Lagasnerie- La última lección de Michel Foucault Sobre neoliberalismo, la teoria y la politica

La última lección de Michel Foucault Sección de Obras de Sociología Lagasnerie.indd 3 01/06/15 15:05 Traducción: Ho

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La última lección de Michel Foucault

Sección de Obras de Sociología

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Traducción: Horacio Pons

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Geoffroy de Lagasnerie

La última lección de Michel Foucault Sobre el neoliberalismo, la teoría y la política

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Primera edición en francés, 2012 Primera edición en español, 2015

De Lagasnerie, Geoffroy La última lección de Michel Foucault : sobre el neoliberalismo, la teoría y la política. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2015. 116 p. ; 21x14 cm. - (Sociología) Traducido por: Horacio Pons ISBN 978-987-719-070-0 1. Sociología. 2. Neoliberalismo. 3. Teoría Política. I. Horacio Pons, trad. II. Título CDD 301

Armado y montaje de tapa: Juan Balaguer

Título original: La dernière leçon de Michel Foucault. Sur le néolibéralisme, la théorie et la politique ISBN de la edición original: 978-2-213-67141-3 © 2012, Librairie Arthème Fayard D.R. © 2015, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina [email protected] / www.fce.com.ar Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F. ISBN: 978-987-719-070-0 Comentarios y sugerencias: [email protected] Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en español o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial. Impreso en Argentina – Printed in Argentina Hecho el depósito que marca la ley 11723

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Índice

Palabras preliminares

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Introducción Una transgresión El neoliberalismo como ideología de derecha Lo que produce el neoliberalismo Las condiciones de la crítica

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I. El neoliberalismo, una utopía

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II. El mercado por todas partes

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III. La justificación “científica” del mercado

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IV. De la pluralidad

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V. Sociedad, comunidad, unidad

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VI. Deshacer la sociedad

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VII. Ética liberal y ética conservadora

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VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

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IX. Escepticismo y política de las singularidades

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X. No ser gobernado

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XI. Política, derecho, soberanía

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XII. La desobediencia civil en cuestión

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XIII. No dejar hacer al gobierno

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XIV. El homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

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Índice de nombres

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Para D., por supuesto

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Más que de fundar una teoría en el derecho, por el momento se trata de establecer una posibilidad. Michel Foucault

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Palabras preliminares

La cuestión del neoliberalismo ocupa un lugar cada vez más central en el pensamiento contemporáneo. Repetida de libro en libro y de tribuna en tribuna, la idea de que la apuesta esencial de nuestro tiempo sería denunciar la invasión de las lógicas neoliberales no deja de imponerse. En efecto, se insiste una y otra vez en que el neoliberalismo transformaría el funcionamiento de nuestro mundo. Redefiniría, desde luego, las reglas de la economía. Pero, más grave, estremecería la organización tradicional de la sociedad. Este irresistible mar de fondo quebrantaría todo el orden social, y de resultas se verían afectadas todas las instituciones sobre las que este se apoya (el Estado, la escuela, la familia, el derecho, etc.). Estaría cristalizándose una manera insólita de concebir la articulación entre la política, lo jurídico y lo económico, y de considerar las relaciones entre lo individual y lo colectivo. Y tocaría a las ciencias humanas la urgente tarea de estudiar esos fenómenos para discernir sus implicaciones, evaluar los peligros que entrañan y proponer instrumentos para oponerles resistencia. Habría sido lógico esperar que el resultado de tanta atención prestada a un mismo tema fuera una producción particularmente rica e inventiva. Por desgracia, asistimos antes bien a una uniformación y una limitación de la vida de las ideas. En la casi totalidad de los sectores del campo intelectual circulan, en efecto, análisis que pueden superponerse unos a otros, y que movilizan las mismas percepciones, las mismas grillas de lectura. En otras palabras: el problema del neoliberalismo actúa hoy como un factor de erradicación de los clivajes teóricos y políticos. 13

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En lugar de desencadenar una multiplicidad de interpretaciones contradictorias, genera sentimientos análogos en personas de las que habría cabido esperar la adopción de posiciones alejadas y hasta opuestas. Se observa actualmente en esta cuestión una especie de encogimiento del espacio de lo pensable y lo decible, un empobrecimiento de las opciones posibles y disponibles y, para decirlo en una palabra, una crisis general de la capacidad de imaginación. Así, como principio de los innumerables textos que se asignan el proyecto de denunciar el neoliberalismo encontramos, de manera casi sistemática, este mismo argumento bajo la forma del lamento: hoy, todo lo que participa de una lógica de “comunidad” sufriría un proceso de erosión en nombre de una lógica de individualidad y particularismo. El neoliberalismo instauraría el reino del egoísmo, del repliegue sobre sí mismo. Pondría en primer plano el interés particular y el “yo” [“je”] en detrimento del “nosotros”, de lo “social”, de la “institución común”. Por consiguiente, la moral, la religión, la política, el derecho, etc., perderían su fuerza prescriptiva e integradora; las relaciones de reciprocidad, de don, de asistencia, se desmoronarían para ser remplazadas poco a poco por relaciones mercantiles. De ahora en más, los individuos ya no se someterían a ningún principio superior ni a ningún valor trascendente, indispensable para “hacer” o “rehacer la sociedad” (las normas o los valores compartidos, la reciprocidad). Lo cual provocaría a la vez una crisis del “lazo social” (la desafiliación), del cuidado mutuo y de las solidaridades, y una multiplicación de los movimientos minoritarios, esos movimientos dentro de los cuales los individuos reclaman derechos particulares (cosa que podríamos llamar… democracia), como expresión de su negativa a someterse al orden simbólico y la ley. Habría mucho que decir, desde luego, sobre esos discursos, sobre lo impensado que hay en ellos y sobre sus límites, sobre las pulsiones que animan a sus locutores. Pero lo que me interesa más particularmente es su manera de revelar una transformación del pensamiento de izquierda y, sobre todo, del humor que impera dentro del espacio de la teoría crítica. Esos enunciados dan testimonio, en efecto, del influjo cada vez más fuerte de un paradigma o, mejor, de un modo de problematización: se adhieren a un tipo de percepción en la cual lo que se constituye como negativo sería la anomia, la desregulación, el desorden, etc.; lo que se designa como un revulsivo es la “descomposición” de nuestras sociedades, la 14

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palabras preliminares

“destrucción” del mundo común, la “dilución” y la “atomización” sociales. A la inversa, este marco define como una necesidad positiva la restauración del “vivir juntos”, la ambición de volver a dar “sentido” a la institución colectiva, reconstruir el “lazo social”, etcétera. Hay que ser consciente de esto: esos enunciados no describen nada. No constituyen en ningún caso análisis serios del fenómeno neoliberal o de las transformaciones actuales de la sociedad. Forman un sistema de interpretación, una grilla de inteligibilidad que impone una manera de ver el mundo (de modo que son posibles otras miradas y pueden elaborarse otras representaciones). Y lo que la hegemonía de esta estructura ideológica pone de relieve es hasta qué punto la izquierda, y sobre todo la izquierda radical, ha quedado en cierto modo desorientada, paralizada, desamparada a raíz del advenimiento del neoliberalismo. Parece sin respuestas frente a la irrupción de este nuevo paradigma. Más aún, la necesidad de luchar contra esta gubernamentalidad ha desembocado en una parálisis de las facultades intelectuales e incluso en una suerte de antiintelectualismo: el imperativo de denunciar el neoliberalismo aparece como primordial; las razones por las cuales esa denuncia puede efectuarse no importan, y esto hace imposible la más mínima reflexión de la teoría crítica sobre sus propios razonamientos. La consecuencia de una situación semejante ha sido una inversión, por no decir una transmutación de los valores: la izquierda habla hoy el lenguaje del orden, del Estado, de la regulación. Presenta el desorden como un espectro que habría que esforzarse por conjurar; designa como patologías la individualización y la diferenciación de los modos de vida, la proliferación de movilizaciones minoritarias siempre renovadas, etcétera. Esa es la razón por la cual me parece que hoy nos enfrentamos a la necesidad de reinventar la izquierda. Es imperativo dar la espalda a tales hechizos y renunciar a las fantasías de regulación y ordenamiento que se expresan a través de ellos. Tenemos que elaborar un nuevo lenguaje de observación, fabricar una nueva teoría crítica que no funcione como una máquina de denunciar el materialismo, el consumismo, la mercantilización, el individualismo e incluso, simplemente, la libertad, al extremo de hacer el elogio de la norma colectiva y las trascendencias institucionales. Es evidente que el proyecto de restablecer lo que Pierre Bourdieu llamaba “tradición libertaria de la izquierda” no puede llevarse a cabo 15

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únicamente en un plano polémico y estratégico. Este libro no es un panfleto. Las pulsiones autoritarias que se manifestaron y siguen manifestándose en el marco de la lucha contra el neoliberalismo no vienen de la nada. Revelan una potencialidad inscripta en la conceptualidad misma de la teoría social y la filosofía política. Por lo demás, acaso hayan sido modeladas y convocadas por ellas. Lo cierto es que es necesariamente ese dispositivo el que conviene tomar por objeto: el que debemos examinar, reelaborar, reformular. He decidido llevar adelante esa empresa por medio de una relectura de los textos que Michel Foucault dedicó al neoliberalismo (y en especial de su curso Nacimiento de la biopolítica, dictado en el Collège de France), puesto que, como he de mostrarlo, en su caso la cuestión pasaba entonces por reflexionar sobre un problema idéntico: ¿cómo elaborar una teoría radical, una filosofía crítica y una práctica emancipadora en la era neoliberal?

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Introducción

una transgresión De todos los cursos dictados por Michel Foucault en el Collège de France, Nacimiento de la biopolítica es probablemente el más comentado.1 Pero es sobre todo, en muchos aspectos, el más polémico. En efecto, el análisis que Foucault hace del neoliberalismo, la lectura que propone de los principales teóricos de esa corriente y la interpretación que da de las políticas inspiradas en esta doctrina dieron pábulo al desconcierto: ¿no estaba Foucault, al final de su vida, convirtiéndose en liberal? ¿Ese curso no sería la manifestación de que, desde principios de la década de 1980, comenzaba a ir por mal camino? Por perturbadora que pueda parecer esta constatación, ¿no habría que rendirse a la evidencia de que el autor de Vigilar y castigar, ese personaje central, no obstante, de la izquierda radical posterior a mayo del 68, estaba, en vísperas de su muerte, a punto de acabar mal y derechizarse, como pasaría, por otra parte, con muchos de sus discípulos de la época? En respaldo de este tipo de percepción suele mencionarse el hecho de que en esas clases Foucault no pronuncia la más mínima crítica contra el neoliberalismo, en tanto que utiliza fórmulas muy severas con respecto al marxismo y el socialismo. Comenta los textos de los neoliberales 1 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007. En adelante, todos los números entre corchetes indican las páginas de las ediciones en español. (N. del T.)].

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y demuestra que las políticas implementadas en Alemania por Helmut Schmidt y en Francia por Valéry Giscard d’Estaing se inscriben en ese marco de pensamiento, pero jamás se lo ve esbozar siquiera una toma de distancia con esos programas. Para decirlo en pocas palabras, la tonalidad de la obra no parece crítica. Todo sucede como si Foucault estuviera atrapado por su objeto, fascinado por él. Y como si, lejos de forjar instrumentos de resistencia contra la revolución neoliberal que comenzaba a abatirse sobre el mundo, se conformara con describir su advenimiento. Su silencio traduciría una especie de asentimiento tácito. En realidad, me parece que la acusación de que es víctima Foucault debe explicarse de otra manera. Es la resultante de un fenómeno menos evidente a primera vista, más insidioso y, por lo tanto, tal vez más fundamental: el hecho de que, al decidir dictar un curso consagrado a la tradición neoliberal, Foucault comete la transgresión de pasar una frontera profundamente inscripta en el campo intelectual. En el transcurso de los últimos sesenta años, en efecto, se construyó poco a poco una suerte de muro entre el espacio teórico legítimo o dominante, por un lado, y el neoliberalismo, por otro. Se atribuyó a los teóricos neoliberales la figura de autores infrecuentables, que a nadie se le ocurriría citar y ni siquiera leer en filosofía política o, a fortiori, en el espacio del pensamiento crítico, a menos que fuera como un revulsivo, es decir, como aquello contra lo cual uno forma su reflexión, aquello que tiene como proyecto deshacer. Esos autores aparecen como ajenos al campo de las referencias posibles y concebibles. La teoría neoliberal, efectivamente, se percibe en muy vasta medida como peligrosa y reaccionaria. Se describe a sus principales autores con los rasgos de personajes dudosos, ideólogos nefastos que habrían tenido un papel determinante en la implementación de políticas de desregulación y apartamiento del Estado social. La responsabilidad por el advenimiento de una “sociedad neoliberal” recaería, en última instancia, en la influencia cada vez más grande de ese pensamiento, señalado por esta razón como el enemigo filosófico número uno. Así, al romper con la conminación lanzada a los intelectuales críticos de ignorar esa tradición o denigrarla por principio, Foucault puso en cuestión un reflejo vigorosamente arraigado en el espacio de la izquierda. Por esa razón se concibió que se “derechizaba” o, en todo caso, se alejaba de esta familia de pensamiento.

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introducción

el neoliberalismo como ideología de derecha Históricamente, es indiscutible que la mayoría de los autores neoliberales exhibieron su proximidad con la derecha, e incluso con su ala más dura. Numerosos trabajos se aplicaron a mostrar que la “revolución conservadora” que debía abatirse sobre el mundo desde fines de la década de 1970 se había preparado dentro de cenáculos donde se reunían economistas, intelectuales, ingenieros y hombres de Estado que aspiraban a promover un neoliberalismo radical. El coloquio Walter Lippmann de 1938 y la Sociedad de Mont-Pèlerin creada en 1947 se presentan así como las principales instancias de elaboración de una ofensiva contra las conquistas del keynesianismo, y de un cuestionamiento, en nombre de la presunta superioridad moral y económica del libre mercado, de la regulación de la economía y la intervención del Estado, de la protección social, del derecho al trabajo, de los sistemas colectivos de asistencia y distribución de la riqueza, etc. Por otra parte, es innegable que algunos de los teóricos más célebres del neoliberalismo, sobre todo Friedrich A. Hayek o Milton Friedman, influyeron en gobiernos como los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La consideración general del neoliberalismo como una doctrina conservadora, una ideología cuya preocupación esencial sería, bajo una apariencia erudita o filosófica, ponerse al servicio de una línea política reaccionaria, también tiene sus raíces en el hecho de que, a lo largo del siglo xx, aquel se construyó en el marco de una crítica de todos los componentes del pensamiento de izquierda, es decir, del marxismo, el comunismo, el socialismo, el keynesianismo e incluso, en términos más amplios, del conjunto de las ideologías que reclamaban la implementación de medidas de inspiración social. En primer lugar, el pensamiento liberal rechaza categóricamente el marxismo. Repudia el carácter totalitario de los regímenes comunistas y afirma sobre todo que, al contrario de lo que consideraba una gran parte de la izquierda intelectual, hay un vínculo directo entre los totalitarismos soviético, chino y otros y la teoría marxista. Los liberales siempre rechazaron la idea de que esos regímenes podían presentarse como “traiciones” del marxismo, “desviaciones” o “errores” que no ponían en entredicho ni la grandeza ni la pertinencia de la hipótesis comunista. Para ellos, dichos regímenes aplicaron al pie de la letra los dogmas del análisis marxista. Y el fracaso de esas experiencias históricas signa en consecuencia el fracaso 19

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no solo del comunismo en cuanto régimen político alternativo al capitalismo, sino también del marxismo en cuanto teoría y visión del mundo articuladas en torno de unos cuantos conceptos (clases sociales, explotación, plusvalía, alienación, etcétera). Como tal, esta manera de ver no es muy original. No puede explicar por sí sola el rechazo casi unánime de que es objeto la tradición neoliberal. Es sabido, en efecto, que esa representación no es privativa de los liberales y ni siquiera de los autores de derecha, porque se la encuentra por ejemplo en los socialistas no marxistas e incluso en la tradición anarquista. En realidad, la especificidad de los neoliberales radica en no haberse conformado con esos juicios. Sobre la base de su crítica del comunismo y de su rechazo del marxismo, desarrollaron efectivamente un punto de vista mucho más radical. Su intención fue partir de los problemas que planteaban los regímenes comunistas para elaborar un análisis sin concesiones de las democracias occidentales y las tendencias que las animan. Para ellos, esos regímenes autoritarios y totalitarios, que todo el mundo coincide en condenar, no pueden percibirse como experiencias excepcionales que, en cierta forma, no nos incumban, o que solo nos incumban como objeto de estudio o tema de indignación convencional. Esos regímenes están mucho más cerca de nosotros de lo que creemos. Derivarían lógicamente, en efecto, de un humor ideológico banal y además de aceptación bastante amplia en las sociedades democráticas, a saber, la desconfianza hacia el libre mercado: el comunismo solo sería una variante, llevada al extremo, de la ideología consistente en pretender controlar la producción y la distribución de los bienes, y hasta aumentar, en nombre de valores “morales” (la justicia, la equidad, etc.), la intervención del Estado en la economía. La elaboración más nítida de esta concepción, que tiende a presentar como potencialmente totalitarias todas las medidas encaminadas a una mayor regulación del mercado y una asignación más justa de los recursos, está en el célebre texto que el economista austríaco Friedrich Hayek publicó en 1944 con el título de Camino de servidumbre. En esta obra fundacional, la obsesión de Hayek es cuestionar la idea espontáneamente admitida según la cual lo sucedido en Rusia en los años veinte y en Alemania en los años treinta (sin que, al igual que en la mayoría de los teóricos liberales, se trace ninguna distinción fundamental entre el nazismo y el comunismo) se debería a circunstancias rarísimas que no pueden repetirse. A juicio de 20

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Hayek, percibir el comunismo y el nazismo como experiencias aberrantes, y plantear así la existencia de una especie de inconmensurabilidad entre el totalitarismo de un lado y las democracias inglesa o estadounidense de otro, lleva a pasar por alto el hecho de que el estudio de los regímenes autoritarios y su advenimiento tiene interés para comprendernos a nosotros mismos y analizar lo que somos. Hayek estima necesario partir de la siguiente evidencia: el totalitarismo no se impuso en Alemania y Rusia de improviso ni por azar. Fue el fruto de un lento proceso que puede perfectamente reproducirse entre nosotros. Si deseamos evitar las mismas tragedias, es preciso entonces conocer lo que estas nos enseñan. Y afrontar lo que la cuestión totalitaria nos impone repensar en nuestra manera de llevar adelante nuestra política, nuestro Estado, nuestro derecho, nuestro sistema económico, etcétera. La demostración propuesta por Hayek consiste en decir que la raíz del totalitarismo estaría en un rechazo del liberalismo. La crítica del individualismo, el triunfo de una ética colectivista, la ambición de sustituir el juego del mercado libre y descentralizado por la autoridad de una instancia que controle la producción y la distribución de la riqueza son los elementos que constituyen el punto de partida o, mejor, la base doctrinaria del comunismo y del nacionalsocialismo. Así, cuando estos dogmas comienzan a difundirse en una nación, cuando los Estados se los apropian, cuando los intelectuales se deciden a adoptarlos y legitimarlos, el totalitarismo no está lejos y el país, lenta pero indefectiblemente, y muchas veces sin saberlo, se interna en el camino de la servidumbre. En el fondo, el golpe de fuerza de Hayek, y más en general de toda la corriente neoliberal, ha consistido, por medio de análisis como ese, en instalar la idea —sumamente fuerte y perturbadora— de que entre el comunismo y el nazismo, pero también entre el comunismo y el keynesianismo, habría algo así como un aire de familia, una comunidad de pensamiento, por no hablar de una relación de necesidad. El régimen comunista, el régimen nazi y los regímenes que promueven las regulaciones sociales y el Estado de bienestar participarían de un mismo sistema, un mismo invariante político-económico. Todos partirían de un mismo rechazo del liberalismo, del individualismo, del mercado libre y descentralizado, etc., y, lógicamente articulado con él, de una misma voluntad de utilizar la coerción para alcanzar objetivos predefinidos en materia de producción o distribución. Por consiguiente, al contrario de lo que nos imaginamos de 21

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manera espontánea, el totalitarismo no está detrás de nosotros. Los totalitarios están entre nosotros: son quienes instauran un sistema de planificación o justifican la seguridad social, quienes propician un control de la economía por el Estado, quienes abogan por una regulación del mercado, por más impuestos, etcétera. En realidad, lo que los teóricos del neoliberalismo tratan de efectuar mediante esos discursos es un doble desplazamiento de los clivajes que estructuran el espacio político e intelectual. Intentan imponer —en esto, además, se reconoce una teoría innovadora y original— nuevos sistemas de clasificación, nuevos principios de visión y división. Como lo muestra Michel Foucault, los neoliberales se afanaron en criticar la pertinencia de la distinción tradicional entre “socialismo” y “capitalismo”. Esa distinción llevaría, en efecto, a poner las políticas keynesianas de regulación del mercado del lado del “capitalismo” (un capitalismo regulado), cuando según ellos se trata de medidas que participan de la misma intención y la misma inspiración que el socialismo. Para los liberales, por lo tanto, la verdadera oposición no es la existente entre “socialistas” y “capitalistas”. Debe establecerse entre “liberales” y “antiliberales”. De un lado estarían quienes adhieren a los valores del individualismo y el mercado libre y descentralizado; de otro, todos aquellos que, de los nazis a los comunistas pasando por los reformistas socialistas y los partidarios del Estado de bienestar, propician, cada uno a su manera, una ética colectivista.

lo que produce el neoliberalismo La asociación o, mejor, la reducción que se efectúa de manera bastante espontánea entre el neoliberalismo y este tipo de análisis extremadamente marcados en términos ideológicos y que traducen una gran violencia política explica el rechazo de que es objeto esta tradición. Para nuestros marcos comunes de percepción hay, en efecto, algo incongruente o, para ser más exactos, algo inaceptable en la idea misma de establecer un vínculo entre, por un lado, medidas tradicionalmente asociadas al progreso, como el Estado de bienestar, el seguro de desempleo, las ayudas sociales, los sistemas de reparto, y, por otro, los regímenes autoritarios o totalitarios. Esas tomas de posición estratégicas han contribuido a dar un carácter inaudible a la doctrina neoliberal en su conjunto. 22

