duda a disparar las necesidades de financiación en toda Europa, y a principios del siglo XIX la casa Rothschild tenía ya sedes en Inglaterra, Francia, Alemania, Austria e Italia44. Nathan Mayer, el encargado de los asuntos familiares en Inglaterra, hubo de luchar contra las suspicacias unidas al hecho de ser un recién llegado45, pero lo consiguió jugándose repetidamente la vida para que Wellington pudiese derrotar a Napoleón en España46, y salvando algo más tarde con fondos propios una crisis de liquidez padecida por el Banco de Inglaterra en 1826. Ya aclimatado, su hijo Lionel fue el primer diputado no cristiano del país, un hecho tanto más sensacional cuanto que hizo modificar en 1858 el reglamento de los Comunes, pues puso como condición inexcusable jurar en hebreo el nombre de Yahvéh. Por otra parte, tenerle como representante de la nación demostrará ser ventajoso no sólo en virtud de su sagaz consejo sino porque permitirá al Reino Unido controlar a la Compañía del Canal de Suez. Reunir rápidamente los cuatro millones de libras esterlinas necesarios para comprar en 1875 la participación de Egipto era algo inaccesible salvo para su familia, y quien le pide ese adelanto es precisamente Disraeli -el primer premier inglés de linaje judío47-, que usará esa vía para expandir el Imperio británico en Oriente Medio y África. Desde Ricardo Corazón de León hasta Cromwell,

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ningún país europeo había sido más antisemita, pero poner en pie de igualdad al judío con el anglicano y el católico le transforma en un fiel y eficaz aliado. Los próceres de Manchester Algo análogo, por operar como un factor que flexibiliza la concordia, ofrecen los destinos del movimiento cartista y el librecambista, uno formado por radicals a lo jacobino y otro por philosophical radicals de raíz benthamita, ya que el impulso de los primeros se diluye mientras el de los segundos crea el más eficaz grupo de presión popular conocido hasta entonces, la Anti-Corn Laws League. Mantener los aranceles le parecía al partido tory una cuestión de vida o muerte para el cultivador británico de grano, y por extensión para toda la gentry o hidalguía rural; pero el liderato de la Liga recayó sobre dos héroes cívicos tan difíciles de batir como R. Cobden (1804-1865) y J. Bright, cabezas de la llamada escuela manchesteriana48, que convenciendo a Peel provocaron de paso el surgimiento del Liberal Party. Tras conseguir la derogación del arancel, Cobden publicó su panfleto 1793-1853 –que iba a ser el más vendido desde los de Paine- en defensa del “armonismo” (intereses coincidentes de la clase media y la baja), y murió cuando a despecho de estar enfermo se puso en camino hacia Londres para votar contra un proyecto de nuevos gastos en fortificaciones49. Su genio como organizador y negociador fue el principal freno para los brotes de nacionalismo beligerante representados por los gobiernos de Palmerston, a quien denunció tanto por su política imperial en China (las guerras del opio) como por alimentar sentimientos francófobos y rusófobos. Más influyente aún, sin embargo, fue plantear el principio de la ventaja comparativa50 como única garantía sólida de paz internacional, que en vez del siempre falaz equilibrio armamentístico ofrece a los países la posibilidad de “comprar en el mercado más barato y vender en el más caro”51. Cuando se le objetaba que tal o cual sector, o país, requerían un régimen de favor recordaba que ese privilegio sólo podía establecerse en detrimento del resto, que “lo económicamente desastroso sólo puede ser moralmente erróneo”, y que había llegado el momento de reconocer en la libre iniciativa y la libre ciudadanía una sola y misma cosa. Hasta qué punto suscitó respeto lo indica que Palmerston -tan vapuleado por él en los Comunes- le nombrase embajador británico extraordinario para asuntos específicos. Es ilustrativo tener presente que por entonces “las colonias se conquistaban para dominarlas y explotarlas en beneficio de la metrópoli, y con el de evitar que lo hicieran otras naciones. Desde el