Lippmann Liberty and News

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Título para artículo: “Prensa ética, poder y ciudadanía: las tesis de Walter Lippmann en Liberty and the News”. Autor: Rodrigo Fidel Rodríguez Borges, Dpto. Ciencias de la Información, Universidad de La Laguna, [email protected] Abstract: Este texto revisa las principales aportaciones de Walter Lippmann contenidas en su obra Libertad y prensa, de reciente aparición en lengua castellana. Publicado originalmente en 1920, el libro de Lippmann nos permite conocer sus agudas reflexiones acerca de las relaciones entre medios de comunicación, opinión pública y clase política en el seno de las sociedades democráticas. El estudio de esas relaciones ocupa una parte fundamental de la obra ensayística de Lippmann, cuya vigencia y vitalidad permanecen hoy inalteradas. Lippmann no fue sólo el columnista político más influyente del pasado siglo, sino un penetrante analista que se interroga sobre la objetividad informativa, la corrupción del periodismo por propaganda política, la deficiente formación de los profesionales de la prensa y su discutible fibra moral. Sus observaciones trascienden el restringido mundo de los medios de comunicación para preguntarse si su funcionamiento deficiente no pone en cuestión la supervivencia misma de la democracia como régimen de opinión. Palabras clave: ética periodística, prensa, democracia, propaganda, manufactura del consenso 1. Introducción La reciente aparición en lengua española de Liberty and the News1 nos ofrece la oportunidad de reconsiderar la pertinencia de los análisis de Walter Lippmann a propósito de las relaciones entre medios de comunicación, opinión pública y clase política en el seno de las sociedades democráticas. Los conflictos derivados de esa relación compleja y poliédrica constituyen una preocupación de largo aliento que está presente en la obra periodística y ensayística de Lippmann a lo largo de su dilatada carrera como columnista y analista político. En su versión original en lengua inglesa Liberty and the News apareció en 1920, editado por Harcourt, Brace and Howe, y el volumen reunía tres ensayos cortos: “Journalism and the Higher Law”, “What Modern Liberty Means” y propiamente “Liberty and the News”; los dos últimos previamente publicados en la revista Atlantic Monthly2. En esas páginas aparecen prefiguradas algunas de las ideas que Lippmann 1

Walter Lippmann (2011): Libertad y prensa, Tecnos, Madrid. Traducción, introducción y notas de Hugo Aznar. 2 La edición española incluye además otros dos textos: una intervención en el Club Nacional de Prensa, de Washington, en octubre de 1959 y el discurso “Una prensa libre: ¿por qué resulta fundamental y cómo puede preservarse?”, dirigido a la asamblea del Instituto Internacional de Prensa, reunida en Londres en 1965.

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formulará de manera más depurada en su siguiente libro La opinión pública, aparecido en 1922. Como señala Hugo Aznar en la Introducción a la edición española, Lippmann fue seguramente el columnista político más influyente del siglo XX. Su columna “Today and Tomorrow”, distribuida por los periódicos más reputados del mundo, llegaba a millones de lectores que encontraban en ella una explicación rigurosa de los principales acontecimientos de la actualidad. Pero Lippmann fue bastante más que un columnista de extraordinaria agudeza y penetración. A lo largo de su larga vida de periodista fue asesor de varios presidentes norteamericanos de distinta orientación ideológica. Profesó admiración pública por Theodore Roosevelt, quien lo calificó como “el joven más brillante de la época en todos los Estados Unidos” (Steel, 2007: 9) y colaboró con las administraciones de Woodrow Wilson (1913-1921), John Kennedy (1961-1963) y Lyndon B. Johnson (1963-1969). Completada su formación universitaria, durante la que participó en publicaciones de izquierdas, formó parte junto con Herbert Croley y Walter Weyl del núcleo fundador de The New Republic, una revista surgida en vísperas de la I Guerra Mundial y que pronto se convirtió en una referencia para el pensamiento progresista norteamericano (Aznar, 2011: XII). Justamente los avatares de la Gran Guerra (1914-1918) marcaron un giro en las posiciones de Lippmann acerca del papel que debía desempeñar Estados Unidos como potencia emergente en el contexto internacional. Inicialmente Lippmann -y con él la redacción de The New Republic- era contrario a la intervención norteamericana en el conflicto, que consideraba “una consecuencia del colonialismo y del imperialismo” europeos (Steel, 2007: 103); esa actitud coincidía en lo esencial con la mantenida por Wilson, que había accedido a la presidencia con un programa que defendía la neutralidad del país, acorde con la tradicional doctrina Monroe. Sin embargo, el desarrollo de la contienda derivó en un giro intervencionista en la política de Wilson y de Lippmann con él. En mayo de 1915, el hundimiento del trasatlántico británico Lusitania por submarinos alemanes en el que perdieron la vida 1.100 civiles, 128 de ellos norteamericanos, y el posterior ataque al buque francés Sussex, también con varias víctimas estadounidenses, llevaron a Lippmann a abandonar su posición de neutralidad y respaldar a Wilson cuando el 2 de abril de 1917 solicitó el apoyo del Congreso para entrar en el conflicto europeo. Se inicia así un periodo en el que Lippmann se involucra en las labores de asesoramiento político y diplomático del presidente. Su colaboración en este terreno tuvo dos momentos especialmente reseñables: de una parte, el trabajo en las tareas de propaganda para modificar las actitudes de la opinión pública norteamericana, refractaria a la intervención en la guerra. De otra, su participación en el comité de expertos que asesoró a Wilson en la redacción de los Catorce Puntos, una propuesta a la comunidad internacional para cerrar una paz justa

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e impulsar un nuevo orden mundial en el que no se repitiera la experiencia trágica de la guerra mundial. Lippmann defendió siempre una visión de la propaganda de guerra en clave positiva, bien alejada de las ideas que había impuesto el también periodista George Creel en el seno del Commitee on Public Information (CPI)3, impulsado por Wilson inmediatamente después de obtener la autorización del Congreso para entrar en la contienda. A diferencia de Creel, Lippmann consideraba que la propaganda debía ir orientada a difundir la verdad y proteger a la opinión pública de las informaciones tendenciosas. De acuerdo con esto, entendía que el control de la información debía recaer en manos de quienes “comprendían verdaderamente la democracia y simpatizaban con ella”. Por eso motivo, la censura –un mal necesario en tiempos de guerra- nunca “se debe confiar a alguien que no sea tolerante, a alguien que desconozca el largo cúmulo de desvaríos que constituyen la historia de la represión” (en Steel, 2007: 141-142). La postura de Lippmann sobre cómo debía movilizarse a la opinión pública norteamericana para que respaldara la intervención en Europa le llevó a enfrentarse radicalmente con Creel, contra quien ya había arremetido tiempo atrás en un editorial sin firma en The New Republic, en el que cuestionaba acremente su honestidad profesional. Sin embargo, para decepción de Lippmann, sus opiniones no prosperaron y a medida que la histeria belicista crecía por todo el país, el presidente Wilson se alejó de cualquier resquicio de pacifismo. La campaña propagandística de Creel pasó a contar con el apoyo cerrado de la Casa Blanca y se alimentó con una cantidad de dinero que aún hoy resulta desorbitada. Fue –señala Aznar (2011: XXIX)- “una campaña muy negativa y manipuladora, que atribuyó a los países enemigos atrocidades que, en todo caso, no distaban mucho de las cometidas por los aliados” 4. La participación en el grupo de expertos que prepararon el documento de los Catorce Puntos terminó provocando otra profunda decepción en Lippmann. La comisión estuvo formada por más de un centenar de asesores bajo la dirección del coronel House, 3