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En otras palabras: las afinidades políticas proclamadas por los principales autores del neoliberalismo han obstaculizado la recepción de sus obras y la percepción de las otras potencialidades inscriptas en sus trabajos. En lugar de considerárselos como aportes al debate intelectual, sus escritos fueron catalogados como meras producciones ideológicas, animadas por intenciones fundamentalmente reaccionarias, por no decir extremistas. La gran audacia de Foucault, y lo que explica la incomprensión que afecta más que nunca sus textos sobre esta cuestión, es haber roto con aquella percepción y haber hecho volar en pedazos la barrera simbólica levantada por la izquierda intelectual, en especial la que se presenta como radical, contra la tradición neoliberal. Foucault se formó el proyecto de leer a los principales teóricos de esa corriente, es decir, a quienes dieron a ese paradigma su radicalidad más intensa (entre ellos, los economistas Friedrich Hayek, Milton Friedman y Gary Becker). Quiso explorar esa representación del mundo, reconstruir la lógica de su funcionamiento y las hipótesis implícitas en las que se basa. Como es obvio, semejante actitud, en contra de las interpretaciones que se hicieron espontáneamente de ella, no es sinónimo de una conversión al neoliberalismo: Foucault no da a este sistema el carácter de un dogma cuyas recomendaciones y programas haya que aceptar y seguir. Su idea es más sutil: consiste en valerse del neoliberalismo como un test, utilizarlo como un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento. Se trata de ponerse a la escucha de lo que esa tradición tiene para decirnos, a fin de emprender un análisis de nosotros mismos. Puesto que enfrentarnos a una doctrina concebida como el “negativo” de nuestro espacio habitual de reflexión equivale, en cierta forma, a enfrentarnos a nuestro inconsciente, a los límites de nuestra propia reflexión. Esto nos obliga a interrogarnos sobre lo que tenemos por evidente, aquello que, sin saberlo, hacemos a un lado cuando formulamos nuestros problemas. En otras palabras, Foucault construye aquí una especie de dispositivo experimental: al sumergirse en ese universo intelectual, pretende vivir y nos invita a vivir una experiencia de destierro durante la cual se pone a prueba la posibilidad de pensar de otra manera, de dar a conceptos de la filosofía política o la teoría crítica tan clásicos como los de Estado, democracia, mercado, libertad, ley e incluso soberanía significaciones radicalmente nuevas. Ese retorno de lo reprimido teórico es por eso mismo capaz de 23

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trastrocar nuestros hábitos e incitarnos a construir nuevos lenguajes de observación. Brinda a Foucault una oportunidad de imaginar otras formas de mirar la realidad. Casi podríamos decir que funciona como una especie de higiene mental destinada a someter a una interrogación radical las categorías de pensamiento y percepción que tenemos en la cabeza sin darnos cuenta. En el fondo, quienes presentan como inquietante el proceder de Foucault ignoran la lógica misma de la actitud crítica. Su comportamiento consiste en postular una definición dogmática y rígida de lo que tiene que ser la izquierda, y determinar a priori cuáles deben ser los contenidos o los conceptos de esta tradición: de tal modo, todos los discursos que se aparten de la norma serán automáticamente señalados como derechistas o como una traición. Ahora bien, si hubiera que dar una definición de la izquierda, ¿no sería más bien la que se apoya en la voluntad constante de repensarse? Si hubiera que caracterizar el gesto crítico, ¿no habría que invocar la intención de reinterrogar constantemente lo que quiere decir “crítica”?

las condiciones de la crítica Dar al neoliberalismo el carácter de un instrumento que abre el camino a una reflexión sobre nosotros mismos no significa, desde luego, considerarlo como un hecho dado, una evidencia, un fenómeno cuya realidad y características haya que aceptar pasivamente. Para Foucault, el neoliberalismo no solo representa el punto de partida de una interrogación autocrítica. Como es natural, también es preciso interrogar esta doctrina. Y por esa razón hay que insistir en el hecho de que una de las apuestas de Nacimiento de la biopolítica es plantear el problema de las condiciones de elaboración de un verdadero cuestionamiento de la “gubernamentalidad” neoliberal. Puesto que uno de los objetivos de Foucault es liberar al pensamiento de los hechizos, los enunciados en forma de eslóganes utilizados de manera sempiterna para denunciar las fechorías del neoliberalismo, pero que ya servían para descalificar el liberalismo clásico y hasta el capitalismo. Según Foucault, hay en efecto un conjunto de “matrices analíticas” que se prorrogan “una y otra vez […] desde hace doscientos años, cien años, 24

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diez años”:2 esas matrices acusan al capitalismo, al liberalismo y hoy, por lo tanto, al neoliberalismo de provocar la aparición de una “sociedad de masas”, una “sociedad de consumo”, una “sociedad del espectáculo” e incluso “una sociedad de la atomización, la uniformación o la masificación”. En su curso, Foucault se burla de los autores que “prorroga[n] una y otra vez el mismo tipo de crítica”3 y hablan ese discurso anónimo o, mejor, son hablados por él. A su entender, esos “lugares comunes de un pensamiento acerca del cual no se conoce muy bien” cuáles son “su articulación y su esqueleto” circulan al menos desde comienzos del siglo xx. Y da al respecto un ejemplo caricaturesco que funciona como un espejo deformante: las “tesis” formuladas por el sociólogo alemán Werner Sombart entre 1906 y 1934. Foucault resume en estos términos el discurso de Sombart: ¿Qué produjeron la economía y el Estado burgués y capitalista? Una sociedad en la que los individuos son arrancados de su comunidad natural y se juntan en una forma, de alguna manera, chata y anónima que es la de la masa. El capitalismo produce las masas. Y por consiguiente, produce lo que Sombart no llama exactamente unidimensionalidad, pero da su definición precisa. El capitalismo y la sociedad burguesa privaron a los individuos de una comunidad directa e inmediata de unos con otros y los forzaron a comunicarse solo por intermedio de un aparato administrativo y centralizado. Por lo tanto, los [han] reducido a la condición de átomos, sometidos a una autoridad, una autoridad abstracta en la que no se reconocen. La sociedad capitalista impuso asimismo a los individuos un tipo de consumo masivo que tiene funciones de uniformación y normalización. Por último, esta economía burguesa y capitalista condenó a los individuos, en el fondo, a no tener entre sí otra comunicación que la que se da a través del juego de los signos y los espectáculos.4

La afirmación de que el capitalismo habría provocado el surgimiento de un mundo utilitarista, individualista, marcado por el desarrollo de los fenómenos de masas, de consumo y de uniformación, constituye una grilla de lectura común y dominante dentro de la izquierda intelectual, y hasta de cierta fracción de la derecha. Esa caracterización reaparece de Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156]. Ibid. 4 Ibid., p. 117 [144 y 145]. 2 3

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manera casi obsesiva. Vemos además que la situación prácticamente no ha cambiado: aun en nuestros días, la casi totalidad de los discursos hostiles al neoliberalismo deplora esas mismas cosas. Según Foucault, es urgente deshacernos de esas matrices analíticas “con las cuales suele abordarse el problema del neoliberalismo”,5 puesto que solo son críticas en apariencia. Llegan a ser incluso, en el fondo, proclamaciones vacías. Están despojadas de toda eficacia y toda efectividad. ¿Por qué razón? Porque ignoran la “singularidad” del neoliberalismo. Esos discursos tradicionales asimilan, como si fueran la misma cosa, el neoliberalismo al liberalismo clásico, el liberalismo clásico al capitalismo, el capitalismo a la dominación de la burguesía, etc. Fabrican un gran relato unificador, homogéneo, en el cual nunca hay lugar para la novedad. “Reduc[en] el presente a una forma reconocida en el pasado” y consideran el primero como una simple “repetición” del segundo.6 Trasponen matrices históricas antiguas a la situación actual y dan a entender que “lo que era entonces es lo que es hoy”. Por consiguiente, se condenan necesariamente a errar el blanco: enmascaran la realidad presente en vez de proponer herramientas para comprenderla y, por lo tanto, ponerla en cuestión. Precisamente para escapar a esos sesgos Foucault juzga indispensable leer a los teóricos neoliberales y comprender lo que trataron de hacer. El punto de partida de un análisis crítico del neoliberalismo debe consistir en discernir ese fenómeno en su singularidad: “Me gustaría mostrarles que el neoliberalismo es, justamente, otra cosa. Gran cosa o no, no sé, pero sin duda es algo. Y lo que querría tratar de aprehender es ese algo en su singularidad”.7 De tal modo, Nacimiento de la biopolítica puede leerse como una meditación sobre la crítica, sobre lo que quiere decir y supone ser crítico: la condición de la formulación de una práctica de resistencia al neoliberalismo radica en poner de manifiesto la especificidad de este fenómeno. Pero ¿por qué, a partir de ahí, tendríamos que interrogarnos sobre nosotros mismos? ¿Por qué razones Foucault va más lejos y propone hacer de la teoría neoliberal el instrumento de una renovación de la teoría? Porque, Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156]. Ibid. [157]. 7 Ibid. [156 y 157]. 5 6

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a su entender, solo esta actitud permite concebir una recusación del neoliberalismo que escape a la nostalgia y no le oponga lo que él ha deshecho. Damos aquí con un problema central con el que se enfrentaron todos los grandes autores radicales: ¿cómo desactivar la potencialidad pasatista o reaccionaria necesariamente inscripta en el corazón de todo proyecto crítico? ¿Cómo poner en entredicho un orden presente sin desembocar, casi automáticamente, en una adhesión al orden antiguo o en la percepción de este como un momento que no puede sino añorarse? Y en consecuencia, de manera más específica: ¿cómo concebir una investigación crítica del neoliberalismo que no presente como algo valioso lo que este deshace y no se aferre, consciente o inconscientemente, a los valores preliberales? Para escapar a esas dificultades, Foucault propone pensar la ruptura histórica generada por el surgimiento de esa gubernamentalidad en términos de “singularidad”, innovación, es decir, de “positividad”: hay que poner de relieve la novedad del neoliberalismo. Hay que romper con la problemática de la “pérdida”, de la “destrucción”, del “duelo” que estructura la escritura tradicional de la historia del neoliberalismo. No hay que preguntarse qué “deshacen” las lógicas liberales ni proponerse poner en evidencia lo que ellas “destruyen”; hay que preguntarse, al contrario, lo que producen. No hay que lamentar lo que se elabora a través del neoliberalismo sino, a la inversa, partir de lo que este es para preguntarse lo que nos impone reconsiderar. La intención de Foucault es, con ello, renovar la teoría dándole los instrumentos para conciliar una percepción positiva de la invención neoliberal y una perspectiva de crítica radical. En ese sentido, no es inútil señalar que su gesto es bastante similar al que realizaba Marx en 1875 cuando la emprendía contra la relación de los socialistas alemanes con el capitalismo.8 Uno de los puntos centrales en su Crítica del programa de Gotha es, en efecto, el reproche planteado a los socialdemócratas por concebir a la burguesía como un elemento entre otros dentro de una gran clase “reaccionaria” —en la cual se incluirían tanto miembros de la clase media como “feudales”— a la que deberían oponerse los “obreros”. Según Marx, 8 Karl Marx, Critique du programme de Gotha, trad. de Sonia Dayan-Herzbrun, París, La Dispute y Éditions Sociales, 2008 [trad. esp.: Crítica del programa de Gotha, Madrid, Ricardo Aguilera, 1971].

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ese diagnóstico es absurdo. Pasa completamente por alto la singularidad de la situación económica y social de fines del siglo xix. A su juicio, captar la “positividad” del capitalismo es comprender y aceptar que la clase burguesa es una clase auténticamente revolucionaria: ha transformado las relaciones económicas y emancipado a los individuos de las pertenencias tradicionales, y ha sustituido las relaciones feudales de sujeción por relaciones jurídicas entre hombres dotados de derechos formalmente “iguales” y que intercambian unos con otros bienes y servicios por medio de mecanismos de mercado. Para Marx, el problema de la burguesía no puede abordarse en términos negativos, sobre todo si se trata, a continuación, de combatirla. De hacerlo, uno se condena, como los socialdemócratas, a confundir revolución y reacción, es decir, a presentar como revolucionaria una política que tiende a restaurar y restablecer realidades deshechas y superadas por la burguesía: esto es, a volver atrás. Eso es lo que Marx llama “crítica precapitalista del capitalismo”. Para evitar tales callejones sin salida, Marx afirma la necesidad de abordar la burguesía y el capitalismo como fenómenos revolucionarios. Hay que discernir de manera positiva sus aportes: ¿qué produjeron? ¿Qué inventaron en materia de nuevos derechos, nuevas libertades, nuevas emancipaciones? ¿Impusieron la existencia de qué realidades inéditas? En cierto sentido, el comunismo tal como Marx lo define en algunos de sus textos podría aparecer como una manera de realizar una serie de ideales emancipadores prometidos y afirmados por la revolución burguesa, pero que esta no logró poner en vigencia y cuyo advenimiento ella misma impidió al reinstaurar a través del mercado un sistema de explotación y determinación colectivas (las relaciones de clase). La revolución comunista no se define como reacción a la revolución burguesa. En cierta forma, se inscribe en su herencia y se esfuerza incluso por radicalizarla, o sea, partir de lo inventado por ella para reactivarlo, regenerarlo y, en consecuencia, transformarlo por completo. Con idéntica intención Foucault aborda, y nos invita a abordar, el neoliberalismo. Plantea los mismos principios de análisis, los mismos modos de problematización. También el autor de La voluntad de saber afirma que la escritura de una historia crítica del fenómeno neoliberal debe poner de relieve lo que se inventa por su intermedio y los nuevos tipos de ordenamientos político-económicos, de conceptos, de representaciones, que impone tomar en cuenta. El neoliberalismo construye nuevas percepciones 28

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del Estado, del mercado, de la propiedad de uno mismo o de su cuerpo. Provoca la aparición de nuevas exigencias democráticas, sociales o culturales, nuevas relaciones con la violencia, la moral, la diversidad. Cuestiona la legitimidad de muchos marcos tradicionales de regulación y control. Ponerse en contacto con lo que esta tradición renueva es, de tal modo, darse los medios de revelar al mismo tiempo, y en un mismo movimiento, las promesas de emancipación encarnadas por el neoliberalismo y las razones por las cuales este no puede cumplirlas. Y eso, con el fin de buscar en las contradicciones internas que lo atraviesan y lo socavan los puntos de apoyo de una acción que apunte a transformarlo, sin dejar de sostener y retomar sus exigencias más valiosas y legítimas. Actitud que se sitúa en la vereda opuesta a los discursos que, al focalizarse en los peligros que entrañaría el advenimiento de esta nueva situación, terminan por no ofrecer como horizonte concebible otra cosa que el retorno al pasado.

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I. El neoliberalismo, una utopía

Solo podremos comprender el interés de Foucault por el neoliberalismo, cercano a veces a la fascinación, si cumplimos con una condición: romper con el hábito consistente en hacer de él una ideología conservadora o reaccionaria. En la literatura mediática, política o intelectual hay, en efecto, una tendencia sumamente marcada a describirlo bajo los rasgos de una doctrina que, entre sus características esenciales, tendría la de ser parte integral de la perpetuación del orden. Se trataría de una concepción que se opone de manera permanente al cambio. Y que trabaja, en lo fundamental, en la preservación de la situación presente. Esta acción conservadora del neoliberalismo se dejaría ver en la crítica que sus partidarios hacen de las utopías que propugnan el establecimiento de organizaciones alternativas a la economía de mercado. Al denunciar el socialismo, el comunismo, etc., esos críticos cerrarían el camino a la posibilidad de imaginar otros modelos de sociedad. No incitarían a la rebelión sino a la resignación, a la aceptación de la situación presente. Más grave aún, los dogmas neoliberales constituirían un obstáculo a todo lo que pueda provocar un cambio radical en el funcionamiento establecido de la economía de mercado; pondrían en entredicho la validez de cualquier medida, por mínima que sea, capaz de facilitar por ejemplo una mayor redistribución. En otras palabras, el neoliberalismo se situaría resueltamente del lado del statu quo. Encarnaría una de las principales fuerzas de resistencia al cambio. Representaría la ideología de la clase dominante, es decir, de la clase de los individuos que tienen interés en perpetuar la situación tal y como es. 31

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Esta percepción del neoliberalismo como conservadurismo está sólidamente anclada en las mentes, y estructura una buena parte de la retórica utilizada para descalificarlo. Sin embargo, se funda en un desconocimiento profundo de esta tradición. Y hasta representa un gran obstáculo a su comprensión real, ya que la neutraliza, la asimila a lo ya conocido, la pone en el nivel de una evidencia, de lo que es fácil combatir y denunciar, en vez de enfrentar su especificidad. En efecto, a partir de la Segunda Guerra Mundial, y de manera particularmente marcada durante la década de 1960, una de las preocupaciones esenciales de los neoliberales fue distinguirse del conservadurismo. Es cierto, en el pasado liberales y conservadores establecieron alianzas y pueden a veces coincidir en posturas idénticas. Pero esto solo se debería a que comparten enemigos comunes (los socialistas, los partidarios del Estado social). Como escribe Friedrich Hayek en un célebre artículo titulado “Por qué no soy conservador”: En una época en la que casi todos los movimientos reputados de “progresistas” recomiendan nuevas intromisiones en la libertad individual, quienes aman la libertad consagran, como es lógico, sus energías a oponérseles. En esa actitud, están casi siempre en el mismo campo que quienes suelen resistirse a los cambios. En los asuntos de la política cotidiana, prácticamente no tienen hoy otra opción que apoyar a los partidos conservadores.1

Pero, según Hayek (y muchos otros autores sostendrán la misma idea), la proximidad entre liberales y conservadores no pasa de allí. Es puramente política o, mejor, estratégica y coyuntural. Tiene sus raíces en una intención compartida de poner un dique a los movimientos que se definen como progresistas. Se trata de una alianza negativa y no debe, en especial, enmascarar las profundas oposiciones que separan neoliberalismo y conservadurismo.

1 Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la liberté, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París, Litec, 1994, p. 401 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión, 1991].

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Esta toma de posición es muy importante en la historia de las ideas, porque constituye tal vez el elemento esencial de la ruptura entre el neoliberalismo y el liberalismo clásico. Es el acta de nacimiento del neoliberalismo como doctrina por derecho propio, singular, irreductible a lo que la precedió. Los neoliberales no cesarán, en efecto, de afirmarlo y denunciarlo: sus predecesores se dejaron corromper por el conservadurismo. Se acercaron en demasía a la derecha conservadora e incluso a la derecha reaccionaria, al extremo de diferenciarse solo marginalmente de ellas.2 Satisfechos desde mediados del siglo xix con el triunfo de algunos de sus ideales, se replegaron poco a poco sobre sí mismos. Y, por consiguiente, se contentaron con defender el orden existente. De ese modo, el liberalismo dejó gradualmente de ser un movimiento radical hasta transformarse en una máquina de preservación del statu quo. Se puso del lado del orden y los poderes constituidos. Y, al oponerse a las doctrinas revolucionarias y las aspiraciones al cambio, asumió el papel de garante del realismo y “lo razonable en política”.3 Pero al adoptar esa postura los liberales se traicionaron a sí mismos. Y, sobre todo, debilitaron sustancialmente su posición, dejando la puerta abierta de par en par al éxito de sus enemigos socialistas: al abandonar el terreno de la especulación intelectual y la imaginación política, el liberalismo clásico ya no fue capaz de suscitar entusiasmo y de aparecer como proponente de ideales por los cuales mereciera la pena combatir. Por eso mismo, los socialistas tuvieron la oportunidad de presentarse como los únicos rebeldes, los únicos auténticos contestatarios. Proponían otro camino, otro programa, otra visión. Esa fue la razón por la cual se granjearon la adhesión de la mayoría, sobre todo en los medios intelectuales y estudiantiles: “Durante alrededor de medio siglo, solo los socialistas propusieron un programa explícito de evolución social,

2 Sobre esta cuestión remito al libro muy informado y útil de Sébastien Caré, La Pensée libertarienne. Genèse, fondements et horizons d’une utopie libérale, París, Presses Universitaires de France, 2009, en especial pp. 8-18. 3 Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, en Essais de philosophie, de science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007, p. 288 [trad. esp.: “Los intelectuales y el socialismo”, en Estudios de filosofía, política y economía, Madrid, Unión, 2007].

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cierta imagen de la sociedad futura por la cual trabajaban y un conjunto de principios generales para guiar la reflexión sobre puntos precisos”.4 La pretensión de los pensadores neoliberales es pues deshacer esa división, ese clivaje establecido entre el liberalismo conservador, por un lado, y el socialismo renovador, por otro; entre el partido del inmovilismo y el partido del movimiento. A la inversa de los liberales clásicos, discuten al socialismo su monopolio de la producción de utopías políticas y filosóficas. Quieren hacer de su doctrina una doctrina radical: revolucionaria. En ese sentido, no es un azar que uno de los libros fundamentales de la tradición neoliberal en su versión más extrema, publicado por Robert Nozick en 1974, y cuya aspiración era devolver al liberalismo su poder de desestabilización original, se titule Anarquía, Estado y utopía. De la misma manera, Hayek hablaba en 1949 de la necesidad de construir lo que llamaba una “utopía liberal”, por lo cual entendía un “programa que no sea ni una mera defensa del orden establecido, ni una especie de socialismo diluido, sino un verdadero radicalismo liberal que no tema herir las susceptibilidades de los poderosos (sindicatos incluidos), que no sea demasiado secamente práctico y que no se limite a lo que hoy parece políticamente posible”.5 Comprender el neoliberalismo no es, por lo tanto, comprender una realidad económica y social que esté dotada de una materialidad y una objetividad. Es discernir un proyecto, una ambición jamás consumada y que necesita reactivarse perpetuamente. Es tener que aprehender algo que es del orden de la “aspiración”. Foucault va incluso más lejos al definir el liberalismo como una suerte de ética, “de reivindicación global, multiforme, ambigua, con anclaje a derecha e izquierda”.6 No es algo constituido, que funcione como una alternativa política a la cual se puede asociar un programa bien definido o un plan determinado. Constituye algo más difuso: un humor, un “foco utópico”, un “estilo general de pensamiento, análisis e imaginación”.7 Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, op. cit., p. 286. Ibid., p. 292. 6 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 224 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 254]. 7 Ibid., p. 225. 4 5

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II. El mercado por todas partes

¿Cuál es la naturaleza de la utopía neoliberal? ¿Qué acción transformadora pretenden llevar a cabo sus autores? ¿Qué visión de la sociedad promueven? A primera vista, todo esto es bastante simple de enunciar: lo esencial del proyecto neoliberal consiste en establecer una verdadera mercantilización de la sociedad. Para esos teóricos, el objetivo es claro: hay que construir una nueva sociedad donde impere la competencia. La única forma de organización social válida es el mercado. El contrato y el intercambio interindividual deben valorarse contra todos los demás tipos de relaciones humanas y contra los modos alternativos de asignación de los recursos. Esta utopía mercantil, esta ambición de difundir el mercado por todas partes, constituye una de las razones por las cuales las relaciones entre el liberalismo clásico (Smith, Ricardo, Say) y el neoliberalismo no pueden pensarse en términos de continuidad y linealidad. En efecto, entre estas dos tradiciones hay, en relación con ese punto, ruptura y discontinuidad: cada una de ellas promueve concepciones distintas del mercado, de su lugar en la sociedad y, más importante aún, de la relación entre la racionalidad económica y el Estado.1 El liberalismo clásico del siglo xviii, uno de cuyos principales representantes fue Adam Smith, se desplegaba, en efecto, bajo la consigna 1 Véase Wendy Brown, Les Habits neufs de la politique mondiale. Néolibéralisme et néoconservatisme, trad. de Christine Vivier con la colaboración de Philippe Mangeot e Isabelle Saint-Säens, París, Les Prairies Ordinaires, 2007.

