Los burros más sabios del mundo

Los burros más sabios del mundo Cristian Valencia Valencia, C. (2005). Los burros más sabios del mundo. Gatopardo, (58),

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Los burros más sabios del mundo Cristian Valencia Valencia, C. (2005). Los burros más sabios del mundo. Gatopardo, (58), 148–160

Cuatrocientos burros estacionados a las puertas de la iglesia pentecostal del corregimiento de Planadas, en el departamento del Magdalena, no es una imagen literaria como los cuatrocientos elefantes recorriendo la playa que imaginara Rubén Darío en “Margarita está linda la mar”, pero no deja de ser asombroso para cualquier ser humano que visite esa región. Si bien el burro no es el animal más poético que existe sobre la tierra, al parecer le falta porte, carácter, tamaño y proporciones áureas, en aquella escondida geografía colombiana no se puede concebir la vida sin el burro: no sólo es el sistema de transporte más usado, sino que desde hace cinco años está ligado al conocimiento del universo. ¡Quién lo fuera a pensar!, el animal que más mala reputación tiene, en cuanto a inteligencia se refiere, lleva a cuestas la difícil tarea de educar a cientos de niños de las veredas de los municipios de Nueva Granada y El Difícil, en Colombia. Alfa y Beto son dos notables burros de la región, conocidos en todas las veredas y corregimientos del valle del Magdalena bajo Pertenecen al maestro de enseñanza primaria Luis Humberto Soriano, quien muy al alba de todos los sábados carga sus animales con enciclopedias, textos escolares, atlas de geografía, cuentos para niños, literatura universal, y sale no sin antes guindar de Alfa el aviso que define este delirio: Biblioburro. Luego se cala su sombrero vueltiao y arranca la procesión del conocimiento. No hay habitante de los trescientos de La Gloria que no tenga algo para decir a semejante quijotada. El asombro permanece intacto luego de cinco años consecutivos de hacer lo mismo. No es para menos. Parece una caravana santa, tan santa como la familia sagrada llegando a Belén. Mientras el mundo de hoy está conmocionado con el anuncio del súper Airbús A3000 que transportará hasta novecientos pasajeros, en La Gloria y El Difícil la conmoción, la risa, el asombro, la fantasía y el delirio están fuertemente ligados al biblioburro de Soriano, porque la tecnología más avanzada que existe en aquellos parajes es una calculadora. Soriano es un hombre calmado que ignora su heroísmo como todo héroe que se respete. Sólo hasta el año pasado comenzó a darse cuenta de que su idea era tan novedosa que ya se está replicando en distintos departamentos de Colombia. Porque Colombia es un país con un relieve dificultoso, porque Colombia sigue siendo subdesarrollado, porque Colombia sigue siendo un país de iniciativas populares que no se ha deshecho gracias al valor y el ímpetu de personas como Soriano. Lo entrevistaron por radio, lo felicitaron del sistema nacional de bibliotecas, lo proclamaron personaje del año en el periódico Portafolio y lo condecoró el presidente Álvaro Uribe en persona. Y pese a tanto reconocimiento, tanta alharaca y tanto bochinche, su biblioteca personal continúa guardada en cajas porque no ha tenido dinero para construir una sede en el lote que le regaló su madre para ese propósito.