punto de vista de la escuela de Manchester no hay argumento económico alguno en apoyo de esa conducta, y menos aún político. Las colonias existen por sí mismas, como cualesquiera otros países; deben gozar de autogobierno y no conceder a la metrópoli beneficio alguno, ni recibirlo de ella. Por lo demás, esto no quedó en filosofía o agitación. Se hicieron progresos hacia esas metas”52. Bartolomé de las Casas había defendido básicamente lo mismo en 1571, pero caridad cristiana y librecambio se han unido ahora de un modo tanto más sólido cuanto que respetuoso con cualquier religión, gracias entre otros al genio de Gladstone como hacendista y al de Cobden como conciliador. 4. La patencia de ciclos

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Peel –a quien encontramos en todas las coyunturas decisivas- pensó que lo dejado de percibir por el Tesoro al derogar aranceles se recobraría con un impuesto sobre la renta de personas físicas y sociedades, cosa confirmada de inmediato por una recaudación superior a la prevista. También pensó que había llegado el momento de restablecer el patrón oro, pues las naciones acogidas a él no podrían en lo sucesivo especular irresponsablemente con tipos de interés y niveles de precios, quedando librada cada una al dinamismo de su comercio y su industria real. La convertibilidad del papel moneda recorta veleidades gubernativas, “y esta es la razón de que el oro sea hoy tan impopular y fuese tan popular entonces, porque impone restricciones a gobiernos y burocracias con mucha más fuerza que una interpelación parlamentaria”53. Los disconformes con Peel y sus herederos políticos siguieron fieles al proteccionismo, pero aquella Inglaterra fue encontrando modos no intervencionistas de promover el desarrollo, y también de mitigar los resentimientos que el éxito de su clase media más activa (industrialist) evocaba en otros sectores del cuerpo social. Al terminar la era victoriana (1837-1901), un país que tenía menos de diez millones de habitantes en 1800 sostiene a más de treinta54, y sin perjuicio de atravesar frecuentes crisis económicas ofrece al resto del mundo el ejemplo más espectacular y sostenido de prosperidad. Nunca se habían visto ni tanto dinero, ni tiendas tan rebosantes de artículos, ni calles tan bulliciosas, ni tanta preocupación por remediar las bolsas de pobreza, y en ese resultado no puede infravalorarse una inventiva capaz de “sacar adelante su tarea cotidiana de producción y consumo introduciendo paso a paso instrumentos que eran sucedáneos de la moneda de curso legal, pero tampoco la privaban de su rol sustentador”55. A fin de cuentas, sólo quienes saben caminar por alguna cuerda floja son entonces recompensados por la fortuna, aunque muchos no logren cruzar indemnes y otros muchos ni siquiera lo intenten, configurando así una realidad triste o alegre según para quién. En la cuerda floja se mueve sin duda el universo del metálico y sus sucedáneos, un gigante impersonal que cuando no respira de modo más o menos agitado entra en episodios de asfixia. Pero las vaguedades al uso sobre evolución e involución se han convertido en bancos de datos cuando al doctrinarismo se incorporan analistas del comercio como “estado cambiante”56. En 1837 es un banquero, lord Overstone (17961883), quien considera sencillamente manifiesto que las crisis se disparan poco más o menos cada década, y atraviesan una y otra vez diez fases: “Reposo, mejora, confianza creciente, prosperidad, excitación, recalentamiento, convulsión, presión, estancamiento y escasez, para acabar de nuevo en reposo”57. Apoyados en una alarma cuyo mejor aliado es la prensa, allí donde la actividad entra en crisis suele preferirse recurrir a la amnesia, y en vez de estudiar crisis previas atender a letanías sobre estafadores y víctimas. Esta ingenuidad interesada topa con su primera excepción en el momento menos pensado –cuando los “entendidos” oficiales en el tema creían que el mecanismo económico estaba perfectamente claro-58, porque al precisar “meras cuestiones de detalle” en el cuadro ya convenido irrumpe otro, donde la alternancia de picos, simas y mesetas exhibe una fluctuación más precisa y más cargada de azares también. Pero a nosotros, testigos del desarrollo financiero desde el XVII holandés, el hecho de que la abundancia desemboque periódicamente en fases de estrangulamiento no puede sugerirnos infortunios casuales. Todos y cada uno de los activos tienden a sobrevalorarse, y cuando una fase de exhuberancia los eleva hasta