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del laissez-faire. Se trataba de restringir la intervención del Estado, de fijarle una serie de límites para despejar un espacio “libre” donde los mecanismos del mercado pudieran actuar sin coacciones externas. En la gubernamentalidad liberal encontramos así, por un lado, el mercado y la racionalidad económica, y por otro, el Estado y la racionalidad política, y toda la apuesta consiste en decir al Estado: “A partir de tal límite, cuando se trate de tal o cual cuestión y cruzadas las fronteras de tal dominio, no intervendrás más”.2 El neoliberalismo, por su parte, es muy diferente, y su proyecto es mucho más radical. Para discernir sus características, Foucault se apoya en dos tradiciones: el ordoliberalismo alemán de la posguerra, reunido en torno de la revista Ordo (Walter Eucken, Franz Böhm), y los economistas de la Escuela de Chicago (Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Gary Becker). A su entender, esta concepción no pretende en absoluto disponer un espacio específico y propio para el mercado, que coexista además con otras racionalidades y sobre todo con la razón de Estado. Al contrario, aquí se trata de difundir el mercado por todas partes. Los mecanismos competitivos no deben quedar circunscriptos a ciertos sectores. Deben extenderse a toda la sociedad; deben cumplir su papel regulador lo más ampliamente posible, en la mayor cantidad de sectores del mundo social. La utopía neoliberal es incorporar el máximo de realidades a un entramado mercantil. Esta ambición de erigir en ley la ley del mercado y someter a ella el conjunto de los aspectos de la vida en sociedad explica por qué el neoliberalismo no se reconoce en la doctrina clásica del laissez-faire. Puesto que, para realizarse, la utopía neoliberal supone el establecimiento de un verdadero intervencionismo político y jurídico, que por otra parte no es, insiste Foucault, “menos dens[o], menos frecuente, menos activ[o], menos continu[o] que en otro sistema”.3 Pero ese intervencionismo tiene de específico el hecho de no apuntar en absoluto a “corregir” el mercado, oponer a la racionalidad económica una racionalidad social o política, 2 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 120 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 148 y 149]. 3 Ibid., p. 151 [179].

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obstaculizar el funcionamiento normal de la competencia mediante la invocación de exigencias éticas, morales o de justicia social. Al contrario, su meta es ponerse al servicio de la forma mercado, trabajar en su desarrollo y su institución generalizada. El neoliberalismo querría transformar la sociedad por medio de una verdadera “política de la competencia” destinada a la propagación integral de la forma mercado: [El gobierno neoliberal] debe intervenir sobre la sociedad misma en su trama y su espesor. En el fondo —y es aquí que su intervención va a permitirle alcanzar su objetivo, a saber, la constitución de un regulador de mercado general sobre la sociedad—, tiene que intervenir sobre esa sociedad para que los mecanismos competitivos, a cada instante y en cada punto del espesor social, puedan cumplir el papel de reguladores.4

Esta acción afecta, como es obvio, todos los sectores del mundo social, en primera fila de los cuales está el Estado. El liberalismo clásico mantenía una frontera entre lo económico y lo político y autorizaba debido a ello una forma de coexistencia pacífica entre la racionalidad mercantil y la racionalidad política (con tal de que cada una se quedara en su lugar). El neoliberalismo, a la inversa, pretende subordinar la racionalidad política (y todos los demás dominios de la sociedad) a la racionalidad económica. El Estado se pone bajo la vigilancia del mercado; debe gobernar no solo para el mercado, sino asimismo en función de lo que impone la lógica mercantil: Para el neoliberalismo, el problema no era para nada saber —como en el liberalismo del tipo de Adam Smith, el liberalismo del siglo xviii— cómo podía recortarse, disponerse dentro de una sociedad política dada, un espacio libre que sería el del mercado. El problema del neoliberalismo, al contrario, pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía de mercado. En consecuencia, no se trata de liberar un lugar vacío sino de remitir, referir, proyectar en un arte general de gobernar los principios formales de una economía de mercado.5

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Ibid. [179]. Ibid., p. 137 [157].

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Según Foucault, ese sistema es absolutamente específico porque, en este caso, la legitimidad del Estado y sus actos no deriva de un principio autónomo y propio. Es la economía la que funda la política y determina las formas y la naturaleza de la intervención pública.

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III. La justificación “científica” del mercado

En muchos aspectos, una de las principales explicaciones de la hostilidad suscitada por la corriente neoliberal radica en esa adhesión a la forma mercado y en su voluntad de difundirla, instituirla y aplicarla a todos los dominios; para decirlo en pocas palabras, en su idea un poco loca de pensar una sociedad donde imperen la lógica competitiva y la racionalidad mercantil. A menudo basta con mencionar este aspecto para provocar de inmediato una especie de pavor y la expresión de reacciones indignadas. En efecto, existe —y de manera sumamente extendida— una forma de hostilidad al “mercado”. En el inconsciente colectivo, y sobre todo a la izquierda del espacio intelectual, el “mercado” es un término intensamente desvalorizado. A tal punto que, en el debate, uno de los instrumentos polémicos de más amplia utilización para desacreditar o descalificar una idea, una reivindicación, una reforma, etc., consiste en afirmar que se inscribe en la “lógica del mercado”, es decir, en una lógica liberal, sin que se entienda muy bien por qué la “lógica del mercado” ha de encarnar una realidad tan negativa. Pensar la positividad del neoliberalismo exige liberarse de ese tipo de reflejos. Hay que interrogarse de manera más sutil sobre las razones por las cuales los intelectuales neoliberales adhieren con tanto vigor a la forma mercado: ¿por qué hacen de este modo particular de organización el único posible e incluso, para decirlo con más exactitud, el único valedero? ¿Qué es, a sus ojos, lo tan precioso e irremplazable en el mercado, para ver en él un dispositivo que sería menester extender a toda la sociedad y todos los sectores posibles? 39

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Es cierto, podemos deshacernos con facilidad de tales problemas si afirmamos que el mercado es el instrumento de la explotación económica, de la que los neoliberales serían partidarios. En esta óptica, la teoría neoliberal no sería otra cosa que la ideología de la clase dominante y, en definitiva, defendería el mercado a fin de defender —y hasta de incrementar— los privilegios adquiridos por quienes tienen interés en la perpetuación del sistema actual. Esta representación no me parece muy interesante. En primer lugar porque reduce de manera demasiado brutal la teoría neoliberal a objetivos económicos y sociales. De ese modo, propone una interpretación reductiva (y banal) de una tradición que también es, no hay que olvidarlo, una gran tradición intelectual, una contribución al debate en el campo de la sociología, la economía, la filosofía, etc. Cuando se describe al neoliberalismo con los rasgos de una pequeña doctrina económica de clase, desaparece toda su dimensión conceptual. Pero, en especial, presentar el mercado como la ideología de la clase dominante es leer a los teóricos neoliberales en función de un sistema teórico contra el cual ellos se definen. Es mirarlos desde un punto de vista exterior. Es aplicarles categorías que ellos pretenden deshacer. Está claro que, a priori, una actitud como esa no es ilegítima. No obstante, ha impedido comprender la singularidad de ese paradigma, los nuevos tipos de problemas planteados por él y las nuevas maneras de plantearlos. La ambición de Foucault sería antes bien esforzarse por ponerse en el lugar de esos autores para captar su visión del mundo. Foucault menciona desde luego, puesto que es indispensable, el argumento más difundido y conocido que los neoliberales utilizan para justificar el mercado y la idea de que los mecanismos competitivos deberían estar inscriptos en el centro mismo del funcionamiento de la sociedad. Con mucha frecuencia, su argumento principal se presenta como de naturaleza técnica. Lo han formulado diferentes escuelas: la escuela austríaca, de Carl Menger y Ludwig von Mises a Friedrich Hayek, pero también la escuela marginalista (Walras, Jevons, Marshall, etc.). Dicho argumento se apoya en el razonamiento económico para afirmar que ese modo específico de asignación de los recursos sería el que exhibe la mayor eficacia. A corto o mediano plazo, cualquier otro modelo de organización de la producción y el reparto de las riquezas se revelaría menos productivo: el comunismo, el intervencionismo, el dirigismo, el 40

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monopolio; todos estos sistemas, que tienen por característica común la de poner trabas al juego descentralizado de los mecanismos mercantiles y el ajuste libre de los precios en función de las variaciones de la oferta y la demanda, llevarían necesariamente a una “pérdida de eficiencia”, una “destrucción de riqueza colectiva”, una baja del bienestar privado o social, en comparación con lo que permitiría obtener el equilibrio competitivo (al margen de algunos casos excepcionales y locales). En consecuencia, el mercado aparece aquí como una técnica de coordinación entre otras, pero que tendría la característica de ser la más eficiente. En la síntesis que propone de la obra de Hayek, Catherine Audard escribe, por ejemplo: Hayek es sin lugar a dudas el pensador moderno que mejor comprendió que la incapacidad del comunismo para rivalizar con el capitalismo no se debe a que sea moralmente inferior, sino a que es ineficaz porque no entiende la naturaleza de los procesos económicos. No es el planificador sino el empresario quien está mejor situado para discernir los procesos económicos, porque los comprende “desde adentro” y recibe permanentemente la información necesaria por intermedio del mercado y el sistema de precios.1

Resulta fácil, a no dudar, comprender por qué los neoliberales hacen hincapié en este tipo de argumento: pueden dar así a su política una autoridad científica. Todo sucede aquí como si la discusión sobre el mercado fuera de orden puramente técnico. Se trataría simplemente de evaluar de manera objetiva la eficacia relativa de los diferentes sistemas económicos posibles. Por lo tanto, y en contra de las apariencias o de lo que suele decirse de él, el neoliberalismo no sería una ideología. Contaría con fundamentos científicos y solo restaría inclinarse frente a la lógica implacable del razonamiento matemático. En muchos aspectos, entonces, esta forma de adosar el discurso neoliberal a una retórica y una argumentación científicas se emparienta, en los teóricos de esta corriente, con una operación estratégica. Se trata de ejercer efectos de intimidación: esta doctrina tendría la ciencia de su 1 Catherine Audard, Qu’est-ce que le libéralisme? Éthique, politique, société, París, Gallimard, 2009, pp. 374 y 375. Véase también Roger Guesnerie, L’Économie de marché, ed. actualizada y aumentada, París, Le Pommier, 2006.

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lado, y las teorías alternativas deberían resolverse a aceptar la evidencia de las cifras. Tal vez se trate también de desdramatizar la reflexión sobre el mercado, escapar a las fantasías que suscita, haciendo como si solo fuera cuestión de comparar tranquilamente la optimalidad relativa de los diferentes mecanismos de asignación de los recursos, de modo que la violencia que provocan los escritos neoliberales no tendría razón de ser. En Nacimiento de la biopolítica, Foucault no da mucha cabida a ese aspecto del razonamiento neoliberal. Se interesa más en la manera como la reflexión sobre la forma mercado entra en resonancia con toda una serie de apuestas políticas, éticas, filosóficas, etc. Precisemos no obstante que no se trata aquí de oponer las consideraciones “técnicas” o “económicas” a las preocupaciones “teóricas”. Una de las especificidades del neoliberalismo es, en efecto, hacer que esas dimensiones sean inseparables y estén ineludiblemente ligadas una a otra: muchas veces, al plantear problemas técnicos esos autores se ven en la necesidad de ocuparse de problemas políticos, sociales, éticos, etc. Hay algo así como una lógica productora del razonamiento económico que lleva a quienes la manejan a salir de la economía. Por consiguiente, desde el punto de vista de la teoría social o la filosofía política, lo que está en juego en el neoliberalismo se inscribe en un mismo sistema, un mismo dispositivo que lo que está en juego en él desde un punto de vista económico o “científico”. Estamos ante las dos caras de una misma actividad. De modo que no es una casualidad que en los escritos del autor que probablemente haya ido más lejos que nadie en la defensa del neoliberalismo como técnica social dotada de la mayor eficacia, Friedrich Hayek, encontremos los avances teóricos más profundos y radicales acerca de lo que puede significar el pensamiento neoliberal, y podríamos hacer una observación análoga respecto del economista Gary Becker.

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IV. De la pluralidad

La representación tradicional de la filosofía neoliberal se apoya en la idea de que se trataría de una doctrina que pone en su centro el valor de la libertad y, asociados a él, los valores de la propiedad privada y los derechos naturales. La preocupación de esta corriente sería defender la soberanía de cada individuo sobre su cuerpo y su propiedad. Esta defensa puede asumir, por supuesto, diferentes formas. Se la ejerce de manera más o menos radical, más o menos vigorosa. Pero todas las versiones se inscribirían, no obstante, en un dispositivo conceptual común que plantea ante todo el principio de una legitimidad plena y cabal de cada quien para utilizar lo que posee como mejor le parezca, y que descalifica a continuación como ilegítimas e injustificables las acciones tendientes a restringir ese uso. El liberalismo y el neoliberalismo configurarían así el concepto de “libertad” como el instrumento privilegiado de su crítica radical de las instancias que, según ellos, tienden a violar los derechos de propiedad de los individuos; entre esas instancias está en primer lugar el Estado, cuyo intervencionismo económico y social desembocaría necesariamente en la multiplicación de mecanismos coercitivos (el impuesto, la regulación, etc.). La defensa del mercado se inscribiría pues en un marco más general de defensa de la libertad: es indiscutible, además, que los neoliberales siempre presentaron la libertad económica como una libertad política tan importante como las demás.1 1 Véase por ejemplo Milton Friedman, “Liberté économique et liberté politique”, en Capitalisme et liberté, trad. de A. M. Charno, París, Robert Laffont, 1971, pp. 21-37 [trad. esp.:

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En apoyo de esta representación podemos mencionar el hecho de que la mayoría de los grandes libros de esta tradición se afirman en su título mismo como meditaciones sobre el concepto de libertad, desde De la libertad de John Stuart Mill hasta los Cuatro ensayos sobre la libertad, recopilación de los principales ensayos de Isaiah Berlin, pasando por Los fundamentos de la libertad de Hayek y La ética de la libertad de Murray Rothbard, uno de los teóricos de la doctrina libertaria y anarcocapitalista. El gesto de Foucault va a consistir en recusar esa representación, relativizar el lugar que ocupa el concepto de libertad —y por ende, también el de “derecho natural”— en el pensamiento neoliberal, y proponer una visión alternativa de esta tradición. Foucault sostiene, en efecto, que el concepto central del enfoque neoliberal no es el de libertad sino el de pluralidad. El valor de libertad cumple desde luego un papel importante, pero a menudo subordinado, secundario en relación con la noción de pluralidad: con frecuencia, la función de aquella es servir a esta. En otras palabras, el neoliberalismo debe concebirse como una meditación sobre la multiplicidad, una reflexión sobre la sociedad que sitúa en su centro el tema de la pluralidad. La especificidad de ese paradigma estriba en que nos fuerza a preguntarnos lo que implica y quiere decir vivir en una sociedad compuesta de individuos o grupos que experimentan modos de existencia diversos. En ese marco hay que comprender el lugar asignado a la forma mercado. Según los neoliberales, esta constituye en efecto el único modo de regulación adaptado a una característica esencial de las sociedades contemporáneas, que es la diversidad fundamental de los sectores de actividad y la pluralidad de las formas de existencia. Más aún: una vez que nos situamos del lado de la diversidad, de la pluralidad, de la innovación social, no podemos sino abogar por un desarrollo de la lógica mercantil contra todas las otras modalidades de organización, en primera fila de las cuales está la lógica de Estado. Entre quienes defendieron esta concepción está Friedrich Hayek. Para él, la característica fundamental de la sociedad moderna es su heterogeneidad. La industrialización generó un movimiento masivo de división “La relación entre libertad económica y libertad política”, en Capitalismo y libertad, Madrid, Rialp, 1966].

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de la pluralidad

del trabajo. La especialización produjo una proliferación de los sectores de actividad. El mundo contemporáneo está más diferenciado que el mundo antiguo. Y la consecuencia de esa situación sería la imposibilidad de una administración centralizada de la economía: El control y el dirigismo no presentan dificultades en una situación lo bastante simple para permitir a un solo hombre o un solo consejo abarcar todos los sucesos. Pero cuando los factores que deben considerarse se tornan tan numerosos que es imposible tener una visión sinóptica de ellos, entonces —pero solo entonces— se impone la descentralización.2

El Estado y la administración pretenden sustituir al mercado en nombre del interés general, el bien común, el bienestar social… Pero ¿qué sentido tienen esos valores en un mundo diverso? ¿Cómo concebir un plan “colectivo” en el cual se reconozcan todos los individuos? ¿Cómo pretender poseer un código moral completo y universalmente válido o seguir una dirección en la cual todo el mundo quiera ir? “Ninguna mente podría abarcar la infinita variedad de necesidades diversas de individuos diversos que se disputan los recursos disponibles y atribuyen una importancia determinada a cada uno de ellos.”3 Es esta imposibilidad fundamental de fabricar un conocimiento “total”, de construir una visión unificadora de la sociedad, la que explica por qué la única actitud concebible sería el rechazo de todo control centralizado y la promoción de la lógica mercantil, que deje a los individuos libres en su accionar y no los dirija. La filosofía neoliberal, concluye pues Hayek, parte del hecho indiscutible de que los límites de nuestra facultad de imaginación no permiten incluir en nuestra escala de valores más de un sector de las necesidades de la sociedad entera y, como las escalas de valores, en sentido estricto, no pueden existir más que en la mente de los individuos, solo hay escalas de valores parciales, escalas inevitablemente diversas y a menudo incompatibles.

2 Friedrich Hayek, La Route de la servitude, trad. de Georges Blumberg, París, Presses Universitaires de France, 1985, p. 42 [trad. esp.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, 2000]. 3 Ibid., p. 49.

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Por esta razón, es preciso “dejar que el individuo, dentro de determinados límites, tenga la libertad de ajustarse a sus propios valores y no a los de otro, y que sus fines sean todopoderosos y escapen a la dictadura de los otros”.4

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Friedrich Hayek, La Route de la servitude, op. cit., p. 49.

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V. Sociedad, comunidad, unidad

Al imponer la idea de que la reflexión sobre la sociedad debe poner en primer plano las nociones de “diversidad” y “multiplicidad” y fijarse como meta la invención de dispositivos que permitan proteger y hacer proliferar las diferencias, el neoliberalismo persigue un objetivo teórico bien preciso. Pretende encarnar una ruptura con el conjunto de las corrientes intelectuales que se afanan en construir una visión “monista” del mundo social. En ese sentido, el enemigo principal del neoliberalismo no ha sido, como se cree con demasiada frecuencia, el socialismo o el marxismo o, en términos más generales, los programas dirigistas y colectivistas. Es cierto, estas doctrinas fueron a menudo los blancos de sus ataques más violentos. Pero la polémica incesante contra las corrientes anticapitalistas fue un obstáculo para la comprensión del pensamiento neoliberal. El objeto de la oposición incesante del neoliberalismo, aquello contra lo cual este se levantó con más fuerza y constancia, es una actitud filosófica más general, que vemos plasmada en escuelas, países o períodos distintos, pero que, según sus defensores, tiene su verdadero nacimiento en el pensamiento de la Ilustración: la actitud consistente en promover una percepción unificante o unificadora de la sociedad a través de la valoración de todo lo que concierne a lo “común”, lo “colectivo”, lo “general”, en detrimento de lo que está en la órbita de lo individual, lo particular, lo local. Para los neoliberales, una pulsión autoritaria y conservadora anima la filosofía política tradicional. Esta construye en forma sistemática una teoría de la soberanía política y del derecho en el marco de una 47

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fijación obstinada con la pluralidad y la diversidad. Como si, para que la sociedad sea “posible”, para constituir un “cuerpo político” digno de ese nombre, siempre fuera necesario inventar dispositivos que regulen y enmarquen la pluralidad social, a fin de limitar la multiplicidad de modos de existencia y lograr, con ello, producir orden, unidad y colectividad. En resumen, según los neoliberales, la teoría social siempre es totalizadora. Y es incapaz de imaginar lo que sería una sociedad auténticamente plural. Paradójicamente, serían las filosofías del contrato las que mejor ilustran esta postura, de Rousseau a Rawls pasando por Kant. Estos autores habrían impuesto una manera bien específica de plantear el “problema” del orden social o, mejor, de constituir justamente el orden social como un “problema”: se postula en primer lugar la existencia de individuos diferentes, con vidas separadas e intereses potencialmente contradictorios. Y no bien se empiezan a sacar conclusiones de ello aparece un dilema: ¿cómo hacer posible la cooperación social? ¿Cómo instituir algo que sea la “sociedad” y esté dotado de cierta coherencia? “Contrato social” es el nombre dado a esta institución a la que se atribuye unificar la sociedad y hacer surgir de lo “general” un marco reconocido por todos e irreductible a los intereses “particulares”. En ese sentido, hay que insistir en el hecho de que los teóricos neoliberales formulan una reinterpretación de la filosofía del contrato y la Ilustración. En efecto, a menudo se asocia esta tradición a la lucha contra el particularismo étnico, racial o cultural. Ella afirmaría la superioridad del universalismo contra el influjo de las pertenencias locales en nombre de los valores de la autonomía personal, la libertad individual y la igualdad formal. Ahora bien, en realidad los neoliberales ven en el pensamiento de la Ilustración otra manera de instituir la comunidad. Ese pensamiento liberaría a los individuos de las comunidades naturales para mejor someterlos a un nuevo tipo de colectivo: la comunidad política. Para mostrarlo, los neoliberales llevan a cabo una deconstrucción del concepto central de ese paradigma, el de autonomía: en efecto, ¿qué significa para la Ilustración, sobre todo en Rousseau o en Kant, ser autónomo? No es ser independiente o estar libre de trabas (conforme a la definición que Isaiah Berlin da de la representación liberal de la libertad como mera no interferencia o “libertad negativa”). Ser autónomo es no querer obedecer a las propias pulsiones, pasiones, inclinaciones naturales. La autonomía es el “apartamiento exitoso respecto […] de las fuerzas 48

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de las que yo mismo no sea responsable”. En ese marco, la “libertad” se concibe como el acto consistente en “darme a mí mismo órdenes a las que obedezco porque soy libre de actuar como quiera”.1 En otras palabras, al sujeto de la Ilustración no le gusta elegir por elegir, no le gusta la elección como tal: siempre está a la búsqueda de la buena elección. Es libre si y solo si se da por ley su ley “verdadera”, su “verdadera voluntad” (esta es la concepción de la “libertad positiva”).2 Ahora bien, es precisamente la comunidad política la que va a concebirse en este caso como la instancia de elaboración de esa ley superior que, según se supone, todo ser racional debe querer y reconocer como suya. Tal como escribe Isaiah Berlin, “la autodeterminación individual se convierte ahora en la autorrealización colectiva, y la nación, en una comunidad de voluntades unidas en busca de la verdad moral”.3 Sin duda hay por lo tanto una afinidad de principios entre el pensamiento de la Ilustración y la noción de comunidad, porque, a través del concepto de autonomía, la libertad se concebirá como sometimiento a la voluntad de la nación. Los análisis de Rousseau en El contrato social son célebres. Rousseau supone un estado en el cual los hombres deben enfrentar obstáculos perjudiciales para su conservación: el estado primitivo, el estado de naturaleza, en el que los individuos evolucionan de manera separada, ya no es viable. Pone en peligro la especie y la supervivencia de cada cual. Por esa razón, los hombres están obligados a unirse. Es preciso pues instituir un pueblo, lo cual supone, según Rousseau, salir del estado de individuos tomados en forma aislada para dar nacimiento a una “comunidad”. Y toda la apuesta del contrato social es “demostrar” que la condición de constitución de dicha comunidad política es un acto de represión de las “divergencias”. El contrato social no es, en sentido estricto, un contrato: es el nombre dado por Rousseau a un momento en que los individuos 1 Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 114 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993]. Sobre la oposición entre “libertad negativa” y “libertad positiva”, véase, del mismo autor, Liberty. Incorporating Four Essays on Liberty, Oxford, Oxford University Press, 2002 [trad. esp.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1998]. El lector también puede remitirse a los trabajos de Quentin Skinner, en especial La Liberté avant le libéralisme, trad. de Muriel Zagha, París, Seuil, 2000 [trad. esp.: La libertad antes del liberalismo, México, cide y Taurus, 2006]. 2 Isaiah Berlin, En toutes libertés, op. cit., p. 60. 3 Ibid., p. 125.