Conocido también como el Creel Commitee, la CPI era un organismo paraestatal norteamericano dedicado a influir en la opinión pública para que apoyara la participación en la guerra. Chomsky se ha ocupado de la actividad propagandística del Commitee en el texto “What Makes Mainstream Media Mainstream”, aparecido en Z Magazine, en octubre de 1997. Disponible en: http://www.chomsky.info/articles/199710--.htm. Consulta: enero 2012. 4 Contemporáneo de aquellas obscenas operaciones propagandísticas, el pensador italiano Antonio Gramsci recuerda la labor de intoxicación realizada por las firmas fabricantes de armas en connivencia con los periódicos: “¿Quién se acuerda de la obra de los sembradores de pánico contratados por estas casas? ¿Quién se acuerda de que fue en Francia, en Alemania, en Rusia, en Inglaterra donde se podían encontrar periódicos complacientes que publicaban noticias sensacionalistas de proyectos bélicos, de nuevo armamento, de tentativas malévolas por parte de naciones adversarias?” *…+ “Hubo una epidemia de tarjetas postales que representaban a un cerdo con un casco acabado en punta, a los soldados alemanes con cabeza de asno, a la rubia Gretchen con cabeza de oca. Delicados símbolos de propaganda, dignamente expresados en la innoble cromolitografía” (Gramsci, 2011: 83 y 86).

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consejero de seguridad de Wilson y la persona que convenció a Lippmann para que se incorporara al equipo en labores de secretario ejecutivo. Los Catorce Puntos fueron presentados por el presidente al Congreso el 8 de enero de 1918. Diez meses después, el 11 de noviembre, se firmó el armisticio entre las potencias aliadas y Alemania sobre la base de aquel documento. Se iniciaron entonces unas largas y complicadas negociaciones durante las que el espíritu de los Catorce Puntos se fue progresivamente diluyendo a medida en que los vencedores se desentendían del noble objetivo de firmar una paz duradera y se empeñaban en imponer una revancha humillante a Alemania. Tal como ha contado admirablemente el escritor austríaco Stefan Sweig 5, lo que los aliados pretendían, y finalmente obtuvieron, era una nueva y favorable determinación de fronteras, reparaciones y cuantiosas indemnizaciones de una Alemania a la que se declaraba culpable única del conflicto. Una paz, en fin, urdida al viejo estilo, un crudo ajuste de cuentas. Además de su labor como propagandista6 y de su frustrante participación en los Catorce Puntos, un tercer elemento nos ayuda a comprender el contexto histórico y la matriz intelectual en las que germinaron las ideas que Lippmann desarrolla en Liberty and the News: el impacto en la opinión pública norteamericana de la Revolución Bolchevique de 1917 y la ola represiva que se desató en Estados Unidos, provocada por el miedo al contagio comunista. Tan pronto como Estados Unidos entró en la guerra, se puso en marcha una batería de medidas legales y gubernativas para combatir a los discrepantes, se aprobaron leyes contra el espionaje y la sedición, y se creó una red de informadores dedicada a infiltrarse en las organizaciones de izquierdas para denunciar a sus miembros. El delirio anticomunista alcanzó niveles ciertamente grotescos. Cientos de personas fueron encarceladas por cuestionar la participación norteamericana en la guerra europea, entre ellas el candidato a la presidencia Eugene V. Debs, que estuvo en prisión hasta que el presidente Harding lo excarceló en 1921 (Steel, 2007: 140). En medio de ese rapto de fanatismo irracional, el escritor Max Eastman llegó a afirmar “está prohibido incluso juntar dos ideas, porque las pueden detener por reunión ilegal” (en Steel, 2007: 141). Como era previsible, las informaciones de prensa –inclusa las de la considerada “seria”- sucumbieron a este sesgo rabiosamente anticomunista. El mismo año en que aparecía Liberty and the News, Lippmann y su colega editor en The New Republic, 5

Véase el texto “Wilson fracasa”, incluido en el volumen Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas. 6 Entre junio de 1918 y enero de 1919, Lippmann estuvo en Europa como capitán de la inteligencia militar estadounidense. Su regreso a Nueva York, a petición propia, se produjo una vez una vez que se convenció de que no iba a tener ningún papel relevante en la Conferencia de Paz; entre otras cosas, porque sus críticas a Creel habían desagradado a Wilson (Steel, 2007: 171-172).

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Charles Merz, publicaron un suplemento de 42 páginas en la edición de la revista del 4 de agosto bajo el título “A Test of the News”. El informe diseccionaba pormenorizadamente la cobertura de la Revolución Rusa realizada por The New York Times desde la caída del zar en febrero de 1917 y las conclusiones obtenidas eran demoledoras: en su mayoría, las noticias estaban abiertamente distorsionadas; en gran medida “por las esperanzas y temores de los propios redactores y editores, que veían en los bolcheviques lo que querían ver” (Shudson, 2007). Como muestra de este sesgo interesado, baste decir que el Times aseguró en casi un centenar de ocasiones que el régimen bolchevique se encontraba al borde del colapso. La deriva delirante que tomó la política de propaganda de Wilson, la triste suerte que corrieron los Catorce Puntos y el sectarismo patriotero que invadió la prensa norteamericana en ese periodo impregnan de pesimismo las reflexiones contenidas en Liberty and the News. Con todo, el grado de desesperanza y escepticismo no llegó al exhibido en La opinión pública, su siguiente libro, aparecido en 1922. Con independencia de la suerte dispar con que se saldó su carrera como asesor presidencial, lo cierto es que desde ese observatorio privilegiado Lippmann pudo apreciar la complejidad de las relaciones entre políticos y periodistas en momentos críticos del acontecer del siglo pasado. A buen seguro que fue esa experiencia la que le llevó a la reflexión teórica para analizar las relaciones entre medios de comunicación, poder político y opinión pública, eje central de Liberty and the News.

