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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad José V. Rodríguez C. Bogotá, Agosto de 2011

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad José V. Rodríguez C.

Bogotá, Agosto de 2011

Rodríguez Cuenca, José Vicente, 1952 - Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Del mito a la historia natural/ José V. Rodríguez C. Bogotá: Instituto de Desarrollo Urbano (IDU): Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Antropología, 2011. 284 p, 55 il. 1. Arqueología indígena - Andes Orientales - Colombia. 2. Indígenas de los Andes Orientales (Colombia) - Vida social y costumbres. 3. Indígenas chibchas de los Andes Orientales (Colombia) - Orígenes.

Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Del mito a la historia natural Primera edición: Agosto de 2011 © José V. Rodríguez C. © Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) © Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas Departamento de Antropología www.humanas.unal.edu.co/antropología ISBN: 978-958-719-937-6 Corrección de estilo: Zdena Porras Jandová Diseño y diagramación: Julián R. Hernández R. [email protected] Impresión y encuadernación: Julián Hernández, Taller Editorial Bogotá, D. C. Distribución: Unibiblos – Ciudad Universitaria Librería Torre de Enfermería Tels: 57-1-368 14 37 – 368 42 40 Siglo del Hombre Editores Cra 32 Nº. 25-46 Tels: 57-1-337 77 00 – 368 73 82 www.siglodelhombre.com Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin permiso del editor

Al profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), pionero de las investigaciones en arqueología funeraria, bioarqueología, arqueoastronomía y chamanismo prehispánico chibchas. Fundador del Museo Arqueológico de Sogamoso (1942) y cofundador de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, UPTC (1953). Hijo del sol y de la luna; un Sugamuxi dedicado a la recuperación de la memoria del pueblo muisca.

Contenido Presentación 13 Agradecimientos 15 Introducción 17 Capítulo 1 El territorio ancestral de los Andes Orientales 1.1 El espacio simbólico 1.2 El espacio biofísico 1.3 El espacio andino durante el Pleistoceno 1.3.1 Cambios climáticos durante el Holoceno 1.4 El espacio y el tiempo mítico de Bochica en la sabana de Bogotá 1.5 El espacio sabanero a la llegada de los conquistadores

23 23 26 28 30 30 32

Capítulo 2 Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense 2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica 2.2. Cambios climáticos y opciones de recursos 2.3 La producción lítica 2.4 Los recursos alimentarios 2.5 Las adecuaciones de los espacios de vivienda

37 37 41 43 45 47

Capítulo 3 Los primeros horticultores (II milenio a. C.) 3.1 Aguazuque y la neolitización en la sabana de Bogotá 3.2 Los recursos vegetales cordilleranos 3.3 La evolución de los horticultores

51 51 52 54

Capítulo 4 Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas (I milenio a.C. a siglo VIII d. C.) 4.1 Cambios climáticos y surgimiento de los primeros agroalfareros 4.2 Los pobladores del entorno de la antigua laguna de La Herrera

59 59 63

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4.3 Los pobladores de la llanura de inundación del río Bogotá 4.4 Los pobladores de Tunja 4.5 El valle de Sogamoso 4.6 El valle de Leiva 4.7 El valle de Duitama 4.8 Los orígenes de la población del Período Herrera

67 69 70 72 74 75

Capítulo 5 Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes (siglos IX-XVI d. C.) 5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas 5.2 La transición entre los períodos Herrera y Muisca 5.3 La organización social 5.4 El intercambio y la conexión de los Andes con los valles interandinos

83 83 88 91 95

Capítulo 6 Los muiscas del altiplano Cundiboyacense 6.1 Las confederaciones muiscas 6.2 Los muiscas de Bogotá 6.3 Los muiscas de Tunja 6.4 Los muiscas de Sogamoso 6.5 Pueblos independientes

99 99 102 104 106 108

Capítulo 7 Los chibchas septentrionales 7.1 Las lenguas de los antiguos habitantes de la cordillera Oriental 7.2 Los chitareros 7.3 Los guanes 7.4 Los laches

115 115 117 120 122

Capítulo 8 Cosmovisión, rituales funerarios y chamanismo en los Andes Orientales 8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos 8.2 Prácticas funerarias y chamanismo precerámico 8.2.1 Los abrigos rocosos de Tequendama 8.2.2 Checua 8.2.3 Aguazuque 8.3 Prácticas funerarias durante el Período Herrera 8.3.1 Madrid 2-41 8.4 Prácticas funerarias y chamanismo entre los chibchas 8.4.1 Cosmovisión y rituales muiscas 8.4.2 Los séké o mohanes: sacerdotes, brujos y médicos 8.4.3 Sobre la muerte y el más allá 8.4.4 Los sacrificios de los muiscas 8.4.5 Rituales funerarios 8.4.6 Los laches de la Sierra Nevada del Cocuy

129 129 130 130 132 133 134 134 135 135 136 139 139 144 154

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8.4.7 Los guanes 8.4.8 Los chitareros 8.5 Tendencias temporales y espaciales en las prácticas funerarias de los Andes Orientales Capítulo 9 Orígenes y evolución de la diversidad poblacional de los Andes Orientales 9.1 Sobre los factores de la diversidad poblacional humana 9.2 Los orígenes de los primeros americanos (paleoamericanos) 9.3 Un estudio craneométrico 9.3.1 Análisis intragrupal 9.3.2 Variación intergrupal 9.3.3 Las poblaciones prehispánicas de Colombia en el ámbito mundial 9.4 Los estudios dentales 9.5 El ADN mitocondrial 9.6 El cromosoma Y 9.7 Síntesis de los orígenes poblacionales

154 155 156 169 169 171 176 178 179 183 186 193 197 198

Capítulo 10 Las condiciones de vida de la población prehispánica de los Andes Orientales 205 10.1 Características físicas de los chibchas según los cronistas 205 10.2 Bioarqueología y condiciones de vida 210 10.3 Salud y cosmovisión indígena 214 10.3.1 El chamán como agente de salud 215 10.4 Los indicadores de salud 217 10.5 La salud de los cazadores recolectores 220 10.6 Horticultura y salud 222 10.7 La intensificación de la agricultura y la salud 229 10.8 Variación social de la salud 234 10.9 Variación ocupacional de la salud 235 10.10 ¿Vivían los chibchas mejor o peor que sus antepasados recolectores cazadores? 237 Capítulo 11 Esplendor, ocaso y renacimiento del Sol de los chibchas 11.1 El esplendor de los usachíes, hijos del Sol y de la Luna 11.2 El ocaso de los hijos del Sol 11.3 El renacimiento de los hijos del Sol

243 243 243 243 247 253

Bibliografía 257

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Lista de Tablas Tabla 1. Cambios socioculturales, climáticos y biológicos en los Andes Orientales de Colombia. 35 Tabla 2. Datos de isótopos estables (nitrógeno y carbono) y frecuencia de caries en grupos de la sabana de Bogotá. 55 Tabla 3. Prueba Kolmogorov-Smirnov entre grupos precerámicos. 55 Tabla 4. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2 de Madrid 2-41. 64 Tabla 5. Dataciones radiocarbónicas del sitio arqueológico Madrid 2-41. 65 Tabla 6. Distribución de los tipos cerámicos por regiones y período. 76 Tabla 7. Pueblos e indios tributarios chibchas en el Nuevo Reino de Granada en 1538 (Tovar, 1987: 75). 92 Tabla 8. Clasificación de las lenguas chibchas según Constela (1993: 109). 116 Tabla 9. Patrones funerarios según los períodos culturales de los Andes orientales. 159 Tabla 10. Dimensiones craneales y dentales de Tequendama y Aguazuque (Correal, 1990; Rodríguez, J. V., 2001). 178 Tabla 11. Áreas de las clases dentales y valores totales (TS) en grupos colombianos (Rodríguez y Vargas, 2010). 188 Tabla 12. Variación de rasgos dentales de Colombia prehispánica y contemporánea, y del mundo (Vargas, 2010). 192 Tabla 13. Frecuencias de haplogrupos mitocondriales en poblaciones de Colombia (Casas, 2010; Melton et al., 2007; Silva, A., 2007: 53), Norteamérica (Torroni et al., 1993) y Centro-Suramérica (Moraga et al., 2005; Ribeiro dos Santos et al., 1996). 195 Tabla 14. Frecuencia de indicadores de dieta, salud y demografía en la sabana de Bogotá. 226

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Lista de Figuras Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el siglo XVI. 36 Figura 2. Cráneos dolicocéfalos de Tequendama (arriba) y Checua (abajo). 49 Figura 3. Cráneos dolicocéfalos de Floresta, Boyacá, de 8000 años de antigüedad (Museo Arqueológico de Sogamoso MAS). 49 Figura 5. Cráneos dolicocéfalos de Aguazuque. 57 Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con cementerio precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera. 57 Figura 6. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2, Madrid 2-41. En el horizonte CR2 se aprecia la arcilla blancuzca del fondo del antiguo lago y carbón de un fogón (Rodríguez, J.V., y Cifuentes, 2005). 77 Figura 7. Huecos alineados, vestigio de posible vivienda tipo palafito (Madrid 2-41, Corte 18). 77 Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol, Monquirá, Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo). 78 Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes, 2005). 78 Figura 10. Fragmentos cerámicos excavados en el norte de Bogotá (La Francia), correspondientes a los tipos Mosquera rojo inciso (izquierda) y Mosquera roca triturada (derecha). 79 Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et al., 1992) y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16). 79 Figura 12. Columnas alineadas (arriba) y falos líticos (abajo) en El Infiernito, Villa de Leiva. 80 Figura 13. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y mesocéfalo (derecha) de Madrid . 81 Figura 14. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y robusto (derecha) del Cocuy. 81 Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del Período Herrera. 81 Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá 98 Figura 17. Huellas de antiguos canales en la hacienda Las Mercedes. 112

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Figura 18. Templo del Sol en Monquirá, Sogamoso. Figura 19. Excavaciones adelantadas en 1945 en predios del Templo del Sol (Eliécer Silva C.) Figura 20. Hunza a la llegada de los españoles según el Equipo de Arqueología de la UPTC (Pradilla et al., 1992). Figura 21. Cráneos deformados de Tunja, Boyacá (colección UPTC). Figura 22. Cráneos T-28B (izquierda) y T-88 (derecha) de Portalegre, Soacha. Figura 23. Cañón del río Chicamocha cerca del parque del mismo nombre. Figura 24. Vasijas halladas en un abrigo rocoso de La Purnia, Mesa de los Santos, Santander, junto a decenas de esqueletos. Figura 25. Cráneos deformados de la Cueva de los Indios, Mesa de los Santos, Santander (Museo Horacio Rodríguez Plata, Socorro). Figura 26. Cráneos deformados de Bolívar, Santander (izquierda), y Soatá, Boyacá (derecha). Figura 27. Cráneos sin deformar de Cheva T-05 (Cocuy), Boyacá (izquierda), y La Purnia 014, Mesa de los Santos, Santander (derecha). Figura 28. Distribución de los grupos sociales de Portalegre según dos funciones canónicas discriminantes. Figura 29. Entierros 12 y 13 de Tequendama (Correal y Van der Hammen, 1977: 132). Figura 30. Entierros 10 y 11 de Checua, posiblemente correspondientes a una pareja (Groot, 1992: 67). Figura 31. Entierro colectivo de Aguazuque, Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 145). Figura 32. Entierro ritual boca abajo (arriba); huesos largos pintados (abajo), Aguazuque. Soacha, Cundinamarca (Correal, 1990: 146). Figura 33. Entierro 11 del corte 0, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 34. Entierro boca abajo de individuo masculino deformado, Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 35. Yacimiento ritual de Madrid 2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 36. Ofrenda ritual de pie humano sobre metate, Madrid 2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 37. Ofrenda de cuerno de bóvido en estructura cónica, Madrid 2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 38. Tumba 18 (arriba) de individuo incompleto; entierro infantil (abajo). Madrid 2-41, Cundinamarca (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Figura 39. Tipos de entierros excavado en la UPTC, Tunja (Pradilla, 2001).

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Figura 40. Huellas de postes de planta de vivienda (abajo) y entierro infantil (arriba), Tibanica, Soacha. Obsérvese que el esqueleto infantil no está desarticulado (señalado dentro del círculo) (Langebaek et al., 2009). 167 Figura 41. Distribución de las tumbas de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988: 28-29). 168 Figura 42. Entierro No. 110, Portalegre, Soacha (señalada dentro del círculo) (Botiva, 1988). 168 Figura 43. Análisis canónico discriminante craneométrico entre grupos masculinos de Colombia. 201 Figura 44. Distribución de los grupos mundiales masculinos según las funciones canónicas discriminantes craneométricas. 201 Figura 45. Distribución de los grupos mundiales femeninos según las funciones canónicas discriminantes craneométricas. 202 Figura 46. Funciones canónicas discriminantes de variables odontométricas de grupos mundiales. 202 Figura 47. Dendrograma de distancias según variables craneométricas, epigenéticas, odontométricas y morfológicas dentales. 203 Figura 48. Dendrograma de correlaciones intergrupales craneométricas de América, Asia y Australia. 204 Figura 49. Defectos del esmalte en momia de la Mesa de los Santos, Santander (Casa de Bolívar, Bucaramanga). 239 Figura 50. Espondilolistesis en transición lumbosacra, Portalegre T-112. 239 Figura 51. Torus auditivo en individuo 6300246 de Sogamoso. 240 Figura 52. Cráneos deformados procedentes de Cácota, Santander, afectados por traumas frontales. 240 Figura 53. Caries sicca en frontal por treponematosis de Aguazuque (Correal, 1990). 241 Figura 54. Tibias en sable de Madrid, Cundinamarca (arriba), y Silos, Santander (abajo), afectadas por periostitis. 241 Figura 55. Vértebras afectadas por procesos infecciosos, con lesiones compatibles con tuberculosis, Portalegre, Soacha (Rodríguez, J.V., 2006). 242

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Presentación

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l Plan de Ordenamiento Zonal del Norte de Bogotá es una reglamentación integral que garantiza un desarrollo y protección del territorio con equidad, productividad y sostenibilidad. Esta es una de las diez Operaciones Estratégicas para la ciudad que definió el Plan de Ordenamiento Territorial POT, donde los criterios de sostenibilidad aseguran la continuidad y conexión de la estructura ecológica regional entre cerros y río Bogotá, donde los criterios de equidad proveen el suelo necesario para vivienda de interés social- VIS y/o prioritaria VIP, donde los criterios de productividad buscan fortalecer las actividades comerciales y de servicios ubicadas a lo largo del eje de integración regional Avenida Autopista Norte, mejorando la movilidad y concibiendo el Borde Norte en su conjunto como un punto clave para el fortalecimiento de la ciudad región. Por ser este uno de los pocos lugares que se conservan en estado natural es de gran importancia desarrollar un estudio arqueológico de las franjas por donde se estructura el proyecto, con la finalidad, por una parte, de garantizar la no afectación de zonas con un posible valor arqueológico e histórico, y, por otro lado, teniendo claro de que esta zona de la ciudad conserva rastros con alto valor cultural. Por esta razón se busca que la investigación desarrollada por el convenio entre la Universidad Nacional de Colombia y el Instituto de Desarrollo Urbano contribuya a la comprensión sobre los orígenes del poblamiento y posterior urbanización de la sabana, aportando pruebas para la construcción de la historia de la ciudad, relato que se inicia desde los primeros habitantes que vivían en abrigos rocosos por el piedemonte de los cerros Orientales; los primeros grupos hortícolas que aprovecharon las raíces y tubérculos de la sabana de Bogotá para su alimentación, además de la carne de venado, curí y otros animales, y construían campamentos a orillas de los ríos para guarecerse de las inclemencias del clima; hasta los agricultores que convirtieron el pantano del río Funza (Bogotá) en parte de una red hidráulica para el manejo de las aguas. La fundación de Santafé en 1539 al pie de los cerros de

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Monserrate y Guadalupe siguiendo la tradición española de trazar cuadrículas a partir de una plaza central, y los posteriores desarrollos urbanísticos que dependían de los vaivenes políticos, configuraron el actual aspecto de la ciudad. Con la publicación del presente texto que trata de los orígenes de las sociedades chibchas que se asentaron en los Andes Orientales, sus adaptaciones medioambientales, prácticas funerarias y condiciones de vida, el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) busca contribuir con el conocimiento sobre los pueblos que antecedieron la llegada de los españoles con el propósito de que la comunidad académica se enriquezca con ese saber ancestral y tome lecciones para el futuro. Dr. Héctor Jaime Pinilla, Director del Instituto de Desarrollo Urbano (IDU)

Agradecimientos

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sta investigación sobre los orígenes y condiciones de vida de las poblaciones chibchas de los Andes Orientales de Colombia ha sido posible gracias al apoyo financiero y científico de Colciencias, de la División de Investigación Sede Bogotá (DIB) de la Universidad Nacional de Colombia, y del Departamento de Antropología de la misma entidad que me ofreció el tiempo y el apoyo logístico necesarios para iniciar y continuar esta investigación en el transcurso de casi dos décadas de vida docente. El Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) del Distrito Capital consideró pertinente contribuir con el conocimiento acerca de los antiguos pobladores de la sabana de Bogotá, como parte del proceso de socialización de los resultados del proyecto de Arqueología Preventiva sobre el trazado del POZ Norte de Bogotá, por lo cual apoyó la publicación del presente texto. Los resultados de las investigaciones se han podido materializar en este texto gracias a la colaboración de varias personas que facilitaron la revisión de las colecciones óseas de distintos museos del país y su contexto arqueológico. El Dr. Eliécer Silva Celis [q.e.p.d.], a quien dedicamos esta obra, entonces director del Museo Arqueológico de Sogamoso, nos ofreció largas y amenas conversaciones sobre su lucha por recuperar la memoria del pueblo chibcha, la reconstrucción del templo del Sol, las excavaciones arqueológicas adelantadas en la penumbra de la noche para escapar de las furtivas miradas de los guaqueros y, en general, sobre su vida de investigador. La actual directora del Museo, la antropóloga Margarita Silva Montaña, quien ha puesto todo su empeño por actualizar la obra museológica, nos brindó una cálida hospitalidad y una amable colaboración para el estudio de las colecciones. El profesor Gonzalo Correal Urrego, pionero de las investigaciones bioarqueológicas precerámicas de Colombia, nos ofreció su asesoría científica en el estudio de los restos de cazadores recolectores que reposan en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia; el actual coordinador del Instituto, el profesor Germán Peña, nos facilitó la revisión de la colección de Aguazuque. En la Universidad Pedagógica y Tecnológica

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de Colombia (UPTC) con sede en Tunja, la profesora Helena Pradilla apoyó la labor de análisis de la colección de referencia y su contexto arqueológico. En la Universidad Industrial de Santander (UIS) de Bucaramanga, el profesor Leonardo Moreno nos abrió el incógnito y fascinante mundo de los chitareros, sus prácticas funerarias y sus restos óseos. En la Casa de Bolívar de la Academia de Historia de Santander, doña Martha Hélida Ardila Díaz nos abrió las puertas y acogió con mucho cariño durante nuestra estadía por los pasillos, que algún día hace casi 200 años recorriera el Libertador. En Socorro el Dr. Eduardo Rojas de la Casa de la Cultura “Horacio Rodríguez Plata” facilitó el estudio de la colección de cráneos de la Mesa de Los Santos, Santander. En el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) los entonces investigadores Ana María Groot y Alvaro Botiva, así como su actual director Dr. Diego Herrera, y Emilio Piazzini, subdirector técnico, nos brindaron su colaboración en la revisión de las nuevas colecciones osteológicas prehispánicas. Al INCIVA y a sus antiguos colaboradores Guillermo Barney M., Carlos A. Rodríguez y Héctor Salgado, además de la nueva generación representada por Sonia Blanco y Alexander Clavijo, con quienes compartí mis primeras incursiones bioarqueológicas hace más de veinte años, les debo mi conocimiento sobre los antiguos pobladores del Valle del Cauca, que resultaron emparentados con los chibchas. La fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN) del Banco de la República financió los estudios del yacimiento arqueológico de Madrid 2 - 41 y la publicación de una versión inicial de este texto (Rodríguez, 1999). Los profesores Héctor Polanco, Benjamín Herazo, Clemencia Vargas y Ricardo Parra de la Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Colombia, me introdujeron en el apasionante mundo de los dientes, sus enfermedades, morfología y tamaño, lo que me permitió rastrear las huellas de los chibchas en el tiempo y el espacio. Los estudiantes de varias generaciones de cursos de bioarqueología con sus inquietudes me motivaron para ampliar las pesquisas bioarqueológicas, excavando contextos funerarios donde se podía indagar directamente sobre las relaciones entre el mundo ritual y el material. Mis amigos chamanes José Juan Matapí y José Dolores Malo, sabios conocedores de otras dimensiones del conocimiento, me indujeron a prospectar el papel del chamanismo y la cosmovisión para entender el intrincado y misterioso mundo prehispánico. Finalmente el investigador Jorge A. Gamboa evaluó una versión inicial de este texto, aportando valiosas sugerencias sobre la temática muisca histórica. A todos, nuestros sinceros agradecimientos por su apoyo, críticas, sugerencias y sabios senderos.

Introducción

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l proceso de crecimiento de Bogotá ha exigido la incorporación de nuevas tierras para la construcción de grandes proyectos urbanísticos. Esto tiene lugar especialmente sobre terrenos que antiguamente fueron ocupados por grupos humanos prehispánicos, desde los primeros cazadores recolectores que habitaron en el actual territorio capitalino hace más de 10.000 años, pasando por las poblaciones del período Herrera que iniciaron el desarrollo agrícola de la región (I milenio a. C. a 800 d. C.), hasta la sociedad muisca que acometió la intensificación de la agricultura (800-1600 d. C.) en los tiempos anteriores a la llegada de los conquistadores españoles en el siglo XVI. A raíz de la ejecución del Plan de Ordenamiento Zonal (POZ) del Norte de Bogotá, el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) consideró pertinente atender las exigencias de la normatividad existente en la Ley General de Cultura respecto a la elaboración y aprobación de un Plan de Manejo Arqueológico que recupere información representativa acerca de los antiguos pobladores sobre el área de inclusión. Para ello vinculó a la Universidad Nacional de Colombia mediante el Contrato Interadministrativo 018-2010. Como producto de la prospección y excavaciones arqueológicas adelantadas por el equipo de arqueología preventiva de la Universidad, se encontraron yacimientos que dan cuenta de la presencia de los antiguos pobladores, como también del proceso de ocupación hispánica del piedemonte sobre la carrera 7ª de la ciudad, en forma de haciendas y quintas. Las basuras excavadas en este sector nos han permitido abordar algunos aspectos de la cultura material y vida cotidiana de estos habitantes que permiten complementar la información recabada de las fuentes escritas y otras evidencias materiales, especialmente restos óseos humanos pertenecientes a los antiguos ocupantes. Con el fin de divulgar y socializar estos datos recientes, el IDU ha considerado importante aportarle a la sociedad colombiana un texto que dé cuenta de la problemática acerca de los orígenes de las poblaciones chibchas, sus condiciones de vida, la cosmovisión y prácticas funerarias, el manejo del

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medio ambiente frente a las constantes inundaciones del río Bogotá y el impacto de la Conquista que condujo a su reducción demográfica y al surgimiento de los mestizos, base del desarrollo cultural, político y económico de la región andina. Por otro lado, a raíz de las recientes inundaciones que han afectado a los municipios de Bogotá, Cajicá, Chía, Cota y Mosquera, evento que se ha repetido durante varios momentos del desarrollo histórico de la sabana de Bogotá y que quedó plasmasdo en el mito de Bochica, es importante conocer las respuestas adaptativas que en su momento desarrollaron las poblaciones chibchas y que les permitieron sobrevivir de manera exitosa. En los años 2010-2011 hemos visto en Colombia los efectos de una gran catástrofe ecológica producida por las vastas inundaciones que han anegado miles de hectáreas, causando pérdidas de vidas humanas y de bienes materiales, y afectando los intereses de los propietarios de las tierras más costosas que se hallan a lado y lado de los ríos. Estas inundaciones no son nuevas. Hace 7500 años, durante el hipsotermal –cuando las temperaturas se elevaron en cerca de 2-3° C– el deshielo de los casquetes glaciares que cubrían los cerros Orientales del Distrito Capital produjo el “diluvio universal” de la sabana de Bogotá, conformando un enorme lago cuyo relicto se conoce actualmente como la laguna de La Herrera, que se extiende por Mosquera y Madrid. Este evento, sincrónico al acontecido en tiempos bíblicos, quedó plasmado en la tradición oral y mitos de los protochibchas. Hace cerca de 3000 años, debido a la presión de las aguas por la parte más baja de la sabana (Fontibón, Soacha, Bosa), se rompieron con fuerza las peñas de Tequendama, con lo que se desaguó parte de la enorme laguna. Este evento permitió cultivar el maíz, que se convertiría en el pan de los muiscas, y fue asociado por los habitantes de esa época con el personaje mítico de Bochica. Para regular las aguas, los primeros cultivadores construyeron canales y camellones a lo largo de la llanura de inundación del río Bogotá, sistema hidráulico que los muiscas continuaron utilizando y ampliaron considerablemente hasta la llegada de los conquistadores. Estos últimos se asentaron en la parte más elevada de la sabana de Bogotá, en el piedemonte de los cerros Orientales, para evitar los cenegales donde se escondían los indígenas en las islas que sobresalían de la superficie pantanosa; talaron, además, los bosques para criar ganado vacuno y sembrar cereales del Viejo Mundo. Quinientos años después, la población bogotana creció desmesuradamente, expandiéndose por las partes bajas, que hoy día reclama el río. La solución está en la preservación de los humedales que sirven de contención a las frecuentes inundaciones, y, por qué no, en reconstruir el antiguo

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sistema hidráulico de los muiscas, ya sea perpendicularmente al río o en forma de damero (ajedrez). Este ejemplo nos demuestra que el estudio del pasado tiene aplicación en la solución de problemas del presente, especialmente en lo referente a las lecciones de las normas adaptativas de los chibchas: nutrición balanceada basada en productos de alto contenido proteínico como la quinoa, amarantáceas, fríjol, maní y curí; el empleo de abonos naturales, el policultivo (maíz, fríjol y ahuyama) y la rotación de los suelos; la regulación del crecimiento demográfico que controla el consumo; todo ello enmarcado en un pensamiento que propende por mantener la armonía con la naturaleza y no por “explotarla” –en sentido literal de la palabra–, como pretende el mundo occidental. Esta es la principal razón por la que estudiamos el pasado indígena. Los muiscas del altiplano Cundiboyacense, los laches de la Sierra Nevada del Cocuy, los chitareros de la provincia de Pamplona y los guanes de Santander, por sus orígenes comunes compartieron una familia lingüística chibcha, una cosmovisión andina, un culto solar muy similar y una red de intercambio comercial que permitió mantener lazos culturales y genéticos durante centenares de años antes de la llegada de los conquistadores. Gracias a la conjunción de varios eventos ambientales e históricos, las sociedades chibchas de los Andes Orientales de Colombia lograron posicionarse durante el período prehispánico de Colombia como las más numerosas, las de mayor extensión territorial y las más desarrolladas en sentido socioeconómico. Sus huellas se aprecian en los actuales departamentos de Santander (Norte y Sur), Boyacá y Cundinamarca, importante centro económico del país, donde se asentaron las primeras haciendas, las primeras industrias, donde se desarrolló la Campaña de Boyacá de 1819 que condujo a consolidar la Independencia, y, actualmente, la región más rica del país que produce casi el 40% del PIB total de Colombia. En este territorio florecieron antes del siglo XVI culturas indígenas que aportaron plantas útiles (tubérculos de altura, frutas, plantas medicinales), técnicas de cultivo, fértiles tierras y mano de obra agrícola calificada y disciplinada que posteriormente aprovecharon los encomenderos y hacendados de la Colonia. Fue tal la importancia de la lengua chibcha en el país, que el conquistador, al verse abocado, al igual que en Mesoamérica y los Andes Centrales, a un problema de comunicación con fines de reducción, evangelización y aprovechamiento de los recursos nativos, pensó en ella como una lengua general para todo el Nuevo Reino de Granada, tal como ocurrió con el quechua, el azteca y el tupí. Sin embargo, el proceso de hibridación biológica y la españolización de la sociedad condujeron a que los chibchas no se extinguieran, sino que se mezclaran y dieran origen a los

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mestizos andinos (cundinamarqueses, boyacenses, santandereanos), con un alto componente genético materno indígena (con casi el 80% de haplogrupos mitondriales indígenas A, B, C y D), herederos de la arepa de choclo, las mazamorras, los mutes y los cocidos. Igualmente, de una fuerte disciplina laboral, apreciada tanto en la industria como en el campo. La producción material de los chibchas es muy vasta y se exhibe en los museos de Bogotá (Museo Nacional), Tunja, Sogamoso (Museo arqueológico de la UPTC) y Bucaramanga (Casa de Bolívar), así como en museos locales (Guane, Pamplona, Socorro) que ofrecen exposiciones permanentes e itinerantes, nacionales e internacionales, con gran diversidad de muestras de orfebrería, cerámica, textiles, líticos, momias y restos óseos. Se puede decir que la imagen del desarrollo prehispánico de Colombia se identifica en gran medida con lo chibcha. Los estudios antropológicos e históricos de esta región se han dedicado básicamente a escudriñar los aspectos culturales, la mitología, la organización social y política, y el proceso de conquista y colonización, basados en las fuentes documentales de los cronistas, y, en menor medida, en datos arqueológicos y estudios lingüísticos. Poca atención se ha dedicado al problema de los orígenes de la población, del manejo ecológico milenario y de su cosmovisión, cuyo estudio nos puede arrojar luces acerca de las causas de su desarrollo económico y social, en fin, de su historia antigua o prehistoria. Algunos autores consideran que los habitantes vinieron en diferentes oleadas migratorias y que a cada cambio cultural corresponde un nuevo evento poblacional. Sin embargo, las investigaciones bioarqueológicas (historia natural) que aportan evidencias materiales (restos óseos, momificados y dentales) para el estudio de la variación biológica de los pobladores, señalan una nueva y más objetiva visión: la microevolución de los ancestros chibchas en el transcurso de más de una decena de milenios, confirmada por la historia no escrita pero transmitida de generación en generación mediante los mitos de origen1. De esta manera, la comparación de la historia mítica con la historia natural nos ofrece un nuevo cuadro de los chibchas, trazado en diferentes momentos históricos o escenas de su desarrollo, desde la etapa de los recolectores cazadores (Precerámico, milenios X-II a. C.), los primeros 1 El mito y, en general, el pensamiento primitivo son considerados por Claude Lévi-Strauss como un comportamiento lógico al igual que el de la sociedad occidental, sin que diste mucho del pensamiento científico, pues opera mediante un sistema clasificatorio construido con base en la percepción sensorial. Por esta razón, los mitos deben considerarse como una forma superior del conocimiento, por lo menos la más fundamental. En este sentido, los mitos contienen imágenes de la realidad obtenidas de la experiencia cotidiana y, por ende, la originalidad del pensamiento mitológico estriba en que desempeña un papel conceptual. Ver Lévi-Strauss, 1989: 35; 1982: 124; 1988: 124.

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agroalfareros (I milenio a. C. a siglo VIII d. C.) y los chibchas (siglos IX-XVI d. C.), hasta la inserción biológica y cultural de los chibchas en los mestizos coloniales y republicanos. El objetivo de este texto es abordar este vacío investigativo sobre los orígenes de la población prehispánica de los Andes Orientales de Colombia, en el tiempo y en el espacio, mediante el método comparativo y a la luz de una visión integral (holística, multidimensional, multicausal), combinando las fuentes bioarqueológicas con las medioambientales y documentales (etnohistóricas, etnográficas), analizando la relación entre la historia natural (evolutiva) y mítica (tradición oral) de los chibchas. Se incluye un capítulo adicional sobre prácticas funerarias con el fin de abordar la problemática de la evolución de los rituales mortuorios, la diferenciación social y el desarrollo del chamanismo, desde los cazadores recolectores hasta las sociedades tardías, con el fin de ubicar las principales tendencias de su cambio sociocultural. Como ejemplo de caso para interpretar desde la perspectiva de la arqueología funeraria, se revisó el sitio de Portalegre (Soacha, Cundinamarca) mediante análisis estadístico multivariado. El presente texto complementa los ya publicados Los chibchas: Pobladores antiguos de los Andes Orientales. Adaptaciones bioculturales (1999) y Los chibchas: Adaptación y diversidad en los Andes Orientales de Colombia (2001), en los que se propuso brindar al lector una visión integral de la problemática antropológica chibcha con base en investigaciones sobre etnohistoria, arqueología y bioantropología de las áreas culturales Chitarero, Lache, Guane y Muisca, con el apoyo de Colciencias. Aquí el Dr. Eliécer Silva Celis jugó un papel muy importante al permitir el acceso a las colecciones óseas del Museo Arqueológico de Sogamoso (MAS), y por su experiencia sobre el mundo chibcha, pero, infortunadamente, por motivos de salud no alcanzó a presentar su escrito. El presente texto incluye actualizaciones sobre el ámbito del poblamiento temprano de Colombia y América en general, además de algunas aportaciones bioarqueológicas y genéticas. El pionero de las investigaciones bioarqueológicas del territorio chibcha es el profesor Eliécer Silva Celis (1914-2007), quien conjugó sus vastos conocimientos etnohistóricos con sus propios estudios arqueológicos y bioantropológicos (craneometría, paleopatología) de las áreas étnicas Chitarero (Silos), Lache (Chiscas, Chita) y Muisca (Villa de Leiva, Sogamoso, Tunja, Soacha), interpretados a la luz comparativa de la antropología americana que se conocía en su época. Don Eliécer Silva Celis dedicó, desde 1942 hasta su deceso, todas sus energías y tiempo a la reconstrucción del Templo del Sol y el respectivo Museo Arqueológico de Soga-

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moso; igualmente, a la recuperación de la información arqueoastronómica en El Infiernito, Villa de Leiva. Su principal objetivo era divulgar la cultura muisca de cara a la formación de una identidad cultural que respetara y valorara el ancestro indígena, y a la consolidación de la espiritualidad de los colombianos. Su obra fructificó, hasta el punto de que a su muerte fue velado en este sagrado lugar, y en su sepelio fue despedido por niños del Colegio Sugamuxi –que conocían y escuchaban con atención los relatos sobre Bochica, Bachué y otros personajes–, acompañado con sonidos de caracoles y fotutos, al estilo de los personajes indígenas, como un verdadero Sugamuxi. Sus cenizas yacen en el Templo del Sol y su obra perdurará en la memoria de las nuevas generaciones. A este ilustre investigador del territorio chibcha hemos querido dedicarle el presente texto como homenaje a sus aportaciones, dedicación, tezón y ejemplo para las futuras generaciones de investigadores.