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renuncian a lo que los define como particulares y parciales —es decir, a lo que los separa y los distingue a los unos de los otros— para constituirse como individuos “morales”, “comunitarios”, que se asignan como voluntad la voluntad “general”. En consecuencia, un cuerpo social solo es aquí posible y hasta pensable a partir del momento en que un marco viene a sustituir la ley de la individualidad por la de la comunidad. El surgimiento de un pueblo supone un acto de fundación por medio del cual el interés y la voluntad “generales” destruyen el juego de los intereses particulares:4 Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de su esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: “Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo”. Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad y hoy el de República o cuerpo político, al que sus miembros denominan Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Potencia en comparación con sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo y particularmente el de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar sometidos a las leyes del Estado.5

En este pasaje se advertirá con claridad que el tema de la unidad, la comunidad, la generalidad, contra la diversidad y la particularidad, es un

4 Véase Louis Althusser, Politique et histoire, de Machiavel à Marx. Cours à l’École Normale Supérieure. 1955-1972, París, Seuil, 2006 [trad. esp.: Política e historia: de Maquiavelo a Marx. Cursos en la Escuela Normal Superior, 1955-1972, Buenos Aires, Katz, 2007]. 5 Jean-Jacques Rousseau, Du Contrat social, París, Flammarion, 1992, pp. 39 y 40 [trad. esp.: El contrato social, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984, pp. 21 y 22 (trad. modificada)]. Véase también Ernst Cassirer, Le Problème Jean-Jacques Rousseau, trad. de Marc Buhot de Launay, París, Hachette Littératures, 2006 [trad. esp.: “El problema de Jean-Jacques Rousseau”, en Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en la Europa del Siglo de las Luces, México, Fondo de Cultura Económica, 2007].

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aspecto insistente de la retórica de Rousseau y su concepción del orden político social y de lo que hace que una sociedad merezca llamarse tal. Esta concepción de la sociedad como cuerpo cuya formación supone “la unanimidad al menos una vez”, es decir, el acuerdo y el consenso, y que se presenta como entidad supraindividual destinada a unificar las conciencias particulares, vuelve a encontrarse en términos casi idénticos en Kant. En efecto, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres este enuncia la idea de que la construcción de un “pueblo” supone la instauración de una “constitución” destinada a “reunir” la “multitud” de los hombres. La cosa pública, en consecuencia, se piensa una vez más como una instancia de unificación destinada a instaurar el reino del “interés común de los hombres” contra su particularidad: “Un Estado es la unificación de una multitud de hombres bajo leyes jurídicas”,6 escribe así Kant, que en un pasaje también especialmente explícito agrega: El conjunto de las leyes que es necesario promulgar universalmente para producir un estado jurídico es el derecho público. Se trata pues de un sistema de leyes para uso de un pueblo, es decir, de una multitud de hombres o de una multitud de pueblos que, al mantener relaciones de influencia recíproca, requieren, para ser partícipes de lo que es de derecho, un estado jurídico obediente a una voluntad que los unifique: una constitución. Este estado de relación mutua en que se encuentran los individuos en el pueblo se denomina estado civil, y su todo, en la relación que mantiene con sus propios miembros, se llama Estado. Este, en razón de su forma o, en otras palabras, en cuanto su vínculo es el interés común que todos tienen en permanecer en estado jurídico, se llama cosa pública.7

La política es la acción consistente en “ordenar” una “muchedumbre de seres racionales”.8 6 Immanuel Kant, Métaphyisique des mœurs, en Œuvres philosophiques, vol. 3, París, Gallimard, col. Bibliothèque de la Pléiade, 1986, pp. 577 y 578 [trad. esp.: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005]. 7 Ibid., p. 575. 8 Véase Hannah Arendt, Juger. Sur la philosophie politique de Kant, trad. de Myriam Revault d’Allones, París, Seuil, 1991, p. 36 [trad. esp.: Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003].

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Para terminar esta presentación y esta genealogía de la idea de la política como ordenamiento, podemos recordar que uno de los últimos representantes de esta escuela de pensamiento es John Rawls.9 Esta observación permite además destacar hasta qué punto la tradición “social liberal” elaborada por el propio Rawls o por Amartya Sen es antagónica con la doctrina neoliberal, a la vez menos radical y menos interesante que esta. Puesto que para esos dos autores se trata siempre de preguntarse cómo conciliar los principios liberales con las exigencias de la cohesión social y la preservación de la autoridad de la comunidad política. En otras palabras, la posición de Rawls o de Sen podría describirse como un nacionalliberalismo, porque se funda en la idea de que es necesario poner fin a la aplicación de los valores liberales en el momento en que estos amenacen perjudicar el imperativo de unidad de la nación. En tanto que, para los neoliberales, esos valores se tornan interesantes precisamente cuando inducen a poner en cuestión los conceptos de sociedad, unidad, comunidad política (o nacional), y a indagar en la visión sobre la que dichos conceptos se fundan. En el autor de Teoría de la justicia encontramos un gesto y una manera de plantear los problemas que son análogos a los de Rousseau y Kant. Es cierto, Rawls afirma que el pluralismo constituye el punto de partida de un análisis liberal. Pero, justamente, es el punto de partida y no de llegada. En otras palabras, es lo que, a continuación, toda la teoría de la justicia como equidad va a tener que contener, a la búsqueda de un dispositivo que, a pesar de ese pluralismo, permita unificar y ordenar la sociedad: lo que Rawls llama una “estructura básica” o un “consenso mínimo”. En consecuencia, una vez más, el problema del orden social y político termina por ser aquí el de saber cómo “agrupar” a individuos profundamente divididos, cómo encontrar una base de “consenso” a despecho de la diversidad de intereses y creencias: “El liberalismo político se pregunta cómo es posible una sociedad estable y justa cuyos ciudadanos

9 Como es obvio, también podríamos haber mencionado a Jürgen Habermas, quien, por ejemplo en Droit et démocratie. Entre faits et normes, trad. de Rainer Rochlitz y Christian Bouchindhomme, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta, 1998], presenta el derecho como una instancia de integración y cohesión, de construcción procedimental de la “reciprocidad” en un mundo diferenciado.

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libres e iguales están, no obstante, profundamente divididos”.10 Y Rawls habla a continuación el lenguaje del orden y la unidad, característico de ese modo de análisis y esa episteme. Querría, en efecto, determinar cómo puede la sociedad democrática bien ordenada por la teoría de la justicia como equidad establecer y preservar su unidad y su estabilidad, habida cuenta del pluralismo razonable que la caracteriza. En una sociedad semejante, una sola doctrina general razonable no puede garantizar la base de la unidad social y proporcionar el contenido de la razón pública para las cuestiones políticas fundamentales. Así, si queremos comprender cómo puede unificarse una sociedad bien ordenada, debemos introducir otra idea básica del liberalismo político para acompañar la idea de una concepción política de la justicia, a saber, la idea de un consenso traslapado de doctrinas generales razonables.11

10 John Rawls, Libéralisme politique, trad. de Catherine Audard, París, Presses Universitaires de France, col. Quadrige, 1995, p. 171 [trad. esp.: Liberalismo político, México, Fondo de Cultura Económica, 1995]. 11 Ibid. Es sorprendente comprobar que incluso un autor como Will Kymlicka, a pesar de abogar por una nueva concepción de la ciudadanía en la era multicultural, que abra el camino al establecimiento de derechos particulares para las minorías, no deja de insistir en que ese dispositivo no sería una amenaza para la “unidad nacional”. Por inscribir su proyecto en la filosofía del contrato y el derecho, Kymlicka se condena a concebir su trabajo como una reflexión sobre los “lazos que unen”, sobre la “autoridad de la comunidad política” y sobre el sentimiento de pertenencia a una “cultura común” (son sus expresiones). Y, a su juicio, es justamente la redefinición de la ciudadanía que él propone la que podría renovar la función “integradora” de esta. Véase Will Kymlicka, La Citoyenneté multiculturelle. Une théorie libérale du droit des minorités, trad. de Patrick Savidan, París, La Découverte, 2001 [trad. esp.: Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Barcelona, Paidós, 1996].

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VI. Deshacer la sociedad

No cabe duda de que a esa genealogía podría objetársele que los análisis de Rousseau, Kant, Rawls o Habermas son muy diferentes unos de otros, que sus conceptos de derecho, Estado, soberanía y pueblo no se pueden superponer y que hablar a su respecto de familia de pensamiento supondría una simplificación abusiva o cierta descontextualización de las obras. Pero, para los neoliberales, esas distinciones de contenido no tienen gran importancia. No son pertinentes. Para ellos, lo esencial está en otra parte. Se trata de situarse en otro nivel, más elevado, y cuestionar lo que podríamos designar como un programa de percepción, una manera de conceptualizar la política y problematizar el concepto de sociedad. A partir de Rousseau y Kant, lo que los neoliberales pretenden examinar es una actitud, una manera de plantear las cuestiones. A su entender, la filosofía de la Ilustración se caracteriza ante todo por una fijación obstinada con la pluralidad y la diversidad. La multitud y la individualidad se conciben en esa filosofía como los aspectos contra los cuales habría que pensar necesariamente mecanismos, dispositivos o instituciones destinados a producir la unidad, la coherencia, lo común. La filosofía iluminista sostiene sistemáticamente que la constitución de un “pueblo”, una “soberanía” o un cuerpo político debe exigir una represión de lo “particular” por medio de la fabricación de un marco “general” al que los sujetos tengan que someterse. Los teóricos del contrato habrían instalado en el pensamiento contemporáneo una obsesión por la unidad y el orden. La voluntad constante de dar “cohesión” al mundo representaría una de las inspiraciones 55

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esenciales de la teoría política y social moderna. La encontraríamos en una serie de discursos de muy diferente naturaleza: ideológicos, tecnocráticos, etc. Y la prueba de la influencia ejercida por ese modo de pensamiento sería que, aun cuando se construyan contra la filosofía de la Ilustración, muchas corrientes reconocen no obstante su pertinencia y lo hacen suyo. Así sucede con la tradición socialista y sociológica, de Saint-Simon y Durkheim, por ejemplo. Como es evidente, estos autores tienen pocos puntos en común con Rousseau o Kant, no se representan de la misma manera la cuestión del sujeto, el derecho, la política, etc. Pero también en ellos la elaboración del concepto de “sociedad” se aferra a una visión unificadora. Se la pone bajo el signo de la búsqueda de la integración, la cohesión, la producción del consenso: la colectividad debe afirmar su influjo regulador contra los fermentos de disolución del lazo social que encarnarían el individualismo, los movimientos sociales y la competencia de los intereses particulares.1 Por lo demás, la lectura de los textos donde Durkheim comenta a Hobbes o Rousseau es particularmente instructiva. Es notable constatar que en ellos el autor de El suicidio acepta y se apropia de la problemática y el marco de análisis planteados por los filósofos: ¿cómo concebir la solidaridad, los fines comunes e impersonales, contra las pasiones egoístas y antisociales? Solo difiere la solución propuesta, porque, para el sociólogo, la sociedad como comunidad no procede de un acto político artificial: es una realidad natural, sui géneris, que resulta del fenómeno de la asociación entre los hombres.2 La intención de los intelectuales neoliberales es cuestionar ese modo de análisis. El objetivo que se fijan es indagar en la obsesión por la construcción de algo que sea del orden de la “comunidad”. Les es completamente ajena, y hasta peligrosa, la idea de que pensar la sociedad o la política impone pensar la construcción de una entidad supraindividual, e implica así, de algún modo, la necesidad de dar existencia a un marco 1 Sobre las afinidades entre las filosofías del contrato y el durkheimismo, véase Didier Eribon, D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche française, París, Léo Scheer, 2007. 2 Véanse por ejemplo Émile Durkheim, Hobbes à l’agrégation. Un cours de Émile Durkheim suivi par Marcel Mauss, París, Éditions de l’ehess, 2011 [trad. esp.: Hobbes entre líneas, Buenos Aires, Interzona, 2014], y, del mismo autor, Le Contrat social de Rousseau, París, Kimé, 2008 [trad. esp.: “El contrato social de Rousseau”, en Montesquieu y Rousseau. Precursores de la sociología, Madrid, Miño y Dávila, 2001].

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trascendente con respecto a la pluralidad y el juego de los intereses particulares. En ese sentido, no es exagerado afirmar que estos autores se esfuerzan de hecho por deconstruir e incluso destruir la noción misma de “sociedad”, entendida como instancia que reúna a las personas más allá de su diferencia. (Conviene señalar, claro está, que toda la apuesta consiste aquí en mostrar que lo “común” y lo “general” son nociones vacías de sentido. No se trata en ningún caso de elegir privilegiar lo “particular” sobre lo “general”, lo “local” sobre lo “global”. Los neoliberales no invierten los valores, sino que refutan ese sistema de oposición como tal, su pertinencia misma o el hecho de que designe una realidad cualquiera. Pretenden deconstruir ese marco de pensamiento a fin de poner de relieve el carácter extremadamente problemático de las visiones que instaura y los peligros que comporta, sobre todo desde un punto de vista político.) Esto aparece en los textos de Isaiah Berlin consagrados a lo que él llamaba la “Contrailustración”, es decir, los autores que se definieron contra los teóricos de la Ilustración y sus herederos. Todo el envite de la reflexión de Berlin es mostrar hasta qué punto el pensamiento de la Ilustración está obsesionado con una fantasía de “totalidad armoniosa” y la ambición de establecer una sociedad de seres racionales que persiguen fines colectivos y comulgan así en una especie de unanimidad. La premisa fundamental de esta corriente sería que los hombres están hechos (esto es un axioma, a la vez psicológico y sociológico) para buscar la paz y no la guerra, la armonía y no la discordia, la unidad y no la pluralidad. Los disensos, los conflictos, la competencia entre seres humanos son en esencia procesos patológicos: puede ser que estas tendencias sean inevitables en determinada etapa de su desarrollo, pero no dejan de ser anormales porque no realizan los fines que todos los hombres, como hombres, tienen forzosamente en común: las metas permanentes y compartidas que los hacen humanos.3

Según Berlin, el gesto realizado por los autores incluidos bajo el rótulo de antiiluministas —y a quienes, por esta razón, se calificó de manera 3 Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, trad. de Gil Delannoi y Alexis Butin, París, Les Belles Lettres, 2011, p. 166 [trad. esp.: El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia, Madrid, Taurus, 2000].

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casi generalizada como conservadores o reaccionarios— consistió en sublevarse contra esa obsesión por la unidad, contra esa voluntad de dar siempre coherencia a la sociedad. Para ellos, la pluralidad del mundo social y cultural es irreductible; debe constituir un punto de llegada y no el punto de partida contra el cual deba necesariamente definirse una teoría política. El “mundo común”, lo “colectivo”, la “voluntad general”, la búsqueda perpetua de algo que sea del orden de lo “universal” son mitos, y mitos peligrosos. Berlin cita en especial a Johann Gottfried von Herder y a Edmund Burke. Estos se levantaron contra el “monismo” de la Ilustración porque, a su entender, esta visión presupone por fuerza la posibilidad de encontrar una solución única, final, universal a los problemas humanos. Ahora bien, para los antiiluministas “hay varios ideales que vale la pena perseguir, algunos incompatibles con otros”. En ese sentido, la idea de una “solución de conjunto a todos los problemas humanos, que, si tropieza con resistencias demasiado grandes, puede exigir el recurso a la fuerza para protegerla, esta misma idea, lleva al derramamiento de sangre y a la intensificación del sufrimiento humano”.4 Así, en Herder encontramos la siguiente afirmación: nunca hay una única respuesta válida a las grandes preguntas que se hace la humanidad; “las diferentes civilizaciones persiguen objetivos diferentes” y es “legítimo que lo hagan”.5 Por consiguiente, la reflexión política debe tomar nota de esa diversidad en lugar de pretender reducirla por medio de sistemas unificadores. “Herder imaginaba diferentes entornos, diferentes orígenes, diferentes lenguajes, diferentes gustos y diferentes aspiraciones. Si usted admite que puede haber más de una respuesta válida a un problema, esa admisión es en sí misma un gran descubrimiento, que conduce al liberalismo y la tolerancia.”6 En el caso de Burke, la misma intención pluralista desembocó en la puesta en entredicho de la idea de “naturaleza humana universal”. No hay un “hombre natural” o un “hombre racional” que sea idéntico en todas partes. Hay

4 Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 68 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993]. 5 Ibid., p. 92. 6 Ibid., p. 96.

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hombres diferentes desde siempre, por sus artes, sus culturas, sus costumbres, sus gustos, sus caracteres, etcétera.7 Más allá de la polémica específica entre los filósofos iluministas y los filósofos antiiluministas, Berlin trata de poner de manifiesto el hecho de que el espacio intelectual, político e ideológico es el ámbito de un enfrentamiento entre dos temperamentos, dos actitudes, dos maneras irreductibles de problematizar lo que significa la noción de sociedad y comprender la naturaleza de las relaciones interhumanas. La historia del pensamiento político ha sido, en vasta medida, un duelo entre dos grandes concepciones antagónicas de la sociedad. Por un lado se encuentran los defensores del pluralismo, de la variedad, de un mercado abierto a las ideas, un orden de cosas que implica conflictos y la necesidad constante de conciliación, un orden que está siempre en una situación de equilibrio imperfecto […]. Por otro lado se encuentran quienes creen que esta situación precaria es una forma de enfermedad crónica y provisoria, porque la salud consiste en la unidad, la paz, la supresión de la posibilidad misma de desacuerdo, el reconocimiento de un solo fin o de una serie de fines no conflictivos, los únicos racionales, con el corolario de que el desacuerdo racional no puede sino afectar los medios.8

Los representantes de esta segunda tradición son Platón, Spinoza, Helvétius, Rousseau, Fichte e incluso Hegel. Y, según Berlin, Marx también fue uno de los miembros de esta familia de pensamiento. En contra de las apariencias, el comunismo no es un pensamiento del conflicto y la pluralidad; es una de las últimas encarnaciones del monismo en política: las observaciones de Marx sobre “las contradicciones y los conflictos inherentes al progreso social son simples variaciones sobre el tema del progreso ininterrumpido de los seres humanos y el de su síntesis en virtud de la comprensión y el control de su entorno y de ellos mismos”.9

Ibid., p. 97. Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, op. cit., p. 168. 9 Ibid. 7 8

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VII. Ética liberal y ética conservadora

De hecho, el autor en el cual más se apoya Foucault para reflexionar sobre el problema de las relaciones entre sociedad, totalización y multiplicidad es Friedrich Hayek. El economista austríaco fue, en efecto, uno de los principales artífices de la deconstrucción neoliberal de los conceptos de la filosofía política, las nociones de “mundo común”, “bien público” o “voluntad general”. En su opinión, los discursos que utilizan esas expresiones están siempre y necesariamente azuzados por pulsiones de orden y control, una voluntad de orientar las conductas individuales y una intención de limitar la diversidad de los planes de vida en nombre de exigencias instituidas como “superiores”. Hayek dedicó en particular un célebre artículo al uso del término “social”: en el espacio político o ideológico es habitual valorar y dar realce a los comportamientos “sociales”, es decir, las conductas en pos del interés general más que del interés particular, y que convergen en el bien del “pueblo”, la “nación” o la “sociedad”. Ahora bien, según Hayek hay que desconfiar de esas conminaciones, porque presuponen, de manera implícita o explícita, la “existencia de metas colectivas” y “colectivamente reconocidas”:1 en ellas, por lo tanto, la sociedad se piensa como un “todo”. Más grave aún, esta representación daría origen, por fuerza, a un “deseo” 1 Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, en Essais de philosophie, de science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007, p. 360 [trad. esp.: “¿Qué es lo ‘social’? ¿Qué significa?”, en Estudios de filosofía, política y economía, Madrid, Unión, 2007].

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profundamente autoritario: el de “orientar la acción individual hacia metas y actividades subordinadas a los intereses de la ‘comunidad’”.2 En este aspecto, esas doctrinas son cualquier cosa salvo neutrales. No valoran lo universal contra lo local; se hacen cómplices de mecanismos de dominación política e imposición social, al otorgar la “precedencia a ciertos valores” particulares.3 Puesto que lo que llamamos “intereses de la sociedad” son, casi siempre, los “intereses de la mayoría”.4 Así como Berlin opone dos grandes concepciones antagónicas de la sociedad, Hayek distingue, a partir de allí, dos grandes éticas políticas. Y es notable advertir que lo hace desde el punto de vista de su relación con el orden o el desorden. Está, por un lado, la actitud conservadora, que caracteriza a los “conservadores” en el sentido tradicional, pero asimismo, dice Hayek, a los socialistas. En este aspecto, Hayek hace además una observación interesante: en la historia de las ideas es sumamente frecuente ver a los socialistas, con el transcurso de los años, terminar por ser conservadores y convertirse al conservadurismo. Mucho más escasos son los que se convierten en liberales. Ahora bien, en su opinión, el hecho de que el “socialista arrepentido” encuentre la mayoría de las veces un “nuevo remanso de paz mental e intelectual en el regazo conservador”, y no en el “regazo liberal”, no debe nada al azar. Es la demostración de que existe una afinidad profunda entre el conservadurismo y el socialismo, mientras que el liberalismo obedece a un sistema de valores completamente distinto.5 En lo esencial, el conservador y el socialista compartirían pulsiones de orden, tendencias al paternalismo y la adoración del poder. Esto se traduciría sobre todo en su miedo a la novedad, a la innovación social, a lo inédito: “Uno de los rasgos fundamentales de la actitud conservadora es el miedo al cambio, la desconfianza hacia la novedad como tal, en tanto que la actitud liberal está impregnada de audacia y confianza, dispuesta a dejar que las evoluciones sigan su curso aunque Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, op. cit., p. 357. Ibid., p. 361. 4 Ibid., p. 360. 5 Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la liberté, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París, Litec, 1994 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión, 1991]. 2 3

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no pueda preverse a dónde llevarán”. Una de las características esenciales del conservadurismo sería, por consiguiente, una predilección por la autoridad, pero que adoptará formas diferentes según las tradiciones: los conservadores hacen el elogio de la nación y el nacionalismo, los filósofos de la Ilustración convocan a la subordinación de las voluntades particulares a la voluntad general, los socialistas pretenden volver a dar sentido a lo “colectivo” o al “mundo común” contra el individualismo, etc. Pero lo que se trasluciría en cada uno de esos casos es una misma fijación obstinada con lo espontáneo, lo que escapa a un poder regulador; en pocas palabras, una misma intención de controlar la diversidad social e instaurar un punto de vista superior: “El conservador no se tranquilizará ni se dará por satisfecho hasta que una sabiduría superior vigile y supervise los cambios, y él sepa que una autoridad está encargada de garantizar que dichos cambios se produzcan ‘en orden’”.6 La ética neoliberal se presenta en oposición a esa inclinación al orden. Propone liberar a la teoría y la filosofía políticas de las pulsiones autoritarias que las atraviesan y que son una exigencia lógica de la visión unificadora y monista de la sociedad construida por ellas. El neoliberalismo se pone del lado del desorden, de la inmanencia, y por lo tanto del pluralismo. Un mundo neoliberal jamás podrá estar unificado, totalizado. No se construye en el horizonte de un “lo común” por venir; se concibe esencialmente plural y por consiguiente animado por lógicas contradictorias entre sí e irreconciliables: Cuando digo que el conservador carece de principios, no quiero decir que esté despojado de convicciones morales. El conservador común y corriente es, sin disputa, un hombre de convicciones morales muy fuertes. Lo que quiero decir es que no tiene principios políticos que le permitan trabajar con personas cuyos valores morales difieren de los suyos en procura de la elaboración de un orden político donde los unos y los otros puedan obedecer a sus convicciones respectivas. Ahora bien, solo la aceptación de principios que permitan la coexistencia de diferentes grupos de valores hace posible la construcción de una sociedad apacible en la que el recurso a la fuerza sea mínimo. Aceptar esos principios implica que consintamos en 6

Ibid., p. 397.