2. Un mandato traicionado El primero de los tres ensayos que componen la edición original de Liberty and the News arranca con un reconocimiento no casual a la figura de C. P. Scott, el histórico editor de The Manchester Guardian (en la actualidad The Guardian) entre 1872 y 1929. Fue Scott el que en un texto conmemorativo del centenario del periódico acuñó la que se convertiría en divisa del rotativo: “Comment is free, but facts are sacred”, el comentario es libre, pero los hechos son sagrados. Esta referencia a Scott la justifica Lippmann como ejemplo y testimonio de la íntima y primordial relación que –en su opinión- debe haber entre el periodismo, la verdad y la libertad. Ya en los pasajes iniciales de este primero ensayo, Lippmann hace notar el desconcierto generalizado de los ciudadanos, a quienes diariamente se les pide su parecer sobre cuestiones cuya complejidad no está siempre al alcance de su capacidad de entendimiento. De añadidura, esa capacidad de evaluación se ve dificultada porque el periodismo no cumple con la ley superior (the higher law 7) que debería regir su comportamiento en el seno de la sociedad: poner en conocimiento de la opinión 7

Literalmente, ley superior; pero en la tradición ético-jurídica anglosajona, el término alude también a un principio básico fundado en la ley natural.

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pública, de forma rápida y fiable, los hechos relevantes para la toma de decisiones. Así las cosas, cabe preguntarse con Lippmann cómo puede un gobierno aspirar a gobernar basándose en el consenso social8, si la posibilidad de crear ese consenso está en manos de una actividad privada –el periodismo- que carece de regulación y de sentido de la responsabilidad. Desembocamos así en una afirmación de grueso calibre y largo alcance: “en sentido estricto, la crisis actual de la democracia occidental es una crisis de su periodismo” (Lippmann, 2011: 7). Dicho de otra manera: el funcionamiento deficiente del periodismo quiebra las mismas bases de la democracia como régimen de opinión. Por descontado que la Guerra Mundial tuvo mucho que ver con esa actuación de la prensa que Lippmann denuncia a las alturas de 1920: desde el arranque de las hostilidades editores y periodistas parecieron olvidar que su tarea era informar y prefirieron dedicarse a “salvar” a la civilización occidental, haciendo que las opiniones públicas cerrasen filas disciplinadamente entorno a sus gobiernos. Dice Lippmann, citando a Frank Cobbs, editorialista del New York World: “Durante cinco años no ha habido en el mundo cancha libre para la opinión pública. Confrontada con las exigencias inexorables de la guerra, los gobiernos la han reclutado… La han hecho desfilar al paso de la oca. La han enseñado a ponerse firme y saludar” (Lippmann, 2011: 9-10). De este modo, los periodistas dejaron de ser informadores para convertirse en propagandistas y agitadores. La verdad y la imparcialidad dejaron de ser la guía moral del periodismo, sacrificadas en el ara del interés de los gobiernos. Y ese es, ciertamente, el dilema capital: estar al servicio de la verdad o al servicio de los intereses de la política. Por desgracia, asegura Lippmann, la experiencia nos indica que muchos periodistas no verían mayor inconveniente en colocar la verdad en segundo lugar por detrás de lo que se considera “el interés nacional”. Citemos en detalle a Lippmann: La más destructiva forma de falsedad es la sofistería y la propaganda a cargo de aquellos cuya profesión es comunicar las noticias. Las columnas de prensa son mensajeros. Cuando quienes las controlan se arrogan el derecho de determinar según sus convicciones qué es noticia y con qué fin, la democracia deja de funcionar y la opinión pública se bloquea. Porque cuando un pueblo no puede remontarse “a las mejores fuentes para su información” entonces la conjetura y el rumor de cualquiera, la ilusión y el capricho de cada cual se convierten en la base del gobierno (Lippmann, 2011: 12-13).

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La expresión literal de Lippmann es “manufacture of consent” (manufactura del consenso). Como reconocen Noam Chomsky y Edward Herman en el prefacio a Los guardianes de la libertad, esa expresión es una acuñación personal Lippmann. Fue él –arguyen- quien llamó la atención sobre “la especial importancia de la propaganda en la fabricación del consenso social”, aunque bien es cierto que, como señala Aznar (Lippmann, 2011: 7), el término no tiene en Lippmann las connotaciones negativas que posteriormente le atribuyeron Chomsky y Herman. Por cierto que el título original de Los guardianes de la libertad es justamente Manufacturing consent: the political economy of mass media.

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Prensa libre y periodismo límpidamente informativo, esa es la ley superior a la que deberían plegarse los periodistas como heraldos de la verdad. Y es aquí donde Lippmann adelanta una de sus propuestas: vista la facilidad con que editores y periodistas reemplazan informaciones fiables por meros prejuicios ideológicos, es urgente poner bajo el control de la sociedad esta actividad para obligarla a responsabilizarse de sus actuaciones negligentes; y junto a ello es igualmente importante mejorar la cualificación profesional que los informadores reciben en las escuelas de periodismo: “Es necesario discutir la filosofía misma de su trabajo; es necesario convertir la prensa en noticia. Porque la información acerca de cómo se maneja la estructura de la información afecta al núcleo mismo de todo gobierno moderno” (Lippmann, 2011: 16). Junto a esta llamada a la moralización de los periodistas y a la mejora de su formación, Lippmann añade un tercer elemento de alcance más general: la forja de los grandes consensos sociales y la correcta gobernanza democrática hacen impostergable emprender el estudio científico del funcionamiento de las opiniones públicas, pues “resulta claro que en una sociedad donde la opinión pública se ha hecho decisiva, nada que concurra a su formación puede ser objeto de indiferencia” (Lippmann, 2011: 31).

