Le Monde Diplomatique - Agosto 2013

JOSÉ NATANSON PABLO STEFANONI SEBASTIÁN PEREYRA NATALIA ZUAZO MARTÍN BECERRA ELIZABETH RUSH DAVID PRICE IGNACIO RAMONET 

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JOSÉ NATANSON PABLO STEFANONI SEBASTIÁN PEREYRA NATALIA ZUAZO MARTÍN BECERRA ELIZABETH RUSH DAVID PRICE IGNACIO RAMONET NICOLÁS ARTUSI el dipló, una voz clara en medio del ruido

agosto 2013

Capital Intelectual S.A. Paraguay 1535 (1061) Buenos Aires, Argentina Publicación mensual Año XV, Nº 170 Precio del ejemplar: $23 En Uruguay: 100 pesos

www.eldiplo.org

Dossier

Las denuncias de corrupción se han instalado en el centro del debate electoral. Mitos y realidades de un problema complejo.

Poder, corrupción y campaña

Reuters

Evo Morales escribe sobre su secuestro en Europa

El oscuro huracán egipcio

El presidente boliviano narra en primera persona el episodio que llevó a la inmovilización de su avión tras las falsas acusaciones de que trasladaba al ex espía estadounidense Edward Snowden. Páginas 28 y 29

Páginas 21 a 25 y 40 Alain Gresh, Mona Abouissa y Serge Halimi

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La corrupción y los acuarios por José Natanson

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e Rodolfo Walsh hasta aquí, el periodismo de investigación ha desempeñado un rol fundamental en la historia argentina: destapó asesinatos políticos, echó luz sobre las atrocidades de la dictadura y puso al desnudo la corrupción menemista. E incluso en este último período contribuyó a difundir casos graves y razonablemente probados, como los que involucran a Sergio Schoklender y Ricardo Jaime. Por eso, aunque desde luego se ha banalizado bajo la imposible exigencia de un Watergate por domingo, y aunque en el contexto del conflicto entre el gobierno y Clarín vive zarandeado por la madre de todas las batallas, sería insensato condenarlo al cajón de las medias y los calzoncillos irrecuperables del fondo más oscuro del placard. Entre el denuncismo precoz de algunos medios y el negacionismo de otros, el periodismo de investigación, bien ejercido, sigue siendo una herramienta fundamental para garantizar la transparencia del Estado y asegurar lo que Guillermo O’ Donnell definía como accountability vertical, aquella que se establece entre la sociedad y las autoridades políticas (1). Dicho esto, el punto de vista del escándalo y la denuncia, es decir la construcción de la corrupción como espectáculo pochoclero (¿Qué vemos este domingo, un capítulo de Mad Men o Lanata?), no parece el mejor camino para entender en profundidad el fenómeno, que es más complejo, más amplio y más global de lo que se infiere de los informes televisivos editados con música de catástrofe. En primer lugar, porque la denuncia tiende a enfocarse casi exclusivamente en un funcionario, casi siempre nacional e indefectiblemente oficialista, oscureciendo el hecho de que la corrupción no es tanto una conducta como un intercambio (como en el sexo, se necesitan al menos dos). La corrupción, aunque por supuesto está motorizada por personas de carne y hueso, que son las que deben ser sometidas a la justicia penal, que por definición evalúa comportamientos individuales y no puede acusar a un gobierno, un partido o “la clase política”, es, en esencia, un sistema. ¿Cuál es la magnitud de ese sistema en Argentina? ¿Cuál su alcance en los últimos diez años? Como señala Sebastián Pereyra (2), a diferencia de otras preocupaciones ciudadanas como la inflación o incluso la inseguridad, la corrupción resiste las mediciones: por más que se intente, su cuantificación es irremediablemente dudosa. Pero no rehuyamos la toma de posición: tan evidente es que no estamos ante una cleptocracia al estilo Suharto o Mobutu como que Argentina no es Suiza (aunque habrá que reconocer también que la legendaria transparencia suiza se

construyó sobre un secreto bancario que garantiza amable refugio a buena parte de los activos financieros ilegales del mundo). Más en concreto, podríamos afirmar que el kirchnerismo no construyó un “régimen de corrupción” generalizado pero que, amparándose en el argumento de que toda denuncia es parte de una operación destinada a derribarlo, tiende a proteger durante demasiado tiempo a funcionarios sobre los cuales pesan acusaciones bien fundadas. Pero quizás lo más grave sea que la corrupción anula cualquier posibilidad de formular una evaluación mesurada de los aciertos y errores del oficialismo. Digámoslo así: uno puede apoyar, por ejemplo, la Asignación Universal, la moratoria jubilatoria y la estatización de YPF, y criticar, por ejemplo, la intervención del Indec y el manejo de la inflación, pero no puede sensatamente incluir a la corrupción dentro del balance. No puede pensar que están bien algunas cosas y mal otras, y considerar dentro de ellas al soborno o la coima. En tanto éticamente inadmisible, la corrupción impide ensayar un cálculo y adoptar una postura, es decir situarse políticamente, respecto de la performance de un funcionario, un gobierno o un ciclo histórico (incluso si se trata de uno que, como el actual, acumula más luces que sombras). Es esa potencia cancelatoria de la corrupción la que explica su carácter anti-político (3). Economía y política Los efectos de la corrupción son letales. Desde el punto de vista fiscal, y aunque casi nunca sea cierto que problemas estructurales como la pobreza o la salud pública se resolverían mágicamente acabando con ella, implica el desvío de dinero público que de otro modo sería utilizado para sus fines específicos: el hilo invisible que conecta a Jaime con los frenos del Sarmiento. Pero además la corrupción corroe la cultura tributaria y afecta la base fiscal de la autoridad pública: no hay Estado fuerte sin impuestos altos y su recaudación depende, al menos en parte, de que la sociedad confíe en que su dinero será correctamente utilizado. Al mismo tiempo, y para sumarle capas de complejidad a un tema ya de por sí complejísimo, el vínculo entre corrupción y subdesarrollo, aceptado durante años sin muchas dudas, está siendo cuestionado: existen, en efecto, países que han logrado ubicarse entre los más desarrollados del mundo, como Italia, donde la corrupción forma parte ostensible de la vida política y social, y otros que han logrado pegar enormes saltos de desarrollo a pesar de contar con un sistema político y económico que es cualquier cosa menos transparente: es el caso de China, cuyo órgano po-

lítico más representativo, curiosamente llamado Congreso Nacional del Pueblo, cuenta con más supermillonarios entre sus filas que cualquier otro del mundo: 90 de sus integrantes acumulan bienes por 1.200 millones de dólares promedio, entre ellos Zong Qinghou, que con una fortuna estimada en 21 mil millones de dólares es el hombre más rico del país (4). Es duro decirlo, pero un país puede prosperar con corrupción, del mismo modo que su ausencia no garantiza automáticamente el desarrollo. Pero la corrupción produce también otros efectos. Desde el punto de vista social, afecta el principio de igualdad ante la ley, base del Estado de Derecho republicano, y pone en crisis la convivencia ciudadana. Por último, contribuye a degradar a la política como un todo y a estirar la distancia entre la sociedad y lo que se ha dado en llamar “clase política”, un fenómeno común a otras latitudes pero cuyo poder destructivo se incrementa en contextos como el argentino, por dos motivos: por los efectos de la crisis de representación que acompañó el estallido del 2001 y que, aunque atenuada, permanece. Y por la historia de un país que, probablemente sin razón, porque ni contar con todos los climas ni acumular cinco premios Nobel lo avalan, siempre se creyó rico y hasta desarrollado, tal como explica Moisés Naím en su famoso silogismo: “Argentina es rica, yo soy pobre, luego alguien se robó mi dinero” (5). Silencios Pese a las consecuencias que genera, la corrupción no alcanza para ganar elecciones. Menem, por citar el caso más famoso, obtuvo su reelección poco después de que se difundiera la denuncia más grave en su contra, la de la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, por la cual recientemente fue condenado. Lo mismo podría decirse de Berlusconi o Fujimori. Si se mira con cuidado, es fácil descubrir que con la corrupción sucede algo análogo a lo que ocurre con la inseguridad, que también se encuentra entre las principales preocupaciones ciudadanas pero que tampoco alcanza por sí misma para determinar las preferencias electorales, tal como demuestra el caso de la provincia de Buenos Aires, donde Felipe Solá y Daniel Scioli ganaron sucesivas elecciones de gobernador con una propuesta para la materia exactamente opuesta (la reforma progresista de León Arslanian versus la contrarreforma policíaca de Carlos Stornelli). Tal vez la explicación resida en el hecho de que tanto la corrupción como la inseguridad son cuestiones que generan indignación y una sensación de indefensión generalizada, de estafa, pero sobre las cuales los votantes

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Staff Di­rec­tor: José Natanson Re­dac­ción Carlos Alfieri (editor) Pa­blo Stancanelli (editor) Creusa Muñoz Luciana Rabinovich Luciana Garbarino Se­cre­ta­ria Pa­tri­cia Or­fi­la se­cre­ta­ria@el­di­plo.org Co­rrec­ción Alfredo Cortés Diagramación Cristina Melo

creen que hay poco para hacer, como si fueran males de época con los que inevitablemente hay que resignarse a convivir (por supuesto no es así, en ninguno de los dos casos). Más que decidir elecciones, la corrupción funciona como un clima que envuelve un momento histórico. La crítica cultural Alejandra Laerea, por ejemplo, ve una relación entre crisis económica, corrupción y literatura: así como la novela emblemática de la crisis de 1890 fue La Bolsa, de Julián Martel, las que marcaron el clima del 2001 fueron Plata quemada, de Ricardo Piglia, y La experiencia sensible, de Fogwill (6). La corrupción siempre está, pero tiene que darse un cierto momento emocional para que se haga visible y se convierta en una preocupación generalizada: si no, como sostiene Artemio López, seguirá funcionando bajo un esquema de “audiencias redundantes” (como por otra parte sucede con los programas del kirchnerismo sunnita). La reemergencia actual de la corrupción como preocupación ciudadana es indicador de un cierto fastidio social que sería imprudente no considerar. Y entonces una última paradoja: Sergio Massa, el único candidato capaz de conmover el panorama electoral y poner en crisis al oficialismo, se cuida de mencionar a la corrupción. Massa nunca dirá Elaskar, bóveda o Schoklender, como nunca dijo Magnetto o Carlotto. Y en este sentido no deja de resultar llamativo que en un país que, como dice Martín Rodríguez, vive cada semana bajo el efecto repiqueteante del monólogo dominical de Lanata, la gran promesa electoral responda a casi todos los temas con el silencio obstinado de los acuarios. g

Editorial

1. La accountability vertical es el “control democrático”, del pueblo hacia la autoridad política. En cambio, la horizontal es la que se establece entre los diferentes órganos del Estado, por ejemplo entre el Congreso y el Poder Ejecutivo, o entre éste y la Justicia. Ver “Accountability horizontal: la institucionalización legal de la desconfianza política”, Revista Posdata, Nº 7, mayo de 2001. 2. Ver nota en la página 4. 3. La idea es de Alejandro Grimson. 4. DPA, 14-3-12. 5. Moisés Naím es un político e intelectual liberal venezolano. El silogismo fue creado pensando en su país pero se aplica perfectamente a Argentina. 6. Alejandra Laerea está trabajando en un libro sobre el tema que se publicará el año próximo.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Co­la­bo­ra­do­res lo­ca­les Nicolás Artusi Natalia Aruguete Martín Becerra Fernando Bogado Julián Chappa Ignacio Klich Federico Lorenz Nicolás Olszevicki Sebastián Pereyra Darío Pignotti Alexandre Roig Josefina Sartora Pablo Stefanoni Natalia Zuazo Ilustradores Gustavo Cimadoro Sike Tra­duc­to­res Julia Bucci Teresa Garufi Aldo Giacometti Florencia Giménez Zapiola Patricia Minarrieta Gustavo Recalde Mariana Saúl Gabriela Villalba Carlos Alberto Zito Diseño de maqueta Javier Vera Ocampo Producción y circulación Norberto Natale Publicidad Maia Sona [email protected] ww­w.el­di­plo.org Fotolitos e impresión: Worldcolor S.A. Ruta 8, Km. 60, Calles 8 y 3, Parque Industrial Pilar. Le Monde diplomatique es una publicación de Capital Intelectual S.A., Paraguay 1535 (C1061ABC) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, para la República Argentina y la República Oriental del Uruguay. Redacción, administración, publicidad, suscripciones, cartas del lector: Tel/Fax: (5411) 4872 1440 / 4872 1330 E-mail: [email protected] En internet: www.eldiplo.org. Marca registrada®. Registro de la propiedad intelectual Nº 348.966. Queda prohibida la reproducción de todos los artículos, en cualquier formato o soporte, salvo acuerdo previo con Capital Intelectual S.A. © Le Monde diplomatique y Capital Intelectual S.A. Distribución en Cap. Fed. y Gran Bs. As.: Vaccaro, Sánchez y Cía. S.A. Moreno 794, piso 9. Tel. 4342 4031. CF. Argentina. Distribución en Interior y Exterior: D.I.S.A., Distribuidora Interplazas S.A. Pte. Luis Sáenz Peña 1836, Tel. 4305 3160. CF. Argentina.

La circulación de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, del mes de agosto de 2013 fue de 25.700 ejemplares.

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La renovación moral de Evo por Pablo Stefanoni*

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l 22 de enero de 2006, Evo Morales asumió la presidencia, previa ceremonia en las ruinas precolombinas de Tiwanaku, bajo el lema incaico “Ama sua, ama llulla, ama quella” (No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas flojo). Aunque se trata de un lema simbólico/propagandístico, resultaba útil para (re) presentar al “primer gobierno indígena” como el impulsor de una renovación moral después de siglos de colonialismo y saqueo. Evo Morales supo desde sus comienzos que su hoja de vida no podía tener ninguna mancha. La inteligencia estadounidense –que lo consideraba prácticamente un narco– tenía sus ojos puestos en él; por eso nunca despachó equipaje y sólo viajaba con su valija de mano. Cualquier cosa inapropiada que “apareciera” en sus maletas acabaría con su carrera. Ya en el gobierno, transformó la austeridad y la lucha contra la corrupción en uno de sus activos. Y como es inevitable que aparezcan corruptos, decidió apartar del poder a cualquier acusado con alguna evidencia. El Parlamento aprobó la ley “Marcelo Quiroga Santa Cruz” –en homenaje al diputado socialista asesinado en 1980– que dice que los delitos de corrupción no prescriben, y Morales puso en pie el Ministerio de Transparencia Institucional y Lucha Contra la Corrupción. El objetivo es generar la sensación de que, si bien sigue habiendo corrupción, quienes cometan ese delito irán presos. Un caso emblemático es el del ex presidente del Senado, Santos Ramírez, uno de los políticos más importantes del partido de Evo. En 2009, como presidente de la petrolera estatal YPFB, Ramírez se vio envuelto en un millonario caso de corrupción, sobornos y sobreprecios. Rápidamente, el mandatario boliviano le soltó la mano y el ex senador ocupa hoy una celda en la cárcel de San Pedro. Esta política tuvo en parte éxito: mientras en Argentina el 72% de los encuestados cree que la corrupción aumentó, en Bolivia ese porcentaje es del 57% (en México es del 71% y en Venezuela del 65%) (1). Pero un caso reciente complicó al gobierno. Varias denuncias sacaron a la luz una red de extorsión montada por abogados que trabajaban en el propio Palacio Quemado. El tema saltó las fronteras, ya que uno de los supuestamente extorsionados es el empresario estadounidense Jacob Ostreicher, detenido en Bolivia acusado de tener vínculos con el narcotráfico y amigo del actor Sean Penn. Aunque con fuertes simpatías por los gobiernos nacional-populares de América Latina, Penn dijo que existe un “círculo de corrupción” alrededor de Evo Morales y pidió a los organizadores del Rally Dakar que no pasaran por Bolivia, como se prevé para la próxima edición. Éste y otros hechos han debilitado la esperanza de renovación moral indígena, mientras Evo Morales trata de mostrar que no protege a nadie. g 1. Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional, 2013.

*Periodista. Jefe de redacción de Nueva Sociedad. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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Dossier Poder, corrupción y campaña

La corrupción alcanzó estatus de problema político durante los años 90, como parte de un fenómeno global. ¿Cuál es su magnitud en Argentina? Es imposible saberlo, pues las mediciones son complicadas y contradictorias. Lo que importa no es tanto cuánta corrupción hay sino por qué se volvió intolerable.

Estado, transparencia y disputa por el poder

La corrupción como crítica de la política

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por Sebastián Pereyra* Cuándo comenzó la corrupción? Nos hemos acostumbrado a pensar que las denuncias de corrupción se instalaron en Argentina a partir de los escándalos que surgieron a lo largo de la década menemista. Sin embargo, existe una fuerte afinidad entre el neoliberalismo y los discursos contra la corrupción. El propio gobierno de Menem fue el impulsor, en sus primeros años, de una crítica en términos de corrupción a los modos de intervención y regulación del Estado en la economía. En efecto, el recurso a la denuncia de corrupción para fundamentar los procesos de privatización de empresas públicas y la racionalización de organismos estatales fue una práctica recurrente, y es por eso que resulta paradójico que la corrupción se volviera luego contra el propio gobierno, a punto tal de que se ha convertido en una de las imágenes con que el sentido común evoca esa década. Pero la lucha contra la corrupción no es un invento argentino. El interés en este tema, sobre todo en el ámbito de los organismos internacionales y de cooperación, se despertó en los años 90. Ese interés, además de consolidar un importante espacio para el desarrollo profesional, produjo una serie de nuevas herramientas y recomendaciones. La definición del “problema de la corrupción” a nivel internacional fue adquiriendo, con el correr de la década, contornos cada vez más claros, vinculándose a los debates sobre la consolidación de la democracia, por un lado, y a las reformas de libre mercado, por otro. En este marco, el problema de la corrupción ha tendido a globalizarse. Los estudios sociales clásicos solían definir a la corrupción como una cuestión típica de los países en vías de desarrollo, como un resabio de los procesos de moder-

Archivo La corrupción de la democracia por Ignacio Ramonet, Nº 134, agosto de 2010. La corrupción política por Marcelo Fabián Sain, Nº 131, mayo de 2010. En democracia, el poder debe controlar al poder por Andrés Criscaut, Nº 126, diciembre de 2009.

nización. Algo de eso persiste hoy en la mirada de los organismos internacionales, instituciones largamente abocadas a producir discursos sobre la corrupción para los países de América Latina y de la ex Unión Soviética. Esa visión se apoya en la idea de que los países centrales son principalmente exportadores de corrupción. Sin embargo, los términos de esa división internacional del trabajo han sido muy cuestionados, así como la tesis de que las democracias más consolidadas eran inmunes al problema. En este sentido, la década de 1990 representa un hito: en esos años se registra un aumento de las denuncias en diversos países, uno de cuyos rasgos más notables es la incorporación definitiva de los escándalos de corrupción a la vida política. Así sucedió en América Latina. En países como Brasil, Perú o México las denuncias de la corrupción generaron importantes consecuencias institucionales, que llegaron incluso al desplazamiento del presidente, y en otros países, como Argentina, dejaron una huella indeleble. Pero los escándalos se extendieron más allá del mundo en desarrollo. Tanto España y Portugal como Italia y Francia, por nombrar sólo algunos ejemplos significativos, fueron sacudidos por el impacto de fuertes campañas anticorrupción. En 1992 en Italia se produjo un fenómeno novedoso y resonante a la vez, cuando se constituyó una coalición de juristas que emprendieron una auténtica campaña judicial contra la corrupción política (“manos limpias”). Algo similar ocurrió en Francia, donde se desató una verdadera rebelión de los jueces de instrucción contra la clase política. Aunque las cruzadas anticorrupción tendieron a multiplicarse durante los 90 en prácticamente todo el mundo, los casos nacionales presentan importantes diferencias: mientras que en los países europeos las coaliciones anticorrupción estuvieron encabezadas por jueces, en los países latinoamericanos la iniciativa recayó más bien en los profesionales del derecho nucleados en ONG y en los periodistas. La magnitud del fenómeno A diferencia de lo que sucede con otros temas, como la inseguridad y el desempleo, carecemos por completo de mediciones que permitan objetivar las representaciones que existen sobre la corrupción. Quizá lo único parecido sean los escándalos en los que se ponen de manifiesto conductas o formas de intercambio ilegales o ilegítimas y en los que se ofrecen pruebas para el juicio del público acerca de –digamos– la intensidad

o la magnitud del fenómeno. Pero un escándalo o una serie de escándalos son, como medida de una tendencia, poco significativos en comparación con indicadores cuya evolución puede medirse estadísticamente a lo largo del tiempo. De manera intuitiva, podríamos pensar que una simple correlación vincula las denuncias y las preocupaciones ciudadanas con una mayor incidencia de los actos de corrupción. Pero ese vínculo supuesto por la crítica no ha sido corroborado, y difícilmente pueda serlo. Insistimos: no existen mediciones confiables sobre los niveles de corrupción en los países. No sabemos, ni podemos saber, si la corrupción (¿de qué tipo?) se ha incrementado o no (¿en comparación con qué?), y en qué medida lo ha hecho. Lo que es seguro, en todo caso, es que se ha constituido en un problema público en Argentina a partir de los años 90, y que ese proceso puede ser objeto de un análisis detallado. En otras palabras: lo importante no es tratar de analizar si la corrupción aumentó o no, sino preguntarse por qué se volvió intolerable. La crítica hacia la actividad política se ha vuelto un rasgo persistente de la vida democrática, tanto en los países periféricos como en los centrales. Por ejemplo, las encuestas de opinión en Francia mostraban en el año 2000 que el 64% de los ciudadanos pensaba que la mayoría de los políticos eran corruptos. El World Values Survey muestra que en 2006 el 80% de los ciudadanos de los países centrales manifestaba poca o nula confianza en los partidos políticos (1). En la encuesta Latinobarómetro realizada en 2001, el 74,6% de la población latinoamericana contestó que la corrupción era un problema muy serio en su país. En Argentina, esa percepción era compartida por el 88% de los encuestados en 1997 y ascendía a más del 94% en 2001. Entre 1997 y 2002, cerca del 90% de los encuestados consideraba que la corrupción había “aumentado mucho” en el último año. El panorama cambia, sin embargo, cuando la evaluación se pone en perspectiva con otros problemas. Así encontramos que en Argentina entre

En el pasado los estudios sociales solían definir a la corrupción como una cuestión típica de los países en vías de desarrollo.

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sición a casos de corrupción. Los datos de 2013 indican que, mientras que en Argentina entre un 2% y un 7% de los encuestados (dependiendo de las áreas de gobierno) reconocía haber pagado un soborno en los últimos doce meses, en Chile esa proporción se ubicaba entre el 3% y el 11%, y en EE.UU. entre el 6% y el 15%. Las percepciones no siempre coinciden con las prácticas. La interrupción de la política La política democrática es conflictiva y las denuncias de corrupción forman parte rutinaria y cotidiana de ella. Sin embargo, los escándalos se caracterizan justamente por sacar a la política de su flujo cotidiano, por interrumpirlo. Esa interrupción está vinculada principalmente al hecho de que la corrupción pone en cuestión los roles y el estatus asignados a los actores políticos. Su potencial degradante hace que nadie sepa si terminará parado en el mismo lugar en el que estaba cuando todo comenzó. Los escándalos son, en definitiva, un modo de infligir un castigo, principalmente en virtud del juicio de la opinión pública. Suponen un riesgo de degradación que implica principalmente a quien es denunciado, pero que potencialmente puede afectar también al denunciante. En el escándalo, el denunciante apela directamente al público; la justicia se ejerce en el propio escándalo. Asimismo, a diferencia de la lógica judicial, que es preponderantemente individualista, el escándalo puede impartir justicia sobre un colectivo. Los escándalos representan una arena en la que se disputa el estatus social de los distintos personajes en una dinámica que va de la consagración a la degradación. El análisis de los escándalos permite observar cómo la imposición de nuevos patrones morales afectó la evaluación de la actividad política. Si por un lado los escándalos reafirman nuevos significados sobre el modo correcto de comportamiento de los dirigentes, por otro favorecen la capacidad de nuevos actores –centralmente de los periodistas y los profesionales del derecho– para enjuiciar a la actividad política. Sucede que, a la hora de definir el problema de la corrupción por la vía de la designación de casos concretos, expertos y periodistas resultan ser los mejores denunciantes. Esas denuncias resultan creíbles en la medida en que quienes las formulan no forman parte del campo de la política profesional (de donde, curiosamente, proviene la mayor parte de la información que las nutre). En ese sentido, más allá de que las denuncias se hayan incorporado como un recurso más a la disputa política, son otros actores, y no los políticos profesionales, quienes resultan favorecidos. La dinámica de los escándalos refuerza entonces la figura de los denunciantes que no provienen del mundo político, y que aspiran a erigirse en agentes moralizadores y defensores del bien común frente a una actividad que es definida como degradada y orientada al interés particular. Ello cuenta también, paradójicamente, para quienes intentaron, desde la propia actividad política, diferenciarse de sus colegas de los partidos tradicionales. La política profesional no ha sido ajena a la producción de denuncias de corrupción, en particular en los intentos de creación de espacios políticos de centroizquierda (Frepaso) y centroderecha (Acción por la República) durante los años 90. Finalmente, los escándalos tienen la importancia fundamental de producir pruebas d

Los escándalos actuales tienen un techo, ya que se dirigen a públicos que están escindidos por clivajes previos.

Eduardo Iglesias Brickles, Todo es efímero, 1985 (gentileza del autor)

1995 y 2004 la corrupción representaba el principal problema sólo para el 10% de la población. Aunque esa proporción aumentó en forma considerable hasta llegar al 18% en 2002, se mantuvo muy por debajo de otras preocupaciones, en particular respecto de la desocupación. En 2010, sólo el 2,6% de los encuestados consideraba que la corrupción era el principal problema del país (2). Algo similar ocurre cuando consideramos no ya la percepción sobre el aumento de la corrupción, sino el contacto directo con los casos de corrupción: frente a ese tipo de preguntas, las respuestas son mayoritariamente negativas. En 2010, por ejemplo, apenas un 5% de los argentinos manifestaba que un funcionario público le había solicitado una coima en el último año (3). Una de las herramientas de medición más conocidas es el Índice de Percepción de la Corrup-

ción (CPI) elaborado por Transparencia Internacional, que permite clasificar en un ranking a casi doscientos países. Además de inducir a una confusión entre percepción y medición, el índice ha sido cuestionado porque recurre centralmente a consultoras financieras para realizar las evaluaciones, lo cual genera un fuerte sesgo que refleja lo que podríamos llamar genéricamente el punto de vista del mundo de los negocios. Según esta medición, en 2012 Argentina se ubicaba en el puesto 102, mientras que Chile, por tomar un ejemplo cercano, se ubica en el 20. ¿Argentina es un país mucho más corrupto que Chile? Desde este punto de vista sí, pero la información sólo da una pauta de la percepción. La otra gran herramienta de medición producida por la misma organización es el Barómetro Global de la Corrupción, que consulta a las personas sobre su expo-

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Dossier

Edición 170 | agosto 2013

Poder, corrupción y campaña

orientadas al juicio de la opinión pública. En la sumatoria de casos nos encontramos con que la corrupción puede ser remitida a ciertos personajes y hechos específicos. Puede ser vinculada a narraciones que hacen del problema algo palpable y comprensible, materia de castigos y redenciones, un escenario con personajes que representan el papel del político corrupto en contraposición con la figura de los ciudadanos honrados. En cierto modo, la difusión de escándalos genera un efecto que permite des-responsabilizar a otros actores sociales en el problema de la corrupción. Los escándalos han perdurado –con intensidad variable– hasta nuestros días. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre los escándalos de los 90 y los actuales, que se explica a partir del impacto de la crisis del 2001. Durante los 90, los escándalos crecieron como una forma novedosa de intervenir políticamente, ubicándose fuera de la política profesional. Tenían la potencia que derivaba de un cierto halo de neutralidad respecto de la política que los denunciantes reivindicaban de manera permanente. Esa idea de neutralidad, de prescindencia, se volvió mucho más difícil de sostener luego de la crisis del 2001 y el ascenso político del kirchnerismo, cuando se configuró un escenario de fuertes clivajes políticos en relación con los cuales la neutralidad es permanentemente cuestionada. En ese contexto, los escándalos actuales, entendidos como fenómenos comunicacionales, es decir más allá de su confirmación judicial, tienen un techo, ya que se dirigen a públicos que están fragmentados y escindidos por

clivajes previos y más profundos. En otras palabras, cada escándalo le habla a su público. Los cambios de la protesta ¿Cuál es la incidencia de las denuncias de corrupción en las elecciones? Pese al fuerte impacto en la opinión pública, la percepción sobre la corrupción no parece incidir directamente sobre los comportamientos electorales. Sí pueden impactar en las chances de los personajes denunciados, por ejemplo al ser descartados como potenciales candidatos o funcionarios, pero sin duda son muchos los criterios que guían a la sociedad a la hora de definir su voto y no se limitan al tema de la corrupción. Menem, por ejemplo, fue reelecto en octubre de 1995, pocos meses después de que se desatara el escándalo por el contrabando de armas, con una mayoría más amplia que la de mayo de 1989. Algo similar ocurrió en 1993 con la elección de Erman González como diputado por la Ciudad de Buenos Aires: dos años antes, en 1991, Erman se desempeñaba como ministro de Economía cuando se desencadenó el Swiftgate. Quizá el contraejemplo sean las elecciones legislativas de octubre de 2001, en las que se popularizó el denominado “voto bronca”, y que tuvieron lugar luego de que estallara el caso de las coimas en el Senado. Pero hay que considerar también que ese proceso había llevado a una descomposición de la coalición gobernante y que los comicios tenían lugar en un contexto de profunda crisis económica, luego del recorte del 13% de jubilaciones y salarios públicos, de la creación de las monedas provinciales, etc.

Más que como una fuente de conflicto específica, la corrupción es un plus que se agrega sobre diversos tipos de tensiones que tienen una dinámica propia. Ejemplo de ello es el vínculo entre corrupción y protesta social. No obstante la indignación que produce, la corrupción no se tradujo, en Argentina, en una motivación directa para la movilización. No se han registrado casos de movimientos o experiencias de movilización ligados a los episodios de corrupción más publicitados. Sin embargo, si se mira la evolución de la protesta social en las últimas décadas puede comprobarse que la corrupción se ha incorporado progresivamente al lenguaje de la movilización como un elemento importante. Esa presencia es muy significativa, desde las emblemáticas puebladas de los años 90 en el interior del país, en Cultral Có y Tartagal, hasta los recientes cacerolazos de los sectores medios, pasando por la crisis de 2001. Ese registro puede darnos idea de hasta qué punto el discurso –o los discursos– contra la corrupción se fueron incorporando al sentido común, produciendo modificaciones en las prácticas y en el vocabulario de la protesta.

Más allá de que las denuncias se hayan incorporado a la disputa política, no son los políticos profesionales los que resultan beneficiados.

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Esto se verifica, a su vez, en un proceso de creciente distanciamiento –marcado por la desconfianza o incluso el franco rechazo– entre los sujetos de la movilización y la clase política. Los 90 representan el momento crucial en la escenificación de esa brecha que, con matices y algunos cambios importantes, continúa. En suma, la percepción de la corrupción agrega un “plus de dramatismo” a las experiencias de movilización. La política, así, lejos de constituir una vía para la canalización de las demandas sociales, se constituye en el objetivo de la intervención de los manifestantes contra lo que consideran son los símbolos del poder y el privilegio. En algunos casos, la corrupción –o, mejor dicho, las demandas contra la corrupción– alimentan la violencia, la ira y la indignación; en otros casos, sirven para que los colectivos que surgen de los procesos de movilización se diferencien, adquieran cierta particularidad e identidad propias. Así ocurrió en los estallidos sociales en las provincias argentinas durante los 90, de los cuales el Santiagueñazo de 1993 fue uno de los ejemplos más significativos, o con los propios piqueteros en los grandes cortes de ruta en el sur y el norte del país a mediados de esa década. En este sentido, el vocabulario de la corrupción incorporado a la protesta permite entender de qué modo la actividad política es percibida en términos personales, inorgánicos y, finalmente, desligada de un discurso ideológico estructurado. Las aristas del problema La insistencia sobre la corrupción parece oscurecer algunos elementos que la vinculan con dimensiones políticas y económicas que quizá convenga explicitar. ¿Cuáles son los ámbitos principales en los que interviene esta transformación del vocabulario político? ¿Qué elementos del funcionamiento democrático se volvieron ilegítimos? ¿Cómo resolver esos problemas de legitimación? El problema de la corrupción tiene varias aristas. En términos democráticos, se presenta como un problema de representación, de relación entre gobernados que no confían y buscan ejercer un control activo sobre quienes los gobiernan. En términos republicanos, aparece como una crisis del imperio de la ley: los políticos, en tanto clase, cuerpo profesional o elite, escapan a la coacción que el ordenamiento jurídico ejerce sobre el resto de la sociedad. En términos económicos, la corrupción es un costo que se impone al despliegue de las fuerzas del mercado y que limita el crecimiento. Por último, la corrupción se presenta a partir de rasgos estrictamente morales: el desempeño de los funcionarios no se evalúa a la luz de los criterios de legitimidad política sino también a partir de su capacidad de demostrar un comportamiento ético en todos los ámbitos de la vida. Frente a ello, la corrupción como crítica de la política remite directamente a los escándalos, transformados actualmente en una de las figuras centrales del conflicto en la vida pública. Cuando el discurso político pierde los contenidos ideológicos y programáticos típicos de la política de partidos, la denuncia forma parte de las estrategias de degradación del adversario. Las personas –los personajes– adquieren una destacada centralidad. En este contexto, su estatura moral y su credibilidad se transforman en capitales políticos vitales en la lucha por el poder, aunque no siempre alcancen para ganar elecciones. g 1. Datos del World Values Survey para Francia, Alemania, España, Gran Bretaña y Estados Unidos. 2. Todos datos del Latinobarómetro. 3. Barómetro de las Américas-LAPOP.