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la última lección de michel foucault tolerar muchas cosas que no nos gustan. Hay unos cuantos valores de los conservadores que me agradan más que los de los socialistas; pero, a los ojos de un liberal, la importancia que atribuye personalmente a ciertos objetivos no es una justificación suficiente para obligar a otro a que también los persiga.7

Toda la teoría social del neoliberalismo apunta así a desmentir la idea de la presunta necesidad de un “plan” superior que instaure el “consenso” entre los individuos, o un “contrato” fundado en la represión de los intereses particulares en nombre de exigencias más generales. Es muy posible imaginar un mundo fundamentalmente plural, que deje expresarse a los diversos modos de existencia y las contradicciones, en lugar de pretender reprimirlos. Y precisamente en esta perspectiva se inscribe la utopía de una “mercantilización” de la sociedad: el mercado, en efecto, se concibe aquí como la instancia que permite el desarrollo de un “orden espontáneo que deja a los individuos la libertad de utilizar su propio conocimiento en beneficio de sus propias metas”.8 El mercado no es una organización. No se funda en una idea de armonía, unidad, coherencia. Está abierto a la heterogeneidad: En contraste con una organización, un orden espontáneo no necesita ni una meta ni la aprobación de los resultados concretos que produzca para que haya un acuerdo sobre su carácter deseable. Como es independiente de toda meta particular, se lo puede utilizar en la búsqueda de numerosísimas metas individuales divergentes y hasta opuestas, y nos asistirá en nuestros esfuerzos en procura de esos fines. Así, el orden del mercado, en particular, no se apoya en metas comunes.9

Y, según Hayek, es además esta propiedad del mercado de facilitar la aparición de realidades contradictorias de manera espontánea, incontrolable e imprevisible la que explica la resistencia de que es objeto:

Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit., p. 398. Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, en Essais de philosophie…, op. cit., p. 250 [trad. esp.: “Principios de un orden social liberal”, en Estudios de filosofía…, op. cit.]. 9 Ibid., p. 251; el énfasis nos pertenece. 7 8

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ética liberal y ética conservadora Tomado por sí solo, no hay probablemente ningún factor que contribuya tanto a la repugnancia de la gente a dejar que el mercado funcione libremente como su incapacidad para comprender que el equilibrio entre oferta y demanda, exportaciones e importaciones u otros parámetros análogos, se producirá sin una intervención deliberada.10

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Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit.

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VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

Deconstruir el conjunto de las visiones totalizadoras del mundo social: tal es la tarea que se asignan los pensadores neoliberales. Para decirlo de otra manera, su gran contribución a la historia intelectual consistió en deshacer uno de los fundamentos implícitos de las teorías sociales y las filosofías políticas tradicionales, el de dar a la pluralidad y la heterogeneidad la figura de una polaridad negativa contra la cual habría que constituir necesariamente la “soberanía”, la “sociedad”, lo “político”, etc. La forma mercado brinda la posibilidad de quitar de la reflexión sobre el mundo toda invocación de una instancia trascendente (ya tome una forma política, jurídica, sociológica o cualquier otra) que supuestamente unifica y organiza la diversidad social. El neoliberalismo impone la imagen de un mundo desorganizado por esencia, un mundo sin centro, sin unidad, sin coherencia, sin sentido.1 Con ello desbarata lo que Didier Eribon llama “concepciones hegelianas y sintéticas” de la realidad, las grillas de lectura que no logran pensar la pluralidad y la heterogeneidad porque siempre buscan alcanzar la “convergencia” o la “alianza”.2

1 En cierta forma, aquí se trata de aplicar al espacio de las conductas la concepción del mercado libre de las ideas que vale para el espacio de las opiniones, conceptualizado como una instancia puramente formal abierta a la disputa. Véase Marcela Iacub, De la pornographie en Amérique. La liberté d’expression à l’âge de la démocratie délibérative, París, Fayard, 2010, p. 102. 2 Didier Eribon, “Réponses et principes”, en French Cultural Studies, vol. 23, núm. 2, mayo de 2012. Véase también “Les Frontières et le temps de la politique”, intervención en el

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En muchos aspectos, es esta empresa de descalificación de los marcos de análisis unificadores lo que sedujo a Michel Foucault. En efecto, este no deja de insistir, en Nacimiento de la biopolítica, en el hecho de que la teoría neoliberal anula la posibilidad misma de una mirada “central, totalizadora y dominante”.3 Y escribe: El homo œconomicus es el único oasis de racionalidad posible dentro de un proceso económico cuya naturaleza incontrolable no impugna la racionalidad del comportamiento atomístico del homo œconomicus; al contrario, la funda. Así, el mundo económico es opaco por naturaleza. Es imposible de totalizar por naturaleza. Está originaria y definitivamente constituido por puntos de vista cuya multiplicidad es tanto más irreductible cuanto que ella misma asegura al fin y al cabo y de manera espontánea su convergencia. La economía es una disciplina atea; es una disciplina sin Dios; es una disciplina sin totalidad; es una disciplina que comienza a poner de manifiesto no solo la inutilidad, sino también la imposibilidad de un punto de vista soberano, de un punto de vista del soberano sobre la totalidad del Estado que él debe gobernar.

Y concluye: “El liberalismo, en su consistencia moderna, se inició precisamente cuando se formuló esa incompatibilidad esencial entre, por una parte, la multiplicidad no totalizable característica de los sujetos de interés, los sujetos económicos, y, por otra, la unidad totalizadora del soberano jurídico”.4 La manera un poco exaltada como Foucault retoma aquí el tema neoliberal de la “multiplicidad”, y muestra cómo desemboca en una concepción de la sociedad liberada de toda trascendencia (la economía como disciplina atea, sin Dios, sin totalidad, etc.), no puede interpretarse como una adhesión tácita del autor de Vigilar y castigar al paradigma neoliberal. “Concluding Panel” del coloquio “Sexual nationalisms”, Ámsterdam, 26 a 28 de enero de 2011 (disponible en el sitio de Internet del autor: ). 3 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 296 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 332]. 4 Ibid., pp. 285 y 286 [325 y 326]; el énfasis nos pertenece.

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En realidad, lo que le interesa es una idea muy fuerte, según la cual siempre hay una voluntad de control en el fundamento de los discursos totalizadores. Las teorías unificadoras están necesariamente atravesadas por pulsiones de orden. Por su forma misma, reproducen efectos de poder, de dominación, al convocar por ejemplo a la constitución de instancias trascendentes. En síntesis, son pensamientos cómplices de la soberanía. Si este tema fue tan importante para Foucault, es porque representó uno de los grandes ejes de su crítica del marxismo (y asimismo, por otra parte, del psicoanálisis), llevada adelante desde mediados de la década de 1970. Aquí nos situamos, pues, en el marco de una reflexión sobre el problema de la resistencia, una interrogación sobre las condiciones de la elaboración de una crítica radical del funcionamiento del orden social: ¿qué teoría es la más capaz de producir efectos de emancipación? ¿Qué analítica brinda la posibilidad de comprender de la manera más adecuada la mecánica del poder, permitiendo desestabilizarla y frenarla? La intuición fundamental de Foucault es que el marxismo es una doctrina insuficiente, por ser insuficientemente crítica. Es cierto, a primera vista se presenta como una teoría que pone en cuestión los fundamentos del orden económico y social y que da instrumentos para desestabilizarlo, abolirlo y hasta superarlo. Pero el problema esencial del marxismo es no haber indagado en la forma totalización: hizo suya en su integridad la ambición de construir una visión unificadora de la realidad, es decir, de reducir lo que pasa en la sociedad a unos cuantos principios elementales y predeterminados. Al hacerlo, en el momento mismo en que esta doctrina pretende suministrar armas contra la dominación, ejerce a su vez efectos de poder, de autoridad, de censura. Por un lado porque, por el hecho mismo de adoptar un punto de vista englobador, es incapaz de cuestionar la idea de soberanía y representa incluso una de las modalidades posibles del ejercicio de esta. Por otro, porque, al someter la reflexión sobre la sociedad a nuevos “trascendentales”, oculta necesariamente luchas parciales y realidades minoritarias presentes o venideras que escapan o escaparán a su grilla de lectura. Es en su curso del Collège de France de 1976, publicado con el título de Defender la sociedad, donde Foucault plantea esta crítica del marxismo y, en términos más generales, de todas las teorías “englobadoras” (una de cuyas encarnaciones es el psicoanálisis, que, además, es tal vez 69

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la hoy dominante a escala internacional).5 A su entender, uno de los fenómenos más importantes desde los años sesenta —y sobre todo en el momento de 1968— fue la aparición de una multitud de ofensivas “dispersas”, “discontinuas”, “particulares”, “locales”, que apuntaban al funcionamiento de la institución psiquiátrica, la moral o la jerarquía sexual tradicionales, el aparato judicial y penal, etc.6 Y lo que impresiona a Foucault es la extrema productividad de esos discursos regionales. Menciona entonces la “sorprendente eficacia de las críticas discontinuas y particulares”. La proliferación de las luchas parciales permitió poner en evidencia “una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y sobre todo de los más conocidos, sólidos y próximos a nosotros, a nuestro cuerpo, a nuestros gestos de todos los días”.7 Como es obvio, el autor de Vigilar y castigar no se detiene en esa constatación. Puesto que en lo que quiere insistir es en el hecho de que esas críticas locales solo pudieron salir a la luz en el marco de un cuestionamiento de las teorías totalizadoras: esas luchas sectoriales surgieron a través de un combate contra los paradigmas centralizadores. Consistieron en la reaparición de “saberes sometidos” y contenidos históricos “marginados”, “descalificados”, “sepultados, enmascarados en coherencias funcionales o sistematizaciones formales”: “Los saberes sometidos son esos bloques de saberes históricos que estaban presentes y enmascarados dentro de los conjuntos funcionales y sistemáticos, y que la crítica pudo hacer reaparecer”.8 Foucault se refiere al ejemplo del saber del psiquiatrizado, el enfermo, el enfermero, el delincuente; en síntesis, ese “saber de la gente” olvidado por el marxismo y que no es en absoluto, aclara, un saber “común, un buen sentido sino, al contrario, un saber particular, un saber local, regional, un saber diferencial, incapaz de unanimidad”.9 En otras palabras, todo el desafío radica aquí en poner

5 Michel Foucault, “Il faut défendre la société”. Cours au Collège de France, 1975-1976, ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1997 [trad. esp.: Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000]. 6 Ibid., pp. 6 y 7 [18 y 19]. 7 Ibid., p. 7 [20]. 8 Ibid. [21]. 9 Ibid., p. 9; el énfasis nos pertenece.

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en juego “saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados, contra la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos, ordenarlos”.10 De tal modo, Michel Foucault opone en ese texto dos modos de producción de la crítica: están, por una parte, los discursos que se efectúan en los “términos mismos de la totalidad”, y por otra, las ofensivas dispersas, no centralizadas, que, para establecer su validez, no necesitan “el visado de un régimen común”.11 Ahora bien, la genealogía y la arqueología del poder en las sociedades contemporáneas solo pueden llevarse a cabo y desplegarse en toda su amplitud con la condición de suprimir la “tiranía de los discursos englobadores”:12 las teorías “totalitarias” (la palabra es de Foucault), como el marxismo y el psicoanálisis, tienen un efecto fundamentalmente “inhibidor”. Llevan “de hecho, [a] un efecto de frenado”. A veces pueden, es cierto, proporcionar instrumentos utilizables en un nivel local, pero justamente a condición de que la “unidad teórica del discurso qued[e] como suspendida o, en todo caso, recortada, tironeada, hecha añicos, invertida, desplazada, caricaturizada, representada, teatralizada, etcétera”.13 En el fondo, la idea esencial defendida por Foucault es que, a su vez y muy a menudo a su pesar, los discursos totalizadores producen necesariamente efectos de sujeción y jerarquización. “Minorizan” a los sujetos de la experiencia. Ahora bien, la genealogía siempre se situará del otro lado. Procurará sacar a la luz el reverso de los procesos de totalización. Se define como una empresa para “romper el sometimiento de los saberes históricos y liberarlos, es decir, hacerlos capaces de oposición y lucha contra la coerción de un discurso teórico unitario, formal y científico”.14 La elaboración de un pensamiento crítico requiere de tal modo darse los medios de estar a la escucha de las diversas luchas que surgen en el espacio social, acompañar su irrupción y, por ende, discernirlas en su singularidad. Hay que adoptar una actitud de apertura a lo inédito y, por consiguiente, renunciar a las grillas de lectura que inmovilizan la percepción y fijan o predeterminan la mirada que se puede posar sobre el Ibid. [22]. Ibid., p. 8 [20]. 12 Ibid., p. 9 [22]. 13 Ibid., pp. 7 y 8 [20]. 14 Ibid., p. 11 [23 y 24]. 10 11

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mundo. Puesto que esas grillas generan efectos de dominación y ocultación; participan del ejercicio del poder en vez de permitir revelar su mecánica. Una teoría crítica debe liberarse de la tentación de la totalización. Debe renunciar a construir paradigmas destinados a otorgar una coherencia “general” a lo que sucede en el nivel “local”. Como se recordará, la deconstrucción neoliberal de las concepciones “monistas” y de los paradigmas unificadores desembocaba en una valoración de las nociones de inmanencia, pluralidad y multiplicidad (la forma mercado representaba la instancia que brindaba la posibilidad de imaginar una sociedad incoherente, heterogénea, por encima de la cual no se cernía ningún horizonte unificador). “Inmanencia”, “pluralidad”, “multiplicidad”: tales son los conceptos que Michel Foucault pone en el centro de su teoría del poder. Foucault desarrolla ese punto en la sección de La voluntad de saber dedicada a la elaboración de su “método” (esta es la palabra que él utiliza) de análisis del poder. ¿Por qué le parece necesaria esa cuestión de método? Porque la palabra “poder”, que utiliza a lo largo de todo su trabajo, “corre el riesgo de inducir varios malentendidos. Malentendidos acerca de su identidad, su forma, su unidad”.15 Y Foucault acomete contra las teorías que tienden a fabricar una imagen demasiado unificadora, demasiado centralizadora del poder: las que hablan del “Poder” como un “conjunto de instituciones y aparatos que garantizan la sujeción de los ciudadanos en un Estado dado” (las teorías del contrato social) o las que designan con ello un “sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos, por derivaciones sucesivas, atravesarían todo el cuerpo social” (las teorías sociológicas o marxistas).16 A esos paradigmas, que construyen trascendentales y piensan en términos de unidad y totalidad, Foucault opone otra concepción, habitada por las nociones de inmanencia y multiplicidad: “Me parece que por poder hay que entender en primer lugar la multiplicidad de las

15 Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1: La Volonté de savoir, París, Gallimard, 1976, p. 121 [trad. esp.: Historia de la sexualidad, vol. 1: La voluntad de saber, México, Siglo xxi, 1985]. 16 Ibid.

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relaciones de fuerza que son inmanentes al dominio donde se ejercen, y que son constitutivas de su organización”.17 Hacer inteligible el ejercicio del poder hasta en sus “efectos más ‘periféricos’” impone fabricar un punto de vista que no confine el “poder” en un lugar específico, que no suponga la existencia de un “punto central”, un “foco único” a partir de los cuales se propaguen los mecanismos de control: “La condición de posibilidad del poder […] es el basamento móvil de las relaciones de fuerza que, debido a su desigualdad, inducen sin cesar estados de poder, pero siempre locales e inestables”. Hay en consecuencia una “omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de agruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se produce a cada instante, en todos los puntos o, mejor, en todas las relaciones de un punto con otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe todo, es que viene de todos lados”.18

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Ibid., pp. 121 y 122. Ibid.

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IX. Escepticismo y política de las singularidades

“La sociedad no existe”: esta fórmula, típica de la doctrina neoliberal, se percibe con frecuencia como un marcador ideológico extremadamente fuerte, el eslogan bajo el cual se reunirían todos los que reivindican una filosofía individualista y libran una guerra política contra las reformas de inspiración social y una guerra teórica contra la sociología, en particular. Pero, en cierto sentido, esta idea expresa a la perfección el tipo de percepción que, desde mediados de la década de 1970, Foucault trató de instalar e imponer: el poder se ejerce de manera difusa; está en todas partes, actúa de manera diseminada, y las luchas parciales, locales, diferenciales que surgen a intervalos regulares no se inscriben en un conjunto más amplio y global dentro del cual haya que resituarlas para comprenderlas y discernir su sentido. Esas luchas contienen en sí mismas su propio valor, su propia significación. Conforme a una percepción bastante cercana a la concepción nietzscheana del acontecimiento (el Ser se resume en la pluralidad de los acontecimientos), Foucault afirma que no hay algo que se llame “la sociedad” y dentro de la cual aparezcan de tiempo en tiempo combates y movilizaciones: esas movilizaciones y esos combates deben pensarse por sí mismos, con prescindencia de cualquier horizonte. Las teorías totales y totalitarias borran la pluralidad, la heterogeneidad, la incoherencia del mundo social; reprimen las batallas sectoriales, que solo pueden, por lo tanto, acceder a la visibilidad contra ellas. (En otras palabras, en la expresión “la sociedad no existe”, reinterpretada en este sentido, lo que se negaría no es la existencia de lo social, sino más bien la totalización llevada a cabo a través de la idea de que habría algo 75

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que se llama la sociedad. Lo que no existe, aquello cuya realidad se recusa, no es la idea de mundo social sino ese la unificador.) En Foucault, como es sabido, la construcción de esta nueva analítica del poder desembocó en la fabricación de una nueva imagen del intelectual. Si las luchas se desarrollan de manera local y regional, si escapan a los marcos totalizadores, el intelectual debe erigirse, entonces, en “intelectual específico”. Debe renunciar a la figura —impuesta sobre todo por Sartre, pero también muy presente en el marxismo— del intelectual universal, es decir, el intelectual que se hace “escuchar como representante de lo universal”, como la “conciencia de todos”.1 El intelectual universal aborda las luchas particulares por medio de grandes conceptos o discursos prefabricados. Por consiguiente, las integra necesariamente a un combate más general, que se libraría en nombre de la Justicia, de la Ley ideal, del comunismo venidero, etc. A la inversa, el intelectual específico rechaza esa tentación permanente de resignificar, recodificar o recolonizar los combates sectoriales mediante discursos unitarios. Foucault insta así a inventar un nuevo modo de vinculación entre la teoría y la práctica, que a su entender, además, ya estaría desarrollándose desde fines de los años sesenta: Los intelectuales han tomado la costumbre de trabajar no en lo “universal”, lo “ejemplar”, lo “justo y verdadero para todos”, sino en sectores determinados, puntos precisos donde los situaban o bien sus condiciones profesionales de trabajo, o bien sus condiciones de vida (la vivienda, el hospital, el asilo, el laboratorio, la universidad, las relaciones familiares o sexuales). Allí cobraron, a buen seguro, una conciencia mucho más concreta e inmediata de las luchas. Y dieron con problemas que eran específicos, “no universales”, a menudo diferentes de los del proletariado o las masas.2

Si me parece importante abordar este punto, es porque resulta sorprendente comprobar la existencia de un gesto casi idéntico en los neoliberales. También en ellos la crítica del papel de los universales y los trascendentales en la teoría política y social desemboca en una crítica 1 Michel Foucault, “La fonction politique de l’intellectuel”, en Dits et écrits, 1954-1988, ed. de Daniel Defert y François Ewald con la colaboración de Jacques Lagrange, 4 vols., vol. 2, París, Gallimard, 1994, texto núm. 184, p. 109 [trad. esp.: “Verdad y poder”, en Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1979]. 2 Ibid.

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de la figura del intelectual “universal” o, mejor, de la idea de que el intelectual pueda forjar una visión sintética de la sociedad. Los neoliberales, en efecto, no dejaron de oponerse a la actitud consistente en otorgar un poder desmesurado al pensamiento. Esta actitud sería característica del marxismo, pero habría nacido, en realidad, con la Ilustración, sobre todo en Voltaire y Rousseau. Los filósofos iluministas habrían fabricado un mito filosófico de consecuencias políticas peligrosas: el de la omnipotencia del intelecto. La Ilustración cree que la razón posee un poder ilimitado. Todo sucede como si fuera posible decretar la sociedad, construirla conforme a un plan forjado por la mente. La Ilustración procedería así de un “racionalismo constructivista”. Consideraría que una “razón independientemente existente es capaz de planificar la civilización (véase la cita de Voltaire: ‘Si queréis buenas leyes, quemad las que tenéis y dictaos otras nuevas’)”.3 El racionalismo de la Ilustración se negaría a reconocer los límites de la razón. Al contrario, legitimaría una forma de narcisismo intelectual que lleva a los científicos y los filósofos a pensarse como el centro del mundo, los únicos capaces de acceder a una visión total de la sociedad y escapar a la parcialidad. Este “intelectualismo erróneo” derivaría a menudo en la creencia en los méritos de un gobierno de los científicos y los expertos.4 La ética neoliberal recusa esta imagen del pensamiento. El liberalismo se presenta como una doctrina modesta. Adhiere a una actitud humilde, que consiste en aceptar y reconocer sus propios límites y sus propias limitaciones. Lejos de pensar que el orden social puede deducirse de una construcción teórica a priori, cree que depende de fuerzas múltiples y espontáneas que escapan por principio al conocimiento humano y a una visión que se pretenda totalizadora; Hayek, por ejemplo, escribe: Creo por mi parte que ese falso racionalismo, que se impuso durante la Revolución Francesa, y que ejerció su influencia en los cien últimos años por 3 Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, en Essais de philosophie, de science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007, pp. 248 y 249 [trad. esp.: “Principios de un orden social liberal”, en Estudios de filosofía, política y economía, Madrid, Unión, 2007]. 4 Véase Isaiah Berlin, La Liberté et ses traîtres. Six ennemis de la liberté, trad. de Laurent Folliot, París, Payot, 2007, pp. 56-60 [trad. esp.: La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana, México, Fondo de Cultura Económica, 2004].