Capítulo 1

El territorio ancestral de los Andes Orientales 1.1 El espacio simbólico

E

l espacio y el tiempo tienen, además de dimensiones físicas, connotaciones simbólicas construidas por la sociedades humanas como una forma de asegurar unos recursos suficientes para mantener su vitalidad. Esta simbología se ha venido desarrollando desde que la humanidad tuvo uso de razón, y las evidencias arqueológicas se remontan por lo menos al Paleolítico Superior, hace 40.000 años, cuando se fortalecen las manifestaciones rituales del Homo sapiens sapiens reflejadas en los enterramientos de cuerpos dispuestos en posición de descanso para el más allá, cubiertos de ocre que simboliza la sangre que les dio vida, junto a adornos personales y restos de animales (Binford, 1972). Esos sitios funerarios se convirtieron en espacios sagrados de identidad y arraigo territorial, significativamente fuertes, junto a espacios no consagrados, sin estructura ni consistencia. Dada la amplia diversidad de lugares para cazar, pescar, recolectar, habitar, reunirse y enterrar a sus muertos, todo debía estar en orden y orientado según puntos de referencia fijos y visibles cuando el sol iluminaba, ya fuesen cerros tutelares, lagunas, desembocaduras de ríos, o rocas erguidas en la inmensidad de las montañas, para lo cual se requería de un punto fijo, un centro, equivalente a la creación del mundo (Eliade, 1992: 25-26). Lo que se apreciaba con facilidad, el mundo de arriba se convirtió en el espacio de la luz, el sol, astros y dioses; el espacio habitado por los humanos, animales y plantas se estableció como el centro; el inframundo o mundo desconocido se relacionó con la oscuridad, las cuevas y lo subterráneo. Ejemplo de esta percepción del espacio se encuentra en la Amazonia, y en las sierras nevadas de Santa Marta y del Cocuy, donde los indígenas conciben el mundo de manera tripartita: arriba se encuentra la bóveda celeste con los astros dadores de vida y los espíritus con distintos tipos de poderes que pueden ser empleados por los chamanes para prote-

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ger en sus prácticas curativas, o para atacar a los agresores; en la tierra habitan los humanos, las plantas y los animales terrestres, los bosques y los ríos; en el mundo de abajo se hallan otros espíritus y animales subterráneos como las hormigas y gusanos, además de ser el mundo de los muertos (Cabrera et al., 1999; Cayón, 2002; Falchetti, 2003; Reichel-Dolmatoff, 2005; Uribe, 1998). Esta estructura se replica en las viviendas, tejidos y objetos de uso cotidiano; el cielo reposa sobre pilares, de la misma forma que el techo de una casa se apoya en horcones, y las vigas longitudinales se orientan como la Vía Láctea (Niño, 2007). De esta manera las poblaciones de selva húmeda y serranas han domesticado la naturaleza mediante un sistema simbólico, con el fin de favorecer la reproducción de plantas y animales, como también de los mismos humanos, en lo que se conoce como la humanización del espacio y el establecimiento de relaciones sociales con el entorno (Cabrera et al., 1999; Correa, 2004; Descola, 2002). Esto significa que los asentamientos se distribuyen según los ciclos reproductivos de los vegetales y animales, y que se establecen procesos sociales para su apropiación. Así como los indígenas de la selva tropical conciben y organizan el mundo según los ríos, bosques y cerros que los circundan, los grupos montanos aprendieron durante milenios a reconocer su diversidad, sus atributos y fuentes de recursos, los peligros que podían afectar tanto a los individuos como a la sociedad, y las fuentes de energía para la comunicación con sus dioses. Los cerros tutelares, como puntos geográficos visibles, se convirtieron en mojones delimitadores de los espacios interétnicos, y como lugares de sacrificios para ofrendar al astro solar, dador de luz y de vida, tal como se practica en las sierras nevadas de Santa Marta y del Cocuy, visitadas aún hoy día por grupos sabaneros para ofrendar después de varias jornadas a pie. Los abrigos rocosos fueron utilizados para la socialización de los grupos nómadas de cazadores recolectores, para acampar durante las arduas jornadas de cacería, para elaborar instrumentos líticos y para enterrar a los muertos, cubriéndolos con el color rojo del ocre que recuerda la sangre de la vida y de la muerte; sus paredes rocosas fueron empleadas para plasmar mensajes pictográficos (arte rupestre) durante las ceremonias chamánicas. Las lagunas se constituyeron en puntos de rituales grupales de iniciación y ablución, donde se consagraban los caciques y sacerdotes. Allí donde no existían accidentes naturales para demarcar los espacios sagrados, se construyeron observatorios astronómicos para reproducir el espacio sideral que se observaba (Villa de Leiva), o templos dedicados al astro solar (Sogamoso, Chita) para las procesiones religiosas de grupos vecinos, o simplemente se erigieron piedras

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paradas o menhires (Cocuy), o se excavaron pozos redondos y cuadrados para observar las sombras durante el atardacer y el reflejo del agua al anochecer (Madrid). Los cazadores recolectores de las cordilleras Oriental (Ardila, 1984; Correal, 1990; Nieuwenhuis, 2002), Occidental (Gnecco, 2000; Salgado, 1989) y Central (Aceituno, 2003; López, 2004; Santos y Otero, 2003) desde finales del Pleistoceno manejaron una territorialidad relacionada con la búsqueda focalizada de recursos, los cuales conseguían durante períodos y espacios delimitados, interviniendo sobre las plantas y animales, no como sujetos sumisos de la naturaleza, sino como actores dinámicos que aprovechaban las oportunidades de la selva tropical, buscando alianzas intergrupales, intercambiando bienes exóticos (chert, animales, posiblemente plumas) y manipulando las plantas hasta lograr su domesticación. Con el tiempo, las comunidades sacralizaron sus espacios y los conectaron mediante una intrincada red social administrada por chamanes. Por ello los indígenas del noroeste amazónico manejan la selva de manera ritual y mancomunada, dentro de un espacio multiétnico regulado por relaciones sociales, con muchos sitios sagrados interconectados entre sí que dibujan un mapa de geografía chamanística, pues consideran que el daño a cualquier segmento de la selva amazónica afecta a todo el territorio (Cayón, 2002: 120). Estos espacios son controlados por chamanes, cuyas funciones y poderes varían según el conocimiento que posean, pero en esencia el pensamiento chamánico es un marcador de territorio, dado que las clases de poderes de cada grupo étnico se integran en una inmensa red de manejo de la selva tropical y de sus recursos. Sin embargo, la eficiencia de los chamanes se encuentra en el trabajo mancomunado, pues “tienen la responsabilidad de manejar su propio espacio sin transgredir los límites territoriales de las etnias vecinas ya que la unidad macro-territorial es el mismo yuruparí primordial. Territorio es conocimiento y los seres que dependen de él están bajo la fuerza del pensamiento” (Cayón, 2002: 124). El universo es el macroterritorio de la etnia, delimitado por accidentes geográficos (ríos), y el territorio no es más que el espacio propio de cada grupo étnico. Para el caso de los uwa de la Sierra Nevada del Cocuy, las actividades sociales, políticas y económicas se organizan en torno a un calendario cósmico a lo largo del año, según el cual se celebran ceremonias con el fin de mantener el orden del universo mediante la observación de normas de conducta que siguen la tradición ancestral, y que integran la vida cotidiana. Los chamanes o karekas, que pueden ser hombres o mujeres, aprenden sus oficios desde la infancia, conociendo los mitos y las técnicas de curación de las diferentes enfermedades mediante ciertas plantas medicinales; posteriormente, el aprendiz consume otoba (awa), que es una

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sustancia iluminadora extraída del árbol otobo o awa-sira (Dialyanthera otoba) con el fin de favorecer su comunicación con el mundo primordial (Falchetti, 2003: 41-45). También utilizan el yopo (akwa) y el tabaco mascado para fortalecer el alma, fuerza espiritual del chamán en su comunicación con Sira, deidad máxima del mundo de arriba. En estado de éxtasis, el chamán se puede transformar en animales, sea en jaguar, asociado con el mundo de abajo, o en ave, relacionada con el mundo de arriba, restableciendo la unidad entre humanos, animales y plantas. Para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta una constante en su cosmovisión indígena es la existencia de un mundo tripartito, dividido en un mundo terrestre, un mundo subterráneo y un mundo celeste (donde habitan los espíritus). Los líderes espirituales (mama) pueden acceder a otras dimensiones mediante la meditación, con el fin de explorarlas, comunicarse con sus seres y solicitar ayuda para los riesgos que deben enfrentar. Conciben el mundo como una bóveda celeste, donde las montañas y los detalles arquitectónicos simbolizan la estructura del cosmos (Preuss, 1993; Reichel-Dolmatoff, 1985; Vinalesa, 1952). Todos los humanos, animales y plantas participan del mismo orden, sin que exista división entre la naturaleza y la cultura. Igualmente, cada animal y planta tiene un “dueño” o espíritu guardián; de ahí que los humanos deben solicitar su respectiva autorización para poder obtener la fuerza que poseen mediante la caza o recolección (Reichel-Dolmatoff, 2005: 43). Estas tradiciones son milenarias y se desarrollaron desde que los primeros pobladores arribaron al territorio de Colombia, donde el conocimiento fue construido mediante conceptos sociales que le dieron vida, fuerza y orden, garantizando la supervivencia de la sociedad hasta la llegada de los conquistadores. Igualmente, podemos concluir que la ocupación de estos espacios debe ser muy antigua, lo suficiente como para dar tiempo a conocer todos sus secretos, sus ciclos, fuentes de recursos, alimentos, materias primas y de sus riesgos, generando respuestas adaptativas dinámicas. Por el contrario, una población recién llegada habría estado desadaptada mientras conocía las propiedades de los recursos locales.

1.2 El espacio biofísico El ecosistema es definido como el conjunto de organismos de un área, que interactúan con el ambiente físico (abiótico), donde el flujo de energía configura una estructura trófica de “quién come a quién”, con una diversidad biótica y ciclos

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materiales. Habitualmente se piensa que en determinados ecosistemas el objetivo de las sociedades es incrementar la producción de energía útil para sí mismas, antes que la energía utilizada para el mantenimiento del sistema. Sin embargo, en los ecosistemas existen factores estacionales y cíclicos (inundaciones, sequías, sismos, erupciones volcánicas, cambios climáticos bruscos) que desajustan la relación entre las sociedades humanas y el ambiente, produciendo momentos de presión ambiental (desbalance, desequilibrio, estrés) en los cuales las sociedades deben aportar el máximo potencial de sus esfuerzos para reponer el equilibrio. Habitualmente, esa relación entre sociedad y ambiente es siempre imperfecta, pues el proceso adaptativo nunca podrá mantener un acoplamiento ideal con el medio biofísico. Por esta razón, en los estudios ecológicos se pretende analizar la naturaleza y la frecuencia de los factores que desequilibran el sistema, y los mecanismos empleados por las sociedades para responder a tales desequilibrios (Morán, 1993). Desde la perspectiva de la ecología humana, el estudio de la relación entre las sociedades y el ambiente debe tener en cuenta, a su vez, “la relación entre individuo y sociedad, entre individuos y medio ambiente, entre procesos a nivel local, regional, nacional e internacional. En su desarrollo deben ser incluidos no sólo procesos materiales, sino también valores simbólicos, sistemas morales, formas de racionalidad provenientes de la lingüística y la historia cultural” (Morán, 1993: 64). En este sentido, es importante hacer un recorrido por la historia geológica de formación de los Andes Orientales de Colombia (Figura 1). La formación de los altiplanos de la cordillera Oriental está relacionada con la creación de la cordillera misma, cuyo levantamiento se produjo a raíz del plegamiento producido por el choque entre las placas continental y pacífica a finales del Plioceno (entre 5 y 2 millones de años atrás), cuando empieza la conformación de los depósitos de la formación Tilatá (Guhl, 1975). El ecosistema de los Andes Orientales está constituido en sus partes altas por montañas, sierras (Nevada del Cocuy), farallones (Yareguíes, Medina) y páramos (Sumapaz, Siberia, Berlín); en las partes bajas se hallan sabanas (Bogotá) y valles de los antiguos lagos, donde se asientan las principales poblaciones (Tunja, Duitama, Sogamoso, Tenza, Leiva, Floresta y muchas más), lagos (Guatavita, Fúquene, Tota) y valles fluviales (Bogotá, Chicamocha-Sogamoso, Suárez) que recorren el territorio de sur a norte y viceversa. La cordillera se encuentra bordeada de selvas húmedas y sabanas; al nororiente se extienden las sabanas de los Llanos Orientales y del Orinoco; al sureste, la selva húmeda amazónica; al occidente se dilata el valle del Magdalena; la parte media-norte de este último mantiene selva

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húmeda (Carare), mientras que la sur está cubierta de vegetación xerofítica o bosque seco tropical (Van der Hammen, 1992). La distribución altitudinal de sus diferentes pisos térmicos ha generado una variación en clima y vegetación. Así, hasta los 1000 msnm se extienden las tierras bajas tropi­cales; entre los 1000 y los 2300-2500 m de altura se localiza la zona altitudinal del bosque subandino; entre los 2300-2500 m y los 3200-3500 m se encuentra la zona de bosque andino de encenillos, robles y otros géneros de árboles; la zona de páramo se extiende hasta los 4000-4200 m; el cinturón de superpáramo se distribuye desde los 4000-4200 m hacia arriba. Los suelos de la parte plana son potencialmente aptos para la agricultura y la ganadería intensivas, de uso estacional, con inundaciones irregulares o periódicas que requieren para su explotación permanente de mecanismos de adecuación (control de inundaciones, drenajes, desalinización, riegos) (Guhl, 1975: 23), que han sido reportados también para tiempos prehispánicos (Bernal, 1990; Boada, 2006). El piso térmico del altiplano Cundiboya­cense o sabana de Bogotá, especialmente entre los 1000 y los 2500 msnm, fue el más densamente ocupado, y ofreció en épocas prehispánicas un abundante espacio para el cultivo de plantas, y los bosques circundantes posibi­litaron la recolección de frutas silvestres, plantas medicinales y tintóreas, leñas y maderas, y la cacería de animales de monte. Las lagunas y ríos constituyeron importantes fuentes de pescado que contribuyeron a mejorar la disponibilidad de proteína animal en la ración alimentaria antigua. Sin embargo, a pesar de esta potencialidad, fue muy importante el vacío producido por la ausencia de grandes mamíferos domesticables, como el caballo, el asno, el ganado vacuno y porcino, aptos para una disponibilidad permanente de productos cárnicos y labores agrícolas y de transporte. Igualmente, hay que resaltar que la ausencia de herramientas metálicas y de la rueda condujo a grandes deficiencias tecnológicas que se manifestaron en el empeoramiento de las condiciones de vida de las poblaciones agrícolas, pues tenían que roturar los campos con artefactos líticos, pesados y con poco filo, y transportar todos los productos por intrincados caminos a sus espaldas debido a la ausencia de animales de carga.

1.3 El espacio andino durante el Pleistoceno Hace aproximadamente tres millones de años, a finales del Plioceno, concluyó el principal levantamiento de la región, y la altiplanicie de Bogotá quedó cubier­ta

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por un extenso lago que se ubicaba hacia los 2500 m de altura. Al mismo tiempo el levantamiento del estrecho de Panamá produjo un intercambio de flora y fauna entre Norte y Suramérica. Durante el Pleniglacial Inferior y Medio (55.000-28.000 años), la laguna se extendía por la parte central del altiplano, con variaciones altitudinales según la intensidad de las precipitaciones, ascendiendo hasta las rocas circundantes de la montaña en algunas ocasiones, y en otras descendiendo hasta replegarse por la zona más ancha en la región de Funza, conformando amplias áreas pantanosas. Hacia finales de este período, el gran lago de la alti­planicie de Bogotá se secó, como consecuencia del descenso gradual del nivel de sus aguas, la erosión, el relleno y el desagüe producido por el río Bogotá al precipitarse por el salto de Tequendama, aunado esto a la disminución de las lluvias anuales. La formación de centenares de metros de depósitos lacustres, que oscilan entre los 200 y los 400 m de espesor, generó una de las tierras más fértiles del territorio colombiano (Van der Hammen, 1992: 69). Durante el Pleniglacial Superior (26.000 hasta cerca de 14.000 años a. P.), el clima se torna considera­ble­mente frío, desciende el nivel de las aguas de las lagunas y llega a dominar la vegetación de páramo. El límite altitudinal del bosque se extiende muy bajo, hasta los 2000 m, y el de los glaciares, hasta los 3800 msnm, conformando una vegetación de páramo seco, con precipitaciones de lluvias menores que las actuales. Las temperaturas eran unos 6-8ºC más bajas que las actuales, lo cual dificultó la ocupación humana del altiplano. Hace 18.000 años, eran 8ºC más bajas a 3000 m de altitud, y 6ºC más bajas a 1500 m. Los cambios climáticos, tanto en los Andes Septentrionales como en los valles interandinos durante este período fueron vitales para la supervivencia de la megafauna, especialmente del extinto elefantoide mastodonte (Haplomastodon y Cuvieronius), cuyos huesos, colmillos y molares han sido fechados entre 25.000 y 11.000 años a. P. La existencia de una inmensa área abierta que unía el altiplano Oriental con los valles interandinos, favoreció la abundancia y el libre movimiento de megafauna, siendo una de las presas favoritas de poblaciones de cazadores recolectores. Entre los 21.000 y los 14.000 años a. P., los glaciares se retiraron, produciendo un clima seco y frío, con una amplia vegetación de páramo seco (Van der Hammen, 1963). Durante el Tardiglacial (14.000 a 10.000 años a. P.), el clima se torna más húmedo y cálido; las dos áreas de vegetación abierta y seca del altiplano y valles interandinos se reducen y se separan por un bosque montano. La reducción del hábitat de la megafauna conduce a su aislamiento y posterior reducción, fenómeno agudizado por la actividad predadora de los cazadores recolectores. Durante estos

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cuatro milenios, hay alternancia de climas fríos (estadiales) y cálidos (interestadiales); inicialmente se observa el interesta­dial de Susacá (circa 14.000-13.000 años a. P.), seguido por un estadial frío; posteriormente sobreviene el interestadial calien­te de Guantiva (12.000-11.000 años a. P.); finalmente acontece el estadial frío de El Abra (11.000-10.000 años a. P.). Durante estos interglaciares, las condiciones climáticas son favorables para las ocupaciones humanas. 1.3.1 Cambios climáticos durante el Holoceno En los Andes, el Holoceno sobrevino hace cerca de 10.000 años, con un clima muy similar al actual, aunque con algunas fluctuaciones menores de temperatura y precipitación de lluvias. Alrededor de los 9000 años a. P., el bosque montano alto llega a sobrepasar la cota de los 3000 msnm; hacia los 5500 años a. P. vuelve a incrementarse el límite altitudinal del bosque, pero desciende poco antes de los 5000 años a. P.; entre los 5000 y los 3000 años a. P., el límite del bosque alcanza su posición más alta. Durante el óptimo del Holoceno, hace 6000-4000 años, la temperatura fue 1-2ºC más alta, y hace 3000 años llegó a ser algo más fría. Estos cambios provocaron la deseca­ción de pequeños y poco profundos lagos del altiplano; el bosque invade la mayor parte de la región, aunque las zonas pantanosas permanecen abiertas. El palinólogo Thomas van der Hammen (1992: 110) ha establecido que a partir del I milenio a. C. se evidencia un descenso de las temperaturas medias anuales; los pantanos tomaron el lugar de la antigua laguna y el bosque descendió casi hasta el nivel existente actualmente. Los períodos secos ubicados en 3000 a. C. (extinción de la megafauna), 1000-700 a. C. (finales del Precerámico) y 1250 d. C. (inicios de los chibchas tardíos), coinciden con significati­vos cambios culturales en la cordillera Oriental. Para la sabana de Bogotá se destaca entre el 700 y el 300 a.C. una época de notable sequedad, detectada por la reducción del lago (inicios del periodo Herrera).

1.4 El espacio y el tiempo mítico de Bochica en la sabana de Bogotá Según la tradición bíblica del diluvio universal, Noé salvó a varias poblaciones animales en su arca cuando las aguas del Mediterráneo por el deshielo alpino

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rompieron las barreras del estrecho del Bósforo, inundando gran parte del mar Negro y sus poblaciones ribereñas, hace cerca de 7500 años durante el hipsitermal. Durante este período, se alcanzan las temperaturas más altas del Holoceno, lo que produce un masivo deshielo de las nieves acumuladas en las montañas alpinas. Por la misma época y como fenómeno mundial, en la sabana de Bogotá tuvo lugar una gran inundación por la parte más baja y ancha que se extiende entre Madrid, Funza, Mosquera, Fontibón, Bosa y Soacha, la que se anega por la creciente de los ríos que allí desembocan al Bogotá, como el Subachoque, el Frío y, más adelante, el Checua y el Sopó, además de algunos cauces pequeños, que desaguan en la región del Tequendama a través de un estrecho rocoso que forma el famoso salto del mismo nombre. En esta región se desarrolló el mito de Cuchaviva, Chibchacum y Bochica que fue transmitido de generación en generación hasta la llegada de los europeos, dándonos una idea de la profundidad temporal de la tradición chibcha y de su permanencia en este territorio. Si los chibchas fuesen advenedizos, como han planteado algunos autores, habrían conservado en su memoria mitos de otras regiones de donde habrían provenido, de su éxodo y avatares durante su travesía, al igual que los hebreos. Sin embargo, ante nuestros ojos tenemos una tradición local muy profunda en el ámbito temporal que se remonta a varios milenios antes de la llegada de los conquistadores. Anota el cronista fray Pedro Simón (1981, III: 379-381) que la adoración al arco del cielo llamado Cuchaviva se relaciona con el mito de la gran inundación, y lo ubica en el contexto geográfico adecuado. Todas las aguas que descienden de los cerros que rodean la altiplanicie, y que en tiempos inmemorables fueron abundantes, desembocan en el río Bunza (Bogotá), y tienen una sola salida en el suroeste por la región de Tequendama, donde rompen estruendosamente entre dos rocas, con tanta fuerza, especialmente en invierno, que rebosan por la parte posterior, inundando durante buena parte del año Bosa, Hontibón (Fontibón) y Bogotá (Funza). Cuenta el mito que por algunas ofensas proferidas contra el dios Chibchacum, éste castigó a los pobladores de la región haciendo crecer los ríos Sopó y Tibitó (Chocontá) que aportan mayor cantidad de agua, anegando gran parte de la sabana, algo que no ocurría anteriormente, pues el agua de ellos se empleaba en las labranzas y sementeras sin necesidad de desagüe. Al no tener alimentos y ser muy grande la población, las gentes empezaron a aguantar hambre, por lo que decidieron solicitar la ayuda del dios Bochica. Éste, compadecido por las penurias de los chibchas y agradecido por los sacrificios, clamores y ayunos ofrendados en su templo, decidió ayudarles. Una tarde soleada hizo aparecer el arco iris acompañado de un fuerte

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad.

viento; se vio surgir al resplandeciente Bochica con forma humana y arrojar una varita de oro contra las rocas de Tequendama, con lo cual se desaguó la región de la inundación. Quedó así libre la tierra para “poder sembrar y tener sustento”, y los indígenas obligados a continuar con su culto a Bochica como dios benefactor, aunque temerosos por la amenaza de Chibchacum de que habrían muertes cuando apareciera el arco iris. Por este hecho, Bochica lo castigó obligándolo a sostener la tierra sobre sus hombros –antes apoyada sobre guayacanes–; cuando se cansa y quiere cambiar de lado, puede hacer temblar la tierra.

1.5 El espacio sabanero a la llegada de los conquistadores A la llegada de los españoles, la sabana de Bogotá estaba cubierta de lagunas, pantanos e islas donde se refugiaban los indígenas de las huestes conquistadoras, pues los caballos por su peso se hundían en el cieno y no los podían perseguir. Cuenta fray Pedro Aguado: Eranles favorables a estos míseros indios, para no ver de todo punto su ruina y destrucción, unas lagunas o pantanos que cerca del pueblo de Bogotá había, en las cuales se recogían al tiempo que los españoles iban a su alcance, y allí guarecían las vidas los que escapaban, porque como aquellas lagunas fuesen de grandes cenegales y tremedales, no entraban dentro los españoles con sus caballos, por no ser sumidos en el cieno y puestos en notorio peligro. (1956, I: 273)

Además de ese ambiente anegadizo, había valles habitables, cerros, bosques y sabanas con una gran diversidad climática y tierras adecuadas para la agricultura. Al respecto, Fernández de Piedrahita describía así la región de Tunja: Cíñenla dos colinas rasas, una a la parte de oriente, donde habitan los chibataes, soracaes y otras naciones que se extienden hasta la cordillera que divide los llanos de San Juan de lo que al presente se llama Nuevo Reino; la otra al occidente, llamada la Loma de los Ahorcados [...] o cuesta de la Laguna, por el valle que tiene a las espaldas... donde hay un gran lago y en que habitan las naciones de los tibaquiraes, soras, cucaitas [...], furaquiras y otras que por el mismo rumbo confinaban con las tierras de los caciques de Sáchica y Tinjacá, señores libres y de la provincia [...] donde está fundada la Villa de Leiva. Al sur de las dos colinas, cinco leguas

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distante, tenía su estado el cacique Turmequé, señor poderoso y sujeto al Tunja [...]; y aunque todas aquellas tierras son ásperas y dobladas, por ser tan fértiles las ocupaban muchas naciones, como son los boyacaes, icabucos, tibanaes, tenzas y garagoas, y al norte era señor de los motabitas, sotairaes, tutas y otros muchos, hasta confinar con el Tundama, señor absoluto y poderoso [...] A estos términos y calidades se reducían el señorío y estados del Tunja [...]. (1973, I: 91-92).

La tierra de la provincia de Tunja era muy variable, pues tenía valles llanos, templados y calientes, muchos de ellos fértiles por la calidad de sus suelos, aunque predominaban los cerros y cuestas. El temple era más sano que enfermo, cuando el clima era seco, pero cuando llovía o estaba cubierto de nubes, era aún más sano, “de manera que el sol no pueda estar, y lo mismo es en los frutos, que se dan mejor en los tiempos lluviosos y nublados que en los claros, que es cuando el sol y hielos los dañan [...]” (Relación de Tunja de 1620; en Patiño, 1983: 339). Estaba rodeada de importantes manantiales (Soya y Aguayo) y fuentes fluviales (Chicamocha y Sogamoso) y lacustres (Tinjacá o Fúquene y Guáquira o Tota) que proporcionaban variedad de peces (capitán, sardinatas, bagre), patos y agua potable de buena calidad. Al norte (Zipaquirá, Nemocón, Tausa) existían varias fuentes saladas que proporcionaban sal comestible. En sus tierras crecían árboles que suministraban maderas, animales de monte, aves, frutas, hortalizas, yerbas y flores que brindaban lo suficiente para el sustento nativo. Los indios de esta provincia que vivían en tierras calientes cultivaban algodón, coca y tabaco, que intercambiaban con los de tierras frías. El territorio de la confederación de Bacatá era tierra fría, con algunas sierras, aunque era más bien llana por la planicie aluvial del río Bogotá que se anegaba en invierno. Generalmente era sano, poblado de robles, cedros, nogales y alisos, buenos para madera. Había abundancia de árboles frutales, maíz, raíces, fríjoles y “[...] alguna coca que traen y siembran en algunos valles calientes que alcanzan; en los cuales asimismo se les da mucha diversidad de frutas que ellos tienen [...]” (Relación de Popayán y del Nuevo Reino 1559-1560; en Patiño, 1983: 65). Venados había en abundancia, especialmente en un vedado del señor principal de Bogotá, pero existía veda estacional sobre su consumo. Las rozas y sementeras estaban a la puerta de las moradas, por lo cual las poblaciones estaban separadas unas de otras, aunque las que se extendían por la sabana de Bogotá casi estaban en forma de pueblo, y “[...] las sementeras en este valle algunos años previenen se prestó los indios con sembrar en la tierra caliente que alcanzan y en el entretanto que se coge

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se sustentan con papas [...]” (Descripción de la ciudad de Tunja; en Patiño, 1983: 65). En los términos de la ciudad de Santafé de Bogotá había una gran diversidad de fuentes de agua salada que se explotaban para obtener sal comestible. En las fuentes lacustres y fluviales se obtenía un pescado sin escamas, como anguila (capitán), y muchos cangrejos. Al sur, hacia la frontera de los panches de Conchima, se hallaban fríos páramos donde se cultivaba predominatemente papa, pues los hielos y fríos no permitían el cultivo de otros productos. De esta manera, se empleaban todos los pisos térmicos, siendo los cálidos valles útiles para el cultivo de coca, algodón, tabaco, yuca, batata, fríjol, maíz de tierra caliente y frutales, mientras que los más templados lo eran para sembrar papa, arracacha, cubio, hibia, y frutales de los bosques subandinos. La sal que se obtenía de diferentes fuentes saladas era intercambiada por oro, esmeraldas y artículos exóticos, como plumas (guacamayas), pieles (jaguar), tinturas vegetales (bija) y sustancias psicotrópicas (yopo, ambil). No en vano a los conquistadores les llamó la atención en 1537 la parefernalia de un chamán del altiplano, ataviado con plumas de aves tropicales, pieles de felinos y recipientes para yopo de los Llanos Orientales, caracoles marinos, adornos orfebres del valle del río Magdalena y cuentas de collar de la Sierra Nevada de Santa Marta (Langebaek, 1996: 9). Es decir, ya en el siglo XVI los indígenas de los Andes Orientales de Colombia estaban globalizados mediante una red de intercambio que les conectaba con todo el país.

ss XVI-XIX d. C.

ss XIII-XV d. C.

Conquista y Colonia

Chibcha Tardío

ECONOMÍA Y CULTURA

Más cálido, menos húmedo.

Pequeña Edad de Hielo.

Bogotá, Tunja, Duitama, Sogamoso, Los Santos, S. N. Cocuy, Silos

BIOTIPO SITIOS Mestizo hipsi-braMúltiples quicéfalo Mestizo braquicéfalo, Edificaciones coloniales español dolicocéfalo

Agricultura intensa, mayor densidad demográfica. Braquicéfalo Muiscas, guanes, laches, chitareros. Período de transición, Braquicéfalo cerámica pintada

Extractiva

Calentamiento global. Industria

CLIMA

Chibcha Temprano ss IX-XII d. C.

Menos cálido y más húmedo.

Portalegre, Candelaria, Funza Madrid 1, laguna de La Agricultura más intensa, generaHerrera, Templo del Sol lización del maíz. Braquicéfalo (Sogamoso), Templo de Herrera Tardío ss I-VIII d. C. Desarrollo de templos y observaDeformación craneal Goranchacha (Tunja), El torios astronómicos líticos. Infiernito (Villa de Leiva), Cerámica incisa. San Lorenzo (Duitama) Inicios de la agricultura (maíz), Calentamiento, deseconstrucción de camellones, caDolico-mesocéfalo Madrid 0, Zipacón Herrera Temprano I milenio a. C. cación de lagos, entre nales, y estructuras líticas. ellos, La Herrera. Cerámica incisa. Aguazuque, Caza, recolección, pesca, horticulDolicocéfalo Precerámico Tardío III-II milenio a. C. Más seco y cálido Vistahermosa tura (raíces del altiplano). Hipsitermal, muy cáChía, Galindo, Neusa VI-III milenio a. C. Caza (venado, extinción de melido Dolicocéfalo gafauna), recolección. Inicios de Inicios del Holoceno y domesticación del curí. Checua, Tequendama, VIII-VII milenios a. C. Precerámico del deshielo Sueva, Nemocón, Floresta Temprano IX milenio a. C. Estadial El Abra Tibitó, El Abra. Caza (venado, caballo, mastodonX milenio a. C. Interestadial Guantiva te, curí, otros), recolección. Pubenza, Tocogua, Río XVIII-XI milenios a. C. Estadial Fúquene Sogamoso

ss XIX-XXI d. C.

CRONOLOGÍA

República

PERÍODO

Tabla 1. Cambios socioculturales, climáticos y biológicos en los Andes Orientales de Colombia. El territorio ancestral de los Andes Orientales

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad.

75°

74°

73°



CUCUTA

R.

LE

R.

R. PA

R. ZULIA

MPLO N

A

SAN CRISTOBAL

TO R

BE

S

CUCUTILLA

BR

IJA

PAMPLONA MATANZA

MUTISCUA

UBICACION DEL TERRITORIO CHIBCHA EN EL MAPA DE COLOMBIA

LABATECA

SILOS

R. SOGAMOSO

BUCARAMANGA

A

TONA

R.

G ITA

CH

CHITAGA

CHITAREROS

ENA

MESA DE LOS SANTOS GUACA A

R. M

TEQUIAS R. ON

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R.

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GUIES LOS YARE CORD. DE

LA UVITA

A CH MO

DUITAMA

TASCO

MIN

ER

O

SOGAMOSO

R.

SUTAMARCHAN

LA PEÑA



Ríos Principales

R.

Poblaciones Actuales

Lagunas

COTAS

R.

SOACHA

UP ÍA

FOMEQUE

3.000 4.000

R. META

A

ME

FOSCA

GUAYUPES

HU

PASCA

500 m.s.n.m 1.000 2.000

R.

FUSAGASUGA

SUTAGAOS

R. GU

Escala:

AITIQ

UÍA

0

75°

Grupo Étnico Límite

UBALA

BO

GO



SILVANIA

TIBACUY

ÍA

CONVENCIONES

BOGOTA

AGUA DE DIOS

AR

UR

ACHAGUAS

ACHAGUAS

GUASCA ZIPA

TO C

OS

CAMPOHERMOSO

GUATAVITA

SUBACHOQUE SOPO

TENZA

CHOCONTA

ZIPAQUIRA

RAV

TECUAS

TAUSA SUPATA

R.

R. C

MUISCAS

UBATE

COLIMAS

LAG. DE TOTA LABRANZAGRANDE

ZAQUE

LAG. DE FUQUENE

PISBA MORCOTE

TUNJA

CHIQUINQUIRA SACHICA SUSA



SOCHA FLORESTA

PUENTE NACIONAL

MUZOS

NARE

R.

VELEZ

R. CASA

CHITA JERICO

ICA

BELEN

EL COCUY

BOAVITA

SATIVANORTE

SUAITA

LA BELLEZA

SUBA

SOATA

ONZAGA ENCINO

BOLIVAR

LACHES

CHARALA

CH

ITO

R. SUAR

EZ

B AYA

GU

MOGOTES

SOCORRO

OIBA

CHIPATA

FACATATIVA CHIA



JA

BO

ON

LANDAZURI

MADRID

R.

GUANES

R. F

R. HORTA

PANCHES

S.ANDRES

R. GUAC

DAL

YARIGUIES

AG



BETULIA

74°

73°

15

30

45

60 Km.

72°

Figura 1. Mapa con la localización de los grupos chibchas y vecinos hacia el siglo XVI.

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Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense

Capítulo 2

Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense 2.1. El poblamiento temprano del noroeste de Suramérica

G

racias a las investigaciones adelantadas en el marco del programa “Medio ambiente pleistocénico y el hombre prehistórico en Colombia”, coordinado por el arqueólogo Gonzalo Correal U. del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia y por el palinólogo holandés Thomas van der Hammen [q.e.p.d.], la historia de Colombia se amplió en más de 10.000 años de antigüedad (Correal, 1979, 1981, 1990, 1993; Correal y Van der Hammen, 1977, 2003; Correal et al., 1972). Este trabajo pionero inspiró otras investigaciones, entre ellas trabajos arqueológicos (Ardila, 1984; Groot, 1992, 2000; Orrantía, 1997; Pinto, 2003; Rivera, 1992) y estudios especializados sobre paleoecología (Van der Hammen, 1992), paleodieta (Cárdenas, 2002), paleontología (Ijzereef, 1978), paleopatología y paleodemografía (Correal, 1985, 1996), tecnología lítica (Nieuwenhuis, 2002), y la evolución de la morfología craneal (Rodríguez, J. V. 2007) y dental (Rodríguez y Vargas, 2010; Vargas, 2010). Igualmente, se posee una amplia información sobre el precerámico en el valle del río Magdalena (Correal, 1976; López, 1991; Santos y Otero, 2003), el suroccidente (Gnecco, 2000), la cordillera Occidental (Cardale et al., 1989; Salgado, 1989) y el valle medio del río Cauca (Aceituno, 2003). Esta información permite abordar la discusión sobre las diferencias regionales en el uso de los paisajes y tecnologías locales, el impacto de los cambios climáticos en el comportamiento de los cazadores recolectores –especialmente en la obtención de recursos faunísticos y vegetales–, la salud y la enfermedad, y los orígenes de la diversidad poblacional y su proceso evolutivo. Las primeras bandas trashumantes de cazadores recolectores en su búsqueda de recursos traspasaron el istmo de Panamá a finales del Pleistoceno cuando no existía cobertura boscosa tropical, sino llanuras propicias para la pastura de grandes herbívoros, con pequeños reductos boscosos. Desde allí pudieron remontarse hacia el interior del país por el occidente (costa Pacífica, cordilleras Occidental, Central y

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad.

valle del río Cauca), centro (valle del río Magdalena, cordillera Oriental) y oriente (Llanos Orientales), dada la atractiva diversidad de recursos de animales y plantas de los valles interandinos y montañas. A los Andes Orientales pudieron haber ascendido por dos rutas: una por el norte (valles de los ríos Sogamoso-Chicamocha y Opón), extendiéndose por los Santanderes y Boyacá, y otra por el valle del río Bogotá, al sur, dispersándose por la región meridional del altiplano Cundiboyacense. Este evento debió haber ocurrido durante el Pleniglacial Superior (26.000 a 14.000 años a. P.) si se confirman las fechas obtenidas por Liliana Cajiao en el cañón del río Sogamoso, Santander (15.000 años, información personal), por Tito Miguel Becerra en el sitio Tocogua, municipio de Duitama, Boyacá (19.000-21.000 años, asociadas a puntas de proyectil de cuarzo lechoso, pedunculadas con muesca en una esquina, y a restos de grandes aves similares al ñandú), y por Gonzalo Correal y colaboradores en la vereda Pubenza, municipio de Tocaima, Cundinamarca, cercanas a los 17.000 años (Correal, 1993; Correal et al., 2005; Correal y Van der Hammen, 2003). Este último yacimiento corresponde a un antiguo pantano en el que se conservaron polen y semillas, restos de tortugas, roedores, crustáceos, huesos de megafauna (mastodonte) y artefactos fabricados por humanos. Los recientes estudios contextuales de los yacimientos precerámicos mencionados han roto con el tradicional paradigma arqueológico que se tenía sobre las sociedades de cazadores recolectores de la sabana de Bogotá. La tradición norteamericana de dividir los estadios de desarrollo cultural en Paleoindio (hasta 5000 a. C.), Arcaico (5000-3000 a. C.), Formativo (3000 a. C. a 300 d.C.) y Tardío (300-1600 d. C.), con una supuesta “Big Game-Hunting Tradition” o tradición de caza de megafauna (caballo americano, camélidos, mastodontes, perezosos gigantes, armadillos gigantes y otros) con puntas de proyectil lanceoladas tipo Clovis, Folsom y formas relacionadas (Willey, 1966), con diferente tipología craneal (paleoindio y amerindio) (Stewart, 1973), no tiene aplicación en los contextos andinos. A pesar de que el sitio de Tibitó, Tocancipá (Correal, 1981), fue un lugar de matanza y tasajeo de megafauna (mastodonte, caballo americano) que podría encajar en la tradición norteramericana de cacería de grandes presas, la mayoría de sitios precerámicos andinos se incluye en tradiciones de grupos que eran más vegetarianos que cazadores. Ello obedece a que las características ambientales del trópico andino, con la ausencia de estaciones, la presencia de abundante y diversa biomasa animal y vegetal domesticable, y la conexión de los altiplanos mediante corredores con los cálidos valles interandinos en los que era posible hallar complementos alimenticios y materias primas, permitieron desarrollar sociedades con

Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense

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un patrón de subsistencia generalizado, para las que los vegetales jugaron un papel muy importante desde el Holoceno temprano, al igual que el curí, con una clara intervención de los bosques y un oportunismo ecológico. En algunas regiones con condiciones ambientales especiales, como la cuenca baja del río Bogotá, que comunica con el valle del río Magdalena, se logró conservar megafauna hasta mediados del Holoceno, como se ha reportado en el sitio El Totumo, Pubenza, Cundinamarca, donde se han hallado restos de mastodontes y megaterios fechados en 4.000-3.000 a. C., asociados a artefactos líticos de tipo Abriense (Correal y Van der Hammen, 2003). Por otro lado, los autores plantean que la existencia de una estatua de forma elefantoide con grandes colmillos y trompa en San Agustín, Huila, datada hacia finales del I milenio a. C., podría estar demostrando la sobrevivencia en la memoria de algunos pueblos del suroeste de Colombia de tradiciones sobre la existencia de megafauna. De acuerdo con los cambios ambientales, culturales y biológicos percibidos en la sabana de Bogotá, podemos dividir la secuencia de las ocupaciones humanas prehispánicas en varios períodos: 1. Precerámico Temprano (hasta mediados del III milenio a. C.), en que prevalece la recolección y la caza. La gente es robusta, dolicocéfala, de dientes grandes y rostro mesomorfo. 2. Precerámico Tardío (finales del III milenio a inicios del I milenio a. C.), cuando surge la horticultura y la pesca como actividades de subsistencia importantes. La población se ve afectada por un proceso de gracilización y de reducción del aparato masticatorio, y por enfermedades infecciosas propiciadas por el crecimiento demográfico y la sedentarización. 3. Formativo o Herrera (I milenio a. C. a siglo VIII d. C.), cuando surge la agricultura del maíz y otros productos como el fríjol y la achira. La población se torna más grácil y braquicéfala tipo mongoloide y se congrega en torno a pequeñas aldeas. 4. Tardío o Chibcha (siglos IX-XVI d. C.), cuyas características fueron similares a las descritas por los conquistadores europeos. Sin embargo, hay que acotar que este cuadro, a pesar de configurar una visión evolucionista en sentido biológico, no es de tipo unilineal, ni gradual ni generalizado. Esto obedece a que no existe coincidencia entre las secuencias biológicas y culturales, pues el tipo paleoamericano (de cabeza alargada, angosta y alta, y rostro mesomorfo) se conserva hasta finales del I milenio a. C. en cercanías de la antigua laguna de La Herrera (Madrid) (Figura 13), y en Chita, Sierra Nevada del Cocuy (Figura 14), hasta principios del I milenio d. C., quizás debido a la

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad.

presencia de variados recursos alimenticios que suplían las necesidades dietarias básicas sin necesidad de recurrir a la agricultura, pero ya con acompañamiento de cerámica del período Herrera, de significado más ritual que doméstico. En segundo lugar, el nivel de desarrollo fue desigual en el ámbito continental, precisamente en virtud de la diversidad de biomasa vegetal y animal de los sistemas cordilleranos; el cambio cultural fue más lento (por ejemplo, el surgimiento de la alfarería) en la sabana de Bogotá que en la costa Caribe y el valle medio del río Porce (Antioquia), aunque a la postre el nivel de desarrollo sociocultural de los muiscas fuera más jerarquizado y con una población más numerosa y de mayor extensión territorial. Así, por ejemplo, en el valle medio del río Porce en la cordillera Central se reporta una secuencia cultural bastante dinámica, con un temprano manejo de vegetales y alfarería (Santos y Otero, 2003: 100-104). Los estudiosos de esta región han dividido el Precerámico en dos fases. La primera se extiende entre el 7000 y el 5500 a.C., con ocupaciones estacionales de movilidad restringida, cuyo utillaje lítico incluía cantos rodados con bordes desgastados, cantos con bordes desbastados, placas de moler, hachas talladas con bordes pulidos, lascas y núcleos de cuarzo. La segunda fase se ubica entre el 5500 y el 3500 a. C., y denota un mayor manejo del bosque, con utillaje que incluía martillos, percutores, elementos con talla bipolar, artefactos con bordes retocados, lascas laminares, puntas de proyectil y raspadores plano-convexos. Durante esta fase se desarrolla la horticultura, evidenciada por la mayor dispersión de plantas como manihot (yuca), amarantáceas, cucurbitáceas, smiláceas, maíz, malanga, ñame nativo y batata. Entre el 3500 y el 2000 a. C. se desarrolla la cerámica mediante el estilo conocido como Cancana (pequeños cuencos de paredes muy delgadas y vasijas de boca muy estrecha). La similitud en la forma de explotación de los recursos y en la propia tecnología lítica ha dado pie para sugerir que los recolectores horticultores precerámicos tuvieron continuidad genealógica en los alfareros del estilo Cancana (Castillo, 1998). Es decir, en esta región el desarrollo, tanto de la horticultura como de la alfarería, antecedió en casi 2500 años a su similar de la sabana de Bogotá. Este desarrollo desigual debe estar asociado a las diferencias temporales y espaciales en la capacidad de sustento de los ecosistemas. La sabana de Bogotá solamente a partir del I milenio a. C., una vez se redujeron las áreas anegadas, habría dispuesto de una mayor extensión de tierras fértiles y una mayor disponibilidad de recursos agrícolas, con lagunas, sabanas, valles y lomas adecuadas para los asentamientos humanos, condiciones que mejoraron notablemente a partir de mediados del siglo XIII d. C.