*Sociólogo. Su último libro es Política y transparencia. La corrupción como problema político, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

CONTAGIO SOCIAL DE LA DESHONESTIDAD

El virus de la inmoralidad Son conocidos los casos de flagrante corrupción, pero las pequeñas acciones deshonestas muchas veces son socialmente percibidas como intrascendentes. El autor denuncia el peligro de subestimarlas ante las serias consecuencias que acarrean. por Dan Ariely*

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l hundimiento de Enron estimuló mi interés en el fenómeno del engaño empresarial –interés que siguió creciendo tras la oleada de escándalos de Kmart, WorldCom, Tyco, Halliburton, Bristol-Myers Squibb, Freddie Mac, Fannie Mae, la crisis financiera de 2008 y, por supuesto, Bernard L. Madoff Investment Securities–. Desde fuera daba la impresión de que la frecuencia de los escándalos financieros iba en aumento. ¿Se debía a mejoras en la detección de la conducta deshonesta e ilegal? ¿Era a causa de un deterioro de la brújula moral y un incremento real de la deshonestidad? ¿O en la deshonestidad había también un elemento infeccioso que se extendía por el mundo empresarial? Entretanto, mientras crecía el montón de pañuelos usados de mi acatarrado vecino, me puse a pensar si alguien podía verse infectado por un “virus de la inmoralidad”. Si se producía un verdadero aumento en la deshonestidad social, ¿podía propagarse como una infección, un virus o una bacteria, transmitirse por la simple observación o el contacto directo? ¿Habría una conexión entre esta idea de infección y el creciente despliegue de engaño y la deshonestidad a nuestro alrededor? Y si esta conexión existiera, ¿sería posible detectar un “virus” con antelación e impedir que causara estragos? Me pareció una posibilidad fascinante. En cuanto llegué a casa empecé a leer sobre las bacterias, y me enteré de que tenemos innumerables bacterias dentro, sobre y alrededor del cuerpo. También aprendí que, si hay sólo una cantidad limitada de bacterias nocivas, nos las arreglamos bastante bien. Sin embargo, suelen surgir problemas cuando su número es tan grande que altera el equilibrio natural o si una cepa de bacterias especialmente dañinas consigue atravesar las defensas del cuerpo. A decir verdad, no soy ni mucho menos el primero en haber creído en esta conexión. En los siglos XVIII yXIX, los reformadores penitenciarios opinaban que los criminales, como los enfermos, debían estar en lugares aparte y bien ventilados para evitar los contagios. Yo no tomaba la analogía entre la deshonestidad y las enfermedades tan al pie de la letra como mis predecesores, desde luego. Un miasma aerotransportado seguramente no convertirá a nadie en un criminal. Pero aun a riesgo de estirar demasiado la metáfora, pensaba que el equilibrio natural de la honestidad social también podía verse alterado si nos encontramos muy cerca de alguien que está engañando. Quizá observar deshonestidad en personas cercanas sea más “infeccioso” que ver este mismo nivel de deshonestidad en personas no tan cercanas ni influyentes en nuestra vida. De acuerdo con la metáfora de las infecciones, empecé a pensar en la intensidad de la exposición al engaño y en cuánta conducta deshonesta podría hacer falta para inclinar la balanza de nuestras acciones. Si, por ejemplo, vemos a un compañero que sale del cuarto de material de la oficina con un puñado de bolígrafos, ¿pensamos enseguida que es correcto seguir su ejemplo y coger también algo? Me da la impresión de que no es éste el caso. Creo, más o menos como pasa con nuestra relación con las bac-

terias, que acaso haya un proceso más lento y sutil de acrecentamiento: quizá cuando vemos a alguien engañar, nos queda grabada una impresión microscópica y nos volvemos ligeramente más corruptos. La próxima vez que presenciemos una conducta poco ética, nuestra moralidad se erosionará más y, a medida que nos expongamos a un mayor número de “gérmenes” inmorales, correremos un peligro mayor. Transgresiones corrosivas La idea de que la deshonestidad puede transmitirse de una persona a otra mediante el contagio social sugiere que, para ponerle freno, necesitamos adoptar un enfoque distinto. Por lo general, tendemos a considerar que las infracciones menores son precisamente esto: triviales e intrascendentes. Los deslices pueden ser insignificantes per se, pero cuando se acumulan dentro de una persona, en muchos individuos y en grupos, quizá transmitan la señal de que es aceptable comportarse mal a gran escala. Partiendo de esta perspectiva, es importante comprender que los efectos de las transgresiones individuales pueden ir más allá de un acto deshonesto singular. Transmitida de una persona a otra, la deshonestidad tiene un efecto lento, furtivo, socialmente corrosivo. Mientras el “virus” muta y se propaga de una persona a otra, se desarrolla un nuevo código de conducta, menos ético. Y aunque todo es sutil y gradual, el resultado final puede ser un desastre. Éste es el verdadero costo aun de casos secundarios de engaño y el motivo de que tengamos que estar más alerta en nuestros esfuerzos por dominar incluso las infracciones más insignificantes. La buena noticia es que también podemos sacar provecho del lado positivo del contagio moral dando a conocer públicamente a los individuos que hacen frente a la corrupción. Con más ejemplos de comportamiento encomiable, quizá seamos capaces de aumentar lo que para la sociedad son conductas aceptables y, a la larga, hacer que nuestras acciones sean mejores. Muchas personas buenas engañan sólo un poco aquí y allá redondeando al alza las horas facturables, declarando pérdidas superiores en sus reclamaciones al seguro, recomendando tratamientos innecesarios, etcétera. Las empresas también encuentran formas de engañar un poco. Pensemos en las compañías de tarjetas de crédito que suben los tipos de interés ligerísimamente sin ningún motivo aparente e inventan toda clase de penalizaciones y honorarios ocultos (que, en su seno, a menudo se conocen como “mejora de ingresos”). Pensemos en los bancos que ralentizan el procesamiento de los cheques para retener el dinero un día o dos más o cobran cantidades exorbitantes por protección contra descubiertos y por utilizar los cajeros automáticos. Todo ello significa que, aunque obviamente es importante prestar atención a la mala conducta flagrante, seguramente importa más desalentar las pequeñas y más generalizadas formas de deshonestidad, que nos afectan a todos la mayor parte del tiempo sea como perpetradores o como víctimas. g

*Profesor de Psicología y Conductas Económicas en la Universidad de Duke, Carolina del Norte. Esta nota está conformada por extractos de su libro Por qué mentimos… en especial a nosotros mismos, Ariel, Barcelona, 2012.

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Dossier

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Poder, corrupción y campaña

¿Qué es la corrupción además de un tema en los medios y las campañas electorales? Superadas las ideas que la vinculaban con la naturaleza humana y la cultura, la economía y las ciencias sociales encontraron otras explicaciones.

La mirada de la filosofía, la economía y la ciencia política

El origen del problema

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por Natalia Zuazo* enimos de Grecia. De ahí para abajo, todo estaba destinado a empeorar. Nos gusta insistir en esa tradición clásica, donde toda reflexión sobre el orden político es también una reflexión moral. Desde ese pedestal se sigue mirando Occidente, su idea de democracia, y también su ideal de líder político. De Platón a Maquiavelo, la idea del gobernante tiene a la ética como un a priori de la acción, con la vocación (cuando no con la religión) como guía para el bien común. No casualmente, Maquiavelo, el primero que separa la política de la ética, habrá de quedar del lado inmoral del mundo cuando la burguesía, ya afirmada con todo su poder tras la Revolución Industrial, prefiera “despachar al incómodo Maquiavelo (y a Hobbes) y retener al moderado y ponderado Locke (y Montesquieu), que le proporcionan un justificativo mucho más tranquilizador, más idealizado y elegante para su República de Propietarios: es decir, para su dominación de clase” (1). De ahí para abajo, o cumplimos o estamos destinados a la corrupción. Desde la filosofía “En Alcibíades, Platón desarrolla la idea de que para gobernar a los otros un líder primero tiene que poder gobernarse a sí mismo. Esa idea todavía está en la cuna de nuestro entender político”, explica el filósofo Darío Sztajnszrajber. “Para Platón, el ser humano es un conjunto de fuerzas en conflicto que interactúan, igual que en la sociedad. Un buen líder es el que logra encontrar el autodominio en la fuerza de la razón y a partir de allí gobierna a los otros, como un sabio”. En ese ideal platónico se asienta el origen de la política como vocación, como un propósito casi metafísico, capaz de guiar al gobernante hacia el bien común y alejarlo de las corrupciones, desde las sensibles (a las que incitan los instintos del cuerpo) hasta las materiales (que genera el gobierno). Por eso para Platón era fundamental la educación de los futuros gobernantes, haciéndoles creer su origen superior, su sangre azul, su proveniencia metafísica distinta al resto de los hombres. “Se aislaba a los niños de su familia y de su propiedad para llegar al poder desinteresado de dinero y ambición personal”, señala Sztajnszrajber. La educación del líder implicaba un camino de obstáculos, donde los jóvenes tenían que demostrar su resistencia a los engaños, a la violencia y a los placeres. Permanecer incorruptibles para ganar luego el lugar más alto. Y allí en la cima, sí, decidir todo, incluso mentirle al pueblo, guiados por su razón. Para Sztajnszrajber, ese ideal tiene claras consecuencias hoy. “Todavía se vota a un gobernante priorizando su capacidad de gestión a sus principios políticos. Gobierna ‘el que sabe’, pero se pierde de vista que toda técnica supone una ideología, que de esa forma

se invisibiliza”. Sobre esa suposición, seguir la vocación pública y separarla de la vida privada es todo lo que se necesita. Pero, metidos en el capitalismo, esos ideales suelen plantear otros problemas. El primero es que pensar algo “porque sí”, militar “porque sí”, o sin pretensión de ganancia, siempre presume algo oculto, un chanchullo. El segundo problema –entre muchos– es la escasa posibilidad de cambio. Un claro ejemplo es la vocación religiosa, donde un cura con deseo sexual –aunque no cometa ningún delito– se convierte automáticamente en un caso corrupto. Pero en la percepción social no todo es tan blanco o negro. La gente ama a Maradona aunque sea misógino y se haya drogado hasta el cansancio. Silvio Berlusconi fue acusado repetidamente no sólo de corrupción y conexiones con la mafia sino de llevar una vida privada rayana con el actor porno, y sin embargo fue reelegido sucesivamente por el voto popular. Otras veces, un gobierno moderado con altas tasas de crecimiento permite perdonar hasta las tentaciones carnales, como sucedió con Bill Clinton, que siguió gobernando con un not guilty de la Justicia tras el caso Lewinsky. Y otras, una gestión que suma al bienestar popular pero no tiene la mejor imagen de transparencia también quiebra el idealismo: roban pero hacen. Las encuestas lo demuestran: la corrupción no está entre los temas que más preocupan a la gente. El último Barómetro Global, publicado en julio de 2013, indica que el 72% de los encuestados cree que la corrupción aumentó en Argentina en los últimos dos años y que nuestro país tuvo la peor performance de la región. Sin embargo, en las encuestas nacionales de temas prioritarios en un año electoral primero aparece la inseguridad (45%), segundo el desempleo (20%) y tercera la inflación (12%), muy lejos del 5% de preocupación expresada por la corrupción (2). “La última vez que el nivel de preocupación estuvo alto fue entre 1997 y 1999, cuando empezó la Alianza, que se sumó al discurso anticorrupción”, dice el sociólogo Hernán Charosky, ex director ejecutivo de Poder Ciudadano. “Eran los últimos años del menemismo, con desgaste político, pero fue un año de crecimiento, lo cual descarta esa idea de la preocupación por la corrupción como emergente de momentos de crisis económica. Yo no coincido con esa visión”, señala Charosky, siguiendo también una vasta investigación económica sobre las causas y correlaciones materiales del fenómeno. Desde la economía A principios del siglo XX, los economistas no miraban la corrupción como un tema interesante. Estaban más preocupados por la eficiencia, y creían que la corrupción era un tema político, vinculado con la distribución: le saco a uno y le doy a otro, sin agrandar o achicar “la torta”. La explicación tradicional también

se vinculaba con la tesis weberiana de que los empresarios nacidos bajo el protestantismo tenían un espíritu emprendedor más potente, que los diferenciaba culturalmente y los hacía más aptos para los negocios, además de hacerlos más honestos (la entrada al Cielo dependía de la riqueza, pero también de la ética para llegar a ella). “Es una tesis pésima. Está estudiado empíricamente que no hay correlación entre la corrupción y la cultura o el origen de los empresarios. Lo fue demostrando la inmigración de Estados Unidos: italianos, judíos y negros pudieron ser igual de buenos empresarios. Está estudiado y demostrado que la propensión a tomar riesgos pero también a ahorrar no dependen de la cultura”, explica desde Harvard el economista Rafael Di Tella, referente y pionero en investigaciones económicas sobre la corrupción. “De hecho, estos temas recién se hicieron interesantes académicamente cuando salió a la luz el Mani pulite en los 90, que confirmó que también en los países desarrollados la corrupción estaba presente. Entonces se empezaron a mirar las causas, y a través de mucha investigación con base en estadísticas llegamos a la conclusión de que lo relevante es el ambiente económico.” Dentro de estas explicaciones macroeconómicas, y habiendo estudiado los casos de 75 países, Di Tella encontró que la inflación es una variable de altísima correlación con la corrupción (3). “Al no poder comparar precios debido a las oscilaciones propias de la inflación, no se sabe qué es caro o no, y por lo tanto no se pueden controlar los gastos del Estado. Por ejemplo, si hay muchísimos precios para un escritorio, y una dependencia estatal compra escritorios, ¿cómo demostrás que pagó de más? Eso también es un problema para las causas judiciales: en épocas de inflación, con mucha dispersión de precios, los peritos no tienen un parámetro para juzgar un sobreprecio.” Estudios como los de Di Tella, basados en niveles de precios, ahorro, inflación y otros indicadores económicos proveyeron una base estadística más dura a las investigaciones sobre corrupción y un argumento para contrarrestar a los que decían que la percepción era un dato muy subjetivo para medir el problema (y por lo tanto deslegitimarlo). La economía avanzó en su diagnóstico y correlaciones, pero hay problemas que persisten. El primero es que, como todo dato de la “economía oculta”, la corrupción escapa a los registros oficiales. El segundo es que los organismos que se encargan de medirla son los mismos encargados de calificar, castigar o premiar a los países afectados por ella. Sorteando esos obstáculos, las ONG y los expertos hoy trabajan complementando estudios. “Transparencia Internacional publica todos los años, desde 1995, el Índice de Percepción de Corrupción, un ranking mundial que toma indicadores de otros organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo, The Economist, datos de seguridad jurídica, libertad de comercio y libertad de expresión de cada país. Transparencia hace como un mashup de todo eso y publica el ranking”, detalla Charosky. “En cambio, el Barómetro de Corrupción incluye también investigación primaria, con unos mil casos en el país, y preguntas interesantes como si usted cree que su gobierno está haciendo algo por controlar la corrupción.” Además de estos enfoques clásicos, hay otros estudios (4) que pueden contribuir, sobre todo para detectar la percepción de los ciudadanos sobre la corrupción sistémica, mucho más difícil de dar cuenta que la llamada petty corruption (pequeñas coimas, pagos para acelerar trámites o evitar una multa) porque está lejos de la vida cotidiana de la gente. Otro indicador muy interesante es el que produce Tax Justice Network, que mide la evasión impositiva en el mundo y devela que no siempre los países con bajos índices de corrupción son modelos en otras áreas. Un ejemplo es Singapur, un país muy bien

Dentro de estas explicaciones macroeconómicas, la inflación es una variable de altísima correlación con la corrupción.

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nas podridas” individualmente), y en estos procesos consideraba la implicancia de los dirigentes locales e internacionales como parte del proceso. La palabra “reforma” está presente en toda la obra, sin ninguna voluntad de ocultar su ideología ni su trabajo como consultora del Banco Mundial. Su perspectiva permite mirar casos cercanos: “El gobierno de Menem tuvo en los primeros años un grado de legitimidad y falta de competencia política que le permitió por ejemplo privatizar el mercado de los teléfonos y dejárselo a dos empresas en situaciones poco competitivas, de monopolio”, analiza Charosky. También desde la ciencia política, otra serie de estudios se centró en los procesos organizacionales, para diseñar mecanismos de transparencia, canales para ampliar el acceso a la información de la ciudadanía y organismos de control. Dentro de este grupo, Robert Klitgart, de la Universidad de Harvard –también consultor de organismos internacionales y de la Rand Corporation (5)–, creó a mediados de los 90 una fórmula que se convirtió en un clásico. La ecuación que explicaría la emergencia de la corrupción es simple: monopolio más discrecionalidad menos transparencia. Más cerca, y en ascenso en los últimos cinco años, el también harvardiano pero más joven Archon Fung propone que las intervenciones más efectivas para garantizar transparencia no son las macro sino las intervenciones sectoriales en políticas públicas y beneficiarios específicos. Su propuesta “sectorialista” es la que actualmente toman organismos como el BID y se centra en interceder en cada nivel particular para generar control y reducir la corrupción: salud, educación, infraestructura, transporte.

Eduardo Iglesias Brickles, La dignidad, 2005 (gentileza del autor)

posicionado en términos de corrupción pero que funciona como un paraíso fiscal que protege desvíos de dinero de las grandes corporaciones. Desde las instituciones La ciencia política, en especial el campo de la administración pública, también contribuyó a los análisis de la corrupción y al diseño de estrategias y políticas públicas para reducirla. Un primer grupo de investigadores, vinculados con el neoinstitucionalismo y la economía política, se abocaron a análisis más sistémicos del fenómeno, y los vincularon a las asimetrías de información en el Estado. “Esta línea trabajó sobre cómo reducir por ejemplo las asimetrías sobre los precios de las compras públicas, algo que ahora tiene su avance en la creación de sistemas de compras elec-

trónicas centralizadas”, explica Charosky. Una de las académicas más destacadas en estos estudios, Susan Rose Ackerman, de la Universidad de Yale, investigó las interrelaciones entre Estado y mercado para crear una tipología que vincula sistemas políticos y sistemas económicos, de más a menos competitivos, para desde allí derivar mayores o menores oportunidades de corrupción. En su clásico La corrupción y los gobiernos: causas, consecuencias y reforma, publicado inicialmente en 1999 y traducido a 17 idiomas, Ackerman estudiaba los países en transición del socialismo y los ubicaba entre los más expuestos a la ineficacia y desigualdades económicas, y a partir de allí recomendaba una serie de reformas para reducir los beneficios materiales procedentes de los sobornos (sistémicamente, más allá de apartar a las “manza-

En el camino Sea cual fuere la perspectiva, la buena noticia es que la corrupción ya no es analizada desde el prisma individual: los hombres racionales que escapan a las tentaciones privadas ya no son los mejor destinados para el gobierno. Tanto la economía como el estudio de las instituciones políticas, sumados a ONG, fueron generando en los últimos años evidencia de que las causas del problema son más bien sistémicas y no tienen relación con lo cultural. Esto es una buena noticia para descartar los prejuicios sobre las economías menos avanzadas y sus culturas. Sin embargo, todavía existe una preminencia, tanto en los estudios académicos como en los organismos internacionales, de la corrupción como tema, y por lo tanto de las recetas para controlarla. Y también hay una tendencia a hablar de la corrupción con rankings, efectivos para asignar lugares pero incompletos para entender los porqués. Quizá para entender la gris naturaleza del problema, ni tan racionalizable ni tan ligado a lo prohibido, haya que recorrer un camino más cercano al cambio, un poco más lejos de los ideales platónicos, un poco más cerca del común posible a cada sociedad en cada tiempo. g 1. Eduardo Grüner, “La astucia del león y la fuerza del zorro”, en A. Borón (comp.), La filosofía política clásica, Clacso-Eudeba, 1999, pág. 255. 2. Management & Fit, julio de 2013. 3. Véase, entre otros: Miguel Braun y Rafael Di Tella, “Inflation, inflation variability and corruption”, Economics & Politics, Vol. 16, 2004. 4. Véase Germán Lodola, Cultura política de la democracia en Argentina, 2010, Vanderbilt University/UTdT. 5. Considerado “el think tank que controla América”, por sus vínculos con la corporación militar estadounidense.

*Periodista y politóloga.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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Dossier Poder, corrupción y campaña

La corrupción, probada judicialmente o no, pone en crisis la autoridad del Estado. Y al hacerlo contribuye a deslegitimar la captación de recursos fiscales, que no son de nadie porque son de todos, lo que debilita la construcción conjunta de un horizonte común. Por eso es necesario devolverle el estatus de sagrado al dinero público.

Cómo la corrupción afecta la legitimidad de la autoridad política

Transparencia e impuestos por Alexandre Roig*

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l incorruptible Robespierre manda a Danton –su rival y sin embargo gran apóstol de la Revolución Francesa– a la guillotina. Unos meses después, la misma plaza que escuchaba apasionada sus invectivas contra los impuros y traidores ve rodar su cabeza, cortada en seco por la hoja de acero templada por el orín de sus acusaciones. Así las cosas, la lógica de la sospecha tiene ese no sé qué de autopoiético. Estamos lejos de las intensidades revolucionarias y claramente nuestros denunciantes públicos tienen poco que ver con Robespierre. Sin embargo, la paradoja parece la misma. Ya no es la pureza de los valores republicanos lo que está en juego, sino el desvío a fines privados del dinero público. Pero ahora como ayer la acusación vale sentencia, castigo y oprobio. Y hoy como entonces, la sospecha de la corrupción se expande como el resentimiento en un banquete familiar filmado por Dogma. Acceder al dinero estatal produce en la opinión pública asimilaciones rápidas a la figura del potencial ladrón.

Eduardo Iglesias Brickles, Variación sobre “La expulsión del Paraíso” de Masaccio, 1996 (fragmento, gentileza del autor)

El “complejo de corrupción” (1) en las altas esferas se vincula por lo menos con dos dimensiones centrales de la vida social: la confianza y el dinero. Ambas están íntimamente ligadas a la moral, y más si se vinculan con lo público. Las delimitaciones de lo que es o deja de ser corrupción flamean con los vientos de las definiciones socialmente establecidas de lo legal y de lo legítimo. No indagaremos aquí en la discusión acerca de esas fronteras. Preferimos pensar la ahora encomillada “corrupción” desde sus efectos, partiendo de una reflexión sobre el dinero fiscal y sobre la confianza pública. En este punto algunas aclaraciones son inevitables. Siempre hay personas o grupos que hacen propio lo que es común. Es un fenómeno tan universal como la codicia, y los intentos “científicos” de probar un correlato entre corrupción y subdesarrollo no son más que astucias de la inteligencia para alejar la reflexión de los problemas estructurales. Por mal que nos pese, no es resolviendo los problemas de corrupción que se transforma un país, y se puede transformar un país a pesar de la corrupción.

Sin embargo, las acusaciones, independientemente de sus fundamentos, generan por lo menos dos efectos: ponen en crisis la autoridad del Estado y contribuyen a corroer la palabra pública. La moral del dinero fiscal Los trabajos de Viviana Zelizer (2) han dado cuenta de una lógica propia de los usos del dinero: el marcaje moral del dinero. Según esta concepción fundada en trabajos empíricos en distintos horizontes societales, el destino del dinero, su gasto, depende de su origen; está marcado por su proveniencia. Esta relación es tan fuerte que atraviesa también el mundo de la fiscalidad y los emolumentos públicos. En este sentido, podemos afirmar que no existe un solo tipo de dinero sino múltiples formas, y que es su génesis la que caracteriza a cada una de ellas. El dinero fiscal no tiene la misma naturaleza que aquel que proviene del trabajo, de un juego, de un delito o de un regalo. Imagínese el lector que encuentra un billete de 100 pesos en la calle. ¿Qué hace con él? ¿Paga la factura de gas pendiente o decide

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comprarse algo, darse un gustito sin culpas? Aunque aparentemente un medio de pago se parece a otro, la forma por la cual llega a nuestras manos determina el uso que de él se haga. Esto permite reintroducir heterogeneidad donde el sentido común nos lleva a ver nada más que una herramienta funcional. En los países democrático-liberales, el dinero fiscal tiene un atributo fundamental: su captación depende del voto y su gasto de una ley. Las arcas del tesoro se llenan por una captación decidida no por la voluntad individual sino por la soberanía de los representantes de la Nación. Su gasto se dirime a mano alzada por un proceso que se ejecutará en el futuro: un presupuesto. Por eso, aquel que se apropia de este dinero no roba, no hace suyo algo ajeno, sino que comete un acto de otra naturaleza: viola lo común, desvía el futuro. ¿Sutil diferencia? Pues no, abismal distancia. En el ámbito productivo, el salario es una compensación por el trabajo. Etimológicamente, “trabajo” deriva del latín tripalium, que hace referencia a un instrumento de tortura formado por tres estacas. La relación de explotación se asemeja mucho más al robo que la de corrupción. Ahí, efectivamente, hay enajenación y alienación. La apropiación privada del dinero captado fiscalmente tiene, en cambio, el estatus de la trasgresión. Disminuye sin duda el poder de la acción pública, pero produce otro efecto: profana algo sagrado, un mundo considerado como intocable. No porque sea de todos, sino porque es lo común. Como en otros ámbitos de la vida moderna, la sacralidad no ha desaparecido de nuestras sociedades por el efecto de desencantamiento del mundo. Ha tomado formas más disimuladas pero que sin embargo no dejan de ser eficientes. El dinero fiscal es sagrado. Es parte de la autoridad de la soberanía, como el bastón de mando o la espada de Bolívar. Tocarlo, o alentar la sospecha de que muchos lo han hecho, retrotrae a cualquier gobierno al mundo pagano de las pugnas por la legitimidad. Es el momento en que un tributo se vuelve un impuesto, en que un acto de pertenencia se vuelve un acto de violencia, en que un contribuyente se convierte en un gravado. Estos desplazamientos hacen más que socavar la legitimidad de un gobierno: la ponen todos los días en juego y, con ello, convierten al poder en algo mundano. Ahí es donde la sutileza se desvanece. Todos se vuelven sospechosos porque la lógica de la profanación es absoluta, no admite medias tintas. Ahí es cuando el Cesar ausente es saludado en la arena por los que van a morir, ese mismo que está justo entre las filas de los gladiadores. Ese es el momento en el que Robespierre siente en la nuca el último soplo de la guadaña, forjada con tanto empeño por sus propias palabras. La prudencia y el respeto de los procesos, la presunción de inocencia suelen ser los rayos de sol que aparecen después de estas tormentas ensangrentadas. La denuncia de corrupción se suma, en este punto, a los efectos del acto: produce la corrosión de la confianza. Esta advertencia sobre los peligros de una denuncia generalizada y espasmódica cobra más fuerza cuando ocurre en un contexto de crisis de la palabra pública. El régimen de confianza Como señalamos, toda captación fiscal implica una promesa, el empeño de una palabra en torno a una esperanza. El presupuesto, de hecho, es la posibilidad de transformar un futuro posible en un devenir. Es más que un contrato social: es un compromiso que fija una

referencia sobre el futuro, que permite por ejemplo objetivar el gasto destinado a educación, salud, defensa u obras públicas. Desde este punto de vista, el presupuesto permite evaluar el cumplimiento de esa promesa y, por lo tanto, es parte integral de lo que podemos llamar un régimen de confianza. La confianza, como todo acto fiduciario, se funda en la paradoja definida por Georg Simmel. “Sin la confianza de los hombres de unos hacia los otros, la sociedad en su conjunto se desagregaría. Raras son efectivamente las relaciones que se fundan únicamente sobre lo que cada uno sabe del otro de manera demostrable. Raras son aquellas relaciones que durarían, aunque más no fuera un poquito, si la fe no fuera tan fuerte, a veces más fuerte que las pruebas racionales” (3). Un régimen de confianza está atravesado tanto por los procesos políticos de adhesión o de rechazo a través del voto como por las invectivas que el mundo de la racionalidad pueda operar para dar pruebas de la (des)confianza. Así, el saber económico se debate para determinar cuál es el poder adquisitivo de la moneda (medido por la tasa de inflación) o cómo se garantiza la reserva de valor de la moneda (medida, desgraciadamente en Argentina, por la tasa de cambio con el dólar). Ambas mediciones remiten a un mañana y son por ende elementos esenciales de la relación con el futuro. El punto aquí no es la veracidad de tal o cual medición, sino cómo se construye una fe social en la eficacia de estos números: si alcanzan para estabilizar las referencias. ¿Por qué es necesario recuperar la credibilidad del Indec y terminar con el dólar blue? Por lo mismo que debería llevar a combatir a aquellos que profanan el dinero fiscal: no enturbiar la posibilidad de interpretar el mundo. Es la condición para que la disputa social no se enfoque en discutir referencias sobre el futuro, cómo interpretarlo o entenderlo, y que en cambio se oriente a debatir políticas de distribución del ingreso, de lucha contra la desigualdad, de educación, entre otras urgencias. La moneda es, como dijimos, una manifestación de la confianza pública, y el dinero fiscal comparte con el dinero mercantil (el que se usa en las transacciones del mercado) las tensiones con lo fiduciario. En este punto podríamos arriesgarnos a decir que las denuncias y los actos de corrupción son un hito más en este socavar la fe social. Si a esto le añadimos el efecto de descreimiento, ya no solo en los números sino en la palabra pública, entonces estamos frente a lo que podemos llamar una crisis de sentido. Esta crisis pone en juego tanto la capacidad de lectura del presente como la posibilidad de proyectar representaciones sobre el futuro. Implica la reducción de los posibles, que la ciencia y la política, como el arte, deberían intentar ampliar. Obtura lo que en algún momento se llamó la “idea de progreso”, la idea de que el día de mañana puede ser mejor que el de hoy. Conclusión Dada la carga moral del término, cualquier discurso sobre la corrupción implica avanzar por un camino de cornisa. La justicia confirmará con el tiempo si las denuncias eran desmedidas. Lo que podemos sostener es que, mientras tanto, desacralizan el poder y desautorizan al gobierno. Y, sobre todo, corroen la confianza social. Desde un punto de vista fiscal, podemos temer que las denuncias contribuyan a deslegitimar la captación de recursos y debilitar la construcción

conjunta de un horizonte común, empujando a la acción estatal a sus formas más imperativas. En esa tensión permanente en la que vive el mundo fiscal entre educación y represión, no es lo mismo que la recaudación aumente por el beneplácito de los contribuyentes que por el temor a una sanción. Por otro lado, quienes apuestan a ejercer la política desde la pureza deberían anticipar que estarán incluidos en los efectos de sus arengas. La historia sirve de advertencia para aquellos que quieren hacer de la corrupción el eje de su plataforma política. Es algo similar a lo que ocurre con quienes basan su discurso en la inseguridad. Su sostén es frágil, pues basta con un solo acto –de corrupción o inseguridad– para que se derrumbe toda la estrategia. Son discursos que adquieren autonomía del que lo pronuncia, al punto de poder transformar al acusador en acusado (o responsable). En este panorama, la prudencia es una obligación; y las formas verbales hipotéticas y los recaudos investigativos, un imperativo. La recuperación de la autoridad de la palabra pública es una tarea compleja. La reconstrucción de las referencias públicas, de los números y de los discursos permitiría al menos reubicar los debates políticos en su cauce sustantivo, sin desandar el esfuerzo de democratización de la palabra. Esta tarea no es ajena a las discusiones sobre la corrupción, si se entiende que la misma implica justamente una puesta en duda. Registramos poco los casos de falsas acusaciones y olvidamos levantar el manto de la sospecha a pesar de las pruebas de inocencia. En este marco, apelar a la re-sacralización del dinero fiscal puede parecer sorprendente, y sin embargo es una necesidad. ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo devolverle el carácter “sagrado” al dinero público? Las formas posibles de este proceso no pasan por el recrudecimiento de los controles y sanciones, que tal vez podrán disminuir las tentaciones pero que no hacen más que aportar al mundo de las pruebas y, por lo tanto, a la profundización de la sospecha. Sacralizar implica habilitar las lógicas sacrificiales de la función pública, aquellas que podemos encontrar detrás de la vocación y de la responsabilidad y que deberían animar tanto a los funcionarios públicos como a aquellos que los denuncian. No se trata de formular un llamado a la transparencia de la política ni tampoco de apelar a su contrario, el enturbiamiento, sino de que el funcionario del Estado funcione como la encarnación de lo que no es de nadie pero nos atraviesa a todos: la soberanía de las multitudes expresada en el lazo fiscal. g

Apelar a la re-sacralización del dinero fiscal puede parecer sorprendente, y sin embargo es una necesidad.

1. J. P. Olivier de Sardan, “L’économie morale de la corruption en Afrique”, Politique africaine, N° 63, octubre de 1999. 2. Viviana Zelizer, El significado social del dinero, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012. 3. Georg Simmel, Philosophie de l’argent, Puf, París, 1997, p. 205, citado en Marie Cuillerai, Le capitalisme vertueux. Mondialisation et confiance, Payot, París, 2002.

*Sociólogo. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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A partir del dossier “La trampa de los recursos naturales” (el Dipló, Nº 168, junio de 2013), el empresario Gustavo Grobocopatel, líder del grupo agroindustrial Los Grobo, y el politólogo Nicolás Tereschuk mantuvieron un diálogo sobre el sector agroalimentario en Argentina, la apropiación y distribución de la renta agraria, la reprimarización de la economía y el rol del país en el mundo.

Un debate central para Argentina

Recursos naturales, redistribución y política

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n la última década, las economías de la región han basado su desarrollo en actividades extractivas intensivas que generan una renta extraordinaria, lo que ha llevado al debate sobre la apropiación y distribución de esa renta.

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El Dipló: En Argentina en particular, las ganancias del sector agroalimentario han sido fuente de conflictos políticos y sociales. ¿Cuál es su visión de esta situación? Gustavo Grobocopatel: Yo creo que para poder definir extractivismo hay dos abordajes. Un abordaje, si se quiere, técnico: hay extracción de recursos que no son sustentables. Y otro que tiene que ver con lo social, es decir: si esa actividad deja capacidades en la sociedad, si genera inclusión. Me parece que son dos temas centrales. La agricultura desde mi punto de vista no es una actividad extractiva porque de lo que se trata es de transformar sol y agua en productos útiles para la sociedad: alimentos, energías, medicamentos, madera para el papel, madera para la vivienda. Es decir que hay un balance positivo, se hace un agregado de valor a la sociedad… Por supuesto que hay mala praxis y buena praxis. Felizmente, la buena praxis se va extendiendo, a veces por regulaciones. También hay problemas. En Argentina son puntuales: el tema del agua, los abusos en el uso de agroquímicos sin restricciones o sin cuidados, la deforestación, los excesos asociados al monocultivo, que están más vinculados con políticas públicas que con motivaciones propias de los productores: si hacés una política en contra del trigo y el maíz, la gente va a tratar de hacer lo que puede. Desde el punto de vista social también creo que es una actividad que genera capacidades por varios motivos. El primer motivo es que está totalmente atomizada. En la agricultura, a diferencia de la minería, la energía, el petróleo, hay 100.000 productores. De esos 100.000, el 80% son pequeños productores, en general pymes. Después hay miles de comercios, que son los acopios, los corredores, las cooperativas; hay proveedores de servicios. Es cierto, hay alguna concentración en algunas cuestiones, como por ejemplo la exportación. Pero en la exportación hay veinte jugadores, no hay dos como en la energía o tres como en la minería. Son multinacionales, pero también hay nacionales. Los proveedores de tecnología en general compiten entre sí.

Es cierto que hay un líder en el tema biotecnológico que es Monsanto, y en todo caso la pregunta es por qué no aparecieron otras empresas. Ahí yo creo que hay un error de las organizaciones ambientalistas, que al combatir a Monsanto lo fortalecen, porque impiden que aparezcan otros competidores. Es decir, el problema de la agricultura y de la sustentabilidad no es Monsanto; el problema es que no haya diez Monsanto que compitan entre sí. Nicolás Tereschuk: El mayor conflicto que enfrentó el gobierno de Cristina Kirchner fue con este sector y fue justamente por la discusión sobre la renta. Uno escucha que quizás todo iría mejor si el Estado no interviniera, si no hubiera algunas políticas cerradas, porque los productores saben manejar la tecnología, la tecnología ha avanzado, las buenas prácticas han avanzado, etc. Pero si bien hay cierta agregación de valor, la mayoría de los productores, por los precios que hay, están tratando de mantenerse o de sacar lo más posible de la actividad más primaria. Cuando uno ve la cadena de valor de toda la agroindustria, el capital argentino está en la base de esa pirámide, digamos, de la producción hacia el puerto. No sé si está pensando en llegar a lo que da más valor que son las góndolas de los países centrales con una marca, con un packaging, que es donde está el valor real y grueso al que apuntan las grandes multinacionales. Hay, en ese sentido, una visión primarizada o primaria. ¿En qué medida eso es sustentable? Inclusive políticamente, inclusive para los sectores que están en las grandes ciudades, o en los conurbanos de las grandes ciudades, etc. Me parece que en ese punto, el sector de los agronegocios no tiene una mirada más general y entonces entra en conflicto con el poder político. G.G.: Ahí está la contradicción, el corazón del problema. Por un lado tiene que haber redistribución, tiene que haber un Estado fuerte que redistribuya, y por otro lado tenemos que dejar que estos emprendedores inviertan en agregar valor, en industrializar. Ahí está el punto de la tensión, porque si hacés pagar más impuestos, lo que lográs es redistribuir más –hay que ver con qué calidad, pero es una forma de redistribución–, pero sacás dinero de la renta de un productor y ese dinero es el que permite invertir. En general se piensa que la gente invierte porque accede al crédito. No, la gente invierte porque hay rentabilidad. Lo que nosotros tenemos ahora con el récord de presión impositiva, que es asfixiante en el caso del campo –esto lo digo

desde el año 2002–, es más soja, más primarización, menos valor agregado, menos industrialización, un portfolio de exportaciones menos diverso. Yo no estoy de acuerdo, yo creo que hay que diversificar, que hay

“Cuando uno ve la cadena de valor de toda la agroindustria, el capital argentino está en la base de esa pirámide.” que industrializar, que hay que generar valor agregado. Ahora para eso hay que dejar a la gente ganar plata y además crear los incentivos para que reinviertan ese dinero en la industrialización. Y eso está muy vinculado con retener gente del interior y que no se venga al Gran Buenos Aires. Si no creás condiciones para generar rentabilidad es muy difícil que alguien invierta. Y la realidad es que la inversión nuestra es más una inversión especulativa –es decir, hay una oportunidad que me cayó del cielo–, que estructural –una vocación y condiciones para la inversión–. Y va a ser así hasta que eso no cambie en forma estable, es decir hasta que no se generen reglas. Ahora, ¿cómo se define eso? No es una cuestión de un gobierno de turno, porque si no después se genera esta cuestión, como decía [Raúl] Alfonsín, del péndulo: pasamos de un extremado liberalismo o neoliberalismo a un extremado estatismo. Yo creo que es parte de un pacto social que después deriva en un pacto fiscal. Es decir, tenemos que definir qué porcentaje del PIB vamos a destinar a impuestos.