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la última lección de michel foucault intermedio de los movimientos gemelos del positivismo y el hegelianismo, es una manifestación de desmesura intelectual, en franco contraste con la humildad intelectual —la esencia del verdadero liberalismo— que trata con respeto las fuerzas sociales espontáneas a través de las cuales el individuo construye cosas más grandes de lo que le cabe imaginar.5

En ese sentido, se comprende que la filosofía política neoliberal tenga sus raíces en una filosofía del conocimiento cuyo punto de partida es la aceptación de los límites del pensamiento. El científico no puede verlo todo y saberlo todo. Debe renunciar a la ambición “loca” de comprender y dominar la totalidad de los procesos diversos que se elaboran en el mundo. Por principio, muchas cosas se le escapan: El liberalismo procede así del descubrimiento de un orden autoengendrado o espontáneo de los asuntos de la sociedad (el mismo descubrimiento que condujo a admitir la existencia de un objeto para las ciencias sociales teóricas), que posibilitaba el uso del conocimiento y las destrezas de todos los miembros de la sociedad en mayor medida de lo que hubiese sido posible en orden alguno creado por una dirección central, y del deseo consiguiente de utilizar del modo más completo posible esas poderosas fuerzas autoorganizadoras.6

La teoría neoliberal constituye de tal modo una doctrina escéptica, que parte del principio de los límites estrechos del entendimiento humano, razón por la cual Hume es una de sus referencias más importantes.7 Es indudable que Foucault no suscribiría la totalidad de estas proposiciones. No plantea sus análisis en esos mismos términos, con las mismas palabras. Sin embargo, en muchos aspectos encontró en el neoliberalismo la preocupación consistente en adoptar una actitud que permite estar atento, abierto, receptivo a la multiplicidad de los hechos que 5 Friedrich Hayek, “Allocution d’ouverture d’un colloque à Mont-Pèlerin”, en Essais de philosophie…, op. cit., p. 240 [trad. esp.: “Discurso inaugural de una conferencia en MontPèlerin”, en Estudios de filosofía…, op. cit.]. 6 Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, op. cit., p. 249. 7 Friedrich Hayek, “La philosophie juridique et politique de David Hume”, en Essais de philosophie…, op. cit., pp. 173-194 [trad. esp.: “La filosofía jurídica y política de David Hume (1711-1776)”, en Estudios de filosofía…, op. cit.].

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se elaboran en el mundo social. Las teorías de pretensión universal, los grandes relatos, enmascaran y deforman la realidad en el momento mismo en que pretenden aprehenderla. Pero, sobre todo, al predeterminar los marcos y las categorías de análisis, impiden estar a la escucha de lo que se inventa: incapacitan para ver lo inédito cuando aparece, y por lo tanto discernirlo en su singularidad. Por esa razón, no es falso describir a Michel Foucault, como no hace mucho propuso hacerlo Paul Veyne,8 con los rasgos de un pensador escéptico, un filósofo que recusa el valor de los universales, de los trascendentales, de las ideas generales, y se libera de toda referencia a lo que pueda llamarse Verdad, Moral, Virtud, etc. No obstante, no es posible coincidir con la operación efectuada por el historiador de la Antigüedad, que consiste en invocar ese escepticismo radical para negar el carácter político de la obra y la vida de Foucault. Según Veyne, la crítica foucaultiana de los universales y las ideas abstractas priva de toda posibilidad de dar un fundamento cualquiera, una justificación cualquiera a la acción política. Esta, por consiguiente, sería siempre arbitraria y en cierto sentido absurda. Foucault habría tenido entonces con referencia a ella una duda profunda, una distancia de principio, y la naturaleza exacta de su proceder se situaría muy lejos del “mito” del filósofo activista y de izquierda que predomina en Francia y Estados Unidos. A mi juicio, el escepticismo de Foucault no puede percibirse como una forma de abandono del compromiso o, mejor, como una actitud casi necesariamente conducente a una despolitización. Al contrario, la crítica de las ideas “generales”, de las teorías “totalizadoras” o de los pensamientos del “fundamento” constituye el punto de partida de la invención de una nueva política, que se definirá como una política de las singularidades, una política de acompañamiento y respaldo de las luchas múltiples y los combates sectoriales. Toda la apuesta del proceder de Foucault radica en liberar al pensamiento de los mitos y las actitudes que le prohíben ser a la vez radical y eficaz: la obsesión por la coherencia, por lo universal, por los valores colectivos, por el “sentido de la Historia”, etc. Todo esto impide comprender tal como son y por lo que son las batallas que surgen. El escepticismo de Foucault representa así el punto de partida de un 8 Paul Veyne, Foucault, sa pensée, sa personne, París, Albin Michel, 2008 [trad. esp.: Foucault. Pensamiento y vida, Barcelona, Paidós, 2009].

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trabajo de sí sobre sí mismo cuya función es deshacerse de los hábitos que frecuentan la política tradicional y que, en realidad, son despolitizadores, porque incapacitan para aprehender las luchas en sus singularidades. Para decirlo en pocas palabras, es el punto de partida de la reinvención de una política emancipadora.

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X. No ser gobernado

Estamos tan acostumbrados a considerar el neoliberalismo como una ideología triunfante y como la encarnación típica de un sistema hegemónico contra el cual habría que movilizarse, que asociarlo a las luchas, las prácticas de la resistencia y la emancipación es, a primera vista, necesariamente contrario a nuestras categorías de percepción. Sin embargo, es sorprendente comprobar que el tema de la crítica, de la renuencia, de los instrumentos de que disponemos para cuestionar las dominaciones que se ejercen sobre nosotros, y en particular las dominaciones políticas, recorre con insistencia la reflexión de Foucault sobre los aportes de la tradición neoliberal. Foucault no es ingenuo, desde luego: no ignora que el surgimiento y la instauración de una gubernamentalidad neoliberal provocaron el desarrollo de mecanismos de poder, de control, de jerarquización cuyo análisis es necesario emprender para poner freno a su funcionamiento. Pero esas percepciones no tienen nada de original. Constituyen incluso el punto de partida, el basamento de la mayoría de los estudios. Se trata de afirmaciones reflejas que llevan siempre a atribuirse el mismo proyecto: discernir lo “negativo” del paradigma neoliberal, sacar a la luz sus zonas de sombra, sus peligros, sus amenazas. El proyecto de Foucault marca una ruptura con esta posición. El problema que él pretende plantear aspira a suscitar más revuelo. Su intención es más compleja. Foucault se propone modificar nuestra percepción espontánea del discurso neoliberal. Así, una de las ideas centrales de la demostración efectuada en Nacimiento de la biopolítica es que a través del neoliberalismo se elabora y también se introduce algo liberador, 81

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emancipador, crítico. Por otra parte, Foucault toma la precaución de enunciar explícitamente ese punto ya en la primera clase de su curso, cuando, al final, se dirige a sus oyentes para destacar que se cometería un gran error si se considerara que la indagación sobre el liberalismo y el neoliberalismo, la reconstrucción del surgimiento y las propiedades de esos nuevos modos generales de regulación de los comportamientos, solo presentan un interés histórico o documental. Esos problemas, dice, nos son contemporáneos. Se “nos plantea[n] […] en nuestra actualidad inmediata y concreta”. Conciernen al presente, a la situación en la cual nos movemos. Y Foucault precisa: “¿De qué se trata cuando se habla de liberalismo, cuando a nosotros mismos se nos aplica en la actualidad una política liberal? ¿Y qué relación puede tener esto con esas cuestiones de derecho que llamamos libertades?”. Después formula un interrogante más importante y también más audaz, por medio del cual efectúa una notable comparación entre el neoliberalismo económico y ciertas prácticas de resistencia que se desarrollan en nombre del liberalismo político: “¿Cuál es la cuestión en todo esto, en este debate de nuestros días en que, curiosamente, los principios económicos de Helmut Schmidt hacen un raro eco a tal o cual voz procedente de los disidentes del Este? ¿De qué se trata todo este problema de la libertad, del liberalismo?”.1 ¿Cómo justifica Foucault esta asociación entre, por un lado, el liberalismo y el neoliberalismo, y, por otro, los movimientos de disidencia? ¿Qué tiene de potencialmente emancipador el discurso neoliberal? O, para ser más exactos, ¿en qué sentido es posible encontrar en ese discurso instrumentos, armas para librar luchas políticas y democráticas? La potencialidad crítica inscripta en la racionalidad neoliberal se arraiga en el hecho de que esta tradición se afirmó en el marco de una oposición al Estado o, mejor, a la razón de Estado. En efecto, en la raíz de la actitud liberal y luego neoliberal no hay un cuerpo constituido de axiomas teóricos o filosóficos, y tampoco ningún principio ideológico básico. Si se quisiera caracterizar lo que reúne a los intelectuales neoliberales más allá de sus diferencias a veces muy grandes, habría que 1 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 25 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 41].

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invocar antes bien un rasgo de carácter, un conjunto de obsesiones casi psicológicas. Puesto que su pulsión común, dice Foucault, es una “fobia al Estado”.2 Anima a los liberales una fijación obstinada con el Estado, cuya intensidad ilustra aquel con la cita de unas palabras del historiador del arte Bernard Berenson: “Dios sabe que temo la destrucción del mundo por la bomba atómica, pero al menos hay otra cosa que temo tanto: la invasión de la humanidad por el Estado”.3 Según Foucault, el neoliberalismo está atravesado por la idea de que “siempre se gobierna demasiado” o, al menos, de que “siempre es necesario suponer que se gobierna demasiado”.4 En otras palabras, hay en el neoliberalismo la formulación de una interrogación radical sobre la gubernamentalidad estatal. Esta doctrina no se conforma con preguntarse cuáles serían los mejores medios o los medios menos costosos de alcanzar objetivos políticos. Cuestiona la posibilidad misma del Estado. Impone dar una respuesta a esta pregunta: “¿Por qué, entonces, habrá que gobernar?”.5 En ese sentido, no me parece falso decir que Foucault percibió el neoliberalismo como una de las encarnaciones contemporáneas de la tradición crítica. En una conferencia de 1978 titulada “¿Qué es la crítica?”, y pronunciada apenas unos meses antes de su curso Nacimiento de la biopolítica, Foucault asocia en efecto la crítica a una actitud, un gesto consistente en situarse del lado de los gobernados y levantarse contra las formas de gobierno. Está claro, prosigue Foucault, que esta reivindicación de libertad no se basa en un rechazo encantatorio de todo gobierno. Se apoya en una voluntad más modesta, más difusa. Da testimonio de una intención de no ser gobernado “de este modo, por esto, en nombre de estos principios, con vistas a tales o cuales objetivos y por medio de tales o cuales procedimientos, no de aquel modo, no para eso, no por ellos”. Foucault define la crítica como “el arte de no ser tan gobernado”.6 Ese es también uno de los aspectos del arte neoliberal. Ibid., pp. 77 y 78 [94]. Ibid., p. 77. 4 Ibid., p. 324 [360]. 5 Ibid. [361]. 6 Michel Foucault, “Qu’est-ce que la critique? (Critique et Aufklärung)”, en Bulletin de la Société Française de Philosophie, año 84, núm. 2, abril-junio de 1990, p. 38 [trad. esp.: “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)”, en Daimon. Revista de Filosofía, núm. 11, 1995, pp. 5-26]; el énfasis nos pertenece. 2 3

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XI. Política, derecho, soberanía

Si el embate antiestatista que impregna el neoliberalismo despierta el interés de Foucault, es porque abre el camino a una deconstrucción del paradigma que, a su entender, fabrica obediencia en las sociedades contemporáneas: la filosofía política, la teoría del derecho, la creencia en el Estado. Los comentarios dedicados a Michel Foucault insisten la mayor parte de las veces en la renovación que él aportó a la concepción del poder, y en su manera de mostrar que este funcionaba en forma difusa, desperdigada, diseminada, y que las sociedades contemporáneas debían describirse en términos de sociedades disciplinarias cuyos numerosos dispositivos normalizadores invisten los cuerpos y modelan las subjetividades. No obstante, me parece que una presentación de esas características tiende a ocultar otra dimensión importante de la obra de Foucault: la verdadera guerra que esta libra contra la filosofía política y la filosofía del derecho. Desde mediados de la década de 1970, en efecto, una de las preocupaciones de Michel Foucault fue poner en cuestión, deconstruir lo que él llamaba “concepción jurídica de la soberanía”. Por ello no entendía una teoría bien constituida, sino más bien un modo de análisis, un sistema de representaciones, una manera de pensar el poder que recorrería Occidente desde la Ilustración, y quizás aun antes. Ese dispositivo se articula alrededor de unos cuantos conceptos claramente identificables: Contrato, Ley, Derecho, Voluntad General, etc. A través de ellos, el dispositivo construye toda una serie de mitos, y hasta de mistificaciones, que 85

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dan forma a nuestra manera de observar la realidad, de percibir el Estado, de interpretar el significado de la política. En el fondo, el elemento esencial de esa grilla es presentar el Estado como un lugar de libertad o liberación; se afirma que la política sería el marco donde los hombres, al liberarse del influjo de la pasión y del juego de los intereses particulares, construirían por medio de la Razón y la discusión no violenta un orden legítimo, una Voluntad General cuya expresión y encarnación sería la ley (la noción de “democracia deliberativa” constituye la reactivación más reciente de este tema); en síntesis, ese sistema plantea la existencia de una relación entre la política, o el derecho, y la emancipación: la figura del ciudadano, la aspiración a lo universal y la imagen del hombre libre.1 Está claro que Foucault no lo ignora: en la historia, ese sistema pudo tener y a veces puede seguir teniendo un papel subversivo, de impugnación del orden constituido. Puesto que esta retórica es desde luego la de la Revolución Francesa, la de Rousseau. Pero Foucault se apresura a agregar que hay una enorme sobrestimación de la ruptura llevada a cabo por la filosofía de la Ilustración en la teoría política. A su parecer, el discurso jurídico no es una invención de la burguesía, que se habría opuesto a la arbitrariedad monárquica. Se trata, al contrario, de un sistema de representación sobre el cual ya se apoyaba el poder real (que lo utilizó sobre todo contra los sistemas feudales). En otras palabras, el discurso de la Ilustración no introdujo en la historia del pensamiento la ruptura que suele verse en él. En realidad, su característica esencial fue volver contra la monarquía el discurso jurídico que esta misma había inventado: “El mecanismo teórico por medio del cual se efectuó la crítica de la institución monárquica, ese instrumento teórico, fue el instrumento del derecho, que había sido establecido por la propia monarquía”.2

1 Sobre el tema del vínculo entre conquista de la libertad y construcción de una esfera política relativamente autónoma, véase por ejemplo Hannah Arendt, Qu’est-ce que la politique?, trad. de Sylvie Courtine-Denamy, París, Seuil, 1995 [trad. esp.: ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós e ice de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1997]. En el período contemporáneo, probablemente sea Jürgen Habermas quien defiende de manera más explícita esta posición. 2 Michel Foucault, “Les mailles du pouvoir”, en Dits et écrits, vol. 2: 1976-1988, París, Gallimard, col. Quarto, 2001, p. 1003 [trad. esp.: “Las mallas del poder”, en Estética, ética y hermenéutica, en Obras esenciales, vol. iii, Barcelona, Paidós, 1999, p. 238].

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¿Cómo es posible relacionar el pensamiento de la Ilustración con el sistema monárquico? ¿Qué vínculo hay entre la teoría del derecho, la filosofía política y la figura del Rey y el Soberano? En eso radica toda la apuesta de la demostración de Foucault y de la deconstrucción que este pretende llevar a cabo. En efecto, Foucault querría transformar la percepción que tenemos de la filosofía del derecho y la teoría política. Quiere poner de manifiesto el hecho de que la axiomática jurídico-política, tal como la vemos funcionar en Rousseau, en Hobbes y hasta en Rawls, Habermas o Kymlicka (y, en cierto sentido, incluso en Derrida),3 no actúa en favor de la libertad, la emancipación individual. Su propiedad fundamental es, de hecho, la de actuar en favor de una legitimación del Estado y la dominación política; esa axiomática fabrica una imagen del “sujeto de derecho” como sujeto obediente desde siempre, sometido desde siempre a un soberano cuya superioridad y trascendencia debería reconocer. En otras palabras, aun cuando ese tipo de dispositivo haya podido tener un papel revolucionario, y pueda a veces encarnar un instrumento de limitación del poder del Estado en nombre del “derecho de gentes”, no deja de ser cierto que se mantiene necesariamente encerrado en el marco de la razón de Estado y es, por lo tanto, solidario del ejercicio de la razón jurídica. Según Foucault, el problema de la filosofía política es ante todo el problema del soberano: Rousseau, afirma, “al elaborar su teoría del Estado, trató de mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colectivo, un soberano como cuerpo social, o mejor, un cuerpo social como soberano”.4 La obsesión del pensamiento jurídico siempre fue determinar cómo es posible constituir una “unidad política” definida por “la existencia de un soberano individual o no, poco importa, pero poseedor por un lado de la totalidad de sus derechos individuales y al mismo tiempo principio de la limitación de estos derechos”.5

Véase Jacques Derrida, Du droit à la philosophie, París, Galilée, 1990. Michel Foucault, “Les mailles du pouvoir”, op. cit., p. 1003 [238]. 5 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 286 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 326]. 3 4

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En consecuencia, la axiomática jurídico-deductiva no se sitúa ante todo del lado de la resistencia, de la indocilidad, de la renuencia. No se pone en el lugar de los gobernados. Se sitúa del lado del Estado. Habla el discurso del Estado. Se afana en encontrar las maneras de justificar la práctica gubernamental y la pretensión del Estado de ser lo que es.6 Para hacerlo, construye toda una ficción del origen del Estado que debe mostrar cómo puede constituirse un poder “según cierta legitimidad fundamental, más fundamental que todas las leyes, que es una especie de ley general de todas las leyes y puede permitir a estas funcionar como tales”.7 Y lo que Foucault pretende demostrar es que la concepción de esa legitimidad fundamental supone necesariamente la fabricación de cierta imagen del sujeto como sujeto obediente: el ciudadano. La teoría de la soberanía se adosa a esa figura central de la filosofía occidental que es el sujeto de derecho. Sujeto de derecho y soberanía constituyen las dos caras de un mismo paradigma. Uno no puede funcionar sin otro. Ahora bien, ese sujeto, contrariamente a lo que se cree, no es en primer lugar un ser que tenga conciencia de sus derechos y obre con el fin de hacerlos actuar e imponerlos contra la razón de Estado. Al contrario, se trata de un “sujeto a someter”:8 ¿Qué caracteriza al sujeto de derecho? Que al principio tiene derechos naturales, claro está. Pero en un sistema positivo se convierte en sujeto de derecho cuando acepta al menos el principio de ceder esos derechos naturales, de renunciar a ellos, y suscribe una limitación de esos derechos, acepta el principio de la transferencia. Es decir que el sujeto de derecho es por defi6 Por eso mismo, este modo de análisis está consustancialmente ligado a una actitud, una manera, para el filósofo, de subjetivarse como legislador, de soñarse como hombre universal. La teoría política se pretende neutral. Querría llegar después de la batalla, ponerse en el centro y por encima de la refriega. Su función sería hacer posible un armisticio, imaginando cómo fundar un orden que reconcilie. En términos más generales, esto nos llevaría a interrogarnos sobre las relaciones entre la filosofía y el Estado, entre el punto de vista filosófico y el punto de vista estatal. Véase Jean-Louis Fabiani, Les Philosophes de la République, París, Minuit, 1988. 7 Michel Foucault, “Il faut défendre la société”. Cours au Collège de France, 1975-1976, ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1997, p. 38 [trad. esp.: Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 50]; el énfasis nos pertenece. 8 Ibid.; el énfasis nos pertenece.

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política, derecho, soberanía nición un sujeto que acepta la negatividad, acepta la renuncia a sí mismo, acepta, de alguna manera, escindirse y ser en cierto nivel poseedor de una serie de derechos naturales e inmediatos, y en otro nivel, acepta el principio de renunciar a ellos y se constituye por eso como otro sujeto de derecho superpuesto al primero. La división del sujeto, la existencia de una trascendencia del segundo sujeto en relación con el primero, una relación de negatividad, de renuncia, de limitación entre uno y otro, caracterizarán la dialéctica o la mecánica del sujeto de derecho, y en ese movimiento surgen la ley y el interdicto.9

Así, el sistema voluntad-ley nos modela siempre de manera negativa, limitativa. Lejos de destacar y valorar las capacidades de resistencia, indocilidad, renuencia, funciona como un principio de sujeción. La filosofía política se sitúa pues del lado del mantenimiento del orden, del lado del Estado. No es un discurso de la libertad, de la autonomía, del individuo. Es un discurso de la obediencia; se basa en un acto de legitimación del soberano, o de algo que representa la soberanía. En otras palabras, no se sitúa del lado de las luchas sociales y no podrá proporcionar instrumentos de resistencia. Proporciona a los gobernantes un discurso que les da derecho a gobernar. Además, la idea de que la axiomática jurídico-política, el lenguaje del contrato social, de la voluntad general, de lo “político”, tienen la función esencial de contrarrestar los movimientos de movilización e impugnación mediante una llamada al orden político —y de que, en consecuencia, sirven para preservar al soberano de toda recusación radical que pueda poner en peligro los fundamentos de su dominación y la creencia en su legitimidad—, constituye la apuesta principal del curso de Foucault en el Collège de France titulado Defender la sociedad. En ese curso, Foucault toma por objeto la obra de Thomas Hobbes y no la de Rousseau, y se hace dos grandes preguntas: por una parte, ¿por qué, con qué fin, en qué contexto y contra quién escribió Hobbes el Leviatán? Y por otra, ¿cómo explicar que esta obra se haya constituido como la fundadora de la filosofía política moderna? Foucault rompe con las lecturas internas de los textos filosóficos para mostrar hasta qué punto el Leviatán es un libro político que se 9

Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., pp. 278 y 279 [315 y 316].

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inscribe en una batalla ideológica: no se comprenderá nada de esta obra si no se advierte que Hobbes escribe contra un adversario bien preciso. Se opone a un conjunto de discursos que circulan y hasta proliferan en la Inglaterra de mediados del siglo xvii. Esos discursos adoptan la forma de análisis históricos: cuentan la conquista de los normandos sobre los sajones, recuerdan la batalla de Hastings de 1066, la invasión de Inglaterra por las tropas de Guillermo el Conquistador, etc. ¿Por qué revivir ese recuerdo del pasado? Para destacar que fue la guerra la que presidió el nacimiento del Estado inglés. El origen de la dominación política de la realeza y la nobleza en Inglaterra es impuro. Se estableció por la sangre, la arbitrariedad de una batalla, el sojuzgamiento de un grupo por otro. Por consiguiente, la Corona inglesa no es legítima. No tiene fundamentos legales para gobernar. No representa al pueblo sino a un grupo particular de conquistadores que se esfuerza por mantener su dominación sobre otro. A juicio de Foucault, la importancia de este tipo de discurso es mostrar cómo pudo (y, por ende, aún puede) la práctica de la historia utilizarse estratégicamente como un arma contra el soberano.10 La política no representa a los ciudadanos más allá de sus intereses particulares. No es el dominio de lo común, sino de la conquista. Es la “continuación de la guerra por otros medios”: las leyes, el derecho, el Estado se inscriben en una batalla original que prolongan. Su objetivo es mantener la relación de fuerza inicial en favor de los vencedores: “En esta hipótesis, el papel del poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una especie de guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros”.11 Al sacar a la luz la guerra como rasgo permanente de las relaciones sociales y políticas, este proceder genealógico convoca casi necesariamente a la insurrección: al negarse a considerar al soberano como alguien que nos representa, poner de manifiesto los orígenes grises del Estado y designarlo por lo tanto como un adversario, da a la rebelión 10 Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, op. cit., p. 255 [175]. Un gesto idéntico moviliza el “proceder genético” de Bourdieu. Véase Pierre Bourdieu, Sur l’État. Cours au Collège de France, 1982-1992, ed. de Patrick Champagne, Rémi Lenoir, Franck Poupeau y Marie-Christine Rivière, París, Raisons d’Agir y Seuil, 2012. 11 Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, op. cit., p. 16 [29].