Los primeros pobladores del altiplano Cundiboyacense

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2.2. Cambios climáticos y opciones de recursos Durante el cálido interesta­dial Guantiva, hacia los milenios XI-X a. C., surgieron condiciones climáticas benignas que posibilitaron la ocupación del altiplano Cundiboyacense, como se evidencia por los hallazgos realizados en los niveles inferiores de los abrigos rocosos de la región utilizados para guarecerse del frío, acampar, preparar los alimentos y proveerse de vituallas y artefactos líticos, ubicados en El Abra, Sueva, Tequendama, y en Tibitó, un sitio de matanza y tasajeo de grandes herbívoros. Durante este largo período más cálido, los cazadores recolectores pudieron adaptarse a las condiciones de la sabana de Bogotá y sobrellevar el rigor del frío subpáramo del estadial El Abra que sobrevino hacia el IX milenio a. C. La vegetación de áreas abiertas con praderas y pastizales propicia para los herbívoros favoreció algunas regiones de la sabana, orientando la atención de las bandas de cazadores recolec­tores en los alrededores de los abrigos rocosos (Tequendama, El Abra), pero también en espacios abiertos (Checua, Galindo). Durante este período se incrementa la densidad de ocupación, como lo señala la asociación de fogones y restos de fauna hallados en estos yaci­mientos arqueológicos. Tanto la cacería de herbívoros (caballo, mastodon­te, venado) como la recolección (moluscos, raíces) jugaron un papel importante en la dieta de los recolectores cazadores, como se puede colegir por la presencia de percuto­res para machacar vegetales y por los restos de gasterópodos que abundaban en los riachuelos cercanos. Con el advenimiento del Holoceno a principios del VIII milenio a. C. ocurren grandes cambios climáticos. Las temperatu­ras ascienden 2-3°C en comparación con las actuales (Van der Hammen, 1992: 109); los bosques invaden la sabana de Bogotá y desapare­cen las húmedas praderas donde antiguamente pastaban rebaños de herbívo­ros, lo que contribuye a la reducción de la megafauna. Las bandas de recolectores cazadores se ubican durante largas temporadas sobre terrazas elevadas frente a las antiguas lagunas sabaneras donde podían avistar las manadas de aves y roedores, recolectar moluscos y raíces, y adentrarse en los bosques donde abundaban los animales. El campamento temporal Tibitó 1 (Tocancipá) pierde su significado en calidad de estación de matanza y tasajeo, como lo demuestra la ausencia de restos culturales en el horizonte 2; en las unidades estratigráficas de Tequendama, Sueva 1 y de El Abra correspondien­tes a este período se aprecia igualmente una reducción del material cultu­ral. Entretanto, Checua (Nemocón) y Galindo (Bojacá), situados estratégicamente sobre colinas frente a antiguas lagunas y conectados a zonas boscosas, observan una continuidad de ocupación durante varios milenios.

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Esto no significa que se abandonen los abrigos rocosos como sitios temporales para acampar, pues se aprecia hacia este período un incremento de los restos de animales pequeños (curí, ratón, borugo, guatin, conejo, topo, tinajo, armadillo, zorro), de gasterópodos de hábitos terrestres, la predominancia de la carne de venado y la presencia de fauna de regiones cálidas (jabalí y nutria), lo que demuestra la gran variedad de posibilidades alimentarias de los antiguos pobladores y el papel del intercambio de objetos exóticos provenientes del valle del Magdalena, recolectando y cazando “por la misma altiplanicie y sus inmediatos alrededores” (Correal y Van der Hammen, 1977: 169). La contemporaneidad en las ocupaciones de los abrigos rocosos con yacimientos a campo abierto (Checua, Galindo I) plantea asimismo que a partir del VII milenio a. C. los moradores realizaban incursiones a lugares propicios para la obtención de recursos alimentarios complementa­ríos y materia prima para la fabricación de artefactos líticos. En el yacimiento al aire libre de Checua, municipio de Nemocón, Cundinamarca, situado sobre la cima de una colina, cerca al río del mismo nombre, en la primera zona de ocupación correspondiente al VII milenio a. C. se registraron fogones y huellas de postes, aunque acompañados de una baja frecuencia de elementos líticos y restos de fauna, señalando un poblamiento esporádico y estacionario de pequeños grupos (Groot, 1992: 62). Desde el V milenio a. C., apare­cen huellas evidentes de una ocupación más densa de los abrigos rocosos, proceso acompañado por asentamientos en espacios abiertos en las riberas de ríos y lagunas, que se intesifican hacia finales del Precerámico Tardío (II milenio a. C.), especialmente en el entorno de la antigua laguna de La Herrera que se extendía por los municipios de Madrid, Mosquera y Funza. Igualmente, se incrementa el papel de la recolección en la esfera económica de este período, como lo indica la densidad de útiles en guijarros adaptados al procesamiento de vegetales, al igual que la presencia de restos de animales pequeños y moluscos. Los diagramas de polen correspondientes al período entre los milenios IV y III a. C., acusan un notable enfriamiento y una fuerte sequía seguida de un clima cálido, especialmente hacia el III milenio a. C. Estos bruscos cambios climáticos incidieron en las estrategias económicas de los recolectores cazadores del altipla­no, pues los presionó a buscar nuevas fuentes de alimentos en áreas abiertas, en donde podían establecerse durante tempora­das más prolongadas, dada la diversidad de opciones alimentarias (lacustres, fluviales, de bosques y sabanas), lo que condujo a una menor trashumancia y a la instalación de viviendas a manera de chusques en las riberas de los recursos hídricos. Durante el IV milenio a. C. las temperaturas

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medias anuales llegan a su máximo, y hacia finales (3000 a. C.) se presenta un período de fuerte sequía, cambio reconocido en varias partes del mundo. Este cambio climático coincide con el desarrollo de los concheros en los litorales costeros y las ocupaciones ribereñas en el altiplano; los inicios de la cerámica; el incremento de la recolección de moluscos; el desarrollo de la pesca; y el surgimiento de la horticultura. Como bien lo subraya Correal (1990: 255), “durante más de dos milenios, el sitio de Aguazuque presenció sucesivas ocupacio­nes de grupos, cuyos patrones de asentamiento fueron diferentes a los de su anteceso­res los cazadores y reco­lectores que ocuparon los abrigos rocosos del Abra, de Tequendama y otros de la Sabana de Bogotá y sus alrede­dores”. Para la costa Caribe, durante la etapa Formativa los asentamientos se ubican en áreas con un amplio acceso a recursos alimentarios, cerca del litoral, de lagunas y de pequeños ríos, y en zonas de bosques interrumpidos por sabanas (ReichelDolmatoff, 1986). Según el citado autor, probablemente antes del 4000 a. C. existían en esa región asentamientos comunales del tipo maloca, grandes casas habitadas por varias familias nucleares. Así, los pobladores de Monsú, en el Canal del Dique, a orillas de una gran laguna del bajo río Sinú, practicaban una economía mixta, cultivando yuca y otras raíces, pescando en el mar y río, cazando en los montes cercanos, recolectando semillas y frutos de palmas, recogiendo tortugas, cangrejos y moluscos, y, en fin, aprovechando al máximo los recursos del mar, ríos, lagunas y esteros, bosques ribereños y sabanas. Reichel-Dolmatoff plantea una sucesión de cultivos de yuca y maíz, a juzgar por los restos culturales, en los que inicialmente se hallan grandes budares raspadores de sílex, y posteriormente aparecen metates en forma de artesa, manos de moler de diferentes formas y tamaño, pequeños platos planos de arcilla para tostar arepas y grandes tinajas para la chicha, indicativos del cultivo del maíz, lo cual permite inferir una secuencia raíces (yuca)/cereales (maíz) en el desarrollo agrícola de la región.

2.3 La producción lítica La clasificación de los instrumentos líticos de los yacimientos precerámicos de Colombia se ha aclarado de una manera extraordinaria gracias a los estudios de las microhuellas de uso o traceología que se observan mediante microscopía electrónica de barrido, lo que ha permitido revaluar la clasificación tipomorfológica de los artefactos, la relación entre los tipos “abrienses” –desbastados burdamente

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por percusión en material grueso– y “tequendamienses” –con retoque a presión en material fino como el chert, que permitía obtener instrumentos muy cortantes y punzantes–, los cambios diacrónicos en la forma y función, y su relación con los cambios medioambientales y los sistemas de ocupación de los espacios (Nieuwenhuis, 2002: 148). Anteriormente se consideraba que los artefactos tequendamienses eran de origen pleistocénico, empleados en las labores de tasajeo por cazadores especializados paleoindios, y que los abrienses eran producto del desmejoramiento de la técnica de elaboración del mate­rial lítico, pues al disminuir el número y el tamaño de los animales por la acción depredadora de los humanos durante el Holoceno, se podían utilizar otros materiales en la preparación de las puntas de proyectil como el hueso, astas de venado, o la madera endurecida, en cuya preparación se empleaban raspadores laterales y cóncavos, incre­mentados en la composición del utillaje.2 No obstante, el análisis microscópico de las huellas de uso ha planteado que los útiles abrienses corresponden simplemente a artefactos expeditos adecuados para cualquier tipo de trabajo doméstico –siempre que tuvieran un borde útil–, que requirieron para su elaboración de un tiempo mínimo, allí donde se disponía de suficiente materia prima y de tiempo para su transformación, y tuvieron una corta vida de uso. Es decir, se caracterizan por su carácter oportunista funcional. Por esta razón, en las regiones donde abunda la buena materia prima como el chert del valle del Magdalena, se les puede encontrar junto a artefactos más elaborados de tipo tequendamiense, que también son abundantes en comparación con el altiplano Cundiboyacense. Finalmente, debido a su carácter oportunista, los artefactos abrienses fueron empleados durante milenios hasta la llegada de los españoles, y en todos los ecosistemas (Nieuwenhuis, 2002: 81). Del estudio traceológico se desprenden otras conclusiones interesantes. Se desvirtúa el carácter estacional de los abrigos –de hecho, los cambios estacionales en el trópico no son tan drásticos como para generar desplazamientos a larga distancia–; se determina que los cazadores recolectores no eran pasivos espectadores de los cambios medioambientales, sino que eran más oportunistas ecológicos; se halla que el intercambio apuntaba más bien a los bienes exóticos (entre ellos el mismo chert del valle del Magdalena y animales exóticos), no esenciales para las necesidades domésticas, y que también podrían haber servido para el mantenimiento de redes sociales de intercambio; y se establece que los artefactos tequendamienses hallados en menor 2  Los artefactos con bordes cóncavos han sido asociados con el trabajo de la madera; los triangulares, con el procesamiento de pequeños mamíferos o pescado; y los raspadores, con el tasajeo de la piel (Correal y Van der Hammen, 1977: 70).

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cuantía no eran especializados y podían ser utilizados en varias tareas domésticas, entre ellas, como forma de intercambio (Nieuwenhuis, 2002: 152). De estos datos se concluye que los recolectores cazadores de la sabana de Bogotá eran muy flexibles en su modo de subsistencia, pues dependían de varias fuentes de alimentos, entre ellos de los animales de caza, de la recolección de moluscos y vegetales, y al final, de la pesca y horticultura. Es decir, eran pragmáticos oportunistas ecológicos que aprovechaban todas las fuentes de recursos.

2.4 Los recursos alimentarios La dieta de la mayoría de poblaciones humanas, excluyendo a los aleutianoesquimales, chukchi y otras poblaciones que habitan ambientes pobres en biomasa vegetal, es mayoritariamente vegetariana. Inclusive los cazadores recolectores de selva húmeda tropical dependen en buena parte de los productos vegetales, y le dedican una importante porción de sus actividades productivas a su recolección. Para el caso de los nukak, grupo indígena considerado el último relicto de cazadores nómadas de selva húmeda tropical de Colombia, con mayor biomasa animal que la sabana de Bogotá, los “eventos” o cualquier actividad de caza, captura, recolección o cosecha de alimentos, se reparten de la siguiente manera: la recolección de vegetales (especialmente de frutos de palmas) ocupa el 32,5%, la caza el 21,6%, la pesca el 18,2% , el 12,6% la horticultura, el 9,5% la recolección de miel y el 5,6% la recolección de insectos (Cabrera et al., 1999: 242). Es decir, la recolección abarca casi el 60% de sus eventos cotidianos, mientras que la caza, menos de la cuarta parte. Por su parte, los tukano del Vaupés tienen un patrón de subsistencia basado en la horticutura, caza, pesca y recolección, donde casi el 80% de la energía la obtienen de la yuca brava –cuyo alto contenido de cianuro debe ser eliminado mediante el rallado y exprimido– y el resto de la carne y pescado (9%), cultivos y frutas (10%). Entretanto, el pescado suministra el 45% de la proteína, la yuca brava el 21%, los cultivos y frutas el 15% y solamente el 12% es suministrado por la carne. Esta última es obtenida de manera preferencial de pequeños roedores como el agutí (Dasyprocta puntada) y la paca (Agouti paca), además del pecarí, el venado y otros animales. Igualmente, consumen insectos, ranas, hormigas, termites, orugas, y larvas de escarabajo o larvas de palma (Dufour, 1990: 51). Los bosques andinos de la sabana de Bogotá y las riberas de los ríos, quebradas y lagunas, prodigaron a los cazadores recolectores una amplia variedad de animales para

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cazar y atrapar, desde la megafauna pleistocénica de gran tamaño como el mastodonte (Haplomastodon, Cuvieronius hyodon) y el caballo americano (Equus amerhippus), que se extinguieron durante el Holoceno, hasta el curí y el ratón, de pequeño tamaño pero muy abundantes. Pero quizá el animal preferido fuera el venado (Odocoileus viginianus, Mazama sp), muy apreciado hasta la llegada de los conquistadores y bien entrada la República, tanto así que los primeros pobladores elaboraron instrumentos con sus huesos y cuernos, y su piel fue apetecida por nativos y conquistadores para la elaboración de calzado, aperos y taburetes; los muiscas limitaron su cacería mediante cotos de caza para que los caciques tuviesen carne cecina en los depósitos de armas para las eventualidades de la guerra. Sus restos, especialmente del venado de cola blanca,ocupan casi el 80% del total de fragmentos óseos de los yacimientos precerámicos, seguidos del curí (casi el 15%) y otros animales. Los roedores,como el curí (Cavia porcellus), el conejo (Sylvilagus brasilensis) y el ratón (Sigmodon bogotensis),estuvieron presentes en la ración alimentaria permanente de las poblaciones prehispánicas. También se incluían el borugo (Agouti sp.), zorro (Urocyon cinereoargentus), perro de monte (Potos flavus), runcho (Didelphis albiventris) y comadreja (Tayra barbara) de tierras más cálidas. En el paquete de aves tenemos garzas sabaneras (Ardeidae, Ixobrychus exilis), patos (Anatidae, Oxiura dominicana, Merganetta armata), águilas y halcones (Accipitridae, Geranoaetus melanoleucos, Falconidae, Falco sparverius), perdices (familia Phasianidae, Colinus cristatus), gallinetas acuáticas (Porphyriops melanops bogotensis, Porphyrula martinica), palomas (Zenaida auriculata pentheria), búho (Asioflameus), colibrí (Colibri coruscans), golondrinas (familia Hirundinidae, Notiochelidon murina), mirlas (familia Turdidae, Turdus fuscater), tráupidas (familia Tharaupidae, Anisognathus igniventris lunulatus), gorriones (familia Fringillidae, Zonotrichia capensis) y chisgas (Carduelis psartria, Carduelis spinescens). En la ración de recolección se incluyen caracoles (Pleckocheilus succinoides, Pleckocheilus coloratus, Drymaeus gratus, Drymaeus laetus, Chimborasiensis), ranas (Hyla labialis labialis) y pequeños dendrobátidos (Colostethus subpunctatus) en las zonas pantanosas y húmedas (Correal, 1981: 25-27). Un animal que jugó un papel importante en la dieta, tanto de las comunidades precerámicas como de las agroalfareras, fue el curí (género Cavia), del que existen actualmente tres especies: dos silvestres, Cavia anolaimae y Cavia guianae, y la especie domesticada Cavia porcellus (Pinto et al., 2006). La distinción de estas tres especies en el registro arqueológico es muy difícil, aunque los estudios taxonómicos de María Pinto y colaboradores han establecido que se diferencian en el cráneo,

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terceros molares, dentarios, escápula, fémur y cintura pélvica. La frecuencia de los restos de la especie silvestre Cavia anolaimae varió con regularidad durante todas las ocupaciones, desde el Precerámico hasta los períodos agroalfareros, combinándose su consumo con la forma doméstica Cavia porcellus. La variedad silvestre es mayoritaria, aunque la presencia de la doméstica se reporta en varios yacimientos, como Tequendama 1 de 8970 a. C., Checua 1 de 5850 a. C. y Nemocón 4 de 5580 a. C., lo que indica, a pesar de la dificultad de reconstruir el proceso de domesticación mediante el registro arqueozoológico, que su presencia es más antigua de lo que se pensaba (Pinto et al., 2006: 163).

2.5 Las adecuaciones de los espacios de vivienda En varios yacimientos arqueológicos precerámicos se han encontrado “pisos de piedra” o rellenos con cantos rodados que pretendían acondicionar la superficie de habitación para nivelarla y evitar el encharcamiento, asegurando así una mayor permanencia en el mismo sitio. Evidencias de tales adecuaciones, datadas entre el 6000 y el 3000 a.C., se hallan en el nivel inferior de La Mana, Chía (Ardila, 1984: 21); en la zona de ocupación IV de los abrigos rocosos de Tequendama (Correal y Van der Hammen, 1977: 162); en un abrigo rocoso de Nemocón (Correal, 1979: 44); en el sitio a cielo abierto de Checua, Nemocón (Groot, 1992: 66); en el nivel inferior de otro sitio a cielo abierto ubicado en Galindo, Bojacá (Pinto, 2003: 192); y en el abrigo rocoso del páramo de Neusa (Rivera, 1992: 45). En la segunda zona de ocupación del yacimiento de Checua correspondiente a los milenios VI y V a. C. se registra una adecuación del lugar para mejorar las condiciones del asentamiento humano y poder permanecer en el mismo lugar durante más tiempo. El terreno se preparaba mediante apisonamientos y relleno con areniscas, se construían viviendas de forma circular de hasta de 7,5 m de diámetro, y se realizaban enterramientos con una compleja disposición funeraria. Aunque la ocupación de este sitio siguió siendo estacionaria, a juzgar por la baja frecuencia de restos culturales (material lítico, fauna, artefactos en hueso), la permanencia fue más prolongada que en el período anterior (Groot, 1992, 2000). Para finalizar la discusión sobre el precerámico, cabe destacar que en 1943 el arqueólogo Eliécer Silva Celis recuperó unos restos óseos en una cueva de la vereda La Puerta, Floresta, Boyacá, cuyos cráneos (Figura 3), a juzgar por su dolicocefalia, desgaste dental redondeado en dientes anteriores y el proceso de mineralización

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evidente en los huesos, deben corresponder a la etapa precerámica. La datación de un fragmento de cráneo (MAS 430098E) evidenció una fecha convencional de 7950±40 a. P., calibrada de 7040 a 6680 a. C. (Beta-299693, Report Day 6/21/2011). A juzgar por el análisis de isótopos estables de 13C/12C con -21,9 ‰, esta gente consumía una alta proporción de tubérculos de altura; por el contenido de 15N/14N de +8,4 ‰, tenía una dieta con un contenido importante de carne y grasas animales. Estos datos corresponden a los cazadores recolectores más antiguos del departamento de Boyacá, y de los más antiguos de Colombia, lo que corrobora la hipótesis de un poblamiento temprano por la llanura aluvial del río Chicamocha. Gracias a esta nueva información queda entonces superada la imagen estereotipada copiada de Norteamérica del cazador especializado paleoindio de finales del Pleistoceno y principios del Holoceno, a favor de la de un recolector cazador del norte de Suramérica de amplio espectro, que manejaba el bosque, del cual obtenía una extensa gama de tubérculos, frutales, materia prima para sus viviendas, y animales de monte. Como afirma Jared Diamond (1998: 463) “las asombrosas diferencias entre la historia a largo plazo de los pueblos de los distintos continentes, no se han debido a diferencias innatas entre los propios pueblos, sino a diferencias en sus respectivos medios”. La presencia de una gran variedad de recursos locales de plantas y animales constituyó el punto de partida para su domesticación y la trayectoria de sedentarización de las sociedades de los Andes Orientales, gracias a la domesticación del curí desde principios del Holoceno, y, posteriormente, de tubérculos de altura y frutas locales, proceso que debió ser rápido en esta zona debido al relativo amplia extensión del altiplano Cundiboyacense.

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Figura 2. Cráneos dolicocéfalos de Tequendama (arriba) y Checua (abajo).

Figura 3. Cráneos dolicocéfalos de Floresta, Boyacá, de 8000 años de antigüedad (Museo Arqueológico de Sogamoso MAS).

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Capítulo 3

Los primeros horticultores (II milenio a. C.) 3.1 Aguazuque y la neolitización en la sabana de Bogotá

L

os cambios climáticos en la sabana de Bogotá a finales del III milenio a. C. prepararon la base para una mayor manipulación de plantas silvestres, que a la postre condujo hacia finales del II milenio a. C. a la domesticación de variedades locales, como los tubérculos de altura. La reducción de los pastizales debido al incremento de la cobertura boscosa por la elevación de las temperaturas produjo a su vez la disminución de los herbívoros, los cuales buscaron espacios más adecuados hacia el borde de la sabana de Bogotá. En este entorno, el conocimiento adquirido en el período anterior le permitió a los recolectores cazadores hacer énfasis en los vegetales y adecuar la industria lítica para su procesamiento, lo que incidió en una drástica modificación de su aparato masticatorio (reducción del tamaño dental y de la mandíbula, tendencia hacia la reducción del tamaño de la bóveda craneal). Como lo señala acertadamente Gonzalo Correal (1990: 256), en Aguazuque tenemos que “la recolección tuvo gran importancia como actividad de subsistencia a juzgar por la presencia de artefactos como yunques, percutores, cantos rodados con bordes desgastados y molinos planos; es quizás este incremento de la actividad recolectora, el factor que al ampliar la visión del entorno vegetal, su desarrollo y posible aprovechamiento, condujo a los grupos de la Sabana de Bogotá al desarrollo de prácticas hortícolas, hacia el IV milenio a.P., hecho sugerido por la presencia de restos vegetales calcinados correspondientes a plantas como la calabaza (Cucurbita pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa) cuyo registro se encuentra asociado a la capa 4/2 fechada en 3850±35 a.P.” En fin, es lo que se ha denominado el inicio de la “neolitización” en la sabana de Bogotá. Estos grupos habrían aprovechado las terrazas coluviales y colinas cercanas a las antiguas lagunas para avistar a los animales en los abrevaderos, preparar sus redes de pesca y enterrar a sus muertos (Figura 4).

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3.2 Los recursos vegetales cordilleranos El empleo de plantas por cazadores recolectores de los Andes Orientales ha sido objeto de una fuerte discusión, pues por un lado se ha considerado que este ecosistema tiene un bajo potencial en recursos vegetales (Cárdenas, 2002: 15), y, por otro, las evidencias materiales de uso de plantas se ubican tardíamente hacia el II milenio a. C. en Aguazuque (Correal, 1990) y Zipacón (Correal y Pinto, 1983). Sin embargo, estudios de isótopos estables de carbono (13C) y nitrógeno (15N), como también de elementos traza (estroncio), apuntan a demostrar que la dieta alimentaria de los cazadores recolectores de esta región era predominantemente vegetariana (plantas silvestres de tipo C3, como los tubérculos de altura). La cacería habría ocupado un lugar secundario, incrementándose el uso de productos cárnicos desde el Precerámico Temprano (Tequendama, Checua, Floresta) hasta el Tardío (Aguazuque) y el periodo Muisca; el consumo de plantas C4 (maíz y otras) se incrementó desde el I milenio a. C. (Cárdenas, 2002; Ijzereef, 1990, en Correal, 1990: 305-307). El aumento de consumo de granos habría incrementado a su vez la frecuencia de caries como enfermedad infecciosa asociada a la presencia de carbohidratos (Tabla 2). Partiendo de la premisa de la baja productividad vegetal del ecosistema de los Andes Orientales, Felipe Cárdenas (2002: 68) plantea incorrectamente que los pobladores tempranos “tal vez no tenían ese ecosistema como base prioritaria para sus campamentos, sino que podrían haber establecido un patrón de movilidad entre tierras bajas y altas que los traía hasta el altiplano en busca de algunos recursos, pero que esencialmente permanecerían en climas más templados y cálidos la mayor parte del tiempo, donde la oferta de plantas resultaría más diversa”. Entretanto, los estudios genéticos botánicos indican otra alternativa explicativa, pues ya un equipo ruso de los años 1930 con base en una amplia investigación pionera de plantas útiles y cultivadas de Colombia y Centroamérica, había planteado la posibilidad de un temprano manejo de ellas, lo que se demuestra por la existencia de variedades silvestres de tubérculos comestibles (arracacha, papa criolla, cubios, hibias) y la presencia de una gran diversidad de formas, señalando, además, la posibilidad de que los Andes Orientales hayan sido un centro primario de domesticación de plantas (Bukasov, 1981). Otro tanto ocurría en los sistemas cordilleranos Central y Occidental donde se han excavado evidencias materiales (cantos rodados con bordes desgastados o azadas) y paleobotánicas (polen, fitolitos, almidones) que demuestran la gran di-

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versidad de recursos vegetales aprovechados mediante desarrollo hortícola durante el Holoceno temprano y medio (VIII-IV milenios a. C.), como el valle medio del río Porce (Castillo, 1998), el valle medio del río Cauca (Aceituno, 2003; Cano, 2004; López, 2004) sobre la cordillera Central, el valle del río Calima sobre la cordillera Occidental (Cardale et al., 1989; Salgado, 1998), y el valle de Popayán en el Macizo cordillerano (Gnecco, 2000). En los yacimientos antioqueños, según estudios paleobotánicos se han hallado restos de plantas comestibles como yuca (Manihot), amarantáceas, cucurbitáceas, smiláceas y maíz (Zea mays), además de cantos rodados con bordes desgastados, cantos con bordes desbastados, placas de moler, hachas talladas con bordes pulidos, y martillos percutores, lo que indica que la horticultura “debió desarrollarse desde los primeros milenios del Holoceno en los valles de la cordillera Central, como complemento a las actividades de la caza, pesca y recolección […]” (Santos y Otero, 2003: 100). En Risaralda en los valles de los ríos Otún y Consota se han hallado restos de yacón, conocido también como “manzana de tierra” (Polymniasonchifolia Poepp.) de la familia de las asteráceas, en contextos precerámicos.3 Estas evidencias demuestran que en las cordilleras Central y Occidental hubo una temprana manipulación de los bosques por recolectores cazadores, pues el forrajeo de plantas implica un proceso de selección mediante la distribución de las semillas por las áreas de captación de recursos, la apertura de claros, y el uso del fuego durante las estaciones secas, lo que provoca la perturbación de la vegetación original, con el respectivo crecimiento de herbáceas, frutales y otras plantas comestibles, en lo que se conoce como la “domesticación del bosque” (Aceituno, 2003: 169). La combinación de la recolección, pesca, caza y horticultura habría posibilitado una conducta territorial flexible, con procesos demográficos de escisión (la separación de familias del grupo ancestral cuando éste crece demasiado), y con un manejo simbólico del espacio en que el control y señalización territorial ancestral se podrían estar manifestando mediante enterramientos. La distribución de las azadas desde Panamá hasta el valle de Popayán por las cordilleras Occidental y Central, y la temprana manipulación de plantas por recolectores cazadores, podrían plantear un origen común (Aceituno, 2003: 174), teniendo en cuenta que el istmo de Panamá durante el máximo glacial (hace 18.000-14.000 años) estuvo cubierto de sabanas con pequeños refugios boscosos, lo que posibilitaba el tránsito desde Centroamérica hacia Suramérica. El desarrollo de las prácticas hortícolas en la sabana de Bogotá se habría producido durante el II milenio a. C. en Aguazuque, a juzgar por el utillaje lítico 3  Información personal de Carlos López, marzo de 2008.

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(yunques, percutores, cantos rodados con bordes desgastados, molinos planos y posibles pesas para palos cavadores) y restos de plantas calcinadas (calabaza, ibia). Quizá para finales de ese periodo se habría introducido el cultivo de maíz (Zea mays L.), batata (Ipomea batata L.) y aguacate (Persea americana), cuya presencia se ha reportado en un abrigo rocoso de Zipacón hacia el 1320 a. C. (Correal, 1990: 256).

3.3 La evolución de los horticultores Además de las modificaciones introducidas en el utillaje, en el patrón de subsistencia y en el comportamiento mismo de las sociedades horticultoras de la sabana de Bogotá durante el II milenio a. C., éstas sufrieron profundos cambios que darían paso a formas más gráciles en la morfología craneal, dental y corporal. Durante este período se habrían presentado mutaciones que fueron seleccionadas positivamente en el nuevo contexto cultural vegetariano, quizá porque la nueva apariencia de la gente sería más atractiva y, por ende, habría sido seleccionada sexualmente, generando más descendencia. Por esta razón, consideramos que el Precerámico de los Andes Orientales se puede dividir en dos grupos, según el contexto ambiental, arqueológico y bioantropológico (Rodríguez y Vargas, 2010): 1. Precerámico Temprano (Checua, Floresta, Tequendama): dolicocéfalos de dientes grandes (Figuras 2 y 3), tecnología lítica de cazadores recolectores. 2. Precerámico Tardío (Aguazuque, Vistahermosa): época de drásticos cambios ambientales por la sequía de orden global que redujo el nivel de las aguas entre 3500 y 2000 a. C. (Van der Hammen, 1992: 110). Se modifica la anterior tecnología lítica y surgen cantos discoidales horadados empleados como pesas para redes, percutores para triturar o machacar, yunques, cantos rodados con bordes desgastados y molinos planos, para una economía de amplio espectro, con mayor variedad de alimentos como pescado y vegetales (posiblemente arracacha, cubios, hibias, papa) (Correal, 1990: 37-39, 247). Seguramente como consecuencia de los cambios ambientales y tecnológicos se producen dientes pequeños en este último grupo. La significativa reducción dental en casi todos los dientes del grupo Precerámico Tardío (Figura 5) debe estar relacionada con el incremento en el consumo de vegetales y pescado en la dieta alimentaria de la población entre el II milenio y primera mitad del I milenio a. C., cuadro no observado durante el Precerámico Temprano.

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Los primeros horticultores (II milenio a. C)

Tabla 2. Datos de isótopos estables (nitrógeno y carbono) y frecuencia de caries en grupos de la sabana de Bogotá. GRUPO Precerámico Temprano

Precerámico Tardío Formativo Tardío (Muisca)

N 13 19 3 27

15N +8,1 +8,8 +9,0 +10,5

Caries

13C -19,4 -18,8 -12,6 -11,9

0,1 5,5 12,3

14,0

Tabla 3. Prueba Kolmogorov-Smirnov entre grupos precerámicos. Kolmogorov-Smirnov

Significado asintótico

15N 0,892 0,404

13C 1,213

0,105

Como lo evidencian los análisis de isótopos estables del Precerámico Temprano, con 15N en promedio de +8,1 y 13C de -19,4 (Checua, Tequendama, Floresta, Potreroalto), y con 15N en promedio de +8,8 y 13C de -18,8 (Aguazuque) (Tabla 2), la principal característica alimentaria durante este período era la dependencia de la recolección de plantas silvestres tipo C3 (tubérculos de altura), con alto contenido de proteína animal (15N), lo cual indicaría una temprana manipulación de plantas silvestres como etapa previa a la domesticación de las mismas (Cárdenas, 2002: 45, 57). Las diferencias entre ambos es significativa, al igual que de caries (Tabla 3). En un individuo de Aguazuque datado en 775±35 años a. C. se reporta un valor de -11,0 para 13C, lo que indica consumo de plantas C4 (maíz y otras gramíneas) (Van der Hammen et al., 1990). En todos los períodos se aprecia un incremento en el consumo de carne, reducción en el consumo de plantas C3 (tubérculos de altura) y, en consecuencia, aumento de plantas C4 (maíz y otros); también hay más prevalencia de caries por la mayor proporción en la dieta alimentaria de vegetales ricos en almidones, con diferencias significativas entre todos los grupos, particularmente entre los precerámicos (especialmente para 13C). Posiblemente la domesticación del curí y la incorporación del pescado incrementaron el consumo de proteína animal en los grupos sedentarios. Como se ha planteado desde la perspectiva zooarqueológica, desde Tequendama I (10.920 a. P.), Checua (7530 a. P.) y Nemocón 4 se tienen evidencias de domesticación de curí (Cavia porcellus) (Pinto et al., 2006: 163). Los muiscas, por su parte, tenían grandes pesquerías (capitán, capitancito) en los ríos

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y lagunas de la sabana de Bogotá, a los que ofrendaban para que no se agotaran sus recursos (Simón, 1981, III: 368). Es decir que desde finales del III milenio a.C., y especialmente en el II milenio a.C. (2500-1000 a. C.), se evidencia un cambio sustancial en el clima y en el patrón de subsistencia de las poblaciones precerámicas del altiplano Cundiboyacense, lo que debió ejercer una presión selectiva sobre el tamaño de los dientes, especialmente de los molares y premolares, tendiendo hacia su reducción. No obstante, este proceso no fue general para toda la región, pues en Madrid 2-41, cerca de la antigua laguna de La Herrera, se reporta un esqueleto (No. 11) fechado en 150±50 a. C. (Figura 13), con valores de 15N de +9,0 y 13C de -15,8, con dieta vegetariana de tubérculos de altura, y molares más grandes que los de Aguazuque (Rodríguez y Cifuentes, 2005). En el campo social, la economía de mayor espectro (caza, recolección, pesca, cultivos) tiene ventajas adaptativas, pues la reserva de vegetales facilita el sedentarismo, permite procrear más hijos, posibilita una mayor socialización del núcleo familiar ampliando el período de aprendizaje, con retraso en el crecimiento de las crías, y permite establecer una mayor territorialidad en la captación de recursos, lo que a su vez lleva a ampliar las relaciones sociales con otros grupos más extensos. En fin, mayor capacidad de supervivencia. Este período, con su conocimiento de plantas, sentó las bases para el desarrollo de la agricultura del maíz hacia el I milenio a. C. y el surgimiento del Formativo (período Herrera).

Los primeros horticultores (II milenio a. C)

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Figura 4. Laguna de la Herrera. Al fondo vista desde una terraza coluvial con cementerio precerámico en Malpaso (Vistahermosa), Mosquera.

Figura 5. Cráneos dolicocéfalos de Aguazuque.