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dificultar su compraventa el comercio acaba frenándose, pendiente de un reajuste en los precios que permita reanudar los intercambios. Menos pictórico que Overstone, su contemporáneo Tooke reduce los estados del ciclo a tres fases -afluencia, convulsión y sobriedad-, considerando que el equilibrio permanentemente inestable se ve afectado por factores externos como años de mala cosecha, y más tarde Jevons vinculará los ciclos económicos con erupciones en el Sol. Una infrecuente aunque reseñable postura teórica del momento será la de H. Hare, que en 1852 les atribuye la función de “acelerar” el movimiento económico. En la base de todas estas reflexiones, y de la política anticíclica sugerida por Sismondi, está el monetarismo expuesto originalmente por Thornton: elevar los tipos de interés atraerá fondos del exterior a corto plazo, frenará el alza de precios amortiguando la actividad en general y aumentará las exportaciones. Reducirlos tendrá los efectos inversos, y los gobiernos dispondrán por ello de un recurso para enfriar o calentar el sistema en cada momento. La dialéctica del desarrollo Mirando a vista de pájaro, Inglaterra tarda unos veinte años en adaptarse a la paz sancionada por el Congreso de Viena (1815), aunque desde mediados del siglo anterior su economía deslumbra a propios y extraños. Mirando más de cerca, el largo esplendor parte de depresiones tan prolongadas como la que va de 1815 a 1834, o el periodo de recesión comprendido entre 1870 y 188459. La novedad es percibir una evolución construida sobre lo inseparable del avance y el retroceso, donde crisis sectoriales y generales más o menos feroces jalonan unas reglas de juego que sólo a largo plazo demuestran su capacidad para crear riqueza. En esas tormentosas condiciones la única balsa es el ingenio industrial, y hasta qué punto hay acuerdo al respecto lo indica una secuencia de Exposiciones Universales60 culminada provisionalmente por la de Londres (1851). Aunque el funcionalismo de su Crystal Palace indigne a Carlyle, Ruskin y otros románticos ingleses, abre camino a la arquitectura de hierro (más adelante acero) y vidrio61 que dominará el siglo siguiente. A juzgar por el número de visitantes, esas grandes “muestras de las obras industriales de todas las naciones” son también los eventos más incondicionalmente celebrados. Por otra parte, los progresos que se siguen del genio técnico no sólo están sujetos al azar de sus circunstancias sino a los azares del ahorro. Industrializar significa disparar las necesidades de crédito, y crecer en capacidad adquisitiva transforma las finanzas en un universo de prolijidad descomunal, reflejado en una creciente proliferación de alternativas al metálico. Desde el recalentamiento a la hipotermia, todos sus fenómenos van a depender en primera, segunda instancia y apelación de los banqueros y la Bolsa, y éstos de hasta qué punto prefieren en cada momento los depositantes y accionistas tener el dinero en sus bolsillos a obtener algún interés por él. La condición primaria de buen funcionamiento para este mediador es la rectitud (bona fide) de prestamistas y prestatarios, aunque abstenerse de prestar aquello no ahorrado será más difícil aún que crear una oferta realmente bien recibida, y está sujeto por ello a toda suerte de reajustes involuntarios. Los mecanismos que desencadenan las crisis -y los responsables del progreso- siguen siendo la materia a estudiar, aunque empieza a ser indiscutible que “la práctica precede largamente a la ciencia”62, y pasar del escolástico al observante es otro modo de reconocer que lo verdadero llega siempre a posteriori.