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una forma de necesidad lógica e histórica. Y Hobbes, según Foucault, habría escrito el Leviatán justamente para silenciar ese historicismo, para desactivar la potencialidad subversiva que contiene. Y aun en líneas más generales, agrega Foucault, la totalidad del discurso filosófico-jurídico de la tradición occidental se construyó en una fijación obstinada con la lucha, la conflictividad, y se postuló en oposición a los discursos que codifican las relaciones políticas en términos de enfrentamiento, es decir que reinscriben el Estado en la guerra social en lugar de reconocerle una superioridad. Las nociones de contrato, derecho, cesión, representación permitieron en efecto a Hobbes fabricar otra visión, otro relato, otra grilla de inteligibilidad que no es la que encontramos plasmada en el discurso histórico de la conquista. Para él, efectivamente, una vez que los vencidos, los derrotados, los “débiles” prefirieron la vida a la muerte, una vez que cedieron y detuvieron la batalla, suscribieron un contrato, aceptaron obedecer y, por eso mismo, “reconstituyeron una soberanía, hicieron de sus vencedores sus representantes, volvieron a instalar un soberano”. En otras palabras, no es la guerra, la derrota, la que funda de manera brutal y fuera de la ley el nacimiento del Estado. Es la voluntad de los vencidos de detenerla. Es, dice Foucault, el miedo, la renuncia al miedo, la renuncia a los riesgos de la vida. Esto es lo que abre las puertas del orden de la soberanía y un régimen jurídico que es el del poder absoluto. La voluntad de preferir la vida a la muerte: esto va a fundar la soberanía, una soberanía que es tan jurídica y legítima como la constituida según el modelo de la institución y el acuerdo mutuo.12

Foucault bien lo sabe: el Leviatán suscitó miedo en la historia del pensamiento en razón de su carácter radical, de su elogio del absolutismo, de su tendencia a legitimar cualquier autoridad estatal establecida. Y muchos teóricos políticos elaboraron teorías diferentes, menos autoritarias, que otorgaban menos “derechos” al soberano. Pero, para los filósofos, dice Foucault, siempre vale más dar demasiado al Estado que no darle lo suficiente. En otras palabras, el interés principal que representa el estudio del dispositivo inventado por Hobbes estriba en mostrar hasta qué punto 12

Ibid., p. 82 [92].

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el discurso de la teoría política es no solo un discurso reactivo, sino también, y necesariamente, el discurso del Estado: las nociones de contrato, voluntad general, ciudadano, política, etc., siempre tuvieron por función cumplir un papel de legitimación. Por consiguiente, ese paradigma no tiene nada de liberador. Funciona como un discurso de la sumisión, un discurso de gobernantes, un discurso al servicio de la razón de Estado. Funda la constitución jurídica de la soberanía política a partir de un acto inaugural de sujeción e incluso de autosujeción, por medio del cual los sujetos se constituyen o son constituidos como sujetos que quieren ser gobernados. Lo cual se sitúa exactamente en el extremo opuesto de un proceder crítico, que debe tomar por objeto las relaciones de sujeción y estudiar cómo fabrican subjetividades. Por lo tanto, esas relaciones no deben presuponerse o plantearse como una necesidad: deben ponerse en el centro del análisis. A condición de deconstruirlas, seremos capaces de proporcionar a los gobernados instrumentos para emanciparse. En otras palabras, debemos situarnos necesariamente fuera del marco de la filosofía del derecho y de los mitos de la política para buscar cómo fundar una práctica teórica de la resistencia, la lucha y la insumisión.

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XII. La desobediencia civil en cuestión

La deconstrucción foucaultiana de la filosofía política y de la teoría del derecho no solo se inscribe, desde luego, en el marco de una discusión histórica sobre los aportes del pensamiento de la burguesía y la Ilustración. Está ligada a preocupaciones políticas contemporáneas. En ese marco, es evidente que uno de los blancos de Foucault es la filosofía conservadora tradicional, que siempre se valió de la ficción de la autonomía de lo político y del sujeto racional y de derecho contra el marxismo, contra la idea de las luchas (y de la lucha de clases en particular) o contra el determinismo sociológico.1 Pero puede señalarse que esta controversia se despliega asimismo en el espacio de la teoría radical. En ese caso remite a la cuestión de los instrumentos de la crítica, la manera como es posible fundar un discurso de resistencia a la lógica estatal y acompañar los movimientos de insumisión que aspiran a una mayor libertad. Puesto que, según Foucault, una práctica que hace suyas las categorías jurídicas, que utiliza ese juego de conceptos y trata de descalificar el Estado presente apelando a su derecho, su ciudadanía, un “universal por venir”, etc., se condena a mantenerse dentro del régimen de la soberanía: se opone a un estado dado de las relaciones de poder como tales. En una palabra, adhiere a un sistema de sujeción al que no cuestiona. Tal fue además el envite del célebre debate de 1974 durante el cual Michel Foucault confrontó con Noam Chomsky en torno de la cuestión 1 Véase Didier Eribon, D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche française, París, Léo Scheer, 2007.

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de la desobediencia civil.2 En esta polémica Foucault parece aún muy marcado por las categorías de pensamiento marxistas contra las cuales se pronunciaría más adelante. A menos que la utilización de esas categorías sea la resultante del hecho de que se conforma con discutir con Chomsky en el propio terreno de este y dentro del sistema por él planteado. Lo cierto es que una de las cuestiones centrales que atraviesan el debate es la de si existe algo que pueda designarse como los “fundamentos” de la insurrección obrera, e incluso, más generalmente, de las manifestaciones de oposición política. ¿Es pertinente procurar justificar las movilizaciones antiestatales? ¿Esas acciones pueden o deben pensarse por medio de categorías jurídicas, y tratar de legitimarlas invocando el hecho de que se inscriben en el horizonte de la legalidad, la justicia, la racionalidad? La posición defendida por Chomsky es la más clásica y tranquilizadora. A su entender, el combate de los oprimidos debe librarse necesariamente en nombre de la ley y de una justicia más pura. La rebelión contra el Estado se efectúa en nombre de la idea de una sociedad mejor. En ese sentido, habría que refutar los discursos que presentan como “ilegales” algunos de sus modos de acción. Esta calificación se apoyaría en una ratificación de la definición de la justicia y la ley tal como la impone el orden político establecido. Ahora bien, Chomsky opina que, en realidad, es la lucha de clases la que tiene el derecho de su lado: el verdadero derecho, el derecho racional. Es ella la que está justificada, aunque solo lo esté por una justicia ideal y una legalidad superior venidera. En consecuencia, el auténtico criminal es, a la inversa, el Estado actual: “Cuando realizo un acto que el Estado considera ilegal, yo estimo que es legal; es decir, considero que el Estado es criminal”.3 Chomsky compara la lucha de clases con los actos de resistencia y desobediencia contra las guerras imperialistas y sobre todo contra la guerra de Vietnam: Elementos interesantes de este derecho [internacional], como los inscriptos en los principios de Núremberg y en la Carta de las Naciones Unidas, autorizan de hecho, aún más, en mi opinión requieren del ciudadano que actúe 2 Michel Foucault y Noam Chomsky, “De la nature humaine: justice contre pouvoir”, en Dits et écrits, vol. 1, París, Gallimard, 2001, texto núm. 132, pp. 1339-1380 [trad. esp.: “De la naturaleza humana: justicia contra poder”, en Estrategias de poder, en Obras esenciales, vol. ii, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 57-104]. 3 Ibid., p. 1369 [89].

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la desobediencia civil en cuestión contra su propio Estado de una manera que es erróneamente considerada criminal por el Estado. No obstante, se actúa con toda la legalidad, pues este derecho internacional prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza en los asuntos internacionales, salvo en circunstancias muy concretas que nada tienen que ver con las condiciones en las que se desarrolla la guerra de Vietnam. En este caso concreto, en el de la guerra de Vietnam, que a mí me interesa enormemente, el Estado norteamericano actúa como un criminal. Y la gente tiene derecho a impedir que los criminales cometan crímenes. Y aunque el criminal pretenda que tu acción, cuando intentas pararlo, es ilegal, eso no es necesariamente la verdad.4

Chomsky se inscribe así en la axiomática jurídico-deductiva, el camino rousseauniano: el camino de la Revolución Francesa. Presupone que es impensable no procurar fundar, legitimar las rebeliones, aunque solo sea para poder distinguir la que es “justa” de la que no lo es. Por lo tanto, siempre habría que disponer de un criterio de juicio, una norma para evaluar la realidad, y son el razonamiento jurídico y el concepto de derecho los que nos permitirían tenerlos: una rebelión será legítima, justa, cuando sea posible inscribirla en el marco de una legalidad venidera —o, mejor, someterla a esa legalidad— y definir sobre esa base la situación presente como ilegal.5 Está claro que Foucault no recusa del todo la idea de que ese marco puede ofrecer, desde cierto punto de vista, instrumentos de resistencia. Pero no deja de ser cierto que, en su opinión, adosar la lucha social y política a ese aparato conceptual nunca examinado como tal es fuertemente problemático, porque los conceptos de “ley”, “justicia”, “sujeto de derecho” se inscriben en el sistema que pretenden combatir. Por lo tanto, en definitiva reproducirán necesariamente efectos de sujeción. Lejos de darnos los medios de deshacer, deconstruir los mecanismos del ejercicio de la soberanía política, ratifican, prolongan y naturalizan esos dispositivos: “Me parece que la idea de justicia fue inventada y puesta en práctica en diferentes tipos de sociedades como instrumento de un poder político y económico determinado, o como arma contra ese poder. Pero me Ibid. [90]; el énfasis nos pertenece. Véase Sandra Laugier y Albert Ogien, Pourquoi désobéir en démocratie?, París, La Découverte, 2010. 4 5

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parece que de todas formas la noción misma de justicia funciona en el interior de una sociedad de clase”.6 Y por esa razón, concluye Foucault un poco más adelante: Contrariamente a lo que usted piensa, no me puede impedir creer que estas nociones de naturaleza humana, de justicia, de realización de la esencia humana, son nociones y conceptos que se formaron en el interior de nuestra civilización, en el interior de nuestro tipo de saber y de nuestro modo de filosofar […], y que no podemos, por lo tanto, por muy lamentable que esto resulte, servirnos de estas nociones para describir o justificar un combate que debería —que debe en principio— estremecer los fundamentos mismos de nuestra sociedad.7

6 Michel Foucault y Noam Chomsky, “De la nature humaine…”, op. cit., p. 1373 [94 (traducción ligeramente modificada)]. 7 Ibid., p. 1374 [96 (traducción ligeramente modificada)].

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XIII. No dejar hacer al gobierno

¿Cómo salir del discurso del Estado? ¿Cómo combatir al Estado sin recurrir a las armas, los vocabularios, los conceptos que nos inscriben, de hecho, en un dispositivo estatal y que eo ipso nos configuran, por lo tanto, como sujetos obedientes, sujetos sometidos a un soberano? Esas son las cuestiones que Michel Foucault se esforzó por responder desde mediados de la década de 1970. Lo que está en juego es importante. No porque solo se trate, como podría creerse, de elaborar una nueva teoría del poder, alternativa e incluso opuesta a la concepción tradicional. En realidad, se trata más bien de reflexionar sobre los medios con que contamos para escapar a las ideas del fundamento, para romper con el razonamiento jurídico y para liberarnos de los mitos de la ley y “lo” político. Foucault querría aquí asumir una nueva actitud: no ponerse, como los filósofos políticos, del lado del Estado y los gobernantes, sino, al contrario, situarse del lado de los gobernados, sus combates y sus aspiraciones. En muchos aspectos, me parece que su interés por el liberalismo y el neoliberalismo solo puede comprenderse en ese contexto. A su entender, en efecto, si el neoliberalismo introdujo una ruptura en la historia del pensamiento, fue sobre todo porque hizo volar en pedazos los elementos constitutivos de la filosofía política y el normativismo jurídico. En otras palabras, Foucault vio en los conceptos de “mercado”, “racionalidad económica”, homo œconomicus, etc., instrumentos críticos sumamente poderosos que permitían descalificar el modelo del Derecho, la Ley, el Contrato, la Voluntad General, etc. Ese paradigma abre paso a la posibilidad de hablar un lenguaje que no sea el del Estado. 97

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Así, en Nacimiento de la biopolítica Foucault opone dos grandes tradiciones de análisis del poder y el soberano. Por un lado está el camino axiomático, jurídico-deductivo, el camino rousseauniano del que acabamos de hablar. Pero hay asimismo una tradición absolutamente alternativa, cuyo origen se remonta al radicalismo inglés. Esa tradición inventó una nueva forma de examinar el Estado y oponerse, por abajo, a la razón de Estado. Su característica principal es que no participa en el juego del soberano. No utiliza las categorías del derecho. No plantea la cuestión de la legitimidad de la acción del Estado. Se interesa en algo completamente diferente, es decir, en su “utilidad”. Cuando se analizan las prácticas gubernamentales, la actitud habitual consiste en preguntarse si son “legítimas” o no, si la acción estatal tiene un fundamento legal. Ahora bien, la economía política concibió un nuevo modo de problematización: considera las prácticas gubernamentales “desde el punto de vista de sus efectos”. Foucault toma el ejemplo de los impuestos. Los liberales, los radicales ingleses, para plantear el problema, no van a preguntarse qué es lo que autoriza a un soberano a recaudar impuestos. Van a limitarse a decir: [Q]ué va a pasar cuando se recaude un impuesto y cuando esto se haga en un momento preciso y sobre tal o cual categoría de personas o tal o cual categoría de mercancías. Importa poco que ese derecho sea legítimo o no, el problema pasa por saber qué efectos tiene y si estos son negativos. En ese momento se dirá que el impuesto en cuestión es ilegítimo o, en todo caso, que no tiene razón de ser. Pero la cuestión económica siempre va a plantearse en el interior del campo de la práctica gubernamental y en función de sus efectos, no en función de lo que podría fundarla en términos de derecho.1

Según Foucault, la propiedad esencial del radicalismo y el liberalismo ingleses es pues que lograron emanciparse, liberarse del pensamiento del Estado, debido a una aguda desconfianza con respecto a los dirigentes y los gobernantes. Esta tradición fabricó algo inédito: una forma de 1 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 17 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 32].

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analizar la política de manera no política. No pensará, como lo hacen los revolucionarios y teóricos de la Ilustración, en términos de derecho, legitimidad, contrato, etc. Evaluará la ley desde el punto de vista de su utilidad o su inutilidad, es decir, de sus consecuencias perjudiciales o no. Foucault insiste en que el neoliberalismo contemporáneo se inscribe en esa filiación. Hace suyo ese modo de cuestionamiento, esa manera de problematizar, pero los radicaliza y los generaliza, como se ve sobre todo en Estados Unidos. A partir de los años sesenta, en efecto, la crítica neoliberal del Estado concibió el mercado, el razonamiento mercantil, como un instrumento de evaluación del gobierno. Los neoliberales erigieron una suerte de “tribunal económico permanente” del gobierno para juzgar, ponderar cada una de sus actividades en nombre de la ley del mercado. En otras palabras, en el dispositivo neoliberal la forma mercado se vuelve permanentemente contra el gobierno. Ya no se trata, como en el caso del liberalismo clásico, de pedir al Estado que “deje hacer” al mercado. Se trata de partir del mercado para “no dejar hacer al gobierno”: La grilla económica podrá y debe permitir testear la acción gubernamental, juzgar su validez, permitir objetar en la actividad del poder público sus abusos, sus excesos, sus inutilidades, la prodigalidad de sus gastos. En pocas palabras, con la aplicación de la grilla económica […] se trata de inculcar y justificar una crítica política permanente de la acción política y la acción gubernamental. Se trata de filtrar toda la acción del poder público en términos del juego de la oferta y la demanda, en términos de eficacia sobre los datos de ese juego, en términos del costo que implica esa intervención del poder público en el campo del mercado. Se trata, en suma, de constituir, con respecto a la gubernamentalidad efectivamente ejercida, una crítica que no sea simplemente jurídica o simplemente política. Es una crítica mercantil, el cinismo de una crítica mercantil opuesta a la acción del poder público.2

Es obvio que Foucault no ignora los peligros que puede representar ese tipo de práctica. Por lo demás, menciona como ejemplo de institución que se asigna el objetivo de evaluar la política en términos de costos y beneficios el American Enterprise Institute, destacado ejemplo 2

Ibid., p. 252 [284].

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de la reacción republicana contra el Estado de bienestar y la sanción de medidas sociales por parte de los demócratas. Pero creo que, en el fondo, su principal interés está en el gesto de insumisión e incluso, cabría decir, la especie de golpe de Estado que llevan a cabo los neoliberales. Los discursos que siguen presos en las categorías de la política permanecen inscriptos dentro del sistema del soberano. Pueden, es cierto, invocar esos derechos para poner límites al ejercicio del gobierno (cuando algunas de sus acciones aparecen como ilegítimas o extrajurídicas), pero jamás pueden impugnar el fundamento de la autoridad pública, interrogar la forma Estado en sí misma y recusar su pretensión fundamental de hacernos obedecer. Al rechazar las categorías jurídicas y disolver la práctica gubernamental en la economía, el neoliberalismo va mucho más lejos. No se conforma con limitar el poder del soberano: “Hasta cierto punto lo hace caducar […] decreta su caducidad”.3 La problemática neoliberal tiene una función de descalificación del soberano. El cálculo económico desmitifica lo político, lo derriba de su pedestal. Aquí se recusa la idea de que habría que obedecer a la ley porque es legítima, porque es la encarnación de una “voluntad” jurídica y general. No se le reconoce una autoridad específica. Queda sometida a la evaluación utilitarista. No tiene valor en sí misma; solo lo tendrá si sus beneficios son superiores a sus costos, de modo que la idea misma de obediencia, de respeto de la autoridad, no tiene sentido en el marco neoliberal. Por esa razón Foucault insiste en que el mundo económico y el mundo jurídico-político aparecen como mundos “heterogéneos e incompatibles”.4 El homo juridicus, el sujeto de derecho, es un hombre que acepta la negatividad, la trascendencia, la limitación, la obediencia a la ley. Pero el homo œconomicus, por su parte, no renuncia jamás a su interés: se inscribe en una mecánica egoísta, sin duda, pero sobre todo sin trascendencia; nunca detiene el proceso de maximización de su utilidad en nombre de exigencias presentadas como “superiores”.5 De ese modo, hace imposible la Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 296 [332]. Ibid., p. 286 [326]. 5 Ibid., p. 279 [316]. Se advierte, pues, que no se trata aquí de elaborar una crítica grosera del Estado en nombre del individuo, puesto que tanto la tradición jurídica como la económica son tradiciones individualistas. Sin embargo, no fabrican un mismo concepto de individuo: en un caso, este se construye como un sujeto obediente, mientras que en otro es un agente que afirma sus intereses. 3 4

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constitución de una unidad política definida por la existencia de un soberano, porque ese proceso requiere la renuncia a los propios derechos, su transferencia a algún otro:6 el homo œconomicus “no se integra al conjunto del que forma parte, al conjunto económico, a través de una transferencia, [una] sustracción, [una] dialéctica de la renuncia, sino de una dialéctica de la multiplicación espontánea”,7 que es la del mercado libre y centralizado, el intercambio en que la voluntad de cada cual va a concordar con la voluntad de los otros. El neoliberalismo sustituye así la coacción moral o social por los contratos; privilegia la forma asociaciones (en plural) en desmedro de la organización estatal.8 Y por esta razón pudo acompañar ciertas utopías comunitarias, como por ejemplo en Robert Nozick, que define la sociedad neoliberal como un espacio indeterminado que deja a cada uno la posibilidad de promover una sedición y crear nuevos mundos.9 El homo œconomicus aparece pues, en sentido propio, como un ser ingobernable. En otras palabras, no solo hay que concebir esta figura como un modelo o una herramienta de conocimiento utilizada por la ciencia económica. Se trata de un instrumento polémico, un arma construida, sistematizada y teorizada a fin de sostener un discurso crítico del Estado, de cuestionamiento del ejercicio de la soberanía. El neoliberalismo constituye en ese sentido una de las formas que, en un momento dado, tomaron “la afirmación o la reivindicación de la independencia de los gobernados” con respecto a la gubernamentalidad.10 Y por esa razón tiene un carácter tan precioso a los ojos de Foucault. En efecto, al oponer la lógica jurídica y la lógica neoliberal, el homo juridicus y el homo œconomicus, Foucault consigue poner de manifiesto hasta qué punto, en las sociedades contemporáneas, el poder político funciona a fuerza de obediencia, resignación, negatividad. La salida de ese dispositivo revela Ibid., p. 286 [326]. Ibid., pp. 295 y 296 [332]. 8 Véase Henri Arvon, Les Libertariens américains. De l’anarchisme individualiste à l’anarcho-capitalisme, París, Presses Universitaires de France, 1983. 9 Robert Nozick, Anarchie, État et utopie, trad. de Évelyne d’Auzac de Lamartine, París, Presses Universitaires de France, 1988, p. 365 [trad. esp.: Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988]. 10 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 43 [62]. 6 7

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ser con ello una tarea urgente, que exige inventar modos de cuestionamiento no políticos de lo político. Foucault nos invita por eso mismo a repensar las condiciones de elaboración de una práctica emancipadora, y nos impone tomar conciencia del hecho de que una crítica del neoliberalismo que haga el elogio del derecho, la política o la soberanía no sería satisfactoria sino, al contrario, potencialmente regresiva y reaccionaria.

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XIV. El homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria

Para cerrar esta exploración de la relación de Foucault con el neoliberalismo, me gustaría mencionar un último aspecto. Este es más difícil de abordar que los anteriores, porque Foucault solo le dedica algunas páginas en su curso. En ese sentido, podríamos sentirnos inclinados a creer que se trata de una cuestión lateral y de importancia relativa. En realidad, me parece que se trata de un punto central, ya que remite a la cuestión de la norma, del funcionamiento del poder disciplinario en las sociedades contemporáneas, y a una cuestión paralela, la del papel de la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis. Esta interrogación atraviesa dos clases de Nacimiento de la biopolítica consagradas a la economía de la elección racional, al modelo del homo œconomicus y sobre todo a los trabajos de Gary Becker. El objetivo de esas clases es destacar que no puede considerarse al neoliberalismo únicamente bajo el aspecto de una doctrina política o filosófica. También hay que tomar en cuenta el hecho de que aportó a la ciencia económica una sustancial renovación epistemológica. Foucault señala en efecto que, desde Adam Smith y hasta mediados del siglo xx, el análisis económico se definía por su objeto: se presentaba como el estudio de los mecanismos de producción, intercambio y reparto de las riquezas. La economía era la ciencia de un sector específico de la realidad, la realidad económica, caracterizada por ejemplo por el consumo, la inversión, la división del trabajo, el crecimiento, etc. Ahora bien, el neoliberalismo, en especial en su versión estadounidense, propuso otra concepción. Refirió la economía no a un objeto sino a una 103

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actividad: la ciencia económica es la ciencia de las elecciones racionales. Se define como “el análisis del modo de asignación de recursos a fines que son antagónicos”. Foucault precisa: En otras palabras, tenemos recursos escasos para cuya utilización eventual no contamos con un solo fin o con fines acumulativos, sino con fines entre los cuales es preciso elegir, y el punto de partida y el marco general de referencia del análisis económico deben ser el estudio del modo como los individuos asignan esos recursos escasos a fines que son excluyentes entre sí.1

Esta redefinición de la disciplina económica —formulada por primera vez por Lionel Robbins— tuvo un papel considerable en la historia del pensamiento. Dio inicio a un movimiento que se designó como el imperialismo de la economía en las ciencias sociales: una vez que la economía se postula como la ciencia de las elecciones racionales, el estudio de la manera como los individuos deciden asignar sus recursos a tal uso y no a tal otro, aquella tiene derecho a atribuirse como proyecto el análisis del conjunto de los comportamientos humanos y no solo los que se codifican tradicionalmente como económicos; tener hijos o no tenerlos, casarse o no casarse, cuidar la propia salud o no, proseguir los estudios o no, drogarse o no…, son acciones que constituyen otras tantas decisiones resultantes de cálculos explícitos o implícitos y, en consecuencia, están de derecho en la órbita de un análisis económico. Uno de los golpes de fuerza del neoliberalismo consiste, así, en proponerse descifrar en términos mercantiles toda una serie de realidades y relaciones no mercantiles. El hombre ya no se piensa como un ser compartimentado que hace razonamientos económicos para sus acciones económicas, pero que obedece más bien a valores sociales, morales, políticos, psicológicos, etc., en los otros ámbitos de su existencia. Se lo conceptualiza como un ser unificado, coherente. Se supone, entonces, que aplica el cálculo económico a todo, es decir que se comporta como una pequeña empresa empeñada, a cada instante, en maximizar su utilidad 1 Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979, ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 228 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 260].