3. Gran Sociedad y pseudoentorno informativo Hemos dejado señalados dos elementos que –a decir de Lippmann- explican por qué los periodistas son tan proclives a transgredir el supremo mandato moral de informar honestamente: de un lado, la sumisión a sus particulares prejuicios ideológicos y, del otro, su impericia profesional, fruto de una deficiente preparación profesional y unas rutinas profesionales dominadas por la inercia y la ausencia de autocrítica. Pero al margen de estos dos elementos, Lippmann señala un tercer elemento, más básico, como responsable del déficit de información fiable que padece la sociedad contemporánea: la dificultad, mejor, la imposibilidad que tenemos todos –periodistas y ciudadanos- para formarnos una idea cabal de todos los acontecimientos que a diario condicionan el curso del acontecer social. A diferencia de aquella polis en la que nació la teoría de la democracia participativa o de la pequeña comunidad de propietarios en la que los “padres fundadores” de la nación americana elaboraron su constitución, la sociedad contemporánea es una entidad muy compleja y cambiante en la que interactúan múltiples actores bajo muy diversos condicionantes. Baste pensar que muchos de los hechos que hoy nos influyen no están siempre directamente a la vista, ni ocurren en nuestro entorno más inmediato: un movimiento especulativo en las bolsas de Nueva York, Frankfurt o Tokio, la decisión del gobierno de un país en otro continente o una escaramuza militar en el extremo del globo, pueden tener repercusiones directas, inmediatas y graves en

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nuestra vida cotidiana. Esa Gran Sociedad en que vivimos, concluye Lippmann, desafía radicalmente nuestra capacidad de comprensión, pues lo que el ciudadano conoce de los eventos que le concierne “lo conoce de segunda, tercera o cuarta mano. Ya no puede ir y observar por sí mismo” (Lippmann, 2011: 32). Ese concepto de Gran Sociedad9 – recuerda Aznar (2011: XIX y sig.)- lo toma Lippmann de Graham Wallas, profesor de la London School of Economics, a quien conoció en su años de estudiante en Harvard. Con ese término, Wallas expresaba el enorme cambio de escala vivido en la sociedad como consecuencia de las transformaciones en las comunicaciones, los avances tecnológicos, el desarrollo de la industria y el crecimiento de las concentraciones urbanas que acompañaron al nacimiento de la sociedad de masas. En esa Gran Sociedad “los individuos actúan y se relaciona entre sí en un entorno que ya no es el mundo visible de los hogares, sus vecindarios y sus comunidades. Es un entorno invisible del que necesitan recibir información” (Lippmann, 2011: 101) y deberían ser los media los encargados de suministrarla, pero, lamentablemente, ese pseudoentorno informativo10 que la prensa acerca a los ciudadanos está plagado de noticias dudosas “sin requisito de fiabilidad, test de credibilidad o castigo por perjurio alguno” (Lippmann, 2011: 33). Pero caeríamos en una simplificación excesiva si atribuyéramos exclusivamente a la perversidad moral o la falta de diligencia de los periodistas su manifiesta incapacidad de contar de forma fiable y objetiva los eventos de la actualidad. Como los prisioneros de la caverna platónica, los periodistas se mueven a tientas tratando de orientarse en una sociedad cuya complejidad les sobrepasa; apenas pueden alcanzar a entrever una representación aproximada de la realidad, figuras borrosas entre sombras, pálidos reflejos del complejo mundo en que vivimos. Por ello, la información de ese entorno que trasladan a la opinión pública es, inexorablemente, una esquematización distorsionada, una visión simplificada construida con la ayuda de estereotipos y esquemas mentales preconcebidos. Se entiende ahora de manera más nítida por qué vincula Lippmann la crisis de las sociedades democráticas con el funcionamiento imperfecto del periodismo: si, por las razones que sean, los periodistas no difunden información fiable, sino incierta o, peor, deliberadamente tergiversada, entonces la democracia se convierte en un simulacro: las opiniones de los ciudadanos y las decisiones de los gobiernos se basarán en el prejuicio y el error. Por esa razón, disponer de fuentes de información de confianza se 9

Lippmann volvería sobre esa noción de la Gran Sociedad ya en el primer capítulo de La opinión pública (p. 25 y sig.) y la retomaría en 1929 en otro de sus textos, A Preface to Morals (capítulos XII, XIII y XIV). 10 Esa idea de los medios de comunicación como creadores de un pseudoentorno informativo que condiciona decisivamente las opiniones de la ciudadanía acaso sea una de las aportaciones más relevantes de Lippmann al análisis de los medios de comunicación. Considérese que los teóricos de la llamada agenda-setting, uno de los enfoques de mayor potencia heurística en la investigación actual, tienen a Lippmann como punto de arranque de sus planteamientos: “Walter Lippmann es el padre intelectual de la idea que ahora se llama, para abreviar, agenda-setting” (McCombs, 2006: 26).

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convierte en un problema central, pero no sólo ni principalmente para los periodistas, sino para los ciudadanos, que deben decidir, y para los gobernantes, que deben manufacturar el consenso social y dirigir la sociedad: “El problema fundamental de la democracia [es] el cuidado de las fuentes de opinión. Todo lo demás depende de esto. Sin defensa frente a la propaganda, sin pautas para la evidencia, sin criterio para lo relevante, la materia viva de la decisión popular queda expuesta a todos los prejuicios y a ser explotada sin límites” (Lippmann, 2011: 52). La argumentación de Lippmann nos aboca a un dilema que debe ser resuelto si queremos que la democracia sea algo más que una ficción complaciente: el déficit de conocimiento que lastra a las sociedades complejas debe ser enjugado; la sociedad debe articular un mecanismo para asegurarse el suministro del conocimiento imprescindible para funcionar de manera adecuada. ¿Qué solución general propone Lippmann para poner a salvo a las sociedades democráticas de los errores derivados de la falta de información correcta? Lo veremos más adelante; de momento, ocupémonos de apuntar algunas medidas que plantea para tratar de mejorar la labor de los periodistas.

4. Producción informativa y dignificación del periodismo La experiencia aleccionadora de la I Guerra Mundial, durante la que los periódicos se emplearon a fondo en el objetivo de manipular a las opiniones públicas, hizo consciente a Lippmann de la necesidad perentoria de avanzar en la profesionalización y dignificación del oficio periodístico. Al mismo tiempo, su propia observación del trabajo en las redacciones de los periódicos le permitió identificar las rutinas profesionales espurias que tienen como resultado la producción de informaciones falsas, tendenciosas y manipuladas. La solución que nos propone para estas dolencias pivota sobre tres elementos: la obligación de los periodistas de asumir públicamente su responsabilidad deontológica en los casos de malas prácticas; en segundo lugar, la creación de escuelas de periodismo serias que proporcionen a los futuros informadores una formación sólida; y por último, una defensa enfática de la gran tradición norteamericana del periodismo de hechos frente a los excesos del periodismo de opinión. A Lippmann debe reconocérsele el mérito de haber percibido nítidamente cómo las condiciones materiales en que los periodistas realizan su labor, la organización interna del medio en que trabajan, las relaciones jerárquicas con sus superiores y las rutinas profesionales instituidas, condicionan en buena medida la forma y el contenido de las informaciones que se trasladan al público. En ocasiones, la selección de los asuntos que finalmente serán noticia depende de los recursos económicos de los que dispone un medio. Así, a modo de ejemplo, menciona Lippmann (2011: 37) que las