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NOTAS 1 Smith 1982, pág. 240. 2 A su vez, las piezas de metálico –oro, plata o bronce- clausuran un periodo inmemorial donde pagos, precios e indemnizaciones se calculaban a menudo en cabezas de ganado. Desde la época de Solón (VII a.C.), que introdujo la acuñación en Atenas, una oveja sana valía un dracma, y un buey cinco. Cf. Menger 1997, pág. 329. 3 Véase antes, vol. I, pág. 398-400. 4 Locke, en Hayek 1991, pág. 132. Me apoyo en ese ensayo –“La génesis del patrón oro como respuesta a la política de acuñación inglesa en los siglos XVII y XVIII”- para buena parte de lo precisado a continuación. 5 La Exposición de Motivos presentaba como prueba lo ocurrido en “todos los demás Estados con Banco”, enumerando a continuación “Ámsterdam, Venecia, Génova, Barcelona, Hamburgo, Nuremberg y Estocolmo”. 6 Smith 1982, pág. 265. Algo antes ha dicho: “El dinero de oro y plata que circula en cualquier país podría compararse con una carretera que traslada todo el pasto y el trigo del país hasta su mercado, aunque por sí misma no produce una sola libra de ninguno de los dos. La juiciosa actuación de la banca proporciona –si se me permite una metáfora tan gráfica- una especie de vía aérea que permite al país convertir gran parte de sus carreteras en buenos pastos y trigales, incrementando así muy considerablemente el producto anual de la tierra y su trabajo”. 7 Menger le considera “el fundador de la teoría correcta sobre el dinero”, pues se desmarca de Aristóteles y los jurisconsultos romanos al negar que “sea una invención estatal o el producto de un acto legislativo”, y lo piensa como fruto “de una maduración espontánea en las relaciones económicas” (Menger 1997, págs. 324-326). 8 En tiempos de Colbert “el Estado decidió quiénes podrían trabajar, qué materiales emplearían, qué procesos se adoptarían y qué formas tendría la producción, castigándose con la picota a fabricantes díscolos. Se destruyó maquinaria, se quemaron productos no estandarizados, las innovaciones fueron castigadas y se multó a inventores”; Dunoyer 1821, en Stuart Mill 2004, pág. 286. 9 Cf. Hayek 1991, pág. 165. 10 Eran billetes emitidos por la Caja de Descuento de letras recién creada por Turgot, todos ellos de altas denominaciones (el más pequeño de 200 libras francesas, equivalente hoy a miles de euros). Mi fuente sigue siendo Hayek 1991, ahora a través de los ensayos “Primer papel moneda en la Francia del siglo XVIII” y “El periodo de la restricción (1797-1821) y el debate sobre el dinero en Inglaterra”.

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11 Aunque no dejasen de apoyar la Revolución, es digno de recuerdo que este plan financiero topó con la oposición de los economistas más competentes del momento (DuPont de Nemours, Condorcet y Necker). 12 Que lleva tiempo saltándose “la sana costumbre de que el Banco no concediese al gobierno grandes empréstitos sin el expreso consentimiento del Parlamento” (Hayek 1991, pág. 189). 13 Ser ignorado en no pocas historias del pensamiento económico, y omitido por la Encyclopaedia Britannica, sólo puede atribuirse a que este “padre del banco central” se aplicó a definir fenómenos, no a defender principios abstractos y sistemas generales. Pero tan lejos llegó en términos descriptivos que sus análisis informan el modelo de acumulación ofrecido un siglo más tarde por K. Wicksell, retomado luego por la Escuela Austriaca como base para su teoría endógena de los ciclos comerciales. 14 W. Boyd, Una carta al honorable W. Pitt sobre la influencia que ejerce sobre el precio de las provisiones y otros bienes haber suspendido los pagos en especie del Banco de Inglaterra (1801). Boyd tenía razones personales para denunciar esa política, pues su banca quebró al ponerse en práctica un racionamiento del crédito. 15 “El crecimiento del papel moneda”, repite su Inquiry, “no es la causa de los peores males del momento”. Por lo demás, “las máximas de conducta del estadista sólo pueden derivarse del estado actual de cosas […] pues el trabajo de acumular hechos particulares debe separarse de la tarea más laxa (liberal) de generalizarlos en forma de principios” (Thornton, en Horner 1802, pág. 172). 16 Thornton 1802 (1939), pág. 259. 17 Hayek 1991, pág. 198. Medio siglo antes, Hume había observado que la eficiencia mercantil de un país empujaba a la baja sus tipos de interés, compensando los márgenes decrecientes de beneficio empresarial impuestos por la competencia con una producción ampliada, cuyo sostén más genérico serían economías de escala. 18 Cf. Hayek 1991, pág. 207. 19 Junto al alza general en los precios, un cambio de la libra a la baja en el mercado de divisas, y un incremento en el precio del lingote de oro sobre el precio de acuñación, que en 1813 llegará al 40 por ciento. Ricardo lo ha anticipado y argumentado en su folleto El alto precio del lingote, una prueba de la depreciación de los billetes bancarios (1809). 20 Schumpeter 1995, pág. 789. 21 Diseñado originalmente por Ricardo, este patrón de cambio se instaura desde los acuerdos de Bretton Woods (1944), que crearon el Fondo Monetario Internacional para sostener su paridad. 22 Malthus 1811, en Hayek 1991, págs. 212-213.

