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El monstruo que soñaba con ser caballero Iván Herrera El monstruo que soñaba con ser caballero Iván Herrera Ilustraci

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El monstruo que soñaba con ser caballero Iván Herrera

El monstruo que soñaba con ser caballero Iván Herrera

Ilustraciones de Carmen García

J^ o rm a www.edicionesnorma.com Bogotá, Buenos Aires, Guatemala, Lima, México, San Juan, Santiago de Chile.

El monstruo que soñaba con ser caballero © Iván Herrera Orsi, 2018 © EDUCACTIVA, 2018, para su sello editorial Norma Avenida Manuel Olguín 211, oficina 501, Santiago de Surco, Lima, Perú Edición: Jéssica Rodríguez Revisión de estilo: David Abanto Ilustración: Carmen García Diagramación: Max Castillo Retoque digital: Sandra Trujillo Impreso por COM UNICA'2 S.A.C. Cal. Omicron n.° 218, urb. Parque Internacional de Industria y Comercio. Callao - Callao Impreso en Perú - Printed in Perú Primera edición: mayo de 2018 Impreso en julio de 2018 Publicado en julio de 2018 Tiraje: 2000 ejemplares ISBN: 978-612-02-1180-9 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú, N ° 2018-08350 Registro del Proyecto Editorial: 31501401800572 Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Marcas y signos distintivos que contienen la denominación “N ”/Norma/Carvajal® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia).

A Sebastián, valiente y aventurero.

Contenido

Uno Dos Tres Cuatro Cinco Seis Siete Ocho Nueve Diez

11 19 27 31 37 41 47 53 61 69

Once Doce Trece Catorce Quince Dieciséis

U no

E / n una vieja casa de piedra, en la parte más alta de una colina, vivía un monstruo con su gato. Era alto y robusto. Tenía grandes orejas de murciélago y pequeños ojos grises. Estos parecían brillar cuando encontraba detrás de un eucalipto una piedra bonita o cuando proba' ba un guiso de ranas y tomates que le recordaba los que cocinaba su madre.

Cada tarde, después del almuerzo, se cepillaba el pelo largo y morado que le cubría el cuerpo de pies a ca­ beza, un cabello grasoso y duro por la falta de baño. Entonces, se recos­ taba a dormir la siesta y soñaba que una princesa lo armaba caballero. Pero un día, no se cepilló ni dur­ mió la siesta, y no pudo soñar con la princesa. Ese día, el monstruo había preparado para el almuerzo pescado apestoso con papas doradas, una co­ mida sencilla que siempre lo ponía de buen humor. Dejó el plato calien­ te sobre la mesa, acomodó los cu­ biertos y la servilleta, y, cuando iba a sentarse, recordó que había dejado el refresco a medio hacer en la cocina. — ¡Uy, qué cabezón que soy! — se rio— ¿Cómo pude olvidarme de la limonada? Al monstruo le gustaba la limo­ nada salada. Seis o siete cucharadas de sal eran suficientes para él. —-No se puede comer pescado sin limonada, ¿verdad, Nico? —dijo,

mientras se alejaba orondo rumbo a la cocina. Nico era el gato. Un gato rubio y atigrado con unas manchas blancas que parecían guantes en las patas. Era ágil cuando quería perseguir un gorrión y lento para hacer cualquier cosa que no le provocara. Pero ahora le provocaba el pesca­ do frito con papas que había sobre la mesa. Así que apenas el monstruo salió del comedor, Nico se trepó de un salto a la mesa y devoró la co­ mida de ocho rápidos bocados. Lo hizo con tanto apetito y tanta per­ fección que no quedó ni una papa quemada ni una aleta de pescado ni una sola espina. Cuando regresó con su jarra de limonada en la mano, sus peque­ ños ojos se pusieron redondos como huevos fritos. El plato estaba vacío y el gato, oculto detrás de una vitrina. — ¡Nico! — gritó, y su voz hizo temblar la casa. El monstruo tenía el ceño fruncido y el cabello erizado—

¡Nico! ¿Dónde está mi comida? ¡El plato está vacío! — ¿Su comida, señor? —dijo el gato, deslizándose fuera de su escondite— . ¡Es lo mismo que yo me preguntaba! ¿Por qué no me dejó ni un poquito de pescado? Si sabe que me gusta tanto, ¿por qué no tuvo la bondad de guardarme aunque sea el espinazo para que pudiera chuparlo? — ¿De qué estás hablando? — le preguntó el monstruo, mientras dejaba la jarra sobre la mesa— . ¡Tú te comiste mi almuerzo! —No se burle de mí, señor. Yo me metí detrás del mueble persiguiendo una polilla. Me entretuve con el bu cho un rato y cuando salí, contento y seguro de que usted me invitaría un poquito del pescado, me encuentro con que no había nada. ¡Se lo había acabado todo! ¡No dejó ni huella! Y era cierto: el plato estaba tan limpio que brillaba. En el suelo tampoco había restos de comida.

El monstruo acercó su rostro y olíateó la vajilla, con gesto preocupado. “Hay algo raro acá”, murmuraba, sus ojitos le brillaban como buscando respuestas. Luego, pareció espantar un mal presentimiento y cambió de expresión: sonrió. “Bueno, Nico. No podemos que­ darnos sin comer, ¿verdad? Vamos a la cocina a servirnos algo”, le propuso. Se bebió de un largo trago me­ dia jarra de limonada; acarició con su gruesa mano el lomo del felino y avanzó por el corredor de piedra. El suelo vibraba a cada paso, y el gato se apuraba para no quedarse atrás. En la cocina, iluminada por la luz que entraba a través de una venta­ na redonda, el monstruo cortó un buen trozo de jamón para él y otro para el gato. Los puso en dos fuen­ tes. Entonces recordó que había de­ jado la jarra en el comedor. Y todo monstruo sabe que tampoco puede

comerse el jamón si no es acompa­ ñado de limonada salada. “Voy corriendo”, dijo. Mientras atravesaba el largo pasi­ llo, el corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Pero no solo por el es­ fuerzo de correr: tenía la impresión de que algo malo estaba por ocurrir. En eso escuchó el maullido.

“¡M ia a a a a a u u u !” El eco repitió el grito del felino: “Miaaaaauuuuuu”. Entonces, al monstruo sí le pareció que el cora­ zón se le salía por la boca de lo fuer­ te que le latía. “¡Nico, ya voy!”, rugió y derramó la limonada que ya tenía en la mano. Cuando regresó a la cocina, el gato estaba trepado en lo alto de un repostero, con el lomo arqueado y erizado y las orejas rubias echadas hacia atrás. Se lo notaba asustado. ¡El jamón! ¡Desapareció! Una bruma verde ingresó por la ventana y cuando se esfumó, el jamón ya no estaba.

La bruma verde! ¿Sería posible?”. El monstruo se asomó con cierto temor por la ventana de la cocina y ya no sabía lo que veía. A lo lejos se distinguía el pantano y allí, entre los altos juncos y los matorrales, observó algo que flotaba, algo que podía ser una bruma verde, aunque tal vez era solo la neblina gris de siempre. “ ¡La bruma verde!”, repitió. Con gesto preocupado, cargó con una de sus manos al gato que seguía sobre el repostero. Lo abrazó, mirando disimuladamente por la ventana; y luego le abrió una lata de sardinas para consolarlo. “Come, Nico; no te va a pasar nada”, dijo. El gato ya lo sabía.