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informaciones que remitían los corresponsales norteamericanos desde Europa en la Guerra Mundial sufrían un inevitable proceso de selección, motivado por causas tan pedestres como las limitaciones en las comunicaciones telegráficas. Pero también una parte significativa de la culpa de que las informaciones de prensa no sean de fiar la tienen algunas rutinas profesionales del periodismo. Lippmann observa con agudeza que las crónicas sobre la guerra en Europa que los corresponsales norteamericanos enviaban a sus periódicos se basaban en muy poca medida en un conocimiento real, sobre el terreno, de las operaciones militares; por el contrario, “de lo que informaron día tras día fue de lo que se les decía en el cuartel general de prensa” (Lippmann, 2011: 36). De igual manera, las informaciones sobre la posterior Conferencia de Paz se pergeñaron en su mayoría a partir de los cotilleos en el hall del Hotel Crillon o el Mayestic (Lippmann, 2011: 37). Con frecuencia, los informadores deben enfrentarse, además, a las intenciones deliberadamente intoxicadoras de los gobiernos que, como Lippmann pudo comprobar personalmente, hacen de la filtración de pseudonoticias una de las principales herramientas de la acción propagandística. Lippmann advirtió también el papel determinante que desempeñan los editores de los medios en el proceso de selección, elaboración y publicación de las noticias. Treinta años antes de que David Manning White11 trasladara al terreno de los media el concepto de gatekeeper, desarrollado por Kurt Lewin, Lippmann destacó la intervención trascendental del editor en el tratamiento de la materia prima de cualquier información: es el editor quien decide “qué cuestión es la de mayor importancia respecto a todas las demás a la hora de formar las opiniones, la cuestión a la que la atención debe dirigirse” (Lippmann, 2011: 38). Responsabilidad del editor es también determinar cuál debe ser el tratamiento de un hecho noticioso, qué titular lo acompañará o en qué página se insertará, operaciones todas ellas necesarias para transformar en noticias el material en bruto de la actualidad y que ponen de relieve la trascendencia de la labor de los editores: “Las informaciones del día tal como llegan a la redacción son una increíble mezcolanza de hechos, propaganda, rumores, sospechas, indicios, esperanzas y temores, y la tarea de seleccionar y ordenar estas noticias es una ocupación realmente venerable y sagrada en una democracia” (Lippmann, 2011: 38). Ciertamente, esa tarea de depurar la información fiable del puro rumor o la propaganda resulta de la mayor trascendencia, pero Lippmann no se engaña sobre la rémora que representan la inercia y la influencia de las convicciones y prejuicios en las decisiones del editor: “su propio sentido de la importancia relativa de algo está determinado por una constelación de ideas más bien estandarizada. Muy pronto

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White, D. M. (1949): “The gatekeeper: a case study in the selection of news”, Journalism Quarterly, 27, pp. 383-390.

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termina por creer que la manera en que habitualmente hace hincapié en ciertas informaciones es la única posible”. Tropezamos aquí con un imponderable de imposible solución: el inevitable peso de los estereotipos mentales12, los prejuicios y, en fin, de la subjetividad, que afectan al tratamiento que el periodista da a cualquier hecho noticioso, aunque no sea de forma consciente y deliberada. Hablamos, en suma, de la imposibilidad de que se pueda elaborar un relato plenamente objetivo de un acontecimiento, pues todo relato lleva aparejada una componente reconstructiva del objeto observado. En una frase: toda información periodística comporta necesariamente una semantización de la realidad13. La solución propuesta por el Lippmann de 1920 para salir de este embrollo adolece de cierto ingenuismo epistemológico y apela a la buena voluntad del periodista: “Debemos remontarnos de nuestras opiniones a los hechos neutrales” (Lippmann, 2011: 76; cursivas nuestras). Treinta años después, en el Discurso en el Club Nacional de Prensa, de Washington, Lippmann pondrá entre paréntesis esa visión simplificadora del periodista como notario imparcial de la actualidad y reconocerá que con frecuencia el relato de los hechos le obliga a inferir, imaginar, reconstruir, deducir y conjeturar a partir de datos de segunda mano (Lippmann, 2011: 89 y 95). En cualquier caso, una cosa es cosa es que las convicciones y estereotipos mentales del informador condicionen su enfoque de la actualidad y otra muy distinta es que se manipulen los hechos sin escrúpulos. Para Lippmann es inadmisible que los periódicos -que tienen la “sagrada” misión democrática de mantener informada a la ciudadaníaeludan cualquier responsabilidad por sus errores y que la sociedad lo admita sin reaccionar. Dice Lippmann (2011: 33-34): “si yo miento en un pleito sobre la suerte de la vaca de mi vecino puedo ir a la cárcel. En cambio, si miento a un millón de personas en un tema que puede afectar a la guerra o la paz, puedo decir lo que me plazca y, si elijo la serie adecuada de mentiras, resultar sin responsabilidad alguna”. ¿En qué dirección debe avanzar la prensa para reconocer su responsabilidad por las informaciones publicadas? Además de la responsabilidad corporativa que cada medio asume en cuanto tal, Lippmann desciende al ámbito de lo personal para reclamar algo que hoy puede parecer obvio: “deberían conocerse los nombres de todo el personal de cada publicación periódica” (Lippmann, 2011: 59). Y además de esa identificación de la autoría, los periódicos -y cabe decir, los medios en general- tienen la obligación de decirle al lector cuál es la fuente original de cada pieza informativa; si, por ejemplo, es fruto del trabajo de un redactor del medio o si ha sido remitida por una agencia de noticias o por el gabinete de prensa de una institución o una empresa.