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Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas

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Capítulo 4

Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas(I milenio a.C. a siglo VIII d. C.) 4.1 Cambios climáticos y surgimiento de los primeros agroalfareros

E

l período comprendido entre los milenios V y III a. C. marcó cambios considerables en el clima por la reducción de las precipitaciones, el descenso del nivel de los ríos y lagos, y por el aumento de la temperatura en 1-2⁰C. Estos períodos secos se repiten hacia principios del II milenio, y entre 750-350 y 200-100 a.C. (Van der Hammen, 1992: 110), por lo que las riberas de los ríos y pantanos atraen a los antiguos pobladores de la sabana de Bogotá en búsqueda de recursos acuáticos, como en el yacimiento de Aguazuque (Precerámico Tardío) o en Madrid (Herrera Temprano). A principios del I milenio a.C el clima se torna ligeramente más frío, con aumento de las precipitaciones, ampliándose las zonas pantanosas en los lugares más bajos; señales de deforestación por actividades agrícolas se manifiestan entre 1000 y 550 a. C. (Van der Hammen, 1992: 226). En algún momento de este último período se aprecia la evacuación de parte de la antigua laguna de La Herrera (municipios de Madrid, Mosquera, Funza) por el salto de Tequendama –como lo describe el relato del mítico personaje de Bochica, quien rompe la roca con su vara–, permitiendo los asentamientos de los primeros agroalfareros. Estos pobladores regulan las aguas de lagunas y ríos para diferentes labores, entre ellas rituales y agrícolas; inclusive debieron construir viviendas tipo palafito (Figura 7), favoreciendo la ocupación de los bordes de lagunas, pantanos y llanuras aluviales, como se ha planteado para el sitio Madrid 2-41 (Rodríguez y Cifuentes, 2005). Durante el I milenio a. C. existen claras evidencias de manejo de plantas en la Sabana de Bogotá, como la calabaza (Cucurbita pepo) y la ibia (Oxalis tuberosa) en la capa 4 de Aguazuque; de aguacate (Persea americana), totumo (Crescenta cujete L.), batata (Ipomea batata L.) y, especial­mente, de maíz (Zea mays L.) en el límite inferior de la capa 1 de Zipacón (Correal y Pinto, 1983). Por otro lado, los estudios botánicos de S. M. Bukasov (1981) indican que la amplia variedad de

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especies y la existencia de formas silvestres de arracacha (Arracacia xanthorrhyz­a), cubio (Tro­paeolum tuberosum) y papa (Solanum andigena, S. rybini y S. boyacense), y quizá de ibia y ulluco (Melloca tuberosa), con­vierten a la cordillera Oriental en centro primario de domestica­ción de plantas. Sobre la base de esta tradición agrícola, el maíz –cuya forma doméstica parece tener procedencia alógena a juzgar por la monotonía de las variedades colombianas– fue fácilmente introducido y adaptado a las crecientes necesidades de una población más numerosa y sedentaria. Además, este territorio se puede incluir dentro de los centros primarios de domestica­ción de animales (curí). Los conocimientos adquiridos sobre el entorno durante milenios permitieron este proceso de domestica­ción, transformando la economía de apropiación en una de producción de alimentos dentro del propio territorio de ocupación. Es bien sabido que cuanto mayor sea el tiempo de ocupación de un ambiente estable por parte de una población, mayor será su grado de adaptación a diversas presiones ambientales. A su vez, una población migrante, recientemente instalada, tendrá que aprender sobre las nuevas condiciones ambientales, y por consiguiente, tendrá que aplicar muchas tecnologías desarrolladas a partir de las condiciones del área de origen (Morán, 1993: 22). En nuestro caso apreciamos que la sociedad desarrolló tecnologías autóctonas en la domesticación de plantas nativas que aplicó en la introducción de nuevos productos agrícolas. El clima menos caliente y más húmedo ejerció una nueva presión ecológica sobre los moradores del altiplano, brindando mejores condiciones para la agricultura intensiva del maíz, el sedentarismo, el crecimiento demográfico y la organización de aldeas. En el I milenio a. C. se observa una población social y económi­ca­mente organizada que construye estructuras líticas en Tunja (Figura 11) (Hernández de Alba, 1937) y Valle de Leiva (Figura 12) (Silva, 1981), y explota salinas en Zipaquirá, Nemocón y Tausa para abaste­cer una población básicamente agrícola y sedentarizada (Cardale, 1987). Sin embargo, esta población era muy dispersa, como se ha podido establecer mediante estudios regionales sistemáticos en los valles de Fúquene, Susa y Leiva (Langebaek, 1995, 2001), contrariamente a lo que se había planteado anteriormente (Cardale, 1987: 118). Se calcula un estimativo conservador de 3 a 6,2 personas por km², y una aproximación más amplia de densidad demográfica de 7,7 a 10,8 individuos por km², lo que demuestra que efectivamente la densidad era muy inferior a la considerada por Cardale, muy por debajo de la capacidad de carga del bioma circundante, y por consiguiente los habitantes pudieron sostenerse con los

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cultígenos producidos en las labranzas cercanas a sus asentamientos (Langebaek, 1995: 84). Otro estudio regional en la sabana de Bogotá refleja, igualmente, unos asentamientos dispersos y de baja densidad demográfica de los sitios Herrera distribuidos a lo largo de los ríos Bogotá y Chicú, entre Cota y Suba (Boada, 2006: 139). La mayoría de sitios Herrera reportados hasta el momento están por encima de la cota de los 2550 msnm, pues debajo de ella las tierras se anegaban, por lo menos en las temporadas de lluvias. Las amplias lagunas eran ricas en patos, curíes, peces y crustáceos que conformaban la variada despensa proteínica de los pobladores Herrera, lo que se aunaba a la salvajina de los montes circundantes, como el venado, que seguramente se podía consumir libremente, dada la ausencia de presiones ecológicas en virtud de la baja densidad poblacional. Los problemas gastrointestinales con toda probabilidad fueron la principal causa de morbilidad, como sucede en las poblaciones ribereñas (Sotomayor, 1992), además de los problemas osteoarticulares, especialmente de la columna, causados por tener que soportar cargas muy pesadas durante el transporte de agua, sal y otros productos alimenticios. Los tipos cerámicos más frecuentes en los sitios tempranos de la sabana de Bogotá son el Mosquera roca triturada (casi 80%), el Zipaquirá desgrasante tiestos (12,5%), el Zipaquirá rojo sobre crema (3,6%), el Mosquera rojo inciso (2%) y atípicos del valle del río Magdalena (Rodríguez y Cifuentes, 2005: 126). Para el norte del altiplano, la cerámica temprana está representada principalmente por el tipo con decoración incisa (Covarachía inciso-impreso, Tunja carmelita ordinario/Cuarzo abundante), lo que incluye los materiales reportados por W. Bray en la cueva La Antigua (Santander); E. Silva Celis en Jericó; A. Osborn en La Sierra Nevada de Chita o Cocuy; V. Becerra en Duitama, Boyacá; P. Pérez en el área adyacente al río Chicamocha (Sativasur, Soatá, Socotá, Jericó, Chita, Covarachía); N. Castillo, H. Pradilla y colaboradores en Tunja (Boyacá); L. Moreno en Mutiscua (Norte de Santander); posiblemente el material reportado por Pérez en el valle del río Sogamoso, en la vertiente oriental de la cordillera Oriental; y la cerámica incisa registrada en Jericó y Socotá, según anota Pablo F. Pérez (2001). Este período estaría comprendido entre el I milenio a. C. y el siglo VIII d. C. Por otro lado, la tradición oral de los muiscas se remonta al período Herrera, pues hace referencia a la aparición de un personaje veinte edades antes de la llegada de los españoles (cada edad era de 70 años), es decir, hacia el siglo I d.C. Era de cabello y barba larga, sin calzado, vestido de túnica. Entró por Pasca desde los llanos, luego pasó a Bosa y desde allí cruzó a Fontibón, Bogotá, Serrezuela (Madrid) y Zipacón, hasta llegar a la provincia de Guane; de allí regresó a Sogamoso

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y finalmente desapareció. Era llamado por unos Bochica, por otros Neuterequeteua, para unos terceros era Xué; fue quien, según la leyenda, les enseñó a hilar y a tejer mantas de algodón, además de normas de conducta y otras tradiciones; posteriormente, en su honor los caciques construyeron santuarios y tumbas. Luego vino una mujer, llamada Chíe, Huitaca, Xubchasgagua o Bachué4, quien los habría engendrado antes de convertirse en serpiente y desaparecer en el fondo de una laguna (Castellanos, 1997: 1158; Simón, 1981, III: 375-376). Igualmente, la tradición hace memoria de la época de inundación del valle de Bogotá y la veneración de que fue objeto el arco iris Cuchaviva en agradecimiento por haberse presentado el desagüe del antiguo lago. Con sentido geográfico cuenta el cronista fray Pedro Simón que en alguna época la sabana se inundó por el crecimiento de los ríos que la surcan (Bogotá, Sopó, Tibitó), especialmente por los lados de Bosa, Fontibón y Bogotá, dado que, por un lado, todas las aguas de los ríos que penetran a la sabana tienen una sola salida por el valle de Tequendama, y, por otro, el carácter plano de la región configura corrientes sinuosas fácilmente inundables en sus orillas. En época de sequía las aguas eran utilizadas para irrigar las labranzas y sementeras, pero durante la inundación los ríos Sopó y Tibitó se rebosaron por castigo del dios Chibchacum. Los indígenas le rogaron al dios Bochica para que les socorriera, y ofrecieron sacrificios y ayunos en su honor. El dios, apiadándose de ellos, un día soleado decidió ayudarles, golpeando con una vara de oro la roca que impedía el paso de las aguas. Al fin “quedó la tierra libre para poder sembrar y tener el sustento, y ellos obligados a adorar y hacer sacrificios como lo hacen en apareciendo el arco […]” (Simón, 1981, III: 380). Cuando una masa de agua queda atrapada por el obstáculo derruido de alguna montaña, al romperse súbitamente la barrera por la presión de las aguas, el fondo de la laguna conserva la arcilla lacustre, y sobre ella actúan los procesos pedogenéticos que dan origen a nuevos suelos, los que pueden, a la postre, ser utilizados por los grupos humanos aledaños (para elaborar cerámica o montículos rituales). Este fenómeno se puede apreciar en el yacimiento de Madrid 2-41, cuyos suelos se formaron a partir de una arcilla blancuzca (horizonte CR2), que posteriormente fue cubierta por cenizas volcánicas (horizonte A3b3p3) y suelos de diferente origen (natural y antrópico) (Figura 6) (Rodríguez y Cifuentes, 2005: 107). Este evento natural debió haber ocurrido entre el 1000 y el 550 a. C. según los estudios palinológicos (Van der Hammen, 1992: 226), y a partir de esta época se ampliarían las posibilidades ecológicas para los cultivos (entre ellos del maíz), 4  Esta diversidad de nombres puede cottesponder a diferentes versiones regionales del mismo mito.

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la expansión de las poblaciones, y, según la tradición oral, el florecimiento de las artes (entre ellas los tejidos de algodón), leyes, rituales y actividades económicas (por ejemplo, el intercambio de sal), cuyo desarrollo fortaleció el surgimiento, un milenio después, de la sociedad Muisca.

4.2 Los pobladores del entorno de la antigua laguna de La Herrera Desde que se inició su desecamiento, la laguna de La Herrera (Figuras 4, 6) ha ofrecido una gran variedad de recursos de flora y fauna, tanto para recolectores cazadores de su entorno (Correal, 1987, 1990), como para agroalfareros tempranos (Broadbent, 1970: 171-223). La diversidad de recursos (aves, curí, peces, tortugas, animales pequeños, crustáceos) que proveía la laguna y los ríos Subachoque y Bogotá, y los animales de monte (venado y otros) de los cerros cercanos, hacen suponer que durante milenios sus pobladores dependieron exitosamente de la caza, recolección y pesca, y que la agricultura surgió muy posteriormente, pues los recursos hídricos eran suficientes para proveer de proteína, y de alimentos energéticos (raíces y juncos) y reguladores. No obstante, sus fértiles suelos de origen lacustre y volcánico posibilitaron el surgimiento de las primeras manifestaciones agrícolas y el desarrollo de los primeros asentamientos europeos. En Madrid, Cundinamarca, se localizó un yacimiento polifuncional con asentamientos de las dos fases de desarrollo del periodo Herrera (Rodríguez y Cifuentes, 2005). El sitio temprano corresponde a un enterramiento colectivo acompañado de huesos de animales (venado y otros), artefactos líticos (una preforma de punta de proyectil entre otros) y cerámica típica de este período (Mosquera roca triturada, Zipaquirá rojo sobre crema, Zipaquirá desgrasante tiestos, Mosquera rojo inciso) (Figuras 8, 9), además de fragmentos decorados de la región del valle del río Magdalena (Guamo). Los cuerpos yacen en posición lateral, flexionada; su morfología craneal corresponde a la de los cazadores recolectores (dolicohipsicefalia); se obtuvo una fecha del entierro No. 11 de 150±50 a. C. (Unidad 0). La fase más tardía se caracteriza por enterramientos individuales extendidos, y por un complejo observatorio astronómico excavado, consistente en estructuras piramidales al oeste y cónicas al este, divididas por un canal central y conectadas por otros canales transversales; el ajuar consiste en cerámica típica del período Herrera, y en menor cuantía del período Muisca; se

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hallaron instrumentos líticos y de hueso, restos de animales con huellas de corte, una pieza orfebre, adornos de caracol marino, y cuernos de bóvidos y restos de caballo, lo que plantea la importancia del sitio ritual hasta la época Colonial. La morfología craneal de los entierros corresponde a la típica muiscoide (braquicefalia), e inclusive se presenta deformación craneal intencional (Unidad 1) (Figura 15) (Rodríguez, J. V., 2007). En la estratigrafía de los suelos se identificaron varias ocupaciones. La reciente corresponde al horizonte A1, y es seguida por un horizonte A2 de la última ocupación prehispánica, de color pardo oscuro, con abundante materia orgánica y ceniza volcánica (38 cm). Posteriormente se observa un horizonte AB de transición de ceniza volcánica, con tonalidad entre parda gris y oscura, que continúa con un suelo B compuesto por cenizas volcánicas de color pardo amarillento. El horizonte A3 puede coincidir con la primera ocupación sobre el fondo del antiguo lago, pero no se hallaron evidencias materiales de ello. En el fondo del antiguo lago en el Corte 2 se ubicó un fogón elaborado cuando éste se secó; tiene una delimitación semicircular en arcilla blanca, y encima del carbón se colocó un material arcilloso amarillo, ambos transportados, pues el fondo original es de arcilla gris de tipo pantanoso, sobresaturada de agua (Tabla 4, Figura 6). En esa época se presentaban erupciones volcánicas que se depositaron sobre el material impermeable, el cual se mantuvo sobresaturado de agua (tixotropía). Tabla 4. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2 de Madrid 2-41. No. Beta Analytic

Fecha convencional

Fecha calibrada

Período

204120

150±50 a. C.

-

Herrera Temprano

259737

730±40 d. C.

680 a 890 d. C.

259738

1590±40 d. C.

1440 a 1640 d. C.

Herrera Tardío Colonial

Muestra Entierro 11, asociado a copa esgrafiada Nicho 65-80 cm Canal 120-130 cm, asociado a huesos de bóvidos

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Tabla 5. Dataciones radiocarbónicas del sitio arqueológico Madrid 2-41. Profundidad (cm)

Horizonte

00 – 07

0

07 – 20

A1

20 – 38

A2bp

38 – 50

ABbp1

50 – 75

Bb2p2

75 – 106

A3b3p3

106 – 115

C

115 – 118

CR1

118 – 120

CR2

Características Pasto kikuyo. Raíces fuertes que penetran hasta los niveles de las arcillas lacustres. Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares, fuertes y finos. Color 7.5YR 2.5/2. Altos contenidos de carbonato de calcio. Límite claro y plano. Suelo con gran actividad antrópica. Contiene ceniza volcánica. Color 2.5Y 2/1. Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares fuertes y finos. Límite gradual y ondulado. Fósforo total de 3.125 ppm, pH de 8.6. Suelo muy trabajado. Contiene ceniza volcánica. Textura franco arcillosa. Estructura migajosa. Color 10YR 2/3. Límite gradual. Transición franja de desocupación. Fósforo total de 2,875 ppm; pH de 8,5. Estuvo más tiempo expuesto a la intemperie y fue trabajado, aunque no tanto como los superiores. Contiene ceniza volcánica. Textura franco arcillosa. Estructura de bloques subangulares finos. Color 10YR 3/4. Límite gradual ondulado. Fósforo total de 2,185 ppm; pH de 8,5; CCC 37,5; Ca 18,0; Mg 17,8; K 14,7; Na 3,5; SCa 48,0. La gente no lo habitó durante mucho tiempo. Contiene ceniza volcánica. Textura franco. Estructura migajosa. Color 10YR 2.5/3. Nódulos de material cementado que pueden ser naturales o artificiales. Limite gradual ondulado. Fósforo total de 2,110 ppm; pH de 8,3. Posiblemente fue ocupado pero no hay evidencias materiales. Cotiene ceniza volcánica. Textura francoarcillolimosa. Estructura migajosa. Color 10YR 3.5/4. Más claro, violeta. Gris, cenizas. Límite abrupto ondulado casi irregular. Fósforo total de 904 ppm; pH de 8,4. Corresponde a la época del desecamiento del lago (arcilla lacustre). Textura arcillosa. Sin estructura, apisonado. Color 10YR 4.5/6 más claro, violeta. Carbón, manchas amarillas, grisáceas, negras. Límite abrupto irregular. Fósforo total de 366 ppm; pH de 8,6 (arcilla lacustre). Textura arcillosa. Estructura afectada por la quema, sin estructura por apisonamiento. Color 2.5Y 7.5/2. Fósforo total de 525 ppm; pH de 8,5. Contiene restos de carbón que provienen de una quema sectorizada (arcilla lacustre).

En el contacto entre la ceniza y el fondo lacustre (horizonte C) tenemos una mezcla de los dos materiales, lo que puede significar que cuando el lago se secó, se presentó un período relativamente largo de transición entre el ambiente lacustre y el seco, que corresponde a la aparición de los primeros vestigios humanos (fogones) en el área. En este perfil, además, se presenta un 16% de arcilla en el primer horizonte muestreado (A2bp) que indica también una mezcla de ceniza volcánica con otros materiales, probablemente aluviales. Hay que acotar que los suelos se intoxicaron con la ceniza volcánica, produciendo una sobresaturación de cationes de Mg y Na tan alta que se deterioró la fertilidad del suelo; esto hace

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que los suelos tiendan a deflocularse (disgregarse) y que, por lo tanto, se destruye la estructura (Tabla 4). En la fase temprana del período Herrera hacia finales del I milenio a.C., los grupos asentados en el entorno de la laguna de La Herrera se apropiaban de los recursos de caza y recolección, como venado, curí, aves, gasterópodos, peces, y plantas silvestres y cultivadas, a juzgar por los estudios de isótopos estables. Físicamente eran robustos, dolicocéfalos, con bajo índice de caries, afectados por treponematosis –posiblemente sífilis–. Sus entierros eran colectivos en posición de decúbito lateral derecho, con los miembros flexionados y cabeza hacia el este, siguiendo la tradición de Tequendama (Correal Van der Hammen, 1977), Checua (Groot, 1992, 2000), Galindo (Pinto, 2003), Chía (Ardila, 1984) y Aguazuque (Correal, 1990); el ajuar funerario consistía en cerámica tipo Herrera, restos de animales y líticos. Mantenían estrechos contactos con el valle del río Magdalena, como se desprende de la presencia de animales, cerámica y materia prima lítica procedente de esta región. Posteriormente, en la fase tardía, hacia el I milenio d.C. (Tabla 5), los entierros se practicaban de forma individual, con los cuerpos extendidos (Figura 34, 38). Las características físicas oscilan entre la mesocefalia y la braquicefalia, con deformación cefálica y similitud física con los grupos muiscas. En este grupo hay mayor incidencia de caries, lo que sugiere un incremento en el consumo de plantas cultivadas, como se colige también por la presencia de metates y objetos de molienda; durante esta época se reducen los contactos con el valle del río Magdalena. En el nivel más bajo, las evidencias óseas corresponden a fragmentos de venado y curí, y en la ocupación superior predomina el curí y disminuye el venado. En cuanto a la cerámica, se presenta una continuidad con los tipos descritos para la sabana de Bogotá en cuanto al período Herrera, aunque hay alguna presencia menor de materiales del Muisca Temprano (Funza cuarzo fino). Desde el punto de vista ritual, se manifiesta la importancia que tuvo el sitio hasta la época colonial, pues en tiempos hispánicos individuos conocedores del carácter sagrado del sitio realizaron ofrendas en el canal, consistentes en huesos modificados de bóvidos, y colocaron sendos cuernos dentro de dos estructuras cónicas –sin alterar su forma–, conjuntamente con cerámica vidriada, que conforman un triángulo con el entierro de un niño del corte 2 (Tabla 5). Las estructuras de la Unidad 1 permiten inferir un espacio adecuado para manifestaciones simbólicas, como las registradas en cercanías de Funza, donde Gutiérrez y García (1985) identificaron formas geométricas elaboradas en los

Los primeros agroalfareros: pobladores de valles de antiguas lagunas

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pisos arcillosos, vistas en planta como triángulos cubiertos de tierras negras, y en corte, similares a pirámides invertidas que contenían material cerámico y restos óseos de animales; estas formas a su vez se encontraban asociadas a un canal, de forma serpentina. Para las investigadoras, la forma esquematizada correspondía al trazado de una serpiente que se extendía a lo largo de 36 metros, y la forma triangular de las bases invertidas de la pirámide se asociaría a representaciones que consideraron características estilísticas de figuras triangulares recurrentes en la simbología muisca, tanto en los diseños de la cerámica como en los textiles. La estructura, compuesta por un canal que separa una línea de formas cónicas (al este) y varias piramidales y montículos cuadrados de arcilla blanca (al oeste) (Figura 35), unidas por canales pequeños, puede estar reflejando la cosmovisión tripartita de esta comunidad: las formas cónicas pueden semejar el inframundo –las cuevas oscuras–, las piramidales los astros del firmamento y la luz del poder, y los canales transversales la comunicación entre ellos que puede realizar el chamán, donde la ofrenda del pie humano colocada sobre el canal podría tener la idea de reforzar la capacidad de transitar por esos mundos. Los montículos alineados de arcilla blanca podrían ser el equivalente a los bancos donde los sabedores se sentaban durante sus rituales, comunicándolos con el fondo de la antigua laguna (la arcilla blanca), viendo las estrellas reflejadas sobre el agua que se empozaba en los respectivos huecos durante la noche. De día podían observar las sombras proyectadas por el sol para realizar las respectivas mediciones solares.

4.3 Los pobladores de la llanura de inundación del río Bogotá El río Bogotá en tiempos prehispánicos fue muy rico en recursos de peces (capitán, capitancito, guachupa), moluscos, curí, aves y plantas, que sirvieron de alimento a cazadores recolectores y pescadores. Durante el período Herrera, los fértiles suelos de la llanura de inundación del río en los municipios de Funza, Cota, Suba y Bogotá, fueron adaptados para la agricultura mediante la construcción de camellones, cuyo diseño era de diferentes formas, ya sea triangular, trapezoidal, rectangular o irregular, con longitudes que llegaban a alcanzar hasta un kilómetro y con achuras de hasta 10 metros (Boada, 2006). Los camellones y canales en tierra fría (Tiawanako, Bolivia y Tenochtitlan, México) cumplen varias funciones, entre ellas la de regular las aguas durante las inundaciones y sequías, y la de mantener la temperatura nocturna estable para evitar las heladas que pueden

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afectar a las plantas, pues las aguas se calientan durante el día y retienen el calor durante las noches, generando una cobertura protectora; finalmente, el cieno del fondo de los canales, enriquecido con los desechos de las plantas descompuestas, sirve para abonar la tierra de los camellones. Como resultado, la productividad de las cosechas se incrementa casi en diez veces en comparación con los sistemas tradicionales (Matos, 2000). Sin embargo, este sistema requiere de mantenimiento para sostener la productividad, como la rotación de los suelos, el uso del policultivo, la limpieza permanente de los canales y la fertilización de los camellones. Esta labor exige de coordinación política para poder administrar la mano de obra necesaria. El proceso de colonización de la llanura del río Bogotá fue lento debido a la presencia de masas de agua, especialmente en la parte suroeste más baja (Cota, Suba, Chía, Funza, Fontibón, Bogotá). La gente del periodo Herrera adaptó el paisaje inundable mediante la construcción de un pequeño sistema de camellones, el cual se fue ampliando durante los periodos posteriores hasta alcanzar los límites máximos en el periodo Muisca Tardío (800-1600 d. C.). Esta estrategia tecnológica surgió de las unidades domésticas con el fin de evitar la humedad, intensificar la productividad agrícola y reducir los riesgos climáticos que produjeran escasez de alimentos. Inicialmente los asentamientos se habrían establecido sobre la orilla occidental del río, distanciados entre sí dos kilómetros en promedio, con un tamaño medio de 2,7 ha; cuando esta orilla se llenaba, se alternaba con la opuesta. Los cultivos, según los estudios palinológicos, eran de maíz y fríjol. A partir del período Muisca Temprano se aprecia un incremento de la densidad poblacional, reduciéndose además la distancia entre los asentamientos, los cuales empiezan a unirse unos con otros, proceso que se intensifica significativamente durante el Muisca Tardío, hasta que se conforman núcleos poblacionales grandes, alternados con caseríos más pequeños y viviendas dispersas (Boada, 2006: 157-166). En los reconocimientos y excavaciones arqueológicas efectuadas en el proyecto de Arqueología Preventiva del Plan de Ordenamiento Zonal Norte de Bogotá (Rodríguez et al., 2011), se identificaron dos sitios con materiales correspondientes a grupos humanos anteriores a la etnia de los muiscas. Dichas evidencias se encontraron sobre las lomas cercanas a la carrera 7ª de la hacienda La Francia con fecha de radiocarbono convencional de 320 d. C. (Beta 299694), calibrada de 340-540 d. C. (UE 2, nivel 20-30 cm), correspondiente al período Herrera. La muestra cerámica analizada es bastante diagnóstica (Figura 10) y comparte estilos

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con la registrada en otras regiones del altiplano como Zipaquirá y Chía, además del valle del río Magdalena.

4.4 Los pobladores de Tunja Esta región es un valle orientado en sentido norte-sur, rodeado por una serie de colinas como la de los Ahorcados y San Lázaro hacia el oeste; está irrigado por los ríos La Vega (Farfacá), que cruza cerca de la construcción lítica de Goranchacha, y Chulo. La parte alta estaba dividida por tres barrancos (quebradas) que servían de límites para la ciudad colonial; tenía dos fuentes de agua. La parte baja del valle se inundaba, en lo que se conoce actualmente como el pantano (Figura 20). La región de Tunja ha sido conocida por la densidad e importancia de los asentamientos muiscas (cacicazgo del Zaque), especialmente en predios de la Normal de Tunja, hoy día Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC), zona denominada el Cercado Grande de los Santuarios. No obstante, también existen evidencias de ocupaciones correspondientes al período Herrera en la parte baja, en lo que se conoce como Templo de Goranchacha y Pozo de Donato, lugares excavados por Gregorio Hernández de Alba (1937). La construcción (Figura 11), que el autor atribuyó al personaje mítico de Goranchacha, está compuesta por siete columnas de piedra enterradas a 80 cm de profundidad sobre la arcilla amarilla, que conforman un espacio circular de 380 cm de diámetro; en el interior de este círculo se hallaron huellas de maderos que formaban un semicírculo interno, y en el centro, la huella de un poste central más grande. Durante la excavación, el investigador halló tiestos con decoración incisa y pintada, carbón, un fragmento de mano de moler y, muy cerca de la columna norte, restos óseos de niño muy fragmentados. Más al norte, a 25 metros de este sitio, Hernández de Alba halló un círculo más grande de ocho columnas líticas, aunque deteriorado por actividades agrícolas modernas, con grupos de a dos piedras alrededor de cada una, de 155 cm de altura, 82 cm de ancho y 27 cm de grosor. El autor sugiere que, por sus características, esta construcción debió haber pertenecido a gente que vivió antes de los muiscas, y que el mito de Goranchacha se debe remontar a “un tiempo muy anterior al de la Conquista”, anterior al de los fabricantes del Templo del Sol (Hernández de Alba, 1937: 15). El mito de Goranchacha, referido por fray Pedro Simón (1981, III: 419-421), es el de un personaje que fuera engendrado por una doncella de Guachetá, emba-

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razada por los rayos del sol. Fue criado en la propia casa del cacique hasta los 24 años, edad en que salió para Ramiriquí, que era un pueblo más grande. Gobernó con gran severidad, ahorcando a los que faltaban a sus leyes en el cerro de La Horca. Dice el cronista que cerca de las postreras casas de Tunja, en las cuadras de Porras, “hizo edificar un templo a su padre el sol, donde lo hacía venerar con frecuentes sacrificios”, hacia donde organizaba procesiones cuyo recorrido duraba tres días desde su cercado que se ubicaba en el convento de San Agustín. Para la construcción solicitó siete columnas de piedra, de las cuales supuestamente solo tres llegaron al sitio, dos se quedaron en el camino de Ramiriquí y otras dos en Moniquirá, debido a la noticia de la llegada de los españoles a la costa Caribe. Afligido por esta noticia, Goranchacha desapareció de la escena, y en su lugar nombraron como cacique a Munchatocha, a quien hallaron los conquistadores (Simón, 1981, III: 422). Como se puede apreciar, hay contradicciones entre la monumentalidad indicada para un templo del Sol y las evidencias halladas por Hernández de Alba –apenas 380 cm de diámetro–, entre la filiación al período Herrera sugerida por el autor y la carencia de pruebas fehacientes, y entre la antigüedad de la cerámica –que no se describe con precisión– y la temporalidad propuesta por el cronista. No hay dudas de que la construcción es una casa en forma de espiral de tipo ritual, con la entrada desde el este, y de derecha a izquierda en forma de caracol, para ingresar de espalda, con capacidad para muy pocas personas, posiblemente para la realización de alguna ceremonia preparatoria antes de pasar a la construcción mayor que se hallaba más al noroeste, infortunadamente destruida (Figura 20). En la parte alta de la UPTC, la presencia de cerámica incisa es muy escasa; por ejemplo, en el sector de Laboratorio-La Muela la proporción de fragmentos es muy baja, pues alcanza tan sólo el 2% del total (255 fragmentos de un total de 10.704); entre ellos, Tunja desgrasante calcita y Tunja rojo sobre gris o crema (Pradilla et al., 1992: 96). Un reciente hallazgo en predios de la UPTC de entierros de este período apoya la idea del uso de orfebrería en esta época temprana.5

4.5 El valle de Sogamoso La sociedad Muisca en el siglo XVI estaba constituida por un conjunto de unidades políticas centralizadas en Bogotá, Tunja, Duitama, Sogamoso, y otras 5  H. Pradilla, información personal, 2007.

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independientes. El Sugamuxi era el supremo jefe religioso, quien se comunicaba en una lengua especial con los otros sacerdotes, y oficiaba las diferentes ceremonias revitalizadoras de la sociedad, y los rituales de enterramiento de los grandes caciques. Juan de Castellanos (1997: 1157) narraba la esmerada dedicación de los xeques (ogques) a sus oficios religiosos, quienes se preparaban desde muy niños para esos menesteres, vivían en moradas especiales con gran recogimiento y abstinencia, comiendo poco, pero mascando con frecuencia coca, sin casarse, respetados y muy consultados por toda la comunidad sobre sus afecciones del cuerpo y alma. A juzgar por dos fechas obtenidas alrededor del actual templo del Sol (Rodríguez, 2001; Silva, 1981), su ocupación se habría iniciado durante el periodo Herrera, cuando se habría desarrollado el culto al astro solar mediante la dedicación de templos especiales. Infortunadamente, no existe una información más detallada de las excavaciones de los años 1940 que permita diferenciar las ocupaciones Herrera y Muisca, pero, a juzgar por las prácticas funerarias, éstas son muy similares durante ambos periodos (tumbas de pozo oval, cuerpo en posición sedente o lateral, tapa de laja). Para los muiscas el sol era la criatura más lúcida, adorada por ser el dador de los recursos y benefactor omnipotente; la luna era su mujer y compañera. Consideraban que al morir una persona su cuerpo se descomponía, pero su alma bajaba al centro de la tierra, donde cada uno tenía sus actividades según las había poseído en vida, con casas, labranzas y una cotidianidad reposada, pues pensaban que la existencia era permanente. También veneraban las montañas, lagunas, fuentes de agua y ríos, cuevas y plantas. Su gran predicador fue Neuterequeteua, Bochica o Xue, quien les enseñó las leyes, las artes e industria, y quien falleció después de un largo peregrinaje por Sogamoso, dejando por heredero al Sugamuxi, supremo sacerdote. Según la tradición muisca, en algún momento todo era oscuridad. Solamente existían el sol y la luna, así que los caciques Sogamoso y Ramiriquí de Tunja, su sobrino, decidieron hacer a los hombres de tierra amarilla y a las mujeres de una hierba alta de tronco hueco. Para iluminar el cielo, mandó Sogamoso a Ramiriquí para que alumbrara el mundo desde un cerro, lo que no fue suficiente, por lo que él mismo se subió al cielo y se hizo luna, iluminando la noche, y los indígenas obligados a adorarlos. Por esta razón, en recuerdo y memoria de este suceso ocurrido en el mes de diciembre, los muiscas, especialmente de Sogamoso, celebraban durante el solsticio de invierno la fiesta del huan, donde marchaban doce personas vestidas de rojo, con guirnaldas y chasines, y en medio otra persona vestida de azul; todos cantaban y bebían chicha por invitación del cacique (Simón, 1981, III: 410).

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La majestuosidad de algunos templos muiscas era tal (Figura 18), que en el pueblo de Iguaque, donde según la leyenda vivían las figuras míticas de Bachué –llamada también Furachogua por sus buenas obras– y el muchacho con quien salió de las mismas aguas, en una casa de adoración había una estatua maciza de oro fino que representaba a un niño de aproximadamente tres años de edad, muchas mantas de algodón fino, y muchos pedazos de barras, tejos y cintillas de oro fino con figuras humanas y de animales. Al ver que un cura español con otros indígenas de servicio iba a robar el tesoro, los lugareños lo evacuaron hacia la laguna, donde lo escondieron a buen recaudo. Los intentos por encontrarlo desaguando la laguna fueron infructuosos para los españoles (Simón, 1981, III: 368-371).

4.6 El valle de Leiva El valle de Leiva se localiza en la parte noroeste del territorio muisca de Tunja, Boyacá, con clima seco por la baja pluviosidad y alta luminosidad; está irrigado por los ríos Leiva, Sáchica, Cane, Roble, y parcialmente por el Sutamarchán. En época prehispánica ofrecía fértiles valles aptos para la agricultura; de acuerdo con el estudio de suelos, las planicies aluviales de los ríos Sáchica-Leiva poseen las tierras más adecuadas para labores agrícolas (Clase I), por ser suelos bien drenados, con un alto grado de contenido de nutrientes y pocas limitaciones si se emplean sistemas de irrigación (IGAC, 1999). Esta región posee la mayor duración de la luz solar, y las noches más iluminadas, con una buena visibilidad de los astros, al igual que el valle de Sogamoso; de ahí que estos dos lugares hayan sido elegidos como centros cósmicos de orientación astronómica (Figura 12), de rituales de fertilización (mediante falos líticos) durante los ciclos agrícolas, y de la vida social y religiosa. Actualmente, el proceso de desertización es alarmante, debido al intensivo uso de sus suelos para la agricultura de gramíneas del Viejo Mundo (trigo, cebada), pinos y eucaliptos, que contribuyen a su desecamiento, y a la explotación de minas de arcilla para la elaboración de tejas y vasijas de barro. Las investigaciones arqueológicas adelantadas en el sitio de El Infiernito por Eliécer Silva Celis (1981, 1986) condujeron al descubrimiento de dos centros con funciones astronómicas y rituales. El primero está conformado por hileras de 56 columnas líticas alineadas este-oeste, dispuestas con separaciones de 38 cm; el segundo está integrado por gruesos monolitos tallados, igualmente orientados este-oeste, separados cada 65 cm. Al pie de cada columna se hallaron ofrendas de

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cuentas de collar de concha marina, lascas y fragmentos líticos. Según el autor, las sombras proyectadas por las columnas servían de orientación para el seguimiento del sol en el horizonte durante los solsticios y equinoccios, a manera de un computador de acontecimientos cósmicos, similar a lo hallado en Stonehenge, Gran Bretaña. Cerca a estas construcciones se han hallado tumbas megalíticas asociadas a cerámica del período Herrera. De tres fogones hallados frente a las columnas, al parecer realizados antiguamente con objetivos rituales (incluían restos de animales, ocre y maíz), se dataron restos de carbón vegetal mediante radiocarbono, y se obtuvieron sendas fechas de 230±140, 540±195 y 930±95 a.C., correspondientes al período Herrera. Estas dataciones condujeron al autor a pensar que el desarrollo cultural Muisca debió haber sido antecedido por un tiempo prudencial, por lo que “no es imposible, entonces, que los pasos iniciales y fundamentales con los que se inicia la civilización chibcha se sitúen a mediados del segundo milenio antes de la era cristiana” (Silva, 1981: 14), y que la construcción de las monumentales obras talladas en piedra de El Infiernito representen un esfuerzo extraordinario de los muiscas por adentrarse en los dominios estelares, con el fin de intervenir y controlar los factores climáticos que incidían en la productividad de las cosechas, en un medio ambiente de escasa pluviosidad como el de Villa de Leiva. A pesar de que los contextos fechados no contenían cerámica que permitiese asociarla al período Herrera y establecer los estilos característicos de su época, y que la datación se realizó en el Instituto de Asuntos Nucleares de Colombia, entidad conocida por errores de procedimiento que pudieron falsear las fechas (Becerra, 2001; Langebaek, 1995; Lleras, 1989), la intencionalidad de las ofrendas y su asociación con las estructuras líticas podría indicar que las construcciones megalíticas sí corresponden a este período, al igual que las de Goranchacha en Tunja, Sutamarchán, Ramiriquí, Tibaná, Paz del Río y otros lugares. Al respecto hay que señalar que un estudio arqueológico sistemático alrededor del Parque Arqueológico de El Infiernito evidenció que la mayor concentración de material cerámico del período Herrera se halla en el noreste y sur del actual Parque Arqueológico, incluida cerámica decorada supuestamente asociada a festividades, aunque su presencia es muy escasa (Salge, 2007: 79). Como plantearía G. Reichel-Dolmatoff (1986: 238), si aceptamos estas fechas, “la edad de la construcción se remonta a la de la cerámica de tipo Formativo, lo que desde luego no es sorprendente si tenemos en cuenta la gran antigüedad de construcciones astronómicas en América”.

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Un estudio regional sistemático en el valle de Leiva ha permitido abordar la problemática de los cambios sociales en el tiempo, y plantear que durante el período Herrera la región estuvo habitada por grupos pequeños dispersos por los fértiles valles de los ríos que la irrigan. Hacia finales del I milenio d. C., durante el período Muisca Temprano, se observa un apreciable incremento de la población y de uso de los suelos, a juzgar por el aumento de la densidad de tiestos, que pasa de 0,4 a 22,8 (incremento de 9.437%), y del área de ocupación, que crece de 21,7 ha a 34,8 ha (incremento de 160%); no obstante, el cambio más notorio se aprecia en la transición del Muisca Temprano a Muisca Tardío –donde se observa también mayor diferenciación jerárquica–; posteriormente, el tamaño de la población se reduce en el período Colonial (Langebaek, 2001: 69-71). Sin embargo, el autor plantea que desde la perspectiva agrícola, el valle de Leiva jugó un papel secundario con relación a otros valles de los Andes Orientales, debido a las limitaciones en la pluviosidad. Este mismo reconocimiento regional ha evidenciado que El Infiernito está integrado desde la ocupación Herrera por dos concentraciones anulares, con su centro ocupado con menor intensidad, a la manera de “plazas”. Una de ellas estaría ubicada en el sector oriental y otra en el occidental, y esta última se destacaría por presentar mayor densidad de fragmentos de jarras especializadas en el servicio de chicha. Esta distribución de los materiales cerámicos estaría reflejando quizá una expresión dual de esta sociedad, con una zona oriental asociada con la salida del sol, y otra occidental relacionada con el poniente. Una posibilidad interpretativa es que ambos sectores corresponderían a dos utas complementarias, ubicándose una en el sector occidental y otra en el oriental (Langebaek, 2001: 230). Otra explicación es que las dos concentraciones corresponden a dos períodos diferentes (Herrera y Muisca).

4.7 El valle de Duitama Este valle se ubica en el antiguo pantano de Duitama, al oriente de Boyacá, el cual durante el invierno se inundaba conformando un ancho lago, de tal profundidad que cubría a una persona de pie; allí afloraban algunas islas descubiertas de agua pero cubiertas de juncos, donde se refugiaron los indígenas cuando entraron los españoles en el siglo XVI (Aguado, 1956, I: 298). El valle está surcado por los ríos Chicamocha, Surba y Chiticuy, y está rodeado por varias formaciones montañosas como la cuchilla de Laguna Seca, los páramos de Pan de Azúcar y La Rusia, y las lomas de Los Patíes, Buenavista y El Cordón (IGAC, 1999).

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El estudio arqueológico regional de este valle ha evidenciado la presencia de sitios de baja densidad poblacional sobre las laderas de las lomas, correspondientes al Período Herrera, con cerámica tipo Duitama desgrasante calcita, Duitama calcita arenoso, Duitama desgrasante tiestos, Duitama cuarzo abundante, Duitama cuarzo fino y Duitama desgrasante gris, similar a la reportada en la sabana de Bogotá y la región de Tunja, con la diferencia de que no se encuentra el tipo Mosquera rojo inciso, típico del suroccidente del altiplano (Tabla 6) (Becerra, 2001: 153).