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El Dipló: Hay quienes sostienen que la abundancia de recursos naturales se convierte en una condena, ya que permite ganar mucho dinero sin esfuerzo. Si el Estado no se apropiara de parte de esa renta, ¿el productor reinvertiría ese dinero o lo llevaría fuera del país? G.G.: No hay productor agropecuario que tenga la plata afuera, es otro sector de la sociedad argentina el que puede sacar la plata

afuera. Es más, el productor agropecuario no va al banco, se queda con la soja en la silo bolsa. Retiene grano porque no sabe qué hacer, no es un sofisticado financiero. Lo peor que puede hacer, piensa hoy, es quedarse con pesos, por eso no vende. Antes a lo mejor iba a comprar dólares, y se quedaba con los dólares en el colchón, ahora no lo puede hacer, entonces se queda con los granos. Es una reacción de protección frente a la incertidumbre que tiene, que puede ser justificada o injustificada. La condena no son los recursos naturales, la condena es no tener una sociedad con instituciones consolidadas, no tener sistemas de participación. Hay países que tienen recursos naturales y sobre los recursos naturales hicieron flor de sociedades. Desde Finlandia, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, hasta el mismo Estados Unidos, crearon gracias a los recursos naturales muchas cosas positivas porque se basaron en instituciones, en desarrollo, en calidad del Estado, en una sociedad no corrupta. Los recursos naturales, cuando no existen instituciones, exacerban el problema, porque le dan a un Estado ineficiente un poder económico que le permite exacerbar ese problema. N.T.: En general en varios de esos países – Estados Unidos, Australia, Canadá–, la distribución de la tierra ha sido más equitativa. En Argentina, la distribución de la tierra históricamente ha sido muy inequitativa y eso plantea la cuestión de algún tipo de acuerdo o pacto, firmado o no firmado, de cómo debe ser la distribución de ese ingreso, quizás previamente al gran empuje de la cuestión de los recursos naturales. G.G.: En Argentina, con el alquiler de tierras, en algunos casos son pooles y en otros no, se ha generado una democratización del acceso a la tierra: el hecho de disociar quién es el propietario de la tierra y quién es el que produce. Antes vos para ser agricultor tenías que ser “hijo de”. Ahora, un emprendedor con una buena idea puede acceder a la tierra. Hemos hecho una especie de reforma agraria. N.T.: Entiendo que haya nuevos actores, pero no dejan de tener conflictos con el Estado por la cuestión de la distribución de la renta. Obviamente que al Estado se le puede criticar toda una serie de cuestiones, como, por ejemplo, la calidad con la que desarrolla servicios públicos. G.G.: Ese es un tema central del debate. Nosotros ponemos el eje en la distribución,

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que a mí, es lo que menos me preocupa. A mí lo que más me preocupa es que en Carlos Casares o en el interior –Carlos Casares es mi pueblo–, no haya agua potable, el hospital esté semidestruido, no haya autopista para llegar, que el tren no funcione o que funcione cada vez peor. Y no es un tema de este gobierno, el deterioro se ha venido dando en los últimos años. El problema de la calidad del Estado es el tema central, porque si vos me decís “¿querés que haya distribución o no?”, yo te digo “depende, depende de la calidad del Estado”. Yo soy pro Estado, personalmente; no digo que el sector lo sea. El sector, en el mundo, es un sector solitario, son gente en el medio del campo que lucha contra el tiempo, contra la helada, contra la lluvia y se las arregla como puede. Descree de la ayuda de cualquiera, y eso es cultural. No es una cuestión ideológica siquiera, es cultural. Pero si el Estado accede a esos lugares generando servicios públicos, institutos, bienes públicos y demás, yo creo que se pueden mantener las retenciones a la soja dando a cambio una serie de servicios o armando un plan a diez años: con las retenciones vamos a hacer autopistas, tren, hospitales... N.T.: El proyecto de ley de retenciones que fue al Congreso decía que pasado cierto límite los fondos se iban a usar en determinadas cuestiones específicas, como hospitales, y tampoco gustó. Me da la impresión de que esta discusión va a continuar. ¿Por qué? Porque se debate la apropiación de una renta. G.G.: Lo que no podés evitar son las consecuencias. No se puede decir quiero quedarme con la renta del campo y exigirles a los del campo que inviertan la plata que no tienen.

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El Dipló: Hoy la renta del sector es extraordinaria debido al aumento de los precios de los commodities, que se supone permanente gracias al consumo de países emergentes como China e India. ¿No es necesario prepararse para un cambio de tendencia futuro? G.G.: Pero el problema no es el precio, es la cantidad. Hay que sacarse de la cabeza el tema precio, porque el precio va a subir y va a bajar. Nosotros no manejamos el precio, manejamos la cantidad. La renta es extraordinaria por el trabajo de la gente. Nosotros tenemos que tener muchos granos, porque es la forma de capitalizar mejor la ganancia de precios. Tenemos que tener mucho, producir mucho. Porque además la ventaja que tenemos es que el mundo quiere lo que nosotros podemos producir, eso es algo único. Vas a Grecia y no saben qué hacer; vas a España y, tampoco, salvo algunas empresas grandes de servicios, de construcción, el resto no sabe mucho qué hacer. Obviamente que esto solo no soluciona el problema de Argentina, pero soluciona el 50%. Hay un dato del Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial que en general todo el mundo pasa de largo, que para mí es central. El Plan Estratégico, que es la versión oficial, dice que solamente su aplicación genera un crecimiento de tres puntos más del PIB por año. Es la primera vez en la historia de Argentina que un gobierno dice eso. ¡Es impresionante! Acá hay una renta extraordinaria que está vinculada con el esfuerzo y el trabajo de 100.000 tipos. Y viene alguien que dice: “Vos tendrás la propiedad, pero la renta es mía”. El 80% de la utilidad se va. El conflicto va a continuar, porque no ha habido un pacto sobre eso. Esa renta no vuelve en instituciones. Y eso se va a dirimir… Mi te-

(Sub.coop)

mor es que se dirima de una mala manera, se dirima yendo al otro extremo. Porque esto ya lo vivimos. El potencial problema que estamos generando es una situación en que la gente se harte del Estado y diga ahora no quiero más Estado. Porque la tensión no está bien resuelta. La sociedad en su conjunto, con toda su complejidad, debería definir cuál es la participación del Estado en este proceso redistributivo y cuál la participación del sector privado. Yo creo que el Estado tiene que cumplir algunas funciones, pero que para otras es decididamente ineficiente, si lo hace solo. No estoy en contra de las sociedades entre el sector público y el Estado. N.T.: Ahora bien, si uno le pregunta a un habitante del segundo cordón del Gran Buenos Aires, que hace diez años no tenía nada, que ahora consiguió un trabajo, tiene un hijo que va al secundario y le dieron una computadora, que trabaja en una casa de familia y la blanquearon y así accedió a una tarjeta de crédito, etc., esa persona puede decir: “Yo ahora esa renta la veo. Quizás viajo mal en tren pero acá esté mi hijo con su notebook, acá tengo mi jubilación. Yo antes no tenía nada”. G.G.: Es porque ese persona piensa que esos beneficios vienen con plata que cayó del cielo y que la administra el gobierno de turno. No relaciona que esa plata viene de un sector productivo que paga sus impuestos. Y no tiene conciencia de que es una vaca para ordeñar y no una vaca para matar. Como diría Pepe Mujica: “Yo a la vaquita la quiero ordeñar todos los días de mi vida”. Si la quiero carnear, está bien, me comí un flor de asado, pero la dejo de ordeñar. El problema de la redistribución es de qué manera se incluye a esas personas en el proceso y fundamentalmente de qué manera se le generan capacidades en términos de Amartya Sen: cada día es más empleable, que no es lo mismo que tener empleo, es más libre, es más autónomo, es más emprendedor, es más saludable. En la medida que nosotros logremos un sistema de redistribución que genere ese tipo de capacidades vamos bien, porque vamos generando soluciones estructurales sustentables. Ahora, ¿eso tiene que estar exclusivamente en manos del Estado? Yo creo que el Estado no es bueno para muchas de esas cosas, es bueno para otras. Es bueno para generar servicios públicos, es bueno para generar salud, en educación hay un esfuerzo muy grande y debería hacerla el Estado obviamente. Debería ser bueno para el tema seguridad, debería poner el

foco en algunas cuestiones estructurales, infraestructura. Pero no sé si es bueno para crear empleo, empresas, emprendedores. Porque son otros niveles de incentivo totalmente diferentes.

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El Dipló: El monocultivo de soja se extiende por el país, ¿es ese el rol de Argentina en el mundo? G.G.: Hay roles en el mundo. Hay roles porque hay un patrón de especialización, nos guste o no nos guste, porque así funciona la economía del conocimiento. El conocimiento se aplica en especializaciones porque es donde se pueden absorber más conocimientos. Es una cuestión básica, como la ley de gravedad. Se puede, a través de políticas de Estado, compensar, atenuar, diversificar. Hay como dos tensiones en la globalización desde mi punto de vista. Una primera tensión es diversificación-especialización. Querés ser especialista porque sos más competitivo y tenés más conocimiento intensivo, y al mismo tiempo más diversificado para que si el día de mañana se da vuelta el viento no quedar colgado del pincel. La otra tensión se da entre lo local y lo global, es decir, gestión local pero al mismo tiempo integración al mundo. Si no hay flujo de intercambios no hay posibilidad de agregar valor. La forma de resolver los dos problemas es integrar Argentina al mundo. Para mí es un error integrarla desde la soja exclusivamente. Ahora bien, la soja es lo que abre otras oportunidades. Cuando negociás con el mundo tenés que ser importante en algo. China necesita soja, entonces vos le decís China te vendo soja, pero comprame pollo, comprame lácteos, comprame lo otro. Tenemos que usar la soja para abrir las otras cuestiones. De cualquier manera, vemos un mundo donde en los próximos diez años va a seguir creciendo el consumo de este tipo de productos. Va a haber otros diez años en los que se va a ralentizar y después se va a estabilizar. Estos próximos veinte años implican un desarrollo para esta región extraordinario. Podemos estar estructurando la base de una nueva nación. N.T.: Ahí está la tensión: ¿cómo pasar de la soja a algo que agregue más valor? Cuando uno escucha al sector, dice: “Hay políticas que, al revés, me reprimarizan”. G.G.: Eso es definitivamente así. El productor quiere diversificar, quiere poner los huevos en distintas canastas. Además

el monocultivo va contra el interés del productor porque baja los rendimientos, aumenta los costos de control de plagas, enfermedades, etc. El productor naturalmente está incentivado a diversificar. Hoy va al monocultivo por una cuestión de salvación: es lo único que le permite salir del agobio del 80% de impuestos y de no poder comercializar trigo y maíz, que son los otros productos de la rotación. N.T.: Bien, pero algún tipo de esquema va a haber que tener para pasar, por ejemplo, como Finlandia, de plantar árboles a inventar el Nokia. Ahora bien, esta región que puede crecer tanto, el Mercosur, sigue siendo de las más desiguales del mundo al momento del arranque. Y eso le suma una tensión, una fuente de conflicto. Los Estados asiáticos que crecieron mucho tenían como única meta el crecimiento. Acá los Estados quieren crecer y distribuir, crecer y distribuir. ¿Qué pasa con estas actividades que tienen tanto potencial de crecimiento en sociedades que a su vez necesitan redistribuir? G.G.: El crecimiento tiene tres vertientes: el consumo interno, la inversión y las exportaciones. Exportar es importar, son intercambios. Cuando vos sustituís importaciones sustituís exportaciones porque son intercambios, no se pueden separar unas de las otras. Entonces son tres vertientes. Hay gobiernos que se han dedicado al consumo interno, pero desatendieron la inversión y los flujos. Otros fueron a los flujos y menos consumo interno, es el caso de China. Yo creo que hay que hacerlo todo de forma equilibrada. Tenemos que aumentar los flujos, aumentar la inversión y aumentar el consumo. Todos decimos lo mismo, sólo que algunos piensan que se hace de una manera, otros de otra. Tenemos que tener metas, de inflación, de crecimiento, de inversión externa, de superávit, de desempleo. Y eso tiene que ser una construcción colectiva, para darles estabilidad. Argentina tiene una enorme cantidad de recursos, una sociedad civil súper sofisticada, buenos recursos naturales, un capital humano espectacular. Nos falta un tris, alinear los planetas. Confiaba que habíamos aprendido de la crisis del 2001 y que algo bueno iba a surgir. Bueno… Hay una frase que dice: “Es preferible aprender a tener razón”. A mí me encanta esa frase. Todos los argentinos queremos tener razón y nos cuesta aprender. g

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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El rigor y la contundencia de sus variadas fuentes documentales son méritos sobresalientes del reciente libro de Martín Sivak sobre el diario Clarín. A lo que se suma su perspicaz análisis, que huye de los esquemas fáciles y simplificadores.

Crítica de Clarín, el gran diario argentino. Una historia

Anatomía de un socio del poder por Martín Becerra*

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espués de décadas en las que escribir sobre Clarín exigía vencer el temor al destierro del anonimato que se ordenaba desde la estructura corporativa a quienes osaran exhibir desde historias mínimas –como Jorge Asís en Diario de la Argentina (1)– a manejos políticos y empresariales –como Julio Ramos en Los cerrojos a la prensa (2)–, el principal multimedios del país junto a Telefónica emerge como un tema de interés editorial con producciones que sistematizan su compleja historia. Clarín, el gran diario argentino. Una historia, de Martín Sivak, contribuye a ordenar un largo período de la historia del diario creado por Roberto Noble en 1945 y mutado en grupo empresarial con la conducción de Héctor Magnetto desde la década de 1970. El texto de Sivak se suma así a libros como Pecado original: Clarín, los Kirchner y la lucha por el poder, de Graciela Mochkofsky (3) y a una ola de documentales y producciones periodísticas. El quiebre que tuvieron las políticas de comunicación en 2008 contagió también la producción de debates públicos sobre la función de los medios. Ese año albergó un cambio decisivo en el que las historias sobre Clarín abandonaron el ostracismo y suscitaron cada vez mayor interés social en el marco de una contienda entre Clarín y un gobierno que, por primera vez en décadas, colocaba a algunos medios como antagonistas. En ese año clave se editó la biografía autorizada de Héctor Magnetto firmada por José Ignacio López, El hombre de Clarín (4). Trabajos previos, como La Noble Ernestina, del ex delegado gremial de Clarín Pablo Llonto (5), fueron descubiertos por una masa de lectores que desbordaría el microclima (académico, periodístico) al que históricamente quedaba confinada la reflexión sobre Clarín y otros grupos. El libro de Sivak es el primer volumen de una obra basada en la tesis doctoral (en curso) del autor. La laboriosa reunión de fuentes primarias, en las que sobresalen escritos de los archivos personales de Roberto Noble, Arturo Frondizi, Rogelio Frigerio y cables diplomáticos estadounidenses desde la década de 1940, así como decenas de entrevistas clave, constituye un exhaustivo aporte documental. El libro abarca desde la intención editorial que incubaba Noble cuando se

dedicaba a la actividad política profesional (como diputado del socialismo golpista en épocas de Uriburu y como ministro del ex gobernador conservador bonaerense Manuel Fresco) hasta el fin de la última dictadura militar. Contiene también un sustancioso epílogo dedicado integralmente a la descripción de las relaciones primero muy fraternas, luego inflamadas y más tarde calcinadas entre los Kirchner y el multimedios.

El golpe de Estado de 1955 demostró una camaleónica adaptación de Clarín a los nuevos tiempos políticos. La obra está organizada en tres partes: la primera recorre la vida de Noble hasta su muerte en 1969; la segunda comprende la problemática sucesión de Noble por su joven viuda Ernestina Herrera y sus 13 años de conducción compartida con el frigerismo (1969-1982), y la última, aunque breve en extensión, es el epílogo dedicado al ciclo kirchnerista. Con registro periodístico, Clarín, una historia cuestiona el mito fundacional de Clarín difundido por Noble acerca del origen de los fondos comprometidos en el lanzamiento del tabloide en 1945, en las vísperas de la elección de Juan Perón como presidente: la venta del campo que poseía no bastaba para financiar la creación del diario. A pesar de hacer campaña a favor de la Unión Democrática, Clarín fue el primer diario en reconocer el triunfo de Perón en 1946 y se alineó con sus dos primeros gobiernos, de los que obtuvo importantes favores gracias a Raúl Apold, responsable del aparato de comunicación y propaganda de Perón. El golpe de Estado de 1955 demostró una camaleónica adaptación de Clarín a los nuevos tiempos, en los que calificó al depuesto Perón como tirano y comenzó a trabar una relación orgánica con el grupo de radicales desarrollistas liderados por Frondizi, electo presidente en 1958. Aunque Clarín había sido oficialista de casi todos los gobiernos en su entonces breve historia, fue con Frondi-

Clarín, el gran diario argentino. Una historia Martín Sivak Editorial Planeta; Buenos Aires, 2013. 448 páginas.

zi que Noble sintió su mayor identificación. Como antes con Perón y con Aramburu, Clarín fue ayudado por Frondizi. Sivak es equilibrado en su análisis: el crecimiento de Clarín no lo reduce a la asistencia estatal, dado que otras empresas periodísticas fueron beneficiadas con mayores recursos aun y no trascendieron. El talento de Noble, su olfato emprendedor y su agresivo aprovechamiento de las ventajas comparativas de Clarín son ejes fundamentales para comprender el ascendente lugar del diario, así como su progresiva mimetización con el imaginario de la clase media expandida. La genética adaptativa de Clarín a los espasmos de la política y la economía nacional sobrevivió a Noble y le rindió dividendos durante décadas. Al menos, hasta 2008. Ernestina, Frigerio, Magnetto Tras el derrocamiento de Frondizi, Noble comprendió que el anhelo de usar el diario como plataforma de su propia candidatura a presidente debía revisarse: “Ya no puedo ser presidente. Pero puedo hacer presidentes”. Al mismo tiempo que crecía colocándose entre los diarios más leídos de habla hispana, la conducción periodística del diario fue nutriéndose de un capital intelectual que en lo económico tributaba al desarrollismo, en lo político era pragmático y en lo cultural dialogaba con corrientes de izquierda y de la cultura nacional. Para Sivak, Noble pertenece a la estirpe de grandes editores como Natalio Botana (fundador de Crítica en 1913) o Jacobo Timerman (ex empleado de Noble en Clarín y artífice de emprendimientos como Primera Plana, Confirmado o La Opinión). Bon vivant, receloso de un origen social que, a diferencia de sus competidores La Nación o La Prensa no tenía el sello de la aristocracia, carismático y ambicioso, Noble murió en 1969 en compañía de su flamante y joven esposa, Ernestina Herrera. Ella, ajena a los medios y sin formación política o de negocios, debió tramitar la sucesión con

(y contra) la primera mujer de Noble y con una herencia de directivos que la subestimaban. Ernestina trabó alianza con Rogelio Frigerio, con quien superó momentos críticos. Si bien Frigerio fue el ideólogo del diario incluso antes de la muerte de Noble, desde entonces y hasta 1982 nutrió las páginas editoriales, seleccionó a la conducción periodística de Clarín e introdujo en la gestión a un equipo de jóvenes contadores liderados por Héctor Magnetto. Estos serían, a la postre, quienes más tarde ganarían la confianza de Ernestina y echarían a los desarrollistas cuando la empresa se transformaba en conglomerado. En este sentido, la gestión de Magnetto tributaría con su pragmatismo al fundador de Clarín al identificar al grupo de Frigerio como un obstáculo para la expansión corporativa. La tensión entre línea editorial explícita y presencia masiva en el mercado inherente a todo medio de comunicación había tenido hasta entonces una eficaz gestión por parte de Frigerio, quien sostenía que para alcanzar mayor influencia social del ideario desarrollista Clarín no debía ser un panfleto ni sobreactuar su tendencia política. Ésta es una clave de comprensión del éxito que tuvo el periódico, y podría ensayarse como hipótesis de interpretación del descrédito en que se halla sumido el discurso del grupo en los últimos años. Hipótesis que serviría, asimismo, para analizar la escasa respuesta social a los medios que se identifican con el discurso del “periodismo militante”. Abogados como Bernardo Sofovich, cuadros político-periodísticos como Oscar Camilión, Octavio Frigerio y luego los ascendentes Magnetto en la gestión empresarial y Marcos Cytrynblun en la redacción fueron el sostén de Ernestina. Sivak reconstruye las tendencias ideológicas presentes en la redacción, la presión de diferentes gobiernos para colocar gente allegada e internas que se libraban en la conducción del diario. La relación con el tercer peronismo y con la dictadura, las tempranas críticas a la gestión económica de José Alfredo Martínez de Hoz a la vez que el respaldo a la “guerra sucia” contra las organizaciones armadas de izquierda, y el negocio de la asociación con el Estado, La Nación y La Razón en Papel Prensa en 1977: Sivak detalla el caso de la fábrica de papel en plena dictadura con un rigor ausente en las historias oficiales construidas recientemente por el kirchnerismo en el informe Papel Prensa: la verdad y por el propio grupo Clarín. El epílogo del libro tiene la virtud de abordar los años recientes sin prejuzgar como válidas ninguna de las dos versiones más difundidas, opuestas aunque rústicas, que disputan por la atención pública desde 2008. g

1. Jorge Asís, Diario de la Argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 1984. 2. Julio Ramos, Los cerrojos a la prensa, Amfin, Buenos Aires, 1993. 3. Graciela Mochkofsky, Pecado original. Clarín, los Kirchner y la lucha por el poder, Planeta, Buenos Aires, 2011. Ver crítica en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre 2011. 4. José Ignacio López, El hombre de Clarín. Vida privada y pública de Héctor Magnetto, Sudamericana, Buenos Aires, 2008. 5. Pablo Llonto, La Noble Ernestina, Astralib, Buenos Aires, 2003.

*Doctor en Comunicación, profesor de la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Conicet. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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El levantamiento de miles de jóvenes el pasado 20 de junio en Brasil, único en la historia democrática reciente del país, no ha sido fruto de reivindicaciones económicas sino de la exigencia por la igualdad de derechos políticos y sociales en un país de fuertes contrastes.

Consecuencias de las protestas en Brasil

El PT en la encrucijada por Darío Pignotti*

N

o fue en carnaval. Cientos de miles de brasileños tomaron por asalto San Pablo, Río de Janeiro, Brasilia, Salvador de Bahía, Porto Alegre y decenas de ciudades, como sucede cada año en febrero. Esta vez sucedió en junio. Y en lugar de citarse para renovar ese ritual de sensualidad descomunal (una transgresión pactada que acaba indefectiblemente cada Miércoles de Cenizas), la multitud marchó a contramano de toda convención, incluyendo las políticas, con una furia y una masividad inesperadas hasta para sus protagonistas. La rabia se destapó cuando miles de jóvenes, en su mayoría universitarios integrantes del Movimiento por el Pase Libre (que demandan la gratuidad del boleto), se movilizaron en San Pablo contra el aumento del precio, ya abusivo, del transporte público (de 3 a 3,2 reales, equivalentes a 1,6 dólares), un servicio prestado por empresas privadas a las que el Estado favorece a través de contratos que les garantizan ganancias excesivas. El levantamiento de junio, único en la historia democrática reciente de Brasil –equiparable sólo en algunos aspectos a las movilizaciones de 1983 contra la dictadura– no fermentó en el descontento por la suba del costo de vida o en la demanda por aumento salarial, a pesar de que estas reivindicaciones aparecieron esporádicamente. Las protestas en las avenidas Paulista, de San Pablo, y Getúlio Vargas, de Río de Janeiro, muestran el vacío, casi absoluto, de las reivindicaciones económicas: y es lógico que así sea luego de una década de gobiernos del Partido de los Trabajadores caracterizados por sus políticas sociales progresistas, ejecutadas con bastante eficacia. Es cierto que los indicadores de desigualdad brasileños aún son similares a los presentados por algunos países africanos y la concentración de la riqueza está más cerca de las estadísticas de Paraguay que las de Argentina o Uruguay. Pero también lo es que desde 2003 a la fecha se alcanzaron resultados extraordinarios en el combate a la pobreza (30 millones de personas salieron de la miseria, 50 millones son asistidas con el Plan Bolsa Familia) y el desempleo bajó estructuralmente, llegando al 5,8% en mayo pasado, en franco contraste con la desocupación y el empobrecimiento que precedieron a las revueltas de la Primavera Árabe o de los indignados de España, donde el desempleo afectó al 27% de la población en el primer trimestre de este año. La locomotora brasileña perdió el empuje de años anteriores, pero aun así el poder de compra del salario mínimo creció el 8% en los dos primeros años

Toma del Congreso Nacional, Brasilia, 17-6-13 (Evaristo SA/AFP)

de gobierno de Dilma Rousseff (22% de aumento nominal) y el 53% en los dos gobiernos de Luiz Inácio Lula de Silva (155% de avance nominal), contra el exiguo 22% acumulado durante la administración de Fernando Henrique Cardoso, la última presidencia neoliberal, que prevaleció entre 1995 y 2002 (1). Bautismo cívico Ciertamente, en la explosión del 20 de junio, cuando hubo 1,5 millones de brasileños en las calles, nadie repudió el gasto público para sostener el Plan Bolsa Familia ni reclamó la aplicación de un programa de austeridad a la española. Las

quejas contra colectivos y subterráneos caros y malos (rápidamente contestadas por las autoridades que bajaron los 20 centavos de la discordia) fueron el grito preliminar de una demanda que fundamentalmente exige transporte para todos por igual en ciudades de contrastes abismales, como las de San Pablo, donde banqueros y empresarios eluden los embotellamientos de tránsito desplazándose a bordo de la segunda mayor flota de helicópteros particulares del mundo. “Nos organizamos para confrontar contra el Estado, creemos que así como está no funciona más. Lo que hacemos es atacarlo en puntos neurálgicos, con

acciones directas como romper los molinetes para que la población viaje gratis, que es lo mínimo que se debiera garantizar al que va a trabajar. Nosotros no somos lo mismo que los jóvenes de la Primavera árabe ni nos vamos por las ramas con asambleas eternas como los Occupy de Nueva York. Nosotros nos reunimos, deliberamos horizontalmente, elegimos un punto concreto. Después de eso se acaba el debate porque lo importante es movilizarse con todo”, explicó a el Dipló Matheus Preis, uno de los referentes del Movimiento por el Pase Libre, que admitió que la masividad y la federalización de las marchas desbordaron a su agrupación, cuya razón última es “avanzar hacia una disputa contra el sistema” (2). Al final de cuentas lo que acabó por ocurrir, luego del chispazo inicial paulista, fue una conmoción mayúscula en todo el país, que en lugar de asumir el signo ideológico de los muchachos del Movimiento por el Pase Libre, mutó en una constelación de demandas, atomizadas, sin organicidad, que sumadas expresaron vagamente la exigencia por derechos básicos (movilidad, educación, salud, justicia), garantizados por la letra de las leyes pero incumplidos por un Estado concebido como agente reproductor de un modelo socioeconómico atravesado por la mercantilización de las relaciones sociales. Las protestas representaron una novedad tanto virtuosa como imprevisible debido a la preocupante ausencia de partidos, lo cual fue celebrado por la prensa unánimemente conservadora. Sin liderazgos que galvanicen las reivindicaciones, las plazas y avenidas se convirtieron en una suerte de zona franca para oportunistas y provocadores y hasta facilitó la aparición de grupos fascistas reivindicando a la dictadura: “Dilma y Lula, váyanse a Cuba”, decía una pancarta. Hubo, incluso, agresiones contra militantes del PT y consignas, en algunos actos coreadas por un número importante de manifestantes, denostando toda forma de organización partidaria. Falta en Brasil una tradición política presencial, históricamente el pueblo no sale (o no salía) a las calles. Claro que existen puntos de concentración referenciales, como la Avenida Paulista en San Pablo o los canteros del Eixo Monumental frente al Congreso en Brasilia, pero no hay un “ágora nacional” unánime, equivalente al Zócalo de México, destino obligado de los grandes mitines electorales o las concentraciones zapatistas de 1994, la Plaza de Mayo porteña o la Alameda de Santiago de Chile. Para millares de brasileños de clase media, y entre ellos también los recién llegados a esa condición social, las marchas de junio representaron su bautismo en este tipo de protagonismo cívico, tardío. La incorporación al mercado de trabajo y de consumo de millones de excluidos, legado genuino de Lula, redundó en un país capaz de enfrentar la crisis global de 2008 gracias al dinamismo de esa demanda interna, que había tenido como correlato, hasta ahora, la ausencia de un protagonismo activo respecto de la cosa pública: los nuevos consumidores, a veces compulsivos, se caracterizaron por ser políticamente indiferentes, una suerte de sub-ciudadanos que se dan por satisfechos con ir de shopping (3). Brasil cuenta con una población de 194 millones de habitantes y 250 millones de celulares. Cada año crece la venta de vehículos, especialmente los de menor cilindrada, y en 2013 se estima que superará las 3,3 millones de unidades, en un mercado que no para de crecer, co-

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mo el de los vuelos de cabotaje gracias al aluvión de pasajeros de la nueva clase media, que en vacaciones desbordan la capacidad de los aeropuertos. Pero, por más exuberante que sea la expansión de su mercado interno, el gigante latinoamericano renguea de una pata, la de su defectuosa representación política, a cargo de partidos conservadores asociados a los socialdemócratas de Fernando Henrique Cardoso, que juntos tienen maniatado al Congreso y vuelven impotente al PT, pese a su numerosa bancada.  “Estamos hartos de los políticos”, fue una frase gritada con frecuencia por parte de aquellos ciudadanos que resolvieron asumir su condición de tales en la revuelta de junio. De una manera invertebrada, dijeron ¡basta! a quienes los degradan a la condición de consumidores de productos electorales cada cuatro años (para votar a Presidente) o a la de televidentes conformistas, al estilo Homero Simpson, que sentados en el living de su casa devoran por igual palomitas de maíz y noticias cocinadas (y adulteradas) por el multimedios Globo, cuyos estudios en San Pablo y Río de Janeiro fueron blanco de protestas (4). Podemos llegar a la conclusión, entonces, que la erupción brasileña, a diferencia de otros movimientos en apariencia similares, como el de los indignados españoles o el de los ocupantes de Wall Street, no es resultante del descontento frente a una crisis económica severa. Sino que fue enteramente política. Una eclosión que impedirá al país ser el que fue. Con todo, ningún análisis que se pretenda serio, puede presagiar si este movimiento telúrico, que provocó pánico a las elites, impulsará un giro capaz de profundizar las conquistas logradas en una década de gobiernos petistas. O, por el contrario, la ebullición será apropiada por el bloque conservador, interesado en instalar la ingobernabilidad como precedente para producir un barquinazo hacia la derecha. Al respecto, el teólogo Leonardo Boff, sostuvo en diálogo con el Dipló que “los 33 años de vida del PT fueron muy importantes para Brasil, sus gobiernos fueron muy imperfectos y también fueron los mejores para el pueblo. Nosotros no vamos a olvidar eso ni vamos a callar nuestras críticas, que las hacemos sin ser unos ingenuos desestabilizadores. No hay que prestarse a las tramoyas de una derecha muy perseverante. Siempre fue enemiga del PT. […] Debajo de este mar bello de gente, novedoso, impetuoso, está pasando algo profundo

con esos chicos frustrados, están desengañados con la falsedad del proyecto de vida consumista, anti-ecológico e individualista que les habían inculcado a través de los avisos publicitarios. Debemos valorizar al PT porque su gobierno se preocupó por los pobres aunque no prestó atención a las expectativas de los jóvenes, y ahora ellos están dando una voz de alerta. Creo que el PT está capacitado para entender esa situación y responder, pero no puede demorar demasiado, si no será tarde” (5). Con o sin rupturas La preocupación de Boff no es muy distinta a la de su amigo Lula da Silva y de la presidenta Rousseff, que percibieron la seriedad de la situación y su impacto sobre la continuidad de un proyecto transformador, sustentado en la tesis de construir cambios graduales sin rupturas. Tres consecuencias derivan de las protestas. La primera es electoral. Las manifestaciones a pesar de no embanderarse con el derrocamiento de la actual administración (dato soslayado cuando se compara linealmente el caso brasileño con el egipcio o el turco) tuvo como consecuencia inmediata haber deshilachado la popularidad de Rousseff, que pasó del 51% al anémico 30% de las intenciones de voto de cara a los comicios de octubre de 2014, dejando en entredicho una reelección que a principios de junio era concebida como incontestable. Al desdibujarse esa certeza también se diluye la expectativa de poder dilmista y su capacidad de garantizar la sobrevivencia de la coalición de partidos que la llevaron al gobierno en 2010, donde conviven, o se hacinan, desde el Partido Comunista al conservador Partido Movimiento Democrático Brasileño, del poderoso vicepresidente Michel Temer, al que se atribuyen emboscadas frecuentes para debilitar a Rousseff. La segunda es de carácter económico. Bastaron tres semanas de revuelta, para poner de rodillas al Palacio del Planalto y licuar su capacidad de negociación frente a los grupos de interés, especialmente ante el lobby financiero, que aprovechándose de la debilidad oficial reavivó su guerra de guerrillas contra la inspiración desarrollista de la política económica y logró asestarle un mazazo monetarista a través de la elevación de las tasas de interés (medida que había sido resistida con éxito durante un año por el gobierno) al 8,5%, índice que además de ser el más alto de América enterró la promesa oficial de alcanzar un crecimiento del orden del 4%

del PIB. Reservadamente en el gobierno admiten la derrota de la apuesta productivista, al menos en 2013. Reconocen que no se logrará la recuperación anhelada y estiman una expansión inferior al 3%, al tiempo que en el mercado financiero pronostican (y desean) un crecimiento raquítico, posiblemente menor al 2,5%, una pésima noticia para la economista Rousseff.

Las movilizaciones paralizaron al gobierno porque Rousseff fue incapaz de interpretar, en un primer momento, la protesta. La tercera es estrictamente política. Las movilizaciones paralizaron al gobierno porque Rousseff fue incapaz de interpretar, en un primer momento, la protesta. Durante algunos días la Presidenta evidenció su falta de talento para lidiar con el problema –cuya magnitud, hay que admitirlo, habría paralizado incluso a políticos más avezados– mientras crecía el fantasma de la ingobernabilidad, todo lo cual erosionó la capacidad del Ejecutivo para poner en caja al anticuado Congreso (donde manda un puñado de caciques recelosos frente al “dilmismo”, del cual detestan su republicanismo auténtico, su progresismo y su reticencia a los arreglos mafiosos ), espejo de una clase política regresiva sujeta, de un lado, a los feudos aún vigentes en varios estados y, del otro, al accionar de grupos de choque parlamentarios como la bancada rural (de los neo-terratenientes surgidos con el agronegocio, enemigo dogmático de la reforma agraria) y la evangélica, de cuyos escaños surgieron proyectos de ley para reducir la edad penal, formalizar la tercerización laboral clandestina y tipificar a la homosexualidad como una enfermedad. Se trata de piezas legislativas que bien merecerían una investigación antropológica por su viva fe reaccionaria en la que está encarnado el ascendente populismo de derechas, contra el cual el PT debe entablar una “batalla cultural” pa-

ra no perder el apoyo del subproletariado conquistado por Lula entre 2003 y 2010, según alertó el ministro Gilberto Carvalho, secretario general de la Presidencia. Los pastores del bloque legislativo neopentecostal pusieron el grito en el cielo frente a los dichos del funcionario, amenazando romper la tambaleante alianza con el gobierno si no había una retractación pública, algo que Carvalho, uno de los petistas de hueso colorado en el gabinete presidencial, hizo sin mucha convicción. En último análisis, cuando Carvalho habló de romper lanzas con los socios evangélicos, sacó a la luz un debate que madura en el PT, donde la crisis agudizó los cuestionamientos sobre otras alianzas indigestas, como las establecidas con el agronegocio y los banqueros, cuando aún imperaba la creencia de que era posible lograr avances sin estremecer la estabilidad. Dilma, incluso, estaría reflexionando sobre la conveniencia de prolongar la “paz armada” con Globo, al constatar que todas las concesiones políticas, y los multimillonarios contratos televisivos, fueron plata quemada, ya que el conglomerado está a la cabeza de las huestes desestabilizadoras. En ese sentido el titular del PT, Rui Falcão, no le escapó al toro, y propuso algo que hasta hace un tiempo ningún alto dirigente del partido se animaba a mencionar en público: la necesidad de sancionar una ley que regule la comunicación y acote los “monopolios”. En suma, este carnaval de junio, ese oxímoron a la altura del Trópico de Capricornio, fue un llamado de alerta para el mayor partido de izquierdas de América y un convite a considerar si aún está en pie la tesis de que en Brasil, a diferencia de lo que ocurre en otros países de la región, es posible profundizar el proyecto sin sobresaltos. g 1. Con base en datos del Departamento Intersindical de Estadísticas y Estudios Socioeconómicos (DIEESE) y el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE). 2. Entrevista con el autor, Brasilia, 25-6-13. 3.Véase al respecto como el “subproletariado” políticamente indiferente o “conservador popular” que nunca apoyó al PT finalmente adhiere a Lula. André Singer, Os Sentidos do Lulismo. Reforma gradual e pacto conservador, Companhia das Letras, San Pablo, 2009. 4. “En una visita que hicimos a la TV Globo con otros profesores de la Universidad de San Pablo, el presentador estrella y editor del noticiero, William Bonner, reconoció que confecciona las noticias pensando en un receptor con el intelecto de Homero Simpson”, Laurindo Leal Filho, en entrevista con el autor, Brasilia, abril de 2010. 5. Entrevista con el autor, Brasilia, 16-7-13. 