Dos

I _ 3 e noche, el monstruo se en­ cerró en su biblioteca a la que iba a menudo. Solía entretenerse con las historias de valerosos caballeros andantes. Pero esta vez buscaba res­ puestas. A la luz de las velas, ojeó los grue­ sos y polvorientos libros. Algunas páginas se desprendían por la fuerza de sus dedos. Achinó los ojos para ver mejor. En una enciclopedia, leyó lo siguiente:

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El monstruo cerró el libro y se secó el sudor. Recordó su primer encuentro con el duende de las montañas. Era un recuerdo viejo pero nítido... Tenía siete años. Su mamá le había regalado una caja de choco' lates sazonados con ajo. El la guan dó en un pequeño cofre de madera. Se le hacía agua la boca al pensar en comer los chocolates. Aun así, saboreó dos y guardó el resto para otro momento. Tres días después, sintió tanto antojo que corrió a su cuarto y abrió el cofre. Entonces, se puso a llorar: las golosinas habían desaparecido. Su hermano mayor fue quien le habló del duende. “El duende se robó los chocolates”, le dijo. “Yo vi salir de tu cuarto una neblina verde justo antes de que tú entraras”, le aseguró. Las noches siguientes al robo, le costó dormir. Tenía pesadillas. A pesar de eso, montó guardia fuera de su cuarto una mañana y pasó la semana, muy atento, tratando de

atrapar al duende. Nunca lo logró. Aunque mantuvo bien abiertos los ojos, en esos días se le desaparea cieron un pastel de aceitunas, un sándwich de atún y su nueva colec­ ción de canicas. Eso fue lo que más le dolió. El monstruo no tuvo dudas de la culpa del duende de las mon­ tañas: en cada ocasión, su hermano alcanzó a ver la bruma verde. Ya de adulto, en la fría bibliote­ ca, hubiera deseado que su herma­ no estuviera cerca para contarle lo que estaba pasando. El sí sabía mu­ cho sobre el duende de las monta­ ñas. Pero hacía tiempo que no veía a su familia, una familia de mons­ truos, la única que él conocía. Recordó a su madre, quien le en­ señó a cocinar. Cuando él volvía de cazar con su padre cargando un jabalí entero sobre sus hombros, ella lo esperaba para convertir la carne sanguinolenta en un sucu­ lento guiso.

atrapar al duende. Nunca lo logró. Aunque mantuvo bien abiertos los ojos, en esos días se le desaparea cieron un pastel de aceitunas, un sándwich de atún y su nueva colec­ ción de canicas. Eso fue lo que más le dolió. El monstruo no tuvo dudas de la culpa del duende de las mon­ tañas: en cada ocasión, su hermano alcanzó a ver la bruma verde. Ya de adulto, en la fría bibliote­ ca, hubiera deseado que su herma­ no estuviera cerca para contarle lo que estaba pasando. El sí sabía mu­ cho sobre el duende de las monta­ ñas. Pero hacía tiempo que no veía a su familia, una familia de mons­ truos, la única que él conocía. Recordó a su madre, quien le en­ señó a cocinar. Cuando él volvía de cazar con su padre cargando un jabalí entero sobre sus hombros, ella lo esperaba para convertir la carne sanguinolenta en un sucu­ lento guiso.

Recordó a su padre, siempre tan serio y huraño. El viejo se impacien­ taba cuando él se reía y sus risotadas espantaban a las aves. Recordó la casa en la que creció en medio del bosque, apartado de los hombres, una casa donde nunca se hablaba de por qué eran tan diferentes a los demás. Entonces, volvió a pensar en los chocolates, en el pastel, en el empa­ redado, en las canicas y en la bruma verde, y el monstruo volvió a sentir la tristeza y el enojo de los siete años. Se imaginó al duende, una sensa­ ción fría le recorrió la espalda y le erizó los pelos de su nuca. En la pa­ red se vio la sombra cuando golpeó la mesa con el puño. “No volverá a salirse con la suya”, se dijo. Cuando amaneció y Nico bajó las escaleras hacia el primer piso, encontró que su amo estaba parado detrás de la puerta principal de la casa. Estaba serio y muy quieto. Lle­ vaba un casco sobre su cabeza y en la mano, un leño grande y largo que

debió haber cogido de la chimenea. Tenía cara de no haber pegado los ojos en toda la noche. — Hola, Nico — lo saludó, con un bostezo— . Espero que hayas dormi­ do bien. —Yo sí, pero usted... se ve fatal. Disculpe la confianza... El gato lo examinó con sus gran­ des ojos verdes tratando de com­ prender qué sucedía. —Es que monté guardia esta no­ che — le explicó. — ¿Montó guardia? ¿Por qué? —preguntó el gato. El monstruo lo miró con cierta pena. — Primero se desapareció el pes­ cado, luego el jamón... No quiero que se pierda nada más. — Sí, sí, es raro, es raro. Pero tam­ poco exagere. — ¿Qué no exagere? ¡Se trata del duende de las montañas! — gritó el monstruo. El eco repitió su grito.

Tres

Jw3espués del desayuno, el gato ayudó al monstruo a instalar trampas contra el duende. Como si quisiera atrapar un ratón y no a un duende de las montañas, colocó apetitosas camadas a lo largo de la casa. El plan era simple: cuando el intruso viniera a comérselas, él le saltaría encima y lo agarraría del pescuezo. El monstruo dejó un sándwich de atún al pie de la escalera, un guiso de pato en la huerta, una hambun

guesa de jabalí detrás del sillón de la sala y, en la vitrina del comedor, una caja de alfajores. Para él eso era lo mejor: un bocadillo al que el duende no podría resistirse. Frun­ ciendo el ceño, el monstruo aceptó a regañadientes el consejo de Nico y, por esta vez, no condimentó los alfajores con vinagre. “El duende debe tener gustos más corrientes”, lo convenció el gato. Escondieron otros cinco platillos a lo largo de la casa. El monstruo no había dormido. Sin embargo, ese día pasó más de seis horas trabajan­ do con un delantal de lagartos. C o­ rría de un punto a otro de la casa eligiendo dónde dejar la comida. Luego se metía de nuevo en la coci­ na porque se le había ocurrido una nueva camada, una receta que cual­ quier duende y cualquier otra cria­ tura querrían probar. Al gato no le quedaba más reme­ dio que seguirlo de aquí para allá. Fingiendo interés, se metía en los

recovecos que le señalaba el mons­ truo para inspeccionarlos. “Acá puede poner la carnada. Si el duende viene, será fácil verlo sin que se dé cuenta”, decía. Nico daba vueltas entre los pies de su amo mientras este elegía en su alacena los ingredientes que necesi­ taba. Le llevaba en el hocico algunos utensilios de cocina, pero cada vez se sentía más cansado y más nervioso. En la cocina, se iban acumulando las ollas y las sartenes sucias. En el repostero, quedaban rastros de ha­ rina y de aceite y algunas matas de pelo morado que se le desprendían al monstruo cuando se rascaba la cabe­ za, bostezando. El gato estaba man­ chado de mantequilla y mayonesa. El trabajo los había tenido tan ocu­ pados que casi no habían comido en todo el día. Para cuando terminaron, el aire era una mezcla de olores: el aroma de los guisos, el de las frituras, el del pescado, el de los postres, el sudor

del monstruo. Todo se combinaba. Sentado en una silla, respiró hondo, como intentando no perderse de nada, y sonrió satisfecho. — ¿Hueles eso? — preguntó. — ¿Su pestilencia, señor? —dijo Nico. El monstruo no le respondió. Solo lo miró de reojo, en silencio, deinasiado cansado para reír. Por un rato ninguno dijo nada. Y así, en unos pocos minutos, se quedó dormido. Una vez más, en el sueño se vio a sí mismo enfrente de una bella prin­ cesa, de larga cabellera negra y una corona de diamantes. La princesa le pedía que se arrodillara. Luego ella se le acercaba, tocaba los hombros del monstruo con la hoja de una espada y le anunciaba: “Ahora eres caballero de mi corte...”. Cuando despertó, ya de mañana, toda la comida había desaparecido. El gato, también.

Cuatro

había tiempo para ponerse furioso ni para largos preparativos. Tampoco había tiempo de consb derar los años que pasó oculto. El monstruo fue a ponerse su casco de hierro, cogió al vuelo el leño con el que había montado guardia dos noches antes y salió. ¿Pero adonde iría? ¿Dónde encontraría a su gato? ¿Cómo saber por qué lugares había huido aquel duende maldito llevándose la comida y a su amigo? iN J o