4.8 Los orígenes de la población del Período Herrera En general, los asentamientos del Período Herrera son muy dispersos y poco densos (de aquí la dificultad para encontrarlos). Se distribuyen por las partes altas de los valles conformados por las antiguas lagunas del altiplano Cundiboyacense, y cronológicamente se ubican entre el I milenio a. C. y el siglo VIII d. C. La fase temprana de este período, correspondiente al I milenio a. C., retiene rasgos biológicos (dolico-hipsicefalia, robustez) (Figura 13) y culturales de los horticultores, recolectores y cazadores (tipo Aguazuque). Sus enterramientos mantienen una mayor cercanía con el mundo animal, y hay más evidencias de contactos con el valle del río Magdalena. Los tipos cerámicos son similares en toda esta región, con variantes regionales, pero la gran diferencia estriba en que el tipo Mosquera rojo inciso, característico del suroccidente de la sabana de Bogotá, es originario del valle del Magdalena (Paepe y Cardale, 1990). En la fase tardía se aprecia una compleja cosmovisión reflejada en la construcción de sitios ceremoniales para observaciones astronómicas y la realización de rituales al astro solar y de fertilidad, con templos y conjuntos líticos, pues al aumentar la dependencia de las plantas se hizo necesario el conocimiento de los ciclos reproductivos para la organización de la agricultura, las fiestas y la propia sociedad (Silva, 1981). Se podría pensar, inclusive, que la población de este período se comunicaba mediante una lengua macrochibcha. Por consiguiente, contrariamente a lo que se ha planteado sobre los orígenes de las poblaciones chibchas de los Andes Orientales, el desarrollo cultural de esta región no posee signos ni de ruptura temporal ni de migraciones masivas tardías de pueblos foráneos, como se había insistido anteriormente (Lleras, 1995; Reichel-Dolmatoff, 1956), sino un proceso microevolutivo y de complejización a partir de los horticultores tipo

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Aguazuque, dando lugar al conocimiento del comportamiento de las plantas y animales que condujo a su domesticación. Tabla 6. Distribución de los tipos cerámicos por regiones y período*. Cerámica Región sur Colonial Vidriada Ss XVI d. C.Moderno Porcelana Guatavita desgrasante Ss XIII-XVI gris Chibcha Tardío d. C. Guatavita desgrasante tiestos

Cerámica Región media Vidriada Porcelana Guatavita desgrasante gris Guatavita desgrasante tiestos Valle de Tenza gris Suta naranja pulida

Chibcha Temprano

Tunjuelo laminar Funza cuarzo fino

Arenoso burdo

Funza cuarzo fino

Arenoso fino Desgrasante calcita Cuarzo fino Desgrasante gris

Período

Herrera Tardío

Herrera Temprano

Cronología

Ss IX-XIII d. C. Ss I-VIII d. C.

I milenio a. C.

Mosquera roca triturada Zipaquirá rojo sobre crema Desgrasante calcita Zipaquirá desgrasante Desgrasante tiestos tiestos Mosquera rojo inciso Atípicos

Cerámica Región norte Vidriada Porcelana Micáceo Villanueva Oiba rojo sobre naranja Carmelito burdo Micácea fina Micácea roja Ocre sobre crema

Covarachía inciso impreso Chicamocha inciso impreso

*Becerra, 2001; Boada, 2006; Cardale, 1987; Langebaek, 2001; Pérez, 2001; Rodríguez y Cifuentes, 2005.

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Figura 6. Estratigrafía del perfil norte del Corte 2, Madrid 2-41. En el horizonte CR2 se aprecia la arcilla blancuzca del fondo del antiguo lago y carbón de un fogón (Rodríguez, J.V., y Cifuentes, 2005).

Figura 7. Huecos alineados, vestigio de posible vivienda tipo palafito (Madrid 2-41, Corte 18).

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Figura 8. Fragmentos cerámicos del Período Herrera, Templo del Sol, Monquirá, Sogamoso (arriba); Madrid 2-41, Cundinamarca (abajo).

Figura 9. Copa esgrafiada, Madrid 2-41, Corte 0 (Rodríguez , J.V., y Cifuentes, 2005).

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Figura 10. Fragmentos cerámicos excavados en el norte de Bogotá (La Francia), correspondientes a los tipos Mosquera rojo inciso (izquierda) y Mosquera roca triturada (derecha).

Figura 11. Vestigios líticos en el sitio de Goranchacha, UPTC, Tunja (Pradilla et al., 1992) y corte de la planta excavada por Hernández de Alba (1937: 16).

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Figura 12. Columnas alineadas (arriba) y falos líticos (abajo) en El Infiernito, Villa de Leiva.

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Figura 13. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y mesocéfalo (derecha) de Madrid 2-41.

Figura 14. Cráneos dolicocéfalo (izquierda) y robusto (derecha) del Cocuy.

Figura 15. Cráneos deformados de Madrid (izquierda) y Duitama (derecha) del Período Herrera.

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Capítulo 5

Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes (siglos IX-XVI d. C.) 5.1 Paisajes andinos y adecuaciones prehispánicas

H

acia el sur de la cordillera Oriental se localiza la sabana de Bogotá, compuesta a su vez de diversos paisajes que tuvieron distintos patrones de asentamiento. Por un lado, está el piedemonte de las montañas, de origen coluvial, con planos inclinados, cuya adecuación para habitación y uso agrícola requiere de aplanamientos de las laderas (terrazas para cultivos, plataformas para viviendas, canales de riego). En su parte central, se extiende la terraza fluviolacustre que se formó cuando se secó la antigua laguna, cuyo principal problema es el encharcamiento en sus partes centrales, y como no recibe aportaciones de nutrientes por coluviación, su uso exige de la rotación de los suelos. Por otro lado, tenemos la llanura de inundación de los ríos, especialmente del río Bogotá, la que, debido a los constantes desbordamientos durante el invierno, requiere de adecuaciones hidráulicas para el cultivo y control de las aguas. La terraza fluviolacustre se considera un paisaje de planicie, con pendientes que varían entre 1% y 3%, y comprende una amplia área no confinada, con diferencias de altura de entre 1 y 10 metros (IGAC, 2002, I: 67). La planicie está conformada por planos de inundación y terrazas, con depósitos variables de ceniza volcánica y de sedimentos finos y medios que constituyen la base del material basal del cual se han originado los suelos de este sector (IGAC, 2002, II: 314). Esta terraza se formó cuando se secó la antigua laguna, cubriéndose de sedimentos en descomposición en ambiente húmedo; posteriormente, evoluciona un suelo BC en ambiente seco; luego, uno B también en ambiente seco, y de aquí se forman los horizontes antrópicos A (Figura 6). La vegetación predominante en la altiplanicie de la sabana de Bogotá era el bosque seco montano bajo (bs-MB) que se extendía desde Soacha hasta Gachancipá, con biotemperaturas medias entre 12 y 18°C y lluvias inferiores a 1000 mm

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al año (IGAC, 2002, I: 96). Este bosque ha desaparecido y ha sido reemplazado por cultivos agrícolas y ganadería semintensiva. La morfología del suroeste de la sabana de Bogotá se caracteriza por la presencia de terrazas de planicie fluviolacustre, de ligeramente planas a ligeramente onduladas, con sectores plano- cóncavos –cubetas– afectados ocasionalmente por encharcamientos de corta duración. Los meandros de los ríos, a su vez, poseen suelos compuestos formados por acumulación de materiales, lavados y abandonados por cambios de cauce. También hay planicies aluviales cercanas a los cerros que limitan con los meandros (ríos Checua, Bojacá, Balsillas, Bogotá, Teusacá y la laguna La Herrera). En la hacienda Las Mercedes, Suba, en la llanura de inundación del río Bogotá, se han localizado altas densidades de materiales cerámicos, con baja frecuencia de tipos del periodo Herrera, valores medios del Muisca Temprano y muy altos del Muisca Tardío, además de artefactos líticos de molienda (Boada, 2006; Rodríguez, J.V. et al., 2010). Este sitio se ubica en una terraza alta fluviolacustre (TAFL) que presenta un talud hacia el río Bogotá. La terraza se formó a partir de arcillas gruesas de origen lacustre que quedaron descubiertas una vez se secó la antigua laguna a mediados del Holoceno. Sobre ella se estructuró un suelo que desembocó en una pedogénesis de tres horizontes A, con excelentes propiedades para la agricultura. El horizonte A3 (38-55 cm) está compactado por su uso intensivo en época prehispánica, con tenores elevados de fósforo total (3250 ppm); el A2 (18-38 cm) presenta igualmente una alta actividad humana, a juzgar por el contenido de fósforo total (3660 ppm) (Rodríguez, J.V. et al., 2010). No obstante, debido al carácter impermeable de la arcilla, en el centro de la terraza se forman encharcamientos, lo que limita su uso agrícola; el talud, por su inclinación, resulta más apropiado para la ocupación, pues el agua se escurre, manteniendo más seca la tierra (Figura 17). La población de este sitio habitó cerca del cauce para aprovechar los recursos del río Bogotá (pescado, agua, materias primas), pero se asentaba lo suficientemente lejos como para evitar el encharcamiento de sus viviendas. Por esta razón, los coluvios y los taludes eran, en términos geomorfológicos, los sitios ideales para habitación. Las Mercedes es un claro ejemplo de una antigua área fluviolacustre, cuyo suelo se desarrolló sobre la arcilla lacustre que anteriormente cubría la sabana de Bogotá; estas arcillas, por su carácter impermeable, no permiten un adecuado drenaje. Estas terrazas no son totalmente planas, y se aprecian depresiones en las que las arcillas son más profundas y los horizontes A son más gruesos, permitiendo

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el cultivo de raíces profundas. Adicionalmente, puede tener parches donde las arcillas son más superficiales y se presentan problemas de drenaje. Para este sitio de las Mercedes se ha planteado que las viviendas eran aisladas y los caseríos dispersos, asociados a camellones de cultivos (Figura 17). Hay que acotar que en las referencias etnohistóricas se describe que cada indio tenía sus rozas y sementeras a la puerta de su morada, y por esta razón las poblaciones estaban algo apartadas unas de otras, aunque las del valle de Bogotá eran casi en forma de pueblo (Fernández de Oviedo, 1959, III: 125). Un aspecto a tener en cuenta que brinda una importante información no solamente sobre la evolución de la organización social y económica de los pobladores chibchas del altiplano, sino también sobre el grado de adaptación de los paisajes andinos, son los sistemas agrícolas. Al respecto se han reportado al menos tres sistemas agrícolas intensivos. El primero consiste en obras hidráulicas a lo largo de las áreas anegadizas de los ríos, el cual ha sido registrado entre Funza, Cota, Suba, Fontibón y Bogotá, con una cobertura de más de 15.000 hectáreas de la llanura de inundación del río Bogotá (Boada, 2006: 88). Entre ellos tenemos los camellones ajedrezados o de damero (Figura 16), consistentes en varias franjas cortas y paralelas de tierra separadas por canales que unen otros conjuntos de franjas de tierra, orientadas ya sea perpendicularmente o en diagonal. También los hay de forma irregular y lineal que se irradian hacia la terraza fluviolacustre colindante, y paralelos al curso natural del río en las curvas cerradas de los meandros. La construcción de este sistema hidráulico (Figura 16) se habría iniciado en el periodo Herrera durante el I milenio a. C., y, a juzgar por los estudios palinológicos, se cultivaban solanáceas (posiblemente papa), quenopodiáceas (posiblemente quinoa), maíz y fríjol. Durante el período Muisca Temprano (siglos IX-XIII d. C.) se amplía considerablemente el sistema de canales en casi un 500%, y durante el período subsiguiente se amplía en otro 50% con relación al período anterior. Este sistema de cultivo requiere de la rotación de las tierras y la fertilización de los suelos con el cieno recogido durante la limpieza del fondo de los canales, con el fin de incrementar la productividad agrícola. Igualmente, exige al comienzo de una alta inversión de mano de obra que se puede concentrar mediante el sistema de minga, lo que implica a su vez contar con cierto excedente agrícola para poder alimentar a los comuneros con chicha y platillos de comida (Boada, 2006: 133). El segundo sistema de cultivo consiste en terrazas escalonadas sobre las laderas de las montañas, las cuales retienen la humedad y fertilidad de los suelos, evitando así la erosión que puede generar la agricultura intensiva. Se ha reportado en Pueblo

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Viejo (Facatativá), Tocancipá, Sopó, Chocontá, y especialmente cerca de Tunja (Haury y Cubillos, 1953: 83). En esta última región las terrazas se ubican en los 2650 msnm y se extienden varios centenares de metros hacia arriba, dependiendo de las condiciones locales, llegando inclusive hasta los 3000 msnm. Su construcción inicial exigía de la remoción del horizonte (aproximadamente los primeros 50 cm) hacia abajo, produciendo un amontonamiento escalonado de tierra permeable cerca de los límites más bajos de la terraza, y en la parte alta el raspado exponía la arcilla impermeable. Con este sistema se concentra la humedad y se posibilita la coluviación que deposita permanentemente nutrientes sobre las terrazas. Los hallazgos de pequeños basureros y de pequeñas plataformas para viviendas en medio de las terrazas separadas entre sí, apuntan a evidenciar que el sistema de terrazas no exigía de un sistema social con un rígido control o “fuerte dirección” (Haury y Cubillos, 1953: 86). Al igual que en el sistema anterior, al inicio se requiere de una gran concentración de mano de obra que se puede aunar mediante la minga de comuneros, pero luego el mantenimiento lo puede realizar la familia nuclear o extensa encargada de la tenencia de una parcela. Un tercer tipo de adaptación de los suelos consiste en surcos o pliegues de terreno, cortos y paralelos que siguen la dirección de la pendiente, con longitud en promedio de 18 metros y anchura de 1,5 metros, posiblemente para cultivo de maíz y papa, reportado en la Salina, Boyacá, margen izquierda del río Cravo Sur, municipio de Mongua (Silva, 2005: 204). Este último sistema es de menor escala, y una sola familia nuclear lo podía construir y hacerle mantenimiento. Hacia el norte tenemos un paisaje montañoso y escabroso modelado por los cañones de los ríos Chicamocha-Sogamoso, donde destaca una meseta denominada Mesa de los Santos, Santander, conocida como la región de ocupación del grupo étnico Guane, rica en arte rupestre y enterramientos de momias en cuevas. Esta región tiene tres paisajes bien diferenciados (Pinto et al., 1994: 20). El primero es ondulado y está conformado por cañadas poco profundas, abundantes en vegetación de arbustos y matorrales, y con agua suficiente para irrigar los cultivos. El segundo paisaje, al occidente de la mesa, es una región de depresión, muy poblada, pero con escasez de lluvias. La tercera zona, que corresponde a los taludes que descienden abruptamente sobre los ríos Chicamocha, Suárez y Sogamoso, no es apta para la agricultura por sus pendientes y escasez de lluvias, pero tiene gran cantidad de sitios de arte rupestre y enterramientos (Tabacal, La Purnia, La Peña, El Pozo –Bárcenas–, Peña Blanca, Salazar, Borboso y Las Tapias). El cañón del Chicamocha es ardiente y seco por la baja pluviosidad, con grandes áreas estériles

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y erosionadas, alternadas con pequeños valles fértiles, cultivados actualmente con tomate, tabaco y pimentón. Los valles de los ríos Poima, Oiba y Oibita son más húmedos y están cubiertos de bosques de pomarrosos, guarumos y acacias. Hacia el sur, las regiones de Barbosa, Vélez y Puente Nacional se caracterizan por paisajes más andinos. A pesar de localizarse en tierras escabrosas y pedregosas, a la llegada de los españoles el clima era agradable, sin frío ni calor, con buenos vientos; los fértiles suelos producían abundantes y virtuosas plantas que producían frutos olorosos durante todo el año; las labranzas por doquier eran irrigadas mediante acequias que conducían aguas claras desde lo alto de la montaña, en un circuito de más de doce leguas (Castellanos, 1997: 1241). Esta adaptación del paisaje explicaría el hecho de que los guanes hubiesen escogido las zonas altas y secas –hoy día poco aptas para el cultivo y los asentamientos humanos como consecuencia de la tala de los bosques, el cultivo intensivo del tabaco y el incremento de la densidad demográfica–, y no las húmedas y fértiles regiones de los valles intercordilleranos. Más al norte se localizan las montañas de Norte de Santander, con fríos y escarpados páramos, donde habitaron los chitareros, quienes, al igual que sus vecinos chibchas, explotaban la microverticalidad, desde los productos de clima cálido hasta los propios páramos. Mientras que la papa se producía en las tierras altas de Arcabuzaso, Cácota, Mogotocoro y Bixa, la yuca se cultivaba en climas cálidos. Entre tanto, el maíz constituía el centro de la actividad económica, con productos diversificados según la localización térmica. El nombre chitarero lo adquirieron de la misma palabra nativa que denota al calabazo lleno de chicha de maíz y yuca, asido a la cintura, con el que andaban los aborígenes: “[...] y por salir con tanta cantidad de ellos, los españoles llamaron a los naturales de estas provincias chitareros” (Aguado, 1956, I: 463). El nombre de Silos, Santander, se adquirió por la presencia de sitios de almacenamiento de granos de maíz. Hay que resaltar que el desarrollo agrícola de los Andes Orientales se vio dinamizado por la producción de maíz (Zea mays L.), que reúne una serie de ventajas respecto a otros cultígenos, especialmente por la existencia de una gran diversidad de variedades (amarillo, blanco, negro, morado, canguil, carapali, chulpi, tumbaque, morocho) que pueden producir hasta dos o tres cosechas en tierras cálidas. Por otro lado, el maíz permite una mayor producción de energía por unidad de superficie que los tubérculos y otros cereales, con menos cuidados agrícolas. La lenta maduración del grano permite consumirlo tierno y mantenerlo en la planta a manera de almacenamiento, además de que se pueden utilizar las hojas para

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forraje y los tallos para construcción; las plagas que le pueden afectar son menores en climas templados que en los cálidos, y menores que en tubérculos. Finalmente, con el maíz se puede preparar chicha, tortillas, mazamorras, coladas, mutes, panes y tamales. Sus granos tostados y la harina se pueden transportar fácilmente durante varios días, lo que servía para alimentar a los viajeros. Su alto valor en hidratos de carbono y la compensación de su bajo valor proteínico, especialmente de lisina, mediante la inclusión en la dieta alimentaria de leguminosas (fríjol, habas) y quinoa (con elevados valores proteínicos), convirtieron este vegetal en el alimento preferido por las poblaciones prehispánicas (Estrella, 1990: 85).

5.2 La transición entre los períodos Herrera y Muisca Existe un vacío de información en los Andes Orientales entre los siglos VI-VIII d. C., al igual que en otras partes de Colombia, Mesoamérica, Andes Centrales y posiblemente en el ámbito global, producto de drásticos cambios que generaron frío y sequías mundiales severas, con el consecuente despoblamiento de varios territorios. En la región maya se produjeron, según las evidencias arqueológicas, sequías, pérdida de cosechas, hambrunas y desplazamientos poblacionales, en fin, una gran catástrofe de la cual nunca se repondría esta región. En las mitologías europeas entre el 536-545 d. C. se narran eventos de dragones, bolas de fuego y lanzas ardientes que podrían asociarse al bombardeo de una tormenta solar que a su vez despertó volcanes como El Chichón de Chiapas, México, cuyas erupciones causaron enormes daños (Gill, 2008: 289). Para el caso de Colombia, Th. Van der Hammen (1992: 110) reporta dos períodos secos en los bajos ríos Magdalena, Cauca y San Jorge entre 450-550 y 1200-1300 d. C., que produjeron bajos niveles en estos ríos, relacionados con la reducción de los lagos en los Andes. En el glacial Quelccaya de Perú se registran estos mismos períodos de fuerte deshielo entre 570-610 y 1250-1300 d. C. Este período coincide con la finalización del Formativo y el surgimiento de la sociedad Muisca, al igual que la Quimbaya en la cordillera Central, Sonso en la cordillera Occidental, Bolo-Quebrada Seca en el valle del río Cauca, Tardío en el Tolima, y otras tantas, entre los siglos VI-VIII d. C., lo cual estuvo precedido por profundos cambios ambientales que incluyeron erupciones volcánicas, sismos y calentamiento del clima. La caída de un grueso horizonte de cenizas volcánicas de casi un metro de espesor, como se ha registrado en el río Bolo, Palmira, Valle,

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debió desplazar a los antiguos pobladores hacia las montañas para evitar la toxicidad de las plantas y las aguas. Lo suelos estudiados de Madrid evidencian una fuerte presencia de ceniza volcánica en casi todos los horizontes, que en algún momento fue inclusive intoxicante (Figura 6). Pasados muchos años, especialmente en las partes bajas, como las terrazas fluviolacustres de la sabana de Bogotá, y una vez sepultadas las cenizas por depósitos eólicos y aluviales, la población pudo regresar y aprovechar la fertilidad de los nuevos suelos, aptos para la agricultura intensiva. Este fenómeno, que inicialmente fue causante de un período de presión ambiental, a la postre se convirtió en una buena oportunidad ecológica, pues fertilizó los suelos y, al disminuir las anteriores áreas anega­dizas del altiplano Cundiboya­ cense, amplió la extensión de los campos aptos para la agricultura y la ubicación de viviendas, lo que favoreció la expansión territorial. En estas condiciones, se tala el bosque para ensanchar los campos de cultivo y construir viviendas, ocasionando los primeros indicios de erosión de los suelos del altiplano, especialmente por la región de Villa de Leiva, Sutamarchán y Ráquira, aunque de extensiones limitadas, dados los incipientes sistemas agrícolas usados en esa época (Van der Hammen, 1992: 54). En este ámbito se desarrolla la población del período ubicado cronológicamente entre los siglos IX-XII d. C., denominado Muisca Temprano, conocido por los tipos cerámicos Funza cuarzo fino, Tunjuelo laminar y Cuarzo abundante. Básicamente, se conoce la fase final de su desarrollo por los cementerios excavados en Tunjuelito (Enciso, 1996), Portalegre (Botiva, 1988) y Candelaria la Nueva (Cifuentes y Moreno, 1987), donde no se aprecia una gran diferenciación social en las prácticas funerarias (Boada, 2000: 47). También se han excavado grandes cementerios que incluyen enterramientos tanto del período Herrera (muy pocos) como del Muisca, en Tunja (Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992) y Sogamoso (Buitrago y Rodríguez, 2001; Silva, 1945). Durante este período se amplían las áreas de canales y camellones en las orillas del río Bogotá, lo que permite incrementar la producción de maíz, fríjol y otros productos agrícolas (Boada, 2006: 148). Por su parte, la producción de sal aporta un elemento muy importante para el intercambio comercial, con el que se podía incorporar a la esfera de consumo productos de tierras calientes, como algodón, coca, tabaco y otros bienes exóticos. Si bien es cierto que hay evidencias de pequeños poblados (Henderson y Ostler, 2005; Pradilla et al., 1992; Romano, 2003), el patrón de asentamiento continúa siendo básicamente disperso, y la jerarquización social bastante flexible. A partir del siglo XIII d. C. se aprecian todas las características que definirán posteriormente y hasta la llegada de los españoles a lo que se conoce como sociedad

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Muisca Tardía (siglos XIII-XVI d. C.), identificada por los tipos cerámicos Guatavita desgrasante gris y Guatavita desgrasante tiestos. Durante este período se aprecia un notable incremento del tamaño poblacional y de la jerarquización social; se construyen grandes cercados y se amplía la vasta red de caminos que conectaba con los Llanos, con los valles de los ríos Opón, Chicamocha-Sogamoso y Magdalena, y con el páramo de Sumapaz. Es probable que en su proceso de expansión los muiscas se hayan enfrentado a otros grupos rivales también en expansión que habrían ascendido por el valle del río Magdalena, y que lanza en ristre hayan desplazado hacia las partes altas a los muiscas, como se deduce del relato de fray Pedro Simón (1981, III: 403) cuando afirmaba “que habiendo sido los moscas señores de aquellas tierras de los muzos antes que ellos se las quitaron, pudieron tener y tuvieron muchas y muy finas esmeraldas del cerro de Itoco, de donde ahora se sacan”. El surgimiento de la sociedad muisca ha desper­tado serias controversias, pues mientras que Eliécer Silva C. (1968, 1981) aducía que los chibchas ya existían en el I milenio a. C., Gerardo Reichel-Dolma­toff (1956: 271) había anotado en los años 1950 que éstos constituían “grupos recién venidos de las tierras bajas y que solo durante los últimos siglos anterio­res a la Conquista Españo­la, lograron una precaria unidad en un terri­torio recién ocupado”. Esta última idea ha sido compartida por varios investigadores de esta región, quienes consideran que todos los chibchas de la cordillera Oriental de Colombia arribaron hacia el siglo IX-X d. C., desplazando o absorbiendo a los grupos del periodo Herrera (Langebaek, 1987: 25; Lleras, 1995). Empero, estas hipótesis se sustentan básicamente en rasgos formales de la decoración de la cerámica (por su similitud con la cerámica pintada del período Portacelli del medio río Ranchería, La Guajira), aunque también en similitudes en la organi­zación social, y en cambios en los patrones de asentamiento, que bien pueden corres­ponder a paralelos o convergen­cias cultura­les y ecológicas, fenómeno muy común en las sociedades prehispánicas. Estas últimas no permane­cieron aisladas, sino que incorporaron a sus técnicas de produc­ción alfarera, orfebre, lítica, textil y de cons­trucción, elemen­tos de otras culturas a través del intercam­bio, bastante antiguo, como lo evidencia la presencia de caracol marino (Strom­bus) proveniente del litoral Caribe en el sitio Zipacón (Correal y Pinto, 1983). Esta interrelación entre lo interno, es decir, las normas generadas por las sociedades a partir de una cosmovisión andina de mucha antigüedad que se remonta a varios milenios, y los préstamos cultura­les obtenidos de las sociedades vecinas con quienes intercambiaban productos exóticos, especialmente psicotrópicos (coca, tabaco, yopo), condujo a una gran diversi­dad cultural en tiempos

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prehispánicos de los actuales departamentos de Santander (Norte y Sur), Boyacá y Cundinamarca, que caracte­rizó a los Andes Orientales de Colombia. A juzgar por los datos arqueoló­gicos, et­nohistó­ri­cos y bioantropológicos, se colige que el desarro­llo histórico del altiplano Cundi­bo­yacense estuvo marcado por los profundos cambios ambientales acontecidos durante el I milenio d. C., y por la relación entre las pautas genera­das por las mismas sociedades y los préstamos culturales que condujeron a una gran diversidad intergrupal, aunque mante­niendo cierta homogenei­ dad intragrupal delimitadora de las fronteras con grupos lingüís­ticos no afines.

5.3 La organización social Cuando arribaron los españoles al altiplano Cundiboyacense se dieron cuenta de que éste estaba conformado por numerosos valles apartados unos de otros, y que en cada valle había un señor que lo gobernaba y que le daba su nombre; varios valles estaban supeditados a un cacique, y todo el conjunto lo estaba a un gran señor, como Tunja o Bogotá. Este último era muy poderoso y era el mayor y universal señor de todos los otros caciques de la tierra y valle de Bogotá, que tenía un área de 3-4 leguas de ancho por 12 leguas de longitud (Fernández de Oviedo, 1959, III: 107). También había mujeres cacicas como Fura, muy estimada y respetada, quien gobernaba en Furatena, vecindario de los muzos, donde en un peñol (tena, marido) existía un santuario muisca en que se ofrendaba oro (Relación de la región de los indios muzos y colimas; en Patiño, 1983: 237). El cacique6 se denominaba sihipkua y los capitanes o auxiliares del cacique o señor principal se llamaban tyba; los tyba tenían mucha infuencia sobre su parentela, y habitualmente cuidaban de los santuarios de los antepasados. El cacicazgo muisca era muy flexible y se le considera “una entidad política autónoma, compuesta por una o varias capitanías, ya sean simples o compuestas, y gobernada por un jefe llamado sihipkua” (Gamboa, 2010: 89). Estos cacicazgos tenían múltiples conflictos entre sí por la movilidad de la gente, las tierras de cultivo, los cotos de caza y los tributos personales, lo que generaba enfrentamientos que a veces desembocaban en la aplicación de la guerra de tierra arrasada contra los perdedores. El cacique organizaba las fiestas, las guerras, la construcción de santuarios, la reali6  La sociedad muisca (ser humano, gente) tenía diversas categorías de jefes: sihipkua (jefe, señor, amo, príncipe, cacique), usaque (dignatario), zaque (jefe, dignatario de Hunza), zipa (jefe), sibintiba (capitán mayor), tibaroge (capitán menor), gesha (jefe de guarnición fronteriza) y tiba denotaba soberanía, realeza, vejez y dirección (Ghuisletti, 1954: 232, 341-392).

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zación de las labores comunitarias para el mantenimiento de canales y caminos, el intercambio de bienes en los mercados comunales y la aplicación de justicia según las normas tradicionales. Podía tener varias mujeres, poseer cotos de venado para la cacería y vestir mantas especiales; además, era objeto de tratamientos especiales durante su enterramiento, como la momificación, la disposición en sitios reservados y los ajuares exóticos. Las comunidades, a su vez, le hacían mantenimiento a las labranzas y cercados del cacique, y le ofrecían mantas, oro, sal, hayo (coca), animales, plumas y otros objetos preciosos, en lo que se conoce como tamsa (Gamboa, 2010: 129). El tamaño y poder de las poblaciones variaba, pues mientras que a un día de jornada del altiplano los españoles encontraron 500 casas en un valle, adelante a cuatro días hallaron 2000 casas. Si en cada casa habitaban cinco personas, en el primer valle podían residir cerca de 2500 personas y en el segundo aproximadamente 10.000 habitantes. La población total podría ser de 250.000-500.000 personas en Bogotá, si tenemos en cuenta que, según el cronista, podía poner entre 50.000 y 100.000 hombres en el campo de batalla, y de 200.000-250.000 en Tunja, cuyos combatientes estarían entre 40.000 y 50.000. Estas cifras pueden ser muy exageradas debido a que los conquistadores quisieron resaltar su valor militar al enfrentarse mediante un pequeño puñado de hombres a grandes ejércitos de nativos. Es decir que en total la población muisca supeditada a estos dos grandes señores podría llegar a los 450.000-750.000 habitantes, dispersos por valles, y algunos nucleados en torno a los cercados de Tunja, Bogotá, Duitama, Sogamoso, Somondoco, Guatavita, Pasca y otros pequeños poblados. Duitama o Tundama, el más belicoso, animoso y mejor armado de todos gracias a sus luengas lanzas y que pertenecía a la provincia de Tunja, podía reunir hasta 10.000 combatientes. Tabla 7. Pueblos e indios tributarios chibchas en el Nuevo Reino de Granada en 1538 (Tovar, 1987: 75). Provincia Santafé

Tunja Vélez Pamplona Total

Vecinos 55 73 38 57 223

Pueblos 57 110 74 110 351

Indios tributarios 36.552 52.647 14.679 20.130 124.008

Tasa de mantas 9.772 33.726 4.147

527 48.172

En 1538 había 60 repartimientos en Tunja y 55 repartimientos en Bogotá que fueron asignados a vecinos encomenderos; según los cronistas, había señores de 10.000, 20.000 y hasta 30.000 vasallos, y cada pueblo tenía 10, 20, 30, 100 o más casas, de acuerdo

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con la fertilidad de sus tierras. La causa por la que las casas estaban apartadas unas de otras era que cada familia tenía las sementeras cerca de la puerta de sus bohíos. Además, porque poseían sembrados en tierra caliente donde cultivaban productos propios de esas regiones como la yuca y coca, mientras se producía la cosecha de papa (Tovar, 1987: 75). Otros cálculos apuntan a mostrar que la población chibcha del Nuevo Reino de Granada podría alcanzar alrededor de 620.000 habitantes si nos atenemos a la Relación de 1560, en la que se calculaban 124.008 tributarios (Tabla 7); si a cada tributario le computamos cinco personas por familia (se afirmaba que en cada bohío habitaban de cuatro a seis personas), obtendríamos la cifra señalada. La provincia más numerosa sería Tunja, que incluía a Sogamoso, Duitama, los pueblos de la Sierra Nevada del Cocuy (Guacamayas, Chiscas, Amonga, La Miel, Cuscaneva, Panqueva, Ancachacha, Cocuy, Cochavita, Chita, Soaca, Ura, Cheva, Chusbita, Chequisa) y algunos grupos indígenas de los Llanos (1400 tributarios), para un total de 263.235 habitantes, lo que la hacía la más grandes del distrito y la más abundante en mantenimientos. La provincia de Santa Fe tendría, antes de la pestilencia, cerca de 183.000 habitantes; la de Vélez (Agatá, Chipatá, Oiba, Charalá, Moniquirá y otros pueblos), aproximadamente 73.000; la de Pamplona (Silos, Bochalema, Arcabusazo, Cácota, Chinácota, Chitagá, Tona, Labateca, Cúcuta, Valegrá, Táchira y otros) llegaría a los 100.000 (Tabla 7). Como la sabana de Bogotá era anegadiza debido a las inundaciones que producían sus ríos, que para aquella época eran muy grandes (Bogotá, Teusacá, Neusa, Frío, Juan Amarillo y otros), y debido a la existencia de los relictos de la antigua laguna pleistocénica que inundaban buena parte de los valles, especialmente al sur (Funza, Madrid, Mosquera, Fontibón, Bosa, Soacha), las poblaciones se asentaban en la partes elevadas, en los piedemontes, en terrazas coluviales y fluviolacustres altas, y en las islas que se formaban entre los pantanos, como los poblados de Duitama, Sogamoso, Paipa, Chía y Funza, que estaban rodeados de enormes lagunas, como las que se han formado a raíz de los aguaceros producidos por el fenómeno de La Niña entre 2010 y 2011. En estas islas se podían ocultar fácilmente de la persecución de los conquistadores debido a que sus entradas estaban cubiertas de juncos, chusques, barito y otra vegetación de pantanos. Las casas eran construidas en material perecedero, de vara en tierra, con vigas de madera, paredes de bahareque (guadua aplanada y entretejida o algo similar, recubierta con un material de barro y fibras) y techo de paja a dos aguas, lo que exigía de un adecuado y constante mantenimiento. Si las vigas eran de guayacán, la casa podía durar unos quince años o más, pero el techo había que empajarlo cada cuatro

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o cinco años, tal como relatan Alonso Ruiz Lanchero y colaboradores en la Relación de Trinidad de los Muzos, de 1582 (Patiño, 1983: 246). Había casas chicas y otras grandes según la calidad del morador o señor de la casa, y las de los caciques mayores eran como alcázares, es decir, con cercados7, patios y muchos aposentos en su interior para vivienda y pertrechos, con las paredes pintadas con mucho primor, donde se albergaba toda una corte, es decir el cacique mayor con sus súbditos y familias. Si bien es cierto que tanto la organización social como el clima son muy diferentes entre los muzos de tierras cálidas (vecinos de Furatena) y los muiscas de tierras templadas, existe alguna similitud en la manera como emplazaban los asentamientos. Se describe en la Relación de Trinidad de los Muzos que los indígenas no vivían en pueblos ni en casas permanentes, sino en barrios y parcialidades, debido a que se casaban fuera de sus propios apellidos, de manera que allí donde labraban su sementera allí misma construían su casa. Es decir, el marido primero seleccionaba un terreno adecuado y fértil para sembrar, con buen arcabuco (bosque) vecino de donde obtener materias primas y fuentes de agua, y luego instalaba la casa, con su mujer que provenía de otra parcialidad. La causa por la que se practicaba este sistema de parentesco exogámico era la consolidación de una red de amistad entre parcialidades, de manera que se consideraban “hermanos de armas” con los del otro repartimiento con los que se casaban. Sin embargo, al morir el marido, la mujer recogía a sus hijos y se devolvía a su sitio materno, tomando el apellido de la madre. Igualmente eran los familiares por línea materna los que vengaban la muerte de cualquier persona, pues tenían el mismo apellido, es decir, lo heredaban de la madre (matrilineales) (Patiño, 1983: 225). Entre los muzos la manera como una persona llegaba al poder de una parcialidad, haciéndose señor o cacique, no era por herencia de mando, sino por un criterio de selección muy simple: quien fuese valiente y brioso, capaz de sembrar una mayor cantidad de maíz, con el cual preparaba chicha para convidar a sus vecinos a grandes fiestas, era obedecido y reconocido como jefe. Para el caso muisca, esta situación se podía presentar en las parcialidades, pero no en las capitanías ni en la provincia mayor, donde el mando se transmitía por línea materna al sobrino hijo de hermana, pero de determinados pueblos. Por esta razón, cuando murió Bogotá durante los enfrentamientos con los conquistadores, Saxipa, uno de sus sobrinos 7  Los cercados eran de forma cuadrada, las paredes elaboradas de cañas entretejidas de dos brazas y media de altura (aproximadamente 420 cm), aunque los maderos que sostenían las gavias alcanzaban entre 8-10 varas (aproximadamente 700 cm); la longitud del cercado podía alcanzar los 400 metros por lado y lado. Tenían calzadas o carreras que se orientaban hacia determinados sitios rituales (Simón, III: 187-188; Pradilla et al., 1992: 38).

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y capitán general, quizo gobernar alzándose con todo el oro y riquezas de su tío cuyo paradero conocía muy bien, yéndose con muchos guerreros hacia las sierras del lado de los panches. Sin embargo, los súbditos de Bogotá no lo reconocieron, ya que tenía que ser el sobrino de Chía, “porque ninguno puede ser Bogotá, sin que sea primero Chía” (Fernández de Oviedo, 1956, III: 122). Como padre y madre primigenios tenían al sol y a la luna, a quienes les rendían tributo, no como a dioses sino como a progenitores, a quienes invocaban con sus tambores, trompetas y flautas para evitar los eclipses y hacer regresar la luz, y también para repeler las tormentas y el mal tiempo.

5.4 El intercambio y la conexión de los Andes con los valles interandinos A pesar de las diferencias interétnicas, los chibchas realizaban intercambios con grupos vecinos, especialmente del valle del río Magdalena, donde tenían dos grandes mercados o ferias. Uno era al sur, en cercanías de Neiva, tierra de los yaporoges o poinas, que ocupaban ambas riberas entre los ríos Coello y Lache; estos se dedicaban a la minería fluvial aprovechando la presencia de grandes vetas de oro, que fundían y labraban para elaborar preciosas piezas orfebres; con ellos, los chibchas intercambiaban orfebrería por mantas finas, sal y esmeraldas. Esta región era la principal fuente del oro que usaban los chibchas del altiplano y que transportaban los indígenas de Pasca (Simón, 1981, III: 403). El otro mercado se ubicaba al norte en territorio del cacique Sorocotá en la provincia de Vélez, a donde acudían los indígenas bogotaes, tunjas, sogamosos, guanes, chipataes, agataes, saboyaes y otros más con los frutos de sus tierras para intercambiar por el oro que extraían los agataes y sus vecinos que ocupaban la vertiente del río Magdalena (Simón, 1981, III: 404). Los muiscas eran tan buenos comerciantes, especialmente con la sal que producían en enormes cantidades y con la que obtenían algodón, tabaco, oro y otros productos exóticos de tierras cálidas, cuyo intercambio llegaba hasta recónditos territorios como Barrancabermeja (La Tora), Mariquita y el sur del Nuevo Reino de Granada, que sus vecinos muzos les llamaban nipas, es decir “mercaderes”. Afirmaba el cronista fray Pedro Simón (1981, III: 403) que “eran grandes logreros, pues si para el tiempo que fiaban sus mercancías no se les acudía con la paga, era ley que cuantas lunas pasasen del tiempo señalado, fuese creciendo la deuda por

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mitades, con que muchas veces venía a hacer el número de la deuda crecidísimo sobre lo que valía lo que la habían contraído”. Las redes de intercambio jugaron un papel importante en la consolidación de los lazos comerciales, sociales, políticos, religiosos y militares, tanto al interior de las confederaciones muiscas (Bacatá, Hunza, Duitama, Sugamuxi), como con comunidades vecinas chibchas, tanto de la cordillera Oriental (Cocuy, Santanderes) como del valle del río Magdalena, que pertenecían a otros grupos lingüísticos (Karib). Este intercambio buscaba la ubicación de excedentes económicos, la obtención de productos exóticos para resaltar la posición social, la participación en ceremonias religiosas y el fortalecimiento de los lazos de amistad. Además del sistema de mercados, existió el intercambio de ofrendas en sitios sagrados para los chibchas y otros grupos vecinos. De esta manera, en el templo del Sol de Sogamoso, Boyacá, se han hallado piezas orfebres de fabricación Quimbaya, tumas de la Sierra Nevada de Santa Marta, conchas marinas y adornos líticos del Cocuy (Silva, 2005: 327); en Madrid, Cundinamarca, en un sitio ritual del período Herrera, se excavaron fragmentos cerámicos decorados provenientes del valle del río Magdalena (Rodríguez y Cifuentes, 2005); en Facatativá, hacia el suroeste de la sabana de Bogotá, Haury y Cubillos (1953) reportaron cerámica del valle del Magdalena, y a su inversa, en Tocaima se hallaron vestigios provenientes de la sabana de Bogotá (Mendoza y Quiazúa, 1992). Esta situación obedecía a que las fronteras entre los distintos grupos étnicos eran fluidas y dinámicas, puesto que todos necesitaban de productos que solamente se daban en otros pisos térmicos. De esta manera, a pesar de la profusión de descripciones sobre las diferencias entre muiscas y panches, existían tierras de nadie en Subachoque donde se cultivaban temporalmente productos de tierras cálidas que requerían de asentamientos transitorios para su cuidado; una vez recolectadas las cosechas, se abandonaban las tierras (Bermúdez, 1992). Al interior de las confederaciones muiscas existían igualmente fronteras fluidas, por ejemplo en el alto valle de Tenza entre Tunja y Bogotá, donde mientras que las descripciones etnohistóricas las refieren como tierras del Zaque (Tunja), la cerámica reportada en excavaciones arqueológicas es de estilo sureño (Zipa), tanto en contextos funerarios como domésticos, aunque el patrón funerario es de tipo septentrional (pozos simples ovales con tapa de laja) (Lleras, 1989: 106). Otro caso interesante se refiere al hallazgo de un esqueleto femenino (T-110) (Figura 42) con características físicas panchoides en un cementerio muisca del siglo XIII d. C., enterrado de manera diferente al resto de tumbas (Botiva, 1989).