*Periodista, Brasilia. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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La capital peruana conoció una época en que sus habitantes lucharon por hacerse un lugar, y lo consiguieron. Gracias a la cooperación colectiva nacieron los “pueblos jóvenes”, un modelo de desarrollo informal para otras ciudades del mundo. Pero la lógica rentista de Fujimori, terminó anulando la lógica comunitaria.

El fin de la edad de oro de los “pueblos jóvenes”

Lima, ¿una ciudad para todos? por Elizabeth Rush*

Villa El Salvador, Lima, Perú, 26-3-10 (Mariana Bazo/Reuters)

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n esta noche de sábado, en pleno enero, cientos de personas se reúnen para festejar el segundo aniversario de Los Álamos, un asentamiento hecho de todo un poco. En cualquier lugar del mundo, un sitio así se calificaría de villa miseria, tugurio o barrio de okupas. En Lima, en cambio, se le brinda la armónica denominación de “pueblo joven”. El optimismo de la fórmula traduce un estado de espíritu característico de la capital peruana, donde invadir colectivamente un terreno todavía disponible, aunque sea de manera informal o irregular, es considerado como una especie de derecho propio en el proceso de urbanización. A lo largo del tiempo, algunos de esos “pueblos jóvenes” han pasado a figurar entre los barrios más animados de la capital.

En Los Álamos, la velada está en su apogeo: una multitud baila sobre el piso de tierra al ritmo de una orquesta de salsa que toca sobre un escenario tambaleante, y bebe cerveza entibiada por el aire cálido de esa noche estival. A la mañana siguiente, el ambiente cambia: el “pueblo joven” se transforma en una ciudad fantasma. Guirnaldas y banderines siguen decorando las casuchas que se levantan en desorden por la ladera pedregosa de la colina; pero ni un alma a la redonda, sólo algunos perros anémicos que dormitan al sol. Golpeamos puerta por puerta, sin éxito, hasta que por fin una se abre. “Después de la fiesta de anoche, la gente quedó tan agotada que todos volvieron a sus casas, en el Huaycán Bajo, las zonas C y D”, explica Leonarda Ruiz, una mujer robusta con dos niños aferrados a su fal-

da. Su marido trabaja en la ciudad como lustrabotas; recién volverá al anochecer. “Pueden hablar conmigo, pero yo no sé mucho”, nos dice. Sólo tres familias residen de manera permanente en Los Álamos; la suya es una de ellas. Durante mucho tiempo la invasión de tierras se hizo de manera colectiva. Esto permitía a los inmigrantes pobres que venían de las montañas peruanas crear un lugar común donde vivir compartiendo sus magros recursos. Actualmente, la mayoría de los campesinos que “bajan a la capital” con la esperanza de una vida mejor se instalan como pueden, cada uno en su rincón. La parcela de Leonarda está dieciséis kilómetros al este del centro de Lima, sobre el costado más alto del valle de Huaycán. Desde la escalinata, la jo-

ven mujer goza de una vista excepcional de la ciudad que se agita abajo, con sus carreteras rectilíneas, sus jardines públicos, sus comercios, sus escuelas, sus cibercafés, sus rotiserías, sus cementerios y sus canchas de fútbol, sus numerosas canchas de fútbol… Hace cuarenta años, Huaycán era tan solo un desierto. Luego, la guerrilla maoísta desgarró el interior del país, desencadenando una espiral de sangrientas represalias que causaron estragos en la economía peruana, y empujó a miles de campesinos a buscar refugio en la capital. Se multiplicaron los asentamientos, al principio en la periferia, después cada vez más lejos, hasta este olvidado valle. En lugar de ignorarlos o perseguirlos, la municipalidad de Lima decidió ayudar a los refugiados que intentaban construir un hogar en las tierras comunales. Se realizaron investigaciones geológicas y topográficas para elaborar un plan de desarrollo. Los inmigrantes construyeron ellos mismos las infraestructuras prescriptas por la municipalidad, y ésta se comprometía a cambio a proveer acceso al agua, a la electricidad y a los transportes. Así, en el espacio de una noche o menos, nacía un nuevo “pueblo joven”. Especulación inmobiliaria En las conferencias internacionales, los “pueblos jóvenes” se presentan a menudo como un modelo de desarrollo urbano informal. De hecho, los que surgieron entre los años 1960 y 1980 impresionan por su vitalidad, su (relativa) paz social y la fuerte implicación de sus habitantes en la vida de su ciudad. Pero a principios de los años 1990, bajo la dirección del presidente neoliberal Alberto Fujimori (19902000), el título de propiedad se impuso como la medida de todo, en especial para la “rehabilitación” del asentamiento informal. La antigua cooperación entre poderes públicos y habitantes sin tierra fue reemplazada por una privatización en cadena del espacio de vida, que apuntaba a transformar en pequeños propietarios a los habitantes librados a los rigores de la triunfante economía de mercado. Las poblaciones de los pueblos jóvenes construidos durante o después de ese período siguen luchando, a veces desde hace décadas, para que los prestadores de servicios –privatizados– acepten conectarlos a los servicios de agua o electricidad. Cada vez con mayor frecuencia, las tierras susceptibles de acoger a un nuevo pueblo joven son objeto de la especulación inmobiliaria, en beneficio de los habitantes del centro de la ciudad de Lima. El alza de los alquileres que esto provoca ya no les permite a los nuevos migrantes acceder a las únicas viviendas que podían pagarse hasta aquel entonces. Por delante de la casa de Leonarda pasa una joven elegantemente vestida, con un smartphone en el cinturón de su jean. “Mi madre es una histórica fundadora de Huaycán. En 2008 le compró todos estos terrenos a Collanac [una comunidad de habitantes indígenas]”, dice, señalando con el dedo las alturas erosionadas de la colina. Su madre no fue la única que aprovechó la ganga. En toda Lima, los caciques locales se apoderan ilegalmente de las tierras que los inmigrantes codician, para luego sacarle dinero a quien desee establecerse allí de forma permanente. Antiguos inmigrantes, instalados más abajo en el valle, pagan una

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suma y acampan en las parcelas durante algunos meses, mientras construyen casuchas provisorias. Luego vuelven a sus casas a la espera de nuevos recién llegados, como la familia de Leonarda. En un país donde las oportunidades inmobiliarias son escasas, para muchas familias modestas comprar y vender esos pequeños terrenos representa un medio para llegar a fin de mes. “Todo lo que queríamos era una pequeña parcela propia para plantar algunas verduras y mandar a nuestros hijos a la escuela”, explica Leonarda. Un año atrás, ella y su familia habían abandonado su poblado, a novecientos kilómetros de allí, cerca de la frontera con Ecuador, con el fin de iniciar una nueva vida en la capital. Pero terminó la época en que sus semejantes podían invadir colectivamente tierras sin desembolsar un centavo. Para obtener el derecho de ocupar un cobertizo en la ladera de la colina, en el cinturón exterior de la ciudad, Leonarda y su marido tuvieron que pagarle el equivalente a 2.800 dólares –es decir cuatro años de sus ingresos– a un lejano vecino del Huaycán Bajo. “No hay ni agua corriente, ni caminos, ni desagües. Tenemos electricidad, pero clandestina y cuesta muy cara”, protesta Leonarda. Detrás suyo, algunas casitas deshabitadas pintadas de vivos colores cubren la colina, como un puñado de confites diseminados por el desierto. Muchas de las construcciones están sin terminar: cuatro paredes ocres que todavía esperan un techo. Es a menudo así como nacen las nuevas zonas urbanas irregulares, a base de cartones, lonas y chapas ondu-

ladas; lo que en general no impide que luego se transformen en barrios habitables. Pero el Huaycán Alto difiere de los pueblos jóvenes fundados en el pasado: es un asentamiento abandonado incluso antes de haber nacido. Por cierto, de entre todos los padecimientos que sufre Leonarda, el más doloroso es la ausencia de vecindario. De la exclusión a la autogestión “Una ciudad para todos”. En Lima este lema se exhibe por todas partes: en el nuevo subterráneo de la capital, sobre los tanques de agua instalados en medio de las áridas colinas, en los sitios donde trabajan los encargados de calcular el valor de las tierras que bordean el río Rímac. Un tercio de los peruanos vive en Lima. Y entre los habitantes de la capital, uno de cada tres ocupa un terreno que no le pertenece. A lo largo del siglo pasado, la ciudad vivió un gran crecimiento gracias al flujo de millones de pequeños campesinos desalojados de sus tierras por los grandes agricultores, la guerrilla de Sendero Luminoso y la brutalidad de la contra-insurgencia. De 1940 a 1993, su población se multiplicó por veinte. Con cada nueva ola de inmigrantes aumentaba la escasez de lugar para acogerlos. Entonces, los recién llegados empezaron a construir sus propias viviendas, sus propias ciudades en los confines de la periferia, sin ningún título de propiedad. En este sitio donde la cordillera de los Andes se hunde en el océano Pacífico, quienes no tienen recursos para alojarse en la reverdecida meseta del centro de Lima se hacen un lugar en los

intersticios de la geología: contrafuertes montañosos, recovecos desérticos y valles escarpados. Hubo un tiempo en que Lima sufría tal presión demográfica que el Estado tuvo que entablar una inédita cooperación con los inmigrantes rurales. La periferia de la capital sería así remodelada para siempre. En 1971, doscientas familias se pusieron de acuerdo para invadir terrenos privados en la superpoblada ciudad de Pamplona, cerca de Lima. Ese día, llegaron a ser final-

Un tercio de los peruanos vive en Lima. Y entre ellos, uno de cada tres ocupa un terreno que no le pertenece. mente más de nueve mil. Ante el caos que acechaba, las autoridades tomaron medidas drásticas. El general Juan Velasco Alvarado, en el poder entre 1968 y 1975, decidió en primer lugar cortar la distribución de víveres a los “invasores” y luego expulsarlos hacia una franja de tierra árida usando convoyes de autobuses. Sin saberlo, acababa de crear las bases de lo que iba a convertirse en el arquetipo de la villa autogestionada: Villa El Salvador.

En el mapa, Villa El Salvador se muestra tan monótona y previsible como un hospital. No existe ninguna sinuosidad para vagabundear por esa cuadrícula de calles rectilíneas que se cruzan en ángulo recto y a intervalos regulares. El gobierno de Velasco fue el que trazó los planos de la ciudad, y los propios desplazados eran quienes estaban a cargo de los trabajos. Los habitantes, en su mayoría desocupados desde su llegada a Lima, aseguraron primero la construcción gratuita de las infraestructuras –hechas con sus propias manos– y, más tarde, desde el nivelamiento del suelo para el trazado de los caminos hasta la excavación de las zanjas para los conductos de agua. En 1975, la población de Villa El Salvador ya alcanzaba ciento treinta mil personas, de las cuales la mayoría disponía de agua corriente y electricidad tan sólo cuatro años después de haberse mudado al desierto. “El gobierno y la población acordaron que si los inmigrantes hacían el esfuerzo de construir las bases de esos nuevos asentamientos, era tarea del Estado proveerlos de los servicios, o al menos establecer el compromiso de hacerlo”, explica Daniel Ramírez Corzo, un viejo inmigrante de Villa El Salvador devenido asesor del alcalde en lo relativo a la vivienda. Tras haber inaugurado el período de urbanización informal más floreciente de la historia de Lima, esta villa surgida de la nada se convirtió en una referencia para otras comunidades, como la del Huaycán Bajo. Durante las dos décadas que siguieron a su creación, cientos de barrios informales del mismo tipo empezaron a brotar en las arenas del desierto. En el curso de esta edad de oro, los refugiados económicos que desem- d

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d barcaron en la capital fueron consi-

derados socios en la expansión de Lima. Ellos aseguraron la sorprendente prosperidad de esas colonias, visitadas por urbanistas de todo el mundo. Sin embargo, a lo largo del tiempo el poder endureció su política y consagró la victoria de los intereses privados por sobre los públicos. Hace menos de veinte años, el presidente Alberto Fujimori –hoy en prisión por violación de los derechos humanos– lanzaba la campaña de privatización de tierras más radical nunca antes producida en el mundo. El instrumento de esta política era el Organismo de Formalización de la Propiedad Informal (Cofopri). Financiado por el Banco Mundial e inspirado en las teorías neoliberales del economista Hernando De Soto (según quien “los pobres no son el problema, son la solución”), el Cofopri se proponía entregar títulos de propiedad a los residentes de los pueblos jóvenes. En su libro El misterio del capital, De Soto explica: “La mayoría de los pobres ya poseen suficientes bienes como para triunfar en el sistema capitalista. En realidad, el valor de sus bienes es enorme; se eleva a cuarenta veces el monto total de la ayuda extranjera recibida en todo el mundo desde 1945. […] Pero esos recursos no se presentan como sería necesario. […] Al no existir documentos que designen claramente a su propietario, esas posesiones no pueden ser directamente transformadas en capital: no pueden venderse fuera de los estrechos círculos locales donde la gente se conoce y se tiene confianza mutua, no pueden servir para garantizar un préstamo, ni de aporte en efectivo en una inversión”. Por lo tanto, bastaría con acordar al okupa un título de propiedad y los derechos que de ello se derivan para que coseche los jugosos frutos del capitalismo –a saber, el capital disponible por el acceso al crédito– y así mejorar su existencia para mayor beneficio de su comunidad. Las bondades del espíritu empresario Así, durante la era Fujimori, Perú empezó a privilegiar la propiedad privada – más que la construcción– como solución a la escasez de vivienda, y esto por al menos dos razones. En primer lugar, los derechos de propiedad acordados a diestra y siniestra a los habitantes tenían un valor tan irrisorio (60 dólares por título) que le costaban al Estado menos que la provisión de ladrillos y cemento. En segundo lugar, presentaban la doble ventaja de hacer aparentemente superfluas otras medidas redistributivas –tales como una fiscalidad progresiva o subvenciones a la edificación de nuevas viviendas– mientras preservaban los intereses de los más ricos. Gracias a la varita mágica del Cofopri, el Estado pretendía suprimir las barreras que les impedían a los pobres gozar plenamente de la riqueza que “ya poseían”: el suelo sobre el que dormían. Pero esta conminación a ser felices no bastó para que el pequeño propietario se convenciera y actuara como ellos esperaban que hiciera: no corrieron al banco a endeudarse. “¿Por qué arriesgaría mi casa, que es la cosa más importante de mi vida, sólo para que me presten un poco de dinero?”, se pregunta Casio Vizcarra, el presidente de la comunidad Virgen de Guadalupe, una de las primeras en recibir los títulos de propiedad del Cofopri. Fabricante de bijoutería artesanal, músico aficionado y padre soltero de dos hijos, logró ahorrar el dinero suficiente para equipar su casa de cañerías, piso de cemento y televisión con servicio sate-

lital. Los ahorros que debió juntar para esas compras le demandaron más tiempo del que hubiera empleado en obtener un préstamo bancario, pero fue precisamente esa larga y paciente mejora del hábitat lo que les permitió a tantas comunidades desarrollarse “poco a poco”. Junto con sus vecinos, Casio sometió la pedregosa colina en la cual vive, cavando un sendero a golpes de pico y utilizando las piedras obtenidas de la ro-

Las tierras que rodean Lima son presa de los especuladores, y desapareció el componente social de la vida comunitaria. ca como material para preparar las bases de otras casas. Durante más de diez años, llevó adelante el combate por lograr la conexión de su comunidad al agua corriente y al sistema de cloacas. Cuando la compañía de aguas Sedapal terminó por ceder, les mostró a sus camaradas cómo utilizar y mantener sus nuevos sanitarios con descarga de agua. Casio es tan ingenioso como prudente. Al igual que la inmensa mayoría de los “invasores” de ayer convertidos en pequeños propietarios periurbanos, se obstina en no endeudarse. Consultado sobre esa resistencia al crédito bancario, el director del Cofopri, Ais Jesús Tarabay Yaya, elude la pregunta oponiendo a los buenos ciudadanos, los que “tienen el don de los negocios”, con las mentes retrógradas de aquellos que “carecen de espíritu empresario”. Es evidente que Casio, sus vecinos y la mayoría de los habitantes de los pueblos jóvenes de Lima pertenecen a la segunda categoría. Se necesitaron decenas y centenas de fatigosos pequeños pasos para que las comunidades de exiliados se construyeran una existencia decente en las tierras que ocupan y hacen fructificar. Pero bajo el reinado del Cofopri, acceder a la propiedad no demanda enormes esfuerzos: basta con sacar un número en la oficina central de San Isidro y esperar que un empleado los llame a la ventanilla. En el corazón de Lima, en la sala de espera bañada de luz fluorescente, algunos inmigrantes con sus trajes de domingo compulsan nerviosamente su expediente. Para obtener un título de propiedad, tienen que probar diez años de presencia en la parcela de tierra que reivindican y disponer de un certificado, otorgado por un ingeniero, de que se puede construir en ese terreno. Poseer un título de propiedad puede resultar útil. Pero los mecanismos que condicionan su adquisición ejercen una influencia nada despreciable sobre la manera en que se desarrolla la ciudad. Un proyecto vaciado Según estimaciones creíbles, en el curso de los próximos treinta y cinco años debería duplicarse, en todo el planeta, la cantidad de personas alojadas sin derecho ni título. En el lapso de dos generaciones, dicha cantidad podría representar un tercio de la población mundial, contra un sexto en la actua-

lidad. La mayoría residirá al borde de grandes metrópolis, víctimas de una expansión desenfrenada. Al respecto, Lima constituye un caso de manual. Hace dos años, India envió a Perú una delegación para verificar si el sistema del Cofopri podía permitir a ciudades como Nueva Delhi o Bombay administrar su propia superpoblación. Una mirada superficial sobre la capital peruana lleva a retener la imagen de esos “pueblos jóvenes” de desarrollo ejemplar, sin por ello permitir evaluar el papel crucial que la organización colectiva de los habitantes y su cooperación con los poderes públicos juega en este éxito. Dado que la percepción del mundo no es impermeable a las distorsiones a las que induce la economía de mercado, muchos visitantes extranjeros se inclinarán incluso por atribuir los éxitos de los pueblos jóvenes... a la ideología de la propiedad privada. Para Teresa Cabrera, investigadora en el Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (Desco), “el fácil acceso a la propiedad que preconiza el Cofopri destruyó cierto equilibrio. Hoy las tierras que rodean Lima son presa de los especuladores, que consiguen títulos de propiedad sin preocuparse por el proceso de consolidación local que prevalecía hasta ese entonces. El hábitat ya no se mejora y desapareció el componente social de la vida comunitaria”. Incluso la solidaridad entre habitantes que prevalecía en las invasiones colectivas de tierras cedió su lugar a una anexión especulativa elevada al rango de deporte nacional. Víctor Raúl Acuna soñaba con tener su casa propia, así que decidió imitar a sus padres. En 2005, se instaló en un tramo de carretera abandonada a la salida oeste de Villa El Salvador, donde creció. “Varios grupitos ya vivían sobre ese camino. Su asentamiento se había incendiado, así que vinieron aquí. Con mi mujer, mis dos hijos y cerca de doscientas otras personas, nos unimos a ellos”, cuenta. Juntos, decidieron formar una nueva comunidad, bautizada Juan Pablo Segundo, en homenaje al entonces Papa. Novicios en política, Acuna y sus compañeros no se dieron cuenta hasta qué punto las prácticas de ocupación de tierras habían evolucionado desde los primeros días de Villa El Salvador. En primer lugar, una parte de los fundadores de Juan Pablo Segundo revendieron varias veces los mismos títulos de propiedad, y luego simplemente desaparecieron. Los recién llegados padecieron la brutalidad policial y la falta de agua. Como la mayoría de los lotes revendidos fueron además divididos por dos, la comunidad se desgarró por cuestiones vinculadas al tamaño de los terrenos y su eventual regularización. Pero el problema más espinoso fue el de las casas vacías. Entre los primeros habitantes del pueblo joven, muchos armaron a las apuradas una casucha inhabitable destinada tan solo a sostener su demanda de propiedad. “Esa gente ya posee una linda casa en Lima; pero, como quieren ganar todavía más dinero, nos dejan a nosotros todo el trabajo de mejora del terreno, esperando tranquilamente su título de propiedad y la conexión de agua y electricidad. Tras lo cual revenderán la casa y no los veremos más”, se enfurece Acuna, abriendo y cerrando sus callosas manos, que todavía conservan el rastro de los recientes trabajos de terraplenado. Acuna le muestra al visitante los pocos éxitos de los que su comunidad

puede jactarse, como la canilla pública de agua potable o las cañerías decoradas con banderines amarillos y blancos que drenan la escasa agua de lluvia hacia las cisternas de plástico dispuestas delante de cada casa. Pero el objetivo de una existencia decente basada en servicios confiables sigue más alejado de lo que desearía admitir. En la actualidad, siete años después de instalado sobre esta arenosa colina, la única electricidad de la que dispone proviene de una conexión clandestina. Su casa sigue sin agua corriente y el camino es demasiado empinado para que puedan llegar los camiones de entrega de la Sedapal. “Nos gustaría recibir el título de propiedad. Quizás nos permitiría obtener los servicios que necesitamos”, espera. Lo que ignora, y que el Cofopri se abstiene de reconocer, es que la posesión de un título de propiedad no aporta en sí misma ninguna garantía en materia de desarrollo. “Un rincón de desierto no es una solución, pero un trozo de papel tampoco. Sin acceso a los servicios públicos, el título de propiedad no hace más que mantener a los habitantes de los asentamientos en la pobreza”, señala Corzo. El mes pasado, este electo del Consejo Municipal de Lima lanzó el primer programa de viviendas sociales de la historia de la capital, pensado como una alternativa a la política de acceso a la pequeña propiedad. La expansión vertical en zonas menos alejadas de la ciudad constituye a sus ojos una mejor solución para los inmigrantes que se amontonan en los barrios superpoblados de la ciudad. La alcaldesa de Lima, Susana Villarán (de izquierda), se comprometió a terminar con las prácticas clientelistas heredadas de la era Fujimori. Pero la transición es dolorosa. Además de consumir una parte de los recursos de los más modestos, suscita el rencor de los funcionarios electos a los que el Consejo Municipal persigue por corrupción. La campaña para destituir a Villarán desembocó el 17 de marzo pasado en un referéndum que la alcaldesa ganó con un estrecho margen del 3%. Antes de abandonar Los Álamos, encontramos una familia procedente de La Victoria, un barrio central de Lima que alberga el floreciente mercado de los mayoristas textiles, Gamarra. Además de Leonarda y la hija de la especuladora, son las únicas personas con las que nos cruzamos en esta colina desolada el día siguiente al de la fiesta de aniversario. Vinieron a inspeccionar un negocio del que escucharon hablar a un amigo y que no se puede desaprovechar. “Nuestro país se desarrolla rápidamente, así que es una buena idea comprar tierra para hacerse de un poco de dinero”, explica el padre, quien trabajó en la capital durante casi cincuenta años. Para escapar del calor sofocante, nos refugiamos a la sombra de una casa abandonada. “Pero ese terreno está demasiado alto, al igual que su precio –murmura–. Aquí no hay nada. Quería esta parcela para mi hijo, que no necesita mudarse enseguida. Pero, ¿cuánto tiempo va a pasar hasta que la carretera y el agua corriente lleguen aquí?”. Mucho tiempo, estuvimos tentados de responder. A menos que su hijo se ponga manos a la obra. O que el Estado se decida por fin a intervenir. g

*Periodista.

Traducción: Teresa Garufi

Dossier

Grupos opositores a Mohammed Morsi en la plaza Tahrir, El Cairo (Rex Features/Dachary)

El oscuro turbión egipcio La caída del gobierno de los Hermanos Musulmanes tras una serie de masivas protestas populares no admite una sola causa. A sus propios y graves errores y a las aspiraciones democráticas de vastos sectores del pueblo se agregan las maniobras del Ejército para mantener su antigua hegemonía.

Insurrección: A la sombra de los militares, por Alain Gresh 22 Ballet de El Cairo: Los cisnes del Presidente, por Mona Abouissa 24 Los nuevos dirigentes, el ejército, las urnas, la calle, por Serge Halimi 40

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Dossier El oscuro turbión egipcio

Mujeres egipcias en apoyo al depuesto presidente Mohammed Morsi, El Cairo, 8-7-13 (Hams/AFP/Dachary)

¿Golpe de Estado? ¿Insurrección popular? ¿Nueva fase de la revolución? ¿Cómo calificar el movimiento masivo contra Mohammed Morsi, primer presidente civil democráticamente elegido en Egipto, tras su destitución, el pasado 30 de junio?

La insurrección egipcia no fue espontánea

A la sombra de los militares

P

por Alain Gresh*

or supuesto, uno se puede sorprender al ver que una fuente militar certifica que catorce millones de egipcios (cifra que a veces llevan hasta los treinta y tres millones) salieron a las calles el 30 de junio de 2013, y al ver al Ejército facilitarles a los medios imágenes tomadas desde sus aviones para confirmar sus declaraciones (1). Por supuesto, uno se puede cuestionar cuando responsables del Ministerio del Interior festejan las más grandes manifestaciones de la historia de Egipto. Por supuesto, uno puede ser un poco escéptico acerca de las quince y hasta veintidós millones de firmas que consiguió el movimiento Tamarod (“Rebelión”) pidiendo la renuncia del presidente Mohammed Morsi, y sonreír cuando un “filósofo egipcio” asegura que “la Alta Corte Constitucional llevó a cabo un recuento” (2) de las mismas. No importa. Más allá de estas exageraciones, el país fue testigo el 30 de junio de su mayor movilización desde enero-febrero de 2011. En masa, los egipcios quisieron recordar sus exigencias de dignidad, de libertad, de justicia social. Quisieron dar a conocer su rechazo hacia la política de Morsi y de la organización que representa, los Hermanos Musulmanes. Creada en 1928, la cofradía atravesó un tormentoso siglo XX. Su historia está marcada por la represión, los arrestos, la tortura. Sin embargo, cada vez que se presentaba una ocasión, la organización lograba importantes éxitos electorales, ya fuera en escrutinios legislativos o profesionales (ingenieros, médicos, abogados, etc.). Durante décadas, su consigna (“El islam es la solución”), su red de solidaridad y la auténtica abnegación de sus militantes le confirieron un aura. Y le aseguraron una ma-

yoría en el momento de las primeras elecciones legislativas libres (fines de 2011-principios de 2012), marcadas por la participación sin precedentes de treinta millones de egipcios. Más allá del núcleo duro de los simpatizantes, muchos votantes quisieron darle una oportunidad a la organización fundada por Hassan Al-Banna. “Ya probamos todo. Probamos con un rey; no funcionó. Después probamos el socialismo con [Gamal Abdel] Nasser, e incluso en los momentos más fuertes del socialismo todavía estaban los pachás del Ejército y de los servicios de inteligencia. Acto seguido probamos el centro, más tarde el capitalismo. […] Y no funciona. Así que ahora podríamos probar con los Hermanos Musulmanes, a ver si funciona. De cualquier manera, no tenemos nada que perder.” En un serpenteante relato de sus tribulaciones en medio de los embotellamientos de El Cairo prerrevolucionario, el escritor Khaled Al-Khamissi daba cuenta de este comentario de un taxista (3). En la primavera de 2013, el periodista adepto a las confidencias de esos mismos taxistas escuchó otra campana: los Hermanos Musulmanes “tampoco funcionan”. Lo que la represión no había conseguido, dos años y medio de vida pública y de debate pluralista, más abierto y frecuentemente polémico, lo lograron: expuestos a la luz y a la controversia, los Hermanos retrocedieron inexorablemente. Incapacidad reformista Desde hacía varios meses, las urnas confirmaban ese repliegue. En la primera vuelta de la elección presidencial, en mayo de 2012, Morsi consiguió tan sólo un cuarto de los votos y logró la mayoría en la segun-

da vuelta sólo gracias a quienes rechazaban a su adversario, el general Ahmed Chafik, el candidato del antiguo régimen. Algunos meses de un relativo estado de gracia le permitieron al presidente deshacerse, como quien no quiere la cosa, en agosto de 2012, del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA), responsable de la desastrosa transición luego de la caída de Hosni Mubarak y de violentas represiones, entre las que se cuenta la de octubre de 2011 contra una manifestación pacífica en solidaridad con los coptos (4). Pero después, el rais y su organización iban a ver cómo se debilitaba su popularidad. Y cómo sus resultados retrocedían en las elecciones estudiantiles en las universidades, pero también dentro de los sindicatos de periodistas o de farmacéuticos. Este fracaso tiene muchas explicaciones, y no todas son susceptibles de ser atribuidas a los Hermanos. Pero, fundamentalmente, la organización no fue capaz de adaptarse a la nueva realidad política pluralista, salir de su cultura de la clandestinidad, transformarse en un partido político, forjar alianzas. Es cierto, fundó el Partido de la Libertad y la Justicia (PLJ) (5), pero este partido permaneció totalmente sometido a la dirección de los Hermanos. Contando sus negociaciones con el PLJ, un cuadro del Partido Socialdemócrata nos decía que, a cada hora, había que suspender la sesión para que sus interlocutores pudieran consultar con la cofradía. Comprometidos a lo largo de la década de 1990 en un aggiornamento signado principalmente por la aceptación de las nociones de democracia y de soberanía popular, los Hermanos, bajo los golpes de la represión que le siguió a su éxito en las legislativas de 2005, otra vez se replegaron sobre sí mismos. Durante su congreso de 2009, el ala más conservadora, dirigida por el empresario Khairat Al-Shater, consolidó su posición e hizo a un lado a los elementos más abiertos, como Abel Moneim Aboul Fotouh. Claramente, no son su activismo religioso o su voluntad de aplicar la sharia [ley islámica] los que desanimaron a los egipcios: su balance en este campo es bastante pobre, lo que por otro lado les reprocha el poderoso partido salafista Al-Nour. En realidad, su incompetencia y su ineptitud para encarar reformas sorprendieron a más de uno. Organización conservadora, los Hermanos respetaron el orden establecido y no supieron hacer las alianzas que habrían posibilitado una transformación del aparato de Estado –Ejército, Policía o Poder Judicial–, que permaneció mayoritariamente fiel al antiguo régimen. Fuerte tónica conservadora En lo que respecta al movimiento social y a los sindicatos, su actitud fue semejante a la del antiguo régimen. “En el Parlamento –destaca la revista estadounidense Merip– los Hermanos rechazaron un proyecto de ley laboral que habría garantizado el derecho a formar sindicatos independientes por medio de elecciones libres. Propusieron ‘regular’ las huelgas y se posicionaron del lado de las patronales durante las salvajes huelgas que se extendieron luego de la destitución de Mubarak. A principios del verano, Egipto volvió a la lista negra de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) por haber omitido respetar las convenciones de las que es signataria. […] El gobierno de Morsi ignoró los mandatos del tribunal, que imponían revisar varias privatizaciones de empresas públicas malvendidas en la era Mubarak” (6). Aislado, el presidente Morsi se complicó, en noviembre de 2012, con una declaración constitucional que le atribuía plenos poderes. Incapaz de ponerla en marcha, movilizó a sus milicias e intentó colocar a sus hombres, dando lugar así a que se lo acusara de “hermanizar” el Estado (acusación poco consistente en la medida en que lo esencial de las instituciones escapaba a la autoridad del presidente). Pero sería ingenuo pensar que el levantamiento fue un resultado de este único rechazo. Los Hermanos le hicieron frente a una campaña de desestabilización orquestada por el antiguo régimen: disolución del Parlamento electo, rechazo por parte de la policía de garantizar el orden público y la protección de sus oficinas (es significativo que el ministro del Interior fue removido de sus funciones luego del 30 de junio), absolución por los tribunales de los responsables de la época Mubarak. Cuando, en mayo de 2013, Reporteros

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Sin Fronteras (RSF) ponía al gobierno egipcio en su lista de “depredadores” de la libertad de prensa (un calificativo que nunca se utilizó contra el régimen de Mubarak), estaba en marcha, según el sitio The Arabist (30 de junio), una “máquina implacable de demonización mediática y de deslegitimación de la administración Morsi, mucho más allá de los errores de los que Morsi es responsable. Cualquiera que mire CBC, ONTV, Al-Qahira walNas y otros canales satelitales, o lea diarios histéricos como Al-Destour, Al-Watan o Al-Tahrir (y, cada vez más, Al-Masri Al-Youm), es atiborrado con una propaganda anti Morsi permanente”. La oposición, agrupada en torno al Frente de Salvación Nacional (FSN), participó en esta campaña y no dudó en hacer causa común con el antiguo régimen. Como lo remarcaba Esam Al-Amin en la víspera del 30 de junio, “en la batalla ideológica entre ex compañeros revolucionarios, los fouloul [ci-devant, partidarios del antiguo régimen] fueron capaces de reinventarse y de volverse actores principales junto a los grupos laicos contra los Hermanos y los islamistas. Recientemente, [Mohammed] El-Baradei se declaró listo a recibir en su partido a todos los elementos del Partido Nacional Democrático de Mubarak, mientras Hamdeen Sabbahi [candidato desafortunado en la elección presidencial que quedó en la tercera posición y que se reclama del nasserismo] afirmaba que la batalla contra los fouloul era ahora secundaria, siendo el principal enemigo los Hermanos y sus aliados islamistas” (7). La fascinación de Sabbahi por el Ejército y por Nasser parece haberlo conducido a este viraje, más extraño aun si se considera que, durante las elecciones legislativas, su partido estaba aliado con los Hermanos Musulmanes. Contra las versiones ingenuas Más allá de esa “postal” que muestra a jóvenes desorganizados que voltean a un “dictador islamista” se perfila un cuadro menos luminoso. Mahmoud Badr, uno de los fundadores de Tamarod, puede jactarse –¿inocencia o estupidez?– de que el comandante en jefe del Ejército, durante su primer encuentro, se haya plegado a su crítica: “Se lo digo yo, usted es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, pero el pueblo egipcio es su comandante en jefe y le ordena colocarse inmediatamente a su lado y pide elecciones anticipadas” (8). Más realista, una militante del movimiento explica que se retiró en el momento en que vio aparecer caras que conocía “como pertenecientes a los fouloul o que justificaban las acciones de la Seguridad del Estado”. Mil y un indicios prueban que el movimiento fue preparado durante mucho tiempo por el Ejército, con garantías concedidas por Arabia Saudita y por los Emiratos Árabes Unidos, la Seguridad del Estado y los fouloul. El multimillonario Naguib Sawiris, relacionado con el antiguo régimen, reconoció haber financiado a los militantes de Tamarod, sin que ellos lo supieran, mientras Tahani Gebali, ex vicepresidente de la Alta Corte Constitucional, explicaba cómo ella misma los había ayudado a armar una estrategia para hacer intervenir al Ejército (9). La misma Gebali también declaraba, luego de la caída del régimen de Mubarak del cual era un pilar, que era necesario que las personas diplomadas dispusieran de más votos que las otras en las elecciones (10). Y, como por milagro, luego de la caída de Morsi, las penurias, principalmente la de nafta, se terminaron; los policías volvieron a las calles. Pero uno puede dudar de que vayan a proteger a las mujeres: el 3 de julio, día del derrocamiento de Morsi, un centenar de agresiones sexuales y violaciones fueron perpetradas en la plaza Tahrir (11).