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23 Malthus pasa por creador de una ciencia de la demografía que debe en realidad esperar hasta el norteamericano Everett, cuyas New Ideas on Population (1823) analizan el crecimiento de la población correlacionándolo con el desarrollo de técnicas productivas superiores; cf. Schumpeter 1995, pág. 646. 24 Durante el mismo medio siglo (1801-1851), la proporción del producto agrícola pasa del 34 al 21 por ciento, mientras manufacturas, minería y construcción se elevan del 21 al 42; cf. Briggs 1983, p. 267. 25 Principles, V, p. 51. 26 Sobre los fundamentos teóricos de su proteccionismo, véase vol. I, págs. 420-425. 27 Cf. Briggs, 1983, pág. 266. 28 En el caso de Peel, “un gobierno hizo una política manifiestamente contraria a sus intereses económicos como clase, y contraria también a los pequeños propietarios agrícolas con los que más íntimamente estaba aliado” (Schumpeter 1995, pág. 453). 29 Briggs 1983, pág. 268. 30 Un botón de muestra es que en 1815 el hipercivilizado Peel rete a duelo al líder whig que lo propone, D. O’Connell. A pesar de ello, acabará votando a favor de la emancipación del católico en 1829. 31 Cromwell fue también el primer gobernante inglés no hostil a la comunidad judía. A partir de él los católicos no podrían heredar tierras, detentar legítimamente propiedad ni alistarse en el ejército o ser magistrados civiles y, por supuesto, quedaban privados de representación política. El primer alivio para estos discriminados será el Catholic Relief Act de 1778, que les reconoce capacidad para heredar y tener propiedades, pero sigue vetando su elección como diputados de cualquier asamblea política. 32 Sinónimo hasta entonces de “generoso”, la palabra “liberal” se convierte en programa político desde las Cortes de Cádiz (1812), siendo por eso una de las muy raras exportaciones intelectuales españolas del momento. 33 Berlin 2001, pág. 272. Más concretamente, “un ambicioso oportunista […] que fascina a una comitiva de duques, sólidos terratenientes y recios granjeros” (pág. 260), soñador romántico por un lado y maestro pragmático de la propaganda por otro. Coincidiendo con Maurois, Blake y otros biógrafos suyos, Berlin resume las dos grandes pasiones de Disraeli en “la aristocracia” y “lo irracional”. Uno de los personajes de su novela Coningsby resume esto último diciendo: “El hombre sólo es grande cuando aparta la razón y se deja llevar por sus pasiones”. 34 Disraeli, en Blake 1966, pág. 87. 35 Gladstone, en Schumpeter 1995, pág. 459. 36 El irlandés Feargus O’Connor (1796-1855) sostuvo la causa chartist con una infatigable actividad de agitación, sin perjuicio de frenarla por eso mismo. Pasaría sus 79

tres últimos años en un manicomio, acosado por delirios de grandeza presentes desde la juventud -cuando se declaró descendiente directo de los primeros reyes de Irlanda-, que acabaron llevándole a atacar físicamente a otros diputados. Había propuesto una reforma agraria que atomizase la propiedad en pequeños lotes, y pertenece emotivamente a la izquierda ricardiana que describiremos en el próximo capítulo; pero otra de sus originalidades fue declararse “anticomunista”. 37 El paquete legislativo aprobado en 1875 incluye un decreto sobre “viviendas de trabajadores y artesanos” (cuya meta es sanear los peores suburbios), una nueva Factory Act (que normaliza la jornada máxima de 56 horas semanales) y una ley de “empleadores y empleados”, que reconoce a estos últimos un derecho a indemnización cuando sus contratos de trabajo sean incumplidos. En cinco años, dirán sus seguidores, Disraeli hizo más por el bienestar del proletario que los gobiernos liberales en medio siglo. 38 Disraeli, en Berlin 2001, pág. 275. 39 Cf. Briggs, 1983, pág. 269. 