La mañana era fría, el monstruo sintió helada la punta de su nariz. Levantó la vista y examinó el horL zonte. Desde la cumbre de la colina, distinguió el pantano, el cual dor­ mía entre las brumas: todo se veía en calma. Los patos, los tordos y las garzas parecían haberse ido a desayunar a otra parte. Más al fondo, se extendían dos manchas verdosas: a un lado, el bosque, adonde iba de vez en cuando de cace­ ría; y al otro, el valle, en el que vivían los hombres, repartidos en muchas

granjas y unos pocos caseríos. Sabía que allí no era bienvenido. Su última incursión al valle fue diez años antes, cuando se aproximó para ver un desfile de caballeros que se diri­ gían al castillo, un espectáculo que le fascinaba. Tras el lío que se armó en esa ocasión, decidió no regresar e hizo arreglos para que un comercian­ te le dejara víveres dos veces al mes en la puerta de su casa a cambio de una jugosa suma de dinero. El monstruo se ajustó el casco, respiró hondo y corrió colina abajo con dirección al pantano. “ ¡Nico!, ¡Nico!”, gritó al llegar a la orilla, mientras se abría paso entre los juncos. “ ¡Nico!”, repe­ tía al avanzar pesadamente por el fango. El monstruo comenzó a vadear el pantano. Buscaba entre las brumas alguna pis­ ta del duende o del gato; y cuando alcanzó el otro ex­ tremo, empapado y triste

como un cachorro recién bañado, entendió que había perdido el tiempo. ¡La bruma ni siquiera era verde! Sin embargo, él siguió caminando. Los arbustos se hacían más grandes a medida que se acercaba al bosque. Cualquier leve movimiento lo bacía sobresaltarse; cualquier sombra le hacía levantar sus orejas de murciélago. Al mediodía, el monstruo se encontró rodeado de árboles que se elevaban hasta el cie­ lo. Algunos animales lo observaban ocultos, curiosos y asustados. Prefe­ rían no preguntarle nada; ni decir nada. Los pocos que alcanzó a ver corrieron a esconderse de nuevo, antes de que él llegara a mencionar al duende o al gato. Caminó toda la tarde en el bos­ que. Su barriga rugía como solo lo podía hacer la barriga de un mons­ truo muerto de hambre. No podía evitar pensar en el guiso de pato y la hamburguesa de jabalí que había preparado la tarde anterior. Al borde

de un arroyo al que bajó para calmar la sed, se imaginaba saboreando el sándwich de atún o, mejor, los al­ fajores, muchos alfajores, ahora sí, sazonados con vinagre. Un pensamiento lo incomodó: ¿Y si no fue el duende? ¿Si Nico se co­ mió la comida y luego se marchó? Sintiéndose culpable, se inclinó a beber mientras recordaba cómo el gato le alcanzaba los cucharones en la cocina. Tan absorto estaba que recién notó que alguien corrió hacia él cuando recibió un buen mordisco en la nalga derecha. “ ¡El duende!”, gritó el monstruo.

Cinco

E /n ton ces volteó la cabeza y vio a un perro de largas orejas lanudas, bien prendido del enorme trasero morado. El monstruo sacudía su cuerpo de un lado a otro tratando de zafarse de su atacante, pero este no tenía intención de soltarlo. El perro apretaba los colmillos como si fuera preciso para ganar alguna competencia. Aunque lo hizo volar de un golpe, no pasó ni dos segundos antes de

que el perro arremetiera de nuevo y le clavara los dientes en la parte más acolchada de su cuerpo. “ ¡Ay! ¡Suéltame!”, protestaba. El aire del bosque se llenó de una mezcla de gruñidos y aullidos. El monstruo tropezó con una piedra y cayó boca abajo. El sabueso divulgó su hazaña con ladridos. — ¡Hey, Argón! ¿Qué presa has atrapado? —se escuchó la voz de un niño, que bajaba la pendiente a la carrera. — ¡Ven a verlo tú mismo! — le contestó el perro antes de continuar con los ladridos. El niño, de unos once años, se detuvo a cierta distancia al ver el bulto que intentaba levantarse del suelo. ¿Qué era eso? ¿Un oso? “¡Quieto, Argón!”, le ordenó al perro. El monstruo se puso de pie, mo­ lesto y adolorido. Se quitó el casco. Lo arrojó al piso. El niño vio los pequeños ojos grises, las orejas de murciélago, el inmenso cuerpo gra-

siento, y retrocedió. Lentamente dio tres pasos hacia atrás, pálido como la leche fría. El monstruo se sobó la nariz, se llevó la mano a la herida de atrás, observó al sabueso con rencor. Y miró al niño a los ojos. Entonces, sucedió algo extraño: el muchacho ya no quiso huir. Tal vez fue por verlo lastimado. O por­ que el monstruo no hizo ademán de intentar hacerle daño. Mientras su perro gruñía, el niño se acercó de nuevo; avanzó poco a poco hasta quedar a un paso de él. —Hola, me llamo Pablo — se pre­ sentó. Hubo un momento de silen­ cio antes de que se oyera la respuesta: —Soy Monstruo. En lo que restaba de la tarde, no dijo mucho. Se lavó las heridas en el arroyo y aceptó acompañar a Pa­ blo basta su campamento. Allí el muchacho le dio una tela para que la usara de venda y le convidó una manzana y dos panes, que devoró enseguida.

Pablo le contó que era hijo de un granjero. Tres o cuatro veces al año iba con su padre a acampar en el bosque. Pero esta vez vino solo: papá había partido a un viaje urgente y él decidió hacer la excursión por su cuenta. —Le dejé una nota a mamá. Debe haber renegado, pero ella sabe que voy a estar bien. Conozco bien la zona y, además, Argón está conmi­ go — explicó Pablo. —Tu mamá debe estar muy enoja­ da... y preocupada —dijo el monstruo. La aparición de una estrella anun­ ciaba el fin del día. Pablo se agachó para encender una fogata. El mons­ truo creyó conveniente avisarle que había un duende suelto.

Seis

fü-sa misma noche, Nico descan­ saba de costado sobre un montón de heno, en un granero. No podía acurrucarse panza abajo, como le gustaba. Se sentía repleto. Cerca de él estaba el costal donde metió la comida que no alcanzó a terminar antes de huir. Todavía había dentro trozos de pescado y de hamburgue­ sa, y las moscas zumbaban alrededor con entusiasmo.

— ¡Un duende! ¿Eso le dijiste? —se reía Alfredo, un gato negro y flaquísimo que conoció en el camino. — ¡Yo no le dije nada! —respon­ dió Nico, de mala gana— . Eso se le ocurrió a él... Yo solo inventé que vi una bruma verde cuando me comí el jamón. — ¡Tu amo es un sonso! — se bur­ ló Alfredo, que husmeaba en el cos­ tal en busca de pescado— . ¡Pero es buen cocinero! Nico prefirió no contestar. Por la ventana del granero brillaba la luna. A esta hora el monstruo estaría dur­ miendo en casa, pensó. El no había planeado adonde iría cuando deci­ dió robar la comida. Hacía dos años que vivía con él y en general le pare­ cía un buen tipo. Pero el gato supo­ nía que no era buena idea provocar a un monstruo hambriento y luego volver campante como si nada. ¿Y si la siguiente hamburguesa la hacía con carne de gato?

— ¡Un duende! ¿Eso le dijiste? —se reía Alfredo, un gato negro y flaquísimo que conoció en el camino. — ¡Yo no le dije nada! —respon­ dió Nico, de mala gana— . Eso se le ocurrió a él... Yo solo inventé que vi una bruma verde cuando me comí el jamón. — ¡Tu amo es un sonso! — se bur­ ló Alfredo, que husmeaba en el cos­ tal en busca de pescado— . ¡Pero es buen cocinero! Nico prefirió no contestar. Por la ventana del granero brillaba la luna. A esta hora el monstruo estaría dur­ miendo en casa, pensó. El no había planeado adonde iría cuando deci­ dió robar la comida. Hacía dos años que vivía con él y en general le pare­ cía un buen tipo. Pero el gato supo­ nía que no era buena idea provocar a un monstruo hambriento y luego volver campante como si nada. ¿Y si la siguiente hamburguesa la hacía con carne de gato?

Por su buen humor y por la paciencia con que lo trataba, le costa­ ba imaginarse al monstruo como un asesino. Sin embargo, en una oca­ sión, él mismo lo vio matar con sus manos a dos lobos que se atrevieron a atacarlo frente a su casa. Sabía lo fuerte que era. No, no podía ser ingenuo. Desde que nació, en una vieja taberna del valle, había pasado por varias casas y aprendió que no se puede confiar en los amos. — Mañana temprano me voy de acá. Viajaré lejos. Encontraré otro sitio donde vivir — dijo mirando hacia la ventana. Desde una esquina se oían los ronroneos de Alfredo, concentrado en devorar una trucha frita, ya me­ dio malograda. — Haz como quieras. Yo que tú volvería con él. Se creerá cualquier excusa. Y tendrás comida de sobra — comentó Alfredo, con la boca llena.