¿Y no es el general Abdel Fatah Sissi, el nuevo hombre fuerte del régimen, quien se hacía el apóstol de los “tests de virginidad” realizados en ese momento por el Ejército a manifestantes? El derrocamiento de Morsi no amplió el pluralismo de los medios en Egipto. Al contrario: una media docena de cadenas fue prohibida, periodistas arrestados, los medios extranjeros denunciados con los mismos tonos que la prensa oficial bajo Mubarak. La continuidad de un Ministerio de Información no augura nada bueno. Mientras que los medios del Estado se niegan a cubrir las manifestaciones organizadas por los Hermanos –que sin embargo reúnen a cientos de miles de personas–, prácticamente la totalidad de los periodistas se pliega al discurso oficial, al tono nacional-chovinista. Las amenazas y las presiones apuntan, más allá de los Hermanos, a todos aquellos que critican la línea oficial. Hay que leer de todos modos la bella y valiente toma de posición del célebre cómico Bassem Youssef que, aunque enemigo declarado de los Hermanos, denuncia la deshumanización de sectores enteros de la sociedad (12). Caso de escuela: la cobertura de la represión del sit-in (la “sentada”) organizado el 8 de julio de 2013 por los Hermanos ante el sitio de la Guardia Republicana, en el que murieron al menos cincuenta personas. Interrogado acerca del uso excesivo de la fuerza, el portavoz del Ejército afirmó, sin reír (ni llorar): “¿‘Uso excesivo’? Habría sido excesivo si hubiéramos matado a trescientas personas”. El sitio en lengua inglesa Madamasr, uno de los pocos que no sucumbió a la propaganda, publicó testimonios abrumadores para el Ejército, sobre todo las imágenes de un videasta que trabajaba para un canal de la oposición y que mostraban soldados disparando, sin ningún motivo. Su video fue rápidamente levantado del sitio, “a la espera de la posición oficial del Ejército”. A un artículo publicado por el diario Al-Chourouk, que citaba a varios residentes del barrio que confirmaban que el Ejército había sido el primero en disparar, también lo sacaron de circulación (13). Todos los poderes están en este momento en manos de Adly Mansour, miembro de la Alta Corte Constitucional, la cual presidió durante… cuarenta y ocho horas. El hombre cuya carrera está ligada al antiguo régimen y a Arabia Saudita, donde trabajó por más de diez años, promulgó una “hoja de ruta”, una declaración constitucional que le concede plenos poderes ejecutivos y legislativos y prevé elecciones para dentro de seis meses (14). Algunos artículos discutidos de la ex Constitución fueron abolidos: rol consultativo de la Universidad Islámica AlAzhar en la elaboración de las leyes, limitación del pluralismo sindical, etcétera. Pero el Ejército está al resguardo de cualquier control civil. Curiosamente, en el campo religioso, la nueva formulación adoptada marca un retroceso, ya que los “principios de la sharia” siguen siendo la “principal fuente de la legislación”, pero esta vez se aclara que deben ser conformes a la tradición sunnita. Este texto puso en un aprieto al FSN, que lo condenó antes de retractarse. Tamarod, por su parte, hace campaña por la prohibición de los Hermanos Musulmanes y de los partidos salafistas (que representan, al menos, ¡a un tercio de la población!). El nuevo gobierno confirmó el rol clave del general Sissi, quien, nombrado viceprimer ministro, sigue siendo ministro de Defensa. Dominan, en el campo económico, partidarios del liberalismo y muchas figuras del antiguo régimen. El nombramiento en el Ministerio de Trabajo del líder de un sindicato independiente es la única buena noticia. Durante mucho tiempo, la opinión pública se preguntó si, una vez elegidos los Hermanos, habría “pasaje de vuelta”. La pregunta que se hace ahora

es si, habiendo sido derrocado el presidente electo, Egipto volverá a tener elecciones pluralistas. Aunque algunos de los responsables, entre quienes se cuenta El-Baradei, afirman la necesidad de incluir a los Hermanos, se quedan callados frente a la represión a todos los niveles ejercida por la Seguridad del Estado y por el Ejército, por fuera de cualquier acción legal, contra sus militantes, calificados como “terroristas” por los medios y tratados como tales. ¿Cómo interpretar, si no, que se haya abierto una investigación sobre la evasión de Morsi y de varios dirigentes de los Hermanos, durante el levantamiento de enero-febrero de 2011, de la prisión de Wadi Al-Natroun? Desde hace meses, la prensa, alimentada por los moukhabarat (servicios de inteligencia), multiplicaba las “revelaciones” sobre este incidente, llegando a decir incluso que los Hermanos habían sido ayudados por Hamas, Hezbollah y Al-Qaeda, lo que alimenta una violenta campaña antipalestina y chovinista (15). ¿Para cuándo la acusación a los militantes por haber exigido, en enero-febrero de 2011, la caída de Mubarak? ¿Se trata de llevar a los Hermanos a la violencia –incluso de provocarla– para permitir un restablecimiento del estado de sitio en nombre de la “guerra contra el terrorismo”? La inestabilidad en el Sinaí, que no empezó con Morsi, ¿servirá de pretexto? El desafío es incluir en el juego político a todas las fuerzas, sin exceptuar a los islamistas y a los Hermanos, que deberán aprender de su fracaso y dar vuelta la página de la clandestinidad. Cerrándoles la puerta, el Ejército y sus aliados los empujan, al revés, hacia un camino radical que puede costarle caro a Egipto. g

Mil y un indicios prueban que el movimiento fue preparado durante mucho tiempo por el Ejército.

1. Sobre estas estimaciones, véase Ruth Alexander, “Counting crowds: Was Egypt’s uprising the biggest ever?”, BBC Magazine, Londres, 16-7-13. 2. Ayyam Sureau, Le Figaro, París, 30-6-13. 3. Khaled Al-Khamissi, Taxi, Actes Sud, París, 2009. 4. Véase Alain Gresh, “¿Hacia una dictadura en Egipto?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2012. 5. Véase Gilbert Achcar, “Una ‘transición dentro del orden’”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, marzo de 2011. 6. “Egypt in Year Three”, Merip, Washington DC, 10-7-13. 7. Esam Al-Amin, “Egypt’s fateful day”, 266-13, www.counterpunch.org 8. Reuters, 7-7-13. 9. Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, “Sudden improvements in Egypt suggest a campaign to undermine Morsi”, The New York Times, 10-7-13. Véase también Claire Talon, “Un coup préparé à l’avance par les militaires?”, Le Monde, 7/8-7-13. 10. Véase Alain Gresh, “Egipto: primeros pasos de la revolución”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, julio de 2011. 11. Véase la entrevista con Aaalam Al-Wassef en France-Inter, 4-7-13, www.franceinter.fr 12. Bassem Youssef, “Alas, nobody lives here anymore”, 17-7-13, www.tahrirsquared.com 13. Ali Abdel Mohsen, “The killing of islamist protesters: State censorship or self-censorship?”, 9-7-13, http://madamasr.com 14. Cfr. “In the interim”, 12-7-13, http://madamasr.com 15. Dina Ezzat, “Wild rumours of Hamas interference in Egypt find audience”, Ahram Online, 12-5-13.

*De la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Aldo Giacometti

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chos son seleccionados para ir a Moscú a realizar una formación de danza de dos años y entrar en la historia como los pioneros del ballet egipcio. Aleya, Kamel y sus seis compañeros son aislados del resto de los estudiantes y mantenidos bajo la constante vigilancia de la KGB. Pero esos disgustos no tienen demasiado peso frente a la maravilla de surcar el Bolshoi.

Dossier El oscuro turbión egipcio

Bailarines de la ópera egipcia “Shahrazad Korsakoff”, El Cairo, 6-4-00 (Al-Sehiti/AFP/Dachary)

Nacido en la década de 1960 al abrigo de la alianza entre el régimen de Nasser y la Unión Soviética, el Ballet de Egipto, que conoció cumbres de excelencia, ha reflejado en su vida todas las vicisitudes de la historia del país.

Aventuras y desventuras del Ballet egipcio

Los cisnes del Presidente



por Mona Abouissa*

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, murmura el cisne blanco antes de desplegar sus alas imaginarias y hacer su aparición en la luz de los reflectores. Hemos olvidado a Ekaterina Ivanovna, fugada de la Unión Soviética en la época del derrumbe del bloque del Este y refugiada en Egipto. En este momento, ella es la reina de los cisnes y vive al borde del lago que formaron las lágrimas de su madre. En la sombra se oculta Hany, el primer bailarín de la Compañía de Ballets de El Cairo, que interpreta al hechicero Rothbart, encarnación del mal absoluto. Tras bambalinas, compone con sus cisnes una ronda para dar algunos pasos de baile con la música de Tchaikovski, luego se precipita al escenario para librar su último combate contra el príncipe. Bajo los reflectores, el escenario le pertenece; pero detrás de la cortina roja conduce el baile la italiana Erminia, ex reina de los cisnes. Un hombre contempla en silencio la tragedia rusa del siglo XIX. Este último ensayo es para él. Hace mucho tiempo, él hizo el papel del príncipe Siegfried y tantos otros papeles principales en este mismo lugar, como también en el Bolshoi de Moscú, en el teatro NHK de Tokio, en la Scala de Milán. Abdel Moneim Kamel luchó por el ballet egipcio en los sombríos años 80, cuando los expertos soviéticos se fueron; ahora, lucha contra el cáncer. Junto a él está la directora artística, Erminia Kamel, que también es su esposa y pareja de baile. La representación que está por entregar será la última suya: Kamel fallecerá una semana después, de un paro cardíaco. Una gigantesca muñeca rusa domina la entrada a la academia de danza. Los profesores egipcios hablan

una singular mezcla de ruso y francés “assemblé, e plié, e jeté”. Los pianistas, que antiguamente también eran soviéticos, dicen que este lugar es como una URSS en miniatura. Su fantasma nunca abandonó la academia. “Usted va a pensar que estoy loca”, suelta Aleya Abdel Razek con una carcajada, y sale en busca de sus puntas, tan viejas como la historia del ballet egipcio. “Las uso desde que di mi examen en el escenario del Bolshoi”, confiesa. Aleya solía pasar noches enteras imaginando sus papeles y trajes. El ballet nunca la traicionó, ni siquiera después de cumplir los sesenta. Su padre fue uno de los primeros pilotos de la fuerza aérea egipcia durante la monarquía que precedió al golpe militar de 1952; ella misma fue una de las primeras bailarinas que viajaron al otro lado de la Cortina de Hierro. “Cinco mariposas alzan vuelo hacia la Unión Soviética”, se enorgullecía la prensa local. Cinco bailarinas adolescentes danzaron bajo la nieve por primera vez en su vida, mientras entre bastidores, se negociaban entregas de armas con los soviéticos. Así nació el ballet egipcio: gracias a los militares. El general Gamal Abdel Nasser volvió de Moscú condecorado con la medalla de la orden de Lenin en 1958. Egipto recibía con gusto la ayuda económica y militar de la URSS, que en ese momento procuraba extender su zona de influencia hacia Medio Oriente. Muchos jóvenes egipcios estudiaban en las universidades y escuelas militares soviéticas, mientras los instructores de Moscú viajaban en sentido inverso. En ese contexto, el ministro de Cultura egipcio, Sarwat Okasha, invita a varias figuras de los ballets rusos, encabezadas por el ex director del Bolshoi, Leonid Lavrovsky, a venir a montar una academia de baile en El Cairo. En 1963, cinco muchachas y tres mucha-

Triunfo y derrota En 1966, el Teatro de la Ópera de El Cairo presenta su primer espectáculo de danza, La fuente de Bakhshisarai. Aleya hace el papel protagónico, de Zarima, su favorito hasta la fecha. Un deslumbrado Sarwat Okasha convence al presidente Nasser de asistir a la función. El entusiasmo del rais es tal, que menos de veinticuatro horas después entrega la Orden del Mérito a los solistas del ballet. Las distinciones cosechadas por Aleya durante su larga carrera cuelgan hoy en la pared de su casa, debajo de las medallas militares de su padre. La Compañía de Ballets de El Cairo sigue siendo la única formación de danza clásica radicada en un país de Medio Oriente. Sus bailarines interpretaron todas las grandes obras del repertorio, como Giselle, El cascanueces, Don Juan, Don Quijote, El gran vals o El lago de los cisnes. Giras consagratorias, pedidos de entrevistas, entregas de premios, visitas de expertos del Bolshoi: el mundo estaba a sus pies. Empero, una mañana de 1971, el Teatro de la Ópera es destruido por un incendio. Hubo quienes opinaron que se trató de un ataque político dirigido contra el nuevo presidente Anuar el Sadat. Aprovechan para construir un rentable estacionamiento en el sitio del teatro. Al año siguiente, Sadat rompe relaciones con Moscú. Duramente afectados por el fin de la ayuda soviética, los ballets de El Cairo ven dispersarse por Alemania, la URSS y Estados Unidos a una parte de sus virtuosos. En ese momento, Ala Shivela estudiaba artes escénicas en la Universidad de Moscú. “Cuando se enteraron de que Sadat había expulsado a los soviéticos, nuestros compañeros de clase egipcios corrieron literalmente a hacer las valijas, suponiendo que también serían expulsados.” Pero no se les hizo correr esa suerte, y pudieron terminar sus estudios. Cuarenta años después, Ala Shivela y sus ex compañeros se reencuentran bajo el mismo techo del nuevo Teatro Ópera de El Cairo, donde conforman la siguiente generación de bailarines. Kamel, por su parte, regresó a Egipto con Erminia en 1981 para participar del renacimiento del ballet egipcio. Esperaron en estudios vacíos, retuvieron a fuerza de insistencia a los bailarines descorazonados, recorrieron los escenarios que podían acogerlos, desde los teatros más pequeños hasta las carpas de circo. Aleya no ha olvidado los refugios improvisados donde se ponía el tutú, junto a unos desagües de aguas servidas no del todo estancos. “Poco a poco, logramos conformar una troupe”, señala Erminia, la ex solista de la Scala. Cuando en 1988 surge de la tierra el nuevo Ópera, Kamel y sus compañeros reclaman instalarse en él como su residencia oficial. En apoyo a su pedido, organizan una prolongada sentada bajo las ventanas del Ministerio de Cultura, que por cansancio, acaba satisfaciéndolos. Allí regresarán veintitrés años después, para expresar su apoyo al movimiento de insurrección contra el régimen de Hosni Mubarak. Kamel acaba de ser nombrado director artístico del Ópera, lo cual no impide que él y su troupe participen en las manifestaciones de protesta contra los burócratas de la cultura. Pese a la revolución, no se alejan del escenario, y El lago de los cisnes celebra su retorno a la Ópera luego de casi dos décadas de ausencia. Los rusos también volvieron, hartos de las dificultades de la vida cotidiana en su país. Jadeando y presa de una intensa tos, el cisne negro se aferra al primer objeto firme que encuentra tras bambalinas. El sudor corre a chorros por su espalda. La bailarina tiene unos pocos segundos para recobrar el aliento antes de regresar al escenario y efectuar su movimiento final: treinta y dos piruetas encadenadas cuyo aprendizaje martirizó a varias generaciones de cisnes. Padrinazgo militar Mañana, la función se dará con público, pero no estamos autorizados a asistir a ella. El Ejército, que firmó el acta de nacimiento del ballet egipcio, no piensa renunciar a su derecho parental. Del mismo

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modo que el ex oficial Sarwat Okasha supervisaba los ensayos cuando Aleya era estudiante, el ex oficial encargado de las relaciones públicas de la Ópera, Mohammed Hosni, ejerce sus prerrogativas con rigidez totalmente marcial. “Son artistas, crean arte para el público, y la prensa no hace más que importunarlos”, dice Hosni. Lo cual podría entenderse si el funcionario no distribuyera las invitaciones entre sus protegidos, y si todos sus comunicados de prensa no fueran una réplica del modelo habitual. Mientras el gracioso hedonismo del primer acto se inflama sobre el escenario, los periodistas y fotógrafos se empequeñecen, entre bastidores, para eludir la vigilancia del jefe de Relaciones Públicas de la Ópera. Según Hosni, los periodistas se dividen en dos categorías: los rapaces hambrientos de escándalo y los conspiradores sionistas. En el tercer acto, en el momento en que Ekaterina ejecuta sus admirables fouettés, busco en el rostro del militar el rastro de una eventual emoción artística; pero el esfuerzo es vano. El escenario pertenece al hechicero Rothbart, cuya aura maléfica trastoca la vida de todos los demás personajes. Pero tras bambalinas, su intérprete deja de pertenecerse a sí mismo. “Si necesitan papel, les consigues papel. Si te dicen que hables, hablas. Si quieren que hagas tu personaje, lo haces”, dice sonriendo. Cuando no hace cundir el pánico sobre el escenario, Hany acciona la maquinaria, ayuda a las damas a transformarse en cisnes o bromea, haciéndose el payaso. Entre bastidores, quien dirige las operaciones es Erminia, un ex cisne blanco. Puede ser que el antagonismo entre ambos personajes se prolongue aquí bajo otra forma. Según dice Hany, Erminia le puso el palo en la rueda cuando él empezó a preparar su primer trabajo coreográfico, Rasputín. Ella le habría negado la colaboración de algunos bailarines de la compañía, porque el personaje del infame barbudo, sacerdote y consejero del zar, representaba un ataque demasiado directo contra los Hermanos Musulmanes. Finalmente llegaron a un acuerdo, en

virtud del cual Hany podrá montar Rasputín este año. Su nombre figurará en el afiche, pero no cobrará una piastra de la recaudación. Con su nombramiento como directora artística, en 2004, Erminia Kamel no cosechó sólo amigos. Pese a la importante presencia de extranjeros en la Ópera, y a la sensibilidad artística de la mayoría de los funcionarios administrativos, no desapareció el favoritismo patriótico, automatismo heredado de la era colonial e incentivado por la revolución de 2011. Con el apoyo de su marido y varios políticos de alto nivel, entre ellos el ex ministro de Cultura Faruk Hosni, ella igualmente logra hacerse su lugar. A su manera firme, aunque serena, Erminia aportó a la academia la disciplina que le faltaba. Puritanismo musulmán La principal dificultad consiste en no ganarse la ira del gobierno de los Hermanos Musulmanes, cuyas intenciones generan inquietud en el ámbito artístico. Las presiones no pasan de ser oficiosas y se ejercen con displicencia, pero bastan para incitarla a revisar su repertorio. Fundamentalmente, están en la mira los ballets contemporáneos y sus ligeros atuendos. También está bajo amenaza la escena de amor entre Romeo y Julieta. “¿Cómo no confundir al público, si la cortamos?”, se pregunta Erminia, con un dejo de ironía. Y diplomáticamente, concluye que “la gente eligió esa forma de pensar” y que “hay que aceptarla”, mientras se espera a ver cómo evolucionan las cosas. Otra ex bailarina, Inas Yunes, lanza un par de golpes a un adversario imaginario. “En la danza moderna, se lucha en serio, hay agresividad, mientras que en la danza clásica las peleas son estilizadas”, explica esta ex alumna de Aleya, actual decana de la academia. A ella le gusta imaginar una adaptación contemporánea de El lago de los cisnes, en la que el duelo entre Siegfried y Rothbart daría lugar a un estallido de violencia. Inas es una mujer de energía desbordante, con una predilección por los personajes de carácter, como la Medea de Martha Graham, esa figura de la

mitología griega que mata a sus propios hijos. Bailó sobre el escenario entre 1969 y 1996, hasta que la edad pudo con sus articulaciones. La oficina de Aleya está cerca de la de Inas. Aleya dejó de enseñar, porque considera que los alumnos ya no tienen las cualidades requeridas para convertirse en bailarines profesionales. En su época, cientos de postulantes competían por un puñado de lugares. Este año, sólo diez nuevos alumnos ingresaron a la academia, que cuenta en total con no más de ciento treinta y cinco inscriptos. No serán muchos los que conseguirán un puesto en la compañía, al término de sus nueve años de estudios. En la Ópera de El Cairo, la danza es más que nada cuestión de hombres. La troupe tiene enormes dificultades para incorporar bailarinas. ¿Será la práctica religiosa, el sueño de fundar una familia, la crisis económica o la dificultad de conservar una cintura de avispa lo que consume las vocaciones? Como sea, cada vez menos egipcias emprenden el duro periplo que lleva del cuerpo de ballet a la posición de reina de los cisnes. Después de dos años de manifestaciones signadas por una violencia sangrienta, en Egipto la muerte ya no es considerada un asunto privado. El país se despide de sus héroes en público, y ruidosamente, como sucedió con Abdel Moneim Kamel cuya muerte llamó más la atención de la prensa que su último Lago de los cisnes. Una bandera egipcia envolvió su ataúd. Kamel fue el primero en descubrir el talento de Hany, y para él, llevar a su mentor hacia su última morada era el mínimo homenaje que podía rendirle. En medio de la multitud de políticos, de gente famosa o simplemente anónima, se destacaba una mujer, con su cabello rubio: Erminia. Estuvo junto a su marido en los tiempos sombríos; hoy se propone preservar su legado y su nombre. Como dice Ekaterina: el ballet no es un asunto de bonitos tutús. g

*Periodista. Traducción: Patricia Minarrieta

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Sike (www.sike.com.ar)

A partir de la política del miedo instrumentada por el gobierno desde el atentado contra las Torres Gemelas en 2001, los estadounidenses, antes celosos defensores de la libertad individual, han aceptado, en aras de la seguridad, la violación de su privacidad.

Historia de las escuchas telefónicas en Estados Unidos

El triunfo del espionaje por David Price*

L

as revelaciones de Edward Snowden sobre la magnitud del programa de control electrónico de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) plantean la cuestión de la intrusión de las agencias estadounidenses de información en la vida privada de los ciudadanos. Pero más allá del registro de metadatos a partir de las líneas telefónicas y de la navegación en Internet, este asunto desnuda otra realidad igual de inquietante: la mayoría de los estadounidenses aprueban el control de las comunicaciones electrónicas privadas. Según un sondeo de The Washington Post realizado algunos días después de las declaraciones de Snowden, el 56% de la población considera que el programa de vigilancia PRISM es “aceptable”, y el 45% que el Estado debe “poder controlar el correo de cualquier persona para luchar contra el terrorismo”. Resultados poco sorprendentes: desde hace más de diez años, medios, especialistas y dirigentes políticos no dejan de presentar la vigilancia como un arma indispensable en la guerra contra el terrorismo. Este consentimiento al espionaje no existió siempre en Estados Unidos. Algunas semanas antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el diario USA Today titulaba: “Cuatro estadounidenses sobre diez no tienen confianza en el FBI [Federal Bureau of Investigation]” (20 de junio de 2001). Durante décadas, estudios sucesivos del Departamento de Justicia mostraron la viva oposición de la población a las escuchas telefónicas por parte del poder público. Entre 1971 y 2001, la ta-

sa de desconfianza fluctuaba hasta en un 70% u 80%. Pero los atentados del World Trade Center y del Pentágono y después la guerra contra el terrorismo del presidente George W. Bush cambiaron la perspectiva, que condujo a los estadounidenses a abandonar bruscamente su secular oposición a la supervisión de los ciudadanos. En 1877, el planeta sólo contaba con una única línea telefónica que conectaba setecientas setenta y ocho estaciones entre Boston y Salem (Massachusetts). Esta tecnología se difundiría a una velocidad sostenida. A principios del siglo XX, sólo un estadounidense sobre mil era dueño de un teléfono: veinte años más tarde, el promedio era del 1%; a mediados de siglo, un tercio de la población ya disponía de uno. En la actualidad, en Estados Unidos hay más teléfonos que habitantes. Con el surgimiento de la fibra óptica y de los teléfonos móviles, a fines del siglo XX, las escuchas exigen medios técnicos poco sofisticados y una débil complicidad de parte de las compañías de telecomunicaciones. Para grabar una conversación a partir de una línea compuesta de hilo de cobre, basta con tener acceso al hilo y disponer de pinzas cocodrilo para conectarle un micrófono. La heroica resistencia inicial Los primeros escándalos relativos a las escuchas remontan a los comienzos del siglo XX. Durante la Primera Guerra Mundial, esta práctica –reprobada por la población– se expandió a tal punto que el Congreso la declaró ilegal, aun a pesar de la amenaza real que representaban los espías extranjeros. Después de la guerra, muchos Estados

federados, siguiendo sus pasos, adoptaron legislaciones que limitaban la capacidad de control de las fuerzas del orden locales. Esto no impidió que las prácticas continuaran. Bajo la prohibición de las bebidas alcohólicas (1919-1933), la policía local y la federal, ávidas por controlar a los contrabandistas que utilizaban el teléfono con el fin de relacionar a productores, distribuidores y consumidores de alcohol, infringieron regularmente la ley grabando sus conversaciones. En 1924, con el apoyo de la opinión pública, el procurador general de Estados Unidos, Harlan F. Stone, se preocupa y prohíbe al Departamento de Justicia realizar escuchas. Inútilmente: despreciando la decisión de Stone, el Departamento del Tesoro y el Buró de Investigación –antepasado del FBI– continuaron secretamente con sus actividades. Dos años más tarde, un nuevo asunto renovó el debate: en Seattle, agentes federales espían las conversaciones del ex teniente de policía Roy Olmstead, sospechado de tráfico de ron. A pesar de la ilegalidad de las escuchas, la justicia dio la razón a la policía y condenó a Olmstead. La decisión levantó murmullos en los pasillos de los tribunales. El juez Frank Rudkin afirmó entonces que las amenazas criminales no justificaban las prácticas ilegales de la policía: “Ningún agente federal tiene el derecho de escuchar las conversaciones telefónicas de otros para utilizarlas contra él mismo. Tal actuación es lamentable e intolerable. Aceptarla sería como admitir el fracaso de nuestros antepasados en su voluntad de establecer para ellos y para sus hijos, un Estado que garantice la libertad y la prosperidad” (1).

En 1928, Olmstead llevó su caso ante la Corte Suprema de Estados Unidos. Recibió entonces el apoyo de empresas como Seattle Pacific Telephone y Telegraph Company, que publican una declaración defendiendo el derecho de los contrabandistas a conversar sin ser espiados: “Cuando dos líneas telefónicas se juntan en la oficina central [de una compañía telefónica] se supone que están reservadas exclusivamente a sus dos usuarios, y en ese sentido, las líneas les pertenecen a ellos exclusivamente. Si un tercero controla la línea viola a la vez el derecho de propiedad de los usuarios y el de la compañía telefónica” (2). Hoy nos costaría mucho pensar en un proveedor de acceso a Internet o una empresa de telecomunicaciones que defendieran los derechos a la vida privada de sus clientes. Cuestionados por Snowden, Facebook, Google, MSN y demás prefieren no saber nada. La Corte Suprema falló finalmente contra Olmstead por cinco votos contra cuatro. En efecto, uno de los jueces, Louis Brandeis, manifestó su acérrima oposición a semejante decisión: “El crimen es contagioso –argumentó–. Si el propio Estado se ubica fuera de la ley, anima a los otros a hacer lo mismo: invita a la anarquía. Declarar que, en la lucha contra el crimen, el fin justifica los medios –que el Estado puede cometer crímenes con el objetivo de obtener la condena de un criminal– tendrá consecuencias terribles. La Corte Suprema debe oponerse resueltamente a esta doctrina perniciosa” (3). La mirada de los estadounidenses cambió durante los años 1940. Había una guerra y, además, el teléfono ya no era privilegio de una elite que los magistrados frecuentaban y protegían: se había vuelto accesible a las clases populares. Eso condujo al poder público a reexaminar la cuestión de la legalidad de las escuchas. Poco antes de la entrada en guerra de Estados Unidos, el director del FBI, John Edgar Hoover, exigió del Congreso nuevas prerrogativas en materia de vigilancia telefónica. A pesar de la oposición del presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), James Fly, Franklin D. Roosevelt permitió secretamente al Departamento de Justicia controlar a los individuos “subversivos” y a los que se presumía espías. El concepto de subversión de Hoover demostraba ser bastante amplio. No empleaba su renovado poder sólo para averiguar sobre los nazis. William Sullivan, su asistente, contó que durante la guerra el FBI procedió regularmente a la escucha sin consentimiento. “Con el futuro del país en juego –explicaba–, obtener el acuerdo de Washington no era sino una formalidad inútil. Varios años después [del fin del conflicto], el FBI continuó escuchando las conversaciones sin la autorización del procurador general”. En otros términos, la historia de las escuchas en Estados Unidos se parece a un corrimiento en el que los agentes del FBI se desviaron poco a poco de su misión inicial –descubrir a los simpatizantes nazis– para controlar de cualquier manera a los militantes de los derechos civiles, los dirigentes sindicales, trabajadores sociales, cristianos progresistas y personas sospechadas de comunismo. A partir de 1950, en el marco de la caza de brujas lanzada por el senador anticomunista Joseph McCarthy, el FBI aprovechó el temor inspirado por la Guerra Fría para extender sus escuchas ilegales a pesar de la oposición de los tribunales, que se negaban a avalar estos pequeños arreglos con la ley. Así, en el momento del juicio de apelación de Judith Coplon, acusada de ser una agente de la KGB –los servicios secretos soviéticos–, el FBI revela que grabó las conversaciones de la

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acusada con su abogado. Resultado: la Corte de Apelación anula la condena formulada en primera instancia. Los años que siguieron a la muerte de Hoover, en 1972, aportaron nuevas revelaciones sobre la intrusión ilegal del FBI y de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en la vida privada de los estadounidenses. En 1975, las comisiones Church y Pike (4), sacaron a la luz las vastas campañas de vigilancia que tenían como objetivo a los ciudadanos comprometidos en actividades políticas perfectamente legales. El asunto llegó a la primera plana de los diarios y la opinión pública se rebeló. Pero el Congreso abandonó rápidamente la investigación. Nuevo escándalo en 1978: durante una audición ante el subcomité de información del Senado, David Watters, un ex ingeniero en telecomunicaciones de la CIA, aseguró que la NSA vigilaba y grababa miles de conversaciones telefónicas, en Estados Unidos y en el exterior. Este testimonio fue recibido con malestar por la población, pero no se hizo nada al respecto: en octubre de 1978, el presidente James Carter promulgó la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera de 1978 (FISA) que establece un sistema jurídico secreto para velar por la “seguridad nacional”. Una victoria para el pequeño mundo de la información que milita desde hace años por la legalización de las escuchas. El número de autorizaciones libradas en el marco de esta Ley no cesó de aumentar con los años (de 322 en 1980 a 2.224 en 2006) y el de los rechazos fue siempre ridículamente bajo: sólo cinco sobre 22.990 demandas entre 1979 y 2006. Mientras que al principio, Internet sólo era utilizado por los militares y los in-

vestigadores, su apertura al público en general planteó nuevos problemas. Hasta la adopción de la Ley de Privacidad de las Comunicaciones Electrónicas, en 1986, era legal interceptar los correos que circulaban por las líneas telefónicas. Con esta Ley, las comunicaciones electrónicas gozaron de la misma protección legal que las conversaciones telefónicas. La aceptación de la intromisión En 1994, muchos estadounidenses denunciaron la Ley de la Telefonía Digital, que impone equipar las fibras ópticas de manera de facilitar las escuchas autorizadas por los tribunales. La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU) y el Centro de Privacidad de Información Electrónica organizaron la oposición al proyecto de ley. En todo el país, se enviaron cartas a los diarios para denunciar su carácter liberticida. Pero los tiempos habían cambiado desde el proceso de apelación de Olmstead, en 1927: la industria de las telecomunicaciones sostuvo con todo su peso la Ley de la Telefonía Digital, y la ley fue finalmente votada. Sin que la población se diera verdaderamente cuenta, las administraciones de los presidentes Ronald Reagan, George Bush padre y William Clinton, cada una a su tiempo, permitieron un empleo cada vez más importante de las escuchas, así como la obtención de datos personales para las empresas. La justicia no encuentra nada para decir. Hacia el final de los años noventa se dieron también situaciones incómodas. La NSA fue acusada de haber puesto bajo escucha a líneas telefónicas internacionales y de haber utilizado computadoras

para analizar las palabras clave. Al mismo tiempo, se abrió una serie de juicios para determinar si los correos profesionales deben o no gozar del mismo nivel de protección que las cartas y los llamados telefónicos. La mayoría de los jueces eran totalmente ignorantes del funcionamiento de Internet: apenas comprendían que se pudiera esperar la misma confidencialidad por un intercambio de correos que por una conversación telefónica. Si, a principios de los años noventa, el Poder Judicial hubiera considerado que los correos no eran sino sobres electrónicos, Estados Unidos sería hoy un país muy diferente. En su advertencia, ya durante el juicio Olmstead, el juez Brandeis estableció un paralelo entre el teléfono y el correo postal: “No hay real diferencia entre la carta sellada y el mensaje telefónico privado”, afirmaba. Pero, en el mundo pos-11 de Septiembre, las chances de lograr proteger los correos electrónicos gracias a un razonamiento similar eran pocas… La Patriot Act del 26 de octubre de 2001 suprimió, en efecto, algunos límites jurídicos a las escuchas telefónicas conducidas por el Estado Federal establecidos por la comisión Church. Esta ley levantó también las restricciones que impedían a los servicios de información espiar a los ciudadanos estadounidenses; ratificó la utilización de soplones que permite vigilar los desplazamientos; se autorizó el control masivo de los correos y de las actividades en línea. Con la creación, en 2003, del Departamento de Seguridad Interior (Department of Homeland Security), el Estado cuenta con una agencia centralizada que coordina las operaciones de información por medios

que Hoover no se hubiera atrevido a soñar jamás y que conduce el control sobre los individuos a un nivel nunca alcanzado. Después de un siglo de fuerte oposición, la sociedad estadounidense aprendió a renunciar a su derecho a la confidencialidad. Dentro de una amplia franja de la población que ha olvidado ese pasado, el temor al terrorismo sabiamente instilado y la promesa de que los derechos de los “inocentes” serán respetados acabaron con las aspiraciones a la protección de la vida privada y las libertades civiles. El “desierto del olvido organizado” (5), según la expresión del sociólogo Sigmund Diamond, deja el campo libre a los que deseaban mantener el orden establecido. g 1. “Minority opinion on the appeal of the Olmstead defendants”, Corte de Apelación de Estados Unidos para el Noveno Circuito, San Francisco, 9-5-1927, www.fjc.gov 2. “Amicus curiae brief of telephone companies submitted to the Supreme Court in Olmstead v. United States”, Corte Suprema de Estados Unidos, Washington DC, 1928, www.fjc.gov 3. “Dissenting opinion of Justice Louis D. Brandeis in Olmstead v. United States”, Corte Suprema de Estados Unidos, 1928, www.fjc.gvc 4. La primera, con el nombre del senador demócrata Frank Church, que se oponía a Richard Nixon, fue establecida después del escándalo del Watergate para investigar las actividades de la CIA. La segunda, con el nombre del representante Otis Pike, también demócrata, era su equivalente en el Parlamento. 5. Sigmund Diamond, Compromised Campus: The Collaboration of Universities with the Intelligence Community, 1945-1955, Oxford University Press, Nueva York, 1992.

*Profesor de Antropología en la Universidad Saint Martin de Lacey, Washington DC. Autor de Weaponizing Anthropology: Social Science in Service of the Militarized State, AK Press, Oakland (Estados Unidos), 2011. Traducción: Florencia Giménez Zapiola

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Pese a la escandalosa magnitud del espionaje estadounidense, puesto de manifiesto por Edward Snowden, los líderes europeos apenas se quejaron. Además, ante las sospechas de que el avión de Evo Morales llevaba a bordo al espía fugitivo, le negaron permiso de sobrevuelo. Este artículo es un testimonio directo del presidente boliviano.

Una verdadera odisea en el aire

Un presidente secuestrado en Europa por Evo Morales Ayma*

E

l 2 de julio pasado se produjo uno de los hechos más insólitos en la historia del derecho internacional: la prohibición al avión presidencial del Estado Plurinacional de Bolivia de sobrevolar los territorios francés, español, italiano y portugués, y mi consiguiente secuestro durante 14 horas en el aeropuerto de Viena (Austria). Varias semanas después, este atentado contra la vida de los miembros de una delegación oficial, cometido por Estados supuestamente democráticos y respetuosos de las leyes, continúa despertando indignación y la condena de millones de ciudadanos, cientos de organizaciones sociales, organismos internacionales y gobiernos de todo el mundo. ¿Qué sucedió realmente? Estaba en Moscú, poco antes de reunirme con el presidente Vladimir Putin, cuando un asistente me alertó que, por razones técnicas, no podíamos llegar a Portugal como estaba inicialmente previsto. Cuando finalizó mi reunión con el presidente ruso, era más que evidente que no se trataba de ningún modo de un problema técnico. Desde La Paz, nuestro ministro de Relaciones Exteriores, David Choquehuanca, logró organizar una escala en Las Palmas de Gran Canaria, en España, y consiguió que se aprobara un nuevo plan de vuelo. Todo parecía en orden… Pero, mientras estábamos en el aire, se me acercó el coronel de aviación Celiar Arispe, comandante del Grupo Aéreo Presidencial y piloto de nuestro avión ese día: “¡París nos canceló la autorización de sobrevolar su territorio! No podemos ingresar al espacio aéreo francés”, me dijo. Su sorpresa fue tan grande como su preocupación: estábamos a minutos de llegar a ese territorio. La primera opción era intentar volver a Rusia pero corríamos el riesgo de quedarnos sin combustible. El coronel Arispe contactó a la torre de control del aeropuerto de Viena para solicitar la autorización para realizar un aterrizaje de emergencia. Agradecemos aquí a las autoridades austríacas la luz verde para hacerlo. Instalado en una pequeña oficina puesta a mi disposición, estaba en plena conversación con mi vicepresidente, Álvaro García Linera, y con Choquehuanca para decidir cómo proseguir y, sobre todo, para intentar comprender las razones de la decisión francesa, cuando el piloto me informó que Italia también rechazaba nuestro ingreso a su espacio aéreo.