40 Temiendo entonces un alzamiento general, Guillermo IV amenazó a los lores con nombrar muchos más, tantos como fuesen necesarios para producir una mayoría favorable a la reforma, y con eso bastó para que su Cámara cediese. Cf. Briggs Ibíd., pág. 266. 41 Esto cumple al pie de la letra lo expuesto un siglo antes por el Wealth of Nations: “Sólo los gastos superfluos deberían estar gravados” (Smith 1982, págs. 785-786). 42 “Semejante tesis, que sería completamente falsa si se formulara como un principio de validez intemporal, era en gran parte verdad para aquella Inglaterra” (Schumpeter 1997, pág. 460). 43 Sobre la devastación creada en España por la plata de América, véase vol. I, pág. 428. La proeza de guerreros-comerciantes como R. Clive (1725-1774) guarda analogías tan estrechas con la de Cortés o Pizarro como conquistar toda la península indostánica partiendo de 900 europeos y 1.500 nativos. Pero los holandeses han enseñado al conquistador británico que la crispación misional sobra, y que lo rentable no es fulminar soberanos sino convertirlos en clientes más o menos secretos, asegurándoles a cambio su égida sobre el nativo. Clive es mal ejemplo de administrador modélico, ya que en vez de gravar la riqueza de Bengala empezó arruinándola (casi tanto como los conquistadores españoles sus territorios), pero otros funcionarios de la Compañía intentarán mantener sana cualquier gallina que ponga huevos de oro. Por lo demás, la Compañía no tardará en quebrar y será disuelta en 1858. 44 En todas partes iban a combinar el más riguroso secretismo con una endogamia apenas menos rigurosa, (que sólo aceptaba en lugar de un primo hermano o segundo a algún judío ortodoxo), reunidos por el lema del escudo de armas familiar: Concordia, Integritas, Industria. A pesar de la endogamia, el genio del fundador seguirá produciendo tataranietos brillantes como negociadores y científicos a día de hoy. Más notable es, quizá, que sobresaliendo como importadores-exportadores y banqueros en épocas de guerra supiesen adaptarse a la industrialización pacífica, y fuesen los

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principales financieros europeos de la minería, la siderurgia y el ferrocarril hasta el último tercio del siglo XIX. Un apunte sobre la familia ofrece Johnson 1988, págs. 312321. 45 Por entonces el único banquero judío de Londres era un tal Gideon; cf. Berlin 2001, pág. 255. 46 Disfrazado de buhonero, supervisaba personalmente que le llegasen carromatos cargados de metálico. Mientras tanto, su hermano Jacob sostenía (con algo menos de buena voluntad) a Napoleón desde la filial francesa del trust, y otros dos hermanos – Salomón y Carlos- gestionaban ramas adicionales del ahorro europeo desde Viena y Nápoles. 47 Sefardita concretamente, y de origen ibérico a su juicio, aunque recibiese educación cristiana y estuviera bautizado. 48 Teniendo los dos orígenes muy humildes, su activismo político les impuso descuidar y acabar perdiendo sus respectivas empresas privadas, que se habían esforzado denodadamente por crear. La relativa timidez oratoria de Cobden era compensada por la elocuencia “sin manierismo alguno” de su compañero, el cuáquero Bright. La admiración de lord Morley, que compuso la primera biografía de Cobden, y la de Peel – que fue proteccionista hasta conocerle- muestran hasta qué punto ambos plebeyos sedujeron a la más alta aristocracia inglesa. 49 Cf. Briggs, 1983 (b), pág. 811. 