A Nico no le convencía la idea. ¿Si el monstruo se daba cuenta del engaño? Quizás lo echaría a la ca­ lle. Quizás lo ahogaría en el panta­ no. Quizás haría con su piel un par de guantes para el invierno. Era un monstruo. Tal vez ya había descu­ bierto la mentira y ahora mismo es­ taba buscándolo para vengarse. Sintió deseos de marcharse en ese mismo momento. Total, los gatos pueden ver de noche. Sí, caminaría con la luz de la luna y atravesaría el valle. Se puso de pie. Quiso arquear su lomo para desperezarse. Pero cayó de barriga, vencido por su peso y por la indigestión. “Esperaré a que ama­ nezca”, se dijo. Alfredo, el gato negro, no notó la caída de su amigo. Estaba distraí­ do con la cabeza y el espinazo del pescado. Lamió y mordisqueó las so­ bras apestosas hasta que él también comenzó a enfermarse. Tan mal le cayó la comida que creyó ver una bruma verde detrás de la ventana.

Siete

JB/1 monstruo durmió al aire libre junto a la fogata; y se levantó apenas salió el sol. Se alejó de la carpa en la que aún dormía Pablo, tratando de no hacer ruido. El descanso le vino bien, la herida dolía menos. Sin embargo, solo un monstruo irresponsa­ ble o sin corazón seguiría perdiendo el tiempo cuando un amigo estaba en peligro. Cogió el casco que había dejado al pie de un árbol, se lo puso y caminó con dirección al arroyo.

El perro alzó la cabeza y comenzó a ladrar a todo pulmón. — ¡Rayos, perro! —protestó el monstruo— . ¡Vas a despertar al chico! — Eso intento — contestó Argón. Y eso fue justamente lo que pasó. — ¿Adonde vas? —preguntó el niño, legañoso. El monstruo siguió andando. No respondió. — ¡Quedamos en que iríamos juntos! — gritó el niño. — ¿Quedamos? ¡Nada de eso! Tú debes regresar a casa y yo tengo que rescatar a mi gato. — Quiero ayudar. —Te agradezco la comida... aunque era lo menos que podías hacer. Recuerda que tu perro me atacó. No quiero demorarme más. Le dio la espalda al chico y se puso a caminar a prisa. — ¿Adonde vas? — insistió Pablo. — ¡Ya te dije! A rescatar a mi gato. — ¿Y dónde es eso? —preguntó el niño.

El monstruo se quedó callado: no lo sabía. Ignoraba qué ruta habría tomado el duende. No tenía idea de dónde ponerse a buscar. —Argón es un sabueso muy hábil. Puede seguir cualquier rastro — dijo el niño. Al monstruo le brillaron los ojos. A Argón también. Entonces hicieron un trato. El niño y su perro le ayudarían a buscar al gato. “Solo por ese día”, insistía el monstruo. A cambio, él escribiría una carta para la mamá de Pablo. En ella le explicaría que este se pon tó como un caballero, pues aceptó ayudarlo a salvar a un amigo. Afortunadamente, en medio de la gruesa y morada espalda del monstruo, el niño descubrió un mechón de pelo rubio y corto. Debía ser del gato. Y sí, lo era. Como todos los gatos, Nico disfrutaba treparse sobre su amo. A veces se echaba encima para calentarse mientras él dormía.

“Ese pelo es suficiente para Ar­ gón”, dijo Pablo. El perro movió la cola con orgu­ llo. La búsqueda empezó tras desa­ yunar al vuelo y guardar la carpa. Argón olfateó el mechón. Después agachó la cabeza, examinó el suelo un largo, largo rato. Avanzó con la nariz pegada al piso frente al arro­ yo, y de pronto giró hacia el bosque. Atravesaron la espesura con algu­ na dificultad durante varias horas. Llegaron a una suave pendiente cu­ bierta de hierba, que bajaba hacia un prado donde crecían bayas rojas. Argón alzó la vista, alerta. Se lanzó a correr cuesta abajo. Detrás de él iban el niño y el monstruo. Pablo era veloz, pero con sus largas trancadas el monstruo lo dejaba atrás. Esquivaban los árboles y los arbustos. El y Argón parecían dos lobos en cacería. El niño se de­ tuvo sin aliento cuando el pequeño sabueso hizo una pausa junto a unas rocas para buscar el rastro en el aire.

El monstruo cargó a Pablo sobre sus hombros y volvió a la carrera cada vez más aprisa. El muchacho cerró los ojos para que no lo lastimara el viento. Sentía frío en las mejillas cuando tomaron un sendero y las cercas de las granjas del valle co­ menzaron a aparecer.

Ocho

í^cecorrieron un largo trecho del sendero que serpenteaba entre plantaciones de árboles frutales. A lo lejos, otros perros ladraban con fastidio al oír el trote de los explo­ radores. El monstruo frenó en seco y Pablo, que iba sobre sus hombros, salió disparado y cayó sobre unas matas de fresas. El monstruo corrió hacia él. — ¡Pablo! ¿Estás bien? —preguntó.

El niño aguantó las ganas de llorar. Su brazo estaba arañado y su ropa, manchada por las fresas aplastadas. — ¡Ay!... Sí, estoy bien — asegu­ ró, mientras se limpiaba y se ponía de pie— . ¿Pero qué pasó?... ¿Por qué te detuviste así? — ¡El valle! ¡Estamos en el valle! La gente me odia aquí. — Puede ser. Pero hacia acá vino el duende con tu gato — respondió Pablo. El perro estaba ya más de cien me­ tros adelante. Preso de una gran exci­ tación había agarrado velocidad y ya no se lo veía, oculto entre las huertas y una nube de polvo que él mismo había levantado. Al oír sus ladridos, los compañeros se apresuraron. El monstruo volvió a levantar a Pablo y, cuando llegaron a una cur­ va del camino, vieron que el sabue­ so había dejado el sendero y ahora hurgaba entre los huertos. Corría entre los sembríos, sacudiendo sus largas orejas. Algunos granjeros ob­

servaban a lo lejos, asustados por el alboroto. Su temor y su sorpresa fue­ ron mayores todavía cuando vieron aparecer al monstruo con el niño sobre sus hombros. Pero no se atre­ vieron a moverse. El perro se detuvo delante de una puerta y se puso a ladrar con todas sus fuerzas. — ¡Bravo, Argón! — dijo Pablo, mientras el monstruo lo bajaba. El corazón del monstruo latía con fuerza. Adentro debía estar el duende de las montañas con su pri­ sionero. O Nico solo con las patas amarradas o tal vez paralizado por algún encantamiento. El ya no tenía el garrote: lo perdió en algún punto del viaje. Sin embargo, no le impor­ taba. Bastarían la fuerza de sus ma­ nos y el peso de sus puños para darle al duende un escarmiento, se dijo. El monstruo entró en el edificio de madera alentado por los ladri­ dos de Argón. Era un sitio oscuro. Todo estaba quieto. Pablo espiaba

desde la puerta. El monstruo avan­ zó lentamente. La paja crujía bajo sus inmensos pies. De pronto, notó algo en un rincón. Un objeto blan­ co. Se acercó: era un costal vacío. — Por fin llegaste — dijo una voz grave. — ¿Nico? —preguntó el monstruo. —Te estuve esperando. No creí que demoraras tanto en venir por tu amigo —dijo la voz, desde las som­ bras. Era una voz que él no reconocía. — ¿Quién eres? — ¿Quién soy? ¡Pensé que eras más listo! Te doy una pista: vengo de las montañas —respondió la voz. — ¡Duende maldito! ¡Sal de ahí y déjate ver! — tronó el monstruo. — ¡A mí pocos me han visto! — contestó la voz. Pablo empujó la puerta que había quedado junta y un haz de luz ilumi­ nó el ambiente. La luz delató la pre­ sencia de un gato gordo y blanco. Él no se daba cuenta de que el mons­ truo y Pablo lo estaban mirando.

— ¡Soy amigo de la noche y de la bruma! —prosiguió el felino, con tono siniestro. En eso estallaron unas carcajadas ruidosas. — ¡Ja, ja, ja! ¡Ya párala, Beto! — dijo Alfredo, el gato negro que salía de atrás de una caja con man­ zanas. — ¡Oye, ‘duende’, ya te descubrie­ ron! —añadió otro gato, feo como él solo, que abandonó su escondite entre unas pilas de heno. El monstruo no atinó a decir nada. Miraba de un lado a otro, confundi­ do. ¡Tres gatos! ¡Ninguno era Nico! ¡Y ni rastros del duende! ¿Qué clase de broma era esta? — ¿Dónde está Nico? —habló por fin. —Quién sabe. Se fue bien tem­ pranito — dijo Alfredo, mientras se lamía una pata. — Puedes llevarme a tu casa, de remplazo. Sé que cocinas rico —se burló el gato feo.