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Al papel de estos estereotipos mentales dedicará Lippmann la parte III de La opinión pública. Recordemos a este respecto la afirmación de Heinz von Foerster: “la objetividad es la ilusión de que las observaciones pueden hacerse sin un informador” (en Watzlawick, P. y Krieg, P., 1998: 19). Sobre este mito de la objetividad periodística, véase Rodríguez Borges (1998). 13

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Cuestión distinta es cómo combatir el uso de la mentira en la prensa, toda vez que para Lippmann la información falsa “debe considerarse ilícita” (Lippmann, 2011: 59). La persecución de las mentiras por vía judicial no acaba de parecerle una solución efectiva porque es un instrumento burdo y caro, que deja a los particulares y a las organizaciones más débiles en situación de desventaja frente al poder de los periódicos14. ¿Sería posible, en cambio, establecer tribunales de honor ante los que deban responder los editores acusados de malas praxis informativa? ¿Podrían además obligar a los culpables de tergiversación a publicar una rectificación cuya forma y prominencia determinara ese mismo tribunal de honor? La respuesta de Lippmann es ambigua: pudiera ser que esa solución fuera efectiva, pero también pudiera ocurrir que esos tribunales de honor se convirtieran en un gran incordio y un gasto de tiempo y energías (Lippmann, 2011: 60). En todo caso, lo que sí le parece a Lippmann indiscutible es que la prensa y los editores “deben incrementar la rendición de cuentas” ante la opinión pública y esa es una exigencia ciudadana que el periodista neoyorkino cree que se materializará en el futuro inmediato: Porque de una forma u otra la próxima generación intentará someter el negocio de la prensa a un control social más amplio. En todas partes se está produciendo un desencanto cada vez más airado hacia la prensa, una impresión creciente de engaño y frustración (…) La regulación del negocio de la prensa es un asunto delicado y engorroso, y únicamente mediante un temprano y cuidadoso esfuerzo para enfrentar sus grandes males podrán los espíritus más prudentes mantenerlo bajo control” (Lippmann, 2011: 61).

Descartada la vía judicial por gravosa y, con frecuencia, ineficaz, mirados con escepticismo los tribunales de honor, la mirada de Lippmann se dirige a los propios periodistas y a su capacidad para moralizar su trabajo: “La democracia habrá de abordar de alguna manera el reto del periodismo, pero lo abordará mal sin el apoyo que los periodistas puedan prestar desde dentro de la profesión” (Lippmann, 2011: 17). Y el primer paso en ese camino de dignificación del periodismo es que deje de ser una ocupación de mercenarios y soldados de fortuna para convertirse en una “profesión reconocida” (Lippmann, 2011: 63). La labor de informar no puede seguir siendo un trabajo para individuos ayunos de la preparación adecuada, mal pagados y que se gobiernan de acuerdo con principios y normas picoteados aquí y allá. La sociedad –arguye Lippmann- debe recapacitar incluso si no merece la pena financiar a las escuelas de periodismo y “convertir sus diplomas en un requisito necesario para la

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Ya en 1835, señalaba Tocqueville en La democracia en América: “los tribunales son impotentes para moderar la prensa (…) Debido a la sutileza de los lenguajes humanos, que escapa constantemente al análisis judicial, los delitos de esa naturaleza se escurren en cierta manera de la mano que se extiende para cogerlos” (Tocqueville (1989, 179-180).

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práctica del periodismo” (Lippmann- (2011: 64). Casi un siglo después, la exigencia de una titulación universitaria continúa siendo una cuestión polémica y sin resolver 15. De esas escuelas de periodismo deben salir periodistas entrenados en la rigurosa utilización del lenguaje para saber trasladar con fidelidad aquellos acontecimientos del entorno que los ciudadanos no pueden ver por sí mismos. La formación del periodista exige, pues, que el relato objetivo de lo que ocurre se convierta en el desiderátum que mueva al periodista, tal como rige la conducta de los científicos de cualquier campo. Este énfasis en la defensa de un periodismo de hechos conduce a Lippmann a asegurar que “cabe una información neutral” (Lippmann, 2011: 69), afirmación aceptable como imperativo moral, pero cuestionable en términos epistemológicos. Cuando en 1965 vuelva sobre estas reflexiones con ocasión de la asamblea del Instituto Internacional de Prensa, en Londres, el camino recorrido en la profesionalización del periodismo le parecerá a Lippmann aún insuficiente: a diferencia de otras profesiones, el periodismo sigue careciendo de un cuerpo organizado de conocimientos que el aspirante a periodista deba adquirir antes de ejercer como tal. Y lo que es más importante: las organizaciones de periodistas aún no han establecido los “estándares intelectuales y éticos para el ejercicio del periodismo” (Lippmann, 2011: 106).

5. Información, buen gobierno y opinión pública Desde luego que no resulta difícil coincidir con Walter Lippmann en el potencial peligro que supone dejar la gestión de la información diaria –el fermento en el que deben enraizarse las decisiones ciudadanas- en manos tendenciosas y carentes de preparación. Si la sociedad desea avanzar en la dirección del progreso y la profundización de la democracia es preciso que se desarrolle un periodismo exigente, independiente y fundado en normas de excelencia, que provea a la opinión pública de la información necesaria para mejor gobernarse (Lippmann, 2011: 78). La desinformación resulta enormemente lesiva para el buen gobierno de las sociedades democráticas y es una enfermedad de la que los periodistas son, al tiempo, víctimas y propagadores involuntarios. De ahí que Lippmann insista en destacar la trascendencia pública de la prensa y la importancia vital de que realice de la mejor manera posible la labor de separar los hechos ciertos de la mera propaganda o los rumores. Sobre la importancia cardinal de este trabajo, dice Lippmann (2011: 38-39): Porque el periódico es literalmente la Biblia de la democracia, el libro a partir del cual el pueblo establece su conducta. Es el único libro serio que la mayoría de la gente lee y el único que leen 15

En el ámbito español, Aznar (2009: 82) ha llamado la atención sobre el demorado y, al parecer, aplazado sine die estatuto profesional del periodista, cuya propuesta inicial se remonta al año 2000.

14 cada día. Hoy el poder de determinar cada día lo que se considerará importante y lo que pasará desapercibido representa un poder diferente a cualquier otro que haya podido ejercerse desde que el Papa perdió su ascendiente en la mentalidad secular.