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La Gloria y El Difícil quedan sobre una carretera alterna que une dos panamericanas. Si usted no vive por ahí difícilmente se detendrá, pasará a ciento veinte kilómetros hacia Plato (Magdalena), para atravesar el puente más largo de Latinoamérica. Y punto. Dirá qué bonito paisaje, se morirá de calor, admirará el atardecer, y tendrá la canción de moda en su estéreo digital, mientras allá, lejos de la carretera pavimentada, el conocimiento se sigue moviendo en burro. Sin duda Soriano es un quijote colombiano, que enloqueció como el Caballero de la Triste Figura con los libros. Cuando su tía le leyó Margarita está linda la mar, no pudo dormir en ocho días. Tenía cuatro años y si no lo adivinaba entonces, al menos intuía que su vida estaría íntimamente ligada con la literatura. Es un hombre delicado, con modales y maneras muy propias de la cortesía versallesca, cosa que en sus primeros años le sumaron problemas a los miles que trae la existencia. La costa caribe colombiana, por no decir Colombia entera ni Latinoamérica desde el río Bravo hasta la Patagonia, tienen muchas cosas en común y una de ellas es el machismo. Por el machismo nos vamos a las manos, nos tasajeamos a machete o nos fulminamos a balazos en una taberna ardida de licores pendencieros. Así que Soriano tuvo que soportar las burlas de sus compañeros: un niño que no pateara un balón ni se trabara a coñazos era objeto de burlas malintencionadas. Burlas que lo arrinconaban y lo hacían sufrir, pero también lo alentaban para meterse cada vez más en su mundo personal poblado de princesas cuenta cuentos a punto de ser degolladas si malograban el relato, de cíclopes borrachos e iracundos arremetiendo contra una horda de marineros extraviados, de pueblos enteros que un día olvidaron los nombres de las cosas y tuvieron que rebautizar el mundo, de hombres hastiados que asesinaron por desidia, del tañer desolado de las campanas que lloran los muertos de la guerra. Sin saber se fue metiendo en los millones de mundos posibles que propone la literatura, hasta el punto de que a su tía le recomendaron, como a la sobrina del Quijote, que le prohibiera leer más libros para salvarlo de la chifladura. Y la tía no hizo caso, menos mal, y decidió enviarlo a Valledupar, la tierra del vallenato, para que se educara en mejores colegios. Aquello fue peor porque el pequeño Soriano más se demoró en llegar que en ubicar una biblioteca pública. Y en la biblioteca, El Quijote. Cosa brava. *** Soriano sabe que tiene un tocayo escritor pero todavía no ha tenido la fortuna de leer nada de Oswaldo, el que bien pudo imaginar un día a un hombre, a un burro y una tierra caliente, y centenares de libros viajando por veredas tropicales, porque esa era su estirpe de escritor: hacer que el absurdo reinara y fuera posible, como en A tus plantas rendido un león o en Triste, solitario y final. Pero la historia de Soriano, el bibliotecario que por ser de La Gloria es glorioso, tendría que ver más con Pedro Páramo porque de alguna manera carga en sus burros toda la poesía y la tristeza y el abandono de Comala, la ciudad sin presente. Tuve la fortuna de conocer a Soriano y de montar en Alfa, la fortuna de estar en verdadero silencio en la mitad del valle de Ariguaní, y de tener conversaciones largas, de burro a burro, con el mejor bibliotecario que existe después de Borges, para mi gusto. A las siete de la mañana partimos desde su casa, atravesamos La Gloria y buscamos la entrada a las trochas que conducen a las veredas. Cuarenta y cinco minutos después llegamos a la primera casa, un rancho mal levantado que parecía una casa parapléjica. Junto al rancho había una ramada y animales de cuido. Salió a saludarnos un hombre con una sonrisa tan honesta que la sensación era como si un árbol nos estuviera apretando la mano. El saludo de la tierra. Luego aparecieron doña 2