Evo Morales (Ricardo Moraes/Reuters)

En ese momento recibí la visita del embajador español en Austria, Alberto Carnero, quien me anunció que se acababa de aprobar un nuevo plan de vuelo para que pudiera encaminarme hacia España. Me explicó que sólo había que revisar el avión presidencial. Se trataba, en realidad, de una condición sine qua non para nuestro aterrizaje en Las Palmas. Mientras lo consultaba sobre las razones de esa exigencia, Carnero evocó el nombre de Edward Snowden, este empleado de una sociedad estadounidense ante la cual Washington subcontrata algunas de sus actividades de espionaje. Le respondí que sólo lo conocía a través de la

prensa. Le recordé al diplomático español que mi país respetaba los convenios internacionales: de ninguna manera buscaría llevar a alguien a Bolivia. Carnero estaba en contacto permanente con el subsecretario de Asuntos Exteriores de España, Rafael Mendívil Peydro, quien, evidentemente, le pedía que insistiera. “Usted no puede revisar el avión –debí recalcar–. Si no cree lo que le he dicho, usted está tratando de mentiroso al presidente del Estado soberano de Bolivia”. El diplomático volvió a salir para recibir las consignas de su superior, antes de volver a entrar. Y me pidió entonces que lo invitara a “tomar

un cafecito” en el avión. “¿Está usted tratándome de delincuente? –le pregunté–. Si usted intenta ingresar en ese avión, deberá hacerlo por la fuerza. Y yo no voy a resistir una operación militar o policial: no tengo los medios para hacerlo”. Entonces el embajador se asustó y descartó la opción de la fuerza, no sin antes precisar que, en esas condiciones, no podría autorizar nuestro plan de vuelo. “A las nueve de la mañana le vamos a informar si puede partir o no. Vamos a discutirlo con nuestros amigos”, me explicó. “¿Amigos?”, “¿Quiénes son esos ‘amigos’ de España a los que usted hace referencia? Francia e Italia, sin duda…” Pero no me respondió, y se retiró. Aproveché ese momento para discutir el tema con la presidenta Cristina Fernández, una excelente abogada que me orientó en los temas jurídicos, y también con los presidentes ecuatoriano y venezolano, Rafael Correa y Nicolás Maduro, que estaban muy preocupados. El presidente Correa me llamó varias veces ese día para conocer las novedades. Esa solidaridad me dio fuerzas: “Evo, ¡no tienen por qué controlar tu avión!”, me repitieron. Yo ya sabía que un avión presidencial tiene el mismo estatus que una embajada. Pero esos consejos y la llegada de los embajadores de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) (1) reafirmaron mi determinación. No, no le daríamos ni a España ni a ningún otro país –y menos aun a Estados Unidos– la satisfacción de inspeccionar nuestro avión. Defendemos nuestra dignidad, nuestra soberanía y el honor de nuestra patria, nuestra patria grande. Jamás aceptaremos ese chantaje. El embajador español volvió a aparecer. Preocupado, inquieto y nervioso, me indicó que ya disponía de las autorizaciones necesarias y que podría retirarme. Finalmente, partimos… El “castigo ejemplar” La prohibición de sobrevolar, aplicada simultánea y coordinadamente por cuatro países bajo el mando único de la Central Intelligence Agency (CIA) contra un país soberano, bajo el único pretexto de que pudiéramos estar trasladando a Snowden, ha dejado al descubierto el peso político de la principal potencia imperial: Estados Unidos. Hasta el 2 de julio (la fecha de mi secuestro) resultaba comprensible que los Estados contaran con agencias de seguridad para proteger su territorio y su población. Sin embargo, Washington sobrepasó los límites de lo concebible. Al violar todo principio de buena fe y los convenios internacionales, convirtió a una parte del continente europeo en un territorio colonizado. Una injuria a los Derechos del Hombre, una de las conquistas de la Revolución Francesa. El espíritu colonial que condujo a someter de esa manera a diferentes países demuestra una vez más que para el imperio no existen límites ni legales, ni morales, ni territoriales para imponer sus designios. De ahora en adelante, está claro a los ojos del mundo entero que para una potencia así toda ley puede ser transgredida, toda soberanía violada, todo derecho humano ignorado. El poder de Estados Unidos está encarnado en sus fuerzas armadas, implicadas en diversas guerras de invasión y sostenidas por su descomunal complejo militar-industrial. Las etapas de sus intervenciones son bien conocidas: tras las conquistas militares, llega la imposición del librecambio, de una concepción singular de la democracia y, finalmente, la

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sumisión de las poblaciones a la voracidad de las multinacionales. Las huellas indelebles del imperialismo –sea militar o económico– desfiguraron Irak, Afganistán, Libia, Siria. Países a los cuales se invadió porque se sospechaba que tenían armas de destrucción masiva o se pensaba que albergaban organizaciones terroristas. Países donde se mató a millones de seres humanos sin que la Corte Penal Internacional iniciara ningún juicio. Por otra parte, el poder estadounidense emana igualmente de dispositivos subterráneos destinados a propagar el miedo, el chantaje y la intimidación. Washington utiliza habitualmente estas recetas para mantener su estatus: el “castigo ejemplar”, al estilo colonial que había conducido a la represión de los indios del Abya Ayala (2). Esta política se aplicó contra los pueblos que han decidido liberarse y contra sus dirigentes políticos que han decidido gobernar para los humildes. La memoria de esta política del castigo ejemplar todavía está viva en América Latina: puede pensarse en los golpes de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela en 2002, el presidente hondureño Manuel Zelaya en 2009, Rafael Correa en 2010 (3), el presidente paraguayo Fernando Lugo en 2012 (4) y, por cierto, contra nuestro gobierno en el año 2008, bajo la conducción directa del embajador estadounidense en Bolivia, Philipp Goldberg (5). Un “ejemplo”, para que los indígenas, los obreros, los campesinos y los movimientos sociales no se atrevan a levantar la cabeza contra las elites dominantes. Este ejemplo implica doblegar a aquellos que resisten y aterrorizar a los otros. Pero se trata de un ejemplo que conduce, sin embargo, a que los hu-

mildes del continente y del mundo entero redoblen sus esfuerzos de unidad para fortalecer sus luchas. Imperialismo y colonialismo Este atentado del que fuimos víctimas revela las dos caras de la misma opresión, contra las cuales los pueblos del mundo han decidido rebelarse: el imperialismo y su gemelo político e ideológico, el colonialismo. El secuestro del avión presidencial y de su comitiva –que, en pleno siglo XXI, juzgábamos impensable– ilustra la super-

El secuestro del avión presidencial ilustra una forma de racismo persistente en algunos gobiernos europeos. vivencia de una forma de racismo en el seno de algunos gobiernos europeos. Para ellos, los indios y los procesos democráticos o revolucionarios en los que están inmersos representan un obstáculo civilizatorio. Este racismo se refugia en la arrogancia y en las explicaciones técnicas de lo más ridículas cuando se trata de maquillar una decisión política surgida en los despachos de Washington. He aquí pues gobiernos que han perdido la capacidad de reconocer

que son colonizados y que incluso intentan proteger la reputación de su colonizador. Quien dice imperio dice colonias. Al haber optado por el acatamiento de las órdenes impartidas, algunos países europeos confirmaron su estatus de país sumiso. La naturaleza colonial de la relación entre Estados Unidos y Europa se reforzó desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y fue revelada a todos en 2004, cuando se descubrió la existencia de vuelos ilegales de aviones militares estadounidenses, que transportaban presuntos prisioneros de guerra hacia Guantánamo o hacia otras cárceles europeas. Todos conocen hoy en día la tortura aplicada a estos supuestos terroristas; una realidad que incluso las organizaciones de defensa de derechos humanos muy a menudo callan. Al parecer, la guerra contra el terrorismo ha reducido a la vieja Europa al rango de colonia. Este acto poco amistoso, e incluso hostil, puede considerarse como una forma de terrorismo de Estado, en la medida que deja a millones de ciudadanos a merced de los caprichos del imperio. Este desaire al derecho internacional que nuestro secuestro representa constituye tal vez un punto de quiebre. Europa dio nacimiento a las ideas más nobles de libertad, igualdad y fraternidad. Contribuyó al progreso científico y a la emergencia de la democracia. Pero hoy no es más que un espectro de sí misma: un neo-oscurantismo amenaza a los pueblos de un continente que, siglos atrás, iluminó al mundo con sus ideas revolucionarias y suscitó esperanzas. Nuestro secuestro podría ofrecer una oportunidad única para todos los pueblos y gobiernos de América y el Caribe, de

Europa, Asia, África y América del Norte para constituir un bloque solidario que condene la indigna actitud de los Estados implicados en esta violación del derecho internacional. Se trata igualmente de una oportunidad ideal para reforzar la capacidad de movilización de los movimientos sociales para forjar un mundo nuevo de hermandad y complementariedad. Es tarea de los pueblos construirlo. Estamos seguros de que los pueblos del mundo, especialmente los de Europa, sienten la agresión que hemos padecido como algo que los afecta a ellos también, a ellos y a los suyos. Interpretamos su indignación como una forma indirecta de disculpa, que nos fue rechazada por los gobiernos responsables (6). g La Paz, 10 de julio de 2013 1. Son miembros Antigua y Barbuda, Bolivia, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Nicaragua, San Vicente y Granadinas y Venezuela. (Las notas son todas de la redacción.) 2. Nombre dado por las etnias kunas de Panamá y Colombia al continente americano antes de la llegada de Cristobal Colón. En 1992, este nombre fue elegido por las naciones indígenas de América para designar al continente. 3. Véase Maurice Lemoine, “Etat d’exception en Equateur”, La valise diplomatique, 1-1010, www.monde-diplomatique.fr 4. Véase Gustavo Zaracho, “Le Paraguay repris en main par l’oligarchie”, La valise diplomatique, 19-7-12, www.monde-diplomatique.fr 5. Hernando Calvo Ospina, “Petit précis de déstabilisation en Bolivie”, Le Monde diplomatique, París, junio de 2012. 6. El 10-7-13 Madrid presentó disculpas oficiales ante La Paz. Lo mismo hicieron París, Roma y Lisboa.

*Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia.

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Hugo Chávez en sesión de gabinete, 27-7-11 (AFP Photo/Presidencia)

Podría decirse que se trata de un autorretrato de Hugo Chávez: sobre la base de dos centenares de horas de conversaciones grabadas, Ignacio Ramonet ha escrito un libro que ofrece el acceso más directo a la personalidad y al ideario del fallecido líder venezolano. A continuación, un fragmento del mismo.

Anticipo del libro de conversaciones de Ignacio Ramonet

Hugo Chávez y el “Caracazo”

P

ocas personalidades de la historia reciente han tenido un impacto tan decisivo como Hugo Chávez (1954-2013). Elegido presidente de Venezuela en 1998, su mensaje y el ejemplo de las realizaciones de la Revolución Bolivariana despertaron a toda América Latina. La incapacidad de la clase política tradicional para canalizar la revuelta de “los de abajo” abrió el camino a dirigentes nuevos, de origen sindical, de la militancia social, de cuño militar o hasta guerrillero: Lula y Dilma en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina, Tabaré Vázquez y Pepe Mujica en Uruguay, y tantos otros. Pero el primero fue Chávez. En un libro revelador, fruto de cinco años de trabajo y más de doscientas horas de conversaciones, Ignacio Ramonet logra retratar a Chávez a través de sus propias palabras. ¿Quién era Chávez antes de convertirse en una personalidad pública universalmente conocida? ¿Cómo fue su infancia? ¿Cómo se formó? ¿Cuándo se inició en la política? ¿Cuáles fueron sus lecturas? ¿Qué influencias recibió? ¿Cuál era su visión geopolítica? ¿De qué corriente ideológica se reclamaba? Estas memorias dialogadas, centradas en la primera vida del presidente venezolano, clave y explicación de su posterior trayectoria, constituyen una obra de historia insoslayable

para quien quiera entender el arranque del siglo XXI en América Latina y el mundo. El libro se publicó en Venezuela el pasado 28 de julio, con ocasión del 59 aniversario del nacimiento de Hugo Chávez. En España y en el resto de América Latina estará en librerías a partir del próximo 17 de octubre. En el corto extracto que publicamos aquí, Chávez revela la importancia que tuvo, en su futura determinación política, la explosión social que se produjo en Caracas el 27 de febrero de 1989 conocida como el “Caracazo” y que el gobierno del presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez reprimió con inaudita violencia, causando miles de muertos. —Carlos Andrés Pérez, una vez reelegido, cambió de discurso. —Totalmente. Casi de la noche a la mañana efectuó el “gran viraje”. Asumió su cargo de Presidente el 4 de febrero de 1989. Y el 16 de febrero, ante la sorpresa de sus propios seguidores, declaró que le iba a aplicar inmediatamente al país, sin anestesia, una “terapia de choque” neoliberal exigida por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Apoyándose en su ministro de Fomento, Moisés Naím, y su ministro de Planificación, Miguel Rodríguez Fandeo, y aconsejado por Jeffrey Sachs, uno de los grandes fanáticos entonces del ultraliberalismo, Carlos Andrés, ese día,

Hugo Chávez: mi primera vida. Conversaciones con Ignacio Ramonet Ignacio Ramonet Editorial Debate; Barcelona, 2013. 710 páginas.

anunció las ominosas medidas del “paquetazo neoliberal”: liberalización del comercio, supresión del control de cambios, privatizaciones masivas de empresas públicas, recortes drásticos en los programas de ayuda social, fuertes aumentos de los precios de los productos y servicios de primera necesidad... De todas esas decisiones, las que peor le sentaron al pueblo fueron dos: el aumento de los precios de los productos derivados del petróleo, con la consiguiente subida –¡un cien por cien!– del precio de la gasolina; y el alza –¡un treinta por ciento!– de las tarifas del transporte público. Las clases populares, que tres meses antes habían votado por el socialdemócrata Carlos Andrés, acogieron este salvaje “plan de ajuste estructural” como una puñalada traicionera... —¿Cuándo empiezan las protestas? —En cuanto el gobierno aplica las medidas. O sea unos diez días más tarde. El domingo 26 de febrero, el Ministerio de

Energía y Minas anuncia que el alza de los precios de la gasolina y el incremento de las tarifas de los transportes públicos entrarán en vigor a partir del día siguiente: lunes 27 de febrero. Un final de mes... Cuando los trabajadores ya no tienen un centavo... Fue la gota que derramó el vaso. A las 6 de la mañana de ese lunes, en Guarenas, municipio de la periferia de Caracas, los primeros trabajadores que debían tomar los autobuses para venir a la capital no aceptan el alza de los pasajes y se rebelan. Se enfrentan a los transportistas. Ahí comienza todo. La gente dice: “¡Basta!”. Y es la explosión, el inicio de la revuelta: “¡No al FMI!”. Los habitantes de una urbanización vecina, Menca de Leoni [hoy “27 de Febrero”], espoleados por la exasperación social, se suman a la insurrección de los viajeros. La furia popular se desata. Arden algunos autobuses. Las escasas fuerzas de policía se ven desbordadas. Los disturbios se extienden como reguero de pólvora por los cerros y zonas populares como El Valle, Catia, Antímano, Coche.... Muchos almacenes y comercios son saqueados por un pueblo que tiene hambre. A primera hora de la tarde, el levantamiento se ha propagado al centro de Caracas y a varias ciudades del interior. Aquello no fue sólo un “Caracazo”, fue un “Venezolanazo”, porque la rebelión popular se extendió por todo el país. Ciertamente, su epicentro estuvo en Caracas, pero se extendió a Barquisimeto, Cagua, Ciudad Guyana, La Guaira, Maracay, Valencia, Los Andes... Preso del pánico, el gobierno decreta el toque de queda, activa el “Plan Ávila”, que coloca la capital bajo ley marcial y custodia del Ejército, habilitando a los militares a que hagan fuego con armas de guerra contra los manifestantes civiles. Se reprime pues con la mayor brutalidad esa rebelión social, se cometen verdaderas masacres en los barrios pobres, repitiendo la consigna de Rómulo Betancourt: “¡Disparen primero, averigüen después!”. —¿Dónde estaba usted cuando estalla el “Caracazo”? —Había pasado la noche en el Seconasede, en el Palacio Blanco, y, como le conté, amanecí con fiebre y malestares, fuertes dolores en las articulaciones. Mis hijos tenían lechina [rubéola] y yo ya me vine la víspera contagiado. El médico confirmó que era una enfermedad viral muy infecciosa, y que no podía quedarme. Me mandó a casa. Yo no tenía mando de tropa, ni sabía que la revuelta ya había empezado. Así que me fui primero a la Universidad y, como le dije, viendo que habían suspendido los cursos, me marché a mi casa. Residía entonces, con Nancy y mis tres hijos, Rosita, María y Huguito, en San Joaquín [estado de Carabobo, a unos 100 kilómetros de Caracas], acabábamos de comprarnos una modesta casita allá. Uno de mis vecinos y compañero del MBR-200, el mayor Wilmar Castro Soteldo, fue quien me dio la noticia: “¿Qué hacemos?”, me preguntó. Pero aquello nos pillaba descoordinados. No se podía hacer nada. —¿No lo habían previsto? —Por supuesto. No teníamos ningún plan. Fue desesperante. Llegaba por fin el momento y la oportunidad que tanto habíamos esperado, y fuimos incapaces de entrar en acción. Recuerdo que hablé por teléfono con Arias Cárdenas y le dije: “El pueblo se nos adelantó. Salió primero”. Ese despertar del pueblo nos pilló dispersos. No disponíamos siquiera de un sistema de comunicaciones para contactarnos entre miembros del Movimiento Bolivariano Revolucionario-200 (MBR-200). Sólo algunos pudieron ha-

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cer acciones a nivel individual para tratar de frenar la masacre. Varios oficiales que recibieron la orden de abrir fuego contra el pueblo se negaron, y ordenaron a sus tropas que no le disparasen a la gente. Pero fueron una minoría... —¿Cuántas víctimas hubo? —Nunca se supo. Corrió mucha sangre aquel día. La cifra oficial es de unos trescientos muertos, pero probablemente hubo varios miles, enterrados en fosas comunes, masacrados. Y no por un ejército invasor. Por nuestras propias fuerzas policiales y militares. Llegué a ver niños destrozados por los disparos de nuestros soldados. Incluso, en una clínica con personas en tratamiento mental, balearon a los pacientes. El gobierno mandó traer militares del interior del país y los utilizó como una tropa invasora, como si nuestro Ejército fuese la Fuerza Armada del Fondo Monetario Internacional. Muchos oficiales que participaron en la represión sintieron remordimiento y vergüenza. Se lo reprochaban mucho. Unas semanas después, en una reunión de oficiales, les recordé la conocida frase de Bolívar: “Maldito sea el soldado que vuelve las armas contra su pueblo”. Sin poderme aguantar, les solté: “Nos ha caído la maldición de Bolívar. ¡Estamos malditos!”. —¿Fue muy fuerte el impacto en las Fuerzas Armadas? —Nos dolió muchísimo. Marcó a nuestra generación; dejó huellas imborrables. En el seno de la Fuerza Armada fue donde ese “sacudón” tuvo, a largo plazo, el mayor impacto. Recuerdo que, meses más tarde, una noche, al entrar en el Palacio Blanco, un oficial se me acercó: “Mi mayor, me di-

jo, al parecer usted anda en un movimiento, y quiero ingresar en él”. Por razones de seguridad, negué; pero le pregunté por qué deseaba adherir. El teniente me contó lo siguiente: “El 27 de febrero de 1989, me hallaba prestando seguridad en las inmediaciones de Miraflores y detuve a unos muchachos que estaban asaltando una panadería. Eran una docena, casi todos adolescentes. Los llevé presos. Dejé que se comieran el pan robado porque me confesaron que tenían hambre... Les di agua... Pasé con ellos varias horas conversando. Me contaron lo mal que vivían en los ranchos, la pobreza, el desempleo, el hambre... Me suplicaban: ‘Teniente, ¡libérenos!’. No podía hacerlo, debía esperar órdenes. Llegó una brigada de la Disip para interrogarlos... Los entregué. Los montaron en una furgoneta y se los llevaron. Unas horas después, bajando por una calle vecina, me los encontré a todos: ametrallados, ejecutados...”. Aquel oficial quedó destrozado... Redactó un informe. Sus jefes le ordenaron que se callara, que no era problema suyo, que se trataba de meros delincuentes, y que había que salvar la democracia... Este oficial pertenecía a la Guardia Presidencial, o sea un militar de total confianza del aparato pero, a partir de ese día, estuvo más cerca de nosotros que del gobierno. El régimen se aprovechó del “Caracazo” para aterrorizar a los pobres y hacer un escarmiento. Para que no volvieran a amotinarse. Ese día, se cometió la mayor masacre de la historia de Venezuela del siglo XX. Ese día, la “democracia” venezolana perdió la máscara y reveló su rostro represor más odioso. Porque, luego de que la rebelión se hubo apagado, en los primeros días de marzo, el gobierno prosiguió su sistemático y criminal ejerci-

cio de terrorismo de Estado. No debemos nunca desconocerlo. Era una dictadura disfrazada de democracia. Por eso digo a menudo que nos está prohibido olvidar. —¿Hubo víctimas entre sus amigos militares? —Sí, desgraciadamente, entre las víctimas también había compañeros nuestros. Y, entre ellos, Felipe Acosta Cárlez, uno de los fundadores del movimiento bolivariano, leal compañero y gran amigo. El 1° de marzo me dieron la noticia: “¡Mataron a Felipe Acosta Cárlez!”. No está claro cómo murió; estoy convencido de que el Alto Mando y la Disip, sabiendo que era uno de los dirigentes de nuestro movimiento, aprovecharon la confusión reinante para tenderle una trampa y liquidarlo. Quizás, si yo no hubiese estado enfermo esa semana, la policía política me hubiera liquidado a mí también. —¿Ahí es cuando usted le dedica un poema? —Sí, ese mismo 1° de marzo, le escribí un poema. Aquella tragedia me enlutó el alma y mi pena se derramó sobre la hoja de papel. Aunque se lo dediqué a él, en realidad pensé en todas las víctimas. Pero a la vez, ese dolor actuó como un disparador. La explosión popular del “Caracazo” rompió la losa que encerraba a Venezuela en un sepulcro colectivo. Porque, por otra parte, si consideramos el panorama internacional, ese levantamiento popular fue admirable. —¿En qué sentido? —El “Caracazo” es, en mi opinión, el hecho político de mayor trascendencia del siglo XX venezolano. Y, en ese sentido, marca el

renacimiento de la revolución bolivariana. Recuerde que, ese mismo año 1989, se hundía el muro de Berlín... y se levantó Caracas contra el FMI. Cuando en las esferas intelectuales internacionales se hablaba del “fin de la historia” y cuando aquí todo el mundo, ya no sólo políticamente sino también financiera y económicamente, estaba rendido ante el Fondo Monetario y el Consenso de Washington, se alzó una ciudad y todo un país. Con esa rebelión de los pobres, con esa insurrección de las víctimas seculares de la desigualdad y de la exclusión, con esa heroica sangre popular comenzaba una nueva historia en Venezuela. Porque, apenas diez años después, vendría nuestro gobierno bolivariano a proponer fórmulas alternativas... Venezuela se alzó a contracorriente de la ola neoliberal... Y nosotros, en el Ejército, entendimos que ya no podíamos dar marcha atrás. En lo personal, me dije: “Ahora no me voy del Ejército; aunque sólo seamos cinco los que le entremos a tiros a Miraflores una noche, de aquí no nos vamos callados”. Lo mismo me dijeron los demás. Nuestro movimiento se relanzó, creció, pasó a la ofensiva, se consolidó... Reactivamos las reuniones... Aunque el gobierno también, a partir de ahí, comenzó a golpearnos duro y a presionarnos porque nos convertimos en una amenaza abierta y desafiante. g (Extractos del libro Hugo Chávez: mi primera vida. Conversaciones con Ignacio Ramonet, Debate, Barcelona, 2013. En librerías el 17 de octubre próximo.)

*Director de Le Monde diplomatique, edición española. © Le Monde diplomatique, edición española

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En los países pos yugoslavos, donde las nociones de ciudadanía y nacionalidad están profundamente disociadas, contar los habitantes de un país no es una simple operación estadística: los censos están en el centro de todos los conflictos políticos. Tanto su dirección como sus resultados dejan traslucir una radiografía de las identidades regionales.

Un censo altamente sensible

Ingeniería étnico-política en los Balcanes por Jean-Arnault Dérens*

E

l periodista Boris Dezulovic cuenta un chiste que circula por Bosnia-Herzegovina. El pequeño Ivica se sacó un diez en geografía. La maestra preguntó si alguien sabía la cantidad de habitantes del país. Silencio total en el aula. Sólo Ivica levantó la mano con impaciencia: “¡Yo sé, yo sé!”. “¿Cuántos?”, preguntó la maestra. “No sé”, respondió el alumno, exultante. “¡Muy bien –exclamó la docente–, es la respuesta correcta! ¿Cómo lo sabías?” Por iniciativa de la Unión Europea, en el otoño de 2011 se organizó una campaña de censo en todos los países de la región. Pero las operaciones fueron interrumpidas en Macedonia, postergadas en Bosnia (ver recuadro). Y, allí donde se llevaron a cabo, los resultados fueron objeto de fuertes cuestionamientos. En Bosnia-Herzegovina, el primer recuento de la población desde la guerra debería realizarse finalmente, con dos años de demora, el próximo otoño. Lamentablemente, la organización, realizada en estrecha colaboración con la agencia europea Eurostat, ya recibe críticas de todas partes. “Todo está politizado –se indigna Dennis Gratz, presidente del partido de orientación liberal y “ciudadana” Nasa Stranka–. Quieren obligar a los ciudadanos de Bosnia-Herzegovina a declarar a cualquier precio una pertenencia étnica. Semejantes presiones no existen en ningún lugar de Europa, lo que refleja claramente lo absurdo del sistema bosnio.” Contar los habitantes de un país significa en efecto establecer las relaciones de fuerza en el terreno: se trata de saber no sólo cuántas personas viven actualmente en tal o cual lugar, sino sobre todo cómo se definen esos habitantes desde un punto de vista “nacional”. En Bosnia-Herzegovina, cada comunidad teme que el censo confirme en desmedro suyo los resultados de los desplazamientos de población y la “limpieza étnica” practicada durante la guerra. Delicados equilibrios Para comprender lo que está en juego, es necesario disociar dos nociones, que a menudo se confunden, pero son muy distintas en los países pos yugoslavos: la de ciudadanía y la de nacionalidad. Todos los habitantes de un determinado país son sus ciudadanos, pero esos ciudadanos son de diferentes nacionalidades: así, los habitantes de Bosnia-Herzegovina tienen todos la ciudadanía bosnia, pero pueden ser de nacionalidad bosniaca, croata o serbia (1). Del mismo modo, los ciudadanos de Serbia pueden ser de nacionalidad ser-

bia, pero también húngara, albanesa, romaní, bosniaca, búlgara, rumana, etc. La cuestión de la pertenencia nacional ya se planteaba en los censos de la época yugoslava. Los ciudadanos debían también indicar su lengua materna y su confesión, garantizándose siempre la posibilidad de declararse ateo o agnóstico. Durante el otoño de 2012 se realizaron censos piloto en sesenta localidades de Bosnia-Herzegovina, que revelaron un resultado inesperado. No menos del 35% de los censados se presentaron como “bosnios”, “herzegovinos” o “bosnio-herzegovinos”, y no como “bosniacos”, “serbios” o “croatas”. Si estos resultados se confirmaran a escala nacional en el otoño, sería un sismo político. En efecto, desde la celebración de los Acuerdos de Paz de Dayton, en 1995, la vida política del país se organiza en función del equilibrio entre las tres comunidades dominantes, calificadas de “pueblos constitutivos” de Bosnia-Herzegovina. El país fue condenado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por discriminación hacia los demás grupos nacionales, privados de ciertos derechos fundamentales: así, un ciudadano romaní o judío de Bosnia-Herzegovina no puede presentar su candidatura a la presidencia colegiada del Estado (2). Los nacionalistas de los tres bandos sienten la amenaza. Los croatas temen que su importancia numérica aparezca aun más reducida: en 1991 representaban el 17,5% de la población total de Bosnia-Herzegovina, pero actualmente podrían rondar como máximo el 10%. Sin embargo, su fuerte concentración en algunas zonas del

Boicot Durante la primera quincena de octubre de 2011 se realizó una campaña de censo en Albania, Croacia, Kosovo, Montenegro, al igual que en Serbia. Pero el proceso fue boicoteado en el sector serbio del norte de Kosovo, así como por algunos albaneses en la comuna de Bujanovac (sur de Serbia). En Macedonia, las operaciones fueron suspendidas sine die el 11 de octubre. En Bosnia-Herzegovina fueron postergadas primero para la primavera de 2013, y finalmente deberían desarrollarse en octubre próximo. g

J.A.D.

país podría incitar a los partidos nacionalistas a reanudar la reivindicación de una tercera entidad, específicamente croata. Del lado bosniaco, la preocupación también crece. Este invierno, algunas campañas incitaban a elegir el trío vencedor: nacionalidad bosniaca, idioma bosnio y religión musulmana. Los nacionalistas temen en efecto que muchos bosniacos, sobre to-

La cuestión de la pertenencia nacional ya se planteaba en los censos de la época yugoslava. do los urbanos, opten por dar una respuesta “ciudadana”, privilegiando la pertenencia común a Bosnia-Herzegovina en detrimento de las identidades particulares. De manera clásica, esta campaña especula con el temor de las demás comunidades: si los croatas se declaran croatas y los serbios, serbios, sólo los bosniacos se verían tentados a no definirse como tales, lo que reduciría la importancia relativa de su grupo. Las declaraciones de nacionalidad siempre fueron libres, pudiendo cada uno manifestar su elección de pertenencia. Slobodan Milosevic se identificaba como “serbio”, mientras que su hermano Borislav se declaraba “montenegrino”. Fue durante el censo de 1991, el último antes de la caída de la Yugoslavia federal, que se registró la mayor cantidad de “yugoslavos”. “Me declaré yugoslava no por una cuestión de militancia política –explica Alma Beciric, docente de Sarajevo–, sino simplemente porque me era imposible hacerlo de otro modo. Mi padre era musulmán y mi madre serbia; mi primer marido provenía también de una familia mixta.” Muchos ciudadanos habían optado por declaraciones estrafalarias, como una forma de resistir a la ola de nacionalismos. Así, en algunas ciudades de Bosnia-Herzegovina, aparecieron comunidades de esquimales o de marcianos. Beciric aún ignora qué nacionalidad declarará en el censo de otoño. El sentido de la ironía no desapareció. En 2011, todavía se registraron en Croacia no menos de 303 jedis, 123 terrícolas, 24 marcianos y 12 internacionalistas. Si bien la

comunidad serbia se redujo drásticamente con los desplazamientos de población ocasionados por la guerra, pasando del 12% en 1991 al 4,36% de la población total, se observa también una clara disminución del número de ciudadanos croatas que se declaran de confesión católica. En Istria, la región que probablemente siguió siendo la más refractaria a todos los nacionalismos durante las dos últimas décadas, el número de istrianos se acerca al de croatas. “Elegir considerarse istriano es una forma de negarse a elegir entre la identidad croata o italiana, incluso serbia... Istria siempre fue una tierra de mezcla. ¿Por qué no reconocer esta mezcla como una identidad, nuestra identidad?”, arguye Mario Pusic, habitante de la pequeña ciudad de Labin. Los yugoslavos aún existen: en 2011, unos cientos se declararon como tales en Montenegro y Croacia, y alrededor de veintitrés mil en Serbia. Se concentran en Belgrado y en la provincia septentrional de Voivodina, y algunos no dudan en considerarse una minoría privada de derechos. En efecto, las minorías nacionales de Serbia (albaneses, bosniacos, búlgaros, húngaros, romaníes, rumanos, etc.) disponen de consejos nacionales encargados de defender sus derechos colectivos, especialmente en materia de idioma y educación. Se lanzó una iniciativa para que los “yugoslavos” obtuvieran dicho reconocimiento, pero no tuvo eco en las autoridades, para quienes tal nacionalidad sería “artificial” (3). La iniciativa, proveniente de Voivodina, no siempre es bien percibida: para muchos ciudadanos del país, el apego al ex Estado desaparecido, incluso la “yugonostalgia” (4), no contradice la afirmación de una identidad nacional específica. En Montenegro, la preparación del censo se parece mucho a una campaña electoral. En 2012, nuevamente el pequeño país se cubrió por completo de volantes y carteles publicitarios que incitaban a los ciudadanos a declararse “montenegrinos”, “serbios” o incluso “bosniacos”, y responder que hablaban el idioma “serbio” o bien “montenegrino”. La Iglesia ortodoxa serbia, cuya jurisdicción sobre Montenegro es cuestionada por una Iglesia montenegrina autocéfala canónicamente no reconocida, agotó todas sus fuerzas en la batalla, explicando los sacerdotes a los fieles que debían afirmar su “serbidad”. La evolución de las cifras es elocuente: el número de serbios pasó del 10% de la población del país en 1991 –cuando la cuestión de su eventual secesión no figuraba en el orden del día– al 31%. Declararse como tal en el censo sig-

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nifica afirmar su oposición a la independencia proclamada en 2006 y a la construcción, considerada ilegítima, de una identidad nacional distinta, que promueven las autoridades de Podgorica. Dura batalla demográfica Mientras que en Bosnia-Herzegovina no hubo censo desde 1991, la situación no es mucho mejor en Kosovo, donde el último recuento indiscutido de la población se remonta a... ¡1981! En efecto, el de 1991 fue boicoteado por los albaneses, y el de 2011 lo fue en el sector serbio del norte del pequeño país, que proclamó su independencia en 2008. Sus resultados fueron también fuertemente cuestionados del lado albanés... Según los datos de este último censo, Kosovo tiene apenas 1.739.825 habitantes: una cifra muy inferior a las proyecciones, que mencionaban a menudo una población “de al menos dos millones de personas” (5). Sin las comunas del norte –que tendrían unos cincuenta mil habitantes, en su gran mayoría serbios (6)–, la población de Kosovo se componía en 2011 de un 93% de albaneses, 1,5% de serbios, 1% de turcos, 1% de ashkalis, 0,5% de romaníes, 0,5% de goranis. Cabe recordar que el censo de 1981 indicaba un 77,42% de albaneses y 13,2% de serbios. Una dura batalla demográfica se libra desde hace décadas en Kosovo. Los nacionalistas serbios estigmatizan la fuerte natalidad de los albaneses, presentada a la vez como una muestra de retraso cultural y una estrategia política tendiente a modificar el equilibrio del territorio. Si bien los albaneses son indiscutiblemente el pueblo de Europa que inició más tardíamente su transición demográfica, se observan también tasas de fecundidad muy eleva-

Pristina, Kosovo, abril de 2009 (Armend Nimani/AFP/Dachary)

das en los sectores rurales serbios del país. La excepción demográfica de Kosovo no muestra verdaderas diferencias entre las comunidades nacionales: las tasas de natalidad varían sobre todo entre las ciudades y las regiones rurales, y según los sectores sociales. Sin embargo, frente a la mirada despreciativa de los serbios, los albaneses basan desde hace años la legitimidad de sus reivindicaciones en la aplastante mayoría con la que cuentan en Kosovo. La batalla de las cifras es esencial para los nacionalistas albaneses de todos los países de la región, se trate de Kosovo, Ma-

cedonia o incluso del valle de Presevo, una pequeña región del sur de Serbia, pegada al extremo oriental de Kosovo, donde los albaneses boicotearon parcialmente las operaciones del censo de 2011. “La cuestión es la diáspora, ya que su ausencia disminuye considerablemente la importancia de la comunidad albanesa –comenta Belgzim Kamberi, presidente del Comité de Defensa de los Derechos de las Personas del valle de Presevo–. Si los censos se llevaran a cabo durante el verano, cuando ésta regresa al país, los resultados serían muy diferentes”. En efecto, las incesantes olas migra-

torias que empujan a los albaneses de los Balcanes hacia regiones más prósperas de Europa y del mundo contrarrestan ampliamente los resultados de una natalidad que se mantiene siempre en un alto nivel. Sin embargo, la regla pretende que el censo fije la imagen de una población en un momento dado, sin tener en cuenta a los ausentes. Fue en Macedonia donde se libró la batalla más dura. El censo debía desarrollarse del 1 al 15 de octubre de 2011; pero cuatro días antes de que finalizara, la comisión organizadora decidió suspender sine die las operaciones: en algunas regiones d