Pero, como dejamos apuntado más arriba, no se trata sólo de los periodistas; también los ciudadanos y los gobiernos necesitan imperiosamente fuentes de información de confianza en las que poder basar sus decisiones y actuaciones políticas, de lo contrario la suerte de las sociedades democráticas estará en peligro: “El hecho crucial siempre es la pérdida de contacto con la información objetiva (…) Una sociedad que vive de información de segunda mano cometerá locuras increíbles y apoyará barbaridades inconcebibles si ese contacto resulta intermitente y poco fiable” (Lippmann, 2011: 4849). Así, pues, ¿a qué fuentes fiables deberán acudir los periodistas para documentar las noticias que luego trasladarán a la audiencia? ¿Quién pondrá a su disposición los datos precisos para que sus informaciones se blinden frente a la manipulación y las falsedades? Y por lo mismo: ¿quiénes proveerán a los gobiernos del conocimiento necesario para guiar sus decisiones políticas? ¿Quiénes harán llegar a la opinión pública la información a partir de la cual se manufacturará el consenso social? Estas preguntas conducen a Lippmann a adentrarse en una reflexión sobre el propio fundamento de la democracia y la legitimidad de los gobiernos representativos. Con la mirada puesta en la situación de su propio país, Lippmann advierte una progresiva pérdida de poder del Congreso en favor de un ejecutivo fuerte, provocada por la incapacidad de los parlamentarios para mantenerse informados sobre los asuntos sobre los que deben decidir. El resultado es concluyente: el juego de equilibrios entre los distintos poderes del Estado se ha roto y la democracia ha devenido en “autocracia plebiscitaria o gobierno por los periódicos”, más sensible a los climas de opinión inducidos por los medios de comunicación y los lobbies de intereses que a las propuestas de los representantes de la soberanía popular (Lippmann, 2011: 49-52). La solución a esta cuestión la encuentra Lippmann en la creación de institutos de investigación gubernamentales y agencias privadas que asesoren a los gobernantes en su trabajo. La labor de estos técnicos independientes se orientaría hacia tres objetivos: “mantener un registro de datos actualizados, llevar a cabo un análisis continuado de los mismos y, sobre la base de ambos, plantear propuestas” (Lippmann, 2011: 71). En paralelo, estos institutos y agencias de investigación pondrían su banco de conocimientos a disposición de los periodistas para facilitar su comprensión de los complejos problemas que afectan a las sociedades contemporáneas, sin descartar, incluso, la creación de una gran agencia de noticias independiente, financiada con dinero público o procedente de donaciones16. Adecuadamente informados por los 16

Aunque en un contexto argumentativo distinto, también Habermas ha defendido en fecha reciente la pertinencia de que la prensa de calidad sea apoyada financieramente con fondos públicos, habida cuenta de su condición de “espina dorsal de la esfera pública política”. La vida social –dice el pensador

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medios de comunicación, los ciudadanos serían entonces capaces de sustituir gradualmente “charlatanerías e intuiciones por criterios objetivos” (Lippmann, 2011: 72). Uno de los ámbitos de actuación de esta maquinaría del conocimiento17, propuesta por Lippmann, sería la realización de trabajos de campo sobre ciencia política para transformar el arte de gobernar en una ocupación regida por criterios de racionalidad y eficacia. Ese ejército de científicos sociales estaría encargado de proporcionar a la sociedad una imagen realista de ese pseudoentorno en el que nos movemos, con frecuencia, a ciegas. En su siguiente libro, La opinión pública, de 1922, Lippmann desarrollará extensamente su propuesta de poner en marcha un gran proyecto de “inteligencia organizada”, convencido de que “resulta necesario interponer algún tipo de conocimiento experto entre los ciudadanos particulares y el vasto entorno en que están involucrados” (Lippmann, 2003: 302); expertos que traduzcan, simplifiquen, expliquen y aporten soluciones, guiándose por criterios estrictamente técnicos y profesionales, sin atender a conveniencias políticas. Esa gigantesca empresa social del conocimiento la imagina Lippmann como “una gran red de intercambio entre ministerios gubernamentales, fábricas, agencias y universidades, por la que circularían personas, datos y autocríticas” (Lippmann, 2003: 315); una constelación de oficinas de inteligencia (sic.) “al servicio de los hombres de acción, de los representantes responsables de la toma de decisiones” y que con su trabajo liberarían a los ciudadanos de la carga de tener que formarse una opinión experta sobre todos los asuntos públicos (Lippmann, 2003: 319-320). Pueden apreciarse, entonces, cómo los sabios filósofos de la república platónica reaparecen en Lippmann bajo la forma de técnicos y expertos encuadrados en esas oficinas de inteligencia, cuyo cometido será redimir a los ciudadanos de la ignorancia. La conexión con el mito platónico de la caverna no es casual ni gratuita: Lippmann encabeza La opinión pública con una cita de La República y se detiene a comentar pormenorizadamente el pesimista vaticinio platónico de que “a menos que los filósofos reinen en los estados, o los que hoy se llaman reyes y soberanos no sean verdadera y seriamente filósofos, de suerte que la autoridad pública y la filosofía se encuentren juntas en el mismo sujeto (…) no habrá remedio posible para los males que arruinan los estados ni para los del género humano” (en Lippmann, 2003: 329). Llevada a sus últimas consecuencias, esta argumentación conduce a un cuestionamiento general de la democracia como forma de gobierno y a la defensa, en su lugar, de una tecnocracia o gobierno de expertos, y Lippmann es bien consciente de germano- perdería vigor “sin los impulsos procedentes de una prensa que tenga la capacidad de formar opiniones, de informar con fiabilidad y de comentar con escrupulosidad” (Habermas, 2009: 134). 17

Esa expresión literal aparece en La opinión pública (p. 293)

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ello. Por eso, en el texto original de Liberty and the News, de 1920, evita llevar su análisis hasta el final. Tres décadas más tarde, en 1959, un septuagenario Lippmann pudo permitirse el lujo de presentarse ante sus colegas del Club Nacional de Prensa como un crítico escéptico de la democracia: ¿no llevarán razón quienes consideran que la democracia descansa en el equívoco de creer que los ciudadanos son seres omnicompetentes, capaces de percibir y enjuiciar rectamente cuestiones cuya complejidad está por encima de sus capacidades? ¿Y no cabría trasladar esa misma crítica a la mayoría los gobernantes? ¿No es la democracia, entonces, un puro artificio en el que unos ciegos, los gobernantes, llevan de la mano a otros, los ciudadanos? En su fuero interno, Lippmann no puede zafarse de esa sospecha ominosa: los ciudadanos son –somos- meros outsiders, sin acceso a la información necesaria para formarse una opinión fundada, pero, seguramente, nuestros gobernantes, esos presuntos insiders, se encuentran en una situación de ignorancia similar. Claro que tal impugnación de la legitimidad democrática no la podía sostener en voz alta alguien sedicentemente liberal como Lippmann, así que nuestro autor opta por emplear un recurso retórico: pone sus críticas a la democracia en boca de un tercero imaginario, al que finge rebatir, advirtiéndole de las consecuencias de su temerario razonamiento18: Usted, mi querido amigo, debería andarse con cuidado. Si sigue por ese camino terminará manifestando lo ridículo que es que seamos una república y que vivamos bajo un sistema democrático en el que todo el mundo puede votar. Estará denunciado el funcionamiento mismo de la democracia, que afirma que los outsiders han de ser soberanos respecto de los insiders. Porque estará afirmando que el pueblo mismo, puesto que es ignorante por tratarse de outsiders, es por consiguiente incapaz de gobernarse a sí mismo. Pero lo que aún es más, usted estará demostrando que ni siquiera los insiders están cualificados para gobernar de manera inteligente (…) ¿Acaso no se da cuenta de que respecto a la gran mayoría de los asuntos del mundo todos nosotros somos outsiders e ignorantes, incluidos los insiders que ocupan la sede del gobierno? (Lippmann, 2011: 93-94).