— ¿Se fue? ¿Cómo escapó del duende? —preguntó el monstruo. —Yo no me iría con este. ¡Es demasiado bruto! — se rio Beto, el gato blanco. — ¡Cuida tus palabras, si no quie­ res terminar de alfombra! —respon­ dió. Su voz sonó tan fuerte que el granero tembló. Beto erizó el lomo y la cola, y sus compañeros corrieron a ocultarse. Por un instante, el monstruo le pare­ ció a Pablo más grande y más temible. Luego se dio vuelta y avanzó hacia la puerta. El niño notó una sombra de pena y desánimo en sus ojos. — Salgamos de aquí —dijo el monstruo. —Argón puede seguir buscando. Encontraremos a Nico. ¿Qué crees que ha pasado? —preguntó Pablo, en la puerta. — Supongo que lo sabes. Bueno, lo imaginas — contestó el monstruo. Pablo guardó silencio. No se atre­ vía a decir lo que pensaba.

— Mi gato se ha aliado con el duende — dijo ya fuera del granero. No pudo agregar nada, pues cinco campesinos le saltaron encima, apartaron al niño y con un golpe de pala derribaron al monstruo.

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Nueve

I . os campesinos envolvieron al monstruo con una red y le ataron los pies y las manos. Luego, con gran esfuerzo, lo subieron a una carreta tirada por un caballo y se pusieron en marcha. Lo llevarían a la ciudad para entregarlo al gobernador. La esposa de uno de los granjeros tenía el encargo de cuidar al niño. Pablo lloraba y la mujer no enten­ día por qué. Suponía que no se le

pasaba el susto de ser atrapado por una criatura tan fea y peligrosa. “Te voy a traer un vaso de leche”, le dijo para consolarlo. Pero Pablo no quería leche. Quería ir detrás del monstruo para ayudarlo. Sí, eso haría. Cuando la mujer fue a servir la leche, el muchacho escapó de la casa adonde lo habían llevado y si­ guió corriendo hasta el camino pol­ voriento en el que se perdían a lo lejos el caballo y la carreta. — ¡Deténganse! ¡El no me hizo nada! —gritaba. Parecía que los de la carreta no lo escuchaban. — ¡Oigan, suéltenlo! ¡Es amisto­ so! —gritó más fuerte. El vehículo ya no se veía. En la carreta, comenzaba a despertar el monstruo que se había desmayado por los golpes. Uno de los campesinos guiaba el caballo. Los demás vigilaban al prisionero mientras cantaban una vieja canción del valle, orgullosos de su hazaña.

A un kilómetro de allí, Pablo se detuvo sin aliento. Ya estaban muy lejos. De pronto, unos ladridos le hi­ cieron voltear: ¡era Argón! El niño se sintió mejor al verlo. El perro la­ draba con fuerza. — ¡Argón! ¡Qué bueno que estés acá! — le dijo. El perro seguía ladrando y apun­ taba con su cabeza a un costado del camino. — ¡Mira! ¡Mira! — le decía. Entonces, Pablo vio un potro ata­ do a un tronco en una granja. El niño decidió que lo tomaría presta­ do. Lo desató a toda prisa, lo montó y se lanzó a perseguir la carreta. El perro ladraba dándole ánimo. El potro galopó veloz detrás del monstruo y sus captores, pero ellos le llevaban mucha ventaja. —Alguien viene. ¿Quién será? — preguntó el más robusto de los agricultores que vigilaban al monstruo.

Los campesinos achinaban los ojos tratando de distinguir quién era el jinete que se acercaba. — Será un viajero — dijo uno. — O un mensajero. Fíjate que ca­ balga a toda prisa — comentó otro. —Tal vez el mensaje es para no­ sotros. Da la impresión de que nos quiere alcanzar — opinó un tercero. — ¿No es el niño? —preguntó el primero que había hablado. No tuvieron tiempo de confir­ marlo porque dando un relincho el caballo frenó de golpe y se encabri­ tó. Algo había caído sobre la cabeza del animal cuando pasaron bajo la rama de un árbol y luego saltó a la cabeza del cochero. Pablo se acercaba tan rápido como podía, pero aun así no logra­ ba comprender qué estaba ocurrien­ do en la carreta. La veía sacudirse; parecía que los hombres saltaban, peleaban contra algo, pero no podía ser el monstruo, él todavía estaba atado. Por ratos, daba la impresión

de que los agricultores intentaban agarrar algo que se escabullía. Por ratos, se los veía luchar por librarse de alguna criatura que tenían enci­ ma y que saltaba de uno a otro, y les clavaba los dientes o las uñas. Cuando Pablo alcanzó por fin la carreta, el monstruo ya había con­ seguido desatarse. Saltó fuera de la carreta y rugió. Los hombres tam­ bién habían bajado y se quedaron fríos de espanto. Tenían la cara y la ropa llena de arañones, y se miraron confundidos al ver al niño. Duda­ ban entre el impulso de escapar y la idea de hacer un nuevo intento de derribar al monstruo. — El es bueno — les dijo Pablo, que aun jadeaba por el esfuerzo. El monstruo arrojó al piso los pe­ dazos de la red y de la cuerda que aun llevaba encima y dio dos pasos ha­ cia uno de los agricultores. Los cinco huyeron corriendo. Pablo le dio un abrazo. El mons­ truo que ahora se reía de gusto le

desordenó el cabello cariñosamen­ te y, en eso, un gato rubio, de patas blancas, apareció caminando entre los amigos. — ¡Nico, eres tú! ¡Tú me salvas­ te de esos hombres! — exclamó el monstruo. El gato se trepó de un brinco a una roca que había a un lado del camino. —Sí, soy yo, señor. Me había subi­ do a un árbol para observar el cami­ no. Entonces, vi acercarse la carreta. Esos pelos morados los reconocería a tres kilómetros de distancia — dijo. — ¿Por qué me ayudaste si te fuis­ te con el duende? —Yo no me fui con el duende. Lo lamento, señor, pero no hay ningún duende — contestó Nico. — ¿De qué hablas? ¡Se desapare­ ció la comida! —Yo me robé su comida. Después escapé... Perdóneme, señor. Siem­ pre fui yo. — ¿Qué? Al comienzo pensé que estabas en peligro. Fui a buscarte

al pantano y al bosque. Creí que el duende te había secuestrado. — ¿Por qué se le ocurrió eso? —preguntó el gato. — Dicen que el duende de las montañas se roba aquello que uno quiere — le respondió. El gato no supo qué decir. Se bajó de la roca y se enroscó a los pies de su amo. Entonces, el monstruo sol­ tó una risa larga, alegre y cristalina como el sonido de un río que salta entre las piedras. De pronto, sintió deseos de una buena jarra de limo­ nada salada y de un plato de pesca­ do frito. — ¿Escuchaste, Pablo? ¡Nunca fue el duende! ¡Este gato loco se co­ mió mi comida! —dijo, volviéndose al muchacho. Pero nadie contestó. Donde estu­ vo el niño terminaba de esfumarse una bruma verde.

Diez

t i l corazón del monstruo dio un vuelco; el gato retrocedió. A m ­ bos se miraron confundidos. “ ¡Pa­ blo, Pablo!”, llamaron al niño. ¿A dónde pudo haberse ido? Y esa bru­ m a... ¡La bruma verde! ¡Los dos la habían visto! Buscaron al niño por los alrede­ dores. La tarde avanzaba. Ninguno se atrevía a mencionar al duende. El monstruo sintió un escalofrío cuan­ do escuchó a Nico nombrarlo.