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Pristina, Kosovo, abril de 2009 (Armend Nimani/AFP/Dachary)

d éstas no habían comenzado y, sobre to-

do, los censistas de nacionalidad albanesa habrían contabilizado muchas personas que no estaban efectivamente presentes en el país, sino que vivían en el extranjero. El censo de 2002 había distinguido entre los dos millones de habitantes un 64% de macedonios, un 25% de albaneses y un 11% de miembros de otras comunidades (romaníes, turcos, serbios, etc.). Estos resultados fueron siempre cuestionados por los albaneses, que consideran su importancia en un tercio, incluso en un 40% de la población total del país. El periodista albanés Augustin Palokaj evoca fácilmente la “locura albanesa de las grandes cifras” (7)... En Albania misma, los representantes de las minorías nacionales del país –macedonios, romaníes, griegos, etc.– criticaron fuertemente los resultados del censo. Sin embargo, la Alianza Roja y Negra (AK), un movimiento nacionalista creado recientemente, había realizado una campaña contra la presencia de cuestiones de carácter “étnico”, viendo allí una intención de fragmentar la unidad del pueblo albanés. Las cifras más controvertidas atañen a la minoría griega, siempre sospechada de favorecer las intenciones irredentistas de Atenas. Desde la caída del comunismo, muchos albaneses de las regiones meridionales del país tendieron a declararse griegos con la esperanza de poder emigrar más fácilmente al país vecino. “Las políticas migratorias de Grecia incitaron incluso a mucha gente a convertirse artificialmente a la ortodoxia y cambiar su estado civil para adoptar un nombre griego. Es una política expansionista y anexionista apenas velada”, se indigna Lunturi Ratkoceri, vocera de la AK. En realidad, el bilingüismo se practicó siempre en las zonas cercanas a la frontera, sobre todo en las familias de tradición ortodoxa. La proximidad cultural es tal que en una misma familia, dos hermanos pueden elegir considerarse uno griego, el otro albanés... Esta incertidumbre identitaria tiene una larga historia. Antes de que se reconociera en Bosnia-Herzegovina (1967) una nación “musulmana”, los bosniacos podían declararse de nacionalidad “serbia”, “croata” o “indeterminada”, siendo esta última opción claramente mayoritaria en los primeros censos de la posguerra. Tanto en Kosovo como en Macedonia, especialmente entre los censos de 1951 y 1961, sorprendentes variaciones afectaron respectivamente el número de turcos y albaneses. En 1954, la Yugoslavia del mariscal Josip Tito firmó un acuerdo con Turquía que preveía

la posibilidad de emigrar para los “turcos” de los Balcanes, es decir, en realidad, para todas las poblaciones de tradición musulmana de la región. Decenas de miles de albaneses, pero también de eslavos musulmanes, eligieron pues exiliarse en Turquía declarándose de nacionalidad turca. Los millones de personas de origen balcánico que viven en Turquía son considerados oficialmente turcos en su nuevo país,

En 1991, muchos ciudadanos habían optado por declaraciones estrafalarias, como una forma de resistir a la ola de nacionalismos. ya que Turquía no reconoce la existencia de minorías nacionales. Hasta estos últimos años, los recién llegados debían incluso cambiar su apellido. Estos “nuevos turcos”, que suelen conservar estrechos lazos con su país de origen, viven pues con una doble identidad, quedando su idioma y su cultura nacionales confinados a la esfera íntima y familiar. Inversamente, durante todo el período yugoslavo, las comunidades musulmanas no albanesas de Kosovo y Macedonia (romaníes, turcos, bosniacos, etc.) sufrieron constantes presiones tendientes a albanizarlos, especialmente a través de las instituciones religiosas. Los romaníes constituyen aún y en todas partes una población con una identidad estadística particularmente fluctuante. No sólo su importancia suele ser deliberadamente minimizada por las autoridades, sino que muchos de ellos eligen una estrategia de integración declarando pertenecer a la comunidad políticamente dominante. Según las circunstancias políticas, pudieron considerarse serbios o albaneses en Kosovo, macedonios o albaneses en Macedonia. Éxodo masivo Por último, existe una confusión permanente entre tres categorías etno-nacionales: los romaníes, los ashkalis y los

egipcios, o balcano-egipcios (8). Las tres comunidades sufren las mismas discriminaciones y el mismo estatuto social desvalorizado –en albanés, todos son designados con el término peyorativo de magjup (“gitano”)–, pero sólo los romaníes dominan el idioma romaní, mientras que los ashkalis y egipcios, muy presentes en Albania, Kosovo y Macedonia, tienen como lengua materna el albanés. Por otra parte, la distinción entre los ashkalis y los egipcios sigue siendo muy incierta: en la época yugoslava, la “llave nacional” –un sistema complejo de cupos que debía garantizar la igualdad entre las comunidades nacionales– daba acceso a puestos y empleos. Comunidades minoritarias podían encontrar pues un interés directo en reforzar su división, si la nueva categoría obtenía un reconocimiento legal, aunque fuera mínimo. Actualmente, las instituciones de Kosovo reconocen una única categoría de “romaníes, ashkalis o egipcios”, a menudo designada con el acrónimo RAE en los documentos oficiales. Los pequeños pueblos están particularmente expuestos a las presiones de las comunidades más grandes. Así, durante el censo de 2011 en Kosovo, los goranis, eslavos musulmanes concentrados en las montañas de Shar, que hablan un idioma cercano al macedonio (9), sufrieron fuertes presiones para declararse “bosniacos”, siendo esta opción apoyada por los partidos bosniacos que participan en el gobierno de Pristina. En 1981, muchos de esos goranis habían sido censados como “serbios de confesión musulmana”. Una opción que prácticamente desapareció. “Ni Belgrado ni Pristina nunca quisieron reconocer la especificidad de Gora y sus habitantes, los goranis”, suspira Mursel Halili, diputado del Parlamento de Kosovo. En el norte de Serbia, en Voivodina, una batalla similar se libra en torno a la identidad de pequeños grupos católicos, los sokci y los bunjevci, a veces asimilados a los croatas y otras designados como serbios católicos, mientras que la inscripción en la tradición ortodoxa se interpreta comúnmente como un indicador de la identidad serbia. La distinción entre la ciudadanía, estatal o regional, pero siempre territorializada, y la nacionalidad, entendida como cualidad personal, fue tratada a comienzos del siglo XX en el Imperio AustroHúngaro por figuras del “austro-marxismo” tales como Otto Bauer (10). Esta concepción fue retomada por los “socialismos reales”, tanto el de la URSS como

el de Tito. En el marco yugoslavo, permitió un excepcional reconocimiento y una verdadera valorización de todas las culturas. Así, cabe recordar que los primeros programas de radio y televisión en el mundo en idioma romaní aparecieron en el Kosovo yugoslavo, aun cuando la utilización de la “llave nacional” para la distribución de puestos favoreció también desvíos en el ex Estado común. Sin embargo, mientras que los nuevos Estados herederos de la ex Federación ya no obtienen su legitimidad de la ideología de la “fraternidad y unidad”, sino en cambio de la afirmación de reivindicaciones nacionales específicas, esta práctica se deja manipular fácilmente por los artífices de una ingeniería étnica que apunta a establecer la preeminencia y los derechos exclusivos de una comunidad u otra. Más allá de los cálculos etno-políticos de unos y otros, se impone sin embargo una realidad importante y dramática en todos los países del Sudeste de Europa: se vacían y sus habitantes envejecen. En diez años, Serbia perdió trescientos mil habitantes, es decir, el 5% de su población total. Las razones: por supuesto, una natalidad globalmente deprimida –a excepción del mundo albanés–, pero sobre todo el éxodo masivo que sigue vaciando estos países de sus fuerzas vivas. Jóvenes universitarios, particularmente, parten en búsqueda de una vida mejor hacia Europa Occidental, Canadá, Estados Unidos o Australia. Según un reciente estudio (11), diez millones de originarios de los Balcanes occidentales vivirían en diáspora. Esta migración es consecuencia por supuesto de las guerras, pero también de la difícil vida cotidiana de una posguerra y una transición económica que no terminan. g

1. La terminología fue a menudo cuestionada. La tendencia actual, en francés, es traducir el término bosanac (ciudadano de BosniaHerzegovina) por “bosnio”, reservando el de bosniaco (bosnjak) sólo a los bosnios de tradición musulmana (denominados en la época yugoslava los “musulmanes”, en el sentido nacional). 2. El Tribunal Europeo condenó a Bosnia en base a la denuncia presentada en 2009 por Jacob Finci, presidente de la comunidad judía de Bosnia-Herzegovina, y Dervo Sejdic, importante figura de la comunidad romaní. 3. Véase Vesela Lalos, “Une minorité négligée: les ‘Yougoslaves’, citoyens apatrides d’un pays disparu”, Le Courrier des Balkans, www.courriers.info, 1-12-10. 4. Véase Jean-Arnault Dérens, “Viaje a Yugonostalgia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2011. 5. En 1981, la población de la provincia era de 1.584.440 habitantes: 77,4% albaneses, 10% serbios, 3,7% musulmanes, 2,3% romaníes y ashkalis, 1,1% montenegrinos, etc. 6. Se trata de las comunas de Mitrovica-Norte, Zvecan, Zubin Potok y Leposavic. Además de los serbios, viven en el norte unos cientos de albaneses (en Mitrovica y Leposavic), romaníes, turcos, bosniacos. 7. Augustin Palokaj, “Le Kosovo, l’Albanie et la folie des grands chiffres”, Le Courrier des Balkans, Non Lieu, París, 16-8-11. 8. Roms des Balkans: intégration, citoyenneté, démocratie, Les Cahiers du Courrier des Balkans, N° 1, 2012. 9. Jean-Arnault Dérens y Laurent Geslin, Voyage au pays des Gorani (Balkans, début du XXIe siècle), Cartouche, París, 2010. 10. Otto Bauer, La Question des nationalités et la social-démocratie, EDI, París, 1987. 11. Esta investigación fue realizada por la agencia de noticias turca Anadolu. Véase “Migrations: un tiers des habitants des Balkans vit en diaspora”, Le Courrier des Balkans, 26-6-13.

*Jefe de Redacción del sitio Le Courrier des Balkans. Última obra publicada: Voyage au pays des Gorani (junto con Laurent Geslin), Cartouche, París, 2010. Traducción: Gustavo Recalde

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Consecuencias sociales, culturales y científicas de la dificultad para dormir. Ya se habla del “jet lag social” para definir a las personas que no pueden conciliar el descanso. Qué se esconde detrás del insomnio y cómo el sueño puede convertirse en herramienta política.

El horror de no poder dormir

Retrato de un insomne por Nicolás Artusi*

Gustavo Cimadoro (http://cima-cima-doro.tumblr.com)



El primer requisito cuando nos disponemos a dormir es dejar la mente en blanco, tan vacía como nos sea posible, silente, ofreciéndonos con ánimo receptivo a la noche. Para muchos, y de manera habitual, este esfuerzo concluye donde empieza. No hay deliberación, la puerta se abre y luego desaparece”: ésta es una trasnochada confesión de Blake Butler, niño terrible de la nueva narrativa joven estadounidense y autor de Nada, retrato de un insomne, una cruza de ensayo, novela, memoria o ejercicio grafómano de ansiedad acerca de su propia dificultad para conciliar el sueño (1): “Si no fuese porque he pasado noches junto a otras personas que se quedan dormidas tan pronto como caen en la cama –durante esos viajes por carretera que terminan en habitaciones de hotel–, jamás hubiese sido consciente de mi trastorno, a pesar de que la noche nunca me haya parecido normal: un caudal invertido, cada vez más despierto en los últimos momentos del sueño hasta que, finalmente, me echo de nuevo al mundo más cansado que horas antes”. Titilante en la mesita de luz, el despertador contagia la urgencia de un reloj de aeropuerto en el instante previo a perder un vuelo e ilumina la habitación con el verdor pálido de un terror nocturno. En una épo-

ca de mandato productivista, las horas de sueño deben ser aprovechadas al máximo de su beneficio. Y si ya se habla de “jet lag social” para referirse a las personas que no pueden vincularse con el descanso, el insomnio tiene consecuencias culturales, científicas y hasta morales. Si un lugar común del honestismo, en su exhibicionismo de virtud, repite en boca del político sospechado o del empresa-

Hay una industria de millones de dólares en pastillas, terapias o recetas mágicas para conciliar el sueño. rio dudoso que “apoyo la cabeza sobre la almohada y duermo tranquilo”, ¿cuál es la condena social contra el que no consigue conciliar el sueño? Primero, se lo podría tildar de enfermo mental. Según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (2), el insomnio primario,

aquel que no está motivado por una enfermedad grave o consumo de sustancias, “se encuentra a menudo asociado a la excitación fisiológica o psicológica que tiene lugar durante la noche, combinada con un condicionamiento negativo vinculado al sueño”. Segundo, y acaso más grave, se lo podría acusar de vago, según los estrictos parámetros del productivismo. Para el antropólogo Matthew J. WolfMeyer, autor de The Slumbering Masses (“Las masas dormitando”), la culpa del insomnio moderno la tiene… el capitalismo (3). “El modelo consolidado del sueño es organizado según otros ‘tiempos institucionalizados’ en la sociedad actual, más que nada entre horarios dedicados al trabajo”, escribe en el libro que tiene como subtítulo “el sueño, la medicina y la vida americana moderna”. Según Wolf-Meyer, “el sueño se convirtió en un subproducto del día laboral” y la división funcionalista del día (ocho horas para el trabajo, ocho horas para el ocio y ocho horas para el sueño) fue un invento del liberalismo económico del siglo XX en su necesidad de disciplinar a los trabajadores. Y esto generó otro fabuloso negocio: una industria de millones de dólares en pastillas, terapias o recetas mágicas para conciliar el bendito descanso. Los países desarrollados y las

grandes multinacionales pronto descubrirán que serán menos competitivos si tienen hordas de ciudadanos o empleados mal dormidos. Los cráneos de la planificación empezarán a delinear los trazos de una Política del Sueño. ¿Somos alondras o búhos? El psicólogo alemán Till Roenneberg es el principal difusor del “jet lag social” como definición para estas generaciones sumidas en la modorra. En su libro Internal Time se propone averiguar por qué estamos todo el tiempo tan cansados (4). En su laboratorio de la Universidad Ludwig Maximilian, de Munich, también culpa a la rígida organización del día laboral por los problemas de descanso del hombre promedio. Y estudia el “cronotipo” de cada persona, el reloj interno que regula el ritmo circadiano y que nos define como “alondras” o “búhos” según estemos más lúcidos y activos por la mañana o por la noche. Durante la semana, se espera que cumplamos con un horario fijo de oficina que empieza, por lo general, a las 9 AM y se extiende hasta las 18. El “búho” arquetípico se acuesta temprano para calcular ocho horas de sueño, pero no puede dormirse: claro, es búho. Entonces pasa una, dos o tres horas en la cama hasta que su reloj interno le indica que ya es tiempo de dormir. Pero en cinco horas ya tiene que despertarse y, así, va acumulando cansancio. Esto es lo que Roenneberg define como “jet lag social”: el búho, y también la alondra, viven en otro huso horario, condenados a vagar como zombies según tengan que levantarse muy temprano o acostarse muy tarde. Ser o no ser zombie Si Pedro Calderón de la Barca aventuró pronto que “la vida es sueño”, la Enciclopedia Británica, en su primera edición de 1771, ya definía el buen dormir como “el cuerpo en un estado de reposo perfecto, en el que los objetos externos afectan a los órganos de los sentidos de la manera habitual, aunque sin estimular las sensaciones habituales” (5). Un limbo en este mundo para la poesía, un misterio para la ciencia: hasta el siglo XIX, el sueño era apenas un punto ciego en el campo de la psicología. Nadie se había molestado en estudiarlo porque se reducía a ser el acto de no estar despierto ni muerto o comatoso. En La interpretación de los sueños, Sigmund Freud tendía “la vía regia hacia el conocimiento de lo inconsciente dentro de la vida anímica” y se metía en la cabeza de los que dormían (6). El moldavo Nathaniel Kleitman se metió en el cuerpo: en su célebre obra Sueño y vigilia, de 1939, patentó las bases de las investigaciones modernas sobre el dormir y, años después, descubrió el sueño REM (por “rapid eye movements”, movimientos rápidos del ojo) y demostró que está vinculado con la actividad eléctrica del cerebro durante las ensoñaciones (7). Estamos presentes pero, a la vez, ausentes. Somos zombies con estados alterados. “Damos por hecho que nada cambia cuando nos ausentamos dentro de nuestro propio cuerpo, porque seguimos allí: un cajón o una puerta no van a moverse, nadie aparecerá de forma imprevista o irrumpirá en la noche. Delegamos todo el control al sueño, que aminora nuestras pulsaciones y respiración, desconectados pero abiertos, receptivos”, escribe Butler en Nada... “Si bien es cierto que el sueño puede servirnos como vía de escape de las horas –una renuncia pasajera de nuestra capacidad de reacción–, durante la inconciencia permanecemos con la guardia baja hasta que algo viene a forzar el precinto”. Si a la hora de irse a la cama cualquier niño se habrá aterrorizado con la presencia presunta de un monstruo en el ropero, ¿qué cosas nos quitan el sueño de grandes?

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Por lo general, no son los sucesos graves, las tragedias naturales o los atentados terroristas que muestra el noticiero lo que le impide dormir al hombre común. Es una suerte de alarma interna que se enciende justo cuando debería desactivarse, un autoboicot que no cede en su empeño por destruirnos. “El insomnio niega al cuerpo su descanso, provoca que enferme la carne, cortocircuita el cerebro para llevar al organismo en vigilia a la desintegración, concitando un estado de duermevela involuntario mientras uno sigue consciente”, define Butler: “Al no encontrar descanso donde lo desearíamos, terminamos persiguiéndolo incluso con más obstinación allí donde haya mayores cantidades de nada; nuestra ambición va en aumento y al obtener algo que no es exactamente sueño, jamás quedamos satisfechos”. El insomnio puede ser una de las peores formas de tortura. Los pérfidos cerebros militares no tardaron en descubrir que uno de los más crueles castigos para los prisioneros era privarlos del sueño. Un mito contemporáneo repite que en la prisión de Guantánamo suenan a todo volumen, todo el día y toda la noche, canciones de Britney Spears y de Metallica, eficaces en el objetivo de enloquecer a los prisioneros con la repetición de un estribillo pegadizo o de un riff de guitarra, impidiéndoles dormir o, directamente, pensar. El horror, el horror. La tortura blanca A principios del siglo XX, el buen doctor Nathaniel Kleitman mantuvo a seis hombres jóvenes despiertos durante varios días, con la misión de realizarles una batería de análisis físicos y psicológicos. Obsesionado con la ciencia del dormir, él mismo se ofrecía como cobayo para sus experimentos: llegó a pasar 115 horas despierto, más que ningún otro. Según reportó la periodista Elizabeth Kolbert en la revista The New Yorker, al final de la prueba, ya exhausto y con alucinaciones, sólo podía repetir frases incomprensibles (8). En la década de 1950, Kleitman fue contratado por el frigorífico Swift para desarrollar una investigación que pretendía descubrir si los bebés podrían dormir más profundamente al ser alimentados con una dieta altísima en proteínas. Fue uno de los primeros experimentos organizados de manipulación del sueño. Unos años más tarde, la privación del sueño fue conocida como “la tortura blanca”, con víctimas y victimarios repartidos por varios de los conflictos del planeta. Fue tan popular que la Convención de Ginebra no tardó en incluirla dentro de la lista de las prácticas inhumanas. “En la cabeza del prisionero se empieza a crear una niebla. Su espíritu está cansado hasta la muerte, sus piernas inestables, y tiene un único deseo: dormir”, describió el ex primer ministro israelí Menahem Begin sus propias experiencias con la privación del descanso: “Cualquiera que haya experimentado este deseo sabe que ni siquiera el hambre y la sed son comparables con ella”. Ya en la década de 1980, los científicos estadounidenses Allan Rechschaffen y Bernard Bergmann, de la Universidad de Chicago, se propusieron responder por fin la pregunta clave: “¿Es imprescindible el sueño?”. En un examen clásico entre las pruebas empíricas, mantuvieron a una legión de ratas, privadas totalmente del reposo. Al cabo de dos o tres semanas, todas cayeron muertas. Pero nunca pudieron precisar la causa exacta del deceso hasta que en un paper publicado en el año 2002 finalmente concluyeron: “Este síntoma dramático no confirma que el sueño sea necesario. Y si el sueño no provee ninguna función vital, sería el mayor error que cometió la evolución”.

En la Biblia, “muerte” y “sueño” son palabras intercambiables y siempre se refiere a ellas como instancias divinas. El último suspiro nos sumergirá en el sueño eterno (todos subterfugios para no mencionarla a Ella, la muerte). “Durante años, la ciencia sostuvo que la aparición de trastornos del sueño en el organismo se debía a un problema emocional y mental, una barrera autoimpuesta en las horas nocturnas”, resume Butler en el libro Nada... Pero recién después de un siglo de investigaciones se definió el insomnio como un deterioro que no se limita a las noches en que el cuerpo

gira sobre sí mismo en la cama, frenético en su inútil búsqueda del sosiego. Por acumulación, afecta a todo el ser. Y si la prohibición de dormir podrá ser la más cruel forma de tortura para el verdugo impiadoso, en los terrores nocturnos o en la fóbica vigilia, según Butler, “el insomnio, más que miedo a la muerte, parece ser una hipersensibilidad de la particular circunstancia de estar vivo”. g 1. Blake Butler, Nada, retrato de un insomne, Editorial Alpha Decay, Barcelona, 2012. 2. American Psychiatric Association, Diagnostic and Statistical Manual of

Mental Disorders, Arlington, 2013. 3. Matthew J. Wolf-Meyer, The Slumbering Masses, A Quadrant Book, Nueva York, 2012. 4. Till Roenneberg, Internal Time, Harvard University Press, Boston, 2012. 5. Enciclopedia Británica, primera edición, Londres, 1771. 6. Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Amorrortu Editores, Buenos Aires/Madrid, 2012. 7. Nathaniel Kleitman, Sleep and Wakefulness, University of Chicago, Chicago, 1987. 8. Elizabeth Kolbert, “Up All Night”, The New Yorker, Nueva York, 11-3-13.

*Periodista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur



Demografía

La trampa del hijo único La investigadora y sinóloga francesa Isabelle Attané afirma en este libro que, En el país de los niños desde los años 1980, China se ha beneescasos ficiado de una muy propicia “bonanza China y la crisis demográfica. De los hijos demográfica” que le ha permitido un únicos a los chicos de la calle extraordinario desarrollo, pero que en el futuro dicha estructura demográfica será Isabelle Attané cada vez menos favorable. En otras palaCapital Intelectual; Buenos Aires, mayo de bras: la abundante mano de obra bara2013. 280 páginas, 99 pesos. ta de la que se nutre la economía china desde hace tres décadas será cada vez más escasa (si bien actualmente uno de cada cuatro chinos tiene menos de veinte años, la población en edad activa comenzará a disminuir a partir de 2020 y la población total lo hará a partir de 2035, por lo cual la sociedad sufrirá un envejecimiento acelerado más veloz que en cualquier país occidental). El espectacular crecimiento del gigante asiático ha provocado desigualdades sociales y económicas nunca vistas: por un lado jóvenes urbanos que cultivan la excelencia, por otro, hijos de campesinos migrantes que se crían solos desde muy temprana edad. Entre ambos, un abismo de segregación, falta de integración y flagrantes injusticias sociales para estos últimos, excluidos de facto de los sistemas educativos y sanitarios progresivamente desarrollados en las grandes ciudades. La autora afirma que en los últimos treinta años, las familias chinas de las clases medias y altas de las grandes urbes –tradicionalmente centradas en los ancianos– se han desviado bruscamente y hoy el niño reina sobre sus padres, incluso sobre sus abuelos; dicho fenómeno alcanza su paroxismo con el hijo único, ese “pequeño emperador”. Paralelamente, los niños de clase baja y del medio rural simbolizan la contracara del milagro económico (alrededor del 10% de los mismos se crían sin sus padres, que se ven obligados a migrar a las grandes ciudades en busca de trabajo). Pero China tiene además un problema adicional respecto a otras naciones: allí la cualidad más grande que se le desea a un hijo es que sea varón, preferencia anclada en lo más profundo de la cultura china al perpetuar el linaje paterno y afirmar el estatus social de la familia. Para lograr el anhelado varón, los chinos recurren a augurios, astrología, oraciones, dietas y cada vez más frecuentemente a ecografías, a las que muchas veces sigue un aborto si el feto es una niña. La consecuencia es el país del mundo con mayor proporción de hombres en su población, lo que trae aparejado infinidad de problemas sociales que se acentúan año tras año. Isabelle Attané concluye este ensayo advirtiendo que China se moderniza, atravesando transformaciones sin precedentes –tales como el progresivo repliegue del Estado en las últimas décadas– que han provocado que la salud y la educación dependan cada vez más de la capacidad de pago de las familias: solo los jóvenes urbanos de clase media y alta logran salir adelante, el resto vive situaciones de enorme precariedad y son víctimas de todos los tráficos: venta masiva de niños-esclavos, mafias de la mendicidad, niños no inscriptos en el Registro Civil para evitar multas por incumplir las cuotas de nacimiento autorizadas, niños trabajadores menores de catorce años con jornadas extenuantes, prostitución infantil y traficantes que raptan, venden y revenden niños y bebés. Julián Chappa

Libros del mes

Liu Ye, The Happy Family, 1998 (Gentileza Christie’s)

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Internacional

Investigación

Las raíces del fracaso americano

A la caza de Eichmann

Morris Berman Sexto Piso; México, octubre de 2012. 260 páginas, 185 pesos.

Neal Bascomb Debate; Buenos Aires, abril de 2012. 496 páginas, 139 pesos.

Una crisis puede ser entendida de dos maneras. La primera indica que, a partir de una serie de avatares completamente ajenos a la voluntad de los afectados, un sistema o un gobierno entran en una crisis entendida como un fenómeno temporal. La segunda es un poco más tajante: algo entra en crisis debido a que, desde su misma constitución, hay cosas que no cierran. Para el historiador cultural estadounidense Morris Berman (1944), la actual crisis que está atravesando su país natal se acomoda mucho más a esta segunda situación que a la primera. Y es que en los orígenes mismos de Estados Unidos, el “oportunismo individualista” que pone en el centro de la escena al dinero como un símbolo de éxito, de trascendencia, en alguna medida constituye una de las principales razones de su actual declive. Entonces: ¿qué condiciones del sistema capitalista están inscriptas en la médula estadounidense y cómo, a lo largo de tanto tiempo –y, principalmente, a través de los más diversos productos culturales– se “vendió” una imagen de un país que no corresponde con la realidad? En este libro, con el que cierra su “trilogía americana”, Berman lleva adelante un estudio minucioso de cuestiones ideológicas (como el fetichismo tecnológico de la sociedad estadounidense) e históricas (como las repercusiones de la actitud del Norte para con el Sur en la Guerra Civil). En definitiva, en los comienzos de una era post-estadounidense: ¿cómo será recordada la era del supuesto “imperio” norteamericano?

Factores locales y externos hicieron de Argentina un destino elegido por criminales nazis y de regímenes afines. Cualquiera haya sido su número –no fueron 60.000, como con poco apego a los hechos alguna vez sostuvo uno de sus cazadores–, éstos fueron muchos. Entre ellos estuvieron los pares bielorruso, croata y eslovaco de Adolf Hitler, poco notados por su rápido ingreso a la lucha anticomunista. Cierta literatura aun incluye al ex Führer como residente aquí, si bien la mejor historiografía disponible lo da por muerto antes de la toma de su bunker. En cambio, Adolf Eichmann y Josef Mengele, jerárquicamente menos importantes, sí estuvieron en Argentina y concitaron el interés de Israel por su rol en el exterminio de judíos. Significativo aporte a la reconstrucción del secuestro de Eichmann en Argentina por parte del Mossad, esta obra sirve además como modelo para el periodismo investigativo local interesado en el tema, visto el vasto relevamiento hecho por Bascomb de fuentes documentales e historiográficas. Su honestidad y frondosa bibliografía conviven asimismo con una admitida destreza rudimentaria en alemán y un español y hebreo inexistentes, que le impidieron aprovechar a fondo ciertas fuentes. No obstante, el volumen se beneficia de las entrevistas a distintos agentes y miembros de la tripulación del avión israelí que voló con Eichmann a Tel Aviv. Su mérito principal es haber sistematizado lo conocido.

Fernando Bogado

Ignacio Klich

Política

Publicado originalmente en 1974, este libro de la polémica periodista italiana Oriana Fallaci, fallecida en 2006, reúne las entrevistas realizadas por la autora a veintiséis personalidades políticas centrales de la historia de la segunda mitad del siglo XX para el periódico L’Europeo. Desfilan por sus páginas, entre otros, Henry Kissinger, Golda Meir, Yasser Arafat, el rey Hussein de Jordania, George Habash, Indira Gandhi, Ali Bhutto, Giulio Andreotti, Willy Brandt, Hailé Selassié, Mohamed Reza Pahlevi, Mario Soares, Santiago Carrillo, Hélder Câmara, Nguyen Van Thieu, el general Giap. Fallaci, que considera al periodismo como un privilegio extraordinario y terrible a la vez, por la posibilidad que ofrece de contar la historia en directo, presenta estas entrevistas como simples testimonios de una época, cristalizados en un instante, que buscan descifrar por qué algunos hombres cuentan con más poder que otros y cuál es su verdadera influencia sobre el curso del mundo.

Entrevista con la historia Oriana Fallaci El Ateneo; Buenos Aires, mayo de 2013. 704 páginas, 185 pesos.

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Comunicación

Crítica

Cine

Fichero Nuevas minorías, nuevos derechos Homi K. Bhabha Siglo XXI; Buenos Aires, febrero de 2013. 224 páginas, 110 pesos.

Siete debates nacionales

Marxismo y crítica literaria

Desconfiar de las imágenes

Guillermo Mastrini, Ornela Carboni (comps.) UNQ; Bernal, abril de 2013. 272 páginas, 100 pesos.

Terry Eagleton Paidós; Buenos Aires, marzo de 2013. 164 páginas, 79 pesos.

Harun Farocki Caja Negra; Buenos Aires, marzo de 2013. 320 páginas, 120 pesos.

En los últimos cuatro años, la sociedad argentina y parte de la dirigencia política se mostraron capaces de participar –cada uno con sus rasgos y particularidades– de un debate “tan necesario como ausente”: la regulación del mercado info-comunicacional. Una discusión que los grandes conglomerados mediáticos, ubicados en el ojo de la tormenta, no pudieron soslayar. La sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en 2009 es un caso emblemático sin precedentes, que se enmarca en “un saludable proceso latinoamericano […] donde la ciudadanía más activa encara procesos de debate y acción en torno a las políticas públicas de comunicación”. Reconociendo la diversidad de contextos –no sólo a nivel geográfico, sino político e ideológico– en los que tuvieron lugar los cambios en materia de políticas de comunicación, estos siete estudios abordan iniciativas de regulación en Europa, América del Norte y América Latina, que conciernen tópicos clave como la digitalización, la convergencia y la concentración, y retratan a los actores involucrados poniendo de manifiesto sus intereses. “La diversidad de agentes e intereses representa un desafío a la hora de legislar”. De allí que este trabajo se proponga analizar la correlación de fuerzas que se evidencia entre el intento de sumar a nuevos actores en el diseño de políticas de medios y las decisiones que finalmente prevalezcan.

Marxismo y crítica literaria, una suerte de manual sobre el modo en que el marxismo puede intervenir en el campo de la literatura y el análisis de textos, es el producto de un seminario que el autor dictó en la Universidad de Oxford a principios de la década de 1970, “cuando la posibilidad de un cambio radical parecía genuina”. Acaso por eso parezca algo anacrónico, aunque, junto con el más complejo Marxismo y literatura de Raymond Williams, traza los lineamientos fundamentales de la crítica cultural marxista no dogmática. Eagleton parte de la premisa de que el legado crítico del marxismo debe ser juzgado no por el hecho de que sus ilusiones políticas no se hayan cumplido en la práctica sino por su capacidad de iluminar el estudio de las obras de arte. El autor se ocupa, a lo largo de cuatro breves capítulos, de trazar las relaciones entre literatura e historia, entre forma y contenido, entre escritor y compromiso y entre escritor y productor. Con el objetivo de despegar el método heredado de Marx y Engels del esquematismo base/superestructura, Eagleton asegura que la literatura no es nunca un mero reflejo pasivo de la base económica y postula que, si bien el arte no puede servir por sí mismo para transformar el curso de la historia, sí puede ser un elemento activo de dicho cambio. En este sentido, la crítica marxista no es sólo una técnica de interpretación sino “parte de nuestra liberación de la opresión, y por eso vale la pena discutirla in extenso”.

Harun Farocki ya no es un cineasta desconocido en Argentina, gracias a una revisión de su obra que realizó el Bafici hace unos años y la muestra de sus instalaciones en la Fundación Proa en el corriente año. Sin embargo, su producción conserva cierto cariz marginal, hermético, dada su cualidad indagatoria, con una aguda mirada crítica hacia la sociedad contemporánea. Él mismo realiza una historia de su trayectoria como director de documentales en esta cuidada selección de sus trabajos teóricos que editaron Inge Stache y Ezequiel Yanco, en otra exquisita publicación de la editorial Caja Negra. En sus variados textos publicados desde 1974, Farocki concibe el cine como espacio de discusión y denuncia de los usos de la imagen como herramienta de vigilancia y control ejercidos por las sociedades disciplinarias. Así, son tan relevantes sus observaciones –devenidas filmes absolutamente políticos– sobre las imágenes registradas en los campos de concentración nazis, o durante la Guerra del Golfo, o cuando la revolución en Rumania, como resultan importantes sus análisis sobre la manipulación de imágenes registradas por las cámaras de seguridad, o en las fábricas, centros comerciales y prisiones. Los trabajos de Farocki develan lo que la imagen muestra y también aquello que oculta, como en aquellas fotografías aéreas tomadas en 1944 sobre Auschwitz, en las que los Aliados nada vieron del horror que allí tenía lugar.

Natalia Aruguete

Nicolás Olszevicki

Josefina Sartora

Historia

Se trata, como señala el autor, de un período de estabilidad interna en el Ejército, a partir del predominio de un grupo de oficiales pertenecientes al arma de Caballería. Pero al mismo tiempo, de un lapso de importantes modificaciones internas, entre ellas la adopción por parte de la fuerza de la Doctrina de Seguridad Nacional, que llevaron al crecimiento de las áreas dedicadas a la Inteligencia contrarrevolucionaria y el número de oficiales entrenados en el exterior en temas afines. El resultado fue que el Ejécito argentino recibió una “doble influencia”, francesa y estadounidense, pero desarrolló “un modelo propio que se consolidó (e incluso se exportó a otros países de América

Latina) durante la segunda mitad de la década de 1970. El análisis de Mazzei señala que las diferencias entre las facciones castrenses (los azules y los colorados) se debían más a cuestiones coyunturales relativas a la política que a profundas cuestiones ideológicas. Para fundamentar esta mirada presta especial atención al proceso de socialización que siguen los oficiales desde su ingreso al Colegio Militar hasta sus primeros destinos. El resultado es un análisis convincente y sólido de la historia institucional de la fuerza, de sus imbricaciones en la historia política nacional, y de los avances y retrocesos en la autonomía militar con respecto a la sociedad civil, en un proceso que alcanzó su máxima expresión a partir de la dictadura militar de 1976.

en políticas de comunicación

Bajo el poder de la caballería El ejército argentino (1962-1973) Daniel Mazzei Eudeba; Buenos Aires, noviembre de 2012. 344 páginas, 127 pesos.

Hasta finales del siglo XX, el Ejército fue un actor decisivo en la política argentina. Este libro de Daniel Mazzei analiza el recorrido de esa fuerza en los poco más de diez años que van entre 1962 y 1973, coincidentes con la proscripción del peronismo tras el golpe de 1955 y su retorno al poder en las elecciones de 1973.

Federico Lorenz

Estas “notas sobre cosmopolitismos vernáculos” reúnen ensayos y conferencias inéditas de Homi K. Bhabha, uno de los especialistas más reconocidos en teoría poscolonial. En estos textos, el intelectual indio reflexiona sobre los insterticios estéticos, éticos y políticos en los que se insertan los sujetos minoritarios y marginales desplazados por la globalización –inmigrantes, refugiados, víctimas de violencia–, carentes de derechos y ajenos a toda institucionalidad.

Historia de los partidos políticos en América Latina Torcuato S. Di Tella FCE; Buenos Aires, junio de 2013. 472 páginas, 112 pesos.

Edición revisada y actualizada hasta nuestros días de este libro escrito originalmente en 1992, en el que Torcuato Di Tella describe la genésis y evolución de los principales movimientos políticos de América Latina desde principios del siglo XX y su influencia en las sociedades que los engendraron. Repasa así la revolución mexicana, los movimientos de izquierda, la embestida militar, los populismos, las dictaduras, la democratización y los nuevos populismos.

Estoy verde Dólar. Una pasión argentina Alejandro Bercovich, Alejandro Rebossio Aguilar; Bs. As., junio de 2013. 264 páginas, 120 pesos.

Los autores analizan la obsesión argentina por la moneda estadounidense hurgando en sus raíces históricas. Así, investigan el submundo de las “cuevas”, los “arbolitos” y los contrabandistas, las operaciones e intereses que se esconden detrás de las presiones alcistas o devaluatorias, la fuga de divisas, las incautaciones y las pesificaciones, el doble discurso de los políticos y el uso del dólar por las mafias.