Lilia Ramírez y sus tres hijos. Soriano desmontó con parsimonia y comenzó a desplegar la magia de Melquíades en Macondo. En segundos tenía una escuela improvisada en la mitad de Comala. Mesas plegables, tipo picnic, butacas, y libros que los niños fueron agarrando como si fueran naranjas en su palo. Mientras los niños leían y se engolosinaban con las ilustraciones, Soriano se encargó de la más pequeñita, mostrándole las letras con cariño y dedicación. A este bibliotecario glorioso se le ocurrió la idea de llevar la escuela a las casas en vista de que la disculpa más frecuente que tenían los niños para no hacer los deberes escolares era la falta de libros de consulta. Eso y la precaria infraestructura de las tres escuelas rurales que existen en la zona. A lo largo de su vida ha logrado hacer una biblioteca con tres mil quinientos libros que cuida con esmero. Guardadas las proporciones, las trescientas personas del casco urbano de La Gloria tienen más libros por habitante que la gente de Bogotá, que para llegar a doce libros por persona tendría que tener cien millones de títulos en las bibliotecas. Que no los tiene. Cuando Soriano consideró que ya era tiempo de partir, les preguntó a los niños con cuál libro se querían quedar y ellos hicieron su elección. Entonces apuntó los títulos y le hizo firmar la hoja de préstamos a doña Lilia. Y es que Soriano es todo. El bibliotecario, el mensajero, el prestamista, el conductor de los burros, el jefe de eventos especiales y el maestro. Continuamos el camino por trochas improvisadas entre fincas, abriendo portalones desde el burro, en medio de una sabana hermosa poblada de enormes ceibas y cañaguates con flores tan amarillas como el amarillo de los árboles en un otoño europeo. Y Soriano, mientras tanto, me contaba su historia. Una que para él no es anormal ni fuera de lo común, pero en mí producía el mismo tipo de asombro de Sancho Panza cuando Quijote le señalaba un batallón de gigantes disfrazados, por medio de encantamientos y pócimas, de molinos de viento. En un momento dado pensé que el biblioburrista había enloquecido y se escapaba por entre un bosque de arbustos espinosos y árboles despelucados que lo abrazaban con su follaje. –Es un atajo –me gritó. Mi burro, mañoso burro, se conocía el camino de memoria pero fingía resabio y se resistía a meterse por allí. De haberle hecho caso a su intuición campesina hubiera podido evitar esa sensación de que nos seguían de cerca. Me sentía observado en todo momento. Apuré mi burro al mejor estilo costeño, halándole los pelitos del anca a la altura del espinazo, hasta alcanzar lo que para mí era el salón García Márquez de la biblioteca de La Gloria y preguntarle en voz muy baja –¿Nos siguen? –No hombe, qué va. Por acá es mejor no hablar mucho porque se pone nervioso el ganado –contestó, casi susurrando. Eso era. Entre el follaje estaba el ganado bravo, el criollo jorobado de cachos altaneros, mirándonos pasar como si fuera un cordón de seguridad hosco, prestando guardia contra su voluntad, esperando que saliéramos cuanto antes de su territorio. Y al final del pequeño bosque la comitiva general nos esperaba: diez o veinte reses concentradas en los burros. Para ser franco, hubiera preferido ser víctima de un encantamiento en ese momento para ver gigantes a punto de degollarme con pesadas espadas, a tener esa sensación de ser un capote sin torero a la vista. Nada más indefenso que un par de burros, hasta el cuello de libros, pasando en medio de una

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manada de toros bravos. Soriano punteaba la que podría convertirse en una penosa travesía, haciendo ruidos de vaquero avezado. Y yo tan sólo atinaba a decirle a ese pocotón de cachos, que venía con él, y que llevaba conmigo las mesitas y la sala de referencia de la biblioteca de la zona. Todo esto mientras los toros bramaban y resollaban con vehemencia. Pasamos no sé si gracias a nuestro Dios o al dios del burro, pero pasamos ilesos. *** Una de las cosas que me contó a lo largo de la travesía fue que hace dos años asistió a un evento en Santa Marta, organizado para compartir experiencias de bibliotecas comunales. –Todos los que hablaban se referían a bibliotecas hechas, con infraestructura sólida; hablaban de buses biblioteca y cuanta cosa. Y a pesar de la vergüenza que me producía me paré y dije que la biblioteca de mi pueblo andaba en burro. Podrán imaginar la turbación de aquel auditorio. El desconcierto fue total y la ovación general no se hizo esperar. Desde entonces comenzó una dinámica distinta impuesta por Soriano: de pronto todas las quejas parecieron ridículas y aquello de conseguir recursos para reparar la dirección hidráulica del bus de un municipio pasó para siempre a segundo plano. Porque a este hombre tranquilo todo le ha tocado de pa´rriba. Se licenció de Literatura y Humanidades en la Universidad del Magdalena. Pero se licenció a distancia, con clases presenciales cada ocho días en Plato, que está a dos horas de camino, o en Santa Marta, que está a cuatro, unas veces hospedándose en casas de amigos, y otras durmiendo en los parques. Algo muy extraño pasa en aquella tierra tan hermosa. La palabra tesón parece estar tatuada en el alma de su gente. *** Hora y media después de abandonar la casa de Lilia, llegamos a un lugar conocido como El Palacio, que de palacio tenía el nombre o la poesía del nombre, porque en realidad era otro rancho en muletas sostenido por los sueños de los hombres. En aquel lugar, quince niños esperaban la llegada del biblioburro, protegidos del sol bajo el techo de palma, compartiendo espacio con cuatro hombres que pilaban maíz y una horda de animales de cuido paridos. Pasaba mamá pata pidiendo vía para los paticos, y se cruzaba con la gallina y sus pollitos que casi tenían que rodear una marrana recién parida, y alrededor los borricos recién nacidos, los chivatitos berreando por leche y la perra amamantando. El Palacio estaba bendecido. Al encuentro de Soriano salió la maestra de la escuela del Brasil, Madelis Judith España, asombrosa mujer de 27 años que decidió combatir el analfabetismo de su vereda a cuenta propia y fundó la escuela en una ramada de la finca de su padre. Comenzó a educar cuando tenía 17 a cambio de la satisfacción, nada más. Durante los primeros años sus honorarios eran el agradecimiento de los padres de familia, cifrados en gallinas o huevos o chivos o burros o maíz o leche Estaba vestida con un traje tejido a mano por ella misma, y lucía un hermoso tocado rojo también tejido con sus manos: Penélope en su paciencia santa, que educa, que teje y que sueña con mejores hombres. Madelis España es socia permanente de Soriano en aquella poética labor de educar sin recurso alguno. Es la principal usuaria del servicio de préstamos domiciliario del biblioburro, la mujer más inquieta por el 4