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Estas evidencias documentales y arqueológicas señalan que las poblaciones prehispánicas no vivían aisladas, ni en el ámbito cultural ni en el biológico, pues intercambiaban bienes exóticos y mujeres, dentro de una pauta de exogamia matrimonial. Esta imagen dista de la versión de los cronistas europeos sobre el estado de guerra permanente en que supuestamente vivían las comunidades indígenas, y el presunto papel civilizador de las tropas conquistadoras al reconciliar bárbaras tribus.

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Figura 16. Sistema de canales y camellones de damero junto a Los Lagartos, Bogotá (Fotografía aérea del IGAC 1956, Vuelo C - 778, Foto 869; en Boada, 2006: 93).

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Capítulo 6

Los muiscas del altiplano Cundiboyacense 6.1 Las confederaciones muiscas

S

obre las poblaciones que ocupaban el altiplano Cundiboyacense en el siglo XVI (Figura 1) existe mucha mayor cantidad de información escrita recabada por los cronistas de Indias e historiadores, que arqueológica8 y bioantropológica9. Así, por ejemplo, los cronistas señalaron que los muiscas habían alcanzado un alto nivel de jerarquización social, de tal manera que los caciques de las principales confederaciones (Bogotá, Tunja, Sogamoso, Duitama) supeditaban unidades políticas menores; poseían cercados que rodeaban sus aposentos, con varias viviendas para sus allegados, vituallas y armas; tenían varias mujeres; recibían tributo; heredaban por línea materna el cacicazgo; organizaban la sociedad, la guerra y las celebraciones festivas con grandes cantidades de comida y chicha; usaban mantas pintadas vedadas al común del pueblo, y disfrutaban de cotos de caza de venado; finalmente, eran enterrados en sitios ocultos con grandes pompas, y sus cuerpos momificados y cubiertos con muchas ofrendas orfebres. Los caciques no eran iguales, pues según su linaje detentaban diferentes títulos equivalentes a los nobiliarios españoles: el cacique de Bogotá ostentaba un título equivalente a rey; el de Suba, a virrey; Guatavita y Ubaque equivalían a duques; Tibacuy, por su parte, a conde (Simón, 1981, III: 391). La economía de los muiscas se sustentaba en la explotación de varios pisos térmicos para la producción e intercambio de diversos cultígenos (maíz, papa, cubios, ibias, chuguas, arracacha y batata, según el clima), con una productivi­dad alta en virtud de las tierras tan fértiles y climatológi­camente privilegiadas. Lo producido en los cultivos era complementado mediante el intercam­bio con grupos vecinos de diferentes pisos térmicos, la domesticación de curí y quizá de patos; la cacería

8  Ver síntesis en Boada, 2006: 35-58. 9  Ver síntesis en Rodríguez, J.V., 2001.

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y mantenimiento en corrales de venado y otros animales de monte; y la pesca y la recolección de crustáceos e insectos. La vivienda era de madera con techo de paja a dos aguas, y variaba en tamaño; algunas casas eran chicas, y otras grandes y mayores, según la jerarquía del jefe de casa, pues los caciques tenían cercados como alcázares con muchos aposentos y patios en su interior, adornados de pinturas (Fernández de Oviedo, 1979, 125). Los matrimonios se realizaban, por lo general, entre miembros de diferentes bandos, aunque “no existía ninguna desaprobación en contra de matrimonios entre personas de la misma parte” (Broadbent, 1964: 33-34). Respecto a la organización social y política de los muiscas se ha planteado que los grupos domésticos estaban constituidos por familias nucleares; un conjunto de hermanos residía con sus esposas e hijos en unidades domésticas próximas encabezadas por un hermano mayor; los miembros de la misma unidad de filiación de la generación anterior, el denominado “hermano de la madre”, de quienes aquellos reciben sus derechos, formaban parte del grupo local, de acuerdo con la regla de residencia avunculocal (Correa, 2004). Los matrimonios eran poligínicos, pudiendo el novio tener tantas mujeres cuanta disponibilidad económica y social poseía, teniendo en cuenta que la alianza se realizaba entre grupos sociales y no entre individuos. Los asentamientos eran tanto nucleados en pequeñas aldeas, como dispersos en casas aisladas integradas por grupos nucleares. No se ha confirmado la existencia del “Valle de los Alcázares” ni de palacios, como lo describieran los cronistas del siglo XVI. El lugar de residencia de la familia era avunculocal (residencia en la comunidad del hermano de la madre), es decir, la residencia de los miembros de una misma línea vista en generaciones consecutivas se alterna, en donde una vez casada la hija, ella retornaría al grupo doméstico al que pertenece su propia madre, mientras que los hijos varones permanecen con el padre (Correa, 1998: 15). Este sistema genera una mayor movilidad de las mujeres, ya que proceden de diversos pueblos y nunca son originarias de la localidad del cónyuge, esperándose, por consiguiente, una disminución de la variación intergrupal y un incremento de la variación intragrupal para el sexo femenino, tal como se aprecia en sistemas matrilineales. La unidad de la organización social muisca estaba constituida por las capitanías o parcialidades, grupos exógamos matrilineales a nivel intralocal, endógamos en sentido interlocal, cuyo poder lo heredaba el sobrino, hijo de la hermana del cacique, pues se tenía la certeza de que el hijo de la hermana era del mismo linaje (Simón, 1981, III: 195). En realidad, lo que se pretendía era garantizar el control del poder político en el seno de determinados linajes, que se mantenía mediante

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el intercambio de mujeres. Así, el cacique de Bogotá era sucedido en primer lugar por el sobrino residente en Chía; el sucesor de Tunja provenía de Ramiriquí; el de Sogamoso era de Tobasía, Firavitoba o Coasa; el cacique de Cáqueza procedía de Fustoque o Chuquene; y de esta manera se establecían grupos locales alternativos para la sucesión en los cacicazgos. En tanto que grupo doméstico, la unidad del linaje descansaba en la relación entre el hermano de la madre, las hijas de su hermana y los hijos de ésta; en cuanto grupo de descendencia local, la unidad de linaje reposaba en un conjunto de jefes de grupos domésticos relacionados por consanguinidad común que estaban regidos por un “hermano mayor” (Correa, 1998: 10). Las unidades análogas estaban articuladas entre sí, pues su existencia exigía de contrapartida para su propia reproducción en la filiación, matrimonio, residencia y sucesión. Según su jerarquía y magnitud se dividían en capitanías menores (uta) y mayores (sybyn). Un grupo de capitanías constituía una unidad mayor denominada por los españoles pueblo o cacicazgo. Los caciques estaban igualmente jerarquizados e influidos militar y políticamente, sometiéndose a confederaciones o reinos: Bacatá, al sur del altiplano; Hunza, al centro; Duitama y Sugamuxi al norte. Algunos pueblos mantenían su carácter independiente, como Moniquirá, Ráquira, Suta y Sorocotá. Por otro lado, los centros religiosos de Guatavita y Sogamoso ejercían un gran poder político en el mundo muisca. Así, en la Relación de Tunja de 1610 se señala: [...] las parcialidades de los indios, son capitanías en los pueblos; en algunos hay tres y cuatro y más capitanes, según la cantidad de gente; empero cacique no hay más de uno en general en cada pueblo; este es el señor principal y a quien todos los capitanes y demás indios reconocen y están sujetos [...] el dominio que los caciques solían tener antiguamente sobre los indios, era muy grande; pero ya se ha reducido a tan pequeño que ahora es ninguno [...] en lo que acuden a reconocer a sus caciques, es en hacerles sus sementeras y cogérselas [...]. (Patiño, 1983: 361)

Era tal la sujeción de los indígenas por parte del cacique, “[...] que ninguno podía poner su manta pintada ni comer carne de venado ni matalle y si lo hacía era castigado gravísimamente, ni podía tener ni poseer oro ni traelle sin licencia de su cacique y señor [...]”, refiriéndose al vedado de venados que poseían los grandes señores para su despensa (Patiño, 1983: 65).

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Sin embargo, los datos históricos y arqueológicos permiten reconstruir una sociedad no muy jerarquizada que no se ajusta al modelo de unidades políticas centralizadas en manos de un poder único, que subordina a su vez a otros jefes. Al contrario, la jerarquía política encaja en el modelo denominado “modular” o “celular”, en el que el control territorial no es muy estricto ni continuo (Gamboa, 2010: 59). Esto se confirma por el hecho de que las fronteras eran muy fluidas y dinámicas, conectadas mediante un amplio sistema de intercambio de productos de tierras templadas (arracacha, papa, otros tubérculos) y cálidas (algodón, coca, tabaco, animales exóticos); además, por el hecho de que los asentamientos se ubicaban en valles separados por montañas y zonas anegadizas que impedían altas concentraciones poblacionales. Igualmente, las investigaciones arqueológicas no evidencian la presencia de grandes aldeas o centros urbanos,10 como lo habían advertido Haury y Cubillos en 1953, quienes recorrieron toda la sabana de Bogotá en los años 1940 cuando ésta no estaba tan urbanizada.

6.2 Los muiscas de Bogotá La frontera entre los muiscas de Tunja y Bogotá se hallaba entre Turmequé, primer pueblo de Tunja, y Chocontá, el postrero de Bogotá (Aguado, 1956, I:280). El Zipa, cacique de Bogotá, era el jefe principal de esa tierra, y era respetado y obedecido por todos los demás caciques que le tenían como señor; también le respetaban algunos panches de la ciudad de Tocaima y algunos indios de los Llanos que le traían cada año sus tributos (Tovar, 1987: 77). El Zipa Sachanmachica inició las guerras de expansión, y sometió a Fusagasugá y a su aliado Tibacuy, estableciendo allí guarniciones de guechas para salvaguardar su territorio. Su sucesor Nemequene continuó la expansión hacia las regiones de Ubaque y Guatavita –este último subordinaba Tocancipá, Suesca y Chocontá–, extendiendo sus dominios hacia el norte hasta el pueblo de Chocontá. Posteriormente, dominó a los caciques de Ubaté, Susa, Simijaca y Saboyá, incluyendo a Tausa, sujeta a Ubaté (Falchetti y Plazas, 1973: 41). Hacia el sur (Sumapaz) había unos páramos muy fríos donde la gente se mantenía solamente de turmas (papa) y raíces debido a los continuos 10  Exceptuando el Cercado Grande de los Santuarios de Tunja (Figura 20) (Pradilla et al., 1992); Monquirá, Sogamoso, en torno al templo del Sol (Silva, 2005) (Figura 18); posiblemente la zona de la hacienda las Mercedes en Suba (Boada, 2006) (Figura 17) y Soacha (a juzgar por los enormes cementerios excavados desde los años 1940) (Langebaek et al., 2009; Reichel-Dolmatoff, 1943; Silva, 1943) (Figura 41).

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hielos; desviándose hacia la derecha hacia el poniente, el capitán Céspedes encontró las tierras de los panches de Conchima cuando iba en busca de nuevos descubrimientos en las fronteras de Bogotá. De esta manera, a la llegada de los españoles los dominios del Zipa (sihipkua) cubrían los territorios de Saboyá al norte, frontera con los muzos; al nordeste hasta Chocontá; al sur hasta Tibacuy, Fusagasugá y Pasca, límite con panches y sutagaos; al sureste hasta los páramos de Atravesado y Chingaza y los farallones de Medina, que delimitaban la frontera natural con los guayupes (Falchetti y Plazas, 1973: 42). En el Interrogatorio sobre el pleyto entre Gonzalo Suárez y Pero Vázquez por los indios de Ycabuco [ca. 1550], junto al repartimiento de Bogotá se mencionan Boza, Hontibón, Cota, Machetá, Suesca, Chía, Chocontá, Guasca, Sopó, Guatavita, Ubaté y Symyjaca (Tovar, 1993, III: 173). Algunos hallazgos realizados en la región del alto río Guatiquía, en la vía hacia los Llanos, señalan la afinidad del material cerámico local (Guatavita desgrasante gris y desgrasante tiestos) con la tradición alfarera muisca, por lo que se plantea la posibilidad de que la región estuviera ocupada por un grupo dependiente de los caciques muiscas, o de que se tratara de un territorio independiente políticamente, pero ligado culturalmente al mundo muisca (Escobar, 1986: 120). Antes de la expansión del señor de Bogotá, el cacique de Guatavita era respetado y reverenciado, pues le tenían “como a mayor señor y de mayor linaje, sangre y prendas” (Simón, 1981, III: 324), por poseer el centro religioso más importante del mundo muisca, localizado en la laguna de Guatavita. Al Guatavita se supeditaban los poblados del valle de Gachetá; estos límites no eran fijos y dependían de la situación política entre el Guatavita, el Zipa y el Zaque (Pérez, P.F., 1990; Sáenz, 1986). Lo cierto es que Guatavita disponía de una gran variedad de productos por su acceso a diferentes microclimas, entre ellos sal, coca, algodón y oro, motivo de intercambio con sus vecinos por intermedio de comerciantes especializados, entre los que se destacaban los de Guasca. En alguna época anterior a la conquista, el poder religioso de Guatavita primaba sobre el poderío militar del Bogotá, pues mientras el último lograba juntar más de 30.000 hombres de guerra, el primero solamente alcanzaba 2000, aunque contaba con el apoyo del Ramiriquí. Por esta razón, debido a su supremacía numérica el Bogotá terminó conquistando y avasallando al Guatavita. Juan Rodríguez Freyle narraba en 1636: […] Bogotá era teniente y capitán general de Guatavita en lo tocante a la guerra; pues sucedió que los indios de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí, Une,

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Fusagasugá, y todos los de aquellos valles que caen a las espaldas de la ciudad de Santa Fe, se habían rebelado contra Guatavita, su señor, negándoles la obediencia y tributos, y tomando las armas contra él para su defensa [...] para cuyo remedio despachó sus mensajes a Bogotá, su teniente y capitán general, ordenándole [...] juntase sus gentes, y con el más poderoso ejército que pudiese entrase a castigar los rebeldes [...] En cuya conformidad, el teniente Bogotá juntó más de treinta mil indios, y con este ejército pasó la cordillera, entró en el valle y tierra de los rebeldes [...] alcanzó la victoria, sujetó los contrarios, trajóselos a obediencia, cobró los tributos de su señor, y rico y victorioso volvióse a su casa. (1985: 31-34)

El Bogotá se enalteció con esta victoria, y al calor de la fiesta de celebración del éxito militar y henchido por el clamor de sus súbditos decidió supeditar al Guatavita. Este, advertido de las intenciones de su adversario, organizó un ejército de dos mil guerreros; también solicitó ayuda al Ramiriquí de Tunja. El Bogotá para ese entonces había juntado 40.000 hombres –cifra muy exagerada para la época– con los que doblegó fácilmente al Guatavita y a sus aliados, haciendo en ellos una gran matanza y atrayéndolos a su obediencia. Con la victoria a sus espaldas, narra Rodríguez Freyle (1985: 43), el Bogotá partió del campo de Guatavita con más de 50.000 indios de pelea a enfrentar los ataques de panches por el sur y la entrada de los españoles por la provincia de Vélez. El Zipazgo estaba dividido en varias unidades medias de poderío similar, que Saguanmachica, Nemequene, Tisquesusa y, finalmente, Saquesazipa, sucesivamente integraron en un dominio que se extendía desde Chocontá hasta Fusagasugá, convirtiendo al señor de Bogotá en un jefe muy poderoso –máxime cuando existían profundas diferencias entre el Tunja, el Duitama y el Sogamoso, lo que les impedía conformar una sola unidad política. La aparición de las huestes españolas impidió este proceso de integración político-militar que pudiese haber finalizado con la extensión de los dominios del Zipa (Londoño, 1988: 26-27).

6.3 Los muiscas de Tunja El Zaque (usaque), cacique de Hunza, extendía sus dominios absolutos sobre los valles cercanos a Tunja, donde existían al menos diez cercados, dos mercados y varios sitios rituales, como el Pozo de Donato, los Cojines del Diablo, las Moyas y La Cuca (Figura 20) (Pradilla et al., 1992: 21). Hacia el occidente abarcaba los valles de Cucaita y Sora;

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hacia el sur, los valles de Tenza, Garagoa y Somondoco. Como ya hemos dicho, la frontera con el Bogotá estaba en una zona más allá de Turmequé. No obstante, existían varios pueblos independientes, como Villa de Leiva, y otros que ocasionalmente se supeditaban al dominio del Zaque, pero dependiendo de su poderío y lejanía del centro del poder político podían asumir posiciones evidentemente independientes. Tundama (Duitama), por ejemplo, sobresalió por su lucha de independencia ante vecinos y españoles. Al respecto comentaba Pedro Simón (1981, IV: 105): Fue siempre el cacique Tundama o Duitama, tan valeroso, que en él parece se había encerrado toda la dificultad de la conquista y pacificación de los indios de la provincia de Tunja. Pues estuvo con muchas rebeldías hasta muchos días después que los demás estaban ya pacíficos. Y así fue necesario tomar de propósito para que él lo estuviera, el conquistarlo [...] aunque siempre con determinación, por ser tan belicoso, de defenderse y no reconocer a nadie vasallaje.

De aquí, se deduce que si el indómito Tundama no se doblegó ante los españoles, mucho menos lo hizo ante sus vecinos muiscas, menos poderosos. Sin embargo, se encontraba en la zona de influencia de la provincia de Tunja, quizá mediante el sometimiento a la supremacía numérica y bélica del Zaque. Junto al repartimiento de Duitama en el Interrogatorio sobre el pleyto entre Gonzalo Suárez y Pero Vázquez por los indios de Ycabuco (Tovar, 1993, III: 174) se mencionan Honzaga, Turmequé, Sachica, Saquençipa, Subta, Monquirá, Sora, Cuqueyta, Toca, Guacheta, Lenguasaque, Garagoa, Ubeyta, Chiramyta, Tibasosa, Totaguaquira (pueden ser Tota y Guáquira), Vaganique, Boza, Machetá y Chocontá. A Duitama se supeditaban Cerinza, Chitagoto, Paipa, Soatá, Onzaga, Susacón y otros pueblos (Falchetti y Plazas, 1973; Ramírez y Sotomayor, 1989: 187). La lengua duit que allí se hablaba era un dialecto chibcha bastante diferenciado (Ortiz, 1965: 47). Soatá, ubicado en un valle sobre el río Chicamocha, era considerado uno de los repartimientos más importantes, no solamente de la provincia de Tunja, sino de todo el mundo chibcha, pues era un poblado fuerte, por ser la puerta de entrada al territorio muisca; allí se sembraba coca en abundancia, de vital trascendencia en el comercio prehispánico. Sus tierras resultaron de gran fertilidad, muy buenas para la cría de ganado y la siembra de maíz (Tovar, 1993, III: 181). Es probable, entonces, que su acceso fuese disputado por varios grupos étnicos. Hacia el sureste de Tunja, entre el altiplano y el llano en los valles de los ríos Lengupá, Tunjita y Upía, se hallaba el territorio de Tegua, que mantenía relacio-

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nes comerciales con Guatavita, Somondoco, Garagoa, Úmbita y Tota en el alto Upía, a quienes proveía de algodón, maní, maíz, miel, cera negra, yopo, totumas, guacamayas, papagayos y panes de sal. Incluía los pueblos de Campohermoso, Santa María, Los Cedros, Macanal, Recetor (Boyacá) y Chámeza (Casanare). Sus yacimientos arqueológicos consisten en múltiples terrazas para viviendas, enterramientos, sitios con iconografía rupestre entre 700 y 1800 msnm, y zonas de explotación de sal en Vijua, donde predomina la cerámica Valle de Tenza gris que corresponde a la etnia muisca (Huertas, 2005; Pérez y Huertas, 2005).

6.4 Los muiscas de Sogamoso La mayoría de templos muiscas eran simplemente bohíos, con barbacoas y poyos a la redonda, donde se colocaban figuras orfebres, de madera y pintadas sobre mantas de algodón, otras de barro blanco o de cera, de ambos sexos, con cabellos largos o cortos. También tenían figuras humanas de barro, huecas, por cuya cabeza colocaban ofrendas orfebres que representaban serpientes, ranas, lagartijas, mosquitos, hormigas, gusanos, leopardos, monos, raposas, aves y otros animales. Luego cubrían la cabeza de la figura con un bonete redondo o de cuatro picos, ya sea de plumas o de barro. En el suelo tenían una vasija donde también colocaban ofrendas. Una vez llenas ambas vasijas, el jeque las enterraba fuera del templo (Simón, 1981, III: 378-379). Dentro de las ofrendas a sus diferentes dioses (el sol, Chibchacum, Bochica, Bachué o amparo de todas las legumbres, Cuchaviva o arco iris, Nencatacoa o dios de las borracheras, pintores y tejedores, Chaquen, quien tenía a su cargo la premiación de los más valientes) se encontraba oro, esmeraldas, caracoles marinos y cuentas de piedra traídas desde la Sierra Nevada de Santa Marta, lo que señala la importancia del intercambio de bienes rituales entre los grupos andinos. El nivel de independencia de Sogamoso, supremo agorero y cabeza de los jeques, señalado por su gran importancia religiosa entre los muiscas por encontrarse allí el denominado Templo del Sol, principal centro religioso muisca, sigue en discusión. De acuerdo con el cronista Juan de Castellanos (1997: 1161), el Tunja recibió ayuda del Sogamoso en su lucha contra el Bogotá con más de 12.000 hombres de guerra valientes, para enfrentar a Nemequene; de esta manera, figuraría como aliado y no como sujeto al Tunja (Londoño, 1992:9). A Sogamoso se sujetaban Betéitiva (que a veces tributaba al Tundama), Bombazá, Busbanzá, Coasá, Cosquetivá, Cravo, Labranzagrande, Firavitoba, Gámeza, Gómeza, Pisba, Soacá, Tota y otros pueblos

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(Falchetti y Plazas, 1973: 62; Ramírez y Sotomayor, 1989: 186; Tovar, 1987: 22). Hacia el norte se pudo extender hasta Jericó, aunque en esta región no está clara la delimitación entre muiscas y laches (Pérez, P.F., 1997). Cuando llegaron los españoles a Sogamoso a finales de agosto o principios de septiembre de 1537, se maravillaron con un templo construido sobre recios maderos de guayacán provenientes de los llanos Orientales (Figura 18). El piso y las paredes estaban recubiertos en espartillo, el techo estaba trenzado en paja, y las entradas eran muy pequeñas y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales, repitiendo la visión cósmica del mundo muisca. En su interior, los españoles encontraron momias dispuestas sobre andamios, con adornos de oro y otros objetos. Al dejar las antorchas sobre el piso elaborado con tejido de esparto, con el fin de liberar las manos para saquear mayor cantidad de tesoros, los dos soldados que penetraron a hurtadillas aprovechando la oscuridad de la noche provocaron el fuego que reduciría a cenizas una de las construcciones más veneradas por los muiscas. Se dice que su incendio continuó durante más de un año por la presencia de gruesos maderos y la cantidad de paja y espartillo que contenía. Los cronistas se maravillaron con este templo por su “extraña grandeza y ornato, que decían los indios ser dedicado al dios Remichinchagagua, a quien veneraban mucho con sus ciegas supersticiones e idolatrías” (Aguado, 1956, I: 294). En la sierra nevada del Cocuy, provincia de los laches, existió otro templo del Sol en un valle al lado de la cordillera. En cierta colina alta del templo tenían puestos unos platos o patenas de oro que resplandecían cuando les daba el sol, haciéndolos visibles desde muy lejos. En su interior tenían adornos orfebres, caracoles marinos y cuentas de piedra, al igual que ricos enterramientos de personajes principales (Aguado, 1956, I: 338). Casi 470 años después fallecería un venerable personaje, arqueólogo, docente e investigador de la cultura muisca, don Eliécer Silva Celis, quien desde 1942 hasta su deceso dedicaría todas sus energías y tiempo a la reconstrucción del Templo del Sol (Figuras 18, 19). Ávido lector de las crónicas de Indias y ferviente creyente en el espíritu religioso de los muiscas, el profesor Silva dedicó su vida a la ubicación de los vestigios del Templo del Sol para recuperar su memoria para la posteridad. En esa época, la principal fuente de documentación para el inicio de las investigaciones arqueológicas eran los cronistas, por lo que con base en la acuciosa lectura de Aguado, Castellanos, Oviedo, Piedrahita, Simón, Zamora y otros, además de alguna información etnográfica recabada por algunos curiosos del siglo XIX, se trataba de reconstruir la geografía de los relatos, la forma y tamaño de los bohíos y

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recintos rituales, los objetos depositados como ofrenda, las acciones allí realizadas y los vestigios que se podían hallar mediante excavaciones arqueológicas. Don Eliécer Silva revisó con detalle el informe presentado en marzo de 1924 por una comisión integrada por Gerardo Arrubla y el general Cuervo Márquez, quienes habían sido enviados por el Ministerio de Instrucción Pública para analizar los hallazgos del señor Izquierdo en su terreno de Sogamoso, consistentes en huellas de columnas de madera, piezas de oro y otros objetos. Durante tres días de excavaciones se sacaron a la luz huellas de 80 cm de diámetro de madera procedente de los llanos de Casanare, y reportes, según ellos fidedignos, sobre la presencia de huesos humanos cerca de estos postes. Cierto señor Peñuela agregaba, además, que la supuesta forma del techo era como la de las pagodas nepalesas y japonesas (Montaña, 1994). El profesor Silva abordó con visión crítica el informe, planteando al Centro Histórico de Sogamoso que lo que describían los autores no eran las huellas del templo, sino de parte del cercado, pues la planta hallada no era circular sino rectangular. Agregó que la forma del techado o cubierta no se podía deducir con los datos encontrados, además de que no correspondía con los relatos sobre la arquitectura muisca. Acotó también que la presencia de huesos humanos bajo los troncos no constituía prueba de la presencia del templo, pues según la tradición muisca los sacrificios se realizaban igualmente durante las construcciones de los cercados y bohíos. Según los datos obtenidos del informe del Ministerio, el investigador Silva, apoyándose en la información de los cronistas, concluía que los materiales recolectados había que analizarlos en laboratorio para una mayor precisión, que la información recabada en predios del señor Izquierdo no era compatible con una quema como la descrita por los cronistas para el templo, y que más bien en terrenos aledaños se apreciaban huellas de un gran incendio, como cenizas y carbones en gran cantidad (Silva, 2005: 180).

6.5 Pueblos independientes En las Relaciones Geográficas algunos pueblos laches (Guacamayas, Panqueva, Cocuy, Cochavita, Chiscas, Chita, Ura, Cheva, Chusbita) fueron incluidos dentro de la Provincia de Tunja con el fin de tasar el número de tributarios, lo que señala las buenas relaciones entre las provincias de Tunja, Sogamoso y Cocuy, pues los españoles no

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fusionarían enemigos ni poblaciones culturalmente disímiles (Tovar, 1987: 87-88). Los cronistas también resaltaron estas buenas relaciones (Simón, 1981, III: 434). Otros pueblos como Saquencipa (localizado en la jurisdicción de Villa de Leiva), Sáchica y Tinjacá eran señores libres (Tovar, 1970). Falchetti y Plazas (1973: 45) añaden los caciques de Moniquirá, Ráquira, Sutamarchán y Chiquiza. Por su parte, Londoño (1987) agrega Samacá, Sora, Gachantivá y Sorocotá. Chiquinquirá, considerado también independiente, gozaba de una privilegiada posición estratégica por la cobertura de climas cálidos, templados y fríos, lo que le brindaba el acceso a una gran variedad de productos. Habría que definir el carácter independiente de estos caciques. Lo cierto es que antes de la llegada de los españoles el territorio muisca era un mosaico de cacicazgos de regular tamaño integrados por Tundama (Duitama), Sogamoso, Hunza (Tunja), Saquenzipa, Monquirá, Ubaté, Guatavita, Guasca, Bacatá (Bogotá), Ubaque y Fusagasugá. Aquí riñen los datos etnohistóricos con los arqueológicos (Londoño, 1992: 12). Todo el territorio se encontraba fragmentado en unidades de tamaño medio, con poderío local, de intereses rentistas que trataban de beneficiar a sus propias localidades y se apegaban a aliados estratégicos en la medida que se agudizaban las contradicciones entre los grupos enemigos. Al incrementarse el poderío económico, político, militar y demográfico de algunas regiones como Bogotá, las localidades menores se fueron integrando con las mayores. Así, la elaboración de un mapa de distribución de las comunidades chibchas de los Andes orientales hacia la llegada de los españoles, debe tener en cuenta la flexibilidad cronológica, espacial y cultural de sus fronteras. Para nuestro caso, hemos simplificado el mapa aproximado de distribución, teniendo en cuenta las propuestas de Falchetti y Plazas (1973), Ramírez y Sotomayor (1989), Londoño (1988, 1992) y recientes resultados arqueológicos y etnohistóricos (Moreno y Pabón, 1992; Pérez, P.F., 1997; Ramírez y Sotomayor, 1989)(Figura 1). Por esta razón, se colige que el proceso de surgimiento y consolidación de la sociedad muisca no fue homogéneo, por la gran diversidad de poderes locales. Las dos confederaciones más fuertes, Bacatá y Hunza, eran muy diferentes, como bien lo explica fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales: [...] no solamente eran diferentes en los ánimos, trayendo sangrientas guerras entre los dos [...] sino también en las len­guas, porque aunque convenía en algunos vocablos, eran tan pocos que se enten­dían muy poco los unos de los otros [...] no tenían lengua común en sus tierras sino que cada pueblo hablaba con su idioma

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diferen­te [...] Si lo tenían de ventaja los bogotaes que se entendía un poco más su lengua, pues se hablaba en toda la sabana que ahora llamamos Bogo­tá [...] en saliendo de la sabana y sus pueblos a cualquier parte, comienzan mil diferencias [...] y cuanto más se van desviando de ella, mayores van siendo las diferencias hasta venirse a no entender unos a otros. (1981, IV: 158)

Los estudiosos de las lenguas chibchas en el siglo XVI advirtieron la diversidad de dialectos que se hablaban en el altiplano Cundiboyacense, lo que dificultaba su aprendizaje.11 El lingüista Sergio E. Ortiz (1965: 46) cita una réplica de fray Diego Malo de Molina al arzobispo fray Luis Zapata de Cárdenas: Es imposible que verdaderamente la sepan por ser diferentes lenguas, y en un valle suele haber dos o tres lenguas, y en otros valles lo mismo, de manera que si algún clérigo sabe en alguna manera parte de la lengua Bogotá, no saben la del rincón de Suesca, ni Nemocón.

Empero, en la Relación de Popayán y del Nuevo Reino, de 1559-1560, se afirma que a pesar de haber guerras entre los caciques de Tunja y Bogotá, e incluso guarniciones para vigilar la frontera común, “[...] son los señores y caciques desta ciudad y los naturales, de la misma suerte y trato y manera de vivir y ritos y ceremonias que los de Santa Fe, sin haber diferencia ninguna [...]” (Patiño, 1983: 72). Pero se subrayan las diferencias climáticas entre ambas provincias. La de Tunja, por ejemplo, tenía más valles calientes donde se daba algodón con el que hilaban y tejían mantas. También era más numerosa en todos los mantenimientos y en naturales. De esta manera, desde la perspectiva ecológica las sociedades chibchas descritas se especializaron en la explotación del sistema andino, ocupando desde las partes altas del ecosistema del bosque subandino (1000 a 2300-2500 msnm), hasta el ecosistema andino propiamente dicho (2300-2500 a 3200-3500 msnm). En determinadas temporadas explotaban también las cotas bajas del sistema subandino a su alcance (por debajo de los 1000 msnm), las cuales compartían con sus vecinos. Estos últimos empleaban una táctica similar, pues, además de explotar ambientes de tierras cálidas, aprovechaban los recursos de climas más templados. Algo semejante ocurre hoy con los uwa (Osborn, 1995), y sucedía con los guayupes. El territorio de estos últimos participaba tanto de los altos de la cordillera como de 11  Loslingüístas señalan la presencia de una alternancia fonética ch-rr entre el sur (ch) y el norte (rr). Por ejemplo, mujer ha sido transcrita como fucha en el sur y fura en el norte (González M.E., 2006:41).

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lo bajo de los llanos, porque ”[...] desde donde el pueblo (San Juan) está puesto, para arriba está toda la serranía que cuelga y depende de la cordillera, donde toda la más de esta gente Guayupes están poblados, la cual es tierra no muy escombrada ni rasa, porque partes tiene y cría en sí grandes montañas, y a partes sabanas [...]” (Aguado, 1956, I: 587). La zona de transición o efecto de borde entre dos ecosistemas, denominada ecotono, constituía un ambiente bastante propicio para el hábitat, por cuanto las poblaciones se beneficiaban de los aportes de ambos biomas, pero representaba al mismo tiempo una franja de permanente conflicto por las disputas territoriales.

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Figura 17. Huellas de antiguos canales en la hacienda Las Mercedes.

Figura 18. Templo del Sol en Monquirá, Sogamoso.

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Figura 19. Excavaciones adelantadas en 1945 en predios del Templo del Sol (Eliécer Silva C.)

Figura 20. Hunza a la llegada de los españoles según el Equipo de Arqueología de la UPTC (Pradilla et al., 1992).

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Figura 21. Cráneos deformados de Tunja, Boyacá (colección UPTC).

Figura 22. Cráneos T-28B (izquierda) y T-88 (derecha) de Portalegre, Soacha.

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Capítulo 7

Los chibchas septentrionales 7.1 Las lenguas de los antiguos habitantes de la cordillera Oriental

A

l llegar los españoles al altiplano Cundiboyacense encontraron que había una gran diversidad de lenguas entre los propios muiscas, tanto así que los habitantes de Bogotá y Tunja se diferenciaban porque “no tenían lengua común en sus tierras sino que cada pueblo hablaba con su idioma diferente […]” (Simón, 1981, III: 158). La ventaja de los bogotaes era que tenían una lengua más unificada que se hablaba en toda la sabana de Bogotá; pero al salir de ella empezaban las diferencias, y a medida que aumentaba la distancia, mayores eran las distinciones lingüísticas. Los propios curas se quejaban de que no podían aprender la lengua moxca dado que en un mismo valle solía haber dos o tres lenguas, de manera que si aprendían la lengua de Bogotá, no se podían entender con la gente del rincón de Suesca ni de Nemocón. Y si se dirigían hacia los extremos de la cordillera, por ejemplo hacia Chita, Cuitiva y Toquilla, se diferenciaban aún más “de la lengua general de Tunja”. Por esta razón, los diccionarios muiscas elaborados en su momento por el padre Lugo, Acosta Ortegón, Uricoechea y otros presentan diferencias que pueden obedecer a que su fuente proviene de “lenguas distintas”12 del propio muisca (Ortiz, 1965: 46). Por otro lado, se agrega el problema de la inexistencia de una tradición escrita por parte de los antiguos habitantes que hubiera podido dejar un léxico para estudios comparativos, especialmente de la lengua que hablaban los jeques o sacerdotes, que era diferente de la popular. Finalmente, la extinción de numerosas lenguas que se hablaban en la cordillera Oriental debido a la reducción demográfica de la población nativa, al sometimiento a las nuevas costumbres culturales impuestas por los con12  La variante lingüística de la zona sur (Santa Fe) fue la que se declaró como lengua genera muisca (González M. E., 2006: 42).

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quistadores, y a la prohibición en el siglo XVIII de hablar en lenguas aborígenes, ha impedido contar con buena fuente de información para la reconstrucción lingüística. Una amplia síntesis de las clasificaciones de la familia lingüística chibcha la presentó Sergio Elías Ortiz (1965: 34-37), quien incluyó seis grupos13: Grupo chibcha 1. Chibcha o muisca o moska (sabana de Bogotá, Boyacá y Sarare) 2. Duit (Tundama) 3. Sínsiga (Chita, Chisgas) 4. Tunebo, con varios dialectos (Casanare) 5. Dobokubí (serranía de Perijá) 6. Varios dialectos extinguidos, como morkote, lache, subaske, guane, chitarero, guasika, tunja y tumeka. Tabla 8. Clasificación de las lenguas chibchas según Constela (1993: 109). Familia

Rama Duit-muisca Tunebo Aruaca Cuna

Chibcha

Dorasque-chánguena Guaimí-bocotá Boruca Viceíta Guatuso Rama Misquito Paya

Lengua Muisca Duit Tunebo Kogui (kaggaba) Ika (arhuaco) Wiwa (malayo) Kankuamo Cuna Dorasque Chánguena Guaimí Bocotá Boruca Bribri Cabécar Guatuso Rama Misquito Paya

Región Altiplano Cundiboyacense Cocuy Sierra Nevada de Santa Marta Colombia-Panamá Panamá Panamá Panamá Panamá Costa Rica Costa Rica Costa Rica Costa Rica Nicaragua Nicaragua Honduras

13  Para el grupo Muisca existen varios diccionarios que permiten un adecuado abordaje de la problemática lingüistica (Guisletti, 1954); sin embargo, para los grupos Guane, Chitarero y Lache las evidencias son muy escasas.