6. Conclusiones Corresponde a Walter Lippmann el mérito indiscutible de haber situado en el centro de la discusión un conjunto de asuntos que han marcado durante décadas el rumbo de los estudios sobre comunicación de masas. A ello contribuyó de manera decisiva esa preferencia por los trabajos de marcada orientación empírica, rasgo común a toda la tradición investigadora norteamericana. En línea con la importancia que Robert Merton otorgaba a las teorizaciones de corto y medio alcance, el arranque de las reflexiones de Lippmann en Liberty and the News estuvo, como hemos dicho, en aquel estudio de campo sobre la cobertura de la Revolución Rusa en The New York Times. 18

Conviene no perder de vista el turbulento contexto político en el que escribe Lippmann: en la resaca de un trágico conflicto bélico mundial y tras el triunfo de la Revolución soviética, que expresamente rechazaba la democracia liberal.

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A partir de los datos obtenidos en ese trabajo, Lippmann realiza un penetrante análisis que se despliega en distintos escenarios. Fue así que reparó precozmente en la trascendencia que tiene en la elaboración de las noticias un amplio repertorio de factores relacionados con la estructura organizativa de cada medio de comunicación, sus recursos económicos y, de forma destacada, el peso de los prejuicios y las rutinas profesionales de los periodistas a la hora de decidir qué hechos de la actualidad se convertirán en noticias y qué tratamiento informativo se les asignará. Aun sin ser el responsable de la acuñación del término, Lippmann fue, qué duda cabe, un pionero en el análisis de lo que luego se ha conocido como newsmaking o producción informativa y otro tanto cabe decir respecto al papel en los medios de comunicación del editor en tanto que gatekeeper, una noción que adquirió carta de naturaleza con los posteriores trabajo de David Manning White. De igual manera, resulta destacable su contribución germinal a los estudios sobre la fijación de agenda, que al principal teórico de esta corriente, Maxwell McCombs, le parece de capital importancia para entender la génesis de este enfoque investigador. Otra cosa es la fortaleza de la argumentación de Lippmann cuando se adentra en la teoría del conocimiento y sus apelaciones a la objetividad informativa que sólo cabe calificar de mero voluntarismo ingenuo. Con todo, las observaciones que Lippmann nos regala en Liberty and the News y en textos posteriores trascienden con mucho el estricto ámbito de la investigación en comunicación de masas para introducirse en el campo de la ética periodística, la filosofía política e, incluso, la psicología de masas, evidenciando la potencia heurística de sus reflexiones. En lo que hace a la deontología de la prensa, su énfasis en la necesidad de moralizar y dignificar el periodismo resulta especialmente remarcable por su capacidad anticipatoria. Su llamamiento a perfeccionar la formación académica de los periodistas y su apelación a la mejora de los estándares profesionales aparecen tempranamente formulados tres años antes de que la American Society of Newspaper Editors (ASNE) adoptase en 1923 su Canon of Journalism19 (Rodríguez Borges, 2010). Y junto a todo ello, su convicción firmemente expresada de que la labor de la prensa debía quedar sometida al control y escrutinio de la ciudadanía. No es admisible – opinaba Lippmann- que una tarea tan trascendente como la de mantener informada a la opinión pública pueda ejercerse de forma irresponsable y sin asumir ante la sociedad ninguna clase de responsabilidad por los errores cometidos. La relevancia que Lippmann otorga a la tarea de informar es tal que le lleva a considerar que la decadencia de las democracias de la época es, en definitiva, fruto de una crisis de su (deficiente) periodismo. Su condición de liberal y demócrata no le impiden, sin 19

Texto íntegro del código disponible en http://ethics.iit.edu/indexOfCodes-2.php?key=18_113_1262. Consulta: enero de 2012.

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embargo, advertir los límites y déficits de legitimidad que lastran a las sociedades democráticas, cuyas decisiones deberían ser tomadas por ciudadanos bien informados, pero que, en la práctica, obedecen a los designios muchas veces irracionales de una opinión pública manipulada por la propaganda. Ese temor a las reacciones de la ciudadanía, más propensa a actuar como una masa fanatizada que como un público ilustrado, aparece claramente reflejado en las páginas de Liberty and the News. En el contexto de un mundo convaleciente de una guerra mundial, en el que el avance del comunismo aparece como una amenaza y se vislumbran las pulsiones que desembocarán en el fascismo y el nazismo, es fácil entender el escepticismo con que Lippmann valora la capacidad de los ciudadanos para mantenerse informados y sustraerse al influjo de la propaganda. En este punto, sus reflexiones conectan con el aristocrátismo político de otros pensadores de ese periodo, preocupados con el ascenso de las masas a la condición de sujeto protagónico del acontecer histórico20. Lejos de tratarse de una opinión alumbrada en las postrimerías de la I Guerra Mundial y circunscrita a ese momento histórico, la distancia que Lippmann marca con relación a las masas se mantuvo a lo largo de su biografía. En las páginas de The Public Philosophy, aparecido en 1955, el periodista norteamericano reitera su desconfianza sobre su papel en las democracias: Una masa es incapaz de gobernar. El pueblo, como dice Jefferson, no está ‘calificado para ejercer por sí mismo el poder ejecutivo’ (…) Cuando la opinión de una masa domina un gobierno, se produce un peligroso desajuste en las verdaderas funciones de éste. Y dicho desajuste queda traducido en un debilitamiento, cercano a la parálisis, de la capacidad de gobernar. Este trastorno en el orden constitucional es la causa del precipitado y catastrófico declinar de la sociedad democrática. Y si no se le detiene y revierte, llevará consigo la caída de todo el Occidente (Lippmann, 1956: 22-23).

Finalmente, unas palabras sobre la propuesta de Lippmann, seguramente bienintencionada, de crear grandes institutos y agencias de investigación para información y asesoramiento de gobiernos y ciudadanos. En la Europa de nuestros días, azotada por el vendaval financiero que nos ha conducido a la peor crisis económica desde el crac del 29, la propuesta de Lippmann de reclutar a un ejército de tecnócratas para que elaboren las estrategias que permitan manufacturar el consenso social y diseñar las políticas que los gobiernos han de poner en práctica, sólo puede ser contemplada con desconfianza, cuando no, con indisimulada prevención. La idea de que es posible hacer investigación social pura, al margen de intereses económicos y

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“La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonista: solo hay coro” (Ortega y Gasset, 1993: 43-44).

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políticos, y sin contaminaciones ideológicas, es una ocurrencia que debe ser puesta en cuarentena.

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