50 Conocida como teorema de los costos comparados desde Ricardo, esa ventaja fue puesta de relieve originalmente por Smith al explicar por qué el sastre hace trajes y no además zapatos, y el zapatero calzado en vez de vestuario. “Cada país”, añadió Ricardo, “dedica espontáneamente su capital y su mano de obra (labour) a las funciones más beneficiosas para ambos, y esta búsqueda de su ventaja individual se conecta admirablemente con el bien universal del conjunto. Ese principio determina que el vino se hará en Francia y Portugal, que los cereales se cultivarán en América y en Polonia, y que maquinaria y otros bienes se produzcan en Inglaterra” (Principles VII, pág. 81). 51 Desde su gestión como embajador en Francia, es un hito en derecho internacional su modo de estipular la cláusula de “nación más favorecida”, pues le incorpora el compromiso de no redundar en perjuicio de terceras naciones. Cf. Briggs, 1983 (b), pág. 811. 52 Schumpeter 1995, pág. 454. El primer progreso hacia esa meta fue “la sobria y responsable política internacional de Peel, su negativa a ver intereses ingleses en juego en todo lo que ocurriera en cualquier lugar del globo” (Ibíd.). 53 Schumpeter 1995, p. 262. 54 Cf. statistics.gov.uk. 55 Ibíd., pág. 788.

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56 Un lugar destacado corresponde en este sentido a Th. Tooke (1774-1858), un próspero comerciante que compuso –en parte ayudado- los seis volúmenes de una History of prices desde 1703 a 1856. 57 Overstone en Schumpeter 1995, pág. 816. 58 El entendido principal, J. Stuart Mill, piensa que “por fortuna, nada queda por aclarar sobre las leyes del valor; la teoría sobre el tema está completa” (Principles, III, 1, 1, pág. 170). El disparate cobra dimensiones más precisas recordando que no sólo es defendido al aparecer el libro (en 1848) sino al imprimirse su séptima edición (en 1871), cuando circula ya la teoría del valor-utilidad o marginalismo que desmantela esas “leyes del valor”. Por lo demás, y sea cual fuere el círculo académico implicado, épocas de estancamiento engendran una y otra vez fases autocomplacientes, y el éxito mundial del positivismo a lo Comte proviene de ofrecer en todo momento esa demarcación entre “entendidos” y legos. Una ingenuidad análogamente interesada pactan el propio público y los medios de comunicación, cuando prefieren alarmarse a recordar. 59 La dinámica incluye por supuesto fases de recuperación (1828-1842), prosperidad (1843-1857) y nueva recuperación (1886-1897) tras la crisis no sólo inglesa sino mundial iniciada en 1873, que es lo análogo en el XIX a la Gran Depresión. Cf. la carta de Schumpeter a su amigo W. C. Mitchell –gran investigador también de los ciclos comerciales- citada por McCraw 2007, pág. 617. 60 Han empezado celebrándose en París (1844), Berna y Madrid (1845), Bruselas y Burdeos (1847), San Petersburgo (1848) y Lisboa (1849). París celebrará una segunda Exposición en 1862 que batirá récords de expositores y público (26.000 y 6.000.000 respectivamente), si bien todo lo conocido en este orden de cosas va a ser superado por su formidable Exhibición de 1900, presidida por una Torre Eiffel construida al efecto. 61 El edificio original, que tras la Exposición se desmontó y trasladó de Hyde Park a las afueras, acabó fundido por el fuego en 1936. Entre sus logros estaba una larga bóveda de cañón con casi cien metros de altura (bajo la cual crecían grandes olmos, rodeados por jardines y fuentes), y el hecho mismo de cubrir una superficie próxima a los 100.000 metros cuadrados, fantásticamente diáfana en todos sus puntos. Sólo cierta firma de Birmingham pudo comprometerse a suministrar la ingente cantidad de cristal necesario, y ni siquiera ella lo logró a tiempo, imponiendo recurrir también a proveedores franceses; pero a despecho de los enormes gastos asumidos por su promotor, J. Paxton, hasta la última libra invertida originalmente en el Crystal Palace fue devuelta por la asistencia masiva de público. 62 Stuart Mill 1997, pág. 6.

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