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Sin embargo, Adolfo Constela (1993: 107) plantea que hay que distinguir entre las relaciones probadas con certeza (Tabla 8) y las probables. La familia lingüística chibcha se extiende desde Honduras hasta Colombia con relaciones probadas, aunque se ha propuesto la inclusión de algunos probables grupos desde Florida, Estados Unidos, hasta el cono sur. Las lenguas con relaciones probadas son barí, chimila, kogui (kaggaba), wiwa (malayo), ika (arhuaco), kankuamo (atanquero), tunebo, muisca, kuna, dorasque, guaimí, bocotá, boruca, térraba-téribe, bribri, cabécar, guatuso, rama y paya, en lo que se ha denominado el microfilo payachibcha. Las relaciones macrochibchas con chocó, paez, guambiano, cuaiquer, andaquí, kamsá, cofán, katío, nutabe, betoi, colorado, yanomama y guarao no se han confirmado y continúan en el nivel de probabilidad. Los estudios glotocronológicos, que presentan las mismas dificultades que el reloj molecular, es decir, adolecen de una precisión cronológica, muestran que la fragmentación del protochibchense, la lengua ancestral de los chibchas, con la separación entre el paya (Honduras) y las lenguas chibchenses meridionales, se inició hacia el IV milenio a. C. A finales del III milenio a. C. ya se habría presentado la división de las lenguas chibchenses: vótica, ístmica (entre Panamá y noroeste de Colombia) y magdalénica (Colombia). Este desarrollo lingüístico parece que no estuvo acompañado de migraciones a gran escala ni de invasiones, aunque no se descarta “que las poblaciones chibchenses establecidas al este del Magdalena hayan resultado de inmigraciones a los territorios que ocupaban en el momento de la llegada de los europeos” (Constela, 1995: 47). De esta manera, los probables grupos chibchas de la cordillera Oriental son los yukpa (Perijá), los chitareros (provincia de Pamplona), los laches (Sierra Nevada del Cocuy) y los guanes (Mesa de Los Santos); los muiscas corresponderían a grupos chibchas, sin ninguna duda.

7.2 Los chitareros Los chitareros, conjunto de comunidades independientes, ocupaban la cuenca alta del río Zulia, al oriente de la provin­cia de Guane, en las regiones llamadas en la actualidad provincia de Soto, en Pamplona, Norte de Santander. Tanto sus relaciones comerciales y culturales como su delimi­tación geográ­fica se están definiendo principalmente con base en documentación escrita (López, 2007; Moreno, 1992; Moreno y Pabón, 1992; Pabón, 1992), y en menor medida en datos arqueológicos que permitan precisar sus delimitaciones cronológicas y es-

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tilísticas (Calle y Rodríguez, 1961; Moreno, 1992; Rochereau, 1938). Según el historiador Silvano Pabón (1992), estos pobladores se extendían desde las cuencas altas de los ríos Guaca y Servitá, cubriendo una amplia franja hasta el río Suratá, y abarcando las tierras del complejo minero colonial de Vetas y las Montuosas Alta y Baja. Este territorio incluía los pueblos de indios de San Andrés, Guaca, Tona, Charta, California, Matanza, Suratá y San José de Miranda (antiguo Tequia y Carcasí, posibles fronteras étnicas). Hacia el norte cubría las cuencas de los ríos Cucutilla, La Plata, y Pamplonita, y los valles de Zulia y Cúcuta, extendiéndose hasta San Cristobal y el Estado de Táchira en Venezuela. La frontera étnica norte y nororiental está poco definida. Hacia el oriente, los chitareros se asentaron en los valles del Chitagá, Silos, Labateca y Toledo, ampliando sus dominios hasta Venezuela por los valles del Táchira, San Cristóbal y el Torbes, hasta las estribaciones de la Cordillera de Mérida. Por este sector, tuvieron como vecinos a los tunebos o tames, comunidades del piedemonte andino que se extendía desde el río Tunebo, hacia los ríos Valegrá, bajo Chitagá y Ulagá (Pabón, 1992: 8). El río Guaca dudosamente se ha registrado como la divisoria entre chitareros y laches, mientras que Moreno y Pabón (1992: 5) señalan al río Listará o a la serranía existente entre los dos como posible límite étnico. Igualmente hay dudas sobre los límites con los guanes, que se han señalado desde la parte baja del río Suratá hasta el páramo de Santa Bárbara en la cabecera del río Umpalá. Por otro lado, Leonardo Moreno (1992: 46) afirma que los pueblos de Arboledas, Chopo, Guaca, Labateca, Servitá, Silos y Carcasí no pueden incluirse con certeza dentro del mismo grupo étnico. Los cronistas delimitaron la provincia de los chitareros en términos muy generales. Para Fernández de Piedrahita (1973, II: 446), “los umbrales de la Provincia de los chitareros corre entre los de Tunja y Mérida por cuarenta leguas de longitud”. Esta Provincia de los chitareros “es de toda serranía y algunas muy altas como las que llaman los Páramos de Pamplona” (Aguado, 1956, I: 446). Por otro lado, Simón (1981, IV: 256) afirma que “toda comarca del término de esta ciudad en su circunferencia, que goza de tierras muy frías, muy calientes y otras bien templadas, es doblada y acomodada para toda suerte de frutos de Castilla y de la tierra”. Los asentamientos eran dispersos, apartados unos de otros. Algunos se ubicaban en los valles que declinan más a calientes que a fríos, y que permiten establecer un dominio visual sobre el paisaje; otros estaban en clima templado sobre las riberas de los ríos, posiblemente más nucleados, como Chinácota, Ima y Bochagá, entre otros (Moreno y Pabón, 1992: 12). La vivienda se ubicaba en distintos pisos térmicos, cerca a fuentes de agua y en posiciones estratégicas. En el valle de Rábicha,

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Mutiscua, se han encontrado aterrazamientos (tambos) para vivienda en zona de laderas, con 3-5 viviendas asociadas a fuentes de agua (Moreno, 1992). Las casas de los principales seguían el principio de los cercados muiscas, con palos y cañas de carrizo y ramas de otros árboles, todo muy tupido y tejido. Al respecto fray Pedro Simón anotaba: La vivienda consistía en bohíos en forma rectangular y cuadrada cubriéndola con paja, porque ignoraban el arte de la teja, las paredes se formaban de maderos gruesos, encañadas con las partes de dentro y fuera y organizados con mezcla que hacían de barro y paja. La mitad de las paredes desde el piso les hacían incrustaciones de piedra. (1981, II: 320)

Los habitantes del valle de Santiago (Pamplona), región de forma triangular por la delimitación por lomas y quebradas, tenían el poblado en medio de un valle, con clima más cálido que frío. Vivían en torno a pequeños barriezuelos de 8-10 bohíos, con un máximo de 20 viviendas, sin que existiese principal ni señor que los rigiera. La tierra era muy fértil, y sembraban maíz, yuca, batata, ahuyama, algodón y legumbres; los ríos eran ricos en pescado (Aguado, 1956, II: 357). En cuanto a la alimentación y rescates (comercio), Pedro Aguado los describe de la siguiente manera: Los rescates de que estos indios usan es el algodón y la bixa, que es una semilla de unos árboles granados, de la cual hacen un betún que parece almagre o bermellón con que se pintan los cuerpos y las mantas que traen vestidos. Los mantenimientos son maíz, panizo, yuca, batatas, raíces de apio, frisoles, curíes, que son unos animales como muy grandes ratones, venados y conejos. Las frutas son: curas, guayabas, piñas, caimitos, uvas silvestres como las de España, guamas que es una fruta larga, casi canafístola, palmitos y miel de abejas criadas en los árboles. Las aves son: paujiles que son unas aves negras del tamaño de las pavas de España; hay también pavas de la tierra, que son poco menores que los paujiles, papagayos, guacamayas de la suerte de papagayos, etc. (1956, II: 466)

La base de su organización política la constituían las denominadas parcialidades, pequeños grupos de descendientes comunes, independientes entre sí, que mantenían relaciones pacíficas, aunque con enfrentamientos bélicos esporádicos (Langebaek, 1996: 81). El cronista Aguado comentaba que:

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[...] los naturales de este valle no tenían cacique, ni en toda la provincia de los indios que los españoles llamaban chitareros lo tiene. La orden de gobierno que entre sí tienen es que en cada pueblo obedecen al indio más rico y más valiente, y éste tienen por capitán en sus guerras. (1956, I: 81)

Como señalamos anteriormente, sobre los denominados chitareros se dispone de muy poca información, y las investigaciones arqueológicas son muy incipientes.

7.3 Los guanes A la llegada de los conquistadores españoles a la región santandereana, la mesa alta bien espaciosa denominada de Gérida estaba habitada por una pobla­ción cuyo señor se llamaba Guanentá. Este último nombre dio origen a la designación de la provincia de Guane, conquistada en 1540 por el capitán Martín Galeano. El territorio de los guanes se extendía por la cuenca media y baja del río Suárez, y según Simón tenía la siguiente extensión y delimitación: Tiene de circunferencia más de diez o doce leguas que comienzan desde una singla o cordillera que corre norte-sur hacia la parte del este, la cual corta el río Sogamoso, grande y furioso, para pasar al Río Grande de la Magdalena, recibiendo primero cerca de esta tierra de los guanes el río de Suárez, caudaloso, y otro que llaman Chalala, no tanto. Llegan sus términos por la parte del norte al Río del Oro [...]. (1981, IV: 21)

Los límites de la provincia de Guane se pueden establecer de la siguiente manera: al norte limitaba con el territorio de los chitareros por la Mesa de Los Santos y Ruitoque, pasando por el río Chicamocha (Sube) hasta el curso medio del río del Oro; por el occidente y noroeste limitaba con la región de los yareguíes, cuya división eran las cotas altas de la cuenca del río Suárez, en la cordillera de Los Cobardes o de Los Yareguíes; al oriente limitaba con las tierras de los muiscas por las cotas bajas de la cordillera Oriental, siguiendo los cursos de los ríos Pienta-Fonce, Mogoticos y Chicamocha (Figura 23); por el sur se separaba de la región muisca por el río Oibita, la quebrada Macaligua y el río Pienta (Guerrero y Martínez, 1996: 19-20). Por otro lado, en el poblamiento del siglo XVI sobre esta provincia

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tuvieron mucha influencia los vecinos de Pamplona y los indios de Ortún Velasco, pacificador de las sierras nevadas de los chitareros. La región de Betulia, a juzgar por la forma de las tumbas de pozo con cámara lateral y el tipo de cráneos hallados, podría incluirse, con algunas reservas, en la zona de influencia guane. En general, los accidentes naturales que antiguamente separaban grupos étnicos hoy día demarcan los actuales departamentos de Boyacá y Santander. Así, los guanes limitaban en este orden: con los chitareros al norte, al oeste con los yareguíes, al noreste con los tequias, y al oriente y sur con los muiscas. Las encomiendas que se establecieron en la provincia de Guane fueron las de Moncora (Guane), Coratá, Macaregua, Choaguete-Bobora, Guanentá, Lubigará, Butaregua, Chalalá, Jerirá y Sube (Guerrero y Martínez, 1996: 20). Los guanes se diferenciaban socialmente a través de sistemas jerarquizados. Estaban encabezados por un cacique y varios capitanes, cuyos nombres han sobrevivido como toponímicos en veredas y municipios. En estos personajes recaía la organización social, política y militar. Guanentá fue conocido como un cacique de gran poder a quien se supeditaban otros indios principales, pero parece que su dominio se extendía solamente sobre la Mesa de los Santos (Martínez, G. A., 1995). Además de las adaptaciones bioculturales introducidas por los humanos, parece que existió un factor de competencia y de defensa de los dominios en la escogencia de las zonas altas, por ser paisajes más apacibles que los inferiores de la cingla (Figura 23) (Castellanos, 1996: 1242). La misma Mesa de Géridas era llana, adecuada para el cultivo de trigo, cebada, legumbres y frutales, apta para la ganadería, bien irrigada por cristalinas aguas, de buen temple para la salud humana. Las antiguas acequias construidas por los indígenas fueron utilizadas posteriormente por los españoles para irrigar sus cultivos de plantas importadas. La vivienda se ubicaba teniendo en cuenta el dominio estratégico del paisaje, el acceso a los recursos hídricos que servían como ejes de los sistemas de comunicación y delimitación territorial, y el control de varios pisos térmicos para allegar diversos productos agrícolas. No en vano se ha planteado que la concentración de sitios con arte rupestre y zonas de enterramiento en áreas cercanas a fuentes de agua, como en el caso de La Purnia, corresponde a líneas de demarcación territorial (Pinto et al., 1994). Por otro lado, se ha señalado la ausencia de grandes aldeas y el reducido tamaño de los cementerios, lo que desmentiría la idea de que la provincia de Guane hubiese sido un manantial de naturales (Martínez, G. A., 1995). Los guanes sembraban maíz, papas, yucas (jatrofa), habas (icaraota), ají, coca (hayo), fríjol, maní, tomate, tabaco, aguacate, piña, guanábana, pitahayas y cacao.

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Con el maíz elabora­ban chicha, bollos envueltos en hojas (bijao), mazamorras (zuque) y tortillas cocinadas o tostadas. Las hojas de coca eran muy apetecidas, pues las mascaban con frecuencia combinadas con polvo de cal que guardaban en pequeños calabacillos, cuyos restos se han encontrado en algunos yacimientos arqueológicos (Cifuentes, 1990). Las investigaciones arqueológicas que permitan constatar la extensión territorial de la población guane son muy fragmenta­rias, carecen de fechas tardías que faciliten relacionar la etnia arqueológica con la histórica, y se concentran particularmente en la Mesa de Los Santos y en el Cañón del Chicamocha. No sobra decir que las fronteras naturales de la provincia de Guane permitían un perfec­to aislamiento geográfico y, por ende, genético: al oeste, la Cordillera de los Cobardes; al sur y este, las estribaciones de la Cordillera Oriental; al norte, el Cañón de los ríos Chicamocha (Figura 23) y Suárez y la Mesa de los Santos. El idioma de los guanes, a pesar de ser chibcha, tenía notables diferen­cias lingüísticas, como ha anotado Otero D’Costa (Rodríguez, H., 1978). De acuerdo con la Relación de Popayán y del Nuevo Reino, de 1559-1560, los naturales de esa provincia eran diferentes en lengua y nación de los de la provincia de Vélez, los que, a su vez, eran del mismo trato, ritos y costumbres que los de Tunja (Patiño, 1983: 79). Con los muiscas inter­cambia­ban sal, tejidos y otros productos en sitios de trueque ubicados en Puente Nacional, a donde acudían los comerciantes de ambas provincias para realizar sus transacciones. Con los vecinos del norte, los chitare­ros, también realizaban intercambio comer­cial; con los yareguíes, localizados entre los ríos Sogamoso y Opón, diferentes en trajes, costumbres y lengua, intercambiaban sal por oro. Por cuanto esta labor de intercambio la efectuaba personal masculino especializado, sin generar contactos masivos, las posibilidades de intercambio genético entre los guanes y las poblaciones circunvecinas eran muy reducidas, limitadas además por las barreras geográficas, lingüísticas y culturales.

7.4 Los laches Los cronistas mencionan a los laches, ubicados en la parte septen­trional de la provincia de Tunja, desde el río Chicamocha hacia la parte norte de Soatá, colindando con la provincia de Pamplona, en la hoy llamada provincia de Gutiérrez en el Departa­mento de Boyacá, y en la parte sur de la actual provin­cia de García Rovira (Rodríguez, H., 1978). De acuerdo con los cronistas, los conquistadores

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encontraron los principales núcleos laches en la comarca alta y fría comprendida en su mayor parte por las estribaciones occidentales de la Cordillera Oriental, en la zona denominada Nevado de Chita o Guicán, en la cuenca alta del río Chicamocha. Esta tierra fría estaba irrigada por los ríos Chitano y Nevado, afluentes del Chicamocha, que separaban la comarca de los laches de los dominios septentrionales de los muiscas. Por el norte y nordeste, los laches se confundían con los tunebos o tames, y guardaban amistad con varios grupos llaneros, como los achaguas, ipuyes y caquetíos. Por el norte, el territorio llegaba hasta poco antes del valle de Tequia, nombre antiguo de la localidad santandereana de San José de Miranda, ocupado por un grupo étnico diferente (Aguado, 1956, I: 333). Las poblaciones del Valle de los Cercados o de Tequia, donde los señores principales tenían sus casas cercadas de palos y cañas, alcarrizos y otras ramas, todo muy tejido y tupido, eran diferentes en lengua y traje de los laches (Aguado, 1956, I: 333), y son considerados chitareros (Moreno y Pabón, 1992: 4). Tequia y Pamplona fueron consideradas provincias aptas para el mantenimiento de españoles, como lo dispuso el capitán Suárez cuando remitió a Gerónimo Aguaya a poblarlas con ochenta hombres (Tovar, 1993, III: 170). Por el noroeste, los límites son imprecisos, pero se señala el río Manco como su límite natural. Por el sur y suroeste confinaban con las tierras del Tundama, siendo parte de la trayectoria del río Chicamocha la divisoria natural entre ellos; el valle del mismo río dividía el territorio lache del muisca. Al occidente de dicho valle se localizan las poblaciones muiscas de Soatá, Susacón y Sátiva (Falchetti y Plazas, 1973: 49). Sin embargo, algunos cráneos procedentes de cuevas de Soatá (probablemente según el profesor Eliécer Silva Celis) y que reposan en el Museo Arqueológico de Sogamoso, denotan rasgos guanoides, como la deformación frontoccipital oblicua, y la cabeza pequeña y poco dimórfica sexualmente. Otro problema surge con la vinculación de Boavita, al este del cañón, pues el diccionario geográfico lo incluye dentro del dominio de Soatá, de probable supeditación muisca. Por otro lado, Jericó constituye una zona limítrofe entre muiscas al sur y laches al norte (información personal del arqueólogo Pablo Pérez). Quizás en alguna época antes de la conquista española este valle del Chicamocha fue poblado por varios grupos étnicos, entre ellos por guanes, tequias, laches y muiscas. La casas tenían las paredes toscamente elaboradas de piedra y las cubiertas y techos eran de paja. En el Cocuy se hallaba la residencia del cacique principal llamado Acaima, que según los cronistas tenía cerca de 800 casas de morada, del cual dependían los cacicazgos de Ura (actuales veredas de Puebloviejo de Ura, El

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Chilcal y parte de la vereda El Moral en los municipios de Jericó y Chita), Cheva (veredas de Tintoba, Cocubal, La Ovejera y La Estancia, cerca al río Chitano, municipio de Jericó), Ogamora (veredas Bácota, Tapias y El Juncal), Chusvita (veredas Sagra, El Tambor, Fabita, Chusvita y Guáquira) y Chita (Pérez, P.F., 1997: 14). También había caciques en Panqueba, El Espino, Chiscas, Güicán, Guacamayas y Jericó. La Casa del Sol quedaba detrás del pueblo del Cocuy. E. Silva (1945) señala que las pocas diferencias que entre laches y tunebos notaron los españoles “pueden indicar la posibilidad que entre lache y tunebo exista más que un parentesco lingüístico”. Los uwa, tunebos y laches, según varios autores, eran una misma comunidad (Pérez, P.F., 1997: 173). Paul Rivet en su estudio lingüístico de 1924 (Falchetti y Plazas, 1973: 50) incluye a Chita, Labranzagrande, Morcote, Paya, Pisba, Támara, Ten, Güicán, Chiscas, Guacamayas y otras, dentro de los grupos de habla tunebos. Por otro lado, se ha señalado la gran importancia que para la mitología de los tunebos actuales tiene la Sierra Nevada del Cocuy (Osborn, 1985, 1990, 1995). Es decir que los tunebos se autodenominan uwa, y para ellos los laches que ocupaban el occidente de la Sierra Nevada del Cocuy a la llegada de los españoles también fueron uwa, y por consiguiente miembros de la misma comunidad. De esta manera, las estribaciones orientales de la cordillera estuvieron habitadas por grupos chibchas afines, cuya pertenencia étnica no podemos precisar. Por ejemplo, el profesor Eliécer Silva Celis (información personal) afirma que la cerámica proveniente de Labranzagrande es de tipo muisca. A pesar del señalamien­to de permanentes confrontacio­nes bélicas entre laches y muiscas, el cronista Pedro Simón menciona que los indígenas de los valles de Sáchica y Sogamoso frecuentaban la Casa del Sol locali­zada en la provin­cia de los laches, “[...] a donde acudían con ordinarias y ricas ofrendas todos estos indios de estas dos provincias de tierras frías como adora­torio común, y tanto o más frecuentado que el de Sogamoso y tenido en la misma o mayor veneración” (Simón, 1981, II: 305). Además, lo que resaltan los cronistas no era la frecuencia de los enfrentamien­ tos bélicos entre laches y muiscas, sino la belicosidad de los primeros: “[...] esta gente Lache habían dado en el reino de atrás muestra de gente más bellicosa y briosa que los Moxcas […]”(Aguado, 1956, I: 265). De esta información se colige que al menos en ciertas temporadas religio­sas, las relaciones entre estos vecinos eran amistosas, lo que favorecía el flujo génico intergrupal, disminu­yendo la variación genética entre laches y muiscas. La lengua

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sínsiga que se hablaba en Chita era un chibcha muy diferenciado y se trata de un dialecto del subgrupo tunebo de la familia lingüística chibcha (Ortiz, 1965: 47). Las exploraciones arqueológicas adelantadas en el territorio de los laches por Eliécer Silva Celis en la década del 40, por Ann Osborn en la del 80 y por Pablo Fernando Pérez en la del 90, han permitido ahondar en la discusión sobre las características culturales de este grupo; pero, por cuanto no existen fechas de radiocarbono cercanas cronológicamente a la época de la llegada de los españoles, es difícil asociar estos hallazgos arqueológicos con la etnia lache. Dentro de las costumbres culturales de los laches resalta la práctica de convertir al quinto varón de la familia en niña y que criaban como tal. Lucas Fernández de Piedrahita describe esta rara práctica cultural: Entre los laches [...] tenían por ley que si la mujer paría cinco varones continuados sin parir hija, pudiesen hacer hembra a uno de los hijos a las doce lunas de edad; eso es, en cuanto a criarlo e imponerlo en costumbres de mujer; y como lo criaban de aquella manera salían tan perfectas hembras en el talle y ademanes del cuerpo, que cualquiera que los viese, no los diferencian de las otras mujeres, y a éstos llaman Cusmos, y ejercitaban los oficios de mujeres con robusticidad de hombre; por lo cual en llegado a la edad suficiente los casaban como a mujeres, y preferíanles los Laches a las verdaderas, de que seguía de que la abominación de la sodomía fuese permitida en esta nación del Reino y solamente [...] Tal era el melindre con el que se ponían la manta y los que demostraban en los visajes al tiempo de hablar con otros hombres. (Fernández de Piedrahita, 1973: 53)

A pesar de la diversidad de ambientes que ocupaban los pueblos chibchas, desde las sierras nevadas en el Cocuy; regiones de páramo como las de Silos, Santander; mesetas rodeadas de profundos abismos como la de Los Santos; y amplias sabanas como la de Bogotá, compartían una familia lingüística común, al igual que lazos culturales y una cosmovisión que se remonta a un ancestro antiguo común: el sol como deidad originaria y la luna como su consorte de donde habrían surgido todos los descendientes chibchas.

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Figura 23. Cañón del río Chicamocha cerca del parque del mismo nombre.

Figura 24. Vasijas halladas en un abrigo rocoso de La Purnia, Mesa de los Santos, Santander, junto a decenas de esqueletos.

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Figura 25. Cráneos deformados de la Cueva de los Indios, Mesa de los Santos, Santander (Museo Horacio Rodríguez Plata, Socorro).

Figura 26. Cráneos deformados de Bolívar, Santander (izquierda), y Soatá, Boyacá (derecha).

Figura 27. Cráneos sin deformar de Cheva T-05 (Cocuy), Boyacá (izquierda), y La Purnia 014, Mesa de los Santos, Santander (derecha).

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Capítulo 8

Cosmovisión, rituales funerarios y chamanismo en los Andes Orientales 8.1 La tumba: reflejo del mundo de los muertos y de los vivos

L

as prácticas funerarias constituyen una inagotable fuente de información sobre varios aspectos de las poblaciones del pasado, como las creencias (cosmovisión, concepción del mundo, de la vida y de la muerte), la sociedad (organización y posición social), la cultura material (estilos de los artefactos elaborados de distintos materiales, adornos personales), la gente (edad, sexo, estatura, enfermedades, demografía, parentesco biológico) y el medio ambiente (recursos alimentarios, contexto ambiental y su incidencia sobre los humanos). La creencia de las sociedades prehispánicas de que lo que muere es el cuerpo mientras que el alma o espíritu va a descansar a lugares agradables, el mundo de los muertos, es lo que permite hallar diferentes artefactos líticos y de hueso, además de ocre, como parte del ajuar funerario en las poblaciones precerámicas; o vasijas de cerámica, habitualmente de tipo ritual, en las que se elaboraban sustancias psicotrópicas (hayo o coca, yagé, yopo, borrachero) que permitían una comunicación más rápida con el otro mundo, o domésticas, en las que colocaban la chicha y las comidas (bollos de maíz, yuca y otras raíces) con que se iban a alimentar en ese otro mundo. Dentro del pensamiento dual de los indígenas, en el que la vida se opone y necesita de la muerte, el orden al caos, la luz a la oscuridad, el cielo al inframundo y lo masculino a lo femenino, la muerte se concibe como algo consustancial con la vida, y aunque es temida por el misterio que la rodea, se acepta como una nueva forma de vida en otro mundo al que llega el espíritu una vez consumido el cuerpo, según la manera de muerte, para continuar sirviendo a las deidades de acuerdo con los oficios desempeñados en vida. El fallecimiento de la mujer durante el parto y del varón al filo del pedernal –en la guerra o en sacrificios– eran considerados como las muertes más dignas. Durante ese proceso, el espíritu debía nutrirse, por lo que en la tumba junto al cadáver se colocaba chicha, alimentos y objetos que el

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occiso había utilizado durante su vida, según su oficio: armas líticas si había sido cazador, metates y manos de moler usados en el procesamiento del maíz y raíces, morteros y otros objetos usados por los chamanes, volantes de huso si había sido tejedora (Becerra, 1994; Rodríguez, J.V., 2005). La tumba, a la vez que se considera como la casa de los muertos, el inframundo, permite al mismo tiempo el retorno al útero dador de vida; el ocre de color rojo con el que se recubrían los cuerpos de los muertos en algunos grupos precerámicos y agroalfareros, refleja la dualidad de la sangre que se derrama cuando se nace (la alegría) y cuando se muere (el duelo). De tumbas de pozo simple (ovales), posición fetal y tratamiento del cuerpo solamente con ocre en los yacimientos precerámicos y primeros agroalfareros, se aprecia un cambio de la cosmovisión que se refleja en nuevas formas (pozo, cámara, lascas como tapa), posición (sedente, extendida, boca abajo), orientación (hacia el movimiento del sol buscando su luz o energía) y tratamiento del cuerpo (cubrimiento con ceniza o cremación). Finalmente, los muiscas, hijos del sol, el dios supremo, el dador de vida, de luz, de energía y de calor, proveedor de los ciclos climáticos y de los productos alimenticios, veneran al astro orientando sus casas, templos, conjuntos líticos y tumbas hacia él. Los chamanes, temidos por sus poderes, eran enterrados boca abajo –el quinto punto cardinal– para que sus energías se quedaran en la tierra y no perturbaran el mundo de los vivos (Figuras 32, 34) (Ruz, 1991).

8.2 Prácticas funerarias y chamanismo precerámico El registro mortuorio más antiguo de Colombia se excavó en Sueva, Junín, Cundinamarca, y está datado en 8140 a. C. El entierro es de tipo primario, con el cuerpo en posición flexionada y la cabeza hacia el oeste, y posee como ajuar funerario ocre, fragmentos de mineral de hierro, restos de fauna (venado) y lascas triangulares alrededor de la cabeza (Correal, 2001). 8.2.1 Los abrigos rocosos de Tequendama En la hacienda Tequendama, municipio de Soacha, Cundinamarca, en la vía que comunica la sabana de Bogotá con el valle del Magdalena, a 2570 msnm, Gonzalo Correal y Thomas van der Hammen excavaron un abrigo rocoso que contenía 21 enterramientos en el corte Tequendama I, de los cuales nueve contaban con huesos largos

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y los demás constituían elementos aislados del esqueleto poscraneal, como también restos calcinados. La mayoría de enterramientos se hallaba en la zona de ocupación VIII (entierros 1, 2, 3, 7, 9, 10, 11, 16, 17, 18, 20), con una fecha de 3855±50 a. C. para el entierro 7; los esqueletos 12 y 13 (Figura 29) tienen fechas respectivas de 5285±60 y 4070±45 años a. C. (Correal y Van der Hammen, 1977: 125-152). Las tumbas son en su mayoría de pozo simple, con planta de forma oval alargada (9 en total), o circular (3, correspondientes a esqueletos infantiles). La posición varía entre de decúbito lateral (4), dorsal (4) y cuclillas (2, infantiles), con los miembros flexionados. La orientación de los cuerpos es igualmente variable, hacia el norte, occidente y oriente, sin un patrón definido. En cuanto el sexo, tres individuos son femeninos, cuatro masculinos y cinco infantiles. El ajuar consiste en artefactos líticos, instrumentos de huesos y cuernos de animales, ocre y caracoles. El entierro 1 de Tequendama II, femenino maduro, tenía como ajuar un caracol. El entierro 14 (7500-5500 a.C.) consiste en cinco falanges incineradas con fractura longitudinal. Aunque la muestra es muy pequeña, se pueden realizar algunas observaciones que no se deben tomar como generalizaciones. El abrigo se utilizó como vivienda temporal y taller durante varios milenios, y allí mismo se enterraron los miembros de las bandas de cazadores recolectores que buscaban refugio, y que morían en este lugar pues, a juzgar por la articulación de los cuerpos, los deudos tuvieron tiempo para acomodarlos antes de que los fenómenos cadavéricos los pusiera en estado de rigidez. Los individuos adultos de ambos sexos enterrados en posición dorsal poseen mayor número de elementos de ajuar (líticos, huesos, ocre, cuerno); los enterrados en posición lateral solamente poseen líticos; los niños se hallan todos en posición sedente, como si retornaran a la situación fetal. El uso del color rojo del ocre podría estar señalando una temprana asociación de este color con el duelo, tal como lo practicaron varios milenios después los muiscas, y quizá una visión hacia la muerte como parte de la vida, en la que los difuntos se dirigen hacia otro mundo donde requerirán de instrumentos de piedra y hueso para realizar sus labores cotidianas. Los autores han asociado la presencia de dientes y huesos largos dispersos y aislados en varias partes del refugio como “práctica de endocanibalismo ritual funerario”, partiendo de analogías etnográficas de algunos pueblos de los Llanos, quienes durante algunas festividades se bebían las cenizas de los antepasados con el fin de incorporar las virtudes y esencia vital del muerto en el mundo de los vivos (Correal y Van der Hammen, 1977: 125). Aunque no se descarta esta posibilidad, no obstante, hay que acotar que no se reportan huellas de corte en los huesos que indiquen una intencionalidad en la manipulación de los cuerpos para su consumo,

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y, por consiguiente, la presencia de cuerpos desarticulados puede corresponder más bien a ofrendas de ancestros destacados con el fin de resaltar la filiación étnica. Igualmente, hay que pensar en la posibilidad de que al excavar el pozo para otras tumbas, los entierros anteriores se hayan podido trastocar. 8.2.2 Checua En la finca Extremadura, Checua, Nemocón, Cundinamarca, Ana María Groot (1992, 2000) excavó durante dos temporadas un yacimiento precerámico al aire libre, situado sobre la cima de una colina, cerca al río Checua, con una secuencia cronológica extendida entre aproximadamente 8500 y 3000 años antes del presente. El sitio consiste en entierros y huellas de vivienda a campo abierto. En la primera zona de ocupación correspondiente al VII milenio a. C. se registraron fogones y huellas de postes, aunque acompañados de una baja frecuencia de elementos líticos y restos de fauna, señalando un poblamiento esporádico y estacionario de pequeños grupos. Las características físicas de los pobladores son similares a las de Tequendama por su dolico-hipsicefalia. La vivienda se colige por la distribución espacial de los huecos y por el apisonamiento del suelo, para ubicar posiblemente cañas o chusques que se enterraban unos 10-15 cm de profundidad, con una ligera inclinación hacia el interior de la estructura (Groot, 1992: 77). Los 12 entierros descubiertos en este lugar se hallaron en posición de decúbito lateral, orientados indistintamente hacia diversos puntos cardinales, con los miembros flexionados, mayoritariamente sobre el lado derecho, aunque el esqueleto 12 (masculino adulto) se localizó sobre el lado izquierdo. Como ajuar se reportan artefactos líticos y de hueso. El esqueleto T-12 se dató mediante radiocarbono, y se obtuvo una fecha convencional (Beta 278827) de 3820±40 a. C. y calibrada de 4720-4520 a. C., con una proporción de 13C/12C de -19,7%, es decir que tenía un alto consumo de tubérculos de altura. Destaca la asociación de los esqueletos 10 y 11 (Figura 30), pues el primero (masculino adulto), en posición flexionada sobre el lado derecho, reposa entre las piernas del No. 11 (femenino adulto), al que le faltan la tibia, el peroné y el pie izquierdos; asociados a estos dos entierros se hallaron restos de fogones. El esqueleto 8 tenía una piedra sobre el cráneo. El esqueleto 7 (femenino adulto) se halló trastocado, posiblemente por haber sido enterrado en posición ventral con

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los miembros flexionados. Un niño (esqueleto 5) yacía sobre el cráneo fracturado intencionalmente del esqueleto 6 (femenino adulto). Estas evidencias del registro arqueológico de Checua demuestran la gran variabilidad de las prácticas funerarias de la época precerámica, en las que no se sigue un patrón estándar ni en la posición ni en la orientación. Llama la atención el grado de interpretación simbólica del mundo fúnebre alcanzado por los pobladores, reflejado en los enterramientos Nos. 10 y 11, correspondientes a una mujer de aproximadamente unos 30 años de edad, con los miembros superiores flexionados, y las piernas abiertas y dobladas, y entre ellas el esqueleto de un hombre de aproximadamente 40-45 años de edad, que reposa sobre el muslo derecho de la mujer, a la que le falta la pierna izquierda (Figura 30). 8.2.3 Aguazuque En Aguazuque, Soacha, Cundinamarca, Gonzalo Correal excavó un complejo funerario colectivo dispuesto en círculo, consistente en 23 individuos (Figura 31). En la unidad estratigráfica 4/1, de donde se obtuvo una fecha de 2080±35 a.C., se localizó un enterramiento ritual consistente de un cráneo completo con sus vértebras cervicales articuladas, en posición bocabajo, recubierto con pintura roja, el color de la muerte desde el Paleolítico Superior; al lado derecho, un frontal, y junto a la región basal, dos parietales y un occipital humanos. Los bordes de los huesos, por las suturas, fueron cuidadosamente biselados y decorados con incisiones perpendiculares a estos, rellenas de pintura blanca (Figura 32). Sobre las superficies se dibujaron figuras en pintura blanca nacarada (volutas, círculos, líneas paralelas, puntos blancos aplicados sobre negro). Debajo del cráneo se hallaron huesos largos correspondientes a brazos, antebrazos, muslos y piernas, cortados en las epífisis; también presentan decoración con pintura blanca. Uno de los parietales tenía una concentración de ocre rojo, quizás por haber sido empleado como recipiente para este pigmento (Correal, 1990: 142). El cráneo perteneció a un individuo masculino adulto, muy robusto; no manifiesta lesiones traumáticas. Consideramos que este entierro, único por sus rasgos en la región Andina, perteneció a una persona de características chamánicas, temida en vida, por lo que se le enterró boca abajo para que sus energías se proyectaran hacia el interior de la tierra, el quinto punto cardinal; los objetos rituales colocados

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a su lado, consistentes en huesos humanos decorados, combinan colores blancos, negros y rojos que pueden significar la vida y la muerte. En general, este sitio descuella por sus particularidades, ya que se trata de un enterramiento colectivo realizado indudablemente por un sepulturero y sus seguidores en el transcurso de varios centenares de años, siguiendo unas mismas prácticas rituales de colocar los cuerpos de los difuntos en el mismo lugar, de manera ordenada, la misma posición y el mismo tratamiento mortuorio. Esto acontecía en un momento de drásticos cambios ambientales (incremento de las temperaturas medias anuales y disminución de la pluviosidad), culturales (desarrollo de la horticultura, proceso de sedentarización) y biológicos (proceso de gracilización, crecimiento demográfico, desarrollo de enfermedades infecciosas como la treponematosis) entre finales del III milenio y principios del I milenio a. C.

8.3 Prácticas funerarias durante el Período Herrera 8.3.1 Madrid 2-41

Este yacimiento arqueológico consiste en un montículo funerario y un conjunto ceremonial. El primero consistía en un enterramiento colectivo de 11 individuos dispersos exceptuando el No. 11 (Figura 33) que se encontraba en posición de decúbito lateral derecho con la cabeza hacia el este; padecía de treponematosis y su fecha es de 150±50 a.C. El ajuar consistía en fragmentos cerámicos del período Herrera y restos de animales. La dolicocefalia, el grado de robustez y el desgaste dental los aproxima a los grupos precerámicos tempranos (Tequendama, Sueva, Floresta, Checua, Chía) y tardíos (Aguazuque, Vistahermosa) de la Sabana de Bogotá (Rodríguez y Cifuentes, 2005). El segundo es un conjunto ceremonial consistente en un canal y estructuras piramidales al oeste y cónicas al este orientadas entre 22-25º NW (Figura 35), con tres entierros individuales (uno de ellos con deformación cefálica), un pie humano articulado sobre un metate (Figura 36) y una posible planta de vivienda de tipo palafítico sobre el borde de la antigua laguna; aquí se localizó cerámica de tipo Herrera y cuernos de bóvidos hispánicos como ofrenda (Figura 37), lo que señala la importancia del sitio hasta la época colonial. Su cronología estaría tentativamente entre el I milenio d.C. y la Colonia. Durante la segunda fase de ocupación, cuando la sociedad había desarrollado formas más complejas e individuales, dada la tradición del sitio, se construyó un

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conjunto ritual y de observación astronómica, integrado por un canal que se extiende por más de 30 metros de sur a norte, y que manifesta una dualidad: formas redondas al este, y cuadradas al oeste. Más tarde fue ampliado hasta alcanzar el horizonte AB, con una anchura de 90-100 cm. En su interior se localizó abundante cerámica, material lítico, gran cantidad de restos de animales –entre ellos, algunos de procedencia española–, pequeños instrumentos líticos pulidos, huesos humanos dispersos, y un conjunto funerario dentro de un nicho circular compuesto por un metate cuadrangular y sobre su superficie los huesos de un pie humano (Figura 36), un fragmento de vasija globular y huesos de animales. En este yacimiento se excavaron varias tumbas más. Una de fosa semicircular con pozo semirectangular, donde yacía el esqueleto de una niña en posición de decúbito dorsal extendido, la cabeza en sentido nordeste; la tumba tenía además dos nichos circulares, uno a la cabeza y otro a los pies, que contenían material cerámico y lítico (Figura 38b). Otra tumba de la misma forma incluía un individuo adulto deformado, con la cara boca abajo, mirando hacia el quinto punto cardinal (Figura 34). A juzgar por esta peculiar manera de enterramiento, debió ser una persona a quien tanto en vida como en la muerte se le temía, por lo que se prefirió inhumarlo de tal manera que sus energías quedaran orientadas hacia el fondo de la tierra y no pudiera perturbar la paz de los vivos. Además, pudo poseer rango heredado, como se colige por la deformación cefálica. La cabeza presenta deformación frontoccipital erecta, mal controlada, planteando quizás que no conocían muy bien la técnica de deformación. La tercera tumba incluía a un individuo masculino adulto sin tronco ni pelvis, con los miembros inferiores flexionados sobre el cuerpo (Figura 38a).