—El duende se lo llevó —dijo el gato. — Si esta es otra broma, me la vas a pagar — contestó. — ¿Usted encuentra otra explica­ ción? —preguntó Nico. No, no la encontraba. El mons­ truo se quedó en silencio. Intentaba convencerse de que no era cierto, prefería pensar que era otro mal­ entendido, pero por dentro sabía la verdad. —Lo rescataremos — anunció al fin, mientras cargaba a su gato. El problema era que de nuevo no sabía dónde buscar. El gato corrió a treparse a un árbol para mirar desde arriba. — ¿Ves algo? —preguntó el mons­ truo nervioso. Nada. De los campesinos ya no había ni rastro. Tampoco del duen­ de. En eso vio un perro que se acer­ caba trotando: era Argón. El sabueso corrió hacia ellos y se detuvo al pie del árbol para ladrarle al gato. Había

reconocido su olor desde lejos y aho­ ra parecía que se iba a quedar sin voz de tanto ladrarle. — ¿Conoce a esta bolsa de pulgas? — preguntó el gato a su amo. — Es el perro de Pablo — contestó. Al oír el nombre de su dueño, el sabueso dejó de ladrar. Alzó la cabe­ za y miró alrededor. — ¿Dónde está mi amo? —pre­ guntó. Entonces, el monstruo le contó lo que había pasado. Al inicio, se imaginó que el perro podría seguir el rastro de Pablo has­ ta encontrarlo. Ya había demostrado su habilidad al guiarlo hacia donde estuvo Nico. Pero, por más que ol­ fateaba, Argón no lograba detectar el aroma de su dueño. Lo intentó un buen rato. Parecía que sencillamen­ te había desaparecido toda señal de él. El perro aulló y apoyó la cabeza en el suelo. Estaban en un callejón sin salida. El duende secuestró al niño, pero no

dejó ninguna pista que pudieran seguir. No había forma de rastrearlo. Ninguno de ellos tenía idea de dónde se ocultaba el duende. —Ya sé dónde encontrarlos — dijo de pronto el gato— : en la montaña. ¿No lo llaman el duende de las montañas? El monstruo alzó la mirada y ob­ servó a lo lejos el pico oscuro de Urgaír, la única montaña de aque­ lla región. Harían falta varios días de camino para llegar hasta allá y ni siquiera sabían si la corazonada de Nico era correcta. Sin embargo, era la única opción a la vista. Decidieron ir los tres juntos. El viaje demoró cuatro días y du­ rante ellos, comieron feo, durmie­ ron poco y soportaron el malhumor del viento y del sol. Se alimenta­ ban de pequeños peces, de algu­ nas aves y de ratones silvestres que Nico se encargó de cazar y capturar en la etapa más suave del ascenso. Argón fue quien lo pasó peor con

semejante menú, pero no se que­ jaba. Tampoco hablaban mucho: guardaban sus energías para avan­ zar lo más rápido posible y después para aguantar la subida. En los tramos más empinados, cuando el cansancio los vencía, el monstruo ponía sobre sus hombros a Nico o a Argón. De vez en cuando, rezaban por Pablo. Se detenían a explorar las pocas cuevas que descu­ brían y se preguntaban si volverían a ver al niño. Subieron con dificul­ tad basta una de las cumbres con la esperanza de que desde lo alto pudieran divisar al duende o algo que los llevara hasta él. Pero fue en vano. Nada se movía en el paisaje, solo el viento. Bajaron con el corazón decep­ cionado y la garganta lastimada por la sed. Todo era piedras, tierra y al­ gunas matas de hierbas sin gracia ni color, desperdigadas por aquí y por allá. En un territorio tan gran­ de como el que se extendía ante

ellos, Pablo podía estar en cualquier parte. O en ninguna. Tal vez podía estar al lado opuesto de la montaña. Se acercaba la noche y había que ubicar un lugar dónde descansar. Eligieron una explanada en la que la hierba crecía más tupida, más alta y les podría servir de colchón. Cuando ya estaba muy oscuro, el monstruo se echó panza arriba, el gato se recostó sobre su pecho y el perro se acurrucó contra sus piernas. Así estarían más calientes. El monstruo miraba las es­ trellas sin poder dormir. — ¿Qué vamos a hacer cuando encontremos al duende? ¿Cómo lo venceremos? — le preguntó Nico. —No lo sé — contestó el monstruo. Siguió pensando en eso varias ho­ ras, pero quién sabe por qué, cuando por fin se estaba quedando dormido, recordó que había dejado las ollas y las sartenes sin lavar en la cocina.

Once

i^ L m an eció temprano. El sol quemaba. El monstruo abrió los ojos y, por un instante, no supo dónde estaba; no se acordó del niño ni del duende. Pero la sed que ardía en su lengua lo devolvió a la realidad. Se levantó. El gato mordisqueaba el pasto sin ganas. Argón jadeaba. “No podremos seguir si no encom tramos agua”, admitió el monstruo, sudoroso. Sus amigos estuvieron de acuerdo.

Las horas siguientes, el grupo se dedicó a buscar dónde beber. Iba bajando la cuesta lentamente, cada vez más fatigado por el calor a medida que se acercaba el mediodía. De­ cidió ir hacia donde aumentaran las plantas: allí debía haber agua cerca, pensaron. Otra vez la barriga del monstruo rugía de hambre y el gato volvió a sentirse nervioso. Le parecía que su amo lo miraba con el rabillo del ojo y se imaginaba que estaba tramando comérselo. “Quizás no me ha per­ donado del todo”, se dijo. Pero al monstruo solo le preocupaba la sed. La sed y la suerte de Pablo. Nico se alejó, por las dudas. El monstruo creyó que era a causa de su mal olor. De pronto Argón paró en seco y alzó las orejas, muy quieto. “ ¡Sí­ ganme!”, dijo y se echó a correr. El monstruo salió disparado detrás de él, agarró al gato al vuelo y lo llevó cargado en un brazo para no demo­ rarse. Mientras corría, el monstruo

comenzó a escuchar lo que Argón seguramente había oído: el sonido fresco de una caída de agua. Al fin los amigos se detuvieron al pie de un barranco poco profundo. El perro movía la cola. Al frente, a pocos metros de distancia, el agua de un arroyo saltaba en una estre­ cha cascada y corría hasta perder­ se al fondo, entre las rocas. Estaba cerca, pero no parecía fácil llegar hasta allí. Argón intentó avanzar, pero retrocedió: la bajada era muy empinada. El monstruo recorrió con cuidado el borde del precipicio. Buscaba un lugar donde la pendien­ te fuera más suave o donde las pie­ dras formaran una escalera natural, para poder bajar. No lo encontró. — Saltaremos —dijo al fin. Nico y Argón lo miraron como si se hubiera vuelto loco. — Sé que los gatos caemos siem­ pre de pie, pero esto es exagerado — dijo Nico.

— Soy un monstruo, no lo olvides. No es tan alto para mí — respondió. Y antes de que sus compañeros pudieran reaccionar, los levantó en brazos y se lanzó con ellos al vacío. Un instante después, tocó tierra, pero el resultado no fue el que esperaba. El suelo se hundió bajo su peso, como si hubiera caído sobre una ma­ dera delgada o una hoja de papel. En medio de un fuerte ruido y una nube de polvo, los tres fueron a pa­ rar al interior de una húmeda gruta. Se sentían adoloridos y asustados. De no ser por eso, quizás les hubiera gustado el sonido del agua que se fil­ traba desde la superficie y que corría en un río subterráneo. — ¡Diablos, amo! ¿Por qué hizo eso? — se quejó Nico. — Bueno, encontramos agua —contestó el monstruo mientras se levantaba. Caminaron entre las piedras has­ ta el río, guiados por la poca luz que ingresaba del techo. Bebieron largo

rato y a prisa, como si temieran que el agua se acabara. El agua estaba fría. Argón y el monstruo se me­ tieron un momento en la corriente para refrescarse, mientras el gato los observaba con horror. Aliviados del calor y la sed, se quedaron en silen­ cio unos minutos hasta que una voz arruinó su descanso. — Por fin llegaste — se escuchó. — ¿Quién es? ¿Pablo? ¿Quién es? — insistió y se puso de pie de un sal­ to. El perro gruñía. —Te estuve esperando. No creí que demoraras tanto en venir por tu amigo — dijo la voz, casi en un susurro. El monstruo entendió que esa voz, que parecía acercarse, se dirigía a él. — ¿Quién eres? — ¿Quién soy? ¡Dejémonos de juegos! —respondió el desconocido, aún oculto entre las sombras antes de dar dos palmadas. Una fila de antorchas que no ha­ bían visto se encendió de pronto.

La inmensa caverna se iluminó, y ante los ojos de los tres amigos aparecieron cofres y estantes en los que se apiñaban objetos de lo más diversos: adornos de casa, joyas, re­ tratos de familia, juguetes viejos, li­ bros con las páginas gastadas por el tiempo y la tristeza. Una enorme e inquietante colección. — Por supuesto, esto es lo que no me he podido comer — dijo el duende.