En el cielo nos vemos La historia de Jorge Julio López Miguel Graziano Peña Lillo-Continente; Buenos Aires, mayo de 2013. 224 páginas, 98 pesos.

Historia de un hombre que desapareció dos veces. En octubre de 1976, secuestrado por la dictadura, y en septiembre de 2006, en democracia, en circunstancias no esclarecidas, cuando debía testimoniar en el juicio contra el ex comisario Etchecolatz. Graziano repasa su vida, sus relaciones familiares, su participación como testigo, y reconstruye las búsquedas fallidas, en las que se entremezclaron inoperancia y complicidad policial.

40 |



Edición 170 | agosto 2013

Editorial

Sumario Staff 3

El ejército, las urnas, la calle

Editorial: La corrupción y los acuarios

2

La renovación moral de Evo

3

La corrupción como crítica de la política

4

El virus de la inmoralidad

7

Los países occidentales no usan este término. Maestros de las sutilezas diplomáticas, parecen estimar que ciertos pronunciamientos militares –en Malí, en Honduras, en Egipto…– son menos inadmisibles que otros. En un principio, Estados Unidos apoyó a los Hermanos Musulmanes, luego mantuvo su ayuda militar en El Cairo cuando el presidente Morsi fue “destituido” por el ejército. Una alianza conservadora entre este último y los Hermanos Musulmanes hubiese sido el escenario soñado de Washington. Ya no es posible. Los nostálgicos del antiguo régimen se regocijan al mismo tiempo que los nacionalistas nasseristas, los neoliberales egipcios, los salafistas, la izquierda laica, los monarcas saudíes. Necesariamente, algunos de ellos van a quedar decepcionados… Aunque Egipto está en bancarrota, el enfrentamiento entre los militares y los islamistas no concierne en lo más mínimo a las elecciones económicas y sociales, ampliamente intactas desde la caída de Mubarak. Desemboque en elecciones o recurra a un golpe de Estado, ¿de qué vale una revolución que no cambie nada en esos aspectos? Los nuevos dirigentes subordinan la salvación de su país a las ayudas financieras (12.000 millones de dólares) de los Estados del Golfo –en particular, de la muy reaccionaria Arabia Saudita (2)–. Si esta opinión se confirma, digan lo que digan los juristas, el pueblo egipcio va a volver a tomar el camino de la calle. g

El origen del problema

8

1. Véase Alexis de Tocqueville, “Chacun à son rang”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1998. 2. Véase Serge Halimi, “Impunidad saudí”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, marzo de 2012.

por Mona Abouissa

por Serge Halimi*

L

os Hermanos Musulmanes habían jurado que no iban a pelear por la presidencia egipcia. Una vez rota esta promesa, lo que debían aportar era “pan, libertad, justicia social”. Bajo su dominio, la inseguridad creció, la miseria también. Las multitudes entonces volvieron a tomar las calles para exigir la salida del presidente Mohammed Morsi (véase Alain Gresh, pág. 22). Algunas revoluciones empiezan así. Cuando triunfan, se las celebra durante siglos sin preocuparse demasiado por su espontaneidad relativa o por los fundamentos jurídicos que las desencadenaron. La historia no es un seminario de Derecho. En los días que siguieron a la dictadura de Hosni Mubarak, era ilusorio imaginar que el ahogo prolongado de la vida política, del debate contradictorio, no pesaría en los primeros escrutinios. Con frecuencia, el electorado suele confirmar la influencia de las fuerzas sociales o institucionales mejor estructuradas (las grandes familias, el ejército, el viejo partido único) o la de los grupos organizados que tejen redes clandestinas para escapar a la represión (los Hermanos Musulmanes). El aprendizaje democrático desborda los tiempos de una elección (1). ¿Elecciones o golpe de Estado? Promesas no cumplidas, dirigentes elegidos con lo justo (2) y que enseguida enfrentan el desafecto o la ira de la opinión pública, manifestaciones gigantescas organizadas por una coalición heteróclita: estos últimos años, otros países además de Egipto conocieron situaciones de este tipo sin que el ejército haya tomado el poder, encarcelado sin juicio al jefe de Estado, asesinado a militantes. A eso se lo llama golpe de Estado.

Dossier Poder, corrupción y campaña por José Natanson

por Pablo Stefanoni

por Sebastián Pereyra

por Dan Ariely

*Director de Le Monde diplomatique.

por Natalia Zuazo

Transparencia e impuestos

10

Recursos naturales, redistribución y política

12

por Alexandre Roig

por Gustavo Grobocopatel y Nicolás Tereschuk

Clarín: anatomía de un socio del poder 14 por Martín Becerra

El PT en la encrucijada

16

Lima, ¿una ciudad para todos?

18

por Darío Pignotti

por Elizabeth Rush

Dossier El oscuro turbión egipcio A la sombra de los militares

22

Los cisnes del Presidente

24

Historia de las escuchas de EE.UU.

26

Un presidente secuestrado en Europa

28

por Alain Gresh

por David Price

Traducción: Aldo Giacometti

por Evo Morales

Anticipo del libro de Ignacio Ramonet Hugo Chávez: mi primera vida 30 Controvertido censo en los Balcanes

32

Retrato de un insomne

36

Libros del mes

38

por Jean-Arnault Dérens

por Nicolás Artusi

Editorial: El ejército, las urnas, la calle 40 por Serge Halimi

Suplemento # 16: La educación en debate Universidad Pedagógica Buenos Aires

La educación en debate

#16

El docente, ¿empleado o funcionario? por Vilma Pantolini* y Ana Vitar**

E

n un escenario de resignificación de lo estatal, lo público y lo colectivo en Argentina y América del Sur, la reflexión sobre el trabajo docente es un asunto principal en la construcción de una estatalidad y una escuela cada vez más igualitarias y de calidad. En este marco, el Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires (SUTEBA) y la Universidad Pedagógica (UNIPE) organizaron un seminario para abordar críticamente aspectos e interrogantes atinentes al proceso de trabajo docente y sus condiciones de realización en el sistema educativo. Labor colectiva En su acepción más general, el trabajo docente forma parte de las acciones de conservación y construcción del mundo común, un cometido de los sistemas de educación sustentados en la labor colectiva. Si ya es colectiva la relación pedagógica, mucho más lo es la transmisión institucional del conocimiento y la cultura. Concebir este trabajo como un quehacer individual en el aula, lleva a olvidar la interdependencia de diferentes puestos y procesos realizados en escuelas y otros ámbitos del sistema. Educar supone la intervención de múltiples sujetos y organizaciones, aun cuando sean diferenciados sus campos de acción y de decisión. Si bien la enseñanza es un núcleo crucial de la labor de un docente, ello no equivale a desdeñar otras tareas que de-

Esta publicación integra la serie de Cuadernos de Discusión que edita la Universidad Pedagógica (UNIPE) www.unipe.edu.ar

sarrolla en su proceso de trabajo. Elaboración de proyectos escolares, evaluación de alumnos y de su propia actuación, relaciones con familias, organizaciones sociales y otras áreas del sistema educativo, actividades de formación o intercambio con colegas ponen en evidencia que su tarea trasciende el tiempo

Es oportuno recuperar una noción de la profesionalidad vinculada con la toma de la palabra.

dedicado a la clase y los ámbitos del aula y la escuela. Se inscribe, en efecto, en el seno del proceso social e institucional de formar a las nuevas generaciones. La tríada organización laboral, escolar y curricular expresa con toda nitidez otra de las interdependencias de puestos y procesos de trabajo. La valoración positiva de la tarea colegiada, la conformación de espacios curriculares optativos, la redefinición de regímenes de cursada y de aprobación o una concepción del currículum que involucra tanto lineamientos de política como proyectos escolares, requieren, ineludiblemente, una transformación cualitativa de la organización laboral, acorde a dichas iniciativas. En suma, políticas, regulaciones, patrones de organización y lógicas de intervención pedagógica inciden simultáneamente en la tarea cotidiana, obligando a maestros y profesores a resolver

en forma individual situaciones problemáticas, originadas muchas veces en la escasa coherencia de los dispositivos mencionados. Son frecuentes, incluso, las preocupaciones en torno del trabajo docente que acentúan la importancia de la formación, en desmedro del análisis de las regulaciones laborales. Resignificar la tarea Las múltiples relaciones y mediaciones que estructuran el trabajo docente inciden en las controversias que pueden originarse al definir cuál es su sentido. Un aspecto de estas vinculaciones alude a los inevitables debates y polémicas entre gobierno y sindicatos a la hora de establecer regulaciones atinentes a deberes y derechos laborales. Sin embargo, que la docencia se realice en un marco institucional y jurídico que regula a los asalariados, no reduce la labor docente a la noción de empleo: su dimensión ética, social y política la convierte en co-responsable de hacer efectivo el derecho a la educación. Allí radica la importancia de redefinir el contenido del puesto de trabajo y de generar marcos normativos y organizacionales que permitan ejercer de otra manera esta co-responsabilidad. Un ejemplo de ello es la inclusión en la jornada laboral de ámbitos para la reflexión colegiada, la sistematización y circulación del conocimiento pedagógico. En tanto trabajo intelectual, la enseñanza supone la adquisición de saberes sobre la transmisión o la producción de conocimientos sobre los alumnos que constituyen un patrimonio que no debería quedar encerrado en los muros de un aula o una escuela, sino formar parte del patrimonio colectivo. Las relaciones con el Estado asumen también otra forma. Las instituciones educativas y, con ellas el trabajo docente, forman parte de la estatalidad y de un patrón organizativo en el que compete al gobierno la formulación de políticas

Suplemento

que fijan la direccionalidad y el sentido de la educación. Pero la legitimidad democrática de tales competencias gubernamentales no supone concebir la tarea docente como una mera ejecución de las políticas. Una concepción relacional del trabajo educativo implica abandonar la distinción lineal entre diseño y aplicación, por cuanto la efectividad de una política educativa descansa en la apropiación que realicen de ella los docentes. Este proceso, lejos de constituir una recepción pasiva, alude a su accionar en la construcción social del sentido y del derecho a la educación, así como a la influencia de los escenarios espaciotemporales y de las estructuras que históricamente conformaron el patrón de formulación y ejecución de las políticas. Frente a esto, la relevancia de las políticas de educación universales radica, justamente, en la dimensión “política” de una universalidad que significa lo que es igual y común a todos. Es oportuno recuperar por ello una noción de la profesionalidad docente vinculada con una “toma de la palabra” para ocuparse e intervenir en los asuntos comunes, que cuenta con ámbitos que posibilitan la integralidad de los procesos de trabajo y la articulación de saberes, textos, prácticas, interpretaciones para definir políticas de construcción del mundo común de la educación. g *Coordinadora del Seminario Trabajo Docente (SUTEBA). **Coordinadora del Seminario Trabajo Docente (UNIPE).

Distancia “Nuestro trabajo implica la posibilidad de reunirnos de manera colectiva en los sindicatos para pelear por mejores condiciones laborales. Eso nos distancia del rol de funcionario público, entendido como aquel que tiene una estabilidad determinada por adhesión a la política del Estado. Pero, además, no somos trabajadores de cualquier tipo: trabajamos con el conocimiento. No podemos formar ciudadanos críticos si nosotros mismos no somos críticos y si no reflexionamos sobre nuestra tarea y sobre las políticas educativas del Estado.” (Claudia Baldrich, docente de Historia en la Escuela Secundaria N° 18 de San Martín, Provincia de Buenos Aires)

II |

La educación en debate

El docente, ¿empleado o funcionario?

Pedro Coronel, Femmes Papillons, 1967 (fragmento, gentileza Christie’s)

Pensarse como agente estatal por Sebastián Abad*

E

n nuestro país la identificación con el Estado de parte de quienes son sus agentes y funcionarios es polémica, fallida e inquietante. La autonominación de los agentes estatales se vuelve por ello dificultosa o, muchas veces, tiene lugar únicamente cuando la inscripción institucional aparece justificada, suplementada o –se lo acepte o no– reforzada (es decir, debilitada) por otra clase de representaciones identitarias que no son específicas del funcionariado. Estas representaciones (“militante”, “intelectual”, etc.) no se hallan necesariamente en contradicción con la burocracia o la línea política del Estado, pero en modo alguno son idénticas a ella. Funcionan más bien, pues, como una suerte de imagen compensatoria o antídoto indispensable para aceptar la condición de burócrata, agente o funcionario. Estos tres términos tienen para muchos de los que trabajan en el Estado una connotación desagradable o un sentido peyorativo. No se trata aquí de determinar si es correcto o está justificado. En principio, el fenómeno es lo que es. Y no importa en una primera instancia determinar si los sujetos tienen derecho a sentir lo que sienten o pensar lo que piensan. El asunto más interesante parece ser, al menos desde el punto de vista de un pensamiento estatal para el Estado, por qué razón los términos que designan la pertenencia institucional a lo público tienen justamente ese sabor (es decir, saber) incorporado. El propio Borges, en su texto “Nuestro pobre individualismo”, hacía referencia

a un fondo anti-estatal de la condición argentina. Pero esta perspectiva demanda a su vez una explicación, o al menos suscita la pregunta, que por obvia no deja de ser necesaria: ¿de dónde procede ese fondo individualista? Si acotáramos esa pregunta a nuestra historia reciente, podríamos referirla en términos generales a un proceso político-económico de extrema inestabilidad en las capacidades del Estado –para no hablar de su financiamiento, lugar estratégico y prestigio– con los correspondientes efectos de desintegración y desafiliación sociales. El momento subjetivo de este proceso, el impacto en la sociedad del accionar del Estado (pero también las marcas que se inscribieron en los agentes estatales mismos) constituye una clave para abordar un nudo de la construcción político-institucional del ahora: ¿por qué razón buena parte de los funcionarios rehúye su identificación con la función pública o, en otros términos, fuga de su pertenencia estatal con artimañas tales que, en ocasiones, producen más sufrimiento que el encuadramiento mismo? La elaboración de un trauma –seguramente los hubo en la historia estatal reciente en nuestro país– genera discursos por definición posteriores y sujetos a “desactualización” en virtud del devenir histórico mismo. Si el momento traumático por excelencia de la historia reciente ha sido el proceso político que se inicia en los años 70 y conduce a muertes y desapariciones, el discurso que intenta asumir y elaborar tal sufrimiento hace del Estado una máquina de muerte (para quienes están afuera) y de

desolación (para quienes están adentro). Asimismo, el período democrático consigue entrever –con sus marchas y contramarchas– hasta qué punto el Estado es una instancia estratégica y, en este sentido, de altísimo pensamiento político (que no es lo mismo que poder, despliegues simbólicos o ampliación de derechos, todos ellos también necesarios). Hasta tal punto esto es así que hoy en día está instalada la querella sobre la “recuperación” del Estado, con lo cual el énfasis se ha trasladado a la discusión sobre las formas legítimas de construcción político-institucional. Exploremos la hipótesis instalada en el debate político actual: el Estado es una instancia crucial para la reproducción de nuestra forma de gobierno (república) y nuestra cultura política (democracia). De esta hipótesis, con todo lo cuestionable que pueda ser, se siguen diversas preguntas. Nos interesa en particular retomar lo que señalamos al principio: ¿podemos seguir sosteniendo la identidad entre Estado y asesinato? Si lo hiciéramos, sería muy difícil ahondar en la “recuperación” del Estado, pues nadie quiere recuperar lo que le hace profundo daño. Entonces: si el Estado ha sido “recuperado”, ¿qué es lo que impide al agente estatal pensarse como tal y lo fuerza a recurrir a representaciones ajenas al ámbito donde desarrolla su tarea? ¿Por qué persiste el déficit de autonominación en la burocracia estatal? Si cabe hablar en este caso de una dislocación entre la pertenencia administrativa a un espacio institucional y la posibilidad de habitarlo, es decir, de asumirlo como espacio de un despliegue subjetivo significativo, ¿hasta qué punto interfiere este fenómeno en la productividad específica del Estado? Por último, en el caso de que la interferencia en cuestión sea un hecho y por ende un obstáculo para la construcción del lazo social, ¿cómo podría abordarse, morigerarse y, de ser posible, superarse la dislocación o escisión mencionada? Estos interrogantes generales sobre el lugar del Estado y la subjetividad que podría habitarlo no son en nada ajenos al mundo educativo. Desde sus orígenes, los sistemas educativos estatales han tenido como uno de sus objetivos centrales la transformación de la población en ciudadanía. Además de concebir su tarea en términos tradicionales (defensa, administración impositiva y, más tardíamente, salud pública), el Estado moderno imagina diversos dispositivos de construcción permanente de la lealtad y la pertenencia política, entre los cuales se destaca la escuela pública. Esta lealtad y pertenencia, o sea, la Nación, se construye eminentemente, aunque no exclusivamente, a través de las marcas que produce la institución educativa. La legitimidad de la marcación proviene de la legitimidad misma del Estado y sus decisiones vinculantes; la efectividad, en cambio, de la fortaleza institucional de la escuela y de la potencia del trabajo docente. Si estamos de acuerdo en que el Estado es una instancia legítima y crucial en la construcción del lazo social, pero también en que la ciudadanía y la pertenencia a la comunidad política se juegan intensamente en la escuela, seguramente podremos imaginar hasta qué punto es importante que los docentes nos pensemos como agentes del Estado. Este pensamiento no es una ideología, una utopía o un código profesional, sino –en lo que a la escuela se refiere– un conjunto de despliegues teórico-prácticos enmarcados en una institución estatal estructurada autoritariamente. La escuela pública produce efectos múltiples; ¿sigue siendo escuela si no produce ciudadanía? g *Centro de Pensamiento Contemporáneo de la UNIPE.

El perfil del maestro por Diego Rosemberg*

A

rgentina cuenta con casi 1.200.000 docentes (incluidos los profesores universitarios), que representan casi un 8% del total de ocupados en el país. Mientras que tres de cada diez empleados en el sector público trabajan en el sistema educativo, en el ámbito privado la relación es apenas del 3,5%. Una de las características distintivas de los trabajadores de la enseñanza, a la inversa de otras ocupaciones, es que cerca de tres cuartas partes de los empleados son mujeres. La mayor proporción de trabajadoras se acentúa en los niveles inicial y primario y decrece en el secundario, terciario y universitario. Otra de las peculiaridades de los docentes consiste en que más del 80% tiene más de 30 años, un porcentaje mucho más elevado que el resto de las ramas ocupacionales. Un estudio realizado en 2010 por el investigador de la UNIPE, Leandro Bottinelli y su colega de la Universidad de Lanús, Cristina Dirié, señalaba que el 64% –tres veces más que el promedio del total de las ramas laborales– cuenta con estudios superiores, la mayoría de ellos cursados en un instituto de formación docente, establecimientos de nivel superior no universitario. A su vez, un 37% de los docentes con educación superior se tituló en una universidad. El estudio de Bottinelli y Dirié, basado en la Encuesta Permanente de Hogares del tercer trimestre del año, indicaba que los docentes consultados que no habían trabajado en la semana anterior a la toma de la muestra llegaban a casi el 8%, un índice superior al obtenido en el resto de las ramas laborales. Los investigadores aclaran que esto puede ocurrir debido al alto número de licencias por maternidad existentes en el sistema educativo. No obstante, advierten que el valor también es más alto que en el resto de los trabajadores cuando se toma a varones o a mujeres que no se encontrarían en edad fértil. En este caso, sostienen que la multiplicidad de tareas y presiones a las que se ve sometido el docente puede ser una de las causales de ausentismo. Bottinelli cita una encuesta realizada en 2010 en zonas urbanas de todo el país que indica que, en promedio, los docentes trabajan doce horas semanales en tareas educativas –corrección, planificación– fuera de la escuela. Si se sumara ese tiempo al declarado en la Encuesta Permanente de Hogares, se puede concluir que, en promedio, un docente trabaja 41 horas semanales. Un dato más: el 13% de los encuestados declaró haber querido trabajar más horas en la semana del relevamiento, lo que podría indicar una necesidad de recibir mayores ingresos económicos. g *Periodista, editor de la revista Tema (uno) de la UNIPE, docente de la Universidad de Buenos Aires.

La educación en debate

MARIO OPORTO, DIPUTADO NACIONAL

Crear más cargos

M

ario Oporto conoce los dos lados del mostrador. Por un lado fue docente de Historia en el Comercial Carlos Pellegrini y en el Profesorado Joaquín V. González y, por el otro, asumió en dos oportunidades como Director General de Cultura y Educación en la Provincia de Buenos Aires. Con esa experiencia acumulada, el actual diputado ofrece su mirada sobre el trabajo en las aulas. ¿Los docentes son trabajadores, profesionales o funcionarios públicos? Todo eso. Son trabajadores especializados, formados profesionalmente. En paritarias defienden derechos y condiciones laborales y, por otro lado, defienden como un colegio profesional la validez de sus títulos, los modos de acceder a los puestos, los concursos, el co-gobierno. Sin duda, con la masividad ya no es aquella elite que se basaba en la vocación; hoy es un trabajador de la educación. Se habla de la proletarización del docente. Lo veo más semejante al empleado público que a la clase obrera. El docente es un profesional con responsabilidad de funcionario estatal; la sociedad le delega el monopolio de la evaluación y acreditación de saberes de los alumnos. ¿Cree que el estatuto docente debe modificarse? Muchos políticos dicen que hay que hacerlo para restringir derechos laborales porque hay abusos de licencias. Yo lo adaptaría a los cambios educativos; hubo dos reformas grandes: la Ley Nacional y la Ley Federal. Pero pondría un paraguas en los derechos laborales; no se debe retroceder en las conquistas de los trabajadores. Hay que mirar el acceso a cargos, concursos, la concepción de escuela... Pero el gran cuestionamiento a los docentes es su ausentismo. La profesión docente es feminizada y en edad fértil; mucha licencia es por maternidad. Hay que ver también el nivel de ausentismo en todo el empleo público; la diferencia es que el docente necesita un suplente. Además, sufre un gran desgaste de salud y hay un estado débil

Vigilancia “En mi escuela trabajamos muy cómodas: como es privada tenemos los materiales que queremos. No es como en otras escuelas de la Provincia que tenés que comprarte hasta las témperas. Si se nos ocurre realizar un proyecto con algún instrumento, la escuela lo provee. Pero después hay que llevarlo adelante, porque las dueñas o las psicopedagogas observan la clase. Están vigilando.” (Gabriela Sívori, docente de nivel inicial en la Escuela del Alba de Lincoln, Provincia de Buenos Aires)

en la prevención de enfermedades laborales y también en el control: los certificados médicos se consiguen con demasiada facilidad. El nivel con más ausentismo es el medio, los docentes trabajan muchas horas en escuelas muy dispersas: faltan porque pierden el tren, se van antes para llegar al otro trabajo... ¿Qué hace el Estado para solucionar el problema? Fomenta la concentración horaria, pero no es sencillo lograrla. Si tendemos a escuelas más chicas, para que el docente conozca a sus alumnos, es más difícil conseguirla: ya no hay 15 divisiones por año en una misma escuela. También es más fácil concentrar horas de Matemática y Lengua que de Filosofía o Química, que por ahí se cursan sólo en cuarto año. Hoy pensamos que un cargo es igual a horas de clase. Si, en cambio, abarcara además otras actividades –crear material didáctico, preparar clases, atender alumnos– sería más fácil la concentración horaria. Vamos hacia eso. Por supuesto que también existen abusos personales, pero la mayoría da clase y dedica más tiempo del que cobra. ¿Cómo se evitan los abusos? Como funcionario, nombré directivos de dedicación exclusiva en las nuevas secundarias. Un director de 4 horas en escuelas con 3 turnos no sirve; debe identificarse con la institución. Y hay que ser cuidadoso en los diagnósticos. En mi provincia se dijo que por cada docente que da clase cobran 4. No es verdad. Existen 320.000 docentes; se tendrían que emitir más de 1.200.000 cheques. Y se emiten 400.000. El que hizo una suplencia de 3 días recibió un cheque y hay cargos que no están en el aula: bibliotecarios, asistentes de laboratorio, psicopedagogos. Los ajustadores piensan que la escuela se limita al aula. Con un equipo que acompaña al docente hay una mejor escuela. ¿Por qué cuesta bajar la conflictividad docente? El conflicto existirá siempre, porque cuando se solucionan problemas estructurales se pasa a una segunda generación de conquistas. Pero en un espacio de diálogo se puede avanzar. El paro muchas veces dejó de ser la última instancia de un conflicto para transformarse en la primera. Eso desgasta. Por otro lado, hay estados que mientras haya clase no les importa nada. ¿En paritarias sólo se discute salario o también calidad educativa? El salario es algo urgente y coyuntural, lo otro es lento y estructural. A la prensa le interesa más la amenaza de paro que la discusión por la calidad, pero se discute. Y más que el salario interesa la masa salarial: si se quieren menos chicos por curso, directivos con dedicación exclusiva, jornadas extendidas, eso implica crear más cargos. ¿Y cómo se financian? ¿Puede aspirarse a más del 6% del PBI? Si queremos más chicos en el aula, que entren a los 3 años y salgan a los 18, con más horas de clase, se necesita mayor presupuesto. Con recortar los abusos –que es necesario hacerlo–, no alcanza; servirá para el 10% del faltante. A la discusión de cómo se financia, no hay que temerle. g D.R.

| III

ROBERTO BARADEL, GREMIALISTA

Sujeto político de transformación social



Debemos asumirnos como trabajadores con conciencia de clase, porque somos sujetos políticos de transformación social”, subraya Roberto Baradel, secretario general del Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires (SUTEBA). Baradel recuerda que aquella identidad nació de un debate abierto en 1973. Hasta entonces, señala, la docencia era vista como una vocación semejante a las profesiones liberales. “Definirnos como trabajadores no va en detrimento de la profesionalización, la formación y actualización de nuestro trabajo –advierte–. Pero pertenecemos a una clase que puja por la distribución de la riqueza; no acordamos con la concepción del docente como transmisor pasivo de la hegemonía cultural imperante. La escuela debe formar ciudadanos críticos, sujetos de derecho. Por eso no pueden ser contradictorios el derecho de los trabajadores con el derecho de aprender de los chicos.” En ese sentido, el gremialista aclara que no hay colisión de derechos cuando los maestros adhieren a una huelga. “Para que se respete el derecho a la educación se tienen que respetar las conquistas docentes, es inherente uno del otro. Y también es parte de la formación de los alumnos dar el ejemplo en la defensa de los derechos.” El dirigente señala que cuando las familias argumentan que eligen escuelas privadas para evitar las huelgas docentes es “porque miran las consecuencias pero no las causas de los problemas: las decisiones políticas que no priorizan la educación”. Baradel propone comparar las escuelas a las que migraron aquellos que antes iban a las públicas: “Tienen jornadas completas, talleres extracurriculares y no se suspenden las clases por cortes de agua o de luz. Las huelgas no son el problema: el 60% de los docentes privados adhirió a los últimos paros, a pesar de las prácticas antisindicales de muchas empresas. Buscamos un mejor salario, pero también protestamos por los cortes del transporte escolar, por la falta de infraestructura, por los comedores escolares. ¿Por qué los funcionarios envían a sus hijos a escuelas privadas? ¿No se tomarán en serio la transformación en la educación pública?”. Otro cuestionamiento que se les hace a los docentes es el alto ausentismo, sobre todo en el nivel medio. Tres factores, enumera el dirigente de SUTEBA, lo explican: las malas condiciones laborales –exceso de alumnos, múltiples cargos en distintas escuelas–, ausencia de conducción institucional adecuada y falta de compromiso de algunos colegas. Para revertir esta situación, SUTEBA organizó el año pasado 25 jornadas de formación político-pedagógicas de tres días donde 20.000 maestros y profesores debatieron sobre la inclusión escolar, la educación de ca-

lidad y la conciencia política del docente. “Había algunos compañeros –reseña Baradel– que decían: ‘Para qué incluir a chicos que no les interesa estudiar’. A fuerza de dar debate y acciones colectivas se transforman las conciencias. Un ejemplo son las paritarias; algunos no las querían porque se referenciaban en el estatuto, una ley que modifica sólo el Poder Legislativo. Mientras que la paritaria es una negociación en condición de iguales de trabajadores y patrones.” Para disminuir el ausentismo, Baradel sostiene que el Estado debe elaborar programas de prevención de la salud –por ejemplo talleres de uso adecuado de la voz para evitar disfonías, una de las mayores causales de licencia– y un mejor control, con envíos de médicos a domicilio. “Las provincias privilegian un sistema de prestatarias privadas que no atienden a los docentes como deben y no controlan el au-

“No pueden ser contradictorios el derecho de los trabajadores con el de aprender de los chicos.” sentismo. Nosotros propusimos un sistema de reconocimiento médico estatal. No convalidamos truchadas ni incompatibilidades, pero también exigimos mejoras en la situación laboral.” En condiciones de trabajo ideales, según Baradel, los docentes trabajarían en un solo cargo de dedicación exclusiva que incluiría horas de clase –en aulas con menos de 25 estudiantes– y horas institucionales. Además, recibirían formación en servicio y cobrarían un salario que les permitiría vivir dignamente. Las licencias más recurrentes que toman los docentes, explica el gremialista, corresponden a enfermedades psicológicas y psiquiátricas, problemas pulmonares, várices y lumbalgias. Además, aclara, el 70% de los trabajadores de la educación son mujeres, muchas de ellas en edad fértil. Una de las propuestas que funcionarios y legisladores de distintos partidos aportan para bajar el ausentismo es la reforma del estatuto docente. Baradel dice que no hay que avanzar sobre los derechos laborales, pero admite que existen cuestiones a modificar: “Por ejemplo los concursos de ascenso, hay que poner el acento en la experiencia para asumir la conducción de un establecimiento educativo. Puede haber un examen teórico brillante, pero en la práctica puede no haber elementos para conducir”. g D.R.

IV |

La educación en debate

El docente, ¿empleado o funcionario?

CARLOS RICO ALCÁZAR, DIRECTOR

Pauperización laboral por Diego Herrera*

C

arlos Rico Alcázar, director de la Escuela de Enseñanza Media N° 3 del Bajo Flores, sostiene que “la docencia como profesión remite a una cuestión de carácter histórico, vinculada con la vocación, el sacerdocio y el renunciamiento a la asunción del docente como un trabajador de la educación”. Tras más de veinte años de experiencia docente en el nivel primario y otros tantos en el nivel medio, reivindica como un logro ideológico y cultural que “desde 1973, con la constitución de la CTERA, nos asumamos como trabajadores”. Y añade: “Es importante que el docente se agremie, luche por sus condiciones de empleo, por una mayor remuneración salarial y, al mismo tiempo, por la disminución de las horas laborales.” Sin embargo, Rico Alcázar nota una pauperización de las condiciones de trabajo: “Históricamente, se trabajaba medio turno, de allí la jornada simple del maestro de escuela primaria. Hoy son escasos los docentes que cubren un solo turno y viven de su profesión. Se trabajan dos y hasta tres turnos, lo que provoca un deterioro en la calidad del sistema educativo”. Al mismo tiempo, los educadores también habrían perdido espacio de capacitación y formación: “No es una tarea cualquiera. Hay una necesidad de actualización permanente que debería estar incorporada dentro del régimen laboral; si no queda al arbitrio de las posibilidades individuales”. Este deterioro de las condiciones laborales también incidiría en los altos niveles de ausentismo. Además de problemas de columna, de várices y de stress, habituales entre los docentes, hay muchos pedidos de licencias psiquiátricas, sostiene el director. “A veces esas licencias suelen ser el mecanismo para encontrar cierto respiro cuando es muy difícil sostener una si-

tuación en el aula. Cuando las jornadas se extienden tanto es muy duro mantener un vínculo tan exigente, que genera tantas fricciones, como es el de docente-alumno”, agrega. Rico Alcázar define a la carrera docente: “La posibilidad de pasar de formas de trabajo bastante precarias —como puede ser el régimen de suplencias y de interinatos— a la titularidad, la acumulación de horas y de cargos y el ascenso”, tal como lo estipula el régimen de trabajo. Aunque no descarta la posibilidad de efectuar mejoras al estatuto docente, éstas deberían estar acompañadas de una participación profunda de los educadores: “A fines de 2011 se modificó el régimen de juntas de clasificación docente en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires pero lo que se buscó fue que el Ejecutivo de turno pudiera controlar la designación de los jurados y, por ende, los concursos. Eso no contribuye a la democratización del sistema educativo”, subraya. Para el director, “la carrera docente tiene que estar basada en la profesionalización, en la capacitación, en la formación, en el vínculo con los alumnos y en el vínculo con la comunidad”. La labor dentro de la escuela pública, según Rico Alcázar, no puede estar desligada del sentido político de toda pedagogía: “Los trabajadores de la educación siempre nos plantamos desde un proyecto político y sería importante que supiéramos formar en nuestros alumnos la idea de ciudadano consciente, crítico, participativo y hasta militante. El sentido de la labor docente en la actualidad es que cada estudiante sea un individuo comprometido y crítico de la realidad en que vive, que no sea conformista, que critique, que participe, que reelabore”. g *Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA) y docente; colabora con el equipo editorial de UNIPE.

SOFÍA MARIBEL ACUÑA, ESTUDIANTE

ñeros lo hacen y no entiendo cómo los profesores se lo aguantan.

Más salarios, menos horas

¿Y qué opinás de sus condiciones de trabajo? Para mí no son buenas. Son las mismas que comparten con los alumnos. Por ejemplo, la mayoría de las escuelas públicas están destrozadas. Por otro lado, tener que correr de una escuela a otra también afecta a la manera en que un docente da clases porque tiene que llegar tarde a una escuela o irse temprano de otra.



Levantarse a la mañana, ir al colegio a enseñar, salir corriendo para ir a otro colegio y a la noche corregir”, así imagina la rutina del docente Sofía Maribel Acuña, estudiante de 6° año de la Escuela Media N° 11 de Adrogué, Provincia de Buenos Aires. ¿Por qué creés que una persona elige ser docente? Porque les gusta explicar. Tengo algunas amigas que saben explicar, les gusta hacerlo con sus compañeros y piensan que en un futuro van a poder realizar lo mismo con sus alumnos. Pero quizá otras personas lo eligieron porque es la carrera a la que pudieron acceder por cuestiones económicas. Tal vez otra profesión les gustaba más, pero como no podían costearla terminaron estudiando eso. Algunos lo ven como una salida laboral más fácil y más rápida. ¿Qué hay de positivo y qué ves de negativo en el trabajo del docente? Lo positivo es que a veces podés generar una buena relación con tus alumnos y ese vínculo puede ser satisfactorio. Lo malo es que, en caso de tener alumnos descontrolados, puede pasar que le hagan la vida imposible al profesor. Yo a veces veo que mis compa-

¿Cómo mejorarías esas condiciones? En principio, deberían tener un aumento de salario para que no necesiten tomar tantos cargos, porque si no terminan con la cabeza quemada por el desgaste y eso afecta la calidad de las clases. ¿Faltan mucho los docentes de tu escuela? Algunos faltan muchísimo y, la verdad, preferiría no tenerlos. ¿Por qué faltan tanto? No me imagino por qué. Algunos tienen problemas de salud que tienen que ver, sobre todo, con la voz. Son enfermedades con las que conviven porque tienen que ver con su profesión. ¿Te gustaría dedicarte a la docencia? No, porque veo a mis profesores, me pongo en el lugar de ellos, y creo que no podría. Me costaría lidiar con alumnos que molestan e interrumpen las clases todo el tiempo. No podría tolerar eso. g D.H.

El deseo de superarse “Cuando empecé en la docencia lo hice como una ayuda, un trabajo más, y a medida que fui haciendo suplencias la tarea me fue atrapando. Empecé a tomarlo como una profesión, porque la práctica te lleva a ver que los chicos responden a las cosas que uno presenta. Un trabajo es ir, dar clases y punto. En cambio, la profesión es querer superarse. Es complicado capacitarse de manera continua, por lo menos en Magdalena. No sé cómo será en otros lugares, pero acá todos los cursos son pagos. Hay muy pocos gratuitos y se dictan en horario de trabajo. Y es muy poca la capacitación que hay en servicio. En la docencia todo es por puntaje, así que para sumar hay que comprar cursos. Algunos me parecieron un negocio porque solo tenés que pagar y te mandan el curso. Tendrían que darse más capacitaciones gratuitas, en horarios y días accesibles para los docentes.” (María de los Ángeles Bacigaluppe realiza suplencias en escuelas primarias de Magdalena y en educación para adultos en contexto de encierro desde hace más de dos años)

Staff UNIPE: Universidad Pedagógica Rector Adrián Cannellotto Vicerrector Daniel Malcolm

Editorial Universitaria Directora editorial Flavia Costa Editor de Cuadernos de discusión Diego Rosemberg Redactor Diego Herrera