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bajo la coacción de los recursos a su disposición: el neoliberalismo se propone utilizar el modelo del homo œconomicus como grilla de inteligibilidad de todos los actores y todas las acciones.2 Es sabido que esta figura del hombre como ser racional constituye probablemente una de las facetas más criticadas de la disciplina económica en su versión “ortodoxa”. Se la presenta como un revulsivo: sería la demostración de que el neoliberalismo tiende a mostrarnos bajo los rasgos mutiladores de seres interesados, materialistas, egoístas. Nos haría pasar por monstruos fríos y máquinas de calcular (para retomar la expresión de Marcel Mauss), cuando en realidad somos seres complejos, personas definidas por afectos, emociones y pasiones, valores espirituales, etc. Aun en los sectores de la teoría crítica que pretenden erigir al individuo en un valor de izquierda y el individualismo en un proyecto emancipador, es sorprendente comprobar que, contra el homo œconomicus, se esgrime la figura antimaterialista y antiutilitarista de la persona dotada de sentimientos, afectividad, sentido moral, conforme a una retórica asombrosamente cercana al personalismo cristiano. Michel Foucault no recurre, en Nacimiento de la biopolítica, a esos modos de descalificación. Muy por el contrario, se interroga sobre la productividad del modelo del homo œconomicus y la fecundidad del gesto consistente en utilizar ese esquema para analizar los comportamientos. Y, en ese marco, desarrolla extensamente un ejemplo bien preciso: el del crimen, el castigo y la política penal tal como la estudió Gary Becker, economista estadounidense laureado con el Premio Nobel, en un célebre artículo de 1968 titulado “Crimen y castigo: un enfoque económico”. Si Foucault decide desarrollar este ejemplo, no es desde luego por azar. Se sabe que el estudio de los fenómenos de “desviación” y la manera de codificarlos, construirlos y problematizarlos constituyó para él uno de los instrumentos privilegiados de revelación del modo de funcionamiento del poder “disciplinario” en las sociedades contemporáneas. En efecto, desde mediados de la década de 1970, en sus cursos del Collège de France El poder psiquiátrico y Los anormales y después, claro está, en Vigilar y castigar, Foucault se consagró a analizar las metamorfosis 2 Gary S. Becker, The Economic Approach to Human Behavior, Chicago, University of Chicago Press, 1976, p. 14.

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del sistema penal y de la representación del criminal a partir de fines del siglo xix. Uno de los temas que atraviesan su reflexión es mostrar hasta qué punto la irrupción de la pericia psiquiátrica en la institución judicial contribuyó a transformar radicalmente la percepción y el tratamiento del criminal. Ya no se concibe a este como un simple “infractor”, término por el cual Foucault entiende a un individuo definido por sus actos, por lo que ha hecho. La pericia psicológica impone la idea de que el crimen es también, y tal vez ante todo, la manifestación de una vida perversa, de tendencias desviadas, de pulsiones inmorales y de inclinaciones desordenadas, adquiridas especialmente en la infancia. De ese modo, ya no se reduce a un mero acto de transgresión de la ley. Es un comportamiento arraigado en una psicología. El criminal deja de ser concebido como un hombre normal; se lo construye como una “personalidad aparte”. Así, Foucault sostiene en Los anormales: [L]a pericia psiquiátrica permite doblar el delito, tal como lo califica la ley, con toda una serie de otras cosas que no son el delito mismo, sino una serie de comportamientos, maneras de ser que, claro está, se presentan en el discurso del perito psiquiatra como la causa, el origen, la motivación, el punto de partida del delito. En efecto, en la realidad de la práctica judicial, van a constituir la sustancia, la materia misma susceptible de castigo.3

La importancia histórica de ese dispositivo obedece al hecho de haber redefinido la representación del criminal y, por lo tanto, la significación de lo que es un crimen en su relación con la ley. El crimen se convierte en algo más que una conducta ilegal. Es la consecuencia y la manifestación de una irregularidad con respecto a normas éticas. [L]a pericia psiquiátrica permite constituir un doblete psicológico ético del delito. Es decir, deslegalizar la infracción tal como la formula el código, para poner de manifiesto detrás de ella su doble, que se le parece como un hermano o una hermana, no sé, y hace de ella, justamente, ya no una infracción 3 Michel Foucault, Les Anormaux. Cours au Collège de France, 1974-1975, ed. de Valerio Marchetti bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1999, p. 15 [trad. esp.: Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 28 (traducción ligeramente modificada)].

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el homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria en el sentido legal del término, sino una irregularidad con respecto a una serie de reglas que pueden ser fisiológicas, psicológicas o morales.

Y Foucault concluye: “De hecho, lo que el psiquiatra propone en ese momento no es la explicación del crimen: lo que hay que castigar es en realidad la cosa misma, y sobre ella debe cabalgar y pesar el aparato judicial”.4 En otras palabras, el surgimiento de la psiquiatría, del poder psiquiátrico, contribuyó a dar un nuevo espesor a las divisiones establecidas por la ley. La separación entre lo lícito y lo ilícito se acompañó de varias otras significaciones. En lo sucesivo, separa igualmente lo moral de lo inmoral, lo normal de lo anormal, etc. El sistema judicial ya no tiene que vérselas con un “infractor” sino con un “delincuente”. La criminalidad ya no se evalúa desde un punto de vista legal, sino desde un punto de vista psicológico moral. En ese sentido, el poder psiquiátrico fabrica un nuevo tipo de hombre, el homo criminalis, caracterizado por el hecho de que, para definirlo, es menos pertinente su acto que su vida. Lo cual implica no solo que resulte imposible aprehenderlo sin conocer su biografía y su modo de existencia (no basta con preguntar al delincuente qué ha hecho, hay que interrogarlo sobre lo que él mismo es), sino asimismo —y con igual importancia— que, en cierta forma, el criminal existe con anterioridad a su crimen (y, en última instancia, al margen de él), acto este que no constituye más que la manifestación última de desarreglos psicológicos o morales preexistentes.5 Foucault destaca hasta qué punto esa psicologización del ámbito de la criminalidad contribuyó a modificar la función de la pena y el papel de la institución judicial: estas ya no solo procuran reprimir un acto o imponer una reparación del daño. Se integran a un dispositivo de atención y enderezamiento del criminal. Puesto que el “anormal” ya no solo debe ser castigado en el sentido penal del término. Debe ser reeducado, corregido, transformado. La reconceptualización del crimen encarada por la psiquiatría desembocó así en la instauración de un nuevo tipo de poder en el cruce de lo médico y lo judicial: el poder de “normalización”. Y este, como es obvio, no surgió de la nada ni de manera autónoma: Ibid., pp. 16 y 17 [29 y 30]. Michel Foucault, Surveiller et punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975, p. 292 [trad. esp.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo xxi, 1976]. 4 5

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representa una de las modalidades del nacimiento de las disciplinas como técnicas modernas de control y adiestramiento de los individuos. Como lo ha mostrado Didier Eribon, una de las ideas centrales desarrolladas por Foucault desde mediados de los años setenta es pues que, en nuestras sociedades, la mecánica del poder está consustancialmente ligada a la emergencia y la difusión de la “función psi”, es decir, de la psiquiatría y el psicoanálisis, así como de las nociones de interioridad, personalidad, inconsciente familiar, etc. De modo tal que una crítica radical de las normas de sujeción no puede ahorrarse una crítica radical de la concepción psicológica del sujeto.6 Y precisamente por eso el proceder neoliberal, y en especial su manera de analizar el crimen, intrigaron tanto a Foucault. Ese modo de análisis, marcado por un antipsicologismo fundamental, le pareció capaz, en efecto, de dar paso a una deconstrucción del discurso psiquiátrico y del paradigma disciplinario. De hecho, el antipsicologismo constituye el aspecto metodológico básico de la economía neoclásica: es su fundamento negativo. Gary Becker lo enuncia de manera extremadamente fuerte en la introducción a su obra The Economic Approach to Human Behavior. Becker insiste allí en que la economía moderna se asigna como proyecto romper con las ciencias que pretenden explicar el comportamiento de los individuos invocando sus gustos, sus inclinaciones morales, su psicología, su cultura, su identidad, etc. A su entender, esta actitud es simplista y lleva a proponer explicaciones perezosas y a menudo casi tautológicas. Pero, sobre todo, los análisis de esta índole se refieren a realidades inobservables, a características mentales “internas” que, más que establecerse objetivamente, se presuponen. Esa es la razón por la cual la economía se propone partir del postulado inverso: presupone que los individuos son idénticos, que tienen gustos y disgustos comparables.7 Por consiguiente, se vedará por principio explicar la diferencia de sus comportamientos en función de la diferencia de sus rasgos “psicológicos”. Para rendir cuentas de la variabilidad de las prácticas solo podrá invocar la diferencia de los entornos 6 Didier Eribon, Échapper à la psychanalyse, París, Léo Scheer, 2005 [trad. esp.: Escapar del psicoanálisis, Barcelona, Bellaterra, 2008]. 7 George J. Stigler y Gary S. Becker, “De gustibus non est disputandum”, en The American Economic Review, vol. 67, núm. 2, marzo de 1977, pp. 76-90.

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en los que se han movido las personas, la disimilitud de los contextos en los cuales viven. En otras palabras, la economía trata a los actores como homines œconomici superponibles pero que se encuentran en situaciones distintas. Lo cual abre el camino a una politización de la casi totalidad de las dimensiones de la existencia humana. Es fácil comprender con ello en qué sentido la aplicación del modelo del homo œconomicus al crimen va a transformar radicalmente la percepción de ese fenómeno y sus “causas”: puesto que aquí no se presumirá en ningún caso que el criminal difiere del “adaptado”. No se le atribuirán características psicológicas o inclinaciones singulares, perversas. El hecho de llevar a cabo actividades criminales o, a la inversa, actividades legales no es la expresión de tendencias inscriptas en un psiquismo. Esa elección depende sencillamente de las incitaciones objetivas que reciben los individuos, de los beneficios (o los costos) que son capaces de extraer al realizar tal acto y no tal otro: el crimen es un acto racional. Un criminal solo es alguien que corre el riesgo de ser castigado por la ley porque, en la situación concreta en la que se encuentra, la anticipación de la ganancia del crimen es superior a la anticipación de la pérdida que sufrirá si lo detienen o castigan.8 La importancia de este tipo de análisis radica en primer lugar, como se comprenderá, en desdramatizar la reflexión sobre el crimen, liberarla del influjo que ejercen sobre ella las categorías morales y moralizadoras. Pero sobre todo, la economía neoclásica, y Gary Becker en particular, arrancan al criminal de las garras de la psiquiatría: en efecto, dice Foucault, si se define el crimen como la acción cometida por un individuo al correr el riesgo de ser castigado por la ley, verán que no hay entonces ninguna diferencia entre una infracción al código de circulación y un asesinato premeditado. Esto quiere decir asimismo que el criminal, según esta perspectiva, no está marcado ni es interrogado en absoluto sobre la base de rasgos morales o antropológicos. El criminal es cualquier hijo de vecino.

8 Gary S. Becker, The Economic Approach to Human Behavior, op. cit., pp. 40-46. Véase también, del mismo autor, “The Economic Way of Looking at Life” (conferencia de recepción del Premio Nobel, 1992), en The Journal of Political Economy, vol. 101, núm. 3, junio de 1993, pp. 385-409.

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La economía clásica neoliberal produce así lo que Foucault llama “borradura antropológica del criminal”. Recusa la pertinencia de las operaciones de clasificación de los individuos entre normales y anormales, así como todas las distinciones que han podido establecerse entre “criminales natos, criminales ocasionales, perversos y no perversos, reincidentes, etc.”. Todo esto, dice Foucault, “no tiene ninguna importancia”.9 Por consiguiente, con el neoliberalismo queda potencialmente desestabilizada o se derrumba la totalidad del sistema penal, dado que este se apoya en la patologización del criminal y el poder psiquiátrico: En ese sentido, se darán cuenta de que el sistema penal ya no tendrá que ocuparse de esa realidad desdoblada del crimen y el criminal. Se ocupará de una conducta, de una serie de conductas que producen acciones, y estas acciones, de las que los actores esperan una ganancia, son afectadas por un riesgo especial que no es el de la mera pérdida económica sino el riesgo penal e incluso el de esa misma pérdida económica infligida por un sistema penal. El propio sistema penal, por lo tanto, no tendrá que enfrentarse con criminales, sino con gente que produce ese tipo de acciones.10

Se comprende entonces por qué Michel Foucault vio el neoliberalismo como una instancia de crítica radical de los fundamentos del ejercicio del poder disciplinario. Hay en efecto una relación consustancial entre las disciplinas y la psicología: la disciplina caracteriza el tipo de poder que se asigna el proyecto de investir e instituir los psiquismos. Pretende corregir a los individuos desde adentro mediante mecanismos internos de sujeción. Esta concepción aparece, por ejemplo, en la redefinición actual de la función de la ley tal como la ha estudiado Marcela Iacub, una ley que se erige cada vez más como una instancia simbólica destinada a actuar sobre las subjetividades y regular las conciencias, en lugar de los comportamientos.11Ahora bien, el antipsicologismo de la economía Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., pp. 258 y 264 [293, 301 y 302]. Ibid., p. 258 [293]. 11 Marcela Iacub, “Le couple homosexuel, le droit et l’ordre symbolique”, en Le Crime était presque sexuel et autres essais de casuistique juridique, París, Flammarion, 2009. Véase también, de la misma autora, “L’esprit des peines: la prétendue fonction symbolique de la loi et les transformations réelles du droit pénal en matière sexuelle”, en L’Unebévue, núm. 20, otoño de 2002, pp. 9-28. 9

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la lleva a descalificar esa imagen del poder. Este no debe actuar sobre los jugadores: no puede sino conformarse con intervenir en las reglas del juego y las variables del medio. Debe retirarse de las mentes y darse como único punto de aplicación las coordenadas exteriores a las cuales los individuos se enfrentan y responden. En otras palabras, la política neoliberal no es disciplinaria. Encarna una tentativa de resistirse a esa concepción del poder en nombre de otro tipo de política, que se definirá como una política pura y estrictamente “ambiental”.12 Pero, por otra parte, me parece importante destacar que, al redefinir el campo legítimo de intervención del poder, el neoliberalismo promueve asimismo una visión del mundo y un proyecto de sociedad que no tienen nada que ver con el proyecto de una sociedad disciplinaria. Foucault, en efecto, insiste in extenso en el hecho de que la construcción psiquiátrica de una cantidad de individuos como “anormales” está consustancialmente ligada al establecimiento de mecanismos de enderezamiento y normalización. En otras palabras, la sociedad disciplinaria se construye en el horizonte de la norma. Valora la conformidad. Interviene en los individuos mediante procedimientos de sujeción interna destinados a adiestrarlos, pautarlos, predisponerlos a jugar según las reglas del juego. En un plano ideal, la sociedad disciplinaria sería una sociedad sin crimen, sin desviación, sin diferencias. Es cierto, una de las características del poder disciplinario es que funciona en la individuación, que fabrica individuos. Pero esta acción particularizada tiene justamente la función de incrementar la eficacia de las operaciones de adiestramiento.13 Ahora bien, la aplicación del razonamiento económico a la política penal va a introducir una ruptura con respecto a esta visión de las cosas. Los economistas parten de una constatación simple: es cierto, disminuir la delincuencia (lo que ellos llaman enforcement) es beneficioso. Pero, al mismo tiempo, esa lucha tiene un precio, en términos de efectivos policiales, de funcionamiento de la justicia, etc. Por consiguiente, la idea misma de suprimir por completo el crimen e identificar y castigar a la totalidad de los criminales es absurda. El costo de una política semejante sería desmesurado, desproporcionado, es decir, muy ampliamente supe12 13

Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 274 [309 y 310]. Michel Foucault, Surveiller et punir, op. cit., p. 200.

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rior a los beneficios que la sociedad obtuviera de ella. Y sobre esa base los neoliberales se proponen una reformulación del problema de la política penal. Ya no se trata de preguntarse, a semejanza de lo que se hace clásicamente, cómo luchar contra el crimen y cómo reprimirlo. Se trata más bien de determinar —Foucault cita aquí a Gary Becker— “cuántos delitos deben permitirse […], cuántos delincuentes deben quedar impunes”.14 Entonces, ¿cuál es el ideal, el horizonte de una sociedad neoliberal? No, de ningún modo, el de la normalización. La idea de los economistas, a juicio de Foucault, es más bien que “la sociedad no tiene una necesidad indefinida de conformidad. La sociedad no tiene ninguna necesidad de obedecer a un sistema disciplinario exhaustivo. Una sociedad está cómoda con cierto índice de ilegalidad y estaría muy mal si quisiera reducirlo indefinidamente”.15 En consecuencia, la sociedad neoliberal no se fija como objetivo la normalización, el control de los individuos. Es una sociedad de la pluralidad. Está marcada por algo así como una “tolerancia” otorgada a los individuos “infractores” y las prácticas minoritarias. No procura suprimir los “sistemas de diferencias” sino optimizarlos, por medio del establecimiento de sistemas descentralizados de compensación entre los agentes. Está claro —y Foucault lo sabe— que ese proyecto de sociedad constituye una pura construcción intelectual. Pero el uso que él le da permite discernir lo que entendía cuando se proponía valerse del neoliberalismo como un test, un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento. Puesto que por medio de la imagen del homo œconomicus Foucault destaca la posibilidad de imaginar una representación del acto criminal que no sea la proporcionada por la psicología o la psiquiatría. Con ello se derrumba la pretensión de la psiquiatría de proponer una descripción fiel de un dato empírico (el hombre “concreto”, el hombre tal cual es, el hombre en su verdad). Si son concebibles otras construcciones al margen del discurso psicológico, eso significa que este también constituye una construcción. El carácter ficticio del homo œconomicus permite pues, por la comparación, revelar la multitud de hipótesis implícitas y de elecciones

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Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 262 [298]. Ibid., p. 261.

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arbitrarias en las cuales se apoya el poder psiquiátrico, y es manifiesto entonces que también la figura del “anormal” supone un artificio. El razonamiento económico, el razonamiento por modelo y abstracción, suele ser criticado por su irrealismo. Pero nos damos cuenta de que encarna un instrumento muy vigoroso de desnaturalización: pone en cuestión la imagen que nos hacemos de la realidad; nos fuerza a romper con la adhesión espontánea que acordamos a esta, y nos enfrenta a la posibilidad de imaginar otras maneras de mirarla y construirla, contrariamente al enfoque etnográfico dominante en las ciencias sociales, que resulta en análisis redundantes del mundo. La analítica neoclásica ofrece armas para deshacer el influjo de los modos de pensamiento psicologizantes y morales y poner freno a la mecánica implacable del funcionamiento del poder disciplinario. En otras palabras, reconstituir lo producido por el neoliberalismo no representa un objetivo en sí. Es una estrategia. Es, para Foucault, una táctica teórica que permite entrever la forma que podría tomar una ofensiva contra la sociedad disciplinaria: es uno de los puntos de apoyo posibles para la elaboración de prácticas de desujeción.

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Índice de nombres

Althusser, Louis: 50 n. Arendt, Hannah: 51 n., 86 n. Arvon, Henri: 101 n. Audard, Catherine: 41.

Giscard d’Estaign, Valéry: 18. Guesnerie, Roger: 41 n. Guillermo el Conquistador, Guillermo I de Inglaterra, llamado: 90.

Becker, Gary: 23, 36, 42, 103, 105, 108, 109, 112. Berenson, Bernard: 83. Berlin, Isaiah: 44, 48, 49, 57-59, 62, 77 n. Böhm, Franz: 36. Brown, Wendy: 35 n. Burke, Edmund: 58.

Habermas, Jürgen: 52 n., 55, 86 n., 87. Hayek, Friedrich A.: 19-21, 23, 32, 33 n., 34, 36, 40-42, 44, 45, 61, 62, 64, 65 n., 77, 78 n. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 59. Helvétius, Claude-Adrien: 59. Herder, Johann Gottfried von: 58. Hobbes, Thomas: 56, 87, 89-91.

Caré, Sébastien: 33 n. Cassirer, Ernst: 50 n. Chomsky, Noam: 93-95, 96 n.

Iacub, Marcela: 67 n., 110.

Derrida, Jacques: 87. Durkheim, Émile: 56.

Kant, Immanuel: 48, 51, 52, 55, 56. Kymlicka, Will: 53 n., 87.

Eribon, Didier: 56 n., 67, 93 n., 108. Eucken, Walter: 36.

Laugier, Laura: 95 n.

Fabiani, Jean-Louis: 88 n. Fichte, Johann Gottlieb: 59. Friedman, Milton: 19, 23, 43 n.

Jevons, William Stanley: 40.

Marshall, Alfred: 40. Marx, Karl: 27, 28, 59. Mauss, Marcel: 105. Menger, Carl: 40. Mill, John Stuart: 44. 115

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la última lección de michel foucault Nozick, Robert: 34, 101. Ogien, Albert: 95 n. Platón: 59. Rawls, John: 48, 52, 53, 55, 87. Reagan, Ronald: 19. Ricardo, David: 35. Robbins, Lionel: 104. Rothbard, Murray: 44. Rousseau, Jean-Jacques: 48, 49, 50 n., 51, 52, 55, 56, 59, 77, 86, 87, 89. Saint-Simon, Henri de: 56. Sartre, Jean-Paul: 76.

Say, Jean-Baptiste: 35. Schmidt, Helmut: 18, 82. Sen, Amartya: 52. Skinner, Quentin: 49 n. Smith, Adam: 35, 37, 103. Sombart, Werner: 25. Spinoza, Baruch: 59. Stigler, George J.: 108 n. Thatcher, Margaret: 19. Veyne, Paul: 79. Voltaire, François Marie Arouet, llamado: 77. Von Mises, Ludwig: 36, 40. Walras, León: 40.

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Esta edición de La última lección de Michel Foucault, de Geoffroy de Lagasnerie, se terminó de imprimir en el mes de junio de 2015 en los Talleres Gráficos Nuevo Offset, Viel 1444, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Consta de 2.500 ejemplares.

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