Doce

E l fuego de las antorchas dejó ver una figura delgada, un hombrecilio de piel amarillenta y una falsa sonrisa amistosa. A un lado, dentro de una jaula, un niño dormía: era Pablo. Argón se puso a ladrar con cólera y desesperación, pero el niño siguió durmiendo. Respiraba suavemente, sin sobresaltos, como si estuviera en otra parte, a salvo de cualquier peli­ gro. Mas no lo estaba: el duende lo

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tenía enjaulado y detrás de los ba­ rrotes se le veía pálido y muy del­ gado. En pocos días, Pablo había perdido mucho peso. El perro se abalanzó contra el duende. Saltó para morderlo, pero no logró alcanzarlo: quedó suspen­ dido en el aire y, a una orden del duende, una fuerza lo lanzó al otro lado de la cueva. —Muy bien, muy bien. ¡Me estoy divirtiendo! ¿Quién más quiere ju­ gar conmigo? —preguntó el duende de las montañas. — ¡Suelta al niño! — exigió el monstruo. — ¿O qué? ¿Qué me vas a hacer? El monstruo avanzó hasta que­ dar a dos pasos del duende, que se veía muy pequeño en comparación con él. Sin embargo, su tamaño no lo engañaba: podía hacerle daño a Pablo con facilidad. Tenía ganas de golpearlo, pero se contuvo. — ¿Qué es lo que quieres? — le preguntó.

— Seguro piensa comerse al niño — lo interrumpió Nico, el gato. — ¿Comerme al niño? ¿Quién crees que soy? ¿La bruja de Hansel y Gretel? Está muy flaco, ¿no te parece? Es solo que no me pude resistir a la oportuni­ dad de llevarme al hijo de una prince­ sa. Ya sabes, si algo me interesa, tengo que tenerlo — dijo el duende. — ¿El hijo de una princesa? ¡Estás equivocado! — contestó el mons­ truo— . Los padres de Pablo son granjeros. — ¡Uy! Creo que alguien te ha mentido —rio el duende. El monstruo alzó la vista y miró al niño que dormía tras las rejas. Resultaba difícil de creer que ese chico tan frágil, tendido en aquella caverna sombría, pudiera tener san­ gre real. Lo vio muy solo y vaya que él sabía mejor que nadie lo que era sentirse así. —Déjalo ir. Deja ir a todos. Mé­ teme a mí en la jaula si quieres. Yo tomaré su lugar — dijo.

— ¡Un trato muy interesante! — aplaudió el duende— . ¡Un monstruo para mi colección! ¡Y no cual­ quiera, sin duda! El monstruo dudó un instante. — ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó. Pero no hubo tiempo para la respuesta. ¡Crash! Se oyó una jarra de por­ celana romperse. Y otra más, y otra. Toda una fila de jarrones y adornos de porcelana que el duende había acomodado en lo alto de un estante se vino abajo. Detrás cayeron retra­ tos, figuras de bronce, libros, copas de cristal. Nico corría a prisa sobre los muebles del duende, empujando las cosas. Al inicio el duende no lo vio. Los adornos saltaban en peda­ zos; los libros mohosos perdían ho­ jas al golpear el suelo. El ruido fue tan fuerte que el niño se despertó. — ¡Mis cosas! —rabió el duende. Antes de que él pudiera lanzar algún conjuro, el gato se escabulló y, un momento después, los objetos

caían al piso en otro sector de la cue­ va. El perro, que había venido desde el fondo en medio de la confusión, orinó sobre un cofre de madera. — ¡Estúpidos, estúpidos! —gritó el duende. Quiso correr adonde estaba el gato para matarlo con sus propias manos, pero se resbaló en otro char­ co de pis que había dejado el perro. El duende cayó de espaldas contra unas piedras. Una estatua de mármol que pateó al caer se le vino encima. El monstruo aprovechó la dis­ tracción para acercarse a la jaula del niño; y con un fuerte tirón arrancó la reja. Cargó a Pablo con un brazo y huyó seguido de sus compañeros. — ¡Vamos, de prisa! —ordenó el monstruo.

Trece

pv_>orrieron tan rápido como pu­ dieron. Oyeron el sonido del agua delante de ellos y de pronto creyeron escuchar, detrás, los pasos del duende de las montañas. El eco de un par de palmadas les heló la sangre. Las an­ torchas se apagaron y la cueva volvió a la oscuridad. Su primera reacción fue detenerse, pero siguieron avan­ zando a tientas hacia la luz que in­ gresaba del hoyo del techo.

—Tengo miedo — susurró Pablo ya del todo despierto. — Estarás bien — contestó el monstruo. Pero tropezó con una roca y cayó al piso. —No me gusta que mis invitados se vayan sin despedirse —dijo el duende, que apareció de pie delan­ te de él. A su alrededor flotaba una bruma verde luminosa. El monstruo lo miraba desde el suelo y allí, jadeando, asustado, vio cómo Pablo y Nico se elevaron has­ ta quedar flotando en el aire. Ellos se agitaban como tratando de libe­ rarse de unas cuerdas invisibles que los apretaban. ¿Y Argón? No se lo veía por nin­ guna parte. Oculto entre las som­ bras, el perro siguió corriendo. Buscaba otra salida con la ayuda de su olfato. Y la encontró. “Iré a pedir ayuda”, se dijo. Y sí que la necesitaban. La magia del duende arrastró a Nico, a Pablo y al monstruo a lo más profundo de

la cueva, a una amplia galería en la que no habían estado antes. El duen­ de encendió las antorchas. A la vis­ ta de todos, aparecieron cofres que no se podían cerrar de tan llenos que estaban. También en aquel lugar había cajas, mesas y estantes que se alzaban hasta el techo. Los muebles estaban atiborrados de objetos que a lo largo de los años habían ido des­ apareciendo de las casas del valle y de los lugares más remotos del reino, incluso del castillo. La colección del duende brillaba a la luz del fuego. Pero lo que más atrajo su atención fue el calabozo instalado al fondo de la caverna, una celda húmeda y mal­ oliente donde los encerró el duende. — ¡Ha sido una verdadera ganga! Me he llevado dos por el precio de uno —el duende se rio y se dirigió al monstruo— : Los vi bajar al valle, y no podía creer mi buena suerte. ¡Allí estaban juntos: el principito, a quien recordaba de mis incursiones al palacio, y el gran monstruo mora­

do, el hijo de Remo, el más famoso caballero de este reino. Nico y Pablo lo miraron desconcertados. — ¿Creen que saben qué es sen­ tirse solos, pasar casi todo el tiempo lejos de los demás? Hubo una épo­ ca en que los duendes de las mon­ tañas éramos muchos. Cuentan que organizábamos fiestas ruidosas para celebrar nuestros robos. Cuando yo crecí, ya no quedábamos tantos. Los caballeros nos perseguían. Yo era el último que quedaba en el país. A n­ tes de que Remo me encontrara, le lancé una maldición y lo convertí a él y a toda su familia en monstruos. Ahora ustedes me harán compañía.

Catorce

E d duende se fue a buscar a Argón y, en la jaula, todos se quedaron en silencio, con la vista clavada en el vacío. —Entonces, eres un príncipe —dijo el monstruo al fin. —Infante real — corrigió Pablo de mala gana. Después de un mo­ mento agregó— : Salí del palacio en secreto. Mi mamá no entiende que no estoy hecho para andar entre

cuatro paredes. Y tú, ¿en verdad eres hijo de un caballero? —No lo sé. Nunca oí nada de esto. El monstruo recogió una piedrecita que había en la celda y la arrojó afuera. —Nunca conocí a nadie como nosotros. Mis padres jamás hablaban sobre nuestro origen. Cuando les preguntaba, no me respondían. A veces, me parecía que sencillamente no lograban recordar el pasado. —Ahora solo importa el presente — intervino Nico— . Ese duende se ha ido, y hay que buscar la manera de salir de aquí. El monstruo pateó la puerta con toda su fuerza, pero no se abrió. Qui­ so doblar los barrotes, pero el espa­ cio entre ellos era tan estrecho que no conseguía meter las manos para sujetarlos. El monstruo se arrojó una y otra vez contra la puerta sin otro resultado que hacer temblar la jaula. —Nico, ¿no pasarás tú entre los barrotes? —preguntó Pablo.

El gato decidió hacer el intento. Trató de escabullirse por ahí, pero ni siquiera él pasaba. Sin embargo, siguió tratando. Probó con una pata, después con otra, metió su cabeza con mucho cuidado. Parecía que se iba a quedar atascado, pero no se dio por vencido. Empujó, se encogió, se estiró como si fuera de hule. Aguantó el dolor en si­ lencio, y al cabo de unos minutos, ya estaba del otro lado de la reja. Ni el gato mismo se lo podía creer. Ronroneando de orgullo, se lanzó a buscar la llave del calabozo. Se trepó a las mesas, abrió los cofres, se subió de un salto a los estantes, husmeó en los jarrones. En ninguna parte, encontraba la bendita llave. —Nico no se rinde. Yo tampoco lo haré —dijo el monstruo. Entre los barrotes apenas cabían sus dedos musculosos. Los metió con esfuerzo, se aferró firmemente del hierro y jaló. Tiraba tan fuerte de la reja que ahora toda la caverna pare­ cía estremecerse.