conocimiento, la más preocupada por ofrecer una educación básica con calidad. Lo único que interrumpió el ambiente de Sagrada familia fue una gallina que de pronto saltó sobre la mesa para anunciarnos con mucho cacareo la dichosa puesta de un huevo más en su vida. –Ya, cállate, que sólo es un huevo –le dijo Soriano a la gallina y los niños inundaron de risas El Palacio. El periplo de aquel sábado terminó dos horas más tarde en Planadas, el lugar donde está la iglesia pentecostal, punto de encuentro más concurrido con el biblioburro. Debido a que los colegios apenas estaban comenzando clases, la afluencia de niños era poca, según dijo Soriano, porque a veces se reúnen hasta doscientos niños. Sin embargo, y pese a la época de enero, lo esperaban cincuenta niños con sus padres, y dos maestras. La algarabía fue total. El biblioburro había llegado a un paraje exótico, y desplegaba todos sus mundos bajo la sombra de muchos árboles, como si fuera un camping de conocimiento. La voz del viento y los trinos de los pájaros constituían las hermosas paredes de esta biblioteca única en el mundo: la prueba viviente de que a veces la montaña se mueve hacia Mahoma. En la medida en que Soriano descargaba de los nobles burros su preciado tesoro, los hombres ayudaban a desplegar las mesas, los niños iban buscando asiento y las maestras formaban pequeños grupos para leerles en voz alta alguna fábula. Luego Soriano se encargó de sacar un atlas para mostrarle a un grupo de señores el lugar exacto que ocupaban en el mundo. Porque la colección que llevaba Soriano en aquella ocasión, era una variada muestra de su biblioteca: rompecabezas, cartillas de lectura, cuentos para niños, fábulas, libros de matemáticas, libros animados, manuales prácticos y atlas geográficos. Cuando Soriano extendió sobre la mesita Colombia inédita, la mayoría de los adultos se acercaron a ver las fotos del país que les tocó en suerte. Miraron de cerca la Sierra Nevada de Santa Marta, la misma que a veces se ve lejana entre la bruma calurosa del Caribe; conocieron la selva del Carare, el sol de los venados en los llanos orientales, selváticos ríos del Chocó, los bosques de niebla de la Sabana de Bogotá, y miraron el mar de San Andrés como si fueran marinos trazando rumbos en una carta de navegación. Una señora que asistía por primera vez al dichoso evento, tomó un rompecabezas y se quedó petrificada ante el juego. En sus sesenta y cinco años de vida era la primera vez que veía uno de esos y no sabía qué debía hacer. Tal vez sea esa la imagen más contundente para entender el tamaño de la empresa de Soriano, que a veces se retira un poco de la multitud para admirar con el corazón semejante prodigio. A su lado, Alfa y Beto que, a pesar del cansancio por la travesía, también parecen satisfechos con su obra. Y alrededor, amarrados a los árboles, al menos treinta burros más compartían el convite, porque todos los asistentes llegaron en burro. El mismo animal que tiene encendida todas las alarmas en España porque en ese país está en vías de extinción. Hasta existen hoy en día ONG dedicadas a la preservación del burro catalán, cosas como Burros sin fronteras y otras instituciones imposibles de concebir en esta región de Colombia, o tal vez imaginables desde la perspectiva de la literatura. Increíble la paradoja: mientras en España nadie creería que existe un biblioburro, en Colombia pasará por loco quien diga que el burro está en vías de extinción. Sin temor a equivocaciones puedo asegurar que El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha va cabalgando un jumento por el valle de Ariguaní, en el Magdalena. En Colombia.

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