8.4 Prácticas funerarias y chamanismo entre los chibchas 8.4.1 Cosmovisión y rituales muiscas

Los indígenas del Nuevo Reino de Granada creían que antes de que existiese cualquier cosa, todo era oscuridad en el universo, y la luz estaba “metida en una cosa grande” llamada Chiminigagua, de donde salió posteriormente. Para los españoles, este nombre equivalía a un Dios Señor Omnipotente creador de todas las cosas, y siempre bueno. Con la luz empezó a amanecer y comenzaron a criarse cosas; lo primero que Chiminigagua creó fueron unas grandes aves negras, a las que mandó por todo el mundo para producir luz con sus picos. Como el sol era la

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criatura más hermosa, a él se debía adorar, como también a la luna, su mujer –de ahí que los ídolos muiscas fueran de ambos sexos. Tan pronto como amaneció en una hondonada de la laguna de Iguaque, lugar de páramos y densa neblina, surgió Bachué o Furachogua, mujer buena (del vocablo fura, mujer, y chogua, cosa buena), quien sacó consigo a un niño de cerca de tres años de edad, con quien vivió en una casa que construyó en la parte llana de Iguaque hasta que el muchacho cumplió la edad para casarse con ella. De esta pareja surgieron rápidamente los humanos, pues de cada parto nacían cuatro o seis hijos; después de muchos años, ya ancianos, Bachué y su esposo se despidieron de los humanos, no sin antes darles una plática sobre los preceptos y leyes, especialmente sobre el culto a los dioses. Finalmente se convirtieron en grandes serpientes que se sumergieron en las profundidades de la laguna. De aquí surgió la costumbre de venerar las aguas y realizarles sacrificios, especialmente en el río Bogotá (Bosa), en un sitio montañoso llamado Tabaco, donde tenían sus pesquerías (Simón, 1981, III: 367-368). Por esta razón, los muiscas se consideraban hijos del sol, a quien veneraban como a su dios principal y a quien en sus templos ofrendaban sacrificios de criaturas humanas, oro, esmeraldas, mantas y otras cosas; la luna, como era su esposa y compañera, también era objeto de veneración. Por otro lado, siendo la base económica de los chibchas la agricultura, cuya fertilidad dependía de la tierra y del agua, estos elementos fundamentales para la supervivencia fueron ritualizados. La tierra se convirtió en la gran madre creadora, y la lluvia en el elemento fertilizador, la semilla que traía vida a las plantas, siendo representada en los menhires y falos inseminadores hallados en diversas partes de los Andes Orientales. En tiempos de sequía, los muiscas se trepaban a una montaña especial destinada para los rituales de lluvia, y quemaban moque y trementina, esparciendo las cenizas por el aire, pidiendo se congelaran las nubes para que lloviera y no aguantasen hambre. Sin embargo, la mayor y más costosa ofrenda era la sangre humana, con la que se alimentaba al sol con el fin de que éste fuese condescendiente con la gente, que era ofrecida en los puntos más elevados para facilitar la comunicación con el astro principal. 8.4.2 Los séké o mohanes: sacerdotes, brujos y médicos Los sacerdotes de la religión de los muiscas eran los séké (Ghisletti; 1954: 327), término que por su difícil pronunciación los españoles convirtieron en jeque. Estos

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ministros eran muy reverenciados, y cuidaban y vivían en los santuarios con sus ídolos, los cuales estaban elaborados en madera, arcilla blanca, cera, textil u oro, dispuestos en pareja, hombre y mujer, adornados con mantas. Organizaban las ceremonias del pueblo y sus ofrendas, que consistían en figuras de serpientes, ranas, lagartijas, mosquitos, hormigas, gusanos, casquetes, brazaletes, diademas, vasos de diferentes composturas, tigres, monos, raposas y aves. La herencia del cargo, al igual que entre los caciques, pasaba al sobrino hijo de hermana (Aguado, 1956, I: 254). Cuando alcanzaba la edad mediana, el futuro séké era sacado de su casa y confinado en otra apartada, llamada cuca, especie de academia donde aprendía el arte con un anciano que le hacía ayunar todos los días con mazamorra sin sal ni ají; una que otra vez podía consumir un pajarillo llamado chismea, o alguna sardinata de los arroyos. También le enseñaban las ceremonias y observancias de los sacrificios durante doce años, después de los cuales le horadaban la nariz y orejas para colocarle zarcillos y narigueras (caracuríes) de oro. A la ceremonia de iniciación le acompañaban muchos indígenas hasta una quebrada limpia, donde se lavaba todo el cuerpo y se vestía con finas mantas nuevas. Posteriormente se acercaba hasta la casa del cacique, quien le investía como sacerdote, entregándole el poporo y la mochila de la coca (hayo) y algunas mantas finas y pintadas, y la licencia para ejercer el oficio de jeque en toda su tierra, pues cada pueblo tenía su propio jeque. Finalmente hacían fiestas con bebida, bailes y sacrificios para que empezara a ejercitarse (Simón, 1981, III: 383). Además de los templos, existían lugares sagrados como lagunas (entre ellas, Guatavita), arroyos, peñas, cerros y otras partes de singular atractivo, que llegaban a ser dignas de veneración cuando alguien recibía de ellos señales a su paso, como zumbido en los oídos, temblor en las manos, ráfagas de viento, o truenos y rayos. Cuando algún poblador quería sus servicios, el jeque mascaba tabaco y ordenaba a quien quería presentar las ofrendas ayunar durante varios días determinados. Una vez finalizado el ayuno, mandaba elaborar figuras en oro, cobre, hilo o barro, de águila o serpiente, mono o papagayo, u otras dualidades. Cuando se acercaban al lugar de ofrenda, ceremonia que se realizaba de noche, el jeque se detenía a veinte pasos, se desnudaba completamente, y observaba si escuchaba alguna señal; luego con sigilo recorría los veinte pasos y llegando al lugar del santuario, levantaba con ambas manos la figurilla envuelta en algodón; decía algunas palabras manifestando la necesidad del que ofrecía, solicitando remedio para ella; luego se ponía de rodillas y arrojaba la ofrenda al agua, o la colocaba en alguna cueva o la envolvía dentro de la tierra; sin dar la espalda, se regresaba hasta donde había dejado su manta, y luego se iba a su casa. Al otro día, el que ofrecía pagaba por el trabajo dos mantas y algún oro; cuando volvía a su casa se

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lavaba y se cambiaba la vestimenta que había utilizado durante el ayuno, y convidaba a sus parientes a celebrar con chicha (Simón, 1981, III: 386). El mambeo de hojas de hayo (coca) con polvo o cal de ciertos caracoles en poporo (calabazuelo que contiene un palillo con el que se extrae el polvo y al untarse con la saliva se pega en el borde superior) era parte del proceso de meditación de los jeques, pues les ayudaba a mantenerse en permanente vigilia y con gran vigor durante sus ceremonias sagradas, soportando durante largas horas la sed y el hambre. Durante este proceso hablaban y dormían poco, aprovechando la noche para meditar mascando hayo, el cual además les ayudaba a preservar la dentadura, ya que a pesar de la edad la conservaban (Castellanos, 1997: 1157). Los séké también se encargaban del entierro de los caciques, al que solamente ellos acudían, y si alguna persona osaba asomarse, era amarrada contra un palo y flechada, premiando a quien acertase al corazón o en los ojos. Además de sacerdotes que oficiaban en templos, existían mohanes en las comunidades alejadas de los grandes centros religiosos. Fray Pedro Simón ofrece una de las mejores descripciones del poder y prácticas de los mohanes en la región de Tota, Sogamoso, Boyacá: Los días pasados, hallándome en el valle de Sogamoso en una doctrina que está a nuestro cargo, llamada Tota, saliendo de decir misa, encontré, cerca de la puerta de la iglesia, un viejo llamado Paraico, medio bufón y atruhanado. Y teniendo noticia era mohán, le hice desvolver la poca ropa que traía y le hallé en una mochila los instrumentos del oficio, que eran un calabacito de polvos de ciertas hojas que llaman yopa, y de ellas otras sin moler y un pedacito de espejo de los nuestros encajado en un palito, una escobilla, un hueso de venado al sesgo por la mitad y muy pintado, hecho a modo de cuchara, con el cual, cuando hacen sus mohanerías, toman de aquellos polvos y los echan en las narices, que por ser fuertes, hacen salir luego una reuma que les cuelga hasta la boca, la cual miran en el espejillo, y si corre derecha, es buena señal, y por el contrario si torcida, para lo que pretenden adivinar. Y así, para que esté el labio de arriba más desocupado, lo traen todos muy rapado y limpio de barbas los que la tienen. Límpianse aquello después con la escobilla y la ceniza que también se han echado en la cabeza, y péinanse el cabello. Con estas señas exteriores hemos venido a hallar muchos en aquel valle, que tienen estos instrumentos. Hallamos también en la casa de uno un pellejo de zorro con su cabeza, lleno de paja, con que bailan puesto a las espaldas asido con las manos por los pies, que ellos llaman el Fo, mohanería endiablada. (Simón, 1981, VI: 118)

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8.4.3 Sobre la muerte y el más allá Para las comunidades prehispánicas la muerte era concebida como un proceso más dentro de un ciclo vital constante, en el que la persona que muere adquiere una nueva condición en el lugar predestinado para su descanso. En este sentido, la muerte se considera germen de vida, por lo que mediante el culto a la muerte se rinde, a su vez, culto a la vida. Es decir, la muerte no es la negación de la vida, sino la continuación de los ciclos vitales de nacimiento, desarrollo y muerte, los cuales son acompañados mediante rituales especiales que contribuyen a la cohesión del grupo social. Este tipo de creencias llevaron a que el cronista fray Pedro Simón supusiera que los muiscas habían sido evangelizados en tiempos anteriores a la llegada de los españoles. Los muiscas pensaban que el mundo era inacabable, pues solamente moría el cuerpo y las almas eran inmortales, resucitando y viviendo después de la misma manera que lo habían hecho en este mundo. Cuando las almas salían del cuerpo, bajaban al centro de la tierra por unos caminos y barrancas de tierra amarilla y negra, pasando primero un gran río en balsas de telaraña –por eso no osaban matar a las arañas. Allí cada quien tenía el lugar predestinado, y al igual que aquí, poseían casas y labranzas a donde iban a descansar, tanto los buenos como los malos, pues no hacían diferencia en esa calidad (Castellanos, 1997: 1156). Estas creencias se manifestaron en las prácticas funerarias, por lo que colocaban múcuras con chicha, comida, metates y manos de moler usados en la molienda del maíz, volantes de huso para hilar y otros artefactos empleados en vida por el difunto, para que pudiera alimentarse durante el recorrido al inframundo y tuviera instrumentos con que trabajar. La tumba (el pozo) por lo visto era una representación de la cueva del inframundo; el entramado de las parihuelas o ataúd fungía como la barca de telaraña; a la entrada del pozo se colocaba la tierra amarilla y en el fondo la tierra negra por donde el difunto tenía que transitar al centro de la tierra. Tales manifestaciones funerarias se han apreciado en los cementerios de Portalegre, Soacha (Botiva, 1988), Candelaria la Nueva (Cifuentes y Moreno, 1987), de la hacienda El Carmen, Usme (Becerra, 2010) y de Tibanica, Soacha (Langebaek et al., 2009). 8.4.4 Los sacrificios de los muiscas El sacrificio humano es definido como:

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[…] la inmolación, la destrucción, por diversos medios, de la vida de un ser humano, a fin de establecer un intercambio de energía con lo sobrenatural para influir en el mundo natural y el sobrenatural y reproducirlos; esto se realiza por medio de la aportación de la energía necesaria para que exista un equilibrio adecuado en el cosmos, lo que incluye a la sociedad; de aquí que una de las funciones más importantes del sacrificio, como la de todo ritual, sea la de regular. (González, Y., 1994: 28)

Así, por ejemplo, en la cosmovisión mexica los dioses crean a los humanos y les proporcionan alimentos, lluvias y riquezas en un estado de armonía, pero para la conservación del equilibrio en el orden de la sociedad y para que ésta surja pujante y establezca su poderío y su sacralidad sobre todo el mundo conocido, debe alimentar a los dioses con la sangre y corazones de guerreros, doncellas, niños y ancianos (González, Y., 1994: 110). El sacrificio humano, sobre todo cuando se presenta de forma violenta, libera energía que se transmite de la víctima a todos los seres, animales y plantas, asegurando su reproducción y el alimento de los propios humanos. Si eventualmente acontece un desequilibrio –crisis o desajuste ambiental–, se debe acudir a los sacrificios para mantener el orden. El chamán o sacerdote en las sociedades agrícolas que dependen de la fertilidad de los suelos, de la productividad de las plantas, y de la evitación de las sequías, inundaciones y plagas, debe conocer el calendario climático para regular los ciclos de roturación, siembra, recolección y almacenamiento de productos, reconociendo los momentos propicios para solicitar la fertilidad de los campos. Para tal efecto, ofrenda objetos rituales a los falos inseminadores del campo, sea en forma de piedrecillas, ramitas o semillas de árboles propiciadores de las lluvias, o arena de los ríos circundantes para que ofrezcan buena agua, todo envuelto en hojas de mazorca, el principal producto alimentario. Si los problemas son graves, debe ofrendar lo más preciado para la vida humana que es la vida misma. Mediante la selección de las víctimas –el chivo expiatorio–, el espacio ritual y el momento oportuno, se pretende aligerar las tensiones internas, los rencores, rivalidades y desajustes. Esta función de transferencia de energía, regulación y estabilización de la sociedad es quizás la parte más destacable del sacrificio humano (González, Y., 1994: 33). Sin embargo, una misma víctima podía servir para: […] expiar y sobrevivir en el más allá; para hacer morir y renacer a una deidad y a lo que encarnaba, así como a su propio “señor”, su sacrificante; para alimentar y vivificar a una deidad; para sostener la bóveda celeste; para fecundar la tierra;

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para aplacar los dioses, darles las gracias, reconocer su superioridad y poner de manifiesto la dependencia del hombre. (Graulich, 2003: 19)

Para comprender mejor el papel del sacrificio humano en una sociedad determinada, hay que abordar los roles de las víctimas (sacrificados), los oferentes (sacrificantes, caciques, guerreros), los organizadores (sacrificadores, sacerdotes), los espacios (montañas, viviendas sagradas) y los momentos (habitualmente durante los desajustes del orden cósmico, la expiación de ofensas, en tiempos de guerra o en la consagración de espacios sagrados). Las víctimas eran generalmente enemigos presos en las guerras, niños de comunidades foráneas, niñas hijas de señores principales, personas deformes, delincuentes condenados a muerte, hechiceros o sacerdotes que fracasaban en sus predicciones, y, a la llegada de los españoles, los amigos de los castellanos, pues fueron considerados traidores a la causa libertadora nativa, así fueran paisanos; en fin, el segmento de la sociedad que se podía eliminar libremente, y por quien nadie reclamaría. Dentro de las víctimas, los niños ocupaban un lugar importante, ya que eran considerados puros, prístinos, y por eso eran los mejores intermediarios con los astros, a diferencia de los jóvenes y adultos que tenían que ser purificados para el sacrificio. Por esta razón, la inmolación de infantes a las deidades encargadas de suministrar los recursos básicos para la supervivencia de la gente, en este caso el sol, cumplía la función de regenerar la tierra y su fertilidad, asegurando así el nacimiento de nuevas plantas y nuevas vidas humanas (Díaz Barriga, 2009: 242). Cronológicamente la infancia cubría los primeros 12 a 13 años de edad del individuo, luego de los cuales este ingresaba al sistema productivo de la sociedad. Mientras tanto, jugando se aprendían los oficios domésticos y se apoyaba a los padres en menesteres ligeros como el acarreo del agua, la limpieza de las casas y otros oficios menores. Al morir, los niños despertaban sentimientos especiales, ya que todos ellos, sin importar su rango, fueron objeto de enterramientos particulares, tanto por la forma de la tumba (habitualmente de pozo simple, rectangular u oval), como por el ajuar (casi siempre compuesto de adornos personales, como collares y dijes), aunque algunos fueron momificados y deformadas sus cabezas como signo de estatus heredado (Silva, 2005: 338). Sin embargo, las niñas hijas de los señores principales de cada pueblo eran consideradas las más puras, pues con su inmolación debajo del poste principal de las casas de los caciques fertilizaban la nueva vivienda (Figura 40), augurando un buen futuro para sus moradores, como lo describió fray Pedro Simón, el cronista

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que quizá tuvo la oportunidad de acceder al libro quinto suprimido del texto de fray Pedro Aguado (I: 255) sobre la espiritualidad de los muiscas: Cuando se hacía de nuevo la casa y cercado del cacique, en los hoyos que hacían para poner aquellos palos gruesos que usaban en medio del bohío y a las puertas del cercado, hacían entrar, acabado el hoyo, una niña bien compuesta en cada uno, hijas de los más principales del pueblo que estimaban en mucho se quisie­sen servir de ellos para aquello el cacique, y estando las niñas dentro de los hoyos, soltaban los palos sobre ellas y las iban macizando con tierra, porque decían consistía la fortaleza y buen suceso de la casa y sus moradores en estar fundada sobre carne y sangre humana. Después de acabada, convidaba el cacique a todo el pueblo para una gran borrachera que duraba muchos días [...]. Usaban todos los indios estas fiestas siempre que estrenaban casas nuevas, pero cada cual con gastos según su posible [...]. (Simon, 1981, III: 394-395)

Evidencias materiales de estas ofrendas se encontraron a 140 cm de profundidad debajo del poste central de una vivienda excavada por Eliécer Silva C. (2005: 180) en Monquirá, Sogamoso, cerca del templo del Sol, donde se hallaron restos humanos muy desmenuzados pertenecientes a un infante. Para el autor esta ofrenda demuestra la naturaleza esencialmente matriarcal de las instituciones y creencias chibchas, y la consagración de la vivienda mediante su cimentación con sangre humana. Otras evidencias se han excavado en Tibanica, Soacha, Cundinamarca (Langebaek et al., 2009), donde se han hallado restos infantiles bajo pisos de vivienda, aunque articulados, sin señal de habérseles arrojado el poste sobre la cabeza (Figura 40). Estas diferencias apuntan a distinguir entre ofrendas humanas, por ejemplo cuando se muere un niño y se le entierra debajo de la casa para consagrarla aprovechando la pureza infantil, y el sacrificio, en el que se mata a un infante intencionalmente para enterrarlo en el hueco del poste central de la vivienda. Si bien es cierto que el objetivo es el mismo, la cimentación de la vivienda, los medios son diferentes, al igual que los actores y su estatus social, ya que en el segundo caso, el oficiante es el cacique y las víctimas las niñas importantes, y en el primero, podrían ser los padres del infante fallecido por causas naturales, sin importar su sexo. Para su dilucidación tendríamos que estimar de manera adecuada el sexo de los restos infantiles hallados en los pisos de viviendas, y diferenciar el rango de las mismas, ya sea por su tamaño, o por su contenido.

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Las ceremonias sacrificiales masivas eran organizadas por los sacerdotes, y el principal destinatario era el sol, a quien ofrendaban de manera especial, no en templos, pues consideraban que el espacio era muy pequeño, sino en las altas cumbres que miraban al oriente, a donde llevaban en una gran procesión a los niños capturados durante las guerras con los enemigos, a quienes confinaban durante un tiempo en ciertas casas y los alimentaban especialmente. Salían con los primeros rayos del sol y, al llegar al lugar del sacrificio, tendían al muchacho en el suelo sobre una manta rica y allí lo degollaban con unos cuchillos de caña. Recogían la sangre en una totuma y con ella untaban las peñas iluminadas. El cuerpo del difunto algunas veces era colocado en cuevas o sepulturas, y en otras oportunidades quedaba insepulto en la cumbre, para que lo consumiera el sol. Si así ocurría, se consideraba que había sido comido por el sol, lo que era interpretado como una buena señal (Simón, 1981, III: 384). Estas ceremonias se organizaban en los tiempos secos para aplacar la furia del astro solar mediante alimento para que no retuviera las lluvias (Aguado, 1956, I: 255). Las ofrendas y sacrificios que hacían los caciques eran diferentes, pues colocaban a las víctimas en la parte alta de unos maderos a manera de gavias de navíos, que se hallaban en las entradas y esquinas de las casas. Desde abajo flechaban a las víctimas, y los jeques recogían en totumas la sangre que se escurría por los maderos; todo lo tenían cubierto de bija. Luego bajaban el cuerpo y con la sangre, a la que le tenían mucho aprecio, desfilaban danzando por una carrera que tenían muy limpia y de tal anchura que cabían dos carretas; ésta salía desde el cercado del cacique hasta un cerro alto, donde apartándose los jeques del resto de la gente, tiraban las piedras iluminadas por el sol, enterrando la sangre y el cuerpo (Simón, 1981, III: 385). Con estos cuerpos-trofeo los jefes pretendían consolidar su poder, e infundir respeto entre sus vasallos y miedo entre sus enemigos. Entre mayor era el cercado y el número de sacrificados, mayor la grandeza del cacique. Quizás uno los mejores relatos sobre la ritualidad de los muiscas, sus ofrendas, procesiones, templos, número de participantes, atuendos y sacrificios se encuentra en El proceso contra el cacique de Ubaque en 1563, ocurrido en el poblado donde residía el jeque Popón, el más reconocido y venerado de la región (Casilimas, 2001; Londoño, 2001; Simón, 1981, IV: 339). Entre la medianoche y la madrugada de un día del mes de diciembre de 1563 el cacique de Ubaque convidó a los de Bogotá, Sogamoso y Guatavita para realizar un festejo, pues ya estaba viejo, había de morir, y deseaba hacer sus honras fúnebres en vida; además, quería pedir a sus

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dioses que muriesen todos los muiscas, pues lo prefería a sufrir los maltratos de los españoles y el tener que servir a estos. Frente a la puerta del cercado del cacique de Ubaque –bohío del coyme– había una avenida muy larga de unos 10-12 pasos de anchura por donde desfilaban los indígenas, en número de 5000-6000, cantando, tocando flautas, pitos, cascabeles, caracoles y otros fotutos, bailando, bebiendo chicha y portando pendones, vestidos de diversas formas, usando máscaras de diversos materiales (totuma, tejidos de palma, redecilla, latón, plomo, cuero), con forma de felinos y otras representaciones. Durante estas ceremonias acostumbraban sacrificar muchachos de 15-16 años adquiridos de grupos panches (valle del río Magdalena), chitareros (Santander), del Cocuy y de los Llanos, a quienes supuestamente extraían el corazón estando vivos. También ofrendaban esmeraldas, coronas de plumas, mantas coloradas y piezas orfebres (Casilimas, 2001; Londoño, 2001). El viento que llegaba de este valle a Bogotá era muy característico y le había dado el nombre a esta provincia; el viento también representaba a Bochica. La lengua que usaban durante las ceremonias era la de “cantares de Sogamoso”, de uso exclusivamente ritual, y desconocida para los seculares. Como psicotrópico empleaban el yopo (yopa), que les producía vómitos y diarrea, por lo que se confinaban en un bohío especial llamado cococa, cuca u opaguen. Durante estas ceremonias “los dichos indios invocan y llaman a los demonios para que les digan lo que hacen los indios muertos y si han menester algo e qué es lo que por allá pasa” (El proceso, 2001: 59). 8.4.5 Rituales funerarios En cuanto a las prácticas fúnebres, los cronistas incluyen prolijas descripciones, pues los conquistadores fueron los primeros saqueadores del país, y su avidez de oro les condujo a excavar cuanta tumba localizaban. Fray Pedro Simón (1981, III: 327) relata que a los muertos se les enterraba con sus “[...] comidas y bebidas, armas, vestidos y telas con que hacer otros en rompiéndose aquellos con que los enterraban”. El oro del difunto no se enterraba con el cuerpo, sino arriba, más hacia la superficie, conque lo cubrían con sólo una cuarta de tierra encima, como se estilaba en la provincia de Tunja. Se dice que esta riqueza era poca comparada con la de los caciques principales, como posiblemente sucedió con el de Tunja, cuya riqueza se arrojó según la leyenda al pozo de Donato. Los miembros de baja jerarquía eran enterrados en los

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campos envueltos solamente con una manta, sobre cuya sepultura plantaban un árbol para deslum­brar el sitio. En el norte del altiplano, como en Samacá (Boada, 1987), Tunja (Pradilla et al., 1992; Pradilla, 2001) (Figura 39) y Sogamoso (Silva, 1945, 2005), los cuerpos se colocaban en posición fetal sedente dentro de tumbas de forma oval con tapa, sea de laja o de armagasa de ceniza y arcilla. En cambio, la mayoría de enterramientos excavados en el sur de la sabana de Bogotá se caracterizan por ser de fosas rectangulares, con el cadáver en decúbito dorsal y miembros extendidos (Botiva, 1988; Correal, 1974; Langebaek et al., 2009). El cementerio de Usme, excavado recientemente, llama la atención sin embargo por la complejidad de sus entierros, dado que presenta varias combinaciones en cuanto a forma de las tumbas, orientación, posición y tipo de ajuar, lo que no encaja en el patrón sureño de las prácticas funerarias (Becerra, 2010). La práctica ritual más llamativa fue la momificación de los cuerpos de los personajes principales, quizá porque ocupaban un lugar central en eventos importantes de la vida religiosa, política, militar y hasta cotidiana de los chibchas. Los yukpa de la Serranía de Perijá, los chitareros de Santander, los guanes de la Mesa de los Santos, los laches de la Sierra Nevada del Cocuy y los muiscas de Boyacá-Cundinamarca, practicaban la momificación; los restos se hallan en diferentes museos de la región andina donde son objeto de admiración y espanto. A los primeros conquistadores les llamó la atención la presencia de cuerpos momificados que los indígenas de Bogotá portaban en andas durante los enfrentamientos contra ellos, pertenecientes a ancestros que se habían destacado por su valentía. Ello lo hacían con el fin de acrecentar los ánimos de los vivos e instarlos a no desertar del campo de batalla, así como los muertos no pueden huir, pues sería una gran vergüenza abandonar esos memorables huesos (Fernández de Oviedo, 1959, III: 126-127). Las momias de estos personajes eran custodiadas en templos especiales, donde eran colocadas sobre estantes junto a los adornos personales del difunto (plumas, poporo, mochila para el hayo, calabazos, agujas de hueso, cofia de pelo humano o de algodón, mantas pintadas). El proceso de momificación incluía la evacuación de las tripas e intestinos y su reemplazo con resinas, como la mocoba, que se extraía de unos higuillos de leche pegajosa. Posteriormente, el cuerpo era secado mediante ahumamiento sobre barbacoas. La cavidad abdominal era rellenada con objetos preciosos como esmeraldas y tejuelos de oro, según el caudal de cada uno, al igual que los ojos, nariz y boca. Finalmente el cuerpo era envuelto con varias vueltas de mantas muy liadas entre sí (Epítome, 1544, en Tovar, 1995; Simón, 1981, III: 139, 406). Algunos personajes, posiblemente los caciques y su parentela, eran

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inhumados en cuevas junto a “las mujeres y esclavos que más le querían, porque ésta era la mayor demostración y fineza de amor que había entre ellos; pero dábanle primero a los vivos un zumo de cierta yerba con que privados de sentidos, no conocían la gravedad del hecho a que se ponían” (Simón, 1981, III: 407). Otros personajes, quizás guerreros que se habían destacado, eran custodiados para ser exhibidos durante las confrontaciones bélicas. En cuanto a los sacerdotes, eran reverenciados en los templos dedicados al sol como el de Sogamoso (Figura 18). Con la momificación, la gente pretendía preservar las cualidades espirituales y orgánicas de los personajes destacados por su valentía (guerreros), o por su cargo religioso (sacerdotes) o político (caciques), pensando que el alma sin cuerpo no se puede retener. Estas momias podrían ser imágenes de los personajes muertos, entidades vivas que empleaban los mismos espacios y recursos que los vivos, cuyas cualidades se quería aprovechar. Como se ha afirmado para las momias Chinchorro de Chile, las más antiguas del mundo, “la inmortalización se obtenía a través de la momificación, así el cuerpo y el espíritu sobrevivían; en consecuencia, la momificación artificial proporcionó un lugar donde el alma podía habitar, por lo tanto se consideraba a las momias como entidades vivas” (Arriaza, 2003: 61-62). 8.4.5.1. Los muiscas de Tunja En esta provincia de Tunja no se enterraba a los indios con sus objetos, sino que se los colocaba sobre la sepultura, cubriéndolos con un poco de tierra. De este modo, los españoles hallaron en una sepultura de una casa antigua y despoblada, que debió pertenecer a algún señor principal, una mochila alargada de palma, cosida la boca con un hilo macizo de oro, llena de tejuelos de oro, que venían a pesar todos dos mil libras de oro fino (Aguado, 1956, I: 290; Simón, 1981, III: 256). Se afirma que los señores principales eran enterrados con sus criados y criadas vivos, además de sus comidas y bebidas, armas, vestidos y telas para hacer otros si se rompian aquellos con que los enterraban. En los entierros se vestían mantas coloradas y se teñían los cabellos con bija, pues el rojo era el color del luto; durante las exequias bebían chicha según la capacidad de producción de maíz del difunto. Cuando el difunto era un cacique, hasta la sepultura solamente asistían los sacerdotes, la cual habían abierto con anticipación en lugar secreto desde el mismo momento en que el muerto había sido elegido como heredero. Unas eran abiertas en bosques y espesuras, otras en

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sierras elevadas; en algunas oportunidades las cubrían con las aguas de ríos o lagunas. Las tumbas eran muy profundas, y en la parte del fondo colocaban al cacique sentado en un dúho, ornamentado con mantas y ricas joyas de oro, con armas, brazaletes, petos, morriones, con la mochila terciada sobre los hombros con el poporo y el hayo, y múcuras de chicha. Una vez cubierta la sepultura, colocaban encima a tres o cuatro mujeres vivas de las más queridas, cubriéndolas con más tierra; posteriormente iban los criados que mejor le servían, también vivos; finalmente iba la última capa de tierra. Para que sus mujeres y siervos no sintieran la muerte, los embriagaban con tabaco y hojas de borrachero que le agregaban a la chicha que les ofrecían. Si la persona moría por herida de serpiente, le colocaban encima cruces para señalar el sitio (Castellanos, 1997: 1163-1164). En las excavaciones adelantadas en predios del Cercado Grande de los Santuarios de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC) por el equipo de Helena Pradilla y colaboradores, la mayoría de las tumbas son de pozo circular u oval, de 65-80 cm de diámetro, con una cavidad que suele tener hasta 60 cm de profundidad, de forma cónica o cilíndrica (Figura 39). También se hallan pequeñas fosas (semicámaras) y nichos. Encima de las tumbas se observa una tapa hecha de laja de arenisca, o de arcilla endurecida. La posición predominante es la sedente, con el cuerpo sentado con los miembros flexionados contra el pecho, de manera que los pies y la cadera tocan al mismo tiempo el piso. Los enterramientos extendidos son más comunes durante el período Herrera. El tipo de entierro es directo, o en urnas (neonatos) asociadas a tumbas femeninas. El ajuar consiste de collares (lidita, cuarzo, huesos de animales, conchas marinas, oro), vasijas (múcuras, cuencos, copas), huesos de animales (venado, curí, caracoles, aves), líticos (manos, metates, torteros) y esmeraldas. En cuanto a los recipientes, se hallan múcuras o vasijas de cuello largo, con aplicaciones de figurinas antropomorfas sobre el cuello y de animales sobre el cuerpo (especialmente ranas); también hay en menor proporción vasijas domésticas, sin ninguna decoración, y cubiertas de carbón. El enterramiento femenino N49/63 estaba asociado a una alcarraza con decoración incisa en el asa. No existen diferencias por sexo –aunque las tumbas con estructuras dobles suelen ser de mujeres asociadas a niños–, y a los niños se les recubre solamente con ocre. Respecto a la temporalidad de los enterramientos, la autora menciona la existencia de tumbas dentro del horizonte enterrado antiguo, y otras más recientes encima del mismo (Pradilla, 2001; Pradilla et al., 1992). En El Venado, municipio de Samacá, Boyacá, Ana M. Boada (2007) excavó 34 tumbas, de las cuales cinco corresponden al período Herrera Tardío, quince

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al Muisca Temprano y quince al Muisca Tardío. Los recintos del primer período fueron construidos dentro del área residencial, y son de pozo de forma oval o circular; los cuerpos estaban dispuestos en posición sedente, especialmente en los pozos circulares, y fetal horizontal –lado derecho, izquierdo o dorsa– en los ovales. El ajuar hallado es muy escaso y consiste en copas, cuencos, jarras, ollas, fragmentos de vasijas con carbón en su interior, metates, cuentas de piedra verde, conchas, caracoles marinos y algunas cuentas de oro. Algunos de los cuerpos tenían una cobertura de ceniza u ocre salpicado (Boada, 2007: 108). Formas similares se han reportado en la vereda San Lorenzo Bajo (Chucua), municipio de Duitama, en tumbas de pozo oval con cuerpos en posición sedente, con una laja elaborada de armagasa de ceniza como tapa, y cuencos decorados con incisiones en calidad de ajuar. Todos los cráneos presentaban deformación frontoccipital (Figura 15), y la fecha para el sitio es de principios de nuestra era, es decir corresponden al período Herrera (Rodríguez, C., 1997). Las tumbas del período Muisca Temprano presentan características similares a las del período anterior. Entre tanto, las del período Tardío se diferencian en la medida en que algunas presentan forma de pozo oval o circular, con una cámara donde yace el cuerpo junto al ajuar funerario. La orientación de la cabeza es hacia el sureste, occidente y sur. Algunos cuerpos evidencian huellas de emplasto de ceniza. El ajuar consiste de vasijas y cuentas de collar con cuentas marinas. Al parecer, hay una tendencia hacia un mayor reconocimiento del estatus de la mujer, a juzgar por la mayor cantidad de objetos en el ajuar, señalando quizá una mayor participación de este género en la esfera económica (Boada, 2007: 194). 8.4.5.2. Los muiscas de Bogotá Según el tipo de muerte se consideraba la suerte del difunto, pues tenían por dichoso al que moría de algún rayo o por otro accidente o muerte repentina, porque según la tradición había pasado sin dolores esta vida. Ponían cruces sobre las tumbas de los muertos por picaduras de serpientes ponzoñosas. Si la que moría era la mujer principal del cacique, puesto que era ella la que mandaba y gobernaba en la casa, podía dejar medidas de restricción para que su marido no se juntase con ninguna otra mujer, incluso por el término de cinco años como lo establecía la norma. Para reducir el período de continencia, el marido prodigaba a su mujer principal con buenos tratos y regalos durante el tiempo de casados y en los últimos pasos de su vida.

Cosmovisión, rituales funerarios y chamanismo en los Andes Orientales

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Eran varios los modos con que enterraba a los difuntos, porque a los caciques se les momificaba, se les lloraba por seis días en sus casas, y luego se les enterraba en cuevas preparadas de antemano, envolviéndolos en mantas finas, poniéndoles a la redonda muchos bollos de maíz, múcuras con chicha, sus armas, y en la mano un pedazo o tiradera hecha de oro, para recordar la que arrojó Bochica desde el arco del cielo para dar paso a las aguas de este valle. En los ojos, nariz, orejas, boca y ombligo les ponían algunas esmeraldas y tejuelos de oro, según los bienes de cada uno, y por el cuello les colocaban cuentas de collar. Junto al cuerpo en la cueva disponían a las mujeres y siervos del cacique que más le querían, lo cual era demostración de amor; a estos acompañantes les daban el zumo de cierta yerba, con que los privaban para que no sintieran la muerte. Durante el sepelio los dolientes lloraban, cantaban, tocaban fotutos, bebían chicha, comían bollos de maíz y mascaban coca (Simón, 1981, III: 406-407). El cronista Juan de Castellanos (1997: 1162) recogió una interesante tradición sobre el entierro de Nemequene, muerto durante los enfrentamientos sostenidos con el Tunja, antes de la llegada de los españoles. Se afirma que la sepultura se abría desde el momento en que el cacique era consagrado como heredero del zipazgo, y la ubicación de esta solamente la conocían los xeques. Algunas se excavaban en las espesuras de los bosques, otras en las elevadas sierras, y unas terceras en sitios cubiertos posteriormente con las aguas de algún río o laguna. Las tumbas eran profundas, y se colocaba en la parte inferior al zipa sentado sobre un dúho, ornamentado con mantas, joyas y armas, terciada la mochila del poporo y el hayo (coca); también se ponían vasijas con chicha y otros mantenimientos. Una vez cubierto el cadáver con tierra, colocaban encima los cuerpos de las mujeres más allegadas (que podían ser tres, cuatro o más), enterradas supuestamente vivas, dormidas por los xeques con tabaco y borrachero. Se cubría con tierra, y en la parte superior de la tumba se ubicaban otros cuerpos, esta vez de los siervos más cercanos, enterrados también vivos, completando el relleno de la tumba. La mayoría de tumbas excavadas en la sabana de Bogotá son de pozo de forma rectangular, con los cuerpos extendidos en posición de decúbito dorsal; algunas poseen tapas de laja (Correal, 1974). En el sitio Portalegre de Soacha, Cundinamarca, Álvaro Botiva (1988) excavó un total de 130 tumbas y cuatro plantas de vivienda. La mayoría de tumbas son de pozo rectangular simple, poco profundas (Figuras 41, 42); el 10% estaban cubiertas de lajas. Los cuerpos se hallaban en posición de decúbito dorsal extendido, orientados predominantemente hacia el sur y este, lo que ha sido interpretado como reflejo de la división de este asentamiento en dos grupos sociales (Boada, 2000:

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Los chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes. Orígenes de su diversidad.

28). El ajuar estaba compuesto por mocasines, cuencos, copas, jarras, ollas globulares de dos asas, cuentas de collar de concha marina y algunos artefactos líticos (volantes de huso, manos de moler, metates y un hacha). Los ganchos de lanzadera y las agujas de hueso parecen estar asociados a los hombres, mientras que los volantes de huso lo estarían a las mujeres. Dos esqueletos (Nos. 7 y 108) se hallaban en tumbas de pozo circular con los cuerpos flexionados, quizá por haber tenido una manera de muerte particular. Llama la atención la tumba colectiva No. 28, pues está integrada por una mujer mayor, un neonato y dos individuos masculinos adultos muy robustos; uno de ellos (28B, el más corpulento) fue recubierto con una sustancia resinosa (Figura 22a), señalando la particularidad de su enterramiento. Por su parte, el individuo No. 88 (Figura 22b), el de mayor edad de todo el asentamiento, adulto mayor, se hallaba en toda la mitad de una planta de vivienda. Aprovechando que este cementerio es grande y dispone de buenos datos de la excavación, se analizó desde la perspectiva de la arqueología funeraria. Para tal efecto, se conformó una base de datos con 125 tumbas de las 130 excavadas en 1987 por Álvaro Botiva (1988: 28, 29), tomando como base los informes de campo, los datos bioantropológicos (Rodríguez, J. V., 1994) y la sistematización de Ana María Boada (2000). Ésta se procesó mediante el programa estadístico SPSS versión 18, con el fin de obtener los estadísticos descriptivos (frecuencias), pruebas no paramétricas (Kruskal-Wallis y Kolmogorov-Smirnov) para afirmar la correspondencia entre distribuciones de las distintas variables, y el análisis de correlación de Pearson (varía entre 0 y 1, p