Mientras tanto, Argón, que había logrado salir de la cueva, bajaba la ladera corriendo. Se dirigía hacia el castillo donde seguramente podría encontrar ayuda, pero que aún no alcanzaba a divisar. La ruta era larga. Argón tenía la esperanza de hallar en el camino a alguien que pudiera rescatar a su dueño. Y así ocurrió: una patrulla de guardias reales ca­ balgaba por un sendero cercano, le­ vantando una nube de polvo. — ¿No es Argón, el perro de su al­ teza? —preguntó un soldado. — ¡Sí lo es! —respondió el capitán. El perro corrió a su encuentro sin dejar de ladrar. Pablo le había mentido al mons­ truo al conocerlo, pero en algo sí había dicho la verdad: le gustaba salir a acampar. Su padre solía lle­ varlo de campamento a los bosques, pero desde que él murió, su madre se negaba a que abandonara los límites del castillo. Los soldados llevaban una semana buscándolo.

El perro contó a los guardias lo que había sucedido. Les habló del monstruo y del gato, y sobre todo, les contó del duende de las monta­ ñas. Los soldados ya habían escu­ chado del monstruo; habían oído el rumor acerca de uno que había sido visto con un niño. Del duende, co­ nocían las historias que repetían los más viejos caballeros del reino.

Quince

] E n la cueva, el monstruo seguía tratando de romper los barrotes. Probó de varias maneras posibles, pero todo resultaba en vano. Se dejó caer en el suelo, agotado. —-No puedo sacarte de acá, Pablo. Solo soy un tonto e inútil — dijo. Pablo puso su mano sobre los lo­ mos peludos de su amigo. —Eres un monstruo, sí, pero uno generoso y valiente. Generoso y va­ liente como un caballero.

Su amigo sonrió con tristeza. En eso, recordó a los caballeros que desfilaron años atrás en el valle; en una fracción de segundo volvió a ver sus armaduras, sus estandartes, la gallardía con la que marchaban. Y de algún rincón de su mente, surgió de improviso la imagen de su padre. Sabía que era su padre, Remo; tenía el mismo gesto hosco y los mismos ojos grises. Sin embargo, en este recuerdo remoto, lucía diferente a como lo había visto al crecer. Era un hombre. Y llevaba la armadura y aquellos emblemas que admiró en los caballeros del reino. Tengo que salvar al príncipe, pensó el monstruo, y decidió intentar algo distinto: con sus puños cerrados golpeó el suelo de piedra al pie de la reja. Lo golpeó con tanta violen­ cia que el piso comenzó a resque­ brajarse. Pablo se protegía el rosto mientras volaban por los aires tro­ zos de roca. El monstruo removió los escombros y continuó rompien-

do el suelo y cavando, hasta que hubo espacio suficiente para que el niño pasara por debajo de la reja. Pablo estaba libre. Ahora faltaba él. Como había quebrado la base en la que se asentaba la reja, bastó una patada bien dada para abrirla. Las carcajadas del monstruo retum­ baron en la cueva. — ¡Hey, señores! — dijo entones el gato— . Adivinen lo que acabo de encontrar. ¡La llave de la celda! — ¿En serio? — preguntó el mons­ truo, dejando caer sus brazos a am­ bos lados. —No, mentira — el gato se rio— . Parece ser un cuaderno del duende. Vengan a verlo. En el cuaderno de hojas amari­ llentas, el duende había hecho las más diversas anotaciones: los obje­ tos que robaba, los que deseaba te­ ner, ideas para sus planes, cosas que había descubierto y que deseaba re­ cordar. Pablo leyó en voz alta que la baba de salamandra y el néctar

En

de la flor de la ortiga debilitaban los poderes del duende. “Lo mismo me pasa cuando huelo pelo chamuscado de niño”, continuó leyen­ do. Todos lo quedaron mirando. Unos minutos más tarde, el duen­ de se apareció allí mismo, y no vio a nadie. No había logrado atrapar al perro, y ahora encontraba la estancia hecha un revoltijo: los cofres abier­ tos, las cajas revueltas, la celda vacía. El duende chilló lleno de furia y co­ rrió hacia otra galería de la cueva. Cuando entró, vio al monstruo de pie con una vieja manta atada a la cintura como si fuera un delantal y una de las antorchas en la mano. — ¡A que no sabes qué voy a coci­ nar hoy! — le dijo. Y, antes de que el duende pudiera evitarlo, tomó varios cabellos que Pablo le había donado y les prendió fuego. El olor a chamuscado se ex­ pandió rápidamente. El duende intentó correr, pero Pablo, que estaba oculto detrás de

unas rocas, lo tiró al suelo con una zancadilla. El monstruo metió al duende, inconsciente, en un gran jarrón de porcelana. Con el jarrón en brazos, caminó hacia la salida. Detrás iban Pablo y Nico, quienes marchaban, agotados, satisfechos y ansiosos como soldados que han ga­ nado una guerra. La luz que entraba desde el exte­ rior se hacía cada vez más intensa. El sonido del riachuelo se oía con claridad. El monstruo se cubrió los ojos, lastimados por la luz, mientras su barriga rugía de hambre. Enton­ ces, entonó una canción que le en­ señó su mamá, cuando era niño:

La cazuela humea en el fogón. Ya saltan las chispas de los leños. Recuéstate en tu feo sillón. Anímate que ya pasa el invierno. De pronto, la tapa del jarrón sa­ lió volando en medio de una bruma verde. Nico y Pablo salieron dispa-

Ti

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rados hacia atrás. El duende de las montañas sacó medio cuerpo fuera del jarrón. — ¿Creyeron que sería tan fácil? Ya verán lo que yo... — dijo y no pudo agregar más, porque una fle­ cha lanzada hacia su pecho le impi­ dió seguir. Argón había llegado con los sol­ dados del reino. El capitán de la guardia se enorgulleció de su buena puntería.

Dieciséis

Í 3 í a s después, en una están' cia de piedra decorada con tapices bordados, el monstruo revolvía una jarra de limonada. — Si quieres que la limonada esté a tu gusto, tú mismo debes echarle la sal, ¿verdad, Nico? El monstruo le daba vueltas al cucharón con tanta energía que la bebida salpicaba: un poco chorreó en el piso y otro en el cogote del gato. El felino sacudió la cabeza,

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con mal humor y se levantó. Lúego del suculento almuerzo que les había invitado la princesa, había agarrado sueño sobre una vitrina. Pocas cosas molestan más que te despierten con un chorro de limonada en la nuca. — ¿Me veo bien, Nico? —le pre­ guntó, sin darse cuenta del accidente. — ¿Se vale mentir? — masculló el gato. El monstruo se miró en un espe­ jo de la estancia: tenía las mismas orejas de murciélago de siempre y las mismas cerdas moradas, pero su cuerpo estaba revestido con una ar­ madura brillante y llevaba sobre los hombros una capa escarlata. Se escucharon los pasos de al­ guien que venía corriendo por el pasillo. Se abrió la puerta: era Pa­ blo, el infante real. Nunca lo ha­ bían visto tan elegante, ni siquiera en esa semana en el castillo. De­ trás de él, entró un caballero con espada al cinto a quien la princesa,

personalmente le había encargado proteger a su hijo. — ¿Estás listo? —preguntó Pablo. El monstruo asintió. — El hijo del legendario Remo — observó el caballero— . Tan leal y valeroso como su padre. Las orejas del monstruo se enro­ jecieron. — Pocos lo saben, pero me llamo Diego — informó. —Muy bien, don Diego. La prin­ cesa está muy agradecida contigo y ya nos espera para la ceremonia —dijo el caballero y comenzó a an­ dar mientras añadía— : Será un ho­ nor que sirvas en nuestra orden. El monstruo tomó a toda prisa un vaso de su limonada. El gato rubio y de patas blancas se desperezó. Y juntos marcharon al encuentro de su majestad.

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lio

Don Diego, como llamaron al monstruo desde entonces, llegó a ser más famoso que su padre. Protegió a la familia real, fue valiente en las batallas y llenó los campamentos de su orden con el aroma de las más extrañas comidas. De vez en cuando, visitaba su antigua casa de piedra y pasaba horas sumergido en la lectura de sus libros. Nico, el gato, pocas veces lo acompañaba. Se acostumbró a echarse a dormir en el trono destinado para Pablo.

FIN